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Billy Budd, marinero Herman Melville Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Billy Budd, marinero

Herman Melville

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I

En la época anterior a los buques de vapor -oentonces más frecuentemente que ahora-, cual-quiera que vagabundeara por las dársenas dealgún puerto importante vería atraída su aten-ción hacia un grupo de marineros bronceados,tripulantes de buques de guerra o mercantes,endomingarlos y de franco en tierra. A vecesestarían flanqueando -o bien, casi rodeando porcompleto, como un cuerpo de guardia- a algu-na figura superior de su propia clase que lesacompañaría como Aldebarán entre las estrellasmenos importantes de su constelación. Estesingular personaje era El Marinero Apuesto,producto de un tiempo menos prosaico que lasnaves militares o mercantes. Sin rasgo algunode vanagloria, más bien con esa fácil con-descendencia que da una realeza natural, pare-cía aceptar el homenaje espontáneo de sus ca-maradas.

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Un ejemplo en cierto modo extraordinariorecurre a mí. En Liverpool, hace ya medio siglo,vi, a la sombra del grande y sucio paredón de laDársena del Príncipe (un obstáculo desapareci-do hace ya mucho), a un marinero común ycorriente, tan intensamente negro que segura-mente debió haber sido africano nativo de nomezclada sangre Ham, y de físico tan bien pro-porcionado como de estatura muy por encimade lo normal. Lucía un pañuelo de seda de vi-vos colores flojamente anudado al cuello, cuyosdos extremos bailaban sobre su magnífico pe-cho de ébano; las orejas, adornadas con enor-mes aretes de oro, y una boina de montañésirlandés se posaba sobre su bien formada cabe-za. Era un tórrido mediodía de julio, y su rostrolustroso de transpiración brillaba con un buenhumor casi salvaje. Se paseaba de izquierda aderecha, con sus blancos dientes relucientes, enmedio de un grupo de compañeros. Estos erande constituciones tan variadas y provenían detribus tan diversas que bien les hubiera calzado

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ir encabezados por Anarchasis Cloots1 al estra-do de la primera Asamblea Francesa como Re-presentantes de la Raza Humana. A cada tribu-to espontáneo rendido por los transeúntes aesta especie de pagoda negra -el tributo de unadetención y :una ojeada, y, menos frecuente-mente, de una exclamación-, este séquito tanvariado demostraba sentir la misma clase deorgullo que, sin duda, los sacerdotes asirioshabrían sentido cuando los fieles se postrabanante su gran Toro esculpido.

Prosigo. Si en algunas ocasiones parecía unpoquito un Murat náutico2 en la manera como

1 Anarchasis Cloots: nacido en 1755 en la nobleza pru-siana. Gastó enormes fortunas en la difusión de las ideasrepublicanas. Presentó una delegación de extranjeroscomo embajadores de la raza humana a la AsambleaNacional Francesa. Se hizo ciudadano francés y fueelegido para la convención. Habiendo perdido laconfianza de Robespierre, fue ejecutado en 1794.2 Murat náutico: Joachim Murat (1767-1815), cuñado deNapoleón y convertido por éste en Rey de Nápoles. Fueun soldado de caballería brillante y elegante hasta la

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se plantaba en tierra, el Marinero Apuesto de laépoca en cuestión no evidenciaba ninguna delas características de petrimetre de Billy ElMaldito, un personaje divertido totalmenteextinguido en la actualidad, pero que ocasio-nalmente se encuentra y de alguna manera aunmás gracioso que el original, en la caña del ti-món de algunas embarcaciones en el tempes-tuoso Canal Erie o, más probablemente, fanfa-rroneando en las tabernas de mala muerte a lolargo del camino de sirga. Invariablemente ex-perto en su peligroso oficio, tenía además algode vigoroso boxeador o luchador. Era fuerza ybelleza. Se referían historias de sus proezas. Entierra era el campeón; a bordo el que llevaba lavoz cantante. En toda ocasión, siempre el me-jor. Si era preciso arrizar las gavias en plenatormenta, allí estaba él. a horcajadas en la puntade la verga, el pie en el "caballo flamenco", co-mo en un estribo, agarrando con ambas manos

ostentación.

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la orejera como si fuese una brida, en una acti-tud muy similar a la del joven Alejandro do-mando al feroz Bucéfalo. Una figura soberbia,como echada a cara o cruz por los cuernos deTauro en medio del cielo tempestuoso, quellama jovialmente a gritos a la vigorosa fila a lolargo del palo.

Rara vez la naturaleza moral no concordabacon la apariencia física. En verdad, sólo unigual a él habría podido concertar (el donaire,la fuerza, siempre tan atractivos en la perfec-ción masculina) esa especie de sincero homena-je que El Marinero Apuesto recibía en algunasocasiones de sus compañeros menos dotados.

Así de atrayente, al menos en cuanto a as-pecto y también en parte en cuanto a carácter(aunque con algunas variantes que quedaránde manifiesto a medida que esta historia prosi-ga), era Billy Budd, el de los ojos color del fir-mamento, o Baby Budd, como finalmente y demodo más familiar se le llegó a llamar, en cir-cunstancias que se darán a medida que avance

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este relato. Era un muchacho de veintiún años,marinero encargado de la cofa de trinquete enun barco de la flota británica a fines de la últi-ma década del siglo XVIII. No hacía muchotiempo, en relación a la época de esta narración,que había ingresado al servicio del Rey. Habíasido trasbordado en los Canales Ingleses e Ir-landeses de un buque mercante inglés con des-tino a la patria a un buque de guerra de setentay cuatro cañones, el Bellipotent3, barco de Su

3 Bellipotent: A pesar de que el nombre Indomitable (apa-recido veinticinco veces en el manuscrito de Melvillecontra sólo seis de Belllpotent) fue una evidente elecciónpara los primeros editores, sin embargo, los editoresposteriores optaron por el de Bellpotent por considerarque éste reflejaba la intención final del autor. Losestudiosos de Melville señalan que la primera mitad deBelllpotent es un Juego de palabras que combina lapalabra latina guerra y varios de los nombres delprototipo divino celta de Billy Budd: del galés Bell oirlandés Bill y el significado aparente de estos nombres:muerte; la segunda mitad sugiere que esta combinaciónpuede triunfar. Por tanto el nombre del barco es una

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Majestad, rumbo a alta mar. Dicho buque, cosano poco frecuente en aquellos días, había sidoobligado a echarse a la mar sin la dotación co-rrespondiente. Interesándose en Billy a simplevista, el oficial de reclutamiento, teniente Rad-cliffe, casi se había i abalanzado sobre él al ver-lo en la pasarela, aun mucho antes de que latripulación del buque mercante estuviese for-malmente alineada en el alcázar para su dete-nida inspección, Y a él, sólo a él lo eligió. Acasofue porque al formarse ante él los otros hom-bres se veían desmejorados en comparación conBilly, o quizá tuvo algunos escrúpulos, en ra-zón de que el mercante estaba también escasode tripulantes; la cosa es que el oficial se con-tentó con su primera elección espontánea. Parasorpresa de la tripulación del barco y muchomás para satisfacción del teniente, Billy no hizoreparo alguno. Claro que cualquier objeción hu-

variante del propio nombre de Billy Budd: MuerteVictoriosa.

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biese tenido el mismo sentido que la protestade una carpa dorada metida de sopetón en unapecera.

Notando esta impasible conformidad (deningún modo alegre, se podría decir), el capitándel buque mercante le echó al marinero unamirada sorprendida de silencioso reproche.Este capitán era uno de esos valiosos mortalesque se encuentran en todo tipo de profesiones,aun en las más humildes; esa clase de persona ala cual todo -el mundo está de acuerdo en lla-mar "un hombre respetable". Y, no tan extrañode contar como pareciera, a pesar de ser unlobo de mar en turbulentas aguas y de haberluchado toda su vida contra los ingobernableselementos, no había nada que este alma honra-da amar;- más, en el fondo de su corazón, quela paz y - tranquilidad. En lo que a otras cosasrespecta, era un cincuentón, más bien corpulen-to, con rostro atractivo de agradable color, y sinpatillas. Una cara más bien rellena, de ex-presión humanamente inteligente. En un día

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hermoso, con el viento preciso y con todo mar-chando bien, una especie de timbre musical ensu voz parecía ser la expresión más auténticade su intimidad. Era de extraordinaria pruden-cia y conciencia, y había momentos en que estasvirtudes eran la causa de su excesiva inquietud.En cada viaje, siempre que la tripulación sehallaba en tierra, el capitán Gravelin no pegabaun ojo. Tomaba demasiado a pecho todas esasserias responsabilidades no tan seriamenteasumidas por otros colegas suyos.

Mientras Billy bajaba a su camarote de proapor su equipaje, el teniente del Bellipotent, jo-vial y fanfarrón, y de ningún modo desconcer-tado por la omisión del capitán Gravelin deofrecerle la acostumbrada hospitalidad (omi-sión causada simplemente por las preocupacio-nes), se introdujo sin ninguna ceremonia en lacabina del capitán y del mismo modo se invitócon una botella de la gaveta de los licores, re-ceptáculo que su ojo experimentado reconocióinstantáneamente. En realidad, él era uno de

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esos lobos de mar a quienes las penalidades ypeligros de la vida naval, en esa época de pro-longadas guerras, nunca le habían estropeadoel instinto natural para el goce de los sentidos.Siempre había cumplido fielmente con su de-ber, pero ese deber es, a veces, como un terrenoseco, y él era de la opinión de que había queregar su aridez, siempre que fuese posible, conuna fertilizante decocción de aguardientes. Alpropietario de la cabina no le quedaba más al-ternativa que jugar el papel de anfitrión a lafuerza, poniéndole al mal tiempo buena cara.Como auxiliares necesarios de la botella, colocósilenciosamente un vaso y una jarra de aguaante su forzoso invitado. Se excusó, sin embar-go, de participar, y con cierta tristeza observócómo el desenfadado oficial diluía el trago yluego se lo echaba al coleto de tres sorbos, de-jando a un lado el vaso vacío, pero a una dis-tancia prudencial, mientras se instalaba

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cómodamente en un asiento, y chasqueabalos labios con evidente satisfacción, mirando defrente a su anfitrión.

Cuando esto hubo concluido, el capitánrompió el silencio, y en el tono de su voz habíaun oculto reproche:

-Teniente, va a quitarme al mejor de mishombres, a la joya.

-Sí, lo sé -repuso el otro, retomando el vasopara volver a llenarlo-. Sí, lo sé. Lo siento.

-Discúlpeme, pero usted no entiende, tenien-te. Escuche esto. Antes de que yo embarcase aese joven, mi castillo de proa era un nido depeleas. Créame, a bordo del Derechos las veía-mos negras. Estaba tan terriblemente preocu-pado, al punto de que fumar mi pipa ya no eraninguna satisfacción para mí. Pero llegó Billy yfue como un cura católico trayendo la paz a unapelea entre irlandeses. No es que les haya pre-dicado, haya dicho o hecho algo especial, perouna cierta virtud parecía emanar de él, endul-zando a los tipos más agrios. Los atrajo como la

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miel a la abeja; sólo uno se resistió, el matón delgrupo, un grandote patilludo y pelirojo. Quizáspor envidia al recién llegado y pensando queese "jovencito dulce y. amable", como burlona-mente lo bautizó ante los demás, difícilmentetendría las agallas para hacerle frente, se pro-puso medirse con él. Billy le tuvo paciencia eintentó hacerlo entrar en razón con suavidad (éles un poco como yo, teniente, que detesto lasdisputas), pero no sirvió de nada. Así que undía, en la segunda guardia, Patillas Rojas, enpresencia de los demás y con el pretexto deenseñarle a Billy de dónde se saca una tajada delomo (anteriormente había sido carnicero), lelanzó alevosamente un cuchillazo bajo las costi-llas. Como un relámpago, Billy alargó el brazo.Me atrevo a decir que no tenía la intención dehacer lo que hizo, pero de cualquier manera ledio una feroz paliza al estúpido fanfarrón. Letomó medio minuto, no más, creo yo. Y la puraverdad es que el patán ese se quedó asombra-do, paralizado ante tanta rapidez. Y creálo, te-

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niente, Patillas Rojas ahora realmente quiere aBilly o es el más redomado hipócrita que jamáshaya conocido. Pero todos lo quieren. Algunosle lavan la ropa, remiendan sus viejos pantalo-nes; el carpintero del buque, en sus ratos libres,le está haciendo un pequeño y hermoso cofre.Todos harían cualquier cosa por Billy Budd, ysomos como una familia feliz todos aquí. Peroahora, teniente, si ese joven se nos va, yo sé loque va a pasar a bordo del Derechos. Muypronto ya no podré volver a reclinarme en elcabrestante a fumar mi pipa después de cenar.Sí creo que muy pronto. ¡Ay, teniente, se vausted a llevar la joya; va usted a quitarme a mipacificador!-. Y al decir esto aquella buena almatuvo que hacer un verdadero esfuerzo parareprimir el sollozo.

-Bueno, bueno -dijo el teniente, quien habíaestado escuchando con divertido interés y aho-ra estaba achispándose con la bebida-, benditossean los pacificadores, especialmente aquellosque luchan, como esas setenta y cuatro bellezas,

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algunas de las cuales usted ve ahí sacando lasnarices por las troneras de ese buque de guerraque está aguardándome -dijo, señalando al Be-llipotent a través del ojo de buey de la cabina-.Pero, valor; no se descorazone tanto, hombre.De antemano le aseguro la aprobación del Rey.Tenga por cierto que Su Majestad estará encan-tado de saber que en una época en que los ma-rineros no abundan como deberían, una épocaen que los capitanes toman a mal incluso que seles tome prestado uno o dos miembros de sudotación, Su Majestad, le digo, estará encanta-do de saber que un capitán, al menos, es capazde ceder alegremente al Rey la flor de su reba-ño, un marinero que con idéntica lealtad nomuestra ninguna oposición. Pero..., ¿dónde estámi tesoro? ¡Ah! -dijo, mirando por la puertaabierta de la cabina-. Aquí viene, por Júpiter,arrastrando su equipaje. ¡Apolo con su porta-manteo4 ¡muchacho!- y dando un paso hacia él-

4 Apolo con su portamanteo: H. Bruce Franklin, en uno

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: No puedes llevar ese enorme baúl a bordo deun buque de guerra. La mayoría de nuestroscajones son para las municiones. Pon tus per-tenencias en un saco, muchachito. Botas y sillade montar para los de caballería; bolsa y hama-ca para los marinos de guerra.

Se cumplieron sus órdenes. Una vez que vioa su hombre en la balandra, siguiéndolo, el ofi-cial abandonó el Derechos del hombre. Ese erael nombre del buque mercante, aunque su capi-tán y la tripulación lo habían abreviado, comoera usual entre los marinos, y lo llamaban sóloel Derechos. El tozudo propietario, originariode Dundee, era un firme admirador de Thomas

de sus estudios sobre la obra de Melville señala que "lametodología y los ritos de los druidas británicos definengran parte tanto de la acción como del simbolismo deBilly Budd." Según Sir Edward Davies en Metodología yRítos de los Druidas Británicos, el dios celta másimportante fue Hu, el Apolo celta, conocido tambiéncomo Beli y Budd, Buddugre. Dios sol de la victoria esBilly Budd, dios sol y toro sagrado que es sacrificado entiempo de guerra.

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Paine, cuyo libro en respuesta al de Burke, con-trario a la Revolución Francesa, había sido pu-blicado y difundido en todas partes. Al bauti-zar su barco con el título del libro de Paine, elhombre de Dundee se había asemejado a otronaviero contemporáneo, Stephen Girara deFiladelfia cuyas simpatías por su tierra natal ysus filósofos liberales habían quedado de mani-fiesto en los nombres de sus barcos: Voltaire,Diderot, etc.

Pero fue en el momento en que la balandrapasaba bajo la popa del barco mercante y eloficial y la tripulación notaban -algunos conamargura y otros con una sonrisa irónica- elnombre pintado allí, cuando el nuevo reclutasaltó del lugar donde el timonel lo había hechosentarse y agitando su sombrero a sus silencio-sos compañeros que lo miraban con tristeza des+- el coronamiento, les ofrendó una cordialdespedida. Luego, como saludando al barcomismo, k (lijo: "Y adiós también a ti, viejo Dere-chos del Hombre".

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-Siéntese, señor -bramó el teniente, asumien-do instantáneamente todo el rigor de su rango,aunque reprimiendo con dificultad una sonrisa.

Desde luego, lo hecho por Billy fue una tre-menda infracción al decoro naval. Pero él nun-ca había sido educado en ese decoro, por loque, teniendo en cuenta esto, el teniente difí-cilmente hubiera sido tan enérgico en su des-aprobación, de no mediar la despedida final albarco. Esto lo tomó como una manera solapadade expresar el ingenio por parte del nuevo re-cluta, como un velado reproche a la leva forzo-sa en general y a la suya en particular. Y sinembargo, probablemente, si algo hubo de sa-tírico no fue deliberado, ya que Billy, aunquefelizmente dotado de una alegría saludable,joven y de un corazón libre, no tenía esa facul-tad. Carecía de ella así como también de esasiniestra habilidad requerida para la sátira. Losdobles sentidos, así como las insinuaciones detodo tipo, eran totalmente ajenas a su carácter.

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En lo que a su alistamiento forzado se refie-re, parecía tomarlo casi del mismo modo conque afrontaba los cambios de tiempo. Sin ser unfilósofo, y sin saberlo, como los animales, eraprácticamente un fatalista. Y es posible que másbien haya disfrutado de este aventurero cambioen su destino, que prometía estar lleno de ori-ginales lugares y agitaciones bélicas.

A bordo del Bellipotent nuestro marineromercante fue inmediatamente catalogado comohombre capaz y se le asignó la vigilancia deestribor desde la cofa del trinquete. Pronto sesintió como en casa en el nuevo servicio y atodos les gustó por su sencillez y esa especie deaire feliz y cordial. No había en su rancho tipomás feliz, lo que contrastaba notablemente conotros individuos que como él, habían sido in-corporados a la dotación del barco mediante laleva forzada. Estos, cuando no estaban activa-mente ocupados, más particularmente en laúltima guardia, cuando la caída del crepúsculoinduce al ensueño, tendían a hundirse en una

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especie de tristeza que en algunos tenía algo demelancolía. Claro que no eran tan jóvenes comonuestro encargado de la cofa de trinquete, y nopocos de ellos debían haber dejado esposas ehijos, muy probablemente, en circunstanciasinciertas, y casi todos debían contar con parien-tes y amigos. Billy, en cambio, como veremosmás adelante, no tenía más familia que a símismo.

II

Aunque nuestro recién nombrado, encarga-do de la cofa de trinquete, fue bien recibido ensu puesto y en las cubiertas de batería, jamásllegó a ser allí el centro de miradas que habíasido entre la tripulación de esos barcos mercan-tes menores que hasta entonces había conocido.

Era joven, y a pesar de su físico tan bien des-arrollado, aparentaba menos edad de la querealmente tenía, debido a una expresión persis-

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tentemente adolescente en el rostro todavíaterso, de una pureza casi femenina, si bien gra-cias a la vida de mar la blancura del lirio habíadesaparecido completamente y lo sonrosadodebía esforzarse por aflorar a través del tosta-do.

A alguien tan esencialmente novato en lascomplejidades de una vida artificiosa, la bruscatransición de una esfera social tan sencilla, co-mo había sido la anterior, a una más amplia ymundana, como era el mundo de un gran bu-que de guerra, podría haberlo confundido, sihubiese habido en ese espíritu la menor pre-sunción o vanidad. Entre su abigarrada tripula-ción, el Bellipotent congregaba varios indivi-duos que, por inferior que fuera su graduación,eran de características poco comunes. Marine-ros notablemente más receptivos a adquirir eseaire que la disciplina militar constante y la re-petida presencia en la batalla pueden impartir,hasta cierto punto, aun al hombre más común.En cuanto a la posición de Billy Budd como

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"Marinero Apuesto" a bordo del buque de gue-rra, era de algún modo análoga a la de una be-lleza rústica trasplantada de alguna provinciapara competir con las damas de alta alcurnia dela corte. Pero él casi no advirtió este cambio decircunstancias. Apenas si observó que algoacerca de él provocaba sonrisas ambiguas enuno o dos de los más serios entre los uniforma-dos. Tampoco fue muy consciente del efectopeculiarmente favorable que su persona y sucomportamiento habían tenido sobre los caba-lleros más inteligentes del alcázar. No podía serde otro modo. Hecho a la manera peculiar deesos finos ejemplares de ingleses en quienes laestirpe sajona no parecía hallarse mezclada consangre normanda o de ninguna otra clase, mos-traba en su rostro esa expresión de bondad tanhumana que los escultores griegos conferíanalgunas veces a Hércules, el más heroico y fuer-te de sus hombres. Pero esto a su vez estabasutilmente modificado por otra cualidad pene-trante. Las orejas, pequeñas y perfectas, el arco

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del pie, la curva de la boca y de los orificiosnasales, incluso la callosa mano teñida de unnaranja obscuro como el pico del tucán, quehablaba de drizas y cubos de alquitrán, pero,sobre todo, algo en esa cambiante expresión, encada actitud casual y en cada movimiento, algoque sugería una madre evidentemente favore-cida por el Amor y las Gracias, todo esto habla-ba de un linaje en contradicción directa con sudestino. El misterio se hizo menos misteriosodebido a un hecho que acaeció cuando Billy fueformalmente consignado al servicio en el ca-brestante. Al preguntarle el oficial, caballero decorta talla y mucho garbo, entre otras cosas, sulugar de nacimiento, él respondió:

-Lo siento, señor; no lo sé.-¿No sabe dónde nació? ¿Quién era su pa-

dre?-Sólo Dios sabe, señor.Impactado por la franca sencillez de las res-

puestas, el oficial le preguntó a renglón segui-do:

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-¿Sabe algo acerca de su origen?-No, señor. Sólo sé que una mañana fui en-

contrado en una hermosa canasta forrada enseda colgando del aldabón de la puerta de unbuen hombre, en Bristol.

-¿Encontrado, dice usted? Bueno -respondió,echando la cabeza hacia atrás y mirando alnuevo recluta de arriba abajo-, bueno, resultóser más bien un buen hallazgo. Espero que en-cuentren otros como usted, mi muchacho.Nuestra flota los necesita desesperadamente.

Sí, Billy era un expósito, un hijo de nadie pe-ro evidentemente no de sangre innoble. La as-cendencia noble era en él tan evidente como enlos caballos de raza.

Por lo demás, con poca o casi ninguna pers-picacia y sin tener acaso la sabiduría de la ser-piente, tampoco la de una paloma, poseía esaclase y ese grado de inteligencia que acompañaaquella rectitud original en la criatura humanaíntegra, a quien todavía no se le ha dado a pro-bar la tentadora manzana del conocimiento. Era

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analfabeto, no sabía leer, pero podía cantar, ycomo el analfabeto ruiseñor era a veces el com-positor de sus propias canciones.

Timidez, parecía tener poca o nada, o la querazonablemente podríamos imputarle a un pe-rro San Bernardo. Viviendo habitualmente conlos elementos naturales y conociendo de la tie-rra un poco más que una playa, o, mejor esaporción del globo terráqueo providencial mentehecha para las casas de baile, las mujerzuelas ylas cantinas, en síntesis, para lo que un marine-ro llama "el edén", su naturaleza simple semantenía inalterada, totalmente carente de so-fisticación, ajena a esas inclinaciones moralesque no siempre son incompatibles con esa cosatan fabricada conocida como respetabilidad.¿Pero carecen acaso de vicios los marineros, tanfrecuentadores de esos "edenes"? No; sin em-bargo, es menos frecuente que en los que vivenen tierra el que sus tan mentados vicios formenparte de un corazón malvado y retorcido, puesal parecer provienen, más que de un espíritu

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vicioso, de una exuberante vitalidad sujeta aprolongado freno; es decir, no son más quemanifestaciones francas totalmente acordes conla ley natural. Por su constitución original y porlas circunstancias coadyuvantes de su suerte,Billy era en muchos aspectos una especie debárbaro honorable, quizás a la manera de Adánantes de que la cortesana Serpiente se le insi-nuase como compañera.

Digamos aquí, aparentemente para corrobo-rar la doctrina de la Caída del hombre, doctrinahoy ignorada por el pueblo, que se observa quecuando ciertas virtudes primitivas y genuinascaracterizan de manera peculiar a alguien enese uniforme externo de la civilización, se verá,estudiadas con minuciosidad, que parecen noderivar de la costumbre o convención; muy porel contrario es como si, en realidad, hubiesensido especialmente transmitidas desde unaépoca anterior a la Ciudad de Caín y al hombreurbano. El carácter marcado por tales cualida-des tiene para un paladar virgen el mismo sa-

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bor puro de las fresas salvajes, mientras que,para aquel altamente civilizado, aun para unexcelente exponente de la raza, ese mismo pa-ladar moral tendrá el sabor dudoso de un vinofalsificado. Para cualquier perdido heredero deesas cualidades primitivas, que como GasparHauser, se encuentre vagando aturdido encualquier capital cristiana de nuestra época,sigue siendo válida aquella famosa invocacióndel poeta, de hace casi dos mil años, al buenrústico, lejos de sus lares en la Roma de los Cé-sares:

Honesto y pobre, fiel de palabra y pensamiento,Oh, Fabio, ¿qué te ha traído a la ciudad?

Aunque nuestro Marinero Apuesto tenía to-da la belleza masculina que podría desearse, sinembargo, como la hermosa mujer de uno de loscuentos menores de Hawthorne, había sólo una

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cosa en él que desentonaba. En verdad, ningúndefecto visible, como en el caso de la dama,sino el riesgo ocasional de una deficiencia vo-cal. Aunque en momentos de conmoción o pe-ligro era todo lo que un marinero debería ser,sin embargo, la repentina provocación de sussentimientos más profundos hacía que su voz,por lo demás singularmente musical, como siexpresara su armonía interior, tendiera a des-arrollar una especie de titubeo orgánico, enverdad, poco menos que un tartamudeo o aunpeor. En este sentido Billy era una clara demos-tración de que el principal entrometido, eseenvidioso aguafiestas del Edén, todavía tienealgo que ver en cada uno de esos envíos huma-nos que se hacen a este planeta Tierra. En cadacaso, de una manera u otra, él se asegura dedeslizar su pequeña carta como para recordar-nos: "Yo también tengo baza en esto".

El reconocimiento de esta imperfección en elMarinero Apuesto servirá para demostrar nosólo que no es presentado aquí como un héroe

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convencional sino también que la historia en lacual es el personaje principal no es ficticia.

III

En la época del arbitrario alistamiento de Bi-lly Budd en el Bellipotent, éste iba a unirse a laFlota Mediterránea. No transcurrió muchotiempo sin que ello ocurriera. Como parte deesa flota, el setenta y cuatro cañones participa-ba en sus movimientos, aunque a veces, to-mando en cuenta sus cualidades superiores denavegación, ante la ausencia de fragatas, eradespachado en misión separada de reconoci-miento u otras, y en servicios menos prolonga-dos. Pero todo esto tiene muy poco que ver connuestra historia, que se limita a la vida internade un barco en particular y a la carrera de unmarinero en especial.

Era el verano de 1797. En abril de ese año sehabía producido la revuelta de Spithead, se-

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guida en mayo por un segundo -y aun másserio- estallido en la flota en el Nore. Este últi-mo fue conocido -y sin exageración en el epíte-to- como "EI Gran Motín". Fue, en realidad, unademostración más amenazante, para Inglaterra,que los manifiestos contemporáneos, las con-quistas y los ejércitos proselitistas del Directo-rio Francés. Para el Imperio Británico, el Motíndel Nore fue lo mismo que una huelga e bom-beros en un Londres amenazado por un incen-dio premeditado. Fue una crisis que bien podíahaber anticipado al Reino aquel rasgo notableque algunos años después caracterizaría la lí-nea naval de batalla en lo que respecta a lo queInglaterra esperaba de los ingleses; esa fue laépoca en que a la punta de los mástiles del bar-co de tres cubiertas y setenta y cuatro cañones,anclado en su propia rada -una flota que era elbrazo derecho de la única potencia por aquelentonces verdaderamente libre del Viejo Mun-do-, los marineros, de a miles, levantaban altope con hurras un pabellón británico al que le

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habían quitado la cruz y las diagonales; me-diante este cercenamiento transmutaban labandera de la ley bien establecida y la libertadbien definida en el meteoro rojo del enemigo,de una revuelta desenfrenada e ilimitada. Undescontento razonable, surgido de abusos re-ales en la flota, habíase encendido en irracionalcombustión como carbonilla prendida quehubiese atravesado el Canal desde la Francia enllamas.

Aquel acontecimiento convirtió en irónicos,durante algún tiempo, los fogosos versos deDibdin, autor de canciones que ayudaron nopoco al gobíerno británico en aquella coyunturaeuropea; versos que celebraban la devociónpatriótica del marinero inglés:

¡En cuanto a mi vida, es el Rey!

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Tal episodio en la historia naval de Inglate-rra ha sido naturalmente abreviado por los his-toriadores navales. Uno de ellos, William Ja-mes, ingenuamente reconoce que lo saltaría sino fuese porque "la imparcialidad prohíbe evi-tar situaciones fastidiosas". Sin embargo, lamención que él hace es más una referencia queun relato y tiene muy poco que ver con los de-talles. Tampoco éstos se encuentran fácilmenteen las bibliotecas. Como otros acontecimientosque recaen indefectiblemente sobre los estadosen cualquier época, incluyendo América, "ElGran Motín" fue de tal envergadura que el or-gullo nacional y las razones políticas gus-tosamente lo desterrarían a los más recónditosy oscuros pasajes de la historia. Sin embargo,dichos acontecimientos no pueden ignorarse,sino tratarse históricamente de muy diversamanera. Si un individuo bien constituido nohace ostentación de un mal o calamidad queafecta a su familia, del mismo modo, en cir-cunstancias análogas, puede una nación ser

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igualmente discreta, sin que por ello haya dereprochárselo.

Si bien luego de las negociaciones entre elgobierno y los cabecillas de la revuelta huboconcesiones hechas por aquél en lo referente aalgunos abusos evidentes, el primer levanta-miento, el de Spithead, fue reprimido con difi-cultad aunque, por lo menos, las cosas se tran-quilizaron por un tiempo; en el Nore, en cam-bio, el inesperado rebrote de la insurrección, enuna escala considerablemente mayor, y acen-tuada en las negociaciones que siguieron pordemandas que las autoridades juzgaron no sóloinadmisibles sino agresivamente insolentes,reflejaba -si ya la Bandera Roja no lo hacía losuficiente- cuál era el espíritu que animaba aesos hombres.

La rebelión fue, no obstante, finalmente so-focada, pero esto quizás sólo fue posible graciasa la incondicional lealtad de los infantes de ma-rina y a la reasunción voluntaria de esa lealtad

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de parte de sectores influyentes de la tripula-ción.

Hasta cierto punto el Motín del Nore puedeser considerado análogo, a la irrupción pertur-badora de una fiebre contagiosa en un orga-nismo perfectamente sano que consigue luegolibrarse de ella. En todo caso, entre estos milesde amotinados se hallaban algunos de los ma-rineros que, no mucho tiempo después, seamotivados por su patriotismo, por su espíritude lucha o por ambos, ayudarían a Nelson aganar un título nobiliario en el Nilo y la másalta condecoración naval en Trafalgar. Para losamotinados, esas batallas, y especialmente la deTrafalgar, constituyeron la mayor y más plenaabsolución, porque en lo que hace a la capaci-dad de despliegue naval y a la magnificenciaheroica, esas batallas, especialmente la de Tra-falgar, no tienen parangón en los anales de lahistoria humana.

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IV

En este oficio de escribir, por más resueltoque uno esté a atenerse a la anécdota principal,algunas anécdotas secundarias tienen un atrac-tivo difícil de resistir. Voy a pecar entrando enuna de ellas. Si el lector me acompaña me senti-ré contento. Al menos, podemos prometernosese placer que se afirma puede gozarse perver-samente al pecar, porque no otra cosa que unpecado literario será esta digresión.

Probablemente no sea ninguna observaciónnueva el decir que las invenciones de nuestrotiempo han producido, finalmente, un grancambio en el arte de la guerra naval en un gra-do equivalente a la revolución que en el artetotal de la guerra produjo la introducción ori-ginal, desde China a Europa. de la pólvora. Laprimer arma de fuego europea, un artefactomal hecho, fue, como es bien sabido, despre-ciada por más de un caballero por ser un arma

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demasiado primitiva, quizá sólo apta para teje-dores demasiado acobardados para ponerse depie y cruzar acero contra acero en lucha franca.Pero así como en tierra el valor caballeresco,aunque despojado de sus blasones, no terminócon los caballeros, en los mares -aunque en laactualidad cierto tipo de despliegue de caballe-rosidad ha quedado fuera de moda por ser in-aplicable en las cambiantes circunstancias-tampoco las más nobles cualidades de potenta-dos navales como Don Juan de Austria, Doria,Van Tromp, Jean Bart, la larga serie de almiran-tes británicos y el norteamericano Decaturs de1812, se volvieron obsoletas como los cascos demadera.

Sin embargo, a cualquiera capaz de valorarel Presente en su justo término, sin por ello serdespreciativo con el Pasado, se le puede perdo-nar si para él ese viejo solitario cascarón enPortsmouth, el Victoria de Nelson, parece flotarallí, no sólo como el monumento decadente deuna fama incorruptible, sino también como un

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poético reproche -suavizado por su pintores-quismo- al Monitors y a otros cascos más po-tentes de los acorazados europeos. Y no sólopor la fealdad de tales navíos, que inevitable-mente carecen de la simetría y majestuosidadde los viejos buques de guerra, sino igualmentepor otras razones.

Hay algunos, quizá, que si bien no del todoinaccesibles al aludido reproche poético, pue-den, sin embargo, en nombre del nuevo orden,tender a despreciarlo, e incluso llegar a la ico-noclasia, si es necesario. Por ejemplo, movidospor la estrella colocada en el alcázar del Victo-ria para señalar el lugar donde el Gran Marinocayó, aquellos militares utilitarios pueden su-gerir consideraciones acerca de que la orna-mentada divulgación, por parte de Nelson, desu persona en la batalla no sólo fue innecesaria,poco militar y negativa, sino que estuvo teñidade temeridad y vanidad. Pueden agregar, in-cluso, que Trafalgar no fue sino un desafío a lamuerte, y que la muerte llegó; y que de no ser

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por su balandronada el victorioso almirantepodría quizás haber sobrevivido a la batalla detal manera que en lugar de que su sagaz ordenal morir fuera invalidada por su inmediato su-cesor en el mando, él mismo, cuando la con-tienda se hubiese decidido, podría haber lleva-do a buen puerto la maltrecha flota, con lo cualse podría haber evitado la pérdida deplorablede tantas vidas por el naufragio en la tempes-tad natural que siguió a la militar.

Bueno, dejemos ese controvertido punto desi, por varios motivos, era o no verdaderamenteposible llevar la flota a buen puerto, pues lomás probable es que los benthamistas de laguerra insistan en él.

Pero lo que podría haber sido es un terrenomuy pantanoso como para construir sobre él. Yciertamente, en lo que se refiere a las previsio-nes y ansiosos preparativos para tamaña con-tienda -como la de colocar boyas en todo esetrayecto mortífero, marcándolas en el mapa,como en Copenhague- pocos comandantes han

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sido más concienzudamente prudentes que estetemerario exhibicionista en combate.

La prudencia personal, aun cuando sea dic-tada por algo distinto a las egoístas considera-ciones personales, no es seguramente una vir-tud especial en un hombre de armas; pero, encambio, sí lo es el excesivo amor a la gloria quealimenta un impulso tal vez menos encendido:el honesto sentido del deber. Si el nombre deWellington no tiene las connotaciones tanheroicas del más simple de Nelson, la razón talvez se desprenda de lo que hemos dicho. Al-fred, en su oda fúnebre al vencedor de Water-loo, no se atreve a llamarlo el más grande sol-dado de todos los tiempos; pero, en cambio, enla misma oda, invoca a Nelson como "el másgrande marino que el mundo haya conocido".

En Trafalgar, a punto de iniciarse el comba-te, Nelson se sentó y escribió su última y brevevoluntad y testamento. Si bajo el presentimien-to de la más magnífica de las victorias que iba aser coronada con su propia muerte gloriosa,

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una especie de impulso sacerdotal 'lo llevó arevestir su persona con los brillantes testimo-nios de sus propias hazañas; si el adornarse asípara el altar y el sacrificio fuera verdaderamen-te vanagloria, entonces cada línea verdadera-mente heroica de los grandes dramas y epope-yas es afectación y estilo altisonante, puestoque en tales líneas el poeta no hace más queincorporar al verso esas exaltaciones de senti-miento de una naturaleza que, como la de Nel-son, cuando se presenta la ocasión, cristaliza enactos.

V

Sí, el estallido del Nore fue sofocado, perono todos los abusos corregidos. Por ejemplo, sise prohibió que los contratistas continuaran conalgunas prácticas peculiares a su comunidad entodas partes del mundo, tales como suministrar

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ropas desastradas, raciones mínimas o inmun-das de comida, no por ello se dejó de recurrirentre otras cosas, a la leva forzosa. Sancionadapor una cos- tumbre milenaria, y judicialmentemantenida por un Lord Chancellor5, tan anti-guo como Mansfield, ese modo de proveerhombres a la armada -que ahora ha caído enuna especie de suspenso, pero al que nunca seha renunciado formalmente- constituía algopoco práctico de suprimir en aquellos días. Suderogación habría desmantelado la indis-pensable flota; a vela, sin máquina de vapor,sus innumerables velas y cañones, todo, en sín-tesis, funcionaba sólo a base de músculo. Unaflota insaciable en sus demandas de hombresporque, por aquel entonces, estaba multipli-cando sus unidades de todo tipo para poderluchar contra las contingencias presentes y fu-turas en el convulsionado Continente.

5 Lord Chancellor: máxima autoridad del Poder Judicialen Inglaterra.

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El descontento precedió a los Dos Motines ysobrevivió de manera oculta. Por ello no erairracional temer el retorno de alguna revueltaaislada o general. Un ejemplo de esos temoreses el siguiente: en el mismo año de esta historia,Nelson, entonces, se hallaba con su flota frentea la costa española y recibió orden de su almi-rante de trasladar su gallardete desde el Cap-tain al Theseus, debido a que este último barcohabía llegado recién a su puesto de serviciodesde la patria, en donde había participado enel Gran Motín. El peligro surgía del tempera-mento de seis hombres y se pensó que un ofi-cial como Nelson era capaz no de forzar a latripulación a una sumisión vil sino de ganárselapor el mérito de su presencia y de su heroicapersonalidad, reconquistando una lealtad, sibien no tan entusiasta como la suya, por lo me-nos auténtica.

Es por esto que durante un tiempo la ansie-dad reinó en más de un alcázar. En el mar sereforzó la vigilancia preventiva contra la rein-

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cidencia. En cualquier momento se podía entraren combate. Y cuando llegaba la hora, los te-nientes asignados a las baterías se sentían en laobligación, en determinadas circunstancias, decolocarse tras los servidores de la pieza con laespada desenvainada.

VI

Pero a bordo del setenta y cuatro cañones,en el que Billy tenía ya su hamaca, muy poco enel comportamiento de los marineros y nadaevidente en la conducta de los oficiales habríasugerido, a un observador común, que el GranMotín se acababa de producir. En su actitud yconducta general, los encargados del mando deun buque de guerra naturalmente adoptan eltono de la conducta de su comandante, si éstetiene la ascendencia de carácter que le corres-ponde.

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El Honorable Capitán Edward Fairfax Vere,para dar aquí su título completo, era un solterocuarentón marino distinguido aun en una épo-ca prolífera en destacados hombres de mar.Aunque ligado a altas esferas de la nobleza, susascensos no se debían en absoluto a influenciasrelacionadas con esa circunstancia. Llevabalargos años en servicio y había participado ennumerosos combates, distinguiéndose siemprecomo un oficial preocupado del bienestar desus hombres, sin tolerar jamás, sin embargo,una infracción a la disciplina. Altamente versa-do en la ciencia de su profesión, era intrépidohasta llegar casi a la temeridad, aunque nunca ala imprudencia. Por su gallardía en las aguas delas Indias Occidentales, como alférez a las ór-denes de Rodney, en la resonante victoria deese almirante sobre De Grasse, fue ascendido acapitán de guarnición.

En tierra, vestido de civil, difícilmente se lohubiera tomado por marino, especialmenteporque en la conversación ajena a su profesión

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jamás mezclaba términos náuticos y porque suconducta seria apenas daba muestras de apre-ciar el humor. No contradecía estos rasgos elque, en alguna travesía, si nada exigía su supe-rior intervención, se convirtiera en el menosdemostrativo de los hombres. Cualquier hom-bre de tierra que observara a este caballero,para nada sobresaliente en estatura y que nolucía distintivo alguno, saliendo de su cabina aplena cubierta abierta, y notara la deferenciasilenciosa de los oficiales retirándose a sotaven-to, lo podría haber tomado por un huésped delRey, un civil a bordo del barco del Rey, algúnenviado altamente honorable y discreto en rutahacia un cargo importante. Pero, en realidad,esa llaneza en la conducta puede haber prove-nido de una especie de sencilla modestia en lavirilidad, que acompañaba a un carácter deci-dido, una modestia manifiesta en todos losmomentos y que no requería una acción sobre-saliente, la que ejercida en todas las esferas dela vida, denotaba una virtud de índole aristo-

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crática. Al igual que otros hombres comprome-tidos en otros medios vinculados también aesas actividades tan heroicas del mundo, elcapitán Vere, aunque de gran sentimiento prác-tico, dejaba traslucir, a veces, un temple soña-dor. Erguido y solitario 'en la primera cubierta,a bariovento, agarrando el aparejo con una ma-no, su mirada vagaba ausente por el mar. Sialgún asunto trivial interrumpía el curso de suspensamientos, mostraba casi irascibilidad, peroal instante lograba dominarla.

En la armada era popularmente conocidocon el apodo de "El Rutilante Vere". Fue asícomo un mote tal recayó sobre un hombre que,cualquiera que hayan sido sus excelentes cuali-dades, carecía de todo brillo: uno de sus parien-tes predilectos, Lord Denton, un muchachoespontáneo, había sido el primero en saludarloy felicitarlo luego de su retorno a Inglaterra delcrucero a las Indias Occidentales. El día ante-rior, éste, volviendo a hojear un ejemplar de lospoemas e Andrew Marvell, había reparado, no

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por primera vez, en los versos del "AppletonHouse", nombre de una de las residencias deun antepasado común de ambos, un héroe enlas guerras alemanas del siglo XVII, y que decí-an:

Esto es así por haber sido desde el comienzoen un cielo hogareño criado,bajo la disciplina severade Fairfax y la Rutilante Vere6.

Por ello, al abrazar a su primo recién llegadode la gran victoria de Rodney, en donde habíajugado tan heroico papel, exclamó con exube-rancia, desbordante de orgullo familiar: "Alé-grate, Ed, alégrate, mi rutilante Vere". La expre-sión sé hizo popular, y el nuevo adjetivo sirvió,

6 La rutilante Vera: referencia a la madre de MaryFairfax, Anne Vere Fairfax. Mary Fairfax había sidoalumna de Marvell.

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en las charlas familiares, para distinguir fácil-mente entre el capitán del Bellipotent y otroVere, mayor que él, pariente lejano y tambiénoficial de igual rango en la armada, y así quedópermanentemente ligado a ese sobrenombre.

VII

En vista del papel que el comandante del Be-llipotent desempeña en las escenas que en bre-ve se describirán, parece apropiado completarese esbozo que de él se ha hecho en el capítuloanterior.

Aparte de sus cualidades como oficial demarina, el capitán Vere era un personaje excep-cional. A diferencia de no pocos destacadosmarinos ingleses, el prolongado y arduo servi-cio y la notable dedicación al oficio no habíanterminado por absorber y anular totalmente al

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hombre. Tenía una marcada tendencia hacia lointelectual. Amaba los libros; jamás se hacía a lamar sin una biblioteca recién abastecida, redu-cida, pero con los mejores títulos. El aisladoocio, en algunos casos tan fastidioso, en que, aintervalos, caen los comandantes, incluso du-rante un crucero de guerra, jamás fue tediosopara el capitán Vere. Sin rastros de ese gustoliterario que atiende menos al asunto que a losmedios, sus predilecciones se orientaban haciaaquellos libros hacia los que cualquier mentesana y superior, ocupada en algún cargo activoy de autoridad en el mundo, tiende natural-mente a inclinarse: libros que trataban de hom-bres y hechos reales, cualquiera fuese la época;historia, biografías y de escritores tan sobresa-lientes como Montaigne, quienes, libres dehipocresías y convencionalismos, honestamentey en el espíritu del sentido común, filosofansobre la realidad. En este tipo de lectura encon-tró la confirmación de sus pensamientos másrecónditos, una confirmación que en vano

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había buscado en el trato social; de allí que, enlo que respecta a los tópicos más fundamen-tales, se habían establecido en él algunas con-vicciones positivas que, lo presentía, persistirí-an esencialmente inmodificables mientras nomermara su inteligencia. En una época tan tur-bulenta como la suya, tal cosa era buena paraél. Sus firmes convicciones eran como un diquede contención contra las aguas invasoras de lasnuevas ideas sociales, políticas y de todo tipoque arrastraban, como en un torrente, más deuna mente no inferior en su naturaleza a la su-ya propia. Mientras otros miembros de esa aris-tocracia, a la que pertenecía por nacimiento, seexasperaban con los innovadores, principal-mente porque sus teorías eran contrarias a lasclases privilegiadas, el capitán Vere se les opo-nía desinteresadamente, no sólo porque le pa-recían incapaces de conformar institucionesduraderas, sino también porque se hallabanreñidas con la paz del mundo y el bienestar dela humanidad.

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Dotados de inteligencias menos elaboradas yserias que la suya, algunos oficiales de su ran-go, con quienes a veces debía armonizar nece-sariamente, lo encontraban carente de tratoagradable, considerándolo un caballero seco yteorético. Ante la posibilidad de no contar consu presencia, más de uno se sentiría inclinado adecirle a otro cosas como ésta: "Vere es un tiponoble, el Rutilante Vere. A pesar de los partesoficiales, en el fondo Sir Horace (refiriéndose alque después sería Lord Nelson) es apenas me-jor marino o combatiente. Pero, entre nosotros,¿no te parece que hay en su personalidad algoextraño propio de la pedantería? ¿No es igualque un hilo real entre un rollo de cuerda?"

Algún fundamento había para esta especiede crítica confidencial, ya que no solamente eldiscurso del capitán jamás caía en lo jocosa-mente descarado, sino que al ilustrar cualquier,punto referente a personajes o acontecimientosnotables de la época, citaba figuras históricas osucesos de la antigüedad con igual facilidad

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con que mencionaría a los modernos. Parecíainconsciente del hecho de que para su rudacompañía tales alusiones remotas, por pertinen-tes que fueran, eran totalmente ajenas a hom-bres cuya lectura se reducía principalmente alos diarios. Pero la consideración en tales aspec-tos no es fácil para naturalezas como la del ca-pitán Vere. Su honestidad les prescribe ir siem-pre derecho, a veces demasiado lejos, como lessucede a las aves migratorias que en su vuelonunca prestan atención cuando cruzan unafrontera.

VIII

No es necesario individualizar aquí a los te-nientes y demás oficiales que formaban la planadel Capitán Vere, tampoco hacer mención aninguno de los suboficiales. Pero entre los ofi-ciales subalternos había uno que, como tiene

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mucho que ver con la historia, va a ser presen-tado de inmediato. Intentaré hacer su retrato,aunque jamás acertaré del todo. Era John Clag-gart, el maestro de armas. Pero este título navalpuede parecer a los hombres de tierra un tantoequívoco. Originalmente, sin duda, la funciónde ese oficial subalterno era la instrucción delos hombres en el uso de las armas, espada oalfanje. Pero hace ya mucho, debido a los pro-gresos de la artillería, los combates cuerpo acuerpo se hicieron poco frecuentes, al predo-minar el nitro y el azufre sobre el acero, de ma-nera que su función cesó. El maestro de armasde un buque de guerra se convirtió, así, en unasuerte de jefe de policía a cargo, entre otrascosas, de la preservación del orden en las popu-losas baterías de la cubierta inferior.

Claggart era un hombre que andaba por loscincuenta y tres, algo descarnado y alto, perono de mala figura, en su conjunto. Sus manoseran demasiado pequeñas y bien formadas co-mo para haberse acostumbrado a faenas rudas.

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El rostro era notable; las facciones, salvo la bar-billa, perfectamente delineadas, como las de losmedallones griegos; sin embargo, la barbilla,lampiña como la de Tecumseh tenía en su con-textura cierta extraña amplitud protuberanteque recordaba los retratos del Reverendo Doc-tor Titus Oates, el histórico deponente le hablaarrastrada en tiempos de Carlos II, artífice delsupuesto complot papal. Le venía bien en suoficio el que sus ojos tuvieran una expresiónautoritaria. Su frente era del tipo frenológica-mente asociado con una inteligencia más quemediana; quedaba medio cubierta por sedososmechones de color azabache que realzaban lapalidez de su cara, palidez teñida de un suavetono ambarino parecido al matiz de los mármo-les patinados por el tiempo. Este cutis, singu-larmente contrastante con los cutis rojos o in-tensamente bronceados de los rostros de losmarineros, y, en parte, resultado de su reclu-sión oficial de los rayos solares, si bien no eraexactamente desagradable, parecía, sin embar-

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go, indicar que en su contextura física o en susangre había algo defectuoso o anormal. Perosu aspecto general y sus modales eran tan su-gestivos de una educación y una carrera in-compatibles con su función naval que, cuandono se ocupaba activamente de ella, parecía unhombre de alta categoría social y moral que,por razones personales, se mantenía de incóg-nito. Nada se sabía de su vida anterior. Quizásfuese inglés, pero había, no obstante, algo ocul-to en su acento, que sugería que probablementeno lo fuera por nacimiento sino por naturaliza-ción en su primera infancia. Entre algunoschismorreos grises en las cubiertas de baterías yen los camarotes de proa, circulaba uno per-dido: el maestro de armas era un chevalier7 quese había alistado voluntariamente en la marinadel Rey como una forma de pagar alguna mis-teriosa estafa por la que de otro modo habríatenido que responder ante los tribunales del

7 Chevaller" en francés en el original

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Rey. El hecho de que nadie pudiera aducirpruebas de ese rumor no era, por supuesto,óbice para que corriera en secreto. Tales rumo-res referentes a cualquiera que estuviera pordebajo del rango de oficial de guarnición, unavez iniciados en las cubiertas de batería, duran-te el período en que se desarrolla esta na-rración, no parecían carecer de credibilidadpara los embreados viejos sabihondos de latripulación de un buque de guerra. Y cierta-mente, un hombre de las características deClaggart, ingresado a la armada ya en la madu-rez sin experiencia náutica previa, como era sucaso, lo que le obligaba a comenzar por el gra-do más ínfimo; un hombre, además, que jamáshacía alusión a su vida pasada en tierra, dabapie para que, debido a esas circunstancias, porfalta de un conocimiento exacto de sus verda-deros antecedentes, los envidiosos se lanzaranal vago terreno de las conjeturas desfavorables.

Pero los chismes de los marineros de guar-dia respecto de él tenían una cierta plausibili-

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dad derivada del hecho de que, en esa época ydurante algún tiempo, la armada británica nopodía darse el lujo de ser demasiado puntillosaen lo referente a la conservación del personalenrolado; no sólo había patrullas de recluta-miento en tierra y a bordo, sino que era un se-creto a voces que la policía londinense teníatotal libertad de capturar a cualquier sospecho-so apto, a cualquier individuo cuestionable, yenviarlo, sin más, a los astilleros o a la flota.Más aún, incluso entre los alistamientos volun-tarios había casos en que el motivo para ello noprovenía ni del impulso patriótico ni del deseoocasional de experimentar un poco de vidamarina o las aventuras bélicas. Deudores insol-ventes de poca monta y promiscuos especula-dores de la moralidad hallaban un refugio con-veniente y seguro en la armada. Seguro, porqueuna vez enganchados a bordo de un barco deSu Majestad, estaban como en un santuario, delmismo modo que los transgresores de la EdadMedia se refugiaban bajo la sombra del altar.

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Estas sancionadas irregularidades -que porrazones obvias el gobierno difícilmente podíapensar en suprimir en aquella época y que,consecuentemente, por afectar a la clase menosinfluyente de la humanidad, han sido relegadasal olvido- dan color a algo de cuya veracidadno respondo y que, por lo tanto, siento ciertosescrúpulos en exponer; algo que recuerdohaber visto impreso aunque ya no puedo re-cordar el libro; pero esto mismo me fue contadopersonalmente hace ya más de cuarenta añospor un viejo mercenario, un negro de Baltimo-re, un hombre de Trafalgar, con un sombrerode tres picos con quien tuve una interesantísi-ma conversación en una terraza de Greenwich.Se trataba de lo siguiente: en el caso de que unbuque de guerra tuviera necesidad de hacerseinmediatamente a la vela, al no haber otra ma-nera de suplir la insuficiente dotación, se recu-rría directamente a una leva en las cárceles. Porlas razones señaladas previamente, tal vez noresultaría fácil aprobar o rechazar esa alega-

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ción. Pero tomándola por verdadera, qué signi-ficantes serían los apremios de una Inglaterraen aquella época enfrentada a aquellas guerrasque, como bandadas de aves de rapiña, se alza-ban chillando de la estrepitosa y polvorientaBastilla caída. Pero para nuestros abuelos debarbas canosas, y para los más reflexivos deellos, el carácter de la misma presentaba unaspecto semejante al Espíritu del Cabo deCamöens, una eclipsante amenaza misteriosa yprodigiosa. Ni siquiera América estaba exentade esos temores. En la cumbre de las iniguala-das conquistas de Napoleón, hubo americanos,que habían peleado en Bunker Hill, que preveí-an la posibilidad de que el Atlántico no pudieraresultar barrera alguna para detener los desig-nios finales de este portentoso advenedizo fran-cés, surgido del caos revolucionario, que pare-cía cumplir el juicio anunciado en el Apocalip-sis.

Pero hay que dar poco crédito a las habladu-rías de las cubiertas de batería en lo tocante a

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Claggart, reconociendo que ningún hombreque hiciera valer su cargo podía esperar serpopular entre la tripulación. Además, en suscomentarios peyorativos sobre alguien eh co-ntra de quien sienten alguna inquina, o que poralguna (o ninguna) razón les desagrada, losmarineros tienden a exagerar o inventar.

La marinería del Bellipotent sabía tanto denuestro maestro de armas antes de entrar en elservicio cuanto los astrónomos de la ruta reco-rrida previamente por un cometa antes de suprimera aparición observable en el cielo. Elveredicto del correvedile marino ha sido citadosólo para mostrar la clase de impresión moralque el hombre había causado en algunos indi-viduos rudos e incultos, cuyas concepcionessobre la perversidad humana eran, necesa-riamente, de lo más estrechas, limitadas sólo aideas de rapacidad y vileza, es decir, las de unladrón de hamacas tendidas durante las guar-dias nocturnas o las de los traficantes de hom-bres y los tiburones terrestres de los puertos.

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No era un chisme, sino un hecho, no obstan-te, el que, como se ha dicho anteriormenteClaggart al ingresar a la armada era un novatoy como tal fuera asignado a la sección menoshonorable de la tripulación de los buques deguerra y a trabajos desagradables y viles, aun-que no permaneciera en ella por largo tiempo.La singular capacidad que demostró de inme-diato, su constitucional sobriedad, su congra-ciadora deferencia para con sus superiores,junto con su peculiar curiosidad manifestadaen cada ocasión, todo esto, coronado por uncierto patriotismo austero, le ascendió rápida-mente al puesto de maestro de armas.

Los subordinados inmediatos de este jefemarítimo de policía eran los así llamados capo-rales de barco; tan sumisos como se puede re-parar en algunas de las respectivas oficinas entierra, casi en un grado incongruente con unacompleta volición moral. La jerarquía hacía queel jefe de policía tuviera en su poder varios re-sortes convergentes de influencia subterránea

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que, si eran astutamente manejados, podíanprovocar, a través de sus subalternos rasos, unamisteriosa inquietud, si no algo peor, en todohombre de la comunidad marina.

IX

La vida en la cofa del trinquete concordabacon Billy Budd. Allí cuando efectivamente noestaban atareados en las vergas o aun más arri-ba, en la arboladura, los encargados de las cofasque habían sido elegidos por su juventud ydinamismo constituían una especie de clubaéreo, repantigados contra las espléndidas ve-las enrolladas cual cojines, contando cuentos,como dioses haraganes, muchas veces divir-tiéndoe con lo que transcurría en el febril mun-do de las cubiertas. No es de extrañarse enton-ces que un sujeto joven de la disposición deBilly estuviera tan a gusto con tamaña compa-

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ñía. Sin ofender jamás a nadie, estaba siemprealerta a cualquier orden, del mismo modo quese había comportado siempre en los buquesmercantes. Pero tal puntillosidad en el deberdio motivo para que sus camaradas de altura seburlaran sanamente de él. Esta exacerbadapresteza tenía su causa, principalmente, en laimpresión que le había hecho el primer castigoformal que presenció en la plancha del día quesiguió al de su leva. Había incurrido en falta unjovencito centinela de popa, un novicio, que sehabía ausentado de su puesto cuando el navíoestaba cambiando de rumbo, abandono quesignificó un contratiempo bastante grave en lamaniobra que requiere una rapidez instantáneaen soltar y amarrar. Cuando Billy vio la espaldadesnuda del reo bajo el azote, entrecruzada concosturones rojos; y lo que es peor, cuando éladvirtió la horrenda expresión en la cara delhombre liberado junto con la camiseta de lanaechada encima de sí por el verdugo, se precipi-tó desde el lugar donde estaba para esconderse

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entre la turba: Billy estaba horrorizado. Seprometió a sí mismo que nunca, por desidia, seharía acreedor a tamaña gracia o haría u omiti-ría nada que mereciera siquiera una simplereprobación verbal. Cuál no fue su sorpresa ypreocupación cuando finalmente y de maneraocasional, se vio enredado en pequeñas dificul-tades por tonterías tales como el arreglo de subolso o algo fuera de lugar en su hamaca, cues-tiones que caían bajo la jurisdicción de los cor-porales de las cubiertas inferiores y que le va-lieron una vaga amenaza por parte de uno deellos.

Tan cuidadoso en todo como era, ¿cómo po-día sucederle esto? No podía entenderlo y ellolo angustiaba de sobremanera. Cuando hablósobre el tema con sus jóvenes compañeros delas alturas, éstos se mostraron ligeramente in-crédulos o en- , contraron algo cómico en suinocultable ansiedad.

-¿Se trata de tu bolsa, Billy? -le dijo uno deellos-. Pues bien, cósete ahí dentro, muchacho,

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y entonces sabrás de seguro que nadie se mete-rá con ella.

Ahora bien, había a bordo un veteranoquien, debido a que sus años empezaban a des-calificarlo para un trabajo más activo, habíasido recientemente destinado al palo mayordurante su turno de guardia, velando por- losaparejos amarrados a la barandilla que rodeabala gran verga cerca de cubierta. En los ratoslibres el encargado de la cofa había trabadocierta amistad con él y ahora, en medio de suproblema, se le ocurrió que podría ser el tipo depersona adecuada para acudir por un sabioconsejo. Era un viejo danés naturalizado inglésen el servicio, de pocas palabras, muchas arru-gas y algunas cicatrices honorables. Su caramarchita, transformada por el tiempo y lastormentas en una especie de pergamino, teníaaquí y allá unas manchitas azules causadas enbatalla por una explosión casual de una carga.

Era un hombre del Agamenón; unos dosaños antes de la época de esta historia había

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servido bajo Nelson, a la sazón todavía capitánde ese barco inmortal en la memoria naval, elque desmantelado y en parte desguazado hastasus costillas desnudas aparece como un granesqueleto en el aguafuerte de Haden. Habíaformado parte del grupo de abordaje del Aga-menón y en él había recibido un tajo que partíaoblicuo de la sien hasta llegar a la mejilla, elque le había dejado una cicatriz pálida y largacomo una faja de luz alboreal que cayera sobreel rostro oscuro. Era debido a esa cicatriz y a laacción en que la había recibido, así como por sucutis salpicado de pecas azules que el danés eraconocido entre la tripulación del Bellipotent porel nombre de "Abórdalo en el humo".

Ahora bien, la primera vez que sus peque-ños ojos de comadreja se posaron en BillyBudd, una cierta alegría torva puso todas susvetustas arrugas en bufonesca función. ¿Fueacaso porque aquella excéntrica y no sentimen-tal vieja sapiencia suya, primitiva a su manera,vio o creyó ver algo que en contraste con el

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ambiente del navío resultaba extrañamenteincongruente en el Marinero Apuesto? Perodespués de estudiarlo ocultamente a intervalos,la vieja alegría equívoca de Merlin fue modifi-cada, porque ahora, cuando el dueto se en-contraba, en su cara se ponía en marcha unaespecie de mirada socarrona, pero era sin em-bargo sólo por un momento, y a veces reempla-zada por una expresión de esa especulativaduda en que puede caer una naturaleza comoésa, inmersa en un mundo no exento de tram-pas y contra cuyas sutilezas el simple coraje,carente de experiencia y dirección -y sin ningúntoque de defensiva fealdad- es de poca utilidad,y donde esa inocencia que el hombre es capazde tener, en una emergencia moral, no siempreagudiza las facultades o ilumina la voluntad.

Sea por lo que fuere, el danés con su modoascético, más bien se prendó de Billy. Esto nofue sólo debido a cierto interés filosófico en esetipo de personalidad; hubo otra causa. Mientraslas excentricidades del viejo, algunas veces ra-

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yanas en lo absurdo, disgustaban a los jóvenes,Bílly, impulsado por ellas, reverenciándolo co-mo a un héroe marinero hacía avances: jamáspasaba el viejo hombre del Agamenón sin unasalutación marcada por el respeto que rara vezes inadvertido entre las personas de edad, porhoscas que se muestren a veces, y cualquierasea su condición en la vida.

Había un toque de seco humor, o no sé quéen el hombre de la verga; y ya sea por un capri-cho de ironía patriarcal hacia la juventud y con-textura atlética de Billy, o por alguna razón másrecóndita, desde el principio se dirigió a él lla-mándolo "Baby"

en lugar de Billy, siendo, de hecho, el danésel creador del nombre con el cual el encargadode la cofa eventualmente llegó a ser conocido abordo del barco.

Pues bien, al ir a consultar al arrugado porsu misteriosa pequeña dificultad, Billy lo en-contró fuera de su ronda de guardia, ensimis-mado, sentado sobre un cajón de municiones en

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la cubierta superior de batería, observando devez en cuando, con cierto aire ligeramente cíni-co, a los más ostentosos de los paseantes. Billyle contó su problema, preguntándose de nuevocómo era que había sucedido todo. El marinerovidente escuchó atentamente, acompañando elrelato del encargado de la cofa con raros ticscuriosos. Al término de su narración, el encar-gado de la cofa de trinquete dijo:

-Y ahora, danés, dígame qué es lo que piensade esto.

El viejo, alzando la 'parte delantera de susombrero de cuero lustrado y frotándose deli-beradamente la larga y delgada cicatriz en elpunto en que se perdía entre los cabellos, dijolacónicamente:

-Baby Budd, "Patas de Carnero" -refiriéndose al maestro de armas- está encimatuyo.

-¡"Patas de Carnero"! -estalló Billy, sus ojoscolor cielo dilatándose-. ¿Con qué propósito?

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Pero si me dijeron que me llama "el dulce yagradable jovenzuelo".

-¿Así te dice? -rió de manera falsa el canoso;luego dijo-: Ay, Baby, amigo, una dulce voztiene "Patas de Carnero".

-No, no siempre. Pero conmigo la tiene. Raroque yo le pase al lado sin que allí venga unapalabra agradable.

-Y eso es porque está encima tuyo, BabyBudd.

Tal reiteración, aparte del tono, incompren-sible para un novicio, perturbó a Billy casi tantocomo el misterio para el cual había buscadoexplicación. Trató de extraer algo menos des-agradablemente fatídico, pero el viejo quirónde mar, pensando tal vez que por el momentoya había instruido suficientemente a su jovenAquiles, frunció los labios, juntó todas susarrugas y no se comprometió a nada más.

Los años y las experiencias que sobrevienena ciertos hombres sagaces, subordinados du-rante toda su vida a la voluntad de los superio-

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res, todo eso había desarrollado en el danés esemedular cinismo defensivo que era su principalcaracterística.

X

Al día siguiente un incidente sirvió paraconfirmar a Billy en su incredulidad con respec-to al extraño resumen del danés acerca del casoconsultado. A mediodía el barco navegaba conmucho viento y cabeceaba en su curso, y él es-taba abajo cenando y enfrascado en amena plá-tica con los miembros de su rancho, cuandocasualmente, en un repentino vaivén, se le de-rramó todo el contenido del plato de sopa sobreel piso recién lavado. Claggart, el maestro dearmas, bastón de reglamento en mano, justopasaba por la batería, en uno de cuyos compar-timentos se hacía rancho, y el líquido grasientose atravesó en su camino. Pasándole por enci-

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ma iba a proseguir sin comentarlo alguno, dadoque el asunto, vistas las circunstancias, no me-recía mayor atención, cuando se dio cuenta dequién había sido el que había provocado eldesparramo. Su semblante cambió. Se detuvo,estuvo a punto de lanzar una exclamación aira-da al marinero, pero se contuvo, y apuntando ala sopa que se escurría, desde atrás le dio ju-guetonamente un ligero golpe en la espalda conel bastón, diciéndole con esa baja voz musical aveces peculiar en él:

-Apuestamente hecho, mi amigo. Juraría quees tan apuesto como el que lo hizo-. Y se alejó.

Lo que Bllly no percibió, dado que estabafuera de su visión, fue la involuntaria sonrisa omás bien la mueca que acompañó las equívocaspalabras de Claggart: secamente había estiradohacia abajo las delgadas comisuras de su bienformada boca. Pero todos, tomando su obser-vación como una humorada, ya que provinien-do de un superior eran propensos a festejarlotodo con "falso regocijo", actuaron concordan-

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temente; y Billy, halagado, quizá, por la alusióna que era El Marinero Apuesto, se les unió ale-gremente; luego, dirigiéndose a sus compañe-ros de rancho, exclamó:

-¡Ahora quién dice que "Patas de Carnero"está encima mío!

-¿Y quién dijo que estaba, Belleza? -inquirióun fulano con algo de sorpresa.

Frente a esto, el encargado de la cofa se sin-tió un poco tonto, recordando que solamentefue una persona, el "Abórdalo en el Humo"quien había sugerido lo que para él parecía lanebulosa idea de que el maestro de armas era,de alguna manera peculiar, hostil hacia él.Mientras tanto, ese funcionario, retomando sucamino, debe haber lucido momentáneamentealguna expresión menos cautelosa que aquellade la amarga sonrisa, usurpando la cara desdeel corazón, alguna expresión deformante quizá,porque un muchachito tambor, que venía endirección opuesta retozando, al chocar le-vemente con él, quedó extrañamente descon-

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certado por su aspecto. No disminuyó la im-presión cuando el oficial, dándole un tremendobastonazo, exclamó vehementemente:

-¡Mira por dónde vas!

XI

¿Qué le pasaba al maestro de armas? Y fuerelo que fuese ¿cómo podía tener relación directacon Billy Budd, con quien, previo al asunto dela sopa desparramada, nunca había tenido es-pecial contacto oficial o de ningún otro tipo?¿Qué tenía que ver aquello con una persona tanpoco dada a ofender como era el "pacificador"del barco mercante, el mismo, incluso, que,según las propias palabras de Claggart, era el"dulce y agradable jovenzuelo"? Sí, ¿por qué,para tomar prestada la expresión del danés"Patas de Carnero" le andaría encima al Mari-nero Apuesto? Pero, de corazón y no por nada,como el último incidente puede indicar al pers-

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picaz, él estaba secreta, seguramente encimasuyo.

Ahora, inventar cualquier cosa referente a lavida privada de Claggart, algo que involucraraa Billy Budd, de lo cual este último sería total-mente ignorante; algún incidente novelesco queimplicara que el conocimiento de Claggart deljoven marinero comenzó en un período anteriora su primer encuentro a bordo del setenta ycuatro; todo esto, no tan difícil de hacer, servi-ría para ayudar a esclarecer, de una maneramás o menos interesante, el enigma que parecíaesconderse en el caso. Pero en verdad no habíanada de eso. Y, sin embargo, la causa que nece-sariamente debe presumirse como la única res-ponsable está en su realismo tan cargada de eseelemento primario (lo misterioso) de las nove-las de Radcliffe8 como cualquiera que el ingeniode la autora de Los Misterios de Udolfo haya

8 "Novelas de Radcliffe": se refiere a Mrs. Ann Radcliffe(1764-1823) autora de novelas góticas.

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podido imaginar. Porque, ¿qué participa másde lo misterioso que una antipatía espontánea yprofunda como la que sale a relucir en ciertosmortales excepcionales ante el mero aspecto deotro mortal, por inofensivo que éste sea, provo-cada acaso por esa misma inofensividad?

Pues bien, no puede haber una yuxtaposi-ción más irritante de personalidades disímilescomparable a la que se da a bordo de un granbuque de guerra, completamente tripulado, yen alta mar. Allí, día a día, entre todos los ran-gos, cada hombre se pone en contacto con casitodos los demás.

Para evitarlo totalmente, para evitar inclusola simple vista de !os otros, uno necesitaríaecharlos al mar o tirarse por la borda uno mis-mo. ¡Pueden imaginar cómo, a fin de cuentas,esto puede afectar a una criatura humana quesea justamente el reverso de un santo!

Pero estos indicios son insuficientes paraque cualquier naturaleza normal logre teneruna adecuada comprensión de Claggart. Para

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trasladarse de una. naturaleza normal a la suyaes preciso cruzar "el mortal espacio Interme-dio". Y esto se hace mejor de modo indirecto.

Hace mucho tiempo un honrado erudito, mimaestro, me dijo refiriéndose a alguien quecomo él ya no pertenece al mundo de los mor-tales, que era un hombre tan intachablementerespetable que en su contra nunca nada se dijoabiertamente, aunque algunos murmurabanciertas cosas:

-Sí, Equis no es una nuez para ser partidacon el abanico de una dama. Tú sabes bien queno adhiero a ninguna religión organizada, mu-cho menos a una filosofía sistemática. Por ello,pienso que tratar de penetrar en su laberinto yde salir otra vez, sin una pista derivada de al-guna fuente distinta de aquella conocida como"conocimiento del mundo", es difícilmente po-sible, al menos para mí.

-¿Por qué? -dije yo-. Equis, por muy singularque sea, es humano y el conocimiento delmundo implica, sin duda, el conocimiento de la

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naturaleza humana en la mayoría de sus va-riantes.

-Sí, pero un conocimiento superficial de él,que sirve a propósitos comunes. Pero para algomás profundo, no estoy seguro si el conoci-miento del mundo y el de la naturaleza huma-na no son dos ramas distintas del conocimiento,que si bien pueden coexistir en un mismo cora-zón, pueden también darse sin tener nada opoco que ver uno con otro. Aun más, en unhombre común la constante fricción con elmundo adormece esa aguda visión in-dispensable para la comprensión de lo esencialen algunos caracteres excepcionales, sean dia-bólicos o santos. En un caso de cierta importan-cia he visto a una muchacha llevar de la nariz aun viejo abogado. No era ello causado por lachochera de un amor senil; nada de eso. Pero élsabía más de la ley que del corazón de la chica.Coke y Blackstone9 no supieron iluminar esos

9 Coke y Blackstone: famosos juristas del siglo XVIII. Sir

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oscuros parajes del espíritu como lo hicieron losprofetas hebreos. ¿Y quiénes eran éstos? Ermi-taños, en su mayoría.

En esa época mi inexperiencia era tal que noalcancé a comprender el verdadero significadode todo esto. Puede que ahora sí lo comprenda.Y en verdad, si siguiera siendo popular ese dic-cionario basado en las Sagradas Escrituras, unopodría, quizá, definir y clasificar con menosdificultad a esos hombres extraordinarios. Perotal como son las cosas, uno se ve obligado avolcarse hacia alguna autoridad a la que no esdable, precisamente, imputarle el estar impreg-nada de esos elementos bíblicos.

En una lista de definiciones incluidas en unaauténtica traducción de Platón, lista que se leatribuye, se dice: "Depravación natural: depra-vación acorde con la naturaleza", definiciónque, aunque suena a calvinismo, de ningúnmodo extiende el dogma calvinista a toda la

Edward Coke y Sir William Blackstone.

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humanidad. Evidentemente, su intención lahace aplicable sólo a los individuos. No pro-porcionan muchos ejemplos de esta deprava-ción las horcas y las cárceles. En todo caso, paraejemplos destacados, hay que ir a buscar enotros lugares, ya que éstos no tienen la vulgaramalgama de la bestia en ellos, sino que, inva-riablemente, están dominados por el entendi-miento. La civilización, en especial si es de lasde tipo austero, favorece esa depravación, lacual se esconde bajo el manto de la respetabili-dad. Tiene ciertas virtudes negativas que lesirven como auxiliares silenciosas. Nunca per-mite que afloren. No es ir demasiado lejos decirque carece de vicios y pecados menores. Hayun orgullo extraordinario en ella que los exclu-ye. No es mercenaria ni avara. En síntesis, ladepravación de la que aquí se habla no partici-pa en absoluto de lo sórdido o sensual. Es seria,pero libre de acritud. Aunque no lisonjea a lahumanidad, nunca habla mal de ella.

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Pero lo que en casos destacados pone de re-lieve a tan excepcional naturaleza es esto: aun-que el temperamento reposado y el comporta-miento discreto de esta clase de hombre pare-ciera indicar una mente peculiarmente someti-da a la ley de la razón, en los rincones más re-cónditos de su alma reina el desenfreno; al pa-recer, su única relación con la razón es la deemplearla como herramienta ambidextra pararealizar lo irracional; es decir, para lograr unobjetivo que por la perversión de su maligni-dad parece caer dentro de la locura, emplearánun juicio frío, sagaz y bien fundado. Estoshombres son locos, y de la clase más peligrosa,pues su alienación no es continua, sino ocasio-nal, provocada por un objeto especial; protecto-ramente secreta, que es lo mismo que decir queestá encerrada en sí misma, de modo que mien-tras más activa está más difícil se hace para lamente ordinaria el distinguirla de la salud men-tal; y por la razón antes mencionada, cualquierasea su objetivo -y éste nunca es revelado-, el

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método y el procedimiento externo son siempreperfectamente racionales. Pues bien, Claggartera uno de esos tipos en quien había una maníade índole perversa, no engendrada por unaeducación viciosa, por libros corruptores o poruna vida licenciosa, sino nacida con él y congé-nita, o sea, "una depravación acorde con la na-turaleza".

Algunos dirán que decir esto es malvado.Pero ¿por qué? ¿Es acaso, porque de algunamanera ellos perciben en esto ese sentido im-plícito en la frase de las Sagradas Escrituras,"misterios de la iniquidad"? Si lo hacen, habríaque decir que muy lejos de ese sentido ha esta-do mi intención, por que muy poco gustaríanentonces estas páginas a los lectores de hoy.

Este capítulo ha sido necesario para explicarla naturaleza oculta del maestro de armas. Conuno o más detalles en conexión con el incidenteen el rancho, quizá para reivindicar su propiacredibilidad, esta resumida narración será de-jada de lado.

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XII

Que la figura de Claggart no era mala y quesu cara, salvo el mentón, estaba bien formada,ya se ha dicho. De estos aspectos favorablesparecía darse cuenta, ya que no sólo se vestíacon pulcritud, sino con esmero. Pero la figurade Billy era poderosa; y si su rostro no tenía laexpresión del pálido Claggart, no estaba menosiluminado que el suyo, aunque por una fuentediferente. La hoguera de su corazón tornabaluminoso el rosa de sus mejillas.

Dado el marcado contraste entre ambos, esmás que probable que cuando el maestro dearmas, en la última escena descrita, le soltó almarinero la chanza esa de "juraría que es tanapuesto como quien lo hizo", dejó escapar conella un cierto dejo de ironía, no captado por losmarineros que lo oyeron, ya que lo que lo había

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movido en contra de Billy había sido, princi-palmente, su singular belleza personal.

Ahora bien, la envidia y la antipatía, pasio-nes irreconciliables en la razón, pueden, sinembargo, en los hechos, nacer unidas comoChang y Eng10. ¿Es la envidia, entonces, tal cla-se de monstruo? Bueno, si bien más de un mor-tal acusado ante un tribunal se ha declaradoculpable de acciones horrendas con la esperan-za de mitigar la pena, ¿ha confesado alguien,seriamente, que envidia? Algo hay en ella uni-versalmente intuido que es más vergonzosoque el más horrendo de los crímenes. i Y nosólo todo el mundo la repudia, sino que los demejor clase tienden a la incredulidad cuandoella es, en serio, imputada a un hombre inteli-gente. Pero como se aloja en el corazón y no enel cerebro, ningún grado de inteligencia es ga-rantía suficiente en su contra. Sin embargo, lade Claggart no tenía la forma de una pasión

10 Chang y Eng: Mellizos siameses nacidos en 1811.

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vulgar; no, dirigida hacia Billy Budd, no parti-cipaba de ese rasgo de aprensivos celos queestropeó perturbadoramente el rostro de Saúl alcernerse sobre el bien parecido joven David. Laenvidia de Claggart calaba más hondo. Si mira-ba con sospecha la atractiva apariencia, la rebo-sante salud y la franca alegría de la juventud enBilly Budd, era porque todo esto acompañabauna naturaleza que, como Claggart magnéti-camente sentía, en su simplicidad jamás habíadeseado la maldad o experimentado la reaccio-naria mordedura de la serpiente. Para él, elespíritu alojado dentro de Billy y mirando des-de sus ojos color cielo como a través de dosventanas, esa inefabilidad era lo que creabaesos hoyuelos en sus mejillas bronceadas, loque daba ligereza a sus miembros y ondulabasus dorados rizos, haciendo de él, preeminen-temente, El Marinero Apuesto. Con excepciónde una sola persona, el maestro de armas eraquizás el único hombre en el barco intelectual-mente capaz de apreciar adecuadamente el

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fenómeno moral presentado en Billy Budd. Ytal capacidad exacerbaba su pasión, la que, asu-miendo en su interior variadas formas secretas,a veces era un cínico desdén: ¡desdén por lainocencia de ser nada más que un inocente! Sinembargo, en un sentido estético veía el encantoque hay en ella, su temple valeroso e informal,y gustoso la hubiera compartido, aunque lodesesperaba.

Sin poder para anular en él esa malignidadele-: mental, si bien podía ocultarla con sufi-ciente facilidad, aprehendiendo la bondad, peroincapaz de conseguirla, una naturaleza como lade Claggart, sobrecargada de energía, comotales naturalezas

casi invariablemente son, no tenía otro re-curso que plegarse sobre sí misma; y como elescorpión del cual sólo el Creador es responsa-ble, representar hasta el final la parte que lehabía tocado en suerte.

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XIII

La pasión; y la pasión en sus más recónditasprofundidades, no exige un escenario palaciegopara desempeñar su papel. La pasión hondaactúa entre los rufianes, los mendigos y ras-treadores de basura. Y las circunstancias que laprovocan, por más triviales o sórdidas quesean, no son medida de su intensidad. En elejemplo presente, el escenario es la recién lim-pia cubierta de bate. ría de un barco, y una delas provocaciones exteriores, la sopa derramadapor uno de los marineros.

Ahora bien, cuando el maestro de armas viode dónde provenía el grasiento líquido que sedeslizaba delante de sus pies, lo debe habertomado, hasta cierto punto voluntariamente, nocomo lo que de seguro era -un simple acciden-te-, sino como una solapada manifestación deun sentimiento espontáneo de Billy, en respues-ta a su propia antipatía. Desde luego, una de-

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mostración torpe, debe haber pensado, y muyinocua, como el golpe fútil de un potrillo (queno sería tan inocuo si el animal fuera un semen-tal de fuertes cascos). Pero aun así, Claggartmezcló, a la amargura de su envidia, la virulen-cia de su desdén. Pero el incidente le confirmóciertos rumores que había vertido en sus oídos"El Hocicón"11, uno de sus más arteros capora-les; un hombrecillo canoso, bautizado así porsus compañeros por su voz chirriante y su caraaguzada que husmeando en los oscuros rinco-nes de las cubiertas inferiores para buscar in-

11 El Hocicón: juego intraducible de sentidos:Squeak en inglés puede significar sillar, soplo-near y asistir. Como adjetivo, chillón, alcahuete;como sustantivo, asistente, subordinado. Elautor, en su narración, muestra lo acertado deesta elección de un vocablo múltiple. La tra-ducción del mote inglés Squeak por el criollo ElHocicón trata de remediar, en parte, la lagunaidiomática.

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trusos, les había sugerido satíricamente la ideade una ata en una bodega.

Dado que su jefe lo empleaba como instru-mento en la colocación de las pequeñas tram-pas que preocupaban al encargado de la cofa -pues las pequeñas persecuciones hasta ahoramencionadas, efectivamente, provenían delmaestro de armas-, el caporal había deducido,como era natural, que su jefe no sentía amoralguno por el marinero. De allí que se dedicara,como buen colocador de trampas que era, afomentar esa mala sangre distorsionando antesu jefe algunas inocentes travesuras del bona-chón de Billy, además de agregar de su propiocoleto algunos epítetos insultantes que él afir-maba haber oído. El maestro de armas nuncadudó de la veracidad de estos informes, muyespecialmente de los epítetos, porque él sabíamuy bien cuán secretamente impopular podíallegar a ser un maestro de armas, al menos unmaestro de armas de aquellos días, celoso de sufunción, y cómo los marineros, en privado, lan-

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zaban en su contra todas sus burlas y su inge-nio. El mismo mote que le habían puesto ("Pa-tas de Carnero") demostraba, bajo una festivi-dad aparente, la falta de respeto y la antipatíaque sentían por él. Si se tiene en cuenta la avi-dez con que el odio se alimenta, habría quedecir que la pasión de Clag- gart era de esasque no requiere apoyo logístico.

Una prudencia desacostumbrada acompañaa la depravación, cuando es sutil, pues ha deocultarlo todo. Y en el caso de la sospecha deuna injuria su carácter secreto niega de plano laposibilidad de aclaración o desencanto y no sinresistencia pasa a la acción, tanto por una pre-sunción como por una certeza. Y la venganzabien puede ser monstruosamente despropor-cionada con respecto a la supuesta ofensa por-que ¿no es acaso la revancha, en sus exacciones,peor que un usurero inmoderado? Pero, ¿quéhay de la conciencia de Claggart? Porque sibien las conciencias no son como las frentes,toda inteligencia -sin excluir a los demonios de

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las Sagradas Escrituras que "creen y tiemblan"-tiene una conciencia. Pero la de Claggart no eramás que el abogado de su voluntad y de minu-cias hacía enormidades, probablemente argu-yendo que el motivo imputado a Billy al de-rramar la sopa, justo en ese momento, amén delos pretendidos epítetos, si es que no había na-da más, era prueba suficiente para acusarle:más aún, justificaba su animosidad y la conver-tía en una especie de justicia retributiva. El fari-seo es el Guy Fawkes que ronda por las cáma-ras ocultas que subyacen en naturalezas talescomo la de Claggart. Y realmente no puedeimaginarse una malicia que no sea recíproca. Esprobable que las persecuciones clandestinas delmaestro de armas contra Billy se hayan iniciadopara poner a prueba su carácter; pero no consi-guieron sacar a relucir ninguna cualidad en élde la cual el antagonismo pudiera hacer usooficial o incluso convertirla en autojustificaciónplausible; de allí que el accidente del rancho,por nimio que haya sido, fue bienvenido en

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aquella conciencia peculiar cuya misión era serel mentor privado de Claggart; y por lo demás,no es improbable que lo haya conducido a nue-vos experimentos.

XIV

No muchos días después del incidente na-rrado últimamente, le sucedió a Billy algo quelo desconcertó aun más que lo anterior.

Era una noche cálida para la región, y el en-cargado de la cofa, que en ese momento no es-taba en su turno de guardia, yacía soñoliento enla cubierta superior, a donde había subido des-de su calurosa hamaca, una más entre las cen-tenares que se apretujaban en la cubierta infe-rior de batería, tanto que apenas conseguíanbalancearse. Estaba como a la sombra de la la-dera de una colina; tiradas bajo el socaire de labotavara había una pila de vergas de repuesto

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en medio del barco, entre el palo de trinquete yel palo mayor, donde también, arrumbada, es-taba la lancha, el bote más grande. Al lado deotros tres soñolientos de bajo cubierta, él estabacerca de una de las puntas de la botavarapróxima al palo de trinquete; su puesto en laarboladura como encargado de la cofa estabajusto por encima del puesto de cubierta de losencargados del castillo de proa, por lo que lacostumbre lo habilitaba para que se sintieracomo en su casa en esas vecindades.

Pronto fue llevado a la semiinconscienciapor alguien; alguien que, después de habercomprobado previamente el sueño profundo delos otros, le había tocado el hombro; entonces,al levantar el encargado de la cofa la cabeza, enun rápido susurro le murmuró:

-Deslízate hacia las cadenas a proa, a sota-vento, Billy. Hay algo en el ambiente. Nohables. Rápido. Te encontraré allí-. Y desapare-ció.

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Ahora bien, Billy, como otras personas esen-cialmente bonachonas, tenía algunas debilida-des inseparables de ese carácter, entre ellas, unareticencia, casi una incapacidad de decir cate-góricamente no a una proposición repentinaque no fuera evidentemente absurda ni clara-mente inamistosa o perversa. Y siendo de san-gre caliente, no disponía de la flema para ne-garse tácitamente a cualquier proposición através de la inacción. Al igual i que su sentidodel temor, su comprensión con respecto a algoque estuviera fuera de lo honrado y naturalraras veces era rápida. Además, en esta ocasióntodavía lo embargaba la modorra del sueño.

Como quiera que haya sido, se levantó me-cánicamente, y, medio en sueños, preguntán-dose qué sería lo que andaba en el aire se diri-gió al lugar señalado, una angosta plataforma,una de las seis, situada fuera del alto baragane-te y medio oculta por las grandes vigotas ymúltiples acolladores encolumnados de lascubiertas de refuerzo posteriores, cuyas dimen-

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siones, en un gran barco de guerra para la épo-ca, eran acordes a la magnitud del amplio cas-co. En síntesis, un alquitranado balcón sobre elmar, tan apartado que cierto marinero del Be-llipotent, un viejo inconformista lobo de mar, lohabía transformado, incluso de día, en su ora-torio privado.

En este retirado escondrijo, el desconocidopronto se reunió con Billy Budd. No brillabaaún la luz de la luna, una bruma oscurecía laluz de las estrellas. No podía ver claramente lacara del extraño. Sin embargo, por algo en elperfil y en el porte, Billy lo tomó, sin equivocar-se, por uno de los guardias a popa.

-¡Psst, Billy! -dijo el hombre, con el mismorápido susurro de precaución anterior-. Te im-presionaste, ¿no es cierto? Bueno, yo también. -E hizo una pausa como para subrayar el efecto.Pero Billy, sin entender cómo interpretar eso,.no dijo nada. Luego, el otro: -No somos los úni-cos impresionados, Billy. Hay un montón más.¿No podrías ayudarnos en un apuro?

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-¿Qué quieres decir? -preguntó Billy, ya sa-cudida por completó su modorra.

¡Ssshhh, ssshhh!-. El murmullo apresuradohaciéndose ronco musitó ahora-: ¡Mira! -Y elhombre levantó dos pequeños objetos que bri-llaban débilmente a la luz de la noche. -Mira,son tuyos, Billy, si tú solamente...

Pero Billy le interrumpió; y en su desespera-da ansiedad por expresarse, su enfermedadvocal se hizo presente:

-¡Maldito sea, no sé a-a-adónde m-me quie-res ¡le-llevar, o qué quieres de-decir, pero lomejor se-será que te-te vuelvas a-a-adonde per-teneces!

Por el momento, el tipo, como confundido,no se movió; pero Billy, poniéndose de pie deun salto, dijo:

-¡Si no-no te vas, te-te tiraré por la bo-bo-borda!

No había lugar a dudas de esto; y el miste-rioso emisario desapareció en dirección al palomayor, a la sombra de las botavaras.

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-¡Hola! ¿Qué pasa? -refunfuñó uno de los vi-gías del castillo de proa, despertado de su sue-ño por el tono de la voz de Billy. Y al reapare-cer Billy y reconocerlo añadió: -Ah, Belleza,¿eres tú? Algo debe haber pasado para que tar-ta-tartamudearas.

-Oh -replicó Billy, dominando ya su dificul-tad-. Encontré a uno de los guardias a popa envuestra sección y lo mandé de vuelta a su pues-to.

-¿Y eso fue todo lo que hiciste, encargado dela cofa? -preguntó otro con aspereza, un viejoirascible de rostro y pelo color ladrillo, conoci-do con el nombre de "Pimiento Morrón" por suscompañeros del castillo de proa.

-Me gustaría casar a esos cobardes con lahija del cañonero- añadió, expresión con la quequería decir que desearía someterlos al castigodisciplinario sobre el cañón.

Sin embargo, la explicación de Billy resultósatisfactoria para dar por terminado el interro-gatorio de los preguntones. De todas las seccio-

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nes de la tripulación de un barco, los encarga-dos del castillo de proa, que en su mayoría sonveteranos fanáticos en sus prejuicios marineros,resultan ser los más celosos de las invasionesterritoriales, especialmente por parte de cual-quiera de la guardia a popa, de la que tienenuna pobre opinión, por considerarla formadaprincipalmente por gente de tierra que jamássube a la arboladura sino para arrizar o plegarla vela mayor, y que es incompetente para ma-nejar un pasador o, digamos, darle vueltas auna vigota.

XV

El incidente confundió extremadamente aBilly Budd. Fue una experiencia nueva porcompleto; era la primera vez en su vida quealguien lo abordaba de una manera tan solapa-da e intrigante. Previo a este encuentro, no

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había tenido contacto con el guardia a popa,ambos ubicados en posiciones tan distintas,uno a proa y en la arboladura, el otro en cubier-ta y a popa.

¿Qué podía significar esto? ¿Podrían serrealmente guineas esos dos objetos centellean-tes que el intruso había sostenido ante los ojosde Billy? ¿Dónde podía haberlas conseguido?Pero si incluso hasta los simples botones esca-seaban a bordo. Mientras más pensaba en elasunto, más desconcertado se sentía, más in-tranquilo y turbado. En su disgustado rechazoante una oferta que, aunque no podía com-prender del todo, instintivamente sabía quetenía algo de diabólica, Billy Budd se parecía aun caballo joven que acabara de terminar depastar y que de pronto inhalara una ráfaga vilde alguna fábrica química y que, con repetidosestornudos, tratara de sacársela de los orificiosnasales y los pulmones. Este estado de ánimoeliminaba todo deseo de buscar una nueva con-versación con el tipo, aunque sólo fuera con el

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propósito de lograr algún esclarecimiento conrespecto a la intención de este último al acer-cársele. Y no obstante, no carecía de la curiosi-dad natural por ver qué aspecto tendría a la luzdel día su visitante nocturno.

Lo espió, a la tarde siguiente, durante su pri-mera guardia abajo; era uno de los fumadoresen la parte delantera de la cubierta de bateríasuperior en que se permitía fumar. Lo recono-ció por su estatura y conformación general, másque por su cara, redonda y pecosa, y sus vi-driosos ojos color celeste, velados por pestañascasi blancas. Y, sin embargo, Billy sentía ciertainseguridad de que realmente fuera él, un tipojoven, casi de su misma edad, que parloteaba yse reía desenfadadamente, recostado sobre unode los cañones; un joven amable, digno de mi-rar y, al parecer, bastante casquivano. Bastantegordinflón para un marinero, incluso para unencargado de la guardia a popa. En síntesis, elúltimo tipo en el mundo del que uno pensaríaque podía estar sobrecargado de pensamientos,

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especialmente de aquellos peligro sos que de-ben ser propios de un conspirador de cualquierplan serio, o incluso de un secuaz de tal conspi-rador.

Aunque Billy no se había dado cuenta, el ti-po, con una mirada de reojo, lo había vistoprimero y notando que Billy lo miraba, de in-mediato le hizo un saludo familiar de recono-cimiento con la cabeza, como a un viejo conoci-do, sin interrumpir la charla en la que estabaenfrascado con el grupo de fumadores. Uno odos días después, al pasar por casualidad juntoa Billy, en el paseo vespertino, por una de lasbaterías le dijo algo al vuelo, en señal de cama-radería, que por ser tan inesperado y equívoco,dadas las circunstancias, puso de tal modo enaprietos a Billy que no supo qué responder, y lodejó pasar como si no lo hubiera oído.

Billy se sentía ahora más desconcertado queantes. Las vanas especulaciones a las que seveía arrastrado eran tan perturbadora menteajenas a él que hizo todo lo posible por repri-

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mirlas. Jamás se le ocurrió que este era asuntoque, por su extrema ambigüedad, él debía, co-mo marinero leal que era, reportar ante el supe-rior correspondiente. Y, probablemente, si al-guien se lo hubiera sugerido, lo habría recha-zado de plano, pensando, con una magnanimi-dad de novato, que tendría el sucio sabor delchisme. Por ello guardó para sí la cosa. No obs-tante, en una ocasión no pudo evitar desaho-garse un poco con el viejo danés, in- fluido, talvez, por una balsámica noche cuando el barcoestaba en calma; el dueto permanecía callado lamayor parte del tiempo, sentados juntos, sobrecubierta, con las cabezas apoyadas contra i losmalecones. Pero lo que Billy dio fue sólo unaversión parcial y anónima, pues los escrúpulosmencionados le impedían revelar la cosa total-mente. Luego de escuchar el relato de Billy, elsabio danés pareció adivinar más de lo que sele había dicho y, luego de una corta meditacióndurante la cual sus arrugas se contrajeron pocomenos que hasta formar un solo punto, con lo

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que borró aquella expresión burlona que a ve-ces mostraba su cara, dijo:

-¿No te lo dije, Baby Budd?-¿Me dijo qué? -preguntó Billy.-Que "Patas de Carnero" está encima tuyo.-¿Y qué tiene que ver "Patas de Carnero" con

ese chiflado de la guardia a popa? -replicó Billysorprendido.

-¡Ah!, ¡con que se trata de uno de los de laguardia a popa entonces! ¡Un zarpazo de gato,un zarpazo de gato! -Y con esa exclamación, seaque se haya referido al ligero soplo que en esemomento enroscaba las tranquilas aguas, o quehaya tenido alguna relación sutil con el guardiaa popa, el viejo Merlin arrancó con sus negrosdientes un mordisco de su tableta de tabaco, sindignarse responder a la impetuosa pregunta deBilly, que, aunque la repitió, no consiguió obte-ner contestación, pues el danés tenía la costum-bre de caer en profundo silencio cuando erainterrogado de manera escéptica sobre algunosde sus sentenciosos oráculos, no siempre muy

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claros, más bien partícipes de esa oscuridadque reviste la mayoría de las revelaciones délfi-cas en cualquier lugar.

La larga experiencia, probablemente, habíadado a este viejo aquella amarga prudencia quejamás se mete en nada y nunca da consejos.

XVI

Sí, a pesar de la expresiva insistencia del da-nés en cuanto a que en el fondo de toda la ex-traña experiencia de Billy a bordo del Bellipo-tent estaba la presencia del maestro de armas,el joven marinero estaba dispuesto a atribuirlaa cualquiera menos a aquel hombre que, parausar los propios términos de Billy, "siempretenía para él una palabra agradable". Esto resul-taba asombroso. Sin embargo, no tanto. En al-gunos aspectos, ciertos marineros, incluso yamaduros, siguen siendo bastante ingenuos. Y

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un joven marinero de las características denuestro atlético encargado de la cofa es más unniño que un hombre. Sin embargo, la absolutainocencia de un niño no es más que su ignoran-cia supina, y la inocencia desaparece más omenos en la medida en que se desarrolla la in-teligencia. Pero en Billy Budd, si bien su inteli-gencia había progresado, su ingenuidad habíapermanecido en lo esencial inalterada. La expe-riencia es una maestra, sin duda; sin embargola corta edad de Billy hacía que su experienciafuera reducida. Además, carecía de ese conoci-miento intuitivo de lo malo, que en las natura-lezas no del todo buenas ni declaradamentemalas precede a la experiencia, y que, por lomismo, puede hallarse, como realmente sucedeen algunos casos, incluso en la juventud.

¿Y qué podía saber Billy acerca del hombre,excepto del hombre en tanto marinero? Pero elmarinero de viejo cuño, el verdadero lobo demar, el que ha sido marino desde su infancia,aunque sea de la misma especie que el hombre

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de tierra, en algunos aspectos se distingue cla-ramente de éste. El marinero es franqueza; elhombre de tierra, sutileza. La vida no es para elhombre de mar un juego que le exija muchacabeza; no es un juego complicado de ajedrezen que pocos movimientos se hacen en línearecta, pues el objetivo se alcanza por vía indire-cta; un juego evasivo, tedioso y estéril que difí-cilmente vale la pena la vela que gasta jugándo-lo.

Sí, como clase, los marineros son una raza decarácter juvenil. Incluso sus perversiones tienenel sello de la juventud; esto es especialmentecierto en los marineros de la época de Billy.Además ciertas características aplicables a to-dos los marineros se dan de modo más marca-do entre los jóvenes. Todo marinero está acos-tumbrado a recibir órdenes sin discutirlas; suvida a bordo está dirigida desde el exterior; noentra en ese promiscuo comercio con la huma-nidad en que la acción libre en términos deigualdad, al menos superficialmente, pronto le

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enseña a uno que, a menos que ejerza una des-confianza proporcional a la rectitud de la apa-riencia, lo más probable es que le jueguen unamala pasada. Una desconfianza básica y nodemostrativa es tan habitual, no tanto entre loshombres de negocios, sino entre los que tienenun conocimiento de los demás menos su-perficial que el de las relaciones de negocios, enespecial ciertos hombres de mundo, que lleganincluso a emplearla inconscientemente, y algu-nos de ellos se sentirían realmente sorprendi-dos si se les acusara de que ése es uno de susrasgos generales.

XVII

Pero después del incidente en el rancho, Bi-lly Budd ya no tuvo más problemas extrañossobre su hamaca, su bolsa de la ropa u otrascosas. En lo que se refiere a la sonrisa que oca-

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sionalmente se posaba sobre él, y a las palabrasagradables lanzadas al pasar, si no más fre-cuentes, eran más evidentes que antes.

Pero además de todo eso, había ahora algu-nas demostraciones un tanto diferentes. Cuan-do la mirada distraída de Claggart caía sobreBilly, que, con otros, se paseaba por la bateríasuperior, libre del servicio de la segunda guar-dia, intercambiando bromas con los jóvenespaseantes que por allí pululaban, esa miradaseguiría a aquel alegre Hiperión de los mares,con una expresión meditativa y melancólica, losojos extrañamente humedecidos por un princi-pio de lágrimas febriles. Entonces Claggart pa-recía un alma en pena. A veces, la expresiónmelancólica tenía un leve dejo de suave año-ranza, como si Claggart hubiese sido inclusocapaz de amar a Billy, a no ser por el destino yla maldición. Pero pronto se arrepentía de ello,como que esa mirada, que no se podía mitigar,pellizcara y arrugara su rostro hasta convertirlomomentáneamente en una especie de nuez re-

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seca. Pero algunas veces, viendo de antemanoque el encargado de la cofa venía en su direc-ción, al acercarse éste, se hacía a un lado paradejarlo pasar, dejando caer sobre Billy la sonri-sa satírica de un Guisa. Pero si el encuentro erabrusco e imprevisto," brillaba en sus ojos unaluz roja, como la chispa de un yunque en unalúgubre herrería. Esa luz fugaz y feroz era ex-traña; salía disparada de unas órbitas que, enreposo, tenían un color muy parecido al violetaoscuro, el más suave de los tonos.

Aunque algunos de esos caprichos de ese in-fierno interior no podían dejar de ser observa-dos por su víctima, ésta no alcanzaba a com-prender su naturaleza. Y los músculos de Billyeran difícilmente compatibles con esa especiede sensible organización espiritual que en al-gunos casos transmite instintivamente a la ig-norante inocencia una advertencia de la proxi-midad de lo maligno. El pensaba que el maes-tro de armas actuaba de una manera a vecesextraña. Eso era todo. Pero el aire franco de

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algunas ocasiones, y la palabra agradable, erantomados por lo que pretendían ser: el jovenmarinero nunca hasta ahora había oído hablardel "hombre demasiado cortés".

Si el encargado de la cofa hubiera tenidoconciencia de haber dicho o hecho algo quehubiese provocado la mala voluntad del oficial,hubiese sido diferente, y su percepción podríahaber sido más clara, si no más aguda. De estemodo, la inocencia era su anteojera.

Lo mismo sucedía con respecto a otro asun-to. Dos oficiales menores, el del arsenal y el dela bodega, con los cuales jamás había intercam-biado palabra alguna, dado que su puesto en elbarco no lo ponía en contacto con ellos, empe-zaron a echarle miraditas cuando por casuali-dad se encontraban, miradas peculiares queponen de manifiesto que el hombre de quienprovienen las lanza intencionalmente contraquien está predispuesto Nunca se le ocurrió aBilly, como algo digno de notar o como algosospechoso, a pesar de que conocía el hecho,

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que el oficial del arsenal y e capitán de la bode-ga, con el pañolero, el boticario y otros de esegrado, eran, por costumbre naval, compañerosde rancho del maestro de armas, hombres conorejas bien dispuestas a su lengua confidencial.

Pero la popularidad general que provenía dela viril audacia que en ocasiones demostraba ElMarinero Apuesto, junto con su irresistiblebuen carácter, que indicaba la falta de una su-perioridad mental tendiente a estimular senti-miento de envidia, esta buena voluntad, departe de la mayoría de sus camaradas, hacíaque Billy fuera el que menos se preocupara delas sordas manifestaciones de que era objetopor parte de los recién aludidos como para pe-netrar e inferir su verdadera importancia.

En lo que se refiere al vigía a popa, aunqueBilly, por las razones ya explicadas, lo veía muypoco, sin embargo, cuando ambos se topaban,invariablemente aquél le dispensaba ese des-preocupado y alegre saludo de reconocimiento,algunas veces acompañado de una o dos pala-

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bras agradables al pasar. Sea el que haya sido elequívoco, el designio original de ese joven, delcual él haya sido intérprete, era más que cierto,por sus modales en estas ocasiones, que habíasido abandonado completamente. Era como sisu precocidad en la maldad -y todo villanovulgar es precoz- lo hubiese engañado por unavez, y el hombre a quien él había buscado en-trampar como a un simplón, lo hubiese frustra-do ignominiosamente mediante su propia sim-plicidad.

Los astutos podrán opinar que era casi im-posible que Billy se refrenara de dirigirse alvigía a popa y le pidiese francamente cuentasde sus intenciones en aquella entrevista inicial,terminada tan abruptamente en las cadenas aproa. Los astutos podrán pensar también queera natural que Billy sondeara entre otros hom-bres a bordo, para descubrir qué base tenían, sies que la tenían, las oscuras sugerencias delemisario acerca de que hubiera en el barco unsentimiento de disgustó en ebullición. Sí, los

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astutos pueden pensar así. Pero se necesita algomás, ó tal vez algo distinto de la mera astucia,para comprender una naturaleza como la deBilly Budd.

En cuanto a Claggart, su monomanía -sirealmente lo era- había quedado revelada, invo-luntariamente, como por las estrellas, en lasmanifestaciones descritas, si bien en general semantenía oculta por su comportamiento reser-vado y racional; pero, como fuego subterráneoiba abriéndose pasó en su interior cada vez másprofundamente. Tenía que suceder algo decisi-vo al respecto.

XVIII

Después de la misteriosa entrevista en las ca-denas a proa, tan abruptamente finalizada allípor Billy, nada especialmente atingente a la

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historia ocurrió hasta los sucesos que ahoraserán narrados.

En otro lugar se ha dicho que debido a la fal-ta de fragatas (más marineras, por supuesto,que los buques de línea de cómbate) en la es-cuadra británica de los Estrechos, en aquellaépoca, el Bellipotent 74 era ocasionalmente em-pleado no sólo como substituto disponible deun barco de reconocimiento sino, a veces, enmisiones aisladas de mayor importancia. Estono era sólo por sus cualidades de navegación,que no eran comunes en un barco de su porte,sino, más probablemente, porque el carácter desu comandante lo hacía especialmente aptopara cualquier tarea en la que dificultades im-previstas requiriesen tomar una rápida iniciati-va, juntó con conocimiento y habilidad, apartede aquellas cualidades implícitas en un diestrohombre de mar. Fue en una expedición de esteúltimo tipo, a cierta distancia, y cuando el Be-llipotent se hallaba ya muy separado de la flota,al final de la guardia de la tarde, que inespera-

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da mente avistó un buque enemigo. Resultó seruna fragata. Esta última, dándose cuenta a tra-vés del catalejo de que por su tripulación y ar-mamento la superaban con mucho, apelando asus más ligeras condiciones forzó las velas paraalejarse. Tras una persecución realizada casi sinesperanza alguna, y que duró hasta la mitad dela primera guardia, finalmente consiguió esca-par.

No mucho después de haberse renunciado ala persecución y antes de que desapareciera porcompleto la excitación del incidente, el maestrode armas ascendiendo desde su cavernoso cír-culo de acción, hizo su aparición, gorra en ma-nó, al lado del palo mayor, esperando respe-tuosamente ser notado por el capitán Vere,quien se paseaba solitario a barlovento del al-cázar, indudablemente algo irritado por el fra-casó de la persecución. El lugar dónde Claggartse paró era el destinado a los hombres de infe-rior graduación que estuvieran interesados enconseguir una entrevista con el oficial de cu-

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bierta ó con el capitán mismo. Pero en cuanto aeste último, era raro que un marinero o algúnoficial subalterno de aquellos días buscara talaudiencia; solamente una causa muy excepcio-nal, de acuerdo con la costumbre establecida, lahubiera justificado.

De pronto, en el momento en que el coman-dante, absorto en sus pensamientos, estaba apunto de dirigirse a popa en su paseó, se diocuenta de la presencia de Claggart y vio que sehabía quitado la gorra en señal de deferenteespera.

Habría que decir aquí que el capitán Veresólo había empezado a conocer personalmentea este oficial subalterno cuando el barco se hizoa la mar, la última vez, desde la patria. Claggarthabía sido transferido de un buque detenidopor reparaciones y había sustituido a bordo delBellipotent al anterior maestro de armas inca-pacitado y desembarcado.

No bien el comandante se dio cuenta dequién era el que tan deferentemente estaba de

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pie aguardando ser notado, apareció en su ros-tro una expresión peculiar, no muy distinta dela que, sin poderlo remediar aparecerá enquien, al toparse inesperadamente con una per-sona que, si bien conoce, no ha tenido tiempode que sea a fondo, y que ahora, por primeravez, le provoca un vago disgusto y repulsión.Pero deteniéndose y adoptando su acostum-brado aire oficial, a excepción de una especie deimpaciencia semioculta en la entonación de laprimera palabra que pronunció, dijo:

-Bien, ¿qué pasa, maestro de armas?Con un aire de subordinado preocupado por

ser mensajero de malas nuevas y a la vez cons-cientemente decidido a ser franco e igualmenteresuelto a evitar exageraciones, ante esta invita-ción, o más bien orden de explayarse, Claggarthabló claro. Lo que dijo, en un lenguaje paranada propio de una persona ineducada, si bienno al pie de la letra, fue lo siguiente: que duran-te la persecución y preparativos para el posiblecombate había visto lo suficiente como para

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estar convencido de que por lo menos un mari-nero a bordo era personaje peligroso en un bu-que lleno de individuos que no sólo habíantomado parte culpable en la última revuelta,sino también de otros que, corno el hombre encuestión, habían ingresado al servicio de SuMajestad bajo otra forma de enrolamiento.

En este punto, con cierta impaciencia, el ca-pitán Vere le interrumpió:

-Sea directo, hombre; diga forzados.Claggart hizo un gesto de subordinación y

prosiguió: Hacía poco que él, Claggart, habíacomenzado a sospechar que en las cubiertas debatería se había puesto en marcha, impulsadopor el marinero en cuestión, cierto tipo de mo-vimiento encubierto, pero no se había sentidolo suficientemente seguro de comunicar sussospechas en tan

ro éstas fueran poco claras. Pero que, por loque había observado esa misma tarde en elhombre mencionado, la sospecha de que algoclandestino estaba sucediendo se había acerca-

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do a un punto próximo a la certeza. Sentía pro-fundamente, agregó, la responsabilidad queasumía al hacer una denuncia que implicabatales posibles consecuencias para el individuocomprometido, además de tender a aumentarlas preocupaciones naturales que todo coman-dante naval debe sentir en vista de la extraor-dinaria revuelta reciente que, lamentablemente,dijo, no necesitaba nombrar.

Ahora bien, al iniciarse el tema, el capitánVere, tomado por sorpresa, no pudo dejar desentir inquietud. Pero a medida que Claggartprosiguió, su aspecto cambió hacia la intranqui-lidad, por algo que había en la manera en queel testigo daba su testimonio. Sin embargo, sereprimió de interrumpirle. Y Claggart, conti-nuando, concluyó con esto:

-Dios prohiba, su señoría, que el Bellipotenttenga la experiencia de ...

-¡No se preocupe por eso! -le interrumpióperentoriamente su superior, la cara alteradapor la cólera, instintivamente, adivinando el

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nombre del barco que el otro estaba a punto demencionar, en el cual el Motín del Nore habíaasumido un carácter especialmente trágico que,por algún tiempo, había puesto en peligro lavida _de su comandante. En tales circunstan-cias, indignaba al comandante la alusión. Mien-tras los suboficiales eran muy cuidadosos en lamanera según la que se referían a los últimosacontecimientos en la flota, que un subalternolos aludiera innecesaria mente en presencia desu capitán le pareció una inmodesta presun-ción. Además a su agudo sentido del propiorespeto le pareció, incluso, dadas las circuns-tancias, como un intento de alarmarlo. Y nodejó de sorprenderle que una persona que, porlo que había observado hasta entonces, habíademostrado considerable tacto en sus funcio-nes, mostrara en esta situación tal particularcarencia del mismo.

Pero estos pensamientos y otros semejantes,plenos de dudas, que como relámpago atrave-saron su mente, fueron reemplazados súbita-

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mente por una conjetura intuitiva que, aunqueoscura en su forma, le sirvió en la práctica paraalterar su recepción de las malas nuevas. Escierto que, versado desde mucho tiempo entodo lo referente a la complicada vida de lascubiertas de batería -que como cualquiera otraforma de vida, tiene sus minas secretas y sulado dudoso, aspectos popularmente negados-,el capitán Vere no se permitió alterarse indebi-damente por el tenor general del informe de susubordinado.

Más aún, si en razón de los recientes aconte-cimientos hubieran de tomarse inmediatamentemedidas ante el primer signo palpable de recu-rrencia en la insubordinación, no sería juiciosomantener viva la idea de una prolongada des-lealtad, dando indebidamente crédito a un in-formante, aun cuando éste fuese su propio su-bordinado encargado, entre otras cosas, de lavigilancia policial de la tripulación. Este senti-miento, tal vez, no hubiera prevalecido en él ano ser porque en una ocasión anterior el celo

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patriótico oficialmente demostrado por Clag-gart lo había irritado algo, por considerarlohipersensible y exagerado. Aun más, algo en elmodo autosuficiente y algo ostentoso del oficialal hacer su descripción, le recordaba extraña-mente a un músico de una banda, testigo perju-ro en un caso de pena capital ante una cortemarcial en tierra, de la que él, cuando teniente,había sido miembro.

La interrupción perentoria que le hizo aClaggart en la mencionada alusión fue rápida-mente seguida de estas palabras:

-Usted dice que por lo menos hay un hom-bre peligroso a bordo. Nómbrelo.

-William Budd, un encargado de la cofa detrinquete, su señoría.

-¡William Budd! -repitió el capitán con ge-nuino asombro-. ¿Se refiere usted al hombreque el

teniente Radcliffe eligió de entre los marinosmercantes hace poco tiempo, el joven que pare-

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cía ser tan popular entre sus camaradas? ¿Billy,El Marinero Apuesto, como lo llamaban?

-El mismo, su señoría. A pesar de su juven-tud y buen aspecto, un retorcido. No por nadase insinúa en la buena voluntad de sus compa-ñeros, dado que en caso de necesidad, inter-pondrán sus buenos oficios en su favor. ¿Lecontó, por casualidad, el teniente Radcliffe có-mo Budd saltó hábilmente en la proa de la ba-landra, bajo la popa del mercante, cuando se lollevaban? Enmascarado tras esa especie debuen humor, resiente de corazón su leva. Ustedha tenido que observar su hermoso descaro.Una trampa puede ocultarse bajo primorosasjoyitas.

Ahora bien, El Marinero Apuesto, como fi-gura destacada entre los demás marineros,había atraído naturalmente la atención del capi-tán desde el comienzo. Aunque en general noera muy demostrativo con sus oficiales, habíafelicitado al teniente Radcliffe por su buenafortuna al elegir tan magnífico ejemplar del

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genus homo, quien, desnudo, bien podría haberposado para la estatua del joven Adán antes dela Caída. En cuanto a la despedida de Billy alDerechos del Hombre, que el teniente, obvia-mente, se la había contado, aunque de una ma-nera diferente, más como una buena historiaque otra cosa, el capitán Veré, aunque interpre-tándola erradamente como un arranque satíri-co, precisamente debido a esto, se había toma-do la mejor de las impresiones de aquel hom-bre. Como marino de guerra admiraba el espíri-tu que podía tomar un alistamiento tan arbitra-rio con tanta alegría y sensatez. La conducta delencargado de la cofa, hasta donde él podíahaberse dado cuenta, había confirmado el felizaugurio inicial: en lo que hacía a las habilidadesdel recluta como "hombre de

mar", eran tales que él hasta había pensadoen proponerlo al segundo comandante paraque lo promoviera a un puesto en que lo ten-dría más frecuentemente bajo su observacióndirecta, es decir, a la capitanía de la mesanas en

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la que reemplazaría para la vigilancia a estribora un hombre ya mayor, al que en parte, debidoa esa circunstancia, ya no consideraba apto pa-ra ese puesto. Digamos, entre paréntesis, quelos vigías de la mesana no tienen que manejarpaños de velamen tan pesados como los de lasvelas inferiores en el palo mayor y en el trin-quete, de modo que un hombre joven, del tem-ple apropiado, no sólo parece perfectamenteapto para ese tipo de puesto, sino que se le sue-le seleccionar para la capitanía de esa cofa y latripulación que tiene a sus órdenes son, confrecuencia, mozalbetes. En suma, desde el prin-cipio, el capitán Vere había considerado a BillyBudd lo que en jerga naval de la época se lla-maba "la ganga del Rey", es decir, para la ar-mada británica de Su Majestad una inversiónimportante sin ningún desembolso o uno muyreducido.

Tras una breve pausa durante la cual todoslos recuerdos antes mencionados pasaron vívi-damente por su mente, sopesó la importancia

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de la sugerencia final de Claggart, implícita enla expresión de que "una trampa puede escon-derse bajo las primorosas joyitas", y mientrasmás sopesaba, menos confiaba en la buena in-tención del informante. De repente se dirigió aéste, y en voz baja preguntó:

-¿Me viene a mí, maestro de armas, con uncuento tan confuso? En cuanto a Budd, cítemeun acto o una palabra suyas confirmatorias delo que usted en general lo acusa. ¡Tenga cuida-do con lo que dice! -Acercándose más añadió-:En este momento y en un caso como éste, porfalso testimonio se termina en la punta de lospalos.

-¡Ay, su señoría! -suspiró Claggart, movien-do suavemente su bien formada cabeza, comouna triste deprecación por tan inmerecida seve-ridad en el tono. Luego, irguiéndose como envirtuosa autoafirmación, citó textualmente cier-tas palabras y actos que, si fueran confirmadoscolectivamente, llevaban a suposiciones queinculpaban mortalmente a Budd, y añadió que,

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para algunas de esas declaraciones, no tardaríaen tenerse prueba definitiva.

Con sus ojos grises ya Impacientes y descon-fiados intentando sondear hasta el fondo de lostranquilos violetas de Claggart, el capitán Verevolvió a escucharle; luego, por un momento,quedó sumido en reflexiones. En cuanto a ladisposición de ánimo que demostraba, Clag-gart, entonces libre del escrutinio del otro, laexhibía con una mirada difícil de describir: unamirada curiosa del efecto de sus tácticas, unamirada como la que debe haber tenido el voce-ro de los envidiosos hijos de Jacob, que engaña-ron al atribulado patriarca con la túnica teñidade sangre del joven José.

Aunque algo excepcional en la fibra moraldel capitán Vere hacía que en un encuentro conotro hombre, hiciera un verdadero examen crí-tico de la naturaleza esencial del otro, ahora, sinembargo, frente a Claggart y con respecto a quéera lo que realmente pasaba por su cabeza, susentimiento participaba menos de una convic-

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ción intuitiva que de una fuerte sospecha obs-truida por extrañas dudas. La perplejidad pro-venía no tanto del hombre contra quien se leestaba informando -como indudablemente opi-naba Claggart- como de las consideracionesrespecto a de qué modo actuar mejor con res-pecto al informante. Al principio, desde luego,era partidario de exigir la presentación de laspruebas que Claggart decía estaban a mano.Pero este procedimiento tendría como conse-cuencia que el asunto de inmediato se hicierapúblico, lo cual, en el estado actual, pensó, po-dría afectar inconvenientemente a la tripula-ción. Si Claggart era un testigo falso, eso cerra-ba el caso y por ello, antes de someter a pruebala acusación, primero sometería a prueba alacusador, y pensó que podía hacerlo de unamanera tranquila que pasara inadvertida.

La medida que decidió tomar significaba uncambio de escenario a un lugar menos expuestoa la observación de los hombres del alcázar.Pues. aunque de acuerdo con la etiqueta naval,

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los pocos oficiales que estaban en sus cuartosde proa se habían retirado a sotavento en elmomento que el capitán iniciara su paseo abarlovento de la cubierta; y aunque durante laconversación con Claggart, por supuesto no seaventuraron a disminuir la distancia; y aunquedurante la entrevista la voz del capitán Vere nofue de ningún modo alta, y la de Claggart ar-gentina y baja; y aunque el viento en el aparejo-y el mar con su oleajecontribuían a hacer toda-vía más difícil que escucharan; a pesar de todoello, lo prolongado de la entrevista había atraí-do ya la atención de algunos hombres de lascofas y de otros marineros en el combés o másadelante.

Habiendo decidido sus medidas, el capitánVere se lanzó de inmediato a la acción. Vol-viéndose bruscamente hacia Claggart, le pre-guntó:

-Maestro de armas, ¿está Budd de guardiaen la cofa?

-No, su señoría.

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-Señor Wilkes -dijo entonces el capitán deinmediato, llamando a su presencia al guar-diamarina más próximo-. Dígale a Albert quevenga a verme-. Albert era el muchachito en-cargado de la hamaca del capitán, una especiede valet marino en cuya discreción y fidelidadel capitán tenía mucha confianza. El muchachoapareció-. ¿Conoces a Budd, el encargado de lacofa de trinquete?

-Lo conozco señor.-Ve a buscarlo. Está libre de la guardia. Arré-

glate para decirle que se le busca a popa sin quenadie te escuche. Indícale que no hable con na-die. Haz que sólo hable contigo. Sólo cuandolleguen aquí, podrás decirle que el lugar endonde se le requiere es mi cabina. Tú me en-tiendes. Anda.

-Maestro de armas, déjese ver en las cubier-tas inferiores y cuando crea que es tiempo deque Albert esté viniendo con su hombre, estélisto para entrar silenciosamente tras el marine-ro.

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XIX

Cuando el encargado de la cofa de trinquetese encontró en la cabina encerrado allí, comoestaba, con el capitán y con Claggart, se sintiómuy sorprendido. Pero fue una sorpresa caren-te d' aprensión o desconfianza. Para un carácterinmaduro, esencialmente honesto y humano,los avisos premonitorios de un peligro sutil,proveniente de otro individuo, suelen llegartarde si es que llegan. El único pensamientoque tomó forma en la mente del joven marinerofue: "Sí, el capitán, siempre lo he pensado, memira con amabilidad. Me pregunto si va a pe-dirme que sea su timonel. Eso me encantaría, yquizás ahora va a interrogar al maestro de ar-mas sobre mí".

-Cierre la puerta, centinela -dijo el coman-dante-. Quédese fuera y no deje entrar a nadie.

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Ahora, maestro de armas, dígale a este hombreen la cara lo que me ha dicho a de él-. Y se pre-paró para escrutar ambos rostros enfrentados.

Con el paso mesurado y el aire reconcentra-do de un médico de casa de orates, aproximán-dose en la sala pública a algún enfermo quecomenzara a mostrar síntomas de paroxismoinminente, Claggart cortó deliberadamente ladistancia con Billy y, mirándolo hipnóticamen-te a los ojos, recapituló brevemente la acusa-ción.

Al principio, Billy no entendió. Cuando lohizo, el rosa canela de sus mejillas pareció cu-brirse como de una lepra blanca. Se quedó co-mo empalado y amordazado. Mientras tanto,los ojos del acusador, que seguían fijos en losazules dilatados, experimentaron un cambiofenomenal: su habitual color violeta oscurotransformóse en púrpura turbio. Aquellas lucesde inteligencia, perdiendo su expresión huma-na, sobresalían heladamente como los ojos alie-nados de ciertas criaturas del abismo aún no

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catalogadas. La primera mirada hipnótica era lade una fascinación serpentina; la última, el pa-ralizante bandazo de un pez torpedo.

-¡Hable, hombre! -dijo el capitán Vere atóni-to, Impresionado por su aspecto más que por elde Claggart-. ¡Hable! ¡Defiéndase!

Esa petición provocó en Billy unos gestos ygorgoteos raros y torpes. El asombro ante unaacusación lanzada de improviso contra su ju-ventud inexperta, y quizá también el horrorsentido hacia el acusador, hicieron aparecer suoculto defecto, que en ese momento se intensi-ficó hasta convertirse en un convulso nudo-enla garganta. Mientras su cabeza y todo su cuer-po se esforzaban en una agonía de ineficaz dis-posición, a obedecer y defenderse, su caraadoptó la expresión de una condenada vestalen el momento de ser enterrada viva y en suprimer esfuerzo para evitar la sofocación.

Aunque hasta entonces el capitán Vere habíaIgnorado el defecto vocal de Billy, lo adivinó deinmediato, dado que el aspecto del joven le

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recordó vívidamente el de otro, un inteligentecompañero de estudios a quien había visto ven-cido por la misma asombrosa impotencia allevantarse ansiosamente en la clase para ser elprimero en responder a una pregunta del maes-tro. Acercándose al joven marinero, y ponién-dole suavemente la mano en el hombro dijo:

-No hay prisa, mi muchacho. Tienes tiempo,tienes tiempo.

El tono paternal de estas palabras produje-ron el efecto contrario al deseado, pues indu-dablemente habían conmovido a Billy y lo in-dujeron a un esfuerzo más rápido y más violen-to para hablar, esfuerzo que terminó por acen-tuar la parálisis y por dar a su cara una expre-sión de crucifixión. Al instante siguiente, con larapidez de la llama de un cañón disparado enla noche, lanzó su brazo derecho hacia adelantey Claggart se desplomó en el suelo. Haya sido apropósito o bien debido a la mayor estatura deljoven atleta, el golpe le había dado de lleno enla frente tan bien formada y de aspecto intelec-

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tual dei maestro de armas. Este cayó cuan largoera, como un tablón que se inclina desde suposición vertical. Jadeó una o dos veces y sequedó inmóvil.

-¡Desgraciado muchacho! ¡Qué has hecho!Ven, ayúdame.

Entre los dos alzaron por la cintura al caídohasta dejarlo sentado. Aquel delgado cuerpocedió con facilidad, pero siguió inerte. Fue co-mo sostener una serpiente muerta. Volvieron arecostarlo. Enderezándose, el capitán Vere secubrió la cara con una mano y se quedó tanimpasible como el objeto que yacía a sus pies.¿Se hallaba absorto, recogiendo en su Interiortodas las consecuencias de la acción y conside-rando qué sería lo mejor que podría hacerse nosólo en ese Instante, sino también posterior-mente? Lentamente se descubrió el rostro y elefecto fue igual a si la luna, emergiendo de uneclipse, reapareciera con un aspecto bien distin-to a aquel con el que se había ocultado. El pa-dre que en él había manifestado hasta entonces

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hacia Bllly en aquella escena, fue reemplazadopor el disciplinario militar. Con tono oficial leordenó al encargado de la cofa que se retirara auno de los compartimentos a popa, señalándo-selo, y que se quedara allí hasta nueva orden.Billy obedeció al mandato mecánicamente, ensilencio. Luego, yendo a la puerta de la cabinaque miraba hacia el alcázar, el capitán Vere dijoal centinela allí apostado:

-Dígale a alguien que mande a Albert.Cuando el muchacho apareció, el capitán se

las arregló para que no viera al caído.-Albert -le dijo-, dile al médico que deseo

verlo. No vuelvas hasta que te llame.Cuando el médico entró -un tipo equilibra-

do, de gran juicio y a quien debido a su expe-riencia, nada lo tomaba por sorpresa-, el capi-tán Vere se adelantó a recibirlo, inconsciente-mente, interceptando la vista de Claggart e,interrumpiendo, a la vez, el ceremonioso salu-do habitual de! otro.

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-Dígame cómo está ese hombre -le dijo, di-rigiendo su atención hacia la postrada figura.

El médico lo miró, y a pesar de todo el do-minio

que tenía sobre sí mismo, quedó algo asus-tado j por la brusca revelación. Sobre la carasiempre pálida de Claggart iba escurriéndoseuna sangre negruzca y espesa, proveniente dela oreja y la nariz. Para el avezado ojo profesio-nal, no era indudablemente un hombre convida.

-¿Es así, entonces? -dijo el capitán Vere, mi-rándolo fijamente-. Lo pensé. Pero verifíquelo.

De inmediato las pruebas rutinarias confir-maron la primera impresión del doctor, quienahora alzando la vista con evidente preocupa-ción, dirigió una mirada de intensa curiosidada su superior. Pero el capitán Vere, con unamano en la frente, estaba de pie, inmóvil. Depronto, agarrando el brazo del médico, convul-sivamente exclamó, señalando el cuerpo:

-¡Es el juicio divino sobre Ananías! ¡Mire!

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Trastornado por el excitado comportamientoque jamás antes había observado en el capitándel Bellipotent, y como hasta ahora ignorabacompletamente el asunto, el prudente médico,sin embargo, conservó la calma, interrogandosólo otra vez con los ojos acerca e qué habíaprovocado tal tragedia.

Pero el capitán Vere nuevamente estaba porcompleto inmóvil, absorto en su pensamiento,y luego exclamó vehementemente:

-¡Golpeado de muerte por un ángel de Dios!¡Sin embargo, el ángel debe ser colgado!

Ante estas apasionadas interjecciones, merasincoherencias para el que escuchaba, por cuan-to desconocía los antecedentes, el médico sesintió profundamente perturbado. Pero enton-ces, recuperándose, el capitán Vere, en un tonomenos apasionado, relató brevemente las cir-cunstancias que habían conducido al evento.

-Pero venga, hemos de acabar con esto -aña-dió-. Ayúdeme a sacarlo de aquí y llevarlo a esecompartimento -dijo señalando uno opuesto a

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aquel en que el encargado de la cofa permane-cía confinado.

Nuevamente trastornado por una peticiónque, dado que implicaba cierto deseo de ocul-tamiento, le parecía verdaderamente extraña, elsubordinado no tuvo más remedio que acceder.

-Váyase ahora -dijo' el capitán Vere con algode ese tono autoritario común en él-. Váyase.Inmediatamente convocaré a un consejo deguerra a bordo. Cuéntele a los tenientes y díga-le al señor Mordant -refiriéndose al capitán deinfantería de marina-, y recomiéndeles queguarden el asunto para ellos mismos.

XX

Lleno de inquietud y recelo, el médicoabandonó la cabina. ¿Estaba el capitán Vererepentinamente trastornado, o era sólo unaexcitación transitoria producida por una trage-

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dia tan extraña y extraordinaria? En cuanto alconsejo de guerra, le pareció impolítico, si nomás grave. Lo que había que hacer pensó, enun caso tan extraordinario como éste, era confi-nar a Billy Budd y, de acuerdo a la costumbrenaval, posponer toda acción hasta reunirse conla flota y luego derivarlo al almirante. Recordóla desacostumbrada agitación del capitán Verey sus excitadas exclamaciones, tan en desa-cuerdo con su manera de ser. ¿Está desequili-brado? Pero suponiendo que lo esté no es sus-ceptible de prueba. ¿Qué puede hacer entoncesun médico? No hay peor situación que la de unoficial subordinado a un capitán de quien sos-pecha no que está loco,pero sí un tanto afectadoen sus facultades mentales. Discutir sus órde-nes sería insolencia; resistirlas, rebelión.

Obedeciendo al capitán Vere, comunicó loque había sucedido a los tenientes y al capitánde los infantes de marina, no diciéndoles nadasobre el estado del capitán. Compartieron to-talmente su sorpresa y preocupación. Como él,

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también parecían pensar que un asunto de esetipo debía ser remitido al almirante.

XXI

¿Quién en e¡ arco iris puede trazar la líneadonde termina el violeta y comienza el anaran-jado? Vemos claramente la diferencia de colo-res, pero ¿dónde, exactamente, se confunde elprimero con el segundo? Lo mismo sucede conla salud mental y la locura. En casos muy evi-dentes, no hay ninguna duda al respecto. Peroen otros, menos pronunciados, pocos se atreve-rán a trazar la línea demarcatoria aunque porhonorarios algunos peritos profesionales seanimarían. No hay nada nombrable que algu-nos hombres no hagan, si se les paga por ello.

Que el capitán Vere fuera realmente víctimarepentina de algún grado de anomalía, comoprofesionalmente lo supuso el médico, cada

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uno lo determinará por sí mismo a la luz deesta narración.

Es verdad que el desgraciado suceso que hasido narrado no habría podido suceder en peormomento. Porque fue pisando los talones a lassofocadas insurrecciones, un tiempo muy críti-co para la autoridad naval, que exigía de cadacomandante inglés dos cualidades realmenteno amalgamadas: prudencia y rigor. Más aún,había algo crucial en el caso.

En el malabarismo de circunstancias queprecedieron y acompañaron el suceso a bordodel Bellipotent, y a la luz del código militar porel que había de ser juzgado formalmente, lainocencia y la culpa, personificadas respecti-vamente en Claggard y Budd habían trastocadolugares. Desde el punto de vista legal, la vícti-ma aparente de la tragedia era quien había bus-cado victimizar a un hombre intachable; y laindiscutible acción de este último, desde elpunto de vista naval, constituía el más horren-do de los crímenes militares. Aun más. Lo

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esencialmente justo e injusto implícito en elasunto, por más claro que fuera, agravaba laresponsabilidad de un leal comandante nava!.dado que no estaba autorizado para determinarla cuestión sobre bases tan primitivas.

No es de sorprenderse, entonces, que el capi-tán del Bellipotent, aunque era en genera! unhombre de decisión rápida, sintiera más nece-saria la prudencia que la rapidez. Hasta que éldecidiera con precisión cuál sería el curso de losacontecimientos en todos sus detalles, y no sóloeso, sino hasta que la última de las medidasestuviera a punto de tomarse, consideró acon-sejable, en vista de las circunstancias, evitar almáximo la publicidad. Aquí puede (o no) habererrado . Porque lo cierto es, sin embargo, queposteriormente, en la charla confidencial deuno o dos camarotes y cabinas, fue criticado nopoco por algunos oficiales, hecho este que susamigos, y sobre todo, de modo vehemente, suprimo Jack Denton atribuyeron a los celos pro-fesionales contra el Rutilante Vere. Había cierta

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base imaginativa para el comentario envidioso.El mantener todo el asunto en secreto; el limitartodo el conocimiento del mismo, durante ciertotiempo, al lugar en donde el homicidio habíaacaecido, la cabina del alcázar; en estos detalleshabía cierto parecido a la política adoptada enlas tragedias de palacio que han ocurrido másde una vez en las capitales fundadas por Pedroel Bárbaro.

El caso era tal que, en realidad, el capitán delBellipotent hubiese retardado gustosamentecualquier acción más allá de mantener al encar-gado de la cofa incomunicado en prisión hastaque el barco se reuniera con la flota y allí some-ter el asunto al juicio de su almirante.

Pero un verdadero oficial militar es, en cier-to sentido, como un monje. Este no cumplirásus votos de obediencia monástica con másabnegación que aquél sus votos de lealtad aldeber militar.

Sentía que si no adoptaba rápidas medidassobre aquel asunto, la acción del encargado de

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la maestro de armas dijo. He comido del pandel Rey y soy fiel al Rey.

-Te creo, mi hombre -dijo el testigo, y su vozindicaba una emoción reprimida, pero de nin-gún modo traicionada.

-Dios lo bendecirá por esto, su señoría- dijoBilly no sin tartamudear y se desmoronó. Peroinmediatamente otra pregunta que se le formu-ló, lo llamó a retomar el control de sí mismo ycon idéntica dificultad emocional en la pronun-ciación, ' dijo:

-No, no había ningún rencor entre nosotros.Jamás le tuve inquina al maestro de armas. La-mento que esté muerto. No fue mi intenciónmatarlo. Si hubiere podido usar mi lengua, nolo hubiera golpeado. Pero mintió vilmente enmi cara y en presencia de mi capitán, y yo teníaque decir algo, y sólo lo pude decir con un gol-pe. ¡Dios se apiade de mí!

En la manera impulsiva, con la mayor fran-queza, con que dijo lo anterior, el tribunal vioconfirmado todo lo que estaba implícito en las

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palabras que previamente los habían dejadoperplejos, dado que provenían del testigo de latragedia e inmediatamente seguidas por el des-cargo de Billy de su intención de amotinarse; esdecir, las palabras del capitán Vere: "Te creo, mihombre".

Luego se lo interrogó acerca de si él tenía co-nocimiento o sospecha de que algún trastornoincipiente (queriendo significar motín, peroevitando especialmente el uso de la palabra) seestuviera gestando en algunas de las seccionesde la tripulación.

La respuesta tardó. El tribunal lo atribuyó,naturalmente, al mismo impedimento vocalque había obstruido o retardado las respuestasanteriores. Pero, en realidad, era otra cosa; lapregunta había traído inmediatamente a sumemoria la entrevista con el vigía a popa en lascadenas a proa. Pero tenía una repugnanciainnata a jugar el papel de informante contra unpropio compañero -el mismo sentido errado delhonor no educado que le había impedido re-

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portar el asunto, en su momento-; como mari-nero de guerra leal, ese era su deber y el nohaberlo hecho podría, si se le acusaba y pro-baba, hacerlo susceptible de la más grave de laspenas. Esto prevaleció en él, con la ciega sensa-ción de que en realidad no se tramaba nada.Cuando la respuesta vino, fue negativa.

-Una pregunta más -dijo el oficial de infan-tería de marina, hablando por primera vez ycon atribulada seriead-. Usted nos dice que loque el maestro de armas dijo en su contra erauna mentira. Ahora, ¿por qué habría de mentirtan maliciosamente si según lo que usted decla-ra no había inquina entre ustedes?

Con esa pregunta tocaba, sin darse cuenta,un aspecto espiritual totalmente oscuro para lospensamientos de Billy, por lo que éste se quedóestupefacto, y mostró una confusión que, cier-tamente, algunos observadores, como puedeimaginarse, podrían haber interpretado comoprueba involuntaria de una culpa secreta. Apesar de todo, se esforzó por encontrar una

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respuesta, pero inmediatamente renunció aseguir aquel vano intento, a la vez que mirabade modo suplicante al capitán Vere, como si loconsiderase su mejor aliado y amigo. El capitánVere, que se había sentado un rato, se puso depie, dirigiéndose al interrogador:

-La pregunta que usted hace es más que na-tural. Pero ¿cómo puede él contestársela correc-tamente? ¿O puede hacerlo otro que no sea elque yace ahí adentro? -señalando el comparti-mento donde yacía el cadáver-. Pero el que estáallí tendido no se levantará para responder anuestro interrogante. De hecho, me parece a míque el punto que usted toca no es pertinente,por cuanto, al margen de cualquier motivo con-cebible que haya tenido el maestro de armas, ysin tomar en cuenta la provocación del golpe,un consejo de guerra debe, en el caso presente,limitar su atención a la consecuencia del golpe,consecuencia que sólo hay que juzgar cornoacto del golpeador.

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Esta declaración, cuyo significado cabal eradifícil que Billy hubiese comprendido del todo,provocó en éste, a pesar de ello, una mirada deansiosa interrogación hacia quien hablaba; unamirada que en su silenciosa expresividad pare-cía la que un perro de generosa raza dirige a suamo, buscando en la cara de éste algún signode aclaración por un gesto anterior ambiguopara su inteligencia canina. Aquella manifesta-ción del capitán no careció tampoco de efectoen los tres oficiales, específicamente en el mili-tar. Les pareció que había oculta en ella un sig-nificado no previsto que implicaba un prejuiciopor parte de quien hablaba. Sirvió para aumen-tar su desconcierto, ya bastante evidente conanterioridad.

Una vez más habló el militar, con un tonoque indicaba cierta duda al dirigirse a los otrosjurados y al capitán Vere:

-No hay nadie presente (quiero decir de latripulación del barco) que pueda arrojar alguna

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luz, si es que es posible, sobre lo que siguesiendo misterioso en este asunto.

-Eso está planteado muy inteligentemente -dijo el capitán Vere-. Me doy cuenta adóndequiere ir. Sí, hay aquí un misterio; pero es, parausar una frase de las Sagradas Escrituras, un"misterio de iniquidad", un tema que sólo losteólogos psicólogos pueden discutir. ¿Pero quétiene que ver un consejo de guerra con esto? Sintener en cuenta, además, que cualquier posibleinvestigación es inútil, dado que el muerto yano puede hablar -y señaló nuevamente al com-partimento mortuorio-. La acción del prisione-ro: de ella y únicamente de ella hemos de ocu-parnos.

A estas palabras, y especialmente a la reite-ración final, el militar no supo qué responder y,tristemente, se abstuvo de decir nada más. Elteniente primero, quien al principio había asu-mido, con bastante naturalidad, la primacía deltribunal, volvió a hacerse cargo de ella, obede-ciendo a una mirada del capitán Vere, mirada

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mucho más eficaz que cualquier palabra. Vol-viéndose al prisionero:

-Budd -dijo y en tono sorprendentementetranquilo continuó-: Budd, si tiene algo másque agregar en su defensa, dígalo ahora.

Ante esto, el joven marinero volvió a darleotra rápida mirada al capitán Vere; luego, comosi el aspecto de éste le hubiese servido de indi-cación -indicación que confirmaba su propioinstinto de que el silencio era ahora lo mejor-,replicó al teniente:

-Lo he dicho todo, señor.'El infante de marina, el mismo que había es-

tado de centinela en la puerta de la cabina en elmomento en que el encargado de la cofa, se-guido por el maestro de armas, había entradoen ella, se había mantenido de pie al lado delmarinero durante todo el procedimiento judi-cial y fue a él a quien se le ordenó que lo llevarade vuelta al compartimento contiguo, original-mente asignado al prisionero y su custodia. Tanpronto los dos desaparecieron los tres oficiales,

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como liberados parcialmente de algún frenointerior asociado con la mera presencia de Billy,se agitaron simultáneamente en sus asientos.Intercambiaron miradas de preocupada indeci-sión, sintiendo, sin embargo, que debían deci-dir sin demasiada demora. En cuanto al capitánVere, estaba de pie, dándoles inconscientemen-te la espalda, tal vez aparentemente perdido ensus acostumbradas elucubraciones, mirando através de una de las troneras de guillotina abarlovento hacia la lechosa monotonía del marcrepuscular. Pero el prolongado silencio de lacorte, interrumpido por momentos por brevesconsultas hechas en voz baja, pareció servirpara despertarlo y activarlo. Volviéndose, reco-rrió la cabina de un lado a otro; al ascender, deretorno, hacia barlovento, subió por la cubiertainclinada a sotavento debido al balanceo. Sinsaberlo, simbolizaba de este modo, con su ac-ción, una mente resuelta a superar dificultades,incluso aunque tuviera que ir contra instintosprimitivos tan fuertes como el viento y el mar.

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De pronto, se detuvo ante los tres. Tras es-cudriñar sus caras, se paró, no como queriendoreu- nir sus pensamientos para expresar los,sino más bien como tratando deliberadamente,en su interior, de encontrar la mejor manera deexponerlos a estos hombres llenos de buenavoluntad, pero inmaduros intelectualmenteindividuos a los cuales era necesario demostrarciertos principios que para él constituían ver-daderos axiomas. Esa misma impaciencia alhablar, es quizás una de las razones que des-anima a algunas personas para hacerlo enasambleas populares.

Cuando por fin habló, había algo en el fondode lo que dijo como en la manera de decirlo quemostraba la influencia de estudios solitariosque habían modificado y templado el entrena-miento práctico de una carrera activa. Esto,junto con su fraseología, sugería de vez encuando, que había pie para esa imputación depedantería que le hacían algunas personas, so-bre todo ciertos hombres de mar de tipo ente-

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ramente práctico, capitanes que, sin embargo,concederían con toda franqueza que la armadade Su Majestad no disponía de otro oficial de sugrado más eficaz que el "Rutilante Vere".

Lo que dijo fue lo siguiente:-Hasta este instante no he sido más que tes-

tigo, o poco más, y difícilmente podría pensaren adoptar ahora otro carácter, como el devuestro coadjutor, si no advirtiera en vosotros,en este momento crítico, una perturbada vacila-ción, proveniente, reo lo dudo, del choque entreel deber militar y el escrúpulo moral, escrúpuloanimado por la compasión. En cuanto a ésta,¿cómo podría no compartirla? Pero conscientede mis obligaciones superiores, lucho contra losescrúpulos que pue- den coartar la decisión. Noes, caballeros, que yo me oculte a mí mismoque éste es un caso excepcional. Mirado especu-lativamente, bien podría ser derivado a un tri-bunal de casuistas. Pero para nosotros aquí,actuando no como casuistas o moralistas, éstees un caso práctico que debe ser decidido de

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acuerdo con la ley marcial. Pero vuestros es-crúpulos, ¿se mueven en las tinieblas? De-safiadlos. Hacedlos avanzar y descubrirse. Va-mos, quizá signifiquen algo como esto: si pres-cindiendo de las circunstancias atenuantes,estamos obligados a considerar la muerte delmaestro de armas como un acto del prisionero,entonces, ¿es este acto un crimen capital, cuyocastigo sea la pena de muerte? De acuerdo a lajusticia natural, ¿hay que considerar solamenteel acto del prisionero? ¿Podemos condenar amuerte sumaria y vergonzosa a una criaturainocente? ¿Es acertado plantearlo de este mo-do? Asentís con tristeza. Yo también siento lomismo con igual fuerza. Es la naturaleza. Pero,¿estos botones que lucimos testimonian acasonuestra lealtad a la naturaleza? No: al Rey.Aunque el océano, que es naturaleza prístinainviolada, sea el elemento en que nos movemosy vivimos como marineros, ¿está acaso nuestrodeber como oficiales del Rey en una esfera asi-mismo natural? Tan poco cierto es esto que

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cuando recibimos nuestras órdenes en la mayo-ría de los asuntos importantes, dejamos de seragentes naturales libres. Cuando se declara laguerra ¿se nos consulta previamente a nosotros,los combatientes encargados de ella? Luchamoscumpliendo órdenes. Si nuestro juicio apruebala guerra, es mera coincidencia. Así es en otrosaspectos; así es ahora. Siguiendo este procedi-miento entonces, ¿seríamos realmente nosotrosquienes condenaríamos o actuaría por nuestrointermedio la ley marcial? Por esa ley y por elrigor de esa ley, nosotros no somos responsa-bles. Nuestra jurada responsabilidad está sóloen esto: que por despiadada que sea la ley, te-nemos que atenernos a ella y aplicarla. Pero loexcepcional del caso conmueve vuestros cora-zones; incluso el mío también está conmovido,pero no permitamos que corazones calientestraicionen a cabezas que deben mantenersefrías. En tierra, en un caso criminal, ¿podría unjuez equitativo permitirse, fuera del estrado, eldejarse abordar por una tierna pariente del acu-

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sado que buscara ablandarle el corazón con sulloroso ruego?; el corazón es aquí como esamujer lastimera. El corazón es la parte femeni-na del varón, y por más que cueste, debe serdejado de lado.

Hizo una pausa, mirándolos seriamente du-rante un momento; luego, prosiguió:

-Pero algo en vuestro aspecto parece insistiren que no es únicamente el corazón lo que osconmueve, sino también la conciencia, la con-ciencia particular de cada uno. Entonces, dí-ganme: ocupando la posición que nosotrosocupamos, ¿esta conciencia particular ha deceder o no ante la imperial, formulada en elcódigo bajo el cual única y oficialmente proce-demos?

Aquí los tres hombres se movieron en susasientos, menos convencidos que agitados porel curso de un razonamiento que trastornabaaun más el conflicto espontáneo en su interior.

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Percibiéndolo, el orador se detuvo por uninstante; luego, cambiando bruscamente detono, continuó:

-Para tranquilizarnos un poco, recurramos alos hechos. En tiempo de guerra, en el mar, unmarinero golpea a un superior de grado y elgolpe es mortal. Independientemente de suefecto, el golpe es, de acuerdo a los Artículos deGuerra, un delito gravísimo. Además...

-Ay, señor -emocionalmente interrumpió elmilitar-, en cierto sentido lo fue. Pero de segu-ro, Budd no se proponía ni el motín ni el homi-cidio.

-De seguro que no, mi buen hombre. Y anteuna corte menos arbitraria y más misericordio-sa , que una marcial, ese alegato atenuaríagrandemente la gravedad. Y en el Tribunal deUltima Instancia conseguiría la absolución. Pe-ro aquí ¿cómo? Procedemos de acuerdo a la leyde Amotinamiento. Ningún niño se parece másen sus características a su padre que en lo queen espíritu se parece esta ley a lo que la origina:

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la guerra. Al servicio de Su Majestad, en estebarco, desde luego, hay ingleses obligados aluchar contra su voluntad por el Rey. Y contrasu conciencia, como deberíamos saber. Aunquecomo compañeros, nosotros apreciemos su po-sición, ¿qué nos importa, como oficiales de laarmada? Y menos aún le importa al enemigo.Con la misma guadaña haría caer gustoso tantoa nuestros voluntarios como a los de la levaforzosa. Con respecto a los conscriptos navalesde nuestro enemigo, seguramente muchos deellos comparten con nosotros nuestro aborre-cimiento por el regicida Directorio francés. Eslo mismo en nuestro lado. La guerra sólo sepreocupa de la fachada, de la apariencia. Y laLey de Amotinamiento, hija de la guerra, separece a su padre. La intención de Budd o sucarencia, no tiene nada que ver con el asunto.Pero mientras debido a vuestras dudas que, nopuedo menos que respetar, extrañamente pro-longamos este debate que debería ser sumarí-simo, yo no dejo de repetirme que el enemigo

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puede que sea avistado y debamos trabarnos encombate. Debemos resolver y sólo podemoshacer una de dos: condenar o absolver.

-¿Podemos declararlo culpable y a la vez re-ducir la pena? -preguntó el piloto, quien hablópor primera vez, titubeando.

-Caballeros, si eso fuera claramente legal enlas actuales circunstancias, consideren las con-secuencias de esa clemencia. La gente -refirién-dose a la tripulación- tiene un sentido innato; lamayoría de ellos están familiarizados con nues-tras costumbres y tradiciones navales, ¿y cómolo tomarían? Aunque se les explicara, lo quenuestro rango nos prohíbe, ellos, desde tantotiempo amoldados a la disciplina arbitraria, noposeen esa clase de inteligente sensibilidad quepuede calificarlos para comprender y discrimi-nar. No, para la gente, la acción del encargadode la cofa, sean cuales sean las palabras con quese la anuncia, será un homicidio clarísimo, co-metido en un acto flagrante de amotinamiento.La penalidad que corresponde a eso ellos la

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conocen. Pero ese castigo no se cumple. ¿Porqué?, todos se preguntarán. Ustedes saben có-mo son los marineros. ¿No volverán a pensar,entonces en el estallido del Nore? ¡Ay!, conocenla bien fundada alarma, el pánico que se exten-dió por toda Inglaterra. Considerarán vuestraclemencia producto de vuestra pusilanimidad.Pensarán que nos acobardamos, que les tene-mos miedo. Que tememos poner en práctica unrigor justiciero, que en esta coyuntura es espe-cialmente necesario, por temor de provocarnuevos trastornos. ¡Qué vergüenza sería paranosotros esa presunción de parte de ellos y quéfatal resultaría para la disciplina! Ven ustedes,pues, donde me dirijo rectamente, impulsadopor el deber y la ley. Les suplico, mis amigos,no me tomen a mal. Siento lo mismo que uste-des por este desgraciado muchacho. Pero si élconociera nuestros corazones, siento que, porser de una naturaleza generosa, comprendería aqué pesada obligación militar estamos someti-dos.

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Con esto último, concluyó y, cruando la cu-bierta, volvió a su lugar junto a la tronera deguillotina, dejando tácitamente que los tres to-maran una decisión. En el lado opuesto de lacabina, el atribulado tribunal permanecía silen-cioso. Vasallos leales, simples y prácticos, pormás que en el fondo disintieran con algunos delos puntos que el capitán Vere les había plan-teado, carecían de la facultad y apenas si sesentían inclinados a contradecir a quien consi-deraban como un hombre serio, quien era susuperior no sólo en inteligencia, sino en rangonaval. Pero no es improbable que incluso aque-llas palabras que les habían afectado les causa-ran menos efecto que su apelación final a suinstinto de oficiales de marina, sobre todo pen-sando en lo que les había dicho de las conse-cuencias prácticas en cuanto a la disciplina,considerando el carácter poco habitual de laflota en aquellos tiempos. ¿Podría permitirseque la muerte violenta de un superior cometidaa bordo por un marinero no fuera considerada

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como un delito gravísimo que exige un castigoinmediato?, más o menos similar a aquel con elcual actuó en 1842 el capitán del bergantín es-tadounidense Sommers al resolver, de acuerdocon los llamados Artículos de Guerra -Artículoselaborados según el modelo de la Ley de Amo-tinamiento Inglesa-, la ejecución a bordo de unguardiamarina y de dos oficiales subalternos,que, amotinados, intentaron apoderarse de lanave. Su resolución fue cumplida en tiempo depaz y sin estar muy lejos de la patria. Este actofue posteriormente confirmado por una cortenaval convocada en tierra, historia que aquí secita sin comentario alguno. Verdad, las circuns-tancias a bordo del Sommers eran diferentes aaquellas que prevalecían en el Bellipotent. Perola urgencia, fundada o no, era la misma.

Dice un escritor que pocos conocen12: "Cua-renta años después de una batalla, es muy fácil

12 "Un escritor que pocos conocen": Melville se refiere demodo Irónico a sí mismo.

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para un no combatiente razonar acerca de cómodebería haberse peleado. Es muy distinto diri-gir personalmente la acción bajo el fuego, mien-tras se está envuelto en su oscuro humo. Lomismo sucede con otros casos de emergenciaque sean motivo de consideraciones prácticas ymorales, y cuando resulta imperativo actuar deinmediato. Cuanto mayor es la bruma, tantomás pone en peligro al buque, y se acelera lamarcha aun con el riesgo de embestir a alguien.Poco imaginan los bien abrigados jugadores decartas en la cabina, las responsabilidades delhombre insomne en el puente de mando".

En síntesis, Billy Budd fue formalmentecondenado y sentenciado a ser colgado en elpenol durante la. guardia de la madrugada,pues aún era de noche. De no ser así la senten-cia habría sido ejecutada de inmediato.

En tiempo de guerra en el campo de batallao a bordo de un buque, la pena de muerte de-cretada por un consejo de guerra -en los cam-pos de batalla algunas veces era decretada con

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un movimiento de cabeza del general- se ejecu-ta sin dilación, luego de la declaración de cul-pabilidad, sin apelación.

XXII

Fue el propio capitán Vere quien, a solicitudsuya, comunicó la decisión de la corte al prisio-nero, para lo cual se dirigió al compartimentoen donde se hallaba custodiado y ordenó alinfante de marina que se retirara.

Jamás se supo lo que, aparte de la notifica-ción de la sentencia, sucedió en esa entrevista.Pero dado el carácter de ambos, encerradosbrevemente en el compartimento, participandocada uno de las cualidades más extrañas denuestra naturaleza -tan raras que eran más queincreíbles para mentalidades comunes, pormuy cultivadas que fueran-, podemos aventu-rar algunas conjeturas.

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Habría estado de acuerdo con el espíritu delcapitán Vere el que en esta ocasión no ocultaranada al condenado y le expusiera francamenteel papel que él había desempeñado en la tomade decisión, al tiempo que revelaba sus moti-vos. Por parte de Billy, no es improbable que talconfesión hubiese sido recibida con el mismoespíritu que la inspiró. No sin una especie dealegría, él habría apreciado la excelente opiniónque de él tenía el capitán, implícita en tal confe-sión. Tampoco podría ser insensible a la sen-tencia misma que le era comunicada como aalguien que no tuviera miedo de morir. Inclusopuede haber ido más lejos. El capitán Verepuede que al final haya desarrollado esa pasiónlatente bajo esa apariencia estoica o indiferente.Tenía edad suficiente como para haber sido elpadre de Billy. Austero devoto del deber mili-tar, dejándose derretir en lo que permanecesiempre prístino en nuestra formalizada huma-nidad, al final bien podía haber albergado aBilly en su corazón, incluso como Abraham

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puede haberlo hecho con el joven Isaac en elmomento en que estuvo decidido a ofrecerlo enmuestra de obediencia al exigente mandato.

Pero no es posible hablar del sacramentoque abrazan dos individuos pertenecientes a lagran orden de los más nobles de la Naturaleza,sacramento que rarísimas veces es revelado alinquieto mundo, en circunstancias totalmentesemejantes a las que aquí se intentan describir.En el momento mismo del acontecimiento, estáel hecho de que sucede en privado, de que esinviolable para el que sobrevive y de que elsagrado olvido -consecuencia de la más divinamagnanimidadlo cubre providencial mente alfinal.

El primero en encontrarse con el capitán Ve-re en el momento de abandonar el comparti-mento fue el teniente primero. El rostro quetenía, expresión de la agonía del hombre fuerte,fue para el teniente, aunque ya cincuentón, unarevelación asombrosa. Que el condenado sufriómenos que aquel que fundamentalmente había

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efectuado la condena quedará, aparentemente,de manifiesto por la exclamación lanzada por elprimero en la escena que a continuación se na-rrará.

XXIII

La narración se refiere con cierta extensión auna serie de hechos que se sucedieron rápida-mente en un lapso breve, especialmente porquea veces será preciso alguna explicación o co-mentario para una mejor comprensión de taleshechos. Entre la entrada en la cabina de quienno la abandonó vivo y de aquel que cuandosalió ya estaba condenado a morir, entre esto yla entrevista a solas que acabamos de contar,había transcurrido menos de una hora y media.Sin embargo, era un intervalo lo suficientemen-te largo como para que no pocos de los miem-bros de la tripulación se preguntaran que sería

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lo que estaría pasando en la cabina del capitán,con el maestro de armas y el marinero, porqueel rumor de que ambos habían sido vistos alentrar, pero ninguno de los dos al salir, se habíaextendido por las baterías y las cofas. La gentea bordo de un gran barco de guerra se pareceen cierto modo a los aldeanos, por cuanto to-man nota microscópica de cualquier movimien-to desacostumbrado o de la ausencia de aque-llos a los que sí están habituados. Por ello,cuando todos fueron llamados en la segundaguardia -con un tiempo para nada tempestuo-so-, orden que bajo tales circunstancias era in-sólita a esa hora, la tripulación estaba en ciertomodo preparada para algún anuncio extraordi-nario, relacionado, además, con la prolongadaausencia de los dos hombres de sus lugareshabituales.

El mar estaba calmo y la luna, recién apare-cida y casi llena, plateaba la cubierta de guin-daste, manchada por las sombras que lanzabanhorizontalmente hombres y aparejos. A cada

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lado del alcázar se ubicó la guardia de infantesde marina armados; el capitán Vere, de pie ensu puesto, rodeado por todos los oficiales, co-menzó a hablar a sus hombres. Al hacerlo, sucomportamiento no fue ni más ni menos que elque correspondía a su suprema posición a bor-do del buque. En términos claros y precisos, lesnarró lo que había sucedido en su cabina; queel maestro de armas estaba muerto y que quienlo había matado había sido juzgado por un tri-bunal sumario y condenado a muerte; y que laejecución tendría lugar en la guardia de la ma-drugada. No pronunció la palabra motín. Tam-bién se abstuvo de hacer de la ocasión unaoportunidad para exhortar al mantenimientode la disciplina, quizá porque pensaba que,dadas las circunstancias por las que atravesabala armada, la consecuencia de violar la dis-ciplina debería saber hablar por sí misma.

El anuncio del capitán fue escuchado por lamarinería rinería allí de pie, con el mismo mu-do silencio con que una congregación de cre-

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yentes sentados en el infierno escucharía laexposición del texto calvinista hecha por el pas-tor.

Sin embargo, al final se alzó un confusomurmullo. Aumentó su intensidad, pero, a unaseñal, fue traspasado y cortado por los agudossilbatos del contramaestre y sus ayudantes.

El cuerpo de Claggart fue entregado a algu-nos oficiales subalternos de su rancho para quelo prepararan para su sepultura. Y, para nointerrumpir el relato con cuestiones accesorias,solamente que a una hora adecuada el cuerpodel maestro de armas fue `entregado al mar contodos los honores funerarios correspondientes asu rango naval.

En este acto, como en cualquiera que fuesepúblico y que surgiera de alguna tragedia, seobservó una estricta adhesión a la costumbrenaval. En ningún punto podría haberse aparta-do de ella, ni en el de Claggart ni en el de BillyBudd, sin engendrar indeseadas especulacionesentre los marineros y, más particularmente,

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marinos de guerra, que son siempre los másapegados a la costumbre. Por la misma razón,toda comunicación entre el capitán Vere y elcondenado concluyó en la entrevista a solasque ya hemos relatado. Este último se hallabasometido a la rutina preliminar del final. Sutraslado, bajo guardia, desde los recintos delcapitán se efectuó sin precauciones desacos-tumbradas, al menos ninguna visible. En todobuque de guerra, la norma tácita es, si es posi-ble, no dejar que la tripulación suponga que laoficialidad espera nada malo de ella. Y cuantomás se sabe realmente de algún tipo de desor-den, más guardan los oficiales para sí sus temo-res, aunque se pueda aumentar la vigilancia demodo no ostentoso.

En el caso actual, el centinela encargado delprisionero tenía órdenes estrictas de no permi-tir que nadie más que el capellán hablase conél. Y se adoptaron ciertas medidas discretaspara asegurar el cumplimiento de dichas órde-nes.

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XXIV

En un buque de los antiguos, con setenta ycuatro cañones, la cubierta conocida como la debatería superior era la que estaba debajo de lade guindaste, la cual si bien no carecía de ar-mamento estaba expuesta a las inclemenciasdel tiempo. En general estaba siempre libre dehamacas; los de la tripulación solían colocarlasen la batería inferior y en la cubierta de camaro-tes, la que no era únicamente un dormitorio,sino, además, el lugar en que se apilaban lasbolsas marineras y en donde a ambos lados sealineaban los grandes cajones o las despensasportátiles de los numerosos ranchos.

En el lado de estribor de la cubierta de bate-ría superior del Bellipotent se encontraba cus-todiado Billy Budd, tendido y engrillado enuno de los espacios libres formados entre los

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cañones de baterías de cada borda. Todas estaspiezas tenían el mayor calibre de la época.Montadas sobre cureñas de madera, estabanllenas de pesadas guarniciones de braguero yfuertes poleas laterales para poner sus bocas enposición de fuego. Los cañones y sus cureñas,además de las largas baquetas y los más cortosbotafuegos, se aseguraban con lazos en lo alto;todos ellos, como de costumbre, estaban pinta-dos de negro, y los pesados bragueros de cá-ñamo, teñidos de igual color, llevaban la mismalibrea de los funebreros. En contraste con elcolor mortuorio de este ambiente, la ropa delmarinero tendido en el suelo, una casaca blancay pantalón de loneta del mismo color, ambosmás o menos manchados, brillaba débilmenteen la oscura luz de aquel espacio como unamancha de nieve descolorida, que en los prime-ros días de abril persistiera sobre la negra bocade alguna caverna en las montañas. En reali-dad, el joven marinero ya está en su mortaja, oen la vestimenta que va a seguirle como tal.

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Sobre él, iluminándolo muy suavemente, dosfaroles de combate oscilan colgados de dosenormes vigas de la cubierta superior. Alimen-tados con el aceite suministrado por los pro-veedores de guerra -cuyas ganancias, honradaso no, en todas partes del mundo son una por-ción anticipada de la cosecha de la muerte-,lanzan titilantes destellos de una sucia luz ama-rillenta, que mancha el pálido brillo de la luna,luchando inútilmente por salir en forma delunares a través de las troneras abiertas, de lasque sobresalen los cañones con sus tapabocas.Otros fanales sirven a intervalos para destacarun poco los espacios libres más oscuros que,como pequeños confesionarios o capillas latera-les de una catedral, se reparten a lo largo delancho pasillo mortecino, entre las dos bateríasde aquella protegida hilera.

Esa era la cubierta en donde ahora yacía ElMarinero Apuesto. No había palidez quehubiera podido vencer el color sonrosado de supiel. Habrían sido necesarios muchos días de

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encierro, lejos de los vientos y del sol, paramarchitar aquella joven lozanía. Pero el esque-leto comenzaba a dejarse ver delicadamentebajo el pómulo, en la punta de su ángulo, bajola piel coloreada. En algunos corazones ardien-tes y reservados, algunas experiencias brevesdevoran sus tejidos humanos como el fuegosecreto en la bodega de un barco consume elalgodón en el fardo.

Pero ahora, acostado entre los dos cañones,como atenaceado por el destino, la tensión de laagonía de Billy, que procedía principalmentede un corazón joven y generoso, virgen de laexperiencia de toda encarnación diabólica queestá presente en algunos hombres, había pasa-do ya. No sobrevivió al alivio que significó laentrevista a solas con el capitán Vere. Sin mo-verse, yacía como en trance, con esa expresiónadolescente que antes se notaba en él, adoptan-do un aspecto semejante al de un niño dormidoen la cuna, cuando el cálido brillo del hogar, ensu silencioso dormitorio, bailotea sobre los

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hoyuelos que se forman misteriosamente en susmejillas, y que en silencio aparecen y desapare-cen. De vez en cuando, en el trance del encade-nado se extendía por todo su rostro una luzserena y feliz, nacida de algún recuerdo o sue-ño vago, luz que luego se desvanecía para re-aparecer.

El capellán, al venir a verlo y encontrarlo enese estado y al observar que no daba muestraalguna de haberse percatado de su presenciaallí, lo miró atentamente durante un rato y lue-go se apartó, alejándose por el momento, sin-tiendo, quizá, que incluso él, el ministro deCristo, ni aun recibiendo su estipendio de Mar-te, encontraría un consuelo que ofrecer quepudiera superar aquella paz que contemplaba.

Pero a las pocas horas regresó. Y el prisione-ro ahora consciente de su entorno, notó suproximidad y lo saludó con cortesía, si no conalegría. No tenía, sin embargo, mayor sentidoque el buen hombre intentara infundir en BillyBudd alguna especie de comprensión divina de

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que debía morir al amanecer. Ciertamente, Billyhacía mención franca de su muerte como algopróximo a llegar, pero era de la misma maneraque los niños hacen referencia a la muerte engeneral, cuando. entre otros juegos, se diviertencon el de los funerales con carroza fúnebre ydeudos.

No era que Bílly fuese incapaz de compren-der lo que realmente era la muerte, no; sino quecarecía completamente de ese miedo irracional,miedo que prevalece en mayor medida en lascomunidades altamente civilizadas que enaquellas llamadas bárbaras, las que en todos lossentidos se mantienen más cercanas a la verda-dera naturaleza. Y como en alguna parte sedijo, Billy era fundamentalmente un bárbaro,parecido por sus costumbres a sus compatrio-tas, los cautivos británicos, trofeos vivientesobligados a marchar en el triunfo romano deGermánico. Lo mismo que los bárbaros de unaépoca posterior, probablemente jóvenes ejem-plares escogidos entre los primeros británicos

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conversos al cristianismo al menos no-minalmente (que fueron llevados a Roma, aligual que pueden ser llevados a Londres losconversos de la actualidad, procedentes de lasislas menores de los mares), y a los que el Papade aquellos tiempos, admirando su extrañabelleza, tan diferente del tipo italiano, con supiel blanca y rubicunda y sus rizos rubios ex-clamó "anglos", queriendo significar "inglés enel derivado moderno. "¿Los llaman Anglos? ¿Esacaso esto porque se parecen tanto a los ánge-les?"13. Si esto hubiese ocurrido después, unohubiera podido pensar que el Papa estaba pen-sando en los serafines de Fray Angélico, algu-nos de los cuales, mientras recogen manzanasen los jardines de las Hespérides, tienen la sua-ve tez rosada de las muchachas inglesas máshermosas.

13 Anglo en inglés es Angle y ángel se escribe Angel.pero la pronunciación de ambos permite esta intraduciblecomparación.

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Si el capellán intentó en vano impresionar aljoven bárbaro con ideas sobre la muerte simila-res a las que comunican la cabeza y las tibiascruzadas en las viejas tumbas, fueron igual-mente fútiles sus esfuerzos por acercarlo a lasideas de la salvación y de un Salvador. Billyescuchaba, pero menos por temor o reverencia,quizá, que por cierta cortesía natural; induda-blemente, en el fondo, consideraba todo delmodo que casi todos los marineros de su clasetoman cualquier discurso abstracto o fuera deltono común con respecto al mundo cotidiano. Yesta forma marinera de tomar el discurso cleri-cal no es del todo diferente a la manera en queel silabario del cristianismo, lleno de milagrostrascendentes, fue recibido, hace tiempo, en lasislas tropicales por cualquier "bárbaro" supe-rior, digamos un tahitiano de la época de] ca.pitán Cook o un poco después: lo recibía porcortesía natural, pero no lo hacía suyo. Era co-mo un regalo colocado en la palma de una ma-

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no extendida, sobre el cual los dedos no se cie-rran.

Pero el capellán del Bellipotent era un hom-bre discreto, poseedor del buen sentido de unbuen corazón. Por ello no insistió allí en su vo-cación.

A petición del capitán Vere, un teniente lehabía contado casi todo lo referente a Billy; ydado que sentía que la inocencia es mejor quela propia religión para pasar a! Juicio Final, concierta renuencia, lo dejó solo; sin embargo, ensu emoción, realizó un acto bastante extrañopara un inglés, y todavía más para un pastorregular en tales circunstancias. Se inclinó y besóla hermosa mejilla del muchacho felón según laley marcial, que, a las puertas de la muerte, élsabía que no podría convertir a ningún dogma.Pero no por ello temía por su futuro.

No es de extrañar que, habiendo conocido lainocencia esencial del joven marinero, el buenhombre no levantara ni un dedo para evitar eltrágico destino de ese mártir de la disciplina

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marcial. No sólo hubiese sido completamenteinútil, sino que hubiese constituido una audaztransgresión a los límites de sus funciones, queestán prescriptas por la ley militar con la mismaexactitud que las del timonel o cualquier otrooficial naval. Lisa y llanamente, un capellán esel ministro del Príncipe de la Pa, de servicio enlas huestes del Dios de la Guerra, Marte. Comotal, es tan incongruente como es n mosquete enun altar de Navidad. ¿Por qué, entonces, estáallí? Porque indirectamente sirve al objetivo deque da fe el cañón; porque también ofrece lasanción de la religión de los humildes a lo quees la abrogación de todo menos de la fuerzabruta.

XXV

Aquella noche tan luminosa en la cubiertade guindaste -y, sin embargo, tan distinta en las

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cavernas situadas más abajo, parecidas a losniveles de las alineadas galerías de una mina decarbón-, esa noche luminosa llegó a su fin. Co-mo el profeta que desaparece en el cielo mon-tado en su carroza y deja caer su capa a Elíseo,la noche fugitiva cedió su pálida túnica al rom-pimiento del día. Una débil y tímida luz apare-ció en el este, donde extendió un diáfano vellónde un vapor surcado de blanco. Aquella luzcreció lentamente. De repente, una ocho cam-panas sonó a popa y a esa campana, respondióotra más fuerte y metálica, a proa. Eran las cua-tro de la madrugada. De inmediato, se escu-charon los argentinos silbatos convocando atodo el mundo a asistir al castigo. A través de lagran escotilla rodeada de armeros de proyecti-les pesados, ascendió la guardia de abajo, des-parramándose junto con los de la cubierta en elespacio entre el palo mayor y el trinquete, in-cluyendo aquel ocupado por la lancha y losnegros botalones alineados a los costados deella. La lancha y los botalones servían de cima

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de observación para los muchachos encargadosde la pólvora y para los marineros más jóvenes.Otro grupo diferente, compuesto por unaguardia de encargados de cofas, se inclinabapor encima del borde de la baranda de ese bal-cón marino -bastante grande en el de los seten-ta y cuatro cañones-, mirando hacia abajo a losotros. Hombres o muchachos, ninguno hablabasino en susurros y muy pocos eran quienes lohacían. El capitán Vere, como antes, era la figu-ra central entre los suboficiales reunidos. Es-taba de pie en lo alto del borde del castillo deproa mirando hacia adelante. Debajo de él, jus-to sobre el alcázar los infantes de marina, com-pletamente equipados, estaban formados de lamisma manera que cuando se anunciara la sen-tencia.

En los viejos tiempos, la ejecución mediantela horca de un marinero de guerra se hacía ge-neralmente desde el penol. En el caso nuestro,por razones especiales, el lugar asignado fue laverga mayor. El prisionero fue llevado en ese

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momento bajo uno de los brazos de dicho palo,asistido por el capellán. Se observó en ese mis-mo instante y se comentó después, que en esaescena final el buen hombre no se mostró paranada superficial. El había tenido una breveconversación con el condenado, pero el Evan-gelio se manifestaba más en su aspecto y sucomportamiento hacia él que en su lengua. Lospreparativos finales de este último fueron lle-vados a cabo con rapidez por dos ayudantesdel contramaestre. Se aproximaba la con-sumación, Billy estaba de pie, mirando a popa;en el penúltimo momento, sus palabras, lasúnicas palabras libres totalmente de tartamu-deo, fueron: "Dios bendiga al capitán Vere";palabras verdaderamente inesperadas, prove-nientes de un hombre con la ignominiosa cuer-da de la horca alrededor del cuello; una bendi-ción convencional de un felón, dirigida a popa,hacia los cuarteles de honor; palabras pronun-ciadas con la clara melodía de un pájaro cantora punto de desprenderse de una rama, esas

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sílabas tuvieron un efecto fenomenal, subraya-do por la extraña belleza personal del jovenmarinero ahora espiritualizada por las últimasexperiencias tan conmovedoramente pro-fundas.

Sin querer, como si de verdad la multitud abordo fuera el vehículo de alguna corrienteeléctrica vocal, con una sola voz de proa a po-pa, respondió un eco resonante de simpatía:"Dios bendiga al capitán Vere"; y, sin embargoen ese mismo instante sólo Billy debe haberestado en sus corazones, como lo estaba en susojos. Ante aquellas palabras y el espontáneoeco que voluminosamente respondió a ellas, elcapitán Vere, ya sea por su estoico dominio e símismo o por una suerte de parálisis momentá-nea, provocada por el impacto emocional, sequedó rígido como un mosquete en el armariodel buque.

El casco, que lentamente se iba recuperandodel bandazo periódico a sotavento, estaba vol-viendo a la posición vertical, cuando se dio la

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última señal: silenciosa, preconcertada. Sucedióque en el mismo momento el vellón vaporosoque colgaba a poca altura en el este fue atrave-sado por un rayo de luz con suave gloria, comoel vellón del Cordero de Dios visto en visiónmística, y, simultáneamente, ante los ojos aten-tos de una apretada masa de caras levantadas,Billy ascendió, y al subir, quedó envuelto por elresplandor rosado del alba.

En la figura maniatada, que había llegado alfinal de la verga, para sorpresa de todos no sevio movimiento alguno, salvo aquel creado porel lento cabeceo del barco, tan majestuoso en unbarco tan grande y de cañones tan pesados.

XXVI

Cuando días más tarde, en referencia a esasingularidad que se acaba de mencionar, elcontador del barco, individuo vigoroso y re-

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gordete, más exacto como contador que pro-fundo como filósofo, le dijo en el rancho al mé-dico: "¡Qué testimonio de poder albergado en lafuerza de voluntad!", este último, taciturno,enjuto y alto, en quien una discreta causticidadcorría pareja con unos modales más amablesque complacientes, replicó:

-Perdón, señor contador; en un ahorcamien-to científicamente ejecutado como el de Budd, yque yo mismo, bajo órdenes especiales, fuequien decidió como debía hacerse, cualquiermovimiento siguiente a la suspensión comple-ta, y originada en el cuerpo colgado, indica unespasmo mecánico en el sistema muscular. Portanto, la ausencia de tal movimiento no es me-nos atribuible a la fuerza de voluntad, comousted la llama, que a un caballo de fuerza..., conperdón suyo.

-Pero este espasmo muscular del que ustedhabla, ¿no es más o menos invariable en estoscasos?

-Sin duda es así, señor contador.

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-¿Cómo, entonces, justifica usted, mi buenseñor, su ausencia en este caso?

-Señor contador, es evidente que su sentidode lo singular en este asunto no es igual al mío.Usted se lo explica por lo que denomina fuerzade voluntad, término que todavía no ha sidoincluido en el diccionario de la ciencia. En loque a mí respecta, con mis actuales conocimien-tos, n me lo explico en absoluto. Incluso si seaceptara la hipótesis de que al primer contactocon la driza, el movimiento del corazón deBudd, intensificado por la extraordinaria emo-ción en el clímax, se detuvo bruscamente delmismo modo que un reloj al que se le da cuerdacon negligencia, se fuerza y al final, se corta,incluso bajo esta hipótesis, ¿cómo se explicaríael fenómeno que siguió después?

-Entonces usted admite que la ausencia delmovimiento espasmódico fue extraordinaria.

-Claro que fue extraordinaria, señor conta-dor, pero en el sentido de que fue un fenómenocuya causa no puede discernirse de inmediato.

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-Pero dígame, mi querido señor -continuó elotro insistentemente-, ¿la muerte de ese hombrefue causada por el dogal o fue una especie deeutanasia?

-La eutanasia, señor contador, es algo así co-mo su fuerza de voluntad. Dudo de su autenti-cidad como término científico; le ruego meperdone nuevamente. Es a la vez imaginativo ymetafísico; en otras palabras, griego.

Y cambiando bruscamente de tono, dijo:-Hay un caso en la sala de enfermos que no

quisiera dejar a mis ayudantes. Le ruego meperdone, pero debo retirarme.

Y levantándose formalmente de la mesa, sealejó.

XXVII

El silencio en el momento de la ejecución y elque siguió después, un silencio sólo subrayado

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por el golpe regular del agua contra el casco oel aleteo de la vela, debido a que los ojos deltimonel se habían desviado hacia otra parte,este enfático silencio se vio gradualmente inte-rrumpido por un sonido difícil de describir conpalabras. Quienquiera que haya oído la avenidade un torrente crecido repentinamente por loschubascos en las montañas tropicales, chubas-cos que no han caído sobre los llanos; quien-quiera que haya escuchado el primer murmullosordo de su enlodado avance a través de losbosques escarpados, puede formarse algunaidea de lo que fue el sonido que entonces seoyó. La aparente lejanía de su punto de origense debió a que era un murmullo no distinguibleclaramente, pues provenía de muy cerca, inclu-so de los hombres apretujados en la cubiertaabierta del barco. Por ser inarticulado, su signi-ficado resultaba dudoso y parecía indicar algu-na caprichosa aversión repentina del pensa-miento o el sentimiento, como las que manifies-tan las turbas en tierra. En el caso actual, quizás

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implicara una malhumorada revocación departe de los hombres de su lnvoluntario eco a labendición de Billy. Pero antes de que el -murmullo tuviera tiempo para transformarseen clamor, le salió al paso una orden estratégi-ca, que se produjo con inesperada brusquedad:

-Dé orden de descanso a la guardia de estri-bor, contramaestre, y preocúpese de que sevayan.

Agudos como los chillidos del halcón mari-no, los pitazos argentinos del contramaestre yde sus ayudantes perforaron ese ominoso ybajo sonido, disipándolo y, cediendo al meca-nismo de la disciplina, la multitud quedó redu-cida a la mitad. Los demás fueron asignados atareas temporales, relacionadas con el ajuste delas vergas, etcétera, trabajos que eran fácilmen-te realizables por cualquiera de los oficiales decubierta.

Ahora bien, todo el procedimiento que siguea una sentencia de muerte dictada a bordo porun consejo de guerra se caracteriza por una

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imperceptible prontitud rayana en el apuro. Lahamaca, la que había sido de Billy en vida, yahabía sido lastrada con municiones y preparadapara servirle de ataúd de tela. Rápidamentequedaron completados los últimos oficios delos encargados de los funerales en el mar: losayudantes del velero.

Cuando todo estuvo listo, se hizo un segun-do llamado a la tripulación, el que fue necesariopor el movimiento estratégico antes menciona-do, para que presenciara el funeral.

No es preciso dar detalles de esta formali-dad final. Pero cuando la plancha inclinadadejó deslizar su carga al mar, se escuchó unsegundo y extraño murmullo humano, mezcla-do esta vez con otro sonido inarticulado prove-niente de algunas grandes aves marinas, cuyaatención había sido atraída por la peculiarconmoción de las aguas debido a la pesada yangulada zambullida de la lastrada hamaca enel mar, que volaron chillando hacia ese punto.Se acercaron tanto al casco que se pudo oír el

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huesudo crujido o estridor de sus descarnadasalas biarticuladas. Y cuando el barco se alejó,impulsado por el viento suave, dejando el lugarde la sepultura a popa, siguieron girando encírculos muy bajos, con la sombra móvil de susalas extendidas y el estruendoso réquiem desus gritos.

Para marineros tan supersticiosos como eranaquellos que precedieron a nuestra época, ma-rinos de guerra que también habían acabado decontemplar el prodigio del reposo en la formasuspendida en los aires y ahora fondeada en lasprofundidades, para esos marineros la acciónde las aves marinas, aunque dictada por lasimple voracidad animal ante la presa, estabapreñada de un significado para nada trivial. Seprodujo entre ellos un movimiento de incerti-dumbre durante el cual se sobrepasaron loslímites y que fue tolerado sólo un momento. Derepente, el tambor llamó a las aletas. Su familiarsonido, que se escuchaba al menos dos veces aldía, tuvo en esta ocasión un cierto carácter de

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perentoriedad. La verdadera disciplina marcial,mantenida durante largo tiempo, impone alhombre común y corriente una especie de im-pulso, cuya puesta en marcha por el tono oficialde mando se parece muchísimo, en su rapidez,al efecto de un instinto.

El redoble del tambor disolvió la multitud,distribuyendo a la mayoría por las baterías delas dos cubiertas enlutadas. Allí, como de cos-tumbre, estaban de pie, silenciosos ante susrespectivos cañones. A su debido momento, eloficial primero, espada bajo el brazo y de pie ensu lugar en el alcázar, recibió formalmente lossucesivos infor- mes de los tenientes con espa-das a cargo de las secciones de las baterías infe-riores. Una vez terminado el último informe,hizo entrega de ellos al comandante con el sa-ludo acostumbrado. Todo esto exigía tiempo,pero en el caso presente significó el retorno alas aletas a una hora anterior a la habitual. Elque este cambio de la costumbre fuera autori-zado por el capitán Vere, a quien muchos con-

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sideraban un ordenancista, era prueba de lanecesidad de una acción poco corriente impli-cada en lo que consideraba un estado de ánimopasajero entre sus hombres: "Para la humani-dad", diría, "las formas, las formas precisas loson todo; y ése es el sentido oculto en la historiade Orfeo, con su lira, fascinando a los habitan-tes salvajes de los bosques". Y esto lo aplicó a laruptura de las formas producida al cruzar elCanal y a las consecuencias de allí derivadas.

En esta desusada reunión en las aletas todosucedió de igual modo que a la hora normal. Labanda en el alcázar tocó un aire sacro, luego delcual el capellán ofreció el acostumbrado servi-cio matinal. Finalizado éste, el tambor tocó laretirada, y bajo la música y los ritos religiosossubordinados a la disciplina y al objetivo gue-rrero, los hombres se dispersaron ordenada-mente a los lugares que ;es habían asignadocuando no estaban en los cañones.

Ya era pleno día. Se había desvanecido el ve-llón de vapor bajo, lamido por ese sol que lo

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había glorificado. Y el aire circundante, en laclaridad de su serenidad, era como el blanco yliso mármol en el bloque pulido que aún no hasido retirado del patio del marmolista.

XXVIII

La simetría de la forma, alcanzable en la fic-ción pura, no se consigue tan fácilmente en unanarración que esencialmente tiene que ver me-nos con la fábula que con la realidad. La verdadcontada de modo inflexible tendrá siempre suslados escabrosos; de allí que la conclusión deese tipo de narración sea menos acabada que lade un florón arquitectónico.

Se ha contado fielmente lo que sucedió conEl Marinero Apuesto durante el año del GranMotín. Pero, si bien la historia termina juntocon su vida, no estaría fuera de lugar agregar

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algo a modo de continuación. Tres breves capí-tulos serán suficientes.

En el rebautizo general realizado durante elDirectorio a los buques que originalmente for-maban la armada de la monarquía francesa, elbarco de primera línea de batalla llamado St.Louis se convirtió en el Ateo. Ese nombre, co-mo muchos otros substituidos en la flota revo-lucionaria, proclamando la infiel audacia delpoder gobernante, era, sin embargo, aunque nose lo propusiera, el nombre más adecuado quejamás haya podido dársele a barco de guerraalguno, mucho más apropiado que el de Devas-tación, Infierno y otros nombres similares pues-tos a barcos de combate.

Al retomar para unirse con toda la flota in-glesa desde su crucero separado y en el cualocurrieron los hechos que acaban de narrarse,el Bellipotent trabó combate con el Ateo. Du-rante el mismo, el capitán Vere, al querer colo-car su navío borda con borda del enemigo paralanzar a sus abordadores, fue herido por una

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bala de mosquete disparada desde la tronera dela cabina principal del enemigo. Malherido,cayó sobre cubierta y fue transportado al mis-mo lugar de la parte baja de la popa donde ya-cían algunos de sus hombres. El teniente demayor edad asumió el mando. A sus órdenes,el enemigo fue finalmente capturado. Aunqueel barco quedó muy mal parado, quiso la buenasuerte que pudiera llegar con éxito a Gibraltar,un puerto inglés no muy distante del escenariode la lucha. Allí fue desembarcado el capitánVere junto con los demás heridos. Sobrevivióalgunos días, pero el final fatalmente llegó.Desgraciadamente su vida fue segada dema-siado pronto para el Nilo y Trafalgar. El espíri-tu que, a pesar de su austeridad filosófica, po-dría haber cedido aún a la más secreta de laspasiones, la ambición, jamás alcanzó la pleni-tud de la fama.

Poco antes de morir, mientras yacía bajo lainfluencia de aquellas drogas mágicas que, jun-to con aliviar al cuerpo actúan misteriosamente

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en el elemento más sutil del hombre, se le oyómurmurar palabras inexplicables para quien loasistía:

-¡Billy Budd, Billy Budd!Que estas palabras no eran manifestación de

su remordimiento se desprende claramente delo que el enfermero le contó al oficial mayor delos infantes de marina, quien por haber sido detodos los miembros del tribunal sumario el másrenuente a condenar al joven, sabía demasiadobien, aunque se reservó para sí ese conocimien-to, quién era Billy Budd.

XXIX

Algunas semanas después de la ejecución,entre otros temas tratados bajo el título princi-pal de Novedades del Mediterráneo, aparecióen una crónica naval de la época, publicaciónsemanal autorizada, un artículo sobre el asunto.

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Sin duda, en su mayor parte, había sido escritode buena fe, aunque el vehículo de información-en alguna medida, el rumor- a través del cualhabía llegado el conocimiento de los hechos alautor, había contribuido a distorsionarlos ofalsearlos por completo.

El texto fue el siguiente:"El día diez del mes pasado un hecho deplo-

rable tuvo lugar a bordo del Bellipotent. JohnClaggart, maestro de armas del buque, al des-cubrir que una especie de complot incipiente seestaba tramando en una de las secciones infe-riores de la compañía del barco, y que el cabeci-lla era un tal William Budd, él, Claggart, fue enel acto de hacer comparecer a este último anteel capitán, vengativamente acuchillado en elcorazón mediante una navaja sacada repenti-namente por Budd.

"La acción y el implemento usado indicansuficientemente que aunque enrolado en el ser-vicio bajo nombre inglés, el asesino no era tal,sino uno de esos extranjeros que adoptan ape-

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llidos ingleses, y que, dadas las actuales necesi-dades extraordinarias del servicio, éste se veobligado a admitirlos en gran número.

"La enormidad del crimen y la extrema de-pravación del criminal se hacen aun mayores sise toman en cuenta las características de la víc-tima: hombre de edad mediana, respetable ydiscreto, perteneciente a ese grado de oficialmenor, los oficiales subalternos sobre los cua-les, como nadie sabe mejor que los caballerosde la oficialidad, la eficiencia de la armada deSu Majestad depende tan grandemente. Su fun-ción era de gran responsabilidad, onerosa eingrata, y su fidelidad para con ella, de las ma-yores, debido a su fuerte impulso patriótico. Eneste caso, como en muchos otros en estos días,el carácter del infortunado refuta claramente, siesa refutación fuese necesaria, la displicenteexpresión del fallecido Dr. Johnson de que elpatriotismo es el último refugio de los pícaros.

"El criminal pagó su crimen con la vida. Larapidez en el castigo demostró ser saludable.

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Nada fuera de lo normal sucede a bordo delBellipotent."

Este texto apareció en una publicación ahorahace ya mucho desaparecida y olvidada y estodo lo que ha quedado en el registro humanopara testimoniar qué clase de hombres eranJohn Claggart y Billy Budd, respectivamente.

XXX

Todo es venerado por algún tiempo en losnavíos. Cualquier objeto tangible asociado conalgún incidente sorprendente ocurrido en elservicio se convierte en monumento. La vergaen la cual el encargado de la cofa de trinquetefue colgado resultó venerada por los marinerosdurante algunos años. Este sentimiento pasódel barco a los astilleros y de éstos nuevamenteal barco, hasta que este último quedó converti-do en maderos flotantes. Para ellos una astilla

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de ese palo era como una pieza de la Cruz.Aunque ignoraban cuáles eran los secretos dela tragedia y aunque pensaban que la penali-dad infligida era, desde el punto de vista naval,de alguna manera inevitable, sentían, instin-tivamente, que Billy era la clase de hombre in-capaz de amotinarse o asesinar a mansalva.Recordaban la imagen lozana del joven Marine-ro Apuesto, ese rostro jamás deformado poruna expresión de burla o por un rasgo de vilezasutil anidado en su corazón. Esta impresión deél se profundizó por el hecho de que habíamuerto y, en cierta medida, de un modo miste-rioso.

En las cubiertas de batería del Bellipotent laapreciación general de su naturaleza y de su in-consciente sencillez terminaron por encontrarruda expresión en otro encargado de la cofa detrinquete, uno de su propia guardia, dotado,como algunos marineros lo están, de un naturaltemperamento poético. Su mano alquitranadaescribió algunas líneas que, luego de circular

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entre las tripulaciones del barco durante algúntiempo, fueron finalmente impresas, de unamanera tosca, en forna de balada, en Ports-mouth. Su título fue el que e dio el propio ma-rinero.

Billy con los grillos

Buena la del capellán, entrar al Solitario Com-partimento

y ponerse aquí sobre sus rodillas y rezarpor aquellos como yo, Billy Budd. Antes bien,

echa una mirada:¡a través de la tronera llega equivocado el brillo

lunar!El denuncia el alfanje del guardia y platea su

rinconada,pero morirá en la madrugada del último día de

Billy.Un precioso contrapeso de vela harán de mi ma-

ñana,perla colgante desde el extremo del penol,igual que el pendiente que le di a Bristol Molly. .

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Oh, es a mí, no a mi sentencia lo que suspende-rán.

Ay, ay, todo está arriba; y yo debo subir también,temprano en la mañana, a la arboladura, desde la

cubierta.Nunca lo harían con un estómago ahora vacío.Ellos me darán un mordisco, un pedacito de biz-

cocho antes de que vaya,seguro, un compañero de rancho me extenderá el

último cáliz de la despedida;pero desviando la cabeza lejos del alzamiento y el

amarrado,¡los cielos son testigos de quién tendrá mi dogal

arriba!Ningún silbato para esas drizas: pero, ¿no son

todos engaños?Un velo hay en mis ojos; es soñando que estoy:¿una hachuela para ml guindaleza, todo va a la

deriva,el tambor redobla a grog y Billy nunca sabrá?Sólo un fulano ha prometido estar junto a la

plancha;

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así estrecharé una mano amiga antes de que mesumerja;

pero... ¡no!: entonces estaré muerto, llego a pen-sar.

Recuerdo a Taff el galés cuando se hundió.Y su mejilla era como el pimpollo del clavel.Pero a mí me tirarán envuelto en la hamaca, me

dejarán caer hondo.Brazas abajo, brazas abajo, cómo soñaré el pro-

fundo sueño.Lo siento asaltándome ahora. Centinela, ¿estás

ahí?¡Sólo afloja estos grillos en mis muñecasy échame a rodar suavemente!

Estoy somnoliento y las lamosas algas serpenteansobre mí.