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D D O O C C U U M M E E N N T T O O S S D D E E T T R R A A B B A A J J O O DEL CENTRO DE ESTUDIOS DE LA COMUNICACIÓN 2009 | Nº 6 6 INSTITUTO DE LA COMUNICACIÓN E IMAGEN UNIVERSIDAD DE CHILE

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Documentos de trabajo Nº 6, otoño de 2009 Publicación digital del Centro de Estudios de la Comunicación, en colaboración con la Dirección de Postgrado del Instituto de la Comunicación e Imagen (ICEI) de la Universidad de Chile. Comité Editorial Carlos Ossandón Director del Centro de Estudios de la Comunicación Lorena Antezana Directora de Postgrado ICEI Claudio Salinas Coordinador del Centro de Estudios de la Comunicación Hans Stange Coordinador del Centro de Estudios de la Comunicación

Edición

Ignacio Guajardo

Documentos de trabajo recibe colaboraciones de manera perma-nente a través de su casilla electrónica [email protected]. Los textos deben indicar: título del artículo, nombre, filiación institucional y casilla electrónica del autor y un breve resumen. Las citas y referencias bibliográficas deben indicarse según el modelo APA. La extensión sugerida de los textos es de entre 20 mil y 50 mil caracteres con espacios. Modo de citar estos Documentos: Nombre del autor (fecha). “Nombre del artículo”. Documentos de trabajo

del Centro de Estudios de la Comunicación Nº. Universidad de Chile. págs.

Instituto de la Comunicación e Imagen Universidad de Chile Capitán Ignacio Carrera Pinto 1045, Ñuñoa. Santiago de Chile Tel: (56 2) 978 79 49 / Fax: (56 2) 978 79 06 Correo electrónico: [email protected] Sitio web: www.comunicacion.uchile.cl

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Presentación El Centro de Estudios de la Comunicación y la Dirección de Postgrado del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile, ponen a disposición de la comunidad académica, de estudiantes e investigadores, el presente conjunto de Documentos de trabajo, una serie de textos de diversa índole –ensayos, ponencias, resultados de investigación, etc.– y sin una necesaria unidad temática, formal o metodológica, cuyo único propósito es incentivar el debate y trabajo de estudio en torno a los diversos ámbitos de saber entrecruzados en la comunicación, mediante el aporte de ideas, datos y materiales variados, a la manera de un taller. El Centro invita de manera permanente a enviar contribuciones para su publica-ción y agradece la difusión de estos documentos, autorizando su reproducción siempre y cuando se consigne la fuente.

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Índice Aproximaciones a la noción de autoritarismo. Discusiones disciplinarias y la irrupción de la reflexividad comunicativa Claudio Salinas Muñoz 5 Democratización y espacio público: un proceso de discusiones abiertas Gabriel Corral Velásquez 31 La discusión en torno a la formación de comunicadores en México: una revisión documental Vanesa Muriel Amezcua 38 Ecrán: la protofarándula en Chile, a partir de la figura de la estrella de cine hollywoodense Francisco Marín Naritelli 52 Afirmación de la televisión, indicio de la política. Notas sobre el comentario político en televisión Ignacio Guajardo Cruz 62

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Aproximaciones a la noción de autoritarismo Discusiones disciplinarias y la irrupción de la

reflexividad comunicativa

Claudio Salinas Muñoz Magíster en Comunicación Política, U. de Chile

Académico U. de Chile [email protected]

Resumen El presente ensayo intenta realizar una doble operatoria: por un lado se interroga por las distintas maneras en que se ha entendido la noción de autoritarismo, expo-niendo las principales vertientes teóricas y analíticas desarrolladas en el campo de la Filosofía política y la psicología social, que comprendían el término como el ejercicio exclusivamente descendente del poder; por otro, propone cambiar la orientación de la discusión, al concebir el concepto como una relación autoritaria, como un vínculo de tipo interaccional. El líder (o institución) autoritario penetrará en la sociedad, pe-ro también esta última influirá en la constitución del primero. Serán por tanto, fuer-zas constituyentes y constituidas.

Palabras clave: Autoritarismo, psicología social, reflexividad comunicativa.

¿Qué es el autoritarismo? Ciertamente se han ensayado muchas y variadas defini-ciones, desde la ciencia política a la psicología social, pasando por la ciencia histó-rica y la filosofía política. Pero el hecho de que sea una noción interrogada desde distintas comprensiones disciplinarias no lo dispensa de equívocos, no lo aleja de disputas por su definición y delimitación. Más aún no lo exime de ser un término claramente polémico y bastante abarcador y muy ligado a situaciones histórico políticas con anclajes espacio-temporales específicos. Será evidente que cada con-ceptualización estará muy determinada por los procesos políticos particulares en los que tiene lugar. El autoritarismo será concebido, entonces, como un tipo de gobierno; como un tipo de Estado; como una forma de ejercicio del poder de ciertos líderes, caudillos, pa-

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triarcas o autoridades carismáticas (Max Weber); como rasgos de personalidad na-turalizados por ciertos individuos; como un carácter manifiesto de ciertos indivi-duos. El autoritarismo será objeto, también, de escalas actitudinales (la famosa es-cala F de T. Adorno) con vocación de predicción de ciertos tipos sociales antide-mocráticos. En fin, el autoritarismo parece ser todo lo arriba descrito o, de otra ma-nera, una aproximación a su significación no podría descartar analíticamente nin-guna dimensión disciplinaria. Sin embargo, las perspectivas reseñadas parecen realizar las siguientes reducciones de la noción de autoritarismo:

a) El autoritarismo parece ser el reverso de la democracia. En este sentido el autoritarismo aparece como su alter ego, su opuesto negativo, transparente-mente reconocible1. Este acercamiento al fenómeno del autoritarismo sería propio de las ciencias políticas, de la historia e, incluso, de la filosofía políti-ca. Superficialmente se convierte en un concepto a-problemático. Sobre to-do, que los argumentos que se esgrimen apelan principalmente a coyuntu-ras históricas. En otras palabras, generalmente estas reflexiones están mar-cadas por la contemporaneidad del fenómeno autoritario que describen. Ca-sos emblemáticos se pueden señalar: la ascensión del nazismo en Alemania con su figura central, Adolfo Hitler; el desarrollo del fascismo de Mussolini o los autoritarismos latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX.

b) El autoritarismo parece ser, desde la psicología social –con escasos trabajos

al respecto– una suerte de carácter propio de ciertos individuos que, a la más mínima provocación, expulsarían aquellos rasgos expresados en una actitud negativa hacia la democracia. Es la naturalización de la personalidad autoritaria. ¿Cuáles son las limitantes de estas posiciones? Múltiples y va-riadas. Por de pronto, reducen el fenómeno a ciertos sectores de la civilidad y adscriben características, muchas veces individuales, a colectivos, enten-

1 Desde la filosofía de corriente metafísica hasta la comunicación política neofuncionalista (Domi-nique Wolton, por ejemplo) se realiza la siguiente operación: la democracia constituye un valor en sí mismo. Habría que defenderla a cualquier precio, sin preguntas ni interpelaciones. Las razones estarían a la vista: la experiencia política del siglo XX entregaría las credenciales para determinar una taxonomía clara entre la democracia liberal y los totalitarismos encarnados por líderes autori-tarios. Dice Juan Pablo Arancibia: “(…) una de las grandes valoraciones que ha construido, entonces el relato de la filosofía política es el de la democracia. A tal grado, que la ha convertido en un valor en sí mismo, como si su sola existencia resolviera los principios fundamentales de lo político: la libertad y la justicia”. Arancibia, Juan Pablo Comunicación Política. Fragmentos para una genealogía de

la mediatización en Chile. LOM-ARCIS, 2006. p. 187. También es posible confrontar estos desarrollos con Arendt, Hannah (1955). Los orígenes del totalitarismo. Taurus, México, 2004.

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diendo que éstos sólo operan como reflejo de taxonomías individuales; a ve-ces, también, no sólo definen al autoritarismo como un carácter propio de ciertos individuos y colectivos, sino que también responden a cierta predis-posición de ciertas personas –muchas veces una clase social– a “entregar” su individualidad a líderes (autoritarios) para minar la incertidumbre de vivir en una sociedad capitalista cada vez más competitiva. De todas formas, el autoritarismo, desde estas visiones disciplinarias, se nos aparece como una cuestión de grados y objeto de mediciones (las distintas escalas creadas para su cuantificación). Sería posible detallar y caracterizar con escasos proble-mas quiénes serían los potenciales autoritarios, y anticipar respuestas a su acción.

c) De la misma manera, la mayoría de las comprensiones del fenómeno del au-

toritarismo parecen constreñir lo social. El autoritarismo sería el “padeci-miento” de una población, de un pueblo o de una nación que se ha quedado entregada a líderes o gobiernos que los sojuzgan en todas las significaciones de sus vidas (mal auctor). Es la concepción jerárquica descendente del poder del autoritarismo. ¿Pero cómo se entienden los procesos de cambios políti-cos? ¿Cómo se entiende los cambios actitudinales y de representación del poder que posibilitan cambios de gobiernos y nuevas configuraciones rela-cionales al interior de los estados? ¿El autoritarismo es un fenómeno sólo descendente? ¿El poder autoritario –objetivado en líderes y gobiernos– no modifica sus contextos también desde la sociedad?

Precisamente, son estas reducciones las que este ensayo pretende desplegar y pro-blematizar en sus páginas. Precisamente son estas limitantes las que este trabajo pretender caracterizar e interrogar. Con una aportación: desde la psicología social, específicamente desde la perspectiva teórica conocida como Coordinated Manage-

ment of Meaning, en adelante CMM (1980), sería posible matizar las descripciones disciplinares, poner en cuestión las definiciones monádicas y binarias. A través de esta teoría (enfoque) de la significación se podría introducir la variante de las signi-ficaciones de mundo descendentes y ascendentes y, por cierto, sus relaciones. Lo que importaría poner en tensión la visión del autoritarismo determinado desde la cúpula estatal –encarnada en el líder autoritario– y pasar a una metacomprensión, donde la sociedad igualmente influye en la definición de la relación autoritaris-mo/sociedad (ambas consideradas como dos unidades complejas de significación). Esto quiere decir, también, que el autoritarismo podría ser entendido como una relación social, como una interacción (aunque asimétrica) que depende necesaria-

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mente de factores situacionales y contingentes dispuestos en un proceso, y no na-tural (entronizado), propio de tal o cual personalidad o carácter específico, indivi-dual o colectivo. En este ensayo se dispondrán tres movimientos:

a) El anclaje desde las ciencias sociales con algunos autores señeros en la litera-tura política latinoamericana: el argentino Guillermo O’Donnell, el sociólo-go Manuel Antonio Carretón, el filósofo político Carlos Ruiz y el cientista político Carlos Huneeus. Además se considerará la concepción del politólo-go italiano Gianfranco Pasquino.

b) En un segundo momento, el propiamente de la psicología social, se descri-

birán las perspectivas de Theodor Adorno (La personalidad autoritaria), Erick Fromm, (El miedo a la libertad), el psicólogo Jean Pierre Deconchy y Michael Billig, entre otros.

c) La entrada de la CMM como marco interpretativo que podría matizar las vi-

siones arriba dispuestas y que operaría como una apertura analítica y con-ceptual. Esta concepción se integrará de manera transversal a lo largo de to-do el relato.

Estos tres movimientos tienen el propósito de funcionar como una descripción to-pográfica del campo multidisciplinar, que se ha preocupado diacrónicamente del fenómeno del autoritarismo. De alguna manera, se trata de disponer una serie de hitos bibliográficos que permitan cartografiar algunas concepciones relevantes so-bre el concepto y sus usos e implicaciones en los distintos contextos políticos. Aproximación I: Antecedentes históricos El término autoritarismo es tan añoso como la propia civilización occidental. Tiene su origen en la antigua Grecia bajo el concepto y la práctica política de la auctoritas del filósofo rey. Dice Rancière:

[La] auctoritas –del sabio que es la virtud primera– es la virtud anterior a la ley y al ejercicio del poder, virtud que según Tito Livio era la de Evandro, el Griego, el hijo de Hermes que se instalara en los bordes del Tíber, en territorio latino, aun antes que los descendientes de Eneas el Troyano, antes de la fundación de Roma. Ese mismo Evandro que, según nos dice, se hacía obedecer por los pastores, ante todo, auctoritate

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magis quam imperio, antes por el prestigio reconocido de su persona que por las insig-nias y los medios de coerción propios al mando. (Rancière, 1989: 18).

Era esta auctoritas la que, según el historiador romano Tito Livio, proporcionaba dicha autoridad al filósofo rey. Dice Tito Livio: “Evandro era venerabilis miraculo

litterarun, inspiraba respeto por su prodigiosa relación con la letra, con lo que se dice por escrito, con lo que se anuncia e interpreta por medio de una misiva. Esta es la relación primera entre la auctoritas y las letras. El auctor es un especialista en mensajes, el que sabe discernir el sentido entre el ruido y el mundo” (Rancière, op.

cit.: 18). El auctor es quien posee la auctoritas, el poder de ordenar el mundo de la ciudad-estado griega, y más tarde la civitas latina. El auctor será quien disponga del orden en el mundo antiguo. Será quien, por la virtud de su sabiduría, pueda litigar en conflictos jurídicos y políticos y dictar la sentencia. El auctor, devenido en líder autoritario, podrá aplacar el “ruido de la querella, unir gente por su capacidad pa-ra discernir el sentido, pacificar en virtud de una capacidad que precede al ejercicio del poder” (Rancière, ibíd.: 19). Era el buen auctor, cuya práctica política se orienta-ba en beneficio de una comunidad política. Eran otros tiempos, claro está. El líder autoritario se inscribía en un contexto políti-co y social en el que su presencia y existencia se percibía en sentido positivo. El líder investido con esta auctoritas no necesitaba, en primer término, la violencia –que será en los autoritarismos contemporáneos un recurso importante en la insta-lación y ejercicio del poder– para su praxis política. Ante todo, gozaba de un pres-tigio social que le permitía “irradiar” su impronta y virtud (una de los valores griegos más importantes, junto con la justicia) en forma descendente a la polis y, con ello, a los ciudadanos de la Hélade. Rancière, bajo el recurso de esta alegoría, deja entrever igualmente que el poder se concebía en forma vertical y descendente. Sólo ciertos políticos legitimados entre los ciudadanos podían ejercer el poder, sin contrapesos, sin influencias. Evidente-mente esta comprensión de la voluntad de poder de este líder autoritario está en sintonía con toda una tradición clásica que desconfiaba del régimen democrático y que veía al autoritarismo como un tipo de gobierno positivo. No es casual que el mismo Platón (en La República) sea uno de los más conspicuos representantes de esta teoría política2.

2 Platón en La República claramente describe los distintos regímenes de gobierno, haciendo patente su sospecha de la democracia, en tanto es un tipo de gobierno que posibilita la “invasión” popular en los negocios de la Ciudad Griega. Si sospecha radica en que “el pueblo” dispone sólo de doxa (opinión) y no del logos (palabra). Para el filósofo griego quien está llamado a disponer del orden de

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En consecuencia el autoritarismo sería el reverso positivo de la democracia. En se-gundo término, su orientación de poder (influir) aparece en un sentido jerárquico descendente, sin contrapesos en lo que podríamos llamar la base ciudadana. Además, sería encarnado por un sujeto provisto de la virtud de discriminar entre el orden y el caos. Y sin represión. Aproximación II: La perspectiva desde las ciencias sociales Ciertamente el fenómeno del autoritarismo no es un concepto, ni reenvía a una práctica política que no se pueda rastrear históricamente en América Latina, en los distintos estados y naciones surgidas en los procesos de independencia política de la Corona Castellana. El historiador inglés John Lynch3 es quizás el investigador que más se ha preocupado del desarrollo histórico de los distintos tipos de domi-nación autoritaria en nuestro continente. Lynch se preocupa del poder alternativo a la democracia política liberal, ejercido específicamente por los caudillos, persona-jes cuyo influjo social provenía de tipos de relaciones caracterizadas por el cliente-lismo y por la dominación paternalista al interior de grupos ubicados en zonas es-pecíficas –a veces con alcance nacional– de los nacientes estados latinoamericanos durante la primera del siglo XIX. Claramente el poder de estos caudillos dependía tanto de su posición social privi-legiada, al interior de sus endogrupos, como de las ventajas de sus integrantes al relacionarse con quien detentaba la voluntad de poder grupal. Tampoco se debía descartar la dominación carismática y coercitiva del caudillo. Argumentos suficien-tes para “irradiar” y establecer un tipo de orden social. Este orden, claro está, se genera respetando una rigurosa y consuetudinaria “ley” que emanaba de este líder tradicional en forma jerárquica descendente. Al respecto, el psicólogo social Jorge Gissi dice: “Es claro que la vida política en América Latina ha estado condicionada por su historia y estructuras, es también claro que la democracia no ha sido lo normal y, que en todo ello, México es relati-vamente semejante a todo el continente” (Gissi, 2002: 87). No se puede negar que América Latina no se ha caracterizado por democracias sólidas y “en forma”; más bien nuestro continente ha sido terreno de múltiples gobiernos de facto, de golpes

la política es el filósofo rey, es decir el auctor. Platón. La República. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid, 2006. Libro V y ss. 3 Vid. Lynch, John. Caudillos en Hispanoamérica. MAPFRE, Madrid, 1993; y Lynch, John: Revoluciones

Hispanoamericanas. Ariel, Barcelona, 1989.

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de Estado cruentos y de guerras emprendidas por el Estado contra la sociedad ci-vil. Esta situación ha provisto el material para una imaginería literaria fértil en re-presentaciones del poder autoritario. Desde la perspectiva de los escritores Carlos Fuentes, pasando por Mario Vargas Llosa y recalando en Octavio Paz, el autorita-rismo toma cuerpo en la figura del “Señor Presidente”, de su respeto y devoción, puesto que tras él se encuentra nada menos que la figura tradicional del Padre.4 No es casual que el historiador argentino Tulio Halperin dijera, en alguna oportuni-dad, que el Presidente latinoamericano era lo más parecido a un rey sin corona. El historiador Javier Ocampo señala:

En su mayor parte, hacendados o letrados […] unos se hicieron caudillos por su pres-tigio en la guerra, otros, por su influencia carismática en las provincias, y muchos de ellos surgieron en las haciendas latinoamericanas de las relaciones de dependencia de los peones con los patrones. Con base en ello, se ha llegado a decir que una cons-tante sociopolítica presenta unidad caudillista en A. Latina: la idea de que el poder existe en la “lealtad personal” de hombres y determinados intereses […] Ese carisma hace que los dominados reconozcan al caudillo y se entreguen psicológicamente a él. (En Paz, Octavio, 1989: 88).

De las versiones de historiadores y cientistas políticos el fenómeno del líder autori-tario en el siglo XX latinoamericano –generalmente un mal auctor, represivo y sin legitimidad social y legal, sobre todo–, aparte de ser una constante, se nos revela como una herencia. No es posible descartar que nuestras naciones pueden entrar de “cuando en cuando” en dominaciones caudillistas, en dominaciones autoritarias En múltiples estudios el autoritarismo político –y las dictaduras que lo cobijan, en muchos casos– pareciera estar inscrito en los genes de una sociedad y de una cul-tura que ya lo habría internalizado, naturalizado.5 Estas visiones inmanentistas de

4“El Estado mexicano […] en muchos de sus aspectos […] sigue siendo patrimonialista. En un régi-men de ese tipo el jefe de gobierno –el Príncipe o el Presidente– considera el Estado como su patri-monio personal. Por tal razón, el cuerpo de funcionarios y empleados gubernamentales […] lejos de constituir una burocracia impersonal, forman una gran familia política ligada por vínculos de pa-rentesco, amistad, compadrazgo, paisanaje y otros factores de orden personal. El patrimonialismo es la vida privada incrustada en la vida pública. Los ministros son los familiares y los criados del rey […]. Si cada uno es el rey de su casa, el reino es como una casa y la nación como la familia”. En Paz, Octavio. México en la obra de Octavio Paz. Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1989. p. 89. 5 Dice Gissi: “En términos antropológicos y politológicos la democracia es pobre y poco integrada en la vida cívica, en términos psicológicos el autoritarismo infantil y adulto se condicionan recípro-camente, frecuentemente se ‘transfiere’ (Freud) la idealización y/o el temor y/o el rechazo del poder del padre a otras autoridades posteriores (Reich, Fromm, Ericsson), de esta manera, las actitudes y representaciones sociales ante el poder serán congruentes y en medida importante inconscientes.

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los fenómenos socio-políticos describen la práctica política autoritaria sin contrape-sos, sin influencias de las propias sociedades que albergan y “padecen” estos regí-menes. Pero tienen razón en parte de sus análisis: la dominación, en muchos casos, ha eliminado las mediaciones simbólicas que servirían para hacer contrapeso a su poder –muy fuerte, sobre todo en momentos de su implantación en las distintas naciones–, por lo que su aparición pública se presenta en forma omnímoda e im-permeable a cualquier ejercicio de micropoder o resistencia desde las bases socia-les. Octavio Paz en El laberinto de la soledad (1968: 92) sintetiza lo arriba expuesto:

En la medida que las relaciones son verticales, sólo se puede ser dominador o do-minado, “fuerte” o “débil”, “superior” o “inferior” y aquí lo… del verbo “chingar” aparece como un complejo sociosemántico: “Para el mexicano la vida es una posibi-lidad de chingar o ser chingado. Es decir, de humillar, castigar y ofender. O a la in-versa. Esta concepción de la vida social como combate, engendra fatalmente la di-visión de la sociedad en fuertes y débiles”.

Claramente Paz da cuenta de una representación de mundo bipolar, jerárquica descendente, sin contrapesos. Es un mundo casi sin escapatoria, en el que la demo-cracia es un bien escaso de conseguir. Además, de alcanzarse, debiera ser distinta al autoritarismo. Cuestión de la que no podríamos dar fe, pues no se tienen noticias de la democracia. El autoritarismo, utilizando la nomenclatura de la CMM6, no sólo aparece –en estas perspectivas históricas y literarias– como una fuerza jerárquica descendente, sino que se erigiría como una fuerza contextual exclusiva. En otras palabras tal comprensión anularía la función contextual implicativa ascendente, que emanaría desde las bases sociales hacia las “alturas autoritarias” y que posibi-litaría, en los momentos de distensión del poder autoritario, la posibilidad de cam-bio en las relaciones de poder y, con ello, la posibilidad de transición política hacia una democracia formal. Es la “intromisión” (la psicología social) de una concep-ción foránea a la visión política clásica, caracterizada más bien por relaciones unila-terales donde un punto del proceso determina necesariamente al otro en una rela-ción mecánica y lineal (este punto será desarrollado con mayor detalle en el apar-tado Aproximación III).

[…] La transculturación de este autoritarismo fue internalizado en la endoculturación de cada nueva generación e individuo, con matices, lo que hace inteligible que el modo de ejercer la autori-dad en los que rechazan algún autoritarismo, reproduzcan tal estilo autoritario sin aproximarse a lo democrático”. Gissi, op. cit., p. 88. 6 Vid. Demicheli, Guido. Comunicación en terapia familiar sistémica. Ediciones Universitarias de Val-paraíso, Santiago de Chile, 1995.

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Una topografía por la superficie y pliegues del autoritarismo –especialmente en América Latina– no puede descartar de su caracterización los trabajos que desde fines de los ‘60, el politólogo argentino Guillermo O’Donnell ha llevado a cabo. Si desde algunas corrientes históricas (como la historia de las mentalidades) y la lite-ratura, el autoritarismo aparece como la “vida cotidiana” de muchas de nuestras naciones, desde la filosofía política de los ‘70 y ‘80 es abordado y concebido como el reverso macabro de un régimen democrático que difiere a cada momento su lle-gada. De lo que se está seguro es del “padecimiento” de cientos de oprimidos y de víctimas de regímenes y líderes de corte autoritario. La sociedad civil desaparece a merced del despotismo de juntas, escuadrones de la muerte y líderes despóticos. Pero O’Donnell se preocupa más que del peso de la verticalidad de la dominación, de las condiciones y la dificultad de la restauración democrática, hoy devenida en transición política. La pregunta que se hace es simple: ¿qué haremos cuando ob-tengamos la democracia? Con certeza se puede afirmar que es una interrogante fundacional, el mismo Manuel Antonio Garretón hará de esta disquisición su obje-to de estudio (los famosos enclaves autoritarios presentes en las democracias pro-tegidas). Probablemente es O’Donnell quien pone en tensión la dicotomía apro-blemática autoritarismo/democracia, complejizando los análisis.7 Para efectos de este ensayo, no obstante, utilizaremos los desarrollos políticos que hace el autor argentino en la fase de implantación del Estado autoritario latinoa-mericano, en adelante Estado Burocrático Autoritario (BA). Es a esta fase del auto-ritarismo que O’Donnell, en sus trabajos de los ‘70, le dedica mayor atención. O’Donnell escribe en 1974 Reflections on the patterns of change of the bureaucratic aut-

7 El filósofo político chileno Carlos Ruiz en sus textos (Estructura y evolución de las ideologías autorita-

rias en Chile. La revista Qué Pasa 1971-1979) sobre pensamiento conservador, escritos durante los ‘70, caracteriza al autoritarismo como una “ideología autoritaria”, señalando que ésta exige la concu-rrencia de factores internos y externos al discurso: “Entre los factores internos destacan: su carácter radicalmente antipopular; una posición frontalmente antiliberal y anti-democrática; el nacionalis-mo; la utilización de conceptos como Tradición y Autoridad y otro conjunto de nociones con las cuales se intenta pensar jerárquica y autoritariamente la organización social y la participación polí-tica; por último, la utilización del concepto de Poder Social para referirse a las llamadas organiza-ciones intermedias con las cuales se piensa la participación política. Entre los factores externos está el ser una respuesta política frente a una situación de crisis real: la crisis de la hegemonía tradicio-nal”. En Sunkel, Guillermo. El Mercurio: 10 años de educación político-ideológica, 1969-1979. Estudios-Ilet, Santiago de Chile, 1983, p. 44. Ruiz realiza esta descripción en momentos que el régimen de Pinochet mostraba su más represivo rostro. Por tanto, el escenario de visibilidad de cualquier resis-tencia activa de la sociedad civil (contextualismo implicativo ascendente) aparecía anulado. Eran los momentos en los que el miedo al otro ponía en calidad de “delator” –o instalaba la sospecha– a cualquier ciudadano.

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horitarian state, al calor del despliegue de toda una serie de dictaduras que pobla-ban América del Sur, “convencido de la próxima recaída de la Argentina en ese tipo de situación” (1997: 69). Dice O’Donnell:

Las instituciones del BA suelen presentarse como un poder monolítico e imponente, cuyo discurso celebra la superior racionalidad que debe imponer a una nación que rescata de su más honda crisis. […] Su tono majestuoso son señales de un estado su-jeto a tensiones –contradicciones, dilemas, riesgos– en las que se muestran las extra-ordinarias dificultades de consolidar una dominación que no puede dejar de revelar su fundamente coercitivo ni su sustento por sectores mucho más estrechos que la na-ción a la que invoca. Esta dominación es tan severa porque sus fundamentos impli-can la renuncia anticipada a su propia legitimación. (op. cit.: 70).

En este BA aparece un Estado que irradia toda su voluntad de poder coercitivo sobre una sociedad civil “a merced” de sus designios. Este BA tiene a la cabeza a un mal auctor –en la perspectiva de Rancière. Ya el auctor no actúa para conseguir un buen orden. El auctor ya no es ese personaje dotado de la virtud para conjurar el ruido, aquél que ofrece su acción política para la felicidad de su comunidad. Por el contrario, sus nefastos oficios se orientan para imponer unilateralmente todo tipo de decisiones, obteniendo como resultado la anulación de las mediaciones políticas y simbólicas que conectaban interaccionalmente al Estado –a través de sus objeti-vaciones– y a la sociedad. Con ello se cancelan las tres principales mediaciones en-tre Estado/sociedad: la nación, la ciudadanía y el pueblo.8 La cancelación de las mediaciones se hace sobre la base de toda una retórica médi-ca, que concibe a la sociedad de manera organicista, que la interpreta como un cuerpo enfermo, por lo que se haría necesaria una “cirugía” mayor al cuerpo social y que importa la negación del Estado como representante de la nación y de la so-

8 Estado y sociedad se conectan por ciertas mediaciones. La principal que reconoce es la nación, entendida como “el plano de identidades colectivas que define a un ‘nosotros’” y “como el recono-cimiento de una colectividad distinta de los ‘ellos’ constituidos por otras naciones”. También exis-tirían otro tipo de mediaciones políticas fundamentales como la ciudadanía concebida como igual-dad abstracta soporte y fundante del poder ejercido desde “las instituciones estatales por los ocu-pantes de roles gubernamentales (con su correlato de instituciones de la democracia política) y de derecho a recurrir a procedimientos jurídicamente regulados frente a posibles intromisiones o arbi-trariedades de las instituciones estatales”. Una tercera mediación es el pueblo o lo popular, un “no-sotros” portador de derechos concretos “pero genéricamente indiferenciados respecto de la condi-ción social de quienes pertenecen a aquélla (la ciudadanía), sino de demandas de justicia sustantiva de las que derivan obligaciones estatales respecto de los menos favorecidos”. O’Donnell, ibíd., p. 70.

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ciedad. Se esgrime, por esto, la necesidad de cada una de las acciones represivas ejecutadas por el Estado autoritario, en tanto existiría la amenaza potencial de re-vueltas y caos “cometidas” por algunos sectores de la sociedad –las capas popula-res, en la época, agitadas por el peligro marxista–. La fase de implantación del BA sería “el resultado de una atemorizada reacción a lo que se percibe como una grave amenaza para la continuidad de los parámetros básicos de la sociedad (O’Donnell, ibíd. p. 78). El BA ha roto las mediaciones con la sociedad. Pero, a través de las objetivaciones con las que dota, está “consciente” de que la mecanicidad y unilateralidad de su poder, debe respaldarse por ciertos simulacros de mediaciones, por cierta imagi-nería simbólica. En otras palabras, este Estado comprende que no puede ser pura fuerza contextual descendente, sino que debe, a lo menos, elaborar ciertas instan-cias de “participación”. Es el remedio a la agitación de la fuerzas implicativas as-cendentes que provendrían desde las esmirriadas bases sociales. Dice O’Donnell:

Pese a la eliminación de las tradicionales mediaciones el BA intenta la elaboración de mediaciones mediante las invitaciones a la “participación”; pero su negación como representante de la nación, y la eliminación del pueblo y la ciudadanía, implican que dicha participación sólo puede ser la aprobatoria contemplación de las tareas que emprenden las instituciones estatales. (Ibíd.: 79).

El BA tendría algunas características que lo harían reconocible y que permitirían elaborar una clasificación de las variantes del mismo en tanto que, en lenguaje so-ciológico, nos faculta a hablar de mayor o menor intensidad de la dominación au-toritaria.

1) Es un Estado subordinado a las fracciones superiores de una burguesía “oli-gopolizada”. Esta clase de burguesía es su base social.

2) Su base institucional está compuesta por una serie de instituciones en las que las especializadas en la coacción y la represión social adquieren gran centralidad. También serán relevantes aquellas organizaciones encargadas de concretar la “normalización” de la economía.

3) La implementación de un sistema de exclusión política de los sectores popu-lares (antes activos). Tal exclusión importa la supresión de la ciudadanía y la supresión de la mayoría de las instituciones de la democracia política.

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4) La implementación de un sistema de exclusión económica de las capas po-pulares y la promoción de un patrón de acumulación capitalista que benefi-cia a las grandes unidades oligopólicas del capital privado.

5) La intención de despolitizar el tratamiento de cuestiones sociales, sometién-dolas a la invocación de criterios de neutralidad técnica.

6) El intento de cierre de todos los canales democráticos de acceso al gobierno. 7) La utilización de un tipo de lenguaje médico-organicista para representar

las razones que tuvo el poder autoritario para intervenir el régimen de-mocrático e instaurar el “orden” (ibíd.: 75-76).9

Como ya hemos señalado, sólo se ha incluido la fase de instalación del BA en Amé-rica Latina. El propio O’Donnell en sus trabajos le entrega un papel sustancial a la fase de “distensión” de los Estados burocráticos autoritarios. Se pregunta cómo deberían ser las transiciones a las democracias en América Latina, cómo deberían comportarse las mediaciones restituidas –en un proceso lento– en este nuevo esce-nario de mayores libertades. Los desarrollos del autor argentino tienden más a la interrogante de qué haremos cuando, de alguna manera, estas mediaciones de lo social (hablando en nombre de la ciudadanía) se transformen en fuerzas contextua-les predominantes. Se pregunta en definitiva qué haremos en nuestras naciones cuando comiencen a cambiar las reglas de relación entre el BA y la sociedad en re-construcción. La sospecha que instalaba el autor era la interrogación por el futuro en el que no eran descartables las “recaídas” en el autoritarismo (incluso bajo de-mocracias competitivas). Con esto se dejaba entrever ciertas “propensiones” histó-ricas de las débiles democracias del continente a este tipo de gobiernos. Ya en los ‘80 se produjeron toda una serie de textos que abordaban el fenómeno del autoritarismo desde una perspectiva cultural. Estos ensayos volvían a buscar sus orígenes en el caudillismo decimonónico, anterior a la formalización de las re-públicas sudamericanas. Quizás uno de los trabajos más representativos de la

9 Manuel Antonio Carretón también caracteriza el BA: “La característica central de estos regímenes fue que el poder político era asumido por la institución militar en cuanto tal, la que combinó un proyecto de carácter reactivo contra la matriz de tipo ‘nacional-popular’ y un proyecto fundacional de recomposición capitalista y reinserción en la economía mundial. Esto implicaba una nueva for-ma de estructuración de las relaciones Estados-sociedad, en la que se trataba de desactivar el rol crucial jugado por la política entendida como movilización de fuerzas sociales. Que este proyecto haya fracasado o no, que sus contenidos fueran diferenciales según los niveles previos de desarrollo activación de los sectores populares, o según el tipo de acción política prevaleciente, la naturaleza de las Fuerzas Armadas y del núcleo civil en su entorno, y la capacidad de resistencia de la socie-dad civil, no quita que ésta era la lógica definitoria de este tipo de gobiernos militares”. Garretón, Manuel Antonio: “Revisando las transiciones democráticas en América Latina”. Nueva Sociedad, 148, marzo-abril de 1997, pp. 6-7.

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perspectiva culturalista de la época sea el breve ensayo escrito por el sociólogo chi-leno José Joaquín Brunner América Latina entre la Cultura autoritaria y la cultura de-

mocrática: legados y desafíos (1987). En este ensayo Brunner advierte que el autorita-rismo sería anterior a la burocratización de los estados y cuya característica más importante sería el despliegue de medios represivos para generar y mantener su dominación. Pero en aquella época sus medios eran más bien simples y sustenta-dos en relaciones sociales patrimonialistas, clientelares (cacicazgos regionales, por ejemplo), paternalistas y carentes de proyectos ideológicos estructurados (1987: 1). El líder caudillista-autoritario era un tipo de auctor negativo que concebía sus rela-ciones sociales asumiendo que sin él no sería posible la “domesticación” del pue-blo, su educación ni –como diría Octavio Paz– su “acceso a la humanidad”. Se tra-taba de un mal auctor, cuya legitimidad no provenía de la virtud orientada hacia la felicidad de su comunidad, pues la retórica principal de control era la coerción. El autoritarismo del siglo XX mantuvo en muchos casos el estilo de dominación y de relación social del siglo anterior, con una gran diferencia de contexto: se inser-taba en un escenario de masas que importaba el tránsito desde una representación política limitada a una de participación universal. Dice Brunner:

De entrada pues, el autoritarismo contemporáneo es una reacción que ocurre dentro de un contexto de masas. Esto cambia sustancialmente su naturaleza. Se las tiene que ver, en todas partes, con alguna versión de la “ingobernabilidad”; esto es, la dificul-tad de transitar desde un esquema reducido de dominación hacia uno que posea ca-pacidad integrativa y suficiente complejidad como para hacer frente a la multiplica-ción y diferenciación de las presiones y demandas que se hacen valer frente al Estado (op. cit.: 3).

El autoritarismo aparece en el siglo XX para enfrentar la amenaza de la “chusma”, la irrupción de las masas. Se dispone como un dispositivo cultural (y no sólo polí-tico) que sería la respuesta y el mecanismo para la organización de unos patrones de dominación que intentaría reglar las relaciones sociales con los “invasores ple-beyos”, mujeres y hombres habitantes del campo y de la ciudad, ubicados en secto-res marginales de las distintas ciudades latinoamericanas. La cultura autoritaria se alimentó de la amenaza de las capas populares –y medias aspiracionales–, “fundó, por reacción, su imaginario acosado y su voluntad de extirpar las condiciones que habían llevado a esta activación de las masas y a la radicalización (real o aparente) de sus vanguardias.” (ibíd.: 5). Esta cultura autoritaria se nutrió en los ‘70, dice Brunner concordando con O’Donnell, de una retórica médica que instalaba en las naciones latinoamericanas

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toda una comprensión de la sociedad a la que había que “sanar”. Claro está que los “sanadores” eran una tropa de generales agremiados en juntas militares que, sir-viéndose de una tecnocracia administrativa, experimentaban reformas sociales y económicas con fuertes impactos en las distintas sociedades. Eran los instantes en que la fuerza contextual descendente –que definía aparentemente todas las signifi-caciones de mundo de los individuos que se encontraban en calidad de domina-dos– de los liderazgos autoritarios se desplegaba casi sin contrapesos visibles. Dice Brunner:

La metáfora de la “sociedad enferma”, del “cáncer corrosivo del marxismo”, de un enemigo infiltrado en las propias relaciones sociales locales pero a la vez íntegramen-te internacionalizado, daba cuenta con exactitud del sentido de esta guerra contra los “espíritus de la política” que habían infiltrado el cuerpo de la nación y dislocado las expectativas de las masas. (ibíd.: 7).

En contextos de estados de excepción era la represión el componente más notorio de estos autoritarismos. La represión se concebía como el inicio necesario dentro del proceso de “reordenamiento y disciplinamiento de la sociedad. El fin no podía ser otro: el despliegue de un “gran proceso de ‘purificación’ y reorganización de la sociedad” (ibíd.: 7). Pero este disciplinamiento obligatorio del dispositivo autorita-rio-militar, no escatimaba en complejidad. A la violencia de Estado sumaba un efi-ciente diseño económico, cuya característica principal era el elevado costo social que generaba por los “tratamientos de shock” empleados. Dice Brunner:

Dispositivo negativo del poder autoritario, la represión no agotó sin embargo las va-rias dimensiones de aquél, cuyo momento constructivo o “positivo” se expresó en un proyecto de refundación cultural, sustentado por alguna variante de un modelo de desarrollo económico que ponía énfasis, para usar la terminología de Hirschman, en la función de acumulación o empresarial antes que en la función distributiva y de re-forma social. (ibíd.: 7-8).

La idea de esta operación de reingeniería económica era legitimar los gobiernos autoritarios, esgrimiendo las competencias económicas del personal civil que to-maba las decisiones económicas encargadas por los liderazgos autoritarios. Lo que se intentaba era la reorganización de las demandas y expectativas de la sociedad, desactivando sus organizaciones y suprimiendo “su capacidad de incidir en las decisiones mediante reclamos de representatividad” (ibíd.: 9). Pero esto no podía sostenerse para siempre. Ya en los ‘80 en las distintas naciones en que los autorita-

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rismos tenían lugar en nuestro continente adquieren importancia nuevos movi-mientos sociales, que representaban modos de acción colectiva que giraban en tor-no a intereses con anclajes locales, más o menos coyunturales, por cierto ajenos a la política representativa y la influencia clásica de los partidos –las aperturas y mani-festaciones de los movimientos sociales en Chile desde la crisis del ‘82, por ejem-plo–. Se desarrollan, entonces, estructuraciones colectivas e individuales nuevas, nuevos circuitos de poder civil, que van cambiando la dirección de las fuerzas con-textuales. Ya no será el poder autoritario el que defina casi exclusivamente la reali-dad política de las naciones de América Latina, sino que estas nuevas redes y reor-ganizaciones de la sociedad civil irán ganando en importancia (implicancia ascen-dente), con el resultado de cambiar las reglas de relación y devolviendo la visibili-dad a la interacción reflexiva poder autoritario/sociedad civil. Esta suerte de hipó-tesis se demuestra casi en la totalidad de las naciones de América del Sur: de no “escuchar la voz del pueblo”, estos regímenes cayeron estrepitosamente –la excep-ción parecer ser sólo Chile–, al no ser capaces de captar los cambios en la relación del binomio autoritarismo/sociedad y seguir guiándose por las reglas de relación establecidas en la fase de instalación de los BA. A fines de los ‘80 Latinoamérica parecía limpio de regímenes autoritarios y de sus malos auctor. Probablemente si se hacía una encuesta de opinión –que ciertamente se hicieron por doquier– pocos ciudadanos mirarían con nostalgia el régimen auto-ritario del cual costosamente se estaba saliendo a través de transiciones democráti-cas. A inicios del siglo XXI se podría especular que, luego de largas transiciones políticas, las democracias del continente estarían bien asentadas y desterrada la amenaza autoritaria por completo. Pero el cientista político Carlos Huneeus detectó en un trabajo de 2003 que la cues-tión arriba señalada no es completamente aplicable a la realidad de nuestro país. Los más pesimistas podrían decir que la sociedad chilena en un gran porcentaje es autoritaria; podrían interpretar que la cuestión del autoritarismo –presente en toda nuestra historia como país, dicen algunos– responde a una característica nacional, a un tipo de personalidad específica, detectable a través de encuestas de opinión (Vid. el capítulo siguiente) o entrevistas semidirectivas. Dice Huneeus:

El Latinobarómetro 2002 mostró nuevamente a Chile entre los países de América La-tina que tienen un apoyo modesto a la democracia, 50%, ubicándose en el décimo lu-gar entre los 17 países incluidos en la medición, muy por debajo de los que tienen el mayor respaldo, Uruguay y Costa Rica, 77% cada uno de éstos, y más debajo de la

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media de la región, que alcanzó 56%”. […] ¿Son los chilenos menos demócratas que el resto de los ciudadanos de los países de América Latina, a pesar de que en éstos no se da el largo pasado democrático y tampoco han logrado un muy buen desempeño económico como Chile desde la vuelta a la democracia en 1990? ¿Por qué, a pesar de los buenos indicadores objetivos durante buena parte de los años noventa, ello no se ha reflejado subjetivamente en un mayor apoyo a la democracia? (Huneeus, 2003: 9-10).

Huneeus cree no ver razones aparentes para que un sector de la población siga “nostálgica” del pasado del régimen autoritario de Pinochet. La transición ha sido más o menos exitosa y el crecimiento económico ha sido sostenido, obteniendo ci-fras económicas bastante auspiciosas. Pero cree tener la explicación: estos “nostál-gicos” –como le llama al sector de la población que apoyó a la dictadura militar–, no distinguirían el régimen de gobierno del gobierno de turno. En otras palabras, democracia, desde sus perspectivas, se confundiría con la coalición en el poder, la Concertación de Partidos por la Democracia. El autor señala que no se trata de dis-tinguir entre demócratas o antidemócratas, sino que “entre demócratas, que son aquellos que se adhieren al nuevo orden político, y nostálgicos, que se adhieren al antiguo régimen” (op. cit.: 17). La tesis de Huneeus, ciertamente, es cuestionable desde varias perspectivas: pri-mero sería un sector de la población la que poseería una actitud constante (estable) hacia la democracia, algo muy parecido a la tesis de Adorno en La personalidad au-

toritaria, publicado hace más de cinco décadas y anclado en plena época de auge de la medición de la opinión pública, a través de escalas de actitudes –que no son otra cosas que la presencia de grados de autoritarismos en la personalidad de los indi-viduos–. Por otro lado, intenta matizar su tesis “naturalista” con factores situacio-nales. El apoyo al autoritarismo también debería entenderse por los siguientes fac-tores: 1. “Chile tuvo un tipo de autoritarismo caracterizado por un estado dual constitui-do por un sistema de coerción, que alcanzó altísimos grados de represión, y pro-fundas reformas que buscaban fortalecer la libertad económica, que contó con el apoyo de una parte importante de la población, movilizada en forma regular por diversos eventos aclaratorios, incluidas dos elecciones no-competitivas, la consulta de 1978 y el plebiscito de 1980” (ibíd.: 42). No en vano en 2002, tres encuestas eran claras en demostrar que existiría un apoyo relevante de ciertos sectores de pobla-ción a la figura del dictador Pinochet: “(…) uno de cada cinco chilenos tenía opi-niones positivas de él, uno de cada tres consideraba que pasará a la historia como

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uno de los mejores gobernantes que ha tenido Chile, y 23% rechazaba que pasaría a la historia como un dictador” (ibíd.: 42). 2. “En segundo lugar, las diferencias entre el régimen democrático y el pasado au-toritario se vieron desvanecidas porque hubo una considerable continuidad de la élite política del autoritarismo, una situación única en los ‘nuevos autoritarismos’ en que los políticos de la nueva democracia no ocuparon altos cargos de poder en la dictadura” (ibíd.: 42). 3. “En tercer lugar, influye contra una clara distinción para los ciudadanos entre el régimen militar y la democracia el impacto de la continuidad de las reformas económicas impulsadas por aquél. […] No fue un autoritarismo fracasado por su gestión económica, como en el resto de los países de la región, sino que había teni-do un buen desempeño, pues a partir de 1985 hasta 1997 la economía crecía firme-mente a una tasa de 7% promedio anual” (ibíd.: 44). Una cuestión a destacar: el autoritarismo desde la comprensión Huneeus no es una situación exclusiva que encarne un líder o un gobierno (fuerza contextual descen-dente). También la población (los “nostálgicos”, fuerza implicativa ascendente) estaría orientada por esos valores. En otras palabras, factores más o menos, habrían individuos “identificados” con el gobierno autoritario de Pinochet, aquél sector “nostálgico” de aquellos días en que la dictadura era el tipo de gobierno. A la luz de la visión naturalista del autoritarismo, Huneeus estaría más cerca de la com-prensión segunda, que esbozáramos al comienzo de este trabajo. De alguna mane-ra podríamos decir que Carlos Huneeus se emparenta –aunque con diferencias ra-dicadas en su pertenencia disciplinaria– con las conclusiones de Adorno o Fromm que desarrollaremos en el siguiente movimiento. Aproximación III: La perspectiva de la psicología social Probablemente ante la pregunta de si son los chilenos “menos demócratas que el resto de los ciudadanos latinoamericanos”, Theodor Adorno (La personalidad autori-

taria, 1950) diría que un sector de la población de nuestro país es susceptible de mostrar rasgos de personalidad autoritarios, rasgos antidemocráticos o fascistas. El autoritarismo estaría siempre latente, merodeando la personalidad de los indivi-duos. De esta forma Max Horkheimer, da comienzo al prefacio de la investigación de Adorno describiendo al hombre-autoritario:

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El tema central de la obra es un concepto relativamente nuevo: la aparición de una especie “antropológica” que denominamos el “tipo humano autoritario”. […] La di-ferencia del fanático de otrora, parece combinar las ideas y la experiencia típicas de una sociedad sobremanera industrializada con ciertas creencias irracionales o anti-rracionales. […] Es, a un mismo tiempo, un ser ilustrado y supersticioso, orgulloso de su individualismo y constantemente temeroso de ser diferente a los demás, celoso de su independencia y proclive a someterse ciegamente al poder y a la autoridad. (1995: 19).

La personalidad autoritaria ciertamente es un texto escrito al tenor de su contexto –como casi toda la literatura sobre el autoritarismo que surgió ante la explosión de tendencias más bien extremistas– post Segunda Guerra Mundial. Fue publicado en 1950 como resultado del esfuerzo de dos instituciones: el Estudio de la Opinión Pública de Berkeley y el Instituto de Investigaciones Sociales (la Escuela de Franc-fort). La historiografía sobre el grupo de Adorno y Horkheimer señala que sería la única investigación del primero que se escapa de la filosofía política y se adentra en el terreno de la psicología social. No nos olvidemos que Adorno fue un observador de primera mano del ascenso y entronización del nazismo en Alemania en la década del ‘30 (razón por la que emi-gra en esa misma década a Estados Unidos). En ese sentido, el fenómeno del auto-ritarismo –y de los líderes autoritarios– era un tema central en sus estudios. La per-

sonalidad autoritaria, dice Horkheimer, buscaba “desarrollar y promover el conoci-miento de los factores sociopsicológicos que han hecho posible que el tipo de hom-bre autoritario amenace reemplazar al tipo individualista y democrático predomi-nante en la pasada centuria y media de nuestra civilización, así como de los medios que podrían contener esta amenaza” (op. cit.: 20). ¿Cómo era posible concretar esta declaración de principios? Construyendo un cuestionario temático que contempla-ra ciertos ítemes –38 en su versión original– que “presentaran opiniones y actitudes y tuvieran la misma forma que los que figuran en los cuestionarios comunes sobre opiniones y actitudes, sirvieran en realidad para ‘delatar’ tendencias antidemocrá-ticas fundamentales de la personalidad” (ibíd.: 230). De la misma manera estos íte-mes debían traducirse en un instrumento de medición (escala) de estas actitudes: la famosa escala F (tendencias prefascistas implícitas). La validez de la escala, según el autor, estaría en que se evitara mencionar en los distintos niveles preferencias por cualquier minoría (racial, por ejemplo), pero que “sirviera para medir el prejui-cio sin que los sujetos reconocieran este propósito” (ibíd.: 229). La construcción de la escala no implicó una apoyatura estrictamente empírica. Según Adorno, debido a que ya conocía el grupo de investigación gran parte del

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material que formaba parte de La personalidad autoritaria. Para el diseño de cada ítem tuvieron como referencia varios estudios “sobre personalidad en relación a la ideología y la moral de guerra realizados en la Universidad de California y de tra-bajos del Instituto de Investigación Social tales como el análisis de contenido de discursos de agitadores antisemitas. Finalmente, tomamos ideas de la literatura general acerca del antisemitismo y del fascismo, tanto de estudios empíricos como teóricos” (ibíd.: 232) Algunos ítemes que dan cuenta de manera global el tenor del estudio serían:

a) La presencia de actitudes convencionales (adhesión rígida a valores de clase media). Aquí se consideran afirmaciones del tipo: “Deberíamos evitar hacer en público cosas que otros consideran censurables, aun cuando sepamos que, en realidad, no lo son”.

b) La sumisividad autoritaria (actitud de sumisión y aceptación incondicional respecto a las autoridades morales idealizadas del endogrupo): “La obe-diencia y el respeto a la autoridad son las principales virtudes que debemos enseñar a nuestros hijos”.

c) La agresividad autoritaria (tendencia a buscar y condenar, rechazar y casti-gar a individuos que violan valores convencionales): “La homosexualidad es una forma de delincuencia particularmente depravada y debería ser cas-tigada con severidad”.

Por medio de las distintas dimensiones de la escala lo que se buscaba era determi-nar cuáles podían ser las tendencias centrales de mayor gravitación de la persona-lidad. Dice Adorno:

Así, por ejemplo, cuando descubrimos que el individuo antisemita basa su oposición a los judíos en la supuesta violación, por parte de éstos, de los valores morales con-vencionales adelantamos, como probable interpretación de esta actitud, que este tipo de personas se adhieren con particular rigidez a los valores convencionales. […] En consecuencia, llegamos a la conclusión de que la adhesión a los valores convencionales es una variable existente en la persona. […] La conjunción de estas variables formaría un síndrome único, una estructura medianamente duradera existente dentro de la per-sona y que torna a ésta sensible a la propaganda antidemocrática. Consecuentemen-te, podría decirse que la escala F se propone medir la personalidad potencialmente antidemocrática (ibíd.: 233-234).10

10 Sobre la variable sumisión autoritaria Adorno dirá: “Estimábamos que la sumisión autoritaria es una actitud muy general que haría surgir, por asociación, diversos personajes representativos de la autoridad: padres, personas mayores, líderes, poder sobrenatural, etcétera. […] Es obvio que la

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Las tres variables arriba reseñadas, desde la perspectiva de Adorno, estarán pro-fundamente vinculadas. Un alto puntaje en cualquiera de ellas era la condición necesaria para que las otras variaran en igual medida. Los puntajes asignados a los distintos enunciados que conformaban cada ítem se ponderaban a razón de seis puntos, que indicaba un acuerdo fuerte, moderado o débil, o un desacuerdo fuerte, moderado o débil. Lo importante: toda esta construcción empírico-teórica tenía un propósito que circulaba en el sentido común, la susceptibilidad al fascismo era un fenómeno de la clase media y que reside en la propia cultura. Nadie podría discutir el impacto y el aporte del texto de Adorno y su grupo, por cuanto se escribía en momentos en que Europa dejaba con dificultad un pasado fascista que duró alrededor de dos décadas. Además, el estudio abordaba un fenómeno no sólo desde la perspectiva de un poder-autoritario que sojuzga a po-blaciones enteras pasivamente. Por el contrario, los ciudadanos cumplirían un rol más activo en la relación de dominación. En otras palabras habría sectores de la población –las clases medias, al decir del autor alemán– con “predisposición” a ese tipo de relaciones sociales de poder. De alguna manera, si bien con reparos y críti-cas importantes, anticipaba ciertas lecturas revisionistas sobre el autoritarismo que hoy, en la primera década del siglo XXI, se han ensayado sobre los procesos totali-tarios, especialmente frente al nazismo alemán y al fascismo italiano. Pero las críticas a su investigación no son menores. Ellas provienen sobre todo desde la psicología social de los ‘80. Una de ellas, proviene del psicólogo Jean Pie-rre Deconchy (1999: 445), quien señala:

[…] ¿es posible –y llegado el caso, ¿cómo es posible?– obtener indicadores de carácter cultural, definidos históricamente, significativos individualmente y que se impongan socialmente, con los que se pueden poner de manifiesto la existencia de “leyes” rela-tivamente estables, que expliquen el funcionamiento social de las representaciones que parecen depender en sí, de lo cultural, de lo histórico, de lo individual y de la ecología del momento?11

La pregunta es certera: ¿cómo congeniar la existencia de rasgos que formarían su-puestamente parte de la naturaleza humana con cuestiones que responden más bien a aspectos situacionales? En el decir de Adorno esta naturaleza humana po-

sumisión autoritaria de por sí contribuye grandemente al potencial antidemocrático, pues vuelve al individuo particularmente susceptible de manejo por parte del poder externo más fuerte”. 11 Deconchy, Jean-Pierre. “Sistemas de creencias y representaciones ideológicas. En: Moscovici, Ser-ge. Psicología social y problemas sociales. Vid. también Billig, Michael. “Racismo, prejuicios y discrimi-nación”. En: Moscovici, Serge. Psicología Social II. Pensamiento y vida social. Paidós. Barcelona. 1999.

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tencialmente fascista sería activada por ciertas coyunturas y procesos históricos. La historia, entonces, sería el motor de la reactivación fascista que se vincularía a las estructuras individuales particulares con “vocación” a desplegar actitudes de corte autoritario. No sólo las críticas apuntan a la paradoja naturaleza versus contingen-cia del fenómeno autoritario, sino que también apuntan al determinismo social que plantean los desarrollos de La personalidad autoritaria, que transforma a la investi-gación en un “inventario de características individuales” que estarían presentes siempre (en forma latente) y que sería posible medir certeramente. Sería una cues-tión de grados: se podría tener más o menos una personalidad autoritaria. Dice Deconchy:

Adorno explorará esta estructura estable y parcialmente constitutiva de la “naturale-za” humana a partir del concepto de “personalidad autoritaria”. Sin duda, el pro-blema propiamente científico adopta así una doble dirección. Por una parte se tra-tará, por supuesto de hacer el inventario de las características individuales, situacionales e históricas que vienen a reactivar o a actualizar esta estructura mental, cuya existen-cia ha sido deducida sin disponer de un gran número de indicadores empíricos; también se tratará de estudiar los mecanismos que intervienen en esta reactivación o en esta actualización. Por otra parte, para que esta estructura mental estable y etiqueta-da de “potencialmente fascista” no se difumine en una especie de vacío nouménico, habrá que llegar, desde un punto de vista operativo, a aislar e identificar sus reveladores empíricos que, a su vez, serán fechados y situados (op. cit.: 444).

Quizá una de las cuestiones que más se le ha discutido al estudio de Adorno, por parte de la psicología social, sea la circunscripción de la personalidad autoritaria a un bando político. Los autoritarios estarían amparados por la ideología de “dere-chas”, pues eran los que obtenían el mayor puntaje en las distintas dimensiones de las escalas de Etnocentrismo12 y F. Una nota baja, en cambio, hacía acreedor de pa-saportes democráticos a las personas que la obtuviesen, además se encontraban en la vereda izquierda del continuo ideológico. Al respecto Deconchy señala que “in-dependientemente de que se adhieran a programas ideológicos diferentes, los suje-tos que manifiestan su adhesión de una forma extrema o extremista presentan com-portamientos semejantes: una manera casi idéntica de tratar la información, una misma tendencia a imponer sus opiniones con la misma violencia o el mismo tota-litarismo” (ibíd.: 448). El cuestionamiento hoy, seguramente, tiene aún más validez: vemos desfilar distintos gobiernos, tanto en Europa como en América Latina, mo-tejados como neopopulistas que, en su praxis se orientarían más bien por conductas autoritarias. Lo que más bien apreciamos es que conductas autoritarias se distribu-

12 Los autores de La personalidad autoritaria emplearon el término de “etnocentrismo” para describir una disposición general que indicaba “provincialismo y estrechez cultural”.

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yen transversalmente en las “personalidades” de los políticos –también de los ciu-dadanos– de todo el espectro. Otras críticas relevantes a La personalidad autoritaria apuntaban a que los cuestiona-rios de actitudes –contemplados en las entrevistas para medir el autoritarismo– habían sido “mal formulados”. Además, las respuestas y las informaciones que éstas arrojaban no constituían pruebas científicas aceptables, “ya que los psicoana-listas que las dirigían debían interpretar las respuestas de los encuestados y la misma declaración podía interpretarse de varias maneras diferentes” (Billig, op.

cit.: 588). Ciertamente los cuestionamientos más profundos reparan en que el estu-dio relacionaría “la virtualidad del fascismo con un tipo determinado de persona-lidad, abre la puerta a la interpretación de que las sociedades se hacen fascistas o dejan de serlo dependiendo de la proporción de la población que posee una de-terminada personalidad” (ibíd.: 590-591). Como dirían algunos filósofos de la de-mocracia radical, tras esta crítica estaría el miedo a que cualquiera de nosotros sea fascista. Cuando Theodor Adorno publicó en 1950 La personalidad autoritaria tenía ya a la vista un texto anterior, El miedo a la libertad (1947) de Erich Fromm –antiguo colabo-rador de Adorno en el Instituto de Investigaciones Sociales–, quien en este ensayo se preocupaba del “significado psicológico del fascismo y del sentido que tiene la libertad dentro de los regímenes totalitarios” (Fromm, 1982: 160). El texto tiene como soporte al psicoanálisis que, según el autor, es un “método completamente empírico, fundado en la cuidadosa observación de los pensamientos, sueños y fan-tasías individuales, luego de haber sido liberados de la censura” (op. cit.: 160-161). Fromm realiza una operatoria que, ciertamente hoy, podría discutirse: los hallaz-gos a nivel individual pueden aplicarse a la comprensión psicológica de los gru-pos, ya que en su opinión todo grupo consta de individuos y nada más que de in-dividuos; por lo tanto los mecanismos psicológicos, cuyo funcionamiento descu-brimos en un grupo, no pueden ser sino mecanismos que funcionan en los indivi-duos” (ibíd.: 161). En El miedo a la libertad se describen y desarrollan una serie de mecanismo de “eva-sión” que le permitirían a los hombres –a riesgo de conculcar su libertad– sobrelle-var al incertidumbre del mundo industrializado. Los mecanismos de libertad ope-rarían como una especie de “conjuradores” de la orfandad de la humanidad que se ha despojado de las certezas de la infancia. De lo que se trata es de “abandonar” la independencia del yo individual para fundirse con algo exterior a uno mismo con el fin de “suplantar” la fuerza de la que carece la individualidad humana. En esta concepción, el autoritarismo sería el primer mecanismo de evasión por antonoma-

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sia. Fromm, eso sí, ya no hablará de la personalidad autoritaria, sino del carácter autoritario, que se refiere a una estructura de personalidad que habría constituido la base humana del fascismo (ibíd.: 188). El carácter autoritario, Fromm lo liga a dos aspectos de los impulsos masoquistas:

[El primero implica] la anulación del yo individual y el intento de sobreponerse, por ese medio, a la intolerable sensación de impotencia […]. El otro aspecto lo hallamos en el intento de convertirse en parte integrante de alguna más grande y más podero-sa entidad superior a la persona (el líder, por ejemplo), sumergiéndose en ella. Esta entidad puede ser un individuo, una institución, Dios, la nación, la conciencia, o una compulsión psíquica (ibíd.: 188).

Pero no sólo los impulsos masoquistas formarían parte del hombre con carácter autoritario. Los vínculos sádicos, en tanto mecanismos de evasión, conformarían igualmente al autoritario. Esto quiere decir que este tipo de carácter no se contenta con “padecer” la dominación, sino también con ejercer el imperio sobre los demás individuos o con ejercer la posesión absoluta de otras personas. Lo que se produ-ciría en el carácter autoritario sería una simbiosis a nivel psicológico. En este con-texto de análisis, la persona masoquista se caracterizaría por su especial actitud hacia la autoridad: la admira y tiende a someterse a ella. Claramente esta autoridad se encuentra muy lejos del buen auctor griego para quien la felicidad de la comuni-dad era la condición necesaria para la felicidad de la comunidad y la virtud de la polis. Mas bien la autoridad de la que se trata es de aquella que se conoce como autoridad inhibitoria. En personas normales, dirá Fromm, conviene hablar de carácter autoritario en vez de simbiosis sadomasoquista. El autoritario será el tipo que se encuentra especial-mente en los sectores de la baja clase media de Alemania y de otros países europe-os. Habría sido sobre ese carácter y esa clase en la que el trabajo propagandístico del fascismo habría empleado sus mayores esfuerzos motivacionales. Fromm profundiza y describe las posibles características del carácter autoritario: para él existen sólo dos grupos de personas, los poderosos y los que no lo son. “Su amor, admiración y disposición para el sometimiento surgen automáticamente en presencia del poder, ya sea el de una persona o el de una institución” (ibíd.: 192). El poder lo encandilaría en tanto defiende un sistema de valores convencionales –en esto se emparenta con la perspectiva de Adorno– y, sobre todo, por el poder mis-mo. Si hablamos de poder, se tratará siempre de uno ubicado en una jerarquía su-perior con vocación contextual, con la potencia necesaria para definir los límites del mundo y la significación de la realidad. El coraje de este carácter, entonces, sólo

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residirá “en el valor de sufrir lo que el destino, o su representante personal o ‘líder’, le ha asignado” (ibíd.: 197). ¿Qué sería lo esencial en la caracterización del carácter autoritario desde esta mira-da? En primer término el autoritarismo deja de ser aquello que sólo se padece, aquello que opera por la mera pasividad de las personas. Para ser autoritario no basta con ser sojuzgado, sino que se debe tener una “vocación” para ello. Si, se puede conceder que habría cierta unilateralidad en el poder, pero también podría postularse que para ello debería existir, al menos, una relación social de interac-ción. El poder contextual será eso, contextual, siempre cuando sea percibido como el más fuerte y con voluntad de poder (interpretar) la realidad social y política. Epílogo A estas alturas del relato sería más apropiado hablar de “autoritarismos” que del autoritarismo, en singular. Son múltiples y variadas las entradas a esta relación social contextual e implicativa, descendente y ascendente. Van desde la historia antigua, pasando por las ciencias sociales y llegando a la psicología social. Disci-plinas que los describen –a los autoritarismos– desde el ejercicio unilateral del po-der –del líder autoritario o de una institución– a costa, inclusive, de cualquier resis-tencia.13 Los autoritarismos no suponen a la democracia como reverso; no suponen necesa-riamente la existencia de una personalidad o de un carácter naturalizado. Tampoco podría suponerse aproblemáticamente la existencia de toda una población orienta-da al autoritarismo. Más bien debiéramos reiterar la hipótesis de trabajo de este ensayo: los autoritarismos están contenidos en todas las visiones disciplinares dis-puestas en estas líneas. Ni más ni menos, pues se trata de un campo minado por disputas y territorio en construcción y en litigio. De lo que sí podríamos tener me-ridianas certezas es que “el ejercicio del poder no se realiza solamente desde la cúspide de la sociedad hacia abajo, sino que, en sus términos, hace una microfísica vigente en toda la trama psicosocial, que penetra incluso la conformación de los saberes mismos que él –Foucault– denomina ‘ciencias del hombre’” (Benbenaste et

al., 2006: 362). Por tanto la relación social que supondría el autoritarismo importar-ía vínculos estructurantes y estructurados, en el que las posiciones, por cierto asimétricas, no estarían dispuestas canónicamente. Habría siempre la posibilidad de revertir la dirección de jerarquías del poder, de lo contrario los procesos de

13 Vid. Weber, Max. El político y el científico. Alianza Editorial, Madrid, 1986.

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cambio de actitud frente a gobiernos o líderes –que motivarían muchas veces cam-bios políticos, por ejemplo– no podrían tener lugar. Desde la perspectiva teórica de la CMM lo que postulamos arriba –y que recorre este ensayo– significa concebir la relación autoritaria como un vínculo interaccio-nal reflexivo. La cúspide del autoritarismo, líder o institución, penetra en la socie-dad y es influido por ella en un “circuito autorreferencial” (Demicheli, op. cit.: 86). De alguna manera se da un tipo de comunicación circular donde un polo oficia como fuerza contextual de la otra. Mientras, la fuerza que es contextualizada fun-ciona en la interacción como fuerza implicativa ascendente. Dice el psicólogo social Guido Demicheli:

Pearce y Cronen (1980), describen también la operatoria de reglas regulativas y cons-titutivas que hacen que en algún momento, la influencia de un nivel de significados sobre otro, por ejemplo, del ítem A en un nivel más alto, sobre el ítem B en un nivel más bajo, puede parecer más fuerte que a la inversa. […] Cuando esto sucede, los ni-veles de la jerarquía se revierten bruscamente. Entonces B se convierte en el contexto, y lo que previamente era la “fuerza implicativa ascendente” de B ahora se convierte en la “fuerza contextual descendente” de B, la cual entonces redefine el significado de A (op. cit.: 86-87).

Esto quiere decir que existiría la posibilidad de reacomodo del sistema de relacio-nes jerárquicas, aún cuando sea evidente cuál de los polos de la dominación esté más alto. De excluir esta posibilidad-anhelo no se podría comprender el fin de la relación autoritaria y, por cierto no se podrían verificar la caída de ningún régimen que tenga como sustento este tipo de interacción. Si no pregúntenle a Pinochet u a otro dictador latinoamericano, quienes probablemente no supieron dar con las res-puestas más adecuadas a los requerimiento de una sociedad que ya se había “cu-rado de espanto” de la cruenta represión inicial impuesta por sus regímenes. Referencias bibliográficas ADORNO, Theodor et al. (1950). La personalidad Autoritaria. Proyección, Buenos Aires, 1995. ARANCIBIA, Juan Pablo (2006). Comunicación Política. Fragmentos para una genealogía de la

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BENBENASTE, Narciso et al. (2006). La contribución de la psicología al concepto de poder. Uni-versidad de Buenos Aires. BRUNNER, José Joaquín (1997). América Latina entre la cultura autoritaria y la cultura de-

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Democratización y espacio público: un proceso de discusiones abiertas

Gabriel Corral Velásquez Doctor (c) en Estudios Científico-Sociales, ITESO (México)

Académico U. Autónoma de Querétaro [email protected]

Resumen La discusión del trabajo que se presenta es establecer un acercamiento a una defini-ción de lo que hoy en día podemos llamar espacio público y al proceso de democra-tización que se vive hoy en día en la sociedad mexicana y concretamente la quereta-na. A lo largo del texto se plantean las definiciones de lo que se conoce como espacio público, democracia y democratización. Se pretende establecer la relación entre el proceso de democratización que se vive actualmente en el país y la búsqueda que distintos grupos de la sociedad civil hacen para recuperar el espacio público a partir de lo que plantea Robert Dahl (1993) con el concepto Poliarquía. En una sociedad con las características actuales (el contexto de la globalización y sus implicaciones sociales – culturales – políticas – económicas) han modificado las de-finiciones tradicionales de espacio público y han puesto en la mesa la (re) definición del concepto a partir de la visibilidad y el discurso sobre la democracia y las socie-dades multiculturales. Palabras clave: espacio público, democratización, multiculturalidad, poliarquía.

La recuperación del espacio público: el contexto El espacio público es, en palabras de Habermas, “donde la sociedad se fotografía, el poder se hace visible y se materializa el simbolismo colectivo”. Bauman (2002) ofrece un panorama sobre el entorno en el que se discute el espacio público y las transformaciones de éste. El debate lo centra en la pérdida del espacio público y la multiplicidad de roles que el individuo contemporáneo desempeña y

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la poca o nula capacidad que tiene para asumir las implicaciones colectivas en una sociedad que se dirige principalmente hacia la individualización. En este sentido, Bauman apunta que sólo hay dos certezas: que hay pocas esperan-zas de que los sufrimientos que nos produce la incertidumbre actual sean aliviados y que solo no aguarda más incertidumbre respecto de la recuperación del llamado espacio público. Bajo este panorama Bauman (op. cit.) ofrece una lectura interesante para tener cla-ves para comprender los procesos actuales, una época de crisis, transformación y búsqueda del espacio público. Bauman discute entre lo individual y lo colectivo para poner en la mesa la situación social actual. La vida individual y la muerte co-lectiva. García Canclini (1999), al hablar del espacio público, refiere que en la época actual hay limitación de espacios y de apropiación privada que pueden funcionar como preservadoras del patrimonio social, de lugares visibles dentro del espacio público, en particular de la ciudad. A partir de esta idea, García Canclini (1999) reflexiona sobre los conceptos de lo público y lo privado en la ciudad a partir de la reorganización del imaginario co-lectivo, los miedos, los prejuicios y las preferencias respecto del entorno en el que habitan los individuos. Un ejemplo de ello pudiera ser la manera en como los suje-tos percibimos los problemas de la ciudad, del espacio público, problemas como la inseguridad, la pobreza, la contaminación, las tribus urbanas. Si bien la percepción de estos problemas es individual, las relaciones que están in-mersas en estas preocupaciones son colectivas, y por tanto se manifiestan en las interacciones sociales y se hacen patentes en el espacio público es ahí donde los modos de interactuar y de pensar la vida en conjunto se legitiman. En este sentido Mongin (2006) apunta que en las condiciones actuales es necesario recomponer los límites, reconquistar los lugares, entre lo público y lo privado, con-tra de la segmentación y la fragmentación, que llevan fácil y directamente a los problemas de inclusión y exclusión. Plantear la democratización del espacio público en el entorno que nos presenta Bauman y Mongin no es una tarea fácil. Para tal tarea es necesario revisar la serie de grupos en los cuales está fraccionada la sociedad y la serie de intereses particu-lares que existen al interior de los mismos, por un lado y por otro la oferta de con-

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sumo que se ofrece como parte de posicionar determinados productos, marcas, ofertas políticas o estereotipos que en afán de ampliar el espectro, con la oferta de democratizar el espacio público. La democracia como concepto Para articular la relación entre democratización y el espacio público, es pertinente recuperar el concepto de democracia y establecerlo como parte de la discusión rela-tiva al proceso que vivimos actualmente. Ante la cantidad de definiciones que exis-ten, podemos recuperar lo que propone Sartori (1988) quien refiere que

El concepto de democracia se presta a la multivocidad y a la dispersión. Lo cual se debe, entre otros motivos, a que la democracia es hoy en sentido amplio el nombre de una civilización o, mejor, del producto político final (hasta la fecha) de la civili-zación occidental (1988: 21).

El debate sobre el concepto de democracia es amplio y como lo refiere Sartori y se presta a múltiples conceptualizaciones. Existen quienes se han centrado en revisar la democracia desde su origen histórico hasta quienes hacen una revisión semánti-ca del concepto, pasando por las especificidades de los contextos sociales, todo esto con la finalidad de enriquecer la discusión al respecto. En este sentido, encontra-mos el aporte de distintos autores. Como parte de los estudios clásicos sobre la democracia y sus procesos se encuen-tra Norberto Bobbio (1997) y la escuela italiana quienes han configurado una co-rriente intelectual que define la democracia como un dispositivo simbólico, una creación de una colectividad consciente de sí misma fundamentada principalmente en procesos históricos. Otro autor importante es Robert Dahl (1993) quien ayuda a superar la discusión sobre el concepto de democracia, con el concepto poliarquía, para referir a las de-mocracias modernas y de esta manera distinguir entre éstas y las democracias clásicas. “El cambio de escala y sus consecuencias, el gobierno representativo, la mayor diversidad, el incremento de las divisiones y conflictos contribuyó al desa-rrollo de un conjunto de instituciones políticas que distinguen la moderna demo-cracia representativa de todos los restantes sistemas políticos, ya se trate de regí-menes no democráticos o de los sistemas democráticos. A esta clase de régimen político se lo ha denominado Poliarquía” (Dahl, 1993: 264).

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A partir del concepto Poliarquía que propone Dahl, resulta destacado recuperar lo que el mismo autor refiere respecto de los ciudadanos, al momento de referir que en este plano “los ciudadanos gozan del derecho efectivo a la libertad de expre-sión, en particular la libertad de expresión política, incluida la crítica a los funcio-narios, a la conducción del Estado, al sistema político, económico y social prevale-ciente y a la ideología dominante… los ciudadanos gozan del derecho efectivo a formar asociaciones autónomas, incluidas las asociaciones políticas que procuren influir en el gobierno rivalizando en las elecciones y por otras vías pacíficas” (Dahl, 1993: 280). El apunte de Dahl aporta para esta reflexión un argumento importante que ayuda a articular el concepto de democracia, a partir de su idea de poliarquía con la ar-gumentación de recuperación del espacio público. Si bien, la propuesta de Dahl refiere a democracias modernas o consolidadas es importante resaltar que busca establecer que los ciudadanos pueden y deben recu-perar los espacios de discusión de lo público y manifestarse más allá de lo electo-ral. Cabría aquí agregar que los medios de difusión representan un punto impor-tante y que merecen ser tomados en cuenta al referirnos a este respecto. Frente a estas lecturas de la democracia se han ido articulando desde distintas tra-diciones intelectuales un modelo y una teoría democrática distinta que tiene como eje la desestatización de la política, vale decir, la expropiación de lo político por parte de los profesionales de la política y su recuperación por parte de eso que a veces indiscriminadamente llamamos sociedad civil. Procesos de democratización Para referir al proceso de democratización, una vez referida la dificultad de definir democracia y auxiliarnos en Dahl (1993) para establecer con alguna claridad la po-liarquía y las libertades que los ciudadanos poseen en los regímenes democráticos; es necesario clarificar que en México, nos encontramos aún en la discusión sobre si hemos ya transitado hacia consolidar la democracia o si nos encontramos en un proceso de democratización, es decir de tránsito hacia en un régimen democrático. O’Donnell y Schmitter (1994) refieren sobre las transiciones de regímenes autorita-rios que lo que caracteriza este proceso es que las reglas no son claras puesto que el régimen democrático aún está en ciernes, por lo que han una ambigüedad, no se es del todo autoritario pero tampoco es del todo democrático.

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La democratización es un proceso mediante el cual se amplían las normas y proce-dimientos democráticos. Apoyando esta afirmación con lo referido por Dahl en las democracias actuales, las normas electorales son claras y existe el gobierno de mu-chos en donde los actores, en el espacio público discuten lo de interés colectivo y existe tolerancia por la argumentación del otro. La participación de la sociedad ci-vil es activa y proactiva al momento de las tomas de decisiones. La sociedad civil y la recuperación del espacio público La configuración actual de la sociedad civil y su participación política nos obliga a reconstruir los conceptos con los cuales ubicamos tales actuaciones, de tal forma que al hablar de democratización y de espacio público, su implicación en la estruc-turación actual de la sociedad contemporánea. Las funciones tradicionales desempeñadas en las democracias liberales por el Es-tado o por las organizaciones políticas ya no son exclusivas de estas. Y aunque, de alguna manera sigan siendo responsables del funcionamiento estructural de la or-ganización de lo político, la sociedad civil empieza a organizarse y a tener mayor participación en los asuntos públicos y en la toma de decisiones respeto a asuntos que conciernen a su entorno próximo y su posterior impacto en la vida cotidiana. Si bien la sociedad civil siempre ha tendido a organizarse y en alguna época los partidos políticos fueron la herramienta para la acción política en la construcción de sociedades democráticas, en el siglo XXI las redes sociales, organismos de la sociedad civil producto de éstas poseerán un papel importante en la consolidación de sociedades más justas y democráticas. Estas redes han puesto en común, la discusión que enfrenta la sociedad respecto de los procesos socio-históricos en los que estamos inmersos: nuevos derechos, nue-vas obligaciones y una nueva ciudadanía que abarca estos conceptos, resultante de una globalización económica-cultural. La participación de la sociedad civil en el espacio público, ha permitido que se es-tablezcan formas propias de diálogo, de puesta en común con otros actores socio-políticos. La discusión colectiva ha permitido entre otros aspectos democratizar espacios por medio de su colaboración.

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El espacio público en Querétaro. El empantanado proceso de democratización Hoy en día las sociedades son multiculturales, en un mismo espacio social existen individuos y grupos diferentes de la mayoría. Las llamadas tribus urbanas son un claro ejemplo de estas sociedades. El tema de los grupos llamados emos y punk y los problemas que han tenido en las últimas fechas en la ciudad de Querétaro, pueden ser una muestra de las dificulta-des que se tienen para definir los espacios públicos en las ciudades en este contexto de transición a la democracia. La emergencia de nuevas tribus urbanas son una muestra de la (re)definición de lo colectivo y la búsqueda de los espacios de expre-sión a propósito de los supuestos que refiere Dahl (op. cit.) al hablar de las liberta-des civiles en la poliarquía. La intolerancia de ciertos grupos para observarse y ex-ponerse en público forma parte de la discusión en este sentido. Los emos o punk, muestran su ser a través de su ropa, atuendos, maquillaje en las plazas públicas de la ciudad, y como dice Mongin (op. cit.), el espacio público nun-ca está completamente separado de lo privado, así como el espacio público penetra en el espacio privado. Sin embargo, y volviendo al planteamiento de Bauman (op.

cit.), la discusión sobre las dificultades entre éstos y otros grupos urbanos, mues-tran la dificultad para hacer del espacio público un lugar de convergencia. Y lo refuerza Mongin cuando plantea que el espacio público no es adonde uno pueda ir para beneficiarse con las virtudes de la vida pública. La salida de uno mismo hacia el público, argumenta Mongin, es como una amenaza. El espacio público es incierto y el sujeto que se aventura en él está indeciso. El discurso de la seguridad, del miedo, ha construido una imagen importante res-pecto del ser y quehacer de los individuos con respecto a los otros y a ellos mismos en el espacio público. La fortaleza de los discursos es una muestra clara de la so-ciedad de nuestro tiempo. Analizarla, reflexionarla es nuestra tarea, aunque como dice Bauman, sólo nos aguarde la incertidumbre. La reflexión respecto del tema tiene un sentido público; afecta a la comunidad. A partir de lo referido cabrían algunas interrogantes las cuales contribuyen a enri-quecer la discusión respecto del espacio público y su democratización ¿Qué usos del espacio público son los que predominan? ¿Cómo se desarrolla la interacción social? ¿Existe realmente un proceso de democratización del espacio público?

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Las preguntas son más que las respuestas, de acuerdo a lo expuesto en el trabajo, sin lugar a dudas son asignaturas aún pendientes la convivencia, la tolerancia y el respeto mutuo, conceptos tradicionalmente ligados al concepto de democracia. De-finitivamente, el desarrollo de las ciudades y de sus espacios colectivos correspon-de más bien a un azaroso proceso que tiene que ver con un marco socioeconómico que con un proceso de democratización, en la cual se refleja de alguna forma el nivel de fragmentación de una sociedad. Referencias bibliográficas BAUMAN, Zygmunt (2002). En busca de la Política. Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica. BOBBIO, Norberto (1997). Diccionario de Política. Ciudad de México, Siglo XXI. DAHL, Robert (1993). La democracia y sus críticos, Barcelona, Paidós. _____________ (1989). La Poliarquía. Participación y oposición. Madrid, Tecnos. GARCÍA CANCLINI, Néstor (1999). Imaginarios urbanos. Buenos Aires, EUDEBA. MONGIN, Oliver (2006). La condición urbana. Buenos Aires, Paidós. O’DONNELL, Guillermo y SCHMITTER, Philippe (1994). Transiciones desde un gobierno

autoritario. Barcelona, Paidós. SARTORI, Giovanni (1988). Teoría de la democracia. Madrid, Alianza Editorial. REVISTA METAPOLÍTCA. La cuestión democrática. N° 4. Volumen 1. Octubre-diciembre de 1997.

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La discusión en torno a la formación de comuni-cadores en México: una revisión documental

Vanesa Muriel Amezcua Doctora (c) en Educación, U. de Guadalajara (México)

Académica U. Autónoma de Querétaro [email protected]

Resumen

Como producto de una revisión bibliográfica sobre los trabajos realizados durante las décadas de los ochenta, noventa y la época actual sobre la formación de comu-nicadores en México, y con el interés de identificar cómo se ha conformado la dis-cusión en torno al subcampo educativo de la comunicación, es que se ha realizado esta revisión documental en donde el interés principal es reconocer como es que a través de la investigación se han construido, de acuerdo a la época, las percepcio-nes y lineamientos sobre la formación de comunicadores. Considerando que las discusiones, en su mayoría, giran en torno al diseño de planes de estudio, integra-ción de nuevos modelos educativos, etc. Palabras clave: Escuelas de Comunicación, formación, México, estado del arte.

Reflexiones sobre el tema han sido abordadas, por varios autores, desde diversas perspectivas e investigaciones, las cuales han tratado de dar sentido a los proble-mas y desafíos que ha enfrentado y enfrenta la formación de comunicadores: Be-nassini (2001a, 2001b); Cardona (2004); Fernández (1997); Fuentes (2001b, 2002, 2003, 2005b); García y Andión (2004); González (1998); Hernández (2004); Llano (1998); Luna (1995a, 1995b); Martín-Barbero (2001); Martínez (2001); Orozco (1995); Paz (2004); Peppino (1998); Zalba y Bustos (2001); González, et. al. (2006), por citar a algunos. Las discusiones realizadas en torno a la formación profesional de comunicadores, están orientadas hacia la problemática de la configuración o estructuración del

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campo académico de la comunicación, al ser precisamente este proceso, el eje rec-tor de un subcampo denominado educativo, que forma parte de la estructura que conforma dicho campo. Los tópicos abordados en las investigaciones, varían de acuerdo a las problemáti-cas que en tiempo y espacio mostraron mayor interés. No obstante también han permitido construir los parámetros para comprender qué es lo que las instituciones de educación superior están formando, y bajo qué referentes sociales, culturales y profesionales lo están haciendo, si es que existe realmente un interés en ello. Al hacer la búsqueda de información sobre lo que se ha escrito en torno a la forma-ción profesional de comunicadores, se recurrió al Catálogo de Documentación en Ciencias de la Comunicación, ccdoc. De acuerdo con el catálogo existe un total de 487 textos relacionados con la “formación profesional” entre ellos artículos, capítu-los de libros, tesis y libros. Sin embargo, no todos abordan de manera específica el tema de formación de comunicadores; es decir, enfocan sus puntos de interés hacia cuestiones del campo académico de la comunicación, procesos de comunicación, sociedad de la información, calificación académica, calidad de la educación, Uni-versidad, entre otros. Por tal motivo, es que se realizó una selección de aquellos documentos que aborda-ran la problemática de la formación de comunicadores, en torno a la enseñanza, la profesión y el currículum, identificando un total de 64 textos, entre los cuales se registraron:

Cuadro 1. Tipo de publicaciones Tipo de publicación No. Publicaciones

Artículos 33 Capítulos de libros 21

Libros 8 Tesis 2 Total 64

El mayor número de publicaciones se ve reflejado en los artículos, tanto en revistas nacionales como internacionales, especialmente lo que corresponde a Latinoaméri-ca (Diá-logos de la Comunicación, Revista Mexicana de Comunicación, Chasqui, Signo y

Pensamiento, Razón y Palabra), así como Cuadernos de la AMIC, y Cuadernos de Comu-

nicación, editados por Comunicología Aplacada de México; de igual forma la inte-

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gración de reportes de investigación en capítulos que forman parte de publicacio-nes más extensas, reflejan una presencia considerable, tomando en cuenta que en la mayoría de los casos, se trata de publicaciones que integran diversas temáticas en-tre las que destaca la formación de comunicadores. Fue en la década de los noventa, de acuerdo a los textos revisados, cuando se pre-senta la mayor producción y discusión en torno a la formación de comunicadores. Sin embargo cada década marca de manera especial el interés temático en torno al cual giraba la discusión.

Cuadro 2. Año de publicación Década No. Publicaciones

Ochentas 14 Noventas 35

Época actual 15 Total 64

Sobre los autores que más contribuyeron a la discusión, análisis y propuestas sobre el tema encontramos:

Cuadro 3. Autores (ochentas) Autor No. de Publicación Tipo de publicación Raúl Fuentes Navarro 6 5 artículos

1 capitulo Jesús Galindo 1 Libro Cristina Romo Gil 1 Capitulo Beatrice Solís Leere y Carmen de la Peza

1 Artículo

Francisco Prieto 1 Artículo FELAFACS 1 Libro Alberto Rojas 1 Capitulo Beatriz Solís 1 Artículo Luis Javier Mier 1 Artículo

Total: 14

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Durante ésta década las publicaciones que más divulgación tuvieron fueron los artículos para revistas especializadas como: Diá-logos de la Comunicación y Signo y

Pensamiento; así como Cuadernos de trabajo de la AMIC y Cuadernos de Comunicación. Entre los autores con mayor número de publicaciones se encuentran Raúl Fuentes Navarro, quien no sólo en está década sino en las subsecuentes, ha mostrado espe-cial interés no sólo en la estructuración del campo académico de la comunicación, sino también en los procesos de formación profesional de comunicadores, eje rec-tor del subcampo educativo.

Cuadro 4. Autores (noventas) Autor No. de Publicación Tipo de publicación

Raúl Fuentes Navarro

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1 libro, 2 capítulos 4 artículos

Guillermo Orozco Gómez

6

3 artículos, 2 capítulos 1 libro

Mauricio Andino Gamboa

4

1 libro, 1 artículo 1 capítulo, 1 tesis

Carlos Luna Cortes

3 2 capítulos, 1 artículo

Julio el Río Reynaga

2 1 libro, 1 artículo

Francisco Prieto

2 Capítulos

Elizabeth Bonilla

1 Tesis

Ángela María Godoy

1 Capitulo

Miguel Ángel Maquiavelo

1 Capitulo

Alfredo Animé Padúa

1 Libro

Jesús Pavlov Tenorio

1 Capitulo

Ma. Antonieta Rebeil

1 Artículo

Fernando Vizcarra

1 Artículo

Carlos Corrales Diaz

1 Artículo

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42

Ma. Del Carmen de la Peza

1 Capitulo

Margarita Reyna

1 Capítulo

Jesús Galindo

1 Capítulo

Total:

35

Los noventas muestran un crecimiento considerable en cuanto a la producción y publicación de libros, capítulos y artículos, y con ello de autores interesados en el tema de la formación profesional, siendo así una de las épocas en donde se analiza-ron, discutieron y propusieron nuevos escenarios, que si bien ya se venían discu-tiendo años atrás, es en este tiempo cuando se refuerzan los argumentos para tratar de definir que es lo que estaba sucediendo en y con las escuelas, el mercado laboral y la misma práctica profesional.

Cuadro 5. Autores (época actual) Autor No. de Publicación Tipo de publicación

Raúl Fuentes Navarro

6

1 capítulo 5 artículos

Jesús Martín-Barbero

1

Capítulo

Margarita Reyna Ruiz

1

Libro

Claudia Benassini

1

Artículo

Caridad García y Mauricio Andino

1

Capítulo

Carlos Monsiváis

1

Artículo

Silvia Gutiérrez Vidrio

1

Artículo

Diana Cardona

1

Artículo

José Samuel Martínez López

1

Artículo

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43

David González (et.al.)

1

Artículo

Total:

15

Durante lo que hemos denominado época actual, la producción disminuyó noto-riamente, en comparación con la década de los noventas. No quisiéramos pensar que el tema perdió relevancia, sino más bien fue adquiriendo matices distintos da-do el contexto sociocultural en el cual se fueron insertando los estudios en comuni-cación y en donde el abordaje sobre la formación de comunicadores presentó nue-vas miradas y enfoques para ser abordado, de tal manera que se pudieran obtener elementos para comprender no sólo el desarrollo histórico, sino también las reali-dades que se presentan en entornos sociales, fuera de los tradicionales, es decir, fuera de las grandes capitales en donde se concentra gran parte de la producción científica del campo. La discusión en torno a la formación de comunicadores Durante los ochenta, autores como: Fuentes (1983, 1986, 1987, 1988); Galindo (1985); Romo (1983); Solís y de la Peza (1988); Prieto (1986); Rojas (1983); Solís (1983); Mier (1987), planteaban cuestiones relacionadas por una parte con la pla-neación y el diseño curricular en las escuelas de comunicación, situación que se reflejaba en los procesos de enseñanza de la comunicación y en las características fundamentales que suponía debía poseer un estudiante que aspiraba a estudia una carrera de comunicación. Se destacan también los estudios descriptivos sobre las instituciones dedicadas a la formación de comunicadores, así como los parámetros que las instituciones podían seguir al momento de diseñar un proyecto curricular en comunicación. A finales de esta década se distingue un giro en los planteamientos comúnmente abordados. La presencia de las nuevas tecnologías en el entramado social, invitan a reflexionar y replantear los ejes de formación universitaria que se venían reprodu-ciendo en las instituciones de educación superior. Si bien esto empieza a generar interés entre los investigadores, no es sino hasta los noventa cuando adquiere ma-yor relevancia. Los ochenta marcan, en torno a la producción y discusión, un periodo de reflexión y de asentamiento de los criterios básicos de todo proceso de formación. Si bien es

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la década en que se da el auge de las escuelas de comunicación, también fue el tiempo de reflexionar qué era lo que se deseaba formar y para qué contexto social. Durante los noventas, la producción y discusión en torno a la formación de comu-nicadores se diversificó, por una parte encontramos autores como Luna (1995) y Orozco (1992, 1993, 1994), quienes abordan el tema del campo académico de la co-municación, en especial el reflejo que tienen las tensiones y complejidad del mismo campo en los procesos y demandas de formación profesional, proponiendo en este sentido, la reflexión en torno a la formación de comunicadores con un quehacer socialmente reconocido y acorde a los procesos de cambio que vive la sociedad, esto a través del diseño de nuevas combinaciones y saberes, fuera de las coordena-das tradicionales de referencia como eran y siguen siendo los medios de comunica-ción. Otro aspecto de la discusión giraba en torno a la problemática que enfrentaban las escuelas de comunicación en torno a sus procesos de formación, problemática que llegó a ser calificada como un proceso en crisis de la comunicación. En este sentido autores como Fuentes (1990, 1991, 1997); Orozco (1993); Del Río (1992, 1993); De la Peza (1990); Galindo (1990); Gamboa (1990); Vizcarra (1995), entre otros, plantea-ban la importancia del análisis de los procesos de formación llevados a cabo en las instituciones de educación superior, aunado a la necesidad de replantear, con ma-yor precisión, las prácticas que se debían promover desde las mismas escuelas, desechando la idea de considerar al campo laboral como el constructor de los parámetros de formación, centrando el esfuerzo en la captura y traducción de las necesidades de comunicación de la sociedad civil. Con ello se pretendía aportar reflexiones que proporcionaran elementos sustenta-bles, que las mismas instituciones pudieran recuperar al momento de diseñar o estructurar su planes de estudios; de igual forma se documentaron análisis y re-cuentos en torno a las escuelas de comunicación (Maquiavelo, 1990); los desafíos pedagógicos que enfrentaba la formación de comunicadores (Orozco, 1993); pro-puestas de diseños de planes de estudios (Paulo, 1990) y con ello discusiones en torno a la planeación y diseño curricular (Luna, 1995; Godoy, 1995); consideracio-nes de cómo armar planes de estudio (Rebeil, 1998), así como la ambigüedad y dispersión de los aspectos curriculares de la comunicación (Luna, 1994). Autores como Andión (1993) y De la Peza (1990), documentaron, más allá de una revisión teórica de cómo se debía hacer un plan de estudios, la comprensión del sentido del proceso curricular de la escuela de comunicación de Xochimilco; así como una reconstrucción analítica de los fundamentos de la carrera de comunica-

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ción de Universidad Autónoma Metropolitana con sede en Xochimilco, respecti-vamente. También encontramos temáticas relacionadas con la formación, el mercado laboral y la práctica profesional. En este sentido Corrales (1991), presta especial interés en la sistematización de prácticas profesionales, realizadas con la finalidad de caracte-rizar dichas prácticas, explicarlas, significarlas y establecer futuras líneas de trans-formación; por su parte Andión (1990) al considerar que al hablar de mercado de trabajo se tiende a restringir el ejercicio de la comunicación, propone ampliar dicha perspectiva al campo profesional. A partir de esto intenta demostrar la pertinencia de reorientar los procesos de formación de cuadros profesionales. En este mismo orden de ideas, Reyna (1992) plantea la importancia de volcar la mirada hacia el exterior, es decir hacia los empleadores, hacia el campo laboral. Dentro de los aportes que nos deja la producción científica, durante los noventa, podemos encontrar elementos que permiten argumentar cómo es que se han confi-gurado los modelos de enseñanza dentro del ámbito de la comunicación, esto nos lleva a comprender los procesos de formación de comunicadores haciendo hinca-pié en elementos interesante que pueden ser analizados: currículo, procesos de en-señanza, relación enseñanza-mercado laboral-práctica profesional, configuración de subcampo educativo. ¿Qué panorama se presenta en la época actual? La discusión y análisis en torno a la formación de comunicadores, es un asunto que no ha terminado, en este sentido autores como Fuentes (2005); Reyna (2003); Be-nassini (2001), plantean tres vertientes distintas de análisis, las cuales se comple-menten entre sí: por una parte el análisis de la oferta de programas académicos tanto a nivel licenciatura como postgrado; análisis de cómo los distintos mercados laborales valoran la práctica del comunicador; y análisis sobre la renovación y cambio que requiere la formación académica de profesionales de la comunicación en el contexto de las nuevas tecnologías. Otros tópicos de interés giran en torno a las condiciones que el entorno sociocultu-ral ha marcado como necesarias en la formación y práctica de la comunicación, tal es el caso de Fuentes (2005, 2002), quien formula una postural sociocultural crítica ante los desafíos contemporáneos de la formación universitaria de profesionales de la comunicación. Por su parte García y Andión (2004), reconocen la necesidad de incorporar, en los proceso de formación, el reconocimiento del impacto del Internet

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y la multimedia, al ser dos elementos que poco a poco han ocupado un lugar im-portante en el desarrollo de las nuevas tecnología de la información. Si bien, las temáticas incorporan ahora cuestiones socioculturales en torno a los procesos de formación y las práctica profesional, continúa la discusión en torno a la importancia de documentar, por una parte, las trayectorias de institucionaliza-ción del estudios de la comunicación en las universidades (Fuentes, 2001); así como propuestas para la reformulación del quehacer del comunicador (Martín-Barbero, 2001); sin olvidar las experiencias sobre procesos de reestructuración curricular en licenciaturas de comunicación, tal es el caso de la UABC-Tijuana (González, et. al., 2006), quienes centraron su proceso de enseñanza-aprendizaje en un modelo edu-cativo basado en competencias. Modelo que poco a poco adquiere mayor auge en-tre las instituciones que se enfrentan a procesos de reestructuración curricular. Hablar de la formación profesional de comunicadores, implica reconocer los refe-rentes que permiten conformar los esquemas de articulación académica y profesio-nal que de manera articulada configuran parámetros de análisis y discusión en torno a la estructuración e institucionalización del subcampo educativo de la co-municación. Por tal razón, la importancia de hacer un recuento de lo que se ha producido en torno a este tema y desde qué perspectivas ha sido abordado, dando cuenta que la preocupación por los procesos formación de comunicadores ha exis-tido desde el momento mismo en que se funda la primera escuela de comunicación no sólo en México, sino también en Latinoamérica. Referencias bibliográficas ANDIÓN GAMBOA, M. (1990). “Escuelas de Comunicación y mercado de trabajo”. En Andión (comp.), Las profesiones en México: Ciencias de la comunicación. No. 5. México: UAM-Xochimilco; pp. 41-56. ______________________. (1993). La carrera de comunicación en Xochimilco. Evaluación com-

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Ecrán: la protofarándula en Chile, a partir de la figura de la estrella de cine hollywoodense

Francisco Marín Naritelli Escuela de Periodismo, U. de Chile

[email protected]

Resumen

El artículo estudia el contexto de emergencia de la primera revista cinematográfica nacional, Ecrán, y su contribución a la emergencia de la “estrella” como producto paradigmático de la naciente “cultura de masas”, en suma la primera expresión histórica cuya desembocadura actual se basa en la actividad periodística de la “farándula”. Palabras clave: Ecrán, estrella de cine, cultura de masas, Chile.

Con el advenimiento del cine en la segunda mitad del siglo XIX, y más aún con aparición y posterior consolidación del cine hablado, un nuevo espacio de repre-sentación vendrá a desplazar la tradicional disyunción entre lo público y privado tanto en Chile como en otras partes del orbe. Cobra especial importancia, antes de adentrarnos propiamente tal en esta nuevo espacio como manifestación de la cul-tura de masas en Chile, la conformación de la industria en Hollywood, que en un comienzo era “una aldea bordeada de pimenteros y con bosquecillos de color na-ranja, recién incorporada al creciente complejo metropolitano de Los Ángeles”1, con sus nuevas lógicas de producción y “promoción de imaginarios, estéticas, prácticas públicas y estilos de vida”2, sobre todo en la llamada “edad de oro”. Sin embargo, independiente de la discusión sobre la naturaleza de este nuevo mer-cado de bienes simbólicos y espacios de representación, incluido la industria del

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cación. Madrid, Santillana; p. 91. 2 Op. cit.; p. 78.

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cine3, como una reorganización de lo público o esa suerte de “restauración de co-munidad” y no su “aniquilamiento”, como lo entiende Ossandón (2008: 71), el star

system hollywoodense y su influencia en Chile aparece como un catalizador de los nuevos fenómenos culturales y problematizará la anquilosada “res publica”, ese imago mundi señalado por Gonzalo Vidal (op. cit.: 37). Así entendemos el papel que juega, dentro de la maquinaria industrial y los dispositivos audiovisuales, la estre-lla de cine. “La estrella” La irrupción de la estrella entraña no solo un nuevo campo de interés para las ma-sas, cada vez menos profesionalizadas (en el sentido que no son los mismo que consumen o son parte de ese ethos sacro, de los tradicionales espacios públicos) y más ávidas de espacios de representación; sino el desplazamiento que se realiza desde la obra-autor, a la obra-intérprete. Ya no será, como señala Ossandón, un sujeto ejecutando una técnica, sino un artista, autónomo, interpretando “de manera personal y única” una obra. La manera como lo efectúe o interprete le dará sentido a la obra en general.

“La representación individual”, “individuación” o interpretación adquiere inusita-da importancia, sobre todo para el análisis que realiza Ossandón (ibíd.) con respec-to al impacto “mediático” de la visita de Sarah Bernhardt a Chile en 1886. El inter-prete, entendido como aquella subjetividad que es percibida “ocupando el centro del sistema” (ibíd.: 80) y que tiene el poder de “obnubilar otras materialidades o significantes fílmicos” (ibíd.: 75) permite entender las nuevos centros de interés que sobre él se configuran. El intérprete pasará a ser “un extraño sol”, que se basta a si misma, siendo “todo en su imagen, sin requerir de ningún otro lenguaje o explica-ción” (ibíd.: 54). Parece curioso, entonces, el análisis de Edgar Morin citado por el mismo Ossandón acerca de la relación entre “estrella” y cine. Dirá Morin que la estrella “es típica-mente cinematográfica y nada tiene, sin embargo, de específicamente cinematográ-fica” (ibíd.: 74). La estrella sería, por tanto, el resultado del complejo engranaje que une tanto al cine como industria con las lógicas de la demanda o viceversa; o como

3 También habla de un “espacio urbano mas abierto a las influencias externas, a las nuevas conexio-nes que facilita la prensa, el ferrocarril”. Ossandón, Carlos (2008). La sociedad de los artistas. Cita ex-traída, a su vez, de Sofía Correa et. al. (2001). Historia del siglo XX chileno. Editorial Sudamericana, Santiago de Chile.

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dice Morin, “esa poderosa y compleja complicidad entre invención, negocios, compulsiones psico-sociales e interés masivo” (ibíd.: 74). Así lo aseveran, en un lenguaje más simple, Asa Briggs y Peter Burke, quienes dirán en resumidas cuen-tas que “no podrá haber estrellas de cine sin admiradores” (op. cit.: 212); y Carlos Borcosque, director en Hollywood de Ecrán, en la primera edición del 8 de abril de 1930 de dicha revista, quien contesta la pregunta “¿Quiénes son estrellas de cine?”:

[Entendiendo que] la industria cinematográfica, siendo, en cierto modo, un arte, es, ante todo –y esto no deben olvidarlo jamás los que se interesan por el cine […]– un comercio, un negocio de proporciones enormes, y, por tanto, todas las decisiones, títulos, salarios, honores, etc., están basadas única y exclusivamente en puntos de vista comerciales, para ser más exactos en números. En medio de las docenas de ac-tores y hasta cientos de actores y actrices que en algunos estudios tienen bajo con-trato con sueldo semanal, hay algunos que se destacan mas especialmente por su valor interpretativo, llegando a convertirse en favoritos del público. Para ellos se creó el titulo de estrella (Ecrán, 8 de abril de 1930; p. 3).

En ese sentido, como lo entiende Borcosque, solo podrán llevar el titulo de estrella, aquellos que por sus dotes personales e interpretativos puedan “llevar la película sobre su hombros”, produciendo el correspondiente éxito de la cinta, “por lo me-nos el éxito de curiosidad de los primeros días, aunque el tema fuera rojo o de rela-tivo interés”.

La simbiosis entre industria y estrella, studio system y star system, también se hace latente en cada página de la revista en Ecrán, cuya sección “Galería Ecrán”, no solo incluirá las láminas de estrellas como Lillian Roth, Billie Dove, Louise Brooks, en-tre otras; sino al pie de cada foto, su filiación a grandes industrias como la Warner Bros., la MGM o la Paramount. Jacqueline Mouesca (1997: 68) dará a ésta unión la característica de “invariable”, pues “nunca se omite el nombre de la compañía a la que pertenece el actor o la actriz”.

¿No será que esas famosas estrellas son solo fantasmas al servicio de la produc-ción? Morin (2001: 44) entiende “que sus contratos (de las figuras hollywoodenses) les obligan a imitar su personaje de la pantalla como si éste fuera el auténtico”. “Las estrellas –continúa– se sienten entonces reducidas al estado de espectros que engañan el aburrimiento con parties y diversiones, mientras la cámara absorbe la verdadera sustancia humana”; o que, parafraseando a Jacques Aumont, esas ful-gurantes celebridades corren el riesgo latente de perder su realidad, por lo menos así ocurrió con Bela Lugosi, quien acabó por creerse los personajes satánicos de sus filmes. Pareciera, ante esto, que la sentencia de Adorno y Horkheimer (1992: 4) co-

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bra valor bajo esta premisa: “La violencia de la sociedad industrial obra sobre los hombres de una vez por todas”, incluso para las mismas estrellas de cine. Si bien empezamos nuestro análisis con la irrupción del cine sonoro, habrá que señalar que la existencia de “estrellas de cine” se hace patente antes de la consoli-dación masiva de lo hablado. Volviendo a Hollywood, y más específicamente a su “la edad de oro”, encontramos a grandes figuras como Mary Pickford, Rodolfo Valentino, “el gran amante”, o Charles Chaplin, quienes se destacaban por su en-canto, y, en el caso de este último, “por su gracia, humor, por su sentido del tiempo y por su phatos” (Briggs y Burke, op. cit.: 193). Siguiendo con Chaplin, “ya hacia 1920 se hablaba de chaplinitis, en la que se incluían productos que acompañaban a las películas, como canciones, danzas, muñecas e incluso cócteles” en lo que lla-maríamos un incipiente merchandising que parte con el cine y que luego se propaga a otras disciplinas artísticas como el teatro y a la danza (Ossandón, op. cit.: 79). Ecrán como reproductor de imaginarios hollywoodenses Las nuevas publicaciones que aparecerán, “en el marco de la incorporación del cine desde sus propios relumbrantes sueños a la nueva y abigarrada reorganización cultural de comienzos del siglo XX” (Ossandón, ibíd.: 79-80), entre ellas, Ecrán, tie-nen como objetivo ser los mediadores entre las masas consumidoras y la gran in-dustria del cine, promocionando los filmes, defendiendo “el rol civilizador del nuevo medio”, en una especie, de “quinto poder” o “sistema que incluye una serie de complicidades que trascienden la sola exhibición de las películas”.

Ecrán se hace eco del star system en tanto producción, y en tanto imaginario. La es-trella de cine “arrojada en un primer plano” debe ajustarse a determinados cáno-nes preestablecidos por la industria cultural hollywoodense. Cánones o clichés básicos como la sensualidad, cuando se habla de Evelyn Brent, la voluptuosidad de Greta Garbo, la elegancia de Doris Hill, el rostro de ángel de Janet Gaynor o Lillian Roth, “cuya sonrisa y cuya simpatía son proverbiales” (Ecrán, op. cit.). Es lo que Jacques Aumont (1992: 133-134) identifica como la doble práctica del cine producto de los aspectos económicos y mitológicos de su propia naturaleza comercial que tiende a rentabilizar al máximo sus inversiones: por un lado, “la contrastación de actores que de este modo se atan a una firma en exclusiva”, y por otro “la reduc-ción de los riesgos fijando una imagen de los actores”. Aumont dirá que si un ac-tor se muestra eficaz en un tipo de papel o de personaje en particular, “se tenderá a repetir la operación en las películas siguientes para asegurar el ingreso”. Es así que es ostensible el aspecto mitológico al convertir al actor en star, “se forja sobre el

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actor una imagen de marca”. La imagen se nutre de los rasgos físicos del actor, de sus actuaciones fílmicas anteriores o potenciales y de su vida real o supuesta.

Esta suerte de sensacionalismo de las formas tiene su correspondencia en cada página de Ecrán a lo largo de sus publicaciones. De hecho, en su primera edición, la revista se refiere a “la conservación de la línea y el cultivo de la belleza”, pues “un kilo más o un kilo menos es decisivo en las perspectivas de una artista de cine”, en una verdadera producción corporal de la star. Pone como ejemplo a las jóvenes actrices Rally Starry y Dorothy Jordan, quienes se enfrentan a horas de ejercicios en “el box, la cuerda, la paralela, el tennis, y otros juegos combinados con baños de las más diversas clases” (Ecrán, ibíd.).

No obstante lo anterior, Ecrán no sólo reproduce ciertas lógicas o imaginarios de la maquinaria de Hollywood, que veremos a continuación con ocasión del auge o caída de las estrellas, sino que hace parte de la defensa de las nuevas tecnologías como la sonoridad en el cine, o como señala Mouesca (op. cit.: 61): “Ecrán aparece como la avanzada anunciadora en el campo de las publicaciones de los nuevos tiempos del cinematógrafo”. Es así como se asevera en la editorial de la primera edición del 1 de abril de 1930 (op. cit.):

Sí, el cine sonoro, del cual estábamos oyendo hablar a diario en revistas y periódi-cos; el cine sonoro, que gracias a una propaganda inteligente de los productores norteamericanos, logró que se le comentara con ardor, que se le discutiera y se le aceptara […] y naturalmente que este ir y venir de palabras e ideas, debía repercu-tir en el publico en forma tal que cuando el cine sonoro fuera dado a conocer, todo el mundo estuviera aviso de verlo (y oírlo).

En su edición del 9 de septiembre de 1930 –número 12–, Ecrán hace una defensa “corporativa” del cine sonoro ante la poca asistencia a las funciones, explicando las causas de tal fenómeno después del boom de los primeros meses. Dirá que la razón fundamental “son los precios que las empresas cobran por las cintas sonoras […]. Las localidades cuestan un ojo de la cara”, eso referido a los derechos de aduana, las gruesas sumas de dinero que han invertido los teatros para exhibir cintas sono-ras. Incluso la revista da las pautas de lo que debería ser el precio de las entradas en un futuro cercano:

Nuestro parecer es que, pasada ya ese natural agitación que despertó el cine sonoro a su estreno, los precios deberían disminuir. Así, cuando se trate de protección al teatro nacional, nadie pensará en solicitar de la autoridad que se aplique nuevos impuestos a las películas y al espectáculo mismo del cine sonoro.

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En la edición del 18 de noviembre de 1930, Ecrán asevera que la rápida aceptación y difusión del cine sonoro en Chile se debe en proporción muy grande a la carencia de otros espectáculos dignos. Confirman este aserto los borde-

reaux de los cinemas durante las festividades patrias, que no arrojaron el resultado que era de esperarse en días destinados al jolgorio y la diversión generales, pues en esta época vinieron buenas compañías teatrales y una ópera de calidad que “quita-ron” al cine sonoro un numero considerable de habitúes. ¿Y si tuviéramos constan-temente tal abundancia de espectáculos interesantes?

Si bien el cine nacional tuvo su espacio en Ecrán, y el cine europeo, a partir de la década del ‘60, empieza a repercutir en Chile con películas como La dolce vita, la cinematografía americana mantiene su dominio tanto en el número de películas exhibidas, como en su éxito en las salas. Ecrán, como se ha visto, no es ajena a este fenómeno, ni a otros con los cuales convivirá durante los cuarenta años en que se publicó la revista. En 1939 asume María Romero como directora de la revista4, lo que significará un desplazamiento de las temáticas que hasta esa fecha habían te-nido cabida, y que había subsumido al cine en un indecoroso segundo plano. Con Romero, esa fábrica de los sueños hollywoodenses vuelve a refulgir en todo su es-plendor. Ecrán vuelve a su esencia como “un modelo arquetípico de publicación puesto al servicio del star system” (Mouesca, op. cit.: 100).

La década del ‘40 permitirá a la revista nutrirse de la época de oro del cine ameri-cano, como en algún momento lo hizo en sus primeras publicaciones. Ya en 1930, la revista conmocionó el panorama editorial chileno con informaciones “frescas” venidas de los mismos sets de producción. Esto permitido por la existencia de un director en Chile, Roberto Aldunate, y un director en terreno, en el mismo Holly-wood, como es el caso de Carlos Borcosque, quien hace gala de su cercanía con las estrellas para realizar quincenalmente reportajes o crónicas para la revista. La poca o casi nula crítica cinematográfica propiamente tal, salvo “los últimos es-trenos”, el material periodístico-cinematográfico realizado por el mismo Borcos-que, da cuenta de la naturaleza de Ecrán y su gran sustento: “el chismorreo”, que para Mouesca se elevará a la categoría de genero periodístico, hacia 1934, con la publicación de crónicas de la más celebre columnista de chismes, Louella Parsons (ibíd.: 66).

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Auge o decadencia de las estrellas: primer paso hacia la protofarándula en Chile Alguna vez René Clair afirmó: “El cine hablado no es lo que nos asusta, sino el de-plorable uso que nuestros industriales van a hacer de él” (en Gubern, 1983: 197). Eso en clara alusión a la extensa y formidable maquinaria que se utilizaría en la segunda década del siglo XX para hacer de lo sonoro un espacio de dinamismo tanto técnico como comercial. Ya en 1926, empresas como American Telephone and Telegraph Company o Chase Nacional Bank de Rockefeller detentaban el con-trol del cine sonoro a través de sus respectivas patentes sobre el sistema Vitaphone que empleó el método de fotografiar las oscilaciones sonoras sobre película, y la Photophone. Para Román Gubern, “la implementación del cine sonoro duplicó en poco tiempo el número de espectadores cinematográficos e introdujo cambios re-volucionarios en la técnica y en la expresión cinematográfica”. La sonoridad no era solo una pariente pobre del music-hall y de la opereta sino un desplazamiento de la experiencia estética de lo visible puesta en la pantalla, que generó una ácida critica en intelectuales y en los mismos artistas. Rudolf Arnheim (1997: 83) destaca la per-dida por parte de los actores de una infinita posibilidad expresiva: “Si uno no es-cucha lo que dice (del actor mudo), el significado se indirectamente claro y es in-terpretado artísticamente por los músculos de la cara, de los miembros y del cuer-po […], además la divergencia entre la realidad y la presentación muda deja mu-cho margen al interprete y al director para la invención artística”.

Tanto en Rusia con figuras de la talla de Pudovkin o Eisenstein, para quienes la palabra y el diálogo esclavizaban la libertad creadora del montaje, o el mismísimo Chaplin quien aseguraba que jamás haría una película sonora y que, si la hacia, interpretaría en ella el papel de un sordomudo, aparecían voces que denunciaban con espanto la perversidad sonora. Pero a pesar incluso de Arnheim, quien aludía a la categoría de arte que detentaba el cine mudo originado en sus propias limita-ciones técnicas, esta nueva conquista se transformaría en una barrera insalvable para sus detractores, perdurando hasta nuestros tiempos. Con el éxito de El cantante de jazz (1927), la película que hizo hablar al cine (y que quintuplicó sus recaudaciones por concepto de taquilla), en lo particular; y en lo general, el desplazamiento que realiza el cine hablado del mudo, se dará pie a la primera matriz de interés por lo privado a partir de Ecrán, el cual podrá informar del auge o desgracia de las estrellas, con la consiguiente instalación de la proto-farándula en Chile. La sección de “chismografía hollywoodense” de Ecrán es el instrumento por el cual no sólo se develan los detalles de la vida privada de las grandes figuras, sino que dará cuenta de la desgracia de las antiguas estrellas del cine mudo, como John Gilbert o Louise Brooks. En la primera edición de la revista,

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por ejemplo, se hace referencia a John Barrymore, quien “resulta una verdadera decepción”. La figura más clásica y más culta de Hollywood (Barrymore) “no pue-de pronunciar dos palabras juntas sin agregarle un juramento, y sus modales, su conducta y sus actos, son famosos por su grosería”. También cabe destacar el ac-tual momento de John Gilbert: “El cine sonoro no le es favorable, porque no tiene bella voz”, publica Ecrán el 22 de abril de 1930. Asimismo, “un periodista, a quien el artista perseguía, desde hace tiempo, para castigarlo, lo dejó en mal estado. Y como si esto fuera poco, Gilbert, esta cogido en las redes del matrimonio”. Otra de las secciones que demuestra esta fascinación por los que han caído al olvido es “Caras olvidadas”. En uno de sus encabezamientos se reproduce: “¿Se acuerda usted de la cara de Robinne, de Perla Whites? Podría llenar varias casillas sólo apuntando nombres desconocidos por la ingratitud del público. Serían páginas heladas y melancólicas como un cementerio” (Ecrán, 22 de abril de 1930).

No es posible hablar de las bondades de una estrella de cine sonoro sin un lenguaje apropiado. La utilización de expresiones poéticas y emotivas permite un correcto halo de espectacularidad y dramatismo en cada historia desarrollada en las pági-nas de Ecrán. Cuando Enrique Délano habla de Janet Gaynor, se cuestiona cómo dar a entender su personalidad, considerando que para caracterizar a una persona, a los dibujantes les basta un rasgo. Pero, para definir a Janet Gaynor, seria necesa-rio pintar solo su alma. Él mismo se contesta: “Queda el recuerdo de sus ojos, don-de –digámoslo una vez más– vive toda ella, su alma, apretada de colores grises” (“El alma de Janet Gaynor”, 8 de abril de 1930). La retórica también es indispensa-ble para Roberto Meza Fuentes, que en una de su crónicas, se pregunta por el “res-peto a la belleza y a la fragilidad de los seres que encantan la vida”, para referirse a Billie Dove, quien fue golpeada por su marido y que “va a conmover a los tribuna-les con una angustiosa demanda de divorcio” (9 de septiembre de 1930). Y así una larga lista que menciona a la sensual Lía de Tutti, el “mago de la emoción” Conrad Veidt, “el rey del Far-West” Tom Mix y “la pasional” Betty Ammann, “cuyos ojos logran torcer toda buena intención, cuyos ademanes todos dejan traslucir la pasión que los anima” (17 de noviembre de 1930), porque la estrella de cine en tanto tal debía serlo las veinticuatro horas del día, los doce meses del año, y están conde-nadas a imitar su vida de cine dedicado al amor, a los dramas, a las fiestas, a los juegos y las aventuras. Con respecto a las “temáticas faranduleras” tratadas por la revista, ejemplo como el anterior, permite configurar un verdadero caldo de cultivo que va desde conflic-tos matrimoniales, romances que terminan, hasta anécdotas entre industriales y de grandes artistas hollywoodenses. Algunas de las informaciones, dependiendo del grado de interés que puedan generar y de los datos nuevos que van apareciendo,

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serán tratadas en diversos números en un verdadero seguimiento noticioso. Mere-cen tal tratamiento en Ecrán, el bullado matrimonio secreto entre Loretta Young y Grant Whiters, y la también bullada separación de esta pareja al día siguiente de su compromiso, “provocada por la mamá de la novia, alegando de que aquella es menor de edad” (15 de julio de 1930); como los problemas domésticos del matri-monio entre John Barrymore y Dolores Costello (8 de abril de 1930). No resulta inocente preguntar entonces, ¿cuál es la necesidad por saber todo lo que acontece con el star system? ¿Por qué si Ecrán es una revista cinematográfica, explo-ta solo el sensacionalismo? El interés por lo privado aparece en cada una de las páginas de Ecrán, ya sea en forma de secciones determinadas, como “chismografía hollywoodense” o en forma de reportajes o crónicas. De esta forma, a través de una pluma cargada de emotivi-dad, se da cuenta de la vida de artistas como Ramón Novarro, quien no sólo se destaca por ser un gran actor latino o un magnífico conaisseur, sino por sus pasio-nes personales, como el piano, el bridge y los chistes; o el mismísimo Al Jolson, el cual transita desde una vida como mozo de un café de última categoría a la de gran cantante, cuya voz le ha llevado al sitio más alto “que es posible suponer, ganando algunas semanas 17.500 dólares”.

La experiencia del periodista en el mismo lugar de los hechos, como es el caso de Carlos Borcosque, director en Hollywood de la revista, permite una posibilidad casi inmejorable de dar cuenta de la vida privada de las estrellas. Una de las cróni-cas más recordadas de Borcosque es la de Ramón Novarro. El periodista asevera que “estar junto a él y a su piano, es ver desfilar por el teclado todos los trozos que uno quiere y desea recordar” (8 de abril de 1930). Es más, Borcosque, deja de lado la distancia natural entre periodista y entrevistado, para abordar aquello que lo une a la figura latina del momento:

Cuando volví a mi casa, lleno de notas y de emociones y de recuerdos, tuve una nueva sorpresa: había nacido una hijita mía. Por lo tanto, mi amistad con Ramón tiene la edad de mi hija y ambas –así lo espero– han de durarme toda la vida.

Ecrán y la industria cultural La creación de imaginarios por la industria del cine da cuenta de un complejo en-tramado donde lo real es desplazado por el simulacro a partir de lo que Baudri-llard (1978: 22) entiende como unas “centrales imaginarias que alimentan con una

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energía propia de lo real una ciudad cuyo misterio consiste precisamente en no ser más que un canal de circulación incesante, irreal”.

Esta casi perfecta circulación que liga tanto a las condiciones de producción de la industria cultural como su reconocimiento en el público, es lo que permite el éxito de la farándula actual en Chile. Es en este entendido que, si para Ossandón (op. cit.: 22 y ss.) aquel éxito radica en la facultad de la farándula de humanizar a los famo-sos y exhibir sus problemas, la humanización de las estrellas hollywoodenses en los comienzos del siglo XX, es su antecedente directo.

La demanda del público por consumir los productos de la industria cultural como el cine y sus magnánimas estrellas no se basa simplemente en la obediencia meca-nicista producto del ejercicio de la voluntad hollywoodense, sino en la adaptación consciente (por parte del cine en tanto industria) a las necesidades del público cal-culadas según las cifras de boletería. En tal sentido, la administración de incons-cientes, el sensacionalismo, la vida íntima de esas extrañas y a la vez fulgurantes estrellas, que solo llegan a nuestro país a través de los relatos, reportajes periodísti-cos, chismografía, láminas en primer plano presentadas en Ecrán, “valen como se-bo informativo para atraer al lector e interesarlo en la concurrencia a las salas de cine” (Mouesca, op. cit.: 64). Ese por lo menos es el primer estadio de la protofarán-dula en Chile y la instauración de la cultura de masas como tal. Referencias bibliográficas ADORNO, Theodor y HORKHEIMER, Max (1992). Dialéctica de la ilustración. Madrid, Akal. ARNHEIM, Rudolf (1997). El cine como arte. Barcelona, Paidós. AUMONT, Jacques (1992). Estética del cine. Barcelona, Paidós. BAUDRILLARD, Jean (1978). Cultura y simulacro. Barcelona, Kairós. BRIGGS, Asa y BURKE, Peter (1992). De Gutenberg a Internet. Una historia social de los medios

de comunicación. Madrid, Santillana. Revista Ecrán, varias ediciones (1930). GUBERN, Román (1983). Historia del cine. Barcelona, Lumen. MORIN, Edgar (2001). El cine o el hombre imaginario. Barcelona, Paidós. MOUESCA, Jacqueline (1997). El cine en Chile. Crónica en tres tiempos. Santiago de Chile, Planeta. OSSANDÓN, Carlos (2007). La sociedad de los artistas. Santiago de Chile, Palinodia.

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Afirmación de la televisión, indicio de la política

Notas sobre el comentario político en televisión

Ignacio Guajardo Cruz Escuela de Periodismo, U. de Chile

[email protected]

Resumen

El artículo se acerca la puesta en funcionamiento de algunas de las gramáticas más habituales entre los diversos “lenguajes televisivos”, en cuanto a los programas de comentario o análisis político, desmontando la politicidad en acto tanto del disposi-tivo técnico (“palabra televisiva”) como del objeto de su enunciado (palabra políti-ca). Palabras clave: televisión, política, comentario político en televisión.

Presentación A propósito de la coexistencia a nivel de lo que constituyen sus procedimientos de significación en el seno de un territorio de lo público así entendido “mediatizado” y, de manera más general, los fundamentos de la teoría semiótica de Ch. S. Peirce, el siguiente trabajo pretende ejercitar un vínculo de orden epistemológico entre los regímenes significativos característicos –en principio y en un modo hipotético– de lo televisivo y de lo político, mediante una puesta en perspectiva que las considere a la manera de unas instancias esencialmente enunciativas, cuyo principal indicador de productividad será por lo tanto el propio espesor simbólico de su enunciado. De este modo, siguiendo algunos de los conceptos involucrados en la teoría de la discursividad social de E. Verón (1993) –lector e intérprete de Peirce–, nuestro obje-to será aproximar, a partir del rescate de una de sus manifestaciones más comple-jas (el comentario o análisis político en televisión), cierta dimensión suficientemen-

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te “volumétrica” respecto de la racionalidad desplegada en y por la operación ele-mental que el autor, desde un ángulo socio-semiótico, refiere como el encuentro entre unas “gramáticas de producción” y unas “gramáticas de reconocimiento”. Este encuentro, pivote de la definición simultánea de un campo y de un proceso de la discursividad social en tanto que “enunciación del sentido” (semiosis), poseerá no obstante una gramática específica para el caso señalado –inspirada, en palabras del mismo Verón (1992), en un modelo de “democracia audiovisual”. He aquí nuestro punto de partida: en la medida que la mediatización de lo político puede ser entendido como un decir incorporado a la sociedad, la práctica enuncia-tiva que implica el comentario político en televisión motivaría la emergencia de cierta “subjetividad” cuya naturaleza según el plano semiótico que nos orienta aquí, se desenvolvería, en su forma mediatizada, al mismo tiempo como afirmación del dispositivo –televisión– y como indicio de su objeto –política–. Por ello, nuestra conceptualización estará circunscrita en torno a lo que Verón denomina “cuerpo significante”; esto es, aquella figura y performatividad significativa de criterio me-tonímico, cuyo medio es el contacto (índice, en Pierce) y no la representación (símbolo, en Pierce). A su vez eje de una superficie metacomunicativa de la signifi-cación, relativa por ende a la puesta en escena y no a sus contenidos, nuestro enun-ciado de lo político incluiría en la misma entidad de su enunciación –el comentaris-ta como dispositivo; la televisión como performance– su invitación a una experien-

cia de la práctica de la política. “Mediático” y “mediatizado”, dos gramáticas El primer ámbito, de contexto, donde debemos concentrar nuestra perspectiva tie-ne que ver con la relación que posee la transformación de los contenidos que le confieren orden y sentido a las sociedades industrial-democráticas, y el desarrollo de la operación de los medios de comunicación en ellas. Así entendidos histórica-mente (y de una manera no menos controversial1), “de masas”, este complejo ha experimentado un rápido aceleramiento desde la prensa escrita, el cine y la radio, hasta las tecnologías contemporáneas de la televisión y los multimedia. Detrás, o en frente de cada uno de ellos, momentos paradigmáticos de la relación sociedad-

1 En buena medida debido al trasfondo que representan las preocupaciones de cada uno, y las propias líneas de pensamiento en las que se inscriben, Verón podría ser estimado como un me-diador entre la obra de Marcuse y de McLuhan (“apocalípticos” e “integrados” de antaño), y entre la de Baudrillard y de Lipovetsky (los exponentes más reconocidos hoy).

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medios a través de los últimos dos siglos, se constituyen en realidad formas de dis-cursividad nuevas. Por de pronto, en un primer momento este campo y proceso ha sido pensado de acuerdo a un principio representacional, distintivo de la moderni-dad y fundado sobre una visión instrumental o funcional de la comunicación; o lo que es igual, una asunción para los medios en tanto que fines por concretar. Dice Verón (2001: 13-14): “Esta ideología representacional acompaña la localización de lo que llamaría la sociedad industrial mediática, y provee así a esta última de un principio de inteligibilidad que le permite ‘comprender’ aquello que está por lle-gar”. Este principio de inteligibilidad es el que define la posibilidad de lo que lla-mamos “gramática”, cierta formalización capaz de solventar un conocimiento acer-ca del lazo que vincularía, entre otras, a las regiones de la política y de los medios; se trata, en este sentido, de la puesta en ejercicio de una discursividad de índole descriptivo-referencial, cuya acción misma, no obstante, es la que produce las dife-rencias a las que remite (en términos de lo que la sociología contemporánea –la de autores como Bourdieu, Giddens, Luhmann, Beck, etc.– entiende por “reflexivi-dad”). El propio Verón explica con claridad el estatuto esencialmente dinámico y contin-gente de una práctica discursiva situada en este plano (y cuyos estandartes son el intelectual, por una parte; y por otra el profesional):

Ocurre frecuentemente que el desarrollo de un proceso de transformación social arroja luz sobre la inadecuación progresiva de los sistemas de representación que él mismo ha engendrado: es el caso hoy de la concepción representacional. Porque la sociedad mediática, en la aceleración de ese proceso que hemos llamado la “revo-lución de las tecnologías de la comunicación”, cambia, todavía sin saberlo, de natu-raleza: se vuelve poco a poco una sociedad mediatizada. Ahora bien, la mediatización

de la sociedad industrial mediática hace estallar la frontera entre lo real de la socie-dad y sus representaciones. Y lo que se comienza a sospechar es que los medios no son solamente dispositivos de reproducción de un “real” al que copian más o me-nos correctamente, sino más bien dispositivos de producción de sentido [cursivas del autor] (2001, op. cit.: 16).

De tal suerte “sociedad mediatizada” y “mediatización” son los registros que per-miten, respectivamente, la conceptualización del campo y del proceso que en la actualidad se encuentra trasladando aquel principio gramatical de la traductibilidad

recíproca que nos interesa explorar: si una sociedad mediática estimaba por y para sí misma que los medios constituyen un espejo a través del cual ella se refleja y se comunica, delimitando con ello la línea que distingue entre lo que es “real” y lo que es “representado”, la sociedad mediatizada será aquella donde toda la conste-lación de lo real (instituciones, recursos, conflictos, cultura) se encuentra plena-

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mente vectorizada, precedida y dosificada en función de la existencia ampliada de los medios (vid. Baudrillard, 1978). De este modo, la unidad campo-proceso de lo político sufre una metamorfosis de momento inescrutable: la televisión es ahora el lugar primordial, asimismo, de un “tele-espacio” y de un “tele-imaginario”, cuyos reenvíos a la figura de la polis, dada su calidad de base epistemológica –a la mane-ra de un metasigno; esto es, el modulador que permite ejercer el discurso sobre su propia obra–, de todos modos permanecen nítidos: es evidente todavía hoy la in-tencionalidad por perpetuar la típica relación instrumental comunicación-política de parte de quienes detentan las condiciones para portar su “palabra”.2 Televisión y política como entidades enunciativas Establecido el marco general dentro del cual inscribimos nuestro trabajo, al cual, de otra parte lo pretendemos en sintonía con los fundamentos de la concepción del poder en M. Foucault3 –a quien retomaremos en breve–, nos corresponde propor-cionar una conceptualización acerca del carácter enunciativo que tendrían televi-sión y política comprendidos, desde un comienzo, como dos signos o valores de la sociedad por derecho propio; o lo que es lo mismo, su estado de “objeto” en cir-cunstancias de la necesaria producción de su imagen, a partir de la cual proyectar los límites entre su “real” y su “imaginario” (su constitución como texto, a través de la distinción significante-significado, según la lingüística). En una palabra, que desde el punto de vista enunciativo, televisión y política sólo pueden ser tenidas como entidades o constructos en la medida de su despliegue discursivo: en la medida que ambas “hablan” de sí mismas y solventan sus ontologías: “lo televisivo” y “lo político”. Lo que llamamos imagen es, en realidad, locus (campo) y logos (proceso).

2 El autor que venimos siguiendo tiene las siguientes palabras para observar la nueva materialidad del objeto llamado ciudad (y sus sentidos): “La ‘ciudad’ es una entidad cuyo espacio está entera-mente construido en lo imaginario: desde el punto de vista de su existencia colectiva, no hay otro soporte material que el de la grilla evanescente de las ‘líneas’ de la pantalla catódica. Por otra parte, porque la ‘ciudad’ es una entidad del imaginario politico, y el proceso que nos interesa concierne muy particularmente al sistema político: la mediatización es particularmente sensible en el dominio del aparato de Estado y de sus ceremoniales” (2001, op. cit.: 20; cursivas nuestras). Todos ellos repro-ducen mejor o peor el modelo que le da identidad a su inherente y permanente acto de “publici-dad”: la polis. Una visión bien distinta se halla, por ejemplo, en Bauman, 2000. 3 Un intento por ofrecer una visión sistemática de esta idea de poder –complejo epistemológico-político todavía muy debatido– se encuentra en Deleuze, 1990.

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Al respecto, los desarrollos de lo que se ha denominado “pragmática de la comuni-cación”4, y particularmente aquellos que han desembocado en la configuración de una pluridisciplina socio-semiótica, resultan de especial interés enfocados sobre el problema de la enunciación. Si televisión y política existen en cuanto (se) habla (a través de ellos), ¿qué o quién, deus ex machina, habla en, y, en definitiva, por ellos? Distinguiendo dos dimensiones paralelas e indisolubles en el acto enunciativo, que es uno de los aportes más vistosos de la socio-semiótica, podemos ensayar una respuesta: desde luego la enunciación es, como hemos visto, “discurso”; pero tam-bién es “cuerpo”. En consecuencia, la primera dimensión es asociada a un objeto de

la enunciación, mientras que la segunda a un sujeto de la enunciación.5 Por de pronto, esta última puede relacionarse también con la noción –bien vaga, según se desprende de lo expresado– de “autor”. Bettetini (1986: 24) la define como aquella entelequia cuya “naturaleza de aparato cultural ausente, al mismo tiempo productor y producto del texto, que deja rastros de su paso ordenador en el cuerpo [aquí, el soporte material] del mismo texto, rastros dirigidos sobre todo a una ins-tancia en proyecto: la relativa al intercambio comunicativo que escoge el texto como

objeto propio” (cursivas nuestras). Tal intercambio indica, por cierto, al concepto que esta aproximación posee para designar el sustrato productivo del discurso. Ahora bien, si la socio-semiótica ha preparado al sujeto de la enunciación con propósitos ante todo heurísticos, a la manera de una “instancia de ordenamiento y jerarquización […] subyacente a una trama de prácticas significantes y proyectos comunicativos” (Bettetini, op. cit.: 28), para nuestros efectos lo relevante es redirigir estas distinciones con arreglo al pesquisamiento de la matriz, racionalidad o “epis-teme” que administra su desenvolvimiento regular y perpetúa lo que Deleuze (op.

cit.), localizando la (poco precisa) noción de dispositivo en Foucault, consigna co-mo el despliegue tripartito de unas “líneas de fuerza”, unas “líneas de visibili-

4 Una introducción general a esta corriente al interior del campo reconocido originalmente con el nombre de “teoría de la información”, que plantea nuevos itinerarios analíticos desde la filosofía del lenguaje anglosajona, la teoría general de sistemas de Von Bertalanffy y el constructivismo pia-getiano, se encuentra en Winkin, 1984. 5 Tengamos a recaudo dos definiciones de “sujeto”: no tenemos en mente aquí al sujeto “lógico” en tanto que “instancia de la que se habla”; en cambio, sí al que ha estudiado la sociolingüística evi-tando las ambigüedades tautológicas y que reivindica el acto de lenguaje y su intencionalidad, llamándolo “sujeto hablante” (y para el cual el primer concepto es, justamente, “gramatical” o “ref-erencial”). Desde esta perspectiva es útil notar un indicador relevante para la discusión filosófica y sociológica acerca de la “transparencia del discurso” en cierto momento histórico: sujeto gramatical y sujeto hablante grafican, pues, la contradicción entre el sometimiento y la autonomía operativa que subyace, casi siempre con pesar, a los análisis.

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dad/enunciación” y unas “líneas de objetivación/subjetivación”6: así entonces, en el campo y proceso de la televisión y de la política, el binomio real-imaginario, signi-ficante-significado o forma-contenido que hemos tenido en este ámbito por “pala-bra”, es proferida en el tiempo del ejercicio de producción de su imagen; o lo que es igual, de su sistema de referencias y diferencias. De manera independiente a la configuración de una discursividad descriptivo-referencial distintiva de las socie-dades posindustriales, nuestro metalenguaje o, simplemente, “gramática” de lo mediatizado, lo cierto es que la cuestión del decir en ambos regímenes de significa-ción continúa siendo materia pendiente en la medida que el principio estructurante de la mediatización –los dos regímenes se disuelven en uno– nos coloca delante de unos “juegos de lenguaje” crecientemente complejos. Antes de estudiar la manifestación específica del comentario o análisis político en televisión, incorporaremos algunos tratamientos analíticos destinados a desentra-ñar, en particular, la corporalidad de este decir: los elementos compositivos de la semiosis. Afirmación-discurso; indicio-cuerpo Siempre instalados en la región de la socio-semiótica, Verón retoma la distinción de los tres órdenes de operatoria del sentido en Pierce, “y no tres tipos de signos, a pesar de la apariencia taxonómica de la teoría peirciana” (2001, op. cit.: 17):7 “símbolo” e “ícono” en términos de la diferenciación entre lenguajes digitales (cri-terio de referencia) y analógicos (criterio de semejanza), que persisten como las modalidades más habituales de la discursividad social; no obstante, un tercer or-den, situado intermediamente y llamado “indicio” designa, según Verón, al con-junto de expresiones significativas de la televisión –distintiva de otras tecnologías de la imagen–, dado el criterio de contigüidad que ella presenta en la construcción del sentido; no siendo ni logos ni tampoco imago, y de modo especial, no metafóricas

6 Forzando en parte los resultados de su investigación, podemos sostener que estas tres líneas con-stituyentes del dispositivo foucaultiano según Deleuze, equivalen al trinomio poder/discurso/sujeto que atraviesa a toda la obra del autor. 7 Al respecto, enfatiza acertadamente Verón (op. cit.: 17-18): “Si estos tres órdenes son modalidades de funcionamiento significante y no tipos de signos, es porque se trata de una cuestión de pre-dominio relativo y no de presencia o ausencia; hay iconismo e indicialidad en el lenguaje, incluso si la modalidad que lo domina es la de lo simbólico, de igual forma que hay simbolismo y metonimia en toda imagen, a pesar del hecho de que su estructruración constitutiva es del orden del iconismo” (op. cit.: 17-18). Esta anotación es desde ya indicativa de la complejidad del estatuto cuerpo-discurso promovido por las diversas iniciativas actuales de la mediatización de lo politico, como tendremos oportunidad de ver.

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(tal como fueron los estatutos de cada una en momentos históricos puntuales), sus fenómenos corresponderían al plano de lo metonímico.8 La materialidad predilecta del orden indicial es, pues, lo que el autor llama “cuerpo significante”, colección de interpermeabilidades del tipo centro/periferia, delante/detrás, dentro/fuera, etc., que colonizan el espacio de la producción de sentido y definen, por oposición a la “escritura”, un mecanismo de “contacto” (o bien “deseo”, en terminología lacania-na).9 Retomemos ahora el punto donde mencionamos el hecho de discurso que circuns-cribe a la preeminencia de una racionalidad plenamente operativa, por fundamen-to generatriz, y situada por encima y por debajo de las modalidades de la discursi-vidad social. Presintiendo quizá esta cuestión, Verón intenta observar su “lugar”, en consecuencia la razón de ser del contacto (una “gramática de producción”) y la condición de posibilidad para su medio (una “gramática de reconocimiento”), cir-cunstancia a la que denominará con la fórmula “televisión para el gran público”:

[…] es ella [la televisión] la que es un medio, y, en consecuencia, su contribución al proceso de mediatización de las sociedades industriales es crucial: el “video” no es un medio, sino un dispositivo tecnológico. Por lo tanto, el concepto de medio es pa-ra mí un concepto sociológico, que no puede ser caracterizado solamente a partir de su soporte tecnológico. La definición de un medio debe tener en cuenta, a la vez, las condiciones de producción (entre las que se encuentra el dispositivo tecnológi-co) y las condiciones de recepción. Los procedimientos técnicos que están en juego en la televisión para el gran público y en un dispositivo de video para la vigilancia son los mismos: la primera es un medio en el sentido indicado, el segundo no lo es (ibíd.: 19-20; cursivas nuestras).

Esta distinción de índole sociológica instala a lo menos dos problemas, íntimamen-te ligados y desde ya constitutivos de la complejidad del campo y proceso de la discursividad social según un registro indicial: en primer lugar, la necesidad de estimar los comportamientos sociales en su dimensión interaccional (en términos del estatuto de la enunciatividad que antes tratamos); segundo, la necesidad de esti-mar la estructuración de los “lugares” sociales, lo que incluye, por lo demás, a los “sis-temas de objetos” de la asociación significativa televisión-política.

8 Un trabajo inicial del autor en esta línea (tomando por objeto la evolución de los elementos com-positivos de la semiosis en el discurso –informativo– del noticiero televisivo se encuentra en Verón, 1983 (ver referencias). En esta perspectiva, el noticiero implica la presencia de una “interfaz” domi-nante en la mediatización de lo politico, aunque no exclusiva ni excluyente, como podrá de inme-diato suponerse. 9 La explicación detallada de este planteamiento en Verón, que no podemos exponer en extenso aquí, se la encuentra en el capítulo “El cuerpo reencontrado” (1993, op. cit.: 140-156).

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Si se los mira con detención –sostenemos–, ambos aspectos reflejan de modo deci-sivo la distinción de los niveles de cuerpo y de discurso al interior de la mediatiza-ción de lo político: por un lado, la interacción comunicativa que proyecta la cons-trucción (colaborativa, “social”) del sentido refiere en todo momento al procedi-miento administrativo mediante el cual se coordinan los intercambios, y cuyo re-conocimiento de la televisión como medio parte de la base de su propio ponerse-en-

escena en tanto que tecnología; por el otro, tales “sistemas de objetos” característicos de la relación televisión-política no son exteriores a la producción de la política co-

mo “palabra”, según el mecanismo de su puesta-en-escena en tanto que práctica discur-

siva concreta. Dicho de otro modo, la televisión solventaría el despliegue de su dis-curso, su “acto de habla”, mediante una afirmación de sí misma;10 en circunstancias que la política está expresándose, con su cuerpo, en el juego siempre inconcluso, en el proyecto permanente que significa proferir su palabra. El comentario político en televisión: palabra negociada y habla disputada En “Interfaces…” (1992, op. cit.), Verón ha rastreado en detalle la relación que han tenido, en un plano más general, las grandes transformaciones socioculturales con-temporáneas –por de pronto el retroceso del Estado y la entrada del mercado como polo organizativo predominante– con las manifestaciones significativas en el cam-po y proceso de la mediatización de lo político en cada uno de tales momentos. El ejemplo más notable aquí son los debates presidenciales televisados, cuya evolu-ción los ha hecho pasar, en términos de sus protocolos formales, desde la antigua mediación periodística –el entrevistador era un elemento compositivo determinan-te en el estudio, es decir, en el juego metonímico que la cámara pone en circula-ción–, hasta las actuales intervenciones, donde la figura indicial de la democracia y de la opinión pública, el entrevistador, son elementos presupuestos y no visibles en el espacio significante, que no recuerda a la institucionalidad democrática ni a las libertades civiles, sino a lo que ha sido conceptualizado hoy en día como «marke-ting político» –poniendo en práctica lo que Verón llama «eje 0-0» de la mirada (cf. 1984, op. cit.). En todo caso, éste nos advierte que por fuera de las reorientaciones significativas observables mediante cierto instrumental semiótico, “cualquier discusión referida a las ‘reglas del juego’ de los medios revela el vínculo ambiguo, constituido a la

10 De manera similar a la tradicional “función fática” del lenguaje en Jakobson (que establece la permanencia de las condiciones de la comunicación). También a la noción de “acto ilocutivo” (que construye el vínculo del sujeto hablante con su destinatario) en Searle.

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vez por temor y fascinación, que lo político mantiene con lo audiovisual. Ahora bien, si el temor siempre induce en la administración un efecto típico –le hace pro-ducir reglamentos–, la fascinación, en cambio, a veces engendra el acontecimiento en el campo de las estrategias” (ibíd.: 126; cursivas nuestras). Ello explica, entre otras cosas, la menesterosa propiedad de interrecursividad in-corporada entre “reglamentos” y “estrategias”: un aspecto esencial de la mediati-zación de lo político deriva, a no dudarlo, del hecho de que la estrategia política, que se ejercía antaño esencialmente en el dominio de lo simbólico, del lenguaje –su concepción moderna y secularizada–, está cada vez más obligada a abrirse camino a través de la red de la metonimia, en busca de un contacto efectivo; este marco de discurso “normal”, al decir de T. Kuhn (1968), fuerza a traducirse hoy en un ejerci-cio de codificaciones indiciales capaces de organizar(se) estratégicamente en términos de una prerrogativa por el dominio de las configuraciones espaciales del ima-

ginario televisivo. Un caso singular de enunciación de cierta “palabra política” alude a los programas de debate o conversación sobre política (el tema tradicional es su administración, en el clásico sentido “republicano” del término –aquí, ante todo opinante–: la politiké, por contraste a la politeia), que hoy representan espacios discursivos plenamente “reconocidos” en la televisión abierta.11 ¿Cuál es el campo y proceso de significa-ción que le sirve de plataforma? Discursivamente, se configura por oposición al protocolo de la “información” o “relato”, en cuyo pilar, como señala Bettetini (1986, op. cit.: 66), está implicada “una práctica grabada a un intercambio de saber en cual el sujeto transmisor no inter-viene connotativamente, sino en cuanto a que está dotado [un ‘órgano’ del cuerpo] de aquel saber, y el sujeto destinatario a su vez se limita a recibir y a codificar di-rectamente” (cursivas nuestras); y en donde por lo tanto “se favorece la autonomía del discurso y de la enunciación respecto al relato y respecto a la realidad de la que se

habla [un ‘tema’ del discurso]” (Bettetini, ibíd.: 72; cursivas nuestras). Corporalmen-te, por oposición a los espacios significativos tradicionales del discurso informati-vo: la sede de Gobierno, el Parlamento, las tiendas de los partidos políticos, etc., indicativos todos de un imaginario de lo público (que es un “hecho de discurso”); y en vez, territorializado en la intimidad y emulando por lo general la disposición estándar de la sala de estar (lo que evidencia una “intervención corporal”).

11 En nuestro país, por de pronto, existen al menos cuatro (algunos aparecen y desaparecen según la coyuntura politico-electoral que corresponda): Tolerancia Cero (Chilevisión); Estado Nacional (Tele-visión Nacional); Factor Guillier (Televisión Nacional) y En Debate (Canal 13).

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Desde aquí mismo, en definitiva, emerge aquella racionalidad orientada hacia la producción de una combinatoria o “subjetividad” (Foucault) que, de otra parte, “en-juega” (Verón) otro campo y otro proceso dentro del fenómeno endémico de la mediatización de lo político: a la inversa de la información televisada, donde el discurso muestra y el cuerpo esconde, en el comentario o análisis político en televi-sión, en cuanto la potestad de la palabra –el “texto”– se negocia, la facultad del habla –el “metatexto”– se disputa.12 Una “patética” política Producto de lo que Verón entiende por “televisión para el gran público”, el campo y proceso de la mediatización de las sociedades democráticas y posindustriales se concibe a través del establecimiento de nuevos espacios imaginarios. Poco a poco, estos espacios toman forma y se autonomizan: encuentran su especificidad, articu-lan las reglas que les son propias, se transforman en lugares de producción de los eventos de lo “real”, administran las interfaces y las negociaciones/disputas entre diferentes puestas-en-discurso y testimonian la valorización creciente de la enun-ciación por sobre el enunciado (o el comentario a pesar de la información). Lugares privilegiados de producción de la sociedad por sí misma, obligan al denominado “discurso político”, que es la forma histórica de una experiencia según el estatuto ético de la polis –allí donde el Estado fuese primordialmente ethos: una actitud–, a edificarse en el nuevo registro de lo metonímico –en aquella región donde el mer-cado es pathos: un goce–. Si la televisión dirige y la política empuja, el cuerpo es el dispositivo y el discurso su performance.

¿Estado-espectáculo? Sin duda, a condición de recordar que el Estado siempre lo ha sido, aun cuando la impresión de la moneda con la efigie del rey y el paso a la tele-visión no supongan los mismos procedimientos técnicos. La mediatización cambia la escala del espectáculo, y no su naturaleza semiótica. ¿Reino fantasmático de los simulacros? Ciertamente no, porque si el espectáculo es la forma misma del senti-do, no ha existido jamás el original cuyo simulacro sería una copia. ¿Fin de lo polí-tico? Por el contrario, nueva etapa que es, paradójicamente, una apropiación del nivel significante más arcaico: lo político comienza a significar el territorio inme-

12 Dice Verón (2001, op. cit.: 30-31): “En el marco de una descripción de este tipo, lo más interesante es analizar cómo, a partir de su estrategia global en el transcurso de un enfrentamiento electoral, cada candidato ‘negocia’ de una manera específica sus intercambios con los periodistas, a fin de controlar lo mejor possible el dispositivo audiovisual en el cual se encuentra inserto. Una estrategia política aparece, entonces, como una lógica del intercambio [o bien, una ética del conflicto] en el seno de una interacción sobredeterminada por la puesta en espacio de las posiciones de enunciación” [cur-sivas del autor; corchetes nuestros].

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diato, se juega en el micro-intercambio, solicita la decodificación del cuerpo signifi-cante (Verón, 2001, op. cit.: 39-40).

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