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1 Desde que en 1171 Enrique II Plantagenet (padre de los legendarios Ricardo Corazón de León y Juan Sin Tierra) invadió la isla, Irlanda había quedado bajo el yugo de la monarquía inglesa, aunque con un dominio más aparente que real, porque hasta finales del siglo XVI los dominios del rey inglés sólo abarcaron realmente el área que rodeaba a la ciudad de Dublín, conocida como la empalizada. La ruptura de Enrique VIII de Inglaterra con la iglesia católica por un asunto matrimonial y reproductivo, acabó por generar otra división más en la isla. A 250 años de conflicto político se unía ahora un conflicto religioso entre católicos y anglicanos. En 1594 los líderes gaélicos del Ulster, Hugh Roe O'Donnell de Tir Chonnaill y Hugh O'Neill de Tir Eoghain, conocidos en inglés como Tyrconnell y Tyrone, se alzaron contra el dominio isabelino inglés en sus tierras del Ulster, pidiendo ayuda a la más poderosa monarquía católica europea. El 21 de septiembre de 1601 llegaba a Kinsale un contingente español de 3.500 hombres al mando de Juan del Águila y Arellano, enviados por Felipe III para apoyar a los católicos irlandeses. La fuerza castellano-irlandesa se enfrentó con el ejército inglés el 3 de enero de 1602, pero el desastre de coordinación condujo a una aplastante victoria inglesa en la que perdieron la vida 1.200 irlandeses y 100 soldados españoles. El día 12 Juan del Águila capituló con unas condiciones sorprendentemente honrosas -la monarquía inglesa no quería una nueva guerra con el Imperio-. Volvió a La Coruña con sus hombres, acompañado por el conde de Tyrconnell y el hijo de Tyrone que tenían la misión de conseguir más ayuda militar del rey de Castilla. Tyrone -conocido en la historiografía irlandesa como "el gran O'Neill"- y el hermano menor de Tyrconnell volvieron al Ulster, aunque tuvieron que exiliarse acompañados de otros nobles y partir también hacia La Coruña en 1607. El poder gaélico quedaba descabezado. Este último episodio es conocido en Irlanda como la fuga de los condes, y dio inicio a la dominación efectiva de la isla por los ingleses y al final de las esperanzas de un poder católico independiente. Y es también el principio de nuestra historia. Porque, si bien es cierto que la soberanía política gaélica empezó a partir de aquí a extinguirse, quedó un rescoldo de los clanes irlandeses en el lugar más insospechado: en los ejércitos de los Habsburgo españoles. Tras su huida al exilio los nobles irlandeses y sus seguidores entraron al servicio de la monarquía hispánica. Su Católica Majestad acogía a los católicos irlandeses y de paso incorporaba a su ejército unos soldados que ya empezaban a ser considerados como extraordinarios combatientes. Porque sólo cuatro años antes el almirante Diego Brochero ya aconsejaba a Felipe III: "que todos los años Vuestra Majestad ordene reclutar en Irlanda algunos soldados irlandeses, que son gente dura y fuerte, y ni el frío ni la mala comida matan fácilmente como harían con los españoles, ya que en su isla, que es mucho más fría, están casi desnudos, duermen en el suelo y comen pan de avena, carne y agua, sin beber nunca vino". A don Diego no se le ocurrió relacionar esta abstinencia con el hecho de que no hubiera vino en la isla. Tyrconnell murió en 1602, al parecer envenenado por agentes ingleses, sin haber conseguido un mayor apoyo militar de Felipe III. El Rey tenía ya demasiados frentes abiertos como para embarcarse ahora en otra lucha contra Inglaterra. Pero su acompañante Henry O'Neill, hijo de Tyrone, tenía claras algunas cosas. Los irlandeses no habían tenido hasta entonces un verdadero ejército. No tenían la coordinación y la cohesión necesarias para enfrentarse a un ejército como el inglés, no sabían combatir en grandes unidades, y los soldados compensaban con su fiereza y arrojo su poco conocimiento de formaciones, tácticas, disciplina y armamento. Necesitaban mejorar su preparación militar, y Henry puso su mirada en la mejor máquina militar de aquellos tiempos: los tercios de Flandes. Cosas de Alde Zaharra 35 1638. Doscientos gansos salvajes Edición especial del 400 aniversario de la "fuga de los condes", del Servicio Postal de Irlanda (2007). Rory O'Donnell, conde de Tyrconnell, y Hugh O'Neill, conde de Tyrone

1638. Doscientos gansos salvajes

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Desde que en 1171 Enrique II Plantagenet (padre de los legendarios Ricardo Corazón de León y Juan Sin Tierra)

invadió la isla, Irlanda había quedado bajo el yugo de la monarquía inglesa, aunque con un dominio más aparente que

real, porque hasta finales del siglo XVI los dominios del rey inglés sólo abarcaron realmente el área que rodeaba a la

ciudad de Dublín, conocida como la empalizada. La ruptura de Enrique VIII de Inglaterra con la iglesia católica por

un asunto matrimonial y reproductivo, acabó por generar otra división más en la isla. A 250 años de conflicto político

se unía ahora un conflicto religioso entre católicos y anglicanos.

En 1594 los líderes gaélicos del Ulster, Hugh Roe O'Donnell de Tir Chonnaill y Hugh O'Neill de Tir Eoghain,

conocidos en inglés como Tyrconnell y Tyrone, se alzaron contra el dominio isabelino inglés en sus tierras del Ulster,

pidiendo ayuda a la más poderosa monarquía católica europea. El 21 de septiembre de 1601 llegaba a Kinsale un

contingente español de 3.500 hombres al mando de Juan del Águila y Arellano, enviados por Felipe III para apoyar a

los católicos irlandeses. La fuerza castellano-irlandesa se enfrentó con el ejército inglés el 3 de enero de 1602, pero el

desastre de coordinación condujo a una aplastante victoria inglesa en la que perdieron la vida 1.200 irlandeses y 100

soldados españoles. El día 12 Juan del Águila capituló con unas condiciones sorprendentemente honrosas -la

monarquía inglesa no quería una nueva guerra con el Imperio-. Volvió a La Coruña con sus hombres, acompañado por

el conde de Tyrconnell y el hijo de Tyrone que tenían la misión de conseguir más ayuda militar del rey de Castilla.

Tyrone -conocido en la historiografía irlandesa como "el gran O'Neill"- y el hermano menor de Tyrconnell volvieron

al Ulster, aunque tuvieron que exiliarse acompañados de otros nobles y partir también hacia La Coruña en 1607. El

poder gaélico quedaba descabezado. Este último episodio es

conocido en Irlanda como la fuga de los condes, y dio

inicio a la dominación efectiva de la isla por los ingleses y

al final de las esperanzas de un poder católico

independiente. Y es también el principio de nuestra historia.

Porque, si bien es cierto que la soberanía política gaélica

empezó a partir de aquí a extinguirse, quedó un rescoldo de

los clanes irlandeses en el lugar más insospechado: en los

ejércitos de los Habsburgo españoles. Tras su huida al exilio

los nobles irlandeses y sus seguidores entraron al servicio de

la monarquía hispánica. Su Católica Majestad acogía a los

católicos irlandeses y de paso incorporaba a su ejército unos

soldados que ya empezaban a ser considerados como

extraordinarios combatientes. Porque sólo cuatro años antes el almirante Diego Brochero ya aconsejaba a Felipe III:

"que todos los años Vuestra Majestad ordene reclutar en Irlanda algunos soldados irlandeses, que son gente dura y

fuerte, y ni el frío ni la mala comida matan fácilmente como harían con los españoles, ya que en su isla, que es mucho

más fría, están casi desnudos, duermen en el suelo y comen pan de avena, carne y agua, sin beber nunca vino". A don

Diego no se le ocurrió relacionar esta abstinencia con el hecho de que no hubiera vino en la isla.

Tyrconnell murió en 1602, al parecer envenenado por agentes ingleses, sin haber conseguido un mayor apoyo militar

de Felipe III. El Rey tenía ya demasiados frentes abiertos como para embarcarse ahora en otra lucha contra Inglaterra.

Pero su acompañante Henry O'Neill, hijo de Tyrone, tenía claras algunas cosas. Los irlandeses no habían tenido hasta

entonces un verdadero ejército. No tenían la coordinación y la cohesión necesarias para enfrentarse a un ejército como

el inglés, no sabían combatir en grandes unidades, y los soldados compensaban con su fiereza y arrojo su poco

conocimiento de formaciones, tácticas, disciplina y armamento. Necesitaban mejorar su preparación militar, y Henry

puso su mirada en la mejor máquina militar de aquellos tiempos: los tercios de Flandes.

Cosas de Alde Zaharra 35

1638. Doscientos gansos salvajes

Edición especial del 400 aniversario de la "fuga de los condes", del

Servicio Postal de Irlanda (2007). Rory O'Donnell, conde de

Tyrconnell, y Hugh O'Neill, conde de Tyrone

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Felipe III respondió a su interés afirmando que "por cuanto por hallarse en mi Corte muchos soldados de la nación

irlandesa que desean buscar las ocasiones de la guerra para me servir en ella, he resuelto que se recojan todos para

crear otra compañía de infantería", dando vía libre al proyecto. El 22 de septiembre de 1605 Henry O'Neill fue

comisionado por el Rey para formar un tercio irlandés, incorporando al gran número de exiliados que había sobre todo

en La Coruña y en algunas compañías sueltas de Flandes. Como no eran suficientes para formar un tercio se intentó

reclutar más hombres en la isla. Irlanda estaba bajo dominio

inglés pero Jacobo I de Inglaterra no sólo dio su licencia sino

que ofreció todo tipo de facilidades, confiado en que tener a

los líderes católicos irlandeses y a sus seguidores en Flandes

sería mucho más seguro para los ingleses que tenerlos en la

propia Irlanda. Se irían extinguiendo ellos solos en tierras

lejanas, muriendo por reyes ajenos.

Este tercio, que acabaría llamándose Tercio Viejo de

Irlandeses, fue todo un honor concedido por Felipe III que

permitió a los irlandeses formar un tercio con las mismas

condiciones de servicio y paga que los soldados españoles.

Hasta entonces los tercios –las fuerzas de élite- solo podían

estar integrados por soldados del Imperio. La unidad estaba al

mando de Henry O'Neill como maestre de campo, y más de la

mitad de sus componentes eran exiliados provenientes de la

derrota de Kinsale. Recibieron –y aún reciben- el

sobrenombre de “The wild geese” (los gansos salvajes)

Tras un corto período de formación tuvieron su bautismo de

fuego el 28 de febrero de 1606, integrados en las fuerzas al

mando de Ambrosio de Spínola. La historia de la guerra está

llena de grandes batallas, pero la realidad militar siempre ha estado llena de escaramuzas y golpes de mano, en los que

se ganaban o perdían pequeños enclaves. Las grandes batallas se producían de pascuas a ramos en Flandes, y en aquel

estado de enfrentamiento en pequeñas unidades, los irlandeses demostraron su gran capacidad para los ataques

fulminantes y sorpresivos. Tras participar en el asalto a la República Holandesa que obligó a los neerlandeses en 1609

a firmar la Tregua de los Doce años, el tercio se fraccionó en pequeñas unidades convertidas en guarniciones locales.

Porque era lo que distinguía a los tercios de las unidades militares anteriores. No eran reclutados por la fuerza para

una campaña y luego disueltos. Eran militares profesionales, que se alistaban de forma voluntaria, y permanecían en

filas de forma permanente, hubiera o no hubiera tregua.

Cuando en 1621 se reanudó la guerra en Flandes, el tercio irlandés había cambiado. Seguían manteniendo su espíritu

combativo, pero su contacto con los tercios viejos les había convertido en una unidad moderna, cohesionada,

disciplinada y muy preparada en el manejo de las armas. Contaban con el favor del Rey, porque Felipe IV había

heredado de su padre el aprecio a "sus" soldados irlandeses. En el fondo era un toma y daca. El Rey confiaba en su

fidelidad y su eficacia, y los irlandeses confiaban en que, llegado el momento, recibirían la ayuda necesaria para

volver a Irlanda y plantar cara a los ingleses. De hecho, estos planes nunca dejaron de plantearse. En 1625 fue Owen

Roe O'Neill quien planteó un plan para invadir Irlanda que fue rechazado. En 1627 Shean O'Neill y Hugh O'Donnell

presentaron su plan a Felipe IV. Se llegó a aparejar una flota de 11 buques en Dunquerque para zarpar en septiembre,

pero finalmente el Rey ordenó parar la operación. Los proyectos de invasión se repitieron en 1630 y en 1639. El

Consejo de Guerra siempre contestaba que el plan era perfectamente factible, pero irremediablemente añadía "la

conveniencia de aplazarlo hasta que surja otra ocasión más propicia". El Imperio se movía siempre entre un decidido

apoyo a los católicos irlandeses y su nulo interés por tener otra vez como enemiga a la corona inglesa.

Hugh O'Neill, Conde de Tyrone, "El Gran O'Neill"

Page 3: 1638. Doscientos gansos salvajes

3

Con los años el comportamiento del Tercio Viejo de Irlandeses empezó a convertirse en una leyenda, y las leyendas

levantan sarpullidos y generan celos. Hasta entonces la primera línea de combate estaba reservada a los tercios

españoles, que ahora tenían que compartir este puesto de honor con unos rubicundos soldados a los que no entendían

(aunque los mandos hablaban castellano, la vida en el interior del tercio irlandés se desarrollaba en gaélico, y muchos

soldados sólo conocían este idioma). Sus intervenciones como fuerza de choque les atraían tanto el reconocimiento del

Rey, sus consejos y los oficiales de alto nivel, como los celos de los oficiales de menor rango que se veían relegados

de las primeras líneas. Casi siempre recibieron las mismas reacciones de sus compañeros de armas y de la población:

temor a sus reacciones explosivas en tiempos de paz, desdén por su condición de extranjeros y admiración por su

comportamiento en combate.

Este tercio tenía, además, una composición diferente a la de los tercios

españoles y esto también generaba algunos conflictos. Los españoles

estaban compuestos por soldados de cualquier origen social y algunos

miembros segundones de la nobleza, que buscaban ganarse la vida o una

reputación que les permitiera un ascenso social. Mientras que el tercio de

irlandeses estaba compuesto por líderes de los clanes y soldados que, en su

mayoría, provenían del mismo clan, cuando no eran directamente

familiares, súbditos o sirvientes del mando. Lo que fue también una de las

razones de su éxito, porque cada unidad tenía una gran cohesión interna. Si

observamos la revista del 1 de mayo de 1624, el tercio irlandés estaba

compuesto por 1.193 hombres divididos en 10 compañías al mando del

maestre de campo Shean O'Neill (Juan Onil), IV conde de Tyrone (conde

de Tirón), por fallecimiento de su hermano Henry. El mando inmediato era

el sargento mayor Owen Roe O'Neill, su primo; y entre los capitanes

estaban Arthur, Charles y Hugh O'Neill. El clan de los O'Neill (Tyrone)

tenía todo el poder, y no había ningún oficial del clan de los O'Donnell

(Tyrconnell).

El tercio irlandés iba siempre acompañado de un abundante séquito encubierto. A pesar de que se mantenían lejos de

su isla, los ingleses no se fiaban de ellos y tenían gran número de agentes que vigilaban e informaban de sus

movimientos. El día menos pensado podían volver a Irlanda. Pero también eran controlados por espías franceses.

Richelieu decía odiarlos “porque eran más españoles que el propio rey de España”. Pero era un odio causado por el

despecho, porque llevaba años intentando que desertaran para pasarse al ejército francés. El marqués de Fontenay-

Mareuil escribía al cardenal que “su agilidad es sorprendente. Cogiendo carrerilla trepan una muralla casi recta

como si tuvieran escalas”. Con lo que su comportamiento en combate se estaba convirtiendo también en legendario

para los propios franceses, que les odiaban y admiraban a partes iguales.

Pero entrar los primeros en todos los fregados tenía un alto coste. Eran las unidades con más pérdidas de hombres en

combate y era muy difícil sustituirlos. Los espías ingleses afirmaban en 1629 que el tercio irlandés tenía ya sólo 300

hombres. El Consejo de Estado decidió en 1631 que el número ideal de irlandeses era de 4.000 divididos en dos

tercios. Y aquí se armó la de San Quintín (un dicho proveniente de los tercios). Owen Roe O'Neill llevaba ya 26 años

de servicio en Flandes, 20 de ellos como segundo al mando del tercio de O'Neill, y la lógica aconsejaba que estuviera

a su mando el nuevo tercio de irlandeses que iba a crearse. Pero, aunque habían pasado casi 30 años de la derrota de

Kinsale, los dos antiguos clanes del Ulster seguían pugnando por el poder. Ofrecer otro tercio a un O'Neill podía

desencadenar una revuelta. Así que se llegó a la decisión salomónica de crear dos tercios nuevos de irlandeses. Uno al

mando de los Tyrconnell y otro al mando de Owen Roe O'Neill que, sumados al tercio Viejo de Irlandeses al mando

de O'Neill, hacía que los tercios irlandeses fueran ahora tres. A partir de aquí los tercios serían llamados tercio de

Tyrone, tercio de Tyrconnell y tercio de Owen Roe O'Neill.

Shean O'Neill fue retratado por Velázquez.

Aunque no hay una total seguridad, este sería el

retrato en opinión de los expertos.

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Por aquella época empieza a aparecer Daniel O’Cahan en los documentos. O’Cahan era el ejemplo típico de un oficial

de aquel tercio, mezcla de la técnica y disciplina de un soldado de los tercios de Flandes con la combatividad y arrojo

de un soldado irlandés de la época. La chispa y la bravuconería le venían por los dos lados. Sólo adelantaremos que

una reciente tesis doctoral sitúa a O’Cahan como una de las personalidades del sitio de Fuenterrabía de 1638.

Daniel O’Cahan era hijo de Sir Donnell Ballagh O'Cahan, conocido como El Pecoso, señor de un extenso territorio

fronterizo con los de Tyrone y Tyrconnell en torno a la actual Londonderry, que controlaba desde su castillo de

Dungiven. Donnell había sido el lugarteniente de Hugh O'Neill cuando Tyrone y Tyrconnell se alzaron contra el

dominio inglés y combatió con ellos en Kinsale, retornando al Ulster tras la derrota. A pesar de ello, había un

profundo resquemor de O'Neill hacia él, porque Donnell, que había recibido el gran honor de casarse con una hija de

O'Neill, la había repudiado para casarse con la hija de Tyrconnell. Tras la fuga de los condes, Sir Donnell Ballagh

comprendió que el mundo gaélico estaba desapareciendo y pactó con la Corona inglesa para mantener su territorio.

Nombrado caballero, sustituyó en el poder del Ulster a Tyrone y Tyrconnell. Pero su sumisión a los ingleses no duró

mucho, y fue encerrado en la Torre de Londres hasta que murió en 1617, sin haber sido nunca acusado, juzgado ni

condenado; mientras Rorie Oge, su hijo mayor, era ejecutado.

El clan de los O'Cahan consiguió ocultar a su hijo menor, Daniel, hasta que pudo sacarlo del país. Daniel O'Cahan

llegó a Flandes y tras muchas vicisitudes acabó enrolándose en el tercio de Tyrone. Era un O'Cahan, hijo de quien era

considerado por cualquier O'Neill como el mayor traidor de Irlanda, pero también era nieto del Gran O'Neill y sobrino

del maestre de campo del tercio, lo que atemperaba algo las cosas y le aseguró un destino en la compañía del propio

maestre. La unidad del jefe tenía veteranos con muchos años de servicio y tenía a gala estar siempre en las peores

posiciones, lo que complicaba la supervivencia de los novatos. Los que conseguían seguir vivos eran veteranos antes

de que les saliera la barba. No sabemos cuándo se alistó Daniel, pero en 1623 ya figura como soldado de esa

compañía.

O'Cahan, como todos los nuevos soldados, firmó un alistamiento

de por vida. Sólo la muerte o una licencia real podrían separarle

del servicio. El soldado bisoño entraba en una camarada o

camareta, un grupo de 8 a 10 soldados –normalmente ocho- a los

que reunía el azar o el paisanaje y que lo compartían casi todo. Un

funcionario veneciano decía por aquellas fechas: “Hacen la

camareta, esto es, se unen ocho o diez para vivir juntos dándose

entre ellos fe y juramento de sustentarse en la necesidad y en la

enfermedad como hermanos". La camarada hacía rancho común:

se ponía en común la paga, los víveres, el botín y, por supuesto, las

juergas y las peleas. Cuando no estaban en campaña, los soldados

ocupaban una habitación -o cámara- en la que vivían, repartiéndose

las labores: cocinero, tesorero o enfermero. Cuando los oficiales repartían ropa o víveres, no se los entregaban al

soldado individual sino a este grupo básico con la orden "repártase por camaradas".

Pero desde un punto de vista militar la camarada fue quizá el mayor éxito de los tercios. Esta vida en grupo generaba

una gran cohesión interna o "camaradería". Las camaradas ofrecían a los soldados lo que el aparato militar y

administrativo del tercio no les daba. Se prestaban dinero, armas y ropa entre ellos; custodiaban el testamento de los

miembros fallecidos y velaban por su cumplimiento. Pero también eran un sistema militar eficaz porque el novato que

sustituía al miembro desaparecido aprendía en el grupo las normas formales e informales del tercio, el manejo de

tácticas y armamento, y era protegido en combate por el resto de los integrantes. Porque las camaradas luchaban

juntas, protegiéndose la espalda unos a otros. Por ello muchas veces las "encamisadas"1 -concepto que definía

entonces a las operaciones de guerrilla- eran llevadas a cabo por una o más camaradas que se conocían y comprendían

a la perfección entre ellos.

1 Las operaciones de guerrilla eran fundamentalmente nocturnas, y los integrantes se colocaban una camisa por encima de la ropa para ser distinguidos por el resto

de los compañeros. De ahí el nombre de "encamisada". Los tercios fueron especialistas en estas incursiones nocturnas que, por extensión, acabaron llamándose así llevaran o no la camisa por fuera.

Compartían las juergas, las bravuconadas y las peleas

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En la instrucción de los mandos, y sobre todo en la camarada, O'Cahan aprendió a cambiar automáticamente de

formación ante el sonido de los pífanos y el cambio del redoble de los tambores; a modificar la posición de la pica

según el atacante; los complicados movimientos de carga del poco fiable mosquete;

el uso de la espada ropera con una mano, mientras la vizcaína protegía, amagaba y

engañaba con la otra; o a dar un paso al frente para ocupar la posición del soldado

caído de forma que, cuando el humo de la descarga de mosquetería se disipaba, el

enemigo seguía viendo intacta la formación del tercio. Pero, por encima de todo,

aprendió que las posibilidades de sobrevivir a un encuentro eran directamente

proporcionales al miedo que te tenía el enemigo antes de entrar en combate.

Aprendió a tener todo lo que necesitaba un soldado de los tercios de Flandes.

Disciplinado en la formación, pendenciero en la paz, feroz en el combate, y con

toda la arrogancia y bravuconería necesarias para seguir vivo.

Aunque aquella forma de ser tuvo siempre su peor cara cuando la paga no llegaba.

El combate -cuando se ganaba- aportaba un botín que calmaba la necesidad. Pero si

no había enemigos a quien arrebatar comida y bienes, se saqueaba a la población

civil en territorio enemigo o en el propio. Cierto es que esto lo han realizado todos

los ejércitos en la historia. Pero los tercios, que fueron las unidades militares más temidas por el enemigo en el siglo

XVI y primera mitad del XVII, fueron también las más temidas por la población por su capacidad brutal de saqueo. Si

se forman diablos para el combate, se forman diablos para todo.

La presencia en primera línea de combate diezmaba a los tercios irlandeses, y Felipe IV ordenó su refuerzo inmediato.

El procedimiento normal de reclutamiento en los tercios era típicamente a través de los "capitanes reclutadores". Los

oficiales solicitaban licencia real para levantar una compañía, y el Consejo de la Guerra seleccionaba de entre los

candidatos a los militares más experimentados para reclutar y posteriormente mandar una compañía. Pasada la

oportuna revista, el capitán reclutador se convertía de forma efectiva en capitán de la compañía. A partir de este

momento era el capitán el que recibía los dineros del rey a través del maestre de campo del tercio, y repartía la paga

entre los oficiales y soldados a su mando. Esta costumbre de pagar a la compañía y no al soldado contribuyó mucho a

la picaresca. Se pagaba por hombre y cada compañía cobraba según el número de integrantes, así que a todos -tropa y

oficiales- interesaba que fueran muchos porque aumentaban los ingresos. Los contadores de los tercios y los capitanes

de las compañías exageraban el número de efectivos de sus unidades, olvidando dar de baja a los soldados muertos y a

los desertores. Y, cuando la revista era controlada por contadores y pagadores del Rey, los soldados cambiaban con

increíble habilidad de fila para inflar el resultado final. Y en este arte, en honor a la verdad, los irlandeses fueron

consumados especialistas

O'Cahan ya había ascendido a alférez cuando recibió licencia para levantar su propia compañía, aunque no tuvo que

trabajar mucho para lograrlo. Los miembros de su clan en la isla reclutaron para él los mejores soldados entre sus

vasallos, servidores y partidarios. Con lo que en 1633 se convirtió en capitán de una de las mejores compañías del

tercio de Tyrone, y a coste cero, porque todos los gastos de alistamiento, manutención y transporte de la tropa a

Flandes habían sido pagados por los O'Cahan. Al fin y al cabo era el líder del clan en el exilio.

Los tercios estaban acuartelados en Flandes cuando a finales de 1637 recibieron noticias que alborotaron mucho las

filas. Las unidades de Tyrone y Tyrconnell iban a ser trasladadas a la Península Ibérica, mientras la de Owen Roe

O'Neill continuaría en Flandes. Los rumores más inquietantes hablaban de un traslado a Brasil. Las Provincias Unidas

de los Países Bajos habían trasladado su guerra contra el Imperio al entonces Brasil de los Austrias, y estaban

consiguiendo importantes progresos. Pero había un acuerdo entre Felipe IV y sus irlandeses. Estaban al servicio del

Rey esperando al momento de volver a su país y expulsar a los ingleses de la isla. El traslado a Brasil obligaba a

posponer durante muchos años todo proyecto de recuperación de Irlanda. Se les debían muchas pagas, no se les daba

el mismo trato que a las unidades españolas como se les había prometido, y ahora les mandaban al Brasil. Se estuvo

muy cerca de un motín generalizado encabezado por los propios líderes, pero aceptaron finalmente ser trasladados a

La Coruña. Allí había empezado años atrás su aventura en el continente y había la misma distancia a Cork que desde

Flandes.

Carga del mosquete (Gheijn, 1608)

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Partieron de los puertos de Dunquerque y Mardick el 30 de enero de 1638 en un convoy de 30 barcos escoltados por

13 buques de la Armada de Flandes al mando de Lope de Hoces. Tras una larguísima travesía salpicada de continuos

enfrentamientos con barcos enemigos, llegaron a La Coruña el 12 de abril donde se les mantuvo embarcados. El

desembarco era urgente porque muchos estaban heridos o enfermos. Pero las autoridades tenían sus prevenciones. Los

ánimos estaban muy exaltados y Tyrone y Tyrconnell temían una deserción masiva si no se aclaraba el destino final de

las tropas, y si bajaban a tierra sin recibir un real de sus atrasos. El gobernador de Galicia pedía también que se les

pagara antes, pero por miedo a que aquellos tercios veteranos, “que eran como diablos”, saquearan a la población

gallega. Los únicos con prisa por desembarcar eran la tropa y el almirante Hoces, preocupado por la posibilidad de un

incendio en puerto porque los irlandeses fumaban tabaco en barcos cargados de pólvora. Irónicamente ese sería el

destino de aquella flota cuatro meses después, aunque ningún irlandés tendría la culpa.

Mientras el Consejo de la Guerra guardaba un

hermetismo absoluto sobre el destino final de ambos

tercios, su presencia en La Coruña sin bajar a tierra

daba pábulo a todo tipo de rumores. Las cartas internas

de los padres jesuitas afirmaban a 20 de abril que no

desembarcaban porque iban a ser inmediatamente

trasladados al Brasil. Otras informaciones decían que

estaban confinados en los barcos porque William de

Burke había sido abordado por dos frailes franciscanos que, en nombre del cardenal Richelieu, intentaban que ambos

tercios se pasaran al bando francés. Pero sin duda el mayor despropósito lo escribió uno de los agentes secretos

ingleses, que ya el 28 de mayo enviaba una nota desde La Coruña afirmando que los tercios de Tyrone y Tyrconnell

iban a ser directamente “enviados a la frontera francesa para participar en la defensa de Fuenterrabía”. El correo no

fue interceptado, lo que libró a Olivares de sufrir un ataque de risa. ¿Defender Fuenterrabía?, ¿defenderla de quién?,

¿quién se atrevería a atacar aquella fortaleza que defendía la entrada al corazón del Imperio más poderoso del planeta?

¡qué tontería más grande, por Dios!.

El 2 de mayo Lope de Hoces escribía preocupado a Felipe IV. Las condiciones de hacinamiento de los barcos

empeoraba la situación de los enfermos, el estado de nervios producía enfrentamientos entre soldados y marineros, y

las provisiones se estaban acabando. El 8 de mayo llegaba desde Madrid la solución. Se les aseguraba que no serían

enviados a Brasil, sino a Cataluña vía San Sebastián. Se les abonó una paga de las muchas que se les debían, y se les

desembarcó alojándoles en La Coruña, Pontedeume, Neda y Betanzos. Paz otra vez y dinero para las poblaciones

gallegas. Eran unos 1.400 hombres desembarcando con la paga en el bolsillo y una necesidad imperiosa de cambiarla,

por fin, por comida y bebida frescas. Mientras tanto los condes de Tyrone y Tyrconnell partían hacia la Corte para

arreglar algunos asuntos de sus tercios. El 16 de mayo se pasó revista a las tropas irlandesas de Tyrone y Tyrconnell.

Eran en conjunto 1.331 hombres, entre oficiales y soldados. El propio gobernador de Galicia, que observaba sus

ejercicios de instrucción, escribía al Rey el 12 de junio reconociendo que aquellos “diablos” eran “veteranos

experimentados que podrían formar la columna vertebral de cualquier ejercito”. Una experiencia que tenía un alto

coste. La compañía de Daniel O’Cahan se había reducido en cinco años a menos de la mitad, sólo tenía 45 soldados.

Pero el 1 de julio de aquel año de 1638 sucedió algo impensable a 97 leguas en línea recta de allí. El cardenal

Richelieu sabía por sus espías que “la Península estaba desnuda de la fortaleza de soldados veteranos” con tantas

guerras en territorios lejanos, y que el Imperio tenía desguarnecido su propio corazón. El propio Consejo de Guerra

del Rey reconocía que los peninsulares no habían conocido guerras en más de un siglo y "como resultado de la paz

que ha reinado aquí durante tantos años, el ejercicio de las armas y los hábitos de la guerra han decrecido mucho".

Era más fácil atacar la Península que hacerlo en Flandes o en Italia. Un ejército francés cruzó el Bidasoa, y en un

auténtico paseo militar puso sitio a la fortaleza de Fuenterrabía por tierra y mar.

En nombre del rey Felipe IV el Consejo de la Guerra tomó una serie de decisiones inmediatas. La única unidad

operativa veterana con capacidad para entrar inmediatamente en combate eran los tercios irlandeses de La Coruña. La

única flota disponible la componían los barcos de Lope de Hoces en La Coruña. Así que una de las primeras órdenes

del Consejo fue "mandar al general D. Lope de Hoces que con toda brevedad saliese con los navíos que tenía en la

Puerto de La Coruña en el siglo XVII

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Coruña y que trajese los irlandeses que estaban á su cargo y los metiese en Fuenterrabía". Hoces protestó. Tenía 12

buques mal aparejados, con poca pólvora y pocos marineros, y los irlandeses estaban dispersos por varias poblaciones

gallegas. Necesitaba más tiempo. Pero las órdenes, más bien las amenazas, no admitían réplica. Se embarcó de

inmediato a los irlandeses de Tyrone y Tyrconnell, y la flotilla zarpó del puerto coruñés el 8 de julio. Justo antes del

embarque se les pasó revista y -maravilla de maravillas- eran 1.393, sesenta y dos más que en la revista de mayo,

Hicieron escala en Santoña buscando poner en mejor estado de combate a la flota, pero nuevas amenazas le hicieron

zarpar rápidamente. El 12 de julio llegaban a Guetaria.

Volando más que andando, los tercios irlandeses se trasladaron al puerto donostiarra quedando al mando del marqués

de Mortara. Esa misma noche embarcaron doscientos irlandeses en pequeñas embarcaciones para, en la oscuridad de

la noche y pegados a la costa, intentar entrar en la Fuenterrabía asediada. Una de la embarcaciones se hundió y los

cuarenta irlandeses que la ocupaban tuvieron que regresar a San Sebastián,

pero el resto pudo cumplir su propósito. Dejemos que lo cuente el padre

Moret: "Al alba del día siguiente D. Miguel Pérez de Egea, por los esfuerzos

de los remos y al favor de la noche, burlando los guardias del enemigo que

celaban las entradas del puerto, entró a Fuenterrabía, llevando consigo

ciento y cincuenta veteranos del tercio de los irlandeses, sus capitanes D.

Oliverio Jaralín, D. Daniel Ochán, D. David Barri, y otro D. Pedro Jaralín y

otros también hibernios de señalado valor".

Una de las primeras decisiones de los responsables de la villa asediada había

sido terraplenar y tapiar todas las puertas de entrada, menos el portillo de la

estacada. La defensa de la estacada estaba a cargo de los ciudadanos

hondarribiarras, al mando del alcalde Diego de Butrón. Y en poder de Butrón

estaba la llave de la única vía de entrada y salida de la fortaleza. Por allí entró

el contingente irlandés aquel amanecer del día 13 de julio. La puerta quedaba

oculta para los atacantes que asediaban la población, pero estaba

perfectamente a la vista de los centinelas de la orilla hendaiarra.

Permítanos el lector un inciso importante con el tema de los nombres. Era costumbre de la época castellanizar los

nombres propios extranjeros, dejando a la finura de oído del escribano la transcripción de los apellidos. Este asunto

nos ha vuelto locos al documentar el tema. Primero tuvimos que descubrir los nombres reales de los capitanes

irlandeses que entraron aquel día en la plaza. Palafox llama Daniel Ochhan a don Daniel O'Cahan; Moret le apellida

Ochán; el Consejo de la Guerra, Ocán; y el conde de Llobregat le pone el apellido de O'Shian. A Oliver y Peter

FitzGerald les llaman Oliverio y Pedro Jaralín, Xaralin o incluso Geraldino; el más fácil de encontrar resultó David

Barry, a quien todos llaman simplemente David Barri. Otros han sido más complicados, como Pheidhlim Deady a

quien llamaron Felipe de Idi. Pero el récord lo tiene William de Burke a quien el primer escribano le cambió para

siempre el nombre anotando en el listado: “Guillermo del Burgo”. ¡Vaya Ud. después a encontrarle!

En la última revista del 8 de julio, Daniel O'Cahan tenía 46 hombres entre soldados y oficiales de tropa, David Barry

63 y Oliver FitzGerald 71. Lo que totaliza 180 hombres. La especialísima relación que tenía cada capitán con los

hombres de su compañía hace prácticamente seguro que entraron en la ciudad con sus propias unidades. Peter

FitzGerald era un ayudante que, aunque oficial, estaba dedicado a tareas logísticas y administrativas sin mando

específico de tropa. O'Cahan y Barry pertenecían al tercio de Tyrone, y Oliver y Peter FitzGerald al de Tyrconnell.

Sobre los soldados de tropa que acompañaban a estos capitanes sabemos muy poco. En las revistas militares se

anotaba la cantidad pero no el nombre de los soldados. Pero después del asedio se enviaron muchos memoriales a la

“Junta del despacho de los soldados que se hallaron en la ocasión de Fuenterrabía” de soldados que solicitaban

recompensas por su participación, indemnizaciones por las heridas sufridas o familias irlandesas que pedían ayudas

por la pérdida de alguno de sus miembros en el suceso de Fuenterrabía. Esta documentación, conservada en el Archivo

General de Simancas, nos ha dado datos de algunos de ellos. De los demás no sabemos nada.

Entrada de los irlandeses (Redondo, 2003)

Page 8: 1638. Doscientos gansos salvajes

8

Alguna vez se ha hablado de "desarrapados" al referirse a la tropa irlandesa que defendió la villa. Nada más lejos de la

realidad. Ya sabemos que don Daniel era el heredero del clan de los O'Cahan y nieto del Gran O’Neill. David Barry

era sobrino de Lord Barrymore, Terence O’Gallagher era hijo del Lord de Lagan, y Oliver FitzGerald era miembro de

la casa de Kildare y sobrino del conde de Tyrconnell. Todos ellos fueron tratados de "Don" en los documentos

militares, un apelativo entonces reservado a los combatientes de origen noble. Y de "Don" fueron siempre tratados

mientras estuvieron en el interior de la fortaleza. Aunque sea adelantarnos un poco a los acontecimientos, uno de los

soldados participantes en el sitio, James FitzGerald (Diego Geraldino), sería premiado por el rey el 10 de febrero de

1639 con cuatro títulos de "Don", valorados en 1.000 reales, para venderlos en Sicilia. Lo que denota la importancia

de este título.

No vamos a contar ahora el sitio de 1638. Ya se ha contado en numerosas ocasiones. Lo contaremos en relación a la

participación de los irlandeses, que aparece de forma dispersa y con cuentagotas en los escritos de Martínez de

Aguilera, Palafox, Novoa, Moret, García Samaniego, Bernal de O'Reilly o el conde del Llobregat. Aunque, si unimos

todos los relatos, el conjunto de datos pasa a ser considerable.

El maestre de campo Miguel Pérez de Egea llegaba

como nuevo gobernador a una plaza hasta entonces

gobernada de forma accidental por el capitán Domingo

de Eguía por ausencia del gobernador titular. Eguía era

un oficial veterano que había empezado su vida militar

en la campaña de Larache de 1610 y desde entonces

había estado presente en casi todos los acontecimientos

militares históricos. Pero Pérez de Egea era un

especialista en armamento y fortificaciones, autor en

1632 del tratado "Preceptos militares. Orden y

formación de esquadrones" considerado como la biblia

militar de la época, y tomaba el mando por orden

directa del rey. Su primera evaluación del asedio le

puso los pelos de punta. La fortaleza estaba construida

en un lugar extraordinario para las guerras de siglos

anteriores, pero tenía grandes debilidades para soportar

los asedios de siglo XVII, basados en la potencia de la

artillería. A dos mil pasos la zona montañosa de Jaizkibel dominaba la plaza, desde la ermita de Saindua hacía

estragos la artillería, y a tiro de mosquete2 había una colina (Nuestra Señora de Gracia) desde la que los cañones

enemigos batían la plaza a placer. Era una gran fortaleza, pero su situación sobre el terreno facilitaba demasiado las

cosas para un asedio de aquel siglo.

Porque la teoría del asedio en el siglo XVII era bien sencilla. Cercar la fortaleza, aproximarse a ella, debilitar sus

muros, abrir brecha y entrar por ella. Llevarlo a la práctica ya era más complicado. Aunque creía haberlo conseguido,

Condé no tenía terminada por completo la primera fase -cercar y aislar la fortaleza-, porque, como tantas veces hemos

dicho, Fuenterrabía tenía el mar por el que recibía ayuda. La propia entrada del Gobernador con su tropa de irlandeses

certificaba que no lo había logrado. Tardaría todavía un mes más en alcanzar el bloqueo naval absoluto. Pero la

segunda -aproximarse a la plaza- estaba ya muy avanzada. El mismo día seis ya tenían construidas sus trincheras en

Saindua, y avanzando en zigzag para protegerse de la artillería de la plaza, estaban a punto de llegar al foso el día 9.

La artillería de la plaza barría las trincheras, pero los zapadores progresaban. Y, aunque habían hecho dos salidas (el

día 10 con cuarenta hombres, y el 11 con ciento cincuenta) para frenar su avance, a la llegada de Pérez de Egea las

trincheras estaban a menos de cuarenta pies del foso. Estaban peligrosamente cerca.

2 El propio Pérez de Egea establecía en su tratado que el tiro eficaz del mosquete estaba en 222 metros. La bala -pelota- de un mosquete podía superar los 700-800

metros en tiro parabólico, pero el impacto no era muy superior al de una buena pedrada una vez perdida su velocidad. De forma similar, el tiro eficaz de una pistola estaba en los 30-50 metros y el de un cañón en los 900 metros.

La batería de la posición elevada de Nuestra Señora de Gracia batía a

placer el baluarte de la Reina y las zonas próximas (Palafox, 1639)

Page 9: 1638. Doscientos gansos salvajes

9

La plaza contaba ahora con ciento cincuenta especialistas en encamisadas por sorpresa y en combate cuerpo a cuerpo,

así que se decidió hacer una surtida nocturna para retrasar el avance francés. El mando exprimía al máximo a la tropa

irlandesa. Habían llegado a Guetaria el 12 para trasladarse el mismo día a San Sebastián, embarcándose esa noche

para Fuenterrabía. Entraron el 13 de madrugada y el 14 iba a empezar su primera acción militar en la fortaleza. Poco

pudieron descansar ese día. En cuanto los franceses supieron que había entrado un contingente de ayuda reaccionaron

con furia. Para colmo eran irlandeses. Los veteranos franceses se habían enfrentado a ellos en muchas ocasiones,

sabían cómo las gastaban y se habían colado en la villa delante de sus mismas narices. Aquel día empezaron a caer

sobre Fuenterrabía sus mortíferas bombas. Cayeron sesenta y cinco disparadas desde los morteros de la batería

instalada frente al baluarte de la Reina. En tiro curvo superaban los muros, para caer atravesando las casas, y cuando

estaban alojadas explotaban con un ronco “¡booomb!”, que les daba el nombre. Cada estallido reventaba varias casas

desde sus cimientos. La única forma de sobrevivir era la suerte de no estar donde caían.

Pérez de Egea reunió una tropa de 250 soldados, que salieron antes del

amanecer del día 14 de julio por el portillo de la estacada. La vanguardia

estaba formada por los irlandeses y paisanos hondarribiarras conocedores de

los alrededores. Llegaron en absoluto silencio hasta las trincheras y se

lanzaron sobre la desprevenida tropa francesa. Mientras la vanguardia hacía

una verdadera escabechina, la retaguardia destruía “a zapa y pala” las obras.

El enemigo fue llegando cada vez en mayor número y Egea, que lo

observaba todo desde la muralla, dio la orden de retirada. La surtida había

costado la vida de 12 defensores, pero los atacantes necesitarían mucho

tiempo para volver a levantar todo aquello. La villa no podía romper el

asedio porque por cada defensor había veinte atacantes, sólo podía retrasar

todo lo posible el avance enemigo. El objetivo estaba cumplido. Fue,

además, uno de esos días gloriosos del asedio. Animado por el éxito, a plena

luz salió Juan de Echeverri de la plaza con una chalupa y diez remeros.

Pasaron entre todos los barcos enemigos, silbando y tomando el pelo al

bloqueo naval, para grande alegría y regocijo de los de la plaza. No habría

muchos más días así.

Los franceses se recuperaron del daño, siguieron con sus obras y los defensores tuvieron que continuar con sus salidas

de la plaza. El 23 salieron once hombres, pero eran muy pocos para hacer daño. El 24 fueron cuarenta españoles e

irlandeses, que tuvieron que retroceder. La puñetera “puerta encubierta” de la estacada no tenía nada de secreta. Los

atacantes sabían que era la única puerta de salida, y era vigilada continuamente por los centinelas de Hendaya. En

cuanto los defensores se asomaban por el lado Este se tocaban las campanas de la iglesia y, para cuando llegaban al

lado Oeste, caía sobre ellos la tropa enemiga. Insistió Pérez de Egea el 25 dando el mando del escuadrón a David

Barry y Peter FitzGerald. Era el día de Santiago, patrón de la milicia, reservado siempre para grandes gestas. Además

era estrictamente necesario salir. Los franceses estaban ya pegados al baluarte de la Magdalena y habían instalado una

batería en la Marina desde la que le daban duro al baluarte. Había que destrozar las obras y clavarles los cañones. Era

el único método rápido para inutilizar las piezas de artillería: se clavaba a martillazos un clavo de hierro en el fogón –

el punto donde el artillero aplicaba la mecha- y luego se le rompía la cabeza. El cañón quedaba convertido en una

pieza de museo, porque ya era imposible extraer el clavo en campaña. Clavar cañones fue siempre una función

principal de los especialistas en encamisadas. Y dominaban la técnica.

Pero algo falló. Tenían ya los martillos y clavos. Pero mientras cargaban de pólvora sus doce apóstoles3 surgió de

algún sitio una chispa, prendió la pólvora y explotaron cinco barriles. Cuarenta hombres volaron por los aires y

perdieron la vida treinta de ellos, en su mayoría irlandeses. La salida quedó anulada, pero por toda la villa corrió la

sospecha de un sabotaje. Los autores contemporáneos sobre el sitio coinciden en responsabilizar a los irlandeses de

que se acusara directamente a Eguía de la explosión afirmando, como Moret, que el capitán “había tenido grandes

3 Los mosqueteros llevaban cruzados en el pecho unos recipientes de madera con la cantidad de pólvora necesaria para efectuar cada disparo. Se

tardaba tanto en cargar un mosquete que con doce ya les bastaba. Les llamaban los “doce apóstoles”. En campaña los soldados pagaban de su

sueldo la pólvora que utilizaban, lo que también explica que fueran poco pródigos en disparar.

Grabado de Miguel Pérez de Egea en 1632

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10

debates con la tropa de Hibernia, porque siendo un hombre de parsimonia á lo antiguo, pretendía que los irlandeses,

que comían mucho, como sucede á casi todas las gentes septentrionales, se acomodasen á la misma ración que los

españoles, que son cuerpos más sufridos del hambre”. Eguía y los irlandeses chocaron muchas veces. Las tropas de

Hibernia eran –nunca mejor dicho- para dar de comer aparte, pero el capitán deustoarra era especialista en buscarse

problemas con la población hondarribiarra, con los irlandeses, con Pérez de Egea o con quien fuere necesario. De

todas formas el resultado no fue el peor de los posibles. Después supieron que los franceses, esperando una acción

espectacular para el día de Santiago, estaban emboscados a la espera de una salida en la que no habría sobrevivido

nadie. Así que finalmente se cantó misa en acción de gracias al santo.

Las trincheras francesas llegan al foso a la altura del cubo de la Magdalena. Para el alto mando francés el asedio está

durando demasiado y Condé quiere avanzar a las últimas fases del asedio: abrir brecha y atacar por ella. Hay que cavar

minas, cargar barriles de pólvora, tapar el agujero y volar los muros. Los zapadores intentan atravesar el foso

protegidos por una estructura de madera. Los defensores responden con piedras, agua hirviendo y ollas de fuego. Las

“ollas de fuego” eran los antecesores de las granadas de mano. Eran pequeñas ollas huecas de latón o barro cocido,

con pólvora en su interior y una mecha. Su lanzamiento era enormemente peligroso. Los irlandeses las habían

utilizado muchas veces, lo que no les hacía inmunes a los fallos. Los sargentos Roberto Puer (Robert Power) y

Nicholas Merriman perdieron su mano derecha lanzando estas granadas. Los

atacantes insisten en minar el cubo de la Magdalena, atravesando el foso

protegidos por un techo portátil con chapas de latón. Ocho vecinos salen de la

plaza y se lo arrebatan. Si no puede cruzarse el foso por arriba, se atraviesa por

debajo. El 1 de agosto supieron que el enemigo ya estaba atravesando el foso con

galerías subterráneas. El asunto se estaba poniendo mal, pero que muy mal.

En el exterior el almirante de Castilla buscaba la forma de introducir suministros

y hombres en la fortaleza. Habló con el hondarribiarra Miguel de Ubilla para

saber si aún era posible la ayuda por tierra. Ubilla se atrevió a hacerlo. El día 4

se agruparon en Oyarzun doscientos irlandeses, cincuenta vizcaínos y cincuenta

gallegos. Se les equipó con morrales cargados de balas y cuerdas de mecha. Era

un contingente muy grande y tuvieron que dedicar mucho tiempo a rodear las

posiciones francesas para poder acercarse a la ciudad sitiada. No encontraron

hueco y tuvieron que volver. Volvieron a intentarlo al día siguiente. La cosa

estaba muy difícil y Ubilla decidió que la única posibilidad era entrar por las

zonas pantanosas que rodeaban a la villa por el Sur. Avanzaban por el agua

formando un hueco con las manos para ocultar las mechas encendidas de sus

mosquetes. Y fueron descubiertos. Los franceses comenzaron a disparar. Una

parte siguió avanzando y otra retrocedió. Y finalmente entraron en la plaza unos

ochenta. Moret dice lacónicamente que “entró un capitán irlandés con alguna gente suya”. Quien entraba era

Terencio Galfier (Terence O’Gallagher), alférez del tercio de Tyrconnell, con otros cincuenta gansos salvajes. Todos

los autores que han escrito sobre el sitio responsabilizan a un soldado irlandés quien, por los nervios o por creer que

les atacaban, disparó su mosquete alertando de su presencia a los guardias franceses del puente de Mendelu,

impidiendo con ello el éxito absoluto de la operación. Lo que contrasta con el hecho de que la noche anterior se gritara

desde las trincheras francesas a los defensores: “para mañana se os dispone por tierra alguna gente de socorro, pero

nosotros los degollaremos”, indicando que los atacantes ya estaban informados del intento y estaban en situación de

alerta. Teniendo esto en cuenta, que entraran ochenta y regresaran los demás sanos y salvos a Hernani cuando los

franceses estaban emboscados esperándoles, puede ser considerado como un éxito extraordinario.

Pero lo que importa para nuestro relato es que, a partir del día 6 de agosto de 1638, eran ya doscientos los irlandeses

que defendían la fortaleza desde dentro. Pérez de Egea observaba la situación con preocupación. Sin posibilidad de

socorro por mar y tierra, con las defensas cada vez más destruidas, con las galerías avanzando y cada vez menos

defensores, las posibilidades de defensa de la plaza se estaban acercando a cero. En su opinión, la única posibilidad

era volver a salir de la plaza para retrasar el avance francés. Pero sus oficiales no estaban de acuerdo. Desde Hendaya

se vigilaba continuamente el portillo de la estacada, lo que hacía casi imposible una encamisada sin ser

Posición de marcha con mosquete y

mecha encendida (Gheijn, 1608). Si

además había que ocultar el brillo de la

mecha, la cosa se complicaba

Page 11: 1638. Doscientos gansos salvajes

11

inmediatamente descubiertos. Si se perdían los hombres de la surtida, la fortaleza quedaría desguarnecida para el

ataque final. Pero el maestre de campo tenía muy claro que en una fortaleza asediada los muros defendían a los

defensores, pero los defensores tenían que defender a los muros. Para proteger las defensas había que destruir sus

obras, clavar sus cañones y descubrir el punto exacto donde estaban minando. Egea ordenó el día 8 una salida de

doscientos cincuenta y ocho hombres con martillos, clavos y granadas. Debían salir antes del amanecer para no ser

inmediatamente descubiertos, pero tardaron demasiado en prepararse. Butrón intentó convencer a Egea de que iban a

ser inmediatamente descubiertos y que era mejor posponer la salida para otro día, pero el maestre de campo estaba

muy enfadado y no atendió a razones. Ya era de día y, cuando llegaron a su objetivo, les estaba esperando un

escuadrón de cuatrocientos hombres con apoyo de caballería. Atacaron en tromba, asaltando las trincheras y

degollando a todos los encontraron a su paso. Aun así no iba mal la cosa, hasta que Pérez de Egea recibió un

mosquetazo.

Dirigía la surtida desde el cubo de Leiva agitando su sombrero y, como otras veces, era

blanco de los tiros de mosquete de los atacantes. Pero esta vez acertaron. Verdadera

mala suerte, porque los mosquetes de entonces no eran fusiles como los entendemos

hoy en día. Eran utilizados como armas portátiles de artillería por su gran peso y

potencia, y su nula capacidad para acertar a un objetivo individual. Se disparaba en

dirección a las tropas enemigas sin intentar hacer blanco a un enemigo en concreto. El

hierro de los cañones se dilataba tanto con cada disparo, que si el cañón y la bala tenían

un calibre muy similar al tercer disparo el arma reventaba por la junta del cañón. Para

evitarlo, la bala tenía una sección mucho menor que la del cañón. Pero con esa holgura

el proyectil avanzaba rebotando por el cañón, y salía del arma en dirección aleatoria.

Una de tantas complicaciones de aquella arma caprichosa que la pifiaba ante el

enemigo y reventaba al amigo al más mínimo despiste. Los mosqueteros solían decir

que daba igual dispararla que ponerse delante de ella, hacía falta el mismo coraje y el

riesgo era muy similar. El grito más oído en cualquier refriega fue siempre "¡mierda de

mosquete!".

Pero tanto disparaban a Egea, que al final acertaron. Todos quedaron desconcertados. Los participantes en la

encamisada comenzaron a retroceder, mientras los que desde la muralla tenían que proteger su retirada con mosquetes

y granadas abandonaban sus puestos para auxiliar al gobernador. Llegaron más tropas francesas que les rodearon, y

todo se desorganizó. La "surtida" acabó con más de un centenar de muertos, heridos y prisioneros entre los mejores

soldados de la fortaleza. Quedaron heridos David Barry y Peter FitzGerald. El soldado Thomas Barry consiguió

regresar al portillo con 17 heridas.

Los defensores habían tomado prisionero a un veterano francés que declaró que la mina del cubo de la Magdalena

llevaba cuatro días terminada, y que se estaban terminando otras dos en el baluarte de la Reina, con intención de dar

fuego a todas a la vez. No parece que Condé tuvo el mismo éxito con sus prisioneros. Cada uno contestó según le iba

pareciendo, lo que sacaba de quicio al mando francés. Finalmente preguntó a un soldado irlandés cuántos defensores

había en el interior de la plaza. Respondió el hibernio en tono desafiante que “bien habría en Fuenterrabía tres mil

hombres escogidos". Enrique II de Borbón-Condé, que estaba hasta la coronilla de aquellos testarudos e insolentes

defensores, olvidó que era un príncipe de sangre real y "llamándole desvergonzado mentiroso, le dio de palos con su

propio bastón”.

Al caer la tarde murió Egea rodeado por los mandos de la plaza, a excepción de Eguía. El capitán vizcaíno, con su

carácter endemoniado, seguía enfadado y no fue a visitarle. Pero sobre Eguía iba a recaer otra vez el mando de la

plaza, y esta vez, según Moret, "con mucho beneplácito de todos, porque aún los irlandeses se habían congraciado

con él". Eguía, que pensaba que las operaciones de salida de Egea habían sido muy temerarias para tan pocos

defensores, se concentró en mejorar la protección de las murallas y en la búsqueda de las minas francesas. Ordenó que

se levantaran parapetos con los restos de las casas destrozadas por las bombas.

Disparo del mosquete (Gheijn,

1608). Su peso impedía

dispararlo sin apoyo de la

horquilla

Page 12: 1638. Doscientos gansos salvajes

12

El día 9 la guardia del cubo de la Magdalena oyó golpes bajo sus pies. Los franceses estaban ya bajo ellos dentro de

los muros. Se empezó a picar desde dentro una contramina para encontrar a los zapadores franceses. Los siguientes

días discurrieron de la misma forma. Los franceses disparando y picando la muralla, y los de dentro picando para

encontrarles. Pero tanto fuego de cañonazos y bombas iba haciendo estragos en la capacidad de defensa de la

fortaleza. Los franceses iban viendo cada vez más clara la posibilidad de una rendición. Los de dentro veían tan

desesperada su posición que pensaron que el ejército de socorro podría llegar a la misma conclusión, ¿para qué atacar

a la desesperada si la fortaleza estaba ya perdida?. El día 14 de agosto colocaron una gran bandera roja de seda sobre

el Palacio Real, para indicar a las tropas del Emperador que la villa no se rendía. Los franceses lo tomaron como una

chulería y concentraron los disparos de todas sus baterías sobre la bandera. Y cuanto con más rabia disparaban, más

risas hacían los defensores. Fue una maniobra psicológica arriesgada. Si los cañones franceses hubieran acertado se

habría elevado la moral de los atacantes y hundido la de los defensores. Pero no consiguieron acertar y allí siguió

ondeando aquella bandera roja que subió la moral de los defensores más que ningún discurso. El enfado de los

franceses se hizo patente aquella noche. Comenzaron a llamar a los defensores borrachos, locos, necios y cabezotas.

Los de dentro les llamaban cobardes, topos y ratas, porque sólo se

atrevían a hacer obras subterráneas, y que si tenían lo que había

que tener que atacaran de frente por la brecha abierta, que allí les

esperaban. Cinco largos días convertida en símbolo de resistencia

de la plaza y principal objetivo de los artilleros franceses, hasta que

se cansaron de no acertar. Bendita bandera.

Pero la realidad militar no acompañaba a aquella subida de moral.

A pesar de los esfuerzos, el día 16 todavía no habían dado con las

minas francesas. No había forma de salir con correos ni de entrar

con ayuda. Y se estaba acabando el plomo para las pelotas de los

mosquetes. La noche del 19 la contramina consigue encontrar, por

fin, la mina francesa excavada en el baluarte de la Magdalena. Se

dispara por el hueco a los zapadores franceses. El trabajo es

frenético por los dos lados. Los atacantes intentan tapar el hueco

con piedras y sacos terreros. Los defensores los retiran y siguen

disparando, pero no impiden que los franceses coloquen

rápidamente barriles de pólvora y bombas, y cierren la mina por el exterior, dándole fuego. Se había hecho todo a toda

prisa, el cierre exterior de la mina y la separación entre mina y contramina eran terriblemente débiles. La onda

expansiva salió por ambos lados con una enorme llamarada. Los seis soldados que disparaban a los franceses salen por

los aires hacia el interior de la fortaleza, convertidos en metralla. Por el lado exterior volaron treinta zapadores

franceses.

El mando francés tenía muchas esperanzas en aquella mina, y tenía ya preparado un ataque combinado. Según se

produjo la explosión se dio la señal de asalto a dos escuadrones, mientras lanchas de desembarco avanzaban hacia la

estacada del lado Este. Cuando el humo se disipó, los atacantes contemplaron con sorpresa que el baluarte había

sufrido muy pocos daños. La onda expansiva había perdido su fuerza por ambos laterales. Pero la explosión había

provocado un derrumbe en el ya maltratado baluarte de Leiva y quedaba a la vista una pequeña brecha accesible. A

falta de otra cosa, los atacantes se lanzaron al ataque por ella. Aquel era el puesto que correspondía guardar a los

irlandeses, y al mando de Daniel O'Cahan y David Barry dispararon sus mosquetes y lanzaron granadas cubriendo de

cadáveres el acceso a la brecha. Viendo que no había formar de entrar con vida por aquel hueco, los asaltantes se

retiraron. Las chalupas que pretendían tomar la estacada volvieron a mar abierto. La teoría del asedio era sencilla:

cercar la fortaleza, debilitar sus muros, abrir brecha y entrar por ella. Pero la práctica demostraba que este último paso

era siempre el más difícil. Según un prisionero, Condé hizo una cruz en el suelo con su espada y juró que en

Fuenterrabía nadie quedaría con vida. Había fracasado el primer asalto. Habría más.

A día 21 de agosto los sitiados vivieron un gran momento de alegría y esperanza. Apareció en los altos de Jaizkibel un

numeroso ejército, que si bien pensaron al principio que eran refuerzos enemigos, pronto comprendieron que era el

esperado socorro amigo. Eran tres mil hombres al mando del Marqués de Mortara que, para animar a los sitiados,

Posición de las tres puertas de la villa, según plano

francés del asedio publicado en 1642

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hicieron toda la bulla posible. Desde la ermita de Santa Bárbara desplegaron sus banderas, tocaron sus tambores e

hicieron frecuentes salvas con sus mosquetes. Desde la fortaleza los sitiados respondieron con seis disparos de cañón y

gritos de júbilo, mientras los franceses desplazaban gran cantidad de tropas en aquella dirección.

Al día siguiente entró en la villa don Miguel de Ugalde con correos del Rey y del Almirante. Además de los

consabidos ánimos y promesas, contenían una clave secreta de señales para que las tropas de Mortara y los defensores

pudieran comunicarse. Se trataba de colocar de noche varias antorchas encendidas en lugar visible y combinar sus

posiciones para formar las letras del alfabeto. El asunto era muy complicado y a dos mil pasos no se distinguía la

posición de las luces. Pero era tan grande la necesidad de informar de lo que les acontecía, que los del interior de la

fortaleza insistieron varias noches en informar de los progresos del enemigo y de los sucesos que ocurrían. Nunca

tuvieron respuesta porque desde la ermita de Santa Bárbara se veían las luces, pero no sus movimientos y distancias,

con lo que no entendían nada. Pero tuvo su efecto en el ejército francés, cuyo estado mayor formaba dos filas, una

mirando a la plaza y otra a los altos de Jaizkibel, empeñados en descifrar aquella enigmática clave, “por la natural

facilidad de los hombres á creer que todo aquello que ellos no entienden no puede menos de ser cosa grande”. Pero

no había nada que entender. Sólo las risas calladas de los sitiados al ver a los franceses corriendo de un sitio a otro en

busca de un mejor lugar de observación. Pocas veces la guerra da tan buenos ratos, así que siguieron con el asunto por

diversión hasta que al final se cansaron y lo dejaron.

Porque el mantenimiento de la moral de los sitiados era una de las misiones más importantes de los mandos

defensores, como era misión importante de los atacantes el destrozarla. De hecho las bombas tenían el objetivo

fundamental de impedir las actividades cotidianas de los sitiados. Se disparaban cuando los defensores comían,

dormían o se congregaban para funciones religiosas. Se buscaba romper su sensación de seguridad, generando una

alarma constante, disparándolas de dos en dos a zonas distintas, pero cercanas, de forma que si huías de una te

acercabas a la otra. Una sensación constante de amenaza, junto a la creencia de que no podían esperar ayuda y que las

minas explotarían en cualquier momento, hacían más fácil admitir como deseables las propuestas de capitulación del

enemigo. El atacante se presentaba siempre con amenaza en una mano y clemencia en la otra. Amenazaba con

matanzas, incendios y pillaje, mientras ofrecía respetar la vida y los bienes, libre salida de la guarnición, y honor,

porque ya habían aguantado más de lo que un ser humano puede aguantar. La diferencia estaba en negociar las

condiciones de rendición. Ganar una ciudad por rendición siempre ha sido más barato en dinero y vidas humanas que

ganarla por asalto.

O’Cahan, que sabía muy bien cómo sacar de quicio a los mandos franceses, trataba de contrarrestar aquella guerra

psicológica de los franceses. Era un capitán de los tercios de Flandes y era irlandés. Dos razones de peso para no temer

nada de aquellos remilgados oficiales franceses que se empolvaban la nariz antes del combate. ¿Morir? Había jugado

y ganado tantas veces a la muerte, que era de justicia que algún día le cayeran mejores cartas a la vieja señora de la

guadaña. Reírse del enemigo cuando tienes todas las de perder puede parecer ilógico de entrada, pero quita

dramatismo a la situación y ayuda a tambalear la seguridad del rival.

Hacia las 11 de la mañana del día 24 el jefe de las trincheras francesas, el marqués de Gebres, pidió un alto el fuego

para parlamentar. A través de un fraile capuchino les aseguró que estaban rodeados de minas listas para explotar, que

ya no podían esperar ayuda de nadie, y que el príncipe de Condé protegería la villa si se rendían. Le contestaron que

no tenían la más mínima intención de rendirse. Por la noche volvió a insistir y les preguntó “¿qué era lo que

pretendían hacer?”. Le contestaron que “defenderse ó morir”. Gebres les dijo que ya no había razón para continuar la

defensa y que iban a morir para nada. Dice Palafox que Daniel O’Cahan le respondió desde la muralla: “que para

morir con honra”. No era don Daniel hombre dado a cursilerías, así que ya nos gustaría saber con qué improperios

adornó su respuesta.

Los siguientes días fueron una carrera contra el tiempo. A los esfuerzos de los franceses por minar los muros se oponía

el trabajo de los artilleros y el contraminado de los defensores. Las galerías contraminas tenían dos misiones

fundamentales: impedir o retrasar el trabajo de los zapadores, y, en caso de que la mina llegara a explotar, la

contramina actuaba de aliviadero de la onda expansiva reduciendo su impacto sobre la muralla. El 26 los sitiadores

intentan cavar una nueva mina contra el cubo de la Magdalena. La artillería de la plaza la destruye. El 27 intentan otra

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a poca distancia. Las baterías no consiguen acertar, hay que contraminarla desde el interior. El 28 se lanza contra los

zapadores todo lo que había: artillería, granadas, piedras y agua caliente. Los zapadores siguen trabajando. La

situación era angustiosa.

Pero allí estaba O’Cahan con sus bravatas para animar el patio. La noche del 29 se acercó al borde de la muralla y

preguntó a la guardia francesa “si traían los calzones largos como solían”, “le dixeron que sí” y que por qué lo

preguntaba. Les recomendó “que buscasen tixeras para cortarlos” para no tropezar cuando tuvieran que escapar a la

carrera. También dedicaba sus baladronadas a los defensores de la plaza para elevar el ánimo. Palafox decía de él que

era “soldado de mucho valor, aunque de mucho donayre”. Recorría la villa afirmando a voz en grito “que había de

defender él solo un asalto por la fe, otro por el rey, otro por la villa, otro por la metresa, y otros tres o cuatro por los

amigos”. Quienes han escrito sobre el sitio de 1638 han querido suavizar lo de la “metresa” afirmando que se refería a

su amante e incluso a su esposa. Pero los tercios iban acompañados de cirujanos que sanaban sus heridas, de clérigos

que cuidaban de su alma y de meretrices que cubrían otras necesidades más terrenales. Hasta tal punto se consideraba

la importancia de estas últimas, que un siglo antes el propio duque de Alba había establecido ya la presencia de una

“femme publique” por cada diez soldados, para evitar

problemas con la población civil. Estaban tan organizadas

que incluso formaban en compañías. Los capellanes de los

tercios aceptaban el hecho y sólo exigían que “debían

ejercer su oficio disfrazadas de lavanderas” y que

abandonaran el campamento o las camaradas al caer la

noche.

En este ambiente asfixiante Condé ordena un alto el fuego

entre las nueve y diez de la mañana del día 30, enviando un

tambor con un escrito instando a la rendición. El texto es

una oferta afectuosa en la que amenaza con “muchas minas

que están aparejadas para volar, cuyo efecto le dará la

entrada en la plaza”, y, para que resulte más creíble, les

ofrece elegir una comisión a la que llevará a visitar el estado

de las minas. La visita incluirá contemplar las fuerzas

francesas y lo avanzado de sus trincheras. Afirma que no pueden esperar ningún tipo de ayuda y que ya “han hecho

todo lo que gente de bien y fieles vasallos deben hacer”. Les ofrece que elijan ellos mismos las condiciones de la

capitulación, y que, si no aceptan, “su Alteza les declara no esperen alcanzar ninguna gracia de él, sino todo el rigor

de la guerra”. La respuesta firmada por Eguía afirma que nones, “que V. Alteza vuele las minas quando mandare y

disponga en ellas y en lo demás como le pareciere, que aquí estamos resueltos a resistir. Guarde Dios a V. Alteza

felices años”.

El 1 de septiembre a las ocho de la mañana un centinela del baluarte de la Reina gritó "¡mina, mina!" al ver un reguero

de pólvora que ardía rápidamente hacia el baluarte. En un estallido tremendo cayó buena parte del baluarte dejando

una brecha exterior "que bien cogería quince hombres por frente" que en su interior se estrechaba al llegar a la

contramina, que había hecho su cometido a la perfección. Al asalto general de los franceses respondieron los

defensores con mosquetazos. La pelea se generalizó en aquel paso tan estrecho que ninguna pelota de mosquete daba

en vacío. Palafox afirma que "el capitán Don Daniel y los Irlandeses pelearon dentro de la contramina entre una

espesa humareda de pólvora con intolerable olor y notorio peligro". M. Perrault escribiría posteriormente al

arzobispo de Burdeos afirmando que las condiciones eran muy peligrosas para los defensores y durante las primeras

dos horas el baluarte fue defendido únicamente por los irlandeses "que eran obligados a bastonazos y espadazos,

hacían su descarga y se retiraban". Una información que nos deja con alguna desazón. Pero, al fin y al cabo, eran los

tiempos que eran, los irlandeses eran extranjeros y además el comentario proviene del bando que perdió en aquel

asedio. En fin, dejémoslo. Seis horas duró el asalto, sin que los franceses lograran superar la línea de defensa. Segunda

mina y segundo asalto. Abrir brecha y entrar por ella. La última fase, entrar al asalto, seguía siendo la más difícil.

Posición de las baterías (N) y morteros (M) que disparaban sobre

la plaza, según plano francés del asedio (1642)

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En el exterior de la plaza el resto de los tercios irlandeses, en ausencia de Tyrone y Tyrconnell, había quedado al

mando directo del sargento mayor Gerat Barry formando parte de las fuerzas de socorro. Gerat, primo de David Barry,

se había retirado en 1637 pero se había reincorporado respondiendo a la llamada del Rey para que se dirigieran a

Fuenterrabía todos los veteranos. Los tercios irlandeses, junto con la Coronelía del conde-duque de Olivares, eran las

únicas grandes unidades veteranas del ejército de socorro. Estaban al mando del marqués de Mortara, y habían tomado

y fortificado la posición estratégica de la ermita de Santa Bárbara en el monte Jaizkibel. En opinión de los mandos a

ellos debía corresponder "intentar el socorro, pues los bisoños y milicias más servirían de confusión á los nuestros,

que de daño o terror al enemigo". Y no les faltaba razón, porque pronto se demostraría que no había mucho que

esperar de aquellas tropas reclutadas por la fuerza a última hora. El ataque estaba previsto para el 3 de septiembre,

pero la noche anterior estalló una fuerte tempestad y al amanecer 7.000 hombres habían abandonado sus puestos en el

Jaizkibel. Sólo conservaron sus posiciones la Coronelía de Olivares "y los irlandeses, sin mover apenas los pies de

donde los halló la tempestad, ni desarrimarse de sus picas", junto a soldados veteranos de otras unidades. El propio

marqués de Torrecusa afirmó que había que agradecer a la tempestad que desbaratara el ataque "por el riesgo que

hubiera corrido con gente tan bisoña y mal disciplinada".

La desmoralización cundió en las fuerzas de socorro. No tenían con qué ayudar a la población sitiada y decidieron

poner en conocimiento de los defensores cual era la situación. Volvían a estar solos y debían pensar en salvar sus

vidas. Se les escribió un mensaje que decía "que en resolver ó rehusar la rendición sólo atendiesen á sus fuerzas, y no

contasen sino con las que tenían dentro de los muros". Se eligió a dos irlandeses y se les dio duplicada esta carta para

que cada uno intentara llegar a la plaza por caminos distintos. Pero no hubo forma de atravesar las líneas francesas. Y

menos mal, porque el mismo día 3, Condé, que ya veía ganada la fortaleza, hacía llegar a la plaza otro escrito en el que

les comunicaba que ya todo estaba preparado para "entrar cuando él quisiere" y daba una vuelta de tuerca más a las

amenazas apelando a "los desórdenes que se seguirán en la toma de la villa por asalto, donde la honra de las mujeres

y la vida de los inocentes están expuestas al furor de los soldados". Les daba la última oportunidad. Cundieron las

dudas entre muchos de los defensores, pero el alcalde Butrón cortó de raíz los murmullos amenazando con coser a

puñaladas al primero que hablara de rendición. Respondieron que "su Alteza puede dar los asaltos que fuera servido,

que aquí estamos resueltos á aguardarlos". Butrón lo habría tenido mucho más difícil si alguno de los irlandeses

hubiera conseguido llegar a la plaza con el escrito. En el Archivo Histórico de Hondarribia hay una traducción del

escrito del príncipe francés. Al pie dice: "tradujo de lengua francesa a la española los escritos don Pedro Jeraldin

ayudante de yrlandeses”. Peter FitzGerald hacía valer su conocimiento de idiomas convertido en traductor de la villa.

Con esta respuesta ya quedaba todo visto para sentencia. Pasaron toda la noche en sus puestos. A las cinco de la

madrugada del día 4 los franceses dieron fuego a las dos minas que tenían terminadas en el baluarte de la Reina. Cayó

al suelo una parte importante de la muralla, quedando una brecha por la que podría entrarse incluso a caballo. A la

tercera explosión de minas correspondía de inmediato un tercer asalto. Los franceses asaltaron la gran brecha creada.

Los defensores se defendían con todo lo que había a mano. A mosquetazos, a picazos y a pedradas. Dice Palafox que

peleó en la brecha "el capitán Don Terencio con un trozo de irlandeses, que asistió con grande resolución". Más le

chocaría a Terence O’Gallagher contemplar junto a él al capellán Mendiguren y al clérigo Asturiaga que, pica y

mosquete en mano, le daban duro a los atacantes, que no hay buen cuidado –dicen- que no empiece con uno mismo.

"Enfervorizándose la refriega llegaron dos capitanes irlandeses con un pelotón de los suyos". Cinco asaltos, cuatro

horas de combate cuerpo a cuerpo al descubierto de las baterías enemigas, peleando entre un estruendo de explosiones

y en medio de una nube de humo. Sin tiempo para recuperar el aliento, porque cada vez que los franceses se retiraban

llovía sobre el baluarte el fuego de los cañones de Santa Engracia. Los franceses se retiraron de forma definitiva, pero

no por ello llegó el descanso. Había que prepararse para el siguiente asalto. Por la noche y todo el siguiente día

prosiguieron sus obras los zapadores franceses construyendo zanjas por las que pudieran avanzar a cubierto los

siguientes asaltantes. Los defensores trataban de impedírselo con bombas, granadas y piedras, mientras algo más atrás

del baluarte "se comenzó á hacer una trinchera, á que dieron principio los irlandeses" por si los franceses conseguían

traspasar las primeras líneas de defensa.

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A las seis de la mañana del día 6 volvieron las tropas francesas al asalto. Volvió el humo y el ruido de las explosiones,

el chocar de picas y espadas, y el crujido de las culatas de los mosquetes utilizadas como mazas. "Con mucho valor el

capitán Don Terencio, del tercio de los irlandeses, que habiéndosele quebrado la pica, con el pedazo que le quedó

peleó grande rato" cubierto por un manto de sangre que brotaba de dos tajos de espada en su cabeza. La pelea era ya

tan abierta que varios vecinos salieron de la plaza atacando directamente a los franceses en sus propias trincheras y el

alcalde Butrón tuvo que salir a buscarles, mientras un grupo de unos treinta chavales de la villa, de no más de quince

años, hizo estragos disparando con arcabuces. Se trajo un barril grande, se le metió dentro un barril más pequeño de

pólvora y gran cantidad de piedras, y se arrojó brecha abajo. Al explotar se llevó por delante a treinta atacantes, y su

fuego incendió los doce apóstoles que llevaba al pecho un grupo de cuarenta mosqueteros franceses, abrasándoles.

"¡Merde mousquet!".

Las tropas de socorro lo veían todo desde Jaizkibel. El marqués de Mortara que contemplaba desde la ermita de Santa

Bárbara las estrecheces que pasaba la plaza, no pudo contenerse y atacó con irlandeses y guzmanes. Su movimiento

distrajo al alto mando francés haciéndole

temer un ataque en firme por la

retaguardia, y contribuyó a la retirada de

las tropas de asalto enemigas a sus

cuarteles. La plaza había aguantado el

cuarto asalto. Sin suministros, sin

munición y con muy pocos defensores, es

difícil que aguanten más asaltos. Se hace

un Consejo de Guerra en los cuarteles

franceses. Debe tomarse la plaza cuanto

antes porque las tropas de socorro de

Felipe IV están peligrosamente cerca.

Deciden dar el asalto definitivo el día 8. Terminarán la mina que tienen casi preparada, la volarán, y atacarán

simultáneamente a los baluartes de Leiva, de la Reina, de San Felipe, y a la estacada por mar.

La situación era ya trágica. De mil defensores quedaban sólo trescientos, heridos, agotados y malnutridos. De

novecientos barriles de pólvora quedaban cuarenta y cinco, y Eguía sabía que gastaban treinta barriles para defender

cada asalto. Si les atacaban por varios puntos a la vez ya no habría suficiente para un día más. Ya casi no quedaban

balas, porque después de acabar con todo el hierro y plomo de la villa las habían fabricado fundiendo el peltre de las

cazuelas y platos de las casas. Se había llegado al mediodía de aquel día 7 de septiembre de 1638 y ya no cabía esperar

que llegara ninguna ayuda. El gobernador y el alcalde se despidieron con un último abrazo, encaminándose Eguía al

baluarte de la Reina y Butrón a la estacada. No iban a poner fácil el final.

Pero a la una de la tarde un rugido de júbilo les sacó de sus negros pensamientos. Los defensores habían oído un

alboroto lejano de explosiones, tambores y gritos. Torrecusa y Mortara avanzaban. El ejército de socorro atacaba

desde Jaizkibel.

Eguía ordenó a todos permanecer en sus puestos defendiendo la fortaleza, mientras los atacantes franceses regresaban

a sus cuarteles convertidos súbitamente en defensores. Desde los destrozados muros de la plaza observaron la batalla,

peleando su propia batalla interior. El cerebro ordenaba mantener sus puestos, pero el cuerpo les pedía salir y atacar a

la retaguardia francesa. Durante horas la batería enemiga del alto de Santa Engracia continuó disparando

ininterrumpidamente sobre la villa, como si lo que pasara en el campo no tuviera que ver con ellos. Habían sido la

gran tortura durante todo el asedio y estaban dispuestos a seguir siéndolo hasta el último momento. Los defensores de

la plaza ya no pudieron más, y haciendo oídos sordos a las órdenes del gobernador improvisaron una columna de

ciento cincuenta hombres que ascendió a la batería desalojando a los artilleros. De vuelta barrieron las trincheras

francesas y se acercaron a la mina del baluarte de Leiva, encontrando dentro a los zapadores que seguían picando el

muro sin tener conocimiento de lo que sucedía en el exterior. No volvieron a picar.

Asalto al baluarte de la Reina (Redondo, 2003)

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Las tropas imperiales se hicieron con la villa, haciéndose célebre aquella frase que el Almirante de Castilla escribió a

su esposa, y que la leyenda ha atribuido al gobernador Eguía: "Amiga, como no sabes de guerra, te diré que el campo

enemigo se dividió en cuatro partes: una huyó, otra matamos, otra prendimos, y la otra se ahogó. Quédate con Dios,

que yo me voy a cenar a Fuenterrabía". Y entrando a las cinco y media de la tarde a caballo por la brecha, entre el

júbilo de los defensores, daba carpetazo a los sesenta y nueve días del gran asedio de Fuenterrabía de 1638.

Dice Matías de Novoa que al llegar el Almirante y el marqués de los Vélez a la parte alta de la muralla "vieron una de

aquellas matronas de guardia con un mosquete y horquilla, y viendo que se admiraban de verla, con semblante

denodado dijo: "¿qué se extrañan vuestras excelencias? el día que menos he trabajado ha sido hoy que no he tirado

más de dos mosquetazos"; y luego disparó con tanta agilidad y presteza como lo pudiera hacer un soldado viejo de

Flandes". El ayudante de cámara de Felipe IV, impresionado por el comportamiento de las mujeres hondarribiarras

durante el asedio, afirmaba en su manuscrito que "aseguraban muchos de la plaza que se hubieran perdido si no

hubieran tenido la ayuda de las mujeres, que habían andado como amazonas haciendo trincheras, cargando los

mosquetes al tiempo de los asaltos, y otras llevando la pólvora y balas en las faldas para que los hombres tirasen con

más presteza, y últimamente estuvieron resueltas a vestirse todas de hombres pues no les faltaba el ánimo y el

esfuerzo para salir a rebatir el asalto general que se esperaba del arzobispo de Burdeos".

Pero la guerra es la guerra, y los soldados vivían del botín. De la plaza sitiada “salieron muchos a recoger despojos, y

fueron muy considerables los que se hallaron”. Y según Novoa, "los irlandeses, para mejor gozar del pillaje, diestros

en este arte de despojar, tomaban los ahogados y los metían más adentro para que los cubriese la mar y en sazón más

desembarazada poderlos desnudar en bajamar". La Gaceta del Gran Asedio afirmaba: "Es así como un rico botín ha

caído en manos de los soldados del ejército de socorro. Ha visto este gacetero irlandeses vestidos con capas de

duques y ahítos de oro y joyas”. Tras las batallas brotaban por todas partes los mercaderes a hacer su agosto

comprando el producto del pillaje a bajo precio. Los soldados no necesitaban joyas ni sedas. Necesitaban dinero

contante y sonante para seguir viviendo.

El soldado navarro Alonso Martínez de Aguilera, testigo presencial aquel día, afirma que en los campamentos

franceses “hallaronse mesas puestas, comida en los asadores, gallinas, pavos, espaldas de carnero, quartos de baca y

otras muchas cosas”, de las que la tropa dio buena cuenta. Es de especial interés su observación de que

“particularmente fue excelente día para los irlandeses que después de aver dado canilla a las pipas que abia de

buenos binos diferentes, no sintieron hambre, sed, ni cansancio hasta la mañana”, porque confirma nuestra hipótesis

inicial de que si no bebían vino en Irlanda no era por virtuosa abstinencia, sino porque en la isla no había vino.

Se envió a los soldados irlandeses de forma inmediata a Irún para hacerles formar en el palacio Arbelaiz, residencia

del Almirante de Castilla. Rodeados de gran número de oficiales, se les amenazó con graves represalias si cambiaban

de fila para inflar el resultado. Eran 840 del tercio de Tyrone y 571 del de Tyrconnell. Entre oficiales y tropa eran un

total de 1.411. Lo que significa que, a pesar de las precauciones, se la habían vuelto a colar a los contadores del

Almirante. Con todos los que habían caído, ahora eran dieciocho más de los que habían llegado de La Coruña. Los

datos de esta revista tan inflada no permiten tener una referencia numérica de lo sucedido a los irlandeses que

defendieron la villa desde el interior. Al menos no por el momento.

Había que decidir qué hacer con ellos. El marqués de los Vélez, virrey de Navarra, veía venir el peligro y escribió al

Almirante el 13 de octubre afirmando que Navarra era muy pobre, y no podía acuartelar ni mantener a los irlandeses.

Pero el Almirante decidió el día 16 que la rapacidad de los irlandeses excedía todas las expectativas, y que el virrey de

los Vélez era la persona ideal para mantenerlos a raya. 150 hombres del tercio de Tyrone y 100 del de Tyrconnell

fueron enviados como guarnición a San Sebastián, y el resto fue enviado a Navarra el 22 de noviembre. El virrey

volvió a pasarles revista al entrar en Navarra. No consta cuantos eran, pero sí que el de los Vélez escribió al Almirante

quejándose de que eran más de los que le habían comunicado que le enviaban. Los irlandeses se habían vuelto a

multiplicar entre Irún y Endarlaza.

Su estancia en Navarra fue muy dura, para ellos y para los navarros. Un oficial del ejército español decía que eran

"muy buenos y valerosos soldados y oficiales", pero "donde llegan no hay langosta como ellos". Porque los problemas

entre los irlandeses y la población navarra surgieron rápidamente. El virrey de Navarra sabía que los irlandeses

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abusaban de los civiles, pero también sabía que, salvo el pequeño adelanto cobrado en La Coruña, no habían cobrado

los atrasos que se les debían. No se les alojaba, no se les alimentaba, y todo lo tenían que comprar a precios

desorbitados, con lo que el botín obtenido en Fuenterrabía se esfumaba. A ello se sumaba una preocupación constante

porque el tercio estaba muy cerca de la frontera, y conocían los intentos franceses por conseguir que se pasaran a su

ejército. De hecho el cardenal Richelieu, a pesar del grave varapalo sufrido, había seguido insistiendo y el 8 de

noviembre de 1638 escribía al arzobispo de Burdeos ordenándole que "haga lo posible por arrebatar a los irlandeses

a España y unirlos al ejército del rey".

En febrero de 1639 – cinco meses después de terminado el sitio- se ordenó la distribución de ropa y pan a los

irlandeses, y se analizó sus quejas. La realidad es que estaban acuartelados en edificios abandonados, sin alimentos,

sin camas y sin leña. Oído el informe, Felipe IV ordenó a las autoridades navarras que cumplieran con su obligación

de alojarles. El Rey y el Consejo de Guerra querían tenerlos contentos "porque eran los únicos veteranos del ejército

del norte de España". Otra cosa eran las pagas. Tyrone expuso que la infantería española presente en el sitio de

Fuenterrabía, dentro y fuera de la fortaleza, había cobrado dos pagas en recompensa a su servicio. Los irlandeses no

habían cobrado nada. Se dio orden inmediata de pagar aquellas dos pagas.

En la primavera de 1639 comenzó a circular un rumor que más que un murmullo era un grito. Se afirmaba que los

agentes de información del Imperio habían detectado a un desconocido capitán irlandés que intrigaba para que las

guarniciones irlandesas de Guipúzcoa vendieran la plaza de Fuenterrabía a los franceses. El rumor llegó hasta

Olivares, que reunió al Consejo de Guerra para que debatiera el asunto. El dictamen consideró que las acusaciones

eran insuficientes, que este tipo de rumores solían ser muy corrientes en el ejército, y que los celos que sentían muchos

oficiales españoles por los triunfos de los hibernios podían estar en la base de este rumor. Pero, por si acaso, se

tomaron una serie de decisiones inmediatas. Se trasladó a los 568 hombres del tercio de Tyrconnell a Cataluña y se

enviaron doscientos soldados españoles a la guarnición de San Sebastián acuartelando a los irlandeses fuera de los

muros.

Pero un año después seguían sin acabar

de cobrar aquellas pagas. Los

irlandeses que habían combatido desde

el exterior, en el ejército de socorro a la

plaza, habían cobrado un tercio de los

atrasos. Pero los que habían defendido

la plaza desde el interior no habían

cobrado nada. Y gracias a un memorial

de Constantine O’Neill, sargento mayor

del tercio de Tyrone, sabemos que

habían salido con vida del interior de la plaza ochenta y cinco. Según los pagadores, los que habían servido en el

interior de la fortaleza “habían recibido pan, comida y vino pagados por el ejército”, y no les pagaban porque no

aceptaban que se les descontaran estos gastos. Hoy puede parecernos insólito que a unos soldados que se arriesgan por

entrar en una fortaleza y defenderla, perdiendo muchos de ellos la vida, se les descuente del sueldo la comida. Pero

esto era muy normal entonces, más aún tratándose de soldados extranjeros. Sin embargo, los irlandeses tenían toda la

razón al negarse. No habían sido alimentados con productos pagados por el ejército, porque al principio del sitio los

almacenes militares estaban prácticamente vacíos. Fueron los hondarribiarras los que pusieron en común todo lo que

tenían guardado. Y así Moret afirma que “hízose público apeo de cuanto trigo y bastimentos había privadamente en

las casas y se partió también para la tropa sin contradicción de sus naturales”. Fueron los naturales de la villa –y no

el ejército- los que pusieron todo lo que tenían a disposición de todos.

Pero el escrito de O’Neill nos da respuesta a la pregunta de cuántos irlandeses perdieron la vida defendiendo la

fortaleza en el sitio de 1638. Con independencia de revistas más o menos infladas, ahora sabemos que entraron 200 y

quedaron vivos 85, luego perdieron la vida defendiendo la fortaleza aproximadamente unos 115 irlandeses. Decimos

“aproximadamente”, porque aunque todos los autores, siguiendo a Palafox, afirman que entraron en el primer

contingente irlandés 150 soldados, a nosotros no nos salen así las cuentas. En una reciente tesis doctoral basada en

La bandera ondeando mientras caían los muros

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documentación del Archivo General de Simancas, Eduardo Mesa afirma que de San Sebastián salieron doscientos

irlandeses y tuvieron que volver cuarenta por el hundimiento de sus embarcaciones. Lo que indicaría que entraron en

la villa 160 y, por lo tanto, serían 125 los que habrían caído en su defensa. En todo caso sólo sobrevivieron al asedio

un 40% de los irlandeses. En una proporción igual a la de todos los defensores en su conjunto, pues de los mil

defensores que llegó a haber sólo quedaban con vida cuatrocientos el 7 de septiembre de 1638. Si los soldados más

preparados y experimentados cayeron en igual proporción que los paisanos y militares con menos experiencia, la

respuesta puede estar en que ocuparon casi siempre las posiciones de mayor peligro.

El 25 de mayo Tyrone envió a Olivares las cartas que había recibido de sus oficiales en Navarra quejándose de que el

trato que les dispensaban las autoridades y los oficiales navarros estaba empujando al motín o a la deserción a sus

hombres. En una de ellas, el capitán Daniel O’Cahan se quejaba de que cualquier petición a las autoridades locales

recibía respuestas despectivas como “vayan a la puerta de la iglesia y recen por sus almas”, una forma barroca de

mandarles a hacer gárgaras. El capellán mayor del tercio afirmaba que el obispo de Pamplona obligaba a los

capellanes irlandeses a aprobar un examen de conocimientos eclesiásticos en castellano para poder ejercer su

ministerio. Y, mientras tanto, exigía que los sacramentos fueran administrados por curas navarros ayudados por

intérpretes, porque la mayoría de los soldados sólo hablaban gaélico. En la mayoría de los casos estos “intérpretes”

eran los propios oficiales del tercio, de forma que si un soldado quería confesarse, tenía que contar sus pecados al

capitán de su compañía para que éste los trasladara al clérigo navarro. La penitencia seguía el mismo proceso,

invirtiendo el orden. Se estaban tocando temas muy delicados para los irlandeses: el respeto, el prestigio, la paga y la

religión.

Finalmente los 838 hombres del tercio de Tyrone recibieron la orden de partir hacia Aragón para, con las unidades allí

concentradas, partir hacia el frente de Cataluña. Shean O'Neill de Tyrone (Juan Onil de Tirón) murió de un

mosquetazo en el pecho en 1641 en la batalla de Montjuich. Daniel O'Cahan era teniente de maestre de campo y

segundo al mando del tercio de su primo. El tercero al mando era David Barry, ya sargento mayor. Mandaban un

escuadrón de mil mosqueteros irlandeses y españoles, lo que indica el prestigio militar que ya tenían. En caso

contrario, los oficiales españoles nunca hubieran admitido estar bajo el mando de unos extranjeros. Tyrone fue

alcanzado por un mosquetazo, y O'Cahan recibió orden del Rey para escoltar su cadáver a Madrid, donde recibió

honores de jefe de estado. David Barry murió aquel mismo año en la misma campaña. Tampoco Tyrconnell sobrevivió

a Cataluña: Hugh O'Donnell (Hugo Donel) murió en un combate naval frente a Barcelona en septiembre de 1642. Un

barco francés incendiado comunicó el fuego a la galera en la que se encontraba. Tuvo que lanzarse al agua sin poder

quitarse el coselete, y con aquel enorme peso murió ahogado.

A la victoria de Fuenterrabía se le dio un profundo sentido patriótico. Era producto del heroísmo de los defensores de

la plaza que soportaron en condiciones infrahumanas sesenta y nueve días de asedio, dieciséis mil cañonazos y

cuatrocientas sesenta y tres bombas. Y en última instancia el resultado final de un ataque de socorro, con fuerzas muy

inferiores, que demostró la superioridad de las armas españolas frente a las francesas. En aquel relato no había lugar

para la aplastante derrota sufrida por la flota de Lope de Hoces en Guetaria a manos de la escuadra francesa, ni para la

humillación de haber tenido que utilizar en casi todas partes a dos tercios extranjeros ajenos al Imperio. El desastre de

Guetaria se resolvió haciendo responsable de todo al almirante Lope de Hoces, que fue procesado. Mientras la

participación de los irlandeses en la defensa interior de Fuenterrabía y en el ataque del ejército de socorro que la liberó

tendió a ser silenciada entre los autores de la época, y consiguientemente en muchos autores posteriores. Como

consecuencia de esto, la actuación de las tropas irlandesas en Fuenterrabía mereció el reconocimiento del alto mando,

los celos de la milicia española y la indiferencia general del pueblo, que poco se enteró del asunto.

Y, como escasean los relatos sobre la importancia de la participación irlandesa, reproducimos una pasaje de la carta

enviada al Rey por el propio almirante Lope de Hoces, fechada el 14 de septiembre de 1638 en Tolosa: “Traje los dos

tercios de irlandeses con que, a los ocho días de haber entrado el enemigo en esta provincia de Guipúzcoa, la socorrí,

y llegó este socorro á tiempo, que estaba su gente tan atemorizada como es notorio y esperando todos su pérdida.

Con la venida de aquella gente se alentaron, y con la que metieron de ella en Fuenterrabía se ha conservado la plaza

y defendido hasta que, juntando V. M. mayor fuerza, la pudo socorrer”. En opinión de don Lope la entrada de los

irlandeses fue absolutamente determinante para el éxito de la defensa de la villa sitiada.

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También el embajador inglés en Madrid, Sir Arthur Hopton, reconocía su servicio en carta al Lord Diputado de

Irlanda: “Los irlandeses han conseguido aquí mucha reputación en el servicio de Fuenterrabía, y con mucha razón,

porque han servido bien. Percibo que los españoles sentirían mucho no tenerlos en sus ejércitos”. El Lord Diputado

contestaba, el 20 de enero de 1639, que “en cuanto a los dos mandos irlandeses y sus unidades, me place mucho su

destino porque les mantiene lejos de aquí”.

Pero como los premios y recompensas son también una forma indirecta de valorar el mérito de un servicio, echemos

un vistazo a los recibidos por el contingente irlandés. El Consejo de la Guerra creó una “Junta del despacho de los

soldados que se hallaron en la ocasión de Fuenterrabía” que, a partir de 1639, se convirtió en un órgano consultivo

que estudiaba y recomendaba al Rey los premios a los militares que participaron en ella. La recompensa más especial

se reservó para Daniel O’Cahan. Se le nombró capitán de una compañía española de caballos-corazas, una caballería

pesada acorazada con un equipamiento tan costoso que sólo la élite social podía formar en sus filas. Con este

nombramiento Felipe IV ponía a miembros de la nobleza castellana bajo el mando directo de un exiliado irlandés.

David Barry y Oliver FitzGerald fueron nombrados caballeros de la orden de Santiago, y Terence O’Gallagher capitán

de una compañía del tercio de Tyrconnell. Los heridos recibieron ayudas. Power y Merriman, que habían perdido una

mano lanzando granadas, fueron recompensados con 400 reales. Merriman se hizo fabricar una mano de hierro y

siguió sirviendo como sargento en la guarnición de San Sebastián. Hay constancia de que recibieron ayudas las

familias de los fallecidos William Anglin, James Cotter, Patrick FitzGerald, Gerald Hope, Robert O’Phelan, Dermot

MacCarhy y Thomas O’Reilly.

En el diario del cerco apareció una “lista de todos los que se hallaron en Fuenterrabía” que incluía autoridades,

oficiales, clérigos, escribanos, cirujanos, soldados, vecinos y moradores. Manuel Silvestre de Arlegui la añadió al libro

de Moret en 1763, pero en ella no aparece ningún irlandés. En su homenaje, aquí va la lista de otros nombres que

hemos podido encontrar: Daniel O’Kelly, Bernard MacDermot, Arthur O’Brien, Anthony O’Grogan, Eustace O’Neill,

Phelim MacCarthy, Denis MacRory, Guilduff O’Driscoll, William O’Horan, Terence O’Muloghlyn, Edmund Power,

Richard Butler, Eugene O’Sullivan, James FitzGerald, Philip Deady, Bernard MacSweeney, William FitzGerald y

William Furlong

Mientras tanto la situación en Irlanda se iba calentando y había

desembocado en 1641 en un conjunto de pequeñas rebeliones

desorganizadas. Aquello no tendría éxito si no se le ponía un mínimo de

orden. En abril de 1642 se desplazó a Bruselas una diputación del norte de

Irlanda para ofrecer el mando de las fuerzas del Ulster a Owen Roe O’Neill

(Don Eugenio Onil), el maestre de campo más veterano al mando de un

tercio irlandés y uno de los pocos supervivientes de la fuga de los condes de

1607. Con dinero del papa Urbano VIII compró la fragata Saint Francis, en

la que embarcó con 300 hombres escogidos. Entre ellos sus hermanos

Henry, Brian y Con, algunos viejos conocidos como Daniel O’Cahan, y

otros veteranos supervivientes de la defensa y socorro de Fuenterrabía en

1638 como –que sepamos- Eugene MacCarthy, Roderick O’Neill, Mathew

Kennedy, Maurice MacSweeney, Denis O’Donovan, o David, Gerald y

Patrick FitzGerald. Y lo sabemos porque todos ellos recibieron licencia real

para abandonar el ejército y volver a Irlanda, y en el documento se cita su

participación en la defensa de la fortaleza. Felipe IV les concedió una ayuda

de costa para comprar armas y municiones que les permitiera “llegar a

Irlanda convenientemente vestidos y armados”. El Rey no podía dar una licencia conjunta porque sería una

declaración de guerra contra Inglaterra, así que fue concediendo licencias y ayudas individuales, mientras hacía llegar

a los rebeldes 20.000 escudos, con los que pudieron comprar unos 10.000 mosquetes con todo su equipamiento.

Retrato holandés de Owen Roe O’Neill

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En mayo uno de los numerosos espías ingleses que les acompañaban detectó que estaba pasando algo, avisando que

“O’Neill ha dejado su residencia, y no puedo saber dónde ha ido. Esto reafirma mi sospecha de que se propone ir a

Irlanda”. De forma inmediata se dio aviso a todos los puertos de Irlanda para que los arrestaran o impidieran su

desembarco. Después de muchos intentos la Saint Francis consiguió arribar a finales de julio a Castle Doe, en

Donegal, y Owen Roe O’Neill (Owen el Rojo) se puso a la cabeza de la rebelión, nombrando teniente general y

segundo al mando a Daniel O’Cahan. Don Daniel quedó al mando directo de la caballería irlandesa. Aplicando todo lo

aprendido, la convirtió en una unidad moderna con una enorme movilidad. Los ingleses tenían un ejército más

poderoso, así que la estrategia fue evitar las grandes batallas y concentrarse en ataques relámpago por sorpresa.

Desecharon casi por completo el peso de mosquetes, picas, munición, pólvora, petos y morriones para moverse más

rápido con la ligereza de la ropera y la vizcaína. O’Cahan demostró todo lo que había aprendido en su exilio

continental con unas agresivas cargas de caballería que volvían locos a los ingleses. Con la excepción de Dublín, en

otoño tenían ya controlada casi toda la isla.

Pero su vieja compañera de la guadaña le estaba esperando el 13 de junio de 1643. Don Daniel cayó en un combate en

Clones en el condado de Monaghan. Según Friar O’Mellan, testigo presencial del hecho, todo se debió a la mezcla

letal entre el carácter combativo de O’Cahan y una dosis considerable de mala suerte. Estaba haciendo un

reconocimiento con un centenar de caballeros, cuando a lo lejos vio a cinco jinetes ingleses. Espoleó a su caballo

cabalgando en solitario hacia ellos, mientras el resto de su tropa, que le conocía bien, se quedó parada para observar la

lucha. Pero cuando se acercaba, el caballo de don Daniel tropezó y le lanzó al suelo. O’Cahan murió en la caída. Un

decepcionante final para quien había pasado la vida haciendo regates en corto a la muerte. La vieja señora no pudo

sonreír. Se había quedado sin jugar la partida final.

Owen Roe O'Neill murió el 6 de noviembre de 1649 en el castillo de Clough Oughter, siempre se ha sospechado que

envenenado por agentes ingleses. Las tensiones políticas en la Confederación de Kilkenny llevaron a nombrar como

líder a un religioso, el arzobispo de Clogher, para sustituir a un militar experimentado. La iglesia católica irlandesa

recuperaba el control absoluto a cambio de conducir a la rebelión irlandesa al desastre.

Esta rebelión le llegó a Felipe IV en el peor momento. Los irlandeses le ofrecieron "ser aclamado como Rey y Señor

de Irlanda" a cambio de ayuda militar. Se lo ofreció la Confederación en 1642, Owen Roe O'Neill en 1645 y lo poco

que quedaba de la resistencia gaélica en 1652. Pero Felipe IV no quiso dar el paso y contestó que "no estamos en

tiempo de conquistar nuevos reinos, sino de recuperar los perdidos y mantener los propios". El Imperio Habsburgo

estaba agotado y comenzaba a desmoronarse. La guerra de Flandes, el enfrentamiento con Francia, las revueltas en

Cataluña y Portugal y enfrentamientos navales por todo el planeta le hicieron dejar solos a los irlandeses, mientras

Francia no perdía tiempo en ponerse a la cabeza de la ayuda financiera a los rebeldes de la isla. En 1652 toda Irlanda

estaba controlada por Oliver Cromwell, acabando con aquellos diez años de rebelión. El poder gaélico quedaba

destruido por completo. La fidelidad de las tropas irlandesas se rompió, y entre 1653 y 1654 unidades completas se

pasaron a un ejército francés que las recibió con los brazos abiertos. Lo que no había podido conseguir el cardenal

Richelieu lo había conseguido Mazarino. A partir de aquí hubo tropas mercenarias irlandesas en todos los ejércitos,

pero fueron ya soldados profesionales desprovistos de todo aspecto ideológico y aun religioso.

Irlanda no alcanzaría su plena soberanía como Estado hasta 1949. Pero no toda ella. Precisamente los territorios de

Tyrone, O'Cahan y parte del de Tyrconnell siguen hoy formando parte de la corona inglesa.

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Nota:

La base de la que parte cada uno determina la historia que cuenta.

Malvezzi y Palafox -a sueldo de Olivares- contaron las maravillas

que obró el conde-duque. Novoa y Moret, que no soportaban a

Guzmán, hicieron exactamente lo contrario. Martínez de Aguilera

era un soldado navarro que escribió un relato heroico de la

liberación de Fuenterrabía por los navarros, y García Samaniego -

oficial de Estado Mayor- observó el asedio como una demostración

de la superioridad táctica del ejército español. Nosotros hemos

buscado datos sobre la participación irlandesa en el sitio de 1638.

Si el relato se ha visto arrastrado en el mismo sentido, sirva como

pequeña compensanción por estos últimos cuatrocientos años de

olvido. La Ciudad de Hondarribia tiene una deuda con aquellos

doscientos gansos salvajes.

Tetxu HARRESI, 30 de abril de 2017

Fuentes:

Gheijn, J. (1608), Maniement d'armes, d'arquebuses, mousquets et piques, Bandous, Amsterdam

Archivo Histórico de Hondarribia, Guerras (1630-1649), E-5-II-2-7

Martínez de Aguilera, A. (1638), Relación verdadera del socorro de Fuenterravía, Manuscrito, Archivo Histórico de Hondarribia, E-5-II-2-7

Palafox, J. (1639), Sitio y socoro de Fuenterrabía y sucesos del año de mil y seiscientos y treinta y ocho. Escritos de orden de su Magestad,

Barrio, Madrid

Novoa, M. (aprox. 1640), El sitio de Fuenterrabía, escrito por D. Juan de Palafox, escríbele también el autor, poniendo lo que el otro no dijo,

en Vivanco, B. Historia general del Rey de las Españas don Phelipe Quarto (…), Tomo IV, Manuscrito, Biblioteca Nacional de España,

MSS/1728 V. IV (Memorias secretas de Matías de Novoa, ayudante de cámara de Felipe IV, escritas con el seudónimo de Bernabé Vivanco)

Moret, J. (1763), Empeños del valor y bizarros desempeños ó Sitio de Fuenterrabía, Ezquerro, Pamplona, (traducción castellana del original en

latín de 1654)

García Samaniego, H. (1864), Apuntes históricos sobre el sitio de Fuenterrabía del año 1638, La Asamblea del Ejército y la Armada, Madrid

Meehan, C.P. (1868), The fate and fortunes of Hugh O’Neill, earl of Tyrone, and Rory O’Donnell, earl of Tyrconnell; their flight from Ireland,

their vicissitudes abroad, and their death in exile, Duffy, Dublin

Bernal de O'Reilly, A. (1872), Bizarría guipuzcoana y sitio de Fuenterrabía, Osés, San Sebastián

Conde del Llobregat (1942), Fuenterrabía. Noticias históricas, Fidel, San Sebastián

Jennings, B. (1964), Wild Geese in Spanish Flanders 1582-1700, Stationery Office for the Irish Manuscripts Commission, Dublin

Valladares, R. (1996), ¿Un reino más para la monarquía?. Felipe IV, Irlanda y la guerra civil inglesa, Stvdia Historica Hª Moderna , Vol. 15

McGurk, J. (2001), The battle of Kinsale, Early Modern History, Vol. 9, nº 2

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O'Donnell, H. (2014), Presencia irlandesa en la Milicia Española, Revista Internacional de Historia Militar, nº 92

Todo lo sufren en cualquier asalto; sólo no sufren que

les hablen alto (Calderón de la Barca). Pablo O., 2012