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PHILOSOHIA,Nº 3 /JUNIO DE 1996 HEGEL,PURO HEGEL,SIN MAS DETERMINACION * Félix Duque Universidad Autónoma de Madrid Va de cuento:en su lecho mortuorio,Hegel,caído como tantos berlineses ante una epidemia de cólera venida de Extremo Oriente -en venganza quizá de quien afirmara que el curso de la Historia coincide con el aparente del Sol: de Oriente a Occidente-,musitó:«Sólo uno me ha entendido».En plan de:«¿Soy yo, maestro?»,Gabler,que efectivamente sucedería a Hegel en la cátedra,se acercó solícito al lecho y cambió unas palabras -inaudibles-con el moribundo,tras lo cual éste,con un último y supremo esfuerzo, exclamó: «Y ése tampoco me ha entendido». La anécdota, se non vera, ben trovata, deja a cualquier intérprete bien pocas esperanzas de desentrañar «lo que ha dicho verdaderamente Hegel», disminuidas además vertiginosamente cuando se pretende «explicar» a tan oceánico pensador en el breve espacio de una conferencia. Claro que quizá podríamos hacer de necesidad virtud y sacar una moraleja de nuestro cuento inicial,a saber:lo que Hegel quería decir es que en filosofía no se trata de «entender», si por ello nos figuramos algo así como la apropiación de una doctrina ajena y exterior,y sin embargo bien predispuesta hacia nosotros: prêt à porter.A eso lo llamaba Hegel «opinión», Meinung y,jugando de vocablo,gustaba de decir: Eine Meinung ist mein <«Una opinión es mía»>,o sea:cosa privada y,por ende, en última instancia incomunicable, como un dolor de muelas. Otra anécdota:se dice que en una recepción se habría acercado a Hegel una señora - sin duda una culta latiniparda-para expresarle su entusiasmo por las cosas que él decía en sus obras. A esto Hegel, cortante, habría replicado: «Señora, todo lo que yo digo en mis obras es falso». Parece que ahora vamos comprendiendo algo. En filosofía no se trata de opiniones personales,más o menos subyugantes,sino de la Verdad.Y como exigía Antonio Machado:«¿Tu verdad? No.La verdad./Y ven conmigo a buscarla./La tuya, guárdatela.» Hay un profundo sentido en esas palabras. También, político. Se trata de alcanzar un nivel de necesidad y universalidad,una suerte de ingreso en un «universo del discurso» en el que todos podamos sentirnos como en casa sin imposiciones venidas de «fuera»,ya sea por la presunta inmediatez de la

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PHILOSOHIA, Nº 3 / JUNIO DE 1996

HEGEL, PURO HEGEL, SIN MAS DETERMINACION*

Félix DuqueUniversidad Autónoma de Madrid

Va de cuento: en su lecho mortuorio, Hegel, caído como tantos berlineses ante una epidemia de cólera venida de Extremo Oriente -en venganza quizá de quien afirmara que el curso de la Historia coincide con el aparente del Sol: de Oriente a Occidente-, musitó: «Sólo uno me ha entendido». En plan de: «¿Soy yo, maestro?», Gabler, que efectivamente sucedería a Hegel en la cátedra, se acercó solícito al lecho y cambió unas palabras -inaudibles- con el moribundo, tras lo cual éste, con un último y supremo esfuerzo, exclamó: «Y ése tampoco me ha entendido».

La anécdota, se non vera, ben trovata, deja a cualquier intérprete bien pocas esperanzas de desentrañar «lo que ha dicho verdaderamente Hegel», disminuidas además vertiginosamente cuando se pretende «explicar» a tan oceánico pensador en el breve espacio de una conferencia. Claro que quizá podríamos hacer de necesidad virtud y sacar una moraleja de nuestro cuento inicial, a saber: lo que Hegel quería decir es que en filosofía no se trata de «entender», si por ello nos figuramos algo así como la apropiación de una doctrina ajena y exterior, y sin embargo bien predispuesta hacia nosotros: prêt à porter. A eso lo llamaba Hegel «opinión», Meinung y, jugando de vocablo, gustaba de decir: Eine Meinung ist mein <«Una opinión es mía»>, o sea: cosa privada y, por ende, en última instancia incomunicable, como un dolor de muelas. Otra anécdota: se dice que en una recepción se habría acercado a Hegel una señora -sin duda una culta latiniparda- para expresarle su entusiasmo por las cosas que él decía en sus obras. A esto Hegel, cortante, habría replicado: «Señora, todo lo que yo digo en mis obras es falso».

Parece que ahora vamos comprendiendo algo. En filosofía no se trata de opiniones personales, más o menos subyugantes, sino de la Verdad. Y como exigía Antonio Machado: «¿Tu verdad? No. La verdad. / Y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela.» Hay un profundo sentido en esas palabras. También, político. Se trata de alcanzar un nivel de necesidad y universalidad, una suerte de ingreso en un «universo del discurso» en el que todos podamos sentirnos como en casa sin imposiciones venidas de «fuera», ya sea por la presunta inmediatez de la experiencia, por la fuerza del Poder (policial y jurídicamente directa, o bien sibilinamente introducida por la tradición o la educación), o por la santidad de la religión. En eso, y en muchas otras cosas, Hegel se revelaría un buen seguidor de Kant.

Sólo que, ¿cómo se consigue el ingreso a tan estupendo Reino de la Verdad? Obviamente, no puede tratarse de una vía privilegiada y accesible tan sólo a unos pocos: los caminos de la filosofía están en principio abiertos a todos los hombres, si es verdad que la filosofía es una consideración pensante de la realidad y que lo que distingue al hombre respecto a los demás animales es justamente el pensamiento. Todos pensamos, y si dejáramos de hacerlo un solo instante, dejaríamos de existir (Descartes dixit). Sólo que pocos piensan en lo que significa «pensar». Una vez, y como de pasada, expresó Hegel en la Fenomenología del espíritu ese significado: pensar de veras es, nada más y nada menos: «saber lo que se dice». Decir, lo que se dice «decir», es cosa bien común y hacedera. Todos decimos muchas cosas. Pero no reflexionamos en lo dicho, no nos volvemos hacia «dentro» para dar la razón de nuestro decir. A lo sumo, nos limitamos a aducir un ejemplo de nuestro aserto, como si poner una cosa físicamente presente al lado de las palabras fuera ya garantía de la verdad de ésta. Y sin embargo, en cierto modo está bien así.

Por algo hay que empezar. Ese «algo» es la percepción de un objeto, con conciencia de estarlo percibiendo. Normalmente llamamos a eso «experiencia». Pues bien, en la experiencia está ya, agazapado, Todo. Sólo que de manera confusa y difusa, abstracta. El sentido común se figura que decir: «Esto es una mesa» es la cosa más concreta del mundo, cuando en realidad es la más vacua de las abstracciones, esto es: una violenta separación, un desgarramiento del tejido vivo y bien trabado que es la experiencia. «Esto» implica una relación de proximidad -deíctica- entre el dicente y lo dicho, de modo que si yo no estoy en esa exacta posición será para mí falso que «esto» sea una mesa. «Es» implica a su vez muchas cosas: primero, la presencia inmediata de lo enunciado; segundo, la identidad de «esto» (el sujeto de mi proposición: una cosa singular) con «mesa» (el predicado: pero hay muchas cosas que también son «mesas», y no son esto de aquí); tercero, tendremos que confesar, llevados por el apuro suscitado por la segunda implicación, que no sólo hay aquí identidad, sino inclusión o subsunción de «esto» bajo «mesa» (y no se ve muy bien al pronto cómo es que una cosa singular pueda ser «absorbida» por un significado general); cuarto, que la mesa es «una» y no otras posibles (las cuales, siendo todas ellas mesas, no son «ésta», con lo que quedan «negadas» por la obstinada presencia de esa mesa); quinto, que cuando yo digo: «Esto es una mesa», pretendo que todos los demás, si estuvieran en mis circunstancias, dirían lo mismo que yo (lo cual implica que todos somos de alguna manera «yo», que todos somos intercambiables, al menos para enunciar la verdad). Y así podríamos seguir. Adviértase que el aserto, al principio abstracto, o sea: separado y confuso a pesar de su presunta inmediatez e inteligibilidad, se ha ido «concretando», ha ido «creciendo conjuntamente» (que eso significa «concreción», de cum-crescere) según se han ido entresacando en él determinaciones como «presencia» o «positividad», «identidad», «inclusión», «unidad» y «pluralidad», «negatividad», «yo», etc. Uno pensaría entonces que, para decir cualquier cosa con sentido, hay que decirlas todas: algo tan fatigoso y aburrido como impracticable. Nada más falso: el filósofo hegeliano no ha dicho «más» cosas, no ha añadido nada nuevo a nuestro aserto. Todas esas determinaciones concretan a la cosa: la ponen en su sitio. Ese «poner las cosas en su lugar» es el saber. El saber... y el saberse porque, según iba yo hablando, discurriendo, no sólo iba conociendo mejor la verdad del aserto, sino mi propia, inescindible inmiscusión en él. Para empezar, a través del lenguaje. Éste no dice cosas que están ahí fuera, «listas» para ser dichas (como si hubiera dos «mundos», y hasta tres: el pensamiento «interior», el lenguaje mediador, y las cosas «exteriores»). El decir «de verdad» altera las cosas, pero en esa «alteración» cambia también, de consuno, el sentido del mismo decir. Adviértase la fuerza de esta aseveración: «cosa» es ya, de siempre: el objeto y su apreciación, a distintos niveles. La cosa misma (si por tal entendemos la «cosa» suelta, sin dicción ni apreciación) es inefable; no porque nosotros no lleguemos a tamaña excelsitud -pace Kant-, sino porque simplemente no existe ni es pensable tal «cosa».

En creciente aproximación mutua, los niveles del lenguaje -cada vez, más concreto, más articulado y complejo- se entrelazan inextricablemente con los niveles de la realidad -a su vez, cada vez más efectivamente «real», por así decir-. Pero todos los niveles son coextensivos: todos ellos se refieren a lo Mismo. «Esto es una mesa» se explica, por un lado, por el quehacer del ebanista, los hábitos culinarios o de trabajo de una civilización, la existencia de un mercado, etc. Explica, explicita en suma el Mundo en su totalidad. Pero por otro lado implica, como hemos visto, toda una red de significatividad, implica el Lógos en su totalidad. Nada está suelto. Nada es de verdad inmediato, sino que está a la vez «escrito» e «inscrito». Lo cual significa que, tomado en su presunto «espléndido aislamiento», todo es falso (y si recordamos que falsum está conectado con la raíz fal-: «caída», diremos que todo es caduco, todo está listo para sentencia, para perecer).

¿Qué es entonces verdadero? Lo verdadero es el Todo, nos dice Hegel. El Todo, no una suma o un agregado de cosas o de decires. La verdad es la coherencia consigo misma de esa red global de articulación, de explicación-implicación, a la vez e inescindiblemente lógica y real, y que Hegel llama, coherentemente, «universal concreto». La pregunta es, entonces, obligada: ¿Puede decirse el Todo? Y la contestación es tan natural como, al pronto, decepcionante: desde luego que no. Todo es relativo, salvo el Todo, el Absoluto en

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1cuyo seno se entretejen las determinaciones. Todo se puede decir, pero el Todo no puede a su vez ser dicho (habría entonces al menos dos cosas: el Todo, y su Dicción, con lo que ya no sería el Todo, sin más). Pero, con Hegel, nosotros daremos aún otro paso. Desde el punto de vista lógico, afirmaremos: porque todo se puede decir, por eso el Todo no puede ser dicho, y viceversa: sólo porque el Todo (colectiva, integralmente tomado) es inefable, es posible decirlo todo (distributivamente tomado). Y desde el punto de vista real: porque todas las cosas están o pueden estar ahí, de una manera determinada, por eso el Todo no es una cosa, ni siquiera la Cosa suprema; o más tradicionalmente: porque las cosas son entes, por eso el Todo no es... un ente, sino el Ser. ¿Y cómo sabemos de tan estupenda ilación? ¿Acaso se trata de un presupuesto, de una proposición de fe? Hay que reconocer, para empezar, que así es. Pero ésta es, piensa Hegel, una fe racional, producto de una decisión, de un corte y separación... de lo inmediato. Resultado, literalmente, de una re-solución.

Por lo demás, también la creencia de que existen cosas sueltas y pensamientos (o palabras) aislados, cada una con su existencia, cada uno con su significado propio, es eso: una creencia, una fe. Pero ésta es una mala fe; tan mala, que constituye en efecto la raíz del mal: ser malo es quererse aislado, sin relación con nada ni con nadie; toda maldad es en el fondo egoísmo: el pan «se las da» de ser sólo pan (cuando en verdad sólo es pan de verdad al ser comido y deglutido), yo «me creo» que soy yo, que sólo existo «yo» (cuando en verdad soy «yo» sólo cuando hablo y actúo con y para otros, o sea cuando me manifiesto y exteriorizo). En cambio, la decisión de pensar, esto es: la desconfianza hacia todo lo inmediato (es decir: lo impuesto porque sí) es, piensa Hegel, buena fe. Buena, y verdadera. Lo primero, porque si tradicionalmente el bien es diffusivum sui, pura difusión o efusión, la creencia de que todas las cosas existen sólo para otras, en absoluta reciprocidad, implica que todas ellas «conocen» -o mejor, que de todas ellas se reconocen- sus límites, que «saben» en una palabra sacrificarse por las demás, que nada les es ajeno, que nadie me es ajeno; las cosas, y «yo mismo» son, somos pura entrega o donación de sí. Existir, vivir es estar absolutamente abierto al otro y a lo otro; ser contingente es ser cotangente, ser el lugar finito de las trayectorias o cortaduras de todas las cosas; y eso: ser contingente, es lo único necesario. Lo segundo, a saber: que sólo la fe en el Todo es verdadera, se sigue para empezar de la definición misma de la verdad. La llamada «verdad por correspondencia» es una verdad derivada, secundaria. Si hay que adecuar en cada caso la mente (o el pensamiento) a la cosa (o al ser), o bien procedemos a un mal infinito (pues la adecuación entre ambos siempre estará «fuera» de ellos, por más vueltas que le demos), o bien tendremos que suponer una coherencia, más aún: una identidad final entre el pensar (subjetivo) y el ser (objetivo). Pero Hegel es todavía más radical: hay que empezar desde luego por tal suposición (por esa creencia de que lo racional es real, y viceversa). Pero esa suposición se prueba. Y la prueba es la entera filosofía. De manera que lo inicialmente presupuesto (dicho en términos tradicionales: la apuesta de que la sustancia es también el sujeto) ha de ser al final absolutamente sabido, absolutamente pensado y absolutamente real.

Hay tres caminos de prueba, y sólo tres, ya que tres eran los temas implicados: el pensar subjetivo (o sea: la conciencia), la red de significados (o sea: el lógos) y las cosas objetivas (o sea: el ser). Y las tres vías han de coincidir al final, han de remitirse unas a otras, si es verdad que sólo el Todo, el Absoluto, es lo verdadero. A la primera vía ha dedicado Hegel una obra justamente célebre, quizá uno de los monumentos más bellos e impresionantes de la filosofía: la Fenomenología del espíritu (1807). A la segunda, otra obra, quizá la más abstrusa y difícil de toda la filosofía: la Ciencia de la lógica (1812-1816). No hay en cambio una obra exclusiva para la tercera vía, pues la llamada Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio (en tres ediciones: 1817, 1827 y 1830) engloba a la primera (variando su posición y función) y a la segunda, la vía lógica (resumiendo la gigantesca obra anterior, y situando a la Lógica como primera parte del Sistema; ya hablaremos de esos cambios ulteriormente).

Si las tres vías coinciden es porque tienen, en el fondo, el mismo contenido (todas dicen, a su manera, el

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Todo) y el mismo método. Las tres son sistemáticas: es decir, su «materia», su objeto, al pronto visto o sentido como algo inmediato y directo, como una «cosa» (por descomunal que sea) que está ahí, lista para ser deglutida por el autor, el lector o el oyente, acaba por coincidir enteramente con su «forma», y ello en un doble sentido: el de la manera propia de ser, de expresarse y articularse de la «cosa» tratada, y el de la manera propia de ser de quien la recibe, del sujeto autor, lector u oyente. No se sale incólume de la lectura de las obras de Hegel, ni las cosas quedan como estaban: todo lo suelto queda absorbido, esto es: negado en su presunta consistencia individual, atómica, y conservado en su estructura verdadera y a ella elevado, como imbricación en la que el Todo se expone y consiste. A esa conversión total, a ese cambio de mente (metánoia, lo llamaban los griegos, y San Pablo) que es a la vez inescindiblemente cambio del modo de ser de la realidad (metabolé, movimiento que es variación y concreción incesantes) lo llama Hegel con una expresión común en alemán pero sin correlato exacto en castellano: Aufhebung, que significa a la vez: «suprimir, conservar y peraltar» (en latín se expresa muy bien esto con tollere; italiano: togliere). Por mi parte, y recordando por un lado que Hegel invierte la operación de la lógica tradicional, a saber: la subsunción (poner un concepto bajo su superior, más indeterminado cuanto más extenso), y por otro que en lenguaje religioso sólo Jesucristo asciende al Cielo por sus solas fuerzas, mientras que María es elevada, he propuesto traducir: asunción (o como verbo: asumir, que significa también «tomar algo sobre sí», «hacerse uno cargo de algo» que aparentemente le era ajeno).

«Asumir» es pues la operación fundamental del método hegeliano, ese famoso método mal llamado dialéctico y presuntamente desplegado en tesis, antítesis y síntesis. La verdad es que Hegel nunca se expresa así, y con razón: parece como si tuviéramos dos cosas o proposiciones enfrentadas, mutuamente exteriores, y de la colisión de ellas saliera una tercera (si traducimos esos célebres y rígidos pasos procesionales tendríamos: posición, destrucción, construcción, cosa que poco tiene que ver con Hegel, sino más bien con una empresa especializada en derribos y construcciones). La verdad es, también, que el método seguido en la Fenomenología no es enteramente conciliable con el desplegado después en la Ciencia de la lógica y en la Enciclopedia (ésa es una de las razones por las que el Hegel maduro desecharía su obra de juventud, si se puede llamar «joven» a un autor de 37 años).

En la Fenomenología, el método es endiabladamente complicado (y Hegel nunca lo explicitó). Aquí se trata de hacer la experiencia de la conciencia, es decir: de que ésta reconozca al fin que aquello que ella sentía, percibía, entendía y razonaba, de que aquello en lo que vivía y actuaba, de que aquello en fin en que creía, que todo eso constituía su propia verdad, que ella era eso que tenía por exterior, con lo cual se rompe la idea de dos «mundos» enfrentados: al final, en el llamado «saber absoluto», ya no hay ni un sujeto egoísta para el cual es toda la realidad, ni una cosa en sí, opaca e impenetrable al pensamiento y la acción. Desde este punto de vista (la doble redención del egoísmo y de la alteridad clausa), la Fenomenología se articula en tres pasos, convencionalmente designados como: A.) la conciencia (que incluye en sí los momentos duales de certeza sensible vs. «esto» sentido, percepción vs. cosa, fuerza vs. entendimiento), B.) la autoconciencia (vida, enfrentada consigo misma como yo desiderativo vs. objeto del deseo, y luego desdoblada como amo vs. esclavo, en lucha a muerte entre sí; y por fin libertad de la autoconciencia como pensamiento frente a su propia verdad: estoicismo, escepticismo, y la conciencia infeliz del cristiano-romántico; C.) sin título propio; esta parte viene dividida a su vez en tres momentos: AA.) la razón (observante, realizadora de sí misma, legisladora); BB.) el espíritu (eticidad, cultura y moralidad), CC.) la religión (natural, artística y revelada); y por último, el cuarto momento es a la vez el último y el fundamento de todos ellos (no sólo de los incluidos en C., sino también de A. y B.): DD.) el saber absoluto.Bien se ve lo forzado de esta división (que no es del propio Hegel, sino de uno de los editores: Georg Lasson). Se trata de sujetar velis nolis los ocho capítulos de la obra (éstos sí de Hegel) dentro de una estructura ternaria: conciencia, autoconciencia, razón. Y tal estructura existe, efectivamente. Sólo que es a la vez más simple y más complicada. Los seis primeros capítulos (de la conciencia al espíritu) representan algo así como un itinerarium mentis ad Deum, una elevación de la conciencia natural que va dejando de ser

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1-en los capítulos I y II- un «yo» cualquiera (la vacía claúsula lógica del racionalismo y el empirismo, enfrentada a una cosa en sí que posee toda la verdad, de la que la conciencia sería mero reflejo), para pasar a través de las ciencias -capítulo III- a tener conciencia de sí -capítulo IV- como ser viviente y consciente que se encarna primero a sí mismo a través del trabajo (momento antropogenético, primero en el que el hombre puede decir de las cosas: «esto sí es carne de mi carne»), saberse miembro de una comunidad (un Yo que es Nosotros), al pronto como partícipe de un pensamiento común y luego como desesperado, separado de una Verdad que siente sin embargo como propia, para después -capítulo V- buscar las huellas de esa Verdad en el Mundo, hasta encontrar al fin que ese Mundo era su Mundo -capítulo VI: el espíritu, conversión de la Naturaleza, trabajada y legalizada, en Historia-.

Todo este gigantesco ascenso (que es en realidad una asunción) puede entenderse pues como un solo momento: el del paso de lo en sí al para nosotros espiritual. Aquí se ha cumplido realmente la experiencia de la conciencia. Sólo que esa experiencia es decepcionante, para la conciencia misma. Ella, que comenzaba por estar solamente cierta de sí, frente a la verdad objetiva de la cosa, acaba por darse cuenta de que tal enfrentamiento era pura apariencia. De hecho, su elevación era una humillación, tanto de la certeza de ella misma como de las cosas «verdaderas». El espíritu no es ni conciencia ni cosa, sino pura praxis: más allá de toda epistemología (que no puede dejar de ser dualista), lo único realmente existente es el mundo histórico, el reino de la libertad. Pero de la libertad, ¿de quién? No desde luego de la Naturaleza, pero tampoco de los «yo» aislados e independientes, sino del Espíritu mismo: si queremos, de la Humanidad, siempre que por tal entendamos no un desideratum vacío, un mero «género», sino la Humanidad concreta, realizada aquí en la tierra y en el tiempo; al menos, en nuestro tiempo, el de Occidente: el tiempo de Grecia y de la Ilustración, de la Revolución Francesa y del Imperio Napoleónico y de las luchas por la identidad nacional de los pueblos oprimidos (por cierto, escribo esto el 2 de mayo), contagiados de los principios revolucionarios y a la vez enfrentándose románticamente a ellos desde el hondón de sus propias tradiciones y costumbres. En esa libertad comunitaria, atmosférica si queremos (mas la «atmósfera», el medium universal de disolución y condensación, es en Hegel efectivamente más real que las cosas y las mentes), el individuo no puede sino verse a sí mismo como malo, oscilando entre el escrúpulo de cumplir la ley y la hipocresía de creer haberla cumplido (se reconoce aquí un homenaje crítico a Kant y Fichte, y en el fondo al luteranismo: bien puede uno obrar conforme a la Ley, que nunca sabrá si ha obrado realmente por Ley).

Ante este fracaso universal del «yo» y de las «cosas» (ahora, fetiches de la actividad humana), la única reconciliación posible es el reconocimiento mutuo de que todos somos pecadores, quizá en lejano recuerdo de un famoso desplante de Schelling al Gran Duque de Württemberg, cuando los dos amigos -junto con Hölderlin- estudiaban en el convictorio de Tubinga. Al buscar la autoridad responsables de supuestos tumultos revolucionarios, Schelling contestó al parecer: «Sire, todos pecamos muchas veces». Sólo que ahora Hegel es más radical, y agustiniano: no podemos no pecar. Lo único que podemos (y ésta es ya la reconciliación del Espíritu consigo mismo, a través de los agentes morales) es reconocer nuestras deudas (Schuld significa en alemán, a la vez, «falta» y «deuda»), esto es: reconocer, por un lado, que nada, absolutamente nada, me es ajeno y exterior (¿cómo podría obrar, si no?). O dicho de otro modo: que todo es, en el fondo, «yo». Este es el lado de la subjetividad infinita moral de Fichte. Pero, por otro lado (el lado de la objetividad infinita, puesto de relieve por Schelling), reconozco a la vez que todo lo debo, que ser un «yo» libre significa eo ipso saberse identificado sin resto con un orden, con un contenido que me es intimior intimo meo, por decirlo con San Agustín. El momento supremo de la reconciliación es pues, de consuno, el momento de la abnegación y el sacrificio. «Reconciliación» vierte el término alemán: Versöhnung, «hermanamiento», «fraternidad» (el amor que da sentido a la «libertad» y a la «igualdad» revolucionarias). Hegel -que cuando quiere sabe escribir muy bien- cierra así este gigantesco proceso: «El sí-mismo de la reconciliación (es decir, ni «tú» ni «yo», sino el espíritu mismo en el que nos hermanamos, F.D.), en el que los dos yo hacen dejación de su ser contrapuesto (de su estar contrapuestos, F.D.) es el

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estar (el Dasein, la «estancia», F.D.) el yo extendido hasta la dualidad, que en ella permanece igual a sí mismo (esto es: soy igual a mí mismo sólo cuando me doy al otro, F.D.) y tiene la certeza de sí mismo en su perfecta enajenación («Gracias, Petenera mía. / En tus ojos me he perdido. / Era lo que yo quería»; Antonio Machado) y en su perfecto contrario («era lo que el yo quería», sin saberlo hasta ahora; F.D.): es el Dios que se manifiesta en medio de ellos, que se saben como el puro saber.» (Tr. Roces, modificada; p. 392). Rimbaud tendrá razón: Je est un autre. Siempre que el otro -habría matizado Hegel- me devuelva el cumplido y el saludo (quizá, sea dicho de paso, ese hundimiento del yo en la Alteridad, sin retorno -o sea, sin redención ni reconciliación- es lo que marca hoy nuestra distancia de Hegel).

Y bien, ahora el en sí, la verdad de las cosas (y de la Cosa única: del mundo espiritualizado) es para nosotros, y para la conciencia devenida espíritu. Que el en sí es para nosotros lo sabemos desde el inicio de la Fenomenología, gracias a la inmiscusión en el curso de las figuras de la conciencia de un curioso «lector»: el «nosotros», que representa algo así como la conciencia filosófica madura que acompaña a la conciencia natural en su dolorosa y desesperante experiencia. En cada etapa, en efecto, la conciencia cae en la cuenta de que consigue justamente lo contrario de lo que pretendía (esto es desde luego la metánoia, la conversio). Y en esa etapa ella, la conciencia en cada caso inmediata, queda estancada, lo mismo que el plano objetivo a que se atiene. Vale decir: el curso ascendente de los seis primeros capítulos es continuo para nosotros, no para la conciencia y su objetividad. Este es un punto muy importante: como ya apuntamos antes en general, también aquí cada figura, cada nivel es suo modo absoluto, y coextensivo con los demás. Sólo que cada vez es el plano más complejo y menos abstracto, menos «egoísta». De lo contrario, pensaríamos que, ya que estamos al cabo de la calle y Hegel ha sido tan gentil de escribir para nosotros la Fenomenología, ya nadie percibe «cosas», ni se aplica a ciencias de la naturaleza, ni realiza introspecciones psicológicas, etc. Incluso figuras aparentemente míticas (la lucha del amo y el esclavo), histórico-filosóficas (el estoicismo o el escepticismo) o histórico-políticas (la Ilustración, la Revolución Francesa) se «repiten» en nosotros, incesantemente, en lo que tienen de verdad. Ciertamente, no habrá por caso otra Revolución Francesa qua talis. Pero sí habrá -y vaya si las hay- facciones luchando por el poder que echarán mano de la muerte (algo tan frío y banal como cortar cabezas de nabo) para implantar en el mundo una Virtud abstracta. Las figuras se ejemplifican en un momento histórico privilegiado, pero tienen valor de Gestalt, de paradigma perenne que forma parte de la formación del hombre.

Pues bien, según se van concretando las figuras (cada una de ellas, asumiendo la experiencia de la anterior), la conciencia en cada caso «natural» va convergiendo en la conciencia filosófica, hasta que en el «perdón de los pecados» se logra la identificación plena de ambas, y de las «cosas». Ahora, el en sí es para nosotros, y para la conciencia (ella misma, ya, Nosotros, Comunidad). Si queremos, hablando en lenguaje religioso, ahora sólo existe Dios, mas no como algo separado de los hombres y de las cosas (ya nada hay separado, abstracto), sino presente en y como el reconocimiento mutuo de las deudas y de la mortalidad. «Dios» es la (aceptada y abnegada) muerte de los mortales, como ya sabían Heráclito, San Pablo, y Novalis (cf. el V Himno a la Noche).

¿Es todo? No. No es todo. Si ahí acabase la Fenomenología, tendríamos una mera revisión (todo lo magnífica que se quiera) de la teología aristotélica, en la que un Dios inmóvil atrae «eróticamente» a todas las cosas, las cuales mueren en el empeño de acercarse a lo que debieran ser. Dios: una suerte de Moloch (o, más a la moda: de «agujero negro») que todo lo engulliría, indiferente. Como decía el muy aristotélico (y en este punto, bien pagano) Santo Tomás de Aquino, todas las cosas tienen relación con Dios, pero él no la tiene con ninguna. A esto replicaría Hegel, con su brutal lenguaje, tildándolo de Barbarei, no sólo para el cristianismo (y Hegel pretende ser el filósofo cristiano por excelencia) sino también para la filosofía. Pues, ¿de qué vale tanta abnegación y sacrificio por parte de la conciencia, si al cabo puede ser víctima de una gigantesca ilusión (resurrección, pavorosamente agigantada del tema cartesiano del «genio maligno» y kantiano de la «ilusión trascendental»)? ¿Y si los hombres mueren y las cosas caducan literalmente para

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1nada? Tal es la sombra del nihilismo, sin que haga falta esperar a Nietzsche para que ese incómodo huésped llame a nuestra puerta. ¿Cómo sabemos que el plano objetivo que íbamos asumiendo en la conciencia era verdaderamente real, y no una fantasmagoría creada por nuestro deseo de que tanto esfuerzo valiera la pena? Dicho en términos kantianos: aquí hace falta una «deducción trascendental» que justifique la validez objetiva de nuestras categorías o, mejor, figuras de conciencia (obsérvese que, en cada caso, la experiencia la ha hecho la conciencia, no el otro lado, el «real»). Y esa deducción no la puede hacer a su vez el «yo». Tal es la debilidad kantiano-fichteana, que no disipa, sino acrecienta la sospecha de que todo esto era un gigantesco desideratum, un mero «deber ser» para hacernos ilusiones y no caer en la desesperación del relativismo gnoseológico e histórico. En una palabra, bien técnica: al cabo del itinerario de la conciencia finita, el en sí es para nosotros y para la conciencia, pero no para sí mismo. La Cosa parece estar en la conciencia extendida-concentrada en Espíritu, pero éste no parece estar «asumido» por la Cosa. La reconciliación es unilateral, y subjetiva.

Remedando a Kant y Descartes (y a Platón, y a toda gran filosofía), Hegel había insinuado ya en la Introducción a su obra de 1807 que si podemos medir y valorar nuestros errores en nuestros tanteos acerca de la verdad, ello echa por tierra la idea de un conocimiento entendido como «instrumento» para acercar a nosotros el Absoluto. Este se burlaría -dice- de nuestras artimañas, «si es que ya en sí y para sí no estuviera y quisiera estar cabe nosotros» (Tr. Roces, modif., p. 52). En lenguaje religioso, habría que decir con San Pablo que, querámoslo o no, somos templos del Espíritu Santo. También por parte del Ser Infinito hay, si cabe hablar así, una de-cisión, un voluntario separarse de su pura abstracción como Ipsum Esse, una johánica kénosis o vaciamiento en el mundo. La reconciliación ha de tener lugar por ambos lados. Por eso, a los seis primeros capítulos (tomados en bloque como Odisea de la conciencia hacia el Espíritu) corresponde como un segundo momento el capítulo VII: el que narra el «descenso» de la autoconciencia infinita (del Espíritu del lado de la Cosa, si cabe expresarse así) hacia y en la conciencia finita. Es el capítulo dedicado a la religión. Lo divino, el Absoluto está ya presente en el mundo (¿dónde, si no? Hegel no acepta trasmundos: la coextensividad de los niveles -contra Kant, más ortodoxo en esto- lo prohibe; en la sensación más humilde está ya, enteramente, el Absoluto). Pero al pronto, la conciencia religiosa no lo reconoce, absorta como está en el despliegue portentoso -para ella, exactamente, milagroso y arbitrario- de las fuerzas naturales desencadenadas.

Ahora, el recorrido -la historia pensada de las confesiones religiosas- será inverso: no es la conciencia la que hace la prueba, la que se mide con lo «real», sino lo «real» (lo único real de verdad: la autoconciencia infinita) la que se prueba a sí misma, asumiendo, suprimiendo paulatinamente una supuesta exterioridad, yendo de lo más abstracto -la luz y las tinieblas- hasta lo concreto artístico -la fiesta, en la que un Pueblo reconoce a su Dios y éste se reconoce en su Pueblo- y aun hasta lo más concreto: la muerte en cruz del Hijo de Dios hecho Hombre y su resurrección como Espíritu de la Comunidad Cristiana: el Dios de los hombres libres (genitivo subjetivo y objetivo). Si pudiera hablarse así, bordeando la blasfemia, diríamos que esta purificación y transfiguración de Dios es, también, un lavar la propia culpa o deuda por parte del Espíritu. Un dejar de ser algo trascendente, separado y autónomo: el Dios de los filósofos. Dios «se debe» a los hombres, ya que sólo en la conciencia de éstos alcanza su propio reconocimiento. Los hombres no piensan a Dios (si por tal se entiende el chato ateísmo de que lo han «creado» a su imagen y semejanza). Pero Dios no se piensa tampoco a sí mismo por separado (contra Aristóteles). Dios se piensa en los hombres. Es su verdad (la de ellos, y la suya propia, inescindiblemente). Pero sólo existe real y verdaderamente en la autoconciencia comunitaria. Él, el Espíritu, es esa autoconciencia. Por eso, el acto supremo de reconciliación es el culto: renovación del Pacto del Dios-Hombre en y con los hombres singulares; y a través de ellos, reconciliación de Dios consigo mismo: verdad especulativa de la Trinidad (y por eso dirá también Hegel que la filosofía es -al contrario del culto eclesiástico, que sólo tiene lugar de vez en vez- un culto continuo). El final del capítulo VII es, por ello, la contrafigura exacta (al otro lado del espejo) del final

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del capítulo VI (y por ende, de los capítulos anteriores): Dios mismo se «sacrifica», se redime de su vacua «abstracción» al entregarse espiritualmente en y como el amor de los hombres entre sí (y amarse los hombres mutuamente, perdonarse recíprocamente las deudas, es a la vez amar a todas las cosas, ya transparentes al hablar y hacer humanos).

Y bien, ahora sí. Ahora la conciencia (que sigue sin ser superada: no hay asomo de panteísmo en Hegel) sabe que lo en sí es para nosotros, y a la vez y en el mismo respecto que lo en sí-para nosotros es también para sí. Lo sabe, no lo es. Ese saber es el saber absoluto, correspondiente al capítulo VIII. Por cierto, se llevaría una decepción (aquí, y en todos los finales sistemáticos de Hegel) quien pensara que al fin va a gozar, tras tantas experiencias -ya convertidas en cosa propia- de no se sabe qué revelación mística. Nadie menos místico que Hegel. En la última figura, que es a la vez recapitulación de todo el movimiento anterior, incluyendo la inversión de los dos respectos (caps. I-VI vs. cap. VII), no hay nada nuevo. Tampoco lo había, repitámoslo, en ninguna de las figuras; la conciencia sabe y se sabe cada vez mejor, pero no sabe más cosas: la filosofía no está para saber más -eso ya lo hacen muy bien las ciencias-, sino para saber lo que se dice, o mejor: para comprender que tal «se», inconsciente e impersonal -el id freudiano-, era ya en verdad el Yo que es Nosotros: el Espíritu encarnado en la Comunidad. Cuando sabe eso, cuando ha lugar la «revelación -o apocalipsis- de lo profundo», ella misma está de más. Lo abierto en ella y por ella (aunque bien a su pesar: ella bien querría que todo fuera para ella, no en y para sí, a su costa): esa apertura infinita que es la identidad del pensar y el ser (el chásma chaéin del Proemio del Poema de Parménides), es una superficie inmensa: la «llanura de la verdad» del décimo libro de la República de Platón, la «región de las verdades eternas» de la Monadología leibniziana. Sobra ya toda experiencia: del Yo, y del Nosotros. La Cosa misma se basta para desplegar sus determinaciones puras. La conciencia queda como «olvidada», puesta «entre paréntesis» ante el mar de lo lógico.

Y sin embargo, a pesar de este inaudito cumplimiento de la ciencia de la experiencia de la conciencia, Hegel acabó por repudiar a su propia obra (cosa que la posteridad desde luego no ha hecho). ¿Por qué? Ante la necesidad puramente comercial de tener que reeditar la Fenomenología al final de su vida (el libro se había agotado), Hegel -que se limitaría a revisar a toda prisa, aquí y allá, algunas minucias de parte del Prólogo- escribió una breve nota que sólo ahora conocemos, gracias a la edición académica de la obra. Traduzco las líneas finales: «Característico trabajo de antaño (frühere), / no rehacer: su redacción, relativa a aquel entonces / - en Prólogo: el absoluto abstracto - / regía entonces.» (Gesammelte Werke. Dusseldorf 1980; p. 448). Así que la redacción estaba presa del «absoluto abstracto» de aquel entonces. ¿Qué quiere decir esto? En primer lugar, «aquel entonces» es el de la aetas kantiana, propio de planteamientos trascendentales y subjetivistas (como el de Fichte, como el del Schelling del Sistema del idealismo trascendental). Por más que Hegel se hubiera esforzado en conseguir objetividad, ésta venía engarzada en la experiencia de la conciencia (incluso la religión, no lo olvidemos, era vista como el descenso de la autoconciencia infinita en y como conciencia. No es extraño que críticos de Hegel como Heidegger, que insisten en creer (y en hacernos creer) que el Absoluto hegeliano es una Subjetividad Infinita y autotransparente, hayan estudiado casi exclusivamente la Fenomenología. Es como si el propio Hegel hubiera barruntado ya de antemano tales críticas). Y es que la meta alcanzada, el saber absoluto, no dejaba de parecer un «absoluto abstracto» à la Kant, separado... ¿de qué, sino del devenir mismo de lo real? La experiencia fenomenológica no puede ser el inicio de la Ciencia ni la primera parte del Sistema porque su sujeto e hilo conductor, la conciencia, ha de ser a su vez deducida, justificada y derivada de ese mismo devenir. Es verdad que, al final, la conciencia se sabe como sujeto-objeto, pero sólo desde y por sí misma: ella no deja de ser un sujeto-objeto subjetivo. Así que al lector le da la impresión de que cualquier individuo -él mismo, sin ir más lejos-, recapitulando en sí toda la Historia elevada a Concepto, no necesitaría ya ser científico, ciudadano, artista o religioso (no necesitaría en suma vivir como un hombre, o sea: tomar sobre sí el esfuerzo del concepto) para conocer que lo racional es real. O mejor: quizá podría saber esto, pero no que -ni por qué- lo real es a su vez racional. Volveremos por ello a encontrarnos a la experiencia

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1fenomenológica (muy recortada: reducida a lo esencial de los cuatro primeros capítulos) en su sitio sistemático, tras la Filosofía de la Naturaleza y la Antropología (pues la conciencia es el momento en que el espíritu finito remonta, emergente, su propio magma nativo, su locus naturalis, asumiendo esa noche inconsciente en la claridad de la conciencia).

De manera que estamos como al principio. ¿Por dónde empezar? Habremos de tomar desde luego la «segunda» vía, la vía de la lógica (que para el propio Hegel maduro será en realidad la absolutamente primera). Y para asomarnos siquiera brevemente a la necesidad de empezar por la Lógica, recordemos el banal ejemplo con que nosotros mismos empezamos la andadura: «Esto es una mesa» no es una proposición verdadera porque yo lo diga (aunque no mienta y esté absolutamente seguro de su verdad) ni tampoco simplemente (à la Tarski) por quitar las comillas, diciendo algo de tal guisa: «Esto es una mesa» si y solo si esto es una mesa. Así de fácil no se pone las cosas Hegel. Siempre cabría replicar, con Kant, que eso es verdad si y solo si: «Yo digo que ‘Esto es una mesa’ si y solo si esto es una mesa». A lo que con razón -aburrida, eso sí- el realista argüiría a su vez: “Esto es una mesa si y solo si es el caso que «Yo digo que ‘Esto es una mesa’ si y solo si esto es una mesa»”. Y así ad nauseam. Cortemos este mal infinito diciendo que la función lógica que está a la base de ese banal aserto, a saber: xF, es verdadera (y no meramente válida) si puede ser construida de acuerdo a determinaciones que no son ni mentales ni físicas, sino lógicas (y ahora esa denominación engloba también -para Hegel- lo que antes se llamaba «metafísica» u «ontología»). Decir lo que las cosas son no es solamente -contra lo insinuado al principio- un mero «saber lo que se dice» (ya estamos escaldados de la experiencia fenomenológica), sino que su verdad presupone un ámbito a priori, «previo» a las cosas y a la misma conciencia, pero -y esto es decisivo- que sólo aparece inmediatamente a través de esas regiones. No vayamos a creer que «existe» lo Absoluto, digamos, por encima de la conciencia finita y de las cosas. De nuevo, se trata aquí de una presuposición. Si queremos, dice audazmente Hegel, se trata de una decisión arbitraria (una resuelta separación, no sólo de aquellas regiones, sino de la vacuidad abstracta a la que el lógico tradicional consagra sus estudios); una decisión que sólo en el camino lógico quedará refrendada.

Así que de nuevo nos preguntamos: ¿por dónde empezar la Lógica? Sólo hay un inicio: la negación y crítica de aquello de lo que nos separamos, a saber: de esa vacuidad abstracta, esa esfera llamada «lógica formal» (y que pretende, justamente, abstraer de todo contenido). Pero la de Hegel habrá de ser una negación determinada y no a su vez «abstracta», como cuando el lógico se limita a decir que la negación es un functor de un positum; una negación que «asuma» el proceso abstractivo mismo, y no el resultado muerto de tal abstracción. Eso es la dialéctica: allí donde todos se fijan en el resultado (por caso: xF quiere decir que «x» es el argumento de la función «F»), hay que atender al proceso por el que se ha llegado a tal resultado (¿qué es lo que está implicado cuando se dice que «x», etc.? ¿Qué operaciones hemos seguido maquinalmente, sans le savoir [sin saberlo]? De modo que comenzamos por la (negación de) la abstracción. Como si dijéramos: nos separamos de la separación, o dicho con Hegel: negación de la negación.

Y lo primero abstracto es eso que Hegel, con el lenguaje de la época, llama representación, que corresponde a los kantianos «conceptos del entendimiento». Una representación, un concepto (por puro que éste sea), es una determinación fija, un significado o un pensamiento en apariencia unívoco, claro y distinto. Pero sólo en apariencia: basta con caer en la cuenta de que, para ser distinto, ha de distinguirse obviamente de otros conceptos. Estar definido significa justamente estar delimitado. Pero todo límite lo es hacia «dentro» y hacia «fuera». Ser tal cosa (o lo que es lo mismo: que algo tenga un significado preciso) implica no ser tal otra. Esa implicación viene escamoteada por el entendimiento, que se regala en la supuestamente pura contemplación de un pensamiento suelto, aislado (y que encima se quiere «objetivo», como pretende hoy ingenuamente un Mario Bunge, obsesionado por limpiar de subjetividad todo aserto científico: un aserto que no habría dicho nadie, ni nadie podría sostener; y luego se achaca a la filosofía de

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misticismo). Eso no es pensar «de verdad», aunque sea el inicio de todo pensar. Negar esa abstracción es «recoger» el proceso olvidado, atender al modo en que algo ha sido separado de algo (ya Fichte había recomendado: «Piensa, y atiende al modo en que lo haces»). Esa negación -que ya es de suyo un retorno, una restitución- constituye el segundo momento, el propiamente lógico: el momento dialéctico o racional-negativo (racional, pues que la razón es entendida tradicionalmente como facultad de la inferencia). Pero lo dialéctico no es una operación -y menos una ocurrencia- nuestra, una aplicación subjetiva sobre la representación, sino que compete a la cosa negada que, así, se niega a sí misma y pasa a su contrario. Es una necesidad inmanente de la abstracción el retorno a la operación por la que se produjo.

Pero aún queda un tercer momento (si Hegel nos permitiera hablar así, diríamos que es el momento «metafísico»), a saber: tampoco la operación tiene sentido suelta, separada (ello sería hacer del momento dialéctico una «entidad» a su vez abstracta, separada); la operación es de la cosa abstraída; ésta, reunida con la operación de que se originó, ya no es ni significado ni proceso, sino la unidad de ambos. Reconocer esto es alcanzar el momento más alto: el especulativo (o racional-positivo, pues que Kant asignaba a la razón la función incondicionada de «cierre»). Ahora bien, ese reconocimiento no es sólo objetivo, sustancial, sino también y en el mismo respecto subjetivo: nosotros nos reconocemos a nosotros mismos al reconocer que la «cosa» es así. El método hegeliano debe denominarse pues método especulativo, y no dialéctico. Hablar de dialéctica sin más sería como quedarse con la crítica de lo muerto, no con la exposición, con la explicatio del Absoluto; sería estancarse en la contradicción -de la que el entendimiento con sus definiciones precisas, y no la razón, es culpable-: es irónico que muchos críticos de Hegel lo acusen de negar el principio de no contradicción, o sea de hacer de todas las cosas una viva contradicción (cosa que es verdad... de momento; que es la verdad del momento negativo), cuando lo especulativo consiste justamente en re-negar de la contradictoria y abstracta separación entre lo contradictorio y lo no contradictorio, cuando lo especulativo es afirmación absoluta, o sea consiste en tener firmes esas negaciones en y como unidad: en ver cómo «crece» interiormente la cosa, cómo se concreta.

Lo característico del método estriba pues en este regressus a la cosa concreta, articulada. Un regreso que sólo se va mostrando como una work in progress, donde lo que aparece como resultado de la negación dialéctica y de la especulación es de hecho el fundamento a priori, la verdad de la cosa (de cuya abstracción partimos). Retrocedemos según vamos avanzando, de modo que al final se ha descrito un perfecto círculo (de nuevo, la obsesión hegeliana por salvaguardar la coextensividad de los niveles: al final no hay más ni menos que al principio). Puesto que volvemos al punto de partida, ello significa que en él (en la pura abstracción) estaba ya implícito todo el recorrido, de modo que el método seguido es en verdad analítico. Pero como en el camino hemos ido reconstruyendo la cosa, al inicio tan absolutamente descompuesta que parecía ser pura indeterminación vacía, bien podemos decir que el método es, al mismo tiempo y en el mismo respecto, sintético. Sólo nuestra atención (recaída en el nivel del entendimiento) nos hace ver este camino -en el que la ida es ya la vuelta- como una cosa u otra: si atendemos al regreso, decimos que se trata de un análisis (análisis del proceso: de las conexiones y separaciones «olvidadas» por el entendimiento); si en cambio atendemos al progreso, lo llamamos síntesis. En verdad, lo uno es en cada caso, inescindiblemente, lo otro.

Ahora bien, los tres momentos enunciados (representación, negación dialéctica, especulación) son puramente «formales», es decir: seguirán siendo a su vez abstractos (y en efecto, los hemos definido por separado) mientras no prueben su operatividad en un «contenido» que, empero, no puede ser ajeno ni exterior a esa pura forma. ¿De dónde sacaría la lógica ese «contenido»? No desde luego del mundo de la experiencia; es cierto que por ella empieza todo conocimiento -lejano recuerdo y homenaje a la Fenomenología y, en el fondo, al kantismo-, pero no menos cierto es que la lógica comienza cuando el entendimiento niega el contenido sensible, la materia de la experiencia, y se engolfa en los modos posibles de pensar ese contenido. De manera que la «materia» de la lógica -aquello de lo que ella se ocupa, su

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1objeto- estará constituida por los pensamientos abstractos mismos (o sea, dicho kantianamente: por las funciones de unificación de lo sensible). Esos pensamientos (llamados desde Aristóteles «categorías») no constituyen desde luego una rapsodia, sino que están ordenados. Y el principio de ordenación vendrá constituido por la «materialización» de los tres momentos formales ya conocidos: desde lo más abstracto a lo más concreto.

La representación más abstracta posible, el pensamiento más extenso y a la vez más vacío, es el ser (no el pensamiento del ser; éste se hallaría entonces determinado por algo «externo» a él, a saber: el pensamiento que se tiene de él). Por su parte, el momento de la negación dialéctica está operativamente «presente» desde el inicio mismo: el ser. Si no, no podríamos salir de esa infinita vacuidad. No podríamos decir nada con sentido, sino repetir algo así como el Om, om de los budistas, nos recuerda burlonamente Hegel. Pero la negación sale a la luz lógica, queda tematizada solamente cuando reflexionamos no sobre las entidades negadas, sino sobre el proceso mismo de negación y sus articulaciones internas. La negación reflexionada es llamada por Hegel esencia. Por último, es igualmente obvio que ya desde el inicio estamos aunando -maquinal e inconscientemente- la negación con la cosa negada. De lo contrario, no podríamos decir: «ser», «nada», «devenir», etc. Pero esa unidad viene tematizada solamente cuando reconocemos que el retorno operativo era a la vez una progresiva reunificación, esto es, cuando comprehendemos la cosa como articulación de los procesos negativos que la constituyen. Pero comprehender es tradicionalmente «concebir». Por eso llama Hegel concepto a esta tercera operación, en la que el «progreso», el tránsito de unas determinaciones a sus contrarias (lo propio del ser) queda aunado con el «regreso», con la reflexión de los procesos operativos (lo propio de la esencia). Así, sólo hay un Concepto (singulare tantum [solo en singular]). Ya sabemos que los «conceptos» tradicionales de la filosofía son considerados por Hegel como representaciones del entendimiento.

Así que tenemos tres regiones (que en su explicatio-complicatio configuran una sola esfera): la lógica del ser, de la esencia y del concepto. Las dos primeras son llamadas por Hegel lógica objetiva, y cubren mutatis mutandis el territorio de la antigua «ontología» (y de la analítica trascendental kantiana). La tercera, la lógica del concepto, viene denominada lógica subjetiva (y sólo con muy buena voluntad podríamos decir que esa esfera cubre dialécticamente -expone y a la vez critica- la antigua lógica formal y la metodología científica).

Sería por demás inútil pretender resumir la intrincada armazón de la lógica hegeliana. Inútil, y contraproducente, ya que ese resumen dejaría justamente fuera el recurso dialéctico y el desarrollo internamente creciente del concepto especulativo. El propio Hegel ha señalado que, cuando se lee su Lógica como un conjunto de «tesis», lo que nos queda entre las manos -o ante los ojos- no es sino la mismísima lógica (y ontología) seca y formal del entendimiento, aunque ciertamente mejor desplegada y articulada: el cadáver que la abstracción deja tras de sí. De nada vale decir que el «ser» pasa a «cualidad», «cantidad» y «medida»; que la «esencia» se flexiona e incurva como «reflexión», «aparición» (o «fenómeno»: Erscheinung) y como «realidad efectiva», o que el «concepto» se desarrolla involutivamente (se complica o «co-implica») como «subjetividad», «objetividad» e «idea». La vida del espíritu ha huido de esas abstracciones exangües.

Más importante es explicitar un tanto el método seguido (ya insinuado por los verbos por mí empleados como característicos de cada libro de la Lógica). Las categorías, propias del «ser», pasan, transitan cada una de ellas a su contrario (en cambio, «nosotros» sabemos, por reflexión, que se trata de su contrario; para las categorías mismas -como ocurría con la conciencia finita- parece tratarse de una verdadera «muerte» y disolución). Desde la perspectiva onto-lógica, categorial, el resultado es destructivo, nihilista. El paso a la esencia convierte al entero ámbito del ser, en efecto, en una pura apariencia (Schein), en una «contra-

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esencia» (Unwesen: si queremos, «fechoría» o «mal ángel») que debe ser aniquilado por el poder omnímodo de la esencia (no olvidemos el resabio teológico, difuminado en la traducción española: das höchste Wesen es para los hispanohablantes el «ser supremo»; y quis ut Deus? [¿quién como Dios?]). Sin embargo, «nosotros» comprendemos (sigue habiendo pues una suerte de Wir-Stücke en la Lógica) que ese paso está garantizado y sostenido por determinaciones de reflexión, operativas -pero no tematizadas- en el tejido mismo de la Doctrina del ser. Por poner solamente un ejemplo: todos sabemos que la categoría fundamental de la cantidad es la homogeneidad (ella permite, sin ir más lejos, operar aritméticamente). Ahora bien, la homogeneidad implica la pertenencia a un mismo género (gracias al cual cosas distintas son consideradas como iguales) en base a una unidad de medida que hace abstracción de las diferencias y permite la repetición. Por ser «distintas» en su origen, esas entidades (los números, por caso) apuntan «hacia atrás», hacia la cualidad; por ser «medidas», «hacia adelante», hacia la medida. Pero la reflexión en la que el número se refracta es una determinación esencial, al menos en dos niveles: el de la igualdad / diversidad, y el de la relación todo / partes. En una palabra: la lógica de la esencia opera ocultamente en el interior de la del ser, evitando así la rigidificación cadavérica de un conjunto de entidades fijas (tal la ontología, propia del entendimiento). Pero también la lógica del concepto guía, orienta teleológicamente la lógica del ser: de lo contrario, ésta se autodestruiría, llevada por la operatividad dialéctica (y tal pensó, en efecto, Hegel que sucedería, al elaborar en el período de Jena los primeros cursos sobre lógica).

Por su parte, la lógica de la esencia tematiza las determinaciones de reflexión (oscuramente presentidas ya por la lógica tradicional como «primeros principios», y por Kant, al reconocer el carácter intrínsecamente dual de las por él llamadas «categorías» de relación y de modalidad). En esa parte central de la Ciencia de la lógica sale a la luz por así decir la operatividad dialéctica misma, sin carga óntica: puro entrelazamiento relacional: «el movimiento de nada a nada, y a su través, hacia sí mismo». De nada: porque para y desde la esencia, el «ser» es nada (con una reminiscencia religiosa: creatio ex nihilo sui et subjecti [creación de sí de la nada y sujeto]. Hacia nada: porque, desde la perspectiva del «ser», de las cosas existentes, la esencia es puro movimiento sin sustancia y sin sostén (de nuevo, con terminología teológica: esse nihil ipsium entium; [ente que en sí es nada] desde los entes, la «esencia» se cumple en la «cópula»: nada determinado, pura inclusión o exclusión). Ya con esta mención al «ser» cabe apreciar que en la lógica de la esencia sigue presente la determinación categorial, ontológica, propia del terreno del ser (lo que explica tanto nuestra persistencia en afirmar que la identidad es identidad, y nada más, y la diferencia diferencia, sin concebir lo que entendemos, como la necesaria co-incidencia, la transición mutua de identidad y diferencia en el fundamento: el paso -en términos tradicionales- del principio de identidad y de no contradicción al principio de razón suficiente). Pero adviértase también que Hegel no permanece en una pura dialéctica negativa (contra Adorno, avant la lettre [anticipadamente]): gracias al movimiento que va de nada a nada (un movimiento lineal, de avance, desde la perspectiva del «ser»), la reflexión retorna a sí misma, es decir: la esencia retorna al «ser», pero a un ser ya articulado, explicitado, realmente efectivo. Ese retorno a sí mismo es ya indicación de que la lógica del concepto guía internamente la reflexión, de que él, el concepto, era la base o el territorio en que tenía lugar la reflexión.

El «ser» del inicio era «nada», pura indeterminación y vacío pensamiento, porque en ambos extremos quedaba oculto el proceso mismo de negación de las determinaciones: el devenir; la «esencia» del final de la lógica objetiva es, para todo ser determinado, su nada activa: su muerte y aniquilación, su necesario destino. En todos los sentidos de la palabra, la esencia es el proceso del ser, el proceso que se hace al ser, y que éste reconoce como su sentencia. Estamos, en el ámbito lógico, al nivel del perdón de los pecados fenomenológico: Dios es la muerte de los mortales, aceptada por éstos como su constitución y esencia. Si la Ciencia de la lógica acabara aquí (tal como antes vimos en la Fenomenología), tendríamos un perfecto nihilismo y podríamos decir, con Machado, que al cabo: «El hombre es por natura la bestia paradójica. / Un animal absurdo que necesita lógica. / Creó de nada un mundo y, su obra terminada, / Ya estoy en el secreto, se dijo: / todo es nada.»

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Pero, para Hegel, todo -el Todo- no es solamente nada, ni solamente ser, sino la perfecta y completa interpenetración de ser que ha pasado a nada y de nada que ha pasado a ser: esa interpenetración -el movimiento mismo, purísimo- que ontológicamente era el devenir (¡el movimiento, fijado como una categoría!) está ahora explícitamente desarrollada: es el concepto (correlato lógico del «lado» del descenso fenomenológico). Adviértase la perfecta gradación seguida por Hegel: las categorías del «ser» son consideradas como monádicas («cualidad», que pasa a ser «cantidad», etc.); las determinaciones de la reflexión, como diádicas («identidad/diferencia», «fundamento/existencia», etc.). Pues bien, los momentos conceptuales son triádicos, porque en ellos la ratio o mediación de los extremos sale a la luz como «universalidad/particularidad/singularidad» (subjetividad), «mecanismo/quimismo/teleología» (objetividad), «vida/conocer/idea absoluta» (idea). Si reflexionamos, bien puede decirse ahora, al cabo de la calle lógica, que la «ontología» -la lógica del ser- estaba regida por la representación (esa determinación del entendimiento llamada tradicionalmente «concepto»); la lógica de la esencia, por el juicio (donde la atención va hacia los extremos, despreciando a la cópula); por fin, la lógica del concepto está determinada por el descubrimiento del valor especulativo del silogismo (justamente, lo desechado por Kant en la Dialéctica trascendental de la primera Crítica como «lógica de la apariencia»). Pues en el silogismo la cópula se manifiesta como la razón de los extremos, esto es, como su terminus medius, su Mitte o centro cordial.

La lógica subjetiva recoge en sí, da sentido a todas las determinaciones ontológicas y esenciales. Pero al pronto lo hace de una manera puramente formal (en efecto: la primera sección, la «subjetividad» es una exposición y a la vez una crítica de la lógica formal tradicional: concepto subjetivo, juicio y silogismo). Sin embargo, el «recogimiento» en sí mismo por parte del «yo» lógico resulta operativo únicamente si éste acaba reconociendo que su curso no consistía en una vacua tautología, sino en la «recogida» de las determinaciones objetivas, que ahora, en efecto, vuelven a «pasar», pero como esferas perfectamente desarrolladas, como «silogismos llenos», si vale la expresión: y así, aunque el concepto subjetivo parece estar dándose de hecho su propia realidad (justo en el punto en que uno se creería con derecho a tildar a Hegel de «idealista» en el sentido vulgar del término), de hecho no hace otra cosa que devolver la carga ontológica -ahora, articulada- de la lógica objetiva que él, el concepto, ordena y despliega. La realidad es del concepto y de las cosas (en ambos casos, se trata de un genitivo subjetivo y objetivo a la vez). La «prueba» de que la lógica es al mismo tiempo metafísica viene dada pues en la segunda sección de la lógica del concepto: la dedicada a la objetividad. Sólo que la lección de Kant no ha sido en absoluto olvidada: la «metafísica» de la objetividad no trata de cosas allende la experiencia, sino de los modos en que el «mundo» como un todo se manifiesta al sujeto: como una armazón mecánica, como una transformación incesante y legaliforme de sustancias (quimismo) o como hechura del trabajo humano (teleología). De manera que la objetividad brinda a la vez, por así decir, la base lógica de la tecnociencia moderna. Con una fundamental corrección, empero, a la hybris de la subjetividad (y aquí se ve cuán lejos está Hegel de caer en la hinchazón teratológica del Sujeto, según la errada crítica de Heidegger): de manera análoga a como la religión fenomenológica se cerraba con el sacrificio en cruz del Dios hecho hombre, así también, al final de la lógica finita, el fin subjetivo, el Hombre moderno: esa abstracción que pensaba que todo (todo lo natural y mundano) estaba predispuesto y preparado para él, ha de reconocer que es el trabajo, la mediación técnica, la que pro-duce de consuno a los hombres y a las cosas. El final de la lógica subjetiva finita es pues, en sentido estricto, una verdadera tecno-logía (justamente alabada por estudiosos marxistas como Jacques d'Hondt).

Pero ese final lo es, naturalmente, de toda finitud; aún no hemos llegado al «cierre» del Todo, del universal concreto, que es de lo que trata la entera lógica hegeliana (aunque no pueda ni deba decir qué sea ese Absoluto: el Absoluto queda literalmente en entre-dicho en todo el curso lógico). Pues el trabajo del

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hombre, el trabajo que hace ese entramado que llamamos «mundo» (hombres en comunidad cabe las cosas), cuando deja de ser considerado como un atributo subjetivo, como un producto de una entidad metafísica y sustantiva llamada «Humanidad», se manifiesta -al pronto, como algo inmediato, separado de sujetos y objetos- como vida universal (y aquí ha de ser entendida la «vida» como algo que supera con creces a lo meramente biológico y propio de una región del ente natural). Es la vida de la Idea, esto es: de la perfecta transfusión del concepto y la objetividad, que estará pues a la base tanto de la vida natural como de la vida del espíritu. Supongo que a estas alturas no será ya de extrañar que apuntemos a que la triplicidad del Concepto hegeliano constituye un «salvamento» inmanente, lógico, de las tres ideas criticadas por Kant: Hombre (el «yo» del concepto subjetivo), Mundo (la «objetividad») y Dios (la Idea). Por ello, y sin que se dejen de apuntar por parte de Hegel ejemplos tomados de la biología (y hasta del Estado: un ser «viviente», en homenaje a la pólis griega), seguramente la mejor cumplimentación de la idea de vida sea la teológica: la vida lógica es la abstracción de la generatio intratrinitaria; vista desde el lado del entendimiento, o sea como algo fijado e inmóvil (¡de nuevo, la paradoja de que un movimiento puro sea visto como una entidad estática!), habría que decir que la vida corresponde al Padre de la Trinidad cristiana. De igual modo, la segunda «flexión» de la idea: el «conocer», correspondería al Hijo (verbum Dei) -sin dejar por ello de brindarse aquí una metodología de todo conocimiento posible, una suerte de logica major-. Con todo, hay aquí un problema que dejo solamente insinuado: la sección dedicada al «conocer» está dualmente partida entre «conocer» y «bien» (el bien, comprendido en cuanto praxis; no mera poíesis, como en la «tecnología» con la que concluía la lógica finita). Parece obvio que el Bien (ahora ya, con mayúsculas) debiera corresponder al Espíritu Santo, verdad del yo práctico peraltado por Fichte (el cual entendía en efecto a Dios como «orden moral del mundo»). Pero aquí chocamos con problemas tan exquisitamente filosóficos como teológicos: por un lado, el Espíritu debiera corresponder a otra esfera (la última, la de la Idea absoluta); por otro, sabemos por las Lecciones sobre filosofía de la religión que Hegel acepta el Símbolo Niceno-Constantinopolitano, el cual afirma frente a los bizantinos que el Espíritu a Patre Filioque procedit [procede del Padre y del Hijo], mientras que la bipartición de la sección «Conocer» parece apuntar a una bifurcación del Padre (la Vida Eterna) en Hijo y Espíritu, al mismo nivel. No es extraño que el apartado dedicado al «Bien» sea uno de los más cortos y menos satisfactorios de la Lógica.

Y en fin, en la sección de cierre, dedicada a la Idea Absoluta, en vano esperaríamos (pero los lectores de la Fenomenología ya están advertidos de que en los «cierres» hegelianos nada hay de nuevo) que se nos dijera por fin qué es ese Absoluto buscado en vano por la entera Ciencia de la Lógica. Sólo podemos decir algo negativo: el Absoluto no es ninguna de las determinaciones hasta ahora recorridas, aunque esté enteramente presente en todas ellas (una vez más, recuérdese la coextensividad de los niveles). O si queremos, de forma positiva: el Absoluto es la negación determinada de toda pretensión humana por decir la Verdad. Pero no porque su finitud no alcance a ello (contra Kant), sino porque la Verdad es justamente la sentencia condenatoria de todo intento de decir algo de manera absoluta. Si el inicio era el «ser», la pura indeterminación (aparente: decimos algo determinado del ser, a saber, que es indeterminación), el final es la «Idea absoluta», la pura determinación que, por serlo, no está determinada por nada, sino que determina a todo («determinar», bestimmen, significa al mismo tiempo en alemán: «destinar», «enviar»). La Idea es exactamente lo mismo que el Ser, pero como lo absolutamente determinado (si queremos, como metadiscurso o metarrelato de todo discurso posible). El Ser es exactamente lo mismo que la Idea, pero como lo absolutamente indeterminado (si queremos, como el silencio sobre el que se yerguen las palabras de los hombres).

Y así, al cabo de la calle lógica, nos encontramos con nuestra primera «decisión» a pensar, con nuestra apuesta credencial, pero ahora como cosa probada, verificada. Esa decisión o resolución no era «cosa nuestra», una mera ocurrencia, sino que venía ocultamente guiada por la necesidad de articulación del Absoluto. La decisión de pensar es la determinación de la Idea (una autodeterminación que nos determina a nosotros mismos y a la realidad en que vivimos y actuamos). Y bien, si la Idea es pura determinación, ¿a

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1qué se puede determinar?, ¿cuál podrá ser su «destino»? Obviamente, al ser suyo propio (pues nada hay fuera del Absoluto), ese destino tendrá que ser, paradójicamente, pura libertad, donación sin resto. Donación, ¿de qué, sino de sí misma, pues que lógicamente no hay nada fuera de la Idea? Esa donación constituye para muchos el punctum doliens de toda la filosofía de Hegel: el «envío» o «expedición» libre de la Idea en la Naturaleza, algo así como el trasunto lógico (para los críticos, mítico y hasta místico) de la creación bíblica.

No parece en efecto sino que el pensamiento, volviendo sobre sí mismo, hubiera extraído de sí al mundo físico, con sus desiertos, sus palmeras y leones y hasta sus grupos humanos. Pero en Hegel, como ya sabemos, todo progreso es en el fondo una devolución. ¿De dónde procede la lógica, sino de la abstracción por parte del entendimiento del mundo de la experiencia sensible? La idea es la revuelta del ser, pero articulado, decible y razonable: domesticado... hasta cierto punto. Lo que la Idea expide de sí no puede ser sino aquello de lo que estaba grávida desde el inicio, a saber: la Naturaleza, pero ahora habitable, lista para ser colonizada por las ciencias, en un perfecto feed-back. Se olvida fácilmente que la lógica, en continua confesión del propio Hegel, es el reino de la abstracción. Ahora, lo abstraído reclama sus derechos... pero también solamente hasta cierto punto. La Filosofía de la Naturaleza es eso: Filosofía, no Ciencia (amor al saber y ansia de saber, no saber absoluto). Sólo la Lógica es Ciencia, porque sólo ella puede dar exhaustiva razón de sí. En cambio, el mundo natural desborda por todas partes al concepto; éste se limita a guiar -de manera oculta- la investigación científica, sin hacerse ilusiones respecto al cumplimiento de aquella asíntota propugnada por Kant: la identificación ad infinitum del systema naturale y el systema doctrinale, del mundo y del pensamiento del mundo (en cambio, recordémoslo, el «pensamiento-ser» era el «ser» sin más, no el pensamiento del ser; es lógico). Por eso habla Hegel de la impotencia de la naturaleza ante el concepto (pero también había dicho en la Lógica que sólo lo que no resiste al avasallamiento es invencible, ya sea un pañuelo al aire -al que ninguna bala puede atravesar-, ya sea la necedad -a la que ninguna razón puede convencer-). La naturaleza es la idea decaída, el desecho (Abfall) de ésta, lo que no quiere decir sino que la idea guarda en su seno fantasmagorías, ilusiones y frustraciones inasimilables para ella misma. Son los muñones de la realidad perdida por la abstracción pero que dejaron su marca, su huella indeleble en el entendimiento. Si queremos, con una imagen a la que Schelling dará vueltas toda su vida desde 1809, Dios arrastra en su creación todos los demonios interiores, sin que sea seguro que llegue alguna vez a dominarlos por entero. Vivir no es tan sencillo como hacer lógica.

Con la Filosofía de la Naturaleza, un viento de fronda sacude el sereno árbol hegeliano. No en vano es considerada esta disciplina como la pars pudenda de Hegel. Pero no por las razones aducidas por críticos vulgares. Es difícil encontrar un filósofo (desde luego, no en nuestros días) que domine la literatura científica en tanta extensión y con tanta intensidad como Hegel, el cual, para empezar, había enseñado cálculo infinitesimal en Jena (se jactaba de que éste, junto con su ecuación fundamental, podía aprenderse en media hora), era miembro de la Sociedad Mineralógica y estaba bien lejos de las ensoñaciones de los Naturphilosophen [filósofos de la naturaleza] schellingianos.

La razón es muy otra, y más profunda. Quizá como reacción natural frente a los ditirambos románticos, que hacían de la Naturaleza la Gran Madre, el seno fecundo y dadivoso de todas las cosas, Hegel guardó toda su vida una profunda desconfianza -casi diría rencor- hacia la naturaleza, entendida como el ámbito de lo muerto, del cual no se espera otra cosa sino que mate a la muerte misma: un Proteo cuyo único destino lógico es el suicidio, del cual surge el espíritu triunfante. Más aún: la naturaleza es el reino de la locura, de la pura dispersión y el gasto lujoso, y aun lujurioso. Su definición es: Ausser-sich-seyn. Es decir, y llevando al extremo la vieja idea de las partes extra partes (revitalizada por Kant en su Principio de los axiomas de la intuición): la naturaleza no es lo exterior a la conciencia, sino la exterioridad pura, el estar fuera de sí, frenéticamente. Su Sí-mismo ya no es ella, sino la idea. Sólo el recuerdo de ésta, su inmediata procedencia

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lógica (pues, en el fondo, procede de sí misma, o mejor: no tiene origen; ella es la chôra platónica) permite a los hombres acampar precariamente sobre ella. Ese campamento está constituido por las ciencias de la naturaleza y ordenado matemáticamente. Pero las matemáticas no son extraídas de la naturaleza, sino de la lógica (más exactamente, de la lógica de la cantidad y la medida). Son ellas las que «centran» al monstruo multiforme mediante esa exacta agrimensura que parcela lo natural en el espacio y el tiempo. No sin problemas. Aquí, en la Filosofía de la Naturaleza (y también después, en la del Espíritu), el curso es inverso al de la Lógica: en lugar de irse condensando lógicamente la realidad según se «asciende» por ella, hasta lograr el cierre perfecto de la «objetividad», el empuje de la naturaleza se va haciendo mayor (va retornando pues la Naturaleza salvaje) cuanto más compleja es la realidad considerada. Si «Naturaleza» significa inmediatez, caos e impotencia ante el concepto, entonces la Naturaleza desborda con mucho el marco de la filosofía a ella destinada, e irrumpirá cada vez con mayor vigor, como veremos, en la esfera del espíritu. El retorno a la Idea va acompañado de una paralela pujanza de lo natural.

Al inicio, con el tratamiento del espacio, el dominio por parte del científico-matemático (y por ende, del filósofo) es francamente fácil, pues que nos movemos en una abstracción tan vacua como la del ser-nada, de la que el espacio es plasmación física. Pero ya el tiempo, esa «unidad negativa del estar-fuera-de-sí», ese «devenir intuido», muestra un carácter indómito, irreductible al concepto. El tiempo es, por una parte, el concepto mismo, pero en cuanto que está ahí (da ist), determinado y por ende negado: fuera de sí. Por otra, ciertamente, el concepto mismo tiene poder (Macht) sobre él. Pero ya hemos apuntado que justamente el ejercicio del poder sólo puede ser perfecto (es decir, sólo puede borrarse) cuando a éste se le opone una fuerza de igual intensidad. Por el contrario, el tiempo es la impotencia misma (es la impotencia -aunque Hegel lo calle- del concepto, incapaz de aferrarse por entero a sí mismo, salvo en el reino de la abstracción lógica). El tiempo es el «ser que, en cuanto que es, no es, y en cuanto que no es, es». Pura contradicción extática (tò ekstatikón, lo llamaba Aristóteles), esta sangría del ser impedirá la reconciliación final, como lúcidamente advertirá el propio Hegel en la conclusión de su manuscrito de 1821 sobre Filosofía de la Religión, así como en la mismísima Filosofía de la Historia. El tiempo sabe a muerte: a la nuestra, y a la de todos los seres. Sólo la Idea no puede morir, porque su «carne» o Materiatur no es natural, sino lógica (salvo que pensemos, insidiosos, que en la misma ciudadela de la lógica están marcadas las huellas de la salvaje naturaleza que se querría olvidada, y a partir de la cual comenzó la abstracción).

Este es a mi ver el punto filosóficamente importante; ésta la tragedia íntima del pensar hegeliano, y no si su Filosofía de la Naturaleza impide y dificulta -o al contrario, promueve- la investigación en ciencia y tecnología. Parece obvio -aunque para ello haya habido que esperar hasta hace una veintena de años- que la parte central de la Enciclopedia hegeliana está en general de acuerdo con el estado de la ciencia de su tiempo y que no pretende en absoluto sustituir a ésta, sino al contrario: utilizar sus resultados como «materiales» que deben ser trabajados por las determinaciones lógicas. Que, como quieren algunos, la polémica antinewtoniana que anima sus páginas -o la idea de «construcción» de los cuerpos a partir del desequilibrio entre espacio y tiempo, con independencia de la actuación de fuerzas- permita acercar esa filosofía a las teorías relativistas actuales es algo que no puede dejar de contemplarse con cierto escepticismo. En el mejor de los casos, volveríamos así de nuevo a la idea de lo aún «aprovechable» de Hegel, en cuanto precursor y hasta profeta de lo que hoy sabemos. Pero, ¿qué más da, salvo como adorno de plumas literarias, que alguien haya barruntado más o menos confusamente lo mismo que hoy ya se conoce y estudia con medios teóricos e instrumentos técnicos más refinados? Para eso no se lee a ningún filósofo, sino para auscultar en él los síntomas profundos de nuestra inquietud actual.

En sí, o para nosotros, la naturaleza sigue siendo Idea (como si dijéramos: sigue siendo razonable hacer ciencia natural). Pero, al contrario de lo que ocurría fenomenológicamente con la conciencia, la naturaleza nunca será en y para sí (algo por demás evidente: nunca se convertirá en pensamiento, en saber de sí misma, porque ella es el pensamiento en estado inconsciente; ¿admitiría Hegel la inversa, es decir, que la

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1naturaleza sea la inconsciencia que acompaña -sombra silente- a todo pensamiento?). Somos «nosotros» quienes, reflexionando -en el fondo, buscándonos a nosotros mismos al bucear en los trazos lógicos marcados en el lomo de la bestia-, establecemos gradaciones y pasos de una región a otra. Hegel es radicalmente no evolucionista. La naturaleza es un gigantesco tableau synoptique [cuadro sinóptico], siempre igual a sí mismo, en tediosa repetición de sus ciclos. En el fondo, lo que aprendemos de ella es más bien nuestra propia praxis olvidada, como se mostraba elocuentemente en la sección lógica sobre la «objetividad», culminante en la teleología: en el trabajo del hombre. Lo que éste hace con la naturaleza es desviar sus fuerzas enfrentadas, torcer su curso para, enfrentando violentamente y contra natura esas fuerzas, obtener astutamente un beneficio propio: tal la famosa astucia de la razón, gracias a la cual sobrevive el hombre en un medio hostil, del cual ha nacido y al que sin embargo se sabe extraño. El reino del hombre no es de este mundo. Pero no hay otro. Luego tendrá que construirlo sobre éste, tendrá que erigir una segunda naturaleza: la esfera ético-política. O más exactamente: sólo hay de verdad «mundo» cuando, con la ayuda de las ciencias y de la filosofía, cambiamos la faz de la naturaleza, de ese escurridizo Proteo. En Hegel, para bien y para mal, se celebran los fastos de la revolución tecno-industrial de la Modernidad.

Por eso, Hegel necesita que el «destino» de la Naturaleza (y por ende, de los seres físicos) sea la muerte. La muerte como descomposición en los niveles mecánico-químicos, que garantiza la supervivencia (precaria) de los organismos, al aisimilar y centralizar sustancias en principio heterogéneas. La muerte en los niveles orgánicos del vegetal y el animal, para asegurar el ciclo de reproducción y mortalidad, como un bucle de retroalimentación. La muerte en fin del individuo humano (qua ser viviente), porque sólo ella permite el ascenso del espíritu. Más aún: no se trata aquí de una transición (como tampoco lo era en la expedición de la Idea en y como Naturaleza), sino de una identidad y un reconocimiento: la muerte física del hombre es ya el nacimiento del espíritu. Son el anverso y el reverso de la misma moneda (como si dijéramos: el hombre sólo lo es cuando comienza a honrar a sus muertos, interiorizándolos, espiritualizándolos). Proteo es, sans le savoir (nunca lo sabrá) el Ave Fénix. La muerte natural es la vida del espíritu (volveremos a encontrar esa Muerte, transfigurada, al final de la Enciclopedia, aunque «nosotros» ya la conocemos, por la Fenomenología... y por el cristianismo).

Sólo que, como ya advertimos, la Naturaleza no se mata tan fácilmente. Ella sigue ascendiendo, obstinadamente, a través de los vericuetos, de las vueltas y revueltas del espíritu (lo natural es esa revuelta). Este utiliza pro domo sua las fuerzas naturales; pero esa base de construcción no es en absoluto firme. En un célebre pasaje de la Lógica de la objetividad, Hegel había señalado: «En sus instrumentos, el hombre posee poder sobre la naturaleza exterior, aun cuando según sus fines esté más bien sometido a ella.» Es esta sumisión final la que parece a las veces olvidada en el proceso del espíritu; ella la que tiñe sobríamente el ascenso hasta las cimas de la religión y la filosofía; ella en fin la que da cuenta (¡razón de la sinrazón!) de las continuas recaídas, de los hundimientos en la inmediatez («natural»; ¿cuál, si no?) cada vez que el espíritu alcanza un determinado nivel de completud. Bien puede ser verdad que, como dice Hegel, «las heridas del espíritu cierran sin dejar huella». Tanto peor: la ausencia de cicatriz no deja ver la supuración interna, hasta que ya es demasiado tarde.

Asomémonos ahora a esta doble hélice, a este entrelazamiento del espíritu como retorno encarnado a la idea y de la naturaleza como desecho creciente de esa misma idea. Como es notorio, la Filosofía del espíritu está articulada en tres secciones, correspondientes al espíritu subjetivo (Antropología, Fenomenología -¡aquí está de nuevo, remozada y recortada!- y Psicología), el espíritu objetivo (Derecho, Moralidad y Eticidad) y el espíritu absoluto (Arte, Religión, Filosofía). Pues bien, también aquí sufre el espíritu una dura experiencia, de la que no resurge sino «asumiendo» la carga negativa que él creyó dejar

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atrás.

En la Antropología, ese reino oscuro del alma, de la psyche entendida como principio espiritual de la vida animal del hombre, no se sale sin heridas incurables (incurables, al menos para el individuo). Una de ellas, terrible, es el reconocimiento de que la estancia -como feto- en el seno de la madre imprime demoníacamente un carácter (y charákter es en griego: «huella») del que nunca podremos liberarnos ni dominar conscientemente. En el nacimiento ya está, indeleble, la marca de la futura muerte (que muerte es no poder aunar diferencias, no poder resolver la contradicción). El «yo» es ya de siempre, ya de antemano, «otro».La otra «herida», de cuya hendidura mortal emana la conciencia, es la costumbre. Gracias a ella adquirimos habilidades, dominamos la materia y a nuestro propio cuerpo como si éste no existiese. Lo tratamos como a algo muerto, es decir: mecánicamente disponible. Sólo por este «desprendimiento» de la propia carne es posible el «recuerdo», la «interiorización» (Erinnerung, «recuerdo», significa etimológicamente: «interiorización reflexiva», o sea «conciencia»). ¡Pero la costumbre era precisamente la última figura de la Filosofía de la naturaleza, la señal de la muerte del hombre qua individuo! Dice Hegel -son las últimas palabras de ese libro- que, cuando el individuo alcanza una objetividad abstracta (es decir: olvidadiza de su procedencia subjetiva), en ella «se ha embotado su actividad, rigidificada (verknöchert; literalmente: "osificada"), y la vida se ha convertido en costumbre carente de proceso, de modo que él [el individuo] se mata a sí mismo desde sí mismo (aus sich selbst).» Así, la muerte por angostamiento absoluto del espacio vital, por «habituación a lo de siempre existente» (la muerte «natural» del anciano, por cansancio de vivir), es por así decir anticipada en la conversión de nuestro cuerpo en «máquina». Puesto que era la procedencia «natural», materna, lo que nos marcaba y distinguía, el olvido de esa procedencia (la suspensión de la vida, dentro de la propia vida) supone el nacimiento de la conciencia, esto es: de un yo que es «nosotros», que es «cualquiera». Un «yo» universal. Tal la conciencia fenomenológica.

Esa muerte en el alma, esa muerte del alma que es la conciencia, tendrá a su vez que reconocer una exigencia más alta, una «muerte» más fuerte. En primer lugar, la conciencia tendrá que habérselas con una naturaleza ya «interiorizada», no como pulsión (ésta ha sido ya domada por la costumbre), sino como deseo, esto es: como conversión de todo lo exterior en objeto al servicio del mantenimiento del yo consciente. Sólo que «nadie es más que nadie», como sabía Hobbes y sabe todo castellano viejo. Ese «yo», como hemos visto, es un puro punto, un átomo de necesidad (pues que todo lo ha excluido de sí como exterior). Sólo es consciente de sí; el resto le es ajeno. Pero de ese presunto resto sobresalen, amenazadores, los demás «yo» desiderativos y conscientes, que afirman lo propio de cuanto les es exterior (exterioridad de la que «yo» formo igualmente parte). El resultado necesario de ese enfrentamiento entre «yo» contrapuestos (no cabe decir el pronombre en plural; por algo será) es la lucha a muerte, en la que se juega el reconocimiento del propio «yo», a costa de quien -contra mis intereses- se lo arrogaba. Lo que antes era producto de la costumbre irrumpe ahora violentamente, antes de tiempo. Los individuos mueren normalmente por habituación. Pero ser hombre significa poder ser muerto por otro hombre (sólo el hombre «mata» de veras, pues que es consciente de que arrebata la vida a un semejante; los animales se despedazan entre sí, o sea: reconocen que no son «yo», sino carne, o sexo, o estorbo que impide gozar de él y debe ser eliminado). La muerte es, pues, el Señor absoluto del hombre (puede disponer de él cuando quiera): tal es el inicio de la sabiduría, repite Hegel con Proverbios 1, 7 (en donde el Señor a quien se teme, no lo olvidemos, es Yavé). Pero sólo el inicio. La exposición de la propia vida lleva al ganador a la afirmación de la libertad... pero sólo externa, sólo libertas ex (libertad de la propia vida, a la que no importa poner en juego con tal de ser reconocido). Si la lucha termina con la muerte del otro, el reconocimiento es desde luego imposible. La otra autoconciencia se ha cosificado ipso facto.

La única salida es dejar al otro en vida, y tratarlo como si no fuese un «yo»: dedicarlo astutamente al trabajo (a través del cual se consigue la satisfacción del deseo), utilizarlo -como decía Varrón- como un

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1instrumentum vocale. Sólo que a través del trabajo, ambos, los flamantes Amo y Esclavo, recordarán quiasmáticamente su origen y su destino: el Amo, que él es un ser natural -aunque libre-, cuyas necesidades vienen cubiertas por quien no es él; el Esclavo, que es espíritu -aunque encadenado-, pues que se enfrenta a la naturaleza y la moldea según su pensamiento (pues sólo él sabe planificar en general los deseos naturales y singulares del Amo). Luego no tanto el trabajo, cuanto el pensamiento que guía al trabajo es el Señor universal (momento del estoicismo). Lo cual significa que la naturaleza «se deja hacer». Por tanto, de suyo no es nada: pura exterioridad trabajada y pensada. Sólo que era justamente esa naturaleza lo antes deseado por la autoconciencia; ahora, en cambio, todo lo natural es visto como fútil y sin sentido (momento del escepticismo). Y con lo natural, cae también el sentido del pensamiento como algo por sí mismo preciado (pues se pensaba para trabajar, es decir, para adaptar la naturaleza a los deseos). ¿Qué resta? Resta el deseo. Mas ya no el deseo de algo natural, ni de ser reconocido por el «otro». Ahora, ya, todos los «yo» son «otros», sin que ninguno resalte: Don Uno de Tantos, que decía en otro contexto García Bacca. Ha de existir un «Yo» a quien se pueda desear de forma pura, sin satisfacción carnal. Pero, para ello, ese mismo «Yo» ha de haber muerto -por sí mismo, no por otro- a la carne. El «yo» de la conciencia infeliz ansía ser reconocido por un «Yo» que es ya pasado, que está al otro lado de la vida carnal. Algo imposible. A menos que cada uno de los «yo» aprenda a morir también. Sólo así será «nosotros». Sólo así se constituirá comunidad, ekklesía. Al amparo de una Cruz, estandarte de la muerte del «yo», nace la razón: muerte de la muerte, de aquel Señor absoluto, fundamento inconsciente de las autoconciencias enfrentadas.

La razón, recogida e interiorizada en cada uno de «nosotros» («yo» mortificados, muertos en vida para la carne) es el espíritu subjetivo: el sujeto de la Psicología hegeliana. Y también aquí, a través de pasos que «repiten» espiritualmente los senderos lógicos del «conocer» y el «bien», en cuanto «yo» teórico o «inteligencia» y «yo» práctico o «voluntad», recurre el momento natural, como muerte y destrucción. En el caso de la inteligencia (adviértase la espléndida espiral trazada por Hegel), porque sólo accedemos al pensar a través de la memoria mecánica, mecanizada (ya Hegel había saludado -y temido- a las máquinas y su ambigüedad: espiritualizan al hombre y a la vez lo cosifican). Revuelta, pues, de la «costumbre», ahora en el ámbito teórico. La liberación de los recuerdos y de la fantasía permite anunciar el alba del pensamiento universal. Pero, ¿quién piensa aquí? Salvo que «pensar» no sea sólo operar con algoritmos (pura mecánica), sino asumir, cargar con el peso muerto de esos recuerdos y esa fantasía. Lo mismo ocurre con la «voluntad». Esta aprende pronto a deponer su arbitrio, su presunta «gana», al sujetarse libremente a la voluntad general. Pero ésta sería vacua abstracción formal si no asumiese todo el pasado -irredimible e irrenunciable- de los individuos. El espíritu libre es, pues, ambas cosas a la vez: supresión de los deseos individuales (en última instancia, naturales) y conservación de éstos en la generalidad. Los dos momentos de la Aufhebung. Con la libertad crece la necesidad. Con el espíritu, la naturaleza.

Y es en el espíritu objetivo: el reino del derecho, la moralidad subjetiva y la eticidad (la «vida pública», estatal) donde esa confrontación entre las dos potencias alcanza intensidad máxima, como si naturaleza y espíritu se abrieran en un juicio negativo infinito (justamente, la definición lógica de la muerte). El derecho sólo se concreta a través del crimen y del castigo. Y sólo el individuo susceptible de castigo (la «honra» del criminal, llama Hegel a la pena, sin ironía) puede interiorizar en sí la ley. El sujeto, a su propia costa, o a costa del castigo de los otros, interioriza en sí lo que al pronto era derecho abstracto (separado, exterior e inmediato, como sabemos), y que ahora comprende como su propia ley. Quien era simple parte integrante de un contrato (recuérdese, en el plano lógico, el quimismo) se convierte, por este «recuerdo», en sujeto moral. Y de nuevo, adviértase que este sujeto es pánico [tiene dos caras]: uno de sus lados asciende efectivamente a la libertad interior (en el plano lógico se hablaba en efecto del fin subjetivo: retorno al lógos, singularizado); otro sin embargo, y en el mismo sentido, desciende al crimen, o a su posibilidad. La lucha a muerte de las autoconciencias enfrentadas es ahora puramente interior: con la libertad interna nace a la vez la conciencia del mal, y el remordimiento. El remordimiento, en definitiva, de ser «yo»: un individuo

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y, por ende, egoísta.

En el muy elaborado plano de la eticidad (mucho más desarollado en los Lineamientos de la Filosofía del derecho, de 1821, que en la Enciclopedia), la recurrencia de la naturaleza deja de ser singular, para convertirse en una enfermedad endémica, colectiva. En la familia, los hijos significan literalmente la decadencia y, en suma, la muerte de los padres, a la vez que la realización de éstos. En la sociedad civil (o «burguesa»: bürgerlich tiene en alemán los dos sentidos), la lucha de todos contra todos del capitalismo mercantil (ya claramente explicitado por Hegel) sólo es a duras penas «asumida» (que no dominada) por un ascenso que es a la vez un retroceso: la industrialización y maquinización de la sociedad, que trata al hombre mismo con un engranaje de la máquina, a la vez que permite a éste el acceso a una cultura altamente refinada (va de suyo la no coincidencia -recurrencia de la dialéctica del Amo y el Esclavo- entre el hombre-engranaje y el hombre-cultural; lo que ni Hegel ni Marx previeron es que la propia cultura acabaría por convertirse ella misma en una megamáquina). El Estado, en suma, esa «sustancia ética», como lo llama Hegel, cuya realidad efectiva no viene dada por las leyes (plano jurídico) ni por las instituciones (plano de control de la sociedad civil), sino por la existencia misma de ciudadanos libres y autoconscientes (la «carne» viva del Estado), se abre en su ápice, necesariamente (y no por una interesada acomodación de Hegel a la monarquía vigente, como creía Marx) al azar natural de la monarquía hereditaria: retorno del momento «natural» de la eticidad, es decir de la «familia», en el interior del propio Estado, como única posibilidad de que éste pueda ser visto como un «individuo», a través del «Yo» monárquico, en el cual se reconocen los ciudadanos con independencia de sus intereses familiares y sociales. Sólo que este «Yo» supremo es pura voluntad, «punto sobre la i», según la irónica expresión de Hegel. Su inteligencia es «prestada» por el aparato ejecutivo, por el Gobierno. Sólo un organismo representativo e impersonal, en efecto (trasunto estatal del pensamiento universal al que antes aludíamos), puede soportar esa recaída individual en la naturaleza.

Sólo que si el «individuo» es, hacia el interior del Estado, el Monarca, hacia el exterior es el Estado mismo quien se muestra como «individuo». Y aquí, en el plano de la Historia Universal, se renueva la lucha de unos contra otros, ahora a nivel general -ad limitem [en el límite], mundial-. La Historia es el «matadero» de los pueblos. Sólo de ese horrendo cáliz de los espíritus de los pueblos, machacados, espumea el Espíritu del Mundo. El final del espíritu objetivo es, así, fin y consumación, a la vez: de un lado, como «retorno a la naturaleza», supone la muerte colectiva, universal. La Historia como Tribunal Universal. En ella se da ya, sin esperar a escatología alguna, el Juicio Final. Pero del otro, en cuanto «ascenso» al Espíritu Absoluto, la Historia es igualmente la Teodicea, la justificación terrestre de Dios, pues que sólo a través de la guerra deponen los pueblos su individualidad y se abren, hacia dentro, como colectividades libres; hacia fuera, como manifestación encarnada del Absoluto, más allá de toda frontera y particularidad.

Y así, por fin, en medio del desgarramiento y el sacrificio convertidos en civilización planetaria, ingresamos en la última esfera: el resultado de todo el proceso que era ya, implícitamente, su fundamento e hilo conductor. Mas ni siquiera aquí, en el espíritu absoluto, encontraremos la paz. En el primer momento, el arte, el Absoluto se intuye en algo sensible, concreto: la obra de arte, que habla, sí, a todos los pueblos, sobrevolando simbólicamente el tiempo y el espacio. Pero sólo simbólicamente, pues que está ligada, como «cosa natural» -aunque cada vez más depurada: desde la pétrea arquitectura a la aérea poesía- a un tiempo y un espacio concreto. Por esta vinculación sensible, el arte (todo arte, también el contemporáneo de Hegel, y aun el futuro) es cosa del pasado. Tal es la famosa tesis de la «muerte del arte». Entiéndase: lo que Hegel quiere decir con esto no es que ya no exista el arte, sino que ha dejado de ser considerado como sagrada manifestación del Absoluto, como Dios encarnado en una cosa que es símbolo -unión del cuerpo social en algo que lo trasciende-, para convertirse, por un lado, en objeto de recuerdo (de interiorización de la sacralidad perdida); por otro, objeto suntuario y de prestigio. Por el primer lado, subjetivo, el arte se transfigura en religión (cuando se reconoce que la sacralidad estaba en la cosa, pero no le era algo

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1intrínsecamente propio, sino prestado por la santidad divina); por el otro, desciende al plano de la sociedad civil (objeto de compraventa) o del Estado (conservación museística). Como siempre, el «objeto» supremo de cada escala se escinde en dos lados irreconciliables, que aseguran con todo -a costa de la «cosa» rota y hendida- el doble flujo de la Naturaleza y el Espíritu, de la salida de sí de la Idea y del retorno a sí.

También en la religión (la última de las ciencias filosóficas, diría Hegel en 1827) se produce esta escisión: la última, y por ende la más dolorosa e insoportable. Dios existe sólo en su Comunidad (sin identificarse jamás, obviamente, con ella: Dios no es la Humanidad, en Hegel). Luego su ser en y para sí, a nivel de la representación religiosa, es impensable. Él mismo se ha entregado por nosotros, como Hombre, y para ser Hombre (sin lo cual sería un Dios abstracto: el vacuo Yavé de los judíos, según lo ve Hegel). Pero no puede ser este individuo, al lado de otros. La redención de todos los hombres, efectuada por su sacrificio, es de consuno, en el mismo respecto, su propia redención y rescate de la individualidad. Desde la conciencia religiosa, sólo puede existir pues como un Hombre (como el Hombre) muerto, «cosa del pasado», verdad hecha carne de la obra de arte, o como el Dios por venir. En cualquier caso, Dios no está presente (o eso cree la comunidad religiosa) salvo en el instante del culto, en el que se celebra, junto con la apoteosis de la palabra (el momento espiritual: transfiguración de la poesía), la destrucción de la naturaleza (las especies de pan y vino: transfiguración de lo natural, a costa de su disolución). Éste, el culto, es pues el acto supremo del espíritu: un acto sin embargo roto, y finito. Roto, puesto que la reconciliación del Espíritu para el espíritu se hace a costa de la destrucción de lo natural, símbolo de la pasada muerte de Cristo y de la muerte futura de los fieles, aceptada en el sacrificio eucarístico. Finito, puesto que sólo dura un instante, hendiendo los tiempos, sacralizando el trabajo desde la fiesta. Es verdad que aquí el Espíritu, reconciliado, borra o tacha (tilgt) el tiempo, según lo anunciado al final de la Fenomenología del Espíritu. Pero no menos verdad es que tal suspensión es momentánea. Detiene y retiene la vida finita en la communio con la Vida eterna. Pero por un instante. Dios vuelve luego a refugiarse en un «ya sido» y a la vez «todavía no», y el fiel se hunde en su «segunda naturaleza»: la vida social y estatal, hendido entre el recuerdo y la esperanza. El presente eterno parece escaparse continuamente de entre los dedos.

Ese presente eterno viene ofrecido, piensa Hegel, en la Filosofía (la cual ya no es, obviamente, una «ciencia filosófica», sino la trabazón de todas ellas, reconocida subjetivamente). Desde luego, tras este largo recorrido podemos estar seguros de que, a pesar de todo, tampoco aquí encontraremos ese cierre perfecto, ese triunfo absoluto del Espíritu Absoluto criticado (o alabado, da igual) en Hegel. La Filosofía, como última figura del Espíritu y a la vez reconciliación del Espíritu infinito con el finito, no tiene nada que decir. Ya lo ha dicho todo. Su «historia» era el metarrelato que hemos resumido: la Enciclopedia. ¿Su «historia», realmente? Lo que hemos encontrado es esta «asunción» por parte del Espíritu de su propia carga natural, y ello siguiendo un orden lógico, prefigurado en efecto en la primera parte del Sistema. Ahora bien, ese orden podrá ser, sí, eterno: pero sólo virtualmente, sólo en sí. Para reconocerse a sí mismo, para llegar a ser absolutamente para sí, ha necesitado de un largo tiempo: el tiempo de la «Historia de la filosofía», que significativamente no encuentra lugar alguno en la Enciclopedia, aunque Hegel dedicara a esa Historia cursos recogidos en tres voluminosos tomos (en la edición de la Verein; ahora se están editando críticamente los apuntes tomados por discípulos, ocupando desde luego muchos más volúmenes). ¿Qué hacer con la «Historia de la Filosofía», o sea, con la existencia efectiva de ésta? Hegel se esfuerza por conciliar lógicamente toda la gigantesca erudición llegada hasta él con el curso lógico trazado de antemano. Pero él mismo es bien consciente, no sólo de que la filosofía continúa (digamos, hacia delante: él mismo evolucionó constantemente en su vida intelectual; Hegel fue sólo «Hegel» cuando murió), sino sobre todo de que va creciendo pavorosamente «hacia atrás», en un esfuerzo tantálico por adecuar una erudición creciente (fomentada por el mismo Hegel) con un método que ya no puede dar más de sí, al pretender recoger un pasado cada vez más amplio y disperso.

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Ésta es, seguramente, la suprema ironía de la filosofía hegeliana. Al fin, escrita por un individuo que se negaba a decir «yo» cuando escribía filosofía, pero que firmaba sus obras. ¿Cómo tachar al hombre Hegel para dejar hablar, libre al fin, al Espíritu? ¿Acaso no necesita el Espíritu mismo, para su realización, de hombres que piensen, y mueran? No hay redención en ninguno de los momentos enciclopédicos, como hemos visto. Tampoco al final. La Naturaleza se burla cruelmente de todos los esfuerzos lógicos, científicos, técnicos, éticos, políticos, artísticos y religiosos por dominarla. Crece y se fortifica a sí misma con cada uno de esos intentos. A pesar de los aviesos consejos de un Hegel desesperado por controlar el horror de ese «estar-fuera-de-sí», de la locura y la muerte; a pesar en efecto de pedir que la Naturaleza se suicide, porque esa muerte es la Vida del Espíritu, ambos siguen gozando, a través de la sangre y la destrucción, de buena salud. A costa de todos nosotros. La lucha continúa. Y nadie, ni aun Hegel, el de los ojos de lechuza, puede asistir sin estremecimiento -ni participación mortal- a ese combate incesante. Es difícil ser hegeliano sin que a los labios ascienda, incontenible, un amargo sabor de muerte. Una muerte inmortal.

*Este ensayo ha servido de base para una conferencia en el Centro Cultural «Sa Nostra» de Palma de

Mallorca, impartida en mayo de 1996. El escrito va dirigido a mi buen amigo, el fino filósofo Juan Luis Vermal, que me invitó a presentar «mi» Hegel ante un público heterogéneo, y a ese mismo público, que incomprensible y felizmente no huyó de la sala.

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PHILOSOPHIA, Nº 3 / JUNIO DE 1996

SUMARIO

Félix Duque, Hegel, puro Hegel, sin más determinación ................................................... [FDUQUE.*]

Fernando Guerrero, La política de la Idea en Hegel ................................................. [GUERRERO.*]

Jorge Eduardo Fernández, El desarrollo del significado de «cualidad» en la Lógica de Hegel ................................................. [FERNANDEZ.*]

Jesús Conill, Teoría de la acción comunicativa como filosofía de la religión .................................................. [JCONILL.*]

Enrique Romerales, ¿Qué significa ser Dios? ................................................. [RMERALES.*]

Enrique Alonso, Lo que se puede hacer con números. Modos de la efectividad ...................................... [EALONSO.*]

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