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Todo en un punto, Italo Calvino Con arreglo a los cálculos iniciados por Edwin P. Hubble sobre la velocidad del alejamiento de las galaxias, se puede establecer el momento en que toda la materia del universo estaba con - centrada en un solo punto, antes de empezar a expandirse en el espacio. Naturalmente que estábamos todos allí –dijo el viejo Qfwfq-, ¿y dónde íbamos a estar, si no? Que pudiese haber espacio, nadie lo sabía todavía. Y el tiempo, ídem: ¿qué quieren que hiciéramos con el tiempo, allí apretados como sardinas? He dicho “apretados como sardinas” por usar una imagen literaria: en realidad no había espa- cio, ni siquiera para estar apretados. Cada punto de nosotros coincidía con cada punto de los demás en un punto único que era aquel donde estábamos todos. En una palabra, ni siquiera nos molestábamos, salvo en lo que se refiere al carácter, porque, cuando no hay espacio, tener siempre montado en las narices a un antipático como el señor Pber t Pber d es de la más car- gante. ¿Cuántos éramos? Bueno, nunca pude saberlo, ni siquiera aproximadamente. Para contar hay que poder separarse por lo menos un poquito uno de otro, y nosotros ocupábamos todos el mismo punto. Contrariamente a lo que podría parecer, no era una situación que favoreciese la sociabilidad; sé que por ejemplo en otras épocas los vecinos se frecuentan; allí, en cambio, como todos éramos vecinos, no había siquiera un buenos días ni un buenas noches. Cada uno terminaba por tener trato solamente con un número restringido de conocidos. Los que yo recuerdo son sobre todo la señora Phi(i)Nk 0 , su amigo De XuaeauX, una familia de emi- grados, los Z’zu, y el señor Pber t Pber d que he nombrado. Estaba también la mujer de la limpieza –“adscripta a la manutención” la llamaban-, una sola para todo el universo dado lo reducido del ambiente. A decir verdad, no tenía nada que hacer en todo el día, ni siquiera quitar el polvo –dentro de un punto no puede entrar ni un granito de polvo- y se desahoga- ba en continuos chismes y lamentos. Con estos que he nombrado ya hubiera habido supernumerarios; añada, además, las cosas que debíamos tener allí amontonadas: todo el material que después serviría para formar el uni- verso, desmontado y concentrado de manera que no conseguías distinguir lo que después pasaría a formar parte de la astronomía (como la nebulosa de Andrómeda), de lo que estaba destinado a la geografía (por ejemplo, los Vosgos) o a la química (como ciertos isótopos del berilio). Además, se tropezaba siempre con los trastos de la familia Z’zu, catres, colchones, ces- tas: estos Z’zu, si uno se descuidaba, con la excusa de que eran una familia numerosa hacían como si no hubiera más que ellos en el mundo, pretendían incluso tender cuerdas a través del punto para poner a secar la ropa. Pero también los otros tenían su parte de culpa con los Z’zu, empezando por la calificación de “emigrados” basada en el supuesto de que mientras los demás estaban allí desde antes, ellos habían venido después. Me parece evidente que éste era un prejuicio infundado, pues no existía ni un antes ni un después ni otro lugar de donde emigrar, pero había quien sostenía que el concepto de “emigrado” podía entenderse al estado puro, es decir, independiente- mente del espacio y del tiempo. Era una mentalidad, confesémoslo, limitada, la que teníamos entonces, mezquina. Culpa del ambiente en que nos habíamos formado. Una mentalidad que se ha mantenido en el fondo de todos nosotros; fíjense: sigue asomando todavía hoy, cuando por casualidad dos de nosotros se encuentran –en la parada del ómnibus, en un cine, en un congreso internacional de dentistas- y se ponen a recordar aquellos tiempos. Nos saludamos –a veces es alguien que me reconoce, a veces yo reconozco a alguien- y de pronto empezamos a preguntar por éste y por áquel (aunque cada uno recuerde sólo a algunos de los que recuerda al otro) y así se reanudan las disputas de una época, las maldades, las difamaciones. Hasta que se nombra a la señora Phi(i)Nk 0 –todas las conversaciones van a parar siempre allí- y entonces de golpe se

Cuentos de Italo Calvino

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Cuentos del autor italiano Italo Calvino

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  • Todo en un punto, Italo Calvino

    Con arreglo a los clculos iniciados por Edwin P. Hubble sobre la velocidad del alejamiento delas galaxias, se puede establecer el momento en que toda la materia del universo estaba con -centrada en un solo punto, antes de empezar a expandirse en el espacio.

    Naturalmente que estbamos todos all dijo el viejo Qfwfq-, y dnde bamos a estar, si no?Que pudiese haber espacio, nadie lo saba todava. Y el tiempo, dem: qu quieren quehiciramos con el tiempo, all apretados como sardinas?He dicho apretados como sardinas por usar una imagen literaria: en realidad no haba espa-cio, ni siquiera para estar apretados. Cada punto de nosotros coincida con cada punto de losdems en un punto nico que era aquel donde estbamos todos. En una palabra, ni siquieranos molestbamos, salvo en lo que se refiere al carcter, porque, cuando no hay espacio, tenersiempre montado en las narices a un antiptico como el seor Pbert Pberd es de la ms car-gante. Cuntos ramos? Bueno, nunca pude saberlo, ni siquiera aproximadamente. Para contar hayque poder separarse por lo menos un poquito uno de otro, y nosotros ocupbamos todos elmismo punto. Contrariamente a lo que podra parecer, no era una situacin que favoreciesela sociabilidad; s que por ejemplo en otras pocas los vecinos se frecuentan; all, en cambio,como todos ramos vecinos, no haba siquiera un buenos das ni un buenas noches. Cada uno terminaba por tener trato solamente con un nmero restringido de conocidos. Losque yo recuerdo son sobre todo la seora Phi(i)Nk0, su amigo De XuaeauX, una familia de emi-grados, los Zzu, y el seor Pbert Pberd que he nombrado. Estaba tambin la mujer de lalimpieza adscripta a la manutencin la llamaban-, una sola para todo el universo dado loreducido del ambiente. A decir verdad, no tena nada que hacer en todo el da, ni siquieraquitar el polvo dentro de un punto no puede entrar ni un granito de polvo- y se desahoga-ba en continuos chismes y lamentos. Con estos que he nombrado ya hubiera habido supernumerarios; aada, adems, las cosas quedebamos tener all amontonadas: todo el material que despus servira para formar el uni-verso, desmontado y concentrado de manera que no conseguas distinguir lo que despuspasara a formar parte de la astronoma (como la nebulosa de Andrmeda), de lo que estabadestinado a la geografa (por ejemplo, los Vosgos) o a la qumica (como ciertos istopos delberilio). Adems, se tropezaba siempre con los trastos de la familia Zzu, catres, colchones, ces-tas: estos Zzu, si uno se descuidaba, con la excusa de que eran una familia numerosa hacancomo si no hubiera ms que ellos en el mundo, pretendan incluso tender cuerdas a travs delpunto para poner a secar la ropa. Pero tambin los otros tenan su parte de culpa con los Zzu, empezando por la calificacin deemigrados basada en el supuesto de que mientras los dems estaban all desde antes, elloshaban venido despus. Me parece evidente que ste era un prejuicio infundado, pues noexista ni un antes ni un despus ni otro lugar de donde emigrar, pero haba quien sostenaque el concepto de emigrado poda entenderse al estado puro, es decir, independiente-mente del espacio y del tiempo. Era una mentalidad, confesmoslo, limitada, la que tenamos entonces, mezquina. Culpa delambiente en que nos habamos formado. Una mentalidad que se ha mantenido en el fondode todos nosotros; fjense: sigue asomando todava hoy, cuando por casualidad dos denosotros se encuentran en la parada del mnibus, en un cine, en un congreso internacionalde dentistas- y se ponen a recordar aquellos tiempos. Nos saludamos a veces es alguien queme reconoce, a veces yo reconozco a alguien- y de pronto empezamos a preguntar por ste ypor quel (aunque cada uno recuerde slo a algunos de los que recuerda al otro) y as sereanudan las disputas de una poca, las maldades, las difamaciones. Hasta que se nombra a laseora Phi(i)Nk0 todas las conversaciones van a parar siempre all- y entonces de golpe se

  • dejan de lado las mezquindades y uno se siente como elevado por un enternecimiento beat-fico y generoso. La seora Phi(i)Nk0, la nica que ninguno de nosotros ha olvidado y que todosaoramos. Dnde ha ido a parar? Hace tiempo que he dejado de buscarla: la seoraPhi(i)Nk0, su pecho, sus caderas, su batn anaranjado, no la encontraremos ms, ni en este sis-tema de galaxias ni en otro. Que quede bien claro, a m la teora de que el universo, despus de haber alcanzado un gradoextremo de enrarecimiento, volver a condensarse y que, por lo tanto, nos tocar encon-trarnos en aquel punto para recomenzar, despus, nunca me ha convencido. Y, sin embargo,son tantos los que cuentan solamente con eso, los que siguen haciendo proyectos para cuan-do estemos todos de nuevo all. El mes pasado entro en el caf de aqu de la esquina, y aquin veo? Al seor Pbert Pberd. -Qu cuenta de bueno? Qu anda haciendo por aqu? Me entero de que tiene una representacin de material plstico de Pava. Est tal cual, con sudiente de oro y los tirantes floreados. Cuando volvamos all me dice en voz baja- habr quefijarse para que esta vez cierta gente quede afueraUsted me entiende: esos ZzuHubiera querido contestarle que esta conversacin ya se la he escuchado a ms de uno, con elaadido: Usted me entiendeel seor Pbert Pberd Para no dejarme arrastrar por la pendiente, me apresur a decir: -Y a la seora Phi(i)Nk0, creeque la encontraremos?-Ah, s A ella s -dijo enrojeciendo. El gran secreto de la seora Phi(k)Nk0 es que nunca ha provocado celos entre nosotros. Ni tam-poco chismes. Que se acostaba con su amigo, el seor De XuaeauX, era sabido. Pero en unpunto, si hay una cama, ocupa todo el punto; por lo tanto, no se trata de acostarse, sino deestar en la cama, porque todo el que est en el punto est tambin en la cama. Por consigu-iente, era inevitable que ella se acostara tambin con cada uno de nosotros. Si hubiera sidootra persona, quin sabe cuntas cosas se habra dicho a sus espaldas. La mujer de la limpiezaestaba siempre dando rienda suelta a la malidecencia, y los otros no se hacan rogar para imi-tarla. De los Zzu, para no variar, las cosas horribles que haba que oir: padre hijas hermanoshermanas madres tas, no haba insinuacin retorcida que los parara. Con ella, en cambio, eradistinto: la felicidad que me vena de la seora Phi(i)Nk0 era al mismo tiempo la de escon-derme yo puntiforme en ella, y la de protegerla a ella puntiforme en m, era contemplacinviciosa (dada la promiscuidad del converger puntiforme de todos en ella) y al mismo tiempocasta (dada la impenetrabilidad puntiforme de ella). En una palabra, qu ms poda pedir?Y todo esto, as como era cierto para m, vala tambin para cada uno de los otros. Y para ella:contena y era contenida con la misma alegra, y nos acoga y amaba y habitaba a todos porigual. Estbamos tan bien todos juntos, tan bien, que algo extraordinario tena que suceder. Bastque en cierto momento ella dijese: -Muchachos, si tuviera un poco de espacio, cmo me gus-tara amasarles unos tallarines! Y en aquel momento todos pensamos en el espacio quehubieran ocupado los redondos brazos de ella movindose adelante y atrs con el rodillosobre la lmina de masa, el pecho de ella bajando lentamente sobre el gran montn de hari-na y huevos que llenaba la ancha tabla de amasar mientras sus brazos amasaban, amasaban,blancos y untados de aceite hasta el codo; pensamos en el espacio que hubiera ocupado laharina, y el trigo para hacer la harina, y los campos para cultivar el trigo, y las montaas delas que bajaba el agua para regar los campos, y los pastos para los rebaos de terneras quedaran la carne para la salsa; en el espacio que sera necesario para que el Sol llegase con susrayos a madurar el trigo; en el espacio para que de las nubes de gases estelares el Sol se con-densara y ardiera; en la cantidad de estrellas y galaxias y aglomeraciones galcticas en fugapor el espacio que seran necesarias para tener suspendida cada galaxia, cada nebulosa, cadasol, cada planeta, y en el mismo momento de pensarlo ese espacio infatigablemente se forma-ba, en el mismo momento en que la seora Phi(i)Nk0 pronunciaba sus palabras: -los tallarines, eh, muchachos!-; el punto que la contena a ella y a todos nosotros seexpanda en una irradiacin de distancias de aos-luz y siglos-luz y millones de milenios-luz, y

  • nosotros lanzados a las cuatro puntas del Universo (el seor Pbart Pbard hasta Pava), y elladisuelta en no s qu especie de energa luz calor, ella, la seora Phi(i)Pk0, la que en medio denuestro cerrado mundo mezquino haba sido capaz de un impulso generoso, el primerMuchachos, qu tallarines les servira!, un verdadero impulso de amor general, dandocomienzo a la vez al concepto de espacio y al espacio propiamente dicho, y al tiempo, y a lagravitacin universal, y al universo gravitante, haciendo posibles millones de soles, y de plan-etas, y de campos de trigo, y de seoras Phi(i)Nk0 dispersas por los continentes de los plane-tas que amasan con los brazos untados y generosos y enharinados y desde aquel momentoperdida y nosotros llorndola.

    Un signo en el espacio, Italo Calvino

    Situado en la zona exterior de la Va Lctea, el Sol tarda casi 200 millones de aos en cumpliruna revolucin completa de la Galaxia.

    Exacto, es el tiempo que se tarda, nada menos -dijo Qfwfq-, yo una vez al pasar hice un sig-no en un punto del espacio, a propsito, para poder encontrarlo doscientos millones de aosdespus, cuando pasramos por all en la prxima vuelta. Un signo cmo? Es difcil decirlo,porque si uno dice signo, ustedes piensan en seguida en algo que se distingue de algo, y allno haba nada que se distinguiese de nada; ustedes piensan en seguida en un signo marcadocon cualquier instrumento o con las manos, instrumento o manos que despus se quitan y encambio el signo queda, pero en aquel tiempo no haba instrumentos todava, ni siquiera ma-nos, ni dientes, ni narices, cosas todas que hubo luego, pero mucho tiempo despus. Qu for-ma dar al signo, ustedes dicen que no es un problema, cualquiera que sea su forma, un signobasta que sirva de signo, es decir que sea distinto o igual a otros signos; tambin esto es fcildecirlo, pero yo en aquella poca no tena ejemplos a que remitirme para decir lo hago igualo diferente; cosas para copiar no haba, y ni siquiera se saba qu era una lnea, recta o curva,o un punto, o una saliencia, o una entrada. Tena intencin de hacer un signo, eso s, es decir,tena intencin de considerar signo cualquier cosa que me diera por hacer; as, habiendo he-cho yo, en aquel punto del espacio y no en otro, algo con propsito de hacer un signo, resul-t que haba hecho un signo de veras.En fin, por ser el primer signo que se haca en el universo, o por lo menos en el circuito de la

    Va Lctea, debo decir que sali muy bien. Visible? S, muy bien, y quin tena ojos para ver,en aquellos tiempos? Nada haba sido jams visto por nada, ni siquiera se planteaba la cues-tin. Que fuera reconocible con riesgo de equivocarse, eso s, debido a que todos los otrospuntos del espacio eran iguales e indistinguibles, y en cambio ste tena el signo.As, prosiguiendo los planetas su giro y el Sistema Solar el suyo, pronto dej el signo a mis es-paldas, separados por campos interminables de espacio. Y yo no poda dejar de pensar cun-do volvera a encontrarlo, y cmo lo reconocera, y el placer que me dara, en aquella exten-sin annima, despus de cien mil aos-luz recorridos sin tropezar con nada que me fuese fa-miliar, nada por cientos de siglos, por miles de milenios, volver y que all estuviera, en su lu-gar, tal como lo haba dejado, mondo y lirondo, pero con aquel sello -digamos- inconfundibleque yo le haba dado.Lentamente la Va Lctea se volva sobre s misma con sus flecos de constelaciones y de pla-

    netas y de nubes, y el Sol, junto con el resto, hacia el borde. En todo aquel carrusel slo el sig-no estaba quieto, en un punto cualquiera, al reparo de cualquier rbita (para hacerlo me ha-ba asomado un poco a los mrgenes de la Galaxia, de manera que quedase fuera y el girarde todos aquellos mundos no se le fuese encima), en un punto cualquiera que ya no era cual-quiera desde el momento que era el nico punto que seguramente estaba all, y en relacincon el cual podan definirse los otros puntos.Pensaba en l da y noche; es ms, no poda pensar en otra cosa; es decir, era la primera oca-

    sin que tena de pensar en algo; o mejor, pensar en algo nunca haba sido posible, primero

  • porque faltaban cosas en qu pensar, y segundo porque faltaban los signos para pensarlas, pe-ro desde el momento que haba aquel signo, apareca la posibilidad de que el que pensase,pensara en un signo, y por lo tanto en aqul, en el sentido de que el signo era la cosa que sepoda pensar y el signo de la cosa pensada, o sea de s mismo.Por lo tanto la situacin era sta: el signo serva para sealar un punto, pero al mismo tiem-

    po sealaba que all haba un signo, cosa todava ms importante porque puntos haba mu-chos mientras que signos slo haba aqul, y al mismo tiempo el signo era mi signo, el signode m, porque era el nico signo que yo jams hubiera hecho y yo era el nico que jams hu-biera hecho signos. Era como un nombre, el nombre de aquel punto, y tambin mi nombreque yo haba signado en aquel mundo, en fin, el nico nombre disponible para todo lo quereclamaba un nombre.Transportado por los flancos de la Galaxia nuestro mundo navegaba ms all de espacios le-

    jansimos, y el signo estaba donde lo haba dejado signando aquel punto, y al mismo tiempome signaba, me lo llevaba conmigo, me habitaba enteramente, se entrometa entre yo y todacosa con la que poda intentar una relacin. Mientras esperaba volver a encontrarlo, poda tra-tar de derivar de l otros signos y combinaciones de signos, series de signos iguales y contra-posiciones de signos diversos. Pero haban pasado ya decenas y decenas de millares de mile-nios desde el momento en que lo trazara (ms todava: desde los pocos segundos en que lolanzaraa al continuo movimiento de la Va Lctea) y justo ahora que necesitaba tenerlo pre-sente en todos sus detalles (la mnima incertidumbre acerca de cmo era, volva inciertas lasposibles distinciones respecto a otros signos eventuales), me di cuenta de que, a pesar de te-nerlo presente en su perfil sumario, en su apariencia general, algo se me escapaba, en fin, sitrataba de descomponerlo en sus varios elementos no recordaba si entre uno y otro haba es-to o aquello. Hubiera debido tenerlo all delante, estudiarlo, consultarlo, y en cambio estabalejos, todava no saba cunto porque lo haba hecho justamente para saber el tiempo que tar-dara en encontrarlo, y mientras no lo hubiese encontrado no lo sabra. Pero entonces lo queme importaba no era el motivo por el que lo haba hecho, sino cmo era, y me puse a elabo-rar hiptesis sobre ese cmo y teoras segn las cuales un signo determinado deba ser nece-sariamente de una manera determinada, o procediendo por exclusin trataba de eliminar to-dos los tipos de signos menos probables para llegar al justo, pero todos esos signos imagina-rios se desvanecan con una labilidad incontenible porque no haba aquel primer signo que sir-viera de trmino de comparacin. En este cavilar (mientras la Galaxia segua dando vueltas in-somne en su lecho de mullido vaco, como movida por el prurito de todos los mundos y lostomos que se encendan e irradiaban) comprend que haba perdido tambin aquella confu-sa nocin de mi signo, y slo consegua concebir fragmentos de signos intercambiables entres, esto es, signos internos del signo, y cada cambio de esos signos en el interior del signo cam-biaba el signo en un signo completamente distinto, es decir, haba olvidado del todo cmo erami signo y no haba manera de hacrmelo recordar.Me desesper? No, el olvido era fastidioso pero no irremediable. Dondequiera que fuese, sa-ba que el signo estaba esperndome, quieto y callado. Llegara, lo encontrara y podra rea-nudar el hilo de mis razonamientos. A ojo de buen cubero, habramos llegado ya a la mitaddel recorrido de nuestra revolucin galctica; era cosa de paciencia, la segunda mitad da siem-pre la impresin de pasar ms rpido. Ahora no deba pensar sino en que el signo estaba y enque yo volvera a pasar por all.Pasaron los das, ahora deba de estar cerca. Temblaba de impaciencia porque poda toparmecon el signo en cualquier momento. Estaba aqu, no, un poco ms all, ahora cuento hastacien... Y si no estuviera ms? Si lo hubiera pasado? Nada. Mi signo quin sabe dnde habaquedado, atrs, completamente a trasmano de la rbita de revolucin de nuestro sistema. Nohaba contado con las oscilaciones a las que, sobre todo en aquellos tiempos, estaban sujetaslas fuerzas de gravedad de los cuerpos celestes y que les hacan dibujar rbitas irregulares yquebradas como flores de dalia. Durante un centenar de milenios me quem las pestaas re-haciendo mis clculos; result que nuestro recorrido tocaba aquel punto no cada ao galcti-co sino solamente cada tres, es decir, cada seiscientos millones de aos solares. El que ha espe-rado doscientos millones de aos puede esperar seiscientos; y yo esper; el camino era largo,pero no tena que hacerlo a pie; en ancas de la Galaxia recorra los aos-luz caracoleando enlas rbitas planetarias y estelares como en la grupa de un caballo cuyos cascos salpicaban cen-

  • tellas; mi estado de exaltacin era cada vez mayor; me pareca que avanzaba a la conquistade aquello que era lo nico que contaba para m, signo y reino y nombre...Di la segunda vuelta, la tercera. Haba llegado. Lanc un grito. En un punto que deba ser jus-to aquel punto, en el lugar de mi signo haba un borrn informe, una raspadura del espaciomellada y machucada. Haba perdido todo: el signo, el punto, eso que haca que yo -siendo elde aquel signo en aquel punto- fuera yo. El espacio, sin signo, se haba convertido en un abis-mo de vaco sin principio ni fin, nauseante, en el cual todo -incluso yo- se perda. (Y no ven-gan a decirme que para sealar un punto, mi signo o la tachadura de mi signo daban exacta-mente lo mismo: la tachadura era la negacin del signo, y por lo tanto no sealaba, es decir,no serva para destinguir un punto de los puntos precedentes y siguientes.)Me gan el desaliento y me dej arrastrar durante muchos aos-luz como insensible. Cuandofinalmente alc los ojos (entre tanto la vista haba empezado en nuestro mundo, y por consi-guiente tambin la vida), cuando alc los ojos vi aquello que nunca hubiera esperado ver. Viel signo, pero no aqul, un signo semejante, un signo indudablemente copiado del mo, peroque se vea en seguida que no poda ser mo por lo grosero y descuidado y torpemente pre-tencioso, una ruin falsificacin de lo que yo haba pretendido sealar con aquel signo y cuyaindecible pureza slo ahora lograba por contraste evocar. Quin me haba jugado esa malapasada? No consegua explicrmelo. Finalmente, una plurimilenaria cadena de inducciones mellev a la solucin: en otro sistema planetario que cumpla su revolucin galctica delante denosotros precedindonos, haba un tal Kgwgk (el nombre fue deducido posteriormente, en lapoca ms tarda de los nombres), un tipo despechado y carcomido por la envidia que en unimpulso vandlico haba borrado mi signo y despus se haba puesto con descarado artificio atratar de marcar otro.Era claro que aquel signo no tena nada que sealar como no fuera la intencin de Kgwgk deimitar mi signo, por lo cual no se trataba siquiera de compararlos. Pero en aquel momento eldeseo de no ceder al rival fue en m ms fuerte que cualquier otra consideracin: quise en se-guida trazar un nuevo signo en el espacio que fuera un verdadero signo e hiciese morir de en-vidia a Kgwgk. Haca casi setecientos millones de aos que no intentaba hacer un signo, des-pus del primero; me apliqu con empeo. Pero ahora las cosas eran distintas, porque el mun-do, como les he explicado, estaba empezando a dar una imagen de s mismo, y en cada cosaa la funcin comenzaba a corresponder una forma, y se crea que las formas de entonces ten-dran un largo porvenir por delante (en cambio no era cierto: vean -para citar un caso relati-vamente reciente- los dinosaurios), y por lo tanto en este nuevo signo mo era perceptible lainfluencia de la manera en que por entonces se vean las cosas, llammosle el estilo, ese mo-do especial que tena cada cosa de estar ah de cierto modo. Debo decir que qued realmen-te satisfecho, y ya no se me ocurra lamentar aquel primer signo borrado, porque ste me pa-reca infinitamente ms hermoso.Pero durante aquel ao galctico empezamos a comprender que hasta aquel momento las

    formas del mundo haban sido provisionales y que iran cambiando una por una. Y esta con-ciencia iba acompaada de un hartazgo tal de las viejas imgenes que no se poda soportar si-quiera su recuerdo. Y empez a atormentarme un pensamiento: haba dejado aquel signo enel espacio, aquel signo que me haba parecido tan hermoso y original y adecuado a su fun-cin, que ahora se presentaba a mi memoria en toda su jactancia fuera de lugar, como signoante todo de un modo anticuado de concebir los signos, y de mi necia complicidad con unadisposicin de las cosas de la que hubiera debido saber separarme a tiempo. En una palabra,me avergonzaba de aquel signo que los mundos en vuelo seguan costeando durante siglos,dando un ridculo espectculo de s mismo y de m y de aquel modo nuestro provisional de ver.Me suban ondas de rubor cuando lo recordaba (y lo recordaba continuamente), que durabaneras geolgicas enteras; para esconder mi vergenza me hunda en los crteres de los volca-nes, clavaba los dientes de remordimiento en las calotas de los glaciares que cubran los con-tinentes. Me carcoma pensando que Kgwgk, precedindome siempre en el periplo de la VaLaea, vera el signo antes de que yo pudiese borrarlo, y como era un patn se burlara de my me remedara, repitiendo por desprecio el signo en torpes caricaturas en cada rincn de laesfera circungalctica.En cambio esta vez la complicada relojera astral me fue propicia. La constelacin de Kgwgk

    no encontr el signo, mientras nuestro sistema solar volvi a caerle encima puntualmente al

  • trmino del primer giro, tan cerca que pude borrar todo con el mayor cuidado.Ahora signos mos en el espacio no haba ni uno. Poda ponerme a trazar otro, pero en ade-

    lante saba que los signos sirven tambin para juzgar a quien los traza y que en un ao galc-tico los gustos y las ideas tienen tiempo de cambiar, y el modo de considerar los de antes de-pende del que viene despus, en fin, tena miedo de que lo que poda parecerme ahora signoperfecto, dentro de doscientos o seiscientos millones de aos me hiciera hacer mal papel. Encambio, en mi aoranza, el primer signo vandlicamente borrado por Kgwgk segua siendoinatacable por la mudanza de los tiempos, pues haba nacido antes de todo comienzo de lasformas y contena algo que sobrevivira a todas las forrnas, es decir, el hecho de ser un signoy nada ms.Hacer signos que no fueran aquel signo no tena inters para m; y aquel signo lo haba olvi-

    dado haca millares de millones de aos. Por eso, como no poda hacer verdaderos signos, pe-ro quera de algn modo fastidiar a Kgwgk, me puse a trazar signos fingidos, muescas en elespacio, agujeros, manchas, engaifas que slo un incompetente como Kgwgk poda tomarpor signos. Y, sin embargo, l se empecinaba en hacerlos desaparecer borrndolos (como com-probaba yo en los giros subsiguientes) con un empeo que deba de darle buen trabajo. (En-tonces yo sembraba esos signos fingidos en el espacio para ver hasta dnde llegaba su nece-dad.)Pero observando esos borrones un giro tras otro (las revoluciones de la Galaxia se haban con-vertido para m en un navegar indolente y aburrido, sin finalidad ni expectativa), me di cuen-ta de una cosa: con el paso de los aos galcticos tendan a desteirse en el espacio, y debajoreapareca el que haba marcado yo en aquel punto, como deca, mi falso signo. El abrimien-to, lejos de desagradarme, reaviv mis esperanzas. Si los borrones de Kgwgk se borraban, elprimero que haba hecho en aquel punto deba de haber desaparecido ya y mi signo habrarecobrado su primitiva evidencia!As la expectativa devolvi el ansia a mis das. La Galaxia se daba vuelta como una tortilla en

    su sartn inflamada, ella misma sartn chirriante y dorada fritura; y yo me frea con ella de im-paciencia.Pero con el paso de los aos galcticos el espacio ya no era aquella extensin uniformemen-

    te despojada y enjalbegada. La idea de marcar con signos los puntos por donde pasbamos,as como se nos haba ocurndo a m y a Kgwgk, la haban tenido muchos, dispersos en millo-nes de planetas de otros sistemas solares, y continuamente tropezaba con una de esas cosas,o con un par, o directamente con una docena, simples garabatos bidimensionales, o bien sli-dos de tres dimensiones (por ejemplo, poliedros) y hasta cosas hechas con ms cuidado, con lacuarta dimensin y todo. El caso es que llego al punto de mi signo y me encuentro cinco, to-dos all! Y el mo no soy capaz de reconocerlo. Es ste, no, es este otro, pero vamos, ste tie-ne un aire demasiado moderno y, sin embargo, podra ser tambin el ms antiguo, aqu no re-conozco mi mano, como si pudiera ocurrrseme hacerlo as... Y entre tanto la Galaba se desli-zaba en el espacio y dejaba tras s signos viejos y signos nuevos y yo no haba encontrado elmo.No exagero si digo que los siguientes aos galcticos fueron los peores que viv jams. Seguabuscando, y en el espacio se espesaban los signos, en todos los mundos el que tuviera la posi-bilidad no dejaba ya de marcar su huella en el espacio de alguna manera, y nuestro mundo,pues, cada vez que me volva a mirarlo, lo encontraba ms atestado, tanto que mundo y es-pacio parecan uno el espejo del otro, uno y otro prolijamente historiados de jeroglficos eideogramas, cada uno de los cuales poda ser un signo y no serlo: una concrecin calcrea enel basalto, una cresta levantada por el viento en la arena cuajada del desierto, la disposicinde los ojos en las plumas del pavo real (poco a poco de vivir entre los signos se haba llegadoa ver como signos las innumerables cosas que antes estaban all sin signar nada ms que supropia presencia, se las haba transformado en el signo de s mismas y sumado a la serie designos hechos a propsito por quien quera hacer un signo), las estras del fuego en una pa-red de roca esquistosa, la cuadragesimovigesimosptima acanaladura -un poco oblicua- de lacornisa del frontn de un mausoleo, una secuencia de estriaduras en un video durante unatormenta magntica (la serie de signos se multiplicaba en la serie de los signos de signos, designos repetidos innumerables veces siempre iguales y siempre en cierto modo diferentes por-que el signo hecho a propsito se sumaba al signo advenido all por casualidad), la patita mal

  • entintada de la letra R que en un ejemplar de un diario de la tarde se encontraba con una es-coria filamentosa del papel, uno de los ochocientos mil desconchados de una pared alquitra-nada en un callejn entre los docks de Melbourne, la curva de una estadstica, una frenada enel asfalto, un cromosoma... Cada tanto, un sobresalto: Es aqul! Y por un segundo estaba se-guro de haber encontrado mi signo, en la tierra o en el espacio, daba lo mismo, porque a tra-vs de los signos se haba establecido una continuidad sin lmite definido.En el universo ya no haba un continente y un contenido, sino slo un espesor general de sig-nos superpuestos y aglutinados que ocupaba todo el volumen del espacio, era una salpicadu-ra continua, menudsima, una retcula de lneas y araazos y relieves y cortaduras, el universoestaba garabateado en todas partes, a lo largo de todas las dimensiones. No haba ya modode establecer un punto de referencia: la Galaxia continuaba dando vueltas, pero yo ya no con-segua contar los giros, cualquier punto poda ser el de partida, cualquier signo sobrepuesto alos otros poda ser el mo, pero descubrirlo no hubiese servido de nada, tan claro era que in-dependientemente de los signos el espacio no exista y quiz no haba existido nunca.

    El Aleph, Jorge Luis Borges

    O God, I could be bounded in a nutshell and count myself a King of infinite space. Hamlet, II, 2

    But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present Time, a Nunc-stans (astthe Schools call it); which neither they, nor any else understand, no more than they would aHic-stans for an Infinite greatnesse of Place. Leviathan, IV, 46

    La candente maana de febrero en que Beatriz Viterbo muri, despus de una imperiosa ago-na que no se rebaj un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, not que las cartele-ras de fierro de la Plaza Constitucin haban renovado no s qu aviso de cigarrillos rubios; elhecho me doli, pues comprend que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y queese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiar el universo pero yo no, pens conmelanclica vanidad; alguna vez, lo s, mi vana devocin la haba exasperado; muerta yo po-da consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero tambin sin humillacin. Consider que eltreinta de abril era su cumpleaos; visitar ese da la casa de la calle Garay para saludar a su pa-dre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto corts, irreprochable, tal vezineludible. De nuevo aguardara en el crepsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaralas circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con an-tifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunin de Beatriz; Beatriz, el da de su boda conRoberto Alessandri; Beatriz, poco despus del divorcio, en un almuerzo del Club Hpico; Bea-triz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekins que leregal Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentn...No estara obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con mdicas ofrendas de libros:libros cuyas pginas, finalmente, aprend a cortar, para no comprobar, meses despus, que es-taban intactos.

    Beatriz Viterbo muri en 1929; desde entonces, no dej pasar un treinta de abril sin volver asu casa. Yo sola llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada ao apa-reca un poco ms tarde y me quedaba un rato ms; en 1933, una lluvia torrencial me favore-ci: tuvieron que invitarme a comer. No desperdici, como es natural, ese buen precedente; en1934, aparec, ya dadas las ocho, con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me queda comer. As, en aniversarios melanclicos y vanamente erticos, recib las graduales confiden-cias de Carlos Argentino Daneri.

    Beatriz era alta, frgil, muy ligeramente inclinada; haba en su andar (si el oxmoron* es tole-rable) una como graciosa torpeza, un principio de xtasis; Carlos Argentino es rosado, consi-derable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no s qu cargo subalterno en una biblioteca ilegiblede los arrabales del Sur; es autoritario, pero tambin es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy

  • poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la eseitaliana y la copiosa gesticulacin italiana sobreviven en l. Su actividad mental es continua,apasionada, verstil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogas y en ociosos es-crpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses pa-deci la obsesin de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intacha-ble. Es el Prncipe de los poetas de Francia, repeta con fatuidad. En vano te revolvers con-tra l; no lo alcanzar, no, la ms inficionada de tus saetas.

    El treinta de abril de 1941 me permit agregar al alfajor una botella de coac del pas. CarlosArgentino lo prob, lo juzg interesante y emprendi, al cabo de unas copas, una vindicacindel hombre moderno.

    -Lo evoco -dijo con una animacin algo inexplicable- en su gabinete de estudio, como si dij-ramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de telfonos, de telgrafos, de fongra-fos, de aparatos de radiotelefona, de cinematgrafos, de linternas mgicas, de glosarios, dehorarios, de prontuarios, de boletines...

    Observ que para un hombre as facultado el acto de viajar era intil; nuestro siglo XX habatransformado la fbula de Mahoma y de la montaa; las montaas, ahora, convergan sobreel moderno Mahoma.

    Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposicin, que las relacio-n inmediatamente con la literatura; le dije que por qu no las escriba. Previsiblemente res-pondi que ya lo haba hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en elCanto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prlogo de un poema en el que trabaja-ba haca muchos aos, sin rclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dosbculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero, abra las compuertas a la imaginacin;luego, haca uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratbase de una descripcin delplaneta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresin y el gallardo apstrofe**.

    Le rogu que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abri un cajn del escritorio, sac unalto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan CrisstomoLafinur y ley con sonora satisfaccin:

    He visto, como el griego, las urbes de los hombres, los trabajos, los das de varia luz, el hambre; no corrijo los hechos, no falseo los nombres, pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.

    -Estrofa a todas luces interesante -dictamin-. El primer verso granjea el aplauso del catedr-tico, del acadmico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerablede la opinin; el segundo pasa de Homero a Hesodo (todo un implcito homenaje, en el fron-tis del flamante edificio, al padre de la poesa didctica), no sin remozar un procedimiento cu-yo abolengo est en la Escritura, la enumeracin, congerie o conglobacin; el tercero -barro-quismo, decadentismo; culto depurado y fantico de la forma?- consta de dos hemistiquios ge-melos; el cuarto, francamente bilinge, me asegura el apoyo incondicional de todo espritusensible a los desenfadados envites de la facecia. Nada dir de la rima rara ni de la ilustracinque me permite, sin pedantismo!, acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abar-can treinta siglos de apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos ydas, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano...Comprendo una vez ms que el arte moderno exige el blsamo de la risa, el scherzo. Decidi-damente, tiene la palabra Goldoni!

    Otras muchas estrofas me ley que tambin obtuvieron su aprobacin y su comentario profu-so. Nada memorable haba en ellas; ni siquiera las juzgu mucho peores que la anterior. En suescritura haban colaborado la aplicacin, la resignacin y el azar; las virtudes que Daneri lesatribua eran posteriores. Comprend que el trabajo del poeta no estaba en la poesa; estaba

  • en la invencin de razones para que la poesa fuera admirable; naturalmente, ese ulterior tra-bajo modificaba la obra para l, pero no para otros. La diccin oral de Daneri era extravagan-te; su torpeza mtrica le ved, salvo contadas veces, trasmitir esa extravagancia al poema1.

    Una sola vez en mi vida he tenido ocasin de examinar los quince mil dodecaslabos del Pol -yolbion, esa epopeya topogrfica en la que Michael Drayton registr la fauna, la flora, la hi-drografa, la orografa, la historia militar y monstica de Inglaterra; estoy seguro de que eseproducto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congnere deCarlos Argentino. ste se propona versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya habadespachado unas hectreas del estado de Queensland, ms de un kilmetro del curso del Ob,un gasmetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de laConcepcin, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Septiembre, enBelgrano, y un establecimiento de baos turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton.Me ley ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informesalejandrinos carecan de la relativa agitacin del prefacio. Copio una estrofa:

    Sepan. A manderecha del poste rutinario (viniendo, claro est, desde el Nornoroeste) se aburre una osamenta -Color? Blanquiceleste- que da al corral de ovejas catadura de osario.

    -Dos audacias -grit con exultacin-, rescatadas, te oigo mascullar, por el xito. Lo admito, loadmito. Una, el epteto rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedioinherente a las faenas pastoriles y agrcolas, tedio que ni las gergicas ni nuestro ya laureadoDon Segundo se atrevieron jams a denunciar as, al rojo vivo. Otra, el enrgico prosasmo seaburre una osamenta, que el melindroso querr excomulgar con horror pero que apreciarms que su vida el crtico de gusto viril. Todo el verso, por lo dems, es de muy subidos quila-tes. El segundo hemistiquio entabla animadsima charla con el lector; se adelanta a su viva cu-riosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. Y qu me dices de esehallazgo, blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importan-tsimo del paisaje australiano. Sin esa evocacin resultaran demasiado sombras las tintas delboceto y el lector se vera compelido a cerrar el volumen, herida en lo ms ntimo el alma deincurable y negra melancola.

    Hacia la medianoche me desped.

    Dos domingos despus, Daneri me llam por telfono, entiendo que por primera vez en la vi-da. Me propuso que nos reuniramos a las cuatro, para tomar juntos la leche, en el contiguosaln-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri -los propietarios de mi casa, recordars-inaugura en la esquina; confitera que te importar conocer. Acept, con ms resignacinque entusiasmo. Nos fue difcil encontrar mesa; el saln-bar, inexorablemente moderno, eraapenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas, el excitado pblicomencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fin-gi asombrarse de no s qu primores de la instalacin de la luz (que, sin duda, ya conoca) yme dijo con cierta severidad:

    -Mal de tu grado habrs de reconocer que este local se parangona con los ms encopetadosde Flores.

    Me reley, despus, cuatro o cinco pginas del poema. Las haba corregido segn un depra-vado principio de ostentacin verbal: donde antes escribi azulado, ahora abundaba en azu -lino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para l; en la impetuo-sa descripcin de un lavadero de lanas, prefera lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... De-nost con amargura a los crticos; luego, ms benigno, los equipar a esas personas, que nodisponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y cidos sulfri-cos para la acuacin de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro.Acto continuo censur la prologomana, de la que ya hizo mofa, en la donosa prefacin del

  • Quijote, el Prncipe de los Ingenios. Admiti, sin embargo, que en la portada de la nuevaobra convena el prlogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumfero de garra, de fuste.Agreg que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprend, entonces, la singu-lar invitacin telefnica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco frrago. Mi te-mor result infundado: Carlos Argentino observ, con admiracin rencorosa, que no creaerrar en el epteto al calificar de slido el prestigio logrado en todos los crculos por lvaroMelin Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeaba, prologara con embeleso el poe-ma. Para evitar el ms imperdonable de los fracasos, yo tena que hacerme portavoz de dosmritos inconcusos: la perfeccin formal y el rigor cientfico, porque ese dilatado jardn detropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad.Agreg que Beatriz siempre se haba distrado con lvaro.

    Asent, profusamente asent. Aclar, para mayor verosimilitud, que no hablara el lunes conlvaro, sino el jueves: en la pequea cena que suele coronar toda reunin del Club de Escrito-res. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hechoque Carlos Argentino Daneri poda comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidada la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prlogo, descri-bira el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encarcon toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con lvaro y decirle que elprimo hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo explicativo me permitira nombrarla) habaelaborado un poema que pareca dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofona ydel caos; b) no hablar con lvaro. Prev, lcidamente, que mi desidia optara por b.

    A partir del viernes a primera hora, empez a inquietarme el telfono. Me indignaba que eseinstrumento, que algn da produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a recep-tculo de las intiles y quiz colricas quejas de ese engaado Carlos Argentino Daneri. Feliz-mente, nada ocurri -salvo el rencor inevitable que me inspir aquel hombre que me habaimpuesto una delicada gestin y luego me olvidaba.

    El telfono perdi sus terro res, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habl. Estaba agi-tadsimo; no identifiqu su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuce que esos ya ilimita-dos Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitera, iban a demoler su casa.

    -La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! -repiti, quiz olvi-dando su pesar en la meloda.

    No me result muy difcil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta aos, todo cambioes un smbolo detestable del pasaje del tiempo; adems, se trataba de una casa que, para m,aluda infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadsimo rasgo; mi interlocutor no meoy. Dijo que si Zunino y Zungri persistan en ese propsito absurdo, el doctor Zunni, su abo-gado, los demandara ipso facto por daos y perjuicios y los obligara a abonar cien mil nacio-nales.

    El nombre de Zunni me impresion; su bufete, en Caseros y Tacuar, es de una seriedad pro-verbial. Interrogu si ste se haba encargado ya del asunto. Daneri dijo que le hablara esamisma tarde. Vacil y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algomuy ntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ngulodel stano haba un Aleph. Aclar que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contie-nen todos los puntos.

    -Est en el stano del comedor -explic, aligerada su diccin por la angustia-. Es mo, es mo:yo lo descubr en la niez, antes de la edad escolar. La escalera del stano es empinada, mistos me tenan prohibido el descenso, pero alguien dijo que haba un mundo en el stano. Serefera, lo supe despus, a un bal, pero yo entend que haba un mundo. Baj secretamente,rod por la escalera vedada, ca. Al abrir los ojos, vi el Aleph.

    -El Aleph? -repet.

  • -S, el lugar donde estn, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los n-gulos. A nadie revel mi descubrimiento, pero volv. El nio no poda comprender que le fue-ra deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarn Zuninoy Zungri, no y mil veces no. Cdigo en mano, el doctor Zunni probar que es inajenable miAleph.

    Trat de razonar.

    -Pero, no es muy oscuro el stano?

    -La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la tierra estn enel Aleph, ah estarn todas las luminarias, todas las lmparas, todos los veneros de luz.

    -Ir a verlo inmediatamente.

    Cort, antes de que pudiera emitir una prohibicin. Basta el conocimiento de un hecho parapercibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombr nohaber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viter-bo, por lo dems... Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una nia de una clarivi-dencia casi implacable, pero haba en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderascrueldades, que tal vez reclamaban una explicacin patolgica. La locura de Carlos Argentinome colm de maligna felicidad; ntimamente, siempre nos habamos detestado.

    En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El nio estaba, comosiempre, en el stano, revelando fotografas. Junto al jarrn sin una flor, en el piano intil,sonrea (ms intemporal que anacrnico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No po-da vernos nadie; en una desesperacin de ternura me aproxim al retrato y le dije:

    -Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre,soy yo, soy Borges.

    Carlos entr poco despus. Habl con sequedad; comprend que no era capaz de otro pensa-miento que de la perdicin del Aleph.

    -Una copita del seudo coac -orden- y te zampuzars en el stano. Ya sabes, el decbito dor-sal es indispensable. Tambin lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodacin ocular.Te acuestas en el piso de baldosas y fijas los ojos en el decimonono escaln de la pertinenteescalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algn roedor te mete miedo fcil empre-sa! A los pocos minutos ves el Aleph. El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro con-creto amigo proverbial, el multum in parvo!

    Ya en el comedor, agreg:

    -Claro est que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve po-drs entablar un dilogo con todas las imgenes de Beatriz.

    Baj con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El stano, apenas ms ancho que la es-calera, tena mucho de pozo. Con la mirada, busqu en vano el bal de que Carlos Argentinome habl. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecan un ngulo. Carlos to-m una bolsa, la dobl y la acomod en un sitio preciso.

    -La almohada es humildosa -explic-, pero si la levanto un solo centmetro, no vers ni una piz-ca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachn y cuenta diecinue-ve escalones.

    Cumpl con sus ridculos requisitos; al fin se fue. Cerr cautelosamente la trampa; la oscuridad,pese a una hendija que despus distingu, pudo parecerme total. Sbitamente comprend mipeligro: me haba dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Car-los transparentaban el ntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su

  • delirio, para no saber que estaba loco, tena que matarme. Sent un confuso malestar, que tra-t de atribuir a la rigidez, y no a la operacin de un narctico. Cerr los ojos, los abr. Enton-ces vi el Aleph.

    Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aqu, mi desesperacin de escritor. To-do lenguaje es un alfabeto de smbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocu-tores comparten; cmo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoriaapenas abarca? Los msticos, en anlogo trance, prodigan los emblemas: para significar la di-vinidad, un persa habla de un pjaro que de algn modo es todos los pjaros; Alanus de Insu-lis, de una esfera cuyo centro est en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, deun ngel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur.(No en vano rememoro esas inconcebibles analogas; alguna relacin tienen con el Aleph.)Quiz los dioses no me negaran el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informequedara contaminado de literatura, de falsedad. Por lo dems, el problema central es irreso-luble: la enumeracin, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, hevisto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombr como el hecho de que to-dos ocuparan el mismo punto, sin superposicin y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fuesimultneo: lo que transcribir, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recoger.

    En la parte inferior del escaln, hacia la derecha, vi una pequea esfera tornasolada, de casiintolerable fulgor. Al principio la cre giratoria; luego comprend que ese movimiento era unailusin producida por los vertiginosos espectculos que encerraba. El dimetro del Aleph serade dos o tres centmetros, pero el espacio csmico estaba ah, sin disminucin de tamao. Ca-da cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la vea desdetodos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbresde Amrica, vi una plateada telaraa en el centro de una negra pirmide, vi un laberinto ro-to (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutndose en m como en un espejo, vitodos los espejos del planeta y ninguno me reflej, vi en un traspatio de la calle Soler las mis-mas baldosas que hace treinta aos vi en el zagun de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nie-ve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de susgranos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidar, vi la violenta cabellera, el alti-vo cuerpo, vi un cncer en el pecho, vi un crculo de tierra seca en una vereda, donde anteshubo un rbol, vi una quinta de Adrogu, un ejemplar de la primera versin inglesa de Plinio,la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada pgina (de chico, yo sola maravi-llarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso dela noche), vi la noche y el da contemporneo, vi un poniente en Quertaro que pareca refle-jar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaarun globo terrqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremoli-nada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los so-brevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur unabaraja espaola, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernculo, vi ti-gres, mbolos, bisontes, marejadas y ejrcitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi unastrolabio persa, vi en un cajn del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, in-crebles, precisas, que Beatriz haba dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento enla Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente haba sido Beatriz Viterbo, vi la cir-culacin de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificacin de la muerte, vi elAleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en elAleph la tierra, vi mi cara y mis vsceras, vi tu cara, y sent vrtigo y llor, porque mis ojos ha-ban visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que nin-gn hombre ha mirado: el inconcebible universo.

    Sent infinita veneracin, infinita lstima.

    -Tarumba habrs quedado de tanto curiosear donde no te llaman -dijo una voz aborrecida yjovial-. Aunque te devanes los sesos, no me pagars en un siglo esta revelacin. Qu observa-torio formidable, che Borges!

  • Los zapatos de Carlos Argentino ocupaban el escaln ms alto. En la brusca penumbra, acer-t a levantarme y a balbucear:

    -Formidable. S, formidable.

    La indiferencia de mi voz me extra. Ansioso, Carlos Argentino insista:

    -Lo viste todo bien, en colores?

    En ese instante conceb mi venganza. Benvolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo,agradec a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su stano y lo inst a aprovechar la de-molicin de la casa para alejarse de la perniciosa metrpoli, que a nadie crame, que a na-die! perdona. Me negu, con suave energa, a discutir el Aleph; lo abrac, al despedirme, y lerepet que el campo y la serenidad son dos grandes mdicos.

    En la calle, en las escaleras de Constitucin, en el subterrneo, me parecieron familiares todaslas caras. Tem que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, tem que no me aban-donara jams la impresin de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me tra-baj otra vez el olvido.

    Posdata del primero de marzo de 1943. A los seis meses de la demolicin del inmueble de lacalle Garay, la Editorial Procusto no se dej arredrar por la longitud del considerable poema ylanz al mercado una seleccin de trozos argentinos. Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Ar-gentino Daneri recibi el Segundo Premio Nacional de Literatura2. El primero fue otorgado aldoctor Aita; el tercero, al doctor Mario Bonfanti; increblemente, mi obra Los naipes del tahrno logr un solo voto. Una vez ms, triunfaron la incomprensin y la envidia! Hace ya muchotiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dar otro volumen. Suafortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los eptomesdel doctor Acevedo Daz.

    Dos observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre.ste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicacinal disco de mi historia no parece casual. Para la Cbala, esa letra significa el En Soph, la ilimi-tada y pura divinidad; tambin se dijo que tiene la forma de un hombre que seala el cielo yla tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Men -genlehre, es el smbolo de los nmeros transfinitos, en los que el todo no es mayor que algu-na de las partes. Yo querra saber: Eligi Carlos Argentino ese nombre, o lo ley, aplicado aotro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que elAleph de su casa le revel? Por increble que parezca, yo creo que hay (o que hubo) otroAleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.

    Doy mis razones. Hacia 1867 el capitn Burton ejerci en el Brasil el cargo de cnsul britnico;en julio de 1942 Pedro Henrquez Urea descubri en una biblioteca de Santos un manuscritosuyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Z al-Karnayn, o Alejan-dro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otrosartificios congneres -la sptuple copa de Kai Josr, el espejo que Trik Benzeyad encontr enuna torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la luna(Historia verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atri-buye a Jpiter, el espejo universal de Merlin, redondo y hueco y semejante a un mundo devidrio (The Faerie Queene, III, 2, 19)-, y aade estas curiosas palabras: Pero los anteriores(adems del defecto de no existir) son meros instrumentos de ptica. Los fieles que concurrena la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo est en el interior de unade las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro est, puede verlo, peroquienes acercan el odo a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor...La mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteisl-micas, pues como ha escrito Abenjaldn: En las repblicas fundadas por nmadas es indispen -sable el concurso de forasteros para todo lo que sea albailera.

  • Existe ese Aleph en lo ntimo de una piedra? Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he ol-vidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajola trgica erosin de los aos, los rasgos de Beatriz.

    A Estela Canto

    1. Recuerdo, sin embargo, estas lneas de una stira que fustig con rigor a los malos poetas:

    Aqueste da al poema belicosa armadura De erudiccin; estotro le da pompas y galas. Ambos baten en vano las ridculas alas... Olvidaron, cuidados, el factor HERMOSURA!

    Slo el temor de crearse un ejrcito de enemigos implacables y poderosos lo disuadi (me di-jo) de publicar sin miedo el poema.

    2. Recib tu apenada congratulacin, me escribi. Bufas, mi lamentable amigo, de envidia,pero confesars -aunque te ahogue!- que esta vez pude coronar mi bonete con la ms rojade las plumas; mi turbante, con el ms califa de los rubes.

    * Oxmoron: Combinacin en una misma estructura sintctica de dos palabras o expresionesde significado opuesto, que originan un nuevo sentido. Ejemplo: un silencio atronador.** Apstrofe: Figura que consiste en dirigir la palabra con vehemencia en segunda persona auna o varias, presentes o ausentes, vivas o muertas, a seres abstractos o a cosas inanimadas, oen dirigrsela a s mismo en iguales trminos.

    Viaje a la semilla , Alejo Carpentier

    IQu quieres, viejo?...Varias veces cay la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no responda. Andabade un lugar a otro, fisgoneando, sacndose de la garganta un largo monlogo de frases in-comprensibles. Ya haban descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosai-co de barro cocido. Arriba, los picos desprendan piedras de mampostera, hacindolas rodarpor canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas queiban desdentando las murallas aparecan despojados de su secreto cielos rasos ovales ocuadrados, cornisas, guirnaldas, dentculos, astrgalos, y papeles encolados que colgaban delos testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolicin, una Cerescon la nariz rota y el peplo desvado, veteado de negro el tocado de mieses, se ergua en eltraspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra,los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo re-dondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular dela casa. El viejo se haba sentado, con el cayado apuntalndole la barba, al pie de la estatua.Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oanse, en sordina, losrumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con pie-dra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se desploblaron. Slo quedaron escaleras demano, preparando el salto del da siguiente. El aire se hizo ms fresco, aligerado de sudores,blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedan alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Pa-ra la casa mondada el crepsculo llegaba ms pronto. Se vesta de sombras en horas en quesu ya cada balaustrada superior sola regalar a las fachadas algn relumbre de sol. La Ceresapretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormiran sin persianas, abiertas sobreun paisaje de escombros.Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacan entre las hierbas. Las hojas de acantodescubran su condicin vegetal. Una enredadera aventur sus tentculos hacia la voluta j-nica, atrada por un aire de familia. Cuando cay la noche, la casa estaba ms cerca de la tie-rra. Un marco de puerta se ergua an, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de susbisagras desorientadas.

  • II

    Entonces el negro viejo, que no se haba movido, hizo gestos extraos, volteando su cayadosobre un cementerio de baldosas.Los cuadrados de mrmol, blancos y negros volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las pie-dras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal clave-teadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvan a hundirseen sus hoyos, con rpida rotacin.En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus frag-mentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del te-cho. La casa creci, trada nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. LaCeres fue menos gris. Hubo ms peces en la fuente. Y el murmullo del agua llam begoniasolvidadas.El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenz a abrir venta-nas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendi los velones, un estremecimiento amari-llo corri por el leo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron entodas las galeras, al comps de cucharas movidas en jcaras de chocolate.Don Marcial, el Marqus de Capellanas, yaca en su lecho de muerte, el pecho acorazado demedallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida

    III

    Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamao, los apa-g la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa sevaci de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial puls un teclado invisi-ble y abri los ojos.Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medici-na, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de lareja, salieron de sus nieblas. Cuando el mdico movi la cabeza con desconsuelo profesional,el enfermo se sinti mejor. Durmi algunas horas y despert bajo la mirada negra y cejudadel Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesin se hizo reticen-te, penosa, llena de escondrijos. Y qu derecho tena, en el fondo, aquel carmelita, a entro-meterse en su vida? Don Marcial se encontr, de pronto, tirado en medio del aposento. Ali-gerado de un peso en las sienes, se levant con sorprendente celeridad. La mujer desnudaque se desperezaba sobre el brocado del lecho busc enaguas y corpios, llevndose, pocodespus, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendotachuelas del asiento, haba un sobre con monedas de oro.Don Marcial no se senta bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se viocongestionado. Baj al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escri-bientes, para disponer la venta pblica de la casa. Todo haba sido intil. Sus pertenencias seiran a manos del mejor postor, al comps de martillo golpeando una tabla. Salud y le deja-ron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan ydesenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando com-promisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, ttulos, fechas, tierras,rboles y piedras; maraa de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas delhombre, vedndole caminos desestimados por la Ley; cordn al cuello, que apretaban su sor-dina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo haba traicionado,yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne sehaca hombre de papel. Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de latarde.

    IV

    Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al prin-cipio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le haca casi razonable. Pero, poco a

  • poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrpulos crecientes, quellegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrent las carnes con una correa, sin-tiendo luego un deseo mayor, pero de corta duracin. Fue entonces cuando la Marquesa vol-vi, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traan enlas crines ms humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el resto del da, dispara-ron coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.Al crepsculo, una tinaja llena de agua se rompi en el bao de la Marquesa. Luego, las llu-vias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y palo-mas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: Desconfa de los ros, nia;desconfa de lo verde que corre! No haba da en que el agua no revelara su presencia. Pe-ro esa presencia acab por no ser ms que una jcara derramada sobre el vestido trado dePars, al regreso del baile aniversario dado por el Capitn General de la Colonia.Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las ara-as del gran saln. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regres al clavicor-dio. Las palmas perdan anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon lasojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recin tallados. Ms fogoso Marcial sola pasarsetardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrbanse patas de gallina, ceos y papadas, y lascarnes tornaban a su dureza. Un da, un olor de pintura fresca llen la casa.

    V

    Los rubores eran sinceros. Cada noche se abran un poco ms las hojas de los biombos, lasfaldas caan en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la Mar-quesa sopl las lmparas. Slo l habl en la obscuridad. Partieron para el ingenio, en grantren de calesasrelumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al sol. Pero, ala sombra de las flores de Pascua que enrojecan el soportal interior de la vivienda, advirtie-ron que se conocan apenas. Marcial autoriz danzas y tambores de Nacin, para distraerseun poco en aquellos das olientes a perfumes de Colonia, baos de benju, cabelleras esparci-das, y sbanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo devetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oracin. Volando bajo, las au-ras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas portejas tan secas que tenan diapasn de cobre. Despus de un amanecer alargado por unabrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciu-dad. La Marquesa troc su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, losesposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes yamigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada cual tom la calle de su morada.Marcial sigui visitando a Mara de las Mercedes por algn tiempo, hasta el da en que losanillos fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial,una vida nueva. En la casa de s rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y losmascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todava en-cendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.

    VI

    Una noche, despus de mucho beber y marearse con tufos de tabaco fro, dejados por susamigos, Marcial tuvo la sensacin extraa de que los relojes de la casa daban las cinco, luegolas cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepcin remotade otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede an-darse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados en-tre las vigas del techo. Fue una impresin fugaz, que no dej la menor huella en su espritu,poco llevado, ahora, a la meditacin.Y hubo un gran sarao, en el saln de msica, el da en que alcanz la minora de edad. Esta-ba alegre, al pensar que su firma haba dejado de tener un valor legal, y que los registros yescribanas, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribuna-les dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los cdigos. Luegode achisparse con vinos generosos, los jvenes descolgaron de la pared una guitarra incrus-

  • tada de ncar, un salterio y un serpentn. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la Tirolesade las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia.Otro emboc un cuerno de caza que dorma, enroscado en su cobre, sobre los fieltros encar-nados de la vitrina, al lado de la flauta traversera trada de Aranjuez. Marcial, que estaba re-quebrando atrevidamente a la de Campoflorido, su sum al guirigay, buscando en el tecla-do, sobre bajos falsos, la meloda del Trpili-Trpala. Y subieron todos al desvn, de pronto,recordando que all, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y li-breas de la Casa de Capellanas. En entrepaos escarchados de alcanfor descansaban los ves-tidos de corte, un espadn de Embajador, varias guerreras emplastronadas, el manto de unPrncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad enlos pliegues. Matizronse las penumbras con cintas de amaranto, miriaques amarillos, tni-cas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido enuna mascarada de carnaval, levant aplausos.La de Campo florido redonde los hombros empolvados bajo un rebozo de color de carnecriolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para avivarlos amansados fuegos de un rico Sndico de Clarisas.Disfrazados regresaron los jvenes al saln de msica. Tocado con un tricornio de regidor,Marcial peg tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que lasmadres hallaban terriblemente impropio de seoritas, con eso de dejarse enlazar por la cin-tura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se haban hechosegn el reciente patrn de El Jardn de las Moodas. Las puertas se obscurecieron de f-mulas, cuadrerizos, sirvientes, que venan de sus lejanas dependencias y de los entresuelossofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego. se jug a la gallina ciega yal escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detrs de un biombo chino, le estampun beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pauelo perfumado, cuyos encajes de Bruse-las guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces delcrepsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar, los mo-zos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se contoneaban las mulatas de gran-des ajorcas, sin perder nuncaas fuera de movida una guarachasus zapatillas de alto ta-cn. Y como se estaba en carnavales, los del Cabildo Arar Tres Ojos levantaban un truenode tambores tras de la pared medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos enmesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entreca-nas, que volva a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailandocon altivo mohn de reto.

    VII

    Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran ms frecuentes. Se sentabagravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastn de canapara despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca,cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogan ttulos y rentas. Al fin slo qued unapensin razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcialquiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.Despus de mediocres exmenes, frecuent los claustros, comprendiendo cada vez menos lasexplicaciones de los dmines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que haba sido,al principio, una ecumnica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas yergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentabaahora con una exposicin escolstica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijeraen cualquier texto. Len, Avestruz, Ballena, Jaguar, lease sobre los grabados en co-bre de la Historia Natural. Del mismo modo, Aristteles, Santo Toms, Bacon, Descar-tes, encabezaban pginas negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretacio-nes del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dej de estudiar-las, encontrndose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendotan slo un concepto instintivo de las cosas. Para qu pensar en el prisma, cuando la luzclara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que caedel rbol slo es incitacin para los dientes. Un pie en una baadera no pasa de ser un pie

  • en una baadera. El da que abandon el Seminario, olvid los libros. El gnomon recobr sucategorla de duende: el espectro fue sinnimo de fantasma; el octandro era bicho acoraza-do, con pas en el lomo.Varias veces, andando pronto, inquieto el corazn, haba ido a visitar a las mujeres que cu-chicheaban, detrs de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba za-patillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo persegua, en tardes de calor, como undolor de muelas. Pero, un da, la clera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar deespanto. Cay por ltima vez en las sbanas del infiemo, renunciando para siempre a sus ro-deos por calles poco concurridas, a sus cobardas de ltima hora que le hacan regresar conrabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, seal, cuando andaba conla vista baja, de la media vuelta que deba darse por hollar el umbral de los perfumes.Ahora viva su crisis mstica, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana,Vrgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ngeles con alas decisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le apareca en sueos, con un granvaco entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezabacon la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas.Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imgenes que recobraban su colorprimero.

    VIII

    Los muebles crecan. Se haca ms difcil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesadel comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso,los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacaseran mas hondas y los sillones de mecedora tenan tendencia a irse para atrs. No haba yaque doblar las piernas al recostarse en el fondo de la baadera con anillas de mrmol.Una maana en que lea un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, sbitamente, de jugar conlos soldados de plomo que dorman en sus cajas de madera. Volvi a ocultar el tomo bajo lajofaina del lavabo, y abri una gaveta sellada por las telaraas. La mesa de estudio era de-masiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sent en el piso. Dispusolos granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. De-trs, los artilleros, con sus caones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pfanos ytimbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que per-mita lanzar bolas de vidrio a ms de un metro de distancia.Pum!... Pum!... Pum!...Caan caballos, caan abanderados, caan tambores. Hubo de ser llamado tres veces por elnegro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.Desde ese da, Marcial conserv el hbito de sentarse en el enlosado. Cuando percibi lasventajas de esa costumbre, se sorprendi por no haberlo pensando antes. Afectas al tercio-pelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notariocomoDon Abundiopor no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mrmol en todo tiem-po. Slo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ngulos y perspectivas de una habi-tacin. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, quese ignoran a altura de hombre. Cuando llova, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Ca-da trueno haca temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielocaan los rayos para construir aquella bveda de calderones-rgano, pinar al viento, mando-lina de grillos.

    IX

    Aquella maana lo encerraron en su cuarto. Oy murmullos en toda la casa y el almuerzoque le sirvieron fue demasiado suculento para un da de semana. Haba seis pasteles de laconfitera de la Alamedacuando slo dos podan comerse, los domingos, despues de misa.Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajode las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portandouna caja con agarraderas de bronce.

  • Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareci el calesero Melchor, luciendo sonrisa dedientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo.l, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, poda avanzar de una en una, mientrasMelchor deba saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolong hastams all del crepsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yaca en su cama de enfermo. El Marqusse senta mejor, y habl a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los S, padre y losNo, padre, se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respues-tas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqus, pero era por razones que nadiehubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salla, en nochesde baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entor-chados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, haba comido un pavo entero, relleno dealmendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el nimo de azo-tarla, agarr a una de las mulatas que barran la rotonda, llevndola en brazos a su habita-cin. Marcial, oculto detrs de una cortina, la vio salir poco despus, llorosa y desabrochada,alegrndose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas ala alacena.El padre era un ser terrible y magnnimo al que debla amarse despus de Dios. Para Marcialera ms Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefera el Diosdel cielo, porque fastidiaba menos.

    X

    Cuando los muebles crecieron un poco ms y Marcial supo como nadie lo que haba debajode las camas, armarios y vargueos, ocult a todos un gran secreto: la vida no tena encantofuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de lasprocesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.Melchor vena de muy lejos. Era nieto de prncipes vencidos. En su reino haba elefantes, hi-poptamos, tigres y jirafas. Ah los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en habita-ciones obscuras, llenas de legajos. Vivan de ser ms astutos que los animales. Uno de ellossac el gran cocodrilo del lago azul, ensartndolo con una pica oculta en los cuerpos apreta-dos de doce ocas asadas. Melchor saba canciones fciles de aprender, porque las palabrasno tenan significado y se repetan mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba, de no-che, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, haba apedreado a los de la guardia civil,desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.En das de lluvia, sus botas se ponan a secar junto al fogn de la cocina. Marcial hubiesequerido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambn. La izquierda,Calambn. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con slo encajarles dos dedosen los belfos; aquel seor de terciopelos y espuelas, que luca chisteras tan altas, saba tam-bin lo fresco que era un suelo de mrmol en verano, y ocultaba debajo de los muebles unafruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Saln. Marcial y Melchor te-nan en comn un depsito secreto de grageas y almendras, que llamaban el Ur, ur, ur,con entendidas carcajadas. Ambos haban explorado la casa de arriba abajo, siendo los ni-cos en saber que exista un pequeo stano lleno de frascos holandeses, debajo de las cua-dras, y que en desvn intil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientasacababan de perder las alas en caja de cristales rotos.

    XI

    Cuando Marcial adquiri el habito de romper cosas, olvid a Melchor para acercarse a losperros. Haba varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; elgalgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los dems perseguan en pocas determi-nadas, y que las camareras tenan que encerrar.Marcial prefera a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosa-les del patio. Siempre negro de carbn o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de losdems, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando,

  • tambin, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palan-cazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lollevaban. Y el perro volva triunfante, moviendo la cola, despus de haber sido abandonadoms all de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los dems, con sus habilida-des en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparan.Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogan la alfombra persa del saln, para dibujaren su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo decintarazos.Pero los cintarazos no dolan tanto como crean las personas mayores. Resultaban, en cam-bio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasin de losvecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de brbaro, Marcial miraba a Ca-nelo, riendo con los ojos Lloraban un poco ms, para ganarse un bizcocho y todo quedabaolvidado. Ambos coman tierra, se revolcaban al sol, beban en la fuente de los peces, busca-ban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros hmedos sellenaban de gente. Ah estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; elgallo viejo de culo pelado; la lagartija que deca ur, ur, sacndose del cuello una corbatarosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el ratn que tapiaba su agujero con unasemilla de carey. Un da sealaron el perro a Marcial.Guau, guau!dijo.Hablaba su propio idioma. Haba logrado la suprema libertad. Ya quera alcanzar, con susmanos objetos que estaban fuera del alcance de sus manos

    XII

    Hambre, sed, calor, dolor, fro. Apenas Marcial redujo su percepcin a la de estas realidadesesenciales, renunci a la luz que ya le era accesoiria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautis-mo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el odo, ni siquiera la vista. Sus manosrozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y tctil. El universo le entrabapor todos los poros. Entonces cerr los ojos que slo divisaban gigantes nebulosos y penetren un cuerpo caliente, hmedo, lleno de tinieblas, que mora. El cuerpo, al sentirlo arrebo-zado con su propia sustancia, resbal hacia la vida.Pero ahora el tiempo corri ms pronto, adelgazando sus ltimas horas. Los minutos sona-ban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejandouna nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapare-ciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorban sus hojas y el suelo tiraba detodo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecan pelos en la ga-muza de los guantes. Las mantas de lana se destejan, redondeando el velln de carnerosdistantes. Los armarios, los vargueos, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salie-ron volando en la noche, buscando sus antiguas races al pie de las selvas.Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantn, anclado no se saba dnde, llevpresurosamente a Italia los mrmoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, lasllaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretan, engrosando un ro demetal que galeras sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresan-do a la condicin primera. El barro, volvi al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.

    XIII

    Cuando los obreros vinieron con el da para proseguir la demolicin, encontraron el trabajoacabado. Alguien se haba llevado la estatua de Ceres, vendida la vspera a un anticuario.Despus de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parquemunicipal. Uno record entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capella-nas, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestabaatencin al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a laderecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que ms seguramentellevan a la muerte.