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JOSE MUÑOZ COTA EL HOMBRE ES SU PALABRA VARIACIONES EN TORNO A LA ORATORIA 1

El Hombre Es Su Palabra

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JOSE MUÑOZ COTA

EL HOMBRE ES SU PALABRA

VARIACIONES EN TORNO A LA ORATORIA

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I N D I C E

1. Razón de este ensayo .................................... 10

2. La vocación de la palabra ............................. 26

3. El estilo del hombre en su palabra ............... 41

4. Oratoria: paisaje del alma ............................. 57

5. Evocación: cinco oradores ........................... 67

6. La magia de la palabra ................................. 84

7. El hondero entusiasta ................................... 96

8. El profeta armado ......................................... 110

9. Leñador en la noche oscura .......................... 122

10. Pan del espíritu ............................................ 139

11. Carta a un joven orador ............................... 149

Dedicatoria final ................................................ 164

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EN MEMORIA:

JOSE ROMANO MUÑOZHORACIO ZUÑIGAMIGUEL GIMENEZ IGUALADA

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PARA

ALICIA PEREZ SALAZAR

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PARA ARTURO MUÑOZ COTA PEREZ

PARA ANA GLORIA CALLEJAS DEMUÑOZ COTA

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“¿Hay algo más dulce de conocer y oírque una oración exonerada y elegante,de graves sentencias y graciosas palabras?”

MARCO TULIO CICERÓN

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1.- RAZÓN DE ESTE ENSAYO

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El hombre es su palabra. Ella lo concreta y lo define.Es su retrato; su imagen fiel.

Cada hombre nace con ella; con la suya precisamente. La palabra revela el color del alma; la naturaleza del pensamiento propio, la identificación de las emociones.

Por la palabra se expresa el espíritu . Por eso el verbo es júbilo y el silencio es tristeza, soledad y nostalgia.

Hay más: el hombre salto el espacio que lo separaba Homo Silvestis cuando principio a hablar. Probablemente el hombre primitivo se entendió mediante silencios; quizá, después, sonidos guturales, gruñidos, señas hasta que las primeras palabras rompieron la distancia e iluminaron el aire. La vida adquirió, entonces, plena conciencia; se desvaneció el caos; se desmoronó la soledad. Todavía hoy, el individuo que no habla, que no se hace comprender, anda sonámbulo, exilado, gravemente ausente.

Hablar, por esto, no constituye el ejercicio tangente a la vida, es la vida misma.

¿De qué nos serviría la inteligencia, que función representaría la sensibilidad, para qué la emoción, si no hubiera una forma de expresarlas?

Hablo, luego existo. Por que el pensamiento necesita de la palabra para manifestarse. Una emoción callada es una emoción suicida.

Con razón nos enseño el maestro Horacio Zuñiga: “La palabra es el cauce dela idea y de la imagen. Es la que lleva el agua azul del cielo y la linfairidicente de la imaginación. Río luminoso que conduce, en sus ondas elásticas, el tulipán del sol, la magnolia de la luna y las azucenas de luz de las estrellas. Sin ella, ni la idea ni la imagen existirían por más que existiesen en potencia, como la larva o como el germen, puesto que hablar es vivir o patentizar que se vive; es decir; hablar es ser presencia como existir es ser esencia y morir es ser silencio. “Horacio Zuñiga concluye el prólogo de su libro, Ideas, Imágenes, Palabras, con este bello apotegma: “El

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silencio es la sombra del sonido, como sombra es el silencio de la luz.”

Confieso que este ensayo nace al amparo del recuerdo de tres Maestros. Los tres influyeron en mi vida; fueron tres árboles frondosos, nido de pájaros y de auroras; los tres me llevaron de la mano por la selva de los libros. Romano Muñoz, contagiaba su salud espiritual, su amor a la alegría de ser, su devoción a la filosofía existencial, Horacio Zuñiga, nos encamino por el misterio de la oratoria; lengua de maravillas; milagro del ritmo verbal; Miguel Giménez Igualada, nos inundó de bondad y de ternura.

José Romano Muñoz, en su clase de ética, en la preparatoria –años de 1923, 24, 25, 26– con su cátedra fácil, amable, discretamente sabia, nos introdujo en la amistad de Platón, de Pascal, de Bergson, de Nietszche, de Ortega y Gasset, de mil libros más. Iba con nosotros al café de chinos de Alfonso, reía con nosotros en las carpas de barrio, convivía inquietudes y afanes juveniles.

Horacio Zuñiga, nos volvió serios. Con su disciplina ascética, su timidez, su soledad creadora, y, sobre todo, su aire Savonarola, ahí, en su estudio, en las calles de la colonia Guerrero, atrincherado tras de sus libros, estremecido de elocuencia, como una enorme hoguera donde ardían, al conjuro de sus discursos, improvisados sobre cualquier tema; fuimos un grupo aturdido de adolescentes; pero despertamos a la cultura y, por encima de ella, despertamos a la elocuencia.

Ya maduro, penetrando al otoño, conocí al Maestro Igualada.

Sacudió la vida, la rehizo, y nos lanzó al mundo de las ideas liberales. Y no es que dogmatizara, ni siquiera nos aconsejo, es que, como para él el anarquismo fue siempre conducta, una conducta armónica, lejos de la violencia, dentro del amor, la bondad, de la ternura, de la belleza, tomo nuestras existencias y, sin proponérselo, las remodeló completamente.

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Sí. Debo confesar que este ensayo surge al calor de sus palabras trémulas de cariño. El gigante de pensamiento, el varón de carácter forjado en los campos de concentración, en el peligro, en la necesidad y hasta en el hambre, era sentimental y sensible hasta las lágrimas. Miguel Giménez Igualada ha sido el último orador, cabal, íntegro, total, que he conocido. Cuantas veces lo invite a hablar, a pesar de sus años y de su respiración ya fatigada –con el pulmón roto–, su verbo electrizaba a sus auditorios y los jóvenes, pese a su clima turbulento, se le entregaron amorosamente, ellos también colgados de una lágrima. Esto lo presencié, particularmente, cuando, sin tema fijo, se dirigió a los normalistas y, al finalizar su peroración , varias señoritas lloraban profundamente conmovidas.

Por esto es que he dedicado este ensayo a la memoria de los tres maestros, amigos, guías –para emplear, exactamente, la fórmula con que Dante recibió a su maestro Virgilio.

De mi compañera Alicia Pérez Salazar –madre de mi hijo Arturo– sólo repetiré que ella es la albacea de mi corazón.

Este estudio no aspira a convertirse en texto. No es un manual para que el lector aprenda a hablar en público. Ningún libro puede cumplir esta tarea. Estas hojas son el resumen intrascendente de una serie de divagaciones en torno a la oratoria. Son variaciones sobre un mismo tema: la palabra.

Las glosas que vas a leer, amigo mío, son estados de alma; altos en una aspiración poética; el diario discontinuo pasó sus días hablando en público y sus noches, a la luz de la lámpara de que habla Plutarco, iluminando la sombra de Demóstenes; leyendo y meditando.

En la existencia no tuve tiempo de acumular tesoros; pero guardé celosamente discursos y poemas.

Estas líneas son, apenas, un fragmento de la biografía de mi discurso. Creo que cada hombre nace con un discurso a

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cuestas. Hay quien lo dice a tiempo y pude morir feliz, palabra no dicha persiguéndolo, como alma en pena. Hay quien, infortunadamente, traicionó su palabra, la vendió por treinta dineros y, después anduvo vagabundo sin valor para ahorcarse de un árbol redentor.

¿Quién que es no conoce a estos oradores, mercaderes en el templo del verbo?

Parece que se escuchan las palabras del Poeta: la palabra es casa de verdad; más vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones...

De aquí que lo importante, para cada quien, es expresar genuinamente lo que trae dentro; lo que es, no lo que pretende ser o lo que lo obligan a ser. Porque si cada individuo tiene el compromiso de ser auténtico, la autenticidad es la condición básica de los oradores.

Cuando un hombre da su palabra a los demás, se da entero, sin reservas ni recámara ocultas; se entrega, es su palabra de hombre, como hombre, su palabra para otros hombres: Suponer que falsea o esconde su palabra, es dudar de su hombría y, peor aún, poner en tela de juicio su hombría de bien.

Digamos que el orador vive plenamente su individualidad, que la manifiesta mediante sus discursos; pero que, además, supera esta individualidad en cuanto, en contacto con otros seres, comparte con otros hombres, sus hermanos, sus pensamientos, sus emociones, sus ideas y no sólo esto, sino que convive con sus hermanos los azares de la existencia del prójimo. De otro modo, el orador, a fuer de hombre, practica el verso del esclavo Terencio, el filósofo, y nada de lo que acaece a sus hermanos le puede ser indiferente. Entonces, como el hombre no es una isla, el orador dice desde la tribuna su palabra, la justa, la adecuada, la que llega a la medida del tiempoespacio que la requiere.

Esto de la palabra tiene sus altibajos. Durante años se pensó que había palabras poéticas, sabias, cultas, y, enfrente, palabras populares, prosaicas, vestidas de vulgaridad, de

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plebeyez. Ahora tenemos la convicción de que no hay sino una sola palabra, la necesaria y que ésta no tiene sangre azul ni pergaminos de nobleza, sale del pueblo, llega a las universidades y vuelve, por distintos caminos, al pueblo mismo. Cada palabra conserva el universo secreto. El problema radica en quien la busca, la selecciona, la dice. No se trata, por ello, de inventar nuevas voces, que traduzcan nuevas emociones o nuevos estados de conciencia. El diccionario está ahí, frente a nosotros. Ahíto de vocablos y de términos –que no usamos en su enorme mayoría– y lo único que tiene que hacer el escritor o el orador, es localizar la palabra cabal que corresponda a la intención buscada. Tampoco se trata de emplear voces altisonantes –y esto no es por espíritu pacato o por hábito moralista, sino por un escrúpulo de buen gusto. No creo que las maldiciones, las llamadas groserías, añadan fuerza, vigor, elegancia, profundidad, ni siquiera colorido, a la cláusula que se emplea. Una voz se justifica plenamente cuando es indispensable y sirve a un objetivo determinado. La profusión de estas voces, carceleras, patibularias, de cuartel o de mercado, tienen una misión: escandalizar al ingenuo lector, epatar a los burgueses, irritar a las mentes sencillas, hacer temblar a las monjas y a las viejitas. Los jóvenes sonríen despectivamente; no creo que este lenguaje les sirva –a pesar de los autores– como afrodisíaco.

¿Cómo dirá el orador su palabra? Pues de la misma manera como la diría cualquier hombre. La palabra exige énfasis, dulzura, tristeza, coraje, en cuanto cada voz refleja un estado de ánimo, una fuerza de conciencia, una voluntad en tensión, Así, nadie podrá dictar leyes acerca de este tema, que sería tanto como obligar al hombre a vivir según determinado molde. Y para esto no hay normas. La vida escapa a las fórmulas. Es algo cambiante, movible, dinámico; en revolución permanente; la vida es, como quería Goethe, una metamorfosis maravillosa, o un devenir sin interrupción, como sentenció Bergson, en su evolución creadora.

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El orador dice, desde la tribuna, su palabra con sencillez, conversa en voz alta, comunica sus puntos de vista, no ordena, no coacciona, no aconseja –puesto que cada consejo implica, en cierta medida, la idea de la superioridad de quien lo ofrece– y, menos aún, predica la violencia o la disciplina, o la obediencia a los oyentes. Todo discurso tiene su asiento en el respeto recíproco, en el reconocimiento de la dignidad de los que forman el auditorio. El orador se limita a decir su verdad y deja a sus oyentes que decidan de acuerdo con su conciencia. Y es que el orador no se juzga a sí mismo por encima de los demás, a pesar de la tribuna, sino que reconoce sus cualidades al par que sus limitaciones y puesto que no se autovalora como el poseedor de las Tablas de la Ley, ni como e Mesías esperado, en su calidad de ser sencillo sin malicia cual ninguna –como dicen los paisanos del pueblo– ocupa con decoro su puesto sin sobrepasarse ni menoscabarse en alguna forma.

El orador dice lo que tiene que decir y con esto cumple con su deber; hace honor a su palabra; la respeta, la mide, la pondera; pretende, muy adentro que por medio de su discurso se hagan mejores sus hermanos y en esta virtud se recata severamente para que sus palabras no sean estímulo de bajas pasiones, de cóleras infecundas o de odios estériles.

El orador, por serlo, adquiere un compromiso moral; no es precisamente que esté sujeto a un código de normas profesionales; es, más bien, una responsabilidad personal. Cabe decir, que cada quien ha de estimarse a sí mismo lo suficiente para no cometer actos indecorosos o nocivos. De otro modo: que cada quien ha de cuidarse estrictamente, para no proferir frases de las que, luego, pueda arrepentirse. Es una moral individual, sin normas; es la conducta lo que doctora al oradora.

Y está bien que así sea, puesto que la palabra es la que corrobora la hombría.

La sabiduría popular usa expresiones sintomáticas al respecto. Dice: este es hombre de palabra. Con ello pretende

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asegurar que es hombre de verdad, hombre cabal. Otras veces el término connota el propio compromiso: te doy mi palabra. Significado que es lo que más se puede presentar como garantía, como aval. Ya en el área de lo despectivo, la gente lapida con esta aseveración cuando se refiere a alguien en quien no es posible confiar: No tiene palabra.

La palabra, entonces, es medida de la conducta de un individuo; no es factible separar los dos términos; se identifican plenamente. Luego, el orador no se reduce al ámbito de lo que dice, sino que, lo que dice se supone que está respaldado por la autoridad moral de quien se presenta en público.

¡Quién sabe hasta qué punto es posible diferenciar al creador de una obra de arte, de ciencia, de técnica o de filosofía, de su calidad meramente humana! De cuando en cuando se nos presentan ejemplos de seres agigantados por sus obras de creación intelectual y estos mismos vegetan empequeñecidos, mediocres, arrastrándose en un espacio de inmundicias y errores. Es posible que así sea por excepción; pero, generalmente, al árbol se le conoce por sus frutos. Hay una relación indisoluble entre quien piensa y quien actúa. Sería fácil alegrar, para justificar la conducta cotidiana, invocar al personaje desdoblado de Stevenson; pero no es lo habitual ni lo deseable. El público supone la firmeza moral de quien le habla; se entrega a el; confía, de aquí nace, naturalmente, la responsabilidad de cada orador. Por que nadie es capaz de adivinar –este es el verbo– que efectos producirá en un hombre cualquiera, un determinado discurso. La palabra llega, golpea, rompe las resistencias orgánicas e intelectuales, y una vez dentro, al establecerse, cobra fuerza, y principia la metamorfosis imprevista. Tal vez por todo ello el orador es, en cierta forma educador. Se transforma elemento formativo del carácter de los demás, puesto que determina y condiciona, hasta cierto grado, la mentalidad, la sensibilidad, la conducta de los demás. Lo cual es condicionante. Educa e instruye. Usemos de un ejemplo

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común; la guerra. Una y otra vez quien se dirige a la masa tiene que tratar de estos temas, sobre la base, como ya se ha dicho, de que el auditorio esta predispuesto con simpatía para aceptar sus aseveraciones. Los oradores, de todos los tiempos son responsables, en gran parte, de las ideas de violencia, de odio, de guerra, que fructifican en los espíritus. ¡Si los oradores el mundo se propusieran no hablar de la guerra o condenarla sistemáticamente, se crearía un ambiente de amor y de paz! ¡Nadie puede negar el poder de la palabra hablada!

Por lo demás hay que insistir, con energía, que la oratoria es un ejercicio circunstancial; pero que no obedece a modas ni a mecanismos prefabricados intelectualmente. No interesa que algunos teóricos, aguijoneados por la prisa, por el smog interno que los envenena, atemorizados por la corporación de las máquinas computadoras, pretendan hacer del discurso una exposición lógica, metódica, exclusivamente una serie de aforismos y dogmas, como quien recita, con voz impersonal, de una lección de física; la oratoria esta más allá y más acá de las modas; la moda –lo definió George Simmel– es una resultante de la lucha de clases; aparece como signo de diferenciación clasista; la imponen los ricos para levantar muros entre ellos y los pobres; pero los pobres imitan las modas, escalan el muro, con ingenua ilusión de confundirse con los exploradores, y, otra vez, los ricos ejercitan su discriminación inventando otra moda, para repetir esta historia dramática. Nada de esto acaece a la oratoria. Ella responde, de inmediato, a una necesidad de comunicación directa entre el orador, que tiene algo que expresar, y su auditorio que solicita la orientación verbal. El motivo del discurso, la calidad de los oyentes, la finalidad que se persigue, etc., todo ello, combinado, dará la pauta al orador para hablar; experiencia que trataremos adelante. En cualquier caso, los hombres nos entendemos –nos comunicamos– mediante el intercambio de ideas, de imágenes y de emociones. No es natural separar estos

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elementos que habitualmente se complementan y hasta se confunden al amalgamarse. Pero cada orador sabrá, en su momento, cuál ha de ser el tono preponderante, la tónica de su pieza. Yo he formulado –para facilidad de mis alumnos– estas sencillas preguntas previas al discurso: ¿Dónde voy a hablar? ¿A quién le voy a hablar? ¿Para qué voy a hablarles? Y, por supuesto, contestadas estas sencillas y hasta pueriles interrogaciones, brotará el cómo debo hablar, más allá y más acá de toda moda y de toda escuela, pese a los modistos de la oratoria que quisieran fijar un molde único para sus intervenciones, en los discursos de memoria que gritan.

Por último, hay una pregunta grave: ¿Puede enseñarse la oratoria? Si partimos del precepto clásico que afirmó: el poeta nace, el orador se hace, entonces, sí. Pero, independientemente de que los poetas también se hace, puesto que el concepto de la inspiración se complementa con el del trabajo –mi inspiración, aclaró Baudelaire, está ahí en mi mesa de trabajo–; tenemos que convenir en que la elocuencia es un factor innato en algunos individuos. Hay jóvenes que nacen oradores al igual que los poetas. Ahora bien: si un joven nace verbo-motor, o verbo-visual o verbo-auditivo, lo único pertinente es ayudarlo a desarrollar sus facultades innatas, someterlo a ejercicios continuos, a experiencias frecuentes, llevarlo de la mano a la tribuna para que venza, en primer término, su timidez, que es la primera piedra que se aparece, la inhibición, el miedo.

Comprendemos que el maestro no da nada al alumno que éste no posea ya en potencia; el maestro trabaja con el temperamento; se diferencia del alumno en que el maestro se empeña en penetrar dentro del alumno, define su estilo personal y colabora para su natural crecimiento. Es como colocarlo frente a un espejo ideal para que se prueba la oratoria a su medida. Asimismo, es inaplazable deslindar el término oratoria, en busca de ubicación jerárquica.

Antonio Caso, en su obra Estética, clasifica a la oratoria como arte menor. Lo que nos lleva a meditar en

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torno a la inconsecuencia de algunos juicios de valor que externamos fácilmente. Las manifestaciones del arte –nos decimos– no pueden catalogarse como superiores e inferiores; cada expresión de arte tiene su contenido especial a que el deslinde obliga y, así, de la misma manera que no podríamos comparar a Beethoven con Bach, para dilucidar quién de los dos es mejor genio de la música, tampoco nos es dable dictaminar acerca de cuál arte es superior y cuál inferior; a fuera de distintos no hay posibilidad de compararlos. Es arte o no es arte. Pero lo interesante es que, pese a esta apreciación injusta, el maestro Antonio Caso fue, esencialmente, un orador; no un filósofo creador de un sistema, sino un orador que hablaba de filosofía y filosofaba en sus discursos magníficos y elocuentes. De esto, de su elocuencia lo acusa el maestro Samuel Ramos quién, por su innata dificultad para expresarse en voz alta –no así cuando escribía– tuvo cierta alergia a los oradores.

La pieza oratoria tiene la clasificación usual: contenido y forma. Trae un mensaje, ineludiblemente; pero puede presentarse en una forma estética. Ahora mismo podemos leer los discursos de Demóstenes, los de Cicerón , los de Mirabeau y estimar su bella estructura, sin importarnos mayormente su contenido que ha perdido –por razón de las circunstancias– su militancia su valor histórico. Perdura lo bello, la arquitectura de su forma, su vigor oratorio. Revivimos la emoción de su elocuencia.

El discurso es una obra de arte. El orador es orfebre. Concibe la pieza en conjunto, pero luego la modela fragmentariamente con sus más modernas herramientas y sus recursos más auténticos. Del discurso hay que decir lo que el poeta Juan Ramón Jiménez le dice a la rosa: “No la toques ya más que así es la rosa”. Esto sucede cuando leemos, a tantos años de distancia, una oración de Jesús Urueta. Se goza la perfección de la forma, se paladea el gusto por el dominio del lenguaje, se vibra, todavía, con la llama de la elocuencia.

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¡Qué razón tiene el poeta Ramón López Velarde, cuando en el prólogo al breve volumen que contiene los discursos del “divino Urueta”, recalca: “El gran Barbey decía que la imaginación es la más poderosa de las realidades humanas. En los manteles de Urueta, la imaginación es la dama de carne y hueso que junta las manos a la altura de la boca y configura con los brazos desnudos la Sublime Puerta de vocablos, emociones e ideas”.

Tenemos que insistir en que la oratoria no puede ser calificada como arte inferior. Tampoco es lícito compararla con la literatura escrita. Son géneros diferentes. Un discurso no es –como se ha llegado a suponer– una hoja escrita que se repite en voz alta. Revela precipitación en sus opiniones quien concluye que los discursos son un alarde de simples palabras. Cada palabra contiene un concepto, es signo de una connotación. Sólo los locos podrían hilvanar palabras inconexas sin relación ni comunicación. Las palabras constantemente significan algo aunque sea, en último término, disparates.

Lo que sucede es que quien experimenta fobias en contra de la oratoria descubre sus complejos por la carencia de facilidad para hablar en público. Padecen –ya se ha dicho– de una especie de tartamudez mental. La oratoria no está reñida con la ciencia, con la técnica, con la filosofía, con el arte, con la poesía. Ya lo había explicado Cicerón en su libro, Diálogos del orador. Jaime Torres Bodet –tan magnífico poeta– es un hombre de letras, un atildado prosista y sus variados discursos son modelo de cordura, de exactitud en el lenguaje, de elegancia y de belleza, y a nadie se le ocurriría afirmar que sus discursos están huecos, vacíos de contenido, carentes de doctrina. Hay buenos y malos oradores. Esto es todo, Hay quien habla por hablar, quien careciendo de cultura sólo usa lugares comunes, con deficiencias gramaticales, como aquel amigo orador que “hablaba con faltas de ortografía”; pero la oratoria buena, clara, diáfana, profunda, bella, puede encontrarse entre los hombres cultos, inclusive

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políticos militantes. La oratoria es prueba de creatividad vital, de la realización integral del hombre. A mayor abundamiento, cuando los pueblos brilllantes, en lo que Stefan Sweig clasifica “como los momentos estelares de la humanidad”, es cuando se multiplican los oradores. A este respecto cabe citar al maestro Horacio Zuñiga: “ En efecto, si el retórico de tribuna es detestable y peligroso, el orador verdadero es y ha sido siempre digno de todo elogio. Es más, si aplicamos a nuestro caso el axioma de Michelet: “La elocuencia es el termómetro de la libertad” y si afirmamos con Gambeta que “solo están mudos los pueblos y los hombres esclavos”, tenemos que aceptar que el orador, en ciertos momentos, es el índice supremo de las libertades públicas; el exponente máximo del progreso político y social y el grito por excelencia de ñas conciencias manumitidas, el glorioso mensaje de su emancipación material y espiritual.

El hombre que no medita, razona y habla, es el hombre que golpea, que hiere, que mata. El puño cerrado se abre, listo para el ademán fraterno, cuando la palabra tiende puentes luminosos. López Velarde rubricó el exquisito elogio para las manos de Urueta: “la mano cirujana del aire”. El ademán es compromiso de amistad no evidencia de odios. El clásico varón demandaba: “Pega, pero escucha”. . .

Ha sido la palabra la que armonizó la comunicación entre el seráfico Francisco y las avecillas del cielo; la palabra hablada, la que prendió sus cláusulas éticas en labios de Savonarola; la palabra adelgazada en las picas del pueblo cuando cayeron los muros de la Bastilla; palabras de sabio, de santo, de profeta, de mártir, de apóstol, de maestro, de formador, de revolucionario, de arquitecto de sublimes utopías...

Hay un abismo entre el discurso leído y el discurso pronunciado directa, improvisadamente. El discurso leído parece el esqueleto de la elocuencia. Los entendidos admirarán los aciertos de la prosa y las verdades ahí contenidas, pero nadie se entusiasmará, con ese entusiasmo

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inteligente que es el que mueve a individuos y a las multitudes; el discurso leído, además como ya apunta Timón, en El libro de los oradores, está expuesto a una y mil contingencias, llegando al estado de la declamación y de la representación teatral, todo lo que no es, justamente, elocuencia. Este discurso memorizado o leído, es algo así como una fotografía, que puede constituir una obra de arte, ¿por qué no? pero que no dejará de ser una pieza estática, quieta, muerta, carente de la vida que circula, se mueve, y se está transformado continuamente en el proceso de la metamorfosis, de la evolución creadora.

Verdaderamente, el orador es lo que dice; pero, además, cómo lo dice; ¡qué fuego, qué vibración, qué ritmo, qué sangre!, corre por las palabras y las transforma, las ilumina, las proyecta como un temblor o como una tormenta, como un murmullo o como una tempestad. El orador, es lo que dice, cierto; pero, su voz tronante o melodiosa, acaricia o golpea, seduce o anatemiza, glorifica o maldice, sube al Tabor o sucumbe en el Gólgota. El orador es lo que dice; pero también cuenta la elocuencia de su rostro, de los relámpagos que nacen en sus ojos, de las manos “cirujanas del aire”, del magnetismo que emana el cuerpo entero. Así se explica la reacción que provoca la oratoria, cuando la masa, obedeciendo a la psicología de las multitudes que analizó Gustavo Lebón, se arrebata y se conduce como hipnotizada, como cediendo al embrujo de la flauta mágica. . .

Desde otro ángulo, ninguna actividad estética produce mayores satisfacciones al creador, que la oratoria.

No se trata de emular a Leonardo cuando coloca a la pintura a la cabeza de las artes; pero, independientemente de la jerarquía –que ya comentamos a propósito de Antonio Caso –el goce estético máximo lo recibe el orador. Pronunciar un discurso es sentir, gradualmente, cómo las palabras, sabiamente manejadas, van adueñándose del auditorio; el orador mira, palpa, mide, el efecto inmediato de su elocuencia; experimenta la satisfacción de comprobar el

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poder de su convencimiento, hasta que llega el minuto en que tiene a sus oyentes suspendidos del hilo del verbo. La oratoria salta los muros del silencio, de la indiferencia, rompe los cercos, evade las trincheras y entra a saco a la ciudadela defendida, dueño y señor de la atención de todos, viendo como se cumplen sus propósitos inmediatos. Hay más: la palabra penetra a la conciencia de quien escucha; pero, además, ahí permanece, en los meandros de la subconciencia, y nadie puede vaticinar cuándo ni cómo germina dentro de cada individuo. Sembramos discursos. No soñamos cual puede llegar a ser la cosecha. Las voces se bifurcan como raíces en las entrañas, en espera de brotar potentes ramas y árboles gigantes con sombra generosa o nidos de pájaros y de auroras.

Este ensayo es, pues, tributo de lealtad a la palabra. Testimonio de amor al verbo. Lealtad a la integridad de las tribunas. Nadie pretenda jugar a la oratoria. La oratoria no es una finalidad en sí, sino un medio, el más eficiente, para cumplir fines humanos. El orador cumple una artesanía, un oficio, y como todo quehacer tiene su técnica y su genio. El genio produce la elocuencia; la regla, la práctica, culminan en la oratoria. El orador no es el malabarista de los conceptos; no sostiene el pro o el contra –como calumnia a Sócrates Aristófanes en Las nubes–, se supone que el orador es el caballero de la verdad. El orador, se acepte o no el calificativo, es un misionero. El propagandista de las causas justas; expositor de los ideales nobles; cantor de la solidaridad, del apoyo mutuo, del amor. Sófocles advierte esta cualidad innata, cuando en su obra Edipo en Colona nos dice:

“Eres famoso para hablar, más sabes que no esposible hacerlo en todo tema con tino igual. . .”

El poder de la palabra es infinito. Por ello es que hay que cuidar celosamente de su empleo. Hablar con prudencia

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es tarea de discretos; hablar por hablar es negocio de gente necia. ¡Que no tengamos que arrepentirnos nunca de las palabras que hemos proferido, las que sembramos a lo largo de las tribunas! ¡Que no tengamos que ir a recoger, avergonzados, los trozos de la palabra que empeñamos un día y rompimos luego!

¡Quitarle a la palabra su máscara! Tener valor de desnudar las palabras, hasta que sean las nuestras, nuestras para siempre. Esto es lo que cumple el hombre cabal, el hombre-hombre.

Porque, cuando yo era niño hablaba como niño; pero ahora, que ya soy hombre, hablo como hombre. Así nos educó Pablo, el de Tarso, quien, con su sabiduría y su caridad, fue un gran orador.

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2- LA VOCACION DE LA PALABRA

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La oratoria es una vocación; la más difícil y la más bella. Hablar, expresar lo que pensamos, sentimos, amamos, constituye un goce infinito.

Alguna vez dijo el maestro Giménez Igualada: “Hay una virtud moral que ordena el bien obrar; pero hay otra, a la que podríamos llamar virtud intelectual que se refiere al bien pensar y, como resultado, al bien hablar, no pudiendo andar la una sin la otra, ya que del buen pensamiento nace el buen acto, que hace más agradable el rocío de la buena palabra”.

La palabra tiene una doble misión libertadora. El varón que la expresa en voz alta, experimenta el encanto de la liberación personal; pronuncia lo que anhela desde el rincón del misterio de su individualidad, es una especie de confesión, de catarsis, y, tiende, naturalmente, a llevar a sus hermanos, a la libertad que ama. Porque todo discurso es una incitación a la libertad de nuestros semejantes. Con el discurso comparte lo más selecto de su espíritu, puesto que suponemos que sólo palabras de bondad y de belleza puede preferir el orador que se estima así mismo. Hay oficios que ennoblecen a quien los ejecuta. Hay oficios con entraña poética que perfuman el alma de quien los cumple. Por ello, el orador es un artesano que transforma el lenguaje, devuelve brillo a las palabras, da al concepto su dimensión más profunda y lava el rostro de las emociones cotidianas. Recrea las voces. Y es que cada voz tiene su cuerpo, su estatura, su color, su profundidad. Y es tarea del orador no sólo respetar la calidad de los términos, sino agrandar su horizonte, penetrar como el minero al corazón de la veta y extraer de cada palabra el oro y la plata de su original riqueza.

Se ha dicho que algunas palabras –como las monedas– han extraviado su cuño, su limpieza, y que difícilmente son reconocidas; pero el orador reivindica la alcurnia de la voz y las palabras se funden en sus manos para renacer como su prestigio literario, pero mayormente dispuestas a embellecer lo que expresan.

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Es cierto, hablamos de un orador que no es capaz de traicionar su vocación humana, Platón, puso en labios de Sócrates un agrio comentario en contra de Protágoras, cuando les reclama a los sofistas el artificio de probar que lo negro es blanco y lo blanco es negro; no, es esto la oratoria, aunque Aristófanes, en su obra Las nubes envíe al personaje a estudiar el arte de la palabra para salvarse de los acreedores y evadirse, así, de la justicia. El orador no es, tampoco, el habilidoso prestidigitador de la verdad al servicio de un amo, listo para elogiar y ponderar a quien sirve; el orador, admitimos, es hombre integro, cabal, honrado, un caballero –tomado este concepto con su fondo de dignidad– incapaz de mentir, de adular, de descender a bajos menesteres.

Apunta el mismo maestro Giménez Igualada, en su conferencia de Oratoria: “el hombre de hoy, moralmente preparado, debe vigilarse así mismo para detener su mano cuando vaya a descargar el golpe contra su prójimo, y el que no se frena dejando rienda suelta a su instinto animal, es porque continua pegado a la animalidad de sus antiquísimos abuelos.

“Quizá sea ese hombre –sigue diciendo el maestro– el que vaya a buscarte, joven orador, para que lo ensalces y endioses, ya que él no sabe hablar, como tú, en forma convincente y bella; quizá se ofrezca soldada para que tu elegante oratoria la pongas a sus pies; quizá considere que estás bien pagado con que te vea y cuente entre los que componen el cortejo de sus servidores. Pero si lo aceptares, tus hermosos sueños de orador capaz de alcanzar las altas cimas de la hombría y de la belleza, quedarían reducidas a pobres oraciones pronunciadas desde un balcón cualquiera y dirigidas a gentes aborregadas por el predador que a ti te paga”.

Y, es verdad, este es el destino, la dura suerte, de muchos jóvenes oradores que vendieron sus primogenitura por auténticas migajas. Y, sin embargo, como ya hemos señalado, la oratoria es fuente de las más bellas y profundas

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emociones de alegría y de regocijo. Goethe, cinceló esta frase: “nadie cruza el bosque y sale de la misma manera”. Quiso decir, que el hombre vive en metamorfosis permanente, y que, aunque en cada aventura deja fragmentos de su ser, también gana, con la experiencia, un mundo maravilloso, totalmente desconocido para él, en cuanto está pleno de oportunidades.

La oratoria no es un capricho ni un aditamento cultural; responde a un imperativo vocacional; es, en cierto modo, el punto de arribo de la personalidad. Concreta diversas facultades del ser humano y ofrece una imagen de lo que el hombre es, o puede llegar a ser si se lo propone. Quien ya ascendió a la tribuna y conjugó el verbo frente a una multitud; quien sintió sobre sí los mil ojos del monstruo que está enfrente según bella expresión de D’Annunzio, ojos atentos, inquisitivos, amenazadores, este varón no podrá ya escapar, en el futuro, al encanto de las tribunas.

Antes de romper el silencio se sentirá morir de incertidumbre, paseará con los nervios escabritados, la imaginación en ascuas, el corazón en llamas; pero, luego, cuando ya liberado, sintiendo que trae un mundo sobre los hombros, un universo en la punta de la lengua que va a mostrar gloriosamente a los oyentes.

La tribuna embruja. El hombre, en la tribuna, brota del capullo habitual: es otro. No sólo crece en estatura física a las miradas que lo vigilan, si no que, intelectual, anímicamente, se cumple en su pecho una anvivalencia cabal: envejece y rejuvenece al par. Envejece en sabiduría, en experiencia. Son cien vidas más que lo acompañan; pero también rejuvenece, en cuanto le aparecen los bríos ímpetus, energía, entusiasmo, alegría de vivir, que son características de todo joven. Hay un fenómeno superior, el orador está traduciendo y expresando lo que cada miembro del público piensa y siente, sólo que no se ha atrevido a gritar frente a los demás. El orador goza la mayoría de edad de su hombría, el

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verano de su genio creador, la primavera de su jerarquía de hombre bien.

Tal vez por ello, orar tiene dos acepciones que se complementan: ora quien se comunica con los dioses; establece lazo con el más allá; dialoga con el infinito; y, también ora el que habla a sus hermanos los hombres, se entiende con ellos, los representa en el debate contra el destino y sus limitaciones.

La oratoria es una variante del heroísmo. Plantado a la mitad del ágora, el orador habla por los demás, se opone a la explotación y a la esclavitud, aboga por las causas nobles, ofrece el pecho a sus victimarios, levanta la cabeza para que le toque la primera piedra lanzada por los violentos.

El orador aceptó, desde el prólogo de su vocación, esta inmolación; el ejercicio de un sacrificio permanente que implica su filiación con la moral.

No hablamos de una moral con normas; nos referimos a la moral individual que no se aparte de la sentencia de Calderón de la Barca: el honor es la sombra de la propia estimación, y esto es lo que el orador reclama: despertar la conciencia de cada uno de sus prójimos para que predomine la estimación personal, el respeto recíproco será la consecuencia de la conducta de cada unidad de valor humano.

Largo tiempo se profesó el cumplimiento de la palabra de honor como distintivo de la jerarquía humana; el orador sabe que cada una de sus palabras, tácticamente, es un palabra de honor que hay que cumplir celosamente. Al fin, el hombre es su palabra. Y el orador es más hombre en la medida que acepta su compromiso humano con mayor heroísmo.

El orador que se enajena, golpea sus alas sobre los muros de una prisión. Por la palabra serán los hombres libres. Por la palabra ganarán los pueblos su libertad y el goce de la solidaridad que los salve.

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Podemos postular esta hipótesis de trabajo, hay discursos horizontales y discursos verticales.

El orador horizontal –hombre horizontal–es el que repta, se envilece, está atado a la ambición de poseer, de aumentar sus beneficios, de abarcar lo más que le sea posible; vive en la superficie, desea mayor extensión y más espacio horizontal. El orador vertical parte de la tierra, ostenta sus raíces telúricas; asciende hacia arriba, gana en profundidad y en hondura; su contenido está ligado a las entrañas de la vida; sus palabras están emparentadas con minerales y vegetales, con raíces; su elevación lo lleva hacia lo azul, hacia lo luminoso, hacia las estrellas. Este orador –hombre vertical– no se ha divorciado de la realidad, puesto que la realidad primigenia está en la tierra, pero, en cambio perfecciona su camino de hombre y sube hacia regiones más limpias y más puras.

Tal vez hubo época en que fuera indispensable recomendar –como lo hizo Bacom– poner plomo a los pies del cuerpo con alas. Sólo que, en esta época, de triste maquinismo, de automatización, de robot sin redención, es imperativo, retornar a las alas, quitar el plomo, impulsar mejor el vuelo. Y, el orador será el misionero de esta cruzada poética, en la que se mezcle el realismo con la magia, la razón con la imaginación, si es que pretendemos redimir al robot, imprimir otros sentidos a la existencia y salvarnos del ecocidio que nos amenaza a los humanos, según la docta advertencia del Dr. Fernando Cesarman. Una oratoria que satisfaga el ejemplo de los molinos de viento, que marca Eugenio D’Orss, en hermosa glosa: el molino está pegado a la tierra; satisface una utilidad al moler el trigo y producir harina, pero deja que sus alas acaricien el azul de la noche para que estén en contacto con las estrellas.

¡Malhaya los bellacos que pretenden mutilar al águila del verbo y restarle hermosura a la palabra!.

Hay individuos, que presumen de oradores, y, en verdad lo que son es recitadores, declamadores, artistas

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aficionados de teatro. Nos referimos a quienes, previamente, han aprendido de memoria una serie de discursos, o fragmento de discurso, que llaman “mosaicos” y que luego acomodan en cualquier ocasión.

Si tuviéramos que distinguir al orador del declamador, diríamos que el orador está en el proceso de la creación, es activo, dinámico, mientras que el declamador, o el actor, estarán siempre repitiendo lo que otros han escrito. Y, no importa que el actor o el recitador redacte su propio papel, de cualquier manera, en el momento de la exhibición está en posición de repetidor. ¿Puede llamarse a esto un orador?

Randolph Leigh, autor de un libro interesante, Oratory, y director de los primeros concursos de oratoria, subraya la semejanza del orador con el actor, por lo que atañe a sus recursos escénicos que usa el que habla en público y que, en algunos casos, resultan inclusive exagerados. Y, ciertamente, algunos oradores –para no decir que todos– actúan y aprovechan estos medios para impresionar al público con ventaja; pero ello no quiere decir que se confundan los géneros. Por lo demás, conviene precisar este concepto: un orador es tan actor como cualquier individuo lo es en la vida diaria. Cada quien actúa a su manera. Lo mismo que cada quien está usando la oratoria en la conversación diaria. Obsérvese a quien discute a quien platica, a quien trata de persuadir a su amigo o cliente y se verá en pequeño, la práctica de la oratoria con su variedad de recursos. Se cambia la voz, se provoca el énfasis, se mueven las manos, y , también, se carga de emoción lo que se dice.

El discurso nos apremia a vivir. Es una forma de vida. Un discurso equivale a una conducta; cuando menos incita a ella, la provoca. De aquí el valor educativo que tiene la oratoria. Instruye deleitando –como pidió Anatole France– y, positivamente, cada orador es un maestro. Si aceptamos el distingo entre instruir y educar, tendremos que la oratoria satisface a las dos atribuciones pedagógicas, porque instruye

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cuando hace de la tribuna una cátedra en llamas, y educa, cuando coopera a modelar el carácter humano.

El maestro Giménez Igualada, nos llama la atención a este respecto, en su obra, Los caminos del hombre: “el lenguaje que se emplea en la conversación o en el discurso, deben de entenderlo todos los hombres, única manera de ser y de sentirse universal por haber comprendido y amado la universalidad. El que habla y el que escribe –me sigo diciendo a mi mismo– debe hacerlo con tal dulzura y con tal entereza como si su palabra, sin avergonzarse jamás de ella, hubiera de subir, siglos arriba, hacia la eternidad. Así hablaron y escribieron los mejores, los que se han perpetuado hasta nosotros. Los que no supieron crear humanidad murieron para siempre”.

El orador semejante es a Prometeo. Diríamos, metafóricamente que ha robado el fuego a los dioses. A dado fuego a los mortales. Es el origen de la cultura y de la civilización. En el principio de la cultura –la cultura es un estilo de vida– está el verbo. No podríamos olvidar que el fuego elimina las sombras e ilumina los caminos del hombre y esto es la función específica del discurso, brillar en la oscuridad encender la lámpara para que los viandantes encuentren el sendero preciso y no corran el peligro de extraviarse. Prometeo se ufana en el drama esquiliano, de haber salvado a los hombres del dolor y de la muerte, porque “sembró en ellos la ciega esperanza”; esto es lo que realiza el orador: disipa las penas, nulifica las incertidumbres, supera las angustias y deja clavada en el pecho de los oyentes, siempre una ciega esperanza.

Todo orador es un utopista; un soñador. El orador es, también, un rebelde.

El hombre rebelde, definió Albert Camus, en su obra El hombre rebelde, nos dice que la rebeldía contiene dos tiempos precisos: la inconformidad con el espacio tiempo que vive y que se traduce con el grito de ¡ya basta!, y, el sueño, utópico, de un mundo mejor que el presente, donde se

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corrijan las causas que motivan la protesta. El orador, teóricamente cuando menos, cumple esta obligación, es el profeta que clama contra el mal y, también el arquitecto que diseña la ciudad futura. No se habla por hablar; para satisfacer una vanidad; se habla para comentar, analizar, criticar, una situación dada, y se habla, así mismo, para formular la visión lejana de lo que sería la vida ideal. Y, conste que, el orador no ordena,. No coacciona, ni siquiera aconseja, simple y llanamente expone sus pensamiento para que sea cada hombre quien, en el interior de su consciencia, dictamine lo que juzgue conveniente y adopte las decisiones que le parezcan justas.

Entonces, ¿qué objeto tiene la oratoria?. Iluminar, dilucidar conceptos, aclarar paisajes frente a los ojos de los hombres, los hermanos. Por eso es que los griegos, los maestros de la humanidad, dedicaron tantas horas en ejercicios oratorios. Por eso es en Atenas donde ha de iniciarse la historia de la elocuencia cuando Demóstenes, al decir de Clemenceau en obra Demóstenes, hablaba por Grecia para liberarla del peligro de Filipo y de la cultura oriental.

Plutarco, en sus Vidas paralelas, consigna esta opinión de Filipo: no temo a los generales; le temo a Demóstenes, porque con sus discursos es capaz de unir y levantar a los pueblos helenos en mi contra. Y así fue. Muchos años después el más breve discurso y el más relampagueante, derribo los muros de la Bastilla y la elocuencia de Danton, de Mirabeau y de Robespierre, cambiaron el rumbo de la historia universal.

Nadie debería dudar del poder determinante del verbo humano. Sobre todo cuando meditamos que Budha, Jesucristo, Mahoma, y los conquistadores más renombrados, usaron de la palabra como de un arma favorita para conquistar el cumplimiento de sus deseos. Ahí donde vibró un conducto de pueblos, un guía, un maestro, ahí estuvo un orador.

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El problema del hombre, nos ha dicha los psicólogos es encontrar su exacta vocación. Un buen número se equivoca. De aquí el fracaso que revelan las estadísticas en la población escolar. Y, sin embargo, parece sencillo. José Enrique Rodó, con su magnifica prosa, fluida y bella, ha dejado en su obra, Motivos de Proteo, discretas advertencias: “Una vocación poderosa que ha ejercido durante mucho tiempo el gobierno del alma, reconcentrando en sí toda la solicitud de la atención y todas las energías de la voluntad es como luz muy viva que ofusca otras más pálidas, o como estruendo que no deja oír muchos leves rumores. Si la luz o el estruendo se apagan, los hasta entonces reprimidos dan razón de su existencia. Aptitudes latentes, disposiciones ignoradas, tienen así la ocasión propicia de manifestarse, y, a menudo, se manifiestan, en el momento en que pierde su ascendiente la vocación que prevalecía”.

Esto –ya se manifestó–es tarea ardua. La mayor parte de los seres humanos nos equivocamos. A veces, como lo indica Ortega y Gasset, un hombre vive, trabaja, se ufana, sufre, sueña, se alegra, y todo ello sin haber encontrado su verdadera vocación. Esto explica por qué tantos ciudadanos deambulan con su fardo de frustración a las espaldas. Recalca el filósofo español en su obra, Goethe desde adentro, “Vivir es ser fuera de sí realizarse. El programa que cada cual es, irremediablemente oprime la circunstancia para alojarse en ella. Esta unidad de dinamismo dramático entre ambos elementos yo y el mundo es la vida. Forma, pues, un ámbito dentro del cual está la persona, el mundo y ... el biógrafo”. Y más adelante: “Considerada así la estructura humana, las cuestiones más importantes para una biografía serán estas dos que hasta ahora no han sólido preocupar a los biógrafos. La primera consiste en determinar cuál es la vocación vital del biografiado, que acaso éste desconoció siempre. Toda vida es más o menos, una ruina entre cuyos escombros, descubrimos lo que la persona tenía que haber sido... La segunda cuestión

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es aquilatar la fidelidad del hombre a ese su destino singular a su vida posible”.

Y es cierto. Quien más, quien menos, en alguna estación de la vida sentimos que no somos lo que hubiéramos deseado ser; que hemos traicionado en algún sitio, en algún tiempo, la vocación auténtica que existía en nuestra adolescencia o en nuestra juventud.

El verso de Dante Gabriel Rossetti, se vuelve una espina en la conciencia:

“It might have been...”

Todo pudo haber sido, todo pudo ser, el rumbo de los días quizá pudo haber diferido de haber hecho esto o aquello. Y el si, condicional nos atormenta.

Esto dura sólo un instante. Frente a lo hecho no caben sino nostalgias y la resignación valiente para proseguir adelante. De todos modos, lo prudente es vigilar la vocación, espiarla, no desaprovechar la ocasión que la pintan huidiza. El orador, fiel a su vocación, tan bella a de consagrarse con fervorosa pasión y no traicionarla.

La oratoria es una vocación celosa extremadamente celosa. Demanda dedicación total, y lo grave es que cuando la abandonamos inmediatamente se deja sentir en forma de reproche y aparecen terribles deficiencias. Algo así como si el pensamiento emmoheciera, como si la lengua se tornase estropajosa, y las palabras cayeran y rebotaran, antes de salir con soltura, con diligencia, con elegancia.

Cualquier expresión artística –en cuanto al oficio– reclama atención diaria, tenaz, impostergable. Ocho o más años, ha de permanecer el estudiante en el Conservatorio para graduarse como cantante, pianista, violinista e igual o más tiempo, estudiará el joven antes de llegar a ser escultor o pintor. . . El arte es largo, porque, después, tendrá que proseguir ascéticamente, toda su existencia en busca de mayor perfección en el dominio de los elementos de su arte

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¿Como pensar que la oratoria es arte fácil, al que se llega, se está una temporada y se abandona, impunemente?.

En el pórtico de la academia de oratoria debiera repetirse la admonición tajante: Que no entre quien no tenga vocación.

El orador no concluye sus estudios de oratoria. La elocuencia no es una letra de cambio a tantos años; es vocación vital. Porque la oratoria –como hemos de ver– no es concebible sin una seria, profunda y amplia cultura, sin ser rico, en sabiduría, en filosofía, economía política, arte, política, sociología, etc., para no correr el riesgo de firmar cheques en blanco.

No se puede hablar de lo que no se sabe. De la nada no se habla. Podremos improvisar acerca de aquello que ya conocemos, so pena de que nos atreviéramos a inventar los temas y a decir palabras sin lógica ni sentido común, que es lo que, infortunadamente, hacen muchos sujetos. Luego, es imperativo que el orador se prepare, por días, por meses, por años, con un severo rigor, con obstinado rigor, mediante el estudio, la lectura cotidiana, la meditación; más, mucho más que otras personas, porque si éstas no se verán comprometidas a hablar en cualquier caso, los oradores sí, puesto que el mundo espera que satisfagan su oficio, que es el de orar, sin titubeos, con aplomo, en las circunstancias que se presenten.

El ataque a los oradores viene de lejos. La calumnia, la diatriba, el desprecio, han corrido paralelamente con los aplausos. Por ello es que no extrañan los argumentos, en pro y en contra, que se supone sostuvo Cicerón y que recogió en su libro, Diálogos del orador.

El libro es fuente de observaciones geniales. No es prudente espigar, al desgaire, porque la obra en total es inapreciable; pero con atrevimiento, anotaremos: “Solía decir Sócrates que todos son elocuentes en lo que saben bien. Y aún es más verdadero que nadie puede hablar bien de lo que no sabe. Y que aunque lo sepa, si ignora el arte de construir y

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embellecer el discurso, no podrá explicar lo mismo que tiene bien conocido.”

Y agrega: “nadie merece el título de orador si no está instruido en todas las artes propias de un hombre libre”.

Marco Tulio Cicerón reitera infinidad de veces: “Pero primera, los secretos naturales; segunda, el arte lógica; tercera, la vida y costumbres, dejemos las dos primeras en obsequio a nuestra pereza, pero retengamos la tercera, que fue siempre del dominio del orador, pues sin ella nada le quedará en que pueda mostrarse grande.”

Esta sana y nutricia opinión no es propiedad exclusiva de Marco Tulio Cicerón, ella está presente en buen número de maestros y filósofos de la antigüedad y de tiempos modernos.

El orador no es sólo un operario de “lengua veloz y ejercitada”, es un varón prudente, estudioso, investigador, que lee con acierto, anota y retiene los pensamientos célebres para salpicar, después, sus oraciones, con el testimonio de los ingenios superiores que en el orbe han sido.

Por el camino de la vocación cumplida se llega a la elocuencia. El propio Cicerón nos aclara: “Llamaba yo diserto al que podía hablar, según el parecer común, con cierta agudeza y claridad, en presencia de hombres no vulgares; y reservaba el nombre de elocuente para el que pudiese, con esplendidez y magnificencia amplificar y exornar cuanto quisiera, y tener en su ánimo y en su memoria las fuentes de todas las cualidades que pertenecen al bien decir.”

De lo que se deduce que hicimos perfectamente, al principio de este ensayo, en deslindar los terrenos de la oratoria y separar la elocuencia, como rasgo inequívoco del chispazo genial, con el que, seguramente se nace, pero el que se desenvuelve, mediante el heroico esfuerzo cotidiano, ese “obstinado rigor”, que parece que fue el lema del divino Leonardo Da Vinci.

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Sin embargo, haremos mejor si insistimos y, al efecto, escudriñamos las páginas de Horacio Zuñiga.

En su obra, Ideas, Imágenes, Palabras, el libro de los oradores, afirma: “es necesario que comprendamos que no puede haber gimnasia más bella que la de la inteligencia; ni busca más hermosa que la de la verdad; ni contienda más sublime que la del pensamiento hecho palabra y la palabra hecha al mismo tiempo razón y metáfora, ciencia y arte, raíz y fronda, montaña y nube, garra y vuelo, como en la imagen eterna del filósofo inglés que proclama la dualidad del garfio vegetal que taladra la roca para extraer la sangre de la sabia y el ímpetu de la ramazón que arroja la flor y el fruto al esplendor del cielo.”

A Horacio Zuñiga lo criticaron sus enemigos –triunfo de la envidia y de la impotencia– porque usaba abundantemente de la metáfora. Entonces adujeron –como harían hoy– que era preferible la sencillez, la modestia, y, sobre todo, que la oratoria palabrera, adornada, metafórica, pertenecía al pasado.

Inevitablemente se vuelve a este tema. El fondo no es separable de la forma y, no concebimos –ni siquiera concebimos– la forma sin el fondo. Hay una síntesis perfecta. Lo que sucede es que la incapacidad para hablar en público y para hacerlo bellamente, obliga a los tartamudos espirituales a multiplicar las invectivas contra los oradores tan completos como lo fue Horacio Zuñiga.

No es posible pedir un solo estilo. Si el estilo es el espejo del hombre, no es razonable exigir un tipo de hombre único, sin reconocer la enorme variedad de hombres que existen. Es tanto como criticar a la montaña comparándola con el valle. Yo prefiero los valles; pero yo, nos diría otro, prefiero las montañas.

El orador habla según su temperamento y no es justo tratar de imponer modalidades ni modos para hablar; cada quien ha de ser auténtico, quizá porque la ausencia de autenticidad en la vida provoca tantas frustraciones fatales.

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El orador es el baluarte de la libertad, el paladín de la justicia. Tal parece, por ello, que en climas de libertad nacen y se reproducen los buenos oradores y que en tiempos de dictadura, totalitarios, no hay campo propicio.

“Sólo los que obran mal, temen a los que hablan bien, y sólo los impotentes y los despechados, pueden condenar la oración.”

La oratoria revela la esencia del hombre; supera su existencia; es fundamental, trascendente, definitiva y eterna, porque así es la palabra, porque así es el hombre; porque el hombrees y será siempre su palabra, y en conservarla, en mantenerla, en serle fiel, está el secreto de la sabiduría.

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3.-EL ESTILO DEL HOMBRE ES SU PALABRA

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El mundo maravilloso de los niños nace con la palabra. La madre, con su amor y ternura se lo va describiendo, cada vez que la madre nombra una cosa, un ser, un aspecto de la vida, el niño entra a la poesía y a la magia.

Las cosas se animan al conjuro del verbo. La palabra identifica su esencia; antes de ser nombradas, existen, pero después de que la voz las define, adquieren y revelan su esencialidad.

En el niño perdurará no sólo la contación que explica la madre, sino el tono de la voz, la emoción que cada término encierra, la acción que late escondida en el verbo, como la mariposa es la crisálida. Todo ello continuará a lo largo de los años; quizá, por esta razón, es cierto, que jamás dejamos totalmente de ser niños, puesto que tenemos atesorada la sensibilidad maternal guiando nuestros pasos por los caminos del hombre. Porque la función educadora de la madre no está en las órdenes que dicta, tampoco en los consejos que prodiga, el secreto educativo está en su voz que acaricia, que convence, que conmueve. La atmósfera emotiva circunda la presencia femenina, y es ella, la madre, la única modeladora –con su cariñosa palabra– de la conciencia infantil.

Son los primeros discursos que escuchamos. Puede carecer de orden, de habilidad técnica; pero rebosan de elocuencia, la elocuencia directa que da el amor, el cuidado, la solicitud y la consagración que hay en cada palabra que dice la madre al hijo.

Si es verdad –como ya se ha apuntado– que cada ser nace con un temperamento y que la educación, obrando sobre él, forma el carácter, entonces hay que convenir en que el arma mejor que tiene el educador es su palabra.

Esto es lo que tenemos que entender, con profundidad, para no continuar desviando los métodos de la educación. Porque la educación cabe dentro del símbolo de un triángulo equilátero: el hogar, la escuela y la calle o medio ambiental. De tal modo que la madre es la máxima educadora, y luego, el maestro continúa la tarea iniciada en la

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ejemplaridad hogareña. Pero el maestro sería incapaz de cumplir con su misión si no encuentra ya en el niño el germen amoroso que depositó la madre mediante sus palabras. El maestro prosigue proporcionando al niño nuevas y bellas palabras. De aquí que resulte impostergable el hecho de que los maestros tienen la responsabilidad de las palabras que usan frente a los niños. Un auténtico Maestro se cuidará de pronunciar palabras tristes, feas, iracundas, perversas, sabedor de que el niño no sólo las escucha sino que las guarda en su subconsciencia y ahí van creciendo sin que nadie se dé cuenta del fenómeno psicológico. Por último, el niño se encuentra, de repente, en medio de una terrible contradicción. El contraste es violento. La calle, las pandillas, pueden presentar al niño un mundo insospechado de picardía y de angustia. Oye malas palabras. Se ha transformado el lenguaje y golpean la puerta de su conciencia verbos armados con aguijón inclemente.

Son los tres tiempos ineludibles en el proceso educacional de cada individuo: lo que heredó de la madre, principalmente; lo que heredó del maestro; lo que está recibiendo del barrio donde habita.

Sociológicamente la lengua determina; la patria se define como el amor a la tierra, a las raíces; pero también la historia y el lenguaje, el idioma, que son lazo de unión directo y el medio de expresión y de comunicación ineludibles.

Mariano H. Cornejo, en su texto de Sociología deslinda el término: “El lenguaje define, precisa y permite combinar los conceptos”. Es decir que podríamos pensar y sentir; pero no tendrían validez ni el pensamiento ni el sentimiento, si no llegan a expresarse; es prácticamente, como si no existiesen.

El lenguaje, como vía de comunicación, es puente luminoso.

Por eso que el orador tiene veneración por las palabras; las selecciona, las limpia del polvo de los siglos y

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les devuelve su brillo natural y primigenio; usa de las justas, de las exactas, de las cabales y no pierde de vista que hablar en público es tanto como arrojar semillas a la tierra y repetir la bella parábola del Maestro de Galilea: nadie podría vaticinar cuál va a ser el destino de cada palabra. El discurso puede hallar tierra fértil, puede morir entre rocas o puede extraviarse en el desierto; pero la palabra caída en su sitio, germinará, echará raíces, brotará a la superficie rompiendo las resistencias y se elevará triunfalmente hacia el espacio.

La vida espiritual es una alcancía. El hombre, quiéralo o no, va acumulando paciente, gradualmente, sus vivencias. Quedan en él, se desarrollan, Inclusive los imperativos más insignificantes en la época de la niñez; ahora sabemos que se esconden entre los pliegues de la subconsciencia y que ahí, dinámicamente, persisten en un periodo de continua transformación hasta que un estímulo externo, los libera y brotan tumultuosamente, manejando la conducta del individuo. Por eso aseveramos que la vida espiritual es una alcancía. Las horas, los días, los meses y los años, depositan sus monedas; atesoran pensamientos, emociones, experiencias y paisajes.

Las palabras desempeñan un oficio de escultor; modelan el retrato del personaje. Crecemos a golpes de palabras así como el mármol a golpe de cincel.

Alberto Hidalgo, uno de los grandes poetas de América, señalo en su obra, Tratado de Poética, la diferencia entre la palabra exteriorizada y la palabra interna. Dice: ¿Como podría negarse que hay una palabra interior, anterior a la palabra hablada? Ella por lo demás ha sido presentida por los más grandes filósofos, aunque el honor de haberla estudiado a fondo o descrito en sus detalles más minuciosos, mejor que otros lo hicieron, pertenece a Víctor Egger, el más importante, de cuyos libros se llama La parole interieure, precisamente, más no se pretenda identificarla con el pensamiento que, en abstracto, es otra cosa y en concreto, es una sucesión o relación de palabras”.

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Los críticos están de acuerdo en que toca a los poetas descubrir el otro mundo de las palabras; ampliar sus horizontes; profundizar su existencia. Expresa Alberto Hidalgo: “Ya que la ciencia dormita, revelar el valor mudo, callado de las lenguas”.

Pero, nadie podría negar que esta misión la comparten también, y con mayor frecuencia, los oradores.

El discurso no esta reñido con la poesía. No debe estarlo. Poeta y orador usan el lenguaje y a él se deben. Son las palabras su medio exacto de expresión.

El poeta Octavio Paz, en su estudio, El arco y la lira, afirma: “El lenguaje hablado está más cerca de la poesía que de la prosa; es menos reflexivo y más natural y de ahí que sea más fácil ser poeta sin saberlo, que prosita. En la prosa la palabra tiende a identificarse con uno de sus posibles significados a expensas de los otros: al pan, pan y al vino, vino”.

El propio poeta Octavio Paz asevera: “Hay una nota común a todos los poemas sin la cual no serían nunca poesía: la participación”.

Está es la participación directa que se establece –¡mediante el verbo!– sobre todo en los discursos. Por que le discurso no finaliza cuando el orador da las gracias y se retira de la tribuna; entonces es, precisamente, cuando se inicia la germinación secreta, misteriosa, mágica, de las palabras que el orador ha lanzado al viento, con actitud de siembra, y que han sido recogidas por los oyentes. Hay que esperar a que el tiempo las madure y a que salga vibrante la cosecha del discurso.

La palabra verdadera –como en el salmo– da su fruto a tiempo y su hoja no cae.

Nosotros en cierto modo nos alimentamos con palabras. ¡Si esto lo superan los maestros, sólo palabras dulces nos darían cuando somos niños.

El mismo poeta Octavio Paz, en su magnífico libro, ya citado, El arco y la lira, enfatiza: “El hombre es un ser de

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palabras” y a continuación, “La palabra es le hombre mismo. Estamos hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad o, al menos, el único testimonio de nuestra realidad. No hay pensamiento sin lenguaje, ni tampoco objeto de conocimiento; lo primero que hace un hombre frente a la realidad desconocida es nombrarla, bautizarla”.

Ciertamente, el hombre es él y las palabras. Dependerá de qué palabras cuando su infancia, para determinar cuál podrá ser su conducta. La historia se hace con palabras. Las grandes revoluciones, ¿qué han sido, verdaderamente sino palabras levantadas en armas?

Todo acto de rebeldía es una rebeldía contra palabras ya gastadas, que han servido para justificar a los dictadores, a los enemigos de la libertad. Las palabras sagradas, las palabras solemnes, las palabras de orden y de obediencia, la torre de Babel de las palabras inútiles que esclavizan y justifican la esclavitud como fenómeno natural. No hace bien Hamlet cuando murmura, con cierto aire despectivo, palabras, palabras, palabras, porque el hombre no es una sucesión de burbujas sino de palabras vigentes que lo mueven, que lo determinan, lo sitúan en le combate.

Relata la anécdota que el genial Juan Montalvo, el autor de los Siete Tratados, había escrito y pronunciado discursos en contra del tirano Rosas, y cuando este murió, el genial prosista, pudo exclamar con regocijo: Yo maté al tirano con mis palabras. Y seguramente que alguien conocerá el panfleto de Alberto Hidalgo contra el dictador Sánchez Cerro incluido en su obra Diario de mi Sentimiento, es el panfleto más feroz que yo haya leído; un alarde de adjetivos denigrantes, y de sustantivos como puñales, de verbos como bombas; el final era lógico, previsto ya por le poeta; un estudiante, que traía en su bolsa, un folleto, lo asesinó a balazos.

El mismo Alberto Hidalgo, en el prólogo a su panfleto Odas en contra, que apenas son conocidas por que esta obra circuló en edición casi familiar y clandestinamente, asienta:

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“Así como los soldados en combates de cuerpo a cuerpo ensartan a los enemigos en sus bayonetas, yo atravieso de lado a lado a los canallas de este siglo con la lanza de mis metáforas; los revoleo un instante en el aire y luego los arrojó, lejos de mí, al piso resignado, que apenas quiere soportarlos”.

No obstante de que el lobo anda suelto por las calles, el orador no incita a la violencia. No desconoce que el odio no engendra nada, que sólo el amor es fecundo, y que el iracundo no alivia los pesares del hombre, su hermano, sino que lo empuja a una carrera de sangre que no tiene límites.

El orador, porque es hombre de bien, enamorado de la belleza, del ritmo, no puede aconsejar actos salvajes, en que la fiera se desate y emerja a la superficie; ya que su sensibilidad estética, su estructura cultural, su innato respeto a sí mismo, le impedirán ser hijos de la ira, según la expresión del poeta Dámaso Alonso. No es hijo del resentimiento. Es más alta su misión, más hermoso su destino : sembrar en el corazón del hombre palabras buenas, bellas, amorosas y que perdure la esperanza de que, algún día, florecerá la mutación de los valores y aparecerá un hombre nuevo con el corazón luminoso. Dámaso Alonso dice en unos de sus poemas:

“¡No, no! Dime alacrán, necrófago, cadáver que se está pudriendo encima, desde hace 45 años, hiena crepuscularfétida hidra de 65 000 cabezas, ¿por qué siempre muestras una sola cara?......Hace 45 años que te odio,que te escupo, que te maldigo, a quién odio, a quién escupo!”

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Y no. No puede uno odiar, ni escupir, ni maldecir, porque entonces el orador se confundiría con los bárbaros, con los salvajes, con los criminales, y tendría que ser más bárbaro, más salvaje y más criminal, para que sus palabras condujeran a los oyentes hacia el castigo de los malvados.

¡Qué pobre y qué solo se sentirá el varón que se escupe y se maldice! ¿A qué profundos abismos habrá descendido?

Afortunadamente este poeta, Dámaso Alonso, concluye este poema con una canción:

“Dulce,dulce amor mío, incógnito hace 45 años yaque te amo”.

Lo cual, además, no es cierto porque no puede amarse quien se menosprecia y se considera hijo de la ira y quien predica el odio y la desesperanza y vaga como espectro del resentimiento.

El orador es heraldo del as buenas nuevas; el arquitecto dela utopía. Y no hay que tenerlo miedo a esta palabra que todos vivimos, y expresamos aún sin saberlo, porque todos, quien más, quien menos, estamos forjando nuestra protesta contra el mundo loco, vano, en que nos ubicamos y soñando con un mundo mejor, libre y justo.

Papini relata en uno de sus cuentos, en el libro Gog, la vida de un artista que esculpía con humo bellas y caprichosas estatuas. El orador modela con palabras la maqueta de ciudades maravillosas, en donde los hombres conviven cariñosamente y en donde la conducta de cada uno es un canto a la armonía, exaltación al arte, consagración a la primavera y a la dicha de vivir.

Tiene el orador la misión de vencer al dolor y de vencer a la muerte. Se dirá, tal vez con lástima, que el orador es un varón alejado de la realidad, ciudadano de un planeta de sueños. Bueno y qué, los soñadores son los vigías de la

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aurora, los posibles constructores de un planeta de concordia, de paz y de alegría. El orador señala los caminos. Tiene alma de horizonte.

Por lo demás, el sueño mueve montañas; fueron los soñadores quienes enseñaron a hablar a las rocas; fue cuando la piedra adelgazó su realidad hasta llegar a ser un discurso de encajes, una oración de pétalos, el madrigal gótico de sueños en el aire.

Todo habla en la naturaleza. Vivimos en un mundo de metáforas. El hombre es un ser de imágenes. La creación es un discurso infinito. Dijeron: al árbol lo conoceréis por sus frutos. Añadiríamos: al hombre se le identifica por sus palabras. El hombre es su palabra. La palabra lo identifica, lo deslinda, lo circunscribe; la palabra lo trasciende a universal.

Cada ser humano nace individual, personal, único. O, lo que es lo mismo, cada ser humano nace con su palabra, la propia, la que lo señala en medio de una muchedumbre de voces y resalta su exacta dimensión.

Los hombres libres son dueños de su palabra; los esclavos vegetan con las palabras de sus dueños. Hay palabras de pie y palabras de rodillas. Palabras que se arrastran y palabras que se vuelan. Palabras con cadenas, prisioneras y palabras que no reconocen fronteras ni doblan la espalda.

Dijo Santiago el Apóstol “Sed hacendosos de la palabra y no tan solamente oidores, engañándose a vosotros mismos, porque si alguno es oidor de la palabra, pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, por que si alguno es oidor de la palabra, pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego se olvida como era...”

Las palabras nos habitan como en crisálida; hay que darle tiempo para que se verifique el proceso de maduración vital y salga al aire lo que originalmente somos.

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Apunta Eduardo Spranger, en su obra, Cultura y Educación: “No hay duda, cada hombre tiene un núcleo esencial, al que vuelve siempre, o al menos debía volver, después de todas las rotaciones de sus mónada alrededor de sí misma” y añade: “Pero éste es su destino, que este núcleo más interno de sí mismo está oculto para él, y que es menester un largo camino por la vida para encontrar eso aparentemente tan cercano y tan obvio, UNO MISMO.” “Aquí se encuentra pues, sólo el auténtico problema que plantea la metamorfosis del hombre. ¿Cómo llegar el hombre a encontrarse a sí mismo en todas las mudanzas de su vida y de su muerte?

El orador vive en continua metamorfosis. Este es su milagro. Está tranformandose mediante la cultura, enriqueciendo su personalidad, deviniendo más original con cada discurso. Siendo, cada vez más él mismo. Identificándose el estilo y la hombría de bien que lo caracterizan.

No tuvo razón, cuando menos no toda la razón, el viejo filósofo Salomón, cuando en el Eclesiastés, reiteró “que nada hay nuevo bajo el sol y que todo es vanidad de vanidades”; la verdad es que la existencia es cambiante, movible, “un divaga como el mar” según la hermosa expresión de Barba Jacob.

Todos los días, con el alba, se inicia el génesis. No admitimos el retorno eterno de las cosas; sino, más bien , la vida en espiral ascendente.

También la oratoria, como expresión de los hombres, tiene sus edades. La esencia es la misma, idéntica en la finalidad, pero cambia en su forma, los modos de comunicación. Disraeli –nos dice Maurois, en su biografía– varió el tono de sus discursos cuando pasó de la Cámara de los Comunes a la Cámara de los Lores.

Es inútil el debate acerca de la forma y el fondo. Ya se ha dicho: la palabra da movimiento a la idea; inquieta y

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exterioriza las emociones y, en fin, pone al ser humano en acción. La oratoria es acción. Dinamismo. Movimiento.

Cuando Goethe, sutilmente, en Fausto, corrige a Juan, el de Patmos, y en vez del versículo que señala: “ En el principio era el verbo...” propone: “En el principio era la acción...” realmente, está diciendo lo mismo. El verbo es acción. La palabra es transformación permanente. Alguna vez se dictaminó: el estilo es el hombre. Más justo sería: el hombre es un estilo; cada hombre cumple una conducta. El hombre es su conducta.

Gracián señala que cada hombre viene al hombre con un estilo natural. Lo cual es cierto en cuanto llega con una manera de ser, pero, además, el propio Gracián, añade que es susceptible de adquirir un estilo artístico, como fruto de una laboriosa gimnasia espiritual en donde entre en juego la fuerza de la voluntad. Lo mismo recomendó Horacio al señalarnos: ”El esfuerzo renueva el temperamento del artista y lo perfecciona”.

Efectivamente, el orador que se respeta, no abandona su preparación cotidiana; vive alerta del pensamiento universal, encudriñando las manifestaciones de la cultura, en todos sus sentidos, adiestrándose en la voz, vigorizándola, para hacerse escuchar sin necesidad de micrófonos, y hablando, improvisando, sobre temas diversos, a fin de que el pensamiento se mantenga ágil, recio, armonioso.

Aconseja el maestro Giménez Igualada:” Lo que necesitas, joven orador, que empiezas a orar, Después de revisar las palabras que heredaste, limpiarlas del polvo que con le tiempo acumularon, repara el desgaste que sufrieron, componerle sus roturas, remozarlas, y, una vez aseadas, fecundarlas para hacerlas más ligeras, más aladas, más claras, más hermosas que nunca lo fueron.”

El orador, como el poeta, como el maestro, como cualquier artesano que se estime bien, ha de pasar las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, puliendo su alma, sacándole brillo a su palabra.

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Recuerdo ahora un bello libro: Teoría dela palabra, del poeta José López Bermúdez. Es libro excepcional. López Bermúdez fue poeta de altura. No le permitieron los críticos, las mafias, la resonancia debida. Murió sin que los demás le hubieran reconocido su talento, su jerarquía poética. Fue un enamorado de la palabra y sus libros son hermosos de corazón, sabios, luminosos de poesía permanente.

He releído sus páginas con emoción. No salgo de ellas igual. Quizá éste sea el distintivo de los libros que, cuando valen, y los leemos, ya no seguimos iguales, algo se ha modificado en el interior y algo ha nacido con nosotros. Igual fenómeno de metamorfosis que se cumple con los discursos. Después de haber oído a un orador no somos idénticos, se transmutan los valores y cambia la perspectiva con que vemos el mundo.

Escribió López Bermúdez: “ Porque claramente vemos el impulso vital de cada ser por expresarse. El cristal en su canción de luces; el vegetal, en la fresca palabra del aroma; el animal, en el vivo lenguaje del amor de las bestias.

Por eso el escultor, cuando labra el poema de la estatua, expresa el ritmo y el mensaje dormido que la piedra no puede expresar.

Indudablemente, hay una lucha oculta por encontrar cada quien su palabra. Sólo la palabra nos da derecho a la existencia. Para mí, hablar es existir. Y existir es hacer de la palabra un arma, un refugio, un cielo vital”.

El orador se alimenta con palabras. Amurallado con el verbo, no ambiciona otras riquezas, nos inquieta por otros lujos, no se angustia por otros quehaceres del espíritu. Vive de la palabra, por la palabra, para la palabra. Con la democracia del alma.

Hay en la existencia un gesto definitivo, normativo, orientador por excelencia; es cuando un hombre se levanta en medio de una asamblea de hombres libres, y grita: ¡Pido la palabra! Porque en ese momento pone en acción su personalidad, su valor, su entereza, su talento, su honradez,

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su amor a la libertad. ¡Pido la palabra! es le testimonio de la solidaridad humana, la expresión genuina de la ayuda mutua.

Glosa el poeta López Bermúdez: “En aquel instante supe que hablar es sacar el alma del suelo al aire, del pensamiento al grito. Y tomar la palabra, es tomar posesión de la vida”.

Su maestro –¡con qué devoción habla Bermúdez de él!– aleccionaba: “Sentir la naturaleza y las cosas que en torno de ella giran: un trino, un aroma, un beso, una boca de hijo, una patria y un himno, es una bendición real; sentirla, expresarla y poseerla, son las tres bendiciones del hombre completo.

Esto expresó en versos:

“Jamás jugué con máquinas o nardostuve, hijo desde niño, ideas;son ellas mis sonoras herramientas.

Con ellas hice mi cielo y mis batallas;trabajo con palabras desde niño.¡Yo vine coronado de palabras!

Budha dejó su testimonio: El hombre muere; pero la vida perdura. López Bermúdez cinceló esta frase: “El hombre desaparece y la palabra queda. Y con ella queda la voz, ¡la libre eternidad del hombre!” y, a su vez, el divino Jesús Urieta, exclamó: ”Polvo que piensa, no vuelve al polvo”, con lo cual quedo sellada la duración perenne de la palabra.

Supongamos que el hombre es “ el mono desnudo”, como piensa Morris, tendríamos que admitir que “el eslabón perdido” el salto mágico del mono al hombre, está en le milagro de la palabra; la primer palabra salvó las distancias. El único milagro.

Recordemos hoy La tempestad de Shakespeare. El diálogo entre Próspero y Calibán, cuando el maestro le reprocha:

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“–Cuando tú hecho un salvaje, ignorando tu propia significación balbucías como un bruto, doté tu pensamiento de palabras que lo dieron a conocer...”

A lo que responde el ingrato Calibán:

“–Me habéis enseñado a hablar y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir. ¡Que caiga sobre vos la roja peste por haberme inculcado vuestro lenguaje”!

Independientemente que pudo haber tenido razón Calibán si se refería a quienes nos han envenenado con palabras sucias, viles, aborrecibles, el orador sabe, que nadie tiene derecho de maldecir la vida, por la cuantía de sus bienes, de sus bellezas y de sus ternuras...

Puede el dolor perseguirnos como tábano enfurecido; puede la miseria cercarnos implacable; puede la angustia transformarnos en un manchón de lágrimas; puede la opresión y el tirano cargarnos con cadenas, siempre habrá tiempo para alabar la belleza del sol, el aroma de la flor, el vuelo pleno de gracia de los pájaros, y, sobre todo, siempre habrá sitio para reconfortarnos con la sonrisa de una mujer, el apretón de manos de un amigo, o la dulzura en los ojos de un niño.

Pablo, el de Tarso, nos legó estas palabras en su Segunda Epístola a los Corintios: “Estamos atribulados en todo, más no angustiados; en apuros, más no desesperados; perseguidos más no desamparados; abatidos, más no perecemos”.

Yo digo en mi Canto a la vida:

“Hay en el pecho un río de frutalesque da su sombra a tiempo a los viajeros,lunas de amor para la mano abierta.

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Hay en le pecho un río de miradasque todo ven azul, azul de ensueño,que descubren bondades en las rocas.

hay en el pecho un río de palabrasque dan los buenos días, buenas noches, No dicen compañero, sino hermano.

Porque la vida es buena, están las flores, los pájaros, las fuentes, las auroras, el vientre de los surcos con canciones”.

Ciertamente, la vida es bella. Vale la pena vivirla. La vida es pajarera de sorpresas; nidal de aventuras. Como en el título de aquella novela italiana; La vida comienza mañana.

El poeta atalaya el porvenir. A veces no puede impedir decir palabras duras contra los explotadores, los negreros, los amos, los tiranos; pero prefiero decir voces de aliento, de ternura, de cariño, de amor a sus hermanos, los hombres. El orador tiene matices en la voz; pero su voz es única, indivisible, permanente.

No se confíe demasiado quien menosprecia a los oradores y sólo otorga su confianza a la palabra escrita.

Oyen los que no saben leer; oyen los que devoran libros; la palabra penetra, como tirabuzón, y extrae dudas y deja al descubierto el vino de cada quien.

Pablo Neruda, escribe al poeta Miguel Hernández, en su Canto general y dice:

“Ay, muchacho, en la luz sobrevino la pólvoray tú, con ruiseñor y con fusil, andandobajo la luna y bajo el sol de las batallas.”

¿No te parece lector, que así es el orador, un ruiseñor con fusil? Y así es la palabra, limpia y sencilla como el lirio y

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como el ave, que no ha menester de artificios ni de galas, que cumple el precepto de Cervantes: “Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala”.

El orador, simplemente, grita su palabra. Ella castiga a los Juan Haldudo que en el mundo existen. Ella mina los pilares de los palacios. Ella prepara las revoluciones. Ella alimenta el fuego que robó Prometeo de los dioses. Ella es el fuego mismo.

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4.- ORATORIA: PAISAJE DEL ALMA

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El orador descubre, despierta, en la conciencia de quienes lo escuchan viejas ideas y emociones ya existentes.

Los hombres que lo aplauden y están conformes con sus tesis, pensaban lo mismo desde hace muchos años, participan de idénticas pasiones, pero todo esto lo tenían escondido, como la veta de oro permanece, oculta a los extraños, en espera del minero que extraiga su misterio a la luz.

Hay un minuto en que parece que el verbo del orador, su encendido acento, su ademán vigoroso, su emoción contagiosa, sacude las conciencias dormidas de los oyentes y, las despierta a la realidad de su hombría: ¡Vamos, les dice, sacudamos la pereza y el miedo! ¡De pie! ¡Hay que ser hombres! y cada individuo se anima y fortalece y principia la lucha por rescatar los valores de su personalidad. Sucede como, si de pronto, un ser gigante, saliera de su cuerpo, como si se liberara de una doble personalidad. Después de un discurso elocuente, el hombre puede variar su destino, permutar sus papeles, comenzar una nueva ruta. Porque hay que repetir siempre, para mantener vigilante la responsabilidad, ¡nadie podrá vaticinar el alcance de las palabras, su influencia, su acción orientadora!. . .

El orador, por ello, semeja ser un taumaturgo; hay magia en sus palabras; es el retorno, en sentido figurado, a los brujos. Pueden las palabras afirmar o negar la existencia.

Por esto la palabra tiene que ser la palabra meditada, medida, la exacta. No será el mejor discurso el mayormente retórico, sino el más diáfano, el mejor apuntado, como la flecha encaminada a su blanco.

Dice el poeta Antonio Machado, al través de Juan de Mairena: “Cuando se ponga de moda el hablar claro, ¡Veremos!, como dicen en Aragón, veremos lo que pasa cuando lo distinguido, lo aristocrático y lo verdaderamente hazañoso sea hacerse comprender de todo el mundo, sin decir demasiadas tonterías. Acaso veamos entonces que son muy

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pocos en el mundo los que pueden hablar, y menos todavía los que logran hacerse oír.

Juan de Mairena, con su ironía filosófica, concluye: “Para hablar a muchos no basta ser orador de mitin. Hay que ser, como el Cristo, hijo de Dios.”

Los objetores de la oratoria repiten con frecuencia una frase de Alfonso Reyes: “Un discurso tiene que ser como una hoja bien escrita”, dándole así a la palabra escrita preeminencia sobre la palabra hablada. Sin embargo, se podría revertir la idea y declarar, con igual validez, que una página escrita debiera ser como una conversación, devolviéndole a la palabra hablada su categoría exacta.

En apoyo de esta sugerencia podríamos citar innúmeros testimonios. Valgan, para el efecto, solamente algunos:

“La lengua estilística, señala Martín Alonso, en su magistral obra, Ciencia del lenguaje y arte del estilo, subraya tres características de la expresión: la sinceridad, la claridad y la precisión.”

“Escribo como hablo” dice Valdés; Azorín comenta: “El estilo es claro si lleva al instante al oyente a las cosas, sin detenerle en las palabras. Retengamos la máxima fundamental: derechamente de las cosas. Si el estilo explica fielmente y con propiedad lo que siente, es bueno.”

La precisión es consecuencia del estilo claro. “La concisión interna lleva enajenada la exactitud del pensamiento y del vocablo. No decir ni más ni menos de lo que uno quiere y con los modos apropiados para el caso.

El orador, cuando habla en público, se ha marcado una estrategia. Habla para conseguir una finalidad inmediata; para persuadir, convencer o conmover y, en esta virtud, se ha marcado una táctica adecuada para presentar su tema. Ha formulado un plan, organizado sus argumentos y, en último caso, hasta pensado los ejemplos, imágenes, parábolas, que le pueden ser útiles. Todo esto, sobre la base de su cultura previa, es garantía de éxito.

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Pero no se trata de una página bien escrita que se recita, y hasta se declama, sino de una composición hablada, que se improvisa, dejando campo libre a lo imprevisto, a la manifestación de la subconsciencia, de la inspiración, capaz de revelarse con un destello magnífico. Nadie tiene derecho a pontificar cómo ha de ser el estilo de un orador y cómo ha de hablar o qué debe hablar. El orador tiene dentro de sí una veta inexplorada de oro puro que brotará al calor de su entusiasmo y de su pasión creadora. Hay más, si la estrategia marca la meta justa a que debe desembocar una batalla; la táctica se va formando con las contingencias, y lo imponderable del terreno tanto como de la presencia del azar de la misma lucha. El discurso bien podría sufrir, en el terreno de su proceso, variantes esenciales, imposibles de adivinar, y que, sin embargo, impondrán cambios radicales en cuanto a la forma y, quizá, en cuanto al fondo.

Imaginemos una interpelación violenta, una interrupción inesperada, un olvido momentáneo de una palabra, un chiste que parte de las galerías, y, entonces, el orador se ve forzado a modificar el curso de su disertación y salirle al paso al interruptor tratando de ganarle, con mayor ingenio, la partida.

Félix Fulgencio Palavicini, el atilado orador de la XXVI Legislatura, en su volumen, Los diputados, relata un buen número de anécdotas en que los oradores, muy brillantes por cierto, tuvieron que salir de apretados casos, recurriendo a golpes oratorios magistrales.

Una cosa sí es determinante para el orador: el clima político en el que habla. Si el orador –al fin hombre– vegeta en un régimen de tipo totalitario, no dirá lo que piensa, ni lo que siente, ni lo que cree, sino que recitará, entonces si, el texto de las hojas escritas por sus amos, sus autoridades, sus censores. No dirá con espontaneidad lo que le gustaría decir, sino aquello que le han impuesto a su conciencia.

Estos recitadores de un monólogo impuesto, son autómatas, robots trágicos del verbo.

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Con razón grita Horacio Zuñiga, en su libro, Verbo pereginante: “¡Sí! No hay que olvidar jamás, ¡Oh paladines del pensamiento armonioso y la conciencia sonora!, no hay que olvidar jamás que tras la silueta del más insigne de los oradores, Demóstenes, se yurgue un símbolo sublime: ¡La Patria! y surge un resplandor inmenso, ¡La Libertad!”

Estampó Michelet esta frase: “La elocuencia es el termómetro de la libertas” y Gambetta esta definición: “Sólo están mudos los hombres y los pueblos esclavos.” Y el propio Horacio Zuñiga concluye: “Tenemos que aceptar que el orador, en ciertos momentos, es el índice supremo de las libertades públicas, el exponente máximo del progreso político y social y el grito por excelencia de las conciencias manumitidas, que pueden proclamar y proclaman –bella y vehementemente–el glorioso mensaje de la emancipación material y espiritual.” Porque la libertad es una función vital impostergable, por ello, el orador está expresando el atributo cardinal de su hombría cuando pierde su libertad; lo que equivale, en otra forma, a decir que el hombre que no habla, que no es capaz de enfrentarse a un público y decir en voz alta lo que piensa, con el calor humano, con el entusiasmo vital necesarios, no ha logrado la integración cabal de su hombría.

El filósofo Oxiacán advirtió la presencia de palabras ciegas y palabras videntes. Diríamos que hay palabras que esconden el rostro, que no dan la cara tras de vistosas máscaras, cuando lo deseable, lo valiente, es que las palabras actúen desnudas de afeites, tal como son, afrontando el peligro y la responsabilidad, exponiéndose a las precisas consecuencias. De otro modo, la oratoria degeneraría en juego de abalorios, de rompe cabezas, de crucigramas, de acertijos, oratoria en clave, criptogramas para expertos, como lo es buena parte de la literatura contemporánea la que, ciertamente, con su invención de un nuevo lenguaje –a veces nacido y crecido entre la cloaca, en los vertederos sociales–, no es traducible sino para un contado número de adeptos, de

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igual modo que el “caliche”, lenguaje de los reclusos y los maleantes, sólo es medio de comunicación entre los rufianes.

Pero, la máscara esconde, con frecuencia la cobardía del orador o su complicidad con los explotadores. ¡Cuántas veces no hemos sentido el impulso de gritarles: abajo las máscaras, muéstrense tal y como son, mercaderes del verbo, traficantes de las doctrinas, usureros de la justicia, salteadores de la libertad!...

El orador, a la sombra de su propia estimación y en consonancia con el respeto que se tiene y la fidelidad a su decoro personal, tiene que reiterarse la fórmula del poeta Juan Ramón Jiménez: cuando expresa su deseo por una poesía pura, desnuda, sin afeites, suya para siempre.

Algunos auditorios no son libres, están encadenados; pero en el fondo están hambrientos de palabras libres; necesitan que alguien los anime, los exalte, los empuje hacia la acción libertadora y el verbo, entonces, se ilumina como una flama en mitad de la oscuridad de sus conciencias.

¿Hasta qué punto, nos preguntamos, a tenido culpa el orador que ha predicado la guerra y la violencia, el odio y la ambición de poder?

Los hijos de la ira, los coléricos, los arrebatados, los vengadores, son quienes arman las manos de los poderosos, justifican con palabras hermosas y elocuentes los abusos del poder; han engañado al pueblo; le han inculcado actitud de sumisión y de apatía, frente a los atropellos de culto a los patrones, a los amos, a los gobernantes. Por eso el maestro Giménez Igualada ruega a sus jóvenes oradores que cuiden la mira de sus palabras y denuncia a los corruptores. Las cortes tuvieron sus bufones. Los dictadores usan del verbo y de los oradores a sueldo.

El orfebre Jaime Torres Bodet ha declarado sobre la relación entre la libertad y el artista, en memorable pieza oratoria, discurso que denomino, El escritor en su libertad, “¿Como trazar esa línea abstracta, ecuador que separaría el hemisferio de la belleza, del hemisferio social y económico

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de los hombres? En le panorama de las meras suposiciones, cabe idear a un artista libre de producir como le plugiese, pero no lo que plugiese, al amparo de un régimen que, dejándolo elaborar su estilo, no le dejase actuar –en las otras cosas– como interprete fiel de su voluntad. Reducido –si mi afición fuese la pintura– a no pintar sino naturalezas muertas y retratos de niños de cuatro años, encontraría, aún así, maneras de escapar a la esclavitud de esos temas y demostraría su libertad interior escogiendo tal perspectiva en lugar de otra, ese color en lugar de aquel, o esta luz suntuosa, cálida, veraniega, y no la luz invernal y gris en que otros espíritus se complacen.”

¿No es esto lo que ha sucedido a escritores agotados en clima social de opresión y dictadura? ¿ No es esta la biografía de los novelistas condenados en el territorio de la URSS, por exceso de libertad?

Difícil se imagina un orador en estas circunstancias; el verbo requiere el uso sin restricciones, el empleo de sus alas. Verdad, que hay oradores panegiristas de los tiranos; pero sus argumentos, en favor del orden, de la paz de la tranquilidad, ha sido, con el tiempo, como el tamo que arrebata el viento. Por lo demás, no es cierto que un mal discurso engañe al pueblo. Se puede abusar de la palabra una, diez, tal vez cien veces, pero la palabra, tarde o temprano romperá las cadenas, saldrá de la crisálida y, volará tal como es con libertad y alegría. El verbo emerge a la luz con igual ímpetu que lo hace la rama que rompe el duro terrón que la oprime, para salir arañado al espacio y manifestarse con toda la amplitud de su fiesta de verdes.

Nada hay más patético que la historia de la censura en el mundo; nada más esplendoroso que los mil y un recursos que han inventado los hombres para burlar la vigilancia y la mordaza.

Confirma el poeta Torres Bodet este imperativo: “Pero en este caso del escritor no es ni siquiera preciso que el hombre quiera. Las palabras quieren por él y lo arrastran a un

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automatismo expresivo que regocijará a los psiquiatras; o aguza él su talento en el dominio de las palabras y entonces lo compromete, no le subconsciente, sino lo más vigilante y lo más hondo de su persona: el reconocimiento de su albedrío”.

El orador vive la filo de las navajas, en periodos de dictadura. Le secuestran el verbo, vale decir, el alma. Mientras tanto, sufre y se abstiene; conoce de las cárceles. Presiente que el dictador estima, como un tesoro raro, el valor de su lengua. Sabe que le valor de la lengua de los oradores libres –¡Belisario Dominguez!– es ornato en estuche de terciopelo.

El orador vigila. Es atalaya. Es la historia universal, él abre surco, descubre el horizonte. Antes de la revolución violenta, está la revolución de las arengas; después, el rifle pide la palabra, como el verso de Mayakovski.

A tiempo se decide el orador. Las dos puertas se le ofrecen. La puerta ancha, con sus lujos, placeres, dinero, vanidad... y la puerta estrecha, con la severidad de las noches de estudio, a la luz de la lámpara encendida, con sus privaciones y el riesgo de que los tiranos le corten la palabra.

El orador es el heraldo de la libertad. En etapas de crisis política aparece uno, impreca a los déspotas, exalta a los menesterosos y procrea rebeldes. Y, ciertamente, no sólo es eficaz instrumento de la libertad en época de supresión de derechos, también lo es en la paz, cuando se impone el impulso a una cruzada laica, cuando hay que ir al rescate del sepulcro de don Quijote.

Como está época triste que vivimos. Epoca oscura, gris, sin luz propia; época en que se arrastra, desnudo de alegrías y de nobles propósitos, un hombre débil, mediocre, hábil en le manejo de las máquinas, ducho en computadoras, en técnica, en manuales científicos –ni siquiera en ciencias–, con el alma encogida, maltrecha, tartamuda, gritando su materialismo, contaminado espiritualmente, títere de la praxis

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–palabra que lo llena todo–, con un lenguaje procaz en literatura, divorciado del pueblo, confinado en círculos de seres raros, visionudos, fantoches... muñecos de paja; pues sí en este tiempo melancólico, en que para disimular su vaciedad multiplican sus ruidos, las disonancias, el escándalo estruendoso, los golpes desaforados de los instrumentos de percusión, en está época nostálgica, ayuna de romanticismo, de sentimientos sencillos, puros, de vuelta al pueblo; ¡hacen falta oradores!

¡Que venga una legión de oradores a la plaza pública! ¡Que se escuchen los verbos de descontento, de protesta, de rebeldía! ¡Que se encienda la guerra civil contra los muertos tecnócratas y se cante el retorno del humanitarismo vivo!...

Herbert Read, distinguió dos conceptos esenciales: la libertad y las libertades. La libertad es –ya se ha dicho– una función vital impostergable; las libertades son existenciales, de origen y alcance estrictamente político. La libertad de trabajo, la libertad de imprenta, la libertad de transito, etc., así, la libertad es una, esencial, y las libertades son muchas, existenciales.

Esto, tan bien analizado en la obra, Anarquía y Orden, incumbe a los oradores. Ellos son los defensores de la libertad y los propugnadores de las libertades, en cada gajo de la historia universal.

Por la palabra seremos libres. Por la palabra recuperará el hombre su natural jerarquía, su dimensión integra.

Porque no se trata de aspirar a un super-hombre sino de propiciar la esencia del Hombre.

El campo está enfrente de los oradores, particularmente del os oradores jóvenes.

No faltan motivos para que entren en acción los jóvenes rebeldes. Declaremos que no hay “rebeldes sin causa”; sino infinidad de causas que están clamando por la actividad de los jóvenes rebeldes.

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La lucha por la libertad y por la justicia, no han concluido. Apenas se inicia.

Herbert Read hace esta cita en Bakunin: “Cuando hablamos de justicia no nos referimos al contenido de los códigos y edictos de la jurisprudencia romana, fundada en su mayor parte en actos de violencia, consagrada por el tiempo y la bendición de alguna iglesia, pagana o cristiana, y como tal aceptada como principio absoluto del cual puede deducirse el resto bastante lógicamente; nos referimos más bien a esa justicia basada tan sólo en la conciencia de la humanidad, que está presente en cada uno de nosotros, aun en la de los niños, y que se traduce llanamente por igualdad.

Esta justicia que es universal, pero que, merced al abuso de la fuerza y a las influencias religiosas, jamás se ha impuesto aún, en le mundo político ni en el jurídico ni en el económico, este sentido universal de la justicia debe convertirse en base del mundo nuevo. Sin él no habrá libertad, ni república, ni prosperidad, ni paz.”

Soñemos en cada orador joven se transformará, vigorosamente, en un justiciero; en un adalid de la justicia.

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5.- EVOCACIÓN: CINCO ORADORES

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Ramón López Velarde, poeta y artífice de la palabra, nos ha dejado una magnífica semblanza del eximio orador Jesús Urueta, el divino Urueta. Con su prosa, tan poética, trazó la imagen del orador:

“Este hombre que llega sin blanca a la taquilla de la muerte, es uno de los más persuasivos ejemplos de generosidad en que pueden inspirarse las sociedades de América.

Superior a su medio, ha padecido todas las censuras, hasta la política, y la frivolidad lo juzgó frívolo. Pocos, empero, habrán hecho al país, y por tan corto precio, el bien que Urieta”.

El autor de Suave Patria, ha propuesto, sin quererlo, en este breve libro, Discursos y Conferencias, de Jesús Urueta, una definición del orador: “El gran Barbey decía que la imaginación es la más poderosa de las realidades humanas. En los manteles de Urueta, la imaginación es la dama de carne y hueso que junta las manos a la altura de la boca y configura con los brazos desnudos la Sublime Puerta de vocablos, emociones e ideas”.

“Adaptando lo universal a lo concreto, merecen las letras considerarse como una filosofía en acción. Cada autor tiene la suya. El elemento universal con que filosofa el tribuno chihuahuense destácase en la voluntad, en el furor de vivir”.

Y como si López Velarde presintiera la crítica al orador, fija este juicio: “Erraría quien lo disputara, en conclusión teatral. Cierto que los ojos, entre orgiásticos y curiales, abarcan la escena; que la voz remeda esquilas y campanas mayores; que en la mano, cirujana del aire, se jacta una simpatía huesosa; y que en los párrafos abundanciales tiembla una túnica o se arruga una bahía. Pero el personaje está dentro . Nuevo Arnaldo de Brescia, no se alienta sino de la sangre de las almas”.

Y todavía, subraya el retrato –que puede aplicarse a cualquier orador verdadero–: “Yo quiero guardámelo, en el

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archivo de las imágenes instructivas, en el giro de un bailador que escuda con las manos el reverso de su pareja y que, describiendo una circunferencia menguante, se inmoviliza, como un santón, en el centro matemático de la bacanal”.

Para finalizar esta bella imagen con estas sentidas frases: “Recordándolo en las puntas de los pies, en la actitud violinística con que alcanza las caudas de sus párrafos...”

Dicen, quienes tuvieron la fortuna de escucharlo, que Jesús Urueta, en la tribuna, se transfiguraba. Aquel hombre ya no joven, de cabellera rala, de cuerpo encorvado, se agigantaba al hablar; se embellecía. El aura de la oratoria lo nimbaba. La elocuencia aumenta la estatura, hermosea el gesto, redondea el ademán, pon resonancias marítimas en el timbre de la voz.

Es que del orador emana una especie de fuerza magnética; como si le surgiera, del fondo del verbo, un poder mágico, de brujo, de taumaturgo, que tiene acaparada la atención del auditorio. Es de tal naturaleza esta atracción eléctrica, que el auditorio no llega a darse cuenta de la calidad gramatical de las frases, de los dislates, de las omsiones, falta de sintaxis, errores que comete el orador. El público –como se verá con otro orador– está arrebatado, colgado de los labios, en tensión, dispuesto a seguir, como autómata, la voz de quien lo tiene hipnotizado con su verbo.

Hablemos ahora, de este tipo de varón mágico. Yo tuve oportunidad de escuchar, en la ciudad de Bogotá en Colombia, a un orador excepcional: Jorge Eliezer Gaytán.

Oírlo, es un teatro, fue un sacudimiento total. Olvidé el clima inhóspito y el gesto academizante de los habitantes, con la ambición de Atenas en los ojos, su aire de superioridad, su voluntad de parecer sanamente católicos... fue un sacudimiento.

Jorge Eliezer era un atildado profesionista. Vestía irreprochablemente al a inglesa y se comportaba con singular mesura británica. En aquella época, Bogotá era una ciudad en consonancia con su clima. Predominaba una apariencia

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religiosa, aun cuando la vida –de puertas para adentro– era diferente. Aquella enorme masa humana, por la Séptima Avenida, al atardecer, parecía un desfile de luto siguiendo algún funeral. Políticamente perduraba la pugna entre conservadores –comandados por un viejo lobo de mar, Laureano Gómez– y liberales –con la Presidencia de la República en sus manos–. El Partido Liberal marcó la candidatura de un abogado Turbay y los conservadores se abstuvieron, manifestándolo así en su periódico. Turbay era de ascendencia árabe. Esto desató una campaña en su contra. En los panteones de Colombia no había ninguna tumba de algún familiar suyo colombiano. Entonces surgió, arrebatadoramente la postulación independiente de Jorge Eliezer. El Partido Liberal se dividió. Los conservadores –dirigidos por Laureano Gómez– fomentaron discreta, sabiamente, esta postulación. Insistieron en que no tendrían candidato. Infortunadamente se caldeó la pasión. Se multiplicaron los incidentes y los choques con heridos y golpeados. No fue posible la reconciliación. El Partido Liberal estaba dividido. Entonces –dentro del marco legal– el Partido Conservador lanzó su candidato a la presidencia. Al presentarse a las elecciones, Turbay ganó una parte, Eliezer ganó la otra, y el Partido Conservador, íntegro, decidió la victoria para él. Así llegaron a la Primera Magistratura.

Eliezer prosiguió fortaleciendo su grupo. Sus partidarios eran, en su mayoría, jóvenes y clase media; núcleos de trabajadores y artesanos. Luchaba acremente contra los oligarcas. Sus discursos eran llamaradas de violencia. Así lo evoco: Se presentaba en escena elegantemente vestido, bien peinado, sereno. Iniciaba sus discursos con suavidad y discreción; pero iba en aumento, levantaba la voz, vigorizaba el ademán minuto a minuto. hasta que estallaba en pasión, en cólera, en vehemencia. No sé cómo, pero ya a la mitad de su arenga, estaba despeinado, con la camisa abierta, agitado, febril, irresistible con su furia verbal.

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El pueblo enardecido, contagiado de ira, se agazapaba en sus asientos como fieras dispuestas al ataque. Así, cuando al concluir sus terribles filípicas en contra de los ricos, de los oligarcas, de los explotadores del pueblo, levantaba el brazo –un poco a la manera fascista– y gritaba: ¡A la carga!, la masa salía enloquecida, e iba a lapidar teatros, periódicos y los palacios de los oligarcas.

Jorge Elizer fue asesinado en plena calle. Ello desató una revolución popular, imprevista, espontánea, feroz. La turba asalto los comercios elegantes de la Séptima Avenida, y los incendió, saqueó las tiendas y peleó con policías, primero y, luego con soldados. Fue un desastre. Por varios días continuó la guerrilla urbana. Se izó en la Universidad la bandera de la hoz y del martillo. Después, el ejército sofocó la contienda civil y Bogotá, lamentando sus pérdidas materiales, recuperó su aspecto gris.

Jorge Eliezer tuvo un sepelio entre llamas.Otro orador sudamericano, que me impresionó fue

Víctor Raúl Haya de la Torre, el creador y fundador del APRA.

Víctor Raúl, joven entonces, era un hombre macizo con apariencia de gordo; ágil, nervioso, con vocación de conductor de pueblos, A fuer de varón muy culto, viajero por Europa, estudiante perpetuo, lector de bibliotecas, teórico, autor de una doctrina, la del APRA. Víctor Raúl no es, propiamente, un orador lírico con demasiada belleza en sus discursos –como Urueta– y sin el brío flamígero de Eliezer. Piensa y razona con facilidad, argumenta, critica, polemiza con acento acerado y persuasivo. Sin que ello quiera decir que, hábil orador como es, no cambie el diapasón cuando es menester y se transforme en un auténtico agitador. ¡No en vano provocó una oleada de partidarios entusiastas, fanáticos, seguidores de él a quien consideraban, en el Perú como a un apóstol!, no en vano creó en otros países, organizaciones apristas, provocando la reacción combativa del Partido Comunista. No obstante de que ganó la mayoría electoral, no

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llegó a la Presidencia, pero esto hay que abonarlo en su cuenta. Víctor Raúl, amigo de Gandhi, de Romain Rolland, de José Vasconcelos, no ha querido nunca emplear la violencia como arma política. Es un pacifista convencido. Combatido con fiereza. Víctor Raúl, a pesar de todo, conserva la lealtad de muchos ciudadanos de Perú y mantiene al APRA en pie de lucha, debido a la elocuencia de su verbo.

Al escribir estas líneas he recordado unas páginas del poeta Alberto Hidalgo, en su obra, tan rara, Diario de mi sentimiento, que se refiere al líder peruano, en su categoría de orador.

Dice Alberto Hidalgo: “No habla, mueve la voz, la lleva de aquí para allá con una impostación apostólica, suprahumana. A veces la coloca en la altura y da la sensación de que el techo se parte o de que el vecino de arriba pasa sus imprecaciones por un agujero, como si en truco ilusionista nos agüeitase con la garganta. Alzamos la vista para ver esa voz y no hallamos nada, naturalmente, pero en este momento un grito de Haya nos llama desde un rincón de la pieza. Y nuestras miradas ruedan en su busca por el suelo, según dos pobres monedas. Sus pensamientos flamean junto a nosotros, se los ve agitarse un minuto hacia el norte, hacia el sur, a la manera de esas llamas que usan los incendios para decorar cualquier tarde. De cuando en cuando, Haya subraya sus frases con un golpe de brazo. Su mano larga sacude los últimos vocablos, para entregarlos limpios de malas interpretaciones, por lo que algunas veces su exceso de profilaxis les arranca las letras finales. Y esa mutilación les asegura un encanto especial. Me presumo que en las tribunas públicas, donde arenga a sus huestes, debe haber cierto peligro en colocarse a sus costados, porque sus brazos han de causar resfríos al batir al viento como dos alas...”

Redactar este capítulo de remembranzas, en torno a una galería de oradores, me ha dolido en la entraña, ha creado en mí un nudo de lágrimas imposibles. Muchas de las personas citadas, mis amigos, han muerto. Estando en

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Paraguay publiqué un ensayo, Construcción de Alberto Hidalgo; pero hoy siento que debería publicar un libro completo para glosar la trayectoria de su genio...

Jubilosamente publiqué, mucho tiempo después, un volumen, Imagen de un hombre libre, para exaltar la figura de Miguel Giménez Igualada, el último gran orador que yo he escuchado.

¡Qué difícil poder decir: he conocido a un hombre bueno, con toda la bondad, con toda la ternura, con todo el amor a la vida y a los hombres! ¡Qué difícil! Y, sin embargo, Miguel Giménez Igualada –recientemente fallecido– lo fue, con su legítima hombría de bien, con su corazón alegre, espiritual, sensitivo, frutal.

Llegó de España, empujado por la furia y el odio, por la destrucción y la muerte; llegó acompañado de su esposa Isabelita. Ancló en nuestra tierra. Ya no volvió a salir, Aquí murieron, primero Ella –tan dulce y simple, como una fruta en sazón–, tan cariñosa, como la sonrisa de una niña; después El. Al caer la última tierra –que tanto amó– sentimos que estábamos enterrando un trozo de la bondad humana, quizá el último, en medio de este aire de competencia, de ambición, de ciego maquinismo y deseos de triturar y despeñar al prójimo.

Miguel Giménez Igualada, era anarquista individualista. Jamás admitió otro anarquismo que el derivado de Stirner, el autor de El único y su propiedad.

Pero mientras para otros anarquistas –colectivistas, bakunianos, kropotkinianos, proudhonianos–, el anarquismo es teoría y violencia, para Giménez Igualada –tan tierno como un abuelito– era esencialmente una conducta amorosa. Su pensamiento descansó en tres actitudes de su humanismo: amor, bondad y belleza.

Pasó por la Revolución Española sin disparar un tiro, sin empuñar un arma. El supo que la violencia engendra mayor violencia y que la redención del hombre sólo se conseguirá, algún día, por los caminos de la tolerancia, del

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respeto recíproco, de la propia estimación. Publicó varios libros trascendentales: Más allá del dolor, Caminos del Hombre, Anarquismo, Lobos en España, y un folleto que contiene tres conferencias: Bondad, de Oratoria y breve Hablada, discurso pronunciado en la Preparatoria No. 4, en Tacubaya. Pues, bien, independientemente de su calidad como estilista del lenguaje, después de su bello volumen, Salmos que es una colección de poemas en prosa, hay que evocar su capacidad extraordinaria de Orador nato.

Desde muy joven se distinguió por sus discursos. Su existencia fue tumultuosa. Viajó, impedido por las circunstancias de un lado para otro. Radicó en Portugal, en Argentina, en Uruguay, volvió a España; lo acorraló la Guerra Española y, al fin, después de mil y una visisitudes, de peligros, de persecuciones, de destierros, llegó a México, ayudado por el profesor Gilberto Bosques, a la sazón Cónsul, y enraizó definitivamente.

Y cuando lo conocí estaba anciano, un anciano de cerca de ochenta años, y, sin embargo, cuantas veces lo invité a hablar de centros estudiantiles, su palabra era vigorosa, su emoción arrebatadora y su pensamiento bondadoso, claro y magnífico.

En su breve Hablada, frente a los preparatorianos de la 4, texto que dedicó a Arturo Muñoz Cota Pérez, expresa: “Y fijaos que no he dicho como algunos que quieren ser modestos, mi charla, porque charla es igual a cháchara, vaniloquio, bagazo o farsantía, sino mi hablada por querer dar a hablar, verbo expresivo y hermoso, la verdadera importancia que tiene en nuestra lengua. Porque charlar, charla cualquiera, hasta las cotorritas, por lo que a los que charlan las gentes les llaman charlatanes, o sea lengüilargos, que equivale a embusteros; pero hablar, comunicarse con las personas para informarles de algo útil y bueno o para hacerles entender el afecto que se les tiene, no lo hacen todos, ya que se necesita más valor moral para decirle a uno “te quiero” que para tirarle a la cara un “te odio”, porque cuesta más trabajo

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ser bueno, y, por sus acciones también merecerlo, que ser malo y enorgullecerse de su maldad. No se charla con la madre, que equivaldría a irreverencia; ni con el padre, que sería falta de respeto; ni con la novia, porque el charlatán cometería imperdonable pecado de amor. A los que se quiere y respeta, se les habla, como se les debe hablar también a los que se quiere querer”.

Para el maestro Giménez Igualada, hablar era una forma de la docencia y la docencia la más sublime de las actividades humanas. Siempre juzgó que hablar o escribir, entrañaba una tan seria responsabilidad, que debía hablarse como si fuera la última vez que se hiciera y las palabras pasaran a la eternidad.

Una profunda emoción despertaba en la tribuna. Recuerdo una alentadora experiencia: un grupo de jóvenes normalistas nos invitaron a pronunciar una serie de conferencias. La primera correspondió a mi compañera Alicia Pérez Salazar. La oyeron con afecto y la aplaudieron con entusiasmo. Habló de Martin Luther King; la segunda ocasión hablé yo. No quedé satisfecho. No se estableció –quién sabe por qué– la simpatía indispensable entre orador y público.

Pero, la tercera correspondió al Maestro. Disertó sobre diferentes temas: el magisterio, la juventud, la bondad, la belleza, el amor... y, todos comprobamos cómo paulatinamente, se hizo un silencio completo, cómo la atención se centraba en él y cómo se fueron emocionando al conjuro de sus palabras. Cuando concluyó, buena parte de los ruidosos muchachos, particularmente las mujeres, lloraban. Vinieron a él para abrazarlo y felicitarlo. Y él, con su habitual ternura, les decía: –Gracias, hijos míos, gracias...

He dejado para lo último la evocación de Horacio Zúñiga. Cuando lo conocimos en la vieja Preparatoria de San Ildefonso, era un varón muy joven, de color blanco, de pelo corto, muy corto, ancho de espaldas, de regular estatura, y usando unos anteojos que descubrían su miopía. Tenía los

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maxilares pronunciados, debidamente rasurado y la impresión que dejaba era de voluntad, de férrea voluntad. Hablaba con sencillez, pero con energía, con acento abaritonado, hábil en el uso de las inflexiones y de los matices del timbre de voz. Su paso al caminar era firme, tranquilo, y en sus ademanes –tan sobrios– se aseguraba su carácter. Era el orador verbo-motor por excelencia. Hablaba en tono de discurso –sin que esto señalase pedantería o vanidad o chocara al oído por lo afectado– sino que, hablaba dictando cátedra, muy serio, muy grave, muy austero, porque ya naturalmente había nacido con vocación magisterial y dada su abundante, su erudita y sabia cultura. Horacio Zuñiga no podía prescindir, aún queriéndolo –porque nadie más modesto que él– usar de otro tono. Aunque siempre vivió tangente a la frivolidad, ayuno de fiestas y de actos superficiales, era ágil y hasta cáustico, cuando usaba de la ironía como arma de combate dialéctico. Su capacidad de polemista era imponente. Citas, parábolas, metáforas, razonamientos, todo fluía para demoler, destrozar, descuartizar al contrincante, a quien el verbo reducía a polvo y el polvo era llevado lejos por el viento.

Acto continuo, se serenaba como el mar después de la tempestad y las palabras recuperaban su vuelo de gaviotas, su perfume de jardín y el brillo deslumbrante del arco-iris o del agua surtidora de la fuente.

Horacio Zuñiga nació en provincia. Ya se disputan el lugar de su nacimiento. ¿Fue en Oaxaca o fue en el Estado de México? Estudió en Toluca. Todas las provincias conservan idéntico paisaje espiritual. Gastan sus energías –perezosas– entre la rutina que no osa cambiar y la política de campanario que no llega a crecer y entrar a su mayoría de edad.

Escribe el poeta Alfredo Ortíz Vidales, en su bello libro, En la paz de los pueblos:

“A las seis, a las siete de la tarde, en estasciudades silenciosas con plazas y callejasdesoladas, es dulce ir a ver las ventanas

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para sentirse un poco de folletín la cara”.

Sin embargo, la animación se inscribe en la escuela. Ahí juegan, gritan, corren se desbordan los niños que son, esencialmente, igual a los niños de todo el mundo. En las aulas, a nivel universitario, sobre todo en la Preparatoria, una juventud romántica, soñadora, impaciente por saltar la cuerda del tiempo para entrar de lleno a la madurez y vivir como viven los mayores, los hombres y las mujeres que ya son dignos de amar, de gozar, de asomarse al paraíso perdido. En la Preparatoria, sobresalió de inmediato el jovencito Horacio, muchacho retraído, tímido, arisco, soledoso, muy dado a los libros, a los diálogos y a recitar sus propios poemas. Fue el primero en todas sus clases. Corrió su nombre en boca de la fama. ¡En la provincia se estiman estas cosas de la inteligencia y del aprovechamiento escolar!

Horacio, en efecto, con un temperamento religioso, se imponía severos castigos cuando, por debilidad, violaba las reglas de soledad y de estudio que él mismo se había impuesto. Frecuentemente se pelaba al rape para tener pretexto y no concurrir a las reuniones de sus compañeros ni a sus inocentes fiestas caseras.

LE gustaban las chichas, alguna en particular –¡como que era un enamorado de la belleza!–, pero su timidez alargaba los pasos y no llegaba nunca a acercarse a ella. No se le conocía novia. Allá, en la quietud de su cuarto, emborronaba hojas y hojas de papel en busca de la metáfora exquisita y única, en ajuste de consonantes y realidad de ritmos.

Nació orador. Hablaba con extraordinaria facilidad. Corrían parejos su pensamiento y su palabra. Era, según posterior clasificación que él comentaba, un auténtico verbo-motor. El hombre que habla pensando o piensa hablando, sin diferencia perceptible de tiempo. Su intervención, circunstancial, en alguna asamblea de política estudiantil, lo consagró en el ánimo de sus compañeros. Desde esa ocasión

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fue el orador solicitado para reuniones y fiestas cívicas o literarias. Crecía Horacio y crecía su nombre, joven representativo, por su cultura, su talento, su seriedad ascética y su elocuencia. Y, sin embargo, algo lo separaba de la gente, su soledad innata, su soledad lo amurallaba y sembraba alejamientos con los demás; Horacio se empeñaba en ser modesto y sencillo, inútilmente, porque su erudición y su verbo le daban un aire de superioridad, de grandeza interna, que los demás sufrían difícilmente. Leía, leía sin descanso, sin desmayos ni treguas; estudiaba; hablaba solo, en la intimidad de su pieza de estudio, y soñaba, soñaba.

Por razones de índole económica, la familia vino a la capital de la República. Alquilaron una casita sola, bastante cómoda, en un barrio tranquilo –venido a menos– que conserva una tranquila dignidad, exactamente como su familia, sin recursos, pero existiendo sin apuros.

Horacio se inscribió en la Facultad de Derecho. Oyó hablar a Antonio Caso –filósofo orador–, a José Vasconcelos, probablemente a Jesús Urueta, a Chema Lozano, a García Naranjo, a Olaguíbel. Continuó cumpliendo con sus obligaciones escolares, pero leyendo más, con un coraje inaudito de auto-didacta, empeñado en asimilar toda la sabiduría, con la terca ilusión de manifestarse en toda la integridad de su hombría.

Algo sucedió en su alma en relación con la Facultad de Derecho. ¿Lo desencantó la materia? ¿Sintió repulsa de convertirse en abogado y tener que litigar mañana? ¿Lo defraudaron sus maestros? ¿Sus compañeros? Abandono la escuela, renunció a una carrera y prefirió la docencia. Así entró, como maestro de Gramática y de Literatura, a la Escuela Nacional Preparatoria. Estaba muy joven, pero su expresión voluntariosa, su gravedad, su atuendo oscuro, su aplomo, su voz, todo contribuyó a establecer, desde el primer momento, una perfecta comunión con los alumnos que éramos, ayes atolondrados, un grupo de adolescentes.

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En la primera clase nos pronunció un discurso. Las palabras volaban sobre nuestras cabezas azoradas; hablaba de temas mágicos, la cultura, los libros, la poesía, la música, los genios del arte, fue un desfile prodigioso, como si las páginas de Las Mil y una Noches se detuvieran frente a nuestros ojos y nos comprometieran a un sueño enorme de belleza. Clamó contra la frivolidad, contra el escándalo estudiantil, contra la política vana y desgastadora, impura; exaltó la continencia, la dedicación al estudio, a la lectura, a la meditación y concluyó tendiendo su mano amistosa y su consejo fraternal. Salimos con él a la calle, no queríamos dejar de oírlo. Interrogábamos, escudriñábamos su espíritu; así, caminando, continuó dictando su cátedra que debía durar por varios años.

Después, unos cuantos, ¿cuántos?, asistimos a su casa por las tardes para oírlo y recibir sus orientaciones culturales.

Horacio estaba sujeto a un régimen de puritana educación. Se levantaba tarde. Asistía, en la mañana, a sus clases en la Preparatoria; volvía –escoltado por nosotros– a su casa. Nos despedíamos en la puerta. Comía, y dormía una ligera siesta. En la tarde, a las cinco, íbamos llegando los discípulos. Abarrotábamos la pieza de estudio, abrumada con cientos de libros, un escritorio, una máquina de escribir y dibujos –hechos por él– en las paredes.

Horacio, con su voz de orador, voz impostada, de baritono, con su ademán preciso, nos enseñaba, nos sacudía, nos iba modelando con el amor al verbo. Nos despedíamos ya noche, las once, las doce, según el tema, y él se quedaba leyendo o escribiendo hasta ya entrada el alba. Así todos los días, incluyendo el domingo, no resultaba extraño, por eso, la cita interminable de autores, la exposición de doctrinas, de hipótesis científicas, la enunciación de sistemas. Teníamos la impresión de que Horacio lo sabía todo, ciencia y arte, filosofía, historia, sociología, economía, política... y poesía; poesía, taumaturgo de la metáfora, porque la metáfora le era tan propia, tan natural, como una segunda naturaleza. El gigante solitario. Ahí, en su tebaida, en la colonia Guerrero,

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rodeado de sus discípulos, un conjunto de inexpertos rapazuelos que no lo supimos aquilatar, justipreciar, y, menos aún, continuar su enseñanza, el evangelio de sus renunciaciones, su consagración al estudio, a la meditación, a la bondad y a la belleza. No era humano. Era sobrehumano, superhumano y, en cierto modo, una especie de superhombre, pero distinto al que ideó Federico Nietzsche.

No es propósito de este ensayo analizar su producción. Fue, quizá, el último poeta épico; un trágico de la poesía; pariente de Leopoldo Lugones o de Santos Chocano, pariente, también, de Salvador Díaz Mirón. Sus poemas han sido ignorados premeditadamente. Los poetas en el trono –con la protección oficial– lo condenaron al silencio; los políticos lo combatieron; los profesores se sentían incómodos con ese ser extraño a quienes seguían los jóvenes y quien sabía más, mucho más que todos ellos.

Algunos estudiantes, enfermos prematuros de importancia, sintiéndose genios, lo envidiaban y su resentimiento se manifestaba en actitudes injuriosas; pero Horacio los ignoraba, en el fondo, los compadecía.

Rara vez hablaba de sus enemigos. Hablaba, sí, de sus maestros.

No hubo noche en que no saliéramos de su casa cargados con los libros que teníamos que leer en una semana y devolver con un comentario. Era una clase de oratoria continua. Por lo demás, una vez al mes, Horacio nos reunía en el Anfiteatro Bolívar, en la Preparatoria, para hablarnos, Un alumno escogía el tema y él, entonces, improvisaba magníficas piezas con una interpretación dialéctica. Sostenía la tesis, luego, la anti-tesis, y, finalmente, nos deslumbraba con una síntesis en la que se combinaban todos los estilos, la razón, la imaginación y la emoción con su enorme calor humano... Sus detractores lo acusaron de anticuado, de verbalista, de ampuloso, pero olvidaron que la oratoria será constantemente circunstancial, y que no se puede prescindir de la argumentación –del fondo–, pero tampoco de la forma,

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del ropaje propio de las palabras en donde la poesía y la imaginación reclaman su sitio en el banquete. La verdad y la belleza no están divorciadas; caminan de la mano. Fue la única critica a su estilo. La aplicaron a sus poemas y a sus discursos Hubieran preferido un estilo gris, llano, liso, el propio de la conferencia, negando la posibilidad de ser para la arenga, el discurso explosivo; prefiriendo el valle y la llanura, el desafío impetuoso de las montañas. Y, sin embargo, en último análisis, prevalece el juicio de Charles Dubois, en su Diario: “La expresión en Shakespeare da todo lo humano, pero siempre con algo más, algo más vasto, más completo, más altivo también, como si el sentimiento humano fuese experimentado por un ser de un volumen y de una estatura superiores, por una montaña o por un gran río. Shakespeare magnifica todo, pero la grandeza no se alcanza nunca por una rarefacción, sino siempre por una plétora”. Salvando las distancias, lo mismo podría decirse de Horacio Zuñiga y de su poemática.

Horacio murió solo, abandonado, borrado por la política lugareña, para oprobio del Estado de México. Se atrincheró en su soledad y acabó sus días. Sus últimos artículos, teñidos de melancolía y de añoranzas, revelan su angustia y su desesperación.

Un profundo arrepentimiento, vergüenza irreparable, cierra esta galería. Yo soy de los discípulos que no supieron acudir a él en su tiempo de infortunio, las disculpas sobran.

He querido presentar una semblanza de cinco oradores. Cada uno diferente, cada uno maestro de la palabra, cada uno un ejemplo de talento y de cultura.

No necesariamente hay que comulgar con las ideas de quien admiramos y amamos. Podríamos diferir, disentir hasta fundamentalmente; pero nadie –que no esté fanatizado por algún credo político– podrá dejar de reconocer el talento ahí donde se encuentre, y reverenciar la cultura ahí donde se aloje.

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Un orador, sin talento y sin cultura, sería vano y vacío, como címbalo que retiñe.

El orador es centinela del pensamiento, atalaya del porvenir, remero del horizonte. Cuando los pueblos se debaten, sufren, se crucifican, surge entonces el orador e ilumina los caminos del hombre. Salomón, en el libro de los Proverbios, dejó sentada esta máxima: “La lengua de los sabios adornará sabiduría; más la boca de los necios hablará sandeces”, y añade: “Aparta de ti la perversidad de la boca, y aleja de ti la iniquidad de los labios”.

El orador es maestro y el maestro tiene un espíritu apostólico. Diré de paso: a los maestros no les agrada que se les considere como apóstoles. Temen, y con razón, que al aplicárseles el apostolado, se les obligue, por ello, a vivir en la miseria y en el abandono. Nadie duda que el magisterio está mal retribuido, que no les alcanza para sustentarse y menos aún para comprar libros, ir a conciertos, exposiciones, viajar, todo lo que fomenta y engrandece una cultura; pero no es esto lo que se les desea, sino la conciencia cabal de su misión, el ejercicio irrestricto de su vocación magisterial. Ahora bien: si ellos, los maestros, van a formar el alma de los niños, van a cooperar para la liberación de los niños, para terminar con las barreras que separan a unos niños –los ricos– de otros niños –los pobres–; entonces, no hay profesión más hermosa, más noble, más apostólica, que la de los maestros.

Y, un maestro es un orador en potencia o debe de serlo, puesto que va a educar mediante la palabra.

Esta afirmación categórica no implica una defensa de la pedagogía “verbalista” a la que se opone la escuela de la acción; sólo que nadie puede aseverar que sea posible y humano, educar, con cualquier escuela que sea, si no se usa de un debido lenguaje. Digamos, por último, acerca de este tópico; en la Escuela Nacional de Maestros, debía colocarse, a la entrada, una leyenda como aquella que, dice la tradición, ostentaba la Academia: Que no entre quien no sepa

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geometría. Bien pudiera substituirse con esta otra: Que no entre quien no ame a los niños.

El orador es un batallador. Nuevo David o, quizá, nuevo Prometeo.

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6.- LA MAGIA DE LA PALABRA

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La palabra es la liberación del silencio; su luz. Resucita el silencio cuando llega, con el alba, la palabra. Es como darle vuelta a la esquina de la soledad y encontrarse, de pronto, con un mundo de maravillas; como penetrar al interior del espejo para descubrir el auténtico rostro de las voces.

En el principio está la magia de las palabras. Porque cada verbo tiene dos carátulas y, dentro, una existencia de veta misteriosa y prometedora. Si desnudar pudiéramos cada voz, veríamos dentro de ella una geografía inédita, tangente al sueño, donde se descubren los vestigios del tiempo antiguo.

Hay un cosmos inédito en el discurso del hombre. No en vano el psicoanálisis se realiza por medio de un buceo de palabras. El paciente habla y habla y, entonces, las palabras descorren el velo –uno de los siete velos– y deja traslucir la verdadera infancia del verbo; su corazón oculto.

La verdad es que las palabras están encerradas en los diccionarios; pero ahí están quietas, hipnotizadas, solemnes, hieráticas, palabras momificadas, hasta que llega el poeta, el orador, el mago, y las extrae de su exilio y las incita para que cumplan su destino de crisálidas. Cada discurso tiene una razón de ser: la metamorfosis. Los discursos se están haciendo en el espacio y en el tiempo. Cada quien escucha una palabra con diferente significado, con un horizonte personal.

La cuestión es que el hombre vive en metáfora. Y cada palabra es una metáfora. Aun cuando no quisiéramos ser metafóricos, no podemos pensar sino metafóricamente.

La metáfora es un ejercicio de magia. La imaginación le juega, por ello, bromas infantiles a la razón.

José Vasconcelos, el filósofo de la creatividad danzante, es quien, nos ha ofrendado una definición mágica. Es que Vasconcelos, filósofo del ritmo, cantó la sinfonía del discurso.

¿No es la oratoria una calca de la sinfonía?

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Vasconcelos no fue orador, en el sentido exacto de la palabra. Fue un expositor brillante y, a veces, un conferencista elocuente. Pero es el maestro Vasconcelos quien nos dice: “Nada hay más fascinante, más poderoso, más peligroso que el manejo de las palabras. El que supiera aprovechar sus secretos se convertiría en un mago. La más alta magia no es ya otra cosa que una ciencia de palabras. Con el poder de las palabras se ha revolucionado al mundo. Las palabras hacen la guerra, restaurar la paz, forjan la historia. Después de que ellas se pronuncian en la boca de los inspirados, los sucesos se ponen a seguirlas y las voluntades a obedecer”. Esto lo dejó asentado Vasconcelos en su ensayo El poder de la palabra, contenido en sus Obras completas.Y no hay paradoja en lo que afirma. No una paradoja como la de Oscar Wilde en su obra Intenciones, cuando nos aseguró que el paisaje londinense, sobre todo la niebla, nacieron en la pintura de los pre-Rafaelistas. Vasconcelos supo que los acontecimientos siguen la dirección de las palabras.

La biografía del hombre gira en torno a una palabra. La cultura, al fin y al cabo, no es sino un proceso de palabras y la conducta humana se motiva con la dinámica del verbo. ¿Qué es Grecia si no el juego de la palabra Armonía? ¿Qué, Roma, si no la conjugación del Derecho?, ¿Qué la Edad Media, si no la disciplina del Ordo-Amoris?, y, el Renacimiento, ¿no es, acaso, sino una palabra de reencuentro con el alba después de una noche larga de ejercicios religiosos?

Las revoluciones alcanzan su resonancia magnífica con la voz Libertad y, así, por este tenor, el que habla, el que ora, el que predica, el que arenga, reitera la imagen de David, con su honda mágica, librando su batalla contra la fiereza de Goliath.

El mismo Vasconcelos añade: “La palabra más alta es el verbo. Según las diversas teogonías, de ella proceden todas las cosas; suponiendo que no proceda la creación material de un Fiat, de un Logos, es evidente que el mundo del hombre,

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el mundo de la representación, como decía Schopenhauer, sí cobra existencia sólo desde el instante en que encarna en la palabra. Se afirma entonces por lo menos una realidad psicológica cuando se dice que el Verbo hizo la luz, hizo las estrellas y animó a la primera pareja.

Dentro del Verbo está todo. La voluntad, la inteligencia, la fantasía, la cosa y el ser; todo procede del Verbo y todo retorna a él. Nada hay más alto entre todos los conceptos. Sobre el Verbo sólo está lo Inefable”.

Quizá sea por esto, por el reconocimiento de su jerarquía, que el Verbo exige la consagración definitiva del Orador.

Las palabras andan por el aire mutiladas, tristes, sonámbulas, cuando los malos oradores las han empleado. La palabra es la misma. Está al alcance de cualquier lector, ahí, enclaustrada en un Diccionario; pero sólo el maestro, el poeta, el creador, puede y sabe usarla convenientemente; sólo el Orador la respeta, la honra, le da su sitio y tiempo oportunos. No es que la oratoria sea arte inferior; es que quienes se proclaman oradores no han llegado a la mayor edad de la caballerosidad para usar de la palabra justa, exacta y bella.

José Vasconcelos subraya: “En ocasiones las palabras quedan sueltas por años y por siglos, dispersas en el ambiente; las conciencias obscuras las perciben con vaguedad y las obedecen sin darse cuenta de su influjo. Las mentes iluminadas logran orientarse, adivinan las corrientes que manan del concepto y de acuerdo con ellas organizan la acción. Pero todos vivimos y nos movemos dentro del poder irresistible de las palabras”.

“Hay magia negra de las palabras cuando un malvado o un hipócrita hablan de moral y de justicia. ¡Las palabras se vuelven ruido confuso, torpe ronroneo cuando hablan los necios!”

Esta, ciertamente, no es época de oradores. Como no es época de poetas, ni siquiera de maestros o de filósofos. El

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hombre contemporáneo se ha mecanizado; deambula, sonambúlicamente, como un robot sin redención posible.

Varones programados, como computadoras que caminan, no tienen tiempo, ni ingenio, ni buen gusto, para saborear el encanto de las palabras.

Suspendido el ánimo, un buen discurso se saborea, se paladea voluptuosamente; se va viviendo palabra a palabra, con especial fruición, con la emoción estética con que se contempla una pintura, como una sinfonía magistral, al par que se pesan las razones y se aquilatan los argumentos.

El orador tiene el poder de arrebatarnos de la realidad y hacernos volar, por los aires, sobre la alfombra mágica de los cuentos de Las Mil Noches y una Noche.

En el mundo hay una lucha de palabras. Palabras ciegas y palabras videntes. Las masas, enloquecidas, siguen al conjuro de la flauta mágica, van a la cólera, a la violencia, a la guerra. Y es solamente una palabra la que ha ondeado como bandera, en los terrenos de la muerte y de la derrota.

Analicemos la historia. Abramos las páginas de la continua tragedia humana y así veremos que, por siglos, por eternidades, los hombres rompen sus lanzas no tanto por una ideología sino por el juego de ajedrez de las palabras.

Una palabra encierra un drama. Peor aun cuando las palabras ciegas guían a los hombres y los despeñan por el vértigo de las pasiones armadas.

No son soldados los que se miran en las reseñas bélicas; no es el uniforme solamente el que los distingue y los separa; no son los clarines ni los tambores; todo esto, es parte de una representación que alza sus telones desde el minuto en que alguien ha lanzado, como piedra de honda certera, una o dos palabras retadoras.

La Patria, la Justicia, la Igualdad, la Libertad, la Cultura, una palabra basta; tiene el poder mágico que le presta la religión, lleva, cada palabra, su Tabor y su Gólgota, su Domingo de Ramos y su Cruz sobre la espalda.

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Bastaría que nos pusiéramos de acuerdo sobre las definiciones de las palabras y gran número de contratiempos, de discrepancias, de querellas, terminarían automáticamente.

Pero las palabras viven la tentación imperialista. Cercan y amenazan al orador. El orador anda a filo de palabras. Si se descuida lo invaden. Acaba por decir lo que no se proponía. Y, una vez expuesta una palabra, lanzada al viento, ¿quién podría recogerla? y, ¿quién podría predecir su alcance?

Somos responsables de las voces ya empleadas. No se pierden. Andan revoloteando por alguna parte del espacio. Se esconden al paso del tiempo. Pero persisten tal vez, por ello, de pronto, los viajeros las encuentran a mitad de la noche y no se explican los ruidos inesperados, y hasta los sonidos polvosos de palabras sueltas o de ayes o de lamentos que tanto han intrigado a los descubridores del misterio y de la ficción, aquí, sin salir de la geografía humana. Hay que remachar el riesgo en que incurre los oradores cuando no ponen las riendas a tiempo a sus verbos y los dejan salir desbocados. Es como si alguien, sembrador, lanzara a diestra y siniestra sus semillas sin calcular a dónde caerán y cuáles podrían, en última instancia, germinar y dar fruto.

Se abusa de las palabras. Montañas y montañas de letras andan en busca de un sitio donde anclar, aunque, la verdad es que unas cuantas voces, sencillas, elementales, caben dentro del corazón y son las que nos mueven en la vida.

Sócrates es el conocimiento; Platón, la bondad y la belleza; Jesús, la revelación y el amor; Crishnamurti, el descondicionamiento para ser libres; Marx, la economía al través de la lucha de clases; los anarquistas, la autodeterminación en la conducta, sin amos ni esclavos; la oratoria, el método para la conciencia y uso de las palabras, como sustento de la existencia.

Se supone que el orador sabe de todo esto. Que no ignora que la palabra tiene, en el meollo, una fuerza mágica,

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tan peligrosa, tan preñada de posibilidades, que puede servir, como las palabras de los cuentos de las mil y una noches, para abrir o cerrar castillos, para dominar a genios y doblegar a brujos, para multiplicar riquezas y felicidad y para propiciar tempestades y angustias.

Siempre anduvieron los alquimistas, los magos y los brujos, tras de las palabras de la sabiduría antigua –quizá las que descubrió Salomón–, capaces de evocar y controlar las fuerzas celestes y también las demoníacas. El orador intuyó este poder del verbo; lo posee, lo sepa o no, y no puede usarlo a discreción si es que tiene conciencia y no juega al aprendiz de brujo.

Como estamos refiriéndonos a discursos improvisados, vivos, dinámicos y, de ninguna manera, a discursos momificados, inertes, acartonados, los que repite el recitador como quien expresa de memoria un capítulo monótono; como estamos hablando de discursos que se están haciendo en la tribuna, con la consabida sorpresa de la subconciencia que se aparece a la mitad del foro y pasma al mismo orador que después, al meditar, se da cuenta que ha dicho cosas que jamás había pensado antes; son los chispasos, las genialidades, que crea el minuto, al calor de la emoción creadora, de la inspiración, de la intuición, la fuerza incontenible y misteriosa de la subconciencia. Estos discursos se quedan en el tiempo. Desde luego, fuera de la taquigrafía o de las grabadoras, quedan en el tiempo y no en el espacio. El pintor, el escultor, el músico compositor, dejan su obra en el espacio. Ahí está. Podrán gozarla, apreciarla o detestarla en el presente o en el futuro. Pero el discurso es circunstancial. Vive existencialmente. Tiene la misión de cumplir un segundo, el que dure, y desaparecer después. Es, aparentemente efímero, porque la realidad mágica de la palabra, es que permanece en el interior del individuo que escucha y toma dominio sobre ese territorio a su antojo o, cuando menos, ahí permanece hasta que lo desee o sale cuando las circunstancias le son propicias.

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Tan es cierto lo anterior que en la biografía de cada ser humano hay un remanente de palabras viejas, heredadas quién sabe cuándo, que de repente brotan y transforman el rumbo de los acontecimientos o modifican la voluntad de poder.

Glosando la sentencia bíblica, no estaría mal aplicarla al discurso y proclamar: Mi discurso trabaja todavía.

No puede afirmarse que un discurso cumplió ya su tarea. El discurso se está haciendo, es la comunión perfecta del orador y de su auditorio. Porque cada oyente rehace el discurso de acuerdo con lo que es él mismo; lo que ya pensó, lo que le gustaría que fuera, lo que desdeña de los hechos; el germen de su rebeldía; la almendra de su utopía; todo va a entrar en el laboratorio del verbo expuesto.

Como el individuo se mueve, y vive, en función de un ritmo personal, y en virtud de que cada orador habla con un ritmo único, se da el caso de que el discurso no crea ritmos en los oyentes, sino que trabaja sobre el ritmo ya existente y, si acaso, lo acelera o lo moviliza.

Octavio Paz asienta en su obra El arco y la lira: “El ritmo que es imagen y sentido, actitud espontánea del hombre ante la vida, no está fuera de nosotros: es nosotros mismos expresándonos. Es temporalidad concreta, humana irrepetible”.

La trascendencia mágica de discurso es irrefutable. Se dice un discurso, lo oyen unos cuantos hombres y virtualmente se dispersa su objeto y, sin embargo, hay que reiterar el concepto, Gandhi pone a temblar, con unas cuantas palabras, la arquitectura sólida del imperio británico y, años después, Martin Luther King, promueve un cambio radical en la forma de pensar y de actuar de los señores feudales blancos. Con razón insiste José Vasconcelos: “El factor colectivo en la labor mental es imprecisable, pero evidente. Salva de los desmayos solitarios; apoya y estimula el pensamiento, corrige las expresiones, enriquece los detalles, colabora, constituye el ambiente, germina las ideas, las hace

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latentes a un grado que el primera que las enuncia ya sólo parece que las señala y liberta a un tiempo muchas conciencias donde la idea pugnaba por nacer; no sabe, ni el mismo, si es autor verdadero o sólo copista de la opinión del cenáculo o de la época. Hay también ideas tan poderosas que no encuentran espacio en una sola conciencia y buscan apoyo en generaciones enteras”.

El orador se eleva, por la fuerza de su palabra, en rector de los demás hombres.

Promueve las revoluciones. En cada una hay un orador. Pero, va quedando libre el campo para la futura acción de la palabra: provocar, fomentar, realizar, la mutación del hombre. Este será el ritmo propicio del futuro. Ya hemos aseverado –como principio– que cada orador tiene su ritmo y que cada discurso tiende a acelerar el ritmo latente en los oyentes.

Charles Du Bos –el solitario pensador francés– indica en los Extractos de su Diario, preocupado por medir el tiempo, el paso de cada poeta y en particular de cada palabra: Cada palabra se parece a un corredor que ocupa un lugar en la línea de partida cuando le llega el turno”.

También se puede hablar de Tiempo cuando se trata de discursos. Es que el discurso, con la naturaleza de la prosa y sus contingencias debe aspirar a transformarse en una obra de arte.

Ya sabemos que la finalidad del discurso no es permanecer como una estatua, una pintura o una partitura de música; que el discurso es una creación esencialmente cambiante, movible, fugaz, existencial; que su misión es satisfacer un requisito inmediato, alcanzar una meta fija, local, y por lo mismo transitoria; más el discurso siempre está en vías de trascender su espaciotiempo; de llegar a ser definitivamente permanente. Así, aun cuando no reniega de su definición histórica, cobra, o puede cobrar, por su factura, una valoración permanente. De otro modo: el discurso es una revolución permanente. Originado por una necesidad

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inmediata, tiene en función de su distinción artística –conjunto de reglas– una prolongación vertical insospechada. Lo que de humano conserva cada discurso es, en sí, su garantía de perdurabilidad; lo que de bello conserva, lo inmortaliza. Tal ha sucedido, en la antología de la oratoria, con piezas que –independientemente de sus circunstancias locales – leemos con deleite, una en el caso de que hemos perdido la voz, el ademán, el calor de la elocuencia y el contagio, el fuego de la inspiración inmediata. No tenemos al personaje sino apenas su fotografía.

Afirma Gastón Bachelard, en su bellísimo libro, Psicoanálisis del fuego: “Ha hablado muy bien quien a definido al hombre como una mano y un lenguaje. Pero los gestos útiles no den ocultar los gestos agradables. La mano es, precisamente, el órgano de las caricias, al igual que la voz es el órgano de los cantos. Primitivamente, caricia y trabajo debían estar asociados”.

El amor se realiza al conjuro de palabras. El amor es teoría de palabras dulces y tiernas, de reclamos y entregas sublimes. La emoción cruza el puente luminoso del verbo y llega, de esta manera a los demás. Todos los oradores descienden del árbol genealógico de Prometeo. Continúan la filosofía de la esperanza. Donan al hombre “la ciega esperanza”, para vencer al dolor y vencer a la muerte.

Las palabras de aliento –esperar– doblegan a la muerte y suavizan el dolor de las espinas.

Palas Atenea, la de los glaucos ojos, aconseja al prudente Ulises, maestro en ardides, frente al temor de que los arqueos retornen a sus lares, en la Iliada: “Ve en seguida al ejército de los aqueos y no cejes; detén con suaves palabras a cada guerrero y no permitas que boten al mar los corvos bajeles”.

Los griegos lucían, antes que sus espadas, el brillo tembloroso de sus palabras.

Tal vez podríamos aventurar esta teoría: la cultura es una sucesión de palabras.

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Los hombres cambian sus tablas de valores, sus opiniones, su criterio; pero todo esto significa, primero, un cambio de palabras. Desde que la mujer primitiva, en la caverna, acarició con palabras, educándolo, al hombre primitivo, fuerte, musculoso, bestial, guerrero y cazador, y fue con palabras originales –sus sonidos melódicos y tiernos– que peinó la cólera masculina, lavó la rudeza de sus ademanes y dejó en sus ojos el temblor de una palabra cariñosa, cuando puso en su mano el trozo de carne palpitante de un pequeño ser humano.

Queremos imaginar, fervorosamente, el acto en que los jóvenes oradores –como los antiguos caballeros–, velan sus armas antes de emprender la marcha hacia la justicia y la solidaridad humanas.

Los recios varones que hicieron del honor una divisa, frente a sus armas, limpiaban su conciencia, oraban sin palabras, se juramentaban de corazón, prometiéndose no hacer nada en su conducta diaria que rebajara su propia estimación y decoro. Así los jóvenes oradores, caballeros sin caballo, cruzados sin cruz, han de arrodillar su corazón –como lo hacía Fra Angélico, antes de usar los pinceles, según nos descubre Vasari–, para que la palabra, limpia, pura, santificada, pueda llegar a sus hermanos los hombres, sin temor a que se hieran con sus filos o sus aristas, sino que cada palabra sea una hostia de verdad, de justicia, de solidaridad humana.

¡Que el discurso satisfaga su naturaleza mágica! La verdad no está reñida con la belleza. ¿Por qué queréis quitarle a la vida su jerarquía hermosa? ¿Por qué pretendéis restarle a la existencia su perfume, su color, su armonía? La realidad –¿esto es lo que pretendéis?– pues sí, la realidad, pero al través de la magia; un realismo mágico en donde se conjuguen la razón, la imaginación y la poesía.

En esta época tan triste de maquinismo y de soledad, volvamos –renacimiento ideal– a dialogar con el sueño; a no cerrar las puertas de la ventana al vuelo libre de Ariel.

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7.- EL HONDERO ENTUSIASTA

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En la historia de América varios son los episodios en que la palabra de un hombre libre ha destruido a los tiranos. Este es el espectáculo glorioso de Juan Montalvo, el ático escritor del Ecuador, que combatiera contra García Moreno. Artículos, discursos, el verbo armado, fueron implacables contra el “gran tirano”.

Cuatro discípulos de Montalvo mataron al tirano en 1875. Al saber la noticia el rebelde escritor, autor de Los Siete Tratados, mientras sufría el destierro político, exclamó:

–Mi pluma lo mató.Y, auténticamente pudo exclamar: lo mató mi palabra.

Porque era rigurosamente verdadero.Pero los oradores –o que así se llaman– también

pueden vender su primogenitura por un plato de lentejas. Los amos corrompen. El lujo pervierte a los hombres y los aleja del pueblo –como solía exclamar Emiliano Zapata– y entonces, se desvirtúa el poder mágico de la palabra y se vuelve eso, solamente eso: palabras, palabras, según la gráfica expresión de Shakespeare en labios de Hamlet: “Malo mundo está ya cansado de palabras. Hablar ha resultado un negocio fácil y lucrativo. Con hablar nadie se compromete. No queda la palabra fija en el papel ni hay firma que la sostenga y la avale para su cumplimiento. Son palabras al aire y al aire se lo lleva todo, hasta el orgullo que niega lo que ha dicho”.

Antes, ya lo hemos dicho, el hombre es esclavo de su palabra. Es palabra de rey; palabra de hombre. Palabra empeñada. Palabra que sólo concluirá su vigencia con la muerte de quien la lanzó para mantenerla a toda costa. Pero ahora tenemos miedo de las propias palabras. No hay, que jurar nada, no sea que la palabra se levante para exigirnos su cumplimiento. El silencio, desde una cara de piedra, sin emociones, cara de juego de cartas, el silencio vale oro y salva la existencia del peligro. O bien, no hay que tomar los discursos demasiado en serio. Los oradores, por su culpa, por su grandísima culpa, han caído en desuso; perdieron la

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estimación de los demás, bajaron las tarifas del afecto. Y es que la oratoria se convirtió en recurso de cortesanía, en una zalema, en una caravana. Así, llevada la oratoria a la categoría de propaganda y de publicidad, en formula de vasallaje, la oratoria se demeritó y malgastó su fama de defensora de los pobres y protectora de la justicia; tiró por la borda sus blasones de caballería digna, desfacedora de entuertos, para preferir un oficio muy cercano, teatralmente, al papel que desempeñan los bufones. Y, aunque en realidad no hay razones para comparar a tan lindas avecillas, de tan melínfluo trino, lo que esto acusa es desprecio hacia quien falsificó la palabra y la hizo circular por manos villanas. Palabras sin columna vertebral. Palabras de rodillas.

Esto cambió el estilo. Los discursos, insinceros, aduladores, cortesanos, serviles, abandonaron sus preocupaciones de arte y se encerraron en discos, en piezas de rompecabezas que se unen en el momento oportuno y se recitan como obras de farándula. Los oradores imitaron a los jerarcas, procuraron hablar, inclusive en el tono de voz que empleaban sus dueños; copiaron sus ademanes y, en cuanto a las tesis, sólo tuvieron que servir como el eco que multiplica –aunque deforme–, la voz original.

El horizonte de la oratoria, como es lógico, se empequeñeció demasiado. Y no es que faltaran causas que defender, ni agravios que castigar, ni pobres que seguían clamando por una voz que los interpretara frente a los tiranos. Es que la palabra extravió los caminos del decoro y olvidó los usos de la vergüenza.

El orador es un hombre; un hombre íntegro que, además, tiene el privilegio del verbo. No puede prescindir de su personalidad como no debe prescindir de su hombría y, ante todo, de su hombría de bien. ¿Cómo separar al orador del ejercicio de las nobles causas?

Cuando el orador habla los demás lo escuchan, lo escuchan porque tienen confianza en él; porque están seguros de su reputación, del valor moral de su palabra. Es hombre de

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palabra. Hombre que empeña su palabra cada vez que habla. No necesita aval, no firma letras de cambio, pertenece a la edad de oro de la hombría de bien, en que la palabra es suficiente.

Cada orador conserva fielmente su estilo, cabe decir, la autenticidad de su alma; pero todos sostienen un denominador común y es su solvencia moral. Da en el blanco la palabra cuando el orador es un varón cabal. A largo o a corto plazo pero la palabra da en el objetivo final. El orador es a manera de un hondero entusiasta.

Leyendo, de Ralph Roeder, su estudio biográfico El hombre del Renacimiento, en el capítulo dedicado a Savonarola se encuentra este retrato de terrible orador apocalíptico que hizo estremecer a Lorenzo el Magnífico.

La opinión es de Pico de la Mirandola: “Pónese a hablar y soy todo oídos. A través de su voz suave, voy bebiendo sus palabras precisas, sus frases nobles. Distingo los acentos, separo los periodos, me siento subyugado por sus armoniosas cadencias. No hay en él nada confuso, insulso ni pesado. Desarrolla su argumentación y quedo convencido; trae a colación una anécdota oportuna y gana mi interés; cambia el tono de la voz y quedo encantado; dice cosas graciosas y sonrió; me acosa con verdades profundas y me rindo a su poder; mueve los afectos y lloro, alza su voz en indignada cólera y tiemblo y quiero irme”.

Véase con qué énfasis, con qué sencillez y firmeza, Pico de la Mirandola, el erudito diletante del Renacimiento, legó a la posteridad un retrato tan parecido de Savanarola, el ascético predicador que conmovió a Florencia y domeñó al más grande de los Medici.

Sin embargo, Savonarola no alcanzó la victoria fácilmente. Sus primeros sermones constituyeron, positivamente, un fracaso. Pasaron muchos años sin que su voz adquiriera el dominio que más tarde reveló; sin que su acento se iluminara, ardiera su verbo, conmoviera con su gesto y con sus ademanes. Hasta que, después tronaban sus

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discursos, con la recia visión de los relámpagos y el hondo rebotar, de montaña a montaña, con que se expresan los profetas.

El buen hondero sabe lo que quiere; conoce su blanco y apunta bien. Es cuestión de entusiasmo, pero también de práctica. Ha arrojado muchas piedras antes de la batalla decisiva. No falla, no puede fallar.

Un orador frente a su auditorio, como frente a un monstruo de mil ojos –la imagen es de D’Annunzio en su novela El fuego– siente miedo antes de la primera palabra. Estallan los nervios. Es una confusión de temor y de dudas; las ideas huyen; el temblor del cuerpo lo inhibe; las manos pueden sudar; no se piensa, señor, no se piensa; qué se irá a decir; ¿cómo principiar?; pero se balbucean las dos primeras frases, apenas audibles, y ya se ha verificado la transformación radical. El orador es hombre nuevo. Diríamos: otro hombre –no él– está hablando. Fluyen los conceptos hasta se dicen pensamientos que antes no se hubieran imaginado. Es el fenómeno creador en su apogeo. Brotan imágenes, comparaciones, anécdotas, brota lo que no se esperaba, lo imprevisto, la aventura de la inteligencia en plenitud.

La elocuencia transmuta al individuo. He aquí otra cita de Ralph Roeder. Otra vez nos graba el retrato de Savonarola y, aunque ya sabemos que el género oratorio del Profeta era místico, que su estilo se ajusta a su contenido, de todos modos, el retrato nos servirá para subrayar algunos elementos de la elocuencia en un orador que pudo cambiar los destinos de su pueblo: “un hombre cuya voz hacía estremecer, cuyos gestos arrebataban, y que los exaltaba y turbaba provocando en ellos una sensación desconocida. Por encima de la controversia retórica, de los temas objetivos y de las palabras impersonales se erguía una exhortación apasionada que crispaba los nervios. La magra figura del púlpito semejaba un proscrito gritando, gesticulando, interrogando, abriéndose el corazón, desgarrándose el alma,

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en un esfuerzo supremo por volver a reunirse con la humanidad y una vez que lo ha logrado, luchando, exhortándola, forzándola, para hacerla sentir con él; y la multitud respondía primero con un profundo silencio, luego con una marea de exclamaciones y suspiros y, finalmente, con una ovación de murmullos”.

Y conste que el pueblo florentino –en esa feliz época– era un pueblo culto, de buen gusto y refinadas costumbres. Era un público erudito y sabio, puesto que estaba acostumbrado al trato con magníficos oradores y con predicadores excelentes.

Pero saltemos los años, muchos años. Brinquemos por encima de los siglos y veamos, para completar nuestra imagen del hondero entusiasta, a una figura gigante en la historia universal. A otro orador, en otras circunstancias, que va a cambiar, también, la dirección del horizonte.

Dice José Ortega y Gasset, en su ensayo, Mirabeau o el Político: “Pero el pensamiento político es sólo una dimensión de la política. La otra es la actuación. Sin preverlo el mismo, Mirabeau encuentra en él, mágicamente presto, el formidable instrumento para la nueva forma de vida pública: la oratoria romántica, la magnifica musa vociferante de los Parlamentos continentales, que sopla, como el espíritu divino sobre las aguas, sobre el alma líquida de las muchedumbres, haciendo tormentas e imponiendo calmas. El efecto de su primer discurso fue electrizante. Un testigo de la sesión –el reflexivo Dumont– nos lo dice: “En el tumultuoso preludio de las Comunas no se había oído aún nada comparable en fuerza y dignidad, fue como una delicia nueva, porque la elocuencia es el encanto de los hombres reunidos”. Su estatura enorme, su cabeza de gigante y la cabellera ampulosa, que la aumentaba, le daban un aire de león. Se dirá que todo eso –oratoria y pelambre y leonismo– es retórica. Ya es bastante que fuera retórica. Pero demos que sólo sea eso, no es retórica en cambio, su valor personal y la especie propia al político, que es el valor ante los encrespamientos

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mutitudinarios. Si entera la Asamblea Nacional se levanta contra él, Mirabeau no se inmuta, no pierde un quilate de serenidad, al contrario su mente se aguza, penetra mejor la situación, la hace transparente, la disocia en sus elementos y pasa gentil al otro lado, llevando a la rastra, domesticada, aquella misma Asamblea unos minutos antes tan arisca y tan fiera”.

¡Este es el orador de la Revolución Francesa!Interesante seria el análisis para encontrar las causas

que han determinado que los grandes políticos sean, generalmente, oradores. Cada quien ha usado la oratoria circunstancialmente; pero han coincidido en hacer de la palabra una fuerza de su política.

El orador, así, resulta un intelectual. No puede ser sólo un retórico. De la misma manera que el político no puede ser exclusivamente un hombre de acción.

Ortega y Gasset, en el mismo ensayo sobre Mirabeau, nos aclara: “Conviene dar nombre a esa forma de intelectualidad que es ingrediente esencial del político. Llamémosla intuición histórica. En rigor, con que poseyese ésta le bastaría. Pero es muy poco verosímil que pueda darse en una mente sin haber sido previamente aguzada por otras formas de inteligencia ajenas por completo a la política. César, mientras cruza en su litera los Alpes, compone un tratado de Analogía, como Mirabeau escribe en la prisión una Gramática y Napoleón en su tienda de campaña, sobre la nieve rusa el minucioso Reglamento de la Comedia Francesa. Yo siento mucho que la veracidad me obligue a decir que no creeré jamás en las dotes de un político de quien no haya oído cosa parecida. ¿Por qué? Muy sencillo. Esas creaciones suplementarias y superfluas son síntoma inequívoco de que esos hombres sentían fruición intelectual”.

Y concluye: “No se pretendan excluir del político la teoría; la visión puramente intelectual. A la acción, tiene en él que preceder una prodigiosa contemplación; sólo así será una fuerza dirigida y no un estúpido torrente que bate dañino los

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fondos del valle. Lindamente lo dijo, hace cinco siglos, el maestro Leonardo: la teoria é il capitano e la prattica sono i soldati”.

Igual argumentación se aplica a los oradores. Sin doctrina no hay orador posible. No le negamos su valor como intelectual. Sólo aquel que ha quemado sus pestañas sobre los libros, será capaz, cuando llegue su hora de actuar, de conmover y de convencer a su pueblo. Y, el orador está conformado para ser guía, rector, maestro, conductor de pueblos.

Timón, en el Libro de los Oradores, nos dejó como herencia el retrato de Dantón, el gigante, el monstruo dominador de la palabra, el árbitro de las pasiones durante la Revolución Francesa: “Tenia como Mirabeau, visto de cerca, la tez morena, facciones chatas, frente arrugada, una fealdad repugnante, mas, como el orador de la Constituyente, visto de lejos, y en una asamblea, atraía las miradas por su fisonomía característica, y por esa belleza varonil, que es la belleza de los oradores.

Mirabeau tenía el aspecto de león, Dantón del alano, emblemas ambos de la fuerza.

Naturalmente elocuente, Dantón, en la antigüedad, con su voz retumbante, sus ademanes impetuosos, y las colosales figuras de sus discursos, hubiera gobernado las tempestades de la multitud.

Orador del pueblo, tenía las pasiones de este, comprendía su índole, hablaba su idioma. Exaltado, pero sincero, sin hiel pero sin virtud, sospechado de rapacidad aunque murió pobre, cínico en sus costumbres y conversación; sanguinario por sistema, más no por temperamento, cercenaba las cabezas, pero sin odio como el verdugo, y sus manos maquiavélicas chorreaban de la sangre de las víctimas de septiembre. ¡Política tan falsa como abominable! Dantón excusaba la crueldad de los medios por la grandeza del fin”.

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Timón nos ha legado una imagen colosal de Dantón. Fue la gran Revolución. Sólo que la Revolución fue devorando –como lo hace habitualmente– a sus propios hijos.

El duelo de Dantón y de Robespierre fue, en cierto modo, el choque de dos estilos oratorios; dos estilos de vida.

Una frase contundente del mismo Timón los define, siendo tan parecidos cuando en realidad fueron tan diferentes: “Dantón, como un león, arrojábase valerosamente sobre su presa; Robespierre, como una serpiente, se enroscaba en torno de su víctima... Robespierre tenía más talento, Dantón más genio”.

La oratoria de Dantón es impetuosa, golpea; la oratoria de Robespierre penetra para destruir.

Desde el tiempo de Demóstenes, la oratoria fue el factor de las grandes decisiones. El orador tenía el complicado papel de orientar, de señalar lo que tenía que hacerse, de aconsejar los medios para hacer las cosas y de entusiasmar, inflamando a los oyentes, para que la voluntad entrara en tensión. Lo explica así Demóstenes en su discurso denominado En pro de las Simmorias: “Me propongo deciros de qué modo en mi opinión, podríais prepararos mejor, porque aun cuando todos fuéramos hábiles oradores, estoy seguro de que con ello vuestros negocios no andarían mejor; en tanto que si surgiera solamente un orador cualquiera que os pudiese persuadir y explicaros cuáles preparativos son necesarios, su importancia y de dónde debéis obtener recursos que sean útiles a la ciudad, desaparecería todo el temor actual. Eso es lo que yo intentaré hacer, si puedo; pero antes os diré brevemente cuál es mi opinión sobre lo que es conveniente hacer con el Rey”.

La crítica dice de esta alocución: “más sobrio, pesado, macizo, conciso, con periodos más académicos, trabajados, con frases lapidarias y poco digeribles para un público profano. Prodigio de diplomacia y de habilidad psicológica, revela un profundo conocimiento de la manera de ser de su pueblo y, sobre todo, es una magnífica lección del arte de

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salvar dificultades y capear las más difíciles tempestades políticas”.

Algunos oradores, frente a lo que creían una amenaza de Artajerjes, aconsejaban la guerra; pero Demóstenes, que conocía la división interna de los griegos, posponía la acción, si bien aconsejaba estar preparados para cualquier eventualidad de ataque.

Hemos visto, así, al través de estos espejos donde se reflejó la visión de algunos oradores, sólo algunos, que en el mundo han sido algo así como los honderos del entusiasmo, honderos entusiastas, porque sus discursos han cruzado velozmente el espacio y el tiempo y sus impactos han tocado y modificado el curso de la historia.

Diremos por último; todo hondero ha practicado previamente, el tiro de su honda. No se improvisan. Los jóvenes del campo, hábiles en esta arma, se han pasado días enteros lanzando sus proyectiles sobre árboles, sobre rocas, afinando su destreza y su punteria. Así es con el orador. Así es con todas las expresiones del arte y de la inteligencia. No es bastante el genio innato, es indispensable la técnica que se adquiere con la repetición. Plutarco, en Vidas Paralelas, pormenoriza la biografía de Demóstenes y nos relata cómo este insigne y gigantesco orador preparaba su actuación y se desvelaba buscando la perfección en sus discursos.

Nos dice en una parte de su ensayo: “Cuéntase que se presentó un ciudadano pidiéndole su patrocinio y refiriéndole que le había dado de golpes, y Demóstenes le replicó: Me parece que no hay tal cosa, que no has sufrido nada de lo que dices; y que levantando aquél la voz, y diciendo a gritos: ¿Conque yo nada he sufrido, Demóstenes?, le contestó entonces: ‘Sí, a fe mía, ahora oigo la voz de un hombre que ha sido agraviado y ofendido’. ¡De tanto influjo le parecía, para conciliarse crédito, el tono y el gesto del que hablaba!”

De donde tendríamos que deducir, una vez más, que el orador ha de ser considerado como un atleta que es menester que gaste la mejor parte de sus días en el gimnasio, en la pista

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de carreras, a fin de que sus músculos adquieran con el repetido ejercicio su mayor vigor y su máxima elasticidad. No son sólo las ideas, sino el órgano con que las expresa. La voz, el gesto, el ademán, la emoción, todo ello se mezcla en el discurso a fin de que se mejore el procedimiento que expresa las palabras y con las palabras justas las ideas precisas.

Hay muchos Goliaths en el mundo; hay pocos como David, el hondero, dispuesto a lanzar valerosamente su piedra salvadora.

Hay muchos problemas en el mundo; problemas económicos que señalan la terrible desigualdad en el reparto de la riqueza y de los privilegios; problemas morales, que encumbran a los malvados y humillan a los varones de talento y probidad; problemas políticos, en que el poder, la ambición de poder, continúa siendo la llave del horizonte; hay problemas y faltan oradores que se levanten en la tribuna a responder por e pueblo.

Alguna vez, los moralistas por oficio se han quejado de que los jóvenes, en el mundo, ruedan desconsoladamente como una turba de rebeldes sin causa. La verdad es otra para explicar la protesta, que como un fantasma, rodea al mundo; lo que hay son muchas causas nobles en busca de rebeldes.

¿Qué hacen los oradores, que no han incendiado sus tribunas para iluminar la historia?

Los periódicos gotean sangre, desmanes, injusticias, asesinatos, opresión, esclavismo, entuertos y crímenes, ¿qué hacen los jóvenes oradores que no lanzan sus discursos desde la honda de su rebeldía?

Goliath se pasea orondo y satisfecho. Goliath es dueño del paisaje. No viste armaduras pesadas. Viste elegantemente. Usa los medios que la técnica le prodiga. Maneja los millones del tesoro universal. Insulta con su poder. Jehová había dicho: no adorarás ídolos delante de mí; pero Goliath ha levantado las columnas de un nuevo templo

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fastuoso y deslumbrante. En este templo puede verse, con frecuencia, esta escena dolorosa:

Una mañana, toda vestida de nubes, el aire estaba crucificado en una cruz de humo y neblina, Jesús, seguido de sus discípulos amados, penetró al templo.

El templo estaba congestionado de mesas donde se exhibían los más variados objetos de venta. Era un rebosante y pintoresco mercado.

Jesús, con los ojos tristes, colgados de la lejanía celestial, apenas si pudo caminar algunos pasos. De inmediato fue requerido por el comandante de los policías especializados que atestaban la Iglesia.

Jesús fue instado a salir de este recinto.–¿Qué haces aquí, Hijo de Israel? Este es un pacífico

mercado y tu vienes a traer alboroto y escándalo.–Mi casa es casa de oración, alcanzó a musitar el

Rabí; pero fue interrumpido violentamente y tomado del brazo con energía, instado a salir.

–Qué casa de oración ni que cuernos! La oración en el opio de los pequeños burguesos. Lo que nos importa es el factor económico. El comercio, la banca, la agricultura...

Y escoltado por los polizontes, Jesús, el poeta de Galilea, fue depositado, con sus discípulos, en mitad de la calle.

Una de las manifestaciones del romanticismo, en la historia es tratar de evadirse de la época en que se vive, de escapar del espaciotiempo que le toca, para soñar con una etapa diferente. Así, los románticos idealizaron la Edad Media, las Cruzadas, los países del Oriente, la eterna Utopía. El hombre contemporáneo no necesita escapar de su presente. Abrimos las ventanas y contemplamos un panorama de inéditas aventuras. El aire de los héroes nos espera. Lo inaudito, la sorpresa, lo imponderable, todo está al alcance de nuestras manos.

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Históricamente, el medio está plagado de posibilidades, de empresas que realizar; los caminos de la Mancha incitan nuestra fantasía.

Hay que intentar poner en el gobierno de los actos un poco de imaginación. La Imaginación en el centro de la conducta. Los oradores, sobre todo, los oradores jóvenes, tienen enfrente una tribuna alta, magnífica, prometedora, la tribuna del pueblo, que los solicita y los llama.

La palabra es luz. Nos rodean las tinieblas de la duda, de la incertidumbre, de la zozobra ¿Qué hacen los oradores que no levantan la llama de su palabra para mostrar el camino de los hombres a un mundo atribulado?

¿Imaginamos a David tímido, pusilánime, desconfiado, silencioso?

Esta es la hora de David. Cada orador joven, debe ser David encendido.

El orador habla para encender a los demás; para mostrarles el rumbo; no impone senderos, los señala. Cada quien podrá, según su conciencia, optar por el norte o por el sur, por el oriente o por el poniente; pero andar, andar, andar... Vivir, en suma, con plenitud la vida.

Frecuentemente pensamos que ya todo está dicho, hecho, concluido. Nos olvidamos que nos ha tocado en suerte una filosofía dinámica, fáustica. Que la verdad que proclamó, simbólicamente, Jesús de Galilea, marca el signo de nuestro tiempo: “Mi Padre trabaja todavía”. Y si el Padre trabaja ello quiere decir que el fenómeno de la creación no ha finiquitado, que prosigue; que la metamorfosis es, quizá la ley suprema de la existencia.

La creación fue iniciada con el Verbo. En el principio fue el verbo. Cabe decir: la palabra. Creamos y recreamos palabras. Renovamos la naturaleza de las cosas con el nombre. Les damos resonancia, horizonte, infinitud, con el adjetivo; las ponemos a marchar, a cumplir su sino, con el verbo.

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Las cosas están, como si no estuvieran, como si no fueran, sin su ser, en tanto no las hemos nombrado. Adquieren su identidad al nombrarse. No sobran los oradores, faltan. Este es un periodo de silenciosos, de mudos, de mutilados de la lengua. El miedo, la disciplina, la obediencia, el conformismo, la esclavitud –como quieras llamar a este fenómeno social–, ha corrompido a los varones en la tierra. Es posible que en su interior nadie esté conforme con el correr de los sucesos; pero nadie protesta. Si acaso murmuran. Sigilosamente hilvanan chascarrillos, chistes, epigramas, pero todo entre dientes, confuso, escondido entre las sombras y anónimo como el viento que lleva y trae fácilmente. ¿En dónde está Savonarola que no arremete con su batallón de palabras ardientes en contra de los conculcadores de la virtud y de la honradez? ¿En dónde están los oradores que a mitad de la plaza pública gritan su inconformidad contra Juan Haldudo?

La palabra es plata y el silencio es oro; así dijo la sabiduría árabe. Es posible que así sea. Pero a condición de que no existiera motivos y causas de protesta; a condición de que la vida fuera justa y bella y buena. De otro modo, ¡hacen falta oradores!

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8.- EL PROFETA ARMADO

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El orador es un profeta armado. ¿Qué mejor arma que su palabra? El hace temblar a los tiranos; él sacude a los voluptuosos que sólo en el placer confían; él anuncia el castigo y promete las recompensas.

Un profeta no puede ser ni un tímido ni un pusilánime, ni un acobardado. El orador, antes que otra cosa, tiene que ser un Hombre; un hombre valiente, cabal, íntegro, entero. Un ser que se juegue la existencia, si es menester, con cada palabra que pronuncia. Detrás de mi palabra está mi vida entera. Doy mi palabra como aval de mi entereza. No estoy urgido a firmar documentos ni compromisos, basta mi palabra; es la palabra de un hombre.

Marco Tulio Cicerón reproduce este pasaje de la vida de Sócrates, como enseñanza a los oradores: “... aquel antiguo Sócrates que, con haber sido el más sabio y virtuoso de todos, se defendió en el juicio capital de tal manera que no parecía reo ni suplicante, sino maestro o señor de sus jueces. Y habiéndole presentado el elocuentísimo orador Lisias, una oración escrita para que, si quería, lo aprendiese de memoria y le dijese en el juicio, leyóla con gusto y dijo que estaba bien, pero añadió: “así como si me trajeses zapatos de Sidón, no los usaría por más que fuesen bien hechos y acomodados al pie, porque son varoniles; así tu discurso me parece muy elegante y oratorio, pero no fuerte ni viril”.

Lo que nos demuestra, como es obvio, que el discurso de un orador no solamente ha de ser bella pieza literaria, sino que ha de mostrar, a tirios y troyanos, que rebasa la fortaleza y la virilidad dignas de un Hombre.

Lo único que no perdona el pueblo –y pueblo es todo auditorio– es la indecisión y menos aún la cobardía.

Hablar es propio de los hombres. Se busca, en el orador, la manifestación expresa del valor civil.

El auditorio aprecia el riesgo que corre quien denuncia los yerros y los abusos de quien gobierna.

Porque este es el fenómeno singular de la oratoria –que ya hemos apuntado– y es que el oyente piensa y siente lo

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mismo que el orador está proclamando en voz alta, sólo que el oyente no se habría atrevido a decirlo; lo pensó, probablemente varias ocasiones, pero ha tenido pavor de pensarlo claramente y, sobre todo, de decirlo. Quizá lo murmuró en voz baja a sus amigos íntimos: pero esto y decirlo desde una tribuna es diferente. Hay un abismo entre la idea y la palabra. El orador grita lo que la mayoría de sus escuchas balbucean. Es la diferencia. Es la jerarquía del orador: manifestar lo que los demás han pensado, han jurado, han criticado, pero serían incapaces de gritarlo.

El orador es el intérprete ideal. Si hay riesgos, que se los juegue él solo; si hay prisiones, que las pague. La masa se disgrega, y el orador se queda, aislado, con el peso de sus palabras sobre la espalda.

Los oradores tienen su oportunidad histórica precisa: sólo en clima de libertad germina la oratoria. En régimenes de tipo totalitario, no caben los oradores. Porque, entiéndase, yo no llamo orador a quien habla para elogiar a un tirano; a quien predica envuelto en el incienso de las palabras; a quien hace de la tribuna una larga reverencia a los dictadores; éstos son gente que se expresa en lisonjas; pero no oradores al servicio de la verdad de la palabra.

Los jóvenes, con facultades oratorias de nacimiento, se ven asediados por los jerarcas. Les pagan para que actúen en el papel de “jilgueros”, de “papagayos”, de aduladores de oficio. Estos son los traficantes del verbo. No llegan ni a sofistas. Porque el sofista podía al decir de Platón, demostrar que lo blanco era negro y lo negro era blanco, aunque éstos no se presentaban oficialmente como los aclamadores de un candidato aun cuando sabían de antemano que es el representativo de todo lo nefasto, lo tonto y lo sucio. El orador es un HOMBRE QUE SE ESTIMA A SI MISMO. Habla porque lo piensa justo; habla porque siente la necesidad íntima de hacerlo; habla porque está seguro de que ninguna de sus palabras puede avergonzarlo jamás. El es el

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responsable de cada uno de sus vocablos. Consciente de sus verbos. Comprometido con sus expresiones.

El orador fue en la antigüedad un ser digno de respeto y de honores. Se podía presentar a un individuo con elogio: este es un orador. Pero ahora, la oratoria es un oficio que han abaratado los aficionados, los mercachifles del verbo, los parlanchines, o, como dice el propio Cicerón en sus Diálogos del Orador, libro que citamos tan a menudo: “operarios de lengua veloz y ejercitada”.

Todo ello nos induce a suponer que urge una cruzada en pro de la reivindicación de la oratoria.

¡Que no hable quien no sea un hombre honrado! ¡Que no hable quien no sea un varón digno!

¡A la tribuna no hay que subir si no es por un motivo justo y decente; de la tribuna no hay que descender si no se tiene la convicción de haber cumplido con su misión de manera honrada!

La oratoria es un quehacer profético. Los profetas –hemos señalado antes– tenían dos misiones: denunciar los vicios y yerros y anunciar la edad futura de bienandanza.

A veces, los profetas truenan contra la corrupción y golpean con el verbo. Es Isaías, incendiando la ciudad pecadora; es Isaías, protestando contra la iniquidad. Otras veces, el profeta llora, se queja, gime. Es Jeremías, que con su llanto trata de lavar la mancha oscura, humosa, de las iniquidades. Jeremías cuyo llanto se reproduce, muchos años después, con la poesía de León Felipe.

Pero cada profeta, armado solamente con su palabra, se planta a mitad del camino del hombre, para detenerlo y señalarle la vergüenza de su conducta. Para esto habla, habla, habla, grita, impreca, solloza, vitupera y maldice.

Cada etapa histórica posee un orador-profeta que escribe sobre el espacio la frase anunciadora de castigos; advierte y prevee; aconseja y se fortifica rasgando sus vestiduras.

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Cada orador tiene, como armas, los llamados, los elegidos, poseedores de la intuición y de la sensibilidad que los transforma en antenas de su tiempoespacio, y, por el otro, porque son varones disciplinados interiormente, que transforman su existencia en un constante ejercicio escénico para adquirir la ciencia, el arte, la filosofía, la técnica, todo lo que el conocimiento les ofrece, la meditación les selecciona, la reflexión les escoge.

¿Acaso ya no es época de profetas? ¿Los profetas son unidades que corresponden al pasado?

Independientemente de que no hay que olvidar que la cultura es una, indivisible, profundamente dinámica; y que, lo que somos hoy es el producto consciente o inconsciente del pasado, del presente, como proyección del porvenir independientemente de que hay que analizar la concepción que lo que llamamos pomposamente dialéctica, y que, todavía estamos por discutir si es verdad absoluta que la vida es un juego de contradicciones, el sí y el no; la luz y la sombra, la aurora y la noche, y que, luego, llega la síntesis. Porque, lo que llamamos aurora no es sino la misma duración de tiempo de la vuelta a la esquina para encontrarse con el alba y viceversa, el día no hace sino encontrar su otra parte –la misma– que llamamos noche, y sí el no son partes de un todo invisible, y lo que llamamos síntesis, entonces, no sería sino el reposo para cumplir esa unidad, vale asegurar, la esquina donde se reencuentran los dos tiempos de un Todo. Resultaría violento seguir separando al tiempo en pasado y en futuro y menospreciando al pasado, cuando este tiempo, convencional, está implícito, todo entero, en el presente y ya se avecina, ya está siendo, en el porvenir.

Así, está bien que, como recurso pedagógico, hayamos dividido la historia universal, arbitrariamente, en antigua, edad media, renacimiento, edad moderna, etc., cuando el tiempo es uno y sólo para nuestra conveniencia, lo hemos fragmentado de acuerdo con las manecillas convencionales de los relojes.

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El orador, si bien es cierto que está sujeto por las circunstancias; si bien está condicionado por su espaciotiempo, la verdad es que se encuentra por encima del tiempo mismo. Es intemporal. Es duradero. Es eterno. Ubicando este término, lo eterno, dentro de las limitaciones de la vida humana.

Quiero decir, que el orador sobrepasa a su instante. Los discursos famosos cumplieron un cometido preciso en su segundo, pero conservan su validez, estética, filosófica, moral, histórica. Es la tarea del profeta. Ahora mismo, leo y releo los textos de los Profetas bíblicos y todavía estoy en aptitud de extraer jugo de sus palabras, enseñanzas, advertencias y firme sabiduría.

¿Cuántas veces reiteraremos que hablar sin ton ni son no es oficio de oradores sino de necios?

Los Diálogos del Orador –que seguimos tan devotamente– traen un pasaje que conviene reproducir íntegro dedicado a quienes, posteriormente, cuando se encuentran con este ensayo andarán murmurando contra la oratoria:

Paréceme que el que no tiene aptitud para una cosa, debe ser calificado de inepto, y así lo prueba el uso común de nuestro lenguaje. El que dice las cosas fuera de tiempo o habla mucho, o es vanaglorioso, o no atiende a la dignidad y al interés de los que lo oyen, o es incoherente o descompuesto, debe ser calificado de inepto. De este vicio adolece la eruditísima nación de los griegos, y como no les parece vicio, tampoco tienen nombre para él; pues si preguntas qué es lo que entienden los griegos por inepto, no hallarás esta palabra en su lengua. De todas las inepcias, que son innumerables, no sé si hay otra mayor que la de los que suelen disputar con mucho aparato, en cualquier parte y en cualquier auditorio, de cosas muy difíciles o no necesarias”.

Pero no sería correcto, ni discreto, ni honesto, calificar generalizando el valor de los oradores –como suele hacerse– en atención a los ineptos que se encuentren en el camino.

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Hay profetas farsantes; hay oradores también inconsecuentes y hasta tontos.

El profeta es el anunciador de una nueva era. Es el heraldo del alba. Podríamos aplicar este designio a los oradores: son la tarjeta de visita de la aurora.

Siempre que se propicia una revolución –evolución acelerada– en la historia, aparece en escena un orador que la pronostica.

El profeta prodiga consuelo a los que sufren, puesto que les vaticina la edad futura en que serán felices; da consejos prudentes a los menesterosos; a él le toca frenar a los impacientes; pero también levantar al pueblo de su apatía. Todo esto corresponde al orador, siempre en su categoría de profeta.

Con razón asegura Cicerón: “La elocuencia sirve a la vez para castigar el fraude y para salvar al inocente. ¿quién puede exhortar con más vehemencia a la virtud? ¿Quién apartar con más fuerza de los vicios? ¿Quién vituperar a los malvados con más aspereza? ¿Quién alabar tan magníficamente a los buenos? ¿Quién reprender y acusar los desórdenes? ¿Quién consolar mejor las tristezas? La oratoria misma, testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad, ¿con qué voz se habla a la inmortalidad si no con la voz del orador?”.

El mundo contemporáneo adolece de oradores, quizá por ello anda desorientado; vaga sin dirección fija; camina a tumbos de incertidumbre y de angustias.

Y, hay que repetirlo, no es que el orador ordene una dirección; es que el orador-profeta señala varias direcciones y entonces el hombre que escucha escoge de acuerdo a su íntima conciencia. Pero el discurso le sirve como estímulo y como aviso para seleccionar sus propios puntos de vista.

Así fue en el derrotero de la historia. Llegaban los profetas para castigar los yerros y para vaticinar los senderos

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de paz y de justicia. Llegaban los profetas para modelar la historia.

El orador repite sus tácticas, emplea sus recursos, casi los mismos. Estos recursos, los definió para nosotros Cicerón: “Si yo hubiera de educar a un orador, miraría bien, ante todo, lo que él podía hacer. Quisiera yo que tuviera alguna pintura de letras, que leyera y oyera algo, que aprendiera esos mismo preceptos y luego de ejercitar la voz, las fuerzas, la respiración, la lengua. Si entendía yo que él podía llegar a la perfección, y me parecía además hombre de bien, no sólo le exhortaría a trabajar sino que se lo suplicaría. Tengo para mi que un excelente orador que sea al mismo tiempo hombre de bien es el mayor ornamento de una ciudad. Pero si veía que a pesar de todos sus esfuerzos no podría pasar de mediano, le dejaría hacer lo que quisiera, sin molestarle en nada”.

Se engaña quien juzga que un orador es un personaje mediocre y que cualquier hijo de vecino puede ostentar, con dignidad, este título. El orador, para serlo, para elevarse a la jerarquía de profeta, tiene que poseer talento, cultura, sentido de autocrítica muy desarrollado, y, por encima de todo esto, ha de ser, a carta cabal, un hombre bueno. No es posible dividir al orador en dos partes: el hombre que habla en público y orienta a las masas y el hombre que vive su vida privada y se engolosina con los bajos placeres. La unidad vital es impostergable, indivisible, intransferible.

Alfonso Teja Zabre fue un orador magnífico. Un escritor con genio. Murió casi en el olvido y ahora, con la crueldad de los años pasados, son ya muy pocos los que evocan su palabra atildada, elocuente, fina y precisa, en las tribunas de México. Teja Zabre admiró y amó a Jesús Urueta. En el estudio que antecede al breve libro Exequías del orador Jesús Urueta, adelantó, sin pretenderlo, la apología de la oratoria y contestó de antemano a los “tartamudos del alma” que menosprecian el valor del verbo:

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“Urueta para México es la encarnación del orador. Fue por sufragio unánime príncipe de la palabra. Y al recordarlo ahora, quiero comenzar ignorando a los que reniegan de la oratoria y no comprenden la belleza de un párrafo largo, vibrante, con energía nerviosa y esforzado aliento de motor o tienen miedo a la metáfora, sin saber que las palabras y pensamientos vivos tienen que producirse en imágenes, usando desde la percepción intuitiva de las semejanzas en lo diverso, hasta la revelación suprema de la alta poesía. Son los topos que no pueden escuchar el timbre de la alondra, como brota en la canción de Shelley en elogio del ave matutina”.

Hay quien, por timidez, por miedo, por complejo de inferioridad, habla con voz queda; hay quien siente la urgencia, la imperativa urgencia de hablar en voz alta, de gritar. Hay quien ama las colinas o los valles; pero hay quien requiere para su vuelo triunfal, el de su espíritu, la altura de las montañas. Hay el poeta de medio tono, el poeta de ensordinado acento, y hay, también, el poeta estentóreo, el que vino a declamar compitiendo con las olas del mar, con el ulular del viento, con el desorbitado clamor de las tempestades. Hay quien prefiere el suave discurrir, y, quien, con un borbotón de pasiones en la garganta y en el pecho, vocifera, tronante, sus cláusulas de fuego. Y, ¿quién sería el osado que calificara los estilos diversos que son el retrato del alma? ¿Quién, el audaz autoritario que legislara acerca del estilo del hombre? ¿Quién nos va a calificar lo que es mejor, si la oratoria que persuade, razona, enseña, o la oratoria que al par que persuade conmueve?

El profeta no es un ser común y corriente. Está hecho de un espíritu superior; es, conjuntamente, ala y llama, luz y sonido, materia y horizonte. El profeta, habitualmente, rompe los moldes cotidianos; habla a gritos; sufre la impaciencia del tiempo; quiere vencer al tiempo; está sediento de intemporalidad; es infinito. Cuando los demás cuchichean, se entenebrecen, balbucean, rumian conceptos, sufren y sudan

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por no hallar la palabra elocuente –ni siquiera la precisa–, el orador es un fluir constante de ideas, de pensamientos y de voces perfectas.

Para los tartamudos del alma, para los enemigos de la oratoria, de la belleza del verbo, para estos topos las flores son inútiles, una vana ostentación de colores. los economistas lucharán contra los jardines –como no los consideren pulmones de la ciudad– y escogerán las huertas. ¿Qué utilidad ofrece una flor? ¡En cambio una lechuga!

¿Para qué emplear en los discursos imágenes, metáforas, adjetivos? La imaginación al cadalso, a la silla eléctrica.

Y, sin embargo, la humanidad, como en el viejo poema francés, se pondría de rodillas si enmudecieran los oradores. Anadarían a ciegas los hombres, desorientados, sonámbulos, como trompos que han perdido su impulso y se tambalean a punto de rodar sobre la arena.

El poeta León Felipe nos legó, con su poesía, en su evangelio, Ganarás la luz, estos versículos:

“No he venido aquí a arrojar mi discurso contra nadieni a disparar vítores y cohetes debajo del balcón del Presidente.He venido a dar libertad a mis palabras.Creo que en realidad he venido a hacer algunosejercicios de garganta...Creo que por ahora no he venido más que a gritar,a derramarme como el agua y como el llanto.Y no sé a quién fecundoni a quien anegoni a quien quito la sed.Estamos en la época del grito y de las lágrimas y aúnno hemos llegado a la canción”.

Este tema, acerca del discretismo, preocupó grandemente a Horacio Zúñiga y, al efecto, nos legó

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conceptos que, a mi juicio, son definitivos: “Apoyados sea en la teoría ‘del justo medio’ de Aristóteles, o bien en los conceptos de Gracián; pero sobre todo, aletados por el ejemplo y la obra de quien llama el más grande de nuestros humanistas; al par que deslumbrados por las encantadoras imágenes y las deliciosas alegorías del excelso miniaturista zacatecano; los que se creen y se tienen por directores de nuestras letras, no desperdician ocasión de expresar en todos los tonos, su sistemático, académico y femenino horror, por lo que han dado en llamar ‘gigantismo’, ‘barroquismo’, ‘afán declamatorio’, ‘exagera-ción grotesca’ ‘estilo detonante’, ‘teatralidad’, en fin, ‘falsa hinchazón’ y ‘desproporción absurda’, olvidándose de que, aún sin haber leído a Taine y a Reclus, todo el mundo sabe que naturaleza, hombre, historia y tiempo, están inevitablemente vinculados, sobre todo en el Arte, y que, si no somos europeos ni vivimos en ninguna Edad de Oro, sino que alentamos en esta hora de inquietudes, de pasiones y de tragedias y somos hijos de un continente atormentado, espasmódico, de brutales contrastes en la naturaleza y en la vida; de cúspides de vértigo y de abismos de espanto; océanos en furia de oleajes y bahías en deliquios de espuma, no podemos ni debemos reducirnos, para poder caber en los académicos moldes de una cultura clásica, por otra parte, ya, periclitada, que ni es la UNICA, ni acaso haya sido la MEJOR, pues todos sabemos (aún antes de Spengler) QUE NO HAY CULTURA SINO CULTURAS, y que, antecediendo a la grecolatina, brilaron la egipcia, la accadiana, etc., y las opulentas culturas orientales, en varias de las cuales se nutrieron helenos y latinos, y que, por fin, si nuestros clasicones con su ángulo obtuso, nos juzgan excesivos, detonantes, barrocos, etc., nosotros, desde nuestro vértice latinoamericano y nuestra gigantesca atalaya de tormentas, pasiones y paisajes, tenemos derecho a juzgarlos pobres, menguados, poquiteros, mezquinos y decadentes...”

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Sería lo mismo que pedirle al rayo comedimiento y buenos modales a la tempestad; equivaldría a exigirle a un terremoto que pusiera en práctica el manual de urbanidad.

Agrega el maestro Horacio Zúñiga: “A mayor abundamiento, ¿no han sido siempre desproporcionadas, gigantescas, descomunales las obras maestras de todos los tiempos y de todas las latitudes? ¿No son acaso, espantosamente sublimes y maravillosamente colosales LA ILIADA, LA BIBLIA, LOS VEDAS, EL KORAN, EL JILGAMES, LOS EDDAS, LOS LUSIADAS, LA DIVINA COMEDIA, EL PARAISO PERDIDO?...”

Donde quiera que aparece la mano del hombre genial, la voz del profeta, se rompe el justo medio, se destruye el convencionalismo, y furiosamente, con el delirio de que hablaba Aristóteles, irrumpe la voz del genio, la mano creadora que exagera, gesticula, grita y vocifera sus verdades. Así Rafael, así Miguel Angel, así Velázquez, así el Ticiano, el Veronés, así Bach, así Beethoven, así Wagner, así Esquilo, a quien llamaba Aristóteles, “el de las metáforas de caballería”...

Gambetta dijo: Los libros son las barricadas de la Revolución. Podríamos, con la misma idea, glosar la frase, cambiarla a nuestra medida: Los discursos, son las barricadas de la Revolución.

Y si el discurso es la piqueta que va a demoler los cimientos de una arquitectura vieja; si los discursos van a abrir horizontes de renovación, no podemos pedirle a la palabra, en esta hora de reajustes morales y revolucionarios, que sea discreta, tímida, educada, sino que el verbo arda, queme, destruya y convierta en cenizas al pasado, para que con su fuego y su luz, pueda crear un mundo nuevo.

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9.- LEÑADOR EN LA NOCHE OSCURA

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Proclama la sabiduría árabe: “El charlatán es como el leñador en noche oscura”.

Hay que desconfiar de los que charlan; de quienes parlotean; de quienes se anuncian para decir cosas.

El hombre habla lo que tiene que hablar. Expone su palabra como un acto de su voluntad, como un sello de su individualidad.

Las palabras no son listones a colores; juego de abanlorios. Cada palabra es testimonio de su espíritu.

Calla si no tiene nada serio, importante, trascendental que compartir con sus hermanos.

Quizá por esto es que la filosofía pitagórica obligaba a sus discípulos a permanecer cinco años en silencio; cinco años previos antes de predicar la buena nueva: Y parecerá paradójico que en un ensayo de oratoria se exalte al silencio; pero es que el discurso de los hombres está formado tanto de palabras como de silencios. Hay la elocuencia del silencio. Hay la palabra del silencio. También el silencio habla. Acaso toda voz tenga en la subconciencia un universo de silencios. Acaso todo discurso se esté nutriendo de enormes pausas, de interrupciones, de largos y anímicos paréntesis.

Recuérdese esta anécdota también árabe: “Un sabio fue insultado con palabras soeces, a las cuales no respondió. Preguntado por la causa de su silencio, el sabio dijo: “No quiero entrar a una guerra en que el vencedor resulta perdidoso”.

¡Ah!, si pudiéramos recoger las palabras, miles de palabras, que dejamos caer impensadamente en el camino de la existencia y de las cuales ya estamos arrepentidos!

El mérito no está precisamente en lo que ya hablamos sino, tal vez, en lo que prudentemente dejamos dentro de la boca sin decir. Yo he aprendido, en tratándose de poemas y también de prosa, a encontrar después de los puntos finales, las cláusulas que el autor no se atrevió a pronunciar, las líneas que se quedaron en la intención sin salir al aire.

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Sin embargo, parece incongruente admitir que la mitad del hombre es su lengua.

Los mismos árabes, tan sutiles, discípulos del desierto, han consagrado este apotegma: “Son tres los causantes de la perdición del hombre: su boca, su estómago y la mujer del prójimo”.

Un judío consultó a Mahoma sobre una cuestión, y esperaba una respuesta inmediata; más el Profeta hizo esperar al judío una hora, al cabo de la cual evacuó la consulta.

“–¿Por qué demoraste tanto tiempo una respuesta que de antemano sabías?

–Por respeto a la sabiduría –replicó Mahoma”No se le ha pedido al orador sino respeto a sí mismo;

respeto a su sabiduría.Que el orador mida sus palabras que pese sus

conceptos; que pondere sus emociones; que no peque de ligereza; ni de presunción, ni de irresponsabilidad.

La violencia nubla el entendimiento, ciega la inteligencia, ennegrece al corazón.

Si arguye, si argumenta, si penetra al resbaladizo terreno de la discusión, que no mezcle las ideas ni menos los propósitos. Una cosa es discutir, otra es disputar; diferente es polemizar y debatir.

Roque Barcia, en su obra, Sinónimos castellanos, específica: “Discutir, debatir, controvertir. La discusión es académica. El debate, habla con pasión. El que controvierte, disputa. Dos amigos discuten. Una asamblea debate. Dos escuelas científicas controvierten. Se discute para dilucidar un punto. Se debate para echar abajo una ley. Se controvierte para vencer al enemigo. La ambición, el odio y la envidia puede entrar en el debate. El sofisma y la argucia puede entrar en la controversia. El amor a lo bello, a lo verdadero y a lo justo es el alma de la discusión”.

Pienso que es una inconsecuencia juzgar a los oradores en función de su habilidad retórica para hacernos creer que “lo blanco es negro y lo negro blanco”.

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Seguramente que esta falsedad arranca de aquel diálogo de Platón denominado Gorgias o la retórica.

No está de más, en este capítulo, meditar acerca del método socrático, la mayeútica o parteo de las almas. Nos servirá para ver con claridad al orador y al sofista, al viajero con su sombra.

Han Ryner, el elegante y poético individualista, en su obra, L’individualisme dans l’Antiquité, sostiene una tesis valerosa y original: nos asegura que Platón puso en boca de Sócrates sus propios pensamientos y que así, si pretendemos conocer al divino ocioso, tendremos que buscarlo no sólo en Jenofonte sino, muy particularmente, en Aristófanes, en su comedia, Las nubes. Aristófanes, representativo de la clase conservadora en Atenas, fulmina con su agresivo humor la imagen del filósofo acusándolo de atacar y burlarse –con su elegante ironía– lo mismo de la religión, que de la riqueza y del Estado. Es decir, señalando sus elementos ácratas. Sólo por este método entenderíamos la verdadera razón por la cual se persigue a Sócrates, se le encarcela y se le condena a la cicuta.

Sócrates –nos afirma Platón– dijo: “Si el orador, gracias a su manera de obrar, es o no igual a los artistas enumerados, ya lo examinaremos luego si la discusión lo exige. Más por el momento veamos ante todo, si en lo que a la justicia y a la injusticia respecta, a lo hermoso y a lo feo, al bien y al mal, está el orador en las mismas condiciones que a lo de la salud y a los motivos de las demás artes se refiere; y si, sin conocer las cosas en sí, sin saber lo que es bueno o malo, hermoso o feo, justo o injusto, posee el secreto de la persuasión que le permita, sin saber nada, aparecer ante los ojos de los ignorantes más sabio que lo que los que verdaderamente lo son”.

Más adelante, en este Diálogo, ahora con Pólux, Sócrates asienta: “La oratoria es una especie de empirismo”.

Pólux: “¿Un empirismo aplicado a qué?

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Sócrates: A producir cierta especie de distracción y de placer...

Sócrates –No obstante de que no quiere lastimar a Gorgias, agrega:

¿Vas entonces a probarme, en contra de lo que yo pienso, que los oradores tienen buen sentido y que la retórica es un arte y no una adulación?”

La cuestión, planteada así, con la destreza socrática, coloca a la oratoria en el peor de los terrenos. Semeja ser tan sólo un instrumento al servicio de cualquier causa, puesto que la oratoria no es buena, no es bella ni justa y los oradores, que no saben de estas cosas, no son buenos, ni bellos, ni justos.

Pero la oratoria tiene otra perspectiva. No es una finalidad en sí; es, apenas, un medio para alcanzar ciertas finalidades. Y, si hay oradores que hacen mal uso de su herramienta de trabajo, culpa de ellos; también los hay para quienes la palabra es el medio más hermoso para defender las más extraordinarias causas.

Estamos deslindando el terreno de la moral en la oratoria y la responsabilidad humana en los discursos. La bondad es el cimiento de la palabra. El orador no es un profesionista que estudia y adquiere un oficio para vivir a costa de él; no es, de ninguna manera, un modus vivendi.

Hablar bien es propio el hombre; porque la palabra es un signo distintivo en la naturaleza y, además, el recurso para comunicarse con sus semejantes y fincar los lazos de amistad, de simpatía, de comprensión y, en suma, de solidaridad.

Diré que la palabra es el perfume, la flor de la conducta; diré que la palabra es el arco-iris en los momentos de la tempestad; diré que la palabra es la “escala de Jacob”, por la que asciende el hombre a pelear con Dios y con los ángeles y a vencerlos, como en la bella parábola bíblica.

Por eso no queremos que los oradores sean leñadores en lo oscuro, sino leñadores en plena luz; aurorales.

La palabra es conductora de vida, no “abanderada en derrota”; es aliento y fe y esperanza.

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Federico Nietzsche, con la voz de Zaratustra –en su bello poema–, advirtió a la humanidad: “Son terribles los que llevan en sí la bestia salvaje, y que no pueden escoger más que entre las concupiscencias y las mortificaciones, y que sus concupiscencias son mortificaciones. Ni siquiera llegaron a ser hombres esos seres terribles. ¡Qué prediquen la aversión a la vida y que la abandonen! Estos son los tísicos del alma, que apenas han nacido empiezan a morir y a soñar con doctrinas de cansancio y de renunciación”.

Federico Nietzsche, sin embargo, propició un estirpe de hijos de la ira. El concepto del superhombre no encaja, literalmente, en la imagen del guerrero, sino en la del luchador. Y, ya sabemos, los guerreros son estériles y sólo los luchadores son fecundos.

La palabra es puente de gozos espirituales; de alegría vital. No es maestra de blasfemias o de lamentaciones, sino de bienaventuranzas y de motivos creadores; no oscuridad sino lámpara encendida para que ilumine los caminos del hombre. Fuente de regocijos; agua de vida eterna.

Apunta, otra vez, Federico Nietzsche: “Si encuentran un enfermo, un anciano, un cadáver, dicen en seguida: ¡la vida es refutada! Más los refutados son únicamente ellos, así como sus ojos que no ven más que un solo aspecto de la existencia.

“Sumergidos en fuerte melancolía y ávidos de los pequeños accidentes que matan, esperan apretando los dientes”.

Esta es la lección de Así hablaba Zaratustra. La lección de Nietzsche no es una lección de muerte sino una exaltación dionisíaca de vida.

Es verdad que los poetas –buen número de ellos– cantan al dolor, la pena, la angustia; es verdad que la angustia es filosofía que se multiplica desde Kierkegaard; pero la vida está plena de razones de júbilo constantes. La vida es algo más que un valle de lágrimas. No es rigurosamente exacto que tengamos que sufrir para ganar la salvación, con sentido

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religioso. Dentro de este terreno místico, hay que repetir, con la Biblia en la mano, “que Dios es amor” y el amor no es necesariamente llanto sino sonrisa, goce infinito, primavera al alcance de los ojos.

Todo es hermoso alrededor del hombre. El cielo, el aire, los pájaros, los árboles, los ríos. Lo que sucede es que el hombre contemporáneo se alejó inconscientemente de la naturaleza; se entregó, ciego a un vértigo suicida; vive inestable, sudoroso, maniático de la prisa, mecanizado, enajenado, con miedo constante, miedo a todo, a la oscuridad, al mañana, a la guerra, a la quiebra de sus riquezas, al cambio ininterrumpido, a la contaminación ambiental que alcanza no sólo al aire sino a la tierra y al agua; este hombre de hoy enfermo de los nervios por el ruido, por la premura, por la soledad creciente. El miedo no es exclusivo del presente sino que se proyecta al futuro. Es el shock del futuro que analiza implacablemente Alvin Toffler.

Sin embargo, una y otra voz, con sello profético, se levantan para advertir al individuo la urgencia de volver a los moldes sencillos de la existencia. Sería bueno, saludable, espiritual, releer ahora a Gandhi, no para destruir los adelantos de la ciencia y la técnica, que esto sería quizá aventurado, pero sí para modificar, atemperar, aliviar, la aflictiva estructura de la sociedad del presente. Y, conste, que las urbes más populosas –las urbes super-desarrolladas industrialmente– han iniciado una práctica de defensa contra la conducta del hombre que abusa de automóviles, fábricas, maquinaria, medios químicos como insecticidas y detergentes Ya es común recomendar el abandono paulatino del automóvil y preferir caminar a pie o usar bicicletas o volver a las carrozas tiradas por caballos...

Parte de los deberes que trae implícita la misión del orador, está en exaltar los valores de la dicha de vivir.

¿Tendremos que recapacitar la cátedra del Oriente y atenernos a los textos de sus grandes filósofos?

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¿Hemos exagerado el contenido Fáustico de la existencia en la cultura occidental y, ahora, tendremos que retornar a la concepción sencilla y placentera de la existencia?

Lin Yutang, en su obra, tan valiosa, La importancia de vivir, principia señalando: “El filósofo chino sueña con un ojo abierto, considera la vida con amor y dulce ironía, mezcla su cinismo con una bondadosa tolerancia y alternativamente despierta del sueño de la vida y vuelve a adormecerse, pues se siente con más vida cuando está soñando que cuando está despierto, con lo cual inviste a su vida en vela de una cualidad de mundo de ensueños. Ve con un ojo cerrado y otro abierto la inutilidad de mucho de lo que ocurre a su alrededor y de sus propias empresas, pero conserva suficiente sentido de la realidad para decidirse a seguir adelante”.

Sí. Creo que hará bien el hombre contemporáneo en practicar esta virtud china de amar la existencia y aceptar la importancia de vivir.

Estableciendo Lin Yutang un paralelo –imposible– entre el norteamericano y el chino, concluye: “Lo único que deseo es que sea honrado al respecto, y que proclame al mundo que le gusta hacerlo así cuando le gusta; que no es mientras trabaja en su oficina, sino mientras está tendido en la arena, cuando su alma pronuncia: “La vida es hermosa”.

¿Qué tarea más fructífera que la de anunciar la buena nueva? Una humanidad sin guerras ni hambre, ni miseria, ni opresión. El orador, ¿heraldo de violencias? El orador, como atalaya de la paz. Feliz el discurso que exalta a la vida sin condiciones; vida sana, vida limpia, sin amos y sin esclavos; sin ídolos y sin capataces; vida optimista, esperanzada, con el milagro permanente de la creación.

El orador ha de saberse libre; sentirse libre; actuar como hombre libre; pero conviene deslindar los términos: ¿libre de qué?; ¿libre de quién?; libre de cualquier amo, de cualquier consigna, dogma, orden, coacción de cualquier

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género. Conviene, asimismo, que se sienta libre para lo que pretenda hacer; no sólo libre de, sino libre para.

El orador es un solitario. Es en la soledad donde se engendran sus pensamientos; donde nacen y crecen sus imágenes, sus formas de expresión. Y, sin embargo se acerca a la muchedumbre, no para halagarla, sino para compartir sus tesoros con ella.

De aquí que el orador no pretende imponer una idea ni una norma de conducta; no es el amo que dicta ordenanzas; ni siquiera da consejos. Simple y llanamente muestra diferentes caminos y deja que los oyentes decidan por su cuenta. Ilumina conciencias, pero respeta la luz de esas conciencias.

El orador, como el equilibrista en la parábola de Nietzsche, a la sombra de Zaratustra, está jugando con la muerte. El público, sobre todo en la hora de las tragedias sociales, observa con impaciencia al orador; lo acecha y lo vigila, espía el momento en que va a pronunciar las palabras decisivas, las fatales, aquellas en que va a conminar a la violencia o va a precipitarse al ridículo.

Advierte Nietzsche: “Es menester que quieras consumirte en tu propia llama. ¿Cómo quieres renovarte sin antes reducirte por completo a cenizas?”

Por lo demás, todos los que hemos hablado en público sabemos, al descender de la tribuna, si hemos hablado bien y si hemos satisfecho el imperativo de nuestra hombría. Hay una especie de conciencia oratoria que nos exige y nos demanda. A veces nos confesamos defraudados y otras, felizmente, experimentamos una recóndita satisfacción: la de haber estado a la altura de la dignidad y el más estricto decoro. No se trata de la vanidad por las cosas que bellamente emitimos –que también existe este goce–, sino de la certidumbre de haber actuado con limpieza moral. Oratoria equivale a conducta humana.

Aquí está el versículo del apóstol Santiago: “He aquí, nosotros ponemos freno en la boca de los caballos para que nos obedezcan, y dirigimos así todo su cuerpo. Mirad

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también las naves; aunque tan grandes y llevadas de impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón por donde el que las gobierna quiere.

“Así también la lengua es un miembro pequeño, pero se jacta de grandes cosas. He aquí ¡cuán grande bosque enciende un pequeño fuego!

“Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno”.

Pero no. La lengua no es órgano del infierno ni del cielo. La lengua no tiene vida propia, independiente del hombre. La lengua está al servicio de la inteligencia humana. No culpemos a la lengua. Sólo hay un tipo de individuos que hablan sin saber y sin sentir lo que dicen. El individuo normal emplea su lengua lo mismo que emplearía una herramienta de trabajo. Tampoco –menos aún– pueden las palabras circular espontáneamente y lejos de la voluntad del hombre.

Pretender crear una obra con palabras puras –tangentes al hombre– sería tanto como declarar que esa obra era el producto de un estado sonambúlico o dictado en estado de hipnosis.

(Es lo incongruente del arte surrealista. Cuando André Bretón recomienda al escritor colocarse frente a una hoja de papel en blanco y escribir velozmente, dejando que el subconsciente escriba, es tanto como desear que el escritor sea un sonámbulo o un hipnotizado. Alfonso Reyes, en alguna glosa, apuntó lo incongruente de hacer arte subconsciente en forma consciente. De otro modo: el hecho de que conscientemente me proponga crear un arte onírico, subconsciente, es ya una conducta falsa. Esto no quiere decir que el orador que está improvisando no sienta, a veces, que la subconciencia se ha aparecido en algunos giros y con algunas palabras que no se había propuesto expresar).

El orador contemporáneo vive el conflicto de la lucha entre quienes sueñan con la mutación del hombre, la

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mutación de sus valores espirituales, y quienes, a su vez, en forma burlona y agresiva, nos desprecian y gritan que sólo mediante la violencia y las revoluciones, podrá la humanidad cambiar sus estructuras.

La verdad es que nosotros, los no violentos, tendremos que esperar mil años para que el hombre deje de ser lobo del hombre, cierto; pero, a su vez, los hijos de la ira, tendrán que confesar, con la historia en la mano, que hemos vivido ininterrumpidamente en guerra por siglos y siglos, al decir del filósofo Georg Nicolai, en Biología de la guerra, y que, no por ello, se ha mejorado la humanidad.

Las revoluciones han sido pretexto para cambiar hombres en el trono, en la silla del poder; pero no para transformar al hombre y devolverle la jerarquía de hermano del hombre.

Una serie de preguntas trágicas se nos atraviesan: ¿ha fracasado la educación? ¿Asistimos, efectivamente, al crepúsculo de los pedagogos? ¿No tiene remedio el hombre y la filosofía del pez grande que devora al chico, es la única filosofía que perdura?

Estos son los temas con espinas. Los temas, no obstante, propios de la oratoria.

Gabriel Marcel ha intitulado una de sus obras con esta fórmula esclarecedora: El hombre contra lo humano.

Dice Marcel: “Nuestra época nos propone el espectáculo de una verdadera coherencia en el absurdo. Pero por esa coherencia misma, es necesario declararlo sin la más mínima vacilación, que aquel absurdo se transforma muy positivamente en mal”.

Se agrava el antagonismo entre la sociedad y el individuo. La educación ha preferido a las masas en detrimento del hombre. Marcel opina: “Las masas no existen ni se desarrollan siguiendo leyes en el fondo puramente mecánicas, sino muy debajo del plano donde el amor y la inteligencia son posibles. ¿Por qué es así? Porque las masas son lo humano degradado, son un estado degradado de lo

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humano. No tratemos de persuadirnos de que una educación de las masas es posible; hay aquí una contradicción en los términos, sólo el individuo, o más exactamente, la persona, es educable. Fuera de eso no cabe sino un “amaestramiento”...”

Este es el conflicto. Estamos en peligro de que el individuo, la persona humana, disminuya su calidad, pierda su jerarquía que es, precisamente, lo que acaece en los regímenes de tipo totalitario. La mala educación ha propiciado este sistema mortal. El individuo se atomiza; se torna insignificante. Impera la masa, el hombre-masa. El fenómeno que José Ortega y Gasset señaló en su obra, La rebelión de las masas.

El doctor Pittaluga con especial ironía redactó esta frase: “¡Hay muchos que a su profesor le llaman maestro!” lo cual, visto con cruel realidad, es una verdad completa.

Los profesores –impartidores de conocimientos– han multiplicado las reformas pedagógicas: cómo enseñar; pero no se han inquietado por estudiar a fondo el problema del hombre, qué enseñar y, sobre todo, para qué enseñar.

Ya hemos insistido, tal vez demasiado, en que el orador, que es hermano del maestro, no podría olvidar esta interrogación, ¿para qué habla? Lo triste es que la educación –entendida por los profesores–, ha olvidado que cada ser humano es, en sí, un ser diferente, un UNICO, como lo calificaba. Max Stirner, en su obra clásica, tan poco conocida, El Unico y su propiedad. Olvidando este principio elemental, trata de educar a los alumnos de la misma manera con lo cual, dicho sea, se comete una especie de asesinato en masa, puesto que se está sacrificando lo peculiar, lo original, lo único, en cada niño o en cada joven. Con cuánta razón ha concluido el filósofo Krishnamurti en su conferencia, Educando al educador:

“Lo erróneo estriba en pretender educar en serie, como si se estuviera fabricando automóviles en serie”. Y subraya: “Por el camino sin fin de las reformas no se llega a ninguna solución fundamental. Tampoco resuelven nada las

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revoluciones políticas, económicas o sociales, pues han desembocado en tiranías terribles o en el mero traspaso del poder y la autoridad a nuevas camarillas. Pero hay una revolución totalmente distinta, que debe tener lugar si hemos de salir de la interminable serie de angustias, conflictos y frustraciones en que estamos envueltos. Esta revolución debe comenzar no con teorías e ideaciones a la postre inútiles, sino con una transformación radical en la mente misma”.

Agrega aún, y esto informa la doctrina de quien no quiere doctrinas, en la conferencia intitulada: La urgencia de una nueva educación. “Inquirir y aprender es la función de la mente. Por aprender no quiero decir el simple cultivo de la memoria o la acumulación de conocimientos, sino la capacidad de pensar clara y cuerdamente, sin ilusión; de partir de los hechos y no de creencias e ideales. No hay aprendizaje si el pensamiento se origina en conclusiones...”

Sin embargo, volvamos a la palabra, aunque el problema de la educación del hombre resulta apasionante. Volvamos a la limpieza de la palabra y a su prístino cuño, como medio para reafirmar nuestra liberación, el encuentro de la individualidad.

La individualidad se manifiesta por medio de palabras. Podríamos, como ejemplo, variar el orden del título de la obra genial de Max Stirner, El Unico y su propiedad y decir, con idéntica validez: El Unico y sus palabras. Porque lo que tenemos, lo que realmente nos pertenece son las palabras. La conducta es un reflejo de lo que decimos. El hombre es su palabra. Dime qué dices y te diré quién eres. Al hombre se le identifica por sus discursos. Sucede que la biografía de un hombre se aclara mediante lo que ha dicho en sus discursos o en sus conversaciones.

Cuando Goethe, en su obra inmortal, Fausto, trata de corregir el texto del versículo de Juan, el de Pathmos y propone una modificación ahí donde se asienta: En el principio era el Verbo ... por esta otra: En el principio era la acción... no está exactamente en lo correcto, puesto que el

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verbo, en sí, es acción, y puesto que, viceversa, la acción no es sino la proyección del verbo.

Entonces podríamos convenir en que una mutación de valores podría iniciarse con una mutación de las palabras determinantes en esta época.

Redefinir; devolverle a cada vocablo su cuño auténtico, el que ha perdido con el largo uso; principiar la historia con el deslinde de los discursos, de tal manera que los hombres recuperaran la fe en los conceptos y la esperanza en los principios.

Esta hermosa tarea –con el contenido de una cruzada romántica– la tendrían que cumplir las madres del mundo. Ciertamente, la madre es la primera educadora del niño. Ella coloca la piedra angular del futuro carácter; ella deja su influencia sobre el temperamento con el que nacemos.

Stekel, en su obra, Cartas a una madre, asienta: “No olvide usted que pone ahora la primera piedra para la vida futura de su hijo. Primera regla: un niño tiene que estar solo y ocuparse de sí mismo. Usted no puede imaginarse la multitud de cosas que pueden causar placer a un niño. Patalea, agita las manos y los pies. Y ese mismo movimiento le procura placer. El libre juego de los músculos es una fuente de alegría para el niño... El niño es un fino observador y se inclina siempre a convertirse en tirano. Si se da cuenta de que toda la casa acude al menor llanto o al menor grito, advierte así que posee un medio seguro para llamar a su madre junto a él, y no conocerá ya el placer de estar y divertirse solo”.

Ya grande el niño, con ejercicio de la razón, es el lenguaje el puente entre él y sus padres; un puente luminoso. Es la madre, ¡siempre ella!, la que va descubriendo el universo y la poesía a sus hijos, los continentes de maravilla que nos rodean en las cosas y los otros seres humanos. Es la madre, con sus discursos pueriles, pero sublimes, la que dona al niño mundo de magia, de imaginación, de asombro.

Stekel llama a las madres, en el mismo volumen: “Es insensato hablar al niño un lenguaje infantil. El niño habla un

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lenguaje infantil porque el de los adultos presenta demasiadas dificultades para él. Pero el niño debe oír continuamente, por parte de los adultos, la buena pronunciación. Porque las faltas de pronunciación corren el riesgo de persistir toda la vida”.

La palabra de la madre contiene magia, iluminación, poesía. Volvamos a todo esto.

Los griegos, con su maravillosa paideía, aconsejaban a las futuras madres contemplar estatuas bellas, oír música, para que el niño por llegar creciera en arte; lo mismo podríamos anhelar ahora para el niño: palabras mágicas, palabras luminosas, buenas, poéticas.

Las palabras son la garantía de la autenticidad y el hombre moderno sufre por ausencia de autenticidad. No está identificado plenamente. Deambula a tumbos de incertidumbre. Nadie es quien debe ser. Tenemos que regresar a las voces auténticas si queremos salvar al hombre del futuro.

De pronto, los hombres, por culpa de Paul Valery, y de otros maestros, dieron en renegar de la emoción y del sentimiento. Paul Valery recomendó una “poesía pura”; con pura quiso decir, limpia de sentimentalidad, de biografía, de anécdotas, pura de emociones; se desterró la palabra corazón; se negaron las lágrimas; se abjuró de las confesiones, y, sin embargo, la poesía, el arte, la palabra misma, no puede deshumanizarse; no es justo desnudarla de su calidad humana. Pretender que la palabra existiera fuera del hombre ha sido una estratagema racional, demasiado inteligente. Se abjuró de la sinceridad en el hombre. Se recomendaron, sin ganancia alguna, el uso obligado de las máscaras. Un hombre flemático, inmensamente inglés; un hombre frío, que por los cauces de la razón se preocupara exclusivamente por encontrar un poesía traída, seguramente, del mundo de las ideas platónicas. La poesía anda por fuera del hombre. Esto es lo que se ha insinuado y se continúa insinuando. La poesía le llega, desde fuera, al hombre privilegiado, al elegido por los dioses o por los espíritus. Lo otro, los renglones cortos,

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son versos; pero sin poesía. La poesía llegará como el espíritu santo llegó a los apóstoles, o como el maná caído del cielo a los hebreos peregrinos hacia su liberación, conducidos por Moisés. Paul Valery recomendaba en su ensayo, Decía a Mallarmé: “Nada de elocuencia, nada de relatos; nada de máximas o filosofías; nada de recurrir directamente a las pasiones comunes; ninguna concesión a las formas familiares; nada de ese “demasiado humano” que envilece tantos poemas; una manera de decir siempre inesperada, una palabra nunca arrastrada a las repeticiones y al delirio vano del lirismo natural, pura de todas las locuciones de menor esfuerzo; permanentemente sometida a la condición musical y, por lo demás, a las leyes de convención cuyo objeto es contrariar regularmente toda caída hacia la prosa; he ahí una cantidad de caracteres negativos por los cuales tales escritos nos hacían poco a poco, demasiado sensibles a los expedientes conocidos, a los desfallecimientos, a las tonterías, a la hinchazón que abunda, ¡ay!, en todos los poetas, porque no habiendo empresa más temeraria, ni tal vez más insensata que la suya, entran en ella como dioses y terminan como pobres gentes”.

La verdad es que tanto en la poesía, como en la pintura, como en la oratoria, como en cualquier otra actividad creadora, el hombre, debería tener siempre presente aquella admonición del poeta alemán Peter Altemberg: Tened el valor de vuestra propia desnudez.

Llorar si hay que llorar, gritar si hay que gritar; reír cuando es menester, blasfemar, aullar, si es indispensable. Todo lo lleva el viento. También las lágrimas son propias del hombre, no sólo la risa. El ser humano es un complejo de pasiones, de inteligencia y de emociones. Es todo. Y no puede, si habla, si recita, si actúa como actor, no debe tener vergüenza de su personalidad rica y variada.

Las lágrimas, en el discurso, tienen su papel trascendente. Pueden ser las lágrimas armadas que nos canta la poetisa argentina Lila Guerrero.

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Aconsejar el medio tono, la media voz, la discreción, el pensamiento puro, la idea pura, la oratoria pura, es continuar jugando a ese juego peligroso de la deshumanización del arte.

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10.- PAN DEL ESPIRITU

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Dijo el Rabí de Galilea, lo dijo al Diablo empeñado en tentarlo cuando los 40 días en el desierto.

–No sólo de pan vive el hombre... y, efectivamente, por encima del imperativo biológico está el clamor del alma.

Pero ahora decimos, glosando el célebre versículo: No sólo de pan vive el hombre; también vive de poesía y, como la poesía son palabras, podríamos concluir: No sólo de pan vive el hombre, tambien vive de palabras. La historia nos dará razón si abrimos el libro maravilloso y seguimos al individuo en su largo peregrinar por los siglos. Habitualmente, el éxodo se generaba en busca del agua. Las enormes masas de seres humanos abandonaban las tierras estériles e íbanse, soportando penas y miserias, en pos de los ríos para asentarse ahí, no sólo para dar de beber al ganado sino para cultivar la agricultura.

El paso revolucionario del nomadismo a la existencia sedentaria lo realizó el agua.

Herodoto pudo exclamar convencido de su verdad: Egipto es el Nilo. Los ríos mecieron en sus márgenes la civilización y la cultura.

Pero, tambien es exacto afirmar que el elemento económico no es el único que determina la historia; hay otras circunstancias ayunas de economía que han dispuesto los escenarios dela biografía de la humanidad: son los llamados del espíritu. Un día el celo religioso sintió el ansia de rescatar el Santo Sepulcro y así nació la primera cruzada, el influjo de Pedro el Ermitaño; otro día, cualquier día, los poetas vivieron al margen del llamado de los intereses prácticos, fue la época de la bohemia de Murger y otro día, cualquiera, un sabio enflaqueció despreciando los apetitos de la miseria y del abandono, entregado exclusivamente a sus ideales de investigador...

Hoy mismo, tenemos que gritar a los cuatro vientos este evangelio: No sólo de pan vive el hombre, también vive de poesía.

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También vivimos, tangentes de las computadoras, de ensueño y de ilusiones.

Hemos llegado a mitad de la vida, de tal modo que frente a una humanidad en crisis de valores materiales, estamos convencidos de que la economía no es absolutamente la única razón para vivir y que necesitamos iniciar, a la sombra de la oratoria en flor, una cruzada en favor de la poesía.

Urge que los hombres lleguemos a esta conclusión apremiante: la poesía no es un don superfluo; la poesía es equivalente al pan, con la ventaja de que es pan para el alma; pasto del alma.

¡Que retornen los oradores y nos prediquen un evangelio de poesía, de amor y de belleza!

¡Salgamos a las calles, a la plaza pública, al ágora, para detener el viandante y rogarle que nos oiga decirle un poema!

La humanidad requiere, para su redención la redención del robot, discursos nuevos impregnados de verdad, de bondad y de hermosura!

Hay un enorme cantidad de libros que ya no se leen; que vegetan su horfandad en los libreros. Quizá los eruditos los procuren, pero la mayoría de los estudiantes los ignoran. Uno de éstos son las Obras completas de Lord Chesterfield. El noble Lord acostumbraba escribir a su hijo, con afán de aumentar su cultura y redondear su curiosidad, de tal modo que estas epístolas son, fragmentariamente, un tratado teórico sobre los temas más importantes de su época. Pues bien, la carta correspondiente al 1 de noviembre de 1739, dice a su hijo: “Volvamos a la elocuencia o arte de hablar bien, que jamás debes perder de vista porque en muchas circunstancias es de absoluta necesidad y utilísimo en todas. Sin este arte nadie puede figurar en la tribuna, ni en el púlpito, ni con el foro; y aún en la conversación ordinaria, el hombre hubiera adquirido el hábito de expresarse con exactitud y facilidad, tendrá gran ventaja sobre los que hablaron sin corrección ni

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elegancia. EL objeto de la oratoria es persuadir; y bien debes conocer que agradar a los otros es dar un gran paso en el camino de la persuasión. Por consiguiente, no es posible que se te oculte cuán ventajoso es, para el que habla en público, agradar a sus oyentes hasta el punto de cautivar su atención, cosa que jamás conseguirá sin el auxilio de la elocuencia. No basta que hable con la mayor pureza el lenguaje de que se sirve, ni tampoco que se arregle a los preceptos de la gramática; elija las palabras más expresivas y convenientes y que las coloque en el mejor orden posible. Debería igualmente adornar su discurso con metáforas, símiles y otras figuras de retórica y animarlo, si es posible, con dichos prontos, vivos e ingeniosos”.

Esta larga cita llega a reforzar nuestro concepto acerca de la oratoria. Pero hay algo en lo que debemos detenernos: y es el debate acerca de si es pertinente, o no, adornar el discurso con los elementos retóricos que ha señalado Lord Chesterfield.

Aún a riesgo de volver reiterativo este ensayo, copiaremos otra cita de Horacio Zúñiga, dada la trascendencia del tema en cuestión: “La idea es un rayo de luz que penetra en el mundo, lo ilumina y lo vuelve consciente. La idea es creación no recreación, ni espejo del universo. Es el universo mismo como microcosmos; como síntesis anímica; como cristalización de los exterior en el interior; o, si se prefiere, como immanencia; como una suerte de adivinación o de anticipación ideal de lo real. Idear es estructurar, coordinar o arquitecturar lo existente para producir lo inexistente; es funcionalizar nociones o conceptos como la función biofisiológica que vitaliza y dinamiza la anatómica y estática agrupación celular. La idea es el hombre como conciencia, como entendimiento, como intuición”.

Y, refiriéndose a las imágenes, nos enseña: “La imagen es transfiguración, sublimación de un mundo que se hace más bello a través de la imaginación, como el rayo de sol que se descompone, o mejor aún, se magnifica en paraíso

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de colores a través de las facetas milagrosas del prisma. Si la idea es o puede ser verdad, la imagen es o debe ser belleza. La idea es atributo del pensador, la imagen es don del artista. Idear es penetrar, imaginar es crear, recrear; volver a crear lo creado; en tance de mejoramiento y dilección. Sin la idea no entenderíamos ni explicaríamos el mundo. Sin la imaginación no le animaríamos, ni lo vestiríamos con las más ricas galas, ni lo dotaríamos de nuevas y más sugestivas excelencias. Si la idea es luz, la imagen es luz y color. Si la idea es palabra, la imagen es música. Si la una representa, la otra insinúa; si una explica, la otra sugiere. Si la idea convence, la imagen arrebata, conmueve, embelesa, seduce, encanta, apasiona”.

Sin embargo, no necesariamente ha de haber discordancia, sino antes ha de predominar la armonía entre la idea y la imagen. Se buscan, se requieren, se complementan, sobre todo en el discurso.

Esto lo resumió Horacio Zuñiga al dictaminar: “La palabra es el cauce de la idea y de la imagen. Es la que lleva el agua azul del cielo y la linfa iridiscente de la imaginación. Río luminoso que conduce, en las ondas elásticas, el tulipán del sol, la magnolia de la luna y las azucenas de luz de las estrellas. Sin ella, ni la idea ni la imagen existirían por más que existiesen en potencia, como la larva o como el germen, puesto que hablar es vivir o patentizar que se vive; es decir, hablar es ser presencia, como existir es ser esencia y morir es ser ausencia. ¡Halar es proyectarse al mundo, desde el Ego hasta el infinito. Hablar es flotar en el mundo; mejor aún, es salir a flote o sacar a flote la conciencia y la existencia sumergidas, la voz y la palabra, es voz con conciencia (idea) y voz con belleza (imagen); es la suprema expresión de la vida y de la potencia vital, pues Dios hizo el mundo con ella, en el soberbio imperativo del HAGASE, del Fiat creador!”

Diremos mil y una vez que los oradores tienen la prosapia de Prometeo. Son los repartidores del fuego entre los hombres; equivale a decir, la libertad.

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También podríamos traducir: en el principio era el verbo; el verbo es el fuego; el fuego es la libertad. En el principio era la libertad.

Afirma Gastón Bachelard en su bello libro Psicoanálisis del fuego: “Ha hablado muy bien quien ha definido al hombre como una mano y un lenguaje. Pero los gestos útiles no deben ocultar los gestos agradables. La mano es, precisamente, el órgano de las caricias, al igual que la voz es el órgano de los cantos. Primitivamente, caricia y trabajo debían estar asociados”.

El amor cumple sus destino al calor de las palabras. Amor es una teoría de bellas, sonoras, armónicas palabras. No negamos la posibilidad del lenguaje del silencio. Amor silencioso. Amor en las miradas. Pero, lo cierto es que el amor se realiza mediante la voz, cuando el ser amado lo descubre en el tono del que ama. De ahí en delante el amor nace, crece y muere con palabras.

“Repite el juramente de eterno amor que romperás mañana”.

Este verso de Paul Verlaine sintetiza la necesidad vital de oír palabras de amor a sabiendas que los juramentos de eternidad van a ser rotos mañana. Pero lo que importa son las palabras. La emoción, antes de ser expresada, es como si no existiera.

¡Que no se nos diga que algunos genios no hablan por que piensan mucho! Eça de Queiroz, en su regocijado libro, El epistolario de Fradique Mendes, nos legó la caricatura de aquel enorme talento de Pacheco a quien nunca se le conoció un rasgo de ingenio, pero cuya fama sobrepasaba las fronteras. El enorme talento de Pacheco, en la Cámara, al fin, toma parte en un debate. Hay expectación dramática: –“Mientras ustedes hablan mucho, yo aquí, en silencio, hago luz”... La luz se hace cuando habla la oscuridad; la oscuridad reina cuando la luz enmudece. Los griegos, abuelos de la

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cultura, concedieron, por eso, una gigantesca importancia al discurso.

Atenea, la de los glaucos ojos aconseja a Ulises, fecundo en recursos, frente a la incertidumbre de los aqueos, frente a la cólera de Aquiles: “Ve enseguida al ejército de los aqueos y no cejes, detén con suaves palabras a cada guerrero y no permitas que boten al mar los curvos bajeles”. Con suaves palabras. Es que los griegos confirieron a la palabra una extensión mágica. Todo lo discuten. Antes de que brillen las espadas salen a relucir los verbos persuasivos. Los discursos son como danza sagrada, danza de guerra, que cumple su rito antes de que sobrevenga la acción deslumbrante.

La palabra, como el fuego de Prometeo, odia la oscuridad, aborrece las tinieblas; se escandaliza con la mentira; se avergüenza con la hipocresía y se desvive por salir en contra de las injusticias.

Un discurso tiene la trayectoria de un largo viaje. Es posible que dure, como el regreso de Odiseo, varios años. Y en el transcurso, luche con astucia contra Polifemo –también el discurso tiene sus argucias–; que se rinda a Circe y se enamore de Calypso; pero el discurso, al fin, llegará a Itaca a esgrimir el arco de Ulises y a vencer a los Pretendiente.

Los enemigos de la luz –enemigos por naturaleza de la oratoria– son los espíritus autoritarios. Si ya se decretó la verdad única, la que no tolera objeciones ni dudas, ni el derecho a disentir, si ya todo está expuesto, ¿que objeto tiene la oratoria?

Aquellos que abominan de la oratoria esconden, en la subconciencia, el miedo a que los oradores señalen las lacras y promuevan las revoluciones.

Las sombras discutieron vehementemente cuando corrió la noticia de la llegada del fuego que Prometeo había robado a Zeus. Pensaron que la luz era rebelde, mitotera, subversiva, desquiciadora del orden y de la tranquilidad, violadora de la paz nocturna y de la quietud reconfortante de

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los silencios... Pero llegó la luz a caballo, motinera, primitiva, redentora, y las sombras fueron cayendo, una a una, acribilladas por la luz. La luz es una protesta contra la ignorancia, contra la conformidad, contra la servidumbre y el miedo, contra la paciencia y la esclavitud, la luz es destructora de prejuicios, cuando todo se hace a la luz del día, cuando no hay pretexto para esconder las manos, cuando, con la sombra, “no se tasa con rútilas monedas, el bien y el mal”.

El evangelio de los oradores está en la historia de Prometeo, la que nos legó el esforzado Equilo.

Grita Prometeo, sereno porque es fuerte: “–Ni encantamientos, ni palabras de miel, ni violencias me doblegarán. Nada le revelaré hasta que me haya librado de estos crueles lazos, hasta que haya expiado su ofensa. Sé que ha supeditado la justicia a su voluntad; pero un día vendrá en que ha de humillarse, al sentirse amenazado”.

Esta es la suerte de los tiranos. Prometeo la sabe de memoria. Los dioses, en el Olimpo, ha sucumbido víctimas de golpes revolucionarios; también Zeus caerá a su tiempo. “–Yo sufriré –dice a la hija de Inaco– hasta que Zeus sea derribado de la tiranía.

“–¿Qué me dices? ¿Dejará de reinar Zeus?”“–Imagino que te alegra contemplar semejante caída”.“–¿Y por quién será desposeído del cetro de la

omnipotencia?“–Por su propia locura”.Que es, habitualmente, lo que adviene a los

poderosos, a los individuos enloquecidos por el poder. Esto lo presiente, lo intuye, lo sabe el orador.

Cada vez que un tirano ha opacado la transparencia del escenario histórico, ha llegado, justamente a tiempo, un orador para convocar a a rebeldía.

El varón más puro de la Revolución Social en México, el único varón a la altura del pueblo, Ricardo Flores Magón, dejó en sus discursos de fuego estos conceptos: “Tierra y Libertad no son más que palabras, es cierto; pero

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estas palabras llegan a lo sublime cuando la mano del trabajador rompe la ley, quema los títulos de propiedad, incendia las iglesias, da muerte al burgués, al fraile y al representante de la autoridad y con gesto heroico toma posesión de la madre Tierra para hacerla libre con el trabajo de hombre libre”.

El poeta David ensalzó el poder de la palabra: “Lámpara es a mis pies tu palabra y lumbrera a mi camino” y, en cambio, lanza su anatema contra los malos oradores –mal orador es quien dice palabras de mentira–: “A Jehová clamé estando en angustia. Y él me respondió: Libra mi alma, oh Jehová, del labio mentiroso y de la lengua fraudulenta”.

El mal orador es aquel que usa de lengua fraudulenta; y por sus discursos los conoceréis.

Digamos, finalmente, ya para rendir cuentas al silencio, después de esta jornada de palabras, que la oratoria puede ser empleada, como es obvio, como ya lo hemos asentado previamente, para bien o para mal del hombre. No es una profesión en sí. No se estudia para orador. Se es orador en cuanto se realzan las cualidades implícitas a la hombría de bien. Todavía nos enfrentaremos con hermanos equivocados que reniegan de la palabra porque no han sabido aquilatarla justamente; que creen que los hombres no deben dedicar sus esfuerzos a la elocuencia puesto que la hora de la elocuencia ha periclitado en la historia. Que más valdría, en suma, una historia de silencios y no de bellos discursos. De la misma manera que José Bergamín, jugando con las ideas, en su Disparadero español, llega a concluir que al hombre más le valiera el analfabetismo, dado lo pobre, lo ruin, lo mediocre de las lecturas; hay quien resuelve que más nos convendría suprimir la elocuencia y el discurso, si tomamos en cuenta el valor moral o estético de la antología de los discursos. Shakespeare, en su obra, La tempestad, coloca en labios de Calibán una requisitoria feroz: “–Próspero: Esclavo aborrecido, que nunca abrigarás un buen sentimiento siendo inclinado a todo mal! Tengo compasión de ti. Me tomé la

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molestia de que supiéseis hablar. A cada instante te he enseñado una cosa u otra. Cuando tú, hecho un salvaje, ignorando tu propia significación, balbucías como un bruto, doté tu pensamiento de palabras que lo dieran a conocer. Pero, aunque aprendieses, la bajeza de tu origen te impedía tratarte con las naturalezas puras. ¡Por eso has sido justamente confinado en esta roca, aún mereciendo más que una prisión!

“–¡Calibán!: ¡Me habéis enseñado a hablar y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir! ¡Que caiga sobre vos la roja peste, por haberme inculcado vuestro lenguaje!”

Los oradores están a mitad del laberinto. Un terrible dilema los sacude. Palabras de dolor o palabras de alegría; de muerte o de esperanza. Calibán sólo encuentra motivos de angustia y de maldad. Otros, como Ariel, encontrán palabras de fe, de amor, de caridad y de belleza.

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11.- CARTA A UN JOVEN ORADOR

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En calidad de profesor, he convivido con jóvenes enamorados de la oratoria. Los he visto y oído desde las más diferentes tribunas. Han competido en certámenes y ganado trofeos. Ocupan, ahora, puestos administrativos de responsabilidad social.

Desde la cátedra he observado el crecimiento de la juventud, sus anhelos, sus inquietudes, sus esfuerzos, sus victorias; pero también he sufrido con ellos sus tropiezos y hasta sus derrotas. Sé que no se sienten satisfechos, que viven afiebradamente, que practican un ejercicio de rebeldía constante porque encuentran nuestro mundo construido injustamente; que están inconformes con las estructuras políticas, que les duelen las diferencias económicas que dividen al hombre, que tienen conciencia de los peligros y conflictos que provocan una larga crisis humana y tiene rotas las tablas de valores existentes.

¿Cuál es el papel que toca representar a los jóvenes y, particularmente, cuál a los oradores jóvenes?

Aún a riesgo de caer en la repetición, conviene determinar el sentido de la juventud, sintetizando hasta donde sea posible su connotación.

Dialécticamente, los jóvenes lo son todo. La juventud es la eclosión de la vida; su primavera. Cuando Rubén Darío se refiere a ella como a un divino tesoro, está enunciando una verdad escueta. Los jóvenes representan la esperanza, la renovación, la revolución. Ser joven y no ser revolucionario equivale a un contrasentido; es un error. Esta es la tesis. Pero conviene plantear la antítesis: la juventud no es un estado sino un proceso; no se es joven para siempre. La juventud –dijo con cruel ironía Oscar Wilde– es un defecto que con el tiempo se quita. De todas maneras, la juventud es, apenas, una posibilidad de llegar a la madurez de la existencia; vale como promesa de llegar a ser, con madurez, un hombre.

No todos los jóvenes cumplen con lo que anuncian; una buena parte no crece; se queda en la promesa de la

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hombría. Por una o por otra circunstancia se fracasa en el camino y se pierden las ilusiones.

Lo difícil es alcanzar la plenitud en la jerarquía de la absoluta madurez. Decimos Hombre: pero no como un tipo biológico, pretendemos decir hombre como significación de un valor humano real, completo, integral. Y, repitamos, no todo joven supera las limitaciones del ejercicio diario y realiza sus esfuerzos para coronarse con la victoria de la hombría.

Enfrentemos, entonces, la síntesis: Si todo joven es una posibilidad de llegar a ser, la juventud entraña, por lo mismo, un compromiso. Vale como compromiso. Digamos un triple compromiso: el primero con ella misma. La juventud tiene la obligación de no defraudarse. Frente a la juventud tendríamos que grabar, para que sirviera como lema, aquellas líneas del poeta Walt Whitman:

“¿Cuál es el que ha ido má lejos? Porque yo heresuelto ir más lejos;

¿Cuál es el que ha sido más justo? Porque yo heresuelto ser el hombre más justo de la tierra;

¿Cuál es el que ha sido más prudente? Porque yo heresuelto ser el más prudente;

¿Y cuál ha sido el más feliz? Paréceme que soy yo. No

creo que nadie haya sido más feliz que yo;¿Y cuál es el que lo ha prodigado todo? Porque yo he

prodigado sin cesar lo más precioso de mí;¿Y cuál ha sido el más altivo? Porque yo creo ser el

más altivo de los vivientes;¿Y cuál es el más benévolo? Porque yo he resuelto

prodigar más benevolencia que los demás”.

Sólo así, con un ardor de superación constante, puede la juventud cumplir ventajosamente su compromiso vital.

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Desde este ángulo –¿puede haber otro?–, no concebimos la lucha generacional. El joven lucha para desalojar al adulto y ocupar el sitio que ahora éste ocupa. Los adultos, o los viejos, no pretenden perpetuarse –aunque lo quisieran– en la vida. Irán dejando el puesto a los jóvenes. Lógicamente así sucederá. Luego, no hay sitio para la lucha generacional. Fue obvio, perogrullesco, el grito de aquel pensador: Los viejos a la tumba; los jóvenes, al porvenir.

Pero los jóvenes no preparados convenientemente, no entrenados, no ilustrdos, ¿podrían manejar, de manera mejor, los negocios de la existencia?

Así concretamente, si los jóvenes anhelan superar las premisas líricas de su presencia, han de aceptar su triple responsabilidad y satisfacer las severas condiciones de su futuro mando.

Ahora bien: si el joven, por serlo, está comprometido con la historia ¿qué diremos del joven orador?

Los oradores jóvenes son quienes están condenados, por edad y por función social, a ser magníficos conductores de masas.

Los peligros a que se enfrenta el orador, ya ascendido a la gloria de la tribuna pública, son muchos y de muy variado riesgo.

Escribió el maestro Giménez Igualada con paternal cariño y a manera de afectuosa advertencia: “Tú sabes que cuando la pasión y la dulzura las lleva el orador en sus labios, se produce entre quien habla y quienes escuchan un intercambio de entusiasmo, una recíproca corriente de simpatía y de bondad, y los cerebros se abren y los corazones se elevan cuando un bello periodo saturado de belleza y de humanismo llena de música la estancia. Entonces puede brotar la lágrima de los ojos de los oyentes, pero también de los del orador. Si tal te aconteciere, no te asombres, amigo. Descansa, procura serenarte, permite que repose el corazón de los que, emocionadamente, beben más que escuchan tus

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palabras y toma nuevamente tu oración en el punto y lugar en que la interrumpiste, si bien atenuado el tono de la ternura”.

Hemos dicho que todo en el orador habla: la voz, el gesto, las manos, el cuerpo íntegro que se ilumina, que se expresa, que se refleja con cada palabra que se dice.

Pensando en ti, joven amigo mío, he escrito estos apuntes, que no han pretendido, jamás, convertirse en un Tratado acerca de la Oratoria y, menos aún, en un Manual para el perfecto orador. La oratoria, como habrás visto, exige una consagración total de la existencia. No se puede comparar con ninguna de las profesiones de tipo liberal. Es una entrega absoluta. Implica, ciertamente, una especie de mística. Sobre todo en tu caso. Recuerda la frase aquella de José Enrique Rodó –el mágico escritor uruguayo, cuyo estilo ático, nos emocionó tanto en la primera juventud–, cuando, en Los motivos de Proteo nos dice: “Hablar a la juventud es una forma de la oratoria sagrada. “Yo diría qu toda oratoria es esencialmente sagrada; implica una mística especial que bien puede no ser religiosa, perteneciente a un credo o a una iglesia, pero que abunda en ese sentimiento metafísico que obligaba a Fra Angélico a postrarse de rodillas antes de iniciar el discurso de sus pinceles. No se puede hablar por hablar. El propio maestro Giménez Igualada nos precisó: “El lenguaje que se emplea en la conversación o en el discurso deben entenderlo todos los hombres, única manera de ser y de sentirse universal por haber comprendido y amado la universalidad. El que habla y el que escribe –me sigo diciendo a mí mismo– debe hacerlo con tal dulzura y con tal entereza como si su palabra, sin avergonzarse jamás de ella, hubiera de subir, siglos arriba, hacia la eternidad. Así hablaron y escribieron los mejores, los que se han perpetuado hasta nosotros. Los que no supieron crear humanidad, murieron para siempre”.

Habrás notado, amigo orador, que cito y repito las frases del maestro Giménez Igualada. Ya te expliqué, páginas arriba, la devoción que sentimos hacia su talento, hacia su

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elocuencia, hacia su bondad; pero, además, me gusta repetir reiteradamente sus conceptos, porque pienso que multiplicándolos en estas páginas, ayudo a los jóvenes estudiantes a que los conserven en su memoria como yo los conservo dentro de mi corazón, por haberlo recibido directamente de su ternura y de su espíritu.

México es país de oradores. Digamos, América es territorio propicio a la oratoria.

Aquí tienes un breve libro, Oradores americanos, selección y prólogo del poeta hondureño Heliodoro Valle.

(Heliodoro Valle, enraizado en México, fue un espíritu dilecto. Su brillante talento lo llevó por diferentes disciplinas. Poeta de exquisita sensibilidad; historiador, hombre de bibliotecas y de archivos, nos legó interesantes ensayos y estudios muy profundos; incidentalmente político, en su tierra natal, vivió un minuto en que pudo haber sido el árbitro de la paz, de la cordura y la democracia, precisamente cuando se desarrollaba un clima excepcional que podía transformar la dictadura en gobierno popular; no aceptó la responsabilidad por temor a la violencia y prefirió continuar su existencia de meditación y de biblioteca).

El discurso en América no ha sido un producto barroco de la cultura sino una expresión vehemente del ansia de libertad. El drama histórico de América se encierra en la opresión total que implica la Colonia. Es vano que algunos publicistas intenten convercernos de la belleza de esa época angustiosa en que, a la sombra de las encomiendas, se fue tejiendo la urdimbre del carácter del hombre americano. La conquista no puede engendrar varones independientes de espíritu, limpos de alma. La autoridad que es el soporte del régimen colonialista, prodiga almas torturadas por el resentimiento, la necesidad, el hambre y la esclavitud. Con el complejo de inferioridad que germina bajo el mandato y la obediencia, la frustración y la paciencia para soportar aparentemente las humillaciones, no puede haber conciencias alegres sino conciencias que van fomentando una corriente de

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simulación –para defenderse–, una explosión de odio contenido, un afán de libertad impostergable.

Los discursos, durante la Colonia, y, después, durante los movimientos de Independencia, no son sino las voces de autonomía, de soberanía, que irrumpen impetuosamente a la mitad del foro.

Ahora juzgamos totalmente inútil el debate entre los hispanistas y los indigenistas. No se trata de atacar a los españoles y de exaltar a los indios. Lo que se pretende es, simplemente como ejercicio histórico, analizar las condiciones en que se verificó la conquista –olvidando sus crueldades– para deslindar los perfiles de la economía, la sociología, la psicología de mexicano, del argentino, del venezolano, que, con sus diferencias, mantienen un denominador común que impuso el colonialismo.

El carácter de naciones subdesarrolladas, dentro del ámbito de una agricultura incipiente, elemental, rutinaria, se debe a la propia conquista. Los españoles –de acuerdo con su feudalismo imperante– nos permitieron la creación de economías propias en las colonias; ni siquiera toleraron el fortalecimiento de un comercio intercolonial, y, así, estos territorios atenidos solamente a la industria extractiva –océanos de oro y plata–, llegaron a la Independencia en un estado lamentable socioeconómicamente hablando. La oratoria en América tuvo que ser insurgente; necesariamente revolucionaria. Faltó el verbo que rompiera las cadenas. Faltó el planteamiento integral del problema, a territorios a donde no llegó la independencia económica. Porque, si bien es verdad que se logró la independencia política, las estructuras económicas no se modificaron y la riqueza, la tierra, la balbuceante industria –ridícula–, el comercio, el poder político, continuaron intocables en manos de peninsulares, criollos y mestizos ricos, de espaldas a su clase, mientras los indígenas perpetuaron la estampa cruel de la conquista española.

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Volvamos al poeta hondureño: “Se inició la conquista de México a vibrar en las playas de Veracruz el discurso que don Antonio de Solís puso en labios de Hernán Cortés. Los frailes aprendieron los idiomas de los indígenas, para poder adoctrinar fácilmente a los vencidos, y nada más inolvidable que la figura de Pedro de Gante en el grabado de Valadés, dirigiéndoles su sermón en una asamblea de catecúmenos. Toda la vida colonial de América se halla estremecida por los oradores sagrados que no podían pronunciar homilía o panegírico sin citar a San Agustín o Santo Tomás. Desde el púlpito fueron fulminados anatemas contra los paladines de la emancipación, tratándolas como a representaciones del demonio. La guerra para derrumbar el mal gobierno español se hizo con discursos; y en medio de la alegría con que las asambleas constituyentes se trazaban los esquemas para hacer felices a las nuevas patrias, surgieron las bizarras figuras de los tribunos, convocando a la nueva tarea”.

Estupendo sistema provocar el desfile de la historia al través de la oratoria. Ciertamente, tuvo razón don Félix Fulgencio Palavicini, cuando en un meditado libro, nos incitó a ver la biografía de México con los ojos de la estética, puesto que cada héroe, cada apóstol, cada paladín, no sólo nos detiene frente a su propia estatua, sino que, generalmente, los héroes de México –de toda la América– rubrican sus actos con el relámpago de una bella frase.

¿Quién, que es, no vibró con los sacudimientos oratorios de Simón Bolívar, recalcando sus victorias guerreras con el triunfo –fiesta del espíritu– de sus palabras arengatorias?

José Martí –¡tan llanamente tribuno!– en el discurso pronunciado en 1893, firmó el testamento del alma americana al decir: “En calma no se puede hablar de aquel que no vivió jamás en ella; ¡de Bolívar se puede hablar con una montaña de tribunas, entre relámpagos y rayos, o con un manojo de pueblos libres en el puño y la tiranía descabezada a sus pies!”...

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El lenguaje de Bolívar está en consonancia con la intrepidez de nuestra naturaleza; discurso y paisaje van de la mano. Reitera Martí: “Su ardor fue el de nuestra redención; su lenguaje fue el de nuesta naturaleza; su cúspide fue la de nuestro continente; su caída para el corazón”.

Efectivamente, no hay que tenerle miedo al ditirambo en tratándose de estos héroes de América, cuyo apellido se escribe con las letras de la Ilíada.

Horacio Zúñiga lo exaltaría en su canto:

“¡Emancipador de pueblos! ¡Patriarca de naciones!América es la sombra de tu vuelo, porque tú eres la libertad.Cóndor en cuyas alas, que son dos estelares pabellones,ensortíjanse las miradas de las constelacionesy se reposan los roncos vientos de la adversidad!”

Por eso, Rafael Heliodoro Valle insiste: “Los guerreros suspenden el combate el oír los clarines de la oratoria; y un día la voz humana asume dimensiones aquilinas y brilla entre relámpagos de oro cuando sube a la tribuna José Martí”.

Pero no sólo se trata de estos hercúleos paladines del verbo; otros hay que llegaron a tiempo para sonar su decidido aldabonazo en las puertas del destino.

Cada orador épico talló su estilo. Bolívar, por ejemplo, reunió el modo de arengar de los militares, casi una orden condensada, con cierto arrebato lírico conjugado con la belleza primitiva de paisaje.

Martí sublima lo altisonante del tono. No diserta, inflama; no explica, conmueve; no razona, impreca. Bolívar y Martí no oran, no rezan, no musitan, ni tartamudean cifras o estadísticas; sacuden, empujan, lanzan a la multitud a las arams y a la muerte, enarbolando la libertad como bandera.

Los tímidos tartamudos, los recoletos, los preciosistas, los razonadores, no son para estos achaques de la vida

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explosiva; harían bien en quedarse entre sus breviarios y sus iluminaciones. La libertad sangra palabras. Cada orador –como don Segundo Sombra –habla como quien se desangra. Fray Servando Teresa de Mier –desde el 5 de mayo de 1824 –exclama:

“Hay hombres privilegiados por el cielo para cuyo panegírico es inútil la elocuencia, porque su nombre solo, es el mayor elogio. Tal es el héroe que en los fastos gloriosos del Nuevo Mundo ocupará sin disputa el primer lugar al lado del inmortal Washington; por esta señal inequívoca todo mundo conocerá que hablamos de aquel general que contando las victorias por el número de los combates, derrotó al envejecido cetro peninsular en Venezuela, su patria, en Cartagena, Santa Martha, Cundinamarca, Quito y Guayaquil; con las cuales formó la inmensa República de Colombia. Hizo más, se venció a sí mismo, depuso voluntario su espada triunfante a los pies de los padres de la patria, que reuniera, para constituirse, y se constituyó, su primer súbdito, rehusando con empeño todo mando; de aquél hablamos que resumiéndolo por obediencia, sin ficción, está ahora triunfando en el país de los incas, de las últimas asperezas de la soberbia española; de aquél hablamos, en fin, a quien las repúblicas de la América meridional una tras otra, ha nombrado sin miedo su dictador, porque el cúnulo eminente de sus virtudes aleja toda sospecha de abuso y despotismo. Tal es el excelentísimo señor don Simón Bolívar, presidente de la República de Colombia, Gobernador supremo del Perú, llamado con razón El Libertador, admiración de la Europa y gloria de la América entera”.

Mas detengámonos, un minuto, no más, en un fragmento de un discurso de Bolívar, pronunciando ante el Congreso Constituyente del Perú, en diciembre de 1824: “El Congreso Constituyente del Perú ha colmado para conmigo la medida de su bondad. Jamás mi gratitud alcanzará a la inmensidad de su confianza... Yo llenaré, sin embargo, este vacío con todos los sacrificios de mi vida; haré por el Perú

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mucho más de lo que admite mi capacidad, porque cuento con los esfuerzos de mis generosos compañeros. La sabiduría del Congreso será mi antorcha en medio del caos de dificultades y peligros en que me hallo sumergido. El presidente del Estado por sus servicios, patriotismo y virtud habria él sólo salvado su patria si se le hubiese confiado este glorioso empeño; el poder ejecutivo será mi diestra, y el instrumento de todas mis operaciones. Cuento también con los talentos y virtudes de todos los peruanos prontos a salvar el edificio de su hermosa república; ellos han puesto en las aras de la patria todas su ofrendas; no les quedó más que su corazón; pero este corazón es para mí el paladín de su libertad. Los soldados libertadores que han venido desde los ríos de la Plata, el Maulé, el Magdalena y el Orinoco, no volverán a su patria sino cubiertos de laureles, pasando por arcos triunfales, llevando como trofeos los pendones de Castilla. Vencerán y dejarán libre al Perú, o todos morirán, Señor, yo lo prometo”.

Así fue la oratoria de Simón Bolívar, tajante como su espada.

De José Martí quisiéramos copiar todo el volumen que ata su producción en prosa, ensayos, estudios y discursos. Su prosa es cortada, directa, fulgurante. Habla a hachazos, a golpes de pasión, a borbotones de energía; como si su coraje de hombre rebelde fuera en la tribuna sometido a su genio creador. El eminente polígrafo, Alberto Zum Felde, en su obra magistral, Indice de la Literatura Hispanoamericana, en el tomo dedicado al ensayo y a la crítica, dice llamarse un ‘estiista’, su estilo tiene la virtud de parecer natural, espontáneo, sin caer nunca en la trivialidad del lugar común, que es la desgracia frecuente del llamado estilo sencillo. El domina su instrumento idiomático al punto de que no se percibe en su prosa el menor trabajo de elaboración de su estilo lo cual es, sin duda, lo mejor. Su sencillez es semejante a aquella, de maneras, de un auténtico viejo aristócrata (pues ya no es posible suponer a un auténtico aristócrata que no sea

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viejo). Y así, él puede practicar y predicar sencillez, naturalidad, espontaneidad, porque en él esas cualidades son tan virtuales y consubstanciales de su ariscrocia espiritual, como el idealismo de su filosofía es virtual y consubstancial de su ser viviente”.

Oportuno sería, ahora, amigo, y joven orador, presentarte el ejemplo de don Andrés Bello con su polémica, Clásicos contra románticos, sin olvidar a Esteban Echeverría que aventuró las primeras ideas acerca del socialismo –1837-39– con que libro Dogma socialista.

Estos varones de multiforme ingenio hablaron en público, dictaron conferencias, pronunciaron discursos, arengas, cátedras, en uso de un idioma batallador, pulido, resonante, perfecto.

Celebraríamos a Juan Montalvo, el egregio escritor y polemista, autor de Los Siete Tratados, y de quien comenta Zum Felde: “La figura de Juan Montalvo se levanta aureolada por la tradición y el culto de medio siglo, sobre el vasto y turbulento escenario de la América tropical –en el periodo romántico que abarca generalmente hasta las últimas décadas del XIX–, en su doble faz de gran panfletista político y de sumo literato. La tradición –casi el mito– ha hecho de Montalvo, al contender por entonces, contra García Moreno, el no menos famoso tirano y jesuítico de su patria, ante cuyo asesinato político pudo él lanzar desde el destierro su célebre frase: “En realidad, Montalvo no luchó solamente contra el terrible fanático que impuso en el Ecuador su extraño régimen de despotismo eclesiástico, sino también, igualmente, y aún más, contra los otros déspotas ecuatorianos de la época, mucho más execrales que García Moreno, porque carecían de sus convicciones y de sus fines, siendo sólo militarotes ambiciosos y prepotentes, sin más móvil que la sensualidad del poder”.

Pongamos punto y seguido a estas divagaciones, querido amigo, para contemplar, a mitad de los libros, la estatua de Ignacio Ramírez, El Nigromante, El caballero de

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la pluma y de la espada, como lo ha concretado la erudición y el talento de Alfonso Sierra Partida.

Otro eminente orador Ignacio Altamirano, dice de su maestro Ramírez, en su excelsa Elegía que pronunciara ante la tumba del sabio ateo: “Conocedor, como Aristóteles, como Galileo y como Humboldt, de todas las ciencias en que había nutrido su espíritu en largos años de un estudio asombroso y capaz de consumir diez cerebros, él ponía a contribución todos sus conocimientos, todas las maravillas de una erudición sin igual en México, para ilustrar al pueblo. ¿Se sentía poeta, hervía su imaginación con el fuego sagrado de los dioses y adivinaba que podía arrancar a su lira los acentos que arrobaban a la antigua Grecia? Pues no entonaba lánguidas endechas amatorias, ni pensados himnos religiosos, y arrojando la afeminada lira de Alceo, de Teócrito y de Título, él empuñaba la lira de robustos bordones con que Tirteo animaba al combate a los hombres libres, y la lira sagrada con que Lucrecio cantaba a los sublimes misterios de la naturaleza. ¿Se sentía sabio, médico o perspicaz jurisconsulto? ¿Podía, con su gran talento, aprovecharse de los estudios para procurarse una rica clientela o para adquirir en nuestro foro una fortuna patrocinando al capitalista y al usurero? ¡Oh! ¡Ese noble carácter tenía demasiada virtud y demasiada altivez para traficar con el talento! El desempeñaba ese bienestar en pos del cual se atropellan otros; abandonaba el título de médico y con él las vaguedades de la hipótesis para no aprovecharse sino de las conquistas de la observación; y no fue jurisconsulto sino para defender al desvalido y para inscribir como legislador los grandes principios del Derecho moderno, los grandes principios de la libertad humana, y para aplicarlos e interpretarlos como Magistrado en a Suprema Corte durante doce años de una judicatura luminosa, integérrima, gloriosísima, como lo reconoce la República y como lo asienta la historia”.

Debemos a dos intelectuales –oradores a su vez–, Andrés Serra Rojas y Moisés Ochoa Campos, la existencia de

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dos Antologías de la Oratoria en México. Válgame la brevedad del espacio para este ensayo, el feo pecado de no insistir en torno a algunos ilustres nombres de oradores mexicanos.

Ahí quedan, para el lector curioso, algunas muestras, no todas, de la elocuencia nacional. Sin olvidar, como es obvio, que toda antología descubre en sí, el juego inevitable de las simpatías y las diferencias.

Ya en otro estudio, Ricardo Flores Magón, un sol clavado en la sombra, exalté la recia imagen del orador más grande, hercúleo, titánico, que tuvo la Revolución Social en México...

Amigo y joven orador:Esta carta se fue alargando como el camino que se

hace con la inquietud por llegar a una meta deseada. Son más las cosas que se quedan pendientes que las que hemos tratado de expresar.

Necesitas frecuentar a los maestros de la palabra, lo mismo en el pasado que en el presente inmediato. Necesitas leer no libros sino bibliotecas. Necesitas velar, todas las noches, tus armas idiomáticas, para salir airosamente por esos campos de la Mancha. Necesitas, por fin, vivir el estado de conciencia, de tu misión política en la vida.

La política no es el ejercicio de la ambición sin escrúpulos, ni el juego de vanidades, ni la exaltación del lujo; la política es la práctica de la bondad y de la solidaridad humana, al través de la conducta limpia, hermosa, resplandeciente; la política es la ascética del servicio público; y el gobernante –ya lo dijo Morelos– es el siervo de la Nación.

Un orador es la garganta de los pueblos; la lengua del hombre; la voz de la humanidad.

El poeta –cuando no es poeta épico– canta sus laberintos anímicos; el pintor se solaza con el poema de las líneas y los colores; pero el orador, grita y entona las melodías y las figuras y volúmenes de la masa; grita lo que

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ya está en la conciencia de la muchedumbre, grita las angustias y los dolores de los demás; grita las esperanzas.

El orador ha quitado el aviso: “Perded toda esperanza”, como aliento a quienes van a entrar a la lucha y, quizá, a perecer en ella.

El orador es lámpara, llama, hoguera: lámpara, llama y hoguera de paz, no de guerra.

De los labios del orador brota la palabra dulce, tierna, amable, amorosa y plena de comprensión, de tolerancia, de perdón y de fraternidad universal.

Hablar es devolvernos a la hombría cabal. Restituirle a la palabra su íntegra varonía, su hombría de bien.

Joven orador:Ya estás en la tribuna, transfigurándote con cada

palabra que sale de tus labios.Ya está tu ademán rotundo, firme, varonil, dibujando

esperanzas en el aire.Ya estás despertando viejos sueños y realidades

presentes; ya estás hablando a tus hermanos. Están con su juventud, armado con ella de bondad y de belleza; estás con la honda del verbo en tu robusta mano.

Ya te oigo repetir, a manera de introducción, el verso de Li-Tai-Po:

“¡No busco la riqueza, no busco los honores;puesto que soy mortal, sólo pretendo vivir en juventud!”

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DEDICATORIA FINAL

Premeditadamente, omitiré los nombres de mis alumnos.

A ellos también está dedicado este ensayo, esta trémula variación en torno a un tema por todos querido: la oratoria. Puedo sentirme satisfecho, más aún, orgulloso. Cada quien ha seguido su propio destino; cada quien ha sido el arquitecto de su discurso; cada quien ha buscado en la vida lo que ya anhelaba desde niño. La palabra no ha atado sino a aquellos que se quisieron unir a una intención; sin embargo, a todos ha liberado y cada quien, libremente, une su palabra con su pensamiento.

Los problemas del espíritu no están uncidos a la moda; la palabra es un quehacer del espíritu.

Yo sé qué algunos de mis discípulos, perfeccionan sus instrumentos de cultura y ascienden por la elocuencia. En ellos pienso al escribir estas notas; para ellos copio, textualmente, un fragmento de la exquisita prosa del maestro uruguayo, José Enrique Rodó “–Tú, Leucipo, el más empapado en el espíritu de mi enseñanza: ¿qué piensas de todo esto? Y ya que la hora se aproxima, porque la luz se va y el ruido del mundo se adormece; ¿por quién será nuestra postrera libación? ¿Por quién este destello de ámbar que queda en el fondo de las cosas?

“–Será, pues– dijo Leucipo–, por quien desde el primer sol que no has de ver, nos dé la verdad, la luz, el camino; por quien desvanezca las dudas que dejas en la sombra; por quien ponga el pie adelante de tu última huella y la frente aún más en lo claro y espacioso que tú; por tus discípulos, si alcanzamos a tanto, o algunos de nosotros, o un ajeno mentor que nos seduzca con libro, plática o ejemplo. Y si mostrarnos el error que hayas mezclado a la verdad, si

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hacer sonar en falso una palabra tuya, si ver donde no viste, hemos de entender que sea vencerte: Maestro, ¡por quien te venza, con honor en nosotros!”.

México, 1974

FIN

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El libro El hombre es su palabra del autor José Muñoz Cota, se terminó de imprimir el 15 de julio de 1996 por Editora Tamaulipas del Golfo, S.A., Ejército Mexicano No. 201, Col. Guadalupe, Tampico, Tamaulipas. La edición fue de 3,000 ejemplares más sobrantes para reposición y estuvo al cuidado del señor Jorge Novella Torres.

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