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Cruzada - Anselm Audley

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El emperador ha muerto, y con él,parte del secreto de Cathan.Hostigado por los fanáticossabuesos del Dominio, ha tenido querefugiarse junto a Ravenna en unabiblioteca thetiana. Sin embargo, lasconvulsiones políticas les obligan aseguir huyendo. Todavía negándosea aspirar al trono imperial, Cathanse centra en el estudio del clima deAquasilva, a fin de utilizar el Aeón ensu lucha contra la tiranía.No obstante, pronto se evidenciaráque Cathan no puede continuardando la espalda a su destino y que

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todos deben asumir el papel queéste les ha asignado para liberar elplaneta de la opresión y forjar unfuturo lleno de esperanza.

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ANSELM AUDLEY

CruzadaTrilogía de Aquasilva III

ePUB v1.0OZN 05.04.12

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Titulo original: Heresy Book Three of TheAquasilva TrilogyTitulo traducido: CruzadaAutor: © Anselm Audley, 2001Traductor: Martín Arias, 2004ISBN: 84-450-7503-9Editorial: Minotauro

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A mis padres

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Agradecimientos

Escribir Aquasilva ha sido unaempresa de largo aliento, y deboagradecer a todos los que me ayudaron aculminarla en sus diversas etapas y hanevitado que enloqueciese en el intento:mis padres y mi hermana Eloise; eldoctor Garstin, Naomi Harries, GentKoço, Polly Mackwood, Olly Marshall,John Morrice, John Roe, Tim Shephard yPoppy Thomas. Mi agradecimientoespecial a James Hale, el mejor agenteque uno podría desear.

ANSELM AUDLEY

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PRÓLOGO

—¿Ya habéis apagado todo?—Hasta el último sistema,

almirante. Estoy a punto de desconectarel reactor.

Una luz azul profunda e intermitenteiluminaba a los cuatro hombres,proyectando sombras irregulares sobrelas paredes. «Casi como espectros a susespaldas», pensó el almirante con unescalofrío.

—Comprobad que haya suficientesreservas de energía.

El centurión Minos asintió y se

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aproximó a la inmensa esfera brillanteen medio del puente de mando. El perfilde su rostro quedó vivamente enmarcadopor el resplandor. Más allá de lapequeña fuente de luz, el amplio salónse hallaba en una gris penumbra, contodos los equipamientos y maquinariasinmóviles e inertes.

Por un instante se produjo un intensosilencio mientras Cidelis echaba unúltimo vistazo alrededor del puente demando de su buque insignia. La nave eravarios siglos más vieja que él y, conalgo de suerte, lo sobreviviría también.Pero Cidelis nunca lo vería. Intentóregistrar en su memoria hasta el último

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detalle: Minos deslizando las manos porlos equipos de navegación; Erista, conuna mirada de profunda fatiga yresignación, tambaleándose mientrasintentaba encender la antorcha, yHecateus, el jefe de armas, de pie a laizquierda de ella, con los ojos clavadosen la esfera, sosteniendo el cofre con elprecioso instrumento de su compañera.

Todos eran conscientes de que seestaban despidiendo tanto del resto de latripulación como de la nave. Elemperador había puesto un astronómicoprecio a sus cabezas, lo que hacíademasiado arriesgado que huyeranjuntos. Existía todo un mundo allá fuera,

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quizá un mundo reducido, pero lleno delugares donde empezar una nueva vida.Al menos para algunos.

—Más que suficiente —informóMinos.—¿La desconecto ahora?

Cidelis negó con la cabeza.—Tu trabajo ha concluido. Yo

acabaré de hacerlo; conduciré la nave asu última morada.

—¿Te quedarás a bordo, no escierto?—preguntó Erista mientras lasblancas llamas lanzaban chispas desdeel extremo de la antorcha, produciendosalvajes sombras.

—¿Qué otro lugar hay para mí? —respondió Cidelis sonriéndole. La joven

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científica era un excelente partido paracualquier hombre, y treinta años atrás élhabría podido pensar en ser ese hombre.Pero acompañarlo en esos momentosimplicaría una vida demasiado durapara alguien de su profesión, teniendoque enfrentarse a los pogromos y alconjunto de fanáticos prestos adenunciar todo cuanto les parecieseremotamente antinatural. Además, ellaera mucho más que lista para lograrhacerse un sitio en alguna parte, quizácomo oceanógrafa. Ni siquiera lossacerdotes podían arreglárselas sinoceanógrafos.

Erista no protestó, y eso le

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sorprendió. Tampoco lo hizo elcenturión Minos, cuyo idealismo parecíaestar intacto a pesar de todo lo ocurrido.

Hecateus dio un paso adelante,apoyando el cofre sobre uno de susmusculosos hombros. Aún vestía losrestos de lo que había sido un uniformenaval, con la insignia de su rangopendiendo orgullosamente del cuellodeshilachado.

—Adiós, señor. Ha sido un honorconocerlo.

Ya no quedaba nadie más de quienCidelis pudiese oír algo parecido. Nisiquiera de su propia esposa, masacradapor el enemigo durante la caída de

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Selerian Alastre. Hecateus habíacapitaneado el buque desde el primerviaje de Cidelis, unos veinticinco añosatrás, y desde entonces había mantenidounida a cualquier tripulación. Paraacompañarlo en este último trayecto,Hecateus había rechazado incluso elcargo de intendente de la Marina. Esohabía ocurrido hacía sólo unos meses.

—Gracias, Hecateus. Buena suerteen Nueva Hyperia.

Unas semanas atrás, antes de que losojos del Cielo fuesen desconectados,habían interceptado un mensaje, unatransmisión de un ex buque insigniaimperial, urgiendo a todos los navíos

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que quedaban a unirse en una expedicióncolonizadora rumbo al devastadocontinente de Nueva Hyperia, libre de latiranía del emperador. Hecateus, que noconocía otra vida que la de la Marina,había decidido aprovechar esaoportunidad.

Minos y Erista, a quienes Cidelisapenas conocía, se despidieron acontinuación y luego siguieron aHecateus fuera del puente de mando,llevando consigo la antorcha.

De pie, solitario sobre el puente,Cidelis esperó hasta que el eco de suspasos se desvaneció antes de volver asentarse en su asiento de almirante para

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guiar el buque en sus últimos y escasoskilómetros. Cuando todo volvió a lacalma, Cidelis se inclinó para coger labolsa del suelo y encendió su propiaantorcha. Luego avanzó en la direcciónopuesta. Como si fuese una señal, laprofunda luz azul titiló por última vez yse extinguió, convirtiendo la esfera enuna desnuda bola negra. La oscuridadera tan absoluta que no se reflejaba ni elmás mínimo brillo en su superficie.

Era preciso caminar un cuarto dehora por el vacío pasillo central de lanave para llegar a donde se dirigíaCidelis. Los grandes portales dobles seabrieron silenciosamente frente a él, y

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atravesó el pasillo semejando unadiminuta mancha de parpadeante luz enla inmensidad del salón. Los muros erantransparentes y daban al océano, peroallí, en las abismales profundidades, nohabía nada que ver, excepto tinieblas.

Incluso antes de que alcanzase losescalones, Cidelis distinguió la siluetasobre el trono, en el extremo del pasillo,una presencia fantasmal en la penumbra.Al llegar al pie de la escalera se detuvo,apoyó la bolsa y fijó la antorcha en unportalámparas que había en el suelo.

Entonces, lentamente y sin apuro,Cidelis se cambió y se puso su uniformede gala, procurando no descuidar ni el

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más ínfimo detalle, desde las estrellasdel rango hasta el ajuste preciso delcinturón. Había llevado ese uniformedurante treinta y cinco años. Por último,colocó en la vaina su espadaceremonial, cuya empuñadura de platabrillaba fríamente.

Puntilloso hasta el fin, Cidelis cogióla bolsa con la ropa y la guardó en unarmario de la parte trasera del trono.Luego regresó al centro del salón, subiólos escalones y se arrodilló consolemnidad ante el cadáver que ocupabael estrado. Los profundos ysobrecogedores ojos grises de TiberiusGaladrin Tar' Conantur, emperador de

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Thetia, lo miraban sin ver por encima desus esculpidas mejillas, que, indemnes ala muerte, conservaban el mismoaspecto de cuando estaba vivo. Había ensus labios una espectral y triste sonrisa,y sus ropas (del mismo color azul realque el uniforme de Cidelis) cubrían laherida fatal de su pecho. A sus piesdescansaba una tablilla de cera lacrada,un último mensaje que le había escritoCidelis para el siguiente herederolegítimo que pisara el buque.

Sólo había una cosa fuera de lugar,pero ni siquiera Cidelis había sidocapaz de remediarla. La corona quedescansaba sobre los negros cabellos

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del emperador era la diadema deljerarca, no la Corona de Estrellas. Éstacubría la cabeza del usurpador, deltraidor...

Una inmensa pena invadió a Cidelisal desenvainar la espada, una espadaque no conocía el sabor de la sangre, yenfrentarla a su propio cuerpo. Por uninstante casi dudó, pero entonces volvióa elevar la mirada hacia Tiberius,contemplando al padre donde debíaestar el hijo.

—¡Oh, Aetius!, ¿por qué? ¿Por quétuviste que abandonarnos? ¿Por qué nopodía haberse ido uno de nosotros en tulugar?

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No hubo respuesta, y Cidelis sabíaque nunca la habría. Ya habíacompletado su despedida.

Entonces Cleomenes Cidelis, primeralmirante del imperio de Thetia, hundióinfaliblemente la espada en su propiocorazón. Y mientras una densa nieblaempañaba su mente creyó oír la voz desu emperador que lo llamaba.

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Primera Parte

LAS LLAMAS TENEBROSAS

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CAPITULO I

Supe que mi tranquilidad habíallegado a su fin cuando vi a losinquisidores aproximarse a mí. Paraalguien ajeno, que no tuviese idea de susignificado, quizá no resultasen tanamenazadores cinco hombres contúnicas negras y blancas, y puntiagudascapuchas que ocultaban sus rostros,avanzando como si resbalasen por laspiedras de granito del patio. Caminabancomo siempre, con las manosenfundadas en los pliegues de lastúnicas y, desde donde yo meencontraba, sólo su forma me hacía

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suponer que eran humanos.Quizá me equivocase. Quizá fuesen

siniestros incluso para alguien que nolos conociese. Por otra parte, ¿habíaalguien a lo largo del ancho océano queno hubiese oído hablar de ellos?

Sus siluetas se recortabandistorsionadas sobre un muro de piedralejano y desgastado por el tiempo.Sombras alargadas que se convertían endelgados y altos triángulos y luegodesaparecían bajo la línea del techo deledificio principal.

Sus formas se tornaron un pocodifusas por un instante a medida que seacercaban en dirección a la puerta

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principal, casi exactamente debajo demí. Era sólo un efecto visual, unaburbuja en el grueso cristal de laventana, que los hacía parecer másperturbadores aún. Seguí sus pasos hastaque desaparecieron al final de los techosabovedados del patio inferior, queregresó a la normalidad. Unas pocaspersonas lo transitaban de aquí para alláy algunas gaviotas se detenían sobre laterraza mirando la laguna.

Sólo levanté la vista cuando oí unvago murmullo de voces que venía deabajo. El sonido de mis pasos mepareció fastidiosamente fuerte mientrasavanzaba hacia la puerta entre elevadas

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hileras de estantes, incluso pese a saberque casi no hacía ruido.

Llegué a un amplio pasillo en laparte oeste del patio, con ventanas dearco acristaladas para proteger de lastormentas. Ningún rayo de sol hacíabrillar las piedras, y el lugar era gris ysin vida comparado con el patioexterior.

Me llegaron fragmentos deconversación provenientes de las dosplantas inferiores, pero estabademasiado lejos para entender una solapalabra. Dejé el pasillo relativamenteventilado y descendí una serie deestrechos escalones iluminados sólo por

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un diminuto tragaluz hasta la plantainferior. No hice ningún ruido al bajar.Las escaleras habían sido diseñadas conesmero para que fuesen lo mássilenciosas posibles y el suelo estabacubierto de alfombras. Era un sitioconsagrado al silencio.

Silencio, pero no siemprediscreción. Me escabullí por una puertaoculta y a través de dos cortinajes haciauna reducida galería con tres ventanascuyos marcos de madera estabantrabajados con tanto detalle que no cabíaun dedo en el hueco más grande. Unafina tela de muselina tapaba las ventanasy volvía borrosa la vista a través de los

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cristales.Había otra persona allí: Litona, una

mujer de mediana edad cuyo aspectomaternal disimulaba su brillanteintelecto y su mente resuelta ydespiadada. Me clavó la mirada cuandoentré y saludó ligeramente con lacabeza, pero no dijo nada.

Ahora las voces se oían con muchamayor claridad y poco después pude vera los cinco inquisidores entrar en laespaciosa sala que había debajo denosotros. Se habían dispuesto sillas,pero ninguno de ellos tomó asiento; losdos hombres que los seguían parecíanmuy incómodos.

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Tras un momento de silencio hablóel primer inquisidor, que se habíaechado hacia atrás la capucha. Se volvióen mi dirección, hacia los dos hombres,que se habían colocado junto a la paredmás lejana.

―Como bien sabe, Preservador, a lolargo de los últimos cuatro años, elíndice general de libros prohibidos hasido revisado, y a los encargados de lacuestión les preocupa que hayan sidoencontrados y censurados tan pocosvolúmenes.

El rudo rostro del Preservador noexpresó sorpresa. Ése era el motivo porel que la Inquisición había venido, y él

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lo sabía tan bien como los propiosinquisidores.

―Nosotros no somos del mismoparecer, dómine Amonis. Pero no somosherejes.

―Vuestro clan ha mostrado unaconsiderable reticencia a entregarnoslibros prohibidos, lo que difícilmentepuede entenderse como una actitud deauténticos creyentes.

―Es la actitud de quienes atesoran ypreservan el conocimiento, sea del tipoque sea, dómine, tenemos copias delLibro de Ranthas en todas las lenguasconocidas, para que los estudiantes decualquier lugar del planeta puedan

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leerlo en su idioma. ¿Es eso propio deherejes?

―Preservar ciegamente es caer enlas garras del demonio ―sentencióAmonis―. ¿Cultivaríais un huerto concada especie de fruto imaginable? Porsupuesto que no, porque algunos sonvenenosos. Lo mismo sucede con elconocimiento. Vuestra dedicación a laenseñanza teológica es loable, peroconservar libros prohibidos es de todosmodos una herejía.

―Ya os hemos dado las copias detodos los libros recién añadidos alíndice ―dijo el Preservador, cuyaexpresión era tan inescrutable como la

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de Amonis, aunque su túnica negra erabastante más austera. Con todo, inclusoen su propia tierra natal, el Preservadorno era más que un anciano eruditoenfrentando a un representante deRanthas en Aquasilva.

―Quedan todavía muchosejemplares en vuestro poder ―anuncióel inquisidor con voz fría y precisa, sinexteriorizar una amenaza, aunquesiempre la utilizaban.

―Como genuinos servidores deRanthas ―dijo con agudeza uno de suscompañeros―, es vuestro deber actuaren concordancia con los mandatos delíndice.

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―Y eso hemos hecho ―sostuvo elPreservador con tono neutral, pero nadieen la sala ni en la galería se lo creyó.

De entre las cortinas apareció otrohombre, que se nos unió para seguir laconversación que se desarrollaba en lasala inferior. Al escoger ese lugar parareunirse con los inquisidores, elPreservador había dado permiso tácitopara que cualquiera escuchase aescondidas lo que sucedía.

―Eso lo decidimos nosotros―afirmó el inquisidor―. Estamos aquípor la autoridad de su gracia el exarcade Thetia para asegurarnos de que todosobserven aquí las leyes de Ranthas.

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―No me interpondré en los decretosde su gracia ―aseguró el Preservadormientras su compañero disimulaba malsu nerviosismo, algo que no debió depasarles desapercibido a losinquisidores―. ¿Será muy prolongadavuestra estancia?

―Nos quedaremos hasta quedarsatisfechos ―advirtió Amonis―.Necesitaremos alojamiento paranosotros y nuestros ayudantes, y damospor sentado que no se nos negará elacceso a ninguna zona de estos edificios.

―Estáis en un lugar donde reina latranquilidad, adonde los estudiantesvienen a trabajar desde los puntos más

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remotos del mundo ―subrayó elPreservador con un énfasis que yo jamásme hubiese atrevido a emplear―. Nonos interpondremos en vuestro camino,pero os pedimos que respetéis la paz deeste recinto.

―No tenéis ningún derecho a darnosórdenes ―respondió el inquisidor―. Lainspección comenzará ahora. Se nospermitirá a mis hermanos de fe y a mírecorrer las salas en soledad durantedos horas.

―¡Eso es ofensivo! ―protestó elasistente, incapaz de contenerse ni uninstante más. ¿Por qué no habríamantenido la boca cerrada? El hombre

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carecía de toda sombra de tacto, era elmodelo de académico concentrado en supropia persona.

―Es la voluntad de Ranthas―espetó el segundo inquisidor―. ¿Esque te molesta que hayamos venido ainterrumpir tus trabajos heréticos?

―No quiero ver aquí ningún tipo dearrebato ―dijo Amonis con calma―.Todo saldrá a la luz a su tiempo. Siexiste en este lugar alguna herejía, ladescubriremos y la castigaremos.

Volvió a colocarse la capucha con unúnico y sutil movimiento de las manos, ylos cinco inquisidores se dirigieronhacia la salida. Oí que la puerta se

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cerraba tras ellos y en seguida mis doscompañeros de la galería partían paraadvertir a sus compañeros.

―¿Qué creías que estabashaciendo? ―cuestionó el Preservador asu asistente.

―Podría preguntar lo mismo―respondió el asistente―. Permitirlespasar así, sin la menor protesta.

―¿Dónde has estado durante losúltimos cuatro años? ―dijo elPreservador, disgustado―. Ahora ve aavisar a la gente. Estaré en mi oficina.

No me quedé mucho más, pues esoimplicaba el riesgo de que me viesen losinquisidores por los pasillos. Por

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fortuna, había junto a mí otra pequeñaescalera circular, y ellos no podríanalcanzar la segunda planta tan pronto.

Quien fuera que hubiese construidooriginalmente aquel sitio tenía una maníapor el sigilo sólo comparable a la deRavenna. Jamás había visto antes unedificio con tantas escaleras yhabitaciones ocultas. Era ideal paraesconder libros, o personas, ya que ésehabía sido su propósito original. Uno delos estudiantes me explicó que habíasido construido durante una luchadinástica, como refugio para escapar delos asesinos de la emperatriz Landressa.

Sentí alivio cuando llegué a un

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reducido pasillo vacío de la plantasuperior, decorado apenas con undesgastado zócalo pintado sobre el yesoblanco de las paredes.

La anciana estaba sentada dentro deuna sala pequeña pero bien iluminada.Aunque había papeles dispersos sobresu escritorio, estaba reclinada sobre suacolchada silla.

No sonreía.―¿Qué fue eso? ―preguntó con una

voz que parecía provenir de una personamucho más robusta.

―Inquisidores ―informé cerrandola puerta a mis espaldas―. Buscandolibros incluidos en el índice.

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―Carroña ―dijo ella con desdén.―Ya han comenzado a merodear por

aquí, el Preservador no ha podido...―El Preservador no podría detener

ni a una familia de ratones comiéndosesus zapatos.

Pese a su potencia, había en su vozuna cierta aspereza, un aire nervioso queacompañaba el olor desagradable delambiente, persistente incluso con lasventanas abiertas.

―¿Encontrarán algo?―Tendrán que registrar todo el

edificio. Por otra parte, no tenemostiempo para eso. Ya te has demoradobastante yendo a investigar, y ahora esos

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cuervos vendrán ladrando para exigirque se les explique qué está sucediendo.Coloca estos papeles en un lugar seguroy ponte otra vez a trabajar para mí enesa mesa.

La observé con el rabillo del ojomientras me sentaba frente al escritoriojunto a una esquina para empezar laingrata tarea de revisar el nuevo juegode escalas y equivalencias que ellaestaba introduciendo en el mapa deThetia. No volvió a coger su pluma,pero colocó un libro sobre el escritorioy comenzó a leerlo con una mirada deconcentración en su pálido rostro.

De un modo u otro todo acabaría

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pronto. Sólo rogué que ella no vivierapara ver cómo los inquisidores lodejaban todo patas arriba como lohabían hecho en tantos otros sitios,destruyendo los libros que constituían lasangre misma de su clan.

No tenía la certeza de que en estaocasión pensasen ir tan lejos, peroAmonis era cualquier cosa menoscuidadoso. Cuando llegó a la sala dondeme encontraba, fuera estaba oscuro y seacercaba la hora del almuerzo. Sólo mehabía levantado para encender laslámparas y extender las mosquiteras delas ventanas, y tenía la mano agarrotadade tanto escribir.

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El inquisidor ni siquiera se molestóen llamar a la puerta. Sencillamenteentró, recibiendo una mirada glacial departe de la anciana.

―¿Qué significa esto? ―exigió ellacomo si no hubiese sido advertida.

Era la primera vez que los veía caraa cara y sentí una familiar sensación demalestar. Clavé los ojos en el hombrecon un miedo que, por un montón demotivos, era totalmente genuino.

Por suerte, él lo tomó como uncumplido, y sus ojos recorrieron la salaantes de que se dignase responder.

―Soy Ishadu, mis hermanos de fe yyo estamos buscando libros prohibidos.

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―No encontrará ninguno aquí,inquisidor ―sostuvo ella, acabando deleer una oración de su libro antes devolver a enfrentarlo con la mirada. Erademasiado vieja para temerle.

―Ya lo veremos. ¿Quién eres tú?Otra pausa.―Mi nombre, inquisidor, es Dione

Eerainos Polinskarn, si es que enrealidad os interesa.

Les hubiese interesado, sin duda, dehaber sabido que la mujer llamadaDione llevaba ya once años muerta.Pero no había manera de que losupiesen.

―¿Y tú? ―preguntó dando media

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vuelta en dirección a mí. Parecía queOshadu hubiese sido un campesino deEquatoria antes de tomar los hábitos.Era uno de los hombres que habíanhablado en la sala de abajo, el másvehemente de ambos.

―A... Atho, dómine ―dije con lamirada clavada en sus ojos. Por logeneral yo era muy bueno interpretandoese papel, pero jamás había sido capazde evitar el pánico al estar cerca de uninquisidor.

―El es mi copista, inquisidor―advirtió ella―. Como sin dudahabréis comprobado, soy demasiadoanciana para transcribir por mí misma

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todas mis investigaciones.―¿Y sobre qué investigas?

―preguntó el inquisidor, aunque supuseque no le importaba la respuesta. Aquelhombre era literalmente un suciofanático y apestaba casi peor que elpenetrante olor de ese aposento. Unhombre carente de educación queprobablemente había sido un sacrus. ¿Oacaso lo estaba prejuzgando?

―Cambios a gran escala en lascorrientes ―respondió ella con calma.

Me pregunté si alguien habría dichola verdad al menos una vez desde lallegada de los inquisidores.

―Un asunto fundamental... ―ironizó

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el inquisidor acercándose al primeranaquel lleno de libros y recorriendocon un dedo regordete los suaves lomosde los volúmenes. Tras un instante mepercaté de que sabía leer, pero luegorazoné: ¿por qué motivo hubiesenenviado a un analfabeto?

―Está dañando los libros―advirtió ella―, y este asuntofundamental contribuye a explicar cómose puede viajar desde aquí hastaEquatoria en menos de seis meses, y sialguien será capaz de hacerlo en elfuturo.

Oshadu cogió con brusquedad unode los libros y lo abrió curioseando las

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páginas de forma indiscriminada.―No hay necesidad de estudiar otra

cosa que el Libro de Ranthas ―espetó,abriendo el volumen con tanta fuerza quela cola del lomo empezó adesprenderse―. Observa qué frágil yesencial resulta. Pronto se quebrará ycaerá en el olvido.

―Puede que vosotros seáis neciosignorantes, pero estoy segura de quevuestro superior no lo es ―advirtióella, y noté cómo alzaba los brazosdesde la silla con las manos convertidasen furiosas garras―. No importa lofuerte que sea vuestra fe, nunca podrásuperar a las corrientes.

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―Eso me suena a herejía ―apuntóel inquisidor arrojando el libro al suelo.Me descubrí mordiéndome el labio,suplicando que ese gesto no la sacase desus casillas―. ¿Sugieres acaso queRanthas no tiene poder de decisiónsobre el océano si se propone tenerlo?

―Vosotros dependéis de ello tantocomo cualquier otra persona ―afirmóella, y en sus nublados ojos estabapresente el desafío a que él lacontradijese.

El inquisidor se apoyó sobre elescritorio, revolviendo papeles con airecasual.

―Ten cuidado con lo que dices,

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vieja bruja, informaré de todo esto a misuperior ―amenazó y luego echó unamirada a los papeles esparcidos por elsuelo―. Tus trabajos parecen habersedañado. Te sugiero que los recojas yprosigas la labor que estabasdesarrollando, por insignificante quesea.

Me moví para recoger los papeles,pero él me detuvo con mucha rapidezseñalándome con el dedo.

―Si realizas un solo movimientomás haré que te azoten. Los estudiososinvolucrados en investigaciones tanimportantes no precisan de ningunaayuda.

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La anciana no se movió.―Recoge los papeles, mujer, o

informaré de tus frases heréticas.―Ya he dejado de temer tanto a los

hombres como a las bestias, escoriaignorante ―respondió ella―. Tu voz esla de un campesino iletrado, no la deDios. Ahora déjame trabajar.

Pensé que el inquisidor perdería lacompostura, pero sucedió algo muchopeor.

―Entonces me veré forzado aconcluir que, dado que no obedeces alemisario de Ranthas en Aquasilva, eresuna hereje. Desafiar las órdenes de laSanta Inquisición no es otra cosa que

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herejía. Y como es evidente que estásdemasiado débil para ponerte de pie,mucho menos podrás afrontar uninterrogatorio, de modo que tu copistadeberá responder por ti, ya que no dudoque él estará bien enterado de tus ideasheréticas.

Percibí un ligero temblor en elrostro pálido de la anciana y en el modoen que de pronto se asió a la silla.

―¡No digas nada, Atho! ―meordenó antes de que yo abriese la boca.Luego se incorporó con lentitud y seagachó sobre los papeles dispersos en elsuelo. El inquisidor mantuvo los ojosfijos en mí y yo no osé moverme

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mientras la anciana los recogía condificultad para a continuaciónderrumbarse otra vez sobre la silla, conla piel como un grisáceo pergamino.Apreté la pluma con tanta fuerza que sedobló en mi mano, víctima de miprofunda ira y frustración.

―Bien ―añadió Oshadusuavemente―. Consideraré entoncesque, al haber obedecido lasinstrucciones de un representante deDios, eres una creyente. No me desmotivos para pensar otra cosa.

Al marcharse, no se molestó encerrar la puerta y sólo oí después suspasos en las escalera.

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La mujer estaba temblando y en sucara se reflejaba apenas una parte deldolor que sentía. Le di una pequeñadosis de la medicina que había en unode los cajones de su escritorio y, trasunos instantes, se relajó un poco. Tiré dela cuerda de la campanilla que pendíajunto a su escritorio, pero pasaría unbuen rato antes de que alguien viniese,sobre todo si los demás estabanocupados con otros monstruosinquisitoriales.

―El libro ―susurró la ancianaseñalando el suelo con debilidad.

Lo recogí y, casi de inmediato, sedesprendió la mitad de las páginas.

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―Nos destruirán ―murmuró―. Hevivido demasiado.

Un momento más tarde oí pasos en laescalera y una de las doctoras llegócorriendo. Le expliqué lo que sucedíacon rapidez y el rostro de la mujer seensombreció.

Instantes después, con la ancianaapropiadamente sedada, seguí a ladoctora de regreso a la nave central deledificio. Ninguno de nosotros dijo nadasobre los inquisidores, pero eraprobable que aún rondasen por ahí.

Desde las cocinas me llegó el olor acomida y me percaté de lo hambrientoque estaba. Se acercaba la hora de la

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cena; quizá para entonces losinquisidores ya se hubiesen marchado.

Por fortuna no exigieron serinvitados a cenar. La comida en el salónfue, sin embargo, demasiado silenciosa,y no pudieron reavivarla ni siquiera losmejores esfuerzos del talentoso chef,quien había sido inexplicablementeatraído hacia uno de los puntos másremotos de la civilización paraalimentar a aquel grupo de solitarioseruditos.

Por todas partes podía oírmurmullos de protesta. Al parecer,nosotros no habíamos sido los únicosperjudicados. Sentados a la mesa, detrás

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de mí, había varios especialistas enmantas del astillero de la playa. Todosestaban indignados por el trato recibido.

―Se precipitaron aquí como sifuesen los dueños ―dijo el asistentesentado a un extremo de la mesa y seexaltó mencionando los insultos quehabía recibido de los inquisidores.

―Es intolerable ―asintió otrohombre―. ¿Hemos protestado ya ante elpresidente?

―Llevo años solicitando que seestablezcan tropas aquí. ¿Crees queescucharán nuestras quejas?

Dejé de prestarles atención. ¿Cómopodían ser tan ingenuos? No tenían la

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menor idea de lo que estaba sucediendo,ignoraban por completo las realidadesde la vida más allá de aquel remotoescondite en el sudeste de Thetia. Vivíanaún según el desaparecido régimen demi hermano, cuando los clanes podíandecidir por sí mismos. Incluso a Litona,probablemente la más tozuda de todos,le parecía todavía imposible que laInquisición gozase de ningún poder parainterferir en su adorado clan.

Recorrí con la mirada las viejasmesas de madera con sus velasparpadeantes, las paredes decoradas deforma grandilocuente con retratos de lospresidentes y restauradores Polinskarn,

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y los negros atuendos que daban aentender el rango académico, y mepregunté qué estaba haciendo allí.

No es que no lo supiese, por cierto.Era el precio que debía pagar porconocer a la mujer que ahora dormía ensu pequeña habitación de la plantasuperior, aproximándose a la muertecada vez más. Podía durar quizá un mesmás, dos como mucho.

Hubiese sido menos tortuoso quemuriese antes de la llegada de losinquisidores: según sus propiaspalabras, ella había vivido cuarenta y unaños más de lo necesario. Durante tresdécadas en el exilio, había sufrido

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terribles experiencias, y ahora la paz desus últimos años iba a ser rota.

―¿Cómo está? ―preguntó Litonadesde el otro lado de la mesa, perdiendola paciencia ante los gestos ampulososdel asistente.

―Dormirá hasta bien entrada lamañana. No conseguirían despertarla niaunque lo intentasen.

Litona puso ceño.―El inquisidor parecía dispuesto a

disgustarnos a todos, es casi como siintentase causar problemas.

―Eso era exactamente lo que hacía―afirmé preguntándome por qué Litonahabía creído necesario decir «casi».

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―Quizá sólo le guste hacer ruido.Se trata de un campesino que acabó enla orden equivocada, y lo han mandadoaquí para revisar libros. Es evidente queno tenían a nadie más que enviar.

―No creo en absoluto que lo hayanmandado por accidente, lo han escogidopara esta misión.

―Eso es absurdo ―advirtió Litonadesestimando la idea con un gesto de lamano―. Envían inquisidores doctospara encargarse de los libros.

―¿Por qué harían eso?Me miró como si fuese idiota.―¿Por qué? Porque saben cómo

conducirse por las bibliotecas y pueden

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distinguir cuáles son las obras heréticas.―A la Inquisición no le importa

cometer errores. Amonis y Oshadu sonfanáticos que no se distraerán endetalles de erudición ni en ninguna otracosa. Consideran las bibliotecasalmacenes de herejía nada más.

―Eso contradice mi experiencia―respondió Litona de forma cortante―.Quizá suceda así en el Archipiélago,pero no aquí.

―¿Y cuál es la diferencia?Si pudiera hacerle comprender al

menos algunos motivos podríapercatarse de lo grave que era lasituación en que estábamos...

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―Esto es Thetia. El Archipiélago notiene bibliotecas dignas de nombrar y nohay nadie allí que se oponga a laInquisición. El Dominio sabe que aquíse enfrenta a una situación diferente, auna tradición mucho más rica.

Suspiré para mis adentros. Habíasido una vana presunción suponer que yopodría cambiar algo, convencer a esosvaliosos guardianes de la erudiciónthetiana de que era necesario adaptarsea las nuevas circunstancias. Como todoslos thetianos, incluyendo a mi inteligenteprima Palatina, creían que su país estabaa salvo de sujetos como losinquisidores. La última vez que tuve

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contacto con ella, unos tres años atrás,Palatina se había negado a aceptar larealidad del nuevo orden. Sólo losdioses podían saber dónde estaba ahora.Tampoco los eruditos aceptaban loscambios, pero eso no los hacía enabsoluto merecedores de la ira delDominio. Por más que me resultabaimposible hacer algo de forma directa,al menos podía intentar el diálogo.

―¿Acaso eso detuvo las hogueras?―pregunté con tono deliberadamenteprovocativo―. ¿Bastó para salvar aAelin Salaza?

La expresión de Litona se volvióhostil de repente.

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―No hables de eso aquí.―El no mencionarlo no cambia las

cosas ―proseguí―. Aelin era inocentede acuerdo con todas las leyes deThetia, pero el Dominio la ejecutó pesea todo. Olvidarlo no cambiará el hechode que ha sucedido.

―Mucha gente conocía a Aelin―empezó a argumentar, pero no lepermití continuar.

―Da lo mismo ―intervine―. Eraamiga de mi madre. Lo único que digoes que ya no podemos seguiramparándonos en las viejas leyes.

No tenía importancia que yo nuncahubiese conocido ni a mi madre ni a

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Aelin Salaza. Le debía favores inmensosa la familia de Aelin y el hecho de traersu nombre a colación era un modo derecordármelo a mí mismo.

―Todavía somos los depositariosde los archivos de la BibliotecaImperial ―sostuvo con tensión mientrasse limpiaba la boca con unaservilleta―. Me parece que subestimaslas lealtades con que contamos, y trasseiscientos años de custodiar losarchivos ningún emperador prescindiráde nuestros servicios.

―¿Eso significa que accederéis aobedecer las exigencias del emperadorpara borrar de la historia las partes que

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le disgustan, del mismo modo quevuestros ancestros borraron todos losarchivos referidos a Aetius el Grande?

―Nosotros preservamos esosarchivos de un modo especial ―advirtióLitona―. Quizá hubiese sido mejorobedecer las órdenes del usurpador.Existen versiones de la historia que noresisten un análisis detallado. Incluso elArchipiélago que tanto adoras escondeun pasado más oscuro de lo que podríasimaginar.

―¿Es posible que esos gobernantesdel Archipiélago que despreciáis,considerándolos tiranos insignificantes,rescribiesen la historia a la par que la

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Inquisición?Eso era algo que me costaba creer, y

era plenamente consciente de lo falsosque podían ser los historiadores cuandose lo proponían.

―Quizá un día de éstos lo descubras―afirmó Litona sirviéndose un pocomás de arroz. Su tono de vozdeterminante daba por concluida laconversación.

Para los resultados que habíaobtenido, lo mismo podría haberhablado con ella sobre políticasacadémicas. Me retiré unos minutosdespués, antes de que acabase la cena.

Los pasillos estaban desiertos; había

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pocas bibliotecas en esa planta y los queno estuviesen cenando en el salón seencontrarían en sus respectivashabitaciones, demasiado ocupados paraser distraídos por lo que fuera que seestaba discutiendo.

¿Qué había querido decir Litona? Lahistoria no era algo que me importasedemasiado, excepto cuando estabainvolucrada mi propia familia, y en estaocasión apenas servía para otra cosaque para lamentarse. En el Archipiélagoocupado por el Dominio existían muchascuestiones más urgentes a considerarque decidir quién había escrito laversión más certera del pasado.

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Vagué por un extraño recintoescalonado donde se habían conjugadodos plantas de edificación diferentes, yluego subí unos tramos hacia la terrazaen busca de un poco de aire fresco quecompensara la atmósfera densa ycerrada del salón.

Era una noche cálida, ligeramentenublada, pero nada excepcional. Salvopor la estación lluviosa, existían pocasvariaciones en el clima de este país, enel que las estaciones apenas sediferenciaban. La terraza era un espaciovacío de forma casi triangular,pavimentado y con un parapeto. A unlado podía verse la laguna y al otro el

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mar. Hubiese sido un sitio másagradable de tener árboles y una fuente,pero era tal el continuo azote de losvientos agitados por las olas que ningúnárbol podía crecer allí.

El mar era esa noche una incansablemasa de pequeñas olas nunca lo bastantegrandes para que su parte superior setiñese de blanco, pero la brisaproveniente de la costa era suave yestaba impregnada de la tibia humedadde los bosques de las islas.

Me senté en el antepecho que daba ala laguna, mirando hacia el agua ydistinguiendo la fantasmal silueta de lasmantas alumbradas por las luces de los

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astilleros. Sólo había dos, y una estabaatada fuera del amarradero, sin dudapara que los técnicos probaran algunasmodificaciones que le otorgarían medionudo más de velocidad o aumentarían unpoco el poder destructivo de sus armas.La otra manta debía de pertenecer a losinquisidores. ¿Habrían traído consigo atodo un regimiento de religiosos? Seríaimposible trabajar si sus monaguillosmerodeaban por cada sala escrutandocada anaquel y cada papel buscandoindicios de herejía.

Sobre todo considerando la grancantidad de material herético que habíaallí. Mientras que para el Dominio un

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hereje era todo aquel que se opusiese asus intereses, existía también otrotérmino para designar a alguien todavíamás contaminado por la influencia delmal. Seguir creencias diferentes era yabastante malo, pero originar esascreencias diferentes era mucho peor. Losculpables de semejante pecado eran«heresiarcas», y los espantosos castigosa los que se los sometía eranproporcionales a la originalidad de susprédicas.

No me atrevía a imaginar la reacciónde Oshadu o Amonis si comprobaranque había allí dos heresiarcasoficialmente declarados. En especial

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porque yo era uno de ellos y porque setrataba, además, de un honor bastantesolitario. El viejo temor a serdescubierto del que me había libradodurante más de un año volvía aacompañarme, una horrenda sensaciónen la boca del estómago que sólo seacentuaba al pensar en lo que habíaocurrido poco antes. Cómo podíaalguien ser tan cruel con una mujermoribunda de setenta y nueve años eraalgo que superaba mi capacidad decomprensión. Pero yo sabía de qué erancapaces los inquisidores.

Me cogí con firmeza al parapeto,intentando parar en mi mente la

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perspectiva de las amenazas de Oshadu:la mujer gritando en el poste al serdevorada por las llamas y mi propiasensación de impotencia al sufrir losinstrumentos de tortura de losinquisidores. Ya habían sospechado demí, y apenas habían transcurrido unashoras.

Lo peor de todo era que yonecesitaba todo el tiempo que la ancianapudiese dedicarme. Quizá fuese algoegoísta por mi parte, pero presentía quemi presencia allí, la conciencia de quetodo lo que ella había descubierto no sedesvanecería tras su muerte, era lo quela había mantenido viva durante el

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último par de años. Con todo, aún lequedaba mucho por decirme, porexplicarme. Había sacrificado muchopara ir allí a aprender con ella.Comprobar que todo eso había sido envano sería tan terrible como cualquiercastigo que pudiesen imponerme losinquisidores.

Observé extasiado durante unosminutos la negra silueta de las colinasque rodeaban la bahía y luego regreséadentro para concluir algunas de lasinvestigaciones que habría terminado sino hubiesen llegado los inquisidores,investigaciones que bastarían paracondenarme por el mero hecho de

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encontrarlas en mi manos.De haber permanecido allí un poco

más, quizá habría distinguido a losinquisidores espiándome desde laterraza de una pensión más alejada de lacosta.

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CAPITULO II

El Refugio tardaba en recobrarvitalidad por las mañanas y yo era unode los pocos que desayunaba en el salónprincipal. Me gustaba pasar allí lashoras del día en que el sol entrabadirectamente en el patio y las primerasbrisas recorrían los pasillos abovedadosremoviendo el rancio aire nocturno. Enpoco tiempo, dejarían de soplar, peroentre tanto inundaban el salón de unmaravilloso frescor.

Transcurriría todavía un tiempohasta que alguien me necesitase en laplanta superior, y cuando me crucé con

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un técnico de la manta que estabareparando una de las fuentes del patio nome negué a ayudarlo.

―La condenada fuente siguefallando, y no hay nadie más que sepacómo funciona ―dijo conimpaciencia―. ¿Qué es más importante,nuestra manta Safo o esta fuente? Porcierto que no tienen nada que ver.¿Puedes sostener esto, por favor?

El hombre no daba en absoluto laimagen de un técnico naval. De hecho,parecía pertenecer más a las salas llenasde libros de El Refugio que al mundoactivo del astillero.

―¿En qué estado se encuentra Safo?

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―pregunté. Yo sostenía un pequeñomartillo mientras él trabajaba en lacañería de alimentación. No sabía conexactitud qué estaban haciéndole a lamanta, pero no corría ningún riesgo alpreguntarlo.

―Todo va tan bien como podíaesperarse. ¡Maldita cañería! ¡Hacetiempo que vengo diciéndoles que espreciso construir una nueva fuente!, peroésta fue encargada por el antiguorestaurador y le tienen demasiadocariño.

Me hizo sostener la cañería en susitio mientras él la reparaba. Por lo quepude ver, había más piezas agregadas en

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sucesivas reparaciones que materialoriginal.

―Sí, con Safo todo va bien―admitió unos segundos más tarde―.En uno o dos meses estará listo, y sifunciona como debe, pronto tendremosaquí otra media docena de buques. Amenos que nos encarguemos deenseñarles a todos los técnicos navalesde Thetia cómo efectuar por sí mismoslas modificaciones de una manta. En esecaso, todos sabrán cómo hacerlo.

¿Qué estaban haciendo entonces?¿Sería un cambio menor o quizá algomás importante?

―¿Haréis las pruebas aquí?

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―indagué.―¡Dios Santo! ¡No! ―exclamó

mientras trozos de cañería corroídacaían en el agua de la fuente en la quetrabajaba―. Debo recoger esos trozos ose obstruirá el mecanismo. No, debemoshacer las pruebas en un sitio tranquilo yagradable, donde no exista el riesgo deque nos espíen. Los Scartaris, porejemplo, tenían hace unos años unbrillante técnico que tuvo la ocasión depresenciar una de nuestras pruebas dearmamento. No habían pasado cincosemanas cuando descubrimos que suclan había desarrollado exactamente elmismo sistema. Los Scartaris no tienen

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ningún pudor.En eso estaba de acuerdo. Mauriz, el

único Scartaris que había conocido bien,debía de ser el hombre más despóticocon que me había topado, sumándole aeso que no encontraba nada malo enhacer uso de las habilidades o planes delos demás si se acomodaban a susintenciones. Ahora Mauriz estaba muertoy ya habían transcurrido cuatro añosdesde el momento en que decidió conmucha ambición rebelarse contra unoponente muy por encima de sucategoría.

―De todas formas esto la haráfuncionar por un tiempo. Absolutamente

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simple, y si me permitiesen colocar unacañería nueva, quedaría bien arreglada.

Mientras él recogía susherramientas, oí que alguien gritaba minombre (en realidad, mi nombre falso,Atho).

―Dione se ha levantado y te espera―exclamó la doctora desde la ventanade la primera planta―. Le he dicho queestás en camino.

―Ya voy.La doctora volvió a entrar en la

habitación y le alcancé al técnico laúltima pieza de su equipo.

―Protégela mientras esté connosotros ―me pidió él antes de

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retirarse―. No veremos a otra comoella durante mucho tiempo. Haz que elclan se responsabilice.

―La protegeré.Por fortuna no había inquisidores a

la vista, probablemente aún estuviesenen sus alojamientos, y nadie se interpusoen mi camino cuando subí la escalera.Arriba habían abierto las ventanas paraque entrase la luz del día, y a juzgar porel panorama, podría haberse tratado deun palacio thetiano corriente, con suspatios abovedados y enredaderastrepando por los muros.

Llegué al último tramo de escalonespero su voz me interrumpió y me percaté

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de que ella estaba de pie ante una de lasventanas de la enorme biblioteca delfondo, una sala con dos intrincadosglobos terráqueos dibujados en el centrodel suelo.

―Cuestiones demasiadoprovincianas, ¿verdad? ―preguntó ella,apoyada en un bastón de ébano mientrasobservaba el patio con unaconcentración casi científica. Medetuve, sorprendido de que se hubiesesentido lo bastante bien para bajar.Quizá se debiera a las drogas mezcladasen su medicina, que reducirían susdolores al menos durante unas horasmás. Sin embargo, eran demasiado

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peligrosas para tomarlas continuamente.―¿Provincianas? ―pregunté con

torpeza.―En absoluto comparables con los

asuntos internacionales, ¿no es cierto?Rechazaste un trono para colaborar enlos pequeños asuntos de este reducto.Pero éste es el nivel en el que realmentese mueve el mundo, ¿entiendes?,cuestiones a pequeña escala como ésta,que, incluso así, no son exactamentedignas de tu talento. ¿Me equivoco?

Dione se expresaba en el thetianoformal de unos setenta años atrás, eldialecto que se empleaba en la corte demi abuelo, pero todos los dialectos

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thetianos eran tan fluidos que mi mentelos traducía al thetiano formal actual,con los giros de los tiempos de mihermano. El thetiano era un lenguajeextraño, sujeto siempre a cambios y condialectos determinados por la edad delhablante, no por su lugar de origen.

―¿Y son dignas de tu talento?―contraataqué.

―Yo ya he vivido mi vida y ahoraes demasiado tarde para volver atrás ycambiar nada. Pero siempre he vividotan encerrada como ahora. De estudianteen Selerian Alastre fui directamente a lafacultad y luego pasé quince años comoprofesora allí y en el castillo de

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Polinskarn. No puedo decir que mi vidahaya sido muy excitante, aunquedisfrutara de mis actividades, salvo porunos pocos viajes aquí y allá, mantenidapor el clan. Pero esto ya te lo habíacontado. Lo importante es que no se tratade un estilo de vida apropiado para ti.

Intenté interrumpirla, pero ella mecortó antes de que mi intervención fuesemás que un gesto imperioso.

―Sí, es posible que hayas sido felizaquí, pero más bien por no haber sidoperseguido ni manipulado que por ellugar en sí mismo.

―También era feliz en mi hogar,antes de que esto comenzase.

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Mi hogar. Parecía casi tan distantepara mí como para ella. ¿Se habíanfundido las décadas hasta formar un todoinseparable o quizá su hogar se perdíalejano en el tiempo?

―Te pareció que lo eras ―añadióDione―, pero según lo que me hascontado de ti, ya empezabas a cansartede Lepidor. Tu padre era demasiadoprotector, y me has dicho que inclusocuando regresaste pensabas permanecerallí sólo unas pocas semanas.

Recordando todo lo que habíasucedido desde entonces, me parecióque, en cierto sentido, mi padre no sehabía equivocado. Con todo, yo tenía

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que hacer mi propia vida.Eso no implicaba que estuviese

totalmente de acuerdo con Dione.―Lo único que deseaba mientras me

ofrecían el trono era estar en cualquierotro sitio.

―Quizá así fuera, pero ¿por qué?¿Porque no querías gobernar o porquesentías que no podías afrontarlo?

―Porque yo no podía hacer lo queellos pretendían. Hay gente que nace conel don de liderar y organizar. No es micaso ―respondí molesto por lo queimplicaban sus palabras. Era unacuestión que yo casi no había analizadoy no estaba seguro del motivo por el que

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ella lo mencionaba.―Hay gente que nace para que se le

diga qué es lo que debe hacer, ytampoco es tu caso. ¿En qué te convierteeso, Cathan?, ¿no ser ni tiburón nipececillo?

―¿Es que no existe para ti eltérmino medio?

―El Dominio pagará lo que hahecho y el mundo pagará con él―afirmó―. Puedes matar a tantosinquisidores como desees.Preferentemente, a todos hasta acabarcon el último monaguillo. Pero ¿cuántaspersonas sufrirán las consecuencias?Incluso si intentases matar los mínimos,

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¿crees que Ravenna sería tan cautelosa?―Sabías lo que yo planeaba desde

el primer día en que llegué aquí, peroaún así aceptaste enseñarme.

Su dureza era comprensible y meconstaba que Dione tenía tantos motivoso más que yo para odiar al Dominio.

―Y, como siempre, existe unaposibilidad de elegir. Con excepción delos militares o el Dominio, nadie tieneel menor cariño hacia el emperador, yde acuerdo con las leyes de sucesiónvigentes tú eres su heredero.

Dione alzó la mano cuando intentéhacer una objeción.

―Olvida las antiguas leyes

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―prosiguió―, ahora carecen de valor.¿Realmente deseas desatar tormentascontra la gente?

Yo era consciente de que, mientrasviviese, nunca me vería libre de esasituación. Pasase lo que pasase, siemprehabría alguien enfrentado al emperador,alguien que preferiría a otro miembro dela familia real como emperador.

―Si desatar tormentas previene unacruzada, sí ―sostuve asegurándome deque mi voz no expresase la menorindecisión. No era necesario queconociese mis dudas.

―No permitas que tu mente secierre de esa manera, Atho

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―contraatacó―. Una vez que te hasconvencido a ti mismo de que algo escorrecto bloqueas tu pensamiento antecualquier otra posibilidad. La duda essiempre un elemento positivo.

―Al Dominio parece haberle idobastante bien con su estructura osificada.

―Así ha sido por un tiempo, perono durará para siempre ―dijo mientrasuna campanilla sonaba suavemente en unrincón―. Los inquisidores handespertado. Te agradecería que meayudases arriba antes de que lleguenaquí. No me gustaría darles una malaimpresión.

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Afortunadamente, en esta ocasión no

vimos a Oshadu. Una pequeña tropa demonaguillos se congregó en el Refugiopara revisar los miles de libros en buscade algún título prohibido, mientras losinquisidores centraban sus pesquisas enbuscar posibles recámaras secretas.

Tras la reunión matinal, Dioneperdió pronto las fuerzas y regresó a lacama, acompañada de forma casipermanente por la doctora. Bajar lasescaleras le había costado un enormeesfuerzo y ahora estaba lánguida yexhausta, incapaz de enseñarme nada.

Privado de mi estatus privilegiado

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de «copista» de Dione, mi posición enla jerarquía del Refugio se volvía taninsignificante como la de una lombriz,en especial ahora que los inquisidoresestaban al mando. Una cosa que yo habíaaprendido ya mucho tiempo atrás eraque, respecto a los estudiosos, losoceanógrafos, encargados de cuestionesprácticas, eran agrupados en un planoinferior, junto con los técnicos y losarquitectos. Sólo en las disciplinasteóricas (historia, filosofía, gramática,lógica y demás) podía alguien serconsiderado un erudito. Dione, unareconocida hereje, era la excepción.

De modo que me retiré hacia la

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estación oceanográfica de la laguna enbusca de compañeros de inferioridadparecida. Al fin y al cabo, Ravenna y yonos hacíamos pasar por oceanógrafos yen los últimos dos años nos habíamoshabituado a vestir siempre sus túnicasazules.

El Refugio estaba sobre unacantilado, bastante por encima de labahía, en lo que alguna vez había sidouna isla. Cuando las construcciones selevantaron por primera vez estabanconectadas con el continente por un granrompeolas, que separaba la laguna delmar y brindaba protección a los buquesque anclaban allí. Con el paso de los

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siglos, a medida que éste se ampliaba yfortificaba, surgió en su interior uncolosal complejo de edificios.

Cogí el amplio sendero quedescendía desde el Refugio hasta lalaguna, disfrutando del paseo mientrascruzaba un portal cubierto de clemátidescon pájaros que anidaban a la sombra desus bóvedas. Era una de las pocas partesgenuinamente thetianas de aqueledificio, y resultaba tan vulgar, tanveraniega, que al atravesarla era difícilno sentirse contagiado por su encanto.Hacía tanto tiempo que nadie empleabalos portales que las flores se habíanabierto camino a su alrededor hasta

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cubrir todo su contorno.El sol brillaba desde un cielo de

esponjosas nubes blancas, haciendo queincluso la pálida pintura blanca de loscercanos edificios del astilleropareciese reciente. La cúpula de laestación oceanográfica estaba un pocomás lejos, de modo que bajé por elsendero a la sombra del inmensorompeolas, unos doce metros por debajodel nivel del camino. Allí me protegíandel sol las numerosas palmerasplantadas en hilera, que presentaban unextraño contraste con la costa desierta.

Un sujeto alto con una roída túnicaazul avanzaba desde el astillero en

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dirección a la estación oceanográfica yme saludó al verme. Se llamaba Iulio yera un instructor enviado por untrimestre desde el Instituto Central de lacapital.

―¿Cansado de estar en el Refugio?―me preguntó cuando convergieronnuestros pasos frente al sencillocomplejo Oceanográfico de una planta.Miré a Iulio con curiosidad durante unmomento, preguntándome por qué eltono oliva de la piel de sus brazos ypiernas había adquirido manchas verdes.

―Hemos tenido problemas con unasalgas invasoras ―me explicó conamabilidad―. Enormes matas de una

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repugnante hierba marina se empeñan enaferrarse a todo. Si permaneces aquímucho tiempo, acabarás teniendo elmismo aspecto que yo.

No era una perspectiva muytentadora, pero debía ganarme la vida.

―Dione está enferma y no hay nadaque pueda hacer allí arriba.

―Lo he oído ―comentósonriendo―. Pronto esos condenadosinquisidores bajarán también aquí conmil inconvenientes. ¿Crees que Dionetardará mucho en volver a estar en pie yactiva?

Asentí levemente y Iulio comprendiómi gesto.

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―¿Por qué los buitres no habránretrasado un poco más su llegada? Sólolo suficiente para permitirle acabar suvida en paz. Pero me alegro de quecontase con alguien a quien confiarle susconocimientos antes de morir.

Me dirigió una mirada inquisitiva yun poco desconfiada. Dione me habíaenseñado, pero nadie estaba seguro dequé pretendía hacer yo exactamente conesos conocimientos.

Abrí por él la puerta de la estación yavanzamos hacia el atrio, lleno comosiempre del indefinible aroma salino delos equipos oceanográficos. Era similara cualquier estación del mundo, grande o

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pequeña. Sólo variaban los detalles. Nisiquiera se diferenciaba por el hecho deser una estación de investigaciónindependiente y no al servicio de unaciudad.

Unos momentos después, Ravennaapareció por una puerta lateral,vistiendo su túnica impermeable debuceo y portando dos piedras marinasde bordes afilados. Su piel era todavíadel tono oliva habitual, por lo quededuje que aún no había comenzado atrabajar en contacto con las algas.

―¡Atho, qué oportuno eres!―exclamó.

Iulio levantó unos instrumentos que

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llevaba en la mano derecha y ella asintióseñalando hacia el pasillo.

―Supongo que Iulio te habrácontado lo de la invasión de algas...

―Así es.―Espléndida coincidencia

―subrayó Ravenna con actitudautosuficiente―. Ponte una túnica debuceo y reúnete conmigo fuera. Nos hasahorrado a Vespasia y a mí al menos unahora de trabajo con esas algas.

Desprendí otra capa de algas y la

deposité en el saco que notaba a milado, para evitar que navegase a la

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deriva y se uniese a la maraña de algasque obstruían el timón del catamarán.Mis manos se verían teñidas de verdedurante semanas después de eso, y noprecisamente de un verde agradable, ajuzgar por la piel de Iulio. Su tez era unpoco más oscura que la mía, pero nodemasiado.

La luz volvió a extinguirse y asoméla cabeza a la fría superficie plateadadel mar, un par de metros por encima dedonde estaba. No había muchas nubes enel cielo. ¿Por qué el sol siempre estabaoculto detrás de una nube cuando yosalía a la superficie?

Otro repugnante zarcillo, en este

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caso inextricablemente adherido a unode los cables del timón. Habíantranscurrido ya tres horas desde eldesafortunado encuentro del buque Alaplateada con apenas un pequeño bancode aquellas algas, y no parecía que mitrabajo se notase. Al menos mi labor noera peor que la de cualquiera de los queme habían antecedido en la tarea.

Desprendí algunos zarcillos más yascendí a la superficie sintiendo lanecesidad de un descanso. El sol brillócasi en el momento exacto en quealcancé la superficie, y nadé en el aguaazul claro de la laguna. Era una zonapoco profunda; el fondo arenoso estaba

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a unos diez metros por debajo y, apenasunos doce metros más allá, el mar eramás hondo y oscuro.

Un momento después vi surgir lacabeza de Vespasia a poca distancia;luego nadó rodeando el contorno delbuque gemelo del Ala plateada, elAlbatros, también varado. Eranembarcaciones hermosas, conplataformas muy cómodas para trabajar,construidas por el astillero a modo deprototipo en la estación oceanográficalocal. De hecho, según me enteré, ya seestaban haciendo otras similares paravendérselas al instituto. Con todo,pasaría mucho tiempo antes de que mi

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antigua patria en el lejanísimo Océanuspudiese ver una embarcación semejante.

Vespasia alzó sus verdes manos y lasexaminó con cuidado mientras Ravennaemergía a pocos metros, quitándose delos ojos unos mechones de cabellonegro.

―Estas algas son traicioneras, ylimpiar su rastro lleva horas.

―¿De dónde provienen? ―indagóVespasia.

Yo no las había visto antes y, ajuzgar por las dificultades que tenían losdemás, supuse que nadie más lasconocía.

―¡Sólo Dios lo sabe! ―respondió

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Ravenna―. O quizá no. Ranthas no sepreocupa de los océanos, ¿no? Estánmás allá de su sabiduría.

―Quizá tengas una idea equivocadade los cielos ―dije en broma, pero ellano se lo tomó así.

―Todas las descripciones de loscielos son ridículas por igual. La únicadiferencia es que ninguna de lasversiones heréticas viene acompañadade inquisidores y hogueras listas paraser encendidas. Eso las deja eninferioridad.

Era una afirmación algo brusca, peroera probable que la siempre desaliñadaoceanógrafa del clan Estarrin fuese la

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persona menos religiosa que jamáshubiese conocido. No era algoinfrecuente en Thetia, ni siquiera en esostiempos de incertidumbre, peroresultaba excepcional. Vespasia habíallegado a sugerir incluso que la magiatenía una explicación científica, yaunque yo estaba preparado paraemplearla en los principiosoceanográficos, me pareció que esa ideaiba demasiado lejos.

―De todos modos ―advirtióVespasia―, nunca he visto en Thetiaalgas semejantes, y si crecen en el mar,los del clan Estarrin deberíamosconocerlas.

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Por lo que sabía, ése era el únicorasgo particular del clan Estarrin, y noprecisamente uno lucrativo desde elpunto de vista comercial, pero Vespasiaestaba muy orgullosa de su clan, como sifuese uno de los más importantes, comoScartaris, Canten o Salassa. Había otrosdos Estarrin entre las once personas queformaban el personal de la estación,pero como pertenecían al clanPolinskarn, su presencia en estesantuario Polinskarn no llamaba laatención lo más mínimo.

―Tampoco son algas que crezcan enOcéanus ―dije extrayendo un largozarcillo del casco del Ala plateada y

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acercándolo a la luz. Más allá de supresencia aquí, las algas no tenían nadanotable, y a su debido momento seenviaría una muestra a la central delInstituto Oceanográfico. En pocos mesesdescubrirían su origen y demostraríancómo habían llegado hasta aquí, quizáarrastradas por un cambio en algunapequeña corriente o por una tormentainvernal especialmente dura desatada enalgún sitio uno o dos años atrás. Una detantas tormentas.

―Ravenna, ¿habías visto antes algascomo estas? ―inquirí.

―Nunca he visto algas con tantodetalle ―admitió ella―; apenas llevo

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un par de años como oceanógrafa. Perono recuerdo haberme topado con nadasimilar. Al menos, no con algas tandifíciles de erradicar.

Ahora eso resultaba irrelevante. Erapreciso utilizar los dos catamaranes y,por el momento, sus timones estabandemasiado atascados para permitirlesnavegar.

Una media hora después fuimosrelevados y nadamos agradecidos deregreso a la estación de la playa, dondeencontramos a Iulio y a otro oceanógrafomostrándole una mata de algas alinquisidor Amonis. Noté la respiracióninterior de Ravenna y cómo entornaba

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fugazmente los ojos. Su odio hacia losinquisidores siempre parecía ser máspoderoso que su temor. Quizá así le eramás fácil seguir viviendo.

Era demasiado tarde para dar mediavuelta y nadar lejos de la playa, demodo que pronuncié una muda plegaria yseguí a Vespasia en dirección a tierrafirme para informar de nuestros avances.

―Atho, Vespasia, Raimunda, metemo que vuestro descanso será muybreve ―exclamó Iulio con unaexpresión en la mirada que reprimíacualquier protesta de nuestra parte―. Laplaga de algas se ha extendido muchomás de lo que suponíamos, y la manta de

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dómine Amonis ha quedado varada a sumerced. Se nos ha ordenado colaboraren su limpieza para que pueda volver anavegar lo antes posible.

«Raimunda» era el apodo con el queconocíamos en el Refugio a Ravenna,que había tardado bastante tiempo enacostumbrarse. Al parecer era el nombrecon el que había sido bautizada al nacer,pero nunca lo había empleado.

De manera que los oceanógrafostenían una utilidad después de todo,cuando el Dominio no podía darse ellujo de molestarse en cuestionesdemasiado serviles. Se me erizó el velloante la idea de trabajar tan cerca de los

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inquisidores.―¿Deberemos utilizar herramientas

más fuertes en la manta? ―preguntóVespasia.

―No debéis dañar el casco lo másmínimo ―sostuvo Amonis confrialdad―. Más allá de eso, me da igualcómo lo hagáis. Creo haber oído que esposible quemar las algas con antorchasde leños, pero supongo que es unaoperación demasiado compleja.Probadla antes en la otra manta.

―¿Ha visto alguna vez algas comoéstas? ―preguntó Vespasia cuando elinquisidor ya se marchaba.

―Crecen en Qalathar ―informó él

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con marcada irritación―. Vuestra tareano es preguntar, sino combatir la acciónnociva de los elementos que haninutilizado mi nave. Espero que estélimpia en dos días.

Caminó entonces hacia el sendero,pareciendo deslizarse en lugar de pisarrealmente el terreno.

―Será mejor que lo terminemos atiempo ―advirtió Iulio sonriendo―.Vosotros tres tenéis diez minutos. Si elAla plateada no está listo, deberéisabordar otra embarcación, pero osquiero trabajando en la manta deAmonis antes de que anochezca.

―Aquí acaba nuestra

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investigación... ―suspiró Vespasiamientras nos dirigíamos a la estaciónpara comer algo―. Ya es bastantedifícil quitar un poco de estas algas, yno me cabe duda de que su manta ha deestar totalmente cubierta. La maldad delos elementos, ciertamente. Por otraparte, ¿cómo pudieron venir estas algasdesde Qalathar? La única corriente queva desde allí hasta aquí es muyprofunda. Muy veloz y muy profunda.

―Nunca he visto estas algas allí―añadió Ravenna―. Quizá vengan dela Costa de la Perdición, es preciso sermuy resistente para sobrevivir en eselugar.

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Permanecí con la mirada fija en elacceso a la laguna, donde había sidoextendida una red para impedir laentrada de más algas. Enormes gruposde éstas flotaban rodeando la costa,muchas más de las que ninguna singularcombinación de corrientes hubiesepodido trasladar.

―¿Cómo se habrán desgarrado desu superficie original? ¡Son tan durasque incluso un kraken hubiese tenidodificultades para arrancarlas!

Media hora después, cuando nosacercábamos, cansinos, a la manta delDominio, previendo una o dos horas deindigestión, descubrimos la respuesta.

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De algún modo, una pequeña mata dealgas se había deslizado a través de lared y navegaba a la deriva por lasuperficie de la laguna.

Algo había hecho un agujero enmedio de las algas y su contorno se veíanegro y chamuscado.

―Disparos con armas de leños―afirmó Ravenna observando cómo lamata se aferraba al casco de la nave.

Las algas navegaban más de prisaque las noticias. Pasaría un mes antes deenterarme de que otro de los pocosescuadrones heréticos supervivienteshabía sido arrasado por el imperio.

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CAPITULO III

Unos golpes fuertes en la puerta medespertaron de un sueño profundo.

―Ya ha amanecido, es tiempo deregresar al trabajo ―anunció la voz deIulio, que parecía estar de muy malhumor. Al no recibir respuesta, insistiócon los golpes y finalmente le dije queen seguida iba. Nos urgió a que nosmoviésemos y pronto oí sus pasosdetenerse ante la puerta siguiente paradespertar a otro desafortunado.

―De nuevo esa condenada manta―exclamó Ravenna, cuyo aspecto eracasi tan deplorable como debía de serlo

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el mío. Y eso que ella había dormido enuna cama y no sobre un delgado colchónen el suelo. Para algunos eso era másque suficiente.

Me incorporé y luché para metermeen una túnica de buceo nueva, mientrasme preguntaba por qué habría sido tanestúpido de quedarme allí esa noche enlugar de ir a mi habitación en el Refugioy despertarme un poco más tempranopara bajar a la costa.

Sabía que no tenía ningún sentidoducharme, ya que en seguida mesumergiría en el agua. Al menos era unamanecer thetiano, sin la gris humedadde Qalathar o el frío helado de Océanus.

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Corría un aire suave, apenas un pocomás fresco que durante el día.

Parecían haber transcurrido sólounos minutos desde nuestra llegada paratomar una cena tardía y descansar trascasi diez horas de trabajo continuo en laObediencia, manta del Dominio.

Mi cansancio había sido demasiadogrande para contemplar la posibilidadde caminar hasta el Refugio, de modoque Ravenna me había ofrecido el suelode su pequeño aposento en la estación.Ninguno de los demás pudo habermalinterpretado el ofrecimiento, pues, apesar de los esfuerzos del Dominio, losthetianos no compartían sus principios

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de igualdad. Yo era consciente de quemuchas personas del continentedespreciaban a los thetianos por su faltade discriminación entre hombres ymujeres, y ni tan siquiera el puritanismohaletita de Eshar había conseguidocambiar la reputación de Thetia como unterritorio disoluto e inmoral. Por otraparte, desde que fue herida, Ravennahabía rehuido todo contacto físico, igualque Palatina.

―A propósito, ¿por qué estáAmonis tan inquieto? ―pregunté,percatándome a la vez de que me habíapuesto la túnica del revés―. Ya haperdido bastante tiempo aquí...

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―Disfruta atormentando a la gente―respondió Ravenna mientras sefrotaba los ojos con cuidado y se atabael cabello hacia atrás de manera que nole fuese a los ojos cuando trabajase.Siempre había tenido el aspecto ausentede un académico, pero en parte era unamáscara. A diferencia de la mayoría delos habitantes del Refugio, Ravennasabía lo cruel que podía ser laInquisición.

Como todos los oceanógrafosestaban presentes, el desayuno fue unaexperiencia poco placentera, muydiferente de la comida lenta y relajadade los eruditos del Refugio.

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Además tuvimos que darnos prisa,pues todos estábamos ansiosos poracabar el trabajo lo antes posible. Sólounos minutos después de que Iuliogolpeara nuestra puerta, cogíamosantorchas de leños del Ala plateada yareparado y las transportábamos endirección a las calmas olas de la laguna.

Comencé a sentirme más despiertocuando, tras haberme mojado un poco lacara, me senté en la cubierta delcatamarán dejando que la brisa matinalme refrescara. Fue el último momento deplacer que tendría durante varias horas.

Nada más detenernos en elamarradero del Obediencia oí cantos

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traídos por el viento y alcé la mirada endirección a los imponentes muros de lashabitaciones de los huéspedes, situadassobre el borde del acantilado delRefugio. Los inquisidores ya se habríandespertado, pero al menos estaban fuerade nuestro camino. Cuando anclamos,miré hacia uno de los lados delcatamarán y distinguí debajo de nosotrosla gran sombra azul oscuro, tan hermosacomo la de cualquier manta, incluso sipertenecía al Dominio. Las algas quecubrían toda su parte central y la aletade estribor parecían una multitud depequeñas rémoras sobre una mantaviviente.

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Aun así, deseé que las algas nuncahubiesen existido. Me tocaba trabajarsobre el frente de la manta, quitándolasde las bocinas y el puente de cristal. Noesperaba que hubiese tripulantes tantemprano, pero cuando comencé a fregarlas ventanas vi a un hombre con ununiforme rojo y anaranjado que memiraba con atención. La forma de surostro y sus escasos cabellos grises merecordaron a un sacerdote del templo deLepidor que durante un tiempo habíasido mi instructor y que solía usar subastón demasiado generosamente.

Intenté que mis ojos no se cruzasencon los suyos mientras extraía con

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cuidado las algas para luego alejarlas delas ventanillas. La tarea era además muydelicada porque el Obediencia era unamanta casi nueva y su superficie carecíaen general de rayones o suciedad. Sobreuna manta vieja, cualquier marca quedejásemos al quitar las algas se habríaconfundido con el desgaste natural de lanave.

Observé al hombre con el rabillo delojo, pensando en lo extraño queresultaba mirar el puente de mandodesde fuera. Por fortuna, el sujeto noestaba sentado inmóvil en el asiento delcapitán, sino que iba de aquí para allápor la cubierta. Quizá sólo comprobaba

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que los equipos funcionasencorrectamente.

En la parte trasera del puente demando distinguí otra silueta,semiescondida por las sombras delpasillo que llevaba a la escalerilla. Elcapitán, o quien a mí me lo parecía, sevolvió para hablar con la otra personadurante un momento. Luego la figuradesapareció en medio de un destellocolorado.

Entonces comprendí la peculiaridadde todo el asunto. Había en el Refugioseis inquisidores y cerca de una docenade monaguillos participando de lo queera una misión relativamente poco

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importante, pese a su grado devandalismo.

¿Por qué habían viajado entonces enuna de las diez o doce mantas queposeía el Dominio? ¿Por qué no habíanvenido en un buque de guerra imperial?Allí estaban sucediendo más cosas de loque parecía a simple vista.

El hombre permaneció en el puentede mando durante todo el tiempo queestuve ocupado en las ventanillas, lo queme hizo desear haber sido asignado alos motores, donde no hubiese estado ala vista de nadie. Era demasiada la genteque me controlaba; incluso si no metenían en cuenta más que como

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subordinado, de un modo u otro merecordarían.

Apenas conseguí descansar un pococuando mi antorcha de leños, siemprebastante inestable, empezó a lanzarchispas y pronto se apagó. Nadé deregreso al Ala plateada y subí a bordopasándole a Iulio la linterna para que laarreglase. Me eché sobre la cubiertahúmeda, contento sencillamente de nohacer nada durante unos pocos minutos.

―¿Sabemos por qué este grupo deinquisidores tiene su propia manta?―indagué, preguntándome si habríaoído algo de eso en el viñedo.

Iulio se encogió de hombros.

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―Supongo que no vienendemasiados buques por aquí, estamosfuera de las rutas principales. No haymotivo para que los buques imperialesvengan aquí. Además, ¿qué importanciatiene?

―Una manta para sólo seisinquisidores parece algo excesivo.

Me miró seriamente.―Mantengámonos alejados de sus

asuntos. No quiero enterarme de queninguno de vosotros habla del tema.

No me resultó difícil comprender sureluctancia, pero mientras flotábamoscon suavidad sobre el Obediencia, noparé de preguntarme qué otras cosas

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contendría la nave. ―¿Qué quieres decir con eso?

―inquirió Ravenna, exhausta tras lalarga jornada, mientras subíamos haciael Refugio. El parpadeo constante de lasantorchas me había dado dolor decabeza y la lucha con el abrasivo pólipode la manta me había dejado la piel encarne viva en varios sitios.

―Supongo que no resulta demasiadoimpresionante viajar en una mantacubierta de algas.

Alcé la mirada para cerciorarme de

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que no estuviese bajando ningúninquisidor. Ravenna tenía razón: lasalgas no habían impedido elfuncionamiento de ninguno de lossistemas de la manta. ¿Por qué entoncestanta insistencia? ¿Por qué tenía quetrabajar toda la estación oceanográficaen quitarlas? Iulio se había visto forzadoa posponer su estudio nocturno de labahía, por el que pretendía determinar silas algas habían traído consigo algunanueva especie de plantas marinasfosforescentes.

Demasiado científico, pensé. Losthetianos usaban ciertas algas eniluminación, entre otros usos, así que el

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descubrimiento de especies nuevaspodía abrir expectativas comerciales.Pronto Iulio contaría con otraoportunidad de investigar, pero no seríaesa misma noche. Estábamos todos muycansados y yo tenía la firme intención deirme a la cama nada más cenar.

Atravesamos el portal, con las hojasde clemátide meciéndose de formaagradable con el viento nocturno. Lasflores blancas lucían pálidas a la luz dela primera luna, que pendía enorme ydifusa sobre las aguas del mar.

Deseé llegar al Refugio y luego deinmediato al salón sin demora, pero nofuimos tan afortunados. Una silueta

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negra y blanca pareció materializarse dela nada en lo alto de la escalinata ytuvimos que detenernos.

―¿Cómo va el trabajo? ―nos urgióOshadu. Noté que otro religioso loacompañaba unos metros por detrás,conversando con dos monaguillos.Reconocí a Amonis por la voz.

―Hemos acabado, dómine ―afirméde modo sumiso, esperando que no mereconociesen en la penumbra.Nuevamente, la suerte no estabaconmigo.

―Una labor para ociosos ―dijoOshadu con satisfacción―. ¿Debemoscreeros entonces? ¿Podemos confiar en

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que no habéis aprovechado laoportunidad para sabotear la misión deRanthas?

―He inspeccionado el Obediencia―sostuvo Amonis interrumpiendo sudiscurso―. Todo funciona comocorresponde, estos eruditosentrometidos al menos han demostradoser útiles para algo. Espero que no hayamás dificultades con las algas ―agrególanzándonos una mirada fría.

No se movió, y al poco me percatéde que esperaban que nos quitásemos desu camino. Me incliné haciéndoles unareverencia y di un rodeo para abrirles elpaso, avanzando entre las sombras de la

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zona de huéspedes hacia el patio, muchomejor iluminado. Mientras nosmarchábamos, oí a mis espaldas lasvoces de los inquisidores.

―Son herejes, hermano, debesentenderlo.

―Dices eso de todos losoceanógrafos ―respondió Amonis convoz apagada―. Paciencia, tenpaciencia.

Con todo, no se me escapaba queAmonis tenía la misma reticencia hacianosotros que Oshadu. Quizá la únicadiferencia fuese que el primero sabíaque podríamos ser útiles. Sus últimaspalabras poseían un halo algo siniestro.

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Amonis le pedía a Oshadu que seguardase sus opiniones para sí mismo,no que aprendiese a aceptar la situación.No me gustó cómo sonaba eso.

Cuando llegamos al salón unosminutos después, me olvidé de losinquisidores y me concentré, en cambio,en el suculento plato de pescado quetenía delante. Esa noche, el comedorestaba bastante lleno y se pronunciaron aviva voz críticas explícitas sobre losinquisidores, confiando en que nopodrían oírlas.

Ravenna y yo nos hicimos sitio enuna de las mesas laterales, cerca otravez de Litona, que parecía bastante

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menos simpática que dos días atrás. Nohabía que ser un genio para deducir elmotivo de su enfado.

―Empiezo a estar de acuerdo conlos más radicales ―dijo ella, como si laasistente del Preservador fuese más unajoven revolucionaria que unaacadémica―. Los inquisidores son unaamenaza, se llevan todo por delante.Primero se abalanzaron sobre lasestanterías del Archivo, allí dondeguardamos la antigua correspondencia, yahora se encuentra en un estadodeplorable. Hay papeles por todo elsuelo, manuscritos dañados... Y eso quetenemos allí cartas escritas por once

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generaciones de emperadores. Unarchivo de un valor incalculable.

Su ojos se detuvieron un instante enmí, como si Litona conociese mirelación con esos documentos. Quizáestuviese al tanto o, al menos, losospechase. Mi parecido físico erademasiado evidente para disimularlototalmente tiñéndome el cabello uocultando el color de mis ojos.Demasiado evidente, sin duda, paraquien hubiese visto a mi hermano.

―¿Con cartas de Aetius IV?―preguntó Ravenna con inocencia.

―Pues no ―respondió Litona―. Yes una ausencia lamentable para la

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veracidad de los estudios históricos.Sabía que Litona mentía. El clan

Polinskarn había empleado el Refugiopara guardar toda la correspondenciahistórica acumulada que no se juzgaba lobastante importante para ser de fácilacceso en la biblioteca principal. Sinduda habrían preservado las cartas deaquel período del mismo modo que lohabían hecho con las de todos losdemás, y era obvio que el materialestaría oculto de forma segura dentro dealguna ignota bóveda.

A pesar de eso, ¿podía afirmarse quehabía algo completamente a salvo de lasgarras de los inquisidores?

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Oí a medias la letanía de pesares demis colegas. El calor y la atmósferacerrada del salón me adormecían y nome quedaban fuerzas para quejarme.

Cuando acabó la cena y Litona seretiró con el Preservador y algunos delos estudiosos más veteranos paramantener una charla privada, subimos laescalera en dirección a mi pequeñahabitación, oculta en el confusolaberinto de la planta superior deledificio. No había bibliotecas allíarriba, sólo estanterías con libroscarentes de importancia y habitacionespara albergar a personas de estatusinferior a los eruditos.

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Era una sala de aspecto muythetiano, apenas adornada y pintada conun vivido y brillante azul, uno de loscolores tradicionales. Los muebles noeran lujosos, pues se consideraba quecualquiera lo bastante poco destacadopara ocupar esas estancias estaba allípara trabajar y no para gozar de la vida.Quizá lo más parecido a esashabitaciones fuese una buhardilla en elinmenso y siempre en expansión barriouniversitario de Selerian Alastre.

―Si me permites dormir en el sueloesta noche me libraré de tener quevolver a cruzarme con esos buitres en elpatio ―dijo Ravenna, agotada, y se

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sentó sobre la dura e incómoda silla quehabía junto al pequeño escritorio―.¿Cómo es posible, por todos los cielos,que limpiar algas resulte tan cansado?

―No estamos habituados al trabajoduro.

―Al menos no durante tantas horas.Escucha, antes de dormirnos... ―Sepuso de pie y echó un vistazo hacia elpasillo antes de cerrar la puerta confirmeza detrás de ella―. Queríamencionártelo antes de que se meolvide. ¿No te parece que todo esto esun poco excesivo?

―La manta ―dije asintiendo. Alparecer Ravenna pensaba como yo.

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―No sólo la manta, todo el asunto.La Inquisición no es muy grande. Nopuede haber en toda Thetia más que unosdoscientos inquisidores. Según he oído,el emperador se apoya cada vez más enellos. ¿Por qué entonces enviar tantosaquí? ¿Por qué no apenas dos y mediadocena de monaguillos?

―Si deseasen aumentar el volumende sus hogueras, les hubiese convenidomás dirigirse a Karn Madraza, donde seencuentra la biblioteca principal, novenir a este sitio miserable.

―Exactamente. Estoy seguro de queestá sucediendo algo más. ¿Se te haocurrido algo?

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―La verdad es que no ―afirmé. Elcansancio me vencía y sentía lospárpados como si fuesen de plomo.

―Si es algo importante, lorecordaremos por la mañana ―señalóella―. Sin duda les llevará bastantetiempo desarrollar su estrategia.

En realidad, pensé, los inquisidoresya habían tenido tiempo suficiente paraplanear y desarrollar una estrategia enSelerian Alastre, pero no lo dije porqueno deseaba prolongar la conversación.Ravenna rechazó toda insinuación deque durmiese en mi cama, ofendida anteel hecho de ser tratada como si no fuesemi igual, de modo que intenté

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acomodarla lo mejor posible echandosobre el suelo unas cuantas almohadas.

Cerré los ojos con la esperanza deno despertar hasta la mañana siguiente,pero oímos golpes en la puerta variashoras antes de eso.

Lentos e insistentes, los golpes

tardaron en despertarme y un poco másen permitirme comprender de qué setrataba. Ravenna ya se habíaincorporado para responder. Era ladoctora, con expresión muy seria, y creíadivinar qué iba a decir. Resultó que meequivocaba, aunque no demasiado.

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―Solicita vuestra presencia, la deambos, pero no queda mucho tiempo.

No me había tomado la molestia dedesvestirme para meterme en la cama,de modo que sólo cogí mis sandalias yla seguí a lo largo del pasillo, intentandono chocar contra ningún objeto. Porrazones que el Dominio no hubieseaprobado, yo tenía una visión nocturnamejor que la usual. Sin embargo, meencontraba medio dormido y fue casi unmilagro que no me estrellase contraalguna pared.

Llegamos a la habitación de Dione,donde había dos antorchas encendidas.Para mi sorpresa, sin embargo, no había

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acompañándola nadie más que elPreservador, sentado junto a su cama.

La cabeza de Dione estaba levantadaligeramente con ayuda de varios cojines.Al principio pensé que estaba dormida,pero cuando entramos abrió los ojos.

―Estáis aquí ―dijo y el tonoáspero de su voz adquirió mayor fuerza,aunque daba la impresión de que cadapalabra le costaba un enormeesfuerzo―. Bien. Deseaba volver averos.

Comencé a disculparme por lo quehabía dicho dos días atrás pero meinterrumpió.

―No hay nada que lamentar.

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Escuchad, os he transmitido a los dostodo lo que sé. No lo he hecho sólo pordespecho hacia el Dominio, sino porquehabéis sido los únicos en demostrarinterés por esas investigaciones. Loúnico que os pido es que me prometáisalgo.

De pronto me puse nervioso,rogando que no emplease la gravedaddel juramento a un moribundo paraforzarme a coger un camino que no megustaba. A pesar de ese temor, asentí,pues rehusar su última petición despuésde todo lo que ella había hecho hubiesesido imperdonable.

―Ambos sabéis muchas cosas que

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nadie más conoce, ambos comprendéisahora cosas que nadie en la historia haabordado excepto yo, y en realidadhabéis llegado incluso más lejos de loque yo jamás he hecho. En pocosinstantes sabréis todavía un poco más.

Lanzó una débil mirada alPreservador y a la doctora y lespreguntó:

―¿Podríais dejarme a solas conellos dos un par de minutos?

El Preservador pareció ligeramenteofendido, pero se incorporó paramarcharse cerrando las dos puertas a suespalda.

―¿Qué es lo que ellos no pueden

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oír? ―inquirió Ravenna mientras secolocaba al otro lado del lecho de laanciana.

―Primero, prometedme queviviréis. Soy consciente de que, una vezque os marchéis de aquí, emplearéistodo lo que os he enseñado paracombatir al Dominio. Pero si las cosassalen mal, no debéis perder la vida.

La miramos absortos por unsegundo.

―¿No lo comprendéis? Si os lleváisvuestros conocimientos a la tumba,entonces todo se habrá perdido. Habladcon quienes podáis confiar. Y lo que estodavía más importante, incluso si el

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Dominio destruyese todo lo que osrodea, debéis huir; sacrificaros carecede sentido.

―Pero si vence el Dominio,entonces...

Toda su petición era tan extraña, taninesperada, que no parecía tener lógicaalguna.

―Huid hacia el sur ―sostuvo Dionecon firmeza―. Y dejad de discutir, puesno me queda mucho tiempo. Sois lobastante jóvenes para tener fe envosotros mismos y en cualesquiera quesean los dioses que en teoría nosprotegen. Pero creo que el Dominiopodría venceros finalmente. Son

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demasiadas las personas que creen loque les han dicho los sacerdotes, que locreen de todo corazón y confían en ellotanto como en el hecho de que el solsaldrá cada mañana. Eso es algo que nopodréis derrotar con ejércitos nitormentas.

Dione suspiró y cerro los ojos. Fuesólo un instante y luego prosiguió sudiscurso.

―De modo que si sucediese lo peor,vosotros dos debéis ser testigos ysímbolos de cuanto ha sucedido. Cuandofue creado, el Dominio reescribió lahistoria y me temo que en esta ocasiónirá aún más lejos. Si el Dominio

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destruye cualquier resistencia queexistiese, quiero que me prometáis queos dirigiréis hacia el sur en busca dealgún sitio donde el Dominio carezca depoder. No seréis de ninguna utilidad siestáis muertos.

Por un momento ni Ravenna ni yodijimos nada. Era una promesademasiado arriesgada y con un finaldemasiado vago. Y extremadamentecuriosa, más que curiosa.

―¿Qué más vas a decirnos?―preguntó Ravenna con indecisión.

―Lo sabréis cuando hayáis juradolo que os pido ―insistió Dione―, yhacedlo con vuestros verdaderos

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nombres.Sorprendido, le cogí una mano.―Yo, Cathan Eltanis Tar' Conantur,

prometo en nombre de Thetis respetar lapromesa que formularé ahora.

Ravenna repitió el juramento con sunombre auténtico, tuviese el valor quetuviese. Entonces ambos observamos aDione expectantes y noté mi propiapreocupación reflejada en el rostro deRavenna.

Me arrodillé junto a la cama en lugarde seguir inclinado, pues los músculosde la espalda volvían a recordarmetodas las horas pasadas cargando laspesadas antorchas. Además, me sentía

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agotado, pero ahogué toda sensación decansancio en lo más profundo de lamente e intenté concentrarme en lo quela anciana me decía.

―Hace doscientos cincuenta años,el clima de Aquasilva era muy diferente.Las tormentas eran sucesos infrecuentesy consistían apenas en suaves lluviascomparadas con lo que existe hoy endía. Hay un poema de Maradia, unaelegía de amor, en la que describe lomaravilloso que era el clima para losamantes durante el festival de Hyperias:cálido pero no demasiado, lo bastantetemplado para permanecer sentado fuerala noche entera.

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Yo había leído los poemas deMaradia por placer, no por lainformación que dieran acerca delclima, pero sabía a qué se refería Dione.Quizá eso hiciese los poemas aún másencantadores, que reflejaban una formade vida desaparecida.

―Cuando llegasteis aquí deseabaissaber por qué titulé a mi libroFantasmas del paraíso, y os lo hedicho. Por cierto que «paraíso» es unapalabra inexacta para esta cuestión, puesno existe nada parecido a eso.Aquasilva es lo que hagamos con ella y,aunque por entonces el clima fueraidílico, sus habitantes estaban tan poco

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adaptados a ese paraíso como sueleestarlo siempre la humanidad.

Ahora Dione parecía estardivagando, avanzando por una tangente,pero ni Ravenna ni yo nos atrevimos adecir nada.

―En el libro propuse un modo deliberar a Aquasilva de las tormentas. Esuna forma totalmente teórica, ya querequiere de mayor poder que el quepuedan reunir todos los magos de lahistoria de Aquasilva. Lo que no os dijees que las tormentas no harán sinoempeorar en los siglos venideros.

―Algo de lo que de todos modos yanos hemos percatado... ―intervino

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Ravenna.―Por supuesto que sí, y yo también.

Es un cambio demasiado lento paranotarlo a simple vista, y, como elDominio prohibió el estudio de lastormentas, nadie ha tenido la posibilidadde realizar análisis apropiados. Sólo elDominio tiene información sobre elasunto. A medida que transcurran lasdécadas y los siglos, el clima empeorarácada vez más y el poder del Dominio sehará progresivamente mayor.

Eso tenía sentido, ya que el Dominioera la única defensa contra lastormentas. Pero era una proyección defuturo tan tenebrosa que era difícil de

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creer.―¿No hay ningún modo de cambiar

esa situación? ―indagué,preguntándome si en eso consistiría elsecreto.

Dione asintió con esfuerzo.―Debéis comprender cómo

funciona. Es demasiado largo para queos lo explique ahora, de modo que os lohe dejado por escrito. Mi deseo eraacelerar vuestra enseñanza, pero losinquisidores llegaron demasiado pronto.Cada tanto, se dan las condiciones paraproducir pequeños cambios en el clima.La única oportunidad que existió pararevertir el proceso se produjo en los

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primeros años, pero el Dominio se negóa aprovecharla. La humanidaddesarrolló las tormentas y puedeeliminarlas. Esto no os importa avosotros ahora, pero si alteráis el ciclode las tormentas de forma demasiadodrástica para usarlas contra el Dominio,os arriesgaréis a estropear el equilibrio.

De modo que volver las tormentascontra el Dominio como nosotroshabíamos planeado podía resultardevastador. Me di cuenta demasiadotarde de qué pretendía Dione con suspalabras: no quería que interfiriésemosen el clima.

¡Por el amor de Thetis! ¡Tampoco yo

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deseaba hacerlo! Pero entonces parecíaser el único modo de enfrentarse alDominio, de expulsarlo delArchipiélago y vengar a los muertos delas cruzadas. Era imposible afirmar quéproduciría un daño mayor, nosotros o laacción del Dominio, y si fuese posiblesaberlo, Dione parecía tener la intenciónde llevarse el secreto a la tumba.

―Lo único que haces esdesanimarnos ―irrumpió Ravenna conlos ojos clavados en el rostro de laanciana―. ¿No hay nada más? Noconseguiremos obtener una victoriacontra el Dominio sólo con estas pocaspalabras.

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―¿Serias capaz de destrozar elclima para salvar tu trono?

―No sabemos lo suficiente sobre ély tampoco se trata sólo de mi trono.Thetia, el Archipiélago... ¿No deseasver cómo el Dominio es expulsado?

―No podré verlo de todos modos―dijo Dione―. Sí, deseo acabar con elpoder del Dominio, pero no me pareceque haya que destruir el planeta paralograrlo. Si el Dominio lanza unacruzada contra el Archipiélago, quizá seproduzcan unos cientos de miles demuertes, pero eso no es nada comparadocon lo que sucedería si el ciclo detormentas escapase de todo control. No

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podéis permitir que eso suceda. Cuandollegasteis aquí guardaba la esperanza deque mi enseñanza os demostrase lohorrible que es la idea de vuestra magiade las tormentas. Pero no lo habéisaprendido.

―Tú tampoco pareces habercomprendido ―respondió Ravenna,mostrando su furia más en las palabrasque en la expresión de su rostro―. ElDominio destruirá todo lo que Thetia yel Archipiélago han sido y lostransformará en pálidas réplicas deEquatoria.

―¿Qué derecho tenéis para escogerentre las vidas de vuestra propia gente y

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el sufrimiento de todos los que habitaneste planeta? ―insistió Dione―. Dejadpor un minuto de dejaros llevar por lasemociones y comenzad a emplear lacabeza. Pensad en las hambrunas, lasinundaciones, los naufragios. Si noexisten flotas de pesca para alimentarla,vuestra gente morirá de todos modos.¿Sois tan monstruosamente arrogantespara creer que tenéis el derecho a tomaruna decisión así?

Primero fijó su mirada en Ravenna,luego en mí, y ninguno de los dos laesquivó.

―Vamos ―desafió―, atreveos,decidme que lo sois. Decidme que estáis

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dispuestos a arriesgar tanto, empleandoun arma que quizá ni siquiera osbrindase una victoria decisiva.

Me sentí mal. Dione me estabadiciendo que había desperdiciado losúltimos dos años, que todo cuanto habíaaprendido carecía de sentido pues lospeligros que entrañaba eran demasiadograndes.

―¿Por qué no nos explicaste estodesde el principio? ―pregunté.

―Porque pensabas que con el Aeónserías capaz de resolver todos tusproblemas, que podrías permanecer aquídurante unos pocos meses, lograr que yote explicase todo cuanto sé y regresar de

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inmediato al buque para comenzar laofensiva. Nunca me hubieses creído.Todavía no me crees, lo que significaque he fallado. Mi deseo era transmitirantes de morirme todos misconocimientos y vosotros dos erais miúltima oportunidad. Pero os lo enseñéde modo que pudieseis comprender lastormentas, para que alguien de fuera delDominio tuviese una idea de lo quesucedería.

―O sea que vas a decirme otra vezque debí de haber seguido tu consejo yocupar el trono ―objeté. Todo parecíareducirse nuevamente a eso y lo únicoque yo quería era marcharme de allí e

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irme a dormir y que por la mañanapasase lo que tuviese que pasar. Losheréticos supervivientes confiaban ennuestro apoyo para comenzar su lucha yno parecía haber nada que pudiésemosofrecerles a cambio, apenas explicarlesque habíamos sido víctimas del orgullodesmedido de una anciana.

―Ahora ya es tarde paraaconsejaros, vosotros deberéis tomar ladecisión. Si utilizáis la magia de lastormentas contra el Dominio, no seréismejores que él. Los sacerdotes osdescribirán como a monstruos delmismo modo que lo hicieron con AetiusIV y Tiberius. Sólo que en este caso

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vosotros lo mereceréis.―Gracias ―exclamó Ravenna,

fastidiada, mientras se ponía de pie yvolvía a rodear la cama en dirección ala puerta―. Gracias por utilizarnosigual que lo han hecho los demás, paratus propios propósitos. Gracias porhacernos desperdiciar dos años denuestras vidas. Gracias por escribir unlibro que no prueba nada y que arruinóla reputación del InstitutoOceanográfico. Adiós, Salderis.

―Aún no he acabado ―dijo laanciana con una fortaleza que mesorprendió.

―¿Dirás algo que quiera escuchar?

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―Lo escucharás, porque le debeseso a una anciana a la que le quedanpocos minutos de vida. Acercaos.

Se irguió un poco en la cama.Ravenna volvió al pie del lecho

como si la forzase un guardia armado.―Sólo los que causaron las

tormentas pueden ayudaros ―afirmóDione antes de volver a reclinarse. Trasun instante de pánico comprobé queseguía respirando, pero no dijo nadamás.

Llamamos al Preservador y a ladoctora y nos sentamos con ellos junto ala cama durante un tiempo indefinidoantes de que la anciana volviese a abrir

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los ojos y susurrase unas pocaspalabras: su despedida del Preservadory la doctora, un agradecimiento y unasolicitud de bendición.

―¿Deseas que llamemos a unsacerdote? ―preguntó el Preservador,preocupado.

―Una bendición thetiana ―aclaróla anciana y me señaló a mí.

Yo hubiera podido ser el jerarca, elalto sacerdote de la antigua religión.Ella lo sabía y me instaba a desafiardirectamente al Dominio, a reclamar untrono que no me pertenecía. Yo estabatan seguro de ello como alguna vez lohabía estado de que nunca nadie me

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llamaría emperador, pero haciendo lasveces de jerarca murmuré para ella unabendición thetiana.

Unos minutos más tarde, SalderisOkhraya Polinskarn estaba muerta.Quizá fuese la más destacada de todoslos científicos habidos en Aquasilva,herética y heresiarca, oceanógrafa,ciudadana de Thetia. Mi profesoradurante los dos últimos años, y aunqueRavenna los consideraba una pérdida detiempo, yo no pensaba lo mismo.

―Mañana le daremos sepultura enel mar ―anunció el Preservador, que sinduda se preguntaba qué nos habría dichoantes de morir―. Atho y Raimunda,

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vosotros no habéis estado aquí. Si losinquisidores me interrogan, diré quemurió mientras dormía.

Instantes después, Ravenna y yoregresamos a mi habitación. A cada pasoque dábamos, sentía que despertábamosa los muertos, pero nadie pareciómolestarse.

―También ella nos traicionó―afirmó Ravenna tras cerrar la puerta.

Me senté, pensativo, en la cama.―Sin embargo, tenía razón...―¿Nunca puedes mantener tus

propias opiniones?No había perdido ni una pizca de

carácter y el cansancio sólo la volvía

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más irritable.―A veces también puedo escuchar

lo que me dicen otras personas.―Pero no siempre tienes que

creerlo. Ella pretendía que intentasestomar el trono, lo sabes. Es evidenteque, pretendiendo eso, pintaría lasdemás opciones de forma pocoatractiva. ―Ravenna me miró confuria―. Después de todo, ¿por quévinimos aquí?

―Ahora sabemos qué debemoshacer ―sugerí refregándome los ojospara mantenerme despierto unos minutosmás―. ¿Dónde más podríamos haberloaveriguado?

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―Lo sabes ―respondió Ravennacon amargura―. Deberíamos haberregresado al Aeón para aprender deforma práctica, observando los cambiosdel clima, en lugar de venir en pos de unmodelo teórico, que, de todos modos,nos veremos forzados a modificar.

―Pronto dirás que ni siquieradeberíamos habernos marchado delAeón.

―Es obvio que no podíamosquedarnos allí. Pero una vez que dimoscon un médico para Tekraea, tendríamosque haber regresado sin más.

Era una vieja discusión quehabíamos mantenido varias veces a lo

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largo de los últimos tres años cuandonadie nos escuchaba, y Ravenna aún nome había perdonado.

―Ya lo hemos hablado antes―afirmé con cansancio―. Admite porlo menos que necesitabas instruccióncientífica, incluso aceptando que nohaya sido conveniente permanecer aquítanto tiempo.

Pero Ravenna no estaba de humorpara admitir nada.

―Ése no fue el motivo por el que seprolongó nuestra estancia. Nosquedamos porque a ti te interesabaconvertirte en oceanógrafo, ocultarteaquí y rezar para que nadie te

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reconociese.―¿Y qué hubiese sucedido con el

Aeón?―Tarde o temprano nos hubiésemos

visto obligados a hacer algo. Pasadomañana zarparemos en la manta rumbo aKarn Madrasa y estaremos a bordo delAeón dentro de una semana. Espero quepara entonces seas capaz de tomar almenos una decisión.

―Podemos discutirlo cuandoamanezca ―sugerí, sabiendo queRavenna consideraría esa petición comola admisión de mi derrota. De cualquiermodo no me quedaban muchasposibilidades de ganar, no en aquel

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estado de sopor.―Bien ―aceptó ella y se echó a

dormir en el suelo en seguida que sopléla vela. Estaba demasiado abatido parasentir pesar por la muerte de la ancianay me dormí en el instante mismo deacostarme. Demasiado abatido inclusopara quitarme las sandalias. No teníaningún sentido levantarme paradesayunar.

De hecho, mi sueño era demasiadoprofundo incluso para oírlos llegar. Notocaron a la puerta: sencillamente laembistieron y entraron manteniendo enalto sus antorchas. No hubiese podidoafirmar si eran parte de un sueño o de

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una pesadilla, pero abrí los ojos derepente y distinguí una figura vestida conuna túnica negra y blanca de pie en elumbral. La secundaban otras dos figurasvestidas de rojo.

Me sentí presa del pánico, pero nome encontraba en condiciones deresistirme. Oshadu apenas nos dirigía lamirada y sonreía con frialdad mientraslos sacri ataban nuestras manos coneficacia y nos sacaban de la habitaciónen dirección al pasillo, donde nosesperaban algunos de sus compañeros.Mi sorpresa era demasiado grande parapermitirme tomar conciencia del caosque me rodeaba, de la presencia de los

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santos guerreros con sus rostros ocultoso de cualquier otra cosa. Lo único queno dejaba de percibir era la sonrisa desatisfacción en los labios de Oshadu.

Todas las ventanas del Refugio se

alumbraban a medida que los sacriinvadían habitación tras habitación.Cada tanto oía el sonido de la madera alquebrarse cuando derribaban una puertao algún estallido indeterminado seguidopor las secas órdenes de los oficiales.Los sacri trabajaban en un escalofriantesilencio, como si tras sus máscaras rojas

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sólo hubiese eficientes máquinas.De vez en cuando veíamos aparecer

un grupo de ellos a través de lasdestruidas puertas principales, cargandocon libros que arrojaban a un montón enel centro del patio. Un montón quecrecía de forma progresiva y cuyosignificado nadie podía ignorar.

Apenas media docena de sacrirodeaban el lugar, no para custodiar loslibros, sino para contener a los setenta ytantos eruditos o funcionarios delRefugio, que habían sido reunidos en elpatio tras ser capturados. Parecíandemasiado asustados y absortos paraintentar una huida. En su mayoría

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estaban a medio vestir y permanecíaninmóviles, como congelados, en el sitiodonde los habían dejado.

Podría sentir el corazón latiendo confuerza contra mi pecho mientrascontemplaba cómo saqueaban elRefugio. Estaba de rodillas sobre elsuelo de piedra del patio, rodeado deoceanógrafos. Los inquisidores no sehabían molestado en encerrar a ningunode los eruditos, pero estábamos todosatados.

Eché una mirada a mi derecha,donde estaban los encargados delastillero. Los habían traído desde allí yhabían obligado a arrodillarse frente al

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montón de libros como a todos losdemás. Parecían tan conmocionadoscomo el resto.

Ninguno había tenido oportunidad dereaccionar: los sacri se habíanabalanzado simultáneamente sobre lostres edificios principales del Refugio,rodeando a los que estaban dentro yconduciéndolos luego hasta aquí paraser retenidos bajo custodia. Sólo un parde serenos estaban despiertos en aquelmomento, pero no se hubiesen podidoresistir. Todo el Refugio estaba enmanos del Dominio.

Comprendimos demasiado tarde porqué Amonis había venido en el

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Obediencia, pero ni en mis peorespesadillas me hubiese podido imaginaruna cantidad de sacri tan inmensa. Loshabía a cientos, muchos más de los quehabía visto jamás en un único lugar.

Cerré los ojos, implorando de formainstintiva que se tratase de unapesadilla. Como de costumbre, mitáctica no dio ningún resultado.

Ya habían empezado a dolerme lasrodillas cuando Amonis se acercó ainspeccionar nuestra pila de libros, queahora nos llegaba a la altura de loshombros. Correspondencia, volúmenesimpresos, manuscritos, papiros, todo eraarrojado allí con despreocupación. Yo

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estaba demasiado lejos para conseguirleer algún título, así que no podíadeterminar si, cuando menos, se tratabade documentos heréticos.

Dos días más y nos habríamosmarchado de allí, pensé amargamente.Dos días, sólo eso había faltado: dosdías más en un total de dos años. Notenía importancia que conociesen o nonuestra verdadera identidad: volvíamosa ser prisioneros del Dominio.

Amonis cogió un libro del últimocargamento arrojado al montón y loabrió, alisando las páginas dobladas.

―¡Ah, la Historia secreta! ¿Cuál esésta?, ¿la decimoquinta edición?

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Desgarró el lomo del volumen yvolvió a arrojarlo a la pila. Acontinuación cogió otro.

―Arte di'ammoreze, de Florianus―espetó―. Este libro es un catálogo depecados, Preservador. ¿Qué hace en subiblioteca? ¿Y qué hay aquí? Cartas delestúpido emperador Tiberius almonstruo de su padre...

Los dos últimos volúmenes sufrieronel mismo destino que el primero,aunque, como las cartas carecían delomo, sencillamente las partió en dos yarrojó los trozos a la futura hoguera.

Se paseó delante de nosotros,observando sucesivamente a cada grupo

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de sus prisioneros.―¡Este sitio es una abominación! Es

un caldo de cultivo del mal y vosotroshabéis permitido su continuidad. Peoraún, habéis cooperado en suconservación. ¡Ya me gustaría escuchara algunos de vosotros negando conocerla existencia de estos libros! ¡Pero nome dijisteis nada!

Se produjo un aterrador silencio,sólo interrumpido por una estruendosacascada: una estantería entera de libroshabía sido arrojada al suelo en algunade las plantas superiores.

―Hasta el último de vosotros esculpable a los ojos de Ranthas. Habéis

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cometido un pecado mortal y, al permitirque estos libros siguiesen existiendo,habéis expuesto a una nueva generacióna sufrir sus perfidias. Ya es bastantegrave caer en las garras del mal, peromucho peor es conducir a otros por esesendero.

Fijé la mirada en el suelo mientrasAmonis nos observaba, intentando evitarllamar su atención.

―Hemos venido para purgar esteantro de herejías, para purificarlo conlas llamas sagradas de Ranthas. Cuandose haya realizado la limpieza,concentraremos nuestro esfuerzo en losque han extendido el pecado.

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No dijo nada más, pero permanecióinmóvil contemplando cómo crecía lapila de libros. Parecía que no se iba aacabar nunca, y no me atreví a levantarla vista ante el peligro de que meseparase del resto por un motivo u otro.Aún no se había presentado Oshadu, quedebía de estar dentro de los edificiossupervisando el caos.

Me sentía fatigado y me dolían losbrazos y las piernas. Además, el tiempoya no me parecía tan cálido como antes.El frío de las piedras me atravesaba lasrodillas, y las manos se me empezaban aentumecer.

Nos dejaron allí durante horas, hasta

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que la conmoción cesó dentro de losedificios y un gran montón de librosyacía en medio del patio, rodeado de unamplio espacio vacío. ¿Cuántosvolúmenes habría allí?, ¿dos mil?,¿cinco mil? No podían ser ni de lejostodos los que contenía el Refugio.

Oshadu cogió una antorcha de manosde uno de los sacri que nos custodiaban,mientras los demás se congregaban juntoa los portales y en las ventanas.

―Contempladnos con gracia, señordel Fuego, mientras entregamos estosescritos del mal a tus llamaspurificadoras. Que por intermedio de lahoguera nuestro mundo sea purgado de

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su herejía. Bendice esta pira y bríndaletu ayuda para que consuma por completotodo lo que hay allí escrito, de modo quesea borrado para siempre de estemundo. En tu nombre, Ranthas, señor delúnico Elemento verdadero, y en nombrede tu gente en Aquasilva.

Tras pronunciar esas palabras,Amonis dio un paso atrás. EntoncesOshadu alzó su antorcha y la arrojó almontón, gesto que fue imitado por losotros tres inquisidores. Vi al que teníamás cercano llegar y permanecer en susitio durante un instante, antes deque lasllamas inundaran las páginas abiertas deun libro que yacía con el lomo hacia

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arriba y comenzaran a expandirse de unvolumen al siguiente.

El fuego tardó sólo unos pocosminutos en invadir el montón completo,devorándolo todo indiscriminadamente.El llanto desconsolado de uno de loseruditos fue interrumpido por el golpede uno de los sacri.

Entonces cayeron más libros,llovidos de las plantas superiores, desdedonde los sacri los arrojaban, de uno enuno o en montones, para alimentar lahoguera. El oceanógrafo que estaba a miderecha desvió la mirada, pero sólologró que un sacrus lo cogiese del pelo yencarase su rostro a las llamas para que

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no dejase de ver el desoladorespectáculo.

¿Cuántos ejemplares de todos losque estaban destruyendo eranirrecuperables? ¿Cuántos libros eranúnicos, las últimas copias de trabajosperseguidos por el Dominio?

¿Habrían encontrado las anotacionesque yo había realizado dos años atrás?,¿mi copia de Fantasmas del paraíso?En realidad, me hubiera convenidodejarlos donde pudiesen sersencillamente cogidos y quemados, y nodescubiertos separadamente. ¿Por quéhacían todo eso? Deseaba levantarme ydesafiarlos a viva voz, sepultar mi

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frustración y mi impotencia en untorrente de magia. Pero no logré hacernada, pues (y eso era lo peor) contabancon un mago de la mente.

Lo había visto mientras nosobligaban a bajar la escalera: una figurabarbada vestida de negro, con unmartillo en un costado, brindandoinstrucciones a un par de monaguillos.Hubiese podido anular cualquier intentomío con un simple pensamiento y a míno me habría quedado otro remedio querendirme.

Varias horas después, Amonisvolvió a dirigirse a nosotros; su siluetase recortaba contra las altas llamas de

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los libros ardiendo.―Pronto vuestros conocimientos se

habrán esfumado y este lugar recobrarásu pureza. Este territorio ya no pertenecea vuestro patético clan, sino que se haconvertido en una fortaleza del poder deRanthas. Según el edicto de su gracia elexarca de Thetia y el emperador enpersona, ahora pasa a estar bajo nuestrajurisdicción, igual que todos los que lohabitan.

Su voz sonó con el tono de quienpronuncia un veredicto, algo que a partirde entonces los inquisidores teníanderecho a hacer en Thetia, como en losterritorios del Dominio.

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―Sois culpables de herejía porproteger y albergar el mal en este lugar―prosiguió―. De cualquier modo,expiaréis vuestros pecados comopenitentes ante los representantes deRanthas en Aquasilva. Así compensaréisel daño que habéis causado aquí y en losterritorios del Archipiélago y, merced avuestros esfuerzos, volverán a serespacios de santidad y piedad.

Suspiré interiormente con alivio,agradecido por las pequeñascompasiones. No pensaban enviarnos aSelerian Alastre. Cuando nos sacaron dela plaza en dirección a las celdassubterráneas del Refugio, acometí,

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agotado, el esfuerzo de desatar lasmanos de Ravenna y luego tuve queesperar a que ella liberase las míasantes de quedarme dormido.

A la mañana siguiente nos

encontramos con un Refugiocompletamente diferente. Una inmensabandera anaranjada flameaba dondeantes había estado el emblema negro ydorado del clan Polinskarn. El fuegoseguía ardiendo en el patio,periódicamente alimentado con másmontones de libros. Como nos habíamos

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temido la noche anterior, tenían laintención de quemar toda la biblioteca.

Por lo que pude ver, habíancomenzado a alimentar la hogueratambién con las estanterías y demásequipamientos. Distinguí consumiéndosesin remedio adornos de madera, prendasde vestir e incluso los enormes retratos.

Había también máquinasdemoledoras en acción dentro de lasantecámaras, echando abajo hasta elúltimo distintivo de los Polinskarn yhaciendo añicos las cortinas deterciopelo negro. Cuando llegamos alsalón observé cuanto me rodeaba conmuchísima tristeza, recordando cómo

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había sido la misma noche anterior.Todos los cuadros habían sido quitadosy la sala estaba desnuda con excepciónde las mesas y una gran bandera con elsímbolo de la llama del Dominiocolgando detrás de lo que antes habíasido la tarima.

Uno de los sacri nos ordenó demalos modos que nos arrodillásemos y,privado de sueño como estaba, vi laestancia poblada de imágenes de otrostiempos.

Visualicé el salón de mi padre enLepidor el día que había sido capturadopor el Dominio, cuando una primada mehabía condenado a morir en la hoguera.

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Era un ambiente tan asombrosamentesimilar que casi podía ver las siluetasfantasmales de todos los que habíanestado allí: la primada sentada en eltrono de mi padre y, a su lado, a quienpoco antes yo había considerado miamigo, un tanethano con barba, lordBarca, perturbado por las primerasseñales de concienciación, y elalmirante Sagantha Karao, que habíallegado a ser el último virreyindependiente del Archipiélago.

Mis pensamientos pasaron del salónal templo de Ilthys, con la escenadominada por una bandera similar(también inquisidores, aunque sin

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primados). Ésos habían sido tiemposmucho más felices y deseé contar otravez con Ithien Eirillia para queirrumpiese en el salón y nos liberase atodos en nombre de la Asamblea. Perotambién Ithien había desaparecido.

¿Dónde estaba Amonis? ¿A quéestaba esperando?

Intenté concentrarme en el presente,pero todo lo que me vino a la mentefueron los camarotes imperiales en elbuque insignia de mi hermano y el hechode estar allí de rodillas mientras élsellaba su nueva alianza con el Dominio.

Y entonces sonaron pasos que veníande algún lugar cercano, otra escena

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sobre la sala de recepción, vaga einsustancial como si la viese a través deun velo: treinta años atrás en el palacioen Vararu, el día en que el abuelo deRavenna había expulsado al Dominiodesencadenando la Cruzada.

Sólo la voz de Amonis consiguiódevolverme al presente cuando aparecióen la tarima junto a Oshadu y otroinquisidor. Dos monaguillos se habíanacomodado en unas sillas a un lado ysostenían utensilios de escritura.

―Estamos efectuando una auditoríade los activos del Refugio ―señaló eltercer inquisidor dando un paso adelantemientras los otros dos observaban con

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atención desde la distancia―.Informaréis al monaguillo Haferus devuestros nombres y antiguas lealtadesdentro del clan.

«Nos tratan como a animales», pensémientras cada uno de nosotros decía sunombre. Registro de los activos delRefugio Polinskarn: cuarenta y cuatrotortugas marinas, noventa chivos, docebotes de pesca, once oceanógrafos.Veinte mil volúmenes dignos de serconvertidos en cenizas.

―Esta isla se encuentra ahora sujetaal gobierno de la ley religiosa ―dijoAmonis mientras el tercer inquisidorregresaba para unirse a sus

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compañeros―. Al no haber notificadola presencia de tantos textos heréticos,sois culpables de herejía en tercergrado.

Los otros dos murmuraron suasentimiento, que era todo cuanto seprecisaba: tres inquisidores constituíanun tribunal con el poder de dictarcualquier sentencia permitida por elcódigo del Dominio.

―Vuestra pena será la que heespecificado. Serviréis al Dominiocomo penitentes de acuerdo con lo quenosotros creamos conveniente. Antes,sin embargo, quisiera saber si alguno devosotros está al tanto de que la

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oceanógrafa Dione Ferainos Polinskarnfalleció la noche anterior.

Hice cuanto pude por parecersorprendido y rogué que creyeran que miconmoción era auténtica.

―Sabíamos que estaba enferma,dómine, pero... ―intervino Iulio, perofue interrumpido.

―No es algo que os concierna. Sólodeseo verificar lo que se me ha dicho.Se sospecha que era una hereje, pero notuvimos oportunidad de interrogarla.

Oshadu fijó sus ojos en mí y sentícomo si me clavasen agujas en el pecho.

―Es preciso que recojamosmayores evidencias relacionadas con

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eso. Todo lo que se refiera a sutestamento debe ser analizado. Porahora, trabajaréis según se os indique enel Refugio. Traeremos más penitentesantes de que comencemos con losgrandes proyectos.

Parecía a punto de ordenar que nosretirásemos cuando se abrió la puertajunto a la tarima y entró el mago mental.

Apenas me había hecho una ligeraimagen de él la noche anterior, pero a laluz del día parecía mucho másamenazador y contuve un temblor.¿Acaso los dos años allí me habíanvuelto tan timorato que me sobresaltabanlas sombras?

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Volví a mirarlo y concluí que no eraasí. A primera vista su aspecto era el deun thetiano, pero había algo en la formade su rostro que no me permitíaafirmarlo con certeza. Y aquella barba(tupida y puntiaguda, no larga y rizadacomo las llevaban los haletitas y lostanethanos) no era en absoluto thetiana.

―Illuminatio ―pronunció Amoniscon una sutil inclinación de la cabeza.

El mago era su superior, aunque nopor mucho. Illuminatio debía de ser sutítulo, aunque nunca lo había oído.

―Hay algo que es nuestraobligación debatir. ¿Has acabado conéstos?

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Sus ojos nos recorrieron de arribaabajo; eran tan oscuros que parecíancasi negros desde donde estábamos. Sedetuvieron en mí y luego en Ravenna.Entonces miró al inquisidor, ordenandoque nos retirásemos. Hablaba con unacento que nunca había oído.

―Ponlos a trabajar, decurión ―lepidió Amonis al sacrus que noscustodiaba―. Tratad a las mujeres delmismo modo que a los hombres. Sonsólo thetianos.

Para mi sorpresa, el mago mental noreaccionó ante esa frase, pero no tuveoportunidad de ver nada más pues nosobligaron a salir de allí. El decurión nos

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dejó en el patio, quizá a la espera de queapareciese su superior.

Ravenna me cogió de una manga. Mevolví hacia ella y noté en su rostro unatensa mirada.

―Cathan, en caso de que nosseparen, sé precavido con el magomental.

―¿Por qué? ―le pregunté, pues eraevidente que lo haría. ¿Por qué estabatan preocupada?

―Porque es de Tehama ―fue todolo que pudo decirme.

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Segunda Parte

EL RECUERDO DEL AGUA

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CAPITULO IV

Un año después

Las nubes grises anunciaban unatormenta inminente. El cielo, que apenasunos minutos antes había sido todo azul,ahora mostraba nubarrones en más de lamitad de su superficie y, dentro de poco,también el sol desaparecería. El airecálido y húmedo que las nubes traíanhabía vuelto nuestro trabajo cada vezmás incómodo.

Se suponía que Tehama, y no todoQalathar, era la isla de las Nubes, pero

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esos grandes nubarrones lo desmentían.Alcé la vista hacia el oeste y observécómo las nubes se formaban rodeando lamancha púrpura que recorría elhorizonte enmarcado por las montañasde Tehama. La Tehama de Ravenna,donde habíamos estado varios mesesatrás; no, en realidad ya hacía más de unaño que la había ayudado a huir paraunirse al mago mental de Tehama, queella había decidido considerar un amigo.Al menos allí Ravenna podría estar asalvo del Dominio, lo que yo leenvidiaba desesperadamente.

―Nos tendrán trabajando hasta elúltimo minuto ―dijo Vespasia con

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amargura―. Vamos tan retrasados conesto que empiezan a desesperar.

Intenté contradecirla pero sólollegué a toser.

―Ni lo intentes ―dijo ella―.¿Puedes decirme por lo menos si hehecho esto bien?

Éramos parte del equipo encargadode nivelar la trinchera hasta darle suforma final y estábamos a unos cuatrometros del frente de la obras. Aunqueera una tarea lenta y frustrante, nodejaba de ser mejor que estar en losequipos de excavación o en los decarga. Al menos yo tenía la ventaja deser agrimensor, de modo que no debía

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encargarme del trabajo manual, pero lascondiciones eran terribles. Además, elproyecto no parecía tener sentido, dadoque la tormenta pronto convertiría eseterreno en un lago.

Levanté la mirada un par de vecesmientras medía la trinchera y, en cadaocasión, el cielo estaba más tapado.

Sólo cuando comenzaron a caer lasprimeras gotas de lluvia y el rugido delviento empezó a ahogar el sonido de lospicos y palas, los supervisoresordenaron que nos detuviésemos. Cogímis herramientas, las coloqué en unabolsa y me abalancé sobre la escalerillamás cercana; no nos permitirían dejarlas

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en las trincheras durante la tormenta,pues podrían quedar sepultadas.

Ya había diez u once personasalrededor de la base de la escalera ytuve que esperar unos minutos hasta queme tocó el turno para subir y salir deallí.

Las montañas desaparecieron tras unmanto de lluvia. A lo lejos oí un trueno.

―Yo llevaré tu bolsa deherramientas ―dijo Vespasiaemergiendo de la trinchera detrás de mí.Me negué pero ella me la quitó de lamano y comenzó a correr hacia elcampamento. Los supervisores se habíanmarchado tan pronto como dieron la

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orden de interrumpir el trabajo y paraentonces debían de estar ya dentro de latienda de campaña que compartíamoscon otras cuatro personas.

En realidad, llamarla «tienda»resultaba excesivo: apenas consistía enuna serie de grandes trozos de tela vieja,estirados por encima de los tres murosde un edificio en ruinas al abrigo delviento. Ni siquiera tenía la alturasuficiente para que yo estuviese de pie.

Ya estaban allí dos compañeroscuando yo llegué y me desplomé contrael muro posterior. El resto no estaríamuy lejos. Vespasia había clavado susespadas en una esquina y sacó de su

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escondite nuestra calabaza con lareserva de agua.

―Bebe un trago ―me ordenóella―. No discutas. La necesitas.

Los demás asintieron y yo cogí lacalabaza para beber un poco. El aguacálida y viscosa que había en su interiorera como néctar para mi reseca garganta.

Cuando le pasé la calabaza,Vespasia colocó nuestra improvisadacantimplora contra la entrada de latienda. Pese a que estábamos situados encontra del viento, era de esperar quecayese dentro un poco de lluvia.

Entonces ya no hubo nada más quehacer, con excepción de recostarse en la

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penumbra y esperar a que los nubarronessaturaran la isla de Qalathar, inundandolos bosques de cedros que nos rodeabany el bosque surcado por nubes de lastierras altas. Nuestras próximas horas detrabajo se multiplicaban al sumar elesfuerzo de sacar el agua. Además, elestanque formado en la trinchera estaríalleno de insectos y de espantosassanguijuelas.

―A los supervisores no les gustaráesto ―sentenció Vespasia―. Una nuevademora y un par de días para drenartoda el agua.

―He oído que en unos dos díasvendrá a visitarnos un superior ―dijo

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un hombre llamado Pahinu.Era un sujeto bastante taciturno e

introvertido, pero que siempre seenteraba de todo. Solía tener razón conmucha mayor frecuencia que los rumoresque corrían, y pensamos que quizá fueraun delator al que se le había prometidoreducir el tiempo de trabajo a cambio detener informados a los supervisores.Con todo, lo tolerábamos porque, comonosotros, había sido oceanógrafo.

―Alguien de Tandaris desea saberpor qué motivo la obra va tan lenta aquí,de manera que protestará ante lossupervisores y ellos a su vez se quejaránante nosotros ―sostuvo Vespasia―.

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¡Serán condenados!Incluso después de un año, no había

conseguido contener su lengua, que lehabía merecido muchos más golpes queal resto de nosotros.

―¿Has averiguado algo más? ―lepreguntó a Pahinu.

―Otros dos hombres han sidoatacados y destrozados por animalesanoche ―contó Pahinu con un rastro detemor en el rostro―. Deben de estarescondidos en algún lugar de las ruinas.Sabrá el cielo por qué han venido aquí,ya que no hay animales salvajes envarios kilómetros a la redonda.

―Se están volviendo cada vez más

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audaces.―Sí ―asintió Vespasia―. Y los

supervisores están demasiado asustadospara salir a cazarlos desde aquella vezen que uno de los guardias se fue depaseo y nunca regresó. Los comedoresde hombres tienen todas las de ganar.

―Quizá por eso viene un superior.―Ya tenía la garganta lo suficientementehúmeda para hablar―. Sabéis cuánto lesapasiona la caza a algunos sacerdotes, ydudo que hayan tenido oportunidad depracticarla en una ciudad abandonada.

―A mí me sorprende. Por otraparle, no es ningún secreto que existenmás ruinas no sólo aquí sino en toda

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Equatoria.También eso era verdad. Recordé

entonces el miserable viaje que me trajohasta aquí realizado un año atrás,cuando desembarcamos junto a lasruinas de Poseidonis, una ciudad muchomás grande que Ulkhalinan. Era laprimera vez que veía la famosaPoseidonis, aunque contemplar tantaruina no me produjo otra cosa quetristeza.

―O quizá estén trayendo a susmonaguillos para mostrarles qué aspectotiene la miseria ―dijo otro e imitó lavoz de un sacerdote―: Discípulo, deseoque nos envíes todavía más penitentes.

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―Supongo que tienen suficientes entodos los sitios ―sostuvo Vespasia―.Hoy escuché la conversación de unosguardias. Al parecer también susraciones se han reducido porque la flotapesquera se ha visto muy perjudicada.¿Qué esperaban si han arrestado a todoslos oceanógrafos y a la mitad de lospescadores, y han enviado en su lugar aconvictos sin preparación?

Nos miramos con incomodidad. Si lacrisis era tan grave como parecía y laobra no avanzaba, los primeros endesaparecer seríamos los esclavos (openitentes, según le gustaba llamarnos alDominio) que trabajábamos en él. Nos

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convertiríamos en bocas inútiles quealimentar.

―No pueden, todavía no ―afirmóVespasia haciéndose eco de mispensamientos―. Sí, esto está tardandodemasiado, pero si funciona tendráncomida para mucho tiempo.

¿Sería así? Al parecer habíantranscurrido tres años desde que seinició la construcción de una red decanales en el interior para bajar aguadesde los bosques hasta la llanura,haciendo más sencillas lascomunicaciones.

Según había dicho Sarhaddon, algúndía todo aquello sería una zona de

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fértiles tierras cultivables irrigadas poragua proveniente de cientos de pequeñosarroyos de las colinas. Qalathar podríaconvertirse al fin en un lugar útil yproductivo... pero eso sería en un futuromuy lejano y ya se había perdido un añomás.

Ése era el motivo por el que casi unmillar de disidentes tethianos y delArchipiélago habían sido forzados acavar en este inmenso canal, encauzandolas aguas del río Unul y del lagocontiguo hacia los lugares donderesultase más práctico. Se requería, porlo tanto, excavar el suelo pedregoso delbosque de cedros y los depósitos

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dejados por las tormentas, como aquelen el que trabajábamos, cuya aguaprovenía en realidad más de la lluviaque de las montañas.

El aire dentro de la tienda cerrada sevolvía cada vez más enrarecido. Pero nopodíamos hacer nada al respecto porquefuera no dejaba de llover. La tela quehacía las veces de techo empezó ahundirse levemente a causa del aguaretenida allí. Recé por que hubiéramoscolocado suficientes ladrillos en suscontornos como para mantenerla en susitio.

Tras una o dos horas, el rugido delviento se volvió más suave y al

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momento oímos una campanaconvocando a todos para retomar eltrabajo. Nos esperaban varias horas másde ingrata labor: rehacer todo lo quehabíamos logrado durante la mañanaantes de que la lluvia le pusiese fin.

Cuando al fin se puso el sol y nosencaminamos hacia el campamento paratomar una magra comida, el aguainundaba todavía las trincheras a laaltura de la cintura. Yo tenía un cardenalen un brazo, producto de un latigazolanzado indiscriminadamente por unsupervisor malhumorado. En ocasionesera difícil determinar quién era másinfeliz en aquella situación, si los

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esclavos o los supervisores sacerdotalesque, en lugar de predicar la guerra santa,tenían asignada la ingrata y difícilmisión de controlarnos.

La cena consistía en unainconsistente sopa y un poco de panduro, servidos más o menos enproporción al tamaño de cada esclavo(un inusual acto de lógica de parte delos responsables, aunque no podía decirsi resultaba buena idea). Comimos ennuestra tienda, acompañándonos connuestra ración de agua de la tarde. En elexterior, los últimos vestigios del ocasotropical desaparecían del cielo y nosdormimos cubiertos de gruesas aunque

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roídas mantas. Por fortuna, pese a laausencia de árboles en la zona querodeaba las excavaciones, en Qalatharnunca hacía demasiado frío. Sinembargo, no teníamos más ropa que lastúnicas con las que trabajábamos y nosgustaba contar con una fuentesuplementaria de calor.

Un aterrador sonido no muy lejano,un grito abruptamente interrumpido yluego el rugido de lo que era, sinninguna duda, un tigre me despertaron enmedio de la noche. Oí a los guardiasmaldiciendo y las pisadas precipitadasde varios de ellos buscándolo, peroentonces el sonido se apagó y volví a

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dormirme. Tendría que sufrir lasconsecuencias a la mañana siguiente sino descansaba lo suficiente.

Nunca supe el nombre del sujetodesaparecido la noche anterior, lo queno me resultó en absoluto extraño ya queen el campamento éramos más dequinientas personas y un centenar deguardias. El Dominio intentabamantenernos con vida para terminar laobra, pero el calor, el cansancio y lasfieras se cobraban un continuo peaje.Desde que empezamos a trabajar yahabían muerto al menos sesentapersonas, veinte en los dos últimosmeses.

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Fue aquel día cuando, hacia la horade la pausa para almorzar, llegó elsuperior mencionado por Pahinu.Estábamos sentados en la tienda listospara comer, asegurándonos de que nadierobase las pocas posesiones quehabíamos conseguido atesorar, cuandooímos un grito en lengua haletitaproveniente de la torre de observaciónlevantada en el más elevado de losderruidos muros.

―Quizá haya avistado a uno de loscondenados tigres ―comentóVespasia―. Si fuera tras él todo elcuerpo de guardia, seguro que la bestiadevoraría hasta al último de ellos.

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―Ojalá los soldados fuesen enrealidad tan incompetentes ―añadí.

Las muchas mujeres que habíapodían agradecer que estuviésemoscustodiados por soldados de Ranthas,sacri de rango inferior obligados a losmismos votos de pobreza y castidad quelos demás.

―Creo que cien guardias incapacesde enfrentar a un único grupo de tigressarnosos resultan, de hecho, bastanteincompetentes.

―Los tigres ya no están sarnosos,por lo menos no después de los platosque disfrutan últimamente ―sostuvoalguien más, pero nadie estaba con

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ánimos para el humor negro.Oímos un grito de respuesta de más

abajo y luego una fugaz conversación envoz alta. Momentos después comenzó asonar la campana y le siguieron gritos delos supervisores urgiéndonos a volver altrabajo.

―Alguien viene de visita ―dijoVespasia engullendo lo que quedaba desu comida―. Apuraos, aquí tenéis elagua, acabadla.

Para cuando llegaron losdignatarios, fueran quienes fueran,nosotros ya estábamos otra veztrabajando en medio de un calorinsoportable. Nos otorgaron el justo e

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inevitable descanso de dos horasdurante el momento más sofocante deldía, lo mínimo que podían hacer si nopretendían perder más trabajadores.Corría el rumor de que no podíanpermitirse traer más esclavos aquí.También es posible que no deseasenmalgastar más guardias, algo difícil deevitar si llegaban nuevos trabajadores.O quizá (y ésta era la peor opción de lastres), los demás esclavos habían sidoasesinados para ahorrar comida. Ésa erauna posibilidad que no me atrevía aimaginar.

Mientras marcaba la línea recta quedebían seguir los trabajadores oí ruedas

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de carros y cascos de caballos; sólounos pocos, a juzgar por el sonido.Midian, el exarca haletita, se habíarodeado de compatriotas que insistían enconducir sus carros hacia Qalathar sinimportar el terrible estado del terreno.Los sacerdotes estaban exentos del votode pobreza, pero no de protestar por lafalta de un hipódromo en Tandaris.

A medida que los carros hacían unalto, oí frases entrecortadas en lenguahaletita e intenté sin éxito deducir quéestaban diciendo. Yo sabía un poco dehaletita, lo suficiente para traducir lasórdenes, pero en ningún caso lonecesario para comprender una

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conversación. Si no me equivocaba,alguien no estaba feliz. Me pareció queera el sacerdote a cargo del campo, unhaletita parecido a muchos de sushombres.

Tras unos instantes volvió a oírse elsonido de las ruedas, ahora a un ritmomás tranquilo (estarían llevando loscaballos a beber a algún manantial delas ruinas).

Pero no tuvimos tiempo de oír nadamás, pues un supervisor se acercóchapoteando en el barro que cubría elcentro de la trinchera. Era un qalatharireconvertido en fanático religioso parasobrevivir, que por lo general se

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comportaba como un sujeto bestial depésimo carácter, pero que ahora era laviva imagen de la sobriedad y lacompetencia y mantenía la disciplinaentre nosotros con una mirada de halcón.Sólo vestía una túnica con falda acuadros, pero no por eso yo envidiaba alos soldados que nos observaban desdearriba metidos en sus armaduras amedida.

Cruzando la trinchera a intervalosregulares se habían construido puentesde madera que permitían el paso y, loque quizá fuese más importante, lespermitían a los supervisores pararse ymirar desde allí. Fue en el puente más

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cercano a nosotros donde se detuvo elgrupo de dignatarios unos minutos mástarde. Me aseguré de no mirar haciaellos, pues había grandes posibilidadesde que alguno me conociese.

Mientras me movía siguiendo lalínea recta de la trinchera, hundiendovaras en el terreno para marcar elcontorno de la zona más profunda, oíque en el puente se alzaban las vocesdiscutiendo. Definitivamente, uno de losque reñían era el comandante del campo,pero al menos uno de sus oponentes nosonaba como un haletita. Su voz poseíauna inflexión singular que yo conocíamuy bien: el acento de un aristócrata

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thetiano que ha aprendido la lenguacortés del Archipiélago que se empleabacuarenta años atrás, con todos sus girosy expresiones diferentes.

Pero ¿qué hacía allí un thetiano?Estos eran aliados del Dominio, pero,por el poder de Ranthas, ¿qué motivotendría ningún thetiano para visitar lostrabajos de irrigación? El emperadorhabía determinado que el interior deQalathar pertenecía en exclusiva alDominio. ¿Por qué tendrían entonces elemperador o su virrey deseos deinterferir?

El comandante pareció irritarse cadavez más, pero el tono del thetiano nunca

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se levantó. Oí las palabras «penitentes»y «equipos de reserva» pero no pudedescifrar riada más.

No hasta que la discusión concluyó eirrumpió otra voz que me eradefinitivamente familiar y hablaba lalengua del Archipiélago.

―Se necesitan cincuenta penitentesque tengan experiencia trabajando bajoel agua ―solicitó―. Hay un trabajourgente para hacer en una de lasrepresas del oeste. No es más peligrosoque lo que estáis haciendo ahora, peroes bajo el agua y os permitirá librarosde esto durante un par de meses.

Vespasia y yo intercambiamos

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miradas. Nunca os ofrezcáisvoluntarios de nada.

Se produjo un silencio. No podíanhaber muchos allí capacitados pararealizar lo que se pedía. Todos losthetianos y habitantes del Archipiélagoposeían la habilidad de respirar bajo elagua. Eso requería haber sidoaclimatado durante la infancia, algo quesólo los thetianos consideraban esencial.Pero la experiencia trabajando bajo elagua era algo muy diferente. Marineros,albañiles, constructores de navíos,buzos de coral, oceanógrafos... No habíamuchas otras profesiones que brindasensemejante experiencia, y yo dudaba de si

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las tres primeras estarían representadasentre la gente allí congregada: eranactividades demasiado valiosas paradesperdiciarlas en un sitio como aquél.

―Sí, sé lo que estáis pensando―volvió a oírse la voz―. Que ningunode los que se ofrezcan voluntariosvolverá a ser visto jamás. A decirverdad, el proyecto resulta más urgentede lo habitual. Si la represa falla, puedogarantizaros que permaneceréis aquídurante los próximos cinco años.

Otro hombre interrumpió al haletitay, tras un breve intervalo, añadió:

―De modo que los que esténcapacitados para trabajar bajo el agua

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podréis culparos a vosotros mismos sieso sucede, y todos los demás sabránquiénes han sido los responsables.

¿Podíamos creerle? Clavé la miradaen la masa de sucios y embarradosesclavos de la trinchera, los muros detierra extendiéndose durante varioskilómetros a nuestras espaldas y la pocoamable perspectiva del trabajo queteníamos por delante. Como Vespasia,que era mitad del Archipiélago perohabía sido educada en Thetia, yo podíarespirar con igual facilidad en el airecomo en el agua.

―Cathan ―me susurró ella con tonoserio de advertencia―, nunca les creas.

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―¿Por qué otro motivo buscaríangente que respire bajo el agua?

―¿Para encontrar el tesoro dealguna barcaza hundida en lo másprofundo del mar Interior?, ¿parainfiltrarnos en algún escondite secretoherético? Dudo que haya un motivoulterior como matar a todos los querespiren bajo el agua, pero incluso siestuviesen diciendo la verdad... ¿Quévendría después? Hay extensiones deagua en las que nadie en su sano juiciose aventuraría a nadar.

―Vespasia, escucha lo que tú mismaestás diciendo ―objeté―. Sí, quizáestén mintiendo, pero ¿acaso eso sería

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peor que lo que nos sucede aquí?¿tenemos alguna garantía de que no seproducirá otra crisis en el momentopreciso en que acabemos este canal oincluso de que él diga la verdad y larepresa nos condene a permanecer aquí?

―Tú sólo quieres volver un poco alagua ―me dijo ella con expresiónresignada―. Estoy de acuerdo contigoen eso y, al menos, sea donde sea quenos lleven, será algo nuevo por untiempo.

No mencioné que el hombre que noshabía convocado conocía mi cara, y quesi estaba aquí no cabía duda de quehabía cambiado de lado desde nuestro

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último encuentro. Nos volvimos hacia elpuente.

―Nosotros podemos hacer trabajossubmarinos ―gritó Vespasia.

Con lentitud, vimos cómo otroscuatro o cinco hombres y mujereslevantaban las manos. Uno de ellos,cosa bastante desconcertante, IúePahinu.

―Entonces escalad la trinchera―ordenó el segundo thetiano―. Traedvuestras herramientas. Vosotros también,supervisores ―añadió señalándonos aVespasia y a mí.

Abandonar el canal por largo tiempo(o al menos eso era lo que yo esperaba)

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no me dio alegría; sólo un ligeromalestar en el estómago mientras mepreguntaba si no acababa de cometer ungrave error.

Al llegar arriba de la trinchera miréa mi alrededor y descubrí un grupo decarros detenidos al abrigo de las ruinasy unos veinte esclavos junto a undestacamento que los custodiaba. Lamayoría de esos soldados eran haletitas,excepto dos, y pestañeé varias vecespara convencerme de que no estabaviendo visiones. Supongo que podríahaberme anticipado a su presencia, pueshabía allí también emisarios thetianos,pero distinguir a los guardias imperiales

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thetianos con festones en sus cascos sintener a su lado almirantes o ministrosera algo inesperado, por no decir más.

El grupo de visitantes salió delpuente y se nos acercó, permitiéndomeobservarlos por primera vez. Conocíaya al comandante y a sus asistentes, perocon ellos había dos imponentessacerdotes haletitas con magníficasbarbas relucientes. Ambos pertenecían ala nobleza, lo que resultaba evidenteincluso sin que hubiera sirvientesinclinándose a sus pies.

Los últimos dos hombres eran sinduda thetianos y parecían menosincómodos que los haletitas, aunque se

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encontraban bastante tierra adentro.Como Qalathar, Thetia era un territoriohúmedo que en general carecía deciudades o poblados alejados de lacosta. Los dos haletitas parecíannotablemente a disgusto, pero no sentíapor ellos ninguna compasión.

―Muchas gracias ―dijo el hombreque había reconocido mientras nosexaminaba de forma superficial. Era laprimera vez que alguien, exceptuando aalgún esclavo compañero de desgracias,me daba las gracias por algo en casicuatro años―. Tenemos dos temas másde los que encargarnos, así que subid alos carros. No intentéis escapar; sabéis

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que no tiene sentido.Nos dio la espalda y comenzó a

alejarse en dirección a un puente máslejano. Entre tanto, los soldados nosllevaron junto a los otros esclavos. Losque custodiaban a los prisioneros noeran servidores eventuales de segundogrado pertenecientes al ejército local,sino guardias de élite, con armaduras yarmas de bastante mejor calidad. Losdos thetianos se mantenían aparte,haciendo evidente su incomodidad, pesea que sus armaduras a medida eranmucho más ligeras que las de loshaletitas.

Los esclavos reunidos allí dieron

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señales de notar nuestra presencia perono dijeron nada. Al menos en ese lugarestábamos a la sombra y disfruté deestar unos instantes a resguardo del sol.Si en realidad nos dirigíamos hacia lastierras altas, el clima sería mucho másfrío y, con algo de suerte, más húmedo.A pesar de la exuberancia de losbosques de cedros, donde estábamosllovía muy poco y el suelo era seco ypolvoriento. Aborrecía además sentirmesucio, y el polvo parecía metersesiempre en los rincones más recónditos.

Nuestro descanso a la sombra fuefugaz y no pasó mucho tiempo hasta quellegaron los dignatarios, que ahora

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lideraban un nuevo grupo integrado porcuatro esclavos (según mis cálculos yaéramos treinta). Los conductores de loscarros cogieron a los caballos quereposaban en las ruinas y volvieron aatarlos a los vehículos. No es que yofuese muy bueno juzgando caballos, perome parecieron animales robustos, casitodos pertenecientes a la raza común decrin parda. El carro más adornadoestaba tirado por cuatro corcelesblancos y deduje que serían los de losoficiales haletitas. No parecía quenuestra comitiva fuese particularmenteimportante.

―Tres de vosotros en cada carro.

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¡Ahora! ―gritó el segundo thetianotransmitiendo la orden de los superioreshaletitas.

«¡Qué manera más torpe deproceder!», pensé mientras nos dividíany aseguraban los lazos de nuestrasmuñecas amarrándolos al carro. Perootro de los esclavos me aclaró que no lohacían para prevenir que escapásemos,sino para que no saliera por los airesalguien poco habituado a los saltos delos carros.

―Son carros de infantería ―dijoVespasia mientras un soldado haletita sesubía a uno y cogía las riendas―.Algunos soldados los conducen durante

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las batallas y los abandonan tras elprimer ataque. Es una táctica muy eficaz.

Eran los carros más grandes quehubiese visto jamás. Me hundí haciaatrás cuando comenzamos a movernos,pero logré mantener el equilibrio cuandolos corceles aceleraron. En pocosminutos se perdieron de vista loscampos de trabajo, y las ruinas deUlkhalinan quedaron ocultas tras laarboleda. Entonces nos volvimos endirección noroeste siguiendo la línea delcontorno del valle, acompañando elestrecho y zigzagueante arroyo queproveía de agua al campamento.

Mientras avanzábamos rumbo a un

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incierto destino en las montañas, nopude evitar preguntarme si la suerte mehabía jugado una buena o una malapasada al volver a cruzarme con IthienEirillia y qué estaría haciendo elsiempre desafiantemente republicanogobernador de Ilthys en semejantecompañía.

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CAPITULO V

Cuando alcanzamos la orilla delpoco caudaloso río Maktau, ya éramoscincuenta y siete los esclavos a bordo delos carros, y el sacerdote haletita acargo se encontraba de un excelentehumor. Según averigüé entonces, sellamaba Shalmaneser y pertenecía a unafamilia de la nobleza menor. Habíaascendido de rango uniéndose alDominio y ahora era capellán en eltemplo de Tandaris.

Al parecer, Shalmaneser no tenía niel más mínimo conocimiento sobrerepresas, pero eso no se consideraba un

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problema. El primer thetiano y el otrohaletita eran ingenieros y las cuestionestécnicas eran su especialidad.

El valle de Maktau se parecía acualquier otro del interior de Qalathar:era bastante estrecho, con pocas laderasempinadas cubiertas de cedros ysotobosque. Éste era en general marróno amarillento a causa del fuerte calorestival y con aspecto de no estar enbuenas condiciones. Lo único con buenaapariencia era el sólido fuerte de piedra,construido sobre un montículo artificialcercano al río y dotado de murosnotablemente elevados.

Según pude comprobar cuando los

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carros se detuvieron en el exterior de lapuerta principal (que parecía casipequeña dado lo monumental de losmuros circundantes), el fuerte erabastante antiguo y había sido destruido oderrumbado alguna vez y reconstruidoen tiempos recientes con piedras máspequeñas.

Nos aflojamos un poco las cuerdasentre nosotros y bajamos antes de quenos reuniesen como a una manada a unlado del fuerte, junto a un muelle demadera al que estaban amarradas dosbarcazas y un pequeño barco depasajeros. Shalmaneser los inspeccionóde forma grandilocuente, aunque a juzgar

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por la mirada no parecían importarle deverdad, y luego ladró una orden antes dedesaparecer junto al comandante delfuerte por un pequeño portal situado enel muro que daba al río.

―Partiremos dentro de una horaaproximadamente ―dijo Ithien,deteniéndose un instante mientras suscompañeros lo seguían―. El río esbastante seguro, ya no hay nada vivienteen sus aguas, de modo que si deseáislavaros, podéis hacerlo.

Era la primera vez en catorce mesesque iba a meterme en el agua, y aunquese tratara de las aguas turbias, tibias yestériles de aquel río, seguía

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pareciéndome maravilloso. Me librabaasí por fin de mi embarrado anonimatode tanto tiempo, pero resultaba evidenteque Ithien acabaría reconociéndometarde o temprano. Como él mismo mehabía dicho en una ocasión, eraimposible confundirme entre la multitud.

A juzgar por mi reflejo en el agua, nisiquiera parecía pertenecer al tipo delugares civilizados en los que podríaencontrarse una multitud. Estabademacrado y ojeroso y, aunque me habíaesforzado por mantener el pelo lo máscorto posible, seguía siendo un caos.Los últimos rastros de ansiedad por mimarcha de Ulkhalinan se desvanecieron:

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era mejor estar en cualquier otro sitioque allí.

Cuando salimos, los guardias noshicieron avanzar hacia la primerabarcaza. Era bastante grande, con pocaprofundidad de quilla y una única yenorme vela para navegarcontracorriente. Apenas había espaciosuficiente para que todos nos sentásemosy mucho menos para echarnos a dormir,pero una vela apolillada nos daba ciertaprotección contra el sol del mediodía.Hacía demasiado tiempo, además, queno gozaba con el sonido del aguagolpeando contra un navío.

Cuando estuvimos todos a bordo

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pude observar con verdaderodetenimiento a mis compañeros decautiverio. Casi la mitad parecían deorigen thetiano puro; probablementeeran renegados o víctimas de laInquisición del emperador. Los demáseran habitantes del Archipiélago,algunos con ligeros rasgos sureños,todos mostraban la misma fatiga en lamirada, el rostro resignado de hombresy mujeres carentes de futuro. En sumayor parte habían sido traicionados oentregados al fanatismo de losvenáticos; en no pocas ocasiones suspueblos o ciudades habían sido cegadospor la retórica y sus propios vecinos los

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habían sacrificado en un intento deconjurar la amenaza de una cruzada quese cernía constantemente sobre las islas.

Sus expresiones comenzaron acambiar cuando las barcazas zarparon ycomenzaron a avanzar río arriba. Ithien,Shalmaneser y los otros viajaban en lapopa del bastante más pequeño barco depasajeros, cuyo notable lujo era quetenía camarotes. Iba por delante denuestra barcaza y de la otra dondehabían sido embarcados los caballos ylas provisiones.

―¿Por qué necesitan a esos dosthetianos en la reparación de su represa?En Thetia no hay presas. ¿Pensabais que

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los haletitas serían capaces de haceralgo por sí mismos? ―preguntó uno delos hombres que me rodeaban cuandolos demás comenzaron otra vez aconversar.

―No es una represa ―afirmó otrocon desánimo―. Nos quieren para algomás, algo de lo que aún no nos hanhablado.

―El tesoro de Tehama ―añadió unsujeto de baja estatura que se las habíaarreglado para mantener la barbaligeramente limpia y puntiaguda―. Sóloexiste un grupo de montañas al oeste deaquí, la cordillera de Tehama. Se suponeque los habitantes de Tehama no

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pudieron llevarse consigo todas susriquezas cuando fueron invadidos yexpulsados por los thetianos. Ahora elDominio está corto de fondos yrecorrerá las distancias que seanprecisas para obtenerlas. Es ése y nootro el tipo de buceo que nos espera, loque explica además la presencia de losthetianos.

―Mira, sea lo que sea lo quequieren de nosotros ―sostuvo Pahinu―,no regresaremos jamás a la malditaUlkhalinan.

―Preferiría estar allí antes quehacer estallar mis pulmones en algúnrecóndito lago para que el Dominio

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pueda costearse el pandemonio que hadesatado ―objetó el primero que habíahablado.

Se oyó un murmullo de desacuerdo ycinco o seis personas comenzaron adiscutir con él a la vez. El fornidohombre miró al último de sus oponentescon ligero disgusto.

―¿Entonces por qué os habéismarchado ―le espetó―, si tanto osgustaba ese lugar?

―Todos sabían que yo era pescadorde perlas ―murmuró―. No habríapodido quedarme.

―Y ahora ya estáis aquí, de modoque basta de quejas. Haced algo útil,

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como escuchar a los guardias paraintentar averiguar si alguno de ellossabe adonde nos dirigimos.

Aquella noche, las barcazas sedetuvieron en una isla llana y pantanosaen medio de un pequeño lago tambiénpantanoso, justo antes de que el ríodejara de ser navegable. En su mayorparte, el lago era lo bastante pocoprofundo para caminar por el fondo,donde crecían unas pocas y escuálidascañas. Era un lugar sin ningún encanto.

Desembarcamos y, siguiendo lasórdenes de Shalmaneser, encendimosuna fogata con algunas de las maderasguardadas en la barcaza de provisiones

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para cocinar. La cena consistió en unasopa tibia y ligera que tomamos cercadel fuego, mientras los sacerdotes y losdos thetianos comían en una mesa bajasobre la cubierta de su navío.

Espacia y yo nos sentamos junto aPahinu y el hombre fornido, que sellamaba Oailos.

―No parecen llevarse demasiadobien, ¿verdad? ―dijo Oailos mirando alpequeño grupo de dignatarios. En esepaisaje desolado, su pequeño barco deelevada popa y cubierta protegida porun toldo parecía una avanzada de lacivilización―. Shalmaneser cree quelos dos técnicos son sus inferiores y el

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otro thetiano un don nadie sinpersonalidad.

―A Ithien le gusta destacar, ¿no escierto? ―subrayó Espacia. Incluso allí,las ropas de Ithien estaban bienconfeccionadas y eran de brillantescolores, no del todo acordes con lascircunstancias―. Tengo la sensación deque no está demasiado de acuerdo con laesclavitud.

―Ninguno de los thetianos lo está―afirmó Oailos con desdén―.Aprueban leyes contra la esclavitud,pero todo lo que necesita el Dominio esllamarla «penitencia» y a los thetianosya les parece bien. ¿Acaso los thetianos

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en Ilthys protestaron cuando dos docenasde nosotros fuimos embarcados comopenitentes? Yo había trabajado paraellos varias veces, los ayudé a construirun patio en el consulado de Jontia yotras cosas, pero, cuando alguien lesdijo a los venáticos que yo era unhereje, los thetianos no alzaron ni undedo para ayudarme.

Oailos no se molestaba ocultando elodio en su voz. Si realmente sentía tantaamargura como aparentaba y no era otroagente del enemigo, corría peligrohablando con Pahinu. Eso en caso deque Pahinu fuera, de hecho, un delator.Pero si le habían prometido una

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reducción de su tiempo de servicio, ¿porqué arriesgarse ofreciéndose voluntario?

―No tiene importancia que no secaigan bien entre sí ―añadióVespasia―. Lo único que eso implica esque Shalmaneser rondará todo el día alos otros tres mientras trabajan.

―Y luego presumirá de los logros―asintió Oailos―; tienes razón. Bien,pues en principio me gustaría saberadonde nos dirigimos, con que si oísalgo y me lo contáis, no olvidaré elfavor.

Oailos acabó de cenar y empezó abuscar un sitio no demasiado inestableen el que echarse.

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―Espero que los guardaspermanezcan despiertos ―agregóPahinu―. Lo más probable es que estelugar esté infestado de cocodrilos.

Sentí un pinchazo en un brazo y medi un manotazo en ese punto. El insectoque maté era pequeño y no parecía tenerel tamaño suficiente para hacer el menordaño. Nubes de mosquitos revoloteabansobre nuestras cabezas, aunque sólo sepodían ver a contraluz.

―Está infestado de pequeñoschupadores de sangre, como mínimo―advertí mientras me recostaba ytapaba con la gruesa manta que mehabían proporcionado―. ¡Por todos los

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cielos, espero que pronto nos vayamosde este pantano!

A la mañana siguiente dejamos atráslas embarcaciones e iniciamos lamarcha en dirección oeste. Nuestrassandalias no habían sido hechas para eseuso y, tras caminar unos pocoskilómetros, ya tenía ampollas en lospies. Los jefes iban muy bien, porsupuesto, al cubrir todo el trayecto sobresus monturas. Pero el resto de nosotrosdebíamos avanzar tragando el polvo quelevantaban los caballos y rodeados porsoldados siempre irritados. Seguían ladisciplina de su orden, pero incluso loslíderes mostraban deseos de

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involucrarse, para variar, en algún tipode lucha, obteniendo así la oportunidadde estar entre los benditos.

El compañero de Shalmaneser, elingeniero cuyo nombre, según me enterémás tarde, era Murshash, parecía muypreocupado por que nos alimentásemoslo suficientemente bien para conservarlas fuerzas, algo que me pareció bastanteinquietante y casi de mal agüero. Variosme dieron la razón, incluyendo a Oailos,que se había convertido por acuerdotácito en el portavoz de nuestro grupo.

Cuando éste descubrió el nombre deIthien, sentí que podía contarles todo loque quisiera sobre él. Les dije que Ithien

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había sido gobernador de Ilthys para laantigua Asamblea, así como un fervienterepublicano. No mencioné que loconocía personalmente.

―¿Por qué entonces le permitió elemperador cambiar de bando?―preguntó Vespasia―. Seguro quetenía muchos hombres en los queconfiar.

―Todo eso demuestra que Ithien,pese a las apariencias, es un tipo astuto―señaló Oailos con convicción―.Shalmaneser es un haletita arrogante sinmayor complejidad y los dos ingenierosen realidad no tienen importancia. Esprobable que Ithien esté ansioso por

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demostrarle su lealtad al emperador, asíque no le preocupará cuánto daño hagamientras logre lo que se propone.

Hasta ese momento, Ithien y losdemás se habían mantenido alejados, sinprestarnos atención, guiando suscaballos por los tortuosos senderos demontaña. Eso cambiaría cuandollegásemos a nuestro destino y, tarde otemprano, Ithien podría reconocerme.Era necesario ser cuidadoso y comoVespasia conocía ya parte de la historia,le conté lo que aún ignoraba, que resultóno ser mucho.

Desde el río habíamos tenido a lavista las montañas de Tehama, una línea

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gris en la distancia. Durante los dos díasde marcha se volvieron cada vez más ymás altas, por lo menos cuando lascopas de los cedros y los árbolesselváticos cada vez más abundantes nospermitían ver algo. Eran titanescomparados con las colinas que nosrodeaban y se alzaban demasiado altopara permitirnos distinguir los picos,demasiado alto para una isla del tamañode Qalathar. Sin embargo allí estaban,robustas e impresionantes cuanto másnos aproximábamos a ellas.

El sitio adonde nos dirigíamos seencontraba exactamente a sus pies y nofue hasta el momento en que creímos

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imposible avanzar un paso más sinponernos a escalar cuando divisamos larepresa.

Resultó algo completamenteinesperado. Ascendí una pequeña cuestaen el sendero y me encontré de prontoenfrentado a un abismo: el terreno sehundía unas cuantas decenas de metrosdelante de mí hasta dar con unaterriblemente distante agua azulada. Dealgún modo me resultaba familiar, perono recordaba haber estado en ningúnsitio como ése y, en principio, sólopresté atención a la represa.

Ésta bloqueaba la pared posteriordel cañón por el frente y hacia la

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izquierda, un arco sin grandes relievesentre dos gigantescos espolonesrocosos. La piedra blanca brillaba a laluz del sol, alzándose a gran altura porencima de la plácida masa de aguasituada debajo. Recordé los acantiladosde Tehama cayendo sobre las furiosasaguas blancas, tan diferentes del lagosimilar a un tazón que teníamos antenuestros ojos. ¿Era realmente un lago?Según comprobé no bien avanzamos unpoco más, no era un lago sino un canal,que doblaba de forma abrupta hacia laderecha tras un par de kilómetros.

―Ahora creo a Ithien ―dijo Pahinu,con la mirada absorta en la construcción

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de piedra―. Sin embargo, no recuerdoninguna mención de que Orethuraconstruyese algo semejante.

―Porque nunca lo hizo ―fue larespuesta de Oailos cuando se loconsulté―. Esta tierra no era parte delreino de Orethura. Ha de ser obra de lagente de Tehama; tendrá al menosdoscientos años de antigüedad.

―Entonces ha habido algúnproblema y los haletitas ignoran cómosolucionarlo ―sugerí―. Eso explicapor qué necesitaban thetianos, gente queconstruyera en piedra y no con ladrillosde barro.

Con todo, eso no explicaba la

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urgencia del viaje.―Puede que tengas razón. Por lo

menos en eso nos han dicho la verdad.Ahora nos queda esperar que, sea lo quesea que funciona mal, se encuentre cercade la cima, pues el lago en la otra laderaha de tener seguramente más de treintametros de profundidad.

―Ithien es thetiano, él sabe que nopodemos bucear a esa profundidad.

―Ithien no es el que manda―afirmó Oailos―. Tenéis demasiadasganas de confiar en él, pero sólo es untraidor y un oficial imperial. Aunqueparezca agradable no por eso deja deser uno de nuestros enemigos.

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La comitiva se detuvo en un espacioabierto por encima del agua, cerca de unangosto sendero cuyo ancho apenasalcanzaba para que pasara un hombre ala vez. Fue entonces, mientras lossoldados comenzaban a ordenarnos atodos en fila, cuando llegó el momentoque yo temía. Ithien, que había estadosentado en la playa conversando conShalmaneser, se aproximó parasupervisar la organización.

―Murshash desea hablar ahora contodos los supervisores, creo que soisseis.

Di un paso adelante desde mi lugaren la fila, detrás de una de las muías con

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provisiones, y me moví con cautelarodeando el animal. Los otros cincohicieron otro tanto separándose delgrupo. Yo era el único hombre y, conexcepción de una mujer, todos éramosthetianos. Eso no resultaba en absolutosorprendente, ya que los thetianostendían a ser de más baja estatura y erahabitual que estuviesen mejor instruidos.En especial las mujeres, aunque laeducación en el Archipiélago ya nohabía sido la misma desde el inicio dela Cruzada y la destrucción de todas lasuniversidades.

―Bien ―dijo Ithienconduciéndonos hacia el lugar donde

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Murshash y el ingeniero thetiano nosesperaban junto a otros dos hombres,también thetianos, a la sombra de ungrupo de rocas―. Estos cuatro hombresestán a cargo del proyecto.

Uno de los dos recién llegados,bastante alto para ser thetiano y conaspecto cadavérico, movía los dedoscon impaciencia sobre su túnicapolvorienta.

―¿Éstos son todos los supervisoresque ha podido encontrar? ―preguntó aIthien.

―Eso me temo ―admitió élposando la vista en nosotros, y sumirada se detuvo en mí durante un

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segundo. Pude ver cómo sus ojos seabrían de par en par por la conmoción,pero contuvo el aire y se volvió sindecir nada. Mi corazón latíasalvajemente. Supliqué por dentro ennombre de Thetis que no me delatase.

―¿Se encuentra bien? ―le preguntóMurshash chapurreando en la lengua delArchipiélago.

Ithien tosió con fuerza.―Sí, no es nada ―afirmó y retomó

con rapidez el hilo de su discurso―.Los guardias estaban demasiadoenfadados para permitirme coger mássupervisores, más aún si carecían de laexperiencia que solicitábamos.

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―Se enfadarán todavía más cuandotengan que pasarse otra década cavandocanales de irrigación a través de esacondenada selva.

Nos miró con autoridad y prosiguió:―Soy Sevasteos Decaris, arquitecto

imperial encargado de arreglar estarepresa antes de que estalle. Sois todoslo bastante competentes para haber sidodesignados supervisores por los idiotasque llevan adelante el proyecto delcanal. Eso no me inspira ningunaconfianza hacia vosotros. Si podéisrealizar vuestro trabajo, os dejaré comosupervisores. En caso contrario,regresaré allí hasta dar con gente que

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pueda hacerlo.Nos presentó entonces a los otros

dos thetianos: Emisto, el compañero deIthien, y Biades, quien al parecer yahabía estado en la presa. A continuaciónnos ordenó que lo siguiésemos hastaallí.

El sendero se extendía en zigzagenmarcado por el espolón, algo quizágrato para los caballos y las muías, peromuy incómodo para nosotros. Laestrechez del terreno entre los muros deroca enrarecía el aire y convertía lasenda en un caldero. Caminar en mediodel polvo levantado por los cascos delos caballos tampoco nos ayudaba.

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El calor reflejado por las rocasdesnudas que se alzaban a gran altura aun lado del camino era intenso, lobastante para darnos jaqueca. Al menos,los que transportaban las provisioneseran los animales y no los penitentes.

Cruzamos una pequeña depresión enel terreno y perdimos de vista larepresa. Pero cuando emergimos nosencontramos ligeramente por encima ydetrás de ésta.

Exhausto tras la escalada, suspirécuando vi el extenso lago contenido porla presa, una masa de agua que mostrabaun brillo plateado a la luz del sol,rodeada de vegetación en el lado más

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lejano, que parecía fuera de lugar enmedio de la desolada grandeza de losacantilados. El lago parecía un trozo demar trasladado allí arriba y por unmomento casi llegué a creerme que loera. Un buen trecho de la costa lejanaestaba oculto, pero me imaginé cómobrillaría la caída de agua del lado deTehama, donde, tras unos centenares demetros, los acantilados se echaban haciaatrás por completo a lo largo de casi doskilómetros.

Tras las tibias aguas de los ríos, erauna imagen del paraíso.

El sendero se hundió una vez más alnivel del parapeto, donde un amplio

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pasaje (lo bastante ancho para quecaminasen cinco o seis personas hombrocon hombro) daba lugar a una suavecurva, a uno de cuyos lados podíaapreciarse un conjunto de desgastadosedificios de piedra. Ocupaban unespacio abierto bastante plano ycomprobé que los acantilados noestaban tan cerca como yo había creído.

―¿Para qué necesitamos losanimales de carga? ―preguntóEmisto―. Sé que es un camino durocuesta arriba, pero trayendo las cosas enpequeñas cantidades se habría ahorradoforraje.

―Necesitaremos materia prima

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―dijo Sevasteos con autoridad―. Hayuna cantera a unos cinco kilómetros y enel camino hay tierras de pastoreo.

Los jefes desmontaron y llevaron suscaballos hacia el punto más elevado dela presa, hablando entre ellos mientrasnosotros mirábamos el lago comohechizados. Distinguí marcas en el ladointerno del parapeto, así como sogasaferradas al mismo en el centro. Supuseque se detendrían entonces paraexaminarlas, pero Sevasteos prosiguióla marcha, quizá ansioso por dejar a loscaballos el menor tiempo posible allíarriba.

Por fortuna, aquel sitio era

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milagrosamente fresco y el agua se veíamuy clara. Me asomé al parapeto y vi elmuro de piedra pálida extendiéndose agran distancia hacia abajo, aunque elmar era demasiado profundo paradistinguir el fondo.

―¿Quién construyó esto? ―lepreguntó uno de ellos a Sevasteos.

―La gente de Tehama―respondió―, un poco antes de laguerra de Tuonetar. Da la vueltacompleta, de modo que se pueden verlas ciudades en ruinas en los ladosdonde el terreno es lo bastante llanopara permitir la agricultura. Todo estoera parte de la Baja Tehama. Bastante

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impresionante, a decir verdad.Para los no thetianos, era un mensaje

implícito. Murshash no advirtió elvelado desdén o prefirió ignorarlo.

Del otro lado, el arquitecto dejó sucaballo al cuidado de un mozo y semetió en uno de los edificios cercanos.Un único ambiente ocupaba la mayorparte del espacio interior y en el mediohabía dos hombres inclinados sobresendas mesas, estudiando condetenimiento unos planos.

―El emperador envió un ingenierotras las tormentas del último año―informó Sevasteos mientrasdesenrollaba un plano en la mesa más

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grande―. Hay graves desperfectos en lasección central que deben ser reparadoso todo cederá cuando caigan laspróximas tormentas. ―Miró por laventana el cielo azul y despejado―. Porel momento no hay señal de ellas―prosiguió―, y el tiempo ha estadotranquilo últimamente, pero nunca sesabe. De hecho, ésta es apenas laprimera etapa de un proyecto másambicioso. Luego también habrá querealizar tareas en la zona más profunda,pero dudo que comencemos con esohasta dentro de unos años. Lo importantees que, una vez que la represa seasegura, el virrey enviará aquí

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agricultores para empezar a trabajar enlos viejos huertos y jardines delmercado. Es probable que el lago tengapotencial para la pesca, pero nopodemos arriesgarnos a probarlo hastano estar seguros de que la presaresistirá.

Conque el virrey. Nadie ignorabaque Charidemus era el portavoz deSarhaddon. Sin embargo, según elDominio, Sarhaddon y su orden venáticaeran sólo consejeros espirituales de losgobernantes seculares (virreyesthetianos, gobernadores y presidentestíteres del Archipiélago).Individualmente, los venáticos no

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poseían ningún poder oficial.Mientras llegaban desde abajo los

carros con provisiones y materiales, elarquitecto pasó la siguiente media horaanalizando los detalles técnicos de loque pensaba hacer. No conseguícomprender la mayor parte pero dejóclaro desde el principio que no seesperaba que lo entendiésemos.Nosotros estábamos allí para realizartodos los trabajos prácticos que noincumbían a los arquitectos y para actuaren calidad de supervisores técnicos: setrataba de un asunto de una magnitudmucho más compleja que la meraconstrucción de un canal.

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Cuando Sevasteos concluyó laexplicación, bajamos al lugar de larepresa donde estaban sujetas las sogas,al parecer el sitio donde había la mayorparte de los desperfectos.

―¿A qué profundidad deberemostrabajar? ―pregunté con la mirada fijaen las aguas azul verdosas.

Sevasteos pareció molesto al tenerque considerar una cuestión tan frívola.

―No habrían de ser más de cincometros ―respondió―. Algoperfectamente factible. Si lasfiltraciones se extendiesen a mayorprofundidad, deberíamos vaciar un pocola represa.

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Yo no era ningún ingeniero, pero nocabía duda de que las filtraciones máspreocupantes serian las del fondo de larepresa, no las de arriba. Si hubiesealgún fallo en la parte superior, a losumo produciría una pequeñainundación, pero nada de la escalasugerida por Sevasteos.

Pero claro, él sabía más que yosobre el asunto. Por el momento lo queme apetecía hacer era meterme en elagua. Se trataba de la primeraoportunidad que tenía de nadar de verasen mucho tiempo. Quizá a alguien que nofuese thetiano mi deseo le podríaparecer irracional, quizá incluso una

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debilidad. Los haletitas no lograríancomprenderlo ni en un millar de años,pero los thetianos llevaban en la sangreel gusto por nadar, y es posible que yolo sintiera más intensamente que lamayoría. Pese a haber crecido a decenasde miles de kilómetros de Thetia,pertenecía de pies a cabeza al pueblodel océano tanto como Ithien oSevasteos.

―¿No habría sido mejor construiruna presa en forma de arca? ―preguntóEmisto mirando al lago con ojocalculador―. En ese caso podríamoscomprobar si los desperfectos seextienden a gran profundidad. No es lo

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ideal subsanar las fallas cercanas alparapeto y luego comprobar que ha sidoapenas una reparación cosmética.

―Ahora no hay tiempo para pensaren eso ―advirtió llanamenteSevasteos―. O los materiales o lagente. Nuestro ingeniero supervisó lacara frontal y no descubrió ningúndesperfecto.

No es que Sevasteos confiaratotalmente en lo que le decía aquelhombre; él hubiese proseguido lostrabajos sin mayor miramiento. Mepregunté cómo habían descubierto losprimeros supervisores los desperfectosde aquel lado, por debajo de los cuatro

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metros de profundidad. ¿Habríanempleado esclavos para hacerlo?

―Pero si la base cede, se producirámucho más que una pequeña inundación―prosiguió Emisto con insistencia―.Si realizamos sólo la mitad del trabajo,el desastre sucederá tarde o temprano.

―Ya lo he dicho, no hay problema―repitió Sevasteos lanzando una duramirada a su subordinado.

Murshash pareció algo perturbado yhabló antes de que el arquitecto pudiesecambiar de tema:

―No me quedo tranquilo, señorarquitecto ―dijo con lentitud―. Siexisten filtraciones del lado interno aquí

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arriba, no dudo de que habrá másdebajo.

―Pero no podemos hacer nada alrespecto ―afirmó Sevasteos conbastante más cortesía que la que habíaempleado al dirigirse a Emisto; elhaletita, aunque perteneciese a lasórdenes inferiores, era un sacerdote―.Si el exarca nos proporcionase lamadera y todos los esclavos quenecesitamos, podríamos hacer algo. Talcomo están las cosas, estamoshaciéndolo lo mejor posible.

―Lo consultaré con Shalmaneser.Quizá Murshash no lo viese, pero yo

distinguí un cruce de miradas entre

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Ithien y Sevasteos. Había en juego másde lo que parecía.

―Habla con él cuando hayamosrealizado la supervisión ―exigióSevasteos―. Te necesito ahoraconmigo, Murshash.

Me pregunté cuál de los dos sería elprimero en hablar con Shalmaneser, ypensé que sería Sevasteos.

Recorrimos el puente, examinandocada sector con tanto detenimiento comoera posible sin caer al agua. Laintención de Murshash era sellar lasfiltraciones con barras de metal yhormigón resistente al agua, técnica quelos thetianos llevaban siglos empleando

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y que habían transmitido al resto delmundo. Murshash parecía saber pocosobre la piedra, pero aun así era elsacerdote del Dominio más calificadoen todo Qalathar. Aparentemente, habertrabajado en la represa le habíaproporcionado sólo una parte delconocimiento técnico thetiano.

Murshash era uno de los pocoshaletitas soportables con los que mecrucé y no parecía resentido por suignorancia, aunque le preocupaba laidea de que no se pudiese efectuar untrabajo adecuado. Se trataba de unprofesionalismo que no esperabaencontrar en él, dado que el asunto lo

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involucraba muy poco y apenas loafectaría. Razoné que la crisis dealimentos era un asunto importante, perola presa en sí carecía de importanciaestratégica. Era imposible que hubiesealgo de valor sumergido en ese abismo.

―Todavía nos quedan unas horas―dijo Sevasteos alzando la mirada alcielo cuando acabamos el recorrido―.Podemos empezar a levantar losandamios en los dos primeros puntos.Biades, llévate a los supervisores ymuéstrales lo que han de hacer. Luegoreúne a los trabajadores.

Ni él ni ninguno de los otrosthetianos mencionaban la palabra

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«penitente» si podían evitarlo, e inclusomostraban su disgusto cuando no podíanhacerlo. Quizá suponían que, negando larealidad, ésta se desvanecería, peroagradecí que todos ellos, incluso eláspero Sevasteos, nos tratasen como aseres humanos, en contraste con lamayor parte de los sacerdotes con losque había tratado desde que me habíancapturado en el Refugio. A muchos lesresultaba difícil considerar del todohumanos incluso a los habitantes libresdel Archipiélago.

Lo que Sevasteos había denominado«andamios» era apenas un marco detablones de madera que debía

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permanecer suspendido sobre las zonasdañadas para hacer el trabajo mássencillo. Había también ligeros postesde caña, y los otros supervisores y yofuimos encargados de vigilar suensamblaje en las estructuras que Biadeshabía especificado.

Unos pocos soldados nos miraban enla distancia, pero era evidente quehabían recibido órdenes de nointervenir. Nos confiaron además sierrasy auténticos cuchillos afilados paracortar los postes y la soga que losmantenía unidos.

Cuando el sol desapareció tras unirregular pico en el oeste, cubriendo de

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sombra las cabañas y el terrenocircundante, ya casi habíamos acabadoambos juegos de andamios. Pero, apesar de que Emisto nos felicitó pornuestro trabajo y de que la sopa que nossirvieron para cenar eraconsiderablemente mejor que la de lastrincheras de Ulkhalinan, no dejé desentirme nervioso.

No era por no haberme metido aúnen el agua, aunque al acabar la sopa,sentado en una roca con la miradaperdida en las quietas aguas del lago,me sentí más mugriento que nunca portener el agua tan cérca. No, ésa era tansólo una incomodidad física.

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―¿Te gusta estar aquí? ―preguntóOailos mientras apartaba con la manounos guijarros para hacer más liso elterreno y sentarse a mi lado. Vespasiaestaba junto al fuego, intentandoarrancarles un poco más de sopa a loshoscos cocineros.

―Es mucho mejor que el canal―murmuré.

―Pero no es el sitio perfecto...¿verdad?

Negué con la cabeza.―Hay algo que no cuadra ―dijo

Oailos con una mueca―. Otrosupervisor me adelantó buena parte delo que haríamos. Yo era antes albañil y

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puedo asegurarte una cosa: el asunto notiene sentido.

―¿Nuestro trabajo de reparación?,¿con el hormigón y las barras de metal?

―No hay nada extraño en eso. Lollamativo es que nos trajeran a todospara unas pocas reparacionessuperfluas. ¡Por el amor del cielo!¿Tiene coherencia que el arquitectoimperial trabaje en un proyecto patéticocomo éste? Es ridículo. Ese es el puestomás alto al que puede aspirar unarquitecto, y, con el programa deconstrucción de fuertes del emperadoren pleno desarrollo, resulta aún másintrigante.

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Eso no se me había pasado por lacabeza y Oailos notó mi sorpresa.

―Los arquitectos y los albañilespueden ascender como todos los demás―comentó con una pizca de desdén alconsiderar la descuidada presunción deun aristócrata de que sólo en loscírculos de la corte se podía hacerpolítica. Sin embargo, al contrario que ala mayoría de los miembros de miantigua clase social, yo había sidotestigo de mucho más que las intrigas delos poderosos. La competencia políticaque podía encontrarse incluso en unapequeña estación oceanográfica era tanintensa como la de la corte imperial: lo

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único que cambiaba era el monto de lasapuestas.

―Sí, por supuesto ―asentí―. Perosi esto es tan importante como dijoShalmaneser, ¿no estará demostrando elemperador con qué seriedad se toma laalianza? El deja todo en manos de susconsejeros del Dominio salvo elejército, así que quizá no se hayaenterado de este proyecto.

―Pero si sólo está dañada la partesuperior de la represa y el lago no estácumpliendo por el momento ningunafunción, no se explica la necesidad deenviar a un hombre tan importante.

―Shalmaneser niega que existan

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otros desperfectos.―Lo sé, y nuestro amigo haletita

Murshash no está satisfecho. De modoque uno de ellos, Sevasteos, Ithien oMurshash, tiene un proyecto personal. Oquizá todos tengan uno. Pero, sea quiensea el que esté involucrado, nosotrosestamos en medio, así que debemosmantener los ojos y los oídos bienatentos.

Se puso de pie y se alejó,intercambiando un breve saludo conVespasia, que regresaba.

―¿De qué te ha hablado Oailos?―me preguntó ella en voz baja mientrasse sentaba en el espacio que el otro

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había dejado.―De cosas ―respondí. No tenía

por qué ser más específico, ya queVespasia sabía bien de qué había estadohablando.

―Oailos tiene ambiciones.―Sí, pero empiezo a creer en lo que

dice. Aquí está sucediendo algo extraño.―Por supuesto que sucede algo

extraño, pero no tan importante comosupone y tampoco mucho más de lo quesuele serlo cualquier asunto en el queponga sus manos el Dominio. Sipudieses ayudarnos a averiguar por quéIthien cambió de bando, supongo queacabaríamos comprendiendo casi todo.

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Observé a un centinela haletitahaciendo su ronda de vigilancia por lapedregosa costa del lago con unaantorcha encendida en la mano. Recordéentonces la mirada que habíanintercambiado Ithien y el arquitecto y nome sentí seguro de que esa estrategiapudiese funcionar.

Pero no había nada que pudieseresolver en aquel momento. Lo únicocierto era que al día siguiente podríanadar otra vez, y apenas podía contenermi ansiedad.

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CAPITULO VI

Nos despertaron al amanecer, puesSevasteos tenía urgencia por completarel trabajo, pero me gustó ver que él y losotros ingenieros estaban todos en pie yvestidos tan temprano como nosotros. Enalgún sentido éramos afortunados deestar en los trópicos, pues eso implicabanoches largas, con una duración nuncainferior a las once horas thetianas. Nilos haletitas ni Sevasteos podíanafrontar los gastos que exigía iluminarlas horas de oscuridad nocturna.

Se oyó un torrente de blasfemias unahora más tarde cuando tuvimos que

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mover con incomodidad la primeraestructura del andamio a lo largo delparapeto. No es que fueraparticularmente pesada y tampoco sedesprendían astillas, pero al ser tan altano era grato transportarla.

Al final ajustamos las sogas a laspartes superiores, y los supervisores nosturnamos para asegurarlas, manteniendoasí más o menos firme el armazón. Deese modo podríamos trasladar elandamio con mayor facilidad.

―¿No estaba todo tan calculado,verdad? ―comentó uno de mis colegascuando todos descansábamos ante latosca construcción.

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Otro negó con la cabeza mientrasseñalaba:

―Nos dijeron qué deseaban, pero niuna palabra sobre cómo lograrlo.

Entonces fui convocado a la cabañacentral, donde los ingenieros estaban depie discutiendo planos. Sevasteosparecía molesto ante la posibilidad deque algo tan menor como los andamiospudiese retrasar la obra y me enviaronde regreso junto a Emisto y Biades parasupervisar. Transcurrió a continuacióncasi una hora de progreso penosamentelento mientras colgábamos gruesascuerdas sobre el parapeto. Algunos delos hombres más fuertes trajeron sacos

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llenos de piedras para asegurar todavíamás las cuerdas.

―Sevasteos no está habituado a lascuestiones prácticas ―sostuvo Emistomientras el arquitecto se mantenía acierta distancia tras habernos preguntadopor segunda vez por qué aún nohabíamos hecho nada―. Él elaboragrandes y ambiciosos proyectos y delegalas pequeñas menudencias en los demás.

―¿No es eso lo que ha de hacer unalto cargo? ―inquirió Oailos, queestaba a poca distancia.

―Sí, pero siempre y cuandoentienda que las pequeñas menudenciastambién llevan su tiempo. Se inquieta

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por no comenzar lo que él piensa que esel trabajo en sí.

La impaciencia no parecía una virtudtratándose de un arquitecto.

Emisto era un hombre robusto debaja estatura, no más alto que yo peroredondo en todas aquellas zonas dondemi cuerpo era delgado (en aquelmomento, de hecho, flaco).

―¿Cuál es aquí el trabajo en sí?―preguntó Oailos―. Rellenar unospocos agujeros en una represa no meparece, de hecho, un conceptodemasiado ambicioso.

Emisto puso los ojos en blanco, perose interrumpió para ladrarle una orden a

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uno de los hombres que aseguraban lossacos.

―Sólo Ranthas sabe qué estáhaciendo aquí el arquitecto imperial―prosiguió―. Es el tercer hombre queocupa ese puesto en cuatro años por lomenos, el emperador los despideconstantemente. Ni siquiera supe sunombre hasta que me retiró de mi gratopequeño proyecto cerca de Ilthys paravenir a trabajar a esta tierra olvidadapor los dioses.

Ahora la cosa se ponía interesantede verdad y deseé que siguiese adelantecon su relato.

―¿Y por qué tú? ―indagué.

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Emisto se encogió de hombros.―Soy experto en albañilería

submarina. No habían encontrado anadie más cuando desembarcaron enIlthys, así que me obligaron a seguirlos.Lo más probable es que regrese ydescubra que mi espléndido puerto hasido abandonado y convertido en unacantera.

Un descuidado encargado de lassogas soltó las que tenía a su cargo yvarios metros de ellas empezaron adesplegarse, cayendo hacia el lago.Emisto dio un salto hacia adelantegritándoles a todos que asegurasen elextremo y ahí acabó nuestra

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conversación.Una estrategia básica de su muy

sensato método de asegurar el caballetecon pesos y sogas incluía arrojarlos allago. Era un procedimiento que, inclusorealizado bajo la supervisión precisa deEmisto, era muy entretenido de ver yrequería que una docena de hombressaltasen más o menos al unísono paraevitar que acabasen flotando a la deriva.

Entonces Emisto decidió por finenviar un supervisor al agua y meordenó sumergirme para comprobar quetodo estuviese colocado en el sitiocorrecto.

―Me has convencido de que es

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necesaria una ración más abundante decomida sin mencionarlo siquiera ―medijo mientras yo trepaba al parapeto―.A partir de ahora todos recibiréis máscomida. Me aseguraré de que así sea.―Me ardía la piel por el calor seco.Esa sensación se multiplicó por diez enun momento, y me costó mucho esperar aque acabase su discurso―. ¡Por todoslos cielos, qué bárbaros son loshaletitas!

La preocupación de Emisto, como lade los demás thetianos, parecía genuina,y me conmovió en lo más profundo queestuviese dispuesto a hacer algo alrespecto y más aún que no mencionase

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que beneficiaba sus propios interesesque nosotros nos alimentásemos bien.

Entonces Emisto olvidó por unmomento su preocupación mientras yome colgaba del parapeto para bajar loscerca de tres metros que lo separaban delas claras aguas del lago.

Sentir de nuevo el contacto del aguafue como bucear en el cielo. Aguaverdadera, aunque no fuese salada nihubiese olas. Volví a abrir los ojos casial instante de estar sumergido,observando el mundo iluminado por elsol que se extendía hacia adelante yhacia abajo a través de una cascada deburbujas. Podía ver con claridad a

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varios hombres nadando a mi alrededor,a un poco más de profundidad, ajustandolas sogas, y también la sombra delandamio atravesando el plateado brillode la superficie.

¡Por todos los Elementos! ¡Era muyhermoso!

Me concedí el lujo de sumergirmemás profundamente antes de dar mediavuelta y regresar junto a las obras,saliendo a la superficie y quitándome elpelo mojado de los ojos. Vi cómomuchos de los buceadores me sonreían,y varios me hicieron gestos deaprobación.

No había tiempo para celebraciones

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y no me importó que se me exigiese queme pusiera a trabajar. Emisto arrojó unavara de medición y descendícomprobando que las sogas fuesen lobastante largas y que la estructurapudiese quedar aferrada en los sitioscorrectos. En todo caso, tampoco tuveque hacer mucho: mientras los demásaseguraban los pesos al final delcaballete y lo colocaban bien, yo debíaconfirmar que dicha posición fuese lacorrecta y que la profundidad fuese laadecuada.

Cuando por fin salí a la superficiepara informar de que todo estaba comocorrespondía, Emisto era la única

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persona que permanecía allí conexcepción de dos hombres que ajustabanuna escalera de soga para quepudiésemos subir.

―He enviado a unos cuantos arecoger el siguiente armazón y lostablones ―nos dijo―. Iremos más deprisa ahora que sabemos qué estamoshaciendo. Os dejaré ahí abajo para fijarlos tablones y acabar el trabajo. Oshabéis ganado más que merecidamenteun buen rato en el agua.

No hubo protestas, y cuandofinalmente salimos a la superficie unahora y media más tarde, sintiéndonosinfinitamente mejor y cuatro años más

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jóvenes, todo estaba listo para empezarlas tareas de la primera filtración.

―¿Un par de meses? ―inquirióOailos colocándose la túnica sintomarse la molestia de secarse antes―.No consigo entender cómo este trabajopodría llevar más de dos semanas.

Después de las dos primeras

jornadas, no tuve más remedio que estarde acuerdo con él. A mitad de nuestrosegundo día de trabajo, los seisandamios se encontraban ya en su sitio yhabían comenzado las reparaciones en el

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primero. Y eso incluía también el tiempoque nos había llevado levantar dosenormes balsas para que el arquitecto ylos otros ingenieros dirigiesen las tareasdesde allí. Dijésemos lo que dijésemossobre Sevasteos, la verdad era que no sele caían los anillos trabajando.

Respirar bajo el agua no me habíarepresentado ningún esfuerzo, nisiquiera a pesar de todo el tiempo quehabía pasado desde mi última inmersión.Por eso, no pasó mucho tiempo hastaque me olvidé por completo del canal ydesapareció de mi memoria todo conexcepción del lago y la misión a la quenos enfrentábamos, de la que, debo

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admitirlo, estaba disfrutando bastante.No es que me considerase a mí mismoun arquitecto, pues jamás lo sería, perointenté aprender todo lo que pude de loque me indicaban Sevasteos y susingenieros, en especial Emisto, el másamable de todos ellos.

Aun así yo seguía siendo conscientede cuál era mi estatus legal y seguía unpoco preocupado por el avance delproyecto, lo que me impedía sacar jugode mi privilegiada posición por grataque fuese. No con Ithien, que por fortunahabía partido con Shalmaneser endirección al pueblo más cercano, al otrolado del lago, para conseguir más

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víveres y materiales. Como los otroscuatro supervisores, me convertí en unode los principales transmisores deinformación entre los ingenieros y losesclavos. Pese a eso, Oailos parecíaparticularmente interesado en todo loque yo le decía.

―A diferencia del resto de lossupervisores ―me explicó cuando lepregunté el motivo―, tú eres unaristócrata. Ya sé que defendí en unaocasión que todo se rige por un sistemade ascensos y poder, pero Shalmaneser,Ithien y Sevasteos, de una u otra facción,son todos políticos. Tú puedes detectarmuchas más sutilezas que los demás.

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De modo que me empeñé enescuchar y contar cuanto oía. Miincomodidad inicial se fuedesvaneciendo con lentitud, pero eltercer día sucedió algo que la reviviócon fuerza.

Me encontraba trabajando solo en lamás lejana de las filtraciones,estableciendo la posición exacta en laque deberían ser colocadas las placasmetálicas. La mayoría de los otrosbuceadores estaban justo en el extremoopuesto de la represa, en el lado máscercano a las cabañas, así que yo teníamedio lago a mi disposición.

Aunque podía respirar con igual

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facilidad tanto en el agua como en elaire, no podía estar sumergidoeternamente. Transcurridas unas pocashoras empezaba a sentir pinchazos en lacabeza y a perder coordinación. Meinvadía la sensación de que sipermanecía en el agua mucho más,acabaría desmayándome y muriendoahogado. Por eso salí a la superficieunos cuantos minutos y me sorprendióoír voces provenientes del parapetosituado justo por encima de mí. Despuésde más de una hora de silenciosubmarino, me llevó algo de tiempoidentificar las voces, que eran las deSevasteos e Ithien. Hablaban en thetiano,

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un lenguaje que yo podía entender sólo amedias.

―...recurrir otra vez a Shalmaneser―decía Sevasteos―. Ese idiota se hasentido de pronto muy preocupado porla presa y está empezando a escuchar aMurshash.

―¿No podemos enviar aShalmaneser de regreso a Tandaris paravisitar al virrey? ―preguntó Ithien,cuyas palabras se volvieron cada vezmás claras; debían de estar acercándosea mí―. ¿Dejarlo al margen?

―Lo intentaré, pero no puedogarantizarlo.

―Inténtalo ―insistió Ithien, cuyo

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tono de voz evidenciaba autoridad―.De todos los problemas con los quepodríamos habernos topado, ninguno eramás improbable que un noble haletitaque se toma su trabajo con seriedad.

―Barbarissimi! ―exclamóSevasteos, ahora situado a pocos pasossobre mi cabeza; su voz estabaimpregnada de odio más que depreocupación―. No puedo ni siquierasentirme culpable.

―Deberías ―subrayó Ithien―.Recuerda tan sólo por qué estamoshaciéndolo.

Dijo entonces algo que sonó como«en nombre del emperador», pero no

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estaba seguro. Quizá fuese «por elnombre del emperador», o bien algocompletamente diferente.

―Vendería mi alma por estar fuerade Qalathar, por ir a algún sitio dondepudiese moverme sin el riesgo detoparme con sacerdotes.

―Es horrible, ¿verdad? Por unaciudad secular y un poco de mar. Nopuedo imaginar qué horrible ha de habersido para los pobres desgraciados a losque hemos hecho trabajar en la represa.Cuatro años separados del mar. Y sonafortunados: piensa cuánto tiempo másdeberán esperar los otros antes de veruna gran extensión de agua.

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―¿Llamas a esto una gran extensiónde agua?

A medida que se alejaban, sin habermirado hacia abajo y sin notar mipresencia, sus palabras se volvierondemasiado débiles para permitirmeentenderlas. Me sentí especialmentefeliz de no haber tenido que hablar conIthien.

En realidad, pensé mientras volvía asumergirme para que ninguno de los dosme viese desde la distancia, no habíanada peculiar en esa conversación. AMurshash le preocupaba que losthetianos no se esforzasen lo necesarioen la presa, lo que era perfectamente

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comprensible. Si la misión fallaba,caería en desgracia, así que estabaintentando persuadir a Shalmaneser deenviar más hombres y revisar la represacon mayor detenimiento. Los thetianosdeseaban tan sólo acabar cuanto antes yregresar a casa.

Ese había sido más o menos el carizde la conversación, pero con todo seguíaexistiendo una nota discordante. ¿EraSevasteos en realidad el superior deIthien? Este ya no era gobernador deIlthys y siempre mostraba en públicodeferencia hacia el arquitecto.

Además, ¿por qué debían sentirseculpables si estaban tan seguros de que

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la represa no corría ningún riesgoimportante?

Tan pronto como acabé con lasmarcas, nadé un poco a lo largo de larepresa y salí cerca de otro andamio,para que Sevasteos e Ithien no supiesendónde había estado. No estaba seguro dequé me ponía nervioso, pues, inclusodespués de la conversación, carecía detoda base racional para sospechar nadade ellos.

Según quiso la suerte, o el destino,me acerqué a Oailos esa tarde, mientrashacía hormigón, como le habíanencargado. Le conté entonces acerca dela conversación, sin cuestionarme

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siquiera si era una buena idea hacerlo.El fornido albañil pareció pensativo.

―Necesitamos un poco más depolvo rojo ―le indicó a uno de losotros―. Iremos a ver si Sevasteos nosda un poco.

Me hizo entonces un gesto para quelo acompañase y lo seguí. Era unpretexto razonable: el polvo rojo eraalgo que debía añadirse a la mezcla delhormigón en pequeñas cantidades paracompensar su falta de sal. Casi noexistían ríos ni lagos en Thetia, así queEmisto tenía poca experiencia entrabajar con agua dulce. El polvo rojo,como lo denominábamos, había sido

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idea de Sevasteos y, Dios sabe por qué,él era la única persona autorizada parasuministrarlo. Era obvio que Emisto noestaba feliz con eso, pero era igual deevidente que había perdido la discusión,en caso de que hubiese habido alguna.

―Eso se asemeja a lo que han oídootros, pero lo que me cuentas es lo másclaro hasta ahora ―afirmó Oailos―.Ithien es el superior jerárquico deSevasteos y de los demás, y posee elnivel suficiente en la jerarquía imperialpara que el propio Sevasteos lo tratecomo a un igual.

―¿Todavía no tenemos idea de porqué está aquí?

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―No, ni él ni los demás. Emistoestima que la represa resistirá biendurante otra década, incluso con eltiempo tan terrible que hemos estadosufriendo. De modo que, ¿por quémolestarse en enviar hasta aquí alarquitecto imperial y a un alto oficialpara realizar reparaciones estéticas enla presa de Tehama?

Muy estéticas. Shalmaneser habíarepetido con insistencia su deseo de quelos arreglos quedasen tan disimuladoscomo fuese posible, y justificó suintención señalando el aspecto prístinode la represa.

―¿Una tapadera para algo más?

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―sugerí―. ¿Algún plan del emperadorque quiere mantener en secreto?

―Tenemos que volver a pensarentonces en el tesoro de Kemarea―sostuvo Oailos―. Creo que ése es elmotivo que los trae aquí, para ver siconsiguen echarle las manos encima.

Oailos parecía muy aferrado a esaidea, que ya había mencionado durantenuestro viaje hacia allí.

―Entonces ¿por qué mantenerlotodo en secreto?

―Porque se trata de un lago delArchipiélago, que pertenece alArchipiélago. Incluso si lograsen que elvirrey o el presidente del clan les

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entregasen una porción del tesoro amodo de diezmo, no obtendríandemasiado. El emperador debe de haberdescubierto dónde se encuentra oculto eltesoro y, sin duda, decidió repartirlo conel Dominio. No pueden pedir ayuda a lagente de Tandaris, pues todo saldría a laluz.

―Y si estamos ayudándolos arecuperar el tesoro, tampoco querránluego tenernos de testigos...

―Exacto ―sentenció Oailos conmirada adusta―. Cuando hayamoscumplido con nuestro cometido acabaráncon nosotros. ¿Comprendes ahora porqué estoy tan ansioso por saber qué es lo

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que está sucediendo?Asentí, pero no tuve tiempo de decir

nada pues nos estábamos acercando aSevasteos, que estudiaba unos planossobre una mesa tambaleante, protegidodel sol por un toldo improvisado.

―Nos hemos quedado sin polvorojo en el segundo puesto de trabajo,señor arquitecto ―dijo Oailosañadiendo a su voz un respeto que nosolía usar. Oailos se cuidaba de nomostrar sus verdaderos sentimientos.

―Usadlo con moderación ―fue elúnico comentario de Sevasteos mientrasnos entregaba cuatro pequeñas y toscasbolsas sin preguntarnos siquiera por qué

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habíamos ido nosotros dos.―Nunca he visto cómo se usa este

polvo ―me dijo Oailos cuandoestuvimos lo bastante alejados, deregreso al parapeto―. Sé que elhormigón thetiano funciona bien conagua salada y que le añaden algo, peropor lo que puedo recordar, ese algo noera rojo.

Olió el contenido de una de lasbolsas y prosiguió:

―Tiene además un aroma extraño,aunque no consigo determinar qué merecuerda.

Olí a continuación y reconocí deinmediato el aroma ligeramente acre:

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―Leños.―¿Leños? ¡Por Thetis! ¿Qué

demonios le están haciendo a esehormigón?

Los leños eran una de lasmercancías más valiosas de Aquasilva,utilizados en todos y cada uno de losmotores construidos y con multitud deusos más. Su desecho, que es lo que elpolvo rojo al menos contenía, carecía engeneral de valor. La cuestión era: ¿porqué desperdiciar leños convirtiéndolosen ceniza para agregarla al polvo?Seguramente habría sustancias másbaratas que añadir.

―Al menos no se enciende bajo el

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agua ―advirtió Oailos.―No creo que se encienda de

ningún modo en este estado, tras haberpasado ya por el horno, ¿o meequivoco?

―Pues sí, sigue siendo combustible.He visto al menos un par de incendiosoriginados con sus restos. Sólo serequiere un cierto número decircunstancias. Pero tienes razón en queeso no debería preocuparnos bajo elagua.

Un par de minutos más tarderetomamos el trabajo tras habercaminado el resto del trayecto ensilencio. Oailos cogió una bolsa y la

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vació en el siguiente preparado dehormigón. Su tono rojo modificaba muypoco el color de la mezcla final yhubiese resultado invisible a cualquieraque no lo mirase atentamente. Lo másimportante de ese hormigón es que debíaaplicarse bajo el agua y extenderseapropiadamente.

Cuando completamos la mezcla, meuní a los otros buceadores parasupervisar su aplicación en el agua. Lasfiltraciones en la represa consistían enuna serie de grietas verticales muydelgadas que recorrían el espacio entrelas piedras, debidas con frecuencia alnivel cambiante del agua, al calor del

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sol y, sencillamente, a la antigüedad dela presa. Era una sorprendente obra deingeniería civil, dado que habíasobrevivido sin reparaciones alrededorde un siglo.

Los habitantes de Tehama debieronde ser unos increíbles constructores enpiedra, y por cuanto yo sabía, seguíansiéndolo. Ravenna aseguraba quetodavía existían y que el mago mentaldel Refugio era uno de los suyos. Mepregunté por qué los thetianos habíanpreferido expulsarlos por su alianza conTuonetar en lugar de conquistarlos. Misancestros no habían tenido escrúpulospara conquistar, y la gente de Tehama

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parecía haber sido de lejos lo bastanteinteligente para desmantelar sus ardides.

Por segunda vez avanzamos demanera excepcional. No había dudaalguna de que acabaríamos en muy pocotiempo y no parecía en absoluto tandifícil como para requerir el serviciodel arquitecto imperial thetiano. Quienesnos habían antecedido en aquel lugareran los responsables del Salón delOcéano, el Aerolito de Tandaris y unacadena de impresionantes monumentosen las ciudades de Thetia. Sevasteos notenía nada que hacer allí.

Pero mientras trabajábamos,descubrí también un fallo en el

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razonamiento de Oailos. Sevasteos,como Biades, era sin duda un arquitecto.¿Por qué enviarlos entonces si elobjetivo era recuperar el tesoro? ¿Nohabría sido más eficaz mandar a lamarina con sus buzos entrenados y unagran experiencia en la búsqueda deobjetos hundidos? Se daba pordescontado que ninguno de los thetianosera un oficial de la marina fingiendo serarquitecto.

Aún no había resuelto el problema

cuando llegó la tarde. Evité la compañía

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de Oailos; no deseaba hablar con élhasta haber encontrado alguna respuestay me alejé también del resto del grupoen busca de cierta intimidad. Un salientede rocas se alzaba desde el terrenocomo la proa de un barco yéndose apique. Tenía unos cinco metros de alturay me senté justo en la cima con lamirada en el lago.

Los ocasos tropicales son muybreves y las montañas occidentalestapaban el horizonte al oeste, de modoque las antorchas que nos rodeaban eranla única luz. Apenas podía divisar desdeallí arriba el pequeño valle en forma detazón: los edificios, la playa y los

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únicos dos senderos que llevaban alexterior.

Y las estrellas. Ofrecían unespectáculo que no había cambiadorespecto al Archipiélago y mantenían sugrandiosidad donde estuviese. Vi unadelgada luna creciente (la otra seelevaría más tarde desde las montañasdel sur), pero, excepto ella, sólo eranvisibles las estrellas y las capas denubes con sus brillantes colores.

―Sigues siendo un soñador,¿verdad, Cathan? ―dijo una voz muycerca de mi espalda. Sorprendido, mevolví. Ni siquiera lo había oídoacercarse.

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―Los sueños son todo lo que tengo,Ithien ―respondí, alejándome de él―.Por otra parte, veo que a ti no te ha idonada mal.

―¡Oh! ¡Pues todavía sueño con unmundo mejor! ―repuso, sentándose amedio metro de mí―. Pero el mundo enel que tenemos que vivir es éste ytodavía guarda sorpresas para nosotros.¿Cómo has conseguido sobrevivir?

―Ocultando mi verdadera identidad―respondí, lacónico, sin deseos derevelarle demasiado―. No se meofreció la oportunidad de cambiar debando.

―Nadie te habría ejecutado si te

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hubieses rendido.―¿De veras? ―pregunté

impregnando mis palabras de tanto odiocomo pude―. No es la primera vez queoigo eso. Todos se empeñan en decirmeque, pese a ser un hereje convicto, unmago de los Elementos y unas cuantascosas más, me habrían perdonado lavida en caso de ser capturado.

―Se te perdonó en una ocasión―acotó Ithien con suavidad―. Hasnacido con mala estrella, Cathan, comoel resto de tu familia. Eres demasiadofuerte para aceptar el camino que a otraspersonas le gustaría que siguieses, perono lo bastante fuerte para desafiarlas

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con éxito.―¿Por qué molestarme en hacerlo?

¿No podría haber abandonado mi causaal principio de la lucha y aprovechar laprimera oportunidad que se me diesepara unirme al enemigo?

―No tienes ni idea de lo que estásdiciendo ―objetó Ithien. Su tono eratenso, pero no irritado―. Estoy vivo,gozo de buena salud y soy libre.Sobreviví a las purgas del emperador.¿Por qué piensas que eso es peor queresistirme y acabar como un montón decenizas?

―¿El emperador te permitió sin máscambiar de bando? ¿No sometió tu

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lealtad a ningún tipo de prueba?―He estado fuera de Thetia desde

la muerte de tu hermano, lanzado de uncargo diplomático a otro para ayudar alos embajadores. Tengo sin duda misperros guardianes. Pero lo único que aél le preocupa es el éxito final y,mientras yo le dé lo que quiere, el restono le importa.

―¿De manera que trabajar para esecarnicero no te plantea el menorproblema? ―pregunté mientras untorrente de odio contenido pordemasiado tiempo empezaba a salir a lasuperficie. Demasiados conocidos míoshabían acabado ardiendo en la hoguera,

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sometidos como penitentes o asesinadospor traición al Dominio. Ithien, sinembargo, había sobrevivido yprosperado. ¿Por qué?

―Trabajo para el imperio ―afirmóIthien―. Soy thetiano. Sin importarquién esté sentado en el trono, o inclusosi nadie lo está, mi deber es servir aThetia.

―¡Qué noble de tu parte!―exclamé, sin intención de darle elmenor respiro.

―En todo caso, qué sensato de miparte. No me gusta la idea de la muerte,la de nadie ni, mucho menos, la míapropia. ¿Qué habrías hecho tú en mi

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lugar?, ¿declarar Ilthys estadoindependiente?, ¿iniciar una revuelta ennombre de la Asamblea? Dímelo, ¿quéhabrías hecho?

Ithien era demasiado rápido y astutopara mí. Además, para ser honesto, yono tenía la menor idea de qué habríahecho en su lugar, pero me enervaba quehubiese traicionado a todos sus aliadosanteriores y trabajase para el haletitaasesino que ahora gobernaba Thetia.

―Por cierto ―prosiguió―, podríahaber huido y haberme escondido,lanzando cada tanto pequeños ataquesirritantes en la avanzada ycomportándome como un insignificante

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bandido, como han hecho muchos devuestros líderes heréticos. ¿Crees queeso habría sido mejor?

―Eso te habría traído mayoresdificultades, ¿verdad?

―Cathan, esto no tiene sentido. Si loque deseas es liberar tu ira en alguien,busca a otro; tengo mejores cosas quehacer. Vine a charlar contigo porqueeres alguien a quien creía muerto y queha resultado estar vivo, algo muy pocofrecuente en estos días. Lo contrario esmucho más común.

―De modo que has venido amantener conmigo una charla casual―lancé. Todavía no estaba preparado

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para dejarlo ir―. Quién sea yo te tienesin cuidado.

―Quién eres tú tiene muchaimportancia, no intentaré hacerte creerotra cosa. Cuando nos conocimos, hacemucho tiempo, tú defendías todo lo queyo detestaba. El trono imperial, lasangre real... ¡Por todos los cielos,incluso te odiaba porque eras la pruebaviviente de que no todos los de tufamilia eran desquiciados y viciosos!

Ahora hablaba muy de prisa y suspalabras casi se topaban unas con otras.No dije nada, esperando oír algorevelador. Quizá mi actitud fuese cínica,pero siendo un esclavo se trataba del

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único modo de sobrevivir.―Para mí, es como si hubieses sido

transportado en el tiempo desdeentonces. Sólo ahora he comprendidoque hay cosas que odio más que lamonarquía. ―Se encogió de hombros―.Y volver a verte ―continuó― me harecordado el día de nuestro primerencuentro en Ilthys, la última ocasión enque todos mis amigos estaban todavíavivos. Desde entonces cada uno de ellosha cambiado... o ha muerto.

―¿Es eso lo que represento para ti?―pregunté con el orgullo obnubilandomi sentido común.

―No, la verdad es que me gusta

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verte. Y el hecho de que estés aquíimplica también que a partir de todoesto ―dijo señalando el campo y lapresa― vendrá al menos algo bueno. Novoy a abandonarte aquí... ¿cómo podríahacer tal cosa? Le debo a alguien unadeuda muy antigua y se la pagaré inclusosi todos los sacerdotes del mundo seinterponen en mi camino.

Sabía a quién se refería sinnecesidad de que mencionase sunombre, pero a la luz de la antorcha nopude distinguir la expresión de su rostropara sacar alguna otra conclusión.

―¿Viva o muerta?―Palatina está viva, Cathan. Te lo

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aseguro.Entonces se puso de pie, posó por un

segundo una mano sobre mi hombro yagregó:

―Al contrario que yo, ella nunca hadudado que tú también estarías vivo.

Era demasiado para asimilarlo.Sentí que mi corazón se expandía depronto hasta llenar todo mi torso,latiendo de forma salvaje eincreíblemente veloz.

Volví a aprender el significado de laesperanza.

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CAPITULO VII

Los pasos de Ithien se perdieron enla distancia, dejándome solo en la cimadel saliente rocoso, solitario en unmundo que de pronto parecía otra vezdigno de ser vivido.

En algún punto perdido entre lasislas sin conquistar, Palatina caminaba yrespiraba bajo las mismas estrellas, ocuando menos el mismo cielo, porquepodría estar en el otro hemisferio. Yquizá con ella estuviesen otrossupervivientes de los ataques y de losinquisidores, otros amigos que yo habíadado ya por perdidos.

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«No voy a abandonarte aquí.»¿Realmente sus palabras significabaneso?, un favor que le debía a Palatina?Ella, que había sido su más antigua eíntima amiga, quizá incluso más si esque ella podía permitirse tal cosa. Porotra parte, había sido agradable queIthien afirmara eso allí, en las salvajestierras de Qalathar, pero... ¿podríacumplir con su promesa?

Por otra parte, yo no estaba enabsoluto más cerca de la verdad.

Mi mente vagó a la deriva de nuevo,dejando a Ithien de lado paraconcentrarme en Palatina. Mi brillante yenérgica prima Palatina, que nunca había

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dudado de sus lealtades. La recordé enla espaciosa casa de Hamílcar enTaneth, junto al mar moteado por el sol,en los bellos bosques del Archipiélago,en el jardín del palacio de Ithien enIlthys. Incluso en invierno había sidohermoso.

Recuerdos que formaban parte de unmundo que apenas había visto en losúltimos cuatro años, un mundo que meparecía casi mítico estando sentado ensoledad ante los acantilados de Tehama,recordando qué bonito había sido esepasado. Incluso los peores momentos demi antigua vida parecían mejores que elpresente.

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Miré ciegamente hacia el abismoque se abría a mis pies, fijando los ojosen dos puntos de luz amarillenta situadosen la costa más lejana, preguntándomecómo era posible que hubiese gente allí.

Si Ithien era bienintencionado en supromesa de llevarme a casa, ya no habíaotra cosa que desease hacer en aquelmomento más que marcharme de Tehamay encontrar a Palatina. Dar con mi primay las personas que sin duda se habríanunido en torno a ella, encontrar lasruinas de mi vida pasada y conocer lasmaquinaciones de los que me veíancomo un títere de sus propias luchas porel poder. Sólo que para entonces muchos

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de ellos estarían muertos y el mundo quehabían conocido se estabatransformando gradualmente por elimpío poder de Sarhaddon y su ordenvenática hasta resultar irreconocible. Enla siguiente ocasión oí los pasos y supequién se acercaba al ver su siluetarecortada contra las ventanas iluminadasde las cabañas.

―¿Te dijo por qué se manteníainactivo? ―preguntó Vespasia, peropronto su tono cambió y noté lapreocupación en su voz―. Cathan, ¿quésucede?

Levanté la mirada hacia ella. Mesentía al borde del llanto, aunque no

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sabía bien por qué.―¡Palatina está viva, Vespasia!Por un momento me miró absorta,

con incredulidad. Luego sonrió con lasonrisa más amplia y sincera que yo lehabía visto en mucho tiempo. Vespasiaconocía a Palatina sólo de oídas, por sureputación como símbolo delmovimiento republicano y como lainfame líder de las fuerzas heréticas queaún atormentaban al Dominio en susconfines.

―Entonces el Dominio todavía noha vencido ―dijo Vespasia―. De algúnmodo, aún tenemos una oportunidad... ytú no deberías estar aquí y

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desperdiciarla, te necesitan, Cathan.―¿Realmente lo crees así?―Por supuesto. Necesitan de toda la

ayuda que se les pueda brindar. LaInquisición no ha terminado con laResistencia, por mucho que lo hayaquerido. En general, todos los rebeldesdestacados consiguieron escapar y túestás entre ellos.

No dije nada de la promesa deIthien, pero la certeza de Vespasiaparecía absoluta. Ella era comoPalatina, siempre segura de sí misma,sin las indecisiones que siempre habíanminado mi camino. Aquella noche, encambio, mi mente había reaccionado con

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resolución en el momento en que Ithienme había hablado.

―¿Qué son esas luces a lo lejos?―preguntó Vespasia, cuyo rostro habíarecuperado de pronto la seriedad―.Nunca había estado aquí arriba y es laprimera vez que las veo.

Seguí con la mirada la dirección queapuntaba su dedo, hacia las lucesgemelas que había notado hacía poco, yque en mi opinión se habían movido:estaban mucho más hacia la izquierda,más cerca que antes de la presa.

―No tengo ni idea ―respondí.Pensándolo bien, las luces estabandemasiado próximas al agua para

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provenir de una cabaña. No recordabahaber visto edificios allí debajo alobservar la zona a la luz del día. Quizáel brillo del sol los hubiese velado.

Clavamos los ojos en las lucesdurante un minuto. Eran bastante tenuespero muy firmes para provenir deantorchas. Debían de ser, por lo tanto,lámparas de leños, algo nada habitual enTehama.

―No hay duda de que se mueven―advirtió Vespasia momentos mástarde―. Entonces ha de ser un bote.Pero ¿qué está haciendo allí abajo?¿Crees que hay poblados en el cañón?

Recordé la advertencia de Oailos.

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Nada allí arriba era lo que parecía, y lade Vespasia era una explicacióndemasiado lógica. ¡Por todos losElementos! ¡Me estaba volviendoparanoico!

Al poco desapareció una de lasluces, luego la otra, dejando el abismonuevamente a oscuras. Para entoncescasi toda la gente se había ido a dormir.Pero a pesar de que me envolví en lamanta y cerré los ojos me llevó bastantetiempo conciliar el sueño.

Durante la pausa del mediodía

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siguiente hablé con Emisto y descubrí lopoco que sabía él de Ithien. El ingenierono tenía idea de cuándo o por qué Ithienhabía cambiado de bando. Nunca lohabía visto antes de que llegara conSevasteos y una orden imperial parareclutar a toda la gente que pudieseservir para el proyecto de la represa. Alparecer, Ithien pertenecía al cuerpopersonal del emperador, y la ordenimperial le confería su actual autoridad.No pude preguntarle a Emisto muchomás sin correr el riesgo de serexageradamente inquisitivo.

Durante los días siguientes nosmantuvieron demasiado ocupados para

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que mis pensamientos pudiesen divagarcon libertad. Bajo la insistente presiónde Sevasteos, el trabajo en la represamantuvo su ritmo. Hacia la octavajornada completa ya habían sidoreparadas en su integridad cinco de lasseis grietas, con el hormigón aplicado ylas placas metálicas debidamenteajustadas.

El resultado fue que casi todos losesclavos trabajaban ya en la sexta yúltima grieta cuando Shalmaneserapareció acompañado de un visitantecuya mera presencia pareció enfriar elcálido sol del mediodía.

Esa grieta como todas las demás se

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extendía a lo largo hasta el mismísimoparapeto. Yo estaba supervisando lacolocación de las placas metálicascuando oí el sonido de los cascos yaparecieron ante nosotros cuatrohombres bajando por el último tramo delcamino. Oí la respiración agitada de losque estaban a mi alrededor cuandovimos al tercero, justo detrás deShalmaneser. El zumbido de laconversación se apagó de pronto.

―¡Buitre! ―murmuró Oailos entredientes mientras hacía con la mano laseñal contra el mal (un signorelacionado con la diosa de los Vientos,Althana).

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―¿Qué está haciendo aquí?―susurró alguien más. Era como si unmanto de miedo se hubiese abatido depronto sobre todos.

Mientras los jinetes desaparecían denuestro campo visual por un instante trasun saliente rocoso, alguno aprovechó laoportunidad para advertir a los hombresque trabajaban en el agua. Mantuve lacompostura y me arrodillé en el sueloenfrentando mi rostro al muro,comprobando por segunda vez si lasplacas que colocábamos eranresistentes.

―Abrid el paso a su reverencia elinquisidor Amonis, representante de su

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gracia el exarca del Archipiélago―pronunció una voz, y la gente se hizo aun lado como si el centro del sendero sehubiese vuelto de pronto demasiadocaliente para pisarlo.

¿Amonis? Sentí un escalofrío deterror. Por el amor de Thetis, ¿por quése habían vuelto a cruzar nuestroscaminos?

No había manera de alejarme de él.Me volví hacia el grupo que seaproximaba e incliné la cabeza tantocomo pude, hasta casi tocar las piedrascon la cara. Los demás hicieron lomismo.

―Continuad con vuestro trabajo

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―dijo una voz seca en una lengua delArchipiélago despojada de todo acento.Se trataba de una grotesca parodia delidioma, ya que, al igual que el thetiano,esa lengua poseía una tonada musicalque dependía de la inflexión de la voz.Era, por otra parte, una voz que meresultaba familiar.

No fue necesario que repitiese laorden, pues el temor que llevaba dentrode mí se había despertado con creces.Me puse en pie con tal velocidad que laspiedras del suelo me rascaron la de pielde las rodillas.

La túnica del inquisidor me rozó unapierna mientras avanzaba junto a

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nosotros, y ese contacto fue suficientepara comprobar lo áspero y grueso queera el material con que estaba hecha. Noquise ni imaginar qué incómoda seríacon ese tiempo.

A unos metros de mí, el inquisidorse reunió con Sevasteos e Ithien, quedebieron de llegar desde el otro extremode la represa, pues ninguno de los dosestaba cerca la última vez que habíaechado un vistazo. Eso quería decir,concluí, que no habían sido advertidosde la visita.

―Dómine Amonis, no teníamos ideade que vendrías ―dijo Sevasteos.

Por el rabillo del ojo vi cómo ambos

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se inclinaban con una rodilla en el suelopara que el inquisidor les murmurase subendición. Amonis llevaba cubierta lacabeza, así que no podía ver de él másque la túnica negra con rayas blancas yla forma puntiaguda de su capucha.

Cuando los thetianos volvieron aponerse de pie, sus rostros estabanestudiadamente serios.

―No es culpa vuestra ―repuso elinquisidor―. Mi colega y yo hemos sidoenviados por el exarca obedeciendo lapetición del dómine Shalmaneser. Creoque no conozco vuestros nombres.

Ithien y Sevasteos se presentaron.Como lo conocía, pude descifrar en el

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tono de la voz de Ithien que era presa deun profundo nerviosismo. Pero ¿cuál erael motivo? ¿Por qué habría de temer unleal servidor del emperador a un lealservidor del primado?

Me pregunté quién sería el «colega»al cual se había referido. Lo mismo hizoSevasteos en voz alta, aunque de modobastante prudente.

―Al dómine Shalmaneser lepreocupa que esta gran oportunidad dereparar la represa no sea aprovechada almáximo ―señaló Amonis―. Hasolicitado la presencia de varioshombres para examinar la estructuraíntegramente, un importante desafío para

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la ingeniería. Sin embargo, la peticiónha recaído en el exarca, quien en suinfinita sabiduría propuso una soluciónalternativa.

Shalmaneser cambió ligeramente deposición, ocultando a mi vista el rostrode Ithien.

―Así que he traído conmigo a unamaga de los Elementos capturada por unhermano. Ella hará retroceder las aguasdel lago de la represa para que vosotrosy vuestros supervisores podáis realizaruna plena inspección...

―Eeee... eso es muy amable departe de su santidad ―tartamudeó elarquitecto―. Es muy amable de su parte

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permitirnos hacer eso. ¿Existe algúnmodo de que podamos retribuirle sugenerosidad?

―Empleando su dádiva consabiduría y en servicio de Ranthas―repuso Amonis―. Mi séquito y yonecesitaremos de albergue durantenuestra estancia. Cuatro paredes y untecho serán más que suficientes.

―¿Y la maga? ―interrogó Ithien.―La maga cuenta con un

manipulador, un mago de la menteencargado de evitar que ella vuelva suspoderes destructivos contra losverdaderos creyentes. De todos modos,será necesario un sitio seguro para

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confinarla.La idea de que hubiese una maga

cautiva ya era lo bastante mala, y lasúltimas palabras de Amonis mecausaron un terror intenso. Los magosmentales eran peligrosos, sobre todoporque podían llegar a detectar lapresencia de magos ocultos.

Como yo.Sevasteos dio órdenes, instando a

más de una treintena de esclavos de mizona a abandonar sus tareas paraacondicionar las habitaciones para elinquisidor y su séquito, y la prisión parala maga cautiva. No me cabía duda deque debía de haber conocido a esa mujer

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en uno u otro momento, sobre todoteniendo en cuenta qué pocos éramos losmagos de los Elementos incluso antes deque muchos cayesen a causa de laspurgas.

Sevasteos e Ithien condujeron aAmonis y su gente en un recorrido por larepresa, y pasó mucho tiempo antes deque ninguno de nosotros volviera a abrirla boca.

―Parece que se lo toman en serio―señaló Pahinu, cuyo aspectorecordaba al de un aterrado roedor―.¿Qué sucedería si encontrasen algo?

―¿Qué ocurriría si el inquisidordecidiese asegurarse de que todos

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nosotros compartimos la verdadera fe?―añadió otro hombre―. Ya he vividosituaciones así y, creedme, no es nadaagradable.

―No, lo que quiero decir es siestaremos aquí siempre ―dijoPahinu―, trabajando a unos treintametros de profundidad en una presaprovisional.

―Lo haremos de todos modoscuando traigan a la maga ―afirmé―.Nos encargarán los trabajos pesados odesagradables.

Quienquiera que fuese ladesafortunada maga, la Inquisiciónhabría quebrado su espíritu y la habría

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despojado de su voluntad.La tenían en su poder, pues de otro

modo era inexplicable que lepermitiesen salir de la Ciudad Sagrada.

―Pensé que los magos eranejecutados ―sostuvo el segundo sujeto.

―No todos.Les lancé una mirada de advertencia

cuando oí el sonido de más personasacercándose por el sendero.

Una hora después seguíamos

trabajando allí y estábamos cerca deacabar cuando se aproximó el resto del

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séquito del inquisidor. Eran personascasi tan irritantes como lo había sidoAmonis: cuatro hombres vestidos contúnicas carmesí y espadas en la cintura ycon las caras cubiertas salvo por unpequeño orificio en los ojos. Incluso laarmadura que llevaban estaba pintada derojo.

Los sacri, los sagrados, soldados dela fe.

Fanáticos asesinos, individuosresponsables de los peores excesos dela cruzada ocurrida treinta años atrás, almenos en lo que respecta a brutalidad.Los sacri no participaban en saqueos,pillajes o violaciones. Sencillamente

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quemaban y masacraban.En el centro de la guardia sacri

había un thetiano barbudo con túnica ycapucha negras y un martillo en lacintura. Apenas era más alto que la magacautiva que llevaba encadenada. Sellamaba Memnón y pronto supe que noera thetiano de veras; Ravenna me habíainformado en el Refugio de que proveníade Tehama. Sin embargo, tan prontocomo vi a la cautiva, medio ocultadetrás de él, Memnón dejó de existir porcompleto para mí como si fuese unobstáculo.

Entonces, mientras mis ojos pasabandel rostro del mago al de ella, todo

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cambió. Sentí algo parecido a quechupasen de una sola bocanada todo elaire que había dentro de mi cuerpo, y lagarganta se me estrechó demasiado pararespirar. Debí de palidecer porcompleto, y por el rabillo del ojo vi aVespasia moverse con violencia y luegovolver la mirada.

«¡No, por todos los Elementos!¡Oh,Thetis! ¿Por qué has permitido algoasí?», grité en silencio y volví tambiénla cara contra la pared de manera quenadie pudiese reconocerme. Durante unmomento apoyé la cabeza contra elmuro, sin intentar reanimarme, sinapenas respirar. De toda la gente, de

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todas las cosas que podían habersucedido entonces, aquélla era la peor.Memnón la había traicionado, habíatrabajado todo el tiempo para elDominio. Ella había confiadodemasiado ciegamente en la lealtad deMemnón hacia Tehama y en su rechazo ala Inquisición.

El dolor en el pecho era tan fuerteque hubiese querido clavarme allí unpuñal, sólo para librarme de él, pero erasólo el estómago, asimilando unaemoción imposible de especificar.Permanecí aplastado contra el murohasta que pasaron de largo, sintiéndomedemasiado vulnerable a causa de esas

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sensaciones, que, era consciente, sepodían leer sin dificultad en mi rostro.

La confiada calma que habíamostrado desde que Ithien me habló dePalatina se esfumó como si jamáshubiera existido. Era aún peor que si lacautiva del mago hubiera sido Palatina(aunque la magia en ella era sólolatente), ya que Ravenna era la únicapersona que significaba para mí más quePalatina.

En todo ese tiempo yo la habíacreído a salvo con su pueblo, desde elmismo momento en que la había ayudadoa escapar del Refugio para que fuese acontactar con Memnón, y me había dado

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en el proceso una salvaje reprimenda.Entonces estaba seguro de que Ravennaregresaría a buscarme con la ayuda desus solitarios amigos para concluir loque habíamos comenzado cuatro añosatrás.

Lo más probable es que ella nuncallegase a pisar Tehama. Memnón debióde echársele encima en Thetia o duranteel viaje, antes de que alcanzase el sueloseguro de la meseta que habíaabandonado hacía diecisiete años.Llevaba casi un año prisionera delDominio, y quién sabía lo que le habíanhecho.

Al pasar a nuestro lado, Ravenna no

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miró a nuestro grupo, como si no fueseconsciente siquiera de nuestra presenciamientras caminaba encadenada junto almago mental como un ave con las alasrotas.

Debía de quedarle, sin embargo,algún resto de energía vital, pensé, puesde otro modo no andaría encadenada.No era la primera vez que yo veía unmago cautivo, y por lo general quedabanconvertidos en dóciles autómatas, con elespíritu aplastado hasta el punto de quelos sacerdotes no precisabanencadenarlos. Lo consideraban unaevidencia de la fuerza de voluntad deRanthas.

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Por otra parte, ¿por qué la habíanllevado allí? Ravenna era una prisionerade increíble valor, la faraona deQalathar, y lo primero que se me habríaocurrido es que la hubiesen utilizadocomo gobernante títere. Además, eramaga del Aire, mientras que lo que losinquisidores requerían era sin duda unmago del Agua, aunque tampoco estabademasiado seguro de eso, pero no teníaimportancia.

Nada podía cambiar la realidad deque estaba prisionera del Dominio. Erauna muerte en vida igual de terrible quela esclavitud, y en especial para alguientan vital como Ravenna. Y con el mago

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mental allí presente, yo no teníaesperanzas de actuar, pues podíacontrolarme con tanta efectividad comoa ella. Semejante circunstancia se mehacía intolerable, y el dolor de verla enese estado no hacía más que empeorarlas cosas.

―¿Cathan? ―me dijo Vespasia, quese había acercado para ayudarme en eltrabajo.

―¿La has visto? ―tartamudeé,intentando respirar con normalidad. Lagarganta seguiría doliéndome durantehoras.

―Sí. Pero mejor hablaremos de esomás tarde. Ahora debemos terminar el

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trabajo. Sevasteos no está de buenhumor y descargará su enfado contracualquiera que se le ponga delante.

―En otras palabras, poneos enmovimiento ―añadió alguien másrompiendo la tensión.

Sevasteos estaba de un humor de

perros, pero hacía enormes esfuerzospara no demostrarlo. Cuando el sol seestaba poniendo, ordenamos losmateriales y emprendimos el camino deregreso hacia las cabañas, dondedescubrimos que las «cuatro paredes y

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un techo» del inquisidor implicaban elmejor hospedaje del lugar. Por muchoque en teoría tuviesen idéntica jerarquíaque los sacerdotes de cualquier otraparte, estábamos en el Archipiélago y lagente del Dominio estaba por encima detodas las autoridades seculares conexcepción del virrey. E incluso laautoridad de éste era más o menosnominal.

De modo que los arquitectos y losingenieros habían descendido un rangodebiendo rebajarse a la indecibleindignidad de compartir habitaciones(Ithien con Sevasteos; Emisto conBiades y Murshash). Otra de las mejores

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cabañas se había reservado para elmago mental y la cautiva a su cargo.Oailos me había dicho que él y algunosmás habían construido a toda prisa unajaula de madera en un rincón de la sala.Vespasia le había contado algo, pueshabía en su voz una contenidacompasión.

El ambiente fue muy diferente esanoche. La gente se sentía menosinclinada a hablar y con frecuencia lasmiradas se clavaban en los dos edificiosque ocupaban los recién llegados. Niuna sola persona se refirió al inquisidorsalvo con profundo desprecio, pero a mítodos los comentarios me eran

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indiferentes. Amonis no perdió el tiempo. A la

mañana siguiente, nada más amanecer,nos reunieron en el espacio abierto másamplio que había para que el inquisidory un Sevasteos de aspecto fastidiado nosinformasen de lo que estaba sucediendo.En un lado, con las muñecas y lostobillos encadenados y un tosco vestidogris y sandalias, Ravenna parecía másuna prisionera condenada que cualquierotra cosa. En especial estando detrás delmago mental que la custodiaba, con sus

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rasgos angulares. El mago iba todo denegro, como era tradicional, y recordabala figura de un verdugo. El hecho de quetambién él hubiese venido hacía lasituación más insultante y, en mi caso,más peligrosa.

Tuve que contener con fuerza losdeseos de lanzarlo al lago y hundirlobajo el agua, manteniéndolo vivo sólo eltiempo necesario para que se enterasedel motivo por el que moría.

―La cuestión es muy simple―anunció Sevasteos―. La maga haráretroceder las aguas de la represa variosmetros, produciendo un descenso levede la profundidad. Emplearemos las dos

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balsas y prismáticos y revisaremos lasuperficie de la presa en busca de másgrietas. Ignorad todo lo que sea tan sóloerosión.

―La represa estará cubierta dealgas y barro cuanto más nosaproximemos al fondo, dómine ―señalóEmisto―. ¿Cómo esperáis que veamos através de esas capas?

―La acción de retirar agua deberíafregar la superficie hasta limpiarla,ingeniero ―sostuvo el inquisidorenfrentando a Emisto con su rostroinescrutable―. En caso contrario, yaencontraremos otros métodos queemplear. ―Entonces alzó un poco la voz

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y se volvió hacia nosotros―: Murshashy yo nos subiremos con vosotros en lasbalsas, uno en cada una, para asesorar alos ingenieros.

De modo que Ithien y Shalmaneserpermanecerían en la cima, junto a lossoldados haletitas y todos los esclavosque no se requiriesen en las balsas.

―El libro de Ranthas censura lautilización de poderes malignos―explicó Amonis con la mirada fija ennosotros―. Las miserables criaturas quelos empleen pagarán la máxima pena porsus crímenes cuando tras la muerte seenfrenten al ardiente infierno de Ranthaspara quemarse en agonía durante toda la

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eternidad. Con todo, a veces los poderesdel mal pueden usarse con un buen fin ypor eso ahora le suplicamos a Ranthassu misericordia.

Bajamos la cabeza para querealizara su plegaria, una plegaria quenunca había oído con anterioridad peroque sonó totalmente corriente ycanónica.

―Ranthas, Señor del Fuego, origende la vida, te suplicamos que nosperdones esta utilización de bajospoderes en nombre de la seguridad detus fieles y la preservación de tumensaje. Pues mientras tu fuego sigaproporcionándonos vida debemos

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trabajar también para preservar esa viday volver las fuerzas del mal contra símismas para tu mayor gloria.

Mi suerte, que sin duda habíaempeorado tras la llegada delinquisidor, se volvió más negra todavía:ante mi absoluto terror, fui asignado a labalsa tripulada por Sevasteos y elinquisidor. ¿Por qué, en nombre deThetis, tenía que venir con nosotros esehombre? ¿Por qué no podía comportarseigual que cualquier inquisidor y permitirque sufriesen todos los demás? Eraobvio que me reconocería, estaba segurode ello; sólo era cuestión de tiempo.

Hasta que el mago, que estaba de pie

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en el parapeto, no elevó las manos, noocurrió nada fuera de lo normal. Dosbalsas flotaban en el lago, inmóviles porla ausencia de viento, mientras unaspocas figuras esperaban fuera.

Nuestra balsa medía apenas cincometros de largo por tres de ancho yllevaba una protección de sogarodeando su perímetro. Todos nosotros,con excepción de Sevasteos y Amonis,íbamos aferrados a cubierta con sogasalrededor de nuestras cinturas. Me sentéen la proa sosteniendo un remo,completamente mojado, pero no memolestaba en absoluto. Al menos notenía que mirar a Amonis de frente.

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Fui el único del grupo que sintió elmomento exacto en que Ravennacomenzó su hechizo, pues sentí unfamiliar cosquilleo en la piel. A mialrededor, los aprensivos rostros de losdemás esclavos tenían los ojos clavadosen la línea de costa.

El proceso se inició de forma casiimperceptible: una leve masa de aguaperfilándose a nuestras espaldas fuecreciendo hasta convertirse de pronto enuna barrera, como si fuese un panel decristal extendido con diferentes nivelesde agua a cada lado. Y a continuación unbulto, detrás de la barrera, a medida queel agua era extraída de la represa.

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Oí el sonido profundo de alguienrespirando, luego un murmullo deasombro y una maldición. La mafiaestaba en plena actividad. ¿Cuántotiempo podría mantenerlo y en quémedida? Hasta entonces no me habíapuesto a pensar qué cantidad de poderera necesario para mover semejantecaudal de agua, incluso para alguiendotado de la magia del Agua. Cientos,miles de toneladas de agua se elevaroncolina arriba desde donde nosencontrábamos, y una muralla de aguaazul crecía metro a metro detrás denosotros. Ravenna estaba empleandotambién el Aire. Lo sentí por la pesadez

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de los hombros y porque existía una levedistorsión en el cielo, justo sobre ellago, un espacio libre de aves.

―Ranthas nos protegerá y nosguardará ―dijo el inquisidor con calma,concentrando la vista en uno de lasesclavos más aterrorizados―. Tútrabajas en su nombre.

El hombre asintió febrilmente. Oíuna serie de secos crujidos recorriendoel frente de la represa a medida que losandamios, ahora no apoyados en el agua,caían contra las sogas recién reforzadas.El muro de agua cada vez más inmensoque se erguía detrás de nosotros medíaya unos siete metros. En el lado opuesto,

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la oscura piedra de la represa, oculta ysumergida durante más de dos siglos,aparecía a la luz casi por completo.

Sentí un frío intenso en la boca delestómago. Esto no estaba bien.Forzábamos demasiado las leyes de lanaturaleza y, tarde o temprano, sin duda,algo tendría que quebrarse. Ése no era elobjetivo de la magia. Se suponía quedebía emplearse para inclinar lasfuerzas que no comprendíamos a nuestrofavor. Pero ahora nos encontrábamosante algo muy distinto. Y yo no tenía lamenor idea de dónde había aprendidoRavenna a lograrlo; trabajaba sobre unorden de magnitud completamente

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alejado de cuanto estábamos habituadosa hacer.

Incluso Sevasteos parecía nervioso,pero mantuvo la composturamordiéndose el labio.

―Empezad a buscar las grietas―ordenó―. Alineaos a lo largo de laorilla y luego retroceded hasta quepodáis.

De modo que formamos una hilera,cosa nada sencilla avanzando contra lascorrientes creadas por la imposibilidadfísica de la que éramos testigos. Loscuatro hombres del centro de la balsa,dos de los cuales estaban equipados conprismáticos, comenzaron a revisar las

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paredes de la represa.Estábamos ya a diez metros por

debajo del nivel del agua, que ya sedrenaba mucho más lentamente parapermitirnos examinar cada milímetro dela represa desde las dos balsas. Eracomo estar en uno de los desfiladerosque había visto en las montañas deOcéanus, un gran túnel oscuro conparedes alzándose a ambos lados porencima de nosotros e impidiendo el pasode la luz. Estábamos totalmente aoscuras casi desde el mismo instante enque iniciamos el descenso.

Comprobé con satisfacción que aúnno se había detectado ninguna grieta

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grave. Esperaba, de hecho, que noencontrase nada grave, ninguna excusapara retenernos allí durante otros seismeses o un año. La fecha final habíaparecido bastante cercana hasta lallegada de Amonis y su cautiva.

El poder que Ravenna estabacanalizando era suficiente para que elhormigueo de mi cuerpo fuese casi unapicazón, un malestar que no podíaignorar. ¿Qué sucedería si el inquisidorse daba cuenta?, ¿Lo interpretaría comolo que en realidad era? Rogué que tansólo pensase que me sentía tan infelizcon lo que hacía como cualquiera de losdemás.

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―¿Se puede construir unacontención para la presa a tantaprofundidad? ―preguntó el inquisidor aSevasteos, que estaba a unos diecisietemetros por debajo del parapeto.

El arquitecto hizo un tenue gesto denegación con la cabeza.

―Se necesitarían equipossubmarinos adecuados: rayas marinasdotadas de sistemas de reparación,burbujas de construcción, trabajadoresque sepan con exactitud qué es lo queestán haciendo... Seria una larga tarea ynada sencillo conseguir todo eso ytraerlo aquí.

―El tiempo no tiene importancia,

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arquitecto ―indicó con agudeza elinquisidor―. Lo que interesa es quédaño se hará a la causa de Ranthas y a lapreservación de la ortodoxia. Se te haexplicado repetidas veces lo importanteque es la represa. Su majestad imperialvalora su supervivencia tanto como sugracia el exarca. Si su mantenimientorequiere los elementos que hasespecificado, los obtendremos, delmismo modo que podremos conseguir unarquitecto lo bastante comprometido consu deber hacia Ranthas.

―¿Me acusas de negligenciaprofesional? ―preguntó Sevasteos conlos ojos ardientes de furia.

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―Tu determinación por asegurartede que la represa quede en perfectascondiciones no me parece lo bastantefuerte. Se me informó de que te hasopuesto a la decisión de solicitar ayuda.

―Me parecía que inspeccionar lossectores inferiores de la presa seríamucho más complicado de lo que resultó―argumentó Sevasteos―. Nocontemplé como solución la utilizaciónde magos heréticos y poderesdesconocidos.

―Es preferible dejar talessoluciones en manos de los que sabencontra qué se está combatiendo ―señalóAmonis con un destello en la mirada―.

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La escoria herética de cuyos serviciosnos estamos valiendo brindará un bien almundo al menos una vez en toda sumiserable existencia. Al contrario que elresto de su gente, debo añadir.

―No fui informado de que fueseis acomenzar una nueva purga ―dijoSevasteos, cuyo tono de voz se habíasuavizado de pronto―. Después detodo, ya has estado en contacto con másherejes de los que jamás pensaste quehubiese en el Archipiélago. ¿Cómo esposible que se te escapase alguno?

―La herejía es siempre unaamenaza ―dijo Amonis convehemencia―. A pesar de los mejores

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esfuerzos de mi orden, aún existenquienes se sienten atraídos por losmalvados designios heréticos e intentande forma permanente conseguir ayudaexterior. Capturamos a la maga y a otrosde su calaña alentando a variosdisidentes, y los que hemos consultadonos han dado información valiosa.

«Los que hemos consultado.» Eleufemismo inquisitorial para losinterrogatorios... o las torturas, puespara los inquisidores ambos eranindiferentes. De algún modo, pese ahaber sido capturado en más de unaocasión, me había librado de sertorturado. Sin embargo, hubiese

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preferido haber sufrido yo todo lo quehabía padecido Ravenna. Sus palabrassólo profundizaban mi desdicha y lasensación de culpa por su captura que yaexistía en mí. Debí de haber sospechadoque Memnón no era de fiar, que poralgún motivo había pasado a servir alDominio. En palabras de Ravenna,Memnón era un viejo amigo, hijo de unalto oficial de Tehama, y jamás latraicionaría.

Bajé la mirada hacia la malolienteagua verdosa como si de susprofundidades pudiese provenir algúntipo de ayuda, como un kraken queemergiese para poner fin a la odiosa

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existencia de Amonis. Y a la del magomental, para el que acabar devorado poruna criatura marina sería un finalapropiado.

¿Qué importancia tenía? No podíaresistirme a ellos. No había nada quepudiese hacer con la única compañía deunos pocos maltrechos esclavos y unmago mental evitando que emplease mimagia. La aparición de Amonis y elsiniestro Memnón sólo reforzó nuestrasensación de que algo extraño sucedíaallí. Y la tensión entre Amonis y losthetianos abría una pequeña ventana a laespeculación, pues aunque yo noconfiaba en Ithien, era mucho más que un

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mero enemigo.―¿Entonces ya habéis sido capaces

de borrar las fortalezas heréticas de lafaz de los mares? ―disparó Sevasteosjugando al límite con la paciencia delinquisidor. El arquitecto superaba enrango a Amonis, pero no por mucho.Además, el emperador era más o menoscontrolado por sus consejeros delDominio. No existía ninguna posicióntan alta ni tan segura de la que fueseimposible caer. Ni siquiera la delemperador, como mi hermano habíaaprendido.

―Es sólo cuestión de tiempo―afirmó Amonis, confiado―. El

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Archipiélago ya es nuestro y tenemostodo el tiempo del mundo para destruircualquier resistencia.

―Espero que tu fe esté bienjustificada ―dijo Sevasteos.

―¿Es aquello de allí una grieta?―fue la respuesta de Amonis.

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CAPITULO VIII

Lo que los agudos ojos de Amonishabían divisado era, de hecho, unagrieta. La primera de muchas. En cadaocasión que divisábamos una, debíamosremar hacia ella hasta que la balsaestuviese tan cerca de las rocas de larepresa como nos atreviésemos.Entonces Sevasteos y Emisto laexaminaban con todo detalle. Medescubrí rogándoles en silencio que sediesen prisa, pero bajo la atenta miradadel inquisidor, se veían obligados a sermeticulosos.

Allí debajo el paisaje era como de

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pesadilla, rodeados de un lado por uninmenso muro de piedra cubierto dealgas y, del otro, por una imposiblemuralla de agua de veinte metros dealto: una barrera azul sólo iluminada enlo alto y con formas ocasionalesmoviéndose en su interior (era como siel lago se hubiese concentrado en uno desus lados).

―Son superficiales, su reverencia―informó Sevasteos irritado trasinspeccionar la séptima o la octava quehabíamos encontrado―. No se extiendenmás que unos pocos centímetros yapenas son lo bastante anchas pararepararlas.

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―Hay grietas en la represa, ¿quiénpuede asegurar que no se agranden?―dijo Amonis.

―Existe algo llamado desgaste,hermano Amonis. Nadie ha hecho antesotra obra semejante e ignoramos cómoha de ser el fondo de una represa trasestar doscientos años bajo el agua.

―¿Y debo suponer que todosvuestros grandes monumentos puedendurar para siempre sin reparaciones?Seguro que no. El Salón del Océano sederrumbaría si lo dejaseis sin cuidadosdurante un tiempo semejante.

―No hemos realizado ningúncambio en la cúpula durante doscientos

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cincuenta años. Las reparaciones quellevamos a cabo son sencillamente paramantener su buen aspecto y preservar sugrandeza.

―Esta presa no se encuentra aquípara mostrar grandeza ―lanzóAmonis―. Su función es evitar que ellago se seque y perdamos las tierras decultivos. Quizá eso no os importe, peroMurshash tiene buenos motivos parapreocuparse. Recomendaré a missuperiores que consigan todos losequipos necesarios para una reparaciónapropiada. Estoy seguro de que enTandaris podremos encontrar todo loque se necesita.

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―Todo, excepto la experienciaprofesional.

―Creo que tienes la autoestimademasiado alta, Sevasteos ―sentencióAmonis con dureza―. Vuestras tierrasaún no se han recuperado de sudecadencia. Pasará todavía muchotiempo antes de que quede limpia delúltimo resto de mala hierba.

―Quieres decir, antes de que seconvierta en una dictadura militarpropiamente dicha. ―La ira deSevasteos superaba ya su sentidocomún―. Qué pensamiento tanagradable.

―¿Te opones a la idea de que tu

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gente se convierta en sierva de Ranthas?―preguntó el inquisidor con calmadalentitud.

Noté cómo el rostro del arquitectopalidecía, consciente de haber idodemasiado lejos.

―Por supuesto que no, sureverencia. De cualquier modo, no todaslas opciones son idénticas a laspropuestas por los haletitas.

―Sólo a los sacerdotes de Ranthasles está permitido determinar tal cosa.Han sido los haletitas quienes hanservido a sus propósitos con mayorfidelidad.

Una afirmación reveladora sobre el

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Dominio y sobre los que trabajaban paraél. Por cierto que Amonis admiraba alos hale―titas, incluso a pesar de no seruno de ellos. La Inquisición era mássutil, pero siempre dentro de ciertaslíneas de pensamiento comunes.

En la balsa sobrevino durante lossiguientes minutos un tenso silenciohasta que un grito proveniente de arribalo quebró. Era uno de los sacri, diciendoalgo en lengua haletita. Amonis sedetuvo a escuchar, luego exclamó unarespuesta y la cabeza cubierta decarmesí desapareció de nuestra vista.

―La maga está fatigada. De hecho,ha resultado ser un recipiente de magia

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bastante débil, pero sirve para mostrarlo enclenques que son ella y suspoderes. Empezará a devolver el lago asu forma original.

Percibí una sensación de aliviocolectivo en todos los tripulantes de labalsa. Una sensación que también notóel inquisidor.

―Estoy satisfecho de vuestrotrabajo ―nos dijo Amonis con una levesonrisa―. Tendremos que volver ahacerlo y es mejor contar con unatripulación experimentada que con unaque deba volver a aprenderlo todo.Buscaré alguna utilidad a los esclavosque están arriba; no tienen por qué

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permanecer ociosos mientras vosotrostrabajáis.

Clavé los ojos en las oscuras aguas,sumido en una muda frustración.

Pasaron tres horribles jornadas antes

de que acabásemos, y durante la últimatuvimos que trabajar a tanta profundidadque mis remos se atascaban en el barro.Desde que habíamos empezado arevolverlo, el lago había perdido suclaridad y el agua mostraba en susuperficie un turbio color verde,mientras que en el fondo era de un

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desagradable negro con tintes marrones.El muro azul del primer día se habíaoscurecido también, y me alegróprofundamente recibir la noticia de queel lago volvería a su cauce normal.

Nos encontrábamos casi en el centrode la represa, y la balsa de Murshashestaba tan cerca de la orilla opuestacomo podía, lo que no era muy lejosdado lo estrecha que se había vuelto larepresa junto a la base. Delante denosotros, los extremos de los arcos quepermitían el paso del agua apenas eranvisibles, húmedos y cubiertos de unbarro que llevaba doscientos años sinver la luz. El horrible hedor que

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emanaba de allí era lo más difícil desoportar: un olor fétido y putrefacto queflotó a nuestro alrededor inclusodespués de que hubiéramosdesembarcado.

―Podemos afirmar que lainspección ha concluido ―sostuvo elinquisidor con satisfacción―.Recomendaré a mis superiores queenvíen los equipos necesarios tan prontocomo sea posible y requeriré lapresencia de arquitectos que tengan laresistencia suficiente para asegurarse deque todo reciba la atención necesaria.

Noté que Sevasteos lanzaba unamirada hacia el cielo azul mientras

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Amonis hablaba. Su expresión eradesolada pero difícil de interpretar: noparecía tan asustado como deberíaestarlo.

Comenzamos a elevarnos a unavelocidad considerable, pero a mitad decamino oímos de pronto gritosprovenientes de arriba, chillidos dealarma.

Amonis alzó la mirada, irritado, yprotestó en lengua haletita. Miré haciaarriba, espantado, y al ver el rostro quenos hablaba comprendí en seguida quésucedía: el quinto andamio se habíadesprendido y colgaba a la deriva de lassogas. Los sacos llenos de rocas que

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habíamos utilizado para mantenerlo bajoel agua se balanceaban sin control sobrenosotros.

Alguien en la balsa de Murshash diola voz de alarma, que resonó hueca através del túnel de piedra y agua. Vi losremos de su balsa hundiéndose en elagua y a la gente intentandodesesperadamente alejarla ante elpeligro de que el andamio sederrumbase sobre ellos.

―¡Rápido! ―ordenó Sevasteos a latripulación de la segunda balsa.

Por encima de nuestras cabezas, lassogas del andamio empezaron abalancearse como si las moviera un

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potente viento, y oí un fuerte crujido.Entonces el último de los seguros

cedió y el andamio con sus agitadospesos se desplomó sobre uno de loslados de la represa, estrellándose contrauna de las paredes. Se formaronagujeros en la superficie del muro dondelos pesos golpearon la represa. Pero lopeor estaba por llegar. El andamio cayóal agua justo detrás de la balsa deMurshash.

Unos metros más y habría acabadocon ella, pero no había suspirado dealivio todavía cuando contemplé conhorror cómo dos de las bolsas llenas derocas se desplomaban sobre un extremo

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de la balsa haciéndolo añicos. Losalaridos resonaron contra las paredes yésta comenzó a inclinarse sin controlsobre uno de sus lados.

―¡Abandonad la balsa! ―gritó lavoz de Murshash. Se estabadesmontando y volaban trozos demadera en todas direcciones. Losesclavos que la maniobraban no lodudaron y se zambulleron en el lago,nadando hacia nosotros tan de prisacomo podían.

―¡Remad hacia nuestro lado!―ordenó el inquisidor.

―¿Y los supervivientes? ―protestóEmisto.

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Amonis le lanzó una mirada glacial yseñaló el muro de agua de dieciséismetros que pendía sobre nuestrascabezas. Se estaba rizando como si lorecorrieran múltiples olas y una duchade agua nos llovió encima y nosempapó.

―La maga está perdiendo el control―dijo Amonis con una mirada de furiaen sus tinos rasgos―. Me encargaré deque la azoten por esto.

Las ondas se volvieron cada vez másgrandes y el agua se contorsionaba comouna serpiente gigantesca. Pero noparecía que fuese a derrumbarse porahora.

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―¡Remad, escoria! ―nos gritóAmonis―. ¡O acabaréis del mismomodo!

No supe si se refería a los azotes o aquedar flotando en el lago a la deriva,pero hundí el remo en el agua, luchandocon frenesí para acercarnos a la orilla.El nivel del agua se elevaba ahora amucha velocidad, demasiada paranuestro gusto. Era como si nos empujarauna mano gigante, una sensación queconocía bien por mis experienciaprevias con la magia submarina.

Los gritos de los que dejábamosatrás seguían haciendo eco a través deltúnel cada vez más elevado. Si

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conseguían sobrevivir hasta queestuviésemos a cinco o seis metros pordebajo de la superficie normal del lagoquizá lograsen ponerse a salvo. Supliquéa Thetis, diosa de los lagos, que losprotegiese.

Desde la orilla nos llegó otro grito,un aullido de desesperación animal. Nosencontrábamos a diez metros por debajode la línea en la que el muro de piedrade la represa cambiaba de color,indicando el nivel normal de lasuperficie. Miré hacia atrás; no habíaseñal de la otra balsa, sólo escombros ycabezas sobresaliendo de las negrasaguas.

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Ahora el agua ascendía a un ritmovertiginoso y se rizaba de forma salvaje.En lo alto apareció una cresta blanca,una fuente de agua desplomándoseencima de la balsa e inundando lacubierta.

Entonces fuimos literalmentearrojados hacia arriba cuando la murallalíquida se dividió para forma una olacolosal y, de estar por debajo de lasuperficie del lago, pasamos a serimpulsados por encima de ella. Loshombres que estaban de píe en el centrode la embarcación cayeron contra labarandilla de soga y oí el chapuzón dealguien que voló fuera de la balsa. No

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era el inquisidor; por el rabillo del ojopodía seguir viendo cada tanto su túnicanegra y blanca.

Entonces nos descubrimos a salvosobre el oleaje del lago, movidos tansólo por las olas de un metro quesurgían en todas direcciones y chocabancontra el muro de la presa. No fuimosarrojados contra las olas, de modo quela balsa siguió flotando en un extrañoángulo y por un instante estuve inclusobajo el agua, aferrado sólo por la sogaque tenía atada a la cintura. No meatreví a abrir los ojos, no con lacantidad de barro que invadía el lago.

―¡Remad! ―gritaba Sevasteos―.

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Haced avanzar la balsa.Cuando conseguí ponerme otra vez

en posición tenía los brazos llenos deheridas, pero las olas habían empezadoa amainar. No quedaba más huella deldesastre que un par de sogas sueltasdonde habían estado los andamios yunas pocas cabezas emergiendo de lasaguas.

Siete personas murieron durante o

después de la caída del andamio. Segúnsupimos más tarde, Murshash no habíalogrado nadar y se había ahogado en las

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olas de la superficie. Biades habíarecibido el golpe brutal de una de lasbolsas de rocas, que lo había matado enel acto, y nunca pudimos recuperar sucuerpo.

Sentí cierta pena por la muerte delhaletita, lo que me hubiese parecidoimpensable unas semanas atrás. No esque hubiese tenido mucho contacto conél, pero había sido un individuoexcepcional entre los suyos, para nadaun patán arrogante e incivilizado comosus semejantes. Quizá eso se debiese ala pasión que Murshash sentía por sutrabajo. Tarea que, por una vez, no era laconquista.

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La suya fue, por otra parte, la únicamuerte que Amonis pareció lamentar.Biades apenas mereció una mención desu parte y de los cinco esclavos muertosno quiso saber nada.

Amonis habría deseado azotar atodos los que habían participado en laconstrucción de aquel andamio, peroSevasteos se negó a permitirlo (delmismo modo que, sorprendentemente, senegó Shalmaneser). Es probable que elnoble haletita no quisiese tener esclavosheridos. Eso me supuso un gran alivio,ya que yo mismo había participado en laconstrucción del andamio.

Mi tranquilidad se esfumó, sin

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embargo, cuando descubrí que elinquisidor no estaba dispuesto a permitirque nadie cargase con la culpa y habíadecidido, en cambio, castigar aRavenna. La conclusión fue que la laborde Ranthas había sido imposibilitadapues ella había fallado en su obligaciónde mantener el muro de agua en alto y decalmar el lago para salvar a Murshash.

Sufrí entonces la sensación másodiosa que jamás había experimentado,pues debí permanecer inmóvil eimpotente entre los demás esclavosmientras uno de los soldados desnudabala espalda de Ravenna y la laceraba conun látigo, entrecruzando las nuevas

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heridas con las antiguas que habíadejado mi hermano. Me habría resultadomás tolerable si hubiese estado yo atadoal improvisado marco de madera, ya queno era para mí ningún misterio el dolorde ser azotado y sabía que no secomparaba en nada a la pena y la ira queme embargaban al presenciar la escena.

Oailos me mantuvo férreamentecogido de un hombro durante todo elcastigo, pero eso no hizo que me sintieramenos solo. De no haber sido por eltiempo que había pasado en las ruinasde Ulkhalinan, donde aprendí a nollamar la atención, nos habríatraicionado a ambos haciendo algo

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totalmente estúpido. Ravenna, por suparte, no gritó en ningún momento, loque al menos me ayudó a contener lafuria. Era consciente de que ella nosentía los latigazos en sí, pues podíaesconderse en el vacío de su mente.Sólo sufriría las consecuencias.

Ésa fue la primera ocasión en la quela realidad de la ocupación del Dominiome tocó tan de cerca. Es cierto quehabía sido castigado cuando ayudé aescapar a Ravenna, pero jamás habíapresenciado el tormento de Vespasia oPahinu, ni de ningún otro de mis amigosentre los esclavos. Nunca había sidotestigo del tormento de alguien tan

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próximo a mí como Ravenna. Eso era loque significaban, al fin y al cabo, lacruzada y el gobierno religioso: vermeforzado a permanecer inmóvil eimpotente mientras una persona amadaera torturada a latigazos, castigada porun crimen inexistente y comoconsecuencia de la mera palabra de unhombre cuya opinión no podíacontradecirse pues su autoridadprovenía directamente de un dios.

Ése era el martirio por el que elArchipiélago había pasado durante losúltimos cuatro años. Ravenna habíacombatido contra el Dominio, habíausado su magia para matar a sus

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representantes. Y, sin embargo, granparte de los que sufrieron a manos delos inquisidores eran inocentes decualquier ofensa contra ellos. Amonisclamaba actuar en nombre de la leydivina de Ranthas, pero eso era loopuesto a la ley, demasiado alejado deella para ser tomado incluso como unaparodia de la ley. En lo que concernía ala Inquisición, nadie era inocente.Jamás.

A la orilla del lago, bajo losacantilados de la tierra natal deRavenna, oyendo en medio de unconsternado terror cada golpe de látigo,aprendí por fin a odiar. No tan sólo el

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profundo desprecio que mucha gentedenomina odio, el desprecio que un clanpodría sentir por sus peores rivales,sino un odio del tipo que había sentidoRavenna durante los diecisiete años quesiguieron al asesinato de su hermano amanos de los sacri.

No fue una lección agradable, perome dio la voluntad de observar yesperar e instiló en mí la clase de pasiónque movía las antiguas tragediasthetianas. Tan pronto como echó raícesen mí, sentí todo el horror y la miseriaque había vivido o cuyo relato habíaescuchado en los últimos cuatro años.Lo que me llevaría un poco más de

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tiempo comprender era que, por fin, mehabía apropiado de mi auténticaherencia familiar. Una herencia que notenía como base las apariencias, eltemperamento o la magia que habíanhecho de los emperadores Tar' Conanturlo que habían sido. No, ninguna de esascaracterísticas era de por sí suficientepara explicar la intensidad que habíaconducido a Aetius y Carausius en sularga y amarga guerra contra Tuonetar.

Hasta que el inquisidor pronunció unsermón y llevó a Ravenna hasta suprisión no volví a ponerme enmovimiento, con los ojosinesperadamente secos y envuelto en la

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pena.El inquisidor y los thetianos se

marcharon a sus cabañas y nosotrosfuimos conducidos a la zona custodiadadel campo que nos habían destinado. Meabrí paso hasta la roca en forma de popade barco y me senté a su sombra,colocándome de manera que tuviese a lavista las cabañas y todo lo demás. Comosuponía, no estuve solo mucho tiempo.

―Ahora sabes qué es lo que sesiente ―dijo Oailos sin preámbulos,sentándose a mi izquierda sobre unsaliente plano de la roca.

Asentí, sin ganas todavía de decirnada.

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―Cuando los venáticosdesembarcaron en Ilthys presenciémuchas cosas peores. Ver cómo tupropia gente, tus amigos y vecinos sevuelven de repente en tu contra y gritanexigiendo tu sangre, entregándote a losinquisidores...

―Yo nunca tuve que enfrentarme aalgo así ―afirmé. Sin embargo, yohabía sido el que persuadió a Sagantha,por entonces virrey, de dar unaoportunidad a los venáticos. En aquelmomento traían un mensaje que parecíaprometer la paz a la mayor parte delArchipiélago, un mensaje al que sólo losherejes más extremistas hubieran podido

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hacer oídos sordos.―No me refería a eso. No hubiese

venido aquí sólo para decirte que todopodría haber sido mucho peor. En Ilthys,aquellas personas creían actuar conjusticia, del modo correcto, en nombrede Ranthas. Al fin y al cabo, losvenáticos les dijeron demasiadas veceslo malos que eran los heréticos. Amoniscreía estar actuando según la justiciadivina, y ésa es la única ley que nos rigeen este momento.

Sentí como si me encontraraindispuesto por una mala comida, perono era el malestar de un estómagodescompuesto sino algo más parecido a

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un incongruente júbilo, lo que no megustaba en absoluto.

―Amonis puede hacerle lo mismo acualquiera de nosotros, pero siempre espeor cuando se trata de otro, de alguienque amas.

Casi no noté que Vespasia se habíaunido a nosotros, sentándose en la tierrapues no había más espacio libre en lapiedra. Oailos sabía tan bien como yo loque se sentía, sólo que aquellos a losque amaba, fueran quienes fueran,habían sido separados de él cuando fueembarcado como penitente. Yo podíasoñar con rescatar a Ravenna, pero élignoraba dónde se encontraba el resto de

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su familia.―Según el punto de vista de

Amonis, los inquisidores tienen derechoa hacernos eso a cualquiera de nosotros―prosiguió Oailos―. En eso no sediferencian de ningún otro poder invasorde la historia. Lo que los hace tanterribles es que afirman haber sidodesignados por derecho divino, nosencillamente por el uso de la fuerza. Sitodo se debiese tan sólo a su caprichono serian mejores que las bestias, peropueden transformar un capricho en unartículo de fe e imponerlo sobre todoslos habitantes de Aquasilva.

―¿Fue tan sólo un capricho? ―dije,

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preguntándome por qué mi voz sonabatan extraña―. Amonis necesitaba culpara alguien del accidente.

―Quizá haya sido así, pero ya hasoído el sermón, el modo en que lojustificaba. No fue la necesidad deAmonis de azotar lo que ha dejado aRavenna con cicatrices que le durarántoda la vida. Fue la voluntad de Ranthas.―Hizo entonces una pausa y añadió―:¿Fue acaso la voluntad de Ranthas laque le causó las antiguas cicatrices?

Negué con la cabeza.―No ―admití―, eso sólo fue pura

maldad, y ni siquiera fue un sacerdotequien se las hizo.

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De hecho, al contrario que lascicatrices de un látigo ordinario, lasproducidas por mi hermano seguíanprovocando sufrimiento, en ocasionestan agudo que había oído a Ravennagritar de dolor mientras dormía en lahabitación contigua, suplicándole a sutorturador que se detuviese. Desdeentonces, ella no había permitido nuncaque nadie tocase su piel y ni siquieradejó que los médicos le aplicasen unascremas que logramos encontrar. Encambio, insistió en ponérselas ellamisma.

―Ravenna sobrevivirá ―sostuvoVespasia, pero eso sólo sirvió para

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avivar mi furia contenida.―¿Acaso sobrevivirá siempre?

―objeté―. Ithien me dijo que yo habíanacido con mala estrella, pero ella lo hapasado varias veces peor que yo. Yretiro lo que acabo de decir. Mihermano puede haber sostenido el látigo,pero los sacerdotes fueron tanresponsables de sus latigazos como lohan sido hoy.

Incluso Oailos parecióconmocionado esta vez, y me di cuentade que no habría tenido que decir eso.Otro desliz de mi lengua quedifícilmente podía permitirme.

―¿Tu hermano le hizo eso?

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―preguntó Oailos.―Mi hermano era un monstruo. La

torturaba para hacerme sufrir a mí.―¿Qué sucedió?―Está muerto ―afirmé, y mi

satisfacción sólo fue nublada por elrecuerdo de sus últimos instantes,cuando la persona que alguna vez habíasido sustituyó al monstruo en que sehabía convertido.

―Fuera lo que fuese lo que sucedióen el pasado, lo que ha ocurrido hoy esimperdonable.

Vespasia asintió.―Para Amonis era más importante

castigarla que llorar a los muertos.

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Incluso, aunque fuese haletita, Murshashmerecía un epitafio mejor.

―Murshash ha muerto ―dijo Oailoscon firmeza―. Quizá fuese el mejor detodos los haletitas, pero para él éramosesclavos. Admito que es una pena quemuriese él y no Amonis, pero no másque eso.

Cerca de una hora más tarde,

Amonis anunció que bajaría a larepresa, al abismo, para investigar lasruinas que había allí. Sólo se llevó almago mental y todos nos sentimos

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felices de su ausencia (todos conexcepción de Sevasteos e Ithien). Alparecer, Amonis había dejadoinstrucciones de que empezásemos aprepararnos para la siguiente etapa delos trabajos. Habíamos concluido lo quese suponía que debíamos hacer, peroestaba claro que tenían en marcha unproyecto mucho más amplio. ¿Y a quéruinas se refería? Yo nunca había vistoninguna.

Sevasteos esperó a que el inquisidory sus guardias estuviesen bien alejadosantes de perder la compostura.

―¡Ese buitre sanguinario quiere quepermanezcamos aquí y esperemos todo

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lo que le plazca!Pude entender sus palabras pese a

que hablaba en thetiano y se encontrabaa medio campamento de distancia.

―Limpiad el camino hacia lacondenada cantera, más cabañas,construid un embarcadero de madera...¿Quién se cree que es ese jodidoarrogante?

Salió indignado de la cabaña yexpresó su disgusto ante el terrenoyermo con su playa de guijarros y susescasas y rudimentarias viviendas.

―¿Qué se cree que es esto―aulló―, una abadía?

Ithien no parecía más satisfecho que

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él, pero se las arregló para mantener suhumor a raya y escuché cómo razonabacon Sevasteos en voz baja.Pudentemente no deseaba queShalmaneser, sentado, imperturbable,bajo un toldo, oyese lo que estabadiciendo. Tras un instante noté que elarquitecto recobraba un poco lacompostura y volvía a entrar a lacabaña. Ithien se acercó a mí.

―Atho. Necesito que tú y otrascuatro personas me acompañen a lacantera, a ver qué podemos recuperar deallí sin tener que reiniciar en serio todaslas operaciones. Escoge a cuatropersonas en las que puedas confiar.

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Pronunció las últimas palabras sinmover los labios más de loimprescindible.

No fue la confianza lo que me movióa elegirlas, ya que la primera persona enla que pensé fue Oailos. Era el líder nooficial y no había forma de que lo dejasefuera, aunque tras nuestra conversaciónanterior había despertado en mi ciertacautela. Oailos era el tipo de hombreque iniciaba revueltas de esclavos, y esoera algo que yo no deseaba quesucediese. No había manera de que unarebelión tuviera éxito en aquellascircunstancias.

Los otros que recluté fueron

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Vespasia, dos oceanógrafos a los queconocía bastante bien, un hombre y unamujer que parecían fiables. Uno de ellosera también de Ilthys y, como Oailos, yaconocía de antes la reputación de Ithieny algunos de sus antecedentes.

Éste no perdió tiempo en montar ensu caballo y ordenarnos que losiguiésemos. Aunque era la hora máscalurosa del día, el viento fresco del surhacía tolerable la temperatura inclusolejos del lago.

El sendero hacia la cantera ascendíaen dirección este hacia las montañas,siguiendo un pequeño cañón separadode Tehama por el límite más lejano del

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lago. Había árboles a ambos lados delcamino, parte de los bosques quecubrían las laderas inferiores de lasmontañas de Tehama, hasta que la cuestase volvía demasiado escarpada para quesobreviviera.

Era una cantera de impresionantesdimensiones, una olla casi circular a laque se accedía a través de un estrechodesfiladero al final del sendero. Tenía elancho suficiente para permitir el paso deun carro. Había sido extendidasobrepasando sus dimensiones naturalesy se veían hileras de piedras blancas amedio extraer dispersas por allí comoconsecuencia de los estragos del tiempo.

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―Debéis de tener un gran respetopor la gente de Tehama ―dijo Ithiencuando nos encontramos en el centro dela cantera, mirando a nuestroalrededor―. Sabían bien lo que sehacían. Es una pena que decidiesenaliarse con Tuonetar. Como sea, ved sipodéis encontrar pilas de rocascortadas. Desplegaos por el terreno,buscad bajo los montículos y junto a labase de los cortes. Atho, tú quédateconmigo.

Mientras los demás se dispersabansiguiendo sus órdenes, me condujo haciaun espolón que sobresalía a un lado dela cantera, cerca de un par de enormes

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bloques que yacían sobre los restos deun carro de madera.

―Al parecer toda esta roca es deltipo de piedra indicado ―me explicó demanera que lo oyesen los que estabancerca―. Necesito una estimaciónaproximada de su tamaño.

Luego bajó la voz cuando salimosdel campo visual de Oailos.

―Disculpa esta charada, pero nopude hacer nada en el campamento, contodos esos sacri observándonos. Por nomencionar a esos espías que te hemencionado.

―¿Los guardias imperiales?Asintió.

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―Cada alto oficial lleva los suyos.El emperador los llama escoltas dehonor y dice que aportan a la legiónexperiencias sobre las condicionesreales. En la práctica, están aquí paraimpedir que nadie salga del planestablecido.

―¿O sea que, al fin y al cabo, lavida bajo el dictado del emperador no teresulta tan cómoda? Dime, ¿lo que tedisgusta son las atrocidades delDominio o sencillamente que no gozasde libertad para moverte sin hacer casode los demás?

Me agaché para clavar una estaca enel terreno y extraje de mi bolsa de

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supervisor un ovillo de hilo. No era elmétodo más avanzado para realizar loque Ithien me había pedido, pero a losesclavos no nos daban herramientas mássofisticadas.

―Tengo más posibilidades delibertad de las que nunca he tenido―dijo con frialdad―. De haberloquerido, habría seguido a tu hermano enlugar de la Asamblea. Te aconsejo quedejes de desperdiciar mi tiempo, nopodemos estar hablando aquí parasiempre.

―¿Y entonces de qué quieres quehablemos? ¿Por qué Sevasteos y tú oscomportáis de un modo tan estúpido con

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ese inquisidor? ¿Me dirás por fin qué eslo que está sucediendo aquí?

―No lo sé ―respondiócategóricamente―. La Inquisición tieneplanes para este lugar que no nos hanrevelado ni a Sevasteos ni a mí. Fuimosenviados aquí para realizar algunasreparaciones menores que permitirían eldesarrollo del lago, pero resulta que haymucho más en juego.

―¿Esperas que te crea? ¿Elarquitecto imperial enviado aquí paratrabajar en un proyecto tan patéticocomo este?

―El arquitecto ha caído endesgracia. No ha sido despedido, pero

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sí aislado en Selerian Alastre hasta quelos consejeros del emperador se dignenvolver a llamarlo. Como castigo poralgo que le dijo al exarca debe trabajardurante un tiempo bajo las órdenes delDominio. Por eso está de tan mal humorcuando tiene cerca a Amonis.

Me pregunté cuánto habría de verdaden lo que me estaba contando. Erademasiado peligroso tomarse todo al piede la letra, pero las mejores mentiraseran las más cercanas a la verdad, eIthien era un político y lo sabía mejorque nadie.

―Amonis busca cualquier excusapara acusar a Sevasteos de herejía y tú

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sabes lo que eso significa. Por lo querespecta a Amonis, es inconcebible queSevasteos se muestre tan desdeñosohacia él y los haletitas.

Que Sevasteos detestase ser vistocomo un incompetente traicionero a porno requerir una inspección detallada noparecía habérsele ocurrido a Ithien.

Y en caso de que Sevasteos fuesearrestado e interrogado, todos los demásseríamos sometidos a interrogatorio. Erala práctica habitual: si se encontraba untraidor en Haleth, por ejemplo, todos susesclavos eran torturados ante laposibilidad de que su testimonio pudieseproporcionar pistas sobre las

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actividades de aquél. La tortura, mehabían dicho, era obligatoria (no habíaningún modo de que se aceptase lapalabra de un esclavo si no era bajotormento) y la condena estabaprácticamente asegurada.

―Pero ¿qué podemos hacer contraAmonis? ―pregunté clavando una nuevaestaca al alcanzar el punto donde elespolón giraba sobre sí mismo. Debíademarcar un rectángulo y un triángulo.Luego calcularía la altura. En mi bolsahabía un ábaco, pero tenía losconocimientos suficientes para nonecesitar para los cálculos más queespacio. Un oceanógrafo debía ser

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rápido con las operaciones, aunque midominio de las cifras más sencillas era aveces bastante inseguro.

―Para eso os necesito. ¿Puedoconfiar en que valorarán su propiopellejo por encima de cualquierrecompensa que crean que puedanobtener?

¿Estaba loco Ithien? ¿Un oficialimperial dependiendo de la protecciónde sus esclavos contra la Inquisición? Elasunto me olía fatal.

―Creo que sí ―dije con cautela―.Pero ellos no confían en ti. Saben quehas cambiado de bando y por eso no lesresultas simpático.

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―Muy mal.―No te ayudarán si el riesgo es

demasiado grande. ¿Qué es lo quequieres que hagan? ―Clavé otra estacaen un vértice del triángulo. Ahoraestábamos a la vista de los demás eIthien se sentó en una de las rocas comosi analizase mis progresos.

―Nada que ponga en riesgo susvidas. Sólo que estén de acuerdo con loque pretendo hacer.

―¿Es decir...?Hizo una pausa, aunque yo no estaba

dispuesto a aceptar lo anterior porrespuesta.

―Explícate o no te ayudaremos.

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―Veo que recuperas con facilidadlos viejos modales, Cathan ―comentócon una vaga sonrisa―. No mesorprendería que todo esto te hayaendurecido, que estés menos dispuestorealizar lo que otros esperan de ti.

―Eso te incluye, Ithien ―añadí coningenio. Había algo más, algo que notenia intención de decirme―. Tampocoyo tengo tiempo para jueguecitos.

―Lo sé. Pero por ahora no tieneslibertad, ni armas ni posibilidad derescatar a Ravenna. Al menos con elmago mental merodeando por aquí.

―Quieres deshacerte del magomental...

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―Si puedo confiar luego envosotros. ¿Ravenna y tú podríaisencargaros de los guardias cuando hayaquitado de en medio al mago mental?

―Ravenna no. Las cadenas que lehan colocado bloquean su magia inclusosin la presencia del mago mental.

―¿Y puedes hacerlo tú, Cathan, o esimprescindible que ella sea liberada?

Le clavé la mirada mientrasdesenrollaba el ovillo de hilo y mealejaba ligeramente del sitio dondeestaba él, siguiendo el contorno delespolón.

―Si empleo aquí mi magia, todoslos magos de Qalathar podrán

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percibirla. La única vía de escape es através de la costa y nos capturaríanmucho antes de llegar allí.

―No estoy tan seguro de eso. Elagua de la parte más profunda de larepresa representa el extremo de unaensenada que se abre luego sobre lacosta norte, unos cuarenta y ochokilómetros al oeste de Tandaris.

Por eso me resultaba tan familiar.No debíamos de estar a más de veintekilómetros de la casa donde Ravennahabía estado prisionera y donde elemperador y Sarhaddon nos habíancapturado una desafortunada nochecuatro años atrás. Pero Ithien no me

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decía mucho con esa información.―Así que la ensenada conduce a la

costa de la Perdición ―le recordé―,donde murió mi hermano. Esprácticamente imposible pilotar unamanta con seguridad por esa zona ymucho menos una pequeña embarcación.

¿Y dónde pensaba encontrar unanave? No habría ninguna en aquel lugar.

―Sin embargo, tú llevaste una.―Sí, una manta pequeña, diseñada

para resistir en medio de una batalla.Hizo un breve silencio.―Hay una manta allí abajo en este

mismo momento ―dijo por fin―. Esoes lo que fue a ver Amonis. Ha de ser

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una manta del Dominio.―¿Y cómo lo sabes?―Vi sus faros encendidos hace unos

días y ayer distinguí claramente una desus alas. La han anclado a muchaprofundidad, pero el agua es muytransparente.

Así que eso eran las dos extrañasluces que había visto, las que en unprimer momento había confundido con lacabaña de un pastor o alguna pequeñabalsa. Sin embargo, no dejaba de serextraño. Sólo gracias a la magia de mihermano habían podido entrar las mantascuatro años antes, y el Dominio nopermitiría que ninguno de sus magos

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cautivos se aproximase a los controlesde una manta. Lo que hacía tan letal lacosta de la Perdición eran las corrientesy ni siquiera un mago del Agua eracapaz de verlas. Mi hermano habíaempleado la fuerza bruta, magia máspoderosa que la mía. Yo, en cambio,había dependido de mi experienciaoceanográfica.

―Todavía no me crees ―advirtióIthien tras un instante, impaciente yevidentemente decepcionado ante mifalta de confianza.

―No me parece coherente que elDominio haya traído aquí una manta. Yen cualquier caso, vives en otro planeta

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si piensas que tu plan tiene algunaposibilidad de éxito. ¿De verdad creesque seremos capaces de matar al magomental, eliminar a todos los soldados ysacri, apoderarnos a continuación de esamanta, desarmar a quien sea que esté abordo y abrirnos paso a través de laCosta de la Perdición sin que nosintercepte el condenado escuadrónimperial?

―¿Se te ocurre una idea mejor? ¿Oprefieres dejar todo como está y perderotra vez a Ravenna, o ver cómo latorturan por tercera vez? No tieneselección.

―En ese caso, ¿para qué os

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necesitamos a ti y a Sevasteos?―objeté―. Todo lo que acabas dedescribir podríamos hacerlo por nuestracuenta.

―¿Crees que serías capaz deencargarte del mago mental, de tenderleuna trampa que lo aleje de los demás losuficiente para tener tiempo de matarloy, aun entonces, detener a los demás?

Los últimos días habían sidoventosos, lo que bien podía (o no)indicar la proximidad de una tormenta.Por cuanto yo sabía, eso era habitual enesa zona. La de la meseta de Tehamahacía estragos en el clima alrededor desu base.

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―Supongo que sería un poco máscomplicado, pero nos sentiríamos máscómodos si no tuviésemos que dependerde ti.

―¿Y tan seguro estás de poderconfiar en tus compañeros? ¿No hayentre ellos ningún delator, ningúnindividuo de lealtad dudosa? ―Ithiennotó mi vacilación y aprovechó esaventaja―. No ganaremos nada incitandouna revuelta y luego volviéndonos encontra de vosotros ―prosiguió―.Sencillamente nos acusaríais a nosotrosy ésa sería toda la prueba queprecisarían los inquisidores. Cambié debando para salvar a mi familia, porque

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nuestro adorado emperador Aetius noconfía en la táctica de amenazardirectamente a las personas de las queduda. En cambio, dirige sus dardoshacia nuestros seres más próximos:padres, hijos, amores. Quizá sea unmatón haletita presuntuoso, pero esobvio que en algún sitio aprendió elvalor de la sutileza.

Para ser honestos, no podíamosculpar a los haletitas de mucho más quela falta de escrúpulos que demostraba elemperador. Aetius era thetiano denacimiento, poseía todos los rasgosmenos atractivos de mi familia y alcomienzo pareció haber salido de la

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nada. En principio, yo me habíamostrado incrédulo al oír los rumoressegún los cuales Aetius era un sujetobien conocido bajo otro nombre, unadeformación del suyo propio. Sinembargo, a medida que transcurrían losmeses se hacía cada vez más evidenteque el emperador era quien decía ser.Por muy imposible que pareciese.

―Pero ahora...―Mi padre murió hace unas

semanas, era el único pariente cercanoque me quedaba. Nos las arreglamospara mantener su muerte en secreto, paraque el emperador crea que sólo estáenfermo.

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De pronto, el rostro de Ithien secubrió de angustia reprimida. Su miradaera la de alguien a quien se le ha negadola posibilidad de llorar y cuya pérdidasólo podía ser más dolorosa si no podíaadmitirla.

―De manera ―concluyó― quetengo esa pequeña salida para escaparde él antes de que descubra otro modode mantenerme cogido.

Rogué que Ithien no creyera lo quedecía. Por lo que sabía, el emperador sevengaría sobre quien estuviese en elsiguiente grado de parentesco. No erasorprendente que existieran tan pocosdisidentes. Sólo eran libres de hacer

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algo los que, como Oailos, no teníannada que perder.

―¿Puedo hablar con los demás?―dije por fin―. Envía a Oailos paraque me ayude con algo por si somosobservados.

Asintió y empezó a alejarse,dejándome un par de minutos solo. Ithientenía razón sobre cómo se veríacomprometido si nosotros loacusábamos de algo (incluso bajotortura). De modo que, a menos que nofuese más que un elaborado plan paraatraparme, también él corría un riesgoenorme.

Por otra parte, si no actuábamos,

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Ravenna seguiría siendo prisionera delmago mental. Al fin y al cabo, entrenosotros y la libertad sólo se interponíala vida del mago. No me gustabareconocerlo, pero Ithien era el único quepodía echarnos una mano con él.

―¿Necesitas ayuda? ―preguntóOailos.

―No, pero haz como si así fuera.Ithien dice que desea ayudarnos.

Taneth, 12 KalJurinia 2779De Oltan Canadrath a

Hamílcar Barca

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Espero que cuando te llegue uncarta te encuentres mejor quenunca y que tu estancia enSelerian Alastre no sea motivo demucho sufrimiento. Lamento ellargo tiempo que me ha llevadodar con tu paradero, pero, como eshabitual, no puedo permitirmeque mi correspondencia sea abiertay leída por el servicio deinteligencia thetiano. Tuve queesperar a que llegase un buquecorreo oficial y pagarle al capitánuna importante suma de dineropara enviarla sin interferencias.>

Has escogido un buen momento

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para marcharte, ya que no hasucedido nada en Taneth durantelas pasadas cuatro semanas. Porcierto que hace calor, lo que mecompensa por el dinero que debígastar instalando en la mansiónun sistema de ventilacióngenerada por leños. Heaprovechado la oportunidad parainspeccionar tu isla, como mehabías pedido. El frescor del aguay la tranquilidad son un benditoalivio frente al calor infernal dela ciudad, y por fin he podido verlos edificios que has ordenadorenovar. Las habitaciones son

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luminosas y amplias, y muchastienen vistas al estrecho o a laciudad. Sería conveniente quemantuvieses allí buena parte delservicio, para que resolviesen losaspectos prácticos. Ahora debo ir avisitar mi propia isla, pues si nola tuya tendrá mucho mejoraspecto que la mía.

El éxodo ha suscitado unacorriente de rumores. LordIthobaal aprovechó la oportunidadpara contraer matrimonio conaquella chica del sur delArchipiélago a la que perseguíacada vez que su madre estaba

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fuera de la ciudad. Lo cierto es quela madre de Ithobaal es una mujeratroz y espero que le dé un ataquede apoplejía cuando se entere. Yasabes que ella tenía en menteconcertar una alianzamatrimonial con Manilas, pero nodudo que Ithobaal estará mejorcon su flamante esposa. El nuevolord Banitas es tan inútil como supadre y no parece haber heredadoninguna cualidad positiva. Meatrevo a aventurar que nopasarán seis meses antes de que suprimo lo destituya, lo que seráuna grata liberación.

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De todos modos, hay otranovedad más importante que mesiento en la obligación detransmitirte, ya que te dirigíashacia el Archipiélago cuandoterminaste tu batalla contra losinspectores aduaneros thetianos.Sarhaddon pasó por aquí ayerhaciendo una escala de regreso aTandaris. Lo acompañaba unnúmero inusualmente grande demonjes venáticos. Sé por unafuente fidedigna (pues de otromodo no te molestaría con ello)que pronto empezará una nuevatanda de sermones.

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Eso traerá problemas, enespecial a las escuelas seculares(lo que no nos interesa demasiado)y al Instituto Oceanográfico (loque nos afecta mucho más). Creoque tienen grandes planes enmente, y eso se traduceinevitablemente en una granagitación. Es probable tambiénque deseen desatar algúnescándalo, por lo que terecomiendo advertir a tuscontactos y hombres de confianzatan pronto como puedas.

Todavía no he sido capaz dedescubrir por qué Sarhaddon

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detesta tanto el Instituto. Ya hanpasado varios años desde laúltima vez que tuvimos noticiasde Cathan o de Ravenna, y delmismo modo que nosotros noshemos preocupado por sus vidas,Sarhaddon ha de haber sentidoalivio por tenerlos fuera de sucamino. Sin embargo, no henotado la menor señal de queatenuase su persecución y he oídorumores sobre hambrunas y faltade comida en algunas regiones.Quizá sea conveniente evaluaresas zonas con atención, ya quepodrían constituir un buen

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mercado para alimentosprocedentes de Equatoria o deThetia, siempre y cuando podamosasumir los costos del transporte.

Más allá de eso, los asuntos dela familia Canadrath van vientoen popa, igual que los de lafamilia Barca. Adjunto el informemensual de Mardonius para tuinspección, aunque afirma quetodo está como corresponde. Meatrevo a sugerir que uno denosotros, o quizá ambos, deberíaexigir el pago del préstamo a lafamilia Setargon. Su prometidaneutralidad en el Senado empieza

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a echarse de menos y cada vezmuestran más su ambición deobtener un escaño en el Consejo delos Diez cuando se celebren laselecciones a mitad del año.

Elassel ha tenido éxito en sudeseo de encontrar un intérpretede viola para su quinteto, y yahan ofrecido varios conciertosjuntos. Tu casa está tan llena demúsicos como siempre y, cuandoElassel organizó allí un recital elotro día para uno de sus amigos,jamás hubieses imaginado queesos sonidos vinieran de lamansión de una gran familia. Tu

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apoyo a sus actividades parecehaberte proporcionado una enormepopularidad entre la poblaciónurbana, de manera que tienes almenos algo de lo que sentirteorgulloso cuando los otros lores seburlen de tu interés por las artes.Elassel ha acogido asimismo avarios músicos del Archipiélagoque corrían el riesgo de serarrestados, lo que supongo que tetraerá otro pequeño dolor decabeza. Pero vale la pena,teniendo en cuenta la música queinterpretan, que da un poco devida a la ciudad en plena época

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estival.

Te deseo, como siempre, suerte entodos tus asuntos,

OLTAN

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CAPITULO IX

A la mañana siguiente salí de midestartalada cabaña y me topé con unmundo mucho más frío. La brisa se habíaconvertido en viento, azotando las aguasdel lago y formando pequeñas olas. Elpálido cielo azul estaba ahora surcadopor gruesas nubes blancas. No habíarastro del agobiante y seco calor al queya nos habíamos habituado; el aireestaba húmedo y pesado. Ithien teníarazón.

―Viene una tormenta ―dijoVespasia mirando alrededor.

Asentí, no había duda. Lo que

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ignoraba era lo fuerte que sería. Durantelos últimos tres días había soplado unfuerte viento del sudeste, que ahorainterpretaba como una inusualadvertencia.

Paseé la mirada en dirección a lacabaña de los thetianos y distinguí aIthien y a Sevasteos de pie junto alportal. A juzgar por su expresión estabancomentando lo mismo que nosotros.Ninguno de los dos parecíaespecialmente preocupado.

Adivinamos cuáles serían nuestrastareas del día incluso antes de queSevasteos nos las encargara. Losandamios resultaban inútiles ahora que

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habíamos acabado el trabajo en la partesuperior de la represa y podían resultarpeligrosos si los hacía volar la tormenta.Todo lo demás, desde los animales decarga hasta la balsa que había quedado,debía ser puesto a resguardo.

Fuera del parapeto, el viento lanzabadirectamente sobre el valle ráfagas lobastante potentes para que los postes delos andamios crujiesen de formainquietante.

―Entonces no tiene sentidodesmantelar esos condenados andamios―dijo Sevasteos cuando le dijimos lodifícil que resultaría la tarea―. Atadlespeso para que se hundan y luego cortad

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los seguros para que caigan al agua.Para la ocasión, los pesos más

prácticos demostraron ser montones decemento, de manera que mientras loshombres más corpulentos se encargabande la peligrosa misión de prepararlotodo, yo me agaché al abrigo delparapeto mezclando el cemento paraecharlos abajo. Se me indicó queemplease el polvo rojo de Sevasteos, y,cada vez que recorrí el sendero parapedirle más polvo, las nubes y el vientoparecían cobrar más fuerza.

Era sorprendente cuánto cambiabanlas montañas cuando el sol dejaba debrillar. Adoptaban un tono oscuro,

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cercano al negro. El lago ya no tenía nirastro de su color azul y exhibía ahoraun tenebroso verde grisáceo.

―Éste es el último de esta tanda.¿Es lo bastante pesado? ―preguntémientras les entregaba a los hombresque trabajaban en el andamio una bolsade cemento. El viento me tiraba el peloa los ojos.

―Me parece que sí. Espera unsegundo ―dijo Oailos, que estaba depie precariamente sobre el tablónsuperior del andamio. Entonces sezambulló en el lago y distinguí su siluetasumergiéndose hasta desaparecer casi enseguida. Un par de minutos más tarde

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volvió a la superficie para confirmarque la estructura tenía peso suficiente.

Sevasteos había dado instruccionesde que no se soltase ningún andamiohasta que lo revisase con detalle, demodo que les indiqué a todos queregresasen al sendero, y fui a buscarlo.En el segundo andamio, situado a unostrescientos metros de distancia, otroequipo estaba a punto de terminar eltrabajo.

El arquitecto trajo consigo una bolsade cuero y no descubrí por qué lallevaba hasta que (sin entrar al agua, porcierto) ratificó la opinión de Oailos.

―Lámparas de advertencia ―dijo

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mientras sacaba de la bolsa dos objetosbrillantes del tamaño de una sandía―.Iluminarán durante unas pocas horas yluego se apagarán, pero mientras tantonos alertarán si alguno de los andamiosvuelve a subir a la superficie.

Dos hombres bajaron otra vez por laescalerilla hasta las agitadas olas paraajustar las lámparas antes de queSevasteos se mostrase totalmentesatisfecho. En teoría, liberar losandamios era una tarea sencilla y norequería más que soltar las cuerdas quelos retenían y echar luego las bolsas decemento que servirían de anclas. Algosencillo sólo en teoría, pues en la

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práctica las bolsas resulta―han muypesadas, y para lanzarlas sin romper lassogas que las unían al andamio eranecesaria la fuerza combinada de todosnosotros.

De hecho, el andamio habíaempezado a soltarse incluso antes que lopreviésemos, por lo que debimos darnosprisa y lanzar las bolsas de cementoantes de que estuviese fuera de nuestroalcance. La caída de las bolsas merecordó la lluvia de pesosdesplomándose sobre el cuarto andamioque había hundido la balsa de Murshash.Entonces distinguí el destelloanaranjado de las luces de advertencia

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desvaneciéndose dentro del agua hastaque su rastro desapareció por completo.

Aunque aún no había pasado elmediodía, parecía el atardecer y lasnubes blancas que cubrían el cielo erantambién cada vez más oscuras, de ungris furioso. Hacia el sur se veían casitotalmente negras. No quedaba muchotiempo: la tormenta estallaría antes deque cayera la noche y podía durar unostres días si éramos afortunados... odesafortunados. No estaba seguro de quéera más conveniente, si una tormentaprolongada o una fugaz.

Se oyó una frenética orden instandoa apresurar la preparación del último

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andamio, en medio de lo que paraentonces era ya una tremenda marejada.Agradecí mi suerte por no haber tenidoque sumergirme en el lago. Muchoshombres quedaron heridos al serarrojados por las olas contra el muro yhubo que rescatarlos. Hacia el final,nosotros arrojábamos las bolsas dehormigón y Sevasteos permitió que sefijaran las luces de advertencia inclusoantes de que acabásemos nuestra tarea.

Para mi sorpresa, el andamio cayósegún lo habíamos planeado, las lucesfueron diluyéndose en las oscuras aguasy nos alejamos sin peligro en sentidocontrario. Mi túnica estaba medio

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mojada por las salpicaduras, y losdemás estaban empapados y deseosos deregresar al lado del fuego tan prontocomo fuera posible. Ithien habíaordenado encenderlo para preparar unacomida caliente, probablemente laúltima oportunidad que tendríamos desaborearla en los siguientes tres días.

El tiempo simplificaría las cosas,pensé mientras caminaba de regreso,unos pasos por detrás de Oailos. Latormenta haría más difícil que los otroscomprendieran qué estaba sucediendo, yla lluvia y la oscuridad se sumarían alcaos.

―Cuando tengamos tiempo,

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recuérdame que hable contigo sobre esto―me dijo Oailos señalando el lago.

―¿Sobre qué?―Sobre las lámparas

―respondió―: Las lámparas deadvertencia tienen las mitad del tamañoque las que acabamos de colocar,apenas un ínfimo fragmento de leños, yjamás emiten tanto brillo. Todavíaignoramos de qué trata todo este asuntode la presa y me inclino por no confiaren nadie.

Por un instante pareció confundido.―¿Alguna mejora? ―pregunté

mirando al cielo.―Una o dos.

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El plan que habíamos elaborado enel andamio el día anterior involucraríaquizá a unos veinte esclavos, los queconsiderábamos más dignos deconfianza, pero la mayor parte apenastenía un vago guión de lo que haríamos yno sabía lo ambicioso que era el plan.Debía culminar con la muerte del magomental y, aunque no era mi deseomatarlo a sangre fría, ésa parecía ser laúnica posibilidad. Golpearlo hastadejarlo inconsciente podría bastar, peroera demasiado peligroso.

Por otra parte, yo no podía ser quienle propinase el golpe, ya que meencontraba en una situación demasiado

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vulnerable. La magia mental actuaba deun modo extraño y era mucho más eficazsobre los que tenían talentos mágicos.Un único mago mental era capaz deparalizar a todo un ejército de magosconvencionales, pero debía esforzarsepara combatir a una docena de hombresordinarios. Y cuanto más disciplinadasfuesen las mentes de sus blancos, menoseficaz sería su magia. Enfrentado a lossacri o a los guardias imperiales, oincluso a un ciudadano alistado en elejército cuyo antiguo oficio requirieseuna rígida disciplina mental (porejemplo un joyero o un fabricante delentes) volvería inútil la magia de la

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mente.La sopa estaba casi lista cuando

alcanzamos el otro lado de la represa y,cuando nos dieron nuestros tazones,Oailos se movió discretamente entre losque conocíamos mejor, señalándoles lospequeños cambios que habíamosacordado y la diferencia querepresentaría la lluvia y la penumbra.Intentamos alejarnos todo lo quepudimos de los que no conocíamos tanbien, aunque sin hacerlo evidente. Sinembargo, la gente como Pahinu acabaríatarde o temprano enterándose de quealgo sucedía.

Recorrí las cabañas con la mirada y

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vi al mago mental de pie bajo el toldo,conversando con Sevasteos y Amonis.Una media docena de soldados esperabaexpectante en las cercanías y, al poco, semovilizaron hacia nosotros. Eran laclave: incluso si Ithien fallaba en suintento de drogarlos, como habíaprometido que haría, yo podríaencargarme de ellos.

―Todos adentro y no dejéis nada enel exterior ―pidió Emisto―. Aseguraosde que vuestras herramientas esténsecas; no podemos permitirnos perderninguna.

Las cabañas estaban muy llenas,pero aun así no era demasiado

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incómodo, no tanto como lo sería mástarde si la tormenta duraba más de undía. Ningún centinela podría permanecercustodiando el exterior con semejantetiempo, de modo que se aseguraban decerrar bien las puertas y nos dejaban enla penumbra. Ithien no iniciaría el planhasta caída la noche, cuando el magomental se encontrase en su propiacabaña junto a Ravenna prisionera, demodo que nos esperaba una largaespera.

Durante esas horas tuve los nerviosen tensión permanente, sentado casi enla oscuridad junto a Oailos y Vespasiahablando de cuestiones que no venían en

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absoluto al caso, y durante la mayorparte del tiempo mi mente divagó ensolitario. Me preocupaba Ravenna yrecordaba la noche en que sufrióaquellas heridas y acabó muriendo mihermano. La noche que encontramos elAeón, la colosal nave oculta en unaenorme caverna bajo las rocas, y queabandonaríamos sólo dos días mástarde. Ravenna y el vehemente rebeldeTekraea habían necesitado atenciónmédica urgente y era imposibleconseguirla en la cavernosa y vacíanave. Ella había tenido razón entonces:deberíamos haber regresado a Thetia.Pero claro, era fácil analizar las cosas

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retrospectivamente. Mi único deseo eraque el Aeón permaneciese oculto,protegido del Dominio por el martraicionero de la Isla de la Perdición.

Mantuvimos una inconstantevigilancia, más por cuestiones formalesque por otra cosa, a fin de evitarsentirnos demasiado aislados delmundo. Estábamos lo bastante cerca dela cabaña contigua para enviar una señaly, a través de una rendija alta de laventana, podíamos divisar desde allítambién el edificio donde estaba elinquisidor, entre otros.

Ninguno de nosotros esperaba vermovimiento alguno, así que nos

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sorprendimos mucho cuando, en el turnode vigilancia de Vespasia, una figuraencapuchada se abrió paso entre doscabañas de los guardias y entró en la delinquisidor. Sólo cinco de nosotros lovimos, y todos estuvimos de acuerdo enque ni tenía el aspecto ni las ropasapropiadas para ser un guardia.

¿Quién era entonces?―Alguien de la nave que tienen en

la bahía, supongo ―dijo Oailos concalma, procurando que no lo oyese quienno debía. Apenas seis de nosotrosconocíamos la existencia de la manta,aunque todavía no habíamos confirmadosu presencia.

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―¿Y por qué vienen aquí?―preguntó Vespasia.

―Quizá quieran llevar la nave almar.

Negué con la cabeza.―Está mucho más segura en la

ensenada. La costa de la Perdiciónresultaría letal con este tiempo.

Estábamos en verano, de modo quela situación no podía ser tan terriblecomo la última vez que habíamos estadoallí, pero dudé que en la manta hubieseun mago del Agua o que fuese tanresistente como el buque insignia de mihermano.

―Ésa es la parte del plan que no me

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gusta ―opinó Oailos, y pude sentir laincomodidad en su voz incluso pese aque tenía el rostro en sombras―.Ignoramos qué hay dentro del manta,podría ser un regimiento de sacri omedia docena de magos mentales. Y, porotra parte, ¿cómo se supone que vamos aabordarlo?

―Se trata de nuestra únicaoportunidad ―le recordé―, antes deque llegue alguien más.

―Puede ser, pero aun así no acabade convencerme del todo. Habría sidomejor hacerlo todo por nuestra cuentaque depender de su ayuda.

―¿Hubieses preferido que Ithien

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fuese otro sacerdote? ―preguntóVespasia, y agradecí su sensatez. Elorgullo de Oailos parecía a punto deinterponerse en el camino, algo que nopodíamos permitirnos. No me importabade qué modo íbamos a escapar de allí nigracias a la ayuda de quién, siempre ycuando pudiésemos lograrlo con éxito.

―Cualquier cosa es mejor que unsacerdote ―afirmó él aregañadientes―. Mantened de todosmodos los ojos abiertos, por si vienen.

Entre tanto, dos figuras másaparecieron entre las sombras,moviéndose a lo largo del pequeñosendero en la cima del campo abierto y

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avanzando en línea recta para reunirsecon su compañero y con el inquisidor.Se cruzaron preocupadas miradas entrelos que conocían el plan. No habíamosprevisto que sucediera nada semejante.¿Acaso tendría Ithien la sensatez deesperar una noche más y tener una mejoroportunidad? Por lo que yo sabía,todavía no había habido ningún mensaje,a menos que se hubiesen apoderado dela manta situada en la ensenada.

¿Dónde estaba el mago de la mente?No lo habíamos visto desde que nosencerraron en aquella cabaña y no habíamodo de saber si se encontraba encompañía del inquisidor o durmiendo.

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Seguramente lo primero, ya que no se lehabría dejado al margen de ningún plan,fuese cual fuese. Nosotros podíamos vertan sólo una de las esquinas de sucabaña, pero no la puerta.

Pasaba el tiempo y no sucedía nada,no había actividad ni señal de Ithien. Lalluvia caía sobre los muros en grandescapas, que se atenuaban o crecían enintensidad según las ráfagas de viento.En ocasiones podíamos ver todo elcamino que descendía hasta lasrompientes olas de la orilla del lago,pero en otras era difícil distinguir lasilueta del edificio más cercano.Todavía no había muchos rayos y los

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truenos eran esporádicos y moderados,eclipsados por el constante retumbar dela lluvia sobre el techo, pero antes deque acabase la tormenta todo habíaempeorado.

En otros tiempos hubieranconsiderado que aquélla era unatormenta muy intensa: dos o tres horaseran un período muy largo para que eltiempo mantuviera semejante ferocidad.Pero dos siglos atrás las tormentas semedían en horas, no en días como ahora.

Dentro, las cosas ya estaban bastantemal, pues la lluvia se había abiertocamino a través de los múltiplesagujeros del techo y empezaban a caer

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goteras que inundaban el suelo en variossitios. Teníamos que mantenernos enmovimiento para encontrar zonas secas,ya que cada vez aparecían más chorrosde agua y se sucedía un revuelointentando evitar que se mojasen lasmantas. Empezamos a alternarnos conmayor frecuencia en el puesto de vigía,ya que la única posición desde la quepodíamos espiar con cierta comodidadtambién estaba empapada.

Por desgracia, fue Pahinu quienestaba de guardia cuando por fin sucedióalgo, si bien no perdió un segundo enanunciarlo. Me estiré para observar quépasaba, pero no pude distinguir más que

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una vaga forma a través de la lluvia.―Oailos es más alto que tú, déjalo

mirar ―sugirió alguien. Pahinu teníacasi tantos problemas como yo paraalcanzar la altura de la rendija. Se alejóde mala gana, pero, en el momentopreciso en que Oailos llegaba pararelevarlo, una ráfaga excepcional lanzóun torrente de agua contra su cara y,cuando consiguió volver a ver, la figuraya había desaparecido.

―¡Allí! ―dijo un instante mástarde―. Junto a la cabaña del magomental. Alguien sale ahora de la puertade Amonis, corriendo... Ha caído, debede haber tropezado con algo. No se

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mueve.Una nueva ráfaga y Oailos volvió a

alejarse de la rendija con el rostro y elcabello empapados.

―Intentad levantar a alguien enlugar de escoger al más alto ―objetóentonces, y se produjo una sordarisotada―. Atho, tú pesas poco.

Él y otro hombre me cogieron enandas sobre los hombros hasta que tuvela cabeza al nivel de la ventana. Mellevó un momento ubicar dónde habíaestado mirando. Allí, un sujeto seinclinaba ahora sobre el que habíacaído. No pude distinguir su rostrodebido a la capucha impermeable que

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usaba, pero supuse que sería Ithien oSevasteos y que el caído sería el magomental. Sin embargo, no recibimosninguna señal aún.

Pestañeé intentando que el agua nome entrase en los ojos. Mientras, lafigura que estaba de rodillas se puso depie y empezaba a avanzar en nuestradirección.

Se produjo entonces un ruido en elexterior de nuestra puerta, el sonido dealguien que quitaba los cerrojos y acontinuación pasos que retrocedían. Elque estaba más cerca de la puerta laempujó con incertidumbre y ésta seabrió. Vi en todos una expresión de

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incredulidad, pero, nada más mirarhacia afuera, descubrí que la figura queyo había tomado por Ithien era uncentinela, inconfundible con su cascofestoneado, pese a estar envuelto en sucapa impermeable color azul oscuro.

―¡Date prisa Athos! ―susurróOailos―. ¡Ahora!

La apertura de la puerta era la señal.Empecé a poner la mente en blanco,buscando el vacío que necesitaba parahacer magia, pero entonces el centinelase agachó en torno al hombre echadoboca abajo, mirándolo por la aberturadel casco. No pude oír nada. Sólo vi allegionario de élite del emperador darle

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la vuelta al cuerpo del otro sujeto. Todoparecía haber salido demasiado bien.¿Era posible que alguien tan entrenadocomo un mago mental fuese tan fácil dematar?

Volví a buscar el vacío, cerré losojos y me sentí notando en el espacio enblanco de mi mente, mientras lassensaciones corporales se desvanecían.Fui recuperando entonces el poder quehabía abandonado durante cuatro años,sintiendo el temblor de la magia en lapiel.

Y entonces todo se estropeó, como sialguien me hubiese cerrado una puertaen plena cara. Salí del vacío y me

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incliné peligrosamente hacia atrásmientras Oailos y les demás se movíancon vacilación. Me habría derrumbadode no ser porque Vespasia me sostuvo.Con la ayuda de dos hombres medejaron en el suelo.

―¿Qué sucedió? ―preguntó Oailos,furioso.

―El mago mental sigue allí. Me habloqueado.

Varios se quedaron boquiabiertos,pero Oailos asumió el control de lasituación antes de que nadie pudiesedecir nada.

―¡Rápido! ¡Salid todos! Todavíapodemos vencer si nos apoderamos del

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mago mental. Que alguien coja la espadade aquel thetiano, vayamos a la cabañadel inquisidor antes de que llamen a losguardias.

Urgió a la mujer más cercana a salir.―Pero ¿cómo...? ―inició su

protesta otro supervisor.―Es un mago. Si deseas escapar,

ésta es nuestra oportunidad.Oailos me cogió del hombro para

que saliese con él, mientras se producíajunto a la puerta un súbito tropel, y casime arrastró en su carrera hacia elguardia muerto y su asesino, que debíade ser Ithien y había cogido la espada.

―¡Rápido! ―dijo éste tendiéndome

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el cuchillo de Oailos―. Busca unapiedra, cualquier cosa que puedasutilizar como arma. ¡Cathan, tu magia!

―¡El mago no ha muerto! ―advertíintentando otra vez con desesperaciónreunir mis poderes y volviendo afracasar.

Ithien lanzó una maldición y dio lavuelta con el pie al cadáver. Iba vestidode negro, llevaba barba, pero no era elmago mental.

―Ya es demasiado tarde paraecharnos atrás. Al menos me he cargadoa los guardias ―dijo gritando parahacerse oír por encima de los truenos―.Sevasteos, libera a Ravenna.

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El arquitecto, una negra silueta enmedio de la lluvia, comenzó a correr endirección a la cabaña del ingeniero.Llevaba un impermeable, pero losdemás nos habíamos empapado nadamás dejar la cabaña y la lluvia recorríanuestras caras y ropas sin darnos tregua;demasiada agua para que la tela laabsorbiese.

Ninguno pensó en Pahinu hasta queoímos abrirse de golpe la puerta de lacabaña del inquisidor y vimos a alguienentrando. Un momento después seoyeron voces altas y gritos de alarma,pero no estaba seguro de que losguardias los oyesen. Como fuera, debían

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de estar vigilando y sin duda estaríansobre nosotros en cuestión de minutos.

―¡Moveos! ―gritó Ithien cubriendoa toda prisa los pocos metros que nosseparaban de la cabaña del inquisidor.Los esclavos lo seguían formando unaturba descontrolada. Oailos habíaenviado a un hombre para abrir otracabaña, ante la improbable posibilidadde que otros penitentes se sumasen atiempo.

Vimos la luz amarilla provenientedel portal abierto; Ithien se detuvo a unlado con la espada en alto. Oí elzumbido de un arco pero no vi volarninguna flecha. Entonces el thetiano y

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dos esclavos se abalanzaron hacia elinterior. Uno de los esclavos era Oailos,que con su mano libre seguía aferrandomi muñeca. Yo seguía desarmado.

Distinguí las facciones de loshombres que había dentro, sorprendidospor nuestra entrada en la habitaciónprincipal, que estaba iluminada por unpar de antorchas de leños. El rostro deAmonis era una máscara de furia helada.Shalmaneser, con el arco sin flechas enuna mano, y dos hombres vestidos denegro y verde oscuro que flanqueaban almago mental, vistiendo su túnica negracon bordes dorados. Ninguno de los tresúltimos llevaba armas, aunque tenían

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cuchillos en los cinturones.―¡Matadlos! ―aulló Oailos y se

echó a un lado para permitir que loslanzadores de piedras llenasen la salacon sus misiles. Pero los atacadostuvieron un segundo de gracia paramoverse y sólo dos de las siete rocasdieron en el blanco. Amonis se tambaleóhacia atrás, apretándose el brazo,mientras que Shalmaneser gruñía dedolor y lanzaba al suelo su arco,boqueando para respirar. La roca lohabía golpeado en el estómago, peroapenas era lo bastante grande paradejarlo sin aire más que un instante.

―¡Guardias! ―gritó Amonis―.

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¡Herejes, haré que os quemen por esto!Los otros esclavos eligieron los

muebles más próximos, pizarras, sillas,y los arrojaron con fuerza mientras lossacerdotes se ponían a resguardo bajo lamesa.

―¡Dadle al mago mental! ―ordenóVespasia mientras Oailos me soltaba elbrazo para iniciar la carga y atacar,hombro con hombro junto a Ithien.

El mago mental alzó su martillo yvolaron puntos de luz dorada endirección a nosotros. Oailos e Ithienparecieron aminorar la marcha, como siluchasen contra sus propios músculos,pero siguieron adelante.

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Dos esclavos quedaron inmóviles,congelados, tras ser golpeados por laluz, y, como también yo recibí ladescarga, no pude hacer más queobservar los sucesos.

Era como si estuviese a punto dedormirme. Como si mi cabeza se llenasede lana, el aire se volvierarepentinamente de melaza y mismúsculos estuviesen encadenados. Yame había sucedido algo similar, y nopodía remediarlo.

Los dos hombres de negro y verdeavanzaron para proteger al mago mental,y Oailos de pronto giró hacia elinquisidor, estrellándose contra la mesa.

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Ithien atacó con la espada, pero no pudodar en el blanco pues su cuerpo seretorció hacia atrás sin motivo aparente,chocando contra Oailos.

Por un instante pareció como si todohubiese acabado, pero Oailos se lasarregló para incorporarse y caer sobreShalmaneser. Un momento después vicon toda claridad cómo sostenía elcuchillo contra la garganta delsacerdote.

―Libéralos de tu magia o lo mataré―aulló Oailos con sus robustoshombros dispuestos de manera queparecía escapar a los poderes del mago.

En el rostro del mago mental no

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hubo más que indiferencia.―Si lo matas no habrás logrado más

que perder el rehén para negociar―respondió y se dirigió luego a uno desus protectores―. Llamad de inmediatoa los guardias.

El sujeto asintió y se marchó por unapuerta lateral situada más o menosdetrás del mago mental. Su compañerose movió hacia adelante para quitarle laespada a Ithien.

―¡He dicho que rompas el hechizo!―insistió Oailos.

El mago mental cruzó una miradacon Amonis, que se había incorporado.El inquisidor se encogió de hombros y

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el segundo individuo se inclinó haciaadelante y tiró de la túnica de Oailos,estirándosela hasta los pies.

Sin embargo, no fue lo bastanterápido. Shalmaneser emitió un sordogorjeo mientras Oailos le hundía elcuchillo en la garganta. El sacerdote seagitó convulsivamente y un chorro desangre bañó el suelo. Entonces lanzó loque debió de ser un grito. Cerré losojos, demasiado afectado para observarel tercer asesinato en cinco minutos.Matar en el campo de batalla era unacosa, pero ninguno de esos tres hombreshabía tenido la oportunidad dedefenderse.

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―Lo único que habéis logrado esque vuestra muerte sea infinitamente másdolorosa ―dijo Amonis mientras Oailosera alcanzado por uno de los rayosdorados del mago mental. Acontinuación, el sacerdote se arrodillóante el cadáver de Shalmaneser ymurmuró una breve bendición.

Sentí que se me revolvía elestómago al comprender que estábamosacabados. Oí pasos en el exterior de lacabaña y di por sentado que Ithien nohabía podido vencer a todos losguardias.

―Guardias, inmovilizadlos―ordenó Amonis―. Son herejes y...

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Una piedra perfectamente lanzada seestrelló contra su frente y sentí unensordecedor alarido mientras una turbaempapada se arrojaba desde atrás contrael mago mental. Vi una cadena apretadacontra su garganta y de pronto sedesvaneció la niebla que pendía sobremi mente.

―¡Moveos! ―gritó Oailos,buscando al guardián del mago mental altiempo que el propio mago, con el rostromorado, era obligado a ponerse derodillas. No podía ver la cara de quienlo atacaba, ya que sus cabellos negros sela tapaban, pero me bastó parareconocer a Ravenna.

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―¡Vespasia! ―gritó Ithien―.¡Libera a todos los penitentes y haz quebajen ahora mismo a la represa!

Sevasteos apareció en el portal conuna expresión casi animal en el rostro yarrojó otra piedra sobre el cuerpoyaciente de Amonis.

Entonces el guardián consiguióliberarse de Oailos y se tiró contra elmago mental, empujándolo hacia un ladoy aflojando la presión a que lo sometíaRavenna. El mago se desplomó haciaadelante, inconsciente pero aún convida, y no tuve tiempo de impedir que elsegundo protector apareciese y loliberase de ella. Mientras me

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tambaleaba por la habitación, el sujetoalejó al mago mental de Ravenna deSevasteos, arrojándolo casi afuera de lacabaña. Apenas conseguí ver cómo lasilueta cargaba al mago sobre loshombros y empezaba a alejarse a tientasen medio de la noche.

―Id tras él ―ordenó Ithienponiéndose de pie―. Oailos, ve a atar alos guardias. Apodérate de sus armas yarmaduras; precisaremos de toda laayuda que podamos obtener.

A Ithien no le había costado nadaasumir el mando y, para mí sorpresa,Oailos reconoció su autoridad.

Pero entonces dejé de prestarles

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atención. Con las cadenas enganchadasen una silla caída, Ravenna luchaba porponerse de pie. Me acerqué a ella a todaprisa, pero contuve las ganas deayudarla a incorporarse pues conocía suorgullo y sabía que detestaría que lohiciese. En cambio, saqué la silla de enmedio y le ofrecí una mano. Ella sesacudió el pelo del rostro y me clavó lamirada. Tenía los ojos muy cansados yel rostro bastante demacrado.

Por un momento no dijo nada y oídetrás de nosotros el impacientejugueteo de los dedos de Ithien.Entonces Ravenna extendió la mano ycogió la mía, ayudándose para ponerse

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en pie.―¡El mago ha huido! ―exclamó

ella, mirando con avidez hacia elexterior de la cabaña. A continuaciónvolvió a mirarme y soltó mi mano.

―Cathan, te he sorprendido. Pero¿podemos matarlo primero y charlardespués?

―¿Quién es él? ―preguntó Ithien―.¿Sabes de qué va todo esto?

―Es de Tehama ―le informé―. Sellama Memnón.

No se lo había contado antes, peroahora estábamos sin lugar a dudas delmismo lado y era necesario que losupiese.

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―Es sobrecogedor ―dijo sóloRavenna con expresión afligida―.Debemos marcharnos de aquí. Deseanmantenerlo en secreto y matarán acualquiera para impedir que salga a laluz.

―¿De qué se trata? ―exigióIthien―. Dímelo, no tenemos tiempo...

―Del Aeón ―dijo ella―. Y de mi...Vespasia apareció en la puerta sin

aliento.―Hemos liberado a todo el mundo,

Ithien. He enviado a los más fuertes aayudar a Oailos.

―¿Y el mago mental?―No lo sé. Todavía están tras él.

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―No lo capturarán ―advirtióRavenna―. Ninguno de vosotrospodréis. ¡Cathan, debemos atraparlo,tenemos que lograrlo!

―No estás en condiciones deperseguirlo ―empezó a decir Ithien,pero ella lo interrumpió sacudiendo lascadenas de las muñecas y los tobillos.

―Tiene la llave de mis cadenas, yson mágicas. No hay otro modo deabrirlas.

Ravenna hacía lo imposible poraparentar pleno control de sí misma,incluso si el temblor de su voz ladelataba. Era mucho más de lo que yohabría conseguido si hubiese sufrido lo

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mismo que ella.Me volví hacia el thetiano.―Ithien, haz que todos lleven armas

y apodérate del buque. Viste a tushombres de soldados, inquisidores, loque te plazca. Pero vete. Nosotroscapturaremos al mago mental y nosuniremos a ti más tarde.

―¿Cómo lo lograréis tal comoestáis?

―Tampoco el mago puede correr―fue la respuesta de Ravenna―. ¡Porfavor, Ithien! Haz lo que Cathan te dice ymárchate.

La lluvia nos caía sobre la caramientras subíamos la colina, gateando o

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caminando. Ravenna iba descalza ycargaba además con sus cadenas, peromantenía el espíritu con mayorconvicción que yo, sin permitirmeayudarla más que para evitar quecayese. En un intervalo entre truenos oía mis espaldas gritos y confusión, peroseguimos adelante, abriéndonos pasopor el estrecho desfiladero hasta lacumbre de la costa central, cogiendo allíun camino que el cielo sabría adondellevaría. Por allí había escapado elmago mental.

Era un sendero poco transitado, detierra y pedruscos, que avanzaba entrelas rocas. Apenas tenía el ancho

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suficiente para que cupieran dospersonas y resbalaba a causa del agua.La lluvia me golpeaba la espalda y lacabeza, cayéndome sobre los ojos yhaciendo que casi no pudiese ver haciadónde iba. Cada tanto, incluso me volvíacomplicado respirar.

Nos detuvimos al final del primeraltozano, para recobrar un poco el aire,pero sólo durante un par de segundos.Luego Ravenna reinició la marcha.Debía de tener las muñecas y lostobillos en carne viva, pero no sepermitía demostrar la menor señal dedolor y se limitaba a cojear inclinadahacia adelante en la incómoda posición

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que le permitían las cadenas.El ruido de la tormenta apagaba

ahora cualquier sonido que nos pudiesellegar desde atrás, pero, tras doblar unascuantas curvas, oí sonidos lejanos quevenían de delante. ¿Estarían aún sobre lapista los penitentes que Oailos habíaenviado antes de nosotros? ¿Se habríanperdido en el camino?

Por un instante observé con atenciónlas tinieblas que teníamos enfrente,preguntándome si podría distinguir loque oía. Pero entonces me tambaleé ytuve que mirar hacia el sendero.¿Aquello que había ante nosotros seríael débil rastro de una luz o el fulgor de

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un relámpago reciente?Entonces doblamos otra curva y

distinguí sin lugar a dudas la trabajosarespiración del mago.

―Es él ―dijo Ravenna y se lanzó alataque. Yo volví a mirar. ¿Sería unaantorcha? Ni el mago mental ni suguardián llevaban antorcha. ¿Y si losacompañaba alguien más?

El asistente debió de oír que nosaproximábamos, pues manoteó sucuchillo y se abalanzó sobre nosotros,gritando algo que sonó como unapetición thetiana de socorro. Su voz seperdió casi de inmediato entre el sonidode la lluvia, pero aun así estaba armado

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y nosotros no. Detrás de él, el magomental estaba desplomado en el sendero,con la túnica negra empapada yconsciente.

Así que no podría hacer magia. Mirédesesperadamente a mi alrededor,tratando de encontrar alguna inspiracióny preguntándome dónde estarían losdemás penitentes.

―Nadie os ayudará ―dijo Memnóncon su peculiar acento―. Y nosotrostenemos refuerzos un poco más adelante.Vendrán en seguida.

―Pero ahora no están ―interrumpióRavenna cogiendo una piedra del ladodel camino. No era un arma muy eficaz,

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pero era cuanto teníamos, y pude notarel gesto de preocupación en el rostro delguardián. Él estaba armado, peronosotros lo aventajábamos en númeroaunque fuésemos un par de andrajososesclavos.

Cuando Ravenna le lanzó la piedrase agachó para esquivarla y avanzó unospocos metros hacia nosotros, con elcuchillo levantado. Me tiré sobre él unsegundo antes de que nos alcanzase,golpeándolo en las rodillas yarrojándolo al suelo. Como era muchomás fuerte que yo, me pateó en elhombro mientras su cuchillo volaba porlos aires. Luego huyó cojeando. Ravenna

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sostenía otra piedra en la mano.―No hay tiempo que perder ―aulló

ella, y nos arrastramos los últimospocos metros―. Inmovilízalo, yoconseguiré la llave.

Agarró entonces el cuchillo y apuntóel filo contra la cabeza del mago antesde que pudiera moverse, luego lo bajódurante un segundo mientras cogía lallave.

Ninguno de nosotros notó la llegadade los «refuerzos» hasta que los tuvimosprácticamente encima.

―¡Dejadlo en paz! ―gritó una vozmientras Ravenna volvía a alzar elcuchillo―. Si lo matáis, firmaréis

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vuestra propia sentencia de muerte.―¡Alejaos! ―chilló Ravenna casi

sollozando―. ¡Alejaos o lo dejaréciego!

La alta figura con capa negra, que separecía mucho al mago mental, hizoretroceder unos pasos a sus hombres.

―No lograréis nada con esto―objetó.

―¡No volverás a capturarme!―gritó ella―. ¡Traidor!

―Tú eres la traidora, corvita.Doblemente condenada por la compañíade la que te rodeas.

Corvita significaba «pequeñacuerva» en thetiano. Pero el sujeto no

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era thetiano. El parecido erainconfundible. Se trataba del padre deMemnón, el oficial de Tehama queRavenna había creído que le prestaríaayuda.

―Después de tantos años tenemos aun miembro de tu familia a nuestramerced. Espero que todos los miembrosdel Cónclave estén presentes cuandodecidamos cómo matarte, Tar' Conantur―me dijo.

Intenté otra vez formar en mi menteel vacío necesario para hacer magia,suponiendo que sería bloqueado, perono fue así. Me encontraba demasiadoexhausto para mantener el esfuerzo

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durante mucho tiempo, pero eraconsciente de mis posibilidades.

Liberé entonces un poco de midurmiente magia de las sombras,mirando hacia arriba, al sendero, paradistinguir de dónde habían salido. Justodetrás de la siguiente curva estaba laentrada de una caverna. Agua. El aguanos rodeaba por completo, más poderdel que yo hubiese podido emplearincluso estando en óptimas condiciones.Congregué la lluvia como a través de unembudo, recogiéndola desde unadistancia de varios metros y la volquécreando una cortina que rodeó al oficialy a sus hombres.

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―Regresad a vuestra cabaña―ordené sin salir del trance.

Percibí la furia que sentían, pero trasun segundo de vacilación meobedecieron, dando media vuelta endirección a la caverna, rodeados por unamuralla ondulada de agua de varioscentímetros de espesor,permanentemente alimentada por lalluvia. Cuando estuvieron dentro,disminuí el grosor de la cortina y ladesplacé hasta que cubrió la entrada dela caverna. Durante unos minutos seríacomo un muro auténtico. La dejé allíutilizando el poder constructor másvigoroso que poseía, un armazón mágico

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que se desintegraría al poco rato.―Estarán fuera de juego unos

minutos ―dije, casi desmayándomesobre el mago mental, que estabainconsciente―. Debemos regresar.

―Antes quítame las cadenas―urgió Ravenna dándome la llave―.Tienen las cerraduras en la parte interiorde las muñecas. No puedo alcanzarlas.

Me tendió las manos y al pocoencontré las cerraduras. Di dos vueltascon la llave en cada caso y las esposasse abrieron. Le acaricié una muñeca ysentí lo lastimada que tenía la piel, peroinsistió en quitarse ella misma lascadenas.

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Oí más gritos y por un instante temíque hubiese cedido el muro de agua.Entonces comprendí que venían delsentido opuesto. Las voces no meresultaban familiares.

Los sacri. Estábamos rodeados, y yano me quedaban energías paradetenerlos, y mucho menos paraenfrentarme a ellos.

―Debe de haber un camino quedescienda hacia el lago ―murmuróRavenna―. Subamos unos pasos paraver si hay algún sendero, tal vezpodamos escondernos en algún hueco delos acantilados o algo así.

Corrimos hacia el final del camino,

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hacia un espacio abierto frente a lacaverna. Noté miradas iracundas detrásde la muralla de agua, todas excepto lasde su líder, a quien pude oír claramenteincluso a través del ruido de la lluvia.

―Corred ―gritó―, pero osencontraremos y os traeremos de vueltapara ser juzgados ante el Cónclave Yano os podéis esconder de nosotros.Pronto os cogeremos. Disfrutad devuestros últimos momentos de libertad.

Hubo más gritos tras la murallalíquida, y nos lanzamos a la carrerabajando por el sendero, del lado máslejano del campo abierto, avanzando através de puntiagudas rocas al borde de

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rectos precipicios hasta que ya notuvimos la menor idea de dóndeestábamos.

Y en nuestra frenética huida bajo losacantilados de Tehama, alejándonoscada vez más hacia lo desconocido,oímos a nuestra espalda las vocesfuribundas de nuestros perseguidoreshasta que el rugido de la tormenta acabópor ahogarlo todo.

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CAPITULO X

Alrededor de una hora más tardetuvimos que detenernos. Estábamosdemasiado exhaustos para ir más lejos, ypasamos la noche, empapados, al abrigode un saliente rocoso. Éste nos protegióde lo peor de la lluvia, aunque no de lostorrentes que se derramaban en cascadapor los acantilados. Durante la huidahabíamos encontrado una pequeña playa,pero las olas eran demasiado potentespara imaginar siquiera la posibilidad denadar y tuvimos que seguir andando.

De algún modo nos las compusimospara dormir unas pocas horas, tras haber

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abandonado ya toda esperanza ciévolver atrás en dirección a la represa atiempo de reunirnos con los demás. Lossacri habían interrumpido supersecución cuando la tormenta arreció,pero para entonces ya llevaban variashoras detrás de nosotros y controlabantodas las posibles vías de retorno.

Debió de ser un trueno lo que medespertó, ya que cuando abrí los ojos elcielo seguía negro y la tormentaproseguía infatigable. No era tan fuertecomo antes, pero tampoco había cesado.

Me estiré y lamenté al instantehaberlo hecho, ya que me dolió cada unode los músculos del cuerpo, un dolor

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que la humedad había trasladado a loshuesos. Carecíamos de espaciosuficiente para acostarnos, de modo queestaba sentado con la espalda contra unaroca relativamente vertical y con lacabeza apoyada en la de Ravenna.

Mi movimiento la despertó y lanzóun quejido, sin duda sintiéndose muchopeor que yo. Se alejó de mí, apartándosede la cara un mechón húmedo.

―Debemos seguir adelante―dijo―. Ya habrán reiniciado lapersecución.

―¿Tan pronto?―No dejarán que escape. Ahora

conozco la alianza de Tehama con el

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Dominio, y saben que si no me atrapantodo su silencio carecerá de sentido.

A gatas, Ravenna salió de la roca,dejándome sin otra elección queseguirla. La ropa que se me habíasecado volvió a empaparse de inmediatoy el efecto aturdidor de las constantesgotas sobre mi cabeza era aún másmolesto que antes.

―¿No aceptarías, por lo menos, quete preste mis sandalias? ―le ofrecícuando empezó a avanzar. Ninguno delos dos estaba acostumbrado a andardescalzo, pero al menos yo habíatrabajado y me había mantenido enmovimiento durante el último año,

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mientras que ella debía de habersepasado la mayor parte del tiempo en lasceldas de la Inquisición―. ¡Ravenna,por favor! ¡Al aceptar no demostrarásdebilidad ni nada parecido, sólo sentidocomún!

―Nos turnaremos ―accedió porfin. Me quité entonces las finas yrústicas sandalias y esperé a queRavenna de las pusiera. Me sentíahambriento y todavía estábamos a muchadistancia del bosque, donde sin dudapodríamos encontrar algo que comer.

Así que volvimos a coger el senderoen medio de la oscuridad,coleccionando magullones y cortes en

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las piernas y los pies mientras la seguíaen su tortuosa e impredecible ruta entrelos acantilados y el rugiente lago. Cadatanto veíamos el agua a nuestraizquierda, una revuelta masa de olasblancas iluminada por los relámpagos,una pesadilla para quien intentase nadar,ya que el trabajo en la represa habíallenado las aguas de barro.

No notamos que nadie fuese detrásde nosotros, pero en semejantescondiciones habría sido un milagro oíralgo a cincuenta metros de distancia. ¿Selas habría arreglado Ithien paraapoderarse de la manta? ¿Habríanpodido con todos los guardias?

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O bien los penitentes estabanapretujados en la ensenada o estabanmuertos. No quería pensar demasiado enello, pero en cualquiera de los dos casosno había nada que el inquisidor y elmago mental pudiesen hacer exceptocapturarnos.

―¿Cómo es el lago de grande?―pregunté mientras rodeábamos unanueva bahía. Me percaté de quetendríamos que escalar al menos sesentametros para cruzar la estribación deTehama, que sobresalía ante nosotros.

―Mide unos dieciséis kilómetros,quizá más. Creo que al final de la costahay una jungla, el bosque desciende

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hacia el lago en algún sitio por allí.Y si Ravenna se equivocaba,

entonces nos esperaba otra caminataatravesando colinas calientes comohornos con los estómagos vacíos.

La aurora llegó de forma súbita,pero sin ningún cambio de luzdemasiado notable. El cielo pasó a todaprisa de negro a gris oscuro y pudedistinguir la silueta de las colinas en lacosta más lejana del lago. Sus laderasestaban ocultas por capas de densalluvia y no había nada a nuestrasespaldas que indicase que nos seguían.

El terreno que nos rodeaba erabastante monótono, una interminable

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sucesión de salientes irregularesdominados por los salvajes acantilados.Ahora nos aproximábamos a lascataratas y me pregunté cómo lascruzaría el camino. En teoría aquellaruta había sido utilizada en otrostiempos por la gente de Tehama, pero noparecía demasiado práctica. Debían dehaber tenido medios de comunicaciónbastante más eficientes entre lasciudades que rodeaban el lago.

Nos detuvimos para descansar bajootro de los enormes peñascos,ocultándonos detrás de una roca que nose veía desde el camino, por si losinquisidores estuviesen más cerca de lo

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que pensábamos. Casi no nosprotegíamos de la lluvia, pero agradecíla oportunidad de sentarme unos pocosminutos.

Ravenna tenía peor aspecto que lanoche anterior. Era una persona ágil ydelgada, pero esa delgadez se confundíaahora con la desnutrición. Su rostro nohabía cambiado, con excepción de sufuerte mirada. La tensa resolución y lacompostura seguían allí, incluso másmarcadas.

―¿Quién era ese hombre? ―lepregunté por fin―. ¿Qué era?

―Es un tribuno de laMancomunidad de Tehama ―dijo

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Ravenna como si estuviese leyéndolo―.Se llama Drances y es el padre deMemnón. Todos los que estaban vestidosde negro son habitantes de Tehama.

―Pensaba que tu gente odiaba alDominio ―aventuré, empezando acomprender qué había sucedido.

―También yo lo creía. Pero seenteraron del Aeón y decidieron que elDominio era un mucho mejor... aliado.Ya hemos estado detenidos bastantetiempo.

Yo sabía muy poco acerca deTehama, con excepción de la antiguahistoria que nos habían enseñado y quela ¿Mancomunidad había sido la primera

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civilización de Aquasilva. Pero ahoratodo eso era cosa del pasado y la mayorparle del mundo creía que Tehama sehabía extinguido. La realidad era que nosólo existían y estaban activos, sino quehacía apenas treinta años habían sido lobastante importantes para que el faraónOrethura casase a su hija, la madre deRavenna, con un habitante de Tehama decierta alcurnia.

Ravenna había abandonado su patriacuando tenía nueve años y me habíacontado tan poco sobre su infancia queni siquiera sabía el nombre de suspadres. Fiel a su estilo, seguía ahora tanimpenetrable como siempre.

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Ascendí el siguiente espolón y laencontré del otro lado, apenas ocultatras una cresta rocosa, mirando haciaabajo en dirección a lo que había sidoinconfundiblemente una ciudad deTehama. A continuación se veía elprincipio del bosque.

La ciudad y sus anchas avenidasestaban invadidas por pequeños árbolesy los restos de edificios se encontrabanenterrados en parte bajo maleza. Nopude distinguir casas enteras pero símuros derrumbados, dispersos por todaspartes, piedras lavadas por la lluviahasta adquirir un color gris oscuro.

El sendero era ahora un camino con

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extensos escalones de piedra, menosdolorosos para las plantas de los piesque las piedras sueltas, pero másresbalosos. Avanzaba con los ojos fijosen el suelo para no caerme y noté quecada escalón era un inmenso bloque depiedra. Sólo el cielo sabría cuántotrabajo habría llevado colocarlos allí.

El terreno era más abierto y me sentíexpuesto hasta que llegamos a lasprimeras ruinas de casas.

A medida que nos adentrábamos enla calle, observando las monolíticasconstrucciones, noté lo diferente que eraese lugar de cualquiera de las ciudadesdel Archipiélago que conocía. Ni

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siquiera las ruinas de Poseidonis teníanalgo que ver. Quizá lo más notable fuesela absoluta ausencia de bóvedas, dearcos, de cualquier cosa que relajase unpoco las líneas rectas que lo hacían todotan extraño.

Muchas piedras del pavimentoestaban quebradas y varios siglos delluvias descendiendo desde las colinaslas habían alisado por completo. Eracasi como intentar caminar sobre hielo,salvo que la superficie estaba inundadade agua hasta los tobillos.

Seguí a Ravenna cruzando el centrode la ciudad, saltando sobre montañasde escombros y monolitos caídos, e

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intentando no enredarme en las plantastrepadoras que, como serpientes,cubrían ciertas áreas. Eran pegajosas yacababan enganchándose en las ropas.

La calle principal era un torrenteincontrolable, lo bastante fuerte paraempaparnos a cualquiera de los dos siteníamos la desgracia de caer en él.Llegamos entonces al otro lado de lacalle, más cerca del lago.

El bosque era más cerrado del otrolado de la ciudad y empecé a sentirmemás cómodo a medida que los árbolesse volvían más altos y la vegetación másespesa. Las casas de aquel sectorestaban en peores condiciones y hasta

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que no alcanzamos su extremo máslejano no comprendí que la ciudadseguía extendiéndose por lo que habíapensado que era sólo bosque.

Nos detuvimos un instante en laúltima de las casas y mi estómagoempezó a revolverse de anticipaciónante la promesa de comida. Me volví ymiré alrededor, preguntándome cuántaventaja llevaríamos a nuestrosperseguidores.

Apenas conseguí distinguir a tres ocuatro figuras en la cima de losescalones, a media hora apenas denosotros. Ravenna me cogió de la manoy empezamos a correr, intentando

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interponer entre ellos y nosotros tantobosque como pudiésemos. El camino sedeformaba cada vez más hasta quepareció que no tenía ningún sentidoseguirlo. De hecho, era mejor moversepor la jungla, dejando la menor cantidadde huellas y dificultando la persecución.

Cuando por fin hicimos una pausa enun oscuro lugar, en medio del bosquecerrado, ninguno tenía la menor idea dedónde nos encontrábamos. Exhausto, medesplomé sobre el terreno embarrado,junto al tronco de un árbol.

―¿Y ahora qué? ―pregunté cuandorecuperé el aliento, atento al fantasmalsusurro de la lluvia y los infinitos ruidos

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de un sitio donde jamás reinaba elsilencio. Como no podíamos ver el soldesde ningún punto, no teníamos manerade ubicarnos y mucho menos sabíamosdónde estaban los perseguidores.

―No lo sé ―respondió Ravenna―.Tendríamos que haber regresado sobrenuestros pasos y enfrentarnos a los sacri.Ahora ya es demasiado tarde.

―Ya era demasiado tarde en elmomento mismo en que los sacriiniciaron la persecución. Pero ¿adondeiremos ahora? El Dominio controla todala isla.

―Lejos de Tehama.Ravenna se dio la vuelta. Su túnica

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gris estaba totalmente cubierta de barro.No era mi intención permanecer allímucho tiempo: los condenados insectosdebían de haberse refugiado de la lluvia,pero ¿quién podía saber qué escondía elbarro? Estaba habituado a los bosquesmucho menos hostiles de las pequeñasislas, no al inmenso bosque cubierto denubes que todavía cubría medioQalathar.

―Cathan, de verdad que no lo sé―repitió Ravenna―. Pero alejémonosrápidamente de Tehama.

Las energías que la habían sostenidohasta aquel momento parecieronabandonarla mientras yacía sobre el

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barro como una muñeca de trapo,totalmente vulnerable y fatigada.Estábamos casi al principio del lago,por lo que debíamos de haber recorridoya unos dieciséis kilómetros. ¿A quédistancia estaríamos de la costa sur?,¿cincuenta kilómetros, cincuenta ycinco? No podíamos esperar obtenerayuda en ninguno de los poblados: loscastigos por ayudar a un penitente a huireran crueles y, en caso de que nostomasen por oceanógrafos, nuestrapresencia no sería bien recibida desdeque habían llegado los venáticos.

―¿Sabes de algún sitio donde aúnhaya resistencia? ―indagué―.

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¿Mencionaron algún foco de resistenciaherética?

―Ninguno en Qalathar. Según creo,se encuentran todos en el extremo sur oen el extremo oeste.

Es decir que, de algún modo,estábamos obligados a salir de la isla, ameternos en alguna patrulla de mantasque navegara por la costa y encontrar unsitio donde refugiarnos.

Por Thetis, ¿por qué no habíamosvuelto sencillamente atrás paraenfrentarnos a los sacri con nuestramagia? En pocos minutos hubiésemosestado en la manta, rodeados de aliados,navegando sin peligro hacia cualquier

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parte del mundo. En cambio, habíamoshuido de la escasa gente de Tehamacegados por el pánico

―Ravenna, tú conoces esta islamejor que yo. ¿Adonde deberíamos ir?

―¿Qué importancia tiene? No haymanera de orientarse en el bosque, almenos mientras siga lloviendo. Y si nosalejásemos de las montañas...

Ravenna volvió a sentarse.―No podemos ver las montañas

―la interrumpí―, y tampoco quierovolver a ser capturado, pero vagar poraquí no es de ninguna ayuda. ¿Quéestarán utilizando para rastrearnos?¿Son eficientes recorriendo los

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bosques?―Toda Tehama es un bosque

―afirmó ella apretándose las rodillas.Tenía un aspecto penoso, desaliñada ycon la lluvia marcando surcos en elbarro que cubría su ropa―. Conocenmuy bien esta zona, nunca han estado tanaislados como se piensa.

―¿De modo que no estamos segurosni siquiera aquí?

Ravenna negó con la cabeza.―Ni aquí ni en ningún sitio. Cuanto

más lejos estemos de Tehama, mejor.Intentarán cazarnos con jaguares.

¿Jaguares? ¿Por qué jaguares? Losperros de caza no eran lo habitual en el

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Archipiélago, pues los grandes felinosestaban mejor adaptados a las junglas.Sin embargo, nunca antes había oídohablar de que se empleasen jaguares,que solían ser demasiado apáticos ydifíciles de entrenar.

―¿No podemos evitarlos?―Es preciso encontrar alguna

manera, pero antes debemos buscar algopara comer.

Seguimos andando con dificultad,forzando nuestros ya exhaustos músculosaún más, caminando bajo el constantemurmullo de la lluvia. Una pocas horasdespués encontramos algo comestible:frutos de palmera creciendo en el claro

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formado por un enorme árbol caído. Lasreconocí como palmeras de playa,mucho más altas y menos formales quelas que los thetianos cultivaban eninvernaderos. Sus hojas se mecían conla fuerza de la tormenta y había frutosanaranjados creciendo bajo su fronda.Eran deliciosos, pero el problemaconsistía en que se encontraban a más detres metros de altura y ni Ravenna ni yoestábamos en condiciones de escalar unapalmera.

―Si consigues alzarme ―sugirióella―, podría recoger algunos frutos.Estás físicamente mejor que yo ypodrías soportar mi peso.

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Era una inesperada aceptación de larealidad, así que avancé y me detuveante el tronco del árbol, cogiéndome lasmanos para que las utilizase de sosténpara sus pies. Ravenna saltó y se asiócon fuerza al tronco de un empujón tanfuerte que casi me hizo caer. Sinembargo se las compuso para alcanzarlos frutos y arrancar un racimo. Elrepentino cambio de peso de su cuerpoal moverse venció mi resistencia yambos nos derrumbamos sobre las finashierbas que crecían por todas partes.Pero a nuestro alrededor había unabuena provisión de frutos. Trasdescartar los que estaban a medio comer

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por los insectos, el resto nos pareciónéctar de los dioses.

Una vez satisfechos, nos lasarreglamos para coger una par deracimos más, a costa de algunosmagullones extra, y los colgamos sobrelos hombros con algunas ramas deplantas trepadoras para comerlos mástarde. No durarían mucho tiempo, peroal menos nos aseguraban otra ración decomida y ni Ravenna ni yo podíamospermitirnos ser exigentes.

A medida que nos adentrábamos enel bosque, seguimos el recorrido depequeños riachos que descendían haciael centro de los valles, con la esperanza

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de que nos alejasen de Tehama. En algúnlugar hacia el sur estaba el caminoprincipal que conectaba Tandaris conKalessos, la única ruta este―oeste delinterior y el único punto de referenciaque podríamos reconocer en medio de lalluvia. Pero por el momento no habíaperspectivas de dar con nada y erafactible que estuviésemos caminando asólo cincuenta metros del camino sinverlo.

Las palabras de Ravenna resonabanen mi cabeza, y cuando iba por detrás deella me sobresaltaban los sonidos queoía a mis espaldas. Pero lo cierto es queno teníamos manera de saber dónde

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estaban nuestros perseguidores, ni a quédistancia. No en medio de esa sorda einterminable lluvia con sus ocasionalesgolpes de furia cuando los truenos yrelámpagos se volvían más intensos.

Cuatro años atrás, yo habíacabalgado por aquel camino yatravesado los valles sobre la ensenadapara rescatar a Ravenna de lo que enaquel momento me parecía ser la«protección» de un noble delArchipiélago. Pero al llegar a la casahabía descubierto que Alidrisi Kalessosestaba muerto y que el control de lasituación estaba en manos de mihermano. Ésa fue la última ocasión en la

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que me había visto obligado a estar en elexterior durante una tormenta, aunque nohabía sido la primera. Sin embargo,ninguna de esas experiencias se parecíaa ésta.

Lo peor era la absoluta monotonía.No había cambio alguno en el paisajepor el que nos movíamos, tan sólo unaprocesión de árboles descendiendo conel terreno al inicio de un valle y luegovolviendo a ascender hasta el comienzodel siguiente. Todo bajo el brillo de losrayos en el cielo.

Cuando la fatiga nos obligó adetenernos para pasar la noche,cualquier cosa que no fuese una masa de

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árboles nos parecía un recuerdo muylejano. La represa, la lucha, todo losucedido, bien podía haber sucedido unaño atrás. Todo salvo la sombría siluetade los perseguidores de Tehama y lasprofundas sombras dibujadas por susjaguares de caza.

Hubiese querido que nosdetuviésemos un poco al caer la nocheen una caverna situada sobre la base deun precipicio escarpado carente devegetación. Sin embargo, Ravenna adujoque aún estábamos demasiado cerca deTehama, que era un refugio demasiadoobvio y que nuestros perseguidoresesperarían encontrarnos allí. En cambio,

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seguimos adelante hasta encontrar unsitio menos satisfactorio y de accesomucho más complicado. Era otrosaliente rocoso, medio oculto por lahiedra, que sobresalía unos cuatrometros y tenía poco más de dos metrosde profundidad.

Sin duda sería el hogar de muchascriaturas desagradables, pero era tanabrupto que parecía cortado a cuchillo yno tenía rincones, hendiduras ni sitioalguno en el que acomodarse. Con todo,era bastante cerrado y pasabadesapercibido. En su interior, el espaciomás alto era de apenas un metro, por loque debimos sentarnos con incomodidad

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sobre un costado para acabar nuestrareserva de frutos.

No eran suficientes para matar elhambre, no después de semejantecaminata, pero no habíamos encontradonada comestible, con excepción de unsolitario fruto de taraca en una ramacaída y otros similares demasiado altospara alcanzarlos. Por fortuna, la sed noera un inconveniente.

Era mejor que agradeciésemos laspequeñas comodidades, al menos ennuestro estrecho refugio estábamos alresguardo de la lluvia, cuyo rumorinterminable oíamos fuera. Sin dudaquedaban en el cielo capas y capas de

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nubarrones, que no se disiparían hastaliberar toda el agua que contenían.

Me sentía lo bastante cansado paradormirme pese a la incomodidad deyacer sobre la roca desnuda, pero era unsueño superficial interrumpido conpenosa frecuencia cada vez que elsonido de los truenos se confundía enmis pesadillas.

En éstas me descubría vagando através de bosques de árboles de piedra,idénticos a los árboles vivientes entodos los aspectos salvo en que estabanhechos de la piedra gris empapada porla lluvia de la ciudad de Tehama. Teníanincluso hojas y plantas trepadoras de

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piedra, como si el bosque en suintegridad se hubiese visto petrificadoen un instante, todo era gris, sin la menortraza de verde, y el sonido de la lluviaera diferente, tal como sería al caersobre la piedra. Me sentía desorientadounos instantes. Luego oía el grito dealguien, proveniente sin duda del sur, ycorría por el bosque en dirección a él,que también parecía desplazarse.

Por fin lo localizaba y después veíaa Ravenna tendida allí, llorando deforma demasiado contenida para quehubiese podido oírla desde tan lejos. Nome atrevía a acercarme a ella, pues unjaguar estaba de pie a su lado. En

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realidad, era la negra silueta de unjaguar, formada por la ausencia total deluz, como un agujero en la Creación. Loúnico real en él eran sus rasgados ojosdorados que me observaban y atraíanmientras con una de sus garras abría porel pecho la túnica de Ravenna.

Mi primer deseo fue huir, pues nohabía manera de que luchase con algoque ni siquiera existía. En cambio, mesentía cautivo de sus ojos y acababatumbándome sobre las piedrasembarradas a un lado de Ravenna, comouna víctima a punto de ser sacrificada.

Sólo cuando el jaguar movía una desus garras yo intentaba alejarme, pero

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mis piernas tropezaban contra unobstáculo que no estaba allí...

Entonces mi conciencia volvió a lapequeña caverna donde intentábamosdescansar y, por un breve instante, misojos buscaron con desesperación los deljaguar en la profunda negrura de nuestrorefugio.

El llanto, sin embargo, era real yvenía de alguien situado a unos pocoscentímetros de mí. No podía ver la carade Ravenna pero oía sus movimientos yel modo en que sollozaba por sí misma ypor gente que no estaba allí.

La escuché durante un instante, pero,tras unas pocas palabras, deseé no

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haberlo hecho. Ravenna suplicabainterminablemente y sus palabras sesucedían en un torrente, pero no era a mihermano a quien le hablaba, sino apersonas cuyos nombres no había oídonunca.

Intenté relajarme y volver aconciliar el sueño, pero me sentía mal,como si rezase dentro del alma deRavenna, mucho peor que leer el diarioprivado de alguien. Pero no podíadormir y tampoco dejar de oírla.Ravenna era demasiado fuerte,demasiado resistente, y a la vezlamentaba que todo con lo que soñabahubiera sido real, que esas cosas le

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hubiesen pasado en realidad.Sólo pasado un buen rato, cuando

conseguí por fin volver a dormir unpoco, pareció que ella le hablabanuevamente a mi hermano, sólo que sinel profundo pánico que recordaba en suvoz.

Dormir no era mucho mejor, pues misueño estaba poblado por las horriblesimágenes de fantasmales jaguares hastaque se quebraban como si hubieseestado presenciando las escenas a travésde un cristal y alguien lo hiciera añicosdejando que entraran rayos de tiniebla.

Era descanso, y mi cuerpo lonecesitaba, pero cuando me levanté a la

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mañana siguiente no me sentí mejor yseguí teniendo dolores de la cabeza alos pies. Agité a Ravenna paradespertarla cuando vi que había luz en elexterior. Salimos de la cueva y bajamospor el acantilado en dirección alriachuelo para seguir la ruta de la nocheanterior. Ravenna estaba pálida yojerosa, pero no dije nada. Conexcepción de un fugaz comentario en lacabaña, desde nuestro reencuentroninguno de los dos había hablado de otracosa más que de nuestros cazadores. Eracomo si fuésemos dos fugitivos unidospor el destino, compañeros de ocasióncuyo único elemento común era el

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enemigo que seguía nuestros pasos. Nohablábamos mientras andábamos.

No tenía ningún deseo de volver atoparme con los perseguidores deTehama, pero a medida que el díapasaba sin que hubiese ningún cambioempecé a preocuparme, preguntándomepor qué si se trataba de gente tantemeraria y tan experta no habíamosvisto todavía ninguna señal de ellos. Nome atrevía a engañarme pensando quelos hubiésemos vencido, quehubiésemos conseguido escapar. Eso eraaventurar demasiado.

En algún momento de aquellajornada, cerca del crepúsculo, dimos de

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modo completamente inesperado con elcamino.

Pastaba en general en las mismascondiciones que recordaba,pavimentado con enormes bloques depiedra irregulares, lo bastante anchopara permitir el paso simultáneo de doscarros. No había nada en el caminodigno de notar, salvo que era el máslargo del Archipiélago.

Para nosotros, sin embargo, eracomo ver una fuente en medio deldesierto y nos abalanzamos hacia losmatorrales que había a su lado conincredulidad. De algún modo habíamoslogrado llegar allí, evitando perdernos

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entre el bosque cubierto de nubes, yhabíamos andado durante horas en ladirección correcta.

No teníamos la menor idea de en quépunto del camino nos encontrábamos.Ignorábamos incluso hacia dónde habíaque avanzar para llegar a Kalessos yhacia dónde para Tandaris. Viendo queuno de los lados del cielo estaba muchomás oscuro que el otro, creímos adivinardónde estaba el este.

―¿Seguimos por el camino? ―lepregunté a Ravenna, y obtuve larespuesta que suponía.

―No, sería exponernos demasiado.―Pero no habrá nadie recorriéndolo

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con este tiempo... ¿Qué problema habríaen seguirlo durante unos cuantoskilómetros?

―No ―dijo ella con firmeza.―¿Podemos al menos seguirlo de

lejos, a un lado, para asegurarnos de quevamos en la dirección correcta?

―¿Cuál es la dirección correcta?―inquirió Ravenna―. ¿Dónde seencuentra ese lugar mítico hacia el quedeberíamos dirigirnos?

―La costa sur ―indiqué con ciertadesesperación―. Cualquier lugar dondepueda haber un buque, alguna vía paraescapar. No has propuesto nada, así queésa es la dirección que hemos ido

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siguiendo.―Salvo por Kalessos y Carcaizon,

apenas hay unas cuantas poblacionespesqueras y sólo las ciudades tienenmantas.

―¡Entonces dime hacia dónde ir y teseguiré! No podemos ir al norte ni aleste, porque volveríamos al desierto.Siguiendo esta ruta, por lo menospodemos ocultarnos en parte.

Ravenna no ofreció alternativas, demodo que cruzamos el camino yseguimos avanzando del otro lado delbosque. Por unos momentos, en elespacio abierto del camino, nos vimossometidos a la fuerza bruta de la lluvia y

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agradecí que Ravenna no se hubiesedecidido a cogerlo. Pero me sentíademasiado fatigado y volvía a tenerhambre. Tenía las piernas temblorosas ypensé que no me llevarían mucho mástiempo.

Del otro lado del camino había unarroyo bastante rápido que nos llegaba ala altura de las rodillas. Era unaexperiencia maravillosamenterefrescante cruzar el agua corriente trastanto tiempo bajo la lluvia, de modo queme olvidé de todo por un instante. Yaestaba antes tan empapado que apenashubo diferencia, pero luego me sentímucho más limpio, pese a que no fuera

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verdad del todo.Ravenna me imitó y luego

avanzamos en paralelo al bosque queacompañaba al arroyo, unos diez metrospor encima de las colinas del valle. Trasunos minutos me detuve, cuandoRavenna, que llevaba la delantera, separó de forma abrupta.

―¿Qué pasa? ―le pregunté,cansino.

―Fíjate ―dijo ella señalando elterreno bajo sus pies―. Ah, tienespuestas las sandalias; no lo puedessentir. Es piedra, como si fuera parte delcamino.

Di un par de pasos hacia adelante y

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me incliné para tocarla, confirmando loque Ravenna había notado.

―¿Es importante?Ella estaba ya revisando la zona

circundante, hundiendo los piesdesnudos en el barro para ver siencontraba más piedra.

―Sigue ―anunció señalando a laizquierda―. Hacia allí arriba.

―Pero no es la dirección correcta.―Se aleja del camino, debe

conducir a la costa. Es hacia la costaadonde tú quieres ir, ¿verdad?

―Pero habías dicho...―Olvida lo que he dicho. Es

evidente que el Dominio ha olvidado

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este camino, no se utiliza. ¿Quién sabeadonde va? Quizá conecte con el antiguocamino de la costa o algo así. Noesperarán que vayamos en estadirección, pensarán que seguimos elcamino principal.

―Acabamos de encontrar un puntode referencia y ya quieres que nosalejemos de él.

―Cathan, si prevén seguir lo quepensamos, les será mucho más sencillocapturarnos a lo largo del camino que siestamos a varios kilómetros de él, enplena jungla.

Estaba demasiado débil como pararesistirme, así que tras un fugaz

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descanso reemprendimos la marcha. Nome alegraba dejar atrás la ruta seguradel camino principal, que tarde otemprano nos hubiese conducido aKalessos, y por primera vez en esaaventura ella no me había hecho caso.

El camino abandonado se extendíaen línea recta cruzando el siguiente valley seguía a través de un desfiladero en lacresta inferior. Cuando llegamos a esepunto ya había oscurecido yavanzábamos con mucha mayor lentitudque la habitual, para asegurarnos de noperder su rastro.

No divisamos el fuerte hasta que lotuvimos prácticamente encima.

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CAPITULO XI

Las inmensas piedras del murosobresalían de la jungla a nuestraderecha, separadas del camino por unamasa de vegetación que probablementeocultase el foso y algunas otrassorpresas menos agradables.

Durante unos segundos ambos nosquedamos paralizados, absortos ante larepentina aparición de semejantemuralla en medio de un bosque enapariencia vacío, y elevé la mirada a lacima del muro para comprobar si estabao no vacío. No había señal de vida y,cuando el siguiente relámpago iluminó

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la escena, tuve tiempo de advertir quehabía una pequeña parte más adelantedonde el muro estaba derrumbado, quela parte superior era irregular y que a latorre más cercana le faltaba un lado.

―No parece ocupado ―dijoRavenna con cautela. Avanzamos unospocos pasos más por el camino, casi aciegas en los intervalos entre rayos.

―¡Un portal! ―exclamó ella pocodespués, casi al mismo tiempo que yodistinguía el foso sobre el otro lado delcamino.

No parecía posible que hubiesenadie allí, no con el camino en tanterribles condiciones, pero no lo

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sabíamos con certeza. Sólo noscalmamos cuando alcanzamos el portal yencontramos un fantasmal espacioabierto en el que yacía destrozada laenorme puerta.

Con todo, no perdí la cautela, puesignorábamos por qué motivo había unfuerte en medio de la selva y por qué lohabrían construido en la base de unvalle. Salvo que... fuera el valle lo quelas murallas protegían. De hecho, éstasse extendían en ambas direcciones,curvándose hacia arriba y enmarcandoel valle en todo su contorno.

El camino conducía directamente alos portales, así que ése debía ser su

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destino y no la costa, como habíamosesperado. Ravenna dio unos pocospasos hacia la oscuridad que comenzabacruzando el portal, y tras unos instantesla seguí.

―¿Estás segura de que es una buenaidea? ―indagué preguntándome si mitono expresaba precaución o meracobardía.

―No. Pero es probable queencontremos un sitio para descansar.

―A juzgar por el tamaño de esaspiedras parece haber sido hecho porgente de Tehama. Nadie en elArchipiélago hubiese construido algoasí.

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―Es de Tehama, pero está vacío―dijo ella con seguridad―. Nomantienen ninguna guarnición fuera de lameseta, de manera que debe de ser unareliquia; tendrá unos doscientos años deantigüedad.

Ascendimos junto a un muro yermo,siguiendo el suelo de piedra, quedoblaba hacia la izquierda y comunicabacon otro portal derrumbado. No megustaba adentrarnos en una estructuradesconocida perdida en medio de lajungla tras haber estado caminando todoel día y en un estado de absoluta fatiga.¿Y quién sabía qué animales vivirían ensu interior? Quizá pudiese emplear la

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magia contra cualquier cosa que nosatacase, pero eso les revelaría anuestros cazadores dónde estábamos contanta certeza como lo haría una fogata enmedio del desierto.

Cuando el siguiente relámpago nospermitió ver algo, los muros se habíanesfumado, reemplazados por másvegetación, elevados árboles selváticosy un edificio de piedra delante denosotros.

Determinado a no demostrar minerviosismo, caminé codo con codo conRavenna mientras avanzábamos hacia eledificio, que era bastante más grandeque una casa. ¿Habría sido quizá algún

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tipo de centro administrativo? Pero¿para qué? No había allí nada queadministrar, no era un punto estratégicoen ninguna ruta vital, y, en mitad de lajungla, resultaba arduo imaginar quéhabría que guardar.

Era evidente que quien hubieseconstruido aquello creía convenienteprotegerse de algo ya que eran escasaslas ventanas al exterior y había otropatio interno frente al portal,sorprendentemente libre de árboles yvegetación.

Dos escaleras ascendían haciaambos extremos de una columnata,mientras que ante nosotros una nueva

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puerta conducía a la planta baja.Subimos una escalera, con la esperanzade estar más seguros cuanto más alto nosencontrásemos.

La columnata estaba empapada porla lluvia, pero (lo que no dejaba de sersorprendente) estaba también libre demalezas, con excepción de la hiedra quedescendía por sus pilares. Me imaginé ala gente de pie en aquel mismo sitio,observando el patio que se extendíacontra las murallas y su actividad.

La columnata estaba fría y húmeda,de modo que entramos en el edificio. Lailuminación de los rayos era escasa allí,pero el primer salón que encontramos

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pareció estar lo bastante libre deescombros y vegetación parapermitirnos dormir. El suelo era depiedra, algo extraño a aquella altura,pero nos daba la seguridad de que elsuelo no se desplomaría con nuestropeso. De cualquier modo, ni Ravenna niyo nos quejamos.

Me había parecido que los sueñosde la noche anterior habían sido malos,pero las escenas que se reprodujeron enmi mente aquella noche fueron muchomás vividas y realistas, y muchísimomás desagradables.

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Yo corría desesperado a través del

bosque, oyendo a mis espaldas elquejido de los jaguares y el grito de loscazadores. El terreno se hundíaprogresivamente y yo intentaba confrenesí ganar altura mientras el sonidode los perseguidores se distinguía cadavez más cercano. Entonces oía ungruñido detrás de mí y un instantedespués sentía la horrenda sensación deunas fauces cerrándose sobre mi tobillo.Me tambaleaba y perdía el equilibrio,desplomándome en el suelo. Intentabaincorporarme, pero sólo conseguía queel jaguar estrechase más sus dientes. La

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sangre empezaba a cubrir mi cuerpo, yotra de aquellas criaturas aparecía frentea mi, hermosa y terrible, rodeándomecomo si fuese una presa herida. Lanzabaentonces un alarido...

...Y a continuación aparecían loscazadores, y los jaguares se hacían a unlado. Aunque alzaba la mirada, no podíadeterminar la identidad de misperseguidores, como si fueranespejismos. Lo único que sabía era quealguna vez había confiado en ellos. Secolocaban entonces ante mí y gritaban,aunque no hicieron nada más hasta queotro hombre llegó momentos más tarde.Podía sentir cómo sus ojos me recorrían,

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y, tras un instante, me decía casi contristeza:

―¡Qué desilusión! ¡Hubieraspodido hacer tantas cosas!

La escena se volvía difusa ycambiaba de pronto, como sucede en lossueños, situándose ahora en un lugarmuy frío, un salón de piedra donde yoestaba encadenado a una mesa tambiénde piedra. Todo mi cuerpo tiritaba, peropor algún motivo no podía ver nada.

―Debes bajar más profundamente―me decía la misma voz, y el terror seapoderaba de mí otra vez a medida quesentía dentro de mi mente la presenciade un intruso. Entonces la breve escena

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se repetía una y otra vez, empalmadacon algunas más en las que yo estabasiempre impotente sobre la piedrasacrificial.

―En las cavernas... ―pronunciabauna segunda voz, y me golpeaba contrala cabeza una especie de talón, enviandoagónicas punzadas a través de micráneo―. En las cavernas... bajo lacosta.

―¿Qué costa? ―inquiría el primerhombre.

Más dolores, como la peor de lasjaquecas.

―Perdido... bajo la costa dondeestán perdidos los buques, bajo el

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saliente rocoso. Muerte, infierno, algosemejante... ¡Perdición!

La agonía se desvanecía de formasúbita y podía oír la voz satisfecha de unhombre, que me resultaba familiar.

―En las cavernas bajo la costa dela Perdición. Ha sido muy amable de tuparte decírnoslo; has superado tu faltade utilidad. No te mataremos sinembargo. Tengo una idea mejor.

Entonces, sólo unos instantes antesde despertar, distinguí una imagen porcompleto diferente, muy clara y vivida.

Dos hombres y una mujer estaban depie sobre la columnata a la quehabíamos llegado, mirando hacia el

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patio. Yo los observaba desde atrás y,aunque no podía ver su cara, el jovensituado a la derecha me resultabaconocido. Pero ¿quién era? No podíadeterminarlo.

―Quiero que sea removida hasta laúltima y más íntima huella ―decía elfornido hombre de cabellos grisessituado en el centro―. Dejad que elbosque lo cubra todo como ordené. Estelugar sería más valioso para ellos quetoda una flota.

―Señor, los prisioneros...―objetaba el hombre que yo habíareconocido, pero su superior lointerrumpía.

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―Representan un peligro demasiadogrande. Mátalos, y hazlo sin dilación.

El joven y la mujer intercambiabanuna incómoda mirada a espaldas de susuperior, cuyo rostro, para mifrustración, seguía escondido.

―¿Hay algún problema, teniente?El hombre negó con la cabeza.―No, señor ―dijo y se volvió,

pero entonces oí cascos de caballos yuna voz que gritaba desde el patio.

―¡Señor, se acercan desde el sur!El oficial blasfemó y luego la escena

se desvaneció abruptamente. Aldespertar vi a Ravenna apoyada sobremí y sentí una angustia terrible en la

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boca del estómago.―Ya ha amanecido, debemos partir

―anunció ella.―¿Llueve todavía?―Sí, como antes. ¿Has tenido

pesadillas?Me senté con mucho malestar,

intentando expulsar de mi atormentadacabeza las imágenes de la sala y la mesade piedra.

―¿Estabas despierta?―Yo también tuve. No parecías muy

feliz hace unos minutos.La sala era aún menos acogedora a

la luz fría y gris de la mañana quedurante la oscuridad de la tarde anterior.

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Las casas de la ciudad de Tehamadebían de haber sido por dentroparecidas a ésa aunque más alegres.Nadie habría habitado un edificio así deno estar sumamente decorado.

―He echado un vistazo ―comentóRavenna, sentada contra la pared ymirándome con seriedad―. Todas lasestancias son como ésta, al menos aquíarriba. Pero no creo que hayanpermanecido doscientos añosdesocupadas.

Sostenía en una mano un pequeñoobjeto metálico.

―El distintivo de un oficial derango ―explicó mientras lo acercaba a

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la reducida luz que entraba por laestrecha ventana cuadrada. Dos líneasonduladas y una medialuna sobre unainsignia que alguna vez debió de estarcosida en el cuello del uniforme de unoficial―. No sé a qué graduaciónpertenece, pero estoy segura de que esde los tiempos de mi abuelo.

A juzgar por las líneas onduladas,seguramente había pertenecido a unoficial naval, y no a uno muy veterano.

―Se le debe de haber caído aalguien, quizá a un fugitivo de lascruzadas ―sugerí, y me acosó unaidea―. Creía que la marina de Orethuraera pequeña.

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―No tanto como se cree, pero noera comparable a las demás ―dijoRavenna con la mirada fija en eldesolado salón―. Quizá mi abueloutilizase este fuerte con algún fin. Detodos modos, ya no tiene importancia.Tendríamos que ponernos en marcha ybuscar más comida.

Incluso estando cansada y sucia, elrostro de Ravenna conservaba laintensidad y la inteligencia que la hacíandestacar. Era una persona tancomplicada... pero tan hermosa.

Ninguno de los dos pronunciópalabra y por un segundo nos miramos alos ojos, tomando conciencia de que no

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éramos dos extraños reunidos por ladesgracia. Entonces, con indecisión, meaproximé a ella y le puse la insignia enel pecho de la túnica, ya que sussencillas ropas de esclava carecían decuello.

―Gracias ―dijo ella, y seincorporó. Noté en su tono una ciertadesazón. ¿Acaso la había ofendidocolocándole el distintivo. Sólo losElementos podían saberlo: su mentefuncionaba siguiendo patrones extraños.

Dejamos la sala sin volver la vistaatrás, pero me detuve junto a lacolumnata intentando recordar el sitioexacto en el que había visto a las tres

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figuras de mi sueño. Un sueño muysingular y muy diferente de laspesadillas, aunque en cierto modo sí lohabía sido. Me pregunté entonces quiénhabría sido el oficial de cabellos grises,aquel que de modo tan casual ordenabala ejecución de prisioneros desarmados.Para mi sorpresa, no pude recordar susuniformes, así que bien podían habersido caballeros cruzados.

Si tan sólo recordara la identidaddel hombre de la derecha, el que mehabía parecido reconocer, descubriría siel episodio había sido un producto de miimaginación. En realidad, empecé arazonar, no podía ser otra cosa. ¿Cómo

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habría podido soñar una escena de laque no sabía lo más mínimo y que nohabía vivido en absoluto? Y, sinembargo, cabía la posibilidad de que meequivocase y que, en efecto, eso hubiesesucedido varios siglos atrás.

―¿Qué estás haciendo? ―preguntóRavenna.

―Nada, vámonos ―dije mientras laseguía bajo la lluvia bajando la escalerahacia el sombrío patio. Según noté, enaquella planta las puertas eran dosgigantescas losas de piedra montadassobre surcos. Estaban abiertas y pudeobservar lo gruesas que eran las losas.¿Habría habido allí un corral para

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bestias, con puertas de piedra paraimpedir que escapasen los elefantes?Pero ¿por qué mantener elefantes encompartimientos mal ventilados?

Me acerqué a la puerta y eché unvistazo al interior, donde sólo había unvestíbulo abovedado y tres pasillos quellevaban aun nivel inferior. Sin duda,esa zona estaría infestada demurciélagos y otros animales, pero nome paré a pensar cuál habría sido sufunción.

―¿En qué dirección iremos?―pregunté.

Después de dejar atrás el patio,Ravenna empezó a rodear el edificio.

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―Veamos si existe otro portal, y sino es así, daremos la vuelta. No tienesentido volver sobre nuestro pasos.

Pasamos junto a más edificios, todosde formas diferentes y diseminados sindistribución lógica aparente, en nuestrodescenso por el pequeño valle, aunqueninguno era tan grande como el primero.No había otro portal, pero nos lascompusimos para trepar por el muro ypasar al otro lado aterrizando sobre unasresistentes plantas trepadoras.

Los frutos de aquel bosque eranpocos y alejados entre sí, pero comimostodo lo que pudimos confirmar que eracomestible, proponiéndonos ignorar el

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sabor. Lo peor, en realidad, fue una frutade color marrón por completo insípida ydesabrida, pero que según dijo Ravennaera la base para un plato muycondimentado que precisaba de algofresco y blando.

Las horas transcurrieron sin ningúncambio ni la menor señal depersecución, como había sucedido en lasúltimas jornadas. Odiaba aquella junglainfinita con su tapiz de barro, queempeoraba cada jornada a medida queseguía la tormenta. Detestaba también elmodo en que la lluvia repiqueteaba sinpausa sobre mi cabeza y hombros, lobastante fuerte para resultar perturbador.

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Pese a las molestias, la lluvia era loúltimo que hubiese consideradopeligroso. Pero algo sucedió aldisponernos a cruzar una ampliacorriente, cuyas rápidas aguas habíanmultiplicado su caudal tras laspermanentes precipitaciones de lasúltimas dos jornadas. Según nosaproximamos a la riada, la lluviaempezó a aflojar. Elevé la mirada alcielo con la leve esperanza de que latormenta llegase a su fin, pero no notédiferencia alguna en el color de lasnubes, sólo una extraña mancha sobrenuestras cabezas. La desestiméconsiderándola un efecto visual de la luz

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y el agua sobre mis ojos, y empecé adeslizarme hacia el borde de lacorriente, uno o dos pasos por detrás deRavenna.

La única advertencia fue unrepentino cambio de luz mientrasintentaba mantener el equilibrio, y luegoalgo se lanzó sobre mi espalda,empujándome hacia adelante con muchafuerza. Sorprendido, me desestabilicé.Caí de lleno en el agua y me llevó lacorriente. Intenté salir a la superficie,pero al no poder me entró el pánico.¿Dónde estaba Ravenna? No podíaverla, no podía ver nada; sólo sentía enmis oídos el rugido del agua.

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Aunque lo busqué condesesperación, totalmente desorientado,no pude encontrar el fondo paraincorporarme. La riada sólo me llegabaa la altura de la cintura, de modo que nopodía ser tan complicado hacer pie.

Pero ¿dónde estaba el condenadofondo? ¡Por Thetis! ¿Qué estabasucediendo? Abrí los ojos pero todocuanto pude ver fue un enloquecidoremolino gris. Volví a cerrarlos, pero lasensación de mareo, de ser levantado yrevuelto, no cesó.

Traté de formar el vacío en mimente, pero algo me sacudió y perdí elcontrol. Volví a intentarlo. Estaba dando

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vuelta tras vuelta en un enorme círculode agua, totalmente sumergido. Algoterrible estaba sucediendo. ¿Quiénempleaba en contra de mí la magia delAgua?

Cada vez me movía con mayorrapidez y creí que me reventaría lacabeza, incapaz de asimilar la velocidada la que giraba.

Por tercera vez intenté reunir misdotes mágicas, pero el vacío erademasiado inestable y no podríamantenerme en guardia si perdía laconciencia. Volví a luchar contra el aguaque me rodeaba y descubrí que habíaalgo más empujando hacia abajo con

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extremada fuerza. Cuando ya me parecíaque se me desprendería la cabeza deldolor, logré apartar el agua a mialrededor y me encontré cayendo através de la lluvia, cayendo junto aalguien más. ¿Cayendo hacia dónde?Ahora no estaba bajo el agua y sinembargo todavía seguía girando. Volví asalir a la lluvia y empecé a retrocederpara protegerme, aunque no logré másque ser atrapado de nuevo.

Se produjo entonces un tremendoimpacto cuando fui expulsado contraalgo mucho más duro que el aire o elagua, lo bastante duro para que deseasevolver a desmayarme. Mi cabeza

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parecía arder y puse toda la voluntad enperder la conciencia para que sedisipase el dolor.

Pero eso no ocurrió, y durante largosminutos yací incapaz de moverme o deescapar, hasta que por fin el dolor seatenuó y me atreví a abrir los ojos.

Grité el nombre de Ravenna, pero nooí respuesta alguna. No tenía la menoridea de lo lejos que habíamos sidoimpulsados y me pareció que ella podríaestar en cualquier parte. Los enormesárboles seguían en pie, pero las ramashabían sido diezmadas por lo que fueraque nos había atacado. El suelo estabacubierto de plantas destrozadas.

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En el cielo, sobre nosotros, seguíapresente aquella ominosa mancha, ymiré a mi alrededor con crecientepánico. Si no encontraba a Ravenna estavez, podía suceder que nuncavolviésemos a vernos. Pero tenía quehaber caído junto a mí... ¿Dónde estaría?

―¿Cathan?Respondí y un momento después

Ravenna se acercó deslizándose, con unaspecto todavía más lamentable queantes.

Sin que ella tuviese tiempo de decirnada, sentimos un crujido sobre nosotrosy uno de los árboles, con sus cincuentametros de altura, estalló en llamas. Era

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como una monstruosa estaca, como unaantorcha en medio del bosque.

―Están persiguiéndonos, Cathan―anunció Ravenna perdiendo lacalma―. Cathan, están empleando lamagia contra nosotros.

―Sólo los Elementos individuales.―¡No! ―gritó ella―. Están

utilizando la Tormenta. ¿No puedessentirlo? Están intentando hacernos salira campo abierto, forzarnos a combatircuerpo a cuerpo contra ellos.

La luz se volvía cada vez másextraña, filtrada por aquel techoultraterreno en el cielo.

―Tenemos que intentar resistirlos,

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no pueden seguir manteniendo estasituación para siempre.

Otro haz de relámpagos atravesó elagua y encendió un árbol bien alejado.Entonces, un instante después, el negrotecho del cielo se desplomó sobrenosotros.

Ravenna se arrojó encima de mísimultáneamente al impacto, y cuando elagua nos engulló sentí que su cuerpo seaflojaba. Si alguna parte de mi menteseguía siendo capaz de pensar de formaracional, ésa fue la que hizo queabrazara a Ravenna con todas misfuerzas antes de que el torrente volviesea llevarnos y nos perdiésemos en un

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torbellino de burbujas, en la ferozcorriente desatada por aquel podermaléfico que dominaba ahora los cielosde Qalathar.

En esta ocasión sí perdí laconciencia, sólo que fue casi comodormirme, sintiendo apenas elmachacante dolor de cabeza a medidaque el torbellino nos llevaba a su antojode aquí para allá.

Cuando por fin volví a abrir los ojosme enfrenté a un bosque despojado almenos de la mitad de su vegetación, queyacía a nuestros pies formando una masade ramas quebradas a través de la cualse filtraba la lluvia. ¡Por Thetis! ¿Por

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qué no acababa de una vez esacondenada tormenta y lanzaba su furiacontra el océano en lugar de acosarnos anosotros?

Ravenna parecía seguir entera,aunque su ropa estaba en un estado tanterrible como la mía y mis sandalias,que llevaba puestas entonces, casi lehabían sido arrancadas de los pies.

Sus pies. Pensé primero que sería unefecto de la luz producido por las hojassueltas que lo cubrían todo, pero cuandomiré su tobillo con detalle comprendíque tenía inconfundibles marcas dedientes. No eran profundas, sólo losuficiente para haber dejado una

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cicatriz, la marca exacta que habríadejado un jaguar al morderla por detrássin intención de herirla.

Recorrí la mordedura con los dedospara asegurarme de que era real, de queno me la estaba imaginando. Eraconsciente de que a ella no le gustaría,pero tenía que comprobarlo.

¿Acaso aquel sueño de la últimanoche habría provenido directamente desu mente? ¿Cómo lo habría logrado? Noera una maga mental ni nada parecido...

Pero algunas personas de Tehama sílo eran. Todos esos terribles sueños nohabían sido producto de mi imaginación,conjurando innombrables temores.

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Había sido Ravenna quien corría através del bosque, encadenada a la mesade madera mientras sacaban de su mentelos más íntimos secretos. Su propiopueblo, los líderes de la Mancomunidadde Tehama, quienes obviamente aún seaferraban a sus tradicionesdemocráticas.

Miré con atención a Ravenna, queyacía inconsciente en un montón dedespojos vegetales, y me pregunté cómopodía alguien ser tan brutal para herirlasiendo ella capaz de tantas cosas.¿Acaso nadie había intentado jamásobtener su lealtad en lugar de sólotorturarla? Probablemente no, pues, a su

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manera, también era una fanática.Era difícil no sentir deseos de

protegerla y aún más fácil sentir unprofundo odio. Odio por la gente que lehabía hecho eso, que había forzado sumente para apoderarse de nuestro buque,que era la clave para la comprensión delas tormentas.

Arrastré a Ravenna hacia el sitioprotegido más cercano que pudeencontrar, bajo un par de enormes ramasy algunos restos de follaje que por lomenos nos resguardarían de lo peor delsiguiente diluvio. Allí esperé lainevitable e implacable fuerza del agua.

Cuando llegó, no resultó tan terrible

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como había temido. La vegetación secomprimió compacta sobre nosotros yuna catarata de agua y barro se derramósobre el fondo de nuestra protecciónvegetal tan pronto como volví a alzar lacabeza. Con todo, permanecimos dondeestábamos.

Entonces, por fin, llegó el silencio.Esperé concentrado el siguiente aluvión,pero nunca se produjo. Fuera cual fuesela mente que estaba detrás de latormenta, quienquiera que nos estuvieserastreando con nuestras propias armas,parecía haberse tomado un descanso.

Era demasiado esperar que hubiesedesistido, pero mientras me quitaba de

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encima algunas de las ramas y paseabala mirada por el bosque devastado, pudeoler el frescor del aire, la maravillosasensación que siempre acompaña elfinal de una tormenta. Después de todo,habían transcurrido tres días, tiemposuficiente para que cualquier tormentaconsuma sus fuerzas.

Como no me encontraba encondiciones de trasladar a Ravenna,tuve que esperar a que volviese en síantes de volver a ponernos enmovimiento. Llegado el momento no lemencioné lo que había visto e ignorabasi lo haría alguna vez. Era horrible lasituación de que otro pudiese ver con

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pasmoso detalle los recuerdos de otrapersona y, en especial, recuerdos comoaquéllos.

Al abrirnos paso por el bosque,rogando que en esta ocasiónestuviésemos en realidad orientadoshacia el sur, nuestro entorno volvió pocoa poco a la vida y de los árbolesempezaron a surgir los agudos sonidosde las aves y otros animales. No todoseran bienvenidos, y tras estar a punto depisar una sinuosa serpiente forcé lamirada en busca de boas o anacondas,así como de jaguares que nos acechasen.También los insectos salieron paraalimentarse tras tres jornadas de

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aislamiento y ayuno, y me descubrí casideseando que volviese a llover cuandoinmensas nubes de mosquitoschupadores de sangre me rodearon,demasiado pequeños para verlos oahuyentarlos.

Entonces, por fin, las nubes sevolvieron lo bastante delgadas para queel sol se filtrase entre ellas, brillando através de las irregulares copas de losárboles e inundando con su luz la malezaque nos rodeaba. De forma gradual fueabriéndose camino entre las nubes hastaque el cielo se despejó por completo,adquiriendo el tono azul del verano, quevolvió a llenar la isla de color. Todo

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empezó a despedir vapor a medida queel agua que aún cubría los troncos y lashojas se evaporaba. Trascurrió todavíaotro día semejante, cálido y bochornoso,hasta que alcanzamos la costa.

Yo había oído el sonido del marmucho antes de llegar, y el ritmo de lasolas se fue haciendo cada vez más fuertee insistente a nuestro paso. Ravenna nolo percibió hasta mucho después, peropara entonces yo ya corría a través delbosque, chapoteando entre elomnipresente barro y las pegajosasplantas trepadoras hasta que los árbolesdesaparecieron de pronto y resbaléperdiendo el equilibrio. Evité caer

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aterrándome a una rama.Abajo, ante mí, los negros

acantilados con motas verdes parecíancasi acogedores a la luz del sol,descendiendo desde el bosque hacia elazul del océano. Un azul poderoso quese perdía hasta el infinito en elhorizonte, interrumpido cada tanto porpequeñas olas y que despedía una brisaintensa y refrescante.

Ravenna se acercó a mí mientras yolo miraba todo con ojos extasiados. Lefaltaba el aliento y se veía incluso mássalvaje y desesperada que cuandocomenzamos la huida unos cuatro díasatrás.

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―¿Y ahora qué? ―preguntó y tomóaire mientras contemplábamos labahía―. ¿Dónde se ha metido el caminode la costa?

―No tengo ni idea.Observé con detalle todo lo que

estaba a la vista de los acantilados y labahía, y mis ojos codiciaron el agua, laarena y los arrecifes del mar. Era tanfantástico, tan tentador... y, sin embargo,no nos llevaba a ninguna parte.

Oí un crujido detrás de nosotros.―¿Podríais explicarme de qué trata

todo esto? ―dijo una voz tranquila yamenazadora.

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CAPITULO XII

Contuve el aire y me volvílentamente, con la esperanza de quehubiese sido tan sólo una ilusión. Perono fue así. Mis ojos se clavaron en lafigura vestida de negro que estaba de piea pocos metros de distancia. De sucintura colgaba el martillo del magomental. Su rostro era anguloso y sus ojostenían una tonalidad violeta.

No había vuelto a pensar en aquelsujeto durante los cuatro años y mediotranscurridos desde nuestro fugazencuentro en Ral Turnar. Tendría quehaberlo hecho, preguntarme qué había

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sucedido con él tras la muerte de sututor.

―Me debéis un montón derespuestas ―dijo Tekla con frialdad―.Pero parece que hay alguien más que lasreclama.

Empecé a moverme, pero sentí queel aire se espesaba y que mis músculosse negaban a obedecerme, como mehabía sucedido antes en la cabaña sobreel lago.

―¿También tú te has pasado al otrobando? ―preguntó Ravenna, y por másque no podía verle el rostro la irapresente en su voz era clara, y muycomprensible.

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―También a vosotros podríapreguntaros lo mismo. Se supone queestáis muertos. Ambos. Y sin embargoos noto muy vitales y activos.

―¿Es que traicionaste a Maurizcuando...? ―comencé, pero él meinterrumpió.

―Soy yo quien hace las preguntas.O, para hablar con propiedad, seré yoquien lo haga tras conduciros a un lugarmás seguro.

Echó un vistazo al borde delprecipicio, justo debajo de nosotros.

―Confiaré en vuestro instinto desupervivencia ―prosiguió―. Bajo estaparte del acantilado hay rocas filosas,

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así que yo no intentaría saltar.Yo no intentaría saltar. Sus palabras

resonaron en mi cabeza por un segundoantes de comprender por qué meresultaban tan familiares. No eran laspalabras en sí, sino el modo en que lashabía pronunciado. Era como un eco,como si estuviese usando la ropa dealguien que conocía.

―Y si intentáis hacer alguna...estupidez. No tengo nada que ver con lagente que os ha estado persiguiendo.

―¿Esperas que te creamos?―espetó Ravenna―. ¿Ahora debemostomarnos las cosas a la ligera yfacilitarte las cosas?

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―No supone ninguna diferencia―afirmó Tekla con calma―. Oscontrolo de todas formas. Y ya hemosperdido demasiado tiempo.

Tekla era ahora mucho más sutil yme pareció imposible que nosmanipulase físicamente para hacernosbajar por un sendero que escogí porpropia decisión. De hecho, los sonidos yolores del mar me atrajeron como si setratase de una celebración. El caminoconducía a una hendidura en la rocaoculta por una maraña de vegetación yera lo bastante empinado para que envarias partes me viese obligado aescalarlo.

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Alcancé el fondo y bajé hasta untramo de arenas blancas desde el queveía, a pocos metros, cómo rompían lasolas con dulzura.

Llevaba tanto tiempo lejos del mar,tanto, tanto tiempo... y las aguas azulverdosas que llenaban la bahía eran tandifíciles de resistir...

Los últimos metros fui corriendo,hundiendo los pies en la arena, avancé atoda velocidad hacia las olas. El aguame rodeaba y yo chapoteaba con alegríaa medida que me adentraba más y másprofundamente, riendo por la purafelicidad de volver a estar en el mar.

De pronto, el agua me llegaba a la

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altura de las rodillas y, cuando lasiguiente ola se alzó ante mí, me lancécontra ella, sumergiéndome porcompleto y saboreando la sal en loslabios. El mar parecía tan fresco tras lalluvia tibia y desagradable y la capa desudor que tenía de estar en la jungla.Sentí, además cómo toda la suciedad yel barro desaparecían de mi cuerpo. Meadentré más y más, permitiendo que lasolas me golpeasen, y sólo cuando dejéde hacer pie en las límpidas aguas de labahía me percaté de dónde estaba y echéla vista atrás.

Ahora Ravenna corría tambiénadentrándose en el mar, y una ola rompía

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contra ella. La expresión de sus ojos seasemejaba a la mía, pese a que no podíasentir exactamente lo mismo que yo.Tekla permaneció unos pocos pasosdetrás de ella, y no parecía en absolutocomplacido. Entonces empecé a bucear,observando con placer el contraste entreel azul del agua y los colores de lospeces. El fondo marino descendía deforma abrupta y a poca distancia habíaarrecifes recubiertos de una capa dealgas que danzaban gráciles con lacorriente.

Por unos momentos me permitíflotar, satisfecho por el mero hecho deestar donde estaba, y entonces me

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percaté de que el control del magomental sobre mí había desaparecido.

Empecé a nadar cada vez más lejos,hacia los arrecifes, hasta que vi lassiluetas en forma de flecha y las cuatroaletas moviéndose ociosas hacia arribay abajo a medida que peces máspequeños nadaban en todas direcciones.Cachorros de leviatanes, que medíanapenas un metro y medio de largo y noeran peligrosos en sí, pero se trataba decriaturas de sangre caliente y no sealejaban de sus padres hasta ser muchomás grandes que los que tenía enfrente.

Entonces empecé a retroceder,consciente de que debía escapar de los

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jóvenes leviatanes antes de que llegasenlos adultos y decidiesen que yo era unaamenaza. Sólo cuando salí a lasuperficie me percaté de que el agua eraallí demasiado poco profunda para queun leviatán grande hubiese podidoalcanzarme. Pero para entonces ya erademasiado tarde.

―Ya has nadado un poco ―dijoTekla con aire irritado cuando emergí.Había una tensión en sus palabras, en elmodo en que estaba de pie, que mesorprendió. Ravenna me miraba por elrabillo del ojo―. Seguidme.

Intenté dilucidar por qué lo seguía,pero mi mente no lograba concentrarse,

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impelida a permanecer cerca de él y a irdonde nos llevaba. El modo en que misideas parecían volver siempre al puntode partida me parecía una sensaciónsimilar a la que se produce cuando sesigue a alguien del que se está locamenteenamorado.

De manera que avancé paso a pasosobre la arena, padeciendo ahora unaaguda quemazón allí donde el aguasalada había entrado en contacto con loscorles y magullones de mi piel. Tekla nonos hubiera permitido caminar máscerca del agua, y noté que llevaba botas,no sandalias.

Nos guió hasta una caverna muy

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diferente de aquella en la que habíamosestado dos noches atrás. No la vi hastaque la tuvimos casi encima, oculta porun grupo de oscuras rocas grises yplantas trepadoras muertas que habíancaído desde arriba. El hedor de lavegetación putrefacta era tan intenso queintenté no respirar mientras pasábamosentre las rocas en dirección a la entrada.Dentro había algas muertas y charcos deagua producidos por la tormenta.

El «lugar seguro» estabaascendiendo y doblando hacia un lado,un agujero en la roca con unos pocoshoyos desiguales que permitían el pasode la luz. Era mucho más largo que

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ancho. Me recordó a los depósitossubterráneos secretos del clan en RalTurnar, donde Tekla y Mauriz Scartarisnos habían llevado para escapar de laInquisición. A juzgar por su aspecto,alguien había tenido la misma idea:cavadas en los muros podían versecavidades cerradas con candado y unatosca concha de piedra, al parecer,pensada para transportar cosas.

¿Qué sentido tenía? ¿Por qué hacercontrabando allí, a kilómetros decualquier ciudad y lejos de cualquierruta importante? Lo único que podíatransportarse con facilidad en semejanteterreno era lo que uno pudiese esconder

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entre las ropas.Me llevó un rato acostumbrarme a la

penumbra para observarlo todo condetalle. Entonces Tekla nos dijo que nossentásemos en el suelo, del lado de lacaverna que estaba de espaldas al mar.Los escasos vestigios de luz solar quepenetraban caían a sus espaldas, demodo que se sentó frente a la luz,interponiéndose entre nosotros y lapuerta, como si tuviésemos algunaoportunidad de irnos lejos.

―Para empezar ―dijo por fin―,¿cómo es que todavía estáis vivos?¿Cómo habéis sobrevivido cuando hanperecido tantas personas mejores que

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vosotros?―El perrito faldero de Orosius

―espetó Ravenna con desprecio―.Incluso hablas como él después de tantotiempo. ¿Es tan difícil aprender a ser túmismo?

―No discutiré contigo. De hecho,estoy haciéndote un favor al no coger sinmás de tu mente lo que deseo saber.Podría hacerlo sin dificultad.

Ella no abrió la boca. ¿Sabría Teklalo que le había hecho la gente de Tehamaa Ravenna?

―Espero que me respondáis―insistió―. ¿Cómo habéis logradosobrevivir?

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―Previmos el ataque antes de quese produjese ―señalé, intentando sertan parco como podía. Mientras pidieseinformación en lugar de sacarla por lafuerza, era mi decisión mantener algunascosas en secreto. Tekla no me podía leerla mente sin forzarla, tan sólo influir enella como había hecho hasta ahora.

―¿Quién os atacó?―Furnace, la manta del Dominio.¿Por qué era eso tan importante para

él? Mucha gente sabía los detalles sobrela muerte de Orosius o al menos habíaoído rumores. Mi hermano estabamuerto, ¿no era lo que importaba?

―¿Con su armamento?

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―No ―afirmó Ravenna, decidiendoresponder en esta ocasión―, con elarma del terror, la única que emplearonfuera de Ilthys. Calentaron el agua pordebajo de nuestra manta y destruyeron elinterior.

―Sí, sí, lo sé.―¿Es eso tan importante? ¿Eshar

desea saber qué sucedió?―Eshar no es un hombre sutil. Si

quisiese saberlo os sacaría sin piedadhasta la última gota de verdad a fuerzade golpes. Tiene el odio típico de unsoldado por cualquier artimaña, enespecial la magia de la mente.

Lo último sonaba bastante cierto, a

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juzgar por lo que sabía de mi tío ReglathEshar, cuyo título oficial era el deemperador Aetius VI.

―¿De modo que no estás trabajandopara Eshar?

―¡Silencio! Me irritáis. Decidme,¿qué distancia habéis recorrido envuestra huida? ¿De dónde habéispartido?

Nos sometió a un montón depreguntas, en ocasiones saltando deforma abrupta de un tema a otro sinrevelar jamás hacia dónde apuntaba.Intenté decirle tan poco como podía,pero Tekla sabía lo que hacía. ¿Cuántasveces había estado él detrás de Orosius

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mientras mi hermano interrogaba a susoponentes y los reducía a merosreceptáculos despojados de raciocinio?Recordé el triste remordimiento deOrosius en sus minutos postreros, sudescripción de lo que le había hecho atantas personas. Incluida Ravenna.

Además, ¿para quién trabajaba Teklaen ese momento? Me resultaba difícilcreer que le debiese una gran lealtadpersonal a mi hermano, sobre todoteniendo en cuenta lo indigno que habíasido Orosius. Entonces ¿quién era sunuevo amo? ¿Eshar, quizá? Era estúpidoconfiar en cualquier cosa que nos dijeseTekla, de modo que me obligué a

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descartar cuanto acababa de decirnosdel nuevo emperador. Quizá Tekla sehubiese pasado a alguna de las agenciasde inteligencia militar o quizá inclusocolaborase con el Dominio. Se suponíaque éste tenía el monopolio de la magiamental, aunque los habitantes deTehama, como el emperador, noopinaban lo mismo.

Finalmente perdí la paciencia.Saltaba a mi conciencia toda el hambreacumulada durante los cinco díastranscurridos en la jungla, sólo a mediasmitigada con aquellos frutos.

Me sorprendió que Tekla sedetuviese para ofrecernos lo que

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denominó «raciones de campaña» que seconservaban durante bastante tiempo.Mientras intentaba masticar unasgalletas de un alimento inidentificablerazoné que eran tan duras y rancias en unprincipio que no podían deteriorarsemucho más. Por lo menos, aunque nofuesen el plato más apetecible, llenabanel estómago.

―¿Qué te importa a ti todo eso?―le preguntó Ravenna antes de que élreiniciase el interrogatorio―. ¿No tebastaba con llevarnos ante tu nuevaautoridad, quien quiera que sea?

―Trabajo siguiendo mis propiostérminos ―dijo, sorprendido. No podía

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distinguir su rostro, apenas veía un tenuehalo de luz proveniente del exterior quelo rodeaba―. Y sin duda alguien astutohubiese descubierto que éste no es unsitio ideal para haceros preguntasincómodas. ¿Adonde ibais corriendo?―inquirió entonces de pronto, comoquien pregunta qué hora es―. Qalatharestá bajo el control total de vuestrosenemigos, y con esas túnicas depenitentes no habríais llegado muy lejos.Quizá sepáis de... ayuda... en algunaciudad de la costa sur. Gente quetodavía os considere dignos de respeto.Herejes.

Tekla puso un énfasis particular en la

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última palabra.―No ―sostuve mientras Ravenna

negaba decididamente con la cabeza.Cambié nuevamente de posición. Hacíaallí mucho más trío, pese a los rayos desol que se filtraban, y empecé a tiritar,sintiendo cómo se me helaban los huesosa través del suelo húmedo y cómo seacentuaba el dolor de los miembros.

―Si es preciso que sigas el ejemplode Orosius, por lo menos has de hacerlobien ―espetó Ravenna, pero laspalabras de Tekla la habían molestado yme descubrí deseando golpearlo en lacara por sus velados insultos. Mihermano había estado en una situación

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que le permitía mirarnos desde arriba,pero ¿quién se creía que era esearrogante delator? A menos que sehubiese convertido en el jefe de espíasde Eshar, había perdido gran parte de suantigua autoridad.

―Lo cierto es que no estáis encondiciones de juzgarlo ―comentó,sonando como si sonriese―. ¿Queréisque compruebe si Orosius y yo nosparecemos en otros aspectos?

Lo miré mientras sacaba de la funday desenrollaba un látigo. Sentíescalofríos al ver cómo lo alzaba a laluz, mostrando las pequeñas puntascomo espinas que lo recorrían en toda su

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longitud.―No me sería difícil reabrir todas y

cada una de las cicatrices que te propinóhace cuatro años ―amenazó élgolpeando el látigo con fuerza ante suspies. Ni siquiera la firmeza de Ravennaera capaz de resistir tanto.

―¡No! ¡Por favor! ―aulló ella,alejándose de Tekla.

―No tardas mucho en asustarte.Mucho menos de lo que yo tardo enperdonar un insulto.

Ravenna se quedó inmóvil y luego sehundió sin más en el suelo. No podíapermitir que se saliera con la suya. Nodespués de todo lo que ella había

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sufrido. Cuando intentó aproximarse aRavenna, me moví para interponermeentre ambos. Pero entonces también yosentí que mi cuerpo se inmovilizaba yquedaba tan impotente como cuandohabía tenido que presenciar los latigazosa los que la habían sometido junto allago.

―¡Déjala en paz! ―grité,desesperado, pero él me ignoró. Secolocó detrás de ella y le levantó latúnica hasta la altura de los hombros. Acontinuación observó con detenimientolas cicatrices aún frescas en su espalda.

―¿Quién le hizo esto? ―mepreguntó. De repente su voz era muy

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suave y peligrosa.―Amonis ―contesté, confuso ante

su vacilación. Quizá todavía pudieseimpedir que volviesen a torturarla―, elinquisidor de la represa.

―¿Por qué?Le expliqué lo que había sucedido

cuando se drenó el lago, el accidenteque había matado a Murshash y Biades yque por poco no había acabado tambiéncon la otra balsa. Todavía insatisfechocon mi respuesta, exigió que ambosrelatásemos los sucesos por orden.Pareció interesarse en especial por lagente de Tehama y, con desdén, desechóla sugerencia de Oailos de que podría

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haber un tesoro de Tehama oculto en ellago.

Cuando concluimos volvió aenrollar el látigo y lo alejó. Respiréprofundamente con alivio.

―Está demasiado débil ―me dijoantes de que pudiese felicitarme porhaberle evitado a Ravenna un nuevosuplicio―. Suspenderé el castigoejemplar a menos que alguno de los dosvuelva a insultar el nombre de Orosius.

¿Por qué le preocupaba tanto que lohiciéramos? De hecho, acababa defacilitarnos un modo de negociar con él.No es que eso ayudase demasiado, peroera algo. Tekla parecía mucho más

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vulnerable de lo que habíamos creído.―Eso podría ser importante

―anunció por fin―. Lo bastanteimportante para justificar nomanipularos todavía.

Ravenna y yo intercambiamosmiradas. Ella no se molestaba siquieraen ocultar el desprecio que sentía porTekla. Pero ninguno de los dos queríaser «manipulado» por nadie.

―La gente de Tehama no tardará enllegar ―prosiguió él―. O más bien,debería decir que estarán pronto alborde del precipicio y podrán percibirque alguien ha empleado aquí la magiamental. Por lo que a ellos concierne,

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todos los magos mentales están de suparte, y deberé mantenerme quietomientras estén cerca. Una posibilidad esque os ate, aunque también podríaconfiar en vuestro sentido común ysuponer que no intentaréis escapar, puessi lo hacéis, dejaré muy claro dóndeestamos.

No le pregunté cómo lo sabía, perome impresionó que nos diese laoportunidad de escoger. En conclusión,no estaba aliado a la gente de Tehama,ya que le hubiese resultado mucho mássencillo inmovilizarnos hasta queestuviésemos atados y entonces ya nohabría necesitado hacer magia.

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―Bien, nos quedaremos aquí―concedí tras un momento.

Tekla nos exigió que diésemosnuestra palabra, y así lo hicimos. Estarsentados contra la fría roca de lacaverna mientras esperábamos erapreferible a permanecer atados.

Observé a Tekla mientras pasaba eltiempo, intentando deducir cuáles eransus intenciones, cómo nos habíaencontrado y para quién trabajaba. ¿Parael Dominio? ¿Para Tehama? ¿Quiénpodría decirlo?

Pensé nuevamente en Ithien y losdemás, deseando que hubiesen podidonavegar por la ensenada hasta alcanzar

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mar abierto y desaparecer rumbo al surdel Archipiélago, cuna de la resistenciaherética. Palatina estaba por allí enalgún sitio y quizá también los quehubieran escapado de las purgas:Persea, Laeas, Sagantha.

El astuto Sagantha, hábil político,capaz de apostar a ambos extremoscontra el medio. ¿Qué me había hechopensar en él? No era en realidad unamigo y había demasiadas cosas sobreél que ignoraba. Pero no había oídorumores de que se hubiese cambiado debando, lo que habría ocurrido de darseel caso. Quizá el Refugio estuvieseaislado, pero las noticias fundamentales

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llegaban allí cada tanto y los eruditos noestaban totalmente desinteresados en elmundo exterior. Al menos Sagantha erael tipo de hombre a quien los demáspodían seguir, más por los ideales quedefendía que por sus propiascaracterísticas personales. Sagantha nohubiese confiado nunca en Ithien. Esosólo podía haberle sucedido a Palatina(donde fuera que estuviese), pues loconocía desde hacía mucho tiempo.

Estaba oscureciendo cuando Teklaanunció que el grupo de Tehama se habíamarchado y que ya temamos la libertadpara volver a movernos y hablar. ¿Cómosabía que ya no merodeaban por allí?

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Me frustró saber tan poco acerca de lamagia mental. En la Ciudadela, mimaestro Ukmadorian había centrado susenseñanzas en qué peligrosos eran losmagos mentales y cómo debía hacersepara evitar ser detectados por ellos. Sinembargo, nunca nos había explicado lasbases de la magia mental, que noshabrían permitido descubrir quizánuevos métodos de permanecer ocultos.Ése era el problema de la Ciudadela: nonos consideraban más que receptáculosdiseñados para transmitir las tradicionesy el conocimiento. Allí no sedesarrollaba nada nuevo, al menos queyo supiese.

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―No permaneceremos aquí―informó Tekla―. Esto es sólo unalmacén y un sitio para ponerse aresguardo de las inclemencias deltiempo. Os llevaré a un lugar donde notendré que perder el tiempo en vigilaros.Un lugar que controlo... antes de queintentéis escapar.

Rogué que en ese sitio hubiese unmédico o al menos alguien consuficientes conocimientos de medicinapara atender las heridas de la espalda deRavenna.

―¿Cómo nos llevarás allí?―pregunté.

―No os preocupéis, no tendréis que

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soportar las penurias de otro trayectocruzando la jungla. Por el momentotenéis un cierto valor y no estoydispuesto a desperdiciaros.

«He tratado a la gente como sifuesen objetos». Las palabras de mihermano resonaron en mi cabeza ytemblé observando el rostro del magomental en busca de señales de emoción.Todo eso me recordaba a Orosius.

Antes de que se produjese el rápidoocaso tropical, Tekla nos brindó unanueva ración de sus espantosas galletasy luego nos hizo salir a esperar en laplaya. Esperar qué cosa, eso no lo dijo,pero supuse que vendría a por nosotros

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un bote o una raya.La arena aún estaba tibia aunque ya

se había apagado del cielo el últimorastro de luz. Me senté y dejé correrarena entre los dedos con la miradapuesta en la bahía. Los oscuros yamenazantes acantilados le restaban alpaisaje gran parte de la magia de laCiudadela o incluso de las costas deLepidor. No había fosforescencia en elagua, sólo las crestas blancas de las olasrompiendo una tras otra a pocadistancia, y estaba demasiado oscuropara poder ver más.

Era la tercera ocasión en queRavenna y yo nos sentábamos juntos en

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una playa semejante durante la noche, yme pareció que era algo significativo,teniendo en cuenta lo que nos habíamosdicho las veces anteriores. Pero lapresencia de Tekla anulaba cualquierposible rastro de encanto y ninguno delos dos dijo una palabra.

No tuvimos que esperar demasiado,pues tras unos minutos Tekla divisó algoque emergía en la rompiente y nosordenó que nos lanzásemos al agua. Poruna vez me alegró obedecer y, alzambullirme, distinguí la silueta de unaraya con dos luces encendidas a muypoca distancia de nosotros. Luego sesumó el brillo de las ventanillas de la

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cabina del piloto.Era un sitio seguro, me indicó mi

conciencia, un sitio donde estaría asalvo antes de que los leviatanes dellago decidiesen que era hora delaperitivo. Pero de algún modo no sentíla obligación de forma tan imperiosacomo antes y estaba más que feliz dequedarme allí, de bucear bajo el agua ynadar entre las olas.

La raya podía esperar. Habíatranscurrido demasiado tiempo desde laúltima ocasión en que había podidonadar así.

Me adentré en las oscuras aguashasta que ya no divisé ni a Tekla ni a

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Ravenna. Nadé y buceé descendiendo delleno en las tinieblas. Aun así, me quedóun resto visual suficiente para evitardarme de cabeza contra las agudaspuntas del coral que había a mi derechao contra las rocas cubiertas de erizos unpoco más abajo.

A continuación volví a la superficiey disfruté flotando sobre la espalda,permitiendo que las olas me meciesencon ternura. En el cielo, las estrellasofrecían un bellísimo espectáculo, quede algún modo parecía mejor aún desdeel agua. A su vez, el ondulado mantoazul de la Nube de Tethys parecía comoun océano en el cielo, rodeado por el

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azul oscuro y el granate de las otrasnubes circundantes.

Oí la voz de Tekla llamándome, peroya no tenía ningún poder sobre mi mente.Estaba libre de él, protegido por misdos Elementos, el Agua y la Sombra.Eso era lo que lo había fastidiado antes:había perdido el control sobre mí nadamás meterme en el mar, pues mi deseode estar en el agua me daba, al menos deforma momentánea, la voluntad mentalpara librarme de él.

Y, entonces, mientras flotaba a laderiva en el mar, vi algo que apenashabía notado durante aquella tardemágica en la que Ravenna y yo pasamos

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nadando en la isla de la Ciudadela.Se movía demasiado de prisa y en la

dirección equivocada para ser unaestrella y duraba demasiado tiempo paraser una estrella fugaz. Como hiceentonces, seguí la extraña luz en surecorrido por el cielo hasta que seperdió entre las olas al sur del océano.

Durante unos momentos me preguntéqué sería, pero entonces algo me hizosentarme y prestar atención (o suequivalente acuático, ya que estabarecostado de espaldas sobre lasuperficie del mar).

No había sido una visión de losdioses ni nada parecido. La parte

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científica de mi mente se hizo cargo deldilema mientras pisaba en el agua, sinimportarme que estuviese siendoarrastrado hacia la playa. El recorridode la luz había sido diferente allí, peroestábamos bastante más al norte que enla Ciudadela. De algún modo, debía deestar enlazada con el planeta y, sinembargo, al mismo tiempo, no lo estaba.

Verla esa noche no podía ser unamera coincidencia. Tenía que haberalgún sentido oculto detrás, una lógicaque pudiese predecirse y demarcarse.No era posible que nadie más hubiesevisto esa luz. ¿Por qué entonces jamáshabía oído mencionarla a otros?

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Intenté imaginarme a mí mismovolando sobre la superficie del planeta,como un ave imposiblemente grande yde increíble capacidad de elevación.Así podría observar en todasdirecciones, ver cómo el océano seextendía debajo de mí como una inmensasábana azul. Sería como estar en la cimade la colina de la Ciudadela, sólo quemuchísimo más alto. Quizá lo másparecido fuese las montañas del interiorde mi hogar en Lepidor, la cordilleraque recorría el continente de Océanus,quebrada sólo por grietas en las que elagua había penetrado hasta formar lastres islas del extremo norte.

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Por lo que yo sabía, ésas eran lasmontañas más altas, en los más salvajese inexplorados territorios de Huasa yTehama...

Me había dejado llevar y una ola merevolcó por la arena interrumpiendo micadena de pensamientos mientrasintentaba quitarme el agua salada de losojos. ¿Dónde me había quedado? ¡Ah!¡Las montañas, Tehama, la isla de lasNubes!

Si me atenía a la descripción deRavenna, no podía estar seguro de poderver el menor rastro del océano desde lacumbre de las montañas de Tehama.Sólo sería visible la parte superior de

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las nubes (aunque no podía imaginarcómo sería el panorama desde semejantealtura).Y, por supuesto, había capas denubes todavía más altas sobre la propiaTehama, de modo que para ver porencima de las nubes sería necesarioascender aún más.

Más y más alto, y entonces elhorizonte se alejaría de formaprogresiva y... ¿se curvaría en algúnmomento? ¿Se podría subir a una alturatan inimaginable que el horizonte securvase, pudiendo verlo todo?

Todo, incluyendo las tormentas.Por un momento no lo creí y alcé la

mirada al cielo en busca de una

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confirmación, pero la luz habíadesaparecido. Desaparecido después deviajar cruzando el cielo, yendo de nortea sur, como la vez anterior, describiendoun círculo sobre nosotros, observandomucho más del mundo de lo que nos eraposible.

Pero no todo el planeta, pues inclusosi, fuese lo que fuese, podía ver elmundo como una bola, la mitad de éstaestaría siempre oculta. De modo quequizá sí existiese otra luz, y entre ambaspodrían observar toda la superficieplanetaria y las nubes que lo cubrían.

Y cuanto más lo meditaba, máslógico me parecía, en lugar de quedar

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colapsado bajo el peso de lo imposible.Debía de haber incluso algo que todavíano hubiese divisado, algo demasiadoabstracto para mí. Ravenna. Era precisoque se lo dijera, ver si estaba deacuerdo, si de hecho había tropezadocon una idea que hasta los últimosgobernantes del Aeón habían fallado endetectar.

Saber si yo era, de hecho, la primerapersona en reconocer como tales losojos del Cielo.

Comencé a nadar otra vez, luchandocontra las rompientes hasta que vi elresplandor y oí la enfadada voz deTekla. Entonces me sumergí para nadar

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el último trecho bajo el agua. Aunquesabía que una vez dentro de la rayamarina volvería a estar en su poder, locierto es que aquella bahía no era unbuen sitio para flotar a mi suerte. No meimportó. Ya podría escabullirme de sucontrol cuando se presentase la ocasiónadecuada.

Tekla no dijo nada cuando atraveséla escotilla de la nave. Sólo ordenó quepartiéramos al piloto, invisible tras lascortinas de su cabina. Apenas se nosindicó que nos sentásemos en nuestrocompartimiento y permaneciésemos allí.

No me debería haber abstraído tantocon el problema de la estrella móvil, y

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tras intentar el cálculo mental de algunascifras, lo que no era mi fuerte, sentí conmayor intensidad que nunca el momentoen que la raya lanzó amarras.

Se produjo un ruido sordo cuando lanave se encajó en el hueco de la raya ypercibí por las ventanillas dos brillantesluces en el exterior. Tekla nos hizo salira ambos por la escotilla y bajar losescalones mientras la puerta se abría yveíamos aparecer dentro a dossacerdotes.

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CAPITULO XIII

Se detuvieron a pocos pasos,sorprendidos al vernos, pero ninguno delos dos se echó atrás la capucha de latúnica. Los miré fijamente por uninstante, adaptándome al familiarentorno del compartimento de recepciónde rayas de una manta, sintiendo elconocido ronroneo del motortraspasando la cubierta y arrullándomelos pies.

―Después de todo, el mundo no esun sitio seguro, como ya habréisdescubierto ―dijo con lentitud la figurade la derecha, quitándose la capucha con

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parsimonia. Era un sacerdote procedentede Equatoria, de barba gris y ojoshundidos como los de un halcón.Ukmadorian, rector de la Ciudadela delas Sombras.

Sentí tal alivio que estuve a punto dedesmayarme sobre la cubierta y noté queRavenna cerraba los ojos un instante. Yomantuve los míos abiertos y contempléla expresión satisfecha del rostro delrector.

―No seas muy duro con ellos, estánheridos ―aconsejó el otro hombre, másjoven que el primero y de origendiferente, con la piel dorada color oliva,el rostro ligeramente achatado y porte

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militar. Hubiese jurado que era unmarino si no lo hubiese conocido. Suexpresión era mucho más amable que ladel primero.

―Un trato duro, eso es todo―advirtió Tekla―. Los traje de unapieza, como habíais pedido. Yadiscutiremos luego vuestra parte delnegocio.

―¿Es que te has hecho mercenario?―aulló Ravenna, que de pronto recobróla confianza en sí misma―. ¿Harás quete paguen con sangre?

―No, es una simple transacción―respondió Tekla mientras avanzabahacia la puerta, y añadió―: le vendo al

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más alto postor.―Me he enterado que has pasado ya

por unas cuantas manos ―señalóUkmadorian sin mostrar el menor rastrode cordialidad hacia su antiguapupila―. Abandonaste la Ciudadelapara abrirte camino en el mundo por timisma, pero al parecer has fracasadomás allá de tus peores pesadillas. Bien,pues ahora vuelves a estar segura.

Se volvió entonces hacia el otrosujeto.

―Ahora debemos zarpar―sugirió―. Preferiría no caer bajo lamirada de ningún fanático capitán depatrulla que esté tras la pista de

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oceanógrafos fugitivos. Estos dosnecesitan limpieza y atención médica.

―Me encargaré de eso ―confirmóel segundo, y entonces Ukmadorian semarchó arrastrando la negra capa.Ravenna y yo miramos al almirante.

―Lamento veros en semejanteestado ―dijo con suavidad SaganthaKarao―. Ukmadorian ha perdidodemasiado y en ocasiones olvida quetambién otros han sufrido experienciasigual de terribles. Venid conmigo y veréque puedo daros.

Sus ropas eran difíciles de describir,hechas con seda de baja calidad y deningún modo adecuadas para el estatus

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de quien había sido virrey delArchipiélago. El nuevo emperador lohabía cesado y enviado tropas para quelo arrestasen en Tandaris, pero él habíasido lo bastante rápido para esfumarse.Se había llevado con él la mayor partede los documentos del gobierno y todoslos fondos existentes. Desde entonces nohabía tenido noticias suyas.

―¿Dónde estamos? ―pregunté, sindeseos todavía de saber nada más.

―En el Meridian ―dijo. Loseguimos a lo largo del pasillo ysubimos la escalerilla rumbo a lacubierta principal, dejando detrás alpiloto para que apagase los motores de

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la raya―. Fue un manta imperial, peroconseguimos emboscarlo y apoderarnosde él sin ocasionarle daño.

Llegamos al final de la escalerilla,al espacio circular tras el puente demandos, que conectaba entre sí todas laspartes del buque. Sagantha no se detuvoy nos llevó hacia la escalera de caracolcon barandillas hasta el siguiente nivel.De allí pasamos a un pasillo que podríahaber pertenecido a cualquier manta decualquier nación, hasta un salóncomedor vacío, que debía de ser paralos cadetes. Ventanas conocidas mirabanal oscuro océano desde un amplio salónque comunicaba con cuatro camarotes

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más pequeños.―Nos falta personal. Durante un

tiempo tuvimos tripulación, pero hadesembarcado ―comentó Sagantha,indicándonos que tomáramos asiento.Aún había símbolos de la nave imperialque había sido: la polvorienta sombra enun muro donde en otros tiempos habríacolgado el escudo con la figura deldelfín y las cenefas del intrincadozócalo a la altura de la cintura, queparecía pertenecer al hogar de un civil.

Me hundí en el blando cojín de unasilla, mirando, absorto, la negrura delagua. El sonido del motor habíacambiado su rumor y casi podía

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imaginar el movimiento de las aletas amedida que la manta ganaba velocidad.

Sagantha dio una orden a un marinoque pasaba por allí y después cerró lapuerta tras él. Luego cogió su oscuracapa y se la echó sobre los hombros.

―Disculpad los disfraces, peropodía haber sido cualquiera en vez devosotros y no deseábamos correr ningúnriesgo.

―¿Eres aún almirante de Cambress?―Lo fui un tiempo. Después, uno de

mis enemigos se hizo juez y consiguióque me despojasen en mi ausencia detodos mis títulos y cargos, incluso del devirrey. De cualquier modo, me ha ido

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mejor que a otros.Sonrió, pero había tristeza en sus

ojos.―Lo lamento ―dijo Ravenna

suavemente.―¿Qué es lo que deberías lamentar?

Sabía qué estaba haciendo cuandointentaba ayudaros y he vuelto a elegir lamisma opción.

El marino regresó, trayendo consigoel delicioso aroma de pescado cocido yvegetales. Supuse que sería la hora decenar y alejé cualquier pensamientohasta haber acabado de comer. Mepareció el mejor plato de mi vida, laprimera comida auténtica que probaba

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desde la noche en que había muertoSalderis, cerca de un año y medio atrás.

Sagantha se marchó mientrascomíamos y volvió unos pocos minutosmás tarde, cuando el marino vino arecoger los platos. Trajo además unabotella de vino thetiano con especias ynos sirvió a cada uno en pequeñostazones de cristal.

―¿Lo has probado alguna vez?―me preguntó el marino volviendo aalzar la botella.

―Una sola vez.Había sido en plena oscuridad, sin

la menor ceremonia, e ignoraba quetuviese un color rojo cobre tan

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sorprendente. «El color del cabello dela gente de Exilio», pensé aunque sinsaber bien por qué. Mi madre habíanacido allí.

―Los tazones están diseñados de talmodo que no es posible apoyarlos sinque se derramen. Hay que bebérselotodo de un solo trago.

En realidad, ése parecía ser el únicomodo de beber, tanto en Océanus comoen Thetia o Cambress.

Sagantha alzó su tazón.―Brindo por vosotros ―anunció

con seriedad, y lo vació de un trago.Por un instante Ravenna y yo nos

miramos, inseguros de cuál era el

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protocolo a seguir, y a continuaciónrepetimos el cumplido. El vino erafuerte pero muy rico, muy especiado, ysentí en el pecho un grato calor. Segúnme habían contado una vez, no era unabebida especialmente alcohólica, perolas especias le daban un intenso sabor.

―No me gusta lo que habéis pasado―dijo Sagantha un momento después―.La idea que tiene Tekla de un «tratoduro» es lo que cualquier otro llamaríatortura.

―Entonces ¿por qué trabaja para ti?―exigió Ravenna.

―Porque en la situación actual elmundo depende de gente como él. Yo no

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lo llamé, vino él solo.―No confíes en él, ha traicionado a

muchas personas.―En nombre de su amo, que por

fortuna está muerto. Ahora hay muchagente convencida de que necesitamos apersonas como Tekla para combatir otravez al Dominio. Personas capaces deluchar, ocultarse, correr, meterse encualquier lugar donde un ejército esté enproblemas. Y no puedo decir que esté endesacuerdo con esa opinión.

―¿Otra vez? ―repuso Ravennainclinándose hacia adelante―. ¿Cuándofue la primera vez?

―Ha sido así hasta hace unos treinta

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años. Orethura poseía su propia guardiapersonal, la llamaban el Anillo de losOcho, aunque en realidad eran muchasmás que ocho personas.

Ocho, el número de los Elementos.Tenía sentido.

―No se parecían en nada a Tekla―señaló Ravenna con suspicacia―.Has crecido con la versión de la historiaque da el Dominio.

―He sido criado con ambasversiones. Creo que Tekla tiene muchomás en común con esa clase de personasde lo que tú eres consciente.

Hubo un golpe en la puerta y entróun hombre alto y negro vestido con un

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uniforme naval verde y un maletín demédico al hombro.

―Soy el comandante Malak Engare―dijo con voz profunda y melodiosa.Su acento era sorprendentementesureño―. ¿Marina de Mons Ferranis.¿Me permite asistirlos, Sagantha?

El virrey asintió y se marchó,llevándose consigo el vino y los tazones.

―Tan sólo dame algo para colocarsobre las cicatrices, yo haré el resto―pidió Ravenna, preparándose pararechazar la asistencia del médico, comosolía hacer con todos.

―De ningún modo ―objetó Engaremostrando autoridad―. Soy médico. No

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tenemos ninguna doctora a bordo demomento. Ahora quítate la túnica yrecuéstate para que pueda echarle unvistazo a tu espalda.

El alto y corpulento hombre se negóa admitir más protestas y, para misorpresa, Ravenna se dio por vencidaechándose sobre la sábana que él habíadesplegado en el suelo. Quizá estuviesedemasiado cansada para discutir. Lasmanos del doctor eran cuatro veces másgrandes que las de Ravenna, y no meinspiraban mucha confianza para eltrabajo delicado que solía hacer unmédico.

―¡Bendito Ranthas! ¡Qué desastre!

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―exclamó abriendo su maletín―. Tequedará cicatriz, pero podré reducirlaun poco. ¿Sabes si el látigo era de cueroo de fibra?

Ravenna negó con la cabeza. Intentéalejar la mirada de las marcas recientesque surcaban su espalda, pero no pudeevitar ver las horrendas cicatricesnegras que cubrían gran parte de sucuerpo. En especial sus costados, raravez expuestos a la luz. La piel deRavenna era bastante oscura, pero encomparación con la de Engare parecíatan pálida como la de un ciudadano deOcéanus.

―Esto ayudará. Pues ya está

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―anunció―. Algunas fibras de la junglase pudren y dejan en las heridas materialque puede hacer supurar. Pero supongoque eso ya habría sucedido.

Nunca hubiese imaginado que susenormes dedos pudiesen ser tandelicados y precisos, ni que Ravenna sesometiese a sus cuidados con tantacalma y resignación tras haberrechazado que cualquiera la tocase enlos últimos cuatro años. Supongo que nole gustaba en absoluto mi presencia allí,pero estaba ayudando a Engare, de modoque no podía quejarse.

Los latigazos constituían todavía unmétodo de castigo aplicado en la marina

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cambresiana, así que Engare debía deestar habituado a la aplicación de curassemejantes. Primero vendó las heridasque le había hecho Amonis y empleó unaporción de magia de la Tierra quellevaba en su talismán de médico (losdoctores eran los únicos a los que elDominio permitía usar la magia) y luegocentró la atención en las cicatrices másantiguas. Ésas eran de otro orden.

―¿Qué produjo estas marcas?―No hay nada que puedas hacer

para remediarlas ―señaló Ravenna―.Si ya has terminado, puedes retirarte.

Pero Engare estaba decidido a nomarcharse, y Ravenna finalmente se dio

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por vencida y le contó lo sucedido. Nisiquiera consiguió disimular el hecho deque, transcurrido tanto tiempo, seguíansiendo dolorosas.

―Esto llevará un tratamiento másprolongado ―anunció el doctor―. Eldolor no desaparecerá, ni siquiera siintentas ignorarlo. De hecho, se volverácada vez peor. El cuerpo humano no estápreparado para entrar en contacto con eléter.

―Creía que el éter no dejaba rastro―comenté.

Las cejas de Engare se alzaronligeramente, como si le resultaseinesperado que yo supiese algo así.

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―Es verdad, no deja huella, pero eldaño original jamás acaba de curarse.

Recorrió entonces con sus largosdedos una de las cicatrices, y una muecade dolor cruzó los labios de Ravenna.

Se abrió la puerta y apareció Teklallevando dos juegos de prendas de vestiral hombro. Parecía irritado, como si nole gustase la idea de volver a tratar connosotros.

―¿Aún no habéis terminado conesas cicatrices? ―preguntó,sorprendido de que el médico siguieseallí.

―No, todavía no ―respondióEngare, imperturbable―. Estoy

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comenzando. Requieren un tratamientopara que se vayan. Haz lo que tengas quehacer y vete.

―Tengo que comprobar que esténbien.

―Eso es algo que yo mismo puedocomprobar. El rector desea que serepongan y voy a hacer mi trabajo comocorresponde.

Engare esperó a que Tekla dejase lasprendas apoyadas en un mueble y semarchara de mal humor. Me preguntécómo se había enterado Tekla de laexistencia de las cicatrices más antiguas.El no había estado presente aquellafatídica noche en la costa de la

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Perdición, aunque debió de participar dealguna forma. ¿Cómo sabía entonces queel emperador la había torturado?

―Hay algo en ese hombre que nome gusta ―observó Engare cuandoTekla cerró la puerta, pero noprofundizó en la cuestión―. Ravenna,voy a efectuar un examen más detallado.Por favor, no te muevas.

La técnica que empleó era una quecualquier mago estaba capacitado paraponer en práctica, si bien yo no pudesentir la magia. Mediante ese métodoEngare podría ver en su mente todosobre Ravenna, obteniendo una imagende su cuerpo que le mostraría lo

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profundas que eran las cicatrices. Pasóun rato largo hasta que volvió a abrir losojos y esperé con tensión hasta quevolvió a decir algo.

―Haré cuanto pueda ―afirmóentonces con calma, y Ravenna y yo nosmiramos―. Transcurrido un tiempo,podré eliminar las cicatrices y anular eldolor. Pero existe cierto daño sobre elque no podré hacer nada. Nuncavolverás a ser tan fuerte como antes. Yjamás podrás tener hijos. Lo lamento.

―Gracias, comandante ―dijoRavenna y, tras un breve silencio,añadió―: Por favor, haz lo que puedas.

―Es lo que intento.

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Engare insistió en limpiar todos loscortes que habíamos sufrido en la junglay a continuación nos dejó solos en aquelcomedor vacío para que nos pusiéramoslas túnicas de marinos que Tekla noshabía dejado antes de marcharse.

―Cathan. ―Ravenna rompió elsilencio, luego se hundió en la silla ycerró los ojos―. No te culpo por nadade lo que haya sucedido. Orosiusresponderá ante Thetis por sus actos.

―Orosius ya no tiene que sufrir más―respondí, sin saber bien hacia dóndeapuntaba ella.

―No estamos en ningún estadobárbaro atrasado en el que el único

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deber de una mujer sea casarse y luegoretirarse a procrear para enviar a sushijos a desperdiciar sus vidas en algunaestúpida guerra.

La amargura de su voz me resultabainesperada, pero lo cierto es que nuncahabíamos tenido ocasión de conversarsobre esa cuestión.

Tras la muerte de Orosius, me habíaquedado claro que ni Eshar ni Palatina,cada uno por sus propios motivos,continuaría la estirpe de los Tar'Conantur. Al menos por cuanto se sabia(y el Dominio se había encargado deinvestigarlo con mucho cuidado), Esharno había sido padre de ningún hijo en

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todos sus años de campaña con loshaletitas, y ni siquiera después de que elrey de reyes le permitió tomar variasconcubinas. Al parecer, sufría la mismaesterilidad que mi hermano, un mal queafectaba a un número extraordinario deTar' Conantur y que en más de unaocasión había causado interrupciones enla descendencia directa.

En cuanto a Palatina, la cuestión eramás compleja y había varios puntos alrespecto que jamás me había revelado.Apenas tenía algunas pistas, peroresultaban suficientes para sospecharque en su vida siempre le había faltadotiempo para el sexo. Quizá fuese algo

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deliberado, autoimpuesto por su propiafuerza de voluntad para impedir que lafamilia se perpetuase. Palatina odiaba ala familia al menos tanto como yo, si nomás, y tenía bastantes más motivos queyo.

Lo que dejaba claro que mantener laestirpe era teóricamente un deber queahora pesaba sobre mí, por más queninguno de los que me rodeaban me lohubiese recordado, por el momento.

―Hay otras cosas que hacer―prosiguió Ravenna―. No es que yome haya planteado tener hijos. Es ciertoque Alidrisi y Sagantha me hablaban deltema de tanto en tanto, afirmando que en

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alguna medida era mi obligaciónmantener viva la familia. Pero ahora esono será posible y nadie podrá hacernada al respecto. ¿Has pensado tú en esoalguna vez?

Reflexioné unos instantes. ¿Habíapensado en tener hijos? Realmente no.No del modo que otras personas lohacían. Era un tema que nunca se habíamencionado en mi infancia y durante miestancia en la Ciudadela, cuandoempecé a considerarme nacido en elArchipiélago y thetiano, rara vez se mehabía pasado por la cabeza. Existíandemasiadas peculiaridades en lasociedad thetiana que nunca había

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llegado a comprender (los clanesactuaban de un modo totalmentediferente a los del continente) y todo sebasaba mucho menos en las familias delo que hubiera creído. Por no mencionarque, como ciudadano thetiano denacimiento, yo no podía contraermatrimonio hasta cumplir los veinticincoaños, lo que había sucedido pocosmeses atrás.

―Nunca lo he consideradoimportante ―sostuve, sin saber cómoreaccionaría ante mis palabras; nuncapodía estar seguro.

Quizá existiese otra razón: Todavíaestaba enamorado de Ravenna. Lo

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estaba desde aquella tarde en las costasde la Ciudadela, y la idea de ellaembarazada, sin plantearme siquieraquién fuera su marido, me parecía...impensable. Siempre había sido así y talvez por eso el asunto no me resultaba tanextraño.

―Pensé que nunca te habíainteresado ―murmuró ella―. ¿Curioso,no es verdad? Se me ocurre que haga loque haga ahora, incluso si lograserecuperar mi trono y todo lo demás, dealgún modo carecería de sentido. Comosabes, no queda en mi familiaabsolutamente nadie más con vida, asíque no hay nadie a quien pueda derivar

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la responsabilidad.―¿Es ése el mejor modo de

hacerlo?, ¿entregarle el poder a alguiensólo porque da la casualidad de que estu pariente?

―Eres un auténtico republicano, ¿noes cierto?

Ravenna no había vuelto a abrir losojos y sus brazos seguían inertes, flojosa ambos lados de la silla.

―Sólo en lo que se refiere a mifamilia.

Y, a pesar de todo, los Tar' Conanturhabían rehuido la imbecilidad tanfrecuente en las familias de la realeza,motivada por la obsesión de mantener la

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sangre pura, casando entre sí ageneraciones y generaciones de primos.Nadie de mi familia había contraídomatrimonio con otro Tar' Conantur. Dehecho, se habían mezclado con losexiliados y habían llegado a conservar alo largo de los siglos los mismos rasgosy algunas propiedades de carácter: lainteligencia, la falta de escrúpulos, lalocura. Sin duda, eso podía denominarsecarácter. Y también se habíanperpetuado algunos efectos secundarios,sobre todo la predisposición de losexiliados a concebir gemelos.

―¿Y en lo que se refiere a mifamilia? ―preguntó Ravenna. Era una

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pregunta difícil de responder y otra vezme detuve a reflexionar.

―El Archipiélago necesitaba unsímbolo ―señalé con cautela―. ¿Dequé otro modo lo hubiese logrado?

―¿No crees que a mi pueblo lehabría ido mucho mejor sin contarconmigo? Me convirtieron en algo queyo no era: una gran líder lista pararescatarlos. Sabes qué enorme es esaresponsabilidad.

―Yo fui afortunado. Nadie hacreído nunca en mí ―solté. No eraexactamente lo que hubiese queridodecir y la frase flotó en el aire unmomento. Desde el principio fui

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consciente de haber nacido sin ningúntalento para el liderazgo, del mismomodo que, por poner cualquier ejemplo,carecía de talento para la carpintería. Lacuestión era si podía sentirme orgullosode eso.

―La gente de tu tierra te creyó―advirtió Ravenna tras una pausa―.No los olvides sólo por haberlos dejadoatrás.

―Allí al menos conseguí algo, oellos así lo creyeron. Pero cuandoMauriz e Ithien quisieron convertirme enjerarca sólo se trataba de unadesignación formal, pretendíanconvertirme en su marioneta. Nadie

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pensó que mi opinión al respectomereciera el menor interés.

―¿De modo que en mi caso esigual? ¿Apenas un nombre, alguien parallevar una corona y revivir recuerdos delos tiempos de mi abuelo?

Cambió levemente de posición,descansando la cabeza sobre un hombrocomo si pensase dormir allí mismo. Yosí que quería dormir.

―Tú decides, Ravenna. Sólonosotros dos y Engare sabemos ahoraque no podrá haber ningún heredero. Élno dirá nada, porque se debe a sujuramento. Si piensas todavía que existela posibilidad de recuperar la corona,

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entonces te ayudaremos. Te hubieseayudado antes, pero no confiaste en mí.

―Antes... ¿Quieres decir la nocheen que te drogué para que mepermitieses escapar? ¿Cómo puedocreerte?

Su voz sonaba ahora más insegura yabrió un poco los ojos.

―No puedo probártelo. Pero sabesque era demasiado débil para resistirmea ellos.

―Nadie capaz de admitir tal cosa esdemasiado débil. Y sí, me parece quehubieses venido conmigo en caso dehabértelo pedido. Pero entonces los doshabríamos sido capturados por el

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emperador y nadie habría venido arescatarnos. Por más que lo planearaPalatina, el rescate fue idea tuya. Inclusosi el emperador estaba enterado desde elprincipio.

―Creo que fue Tekla quien nostraicionó ―afirmé tras un momento deduda―. Mauriz creía que era un dobleagente, pero quizá fuese siempre unhombre de Orosius. Debió de ser quienobligó a Mauriz a cambiar de bando...

―Y quien le dijo al emperadordónde me encontraba ―concluyó ellacon más dureza en la voz―. Eso tienesentido, ¿verdad? E implica que puedovengarme de él. Orosius ya está fuera de

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mi alcance, pero Tekla no.Aunque en aquel momento, también

Tekla parecía fuera de nuestro alcance.Eso no era algo de lo que nos

conviniese hablar allí, ni lo era tampocola cuestión de los ojos del Cielo, aunqueardía en deseos de contárselo. Alguienpodía estar escuchándonos y ademástodavía quería atar solo algunos cabossueltos para asegurarme de que era másque una mera construcción teórica.

Ninguno de los dos dijo nada más yyo apenas tuve energías suficientes paracaminar hacia el camarote más cercanoy cerrar la puerta detrás de mí antes dederrumbarme sobre el estrecho catre.

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Desperté revuelto en un lío de

mantas, mientras una tenue luz azuliluminaba el camarote. Miré haciaafuera por la escotilla y quedé fascinadopor la profundidad azulada del océano,un mundo que se abría paso entre el añilque acababa en el abismo y la luz de lasuperficie situada a unos setenta metroshacia arriba. Ésa era la profundidadhabitual de crucero para navegar lobastante hondo para maniobrar en todasdirecciones, pero lo suficientementecerca de a la superficie para darnos una

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idea del día y la noche.No hubiera podido decir qué hora

era, aunque al no encontrar a nadie másen la sala de duchas supuse que ya debíade ser bien entrada la mañana. Regreséal comedor, donde alguien nos habíadejado el desayuno. Ravenna acababade salir de su camarote.

Sagantha no reapareció hasta queterminamos de comer. Nos guió hasta lagran cabina situada al otro lado de lamanta, donde estaba Ukmadorian.

Lo que alguna vez fue la cabina delcapitán carecía ahora de cualquier rasgodistintivo. No quedaba nada de ladecoración que un capitán hubiese

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podido tener: apenas el mobiliario navalmínimo, una mesa y algunas sillas bajolas ventanas. Ukmadorian, todavíavestido de negro, ocupaba una de lassillas. De su cuello colgaba unacadenilla de plata de la que pendía unmedallón con la imagen de laconstelación de la orden de la Sombra.

Sagantha nos invitó a sentarnos endos de las sillas que había frente aUkmadorian, pero era evidente que todoestaba cuidadosamente planeado.Nosotros dos de cara a Ukmadorian, conSagantha un poco a un lado, a laizquierda del rector. Tras haber vividoen el Refugio, con su implícito pero

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complicado protocolo académico, nopodía ignorar lo que nos esperaba, porqué nos convocaban y por quéUkmadorian llevaba el medallón. Paraél, todavía éramos miembros de suorden.

―Ambos os habéis equivocado―dijo Ukmadorian con lentitud―. Mehabéis desafiado y os habéis lanzado ala aventura como simples pescadores dealguna narración épica. Lo único quehabéis vivido es peligro y cautividad.Lo único que habéis hecho por el biende la causa verdadera de los Elementoses echarnos a Eshar encima como unnuevo yugo, perder el trono y llevar a

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vuestra gente a la destrucción.―Nosotros no empezamos las

purgas ―interrumpió Ravenna.―Sí, lo habéis hecho. Con vuestros

actos, vuestro abierto desafío y vuestraparticipación en asuntos que excedíanvuestras capacidades. Permitisteis aSarhaddon iniciar su evangelización.¿Quién sabe cuántos fieles verdaderoshan muerto? Los habitantes de lasciudadelas no podemos contar nuestraspérdidas, así que imagino que muchomás difícil será hacerlo en vuestraorden.

Nunca nos había perdonado haberloabandonado junto al inactivo Consejo de

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los Elementos en las islas de laCiudadela, desafiándolo abiertamentehasta que se rindió y dejó de impedirnuestra partida. Pero ¿podía creer deveras que las purgas, las purgasinspiradas por los venáticos que habíanfulminado el Archipiélago, fuerantotalmente culpa nuestra? Sarhaddonhabía llegado con su plan y lo habíapuesto en acción; no tenía nada que vercon nosotros.

―Vuestros amigos, muchos deaquellos con quienes habéis compartidola enseñanza, ahora están muertos―continuó Ukmadorian―. De mispropios discípulos sé muy poco. Mikas

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Rufele embarcó en el buque insigniacambresiano Poralos Atoll para lucharcontra Reglath Eshar. GhanthiAkeleneser fue quemado por laInquisición junto al resto de su familia.

Siguió mencionando nombres depersonas que habíamos conocido, y susdestinos eran a cual más penoso. Losrecordé como los había visto la últimanoche en la Ciudadela, durante la fiestaen la que celebramos el fin de nuestrainstrucción. Mikas y Ghanthi habían sidomis amigos, gente con la que yo habíapasado tiempo y a la que esperabavolver a ver algún día.

―¿Ahora lo comprendéis? ―dijo

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cuando me vio contener las lágrimas.―Están muertos ―afirmé,

intentando ignorar el repentino vacío enmi pecho―, pero no murieron a mismanos. ¿Eres tan vengativo como paraculparnos a nosotros y no al Dominio?

―El consejo ha mantenido libre delDominio la verdadera senda a lo largode todos estos años. Ahora elArchipiélago ha sido tomado por losvenáticos y ya no podemos transmitirnuestras auténticas creencias. Todo loque habíamos conservado durante siglosse ha perdido.

―¿Y por lo tanto te ayudas debasuras como Tekla, por ejemplo?

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―objetó Ravenna. Por lo general, ellasiempre se mostraba menos afectada queyo, pero era evidente que la lista demuertos la había conmovido.

―Tekla ya está perdido para nuestracausa ―señaló Ukmadorian confrialdad―. Ha traído consigo la lealtadpropia de muchos de los que alguna vezsirvieron a Orosius, y tanto él comootros semejantes han eliminado adecenas de inquisidores en todo elmundo, nos proveyeron de preciosainformación sobre los planes delDominio y sabotearon varias mantas.¿Qué habéis conseguido vosotros desdevuestra fortuita huida en Lepidor?

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¿Acaso Tekla tenía seguidores?Recordé a otros policías secretos deOrosius en el Valdur, pero no serían losúnicos. La gran mayoría debía de habersobrevivido. Además, ¿por qué servir alos heréticos? ¿Por qué demonios nohabrían cedido su lealtad a Eshar, comohubiese sido normal? Si Ukmadorian nosestaba diciendo la verdad, entonces nohabía manera de que pudiesen seragentes dobles, pues por lo que sabía deEshar, él no era el tipo de persona quelos admitía. Era un fanático y unsoldado, y no aceptaría jamás colaborarcon el asesino de tantos inquisidores, nisiquiera como parte de una trampa. Algo

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que Orosius sí hubiese considerado.Después de todo lo que había

sucedido no estaba de humor para sertratado por nadie como si fuese unnovicio. Tampoco Ravenna parecíadispuesta a tolerarlo.

―Tekla es tan incompetente como suamo ―afirmó ella, sin especificar si serefería a Orosius o a Ukmadorian―.¿Por qué tenemos que utilizar sus armas?

―Hablas como si de algún modoestuvieses por encima de esas cosas.Carecemos de flota y de marinos.¿Cómo esperas entonces quecombatamos al Dominio?

―Pensé que vosotros pretendíais

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oponeros al Dominio sin combatirlo,que vuestra intención era mantener lascosas como siempre habían sido,enseñándole a cada generación sinexigir una retribución por el trabajo devuestras inmaculadas mentes. No creíque empleaseis a matones y asesinos.

―¿Crees que esto es algo nuevo?―La voz del rector se tiñó visiblementede desdén―. Estamos en guerra, comosupongo que sabrás, pero, como notenemos la ventaja de tener naves yequipamientos, debemos emplearmedios menos evidentes. ¿Quéinconveniente hay en el sigilo y laastucia?

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―Ninguno, pero eso no es todo.¿Dónde entran el asesinato y la tortura?Mi abuelo se las arregló sin ellos.

Ravenna no tendría que haber dichoeso, y no hubo quien no lo sintiese nadamás que esas palabras salieron de suboca. Yo sabía que Orethura era muyimportante para ella, pero Ukmadorianfrisaba los sesenta años y, sin duda, lohabía conocido en persona.

―Tu abuelo fue asesinado ―señalóél, y percibí una ligera vacilación de suvoz, como si hubiese podido responderotra cosa pero se lo hubiese pensadomejor. ¿Quizá alguna respuesta quehubiera podido darle a Ravenna alguna

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ventaja en la discusión?―. Además, pormuy desagradables que resulten―continuó―, ningún líder puedelibrarse de esas herramientas. Túhabrías pasado momentos muy terriblescomo faraona si hubieses escogidorenegar de hombres como Tekla.

―¿Y para qué hay que utilizarlos?,¿para traicionar y capturar a personas ytraerlas ante mí para torturarlas enpersona? Después de todo, no creo queTekla haya cumplido esas funciones paraOrosius. El tenía su propia flota y susmarinos. Tekla y sus cohortes estabanallí para asesinar e infligir dolor, peroninguno salvó al emperador de ser

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asesinado. ―Los ojos de Ravennabrillaron mientras se inclinaba haciaadelante y se enfrentaba al rector―.Tekla le falló al emperador―concluyó―. Un emperador que teníamucho más poder que el que tú jamáshayas podido soñar y que, sin embargo,fue asesinado en su propio buqueinsignia.

―Soy muy consciente de ello―admitió Ukmadorian de mala gana―.Orosius puede haber sido poderoso,pero era un estúpido. En todo caso,exageras sus habilidades. Cometió elerror de confiar en el Dominio. Tambiéntú hiciste lo mismo, Cathan. ¿Es algo

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propio de tu familia?Su pulla me afectó, pero no provocó

mi sumisión, como me había sucedidoalguna otra vez. Al contrario, me reclinécon apariencia relajada, aunqueUkmadorian debió de leerme elpensamiento.

―Yo no sacaría ahora a colacióntodo lo que es propio de mi familia,Ukmadorian ―dije, cuidando de nollamarlo por su título―. Al fin y alcabo, ellos han mantenido el tronodurante cuatrocientos años. Incluso losmás grandes generales haletitas handeseado alguna vez ser un Tar' Conantur.

―Eso no es algo de lo que haya que

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estar muy orgulloso ―lanzó Ukmadoriancon dureza―. Corté mis vínculos conHaleth hace mucho tiempo. Ahora soydel Archipiélago, y los haletitas son misenemigos tanto como los del Dominio.

―Entonces ¿quién es tu primeraalianza, el Archipiélago o losElementos? ―inquirí, forzándolo aponerse a la defensiva.

―Planteas diferencias donde no lashay.

―Pues claro que sí ―objeté sinconcesión―. No toda la gente delArchipiélago es herética, y viceversa.¿Crees acaso que los thetianos quetodavía adoran a Thetis seguirían a una

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faraona del Archipiélago si el Dominiofuese expulsado?

―Estamos hablando de libertad decultos, Cathan.

―En absoluto. Tú lo has dejado muyclaro; es una guerra entre el Dominio yquienes se le oponen. Una guerracombatida, como tú dices, valiéndose detodas las armas usuales: naves, hombresy espionaje. El equilibrio podrá serdesigual, pero así están las cosas. Esimposible ganar una guerra religiosaempleando sólo medios seculares. Esimposible ganarla con las armas quetienes actualmente, y ni siquiera Teklapuede cambiar eso.

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―¿Tiene algún propósito todo estelío de palabras? ―protestó. Con lo queme confirmó que había tenido éxito alinvertir el tema de la conversación.Ahora esperaba oír lo que yo tuvieseque decir, y no lo contrario.

―Si estáis desarrollando una guerrapor el territorio ―proseguí―, entoncesdebes recuperar el Archipiélago y darlea su gente lo que desea. Ellos quierengozar de su propio gobierno bajo elmando de la faraona. Si tu combate, encambio, se basa en la religión y lalibertad de cultos, entonces has dedestruir el poder del Dominio en sí.Tanto tú como todos los que os oponéis

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al Dominio debéis saber por qué estáisluchando, y contar con medios paravencer.

―Sabemos por qué estamoscombatiendo ―interrumpió elrector―.Y tú sabes tan bien como yo losmotivos por los que el Dominio debe serderrotado.

―¿Para que el resto del mundopueda conducirse con libertad?

―Sentimientos así de nobles―empezó, pero lo interrumpí.

―No son sentimientos nobles. Si telibras de los venáticos por medio delasesinato y la revuelta, el Dominiolanzará la cruzada de la que ha estado

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hablando durante años. Al asesinar ydestruir obtendrás la condena incluso delos líderes más moderados. Ese caminosólo conducirá al Archipiélago a sudestrucción, a menos que encuentres enotro sitio las fuerzas y el apoyo pararesistir. Por otra parte, siendo elDominio tan poderoso como lo es hoy,quebrar su poder en todo el mundo es unsueño imposible. Sencillamente, no haymodo de conseguirlo. En todo caso,nunca empleando armas, asesinatos ytorturas.

―¿Estás insinuando que no podemosvencer?

―No. Estoy diciendo que no puedes

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vencer sin nosotros. Existe una terceravía, pero sea cual sea la dirección queescojas, necesitas a Ravenna y menecesitas a mí. Ella es descendiente delhombre a quien todos reverencian en elArchipiélago. Yo soy el único en todaAquasilva que puede ser designadojerarca. De cualquiera de las dosmaneras, le debes obediencia a uno denosotros dos.

―¿Y la tercera vía? ―indagóUkmadorian, mirándome a los ojos porprimera vez y olvidando su desdénprevio.

―El Dominio la conoce, la haempleado, pero no la comprende.

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Nosotros sí. Cualquiera que controle lastormentas será capaz de vencer.

Pensé que lo había atrapado, pero nopodía predecir la violencia de lareacción de Ukmadorian. Se puso depie, clavándome la mirada con una irahelada que me recordaba a otrostiempos, la misma furia que habíadesplegado cuando lo había desafiadoen la Ciudadela.

―¡Es una abominación! ¡Podríastraernos la destrucción a todos y hacerestallar el planeta buscando tu propiagloria! ¡Jugar por el poder con la vidade millones de personas! ¡Te condenascon tus propias palabras!

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Se volvió hacia Sagantha, queparecía bastante perturbado.

―Detendré este terror antes de quese produzca ―le dijo Ukmadorian―. Yahas oído lo que dice y puedes ver queella está de acuerdo con él.

―No hace más que confirmarnuestras informaciones ―asintióSagantha.

―Esto no debe ir más lejos. No sepuede permitir que difundan ideassediciosas semejantes. Mantenlosaislados de la tripulación.

Ahora tengo en mi poder todas laspruebas necesarias para plantear lacuestión ante el resto del consejo.

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Nos volvió la espalda.―Prefiero ver antes un gobierno del

Dominio que permitiros desplegarvuestra maldad por el mundo.

Selerian Alastre, Ad 9 KalJurinia 2779De Hamílcar Barca a Oirán

Canadrath,

Saludos,

Pese a su brillantez, miestancia en esta ciudad no haresultado sencilla. No podría

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describir Selerian Alastreadecuadamente en el papel y dudode ser capaz de redactar algodigno de su marco y grandeza. Nome sorprende que, con semejantecapital, se consideren a sí mismosuna raza superior.

Existen más parecidos conTaneth de los que uno podría creer(los enormes astilleros, lospalacios de los clanes, la actividadcomercial), pero sufre el gobiernomilitar que le ha impuestoReglath Eshar. Ésta no es unaciudad que merezca ese trato, ysus habitantes nunca han llegado

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a aprobar la presencia de tropasen las calles.

Por supuesto que puedoentender por qué Eshar las situóaquí. Las maquinaciones de lasfacciones dentro de los clanes noparecen haber menguado pese alabsoluto partidismo de laAsamblea. De hecho, se me hadicho que las intrigas son ahoramás numerosas que antes, si esque eso es posible. En dos semanasse han acercado a mírepresentantes de todas lasfacciones, al menos tres veces cadauna, e incluso recibí sugerencias

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individuales de los clanes,buscando mi respaldo en su pujasinternas de poder. Te sentiríasaquí como en casa,y de ningúnmodo recomendaría este lugarpara una cura de reposo.

Por cierto que he permanecidoalejado de todos los asuntosinternos, pero he establecidocontados con las jerarquías de losclanes (aunque no a nivel de lamarina, que parece totalmenteleal al bribón que tiene poremperador). Los lazos con losclanes serán útiles en el futuro, yhe descubierto que varios de los

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clanes más pequeños de cadafacción poseen un espírituempresarial mucho más audaz delo que hubiésemos esperado de losthetianos. Al parecer, elemperador está estrechandodeliberadamente el control de losgrandes clanes sobre susposesiones más revueltas. Esosugiere que ayudar un poco aalgún clan dependiente en lossitios que convengan podríacausarle a nuestro enemigo comúngrandes problemas a un costo muyreducido.

Estoy siendo demasiado

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indiscreto, pero tengo una granconfianza en la habilidad de micorreo para entregar esta carta.

También he tenido éxitohaciendo amigos entre losintegrantes del InstitutoOceanográfico. En esta ciudad nose los considera parias como en elresto del Archipiélago. Losthetianos veneran el mar, sea loque sea que predique el Dominio(y los venáticos han sido incapacesde convencer a Thetia de que losoceanógrafos son heréticos ypeligrosos). Lo que quiero decir esque los altos oficiales del Instituto

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tienen muy poca idea de lo malaque es la situación en elArchipiélago y, por lo tanto, seránreticentes a brindar apoyo.

Mis negociaciones no han idotan bien. El emperador estádeterminado a mantenernos fuerade Thetia y su odio por Taneth nose ha atenuado. Sus oficiales noson más amables que él, y, alparecer, el emperador ambicionadesarrollar su propia marinamercante estatal, lo que podríaresultar terrible para Taneth. Porcierto que los clanes se oponenviolentamente a semejante plan, y

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por lo que parece esa amenazaexistencial ha superado laincredulidad característica de lostanethanos.

No dudes que enviaré undetallado informe al Consejo delos Diez, detallando todos losresultados, pero en un futurocercano no tendremosposibilidades de participar en elcomercio thetiano. Sospecho que siel emperador fuese capaz deextender su poder al Archipiélago,encontraríamos allí idénticasdificultades. Tiene puestos los ojosen devolver al imperio su antigua

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gloria, y el Archipiélago será,como es evidente, su primerobjetivo.

De alguna manera, supongoque tendré más éxito negociandocon mis rutas previas yexplotando algunas de lasconcesiones que he sido capaz deobtener en varías islas. Serumorea que existe un importanteyacimiento de lapislázuli en lasmontañas de Ilthys, que podríantraernos grandes beneficios. Notengo idea de quién posee losderechos o si éstos han sidocedidos, pero me detendré en

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Ilthys de camino a Qalathar paraaveriguarlo.

Confío en que todos tus asuntosvayan bien y espero tener pronto

noticias tuyas.

HALMÍLCAR

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Tercera Parte

LAS ARENAS DE LA HISTORIA

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CAPITULO XIV

No me podía creer la reacción deUkmadorian. ¿Sería nuestro antiguomaestro el único que pensaba de esemodo? ¿O acaso los «auténticos»herejes, el Consejo de los Elementosque había controlado el poder deCarausius durante dos décadas,compartía sus puntos de vista?

Sagantha hizo que nos encerrasen enun camarote. Eché una mirada a lasparedes que nos rodeaban,preguntándome si había algún modo deque Sagantha o Ukmadorian pudiesenoírnos, y concluí que seguramente no.

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Ukmadorian era mago de la Sombra y,antes que espiar por agujeros en lasparedes, emplearía a magos del Aireque captasen nuestra voz. ¿Y por qué sehabría molestado nadie en haceragujeros en la pared de un comedor decadetes? De cualquier modo, debíacorrer el riesgo, ya que me urgía hablarsobre últimos acontecimientos conRavenna.

―Es el consejo lo que me preocupa―admití―. Piénsalo. Las ciudadelastienen sus propios buques, susmarineros, un nivel de organizacióncapaz de reclutar a todos los discípulosde cada ciudadela año tras año con

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absoluta impunidad.―¿Y qué? ―inquirió Ravenna―.

No es ninguna novedad. ¿Qué tiene quever con el enfado de Ukmadorian?

―Nunca se me había ocurridopreguntarme de dónde sacaban susfuerzas. ¿Y el dinero? El Archipiélagode Orethura estaba la mitad del tiempoen bancarrota y la mayor parte de sutesoro fue confiscado por los cruzados.¿Por qué era tan pobre? ¿No obteníaacaso la ayuda del consejo?

Ravenna no parecía impresionadapor mi sagacidad.

―Tuvieron un montón de tiempopara recaudar fondos y adquirir la

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experiencia que requiere dirigir unaorganización semejante.

Yo seguía todavía mi cadena depensamientos.

―Entonces ¿por qué, teniendo todoel poder, la organización y el dinero a sudisposición no los emplearon contra loscruzados?

―No creo que sean tan ricos ni tanfuertes como pareces pensar, eso es todolo que puedo decir. No hay ningúnmisterio.

La actitud de Ravenna meexasperaba. Era obvio que había allímuchas más cuestiones relacionadas conel consejo de las que creíamos, pero

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parecía decidida a descartar cualquiercosa que yo dijese sin escuchar nada alrespecto.

Era consciente de que mis palabrasno eran claras, pero estaba más seguroque nunca de que nos estaban ocultandoinformación.

―¿Dices que estás enterada de todosobre los métodos de trabajo delconsejo?

―Por supuesto que no. Pero sé losuficiente para no sospechar laexistencia de una grandiosaconspiración.

―No se trata sólo de que haya unaconspiración. ¿No puedes ver cuánto nos

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afecta? Ukmadorian casi desearíavernos acusados de herejía. Si elconsejo es sólo lo que siempre supuseque era, lo más probable es queconsigamos negociar con sus miembros.Pero si Ukmadorian cuenta conrespaldo, gente que le estáproporcionando armas y fondos,entonces estamos metidos en unproblema mayor de lo que pensamos.

Eso, por fin, llamó su atención.Quizá ella conociese demasiado bien aUkmadorian y estuviese acostumbrada ano pensar en él más que con irritación,como una de las «viejas chotas» delConsejo que Palatina tanto criticaba.

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Criticaba su inoperancia, su ineficacia,pero sin preguntarse cómo esainoperancia había llegado a convertirseen la norma.

―Ya estoy harta de que la gente noshaga esto ―dijo Ravenna con furia―.Ukmadorian está decidido acontrolarnos, pero no puede permitirsedesaprovecharnos.

―No necesita hacerlo ―lerecordé―. No es preciso que estemosde acuerdo. Al menos no estando Teklacerca.

―Ukmadorian no haría eso―sostuvo ella, pero no podría afirmarsi lo creía de verdad o no.

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―Esto ha dejado de ser blanco onegro. Volvemos a ser prisioneros y nosabemos con exactitud qué representaUkmadorian. Quizá tengas razón, quizásea sólo el consejo, el que conocemos,pero ¿qué sucedería si no fuese así?, ¿siel consejo no fuese lo que aparenta?

―Sigo sin entender qué quiereUkmadorian ―repuso Ravenna negandocon la cabeza.

―Quiere tenernos bajo su control―respondí, y me mantuve en silenciopor un minuto, perdido en mispensamientos; luego estallé―: ¿Por quétodos detestan con tanta pasión la ideade las Tormentas? Todos piensan que no

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ocasionaría más que desastres.―Incluyendo a Salderis ―me

recordó Ravenna.―Salderis tenía sus proyectos

personales.Fijé la mirada en la azul y vacía

extensión del océano. No había modo dedeterminar adonde nos dirigíamos, perodeduje que íbamos rumbo al sur, hacia elúltimo bastión herético.

―Ukmadorian nos está haciendoexactamente lo que según él no se ledebería permitir al Dominio ―señalóRavenna―. Las tormentas son una nuevamanera de ver las cosas y, sea cual seael motivo, las detesta; incluso pretende

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evitar que divulguemos la idea. ¿No esun método de acción idéntico al de laInquisición?

―Pues el plan no representa ningunaamenaza para él.

―Pero él lo ve así.―¿Y entonces por qué no le crea

remordimientos asesinar, recurrir aalguien como Tekla?

―Es evidente que el asesinato no letrae ningún problema de conciencia.

Me estaba esforzando, intentandoreunir todas las piezas y dar sentido atantos fragmentos contradictorios deinformación. Había allí algo importanteque se nos escapaba.

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―El asesinato no es nada nuevopara Ukmadorian, si uno se pone ameditarlo. Después de todo, en laCiudadela nos enseñaron la profesión deasesinos ―deduje con amargura―. Loque no imaginamos es que loemplearían, y menos contra nosotros.

―No tiene sentido ir matandoinquisidores aquí y allá, por muysanguinarios que sean ―añadióRavenna―. No lleva a ningún resultado.Siempre se producen represalias yademás sirve a los fines de propagandadel Dominio y les facilita la tarea depresentarnos como meros piratas. Quizásatisfaga al consejo, pero eso es todo.

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¿Qué otra cosa podrían hacerentonces los heréticos, sin naves nihombres? Esa guerra no podía serganada mediante la resistencia ni conestrategias brillantes. No era unarevuelta de esclavos sacada de algunaépica ridícula en la que una banda dedesastrados fugitivos echaba abajo a unpoderoso imperio. Suspiré. Confundir laépica y la realidad era un mal comúnentre los thetianos.

―Una cosa está clara ―sostuve trasun largo silencio―. Si queremos usarlas tormentas, deberemos trabajarjuntos. A menos, por supuesto ―añadíbromeando sólo a medias― que desees

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enseñarme la magia del Viento y acambio yo te muestre la del Agua. Sihiciésemos eso, podríamos trabajar cadauno por su cuenta.

―¿Qué acabas de decir? ―inquirióponiendo ceño, pero ahora deconcentración más que de enfado.

―Podríamos enseñarnosmutuamente el tercer Elemento yentonces no necesitaríamos actuar juntosen absoluto.

En teoría sólo se precisaban dosElementos, ya que las tormentas eran unacombinación de Agua y Aire, pero loshechizos de Tuonetar que generaron lastormentas habían dejado un residuo de

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Sombra en la atmósfera y se precisaba,para mayor seguridad, alguna magia dedicho Elemento.

―No podemos hacer eso... ¿o sí?―vaciló Ravenna.

En cierto sentido tenía razón. Lamayor parte de la gente sólo podíaemplear uno de los Elementos, pero,dado que mi Agua era innata y ella habíapasado por dos ciudadelas, no éramospersonas comunes. Eso mismo habíaafirmado Ukmadorian.

Ravenna daba vueltas por elcamarote pensando en voz alta:

―Ya se ha equivocado antes encosas como ésta; no deberíamos haber

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podido unir nuestras mentes en Lepidor.¿Qué sucedería si pudiésemos aprendertambién un tercer elemento? Y de sereso factible, ¿por qué no aprenderdespués un cuarto Elemento y unquinto...?

Para eso tenía respuesta.―Todos los Elementos requieren

técnicas distintas. Por eso es difícilaprenderlos todos. Debes aprender autilizar cada uno desde cero.

―Pero ¿lo harías? ―preguntó, y porun momento no dijo nada, inmersa en suspensamientos―. Escucha, podríamosintentarlo ahora, si pudiésemosalejarnos de Tekla, escapar del alcance

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de su mente.―Eso es posible. De hecho, lo logré

cuando nadamos hasta la raya y empecéa bucear. Regresé por mi propiavoluntad, no porque me obligase. Asíque ha de existir un límite para sucontrol.

―Si nos alejásemos de él losuficiente, podría funcionar ―comentócon una sonrisa insegura―. Entonces esnuestro turno, porque no tiene manera dedefenderse de nuestra magia. Creo queuna emoción muy intensa puedefuncionar en su contra, como tu extrañaatracción por el mar o emociones másconvencionales, como la furia.

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―En cuyo caso, los magos mentalesno serían de mucha utilidad contra losmagos del Dominio, que están llenos deemoción, de todo ese apasionadofanatismo religioso.

―No te preocupes por ellos ―mepidió y permaneció unos momentosinmóvil. Luego se movió levemente,alzando las mangas de su túnica prestadapara mostrar las cicatrices de sushombros, las antiguas y las nuevas―. Laira funcionará después de todo esto―añadió dejando caer las mangas otravez.

―El único inconveniente es que,considerando que la ira eliminase el

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control de Tekla sobre nosotros,¿adonde iríamos? Incluso sin lapersecución del consejo y los habitantesde Tehama, el Dominio no cesa debuscar refugiados para hacerlos trabajaren proyectos de construcción imperiales.Con la apariencia que tenemos,regresaríamos en calidad de penitentestan pronto como nos vieran.

―Podemos preocuparnos de esomás tarde. Lo principal es librarnos deUkmadorian y de Tekla y que podamosevitar que saque de nuestras mentes todolo que le plazca...

―No creo que esté en condicionesde hacerlo ―aventuró Ravenna a toda

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prisa―. Por lo menos no sin dañarseriamente la mente de sus víctimas.

Por primera vez me pregunté si esono le habría sucedido a Ravenna, delmismo modo que le había ocurrido aPalatina cuando perdió todo recuerdoacerca de quién era y de dóndeprovenía.

―Por el momento ―comenté―, elque cuenta con mayor número de magosmentales es el Dominio. No creo que elConsejo tenga tantos.

Mientras decía eso oí el sonido delas llaves abriendo la puerta y me hice aun lado.

―Si los tuviésemos ―dijo

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Ukmadorian―, no os lo habríamosdicho.

Entró en la sala, acompañado porTekla y otro hombre, un inescrutablesujeto originario de Qalathar cuyo portey expresión estudiadamente inexpresivame pusieron alerta.

―Sois demasiado peligrosos paradejaros juntos.

Ravenna le dedicó una mirada dedesprecio.

―¿Te sientes más seguro ahora, contu lacayo imperial para protegerte?

―No necesito mucho más para tratarcon vosotros dos, no en este estado―dijo con sequedad―. No tengo

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tiempo que perder. Sois prisioneros delconsejo y debéis estar en los calabozos,no en los camarotes de huéspedes.

―Soy tu faraona ―afirmó Ravenna.No parecía demasiado impresionantecon su túnica demasiado larga y loscabellos aún despeinados y enredados,pero demostraba tanto porte como debía.Sentí que me invadía un acceso deorgullo o quizá alegría al constatar quesu espíritu de siempre seguía ahí―. Medebes lealtad.

Ukmadorian negó con la cabeza.―No. Yo le debo lealtad a la fe, a la

Sombra en la que he creído durantesesenta años. Es nuestra fe lo que nos

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permitirá atravesar esta situación, no tú.No tú ni tu corrupta magia, ni ninguna delas brujerías que hayas aprendido deSalderis.

¿Cómo podía saber Ukmadorian queRavenna había aprendido algo deSalderis? Palatina sabía adondehabíamos ido. ¿Se lo habría dicho a él?Intenté eliminar el malestar que meproducía esa idea. Palatina jamás sehubiese imaginado semejantevehemencia.

―Habéis hecho izar la bandera delArchipiélago en la Ciudadela todos losdías ―insistió ella, enfrentándose a éldirectamente; Ravenna era una cabeza

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más baja, pero el rector parecíaempequeñecerse a su lado―. Labandera de mi abuelo.

―Tu abuelo era un gran hombre.Ingenuo, pero grande. Muriómanteniéndose fiel a Althana, colocandola herejía por encima de su propia vida.

―Como yo lo hubiera hecho. Nuncahe contrariado a nuestros dioses más delo que él lo hizo.

El rostro del rector se oscureció.―Has utilizado los poderes que se

te concedieron para crear un monstruo yahora planeas desatarlo contra nosotros.Ésa no es una actitud propia de unafaraona.

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―¿Y con qué propósito? ¡Paraliberarnos del Dominio! Eso es lo queimporta; no mantener la pureza denuestra fe, sino acabar con lapersecución. ¿Cuántos han muerto ya?¿Cuántos más van a morir? He juradofidelidad para protegerlos y ya que notengo flotas ni marinos, la magia es miúnico recurso.

―La magia que yo te he enseñado,la magia que nuestros ancestrosemplearon contra Tuonetar. No esablasfemia, no poner en riesgo a todo elplaneta. La última vez que se intentóalgo semejante, el Paraíso quedóconvertido en esto. Fue una advertencia

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de los dioses para que nadie interfirieseen su mundo. Los habitantes de Tuonetarfueron destruidos como consecuencia desus actos. Tú y tu orgullo podrían repetirese error y desencadenar sobre nosotrosla ira de los dioses.

―¿De modo que has decididotraicionarme, sin considerar siquiera loque yo proponga?

―El consejo ha debatido lacuestión. Has sido destituida.

Ravenna negó suavemente con lacabeza. Por la posición de los hombrosy el modo en que movía los dedos,formando una garra, podía saber lo tensaque estaba, pero no pensaba intervenir,

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todavía no. En principio, porqueignoraba si había algo en lo que pudieraayudar. Si él rechazaba su autoridad,rechazaría la mía con igual rapidez (yexigir el puesto de jerarca era lo últimoque deseaba hacer).

―El consejo carece de poder sobremí ―insistió Ravenna.

―Son tiempos de guerra. Te hasnegado a ser nuestra líder. En cambio,has huido en busca de esa bruja,Salderis, y sus apostasías. No reúnes losrequisitos para liderar a nadie. Ningunode vosotros dos. Ahora el consejogobierna el Archipiélago.

―¡No! ―gritó Ravenna―. El

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consejo no gobierna nada, ni siquiera elpatético puñado de islas que todavíaocupáis. Nadie cree en vosotros. Lamayoría de los habitantes delArchipiélago ni siquiera conoce vuestraexistencia.

―Pero todos conocen la existenciadel almirante Karao ―intervino Tekla,rompiendo el silencio que manteníahasta entonces―. Como es habitual,habéis exagerado el alcance de vuestrapropia importancia. De hecho, Karao esun líder probado y experimentado,mientras que tú eres apenas una mujertemperamental y bastante infantil quepor el momento sólo ha demostrado su

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incapacidad para lograr algo por símisma.

―¿Temperamental y bastanteinfantil? ―espetó Ravenna alzando lavoz―. ¿No se aplicarían mejor esaspalabras a un emperador que no tienenada mejor para hacer con su podersupremo que torturar en persona a losmiembros de su propia familia?

―¡Silencio! ―gritó Ukmadoriancon irritación.

Ordenó avanzar a los dos hombresque lo acompañaban y, sin dudarlo uninstante, me incorporé colocándome allado de Ravenna, poniendo una manosobre su hombro.

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―¡Amordazadlos y llevadlos alcalabozo!

―¡Cálmate, viejo! ―espeté contodo el desprecio del que fui capaz―.Tekla, este gusano miserable no es dignode tu lealtad. ¿Cómo puedes toleraraceptar órdenes de una vieja chota quese pasa el día gimoteando?

Antes de que nadie pudiese moversese oyeron sonoros pasos en el pasillo ySagantha apareció cruzando el portaltras empujar al sujeto de Qalathari paraque no se interpusiese en su camino.

―¿Qué sucede? ―inquirió el rector.―Traición ―señaló Ravenna sin

emoción.

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Tekla empezó a moverse, pero elvirrey lo detuvo haciéndole una señal deadvertencia con la mano.

―Ukmadorian, creí que habíamosacordado dejarlos en paz.

―Dejarlos para que planeen nuevasabominaciones, quieres decir. Deberíanser encerrados por separado.

―No ―dijo Sagantha negando conla cabeza―. Te atendrás a lo que hemosacordado. No tienes poder para pasarpor encima de mí. Los dejaremos aquíhasta que contemos con la aprobacióndel consejo, pero estamos operandobajo la ley imperial.

―Nunca te preocupó la ley cuando

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eras virrey, ¿verdad? ―repusoUkmadorian―. Ahora te convieneemplearla contra mí para tus propiosintereses.

―¿Y cuáles son esos intereses?―preguntó Ravenna fijando de prontolos ojos en Sagantha.

―Puedes creer que tu ángelguardián te está protegiendo por la merabondad de su corazón, pero me temo queno es el caso. Podrías ser una útilprenda de negociación para que él y susaliados te utilicen contra otros líderesdel consejo. No le importan lastormentas ni tu corona más que a mí. Ladiferencia es que yo no me preocupo por

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fingir lo contrario.―Lo que quiere decir es que

todavía soy defensor de la realeza―argumentó Sagantha sin alzar lavoz―. Preferiría verte gobernando elArchipiélago cuando todo esto acabe.

―Pero prefieres que sea el consejoquien dirija la guerra ―contraatacóRavenna.

―Demasiadas personas piensan quehas muerto ―objetó Sagantha.

―¿De manera que habéis decretadooficialmente mi muerte?

El ceño de Ukmadorian bastó paracomprender que no habían hecho talcosa, que Ravenna seguía siendo de

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forma nominal la faraona. Me preguntéporqué no lo habrían hecho.

―Retira de aquí a tus matones asueldo ―exigió Ravenna―. Pregúntalea Tekla quién fue alguna vez. Quizáconsiga recordar los tiempos en los queapenas era la pálida proyección deOrosius. Y quizá os diga qué sucediópara que acabase siendo lo que es hoy.

Durante un rato largo el rector nodijo palabra. Sagantha y Ravennaesperaron a que lo hiciera (él, cauteloso;ella, desdeñosa y encarnando en cadapulgada de su cuerpo al monarca quealguna vez fue su abuelo). Entonces, porfin y con mucha reticencia, Ukmadorian

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ordenó a los mercenarios que semarchasen.

―Permaneceréis aquí, custodiadosdía y noche ―afirmó―. Habéis huido,habéis abandonado a vuestra gente yahora pretendéis regresar y que seacepten vuestras peticiones como sitodos estos años nunca hubiesen pasado.Es hora de que sepáis cuáles son lasrealidades de esta guerra.

Se marchó, dejando la puertacerrada con llave tras de sí. Mi mentevagó de regreso a la Ciudadela y a laverde isla del extremo sur, al enormeedificio blanco sobre la laguna, alincreíble azul del océano. Ukmadorian

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había sido nuestro instructor, el directorde la Ciudadela (la mayor parte de losotros estudiantes apenas lo habíanvisto). Él me había enseñado casi todala magia que conocía.

Su actitud actual hacia nosotrosparecía empañar el recuerdo de todo(los ejercicios nocturnos en la jungla, lanavegación, la celebración del Festivalde Thetis en la laguna). Nuestro desafíofinal se nos había vuelto finalmente encontra, pero lo peor era que todos losque habían estado allí con nosotros aúnconfiaban en el rector, aún loconsideraban el líder de la herejía.

Un líder, pero no el único, como

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Sagantha acababa de demostrar. Yquedaba todavía algo oscuro en relacióncon el consejo, algo que ninguno de losdos hombres había dicho. Ninguno teníauna posición dominante en el consejo,de lo que se desprendía que (salvo quefuese una excepción a toda organizacióneficaz de la historia), debía de haberalguien más, quizá otra facción u otroindividuo, que sí dominaba la situación.Pero ¿cuál? ¿O quién?

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CAPITULO XV

Desperté de un sueño agitado, sinsaber si alguien me había despertado ono. No se oía nada más que el murmullodel motor, más una vibración que unsonido. Tras tres noches en la manta,todavía no me había habituado a suquietud, tan diferente de los ruidos delexterior, la represa o la jungla.

Había pasado demasiado tiemposiendo esclavo para no despertarme deinmediato, pero a pesar de mi sensaciónno oí ningún paso, ni el sonido de nadieapremiándome para levantarme.

Sólo unos minutos después percibí

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un amortiguado golpe metálico y, acontinuación, un temblequeo de losmotores. O bien habíamos entrado encontacto con otra manta o estábamos apunto de desembarcar en un puerto. Nopude asegurarlo, incapaz de determinarnuestra velocidad.

―¿Cathan?No había ninguna luz; Ukmadorian

las controlaba desde el puente demandos, de modo que no teníamos formade manejarlas desde el camarote.Tampoco podía usar mi magia de laSombra, pues Tekla merodeaba por allímanteniendo a raya nuestros poderes.

Ravenna se movió sin hacer ruido,

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hacia un lado de su cama.―Necesitarán un tiempo para hablar

antes de venir a buscarnos. Supongo quese habrán reunido con sus aliados.

Era extraño oír su voz en laoscuridad. Debíamos de estar a pocomenos de un kilómetro de profundidad, ahoras del ocaso, y la negrura exteriorera absoluta. La mayor parte de latripulación estaría dormida.

―Me cuesta dormir ―comentóRavenna―. Tengo unos sueños tanextraños....

―¿Qué clase de sueños?―La costa de la Perdición. Tu

hermano antes de morir, exigiéndonos

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que lo matásemos y nos vengásemos portodo lo que había hecho... ―Hizo unapausa―. Es curioso, no había soñadocon esa noche desde hacía casi tresaños, pero pienso en ella todo el tiempo.

Nunca lo había mencionado, ni lehabía recordado a nadie que Orosius sehabía vuelto casi humano antes de morir.Tampoco que me había entregado susello y me había confiado la misión decomunicarle a Palatina que pasaba a seremperatriz.

―Es difícil de olvidar. Enocasiones me parece que es la últimaexperiencia auténtica que viví y quetodo lo sucedido desde entonces no ha

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sido más que un largo y horrible sueño.Algo que el buque nos hizo soñarmientras estábamos allí, mediodormidos, en uno de aquellos grandiososy resonantes camarotes.

―¿Todavía quieres que volvamos?―pregunté―. ¿Al Aeón?

―Sabes que sí.Hubo a continuación una serie de

ruidos sordos, luego silencio. Elmurmullo del motor cambió ligeramentede tono a medida que se apagaba. Debíade tratarse de ser una plataforma delanzamiento o habrían mantenido elmotor encendido para mantener la naveen posición.

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Me incorporé en la cama y manoteéen la oscuridad hasta encontrar la túnica,que me puse sin saber si estaba delderecho. No quería darle la menorventaja a Ukmadorian cuando viniese apor nosotros.

Hice como Ravenna y salí fuera demi pequeña litera lateral, intentando nochocarme contra ningún mueble. Esaparte estaba algo más iluminada yconseguí dar con una de las sillas ysentarme, incapaz de distinguir más quedifusas sombras. ¿Qué hora sería? Podíahaber dormido apenas un par de horas...o toda la noche.

Así era la vida a medias a la que nos

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había condenado Sagantha trasinterceder por nosotros dos días atrás,defendiéndonos ante Ukmadorian cuandono esperábamos que lo hiciese. Desdeentonces no habíamos vuelto a verlo, yquién sabía con quién se habríanencontrado en la otra manta. Sólo deseéque no fuesen más amigos reaccionariosde Ukmadorian.

Ignoraba a esas alturas quiénintegraba el consejo. Al parecer,Sagantha, pero ¿cuántos habrían sidoeliminados durante las purgas odepuestos públicamente para salvarlesel pellejo? ¿Era ése en verdad elliderazgo que le quedaba a la herejía, o

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tan sólo Ukmadorian engañándose a símismo?

Mucho antes de lo que yo habíaesperado, oí sonido de pasos y vocesaproximándose por el pasillo exterior.Me recliné en la silla y cerré los ojospara no cegarme con la luz.

Volví a abrir los ojos uno o dossegundos más tarde, cuando seencendieron unas lámparas en lospaneles de los pasillos, y vi frente a mía tres figuras de pie ante la puerta.

Tekla estaba entre dos hombres. Losmiré con cautela. Eran thetianos vestidosdel mismo insulso color negro.

―¿Qué sucede? ―pregunté,

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intentando no aparentar preocupación.―Va a comenzar vuestro juicio.―¿Juicio? ―repitió Ravenna―. ¿Y

en nombre de qué autoridad vamos a serjuzgados?

―Tu bravura carece de sentido y derelevancia. No te corresponde a tipreguntar nada, como si tuvieras dealguna autoridad. De hecho, la únicapersona sobre la que tienes autoridad esCathan, sólo porque es demasiado débilpara enfrentarse a ti.

Me hundí. Donde fuera queestuviésemos, ese lugar también estabaen manos de amigos de Ukmadorian,más viejos fósiles rígidos, demasiado

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absorbidos por su propio pasado paracomprender su error. Rogué por queacabásemos encontrando un sitio dondela gente se percatase de que lo únicoimportante era luchar contra el Dominio.

―Si os resistís, seréis tratadoscomo si fueseis violentos y peligrosos―advirtió Tekla con voz inexpresiva―.Por otra parte, se os vendarán los ojos.Es un procedimiento normal.

―¿Qué procedimiento? ―empezó adecir Ravenna, pero se calló. No nosquedaba mucho más que nuestra propiadignidad, y ninguno de los dos queríasacrificarla sin sentido. Sin embargo,mientras permitíamos, inmóviles, que

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uno de los guardias nos atase una cintanegra alrededor de los ojos, sentí algomás que recelo.

El vendaje estaba penosamenteapretado y no nos dejaba ver nada, asíque cuando me condujeron afuera delcamarote la oscuridad era absoluta. Alprincipio noté que caminábamosdescendiendo por el pasillo y bajé condificultad la escalerilla. Oí una o dosvoces y entonces sentí en la cara unaoleada de aire fresco.

―Escotilla ―anunció un momentodespués el hombre que me guiaba, y alcéun pie para atravesarla en dirección a laplataforma de conexión,

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arreglándomelas para no tropezar. Allísentí una ligera brisa y el aire se volviómás frío y húmedo a medida que nosaproximábamos al otro extremo.

Cuando estuvimos en el interior delpuerto submarino, donde fuese que nosencontrábamos, perdí todo sentido de laorientación. Debimos de subir unaescalera de caracol (dos plantas, meparece), cruzamos algunas puertas yvolvimos a descender hacia un espaciomás amplio de piedra, lo bastante fríopara hacerme sentir incómodo con mifina túnica. Además era muy húmedo, ytras un momento, me percaté de quepodía oír las olas.

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Todavía me preguntaba,desesperado, por qué nos hacía eso elconsejo, por qué éramos una amenazatan grande para ellos. Empezaba asentirme como un prisionero delDominio... ¡y ésta era la gente de la quehabíamos esperado apoyo!

Nos llevaron a otra sala y oí elsonido de una puerta metálicacerrándose a nuestras espaldas. Traguésaliva con dificultad, pensando dóndepodría haber una puerta semejante, perono tuve tiempo de meditarlo pues enseguida nos hicieron atravesar unasegunda puerta y llegamos a un sitiodonde el sonido pareció amortiguarse.

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Sentí que unas manos me quitaban lassandalias y otras me retiraban la venda,pero sólo vi luz durante un brevemomento antes de que la puerta secerrase detrás de mí.

―¿Ravenna? ―dije dubitativo,esperando que mis ojos seacostumbrasen a la penumbra. Luegorecorrí toda la estancia. Frente a mísentí unos barrotes metálicos y luego unatela más allá de éstos. El suelo estabahúmedo y frío, y deseé que no mehubiesen quitado las sandalias. Loscortes y heridas que me había hecho enel bosque todavía no se habían acabadode curar pese a las atenciones de

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Engare. ¿Qué sentido tenía todo aquello?Tuve la incómoda sensación de que allíhabía mucho más que el mero fastidio deTekla.

―Sí, estoy aquí, pero tampoco séqué está sucediendo. ―La voz deRavenna me llegó opacada por la gruesatela que rodeaba la habitación.

Estábamos en algún tipo de celda,inexplicablemente cubierta de telanegra. Me esforcé por oír cualquiersonido proveniente del exterior, algoque nos proporcionase una pista relativade dónde nos encontrábamos. Pero loúnico distinguible era el tenue y distantesonido de las olas, aunque tampoco

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demasiado grandes, toqué el muro quetenía detrás: las piedras estaban algohúmedas. Era probable queestuviésemos bajo el nivel del mar, pero¿qué era ese sitio? Podíamos estar encualquier lugar situado a dos días denavegación desde Qalathar, pero parecíaimposible que el Dominio no hubiesedetectado una fortaleza herética tancercana. La población local habríadelatado sin duda su existencia.

Sentí una súbita punzada de temor,preguntándome si, después de todo, nohabríamos vuelto a ser entregados alDominio. Era una idea ridícula, pero amedida que transcurría el tiempo me

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preocupó más y más.Por fin le conté mis temores a

Ravenna, pero tampoco sabía nada.¿Qué sucedería si Tekla y Ukmadorianhubiesen renegado de la herejía y todocuanto nos habían dicho fuera falso? No,no era lógico que planeasen semejanteestratagema sólo para atraparnos, enespecial por un plazo tan corto detiempo. No había manera de quesupiesen que nos dirigíamos a la costasur, pese a que, de algún modo, Teklanos había localizado. No era ningunacoincidencia: debió de estarsiguiéndonos o sabía dóndeencontrarnos. Y, sin embargo, ni

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Ravenna ni yo teníamos la menor ideade adonde íbamos. ¿Cómo lo hubiesepodido saber alguien más? A menos queese alguien estuviese controlandoaquella tormenta...

Poco a poco subió la temperatura yse enrareció el ambiente. No habíaforma de que el aire circulase, y medescubrí anhelando sentir de nuevo elfrescor del pasillo. O el del mar, tantentadora―mente cercano.

¿Qué se proponían? Tekla habíaanunciado que se nos iba a someter ajuicio, pero ¿a qué tipo de juicio serefería? No me habían parecido creíbleslas palabras de Ukmadorian, que bien

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podían ser otra de las fanfarronadas alas que nos tenía habituados, aunque esoya no parecía tan probable.

Palpé la tela, preguntándome si nosería posible retirarla para que corriesemás aire, pero estaba fijada en losextremos. No estábamos en unahabitación demasiado grande (casi noparecía posible que cupiese una personamás).

Recorrí con las manos los barrotescercanos, constatando si alguno tenía uncierre que diese lugar a una puerta, perolo único que comprobé es que eranantiguos, nudosos y salpicados de óxidoaquí y allá.

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El tiempo parecía eterno sin oír nadadel exterior salvo el tenue retumbar delas olas, y el ambiente estaba cada vezmás cargado. Intentamos alejarnos todolo posible el uno del otro, moviéndonosde un extremo al otro para mover unpoco el aire, pero nada parecía darresultado.

Por fin la puerta se abrió, aunque nola que teníamos detrás. Se oyeron pasosfrente a nosotros; al parecer seaproximaban varias personas, andandode forma lenta y medida. Los sonidoseran amortiguados por los muros. Uninstante después oíamos el ruidoinconfundible de mucha gente

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sentándose.Los minutos se alargaban hasta que

una voz de hombre comenzó unmelódico discurso que siguió y siguió.

―Por los dioses y diosas mássagrados de los ocho Elementos, Thetis,señora del Agua; Hyperias, señor de laTierra; Althana, señora del Viento;Ranthas, señor del Fuego; Tenebra,señora de las Sombras; Phaeton, Señorde la Luz; Ethani de los Espíritus, yChronos, el amo de los Tiempos,hablaremos en vuestro nombre ydispensaremos la más sagrada de lasjusticias. Como hicieron nuestrosantepasados, nos congregamos aquí para

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la práctica de la ley que ha sidodepuesta, pero a la que devolveremos lagloria perdida en todo el mundo,trabajando para el día en el que todostus hijos puedan vivir y adoraros conlibertad.

Hubo una pausa e instantes despuésvolvió a hablar la misma voz, ahora conun tono más serio y nada musical,aunque no pude entender la mayoría desus palabras.

―Declaro abierto el vigésimosegundo Procedimiento de lacuadragésima tercera Corte del Anillode los Ocho. Seguiremos las actas talcomo han sido establecidas por los

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fundadores de esta corte y, en ausenciade ocho, permitiremos que presidanseis. Las actas serán secretas y noestarán sometidas a las leyes delArchipiélago, el Dominio o el imperio.Permitid la entrada de los prisioneros.

Oímos un crujido de tela y de prontolas cortinas se abrieron por el centro ytodo se llenó de luz, mareándonos aambos. Cuando pude abrir un poco losojos, pues el intenso brillo de la luz deéter parecía dirigido exclusivamente anosotros, la tela que nos rodeaba(aunque no la que teníamos encima)había desaparecido.

Por unos instantes no pude ver nada

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en absoluto. Sólo oí otra vez aquellavoz, proveniente de algún lugar a miizquierda. No estábamos en una sala tanamplia, eso podía afirmarlo, aunque eltecho era bastante elevado.

¿Qué querían decir con <nosometidas a la leyes del Archipiélago, elDominio o el imperio»? ¿Qué corte eraaquélla? No me parecía factible que elconsejo se arrogase por sí solo tantopoder, ni que nosotros fuésemos losúnicos en sufrirlo. Empezaba aresultarme penosamente claro cuánto mehabía equivocado al subestimar aUkmadorian.

¿Y qué querían decir con lo del

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«Anillo de los Ocho» y esos númeroscrípticos?

―Los prisioneros Cathan Tauro yRavenna Ulfhada, antiguos magos delelemento Sombra ―anunció elhombre―. Ninguno de ellos ha sidoordenado con ningún cargo ni autoridadque superen los de esta corte. Por lotanto, se encuentran sometidos acualquier censura, veredicto o sentenciadictados por el Anillo de los Ocho. Enausencia de un faraón coronado o de unjerarca, no existe ninguna autoridad másalta. La decisión de cinco de los ochoserá definitiva.

Mientras mis ojos se hacían a la luz,

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conseguí distinguir vagas siluetas, perotodos parecían llevar túnicas concapucha y no vi ninguna cara. ¿Quiéneseran?

―Se los acusa de blasfemia,apostasía y traición. Al haberseincriminado a sí mismos, suculpabilidad está fuera de toda duda. Lacorte deberá juzgar sólo la magnitud desu ofensa y el castigo adecuado.

―¿Qué derecho tenéis a hacerlo?―exigió Ravenna―. Las únicas leyesque hemos violado son las del Dominio.

―Silencio ―ordenó uno de lossujetos que teníamos enfrente. Su voz meresultaba conocida, pero no conseguí

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reconocerlo―. Se os ha dicho que estacorte no responde a ninguna otrajurisdicción que la suya propia.

―¡Porque vosotros habéis decididoque así sea!

Ravenna estaba furiosa, pero era unafuria a la que, más allá de sutemperamento habitual, se sumaba lapreocupación. Yo me sentía másincómodo a cada momento. No era unapesadilla ni un Consejo fingido. Nohabía ninguna ventana en toda la sala,sino negros cortinajes en los muros, queparecían haber estado allí siempre.Aquel sitio había sido construido paraalbergar un juzgado... pero ¿por quién?

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―No tenéis otra posibilidad queescuchar y obedecer ―dijo el hombre.

Ravenna abrió la boca como si fuesea decir algo más, pero antes de hacerlosu expresión se contrajo y sus rodillascedieron, obligándola a caer haciaadelante contra los barrotes. Yo mismome descubrí paralizado e impotente.Otra vez el condenado Tekla.

No ignoraba que aquél era elprocedimiento de las cortes de laInquisición. Recordé las descripcionesde personas que habían recibido penasligeras; es decir, que habían sidosentenciadas a años de encierro en lugarde morir en la hoguera. Quienes se

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habían atrevido a contar su experienciahablaban de magos mentales empleadospara imponer orden, juecesencapuchados y celdas como la queocupábamos.

Sin embargo, ésa no era una corte dela Inquisición. ¿Por qué habrían hecholos heréticos la suya siguiendo eseejemplo? Se suponía que los juecesheréticos no empleaban métodosprecisamente elogiables, pero, en teoría,detestaban todo lo que significaba laInquisición: sus juicios secretos, sucarencia de justicia y su poco respetopor los principios de Thetia y las leyesdel Archipiélago que derivaban de

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ellos. La que nos juzgaba no podía seruna corte herética. Pero ¿qué eraentonces?

―Cathan sólo ha sido sometido a unsuave interrogatorio ―le informó Teklacon voz respetuosa a un funcionario dela corte. Debí de perderme algo quehabían dicho―. Ravenna ya ha sidodebidamente interrogada hace un tiempopor otro oficial del Anillo.

―¿Se encuentra aquí ese oficial?―Sí.―Entonces que presente sus

pruebas.El hombre que se puso de pie iba

vestido de negro y, al igual que el resto,

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llevaba una capucha. Apenas empezó ahablar, Ravenna emitió un alarido dedolor.

Lo miré por un momento, incapaz decreer lo que estaba oyendo, y entoncesla decepción me golpeó como una ola,noqueándome por completo. Mis piernasse volvieron se pronto demasiadodébiles para sostenerme, pero me lascompuse para arrodillarme por propiavoluntad, con la mirada fija en el suelo yen un estado de absoluta tristeza.

Podríamos habernos rendido a ellosen lo alto del lago antes que soportar lahuida a través del bosque buscando lalibertad, si hubiésemos sabido que

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volveríamos a caer en manos deMemnón.

―¡Trabaja para el Dominio! ―grité,pero me silenciaron del mismo modoque habían hecho con Ravenna, haciendoque la cabeza me doliese penosamente.Cerré los ojos como si eso pudiesemejorar la situación, pero en mi mentese formaron imágenes, imágenes de loque le había sucedido a Ravenna enTehama más de un año atrás.

La vi recorriendo hacia mí losúltimos metros de un camino demontaña, se delgada silueta envuelta enun pesado impermeable. Hacía frío, unfrío demoledor, y había muy poco aire.

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Ravenna jadeaba para respirar y seapoyaba en un hombre con ropas negrasde funcionario.

Yo veía todo aquello a través de losojos de Memnón. Tras un instante, éldescendía unos pasos para recibirla y laayudaba a atravesar los pocos metrosque faltaban hasta la cima del pasaje.Los rodeaban montañas como torres, conlos picos nevados carentes de cualquierforma de vida. Por debajo, en direcciónal camino que él había recorrido, seveía apenas una capa de nubes, una masalo bastante gruesa para obstruircualquier visión de Qalathar, situadavarios kilómetros más abajo. Apenas

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tuve tiempo de distinguir eso y la otracapa de nubes ubicada sobre Memnón.

Ravenna se detuvo al borde delcamino, al resguardo del viento, y pudever por primera vez la escena que seabría ante Memnón: un lago gris oculto amedias por la niebla en sus límites máslejanos, rodeado de verdes bosques quepoblaban las montañas a ambos lados.Bosques tropicales, comprobé tras uninstante (aquéllos no eran pinos, nitampoco cedros). ¿Cómo podríasobrevivir allí arriba un bosque tropicalen lo que parecía un clima helado? Nose me ocurría una respuesta, pero era unpaisaje peculiar junto a esas aguas

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nubladas e inmóviles.Memnón y los hombres y mujeres

que lo acompañaban condujeron aRavenna a través del bosque, de regresoa la cálida humedad que ella tantoañoraba. El camino era muy antiguo,parecía desgastado en los bordes y noestaba en buenas condiciones, pero noparecía demasiado transitado.

La escena cambió de forma abrupta,produciéndome una desorientación queme aturdió por unos instantes hasta quepude asimilar la imagen siguiente. Teníalugar en una inmensa sala circular congigantescos pilares ocres y una cúpulaen el techo. Un grupo de personas

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emergió del extremo más lejano pararecibir a Ravenna, y percibí la alegríaen su rostro mientras abrazaba aDrances, a otros y, por fin, a una mujeralgo mayor que se parecía a Ravenna.¿Sería una tía o quizá su abuela? Nodaba la sensación de ser tan viejas;quizá rondase los sesenta años, la edadque hubiesen tenido los padres deRavenna de estar con vida. Sería, pues,una tía.

―Bienvenida, pequeña cuerva ―ledijo Drances con cariño, y Ravenna nopareció tomarlo para nada como uninsulto.

―El Colegio y los tribunos te dan la

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bienvenida ―añadió otra mujer―.Debes de sentirte exhausta, pero esperoque me acompañes durante el almuerzo.

Uno o dos minutos después, casitoda la gente se había marchado yDrances acompañó a Ravenna, Memnón,la tía y un par de personas más afueradel salón.

Volvió a cambiar la escena, aunqueen esta ocasión lo sufrí menos porqueme estaba habituando a la experiencia.

Ahora el mismo grupo estabasentado a una mesa en una salabellamente decorada que no parecíatener iluminación ni de leños ni de éter.Las paredes estaban llenas de murales

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cuyo estilo no parecía ni thetiano niqalathari, sino de una escuela diferente,más naturalista que lo que había vistodel arte de Qalathar, pero con un énfasismuy distinto al thetiano.

La tía alzó una copa de cristal deroca para brindar.

―Bienvenida a tu hogar, Raimunda.Ha pasado tanto tiempo.

Sentada frente a ella, con aspectodescansado y ahora en mejorescondiciones, Ravenna se veía tan felizque sentí una terrible punzada alrecordar dónde nos hallábamos ahora.Era sorprendente observarla tanrelajada. Se había marchado de allí

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cuando tenía siete años... ¿o eran trece?No me imaginaba lo extraño que podíaresultar el regreso a casa después detanto tiempo.

―Fue muy afortunado encontrarte―dijo Drances. Había allí cuatro ocinco invitados, incluyéndolos a él y asu hijo―. Memnón me ha dicho que losinquisidores te capturaron. ¿Qué estabashaciendo en Thetia, al fin y al cabo?

―Aprendiendo ―afirmóRavenna―. Había allí una oceanógrafaque en otro tiempo fue muy famosa, peroque fue proscrita por el Dominio.

―Oceanografía ―repuso la esposade Drances, una mujer alta de aspecto

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algo distante que hasta el momento habíahablado muy poco―, ¿Por quéoceanografía? No puede ser de muchautilidad contra el Dominio.

Ravenna vaciló y se mordió el labio(gesto que, yo lo sabía muy bien,indicaba que estaba pensando).

―No en sí misma, pero Salderis, laoceanógrafa que tuve por maestra, eradiferente.

―¿Salderis? ―inquirió Drances yalzó las cejas―. ¿Esa que escribió unlibro sobre las tormentas?

―Sí ―asintió Ravenna―. Eso fuehace unos cuarenta años. Hemos sidosus únicos discípulos.

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―¿Fue ella quien murió aquellanoche, no es verdad? ―intervinoMemnón.

Ravenna buscó su mirada pararesponderle, pero, al hacerlo, Memnónnotó la expresión del rostro de su padre,como si una nube hubiese cubierto depronto el sol y luego hubiese vuelto adejarlo brillar. Cuando Drances volvió ahablar, su tono de voz me parecióbastante más forzado.

¿Por qué había confiado Ravenna enellos? No había ninguna señal queindicase que Memnón trabajaba para elDominio, y su presencia en esta sala deljuzgado, así como el sueño que se

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desplegaba en mi mente, me confirmaronque estaba jugando a dos bandos. Lo queyo ignoraba era con qué propósito. Mepregunté qué explicación le habría dadoa Ravenna.

Memnón observó a Ravennamientras ella contaba algo de lo quehabía aprendido, pero los ojos del magopermanecieron atentos a su padre.Drances parecía cortésmente atento,como si su interés residiese más en loque ella hacía que en el tema del quehablaba, del que no sabía demasiado. Encontraste, Memnón mostraba unagermina curiosidad al hacer preguntas.

Hubo otros cambios de escena:

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Ravenna caminando junto a Memnón enuna terraza, mirando al lago aún cubiertopor la niebla, y, luego de vuelta adentro,hablando con él y con otras personascuyos nombres no alcancé a distinguir.En la escena siguiente había un nuevosujeto que era lo más parecido a unoceanógrafo que tenían en Tehama,alguien a quien Ravenna no conocía,pero que le presentó Memnón.

Noté que éste intercambiaba con elotro algunas cautas miradas. Debía deser alguna especie de delator enviadopor Drances para no exponer a Memnón.

¿Cómo se habría estropeado todo? ADrances no le gustaba la idea de jugar

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con las tormentas, aunque no podía decirpor qué. Ravenna no parecía notar quealgo no iba bien y, mientras tanto,conversaba acerca de éstas con susnuevos conocidos.

En mi mente se formó otra escena:Drances convocando a Memnón paraque le proporcionase pruebas en vistas auna reunión secreta del Colegio deTribunos.

Un murmullo de horror recorría lacámara cuando Memnón acabó sudiscurso. Algunos de los tribunossacudían sus cabezas y se mordían loslabios murmurando a sus vecinos:

―No se debería permitir jugar con

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las tormentas.―Mira lo que ocurrió cuando...―Recuerdo que mi padre me

contó...―Esto es muy perturbador

―sostuvo un tribuno, hablando a todavoz para que todos pudiesen oírlo. Eraun sujeto corpulento con expresiónpreocupada―. Interesarse en materiasacadémicas, como Salderis, no es maloen sí, pero no tenemos la menor idea delas consecuencias que podría tenerponer esos conocimientos en práctica.

―Podría ser un arma formidable,Lausus ―afirmó la mujer que habíadado la bienvenida a Ravenna poco

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antes en nombre del Consejo.―Lo fue ―subrayó el corpulento

Lausus―. Nuestros aliados de Tuonetarla emplearon en la guerra contra losthetianos, y mira el daño que ocasionó.No debemos permitir que eso suceda. Espreciso detenerla antes de que sigadifundiendo este mal.

Hubo un asentimiento general.―Sabemos cuánto sufrimiento puede

ocasionar la guerra ―dijo Drances―.Pocos tienen tanta idea como nosotros.La historia de los demás ha sidodemasiado distorsionada por el Dominioy los thetianos. Ravenna ha sidopervertida por las ideas de esa mujer y

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ahora piensan que pueden emplear lastormentas contra el Dominio sin alterarel clima.

―Salderis no estaba de acuerdo coneso ―señaló Lausus―. No, si leí biensu libro.

―¿Qué hacemos entonces?―inquirió la mujer―. Estoy de acuerdocon lo que se ha dicho. Podría ser unarma devastadora para todos, ya que noes algo que pueda emplearseespecíficamente contra el enemigo.

―Creo que desean comprenderlobien ―declaró Memnón―. Ya sabencómo utilizar las tormentas, pero antesde intentar algo más quieren comprender

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cómo funciona la atmósfera.Drances negó con la cabeza.―Eso sólo les permitiría concretar

más daño con menos esfuerzo ―añadió.―Sin embargo, necesitamos tener

pruebas de lo que pretenden ―exigióotro hombre―. Y debemos decidir quéharemos con Ravenna. Es la nieta deOrethura. No podemos destituirla sinmás. No me gusta tampoco la idea decastigarla, pero, dadas lascircunstancias, estoy de acuerdo en quealgo se debe hacer. Es necesario quitarlesu posición y reputación y exponerla deforma pública como un peligro.

―Podríamos lograr que nos

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ofreciese una demostración ―propusoMemnón.

―¿Estás loco? ―gruñó Lausus,incorporándose a. medias de suasiento―. ¿La incitarías a demostrar suterror ante nosotros?

―En absoluto ―dijo Memnón―.Ella lo preparará y antes de que puedacomenzar dejaremos que se delatedelante de todos.

―Eso sería un golpe terrible para sutía ―opinó otra mujer, una señora muyanciana―. Ravenna es su única familiary la adora. Tras recuperarla después detanto tiempo, quitársela de ese modo lamataría.

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―Haremos lo que podamos porBeroe ―repuso Drances―, peroTehama está primero. Ravenna noparece comprender lo vulnerables quesomos aquí arriba a los cambiosclimáticos.

―Permítele entonces que inicie sudemostración ―apuntó Lausus―. Asípodremos arrestarla.

―¿Y luego? ―preguntó la anciana.―La interrogaremos ―afirmó la

mujer más joven― como corresponde.Descubriremos todo lo que podamosacerca de este cómplice suyo y despuésestaremos en condiciones de decidir.Quizá no sea necesario matarla; dejarla

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con vida sería mejor para Beroe.―No creo que sea buena idea

―objetó Lausus―. No me gusta dejarcabos sueltos. Piensa en cuántas muertespodría causar. Tal vez ésta sea nuestraúnica oportunidad para detener un plantan macabro antes de que gane mayoraprobación.

―¿Estáis de acuerdo? ¿Ya podemosvotar?

El voto fue unánime. La escenavolvió a cambiar. Yo ya sabía lo queseguía a continuación pero, cautivo delas imágenes internas del pasado deMemnón, no pude dejar de mirar.

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CAPITULO XVI

Volvían a estar fuera, aunque nopude afirmar cuánto tiempo habíatranscurrido. Bajo un cielo negro yamenazador, Ravenna permanecía juntoa Memnón y otros en la cima de unmirador de la parte alta de la ciudad,mirando los tejados y el lago a sus pies.Las aguas grises eran movidas por elviento generando olas con blancascrestas, y desde la distancia podía oírseel ominoso retumbar de los truenos. Unapequeña multitud esperaba en lo alto dela ciudad con las ropas flameando con elviento.

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Ravenna bajó la mirada conpreocupación, recorriendo el rostro desus acompañantes. Sus expresiones eranindescifrables, aunque noté el temor enel gesto de varios. Memnón observaba aRavenna detenidamente mientras alzabael rostro al cielo y empezaba a derramarsu poder.

Memnón esperó sólo unos pocossegundo y luego se adelantó, la cogió deun brazo y la obligó a volverse hacia él.

―Esto es demasiado peligroso ―ledijo―. No deberíamos compartir eldestino de nuestros aliados.

Ravenna empezó a protestar y luegomiró a Memnón con más cuidado. Noté

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su repentina comprensión de lasituación, su espantosa decepción alconstatar que Memnón la habíatraicionado.

El mago mental miró más allá, haciael parapeto en dirección al cual habíapartido la multitud para abrir paso a undestacamento de hombres con jaguares.

Por un instante ella vaciló, peroentonces uno de los jaguares rugió,delatando la presencia de los cazadores.Antes de que Memnón pudiesereaccionar, Ravenna le clavó un codo enel estómago, empujándolo contra elparapeto.

Como yo veía la escena a través de

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los ojos de Memnón, me perdí lossegundos siguientes. A éste le llevó unosinstantes recobrar el aliento y entoncesse apresuró a descender para unirse alos cazadores. Los jaguares llevaban ladelantera, destrozando la maleza. No lesllevó mucho tiempo echarse sobreRavenna, y Memnón la alcanzó justodetrás del primer cazador, seguido apocos pasos por su padre. Uno de losjaguares la había sujetado con lasgarras, mientras que otro le aferraba untobillo con las fauces. La parte inferiorde su pierna estaba bañada en sangre.

―¡Qué desilusión! ―exclamóDrances.

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Entonces la situación volvió acambiar, al parecer a un momentoposterior. Drances llevaba ropadiferente y la herida del pie de Ravennahabía empezado a sanar. Era otra escenaque yo recordaba: ella estabaencadenada a la mesa de piedra mientrasMemnón merodeaba poniendo su mentea prueba.

Era penoso de contemplar, la mentede Ravenna intentando mantener elcontrol y preservar su privacidadmientras el impiadoso mago mental laacosaba en busca de cualquierinformación que poseyese. Oí a Drancesafirmar que el asunto estaba

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demostrando resultar mucho más difícilde lo que habían esperado, pero poco apoco, sin ser ya dueña de su cuerpo nide su mente, iba revelando todos sussecretos.

Sólo cuatro días más tarde, queresultaron agotadores tanto para lacautiva como para el interrogador,Memnón logró que revelara la ubicacióndel Aeón, consiguiendo así lasatisfacción de su padre. Ambos ladejaron semiconsciente sobre la mesa ysubieron a la planta superior parainformar a los demás tribunos.

―¿Qué hacemos? ―indagó laanciana―. Sus amigos saben también

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dónde está, como Cathan.―Y no son los únicos ―añadió

Drances―. Podría haber otros quefuesen por su cuenta.

―¿Nos ayudaría el Dominio?―preguntó Lausus.

―El Dominio es el único que puedehacerlo. Podríamos intentar encontrar atodas esas personas y encargarnos deellas, pero llevaría demasiado tiempo.El Dominio tiene más recursos, pormucho que me disguste la idea desolicitar su colaboración. Por cierto queno estamos obligados a seguir con élpara siempre.

―Podríamos entregarles a Ravenna

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―sugirió la otra mujer―. Quizá lamataran, pero nuestras manos seguiríanlimpias. Que hagan con ella lo que lesplazca. Estuvo a punto de destruirnos.¿Se merece algo mejor?

Nuevamente el voto fue unánime.Las imágenes se desvanecieron y

volví a hallarme en el juzgado. Lacabeza me dolía como si alguien hubieraestado machacándomela sin pausa conun martillo. Aún acurrucado de formamiserable en un rincón de la celda,repitiendo en mi mente todo lo que lahabía sucedido a Ravenna en Tehama, noalcé siquiera la mirada cuando el sujetoencapuchado situado en el centro volvió

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a hablar.―Gracias por tu testimonio,

Memnón. ¿Podría ahora solicitar que elotro prisionero sea interrogado de formasimilar?

―Llevaría demasiado tiempo―objetó Tekla.

―Necesitamos saber si se ha hechomás daño.

Se referían a mí. Querían violar mimente como habían hecho con Ravenna.

―Muéstranos sus recuerdos sobrelo que hizo la tormenta en su ciudad,Lepidor ―pidió Ukmadorian en suprimera intervención―. Si es que losrelatos que he escuchado son veraces,

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resultaría aleccionador y demostraríacuánto daño puede hacer.

―Os lo ruego ―suplicó Ravennacon voz estrangulada e incorporándoseun poco―. Permitid que os lo digamosnosotros. Yo no le haría eso a nadie.

―Tus opiniones no cuentan en estejuzgado ―señaló el hombre quepresidía la sesión.

―No ―opinó uno de los otros, otravoz conocida―. Todo lo queprecisamos es una confesión. Si el relatode Cathan no basta, podremos aplicarleotros métodos que lo vuelvan másmanipulable.

―Siempre hemos empleado magos

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mentales para obtener confesiones.¿Siempre? ¿ Desde hacía cuánto

tiempo?―Estoy de acuerdo ―señaló Tekla

de modo inesperado―. Cathan poseedemasiada sangre de los Elementos. Escapaz de matar al mago mental queparticipe incluso sin proponérselo. Esdemasiado peligroso, y los otrosmétodos serán igual de útiles.

―Muy bien. Prisionero, responderása todas las preguntas que se te formulen.Si rehúsas, serás torturado hasta que turespuesta nos satisfaga.

Al contrario que la Inquisición, nose molestaban en emplear términos

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eufemísticos como «consultar». ¿Cómopodría ser que alguna vez hubiésemosestado de su lado? ¿Eran esas personaslas que nos habían enseñado en laCiudadela? ¿Las que habían instruido anuestros amigos en otras ciudadelas?¿Los heréticos cuyo brillante reino habíasido destruido por el salvajismo de lacruzada?

―Cathan, dales lo que buscan―rogó Ravenna―. Confía en mí.

Comenzaron las preguntas, unadetrás de otra sin pausa, estructuradaspara evitar que pudiese escabullirme (ysabía lo que sucedería si lo intentaba).Sabía, además, que después de eso no

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me quedaba ninguna esperanza, queacabaría bien muerto o en manos delDominio otra vez. Ni siquiera podíareunir mi furia e intentar volverla contraellos. Con dos magos mentalespresentes, supongo que no lo habríaconseguido.

Me obligaron a describir con tododetalle el modo en que habíamosdesencadenado la tormenta en Lepidor,los efectos que Salderis había predichoen varias tormentas, e incluso mepidieron que recitara pasajes de laHistoria relativos a lo que había hechoTuonetar al crear las tormentas.

Mi culpabilidad ya estaba decidida,

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pero querían saber quién más estabainvolucrado, quién más podría llegar aentenderlo. Les dije la verdad: que,aunque otros quizá conociesen nuestrosplanes o la localización del Aeón, sólonosotros dos podíamos controlar lastormentas y habíamos recibidoenseñanzas de Salderis.

―Estás intentando proteger a otros―afirmó amenazante el interrogador.

―¡No es cierto!―No te creemos. Te niegas a

contestar. Dime ahora mismo losnombres y te ahorraremos la tortura.

―¡No hay ningún otro! ―repetí.―Sólo podremos ayudarte si los

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delatas ―insistió el hombre.―Somos los únicos. Fui convertido

en penitente la noche que murióSalderis, no tuve oportunidad de instruira nadie más.

―Habrás tenido miles deoportunidades de corromper a otros―sostuvo―. Te hemos brindado laposibilidad de revelar sus nombres. Nohas querido. Nos obligas entonces autilizar métodos menos placenteros.

―No hay nadie más. Os lo he dicho.Salderis nunca enseñó a nadie más.Somos los únicos.

¿Por que? ¿Por qué me presionabanrespecto a eso? ¿Por qué estaban tan

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predispuestos a emplear la tortura sólopara capturar a más personas de supropio bando?

Cuando se hizo el silencio en la sala,me encontré haciéndome la clásicapregunta de por qué todo eso me sucedíaa mí. Había caído tantas veces en manosde otros... Ni siquiera el haber dado conel Aeón representaba ninguna diferencia.

Sabía que debía permanecer convida. Se lo había prometido a Salderisantes de su muerte. ¡Por los Elementos!¿Qué importancia tenía eso ahora? ¡Meinundaban tales deseos de vivir, de serlibre otra vez! Tener la oportunidad deser un investigador Oceanográfico en

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algún sitio, quizá en Thetia, y pasar lavida dedicándome a la ciencia que tantoamaba. Con Ravenna, por supuesto, perosólo si eso era lo que ella quería.

Me senté sobre el helado suelo deljuzgado en penumbras, temiendo lo queestaba por sucederme y rezando por unmilagro. Pero no hubo milagros. En sulugar, oí el sonido de una puerta que seabría detrás de mí. Intenté resistirme,pero los guardias me sacaron de la celdacon patética facilidad y me condujeron através de la sala contigua, una celda conforma de panal de abejas, cruzandovarias puertas más y luego de regreso aljuzgado, donde me depositaron

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nuevamente en el suelo, en el centro.Alejado del brillo de las luces de

éter, pude ver las cosas con mayorclaridad: los jueces encapuchadosdetrás de sus bancos elevados, lostelones negros y la insignia en la telasituada sobre el asiento del juezprincipal.

Llevaba la imagen de un olivo negrocontra un sol dorado, con las balanzasde la justicia debajo. Era el emblema delord Orethura y de la familia deRavenna. Negué con la cabeza,intentando aclarar mis ideas. Tenía queestar equivocado.

Se produjo un golpe a mi espalda y

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miré alrededor, donde distinguí a otrosdos hombres del consejo llevando a lasala un marco con bordes dentados ypoleas. Supuse que se trataría del potro.Cuando lo colocaron, los dos hombresque me sostenían me arrastraron hasta ély me arrojaron encima. Mientras uno meamarraba los pies, el otro me teníaaferrado.

―¡Traidores! ―gritó Ravenna.Tekla, de pie a mi lado, se volvió haciaella con gesto de desprecio, pero tras uninstante noté que esa expresióndesaparecía, reemplazada por unamirada de pánico.

―¡Guardias! ―aulló. El hombre

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que me ataba se detuvo y conseguívolverme para ver. Ravenna se habíaarrojado sobre él convertida en un entede pura Sombra. Estaba creadodemasiado deprisa para ser denominadohechizo, era más bien una masa deenergía en estado bruto que engulló alsujeto, que lanzó un grito frenético al serocultado de la vista de todos.

Antes de que consiguiese atacar aTekla, se abrió la puerta a espaldas deRavenna y entraron apresuradamenteotros dos guardias. Uno le propinó unviolento golpe en el estómago, mientrasotro la arrastraba afuera de la celda,arrojándola contra los barrotes donde yo

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había estado unos momentos antes. Seprodujo un sonido escalofriante y acontinuación Ravenna se desplomó en elsuelo.

Ya era bastante malo cuando melastimaban, pero no podía soportar quela atacasen a ella.

Reuní por fin la ira que necesitaba.Una furia concentrada contra todo lo quehabía tenido que padecer, contra eldesprecio y la arrogancia de Tekla. Sinhacer magia, me volví y desequilibré alotro hombre, haciéndolo caer contra lospaneles, por debajo de donde estabanlos jueces.

―¿Cómo os atrevéis? ―grité. Tekla

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se volvió, cogido nuevamente porsorpresa, y la contemplación de surostro fue todo lo que necesité. Sentícomo si el éter hubiese fluido dentro demí, sólo que en lugar de sacudir cadanervio de mi cuerpo y dejarme enagonía, me cargaba tan sólo de brutalenergía.

No pensé mientras lo hacía. Nisiquiera formé en mi mente el vacío quese suponía vital para crear verdaderamagia. Avancé, toqué el brazo de Tekla yme dejé llevar, liberando sobre él mismás puros poderes. El rostro del magose contorsionó y acabó derrumbándoseen el suelo, gritando del mismo modo

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que recordaba haber gritado yo mismocuando mi hermano me había sometido aun tratamiento similar.

Oí pasos a mis espaldas. Entoncesme volví y succioné toda el aguacontenida en el aire que rodeaba aTekla, reuniéndola y disparándola contrael pecho de Memnón, que fue lanzadohacia atrás de forma todavía másviolenta de lo que lo fueran antesRavenna y el guardia.

Oí gritos aterrorizados provenientesde los bancos situados unos dos o tresmetros por encima de mí. Por unmomento, los ignoré y concentré másglobos de agua, que arrojé hacia todas y

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cada una de las luces.Que hubiese o no iluminación no

representaba para mi ningún problema,pues para mí el mundo pasaba de teneruna luz tenue a volverse gris. Para losdemás, en cambio, la oscuridad se habíaapoderado de todo. Me rodeaba laSombra.

Eran unos monstruos. Habíanorganizado todo aquello, se habíandesignado a sí mismos jueces conpotestad para juzgarnos. Su momento degloria había terminado.

Inmerso en las profundas tinieblasera tan hábil como bajo el agua y ahoraestaba sumergido en un océano de pura

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Sombra líquida. Con cada ola de misdedos hice remolinos y tornados,corrientes y flujos de agua, y los enviépor los aires en dirección a los jueces,que presa del pánico intentaban escapar.Mis ataque los sofocaban,derribándolos, ahogándolos en laoscuridad. Gritaban, pero sólo cuandotodos ellos habían sido alcanzados mevolví para ocuparme de los guardias quehabían atacado a Ravenna.

Uno de ellos yacía ya en el suelo dela celda, vencido por Ravenna, que seveía peligrosamente pálida y malherida.Llegué junto a ella y derramé la Sombrasobre su cuerpo como si le ofreciese una

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bebida. Luego noté cómo Ravennamiraba a su alrededor, me dirigía unaligera sonrisa y disparaba una negravenganza contra el segundo guardia.

La sala era para entonces unpandemónium de alaridos, y recordé lafigura de Tekla en la bibliotecaoceanográfica de Ral Turnar, donde mehabía obligado a arrodillarme ysuplicarle que no delatase a Ravennaante los inquisidores. Recordé lacaverna bajo los acantilados y laconfesión última de mi hermano antes demorir. De nuevo me invadió la furia yenvié contra Tekla tanta energía que yano pudo siquiera gritar en su intento por

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recobrar el aliento.Entonces, como si hubiese sido

golpeado por una oleada de éter, Teklacayó fulminado. Clavé la mirada en él,incapaz de comprender qué habíasucedido. No le había hecho más de loque mi hermano me había hecho a mí.Pero Tekla estaba muerto.

Miré a mi alrededor, contemplandolas grises ruinas del juzgado. Ravennase incorporó con dificultad, alejándosede los barrotes torcidos de la celda.Nadie más se movía. El lugar estaba fríoy oscuro.

―Este sitio es tenebroso ―dije,inmerso aún en una increíble sensación

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de euforia―. Suficiente para la Sombra.¡Luz!

Durante un segundo, apenas unsegundo, la sala se vistió con la brillanteluz del día, como si un relámpago lahubiese iluminado. Pero prontodesapareció y siguió funcionando mivisión de la Sombra.

Empleando esa visión como yo,Ravenna eludió el agonizante cuerpo delguardia y vino frente a mí. En su rostrohabía una expresión extraña.

Volví a notar la presencia del potro yme pregunté si era eso lo que lainquietaba tanto. Sacudí una mano.Irrumpieron las Sombras y se produjo un

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nuevo estallido.Una masa de tablillas y sogas

deshilachadas yacía en el suelo.Todavía insatisfecho, alcé la mirada

y divisé los veloces tornados ycorrientes de la Sombra congregarsesobre los inmóviles jueces. Los reuní enuna única masa y los absorbílanzándolos hacia tres o cuatro sectoresdel salón hasta que su velocidad de giroalrededor de dichos puntos pareció nopoder aumentar más.

A continuación los impulsé a travésde la puerta, cazando y buscandodevorar a más integrantes del consejo.Primero pagarían ellos el mal que

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habían hecho y luego lo haría elDominio.

Tekla ya había pagado.Bajé la mirada hacia su cuerpo y

noté que lo rodeaba un tenue brillo azul.¿Qué significaba aquello? Acorté elcampo de la Sombra, creando unaextraña zona gris en el aire a mialrededor a medida que las sombras sevolvían más delgadas. No fueronreemplazadas por ninguna luz, lo que diocomo resultado un efecto fantástico ydesconcertante.

El cuerpo de Tekla todavía brillaba,y, tras un instante, ese fulgor empezó acambiar y a extenderse. Entonces, tan

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fugazmente como un efecto de luz, susfacciones se confundieron con las de mihermano. El brillo azul se fundió ydesapareció.

Hubo un momentáneo silencio, sólointerrumpido por un estruendoproveniente de algún sitio más allá de lasala del juzgado. Mis remolinos estabanen plena cacería, guiados por las partesde mi mente que no se habían ocupadode la matanza en la sala.

―Esa era la parte de Tekla que aúnpertenecía al emperador ―señalóRavenna―. Quizá eso fuese lo extrañode él, lo que siempre me hacía sentirmeincómoda. Su alma nunca le perteneció

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por completo.Me miró entonces y preguntó:―Cathan, ¿cómo conseguiste hacer

eso?Negué con la cabeza, sintiendo que

la euforia se atenuaba, siendoreemplazada por satisfacción y plenitud.Ya me había librado de la ira quellevaba acumulada en mi interior.

―No lo sé ―admití algo más tarde.Ahora podía verla casi con normalidad,como si ambos estuviésemos de pieportando blancas luces de éter que noshacían brillar. Con una mano se apretabaun costado, donde sus costillas habíanchocado contra los barrotes de la celda,

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pero no parecía necesitar más ayuda queyo.

―Se supone que no podías hacerlo―sostuvo Ravenna con calma―, que nohubiese podido ningún ser humano.

―Mi hermano sí podía.―El poder, el modo en que lo has

acumulado, tiene sentido. Por fin hascomprendido cómo emplearlo. Pero laluz, lo que hiciste me preocupa.

―¿Por qué? Estamos libres.Libres en medio de una explosión de

poder que nunca había creído posible.Mi intención era neutralizar los poderesde Tekla y Memnón para luegoocuparme de ellos con la magia habitual.

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Pero en ningún momento había empleadoninguna de las técnicas que nosenseñaron.

―No deberías haber podido hacereso. No es parte de tus Elementos; hasdebido actuar a mucha profundidad. Teruego que no vuelvas a hacerlo.

―Te lo prometo ―respondísonriendo, aunque con la sensación deque podría haber azotado a cualquieraque estuviese a dos kilómetros a laredonda.

¿Qué duración tendría aquel extrañopoder? Fijé la mirada en la oscuridaddurante un minuto y decidí formar unnuevo remolino. Noté la distorsión y,

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tras un momento, lo deshice. Todavía nonotaba ningún cambio.

―¿Vamos en busca de luzverdadera? ―sugirió ella después.

Salimos del juzgado sin volver lavista atrás, deteniéndonos sólo pararecoger nuestras sandalias tras la celda.Estaba bien ir descalzos por la playa, elbosque o dentro de casa, pero no sobreesa piedra fría e irregular.

Sin saber adonde nos dirigíamos,anduvimos guiados por la visión de laSombra hasta que dimos con unaescalera. En lo alto había una ventana, ypude volver a usar mi visión normal.Nos descubrimos mirando hacia una

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bahía gris y cubierta de nubes, rodeadade acantilados situados tan cerca de suentrada que casi la tocaban.

Una ventana más arriba nos permitióun mejor panorama. Estaba en un pasilloa cuyos pies yacía, inconsciente contrala puerta, una mujer vestida con loscolores del consejo. No la había vistoantes y no tenía la menor idea de quiénera. Supuse que sobreviviría, comotodos contra los que había lanzado misremolinos.

Nos encontrábamos en una fortalezacasi en el centro de la playa. Podíadivisar los inmensos acantilados de unlado, pero su cima se perdía entre una

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capa de nubes bajas. Oímos un extrañorugido procedente de algún sitio,demasiado intenso para ser originadopor las tenues olas de las aguasprotegidas de la bahía.

―Quiero saber quién dirige estelugar ―dijo Ravenna mientras revisabauna sala que debió de ser alguna vez unacámara de tortura, aunque no parecíahaber sido utilizada desde hacía muchosaños―. ¿Qué es ese Anillo de losOcho?

Ahora estaba furiosa, llena de unaira amarga y terrible que no mesorprendió dadas las circunstancias.

No podía asegurar si era un edificio

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enorme o si había sido diseñado poralguien de forma laberíntica. Parecíaextenderse sin fin. Nos detuvimos en unaventana orientada hacia el interior, peroel único paisaje fueron unos cientos dekilómetros de bosque tropical y, acontinuación, un acantilado escarpadocuya parte superior se perdía entre lasnubes.

―Es un sitio peculiar para levantaruna fortaleza ―murmuró Ravenna―. Noparece que sea ningún puntoestratégico...

Hizo un silencio y luego agregó:―Me pregunto si encontraremos

más ventanas.

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Al fin dimos con la que ella buscabay observé, absorto, la cascada deblancas aguas que caía desde losacantilados hasta el mar en medio de unrugido estruendoso. En su base seformaba una especie de caldero deespuma y rocío que empapaba todo pordecenas de metros a la redonda.

―Las cataratas de Kavatang―anunció, incapaz de alejar los ojosdel espectáculo―. Estamos en la bahíade Kavatang, en la costa oeste deTehama. El mar que vimos allá es elfinal de la costa de la Perdición.

―¿Cómo lo sabes? ¿Has estadoantes aquí?

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―No, pero me hablaron sobre estaregión en Tehama. Antes de la guerrahubo aquí una ciudad, pero fue destruidapor los thetianos cuando llegaron paraacabar con Tehama. Si hubiesen hechoun trabajo mejor, yo jamás habríanacido.

―Te traicionaron ―empecé, peroella me interrumpió.

―Y de no haber nacido, nada deesto habría sucedido. Está claro a todasluces que mi abuelo no habría sido peorde no haber tenido hijos, y si tenemos encuenta el bien que yo le he hecho a sucausa, quizá habría sido mejor que yo noexistiese, fin cualquier caso, todos

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habrían sido más felices.―No, no todos. Yo no habría sido

más feliz. Ni Palatina, ni Persea, niLaeas... ni mis padres.

Me brindó una tenue sonrisa.―Gracias por decir eso, Cathan,

pero habrías encontrado a alguien más aquien amar. Ahora nos han expulsado dela herejía y también sufrimos delrechazo de Tehama y del Dominio... Detodos, a decir verdad.

―¿Crees que Palatina o Tanaisrenegarían de nosotros por lo que hasucedido? Tanais detesta a la gente deTehama.

―¿Dónde están? ¿Saben lo que está

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ocurriendo aquí? ―inquirió, y la llamaque parecía haberse apagado volvió arevivir en ella―. Cathan, siempre hepensado que esta fortaleza era la de miabuelo y que la utilizaba para ocultargente perseguida por el Dominio. Sóloun piloto experto podría entrar en ella;es bastante segura. Pero ¿para qué la haestado empleando el consejo? ¿Qué eraese juzgado que mantenían? Ha de haberuna pista en alguna parte de esteedificio.

Volvimos a ponernos en movimiento,pasando entre las puertas que habíaechado abajo con mis tornados. Ahoratodo estaba extrañamente vacío y no

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vimos señales de nadie más. No oímosmovimientos, voces, ni ninguna otraevidencia de que allí hubiese alguien.Empecé a temer por haber dejado aMemnón y a Ukmadorian solos en elsalón del juzgado. Podrían organizar uncontraataque, y no me sentía seguro de sipodría volver a enfrentarme a ellos contanta facilidad.

―¿Por qué no buscamos un buque?―sugerí mientras pasábamos junto a loque parecía ser la entrada del puertosubmarino.

―Luego ―dijo elladistraídamente―. Si zarpa alguno, looiremos y tú podrás detenerlo en la

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bahía.Llegamos a una puerta de hierro al

final de un pasillo, en una plantasuperior. Había habido guardiascustodiándola, pues en el suelo yacíauna espada y distinguí rastros de sangre,pero ninguna señal de los hombres.

La puerta tenia una cerradura de éter,y destruirla sólo me llevó un momento.Tras la puerta había una escalera.Ascendimos con cautela y, al llegararriba, hallamos una serie dehabitaciones luminosas y ventiladas.Parecía ser la planta más alta deledificio.

Estábamos en una torre circular,

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ocupada en su mayor parte por una sala,que no llegaba a ser un semicírculo. Unade las puertas estaba abierta, pero noencontramos a nadie dentro. Sólo unescritorio, algunas sillas y alfombras.Nos acercamos al escritorio y Ravennase puso a abrir sus compartimentos.

Era difícil determinar a quién habíapertenecido aquella sala. De las paredescolgaban dos retratos; ambos, mepercaté un poco más tarde, de personasque ya había visto.

En el lado más cercano al escritorio,un benévolo lord Orethura nos sonreía,vestido con su larga túnica azul. Habíauna expresión tolerante y ligeramente

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sorprendida en su rostro moreno, y loscabellos grises no hacían más queañadir un aire de sabiduría ycordialidad a la imagen. Había vistootros retratos suyos, algunos menosformales, pero el efecto era en generalel mismo.

Ravenna se detuvo, siguió mi miraday vino a mi lado.

―¿Comprendes ahora lo difícil quees sentirse digna de él? ―me preguntóapoyando una mano en mi hombro―. Elpueblo lo adora porque hizo mucho porellos, pero yo no he hecho otra cosa quedecepcionarlos.

―Tuvo setenta años para alcanzar

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sus objetivos ―le recordé consuavidad―. Tú no tienes más queveinticinco.

―Y cuando haya cumplido lossetenta ya no habrá Archipiélago queproteger; no si el Dominio se sale con lasuya.

Alciana había dicho lo mismo tras eldiscurso de Sarhaddon en Tandaris,cuatro años y medio atrás. Una cruzadamarcaría el final del Archipiélago,predijo en aquel momento, y parecía quetoda la gloria de los tiempos deOrethura se habría perdido parasiempre.

Entonces mi atención se desvió

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hacia el otro retrato. Me moví paraverlo bien y evitar el reflejo de la luzque me impedía distinguir la figura.

Era un hombre corpulento conincipientes canas en el pelo negro quevestía un uniforme oficial de Qalathar.Si Orethura era la imagen de lasabiduría y del gobierno benevolente, elotro sujeto me recordaba al almiranteCharidemus, a quien había vistofugazmente en Ral Turnar. La imagen deun oficial naval profesional ycomandante de la marina.

―¿Quién es? ―pregunté a Ravenna,pero algo pareció quebrarse en suexpresión.

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―¡Oh, no! ―exclamó ella―. ¡No,después de todo esto... no!

―¿Tú también soñaste aquello?―indagué con un nudo en la garganta.

―Sí. ¿También tú? ―me dijo perono pareció esperar una respuesta.

―¿Quién es?―Se llamaba Phirias. Era el

consejero militar de mi abuelo.Consiguió sobrevivir a la cruzada y fuedesignado virrey. Lo conocí cuandotenía ocho años. Fue muy buenoconmigo.

Recordé la pesadilla del fuerte,nuestro sueño compartido. El oficialordenando la muerte de los prisioneros,

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la vanguardia de lo que debieron ser lastropas de la cruzada hace treinta años...

El oficial era del Archipiélago. Erael retratado.

Sentí que me abandonaba el últimorastro de euforia; la alegría por haberescapado al juicio y la imagen del potrose diluían como si nunca los hubiesevivido.

El más adorado de los virreyes, elcomandante de Orethura. No pudimosevitar hacer la conexión: había formadoparte del misterioso Anillo de los Ocho.Fuese lo que fuese, involucraba alcentro mismo de la herejía, al viejoArchipiélago y a todo aquel glorioso

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pasado del que tanto nos habíanhablado.

¿Hasta dónde había llegado? ¿Yquién más lo integraba?

Selerian Alastre, Ad 2 KalJurinia 2779De Hamílcar Barca a Oltan

Canadrath,

Saludos,Te escribo desde mis

habitaciones, en un sector bastanteafectado de la ciudad, uno detantos distritos que al parecer hanperdido casi toda la población

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desde que fueron reconstruidostras el saqueo. Espero que elcorreo que he designado aparezcade un momento a otro, pero debotenerlo esperando mientras escriboesta carta. Nunca estuvo en misplanes permanecer aquídemasiado tiempo, pero he debidoprolongar mi estancia, siemprepor un día más, siempreposponiendo la partida parainvestigar alguna facción oestablecer contacto con otra. Séque es indiscreto, pero mipermanencia aquí ha congregado amás inteligencia de la que se haya

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visto al menos en diez años.Supongo que me quedaré

todavía otra semana, sobre todoporque tengo el presentimiento deque algo importante estásucediendo, algo que no podemosperdernos. Puedes llamarloinstinto comercial, basado en unospocos hechos en apariencia norelacionados y en fragmentos deinformación que he logradoobtener. Muchos de mis contadosson gente que no recibiría laaprobación de Eshar, y sé que mevigilan estrechamente. Aun así,veré qué puedo descubrir sin

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alarmar a los espías delemperador.

El fracaso de mi misión resultamás frustrante ahora, cuandocomprendo que Selerian es unmercado tan inmenso y que sugente posee un increíble gusto porlos lujos, incluso ahora, trasvanos años bajo el yugo de Eshar.No consideran que el buen vivir,la comodidad y las tortuosasintrigas políticas sean un signo dedecadencia, sino más bien que hanalcanzado un nivel en el quepueden disfrutar de todo lo que lavida tiene que ofrecer. Su

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extravagancia puede llegardemasiado lejos, pero ¿quiénpodría afirmar que la austeridady el ascetismo son mejores?Siempre es positivo carecer dereligiosos utópicos y fanáticosdenodados. Noto pocas diferenciascon Taneth, salvo por el hecho deque nosotros somos más hipócritasal respecto.

Las continuas exigencias delemperador, al tiempo que gustan alos militares, golpean con durezaa los clanes y al comercio engeneral, lo que no le estáreportando muchos amigos. Unos

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cuantos años más en condicionessemejantes y tendrá un problema.

Me parece alentador que lagente de aquí no tenga más afectopor Reglath Eshar que el que letenemos nosotros, pero debemosrecordar que Selerian Alastre,más allá de todas sus pretensionesy proyectos, es parte de Thetia,yque dicha ciudad fue una ciudadestado republicana mucho antes deque existiese el imperio. Su gentees muy consciente de ello (y no merefiero simplemente a los clanes,pues las sospechas del emperadoracerca de mí parecen elevar mi

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estatus entre los ciudadanoscomunes, que conversan conmigode buena gana). El respeto por losTar' Conantur no es demasiadoprofundo en esta ciudad, y unllamativo número de personasparece reverenciar la memoria dellíder republicano ReinhardtCanteni, el padre de Palatina.

Ha llegado mi correo, así queconcluiré aquí para darle tiempode planear su partida. No dudesque te enviaré más informes a sudebido momento, y me parece quereforzar el número de nuestrosagentes aquí no estaría nada mal.

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Si no consideras que afecta en algoa tu dignidad, podremos hacernoscon excelentes ganancias gracias aalgunas operaciones decontrabando bien escogidas.

Paz y prosperidad,

HAMÍLCAR

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CAPITULO XVII

Creo que hemos hallado lo queestábamos buscando ―dijo Ravennatras un momento, con la mirada fijatodavía en el retrato del oficial Phirias.Los papeles que había reunido yacíandesordenados sobre el escritorio―.Hubiese querido pensar que se tratabasólo de los deseos de venganza deUkmadorian, que la cuestión no iba máslejos que su ira o la de sus colegas, peroestá claro que no es así.

Deslizó una mano sobre mi hombro yregresó hacia el escritorio, donde dio uncapirotazo desganadamente a uno de los

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documentos.―¿No deberíamos ir yéndonos?

―propuse, con la esperanza de que lamanta siguiese allí.

―Supongo que sí. Aunque si nosquedásemos, podríamos averiguar quiéndirige esto.

―¿Qué sucedería si Ukmadorianvolviese en sí y ordenase que nosbuscaran? ¡Estaríamos atrapados!

Ravenna asintió. Descendimosescalera abajo y volvimos sobrenuestros pasos. No fue complicado darcon el puerto: había una vía directahacia él desde las habitacionessuperiores, una alta escalera de caracol

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que desembocaba en una pequeñaantesala y conducía luego a un ambientesubmarino con paredes de cristal por elque se accedía al puerto.

No había ninguna manta. Sólo elcadáver de uno de los guardias delconsejo, desplomado contra la puertainterior en medio de un charco desangre. Alguien le había clavado unadaga en un ojo. ¿Quién más podía estarmatando guardias del consejo? Apartéde él la mirada, sin deseos de admitirque estaba ahí. Los tornados y remolinostenían por intención aturdir, no asesinar.Ni siquiera había deseado matar Tekla.

―Podría haber otros prisioneros

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―señaló Ravenna mientras ascendíamospor la otra escalera, de regreso aledificio principal de la fortaleza―. ¿Porqué íbamos a ser los únicos?

No nos habíamos fijado antes,habíamos salido del juzgado sindetenernos a ver qué había tras las otraspuertas de hierro. Así que regresamos,cruzando una destrozada puerta exterioren dirección a los sótanos y túneles querodeaban el juzgado.

Éste estaba separado del resto de loscalabozos por una secuencia de portales.El primero había estallado y estabaabierto, dando paso a una sala másamplia con cuatro celdas (jaulas, más

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bien), todas vacías.Me detuve, intentando oír alguna

señal de vida, pero no distinguí nada.¿Dónde estaban todos los demás?¿Dónde habían ido los otros guardiasdel consejo?

Un poco más tarde comprendí loocurrido. Ukmadorian y uno de losjueces sólo estaban atontados y, unosminutos después de dejar el juzgado, yaestaban otra vez en pie. Mientras sucolega ayudaba a incorporarse a losdemás jueces, Ukmadorian habíareunido a todos los guardias que seguíanconscientes y les había ordenadoocuparse de los prisioneros. Temía que

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los liberásemos y tomásemos lafortaleza con su ayuda.

Quedaban sin duda prisioneros, perodebían de estar encadenados en loslugares más profundos de la fortaleza.Mientras recorríamos las plantassuperiores, los miembros del consejoque seguían con vida habían cogido lamanta y todas las rayas que pudieronencontrar y se retiraron con ellas a labahía, para impedir cualquierposibilidad de escapar por mar.

Hallamos numerosas celdas, ningunaocupada, aunque algunas probablementehubiesen sido utilizadas poco tiempoatrás, a juzgar por los colchones y los

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pocillos con agua que seguían allí.―Al parecer, los demás prisioneros

fueron más sensatos que nosotros ―dijoRavenna―. ¿Tu magia no debería habertenido el mismo efecto en ellos que en lagente del consejo?

Llegamos a una estancia con barrasmetálicas en sus paredes. Un braserobrillaba todavía tenuemente junto a undeformado conjunto de instrumentosmetálicos. De más está decir cuál era sufunción.

Proseguimos nuestra búsqueda, conla esperanza de encontrar prisioneros.Nada ni nadie, hasta que de pronto oí unleve repiqueteo.

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―¿Oyes eso?Ravenna asintió. Nos mantuvimos

inmóviles un momento, manteniendo losojos clavados en el pasillo que teníamosdelante.

Pronto comprendí que el golpeteoseguía un ritmo regular: largo,corto―corto, largo,corto―corto―corto... Me recordaba auna canción, aunque no pude determinarcuál.

Alguien intentaba atraer nuestraatención... ¿o sería una trampa? Meesforcé por oír mejor y avancé unospasos a lo largo del pasillo hasta elsiguiente cruce. No, allí el sonido se

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percibía con mucha menor definición.―Vamos por allí ―dijo Ravenna

señalando un pasillo lateral.No me pareció que lo hubiésemos

atravesado con anterioridad, pero laarquitectura era idéntica por todaspartes: ladrillos abovedados, suelo depiedra y disposición laberíntica.

La seguí. Ravenna tenía razón, elsonido venía de ese sector.

―Con cuidado, puede ser unatrampa ―advirtió Ravenna cuandollegamos a una puerta cerrada. Estabaenrejada, pero mirando a través de lasrendijas pude ver una pequeñahabitación muy similar a las demás

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celdas.Incluso con mi magia de las sombras

me fue imposible detectar nada fuera delo común, de modo que me aproximécon cautela, apoyándome contra lapared.

No debería de haberme preocupado.En la celda había una única persona, unjoven sujeto a un marco de metal pormedio de alambres que le hacíanprofundos cortes. Su piel color olivaestaba cubierta de sangre reseca ytambién húmeda. Había en el aire unfétido aroma que me recordó con pesarlas hogueras inquisitoriales.

El sujeto nos buscó con la mirada, y,

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a pesar de que una estructura metálica leinmovilizaba la boca y le cubría granparte del rostro, no me fue difícil verque era thetiano.

―No es que importe mucho―comentó Ravenna, vacilante―, pero¿quién será?

No sabía si era conveniente emplearla magia, pero me percaté de que en lacelda no había ningún otro elemento conel que poder liberarlo y que de otromodo quitarle todos los alambresllevaría muchísimo tiempo.

―Esto puede dolerte ―dije enthetiano―. Pero es probable que notanto como todo lo que va le han hecho.

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―Déjame a mí ―pidió Ravenna―.Si lo haces tú tendré que ser yo quienevite que se desplome una vez liberado,y no estoy segura de poder hacerlo trasla paliza que recibí en celda. De todosmodos, tu magia no parece ser muyeficaz a pequeña escala.

Me quedé por lo tanto a unos metrosdel prisionero mientras Ravenna locubría con una red de Sombra, traídadesde una oscura celda contigua. Por unmomento pareció no surtir ningún efecto,pero entonces el hombre abrió mucholos ojos por la sorpresa a medida quelos alambres se ponían negros y la reddesaparecía. Transcurrió un par de

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minutos antes de que desapareciesetambién todo indicio de la misma.Entonces los alambres temblaron, sedeshicieron y el hombre cayó haciaadelante. El brasero se movió tambiéncon él, y comprendí cómo se las habíaingeniado para realizar los golpes:apoyando su peso contra él para quegolpease contra la pared.

El repentino impacto de su peso casime echó abajo, pero conseguí recuperarel equilibrio tras uno o dos pasos enfalso y deposité su cuerpo en el suelocon suavidad. Empezó a manar sangrede las heridas donde los alambreshabían estado más apretados.

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Sin saber muy bien qué conveníahacer, lo acosté de espaldas. Fuesencillo quitarle la máscara metálica,pero cuando intentó decir algo sóloprofirió un gemido. Tenía una expresiónafligida.

―Aquí hay un poco de agua ―dijoRavenna cogiendo una sencilla jarra debarro de suelo―. Parece estar bien.

Se la dio a pequeños sorbos, comonos habían enseñado en la Ciudadela. Elprisionero estaba exageradamentedelgado, señal de que apenas lo habíanalimentado.

Pasaron unos minutos antes de quevolviese a ser capaz de hablar, pero ni

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Ravenna ni yo estábamos preparadospara lo que dijo.

―No fui lo bastante fuerte―susurró―. ¡Oh, Señor, te he fallado!

―¡Es un fanático del Dominio!―exclamó Ravenna mirándome, y, derepente, todo rastro de compasióndesapareció de su rostro.

El hombre la miró y dijo con vozentrecortada:

―Cuando comenzaron yo bendije loque hacían. Estaba dispuesto a sufrir porla fe y a unirme a Ranthas en el paraíso.Pero no fui lo bastante fuerte.Demasiado dolor. Y ahora he sidorescatado por herejes, creyentes de la

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magia del mal, y mi alma se perderá.―Esa «magia del mal» era el único

modo de liberarte, pero no estoy segurade que lo merecieses ―señaló Ravennaenfadada―. Es un mártir con todas lasde la ley.

―¿Por qué cada vez que damos conalguien herido tienes deseos de matarlo?

―Si este hombre estuviese fuerte ylibre, ahora estaría matando gente, lahallase herida o no ―argumentó y,volviéndose hacia él, le preguntó―: ¿Aqué orden perteneces?

―Soy venático ―dijo mostrandouna profunda vergüenza―. Me hubiesegustado tener la fuerza de Sarhaddon, su

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coraje...―Su predisposición para traicionar,

su falsedad ―acabó la frase Ravenna, yse dirigió a mí―: Otro de losadmiradores de Sarhaddon. Lo quenecesitábamos.

Luego volvió a hablarle al sujeto:―Te mereces todo esto.―¿Lo merecíamos nosotros? ―dije

con calma―, ¿alguno de nosotros? Loque iban a hacerme a mí no es nadacomparado con esto y sin duda habrácosas peores que aún no hemos visto.

―Pertenecíamos al bando delconsejo. ¿Alguna vez enviamos a alguiena la hoguera?

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Al encontrarnos con la orden deSarhaddon unos cuatro años atrás, niRavenna ni yo nos habíamos percatadodel doble sentido de la palabravenático. En tanethano significaba «decorazón puro», pero en la antigua lenguaculta thetiana quería decir también«cazador». La segunda acepción era lamás apropiada, y había oído como losllamaban en numerosas ocasiones«Sabuesos de Ranthas».

―Tú misma has dicho que nopodemos dejarlo en estas condiciones.¿Qué sucederá si realmente se hamarchado toda la gente del consejo? ¿Loabandonarás permitiendo que se muera

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de hambre?―¿Vais a marcharos? ―preguntó el

venático.―Sí ―respondió Ravenna.―Matadme antes de iros. Así estaré

libre de este cuerpo y habré muertocomo un mártir. Si no, seré indigno.

Cuatro años atrás yo había intentadosalvar también a Orosius, moribundo enel puente de mando de su buque insignia,herido de muerte por la traición deSarhaddon. Ravenna no había queridoentonces que lo ayudase, algo pocosorprendente después de lo que él lehabía hecho, pero en sus últimosminutos, la locura de Orosius se había

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desvanecido dejándonos vislumbrar alhombre que podía haber sido.

Cerré los ojos por un instante,recordando: el caos en el puente demando del Valdur, con los metalestorcidos y el vapor escapando de losconductos de ventilación. El buqueinsignia yacía a unos quince kilómetrosde la superficie, a la deriva ymortalmente herido, como su emperador.Orosius había sido atrapado bajo losescombros del puente, rodeado deoficiales muertos en sus puestos demando.

«Matadme, os lo suplico, matadmeantes de partir ―pidió Orosius―. Estoy

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seguro de que podrás concederme esefavor, hermano, incluso si ella me loniega.»

Negué con la cabeza sin decir nada,y sin saber por qué lo hacía.

«¿Por qué? ¿Por qué después detodo lo que os he hecho os negáis amatarme? Cathan, no merezco vivir. Soyun monstruo, tú mismo lo has dicho.Nuestra madre lo ha dicho, todos lodicen. Todos saben lo que he hecho.»

«La vida es una maldición peor quela muerte, eso dicen quienes no sabencómo vivir.»

«¡Cathan, no! ―gritó Ravenna conurgencia―. Recuerda quién eres, quién

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es él.»Volví a negar con la cabeza,

intentando aclararme. Aquél no era mihermano, pero nuestro parecido era tanimpresionante... Incluso el rostrothetiano de aquel prisionero merecordaba al mío, aunque los rasgosfuesen diferentes. Quizá tuviese algo desangre del Archipiélago, reflexionésumido en mis pensamientos.

Pero en esta ocasión no fue precisoque interviniese, pues con sus últimaspalabras el hombre había dichoexactamente lo que no debía. Durante uninstante Ravenna pareció debatirse entredejarlo allí a merced del consejo y el

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Anillo de los Ocho o ayudarlo, evitandode este modo que consiguiese el martirioque tanto parecía anhelar. Finalmente,por el motivo que fuese, se inclinó porla segunda opción.

―Ya eres indigno ―dijo ella sincompasión―. ¿Acaso no deseabas quete librásemos de tus cadenas?

Ravenna lo miró fijamente hasta queél acabó asintiendo.

―Tu orden pretende una dedicaciónabsoluta a la fe. Tu vida no tiene ningúnvalor, pues se espera que ponga a la fepor encima de ella. Ya has roto tusvotos. O lo que es peor, nos has atraídocon tus golpes, deseando que viniésemos

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en tu ayuda.Ella mantuvo los ojos clavados en

los del prisionero hasta que él asintió,humillado. Parecía al borde de laslágrimas.

―Te permitiremos escoger.Podemos abandonarte aquí a merced delconsejo, que sin duda regresará paravolver a torturarte e intensificar tusdolores hasta que mueras. O puedesvenir con nosotros... dos magosheréticos.

Intenté interrumpirla, pero ella alzóuna mano exigiendo silencio.

―No, Cathan, le estamos dando laposibilidad de escoger.

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―Sin incluir la opción que él desea.―No está en situación de pedir

nada. Estoy seguro de que comprenderáspor qué no me resulta simpático nadieque vista la rúnica del Dominio, seainquisidor, venático o cualquier otracosa.

Ravenna volvió la espalda alprisionero, ignorando el lentodesangrarse de sus heridas.

―¿Cuánto tiempo llevas aquí? ―lepreguntó.

―No lo sé. Una eternidad. Porfavor, matadme.

―No. Ven con nosotros o permaneceaquí para volver a ser torturado.

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Se produjo un largo y profundosilencio.

―Ranthas quiere que sea liberado―murmuró por fin.

―No lo creo ―objetó Ravenna―.Has roto los votos que le habías hecho.¿Quieres que te dejemos aquí?

Ravenna se estaba comportandobrutalmente, pero no se me ocurrió cómointervenir. Tenía razón: era la decisióndel prisionero.

El hombre cerró los ojos, moviendolos labios en lo que quizá fuese unasilenciosa plegaria, pero tras un instantevolvió a negar con la cabeza.

―Ranthas, ¿por qué no me concedes

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la fortaleza que te he suplicado?―Porque no te está escuchando.

―La expresión de Ravenna eravengativa―. A él no le importas. Y, porotra parte, sus poderes no son más quefantasías.

Ravenna recogió un poco de polvodel suelo y se lo llevó a un sitio dondeverlo mejor. Noté la concentración en surostro. Durante un largo momento nodijo nada en absoluto y entonces seprodujo de pronto un estallido de magia.Duró apenas un segundo durante el cualllamas anaranjadas parpadearon sobreel polvo. Los ojos del prisionero seabrieron de par en par del asombro.

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Ahora era mi turno de sorprenderme.Ravenna había hecho algo imposible,algo que contradecía todas lasenseñanzas de Ukmadorian.

Ravenna me brindó una sonrisa, amedias traviesa, a medias desuperioridad. La primera que le veíadesde que habíamos entrado allí.

―Ya te lo explicaré más tarde ―medijo desconcertantemente antes devolverse hacia el prisionero.

―¿Ya te has decidido?―Debéis de ser emisarios de

Ranthas ―afirmó el hombre,aferrándose a su única esperanza―.Sólo un auténtico creyente podría hacer

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eso. Estáis poniendo a prueba mi fe.―No has sido escogido por ningún

propósito elevado. Y además, notenemos más tiempo, de modo que ovienes o te quedas. Muere con alambresretorcidos en tu piel o vive para volvera sentir el aroma de las palmeras ynadar en el mar otra vez.

Noté que con eso había quebrado suresistencia. Estaba siendo odiosamenteinjusta, pero podía entenderla. Sentíamucha más compasión por ella que porél, y el único motivo que me impulsabaa permitirle seguir vivo era todo lo queyo acababa de sufrir y el hecho de quetodavía lamentaba la muerte de Orosius.

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―Iré ―dijo por fin.No teníamos una idea concreta de

dónde nos dirigíamos, con excepción deque debíamos alejarnos de la fortaleza.Pronto resultó evidente que el hombre,debilitado por la tortura, no estaba encondiciones de caminar una grandistancia. Además, sospeché, el ayuno yel ascetismo propios de su orden debíande haber minado su salud ya antes de sercapturado. Si mis rudimentariosconocimientos médicos eran algofiables, Ravenna tenía rota al menos unacostilla.

Necesitábamos encontrar algunaclase de bote, pero dudé que alguna

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nave de superficie hubiese sobrevividoa las rompientes olas de la entrada de labahía. Sin duda habría allí rayas paramantener la comunicación con elexterior (y para que los comandantes dela fortaleza pudiesen huir a tiempo encaso de emergencia).

Teníamos que haber inspeccionadoel puerto inmediatamente después deescapar. Ahora, con la carga delvenático lisiado, no teníamos muchasopciones. Y yo me oponía aabandonarlo. Uno de nosotros debería ircon él, volviéndonos más vulnerables.

Sin saber a qué otro sitio ir,regresamos al puerto.

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Busqué de arriba abajo intentandodescubrir un puente de lanzamiento derayas, pero cuando al fin di con uno,estaba vacío. El suelo todavía seguíahúmedo. Me pregunté si las rayasestarían reuniéndose en algún puntoinvisible de la bahía, reagrupándosepara un ataque.

―No tenéis forma de salir. Soy unacarga para vosotros, así que acabadconmigo por la gracia de Ranthas ―dijonuestro involuntario compañero.

Aún no teníamos idea de cuál era sunombre, así que se lo pregunté.

―Me llamo Amadeo.―No, tu nombre real ―protestó

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Ravenna, dando por supuesto que, comola mayoría de sus compañeros, habíacambiado su nombre al unirse a laorden.

―No tengo otro nombre―insistió―. Ése es el nombre que medieron mis superiores y es el único queposeo.

Todavía dudaba de qué haríamos acontinuación cuando, para mi asombro,vi cómo una raya aparecía desde lastinieblas, maniobrando con eleganciahacia el muelle.

―Están regresando ―anuncióRavenna―. ¿Puedes enfrentarte a ellos?

―Alejaos de la puerta. Esperaré a

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que salgan.Apoyamos a Amadeo contra una de

las paredes. Ravenna dio unos pasosatrás y retiró la daga del cadáver delguardia. La limpió en la alfombra conexpresión de repugnancia y la revisó.

―Éste no es el tipo de arma quesuele portar un guardia. Parece ser másbien la daga de un alto oficial, un armade adorno o de alguien muy rico.

La estudió por un instante,acercándola a la luz, y añadió:

―Pertenece al almirantazgocambresiano.

Quizá eso significase que Saganthahabía estado aquí. ¿Por qué habría de

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matar a un guardia del consejo?Sentí un atisbo de esperanza, pero en

seguida se empañó de desconfianza amedida que la solitaria raya se perdía devista en el muelle. Hubo un golpemetálico, probablemente las compuertascerrándose tras la raya, y luego, unsegundo después, algo que pareció uneco (no se podía oír un eco en unacámara llena de agua).

Amadeo, recostado contra la pared,elevaba la mirada con ansiedad hacia laescalera.

¿Cuánto tiempo pasaría hasta quedrenaran el agua del compartimento dela raya? Quizá no faltase demasiado.

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Me esforcé por oír todo lo quesucedía por encima de nosotros, no llegónada a mis oídos. El tiempo parecíaeterno; estarían quitando el agua gola agota? Por Un percibimos que un cierremecánico se abría, indicando que lacámara se había vaciado del todo. Loscompartimentos y los muellesfuncionaban con una tecnología muchomenos compleja que la de las mantas.Quizá eso fuese una ventaja.

Ravenna miró por una de laspequeñas ventanas de la puerta mientrasyo mantenía la vista en la escalera.

―¡Es Sagantha! ―gritó ella―. Noshace gestos de que lo acompañemos.

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¿Está a favor o en contra de nosotros?―¡A favor! ―exclamé con fervor,

suplicando estar en lo cierto.―¡Rápido! ―dijo Sagantha

mientras Ravenna habría la puerta―. Notenemos mucho tiempo. Se darán cuentaen seguida de adonde he ido e intentaránbloquear la entrada. ¿ Quién es él?―inquirió al verme ayudando a Amadeoa llegar al muelle de la raya. Las puertasse cerraron a nuestra espalda, aunque sesuponía que el seguro no debía cerrarsehasta que hubiese agua en elcompartimento.

―Un mártir voluntario que no tuvoel coraje de morir como había

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prometido ―respondió Ravennabrindando a Amadeo una dura mirada―.Podemos deshacernos de él en cualquiersitio lejano, pero Cathan no ha queridodejarlo a merced del consejo.

―Yo no dejaría a nadie a su merced―repuso tajantemente Sagantha―. Nisiquiera a vosotros, como podéiscomprobar. Traedlo dentro, ya nosocuparemos de él.

Mientras lo empujaba dentro de laraya, avanzando detrás de él, oí gritos enel pasillo y el sonido de pies a lacarrera. El consejo nos habíadescubierto.

Sagantha me cogió de la túnica, casi

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arrojándome de cabeza al interior de lanave. Aterricé dándome un dolorosoporrazo contra la alfombra y apenasconseguí gatear quitándome de en mediomientras él cerraba la escotilla. El ruidodel exterior se esfumó de pronto,apagado por el grueso casco de la raya.

―Échame una mano ―pidióSagantha ayudándome a ponerme enpie―. Tú no, Ravenna. Cathan es másútil ahora. Agárrate bien. Sean quienessean los que están fuera, tendremos quehacer una navegación arriesgada.

Los misteriosos paralelos con lanoche en que había muerto Orosiusvolvieron a inquietarme mientras

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ocupaba el asiento del copiloto,recordando nuestra huida del Valdur.Nuevamente debíamos escaparnavegando a través de la costa de laPerdición, pero ¿hacia dónde? ¿Dóndepodríamos refugiarnos? Incluso si todoslos herejes perteneciesen al Anillo delos Ocho, le debían todavía lealtad alconsejo, y éste parecía estar controladopor sus miembros más depravados.

Sagantha activó el control de éterque debía abrir la puerta delcompartimento (a no ser que sumecanismo hubiese sido dañado por lagente del consejo). ¿Estarían ellostodavía en la sala que acabábamos de

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abandonar o habrían retrocedido? Elacceso interno debía de estar paraentonces herméticamente cerrado.

Un instante después se abrió lacompuerta exterior y el agua inundó elcompartimento separando la raya delsuelo. Ahora ya nadie podía detenernos,al menos no desde dentro de la fortaleza.

Cuando la cámara estuvo llena seencendieron los motores y nos abrimospaso hacia la ensenada, doblando haciala izquierda y alejándonos del muelle.El agua era allí menos profunda, ysupuse que dragarían la zona conbastante frecuencia para conseguir laprofundidad adecuada.

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―Colocaos los cinturones deseguridad ―ordenó Sagantha, y meagaché para hacerlo, pero aún no habíaconseguido ajustado cuando él aceleróla raya, lanzándola como una flechahacia el fondo. Me aferré a lo que pudehasta que estabilizamos la nave,revolviendo a nuestro paso el barro delsuelo marino. Había lodo, no arena,puesto que el lago de Tehamadesembocaba allí. No se me habíaocurrido antes, pero el barro nosproporcionaría un excelente camuflaje.

―Los sensores de éter sufrendistorsiones en el agua dulce. Estándiseñados para funcionar en el mar, y la

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corriente de agua dulce que hay aquí nosdará cierta ventaja. Si es que podemosencontrarla. Mirad en la pantalla enbusca de un área borrosa ―pidióSagantha, que mantenía la raya a tantaprofundidad como podía. Cada tantosentíamos un ruido sordo al chocarcontra algún objeto duro, pero eso noparecía sorprenderlo.

Sagantha inclinó la navegradualmente a estribor mientras yomanejaba los controles de éter einspeccionaba la bahía con los sensores.El barro no ayudaba y no tenía muchosentido tratar de encontrar una brechaborrosa en medio del agua. Necesitaba

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rocas, algo de fondo, un lugar quecontrastase, situado hacia la derecha.

Allí. ¿Serían esas rocas? No podíaafirmarlo. Sí, podían ser, pero su imagenno era demasiado clara, como si lamirase con los ojos empañados delágrimas. Se las mostré a Sagantha y élhizo retroceder la nave en dirección a lacorriente. No tenía límites demasiadodefinidos, pero era la única corrienterápida de la bahía. Mientrasempezábamos a recorrerla, con sumezcla de agua dulce y salada, y unefecto similar al de una catarata, pensélo fascinante que era ese lugar pararealizar un estudio Oceanográfico.

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Incluso los biólogos se darían un festínestudiando las criaturas traídas a lameseta desde el lago. ¿Serían esas aguasmás cálidas o más frías que las delocéano abierto?

No tuve tiempo de maravillarme. Uninstante después, los sensores dieron laseñal de alarma y distinguí las siluetasde cuatro rayas y una inmensa mantaacechando en la entrada de la bahía.

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CAPITULO XVIII

Saben que estamos aquí ―dijoSagantha, concentrando la atención enlos controles―. La pregunta es si noshan detectado o no. Si no lo han hecho,estarán disparando hacia la oscuridad.Tened listos los sistemas de armamento.

Sagantha disminuyó la velocidad ynos deslizamos por el fondo de la bahíaen dirección a la expectante flotilla queel consejo había desplegado por delantey por encima de nosotros. Me preguntési Sagantha de verdad pretendía hacer loque decía. ¿Se enfrentaría al consejo pornosotros? No era mi intención confiar en

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él más de lo que ya había hecho, pero alparecer no me quedaba mucha elección.Con treinta años de experiencia naval asus espaldas, sus posibilidades de llegara mar abierto eran bastantes más que lasmías.

―¿No sería mejor usar la magia?―pregunté.

―No. En el Meridian hay magosmentales. No pueden influir en ti desdedonde están, pero podrían detenervuestra magia e, incluso, reflejarlavolviéndola en nuestra contra. Loharemos de la forma más práctica.Simplemente seguid mis órdenes y noefectuéis ningún disparo a menos que os

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lo indique, sin importar lo tentador quesea.

Ahora estaban a menos de unkilómetro de distancia, unas siluetasindeterminadas poniéndose en posicióna lo largo de la línea que marcaba lasalida de la bahía. Dos de las rayasdescendían en espiral para obstaculizarel fondo. Nuestros sensores no eranmejores que los suyos, pero nosotrosveíamos cinco blancos alineados en elagua y contra las rocas, mientras queellos buscaban uno en medio de laoscuridad, El Meridian parecía estaravanzando hacia el mar abierto, quizápara maniobrar con mayor facilidad.

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―La raya no tiene torpedos ―dijoSagantha un momento más tarde―. Sóloun par de cañones, armas navalescomunes hace unos veinte años. Nopodemos tomar la iniciativa contraellos. Cuando os dé la orden, quiero quedisparéis un arco hacia el barro unoscincuenta metros en dirección a esos dosblancos del fondo.

Aún concentrado en los sensores dela raya, mantuve las manos sobre loscontroles, observando las imágenes deéter. Los cañones estaban dispuestosbajo nuestros pies y, como era habitual,apuntaban hacia la misma dirección enla que avanzaba la nave.

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Sagantha movió la raya bruscamentea babor.

―Estamos separándonos de lacorriente ―indiqué, sintiéndome menosseguro a medida que escapábamos de laprotección del agua dulce.

―Lo sé.Mientras, puntos brillantes partieron

de las rayas que custodiaban el nivelsuperior, y distinguimos trazas de fuegoanaranjadas atravesando el agua endirección a nosotros. Las armas de lasrayas eran, debido a su tamaño y a laslimitaciones de sus motores, máspequeñas que las de las grandes mantas.Todavía estábamos demasiado lejos,

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pero los disparos dejaron trazas devapor que comenzaron a elevarse deinmediato y nublaron los sensores.

―¡Ahora! ―ordenó Sagantha.Hice fuego tal como él me había

indicado, disparos de nuestro cañónabriéndose paso en medio del barro yrevolviéndolo. Sagantha hizo doblar laraya de manera que una cortina de vapory barro bloqueó por completo lossensores en todo el perímetro de laentrada de la bahía.

―Seguid disparando. Volvemos adescender.

Yo disparaba directamente hacia laruta que íbamos a recorrer, y, tras un par

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de segundos, los sensores quedaroninutilizados y nos sumergimos en lasnubes generadas por el fondo revuelto.

Entonces respondieron a nuestrosdisparos, aunque no pude ver cuál de lasrayas nos atacaba. Calculé queestaríamos a apenas unos cuarentametros de la bocana de la bahía, aunqueno podía determinarlo exactamente.Sagantha parecía estar acelerando todolo que podía aunque la velocidad seveía limitada en la medida en que yoseguía disparando.

―Detén el fuego.Obedecí, y la nube comenzó a

disiparse de inmediato. Conseguí

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incluso volver a ver la silueta de las dosrayas situadas a menos profundidad. Unapermanecía inmóvil en la entrada de labahía, mientras que la otra iba de aquípara allá en un intento por mejorar suvisión.

Más disparos, ahora demasiadocercanos para mi gusto, y, con laexplosión, el fondo marino a baborvolvió a convertirse en una nube debarro. Pensé por un momento en eltesoro Oceanográfico que estábamosdestruyendo al matar tantas criaturas connuestros disparos, pero ahora lofundamental era nuestra propiasupervivencia.

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―Las rayas que están cerca de lasuperficie tienen una mejor visión de loque sucede ―explicó Sagantha―. Elbarro no llega hasta ellas, por esopueden hacerse una idea de nuestraubicación. Las dos del fondo no cuentanpor ahora. Mantente listo para volver adisparar cuando te lo diga y, esta vez,apunta a la roca.

Las dos rayas superiores parecíansaber en efecto qué estábamos haciendoy la retahíla de disparos se tornabadesagradablemente cercana. Teníamoscierta protección: una capa de éterrodeaba la raya absorbiendo energía.Sin embargo, pasado un tiempo acabaría

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saturándose. Como la mayoría de lasrayas, la nuestra poseía el motor máspequeño que era posible construir(debido al arco calórico medía algomenos de dos metros de diámetro) y, porlo tanto, una capacidad de éter muylimitada.

Sagantha elevó de pronto el morrode la nave y yo caí hacia atrás en elasiento, con las manos casi fuera de loscontroles de éter. Durante un instantequedé descolocado, mitad dentro, mitadfuera de los controles. Fue entoncescuando me ordenó que volviese a hacerfuego.

Sujeté los controles con fuerza y

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disparé una vez más el cañón, aunquesin saber muy bien por qué apuntábamosa la roca. Los cañonazos se dirigíanhacia la cima de una cumbre separadade la masa de tierra central por unestrecho espacio (en aquel punto exacto,poco más de tres metros). Ahora nosmovíamos a lo ancho, haciendo un rodeopara llegar a la entrada de la bahíadesde un ángulo más empinado. Elataque de las rayas nos seguía a cadapaso.

Entonces se produjo una serie defuertes impactos en el techo y las lucesempezaron a parpadear. Nos habíandado.

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―Mantente firme ―me advirtióSagantha― y sigue disparando hasta quete diga.

Nuestras municiones estabanminando la cumbre, situada ahora a unoscien metros frente a nosotros. De prontodejamos de recibir ataques: estábamosdemasiado cerca de la roca y se veíanforzados a dar un rodeo.

―Se acerca otra raya desde abajo―anuncié tras distinguir una vaga formadoblando justo en el exterior de laentrada. Una vez que alcanzase lacumbre rocosa, o la cruzase, seencontraría en una posición perfectapara abrir fuego. Pero todavía no había

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llegado allí.―¡Ahora! ―ordenó Sagantha. Su

voz mostraba todavía seguridad, quecontrastaba con los tensos sonidos queemitía nuestra raya. Al inclinarnos depronto a babor para atravesar los docemetros del estrecho canal central, micuerpo se deslizó hacia un lado delasiento y quedé sujeto sólo por elcinturón de seguridad.

Sagantha pilotaba ahora la raya a lamáxima velocidad, y cruzamos el canalen pocos segundos. Los sensores sedespejaron bastante y conseguí verdelante de nosotros las formas abruptase irregulares de la costa de la Perdición,

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descendiendo hacia el abismo delocéano abierto.

Pero ahí estaba el Meridian,obstaculizando el camino, una hermosa ybrillante silueta recortada contra laplateada superficie gris. Se hallaba aalrededor de dos kilómetros dedistancia, maniobrando hacia nosotroscon letal elegancia, preparándose paralanzarnos la carga fulminante de suarmamento. Al contrario que las rayas,una manta podía abarcar varios frentesde fuego; de hecho, era un buque deguerra thetiano diseñado con esepropósito.

―¿Ahora? ―dije esperando la

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orden.―No podemos ni enfrentar ni

superar en velocidad a un buque deguerra imperial con una nave tan débilcomo ésta ―respondió Sagantha con unasonrisa intrigante―. Sin embargo, siestáis dispuestos a afrontar algún daño,podríamos vencer al Meridian.

―¿Cuánto daño?―El suficiente para perder nuestra

protección de éter, quizá más todavía.No tengo tiempo para explicároslo.Tendréis que confiar en mí.

―No me parece una buena idea―objetó Ravenna―. Sagantha, confiaren alguien ya es de por sí una idea

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bastante mala, y si se trata de confiar enti, peor aún.

―Emplea tu magia como últimorecurso, si es que resultaimprescindible. Debemos actuar conrapidez.

―Entonces adelante ―acepté concautela―. Pero ¿por qué nos ayudas?Todo el mundo anda diciendo que somoseternos perdedores. No consigoimaginar por qué te tomas la molestia...A menos, por cierto, que nos estésllevando a una trampa.

―¿Tan poca fe tenéis en mí?―espetó Sagantha mientras volvía aacelerar la raya, orientándola a babor,

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casi en la dirección opuesta al rumboque llevaba el Meridian. Eso nos haríaganar sólo unos segundos, y me preguntépor qué lo haría.

―¿No se supone que no podemosescapar de ellos con esta nave?―preguntó Ravenna.

―Podremos durante un rato, pero notenemos suficiente potencia paramantener tanta velocidad demasiadotiempo. Y mucho menos en la costa de laPerdición.

―Eso podría ser una ventaja―señalé―. La manta es más grande,pero nosotros podemos sumergirnos enla costa de la Perdición y ellos no.

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―No con tanta facilidad, al menos―admitió―. Pero pueden impedirnuestra salida el tiempo suficiente paraobligarnos a negociar.

El Meridian había completado ya sugiro con la intención de ir detrás denosotros. Por el momento no estábamosen su punto de mira, pero la manta teníaarmamento de guerra, lo que incluíanumerosas armas más destructivas quecualquiera que hubiera en la raya, quizáincluso cargas de presión que podríanhacernos estallar. Además, pensémientras las luces de alerta de latemperatura parpadeaban ante mí, teníaun motor más del doble de grande que el

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nuestro y mucho menos propenso arecalentarse.

Para haber sido criado por losignorantes haletitas, Eshar demostrabaun enorme entusiasmo por la tecnologíathetiana y se había asegurado de que sumarina estuviese bien equipada.

―¿Cuánto tiempo podremosllevarles la delantera? ―le pregunté aSagantha, que estaba fijando ladirección para mantenernos a estribor auna distancia prudente de las rocas. Enaquel punto, los acantilados eranrelativamente rectos y verticales, peroun poco más allá podía verse elcomienzo de la Costa de la Perdición

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propiamente dicha: salientes dentados,islas hundidas, cavernas... el lugar idealpara una nave pequeña.

―Yendo a toda velocidad, no muchomás. Quizá dos o tres horas.

―Entonces pongámonos en acción, amenos que existan muy buenas razonespara no hacerlo.

―Cuanto más esperemos, másimprobable será que mi plan tenga éxito.

―Explícalo primero ―exigióRavenna.

―¿Quién está al mando aquí?―Sé que eres el experto, pero

quiero conocer el plan antes deintentarlo.

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Sagantha estaba demasiado ocupadopilotando la raya para dirigirle unamirada. Por un instante no dijo nada.

Comprendí lo que pretendía unsegundo antes de que ocurriese, peropara entonces ya era demasiado tarde.La raya se volteó de repente a babor yun inmenso oleaje me impidió ver nadamás. Caí hacia atrás en la silla con laespantosa sensación de tener fuego enlos brazos, de tener el cuerpo en llamas.Y entonces la quemazón dejó lugar aprofundos pinchazos, un dolor similar aser apuñalado a la vez por mil pequeñasagujas.

Se oyó un crujido seco y un zumbido

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procedente de la popa, lo bastante alto yagudo para resultar doloroso. Elmurmullo del motor cambió súbitamentede tono: estábamos perdiendovelocidad.

Miré a Sagantha un momento,incapaz de hacer nada. Movió unapalanca, y una barrera metálicadescendió sobre la puerta de nuestracabina, sellando la conexión entrenosotros y la cabina de Ravenna, situadadetrás. Tras un instante, la barreraempezó a brillar, pues Sagantha la habíarodeado de una doble capa de éter.

―Tenemos que estar preparadospara cualquier cosa ―dijo con calma

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mientras cogía dos de los brazaletesinhibidores de magia que yo conocía tanbien y me los colocaba en las muñecas,asegurándome luego los brazos alasiento―. Es mejor así o daríasdemasiados problemas.

Entonces encendió elintercomunicador.

―Sagantha al Meridian. Los tengocontrolados y seguros, pero he debidorecalentar el motor para lograrlo.Deberán transcurrir unos minutos antesde que pueda volver a ponerme enmarcha. Venid a recogernos. Enviad deregreso a las otras rayas: liberaron a unprisionero e ignoramos si hay más

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sueltos por ahí.Poco después una voz respondió:―Como ordene, señor.―¿Por qué? ―pregunté,

sobrecogido por la amargura de habersido traicionado otra vez.

―No es lo que piensas ―advirtióSagantha con una ligera sonrisa―. Y porotra parte... ¿no pensaréis que habríaregresado sin que me lo hubieranpermitido? Ahora debo realizar unastareas domésticas....

Privado de los sensores de éter,incapaz de ver nada más que laoscuridad exterior de las ventanillas,sólo pude esperar inmerso en la más

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vana frustración mientras Sagantha sesentaba a esperar, concentrado en lo quefuese que estaba haciéndole a la nave.Yo me había comportado de un modo tanestúpido al no preverlo, al confiar enél... Quizá hubiese podido enviar alMeridian una ola de presión, alejándolode nosotros.

No pasó mucho tiempo hasta quedistinguí fuera las tenues luces, el brillopálido de los faros inferiores delMeridian, que maniobraba paracolocarse sobre nosotros.

―El compartimento está abierto ydisponible, señor. ¿Puede entrar?

Debían de haber liberado una de sus

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rayas salvavidas para hacer espacio.―Estamos en posición de espera

―dijo Sagantha.Un momento después se produjo un

ominoso rugido y se diluyeron loscampos de éter que cubrían la puerta.Me pregunté qué habría hecho conRavenna. Los campos de éter podíanabsorber tanto la energía mágica comola de pulsaciones. Probablemente asíhabía evitado Sagantha que Ravennaderrumbase la puerta... ¿o había hechoalgo más?

El rugido creció y creció enintensidad, y luego cedió.

―Tenemos un pequeño problema

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―señaló Sagantha―. Elrecalentamiento ha causado un daño algomayor de lo que pensaba. Latemperatura del motor está ascendiendo.¿Algún consejo técnico?

Hubo un momentáneo silencio, luegoapareció otra voz en elintercomunicador.

―¿Señor?Sagantha volvió a explicar el

problema mientras nos adheríamos a labase del Meridian. Conseguí volver amoverme, aunque sólo en parte; el dolorempezaba a pasar. Una ola de energíasemejante originada en una manta mehubiese matado, de modo que tenía que

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considerarme afortunado.―Yo apagaría el motor. Os

recogeremos manualmente. Mejor esoque fundir el motor.

―Muy bien. Lo apagaremos.Se produjo entonces un largo

silencio, seguido de otro rugido, estavez más potente. ¿Qué estabasucediendo? Mis conocimientos sobremanipulación de éter eran cuando menosescasos, pero Sagantha y el técnicoparecían saber de qué estaban hablando.

―Sube la temperatura ―señalóSagantha tras un instante―. Se fundirá elmotor.

Una explosión sacudió la popa y la

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raya se tambaleó un poco, dejando laparte trasera por debajo del nivel delmorro.

Eso no debería haber sucedido.―Nos estamos alejando ―informó

el técnico del Meridian mientras unacorriente de burbujas cruzaba pordelante de las ventanillas. Entoncespudimos ver el borde del compartimentoabierto de la manta, moviéndose enparalelo con la trompa de la raya.

―¡Emergencia! ―anunció Saganthasin motivo aparente―. Nos estamos...

Y, en aquel instante, sin ningunaadvertencia previa, disparó el cañóndirectamente al interior del desprotegido

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Meridian. No tuve tiempo siquiera dever los rayos de fuego anaranjado, puescasi de inmediato estábamos a unos diezmetros de distancia. Apenas distinguícomo manchas las llamas que inundabanel interior de la manta. Oí en el agua unchirriante sonido y las comunicacionescon el Meridian quedaroninterrumpidas.

El impacto de los disparos deSagantha nos había impulsado a bastantedistancia de la manta. Entonces activó elpequeño conjunto de dispositivos de laraya que nos permitía avanzar marchaatrás y empezamos a movernos a todavelocidad.

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―Cierra los ojos ―me indicóSagantha―. ¡Ahora!

Incluso a través de los párpados elmundo se llenó de un potente brillo. Dehaber tenido los ojos abiertos a tan pocadistancia, la bola de fuego producidapor la destrucción del Meridian mehabría dejado ciego.

Sagantha echó el morro de la navehacia abajo y aceleró. La ondaexpansiva de la explosión nos golpeó,empujando la raya con fuerza haciaaguas más profundas. El éter crepitó através del panel y el extraño sonidoartificial de la sirena de emergenciasretumbó aturdiendo mis oídos.

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La nave se convulsionó y el ángulode nuestro avance se volvió más y másvertical hasta que yo casi colgaba delasiento.

―Puedes volver a abrir los ojos―dijo Sagantha poco después mientrasseguíamos cayendo a toda velocidad ycon un ángulo no menos extremo.

Todo cuanto conseguí ver fueronnegras aguas y al hombre de rostro tensosentado junto a mí, un hombre queacababa de destruir su buque acabandocon sus propios subordinados.Numerosas luces rojas de emergenciatitilaban frente a mí.

―Estamos liberando una estela de

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escombros ―señaló bruscamenteSagantha. Sentí como si los motoreshubiesen dejado de existir yestuviésemos yendo hacia lasprofundidades por el mero peso de laraya―. Los campos de éter handesaparecido, la explosión debe dehaber dañado la superficie de nuestranave. Hay varios sectores que noresponden. No tenemos tiempo derepararla ahora.

Caímos unos cientos de metros másantes de detenernos con suavidad en loque Sagantha describió como «un sitioseguro». Arriesgándome a entrar otravez en contacto con el éter, eché una

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mirada y comprendí por qué lo decía:estábamos en el fondo, ocultos casi porcompleto tras unas rocas y camufladoscontra una capa de sedimentos.

―Ahora estamos a suficienteprofundidad ―anunció apagando lossensores y los motores, todo salvo unasluces pequeñas que no podían serreconocidas por el éter. Se inclinó haciamí y me quitó las ataduras y losbrazaletes de los brazos.

―¿Por qué te molestaste encolocarlos? ―le pregunté mientrascambiaba de posición y me frotaba lasmuñecas, como si desease librarme dela irritación producida por la

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contaminación con éter. No me quedaríaningún daño permanente, sólo unaincómoda picazón y una sensación defragilidad que durarían algunas horas.

―Cuanto más cerca está una mentirade la verdad más convincente puederesultar. Dije que estabais a buenrecaudo, y ellos no sabían qué había deverdad en mis palabras.

―¿Qué le has hecho a Ravenna?―pregunté nada más que desactivó elcampo de éter que cubría la puerta y seagachaba para alzar la barrera metálicaque obstruía el paso.

―Lo mismo. Una oleada de éter yescudos para mantenerla dentro.

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Salté de mi asiento y me acerquéadonde estaba ella, al parecersemiconsciente, al lado de Amadeo.

―Estoy bien ―mintió, pero mirabamás allá, hacia Sagantha―. ¿Por qué?―dijo soltando su cinturón y gimiendode dolor al moverse―. ¿Por qué hashecho eso?

El dejó el puente de mandos y secolocó de pie ante la escotilla, unaelegante pero exhausta figura conuniforme naval.

―Algún día os lo diré ―afirmó congravedad―. Cuando hayamossobrevivido.

Hizo una pausa para reducir a un

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mínimo el brillo de las luces de lacabina, hasta que apenas pudimosdistinguir más que nuestras caras.

―Las rayas buscarán restos ysupervivientes, pero no nos encontraránaquí. Podremos marcharnos dentro de unpar de horas.

―¿Estamos en condiciones denavegar? ―le pregunté.

―Lo descubriremos más tarde.Deberíamos recorrer un pequeño trecho,pero que lo logremos dependerá deldaño que haya recibido la cubiertaprotectora de la nave.

Ravenna se puso de pie, apoyándoseen el respaldo de la silla.

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―«Algún día os lo diré» no meconvence. Los que iban a bordo delMeridian eran tus aliados, tussubordinados. Confiaban en ti y, adiferencia de nosotros, no sospecharonni por un instante que ibas atraicionarlos.

―Deberías ser más coherente,Ravenna. Los que maté eran tusenemigos, lo hice por tu bien.

―¿Y qué pensarías de mí si yodestruyese el Archipiélago para ayudara Thetia?

―Actué a favor del Archipiélago. Afavor de ti y del Archipiélago.

Ninguno de los dos se movió.

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―Es fácil hablar. Me cuesta creerte.―Has recorrido un largo camino

desde la primera vez que nos vimos―comentó Sagantha―. Admito que noha sido un camino feliz, pero creo queaún hay cosas que no puedescomprender.

―¿Por ejemplo que no es posibleconfiar en nadie? ―lo interrumpióella―. Supongo que eso es cierto.Nunca he conocido a alguien quemantuviese sus promesas. A nadie enabsoluto.

Incluyéndome a mí, sesobreentendía. Ravenna no permitiríaque lo olvidase.

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―Soy tu regente, Ravenna, el únicogobernante designado legalmente entodo el Archipiélago hasta el momentoen que seas coronada. Eso no tienedemasiada importancia, pero trabajo enpro de tus intereses. No respondo ante elConsejo de los Elementos ni el Anillode los Ocho. Ninguno tiene autoridadpara destituirte.

―Mis intereses... Porque son losque más te convienen.

―¿Cómo puedes creer que estarvarado en una raya averiada junto avosotros dos y un fanático del Dominiome convenga más que tripular el puentede mandos del Meridian con el apoyo

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íntegro del Consejo?―No puedo confiar en ti ―repitió

ella―. Los traicionaste y, del mismomodo, podrías traicionarme a mí.

―Pero no lo he hecho jamás. ¿Quécrees que os habrían hecho los jueces?¿Deciros que no volvieseis a portarosmal y mantener un control más estrictoque antes sobre vosotros? Si pensasteeso, es que no has aprendido nada. Ya sehabían reunido y decidido poradelantado que erais más unacomplicación que un bien y que lesresultaría mejor buscar otra personapara el cargo de faraona. De hecho, note conoce mucha gente. No se hubiesen

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molestado siquiera en ejecutaros, oshabrían dejado encarcelados de porvida.

¿Realmente habrían hecho eso? Nome parecía lógico. Sagantha sólointentaba justificarse.

―Pareces escéptica. ¿Tuvieronalgún tipo de escrúpulo a la hora depenetrar en tu mente? ¿Crees acaso queno hubiesen empleado el potro contraCathan? El juzgado y todos susprocedimientos se inspiran en los de laInquisición. Y, después de todo, sehabrían vuelto a aliar para encargarse devosotros. ¿Debía mantenerme al margeny permitirles actuar? ¿Habrías preferido

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que lo hiciera?―Vosotros no queríais que quedase

a su merced ―dijo Amadeo con vozqueda―, y soy vuestro enemigo. Estehombre parece ser vuestro amigo. ¿Porqué no confiáis en él?

―¿Qué sabe un sacerdote sobre laamistad? ―preguntó Sagantha,volviéndose para mirar al religiosoherido, que descansaba sobre una silla.Ravenna lo había envuelto con unamanta del almacén de emergencia de laraya. Aun así, Amadeo seguía pálido ydébil.

―Sólo necesito la amistad deRanthas ―repuso―. No me habría

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enviado con vosotros de no haberosescogido por algún motivo. Por eso nome dio la fuerza para morir antevosotros.

―Es sorprendente con qué rapidezcambian tus palabras ―dijo Ravennacon desdén―. Pensé que había sido unadebilidad, ¿Eso también lo atribuirás ala voluntad de Ranthas? Me parece queeres demasiado cobarde incluso paraadmitir que eres un cobarde.

―Soy un servidor de Ranthas―afirmó Amadeo con un atisbo dedesafío―. Fue su voluntad que vinieseisa por mí, todos vosotros.

Todavía me aturdía el recuerdo de la

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manta destruida y de la matanza que sinduda habíamos ocasionado. Me miré lasmanos, esperando ver algún indicio delo sucedido, un rastro de sangre o unresiduo de magia. Pero no encontré nadamás que la seca y desagradablesensación dejada por el éter.

―Nos condenáis por nuestrosmétodos, pero son idénticos a losvuestros. ¿Realmente puedes estableceruna distinción tan tajante después de losucedido, de lo que habéis visto hoy?―dijo Amadeo, primero mirándome amí y después a Ravenna―. ¿Qué podéisdecir de toda la gente que oí gritarmientras esperaba mi turno, toda la gente

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que ha sido torturada en los últimosaños? ¿Quién es responsable de eso? Nocreo que conozcáis vuestro propiopasado tan bien como creéis.

―Quien controla el pasado decideel futuro ―sostuvo Ravenna―.Cualquiera lo sabe. Y el Dominio mejorque nadie.

―Es una lección que vuestra genteha adoptado a conciencia. ¿Oísteis aSarhaddon pronunciar los sermones enTandaris? Yo los escuché todos ygracias a él llegué a ver la verdad deRanthas.

―¿Estabas ahí? ―dije,preguntándome si lo habría visto

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entonces, pero ¿por qué habría derecordar un único rostro en medio de lamultitud, el rostro de un hombre a quienno conocería sino cuatro años mástarde?

―Sabes a qué me refiero―prosiguió Amadeo―. Recuerdas laspalabras de Sarhaddon. Es imposibleolvidarlas.

―No todos lo admiramos como tú―sugerí estudiando su cara intentandodescubrir algo. ¿Qué? No lo sabía conseguridad. Lo único que veía era lo queesperaba ver: la obcecación y la sombradel fanatismo de Sarhaddon, lo que lehabía dado a ese ignorante thetiano―.

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Supongo que eso se debe a que tú no loviste traicionar a alguien que confiabaen él, ni estabas cuando mató a mihermano cerca de estas costas hacecuatro años.

―Tu hermano debió de ser entoncesun hombre malvado e impío―respondió Amadeo mirándomeimpávido a los ojos.

―Impío y malvado, quizá. ¿Deveras crees que lo era? Sabesperfectamente de quién estoy hablando,quién soy.

―Fue la voluntad de Ranthas―profirió Amadeo―. Ranthas condujoa Sarhaddon hasta nosotros para

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mostrarnos sin ambages las mentiras dela herejía. También hoy te ha mostradolo mismo a ti. Los ha destruido con susllamas, actuando por intermedio denosotros. Al encontrarme meconcedisteis lo que bien sabíais que erauna elección injusta. Ahora os formulouna pregunta justa. ¿Podéis afirmar consinceridad que los hombres que habéisvisto no eran los líderes de la herejía,sino apenas una parte de la misma?Sagantha tiene que saber quién es ellíder del Anillo. ¿De qué modo os hanayudado vuestros falsos dioses?Vuestros líderes son intolerantes ycorruptos, es decir, exactamente lo que

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claman que somos nosotros. ¿Cómopodéis creer siquiera algo de todo loque os han dicho? ―Amadeo girólevemente la cabeza y sus ojosreflejaron la luz de éter que ardía deforma tenue sobre Sagantha―. Pensaden toda la gente que os ha enseñado, queos mostró los horrores causados por loscruzados treinta años atrás. Estuvieronallí, pero ¿os han dicho la verdad algunavez? ¿Os dijeron acaso qué era lo quelos cruzados destruyeron? El terror, latiranía... eso fue lo que destruyeron.¿Tenéis la menor idea de cómo era elArchipiélago hace unos treinta años?

―¿Era peor? ―protestó Ravenna―.

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Éramos los dueños de nuestro propiodestino, teníamos nuestras ciudades,todo lo que nos habéis quitado durantela primera cruzada.

―Acabamos con la tiranía―empezó él, pero Ravenna lointerrumpió.

―¡Mentiroso! ―dijo casigritando―. ¡Vais por la vidadestruyendo todo lo que tocáis, intentáismancillar nuestras creencias!

Ravenna avanzó hacia élapuntándole a la cara con la manoderecha, y por un momento pensé queiba a golpearlo.

Se detuvo a unos centímetros, con

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una expresión singular en el rostro.―Ravenna, te aconsejo que te

sientes ―intervino Sagantha, que aún nose había movido―. Tienes al menos unacostilla rota y sólo conseguiráslastimarte más si sigues.

Ella pareció estar a punto dedesmayarse y el almirante se le acercócon calma para sostenerla y ayudarla aregresar a su asiento.

―Quédate aquí, que voy a buscar elequipo de primeros auxilios. No esmomento para discusiones. Amadeo, sidices una sola cosa más te pondré adormir mucho tiempo.

Ravenna no protestó y permaneció

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sentada con los ojos cerrados. Amadeono volvió a abrir la boca, pero cruzabasus labios una leve sonrisa.

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Cuarta Parte

LOS VESTIGIOS DEL EDÉN

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CAPITULO XIX

El zumbido de las cigarras llenabael aire de la tarde mientras ascendíamosla colina por la ventosa avenida rodeadade cipreses. Las piedras del camino eranantiguas y típicas del Archipiélago,profundamente erosionadas salvo en ellado interno de la curvas máspronunciadas, donde parecía que algunafuerza desconocida hubiese preservadoel camino en perfectas condiciones. Acada lado, adelfas y palmeras enanas semovían con la brisa.

Miré hacia delante, preguntándomecuánto más deberíamos caminar. Las

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casas de las laderas de los acantiladosestaban todavía a mucha distancia, nomás grandes que la última vez que mehabía fijado, unos minutos atrás. Ilthysno parecía ser otra cosa que colinas yacantilados, y su superficie era inclusomás accidentada que la de Qalathar.Pero comparada con la inmensa isla dela que habíamos escapado hacía unasemana, era un collar de esmeraldas enmedio de un mar tropical.

Pudimos ver la ciudad desde arribaal pasar un pico, desde donde se veíacomo una confusión de casas blancas ycúpulas azules montada en una laderapor encima del mar. Desde entonces, sin

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embargo, había transcurrido una hora.El aspecto de Ilthys a lo lejos no

parecía diferente de la última vez quehabíamos estado allí, cuatro años atrás.Nuevas murallas rodeaban el palaciodel gobernador, y el templo daba lasensación de haber sido ampliado, peroya no había zigurats ni los horrendoscuarteles construidos por los haletitasque rompían la armonía de las casas, losárboles y los balcones colmados deflores.

―Vuestro amigo Ithien fuegobernador aquí, ¿verdad? ―preguntóSagantha―. Un republicano.

―Sí. ¿No lo conoces?

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Caminando sin pausa, avanzábamosahora hacia el valle situado debajo de laciudad. Un acueducto enlazaba el huecoen uno de los lados: una elegante seriede arcos proveyendo agua de losmanantiales de la montaña. Pese a todo,el camino seguía en general losaccidentes del terreno.

―Lo vi en una ocasión en RalTurnar, cuando no era más que unagregado diplomático. Parecía el típicothetiano, demasiado arrogante para serútil.

―¿De veras somos tan malos?―¿Cuándo comenzaste a

considerarte thetiano?

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―Pasé tres años en Thetia, aunquesólo fue en un castillo lleno deacadémicos del clan Polinskarn.

―Ser thetiano es un estado de ánimo―citó Sagantha. No recordé entoncesquién lo había dicho o escrito. Sussiguientes palabras no procedían, sinembargo, de ningún poeta thetiano―:Los haletitas creen que son el puebloelegido de Dios, aunque nunca semuestran seguros del todo. Los thetianossaben que son los elegidos. Les encantasubrayarle a cualquiera que vivían enciudades con agua corriente cuando elresto del mundo todavía no construíacabañas. Como sea, sólo los thetianos se

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permiten pasar por alto a Tuonetar yTaneth.

Su tono era mucho más amargo ydesdeñoso de lo que sus palabraspodían sugerir. Lo comprendía. Losthetianos habían abandonado alArchipiélago a su suerte durante lacruzada.

Ahora, a medida que nosaproximábamos al único portal deguardia de Ilthys, pensé en Ithien y en laciudad que había gobernado, un sitio queno me había imaginado que volvería aver. Nos acercábamos al portal. Lascasas a uno y otro lado del caminotenían paredes cada vez más gruesas y

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habían añadido recientemente una garita.Cuatro hombres estaban custodiando laentrada, más de los que yo esperaba.

Fueran los que fuesen, los marinosthetianos de servicio sólo nosformularon las preguntas de rigor yconstataron que no llevásemos armasantes de dejarnos pasar.

El camino ascendía un poco antes dealcanzar por fin el nivel normal de lascalles. Se iniciaba allí una anchaavenida flanqueada por casas encaladasque llevaba hasta el ágora, el centro delos pueblos thetianos o delArchipiélago.

Supongo que, debido a las dos

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semanas que había pasado allí durantenuestro desgraciado viaje a Tandaris,conocía Ilthys mejor que otra ciudad delArchipiélago. Sus antiguas calles, conplantas y fuentes, eran reliquias de untiempo anterior al Dominio y noparecían haber cambiado demasiadodesde mi visita anterior. Los murosestaban aún cubiertos de clemátides y deplantas trepadoras tropicales queformaban arcos sobre la entrada de lospequeños patios. Atravesamos unapequeña plaza que recordaba, dondealgunas ancianas conversaban sentadasen un banco de piedra mientras un gatocazaba una hoja sobre las piedras. Quizá

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esas mujeres estuviesen allí desde mipartida... Había cosas que parecíaneternas.

―¿La casa de Khalia se encuentraen el punto más alejado de la costa,verdad? ―preguntó Sagantha. Enfrentede nosotros estaba el ágora y contemplécon detalle la fachada de su templo―.No estoy seguro de cuál es el mejorcamino. Quizá doblando a la derecha.

Giuliana, la discípula de Khalia, noshabía indicado cómo llegar, pero susinstrucciones eran muy vagas. La jovenhabía estudiado con Khalia en Thetia yhabía visitado Ilthys sólo en unaocasión.

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Ninguno de nosotros deseaba entraren el templo, de modo que loesquivamos cogiendo una estrecha calleque salía del ágora y que resultaba másangosta todavía debido a las ánforas quehabía en una de sus aceras, apoyadascontra el muro.

Conseguimos evitar el templo, perosólo tras caminar varios minutos mepercaté de que tendríamos que pasar pordelante del palacio del gobernador.Debimos haber dado la vuelta por elotro lado.

De todos modos, nadie nos prestó lamenor atención cuando avanzamosenérgicamente cruzando otra gran plaza

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por delante del palacio, que parecíaahora desproporcionado pues se habíanelevado las murallas protectoras y se lehabía añadido una torre de vigilancia asu portal. Varios marinos observabandesde allí, pero no se molestaban endetener a los transeúntes, pues en unaciudad de veinte mil habitantes no habíaforma de diferenciar a ciudadanos deextranjeros.

De algún modo yo había adquiridola peculiar idea, la sensaciónomnipresente de resaltar siempredemasiado, de quedar en evidencia.Todavía no conseguía caminar ante unsacrus o un inquisidor sin que se

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apoderase de mí una profundaincomodidad, como si llevase un cartelclamando mi herejía.

El sol tocaba el horizonte cuandoalcanzamos el límite costero de laciudad. En pocos minutos estaría oscuroy las linternas de leños que iluminabanlas calles ya habían sido encendidas.Ilthys era el lugar más thetiano,exceptuando la propia Thetia, y poseíatoda la gama de servicios desarrolladospor los thetianos, desde la iluminaciónhasta un considerable teatro de la óperay un anfiteatro a cielo abierto.

―Giuliana me dijo que es saliendode un patio, justo por aquí ―afirmó

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Sagantha con la mirada puesta en el ladoderecho de la calle―. ¿Aquello es unaentrada? No, no lo es. Ya sabes,tampoco Engare tiene el menor sentidode la orientación. Es un buen doctor,pero dale un mapa y no sabrá qué hacercon él. Quizá sea algo propio de suprofesión.

―¿Engare estaba en el Meridiancuando lo destruiste? ―pregunté.Sagantha se había referido al médico entiempo presente.

―No, por fortuna. Es uno de lospocos oficiales del consejo a quienespuedo tolerar. Engare estaba aún en lafortaleza, buscando a los prisioneros.

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Anduvimos un poco más, pasandopor delante de casas cuyas lucesempezaban a encenderse. De una tabernacon la fachada decorada en blanco ynegro salía un intenso aroma a comida.Subiendo unos escalones había unletrero de madera informando a losclientes de que poseía una terraza quedaba al mar.

Justo pasado el restaurante, elcamino doblaba bruscamente hacia laizquierda, pero seguimos en línea rectapor un pequeño pasaje en dirección a unlargo y estrecho patio encalado que teníaen el centro un par de matas de adelfa.Un grupo de niños jugaba con caballos

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de madera junto a la fuente.―¿Qué queréis? ―inquirió uno de

ellos al vernos. Los otros observabanmudos algo detrás.

―Khalia Mezzarro ―dijoSagantha―. La médica thetiana.

―¿Os espera? ―preguntó unaniña―. No le gusta que la molesten.

―Tenemos un mensaje para ella, deun viejo amigo. ¿Dónde podemosencontrarla?

Los niños todavía discutíanruidosamente cuando se abrió antenosotros la mitad de una puerta doble yel patio se inundó de luz. Apareció unamujer con una blusa entallada y

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pantalones. Su cabello plateado estabacortado con elegancia.

―¿Quiénes sois? ―dijo.―¿Eres Khalia Mezzaro? Nos ha

enviado aquí una discípula suya,Giuliana Barrati. Es un asunto privado.

La mujer hizo una breve pausa.―Soy Khalia ―dijo después.―¿Cómo podemos estar seguros?―No podéis. Tendréis que confiar

en mi palabra. ¿Cómo está Giuliana?¿Disfruta de su exilio en las islas Ilahientre tantos pescadores?

―No ―respondió Sagantha―. Es laúnica doctora de la isla desde que elDominio arrestó a todos los demás y le

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cuesta mucho cumplir con todo.―Se las arreglará ―sostuvo

Khalia―. Es culpa suya, por ofrecersevoluntaria. Le dije que una zona deguerra no sería grata. Entrad.

Nos condujo hacia el salónprincipal, donde dos niños un pocomayores conversaban entre sícolgándose de la barandilla de laescalera. Ella les dirigió una miradareprobadora, les dijo que no dañaran lamadera de la baranda y nos llevó arriba.

El edificio era un laberinto deescaleras y pequeños pasajes, ruidoso ysumamente vital, colmado de gente, queme recordó con cierta nostalgia a mi

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propia familia en Lepidor. Como mipadre era presidente del clan, la casaera todavía más grande, pero mi familiaya era de por sí numerosa y yo, adiferencia de las costumbres delArchipiélago, me había criado rodeadopor decenas de personas. Algunas cosasno cambiaban.

El piso de Khalia estaba una plantamás arriba. Era espacioso y miraba almar hacia el sudeste. A juzgar por elolor a comida, demasiado fuerte paravenir del comedor, debíamos deencontrarnos junto al restaurante.

Estaba oscuro cuando entramos,pero cuando ella encendió las luces me

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percaté de que el piso era másespacioso de lo que había pensado, condos habitaciones separadas por unabóveda y una puerta lateral comunicadacon el exterior. Su decoración eraescasa pero elegante, al estilo thetiano.

―Entonces decidme vuestrosnombres antes de proseguir ―sugirió,pero luego se detuvo y me miró.

―Di «Selerian» ―me ordenó en elmismo tono de voz que hubieseempleado con un paciente, y me pidióque me quitase la ropa para examinaruna herida.

Con repentina inseguridad, obedecíy añadí que me llamaba Cathan.

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―¿Qué sucede? ―exigió saberSagantha.

―Nada en particular ―aseguró ladoctora encogiéndose de hombros.Luego retrocedió unos pasos sobre unasuntuosa alfombra verde, inclinólevemente la cabeza hacia un lado, delmismo modo que a veces lo hacíaRavenna, y preguntó―: ¿Qué mensajeme habéis traído?

―No es un mensaje estrictamente―admitió con calma Sagantha―.Tenemos dos amigos heridos quenecesitan permanecer de incógnito.Ambos han vivido experiencias bastantedesagradables. Giuliana fue la única

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doctora que pudimos encontrar enQalathar y ella misma estaba huyendodel Dominio, de modo que no pudoatendernos de forma apropiada.

Khalia nos dedicó una segundamirada.

―¿Dónde están ellos? ¿En laciudad?

―No. Los hemos dejado en una rayaa unos veinticinco kilómetros. Noestaban en condiciones de caminar hastaaquí.

―En ese caso será difíciltrasladarlos a algún sitio donde puedaatenderlos. Parece sorprenderos quehaya aceptado hacerlo... Soy... fui una

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doctora profesional, pero doctora de lacorte. Permitidme recordaros que antesde dictar cátedra en la Universidad deSelerian Alastre trabajé para variaspersonas notables, siempre porhonorarios considerables.

―¿Es decir que nos cobrarás?―indagó Sagantha con cautela―.Necesitaríamos tiempo para encontrar eldinero.

―Necesitaríais tiempo, pero lo queyo os estoy pidiendo es una historia, nodinero ―dijo Khalia―. Todavía cuidode los ricos y famosos de Ilthys: elgobernador, el antiguo gobernador, eleventual sacerdote, los ricos

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comerciantes... Con eso quiero decir queme las compongo bastante bien por mímisma. No es un mal retiro y ademássigo con mi cátedra. No necesito vuestrodinero, pero, por otra parte, tenéis cosasque contar, y uno de vosotros tiene unahistoria en especial que ardo en deseosde escuchar.

Miré a Sagantha, preguntándome quépensaría de todo aquello. Se habíadejado crecer una barba que ocultaba enparte sus facciones y lo volvía menosreconocible, pero que a la vez hacía másdifícil leer sus expresiones (no porqueantes me resultase muy sencillo leerlas).

―Me parece que no tenemos

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elección ―opinó Sagantha dirigiéndosea mí―. No en el estado que se encuentraRavenna.

Estuve de acuerdo: sóloacompañarla en sus padecimientos mehabía destrozado los nervios. Ravennaera una enferma terrible y rehusabaincluso admitir que las costillas rotaslimitasen en lo más mínimo sumovilidad. No había aceptado ningunode nuestros cuidados, como si noestuviese incapacitada en absoluto. Porfin había reconocido que debía ver a undoctor. Estaba preocupado por elladesde que la atendió Engare. Si lasheridas internas eran tan profundas,

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¿quién sabe qué otros problemas podríasufrir?

Khalia se volvió todavía más bruscay resuelta, interrogándonos con detallesobre los dos pacientes, su edad,condición, cuáles pensábamos que eransus heridas, qué las había ocasionado.Escribió con velocidad nuestrasrespuestas en una tablilla de cera,acercándose a una lámpara para vermejor.

―En lo que respecta al hombre, hanpasado unas dos semanas desde quesufrió las primeras torturas, por lo queno debería sufrir nada que amenace suvida; si sus heridas no se han infectado

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todavía, es poco probable que se sucedaahora. Supongo que sólo deberésometerlo a una limpieza exhaustiva. Lamujer, en cambio, tendrá que descansary ser controlada. Eso implica quedeberéis traerla aquí.

―No podemos dejar la raya en elpuerto ―objetó Sagantha―. La robamosde un buque insignia imperial y llamademasiado la atención.

―Me proporcionas estas pequeñasperlas con mucha habilidad ―comentóKhalia―. ¿Hay alguna otra cosa quedeba saber?

―Aquí hay personas que podríanreconocer nuestras caras.

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―Claro que sí ―afirmó ella conironía―. El único motivo sensato por elque puedes dejarte crecer esa barba esque intentes ocultarte de alguien. Ahora,no hay manera de hacer nada hastamañana. Los portales se cierran alanochecer. No es que sea necesariocerrarlos, al menos no en esta isla, peroel nuevo gobernador insiste en ello.

―¿Y la flota pesquera nocturna?―No os ayudarán. No a menos que

seas Ithien Eirillia disfrazado.Mantienen una absurda lealtad hacia esehombre. Quizá sea por su encantopersonal o quizá por algunos favoresque les hizo mientras estuvo aquí. En

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todo caso, navegan hacia el sudeste yvosotros debéis ir hacia el oeste. No.Los que podrían ayudarnos son lospescadores diurnos y tengo algunosconocidos entre ellos.

―¿Te merecen confianza suficientepara cargar a alguien en camilla portoda la ciudad? ―preguntó Sagantha conincredulidad―. Eso es difícil de creer.

―¿En camilla? ―dudé, ignorando siSagantha había perdido el juicio―.¿Pretendes que Ravenna sea trasladadapor la ciudad en una camilla? ¿Cuántohace que la conoces?

―Hará lo que yo le diga ―afirmóKhalia, terminante.

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―Eso espero ―repuse―. Ravennadebe de estar preocupada. Noesperábamos tardar tanto.

―Traerla ahora implica demasiadoriesgo. Si alguien os descubriese,seguiría el rastro hasta aquí y mecomplicaría la vida.

¿Podíamos dejarlo para el díasiguiente? No me preocupaba unaeventual huida de Amadeo, pero ¿quésucedería si hubiese cualquier otroproblema? ¿Algo que no hubiésemoscalculado, como un nuevo desperfectoen la tan dañada raya? Ya estababastante maltrecha después de atravesartres mil doscientos kilómetros de océano

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tras la batalla con el Meridian.―No tenemos opción ―sostuvo

Khalia―. Buscaré una habitación dehuéspedes para que podáis dormir, ydisfrutaréis de la hospitalidad de mifamilia. Pasada la noche, deberéis pagarpor vuestro alojamiento. Son tiemposduros y el comercio va lo bastante malpara que la gente necesite todo el dineroque pueda obtener. No dudo que algunode vosotros posee una considerablecantidad de dinero a su disposición.

―¡En este momento pagaría porcualquier cosa que se pareciese en algoa una cama! ―exclamó Saganthaexhibiendo una fatiga quizá exagerada.

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Los daños causados por la batalla sólohabían dejado camas disponibles en laraya para Amadeo y Ravenna. Saganthay yo habíamos tenido que dormir ennuestros asientos o en el suelo desde elmomento en que habíamos zarpado deKavatang.

Cenamos con Khalia (y no con todasu familia) la que fue nuestra primeracomida propiamente dicha tras dossemanas de alimentarnos con lasraciones de supervivencia de la raya. Ladoctora tenía un gusto muy caro para losvinos y era evidente que no le faltabadinero para pagarlos. Según la tradiciónde Thetia, trajo el vino azul al acabar la

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comida. Llenó dos copas, pero al llegara la tercera sólo sirvió vino hasta lamitad. Esa última me la dio a mí.¿Estaba siendo deliberadamente ruda?

―Si bebes más que eso, estarásinconsciente hasta la mañana ―señalóella, que se alejó para sentarse en elconfortable diván del salón principal―.No es muy elegante, pero sé lo fuerteque es el vino azul.

―¿Y cómo sabes que no tolera labebida? ―preguntó Sagantha―. ¿Tannotables fueron esos pacientes tuyos?

―Permitiré que hagáis vuestraspropias conjeturas. Ahora, Cathan, deboconfesar mi interés por saber quién es

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ese hombre que se siente forzado aocultar su rostro tras una barba tanexagerada. Quiero escuchar tu historia.

―¿Por qué te interesa tanto?Khalia me dirigió una fría mirada.―Soy una doctora, una médica

según prefieren llamarse a sí mismos losdiscípulos ahora. He pasado mi vidaaliviando las enfermedades de la élitethetiana. Conozco todos los secretos ychismorreos de los últimos treinta; a lagente le resulta difícil ocultarle lascosas a su doctora. Los conozco, perono los divulgo. Dado que he nacido enThetia, tuve la oportunidad dededicarme a la verdadera medicina en

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lugar de ser tan sólo una comadrona, quees todo lo que se le permite a una mujeren los continentes bárbaros. De hecho,no he ayudado a venir al mundo amuchos niños: la corte tiene sus propiascomadronas y nunca fui una de ellas. Nideseaba serlo. Pero recuerdo muy bien alos pocos niños cuyos partos asistí, enmuchos casos más que a mis pacientesadultos. Sólo participé en partos cuandono había nadie más o cuando algunaamiga especial me lo pedía. Haceveintiséis años, una de mis mejoresamigas dio a luz durante una noche en laque todo, pero todo, salió mal. En elpalacio reinaba el caos, había guardias

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por todas partes y su majestad imperialiba de aquí para allá como una gaviotaatrapada, tan indeciso como siempre.Hubiese sido un parto perfectamentenormal, de no ser porque una de lascomadronas había envenenado a lamadre.

―¿Envenenado? ―exclamóSagantha―. Pero ¿y el juramento...?

―El Dominio puede absolver a lagente que no respeta un juramento―prosiguió Khalia―. Estamoshablando de la corte thetiana, dondetodo tiene un precio. En aquel caso, unade las otras comadronas tuvo la sensatezde llamarme y conseguí administrarle a

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la madre un antídoto. El niño nació sinproblemas y, tan pronto como corrió lanoticia, una falange de mujerespertenecientes a una de las órdenes deenfermeras del Dominio marchó hacia elpalacio con instrucciones del primado.Debían buscar a la madre. Sólo yoestaba al tanto y me preocupaba elmotivo de su llegada. Por eso, en cuantome echaron de la cámara recurrídirectamente al canciller. El furtivoviejo zorro encontró un trozo de papelcon la firma del emperador, falsificó undecreto imperial y me acompañó deregreso a la cámara. Nos acompañaronunos pocos soldados, un destacamento

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de la guardia femenina de la emperatrizy una decena de legionarios de lanovena brigada. Todos juntos vaciamosla cámara en unos pocos segundos. Yoignoraba en qué comadronas podíamosconfiar, de modo que me vi forzada atraer el segundo niño al mundo con mispropias manos, rodeada por guardiasarmadas y con el capellán del palacioaporreando la puerta y maldiciéndonos atodos. Para entonces yo ya habíaterminado y la madre estabainconsciente, pero el niño se encontrababien. Mi responsabilidad estaba con lamadre, de modo que le di el niño a unade las guardias y le dije que buscara al

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canciller Baethelen. Supongo que sabéislo que ocurrió. Baethelen les mostró laorden imperial a los soldados y les dijoque su misión era asegurar la salud delniño. Se produjo una lucha en lospasillos, pero él huyó y desapareció conel recién nacido. Nunca volví a ver aBaethelen, ni había vuelto a ver alpequeño... hasta ahora.

Khalia me miró fijamente a los ojos.Desde el principio de su relato yo

sabía bien de quién hablaba, pero habíaevitado con cuidado mencionar algúnnombre. Baethelen había pasado ya a lahistoria, pero no mi madre.

¿Había sido en efecto esa mujer

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quien me había traído al mundo y habíasalvado a mi madre durante aquellacaótica noche en Selerian Alastre uncuarto de siglo atrás? El Dominio habíaintentado eliminarme, del mismo modoque a mi tío Aetius. Él había sido criadoen Haleth, donde había ascendido deacompañante de la realeza a general,hasta que se le presentó por sí sola laoportunidad y se convirtió en elemperador Aetius.

―¿Comprendes ahora por quéquiero oír tu historia? ―dijo Khalia conun tono algo más amable―. Tu madresobrevivió pero nunca llegó a conocertey tu hermano se convirtió en un

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monstruo. ¿Has llegado a conocerlo?―Sí ―asentí―. Tú has accedido a

sanar algunas de las heridas que élcausó.

―No será necesario que le cuenteeso a tu madre cuando le escriba. Ya losabe.

―¿Te escribes con mi madre?―exploté, incapaz de esconder lasorpresa que se apoderó de mí.

―Todos los meses. Por eso deseoescuchar tu historia, para podertransmitírsela. Además, a primera vistame pareces bastante racional y humano.Muy diferente de tu hermano.

No me sentía demasiado racional en

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aquel momento. No después de lo quehabía sucedido en el juzgado delconsejo. Pero si esa mujer secomunicaba de verdad con mi madre,Aurelia, si ella aún estaba viva y sehabía reunido con su gente comosospechaba Palatina...

―Ya te he ofrecido la mitad de lahistoria, de manera que me debes más.Sé todo sobre la vida de Orosius. Ahoraquiero conocer la tuya, Carausius.

Así que ése era mi verdaderonombre. Siempre me había preguntadocuál era. No podía ser Cathan, ya queese nombre, que me había asignadoBaethelen, no acababa en «us» ni en

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«tino». ¿Sentía ahora algún placer alconocer esa revelación? El nombresignificaba muy poco para mí. Nuncahabía querido ser un Tar' Conantur yestaba perfectamente conforme con elnombre que había llevado toda la vida.

―Soy Cathan ―sostuve enfrentandosu mirada.

―Lo entiendo ―respondióasintiendo―. Prosigue.

Fue extraño y en algún sentidodifícil hacer un balance de mi existenciadurante un par de horas en compañía deaquel astuto almirante y la serenadoctora thetiana perteneciente a otraépoca. Los sucesos de aquella noche, la

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misma Selerian Alastre, me parecían tandistantes entonces como la superficie delas lunas. El detalle que Khalia habíarevelado sin saberlo, que alguien habíaintentado matar a Aurelia la noche de minacimiento, no era en realidadsorprendente. El Dominio solía hacercosas así.

Y también el consejo, pensérememorando mi permanencia en laCiudadela, intentando olvidar lo felizque había sido allí y la facilidad con laque había creído todo lo que me habíandicho Ukmadorian y sus compañeros. Suhistoria había resultado ser tan parcialcomo la del Dominio, y yo me había

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mostrado tan crédulo como los demás.Quizá eso se debiese a que nos habíancogido cuando todos éramos aún lobastante jóvenes e idealistas paraaceptar sus palabras sin cuestionarlas,fascinados por tener en qué volcarnuestras energías.

No me gustaba contar mi propiahistoria y salió de mis labiosdescolorida, vacilante y apresurada. Nole dije a Khalia nada sobre mí que elDominio, o en particular Sarhaddon, nosupiesen ya, y me dejé en el tinteromuchas cosas. Ella debía de saber loincómodo que me sentía, pero me dejóseguir.

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Algunas cosas eran difíciles deexplicar sin decirle quién era Ravenna,algo que no pensaba revelar. Sarhaddonlo sabía, pero no eran muchos más losque estaban al tanto y enterarse sólo lecomplicaría a Khalia la existencia.

A la doctora le intrigaba la ideasobre las tormentas, pero tras la traiciónde Memnón en Tehama expliqué tanpoco como pude. Sólo mencioné la idea,pues eso era lo que causaba tanto temoral Dominio y a sus aliados en Tehama.Permitir que otra persona lo supiesesólo podía entorpecer sus intentos desilenciarme.

Era muy tarde cuando terminé mi

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relato, y los tenues sonidos de gritos yrisas provenientes del pasillo ya habíandesaparecido. Para entonces la mayorparte de los miembros de la familiadebían de estar durmiendo (yo tambiéndeseaba dormir). En una situaciónnormal la caminata no me habría traídoningún inconveniente, pero tras tantainactividad forzada en la raya no meencontraba en forma.

―Has sido el más afortunado de tufamilia ―concluyó Khalia―. Cuando setiene un título se pierde el control sobreel propio destino. Cuanto más elevadoes el título, menos control tienes, hastaque te designan emperador y descubres

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que lo has perdido por completo. Tupadre se sintió asfixiado por el poder;nunca debió haber sido emperador. Elpoder destruyó también a tu hermano.Los Tar' Conantur han sabido qué difíciles estar al mando, sobre todo desde que,a diferencia del resto de Thetia,decidieron perpetuarse mediantematrimonios concertados. Los herederoseran libres de escoger a alguien de sugusto, siempre y cuando perteneciese aExilio. No había tiempo para loshabituales matrimonios entre familiares.

―La realeza tiende a eso, ¿verdad?―comentó Sagantha con cierto desdén.

―También la nobleza. Preservar la

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sangre azul es una cosa, pero la cosacambia si eres consciente de quemantener la costumbre multiplica en tufamilia los casos de idiotez. Por ciertoque los exiliados han aportado suspropios problemas: la mayor parte delas mujeres de Exilio sólo pueden dar aluz una vez. Nadie conoce el motivo,pero parece que por eso siempre tienengemelos. Tu abuela, Cathan, fue una delas excepciones, pero es evidente porqué tu familia está tan cerca deextinguirse.

―¿No es eso lo mejor que puedesucederles? Exceptuando al que nosacompaña ―dijo Sagantha.

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―No ―sostuvo ella con firmeza―,pero tú, Cathan, tienes la libertad decasarte con quien quieras. De hecho, hastenido la oportunidad de hacer con tuvida más o menos lo que te ha venido engana.

―Bastante menos que más―subrayé.

―No te quejes. Nadie ha tenidoéxito en su intento de obligarte a aceptaruna corona que no deseas. Después detodo, lo ha intentado gente muy tenaz.Aplaudo a cualquiera que haya podidoenfrentar a la vez a Ithien, Mauriz yPalatina. Y Palatina era una jovenrealmente decidida cuando la conocí.

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Abandoné las prácticas en el palaciodespués de que Tanais comenzó aenseñarle. Pretendía que ella fuesedestinada al ejército, pero según tengoentendido consiguió salirse con la suyaincluso frente él.

Eso me sorprendió. No sabía queTanais tuviese ningún proyecto para ella,aunque, a juzgar por lo que sabía de él,me lo debería haber esperado.

―Tanais ha regresado ―señalóSagantha―. Lo he oído hace unosmeses.

―¿Es información oficial?―preguntó Khalia.

―No.

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―No creo que sea cierto, o mehabría enterado. Aún tengo informantesen la corte, aunque no he hecho tantosamigos entre los militares como hubiesesido necesario. El Dominio y ellos sonquienes manejan los hilos, pero lossacerdotes son tan aburridos... Puedenresultar interesantes como individuos,pero todos los no thetianos seescandalizaron al encontrar a una mujeren ese cargo. Son realmente ridículos.―Khalia negó con la cabeza yprosiguió, aunque menos entusiasta―:El nuevo emperador trajo consigo todassus actitudes bárbaras y apenas quedanmujeres en la corte. Disolvió incluso la

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guardia de la emperatriz, argumentandoque no podía soportar la visión demujeres con armadura y que al no existiruna emperatriz para proteger resultabaninnecesarias.

Para tratarse de una doctora retirada,Khalia parecía muy bien relacionada.Debía de haber sido casi una cortesanapor mérito propio y sumamenteinfluyente.

Khalia hizo a un lado la copa y seincorporó.

―Habéis pagado vuestro precio. Yahe enviado a alguien para organizar loque necesitáis. Por eso, caballeros, osrecomiendo dormir un poco. Los

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pescadores parten a primera hora de lamañana y no será una travesía tranquila,eso puedo asegurarlo.

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CAPITULO XX

Las gaviotas chillaban sobrenuestras cabezas cuando la flotapesquera zarpó en dirección a la costasur de Ilthys, todos con los ojosclavados en la proa, observando lasverdes aguas más allá de las montañas ybosques de la isla. Desde mi ventajosaposición en el bauprés, para no estorbarel paso de la tripulación, podía ver ellecho marino a través de lastransparentes aguas.

Sólo la irregular franja de arenasclaras interrumpía el colchón de algasque cubría con delicadeza el fondo a

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unos diez metros de profundidad. Pudedivisar peces grandes, como un joventiburón blanco buscando comida, perotodas las especies pequeñas estabanescondidas tras la ondeante fronda delas algas. Allí eran muy bajas, perohabíamos escondido la raya debajo dealgunas gigantescas, lo bastante altaspara cubrir a un hombre.

A estribor pude ver otro navío consus velas triangulares flameando a la luzbrillante del sol, avanzando junto a lacosta sin prisa aparente, deteniéndosecada tanto para hacer subir a alguien.Estas zonas pesqueras eran muy ricas,pero las presas mejores debían ser

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capturadas individualmente en el fondodel mar o atrapadas en caletas, lo queera un esfuerzo demasiado grande paralos marinos. De tanto en tanto, cuandolas cosas iban bien, los pescadoressalían para pasar el día capturando lasespecies más escurridizas pero a la vezmás valiosas que escondían loscolchones de algas. La mayor parte deltiempo no valía la pena intentarlo.Sagantha había pagado una sumaconsiderable para que esa tripulaciónaceptase realizar el viaje. No lepregunté de dónde había sacado eldinero. Supongo que lo habría sacado delos fondos del Anillo de los Ocho o

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quizá poseyese un vale de alguna familiatanethana que trabajaba en la ciudad.

―Pasaremos muy cerca de esa nave,creo que se llama Colibrí ―declaróSagantha, cruzando la cubierta parareunirse conmigo con una red de pescaen las manos. Llevaba una túnica depescador y sandalias de esparto, muydistintas de sus antiguas galas de virrey.Sin embargo, daba el tipo físico parapasar por un auténtico pescador y sabíalo que hacía; había habido pescadoresen la familia de su madre, allá por lasislas del sur.

―¿Demasiado cerca?―Es difícil decirlo. No podemos

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pescar en sus aguas, pero no deberíahaber problemas mientras mantengan ladistancia. Tendremos que preocuparnossólo si deciden efectuar la capturaexactamente en el mismo espacio, y noveo por qué motivo lo harían. Por ahoraestán pescando en mar abierto y nuestratarea es muy diferente.

Inspeccionó con detalle la ballesta,ajustando el mecanismo que dispararíael delgado y punzante arpón variosmetros bajo el agua. El sedal de la boyaestaba enrollado con cuidado mas atrás,sujeto en su posición exacta. Sin dudaSagantha recordaba lo que habíaaprendido de niño. Eran armas

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preparadas para lanzar un único disparo,demasiado incómodas para recogerlasdurante la captura, y era preciso que lasmanipulase una persona muyexperimentada para usarlas con éxito.

―¿Han encontrado la raya? ―dije,ansioso.

Sagantha negó con la cabeza.―Sólo la encontrarán si la buscan.

El problema es que, al parecer, elcapitán del Colibrí es un hombre muyreligioso y no aceptará participar ennada que pueda afectar al Dominio. Sisaliese mal, tendríamos que persuadirlode que lo nuestro no tiene nada que vercon los inquisidores, sino que se trata de

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una intriga imperial. Por su ubicaciónestratégica, Ilthys siempre ha estadoinvolucrada en uno u otro complot.

Clavé los ojos en el Colibrí, queseguía su curso en mar abierto,avanzando aproximadamente endirección a nosotros. Pude divisar labahía en forma de botella dondehabíamos dejado la raya, una aberturaentre dos masas rocosas, casi doskilómetros más adelante. Ante esasituación adversa, nos veríamosforzados a cambiar de táctica.

Casi toda la tripulación del EstelaBlanca estaba reunida en cubierta juntoal palo mayor, preparando los arpones y

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las redes que utilizarían para bloquearlas vías de escape de las presas. Losayudé como pude, pero resultaba másuna molestia.

Alcé la mirada otra vez hacia losacantilados cuando viramos, dando unavuelta en nuestra aproximación a labahía y a los verdes bosques más allá.Aquello era lo que en Ilthys seconsideraba costa agreste, aunque vivarias casas de campo blancas dispersastierra adentro, rodeadas de bancalescultivados con jardines y orquídeas. Elsuelo debía de ser muy fértil en lasladeras de la montaña, pero muy pocagente se había afincado allí debido al

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bosque.Ahora el Colibrí estaba algo más

lejos y suspiré con alivio. Estabademasiado lejos para llegar a la bahíaantes que nosotros, y, aparentemente, unavez que estuviésemos allí nadie nosmolestaría. No podrían pescar ennuestras aguas.

Varias rocas con extremos afiladoscomo dientes sobresalían en el mar anuestro lado mientras entrábamos en labahía, navegando sobre más lechos dealgas.

―¡Aquí está bien! ―gritó elcapitán―. ¡Echad anclas!

Cuando el navío se detuvo, el

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capitán se aproximó a nosotros.―¿Dónde se encuentra la raya? ¿De

qué lado? ―preguntó mientras hundíauna mano en las verdes aguas. Era unhombre bajo y locuaz, bien afeitado, conaspecto más de pequeño comercianteque de pescador.

―Por allí ―dijo Saganthaseñalando hacia la izquierda, donde unoscuro manto de algas rodeaba otrasrocas traicioneras. Se trataba de unrincón de la ensenada al que ningúnbuque se atrevería a llegar.

―Muy astuto ―advirtió elcapitán―. Pero tendréis que nadar unlargo trecho. Esto es lo más cerca que

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podemos ir.―Traeremos la raya aquí. ¿Tienes

una silla de contramaestre parasubirnos?

El capitán asintió.―Buena suerte ―añadió a

continuación.Algunos miembros de la tripulación

ya estaban en la barandilla de babor,preparándose para la primera captura.Las sogas crujían mientras elevaban conuna polea una plataforma flotante haciaun lado y la afirmaban a la nave. Era lobastante grande para que los hombres sesubiesen a ella armados de arpones ylargos cuchillos levemente curvos.

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Esa era aún una expediciónpesquera, de modo que debimos esperarnuestro turno hasta que tres de las balsasdel navío estuvieron listas. Mi pelo yaestaba lo bastante largo para molestarmey me lo cortaría tan pronto comopudiese. Pero por el momento me lo atécon un andrajoso trozo de tela. Ayudé aSagantha a bajar los equipos y luego fuitras él bajando por una escalerilla decuerda hasta la movediza balsa. Habíaallí espacio más que suficiente paranosotros dos, aunque su capacidad severía muy reducida si se unía a nosotrosun pez de tamaño considerable o untiburón.

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La húmeda madera de la balsa teníaaquí y allá manchas oscuras, sin dudasangre de visitas previas, aunque latripulación las había limpiado lo mejorposible.

Fue arduo remar para alejarnos delbarco y avanzamos con lentitud hacia lasrocas. La distancia era de unos cincuentametros y no había ninguna corriente quenos empujase. Se sumaban también otrosproblemas: pronto descubrimos que labalsa tendía a inclinarse hacia laizquierda debido a un madero torcido ensu base y uno de nosotros debía remar amayor velocidad sólo para mantener elequilibrio.

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Oí gritos a mis espaldasrespondiendo a alguna llamada y mevolví para ver. Tres o cuatro hombresestaban aferrados a la barandilla delnavío anclado. La segunda balsa flotabavacía a unos cien metros de la misma;sus hombres debían de haber divisadoalguna presa importante.

Ahora teníamos el fondo de algasmucho más cerca y pude observar pecesmás pequeños de brillantes coloresnadando entre las hojas, eludiendo elpaso de mi remo cada vez que seentrometía en su camino. Todavía nohabía a la vista ningún pez grande, perodebía de haber tiburones en la bahía. Lo

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importante era su tamaño y si seconsideraban comestibles. En caso dever alguno tendríamos que ir tras él,aunque había otros peces más comunes yfáciles de capturar. Especies abundantespero menos apreciadas por los gourmetsthetianos de la alta sociedad de Ilthys.

Ya estábamos bastante cerca, pero lainclinación de la balsa daba cada vezmayores problemas. No es quecorriésemos el riesgo de hundirnos, perosí de quedar varados en alguna rocadebajo de la superficie.

―En esta parte las algas están másprofundas ―dijo Sagantha―. Haciaaquí trajimos la raya. Deberíamos

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detenernos y dejar espacio suficientepara sacarla a flote.

Sin duda, Ravenna y Amadeohabrían detectado nuestra presenciamucho antes y estarían preocupados porel peligro de haber sido descubiertos.Era hora de tranquilizarlos. Cogí unextremo de la soga de amarre y mezambullí en el agua, buceando haciaabajo hasta que encontré una roca en laque fijarla. Entonces miré alrededor enmedio de la penumbra, a través de lasondulantes algas, en dirección a la raya.

Como siempre, fue un placer volvera estar en el agua, sobre todo allí, dondeel mar era tan maravillosamente cálido y

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colmado de vivos colores. Me mantuvebastante cerca de la superficie, puesaunque las algas no eran de ningunaespecie peligrosa, sus raíces podíanesconder desagradables sorpresas.

Ante mí había una inmensa yprofunda mata de algas, más o menosparalela a la cara posterior delacantilado, donde habíamos ocultado laraya. Me incliné hacia un lado buscandoun sitio donde las plantas fuesen menosdensas y me metí de lleno sintiendocómo sus frondas me acariciaban la piel.

La raya seguía allí, apoyada contrael otro extremo de la mata y posada enun espacio abierto cubierto de arena.

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Por una de las ventanas de la cabina vidurante un segundo el rostro preocupadode Ravenna. Luego se relajó y sonriómientras me saludaba con la mano. Eranecesario que hiciese emerger la navepara que yo la abordase.

Me retiré, manteniendo la distanciamientras Ravenna llevaba lentamente lanave a la superficie. A continuaciónnadé hacia arriba y esperé a que abrierala escotilla.

―¿Estáis con los pescadores?―preguntó, inquieta, señalando hacia elnavío.

―Alquilamos su barco por el día―dije aferrándome a una aleta de la

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raya―. Sagantha quiere acercarlo tantocomo sea posible y luego hacerosdesembarcar.

―Pero nos verán desde los pueblos.―No por mucho tiempo ―sostuvo

Sagantha, que había aparecido a miespalda y se quitaba el pelo de losojos―. Aunque sería mejor queregresemos en la balsa.

―¿Y qué haremos con la raya? ―lepreguntó Ravenna―. Olvidé decirlocuando os marchasteis, pero si todosvamos a Ilthys será inevitable dejarla enla superficie.

―Uno de nosotros deberápermanecer aquí ―afirmó Sagantha

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mientras se aferraba a otra aleta―. Miintención era viajar a otras islas. Tengoallí muchos contactos antiguos.

―¿Y si alguien te delatase o si tedescubriesen?

―Eso no sucederá ―replicó sinmás―. Y habréis ganado otros aliados.Es una lástima que hayamos tenido quevenir aquí; conozco a mucha gente yendohacia el sur. En todo caso, van y vienende Ilthys suficientes naves para quepodáis huir sin dificultad. Por elmomento no estáis en condiciones dehacerlo.

―Entonces habéis encontrado a ladoctora―dijo Ravenna―. ¿Es buena?

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―Sí. Mantiene antiguas relacionescon la corte, pero es digna de confianza.Ahora, si me permitís entrar en lacabina, regresaremos al navío pesquero.Cathan, vuelve a la balsa y hazlesseñales de que vamos para allí.Enviarán a más hombres para ocuparnuestro lugar, de modo que tendréis quenadar.

Eso no era ningún problema para mi,de modo que solté la aleta y nadé deregreso atravesando las algas. Ahora lohice con más lentitud, disfrutando de miviaje submarino y escogiendo una rutamenos directa, más cercana a las rocas.Junto a las mismas crecía un tipo de alga

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diferente, una especie de vivo color azulverdoso. Me resultaba familiar pero nose me ocurrió dónde la había visto antes.

Como tenía tiempo para investigar,me acerqué a verlas. No parecíanvenenosas y había algo en la forma desus hojas que recordaba a una campana.Superaban en exhuberancia a cualquierplanta marina que pudiera recordar y, alparecer, ésos eran sólo ejemplarespequeños.

Desprendí una hoja y la froté entrelos dedos. No había ninguna razónespecial para que tuviese que reconoceresa planta, y no era biólogo. Sinembargo, me intrigaba por algún motivo.

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Debió de ser el súbito cambio depresión lo que me alertó. Me alejé de laplanta, impulsándome con las piernaspara subir a la superficie. Pero algopasó a mi lado rozando mis pies yrasgándome la piel. Apenas tuve tiempode percatarme cuando mi atacante diomedia vuelta preparándose para unasegunda embestida.

Entonces saqué la cabeza a lasuperficie y lo perdí de vista unmomento. Las rocas estaban todavía avarios metros.

Volví a sumergir la cabeza, buscandodesesperadamente la lisa forma grismientras pataleaba a toda prisa.

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¡Ahí estaba! ¡Por los dioses, aquellono era de ese lugar! Era un monstruo, unjoven leviatán con agudas fauces y uncuello largo y flexible. Quizá demasiadolargo para moverlo con rapidez, pero seme acercaba tan de prisa como podíafijando en mí uno de sus ojos. Llegué ala primera de las rocas, me aferré a ellay maldije al cortarme la mano con algopuntiagudo. Sacudí la mano y salí amedias del agua. No parecía haberningún sitio plano para salir porcompleto y, al encontrar un borde al quepude aferrarme, esperé un instante. Aúnpodía ver la silueta del leviatánmerodeando en mi busca.

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¡Los leviatanes no atacaban a lagente! Eran carnívoros, pero sealimentaban de peces pequeños ycarroña. Su boca no era de ningún modolo bastante grande para ingerir una presade mi tamaño, aunque sus dientesbastarían para matarme si mordían enlos lugares precisos. ¿Qué le sucedía aese ejemplar?

Y, sin embargo, me atacaba. Apretélos dientes y me impulsé fuera del agua,trepando con dificultad a la roca máscercana, justo a tiempo para evitar elcontacto de sus fauces. Al hacerlo, melastimé una pierna y un brazo. Eranrasguños pequeños, pero sangraban. Me

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eché hacia atrás en el momento en que elleviatán llegó a la roca. Su pequeña yaerodinámica cabeza asomó del aguapor un instante con los ojos fijos en mí.Apenas había en aquella zona unostreinta centímetros de agua por encimade las rocas, y otro canal corría a unospocos metros.

Sin duda lo guiaba el olor de lasangre. Tenía que alejarme del agua.

Intenté atraer la atención de uno delos barcos de pesca. Alcé las manos ylas agité mientras gritaba tan fuertecomo me atreví, pero nadie pareciópercatarse de mis gestos. El leviatán semovía ahora rodeando las rocas,

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buscando una abertura para atravesarlas.La costa estaba a más de doce

metros y daba la impresión de existirotro sector de mar abierto en el extremoopuesto. Si pudiese conducir a lacriatura hacia la zona menos profunda,varándola momentáneamente, quizápodría escapar.

Seguí moviéndome sobre las rocas.En su mayor parte estaban cubiertas dealgas y resultaban resbaladizas. Volvíala mirada cada muy pocos segundos paraconstatar dónde estaba el leviatán. ¡Sitan sólo estuviera en una isla desierta enmedio de la nada! Pero emplear lamagia allí alertaría a los magos del

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Dominio y los conduciría directamentehacia nosotros.

Llegué de pronto a un lugar de aguasmás profundas donde las rocassobresalían cada vez más y, alvolverme, descubrí que había perdido elrastro de la criatura. ¿Dónde estaría?

Debía de estar cerca de mi, en algúnsitio a mis espaldas, pues yo habíasalido del agua. Y no podía estar a miderecha pues allí las rocas superaban lasuperficie en casi dos metros. ¿Dóndemás podía estar? No me atrevía a dar elpaso siguiente sin saberlo... ¿Se habríavisto obligado a dar la vuelta?

Algo me tiró violentamente de los

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tobillos y sentí que resbalaba sobre lastraicioneras algas, deslizándome haciael agua. Reaccioné tarde y sentí que elagua me cubría la cabeza.

Tuve que cerrar los ojos un segundo,forzándome a permanecer bajo el agua.Eso era una fosa con doble salida. Miréa un extremo pero no conseguí ver nadamás allá de las rocas. ¿Sería una fosaciega?

Entonces miré al otro lado y mequedé paralizado al toparme con unamasa animal a unos siete metros dedistancia, con una estrecha cabeza y losojos clavados en mí. Tenía la bocaligeramente abierta, mostrando unos

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dientes finos y agudos como estiletes.Me observó por un momento,

meciendo la cabeza hacia un lado y otrocomo una serpiente. Me había habituadoa mantener enfrentamientos visuales conotros humanos, pero nunca con unagigantesca criatura marina como aquélla.

Alguna cosa me pinchó la espaldapero no me moví, deseando mantener ala criatura quieta el tiempo suficientepara pensar una estrategia. Estabademasiado cerca para volver a intentarsalir del agua. Mis posibilidades deéxito dependían de evitar que memordiese las extremidades, pues micuerpo era demasiado grande para él.

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¿Qué podía utilizar como arma?, ¿algúnmadero a la deriva?, ¿piedras sueltas?Busqué algo desesperadamente, pero nopude ver nada más que algas y arena.Más de esas algas extrañas queestudiaba cuando sufrí el primer ataque.

¿Podría enredarlo de algún modo enlas algas el tiempo suficiente paraescapar? No, no había tantas algas y nome daría tiempo.

De hecho, el tiempo ya se estabaacabando. La criatura no hacía más queesperar un movimiento mío, cualquiergesto que le permitiese vencerme confacilidad.

Aún estaba pensando cuando empezó

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a mover las aletas y se lanzó haciaadelante. Horrorizado, lo único queatiné a hacer fue nadar otra vez haciaarriba para quitarme de la línea de suembestida.

Un dolor penetrante se apoderó demi tobillo. No había sido lo bastanteveloz. Sacudí la pierna hacia adelantecon espanto y descendí buscando elcuello de la criatura. Sus dimensioneseran demasiado grandes para caber através del canal, de modo que tenía quemoverse con lentitud, por encima delagua. Su piel era increíblementeabrasiva y raspó mis brazos cuandotrepé sobre su cuello, pero por un

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momento estuve seguro: el leviatán noera lo bastante flexible para alcanzarmeallí con aquellos malditos dientes.

Mientras la criatura volvía aretroceder, divisé en las aguas una nubede mi propia sangre. Apenas un par desegundos más tarde volvía a estar enmar abierto, retorciéndose hacia unlado, casi en círculo. Doblaba su cuellotanto como podía intentando morderme,pero no lo consiguió. Todos susmovimientos, sin embargo, me causaronnuevas raspaduras en los brazos.

Vi la silueta de otros peces en elagua, pequeñas formas plateadas quepor un instante parecieron ser pirañas.

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Tras nadar graciosamente volvieron aalejarse y sentí un enorme alivio. De serpirañas, pasado un tiempo se habríanacercado, y no había modo deenfrentarme a ellas. Pequeñas ysanguinarias, podían desgarrar a un serherido en cuestión de minutos. Hubiesesido para ellas un plato fácil.

El leviatán se irguió y volvió aavanzar hacia las rocas moviendo lasaletas con un ritmo lento y deliberado.Se contorsionaba, girando el cuellohacia los costados y luegoenderezándolo hasta ponerlo a la mismaaltura del resto del cuerpo.

Me di cuenta demasiado tarde de lo

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que intentaba hacer y salté de su cuelloapenas a tiempo para caer lejos de él yde las rocas, esquivando por poco ungolpe de sus aletas traseras.

Mientras el leviatán empezaba anadar en círculos sobre el lecho dealgas, yo escalé las rocas, pero o bien labreve lucha había agotado por completomis energías o subirlas requería unesfuerzo mayor del que calculé. Depronto sentí como si intentase nadar enmelaza.

Entonces, sin nada que me hicieseadvertirlo, vi una sombra sobre el lechode algas y un arpón se deslizó en el aguaen dirección al leviatán como si fuese a

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cámara lenta. En el último momento, lacriatura nadó haciéndose a un lado. Parami alivio, se alejó hacia aguas másprofundas en lugar de seguiracercándose a mí.

El pescador se acercó en seguida, ¿oera una pescadora? No me encontraba enun buen ángulo para distinguirlo.Todavía me impresionaba lo queacababa de suceder, pero un momentomás tarde me percaté de que era unamujer con un extraño casco que le cubríamedio rostro. En teoría, una proteccióncontra mordeduras, aunque no parecíademasiado útil si protegía sólo lacabeza.

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Guardó con cuidado el arpón en sucinturón, salpicando un poco de agua enel proceso, y me hizo gestos de quesaliese del agua. Ya no parecía ser tancomplicado como antes y, un instantedespués, emergía a la luz del solintentando ignorar el punzante dolor demi pierna.

La persecución me había llevado unpoco más cerca del barco, que seguíaanclado en el mismo sitio, aunque ahorauna de las plataformas estaba de ladomientras subían a cubierta el cuerpo deun pez colosal.

―¿Puedes nadar esa distancia?―preguntó ella.

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―Por supuesto. ¿Y las pirañas?―indagué.

―Tendremos que arriesgarnos―respondió ella sonriendo mientrasmiraba alrededor―. Si no, deberemosesperar a que acaben con esaplataforma.

―La mía ha de estar en algún sitiopor aquí.

―No, ya han regresado. Parecesextrañamente desarmado para ser unpescador.

La miré con atención.―Tú no eres tripulante del Estela

Blanca...Ella negó con la cabeza mientras nos

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acercábamos al navío.―No. Estaba pescando un tiburón

cerca de las tierras centrales y no me dicuenta de que vuestro buque habíaanclado en la bahía hasta que os tuvecasi encima.

No dijo nada más hasta que llegamosal lado del navío y trepé por laescalerilla de soga, frunciendo elentrecejo ante el olor de entrañas ysangre de pescado. Habían capturado untiburón, que se erguía en el aparejodonde había sido colgado de unosgarfios para drenar su sangre.

El capitán se me acercó tan prontocomo llegué a bordo.

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―¿Qué te sucedió? ¿Quién es ella?¿Estaba en la raya?

―Me perdí ―sostuvo la mujer confrialdad―. Y él estaba siendo atacadopor un leviatán. Sugiero que en el futuroconsigáis disfraces mejores y másconvincentes.

―¿A qué barco perteneces?―preguntó el capitán con desconfianza.

―Al Manatí. Está anclado en labahía contigua.

Mientras hablaba oí un gritoproveniente de proa y me volví para ver.La raya estaba emergiendo a pocosmetros del lado del navío, imposible dedivisar desde mar adentro, pero visible

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para la mujer del casco.―Ése es un pez muy interesante

―comentó―. ¿Capturas muchos deésos?

El rostro del capitán adquirió unaexpresión severa y fue hacia sushombres. Dos de ellos se acercaban conlas manos en la empuñadura de suscuchillos.

―¿Quién eres tú? ―contraatacó elcapitán volviendo con nosotros―. Siperteneces a la tripulación del Manatí,haces trabajos de espionaje paraalguien.

―¿Y por qué habrían de preocupartelos espías? ¿Quizá porque estáis

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haciendo contrabando, llevando a cabooperaciones ilícitas sin permiso?―respondió ella.

Los marinos se miraron conincomodidad entre sí y se les unió untercero que llevaba en la mano unenorme anzuelo.

―Si tuviese permiso, no seríaexactamente una operación ilícita, ¿no escierto? ―replicó, burlón, el capitán.Ahora todos los ojos estaban clavadosen el pequeño grupo―. ¿Esperas que lepida permiso al gobernador para todo loque haga?

―No sería un mal comienzo―señaló ella.

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Parecía plena de confianza.Retrocedí unos pasos y eché una miradaal mar abierto para comprobar que no seacercase ningún buque. Luego bajé losojos para inspeccionar el agua querodeaba el lado del Estela Blanca.

Por un momento no estuve seguro desi estaba viendo algas flotantes o figurasen movimiento, pero entonces alguiennadó rodeando el borde de un banco dearena y constaté que eran hombres, todosbuceando en dirección a nosotros.

―¡Tenemos compañía, capitán!―grité y percibí cierta desilusión en elrostro de la mujer, pero no tuve tiempode reflexionar al respecto―. ¡Impedid

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el abordaje!Uno de los hombres se asomó a la

barandilla y desenvainó su cuchillo.―¡Tiene razón! ¡Vienen muchos!―¡Coged las armas! ―ordenó―.

Atadla, podremos utilizarla como rehén.Pero la mujer era demasiado rápida

para él, ya se había alejado condesdeñosa facilidad y se había situadoen el lado opuesto, blandiendo su propiocuchillo.

―Somos demasiados para quepueda vencernos, capitán ―dijo ella.

―Deliras si piensas que abordaréismi nave ―afirmó él y avanzó hacia lamujer cuchillo en mano. Otro me dio un

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cuchillo mientras sus compañeros seapresuraban a coger los arpones.

Conté al menos ocho hombres de milado, quizá más, pero no pude vercuántos había del otro. Apenas siete delos tripulantes del Estela Blancaestaban en cubierta en aquel momento:otros cuatro aún permanecían en lasbalsas, mientras que Sagantha y Ravennadebían de encontrarse todavía dentro dela raya. Nos superaban en número conmucho.

―¡Retroceded o dispararemos!―gritó el capitán cuando los primerosbuzos empezaron a salir a la superficieal lado del Estela Blanca.

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El primero de ellos se apartó.Llevaba puesto un casco similar al de lamujer y entre otras armas tenía un arcocolgado de la espalda.

―Rendíos en nombre delgobernador ―exigió―. No os haremosningún daño.

―¿Por qué clase de idiota metomas? Todos saben lo oscuras que sonlas prisiones del emperador.

Pero el sujeto no respondió. Suréplica provino de la popa, donde tresfiguras acababan de trepar la barandillay nos miraban ahora cara a cara encubierta. Dos de ellos vestían ropas conel azul de la realeza que caracterizaba a

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la marina imperial. Habían colocadoflechas en sus arcos y apuntaban alcapitán. El del medio parecía llevaralgún tipo de armadura, aunque no sabíacómo habría podido nadar con ella.También llevaba casco y algo en él meresultaba familiar.

―Y nadie lo sabe mejor que elpropio emperador en persona ―dijocruzando los brazos y recorriendo dearriba abajo con mirada glacial elcuerpo del capitán, que había palidecidopor completo―. Te advertí que novolvieras a romper las reglas, pero tehas negado a escuchar. Cualquiera quecrea que gobierna estas islas se

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equivoca. El único gobernante soy yo, yme darás una explicación de inmediato.

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CAPITULO XXI

Por un segundo, el capitánpermaneció en silencio, mirandotemeroso hacia la figura con armaduraque acababa de salir de la bahía. Losinvasores aprovecharon la pausa paracontrolar todos los lados del navío, perocuando el primero de ellos trepógateando por la borda yo ya me habíacolocado delante del capitán,protegiéndolo.

―¡Este hombre defiende losintereses de la faraona, Ithien!―exclamé―. ¡Y los míos! ¿Es ésemodo de tratar a tus viejos amigos?

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El ex gobernador de Ilthys indicó asus hombres que bajasen las armas yrodeó el timón saltando hasta la cubiertaprincipal en lugar de emplear laescalerilla.

―¡Lo has logrado! ¡Por el amor deThetis! ¿Qué sucedió? ―preguntó,entusiasta, y luego hizo una pausa―.Parece que hayas madurado más desdeque te vi en el lago.

―Me llevará un tiempo contártelotodo ―respondí, apenas capaz decontener el deseo de saltar de puraalegría.

Ithien se quitó el casco y se lo dio auno de sus compañeros (otra mujer, lo

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que no me sorprendió en absoluto). Unmomento después la reconocí, me dicuenta de quién era.

―¡Palatina! ―dije casi sin creerlo.Parecía algo mayor, pero su rostro, supelo, extrañamente claro para unathetiana, y su expresión no habíancambiado.

Nos abrazamos con fuerza. Éramoslos únicos miembros de nuestra familiaaún con vida y también viejos amigos.¡Por Thetis, era maravilloso volver averla! Ithien había cumplido su promesa,aunque quizá ni él mismo pensase que loharía tan pronto.

―Espléndido encuentro, en todo

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caso ―dijo él con una ampliasonrisa―. Perdonad nuestra intrusión.

―¿Por qué habéis venido?―pregunté, todavía recuperándome dela sorpresa de ver a Palatina.

―Me enteré de que alguien habíaalquilado esta nave durante el día. Nopodía saber que eras tú ―explicó Ithieny negó con la cabeza mirando a sualrededor―. ¡Por todos los dioses,Cathan, pensamos que nuncavolveríamos a verte!

―¡Estuve cerca de que esosucediera! ―exclamé, sin deseos de quepasara mi euforia―. ¿Puedo contároslomás tarde?

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―Por supuesto. Cenarás en palacioesta noche.

―¡Todavía vive en los viejostiempos! ―comentó uno de suscompañeros alzando las cejas.

―Deja de ser tan prosaico ―loamonestó Ithien―. ¡Siempre tienes quesubrayar los errores!

―Alguien debe hacerlo. Apropósito, ¿qué haremos con la raya?

―Hay personas heridas a bordo―informé―. íbamos a llevarlas a laciudad para que fuesen atendidas.

―Tenemos una especie de médico...―comenzó, pero lo interrumpí.

―No quiero una especie de médico.

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―Ah, eso quiere decir que hasencontrado a Khalia ―repuso Ithien―.Si alguien puede ayudaros, es ella, perorehúsa cooperar conmigo. Dice quenuestros asuntos no le interesan, peroeso no es cierto.

―Sanar a un herido no equivale aparticipar en una rebelión.

―En su tiempo hizo mucho más queimplicarse en intrigas. No permitas quesu amable aspecto te engañe. Es astuta ydespiadada cuando se lo propone.

Se volvió hacia el hombre queacababa de hablar.

―Cadmos ―le dijo―, necesitamosllevarlos a casa de Khalia. ¿Cuántos

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heridos me has dicho que eran?―Dos. Pueden caminar, pero no un

trecho muy largo ni subir de ningúnmodo la colina hacia Ilthys. Khalia dijoque deben estar en un sitio donde puedaatenderlos personalmente.

Ithien me pidió que le explicase lapropuesta de la doctora y cuandoconcluí negó con la cabeza.

―Implica demasiado riesgo. Teníaque haberse puesto en contacto conmigo.

―¿Y cómo habría podido hacerlo atiempo para esta mañana? ―objeté―.Hubieses tenido que confirmarlo y trazarun plan, lo que nos habría obligado aperder otro día.

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―Puedo actuar con más rapidez delo que piensas. ¿Cómo crees que lleguéaquí tan pronto? No, tengo una ideamejor. Entrarán en la ciudad como sihubiesen sido enviados para sutratamiento por alguna familia de unaisla lejana. El gobernador no tiene formade confirmarlo y al avarca le gustapensar que sabe todo lo que sucede,aunque no sea así. ¿Cómo podría,rodeado de una treintena de sacri y tresinquisidores? Ya no necesita saber tanto.Ilthys es la provincia más pacífica yobediente de todo el Archipiélago.

Pronunció las últimas palabrassuavemente, con la intención de que

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sonasen artificiales y afectadas. Aunqueyo no supiese tanto, no podía creer queel Dominio ignorase por completo laexistencia de grupos tan organizados ybien entrenados como el de Ithien. Almenos, como el de ahora, pero dedujeque hasta no hacía mucho tiempo habíasido el grupo de Cadmos. Y, sinembargo, el Dominio nunca hubiesetolerado su existencia de haberlosabido.

―Me parece una buena idea―acepté―, pero deberías contarles elplan a los demás.

―Eres un buen republicano―admitió con una sonrisa algo más

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suave, y luego se volvió antes de quetuviese tiempo de responderle―.Cadmos, ve a por la raya.

―Quizá sea mejor que yo hable conellos ―volví a interrumpirlo―. Ya loshas asustado bastante.

Pareció sorprendido cuando sevolvió hacia mí, pero avancé hasta laproa sin esperar a que me respondiese yme zambullí otra vez en el agua.Sagantha había vuelto a sumergir la rayay la había dispuesto de cara a la bahía,lista para huir si era necesario. Sólovolvió a salir a la superficie después deque buceé a su alrededor subiendo lospulgares para indicarle que todo estaba

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bien.Me aferré a una aleta antes de que se

abriese la escotilla. Un par de hombresde Ithien miraban atentamente desde labarandilla, pero él y su lugarteniente noestaban a la vista. Quizá negociasen elmodo de transportar a Ravenna yAmadeo.

―¿Qué sucede? ―indagó Saganthasaliendo de la nave―. ¿Quiénes sonestas personas?

―Aliados ―señalé―. Thetianos,por supuesto. ¿Quién más atacaría desdeel fondo del mar? Son republicanos,quizá haya algunos heréticos de Ilthys. YPalatina.

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―¿Nadie del consejo?―No que yo sepa. En todo caso, es

imposible que hayan oído hablar denosotros. Nadie podría haber llegadodesde Kavatang más rápido quenosotros. Dicen que tienen una ideamejor para llevar a Ravenna y Amadeoa casa de Khalia.

―¿Ah sí? ―exclamó―. Me pareceque deberíamos hablar al respecto.

Todavía había sogas colgando a unlado, de modo que fue cosa de unmomento dejar a Ravenna a cargo de laraya y volver a subir a bordo del EstelaBlanca. Ithien estaba todavía inmerso enuna discusión con Cadmos y Palatina, y

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sólo alzó la mirada cuando nosacercamos.

El encuentro entre los dos hombresfue un momento extraño, totalmentediferente de como lo hubiese imaginadoun historiador. Ambos estaban aúnmojados, Sagantha llevaba una túnica depescador e Ithien su peculiar armadurasubmarina.

―Ithien Eirillia, Sagantha Karao―los presenté.

No pudieron evitar mirarse entre síde pies a cabeza: ambos conocían lareputación del otro y estaban habituadosal uso del poder, incluso si su margen dedecisión se había reducido. Ithien era

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algo más alto que yo y mucho más bajoque Sagantha, pero aquí la estatura notenía la menor importancia.

―¡Qué apropiado conocer almaestro de los disfraces aparentando serun viejo lobo de mar! ―comentó Ithientras un momento―. ¡Tendrías que habersido thetiano!

―Tú ya lo eres por los dos―repuso Sagantha con ojosinterrogadores―. Y en cuanto a lahabilidad para los disfraces, ¿no estabastrabajando para el emperador?

―Las lealtades cambian, comosabes. En ocasiones incluso nosotrostenemos que hacer cosas que no nos

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gustan. No importa tanto lo que el mundopiense de nosotros como lo quepensemos de nosotros mismos.

Ithien parecía más sorprendido quehostil. La expresión de Sagantha, encambio, seguía siendo una incógnitapara mí.

―También eres filósofo ―comentótras un instante.

―No del todo. Soy un republicano,lo demás es secundario.

Palatina asintió con satisfacción.―Te permites incluso el lujo de ser

idealista ―dijo Sagantha―. Algunoshemos estado demasiado ocupadoscombatiendo contra la Inquisición.

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―También nosotros combatimoscontra la Inquisición ―afirmó Ithien concalma―. Contra la Inquisición y sumarioneta de emperador. El no esdistinto de sus antecesores, pero ningunode ellos tuvo el poder del Dominiocomo respaldo. Al menos se interesabanen otras cosas que la destrucción. Dehecho, el actual es «el emperador ungidopor Ranthas».

―Ha hecho más por el poder deThetia que ninguno desde el cuartoAetius ―respondió Sagantha, cuyohumor parecía haber cambiado tras lasúltimas palabras de Ithien―. Sin duda,ése es motivo suficiente para apoyarlo.

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―¿Apoyar a un imperio cuyoscimientos están bañados de sangre? Elimperio se basaba en la ley, no en laconquista, y debe volver a ser así. Peronada cambiará mientras gobierne elDominio.

―Entonces parece que tenemos uninterés común ―sostuvo Sagantha conimperturbable mirada―. Su majestad nopuede recuperar el trono mientrasMidian gobierne el Archipiélago.

Sus ojos se desviaron entonces hacialos bosques de las colinas de Ilthyssituados por encima de la bahía y luegohacia el profundo cielo azul. Por unmomento nadie dijo nada.

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―¿Puedes comprender por quécambié de bando? ―preguntó Ithienpasando junto a Sagantha y agachándoseante la barandilla para contemplar elmismo paisaje―. No deja de dolermecuando veo esas colinas sabiendo quepodrían acabar hechas cenizas. De haberintentado resistir, ése habría sido sudestino. De hecho, Ilthys no estará asalvo hasta que no desaparezca elpeligro de nuevas hogueras yatrocidades. No puede haberlas enningún sitio, ni siquiera en Thetia.

―Entonces lo que te preocupa esIlthys, no Thetia.

―No he pasado en Thetia más que

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unos pocos meses desde que laasamblea me designó gobernador haceunos seis años. A partir de la muerte deOrosius he trabajado para el nuevogobernador, traicionando a mis amigosen un esfuerzo por mantener a Ilthys asalvo. Ahora he abandonado toda lealtadfingida. ¿Quién sabe qué sucederá?

Se volvió nuevamente.―¿Por qué lo hiciste? ―pregunté―.

¿Qué era tan importante en aquellarepresa?

―La presa ya no existe ―afirmóIthien sin alegría en la voz―. Laslámparas de advertencia eran cargas deprofundidad e hicieron explotar el

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centro. El Dominio no podrá colonizarlas zonas montañosas durante otrosveinte años. Por eso fui allí, pero elsegundo motivo es que me encontraba enpeligro y todos vosotros también. Habíamuchos más secretos de los quecualquiera de nosotros cree y en últimainstancia hubiesen querido mataros atodos para preservarlos. Amonisempezaba a percatarse de mi doblemisión, y él mismo tenía planespersonales que todavía no acabo decomprender.

―¿Sacrificaste una carrera imperialpor una represa y un grupo deprisioneros? ―preguntó Sagantha.

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Al responder, Ithien me miró másbien a mí.

―No eran prisioneros ordinarios.Eran oceanógrafos, arquitectossubmarinos y albañiles. Personascapacitadas.

―¿Mejores que marinos, oficialesnavales o gente que puede luchar?―comentó desdeñosamente Sagantha.

―Mira qué ha hecho la gente quepuede luchar ―le recordé con calma―.Su única arma es el terror, no saben usarninguna otra cosa.

―Prefiero no discutirlo ―dijoIthien―. Sevasteos fue asesinado por unsacrus de la manta. Era un buen amigo,

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el único hombre de la corte de Esharque me caía bien. Pero ahoradeberíamos hablar de los asuntosurgentes.

Ithien hizo una fugaz señal con lamano y sus hombres se congregaron encubierta mientras nosotros caminábamoshacia la popa.

―Cathan tiene razón ―afirmóSagantha―. Ya tendremos luego tiempopara discutir, pero no podemos venceresto solos. Tú has sido almirante, juez,virrey. Sabes tan bien como cualquieraque ésta no es una cuestión de tácticas oestrategias. Creo que todos juntos hemosllegado a la misma conclusión. Nos

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sucedió a Palatina y a mí, y Cathan yRavenna se dieron cuenta mucho antesque el resto.

―Los números juegan en nuestracontra ―dijo Sagantha asintiendo―.Olvidad las canciones heroicas, novivimos en los poemas de Ethelos. Lohemos comprendido hace treinta años.

―Y mira dónde hemos llegado―intervine―. El Anillo de los Ocho,sus calabozos y cámaras de tortura.Tiene que haber ido mal muy de prisa.

―Nunca estuvo bien ―interrumpiórepentinamente Sagantha y luego le dijoa Ithien―: ¿Dices que hay otrosmétodos?

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―Sabes que sí. Son máscomplicados, eso es todo. Más sutiles,pero menos costosos.

―Muy interesante ―comentóSagantha. Hizo una pausa y luegoseñaló―: No deberíamos subestimar alDominio. Quizá los haletitas seanbárbaros carentes de sofisticación, perolos sacerdotes saben todo sobreartimañas y engaños.

―¿Y cuánto saben sobre ciencia?―les pregunté a ambos―. Si hay algoen lo que todos ellos coinciden; es quelas cosas irían mejor sin oceanógrafos.

―Creen que pueden prescindir deellos ―acotó Sagantha―. Preguntadle a

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Amadeo, la mayor parte de lainformación nos la dio él. Quizá yo hayaempleado sistemas poco gratos parasacar información a la gente, pero nuncaen una escala comparable a la de misestimados colegas.

―Creo que tenemos mucho quediscutir ―dijo Ithien―, pero en otromomento. Cathan dice que hay personasheridas en la raya. Deberíamos llevarlasa la ciudad.

Escuchamos a Ithien explicar lo quequería hacer. Tenía más gente que Khaliaa la que recurrir y probablemente máscontactos en la ciudad. Sagantha pareciódesconfiar al principio, pero le había

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contado los sucesos de la represa. Ithienno era menos fiable que el propioSagantha. De hecho, quizá lo fuese más.

En conclusión, Palatina lo convencióy Sagantha regresó a la raya parapilotarla. Ravenna y Amadeo irían aIlthys en el buque de Ithien, fingiendoser dos personas de las islas lejanas quehabían tenido un accidente y precisabanuna atención más compleja de la quepudiesen darles unos aprendices demedicina.

―¿Qué has estado haciendo? ―le

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pregunté a Palatina cuando parecía queéramos los únicos sin una misiónconcreta que desempeñar―. He oídohistorias sobre ti, pero nada concreto.

―Luchando ―aseguró ella con undeje de tristeza―. Nada interesante,nada que hubiese escogido hacer en unmundo mejor. Nada que haya producidoel menor cambio, en realidad. Me heocultado, he comido mal y he matadogente en pequeñas emboscadas. Cosasque me permitían mantener vivo elproyecto de una república, comoapoderarnos de un buque deaprovisionamiento. Y en una ocasióndetuvimos una manta imperial, para el

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consejo.Sin duda habría sido el Meridian.

Palatina notó algo en mi expresión.―¿Qué ocurre?―El consejo... Ya te contaré más

tarde.Sus ojos verdes me miraron

directamente un momento.―¿Le pasó a Ravenna o a los dos?―A los dos ―admití mientras una

repentina amargura opacaba mi buenhumor―. Nos mintieron a todos, noshicieron creer lo que querían del mismomodo que Etlae convirtió a Sarhaddon.Lamentablemente, él tenía razón.

«Antes de volver a llamarme

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fanático, Cathan, mírate a ti mismo.»―Creo que tendrás que contarme

qué sucedió ―sugirió Palatina―. Teestá carcomiendo por dentro, y si serefiere al consejo, nos involucra a todos.

Negué con la cabeza.―Luego. No tiene sentido estropear

nuestro reencuentro. Y si te sirve deconsuelo, Ithien y tu república son elúnico motivo por el que estoy aquí y noen los desiertos de Qalathar, que esdonde cree el Dominio que pertenezco.

―No ―objetó ella sonriendo―.Perteneces a las más hondasprofundidades del infierno. Considerarétus últimas palabras como un cumplido.

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No tuve ocasión de responderle,pues Ithien había acabado de interrogaral capitán y regresó con nosotros. Lamayor parte de sus marinos habíanvuelto a zambullirse para regresar a supropio buque y sólo unos pocosesperaban junto a la barandilla,controlando con férrea mirada cómo latripulación del Estela Blanca reiniciabala pesca.

―¿Cómo habéis llegado aquí tan deprisa? ―pregunté alzando la mirada alcielo. Era mediodía y no sabía conseguridad cómo habían conseguido salirde las islas exteriores durante la mañanasi nosotros habíamos logrado alquilar el

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navío la tarde anterior.―Hay gente que me mantiene

informado ―replicó Ithien sin aclararmás―. Aquí las restricciones son muypoco severas y no hubo mayoresproblemas. Sospecho que eso cambiarácuando se difunda la noticia de mideserción. No regresar aquí nunca fueuna de las condiciones que impuso elemperador cuando me aceptó a suservicio.

―¿Te siguen a ti y no a la faraona?―indagué con cautela.

―Así es. Ilthys es en cierto modotoda una ciudad thetiana, más grandeincluso que muchas de las nuestras. Su

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presidente era amigo mío. Cadmos fuesu tribuno de marinos y muchos de losotros han nacido en Ilthys. Ahora lafaraona se ha ido, Cathan. Tú sabes queestá viva, pero la gente ha dejado decreer en ella.

―¿Y en qué creen entonces? ¿En laasamblea con todas sus disputas?

Ithien negó con la cabeza.―Creen en cualquiera que consiga

evitar que los arresten. Ahora las cosasestán mejor que antes, no ha habidograndes problemas en las islas centralesy por eso los inquisidores se hanrelajado. ―Hizo una breve pausa yprosiguió―: Lo peor es que en muchos

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sitios parecen buscar la protección de lamarina. Es poderosa y el emperador notoleraría que nada se entrometiese en sucamino. Si te protege la marina, has dehacer algo muy grave para que losinquisidores te persigan. La marinarespeta todavía las leyes thetianas, ysólo el emperador o el estado mayorpueden ordenar que un caso militar setransfiera al ámbito de la Inquisición.

Eshar cuidaba su propio pellejo, esoera coherente. La marina lo habíarecibido con los brazos abiertos y no sehabía equivocado en su decisión.

―Es extraño lo lejano que parecetodo ahora ―reflexionó Ithien tras un

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instante mientras seguía con la mirada unpar de aves que sobrevolaban la costaoriental de la bahía―. Nunca has estadoen Selerian Alastre, no te imaginas cómoes, cómo se siente estar en el centro delmundo. Por mucho que aborrezca aEshar, es innegable que ha cambiado ellugar, que lo ha devuelto a la vida. Engeneral, chupando la sangre delArchipiélago.

―¿Habrías sido capaz de hacer lomismo?

―No lo sé. Me dolería admitir otracosa, pero ninguno de nosotros cree queésa fuera la única forma de hacer quecambiase. ¿Por qué conseguirlo al

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precio de tanta sangre?Era una pregunta retórica; todos

conocíamos la respuesta. Tras unmomento, Ithien volvió la mirada haciamí y luego la desvió hacia la tripulaciónque permanecía de pie en cubierta.

―Hay que partir ―dijo entonces―.Quizá deberías quedarte aquí. En elpuerto podrían preguntarse por qué doshombres de la tripulación de este barcoacabaron a bordo de otro.

―Supongo que habrá gente en lacosta que lo haya visto todo.

―No creo que nos espiasen. SóloPalatina sospecha que hay espías entodos los rincones. Pero eso es típico de

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ella.―Y no es la única ―señaló la

propia Palatina.―No os demoréis demasiado

―intervine.―No lo haremos ―prometió

Ithien―. Estaremos en Ilthys antes quevosotros. Me temo que te espera un díade pesca...

Hizo una pausa y me miró laspiernas y las manos. Luego añadió:

―Pensándolo mejor, eres inútil eneste navío. No hay forma de que puedaspescar con heridas abiertas. Te lastimascon más facilidad que nadie que hayaconocido. ¿Qué demonios te sucedió?

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Se lo expliqué mientras andábamospara unirnos a sus hombres y pareció nocreerme hasta que la mujer que me habíarescatado corroboró mi historia.

―Esa criatura debía de estar mal dela cabeza si pensó que eras comestible―bromeó Ithien―. Los thetianos somosmuy nervudos, no tenemos mucha carne.En su lugar, yo hubiese atacado a un lordmercante, que sin duda sería bastantemás jugoso.

―Demasiado grande para elleviatán ―señalé en voz baja pensandoen Hamílcar, no precisamente un hombrepequeño, quien para entonces debía dehaberse dejado crecer una auténtica

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barba thetiana, que le llegase casi hastala cintura. A cualquier leviatán lehubiese costado manejarlo.

―Sí, pero si estaba contando sudinero, podría haberse comido la mayorparte de su cuerpo antes de que se diesecuenta.

Era un comentario usual, perobastante poco agudo considerando lorapaces que habían sido unas cuantasfamilias de comerciantes. Los viejosrencores y prejuicios seguían latentes:tanethanos codiciosos, thetianosdecadentes, huasanos poco listos... Peromuchos habían demostrado ser armas dedoble filo, y los thetianos habían

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acabado descubriendo lo oscuros queeran sus orígenes.

Lleno de confianza con su armaduraa medio secar, Ithien volvió a acercarseal capitán del Estela Blanca.

―Muchas gracias por tuhospitalidad, capitán ―le dijo―, einfórmame la próxima vez que recojaspasajeros fuera de lo común. Tecompensaré por ello. En relación con elabordaje, fue sólo por precaución. Migente te dará unos cuantos pescadosantes de marcharse. Los capturamosmientras os esperábamos. Espero quevalgan por los inconvenientes que oshemos ocasionado. Que tengas un buen

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día.Hizo a sus hombres un gesto abrupto

y se lanzó al agua desde un lado delbarco, buceando con elegancia en lasaguas cristalinas. Su armadura no era lobastante pesada para hundirlo. Susmarinos lo siguieron y comprendí que yotambién debía hacerlo, lo que me alegrópues siempre gozaba volviendo al agua.Los marinos me rodearon mientras nosalejábamos del Estela Blanca. Micuerpo debía de despedir todavía olor asangre y, aunque podía protegerme conla magia en última instancia, preferíaevitarlo.

No hubo ningún inconveniente en el

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trayecto hasta la nave de Ithien, aunqueno me sentí tan cómodo buceando comounas horas antes.

El navío de Ithien era muy similar alEstela Blanca, un barco pesquero conun único mástil y una enorme velatriangular. Estaba anclado a pocadistancia, dentro de un angosto estrechode aguas rodeadas por acantilados queformaban una especie de bahía artificial,aunque no tan protegida.

Tan pronto como trepé por la soga ysubí a cubierta, oí que alguien gritaba minombre (mi nombre falso) y me volvípara ver. Encontré entonces a una alegreVespasia, que le extendía un rollo de

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cuerda a un marinero y corría pararecibirme.

Había allí otras cuatro o cincopersonas que había conocido en larepresa, incluido Oailos, que parecíaalgo indiferente, menos directo quecuando había sido nuestro líder nooficial en Tehama. Es probable que no legustase estar relegado a un papelsecundario en relación con elimpredecible Ithien. Todos deseabansaber qué había pasado, pero yo teníatanto que preguntar como ellos. Estabanallí, de modo que en efecto debía haberhabido una manta en la ensenada, unamanta con la que habían escapado por la

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costa de la Perdición. El mismo sitiodonde se habían perdido el Valdur y elPeleus.

―Fue un buen viaje ―dijo Vespasiacuando le pregunté. Salvo porque ya notenía el aspecto demacrado del desierto,era la misma mujer que había conocidoen el Refugio. Eso no me sorprendía,dado el cambio de circunstancias.

―¡Levad anclas! ―ordenó Ithiendesde la popa, asumiendo el mandodesde el mismo momento de subir acubierta―. Ya hemos permanecido aquídemasiado tiempo y necesitamosnavegar a toda prisa si queremos llegara Ilthys antes de que anochezca.

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Como era bastante poco útil para lasactividades de navegación, hallé unrincón junto al mástil donde me coloquésin interferir en el paso de latripulación, que largaba la vela yconducía la nave mar adentro, dejandolos acantilados por un trayecto másrápido y menos peligroso rumbo a lacapital. El navío que nos había seguidoa primera hora de la mañana era ya sólouna vela en la distancia, apenas visibleen la bocana de otra pequeña bahía quehabía siguiendo el contorno de la costa.Ithien libró a Palatina de sus tareas yella, Vespasia y yo nos sentamos aconversar durante la mayor parte del

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viaje de regreso.La nave rodeó las rocas rumbo al

puerto de Ilthys a primera hora de latarde, el momento más perezoso del día.No había signo de actividad ni en laflota de pesqueros nocturnos ni en losnavíos mercantes anclados. Las únicaspersonas que recorrían los muelles eranun par de encargados conteniendo susbostezos.

Fui casi el primero en pisar tierra,enviado delante junto a uno de losmarinos para advertir a Khalia queestábamos en camino y para alertarla delcambio de planes. No nos cruzamos connadie más mientras avanzábamos a toda

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prisa por los astilleros. Sólo al cruzar elpuerto submarino vimos a un grupo deobreros portuarios saliendo de unedificio, hablando seriamente y en vozbaja.

―Podría haber novedades ―dijo elmarino que me acompañaba―. Vayamosmás despacio; subiremos la colina a sulado a ver si oímos algo importante.

Llegamos a la entrada del puertosubmarino en el momento exacto en quesalían los trabajadores, y el marino lesbrindó un afectuoso saludo.

―¿Eres de alguna isla exterior?―preguntó uno de ellos sin muestras dehostilidad. Había estado bebiendo algo

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de una calabaza, se la tendió a sucompañero y se secó los labios antes dehablar.

El marino asintió. En algún momentode su vida debió de ser pescador, ya quela jerga de la profesión le salía connaturalidad. No dije nada; mi acento noera particularmente inusual, pero no erade Ilthys.

―Hemos venido con unos heridos.Perdimos un buen día de pesca, pero unode ellos es mi primo y está bastante mal.

―Mala suerte. ¿Qué ocurrió?―Algún contratista idiota reparaba

un balcón agrietado y usó clavos baratosen lugar de los adecuados. Mi primo no

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estaría aquí si no hubiese aterrizado enun rosal, pero sufrió heridas bastantegraves.

―¿Has llevado el asunto a lajusticia? ―indagó el trabajadorportuario―. Haz que esos cabronespaguen. A mis vecinos se les cayó eltecho encima y murió su hijo más joven.Mal asunto, pero consiguieron que elcontratista fuese enviado a la prisiónnaval. Espero que consigas algoparecido.

―Llévalo a la corte militar si tu juezno es lo bastante severo ―propuso unode sus compañeros, un hombre de bajaestatura que, cosa poco habitual, llevaba

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barba. Sus ojos parecieron encendersede pronto―: ¿Habéis oído lasnovedades?

―¿Qué novedades?El sujeto adoptó la expresión de

quien se da aires revelando noticiasfrescas.

―Hemos conversado en Qalatharcon la tripulación del Alquimista.¡Desastre, guerra, todo! Una represaestalló en el norte causando una pequeñainundación en algunas islas. ¡Y lossacerdotes descubrieron una fortalezaherética en la misma Qalathar! Justodelante de sus narices. Hubo tumultos envarios templos, pero eso no es todo.

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Hizo una pausa para lograr el efectodramático, sabiendo que esperábamos,expectantes, cada una de sus palabras yprosiguió:

―La gran flota thetiana ha arribadoa Tandaris. Treinta, cuarenta naves, lamitad de la marina ha sido enviada aQalathar para mantener el orden y quesepan todos quién tiene el mando. Dicenque jamás ha habido en ningún sitio unejército de semejante tamaño desde lacruzada. Todos especulan que Eshartiene un plan especial para la isla.

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CAPITULO XXII

Pocos días después tuvimos muchasotras cosas de las que preocuparnos.Una improvisada reunión en casa deKhalia sirvió de poco, pero acrecentó latensión entre Ithien y Sagantha. Nadiesabía con claridad por qué se habíadesplegado la gran flota y tras discutirdurante horas regresamos a nuestroalojamiento.

Mientras caminábamos por lascalles rodeando de lejos el templo,dimos con un grupo de hombres(albañiles, a juzgar por la insignia quellevaban en la ropa) que regresaba a

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casa desde un bar. Era una calledemasiado estrecha para cruzar a la otraacera.

Uno de ellos reconoció a Ithien caside inmediato, pese a la penumbra y a loscambios en el peinado y el maquillaje,que resultaban más eficaces durante eldía.

―Lord gobernador ―le dijo,deteniendo a sus amigos con un bruscogesto de la mano―. ¿Eres tú?

―Creo que me tomas por otro―replicó Ithien, pero noté larespiración nerviosa de Sagantha.

―No es así. Has regresado. Corríanrumores de que te habías pasado al otro

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bando.―Tú lo dices. Quizá no todos sean

falsos.―No te abandonaremos ―intervino

un hombre de grueso bigote―. Mi hijose peleó en un bar con algunos soldadosde Ranthas y acabó embarcado por ellorumbo a Qalathar.

―No digáis que estoy aquí ―lesadvirtió Ithien―. Lo sufriríais vosotrosmismos.

―Sufriremos de todos modos―añadió el primer hombre―. Eras ungobernador extranjero, pero eso no nosimportó. Nunca has interferido ennuestros asuntos y conseguiste para

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nosotros dinero de la asamblea. Es loque se supone que debe hacer ungobernador.

Otro murmuró algo.―Lo mejor es no levantar la voz

―sugirió el primero―. Estaremos aquísi nos necesitas, gobernador.

Prosiguieron su camino y Saganthamiró a Ithien con expresión acusadora.

―No podía hacer nada ―señaló elex gobernador―. Los conozco, no metraicionarán. Pero ahora ése es el menorde nuestros problemas. Mañana lanovedad se habrán extendido por toda laciudad y se complicará todo.

No se equivocaba. Al cabo de dos

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días, la noticia de su regreso ya habíarecorrido toda la ciudad. Dos díasdespués alguien nos lo dijo a Vespasia ya mí en las islas exteriores mientrasrecogíamos provisiones para sushombres en la bodega de la goletaManatí.

Los rumores eran abundantes, comosiempre, y oí mencionar de tercera ocuarta mano numerosos encuentros conIthien rodeados de misteriosascircunstancias y promesas de ayuda.

El Dominio sabía ya que los habíatraicionado: una manta correo habíallegado el día anterior trayendo a unsacerdote que exigió ser conducido

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directamente ante el gobernador. Elsucesor de Ithien era un oficial naval,almirante de la flota Vanari. Habíacomandado la vanguardia del emperadorcontra los cambresianos en el atolónPoralos y había sido ascendido yrecibido una gobernación por lavictoria.

Según me habían dicho, estabareunido con el inquisidor, lo que no erauna buena noticia. El avarca de Ilthys seencontraba de viaje en la CiudadSagrada y el residente venático habíaenfermado gravemente. Con ambos fuerade combate, el inquisidor tenía máspoder incluso que el habitual.

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No pude evitar ponerme nervioso, apesar incluso de que ninguno denosotros había tenido el menor contactocon Khalia desde que llevamos aRavenna a su casa. Los miembros de sufamilia tenían demasiado que perder sinos delataban, pero aun así noestábamos a salvo.

―No tienen recursos suficientespara registrar toda la ciudad ―afirmóVespasia, tranquilizadora, mientrasdescendíamos con estrépito por laplataforma para recoger más cajones defruta. Se había levantado unimprovisado toldo para proteger loscajones del sol de la tarde, pero apenas

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era una medida dilatoria. La fruta no seconservaría mucho tiempo ni siquiera enla parte más fresca de la manta sin otrasmedidas de conservación.

Descansé la mirada en el azul delocéano, más allá de la bocana delpuerto, preguntándome si vendrían másmantas con tropas imperiales paraimponer el orden. Las noticias no podíanhaber llegado todavía a SelerianAlastre, no si provenían sólo deQalathar. El trayecto hasta allí desde lacapital era de unos tres o cuatro días.Teníamos cierta ventaja antes de que elemperador pudiese actuar.

―¿Necesitan registrar la ciudad?

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Cogimos un cajón de un extremocada uno y lo cargamos hasta el Manatí.Era una nave bastante elegante, aunqueno muy diferente de cualquier otraembarcación pesquera de losalrededores de las islas.

―¿De qué otro modo encontrarían aIthien entre cincuenta mil personas?

―Probablemente estará el primeroen la lista de hombres más buscados porel emperador ―comenté subiendo a labodega para que ella pudiese pasarme elcajón, y mi voz produjo un eco en elespacio medio vacío―. Ahora que losrumores se han difundido, sussubordinados se verán más presionados

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para encontrarlo.―Aun así, no podrán hacer gran

cosa con sólo un centenar de soldados.Siempre podrían reunir refuerzos,

pensé mientras cogía el cajón y mepreparaba para soportar todo el peso.Vendría más gente para ayudarnoscuando llegasen las últimas mercancías,pero por el momento estábamos solos.

La tarde tocaba a su fin y había másgente en el puerto, pasadas las horasmás calurosas del día. El Manatí estabaen el embarcadero de pesca, amarradoen un muelle junto a la flota pesqueranocturna, pero desde allí podíamosdivisar la parte comercial del puerto,

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donde dos o tres galeones estabansiendo cargados y descargados. Tambiénhabía amarrados unos cuantos pequeñosbarcos de cabotaje.

Había también cuatro fragatassituadas un poco más lejos, en la bahía.Estaban ancladas y constituían la basede la ilota de superficie Vanari. Tres deellas tenían las velas enrolladas ymostraban pocos signos de actividad,pero la cuarta estaba preparándose parapartir de patrulla y varios hombresrecorrían su cubierta.

Al ver cómo trabajaban con lasvelas era sencillo olvidar que había mástripulantes a bordo de aquella fragata

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que los que podían albergar tres o cuatromantas. La flota Vanari contaba conmiles de marinos, más que suficientespara sus propósitos.

Las observamos un momento,descansando entre cajón y cajón. Erannaves realmente hermosas, con sus altosmástiles, pintados del tono azul de larealeza, pero sabía por experiencia lofrágiles que resultaban en medio de lastormentas. Pertenecían a una épocadistinta que las mantas.

―Hoy usamos esos buques sólopara recorridos locales, pero en laantigüedad, siglos y siglos antes de queexistiese ninguna manta, la gente

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navegaba con ellos alrededor delmundo. ¿Puedes imaginarlo? Debió dellevarles unos días recorrer Thetia...

―Meses y meses hasta cruzar de unacosta a otra, confiando en el viento y enlas corrientes ―añadió Vespasia―.Supongo que sería imposible tener nadabajo control durante esas distancias.Estarían bien para bordear la costa,teniendo cerca lugares deaprovisionamiento, pero emplearlospara cruzar tanto océano desierto...¡Debía hacer falta coraje para viajar conellos a los continentes!

―Y sin embargo la gente lo hacía,de un modo u otro; el mundo estaba

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deshabitado en su mayor parte.―Quizá fuesen los habitantes de

Tuonetar. Recuerdo haber leído queellos ya contaban con naves cuandonosotros empezábamos a desarrollar lasmantas. Claro que ellos tenían a sudisposición toda Turia con susyacimientos de metales y sus bosques.No hace allí tanto calor como aquí y lacapa de hielo debió de ser mucho máspequeña si pudieron construir ciudadesen esa zona.

―¡Sólo los Cielos saben cómo pudoalguien vivir aquí antes de las tormentasy mucho menos construir imperios!

En la actualidad, el tiempo era

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apenas cálido y jamás sofocante. Uncalor maravilloso, que era inusualdurante mi infancia en Océanus; un caloral que ya me había acostumbrado trastantos años en el Archipiélago.

―Quizá debamos agradecerle algo aTuonetar ―comentó Vespasia y fue abuscar la calabaza con agua quehabíamos guardado en el sitio másfresco que pudimos encontrar. Luegoregresó y me ofreció un trago. Bebí consatisfacción y se la pasé nuevamente.

―Preferiría no tener nada queagradecerles ―repliqué.

Ella se tomó unos segundos parabeber y a continuación añadió:

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―¿Qué dijo Salderis sobre el climaantes de la guerra?

―No mucho. Sus estudios seconcentraban en las tormentas y cómo seproducían, cómo funcionaban. No creoque ella se interesase por el clima en símismo. Se refiere a la cuestión en laconclusión de su libro, pero susopiniones son en general negativas.

―Fantasmas del Paraíso. Incluso siera más caluroso que ahora, el tiempono debió de ser tan malo. No, teniendoen cuenta todo lo que logró Thetia.Imagina tan sólo que no hubiese unauténtico invierno, que el sol brillasedurante todo el año. ―Vespasia hizo una

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pausa―. Quizá ni siquiera hiciesemucho más calor en los trópicos.Después de todo, las peores tormentasse producen mucho más al norte o muchomás al sur.

―Y hay que pensar en laMancomunidad. Qalathar ya es de por sídemasiado calurosa.

―No necesitas decírmelo despuésde haber estado en la represa. ―En susojos apareció una mirada distante―.Nunca me negaría a vivir en Thetia: laúnica diferencia con respecto a aquíserían las siestas un poco más largas. Esevidente que a los habitantes deTuonetar les fue muy mal al manipular

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las tormentas, ¿no es cierto? Turia acabóconvertida en un desierto helado dondenadie puede vivir, mientras que Thetiaes apenas un poco más fresca que antesy, por lo tanto, habitarla resulta másagradable. No deja de ser irónico.

―Debieron de verse muydesesperados.

―O ignoraban lo que hacían. Esperfectamente posible. Salderis parecehaber sido la primera en descubrirlo. Essencillo comprenderlo si se analiza concuidado, podemos mirarloretrospectivamente y comprobar que fueuna idea muy mala.

Cansado de permanecer de pie, me

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apoyé en la borda. Vespasia se sentósobre la cadena enrollada del ancla.Estábamos tardando más de lo que sesuponía, pero habíamos trabajado todala tarde y no quedaban muchos cajones.

―Se suponía que los habitantes deTuonetar iban ganando la guerra. Elataque a Aran Cthun fue una apuestaenorme: los thetianos sabían que estabanperdiendo.

―No sé mucho sobre historia. En miopinión, y me has contado mucho de loque te enseñó Salderis, Tuonetarcometió un tremendo error que fue fatalpara ellos y beneficioso para losthetianos y para el Dominio, es decir,

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casi para todos los demás. En Tuonetareran magos y emplearon la magia delmismo modo que nosotros usamosmáquinas. ¿Por qué sabrían más quenuestros propios magos acerca del climao los océanos?

―Aun así, no es una estrategia muycoherente.

―No te tenía por un experto enestrategia. ¿Quién sabe en qué estaríanpensando? Eso nos proporciona unabuena oportunidad de vencer, pues elDominio se parece en cierto modo aTuonetar. Ellos no conocían la ciencia yel Dominio no la tolera. Ambos empleanejércitos y magia sin detenerse a pensar

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si existen otros medios.―¿Tanto sabemos nosotros sobre el

planeta? ¿Podemos predecir todas lasconsecuencias?

―Te preocupas demasiado.―Vespasia sonrió―. Deja que losvirreyes y los gobernadores del mundose ocupen de las consecuencias. Sonconscientes de lo que puedes hacer ysaben que Salderis te instruyó. A pesarde eso, ¿te parece que lo tienen muy encuenta? Todavía piensan en los mismostérminos de siempre, permitiendo quelos oceanógrafos nos ocupemos denuestras intrascendentes tareas. Y, sinembargo, tenemos formas de combate

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con las que ni siquiera sueñan.―¿Me consideras oceanógrafo?

―pregunté, pero ella no se percató deque no lo había preguntadocompletamente en serio.

―Claro que sí ―respondió―.Como todos los que hemos estadocontigo en la presa. Has estudiado conSalderis, lo que equivale más o menos aun título. Además, sabes tan bien comocualquiera de nosotros qué se sientesiendo maltratado todo el tiempo.

Por un instante clavó sus ojos en losmíos y añadió:

―En palabras de Sagantha, elConsejo de los Elementos sigue

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existiendo. ¿Qué posibilidades creesque tenemos si vencen? Nos odian tantocomo el Dominio.

―Sólo por lo que yo hice.―Manchaste el concepto que tenían

de magia considerándola como haría unoceanógrafo. Sólo tú podías hacerlo,porque nunca existió antes alguien quefuese a la vez mago y oceanógrafo, y nosdesprecian por eso. ¿Cómo saben lo quevendrá después? ¿Descubriremos quizáun modo de repartir la magia? Loignoran y nosotros también. Pareceimprobable, pero les preocupa.

―En todo caso, si el consejo se lascompone para vencer pese a todo, ¿qué

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cambiaría? Habría cuatro religiones enlugar de una y se evitaría la cruzada,pero seguirían empleando los métodosdel Dominio. Ya han decidido queaquello a lo que has llegado es unaherejía. Seguirán tratando el InstitutoOceanográfico como ha venido haciendoel Dominio.

Era un panorama desolador, tantopara mi como para el instituto.

―Todo lo que podamos hacerRavenna o yo implica magia.

―Así es, pero ya habéis pensadocómo aplicarla. Y además existen una odos cosas en las que nosotros hemospensado que no precisan en absoluto de

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magia. Pequeñas cosas, pero ideasnuestras, al fin y al cabo.

―Si me veo obligado a usar lastormentas y el plan sale mal...

―Entonces tendremos que pagar elprecio. Lo que quiero decir es que no sepuede pretender que las teorías secristalicen de inmediato en proyectosconcretos. Pero partamos del principiode que los tan despreciadosoceanógrafos, mecánicos o técnicos,como nos llaman, pueden lograr algo porsí mismos.

Empecé a comprender lo que queríadecir, pero pisábamos terreno peligroso:

―Eso le daría al Dominio la

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oportunidad que necesita paradeshacerse del instituto totalmente.

―¿Y qué lograrían con eso?¿Saldrían en ese caso a faenar las flotaspesqueras? ¿Sabría alguien cuáles sonlas condiciones del mar? No puedeneliminarnos.

A pesar de su vasta experienciacomo penitente, Vespasia parecíaincurablemente optimista. No es que mepareciese mal, pero podía traernosproblemas.

―Polinskarn nunca soñó que sepudiese sobrevivir sin bibliotecas―objeté―. Ahora muchas handesaparecido y las demás han sido

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purgadas. ¿Quién habría creído que elDominio pudiese asesinar a unemperador?

Habíamos pasado un buen rato sinhacer nada, de modo que nosincorporamos y volvimos a movercajones, conversando cuando se nospresentaba la oportunidad. Fue unacharla incómoda, acentuada porperíodos de silencio cuando nosconcentrábamos en pasarnos una carga orecuperábamos el aliento.

―¿Nos queda otra opción?―preguntó Vespasia un poco más tarde,mientras yo empujaba una pila decajones tan lejos como pude en la

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bodega. Nos habían dado órdenesestrictas de dejar vacía una superficieconsiderable del almacén para lasprovisiones restantes.

―¿Alguna otra opción para qué?―Para actuar siguiendo nuestra

propia iniciativa, para llevar a cabo loque proponías inicialmente.

Se agachó para asegurar las correasde uno de los primeros cajones.

―Las tormentas son nuestro últimorecurso.

―Y, según me has dicho, Salderisopinaba que de ningún modo debíasutilizarlas, pero, al mismo tiempo,afirmaba que las tormentas empeorarían

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con el paso de los siglos, incrementandoasí el poder del Dominio.

Ninguno de los dos dijo nadamientras alzamos el último cajón quenos habían traído y lo colocábamos enlo alto de la pila. Estaban dispuestos deforma algo precaria y se caerían amenos que se los atase con cuidado.Vespasia pasó a gatas rodeando elmontón con una larga soga y la amarró aun anillo en la mampara.

―También me advirtió que emplearlas tormentas como arma podría acelerarel proceso de empeoramiento―reconocí―. En realidad no hay muchoque pueda hacer.

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―Sin el Dominio, ¡maldito sea esteperno, está roto!, tendríamos libertadpara detener el ciclo de las tormentas.Existe un modo, pero por el momentocarecemos de poder. Salderis pensabaen términos de magia, ya que así fueroncreadas las tormentas. ¿Qué ocurriría siutilizásemos magos para canalizar elpoder de los motores? ¿Quién podríadecir siquiera que necesitásemos magospara eso?

Vespasia era todavía más heréticaque Ravenna. Sin embargo, pensándolomejor, algunas cosas que me había dichoRavenna sugerían que podía haberllegado a la misma conclusión.

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―Supondría demasiado riesgo.Siguió una pausa mientras Vespasia

luchaba con el perno roto.―Ya está ―dijo saliendo detrás de

los cajones―. ¿Por qué eres de prontotan timorato? Has sido tú quien hallegado a este punto, con la pequeñaayuda de Salderis. Si pudiesesapoderarte de ese buque, el Aeón,nosotros dos podríamos hacerle másdaño al Dominio en unas pocas horasque lo que han logrado los herejesdurante doscientos años. Y mucha gentenos lo agradecería.

―Para luego maldecirnos cuandomis intervenciones sobre el clima

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hicieran que las islas del Fin del Mundopareciesen el paraíso.

Sin duda, mi intención era regresaral Aeón, pues dudaba que el consejohubiese podido encontrarlo y muchomenos moverlo. Pese a eso, ignorabaqué podría hacer con él una vez allí.Sólo cuando regresase a la cabina queCarausius había denominado la «saladel Mundo» y viese Aquasilva en suintegridad sería capaz de poner a pruebalas enseñanzas de Salderis. Sóloentonces sabría si podían aplicarse alplaneta. Antes de eso no podía estarseguro.

―También podría ser que no

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afectasen al clima lo más mínimo―objetó Vespasia― y que la gente sepercatase de que el Dominio no estodopoderoso, que no puede protegersede ti.

―Haga lo que haga también la gentelo sufrirá y los daños que causemosharán que se nos odie a nosotros tantocomo a ellos.

―¿Por qué siempre piensas en lopeor? ―protestó Vespasia subiendo laescalera. Prosiguió su arenga cuandoestuvimos de regreso en cubierta―:Podrías asestarles un golpe fatal...

La interrumpí, mirando alrededorpara asegurarme de que nadie nos oía.

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Las tripulaciones nocturnas dormíantodavía y los hombres de Ithien aún nohabían vuelto.

―Miras la cuestión sólo desde elpunto de vista de un oceanógrafo. Si yocombatiera a los thetianos, a loscambresianos o a cualquier otra nación,las cosas serían más sencillas. Pero nopuedo hacer daño al Dominio sin dañara la vez a todos los que lo rodean, puesen cada sitio donde está el Dominiotambién hay gente del Archipiélago.

―No hubiese querido sugerir esto―dijo Vespasia tras un momento―,pero ya lo hizo Ravenna cuando hablécon ella unos minutos la otra noche.

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Existe un lugar donde el Dominioconcentra su poder más que en ningúnotro...

Dejó la frase sin terminar de formadeliberada, esperando a que yo lohiciese.

―La Ciudad Sagrada ―completémirándola a los ojos―. ¡Sólo a Ravennase le ocurriría destruir la CiudadSagrada!

―No sólo a Ravenna. A todosnosotros.

―¿Todos vosotros? ¿Quiénesexactamente?

―Todos los que estuvimos en lapresa, todos los que pasamos tantos

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años como esclavos, cada una de laspersonas que conoces que ha sufrido elacoso del Dominio. Aunque Sagantha ylos otros no piensan igual. Podríamosacabar con el Dominio en unas pocashoras.

Cerré los ojos, sintiendo todavía elcalor del sol y el tenue, gratomovimiento del Manatí. Lo queVespasia proponía parecía irreal en esedía tranquilo, tan abstracto como lasnieves del norte de Océanus podíanparecerle a una mujer que había pasadotoda su vida en Thetia, en la partecentral del Archipiélago.

No estaba seguro de por qué discutía

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con ella. De hecho, no había un únicomotivo, sino más bien una suma de otrosmás pequeños, que parecíandesvanecerse cuando intentabadefinirlos. Después de lo que elDominio nos había hecho no se meocurría nada más justo que lo queproponían Ravenna y Vespasia.

La mera idea me causaba un curiosotipo de euforia, la idea de que quizápudiésemos eliminar al Dominio en unsolo día, demostrándole al mundo elerror en que había incurrido. Dudé quepudiera existir en otro momento unamejor oportunidad u otras dos personasque reuniesen las habilidades que lo

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pudiesen hacer posible.«El mejor camino a tomar es

siempre el que requiere el menorderramamiento de sangre.» El queestábamos contemplando no lo era... ¿Osí? ¿Cuántos más morirían en manos delDominio si permanecíamos quietos sinhacer nada?

No era una simple cuestión dearitmética. Era preciso tener en cuentalas vidas que se perderían, lasvenganzas y resentimientos que desataríaentre los supervivientes del Dominio,incluso despojados de líderes. Nada eratan simple nunca.

Y sin embargo... Sin embargo yo

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recordaba el salvaje placer de lavenganza, la intensa satisfacción que mehabía embargado estando de pie ante losescombros del juzgado. ¡Qué pocosremordimientos había tenido desdeentonces!

Volví a abrir los ojos y noté cómoVespasia me miraba, preocupada. Neguécon la cabeza.

―No, ni siquiera podemos imaginarel daño que causaríamos.

―¿Es responsabilidad tuya?―protestó ella mientras bajábamos pararecoger más cajones. Se detuvo y meclavó la mirada―: ¿Cuántos hay quesaltarían de alegría ante la posibilidad

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de estar en tu lugar, que no lo dudaríanni un instante?

―¿Y eso es bueno? ParecesRavenna.

Vespasia ignoró mi comentario.―Vosotros dos sois los únicos con

esta clase de poder, lo únicos con laposibilidad de castigar sus excesos. Losdemás podemos ayudaros, pero enúltima instancia no podríamos hacernada por nuestra cuenta. Y tampocopodemos hacernos a un lado y permitirque os neguéis.

―Seré yo quien decida lo que haga―aseguré agachándome para coger unextremo del cajón.

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―No hay nada que decidir. Piensapor un momento en lo que dijo Salderis.Si utilizas las tormentas como armas, eltiempo podría deteriorarse todavía másrápidamente. ¿Por qué crees quesucedería eso?

Me era más cómodo responder a esapregunta.

―Estaríamos interfiriendo en algoque todavía no comprendemos como esdebido. ¿Quién sabe cuáles serían losefectos secundarios?

―Si ahora dices que no puedescomprenderlo, ¿cuándo crees que loharías? ¿Dentro de décadas?, ¿quizásiglos?

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―¿Cómo de bien entendemosactualmente los océanos? El InstitutoOceanográfico lleva doscientos años ysin embargo no podemos afirmar quesabemos todo lo que hay que saber.

―Espera a que transcurran otrosdoscientos años y las tormentas serántan terribles que debilitar el poder delDominio causará diez veces másdestrucción. Si actuamos ahora,tendremos la posibilidad de descubrirsistemas de protección que no dependande la buena voluntad de legiones desacerdotes asesinos y sus dócilesfanáticos.

Se agachó para levantar el siguiente

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cajón y ninguno de los dos dijo nadahasta que lo subimos a cubierta y loapilamos en la bodega.

―Y las tormentas en sí ―prosiguióVespasia―, si las utilizas como arma, loúnico que estarás haciendo es congregarel poder y la estructura de una tormentapreexistente. Nadie pretende queinventes una tormenta de la nada. Lastormentas son una fuente y una vía depoder que puedes concentrar en un lugardeterminado. No estarías cambiandorealmente el sistema climático.

―¿Lo sabemos con seguridad?―repliqué.

¿Me habría advertido Salderis si no

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tuviese importancia? No quería olvidarque ella intentaba persuadirme deocupar el condenado trono, pero, almismo tiempo, nunca había dejado demencionar lo peligroso que resultabainterferir en los designios del clima.

Me negué a comentar nada másdurante varias cargas, hasta queguardamos la última, amarrándola en labodega. No me sentía especialmentecansado, pero era doloroso forzarmúsculos que no ejercitaba desde losdías en el canal.

―¿Por eso crees que me niego?―pregunté apoyando la espalda contrala borda, a la sombra del toldo que

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cubría la entrada al almacén de lacubierta―, ¿para evitar dañosclimáticos?

―Supongo que es la principal razón,¿no?

Negué con la cabeza.―Traería demasiado odio. La

cruzada no sería nada en comparación.―¿Comparada con el odio que ya ha

despertado el Dominio? La últimacruzada fue hace treinta años, pero aúnsufrimos sus efectos. ¿Y qué me dices detoda la gente eliminada, condenada a lahoguera o a terribles castigos? ¿Acasoalguien sabe cuántos penitentes hay?Nos criamos lejos de todo esto, no

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hemos tenido que vivir con ello.Nuestras vidas fueron apacibles hastaque nos vimos inmersos en esashorrendas situaciones. Pero cuandorecordamos los maravillosos tiempospasados vemos que en el Archipiélagono se vivía igual. Ellos no gozaron de lamisma paz que nosotros.

Mientras ella decía esas cosas unúnico recuerdo ocupó mi mente: laúltima ocasión en que me había parecidoque todo volvía realmente a lanormalidad, aquella tarde en el palaciode Courtiéres con su hijo y loscambresianos, hacía unos seis años.Parecía haber ocurrido en otro milenio,

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un tiempo en el que yo no había sidonada más que vizconde de Lepidor eignoraba todo sobre las herejías o elArchipiélago, cuando Sarhaddon era miamigo y no un implacable enemigo.

Hubiese vendido mi alma por volvera vivir ese momento, por estar otra vezen un Lepidor en el que nada extrañohubiese ocurrido. Y no me culpaba pordesearlo.

―¿Horrible, no es cierto?―preguntó Vespasia, malinterpretandola expresión triste de mi cara.

―Si hiciese lo que pides, nadacambiaría en realidad. Pasarían a ser loscontinentales quienes buscarían vengar

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nuestras acciones.―¿Y si les aterrorizara demasiado

el daño que pudiésemos hacerles?―Entonces habríamos dado inicio a

una tiranía tan catastrófica como laimpuesta por el Dominio, basada en elterror puro. Y a medida que pasase eltiempo emplearíamos las tormentas pararepeler rebeliones cada vez másinsignificantes. Nos habríamos vueltodiez veces más poderosos que cualquieremperador de la historia. ―Clavé losojos en los suyos por un instante―. ¿Nolo ves, Vespasia? ―continué―. Noestamos hablando de ciencia, sino delmonstruo que crearíamos. En cierto

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sentido, Ukmadorian tenía razón, perotambién sus métodos son equivocados.

―Entonces ¿qué se supone quevamos a hacer? ―preguntó sonandoenfadada.― Lo único que sacamos enclaro durante la reunión del otro día fueconfirmar que no podríamos vencer deun modo convencional. Pase lo quepase, habrá derramamiento de sangre.

―Pero si destruimos una tiraníapara reemplazarla por otra, toda lasangre se habrá derramado en vano―repuse.

Me puse de pie, bebí un poco más deagua y me apoyé en la barandilla. En laoficina del jefe portuario se movieron

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unas figuras y abrí bien los ojos para verqué sucedía.

Había dos siluetas rojas de pie juntoa la plataforma de madera sobre la quese colgaban anuncios con las noticiasnavales.

Sacris.Mientras observaba, uno de ellos

tiró al suelo con una mano enguantadalos anuncios allí dispuestos.Sencillamente los arrancó y dejó que labrisa los alejara. Entonces el otro alzóun papel y lo apoyó contra el centro dela pizarra mientras el primero loclavaba con un martillo.

Sólo les llevó un momento. Luego

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partieron en dirección a la ciudad,cubiertos totalmente con sus túnicas apesar del calor.

Vespasia y yo nos miramos unossegundos.

―Ha de ser un decreto del avarca odel gobernador ―sostuvo ellaolvidando nuestra discusión.

Asentí.―Uno de nosotros debe custodiar

las mercancías. Quédate en la nave y yoiré a ver qué pone.

Salté del barco antes de que pudieseprotestar y caminé tan deprisa como meatreví, intentando no parecer demasiadoansioso por llegar a la oficina. Ya había

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allí tres o cuatro hombres leyendo elpapel y otros venían en camino.

Estaba clavado en la pizarra a laaltura de los ojos y coronaban la parteinferior dos grandes sellos, el delavarca y el del gobernador.

Con mucho recelo me acerqué tantocomo pude y empecé a leer.

Mare Alastre, Ad 2 Id.Jurinia 2779De Hamílcar Barca a Oltan

Canadrath,

CODIFICADA

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He codificado esta carta puestengo que advertirle de algo queestá a punto de suceder y no deseoque nadie pueda leerla incluso sifuese interceptada. Existe uncomplot para asesinar alemperador, que se llevará a cabocuando llegue aquí a realizar unainspección dentro de dos días. Hayinvolucrados disidentes de variosclanes, pero no son capaces dehacer algo de esa envergadura porsí solos. Sospecho que existe unafuerza mayor detrás, pero porahora carece de líderes.

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No estoy colaborando en estegolpe, aunque goza de misimpatía. Es más conveniente quelos militares imperiales noperciban la conexión tanethana,pues eso podría generar unareacción, quizá incluso unaalianza con los haletitas en contrade nosotros.

Por cuanto sé, el plan tienegrandes posibilidades de éxito, porlo que sería un duro golpe para elDominio. Espero que estaadvertencia te permitaaprovecharte de las noticiascuando el suceso se produzca,

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preparando alguna confusión parala familia Foryth y sus aliados.

Me marcharé de Qalathar tanpronto como sepa qué ha ocurrido,y espero llegar allí anticipándomea los correos oficiales. Mi buqueAegeta está quedando muy bien yha demostrado hasta ahorabuenos cambios de velocidad.Confío en que podrá superarcualquier nave hostil, incluso si lallevo llena de carga.

Con urgencia,

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HAMÍLCAR BARCA

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CAPITULO XXIII

Qué tacto y moderación! ―subrayóel jefe portuario repasando las líneasdel decreto. Luego intercambió unamirada con ¿otro de los hombres―. Nohacen las cosas a medias.

Me asomé sobre el hombro del jefede cargas, quien gentilmente se movió unpoco hacia la izquierda para permitirmeleer mejor.

―No os afectará demasiado en lasislas exteriores ―afirmó―. Si es queeres de las islas exteriores.

Estábamos en Ilthys, de manera quenadie hizo el menor comentario sobre

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mis evidentes rasgos thetianos. Allí lagente era sólo a medias delArchipiélago.

Volví al decreto, pasando por alto deforma automática las pomposas frasesiniciales a las que ya estaba tanhabituado y deslizando los ojos hasta elpárrafo central.

«Se nos ha hecho saber que SuAlteza Imperial... Primero, que eltraidor y hereje Ithien Cerolis Eirillia...Todos los bienes, activos y propiedadesquedan confiscados por nuestra corte.»

Noté que Eshar había adquirido lacostumbre de hablar en plural, propia dela realeza, aunque no todos los

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emperadores thetianos lo habíanutilizado.

«Lo que es más... el antedichotraidor y hereje es condenado a muertepor decreto de las Cortes seculares y delas Cortes religiosas y deberá serentregado a nuestros oficiales o a los denuestro santo Dominio universal paraproceder a su ejecución.»

No parecían hacer otra cosaúltimamente que condenar a muerte. Eraun dogma de la ley thetiana y de la pazimperial que nadie, con excepción delos oficiales imperiales, tenía autoridadpara castigar con la pena de muerte.Eshar no había cambiado eso; encajaba

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demasiado bien con su naturalezaautocrática. Sólo había añadido «y elDominio».

«Tenemos la convicción de que elmencionado traidor se oculta en elterritorio de Ilthys... Si es entregado alos representantes de los poderesseculares o religiosos en el lapso decuatro días... se pagará una recompensade mil coronas... Para impedir que sedespliegue la herejía por todo elterritorio de Ilthys... será penada ladesobediencia a las leyes de Ranthas...Doscientos ciudadanos serán castigadospor el bien de la ciudad. Si estascondiciones permaneciesen incumplidas,

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entonces la autoridad del interdicto denuestro santo Dominio universal caerásobre la ciudad, que deberá ser limpiadapor el fuego sagrado de Ranthas... Asísea.

«Almirante Vanari, marina imperial.Avarca interino Abisamar, ordoinquisitori.»

Abisamar... Recordaba a Abisamar yno con gran cariño. Era el avarca cuyacaza de herejes en Qalathar habíadañado el Lodestar de Mauriz haciendoque acabásemos en Ilthys. Típicohaletita fanático, en ningún sentido unasceta, pero que había demostrado unpeligroso e inusual conocimiento sobre

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el modo de vida del Archipiélago.No se trataba de buenas noticias y

nadie entre la creciente multitud que merodeaba parecía pensar otra cosa.

―¿Quiénes se creen que somos?―protestó el jefe de cargas―.Persiguen sombras. Rumores, eso estodo lo que precisan para ponerse enacción.

―No necesitan hechos, amigo―comentó el jefe portuario, unindividuo delgado de pelo rizado, cuyaminuciosidad por poco no había hechoperder la paciencia al capitán delManatí―. Lo más insoportable es que,pase lo que pase, serán problemas.

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―Problemas para todos nosotros―asintió un operario de los muelles conquien me había cruzado el día anterioren el puerto submarino. Sus palabrasdespertaron una discusión entre losmarinos y yo me marché de regreso alManatí para contarle a Vespasia lo quedecía el decreto.

Ella alzó la mirada en dirección a laciudad, un conjunto de casas ycolumnatas en lo alto del acantilado.

―Oailos pensó que venir aquí nostraería más dificultades que ventajas―comentó― y estoy empezando a creerque tenía razón. Ahora, cuando nosvayamos, Ilthys empezará a sufrir.

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―Podríamos difundir rumores paraque piensen que Ithien se ha marchado.

―Mala idea. Nos perseguirían anosotros en su lugar.

Alejé la mirada de la ciudad y visurgir una carretilla entre dosalmacenes. Detrás venían otras dos. Lasllevaban tres o cuatro hombres ymujeres, que avanzaban hacia nosotros.

―¿Todo listo? ―preguntó Palatinamientras se aproximaba, adelantándose alos demás.

Asentí.―Dejamos tanto espacio libre como

pudimos.―Echadnos una mano con este

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cargamento y luego podremos irnos.Supongo que habréis oído lo deldecreto...

―Dos sacri acaban de clavarlo enla pizarra del jefe portuario.

―Nos los cruzamos al bajar y nosimaginamos a qué venían ―dijomientras corría por la plataforma paraunirse a nosotros en cubierta―. Habráproblemas. La gente de la ciudad no estácontenta. A algunas personas no lesgusta que Ithien haya vuelto, mientrasque otras... supongo que son propicias ala rebelión. Cosas similares hansucedido en otros lugares y la poblaciónsiempre sufre las consecuencias.

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―¿Realmente veneran tanto a Ithien?―preguntó Vespasia.

―No es tanto por Ithien―respondió uno de los hombres―. Hansido embarcadas muchas personas comopenitentes, y después de cada purga nopocos se han percatado de que algunasde las que se habían llevado no podíanser herejes. No les parecía del todo malque se llevasen a unos cuantos herejesauténticos si eso impedía una cruzada.Pero que se equivocasen con tantagente... resultaba sospechoso.

―Me alegraría que todos losinquisidores desapareciesen bajo lasolas ―dijo el capitán del Manatí

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regresando a la plataforma―. Llevemosesto a bordo.

Con la ayuda de siete personas

tardamos menos de una hora y, al acabar,el resto de la tripulación del Manatíapareció con objetos más pequeños peromás valiosos, como un diminutoconservador de leños que habíaconseguido uno de ellos, un individuoque a todas luces era el principaltrapichero de la tripulación.

―Mejor esconde eso ―recomendóel capitán―, Fíjate si tenemos un

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recipiente hermético y guárdalo en lasentina. Si alguien lo descubriese,arderíamos en el infierno. ―Se volvióhacia nosotros―: Imagino que no nosacompañaréis.

―No. Por ahora nos necesitan aquí―señalé evitando mencionar el nombrede Ithien.

―Le iría mucho mejor alejándosede aquí, pero no atenderá a razones―añadió el capitán cuidando tambiénsus palabras, una precaución adecuadadada la recompensa ofrecida―.Probablemente os vea en unos días.Muchas gracias por vuestra ayuda.

Nos despedimos y abandonamos la

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nave para permitir que zarpara. Cuandoempezamos a subir por la calle queconducía a la ciudad, el Manatí ya habíadesplegado la vela y estaba más allá delas fragatas.

Oímos los gritos antes de cruzar losportales, un rugido sordo provenientedel interior de la ciudad. Los dosguardias thetianos no estaban en suspuestos y las calles se veíanextrañamente desiertas.

―Problemas ―dijo Vespasia―.Debemos alejarnos de aquí.

El sonido provenía del ágora,delante de nosotros, y era cada vez másfuerte y claro. Una o dos personas

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pasaron corriendo ante nosotros, hubonuevos ruidos y luego otro silencio.

―¿Una revuelta?Había una curva en la calle un poco

más adelante, de modo que no podía verel ágora ni oír nada con claridad.

―Parece que sí ―asintióVespasia―. No nos conviene vernosinvolucrados en ella, aunque no creo quese trate de una revuelta religiosa. Hantranscurrido apenas unos meses desde laúltima purga. Esto debe de estarrelacionado con Ithien.

Ambos teníamos curiosidad poraveriguar qué estaba pasando, perooptamos por la cautela y cogimos una

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calle lateral para evitar la plaza.Atravesamos entonces una de las partesmás pobres de la ciudad. La pintura delos muros era vieja y se desprendía enalgunas partes, el pavimento erairregular y a veces lo cubríanescombros. Pasamos frente a un taller detinturas, cuyo desagüe se habíaoscurecido como consecuencia de añosde materiales de desecho. Con ciertafrecuencia, al cruzar una calle queconducía hacia el centro de la ciudad, elruido de la multitud volvía a hacerse oírdurante unos pocos segundos.

―¿Vacío, no es cierto? ―dijoVespasia en un murmullo mientras

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recorríamos un estrecho pasaje―.Deberíamos haber visitado a losoceanógrafos locales mientras nadievigilaba.

―¿Y por qué querías hacer tal cosa?―preguntó una aguda voz desde un lado.

Me detuve de pronto, buscando entrelas sombras el sitio exacto del que habíapartido la voz. Al parecer era unedificio de apartamentos. La puertaestaba abierta y había una ancianasentada en una silla junto al umbral,trabajando con las manos algo que noconseguí distinguir debido a laoscuridad.

―Dos jóvenes saludables

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―añadió―, sin duda leales a la causadel ex gobernador... ¿Por qué no estáisgritando como todos los demás?

Al moverse, su voz adquirió un tononasal:

―Quizá tenéis otras cosas quehacer. Quizá sois oceanógrafos y habéisvenido a nuestra ciudad a liberarvuestras negras artes y hundir a nuestrospescadores.

Reemprendimos el paso, pero su voznos siguió, alzando el volumen anuestras espaldas:

―¡Herejes! ¡Oceanógrafos!Respondió otra voz, en esta ocasión

la de un hombre. Yo aceleré el paso.

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Vespasia no había necesitado ningúnincentivo para hacerlo.

―¡Se fueron por ahí! ―aulló laanciana.

Avanzamos hasta la siguiente callelateral a medida que se sumaban albarullo otras voces, a las que se añadióel ruido de pasos.

Era algo que no habíamos previsto,pero cuando miré adelante constaté queíbamos derechos hacia el ágora.

―¡Oceanógrafos extranjeros!―gritó alguien detrás de nosotros, yempezamos a correr esquivando unoscajones vacíos apilados en una de lasaceras y el hueco dejado en el suelo por

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unos adoquines.Dimos vuelta a la esquina y

corrimos a toda prisa hacia una sólidamuralla de gente. Todos nos daban laespalda y el ruido que emitían megolpeó como una ola. Incluso desde allípude notar que una multitud llenaba elágora, un mar de personas nointerrumpido más que por árboles.Distinguí las puertas del templo,herméticamente cerradas.

―Adentrémonos en la multitud―dijo Vespasia.

―¡No! ―objeté cogiéndola de unbrazo antes de que pudiese ir máslejos―. Si nos toman por espías nos

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lincharán.―¡ITHIEN! ―rugía la multitud

cuando presté atención por primera vez.Luego comenzaron a cantar algo quesonaba como «¡No más penitencias!».

Nunca había visto ni oído nada comoaquello desde el inicio de las purgas.¿Por qué, de entre todos los lugares,sucedería en la pacífica Ilthys? ¿Quéhabía despertado tanta pasión? No mehubiera sorprendido verlo en Qalathar oen las más inconstantes zonas del lejanosur, pero parecía improbable tan cercade Thetia. Ni siquiera daba la sensaciónde que Ilthys hubiese padecido más alláde lo tolerable, pues en comparación

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con Sianor y Beraetha sus sufrimientoshabían sido casi inexistentes.

No se me ocurría cuáles eran losintereses de la gente de Ilthys, pero porel momento nuestros perseguidores yaestaban junto a nosotros y tuve otrascosas de las que preocuparme.

―¿Sois oceanógrafos, no es así?¿Habéis regresado para hundir nuestraflota pesquera? ―espetó el aparentelíder del grupo, un sujeto pequeño con elpelo sucio y enmarañado, flanqueadopor dos hombres más corpulentos.

―No ―sostuve con calma, capaz almenos por una vez de ocultar mipreocupación. El corazón me saltaba en

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el pecho, pero la multitud en la plaza measustaba más que esos hombres.

―No esperaba que dijeses otracosa.

Ahora se acercaban más personas,formando una revuelta menor separadade la otra sólo por nosotros dos. Un parde participantes de la protesta general sevolvieron hacia nosotros. Parecían seramigos de los que nos teníanarrinconados.

―¿Qué hacemos con losoceanógrafos? ―preguntó el pequeñolíder mirando alrededor. Algunos teníanexpresión de disgusto―. Es evidenteque el Dominio no los tiene controlados,

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pues si no, no vagarían de este modo.―Sus amos no pueden protegerlos

ahora ―repuso otro hombre mirandocon lascivia a Vespasia―. ¿Por qué nonos divertimos un poco antes?

―No necesito a nadie paraprotegerme ―advertí clavándole losojos―. ¿Por qué para variar no osenfrentáis a las personas quecorresponde?

Fue una frase poco apropiada y lasiguió un murmullo de la multitud.Algunos empezaron a acercarse y de unlado se produjo una leve refriega amedida que un individuo se abríacamino entre todos.

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―¡No son espías! ―gritó cuando ellíder ya había dado a sus matones laorden de avanzar―. ¡Deteneos!

Sentí un inmenso alivio al reconocera Oailos, secundado por el albañil degrandes bigotes que habíamos visto lanoche anterior.

―¡Los descubrimos merodeandopor las calles laterales! ―chilló laanciana desde detrás.

―¡Y yo los vi junto al gobernador!―señaló Oailos―. El auténticogobernador, no el payaso tacaño que hanpuesto ahora en el cargo. ¡Son amigos deIthien!

El estado de ánimo general cambió y

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el pequeño líder pareció perplejo.―¿Estás seguro? No se puede

confiar en los oceanógrafos.―Totalmente. ¿Crees que olvidaría

el rostro de esta mujer? Son thetianos,viejos amigos del gobernador, de losbuenos tiempos.

Por suerte Oailos había referido sucomentario a Vespasia, y me alegró queRavenna no estuviese allí. Confrecuencia perdía la paciencia justo enel momento equivocado.

Me arriesgué a decir algo:―El gobernador deseaba que

hiciésemos algo en el puerto, hemosestado trabajando allí. No queríamos

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que nos capturaran en el ágora en casode que empezasen a arrestar gente.

―¿Estás seguro de que los has vistoantes?

El albañil asintió.―No me cabe la menor duda. El

gobernador no estaría recorriendo laciudad junto a espías. A menos quefuesen sus propios espías y, en ese caso,son nuestros amigos.

Hubo gestos de asentimiento y mepareció oír a la anciana profiriendo unmudo suspiro de decepción. Semejantelealtad era difícil de entender. No mequedaba nada claro cómo un aristócratathetiano tan arrogante había conseguido

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ganarse el fervor de Ilthys de esamanera. Incluso los artesanos y loshabitantes más pobres parecían leales aél.

―¿Habéis visto el decreto? ―mepreguntó el albañil.

―Sí. ¿A eso se debe la revuelta?―Por supuesto. Los muy cabrones

quieren volver a embarcar a nuestragente. Sólo porque Ithien ya no pudoseguir soportando a ese emperadormiserable. ¿Quién sabe lo que le hace elDominio a los penitentes en Qalathar?

―Les hacen construir más zigurats yexcavar canales a través de los bosquespara que los haletitas puedan instalarse

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a vivir allí ―informó Vespasia.―Oí decir que cuando los

prisioneros no trabajan lo bastante durolos queman en la hoguera ―afirmó laanciana gritando para hacerse oír.Evidentemente no quería que la dejasenal margen de lo que sucedía, incluso siva no podía ser cazadora de brujas―,¡Los queman en la misma calle, sin más!¿No es cierto? Sin duda lo habréis visto.

―Tú, Oailos, lo has padecido encarne propia ―dijo el albañil―, algomucho peor que lo nuestro. ¿Recordáis aOailos, verdad?

El grupo asintió con unanimidad.―Te embarcaron por hereje

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―comentó el líder―. Si no, laInquisición habría arrestado a todo tugremio.

―Me embarcaron porque Badoasme denunció ―aclaró Oailos―. ¿Creéisque yo habría sido capaz de hacerle algoasí a alguno de vosotros? ¿Sabíais queyo no veneraba a Ranthas?

Ahora el asentimiento fue menosgeneral.

―¿Recordáis lo que sucedió cuandoresultó dañado el templo y nos hicieronrepararlo sin recibir nada a cambio?―insistió el otro albañil, que debía deser un viejo amigo de Oailos―.Tuvimos que trabajar dos meses sin

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paga, pues era en beneficio de Dios, yasí nos vimos obligados a pasar hambremientras reconstruíamos su templo.

―Me acuerdo ―gritó la anciana,que, ansiosa por recuperarprotagonismo, tardó apenas dossegundos en abrirse paso entre ellos―.Les dijiste a los inquisidores que noseguiríamos trabajando por nada y todoel gremio se declaró en huelga. Fueentonces cuando aquel gusanodeleznable de Badoas te denunció porhereje y logró que lo nombrasen a éldelegado del gremio.

―Y entonces nos forzaron a trabajardurante un mes más, mientras Badoas se

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llenaba los bolsillos ―subrayó elalbañil de enormes bigotes.

―Cinco de nosotros protestamos yfuimos embarcados como penitentes,porque rechazamos hacer el trabajosucio por ellos ―afirmó Oailos―. ¿Quéopináis de esa justicia divina? ¿Cómocolabora para salvarnos de la cruzadaque pende sobre nuestras cabezas?

Ahora la gente de los contornos dela multitud se había vuelto hacianosotros y distinguí, como una ondaluminosa, cómo todos los reunidos allíiban cambiando de posición para verqué era lo que miraban sus vecinos.Pronto toda la plaza contemplaba a

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Oailos.En honor suyo debe decirse que no

se amedrentó por ello y prosiguió sudiscurso incluso después de que, tras ungesto del líder, los dos matones loalzaron sobre sus hombros para quenadie se quedase sin verlo. Sin duda ellíder estaba contento de que Oailos lohubiese desplazado del centro de laescena; no parecía ser el tipo de personaque desea sobresalir de ese modo.

―Los inquisidores vienen aquí,secuestran a nuestros hijos, nos robannuestro dinero, arrestan a la gente y latorturan hasta obtener cualquierconfesión. ¡Todos los meses debemos

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respirar el humo de las hogueras en lasque nos queman vivos!

Oailos había elevado el tono yvociferaba para la ahora silenciosamultitud, pero dudé que muchos de ellosllegasen a oírlo y mucho menos a verlo.

No importaba. De algún modo, quizáfuera mejor, ya que no era visible desdeel templo y tenía, por lo tanto, ciertaposibilidad de conservar el anonimato.

―¿Os sentís afortunados, habitantesde Ilthys? ¿Os sentís especiales? ¿No?Pues deberíais, pues todavía estáis aquí.No os estáis rompiendo las espaldascumpliendo las penitencias del Dominio,echando abajo bosques ni construyendo

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canales para que ellos puedan asentar asus propios campesinos en nuestrasislas. Nos obligan a rendir reverencia asus sacerdotes y sufrir el látigo de suslacayos, a darles todo lo que tenemospara financiar sus matanzas, a observarcómo queman a nuestro parientes y, aunasí, somos afortunados.

Era mejor orador de lo que yopensaba; durante su discurso uno de loshombres que me rodeaban susurró queOailos había sido subdelegado delgremio de albañiles. Es decir que no eraexactamente un novato en hablar ante lagente.

―Nunca tenemos comida suficiente.

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¿A qué se debe? ¿A una supuestatraición de los oceanógrafos? ¡Heconocido a muchos oceanógrafoscumpliendo penitencias de por vida sinmotivo alguno! Se nos ha dicho queellos destruyeron nuestra flota pesquera,que son todos herejes decididos adestruir el Archipiélago. ¿O podría seracaso, aunque no sea más que comohipótesis, que el Dominio quiera quecreamos eso?

Se produjo un bramido furioso de lamultitud. En eso, Oailos andaba sobreterreno menos firme, dado el odio hacialos oceanógrafos que el Dominio habíalogrado inculcar a la gente de Ilthys.

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―¿Por qué harían tal cosa losoceanógrafos? ¿Por qué después dedoscientos años harían algo más quemedir las corrientes para nosotros,señalarles a nuestros pescadores dóndehabrá peces e informarles de cuándopodrán navegar seguros? ¿Para quéhabrían querido destruir las ciudades enlas que ellos mismos nacieron, vivierony murieron? ¿Recordáis cuandoperdimos cinco naves en un remolinoque nadie pudo predecir? ¿Recordáis aPhassili, y su buque? ¡El Dominioquemó a la hermana de Phassiliaduciendo que ella había mentido acercade la corriente y había matado a su

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propio hermano!Se sucedió un nuevo bramido, pero

ahora más leve.―Permitidme contaros una historia

que el Dominio os ha ocultado durantetodo este tiempo. Trata sobre una ciudadde Océanus, de alrededor de la mitaddel tamaño de Ilthys. Era una ciudad ricay el Dominio la pretendía para fabricarallí armas para una cruzada. Hace unoscinco años, el Dominio planeaba ya unacruzada, de modo que quería apoderarsede aquella ciudad. Deseaba invadirla yquemar a sus líderes en la hoguera.

Abrí de par en par los ojos,preguntándome cómo se habría enterado.

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Adornaba la historia, pero estabanclaros sus motivos. Tan sólo supliqué ensilencio que no me lanzase al frente dela escena. Si eso sucedía, ¿quién sabíaqué represalia adoptaría el Dominiocontra Lepidor?

―¡Las fuerzas del Dominio fueronderrotadas ―gritó Oailos― por unospocos oceanógrafos y un abigarradogrupo de marinos! ¡El Dominio fuehumillado, expulsado! ¿Y quiénes fueronexactamente los sacerdotes quesobrevivieron a tamaña derrota? Puedorevelaros sus nombres. ¡Fueron Midiany Sarhaddon! Nuestro poderoso exarca,con sus sanguinarios soldados que él

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declara invencibles, fue vencido por unpuñado de oceanógrafos. ¡A eso se debeque los odie, por eso él y su bufónSarhaddon quieren destruirlos!

Sobrevino el silencio.―Y algunos de esos oceanógrafos

eran amigos de nuestro gobernadorIthien. Nuestro auténtico gobernador, nonuestro apreciado almirante, que esincapaz de vestirse cada mañana sin queese asesino gordinflón de Abisamar lediga qué prenda debe llevar. El Dominioquiere arrestar a Ithien porque él losmuestra como los dictadores que son enrealidad. Si ese campesino haletitaignorante que es Abisamar decide que

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alguien es culpable, nadie puededetenerlo. Todos sabemos cuáles son susactividades favoritas: quemar, torturar,violar a las mujeres que ha designadosus concubinas.

Un murmullo recorrió la multituddesde atrás y llegó a ensordecerme. Portodos los lados me empujaban personasdeseosas de ver a Oailos mientrasgritaban desafíos al templo y sudeslumbrante bóveda, un edificio dondeAbisamar había intentado juzgar aMauriz bajo cargos inventados hasta queIthien intervino en su ayuda.

―Nos dicen, por tanto, que sirehusamos obedecerlos, si nos

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resistimos a ser sus esclavos, nossometerán igualmente y convertirán anuestra ciudad, nuestro clan, nuestrohogar, en una tierra baldía y nosembarcarán a todos hacia Qalathar.Ninguno de vosotros ignora lo quesucedió en Sianor y en Beraetha. Lomismo ocurrirá aquí si no agachamos lacabeza y ofrecemos la otra mejilla, hastala mañana en que nos levantemos y,como el apreciado almirante, no seamoscapaces de elegir nuestra ropa pornosotros mismos.

Alzó un puño en dirección al temploy sentí cómo la gente lo imitaba, decenasde personas a mi alrededor levantando

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las manos. Por fin también yo levanté lamía, fijando la mirada en el frente vacíodel templo con un odio sólo ahondadopor recuerdos todavía frescos en mimente. Era como ser arrastrado por lacresta de una ola.

Alguien empezó a repetir«¡asesinos!», y pronto la masa se unió alclamor. Los hombres que me rodeabanempezaron a gritar y los imité. El ruidoera apabullante y el olor de tanta gentecongregada en tan poco espacio erafrancamente desagradable, perodescargué mi furia contra el templo igualque todos los demás.

No hubo respuesta. Nadie se asomó

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detrás de las altas murallas queprotegían la fachada (no había allí nadiela última vez que pasé) y no salió deltemplo ninguna señal de vida, niestruendos de armas ni destacamentos desacri.

―¡No nos prestan la menoratención! ―aulló Oailos, en unprincipio apenas audible―. ¡No nosprestan la menor atención porque paraellos sólo somos materia prima, herejesdespreciables, sujetos cuya únicafunción es proveer de sangre a susimportantes designios! ¿Qué destruirán acontinuación? ¿Ilthys? ¿Cuántos denosotros pagaremos con nuestras vidas?

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La multitud se desplazó y quedé unpoco alejado de Oailos y Vespasia, allado de un grupo de aprendices e hijosde mercaderes, a juzgar por su aspecto,jóvenes de las capas más adineradas dela sociedad de Ilthys.

―Ahora nos piden que entreguemosal gobernador, al auténtico gobernador,no a la marioneta de Abisamar. ¿Quédelito ha cometido? No se molestan endecírnoslo porque no tiene ningunaimportancia. No necesitan excusas, nonecesitan juicios. ¡Los conduce la divinapalabra de Ranthas! ¿Qué es la palabrade Ranthas? Sólo existe una palabra yellos son sus fieles servidores. ¡La

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palabra es MATAR!Volvimos a gritar, desplegando todos

a la vez nuestra furia como una inmensabestia irracional, como si pudiésemosdestruir al Dominio y echar abajo lasmurallas con el mero poder de nuestrasvoces.

―¿Permitiremos que capturen anuestro gobernador? Se han apoderadoya de nuestro presidente, nuestroscónsules, de los delegados gremialesque osaron enfrentarse a ellos. ¡Sellevan a cualquiera que en su opiniónpueda traerles problemas, pero nosdejan a todos nosotros! Y en esocometen un error. ¿Consentiremos que

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arresten a Ithien?―¡NO! ―gritamos. Mi garganta

estaba algo irritada, pero aun así gritécon fuerza mientras la gente respondía alliderazgo de Oailos.

Se produjo entonces unensordecedor estallido y me estremecí.

Siguió una súbita oleada de calormágico, y los cerca de quince árboles dela plaza empezaron a arder. Una llamabrillante y abrasadora consumió lashojas en cuestión de segundos y quemó ala gente que había debajo. Durante uninstante los gritos de protestacontinuaron, pero en seguida seconvirtieron en terribles alaridos. Sentí

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una repentina ola de presión provenientede la izquierda, y los aprendices fueronempujados contra mí, impulsándome asu vez contra el hombre que estaba a miderecha. Apenas conseguí mantener elequilibrio.

Los rostros de los aprendicesexpresaban un profundo recelo cuandotrastabillaron como consecuencia de lairrefrenable presión de la multitudintentando huir. De forma abrupta lagente nos empujó desde un lado y estuvea punto de caer otra vez, pero conseguímantenerme de pie y empecé a correr,seguido por la masa de personas casicegadas por las llamas y el humo de los

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árboles.Choqué contra alguien más y empujé

con todas mis fuerzas mientras oía elestruendo de cientos, si no miles de piescorriendo a mis espaldas. Estabademasiado falto de aliento para gritar,pero pude escuchar espantosos gritosprovenientes del centro de la plaza.

Miré a mi alrededor con frenesí enbusca de Vespasia, pero no conseguíreconocer a nadie entre los que merodeaban y no tuve tiempo de detenerme.Seguí adelante, a toda velocidad endirección hacia la calle lateral de la quehabíamos venido, corriendo ciegamente.

Apenas doblar la esquina tropecé

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con uno de los adoquines sueltos de lacalle y caí, dolorido, junto a una puerta.Alguien me pateó en un costado y pasósobre mí mientras tratabadesesperadamente de salir de su camino.Detrás de mí había más personas, unainterminable masa humana.

Sentí que una mano me cogíamientras yo intentaba acurrucarmecontra la pared. Alguien me empujó parasubir los escalones del umbral y mellevó a rastras hacia una puerta abierta,donde me desplomé contra una pared yme magullé una rodilla. Era otro piso deapartamentos como aquel donde vivía laanciana; la pintura estaba

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descascarillada en el interior, que estabaen penumbras.

Levanté la mirada para ver quién mehabía rescatado, pero ya había vuelto asalir y estaba arrastrando a alguien máshacia la seguridad del umbral.

―Eres afortunado de haber caídocerca de mí ―dijo mi salvador―.Quédate aquí hasta que todo hayaacabado.

Lo reconocí, aunque me llevó unmomento recordar a los trabajadoresportuarios que nos habían dado lanoticia sobre la nueva campaña delDominio. Era uno de ellos pero noentendí por qué me había rescatado.

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Durante la estampida, alejó de lamultitud a un par de personas más y mepercaté de que, por algún motivo,ayudaba a todo el que se le poníadelante. Cuando el estrépito cesóéramos unas siete personas en el salón yalgunas parecían conocerlo.

Aturdido, me senté en el suelomientras fuera los alaridos llenaban elaire y esperé a que el caos llegase a sufin y la calle volviese a la calma.

―Será mejor que te marches ―medijo entonces―. ¿Vives cerca?

―Sí ―respondí recordando haberdoblado la esquina a la derecha; estabaen el límite del barrio de los

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artesanos―. Me acompañaba unaamiga...

―No intentes encontrarla ―merecomendó―. Regresa de inmediato alsitio donde os alojáis. Si no, podríaisvagar durante horas por las callesbuscándoos mutuamente.

―¿Por qué me has ayudado?―Porque si no habrías muerto

―replicó―. Podrías haber sido mihermano, mi primo, cualquiera. Buenasuerte.

Se lo agradecí, caminé con cautelahacia la puerta y asomé la cabeza a lacalle. Sólo un par de personas yacíanallí, pero ninguna estaba sola. La mayor

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parte de la gente que había huido en estadirección vivía en el vecindario y losheridos podían ser amigos o vecinos.

Empecé a avanzar y. llegué a unaavenida ancha que me resultaba familiar.Había allí grupos de gente moviéndose,al parecer desorientada, y máscadáveres sobre el pavimento. Erahorrible: personas aplastadas ymutiladas por la estampida, que apenasunos minutos antes habían sidociudadanos de Ilthys exigiendo justicia.Algunos, desgraciadamente, eranjóvenes. No vi, de todos modos, a nadieque le faltase asistencia por parte de susvecinos.

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Pasé ante alguien que se llevaba alpecho el brazo ennegrecido y suplicabaque le diesen agua hasta que vio unafuente y corrió a zambullirse. Desdevarios puntos seguían oyéndose gritos.

¿Por qué? ¿Por qué habían hechoeso? ¿Pensaban que sólo dispersar laprotesta no bastaba? ¿Era necesarioasesinar y mutilar a la gente? Eso eraobra de Abisamar, estaba seguro. Contodos sus defectos, el almirante Vanarino hubiese sido capaz de ordenar algoasí. Era la malignidad propia de uninquisidor, el castigo de Ranthas sobreIlthys.

Una mujer gritó a mis espaldas, muy

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cerca, y me volví para ver undestacamento de siluetas con túnicasrojas que bajaba por la avenida,deteniéndose cada tanto para apresar aun hombre o a una mujer. Los capturadoseran congregados junto a una columnabajo el control de otros dos sacri, listospara desenvainar las espadas. No cogíana todos, sino a quien les parecía.

Capturaron a la mujer que habíagritado y siguieron bajando la cuesta.Empecé a moverme tan disimuladamentecomo pude y oí detrás de mí un alaridode la mujer, interrumpido por un golpe.

―Atadla ―dijo el que dirigía lamaniobra―. Se ha resistido al arresto,

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debe de ser una hereje.Aprovechando la distracción, me

deslicé hacia un pasaje lateral y,mientras los veía pasar, me pregunté sialguien volvería a ver a esas personascon vida.

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CAPITULO XXIV

Las novedades corrieron por toda laciudad. Oímos los gritos en la calle y alsalir encontramos a muchas personasfuera, rodeadas de otras tres o cuatroque corrían a su alrededor dando voces.Quizá sólo fuese la conmoción por lasnoticias lo que reunía a la gente de esemodo, pero había algo opresivo ysofocante en el aire.

La casera bajó a toda prisa laescalera para hablar con su vecina ycuando le preguntamos qué sucedía nosdijo que Ithien había sido capturado.

Una de sus amigas parecía incapaz

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de creérselo y aseguró que era una granmentira orquestada por el Dominio, peroentonces apareció un sujeto por la calley afirmó haber hablado con alguien quehabía presenciado la captura con suspropios ojos. El gobernador había sidoconducido al interior del templo.

Sentí un repentino mareo, pero enesta ocasión fue Palatina quien necesitóayuda. Cerró los ojos y por un momentopensé que se desmayaría. No llegó adesvanecerse, pero se puso muy pálida.

Sagantha se marchó para recogerinformación con su eficacia habitual, yla casera y sus amigas se retiraron aconversar formando un pequeño grupo.

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Abrumada, Palatina se sentó en elborde de una fuente de piedra junto alportal de la casa, aplastando con lamano unos brotes de la enredadera quecrecía en el muro.

―¿Cómo pudo ser? ―murmurócerrando los ojos por un instante―,¿Qué le sucedió?

No dije nada, ya que ésa era unapregunta que ella podía responder tanbien como yo. De algún modo, estabaexpresando su lealtad a Ilthys. Pero ¿porqué? ¿Por qué no había sido capaz dever que lo necesitábamos? Habíapersonas que podían ser más útilescomo mártires que en vida, pero Ithien

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no era una de ellas.Lo recordaba tan vital, tan

apasionado durante nuestro reencuentroen la bahía. Casi el Ithien que habíaconocido en un principio. Y estaba devuelta en casa, en su amada Ilthys.Desde entonces apenas habíantranscurrido cinco días.

Y ahora estaba en manos delDominio.

―Es un acto tan estúpido―continuó Palatina―. Lo torturarán, leharán confesar el nombre de sus amigos.La faraona, el virrey, los únicos dosmiembros de su propia familia queEshar todavía no ha asesinado. Ithien no

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ha sido nada inteligente.Ithien ignoraba aún que Ravenna era

la faraona, pero eso apenas mejoraba lascosas.

Palatina se llevó los puños al rostroen un repentino ataque de furiaconvertido en desesperación. Entoncesse puso a llorar, algo que yo nunca habíapensado que vería y que me resultópenoso. Me acerqué para consolarlapero ella me alejó sin pronunciarpalabra.

―¡Cabrones! ―susurró luego conlos ojos clavados en el cielo tropical,moteado ese día de esponjosas nubesblancas―. ¿No era suficiente con matar

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a Mauriz, Telesta, Aelin, Rhaisamel,Diego, Giova y todos los demás? ¿Porqué también teníais que apoderaros deél?

«El mejor camino a tomar essiempre el que requiere el menorderramamiento de sangre.» Las palabrasde Khalia resonaron de pronto en mimente. ¿Quería decir con eso que elDominio podía reaccionar de un modomás sencillo? ¿O eso sólo era aplicablea la gente con pocos escrúpulos?

Quizá no fuese más que el idealismode Khalia o alguna oración pococonocida del juramento isénico quepronunciaban los médicos de la Gran

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Biblioteca? Si existía un camino queimplicaba derramar menos sangre, noparecía resultarle atractivo al depravadoprimado y sus fanáticos sedientos desangre.

Torturarían y matarían a Ithien, queme había salvado la vida de manos delDominio en dos ocasiones. ¿Qué sentidotenía que muriesen más de los nuestros?Era hora de que el Dominio pagase sudeuda conmigo, concediéndome esasvidas que ellos merecían tan poco.

Podía destruir el templo, echarloabajo sobre sus cabezas, pero esomataría a demasiada gente inocente ensu interior. En Kavatang había

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descubierto lo difícil que resultabaresistirse a mí cuando empleaba lamagia de forma adecuada. Si ninguno delos magos del consejo (los magosmentales de Tehama o los otros que losacompañaban) había sido capaz dedetenerme, mucho menos podría hacerloalguien en aquel pequeño temploprovincial. Sobre todo si tenía laoportunidad de vencer a Abisamar.

―No te preocupes, Palatina ―dije ynoté en ese mismo instante que mi vozsonaba diferente.

Alguien gritó por las calles de abajoy oí un coro de sonoras protestas, gentedando vivas a Ithien.

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Palatina levantó la mirada hacia mí ysu dolor se confundió con preocupación.

―Es demasiado peligroso ―afirmóvehementemente.

―Ya no.La gente que nos rodeaba volvía a

gritar de ira. La calle se había llenado ytodo me recordaba con tristeza laprotesta de la mañana anterior. ¿Quiénpodía decir lo que intentaría el Dominioen esta ocasión?

Por lo menos no quedaba nadie quepudiese intentar nada. Su mago no teníani la más remota posibilidad deenfrentarse a mí. Y una vez que hubieseacabado con el mago...

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En el umbral había alguien de pieblandiendo un bastón de combate y pocodespués se le unió otro sujeto llevandoen alto una aguda herramienta metálicaque parecía un instrumento de tortura.

―Otra revuelta ―dijo Sagantha,que apareció de pronto―. Tenemosproblemas.

―Y tendremos más problemasdentro de un momento ―añadí antes deperderme entre la multitud. La genteempezaba a avanzar en dirección alcentro de la ciudad y cada vez se veíanmás armas a medida que iban cogiendolo que encontraban en casa. Algunaspersonas llevaban incluso anticuados

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arpones de pesca, modelos mucho másantiguos y pesados que los usados en elEstela Blanca.

―¡Al templo! ―gritó alguien.―¡Cathan, estás cometiendo una

estupidez! ―vociferó Sagantha a lolejos, pero unos instantes después ya nolo oía.

Volví a ser arrastrado por la masa.En esta ocasión avanzábamos en lugarde retroceder, pero la ira superaba elterror que habían sentido antes. Casicorríamos, dividiéndonos para abordarlas calles más estrechas en dirección ala parte trasera del templo. Ya se habíaorganizado una ofensiva: un grupo de

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hombres que me habían acompañado enla calle salieron de una tienda demuebles cargando una colosal pieza demadera que haría las veces de ariete.Por muy protegido que estuviese eltemplo, era posible que no resistiese unataque como aquel.

Pero tampoco era seguro que lamultitud pudiese vencer al mago, y lomás probable era que Abisamarordenase matar a los rehenes en elinstante mismo de enterarse de larevuelta.

Al avanzar grité el nombre de Ithien,rodeado por un grupo de hombres cuyasfacciones, al igual que las mías, estaban

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transformadas por la furia. Se nosunieron más personas, que salían de lascasas y se hacían con cualquier cosa quepudiera servir de arma. ¡Por Thetis,había incluso más gente que el díaanterior! Si el mago decidía volver aemplear el fuego, los muertos secontarían a miles.

Di vuelta a la esquina y distinguí lamuralla lateral del templo con el tenuebrillo de su campo de éter, apenasvisible contra la sombría silueta deledificio principal. Varios sacricustodiaban el exterior desde lo alto delos muros y divisé sus cascos mientrasse agachaban tras el parapeto.

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La calle posterior del templo yaestaba llena y los hombres con el arietese abrían paso entre la multitud endirección a una de las puertas laterales.A mi derecha, en el ágora, sonaba unrumor masivo.

―¡Aquí hay piedras! ―susurróalguien y al volverme vi a una mujer conlos brazos cargados de piedras lisas yredondeadas―. ¡Coged!

Tomé una, preguntándome si sería dealguna utilidad, y en pocos segundos noquedaba ninguna.

Una figura apareció en el techo deltemplo, apenas visible desde donde yoestaba. Sentí la magia que lo rodeaba y

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reconocí la corpulenta silueta deAbisamar. Un momento después seprodujo otro estallido ensordecedor,pero esta vez seguido tan sólo por la vozamplificada del avarca retumbandosobre la gente.

―¡Pueblo de Ilthys! ―rugió―.¡Sois herejes y traidores! ¡No pretendáisigualar vuestras endebles armas con lospoderes del Dominio; pereceréis todosen el fuego de Ranthas! Ahora sólo osespera el infierno. ¡Seréis arrojados almás terrible abismo y arderéis en unaeterna agonía, consumidos por lasllamas pero sin morir jamás, durantetodo el tiempo del mundo! ¡Os habéis

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alzado contra el santo Dominiouniversal! ¡Habéis gritado desafiantescontra los emisarios de Ranthas enAquasilva! ¡Seréis castigados en estavida y en la siguiente, y en este mismomomento pronunciaré la sentencia de laInquisición! ―Prosiguió ahora con vozmás medida, pronunciando la inexorablesentencia―: La ciudad de Ilthys quedaexcluida de la gracia de Ranthas. Sushabitantes quedan condenados a losfuegos del infierno, imposibilitados detoda participación en los ritos y de todaoportunidad de redención porintermedio del bendito Ranthas. Nocontaréis con ningún fuego, ningún calor

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y absolutamente ninguna otra luz que losdel sol. Mirad hacia el cielo. ¿Podéisver las nubes? ¿Podéis sentir el calor enel aire? Se aproxima una tormenta, ¡unatormenta que arrojará sobre todosvosotros la ira de Ranthas! Así como ély su piedad os proveían de protección,así su ira os traerá el odio de losElementos que lo sirven. ¡Y losseguidores de Ranthas no os protegerán!Seréis dejados desnudos a merced delos vientos y las olas, vuestras naves sehundirán en los muelles, vuestrasmaquinarias de pesca se desintegrarán.Os congelaréis hasta la muerte envuestros hogares, os alimentaréis de

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comida cruda y vuestros hijos temblarándurante las noches sin ningún calor. Nohabrá ningún fuego en absoluto, ningunaforma de calor salvo la que os provea elsol. Veremos durante cuánto tiempoconseguís sobrevivir.

Siguió otro estallido, en esta ocasiónquizá para crear más efecto, y los rayosiluminaron el cielo un segundo. Un cieloque ya era menos azul que pocosminutos antes. No habíamos vivido unatormenta desde mi llegada y ya ibasiendo hora. ¿O no?

―¡Habíais sido advertidos!―continuó Abisamar―. Se osexplicaron las consecuencias de

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desobedecer y las habéis ignoradodemasiado tiempo. ¡Con vuestraarrogancia llegasteis a creer que teníaisvoz! Pero no es así. ¡La voluntad deRanthas es absoluta! ¡No podéisnegociar con ella, no hay medias tintas!O sois fieles siervos de Ranthas o soissus enemigos. Y habéis escogido ser susenemigos. Pagaréis el precio de laherejía, de la apostasía, del mismomodo que lo pagarán de aquí en adelantetodos en este mundo, ¡listaréis a mercedde su ira!

Estábamos en el Archipiélago,donde nadie podía morir congelado.Pero una ciudad de veinte mil personas

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sin fuego y sin ningún tipo de calor noduraría demasiado. Demasiadasindustrias dependían del fuego y eramucha gente para alimentarse toda abase de frutas. Lentamente, la islaempezaría a pasar hambre. ¿Aplicaríanel castigo a toda la isla? Recordé cómonos habíamos librado de una prohibiciónen menor escala en el palacio deSagantha en Tandaris. El resto de laciudad conservaba calor y luz, y nos lasarreglamos para instalar una nuevaconexión de éter. Ilthys no tenía esoslujos.

―Como no deseamos brindarlenuestra protección a nadie que no la

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merezca ―dijo Abisamar, ahora concalma pero amplificando todavía la vozpara que llegase hasta los rincones másrecónditos―, no mantendremos a losrehenes en el interior del templo.Estarán en los jardines exteriores, y sialguno de ellos sigue vivo paraentonces, nos alegrará que paséis arecogerlos.

Dio un paso atrás y poco después seperdió de vista. Los muros del temploestaban desiertos otra vez con excepciónde los sacri agachados.

Oí a la gente protestar y proferirinsultos, y el ruido de la multitud seconvirtió en un vasto quejido. Miles de

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rostros se alzaron hacia el cielo cuandoel sol volvió a salir detrás de una nubeque empezaba a mostrar un amenazantecolor gris. Calculé que la tormentaestallaría alrededor de una hora, pero seformaba a toda velocidad. En tres ocuatro horas llegaría a su punto álgido yduraría varios días. Tenían planeadomatar a los rehenes durante el estallidode la tormenta. Un golpe de gracia paraIlthys: los que sobreviviesenencontrarían muertos a sus amigos oparientes desaparecidos.

Era algo monstruoso y el terroranunciado se había apoderado del ánimode los que participaban en la revuelta.

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La gente parecía insegura, asustada, ymantenía la mirada fija en el cielo. Nopodía asegurar cuántos habíancomprendido las palabras de Abisamar,si pensaban que sólo se trataba desoportar la tormenta sin la protección deun campo de éter o si se percataban dela verdad: que se sucedería tormentatras tormenta, dejando a la ciudad sinninguna defensa y sin que hubiera formade que la población pudiese combatirla.O, al menos, casi ninguna forma. Si mereencontrara con Ravenna, tendríamosuna oportunidad.

―¡Matad a esos cabrones! ―gritóla mujer que cargaba las piedras―.

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Dejarán que nuestra gente muera amerced de la tormenta.

Ahora los que la rodeaban lamiraron dudando.

―¿Y qué sucederá con nuestroshogares? ―preguntó alguien―. Sinningún fuego y con esta tormenta sobrenosotros.

―¡A ti no te importa porque no hancapturado a nadie de tu familia!

―¡Dejad de discutir! ―ordenó unsujeto alto, que ahuecó las manos ygritó―: ¡Vamos a los jardines! ¡Echadabajo las puertas! ¡Rescatemos a losrehenes!

La gente empezó a avanzar y algunos

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arrojaron piedras contra las murallas. Elcampo de éter les quitó impulso y lamayoría quedaron retenidas en suinterior. Tras un instante, el campo deéter las devolvió arrojándolas confuerza y en esta ocasión lastimaron avarias personas. Buena parte de lamultitud entró en pánico, alejándose delas puertas, aunque no tanto paraproducirse una nueva estampida. Nadiearrojó más piedras.

El gentío empezaba a aproximarse alos jardines. Me moví hacia un lado ypermanecí a la sombra de un portal.Entonces cerré los ojos, reuniendo en mimente la ira que sentía por el discurso

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de Abisamar y por la inminente muertede Ithien. Fue sólo un momento. Luegovolví la mirada en busca de algo,cualquier cosa, de donde extraer elpoder. Agua, había agua más adelante.Divisé la fuente a pocos metros delmuro.

Era difícil actuar a tanta distancia yno podía ver la fuente con claridadsuficiente debido a la multitud, peroconseguí que el agua abandonase lafuente y oí los gritos de sorpresa dequienes estaban cerca. Comprimí el aguamás y más, y a continuación la apuntéhacia la parte media del muro. Seprodujo una red de grietas pero el muro

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se mantuvo en pie.Oí gritos de alarma y enfado que

venían del interior, y un instante despuésel mago apareció en la almenaacompañado por dos o tres monaguillosque sostenían hierros al rojo vivo. Elmago señaló hacia abajo, en dirección allugar de la calle donde yo estaba, paraentonces yo ya estaba en situación dedefenderme: el aire se había vuelto máshúmedo y pesado, cargado de agua.

¡Por Thetis, fue tan sencillo! Sentícorriendo por las venas la mismaincreíble energía que recordaba deljuzgado, la misma sensación de sercapaz de hacer todo lo que quería.

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Fijé la mirada en el mago del Fuegoy, mientras él reunía el poder de lasantorchas, concentré la humedad en unaesfera y la cerré herméticamentedejándolo dentro como quien cierra unaratonera.

Las antorchas parpadearon unsegundo y luego se apagaron. El mago sederrumbó hacia atrás, no muerto pero almenos inconsciente, en medio delbramido de la multitud. Los hombresavanzaron con el ariete y empezaron agolpear los puntos agrietados del muro.Fue cosa de niños debilitar las partesque ya estaban afectadas y, al pocotiempo, la gente retrocedió unos pasos

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para permitir que el muro sederrumbase.

Apenas fueron necesarios dos o tresimpactos más, y no volvió a ser precisami ayuda. El parapeto del templo setambaleó y los hombres que sostenían elariete se echaron hacia atrás. Entoncestodos estallaron en un grito de júbiloque acompañó el estrépito de laspiedras al caer hacia dentro del patioexterior, dejando una amplia brecha.

Observé cómo la multitud seabalanzaba a través del hueco formandouna vasta ola humana, más y máspersonas entrando por él hasta que lacalle empezó a vaciarse. Con tanta gente

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dentro del templo, los sacerdotes ya notenían posibilidades de hacer nada. Sólorecé por que encontrasen a Ithien atiempo.

Volví a mirar. No me había parecidoque pudiésemos hacer nada al respecto,pero me equivocaba y, sin duda,Ravenna lo sabía. Nunca nos habíamosplanteado la posibilidad de colocarnoscomo receptores del poder de unatormenta, aunque fuera una natural.

Me deslicé por una calle lateral yempecé a abrirme camino a través de unlaberinto de estrechos pasajes conblancas paredes a cada lado. En mediode una sensación de irrealidad, me

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percaté de que había macetas con florescolgadas de soportes y distinguí a mipaso la existencia de patios semiocultos.No había ninguna persona a la vista,aunque oí una voz detrás de un muro,donde varias personas intentabandesesperadamente bajar cosas a unsótano.

Nuestro alojamiento estaba muylejos de la casa de Khalia, y llegar hastaallí me pareció una eternidad. La magiatodavía destellaba en mi interior y esome proporcionaba fuerzas más quesuficientes para correr, pero en muchasocasiones me equivoqué de camino yacabé desembocando cerca del ágora,

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donde oí comentarios sobre ladestrucción del templo. Paralelo alágora pero un poco más arriba, en unaplaza oculta desde allí, estaba el palaciodel gobernador. Tenía su propio campode éter y todas las puertas estabanatrancadas por dentro. O sea que elalmirante Vanari tenía la clara intenciónde esperar sin hacer nada a que acabasela furia. Mejor para él.

Nadie se molestó en preguntarmeadonde iba. Todos estaban demasiadopreocupados por la tormenta que seacercaba. El cielo estaba ahoracompletamente gris y el viento que veníadel mar era más potente que unos

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minutos atrás.Por fin llegué a la calle ancha y

curva donde se encontraba la casa deKhalia, aunque me llevó un minutodeterminar a qué altura estaba. Debí dehaber cogido el camino equivocado, yaque estaba más arriba de ella. Corrí losúltimos metros bajando por la calle,cayéndome casi en el patio exterior deKhalia, luego llamé a la puerta.

Me abrió una de sus parientes.Murmuré una disculpa y me apresuré asubir las escaleras. Di fuertes golpes enla puerta de su piso, maldiciendo eltiempo que se demoraba en abrir.

―Tú... ¿Qué sucede?

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―Tormenta ―dije recobrando elaliento. No estaba en tan buena formacomo suponía y sólo la magia me habíamantenido en movimiento―. Tengo queconsultar algo con Ravenna, debe sabersi hay algo que podamos hacer.

―¿Para qué la necesitas? Eres unTar' Conantur, deberías ser capaz deprotegernos tú solo.

Evidentemente, Khalia no lo sabíatodo sobre mi familia.

―No tengo tiempo paraexplicártelo, Ravenna y yo debemosactuar juntos. Por favor, ¿dónde está?No importa su estado de salud. ¡Eres deesta ciudad y si deseas seguir viviendo

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debes ayudarme!Al terminar esa frase empecé a decir

incoherencias, confundiendo laspalabras y teniendo que repetirlas, peroKhalia comprendió que no estaría así deno haber una buena razón. Con frustrantelentitud, me guió hacia otra escalera yluego a través de un pasillo hasta unapequeña habitación pintada de azul, conuna cama y un par de muebles. Unalámpara de leños daba una luz tenue ycálida.

Ravenna estaba sentada a una mesa,escribiendo, y por la expresión de surostro adiviné que su humor no era elideal. Ella podía sentir cuándo utilizaba

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mis poderes y me pregunté por qué nohabría ido en mi busca por su propiacuenta.

―Hay una emergencia ―dijoKhalia con brusquedad―. Cathannecesita tu ayuda.

Le expliqué lo sucedido en el temploy a Ravenna le bastó con mirar por laventana para comprender el inmensopoder de la tormenta que se avecinaba.

―Lo grave no es esta tormenta en sí―señaló masajeándose el torso―. Lasituación empeorará cada vez más.

―Lo sé ―asentí, pero no se meocurrió nada que pudiésemos hacer paraevitarlo.

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¿O lo había? Cerré los ojos,intentando concentrarme, tratando dedeterminar qué era lo que me rondabapor la cabeza.

―¿Sabemos cómo funciona unaprohibición? ―preguntó Ravenna trasun instante, antes de que yo tuvieseoportunidad de intervenir. Perdí el hilode mis ideas y maldije en silencio.

Negué con la cabeza.―¿Quién sabe? No podríamos crear

una prohibición con el Agua o con elAire... ¿o sí?

Intenté imaginar cómo funcionaríaalgo semejante, pero la respuesta noparecía demasiado clara. Salvo que la

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evaporásemos toda, ¿cómo podríamosquitarle el agua a toda una ciudad? ¿Yevitar que más agua cayera del cielo ofluyese de la tierra?

Evaporarla, convertirla en vapor. Laidea daba vueltas en mi mente.

―O la Sombra ―murmuróRavenna―. O la Luz o la Tierra. Perono el Espíritu.

En lo que se refería al Tiempo, nadiepodía afirmar siquiera por qué existía undios del Tiempo, pues nunca habíatenido fíeles y no había nada parecido auna magia del Tiempo.

―Cathan, quizá esto suene un pocoacadémico y no sé si es momento para

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debates ―dijo Ravenna―. Pero ¿hasnotado algún problema respecto a cómofunciona nuestra magia?

La miré un instante, preguntándomesi no debería estar en la plaza con losdemás, por si algo había salido mal ylos prisioneros seguían cautivos.

―Por favor ―insistió ella al ver midesinterés―. Concédeme un minuto odos para explicarme, podría ayudarnos.

―No puedo quedarme ―objeté―.Ithien, Vespasia...

Pareció incómoda un momento, perose puso de pie y cogió su túnicaimpermeable.

―Entonces voy contigo. No intentes

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oponerte.Lo hice, pero sin ningún resultado, y

Khalia no tuvo más éxito cuando se lacruzó abajo. Caminamos hasta el patio ysalimos a la calle, avanzando entrehileras e hileras de oscuras casas. No seveía ni una luz ni un solo color cálido.

―¿Qué tipo de problemas tienenuestra magia? ―pregunté, intrigado ysintiéndome un poco culpable por nohaber querido escucharla. Casi la habíaobligado a levantarse y salir conmigo.

―Vapor ―dijo ella dando voz a laidea que se me había ocurrido unosminutos antes―. Calientas el agua confuego y la conviertes en vapor. ¿Qué

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Elemento es entonces?―Ambos ―afirmé recordando

interminables y aburridas lecciones enla Ciudadela. Ukmadorian nos habíaenseñado con mucho detalle los límitesde nuestras dotes mágicas, cuándo elpoder de un Elemento derivaba en otro.Existían intersecciones, sustancias oáreas en las que se mezclaban dos o másElementos, y habíamos tenido quememorizar esos listados.

«Nunca os baséis en sustanciasintermedias ―nos había advertidoUkmadorian― pues el poder que seobtiene de ellas está limitado por sucombinación con otro Elemento».

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―No es en realidad un buenejemplo, porque no los tenemos anuestro alrededor ―señaló Ravenna,cuya capucha apagaba en parte su voz.

―¿Ejemplo de qué?―De cómo se rompe el orden de las

cosas ―respondió―. Lee el Libro deRanthas o cualquier explicación sobrela naturaleza de la magia. CadaElemento es único e indivisible,gobernado por su propio dios o diosa.Eso lo sabemos, todos en el planeta losaben. ¿Por qué existen entonces zonasgrises? Vapor, barro. ¡Lámparas deleños por los cielos, que son elresultado de la combinación entre el

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Fuego y la Luz! La gente olvida que enteoría existe un elemento Luz. Nadieadora a Phaeton porque todos susseguidores se aliaron con el Dominiohace unos doscientos años.

Todavía no comprendía adondeapuntaban sus palabras. Lo suyo era altateología, el ámbito de personas que sehabían pasado la vida estudiando lastransformaciones de cada uno de losElementos o dónde se ocultaba el Fuegoantes de ser extraído de la madera.Nunca me había interesado demasiado lateología, aunque ese tema apasionaba aRavenna.

Me pareció oír un chapoteo detrás

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de nosotros y me volví para comprobarsi alguien nos seguía. No, sólo eraalguien echando agua por un desagüe.Había poca gente a la vista pese a seruna calle ancha.

Doblamos en dirección a un estrechopasaje que daba al ágora. De losbalcones superiores caían gotas de agua.

―¿Cómo nos ayudará eso paraluchar contra la prohibición?―pregunté.

―¡Ten paciencia! ―me pidió―.Ahora piensa: por diferentes razones,ambos podemos utilizar dos Elementos.Es algo muy inusual, y Ukmadorianaseguró que era una prueba más de que

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el Dominio se equivocaba al afirmar queexiste un único dios, pues nosotrosintervenimos en las competencias dedos.

Me pregunté qué diría Sarhaddon deeso. Probablemente le pondría coto alpoderoso pero desviado intelecto deUkmadorian con unas cadenas. Si norecordaba mal, Sarhaddon creía en laexistencia de un único dios verdadero yconsideraba a los demás meros espíritusde los Elementos.

―Disculpa si me tomo mi tiempo,pero es mejor que lo explique. Apropósito, ¿estamos yendo en ladirección correcta?

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Lo constaté en la siguiente callelateral, aunque estaba seguro de habercogido el camino adecuado. Por segundavez sentí que alguien nos seguía, pero alvolver la cabeza y espiar por el agujerode la capucha no descubrí a nadie. ¿Meestaría volviendo paranoico?

―Prosigue ―le pedí a Ravenna,pero estaba más concentrado en Ithien yVespasia que en ella. Sabía que estabasiendo injusto, pero no entendía cómopodía ayudar tanto razonamiento.

―¿Por qué podemos utilizar dosElementos? Dímelo ―exigió―. Tengoque asegurarme de que me estásescuchando.

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―¡Te has convertido en unaprofesora! ―comenté.

―Y no me resulta agradable.¿Acaso Ravenna se vengaba

conmigo por todos los días deinactividad en los que no había podidohablar con nadie?

―Porque hemos aprendido a utilizarlos dos ―le respondí.

―No es verdad. A mí me losenseñaron, mientras que tú eres en parteelemental y no has necesitadoaprenderlos.

A nuestros profesores no les habíagustado nada la idea de quedominásemos dos Elementos a la vez.

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Yo no había insistido en ello, ya que lastécnicas para cada Elemento eran muydiferentes y cada uno requería aprenderun tipo de magia completamente nuevo.

―Y tú eras muy joven cuandoempezaste ―acoté.

―Exacto. Tuve tiempo. En todocaso, no pude aprender a manipular másque dos Elementos.

―Ravenna, ¿adonde quieres llegar?¿Tiene algún sentido todo esto?

Llegamos a una placita con unapequeña fuente en el centro. Estabancerrando un café y supuse que sería porla cercanía de la tormenta y porque yano podían servir comida ni café

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caliente...Ella se detuvo, me cogió del brazo

antes de que pudiese dar un paso más yme hizo mirarla a los ojos.

―¡Claro que tiene sentido!―respondió ella, súbitamente furiosa―,¡pero tú estás demasiado ensimismadoen tus propios problemas para escuchar!

Miró alrededor, de pronto puso ceñoy retrocedió unos pasos por la calle queacabábamos de dejar.

Oí un grito e instantes despuésvolvió a aparecer arrastrando consigo aun hombre que llevaba una sucia túnicaroja. ¿Amadeo? ¿Qué estaba haciendoaquí?

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―Espiándonos, sin duda ―afirmóRavenna empujándolo hacia mí. Amadeoera más alto y fornido, pero no estaba enforma como nosotros, teniendo en cuentaincluso que Ravenna estaba algodebilitada.

―Estabais planeando emplearvuestra magia del mal ―espetóAmadeo, desafiante―. Os he seguidopara ver si podía evitarlo.

―Siempre el viejo latiguillo―suspiró Ravenna con desdén.

Me vino una idea a la cabeza.―La ciudad está bajo la

prohibición, Amadeo ―advertí―.¿Sabes cómo funciona una prohibición?

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Me miró sorprendido.―Por supuesto ―respondió―,

Ranthas es la personificación del Fuego.Es su don y sus magos pueden evitar quecualquier otro emplee el Fuego sin supermiso.

Frases memorizadas del catecismoque yo había olvidado.

―¿De modo que nadie podrá volvera encender fuego en esta ciudad? ―dijepreguntando lo obvio.

―Ni en toda la isla ―sostuvoAmadeo recuperando algo de confianzaen sí mismo―. ¿No pensaréis que es tansencillo frustrar sus propósitos?

Detuve a Ravenna antes de que lo

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golpease.―¿Si la magia del Fuego se

extinguiese, la prohibición quedaríaanulada?

―No ―afirmó Amadeo con unagélida sonrisa―. Sólo un mago delFuego podría devolver las llamas a estaisla y sólo un mago del Fuego puedeanular la prohibición. Vuestros poderesheréticos son inútiles.

Ravenna me miró.―Ningún mago del Fuego anularía

la prohibición a menos que el Dominiose lo permita ―señaló ella.

―El Dominio no permitirá queninguno lo haga hasta que no hayan sido

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capturados todos los herejes.―No olvides que te salvamos la

vida ―estalló Ravenna―. Fuistedemasiado cobarde para encarar lamuerte y por lo tanto decidiste queteníamos que ser enviados de Ranthas.

―Y así era. Ranthas no deseaba mimuerte.

―No, deseaba que fueses testigo dealgo ―completó Ravenna y lo arrastróhasta el café, donde el desconsoladopropietario estaba entrando al local laúltima de las mesas.

―Disculpa ―le dijo―. ¿Podríapedirte un favor algo extraño?

―Ya hemos cerrado ―respondió―,

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pero todavía me quedan bebidas frías. Apartir de ahora sólo habrá bebidas frías.

―Pagaremos ―continuó ella―,pero ¿tienes un trozo de papel?

El hombre pareció perplejo, noshizo pasar dentro del café y nos sirvióun jugo de frutas con especias. Pagué yo,ya que era el único de los tres quellevaba dinero.

―¿Quieres papel? ―repitióvacilante el propietario.

―Si quieren papel, dáselo ―dijo suesposa, una pequeña y pulcra mujer queasomó la cabeza detrás de una cortinadel otro lado de la barra.

El hombre encontró un papel y nos

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lo dio. Ravenna lo estrujó y lo apoyósobre la palma extendida de su manomientras la pareja observaba concuriosidad. Amadeo se colocó en unlado mostrando desdén.

―Me disculpo por anticipado encaso de que no suceda nada ―nosadvirtió ella―. Sólo quiero poner aprueba una teoría.

Entonces siguió un silencio, sóloroto por el susurro de la lluvia. Ravennacerró los ojos y sentí la inconfundiblecomezón de la magia, que creciótomando cada vez más fuerza. En surostro se reflejaba una intensidad cadavez mayor, pero no parecía suceder

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nada.Entonces, sin ninguna señal previa,

el papel empezó a arder en llamas.

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CAPITULO XXV

Noté la reacción instintiva deRavenna cuando el dolor se reflejó en surostro. Por un momento dejó que elpapel ardiese en su mano, luego loarrojó a la impecable madera del sueloy lo observó hasta que se consumió,convertido apenas en un montón decenizas. Ravenna se restregó la manocontra su túnica mojada.

―¿Sois del Dominio? ―preguntó eldueño del café retrocediendo nervioso.

―No ―aseguró Ravenna.El desdén había desaparecido del

rostro de Amadeo, reemplazado por una

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extraña combinación de menosprecio eincredulidad, como si deseaseridiculizar lo que Ravenna acababa delograr pero no supiese cómo empezar.

La miré absorto y luego bajé losojos hacia las cenizas. Aunque casi lohabía olvidado, en la celda de Amadeoella había hecho lo mismo: había creadofuego.

―Te has quemado la mano ―dijo lamujer con calma un momento después yvolvió a desaparecer detrás de lacortina para regresar en seguida con unpaño húmedo. Ravenna lo aceptó,agradecida, y lo escurrió sobre lapalma.

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Fue un anticlimax tras elsorprendente instante en que el papelhabía sido devorado por las llamas.Llamas creadas por una maga de laSombra, del Elemento más despreciadopor el Dominio.

―Eso es imposible ―dijo Amadeodébilmente.

―No lo es ―objetó el propietariodel café―. Lo hemos visto todos.

―El Fuego es la personificación deRanthas, que origina la vida ―repitióAmadeo, y el hombre lo miró condisgusto.

―Lo sé, es un sacerdote ―aclaroRavenna―. Lo rescatamos para

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utilizarlo de rehén.Ni ella ni yo queríamos que nos

tomasen por miembros del Dominio, demodo que casi sin pensarlo empleé unaínfima porción de mi magia del Agua ytransferí el agua de su túnica al paño quesostenía en la mano.

―¿Tenéis un par de antorchas?―pidió Ravenna al dueño del café.

Nos marchamos un poco más tarde,después de que ella encendiera el fuegodel hogar. Pero, por mucho que el dueñodel café lo intentase, la caja de yesca senegaba a hacer chispas. AunqueRavenna había desafiado la prohibición,ésta seguía vigente. Anularla era sería

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algo muy diferente.Amadeo nos siguió por varias calles

hasta llegar al ágora, pero no dijopalabra. Ambos lo ignoramos.

En la plaza había muy pocaspersonas y, a juzgar por el aspecto deltemplo, la gente había empezado aecharlo abajo. Ya no era la residenciade Ranthas, sino un edificio devastadoque había hospedado al sanguinarioAbisamar. Dudé que algún sacerdotehubiese sobrevivido a la revuelta, pero,sin duda, nutridas tropas protegerían pordentro el palacio del gobernador. Mepregunté por qué no había rastro deellas, pues para entonces lo más seguro

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era que Vanari ya hubiese acudido ensocorro de los sacerdotes. Quizá notuviese suficientes soldados.

No distinguí a nadie conocido, perotampoco había motivos para queestuviesen bajo la lluvia. Si Ithien habíasobrevivido, estaría a cubierto en algúnlugar del templo, no allí fuera bajo lasnegras y furiosas nubes, sufriendo elconstante azote del viento.

Las puertas del templo, insertas en eldeslumbrante arco de la fachada, habíansido arrancadas de las bisagras yarrojadas sobre el césped de un pequeñojardín situado enfrente. No había nadiemontando guardia, sólo personas que

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bajaban tambaleándose por la escalera ose descolgaban con sogas desde losaltares y muros del templo.

La inmensa antecámara de paredesrojas había sido despojada de todos losobjetos de valor y, en una parte, la gentehabía intentado incluso quitar lasbaldosas del suelo. Me pregunté quiénpodría impedirlo.

―Escucha ―dijo Ravennaseñalando un estrecho pasadizolateral―, En el salón. Voces.

Cuatro años atrás habíamosrecorrido ese mismo trayecto después deque Ithien nos rescatara del juicioorganizado por Abisamar. Luego

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habíamos salido a la calle parapresenciar la grata sorpresa de loscónsules thetianos cuando descubrieronque Palatina seguía con vida.

Ahora, mientras cruzábamos elsalón, no pude ignorar que la ocasiónera mucho más sombría. Un grupo depersonas estaba reunido rodeando aalguien que yacía en la tarima. Supe deinmediato quién era.

―Cathan ―dijo Oailos levantandola mirada cuando nos aproximamos. Sinduda había notado la expresión de mirostro―. No te preocupes, sobrevivirá.

Vespasia estaba allí, conmovida,pero por otra parte ilesa, al igual que

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Sagantha y Palatina. También seencontraban varias personas que habíaconocido en la presa.

Ithien yacía inconsciente sobre unmontón de túnicas que parecía un altarde tela, y tenía una manga manchada desangre. Había una herida en su pómuloque tardaría en cicatrizar.

―¿Qué sucedió? ―pregunté.―Querían que estuviese vivo para

ejecutarlo luego públicamente ―explicóOailos―. Algunos integrantes de migremio entraron y atacaron a los sacri,los distrajeron mientras Ithien escapaba.Eran buenos amigos míos.

―Lo siento.

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Oailos asintió.―El Dominio pagará por sus vidas

―afirmó con una inquietante mirada. Sevolvió hacia uno de los hombres de lapresa, otro ciudadano de Ilthys, yañadió―: Convoca a los delegadosgremiales. Todavía debemosenfrentarnos a ese títere thetiano que esel gobernador.

Pero el mensajero apenas habíapartido cuando oí una conmoción quevenía de la entrada al salón y aparecióel gobernador en persona con suuniforme naval y secundado por marinoscon armaduras. Lo escoltaban otros doshombres, uno era un oficial thetiano y el

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otro... El otro era Hamílcar Barca.Para mi sorpresa, el almirante

Vanari, sujeto robusto que rondaba loscuarenta años, no ordenó que nosarrestasen. Al contrario, miró a nuestroalrededor un momento y luego hizo sustropas a un lado.

―No sé qué hacer ―dijo por fin―.Rebelión, herejía, traición, sacrilegio.Podría pasarme el día enumerando loscrímenes que habéis cometido.

―¿Dónde quieres que luchemos?―exigió Oailos.

―No ―objetó Sagantha con un tonode voz que impidió toda discusión―.Ithien nos pidió que no derramemos más

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sangre. Debemos respetarlo.―No creo que se refiriese a este

lacayo ―protestó Oailos y se encaró aSagantha―: En todo caso, ¿quién eres túpara decirnos lo que debemos hacer? Nisiquiera eres de Ilthys.

―Has oído las palabras de Ithien―insistió Sagantha―. Supongo queserás consciente, almirante, de que eneste momento nosotros tomamos lasdecisiones.

―No por mucho tiempo ―dijoVanari―, El emperador no tolerará esto,y tampoco el exarca. Ilthys será atacadanada más que se enteren de lo que hasucedido.

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―¿Y qué ganarías tú con eso? Hasfracasado en la defensa del templo y nohas podido salvar al avarca. No creoque tu carrera vaya a superar este fiasco.

―Es cierto lo que dices, seesperaba que yo restaurase el ordenderrotando una revuelta general yenfrentando a un mago herético conmenos de un centenar de soldados. Hefracasado, tenéis razón ―admitió elalmirante―, a menos que consigadevolver el orden ahora.

―No tienes muchas posibilidadesde hacerlo ―lo desafió Oailos―.Nosotros estamos al mando de laciudad.

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―¿Nosotros?―Los gremios, nuestros propios

oficiales. Hasta que Ithien se recupere.―Gobernaréis durante dos o tres

semanas ―contraatacó Vanari―, hastaque desembarque el emperador con suflota. Las naves apostadas en Thetia sonmás que suficientes para vencer estainsurrección. Si os rendís ahora, notendrá que sitiar la ciudad y quizá puedaaseguraros un juicio según las leyesthetianas y no según las del Dominio.Comprenderéis que esto no puedequedar sin castigo.

―Tiene razón ―dijo Ravenna―.No hay manera de que conservemos el

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control de la ciudad.―¿Y qué deberíamos hacer,

rendirnos? ―gritó Oailos―. Sabéisbien qué sucedería. ¡Vosotros soismagos, por el amor de Thetis! ¡Paravosotros será mucho peor! A no ser queplaneéis huir e iros a causar problemasa otro sitio.

―Estoy tan involucrada en estocomo el resto ―protestó Ravenna―. ElDominio lleva siete añospersiguiéndome y tengo tanto que perdercomo vosotros.

Veinticuatro años hubiese sido unacifra más correcta, pero evidentementeella no quería hacerlo público.

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―En un aspecto más práctico―intervino Sagantha, volviendo adirigirse al almirante thetiano― tienesuna crisis en tus manos. No tenéis fuegoni calor. En tres semanas quizá no quedeen Ilthys ningún habitante, de modo queel emperador no tendrá a quién castigar.

―Exageras, pero entiendes elproblema ―replicó el almirante―. Eldómine Abisamar se negó a excluir mipalacio de la prohibición, así que estoyen una situación tan mala como lavuestra.

―O quizá no ―acotó Ravenna ysacó de un bolsillo de su impermeablela antorcha que le había dado el dueño

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del café.¿Sería capaz de repetir la

experiencia allí? No estaba seguro, peronada más cerrar ella los ojos sentí lapicazón de la magia. Supliqué a Ranthasque Ravenna lo lograra.

Como antes, se produjo un momentode incertidumbre. Entonces la más tenuede las llamas se encendió en el aceite yse extendió hasta que ardió toda laantorcha, iluminando el gris salón con unagradable brillo.

―Como veis ―dijo Ravenna,hablando a todos―, el Dominio no tienetanto poder como cree.

―Estamos en el templo ―murmuró

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alguien.―Creó fuego también en una casa

cerca del ágora ―informó Amadeo, unaignota silueta en un rincón―. Tiene eldon de la magia del Fuego.

Siguió un profundo y repentinosilencio.

Oailos la miró con suspicacia.―¡Juraste ser herética! ―acusó por

fin.―Y lo soy ―aceptó Ravenna―.

¿No lo comprendéis? El Dominio clamaque sólo sus representantes puedenemplear la magia del Fuego.

Todos los ojos se centraron otra vezen ella y permanecieron cautivados.

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―¿Acaso significan algo esasdelimitaciones de la magia?―argumentó en medio de un penetrantesilencio―. ¿Cómo es posible que elsuyo sea el único dios si un mago de laSombra puede encender fuego en eltemplo de Ranthas?

Miré alrededor, atento a la expresiónde honda perplejidad en el rostro de losdemás. Sólo unos pocos parecían sentirotra cosa que sorpresa. Los dosalmirantes, Sagantha y Vanari, se veíanambos grises y diez años más viejos,aunque sospecho que por diferentesrazones. La agresividad habíadesaparecido de Oailos, reemplazada

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por un pleno sobrecogimiento. Amadeoparecía estar en medio de unarevelación religiosa (lo que en algúnsentido era bastante apropiado).

Fue Palatina la que rompió elsilencio.

―Cojamos toda la madera―propuso―, todo lo que pueda arder,apilémoslo en el centro de la plaza,derramemos aceite y encendamos unfuego que pueda ser visto desde todaTandaris.

―Echadles una mano ―les ordenóVanari a sus hombres un momento mástarde.

Finalmente todos ayudamos, sacando

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las sillas y los bancos del salón, la pocaropa que quedaba dentro del templo y elcombustible del apagado santuario delFuego, incluyendo unas pocas ramas deleños. La gente vio lo que hacíamos ynos ayudó sin preguntar. Empezó acongregarse una multitud a nuestroalrededor especulando sobre lo queíbamos a hacer. Soñando.

Se derramó aceite sobre el montóncomo había sugerido Palatina,intentando hacer lo necesario para quela vieja madera se quemase y las llamasno fuesen consumidas por la tenuellovizna.

Dejamos un amplio círculo vacío

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alrededor de la maderas, y cuandoRavenna dio un paso adelante ya habíaallí gente de toda la ciudad, la terceramultitud congregada en sólo tres días.En esta ocasión no quedaban sacerdotespara sembrar el horror y sólo losárboles chamuscados que rodeaban elágora recordaban lo que había ocurrido.

Ravenna tardó algo más y por unmomento pensé que fracasaría, que dealgún modo aquellas dos llamasanteriores habían sido excepcionales.Pero entonces saltó una chispa y lasllamas empezaron a danzar sobre elaceite, extendiéndose hasta cubrir todoel montón de un fuego anaranjado y

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saltarín que desafiaba la lluvia.―¡Lo que Ranthas da no puede

quitarlo jamás! ―gritó Ravenna uninstante más tarde.

Aquel fuego sería conocido como elMilagro de Ilthys. Un fuego devuelto a lavida cuando el Dominio había hechotodo lo posible por eliminarlo. La gentese acercó con antorchas y todo lo quepudieron conseguir para encender supropio fuego y llevarlo a sus hogares y alos hornos comunales situados bajo eltemplo.

En menos de una hora, las luceshabían regresado a Ilthys, desafiando latormenta que pronto caería sobre la

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ciudad. Había llevado quizá una horaanular la prohibición, una hora enfrentary superar el arma más importante de laque se jactaba el Dominio.

Colocamos un toldo sobre la fogatay permanecimos allí, bajo la lluvia,incluso después de estallar la tormenta.Ilthys seguiría conservando su calorpese a las inclemencias del tiempo delmismo modo que lo había hecho durantelos dos siglos pasados.

Tras encender los hogares de suscasas, muchos ciudadanos regresaron ala plaza llevando más combustible paramantener encendido el fuego principal.Los árboles chamuscados se habían

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quemado demasiado para volver a darfrutos, de modo que fueron cortados ycontribuyeron a alimentar el fuego.Pronto otra gente acercó más árboles deplantaciones situadas más al interiorpara reemplazar a los otros.

Mientras observaba las llamas sentíque alguien me palmeaba en el hombro.Era Palatina, y Hamílcar estaba de pieun poco más atrás. Nos hizo alejarnos unpoco de la gente de Ilthys.

―Estoy muy feliz de volver a verte―dijo Hamílcar con seriedad. Su barbaparecía algo desaliñada en medio de lalluvia y llevaba sobre sus mejores galasun raído impermeable militar―. El

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conde, tu padre, sigue preguntándome sitengo noticias tuyas, Cathan. Nosabíamos nada de ti desde hace más deun año.

Me las había arreglado para enviarleunas pocas cartas al año desde elRefugio, pero no había podido hacerlodesde Qalathar.

―El Dominio se encuentrademasiado ocupado enviando decretosaquí y allá como para que alguien máspueda mandar lo suyo ―repliqué.

Antes de que nadie pudiese hacermás preguntas, Hamílcar levantó unamano:

―Ya tendremos oportunidad de

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charlar más tarde, tenemos mucho quecontarnos. De hecho, tengo que decirtealgo que Sagantha, por motivospersonales, no parece haberte revelado.

Palatina lo miró acusadoramente.―Abandoné el consejo hace tres

semanas ―señaló entonces Sagantha envoz baja―. ¿Has oído rumores alrespecto?

―¿Rumores? Lo sé con certeza―afirmó Hamílcar, y nos miró atodos―. Ya no hay ningún emperador.Reglath Eshar ha sido asesinado.

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Quinta Parte

LAS NUBES DE LA DISCORDIA

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CAPITULO XXVI

Una cálida ráfaga de aire cargado dehumedad y el olor de la vegetaciónsubtropical me dieron la bienvenidamientras caminaba los últimos metrosentre las olas. La arena parecía blanca,muy pálida, perdiendo todo color bajola brillante luz de las estrellas estivales.La luna creciente era lo bastante potentepara dibujar las sombras de laspalmeras sobre la playa.

Una persona me esperaba en ellímite del bosque, una silueta indistintaque llevaba una túnica y una capaliviana.

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Aunque eran las horas previas alamanecer, me pareció que hacíademasiado calor para usar capa, y nisiquiera la suave brisa que recorría lascopas de los árboles me resultabaincómoda. La isla y sus habitantesdebían de vivir en un clima singular, unapequeña avanzada de Thetia a miles dekilómetros de su centro vital.

Oí chapoteos detrás de mí, a medidaque Palatina se acercaba por la arena. Elúnico ruido más allá del romper de laspequeñas olas eran las llamadas de cazade las aves nocturnas en el bosque.

―¿Sois sólo vosotros dos?―preguntó la silueta, saliendo de las

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sombras. Era una mujer más o menos demi edad, con un rostro típicamentethetiano y el pelo recogido en una trenza.La suya no era una túnica de sirviente yme pregunté quién sería y por qué lahabrían enviado a escoltarnos.

―Sólo nosotros ―confirmé.Me clavó la mirada un instante, con

los ojos ocultos en la penumbra.―No esperaba que te parecieses

tanto a él ―dijo por fin. La mía era,después de todo, una familia en la quealgunos de sus muertos habían inspiradomás temor y respeto que muchos de losvivos.

―Mi hermano está muerto

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―advertí―. No tiene nada que ver conesto.

―En eso te equivocas. Pero basta.Seguidme.

Parecía que el bosque seguía a lolejos, pero al llegar a la parte superiorde la playa descubrí que era apenas unailusión: entre los troncos se abría pasoun curvo sendero despojado de maleza.Las copas de los árboles eran tangruesas que la luz de la luna sólopenetraba a pequeños retazos, pero mivisión nocturna era más que suficientepara seguirla por el camino.

El sonido de las olas nunca dejó depercibirse a nuestras espaldas, aunque el

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zumbido de las cigarras y otros insectosera casi igual de fuerte. El senderocorría paralelo a la costa y eraligeramente ascendente.

Nuestro destino estaba mucho máscercano de lo que yo hubiese imaginado:una sencilla casa de una planta edificadacon piedras blancas y rodeada por unaterraza apenas lo bastante elevadarespecto al mar para evitar el impactode las olas de tormenta. Una escaleradescendía hasta un pequeño muelle en laensenada que había debajo, pero desdedonde estábamos pude ver que las aguasno eran lo bastante profundas parapermitir el paso de un barco.

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―¿Cuánta gente sabe de este lugar?―pregunté mientras abandonábamos elbosque y caminábamos entre un grupo depalmeras enanas no más altas que yo.

―Hay miles de casas como ésta enel Archipiélago ―informó nuestra guíasin volverse. Avanzaba con una elegantefluidez que relacioné con cierta clase decombatientes entrenados, aunque ellacarecía de la rudeza habitual en esagente―. Cada clan posee las suyas enislas sin nombre iguales a ésta.Requeriría varias décadas sóloinspeccionar cada una de nuestras islas,incluso excluyendo a nuestros aliados oel territorio de otros clanes. Admito que

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ésta es algo especial, más extensa que lamayoría.

Sonaba muy segura de sí misma,pero mi experiencia ya no me permitíaconfiar en el valor de ningún paraísoremoto. Ningún lugar era lo bastantesecreto ni estaba tan alejado como parano ser descubierto, y cuatro años atráshabíamos encontrado un sitio tanescondido como aquél en un día.

Las ventanas de la casa brillabancon una grata luz amarilla, pero nofuimos adentro. En cambio, la mujer lepidió a Palatina que esperase y me hizosubir unos escalones rodeando unacolumnata en dirección a una amplia

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terraza al aire libre situada del lado dela costa y con vistas a la ensenada.Varias antorchas parpadeaban sobrebases metálicas por debajo de un marcode madera tallada cubierto de plantas yflores, pero las ventanas estabancerradas y no había ninguna otra luzartificial.

Distinguí a una única persona,mirándome junto a la pared recortada enel fondo de las inmóviles aguas de laplaya y el negro mar un poco más allá,iluminada por el sutil titilar de lasestrellas. Era una mujer, cuyos largoscabellos cobrizos resaltaban conintensidad a la luz de las antorchas.

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Se volvió cuando yo me acercaba,con la mirada fija en mí, y me quedé sinaliento al ver su rostro. ¡Por los Ciclos!,pensé. ¡Parecía tan joven!

―Cathan ―me dijo entonces,parpadeando.

Permanecí inmóvil un instante, sinpoder creer quién era. Entonces ellaabrió los brazos y dio un paso hacia mí,y yo corrí a abrazarla.

―¡Madre!Permanecimos abrazados mientras

mi mente daba vueltas intentandohacerse a la idea de que aquello erareal, de que la mujer que estrechabaentre mis brazos era de carne y hueso.

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Entonces retrocedimos un poco,inseguros de qué decir. Yo tenía unamadre adoptiva en Lepidor, que mehabía criado con tanto amor como sifuera su verdadero hijo. Llevaba cuatroaños sin verla.

Pero esta mujer inquietante decabellos cobrizos para la que noparecían pasar los años me había dado aluz y luego me había perdido sin volvera verme jamás.

Aurelia Tel―Mandra, emperatriz deThetia: mi madre.

―No ocurre con frecuencia―comentó ella por fin― que Thetis tequite un hijo y luego te lo devuelva.

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Me sentía de pronto muy incómodo yno supe qué responder. Infinitas veceshabía pensado cómo sería ella y habíacansado a Palatina preguntándole cómola recordaba, pero hasta que meencontré con Khalia mis esperanzas deconocerla en persona eran mínimas.

¿Qué decirle a una madre a quien noveía desde una hora después de minacimiento?

La brisa me agitó fugazmente el pelocontra la larga túnica azul que ellallevaba. Volví el rostro hacia el espaciovacío a mi derecha, como si pudiese verun fantasma.

―Me suplicó que te dijera que lo

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lamentaba, que lamentaba todo lo quehabía hecho.

―¿Dijo eso? ―preguntó mi madre.―Antes de morir cambió de pronto.

Empezó a divagar y te llamaba. Intentésalvarlo, pero era demasiado tarde.

―¿Por qué? ¿Por qué después de loque te hizo?

―Pensé que podía brindarle unasegunda oportunidad. Ninguno denosotros consiguió nunca escapar delDominio, pero ellos lo habían destruidoy yo seguía siendo el mismo.

―¿Y sigues siéndolo?―Eso espero.Una lágrima le cayó por la mejilla,

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pero no dejó de sonreír.―Ya he llorado bastante por todo lo

que fue tu hermano. Ahora me tomaré mitiempo para volver a recordarlo.Gracias por decírmelo. Me alegro deque os conocieseis.

Vacilé por un momento, inseguro deentender lo que ella quería decir. Nodebía ignorar que mi encuentro con élpodía haber sido cualquier cosa menosplacentero. Sin embargo, quizá mi madrese refiriese al Orosius que habíabrillado durante aquellos ínfimosminutos de pesadilla en el puente demando del Valdur.

―Lamento no haberte conocido

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antes ―dije preguntándome cómo podíaestar comportándome de forma tan seca.Evidentemente no lo estaba haciendocomo debía.

―Supongo que era imposible. Nosoy bienvenida en Thetia y permanezcooculta aquí. Pero no has venido sólopara verme, ¿no es cierto? Hay algomás.

Asentí, sintiendo una tremenda culpapor el hecho de que hubieran sido laconveniencia y la necesidad las que mehabían conducido hasta esa isla. Notenía excusa.

―El emperador ha sido asesinado.―Tu tío Aetius ―subrayó ella con

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cuidado―. ¿Estás seguro? ¿No seránsólo rumores?

―Completamente seguro. Hamílcarha visto el cuerpo.

―Era tu tío, y sin embargo nomuestras pesar.

―No lo merecía.―Y dirías que Orosius tampoco, al

menos antes de morir.―Si hubiese vivido Eshar, todos

nosotros habríamos acabado siendocenizas. Nunca me habría atrevido aconfabular para asesinarlo, perotampoco se me habría ocurrido salvarlo.Ni siquiera teniendo la oportunidad.

Eshar había ejecutado a mi gran

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amigo Aelin Salassa y había dejado aThetia sin muchas de sus mentes másbrillantes. Mi madre debía de tener másmotivos que yo para odiarlo.

―De modo que regresarás siendoemperador ―dijo ella.

Negué con la cabeza. Nos habíamos reunido en un

suntuoso salón perteneciente a lostintoreros, que constituían el gremio másrico de Ilthys debido al gran comercioque hacían. Tres altas ventanas mirabanal ágora empapada de lluvia y las

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paredes estaban cubiertas de brillantestelas escarlatas. Allí se reuníanhabitualmente los delegados de todoslos gremios y, a juzgar por las tallas delas sillas y la mesa oval de madera, nohabían escatimado gastos.

No nos sentamos a la mesa, pues noera ese tipo de reunión y sólo había dosrepresentantes gremiales, el anfitrión yOailos, que había sido designado entreelogios para reemplazar al traidorBadoas.

Cuando se retiró el último sirviente,Ithien se volvió hacia Hamílcar. Sehabían conocido sólo unos minutosantes. En principio, Ithien pareció

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desconfiar de él, pero todos los demássalimos en defensa del tanethano.Hamílcar era un viejo amigo, el sociocomercial de mi familia en Lepidor y unhombre que llevaba cuatro añosvendiéndole armas al Consejo de losElementos. Ninguno de nosotros habíasospechado jamás para qué seempleaban esas armas.

―¿Puedes asegurarme eso?Explícanos cómo sucedió ―exigióIthien. Estaba acomodado en un sillón,con el brazo vendado descansando sobrecojines. Los demás ocupábamos algunassillas y los divanes que había bajo lasventanas.

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Hamílcar nos contó su estancia enMare Alastre, su contacto gradual conlos grupos que se refugiaban allí y loque sabía sobre las últimas horas delemperador.

―Se me dijo que fue envenenado ysupuse que sería un veneno latenteadministrado a lo largo del tiempo―explicó, y nos recorrió con lamirada―. Pero lo he consultado conKhalia y me ha asegurado que no es así.Sólo se activa cuando entra en contactocon otra hierba, la voltella.

―Nadie toma voltella ―señalóOailos―. Es amarga.

―Tiene usos medicinales ―subrayó

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Khalia―, administrada en solitario.―Ah, pero como bien sabrías si

todavía adorases a Ranthas ―prosiguióHamílcar―, tiene además otros usos. ElDominio hace con ella incienso quequema permanentemente en lossantuarios privados de los templos,donde sólo entran los gobernantes y losmás altos sacerdotes.

―Y Eshar era muy devoto―concluyó Khalia, que no parecía nadafeliz―. Cada Festividad de Ranthas ibaal santuario a rezar. Allí debió derespirar el incienso, que sin dudareaccionó ante el veneno que ya estabaen su organismo. La muerte debió de

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sobrevenirle en pocos minutos, como sise durmiese. En circunstancias normalespodría parecer una muerte por causasnaturales, quizá un infarto.

―Murió en el santuario de MarAlastre hace seis días ―dijo Hamílcarasintiendo―. Decenas de personasvieron cómo se llevaban el cadáver,pero no se ha hecho ningún anuncio. Losdos almirantes más veteranos,Charidemus y Alexios, están en elArchipiélago. El resto del estado mayorse ha abstenido de tomar cualquierdecisión hasta que regresen.

―¿Sabemos quién perpetró elasesinato? ―preguntó Oailos.

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Hamílcar volvió a asentir.―Los metíanos aseguran ignorarlo y

buscan gente a la que culpar, pero yo hepasado allí el tiempo suficiente parasaber quién fue.

―El Consejo de los Elementos―dijo Ravenna―. Sagantha, quizápodrías explicárnoslo.

Él debía haber sabido lo que seavecinaba, ya que Hamílcar habíamencionado previamente sucomplicidad. Esperé a ver cómo salíadel aprieto.

―El consejo llevaba añosdiscutiéndolo ―contó―. Eshar era elemperador perfecto para el Dominio, de

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modo que matarlo les haría un dañotremendo. Tekla estaba totalmente deacuerdo en asesinarlo, pues deseabavengar la muerte de Orosius. Por eso loenviamos para que viese si podíahacerse.

―Tekla lleva tres semanas muerto―señaló Ravenna.

―Estaba organizándolo, no he dichoque pensase realizar el asesinato enpersona.

―Organizando ―repitió Ithien―.Eso es diferente a estudiar tan sólo laposibilidad. Tú autorizaste la operación,¿no es cierto?

―El asunto no se planteó en el

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consejo antes de que yo lo abandonase―insistió Sagantha.

Era evidente que ocultaba algo, algopoco sorprendente, pero en aquelmomento no podíamos permitirnos nadamás que la verdad.

―¿No se planteó en el consejo?―pregunté―. ¿Y en el Anillo de losOcho? Seguro que ellos estarían al tanto.

Ninguno de los ilthysianos conocíaqué era el Anillo do los Ocho, de modoque expliqué lo poco que sabía, sinrevelar ninguno de los detalles másnefastos.

Me percaté entonces de que tampocoHamílcar tenía la menor idea acerca del

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Anillo, y pareció perturbado cuandomencioné la fortaleza de Kavatang y eljuicio secreto. De algún modo todoséramos igualmente culpables, pues lamayoría de nosotros había ayudado aproveerlos de las armas que Hamílcar ysu aliado lord Canadrath les habíanentregado. En algún rincón desconocidodel territorio controlado por los herejesdebía de existir un inmenso arsenal.Quizá en las mismas ciudadelas.

―Por supuesto, el Anillo tuvo queestar forzosamente enterado ―admitióSagantha―. Tekla les dijo que se podíacometer el asesinato y debieron deponerse manos a la obra por su cuenta.

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Por fin descubrí qué era lo queSagantha había intentado ocultarnosdurante tanto tiempo. Recordé lasimágenes que nos había mostrado elconsejo sobre la cruzada y la caída deVararu. El Consejo de los Elementos lehabía ofrecido su ayuda a Orethura(ayuda que no estaba obligado a ofrecer)y él la había rechazado.

―El Anillo de los Ocho funcionaindependientemente del consejo, ¿no esasí? ―le pregunté mientras observabacon cuidado su expresión.

Esperaba haberlo atrapado,obligándolo a admitir que el consejohabía sido responsable de la brutalidad

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del Anillo, o bien que el Anillo tenía unorigen muy distinto y de lejos mássiniestro. Se produjo un silencio.

―Trabajan juntos ―afirmó.―Por lo tanto son organismos

separados ―remarcó Ithien―. Y en esecaso, ¿de dónde provienen losintegrantes del Anillo? ¿Quién lo fundó?Si han participado en la muerte delemperador, debemos saberlo.

Nadie dijo nada y lo único que seoyó fue el ruido de la lluvia golpeandocontra los cristales de las ventanas. Noquise decir nada, pues lo que vendría acontinuación lastimaría a Ravenna y noquería ser quien le diera el golpe.

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―El Archipiélago ―afirmóRavenna, y no Sagantha,sorprendiéndome por completo― lofundaron mi abuelo y sus aliados deTehama.

En su voz había una profundatristeza, pero no pude notar ni el menorrastro de la decepción que hubieseesperado. Ravenna solía aferrarse alrecuerdo de su abuelo, y era difícil creerque estuviese admitiendo lo que yo yasospechaba hacía tiempo. Nunca habíaquerido mencionárselo.

―¿Tu abuelo? ―dijo Palatina.―Sí. ¿Quién más hubiera podido

hacerlo?

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No hubo respuesta, pues todos losque sabíamos lo suficiente como paraopinar ya habíamos llegado a idénticaconclusión. Incluyendo al hombre quehabía sido miembro del consejo y,presumiblemente, también estuvieseinvolucrado en el Anillo de los Ocho.Sagantha tenía que haber participado.No había transcurrido bastante tiempopara que el consejo autorizase elasesinato y enviase el mensaje despuésde la debacle en Kavatang.

―Si puede, la marina vengará alemperador ―afirmó Ithien, preocupado.

―Si puede ―señaló Sagantha―.Existe la posibilidad de que el consejo

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asuma el control de la marina.―¿Qué posibilidad? ―preguntó

Palatina.Sagantha pareció inseguro. De

hecho, se encogió de hombros.―Había algunos planes. La mayor

parte podía ponerse en práctica, pero enel contexto del reciente asesinato delemperador, teniendo en cuentas esascircunstancias tan especiales...

Volvió el silencio. Todos sabíamoscuál era el gran interrogante peroninguno quería plantearlo primero.

―Deberíamos ir a Thetia ―sostuvoIthien enfáticamente―. Se producirá unvacío de poder, nadie sabe qué esta

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ocurriendo. Nunca tendremos otraoportunidad semejante.

―¿Otra oportunidad para hacer qué,Ithien? ―intervino Khalia―. ¿Parafundar una república?

―Por supuesto. ¿Para qué si no? Elemperador está muerto y no hay ningúnclaro sucesor. Thetia sería nuestra sinesfuerzo ―aseguró con mirada brillantey contagioso entusiasmo―. Piénsalo. Nohay ninguna duda: tenemos laoportunidad de controlar Thetia, ¡y unavez al mando podremos expulsar alDominio del Archipiélago! No existeningún modo de que puedan emplear lamarina ni de lanzar una cruzada si Thetia

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está preparada para proteger elArchipiélago.

―Podríamos restablecer laAsamblea en Selerian Alastre y permitirque los presidentes recuperen lapalabra. A ninguno de ellos le gusta elDominio y estarán dispuestos aayudarnos sin condiciones.

―Una república ―repitió Palatina,fascinada―. Después de tanto tiempo.

Como era predecible, fue Saganthael que echó abajo los sueños.

―¿Fundar una república? ―dijocon lentitud―. La Asamblea es undinosaurio que nunca se pondría deacuerdo sobre en qué día estamos. ¿Y

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esperáis que de pronto se sienten ylleguen a un consenso para gobernar unpaís que ha sufrido una purga y dosemperadores en menos de cuatro años?

Su tono era desdeñoso y suspalabras duras pero realistas.

―La marina es leal a Thetia y laAsamblea es Thetia ―insistió Ithien.

―La marina era leal a Reglath Eshar―señaló Hamílcar―, lo seguía condevoción pues había hecho más por ellaque cualquier otro en doscientos años.

―Y ahora está muerto...―Ahora está muerto, y aquel a quien

la marina responda tendrá posibilidadesde éxito ―dijo Sagantha. Estaba

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nuevamente de pie y noté que siempreprefería caminar mientras hablaba.Quizá eso le ayudase a pensar.

Los dos ilthysianos, Oailos y eldelegado gremial, ya habían perdido elhilo de la conversación y no parecíamuy cortés dejarlos así. Sin embargo,dudé que alguno de los dos, sobre todoel tintorero, conociese el estatus de lagente del salón. A juzgar por lo dichorecientemente, la discusión apenas habíaempezado.

―Tiene razón ―afirmó Khalia―,incluso aceptando que no sepa tantosobre política thetiana como los demás.Estás soñando, Ithien. La marina nunca

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respondería a la Asamblea, no en lasituación actual.

―¿De modo que nos esperan cuatrosiglos más de gobierno Tar' Conantur?―protestó Ithien, que parecía a punto deexplotar―. ¿Preferiríais tener otroValdur, otro Orosius, otro Eshar?

―Sí ―declaró Khalia―. Losemperadores proporcionaron a Thetiaestabilidad y un liderazgo coherente.Recuerdo la noche en que murióPerseus, cuando existía un claroheredero pero apenas tenía tres años. Seprodujo una circunstancia taninesperada, una caos tan absolutodurante más de una semana, que todos

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intentaron asumir el control del Consejode Regencia.

«Lapso durante el cual la Asamblease sentó a debatir cuántos clanes debíanser representados en el consejo.Finalmente fueron tres, porque tres delos líderes decidieron ignorar a laAsamblea y encargarse de la cuestiónpor su cuenta. Ése es el modo en quefunciona la Asamblea, damas ycaballeros, y esperar que asuma elcontrol tras el asesinato de unemperador mucho más poderoso es unaidea ridícula.

Nunca hubiera pensado que Khaliaadoptaría un papel tan central, pero ella

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sabía más sobre política thetiana quecualquiera de los demás, incluido Ithien.Era imposible ser doctora en la cortethetiana durante tantos años sincomprender su funcionamiento.

―Bien, ¿y qué pensáis de unsustituto provisional? ―propusoPalatina―. Alguien que pueda restituirel orden, reconducir la marina y luegoabandonar el cargo cuando la Asambleasea lo suficientemente fuerte. Elalmirante Tanais, por ejemplo.

―Tanais sería una excelenteelección ―asentí―, pero no tenemos lamenor idea de dónde está. ¿Quéposibilidades tenemos de encontrarlo en

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los próximos dos o tres días?Dábamos por sentado que no

podíamos perder mucho tiempo. Siqueríamos que algo sucediese,tendríamos que estar en Thetia en elmomento en que se anunciase la muertede Eshar. Ya habíamos enviado a buscarla manta de Ithien, y el buque correo delDominio había sido capturado y estabalisto para zarpar. Hamílcar nos habíaofrecido también utilizar su Aegeta,aunque era sólo un barco mercante.Llevaría algún tiempo prepararlo y poreso nos permitíamos el lujo de estar allísentados durante un par de horas.

―Es mejor idea ―reconoció

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Sagantha.―Pero ¿qué haremos para evitar que

otro asuma el mando? ―dijo Ithien―.El almirante Charidemus podríamantener el orden, pero iniciaría unalucha por el poder en el momento mismode descubrir que Eshar ha muerto.

―¿Lo haría de veras? ―preguntóVespasia―. Después de tantos siglos, lagente piensa que la familia imperial esespecial, que le corresponde a ellacubrir ese puesto y a nadie más.

―No han sido muy afortunadosúltimamente ―comentó Khalia―. Detodos modos, tenemos aquí a dosmiembros de la familia. Incluyendo a la

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que Orosius había designado emperatrizantes de morir..

Nunca se lo había dicho a Palatina, yhabía arrojado el pendiente con el delfínque me dio Orosius a las tinieblas delAeón de forma deliberada.

Ravenna, Sagantha, Hamílcar yVespasia miraron a Palatina. Ithien,Khalia y Oailos, ignorando a Palatina,fijaron los ojos en mí. Sentí que merecorría un curioso escalofrío al pensarque pudiesen seguir mirándome.

―No ―dijimos al unísono Palatinay yo, y luego sobrevino el silencio.Aproveché la oportunidad paracontinuar, sabiendo con absoluta certeza

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que nunca haría lo que me pedían, que sipermitía que incluso mis amigos meconvirtieran en su marioneta conduciríaa Thetia, y a mí mismo, al desastre.

―No puedo ayudaros ―afirmé,tajante, mientras intentaba decidir cuálera el mejor argumento―. Nadie sabeque existo y, además, me parezcodemasiado a Orosius. De hecho, algunospodrían creer que soy el mismísimoOrosius. La marina lo odiaba, debéisrecordarlo.

Ésos no eran los motivosprincipales, pero eran bastante másconvincentes que la pura verdad: que yono tenía el carácter necesario para ser

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emperador. Era demasiado débil,demasiado indeciso, demasiado falto deexperiencia.

Pero la mención de Orosius funcionócomo nunca hubiese hecho la verdad,pues era algo concreto y una razón quetodos creían de peso.

Pensé que aquellas pocas palabrasbastarían para alejar para siempre de micabeza la corona imperial, pues losdemás asintieron y se volvieron haciaPalatina. Era absurdo pensar queestuviésemos discutiendo un asunto tantrascendente en semejante salón y mepareció que toda la escena tenía unmanto de irrealidad.

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―La gente te conoce ―le dijoSagantha a Palatina―. Te respeta,respetaba a tu padre. Posees talento.

Sus palabras flotaron en el airedurante un momento mientras todosobservábamos a la mujer de cabelloscastaños allí sentada con su raída túnicaverde. Ella a su vez nos devolvía lasmiradas, quizá preguntándose cuáleseran las razones de cada uno paraescogerla.

―No ―sostuvo negando con lacabeza, y lo que explicó a continuaciónme sorprendió aún más que la admisiónde Ravenna de la culpa de su abuelo,pues en algún sentido el modo en que lo

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dijo respaldaba mi propia decisión másque cualquier otro motivo.

―No seré de ningún modo unagobernante temporal ―señaló concalma―. Asumiría el poder y loemplearía mucho mejor que Orosius oEshar. Y jamás renunciaría a él, ni en unmillón de años. Aunque sea una Canteni,poseo sangre Tar' Conantur. Nosotros nocompartimos el poder, lo ejercemos. Nopodéis darle el trono a uno de losnuestros y pretender luego que locedamos, porque nunca lo haremos.

Avancé unos pasos, apoyándome enel respaldo de un sillón. Cada palabrame golpeó como un martillo. Escuchar a

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Palatina, el icono de los republicanos,para miles de personas casi lapersonificación de la libertad,pronunciando esas palabras...

Pero todos sabíamos que decía laverdad. Ninguno de nosotros eraconsciente de que ella habíacomprendido algo que muchos noconsiguen aceptar en toda una vida.

Y todos sabíamos, además, que ellabien podía habérnoslo ocultado.

―Es irónico ―señaló Khaliarompiendo el silencio― que los únicosTar' Conantur que están en condicionesde gobernar sean los que saben que nodeben hacerlo.

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Entendí lo que quería decir.¿Intentaba acaso influir sobre losdemás?

―Pensé que los defendías―comentó Ithien.

―Soy partidaria de la monarquía―admitió Khalia―. Creo en la familia,porque tiene el talento de gobernar elimperio. Pero ninguno de los Tar'Conantur que he conocido se hapercatado jamás de cómo el poder lesinfluye. Y aquí, en la misma sala, haydos que parecen conscientes de susconsecuencias.

―Los dos últimos ―acotóSagantha―. ¿Quién más queda? ¿Nos

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sentaremos a un lado para presenciar lalucha por el poder? ¿Dejaremos elArchipiélago a merced de quien sea queasuma el mando? Pues cuando la marinase dé cuenta de que no quedan más Tar'Conantur, o de que no están disponibles,uno de los comandantes, probablementeCharidemus, intentará tomar el trono. Ydudo que encuentre mucha oposición.

―Como tu gente ―señaló Oailos―.Quiero decir, los cambresianos. Osgobernarán los almirantes. No será tanterrible como lo era Eshar, pero¿supones que se molestarán en protegerel Archipiélago?

No más Tar' Conantur. Una

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talasocracia, Thetia gobernada por losalmirantes. Oailos tenía razón, eso nosalvaría el Archipiélago. Pero tampocolo haría una república, que tan sóloaceleraría la decisión de los almirantesde asumir el poder. Y, sin embargo, noparecía haber nadie más. La madre dePalatina estaba presa...

Existía otra persona.―Aurelia ―dijo Palatina, al mismo

tiempo que yo otra vez. Algunossonrieron y la tensión del ambiente serelajó un poco.

―¿Estás seguro de que ella no es tugemela? ―me preguntó Vespasiamirando a Palatina.

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―Me hubiese gustado que lo fuera―respondí.

Pero los otros ya habían olvidado elfugaz instante de buen humor.

―Aurelia ―repitió Sagantha―. Laemperatriz Dowager. Pero no es una Tar'Conantur.

―No creo que eso tenga la menorimportancia en su caso ―opinóHamílcar―. Fue una persona muyrespetada, el pueblo la reconocería, sela relaciona con la familia y con eltrono.

―¿No podéis llevar al trono a nadieque no pertenezca a la realeza?―indagó Oailos con desconfianza―.

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Quiero decir, ella estuvo casada con elemperador, pero no pertenece a lafamilia imperial.

Desde el mismo momento deconocer mi verdadera identidad habíaagradecido que a los Tar' Conantur lesaterrorizase la endogamia. Tanto que alparecer en Thetia estaba prohibidocontraer matrimonio con un primosegundo y mucho menos con un primodirecto.

―Aurelia es partidaria de lamonarquía ―aseguró Palatinarecuperando parte de su entusiasmo―.Quizá no sea evidente en un principio,pero la estirpe imperial sigue en los

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exiliados.―Pero fueron los thetianos

quienes... ―empezó Ravenna, conaspecto perplejo.

―Sí, así es ―continuó Palatina―.Thetia considera la descendencia porparte de la madre, salvo en el caso delos Tar' Conantur. Sólo puedes ser unTar' Conantur si uno de tus padres esoriginario de Exilio. Al menos en teoría.En la práctica no siempre ha funcionadocon tanta claridad. Los gemelos desangre real siempre tenían que casarsecon exiliadas, eso formaba parte deltratado que firmamos con Exilio hacevarios siglos. Se hereda el nombre y el

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derecho al trono sólo por intermedio deun exiliado. En cualquier otra familia,yo hubiese tomado el nombre de mimadre, Tar' Conantur, o el de su clan,pero como ella era una exiliada, no fueasí. Resulta complicado, pero lo ciertoes que Aurelia tiene mucho más derechoque yo a solicitar el trono.

―Es un sistema muy irregular―comentó Sagantha―. ¿Por qué nopodéis hacer las cosas igual que todoslos demás?

―Tengo entendido que Aurelia estáviva ―dijo Hamílcar―, por si laconsideráis candidata. Pero ¿cómoharemos para encontrarla? Podría

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resultar tan difícil de hallar comoTanais.

―No lo es ―replicó Khalia―, sédónde está.

Permanecimos en silencio por un

momento, los dos solos en la terrazabajo la bóveda estrellada. Oí vocestenues que venían del interior de la casa.

―No, no seré emperador ―afirmé.Entonces las palabras que había pensadotan cuidadosamente se esfumaron.Habían permanecido en mi mente hastaaquel instante, pero huyeron cuando más

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las necesitaba―. He venido parapedirte que lo seas en mi lugar.

―¿Por el bien de quién?―Por el bien de todos. «Y sobre

todo por el mío», añadí para misadentros.

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CAPITULO XXVII

Entonces, ¿cuál es tu plan?―preguntó Aurelia. Los otros, todos losque habían participado de la reunión enIlthys con excepción de los dosdelegados gremiales, permanecían en unextremo de la terraza, y pude sentir suligera impaciencia. Contrariamente a loque habíamos creído no fue difícilconvencerla, pero todos éramosconscientes ahora de cuánto quedaba porhacer.

―Regresemos a Thetia yreclamemos el trono ―dijo Ithien sinperder un segundo.

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―No ―objetó Palatina―. Piénsalomejor. Dependemos primero de lamarina. Aunque creamos que lofundamental es otra cosa, lo importantees la marina. Y ahora está desplegadapor todo el mundo, con apenas veintenaves en Thetia.

―No es posible reclamar la coronathetiana desde fuera de Thetia―protestó Ithien.

―Claro que sí ―dijo Hamílcar―.Charidemus tiene cinco mantas enTandaris, pero allí se encuentra tambiénla gran flota en su totalidad, unas treintamantas bajo el mando de otro almirante,Alexios. Son dos de los cuatro

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almirantes más veteranos, el corazón dela flota. No puedes hacer nada sinobtener su lealtad. Y siempre subyace elpeligro de que la flota caiga en manos,del consejo. Eso no sucederá siconseguimos el control de la gran flota.En ese caso habremos vencido. El restode la marina está disperso y no podrádetenernos sin iniciar una guerra civil.

―De modo que tenemos que llegar aTandaris lo antes posible.

―En los próximos dos días―sostuvo Sagantha―. Durante esetiempo cualquier nave del consejopodría llegar con la noticia del asesinatoy poner en práctica el plan que sus

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miembros tengan en mente.―¿Tienen planes?―Muchos ―asintió Sagantha―, y

según oí hace poco todavía no handecidido cuál seguir. De lo que estoyseguro es de que han estado reuniendonaves y hombres. Tratarán deapoderarse de la flota, de eso no cabeduda, aunque aún no sé cómo.

―Vuestras mantas no podrán estarallí a tiempo ―señaló Aurelia―.Tenemos que llegar antes de que ningúnotro pueda asumir el control de esaflota.

―El buque correo podría hacerlo―comentó Hamílcar―. A lo sumo

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llegaría a Tandaris con unas pocas horasde retraso.

―¿Y eso de qué serviría?―cuestionó Ithien. El buque correo erapequeño, apenas un poco mayor que unaraya, y podía albergar sólo a dostripulantes y cuatro pasajeros―. Aureliallegaría a la ciudad sin el menorrespaldo, carente de toda fuerza. Es unalocura.

―Puedo ir con ella ―propusoHamílcar―. He hecho muchos contactosy puedo dar con gente que nos acojadurante unas horas o incluso todo un día.

―Pero eres tanethano, ¿por quéconfiarían en ti?

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―Porque saben que odio a Eshartanto como ellos. Recuerda que llevoaños vendiéndole armas alArchipiélago. Puedo establecer uncontacto directo con la gente deCanadrath.

―¿Cuánta protecciónnecesitaríamos? ―preguntó Ravenna.

―Mucha ―afirmó Hamílcar, quehabía cambiado sus pesada ropatanethana por una larga túnica de estilothetiano, aún húmeda en la parte inferiortras caminar por la orilla aldesembarcar. No parecía el mismo conesas prendas.

―Incluso si asumiese el trono

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―comentó Aurelia―, eso no acabaríacon los problemas.

―No. El Dominio lucharíatenazmente para detenernos. Ya teexpulsaron en un principio y saben lodesastroso que podría ser para ellos tuvuelta.

―Ésa es la cuestión ―intervinoPalatina―. ¿Podrían preferir negociarcon el consejo?

Los demás parecieron dudar.―La marina no apoyaría nada que

parezca tan inestable ―dijo Sagantha―.Los altos mandos son razonables ysospecho que no tendrían problemaspara aceptar a Aurelia. Pero a la vez

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mantienen lazos con gente que deseaimponer sus propios planes.

―El Dominio tiene sacris enTandaris ―apuntó Hamílcar―. Y nosólo eso. Sarhaddon zarpó de Tanethhace menos de un mes con más venáticosy un decreto del primado. Debe dehaberse detenido en Ral Turnar, perotenía pensado sortear Ilthys y dirigirsedirectamente a Tandaris. Llegará allí encualquier momento.

―Eso podría ser peligroso―empezó Ithien, pero Aurelia lointerrumpió.

―Podría, pero eso dependerá de ti.Viajaré en el buque correo. No podemos

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perder tiempo discutiendo, pues cadaminuto que seguimos sentados aquíSarhaddon está un poco más cerca.Hamílcar e Ithien, venid conmigo. Elresto de vosotros seguidnos y traed tantoapoyo como podáis. Si pensamosenfrentarnos al Dominio, podemosreclutar a personas que no tenganninguna lealtad especial al consejo, porejemplo thetianos expatriados en lasislas.

Era impresionante qué rápido habíaaceptado Aurelia sus nuevasresponsabilidades y de qué modo habíaasumido el rol que todos esperábamosde ella. ¿Por qué? ¿Qué le había hecho

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dejar atrás su escondite tan súbitamentey lanzarse de vuelta al torbellino de lapolítica thetiana? Reinhardt, Orosius,Aelin, la mayor parte de sus amigos yfamiliares habían muerto de formaviolenta a manos del Dominio, y Eshar,quien había sido, después de todo, sucuñado, acababa de ser asesinado. Nose me ocurría qué sentimiento podíaguiarla.

En la casa parpadearon las últimasluces y el guardia, de pelo oscuro,apareció con una bolsa de lona yempezó a apagar las antorchas de laterraza.

―¿Podríais darme un papel?

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―solicitó Hamílcar.Entonces escribió a toda prisa una

nota para el capitán, explicando lo quesucedía y dejando a Sagantha al mandode la nave.

―Debemos ponernos en acción,caballeros ―dijo Aurelia, instándonos air por delante.

Avancé por el sendero rodeando losárboles en dirección a la playa, dondenos esperaban las dos rayas y el buquecorreo un poco más allá de la rompientede las olas. El capitán del buque correose había acercado a un saliente rocosodonde las aguas eran bastante profundas,ahorrándoles a los que iban a ir en él un

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largo trecho a nado a través de laensenada.

Los otros empezaron a abrirse pasocontra las olas hacia las rayas, pero yome quedé atrás, esperando a queapareciesen Aurelia y su guardia.

―No sé si esto será para mejor―advirtió haciendo una pausa mientrasIthien y Hamílcar empezaban a caminaren paralelo a la playa hacia el salienterocoso―, pero que hayáis venido abuscarme hace que valga la pena. Nosveremos en Tandaris.

Abracé a mi madre una vez más.Luego ella avanzó tras los demás,arrastrando levemente el extremo

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inferior de su túnica contra la blancaarena.

Aurelia era tan segura de sí misma,tan tranquila. Me pregunté si yo habríaheredado algo de ella, si había recibidoalguna de sus virtudes a cambio de lascualidades de los Tar' Conantur de lasque carecía.

Comprendí entonces, con ciertopesar, que si el plan triunfaba,habríamos acelerado aún más laextinción de mi familia. Pero aquello nopodía detenerme, no después de todo loocurrido.

Palatina me hacía gestos desde unade las rayas y me di cuenta de que los

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estaba retrasando. Corrí por el agua,gozando mientras rompía las olas conlas piernas, y nadé el último tramomenos profundo hasta alcanzar la nave.

Nos pusimos en movimiento casi deinmediato, y apenas tuve tiempo demirar el cielo sorprendente que habíaantes de sumergirnos.

―El piloto nos adorará ―comentóPalatina―; dos mil kilómetros en sólotres días.

Aurelia y Hamílcar quedarían a susuerte en Tandaris durante un par dedías. Teníamos que reunirnos con ellosantes de que los descubriese elDominio.

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Y la necesidad de llegar antes queellos no era nuestra única preocupación.

Vespasia había insistido en que

recorriésemos la manta robada despuésde abordarla, y comprobé con disgustoque se llamaba Cruzada. Dentro habíavarias personas cubriendo las paredescon telas. Comprendí por qué lo hacían,incluso a riesgo de que alguna tela seincendiase: la insignia con la llama delDominio había sido grabada en cada unode los paneles. Contiguo al puente demando había lo que parecía un pequeño

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altar. Pese a ser una nave más grande delo habitual, sólo tenía dos plantas y mepregunté en qué consistiría el espaciorestante.

La situación no mejoraba en elpuente: la insignia de la llama estabapor todas partes.

―Hasta ahora parece ser una mantaestándar con la cuestionable decoracióncaracterística, aunque su casco es muchomás grueso ―comentó Vespasiahaciéndonos salir otra vez del puentehacia uno de los sinuosos pasillos queconducían a la sala de máquinas. Allínoté algunas diferencias. La másimportante era que se trataba de un

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buque con doble motor, defuncionamiento más caro, pero dotadode mayor potencia y capaz de llevar másarmas.

Y según comprobé había muchas. Enuna placa metálica cubierta de cristalestaban grabados los planos delCruzada, detallando la ubicación de losconductos y el armamento.

―Hay una sobrecarga de armas―dijo Sagantha con ojo crítico.Después hizo una pausa y señaló elcompartimento inferior, que debía de serel almacén―. ¿Qué es eso?

―El motivo por el que estáis aquí―anunció Vespasia guiándonos escalera

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abajo, más allá del espacio de las rayashacia donde normalmente hubiese estadola carga. En cambio, el pasillo sebifurcaba en dos, del mismo modo queen la cubierta superior. A continuaciónhabía otro salón.

―¡Bendito Ranthas! ―exclamóSagantha un momento después.

Observé con detalle el salón, consus dos pequeños motores de leñosardientes situados cada uno a un lado deun enorme conjunto de maquinarias. Unade éstas era en un generador de éter,pero el sistema era demasiado complejopara consistir sólo en eso.

―¿Qué es? ―preguntó.

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―¿Conocéis la técnica que empleanlos sacerdotes para destruir las navesenemigas?, ¿la que inventaron pocosmeses antes de la muerte de Orosius?

―¿Te refieres a calentar el agua?Vespasia asintió y por fin comprendí

a qué se refería. Recordé el terribledaño que los magos de Abisamar habíanhecho a una manta de Qalathar que huíay al Lodestar. La misma magia habíadestruido el Valdur, haciendo hervir elagua bajo su superficie para crear unafuerza de presión formada por burbujasque expandió el agua hasta voltearlo,destrozando su interior y matando a lamayoría de sus ocupantes, incluidos

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Mauriz, Telesta, mi hermano y dosqalatharis que nos habían ayudado en elintento de rescatar a Ravenna. Por nomencionar al centenar de tripulantes delValdur.

―Ésta es un arma mecánica capazde hacer lo mismo. Requiere muchapotencia y un montón de leños, pero, adiferencia de la magia, puede serreutilizada tras enfriarse durante unospocos minutos. ―Vespasia tragó saliva,clavó la mirada en la máquina conincomodidad y añadió―: Si no calculomal, con ella podríamos eliminar a doso tres mantas situadas a una distancia decombate normal.

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―¿Cuántos buques similaresexisten? ―preguntó Sagantha―. ¿Dedónde provienen? ¿Sabíamos que seestaban construyendo?

―Creemos que hay dos ―respondióella―. Hace cinco años, el Dominioayudó a financiar la reconstrucción deuna vieja manta de combate en un nuevotipo de buque de exploración a granprofundidad, el Misionero. No sabemoscon seguridad los motivos, perosuponemos que deseaban buscar elAeón. Al mismo tiempo empezaron aconstruir en un astillero thetiano otramanta con un casco mucho más gruesoque lo habitual y capaz de resistir altas

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presiones.»Era idea del clan Polinskarn, un

intento de conseguir un arma para losclanes capaz de enfrentar incluso almismo emperador. Reunieron a tantosingenieros navales como pudieron,robaron o copiaron los planos deldiseño de la manta de casco grueso yconsiguieron crear otro casco resistenteque sometieron a pruebas en un astillerodel sudeste de Thetia, un centro deinvestigaciones filológicas denominadoRefugio. De algún modo, el Dominio seenteró e irrumpió en el astillero en elpreciso instante en que la manta hacíasus primeras navegaciones

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experimentales. Como pretexto para lainvasión, sostuvieron que querían purgarde libros prohibidos las bibliotecas.Todas las personas que había allí fueronembarcadas como penitentes rumbo alos sitios más terribles que puedaimaginarse, y el Dominio se encargó determinar la manta. La que tripulamos esla nave construida en el Refugio, perosegún tenemos entendido, la manta deinvestigación submarina del Dominio,llamada Teocracia, también ha sidoterminada. Tienen los planos. No sé conseguridad si llevaron esa manta aQalathar, pero existe otra y, por cierto,la posibilidad de que construyan más.

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―¿Cualquiera puede propulsar esaarma? ―preguntó Sagantha.

―No. Posee una especie deinterruptor que sólo puede ser accionadopor un mago del Fuego. No tiene por quéser un mago del Fuego demasiadocompetente, pero el Dominio cuenta conmuchos.

Se produjo un brutal silencio y misojos se clavaron en el arma,agradeciendo silenciosamente aVespasia por haberme aclarado lossucesos del Refugio, por qué lo habíaninvadido los inquisidoresocasionándonos tanto pesar. Esta arma,esta nave, eran la razón por la que yo

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había sido penitente durante más de unaño. No tenía nada que ver en absolutocon los libros prohibidos.

En mi cabeza resonaron ciertaspalabras, fragmentos de unaconversación por otra parte casiolvidada.

«El peor de todos es un sacrusllamado Lachazzar. Cree que el Dominiodebería utilizar su poder para hacercumplir la religión de forma másestricta. De hecho, quiere que elDominio gobierne el mundo.» QuizáSarhaddon exagerase, pero se habíareferido en más de una ocasión a lacreencia de Lachazzar de la necesidad

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de lograr tanto una supremacía secularcomo una espiritual.

Esta nave y sus hermanas eran susherramientas y el Archipiélago la excusacon la que llevaba tanto tiempo soñando.Podía deducir su estrategia: primero elDominio llevaría unas pocas mantas,luego buques thetianos cargados de sacriy magos del Fuego y, por fin, flotasenteras. El emperador hubieracooperado, encantado de recuperar supoder, sin detenerse a considerar lo queimplicaría para sus sucesores. Otros sedarían cuenta, pero sería demasiadotarde. Incluso el estado mayor se veríaincapaz de hacer nada, pues para

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entonces la marina pertenecería alDominio.

Y así el Dominio tendría un controlincomparable sobre los mares, superioral que nunca hubieran conseguido losthetianos, pues las armas serían inútilessin magos del Fuego. El poder políticoque tenían Sarhaddon y sus venáticos erasólo un primer paso, pues Lachazzar noera un hombre sutil y quería algo máseficaz, más concreto. Por eso, pronto yano sería necesario que los venáticosacompañasen a cada mandatario.

Sagantha respiró profundamente,interrumpiendo mis reflexiones, yhaciéndose eco de éstas señaló:

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―No puedo imaginar siquiera loque podría lograrse con una flota deestas mantas. Gracias, Vespasia.

Ahora que había visto la nave,Sagantha no tardaría en llegar a lasmismas conclusiones que yo.

Ninguno de nosotros se sentía

cómodo en el Cruzada, pero lanecesidad y la seguridad nos forzaban anavegar en ella en lugar de emplear lamenos temible Acucia. La nave deHamílcar era nueva y veloz, perocarecía de un buen armamento y su

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casco era débil. Siempre se corría elpeligro, aunque fuese improbable, deque entre aquel punto y Tandaris nostopásemos con el Teocracia, unaperspectiva que todos intentábamosalejar de la mente.

Cuando nos reunimos con Saganthaen la sala de mapas a la mañanasiguiente ya habíamos dejado atrás laisla y estábamos a mucha profundidad enmar abierto, al noroeste de Tandaris,trazando un extenso arco al norte deTehama en dirección a los canales demantas entre las islas Ilahi.

Sagantha colocó el mapa de Qalatharen el panel de éter. Era

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sorprendentemente detallado y recogíala información de miles deinvestigaciones diferentes. Ya lo habíavisto antes, y no era el mejor de losmapas realizados con esa técnica.Thetia, y no Qalathar, había sido la másalta prioridad del InstitutoOceanográfico durante el desarrollo dela nueva tecnología de exploración.

―Estamos aquí ―dijo señalando unpequeño hoyo amarillo, que parecíatristemente alejado de todas partes. Unmomento después apareció sobreTandaris un indicador blanco, como si laciudad hubiese sido iluminada por unúnico rayo de sol abriéndose paso entre

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las nubes.Entonces Sagantha marcó el

recorrido que teníamos proyectado. Ibaen línea paralela con Qalathar hastallegar al extremo norte y luegoatravesaba el canal Aetiano, derechohacia el sur por el mar Interior rumbo aTandaris.

―El punto crucial es éste ―informóseñalando el canal de aguas profundas,una de las pocas rutas seguras hacia elmar Interior y la vía más fácil paraalcanzar Tandaris―. Si tuviese quehaber algún inconveniente, espero quesea ahí.

―¿Qué tipo de inconveniente?

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―preguntó Khalia.―Un bloqueo por parte de alguien

hostil que controle la ciudad. Quizá unaemboscada. O el encuentro con alguienmás que intente llegar a la ciudad desdeel norte. Sarhaddon, por ejemplo. Esprobable que navegue por el golfo deJayán, como cualquier que viniese deleste, pero habrá tenido tiempo más quesuficiente para enviar naves hacia otrasentradas. Apenas existen tres canalesseguros.

―Pero no llegaremos al mismotiempo que él.

Palatina y Sagantha se mostrabanvacilantes. Las circunstancias parecían

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jugar contra esa posibilidad, pero nopodíamos pasarla por alto. En especialteniendo en cuenta el daño que las armasde fuego causarían en aguas derelativamente poca profundidad.

―El canal es demasiado estrecho yno lo bastante hondo para permitir el usode armas de fuego ―sostuvoSagantha―. Podrían producir unmaremoto y causar graves daños a lacosta.

―Al Dominio no le importan esascosas ―dijo Ravenna―. Si contasencon el Teocracia lo utilizarían, y alinfierno las inundaciones que pudieranocasionar.

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―En lo que a ellos respecta, nospodemos ir todos al infierno ―comentóPalatina―. Supongo que nadie tiene lamenor idea de dónde se encuentra elTeocracia, ¿no es cierto? Fue construidocomo buque de investigación para aguasprofundas, de modo que no puede estaren el mar Interior, pero tampoco hetenido noticias de ninguna investigacióna grandes profundidades desde que elDominio decidió que el InstitutoOceanográfico estaba lleno de herejes.

¿Para qué necesitaban entonces unbuque como el Teocracia?

―Si llegase antes que nosotros,podrían persuadir a la marina de

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bloquear el canal ―aventuré, peroKhalia no dio mucho crédito a mispalabras.

―Por ahora no hacemos más queespecular ―advirtió―. Lo que debemosconseguir es restarle a nuestro viaje unao dos horas.

―Lo más probable es que debamosañadirle algunas ―objetó Palatina―. Anuestra tripulación no le importa cuándolleguemos. ¿Dónde podríamos conseguirotros marinos? Gente en la querealmente se pueda confiar.

Llegado el caso, era cuestión deinterponer gente entre la emperatriz y elDominio. Ya habían sido asesinados dos

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emperadores en dos años y el Dominiono frustraría un tercer asesinato.

Vespasia fijó la vista en el mapa.―Los clanes de las islas Ilahi tienen

criterio propio. Fueron fundadas haceunos doscientos años por colonos de lasciudades sureñas, a quienes Carausiusenvió para que custodiasen Tehama.Salvo que las cosas hayan cambiadomucho, no sienten mucha simpatía porlos tehamanos.

―No necesitamos mucha gente―afirmó Palatina, e hizo una pausa paracalcular cifras mentalmente―.Deberíamos conseguir que esos clanesnos facilitasen un centenar de marinos y

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quizá una manta, con suerte.―Pero antes tendremos que hablar

con ellos, convencerlos de que nosprovean de tropas ―dijo Khalia―. Esono será sencillo. ¿Le proporcionarías túun destacamento de marinos a un extrañonavío tanethano que aparece de la nada yclama ser fiel a la emperatriz?

―Lo conseguiremos.―Es posible, pero deberéis perder

dos o tres horas en cada capital, por nomencionar todos los rodeos que hayaque dar primero para contactar con loslíderes.

―Yo convenceré al clan Jaya de quenos ayude ―intervino Vespasia―. Mi

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tío contrajo matrimonio con una mujerTehil, de modo que ahora es uno deellos. La última vez que supe de él,vivía en la capital, y estoy segura de quenos allanará el camino. En Jaya hay unconsulado Polinskarn y también la únicaestación oceanográfica que queda enQalathar. Si Polinskarn y el instituto nonos ayudan, nadie lo hará.

Sagantha estaba pensativo.―Ahora está fuera de nuestra ruta

―murmuró―, pero podríabeneficiarnos. No serán marinos, sinosólo unos pocos guardacostas, que sinduda no sabrán usar más que bastones delucha, y algunos oceanógrafos, que

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desearán ayudarnos, a no ser que yahayan sido arrestados... Lo siento,Vespasia.

―Lo sé ―admitió ella. Algunosfamiliares suyos habían sidooceanógrafos, y tras las purgas era muyprobable que algunos hubieran sidoarrestados y embarcados comopenitentes―. Nos ayudarán, puedescontar con eso.

Sería muy estúpido de su parte nohacerlo. Era una apuesta, pero, aún así,con poca visión política: estaba claroque Jaya ganaría mucho más siresultábamos victoriosos.

―Parece una idea razonable

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―añadió Palatina―. Al menos habíapersonas dispuestas a luchar... Podemosenviar sin demora el Aegeta camino deJaya.

Pero Sagantha rechazó esapropuesta, poco deseoso de dividir lasfuerzas con las que contábamos. Losjayanos desconfiarían mucho más si unbuque lleno de tanethanos iba a pedirlesayuda en una conspiración paraconseguir el trono.

Sagantha era sumamenteconcienzudo y pasamos un par de horasmás ante el panel examinando los mapasde éter de Tandaris, recordando laciudad que Sagantha y Ravenna

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conocían bien, pero en la que Palatina yyo habíamos pasado apenas unos pocosmeses aquel invierno de hacia cuatroaños.

En cierto modo, el estudio de losmapas nos venía bien. Nos evitabasoportar las interminables horas deespera mientras el Cruzada y el Aegetaavanzaban por las tenebrosasprofundidades en dirección a Qalathar.Acudir al puente de mandos para cotejarnuestra posición se había vuelto casi unaneurosis, y Sagantha se mostró tancansado de nosotros que hizo salir atodo el mundo y marcó la posición en lasala de mapas. No es que yo ignorase lo

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absurdo de todo aquello, pero ¿qué otracosa podíamos hacer?

Yo no era el único que se sentía así,pero no se me ocurría de qué modoparticipar en los siguientes pasos.Palatina y Sagantha tenían que coordinarplanes, Vespasia convencería a losoceanógrafos para que nos ayudasen yKhalia conocía gente en la ciudad quepodía colaborar, sumando a eso que eramédica.

Sólo Ravenna y yo carecíamos deuna misión concreta. No parecía habernada que pudiésemos hacer.Probablemente emplearíamos la magiasi las cosas saliesen mal, pero nadie

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deseaba llegar a esa situación. Ambosnos sentíamos un poco inútiles,sensación que, además, los dossabíamos que compartíamos.

―Te sientes tan inútil como yo―dijo Ravenna cuando nos encontramosen el puente de mando, haciéndose a unlado para dejar pasar a uno de losmarinos. Dos oficiales conversabanjunto a la puerta.

Asentí, sorprendido de que ellasacase el tema.

―No nos necesitan, ¿verdad?―No ―respondió Ravenna―. Ya

hemos desempeñado nuestro papel. Estono tiene nada que ver con las tormentas.

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No tenemos nada que hacer.Pero nada más subir la escalera,

Sagantha salió del puente y nos pidióque bajásemos.

―Tenemos compañía ―fue todo loque dijo.

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CAPITULO XXVIII

La otra nave permanecía casi en ellímite de nuestros sensores, perdiéndosede vista cada tanto pero apareciendosiempre. En ningún momento respondíaa nuestras llamadas ni hacía el menorintento por aproximarse más. Lo únicoque podíamos asegurar era que setrataba de una manta y que nosperseguía. Quizá fuese el consejo, puesningún poder reconocido se molestaríaen merodear y ningún pirata se atreveríaa atacar lo que aparentaba ser un buquede guerra del Dominio.

Transcurrieron varias horas con la

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nave desconocida tras nuestros pasos,siguiendo nuestra velocidad sin acelerarjamás para alcanzarnos, siempre a unospocos kilómetros de distancia. Esa largacacería no era grata y en el puente demandos los nervios estaban crispados.Sagantha se volvió cada vez máscortante e irascible, mientras quePalatina, su oficial principal, debióacallar el perturbador murmullo dealgunos de sus subordinados, queparecían saber mucho más sobre lasargucias de Sagantha de lo quehubiésemos pensado. Uno de ellos habíahecho circular una historia contandocuántas vidas había despilfarrado

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Sagantha en la marina cambresiana. Erauna historia nueva para mí y no lodejaba nada bien.

Tras dos días fuera de la isla,Sagantha decidió separarse del Aegeta,pues sus motores habían empezado amostrar señales de agotamiento.Intentamos confundir a nuestroperseguidor mediante unas pocasmaniobras, pero ninguna fue exitosa, demodo que concluimos que el Aegetasería más útil en cualquier otra tarea.Vespasia se embarcó en él, yobservamos cómo tras tanto debatemaniobraba a babor y partía endirección a Jaya con la intención de

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obtener ayuda. Le deseé en silencio lamejor de las suertes, sabiendo que enesas circunstancias le era más propiciosepararse de nosotros.

No me era sencillo para mírelajarme en esa situación, a unkilómetro de la superficie oceánica, enun mundo completamente monótono,hora tras hora, y consciente de no ser lamejor de las compañías. Me preocupabamucho el destino del buque correo y delAegeta, y en mi mente se desplegabanvarios posibles y oscuros sucesos.Aunque pude escapar a la tensaatmósfera de la zona de mando, tenerpoco para hacer no mejoraba las cosas.

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Khalia se mantuvo con habilidad alejadade cualquier conflicto y sólo se acercó alos demás para recurrir a las reservastraídas de Ilthys y ofrecerle café a latripulación.

El tiempo pasó y no le revelé anadie lo mal que había dormido, enespecial la noche anterior a nuestrallegada. Algo por lo demás frustrante,pues arribaríamos a Tandaris poco antesde la madrugada y debería permanecerdespierto al menos hasta el anochecer.

Con todo, no estaba preparado paralas pesadillas que me acosaron.Parecieron comenzar casi en el momentoen que subía para acostarme a mi

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pequeño camarote de la cubiertasuperior. Salvo por su nombre, era unaauténtica celda monástica, equipada conliteras para dos sacri jefes de sección(sus hombres debían descansar en undormitorio general de la cubiertaprincipal). Cubrí con un trozo de tela lainsignia de la llama que había en lapared, pero, al cerrar los ojos, lainsignia parecía seguir allí.

Soñé con la Ciudadela y con lasimágenes de la cruzada que nos habíadado el consejo. Todo se confundía,como suele suceder en los sueños,fragmentos de un tiempo determinadoinmiscuyéndose en otro (pero siempre

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los peores).Y de algún modo también estaban

allí los jaguares de Tehama,acechándome bajo la bóveda estrelladade los bosques de la isla. Sin importarlo fuerte que gritase, nadie acudía en miayuda. Incluso cuando me topaba con losdemás, sentados alrededor de unafogata, todos me ignoraban. Todosexcepto Ukmadorian, quien con su capagris se volvía hacia mí para decir: «Noeres uno de nosotros. No podemosayudarte». Detrás de él, Persea y Laeasasentían seriamente y luego me daban laespalda.

Pero, como había sucedido en el

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bosque, tras un momento el sueñocambiaba, se desvanecía, y entoncescomprendía que esas cosas habíansucedido, que no eran producto de miimaginación.

Me hallaba en un salón de muros depiedra, húmedo y sin ventanas. Habíaallí otros hombres, uno de ellos desnudoy atado a un marco metálico (un potro,según me percaté en seguida). Su pielera muy oscura, no negra como la de lagente de Mons Ferranis, peroexcepcionalmente morena. Sus rasgosparecían una mezcla thetianas y delArchipiélago.

―Mientes ―dijo uno de ellos, a

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quien reconocí como el legado Phiriascuando se volvió hacia mí―, tú no eresrealmente del Archipiélago. ¿Meequivoco?

―Vengo del sur ―susurró elhombre del potro.

―No hay nada en el sur ―afirmóPhirias con dureza―. Sólo laDesolación.

―Más allá...―¿Esperas que lo creamos? ¿Has

navegado a través de Desolación en uncatamarán? Lo dudo. Teniente, quieroque este hombre nos diga quién lo envía.Obtén la información como sea.

Era el mismo teniente, el que yo

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había reconocido. Era una escena de lafortaleza.

―Señor, los otros marinos afirmanlo mismo ―objetó él―. Quizá nos estédiciendo la verdad.

Phirias le dirigió a su subordinadouna mirada glacial y añadió:

―La próxima vez me dirás que eshijo ilegítimo del emperador. No lohemos hecho sufrir lo suficiente.Regresaré en dos horas y espero quepara entonces esté dispuesto a hablar.

El legado se volvió y salió de lacelda. Oí un grito en la distancia.

El teniente me miró y vi su rostropor primera vez. Quedé petrificado de la

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impresión. Era treinta años más joven,pero sus rasgos resultabaninconfundibles.

―Illuminatus, ¿serías capaz deencargarte de él?

―Su mente es demasiado fuerte―me oí responder a mí mismo.

El joven Sagantha Karao asintió.―Como suponía. Verdugo, sigue con

tu trabajo.Éste giraba nuevamente la rueda del

potro mientras Sagantha permanecía depie, formulando la misma pregunta una yotra vez. El hombre lloraba al tercergiro y gritaba al cuarto, pero surespuesta seguía siendo la misma.

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―Creo que necesitamos emplear unmétodo diferente ―dijo Saganthafinalmente, con expresión impasible―.Es una lástima para ti que continúesresistiéndote a los esfuerzos de micompañero. Confesar te facilitaría lascosas.

El prisionero negó con la cabeza.―No quería hacerlo, pero en ese

caso tendremos que continuar. Verdugo,prueba con otra cosa.

Fue imposible escapar a ese sueño,no me pude evadir hasta que Phiriasregresó repitiendo la misma pregunta yla escena se desvaneció.

Entonces lo vi de nuevo. Ahora

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llevaba un uniforme verde en lugar delnegro y estaba de pie en el puente demandos de una manta, que sin duda eracambresiana.

―Se aproximan naves heréticas,señor ―anunció un joven oficialobservando el panel de éter. Teníamuchos años menos que Sagantha, perollevaba una insignia del mismo rango―.Parecen ser cuatro mantas de guerra, y laúltima, de transporte.

Veía a continuación a un sujeto altode pelo canoso sentado junto al capitándel buque, contemplando la escena, y aun almirante subalterno (a juzgar por lasestrellas de su uniforme) que poco

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después daba órdenes a los mandos dela flota.

―No están entrenadosadecuadamente. Oryx y Ojo de Anión,completad la quinta formaciónrodeándonos. Zenobia y Cicada,avanzad en dirección a babor yacercaos. Concentrad el fuego en elúltimo buque de su línea de batalla. Nopermitáis que escape la manta detransporte.

Las dos fuerzas se habían reunidomuy poco antes. Sagantha era el oficialal mando y coordinaba las acciones delas otras naves. Observé cómo los tresbuques centrales cambresianos cercaban

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al enemigo y disparaban con cañones ytorpedos. El enemigo devolvía el fuegocon vigor y el buque insignia era tocadouna, dos veces.

Un torpedo enemigo golpeó cercadel puente de mando haciendo estallarun conducto de éter, que lanzó una lluviade chispas sobre el oficial de armas.

―Teniente Karao, dirige las armas―ordenó el capitán mientras unasistente del médico se llevaba aloficial herido. Sagantha obedeció y elbuque insignia hizo fuego contra la naveenemiga responsable del daño. A juzgarpor sus colores, era una nave delArchipiélago. Poco después, un torpedo

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estalló junto a sus motores.Tras destruir en gran parte al

pequeño Cicada, los restantes buquesenemigos emprendieron la retirada,pero, antes de que pudiese ver quésucedía, las imágenes se habíandesvanecido.

Arremetí contra las sábanas y sentícómo me tambaleaba al borde de lalitera. Caí al suelo con estruendo,dándome un fuerte golpe en la cabeza.Por un instante permanecí allí, sofocadocomo si estuviese en un horno. Luego mequité las sábanas para enfriarme. ¿Porqué hacía tanto calor?

En el suelo, con la cabeza dándome

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vueltas e intentando refrescarme, no mesorprendí cuando llamaron a la puerta.Ravenna llevaba una túnica, pero estabadescalza y tenía el pelo revuelto porqueacababa de levantarse. En cuanto que seagachó para encender la pequeñalámpara de leños, la única fuente deiluminación del camarote, me di cuentade que tampoco había dormido bien.

―¿Las mismas pesadillas? ―medijo cerrando la puerta detrás de ella.

―¿Sagantha? ―pregunté frotándomela cabeza.

―Esperaba haber sido sólo yo, perosólo era un deseo.

―¿Sabes a través de quién lo

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veíamos todo? ―pregunté.―Hace treinta años Memnón

todavía no había nacido. Quizá fueseDrances. También él es un mago mental,aunque no tan bueno como Memnón.

Durante un momento no dijimosnada. Se sentó a mi lado en la litera,pues había poco espacio para estar depie.

―Nunca hubiese creído queestuviese involucrado en eso ―señalóRavenna―. Sé que no debemos confiaren él, que siempre coloca sus interesespor encima de todo, pero... torturargente, Cathan. Afirmamos odiar todo loque defiende el Dominio y, sin embargo,

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empleamos los mismos métodos.―Ni tú ni yo lo hemos hecho

―advertí, aunque mi voz sonó débil.―Sin embargo, a lo largo de todos

estos años hemos intentado acabar conel Dominio y hemos combatido a favorde un grupo de personas tan retrógradas,rígidas y crueles como los mismossacerdotes. Acabamos creyendo lo queesa gente nos enseñó en la Ciudadela.Cathan, de hecho hemos pensadosiempre que las cosas eran como nos lasmostraban: blancas o negras. Hemoscreído en eso durante todo este tiempo.Sólo hemos podido descubrir unarealidad diferente porque los de Tehama

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interfirieron en nuestras mentes, noporque hayamos sido lo bastanteinteligentes para darnos cuenta de lasmentiras.

―¿Para qué nos mostrarían eso lostehamanos? ―pregunté―. No lesbeneficia en nada.

―Nos enseñan cómo es Sagantha,qué ha hecho ―afirmó con la vista fijaen la pared, como si pudiese ver elcamarote contiguo―. Nos muestran queno somos mejores que ellos. Hemosconfiado en Sagantha pese a que hapertenecido al consejo durante veinteaños y también al Anillo de los Ocho.Es casi un accidente que haya acabado

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ayudándonos a nosotros en lugar de aellos.

Eso era algo de lo que nuncapodríamos estar seguros.

―¿Podemos saber con seguridadque está de nuestra parte?

―Sí ―concluyó Ravenna sindudarlo―. Nos salvó en Kavatang. Noera momento de engañarnos. Estábamosa merced del consejo. No tenía sentidopermitirnos escapar y ellos no hubiesensacrificado de ningún modo una mantacomo el Meridian.

―Tampoco tenía mucho sentidodesde su punto de vista.

―Detente, Cathan. Drances está

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metiendo esas ideas en tu mente. ¿AcasoSagantha te ha decepcionado alguna vez,te ha traicionado?

No había hablado en plural.―Tú eres quien le importa. O al

menos eso dice.Ella se reclinó en la cama, apoyando

la cabeza contra la pared.―He confiado en mucha gente y casi

todos me han traicionado en mayor omenor grado. Incluso tú y Palatina. No teculpo, pero así fue. Nunca confié enSagantha, ni siquiera en el momento deconvertirme en su pupila, y sabes bienque escapé porque pensaba concertar unmatrimonio para mí. Pese a todo y

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aunque resulte curioso, no puedo decirque haya faltado alguna vez a unapromesa.

―Quizá porque no hace demasiadas.―Es verdad, pero mantiene las que

hace. Al menos, siempre ha sido asíconmigo, y es lo único que puedo teneren cuenta por ahora.

―No es mucho para seguir adelante―reflexioné. Ravenna no me habíaperdonado nunca que revelase suidentidad tras prometer no hacerlo, apesar de que se debiese a una urgencia yhubiese sido con alguien de confianza.Mi culpa seguía allí, esperando a salir ala superficie cada vez que ella lo

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mencionaba.―¿Qué otra posibilidad queda?

Sagantha nunca ha incumplido supalabra después de prometerme algo,nunca me ha tratado como un objetovalioso, nunca me ha mantenidoprisionera en medio de la nada.

Ravenna no tendía a generalizar y yotenía bien claro a quién se refería encada caso.

―No abrió la boca paradefendernos durante el juicio ―añadí,sintiéndome ahora un poco másdespierto, lleno de amargura y de culpa.

―En este momento es la únicapersona que puede llevarnos a tiempo

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hasta Tandaris. Como sucede conHamílcar, podemos confiar en él porquesabemos cuáles son sus intereses.

―¿Piensas así de todo el mundo?―Así piensa Hamílcar. Y le ha

resultado muy útil.Negué con la cabeza.―No estoy de acuerdo. Sí, es

tanethano y lord mercante, pero no actúade ese modo. ¿Por qué nos habríaayudado entonces en Lepidor?

―Sabía que sacarías eso.―¿De modo que eso es lo que

somos todos para ti? ¿Personas queocasionalmente coinciden con tusintereses?

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Seguí adelante, insistiendo en elasunto a pesar de ser bastante delicado ya que se volvería contra mí pocosminutos después.

La expresión de los ojos de Ravenname reveló que ya estaba despierta deltodo, más allá de lo que pareciesenindicar su apariencia y sus cabellos.

―Ya me has preguntado eso antes...―dijo con calma.

―Pues me da esa sensación―repliqué, sin intención de retroceder.Al menos no todavía, pues solía perdertodas nuestras discusiones.

―Fingir que para mí no sois másque eso sería mentirte ―admitió con

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suavidad―. Soy tan humana comocualquiera, pero no puedo confiar en lagente. No puedo permitírmelo.

―¿Y qué sucederá dentro de poco,cuando acaben tus días de ocultamientoy Aurelia te designe faraona con elapoyo de la marina?

―Seré faraona. Los monarcas nopueden confiar en nadie.

―Es una vida solitaria.―Lo sé. Siempre lo he sabido.

Estoy habituada.En cualquier otro, esas palabras

habrían sonado autocompasivas, pero noen Ravenna. Ella sólo admitía unarealidad.

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―Rechazaste la herencia que tecorrespondía ―añadió―. Tuviste laoportunidad de tomar esa decisión y lohiciste del modo correcto. Lo mismopuede decirse de Palatina. Pero de habersido tú la única persona para serdesignada, la única elección posible, deno existir tu madre o Tanais para derivaren ellos la responsabilidad, tu decisiónhabría ocasionado un grave daño.

Porque en aquel momento Thetianecesitaba un gobernante, ésa era lafrase tácita. Como en el Archipiélago. Ymientras que mi madre podríareemplazarme en Thetia, nadie podíasustituir a Ravenna, ni siquiera si ella

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hubiese querido renunciar.―Quizá descubras que estás

equivocada ―señalé en seguida―.¿Conoces a alguien que haya podidogobernar con eficacia sin confiar ennadie, sin contar con amigos íntimos?Incluso Eshar tenía sus compinchesmilitares.

―No intentes convertir esto en unalección de historia ―pidió. Acontinuación hizo una pausa y cerró losojos un segundo.

Sentí en el pecho un desesperadovacío.

―Aceptaré la corona ―anuncióRavenna por fin― con el objeto de

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reconstruir el Archipiélago, de deshacertodo el daño que ha causado el Dominioy convertirlo en un estado capaz demantenerse por sí solo sin la ayuda delimperio. Nada me gustaría tanto comocontar contigo, con tu ayuda, perosospecho que pocas cosas te harían tandesdichado como eso. Si hubiesesaceptado ser emperador, un matrimoniode estado entre nosotros habría sidoperfecto. Para mí. Pero tú habrías sidoincreíblemente infeliz. ―Empecé adecir algo, pero ella puso un dedo sobremis labios―. Tienes la suficientesensatez e inteligencia como para saberque no serías un buen gobernante, no

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porque carezcas de capacidad, sinoporque odiarías ese tipo de vida. Teagotarías demasiado pronto y, del mismomodo, te hartarías de ser mi consorte.

Nuestras miradas se encontraron y viclaramente muestras de que estaba triste.Hubiera querido decirle que seequivocaba, que siempre habría modosde limar los problemas, pero me loimpidió.

―Por favor, escúchame. Me dirásque no es así, porque no quierescreerme. No tenía intención de decírteloahora. Pretendía dejarlo para otromomento, cuando no tuviésemos nada dequé preocuparnos, pero lo cierto es que

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me ha sido imposible. Te amo, Cathan―dijo cerrando los ojos y lo repitió enun susurro―. Te amo. Deseo pasar elresto de mi vida junto a ti. En un mundoideal quizá podría ser. ―Se mordió ellabio y volvió a mirarme―. Pero ésteno es un mundo ideal ―continuó―. Túsabes bien lo que quieres hacer en lavida y podrás lograrlo. Y no creo ni porun instante que se trate de algo taninsignificante como lo que dijo Salderis.Yo, por otra parte, tengo mis propiasobligaciones, y se encuentran en el polocompletamente opuesto a las tuyas.

Quitó entonces el dedo de mis labiosy concluyó su discurso. Buscó entonces

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mi mano y la estrechó con fuerza. Nosupe qué decir. Hubiese deseado condesesperación que eso no hubiesesucedido, pero un murmullo en mi menteme decía que Ravenna me conocíademasiado bien.

―Si me casase contigo, dejarías deser un ciudadano ordinario. Teconvertirías en un miembro de la corte,participarías de la política. Te amodemasiado para permitir que eso ocurra.

―¿De veras es tan pequeño mimundo? ―pregunté por fin, apenascapaz de respirar.

―Nuestros mundos son diferentes.Salderis pensaba que eras uno de los

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oceanógrafos más brillantes que habíaconocido, pero para ella era másimportante que fueras un Tar' Conantur.Ahora eso ya no es tan trascendente. Elmundo cuenta con un número más quesuficiente de príncipes y emperadores,pero le faltan científicos.

Ignoraba que Salderis hubiese dichoeso, aunque carecía de importancia. Yohabía pasado cinco años enamorado deRavenna, o amándola, que no era igual.Nuestros caminos siempre habían idoparalelos, pero entonces... ¿cómo podíasacrificar mi amor por un sueño quetanta gente creía que superaba misposibilidades? Ya no estaba tan

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convencido de que me hiciese feliz sersólo un oceanógrafo.

―Nunca serás sólo una cosa―señaló Ravenna, leyéndome otra vezla mente, y me apretó la mano―. Tienestu propio futuro y no debes sacrificarlopor mí.

―¿Es ésa mi decisión o la tuya?―La tuya, por supuesto. Aunque

también la mía. Comprendo que tendríaque habértelo dicho.

―Mejor que lo hayas hecho ―lainterrumpí.

―No lo sé. Tan sólo era que nopodía seguir adelante si tú pensabas aúnque...

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―Que todo estaría bien, que un díaacabaríamos casándonos...

Ravenna asintió.―Supongo que sí. Algo así. En todo

caso, no me importó hasta ahora, pueslas posibilidades de que cualquiera delos dos pudiese vivir libre del Dominioparecían inalcanzables. Quizá mi vidanunca se libre de su acoso, no sipretendo enmendar doscientos años deerrores suyos, por no mencionar los demi propia familia.

―Existen muchas personas capacesde ayudarte.

―Sí, lo sé. Ojalá pudiese confiar enellas.

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Ninguno de los dos dijo nadadurante un largo momento, que parecióinterminable, sentados uno junto al otroen aquel estrecho camarote. ¿Por qué,Thetis? ¿Por qué?

―Formábamos un buen equipo―dije entonces sin más.

―Sí, es cierto.Pero eso era todo lo que podíamos

decir, pues ninguna otra cosa hubiesesido apropiada. Nos abrazamos confuerza, deseando que nada ni nadie nosseparase.

Finalmente, aunque sin quererlo, nosapartamos.

―Si permanezco aquí un instante

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más perderé la cabeza ―concluyóRavenna―. Nunca debí de hacer esto.

Se puso de pie y, deteniéndose unminuto, me dio un fugaz beso antes demarcharse. Oí sus pasos fuera delcamarote y el ruido de una puertacerrándose a dos metros, pero, a la vez,a miles de kilómetros de distancia.

Y mientras dos cubiertas más abajose iniciaba la primera de las guardiasmatinales, me sentí al borde de la camay murmuré mi despedida. Adiós,Ravenna, adiós.

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CAPITULO XXIX

De no haber vivido las pocas horassiguientes en una especie de entumecidovacío, de no haber escogido Ravennaaquella noche para ser sincera por unavez en su vida, quizá no me habríapercatado a tiempo de los problemas.Ignoraba cuánto llevaba en la litera, conla mirada clavada en la oscuridad ycompletamente incapaz de dormir.

Pero estaba demasiado absorto enmis propios pensamientos, demasiadoapático y deprimido para que mepreocupase lo que sucedía a mialrededor. Me sentía casi como en los

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instantes previos a la invasión deLepidor, cuatro años antes. Y por lamisma razón. Pero ahora, por muy malque hubiese escogido el momento, nohabía actuado guiada por la ira ni elodio.

¿O me equivocaba? Hasta entonces,Ravenna sólo me había dicho que meamaba en una única ocasión, la noche enque me drogó antes de escapar de Ilthys.Las dos veces parecía estar intentandoatenuar el golpe.

Además, me dije a mí mismo, debíhaber sabido lo que se avecinaba. Habíasentido la distancia que nos separabadesde aquella noche en Ilthys o quizá

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desde antes. La confianza no era la únicabarrera que ella nunca había cruzado,sino sólo la más importante.

Tras un instante, la introspecciónabrió paso a la simple desesperación, yolvidé tanto las pesadillas como latraición de Sagantha. No había nada quepudiese aliviar mi dolor. Nada queatenuase el golpe.

Y en algún momento debí dedormirme porque tuve otras pesadillas.

Estaba solo en un enorme salóncoronado en una cúpula cuyas caras decristal estaban sostenidas por arbotantesque se arqueaban hasta unirse muy porencima de mi cabeza. Brillantes rayos

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de sol confluían en el suelo de mármol,cuyo diseño simulaba un remolino, encuyo centro estaba yo.

―¿Dónde estoy? ―pregunté.―Prometiste traer aquí a Ravenna

―respondió una voz conocida. Mevolví y allí estaba mi hermano, con latúnica y la capa blanca, al parecerindiferente al increíble calor―. Yanunca lo harás.

Miré alrededor, intentandoorientarme, pero el salón era taninmenso que en todas direcciones sóloveía el océano. Traté de moverme haciael borde del remolino, pero era como sicaminase siempre sobre el mismo punto,

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incapaz de escapar del centro.―¿Dónde estamos?―En el lugar más bendito del mundo

―informó Orosius―. El salón de lasProfundidades del Tiempo, en Sanction.

Una parte de mí quiso decir queSanction se había perdido, pero allíestaba. Recordé haberle prometido aRavenna que algún día veríamos juntosel ocaso desde ese lugar, como lo habíanhecho los jerarcas generación trasgeneración antes de la usurpación. Erauna especie de ritual cuyos orígenes seperdían en el tiempo. Ningún texto quehubiese leído decía por qué eso era tanimportante.

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―El sol empieza a esconderse―señaló Orosius y me protegí los ojosdel resplandor. Era mucho más entradala tarde de lo que imaginaba―. Tutiempo es limitado.

―No soy jerarca.―Lo eres, te designé jerarca antes

de morir. Te entregué mi medallón, ¿quéhas hecho con él?

Me llevé las manos al pecho, perono había rastro del medallón con eldelfín.

―No está aquí ―admití.Su expresión cambió de pronto,

volviéndose sombría.―¿Lo has perdido, no es cierto?

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―No, lo dejé en Thetia.―Mientes ―afirmó y, buscando

algo en el interior de su túnica extrajo elmedallón, un delfín saltando, grabadosobre un enorme zafiro en bruto―. Loabandonaste, nunca te molestaste enrecogerlo. Otra promesa rota. No meextraña que ella no te quiera, eresindigno de la confianza de cualquiersacerdote.

―¡Eso no es cierto! ―grité―. ¡Ellame ama!

Los ojos grises se clavaron en mí.―No, no te ama. Mintió del mismo

modo que tú rompiste las promesas quele habías hecho. Nunca has sabido lo

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que ella piensa realmente de ti, ¿o meequivoco?

Oí la voz de Ravenna resonando enel salón y de pronto la vi sentada en unapared por encima del agua, acompañadade un hombre vestido de negro.

―Cathan es una buena persona, perono tiene carácter. En última instancia,siempre hace lo que la gente le diceporque es demasiado débil. Me saca demis casillas.

―Ha heredado eso de su padre―acotó el hombre, Memnón―. Nopuedes culparlo por eso. La flaqueza esun mal de familia. No depende de cuántolo presiones.

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―Supongo que tienes razón―aceptó ella mirándolo a los ojos. Letocó un brazo y sonrió―. Ya habrátiempo para preocuparnos de la gente delas tierras bajas.

Se acercaron un poco más y yo volvíel rostro, incapaz de seguir mirando. Meproducía el doble de dolor sabiendo queél la había traicionado y torturado.

La escena se desvanecía y ahorasólo estaba Orosius.

―No creo que hayas perdido tantocomo imaginas ―advirtió élbruscamente―. De hecho, ella no haperdido nada en absoluto. Ravenna notiene tiempo para la gente insignificante,

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ni siquiera teniendo en cuenta que es tanpoco importante como tú.

«La gente insignificante.» ¡Cuántodesdén había expresado contra todosnosotros, confiado de que podríaeliminarnos con sólo chasquear losdedos. Y eso había hecho, pues noshabía tenido a su merced cuando unapersona más grande incluso que él lohabía eliminado a su vez.

―¡También tú eres una personainsignificante! ―protesté poniendo enmis palabras tanto odio como pude―.Nosotros te sobrevivimos, pero tú nosobreviviste a Sarhaddon. ¡Estás muertoy la gente sólo te recuerda como un

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hombre demente y patético, lo que no esen absoluto un gran epitafio!

Pese a estar hablando en sueños, mesentí mareado. Poco después todo habíadesaparecido y me conducían a lahoguera a punta de espada en la plaza deLepidor. Los sacri me ataban al poste.Pero en esta ocasión no había nadie a milado ni debajo de mí. Moriría ensoledad. Miré a mi alrededor y descubría Ravenna de pie junto a Etlae. Todoslos demás esperaban en la plaza, nadieparecía compartir mi destino.

Sobre un patíbulo en el extremo máslejano de la plaza, colgaban los cuerposdel tribuno de la marina y sus hombres,

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balanceándose levemente con el viento.Ellos nos habían rescatado. Intentabaentonces aislarme en un vacío que mealejase del dolor, pero comprobé conespanto que me resultaba imposible. Pormucho que luchaba, las sogas estabandemasiado apretadas para que pudiesehacer el más mínimo movimiento.

―No escaparás. Él no mesobrevivió y tampoco tú lo harás. Estavez no.

Orosius había desaparecido y ahorael que hablaba era Sarhaddon, de pieante la pira y llevando en la mano unaantorcha encendida.

Bajé la mirada hacia las llamas

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anaranjadas, sintiendo el calor incluso atanta distancia. ¿Por qué no podía hacerel vacío? ¿Qué era lo que fallaba?Incrédulo, intentaba entonces retorcermepara aflojar las cuerdas, pero todo eraen vano.

―Por favor ―suplicaba,desesperado―. ¡Por favor, no!

―Has tenido tu oportunidad decambiar algo, pero has sido demasiadocobarde para aprovecharla. La historiano tiene tiempo para mediocridades; lashace arder en su memoria. Sólo el fuegoconsigue tal cosa y tú has firmado tupropia condena a muerte.

Sarhaddon desplegaba a

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continuación un rollo de papiro quecontenía un escrito oficial donde secomunicaba mi ejecución con mi propiafirma en el extremo inferior y el sellodel Instituto Oceanográfico a su lado. Loarrojaba a mis pies y caía entre la leña.De pronto la hoguera se volvía más ymás grande y yo quedaba cubierto hastalas rodillas de cientos de papeles ypapiros, cuadernos de bitácora ydecretos oficiales, cartas e incluso lasrejillas de madera empleadas paraobtener muestras de agua.

―¿Qué significa esto?―preguntaba, casi descompuesto delpánico. ¡Eso no podía estar sucediendo!

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¿Por qué nadie intentaba rescatarme?―Cada recuerdo de tu existencia

―decía Sarhaddon mientras el vientoagitaba su túnica contra el extremoinferior de la pira―, cada documento enel que se mencione tu nombre, quedemuestre que has vivido, todo esoarderá contigo, pues si no, el mundo noquedará purificado.

―¿Por qué no me acompaña nadie?―pregunté―. ¿También los hascondenado?

Sarhaddon negaba con la cabezaencapuchada.

―Yo no condeno a nadie. Sólo tú yRanthas tenéis el poder de llevarte

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adonde estás. Todos los demás hanhecho cosas que merecen serrecordadas. Sagantha, Palatina, Etlae,lord Barca, Ravenna... Todos hancontribuido a cambiar el mundo, paramejor o para peor. Tú no mereces estaren su compañía.

Mientras él hablaba, alguien daba unpaso adelante entre la multitud hasta unatril situado en un espacio vacío. Erauna mujer muy seria, vestida de negro ycon un destellante collar dorado. ¡Perosi Telesta no había estado allí!,reflexionaba, confundido.

Todos en la multitud inclinaban lascabezas, incluidos Sarhaddon y Etlae.

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―Las páginas de la historia sólotienen espacio para los que merecen serincluidos en ella. Recordamos a losmejores y a los peores, las victorias másbrillantes y las derrotas más terribles.Eso perdurará en los anales del tiempo,donde no hay sitio para quienes no hanbrillado, los que han mantenido la vistaen el suelo y fueron incapaces de oír lallamada de las estrellas instándolos aavanzar. Damos gracias por lapurificación de las arenas del tiempoque tendrá lugar este día y que borrarácualquier recuerdo de uno de esosmediocres. Estamos aquí para ver que sehace justicia y que se observan las

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reglas del Tiempo. Que todos vosotroscaminéis bajo la brillante bóveda de laeternidad desde ahora y hasta que lasestrellas envejezcan. Quizá cada uno devosotros destelle como un faro en mediode la oscuridad del pasado. En nombrede Cronos, señor del Tiempo, damosgracias.

Luego Telesta retrocedía nuevamentey la multitud reunida me contemplaba,expectante. El terror me consumía y nopodía respirar.

―Así será ―completaba Sarhaddoncon solemnidad y, tras alzar la antorcha,la arrojaba al montón de papeles. Lasllamas los devoraban, extendiéndose a

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toda prisa y elevándose ante las miradasde la gente.

―¡Socorro! ―suplicaba,desesperado, pero no había compasiónen ningún rostro, ni siquiera en los deRavenna y Palatina.

Entonces las llamas me alcanzaban ysentía el calor en las piernas. Intentabamoverme, pero las sogas me loimpedían. El fuego me quemaba lospies, y empezaba a gritar.

―Esto es incluso más de lo quemereces ―decía Sarhaddon mientras meembargaba un sufrimiento taninsoportable que apenas podía oír suvoz―. Nos veremos en Tandaris...

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Oí un estruendo muy cerca y laimagen se desvaneció. Me senté en lalitera, sintiendo de verdad que mehabían quemado vivo.

―¿Qué sucede?Era Palatina, que llevaba el corsé de

las armaduras thetianas a medida. Por unmomento su silueta se recortó contra laluz del pasillo.

―Una pesadilla ―dije mirandoalrededor para asegurarme de que todoera real, que ya no había llamas.Instintivamente me estiré hasta el límitede la cama, pero mis piernas no estabanmás calientes que el resto de mi cuerpo.Aquel camarote era sofocante: la

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ventilación del Cruzada parecía sermínima.

―Pobrecito ―dijo Palatina―.Espera.

Un instante después estaba deregreso con un vaso de agua fresca, quebebí, agradecido.

―¿Qué hora es? ―pregunté cuandoreuní fuerzas suficientes para hablar―.¿Por qué llevas la armadura?

―Hemos tenido graves problemas―explicó―. Dificultades con latripulación.

―Dificultades ―repetíestúpidamente―. ¿Qué tipo dedificultades?

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―Quieren que nos enfrentemos a lanave que nos persigue, que demos mediavuelta y le disparemos.

―Eso no tiene sentido, ¿por quéquerrían...?

―¿Por qué querrían qué?―¿No te ha contado Ravenna nada

sobre los tanethanos, las pesadillas?―No, estaba tan dormida como tú,

no sé qué os pasa.Recordé, acongojado, los sucesos de

la noche anterior y mis fugacesmomentos de grata amnesia seesfumaron por completo. La soledad meaplastó de pronto. No se lo mencioné aPalatina. Sólo hablé de los sueños que

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habíamos tenido.Le conté lo que quise, las pesadillas

de la noche anterior y nuestra huida dela presa, con la gente de Tehama comocomún denominador.

―Magos mentales de Tehama―advirtió Palatina―. Sí, tienes razón,han estado influyendo sobre Ravenna ysobre ti. Pero ¿para qué intentaríanconvencer a la tripulación de dar lavuelta y atacarlos? ¿No están enteradosde las armas de fuego que poseemos? Nisiquiera lo sabia toda la tripulación.

Los marinos del Cruzada eran unamezcla de gente: algunos habían estadocon nosotros en la presa, mientras que

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otros eran ilthysianos reclutados porOailos. Para los últimos, todo aquel quese opusiese al Dominio era un aliado.Nunca habrían creído lo que lesdijésemos sobre los tehamanos y susmagos mentales. La mayoría ignorabaincluso la existencia de los tehamanos.

―¿Controlan la situación?―pregunté. Necesitaba una ducha, perono sabía si tenía tiempo.

―No, todavía no. Hay muchosrumores, pero aún siguen en sus puestos.Creo que Amadeo está detrás de losproblemas y quizá también tenga que verOailos.

Era culpa mía. Tendríamos que

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haber dejado a Amadeo en Ilthys, perodespués de que Ravenna puso tan enevidencia lo vanas que eran laspretensiones del Dominio, habíacambiado, al parecer presa de algún tipode revelación. Mi esperanza era que,una vez en Tandaris, Amadeo difundiesela noticia de lo que había hechoRavenna, minando la credibilidad delDominio con mayor eficacia que nadie.Sobre todo, teniendo en cuenta supasado y las enseñanzas de oratoria quehabía recibido siendo venático.

Cogí una toalla y ropa limpia, melavé un poco con agua fría para acabarde despertarme y me vestí todavía

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medio mojado. No fue agradable, peroasí me aclararía las ideas. Palatinahabía ido a despertar a Ravenna (ni supuerta ni la mía tenían cerraduras, pueslos oficiales sacri no podían permitirseimpedir el paso a sus superiores), quesalió de su camarote con los ojosenrojecidos. No parecía haber dormidodesde que se había separado de mí ytenía marcadas ojeras. Pasó por delantede Palatina en dirección al lavabo antesde que ninguno de nosotros pudiesedecir nada.

―Le preguntaré más tarde ―mecomentó Palatina cuando apareció en elpasillo la thetiana que me había salvado

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del leviatán (se llamaba Zaria). Tambiénella llevaba una armadura a medida yotras dos en la mano. Palatina me hizoponerme una, por más que yo odiara lasarmaduras e hiciese años que no lasusaba. En cualquier caso, ésa era apenasmás pesada que un sobretodo invernal yal tacto parecía una camiseta de seda.

―No podrían comprar una de éstasni con todo el oro de Taneth ―señalóPalatina―. Son de primerísima calidad.

Le dio la otra a Ravenna y luegoambos la seguimos bajando laescalerilla. Era extraño vernos conarmadura, y Ravenna parecía sumamenteincómoda. Por otra parte, resultaba

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curioso pensar que tendríamos queusarlas para protegernos de nuestrospropios compañeros de la presa. Deseéque todo fuese una mera exageración.

―Estaremos preparados para luchardentro de una o dos horas ―dijoPalatina cuando entrábamos en el puentede mandos.

―¿Se ha acercado el otro buque?―No, no hay ningún cambio. Pero

Sagantha quiere que estemos preparadosen caso de que debamos combatir. Nopodemos arriesgarnos a que alguien seaherido durante una escaramuza tan lejosde la ciudad.

Sagantha estaba allí cuando

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llegamos, con apariencia de haberdormido al menos un poco en alguna delas pequeñas cabinas situadas a amboslados del puente de mandos. Llevaba ununiforme naval blanco (supongo quethetiano) con estrellas de almirante.

―De modo que aquí estáis―comentó al vernos―. Os habéistomado vuestro tiempo.

―Un momento ―interrumpióPalatina haciéndole gestos desde laentrada a la cabina. Luego regresóadentro y, tras indicar que no lomolestasen, cerró la puerta detrás deella.

¿Decidiría Sagantha adoptar una

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medida tan drástica? Después dehaberse marchado Vespasia, yo era elúnico a bordo que conocía bien aOailos. Era preciso que me enterase delo que estaba sucediendo, que supiese siaquél era realmente un nefasto plan delos tehamanos.

Para averiguarlo, salí del puente demandos y volví al dormitorio principal,que hacía las veces de comedor para latripulación. Sólo los dos centinelasdiurnos dormían allí; a los nocturnos sele había asignado un camarote propiopara que pudiesen descansar durante eldía. Tampoco solía haber tantoscentinelas. Una manta normal solía tener

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doce y nosotros habíamos conseguidoreclutar nueve.

―Cathan ―dijo Oailos cuandoentré, instándome a acercarme a la literadonde estaba sentado. Hablaba conAmadeo, la combinación más insólitaque hubiese podido imaginar. Al fin y alcabo, Amadeo era un venático y lohabíamos llevado allí a la fuerza paraevitar que provocase disturbios en Ilthysdurante nuestra ausencia. Sin embargo,no parecía haber recapacitado y apenashabía pronunciado palabra desde queRavenna creó fuego en aquel caté.

―No pareces alegre ―comentóAmadeo de inmediato. Aunque

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pareciese incongruente, llevaba unaraída túnica del gremio de albañiles, unade las que solían usarse para lasreuniones o en eventos oficiales.

―No he dormido bien ―respondísin más. No tenía intención de revelarlelo que había sucedido.

―Yo tampoco ―admitió Oailos―.Pesadillas.

―Obra de nuestros enemigos―sostuvo Amadeo.

―¿Desde cuándo son nuestrosenemigos? ―pregunté. Amadeo medesconcertaba y no estaba seguro de quédebía hacer con él.

―Estamos todos juntos en esto

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―señaló Oailos―. No creo que, a lahora de atacar, esa nave sepa quién hayaquí dentro.

―Hasta ahora no nos ha atacado―subrayé.

―No es así ―insistió Amadeo―.Ataca nuestras mentes. Tenemos un armaque podría destruirlos con un únicodisparo. Los tripulantes de esa naveintentan evitar que lleguemos a Tandaris,y es evidente que todos vosotros losconsideráis vuestros enemigos.

―¿Pertenecen a la marina? ―mepreguntó Oailos. Tenía un trozo depiedra grabada que se pasabacontinuamente de una mano a la otra.

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―No.―Tampoco es del Dominio

―apuntó Amadeo―. Ninguna nave delDominio se hubiese comportado de esemodo.

―No tiene importancia ―sostuvoOailos―. Si lo fuera, tendríamos losmismos motivos para destruirla. Ayer,mientras estaba en el puente de mando,lo oí todo sobre Kavatang. Comovosotros, no quiero perder más tiempocon esa pandilla de cabrones arrogantes.Me enorgullecía seguir a los viejosdioses, y uno de los motivos era quecreía a sus sacerdotes mejores que losdel Dominio. Pero los unos mienten

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tanto como los otros.Otro hombre sentado a poca

distancia asintió. Se llamaba Sciapho yera un oceanógrafo que había estado connosotros en la presa.

―Quienesquiera que sean enrealidad los que forman el consejo, noson mejores que el Dominio ―dijo conamargura―. Los he ayudadotransmitiendo mensajes. Eso me havalido pasar dos años como esclavo y loúnico en lo que piensan es en mantenersu pequeño y confortable estatus. Vivendiscutiendo entre ellos.

―Aborrecerían lo que ha sucedidoen Ilthys tanto como el Dominio

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―añadió Amadeo.―¿Ya no perteneces al Dominio?

―le pregunté―. ¿Has perdido acaso tuadmiración por Sarhaddon, tu devocióna Ranthas?

―Creo en Ranthas con tanto fervorcomo antes ―sonrió Amadeo―, Pero elenfoque del Dominio es incorrecto. ElFuego no es el único Elemento y no esdiferente de los demás. ¿Cómo si nohabría podido Ravenna utilizar supoder?

―Suenas como Sarhaddon ―afirmésin renunciar a mi hostilidad. No estabacon ánimo de tolerar las prédicas de unsacerdote. ¿Por qué lo escuchaban todos

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los demás?―Nunca pude igualar su elocuencia.

Sólo digo que Ravenna nos ha permitidover más allá de lo que sostiene elDominio y de lo que os ha enseñado elconsejo. Se trata de un mensaje delpropio Ranthas revelándonos que hemosequivocado el camino.

Su voz brotó de pronto con un tonoimperioso y noté que algunos volvían lacabeza.

―Habéis creído lo que os enseñabael consejo, tú lo has creído ―repitióAmadeo, mirándome a mí.

―Sí ―asentí, pues al fin y al caboera la verdad. No conseguía

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concentrarme en sus palabras; mi vacíointerior era demasiado profundo―. ElConsejo te mintió. Como el Dominio,sus miembros reescribieron la historia yos han hecho aceptar su propia visión delos hechos.

―Y al igual que el Dominio, cuandoalguien proponía una idea diferente se leboicoteaba ―intervino Sciapho―. Porejemplo, con el asunto de las tormentas.

―¿Y eso en qué nos beneficia?―cuestionó Amadeo, adelantando larespuesta antes de que yo pudiese decirnada―. Yo fui tan malo como cualquierade ellos. Quizá incluso peor. La misiónde mi orden es purgar el Archipiélago

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de la herejía y, al parecer, el consejo ysus seguidores no tratan mejor que elDominio a las personas que están endesacuerdo con ellos.

―Definitivamente deberíamosacabar con esa nave que nos persigue―interrumpió Oailos―. Deben de tenersus propios magos mentales. ¿Cómo seexplica si no que de pronto todossuframos pesadillas? No merecennuestra piedad.

Me pregunté cómo se habríanenterado de las pesadillas. Por lo que yosabía sólo las habíamos tenido unascuantas personas, y no era el tipo decuestión que se discutiese habitualmente.

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―Sabemos el daño que ocasionan.¿Por qué entonces no nos decidimos aactuar? ¿Para qué esperar? ―preguntóAmadeo―. ¿Por qué no dar mediavuelta y acabar con sus supercheríaspara siempre? ¿No convendría quitarleal consejo un poco de poder?

Ahora la decena de personas quehabía en la cabina murmuró o asintiómostrándose de acuerdo.

―Tenemos que proponerlo ―afirmóOailos y se puso de pie―. Puede queSagantha sea el capitán, pero notripulamos una embarcación de lamarina y él no tiene derecho aignorarnos. Unos pocos minutos de

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acción pueden quitarlos de en medio yexpulsarlos de nuestra mente.

―Hay que empezar a devolverleslos golpes ―sostuvo Amadeo―. Unaexcelente idea.

Era demasiado para intentar revertirla situación. Mi mera presencia loshabía alentado y, por una vez, no sedebía a nada que hubiera dicho.

¿Qué podía hacer? Sabía que abordo de la otra nave había gente deTehama, quizá Memnón y Drances, perosin duda también habría allí personasque yo conocía y que perderían la vidasi utilizábamos las armas.

Me empujaron con ellos en

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dirección al puente de mando, no deforma agresiva ni hostil, sino decidida yvigorosa.

―Tenemos una roca por delante,señor ―informó el timonel cuandoentrábamos―. Se encuentra a unos tresmetros hacia abajo.

Sagantha frunció el ceño.―Antes de lo que me temía

―dijo―. Hemos ido más rápido de loque habíamos calculado. Dentro de casiuna hora estaremos en aguas másinteresantes y allí podremos encargarnosde nuestros intrusos mentales.

―¿Capitán? ―llamó Oailos.Sagantha se volvió, fastidiado al ver

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a toda la tripulación ociosa reunida en elpuente.

―¿Qué ocurre?―¿A qué estamos esperando?

―protestó Oailos―. Haz uso de lasarmas, impide que interfieran ennuestras mentes.

―¿Por qué estáis tan ansiosos porusar el arma del Dominio? No estamosen una de sus naves.

―Se trata de un enemigo. ¿Quépodemos perder? ―insistió Oailos―.¿O temes matar a alguno de tus amigos?

―No queremos usar el arma―afirmó Sagantha―. Podremossacárnoslos de encima cuando estemos

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más cerca de la costa, sin necesidad deemplearla. Nunca la hemos utilizado,ignoramos cuánto daño puede hacer.

Sin embargo, poco antes el propioSagantha había dicho exactamente locontrario.

―Podemos destruir la nave sinperder un solo hombre ―intervinoSciapho―. Si entramos en batalla, habrámuertos en ambos bandos.

―Tiene razón ―admitió Palatina―.¿No sería mejor eliminarla ahoramismo? ¿Quizá disparando el arma unpoco por debajo de su casco, lo bastantecomo para dañarlos pero sin matar atodos los que estén a bordo?

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―¿Y por qué no destruirla porcompleto? ―protestó Oailos.

―Porque generaremos másresentimiento ―dijo Khalia a nuestraespalda―. Inutilicemos su nave y luegoregresemos más tarde para capturarlosen lugar de matarlos.

―Es una buena idea ―aceptóSagantha―. Nos hará perder tiempo,pero a la vez...

Hizo una pausa, al parecerpensando, y añadió:

―Cathan, Ravenna, ¿podría algunode vosotros encender el arma de fuego?

―¿Sólo para inutilizar su nave?―preguntó Ravenna.

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―Sólo para eso ―aseguró él.Mientras Ravenna se dirigía a la

consola del arma (tenía una sólo paraella, frente a una silla al lado de la delcapitán) me pregunté si Saganthamantendría su palabra. El panel de éterestaba cubierto por una pieza metálicasellada. Supuse que eso seria unaespecie de seguro que sólo la magia delFuego podía abrir.

Ravenna apoyó una mano sobre elmetal mientras los demás se estirabanpara ver. Sentí la quemazón de la magia,lo bastante fuerte para que también lasintiesen en la otra nave, y momentosdespués una llama saltó de su mano

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hacia el panel.«Nos veremos en Tandaris.»Ravenna hundió la mano en el fuego

hacia el interior de la estructura.Palatina se acercó para levantarle lamanga de la túnica y evitar que seincendiase.

―Haz que la nave dé un girocompleto ―le ordenó Sagantha altimonel―, de forma tan cerrada comosea posible e intentando que nuestraproa apunte ligeramente hacia abajo.

Eso implicaba un amplio arco, y lamaniobra del Cruzada iniciando el giroy colocándose abruptamente a baboracabó con todas las discusiones. La

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cubierta se inclinó, primero un poco yluego cada vez más y más a medida quedescribíamos un ángulo máspronunciado. A toda prisa me senté en lasilla más cercana y me ajusté el cinturónde seguridad, mientras que Palatinaaferró a Ravenna para que pudiesemantener la mano firme sin quemarse.Polinskarn no hubiese imaginado unmecanismo semejante, de modo quedebía de haber allí algo queignorábamos.

Sagantha se puso a dirigir suspropios comandos de éter y esperó a queapuntasen casi directamente al buque decombate del consejo.

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―¡Ahora! ―ordenó y siguió unasonora vibración que convulsionó a lanave una y luego otra vez.

Lo vi a través de las ventanillas, undestello rojo en el agua y una corrientede burbujas materializándose de repentepara después volver a desvanecerse enlas tinieblas. En la pantalla de éter unalínea roja partió del Cruzada aextraordinaria velocidad en dirección aun punto situado trescientos metros pordebajo del buque de combate, casi frentea nosotros.

Entonces distinguí el habitual brillode calor blanco en el agua y una nube deburbujas salió despedida hacia afuera

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tragándose a la nave enemiga.Continuamos nuestro giro sobre elmismo ángulo.

Ravenna retiró la mano del panel y acontinuación las llamas volvieron acerrarse y desaparecieron. Sentimos ungolpe en algún lugar a nuestras espaldasy más gritos de enfado provenientes delpuente. Los marinos de Ithienpermanecían de pie, alertas contra lapared y con las espadas listas para lalucha.

Cuando la nube de burbujas empezópor fin a aclararse, vi cómo la otramanta reducía la velocidad,inclinándose sin control hacia un lado

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mientras el conducto de su motor emitíasus propias burbujas, señal de que losleños sobrecalentados habían fundido elmotor.

―Un problema menos del quepreocuparnos ―dijo Sagantha, peroparecía insatisfecho―. Ya saben lo quepodemos hacerles y no tienen forma derespondernos. Realmente se trata de unarma efectiva.

Volvimos a nuestro rumbo, peromenos de cinco minutos después dedisparar el arma, aparecieron en ellímite de los sensores otras cuatromantas. Nos esperaban en la entrada delcanal de aguas profundas.

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Sin duda pertenecían a la marinaimperial. Nadie más desplegaría unescuadrón semejante en aguasimperiales, y suspiré aliviado.

―Dirijámonos hacia ellos ―dijoSagantha, pero en ese preciso instante seencendió el intercomunicador y una voznos habló desde el otro lado. En lapantalla de éter, la imagen de la mantamás cercana a nosotros titiló indicandode dónde provenía el mensaje.

―Os habla el capitán Kauanhamehadel buque de combate del ArchipiélagoEstrella Sombría. Rendíos en nombre dela faraona.

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CAPITULO XXX

Acabad con ellos ―ExigióOailos―. Están aquí para destruirnos.

El puente de mando quedó de prontoen silencio mientras observábamos lasnuevas imágenes en la pantalla de éter.¿Cuántas naves poseían? Hasta elmomento habíamos visto dos buques decombate e incluso habíamos confundidoa uno con el Estrella Sombría, que no loera. Los buques de combate erancelosamente custodiados por quienes losconstruían. ¿Cómo se había hecho contantos el consejo?

―Sé quiénes son ―espetó Ravenna

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volviéndose hacia Oailos―. Y elcapitán es amigo mío. Sagantha,enciende el intercomunicador.

―Será mejor que piensen que somosdel Dominio ―objetó Sagantha.

―No. Tengo la esperanza de que notodos los tripulantes de esas naves sondel Anillo de los Ocho.

Era, sin embargo, una pobreesperanza.

―Enciende el intercomunicador―repitió Ravenna―. No lucharé hastano haber agotado esta posibilidad. Eintenta que puedan oírnos también en lasotra naves.

Tras unos segundos, Sagantha

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obedeció con reticencia.Ravenna respiró profundamente y se

aproximó al receptor para que su voz setransmitiese con claridad.

―Ésta no es una manta del Dominio―explicó―. Os habla RavennaUlfhada, nieta de lord Orethura yfaraona de Qalathar. Somos delArchipiélago.

Se produjo una pausa y respondióuna voz distinta a la que nos habíahablado antes.

―¡Tú! ―dijo Ukmadorian con odioen la voz―. Has sido depuesta. ¡No eresnada! ¡Me encargaré de que seasdestruida!

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―Ukmadorian, también nosotroscombatimos al Dominio ―prosiguióella. Era evidente el enorme esfuerzoque le costaba mantener la calma―.Sólo podemos ser derrotados si nosenfrentamos entre nosotros.

―No existe ningún nosotros ―aullóUkmadorian, y las otras mantasempezaron a avanzar en nuestradirección, formadas como una garrapara concentrar sobre el Cruzada todosu potencial de fuego―. Vuestras artesdel mal no os ayudarán. Os destruiremosy liberaremos el Archipiélago.

―Lo único que lograrás es que nosmaten a todos ―respondió Ravenna―.

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La marina imperial os aplastará.―Pronto la marina será nuestra

―replicó Ukmadorian sin ocultar suresentimiento―. Ellos no pueden hacernada y vosotros tampoco.

―¿Cómo se atreven a amenazarla?―susurró Amadeo. Los ilthysianosparecían furiosos. Oailos cerró lospuños.

―Ella es la faraona ―dijoSciapho―. ¿Ella es la faraona, y aun asíse permiten traicionarla? ¡No merecenvivir! Debemos borrarlos de las aguas.

Había dicho lo último en voz lobastante alta para que lo oyeseUkmadorian, que estalló en sonoras y

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desdeñosas carcajadas.―¿Cuatro contra uno? ―añadió―.

Vuestra magia no os ayudará a tan pocadistancia. Gritáis en vano, nadie os oirá.Ya os lo he dicho.

Entonces se oyó un clic final y seapagó el intercomunicador.

―¡En posición de batalla! ―gritóOailos.

Sagantha ya había dadoinstrucciones, de modo que sólo siguióun ínfimo momento de vacilaciónmientras cada tripulante se situaba antesu consola y cogía los mandos de susarmas. Khalia echó un vistazo y luego seretiró a la enfermería. Pronto se

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necesitarían sus servicios.―¿Cuánto tiempo se precisa para

cargar el arma de fuego? ―preguntóSagantha―. Vespasia dijo que bastabanunos pocos minutos entre cada disparo.Oailos, envía un técnico abajo.

―Las perspectivas no son muyalentadoras ―advirtió Palatina viendoavanzar a las cuatro mantas―. ¿Algúnplan de batalla, señor?

Sagantha se tomó un momento parapensar.

―Timonel, veinte grados a babor;desciende la nave unos cincuentametros.

Luego pulsó el botón en los paneles

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y, al poco, un suave y casi inaudibleronroneo indicó que nos protegían loscampos de éter.

Intenté utilizar la magia, pero nopude. Debía de haber magos mentalestambién en el Estrella Sombría―, ymientras nos separasen unos pocoskilómetros podrían anular mi magia y lade Ravenna. No me era difícil escapar asu control, pero el freno que imponían ami magia era una cuestión diferente.

―Es inútil ―dijo Ravenna pocomás tarde, tras intentar lo mismo. Loúnico que podíamos hacer era sentarnosen medio de una profunda frustración.Maldije, harto de los tehamanos y su

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interferencia, indignado ante lo que seproponía el consejo.

―Tendríamos que haber matado atodos y cada uno de los magos de la otranave ―señaló Oailos―. Veamos sipodemos vencer a los que tenemosdelante.

Sentí la furia de los demás en elpuente, todos exaltados con excepciónde Sagantha, que demostraba una calmaprofesional. Al menos ellos podíanemplear armas manuales y responder alos ataques del enemigo. Pero ¿de quéservíamos Ravenna y yo? ¿Seríasiempre de ese modo?

Si es que había un modo. El

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Cruzada tenía un casco poderoso ymuchas municiones, pero uno contracuatro era una inferioridad notable. Unintenso temor reemplazó mi vacío altomar conciencia de que podríamos nosobrevivir al ataque.

Yo sólo había presenciado antes dosenfrentamientos navales. Uno, al recibirlos disparos del Estrella Sombría y, unavez a bordo de esa nave, combatiendocontra los piratas que se habían lanzadocontra Hamílcar. En ambas ocasiones, elarmamento de los buques de combatehabía acabado en seguida con elenemigo.

Recordé los rostros de la tripulación

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durante la segunda batalla, cada uno delos que estaban en el puente de mando ytodos lo demás que habían sido nuestroscompañeros de nave. Nunca hubierapensado que en el futuro me enfrentaríaa ellos.

Me acordé de otro momento que meprodujo un intenso pesar: mi primerencuentro con Ravenna después de lafugaz batalla entre el Pakle y el EstrellaSombría. Me arrebató el terror deenfrentarme a personas que podrían serpiratas, dispuestas a matarnos a todos. Yluego la fría recepción de Ukmadorian,Ravenna y la primada Etlae.

Ukmadorian y Etlae habían querido

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sacarme de en medio, y durante muchosaños pensé que eso significaba llevarmea la Ciudadela y dejarme allí. Pero,ahora, conociéndolos mejor, eso meparecía poco probable.

En aquella ocasión Ravenna mehabía salvado la vida. ¡Bendita Thetis!¿Por qué nuestra relación se habíavuelto tan complicada? ¿Por quéRavenna se empeñaba en verlo todo deforma tan rígida?

Y, sin embargo, eso era lo último enlo que debía pensar en semejantemomento.

Sabiendo lo frustrante que eraquedar al margen. Palatina nos mantuvo

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ocupados. Fue más un gesto decompasión que el hecho de quenecesitasen específicamente nuestraayuda, pero agradecí poderconcentrarme en algo, aunque fuese unacosa tan rutinaria como los controles deéter. Además, si yo me encargaba deeso, alguien con mayor experienciaquedaría libre para ocupar un puesto decombate, lo que yo no deseaba hacer.

El panel de éter nos mostrabaconvergiendo hacia las cuatro naves delconsejo, que ahora cerraban claramentela garra que habían formado. Empezarona avanzar a estribor, de modo que aúnnos quedaban unos cuantos minutos. El

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estrecho estaba a unos pocos kilómetrosde distancia, pero no teníamos potenciasuficiente para llegar allí antes de que seinterpusieran en nuestro camino.

―Tenemos que mantenerlosalejados ―dijo Sagantha―. Disparacuando puedas. Veremos si conseguimosdañar a una de sus naves en el primertiro. Quiero entrar en el mar Interior.

Fácilmente hubiéramos podidodescribir una espiral hacia adelante,colocándonos en el lecho rocoso,descendiendo a mayor profundidad de laque podían alcanzar las otras naves. Sinembargo, retrasaría muchas horasnuestra llegada a Tandaris. No podíamos

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esperar tanto tiempo; el Consejo de losElementos podía presentarse allí en grannúmero.

A menos que Aurelia, Hamílcar eIthien gozasen todavía del favor delconsejo. Ukmadorian no conocía a Ithiene ignoraba quiénes eran las otraspersonas involucradas, mientras quetanto Ithien como Hamílcar estaban altanto de nuestros problemas con elconsejo. ¿Por qué habrían de sospecharlos líderes herejes que ellos actuabancon nosotros? Por el momento estabanseguros.

No. No resultaría, pues los únicoscanales que conducían de forma directa

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al mar Interior eran el de las islasAetianas, hacia el que nos dirigíamos, yel que había al oeste, atravesando lacosta de la Perdición, que era muchomás peligroso.

Quizá Sagantha y Palatina estuviesenpensando lo mismo que yo, pero si no lohabían mencionado... Por lo general seaceptaba como un hecho que nadie podíanavegar por la costa de la Perdición, sinembargo yo era uno de los pocos quehabía sobrevivido a la prueba.

―¿Y si intentásemos el canaloccidental? ―propuse.

Ambos parecieron pensarlo yPalatina estimó que añadiría unas cuatro

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horas a nuestra travesía, más de las quecualquiera de nosotros considerabaaceptables. La ventaja era quellegaríamos con la nave intacta. Existíael riesgo de que hubieran bloqueado lospasajes submarinos más profundos delmar Interior, pero, a pesar de su relativapoca profundidad, había numerososlugares en los que una manta podíaintroducirse y navegar confiada.

El Estrella Sombría disparó susprimeros torpedos desde muchadistancia y la persecución no dioseñales de ceder. Era una lástima que noestuviesen lo bastante lejos parapermitirnos accionar el arma de fuego,

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pues la onda expansiva nos hubiesetocado tan de cerca que nos habríadañado a nosotros. De hecho, elDominio había perdido una mantadebido a los efectos secundarios de unade sus propias armas. ¡Se lo tenía bienmerecido!

―Empieza a girar a babor ydesciende abruptamente ―le ordenóSagantha al timonel―. Una maniobra tanaguda como puedas; veremos sipodemos pasar por debajo de ellos.

Oailos y Amadeo levantaron lamirada.

―¿Vamos a combatir? ―preguntóOailos.

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―No ―afirmó Sagantha y explicómi propuesta.

―Tenemos un casco más resistente ylos superamos en armas ―objetóobstinadamente Amadeo―. ¿Por quéhuir de ellos?

―Si deseas vivir lo suficiente paradifundir esas nuevas ideas tuyas,entonces haz lo que yo digo ―espetóSagantha con cierto fastidio―. Nopodemos abalanzarnos sin ayuda contracuatro buques de combate del consejo.

―Quizá Ravenna deba intentar unnuevo diálogo ―sugirió Sciapho―.Algunos integrantes de su tripulaciónpodrían querer ayudarnos.

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Hicimos un giro cerrado yempezamos a volver sobre nuestrospasos, descendiendo. Estábamos a unospocos cientos de metros de las cuatromantas del consejo, que pasaron aencontrarse exactamente por encima denosotros.

Las dos mantas que iban por detrásrompieron la formación y se volvierondeteniendo la cacería en un intento pordeterminar dónde estábamos. Habíanesperado que los embistiésemos, no quediésemos media vuelta para huir.

Ajusté a toda prisa el cinturón deseguridad de mi asiento a medida quebajábamos cada vez más en un ángulo

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muy pronunciado. Dejamos atrás alEstrella Sombría y a su compañera, ylas dos naves restantes debieron deesforzarse por alcanzarlas.

¿Qué hacían allí? Lo más probableera que los tripulantes del buque decombate que habíamos dañado alertasenal escuadrón de Ukmadorian mediante elpoder de sus magos mentales, lo que nome gustaba nada.

―¿Podríamos ahora lanzarnos muyde prisa y penetrar en el canal,enfrentándonos a las dos naves de laretaguardia? ―propuso Palatina.

Increíblemente, las dos naves quellevaban la delantera habían quedado

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desorientadas por encima de nosotros,intentando descender para localizarnos.

Sagantha hizo una pausa.―No. El Estrella Sombría nos

encontraría antes de que llegásemos alcanal. Atengámonos al plan original.Timonel, acelera tanto como puedas.

―Eso no es bueno para nuestramanta ―objetó Oailos―. Se resentirá sibajamos a demasiada profundidad; losmotores ya están dando muestras defatiga.

―¿Podemos conectar el reactor delarma a los motores? ―preguntóPalatina.

Sagantha miró dudando al único

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técnico que quedaba en el puente demando, que se encogió de hombros.

―Lo intentaré ―dijo aquél―. Perono puedo garantizar que funcione.

―Eso anularía nuestra mejor arma...―empezó Amadeo, pero Sagantha lepidió que guardara silencio.

―Si ponemos en marcha tresmotores a la vez, el arma no seránecesaria.

Eso podía hacer que los motoresexplotaran debido a la presión a la queestarían sometidos, pero si esoocurriese, no sería en seguida.

Entonces vimos cómo el EstrellaSombría y su nave compañera se

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paraban para virar a babor, ahoraavanzando hacia el canal de las islasAetianas.

―Se dirigirán al mar Interior eintentarán bloquearnos el paso allí―explicó Sagantha―. Dejarán pasar acualquier otro que intente entrar.Mantened estable el descenso.

Las otras dos mantas continuaronobstinadamente detrás de nosotrosmientras nos adentrábamos más y más enel abismo. Era improbable quepudiésemos bajar tanto para perderlas,pero las dos eran naves comunes y noles resultaría sencillo navegar a unosdiez o doce metros. Sagantha identificó

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a uno de nuestros perseguidores comouna manta de las Sombras, llamadaRhadamanthys, debido a una muesca enel borde de una de sus aletas traseras.Su compañera debía de pertenecer a otrade las ciudadelas, pero ignorábamos acuál.

―¿Cathan, hay magos mentales abordo de alguna de esas naves?―peguntó Sagantha.

Hice el intento, pero en seguida sentíque mi magia era bloqueada, aunque node forma tan intensa como antes.

―Un único mago.―¿Puedes determinar en qué manta

va?

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Eso era algo que Ravenna podíadecir mejor que yo y lo consiguió trasunos pocos minutos (el Cielo sabecómo), señalando al buqueRhadamanthys.

―Nos enfrentaremos a él cuandoestemos a mayor profundidad ―declaróSagantha―. No es preciso destruirlo,basta con anular sus motores. Noemplearemos el arma de fuego: tenedlistos varios torpedos y apuntadlos haciaél.

―Si disparamos a la otra nave,quizá tenga la posibilidad de convenceral Rhadamanthys ―sostuvo Ravenna,vacilante―. No sabemos quién está a

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bordo y no creo que hayan podido oírmis palabras.

―Son enemigos ―afirmó Oailoscon determinación―. Si están en esanave, es porque han creído las mentirasde Ukmadorian y no estarán dispuestos adialogar.

―Tengo que darles esa oportunidad―insistió Ravenna―. Yo creí en elconsejo durante veinticinco años y debíhaberlos alertado a tiempo.

―Espera a que se encuentren a unadistancia prudente de los otros ―sugirióSagantha.

De modo que esperamos, sujetos alos asientos sólo por los cinturones.

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Aunque el tercer motor aún no habíasido conectado, empezábamos a dejaratrás a nuestros perseguidores. Ladistancia que nos separaba sólo seríamayor ganando profundidad, pero noestaba seguro de que pudiésemosperderlos de vista a tiempo paraalcanzar la costa de la Perdición sin serdescubiertos.

Descender era un proceso largo ydoloroso, y podía pasar media horaantes de superar los diez metrosavanzando en paralelo al lecho rocoso.Tendríamos que subir otra vez dentro deun par de horas, pero a esa profundidadel grueso casco del Cruzada nos daría

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ventaja.―Se están enderezando por encima

de nosotros ―informó el timonel.―Justo al límite de su capacidad

―advirtió Sagantha―. Al menos uno desus capitanes es sensato. Ravenna,puedes proceder.

―Os habla la faraona Ravenna―dijo ella cuando se encendió elintercomunicador. Por las dudas,estábamos conectados con las dosnaves―. ¿Alguno de vosotros merecuerda?

―Eres una apóstata ―dijo algo mástarde una voz áspera.

¿No dejarían de inmiscuirse? Sin

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embargo, Chlamas pertenecía ya alConsejo de los Elementos cuando noshabía instruido en la Ciudadela y supresencia no tenía por quésorprenderme. Por muy frío que fuese, lehabía enseñado a Ravenna la mayorparte de la magia de la Sombra.

―He sido tan leal como cualquiera―replicó ella, con evidenteincomodidad―. Y lo era todavía hastaque me sometisteis a juicio por tenerideas propias.

―Tendrías que habernos destruido atodos.

―¿Crees que lo habría hecho?¿Alguno de vosotros piensa que eso es

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lo que Cathan, Palatina y yo queríamoshacer? Vamos camino de Tandaris paraintentar salvar al Archipiélago delDominio. Exactamente igual quevosotros. ¿O acaso el consejo os haconvencido de que una mujer y unpuñado de amigos suyos son máspeligrosos todavía que el Dominio?

Ahora Ravenna se dirigía a latripulación del Rhadamanthys,probablemente una audiencia bastantemás receptiva que Chlamas o el otrocapitán.

―Ya tendremos tiempo deencargarnos del Dominio ―afirmóChlamas, repitiendo las anteriores

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palabras de Ukmadorian. Parecían teneruna sorprendente seguridad en símismos, lo que me preocupaba. Comomucho podían tener diez o doce naves,de ningún modo bastantes para vencer ala gran flota imperial, por no sumar lasuperioridad de entrenamiento y equiposde la marina.

¿Y qué haría, por otra parte? La flotaimperial representaba sólo la mitad dela marina en tiempos de paz; inclusoderrotándola no la habrían eliminado.No, Ukmadorian y los suyos debíancontar con otro apoyo. «Pronto la marinaserá nuestra», había dicho Ukmadorian.¿Qué significaba eso?

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―Dime, Chlamas, ¿cuándo te hasunido a la Inquisición? ¿Qué te hanofrecido? ¿También el resto del consejose ha unido a los sacerdotes? Megustaría saberlo.

Pude percibir el odio en la voz deChlamas. Su respuesta fue tan iracundaque apenas mantuvo la coherencia.Ravenna estaba ganando terreno.

―La Inquisición merece misfelicitaciones por haber conseguidoganar a todos sus oponentes ―prosiguióella― y por lograr que ellos maten a lafaraona que tanto tiempo intentaronencontrar. El consejo se pasa el tiempocazando a su propia gente y entretanto el

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Dominio puede hacer lo que le place.Maravilloso.

Se oyó un clic y la comunicaciónquedó interrumpida.

―Ha valido la pena intentarlo―admitió Ravenna con tristeza.

La expresión en el rostro deSagantha era desoladora, pero, comosiempre, no conseguí determinar si era ono una máscara, pues en los últimostreinta años había aprendido a ocultarsus emociones.

―¿Algún progreso en el enlace delos motores? ―consultó Sagantha, perono lo había.

―Seguid intentándolo ―ordenó―.

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Timonel, haz un viraje cerrado a babor yveinte grados hacia arriba. Todos enposición de combate. Disparad alblanco B tan pronto como esté a tiro.

Las mantas del consejo tendríantiempo para reaccionar, ya que noemplearíamos el arma de fuego, y porfin estaban separadas entre sí. Apenashabíamos completado un cuarto de giroantes de que las dos naves empezasen asepararse entre sí y virasen en direccióna nosotros amenazándonos comotenazas.

Me concentré en los controles deéter, cerré los ojos y vi con los sentidosde la nave más que con los míos

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propios. Los equipos del Cruzada erannuevos y muy caros, de modo que lasensación de ser en realidad el panel deéter, observándolo todo, era más intensode lo habitual.

―¡Adelante, a toda máquina!―ordenó Sagantha de pronto, antes deque hubiésemos completado el giro.Entonces el Cruzada cambió de ángulo,preparándose para atacar de frente a lasegunda nave en lugar de mostrarle laaleta de estribor. El armamentodelantero era más poderoso y de mayoralcance, por lo que la maniobra erarazonable.

Como si hubiésemos atravesado una

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barrera invisible, todas las armasdelanteras se abrieron a la vez,disparando rayos llameantes yanaranjados que cruzaron el agua endirección a la otra nave, seguidos de unaráfaga de torpedos. Todos aparecían ennuestros sensores, pero para nuestroenemigo era casi imposible ver a esaprofundidad. Es cierto que lo mismosucedía con lo que nos disparasen, peropasaría un tiempo antes de que pudiesenabrir sus cañones. Por el momento yateníamos ocho torpedos surcando lasaguas y el fuego de pulsaciones estabasiendo absorbido por sus campos deéter.

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Sentí una sacudida cuando nosgolpeó el primer disparo, que fueabsorbido a su vez por nuestro campoprotector, que actuaba como una capaexterior de energía concentrada.Despedí hacia adelante excedentes deenergía, ya que todavía estábamos fuerade la mira del Rhadamanthys.

Continuamos avanzandodirectamente hacia el segundo manta y,tras un instante, nuestros primerostorpedos dieron en el blanco. Dos deellos pasaron entre las aletas,produciendo ondas brillantes en loscampos de éter, seguidas de llamaradasamarillas y blancas a medida que se

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disipaba el efecto de las explosiones.―Más torpedos ―oí que decía

Sagantha después de alcanzarnos lasprimeras municiones enemigas.

Tras cada disparo contra nuestroscampos protectores, sentía pequeñosgolpes de éter, como si sufriese lareacción de la propia nave. Supongo quedebía haber esperado esa sensación, queera mucho más intensa dada mi posiciónante el panel.

Pero nuestro campo de éter seguía enpie sin la menor señal de debilitamiento,mientras que los sucesivos rayos depulsaciones y una segunda ofensiva detorpedos acabaron por afectar a la nave

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enemiga. Uno de los últimos dio delleno en una aleta y explotó por debajode sus campos de popa, los más débilesde la manta. Otros dos torpedosimpactaron en el casco sin que susefectos pudiesen ser contrarrestados.

Ahora nos estábamos aproximando ala otra nave y si manteníamos el rumbochocaríamos contra ella. Entonces elCruzada empezó a virar hacia arriba,colocando en posición algunas de lasarmas laterales y posteriores.

Nuestros ataques castigaron sinpausa los campos del enemigo hasta quelas llamaradas de cada impacto seunieron formando una única oleada.

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A medida que nos echábamos sobreellos, la cantidad de energía quederramábamos sobre sus campos de éteralcanzó su punto limite y éstosestallaron, dejando a la manta enemigainerme ante nuestros persistentesdisparos. Noté cómo se sacudía antecada impacto y vi las llamas internasdespués de que uno de nuestros torpedospenetró en el conducto del motor.

Sentí de nuevo fuertes dolores ycomprendí que el Rhadamanthys habíaabierto fuego contra nuestro debilitadoscampos de éter de popa. Me habíaconcentrado demasiado en defendernoscontra la otra nave y no los había

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reforzado. ¡Por Thetis, cómo podía sertan estúpido!

Por fortuna, el grueso casco delCruzada había evitado daños hasta elmomento en que corregí mi error.Entonces nuestros marinos empezaron adisparar contra el Rhadamanthys.Nuevos torpedos impactaron en sucasco, ahora a poca distancia. Saganthaestaba despilfarrándolos con demasiadatranquilidad, y nuestra reserva no erainterminable.

Volvimos a dar marcha atrás en unesfuerzo por mantener cierta distanciacon el Rhadamanthys, pasando justo porencima de su maltrecho compañero. El

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fuego enemigo parecía errar el blanco,pero el nuestro no era mucho mejor, loque no era de extrañar teniendo encuenta que nuestros artilleros no teníanentrenamiento militar.

―Mantened el fuego ―ordenóSagantha―. Timonel, disminuye ladistancia de tiro.

Feliz de no sufrir más impactos deéter durante unos minutos, miré cómonos aproximábamos al Rhadamanthys,que ahora intentaba dar media vuelta.Sentí un nuevo estremecimiento y mepregunté de dónde provendrían losdisparos.

Luego algo similar a una negra nube

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pareció rodearnos y nuestros sensoresquedaron paralizados. No podía vernada y oí a Sagantha maldiciendo.Durante un segundo el mago mentalrelajó su control sobre mí para ayudar aChlamas, pero cuando intenté hacer mipropia magia la obstrucción ya habíaregresado. Seguíamos navegando aciegas y con peligro de chocar contra laotra nave.

―Veinte grados a babor, subid unoscien metros ―ladró Sagantha. Desde elinicio del enfrentamiento nos habíamosmovido en círculos a babor. Si pudieseencargarme de aquel condenado magomental...

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Pero tampoco la desesperadamaniobra de Sagantha nos libró de lanube de sombras, que parecía inundarlotodo. ¿Por qué ninguno de nosotroshabía previsto algo tan obvio? Chlamashabía utilizado esa estratagemainnumerables veces durante losejercicios nocturnos en la Ciudadela, yallí había muchas más sombras que aquí.De todos modos, su manto tenía quetener un límite, no podía extenderseeternamente.

La muralla que formaba elacantilado se hallaba a sólo unos nuevekilómetros de distancia, por lo que eraimposible seguir avanzando en línea

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recta.―¿Estás seguro de que no puedes

utilizar tu magia? ―protestó Sagantha.Ravenna respondió por ambos mientrasel Cruzada vagaba a la deriva.

―Artilleros, disparad unas ráfagas―ordenó Sagantha―. A ver si podéisdispersar la niebla.

Pero no dio resultado. Había quehacer algo que anulase la magia. Sólolos Cielos podían saber de dóndesacaba aquel mago el poder paramantenerla durante tanto tiempo.

Pero ¿qué sucedería si hubieseanclado la nube al casco de nuestramanta? Era poco probable, pues los

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campos de éter la hubiesen rechazado.A menos que colgase de los campos.Más sacudidas, en esta ocasión

debidas a pulsaciones de fuego. Estabanrodeando nuestro casco demasiado deprisa para que pudiese determinar suprocedencia.

Pulsé el control de éter y desactivélos campos. Entonces todo el puente demandos se convulsionó cuando undisparo de pulsaciones golpeódirectamente en nuestro casco. Perovolvimos a ver.

―¡Cathan, vuelve a levantar loscampos de éter! ―ordenó Sagantha. Losimpactos eran terribles, casi tan

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dolorosos como los producidos en eléter de la capa protectora, y sentí aliviocuando los campos volvieron acubrirnos.

―¡Ya podemos ver! ―dijoPalatina―. ¡Fuego!

Los artilleros no necesitaron quenadie los urgiera y dispararon las armascontra el Rhadamanthys a pocadistancia. Cuatro o cinco de sus rayos demuniciones dañaron el casco de la otranave, que emprendió la retirada a la vezque disparaba más torpedos contranuestros campos. Empecé a marearme.¡Mejor no imaginar cómo sería laexperiencia de luchar contra la flota! En

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teoría, el puesto de los controles de éterera rotatorio.

El Rhadamanthys se perdió de vista,pero le llevó unos minutos dar mediavuelta y volver a colocarse en posiciónde combate. Su compañera yacía, varadaen el agua, a la deriva e incapaz departicipar en la batalla que sedesarrollaba a su alrededor.

―Acabemos con ellos ―dijoSagantha con frialdad y Oailos dio suasentimiento. Habíamos dañado uno delos conductos de ventilación del motordel Rhadamanthys (siempre la partemás vulnerable de una manta), quedespedía al agua una sustancia. En tales

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condiciones, la siguiente embestidapodía ser fatal para ellos.

Entonces se encendió elintercomunicador, y la sorpresa al oíresa voz fue peor que cualquier golpe deléter.

―Os habla el segundo oficial, LaeasTigrana, del Rhadamanthys. ¡Ravenna,por el amor de Thetis, cesad el fuego!

Su voz sonaba distorsionada, peropude oír gritos de fondo.

―Es un truco ―dijo Oailos―.Concluyamos.

―No ―dijo Ravenna―. Dejad dehacer fuego. Ahora.

Sólo podía oír sus voces, no ver la

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expresión de sus caras.―Quieren ganar tiempo para

maniobrar ―opinó Amadeo.―Laeas es un amigo ―grité―.

Confiad en él.Ravenna activó el intercomunicador

y le habló a Laeas:―¿Sigue vivo el mago mental?―Sí... creo que sí. Está

inconsciente. ―Hizo una pausa―. Elcapitán y su primer oficial han muerto yyo no estoy bien. No sobreviviremos aotro ataque.

―¿Y Chlamas?―Chlamas... no os molestará.

Lamento lo sucedido, Ravenna. Y

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Cathan y Palatina, si podéis escucharme,lo lamento de veras.

Ravenna no dijo nada durante uninstante.

―No podemos esperar ―declaróella―. ¿Sobrevivirás?

―Podríamos llegar a Jaya―contestó Laeas un momentodespués―. Al menos, la mayoría.Algunos no podrán sobrevivir tantotiempo. Y los motores del EspírituMarino están destruidos.

―Enviaremos a alguien arescatarnos cuando hayamos llegado aTandaris ―replicó ella.

Se produjo un silencio muy

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prolongado en el otro extremo de lalínea, y me pareció oír una conversaciónentre murmullos.

―Tendréis problemas ―añadióLaeas―. Ignoro lo que trama el consejo,pero hay por lo menos doce navesnuestras en el mar Interior. Saben pordónde navegáis y tienen consigo a todosy cada uno de los magos mentales delArchipiélago. Ukmadorian ha juradoaniquilaros.

―Gracias ―concluyó Ravenna―.Siento que no podamos quedarnos paraayudaros.

―Lo comprendo ―respondióLaeas―, Buena suerte.

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Para entonces el timonel ya habíapuesto el Cruzada en movimiento yaceleró hacia las profundas tinieblas,dejando atrás a su suerte alRhadamanthys y al Espíritu Marino.No podíamos hacer otra cosa.

Abandoné los controles de éter ymiré alrededor mientras me masajeabalos dedos para contrarrestar el efecto delos impactos.

―Bien hecho ―dijo Palatina, perohabía poca alegría en su voz―.Sagantha, ¿cuántas naves tiene elconsejo?

―Hace un mes tenía diecinueve.Sentí cómo los demás suspiraban.

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―¿Diecinueve? ―repitió Ravennacon calma.

Huasa, el más pequeño y menosimportante de los continentes, teníadieciséis mantas, aunque ninguna era unbuque de combate. Taneth y Cambressposeían sesenta mantas cada una,mientras que Thetia tenía ochenta.

Diecinueve no parecían muchas,pero durante todos esos años habíamoscreído que el consejo no tenía nada, nisiquiera unos pocos barcos.

―¿Por qué? ―preguntó Ravenna,caminando hasta situarse frente a suasiento, y a continuación gritó―: ¿Porqué no me lo habíais dicho?

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Oailos pareció a punto de explicaralgo, pero negué con la cabeza y lesugerí que se callase. Al menos por elmomento. Todos los ojos estabanclavados en las dos figuras situadas enmedio del puente de mando: el almirantey la faraona.

―Todavía no era el momento de quelo supieses.

―¿Y cuándo sería el momento?―replicó ella, furiosa―. Durante todosestos años creí lo que ellos me decían...y creí lo que tú me decías. No teníamosnaves, no podíamos hacer nada.

―Esas naves no hubiesen podidoganar una guerra ―señaló Sagantha.

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―Pues parece que ahora lo harán,¿Cómo te permites afirmar que deseas lomejor para mí? ¿Cómo te atreves a decirque me eres leal?

―Lo soy ―insistió Sagantha―.Siempre lo he sido. Demasiado lealcomo para dejar que desperdicies tusoportunidades malgastando fuerzas.

―Eso puedo decidirlo por mímisma. ¿Nunca se me permitirá madurary tomar mis propias decisiones? ¿Acasocuando tenga setenta años seguirásdiciéndome «dentro de unos pocos añosmás»?

―Si te hubiese dejado emplearaquella flota para recuperar el control,

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el Dominio habría declarado unacruzada ―continuó él sin alterarse, unasilueta inmutable en su asiento decapitán―. Habrías sido faraona de undesierto.

―No es motivo suficiente. A mí mecorrespondía tomar esa decisión. Sabíaque ser faraona equivalía a vivir comomarioneta de alguien más, de todos losque claman defender mis intereses.¡Pero no me percaté de que eso sería asíhasta el final de mis días! Muy bien,almirante Karao. ¿Deseas controlarme,quieres decirle al Archipiélago quédebe hacer? ¡Pues adelante! Te lopermitiré, pero sólo porque se trata de

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la única decisión que alguna vez podrétomar. De aquí en adelante ya no seré lafaraona. Ya no seré nada. Me uniré aCathan en el anonimato que él tuvo lainteligencia de escoger. A partir de estemomento, tú eres el faraón delArchipiélago. Y que Thetis se apiade detu alma.

Mientras Ravenna se retiraba dandoun portazo, todos los ojos estaban fijosen Sagantha. Pasó un rato antes de quedijese algo:

―Cathan, baja al compartimento delas rayas y asegúrate de que no cometaninguna estupidez. Timonel, mantén elcurso hacia la costa de la Perdición.

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No había habido señales de Ravennacuando retorné al puente de mando paraayudar en la navegación a través de lacosta, y no supe nada más de ella hastaque nos topamos con el EstrellaSombría y otras cuatro mantas delconsejo en las poco profundas aguas delmar Interior.

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CAPITULO XXXI

Recuerdo gran parte de la batalla deforma borrosa, como una secuencia deeventos acompañados de ruido, dolor yfuego, en la que muy pocos momentos sedestacan con claridad.

De regreso en los controles de éter,me sumergí de inmediato en una especiede penosa media vida intentandomantener los campos mientrasincontables disparos intentaban hacermella en ellos. Teníamos poco espaciopara maniobrar, y ni siquiera lasretiradas tácticas pudieron evitar quebuena parte del fuego nos alcanzara.

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No tengo memoria de lo ocurrido enesos primeros minutos, del segundo yúltimo disparo del arma de fuego quedestruyó dos de las mantas del Consejoy dañó a una tercera ni del destino deninguno de los supervivientes.

Sagantha no intentó escapar.Sencillamente avanzó hacia la línea debatalla absorbiendo el agobiante fuegode las primeras descargas para avanzarhacia mar abierto. Las mantas delconsejo fueron más veloces en aquellaocasión y se volvieron lo bastantedeprisa como para permanecer detrás denosotros y abalanzarse desde los lados,intentando alcanzarnos.

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Incluso con las armas y el casco delCruzada, tres contra uno era una malaproporción, y sabíamos que másadelante nos esperaban más naves delconsejo, sin duda listas paraobstaculizar el paso. En mar abierto ycon tiempo de sobra quizá las habríamosderrotado.

Recuerdo con claridad uno de losmomentos más horribles, cuando elbarco dañado, con los motoresmaltrechos como consecuencia de untorpedo bien disparado, abrió fuegocontra nosotros mientras dábamos unrodeo para evitar los disparos delEstrella Sombría. Amadeo había

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reemplazado a uno de los ilthysianos enun puesto de artillería y, alentado porOailos y los demás, lanzó una ráfaga dedisparos contra la manta debilitada. Nohubiésemos podido detener a las dosnaves juntas.

Estábamos a sólo un centenar demetros de distancia cuando explotó. Labola de fuego brilló tanto que el agua seaclaró ante nuestras ventanillas. Traseso no había vuelta atrás.

Entonces, mientras el Cruzadaempezaba a sentir la conmoción de laexplosión incluso a través del campo deéter, en su interior las cosas empezarona caerse a pedazos. Los conductos de

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éter duraron un tiempo increíblementelargo antes de fallar, pero otros equiposno tuvieron tanta suerte y sedesintegraron, mientras que un tubodoblado prendió fuego a una de lascabinas laterales.

Se produjo entonces un tremendoruido que resonó a lo largo de todo elcasco e hizo crujir la manta, cuyosrevestimiento y estructura no resistierondel todo. Hubo gritos entre la tripulacióny Khalia apareció en el puente demandos para ayudar.

No pude pensar en nada, ni siquieraen cómo iba la batalla. Unos minutosdespués, Palatina me reemplazó por

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alguien en los controles de éter y medejó en un puesto de armas para que merecuperase.

Me acuerdo de haber visto explotarel puesto de tiro de Cadmos y cómovarios marinos fueron impulsados haciaatrás con las mangas de las túnicas enllamas. Cadmos estaba inconscientecuando lo sacaron de allí, pero el olor acarne quemada inundaba el lugar,creando un ambiente que hacía pensar enlas más terribles ocupaciones de laInquisición.

Recuerdo cuando un desesperadoSagantha ordenó disparar todos lostorpedos, en un intento por apabullar al

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enemigo. Fue, bajo todos los conceptos,el momento en que la batalla dejó de seruna competición y se transformó en unamasacre.

Otra bola de fuego y se esfumó loque quedaba de las naves queacompañaban al Estrella Sombría.Cuatro mantas del Consejo destruidas enel lapso de media hora, que debíansumarse a las dos que habíamos dejadoinutilizadas y a la deriva en el océano.

Desprovistos de más torpedos y conmedio cañón de pulsaciones estropeado,lo único que podía intentar Sagantha erala huida, manteniendo el rumbo haciaTandaris mientras trataba de evitar que

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el Cruzada chocase contra los restos delas mantas destruidas.

Fue entonces cuando mi puesto decombate quedó inutilizado y las llamasen el puente de mandos me hicieronvolver la atención a la pesadilla que sevivía en el interior del Cruzada.

Sagantha tenía la voz ronca despuésde tanto gritar para ser oído en mediodel caos. Palatina, cuyo puesto tambiénhabía sido destruido, intentaba apagar elfuego en un rincón. Me incorporé delasiento para ayudarla y casi me di debruces contra el suelo cuando otrotorpedo alcanzó el casco de nuestranave. Ya hacía un buen rato que nuestros

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campos de éter habían desaparecido ylos tripulantes que me habíanreemplazado yacían inconscientes en elsuelo con quemaduras en las manos.

Pero aún teníamos una oportunidadde escapar. Los dos motores seguían enmarcha, pero nuestra única esperanzaresidía en alejarnos y descender a másprofundidad, algo que podía ser fatalcon tanto daño interno.

―No llegaremos a Tandaris―advirtió Sagantha cuando se lopregunté―. Quizá ni siquierasobrevivamos a este viaje.

Nuestros enemigos habían perdidocuatro naves. La propia Estrella

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Sombría había resultado en partedañada, pero habían tenido éxito en supropósito de eliminarnos, dejando a mimadre y a Hamílcar a su suerte en laciudad, contando apenas con laprotección que pudiese proporcionarlesel Aegeta. No mucha contra los oncebuques que conservaba el consejo en elmar Interior. Si tan sólo hubiésemosconocido sus planes. Pero ya erademasiado tarde para pensar en eso.Cuando Palatina y yo acabábamos deextinguir las últimas llamas, alguien noscogió por la ropa y nos empujó hacia elpasillo que llevaba a la escalerilla.Supe quién era antes de verla.

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―Tenemos que distraer su atención―dijo Ravenna con urgencia―.Cojamos una raya y naveguemos conella hasta Tandaris. Contadle a losdemás lo que haremos, para que haganuna pausa y nos ayuden. El EstrellaSombría está dañado y no será capaz deigualar nuestra velocidad.

―Conseguiremos... ―empezóPalatina.

―Les ofreceremos dos blancos―prosiguió Ravenna, cuyas palabrascasi se pisaban entre sí―. Hay espaciosuficiente, pero ¡daos prisa!

Cada raya de emergencia teníaespacio más que suficiente para albergar

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a una tripulación entera, de modo que sipartíamos con una, le estaríamosrevelando de hecho nuestra intención alEstrella Sombría. Palatina asintió ycorrió en busca de Sagantha paraexplicarle nuestro plan.

―Sí ―afirmó Sagantha―. Zarpad ababor. Llevad gente con vosotros. Nome importa quién sea. ¡Pero marchaosya mismo!

Empezó entonces a gritar para quetodos en el puente se enteraran de lo quenos proponíamos.

Tandaris. Si pensábamos llegar allí,necesitaríamos llevar gente que fuese deutilidad. Recordé haber conversado con

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la tripulación en el dormitorio sólo unashoras antes y me había impresionado latenaz lealtad que habían empezado asentir hacia Amadeo. Si no lollevábamos, entonces habría carecido desentido tenerlo entre nosotros, e inclusosi de pronto nos traicionaba, no podríahacer mucho más daño.

Llamé a Amadeo y a Oailos y todoscorrimos hacia la salida, cruzando elpuente hacia el compartimento de lasrayas. La mitad de las luces estabanapagadas y, aunque de ningún modo lascosas pintaban tan mal como durante lasúltimas horas del Valdur, seguía siendouna escena de pesadilla.

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Oailos cerró la escotilla de la rayamientras Palatina y yo ocupábamos losasientos de los pilotos.

―¿Tiene nombre esta nave?―preguntó Palatina mientras encendíael motor.

―Cruzada 2 ―dijo Oailos leyendola inscripción del mamparo―. ¿Tienealguna importancia?

―Claro que sí ―respondióinesperadamente Amadeo―. En Thetia,todos los barcos tienen nombre, inclusolos botes de pequeña envergadura.

―Apóstata ―sugirió Ravenna.Amadeo y Palatina asintieron conaprobación.

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―Pues a partir de ahora se llamaráApóstata ―añadió Palatina―. Motoresencendidos y dispuestos... Cruzada,estamos listos para partir.

―Pues a toda marcha ―replicóSagantha―. Intentaremos cubriros.

Ni una palabra para Ravenna, ni uncomentario acerca de lo sucedido entreellos. Sagantha tenía otras cosas enmente.

Sentí un estruendo al sellarse lapuerta y empezaron a abrirse antenosotros las puertas exteriores delcompartimento, separándose con sufrustrante lentitud habitual. Elmecanismo tenía que ser simple para ser

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activado si dañaban la manta.El Apóstata salió perezosamente del

compartimiento y luego fue ganando envelocidad a medida que dejábamos atrásel Cruzada. Palatina accionó loscontroles y aceleró la marcha,aproximándose peligrosamente a unaaleta de la manta cuando puso a tope elmotor. Entre tanto, yo encendí elprotector de éter y recé para que elEstrella Sombría no tuviese tiempo dedispararnos hasta que saliésemos de sucampo visual.

―Espera un momento antes deenviar un mensaje ―me advirtióPalatina. La raya buceó por debajo del

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ala de estribor y sus aletas se pusieronen movimiento. Podíamos ir casi a lamisma velocidad que el Cruzada, peronuestro menor tamaño también nosrestaba potencia. Sin embargopodríamos sacarle ventaja al EstrellaSombría durante un par de minutos.

―¡Ahora! ―ordenó Palatina cuandola distancia entre nosotros y la mantadañada ya alcanzaba casi un kilómetro ymedio. Entonces empezamos a virar endirección a la costa, hacia aguas menosprofundas en las que la nave de combateno pudiese seguirnos, permitiéndonosproseguir el viaje a Tandaris más omenos ilesos.

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Encendí el intercomunicador y enviéuna señal a la enorme masa negra de lamanta que teníamos a nuestra espalda.

―Estrella Sombría, os habla Cathan―dije de forma coloquial―. Al preciode cuatro de vuestras propias naveshabéis dañado un botín robado alDominio y habéis matado a unos pocostripulantes ilthysianos. Espero que estéisorgullosos de vosotros mismos y estoyseguro de que la faraona recordarávuestro gesto galante cuando llegue aTandaris.

Era una valentonada, nada más; noteníamos la menor garantía de podersuperar en velocidad a la nave de

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combate, pero era nuestra misión alejarel fuego del Cruzada, darle tiempo paraefectuar reparaciones o incluso parallegar a Tandaris o a algún puerto segurode las islas Ilahi.

―Vuestro truco no la ayudará―tronó Ukmadorian poco después deforma totalmente predecible.

―Cathan sólo pretendía burlarse deti, viejo ―dijo Ravenna con desdén―.Estás perdiendo la razón si crees quepodrás deshacerte de mí tan fácilmente.

Ahora, con lentitud, el EstrellaSombría empezó a virar hacia nosotros,disminuyendo sus disparos contra elCruzada. Hubiese sido un juego de

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niños destruir la raya marina de haberlequedado otro manta más a Ukmadorian,pero no era el caso. Les habíamosmostrado lo terrible que era el arma delCruzada, y que el consejo sufriesenuestros golpes no había sido productode la mala fortuna.

―Todos vosotros, ajustad vuestroscinturones ―ordenó Palatina―. Rápido.

Ravenna y los dos hombres laobedecieron, afirmándose en susasientos en la cabina de popa con vista alos paneles de éter, para saber siemprehacia dónde nos dirigíamos.

Palatina aceleró, sacándole al motorhasta el último vestigio de potencia, y

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avanzó rumbo a los acantilados queestaban a algo más de dos kilómetros aestribor. Ahora el fondo marino se ibaacercando a la base de la nave; entreambos no había más de cien metros.

El Estrella Sombría dejó atrás alCruzada, que liberaba un torrente desustancias provenientes de un motoragujereado, y no hubo más fuego entreambos mantas. Había otros barcos en lasaguas detrás de nosotros y supuse quepertenecerían al consejo. Pero erandemasiado pequeños para ser mantas(probablemente alguna de las mantasdestruidas habría conseguido que sutripulación escapase a tiempo).

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Ahora las aguas sólo teníancincuenta metros de profundidad,demasiado poco para que pudiesenavegar el Estrella Sombría. PeroPalatina siguió adelante, junto al límitedel arrecife de coral en dirección alcanal situado más allá de éste, un lugarlibre de los ataques del consejo.Subimos lo bastante como para poderver y constatamos que el EstrellaSombría mantenía su posición maradentro, acorralándonos contra losacantilados. Intentar luchar allí seríamás inútil todavía que apoderarse delMeridian justo fuera de Kavatang.

Palatina se reclinó en su asiento y se

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relajó un poco, aunque seguíaconcentrada en el control de la nave.

―Al menos durante un rato nodeberíamos tener problemas―señaló―. Cathan, ¿puedes observarel mapa de la zona que tenemos delantey confirmar qué longitud tiene estecanal? Con un poco de suerte, nosllevará a Tandaris.

Tardé unos minutos en identificarcon detalle la línea costera en el panelde éter. Afortunadamente, la costa eramuy recta, curvándose algo al sur hastacaer de forma abrupta, conduciéndonosderecho hacia el norte, el último puñadode kilómetros hasta la ciudad.

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Maldición. Durante el trayecto notendríamos ningún sitio dondeocultarnos. El arrecife terminaba allícerca y en su lugar surgía un lecho derocas agudas similar a los de en la costade la Perdición, aunque de menortamaño.

No era ningún problema para unamanta, por supuesto, ya que ningúncapitán en sus cabales tendría motivospara circundar esas rocas. Los canalespara mantas iban por el norte, rondandoel centro del Mar Interior.

Ravenna cogió los controles unmomento mientras yo hablaba conPalatina.

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―No me gusta ―dijo Ravennafrunciendo el ceño―. Ukmadorian yahabrá calculado nuestros movimientos yestará listo para interceptarnos cuandolleguemos al cabo.

Por otra parte, opiné, quizápudiésemos llegar antes que él, peroexistiría un espacio de un par dekilómetros en el que Ukmadorian podríaacortar la distancia. Ésa sería laoportunidad que esperaba.

Aunque nos obsesionásemosestudiando el mapa, nada podíamodificar la situación.

―Supongo que en última instanciapodríamos abandonar la raya, escalar

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los acantilados e ir a pie hasta Tandaris―dijo Palatina por fin.

Volví la mirada a la cabina, dondeestaban Oailos y Amadeo. Palatina,Ravenna y yo podríamos escalar, sobretodo teniendo en cuenta que el tiempoera favorable. Quizá Oailos fuese lobastante fuerte para lograrlo, pero ¿yAmadeo? Sin sogas de ningún tipo,tendríamos que dejarlo atrás y asíperderíamos una ventaja potencial alllegar a Tandaris. Él y Oailos podríancrear sin duda suficiente caos en laciudad para dar problemas al consejo yal Dominio.

Nadie más nos cerró el paso durante

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los siguientes veinticinco kilómetros enel casi invisible canal de aguasmoteadas por el sol entre el coral y losacantilados. A veces, el espacio era tanestreche) que temíamos que chocasennuestras aletas. El mar estaba pleno devida, poblado de peces y criaturasocultas en los arrecifes. Había de todo,desde pequeños bancos de pecesplateados hasta tiburones y jóvenes deleviatanes.

La mayor bendición fue que, estandoa apenas seis o siete metros de lasuperficie, había luz, la primera queveía en una semana, y era maravillosoobservar el reflejo de las olas en el

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fondo arenoso a través del azul claro delas aguas.

El Estrella Sombría se habíaperdido de vista, por la ruta más directaposible desde allí hasta el cabo, con lacerteza de que en ese punto nosmantendríamos tan cerca de la costacomo pudiésemos. Tenían razón, porcierto, ya que no podíamos permitirnosnada más. Así fue que, después de que elEstrella Sombría desapareció denuestros sensores, volvió a aparecerpoco más tarde en las traicioneras aguasmás allá del cabo.

―No me gusta nada ―señalóPalatina entonces. Ya había regresado al

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control de la nave para asumir la partemás difícil del viaje―. ¿Armas defuego?

Debían de estar atacando otra vez alCruzada y sentí de nuevo el temor de novolver a ver con vida a nadie de latripulación.

―Debí haberme quedado con ellos―murmuró Oailos.

―Necesitamos tu ayuda ―sentencióRavenna―. Tan simple como eso.

Me puse en los controles de éter,extendiendo los sensores tanto comopude para tener una idea de lo quesucedía. Aquéllos eran sin dudadestellos de armas de fuego. Y el

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Estrella Sombría los estabarespondiendo... volviéndose, según pudecomprobar, para disparar contra unatacante que yo no alcanzaba a ver.

Intenté imaginar el curso delCruzada en paralelo a la costa, para versi podía ser que le estuviese disparandoal Estrella Sombría, pero parecíaimprobable, salvo que Sagantha se lashubiese compuesto para enlazar el tercermotor reemplazando el que estabadañado a babor. No era una idea muybuena, ya que tendría la oportunidad devolver a emplear el arma de fuego.

Mi frustración creció junto a miangustia a medida que nos acercábamos

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al final del arrecife, cada vez más cercade mar abierto. Por fin llegamos a unpunto que nos permitió ver un ampliopanorama del océano de ese lado delcabo.

―¡Por Thetis! ―exclamóPalatina―. ¿De dónde han salido?

Había a la vista al menos sietemantas combatiendo y, a juzgar por losdisparos que podíamos distinguir en elextremo derecho de nuestros sensores,debía de haber al menos otras dos fuerade nuestro campo visual. Casi podíasentir los ruidos a través del casco de laraya, y Palatina mantuvo la Apóstatacasi inmóvil mientras observábamos,

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atónitos, la batalla.El Estrella Sombría estaba en aquel

momento muy cerca del cabo, avanzandohacia aguas peligrosamente pocoprofundas para adelantarse a suoponente.

―¿Puedes identificar alguna nave?―preguntó Palatina.

Agrandé la imagen tanto como pude,tratando de observar el color de losemblemas. El oponente del EstrellaSombría era una manta de tamañonormal. Se alejó entonces de nosotrospor un momento. Esperé a que volviesea aparecer en la pantalla. Allí estaba:anaranjado.

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Constaté el color de los otros trescon la esperanza de haber vistoanaranjado donde había rojo o dorado,pero no. Al menos otros dos barcos erananaranjados.

―Son mantas del Dominio ―dije.―¡Ya era hora! ―declaró Oailos

espiando por encima de mi hombro paraver mejor el panel de éter―. Si sematan entre ellos, mucho mejor paranosotros.

―Pero es probable que dejen decombatir entre sí cuando llegue elCruzada y decidan encargarse primerode nuestros amigos ―objetó Ravenna―.El consejo está todavía sediento de

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nuestra sangre y el Dominio sabe que lanave les ha sido robada.

―Contaremos con unos pocosminutos de gracia si el Estrella Sombríase encuentra lo bastante lejos―intervino Palatina―. Tenemos queaprovechar el momento justo.

De modo que esperamos dentro delarrecife, con el mar abriéndose antenosotros, mientras cada flota decidía ladestrucción de la otra. Esperamosintentando frenéticamente obtener algúntipo de ventaja estratégica en aguas tanpoco profundas. Era un combate navalen su aspecto más brutal y menossofisticado, confinado en apenas dos

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dimensiones y reducido a poco más queun intercambio de fuego. Loscontendientes parecían tener fuerzassimilares y, a juzgar por los mensajesque se enviaban y que conseguíinterceptar en parte, ninguno parecíasubestimar al otro.

Ithien, Khalia y yo habíamos llegadoallí con la esperanza de evitar unamasacre, pero al parecer el consejo y elDominio nos lo habían quitado de lasmanos. Volvieron a acosarme mis viejostemores: ¿Qué sucedería si el buquecorreo acabase topándose con alguna deesas flotas?

¡Dios santo! ¡Era preciso que

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llegásemos a Tandaris para acabar conese espantoso suspense y poner puntofinal a tanto caos!

―¡En marcha! ―anunció Palatina ynuestra raya tomó velocidad de pronto,separándose del arrecife. En aquelsector, el fondo marino se hacía hondonuevamente y, aunque podría haberaprovechado la poca profundidad paraacercarse a la costa, no lo hizo y siguióavanzando a toda máquina antes deentrar en las corrientes que rodeaban elcabo.

―Cathan, los campos de éter; por siacaso.

Esperé sentir otra vez los

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estremecimientos ya habituales tanpronto como cogiera los controles, peroahora ya no estábamos bajo el fuego,todavía no. El Estrella Sombría seencontraba a bastante distancia,emergiendo a la superficie mientras suoponente (en esta ocasión una navebastante grande y sin duda distinta a laanterior) rozaba el fondo, levantandouna nube de arena que oscureció el aguay los sensores del Estrella Sombría.Igual que en Kavatang.

La batalla parecía seguir igualada.Participaban en total unas diez mantas,sin que fuera perceptible una cantidadde restos demasiado abundante vagando

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por las aguas. Parecía que sólo una delas naves había sido dañada de veras,pero no podía afirmar a quiénpertenecía.

Entonces apareció otra manta,bastante más atrás... ¡Por los cielos! Erael Cruzada. Me imaginé que nodecidirían atravesar semejante avispero.De todas maneras, traté de alertarlos,pero la arena bloqueaba ahora la líneadel intercomunicador y la distorsión meimpidió captar la señal.

Ahora que el Estrella Sombría noshabía visto era demasiado tarde pararetroceder.

Sería una persecución ajustada y

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sentí que se me crispaban los nervios amedida que nos acercábamos al cabo,intentando calcular si lo rodearíamos atiempo o conseguirían obstaculizarnos.

―¡Retirada! ―gritó Palatina einclinó la raya violentamente hacia unlado y hacia abajo. Poco después vi elrastro de los torpedos pasando porencima de nosotros y estrellándoseinofensivos, contra el acantilado. Habíasido un disparo a mucha distancia y deescalofriante puntería. Rogué que lequedase poca munición. Su reserva nopodía ser infinita.

Como en todas las ocasiones en queel tiempo es tan importante, aquellos

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últimos instantes hasta alcanzar el caboparecieron durar una eternidad. Metro ametro, la manta de combate y suartillería parecían acortar distancias.

El Estrella Sombría abrió fuegomenos de un minuto antes de quehubiésemos rodeado el cabo y Palatinaviró la Apóstata con violencia aestribor, una maniobra tan inesperadaque sentí que el estómago se desprendíade mi cuerpo.

Entonces dieron contra el campo deéter las primeras burbujas depulsaciones anaranjadas. Quise gritar ysacar las manos de los controles. ¡Quédoloroso era, por Thetis! Sentí como si

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mis manos estuviesen en carne viva y melas frotasen con un estropajo metálico, yla sensación empeoraba tras cada golpe.

De algún modo conseguí mantenermefirme mientras pasaban los siguientesminutos y la raya se debatía en violentasconvulsiones. El Estrella Marina nocesó el combate al ver aproximarse laenorme manta del Dominio, llamada alparecer Redentor. Por lo menos, losúltimos mensajes que habíamosinterceptado con el intercomunicador sedirigían a ese nombre, y dicha mantahabía estado siempre entre nosotros y elresto del escuadrón del Dominio.

Tuvimos un breve momento de

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respiro cuando Palatina nos condujo trasun saliente rocoso lo bastante extensopara servirnos de escudo por unmomento. Luego distinguimos un mantadel Dominio todavía más grandeabriéndose paso por debajo de ladañada manta del consejo, avanzandodirectamente en nuestra dirección.

―¡Es el Teocracia!, ―alerté cuandovolvimos a emerger en medio deltorrente de fuego, más intenso ahora queel Estrella Sombría estaba tan cerca denosotros como podía, quizá a unosciento cincuenta metros.

―¡Cathan, aléjate de los controles!―ordenó Palatina cuando los campos de

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éter se encendieron en llamas y elvolumen de fuego alcanzaba nivelescríticos. Se produjo un terrible sonido,como de metal chocando contra metal ysaqué las manos de los controles apenasa tiempo de evitar la primera oleada.

Durante unos segundos me envolvióel dolor y perdí la conciencia de todosalvo del estruendo de los disparos depulsaciones sobre la coraza exterior ylos gritos de alarma de Palatina yRavenna. Luego, gracias al cielo, eldolor se atenuó y me desplomé haciaatrás en el asiento. Era como si alguienme introdujese agujas en la piel,inyectándome algo a mucha profundidad

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y en varios lugares a la vez pero sinextraer sangre. Me resultaba agotadorincluso abrir los ojos.

―No duraremos mucho ―señalóPalatina con cierta desesperación en lavoz―. No tenemos adonde huir.

El Apóstata descendía a los tumbos,escapando del fuego por unos segundoshasta que los artilleros del EstrellaSombría restablecían su posición.Regresé a los controles de éter,preguntándome por qué gran parte delpanel se había ennegrecido tansúbitamente.

―¡Por los Elementos! ―aullóPalatina. Algo había caído sobre nuestro

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techo impulsándonos hacia abajo y habíacesado el fuego. Incluso dejamos de verlas luces procedentes de la superficie.

Todo había acabado, pensé entonces,y me pregunté por qué habría sido en esemomento, sin haber tenido siquieraocasión de volver a hablar con Ravenna.

Por un instante creí que el techo sedesplomaría sobre nosotros con todo elpeso del agua que teníamos encima.Pero en seguida la sombra desapareció yvi la silueta de una manta en un ánguloincreíble contra el azul plateado de lasuperficie, con su base blancapendiendo encima de nosotros como unacúpula.

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Permaneció allí unos segundos, entrenosotros y el Estrella Sombría, y luegodio media vuelta enderezándose y viróhacia la batalla mientras nosotrosavanzábamos a toda prisa por el ladomás alejado del cabo, aventajandolevemente al Estrella Sombría.

Pero al brindarnos esa ventaja, elCruzada había sellado su propiodestino, pues mantas de los dos bandoscomenzaron a dispararle,interrumpiendo su combate parapulverizar a una nave que todos queríanver destruida.

Ravenna y los otros se acercaronpara ver el panel de éter y contemplaron

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cómo Sagantha efectuaba un último girocondenado al fracaso hacia el punto másalejado de las tropas enemigas,disparando mientras tanto. Ahora casitodas las mantas le apuntaban,lanzándole toda la artillería que tenían.

Finalmente, los cañones delCruzada quedaron en silencio y cesó elfuego. Ya no podía responder al torrentede torpedos y fuego de pulsaciones quese le echaba encima. El Apóstata yanavegaba en agua dulce, perseguida sólopor el Estrella Sombría, pero nuestrosojos estaban clavados en la escena quese representaba detrás de nosotros.Volví a intentar contactar con el

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Cruzada para tener un panorama másdetallado de la situación y saber si, pormilagro, alguien había conseguidosobrevivir.

Pero era demasiado tarde. Una masade llamas blancas escapó del conductode ventilación del motor, seguida pocodespués de. otras que se precipitarondesde las ventanillas de ambos lados delCruzada. Su silueta pareciódistorsionarse, escondida tras las aletasde una manta del Dominio intentandoalcanzar a su presa.

Durante un segundo pudimos verlos,pero luego se transformó en una masaamorfa consumida por una esfera de

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fuego incandescente ardiendo haciaafuera que lo partió en dos. Y antes deque esa bola se extinguiese se produjouna segunda explosión, más pequeña,originada en el reactor de artillería delCruzada. El fuego se expandió aldisiparse y se tragó consigo ladesafortunada manta del Dominio, quesin embargo no se partió. Después lasllamas desaparecieron, reemplazadassólo por una tormenta de burbujas y unaonda expansiva de deshechos. Fue tododemasiado repentino, demasiadoapabullante para sentir pena siquiera.Me impresionó la destrucción de lainmensa nave, cómo su hermosura se

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había visto reducida a un montón deescombros donde sólo una aleta seguíaintacta, como un miembro amputado a uncadáver. No pensaba aún en la gente.Esa idea me obsesionaría más tarde.

―Son auténticos mártires ―dijoAmadeo.

Pero no teníamos tiempo parapararnos a llorar. Las mantas delconsejo debían de haber alertado a suscompañeras (e incluso a sus enemigosdel Dominio) diciéndoles quepertenecíamos a la tripulación delCruzada, pues en seguida las dos flotasviraron en dirección a la ciudad. Laúnica que quedó en su sitio fue la manta

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dañada por la explosión.Ahora era nuestro turno, y ni

siquiera el poco tiempo que nos habíaconcedido Sagantha bastaría pararecorrer los ocho kilómetros que nosseparaban de Tandaris. Veía en lossensores de éter el borde de un puertosubmarino, tan cerca pero tan lejos.

―Los acantilados desaparecerán enunos dos kilómetros ―dijo Ravenna―.Deberíamos aproximarnos a la costa yabandonar la raya. Sólo tendremos querecorrer dos o tres kilómetros hasta laciudad.

―Creo que esta vez estoy deacuerdo contigo ―admitió Palatina―.

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Aunque podría ser que nos atacasendesde abajo.

No era difícil entenderlo al observarel panel de éter. El grueso de las flotasseguía disperso a varios kilómetros y nonos tendría a tiro hasta que llegásemosal puerto, pero llevándoles la delanteraiba la demoníaca pareja del Teocracia yel Estrella Sombría, que acortabandistancias a toda prisa.

―Hemos logrado algo que nadiecreía posible ―señaló Ravenna conlentitud―. El Dominio y el consejo hanencontrado algo a lo que temen lobastante para dejar de lado suenemistad. Supongo que es todo un

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logro, en cierto modo.Como todavía estaba conectado en

el panel, no pude ver su expresión aldecirlo, y el tono de su voz no delató sihablaba con su antigua frialdad o conresignación.

Miré hacia atrás con los sensores,intentando calcular si llegaríamos atierra a tiempo. Entonces, de pronto,apareció la imagen de otra nave junto anosotros, arrastrando una nube oscura asu paso. ¡Por Thetis, en menos de unminuto nos tendría a tiro!

Pero el intruso no cambió de rumbo,navegaba casi en línea recta como sipretendiese embestir a nuestros

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perseguidores, despidiendo todo eltiempo una nube negra... ¿De qué?

Ninguno de los dos bandos abriófuego. En cambio, todos viraron parapermitir el paso al recién llegado. Unamedida sin duda práctica, pues de otromodo el choque habría sido casi seguro.Supuse que existiría algún intercambiode mensajes por el intercomunicador,pero nosotros estábamos demasiadolejos para oírlos.

Sólo entonces, con el recién llegadocasi a dos kilómetros por detrás denuestros atacantes, comprendí qué era loque despedía. Como si fueran cableslanzados desde su popa, una inmensa

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nube de algas flotantes llenó las aguasjusto detrás de los que iban en cabeza.

Cuando las dos flotas se percataronde lo que sucedía, ya era muy tarde. Amedida que las algas los rodeabanvolviendo el agua de un tono verdoso,las mantas aminoraron la velocidad,envueltos en miles y miles de ramas que,nadando en las brillantes aguas,acabaron impregnándose con totalfirmeza en los cascos.

Huyendo de la artillería, fuera delalcance de las pocas armas en actividadque le quedaban a las mantas, la Aegetaviró en dirección a Tandaris. Oíentonces en el intercomunicador la

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triunfante voz de Vespasia, deseándonosbuena suerte y anunciando que sereuniría con nosotros en la ciudad.

Con sus compañeros férreamenteatascados entre las algas, el Teocracia yel Estrella Sombría pasaron a sernuestros únicos perseguidores.

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CAPITULO XXXII

Escalamos desde el puerto hasta lazona donde la roca del Aerolito sealzaba como un centinela sobre la partealta de la ciudad. Bañadas por el cálidobrillo del sol de la tarde, las blancascasas de Tandaris se agrupaban en lascolmas ante nosotros. Veíamos tambiénotros colores, como el azul cobalto y elverde de las palmeras, pero el rojo de lamayor parte de los edificios lodominaba todo. Custodiando el ágoraestaba el templo, el único edificio de laciudad que podía ser pintado totalmentede ese color.

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Me detuve para tomar aire a pocosmetros de la muralla, el último puntodesde donde podría ver íntegra laciudad antes de que el saliente rocosoque teníamos enfrente la ocultase anuestros ojos. Me volví, esperando aque llegasen los demás. En las olas quehabía detrás de nosotros resaltaba elhumo negro de la Apóstata ardiendo, unaespecie de faro visible desde varioskilómetros de distancia a cielo abierto.En el mar, dos sombras en forma de Vavanzaban ominosas en dirección alpuerto submarino, aún navegandoparalelas pese a ser enemigas entre sí.Ahora ya casi habían llegado, apenas

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retrasadas por la danza a la que Palatinahabía conseguido llevarlas antes de queabandonásemos la raya marina.Teníamos muy poca ventaja sobre elTeocracia y el Estrella Sombría, pero almenos pronto estaríamos en la ciudad.

―Vosotros id delante ―sugirióRavenna, más fatigada que Palatina oque yo, pero en absoluto tanto comoOailos y Amadeo, que ahora iban dandotumbos.

―Sigamos juntos ―replicóPalatina―. Podríamos tener problemasen el portal.

Yo hubiese preferido adelantarme enaquel momento, pero esperé otro minuto

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hasta que todos estuvimos encondiciones de volver a andar y aceleréel paso cuando alcanzamos el caminoque circundaba la costa por debajo delsaliente rocoso y llevaba al portal delmar. No había sido reparado en loscuatro años transcurridos desde nuestracabalgata hacia la costa de la Perdición,y tuve que mantener los ojos bienabiertos para no tropezar con algunapiedra suelta y doblarme el tobillo. Almenos estaba corriendo en medio delmaravilloso calor de una tardedespejada, no por una traicionera junglaen mitad de una tormenta.

Atenuamos el paso en el portal, que

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estaba abierto, pero custodiado por doscentinelas sin armadura que llevabanropa con los colores de Tandaris:violeta y plateado con un borde negro.

―¿Quiénes sois? ―preguntaron. Sinduda nos habían visto desembarcar ycorrer por la orilla hasta alcanzar elcamino.

―Aquéllas son dos mantas delDominio ―dijo Palatina―. Vienen paraintentar tomar control de la ciudad.

Como esos hombres quizá fuesenleales al consejo, era una respuestamucho más astuta que cualquiera que seme hubiese ocurrido.

―¿Quién está al mando?

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―prosiguió ella.El centinela de más edad sonrió.―Nuestra gente, en principio. Ya

encontraréis a alguien en palacio; serámejor que les advirtáis.

―¿No sois thetianos? ―le preguntóa Palatina el otro centinela condesconfianza.

―Disidentes ―repuso ellaorgullosamente―. Desterrados por elemperador.

―Si sois enemigos del emperador,sois nuestros amigos ―advirtió elprimero―. Aunque eso no seademasiado importante en este momento.

El guardia se llevó un dedo a la

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garganta al decirlo y luego nos dejócruzar el portal.

―Tened cuidado ―añadió elotro―, solemos tener a los thetianoscautivos en el puerto, y supongo que nodeseáis ser confundidos con ellos.

Se lo agradecimos y atravesamos elportal, cuya pintura estaba másdescolorida de lo que yo recordaba. Losdetallados adornos dorados de cadaescalón apenas destacaban de entre elcolor rojo.

Por dentro, la ciudad se ajustaba aprimera vista a mis recuerdos. Era encierto modo muy parecida a Ilthys,aunque tenía un estilo arquitectónico

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muy diferente. Tandaris era un lugarmucho más colorido, y los habitantes dela primera casa que vimos habíanpintado las columnas del porche de rojoy azul intensos, dando colorido a lafachada.

―¿Tranquilo, no es cierto? ―dijoRavenna escrutando las calles queteníamos por delante, una ancha avenidacon hileras de árboles de gran altura enambas aceras. Había poca gente, sóloalgún niño asomado a la ventanamirando hacia el centro de la ciudad.

―O bien todos se han dado porvencidos o han ido al centro ―comentóPalatina―. Deberíamos seguir subiendo

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para evitar toparnos con la gente delDominio o del consejo que venga delpuerto.

Habían pasado cuatro años desdeque inicié aquella cabalgata en esemismo portal, rumbo a la costa de laPerdición y destinado a encontrarme conmi hermano. No era una noche quedesease recordar, ni que fuese digna deello.

Nunca había permanecido muchotiempo en esa parte de la ciudad, peroaquí y allí había cosas que podíareconocer. ¡Por los cielos! ¡todoresultaba tan distinto a la luz del día!Recordaba Tandaris como una ciudad

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fría y tormentosa, con sus casascuadradas, umbrales y pasillos azotadospor el viento y la lluvia mientras lapoblación se protegía de las tormentasinvernales bajo las capuchas.

Pero nunca había estado tan vacía.Por un hueco entre dos casas espié endirección a la ciudadela, que aún teníala bandera thetiana. Pero no llegué a verla calle debajo de ésta y no pudeaveriguar qué sucedía.

El consejo seguía al mando, lo queno era un buen comienzo.

Llegamos a una calle lateral, perohice que nos detuviéramos antes dedoblar la esquina.

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―Deberíamos dividirnos―propuse―. Oailos, Amadeo, elconsejo no os busca a vosotros, de modoque podéis andar con libertad.

Hice una pausa, preguntándome sivaldría la pena acordar un lugar deencuentro, pero Palatina resolvió elproblema por mí.

―Cathan tiene razón. No tieneningún sentido que sigamos todos juntos.Vosotros marchaos y buscad a tantagente como podáis. Contadles lo queocurrió en Ilthys, pero hacedlo consutileza para que el consejo no descubravuestras intenciones.

―Explicadles lo que me habéis

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dicho en el comedor de la nave―agregué―. Habrá gente que osescuche.

―Y quizá también algunos intentenmatarnos ―señaló Oailos encogiéndosede hombros―. Aun así, es necesario quelo oigan.

―¿Conocéis a alguien aquí? ―lespreguntó Palatina.

Amadeo negó con la cabeza, peroOailos dijo:

―Sí. No somos íntimos, pero hayuna o dos personas en el gremio dealbañiles...

―Muy bien. Los oceanógrafos osayudarán.

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Los dos hombres permanecieron unsegundo en silencio. Luego Oailosañadió:

―Buena suerte.―Y a vosotros también ―replicó

Ravenna con una ligera sonrisa.Entonces se fueron, bajando a toda

prisa por la calle en dirección a lamultitud.

Oailos no había vivido nunca en otrositio más que en Ilthys, pero sospechéque se las compondría bien paramezclarse con la población. Tandaris noera un lugar particularmente hostil, amenos que hubiese cambiado mucho encuatro años.

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Subimos por la calle en dirección ala parte alta de la ciudad, gozando delintenso aroma de una clemátide quehabía echado raíces en la piedra sueltade un muro y lo cubría todo. Las piedrasdel pavimento estaban cada vez másrotas cuando llegamos a un pequeñopatio en lo alto rodeado de palmeras.Tendría que haber habido niños jugandoo algunas ancianas, pero no vimos anadie.

Seguimos subiendo por callesestrechas y desconocidas, confiandosólo en nuestro sentido de laorientación. Tras un rato debimosdescender nuevamente al cruzar el valle

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entre dos colinas y pasamos por otraancha avenida con árboles incluso másaltos que los del portal del mar, dondehabía edificios de apartamentos de unestilo similar a los del resto de laciudad. La avenida me recordabatristemente a aquella de Taneth, salvoporque la calle de Taneth estaba repletade gente.

Había pocas personas en las calles,de pie y algo vacilantes en grupos, y a sulado un conjunto de hombres vestidoscon las armaduras verdes y marrones dela ciudadela de la Tierra.

No parecían estar deteniendo anadie, pero los ciudadanos se acercaban

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a ellos, quizá para preguntarles quéestaba sucediendo. Las tiendas seguíanabiertas pero no había gente en ellas.

Mientras caminábamos entre dosárboles en dirección a la sombreadaavenida central, se nos acercó un sujetoalto de piel oscura, que mantenía lamirada atenta a los acontecimientos.

―Vosotros no sois de la ciudad, ¿meequivoco? ―nos dijo―. ¿Sabéis quéocurre?

Rondaba los cincuenta años y en supelo destacaban algunas canas. Su ropaparecía sofisticada y cara. Debía de seralgún tipo de comerciante y sus modalesme recordaron a los de Hamílcar.

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―No ―respondió Palatina―. Hubouna batalla entre el Dominio y elconsejo.

―¿El consejo? ¿Queréis decir losherejes?

Palatina asintió y prosiguió con laque sería nuestra coartada, al menoshasta que encontrásemos a alguienconocido.

―Ya veo ―comentó el hombre―.Bien, pues eso nos ayudará un poco.

―¿Sabes algo más? ―indagóPalatina.

―He venido a comerciar y me hevisto envuelto en una revolución―advirtió él compungido―. Sé que han

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bloqueado a la gran flota en el puertoexterior y que sus altos mandos estánpresos en el templo. También oí quealguien pretende el trono... unaemperatriz Aurelia, y quizá también unhombre a quien apoya el consejo. Peronada más que eso... Es todo lo que hepodido averiguar ―concluyó y extendiólas manos.

Por lo menos Aurelia estaba allí,gracias al cielo, y aquel sujeto no teníanoticias de que hubiese sido capturada.Me pregunté quién más estaría enTandaris y qué se proponía el consejo.Los thetianos no aceptarían jamás a unadvenedizo impuesto por el consejo.

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Quizá sí a un Tar' Conantur, pero ¿dóndeencontraría uno el consejo? La madre dePalatina, Neptunia, era la única que nonos secundaba en aquel momento y setrataba de una anciana ermitaña.

―¿No estará haciendo nada la flota?―preguntó Ravenna.

―Aquel oficial nos dijo que porahora sus superiores sólo mantenían a laflota donde estaba, empleando magia yexplosiones para que no puedanliberarse.

Al menos eso tenía sentido. Misnervios se crisparon cuando uno de losoficiales de la Tierra se acercó parainvestigarnos.

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―¿Quiénes sois? ―preguntó.―Viajeros como yo, preguntándose

qué sucede ―respondió elcomerciante―. Sólo nos llegan rumores.

El oficial nos miró de pies a cabeza.No tenía el porte de un soldadoprofesional, era demasiado amable ysereno. Quizá yo me preocupasedemasiado.

―Pues lo único que necesitáisconocer son rumores ― respondió―.Dos de vosotros sois thetianos. ¿Quéestáis haciendo en Tandaris?

―listamos de vuestra parte ―dijoPalatina―. Somos tripulantes delRhadamanthys.

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―¿Por qué estáis aquí? ElRhadamanthys custodiaba el pasaje delnorte.

―Ya no ―sostuvo. Estábamos lobastante amargados por los sucesos paraque nuestra historia sonaseconvincente―. Abordamos una mantadel Dominio con un mago a bordo.Algunos pudimos huir en rayas, dejandoal resto de la flota del Dominio apenasfuera de la ciudad. Ignoro dónde fueronLaeas y los demás.

Ése era un dato extra para lograr suconfianza, pero dudé que el oficialconociese a ningún miembro de lasórdenes. Lo subestimaba.

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―¿Y el capitán Chlamas?Laeas había dicho específicamente

que tanto Chlamas como el capitánestaban fuera de combate. Era un viejotruco, pero por fortuna habíamosconseguido detectarlo.

―El capitán ha muerto ―señalóPalatina―. Chlamas no estaba al mando.Se encontraba herido y lo llevaron enotra raya.

El oficial asintió. Debía depertenecer al Anillo de los Ocho ocuando menos era uno de los hombres deTekla. Lo seguro era que no se trataba deun mero recluta herético.

―Vuestros concejales no han

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llegado todavía ―nos dijo―. Estaban abordo del Estrella Sombría, pero no sési ya habrá arribado a puerto.

―Creo que iba detrás de nosotroshace un momentos.

Nos hizo un par de preguntas más yluego nos señaló el camino hacia elpalacio. Para mi alivio, no destinó aotro guardia para acompañarnos y mealegré cuando dejamos atrás la aveniday nos dirigimos hacia las calleslaterales, alejándonos de allí endirección al ágora, situada a mediocamino subiendo la colina.

―¿Adonde vamos? ―preguntóRavenna cuando estuvimos lo bastante

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lejos del oficial―. Ukmadorian y susbuitres ya han de haber desembarcado ynosotros vagamos por la ciudad comoidiotas. Vinimos aquí para ayudar aAurelia, así que, por el amor de Thetis,¡hagamos algo!

―La ciudadela está bloqueada―susurró Palatina―, y a juzgar por loque nos dijo el oficial, creo que elDominio ocupa aún el templo. De modoque el consejo no controla toda laciudad y ciertamente no puede teneragentes en cada casa. Necesitamosencontrar a algunos de esos rehenesthetianos y liberarlos para complicarlemás las cosas al consejo.

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―A menos que los retengan a todosen el centro ―apuntó Ravenna―. Encuyo caso estarán rodeados de unmontón de magos mentales.

―Quizá toda la ciudad esté llena demagos mentales ―asintió Palatina―.Tenemos que encontrar a alguien queconozca bien Tandaris y esté dispuesto aayudarnos.

Me pregunté quién seguiría allídespués de cuatro años y cómo habríanpodido sobrevivir a las purgas delDominio. Me detuve en la siguienteintersección y miré el letrero en la paredque indicaba el nombre de la calle: callede las Ménades. No la recordaba. Y sin

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embargo... no, ésa era la calle de laSirena, junto al puerto.

Les pregunté a los otros a quédistancia estábamos de la costa, peroninguno lo sabía.

―¿Por qué quieres saberlo?―preguntó Palatina.

―Tamanes vive en la calle de laSirena ―afirmé―. Es un oceanógrafo ysin duda colaborará con nosotros.

―Siempre y cuando no esté depenitente en medio de la nada ―añadióRavenna―. Supongo que merece la penaintentarlo, a menos que nos alejedemasiado.

Para entonces yo estaba ya

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abiertamente preocupado. A cada minutoque pasaba el consejo podría consolidarsu poder en la ciudad, y quién sabíacuándo podría decidir rendirse la flotathetiana atrapada en el puerto parasalvar a sus rehenes cautivos.

Eso, por cierto, en caso de que elconsejo tuviese la menor intención deaceptar una rendición. ¿O acaso optaríanpor destruir la flota en el puerto? Esosería desastroso, ya que la venganza delos thetianos caería sobre ellos como unrayo.

Claro que el consejo quizá notuviese por qué temer una venganzathetiana cuando los buques del puerto

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hubiesen sido eliminados. Incluso pese alas pérdidas que el Cruzada les habíaproducido, su flota seguía siendo másque suficientemente fuerte como paradefender el Archipiélago contracualquier ataque de una Thetia divididaen varios bandos. Era semejantedivisión lo que hacía la diferencia, latalla de un líder fuerte Pero aun asíhabía un elemento de nuestro plan quetendríamos que considerar: ya erademasiado tarde para contar con laayuda que nos hubiese brindado alguiencomo Sagantha.

Nos apresuramos recorriendo laciudad, topándonos cada tanto con

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grupos de personas. Mantuvimossiempre las cabezas bajas y seguimosadelante, pareciendo tan resueltos comonos era posible y permaneciendosiempre en las calles laterales.

Dimos con la calle de la Sirena porpura suerte, pues podríamos haberestado buscándola durante otra mediahora. Entonces nos percatamos de otroproblema: no podía recordar en absolutodónde vivía Tamanes. Palatina y yo nosocultamos mientras Ravenna preguntabaen una casa vecina.

―Hacia abajo ―dijo ella alregresar―. Todavía está en la ciudad.

Al menos era un alivio saberlo, pero

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la gente empezaba a lanzarnosdesconfiadas miradas mientrasavanzábamos por la calle y me preguntécuánto tiempo pasaría hasta que alguiennos detuviese para averiguar por quéhabía thetianos en una ciudad rebeldedel Archipiélago.

Tamanes no vivía en su propia casa,sino en un apartamento en la calle queconducía directamente al puerto, unacalle tan empinada que a veces teníaescalones. Desde allí podía verse elmar, con barcos pesqueros anclados enel muelle. Me pareció recordar que laestación oceanográfica estaba cerca deallí, aunque no podía precisar dónde.

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El conserje, un sujeto brusco querondaba los sesenta años, estaba sentadoen la escalera, junto al umbral,apoyándose en un bastón y haciendopreguntas a quienes pasaban por lacalle.

―¿Está Tamanes? ―le dijoRavenna.

―¿Qué queréis? ―respondió y mepregunté si lo habría visto antes. No loreconocía, pero había pasado tantotiempo...

―Necesitamos que nos ayude.―No está en casa ―respondió el

sujeto ásperamente―. Podéismarcharos.

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¡Así que ésas teníamos!―¿Ni siquiera ayudará a un

compañero oceanógrafo? ―dijehaciéndome a un lado para que pudieseverme bien―. Dos de nosotros somosmiembros del instituto y yo almorcé conTamanes y Bamako en tu restaurantehace unos cuantos años.

―No recuerdo a todos los que hancomido allí ―espetó, confirmando miintuición.

―Cuando llegó Sarhaddon―insistí―. Me advertiste que no dejaseque la gente supiese que eraoceanógrafo.

Me estudió con la mirada un

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instante. Luego se puso de pie y entró enla casa, ayudándose con el bastón. Lapuerta se cerró de un golpe detrás de él,desprendiendo de la pared polvo ypintura reseca.

Permanecimos esperando unosminutos, sin saber con seguridad sivolvería a aparecer.

No lo hizo, pero la puerta volvió aabrirse, esta vez de un modo másamable, y una mano nos indicó quepasásemos.

El portal era de por sí bastanteoscuro y el interior bastante más que elexterior. Apenas había luz suficientecomo para distinguir a un hombre de

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unos treinta años vestido con la túnicaazul del Instituto Oceanográfico.

―¿Cathan? ―preguntó, vacilante.―Sí, Cathan ―respondí―.

Necesitamos tu ayuda, Tamanes.Primero miró a Palatina y luego a

Ravenna. Le conté a Ravenna losúltimos sucesos, para que supiese cuántonos había ayudado Tamanes en el planpara rescatarla, por mucho que sufunción consistiese en permanecer enTandaris y no en cabalgar junto al restopor la costa. De haber emprendido esatravesía, medité, era dudoso que hubieseconseguido sobrevivir.

―Soy Ravenna ―anunció ella―, no

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la faraona.―¿Quién más puede ser faraona?

―repuso Tamanes.―Quienquiera que desee serlo

―dijo Ravenna―. Agradezco tu ayuda,quizá unos cuantos años más tarde de lodebido, pero ahora estoy aquí.

―Como mucha otra gente―respondió el antiguo restaurador―.Nadie ha dicho nada sobre ti.

―Éste es Cleombrotus ―dijoTamanes―. Un amigo.

Se oyeron pasos en la desvencijadaescalera de madera y bajó una mujerqalathari de baja estatura y cabellosnegros. Tenía una expresión tan atractiva

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como la de Ravenna a veces.―Alci ―la saludó Tamanes

cariñosamente―. ¿Recuerdas a Cathan yPalatina? Esta es la faraona Ravenna.

Alciana asintió. Se veía tan nerviosacomo la recordaba. Era aquellaoceanógrafa a quien Tamanes habíaconvocado con timidez para que nosalertase sobre las consecuencias de unacruzada.

―¿Por qué estás aquí? ―nospreguntó Alciana haciéndose eco de ladesconfianza de Cleombrotus―. Mealegro de veros, pero no habríais venidoaquí si todo fuese bien. ¿Por qué nohabéis ido al consejo? Ellos os

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protegerían del Dominio.―El consejo sólo se protege a sí

mismo ―intervino Ravenna―. Meinterpuse en su camino y ahora soy suenemiga.

―¿Entonces por qué mereceríasnuestra ayuda?

―Porque yo se la debo ―afirmóTamanes―. Al consejo no le gustan losoceanógrafos más que al Dominio. Sinembargo, yo no tengo influencia nipoder. ¿Qué esperáis de mí?

―Necesitamos derribar el controlque el consejo tiene sobre la ciudad―dijo Palatina―. Es más fácil decirloque hacerlo, lo sé, pero ¿conoces a

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alguien que no esté ligado al consejo,gente que pueda querer ayudarnos?

―El Dominio ―dijo ásperamenteAlciana.

―Las familias de comerciantes―sugerí. Ninguno de nosotros tenía lamenor idea de dónde estaban susoficinas, y yo no me había atrevido apreguntarlo para no despertar mássospechas.

―Canadrath, por supuesto ―añadióTamanes―. Pero ellos le venden armasal consejo.

Las armas que nosotros habíamosacordado entregarles, fabricadas por mipadre en las minas de Lepidor.

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―Hamílcar podría haber ido allí―dijo Ravenna―, buscando su propiobeneficio. Pero incluso si se ya se hamarchado, no dudo que los habrávisitado.

Pero unos pocos contactos deCanadrath y quizá un par de marinos noserían de gran ayuda.

―Los Canadrath son populares aquí,pero eso hace que las sospechas delDominio recaigan sobre ellos. Y lomejor es que seáis cuidadosos; en estemomento todo el mundo está muysusceptible.

―¿Contra los thetianos? ―pregunté.Asintió.

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―¿Son tan malos? ―preguntóPalatina.

―No por sí mismos ―opinóTamanes―, pero defienden al Dominiotanto como al emperador. Nuncahabíamos visto flotas thetianas ennuestras aguas, y ahora han venido parareforzar el poder del Dominio cuandoempezábamos a hacerle frente. Hanllegado para eliminar cualquier muestrade oposición que haya podido despertarel desembarco de Sarhaddon.

De modo que también Sarhaddonestaba aquí. Eso, sin embargo, no legarantizaba ningún éxito en una ciudaddominada por el consejo, por mucho que

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sus venáticos fueran más hábiles quecualquier cantidad de sacri.

―Nadie tiene grandes contingentes―destacó Palatina―. Si la gente apoyaal consejo, entonces tendremosproblemas.

―Tendremos problemas si la genteno apoya al imperio ―subrayé.

―¿Y eso qué importancia tiene?―preguntó Alciana―. Pensé quevosotros erais leales al Archipiélago.

―Soy thetiana ―sostuvoPalatina―. Hemos venido en busca dela ilota, para tomar las riendas de Thetiay proteger el Archipiélago.

―El Archipiélago puede protegerse

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a sí mismo ―objetó Alciana,enfadada―. Hace cuatro añosrecibisteis a Sarhaddon y suspredicadores; pensabais que eran lomejor para nosotros.

―Según creo recordar, vosotroscompartíais esa opinión ―intervine.Alciana había apoyado la llegada deSarhaddon durante nuestra conversaciónen el ágora, en casa de Alidrisi, tras elprimer sermón.

―Tú sabías que no se debía confiaren él ―insistió mirándomeacusadoramente. Ninguno de suscompañeros participaba en laconversación.

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―Me pareció que era digno deconfianza. Y también lo creyó elemperador.

―Nos hubiera ido mejor sin queinterfirieras en nuestros asuntos. Losthetianos no sois mejores que elDominio, apenas un poco más educados,más sutiles. Dejad que el Archipiélagose las arregle como pueda.

Tamanes negó con la cabeza.―No, Alci, ésta es la faraona. Ella

es del Archipiélago, y necesita nuestraayuda. Si el consejo quiere librarse deella, entonces es que quizá éste tiene suspropios objetivos. Siempre hemos sidoconscientes de que personas como

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Alidrisi y Sagantha luchaban porintereses personales.

Pero ahora ambos estaban muertos,uno asesinado por los hombres delemperador en las cumbres de la costa dela Perdición, y el otro desaparecidomenos de una hora atrás junto a todoslos tripulantes del Chuzada.

―Ayúdalos tú ―dijo Alciana―. Yome aparto de esta cuestión.

―Alci... ―empezó él, pero ellapasó a su lado sin detenerse y subió laescalera.

―Son tiempos difíciles―reflexionó Cleombrotus.

Tamanes pareció perturbado tras la

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actitud de Alciana.―Las cosas no han ido bien desde

vuestra partida ―comentó―. Hemosperdido a muchas personas, enviadascomo penitentes quién sabe adonde, y engeneral no hemos vuelto a verlas. Ahorasoy asistente de jefe de la estaciónoceanográfica. Antes éramos veinteoceanógrafos y hemos pasado a serapenas nueve.

La situación allí debía de ser peorde lo que yo calculaba, sobre todo sialguien tan joven como Tamanesocupaba un puesto tan elevado.

―No deberíamos estar aquí muchotiempo ―dijo Palatina con inquietud―.

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Podrían estar buscándonos.―¿Y adonde pensáis ir? ―preguntó

Cleombrotus. Luego sobrevino elsilencio.

―¿Cuánto respetan aquí a losCanadrath? ―consultó Palatina―.¿Realmente caen bien a la gente?

―Es difícil decirlo ―respondióTamanes―. Casi tan bien comocualquier tanethano aquí, por decirlo dealgún modo. La venta de armas essecreta, por supuesto.

Naturalmente. Canadrath no desearíaque llegase a oídos del Dominio ni unapalabra sobre sus actividades. Otrasfamilias tanethanas habían sido disueltas

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por mucho menos.―Entonces vayamos a las oficinas

de los Canadrath ―propuso Palatina―.¿Podríamos llegar hasta allí sin toparnoscon las tropas del consejo?

―Os diré cómo ―dijo Tamanes y sevolvió hacia Cleombrotus―. Por favor,cuida a Alci.

―Por supuesto ―aseguró elanciano―, cuídate tú también. No estása la altura de las circunstancias.―Parecía incapaz de completar lasfrases que decía.

―Siempre estoy a la altura de lascircunstancias, como el resto delinstituto ―replicó Tamanes.

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Cuando se volvió para abrir lapuerta, oímos pasos en el exterior ypoco después sentimos golpes en lapuerta. Sonaban desagradablementefuertes en el pequeño espacio del salóny casi me hicieron saltar.

―Abrid la puerta en nombre delconsejo ―exigió una voz amortiguadadesde fuera.

―¡Rápido! ―susurróCleombrotus―. Tamanes, vele con ellosal sótano.

Tamanes se llevó un dedo a loslabios y nos condujo a toda prisa através del pasillo, cruzando otra puerta yluego escalera abajo. Allí el aire estaba

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viciado, enrarecido, y nos empujó atodos dentro de un armario y, tras entrartambién él, accionó un falso fondo y nosvimos dentro de una pequeña habitaciónsecreta, donde el ambiente era todavíamás opresivo. Cerradas ambas puertas,comprobamos que apenas había sitio allípara los cuatro.

―Sabía que esto acabaríasucediendo ―murmuró Tamanes, quesonaba muy tenso―, Pero nunca penséque pudiese hacerlo nadie más que elDominio.

Permanecimos allí, comprimidos enla oscuridad dentro de esa ratonera. Lapiedra del techo era demasiado gruesa

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para permitirnos oír pasos y el tiempotranscurrió en una larga agonía. A cadamomento se hacía más difícil respirar yaumentaba el calor.

Por fin oímos pasos de gentebajando la escalera, voces llamándonosy el ruido de dos puertas que se abrían.

Entonces le tocó el turno al armario:alguien abrió sus puertas de par en par ysentí una ráfaga de aire. Siguió ciertoalboroto mientras sacaban de allí losequipos que había dentro.

―Nada ―sostuvo una voz tras uninstante―. Supongo que el viejo nosdijo la verdad o quizá les haya dichoque se marchen. ¿Estás seguro de que

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ésta era la casa a la que los habíanseguido?

Hubo una pausa y el ruido de papelarrugado.

―No cabe la menor duda.―Aquí hay una puerta trasera ―dijo

alguien más―. No tiene cerradura. Hade ser el sitio por donde han escapado.

―¡Maldición! ―exclamó el otro―,¿Muy bien. Haremos tocio a la viejausanza.

Entonces debió de volverse, puestuve que esforzarme para entender sussiguientes palabras:

―Informad a los tehamanos de quelos necesitaremos a pesar de todo.

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Supuse que finalmente nos habíanencontrado, pues sus voces fueron depronto mucho más claras. Sólo unmomento después me percaté de queTamanes había encontrado y abierto unconducto de ventilación para oír lo quesucedía en el piso superior.

―¿Crees que es una buena idea traera los jaguares, señor? ―preguntó quienparecía ser el segundo al mando―. Noestán acostumbrados a las ciudades.

―No nos queda otra alternativa―aseguró su superior―. Nos hanordenado encontrar a esa gente. Lostehamanos saben lo que hacen o nohabrían traído consigo los animales.

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―Hizo entonces una pausa y oí elsonido de gente caminando―. En cuantoa esos dos...

Oh, no. Cerré los ojos pero aun asípude oír la conversación de arriba.

―Estaban ayudando a traidores―comentó el lugarteniente.

―No debemos matarlos aquí mismo―advirtió el comandante―. Nadiecreería que fue el Dominio.

―;Puedo sugerir algo? ―señaló unavoz de mujer.

―Por supuesto, Illuminatus.―Hemos realizado preparativos

para que algunas personas sencillamentedesaparezcan, tras ser interrogadas,

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claro está. Nos haremos cargo de ellas yno tendrás que volver a preocuparte.

―Suena bien ―dijo elcomandante―. ¿Adonde vais allevarlas?

―Por el momento estamosutilizando la estación oceanográfica; nocumplirá ninguna otra función mientrasesté bajo nuestro control.

―Excelente.Envió entonces a dos de sus hombres

como escoltas y un momento después seoyeron más refriegas y un golpe en lapuerta. Después, el silencio. Ningunanueva señal de protesta. Cleombrotus yAlciana debían de haber sido

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amordazados.―Ya no tenemos nada que hacer

aquí ―afirmó el lugarteniente.―Los tehamanos encontrarán por

nosotros a esos traidores ―asintió elcomandante―. Nos quedan en la listacinco casas más.

Oí pasos alejándose y las voces seapagaron. Esperamos un rato más, peroarriba no hubo ningún otro ruido. Por finsalimos de allí, pues además ya nopodíamos resistir dentro más tiempo. Enla casa no había ninguna luz encendida ytodo estaba oscuro.

Podía sentir todavía la congoja deTamanes, aunque no podía ver su rostro.

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Habíamos sido responsables de losucedido.

―Lo lamento ―dijo Palatina.―No podéis hacer nada ―señaló

Tamanes amargamente―. Durante todosestos años tomamos precauciones paraasegurarnos de que el Dominio nuncanos capturase, y entonces habéis venido,echándonos encima a esos buitres delconsejo. Alciana tenía razón. ¿No escierto?

Por un instante nadie respondió.―Si ―admitió Ravenna rompiendo

el silencio.―Ahora ya no puedo hacer nada por

ellos ―añadió―. Excepto unirme a

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ellos. Vosotros tres me habéis arruinadola vida del mismo modo que habéisdestruido al Instituto Oceanográfico y alArchipiélago. Ahora comprendo por quéel consejo quiere librarse de vosotros. Yos quiero fuera de la casa deCleombrotus en este mismo momento.¡Marchaos!

Empujó a Palatina, que era la queestaba más cerca de él y repitió:

―¡Marchaos! ¡Adiós!―Tamanes ―empezó ella, pero él

gritó algo que no pude comprender. Mevolví, abrí la puerta y bajé losescalones. Los demás me siguieron yluego Tamanes dio un portazo detrás de

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nosotros, dejándonos sin rumbo en lassombrías calles de la ciudad.

―Somos como una plaga ―advirtióRavenna, mirando la casa enpenumbras―. Llevamos la desgracia acada sitio que vamos.

Nadie dijo nada. Yo había pensadoque era imposible sentirse peor quedurante las últimas horas a bordo delCruzada, pero lo que acababa desuceder allí era mucho más grave que elrechazo de Ravenna. Ella tenía razón,por supuesto. Daba la impresión de quehabíamos desplegado la violencia y lamuerte sobre el Archipiélago y quenuestra mera presencia había bastado

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para hacer asesinar a Alci yCleombrotus.

Di unos pasos tambaleantessubiendo la callejuela. Luego me detuvey esperé a que los otros me siguieran.

Entonces, cuando me alcanzaron, oíel rugido de un jaguar que venía de unacalle lateral, arriba, a nuestra derecha.

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CAPITULO XXXIII

Ahí están! ―gritó alguien y noslanzamos a la carrera, subiendo,enloquecidos, por la estrecha calle ymetiéndonos en la primera travesía queencontramos, intentando no tropezar conlos adoquines sueltos. Habían estadovigilando la casa. O lo que era peor: noshabía seguido allí desde el principio.

No tuve tiempo para maldecir mipropia estupidez. Los gritos tronabanfuriosos detrás de nosotros y resonabanen los muros:

―¡Capturad a los traidores!No había allí mucha gente. ¿Por qué

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se molestaban si podían utilizar a losjaguares?

Los jaguares. Sólo pensar en ellosme hacía acelerar el paso y por poco nome caí cuando tropecé con una piedra.No podríamos superarlos en velocidadpor mucho tiempo, ni siquiera en unambiente tan poco conocido para elloscomo aquél. Estaban detrás de nosotros,pero no muy cerca.

Ni siquiera podía determinar haciadónde nos dirigíamos. Había unabarricada en la calle que conducía alAerolito, de modo que no podíamoscogerla, y prácticamente toda la ciudadestaba en manos del consejo. Por Thetis,

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¿adonde podíamos ir?En seguida se agotó mi impulso

inicial y oí el ruido de los felinosviniendo a por nosotros, rasgando lasrocas con las garras. Me volví otra vez,descubriéndome en medio de una ampliopasaje principal lleno de gente,incluyendo a un grupo con armaduras ycapuchas dispersando a los que teníanenfrente.

Palatina dio la voz de alarma y sevolvió bruscamente hacia Ravenna, y lasdos tropezaron cayendo sobre losadoquines. Un segundo después fue miturno: algo me golpeó desde atrás y nopude mantener el equilibrio. Apenas

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conseguí extender una mano paraamortiguar la caída. Algo se cruzó antemí, una borrosa figura felina que enseguida dio media vuelta paraencararme, con sus ojos doradosbrillando a la luz de las lámparas deleños de la calle.

Entonces las fauces se cerraronsobre mi tobillo, lo bastante apretadaspara inmovilizarme sin derramar sangre.Luché por dentro para evitar el pánico.No podía escaparme estando apresadode ese modo.

―Por fin ―dijo uno de losperseguidores, pero su voz se confundiócon las del grupo de hombres que subían

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la cuesta. Con los rostros cubiertos y lascurvadas espadas extendidas, al menosdiez sacri rodeaban a otros dos sujetos.Estos llevaban túnicas del Dominio (unanegra y blanca, otra roja y blanca) ytenían la típica expresión de los ascetas,totalmente desprovista de temor ante loscuatro o cinco jaguares que nosacosaban.

―Creía que vuestra gente era aliadadel Dominio ―comentó Amonis contono muy suave, hablando sobre micabeza y dirigiéndose al líder del grupode cazadores―. Y sin embargo aquí osencuentro, colaborando con herejes.Incluso si estáis persiguiendo a otros

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herejes, vuestra falta de lealtad mesorprende.

Respondió otra voz, esta vez la deMemnón.

―No somos leales a ti ―afirmó―.Sólo pretendimos hacerte creer que loéramos porque convenía a nuestrosobjetivos. Tehama escoge a sus propiosamigos.

―Y al parecer también a suspropios enemigos ―replicó Amonis.Noté que desviaba la mirada hacia mí, aun par de metros del jaguar máscercano―. Al menos has elegido consensatez.

Volvió a alzar los ojos para observar

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a los tehamanos. Me percaté entonces delo numerosos que eran.

―Vuestra mera presencia aquíensucia el Archipiélago ―afirmóMemnón―. Regresad a casa antes deque sea demasiado tarde para vosotros.

―Palabras valientes en boca depersonas cobardes ―repuso Amonis―.Ahora que te has quitado el disfraz teconocemos por lo que eres en realidad.Vuestra mancomunidad impía no nossobrevivirá.

Hizo una señal con la mano y lossacri avanzaron. Uno de los jaguaresgruñó, mostrándole los dientes a losguerreros sagrados.

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―¿Qué estáis haciendo? ―dijoMemnón. Oí el ruido de ropa desgarradadetrás de mí, pero las lances y garrasdel jaguar me mantenían inmóvil,presionado contra las polvorientaspiedras de la calle. Amonis no sumovió.

―Esos herejes pertenecen a nuestrajurisdicción ―replicó el otro hombre, elvenático. Era mucho más viejo queAmonis. Quizá era uno de los que habíanestado con Sarhaddon el primer día enel ágora.

―¿Qué importa quién los mate?―objetó Memnón―. Tal vez seamosenemigos, pero en esto, como tú has

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dicho, estamos de acuerdo.―Así es ―reconoció Amonis con

un breve asentimiento―. Por desgracia,el dómine Sarhaddon no desea que losmaten todavía y no puedodesobedecerlo.

―Debes obedecerlo ―corrigió elvenático.

―No lo creo ―opinó Memnón y,dirigiéndose a sus compañeros,ordenó―: Matadlos.

Los jaguares se precipitaron perolos sacri fueron más veloces. Al merobrillo de sus espadas, los felinoshuyeron a toda prisa, liberando mitobillo. Un pequeño hilo de sangre me

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brotó de un pie, pero lo ignoré y meincorporé. El sacrus más cercano melevantó a la fuerza mientras los demásformaban un círculo rodeándonos ydejando fuera a los tehamanos.

―Vivirás ―le dijo Amonis aMemnón―, pues se me ha ordenado nomatar. Pero me encargaré de queaproveches tus últimas horas. Pídele aRanthas que se apiade de ti y de tu gente.

El mago mental le lanzó una miradade odio, pero sólo pude verlo un instanteantes de que el sacrus más cercano mecogiese de la espalda y los demás seincorporasen rodeándonos a los tres.

¿Para qué se molestarían? ¿Qué

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deseaba Sarhaddon para enviar aAmonis con la orden de rescatarnos? AAmonis, precisamente.

Los tehamanos se marcharon,llevando tras de sí a sus jaguares, y seperdieron entre las sombras de la callelateral.

Amonis se volvió hacia nosotros conuna expresión en el rostro no mucho másgentil que la de Memnón, y sentí queañoraba en mí el viejo temor al recordarmi indefensión en el Refugio y en lapresa. Títeres otra vez, tras todas esasfugaces semanas de decidir nuestropropio destino.

Cerré los ojos un segundo. Nunca

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más. Ya no tendría miedo. Contra todoslos pronósticos, seguíamos vivos.

Amonis debió de interpretar migesto como miedo.

―Haces bien en temernos ―dijodespectivamente―. Contemplo conplacer la perspectiva de verte en elpotro.

Era imposible escoger a uno entreellos, Amonis y Memnón, Midian yUkmadorian, Drances y Sarhaddon; eranmucho más parecidos entre sí de lo quemi hermano y yo jamás lo habíamossido. No tenía disculpa por no habermedado cuenta de la verdadera naturalezade los miembros del consejo, sólo mi

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propia torpeza.Fue Ravenna quien respondió, sin

mostrar en la voz ni un rastro de miedo:―¿Sólo piensas en eso? Nunca en la

gloria de Ranthas, ¿o es que laconsideras irrelevante? ¿Temerte a ti?Sólo puedo despreciarte.

Amonis se puso rojo de furia, peroel venático cogió su brazo antes de quepudiese golpearla.

―Recuerda tus votos, dómineAmonis.

Apenas capaz de contener la ira, elinquisidor apretó los dientes y dirigió suenfado al venático y a nosotros. No eranormal que los inquisidores estuviesen

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bajo la autoridad de ninguna otra orden,pero por entonces la situación eracualquier cosa menos normal. Mi mentetrabajaba a toda prisa, pero noconseguía imaginarme qué esperaban denosotros o por qué habían pospuesto loinevitable.

―Nos acompañaréis al templosegún ha ordenado dómine Sarhaddon―dijo finalmente Amonis―. Vuestrodestino se decidirá allí. Centurión,átales las manos.

Uno de los sacri, cuya única marcadistintiva era una llama dorada en sutúnica, dio un paso adelante en direccióna sus hombres. Más allá del círculo de

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guerreros sagrados, la gente delArchipiélago observaba todo conincomodidad (estaba seguro de que eranmás numerosos que antes). Ahora laúnica luz provenía de las lámparas deleños situadas a intervalos en distintosedificios de la calle.

Cuando uno de los sacri trajo unassogas, Ravenna juntó las muñecas y lasextendió ante él, casi sin mirar aAmonis. No se resistió lo más mínimomientras el sacrus la ataba. Palatina laobservó con sorpresa antes de hacer lomismo. Yo ignoraba el enorme esfuerzoque requería ese gesto hasta que lasimité, todavía asustado pese a mi

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decisión de evitarlo. Ravenna siemprehabía sido más valiente que yo.

Cuando acabaron, Amonis ordenó alsacrus atar las cuerdas entre sí paraconducirnos a los tres por la calle comoa animales con correa.

―La mayoría de los cazadores temea sus presas, no a sus animales de caza―dijo Ravenna―. Al menos, los quevan tras presas de su propio tamaño.

―Y la mayoría de la gente sacrificaa su ganado cerca de su hogar, para notener que transportar la carne un trayectomuy largo. Las vacas caminan decididashacia el matadero ―replicó Amonis. Noesperaba de él tanto autocontrol, sólo

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otra amenaza.―Veo que eres un experto en las

cosas del campo ―sostuvo Ravenna condesprecio―. Quizá deberías regresar atu río de barro haletita.

―Mantén la boca cerrada ―regañóel venático avanzando de prisa hacia elcenturión. Mientras los otros sealineaban, el hombre que estaba delantede nosotros estiró de la cuerda yavanzamos siguiendo sus pasos, detrásde los dos sacerdotes y subiendo lacuesta bastante rápidamente. A amboslados de la calle se congregaba gentepara ver qué sucedía, y sentí suhostilidad. No sabía si estaba dirigida

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hacia nosotros o hacia los sacri.―Creo que deberíamos coger la

entrada lateral ―sugirió el venáticocuando llegamos arriba de la calle ydoblamos hacia un estrecho pasaje queconducía a una esquina del ágora.

―No estoy de acuerdo ―objetóAmonis―. Tenemos que demostrarle alpopulacho que no le tenemos miedo.

―Dómine Sarhaddon no tenía esaintención.

―Era la intención de su santidad―afirmó Amonis, feliz de coger lasriendas por una vez―. Hay querecordarle a esta escoria que todavíatenemos el poder aquí.

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―Quizá eso no dure mucho tiemposi te comportas de semejante modo―espetó el venático.

Amonis se mantuvo en sus trece ylos sacri cerraron filas a nuestroalrededor. Las cabezas de los dossacerdotes me impedían ver (los dos eramuy altos), pero antes de que llegásemosal ágora distinguí el brillo de lasantorchas y oí cómo murmuraba la gente.

Custodiados por los guerrerossagrados con la cara oculta, nosempujaron hacia el ágora. Las personasbajaban la mirada a ambos lados, sinquerer enfrentar los ojos de los asesinosenmascarados. El jaleo de charlas se

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convirtió en un murmullo, que crecía enintensidad en las zonas más alejadas delos sacri.

Los dos sacerdotes nos hicieronseguir a sus guardias, y el hombre quenos conducía acorto la soga que nosseparaba. De todos modos, nadie hizo elmenor movimiento para atacar a losreligiosos. Sentí que mi corazónpalpitaba velozmente, martilleándome elpecho. ¡Por el amor de Thetis! ¡Aquítodos odiaban a los sacri! ¿Por qué nolos atacaban? Una vez dentro del temploestaríamos a merced de Midian ySarhaddon. ¿En qué estaban pensandoRavenna y Palatina?

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Ravenna captó mi atención e inclinóla cabeza, moviendo los labios paraindicarme la palabra «Consejo». Noestaba seguro de que con esa gente nosesperase mejor suerte, y no encontrédemasiada piedad en los rostros de lamultitud. Pero, claro, estaban todosdemasiado ocupados intentandomostrarle a los sacri su desprecio sinser castigados por ello.

Nadie era lo bastante osado paraexponerse a represalias, y caminamos através de la multitud sin que nadie nosdijese nada, aunque el murmullo crecíaen volumen. Delante de nosotros, otraspersonas permanecían de pie en lo alto

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de las murallas carmesís, sobre el patiodel templo, controlando a la gentereunida. Éstas, construidas con falsasmedias columnas para armonizar unpoco la estructura, eran más altas de loque las recordaba. ¿O quizá eso se debíaa que la vez anterior las había vistodesde un balcón? Imposible saberlo.

Cuando llegamos hasta el portal delpatio, se abrieron unas puertas doblesque en seguida se cerraron a nuestropaso. En el interior había un pequeñopuesto de vigilancia y un pequeñopasaje, desde el cual accedimos a lacolumnata del patio del templo,iluminada por lámparas de leños

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dispuestas en las columnas internas. Elfuego sagrado (o al menos el fuegosagrado que se les permitía ver a losfieles ordinarios) parpadeaba en elcentro y detrás de él se encontraba laimponente masa roja del edificioprincipal con sus elevadas y estrechasventanas, y sus almenas en lo alto.

Otros dos venáticos esperaban al piede la columnata, con las manos ocultasentre los pliegues de las túnicas.

―¿Habéis tenido éxito? ―preguntóuno de ellos. Reconocí su voz: eraNinurtas, prior de los venáticos yasistente de Sarhaddon. Tenía treintaaños más que él y lo había secundado

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durante el primer sermón.―Sí ―sostuvo Amonis―. Los he

traído aquí como habéis pedido, y ahoralos conduciré ante el exarca.

―El exarca está ocupado ―dijoNinurtas―. Los prisioneros deben serllevados ante Sarhaddon, como élmismo ha ordenado.

―Son herejes ―insistió Amonis―.Están bajo la autoridad de la santaInquisición. No puedes negar eso.

―No lo niego. De todos modos, sete ha ordenado llevarlos con Sarhaddon.Me resulta molesto que no obedezcas tuvoto de obediencia salvo en los casos enque te conviene hacerlo.

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―Soy un leal siervo de la orden deRanthas ―afirmó Amonisobstinadamente―. Deberían sersometidos a interrogatorio.

―Ya han sido sentenciados―señaló Ninurtas dando laconversación por concluida. Tras unmomento de vacilación, Amonis asintióde forma breve, dirigió al venático lamás fugaz de las reverencias y siguióavanzando por el patio, moviendo latúnica al andar. Sólo quedaban allí dossacri, mirando el extremo opuesto de lacolumnata.

Ninurtas no dijo nada más, pero lesindicó a los sacri que lo siguieran y se

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marchó en la otra dirección. Sin deseosde que nos estiraran con la soga,avanzamos detrás de él. Podía oírse elmurmullo de la multitud en el exterior, yen el lado izquierdo de la columnatadistinguí a un grupo de figuras en lamuralla; algunas no parecían ser ni sacrini sacerdotes. Quizá oficiales thetianos.¿Serían los que habían cogido de susnaves?

Debía de haber más arriba, en laciudadela, pero aún ignoraba qué habíasido de Hamílcar o de Ithien. ¿Dóndeestarían? Si hubiesen caído en manosdel consejo, no cabía duda de queMemnón nos lo habría dicho, cuanto

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menos para hacer más completa suvictoria. Y pese a la acción de la Aegetafuera del puerto, Hamílcar todavíapodría alegar que estaba de parte delDominio como del consejo. Palatinahabía mencionado en algún momento quetres o cuatro mantas de las grandesfamilias habían pasado con los años amanos de los heréticos. No era posibleque Ukmadorian estuviese al tanto deque Hamílcar e Ithien eran ahoranuestros aliados, aunque la presencia deAurelia podía dar lugar a laespeculación.

Ninurtas nos guió a través de unaestrecha puerta en una esquina de la

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columnata y desde allí pasamos a unpasadizo, cuyas paredes eran de piedradecorada pero desprovistas de muraleso cuadros colgados. Si no meequivocaba, nos hallábamos aún en elmuro exterior del templo, un muro másgrueso de lo que suponía. De hecho, eramás una fortaleza que un templo, lo queno podía sorprender a nadie.

Bajamos una escalera hasta llegar auna puerta muy ancha que debía deconducir al salón del Fuego del templo,la estancia principal inferior alsantuario. Seguí con la mirada la hilerade majestuosas columnas queculminaban en un techo abovedado, del

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que colgaban tres arañas de hierro.El sacrus se detuvo y desató la

cuerda que había utilizado parallevarnos. Entonces él y su compañerose retiraron, cerrando las puertas detrásde ellos.

Me sentía realmente insignificante enaquel monumental edificio y en unprincipio no noté la presencia del tercervenático, una pequeña figura de piejunto a otro fuego en el ábside situadomás al fondo. Le clavé la mirada uninstante y, aunque la habitación estaba ensemipenumbras, lo reconocí por lapostura, por la posición de los hombros.

No iba encapuchado pese a estar en

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un sitio tan sagrado y vi con claridad susfacciones cuando se nos acercaba.Caminaba sin hacer el menor ruido, perodespertó un eco en las columnas alhablar.

―Habéis recorrido un largo camino―dijo― y en él habéis cosechado másenemigos de los que hubiera creídoposible. No me sorprende que os vuelvaa tener prisioneros.

―¿Te vanaglorias de ello?―replicó Ravenna, obligada a mirarlosegún se aproximaba―. Encargas tusmisiones a otros para que las realicenpor ti. Orosius, la Inquisición...

―Todos tienen su utilidad

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―completó Sarhaddon―. Pero ¿en esoconsiste vuestro orgullo?, ¿en que habéisestado cautivos de un emperador enlugar de ser mis prisioneros? ¿Hanmerecido la pena esas cicatrices?

Ella no se conmovió.―Aún estoy viva. Y sigo siendo la

misma persona a pesar de todo lo quehabéis hecho tú y tus buitres. Hemosescapado en cada ocasión. ¿No es algode lo que podamos estar orgullosos?

―Me tiene sin cuidado.Sarhaddon parecía mucho más viejo,

aparentaba diez años más de los treintay uno que tenía. Poseía los rasgosdemacrados de un asceta, pero sus ojos

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seguían siendo vivaces y nos apuntabanalternativamente, intentando desnudarnuestras almas.

―¿Por qué te has molestado ensalvarnos? ―preguntó Ravenna―.Después de todo este tiempo, deberíassaber que lo mejor era permitir que elconsejo nos matase.

―Prefería que fuese de este modo.Ella negó con la cabeza.―No, nosotros lo preferimos. Fue

decisión nuestra venir aquí.―Tenéis una idea muy peculiar

sobre qué es una decisión ―acotó elvenático que había acompañado aAmonis―. Fue la voluntad de Ranthas

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la que os trajo aquí y es imposibleoponerse a ella.

En algún sentido, los dos teníanrazón, pero empezaba a darme cuentadel motivo por el que Ravenna se habíasometido tan mansamente (o quizá no sehabía sometido en absoluto).

―Somos tus prisioneros porquehemos escogido serlo ―dijo,decidida― y porque tú has queridotomarnos prisioneros. No ha intervenidoen ello ningún dios.

―¿Incluso aquí dentro profieresherejías? ―se escandalizó Ninurtas,sonando más vehemente que ninguno.Había en su tono una velada amenaza,

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pero nada de la violencia típica de losinquisidores.

Ravenna se encogió de hombros,mientras que Palatina y yopermanecíamos mudos a su lado,inseguros de lo que pretendía. No erauna situación especialmente agradable yapenas conseguía mantener a raya elmiedo. Sólo me sostenían la decisión deno volver a ser jamás la marioneta denadie y la ayuda extra que me daba lafirmeza de Ravenna. Una prueba más,por si faltaba alguna, de la enormedistancia que nos separaba y que yohabía intentado ignorar.

―Parece que no puedo decir nada

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más ―advirtió ella―. Soy a tus ojosuna hereje porque no venero a Ranthas.Soy una hereje para el consejo porqueCathan y yo tuvimos una idea propia. Y,para ambos, porque no creo en las cosasen las que el consejo y vosotros estáisde acuerdo.

―Vuestro consejo hereje no está deacuerdo con nosotros en nada ―objetóNinurtas.

―Ambos creéis en la existencia deocho dioses y en que cada uno posee supropio Elemento.

Ninurtas se volvió hacia Sarhaddon.―Mira, se inculpa ella misma. Es

una heresiarca. ¿Por qué perdemos el

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tiempo con ella? Deberíamos quemarlosahora mismo.

―Eso sería un error ―señalóSarhaddon―. Podemos utilizarlos.

―No ―interrumpió Ravenna antesde que Ninurtas pudiese responder―.¿No os basta con ser guías de almas?¿También necesitáis poseerlas?

―Ranthas nos ha nombrado susrepresentantes en Aquasilva ―sostuvoNinurtas―. Vuestra alma le pertenece,mientras que nosotros sólo somosintermediarios. Sabéis mejor que nadieque el recipiente más imperfecto puedeservir a los más elevados propósitos.

―Diga lo que diga, soy maldita

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―replicó ella―. ¿Qué importa todoeso? Si vais a quemarme, lo haréis tantosi confieso y me retracto de todo comosi mantengo mi convicción de que elLibro de Ranthas es un engaño.

El rostro de Ninurtas se oscureció,pero Sarhaddon le indicó quemantuviese la calma.

―Admito que tienes razón, peronuestra misión es salvar almas, nomaldecirlas.

―Pues has sido muy rápido enmaldecirnos ―intervino Palatina,incapaz de seguir callada―. Llegasteofreciendo la paz, pero las palabrasapenas habían salido de tu boca cuando

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nos traicionaste entregándonos aOrosius.

―No os habríais retractado ―alegóSarhaddon―. Lo sabía entonces y lo séahora.

―¿Entonces por qué nos mantienesvivos? ―exigió Ravenna.

―¿Deseas ir a la hoguera? ―lepreguntó Sarhaddon―. Parecesdesearlo.

Ravenna negó con la cabeza.―Por supuesto que no, pero te

hemos permitido tenernos sujetos a tucompasión en medio de un templorepleto de inquisidores que deseanmatarnos. ¿Por qué haríamos eso?

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El interrogante pareció intrigar aSarhaddon un instante, pues ella estabadándole la vuelta a todos losargumentos, llevando la verdad allímite.

―Nos habéis preferido a nosotrosque al consejo ―señaló él―. Pese atodo lo que os hemos hecho, habéispreferido poneros en mis manos antesque morir en manos del consejo. Si,como alegas, ésa fue vuestra decisión,entonces habéis venido aquí para salvarla vida. El martirio no os sienta bien,¿no es cierto?

―¿Realmente puedes decir eso―prosiguió Ravenna―, después de lo

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ocurrido en Lepidor?―Las cosas cambian. Vosotros

cambiáis. Estuvisteis cerca de la muerteen una ocasión y no queréis que osvuelva a suceder. Lo que implica, porsupuesto, que os habéis sometidovoluntariamente a mí. ―Sarhaddonsonrió ligeramente antes de proseguir―:Eso deja claro por qué habéis venido yque esperáis sobrevivir. No es unaestrategia muy sutil la de emplear todoel tiempo la muerte como amenaza, y nosiempre funciona, pero acabáis derevelarme que puede ser eficaz. Os loagradezco.

Dio un paso atrás, disfrutando de la

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incomodidad de Ravenna.Por un instante ella no añadió nada,

pero entonces volvió a la carga:―Por tus propios intereses te

conviene que estemos vivos. No ganabasnada con traernos hasta aquí paraquemarnos si tenemos en cuenta que elconsejo lo habría hecho por vosotros.¿Para qué tomaros la molestia?

La voz de Sarhaddon sonó muydistinta cuando volvió a hablar, como siun inquisidor se hubiese apoderado desu cuerpo despojándolo de toda sutileza.

―Antes de que se diga nada más,aclaremos bien esta cuestión―advirtió―. Os he traído porque he

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querido hacerlo, ya que meproporcionará información muy valiosa.No os engañéis. Habéis humillado adómine Amonis en la represa y, alhacerlo, se ha visto herido el orgullo dela Inquisición como cuerpo. Si me placey se aviene a mis intenciones, os pondréotra vez en sus manos sin dudarlo.Ahora contestaréis a todo lo que yo ocualquier otro os pregunte.

―No sois magos mentales deTehama ―objetó Ravenna.

―Es cierto y quizá deba explicarme.La Inquisición posee una técnica queemplea en determinadas situaciones paraobtener información. Sólo funciona con

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gente que es leal a sus amigos ofamiliares. Si te someto a interrogatorio,Ravenna, los inquisidores no te tocaránlo más mínimo. Podrás negarte aresponder a tantas preguntas comoquieras y no sufrirás. Hizo una pausa,tan implacable en cada detalle comoAmonis o incluso los miembros delconsejo, y continuó―: Sucederá encambio que quienes sufran serán Cathano Palatina, o ambos. Si decides no decirnada, serán sometidos a todos lostormentos que el inquisidor considereapropiados. Y nada que ellos digantendrá influencia alguna en su destino.

Tendríamos que haber esperado algo

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así. Noté la furia de Ravenna en el modoen que se tensaban sus músculos y supede inmediato que, fuera cual fuera elresultado de aquel enfrentamiento,Ravenna saldría derrotada. Era deesperar.

Pero, por supuesto, aquello ya habíasucedido con anterioridad, En mimemoria seguía marcado a luego eljuzgado de Kavatang, el increíble flujode ira en estado puro que se habíaapoderado de mí en el potro alpresenciar las torturas a las queRavenna era sometida. Y ellareaccionaría de igual modo ante lo queme hiciesen. El mismo efecto, salvo por

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el hecho de que yo tenía más magialatente.

En Kavatang había habido unoscuatro magos mentales. Quizá hubiesealgunos más rondando por Tandaris esanoche, pero yo me había encargado deellos en Kavatang sin pensarlo dosveces.

Mi repentina reflexión se diluyópoco después en el silencio que siguió alas palabras de Sarhaddon. Incluso si melas arreglaba para vencer a los sacri y alos que estuviesen en el templo, nosencontrábamos en una ciudad hostil y lostehamanos estaban informados denuestra presencia.

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La esperanza se esfumó entonces porcompleto, suplantada por una terriblecongoja cuando varias escenas serepitieron involuntariamente en micerebro: la Inquisición torturándolos aellos en mi lugar; la mesa de piedra yAmadeo colgando de una pared,sostenido por alambres que le habíanproducido cicatrices tremendas. Marcasque, en opinión de Khalia, nodesaparecerían nunca.

La idea de que cualquiera de ellosquedase al capricho de Amonis eraaterradora. Más aún, atroz. Y Sarhaddonlo sabía. Del mismo modo que amboséramos conscientes de que las dos

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mujeres me superaban en integridad yfortaleza, tanto mental como físicamente(sólo era necesario pensar en todo loque había soportado Ravenna).

―Ni Midian ni los inquisidores osquemarán por su cuenta ―continuóSarhaddon―. Tenéis informacióndemasiado valiosa. Antes de arder en lahoguera, los tres pasaréis por lo que oshe descrito. Midian concederá a losinquisidores una exención para superarsus propios límites de tortura, puesdesea vengarse de vosotros tanto comolos demás.

Era un reconocimientoinesperadamente sincero sobre lo que

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había guiado la conducta de Midiandurante todos esos años.

―No serán nada amables, y al finalmoriréis en medio de doloresintolerables. Quizá uno tras otro, demodo que al menos dos de vosotrostengáis la oportunidad de arrepentirosantes de ser quemados.

Ravenna miró cómo él cerraba unatrampa a nuestro alrededor. Bajé losojos al suelo recordando aquellahorrible pesadilla.

«Esto es incluso más de lo quemereces. Nos veremos en Tandaris.»

―Os queda una elección―concluyó Sarhaddon―. Podéis elegir

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lo que acabo de describir o...Se detuvo, esperando a que alguno

de nosotros dijese algo. Finalmente,como el silencio proseguía, me aventuréa intervenir.

―¿O? ―fue todo lo que pude decir,pues se me cerró la garganta impidiendoque continuase.

―O podéis uniros a la ordenvenática, jurando cada uno por la vidade los otros dos así como por el Librode Ranillas. La Inquisición no puedetocar a ninguno de nuestros numerarios,forma parte de nuestro reglamento.Vuestros crímenes serán absueltos,volveréis a ser acogidos por el Dominio

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y me obedeceréis en todo.¿Qué se proponía? Era evidente que

con eso ganaría algo, pero ¿qué? Nostendría bajo su absoluto control, puessabía tan bien como nosotros queNinurtas buscaría la menor oportunidadpara denunciarnos. Según había oído, elanciano era un brillante predicador einstructor. Pero tras nuestro encuentro deese día me quedaba claro por qué lohabían designado subordinado deSarhaddon, pese a que no estuviese entodo de acuerdo con él. Los integrantesmás conservadores del Consejo deExarcas habían insistido en nombrar enla cumbre de la orden a alguien en quien

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pudiesen confiar, a fin de asegurar lalealtad del cuerpo y evitar que sevolviese demasiado independiente.

Eso no importaba demasiado. La quenos proponía Sarhaddon era a la vez lasalida más sencilla y la más complicada,pues consistiría en una rendición total alDominio pero al mismo tiempo dejaríade perseguirnos la desgracia de serblanco de todo el mundo. Considerando,claro, que pudiésemos confiar enSarhaddon.

―Aunque también existe una terceraposibilidad ―añadió éste y, al levantarla mirada, descubrí que tenía los ojosclavados en mí―. Ninguno de vosotros

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sufriría el menor daño. De hecho, todolo contrario, y os veríais libres delpoder de Midian.

Ésa era la opción que deseabaSarhaddon y por eso la había dejadopara el final. Tortura y muerte,obediencia absoluta o...

―¿Cuál es la tercera opción?―pregunté.

―La conoceréis en pocos minutos.Pero, ahora, si me seguís afuera, osenseñaré algo.

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CAPITULO XXXIV

Uno de los venáticos abrió laspuertas y los dos sacri volvieron aentrar. No hicieron mucho más ruido queSarhaddon, ni siquiera con el eco delsalón.

―Desatadlos ―ordenóSarhaddon― y luego venid con nosotrosa las murallas.

Los sacri inclinaron la cabeza en unabreve reverencia y desataron los nudos.Sentí alivio al verme libre de lascuerdas. Al parecer, Sarhaddon pensabaque ya podía confiar en nosotros.

¿Cuál sería la tercera opción? ¿Para

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qué necesitaba nuestra ayuda? Mientrasseguíamos a los venáticos y a los sacrifuera del salón, mi mente se debatióintentando adivinarlo. Sabía que eraalgo relacionado conmigo, no con ellas,pero eso no me hacía sentir nadacómodo.

Avanzamos por el pasillo hacia lacolumnata. Allí los gritos provenientesdel exterior me impresionaron confuerza renovada tras el silencio casiabsoluto del salón. En la columnatahabía ahora más gente: destacamentos desacri custodiándola y tres o cuatroservidores del templo (todos deEquatoria, por cierto) cargando bultos

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desde el puesto de vigilancia hasta lapuerta más lejana del patio.

―Hay muchos sacri aquí ―susurróRavenna cuando caminábamos hacia lacolumnata―. Más de lo usual.

―¿Ya has estado aquí? ―lepreguntó Palatina.

―Después de capturarme lostehamanos ―dijo como quien deseaconcluir la conversación. Ninguno denosotros quiso agregar nada más.

Seguimos a los sacri hacia la garitade vigilancia y subimos una anchaescalera (la versión qalathari de unaescalera de caracol), que llevaba a loalto de las murallas, El ruido de la

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multitud se oía mucho mejor y miré porencima de las almenas para ver la genteque llenaba el ágora. Algunos llevabanantorchas, pero casi toda la iluminaciónprovenía de los faroles de la calle.

El camino de las almenas era másancho de lo que había imaginado y teníaespacio suficiente para que pasase porallí un carro de dos caballos. No es quehubiese carros en Tandaris. pero, alparecer, los arquitectos del templo sehabían basado en el modelo haletita.Allí no había ninguna luz, y cuando laspersonas más cercanas de entre un grangrupo empezaron a acercarse a mí, tardéun momento en reconocerlo.

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―Sarhaddon ―dijo. Supe de quiénera esa voz al instante y miré conincomodidad a los tres venáticos, todosde aspecto frágil e insignificante tras elcorpulento haletita que había hablado―.Me han comentado que te apropias demis prisioneros.

―Midian ―replicó Sarhaddon,inclinándose apenas para hacer unareverencia. Sin lugar a dudas el exarcadel Archipiélago era su superior, pormás que el venático no se tomara lamolestia de llamarlo «su santidad».

Noté la expresión furiosa de Midianal vernos, gracias a la luz del patio quese reflejaba en su cara. Amonis estaba

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junto a él como una sombra.―Son herejes condenados, su

santidad ―señaló Amonis―. Sueltos enel templo y ni siquiera atados.

―No cabe duda de que son herejes―confirmó Sarhaddon―. Pero eso noquita que nos sean útiles. Y órdenes sonórdenes.

El exarca entrecerró los ojos.―Los accidentes suceden, él lo

sabe. Deberíamos matarlos y acabar contodo.

Al parecer, él era el primado.Midian era tan poco sutil como

siempre, un matón autoritario. Enopinión del Dominio, ideal para su

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puesto. Las túnicas rojas y doradas, elbirrete cilíndrico con el símbolo de lallama... no eran más que parafernalia.Midian era un noble haletita, entrenadocomo guerrero y con tan pocosescrúpulos como la mayor parte de supueblo, incluyendo al último emperador,el primado y gran parte del alto clero.

―Quisiera decirle algo, su santidad,si se me permite ―pidió Amonissuavemente y, antes de que éste pudieseprotestar, Sarhaddon se alejó con elexarca. Bordearon las almenas del patioy conversaron en voz baja durante un parde minutos. Sarhaddon le explicaba algoal haletita y, aunque Midian parecía

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aceptarlo, no parecía contento.―Así lo haremos ―sostuvo el

exarca en voz alta cuando regresaron―,a menos que la situación nos obligue acambiar de planes.

―Por el momento todo va bien―confirmó Sarhaddon.

―Quizá ―fue la respuesta deMidian. El exarca se alejó para hablarcon algunos inquisidores mientras queSarhaddon nos guiaba hacia el grupo.Muchos se volvieron al vernos y detuveel paso.

―¿Quiénes son? ―dijo un hombre,un tanethano con barba de lord mercanteque llevaba encima de la túnica una

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capa liviana. Su rostro me resultabafamiliar, aunque dudaba que él mereconociese. Se trataba de lord Hiram,cuya familia era de las más importantesde Taneth. A su lado, con aspecto tansereno y urbano como siempre, estabaHamílcar Barca. Ninguna sorpresa. Losotros, de aspecto similar, eran dosalmirantes thetianos, dos oficialessuperiores de Pharassa y otro queparecía ser un alto oficial de algunaparte. Había también un sujetoprocedente de Mons Ferranis, queaparentaba tener algún rango, y gente deEquatoria.

Pero el que me llamó la atención fue

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el último en volverse, un hombre fornidocon una pequeña barba cuidadosamenterecortada que llevaba una capa negrasobre un uniforme verde oscuro conestrellas del almirantazgo de Cambress.

―Pensé que lo reconoceríais ―nosdijo Sarhaddon.

El cambresiano nos dirigió unamirada atenta y luego dio un pasoadelante mientras los otros oficialesmiraban con curiosidad. Según constaté,había al menos un representante de cadapoder principal.

―Caballeros, éstos son nuestroshuéspedes ―anunció Sarhaddonponiendo especial énfasis en la última

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palabra, para que los oficiales supiesena qué se refería―. Palatina Canteni,Ravenna Ulfhada y Carausius Tar'Conantur.

Muchos respiraron profundamente.―Usabas otro nombre la última vez

que te vi ―comentó el cambresiano―.Te recuerdo, fue inmediatamentedespués de que mi nave fuera atacadapor una manta pirata.

Ravenna sonrió ligeramente.―En Océanus ―añadí, recordando

una tarde estival hacía ya siete años y aun capitán cambresiano de sonrisafácil―. Xasan Koraal. También estabaallí vuestro primer oficial Gianno y

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alguien de Mons Ferranis. Por otraparte, sigo llamándome Cathan Tauro.

El cambresiano se puso serio.―Ganno se hundió a bordo del León

en el atolón de Poralos. A Miserak lo hevisto muy pocas veces desde entonces.

Ninguno de los otros dijo nada eincluso Ravenna pareció sorprendida.Sentí que me picaban los ojos y alparpadear contuve repentinas lágrimas,no tanto por el amable oficialcambresiano a quien apenas habíaconocido, sino más bien por misrecientes experiencias y por miscompañeros de viaje desaparecidos esemismo día.

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Xasan negó con la cabeza, perdidoen sus pensamientos. Una curiosaexpresión cubrió el rostro de Sarhaddonal contemplarnos.

―¡Qué sucesos tan tristes!―exclamó Xasan aprovechando elsilencio de sus colegas―. Supe queteníamos problemas después de queaquella cosa decidiera atacaros, fuera loque fuera. Recuerdo, sin embargo, lotranquilo y civilizado que solía ser todo.Sólo viajar a la costa de Océanus parapasear nuestra bandera aquí y allá ycerrar un par de negocios. Encuentraahora a alguien que se atreva a haceralgo semejante.

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Mientras hablaba, las imágenessurgieron de un rincón de mi mente. Elpuerto en Kulam, adormecido y casidesierto; la comida y el vino en elpalacio del amigo de mi padre, el condeCourtiéres; la travesía hacia el sur dePharassa junto a un conversadormonaguillo, listo para empezar suadoctrinamiento en la Ciudad Sagrada.

Mientras esos recuerdos meinvadían me fijé en Sarhaddon y supe, enaquel momento, cuál sería la terceraopción. Ravenna y Palatina ya lo habíanadivinado, pero la autocompasión quesentía había nublado mis razonamientos.

Sarhaddon sonrió, capaz de leerme

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la mente mejor que yo mismo. Supresentación había sido muy clara y sóloera cuestión de tiempo que los thetianosnotasen mi parecido con Orosius.

―¿Sobrino del difunto emperador?―preguntó Hiram tentativamente.

―Sobrino de Aetius ―respondiópor mí Sarhaddon― y hermano deOrosius.

―Es una revelación preocupante―afirmó uno de los oficiales dePharassa―. Suponíamos que no existíanmás herederos imperiales.

―Ranthas nunca permitiría que esoocurriese ―apuntó Sarhaddon―. Elimperio ha de tener emperador.

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―Pues ahora no tiene, a menos queconsideréis a la emperatriz del Aerolito―comentó el thetiano, y mi corazónsaltó de alivio. Eso significaba que mimadre estaba segura todavía y que sehabía refugiado en el Aerolito. No sehabía mencionado que estuviese cautiva.

―Mi flota está inmovilizada en elpuerto ―prosiguió el almirante,mirando a la multitud reunida abajo.

Ése debía de ser el comandante de lagran flota imperial, Alexios, yprobablemente su compañero (no unalmirante, según comprobé entonces,sino un capitán) seria el jefe del buqueinsignia del comandante. Me pregunté

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cómo habrían acabado ambos allí, enlugar de estar encerrados en el Aerolitojunto a Charidemus y Aurelia.

Mientras era vigilada desde laalmena, la multitud se hizo a un ladoabriendo paso a un grupo de personasque bajaba el camino desde el Aerolito.Se detuvieron antes de alcanzar el límitedel ágora y se colocaron en una tarimafrente a la nutrida masa de gente. Elruido cesó.

―Los líderes ―dijo el hombre deMons Ferranis―. Ahora sabremosquiénes son.

―No sólo los líderes ―añadióXasan señalando con el dedo―. Mirad,

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también hay soldados entre la multitud,están formando allí y allí abajo. ¿Veislos penachos?

Se produjo un silencio en elparapeto mientras esperábamos lasnoticias de los concejales, aunque lamayor parte de los presentes ignoraba suidentidad.

No fue Ukmadorian quien ocupó latarima (cosa nada sorprendente), sinootro hombre, según me pareció,procedente del Archipiélago. Llevaba latúnica gris de la ciudadela del Viento.

―Pueblo de Tandaris ―dijo y suvoz recorrió la plaza―, ¡hemosregresado! ¡Hemos venido para liberar

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al Archipiélago del Dominio de una vezy para siempre! ― Era obvio queprovenía del Archipiélago, pues sóloallí se toleraba cierta independenciareligiosa, al menos a algunos.

No era un discurso realmenteinspirado, pero le siguió una ruidosaovación popular que se extendió porespacio de varios minutos, durante loscuales el sujeto tuvo que esperar paravolver a hablar. Debía de ser elequivalente de Ukmadorian en su propiaciudadela.

―Tenemos trece mantas listas en elpuerto, hemos interceptado veinticuatronaves thetianas aquí y a otras nueve en

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Pharenos. ¡Cuando esas naves seannuestras, el Archipiélago tendrá unaflota capaz de lograr que tiemblen lasmayores potencias del mundo!

Una nueva ovación. No era ni delejos tan buen orador como Sarhaddon,pero esa noche no parecía necesario quelo fuese. Y una flota de unas cincuentamantas de guerra, incluyendo naves decombate, era más de lo que Cambresshabría reunido para una guerra a granescala contra otro continente (aunquenunca ocurriese).

―Por ahora los thetianos carecen depoder, su flota está atrapada en elpuerto. ¡Haremos que, de ser enemigos,

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pasen a convertirse en nuestros aliadosy, llegado el momento, les daremos labienvenida como a camaradas en lalucha contra el Dominio!

Recorrió con los ojos a la gente quefestejaba sus palabras y luego alzó lamirada al parapeto, donde estábamostodos nosotros.

―Exarca Midian ―continuó―,preceptor Sarhaddon, esas murallas noos protegerán. ¡Invadiremos el templo ylo destruiremos, libraremos alArchipiélago de hasta el últimosacerdote e inquisidor y los enviaremosa morir en esas llamas a las que habéiscondenado a tantos de los nuestros! ¡No

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podréis ocultaros! ¡No conseguiréisimponernos a vuestra marioneta defaraona!

Se volvió nuevamente hacia lamultitud:

―¡Nuestra faraona nos hatraicionado! ¡Se ha puesto de parte delDominio y ha colaborado con lossacerdotes en la destrucción de supropia gente! ¡Ahora se encuentra en eltemplo junto a Midian y Sarhaddon,planeando gobernaros como una tiranacon la ayuda del Dominio! ¿Estáisdispuestos a aceptar semejantegobierno?

Mientras el pueblo de Tandaris

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empezaba a aullar «¡No!», Sarhaddon sevolvió hacia Ravenna.

―Al parecer han tenido en cuentacualquier eventualidad ―comentó―.Ahora eres para ellos una falsa faraona,¿quién puede saberlo mejor? Supongoque es una lástima.

Pero su voz indicaba con claridadque no lo sentía.

Ravenna dio un paso atrás ypalideció como si alguien la hubieseapuñalado. Palatina la contuvo antes deque arremetiera contra Sarhaddon en unarranque de odio:

―¡No soy tu marioneta! ―llegó adecir, apenas capaz de hablar. Volvió a

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avanzar cuando la multitud calló otravez.

―¡No soy una marioneta delDominio! ―le gritó a la gente―. ¡Soysu prisionera!

¡Por Thetis! ¡Cuánto debió demolestarle decir eso!

―¡Miente! ―gritó el concejal―. Sieres una prisionera, entonces ¿por quéestás ahí de pie a su lado? Extrañaprisionera, libre en las almenas sincuerdas ni cadenas. ¿Dónde has estadodurante todos estos años? ¿Qué hashecho en favor del Archipiélago?¡Matadla!

Ravenna no tuvo tiempo para

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responder, pues la multitud recogió ellatiguillo «¡Matadla! ¡Matadla!» y logritó tapando cualquier intento dedefensa. Entonces una piedra voló haciala almena y se estrelló a pocos metrosde nosotros. Sarhaddon hizo que dossacri retirasen a Ravenna del parapeto.Los gritos prosiguieron, subiendo devolumen a medida que nos arrojabanmás proyectiles improvisados, y tambiénlos oficiales retrocedieron para no seralcanzados.

―Ellos no... No es... ―gritóRavenna y luego miró con atención suspropias manos, desatadas sólo unosminutos antes por orden de Sarhaddon.

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El venático sonrió con frialdad.―¡Althana! ―dijo Ravenna―.

¡Thetis, Tenebra!, ¿por qué?―Escucha a tu propia gente

exigiendo tu cabeza ―intervino Midian,que había aparecido súbitamente detrásde Sarhaddon. Es probable queestuviese sonriendo, pero su barba y laoscuridad me impidieron verlo―. Misdisculpas, Sarhaddon ―agregó―. Lahas destruido sin ponerle siquiera undedo encima, lo que es... encomiable.

Ravenna volvió a derrumbarse yapoyó una mano en la pared para evitarcaerse.

«¡Matadla! ¡Matadla! ¡Matadla!»

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seguía coreando la gente en el ágora,exigiendo la sangre de la faraona segúnla recomendación del concejal, cuya vozresultaba ahora inaudible salvo paraunos pocos. Pero ya no importaba.

―El cariño de las masas resultabastante inconstante, ¿no es cierto?―comentó Sarhaddon―. Si no tehubieses escondido durante tantos años,ahora la gente estaría aclamándote comofaraona en lugar de pedir tu cabeza. Peroya es demasiado tarde. Demasiado tardepara todo.

Ravenna levantó la mirada, no haciaél, sino hacia mí, y por un momento nopude respirar. Nunca antes había notado

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tanta pena en un rostro. Las reservas deenergía gracias a las cuales habíasoportado tantas penurias por fin estabanagotadas.

No conseguí articular palabra; notenía nada que decir. Por una vez,Sarhaddon había dicho la verdad.Pasase lo que pasase, después deaquello el sueño de Ravenna deconvertirse en faraona había muerto. Enesos escasos segundos se la habíatachado de colaboradora y traidora, y yanadie lo olvidaría.

Si ella no hubiera hablado,admitiendo quién era, quizá todavíahabría quedado una oportunidad. Pero

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cuando la gente, la misma gente a la queella había dedicado su vida esperandoprotegerla del Dominio, empezó a exigirsu cabeza a la titilante luz de la plaza,Ravenna supo tan bien como Sarhaddonque todo había terminado.

Palatina lanzó un alarido y pasó anteRavenna con la intención de atacar aMidian, pero los sacri fueron, comosiempre, rápidos y fuertes. Hila no loalcanzó ni tuvo posibilidades de luchar.Uno la detuvo y le propinó una patada enla parte posterior de una pierna, dándolea la vez un potente golpe en un hombropara forzarla a ponerse de rodillas. Acontinuación le dobló los brazos a la

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espalda. El otro sacrus se acercó con lacuerda y le ató las manos.

Midian echó una mirada por encimade la muralla.

―Lleváosla ―ordenó―. Y que nopueda escapar. La necesitaremos mástarde.

Uno de los sacri asintió, la cogió delcuello de la túnica con tanta fuerza que apunto estuvo de asfixiarla y la sacó casia rastras del parapeto.

Ravenna estaba ahora apoyadacontra la pared, con la cabeza ocultaentre las manos y abstraída de lo quesucedía a su alrededor. Cerré los ojos,incapaz de soportar lo que estaba

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presenciando. Me emocioné.―Está claro que somos eficaces

―advirtió Midian―. Podríamos añadira la lista de sus crímenes «ataque alexarca». Pero no tendría sentido.¡Bendito Ranthas! ¡Nunca dejará desorprenderme cómo los thetianos podéispensar que las mujeres pueden haceralgo de provecho!

―Trata a cualquier hombre delmismo modo y dime si podríareaccionar mejor ―replicó con rigidezel almirante thetiano.

―Supongo que sí, mientras no seaun marica perfumado ―espetó elexarca―, con excepción de los aquí

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presentes, por cierto, almirante Alexios.―Estoy seguro de que mi hombres

se incluyen en «los aquí presentes»―dijo el almirante―, ¿Estáis haciendoalgo para rescatarlos?. No puedenluchar contra los magos.

―Mira y escucha ―afirmó Midianvolviéndose hacia la plaza, donde elconcejal de túnica gris volvía a tomar lapalabra, pidiendo silencio sólo pararecibir ovaciones de la delirantemultitud.

―¡Uníos a nosotros, pobladores deTandaris! ―gritaba el concejal―. Yahemos liberado al mundo de unemperador asesino. ¿Quién dice que

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sólo el Dominio puede lanzar unacruzada? Si os unís a nosotros,libraremos de cruzadas el Archipiélago,recuperaremos la libertad y volveremosa ser un pueblo que podrá levantar lacabeza entre todas las naciones deAquasilva, repitiendo con orgullo:¡Somos del Archipiélago! ¡Adoraremosa todos los dioses que nos plazca,enterraremos a nuestros muertos comonos parezca adecuado y dejaremos deser cazados y esclavizados por una turbade campesinos haletitas ignorantes!

Supongo que fui el único que oyópor encima del ruido de la multitud elmurmullo del capitán thetiano.

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―Escuchad, escuchad ―dijo.―¡Nuestros hombres están listos en

el puerto ―continuó el concejal―,listos para apoderarse de las naves quedevolverán al Archipiélago la gloria yla victoria, y harán de Tandaris la naciónmás importante de Aquasilva! Ellas nosayudarán a destruir esta monstruosidadque ha doblegado durante tanto tiempo anuestra amada ciudad, y contaremos conel apoyo que puedan suministrar todos ycada uno de los magos del consejo!¡Destruyamos el Dominio!

―¡DESTRUYAMOS EL DOMINIO!―rugió la multitud.

Evidentemente todavía no estaban

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listos para actuar, pues el orador siguióallí mientras más soldados del consejose ponían en formación.

―¿Podrían apoderarse del templo?―preguntó Xasan.

Midian negó con la cabeza.―Podrían intentarlo, pero estamos

mejor protegidos de lo que crees. Laciudad en sí misma será nuestra rehén.

―¿Qué quieres decir?―Os hemos traído aquí para

mostraros a qué nos enfrentamos en elArchipiélago, pero hemos tomadonuestras propias precauciones―advirtió Midian―. El Consejo de losElementos lleva años planeando esta

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revuelta, ya has visto de lo que es capaz.―¿Y entonces?―Seréis testigos presenciales de lo

que suceda aquí esta misma noche―anuncio Sarhaddon―. Todosvosotros. No habremos destruido unaciudad inocente ni seremos acusados demasacrar a miles de ciudadanosrespetuosos de la ley.

―Tandaris lleva años dandoproblemas ―añadió Alexios―, pero¿qué planeáis hacer?

―Convertir la ciudad en un ejemplo―respondió Midian―. Mañana, laresistencia hereje en el Archipiélagohabrá terminado. El consejo, Tandaris,

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todos los líderes heréticos habrándesaparecido.

―Todos de una vez ―dijo Xasan―.Supongo que tiene sentido. ¿Nos habéistraído aquí para limpiar vuestrareputación y ahora nos informáis de queplaneáis esto?.

―No lo planeamos. Conocíamos elplan, incluso el intento de matar alemperador, que intentamos evitar. Sumuerte fue una desgracia, pero quien losuceda heredará un Archipiélagoacobardado.

―¿Estáis diciendo que destruiréis laciudad? ―preguntó Alexios―. Meniego a participar en ello.

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―No te necesitamos en absoluto―repuso Midian―. Pensé que Esharhabía convertido tu marina en un cuerpoprofesional, no que daba oficiales taneficaces como las mujeres con las quese acostaban.

¿Estaba siendo ofensivo apropósito? En su labor de comandantede la gran flota, el almirante mantenía elequilibrio de poder en la ciudad. Si sealiaba con cualquiera para enfrentarse alDominio, nadie podría vencerlo.

―Somos un cuerpo profesional―señaló Alexios fríamente―. Noasesinamos civiles.

―Muy noble de vuestra parte

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―comentó Midian―. Pero éstos sonherejes, animales. Los has visto, hanrepudiado incluso a la líder queadoraban. ¿Cómo podrían ser dignos deconfianza?

―Y cuando vuestros hombresempiecen a masacrarlos, ¿qué lesocurrirá a mis soldados? ¿También losdejarás morir?

―Tenemos preparadas variascompañías de sacri ―le aseguróSarhaddon―. Tan pronto como la turbase lance a atacar el templo, enviaremosa los sacri para que eliminen a losmagos enemigos y liberen la entrada alpuerto.

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Era demoledor el tono cotidiano conel que discutían un asesinato masivo. Sinque lo notasen, avancé unos metros hastallegar junto a Ravenna, pero ella nopareció darse cuenta de mi presencia.

―¿Cómo les darás entonces esalección? ―preguntó el diplomático dePharassa, que parecía haber aprobadoya el plan. Conociendo la corte dePharassa, no me sorprendía demasiado.Había estado presente en el Congreso enel que habían elegido a su rey (quizá«elegido» no sea la palabra correcta),que había resultado un fanáticoincreíble.

―¿Cómo? Con fuego, por supuesto

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―respondió Midian―. Será Ranthasquien los castigue, nosotros apenassomos sus intermediarios.

―Vuestros magos son inútiles―apuntó Xasan.

―No siempre empleamos magos―replicó Midian―. Creo que ya eshora de que subamos la barrera de éterdel templo. Pronto comenzarán a utilizarla magia.

Los sacri retrocedieron en elparapeto mientras uno de suscompañeros se dirigía a la garita devigilancia. Un momento más tarde oí unprofundo y tenue rumor, y brotaronchispas de las guías de la barrera en las

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esquinas. Un segundo después el brilloazulado del éter se extendió por elexterior de las almenas y se alzó porencima del templo, envolviendo eledificio desde los cimientos hasta elpináculo más alto.

―A sus magos les llevará un ratoquebrar esta barrera ―afirmó Midian,satisfecho.

―¿El campo de éter puede detenerla magia de los Elementos? ―preguntóAlexios con curiosidad―. Nunca antesme he enfrentado a ella, de modo quedesconozco su poder.

―Es un campo de Fuego ―dijoAmonis―, superior a cualquier magia

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que ellos puedan hacerle. Constituyetanto una defensa espiritual como física,y sus magos mentales no puedeninterferir en ella.

―Yo no confiaría tanto ―advirtió elthetiano―. Si estuviese en el lugar delos rebeldes, habría averiguado todosobre los campos de éter y me habríaadelantado a descubrir una forma dehacerles frente.

Midian se encogió de hombros.―Son capaces de animar a una

multitud, pero tendrán que usar la fuerzapara derribar el campo de éter.

―Su santidad, nos has traído aquípara enseñarnos el peligro que ellos

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representan para nosotros, comoestratega, debo decir que ha sido pocosensato subestimar a vuestro enemigo.―Entrecerró los ojos antes de añadir―:¿Podrían tener armas para sitiarnos?

―Las únicas armas útiles para sitiaral adversario son las nuestras―respondió Midian―. Estás demasiadonervioso, almirante.

―Ya veremos ―replicó Alexios,dando la espalda deliberadamente alexarca.

―Quizá nuestros prisioneros sepanmás de lo que aparentan ―sugirióAmonis―. Después de todo, hasta haceno mucho eran seguidores del consejo.

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―Y hasta hace no mucho ambosestaban bajo tu custodia ―agregóSarhaddon.

Amonis se mantuvo en sus trece.―Ignoramos si consiguieron

descubrir los planes del consejo. ¿Hashecho que sean interrogados? No. Losmantienes protegidos siguiendo algúnpropósito secreto de tu orden, aunquepodrían tener información de vitalimportancia.

―No necesitamos su información―afirmó Midian―. Ellos no tienenninguna importancia.

―¿Entonces por qué no están siendocastigados? ―insistió Amonis―. Su

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santidad nos envió al Archipiélago conel mandato de acabar de una vez portodas con esta herejía, y aquí tenemos ennuestras manos a tres de los herejes másnotorios. ¿Cómo justificarás estaconducta cuando te enfrentes a la justiciade Ranthas? Al menos una de ellos esheresiarca, no sólo una mera hereje.

―También lo es la otra chica―acotó Ninurtas―. Niega que existanocho dioses y dice que estamos almismo nivel que el consejo.

Midian, que había perdido el interéspor la conversación, se volvió de formaabrupta y les indicó a los sacri queformasen entre nosotros y los oficiales.

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―¿Qué es todo esto? ―exclamó elexarca―. Explícame, Sarhaddon.

Por primera vez me pareciódistinguir cierta preocupación en surostro y sentí que volvían mis miedos.Fuera lo que fuese lo que Sarhaddonpretendía hacer conmigo, había muchaspersonas allí que se oponían convehemencia a sus planes.

―Ella intentó ridiculizar el modo enque había sido capturada ―informóSarhaddon―. En el proceso, trató decontradecirme con tanta malicia comopudo.

Midian negó con la cabeza y cuandovolvió a hablar su voz sonó mucho más

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severa, menos campechana de lohabitual:

―Amonis, llévalos abajo einterrógalos. Averigua si eso es verdad yregresa a contármelo. No permitas queentren en contacto con nadie más.Sarhaddon, por ahora tu plan deberáesperar.

Ravenna miró al exarca.―Demasiado tarde, Midian ―le

dijo―. Todo el mundo lo sabe.―Y averigua también si eso es

cierto ―agregó Midian―. Te liberotemporalmente de todas tus obligacionespara seguir las reglas del interrogatorioestablecidas por el Dominio universal.

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Ya cumplirás luego tus penitencias.Mientras volvían a tirar de mí, y

sintiendo escalofríos que me recorríanel espinazo, me pareció ver que alexarca le temblaban las manos.

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CAPITULO XXXV

Os diré todo lo que queráis saber―les dijo Ravenna a los dos sacri, quellevaban capas de bordes dorados.Cerraron la puerta detrás de ellos yquedamos presos en un salón maliluminado junto a Amonis y otros dosinquisidores.

En la galería, un poco más arriba ydetrás de una ventana con barrotes queapuntaba directamente a nosotros,estaban Midian, Sarhaddon, Ninurtas ydos o tres más. Todos ellos, incluyendoa los sacri, pertenecían a los rangos másaltos de sus órdenes.

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―Nos dirías lo que quieres queoigamos ―objetó Amonis―, y las doscosas no son lo mismo.

Noté que Ravenna seguía destrozadapor lo sucedido en las almenas, rota porla maldad de Sarhaddon y el consejo.

―Pregúntame ―concedió ella.―Lo haré ―replicó Amonis―.

Sencillamente añadiré un incentivo paraque digas la verdad.

Me escogió a mí, como suponía queharía. Me quitaron la ropa y me ataronde las muñecas a una barandilla querecorría la sala por encima de la alturade la cabeza. Quedé colgado a más demedio metro del suelo. Apenas podía

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respirar, pero un poco después dosinquisidores empezaron a atarme pesosa los tobillos, estirándome aún más. Enla lucha por sostener mi propio cuerpo ylos pesos, cada inspiración me costabaenorme esfuerzo, consiguiendo apenas elaire necesario. No podía hablar; habíamuy poco aire en mis pulmones.

―Si respondes a nuestras preguntasde forma rápida y sincera, tu amigosobrevivirá ―oí que decía Amonis―.Si te detienes a pensar o mientes, se leagregarán más pesos a los tobillos hastaque se asfixie. ―Miró a Ravenna sincompasión.

―No tenias por qué hacer eso

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―respondió ella con voz apenasaudible.

―Habla más alto ―la amonestóAmonis.

Ella repitió sus palabras. La suyaera una frágil figura en un espacioabierto rodeado de inquisidores einstrumentos de tortura. Mantuve losojos fijos en ella, sin ganas de imaginarqué otras cosas podrían hacernos a mí oa Palatina, que permanecía atada en unrincón.

Oí el sonido de una plumaescribiendo y miré hacia a la galería,donde Ninurtas estaba de pietranscribiendo el interrogatorio sobre un

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atril de escritura.―Dinos tu nombre ―exigió

Amonis―. Tu nombre completo.―Raimunda Ulfhada Selessis di

Tolosa.―Y tu título y posición.La voz de Ravenna pareció

quebrarse al responder:―Faraona de Qalathar por

descendencia directa de OrethuraSelessis di Tolosa.

―¿Cuál es tu edad?―Veintiséis años. ¡Ya sabéis todo

esto! ¿Por qué me lo preguntáis?―Evitad las formalidades ―pidió

Midian―. Podríamos tener que evacuar

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el lugar ante una eventualidad y quieroque este asunto quede resuelto paraentonces.

Amonis asintió.―Eso bastará. Muy bien, prisionera.

¿Crees en Ranthas como el únicoverdadero e incuestionable dios deAquasilva, señor del más sagrado de loselementos, el Fuego?

―No.―¿Cuál es la parte de esta verdad

que niegas?―No es una verdad, y la niego en su

totalidad.―¿Por completo? ―dijo

Amonis―. ¿Niegas que Ranthas sea el

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señor del Fuego?―Sí.―¿Y a cuál de los falsos dioses de

los Elementos adoras?Ravenna hizo una pausa.―Más pesos ―ordenó Amonis.Ella protestó, pero los inquisidores

la ignoraron y sentí que mi cuerpo seestiraba cada vez más. El dolor de lasmuñecas era ya insoportable, como silas manos se estuviesen separandolentamente de los brazos. Y eso era, máso menos, lo que sucedía.

―A ninguno ―respondióRavenna―. No adoro a ninguno.

―¿Alguna vez has adorado a alguno

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de ellos?―A Tenebra de las Sombras

―admitió Ravenna.―¿Y cuándo has dejado de seguir

ese culto herético?―No lo sé. Ha sido poco a poco.―Ésa no es una respuesta

satisfactoria. Te lo preguntaré una vezmás. ¿Cuándo has dejado de seguir eseculto herético?

―Hace unas dos semanas ―precisóella―, si es que tengo que estableceruna fecha.

―¿Crees que Tenebra de lasSombras es la única diosa?

―No, y nunca lo he creído. Creía en

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los ocho dioses de los Elementos yadoraba a Tenebra.

Ravenna volvió a mirarme y luegose encaró a Amonis:

―¿No puedo decirlo todo de unavez para ahorrar tiempo?

―Responderás a mis preguntas―insistió Amonis―. Si deseas ofrecerinformación voluntaria, se registrará, yyo proseguiré si responde a misinterrogantes. Has dicho que «creías».¿Ya no crees que los dioses de losElementos... existan?

―No, no lo creo ―dijo ella casigritando―. ¡No creo en ninguno deellos! Ni en Ranthas, ni en Tenebra, ni

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en Althana. Ninguno de ellos existe enrealidad.

Se cruzaron miradas atónitas entrelos sacerdotes de la galería y Midianpareció preocupado.

―¿Qué crees entonces?Al recordar nuestro largo juicio en

Kavatang, no dudé que esteinterrogatorio avanzaba mucho másrápido de lo habitual. No les sobrabatiempo y eran conscientes de ello. PeroMidian se había mostrado tan confiadosobre la inmediata destrucción de laciudad que no podía entender a quéesperaba. ¿Por qué el interrogatorio lepreocupaba tanto?

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―No estoy segura ―señalóRavenna―. Es que no creo que existanocho Elementos.

―¿Cuántos crees que existen?―No lo sé. Os ruego que me creáis.

De saberlo, os lo diría. No son ochoporque todos son parte de una mismacosa. La que separa el Fuego, el Agua,la Tierra y todos los ciernas es unadivisión artificial.

Incluso Amonis parecióimpresionado.

―¿De modo que no crees en laexistencia de Elementos individuales?

Ravenna asintió.―¿No hay dioses individuales?

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―Como quiera que sean los dioses,no son los dioses que hemos estadoadorando.

―¿Niegas incluso a los falsosdioses de los Elementos?

―No existen tales Elementos―repitió ella.

―Volvamos al origen ―ordenóMidian interrumpiendo la siguientepregunta de Amonis―. Investiga cómollegó a esa conclusión.

Amonis hizo una reverencia antes deproseguir:

―Prisionera, ¿por qué crees que noexisten los Elementos? ¿Es acaso tucondición de mujer lo que te impide

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observar los reinos del Fuego, el Agua yel Aire que nos rodean? Sólo uno deellos posee un dios, pero nadie aquíosaría negar la existencia de los otros.

―Por supuesto que existen―sostuvo ella―, pero no comoElementos individuales. ¿Qué es elvapor? ¿Agua o Aire? ¿Qué divinidad logobierna?

―Los falsos Elementos son impurospor naturaleza ―afirmó Amonis―. Semezclan, sus límites son oscuros y susdioses han de compartir sus dominios. Aeso se debe que el Fuego sea el únicoverdadero Elemento, y que su dios seael único Dios auténtico.

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Midian pareció aliviado, peroSarhaddon seguía con atención laspalabras de Ravenna, ignorando loscomentarios de sus compañeros en elbalcón. Ninurtas acabó de anotar lafrase y esperó expectante.

―Yo podía utilizar la magia de dosElementos ―continuó ella―. LaSombra y el Aire.

―Exacto ―replicó Amonis,confundido por el hecho de que ellasacase el tema a colación―. Y por esohas sido doblemente maldecida, porhacer uso de los falsos Elementos y porcombinarlos.

―Todos los elementos se combinan

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―añadió Ravenna.―No. El Fuego es único e

indivisible, y está por encima de todoslos demás ―insistió―. El Fuego losconsume y los disuelve en la oscuridad.Y no se mezcla con ellos.

―Eso es falso ―dijo tajantementeRavenna.

―¿Y qué prueba tienes? Elmonaguillo menos instruido de un buenseminario conoce las impurezas de losotros Elementos, pero no puedesmezclarlos con el Fuego.

―No va tan mal como creía ―opinóMidian, ahora recompuesto―. Descubrecómo llegó a esa conclusión.

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―Sabéis bien de nuestra tormentade magia ―empezó ella, volviéndosehacia el exarca sin esperar a queAmonis hiciese la pregunta―. Me dicuenta entonces de que la Tormenta erasolo un Elemento más como podíanserlo el Agua o el Aire. Pero en tal caso,¿qué sentido tenía añadir Elementos?Existen tantos puntos en los que chocansus poderes que sólo estaríamosvolviendo a clasificar los que yaconocemos.

―Las impurezas explican esosdefectos del sistema herético ―apuntóAmonis.

Me resultaba difícil concentrarme en

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el debate en medio del dolor que meconsumía las muñecas y los pies. Miespalda parecía ir deformándose deforma paulatina sin posibilidad dearreglo. Además, por Thetis, ¡era tandifícil respirar!

―¿A quién se le ocurrió la idea dela tormenta de magia?

―A mí ―sostuvo Ravenna.―Estás mintiendo ―replicó Amonis

sin dudarlo. Más dolor a medida que losinquisidores sumaban pesos a mis pies.Los músculos de mis hombros aullabanprotestando y parecían a punto deponerse a llorar.

―No.

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―Sólo un peso más ―ordenóAmonis. Intenté quejarme, pero mefaltaba el aire en los pulmones y apenaspude boquear, sintiendo que measfixiaba.

―Se nos ocurrió a ambos ―dijoRavenna con desesperación bajando lamirada―. O, en realidad, fue idea deCathan, pero yo tuve tiempo demeditarla.

¿Por qué había dicho eso?―De modo que ambos sois

heresiarcas ―señaló Midian consuavidad―. Ahora sé de dóndeproviene todo esto, y podemos hacerlefrente.

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―¿El Instituto Oceanográfico?―indagó Amonis.

―Así es ―respondió Midian,asintiendo deliberadamente―. ElInstituto Oceanográfico.

Hizo una pausa y prosiguió elinterrogatorio:

―¿Quién conoce tus ideasheréticas?

―Todo el mundo. Ya lo he dicho.―¿Cómo es posible? Has escapado

de nuestro control durante menos de unmes; no te engañes a ti misma.

―No quieres escuchar ―insistióRavenna―. Cuando has dicho que noexistían impurezas, que el Fuego era un

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Elemento indivisible... te equivocabas.―Como te he dicho antes, no tienes

pruebas ―replicó Amonis con frialdad.―No tengo pruebas, pero puedo

emplear la magia del Fuego.Se instaló en la sala un silencio

absoluto.―¿Esperas que creamos eso?

―protestó Amonis―. Más pesos.―¡No! ―gritó ella―. ¡Os lo ruego,

estoy diciendo la verdad! ¡Dejadlo enpaz!

―Esperad.Esta vez era Sarhaddon el que había

dado la orden, en su primeraintervención. Parecía más perturbado

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que ninguno.―Eso es imposible ―dijo Amonis.―Ya lo he hecho ―desafió ella―.

En tres ocasiones.―Tiene que estar mintiendo

―comentó en el balcón uno de lossacerdotes que a juzgar por su túnica eraun mago―. El Fuego no puedemezclarse con los otros elementos.

―Ponla a prueba ―ordenóMidian―. Aplícale el látigo de éter alotro prisionero y veamos cuál esentonces su respuesta.

Supongo que fueron las profundascicatrices sufridas en la costa de laPerdición las que llevaron a Ravenna a

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arrodillarse ante Midian y suscompañeros de la galería.

―¡Es cierto! ―aulló―. ¡Os losuplico, no uséis el látigo!

―¡Miente! ―dijo el otro magoalzando la voz.

―¿Cómo lo sabes? ―objetóRavenna, todavía de rodillas―. Permiteque te lo demuestre.

―Quiere emplear su traicioneramagia de los Elementos para matarnos―argumentó el mago―. ¿No lo veis?

―¿Qué posibilidades tengo de hacereso? ―dijo Ravenna.

―El tiene razón ―aseguróMidian―. Intentas engañarnos. Amonis,

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creo que sabes lo que debes hacer.Éste hizo un gesto a los sacri, que

avanzaron unos pasos e inmovilizaron aRavenna. Yo seguí con la mirada aAmonis, que cogió de un potro cercanoun látigo con un grueso mango y empezóa desenrollarlo. Un momento después viuna chispa azul recorriéndolo todo.

―¿Cuántos golpes? ―le preguntóAmonis a Midian. Ileso a causa de lospesos, no pude siquiera movermecuando el primero vino hacia mi.

―Veinte ―dijo el exarca.Me preparé mentalmente, sabiendo

que el dolor no podría ser mucho peorque el que ya sufría. Oí el roce de las

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ropas de Amonis, luego un alarido deRavenna y al sacrus retrocediendo unpoco.

Entonces la magia inundó el salón ydistinguí el brillo del fuego en el aire,acompañado de un intenso ardor en laespalda, que se acrecentaba si intentabacombatirlo. Grité y me pareció que elaire abandonaba mis pulmones. No pudevolver a respirar. No había airesuficiente. Empecé a ahogarme.

Noté que el sacrus seguíaconteniendo a Ravenna, pero paraentonces ya estaba asfixiándome y mivista empeoraba con los vanos intentospor respirar.

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Entonces, milagrosamente, subieronel potro. Aproveché para tomar aire,llenando los pulmones tanto como pudeantes de que la tortura volviese acomenzar. Los pesos seguían en mispies, pero al menos tenía aire suficientepara sobrevivir.

Mi visión volvió a aclararse unminuto después y el murmullo de vocesse disipó. El exarca estaba de pie,gritando para calmar a un grupo declérigos atónitos mientras uno de lossacri apoyaba el filo de su espada contrala garganta de Ravenna. Había sido sucompañero el que me había levantado,aunque ignoraba quién le había dado la

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orden.―¡Silencio! ―rugió Midian y todas

las voces se acallaron. Miré alrededorlo que pude y vi a Amonis derramandoagua sobre su mano derecha, asistidopor otro inquisidor. Fuera lo que fueselo que había sucedido, también lo habíaquemado a él. Mi espalda secontorsionaba de dolor.

―¿Qué ha pasado? ―exigió saberel exarca, dirigiendo al mago una miradavenenosa―. Ha usado la magia delFuego... ¿no es cierto?

El mago casi languideció, luego seacomodó la túnica y afirmó:

―Su santidad, es una hereje. Carece

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de magia del Fuego.―No niegues lo que acabo de ver

―bramó Midian―. Habías dicho queera imposible. Acaba de cometer laherejía más terrible que podamosconcebir, una tan vil que ni siquiera seconsidera posible. ¡Dime cómo lo hizo!

―Su santidad, yo... no lo sé―admitió el mago, sonando por primeravez derrotado―. Tú mismo lo hasdicho, es imposible.

―Pero lo ha logrado. ¿Qué significaeso?

―Significa ―señaló Ninurtas― quepuede quebrantar prácticamente todaslas normas que conocemos. Que es la

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heresiarca más peligrosa que hayamosvisto.

―Pero ¿quién más lo sabe?―preguntó el mago―. ¿Qué sucederíasi hubiese convencido a otros con suherejía?

Avanzó hacia uno de losinquisidores, que a su vez fue hasta ellugar donde Ravenna seguía arrodilladacon los brazos juntos y la espada delsacrus en la garganta.

―¿Cuántas personas te han vistohacer esto? ―preguntó.

―Unas cinco mil ―contestó ella,con una extraña expresión, mezcla dedesafío y resignación.

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El inquisidor miró a Midian y volvióa interrogarla:

―¿Cómo, cuándo?―En Ilthys ―informó ella―. Hace

una semana. En la plaza principal,después de que la ciudad fue sometida ala prohibición.

―Tiene que estar mintiendo―insistió el mago, pero Midian loacalló con la mirada. Un conmovidoSarhaddon nos clavaba los ojos,incrédulo.

―Si al menos tuviésemos todavía alos tehamanos ―comentó uno de losinquisidores―. Ellos la habrían hechoconfesar más rápidamente, lo hubiesen

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hecho por nosotros.―Pero no es así ―afirmó

Midian―. Averigüémoslo empleandolos métodos tradicionales.

El inquisidor me miró y luego bajóla mirada a los pesos.

―No podemos agregar más―objetó―. Se ahogará.

Midian se encogió de hombros y fuipresa del pánico. Deseaba seguir vivosin importar lo terrible que fuese latortura. Quizá incluso hubiese algunaesperanza de alcanzar nuestro objetivooriginal.

―Matarlo sería poco inteligente―señaló Sarhaddon, pronunciando sus

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primeras palabras desde el momento enque el látigo había ardido en llamas enel aire, aniquilando doscientos años deteología cuidadosamente edificada―.Ravenna lo ama y ése es el único poderque tenemos sobre ella.

―Intentad algo distinto ―ordenóMidian―. Bajadlo del potro y torturaden su lugar a la otra mujer.

―¿Qué ganaréis con eso?―protestó Ravenna. Un delgado hilo desangre le corría por la garganta despuésde que el sacrus apretó un poco más laespada―. No cambiaríais las cosas.

―¿Realmente puedes usar el Fuego?―preguntó Sarhaddon―. No utilizaste

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la magia hasta cine Amonis intentó usarel látigo de éter. ¿Por que no antes?

El mago miró a Sarhaddon.―No puedo ayudar. Nuestros magos

mentales y los de Tehama rodean estasala y eso tendría que haberle impedidohacer nada ―dijo

―¿Y qué sucedería si sólo pudieseromper los límites cuando estuviesedesesperada? ―aventuró Sarhaddon,concluyendo en unos pocos segundosalgo que a nosotros nos había llevadohoras comprender y que el resto delmundo aún parecía ignorar―. íbamos autilizar el látigo porque ya se lo habíanaplicado a ella, y fue sólo cuando se

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percató de que Cathan sufriría losmismos dolores cuando su magia fueliberada. Estoy en lo cierto; puedo verloen su expresión.

Por Thetis, era como si fuésemostransparentes para él. ¿No podíamoshacer nada?

―Dejadlo en paz y os diré lo quesucedió ―propuso Ravenna―. No valela pena intentar engañaros.

El exarca hizo una pausa. Sin dudaprefería mantener cierto control sobre elproceso del interrogatorio, pero uninstante después accedió.

―Aflojadle los pesos si corre elriesgo de ahogarse, pero no antes

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―ordenó―. Ahora, Ravenna,cuéntanos.

Ella asintió y el sacrus separó unpoco la espada de su cuello mientrasRavenna narraba titubeante lo que habíasucedido en Ilthys (o al menos lo queella deseaba revelar). Mi visióncomenzó otra vez a nublarse y empecé asufrir jaquecas, aunque no entendía porqué. Ya había perdido toda sensibilidaden las manos.

―¿Y cuántas personas en Ilthysllegaron a la misma conclusión que tú?―preguntó el inquisidor.

―No lo sé ―afirmó ella, pero unaligera vacilación la delató.

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―Lo sabes ―insistió él―. Susantidad, necesita ser alentada aconfesar.

―Todos los supervivientes delCruzada ―murmuró ella―. Ahora estánen esta ciudad. Pero habrá otros, y antesde marcharme les pedí a los habitantesde Ilthys que difundieran la noticia.

Un pálido exarca bajó la miradahacia nosotros, despojado de susoberbia. Sarhaddon estaba de pie a sulado, inmóvil, con expresióninescrutable.

―Deberíamos matarlos ―sostuvoAmonis.

―No nos serviría de nada ―objetó

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Midian, tembloroso.―Debe hacerse, su santidad

―insistió Amonis―. Antes de que lodifundan.

―Ya lo han hecho.―No perdemos nada con matarlos

―prosiguió Amonis, más persistenteque nunca―. Deberíamos hacerlo ahora,sin testigos, antes de que los delegadoso cualquiera de los sirvientes del templose enteren de la traición. De ese modoprotegeremos de su maldad al menos aalgunos inocentes.

―¿Nunca lo comprenderás?―irrumpió Ninurtas―. Ya no importaque sea una herejía, no se trata ya de

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protegernos, torturar y quemar. ¿Puedesimaginar qué hará el mundo cuando todoesto quede al descubierto? ¿Qué hará elconsejo?

―Podemos destruir al consejo―aseguró Midian―. Esta noche, comolo hemos planeado. Eso al menos nosquitará de encima una preocupación.

―El consejo ya no representa paranosotros ninguna amenaza ―sostuvotajantemente Sarhaddon―. Sólo ellospueden serlo.

Nos señaló a Ravenna y a mí, yluego a Palatina, que temblaba,indefensa, allí donde la habían atado losinquisidores.

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―Sólo el consejo tiene magos―advirtió Midian―. Si sus magosaprendiesen a utilizar el Fuego delmismo modo que ella...

El exarca se cubrió el rostro con lamano un momento. Apenas podía creerlo que había sucedido: el contraste entreel Midian todopoderoso y aquél quehabía ahora más o menos a nuestra alturaen el parapeto. Y todo habíatranscurrido sin utilizar armas, flotas ninada más... era irreal.

No tuve tiempo de pensarlo. Cadainspiración volvía a costarme más ymás, y era consciente de que prontoalcanzaría el punto de asfixia. Cada

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parte de mi cuerpo parecía partirse dedolor, y mantener los ojos abiertos mecostaba casi tanto esfuerzo comorespirar. ¡Que alguien me sacase de allí,por el amor de Thetis! No me importabaqué me hicieran después con tal de quefuese diferente.

―Si sólo son los dos magos queconocemos, deberíamos destruir laciudad, matarlos a todos ―afirmóMidian.

Ninurtas negó con la cabeza.―Todos los habitantes de Ilthys

fueron testigos, y tarde o tempranoalguien nos delatará.

―Entonces tenemos que dirigirnos a

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Ilthys y eliminarlos también a ellos―insistió Midian―. Quizá todavíapodamos evitar que se extienda el mal yen caso contrario... servirá para dar unclaro mensaje al resto del mundo. Con laflota thetiana bajo nuestro control, noimportará que haya unos pocos lunáticospregonando esta herejía.

―Eso hemos dicho del consejodurante los últimos doscientos años―señaló Ninurtas, avanzando un pasopara colocarse junto al exarca―. Todolo que se necesita es una personacarismática que se ponga al frente de lacausa, alguien que se proclame profeta yle cuente al mundo lo sucedido en Ilthys,

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alegando que fue un mensaje del dios enel que crea.

―Entonces lo mataremos a él y aquien sea que lo siga ―recalcó Midiande pie, aunque su confianza empezaba amenguar―. ¡Nosotros, los siervos deRanthas no seremos derribados por lasmentiras de cualquier falso profeta! Esono puede suceder. Más allá de lo quehayamos presenciado hoy o de losucedido en Ilthys, no es más que unamentira. Hemos visto el trabajo deRanthas a lo largo de nuestras vidas,Temazzar nos ha revelado su verdad yaun así ¿estamos dispuestos a creer lostrucos de esta joven? ¿Por qué nos

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hemos trastornado durante estos últimosminutos? Sabemos de lo que soncapaces esos tehamanos y no estamosseguros de que no hayan estado jugandocon nuestras mentes, manipulándonospara que creamos a esta... criatura y susamigos herejes. ¿Permitiremos quedesafíen la verdad que Ranthasestableció para nosotros? ¿Somos acasotan cobardes para rendirnos ante esto?

―Su santidad... ―empezó Ninurtas,pero el exarca lo interrumpió con unfurioso gesto.

―¡Hoy ya nos han engañadobastante! No existe discusión posible sino hay problema ―afirmó y bajó la

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mirada hacia Ravenna―. Hascondenado a muerte a los ciudadanos deTandaris y de Ilthys. No toleraré laherejía. Ni la herejía del consejo ni latuya, ni los intentos de tu olvidadopueblo por volver a intervenir en eldestino del mundo.

Cuando el exarca se calló, suexpresión era tan severa como siempre.Por fin comprendí lo que había ocurrido,la conclusión a la que había llegadoMidian, y aquella parte de mi mente quetodavía seguía activa se maravilló deque fuese lo bastante inteligente comopara deducirlo.

―No dudo que tu gente estará

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celebrando su éxito al dejarte dentro deltemplo, pero arruinaré sus festejos antesde que todos mueran junto al resto de laciudad. Ahora sabemos que existen ypronto el mundo lo sabrá también. Eshora de que el mundo se libre por fin devosotros tres, y a cualquiera que eso lemoleste le convendrá marcharse bienlejos.

Miró entonces a los sacri y lesordenó:

―Matadlos a los tres, pero sinderramar sangre. No queremoscontaminar el templo.

Sentí un espasmo de horror y mirécon incredulidad al sacrus que

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inmovilizaba a Ravenna, que bajó suespada y se acercó a uno de losinquisidores. Éste se quitó el cinturón yse lo tendió al guerrero sagrado.

Se añadieron más pesos a mis pies ycarraspeé en busca de aire mientras elsacrus colocaba la soga al cuello deRavenna, ignorando sus débilesprotestas y ajustándola cada vez más.Hila intentó aflojar la cuerda con lasmanos, pero ésta ya se estaba clavandoen su piel y le impedía respirar.

―Su santidad, espera un momento―oí decir a Sarhaddon, y el exarcaladró una orden. El sacrus se detuvo ypasó la mano a través del improvisado

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garrote para ajustado mejor mientrasRavenna luchaba en vano por librarse desu control. Sentí un ligero alivio de lapresión cuando su compañero volvió aponerme en posición vertical, aunque sinduda el respiro no duraría más que unmomento.

―¿Qué pasa ahora? ―protestóMidian.

―Quizá destruir cada rastro delasunto no sea la mejor estrategia. Hemossupuesto que todo esto es una ilusiónprovocada por los tehamanos, un engañodirigido a sembrar la confrontaciónentre nosotros. Pero ¿qué sucedería sifuese la voz de Ranthas hablándonos sin

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intermediarios, mostrándonos el caminoa seguir para desacreditar para siemprela herejía?

―¿Qué propones entonces?―preguntó Midian―. Dilo de prisa.

―Lo que ellos han querido hacernoscreer ―señaló con cuidadoSarhaddon― es que, ya que puedenemplear el Fuego mientras que nuestra feniega esa posibilidad, todos los diosesson falsos. Pero ésa es sólo unainterpretación posible. Podemosemplearla para demostrarle al mundoque la magia de los Elementos, losdioses de los Elementos, pueden serreducidos a la calidad de deformaciones

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del Fuego.―Ese es un punto de vista

peligrosamente cercano a la herejía―opinó Amonis, pero Sarhaddon loignoró.

―Es una cuestión de fe, su santidad―continuó Sarhaddon, e incluso en miterrible estado comprendí que cambiabacon sutileza su línea de ataque―,Ranthas puede manifestarse muy bien enreceptáculos corruptos, como magosherejes cautivos, que podemos empleara favor de nuestros propios intereses.Ha estado utilizando esos receptáculosmalditos para revelarnos una de susverdades: que su Fuego vive en todas

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las cosas, que es la única materia queconforma al hombre y que su negativa aaceptarlo origina la magia de losElementos. Es decir, que toda la magiaes Fuego, pero algunos de los que lautilizan han descarriado su camino.

Seguir el razonamiento mientrasluchaba por respirar era toda unahazaña, pero noté por su expresión quealgunos daban muestras de comprendersus palabras mientras miraban aSarhaddon desde la galería. Incluyendoa Ravenna, quizá la única persona en lasala que podía asimilarlas realmente.

―Pensadlo ―continuó elvenático―. En lugar de matar a cada

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uno de los magos de los Elementos,deberíamos capturar a los más dóciles ypurificarlos, convertirlos en nuestrospropios vehículos de la magia. Estosdos y su compañera serían, porsupuesto, los más notables, pero habríaotros. Ya no necesitamos tan sólo hablar,intentar convencer a la gente mediantelas palabras, sino demostrarle aAquasilva que la magia de losElementos no es otra cosa que unaperversión. Esta noche aplastaremos alconsejo y en los meses veniderospropagaremos esta nueva verdad deRanthas. Midian, ésta es unaoportunidad para dejar claro que tu

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exarcado no consiste sólo en ladestrucción del consejo, sino que podrádemostrarle a todo el mundo, desde elprimado hasta el más simple de loscampesinos, que los herejes estánequivocados. Los herejes restantes seránreclutados a nuestro servicio yasegurarán la extinción de su fe de unavez por todas. No necesitaremos gastarenormes sumas de dinero en ejércitos yflotas, sólo seleccionar a los prisionerosque puedan servirnos y convertirlos a lagloria de Ranthas.

Levanté la mirada hacia Midian. Lacabeza aún me daba vueltas por elesfuerzo de mantenerme despierto.

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Sarhaddon había expuesto su tesis tanclaramente como era posible, perotodavía quedaba por ver cuánto habíaentendido el exarca.

Si Midian pudiese contener su iraapenas un momento...

―Todo eso suena como una recetapara el desastre, Sarhaddon. Quizá seaun buen plan, pero estos tres herejesseguirían en libertad.

―No estarían libres ―repusoSarhaddon―. Los tendríamos bajocontrol. Ya os lo explicaré luego conmás detalle, cuando haya tiempo.

―Te escucharé fuera ―señaló elexarca un instante después―. Ahora

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tenemos cosas que hacer, así quedeberás esperar un poco. Dejad a losprisioneros aquí abajo... Aunque sisiguen vivos, me gustaría quepresenciasen la destrucción del consejo.Pase lo que pase, deberían verlo.

Poco más tarde, uno de losinquisidores se subió a un tajo y empezóa desatarme las muñecas, mientras queotro aflojaba las ataduras de mistobillos.

La sensación de bajar otra vez alsuelo fue, cuando menos, tan dolorosacomo ser colgado. A continuación losinquisidores y los sacri se marcharon,cerrando la puerta de la sala detrás de

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ellos. Amonis se aseguró de que viesesu última mirada de odio, y supe deinmediato que no defendería los planesde Sarhaddon.

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CAPITULO XXXVI

Ignoro cuánto tiempo estuve en elsuelo de la celda con la cabeza apoyadaen las rodillas de Ravenna, demasiadoagotado para moverme y con las manosinertes. Ella había desatado a Palatinatan pronto como se marcharon lossacerdotes y yo abandoné en seguida losintentos por concentrarme, cayendo enun mar de dolor y luchando por mantenerla respiración. Tenía las manosadormecidas y apenas podía doblar losdedos.

―¿Por qué es tan importante seguirvivos? ―preguntó de pronto Palatina―.

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Quiero decir, más allá de lo obvio.Ravenna le susurró la respuesta para

que ningún guardia la oyese, contándolela promesa que le habíamos hecho a lamoribunda Salderis, un juramento cuyaimportancia superaba todo lo demás.Claro que el Dominio aseguraba tener elpoder de liberar a cualquiera de unjuramento si lo deseaba. Era uno de lostantos derechos que se arrogaban a símismos y uno de los que mucha gentetodavía no estaba dispuesta a aceptar.

―Tiene sentido ―comentó Palatinacon cierta amargura―. ¿Incluso si vivirsignifica convertirse en criaturasdependientes de Sarhaddon?

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―Sí.―No le debéis ningún favor.―Quizá le debamos alguno a

Sarhaddon ―susurró Ravenna―. Teníaque haberlo visto venir. Por supuesto, esdemasiado inteligente para dejar pasaruna idea semejante, para lanzarse a unaorgía destructora como todos los demás.

―Y como la que Midian todavíapretende llevar a cabo ―intervinoPalatina―. Lo peor es que si Midian noestá convencido y ordena ejecutarnos, elDominio podría ser eliminado. Encambio, si sigue el plan de Sarhaddon,lo más probable es que el Dominio sevuelva más y más poderoso.

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―¿Estás segura? ―preguntóRavenna. Cerré los ojos y las voces deambas parecieron muy lejanas.

―Midian y Lachazzar nunca sedieron cuenta de que si se intentadestruir algo y se falla, incluso por unmargen muy pequeño, sólo se conseguiráhacer más daño. Todo el mundo se darácuenta de que el consejo es una amenazapara el Dominio.

―No una amenaza fatal, de todosmodos ―señalo Ravenna―. La verdades que el Dominio es demasiado fuertey, en el intento de destruirlo, Midianmatará a miles de personas mas. Lossacerdotes han llegado a creer que no

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hay nada que no pueda resolverse por lafuerza.

―Y por el momento no se hanequivocado ―advirtió Palatina con unescalofrió. Estábamos varias plantasbajo tierra y el calor de la noche nollegaba a esa profundidad. El dolor eratan terrible que no sentía siquiera el frío,pero Palatina no lo sabía.

―Mejor vuelve a ponerte la túnica ono podrás resistir la temperatura ―medijo sonando algo menos distante―.Dijeron que nos querrían fuera en unrato y si viniesen a buscarnos, nopodrían ponerte en pie.

Odié no ser capaz de vestirme solo y

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no pude moverme hasta que ellasvolvieron a ponerme la túnica y memasajearon un poco los miembros pararestablecer la circulación de los brazosy las piernas. Me ardía la espalda entodos los sitios donde había golpeado ellátigo, pero en la celda no teníamos aguay no podía hacer nada al respecto.

Apenas pude caminar con su ayudacuando los sacri regresaron y abrieronla puerta.

―Nos acompañaréis ―dijo uno deellos―. No intentéis hacer magia,moriríais antes de que vuestros poderesos sirvieran de algo.

No se molestaron en utilizar nada tan

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sofisticado como los brazaletes deOrosius, pero Midian no se arriesgaba.Los sacri nos llevaron con collares deahorcamiento separados por una cuerda,dispuestos de tal forma que quiensostuviese el extremo pudieseasfixiarnos con sólo estirar.

Al recordar la palabras de Midian,no dudé que si se decidía en contra de lapropuesta de Sarhaddon esa soga podríaser la misma que nos matase. Sinadvertencia.

Atravesamos los escabrosospasadizos de piedra rodeados otra vezsacri y sentí que la cuerda se tensabapoco a poco, aunque es probable que

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fuera tan sólo debido a los efectossecundarios de la tortura. Según habíaoído, el daño que me habían hecho eraleve para lo que solían y no lo dudépese al dolor y a la sensación general dedescalabro.

Pasamos al lado de varias decenasde celdas con las puertas cerradas, perolos inquisidores tenían en ese momentootras cosas que hacer, debían estarpreparados para estar junto al exarca ycumplir su función en el plan que él, omás probablemente Sarhaddon, habíaideado.

Por fin llegamos a un amplio pasilloabovedado y volví a oír los gritos de la

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multitud, un rugido distante más allá delas murallas, que aumentaba de volumena medida que recorríamos el patio.

Al llegar al parapeto, el ruido eraensordecedor y venía de muchas partes,pues ya había demasiada gente paracaber toda en la plaza. Era unespectáculo aterrador, como un inmensoanimal que rodeara el templo con sustentáculos humanos.

Por primera vez comprendí por quéAbisamar había actuado de ese modo.Por qué había sido tan duro. Sólo lasmurallas y el portal impedían que losque estaban en el templo fuesenarrasados, y ahora nosotros tres

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debíamos sumarnos a los sacerdotes,pues la multitud no tendría piedad connadie que no estuviese encerrado y fueseun prisionero evidente.

Si es que conseguían entrar. Parecíadifícil pensar lo contrario al mirar elágora llena de antorchas. Sin duda lacriatura que formaba esa masa humanapodría echar abajo el templo por supropio peso. Además, el consejo teníaotras armas. Sus líderes seguían allí,hablando sobre la plataforma ante todala gente reunida junto al templo. Unorador estaba llegando al clímax de sudiscurso.

―¿Cuándo dejarán de hablar y harán

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algo? ―se maravilló Palatina―.Pierden el tiempo.

Los sacri que había a nuestroalrededor y que al parecer sabían quéestaba sucediendo no se molestaron enresponder. Me moví ligeramente haciaun lado para oír mejor al que hablaba enla plataforma. Según comprobé enseguida, era Drances.

―Y así es que esta misma noche, enesta ciudad que durante tanto tiempo hasido el centro de poder del Dominio,conseguiremos la libertad. No sólo delDominio, sino de los antiguos enemigosque nos han dividido durante tantotiempo, que han enfrentado a la gente del

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Archipiélago con los thetianos y a éstoscon los tehamanos. Aquí estamos, loslíderes del consejo que llevamos tantotiempo luchando contra el Dominio. Y lointegran ciudadanos de Tehama, delArchipiélago... ―dijo e hizo una pausamientras subían a la tarima otrosmiembros del consejo―... y thetianos.

El rugido de la multitud cesó duranteun momento mientras nuevos personajesocupaban la plataforma. Oficialesnavales rodeaban especialmente a unindividuo vestido de azul y blanco, queme resultó familiar.

―Os presento a un nuevoemperador, un hombre que no se hará a

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un lado para permitir que el Dominiogobierne en su lugar, que no manchará sutrono con la sangre de inocentes.¡Saludad todos al emperador Arcadius!

―¡Por los dioses! ―exclamóPalatina―. ¡Ha sobrevivido!

Me quedé estupefacto. De maneraque existía otro Tar' Conantur, en teoríamuerto a manos de los asesinos de Esharpero sin duda lleno de vida. El antiguovirrey de Océanus no se había quedadoquieto después de que intentaronasesinarlo.

Así que eso tenía en mente elConsejo: un hombre que obtendría lalealtad de la flota y gobernaría Thetia

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aliado a ésta. Un sustituto de Eshar queninguno de nosotros había consideradoni un segundo, pero a quien el consejodebía de estar apoyando al menos desdela muerte de Orosius.

El esbelto hombre de cabellos grisescon uniforme azul y blanco saludósolemnemente a la multitud.

―Me reúno con vosotros esta noche―anunció con una voz que no era tanprofunda ni tan convincente como la deDrances― para corregir los malescausados a mi país por la tiranía deReglath Eshar, el campesino haletita quese bautizó a sí mismo emperadorthetiano, y de sus aliados del Dominio.

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Yo también he sufrido por su culpa,igual que mi país, y os prometo que laflota thetiana me acompañará confidelidad, colaborando para liberar alArchipiélago del Dominio de una vezpor todas.

La multitud pareció vacilar uninstante y luego estalló en señal deaprobación.

―Esto lo cambia todo ―señalóPalatina―. Podrían tener éxito.

―Sin embargo, Midian parecía muyconfiado ―comentó, inquieta,Ravenna―. Debía de estar enterado.

Pude ver a Midian y al grupo deoficiales junto a la pared más lejana,

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algo frustrante y que quizá fuesedeliberado. Sabía que seguían allí(había notado su presencia en el patio),pero el exarca no quería sin duda quesus oficiales volviesen a entrar encontacto con nosotros. De hecho, no mehabía quedado claro por qué Sarhaddonnos los había presentado en un primermomento, ni qué esperaba conseguir alhacerlo.

Arcadius retomó la palabra, pero nopor mucho tiempo. Era un administrador,no un orador, y en esto último Drancesera mucho mejor, lo que no era enabsoluto una sorpresa teniendo en cuentala historia de la Mancomunidad y cómo

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funcionaba.Sin embargo, el Consejo debía de

estar corto de recursos, a menos que selas hubiese arreglado para desembarcartropas de las naves situadas lejos de lacosta. Además, carecía de armas parasitiar el templo. Midian había afirmadocon vehemencia que el sí tenía, pero¿dónde estaban? ¿Y por qué ninguno delos dos bandos se ponía en acción?

Por fin percibí en una calle lateraluna confusa actividad mientras unacolumna de gente se retiraba para dejarespacio libre a una extraña construcciónde madera, una catapulta, según constatéal instante, algo mucho menos

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sofisticado que un cañón de pulsaciones,pero más fácil de fabricar. De eso setrataba. Lo inimaginable era cómohabían conseguido construirla en unaciudad ocupada por el Dominio.

No. No era sólo una sino doscatapultas. Otra más era arrastrada porel lado opuesto, pero estaba demasiadooscuro para ver bien y no pudedistinguir de qué modo funcionaban nicuál era su munición.

Alguien cercano lanzó una orden y vicómo un escuadrón de soldados deRanthas corría a lo largo del parapetocargando ballestas thetianas de largoalcance.

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Siguieron más soldados cié Ranthasy algunos sacri transportando sencillossacos que parecían llenos de piedras. Enuna esquina de las murallas, junto allímite del campo de éter otros soldadoscon gruesos guantes descubrían unsingular artefacto, que conectaron alalambre que mantenía estable el flujo deéter.

―Callaos ―nos dijeron los sacrique estaban más cerca cuando Palatinaiba a hablar― o moriréis.

Sentí una leve presión en la cuerda ymi collar se estrechó un poco más. Yahabía estado bastante ajustado desde elprincipio.

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Obedecí y permanecí inmóvilmientras observaba cómo el Dominioponía en acción su plan a mi alrededor,ocultos a los ojos de todos los queestaban tras las murallas. Ahora eranunos veinte los arqueros dispuestos enposición de tiro sobre la muralla central,a ambos lados de nosotros. Sin dudahabría más en la garita de vigilancia.

Estaba claro que todo aquellorespondía a un plan. Nada respondía a laorganización normal de la guardia deltemplo y tampoco era una defensaimprovisada. Tenía que haber otroelemento, quizá la artillería, pues todosesos arqueros resultarían inútiles en

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presencia de tantos magos del Consejo.Estos parecían tener todas las de ganarpor el momento, sumados a Arcadius ysu poder sobre la flota. Eso si es querealmente controlaba la flota y suspalabras no eran una mera bravuconada.Lo más probable era que hubieseobtenido la confianza de los capitanesde unas pocas naves, mientras que elresto estaría en el mar esperando a vercómo se decantaba la cosa.

Y sin duda eso era lo más sensato.Ahora la actividad en el templo habíadecaído y casi todas las tropas parecíanestar en posición. Los arqueros habíantensado los arcos y las flechas estaban

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listas para ser disparadas. Muchos ya sehabían descubierto la cara para apuntarmejor. Uno cercano a nosotros se volviópara mirarnos con cierta expresión decuriosidad.

Era thetiano. Esos hombres nodebían de pertenecer siquiera al ejércitode Ranthas, quizá fueran marinos de laguardia imperial que habían abandonadoThetia tras la muerte de Eshar. De modoque planeaban algo ya desde entonces.

En la plaza, los hombres de laplataforma contemplaban el templo ensilencio. Uno hizo una señal a lascatapultas y oí el silbido de la primerapiedra volando por encima de las

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cabezas de la multitud para estrellarsecon estrépito contra la muralla porencima del portal. La multitud se habíamarchado con precaución de las zonasmás próximas a la fachada del templo,quizá siguiendo la recomendación delConsejo. Fue allí donde se estrelló laprimera piedra, seguida de inmediatopor una segunda. La ovación que siguióa los impactos pareció golpearnos contanta fuerza como las propias piedras.

El campo de éter no podía detenersemejantes proyectiles, sólo era eficazcontra las armas de energía o de magia,y me preguntaba si Midian habríacalculado la defensa contra armas tan

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primitivas como las catapultas.Apuntaban a la puerta, el punto másdébil del templo.

Cuatro, cinco impactos y el ruido eracada vez más fuerte. Pero los sacerdotesno hacían nada. Envalentonado, uno delos magos del Aire intentó debilitar elcampo de éter enviando un tornado muylocalizado hacia la esquina donde estabael alambre de estabilización. El metalresonó y se deformó por el golpe, perose mantuvo en pie.

Entonces oí un tronar a mis espaldasy unos cuatro sacri levantaroninstintivamente la mirada. Como volví asentir la presión en mi collar, no

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acompañé el movimiento, pero pocodespués salió disparada sobre nosotrosuna ráfaga de fuegos dorados.

No se produjo ninguna ovación en lamultitud cuando la siguiente roca seestrelló contra el portal, produciendonuevos temblores en la muralla. Milesde rostros miraron al cielo,repentinamente aterrados ypreguntándose qué podría ser aquelcohete.

Yo lo sabía, pero incluso de haberpodido decírselo, ya era demasiadotarde.

Pasaron los segundos y la multitudse arremolinó por más que Drances les

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pidiese que mantuvieran la calma.Entonces vi los destellos provenientesde la colina, justo por detrás de laciudad, acompañados por un estridenteruido y tres monótonos golpes.

Explotaron dos casas situadas detrásde la plaza y sus escombros cayeronsobre los vecinos mientras gotas defuego manaban de las ruinas. Un segundomás tarde, otro proyectil hacía volar enpedazos otra casa a más de una calle dedistancia. Columnas de humo y polvoinundaron el aire.

Sentí que algunos magos del Consejoliberaban sus poderes mientrasintentaban esquivar los escombros que

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caían sobre ellos. Otros permanecíaninmóviles, sin terminar de creerse lamasacre que los cañones de pulsacionesestaban produciendo. Un campo de éterque la cubriese habría beneficiado a laciudad, pero Tandaris no tenía. Y detenerlo, sus controles estarían en eltemplo.

―¡Destruirán nuestra ciudad!―gritó uno de los líderes delConsejo―. ¡Debemos invadir el templo,es el único modo de detenerlos!

―¡No existe ningún modo! ―aullóMidian mientras la multitud se debatía,consciente de estar atrapada en unasituación aún peor que la de sus primos

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de Ilthys. Es cierto que existía unaretaguardia de tropas del Consejo, perola mayor parte de sus integrantes eranciudadanos ordinarios de Tandaris,hartos de las persecuciones del Dominioy alentados por la retórica de Drances.

Ahora pagarían la ingenuidad delConsejo.

―¡No permitiré que ningún herejeescape a su castigo! ―rugió Midian―.¡Esta noche vuestro Consejo y vuestraherejía desaparecerán para siempre!

Más fogonazos. Quise apartar lamirada, pero mantuve los ojos fijos en laciudad con espantada fascinaciónmientras caían otros tres proyectiles.

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Dos casas más se derrumbaron, una enuna calle que conducía al ágora, y gritéen silencio por la destrucción queestaban causando. Y mientrasobservaba, una de las casas vecinas sevino abajo arrojando una cascada deescombros y maderos sobre una de lascatapultas y la gente que la llevaba.Todo quedó sumido en el caos.

Para entonces ya había aterrizado unnuevo proyectil, y nunca sabré si estuvoespléndidamente dirigido o se debió auna desgraciada casualidad, peroexplotó detrás de la plataforma de losoradores, incinerando a decenas depersonas en una fugaz bola de fuego.

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Como a cámara lenta, vi consumirse alos líderes del Consejo. Las siluetas deDrances y Arcadius cayeron haciaadelante sobre la multitud junto a trozosde mármol de la plataforma, destrozadosy ennegrecidos. Vi a la gente de Tehamacayendo sobre la multitud, genteintentando escapar y luego corriendofrenéticamente al comprender lo quesucedía.

La luz de la última explosión seapagó y con ella acabaron los últimosesfuerzos de los magos del Consejo.Muchos ocupaban la plataforma deoradores, confiados en que sus podereslos protegerían.

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Antes de que tuviésemos laoportunidad de recuperarnos, loscampos de éter zumbaron y líneas defuego azul salieron disparadas hacia lospuntos donde se congregaban las tropasdel Consejo. Eran arpones de éter, quedaban a cualquiera que los tocase unaterrible descarga, una descarga de talpoder que resultaba fatal en la mayoríade los casos.

Entonces bajaron el campo de éter ylos arqueros thetianos se pusieron de piedisparando sus flechas rápidamentecontra las tropas del Consejo, sus magosy quienquiera que estuviese delante. Almenos ellos no promovían una matanza

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indiscriminada, pero el daño realizadoera ya bastante terrible.

Más impactos de pulsaciones, enesta ocasión contra el extremo opuesto.Erraron el tiro sobre la segundacatapulta pero destruyeron un conjuntode cinco edificios. ¡Por el amor deThetis! ¿Cuándo se detendrían? ¿Cuándoestaría satisfecho Midian?

Los arqueros continuarondisparando, y cuando el cañón depulsaciones volvió a ser accionado susproyectiles dieron de lleno en el puerto,impactando presumiblemente contra lastropas del Consejo que estaban deguardia allí. No había piedad en esa

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masacre. Podía ver los cadáveres en elágora, algunos quemados de formaespantosa por los efectos del cañón depulsaciones. Había personas aún vivasque se movían intentando sacarse lasflechas clavadas en el cuerpo.

Me emocioné y volví la mirada,pero sentí una mayor presión en el collary el sacrus me ordenó:

―Mira.Oí un grito de batalla procedente de

la ciudad, a la derecha del templo, elruido de cientos de personas gritando alunísono. Un momento despuésobtuvieron una respuesta en el ladoizquierdo de la plaza.

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―¡Aezio! ¡Aezio!―¡Tanais! ¡Tanais!Por encima incluso del horror de la

destrucción de Tandaris, aquel instanteconstituiría uno de mis más clarosrecuerdos: dos columnas de soldadoscon capas azules marchando a la carreradesde el templo en dirección al ágora,protegidos por escudos y con los cascosfestoneados brillando a la luz de lasllamas. Un mago del Agua intentódetenerlos, pero no tardó en caeralcanzado por unas siete flechasdisparadas desde el parapeto. Ya notenían ninguna protección las restantestropas del Consejo apostadas en la

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plaza, que ahora intentaban realizar unúltimo ataque con la catapulta. Algunoslograron huir corriendo por la calle dela derecha, pero a los thetianos fuera deltemplo eso ya no les preocupaba.

Hacia la mitad de la columna de laderecha un delfín plateado se alzaba ensu estandarte, sobre un rectángulo detela azul que llevaba el número IX.

Por primera vez en doscientos años,la novena legión estaba combatiendo.Los thetianos que nos rodeaban, tanto enlas almenas como en la propia plaza,pertenecían a la guardia imperial. Esosólo podía significar que Eshar y susaliados del Dominio habían planeado

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aquel ataque desde el principio. Y lomás probable era que ellos mismoshubiesen promovido la muerte de Esharpara alentar al Consejo, forzarlo a poneren marcha su plan y concentrar todas susfuerzas en este único lugar, para que elDominio pudiese acabar con ellos deuna sola vez.

Por debajo del estandarte, tresoficiales con penachos blancosrodeaban a otro que sólo se diferenciabade sus pares por su tamaño. Les sacabaa sus oficiales casi una cabeza de altura,una figura inmensa llevando una espadapesadísima como si se tratase de unjuguete. Como sus hombres, cantaba al

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avanzar por el ágora. Yo conocía laletra, pero no la música. Era una canciónque recordaba haber leído en laHistoria, una canción que Carausiushabía oído entonar a sus legionesmientras marchaban hacia Aran Cthunhacía más de dos siglos. Y marchabanbajo las órdenes del mismo hombre quelos conducía ahora: Tanais Lethien, elalmirante del imperio.

La vanguardia de la novena legión selanzó sobre las tropas del Consejo conuna ferocidad que casi pude sentir desdedonde estaba. Los thetianos manteníanuna férrea formación mientras rompíanel orden de las filas enemigas.

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Paralelamente, la otra columna avanzabacon paso algo más lento por una callecontigua para emboscar por detrás algrueso de las tropas del Consejo(consistente ya entonces en menos de uncentenar de hombres).

Incluso antes de que llegasen a girarla esquina, la matanza estaba a punto determinar. Dos magos, uno de la Tierra yel otro de la Sombra, se las habíanarreglado para crear por un momento unpequeño hueco en la formación delalmirante Tanais, pero habían sidoabatidos por otros soldados queocuparon el lugar de sus compañeroscaídos. Yo conocía los nombres de los

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dos magos: Sorghena y Jashua. El últimohabía sido uno de mis instructores en laCiudadela.

Entonces fue aniquilada la última delas tropas del Consejo, y las columnasthetianas volvieron a establecer laformación. Una se adentró más en laciudad, mientras que Tanais y sushombres regresaron a la plaza, ya casivacía. Había más legionarios en laciudad de los que yo había visto, o almenos más soldados leales al Dominio,pues pude oír ruidos de lucha que veníande lugares lejanos.

Pero no se trataba de un auténticocombate, pues el resultado final nunca se

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había puesto en duda. Lo único querestaba ahora era completar ladestrucción de la ciudad, algo que elDominio no podía hacer mientras sustropas siguiesen allí.

Con los ojos bañados en lágrimas,por fin se me permitió volver la miradacuando el sacrus que sostenía mi collaraflojó un poco la tensión de la cuerda.

El cañón de pulsaciones habíacesado el fuego y el mundo parecióafectado por una calma fantasmal tras elruido ensordecedor del instante anterior.

Una tranquilidad suficiente parasentir a Sarhaddon acercarse y ver mipropia muerte escrita en su rostro.

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―El exarca ha decidido que lomejor es no pasarnos de listos ―leindicó al sacrus―. Sin embargo, leparece que no es demasiado diplomáticoejecutarlos a la vista de todos. Llévalosabajo, a la sala de guardia, pero no losmates bajo ninguna circunstancia hastaque nosotros regresemos contigo.Después de todos los problemas que noshan ocasionado, el exarca desea darlesuna muerte humillante al modo haletita.

El sacrus hizo una reverencia.―Como ordene su santidad.No habría, por lo tanto, ninguna

tregua.«Nos veremos en Tandaris.»

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Me sentía tan aturdido por loocurrido, por los golpes tan terriblesque se sucedían uno tras otro, que no meresistí a caminar al encuentro de mipropia muerte. No me fijé en nada de loque me rodeaba, ni siquiera sabía si losdemás estaban tan conmovidos como yo.A lo lejos vi la silueta del exarca delArchipiélago mirándonos desde unextremo de la muralla.

Nunca llegamos a bajar hasta la salade guardia, nunca tuve la oportunidad desufrir las humillaciones que Midiandeseaba. Mientras atravesábamos elpatio, una figura se colocórepentinamente de pie junto a la

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columnata, del lado interno de lamuralla, y empezó a huir a la carrera.

Uno de los sacri que nos custodiabadio un grito de alarma, pero erademasiado tarde. Un segundo después seprodujo una explosión general y, trastambalearse un momento, la murallaexterior se derrumbó hacia adentrosobre el patio.

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CAPITULO XXXVII

Tras caer la muralla, los sacri nossoltaron los collares y nos echamoshacia la derecha, lejos del derrumbe.Por segunda vez ese día caí duramentesobre las piedras, magullándome unbrazo y un costado, pero lo cierto es quesólo me afectó una oleada de polvo deescombros y el aturdimiento causadopor la conmoción general. Otraspersonas que había en el patio y junto almuro fueron directamente derribadas eincluso el exarca se tambaleó, aunqueestaba por encima de nosotros y era lobastante fuerte para mantenerse de pie.

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La cuerda que tenía al cuello habíavuelto a tensarse y tuve que boquear enbusca de aire, rogando que no meapretase aún más. Después de todo loque me habían hecho antes, no conseguíavolver a incorporarme.

―¿Cathan?Ravenna apareció a mi lado y, tras

quitarme el collar, intentó ponerme depie. Vi los cuerpos de unos cuatro sacribajo los escombros y... las tropas delConsejo estaban abriendo una brecha enla muralla del templo.

―Sus líderes han muerto ―dijoella―. Y nos matarán si nos quedamosaquí.

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Ravenna gritó en una desesperadasúplica de ayuda a la que Palatina sesumó en seguida.

―¡Matad a esas personas! ―gritóMidian―. ¡Y capturad a esosprisioneros!

―¡Debes incorporarte! ―aullóRavenna. Se puso firme, luego se agachóy me impulsó hasta que estuve de pie,esperando un poco ante mí mientras metambaleaba. Ya había dentro al menoscuarenta invasores, incluyendo a unamaga y a una figura con uniforme navaloscurecido por el humo.

Avanzamos dando tumbos haciaellos mientras las flechas silbaban a

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nuestro alrededor, y la maga (del Agua,aunque no la conocía) derribó a unostres o cuatro arqueros de las almenas.Aunque tarde, recordé lo que era capazde hacer y me resultó más que sencillocongregar una marea y lanzarla en untorrente de descontrolada energía contralos arqueros thetianos. La lluvia deflechas cesó y los arqueros cayeronhacia atrás contra el parapeto,incluyendo además a un mago del Fuego,que perdió el equilibrio y cayó al vacío.Un segundo más tarde Ravenna se unió amí y ambos tuvimos la sensatez deemplear sólo la magia del Consejo,evitando la magia del Fuego. Después

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de todo, no queríamos que sus tropas delConsejo pensasen que pertenecíamos alDominio.

Y entonces se nos acercó el sujetodel uniforme ceniciento, vivo,imposiblemente vivo, y nos empujóhacia atrás mientras nosotros seguíamosinundando las almenas. Todos los vigíasse habían marchado, huyendo junto a losarqueros, pero Ravenna se encargó detodos los que seguían con vida en elpatio.

Empecé a andar tambaleándome endirección al agujero de la muralla ySagantha me ayudó a saltar las piedras.Entonces distinguí una silueta blanca y

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roja corriendo con un bastón decombate, que no sabía usar con destreza.Detrás de nosotros, algunos delvariopinto grupo de supervivientes delConsejo sacaron ballestas y empezarona disparar contra el parapeto.

―¡Cathan! ―gritó Sarhaddon,intentando hacerse oír por encima delbarullo. Su túnica parecía ahora de unrojo arenoso debido al polvo que lehabía caído encima―. ¡No te marches!¡Debes matar a Midian!

Era una declaración tan sorprendenteque no pude dejar de detenerme.

―¡Quiere que nos paremos! ―aullóPalatina, pero por una vez mantuve la

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entereza y recordé al hombre que habíacorrido por la columnata.

―Sagantha, ¿fueron tus hombres losque hicieron estallar el muro?

―¿Qué? Ah, no. Nosotrosintentábamos escapar por aquella callelateral y oímos que se derrumbaba.Todavía tenemos una oportunidad, peroaquí estamos demasiado expuestos.

―Yo ordené echar abajo la muralla―anunció Sarhaddon, ahora más cerca.Ravenna estaba aún en las almenas, peroyo sabía que Tanais y sus tropas nopodían estar lejos, y yo no podía huiratravesando toda la ciudad. Y sinembargo... algunos miembros del

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Consejo tenían cargas de explosivos,según comprobé cuando un proyectilechó abajo parte de la columnatainterior, en el extremo opuesto.

―¿Por qué? ―grité. Dos tropas delConsejo empezaban a marchar haciaSarhaddon con las espadas en alto.

―Midian pensaba destruir elArchipiélago y eso habría acabadotambién con el Dominio. Yo lo sabía eintenté salvaros, pero él no me escuchóy ordenó que os ejecutasen. Hiceestallar la muralla para daros unaoportunidad de matarlo. Aún estáisatrapados en la ciudad.

―¿Por qué habría de creerte?

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Ahora estábamos lo bastante cercapara hablar en un tono de voz normal enmedio del caos del patio, que se habíaconvertido en un campo de batalla.

―¡Tú quieres matarlo! ¡Por favor!Pero entonces se oyó otra voz,

resonando en el patio.―¡Novena, a mí! ¡Sacri, el templo

está en peligro!Sarhaddon fue el único que no

pareció sorprendido, el único que nomiró con horror y desconcierto al grupode figuras con armadura que apareció enel arco del portal, sus siluetasrecortadas contra las antorchas en laplaza. La novena legión vestida de color

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azul cobalto, rodeada de un hombre que,dado su cargo, debía haber llevadocasco.

Alguien que tendría que habermuerto en el santuario de Mare Alastre.No me había equivocado.

―¡Arqueros, fuego contra losthetianos! ―ordenó Sagantha―. ¡Ahora!

Dos o tres arqueros habían caído porel fuego cruzado, pero entoncescambiaron de bando al ver a máslegionarios de la novena avanzandodesde la plaza, formando un escudo porencima y alrededor de su emperador. Sumuy astuto emperador, a cuyos planesdebía de haber respondido todo. Su plan

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y el de Sarhaddon. Midian nunca habíasido lo bastante inteligente.

Ravenna pasó a mi lado y cogió dela ropa a Sarhaddon, a quien empujócontra su propio cuerpo al tiempo que loamenazaba con un cuchillo que reconocíde Kavatang: el cuchillo de Sagantha,que aprovechando el descuido acababade quitarle del cinturón.

―¡Mataremos al preceptor! ―dijoella gritando.

―¡Estáis rodeados! ―señalóMidian desde el parapeto―. No podéisescapar. Su majestad, le suplico,matadlos hasta que no quede ninguno.Dómine Sarhaddon, ¿estás preparado

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para entregar tu vida en bien de la fe?Sarhaddon era el único hombre en

toda la ciudad que había dudado enmatarnos. Entonces uno de los arquerossituados por encima de nosotros colocóuna flecha en su arco, estiró la cuerda ygritó:

―¿Y tú, Midian?, ¿estás preparado?Y un segundo antes de que el exarca

pudiese reaccionar, la flecha ya habíasido disparada. Un arquero thetiano,entrenado desde pequeño para la únicaforma de combate que practicaban ellos,un hombre que tanto había perdido amanos del exarca y del emperador.

Oí salir la flecha de Ithien antes de

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que atravesara el aire para clavarse enel pecho del exarca. Por un instante,Midian pareció ileso, pero luego setambaleó.

―Eso es herejía... ―señaló yperdió el equilibrio.

Cayó hacia adelante, por encima delborde del parapeto, y aterrizó en losescombros de la columnata con undesagradable estruendo.

Una lluvia de flechas cayó encimadel sitio donde estaba Ithien antes deque yo pudiese crear un campo paraprotegerlo, antes de que me fueseposible hacer nada para detenerlas.Ithien gritó y luego la sangre brotó de su

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garganta.―¡Ithien! ―aullé, y sin pensarlo dos

veces salí corriendo hacia él, olvidandoel dolor de mis pies y manos. Escalé lasrocas hasta llegar a su lado, en elmomento en que la mujer que estaba máscerca de él lo apoyaba contra un muro.

Ithien me miró, luchando por hablar.Dos flechas le habían atravesado unpulmón, otra un muslo, y su sangremanchaba las piedras. Vi cómo sufríapero no había nada que yo pudiesehacer.

Palatina vino tras de mí y searrodilló a mi lado ante el thetianomoribundo.

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―Te he robado tu venganza ―dijopor fin Ithien con tremendo esfuerzo―.Despide a Ravenna de mi parte.

Palatina asintió y le cogió la mano.Sus dedos presionaron débilmente losde ella un instante, y el dolor deperderlo casi pareció abrumarla. Apretócon fuerza la mano de Ithien, pero élestaba demasiado abatido para sonreír.

―Has sido un buen amigo ―le dijoPalatina―. Y un auténtico republicano.

―Vosotros también ―consiguióresponder―. Vivid por mí ―susurró―,vivid...

Entonces cerré los ojos para noverlo morir y sólo volví a abrirlos poco

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más tarde, consciente del inesperadosilencio que se había producido a mialrededor. No tendríamos que habernostomado ese tiempo, pero tampocoparecía estar sucediendo nada.

Palatina alzó la mano de Ithiencolocándosela sobre el pecho y le cerrólos brillantes ojos. No tenía sangre en elrostro y a medida que sus músculos serelajaban casi parecía moverse.

―Adiós, Ithien ―susurré. En mimente seguía siendo un hombrepulcramente vestido montado en unmagnífico caballo, galopando hacia elportal del mar de Ilthys bajo el sol de lamañana, con la intención de salvar a un

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amigo de las garras del Dominio, laúnica persona a quien había conocidocapaz de mirar a los ojos a uninquisidor.

―Ilthys le dará el entierro quemerece, si es posible ―dijo la otramujer que, según me di cuenta algotarde, era Persea, mi amiga y amante dela Ciudadela, la última que seguía en piede todos los arqueros de Sagantha.

Volví a incorporarme mientrasPalatina seguía de rodillas ante elcuerpo de su más viejo amigo. Bajéentonces la mirada hacia el pilar dondeesperaban el emperador y sus hombres,un escenario inmóvil, si no me falla la

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memoria.El emperador era un soldado. Nos

había atrapado y no le perjudicaba lomás mínimo permitirnos despedir a unamigo caído.

Sin embargo, no podríamos mantenerla última promesa que le habíamoshecho a Ithien. Tanais y sus soldadosbloqueaban ahora la calle contigua a lamuralla y unos cuatro magos delDominio se habían congregado allílistos para actuar. O sea que todo habíaterminado. A menos que... a menos quepor una vez Sarhaddon me hubiese dichola verdad.

Me volví hacia Reglath Eshar,

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Aetius VI, que se alzaba entre las tensasfilas de la novena legión en el patio deltemplo.

―Nos has vencido ―dijesintiéndome extrañamente tranquiloahora que todo estaba claro. Persea memiró un instante con esa sonrisa un pocotorcida que le recordaba―. Ya no existemás herejía. Sólo la que albergan lasmentes de los que tienes cautivos aquí.Y Sarhaddon nos ha demostrado, almenos a tres de nosotros, que todo loque creíamos no era más que unafantasía.

―¿Una fantasía? ―preguntó elemperador con toda claridad. Podía oír

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ruidos de batalla provenientes de algúnsector de los muelles, pero por lo demástodo estaba en calma absoluta,incluyendo a los herejes reunidos junto anosotros sobre el montón de escombros.

Los magos del Dominio estabanalertas y alzaron las manos para actuar.

―Magos, dejad a ese hombre en paz―dijo una voz ronca desde algún lugarpor encima y detrás de nosotros―.Dejad que haga lo que tiene que hacer.

―¿Quién eres? ―protestó elemperador.

―Soy Amadeo, monaguillo de laorden venática. Dejad que ese hombrehable, pues Ranthas revela verdades a

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través de sus palabras.Sarhaddon alzó la cabeza para ver a

Amadeo, que estaba de pie junto aOailos en la cima de los escombros.

―Es realmente un monaguillo de miorden ―admitió Sarhaddon―, aunquepensé que había muerto.

―Estos antiguos herejes merescataron de las torturas del Consejo―explicó Amadeo―. Son agentes deRanthas, y él ha decidido que uno denosotros lo viese actuar a través de unade ellos.

―Prosigue ―concedió Eshar.Desgarré un fragmento del

dobladillo de mi estropeada túnica y lo

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extendí en la palma de mi mano, talcomo lo había hecho Ravenna en Ilthyscon un papel. A ella le quedaba aún unaleve cicatriz, pero desaparecería con eltiempo. Me resultaba un gran esfuerzomantener la mano quieta en esa posición.El dolor de la muñeca era insoportable,pero logré concentrarme, derramandocada vez más magia y calor en el retal.

La experiencia pareció eterna, lobastante larga para que los presentescambiasen de posición y se mirasenentre sí con incomodidad. Y por fin seencendió una llama. Mantuve la manotan inmóvil como pude, sintiendo que elfuego quemaba la tela y me chamuscaba

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la mano. Entonces me sentí incapaz demantenerla encendida, pues el dolor enla palma superó a todo lo demás. Gritédejando caer las cenizas y derramé unpoco de agua del aire para aliviar laquemadura.

En Ilthys, Ravenna había empleadoesa estrategia para desafiar e intentardestruir al Dominio. Yo no tuve esasuerte.

Noté que la expresión de los testigosiba de la preocupación a laincredulidad. Había allí dos o tresinquisidores y venáticos, y unos sietesacerdotes que se encargaban delcadáver de Midian, pero que no me

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quitaban los ojos de encima.―No eres el primero en verlo

―dije alzando la voz para que se oyeseen todo el silencioso templo―. Lo hanvisto miles de personas que difundiránla noticia a lo largo del Archipiélago.Dejarán en claro que cualquier mago, nosólo los magos del Fuego, puede utilizarel Elemento que consideráis sagrado, oal menos muchos de vosotros, los que nohabéis dedicado vuestras vidas adestruir al Dominio. Después de lo quehemos hecho, es probable que todo estono os importe. Pero os pido querecordéis que, por mucho que hayamosluchado en cuestiones políticas, en pos

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de tierras y ambiciones, también hemosluchado por las almas de Aquasilva, porel culto a los dioses en los que creyeronnuestros antepasados y sus antepasados.El Consejo olvidó que lo importanteeran las almas. ¡Y el Dominio ha estadoa punto de olvidarlo!

Me arriesgaba en aquel punto, perotodo el discurso era arriesgado. Por otraparte, tras lo sucedido en Ilthys, mispalabras no podrían ser ignoradas. Lasllamas que había encendido Ravennailuminaban las almas de todos losciudadanos de Ilthys y de todos los quequisiesen escuchar su mensaje.

―Más allá de todos los intentos y

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argumentaciones ―proseguí―, esteconflicto habrá concluido hoy. ElConsejo ha sido destruido y con él todosu poder. Ya no existirán másciudadelas, ni más entrenamientos nienseñanzas como las que hemosrecibido. Se acabaron los líderes y laorganización. Sólo quedan individuosdispersos por el mundo, que menguaráncon cada generación hasta que ya noquede nada. De modo que ha ganado elFuego, pero en medio de la lucha hemosdescubierto algo más, algo que puedetener múltiples significados. El fuegoque acabo de crear, el fuego queRavenna originó en Ilthys, parecían

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imposibles. El mundo sabe ahora que nolo son. Midian pretendía ocultarlo, perosi no hubiese muerto, habría vistofrustradas sus intenciones. FueSarhaddon quien se dio cuenta de queeste descubrimiento le proporcionaría alDominio la oportunidad de redimir lasalmas que ha perdido.

Ya había ido tan lejos como meparecía posible, tanto como me atrevía,y ahora seria Sarhaddon quien decidiríasobre nuestro destino. No sólo sobre elde la escasa docena de personasprisioneras en el patio del templo, sinoel de los pobladores de Ilthys y el detodos los que habrían divulgado ya la

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noticia en las más vastas regiones deAquasilva. Si la negación de todos losElementos pronunciada por Ravennaquedaba establecida como una nuevaherejía, todo el círculo volvería aempezar, pero en esta ocasión existiríanseguidores realmente en todo el mundo ylas guerras serían guerras civiles.Teniendo en cuenta la masacre queseguiría en ese caso, la verdad era unmódico precio a pagar.

Nada duraba para siempre.Ravenna permitió con reticencia que

Sarhaddon se incorporase y el venáticocubierto de polvo hizo una reverencia alemperador antes de mirarme. Sus ojos

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parecieron perforar los míos. Por unsegundo mantuvo silencio, meditabundo.Y luego empezó a hablar con suencantadora voz, mucho másconvincente y poderosa que la mía, ladel emperador o la del propio Drances:

―Todo auténtico fiel sabe que unaspocas veces a lo largo de la historiaRanthas nos habla a través de susprofetas, dirigiendo a sus agentesmortales en beneficio de su fe orevelando las verdades que creenecesario revelar. Sabemos también quesu misión también puede serdesempeñada por medio de agentes delmal, empleando receptáculos

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corrompidos que nosotrosdespreciaríamos. Pero nunca antesambas cosas han sido combinadas.Nunca una revelación ha llegado anosotros por una vía tan extraña comoésta, a través del cuerpo de magosheréticos a quienes consideramoscorruptos más allá de toda redención.Ellos nos han mostrado una gran verdad,que Ranthas ha decidido que somos lobastante sabios para comprender. Laverdad de que existe un único poder, unúnico Dios como siempre hemos sabido,pero que todos los Elementos formanparte de él, del ser que controla nuestrosdestinos. Un ser cuya apariencia

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primaria se presenta en las llamas de unfuego o de una estrella, el creador de lavida en el mundo, pero que a la vez esmucho más que eso.

»Podemos verlo en todas las cosas―prosiguió―, pues todos losElementos son creación suya. Nopodríamos vivir en un mundo hechoíntegramente de Fuego ni en unoformado sólo por Aire o Tierra. Todasson facetas de Dios, todas partes de untodo mucho más colosal que adoramoscomo Ranthas. Las llamas son suexpresión más pura, pero no la única. Sinos aferramos a esta verdad,conseguiremos que muchos de los que

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habían perdido el camino encuentren laluz de su redención. ―La voz deSarhaddon cambió sutilmente con lasiguiente frase―: Si no lo hacemos así,si en lugar de aceptar ésta como suverdad le volvemos la espalda yperseguimos a quienes han tenido lavisión suficiente para aceptarla,entonces sobrevendrá la guerra. No lamera limpieza de almas de unaverdadera cruzada sino una guerra civilde la fe. Lucharemos contra nuestrospropios padres y hermanos, contra lagente de nuestras ciudades y patrias quehan vislumbrado lo que a nosotros nosha sido imposible comprender. No

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existe la gloria en una guerra civil, nohay victoria ni honor. Sólo la muerteresulta vencedora.

Sus ojos se clavaron en la audiencia,luego en el emperador, una figurainmóvil entre sus legados. Un hombreesbelto, más alto que el resto de susfamiliares pero no demasiado, cuya pielhabía oscurecido tras años de campañas.Eshar el Carnicero, guerrero de la fe,haletita por convicción, amigo deMidian y Lachazzar.

Habíamos dado lo mejor denosotros. Ahora todo dependía de él, unhombre devoto llamado a sentenciar unacuestión que excedía sus intereses, pero

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que salvaría las vidas de miles depersonas o hundiría a Aquasilva en unaguerra civil. Ya no podía hacer nada máspara guiar al último emperador Tar'Conantur hacia una elección que nosdaría una luz de esperanza en lastinieblas que parecían avecinarse.

Por un momento Eshar no dijo nada.Esperó mientras el viento hacía flamearel estandarte de la novena legión y elruido de un edificio derrumbándosellegaba desde la ciudad.

―No soy teólogo ―empezó elhombre, el enemigo del cual, al fin y alcabo, pendían nuestros destinos. Estabanegociando las vidas de Ravenna,

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Palatina, Persea y Sagantha, así comolas de todos los demás. Y trataba con unsujeto que había asesinado a muchísimosmás, alguien cuyas purgas habíanprivado a Thetia de sus más brillantesestrellas.

―Soy un soldado, un emperador yun devoto de Ranthas ―continuóEshar―. Y lo último, por encima detodo lo demás. Me he pasado la vidaluchando por mis dos patrias y por mife. Ahora debo gobernar un imperio, unimperio que ha de ser poderoso en laguerra. Ése es el modo de lograr quesobreviva, no que viva. Creo queRanthas protege mi imperio, pese a que

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durante siglos ha venerado a una diosaque me resulta abominable. Y puedocreer que durante todos estos siglos élha estado realmente protegiendo Thetia,incluso si mi pueblo sólo pudo verlo através de su propia confusión. Miantepasado Valdur dio un paso adelanteen pos de la verdad y ahora yo daréotro. Preceptor Sarhaddon, creo quedices la verdad y que esos magostransmiten realmente las voces deRanthas.

Lo que escuchaba me parecía difícilde digerir y respiré profundamente.Ravenna miraba al emperador.

―Ven aquí ―ordenó el emperador

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señalándome, luego elevó la voz paraque lo oyesen del otro lado de lamontaña de escombros―. ¡Almirante!

Bajé, tembloroso, abriéndome pasoentre las piedras mientras el emperadorles ordenaba a los magos del Fuego queiluminasen el lugar. Se encendieroncuatro faroles, dibujando un cuadrado enel centro del patio. Al parecer, esosmagos eran empleados más para usosceremoniales que para otra cosa.

―Vosotros también ―dijo Esharseñalando a los demás―. Arrojad lasarmas. Os doy mi palabra de que no seos hará daño.

Con lentitud, una a una, las armas

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fueron siendo depuestas sobre las rocasen señal de obediencia. Me pregunté silos otros creerían o comprenderían loque estaba sucediendo.

Estuve a punto de caer, pero al finllegué al nivel del patio, me aferré a unbrazo que alguien me tendió y al mirarhacia arriba comprobé que era el deSarhaddon.

Apoyado en el hombro del venático,avancé cojeando hasta llegar frente alemperador. Al mismo tiempo, elmariscal, una figura titánica con suantigua armadura de la legión, se colocóa un lado de Eshar. No podíasorprenderme que Tanais apoyase a un

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emperador soldado. Consciente de loprecaria que era todavía mi situación yde que podía empeorar, me arrodilléfrente a Eshar, un honor que él podríaestar deseando. A mis rodillas desnudas,las piedras del suelo les parecieron mástibias de lo que era de esperar.

―Eres mi sobrino ―afirmóentonces Eshar con un tono totalmentediferente―. Me dijeron que eras débil.Lo que he presenciado aquí esta nocheno concuerda con eso.

A tan corta distancia, pude sentir enél algo de aquel magnetismo quetambién poseía Palatina, pero máscontrolado y mucho menos evidente a

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primera vista.―Midian y yo estábamos

equivocados ―sostuvo Sarhaddon―. Elno. Es un superviviente.

Supe que Sarhaddon jugaba allí supropio juego, pero era ahora lo bastantecercano a mis propios intereses que, porel momento, colaborábamos.

―¿Servirás a tu Dios y a tuemperador de todo corazón? ―mepreguntó inesperadamente Eshar.

―Lo haré ―afirmé sin la mínimavacilación.

―¿Y volverás a la auténtica fehaciendo pública remisión de tuspecados para ser aceptado otra vez por

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el santo Dominio universal?Teniendo en cuenta los siete años

que llevaba luchando contra el Dominioy sus seguidores, me sorprendió vermeasentir. Cómo pude hacerlo, lo ignoro,pero sacrificar cualquier cosa por una feen la que ya no creía me parecía unaestupidez.

Eshar se inclinó y me saludó alestilo militar, puño con puño. Luego meindicó que me incorporase y permanecía su lado mientras les hacía a los demáslas mismas preguntas.

―Los absolveré ―dijo Sarhaddoncuando todos hubieron accedido.

―Deberán renunciar todos

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públicamente a sus pecados ―apuntóEshar―, pero ya han manifestado estarde acuerdo con eso.

Según tenía entendido, aquellaceremonia se aplicaba en general a genteque había cometido crímenes terriblepero seguía firme en su fe. Era un ritualde sumisión y absolución, en nadaparecido a la humillación públicareservada a los herejes condenados.

―Por mi voluntad declaro a los aquípresentes perdonados y absueltos detodos los crímenes que puedan habercometido bajo las leyes del imperio ydel Archipiélago. Como condiciónprevia de la absolución, todos servirán

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al imperio o al Dominio durante cincoaños en cualquier tarea que Sarhaddon oyo mismo consideremos apropiada.Declaro a todos los que nos rodeantestigos de lo que acabo de decir.

Comprendí entonces por qué habíaconvocado al almirante.

―Y así será. Yo, Tanais Lethien,almirante del imperio, soy testigo.

El siguiente en testificar fue Alexios,pero era una mera formalidad. Habíaallí demasiada gente importante paraque el emperador se echase atrás en supromesa.

Se hizo un breve silencio, tras elcual Eshar se volvió hacia Tanais.

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―Ve a dirigir la batalla y finalízalasin perder tiempo.

―Debemos dar la oportunidad deredimirse a tantos herejes como seaposible ―exigió Sarhaddon―. Cuantosmás sean los que hablen por nosotros,más se nos creerá.

―Eso tiene sentido.―Su majestad ―intervino Sagantha,

y el emperador escrutó con detalle a lafigura oscurecida por el humo―. ¿Puedosugerir que Tanais lleve consigo a unode los supervivientes? Quizá ayude aacabar más de prisa con la batalla el quelas tropas restantes del Consejo veanque pueden evitar ser aniquiladas.

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―Tanais, encárgate de que esosuceda. Pero no tengas piedad con losfanáticos.

―Como ordene ―asintió Tanais,haciendo una pequeña reverencia, y sevolvió para hablar con Sagantha.

El emperador me miró un instante,luego sonrió, lo que me cogió porsorpresa:

―¿Te llamas Cathan, no es cierto?―Sí, su majestad.―Estamos charlando informalmente

―señaló Eshar y me llevó con él unpoco más allá de su círculo de guardias,hacia la parte del patio donde yacía elcuerpo de Midian―. Sé que estás

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siendo precavido, pero no me gusta laadulación.

Asentí, preguntándome en quéacabaría todo eso. Media hora antesestaba convencido de que ese hombreestaba muerto y un mes atrás loconsideraba mi peor enemigo. Pero enrealidad nunca se había logrado nadallevando al límite las disputasfamiliares. Los Tar' Conantur tenían elhábito de hacerlo y no les habíaaportado beneficio alguno.

―¿Quién era el hombre que murió?―Ithien Eirillia ―dije.―Ya veo. ¿Amigo tuyo?―Sí.

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―Hubiese permitido que cualquieramatase a Midian sin tener que pagar porello. Pero ahora tu amigo ya ha muerto ysu acto más terrible contra nosotros haacabado beneficiándonos, pues los másperjudicados son esos tehamanostraicioneros. Le perdonaré sus crímenesy permitiré que lo entierres comoquieras. Pero deberás acabar con larevuelta en Ilthys y traer aquí a todos loslíderes restantes del Anillo para que serediman contigo. Si la revuelta concluyesin que necesite desplegar tropas, meconformaré con el trato que hemosalcanzado esta noche. ¿Está claro?

Asentí, percatándome distraídamente

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de que, aunque Eshar utilizaba el pluralde la realeza en sus escritos, no semolestaba en usarlo al hablar.

―Zarparás tan pronto comoTandaris haya vuelto a la calma...―empezó, pero fue interrumpido poruna figura con uniforme blanco y negroque apareció entre los pilares de lacolumnata caída. Ninurtas se le sumó unmomento después, con aspecto receloso.

―Su majestad, ¡no debería haceresto! ―instó Amonis con los ojos llenosde odio―. ¡Es un hereje corrompido ysiempre lo será! ¡Posee poderesmaléficos, no es un agente de Ranthassino del mal, igual que su cómplice

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Sarhaddon! La fe que él predica es unamonstruosidad, una perversión de laverdad.

―Habéis oído mis palabras ―dijoEshar con frialdad.

Amonis permaneció allí, con lasmanos escondidas en los pliegues de latúnica. Sentí escalofríos, pues era bienentrada la noche y había bajado latemperatura. Amonis representaba unclaro recordatorio de lo enormementecercano que era el pasado.

―¡Su majestad, os ha envenenado atodos la mente!

―¡Ya basta! ―espetó Eshar―.¡Guardias, sacadlos de aquí!

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Ignoraba por qué nadie más se habíadado cuenta, pero nada más que losguardias dieron un paso adelante noté eldestello entre los pliegues de la túnicade Amonis y vi cómo volvía a levantarla mano. La muerte acompañaba a esehombre, una muerte que yo habíalogrado evitar pocos minutos antes...

―¡Tiene un cuchillo, su majestad!―grité poniéndome entre el emperadory el inquisidor.

―¡Eres un enemigo de la fe! ―aullóAmonis.

Durante unos segundos todo sucedióa cámara lenta. Sentí que alguien seabalanzaba contra mí, Ninurtas, con todo

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su peso. Mis tobillos estaban débilespor la tortura inquisitorial y mederrumbé debajo de él, lastimándometodo un costado al caer sobre laspiedras. También Ninurtas tenía uncuchillo y luchaba por sacarlo. Yo mesentía demasiado aturdido por el dolorpara responder.

Sobre nosotros, el brazo delemperador intentaba contener losavances de Amonis, pero el inquisidorfue más rápido y hundió el cuchillo en elpecho de Eshar.

Oí su grito de dolor y un alarido de«¡Traición!» proferido por alguien en ladistancia. Ninurtas había liberado su

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mano y por un instante el cuchillo brillóa la luz de las antorchas mientras elvenático retrocedía, apuntando el filodirectamente a mi estómago.

Inmovilizado por su peso, noconseguí moverme e intenté en cambiocogerle la mano, pero sentí que mimuñeca cedía. Por un segundo vi mipropia muerte en el extremo de aquellahoja, pero entonces, de algún modo,conseguí desviar el arma.

De inmediato se apoderó de mihombro un dolor terrible y grité de laimpresión. Ninurtas tenía la manocubierta de sangre cuando retiró la dagay a mí me abrasaban terribles oleadas de

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dolor cada vez que volvía a sacudirla.Por encima de nosotros, el emperador setambaleaba tras una nueva cuchillada deAmonis.

Supliqué que sus heridas no fuesenfatales. ¡Por el amor de Thetis, no podíamorirse ahora! ¡Era nuestra últimaoportunidad para detener a losfundamentalistas, la última esperanzapara conseguir la paz en elArchipiélago!

Oí un grito lejano pero Amonis nopareció enterarse y seguía cuchillo enmano hundiendo la hoja por tercera vezen el cuerpo de Eshar. Ninurtas volvió aalzar la daga pero en seguida se sacudió

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en convulsiones con un espantoso rictusde dolor en la cara, y vi la espadaclavada en su espalda.

El arma cayó, primero en punta, sedeslizó por mi túnica y se clavó entredos de mis costillas, pero ya carecía defuerza para penetrar, por más queNinurtas, en sus estertores, sedesplomase sobre mí golpeándolo unmomento más tarde. Hice un esfuerzopor alejarme del horrendo espectáculode la muerte del venático.

Amonis casi había completado latercera puñalada cuando la espada deTanais lo partió virtualmente por lamitad.

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Había sangre por todas partes, unterrible hedor a vísceras y muerte,seguidos de dolor y más dolor cuandoalguien me quitó con violencia deencima el cuerpo de Ninurtas,raspándome las piernas contra laspiedras del suelo. No me importó, sentíaalivio por librarme de ese horror.

Pero sólo de aquel pequeño horror,pues comprobé que el emperador yacíaen brazos de uno de sus guardiasmientras otro hundía su espada contra elya muerto Amonis. Incapaz desoportarlo, avancé a gatas, tratando deeludir la carnicería que me rodeaba,pero por el modo en que colgaba la

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cabeza de Eshar, deduje que elemperador había fallecido.

Era la segunda ocasión en quepresenciaba el asesinato de unemperador a manos del Dominio y elsegundo miembro de mi familia quemoría en menos de una hora.

Pero ninguno de ellos, ni siquieraOrosius, había importado tanto comoeste hombre, por mucho que hubiesesido mi enemigo.

―¡Ha muerto! ―anunció Tanaisllevando en la mano su espadaensangrentada―. ¡El Dominio haasesinado a nuestro emperador!

―¡Venganza! ―gritó alguien. Y con

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esa sola palabra se completaba latragedia de Tandaris.

Bajé la mirada hacia el cadáver delemperador. Un legionario anónimoacunaba su cabeza, llorandoabiertamente entre los restos del templo.Luego observé el entorno que merodeaba.

―¡Son infieles! ―afirmó Tanais.―¡Son asesinos! ―repuso Palatina,

quien durante todo ese tiempo habíapermanecido de rodillas ante el cuerpode Ithien pero ahora se había puesto depie y blandía una espada―. ¿Cómopodemos confiar en ellos? Mataron aOrosius y ahora a Eshar, que confiaba en

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ellos. ¿Habéis oído al inquisidor?Llamó hereje al emperador porqueaceptó una nueva visión que ellos eranincapaces de comprender. Nosdestruirían si se lo permitiésemos.

―Pero no lo haremos ―sostuvoTanais―. Legión, matad a todos lossacerdotes que haya en la ciudad. Dejadcon vida al preceptor Sarhaddon.Terminad la batalla con el Consejo, peroaseguraos de que ni un solo inquisidor osacrus siga con vida dentro de lasmurallas de Tandaris.

Fue Tanais quien dio la orden fatal,pero de no haber hablado, Alexios,Charidemus o cualquiera de los

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oficiales de la novena legión habríahecho lo mismo. Aquella noche, Tanaishabía sido el segundo del emperador yahora tenía la autoridad. Pero las tropashabrían obedecido esas órdenes aunqueno hubiesen venido del general másveterano, sino del lugarteniente másnovato.

No vi cómo Tanais mataba a losrestantes sacerdotes, pues ya no eracapaz de tolerar más matanzas. Losthetianos estaban furiosos y ni toda lacontención del mundo los hubiesedetenido esa noche. Desde la muerte deEshar, el futuro había quedadoestablecido, como si estuviese grabado

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en piedra.Charidemus había marchado con sus

hombres e incluso el guardia que hastahacía poco sostenía la cabeza de Esharla había apoyado con cuidado sobre lapiedra para correr espada en mano juntoa sus camaradas. Sólo quedaban allíTanais, unos pocos soldados al mandode Alexios y un oficial de la legión.Todos entraron al templo en busca demás sacerdotes. Me quedé solo junto alos cadáveres.

Fueron Hamílcar y Xasan los que seacercaron a mí, me ayudaron alevantarme y, entre ambos, mecondujeron al centro del patio, más allá

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del pálido rostro de los pharasanos.Xasan se quilo la capa y los dos meenvolvieron en ella. Yo estaba casiinconsciente por el dolor en el hombro.

―Antes nos acompañaba unadoctora ―dijo Sagantha―. La dejamosen un edificio seguro. Iré a buscarla.

Algunos heréticos me rodearon, perolos demás, situados entre Xasan y yo, lespidieron que me dejasen un poco deespacio libre.

―Sobrevivirá ―les aseguró elalmirante cambresiano un momento mástarde―. No soy médico pero puedo olerel veneno en la herida y no es fatal, sólodolorosa.

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Intenté combatir el sufrimientobuscando el vacío mental, pero erademasiado intenso y tras un instantevolví a abrir los ojos ante el cielonocturno sembrado de humo. Perdí laconciencia del tiempo y no percibí quese acercaba gente hasta que Khalia yaestaba junto a mí, untándome la heridacon una sustancia que me produjoprimero un frío ardor, pero que enseguida anuló el dolor y me anestesiópor completo el brazo y el hombro.

Cuando Tanais regresó ya me sentíaen condiciones de volver a hablar, peroKhalia me advirtió que me quedasequieto.

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Ella repitió el improvisadodiagnóstico de Xasan y noté la expresiónde alivio en el rostro del mariscal.

―Tenemos que sacarlo de aquí―indicó Khalia―. Debo limpiar laherida y en este sitio es imposible.

―Tenemos varios asistentes decampo, habituados a cargar camillas.Enviaré a algunos hombres a buscarlos.Requisaremos una de estas casas. Mealegra que estés aquí, Khalia, al menossé que Cathan está en buenas manos y nodepende de ningún charlatán local.

Supuse que el brusco comentario nole habría gustado, pero no podía estarseguro. Ambos se conocían de los

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pasillos de la corte imperial.―No pude salvarlo ―susurré,

sintiendo una tremenda desilusión―.Habrá una guerra.

―Sí ―afirmó Tanais―. Tienesrazón. Una guerra a una escala queninguno de nosotros ha calculado niimaginado jamás.

Sus ojos se perdían contemplando ladistancia.

―Era inevitable ―intervinoRavenna―, desde el momento mismo enque Lachazzar fue designado primado.

―No es así ―objetó Sagantha, queesa noche parecía un siglo más viejo―.Cathan y Sarhaddon podrían haber

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tenido éxito. Es irónico. Eshar era elemperador más belicoso en doscientosaños, pero de haber vivido nos habríatraído la paz.

―Una paz según las reglas delDominio.

―La paz tiene su precio, Ravenna―remarcó Tanais con severidad―. Elprecio que proponían Cathan ySarhaddon era el más pequeño paramuchas vidas.

―¿No queda ninguna esperanza?―preguntó Khalia.

―No ―respondió Alexios―. Elemperador del Dominio ha muerto y susucesor será uno de los que estamos

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reunidos aquí esta noche. No podemosolvidar lo sucedido y el Dominio nuncanos perdonará. No tras esta masacre.

―Habéis visto la reacción deAmonis ―indicó Ravenna recorriendocon la mirada el círculo de rostrospreocupados que había detrás de mí―.Fueran cuales fuesen nuestrasesperanzas, ¿creéis que Lachazzarhabría considerado esa propuesta comootra cosa que una herejía? Por supuestoque no.

―Si no existe entonces ningunaoportunidad ―intervino Sagantha―, esono nos allana en absoluto el camino. Seavecina una cruzada, una cruzada que

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hará que las anteriores parezcan unanimiedad y que implicará a todo elmundo, desde las islas Tiberianas hastaTuria. Y, como combatiremos por lasalmas, por creencias más que porsimples disputas territoriales, serámucho más sangrienta que todo loconocido, salvo quizá la guerra deTuonetar. Y todos hemos leído lasdescripciones escritas por cada uno delos bandos. Ninguno de nosotros puedeimaginar el terrible futuro que nosespera.

En medio del repentino silencio, misojos se cruzaron con los de Palatina.Ella se agachó y me tomó la mano, que

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aún conservaba un poco de sensibilidad.―Fracasé ―dije antes de que ella

pudiese hablar―. No intentesjustificarlo.

―La mayoría ni siquiera habríatenido el coraje de intentarlo ―replicó.

Por el rabillo del ojo distinguí a doshombres con capa blanca llevando unacamilla.

Tanais asintió y se llevó al rostro laempuñadura de su espada.

―Te saludo ―dijo.―No lo merezco.―El almirante piensa lo contrario

―añadió Alexios―, de modo que sí lomereces.

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Se hicieron a un lado para dejarpasar a los camilleros y oí que Tanaisintercambiaba unas palabras con unsubordinado:

―Lo llevaremos a palacio―declaró―. La ciudad no es segura yno podemos permitirnos perderlo.

Khalia asintió y yo aguanté el dolormientras los dos hombres me alzabancon tanto cuidado como podían paraponerme sobre la camilla.

Tanais dejó allí unos pocos hombrespara recibir mensajes, pero los demásme acompañaron mientras me llevaban através de la incendiada Tandaris lanoche en que todos los caminos hacia la

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paz parecían haberse cerrado parasiempre. De todas partes manaban nubesde humo y por todas partes personasennegrecidas recorrían el caos de lascalles. Me pareció oír truenos en ladistancia, pero era sólo el ruido deedificios que se derrumbaban, unrecordatorio de lo sucedido y untenebroso anticipo del futuro.

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EPÍLOGO

LOS FANTASMAS DEL PARAÍSO

Puerto Occidental, Selerian AlastreSeis meses más tarde Permanecimos en el extremo del

muelle. Éramos un solitario grupo defiguras bañadas en la luz del ocaso,observando la partida de la manta.Seguimos sus movimientos al alejarsedel puerto, sumergiéndose en las aguasdel mar de las Estrellas, hasta que al fin

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se perdió de vista.«Y sobre toda esta nación impía de

herejes e infieles, paganos e idólatras,esta raza de personas que en su locura sealejaron de la luz rectora de Ranthas,invocamos la ira de su venganza...»

Por un momento nadie dijo nada.Luego Palatina se alejó de Sagantha ycaminó con lentitud hasta el final delpantalán, bajo una farola apagada, con lamirada fija en el oeste. Ninguno denosotros intentó seguirla.

«... por la autoridad que nos ha sidoconferida, el Consejo General delDominio reunido en Taneth en estaFestividad de Ranthas, establezco que

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para la salvación de almas y la gloria deRanthas, el único Dios verdadero yseñor de toda Aquasilva...»

Descansé la mirada en la siluetasolitaria al final del muelle que todavíasostenía en la mano el pergamino. Nisiquiera las formalidades habíanvencido sus ingobernables cabellos y latúnica no le sentaba nada bien, como sino encajase con ella pese a todo elesfuerzo de los sastres.

«... decreto a esta tierra hereje deThetia anatema y maldita, excomulgadaen su totalidad de la bendición deRanthas, y retiramos su protección atoda la población, noble u ordinaria, con

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excepción de aquellos que luchen anuestro lado en esta santa causa...»

―La ciudad espera oírte. Palatina―dijo Sagantha―. La gente debe dehaberlo visto todo, pero sin duda sepregunta qué ha ocurrido.

Por un momento Palatina norespondió, luego dio media vuelta.

―Dejémosles dormir otra noche,Sagantha. Merecen al menos eso.

Se volvió otra vez, absorta en elocéano. Me pregunté cómo conseguíaver el brillo de las aguas sin la visión delas Sombras.

―No. Ya han esperado demasiado.«...Y liberamos a todas las naciones

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del yugo de los tiranos, todos losantiguos tributos, obligaciones yobediencias. Liberamos a sus súbditosde cualquier deber o lealtad hacia sugobernante, la apóstata Palatina, a quiendespojamos de todos sus títulos yderechos, de toda autoridad que el señordel Cielo pudiera haber proporcionadoa sus ancestros. Aquellos que en unperíodo de noventa días no se hayanreconciliado con la fe...»

El enviado no había puesto el pie enel muelle. Sólo le había entregado elpergamino al asistente imperial,esperando a que Palatina lo leyese. Eneso sin duda seguía órdenes específicas,

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aunque no se me ocurría qué podíansignificar.

―¿Puedo ir a comunicárselo alestado mayor? ―preguntó Alexios.

―¿Y a la Asamblea? ―dijo sulíder, el canoso Aurelian Tuthmon.

Palatina asintió.―Reúnelos. Les hablaré dentro de

una hora.Ambos hicieron una reverencia y

caminaron con lentitud abandonando elmuelle, mientras sus sombras seestiraban en las tranquilas aguas.

«...Convocamos a todos los imperiosy naciones, a todas las personas y razasbajo su brillante sol, a acercarse y unir

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sus brazos en esta ciudad de Taneth eldécimo tercer día de verano del próximoaño para una cruzada contra estas islasimpías de Thetia y el Archipiélago...»

Dos gaviotas aterrizaron en el agua ysus ásperos chillidos quebraron el pococomún silencio de un puerto que solíahervir de actividad. Era como si toda laciudad hubiese vuelto la mirada hacianosotros en aquel momento, conscientede lo que ponía el pergamino entregadopor el mensajero.

«...Y por lo tanto exigimos,requerimos y ordenamos que todos loshombres disponibles, todas las naves yfuerzas sean entregados a esta gran

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empresa, que las naciones dejen a unlado sus disputas y se integren alespíritu de concordia durante el tiempoque dure esta importante misión, demodo que su bendito nombre resultevictorioso.

»Firmado los presentes en elDécimo Segundo Consejo del Dominio,en la séptima festividad del primado deLachazzar en el bendito año de dos milsetecientos ochenta y uno de la calendaannalis, para ser enviado a cada rincónde la tierra y a la última de las islas delos mares, en el nombre de Ranthas.»

Éramos cuatro los que estábamos enesos momentos con la emperatriz:

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Sagantha, Persea, Ravenna y yo.Sagantha había escapado de formamilagrosa cogiendo la otra raya yavanzando entre los restos tras ladestrucción del Cruzada. Con excepciónde Alexios, todos los demás que noshabían acompañado aquella horriblenoche se habían marchado,dispersándose por el mundo comoamigos o enemigos, marcados por elmero hecho de haber estado presentes.

A algunos, lo sabía muy bien, nuncavolvería a verlos. Amadeo y Oailoshabían partido hacia el centro del nuevopoder del Dominio para intentar difundirel mensaje de Ilthys, explicarle al mundo

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qué era lo que el Dominio pretendíasuprimir. No se habían hecho ningunailusión sobre sus posibilidades desupervivencia, extranjeros heréticos enuna tierra extraña.

Hamílcar, que aún gozaba de losfavores de Lachazzar, había sidoencargado del reto colosal de organizarla cruzada, un beneficio mayor del queninguno de nosotros hubiese deseado,pero que lo obligaba a moverse concuidado, a trabajar casi en secreto.Hamílcar no era ningún mártir yesperaba sobrevivir a aquello, pasase loque pasase, por su propio bien y por elde su familia. Era sencillo olvidar

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cuánta gente trabajaba para un lordmercantil tan poderoso como Hamílcar,cuántas vidas dependían de él.

Luego estaban los dos marinos,Charidemus y Xasan, a quienes yo noconocía demasiado en realidad. Prontose enfrentarían entre sí en otra línea debatalla. Laeas lideraba ahora unescuadrón imperial con base en RalTumar. Los instrumentos del sacrificio.

Mi madre, que a causa de lossucesos de aquella noche y a los que nosenfrentábamos desde entonces, habíaabdicado en favor de Palatina y habíaregresado a su isla, prometiendo volvera visitarnos. Ignoraba aún si ella

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lamentaba o no haber perdido el trono,Eran tantas las cosas que no sabía deAurelia y que quizá nunca pudieseaveriguar.

Y también estaba Sarhaddon, paraquien aquella noche en Tandaris habíarepresentado una derrota final, lavictoria de Midian desde la tumba en eljuego en el que ambos habían estadoparticipando. Mantenían su conflicto tanbien oculto que sólo con mucho esfuerzopude notar la tensión, la lucha por elpoder que se había decantado enhostilidad con tan trágicasconsecuencias.

Y sólo con esfuerzo me había

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percatado de que Sarhaddon, pese a todasu traición, nunca había deseadoaquello. Lo último que había tenido enmente era desencadenar una cruzada,algo que sus venáticos habíanconseguido evitar durante cuatro años,sacrificando a unos pocos miles dehabitantes del Archipiélago en pos de laseguridad de la mayoría. Quizá esofuese lo que más me costaba aceptar. Apesar de que él había deseado mi muertecon todo su ser, compartíamos unobjetivo común y al final ese objetivohabía acercado nuestras posiciones,construyendo un delgado puente sobre elabismo insondable que nos separaba.

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«Aunque escuches cosas terriblessobre mí, aunque algunas de ellas seanincluso verdaderas, mantendré la fe enti, Cathan. No olvidaré lo quepodríamos haber logrado juntos. Loprometo, y que mi alma arda por toda laeternidad si te traiciono como he hechocon tantos otros.»

―¿Hablarás mañana ante laAsamblea? ―preguntó Sagantha cuandoPalatina volvió junto a nosotros.

―Lo haré esta misma noche, cuandoestén encendidas las lámparas delOctágono. Le hablaré a toda la ciudad.

Eso era un hecho sin precedentes,incluso en Thetia, y no me sorprendió.

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Palatina necesitaba todo el apoyo quepudiera conseguir y, aunque apelar alpueblo de la capital, que dada suimportancia era el cuerpo y el alma deThetia, podía tener consecuenciasimprevistas a largo plazo, era un riesgoque estaba obligada a asumir.

―¿Qué les dirás?Palatina escribiría su propio

discurso en lugar de delegarle esa tareaa alguno de los oradores que solíaemplear. Como le habíamos instado ahacer, había abandonado su sueño deocupar el trono, aunque insistió al menosen mantener las apariencias, reuniéndosey conversando con la Asamblea (o como

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la llamaban los thetianos, elPraesidium). Cuando acabase la crisis,anunció ella, entonces intentaría hacersecon el trono. Nada muy digno de unarepublicana, pero los tiempos loimponían.

Fue también un final amargo para lasesperanzas de los últimos republicanos,pero todos sabíamos que Thetianecesitaba un liderazgo en aquel precisomomento, no la confusión de un nuevogobierno. Se habían otorgado a laAsamblea sus propias obligaciones, y loúnico que podíamos hacer era sentarnosa esperar que las cumpliesen, quePalatina no se viese forzada a reducir

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otra vez ese organismo a una reliquiaformal sin verdadero poder.

―¿Sabíais que esta tarde hanllegado dos naves más desde Taneth?―nos preguntó Palatina de repente.

―Por supuesto. ¿Más refugiados?―Sí. Uno de los barcos era tan

antiguo que hacía aguas por todas partes.Los ingenieros le echaron un vistazo yconcluyeron que ése había sido suúltimo viaje. Ninguna novedad hasta ahí,pero Aurelia habló con algunos de ellos.En su mayoría son estudiantes, unossetenta u ochenta, junto a medio centenarde oceanógrafos y todas sus familias,todos abarrotados en dos mantas.

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Tuvo que haber sido una tortuosatravesía, dos meses desde Taneth con eltriple de pasajeros para los que estabanpreparadas las mantas.

―¿Debo imaginar que ya hanpurgado las universidades? ―preguntóPersea.

―Sí, y quemado miles de librosprohibidos, cerrado todas las estacionesoceanográficas y ofrecido recompensasa los que aplicasen con mayor rigor lasleyes de Ranthas en sus territorios.Salvo por los oceanógrafos, es lonormal, algo que viene sucediendo unageneración tras otra ―afirmó Palatina,pero su voz la delató y comprendimos

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que en esta ocasión era diferente.Apreté los puños para evitar que me

temblasen las manos. Nadie podríaperdonármelo. Lo que le estaba pasandoal instituto era culpa mía y sólo mía.Durante dos siglos el Dominio habíaaislado a los oceanógrafos, persiguiendoa los más notoriamente heréticos, pero,con unas pocas excepciones, como la deSalderis, sin tratarlos peor que al restode la gente. Algunos habían cooperadoincluso en proyectos del Dominio comoel Revelación.

Ahora los oceanógrafos habían sidoexpulsados de todos los continentes,capturados en sus hogares, arrestados y

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forzados al exilio.Sólo por culpa mía.Ravenna me miró atentamente, pero

entonces Palatina volvió a hablar.―¿Qué les diré?―No es una cuestión de una nación

contra otra, nunca lo fue. Ya no se tratade una mera discusión sobre la fe, sobreel derecho a la libertad de creencias; haido más allá e implica nuestro derecho aexistir. El Dominio ha mostrado suverdadero rostro, la prueba de que porencima de todo quieren eliminar elderecho que comparte toda lahumanidad, un derecho que nunca nadienos ha otorgado pero del que hemos

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gozado desde el principio de lostiempos: el derecho a conocer nuestrapropia historia, a correr el velo de laignorancia que nos rodea, buscandoverdades de las que conocemos suexistencia. El derecho a elevarnos porencima del desconocimiento al que noshabrían condenado, pues, honorablespresidentes, ciudadanos de Thetia, elDominio interpreta que la voluntad deRanthas es condenarnos a esaignorancia.

Los ciudadanos de Thetia secontaban por decenas de miles, llenandoel Octágono para contemplar a laemperatriz hablando desde los balcones

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de la Asamblea, atentos en una ciudadiluminada por lámparas y antorchas bajolos azulados arcos de éter que rodeabanel Octágono.

―Llegarán con fuego, no sólo paraquemar nuestros cuerpos y almas, sinonuestras mentes y nuestros corazones,para borrar del mundo el saber quehemos adquirido y nuestro deseo dealzarnos por encima de la servidumbreque nos han asignado. Sus llamas no sonlas que iluminan la noche, las que dan lavida al mundo, sino las llamastenebrosas de la tiranía y el desprecio.Extenderán sus tentáculos por el marpara obtener nuestra obediencia,

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afirmando que eso nos salvará, pero¿cuándo en toda nuestra historia hemoscaído tan bajo? Cuando mi antecesorsubió al trono, nuestro tesoro parecíaagotado, superando todo precedente.Nuestro imperio era poco más que unasombra sobre las aguas, un recuerdo degloria. Nuestras familias estaban casiarruinadas, nuestra grandeza se habíaesfumado. Los últimos años han sidoduros para nosotros, pero al menoshemos conseguido volver a medrar, aimpulsarnos otra vez hacia arriba, haciadonde alguna vez estuvimos, con laesperanza de recrear la Thetia de lostiempos dorados, hace doscientos años;

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no para retroceder en el tiempo, sinopara hacerlo avanzar, para ver el futurocon los mismos ojos que el pasado.

Teniendo en cuenta las novedades,no era preciso que Palatina fuese unaoradora excepcional para mantenerlosatentos. Tras conocerse la intención deLachazzar de borrarnos de la faz de losmares, bastaba con que fuese unathetiana hablándole a thetianos.

―En el futuro, el Dominio nosninguneará; lo que es más, borrará atoda Aquasilva. Nos hundirá en unaedad oscura de ignorancia ysuperstición, una época anterior a lasciudades y los acueductos, a los

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jardines, las fuentes y el vino, a las telasy las especias, a todas las cosas que noshacen parte de la civilización y nosdiferencian de los bárbaros que habitanen el barro, a merced de sus médicosbrujos y sus chamanes. Ayer, más de uncentenar de oceanógrafos y estudiantesllegaron desde los continentes huyendode las purgas del Dominio. Habitantesde Equatoria, tanethanos y cambresianosvinieron aquí porque no tienen a dondeir. Porque, fuésemos lo que fuéramosantes, nos hemos convertido para ellosen el último refugio. Y no sólo paraellos, sino incluso para aquellossacerdotes que actuaban de buena fe y

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seguían la verdadera imagen de su Diosen lugar de la maldad de losfundamentalistas. Ciudadanos, hemoshecho nuestra oferta para la paz y habéisescuchado la respuesta. Habéisescuchado sus intenciones. Sólo nosqueda un camino, el peor de todos.Durante doscientos años hemos vividoen paz. Ahora hemos sido amenazadosnuevamente por un enemigo ante el cualTuonetar parece insignificante, unenemigo con recursos en cuatrocontinentes. ¡Thetia, debemosmantenernos firmes! Y debemos hacerloporque en caso contrario no quedaráesperanza en ningún sitio. Conocéis la

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alianza de naciones organizada contranosotros y contra nuestros amigos delArchipiélago. Es una guerra de muchamayor magnitud de la que hubiésemostemido, pero ahora que se avecina,tenemos que sobrevivir. Tenemos quesobrevivir porque nos lo debemos anosotros mismos, a nuestras familias, aThetia y al Archipiélago. Pero porencima de todo hemos de sobrevivirpara que sobreviva nuestra civilización,para que sigan existiendo el teatro y lapoesía, la ópera y la escultura, para quenuestros hijos reciban por educaciónotra cosa que el dogma de un Diosvengativo. De hecho, para que siga

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siendo posible que eduquemos anuestros hijos y no acaben dispersosviviendo vidas de esclavos en algúnrincón de un continente olvidado en unmar desconocido. La que se cierne sobrenosotros no es una guerra parecida aninguna de las que hemos conocido, nocombatimos sólo por el territorio o elprestigio como cuando luchamos contraCambress tres años atrás. No basta condepositar nuestra confianza en la madrede los océanos, con creer que el mar nosdefenderá como siempre lo ha hecho.

Se produjo un murmullo de sorpresafrente a la explícita herejía de Palatina,pero lo tapó un grito de aprobación,

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admitiendo que ella acababa de romperun tabú de varios siglos mencionando ala diosa que todos los thetianos seguíanadorando en lo más hondo de suscorazones y en su intenso amor al mar.

―Debemos crear a nuestroalrededor nuestro propio océano, unescudo contra las antorchas y lashogueras. Un océano que proteja a esteúltimo bastión de la libertad y elconocimiento contra las tenebrosasllamas que nos rodean. Contra esocombatimos, ciudadanos. Recordad lasllamas tenebrosas. Recordad que ya nopodemos seguir como hasta ahora, quedebemos despertar después de muchos

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años y volver a luchar contra el fuego,extinguir las hogueras y poner fin aldespotismo de hombres capaces dedestruirlo todo en nombre de un Diossólo visible a medias. Thetianos, ¿meapoyaréis? ¿Apoyaréis al Archipiélagocontra la tormenta de fuego?

Durante un momento reinó elsilencio, al que siguió una ovaciónensordecedora, un rugido que avanzódesde el corazón de la multitud brotandoen cientos de miles de gargantas. Lacantidad de personas en aquella plazaduplicaba la población de toda Tandarisy el ruido era impresionante. Situadodetrás y a un lado de Palatina, el clamor

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de la gente me impactó como una ola yvi cómo la emperatriz agradecíaseriamente el saludo de la multitud.

―¡AVE PALATINA! ¡AVEPALATINA!

Eso formaba parte de todo lo que yohabía rechazado, pero mientras losciudadanos de Selerian Alastre rugían suaprobación, me invadieron otrosrecuerdos. Las multitudes de Ilthys yTandaris, las escenas que habían tenidolugar en Taneth, cientos de miles depersonas reunidas para demostrar sudevoción religiosa.

Palatina empleaba las armas delDominio contra él, pues eran las únicas

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armas de las que disponía. Pero al oír ala gente sentí un escalofrío.

«Estamos repitiendo el camino»Me pregunté cuántas de aquellas

personas, una vez acabado el discurso,comprenderían realmente a qué nosenfrentábamos. Supuse que bastantes. Setrataba de Selerian Alastre, y con sustradiciones navales, o por eso, losthetianos no eran un pueblo guerrerosino comerciante. Sólo Taneth eracomparable, y el gran alcance de Thetiahabía hecho que el mundo olvidase enqué medida seguía considerándose a símisma una ciudad estado, en qué medidaSelerian Alastre era Thetia.

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¿Lo sería por mucho tiempo?Teníamos que enfrentarnos al Dominio yeso nos obligaba a hacer sacrificios, quetraicionarían todo aquello por lo quePalatina nos pedía que luchásemos.

Nosotros mismos nosprecipitaríamos en la noche.

Al fin se dispersó la multitud ytambién la Asamblea y los almirantes.Palatina permaneció unos instantesconversando con Tanais, rodeada de uncírculo de oficiales que parecían serprotegidos del almirante. Unos pocostenían mi edad, otros rondaban losveinte años (eran los grupos que habíanestado en la Academia Naval durante las

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dos últimas visitas de Tanais).Cuando concluyó la charla, Tanais

permitió que se marchasen algunosoficiales, mientras que otro grupo losacompañó a él y a la emperatriz escaleraabajo.

En lo que respecta a los presidentes,algunos bajaron con la emperatriz yotros se alejaron en pequeños grupos,con los líderes de los clanes aliadosdiscutiendo en voz baja. La nuevaAsamblea era una extraña mezcla deviejos y jóvenes, pues Orosius y Esharhabían acabado con buena parte de lageneración intermedia. Dos de lospresidentes aún no habían cumplido los

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veinticinco años. Otro tenía ochenta ynueve, y ya había sido presidente declan anteriormente, treinta y cinco añosatrás.

Entonces todos se marcharon y sólodos personas permanecieron junto a míen el largo y curvado balcón querodeaba el portentoso edificio de laAsamblea. Los arcos luminosos sehabían apagado y apenas quedaba la luzde las lámparas de leños.

―Debéis hacerlo ―dijo Vespasiamientras los tres caminábamos a ciertadistancia de las puertas, hacia dondenadie pudiese oírnos―. El Aeón sigueallí, esperándonos.

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―Eso sólo empeoraría las cosas―afirmé.

―Acabaría con todo esto antes deque comenzase ―señaló Ravenna―.Tenemos que sacar el Aeón deEquatoria, esperar a que haya unatormenta, y la Ciudad Sagrada habrádesaparecido en unas pocas horas.Lachazzar, los primados, casi todos lossacri... el grueso de los líderes.

―El terror sólo genera más terror―insistí―. Apenas conseguiremosreafirmar su decisión de iniciar lacruzada. Los exarcas que los sucedantendrán así la excusa para crear rencorcontra nosotros. ¿Y qué haremos

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entonces?, ¿lanzar las tormentas sobrePharassa y Cambress?

―Cathan, tú mismo lo has admitido;se lo has oído decir a Palatina. ―Notésu esfuerzo por mantener la calma―.Esta guerra nos destruirá a todos. Sipudiésemos acabarla antes de queempiece, sería mucho mejor.

―¿E ignorar la advertencia deSalderis?

―La advertencia de Salderis fue unintento de asustarte y evitar quereclamases el trono. Ya no podemosseguir sentados discutiendo esto. Nisiquiera tenemos tiempo para encontrara unos pocos patéticos supervivientes de

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Tuonetar como sugirió Salderis. Lagente de Tuonetar ya no existe y nopodrá decirnos nada sobre las tormentaso cómo se originaron.

―Quizá ellos no puedan, pero yo sí―afirmó una voz muy grave.

Había llegado con tanta parsimoniaque, enorme como era, nadie oyó suspasos.

Los tres lo miramos, una figuraformidable con su uniforme azulcobalto: Tanais, que había estado a lasórdenes de Aetius en la guerra deTuonetar. El único hombre vivo, porincreíble que eso fuera, que habíaconocido la Aquasilva anterior a las

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tormentas.―¿Cómo? ―preguntó Ravenna.―Porque estuve allí ―aseguró

él―. Os lo contaré a vosotros tres porlo que ya sabéis, por lo que habéisconseguido descubrir sin ningúnconocimiento de lo que ocurrió enrealidad. Pero no podréis revelarlo anadie. Palatina ya lo sabe, pero nuncadeberéis decírselo a ninguna otrapersona, sin importar cuánto confiéis enella.

―¿Por qué no?―Porque destruiría el imperio

―sentenció Tanais.Sentí que un molesto escalofrío me

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recorría la piel y olvidé el calor de lanoche. Justo antes de que empezase ahablar, comprendí que ninguno de losotros había imaginado lo que estaba apunto de decir. Ni siquiera Vespasia,aunque habíamos debatido el tema en losmuelles de Ilthys. Iba a desvelar la dudamás importante sobre las tormentas.

¿Por qué?¿Por qué habían llevado a cabo en

Tuonetar una acción que hubieraacabado con su propia civilizaciónincluso si ganaban la guerra?

Ahora conocía la respuesta.Ellos no.―Los ojos del Cielo no sólo ven el

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tiempo ―explicó Tanais―, sino que dealgún modo influyen en él. No sé nadasobre los detalles técnicos y ninguno denosotros los conoció jamás. Eso escapaa nuestra capacidad de comprensión,pero no a nuestra capacidad deutilizarlos.

Me pregunté si Tanais habríarelacionado alguna vez el sistemaclimático con aquellas estrellas velocesy extrañas, pero no me parecióprobable. Esas cosas no le interesaban.

―Los relatos que habéis leído en laHistoria de Carausius son falsos. Noencontramos el Aeón flotando en marabierto, se lo quitamos a los habitantes

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de Tuonetar mientras invadíamos susinstalaciones detrás de Mons Ferranis(aunque la ciudad no existía todavía porentonces). El Aeón era un buqueinsignia, mucho más antiguo ysofisticado que el resto de las naves,hasta el punto que ni siquiera ellos locomprendían por completo. Nuncallegamos a eliminar a los tripulantes deTuonetar que había en el Aeón.Sencillamente negociamos con el buqueen sí. Así es, el Aeón posee cierto tipode inteligencia propia, para gobernarsea sí mismo y para mantener enfuncionamiento todos sus complejossistemas de forma indefinida.

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Su historia se volvía cada vez másincreíble, y me horrorizaba pues sabía aqué apuntaba. Y sabía que estabadiciendo la verdad.

―Durante aquellos años loutilizamos como transporte, toda unaciudad bajo el océano, pero nuncaconseguimos controlarlo totalmente. Nocomprendimos lo que representaban losojos del Cielo hasta que pudimoscomunicarnos con ellos y a la vezmodificar el modo en que funcionaban.En aquel momento estábamos perdiendola guerra sin remedio. El pueblo deTuonetar estaba por entonces mucho másdesarrollado que nosotros, y su

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tecnología iba incluso por delante de laque hoy hemos alcanzado, aunque ya notanto. Pero en aquel momento noteníamos medios para hacerle frente. Nohubo magia involucrada: sólo elintelecto de Carausius y nuestra ayuda,la de Aetius, Cidelis y yo. El único quellegó a enterarse fue Tiberius, y nunca loreveló. Como comprendíamos muypoco, pensamos que debíamos hacermucho daño y estropeamos los ojos delCielo. Siguen viendo, pero nada más. Yfuera cual fuese el control que ejercíandejaron de hacerlo, liberando el tiempoclimático a su propio arbitrio.

Las dos mujeres palidecieron y yo

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alargué una mano para apoyarme en labarandilla, pues el peso de lo que Tanaisacababa de decir me había golpeadocomo una gran ola. Ya lo habíadeducido, es cierto, pero escucharlo eramucho peor.

―Arruinamos el clima y dimosinicio a las tormentas; los cuatro, puesnos dimos cuenta de que pasase lo quepasase Furia y Tuonetar seríanderrotados. Y así fue: ahora Turia es undesierto helado y Tuonetar hadesaparecido... mientras que Thetiasigue aquí. Incluso sin que arrasásemosAran Cthun, los habitantes de Tuonetarhabrían sido destruidos, pero quizá nos

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habrían llevado con ellos, pues sabíanlo que nos proponíamos. Ignoro quésucederá si intentáis controlar lastormentas utilizando vuestra magia, perosospecho que empeoraríais todo elsistema. Claro que si lo hacéis y culpáisal otro bando, igual que nosotros, Thetiavolvería a sobrevivir. Y al fin y al caboeso es lo que importa.

―¿Por qué nos has contado todoesto? ―conseguí preguntar.

―Porque me enteré de lo quepensabais hacer y supe que debíadecíroslo antes de que lo descubrieseispor vuestra cuenta. Si hacéis magia a laatmósfera, seréis los primeros en

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intentarlo y no puedo predecir losresultados. Pero si nos salva, quizávalga la pena.

El almirante nos saludó con unmínimo gesto y se marchó, perdiéndoseen las sombras de la noche. Doshombres se unieron a él cuandoreapareció a lo lejos, entrando en eledificio, sin duda guardias dispuestospara impedir que nadie espiase nuestraconversación. Ambos pertenecían a lanovena legión; no eran sólo los oficialeslos que lo veneraban.

De modo que Sarhaddon tenía larazón aquella tarde en Tandaris, que, derepente, me parecía tan lejana. Todo era

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una mentira, desde los Elementos hastael paraíso del Archipiélago, incluyendoa los héroes del pasado. Mentirastodavía más retorcidas que las delDominio, aunque éste nunca habíarevelado el mayor de todos los secretos.

Mis dos compañeras estaban blancasde espanto y supuse que yo tendría elmismo aspecto. Vespasia parecía tanconsternada como Ravenna. La primerajamás había recibido entrenamientoherético pero había leído la Historia y,después de todos los años que habíamospasado con ella, sabía mucho sobre elpasado del Archipiélago.

Todas aquellas muertes, todo el daño

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causado por las tormentas a lo largo delos años, la necesidad de protección quele había dado su poder al Dominio, ¡porlos Cielos, la eliminación de toda unacivilización antigua y la extinción casitotal de otra!... Todo lo había provocadoThetia.

―No Thetia ―dije, sin percatarmede que hablaba en voz alta―. Mifamilia. Los emperadores.

Volvió a invadirme el disgusto quesentía hacia mi familia, miaborrecimiento hacia todo lo que habíahecho. El primer discurso de Sarhaddonhabía cuestionado la Historia,describiendo a Aetius y a Carausius con

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matices marcadamente diferentes. Porsupuesto que la Historia presentaba unavisión parcial, ya que la había escrito elpropio Carausius, pero ninguno denosotros parecía haberse dado cuenta.Nos la habían enseñado como la verdad,parte de la religión, de modo que noteníamos ningún derecho a cuestionarla.

―¡Eso fue hace doscientos años!―protestó Vespasia―. Es probable queestés más emparentado conmigo que concualquiera de ellos.

―Desgraciadamente no ―repuse.―No seas idiota ―insistió con

energía―. No puedes culparte por loque hizo tu tatara tatara tatara

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tatarabuelo más de lo que podamoshacerlo el resto de nosotros. Es absurdo.Sé que es horrendo, pero es parte delpasado.

―Está claro que no ―objeté―. ¿Nolo ves? La mayoría de la gente no sepreocupa por la historia tanto como porla seguridad de sus fortunas en el bancode Mons Ferranis. Quizá se interesen,pero no les afecta.

Los monsferratanos eran famosospor guardar sólo el dinero de los ricos:clanes poderosos, plutócratas yfuncionarios de gobierno.

―Con las tormentas la cuestión esmuy distinta ―proseguí―, porque nos

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condicionan en todo. El modo en queconstruimos nuestras casas, el sitiodonde fundamos nuestras ciudades, elmomento que escogemos para realizarun viaje y el hecho mismo de queconsigamos sobrevivir a ese viaje. Todoeso es importante y todo depende de lastormentas, sobre todo en los continentes.Ése fue el motivo por el que el Dominionunca pudo suavizar su versión sobreTuonetar en ninguna de sus historias: lagente odiaba demasiado a ese pueblopor lo que había hecho, por lo quesuponía que había hecho.

―Y si el mundo supiese alguna vezque los Tar' Conantur y los thetianos

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fueron artífices de las tormentas, Thetiano sobreviviría ni cinco minutos―comentó Ravenna, inexpresiva―. Elmundo está pagando todavía lo que lehicieron Tanais y Carausius, y nunca loolvidará.

Incluso al contárnoslo a nosotrosTanais había corrido un enorme riesgo,pues nunca podía saber con certeza queno seríamos capturados y torturados porel Dominio si la guerra salía mal. Noera cuestión de que nadie pudiese llegara preguntarnos, pero siempre existía laposibilidad de que uno de nosotros sedebilitase y confesase ante losinterrogadores para acabar con el dolor.

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No. Tanais pretendía que loutilizásemos como arma, quería queactuásemos a la zaga de lo sucedido,antes de que hallásemos el Aeón y laevidencia que lo incriminaba. Cuando laguerra hubiese concluido ya no tendríaimportancia y...

Y nosotros, probablemente,moriríamos de forma trágica peroheroica en alguna escaramuza menor.

Mi mente me estaba llevandodemasiado lejos y traté de alejar esasideas, pero éstas no quisieronabandonarme. Tanais era ley en símismo leal a Thetia por encima de todaslas cosas. Yo ya había sido testigo del

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modo en que lo trataban la marina y lalegión, el fervor y la adoración queinspiraba entre tantos, para los querepresentaba la encarnación de Thetia ysu historia. Tanais era una parte vivientede la historia, un nexo evidente y muytangible del que la marina considerabasu glorioso pasado imperial.

Les conté a los demás la conclusióna la que había llegado y comprobé,perturbado, que Ravenna, con mucho lamás aguda en materia política de todosnosotros, estaba de acuerdo conmigo.

También ella se preguntaba contemor qué otras cosas sabía Tanais peroguardaba en secreto salvo para sí mismo

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y los emperadores. Y quizá hubiesedatos que les ocultase incluso a éstos;Tanais había despreciado a mi hermanoy dudo que compartiese con él muchainformación.

Y ahora nuestra reunión se habíaalejado por completo de su propósitooriginal y los tres nos mirábamos,mudos por lo que había revelado elalmirante, por ese conocimiento terribleque tanto nos pesaba. A la carga porsaber que se avecinaba una guerra, élhabía añadido esta otra, dando porsentada nuestra lealtad, así como la dePalatina.

El legado de mi familia era mucho

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más trascendental de lo que cualquierade nosotros hubiese podido imaginar.

―No soy uno de ellos ―afirmé concalma, recordando todas las veces queRavenna me había amonestado porsugerirlo―. Aunque no sea más que pormi evidente debilidad.

―Aun así llevas su nombre―repuso ella implacablemente―.Sigues siendo la única persona enAquasilva con posibilidades de seguirel linaje. Palatina no se casará y esperaque tú lo hagas. Ella es la emperatriz, ypensar en la sucesión es una de susobligaciones.

―Pues si es su obligación, ¿por qué

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no se casa ella? ―me defendí.―Dudo que lo haga. Por el

momento, no tiene sentido plantearse laposibilidad de que Palatina se case,además quedan vivos otros dosmiembros de la familia y el futuro esincierto. Claro que la estirpe imperialdebe continuar. Tú sigues teniendo elnombre y eres soltero. Y cuanto mástiempo dejes pasar, mayor será lapresión que caiga sobre ti, hasta que elpeso te hunda, como te ocurre con todolo demás.

―No en ese asunto ―protesté.―¿De verdad? ¿Es un asunto

distinto de los otros en los que te has

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acabado hundiendo?Me sentí lleno de ira y Vespasia

intentó mediar:―Eres muy dura con él, Ravenna.

¿Tan bien lo conoces? El mismoSarhaddon ha afirmado que no es débil.

―Cathan puede defenderse solo―espetó Ravenna―. Y lo que dijoSarhaddon fue que era un superviviente.No es lo mismo y, de hecho, es muydistinto. Sólo tienden a sobrevivir losveletas, moviéndose según sople elviento.

―Sabes que eso no es cierto―sostuve, decidido a tomar el toro porlos cuernos.

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―Entonces demuéstralo ―exigió―.Reniega de tu familia.

―¿Y decirle a toda Thetia que norespaldo a la emperatriz? ¿Qué creesque le parecerá eso a Tanais?

―Tanais quiere que conozcas a unajoven de Exilio y te cases con ella. Losabes muy bien.

―La ley me obliga ―respondí. Esola sorprendió, pues ignoraba que fueseun requerimiento legal. Tampoco yo losabía hasta que lo había descubiertoconsultando los archivos imperiales. Latradición imponía ese matrimonio, unatradición que tenía sus raíces en elmismísimo Aetius el Fundador. Como

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parte de sus frustrados esfuerzos porsuprimir la influencia de los exiliados,el Dominio había intentado que esa leycayese en el olvido.

―¡Pues entonces márchate! ¿Quéesperas? ¡Vete a crear otra generaciónmás de Tar' Conantur, otro par degemelos imperiales que dividan elmundo entre ellos y ocasionen inclusomás destrucción que la que habéisconseguido tú y tus antepasados! Quizásean gemelas; hace mucho tiempo que nonace un par de niñas. Entonces nada lasdetendrá, pues la incompetencia noparece darse en las mujeres.

―¿Qué esperas que haga?, ¿que

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cambie mi nombre y me aleje dePalatina en el momento en que Thetiamás necesita vernos juntos? Eso seríauna completa estupidez.

―No te atrevas a decirme...―empezó Ravenna y se interrumpió,avanzando hacia mí y señalándome conel dedo―. No te atrevas a decirme queno tienen elección. Cuanto más titubeasintentando excusarte a ti mismo de haceralgo, más dejas en claro que los demástienen razón. Es posible que en Tandaris,por una vez, hayas actuado con decisióny eficacia, pero eso no significa queseas decidido y eficaz. Puedoencargarme sola de las tormentas.

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Salderis me dio los conocimientos quetan necesarios te parecían. Puedomarcharme y dejarte aquí, intentarresolver esto por mi cuenta sin tener queenfrentarme contigo y con tu flaqueza. Opodemos irnos juntos como un equipo.Aunque por el momento no te juzgodigno de ser mi compañero.

―Los gestos solos no bastarán―dije encarando su mirada―. Nolograrás nada, y recuerda que intentamosactuar en secreto. La dirección quedebemos tomar nos enfrentará finalmentetanto con el Dominio como con elimperio, pero no podemos quedar enevidencia tan pronto.

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―Es decir que prefieres dejarlotodo como está y tratar de congraciartecon los dos bandos...

―Es decir que acabaremos con estotan pronto como podamos, Ravenna.Antes de que acabe con todos nosotros,antes de que hunda también a Thetia enlas tinieblas.

Quizá mis palabras sonasengrandilocuentes y vacías, pero me teníasin cuidado. Lo único que pretendía eratransmitir el mensaje.

―¿Acabar con qué? ―insistióella―, ¿con la guerra?

―Con las tormentas. No debemosusarlas como arma, al menos no

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directamente. Regresemos al Aeón ypasemos a bordo tanto tiempo comopodamos intentando descubrir quésucedió en realidad. Y pongamos finpara siempre a las tormentas. Cuando lohayamos logrado, nos aseguraremos deque nunca vuelva a suceder, poniendofin también al imperio.

Un silencio siguió a mis palabras.Vespasia y Ravenna se miraron conincredulidad.

―Conseguir eso podría ocuparvarias décadas ―señaló la primera―.¿Y cómo podríamos estar seguros?

―Quizá, pero no lo sabemos.Dejaremos que el imperio se ocupe de

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sus propios problemas, que luche contrael Dominio lo mejor que pueda hastaque descubramos el secreto de lastormentas. Y cuando el tiempo se hayarecompuesto, incluso si la gran alianzadel Dominio siguiera en pie, todocambiaría. Los demás poderes,empezando por Cambress, sepercatarían de que el Dominio carece yade poder sobre ellos. Mantendrían la fe,por cierto, pero sería apenas eso, fe.

―¿Y el imperio? ―preguntóRavenna―. ¿Por qué tendríamos queacabar con el imperio?

No sabía si estaba esperando mirespuesta sólo para ironizar sobre ella,

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pero de todos modos le contesté.―Para evitar que mi familia o

cualquier otra vuelvan a hacer lo mismo.Las tormentas no determinaron suvictoria en la guerra: vencieron graciasa la marcha sobre Aran Cthun. Lastormentas sólo aseguraron ladesaparición de Tuonetar. Y una vez queya no existan las tormentas ni losemperadores y el mundo esté encondiciones de perdonar, contaremos loque nos dijo Tanais, para que existanmillones de testigos que impidan quealgo así se repita.

―¿Nunca piensas a pequeña escala,no es cierto? ―comentó Vespasia.

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―No, pero al menos piensa―añadió Ravenna con una vaga sombrade sonrisa―. Y puede defenderse solo.

Sentí una oleada de furia al darmecuenta de lo que Ravenna estabahaciendo.

―¿Estás poniéndome a prueba?―Por supuesto, Cathan. Tenía que

estar segura. Comprobarlo con mispropios ojos siguiendo el métodocientífico. Eso era todo lo que pretendíaal referirme a tu familia. Sé que es unamala idea. Tienes que hacer lo necesariopara asegurarte de que nadie te fuerce acasarte con alguien con quien puedastener hijos. Pero eso no importa. Tu

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plan... es necesario mejorarlo, pero megusta. Creo que el espíritu de Ithien estámás vivo en ti que en Palatina.

Después de semejante comentarionadie dijo nada, pues la memoria de sumuerte seguía muy fresca. Habíamosestado presentes en su funeral oficial, enIlthys, aunque la sangre que habíaperdido me había dejado demasiadodébil para permanecer de pie y mehabían llevado en litera durante laceremonia. Lo habíamos enterrado en elmar, siguiendo el antiguo rito thetiano,en el arrecife de coral fuera de la bahíadonde él había abordado el barcopesquero hacía tan poco tiempo.

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Cuando Ravenna volvió a hablarme,ya se me había pasado el enfado.

―Necesitaba hacerlo, Cathan―insistió―. Para probar que volvíamosa ser iguales. Por un momento llegué apensar que eras superior a mí. Luegodurante varios años te consideréinferior, pero en la Ciudadela pensé queestábamos al mismo nivel. Has vuelto aconvencerme.

―¿Y cuántos exámenes más deberéaprobar? ―pregunté con ciertaamargura.

―Ninguno en el que puedassuspender.

Se volvió para mirar la ciudad, con

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sus farolas, cúpulas y jardines bajo lasestrellas que le daban su nombre oficial.

―Es curioso, ¿no crees?―añadió―. Recibí en Tehama lasenseñanzas de la Sombra y siempre creíque su magia era la más sencilla detodas. Y aunque ahora Tehama yUkmadorian se han vuelto contra mí ysoy consciente de que esa magia no esen realidad diferente de las demás, sigosintiéndola como algo especial. Sigoprefiriendo la noche. Incluso aquí, contantas luces.

―En la ciudad hay lugares donde laoscuridad es absoluta ―señalóVespasia.

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―¿Dónde?―Bordeando la ladera más lejana

de las colinas, junto a los acantilados dela costa norte. El terreno es demasiadoescarpado para que alguien viva allí, demodo que es una especie de vasto jardínsilvestre, con un par de ensenadas. Noes en realidad tan silvestre ni desiertocomo los atolones del sur, ni como laextensa duna costera que abre el paso alos bosques en el noreste. Pero, para lohabitual en la Ciudadela, es oscuro.

―¿Nos llevarás allí?―Será un placer ―respondió

Vespasia―. Oscuridad para ti y un lugarpara que Cathan y yo podamos nadar.

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«Tendría que haber sido Palatinaquien nos guiase», pensé en un rincón demi mente y me sentí a punto de llorar. Enotras circunstancias habría sido así.Pero ahora Palatina era emperatriz ytenía otras cosas de las que ocuparse.Me lo guardé para mí.

Recorrimos con lentitud el balcóndel edificio de la Asamblea,atravesando luego los majestuosospasillos internos y circundando elPraesidium. Cuatro siglos atrás, cuandono era mucho más que la ciudad deSelerian Alastre y una docena depoblados, Thetia había sido unarepública.

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Pude sentir allí el peso del tiempo,la antigüedad de un edificio que, enmuchos sentidos, seguía siendo elcorazón de Thetia. Allí se había reunidola Asamblea durante unos setecientosaños, sobreviviendo a tres incendios yun saqueo. Allí habían sido confirmadosy aceptados por los presidentes de losclanes todos los emperadores yemperatrices hasta Eshar.

Se había vuelto poco más que unritual, y Palatina decidió revivirlo, perodurante largo tiempo había significadomucho más. Pensé en la galería deestatuas del palacio, con efigies de cadauno de los emperadores mirándome.

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Siglos de malevolencia y odio. Sinimportar lo que ocurriese en ese edificiode allí en adelante, nada me haríaolvidar las cosas que había hecho mifamilia.

Salimos entonces a una puerta lateraly bajamos los escalones hasta el vacíoOctágono, cruzando ahora el corazón deuna ciudad que volvía a estar en guerra ysobre la cual pendía la sombra de unacruzada.

Y a la que amenazaban lastormentas, incluso estando el cielodespejado.

Nos detuvimos en el centro delOctágono, junto a la enorme fuente, y

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nos sentamos en el borde de piedra,remojándonos un poco con agua paraaliviar el calor nocturno. Dejé que elmurmullo del agua me reconfortase y merecosté a lo largo con la mirada fija enel ciclo estival hasta que vi lo quebuscaba. El veloz punto luminoso surcóel firmamento de norte a sur hasta que seperdió de vista detrás de una cúpula enuna de las colinas.

Se lo señalé a Vespasia, que no lohabía visto antes, y a Ravenna, quehabía estado conmigo cuando lodivisamos en el cielo nocturno de la islade la Ciudadela, en el extremo sur. Leconté a las dos de qué se trataba, pues

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hasta entonces no había tenidooportunidad de hacerlo, y me alegrócomprobar que ambas estaban deacuerdo. Esa noche, los tres observamoslos ojos del Cielo.

Pero ese momento junto al mar nobastaba para levantarme el ánimo. Nisiquiera cambió mi humor cuando lostres caminamos hacia el puerto yRavenna entrelazó sus dedos con losmíos. No me apenaba que sólo Vespasiafuese testigo de nuestros sentimientos.

Yo sentía algo muy diferente. Enaquella ciudad, en el centro del mundo,la historia nos rodeaba por todas partes.Y aunque Ravenna afirmó no percibir

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nada, sentí que nos escrutaban múltiplesojos. Ojos reprobadores, conscientes delo que nos proponíamos, poniendo ceñoy protestando por nuestro desafío a susleyes y la amenaza a su existencia.

Ojos que no eran humanos, sino losde una herencia que todavía debíamosderrotar. Esos fantasmas que Salderishabía bautizado y a los que Tanais aúnpersonificaba llevando sobre su espaldael peso de la tradición del imperiothetiano. Espectros que ahora compartíacon él la emperatriz.

Los Fantasmas del Paraíso.