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Arrazados - Roberto Cuéllar

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Arrazados de Roberto Cuéllar publicado por la editorial Yerba Mala Cartonera

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ArraZados

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Yerba Mala Cartonera

ArraZados

Roberto Cuéllar

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© Roberto Cuéllar, 2015

© Editorial Yerba Mala Cartonera. 2015

Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.

[email protected]

http://yerbamalacartonera.blogspot.com

https://www.facebook.com/yerbamalacartonera

Telfs. 70751017, 70727847

Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera

(Perú), Ediciones la Cartonera (México), Animita Cartonera

(Chile), Dulcinéia Catadora (Brasil) y muchos más en casi 20 países.

Impreso en: Imprenta “Magda I” en alguna parte de Cochabamba

Impreso en Bolivia

Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado de Magda Rossi

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Se acostumbraron a desafinarse, a descarrilarse

en diferentes matices, planetas o dimensiones,

criaturas de antípodas irresolubles.

Impares como recuerdos o mancos,

desemejantes como letras o fobias,

heterogéneos como cicatrices de incendio.

Practicaron aquello que enfurece de solo pensarlo.

Domiciliados en callejones suspensivos y abismo

fueron horda mordisqueándolo todo.

Deshilacharon la cuerda de la que pendía el destino.

Caen ahora, justo se despeñan ahora,

aunque piensan que alzaron vuelo con sus almas a diesel.

Confundieron postrimería con evolución.

Se creyeron alados, sublimes.

Únicamente la vida se les pasaba volando.

Lo cierto es que aceleraron frenéticamente en reversa,

absortos en el confort de tres comidas al día.

Enladrillaron la parte sentimental del ocaso;

reemplazaron la risa con texturas de óxido y sarcasmo.

Un escote desnudamente insensato se llevó a cabo;

la muerte vio algo adentro y quiso husmear el amor.

Sedujeron a quien menos debían.

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La calentura ambiciosa de una copa de más,

propició un revuelco ominoso

que engendró el corto circuito perpetuo.

La contraseña, definida como el arte de simplificar un engaño,

o codificar un secreto, ya no sirve de nada.

La única flama a lo lejos, emana de dos amantes ahorcados.

Malas ideas se arrastran hasta internarse en las venas.

Se avecina el demandante de las mórbidas deudas.

Monarca incontenible que atropella a mansalva.

Pagarán santos y pagarán transgresores.

Sufrirán los ingenuos, los infames y los inciertos.

El azar ha dejado de serlo, pues se viene por todos.

Es la voraz eutanasia de los mundos con cáncer.

Entretanto, un buitre sobrevuela tormentos ajenos.

Se huele a idolatría enfermiza,

a industria de ceño fruncido,

a misericordia tullida,

a pregunta que no da en el blanco,

a pulposo divorcio, a desfalco amaestrado,

a pus químicamente inestable.

Levadura romántica que al final se desploma

en la boca del horno.

Civilización de mala gana engendrada.

Los plurales se han condensado

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formando un singular estertor sin especie.

Son los caballos de fuerza con que se impulsa el delirio.

Climatológica dama en cuclillas

riega granizos de pan a pájaros gélidos.

Exhala desdicha que se impregna en las plumas.

Sus medidas de cuento breve han degenerado

en pesadez novelada.

Saluda, fantasma cantante, tordo de día nublado.

Parece un croquis, pero cuánto cuesta llegar al alivio.

¿Qué es un déjà vu cuando se ha visto todo,

incluso su viceversa?

¿Qué es una silueta, aparte de un tramo prohibido?

Lo que se denomina “hoy” tiene parientes en lo muy cerca;

no lo suelta el pasado,

es jalado por el futuro,

y entre dos antítesis tercas, es mejor transmutarse en gerundio.

Vean síntomas y vean trigales,

vean lo negro de algunos consejos.

Pese a su aspecto de verbo, no dejan nunca rehacer.

Todo sufijo en extremo es dañino, si se trata de abrir.

La palabra adecuada no se vende en los quioscos

ni la garantiza el vino crucial.

Una espera, un renglón apurado,

un tamborileo de lápiz contra la mesa;

ningún corrector curaría tan avanzadas erratas

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ni aguantaría el feroz neologismo

con que el planeta dimite.

¡Qué disparate fue desbloquear los amortajados candados!

Se acerca la indecencia de fecha jurada

con irreversibilidad de acreedores históricos,

pues de cráter consiste, de baches que jamás adelgazan.

Se desviste como una piedra después del cristal.

Colará mares en tamices de maremoto y ficción.

Será el momento en que suelte a la medianoche rabiosa,

que oculta en un grano de arena, aguarda silente.

Todo es dudoso como apretones de mano

o poema que debe explicar su autor que no sabe.

La sonrisa era un músculo en incansable ejercicio,

hasta que cierta traición apuñaló su curvatura de hamaca.

Quien antes se meciera en su juvenil alegría

se descubrirá -enmohecido y amorfo-

en la zanja de los hematomas y olvidos.

¿Nadie reparó en que los ríos se desvanecían

bajo lagrimones de asfalto y metal?

¿En que frondosidad, lozanía, doncellez, ya no eran hijas

-sino parias- del corriente vocabulario?

Hay rasgos faciales que anticipan un crimen;

son conductos a retorcidos paisajes, espejos profetas.

Geografía donde silencios limitan

íntimamente con los barrancos.

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Un solo guiño hace la tarde impotable.

Migran por el revés. Quizá haya menos escollos detrás.

La noche arroja baldazos de agua

desde su inmensa azotea;

y el pensamiento, instrumento en apuros,

naufraga en estremecimiento y pesar.

El odio no economiza durante los exterminios.

Tal parece que habrá despilfarro de estragos.

Pasan las horas en fila;

montados en ellas minutos, segundos, suspiros,

exhibiendo sus carnes fugaces,

destellos en combustión espontánea.

Promueven inquietudes de piernas cruzadas,

de pies tremulantes, de pulsaciones congestionadas.

Quien tropieza con Dios en la calle,

lo despacha con empujón de endeudado.

Puentes que se parten de risa

a la izquierda de lo que puede ser niebla.

Confabulan los hechos

a diestra y siniestra. Mala suerte ambidiestra.

Bolsillo que ahorra agujeros,

pasatiempo amarillo que juega a la fiebre,

limosna alquilada cuyo fin será empeorar

en cuanto la crisis mejore.

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Guárdense un grito para afrontar emergencias de barda.

Todos padecen un poco de adulterio y septiembre,

algo de material zambullido,

manía de mirar el reloj y recobrar el aliento

si aún queda tiempo para nuevos afanes.

Justamente rebota la noche

-pelota preñada de sombras-

en el patio sin niños.

Anuncia el insomnio repleto.

Y no admite objeciones

porque no es algo vivo,

sino sinonimia del caos.

¿Existe vida después de la suerte?

Se sabe de un hombre que recordaba el futuro

con exactitudes de tumba, certidumbres de hambre

y pormenores de ojeras.

Los soñadores de entonces pedían, desconsolados,

que fabriquen fantasías durables,

que manufacturen lenguas cordiales,

puños que disparen caricias,

pies que caminen, pero que vuelvan

con el primer bus de la fragante añoranza.

Que caven fosas y acribillen inquinas,

reciclen insultos para ensamblar irrompibles gorriones.

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Y ganó a las vencidas la reincidencia de siempre.

Boca roja como el desenlace de un tiroteo,

carbón friccionado hasta el colmo,

roja como la aguda sirena que va pregonando

el arribo de las epidemias.

Desenfrenada turba en la feria de las extinciones,

luce tal pasión bacteriana por probárselo todo:

pantalones de síndromes finos,

espasmódicas chompas adrede,

pañuelos con estampas virales,

bragas ateas, pendientes tiranos,

sandalias de inmunodeficiencia en camino.

Todo en rebaja, más que en oferta.

Es un capricho mamífero embelesarse ante trampas.

¡Cuánto y sencillo cebo de azufre!

Fueron tan presa, tan evidentes, tan reincidentes;

no supieron ser el vapor que no se envasa ni se secuestra,

el humo que jamás pasará por aduanas,

el pasadizo sanguíneo por donde se lograr escapar

a campo través y en un santiamén.

Por eso el regusto a sedimento o lineal decadencia;

por eso da pena comprobar los enchufes quemados,

las moscas en fuga,

las últimas llamadas perdidas.

No porque fuera un cortometraje se la vio poco.

La venganza es una actriz que ensaliva los paladares.

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Sin embargo, ya nada tiene sentido, salvo el delirio.

Hiato espumeante,

trabalenguas sinfónico de quien agoniza,

que obliga a tararear despedidas al espectador repentino

y a un gato en alféizar.

El inquilinismo entre corazón y despecho

ha marcado la ruta de expatriados suicidas.

Quien se quita la vida a hurtadillas

deja un grito encerrado en los frutos.

Una voz, apenas oíble como un submarino, pedía ser respirada.

Un cachorro de viento se inmiscuye en las casas.

Rebate la ropa, desordena revistas y calendarios.

Memoriza cada detalle de la habitación asustada.

Es un pupilo eficiente, espía del cataclismo.

Más tarde, como un bestial toro de espinas,

la tormenta se ancla en el anverso celeste.

Gira el búmeran de los desacuerdos;

la contradicción se embellece y ataca.

Herramienta que perfecciona un siniestro.

No hay museos, no hay llanuras

todo es chirrido de gozne.

Sin ángulo. Sin canciones de cuna.

Raza imantada que atrae asteroides.

¿Qué da miedo cerval?

Dios descubierto, en tanto que orina

en los arrabales sobre inocentes destinos.

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¿Qué es horroroso?

Hay melodías que únicamente cobran sentido

en peluquerías y entierros,

en confesiones fuera de tono,

en sopesar lingotes de amistades vencidas.

El mar ha telegrafiado muertos tan breves

que ni las madres pudieron leer sus despojos.

Pugnan los extremos por manosearse entre sí

hasta escandalizar los cimientos del cauto.

Lloran lechuzas, paredes, cigarros interrumpidos.

Se ha vuelto huraña la biblioteca descabellada.

El aire sube de precio.

Al cielo le han puesto nuevos apodos.

Luna perdida -sin maternal órbita- rota en sentido contrario y desaparece.

En espectrales talleres confeccionan un terror instantáneo.

Redactan kilómetros de cordilleranos temblores.

Montaña antiguamente maciza,

se desbarata cual castillo de arena.

Cruza la calle un helor de cosa perdida;

un redoble de perplejidades retumba en la iglesia.

He aquí el eslabón que abrocha los meses

a la tristeza madura.

Se revoca la ley de la cadena alimenticia.

Pasará caudalosa, incesante, la cronológica ave homicida.

Devórense los unos a los otros en galopante impudor.

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Demonios miran con antropológico asco

el ajetreo de los mortales.

Sucede que al asentarse siquiera un instante,

provocan terrenos en que afloran reyertas

y rubias nostalgias.

Ya es oficial la onomatopeya del corte,

el desgarro sin que haga falta decirlo.

Semicorcheas del pecho delatan nerviosismo cardiaco

porque revientan las ampollas de lo inevitable

cual piñata dentada.

Se hunde el carretón de los ciclos, de las eras silvestres,

de las nadas divinas.

Cruje un déspota atlántico.

Gruñe el que fuera pacífico.

Esdrujulísima tensión en veloz crecimiento;

tiene los genes de rumor enconado.

Diagnosticaron que no queda campo para nuevos ejemplos.

Ningún etcétera servirá de refugio.

Algunos opinan que la erosión comenzó

cuando se multiplicaron las ruedas.

Algo de turno, lo que en espiral siempre aúlla,

se despereza y sacude.

En las nubes, semejante a cóndor pensando,

se lanza en picada el primer desamor.

Como horrenda pócima contra la tos

se atorará en las gargantas.

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¿Sabrá acaso que la mugre invadió los hogares

y que han florecido imperfectas orquídeas sobre cada colchón?

Al mal agüero le fascina tomar examen sorpresa

y declamar odas al muerto: hueco envuelto para regalo.

Reajustando chispas de relámpagos rotos

lo pretérito es capaz de refaccionar infortunios.

Perpendicularmente agrio,

un líquido agrede los techos

con ese dolor antiquísimo de codo golpeado

que se expande hasta las arrugas del corazón.

Mientras, un calambre salino espeluzna provincias y vellos.

Salida olvidada donde se interrumpen los mapas.

La intimidad arqueológicamente invadida,

la felicidad en estado de sitio,

la noria perdida en los decimales del bosque.

Cabizbajo mundo de nudos y controversias,

mercado de hipocresía instintiva.

Si lealtad creciera en los árboles y en las promesas,

cosecharían generoso racimo y numerosa moral.

Si hubieran enseñado la sencilla postura de aborigen sensato

al hiperactivo simio de las tabernas.

Es curioso también que los jóvenes,

esos derrumbes que aún no acontecen,

marchen vestidos de blanco y ruido

cual ángeles desentonados,

cadáveres sin compromiso.

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El tiempo -el sastre del desastre-

se desveló cortando la tela de la hecatombe.

Estrenarán el desapacible traje de lo que está bajo tierra.

Despídanse de lo que encuentren, no lo usarán otra vez.

El hecho es que sacaron partido de lo inofensivo.

Dragaron bancos de paz

hasta la bancarrota de la inocencia;

perpetraron desmanes con bocinazos y eructos.

Omnívora plaga que monda lo que no necesita.

Híbridos de torrente y colmillo.

Erguida pandemia.

Humanidad: grifo abierto que nadie advirtió.

Se empantanó la pureza a su paso.

El caos resultó ser un orfebre de pulgares monstruosos,

bípedo compositor de racismos, escultor de perjurios,

narrador de cohechos, falsificador de ilusiones.

Ojalá no tuviera la puntería de un sismo. Ojalá.

Se atascó y se engulle a sí misma

la máquina de escribir de carrete infinito.

Pero ha tecleado un borroso adiós desde el limbo.

Los engranajes místicos se baten a duelo,

se propinan coces, cornadas,

se despellejan y vuelven a cero.

Resuena el galimatías de universal avería.

Contra todo pronóstico, el desenlace ya está vertebrado.

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Baja lentamente los escalones del horizonte

(¿cómo intitular su apariencia,

o adjetivar su gula, o reprimir su cólera entera?),

se escabulle por la ventana de todos los cuerpos.

Brazos abiertos, extensiones de suelo hacia el éter.

Súplica inversa a falta de futuro a la vista.

Íntegramente en vano.

Pidan clemencia, imploren ser redimidos

al sacro placebo de la medicina o la eucaristía.

Busquen amparo en el raquítico búnker del gimoteo.

Rematadamente en vano.

Un acceso de ira genera voltios o amperios y electrocuta la hierba.

Ya llega, se asoma, ya se babea por sus espinas dorsales.

Se llevará primero a sus hijos,

luego el vientre de sus mujeres,

para volver embriagado de cerros

y descuajarlos del túnel.

¡Qué horrores moran en las fauces de un insospechado minuto!

Esto no es otra cosa que moraleja sin discípulos.

Esto es el inodoro del pandemónium.

Las furias de mecha encendida

harán explosión dentro del siglo y su anonimato.

Así es la fatalidad, natural como un trago de agua,

contundente como el zapato que aprieta.

No hubo quien le prestara atención

hasta que irrumpió su vesánico y total apetito.

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Con seguridad el planeta,

divisado desde los guetos de la creación,

se ofrecía igual que un plato servido y prostituido.

Han hecho de este lugar un vergel de reintentos fallidos,

metáfora mustia, hormonalmente grieta.

El atajo, por donde las pesadillas

salen a alimentarse,

ha quedado expedito.

Tienen la fisonomía de tragedia enjaulada… ya liberada.

Succionan rincones y crean

la superficie que se les antoja.

Hacen malabarismo con sembradíos, lagunas y montes.

Estornudan sobre suburbios, quebradas, villorrios.

Contrabandistas de lepra,

mercaderes de ceniza y anomalías.

Tiendan espíritus bajo la lluvia y que los seque la amnesia.

Muere otra tarde, y pensar que restan malas noticias.

Reverdecen los traumas y recrudecen tumores.

Para horadar juntos mejor,

los accidentes inventan diámetros duros.

El alcohol hizo jirones la timidez de una bomba,

y sobre la barra asienta de golpe

un mundo hecho añicos

como un arma recién disparada;

humeante, exitosa, torva y graduada.

El vacío masticará restos de algo que estuvo.

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Y otra vez ella, la mujer de hace rato…

Sus ojos -poblados de adoquines y capítulos cortos-

retenían la utilidad de lo claro,

además de lo adecuado y sano de las penumbras.

Era la felicidad sorpresiva que siente

el animal acariciado y sin dueño.

Queda, a lo sumo, un pequeño escuadrón

de minusválidos rezos.

Queda cierto espejismo foráneo

al que se exiliaron caravanas de hormigas

en plena granizada de reventado arcoíris.

Dios preparó su maleta estelar. Se marcha a sus anchas.

Se eternizan los huracanes como el más combativo ajedrez.

La náusea rudimentaria se perfecciona.

Azotes hertzianos orquestan el postrer desconcierto.

Tumulto, estruendo, diluvio de meteoritos en cinta.

La excelsa bestia no huele a canela

cuando da abrazos.

Hiede a paradoja implacable,

apesta a morgue, a cacofonía,

a canalla exhumado.

Ya demolieron -los blindados tractores del tiempo-

lo que hubiera a su paso.

Cuando se apacigüen los fogonazos del desalojo,

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alguna cosa (¡de qué otra forma llamarla!) que sobreviva,

tendrá a su disposición

apenas temperatura deshidratada,

carroña sin costa visible.

Súbitamente, un quejido de alacrán malherido

despierta al vecindario cósmico durante la madrugada.

En serio ¿era un sueño?

¿La humanidad aún puede elegir?

Una precaria llovizna rompe en admoniciones

de que no habrá salvación,

a menos que se componga el espécimen puro,

el endecasílabo sabio de la razón, tolerancia y afecto,

en aquel impoluto borde de última página

-aunque matemáticamente ilegal, físicamente posible-

que resguardara del garabato incurable la piadosa fortuna.

Y no falta quien, enjugándose el rostro pasmado,

resuelve nuevamente dormir

bajo el amparo de su convaleciente apatía,

a salvo de los truenos que encubren, no obstante,

las calamidades a punto de violentar cada puerta,

porque despertar es también parte de un sueño

que hace a las razas -indignas cayendo- sentirse volar.

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Diseño: Pablo Sanchez