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Antología de Cuentos (Sólo con fines instruccionales) Autores Varios

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Antología de Cuentos

(Sólo con fines instruccionales)

Autores Varios

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Indice

41W. W. JacobsLa zarpa del mono37Mariana CallejasEl hijo de María27Delia ShermanEl aprendiz de mago22SakiLaura18SakiLa ventana abierta12Liliana BodocAmarillo10Jorge Luis BorgesLa casa de Asterion8Hans Christian AndersenLa niña de los fósforos5Hermanos GrimmLa Muerte Madrina3Charles PerraultCaperucita Roja

PagAutorCuento

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Caperucita Roja

Charles Perrault

Había una vez una niñita en un pueblo, la más bonita que jamás se hubiera visto;

su madre estaba enloquecida con ella y su abuela mucho más todavía. Esta buena

mujer le había mandado hacer una caperucita roja y le sentaba tanto que todos la

llamaban Caperucita Roja.

Un día su madre, habiendo cocinado unas tortas, le dijo.

—Anda a ver cómo está tu abuela, pues me dicen que ha estado enferma;

llévale una torta y este tarrito de mantequilla.

Caperucita Roja partió en seguida a ver a su abuela que vivía en otro pueblo. Al

pasar por un bosque, se encontró con el compadre lobo, que tuvo muchas ganas de

comérsela, pero no se atrevió porque unos leñadores andaban por ahí cerca. Él le

preguntó a dónde iba. La pobre niña, que no sabía que era peligroso detenerse a hablar

con un lobo, le dijo:

—Voy a ver a mi abuela, y le llevo una torta y un tarrito de mantequilla que mi

madre le envía.

—¿Vive muy lejos? —le dijo el lobo.

—¡Oh, sí! —dijo Caperucita Roja, —más allá del molino que se ve allá lejos, en la

primera casita del pueblo.

—Pues bien —dijo el lobo, —yo también quiero ir a verla; yo iré por este

camino, y tú por aquél, y veremos quién llega primero.

El lobo partió corriendo a toda velocidad por el camino que era más corto y la

niña se fue por el más largo entreteniéndose en coger avellanas, en correr tras las

mariposas y en hacer ramos con las florecillas que encontraba. Poco tardó el lobo en

llegar a casa de la abuela; golpea: Toc, toc.

—¿Quién es?

—Es su nieta, Caperucita Roja —dijo el lobo, disfrazando la voz, —le traigo una

torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.

La cándida abuela, que estaba en cama porque no se sentía bien, le gritó: —Tira

la aldaba y el cerrojo caerá.

El lobo tiró la aldaba, y la puerta se abrió. Se abalanzó sobre la buena mujer y la

devoró en un santiamén, pues hacía más de tres días que no comía. En seguida cerró la

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puerta y fue a acostarse en el lecho de la abuela, esperando a Caperucita Roja quien, un

rato después, llegó a golpear la puerta: Toc, toc.

—¿Quién es?

Caperucita Roja, al oír la ronca voz del lobo, primero se asustó, pero creyendo

que su abuela estaba resfriada, contestó: —Es su nieta, Caperucita Roja, le traigo una

torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.

El lobo le gritó, suavizando un poco la voz: —Tira la aldaba y el cerrojo caerá.

Caperucita Roja tiró la aldaba y la puerta se abrió. Viéndola entrar, el lobo le dijo,

mientras se escondía en la cama bajo la frazada: —Deja la torta y el tarrito de

mantequilla en la repisa y ven a acostarte conmigo.

Caperucita Roja se desviste y se mete a la cama y quedó muy asombrada al ver

la forma de su abuela en camisa de dormir. Ella le dijo: —Abuela, ¡qué brazos tan

grandes tienes!

—Es para abrazarte mejor, hija mía.

—Abuela, ¡qué piernas tan grandes tienes!

—Es para correr mejor, hija mía.

—Abuela, ¡qué orejas tan grandes tienes!

—Es para oírte mejor, hija mía.

—Abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes!

—Es para verte mejor, hija mía.

—Abuela, ¡qué dientes tan grandes tienes!

—¡Para comerte mejor!

Y diciendo estas palabras, este lobo malo se abalanzó sobre Caperucita Roja y se

la comió.

Moraleja

Aquí vemos que la adolescencia, en especial las señoritas, bien hechas, amables

y bonitas no deben a cualquiera oír con complacencia, y no resulta causa de extrañeza

ver que muchas del lobo son la presa. Y digo el lobo, pues bajo su envoltura no todos

son de igual calaña: Los hay con no poca maña, silenciosos, sin odio ni amargura, que

en secreto, pacientes, con dulzura van a la siga de las damiselas hasta las casas y en las

callejuelas; más, bien sabemos que los zalameros entre todos los lobos ¡ay! son los más

fieros.

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La Muerte Madrina

Hermanos Grimm

Un hombre muy pobre tenía doce hijos; y aunque trabajaba día y noche, no

alcanzaba a darles más que pan. Cuando nació su hijo número trece, no sabía qué

hacer; salió a la carretera y decidió que al primero que pasara le haría padrino de su

hijito. Y el primero que pasó fue Dios Nuestro Señor; él ya conocía los apuros del pobre

y le dijo: —Hijo mío, me das mucha pena. Quiero ser el padrino de tu último hijito y

cuidaré de él para que sea feliz.

El hombre le preguntó: —¿Quién eres?

—Soy tu Dios.

—Pues no quiero que seas padrino de mi hijo; no, no quiero que seas el padrino,

porque tú das mucho a los ricos y dejas que los pobres pasemos hambre. —El hombre

contestó así al Señor, porque no comprendía con qué sabiduría reparte Dios la riqueza

y la pobreza; y el desgraciado se apartó de Dios y siguió su camino.

Se encontró luego con el diablo, que le preguntó: —¿Qué buscas? Si me escoges

para padrino de tu hijo, le daré muchísimo dinero y tendrá todo lo que quiera en este

mundo.

El hombre preguntó: —¿Quién eres tú?

—Soy el demonio.

—No, no quiero que seas el padrino de mi niño; eres malo y engañas siempre a

los hombres.

Siguió andando, y se encontró con la muerte, que estaba flaca y en los huesos; y

la muerte le dijo: —Quiero ser madrina de tu hijo.

—¿Quién eres?

—Soy la muerte, que hace iguales a todos los hombres.

Y el hombre dijo: —Me convienes; tú te llevas a los ricos igual que a los pobres,

sin hacer diferencias. Serás la madrina.

La muerte dijo entonces: —Yo haré rico y famoso a tu hijo; a mis amigos no les

falta nunca nada.

Y el hombre dijo: —El próximo domingo será el bautizo; no dejes de ir a tiempo.

Y la muerte vino como había prometido y se hizo madrina.

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El niñito creció y se hizo un muchacho; y , un día, su madrina entró en la casa y

dijo que la siguiera. Llevó al chico a un bosque, le enseñó una planta que crecía allí y le

dijo: —Voy a darte ahora mi regalo de madrina: te haré un médico famoso. Cuando te

llamen a visitar un enfermo, me encontrarás siempre al lado de su cama. Si estoy a la

cabecera, podrás asegurar que le curarás; le darás esta hierba y se pondrá bueno. Pero

si me ves a los pies de la cama, el enfermo me pertenecerá, y tú dirás que no tiene

remedio y que ningún médico le podrá salvar. No des a ningún enfermo la hierba contra

mi voluntad, porque lo pagarías caro.

Al poco tiempo, el muchacho era ya un médico famoso en todo el mundo; la

gente decía: —En cuanto ve a un enfermo, puede decir si se curará o no. Es un gran

médico. —Y le llamaban de muchos países para que fuera a visitar a los enfermos y le

daban mucho dinero, así que se hizo rico muy pronto. Ocurrió que el rey se puso malo.

Llamaron al médico famoso para que dijera si se podía curar; pero en cuanto se acercó

al rey, vio que la Muerte estaba a los pies de la cama. Allí no valían hierbas. Y el médico

pensó: «¡Si yo pudiera engañar a la Muerte siquiera una vez! Claro que lo tomará a mal,

pero como soy su ahijado, puede que haga la vista gorda. Voy a probar».

Cogió al rey y le dio la vuelta en la cama, y le puso con los pies en la almohada y

la cabeza a los pies; y así, la Muerte se quedó junto a la cabeza; entonces le dio la

hierba y el rey convaleció y recobró la salud. Pero la Muerte fue a casa del médico muy

enfadada, le amenazó con el dedo y dijo: —¡Me has tomado el pelo! Por una vez, te lo

perdono, porque eres mi ahijado; pero como lo vuelvas a hacer, ya verás; te llevaré a ti.

Y al poco tiempo, la hija del rey se puso muy enferma. Era hija única, y su padre

estaba tan desesperado que no hacía más que llorar. Mandó decir que al que salvara a

su hija le casaría con ella y le haría su heredero. El médico, al entrar en la habitación de

la princesa, vio que la Muerte estaba a los pies de la cama. ¡Que el muchacho habría

recordado la amenaza de su madrina! Pero la gran belleza de la princesa y la felicidad

de casarse con ella le trastornaron tanto que se desechó a todos los pensamientos. No

vio las miradas encolerizadas que le echaba la Muerte, ni cómo le amenazaba con el

puño cerrado; cogió en brazos a la princesa y la puso con los pies en la almohada y la

cabeza a los pies, le dio la hierba mágica, y al poco rato la cara de la princesa se animó y

empezó a mejorar.

Y la Muerte, furiosa porque la habían engañado otra vez, fue a grandes

zancadas a casa del médico y le dijo: —¡Se acabó! ¡Ahora te llevaré a ti! —Le agarró con

su mano fría, le agarró con tanta fuerza, que el pobre muchacho no se podía soltar, y se

lo llevó a una cueva muy honda. Y el médico vio en la cueva miles y miles de luces, filas

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de velas que no se acababan nunca; unas velas eran grandes, otras medianas y otras

pequeñas. Y cada momento unas se apagaban, y otras se estaban encendiendo otra

vez; era como si las lucesitas estuvieran brincando. La Muerte le dijo: —Mira, esas velas

que ves son las vidas de los hombres. Las grandes son las vidas de los niños; las

medianas son las vidas de los cónyuges, y las pequeñas las de los ancianos. Pero hay

también niños y jóvenes que no tienen más que una velita pequeña.

—¡Dime cuál es mi luz! —dijo el médico, pensando que era todavía una vela bien

grande.

Y la Muerte le enseñó un cabito de vela, casi consumido: —Ahí la tienes.

—¡Ay, madrina, madrina mía! ¡Enciéndeme una luz nueva! ¡Por favor, hazlo por

mí! ¡Mira que todavía no he disfrutado de la vida, que me van a hacer rey y me voy a

casar con la princesa!

—No puede ser, —dijo la Muerte. —No puedo encender una luz mientras no se

haya apagado otra.

—¡Pues enciende una vela nueva con la que se está apagando! —suplicó el

médico. La Muerte hizo como si fuera a obedecerle; llevó una vela nueva y larga. Pero

como quería vengarse, a sabiendas tiró el cabito de vela al suelo, y la lucecita se apagó.

Y en el mismo momento, el médico se cayó al suelo, y ya en manos de la Muerte.

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La niña de los fósforos

Hans Christian Andersen

¡Qué frío hacía!; nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la

noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una

pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa

llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había

llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes, que las perdió al cruzar

corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las

zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que

dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.

Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente

amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un

paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había

dado un mísero chelín; se volvía a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan

abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos

hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.

En un ángulo que formaban dos casas —una más saliente que la otra—, se

sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible,

pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no

había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además

de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por

todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas.

Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se

atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y

sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como

una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la

pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana

de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña

alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la

estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.

Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a ésta

transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación

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donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un

pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del

caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor

y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento

se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared.

Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un

hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última

Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de

velitas, ardían en las ramas verdes, y de éstas colgaban pintadas estampas, semejantes

a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos… y entonces

se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de

que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el

firmamento una larga estela de fuego.

«Alguien se está muriendo», —pensó la niña, pues su abuela, la única persona

que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho: —Cuando una estrella

cae, un alma se eleva hacia Dios.

Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y

apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.

—¡Abuelita! —exclamó la pequeña. —¡Llévame, contigo! Sé que te irás también

cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el

árbol de Navidad. Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no

perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca

la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las

dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas,

sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios

Nuestro Señor.

Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las

mejillas, y la boca sonriente… Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo.

La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus

fósforos, un paquetito de los cuales aparecía consumido casi del todo. «¡Quiso

calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el

esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año

Nuevo.

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La casa de Asterion

Jorge Luis Borges

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales

acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no

salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)

están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que

quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la

quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra.

(Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores

admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo,

Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no

hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche

volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y

aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de

un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente

oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las

Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una

reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a

otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la

escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está

capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta

impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro,

porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir,

corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra

de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde

las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar

dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo

realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de

tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo

le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada

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anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la

canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se

bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las

partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un

patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres,

abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el

mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de

piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo

entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son

infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos

cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo,

Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me

acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de

todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro

alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que

yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a

distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos

profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces

no me duele la soledad, porque sé que vive mi redeentor y al fin se levantará sobre el

polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me

lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me

pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O

será como yo?

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un

vestigio de sangre.

—¿Lo creerás, Ariadna?, —dijo Teseo. —El minotauro apenas se defendió.

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Amarillo

Liliana Bodoc

Ye-low fue emperador de un vasto territorio ubicado al este del mundo

conocido. El suyo era un imperio dorado donde las porcelanas lucían tan suaves y

pálidas como las mujeres, las mujeres caminaban gráciles bajo el sol, y el sol picaba

como un grano de mostaza.

Este emperador, este Ye-low del que les hablo, tenía por costumbre dormir la

siesta. Las siestas, no importa en qué lugar sucedan, huelen a papeles envejecidos y

zumban como abejas. Y bien…, Ye-low las olía, las escuchaba, y se dormía de pronto en

cualquier sitio donde estuviese. La mayoría de las veces, el sueño lo atrapaba durante

su almuerzo; de modo que el plato de arroz con azafrán quedaba a medio terminar.

Apenas el emperador empezaba a cabecear, su esposa le sugería que utilizara

para su siesta la cama recubierta con escamas de oro. Su consejero la aconsejaba la

cama torneada en bronce, y su médico le recomendaba la cama tapizada con piel de

leopardo. Pero Ye-low no escuchaba a nadie porque, fuese donde fuese, Ye-low ya

estaba durmiendo y roncando.

Cuando los sirvientes del palacio oían los ronquidos, se apresuraban a cubrir con

lienzos las ciento cincuenta y cinco jaulas donde cantaban y trinaban quinientos

cincuenta y tres canarios. Las cubrían para que todo fuese silencio durante la siesta del

emperador.

Pero un día, las siestas del emperador dejaron de ser dulces y plácidas, y se

pusieron agrias y difíciles. Como si dijésemos que las siestas de Ye-low pasaron de ser

miel a limón.

Todo comenzó durante una calurosa siesta de verano, cuando el durmiente

emperador tuvo una horrible pesadilla. Horrible para un emperador de tan vasto

imperio que debía creerse, por necesidad, el más grande, venerable y amado de todo

este mundo.

Su pesadilla comenzó con la aparición de un punto de luz que fue creciendo,

creciendo y creciendo hasta doblarlo en estatura. Después, la luz le habló con voz

gigantesca: —Oye bien, emperador Ye-low. Hay en este mundo alguien más venerable,

más grandiosos y más amado que tú. Y en día muy cercano, todos mirarán su rostro

mientras tú te arrastras derrotado bajo el peso de su esplendor.

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La primera vez, Ye-low no quiso darle demasiada importancia a su pesadilla, y la

alejó de su pensamiento con el mismo ademán de espantar insectos. Sim embargo, la

pesadilla regresó con más frecuencia. Finalmente, todas las siestas del emperador se

estropearon con la presencia de aquella luz gigantesca que traía malas noticias: —Oye

bien, emperador Ye-low. Hay en este mundo alguien más venerable, más grandiosos y

más amado que tú. Y en día muy cercano, todos mirarán su rostro mientras tú te

arrastras derrotado bajo el peso de sus esplendor.

Casi desesperado, el emperador le preguntó a su esposa que podía hacer para

terminar con aquel desagradable sueño. Ella estuvo un buen rato revisando su Gran

Libro de Remedios Caseros.

—Tienes que beber una yema de huevo batida con vino blanco, —le dijo su

esposa. —Aquí dice claramente que bebiendo una yema batida con vino blanco se

evitan las pesadillas.

El Emperador hizo lo que su esposa le aconsejaba. Pero, para su desdicha, la

pesadilla no desapareció. Por el contrario, la luz parecía crecer con tan buen alimento.

Desesperado, el emperador consultó con su médico.

—Te lo diré claramente… —el médico acababa de hojear a escondida le Gran

Libro de los Remedios Caseros. —Quien desee espantar las pesadillas deberá frotar su

frente, sus codos y sus pies con polvo de azufre. El Emperador cumplió puntualmente

con las recomendaciones del médico del palacio. Pero tampoco tuvo suerte… ¡El

azufre solamente consiguió que la luz hablara con voz mineral!

Entonces, verdaderamente desesperado, el emperador le preguntó a su

consejero. El consejero movió la cabeza en señal de desaprobación, quería dejar claro

que el Gran Libro de los Remedios Caseros le parecía pura charlatanería. Luego

carraspeó, y recitó su sabio consejo: para no sufrir pesadillas durante las siestas

bastaba con no dormir la siesta.

—El que no duerme no sueña, ¡oh, venerable!, ¡oh emperador!, —dijo el

consejero. —Si tú no duermes la siesta, ¡oh emperador!, ¡Oh, venerable!, tus pesadillas

terminarán.

Hay que decir y creer que Ye-low hizo lo imposible para seguir aquel consejo

que, al fin de al cabo, parecía el más sensato de todos los que había recibido. A veces,

sin embargo, ni lo imposible es suficiente. Cuando la siesta llegaba al reino de Ye-low

con olor a papeles envejecidos y zumbar de abejas, el emperador se dormía por mucho

que se esforzaba en evitarlo. Se dormía aunque, por su expreso mandato, las jaulas no

fuesen cubiertas y los quinientos cincuenta y tres canarios estuvieran trinando.

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Y en cuanto Ye-low se dormía, un punto de luz aparecía justo en el centro de la

oscuridad del sueño. La luz crecía con asombrosa rapidez hasta ocupar todo el espacio

de la pesadilla, y entonces hablaba:

—Oye bien, emperador Ye-low. Hay en este mundo alguien más venerable, más

grandiosos y más amado que tú…

Las palabras se repetían idénticas

—Y en día muy cercano, todos mirarán su rostro…

Siesta tras siesta, las cosas se complicaban. Cada nuevo despertar, dejaba al

emperador sumido en triste ánimo. Luego se pasaba el resto del día y el resto de la

noche deambulando por los pasillos del palacio, murmurando cosas que nadie

entendía, y preguntándose quien sería aquel que iba a derrotarlo.

Porque el emperador estaba convencido de que la luz de su pesadilla no

hablaba en vano. Lo que esa luz le estaba advirtiendo era algo que en verdad sucedería.

Y según sus propias palabras, en un día muy cercano. ¿Quién podría ser el que lo

obligaría a arrastrase? Ye-low se tiraba de la cabellera, abría de par en par los

ventanales y con los brazos abiertos gritaba a toda garganta :

—¡Seas quien seas, no permitiré que me derrotes!

El grito del emperador atravesaba las inmensas plantaciones de cereales y

frutos que rodeaban el palacio, salía a la ciudad, se metía en los templos, sacudía las

chozas de paja de los campesinos, y desprendía las peras maduras de sus ramas.

Las personas de reino lo oían y se lamentaban:

—¡Ay! —decían. —Nuestro pobre emperador ha enfermado. Ya no hace otra

cosa que hablar de un poderoso enemigo que sólo existe en sus siestas.

Ye-low enflaquecía ante los ojos de todos. Y sin cesar, repetía las palabras de la

luz.

—Alguien más venerable, más grandiosos y más amado…

La ira lograba que, a pesar de su fatiga, el emperador se mantuviera de pie:

—Pero, ¡quién es!, —gritaba. —¿Quién es él? ¡Quién es…?

Muchas veces, después de esos arranques de furia, Ye-low caía al suelo

agotado. Permanecía así durante largas horas, sin que nadie se atreviera a acercarse. Y

así estaba el horrible día en que, de repente, alzó su rostro desfigurado por los

insomnios. Y con el color de la envidia.

—¡Muy bien! —El emperador acababa de tomar una espantosa decisión. —¡No

amanecerá el día de mi enemigo! ¡mando la muerte para todos los que pretenden ser

grandes en mi reino!

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Hasta aquel día fatal, Ye-low había compartido su vasto imperio con señores de

señoríos, y príncipes que regían provincias opulentas. Ellos aceptaban a Ye-low como

único emperador de todo el este. Y, en retribución a su lealtad, Ye-low respetaba sus

territorios. Se aliaba con ellos en caso de necesidad, y compartía los frutos en tiempos

de sequía. Pero una pesadilla estaba a punto de terminar con tan buena vecindad.

El emperador estuvo la noche entera repasando el poder y las riquezas de cada

uno de los señores de su reino. Perdido en el territorio de la locura, todos ellos le

parecían enemigos. Cualquiera podía ser, en su afiebrada cabeza, el que intentara

cumplir el presagio de la pesadilla.

—Alguien más venerable, más grandioso y más amado que tú…

Ye-low tomó una pluma, un troza de pergamino, y escribió una larga lista de

nombres.

—Alguno de estos ha de ser el que pretende derrotarme, —decía Ye-low,

pasando los ojos por sus lista de condenados a muerte.

A la mañana siguiente, sus emisarios partieron en las cuatro direcciones a

cumplir la peor orden que Ye-low había dado hasta entonces.

Y Ye-low se quedó esperando. Miraba hasta el norte y luego al sur, ansioso de

verlos regresar.

A mitad del otoño, los hombres que habían partido llevando dardos de oro

envenenados comenzaron a llegar. Uno tras otro, y al galope, atravesaron los jardines

cubiertos de hojas secas. Desmontaron e hicieron la reverencia obligada.

—Emperador Ye-low, lo que ordenaste se ha cumplido.

Eso significaba que otro dardo había sido disparado con buena puntería. Eso

significaba que Ye-low tenía un enemigo menos a quien temer. Sin embargo, a pesar de

tantos dardos y de tanto otoño, la pesadilla continuó apareciendo en las siestas del

emperador y repitió la misma amenaza:

—Oye bien, emperador Ye-low. Hay en este mundo alguien más venerable, más

grandiosos y más amado que tú. Y en día muy cercano, todos mirarán su rostro

mientras tú te arrastras derrotado bajo el peso de sus esplendor.

Ye-low abrió de par en par uno de los ventanales más altos del palacio, y gritó

con la voz enronquecida de dolor:

—¡Seas quien seas, jamas me arrastraré ante ti!.

El emperador alzó el puño en señal de amenaza. Pero, frente a su rabia, los

trigales continuaron meciéndose al viento como si nada escuchasen. Fatigado, Ye-low

dejó caer su brazo y su voz:

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—Pero, ¿quién eres? Sólo debo saber quién eres…

Para ese entonces, todos en su reino le temían. Ni su esposa, ni su médico, ni

siquiera su consejero conseguían devolverle la calma.

Ye-low ya no comía. Iba de un lado al otro murmurando desgracias y odios. Y

apenas si se acordaba de respirar.

El otoño llegaba a su fin… Todos los emisarios habían regresado, todos los

dardos de oro habían sido disparados con precisión. Ye-low ya no tenía vecinos

poderosos… Pero, ¡ay, desdichas de todas las desdichas!, la pesadilla continuaba

recitando su terrible presagio.

Pocas siestas después, Ye-low despertó con la cabeza repleta de alaridos que le

golpeaban dentro, y hacían que todo se nublara ante sus ojos. Sudoroso y golpeando

los dientes ordenó que lo vistieran con su mejor armadura y que le dieran las armas

sagradas de sus antepasados.

—Tendré que ir a buscarlo yo mismo!, —grito frente a sus sirvientes y soldados.

El emperador salió del palacio. Miró hacia todos lados y avanzó lentamente. Giró

de improviso, como para sorprender a alguien que estuviera a sus espaldas. Pero a sus

espaldas sólo había soledad. Así caminó sin rumbo, tajeando el aire con su espada.

Quienes lo vieron pasar, supieron que el venerable emperador había enloquecido para

siempre.

Ye-Low caminó y caminó. Atravesó los trigales dando gritos amenazadores.

—¡Ponte frente de mí!, —vociferaba para los campos. —Si en verdad crees que

puedes derrotarme, ¡preséntate y dame pelea!

Al cabo de varias horas, el calor comenzó a agobiarlo. Dentro de su armadura

metálica, el debilitado emperador perdía las escasas fuerzas que le quedaban. Aun así,

continuó andando a grandes pasos, blandiendo la espada y provocando a su enemigo.

Ya había segado todo el trigal a filo de espada, porque imaginaba que entre las

mieses podía estar oculto el que venía a derrotarlo. Como no encontró lo que buscaba,

se dirigió al campo de mijo. De nuevo destrozó las plantas nuevas, y de nuevo no

consiguió nada.

Su enflaquecido cuerpo no podía continuar. La cabeza latía de calor dentro del

casco. Ya casi no podía ver, y sus rodillas se doblaban bajo el traje de metal. Con la

fuerza que le daba la locura, Ye-low llegó hasta el campo de girasoles.

Dio unos pasos vacilantes y cayó al suelo. Sin embargo, con gran esfuerzo

consiguió ponerse nuevamente de pie. Ante sus ojos fatigados, los girasoles se hacía

enormes y diminutos, se iban, ondulaban desaparecían.

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Todavía Ye-low intentó continuar hasta que, al fin, cayo de rodillas. Como pudo

se quitó el casco para respirar. Las lagrimas le quemaban desde los ojos al cuello. El

emperador quiso levantarse; pero sus brazos, delgados como tallos de heno, no

pudieron ayudarlo.

Ye-low arrastraba su soledad y su locura bajo el esplendoroso sol del este. A su

alrededor los girasoles indiferentes a agonía , miraban al mismo punto del cielo.

—Y en día muy cercano, todos mirarán su rostro…, mientras tú te arrastras bajo

el peso de su esplendor.

El sol resplandeciente en el cielo. Los girasoles mirándolo. Ye-low llorando su

locura contra la tierra.

En el lugar donde habitan los sueños, una pesadilla sonreía.

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La ventana abierta

Saki

—Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel, —dijo con mucho aplomo una señorita

de quince años; —mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.

Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina

sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que

nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de

alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.

—Sé lo que ocurrirá, —le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar

a este retiro rural; —te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios

estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación

para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante

simpáticas.

Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado

una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.

—¿Conoce a muchas personas aquí?, —preguntó la sobrina, cuando consideró

que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.

—Casi nadie, —dijo Framton. —Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace

unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.

Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un

sentimiento de pesar.

—Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía, —prosiguió la

aplomada señorita.

—Sólo su nombre y su dirección, —admitió el visitante. Se preguntaba si la

señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la

presencia masculina.

—Su gran tragedia ocurrió hace tres años, —dijo la niña; —es decir, después

que se fue su hermana.

—¿Su tragedia?, —preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias

parecían algo fuera de lugar.

—Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en

una tarde de octubre, —dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.

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—Hace bastante calor para esta época del año, —dijo Framton, —pero ¿qué

relación tiene esa ventana con la tragedia?

—Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos

menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para

llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera.

Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran

firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus

cuerpos. Eso fue lo peor de todo.

A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió

vacilantemente humana.

—Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel

que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón

la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas

veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el

brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre “¿Bertie, por qué

saltas?”, porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces,

en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a

entrar por la ventana…

La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el

cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.

—Espero que Vera haya sabido entretenerlo, —dijo.

—Me ha contado cosas muy interesantes, —respondió Framton.

—Espero que no le moleste la ventana abierta, —dijo la señora Sappleton con

animación; —mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y

siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis

pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de

ustedes los hombres ¿no es verdad?

Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las

aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton,

todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a

medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta

de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba

constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una

infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.

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—Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han

prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos, —anunció

Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas

totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más

íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio—. Con

respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.

—¿No?, —dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento.

Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva… pero no estaba dirigida a lo

que Framton estaba diciendo.

—¡Por fin llegan!, —exclamó. —Justo a tiempo para el té, y parece que se

hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?

Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada

que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en

la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que

helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.

En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la

ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga

adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel

de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y

ronca que cantaba: «¿Dime, Bertie, por qué saltas?».

Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el

sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva

retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un

choque inminente.

—Aquí estamos, querida, —dijo el portador del impermeable blanco entrando

por la ventana; —bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que

salió de golpe no bien aparecimos?

—Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel, —dijo la señora Sappleton; —no

hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni

pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.

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—Supongo que ha sido a causa del spaniel, —dijo tranquilamente la sobrina;

—me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de

perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una

tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban

espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.

La fantasía sin previo aviso era su especialidad.

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Laura

Saki

—¿No estás realmente moribunda, verdad?, —preguntó Amanda.

—El médico me ha dado permiso para vivir hasta el martes, —repuso Laura.

—Pero hoy es sábado. ¡Esto es serio!, —exclamó Amanda.

—No sé si es serio. Pero sin duda es sábado.

—La muerte siempre es seria, —dijo Amanda.

—Yo no he dicho que pensaba morir. Probablemente dejaré de ser Laura, pero

seguiré siendo otra cosa. Algún animal, supongo. Tú sabes que cuando alguien no ha

sido demasiado bueno en la vida que acaba de vivir, reencarna en algún organismo

inferior. Y pensándolo bien, yo no he sido demasiado buena. He sido mezquina, ruin y

vengativa siempre que las circunstancias han parecido justificarlo.

—Las circunstancias nunca justifican esas cosas, —dijo Amanda apresura-

damente.

—Si no te molesta que sea yo quien lo diga, —observó Laura, —Egbert es una

circunstancia que justifica eso y mucho más. Tú te has casado con él, tu caso es

distinto. Has jurado amarlo, respetarlo y soportarlo. Pero yo no.

—No veo qué tiene de malo Egbert, —protestó Amanda.

—Oh, seguramente la maldad ha estado de mi parte, —admitió Laura desapa-

sionadamente. —Él ha sido simplemente la circunstancia extenuante. Días pasados, por

ejemplo, provocó un mezquino y absurdo escándalo porque saqué a pasear sus

cachorros de ovejero.

—Sí, pero los cachorros espantaron a los pollos de la Sussex bataraza, y

ahuyentaron de sus nidos a dos gallinas cluecas, además de pisotear los canteros del

jardín. Tú sabes que él tiene cariño por sus gallinas y su jardín.

—Aun así, no había necesidad de machacar en eso toda la tarde. Y tampoco

tenía por qué decir: «No hablemos más del asunto», justamente cuando yo empezaba a

tomarle el gusto a la discusión. Fue entonces cuando llevé a cabo una de mis

mezquinas venganzas, —añadió Laura con una sonrisa que nada tenía de

arrepentimiento. —Al día siguiente del episodio de los cachorros, introduje toda la cría

de Sussex batarazas en el cobertizo donde guarda las semillas.

—¿Cómo pudiste hacer eso?, —exclamó Amanda.

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—Fue muy fácil, —dijo Laura. —Dos de las gallinas fingieron estar empollando,

pero yo me mostré enérgica.

—¡Y nosotros pensamos que había sido un accidente!

—Ya ves, —prosiguió Laura, —que tengo algún fundamento para creer que mi

próxima reencarnación se llevará a cabo en algún organismo inferior. Seré un animal.

Por otra parte, no he sido del todo mala, a mi manera, y confío en que me convertiré en

algún animal bonito, elegante y vivaz, con cierta inclinación al juego. Una nutria, quizá.

—No puedo imaginarte convertida en nutria, —dijo Amanda.

—Tampoco me parece que puedas imaginarme convertida en un ángel.

Amanda guardó silencio. En efecto, no podía.

—Personalmente, creo que una vida de nutria será bastante placentera,

—continuó Laura. —Comeré salmón todo el año y tendré la satisfacción de pescar las

truchas en su propia casa, sin tener que aguardar horas y horas que se dignen reparar

en la mosca que uno balancea ante ellas. Además, una figura elegante y esbelta…

—Piensa en los perros nutrieros —interrumpió Amanda. —¡Qué horrible, ser

perseguida, acosada y finalmente martirizada hasta morir!

—Resultará bastante divertido si la mitad del vecindario se para a mirar. De

todas maneras, no será peor que morirse pulgada a pulgada de martes a sábado. Y

cuando haya muerto, encarnaré en otro ser. Si he sido una nutria moderadamente

buena, supongo que podré volver a alguna de las formas humanas, algo primitivo,

quizá; probablemente reencarnaré en un chiquillo nubio, negro y desnudo.

—Ojalá hablaras en serio, —suspiró Amanda. —Es lo menos que podrías hacer,

si realmente piensas morirte el martes.

En verdad, Laura murió el lunes.

—¡Qué horrible trastorno! —exclamaba Amanda, hablando con su tío político

Sir Lulworth Quayne. —He invitado a mucha gente a jugar al golf y a pescar, y los

rododendros nunca han estado tan hermosos.

—Laura fue siempre muy desconsiderada, —dijo Sir Lulworth. —Nació en la

semana de Goodwood un día que había llegado a la casa un Embajador que odiaba a los

bebés.

—Tenía las ideas más alocadas, —dijo Amanda. —¿Sabe usted si había algún

antecedente de locura en su familia?

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—¿Locura? No, nunca oí hablar de eso. Su padre vive en West Kensington, pero

creo que en todo lo demás es perfectamente cuerdo.

—Se le había puesto en la cabeza que reencarnaría en una nutria.

—Es tan frecuente encontrar esas ideas de reencarnación, aun en occidente,

—dijo Sir Lulworth, —que no parece justo calificarlas de locura. Y Laura fue en su vida

una mujer tan imprevisible, que no me atrevería a formular opiniones decisivas sobre

su posible existencia ulterior.

—¿Cree usted realmente que puede haber asumido una forma animal?,

—preguntó Amanda. Era de esas personas que con sorprendente rapidez conforman

sus juicios a los de quienes las rodean.

En aquel preciso momento entró Egbert, con un aire de congoja que la muerte

de Laura habría sido insuficiente para explicar.

—¡Cuatro de mis Sussex batarazas, muertas!… —exclamó. —Las mismas que el

viernes debía llevar a la exposición. Una de ellas fue arrastrada y devorada en el centro

de ese nuevo cantero de claveles que me ha costado tantos desvelos y gastos. ¡Mis

flores más queridas y mis mejores aves, elegidas para la destrucción, como si la bestia

que perpetró esa fechoría hubiera sabido exactamente cuál era el peor desastre que

podía ocasionar en tan poco tiempo!

—¿Habrá sido un zorro?, —preguntó Amanda.

—Más probable que haya sido una comadreja, —opinó Sir Lulworth.

—No, —dijo Egbert. —Encontramos huellas de patas membranosas por todas

partes, y seguimos el rastro hasta el arroyo, al fondo del jardín. Evidentemente, era una

nutria.

Amanda miró rápida y furtivamente a Sir Lulworth.

Egbert estaba demasiado agitado para desayunarse, y salió a supervisar la

operación de reforzar las defensas del gallinero.

—Me parece que por lo menos habría podido esperar a que se realizara el

funeral, —dijo Amanda, escandalizada.

—Es su propio funeral, no lo olvide —repuso Sir Lulworth. —No sé hasta qué

punto se puede exigir que uno respete sus propios restos mortales.

El descuido de las convenciones fúnebres fue llevado a extremos más graves el

día siguiente. Durante la ausencia de la familia, que asistía al funeral, fueron

masacradas las Sussex batarazas sobrevivientes. La línea de retirada del depredador

parecía haber abarcado la mayor parte de los canteros del jardín, pero los cuadros de

fresas del huerto también habían sufrido lo suyo.

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—Haré traer los perros nutrieros lo antes posible, —exclamó Egbert indignado.

—¡De ningún modo! ¡Ni soñar en semejante cosa!, —replicó Amanda. —Quiero

decir, no quedaría bien, a tan poco del funeral.

—Es un caso de fuerza mayor, —dijo Egbert. —Cuando una nutria se ceba,

jamás pone fin a sus correrías.

—Quizá se marchará a otra parte ahora que no quedan más gallinas, —sugirió

Amanda.

—Cualquiera pensaría que tratas de proteger a esa maldita bestia, —dijo

Egbert.

—Ha habido tan poca agua últimamente en el arroyo… —objetó Amanda. —No

me parece propio de un buen deportista perseguir a un animal que no tiene posibilidad

de refugiarse en ninguna parte.

—¡Santo Dios!, —bramó Egbert. —¿Quién habla de deporte? Quiero matar a ese

animal lo antes posible.

Pero aun la oposición de Amanda se debilitó el domingo siguiente, cuando a la

hora en que estaban todos en misa, la nutria entró en la casa, arrebató un salmón de la

despensa y lo desmenuzó en escamosos fragmentos sobre la alfombra persa del

estudio de Egbert.

—El día menos pensado se ocultará debajo de nuestras camas, y nos morderá

los dedos de los pies, —dijo Egbert, y Amanda, a juzgar por lo que sabía de aquella

nutria en particular, debió admitir que esa posibilidad no era demasiado remota.

La víspera del día fijado para la cacería, Amanda anduvo sola durante más de

una hora por las orillas del arroyo, dando voces que imaginaba semejantes a los

aullidos de un perro. Quienes la escucharon creyeron, piadosamente, que ensayaba

imitaciones de gritos de animales para el próximo festival del pueblo. Al día siguiente,

fue su amiga y vecina, Aurora Burret, quien le trajo la noticia del acontecimiento.

—Lástima que no hayas venido con nosotros. Nos divertimos mucho. La

encontramos en seguida, en el estanque lindero del jardín.

—¿La… mataron?, —preguntó Amanda.

—Ya lo creo. Una hermosa nutria. Cuando Egbert trataba de agarrarla por la

cola, lo mordió con furia. Pobre bestia, me dio verdadera lástima. Tenía una expresión

tan humana en los ojos cuando la mataron… Dirás que soy una tonta, pero ¿sabes a

quién me recordaba esa mirada?… Vamos, querida, ¿qué te pasa?

Cuando Amanda se hubo recobrado hasta cierto punto de su ataque de

postración nerviosa, Egbert la llevó al valle del Nilo en viaje de descanso. El cambio de

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escenario trajo rápidamente la deseada recuperación de la salud y del equilibrio mental

de Amanda. Las correrías de una nutria aventurera en busca de un cambio de régimen

alimenticio fueron colocadas en el marco que les correspondía: simples incidentes sin

importancia. El carácter normalmente plácido de Amanda prevaleció. Ni siquiera un

huracán de gritos y maldiciones, procedentes del cuarto de vestir de su esposo y

lanzados por la voz de Egbert, aunque no en su léxico habitual, logró perturbar su

serenidad mientras se acicalaba despaciosamente aquella tarde en un hotel de El Cairo.

—¿Qué ocurre?, —preguntó con fingida curiosidad.

—¡Esa bestezuela me ha tirado todas las camisas limpias en la bañera! Ah, si yo

te agarro, animal…

—¿Qué bestezuela?, —preguntó Amanda, reprimiendo sus deseos de reír. ¡El

vocabulario de Egbert era tan desesperadamente inadecuado para expresar sus

ultrajados sentimientos…!

—¡Esa maldita bestia, ese chico negro y desnudo, ese chico nubio! —estalló

Egbert.

Y ahora Amanda está gravemente enferma.

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El aprendiz de mago

Delia Sherman

Hay un mago malvado que vive en Dahoe, Maine. Al menos eso reza en el

letrero que cuelga de su tienda:

LIBRERÍA DEL MAGO MALVADO

PROPIEDAD DE Z. SMALLBONE

La tienda también le sirve de hogar, y tiene el aspecto que se supone que debe

de tener la morada de un mago malvado. Es grande y vetusta, con un porche que la

envuelve por completo y hermosas molduras en los aleros. Tiene incluso una torre en

cuyo interior reluce una luz de un rojo torvo en esas horas en las que un librero normal

y corriente tendría que estar durmiendo. Hay estanterías y estanterías de libros

encuadernados en cuero, cubiertos de polvo y que apestan a moho. Los murciélagos

anidan en el tejado, y los cuervos y las lechuzas lo hacen en los pinos arracimados a su

alrededor.

El sótano sirve de hogar a una familia de zorros.

Y luego está el mago malvado propiamente dicho, Zachariah Smallbone. Debo

preguntaros si os parece un nombre apropiado para un librero normal y corriente.

Incluso tiene pinta de ser malvado. Su pelo es una explosión de gris sucio; la barba,

densa, está a medio camino del amarillo y el blanco; los ojos le relucen febriles tras

unas lentes redondas de montura metálica. Siempre viste un deshilachado abrigo negro

pasado de moda, eso sin olvidar la chistera, raída y medio hundida por un costado.

Corren rumores acerca de lo que es capaz de hacer. Dicen que puede convertir en

animales a las personas, y viceversa; puede infestarte de pulgas; causarte retortijones

de estómago o hacer que te arda la casa hasta los cimientos; puede hechizarte para

que te partas el pie en dos mitades cuando pretendías cortar leña con el hacha. Puede

matarte con una mirada, con una palabra. Si se pone a ello.

Por eso no cuesta mucho entender que la buena gente de Dahoe, Maine, tenga

por costumbre dejar en paz al señor Smallbone. Los turistas, que carecen de sentido

común, a veces entran en su tienda en busca de una ganga. Pero por lo general suelen

salir tan pronto como han entrado, y nunca, nunca, regresan.

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Muy de vez en cuando, el señor Smallbone contrata a un ayudante. Aparece un

buen día un chico greñudo que barre el porche, recoge la leña y da de comer a las

gallinas. Entonces, al cabo de un mes o un año, vuelve a desaparecer. Algunos dicen

que Smallbone los convierte en murciélagos, cuervos, lechuzas o zorros, o que pone a

hervir sus huesos como ingrediente de sus malvados hechizos. Nadie sabe, nadie

pregunta. Después de todo, los chicos no son vecinos del lugar, no pertenecen a

familias que los habitantes de Dahoe conozcan o les preocupen. Llegan procedentes de

lugares muy lejanos, de Canadá o Vermont o Massachusetts, y probablemente se

tengan merecido lo que quiera que les pase. Si fueran buenos chicos no estarían

trabajando para el mago malvado, ¿o sí?

Claro que eso depende de qué se entienda por un buen chico.

Según su tío, Nick Chanticleer era todo lo contrario a un buen chico. Según su

tío, Nick Chanticleer era tres comidas al día desperdiciadas, además de una cama. Era

un ratero, un mentiroso y un vago que no servía para nada.

Para ser justos con el tío de Nick hay que admitir que se trata de una descripción

bastante acertada del comportamiento de Nick. Pero como el tío de Nick le arreaba una

buena tunda domingo sí, domingo también, por bien que se comportase, Nick no veía

ninguna razón para hacerlo de otro modo. Robaba salchichas de la nevera porque su

tío no le daba de comer lo suficiente. Hurtaba alguna que otra siesta tras la pila de leña

porque su tío lo tenía todo el día trabajando. Mentía como un truhán porque a veces

eso le servía para que su tío la pagara con otro, en lugar de hacerlo con él.

Y siempre que tenía ocasión se fugaba.

Nunca llegaba muy lejos. Para alguien con una opinión tan lamentable del

carácter de Nick, su tío sentía una peculiar afición por tenerlo cerca. La familia debe

mantenerse unida, vamos, que necesitaba que Nick se encargase de cocinar. Para no

ser más que un niño, a Nick se le daba bien cocinar. También le gustaba tener a alguien

a quien abroncar. Sea como fuere, siempre acababa por salir en busca de Nick y llevarlo

de vuelta a casa.

Cuando cumplió once años, Nick volvió a fugarse. Se preparó un sándwich de

mortadela con pan de molde que envolvió en un pañuelo a cuadros. Cuando su tío se

puso a dormir, se escurrió en silencio por la puerta trasera y echó a caminar.

Nick anduvo durante toda la noche, atajando por el bosque, procurando

mantenerse alejado de los lugares habitados. Al alba, hizo un alto para comer medio

bocadillo de pan de molde con mortadela. A mediodía se comió el resto. Aquella tarde

se puso a nevar.

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Al caer la noche, Nick estaba helado, empapado y hambriento. Incluso cuando

asomó la luna reinaba una oscuridad de mil demonios bajo las copas de los árboles, y se

oían por doquier los crujidos inquietantes y las extrañas voces de las hojas mecidas por

el viento. Nick se disponía a echarse a llorar de frío, miedo y cansancio, cuando reparó

en la luz roja en lo alto, lejos a través de la nieve y las ramas desnudas.

Nick siguió la luz hasta llegar a un camino asfaltado y un letrero de madera que

rezaba algo medio oculto por la nieve. Más allá del letrero se extendía un sendero que

llevaba a una casa sombría que se alzaba entre los pinos. Nick subió a trompicones los

peldaños que daban al porche y golpeó con fuerza la sólida puerta principal con las

manos heladas de frío. Durante un buen rato, o eso le pareció, no hubo respuesta.

Entonces la puerta se abrió con un crujido de bisagras necesitadas del mimo del aceite.

—¿Qué quieres?

Era la voz de un anciano malhumorado y suspicaz. De haber tenido elección,

Nick se hubiese dado la vuelta y habría ido a cualquier otra parte. Pero tal como

estaban las cosas, Nick respondió:

—Algo de comer y un lugar donde dormir. Me estoy congelando.

El anciano le miró de arriba abajo, con los ojillos oscuros reluciendo tras las

redondas gafas de montura metálica.

—¿Sabes leer, muchacho?

—¿Cómo?

—¿Qué pasa? ¿Eres sordo o sólo estúpido? Que si sabes leer.

Nick reparó en el pelo greñudo del anciano, en la barba descuidada, en el abrigo

pasado de moda y la ridícula chistera. Ninguno de estos elementos empujó a Nick a

revelar siquiera una modesta verdad acerca de sí mismo.

—No. No sé leer.

—¿Seguro? —El anciano le tendió una tarjeta. —Échale un vistazo.

Nick aceptó la tarjeta, que inspeccionó del derecho y del revés, antes de

devolverla al anciano con un encogimiento de hombros, más que contento de haberle

mentido. La tarjeta rezaba:

LIBRERÍA DEL MAGO MALVADO

PROPIEDAD DE ZACHARIAH SMALLBONE

Arcana, Alquimia, Transformación animal, Ficción especulativa

Abierto de lunes a sábado, con cita previa o por el capricho del azar

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El señor Smallbone le miró a través de las gafas redondas.

—Hmm. Vas a conseguir que se hiele la casa. Cierra la puerta y deja las botas

junto a la puerta. No permitiré que manches de barro el suelo.

Así fue como Nick se convirtió en el nuevo aprendiz del mago malvado.

Al principio pensó que no haría más que algunos encargos a cambio de comida y

pasar la noche bajo techo. Pero a la mañana siguiente, después de desayunar unas

gachas y sirope de arce, el señor Smallbone le tendió una escoba y un plumero.

—Limpia el salón —ordenó. —El suelo, los libros y los estantes. Ojo, quiero que

limpies hasta la última mota de polvo y suciedad.

Nick dio lo mejor de sí, pero al finalizar la jornada, por mucho que barrió, el

salón seguía igual de sucio que cuando había empezado.

—No bastará con eso —desaprobó el mago. —Tendrás que probar de nuevo

mañana. Será mejor que prepares la cena. Encontrarás carne en la nevera.

Dado que la nevada había dado paso a un viento cruel, capaz de helar el aliento

a cualquiera, Nick no se sintió demasiado infeliz con el desarrollo de los

acontecimientos. Tal vez el señor Smallbone fuese un mago malvado, feo como un

pecado, el vinagre hecho persona, pero una cama era una cama y una comida era una

comida. Si la situación se torcía siempre estaba a tiempo de largarse con viento fresco.

Al cabo de unos días de barrer, el salón seguía, si acaso, más sucio que nunca.

—He conocido perros más listos que tú —le regañó Smallbone, levantando el

tono de voz. —Tendría que transformarte en uno y venderte en la feria del condado.

Algo de cerebro tendrás, o serías incapaz de hablar. Úsalo, chico. Estoy perdiendo la

paciencia.

Supuso que sólo era cuestión de tiempo antes de que el señor Smallbone

empezase a azotarle, así que Nick decidió que había llegado el momento de huir de la

Librería del mago malvado. Recabó unas rebanas de pan moreno y jamón curado de la

nevera, lo envolvió todo en un pañuelo e hizo un hatillo sin olvidar meter la linterna, y

salió por la puerta trasera. El camino era de guijarro, así que Nick anduvo de puntillas

por él en dirección a la carretera…

Pero volvió a verse en el porche, yendo a la puerta trasera.

Al amanecer, el señor Smallbone le encontró caminando hacia la puerta trasera

por enésima vez.

—¿Has decidido darte a la fuga? —El señor Smallbone esbozó una sonrisa

desabrida, enmarcados en la barba poblada los dientes amarillentos.

—No, —dijo Nick. —Se me ocurrió salir a tomar el fresco.

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—También puedes tomar el fresco en la casa, —dijo el señor Smallbone.

—Hay demasiado polvo.

—Si no te gusta el polvo, será mejor que te libres de él, —dijo el señor

Smallbone, —¿no te parece?

Desesperado, Nick utilizó el cerebro tal como se le había instruido que hiciera.

Empezó a echar un vistazo en los libros que se suponía debía limpiar, con esperanzas

de hallar una pista que explicase el porqué de la enconada suciedad que reinaba en el

salón. Aprendió varias cosas interesantes, incluido cómo adivinar el futuro

inspeccionando el hígado de una oveja, pero no encontró nada que le pareciese útil

para limpiar la suciedad de la casa. Finalmente, detrás de una silla donde había barrido

una docena de veces antes, encontró un libro titulado Manual para brujas del cuidado

práctico del hogar.

Lo guardó bajo el jersey y lo llevó a escondidas al piso de arriba, dispuesto a

leerlo. No sólo averiguó que había un hechizo de caos en el salón, sino cómo

exorcizarlo. Y eso fue lo que hizo, lo cual le llevó un par de días, no sin olvidar hacer

mucho ruido con escobas y cubos para ocultar su empeño de lanzar un hechizo.

Cuando el salón acabó reluciente como los chorros del oro, mostró orgulloso el

resultado al señor Smallbone.

—Pues vaya, —gruñó el señor Smallbone. —Has hecho todo esto tú sólito, ¿no

es así?

—Sí.

—¿Sin ayuda?

—Sí. ¿Puedo marcharme ya?

El señor Smallbone obsequió a Nick la sonrisa más malvada de que disponía en

el repertorio.

—No. El cajón de la leña está vacío. Llénalo.

A Nick no le sorprendió mucho que resultase tan imposible llenar el cajón de la

leña como lo había sido limpiar el polvo del salón. Encontró la solución a este problema

en un volumen que destacaba por su tamaño entre los libros que lo rodeaban, y en sus

páginas aprendió también a llevar agua en escurridores y llenar cubos agujereados.

Cuando el cajón estuvo a rebosar de leña, el señor Smallbone asignó a Nick

otras labores difíciles, como separar los granos de arroz salvaje y blanco de un tonel en

jarras distintas, o levantar una pared de piedra en un solo día, o convertir una rama de

acebo en una rosa. Para cuando Nick hubo dominado estas habilidades, había llegado la

primavera y ya no quería huir de ese lugar. Quería seguir aprendiendo magia.

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Lo cual no quiere decir que congeniase con el señor Smallbone, porque Nick no

había dejado de pensar que estaba loco, que era malvado y feo. Pero si bien el señor

Smallbone gritaba y lanzaba juramentos, siempre había mantas de sobra en la cama de

Nick y comida en su plato. Y si le convertía en cuervo o zorro cuando le daba el

arrebato, lo cierto era que jamás le había puesto la mano encima.

A lo largo del verano y el otoño, Nick aprendió de forma autodidacta a

transformarse en animal a voluntad. Noviembre trajo las primeras nieves y el

duodécimo cumpleaños de Nick. Para celebrarlo, Nick preparó su plato favorito:

salchichas con alubias. Se disponía a poner la cazuela en el horno cuando el señor

Smallbone entró en la cocina.

—Espero que prepares bastante para tres, —dijo. —Tu tío está al caer.

Nick cerró la puerta del horno.

—Entonces será mejor que me vaya, —dijo.

—No servirá de nada, —le advirtió el señor Smallbone. —Al final siempre te

encontrará. Cuesta ocultarse de los que son de tu propia sangre.

Al anochecer, el tío de Nick aparcó su destartalada furgoneta pickup en el patio

de la Librería del mago malvado. Subió marcial los escalones que llevaban al porche y

golpeó la puerta con tal fuerza que pareció dispuesto a derribarla. Cuando el señor

Smallbone salió a abrir, le puso la manaza en el pecho y le empujó dentro.

—Sé que Nick está aquí —dijo. —Así que no me venga con que no lo ha visto.

—Jamás se me pasaría por la cabeza hacer tal cosa, —aseguró el señor

Smallbone. —Lo encontrará en la cocina.

Pero lo único que encontró en la reluciente cocina fueron cuatro cachorros

idénticos de labrador, jugueteando unos con otros sobre la mesa de madera.

—¿Qué diantre está pasando aquí? —Al tío de Nick se le puso la cara roja como

un tomate. Roja y fea. —¿Dónde está mi sobrino?

—Uno de estos cachorros es su sobrino, —le informó el señor Smallbone, —si

escoge al cachorro equivocado, se marchará y no volverá nunca. Si escoge al adecuado,

tendrá otras dos oportunidades para reconocerlo. Si escoge bien tres veces seguidas

podrá recuperarlo.

—¿Qué me impide llevármelo por las buenas?

—Yo, —dijo el señor Smallbone. Las gafas redondas despidieron un brillo

tirando a malvado y se le erizaron los pelos de la barba.

—¿Y quién es usted?

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—Soy el mago malvado, —respondió el señor Smallbone, hablando en voz baja,

a pesar de lo cual sus palabras reverberaron en el cerebro del tío de Nick como el eco

de un trueno.

—Es un viejo chalado, eso es lo que es, —dijo el tío. —Tendría que denunciarle

por secuestro a las autoridades del condado. Pero voy a seguirle el rollo. —Se inclinó

sobre los cachorros y empezó a juguetear con ellos. Los labradores le mordieron las

manos, sacudiendo la cola y ladrando… todos excepto uno de ellos, que se apartó

encogido, entre gañidos. El tío de Nick lo asió del pescuezo y se convirtió en un niño de

aspecto asilvestrado, pelo negro y airados ojos oscuros.

—Siempre fuiste un cobardica, —le acusó su tío. Pero lo dijo al vacío, porque

Nick acababa de desaparecer.

—Una vez, —anunció el señor Smallbone.

A continuación llevó al tío de Nick a una despensa llena de cajas, donde cuatro

enormes arañas idénticas permanecían suspendidas de cuatro idénticas y delicadas

redes gigantescas.

—Una de esas arañas es su sobrino.

—Claro, claro, —dijo el tío de Nick, —cierre el pico y deje que me concentre.

—Observó con atención cada una de las arañas y sus telarañas, primero una vez y luego

otra, pegando la nariz en las telarañas para verlas mejor, todo ello sin dejar de

mascullar entre dientes. Dos de las arañas plegaron las patas para hacerse una pelota.

La tercera le ignoró.

—Ésta, —escogió el tío de Nick, lanzando una desagradable risotada.

Nick apareció, encogido bajo la telaraña y con expresión de desánimo. Su tío

hizo ademán de atraparle, pero de nuevo se esfumó.

—Dos veces, —anunció el señor Smallbone.

—¿Y ahora qué?, —exigió el tío de Nick. —Eh, oiga, que no tengo toda la noche.

El señor Smallbone encendió una lámpara de aceite y lo llevó afuera. Hacía frío y

estaba oscuro, y el viento arrastraba el olor de la nieve. En un pino próximo a un

montón de leña había un nido con cuatro espléndidos ejemplares de cuervo joven,

dispuestos los cuatro a emprender el vuelo por primera vez. El hombretón los

inspeccionó. El tío de Nick intentó acercar más la vista, pero los cuervos le lanzaron

picotazos con sus fuertes picos amarillos. Echó la cabeza hacia atrás, maldiciendo, y

sacó del bolsillo el cuchillo de caza.

Tres de los cuervos siguieron lanzando picotazos; el cuarto se arrimó al borde

del nido y extendió las alas. El tío de Nick lo asió antes de que pudiera alzar el vuelo.

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—Éste, —dijo.

Nick rebulló para librarse del abrazo de su tío. Pero cuando el señor Smallbone

lanzó un imperceptible suspiro y dijo: «Tres, todo suyo», dejó de forcejear y se

incorporó en silencio con expresión furiosa.

El tío de Nick insistió en marcharse de inmediato, rechazando la invitación a

cenar un plato de salchichas con alubias. Arrastró a su sobrino hasta la maltrecha

furgoneta, lo arrojó al interior y se alejó conduciendo.

Se detuvieron ante un semáforo en la primera población por la que pasaron.

Nick aprovechó la ocasión para escapar. Su tío lo arrastró dentro, cerró la puerta con

fuerza, sacó una cuerda y ató a Nick de pies y manos. Seguían en el coche cuando de

pronto se puso a nevar.

No era una nevada normal y corriente, más bien parecía que alguien hubiese

volcado un cubo de nieve en plena carretera, delante de ellos. La furgoneta derrapó, se

deslizó por el asfalto y se detuvo con un fuerte ruido metálico. El tío de Nick salió del

vehículo maldiciéndose las muelas y fue a inspeccionar lo sucedido.

Sin pensárselo dos veces, Nick se transformó en zorro. Al ser las patas de un

zorro más pequeñas que las manos y pies de un muchacho, pudo librarse de las cuerdas

sin mayores problemas. Apoyó el peso del cuerpo en la puerta, pero no cedió. Antes de

que pudiera pensar qué hacer a continuación, su tío abrió la puerta. Nick se escabulló

por el hueco del brazo y echó a correr en dirección al bosque.

Cuando el tío de Nick vio un joven zorro corriendo hacia los árboles, no perdió el

tiempo planteándose si el zorro podía ser su sobrino. Se limitó a empuñar la escopeta y

emprender la caza.

Fue una persecución frenética a través del bosque, en la oscuridad y bajo la

nieve. Si Nick hubiese estado acostumbrado a actuar como un zorro, habría dejado

atrás a su tío en un abrir y cerrar de ojos. Pero no se sentía muy cómodo corriendo a

cuatro patas, y no tenía un conocimiento exhaustivo del entorno. No era más que un

crío de doce años con el cuerpo de un zorro, estaba muy asustado y corría para salvar la

vida.

El mundo era extraño visto desde esa altura, y el olfato le decía cosas que no

entendía del todo. Un zorro de verdad hubiese sabido que la capa de hielo estaba lo

bastante congelada para cargar con su peso, pero no con el peso del hombre alto y

pesado que le perseguía con denuedo. Un zorro de verdad hubiera llevado al hombre

hacia el estanque con toda la mala intención del mundo.

Nick lo hizo por casualidad.

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Corrió por la mitad del estanque, donde la capa de hielo era más fina. Al oír el

crujido del hielo, derrapó hasta detenerse y se volvió para ver a su tío desaparecer con

un fuerte chapoteo y un grito furioso. El hombretón asomó a la superficie arañando el

hielo, boqueando y agitando aún la escopeta. Tenía tal aspecto que parecía capaz de

masticar hierro y escupir clavos.

Nick se dio la vuelta y echó a correr. Corrió hasta que le dolieron las pezuñas.

Cuando redujo el paso, reparó en que había otro zorro corriendo a su lado. Un zorro

veterano al que envolvía un olor extrañamente familiar.

Nick se despatarró en el suelo, jadeando.

—Vaya, ha sido emocionante, —dijo, secamente el zorro que era el señor

Smallbone.

—Iba a disparar sobre mí, —dijo Nick.

—Probablemente. Mira que andar a oscuras en pleno bosque… Ese hombre no

tiene precisamente el cerebro de un genio. Si te interesa saber mi opinión, se merece lo

que pueda pasarle.

Nick sintió una punzada de terror más propia de un humano que de un zorro.

—¿Le he matado?

—Lo dudo, —respondió el señor Smallbone. —Ese estanque apenas tiene

profundidad. Como mucho pillará un catarro de aúpa.

Nick sintió alivio, seguido por un terror renovado.

—¡Entonces vendrá de nuevo a por mí!

—No, —dijo, rotundo, el señor Smallbone, con una sonrisa zorruna.

Tras una pausa, Nick decidió no preguntar al señor Smallbone si estaba seguro

de ello. Después de todo, el señor Smallbone era un mago malvado, y a los magos

malvados no les hace mucha gracia que sus ayudantes hagan más preguntas de la

cuenta.

El señor Smallbone se levantó con un estremecimiento.

—Si queremos estar de vuelta al alba, mejor será que vayamos tirando. Siempre

y cuando quieras volver conmigo, claro.

Nick le miró con extrañeza.

—Te has ganado tu libertad, —explicó el señor Smallbone. —Podrías querer

utilizarla para vivir con alguien normal, para aprender un oficio común y corriente.

Nick se levantó también y estiró las piernas doloridas.

—No, —dijo. —¿Podemos tomar gachas y sirope de arce para desayunar?

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—Si tú lo preparas…, —dijo el señor Smallbone.

En Dahoe, Maine, vive un mago malvado. Al menos eso es lo que reza el letrero

que cuelga de su tienda. A veces los turistas se dejan caer por ahí, en busca de un libro

sobre ocultismo o un capricho que les salga barato.

En la cocina, dos hombres se inclinan sobre una mesa cubierta de libros, pilas de

ramitas y cuencos llenos de polvillos. El joven tiene el cabello enmarañado, negro, y

ojos oscuros y febriles. Es alto y espigado, como si acabara de dar el estirón. El otro es

lo bastante mayor para ser su padre, pero no su abuelo. Está recién afeitado y es calvo.

Se oye la campanilla de la puerta. El joven se vuelve hacia el mayor.

—A mí no me mires, —dice éste. —Yo la última vez ya hice de mago malvado.

Por no hablar de mi reumatismo. Ve tú.

—Eso quiere decir que estás elaborando un nuevo hechizo y no quieres que te

interrumpan, —dice Nick.

—Si no respetas mi autoridad, aprendiz, voy a tener que convertirte en una

cucarena.

Se oye de nuevo la campanilla. El señor Smallbone sénior se inclina sobre el

libro, con la mano sobre una pila de polvillo negro. Nick toma la chistera que lleva la

barba blanca pegada y se la ajusta sobre la mata de pelo negro. Luego se pasa la barba

blanca sobre las orejas y se ajusta las gafas de montura metálica en el puente de la

nariz. Después de ponerse un polvoriento abrigo negro, se apresura en dirección a la

puerta principal, a unos metros de la cual se hunde de hombros y empieza a caminar

con dificultad, todo él encorvado, arrastrando los pies un poco. Para cuando alcanza la

puerta parece un anciano de cien años.

La puerta se abre con el crujido de bisagras necesitadas del mimo del aceite.

—¿Qué quieres? —pregunta sin más Smallbone, el mago malvado.

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El hijo de María

Mariana Callejas

Yo no quiero perjudicarlo a usted, Padre Francisco. Ya me pesa en la conciencia

el Padre Benito, que Dios lo tenga en su Santo Reino. Pero tengo que decírselo a

alguien, aunque ya sea demasiado tarde. Y no me queda nadie más.

Usted no me conoce porque es nuevo aquí. El Padre Benito sí me conocía. Yo

trabajo, desde los doce años, en la casa de don Alfredo Inostroza. Mi mamá murió de

tuberculosis cuando yo era bien chica, mis hermanos se fueron al sur y no volvieron.

Padre no conocí. Quedé sola con mi abuelita. Ella, que estaba medio ciega, le pidió a

don Alfredo que me diera trabajo. Al principio, no servía más que para menudencias:

darle el maíz a los pollos o limpiar el jardín de caracoles, pero luego entré a la cocina y

aprendí a hacer bien lo que me mandaran. No me quedaba a dormir con las otras

empleadas porque tenía que llegar a mi casa a atender a mi abuelita. Para acortar

camino y no subir y bajar el cerro, me iba por un atajo que conocía muy bien. Un

caminito oscuro, entre árboles y matorrales.

Tenía quince años cuando me sucedió la desgracia. Eran como las nueve de la

noche y yo iba cantando y saltando por el atajo, contenta, porque una de las señoritas

me había regalado una blusa. De repente, alguien se me atravesó en el camino: un

hombre muy grande, con manta de Castilla y sombrero negro. No le vi la cara. Estaba

oscuro, y el sombrero le cubría la mitad. Creo que di un grito, pero él me tapó la boca

con la mano.

No pude resistirme. Se me fueron las fuerzas, el miedo, el deseo de gritar. Hizo

conmigo lo que quiso sin pronunciar palabra, sin hacer un ruido, como si ni siquiera

respirara. Después se levantó y se fue, no supe por dónde. Yo corrí mi casa, a llorarle a

mi abuelita. Pero la encontré muerta en la cama, helada y tiesa. No supe a qué hora

murió. Del corazón, dijeron.

Había pensado ir a los Carabineros, pero con la pena de mi abuelita se me olvidó

la otra pena. Además, no me habrían creído, se habrían reído de mí. ¿Cómo, niña, ni un

rasguño ni un moretón puedes mostrar? ¿No se te ocurrió defenderte? ¿Quién era el

hombre? ¿Un afuerino? ¿Y conocía ese atajo que bien pocos conocen? Me quedé

callada.

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Pasó el tiempo y me di cuenta que estaba embarazada.

Según mis cálculos, ni dos meses llevaba cuando empecé a sentir que algo se

me movía adentro. Algo caliente, más caliente que mi propio cuerpo, y suelto, flotante.

Le conté todo a la Margarita, que es la empleada más antigua de don Alfredo, y ella me

dijo que no podía ser, que no se siente nada como hasta el quinto mes. ¿Estás segura

de que no es de otro el chiquillo? Le juré que yo nunca antes.

Nadie creyó en el cuento del hombre del atajo. Nadie, ni siquiera don Alfredo,

que con amenaza de despido quiso sacarme el nombre del padre de mi hijo. Pero ni yo

misma lo sabía.

El niño nació solo, sin siquiera una partera. Una noche, después de acostarme,

sentí que algo se deslizaba por los pies de la cama. A la luz de una vela lo saqué y lo

miré bien. Se veía normal, pero muy grande, con los ojos muy abiertos. Lo vestí, lo

envolví en un chal y lo puse en un cajón que le había arreglado de cama. No sentía nada

por él. Dios me perdone, más que nada lo deseaba muerto.

Hasta ahí, todo iba más o menos normal. Las cosas se pusieron feas cuando lo

quise bautizar. Doña Margarita y don Nicasio Flores, su marido, iban a ser los padrinos.

Partimos a la parroquia muy endomingados, el Padre Benito nos estaba esperando en

la puerta. Bueno, a unos dos o tres pasos de la puerta se me pone al paso el hombre

que era el padre del niño, con su manta de Castilla y sombrero, en pleno verano. Atrás,

me dijo.

Nadie más lo vio. Nadie lo escuchó, sólo yo. Dicen que me quedé ahí plantada

como una estatua y que segundos después iba corriendo con el niño rumbo al monte

antes de que los demás salieran de su sorpresa.

¿Qué podía decirles? La verdad, aunque creyeran que estaba loca. Y doña

Margarita se lo contó todo al Padre Benito, y el Padre Benito, creyéndome o no, salió

rumbo a mi casa con una botella de agua bendita. Porque si Juan no va a la iglesia, dijo,

la iglesia tendrá que ir a Juan.

Le habrán contado lo que sucedió después, ¿verdad? Unos metros antes de

llegar a mi casa, el Padre Benito se paró en seco (yo sé qué fue lo que lo detuvo) y cayó

al suelo. Murió del corazón, dijeron.

Entonces supe con certeza quién era el padre de mi hijo y lo que me

correspondía hacer a mí. Lo llevé, cubierto con una sábana para no verle la sonrisa, al

puente del Olmo Seco, Porque debajo de ese puente es donde el río es más correntoso.

Lo dejé caer al agua turbia, mientras rezaba el Padre Nuestro. ¿Y qué logré? Que

Raimundo Vera, un chiquillo del Pueblo, medio retardado que andaba buscando hierbas

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y que iba pasando por ahí en ese momento, se lanzara al agua a salvar a mi engendro.

Alcanzó a ponerlo encima de una roca en la orilla antes de perderse en la corriente.

Tengo que hacerlo sola, encerrada, me dije.

Pero no pude. Cada vez que trataba de ahogarlo, de quemarlo, de acuchillarlo,

mis brazos perdían toda su fuerza y me quedaba muda contemplándolo. Era un niño

muy bonito.

Como último recurso me fui a buscar a Rosamel Gallardo, el asesino de la viuda

Lara y de su hija Elena. Rosamel estaba emparentado con mi abuelita, Por eso yo sé

dónde se esconde. Le llevé pan recién hecho, queso y un botellón de vino, y lo anduve

llamando como medio día antes de encontrarlo. Rosamel, le dije, necesito que me

hagas un favor.

—Cualquiera, a cambio de los tuyos, María, —me respondió.

Lo hice jurar que si yo le daba gusto, él haría por mí lo que yo quisiera. Pasé con

él varias horas. Estaba muy contento.

—¿Y qué quiere que haga por usted, lindura?, —preguntó.

—Que mates a mi hijo, —le respondí.

Me miró espantado.

—¿Qué edad tiene tu hijo?

—Como un año, pero se ve de dos.

—Ah, no, eso no, —decía Rosamel, y se santiguaba, —un angelito no.

—No es ningún angelito, eso lo sé bien yo. Y usted me lo juró; además, ya está

condenado a muerte por el asesinato de las Lara. ¿Cuántas veces se puede morir?

—Y ¿cómo quiere que lo haga?

—De un escopetazo. No hay otra forma.

—Jesús, María y José —clamaba Rosamel. —¿Qué clase de madre es?

—Una que no quiere un huacho1 maldito. Nadie tiene que enterarse, lo

enterramos y se acabó.

A la mañana siguiente me fui al monte con el niño y me encontré con Rosamel.

No quise escuchar más protestas. Ahora, le dije, y puse al niño en el suelo.

Rosamel apuntó. Yo cerré los ojos y me tapé los oídos. Después del escopetazo

abrí los ojos y me encontré con la sonrisa del niño y Rosamel en el suelo, con un

boquerón en el pecho. Yo no maté a Rosamel, lo juro, pero ¿qué puedo decir? Me

felicitaron. Después de todo, Rosamel era un bandido.

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1 Huerfano

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Una noche, en sueños, se me apareció mi abuelita. Me acarició la cabeza y me

dijo, pobre hija, qué mala suerte has tenido. Pero necesitas un buen consejo: tu hijo es

tu hijo, mitad tuyo, después de todo. Al mal sólo se lo puede derrotar con el amor.

Quiérelo, verás que es mejor.

Me despertó el canto de un gallo y fui a ver al niño. Lo hacía dormir en un cajón,

en un rincón del cuarto. Hacía frío y me dio lástima. Lo tomé en brazos y lo llevé a mi

cama dormido. Allí le recé un Padre Nuestro y lo tuve en mis brazos hasta que despertó

y me miró con sus ojos profundos que de repente no me parecieron vacíos.

—Perdóname, Juanito —le dije. —Ya vas a ver cómo cambian las cosas.

En vez de dejarlo solo en la casa como acostumbraba, lo llevé conmigo al

trabajo. Le di la mitad de lo que yo comía en lugar de las sobras, dejé de castigarlo

cuando lloraba. Y por fin decidí que de nuevo trataría de bautizarlo. Esta vez le pedí a

doña Margarita y a don Nicasio que me esperaran dentro de la iglesia. Yo llevé al niño

en mis brazos por la calle principal.

A metros de la iglesia se me apareció el Maligno y no pude seguir. Abracé al niño

muy fuerte y dije, Señor Jesucristo, ayúdame en este trance, por favor.

El niño se retorcía en mis brazos tratando de escapar. El Maligno le tendía los

brazos. Pero yo me había puesto el rosario de mi abuelita alrededor de mi cuello y el del

niño. Le dije:

—Juan de Dios, tú eres mi hijo y yo te quiero, y conmigo te vas a quedar.

Gente que iba pasando se detuvo a ver lo que pasaba. Yo les pedí que me

acompañaran, que fueran conmigo en procesión rezando Padres Nuestros. Yo

avanzaba despacio, empujando al hombre de la manta negra. En la puerta desapareció

y yo entré.

Y aquí lo tiene, Padre Francisco, mi niño. Su nombre habría sido Juan de Dios,

hijo de María Ruiz, de haber sobrevivido mi batalla con su padre. Sé que lo apreté muy

fuerte para poder pasar con él, pero no fue mi abrazo lo que le causó la muerte, sino un

dedo largo y oscuro que se le posó sobre su corazón. Dios lo tenga en su Santo Reino.

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La zarpa del mono

W. W. Jacobs

I

Afuera la noche era fría y lluviosa, pero en la salita de Villa Laburnum estaban

corridos los visillos y ardía luminosamente el fuego. Padre e hijo jugaban al ajedrez;

aquel tenía ideas muy personales sobre el juego, y exponía su rey a peligros tan graves

e innecesarios, que aun la anciana señora de cabellos blancos, que tejía plácidamente

junto al fuego, no podía abstenerse de comentarlos.

—Oigan el viento, —dijo el señor White, advirtiendo tarde un error fatal, y

esforzándose amablemente por impedir que su hijo lo viera.

—Ya lo oigo, —dijo este, observando, ceñudo el tablero y estirando la mano.

—Jaque.

—No creo que venga esta noche, —dijo el padre, con la mano suspendida sobre

el tablero.

—Mate, —replicó el hijo.

—Ese es el inconveniente de vivir tan lejos, —chilló el señor White, con súbita e

injustificada violencia. —Nunca he visto un lugar tan a trasmano, tan incómodo y

cenagoso como este. El sendero es un pantano y el camino es un arroyo. No sé en qué

piensa la gente. Seguramente creen que no importa, porque solo hay dos casas

alquiladas en el camino.

—No te preocupes, querido, —dijo su esposa; —quizá ganes la próxima.

El señor White alzó bruscamente la cabeza, a tiempo para interceptar una

mirada de inteligencia cambiada entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus

labios, y ocultó en la rala barba una sonrisa culpable.

—Ahí está, —dijo Herbert White. Acababa de oírse el ruido del portón, y

pesados pasos se acercaban a la puerta.

El anciano se puso de pie con hospitalario apresuramiento. Abrió la puerta, lo

oyeron lamentarse del tiempo con el recién llegado. Este se lamentaba también por su

cuenta, de modo que la señora White dijo: «¡Ta, ta!» y tosió suavemente cuando su

esposo entró en la sala, seguido de un hombre alto, corpulento, de cara rubicunda y

ojos pequeños y brillantes.

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—El sargento mayor Morris —dijo, presentándolo.

El sargento mayor estrechó la mano de la señora y ocupando el asiento que le

ofrecían junto al fuego observó satisfecho a su anfitrión, que sacaba una botella de

whisky y vasos y colocaba sobre el fuego una pequeña tetera de cobre.

Después del tercer vaso los ojos del sargento se volvieron más brillantes.

Empezó a hablar. El pequeño círculo de familia observaba con ansioso interés a aquel

visitante que venía de lejanas tierras y que cuadrando las anchas espaldas en la silla

hablaba de salvajes escenas y esforzadas hazañas; de guerras y pestes y extraños

pueblos.

—Veintiún años en eso, —dijo el señor White, mirando a su esposa y su hijo y

moviendo la cabeza de arriba abajo. —Cuando se fue, era un jovencito, un dependiente

de los almacenes. Mírenlo ahora.

—No parece haberle sentado mal, —opinó cortésmente la señora White.

—A mí también me gustaría ir a la India, —dijo el anciano. —Nada más que para

ver, ¿sabe usted?

—Está mejor donde está, —respondió el sargento mayor meneando la cabeza.

Bajó el vaso vacío, suspiró y volvió a menear la cabeza.

—Me gustaría ver esos viejos templos, y esos faquires y juglares, —dijo el viejo.

—¿Qué era esa zarpa de mono de que empezó a hablarme días pasados, Morris?

—Nada, —repuso apresuradamente el soldado. —Por lo menos, nada de que

valga la pena hablar.

—¿Una zarpa de mono?, —dijo la señora White con curiosidad.

—Bueno, es algo que quizá podría llamarse magia, —contestó despreocu-

padamente el sargento. Sus tres oyentes se inclinaron ansiosos hacia él. El visitante se

llevó distraídamente a los labios el vaso vacío, y volvió a bajarlo. El señor White lo llenó.

—A primera vista, —dijo el sargento revisándose los bolsillos, —no es más que

una vulgar zarpa de mono momificada.

Sacó algo del bolsillo y lo mostró. La señora White retrocedió con una mueca,

pero su hijo tomó aquel objeto y lo examinó con curiosidad.

—¿Y qué tiene esto de particular?, —preguntó el señor White recibiendo la

zarpa de manos de su hijo y colocándola sobre la mesa después de observarla.

—Un viejo faquir la hechizó, —dijo el sargento. —Era un hombre muy santo.

Quería demostrar que el destino rige las vidas humanas y acarrea grandes males a

quienes se atreven a desafiarlo. La hechizó de modo que tres hombres distintos

pudieran formularle tres deseos.

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Hablaba con seguridad tan impresionante que quienes lo oían soltaron a reír,

pero con risa algo nerviosa.

—¿Y por qué no formula usted tres deseos?, —preguntó Herbert White,

tratando de ser ingenioso. El soldado lo miró con esa expresión con que los hombres

de edad madura suelen mirar a los jóvenes presuntuosos.

—Ya lo he hecho, —dijo quedamente, y su cara cubierta de manchas palideció.

—¿Y se cumplieron los tres deseos?, —preguntó la señora White.

—Sí, —dijo el sargento mayor. El vaso rechinó contra sus fuertes dientes.

—¿Y alguien más los ha formulado?, —insistió la anciana.

—Sí, los tres deseos del primer hombre también se cumplieron, —fue la

respuesta. —No sé cuáles fueron los dos primeros, pero la tercera vez deseó la muerte.

Fue así como la zarpa de mono llegó a mi poder.

Hablaba en tono tan grave que el silencio cayó sobre los demás.

—Si usted ya ha pedido tres cosas, Morris, —dijo por fin el anciano, —esa pata

de mono no le sirve más. ¿Por qué la conserva?

El soldado meneó la cabeza.

—Por capricho, supongo, —dijo lentamente. —He pensado venderla, pero creo

que no lo haré. Ha provocado ya demasiados males. Además, la gente no quiere

comprármela. Algunos creen que es un cuento de hadas; y los menos desconfiados

quieren hacer la prueba primero y pagarme después.

—Y si usted pudiera volver a pedir tres cosas, —dijo el anciano, observándolo

con mirada penetrante, —¿lo haría?

—No sé, —repuso el otro. —No sé.

Tomó la zarpa, la balanceó entre el índice y el pulgar y bruscamente la lanzó al

fuego. White se agachó, con una pequeña exclamación, y la recobró.

—Mejor que arda, —dijo solemnemente el soldado.

—Si usted no la quiere, Morris, —dijo White, —démela.

—No, —respondió porfiadamente su amigo. —Yo la tiré al fuego. Si usted la

conserva, no me eche la culpa de lo que suceda. Sea sensato, vuelva a lanzarla al fuego.

El otro meneó la cabeza y examinó atentamente su nueva posesión.

—¿Cómo se hace?, —preguntó.

—Levántela en la mano derecha y formule sus deseos en alta voz, —dijo el

sargento. —Pero le advierto que las consecuencias pueden ser desagradables.

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—Parece un pasaje de Las Mil y Una Noches, —comentó la señora White,

levantándose y disponiéndose a preparar la cena. —¿Por qué no pides cuatro pares de

manos para mí?

Su esposo sacó el talismán del bolsillo, y los tres se echaron a reír cuando el

sargento mayor, con expresión de alarma, lo tomó por el brazo.

—Si quiere pedir algo, —dijo, —que sea algo sensato.

El señor White la guardó nuevamente en el bolsillo, acercó las sillas a la mesa e

invitó a su amigo a que ocupara su lugar. Durante la cena se olvidó parcialmente del

talismán, y después los tres oyeron, fascinados, una nueva crónica de las aventuras del

soldado en la India.

—Si esa historia de la zarpa de mono no es más verídica que las que nos contó

después —dijo Herbert cuando el invitado se marchó para tomar el último tren de la

noche, —no sacaremos mucha ganancia.

—¿Le diste algo por ella, querido?, —preguntó la señora White, mirando

atentamente a su esposo.

—Una bagatela, —respondió él, sonrojándose levemente. —No quería recibir

nada, pero yo insistí. Y me recomendó una vez más que la tirara.

—¡Cualquier día!, —exclamó Herbert con fingido horror. —¡Ahora que podemos

ser ricos y famosos y felices! Pide que te hagan emperador, papá, para empezar; así

mamá no podrá reñirte.

Huyó alrededor de la mesa, perseguido por la calumniada señora White, armada

de la funda de un sillón.

El señor White sacó del bolsillo la zarpa de mono y la miró dubitativamente.

—No sé qué pedir, no se me ocurre, —dijo lentamente. —Creo que tengo todo

lo que necesito.

—Si pagaras la hipoteca de la casa, serías completamente feliz, ¿verdad?, —dijo

Herbert poniéndole la mano en el hombro. —Bueno, pide doscientas libras. Es

justamente lo que necesitas.

Su padre, sonriendo avergonzado de su propia credulidad, levantó el talismán,

mientras el hijo, con solemne expresión, momentáneamente desmentida por un guiño

dirigido a su madre, se sentaba al piano y tocaba unos pocos acordes majestuosos.

—Quiero doscientas libras, —dijo el anciano en voz muy clara.

Un son triunfal del piano recibió aquellas palabras, interrumpido por un trémulo

grito del anciano. Su esposa y su hijo corrieron hacia él.

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—¡Se movió! —exclamó el señor White, mirando con repugnancia la zarpa de

mono, que yacía en el piso. —En el momento de pedir eso, se retorció en mi mano

como una víbora.

—Bueno, yo no veo el dinero, —dijo su hijo, recogiéndola y colocándola sobre la

mesa, —y nunca lo veré.

—Habrá sido tu imaginación, querido, —dijo la señora White, mirándolo con

ansiedad.

Él movió la cabeza.

—No, pero no importa. No me ha pasado nada, aunque me llevé un buen susto.

Volvieron a sentarse junto al fuego. Los dos hombres terminaron sus pipas.

Afuera el silbido del viento era más agudo que nunca, y el viejo respingó nerviosamente

al oír una puerta que se golpeaba arriba. Los tres cayeron en un silencio inusitado y

opresivo, que duró hasta que los ancianos se levantaron para retirarse.

—Quizá encuentres el dinero dentro de una gran bolsa en mitad de la cama,

—dijo Herbert al darles las buenas noches, —y algo atroz acurrucado sobre el

guardarropa, mirándote guardar tus ganancias mal habidas.

Permaneció sentado, solo, en la oscuridad, viendo caras en el fuego moribundo.

La última era tan horrible, tan simiesca, que Herbert la contempló con asombro. Y

luego se volvió tan vívida que el muchacho, soltando una risita inquieta, buscó a tientas

sobre la mesa un vaso de agua para lanzárselo. Sus dedos tocaron la zarpa de mono.

Con un estremecimiento se frotó la mano en el saco y subió a su dormitorio.

II

A la mañana siguiente, a la luz del sol invernal que se derramaba sobre la mesa

del desayuno, se rió de sus temores. El comedor mostraba un aspecto prosaico y

saludable que no había tenido la noche anterior, y la sucia y encogida zarpa de mono

yacía sobre el aparador con un descuido que revelaba escasa fe en sus virtudes.

—Supongo que todos los viejos soldados son iguales, —dijo la señora White.

—¡Qué ocurrencia tan estrafalaria! ¿Cómo creer que en los tiempos que corren pueden

cumplirse los deseos de uno? Y aun cuando se cumplieran, —añadió dirigiéndose a su

esposo, —¿qué daño podrían hacerte doscientas libras?

—Quizá le caigan encima de la cabeza, —aventuró el frívolo Herbert.

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—Morris dijo que las cosas ocurrían tan naturalmente, —respondió el padre,

—que si uno quería, podía atribuirlas a simple coincidencia.

—Bueno, no te apoderes del dinero antes de que yo vuelva, —dijo Herbert,

levantándose de la mesa. —Temo que te conviertas en un hombre ruin y avaro, y

tengamos que desconocerte.

Su madre se echó a reír, mientras lo acompañaba hacia la puerta, y lo observó

alejarse por el camino. Después, al volver a la mesa, se regocijó mucho a expensas de la

credulidad de su esposo. Pero todo esto no le impidió correr a la puerta cuando llamó

el cartero ni aludir con cierta acritud a las tendencias alcohólicas de los sargentos

retirados cuando descubrió que el correo traía la cuenta del sastre.

—Supongo que Herbert insistirá en hacerse el gracioso cuando vuelva, —dijo

mientras se sentaban a comer.

—Imagino que sí, —contestó el señor White, sirviéndose cerveza. —Pero, a

pesar de todo, esa zarpa se movió en mi mano. Podría jurarlo.

—Fantasías tuyas, —dijo la anciana, condescendiente.

—Te digo que se movió, —replicó él. —No es que lo haya imaginado. Yo

acababa de… ¿Qué ocurre?

Su esposa no respondió. Estaba observando los misteriosos movimientos de un

hombre que, afuera, atisbaba indeciso la casa, como tratando de decidirse a entrar.

Observó que el desconocido vestía elegantemente y usaba un flamante sombrero de

seda; por asociación de ideas, recordó las doscientas libras. Tres veces el hombre se

detuvo ante la verja y las tres veces reanudó su camino. A la cuarta posó la mano en

ella, la empujó con brusca resolución y echó a andar por el sendero. En aquel momento

la señora White se llevó las manos a la espalda, desatando apresuradamente el

cinturón de su delantal, que guardó bajo el almohadón de su silla.

Hizo entrar al desconocido, que parecía inquieto. La miraba furtivamente y oía

con preocupación las excusas de la anciana por el aspecto de la estancia y por el saco

que vestía su marido y que por lo general usaba para trabajar en el jardín. Después

aguardó, con la escasa paciencia de que son capaces las mujeres, a que el hombre

hablara. Pero él permaneció unos instantes en extraño silencio.

—Yo… me ordenaron que viniera a verlos, —dijo por fin, agachándose para

recoger una hilacha de su pantalón. —Vengo de la compañía Maw y Meggins.

La anciana se sobresaltó.

—¿Pasa algo?, —preguntó sin aliento. —¿Le ha sucedido algo a Herbert? ¿Qué

es? ¿Qué es?

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Su marido se interpuso.

—Vamos, querida, vamos, —dijo apresuradamente. —Siéntate y no te alarmes

antes de tiempo. Estoy seguro, señor, —añadió mirando al otro con expresión

anhelante, —de que usted no nos trae malas noticias.

—Lo siento…, —comenzó el visitante.

—¿Está lastimado?, —preguntó la madre, desesperada.

El desconocido asintió.

—Gravemente herido, —dijo quedamente, —pero no sufre.

—¡Oh, gracias a Dios!, —exclamó la anciana entrecruzando los dedos de sus

manos. —¡Gracias a Dios que no sufre! Que…

Se interrumpió bruscamente al comprender el siniestro significado de aquellas

palabras, y en el rostro desviado del desconocido vio la espantosa confirmación de sus

temores. Contuvo el aliento, y volviéndose a su esposo, más tardo en comprender,

colocó sobre la de él su mano arrugada y temblorosa. Hubo un largo silencio.

—Lo atraparon las máquinas, —dijo el visitante por fin, en voz baja.

—Lo atraparon las máquinas, —repitió el señor White, aturdido. —Sí, ya veo.

Permaneció sentado mirando por la ventana, con los ojos vacíos, estrechando

entre las suyas la mano de su mujer, como solía hacerlo en los días de su noviazgo, casi

cuarenta años atrás.

—Era el único que nos quedaba, —dijo; volviéndose hacia el visitante. —Es

duro.

El otro tosió, se levantó, fue lentamente a la ventana.

—La compañía me ha encomendado que les transmita sus sinceras

condolencias por esta gran pérdida, —dijo sin mirarlos. —Les ruego comprender que

yo soy solo un empleado y no hago más que cumplir órdenes.

No hubo respuesta. La cara de la anciana estaba blanca, sus ojos fijos, su

respiración no se oía. El semblante de su esposo tenía, quizá, la misma expresión de su

amigo el sargento al entrar por primera vez en combate.

—Me mandan decir que Maw y Meggins rechazan toda responsabilidad

—prosiguió el otro. —No admiten haber contraído obligación alguna, pero,

considerando los servicios prestados por su hijo, desean entregarles una determinada

suma a modo de compensación.

El señor White dejó caer la mano de su esposa, y poniéndose de pie miró al

visitante con expresión de horror. Sus labios secos articularon un par de sílabas:

—¿Cuánto?

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—Doscientas libras, —fue la respuesta.

Sin oír el grito de su esposa, el anciano sonrió vagamente, alzó las manos como

un hombre ciego, y se desplomó inconsciente sobre el piso.

III

En el vasto cementerio nuevo, a dos millas de distancia, los viejos sepultaron a

su hijo y volvieron a la casa sumida en sombras y en silencio. Todo terminó tan

rápidamente que al principio apenas alcanzaban a comprenderlo y parecían esperar

que sucediera algo más, algo que aliviara aquella carga demasiado pesada para ellos.

Pero pasaban los días y la expectativa cedió su lugar a la resignación, esa

desesperanzada resignación de los viejos que a veces, equivocadamente, se llama

apatía. En ocasiones pasaba mucho tiempo sin que cambiaran una palabra, porque

ahora no tenían nada que hablar, y eran largos hasta la fatiga sus días.

Una semana más tarde el anciano, despertando de pronto en la noche, extendió

el brazo y descubrió que estaba solo. El cuarto hallábase oscuro y de la ventana

llegaban ahogados sollozos. Se incorporó en la cama y prestó atención.

—Vuelve, —dijo tiernamente. —Tomarás frío.

—Mi hijo tiene más frío, —dijo la mujer renovando su llanto.

El sonido de los sollozos se apagó en sus oídos. La cama estaba tibia, y sus ojos

pesados de sueño. Dormitó a intervalos y por fin se quedó completamente dormido

hasta que un alarido súbito y salvaje de su esposa lo despertó con un sobresalto.

—¡La zarpa!, —gritaba desesperadamente. —¡La zarpa de mono!

Él se incorporó, alarmado.

—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué ocurre?

Ella se le acercó trastabillando.

—¡Dámela!, —dijo quedamente. —¿No la has destruido?

—Está en la sala, sobre la repisa, —contestó extrañado. —¿Por qué?

Ahora la anciana lloraba y reía al mismo tiempo, e inclinándose sobre él lo besó

en la mejilla.

—Acaba de ocurrírseme, —dijo histéricamente. —¿Cómo no lo he pensado

antes? ¿Por qué no lo pensaste tú?

—¿Pensar qué?

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—Los otros dos deseos, —contestó ella rápidamente. —Sólo hemos formulado

uno.

—¿No fue bastante?, —preguntó ferozmente.

—No, —replicó ella, triunfante. —Pediremos otra cosa más. Ve, tómala rápido,

pide que nuestro hijo resucite.

El hombre se sentó en la cama y apartó las mantas de sus piernas temblorosas.

—¡Santo Dios, estás loca!, —exclamó, aterrorizado.

—Búscala —dijo ella, jadeante. —Búscala pronto, y pide… ¡Oh, hijo mío, hijo

mío!

Su esposo encendió la vela con un fósforo.

—Vuelve a la cama, —dijo con voz insegura. —No sabes lo que estás diciendo.

—El primer deseo se cumplió, —dijo la anciana, febril. —¿Por qué no el

segundo?

—Fue una coincidencia, —tartamudeó él.

—Ve, búscala, pide, —gritó la mujer, temblando de excitación.

El viejo la miró. Su voz temblaba.

—Hace diez días que está muerto, y además… no quise decírtelo antes, pero yo

solo pude reconocerlo por sus ropas. Si antes era demasiado terrible para ver, ¿qué

será ahora?

—Tráelo, —gritó la anciana arrastrándolo hacia la puerta. —¿Crees que tendré

miedo del hijo que he criado?

A tientas en la oscuridad, él bajó a la sala y se encaminó a la repisa de la

chimenea. El talismán estaba en su lugar. Lo asaltó un terrible temor de que el deseo

no formulado trajera a su hijo mutilado antes de que él pudiera escapar del cuarto, y

contuvo la respiración al comprender que ya no sabía dónde quedaba la puerta. La

frente fría de sudor, se abrió paso tanteando con las manos alrededor de la mesa y a lo

largo de la pared hasta que se encontró, en el pasillo, con aquella cosa horrible en la

mano.

Aun la cara de su esposa parecía cambiada cuando él entró en el dormitorio.

Blanca, expectante, antinatural. El anciano tuvo miedo.

—¡Pide!, —exclamó ella con voz penetrante.

—Es una tontería y una maldad, —tartamudeó.

—¡Pide!, —repitió la mujer.

Él levantó la mano.

—Deseo que mi hijo vuelva a la vida.

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El talismán cayó al piso y él lo miró con temor. Después se hundió temblando en

una silla mientras la anciana, con ojos incendiados, se dirigía a la ventana y alzaba los

visillos.

Él permaneció sentado hasta que el frío lo hizo temblar. De tanto en tanto

miraba a la anciana, que atisbaba por la ventana. El cabo de vela, que se había

consumido por debajo del borde del candelero enlozado, lanzaba vacilantes sombras

contra el techo y las paredes, hasta que, al fin, fluctuó por última vez y se extinguió. El

anciano, experimentando una indecible sensación de alivio ante el fracaso del talismán,

volvió a la

cama, y uno o dos minutos más tarde llegó su mujer, silenciosa y apática.

No hablaron. Se quedaron escuchando silenciosamente el tictac del reloj. Crujió

la escalera, chilló una rata, atravesando veloz y ruidosa un agujero de la pared. La

oscuridad era opresiva. Al cabo de un rato el hombre juntó coraje, tomó la caja de

fósforos, encendió uno y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera se apagó el fósforo. Se detuvo para encender otro. Y en

aquel momento llamaron a la puerta de calle con un golpe tan quedo y cauteloso, que

era apenas perceptible.

Los fósforos cayeron de su mano y se desparramaron por el pasillo.

Se quedó inmóvil, con el aliento suspendido, hasta que se repitió el llamado.

Entonces dio media vuelta, huyó precipitadamente a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó

el tercer golpe.

—¿Qué es eso?, —preguntó la anciana, incorporándose.

—Una rata, —dijo el hombre con acento conmovido… —una rata.

Me crucé con ella en la escalera.

La mujer se sentó en la cama, escuchando. Un fuerte aldabonazo repercutió en

todo el interior de la casa.

—¡Es Herbert!, —gritó. —¡Es Herbert!

Corrió hacia la puerta, pero su esposo llegó antes que ella, y tomándola del

brazo la sujetó con fuerza.

—¿Qué vas a hacer?, —murmuró roncamente.

—¡Es mi hijo; es Herbert!, —exclamó ella, forcejeando mecánicamente. —Olvidé

que debía caminar dos millas. ¿Por qué me sujetas? Suéltame. Debo abrirle la puerta.

—Por amor de Dios, no lo dejes entrar, —exclamó el viejo, temblando.

—Tienes miedo de tu propio hijo, —gritó ella, debatiéndose. —Suéltame. ¡Ya

voy, Herbert, ya voy!

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Hubo otro golpe, y otro. Con un brusco movimiento la anciana se soltó y salió

corriendo de la habitación. Su esposo la siguió hasta el descanso y la llamó

desesperadamente mientras ella seguía bajando a la carrera. Oyó chirriar la cadena y

luego el cerrojo inferior que salía lenta y dificultosamente de su anillo. Después la voz

de la anciana, ronca y jadeante.

—El otro cerrojo, —gritó. —Baja. Yo no puedo alcanzarlo.

Pero su esposo, de rodillas, buscaba a tientas en el piso, desesperadamente, la

zarpa de mono. ¡Si pudiera encontrarla antes de que «aquello» que estaba afuera

entrase…!

Un tableteo de aldabonazos reverberó en la casa.

Su esposa arrastraba una silla y la colocaba contra la puerta.

Después, el chirrido del cerrojo que se abría despacio, y en aquel momento

encontró la zarpa de mono, y frenéticamente musitó su tercer y último deseo.

Los aldabonazos cesaron bruscamente, aunque sus ecos perduraban todavía en

el recinto de la casa. Oyó el ruido de la silla hecha a un lado y el ruido de la puerta que

se abría. Una ráfaga helada subió por la escalera, y el gemido de angustia y desconsuelo

de su esposa le dio las fuerzas para correr junto a ella, y luego en dirección a la reja. Un

mortecino farol callejero alumbraba el camino tranquilo y desierto.

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