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El negroes uncolor Grisélidis Réal Una autobiografía edicionsbellaterra

El negro es un color

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Esta novela autobiográfica nace con los años sesenta. Grisélidis Réal, una joven madre, huye a Alemania con sus hijos y con Bill, su amante negro, rescatado de un establecimiento psiquiátrico ginebrino. Al final de su fuga, la extraña familia se atasca en Munich. Para sobrevivir, la narradora, sin apoyos ni tabúes, se prostituye. Pero con Rodwell, un soldado negro americano que encuentra en un sospechoso bar, todo vuelve a ser posible a pesar de la miseria. A través de este destino excepcional, narrado en un estilo directo y comprensible, se descubre una Alemania desconocida, la de las boites de jazz para los soldados americanos, los pequeños traficantes de marihuana y los campamentos de supervivientes zíngaros.

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Elnegroesuncolor

Grisélidis RéalUna autobiografía

Lomo 14 mm

www.ed-bellaterra.com

ISBN: 978-84-7290-431-6

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olor

Esta novela autobiográfica nace con los años sesenta.

Grisélidis Réal, una joven madre, huye a Alemania con

sus hijos y con Bill, su amante negro, rescatado de un es -

tablecimiento psiquiátrico ginebrino. Al final de su fuga,

la extraña familia se atasca en Munich. Para sobrevivir, la

narradora, sin apoyos ni tabúes, se prostituye.

Pero con Rodwell, un soldado negro americano que encuen-

tra en un sospechoso bar, todo vuelve a ser posible a pesar

de la miseria.

A través de este destino excepcional, narrado en un estilo

directo y comprensible, se descubre una Alemania desco-

nocida, la de las boites de jazz para los soldados ameri-

canos, los pequeños traficantes de marihuana y los cam-

pamentos de supervivientes zíngaros.

Nacida en Lausanne en 1929, Grisélidis Réal pasó su infancia

en Egipto y en Grecia, antes de cursar estudios de artes de -

corativas en Zurich. Pronto madre de cuatro hijos, se prosti-

tuye en Alemania a principios de los años sesenta y después

se convirtió en la famosa «furcia revolucionaria» de los

movimientos de prostitutas en la década siguiente y en la

cofundadora de una asociación de ayuda a las prostitutas

(ASPASIA). Grisélidis Réal murió el 31 de mayo de 2005.

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Esta historia está escrita en recuerdo y honor de Rodwell, mi amante negro

que vive en Chicago, en la Michigan Avenue, en el barrio negro.

«En América —dice Rodwell—, nos matan el alma.»

Que la paz sea en su cuerpo, y que en medio de los tumultos no seas

presa del delirio imbécil y envidioso de los blancos con cabeza de mono.

Que su gran sexo aterciopelado, que tuve entre mis blancas manos, se-

mejante a un lirio negro y estremecido, haga gritar de amor a las lúbricas ne-

gras, y que empine sus senos, que son como lunas de bronce.

Porque yo caminaría descalza por toda la tierra, me deleitaría si las

espinas se hundieran en mi carne, si las arenas me abrasaran y los cristales

de nieve me rasgaran como cuchillos, con tal de que pudiera sentir su polla

de fuego hundiéndose en mi vientre, como un ardiente tornado de su amor

negro.

Sí, nos amamos, nos drogamos, nos olvidamos de todo entre los roncos

gritos del jazz.

Estoy vacía.Tu ausencia es lo más mío.

Tu carne oscurece y entristece la tarde en mi ventana y sobre mí se cie-

rra su cúpula constelada de sudores dorados.

Soy tú. En mis labios no hay más canto que tu nombre.

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Bill

Siempre he amado a los negros.

El negro, color del misterio, está en la sombra de todas las co-

sas y las penetra como un filtro, devolviéndolas a la gran noche de

los orígenes. La raza negra está bendita, exalta sobre el bruñido de

sus cuerpos de basalto la renuncia a la luz y el calor nocturno en el

que todos los sufrimientos desaparecen.

El color negro no existe.

La potencia de su negación confunde todas las existencias y las

absorbe en ella mejor que el día.

Yo soy de raza gitana.Amo la noche y su aliento invisible que

da al universo su espacio sin límite. A los seis años me senté sobre

las rodillas de un enfermero negro en un hospital de Alejandría. Un

médico alemán me extirpó una parte de las amígdalas con una lige-

ra anestesia. El rostro del negro, inmóvil, refulgía por encima de su

camisa blanca y la gran dulzura de sus manos posadas sobre mí ahu-

yentó el dolor.

No conocí mi primer amante negro hasta los veintisiete años,

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en esta ciudad maldita en la que las enseñanzas de un profeta impo-

tente desecaron las mentes y los sexos, y falsearon el amor hasta ha-

cer de él una parodia mecánica y obscena privada de pasión: lo que

se llama «erotismo» en nuestra Europa degenerada.

A los treinta y dos años huí de esta ciudad frígida con otro ne-

gro, un loco que había sacado de una clínica psiquiátrica, y con mis

dos hijos ilegítimos arrancados de las garras de la tutela. Partía, vol-

vía al gran rebaño de los nómadas trashumantes, y en el taxi que nos

llevaba, apretados entre maletas y animales de peluche, veía el enor-

me cráneo del negro que se destacaba sobre el naranja del sol po-

niente como un falo. El oscurecimiento prefigurado de toda mi

vida. El negro, el Negro sagrado se apoderaba del sol y me hundía

en las entrañas de la noche para siempre.

Bill era una esfinge de granito negro con cabeza de dogo.

Me había fascinado cuando, tras una caminata agotadora a lo

largo de una avenida interminable, fui a buscarle a la casa de salud.

Vino en zapatillas, altanero; su espíritu, desgajado de su cuerpo, so-

brevolaba un tronco vacío, embutido en un extraño pijama de rayas.

A veces, algunas palabras surgían de sus gruesos labios; sus pupilas

amarillas se inyectaban de una silenciosa rabia.

Se encerraba en una jungla interior en la que destrozaba y ma-

chacaba a sus verdugos con su enorme mandíbula cuadrada. Mi pie-

dad hacia él era tan grande como aquellos enormes edificios amari-

llos con ventanas enrejadas.

Conseguir que saliera y liberarle de su encierro se convirtió en

mi obsesión y en mi propia locura.Tres meses de furiosas gestiones,

de súplicas, de amenazas y de largas conversaciones con los médicos,

que permanecían mudos sobre el motivo de su internamiento, lle-

varon a su liberación; con la condición de que me ocupase de él y

que dejara el país en las cuarenta y ocho horas siguientes. Me di

cuenta de que había que huir y de que no tenía un duro.

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Persuadir a una norteamericana un poco chiflada pero buena

persona para que se quedara con el apartamento y me pagara seis

meses por adelantado y hacer todo el equipaje en una hora ante las

narices del tutor, que, por una increíble fatalidad, nos vino a visitar

esa misma tarde, fue todo un malabarismo. El tutor, un cínico sapo

con gafas, absolutamente pervertido (veía símbolos sexuales por to-

das partes, hasta en los dragones y las serpientes que yo había pinta-

do en los cristales de la cocina), preguntaba a mi pequeña sobre sus

progresos en el colegio.

Entre las montañas de ropa, de zapatos, de papelotes y de ju-

guetes que estaban tirados por todas partes, mi hija, una preciosa

morenita a la que había secuestrado unos días antes de la casa de su

abuela (quien se la había adjudicado aprovechando mi estancia en

un sanatorio), sentada en el suelo y sin mirar al tutor, respondió con

voz clara:

—No, yo no quiero ir más al cole. ¡Y mañana me voy de via-

je con mamá y con Billy!

Ante esa sorprendente respuesta él se volvió hacia mi con la

inmensa alegría del débil que ha cogido en la trampa a una víctima

más fuerte que él (la mar de contento por vengarse, ya que no me

había podido quitar a la niña después de que me la llevara):

—¡Vaya, vaya!, ¿qué es lo que oigo? ¿Me está diciendo la pe-

queña que se van de viaje?

Yo había empujado con el pie las maletas debajo de la mesa y

pelaba febrilmente patatas, que no necesitaba para nada, disimu-

lando.

—Qué va, señor. Sólo le he prometido que iríamos de vaca-

ciones. Los niños adoran los viajes, y yo también, pero por ahora, ni

hablar.

—Ah, bueno.

Y reanudó una conversación que no se acababa nunca sobre

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banalidades, sobre la salud, el trabajo, la pintura. El tiempo apremia-

ba y yo estaba en ascuas. Ese cabrón iba a hacer que todo se fuera al

traste.Tenía que ir a buscar a Bill a las seis y, sobre todo, tenía que ir

corriendo a casa de la americana para pedirle el dinero.

Por fin, el individuo se levantó y se despidió. Bajó las escaleras

como una cucaracha.

¡Se había ido, el imbécil, se había largado! Se acabó la vigilan-

cia, se acabaron las mentiras y la moral de las tutelas. ¡Nos íbamos

con un hombre, un negro, un loco, a vivir nuestra vida! Y cuando

volviera con la policía le dirían: ¡Se ha ido! ¡Vaya desastre para tu

conciencia profesional, eh! ¡Se te van a caer tus cojoncillos! ¡Igual

pierdes tu puesto, mísero asexuado!

Ya está. Un único abandono, que fue una pena inmensa que

ensombreció todo el viaje: los grandes osos de peluche para los que

no había encontrado sitio y que los niños echaron de menos du-

rante mucho tiempo. Fue lo único que verdaderamente me apenó,

el dejar a aquellos dos bichos peludos, uno rubio y otro moreno,

apoyados tristemente contra el armario.

Todo lo demás, mis discos, mi piano, mis libracos ya vendidos,

mis vestidos sacrificados, mis manuscritos, mis poemas desparrama-

dos en el desbarajuste general y que nunca recuperé, me la sudaban.

Abandonaba todo con un júbilo salvaje; las sesiones de pose

para los pintores, la furtiva miseria cotidiana: nada de carne, como

mucho, para los niños, un asado de caballo los domingos, y, para mí,

los tres platos de maíz que se enfriaban en la cocina, uno por la ma-

ñana, uno al mediodía y uno por la noche.

Y un apartamento meado, sin nada de sol. Emanaciones de gas

carbónico que te podían dejar tieso en invierno cuando eran expe-

lidas por las chimeneas agrietadas. Nada de fuego, nada de agua ca-

liente, los pañales ondeando en la corriente de aire de la cocina, la

tuberculosis, un año de sanatorio.

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Y siempre la visita de las tutorías, cada mes, fieles, y la convo-

catoria oficial en sus oficinas.

Sentada, temblorosa, aguantando las lágrimas, mientras que el

dedo de un viejo penco que nunca ha tenido niños, con una vagi-

na tan seca como su corazón, hojea mi expediente y, con una voz

trémula y suavemente rencorosa, dice:

—Entienda que esto no va, que no puede ir más allá. Señora,

usted no tiene bastante dinero para vivir. ¿Trabaja? —relámpago

vengador en sus ojos grises tras las gafas—. No, claro, no trabaja y

además… por lo que parece (¡estamos bien informados!) —risita—,

sale mucho por las noches…

—No, no, le garantizo…

—No vale la pena negarlo. Tenemos información de buena

fuente. —Chasquido seco del expediente al cerrarse—. Bueno, así

las cosas, no tenemos más remedio que quitarle a los niños para lle-

varlos a otro lado. Adiós, señora, y hasta pronto.

La muy… tuvo suerte de que la jubilasen (jubilación que aho-

ra es definitiva: ¡en la tumba!).

Porque durante mucho tiempo no tuve más que una obsesión,

una idea fija: esperarla a la salida de la oficina, seguirla a la chita ca-

llando y saltarle encima en el primer portal un poco oscuro.

Para estrangularla, retorcerle el pescuezo, hacer salir su viscosa

alma por su viejo cuello arrugado de tortuga. Es una suerte para ella

que no tuviera tiempo de quitarme a los niños antes de su retiro. ¡Si

no, habría pasado directamente de la oficina al otro mundo!

Sí, me he hinchado de maíz, un loco me ha pegado todas las

noches, me ha tirado por las aceras, he olido la cárcel alemana en

invierno y en verano, ¡pero he amado, vieja larva, he amado! ¡Y

siempre he sentido, incluso en la peor mierda, los brazos de los

niños apretados alrededor de mi cuello como un collar de oro

puro! ¡Y tú, reseca en tus trapos amarillentos que huelen a moho

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y a pis, tú has espichado, vieja oruga, aplastada por la soledad y la

envidia!

Ahora está conmigo. El gran Bill arrancado a la jeringa de los doc-

tores, con sus ojos oscuros inyectados de sangre, sus enormes pupi-

las de lince fijas y turbadas por la locura, su gran cuerpo de toro, sus

pies anchos y planos.

Lentamente se apaga el sol poniente, los niños se duermen, el

taxi corre y traquetea por los caminos de la noche y, continuamen-

te, con el estallido amarillo de los faros sobre el cristal, se destaca la

esfinge negra de jeta chata, inmóvil, mítica.

Pasamos quince días de silencio, de espera, de inmovilidad en un

pequeño hotel. La dueña nos mira mal, no confía en esta pintoresca

pandilla formada por un negro, una blanca y dos niños blancos, insta-

lados todos juntos en el cuarto más barato, con una sola cama grande.

He comprado un infiernillo de alcohol y cocino en el bidet

del cuarto de baño, que los niños llenan después de agua para que

naveguen sus barcos de papel.

Durante horas, días enteros Bill permanece en estado de me-

ditación, inmóvil sobre una silla, ausente de sí mismo y del mundo,

con el cabello engominado y cubierto con un pañuelo.

Estoy fascinada por su silencio. Pero es mi hombre, mi gran ti-

gre de piel suave como el terciopelo. Ya no estoy sola, formamos

una verdadera familia, por muy rara que sea.

Al atardecer, el cuarto de baño se ilumina como una capilla; en

sus cristales brillan las mil luces rojas y doradas de la ciudad. Cada

noche nuestros cuerpos, como guitarras con cuerdas invisibles, se

armonizan con la respiración de los niños dormidos en cada punta

de la cama.

Una especie de infancia nos tiene a los cuatro unidos, en me-

dio de un mundo de leyes que no nos conciernen.

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Durante el día, los niños van solos al parque, hacen allí lo que

quieren y no les pasa nada malo. Por la noche, dibujan trenes, casas

y a nosotros cuatro, con hermosos colores.

Escondo la comida en el armario y bajamos las sobras en cu-

curuchos disimulados bajo nuestros abrigos, para vaciarlos en un

rincón de la calle. La patrona se muestra cada vez más suspicaz; hace

una semana que no he pagado, espero el resto del dinero de la ame-

ricana. Llega por fin. Ya estábamos a base de macarrones y agua. El

mismo día cogemos el tren para Alemania y llegamos por la tarde a

Erlangen, la ciudad del Deseo, donde Bill ha decidido terminar sus

estudios de medicina.

Llueve, estamos agotados y sin un duro.Todo lo he pagado yo,

el viaje y las deudas del loco, confiada en la promesa que me había

hecho un día de mucho viento, mientras me cogía en brazos en

medio de un puente:

—Trabajaré como un toro para ti y para los niños.

Hemos ido a parar a un banco del vestíbulo de la estación.

Hace horas que Bill ha partido en busca de una habitación. Los ni-

ños se ponen nerviosos y dan vueltas al banco a cuatro patas, ante la

mirada indiferente de los alemanes.

Nuestra primera noche transcurre en un dormitorio escolar.

Es Pascua, vacaciones, y las hileras de literas blancas divierten a los

niños. Suben a una de las de arriba y enseguida se duermen. Me

acuesto con Bill en la piltra de abajo, con un nudo en la garganta: sé

que no nos quedan más que dos marcos cincuenta, el precio de la

litera. La mañana del día siguiente, para el desayuno de los niños,

mezclo en un vaso de plástico los últimos copos de avena azucara-

da, agua fría y los trozos de la última naranja. Después llegan el

hambre y la calle.

También llega, detrás de la puerta anónima y traidora de una

pequeña oficina, la primera sonrisa, que deja al descubierto unos

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dientes de lobo, de un policía alemán de una ferocidad apenas disi-

mulada:

—Señora —dice con una voz que siento, bajo una apariencia

de amabilidad, tan dura como el granito—, tenga usted en cuenta

que, como ha venido en calidad de turista, no tiene derecho a per-

manecer en Alemania sin dinero, ni a trabajar. Podría, mejor dicho,

tendría que enviarla directamente a la cárcel —se para, para dejar

tiempo a que la palabra me asuste—, pero no lo haré, por sus hijos.

Le ordeno que deje Alemania inmediatamente, hoy mismo. Si ma-

ñana alguno de mis agentes la ve en la ciudad, tendrá orden de en-

carcelarla. Por otra parte, su pasaporte caducó hace cinco años, por

lo que su estancia aquí es imposible.

Está claro, no nos quieren. Ha llegado la hora de tomar el rit-

mo furtivo y acechante de los parias. La visión de un policía, hasta

de uno de esos inofensivos peleles que gesticulan en los cruces, se

activará un resorte que nos obligará a darle la espalda y a acelerar el

paso en la dirección opuesta a una velocidad prudentemente calcu-

lada. Los niños, que tienen mirada perspicaz, me los señalan desde

lejos en cuanto los ven:

—¡Mamá, un pasma!

Y si el hermano pequeño se equivoca y dice «policía», su her-

mana le riñe:

—Mamá ha dicho que digamos pasma.

Es una palabra que aquí nadie comprende, pero «policía» sue-

na parecido en francés y en alemán, y, dicho con insolencia, es sufi-

ciente sinónimo de «cabrón» pero no levanta suspicacias.

Es inútil soñar con la vuelta, no tenemos billete.

Bill es estudiante y oficialmente tiene derecho a quedarse en

Alemania. Por supuesto, nadie sabe que gracias a mí ha pasado mi-

lagrosamente de las rejas de una celda común a la libertad, al feroz

sol de esta mañana alemana.

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Bill, inconsciente de nuestra desgracia, habla delante de la ofi-

cina fatal, de la que salgo hundida. Todas las esperanzas que loca-

mente había puesto en el letrero «Policía de extranjeros» han muta-

do en venenosas arañas.

Fuera, el sol, los últimos copos de nieve, los viejos adoquines

pegajosos con restos del invierno, no nos traicionarán. Al aire libre

tenemos un aspecto normal, somos escarabajos humanos que volve-

mos a nuestro agujero; por lo menos, tenemos el derecho a caminar

sobre la tierra.

Nadie sabe que tenemos la tripa vacía, que venimos de lejos,

que no sabemos adónde ir y que nos acaban de echar de una ciudad

en la que ni siquiera habíamos entrado. Al aire libre, el generoso sol

da sombra a todo el mundo, no hay proscritos.

Nuestra insólita pandilla se pone en marcha. Bill va delante,

con su largo abrigo de invierno flotando al viento y su arrugado

pantalón azul, pisando fuerte con sus inmensos zapatos amarillos.

De vez en cuando se agacha para coger una colilla, que enciende sin

pararse ni volverse. Los niños corren y se persiguen a nuestro alre-

dedor. Yo voy detrás, con los largos cabellos al viento sobre mi vie-

ja chaqueta de nutria negra apolillada, comprada en un mercadillo

hace años, y mi pantalón remetido en unas pobres botas achacosas.

La gente se vuelve a nuestro paso.

En esta pequeña ciudad de Alemania, todavía medieval, las ca-

sas son bajas y sobre las puertas de los restaurantes y de las tiendas

cuelgan grandes rótulos iluminados. Las ventanas, de visillos blan-

cos, están todas adornadas con flores.

No hay habitaciones libres. Las patronas de los hoteles miran

con recelo a esta reunión de un gran negro mal afeitado y una blan-

ca con los ojos brillantes de hambre y dos niños polvorientos y so-

breexcitados por el viaje. En plena feria anual de Nuremberg, la

ciudad vecina, los visitantes acaparan hasta la última buhardilla.

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Mediodía. Atravesamos un gran parque, magnífico, rebosante

de matorrales floridos, con estanques de agua verde bordeados de

piedras rojas y altos edificios blancos.

—Esta es la universidad donde voy a estudiar, dice Bill.

Los niños tienen hambre. Seguimos andando, cada vez nos ale-

jamos más de la ciudad. Son las tres de la tarde; agotados y abrasados

por el sol, nos arrastramos por un prado interminable aún cubierto

de nieve.Odio a Bill. Su marcha despiadada de autómata le lanza ha-

cia delante a grandes zancadas, nosotros le seguimos penosamente.

Sigue mudo, no se vuelve, no responde a nuestras quejas. Debo tirar

de los niños, que ya no pueden más. En el horizonte de esta pesadi-

lla se alzan unas cabañas de madera rodeadas de barro y charcos.

Un soldado negro y su familia nos ofrecen hospitalidad. Nues-

tra desesperación se mitiga con un café sin azúcar y una única man-

zana compartida por los niños. No hay ninguna posibilidad de que

nos alojemos ahí, en esas dos habitaciones atestadas de ropa de niño

y las húmedas paredes marcadas por la miseria. Hay que seguir.

Andamos ahora como en sueños, ebrios de una borrachera

muda, sordos a las súplicas de los críos.

¡Ay, si me atreviera, si el miedo de ir a la cárcel no me detu-

viera! ¡Robaría las frutas que nos provocan desde los escaparates de

las fruterías, los pasteles que rebosan en los de las pastelerías! Nos

atraen como imanes. Pero los montones de arena, los guijarros al

lado del camino, la hierba, también nos llaman, como si fueran ali-

mentos.

Un hambre feroz nos lleva, reventados, a lo largo de un seto,

hasta el borde de un gran cruce de autopistas. Y allí, bajo un mato-

rral, veo algo milagroso: en un papel sucio, un resto de fruta medio

comida y una tableta de chocolate machacado. Nos lanzamos sobre

ellas atropelladamente. Bill nos las arranca de las manos, resopla y las

tira al suelo. Furtivamente, las recojo y las devoramos a sus espaldas.

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A las cinco de la tarde, hemos perdido cualquier esperanza de

encontrar alojamiento, abandonados en un campo, bajo la lluvia, ante

un inmenso bosque. Bill se ha parado; lleva en sus brazos a mi hijo,

que gime, sacudido por la fiebre. En el borroso horizonte, las man-

chas de cielo amarillo van apagándose conforme se acerca la noche.

En ese momento, estamos bien jodidos, y ese enorme negro

inmóvil entre la hierba mojada no puede hacer nada por nosotros.

Que se quede. Yo cogeré a mis niños y volveré en autoestop sin

nuestras maletas, que siguen en la consigna. Le grito:

—¡Dame el niño, ya tengo bastante! Me vuelvo a casa. Te es-

cribiré para que nos envíes las maletas.

—Como quieras.

Deja al niño en tierra y nos abrazamos, uniendo nuestras me-

jillas, mojadas de lluvia y de mis lágrimas.

—Bien, adiós, buena suerte, dice. Y se da la vuelta para irse.

Cuando estoy acercándome a la carretera con la esperanza de

parar un coche, el enviado del destino, un viejecito barbudo, con

casco y fumando en pipa, que viene a toda velocidad de la ciudad,

para delante de nosotros, se seca el rostro y me dice:

—¿Sois vosotros los que estáis buscando un alojamiento desde

esta mañana? Bueno, coge este papel, es la dirección de un aparta-

mento. Id deprisa, todavía está libre. Tenéis que volver a la ciudad.

Entrada la noche, nos conduce misteriosamente a dos peque-

ñas habitaciones al fondo de un patio. Contra una pared entreveo

una jaula metálica en la que resplandecen grupos de palomas dor-

midas en la nieve de sus plumas.

Blancas palomas encerradas en vuestra cárcel, vosotras que sa-

ludáis al sol, desplegando vuestra cola como un precioso abanico y

erigiendo en vuestra cabeza una corona de plumas inmaculadas; pa-

lomas, nosotros somos vuestros hermanos viajeros, cautivos con vo-

sotras en este estrecho patio en el que nos morimos de hambre.

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El viejo había visto el pasaporte de Bill, y con la promesa de

que le íbamos a pagar en cuanto llegara un giro de América, el vie-

jo astuto fingía no apercibirse de nuestra presencia.Y, cosa inconce-

bible en Alemania, no nos denunció a la policía.

En esa época tuvieron lugar los episodios más grotescos de

nuestra vida de fugitivos: los escasos intentos de encontrar ayuda en

religiosas y asistentes sociales. ¡Cuántos fracasos, cuántas humilla-

ciones! No creo haber experimentado tanta vergüenza después,

cuando trabajé de puta. ¡La putrefacta caridad cristiana, la que se

esconde bajo pesados velos de telas almidonadas, en los ojillos es-

crutadores llenos hasta el borde de odio reprimido!

¡Bocas apretadas como las de los muertos, manos huesudas,

cuerpos amarillentos y marchitos, piel cerosa, transparente, de viejas

lechuzas embalsamadas y desplumadas! Nunca han recibido ningu-

na caricia, nunca les ha invadido la languidez, y se oye el rechinar de

su esqueleto en el interior de su momia reseca.

Me sumerjo en el inmenso mausoleo blanco de la Misión ca-

tólica, donde viven esas larvas religiosas congeladas.

En un salón que apesta a oración, a renuncia, a santidad pol-

vorienta, se halla la madre superiora. Tras un largo interrogatorio

(¡qué crimen es atreverse a decir «Tengo hambre»!) nos conceden

una sopa, algunos litros de agua tibia, un verdadero aguachirle en el

que nadan unos trozos de pan. En el pasillo, como los pobres, bajo

un gran crucifijo de madera negra.

La tomamos a tragos, es el diluvio interior.Todo nuestro cuer-

po produce jugos; ya estamos rehidratados, pero el hambre nos sigue

golpeando, nos muerde, continúa atenazándonos. Tenemos que ir-

nos dando las gracias y con un océano en el estómago.

Y me voy con los niños, sacudimos la nieve de nuestras botas

(las mías están agujereadas) en el umbral poco hospitalario de la Mi-

sión católica.

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Intentamos en la protestante.

Después de haber errado toda la tarde y meado nuestra sopa

entre los setos, llegamos por fin a una oficina social donde dos mu-

jeres muy limpias y sonrientes nos atienden. Tenemos hambre, cada

vez más hambre. Los niños piden de beber; quizá crean, pobrecillos,

que, a falta de cualquier alimento sólido, estamos condenados a la li-

cuefacción definitiva.

Las mujeres se asustan un poco al ver a los niños, colgados del

grifo, disputarse un vaso de plástico. Beben, se salpican, se meten por

todos los lados, es un delirio de resurrección líquida.

Buscan para nosotros en la reserva «americana» algunas provi-

siones del rancho del ejército. Se excusan: la harina tiene bichos, el

queso está seco, la mantequilla está rancia y el arroz es de grano mi-

núsculo. Por eso nos lo ofrecen, con la promesa de que podemos

volver a buscar más mientras nos veamos «en la necesidad». Se trata

de sobras «especiales», reservadas para darlas a las familias.

¡Vaya ganga! Y volví muchas veces, pero cada vez con menos

frecuencia. Al final, no volví. Había encontrado una manera «des-

honesta» de vivir y ganar dinero. A pesar de todo, mi honestidad re-

sistió tres meses, tres terribles meses de hambre, harina tostada con

mantequilla rancia y arroz hervido.

Esa misma noche, Bill volvió con la tripa llena; se había espa-

bilado para que un estudiante le invitara a comer un bistec con pa-

tatas fritas. La esquizofrenia no tiene corazón, pero cuida el estóma-

go. ¡Hacen falta fuerzas para estudiar medicina!

Al día siguiente encuentro trabajo. Es en otra Misión protes-

tante, un conglomerado piadoso, con iglesia «evangélica», dormito-

rios para estudiantes, escuela y guardería.

Si trabajo allí, pueden guardarme los niños a mitad de precio.

Me contratan de Putzfrau, un trabajo agradable, me dicen, nada de

tareas duras. El salario, incluida la comida del mediodía, son trece

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marcos diarios. Se empieza a trabajar a las ocho de la mañana. Me

contratan irregularmente, sin permiso de trabajo, como un favor

muy especial.

¡La jornada de una Putzfrau en Alemania, en una Misión pro-

testante, no es una perita en dulce!

Empiezo por fregar con un cepillo, con la ayuda de grandes

cantidades de detergente y de jabón negro, un interminable pasillo

y dos escaleras. Después del enjuagado y el secado, tengo que barrer,

quitar el polvo y ordenar veintiocho habitaciones. Acabo con las

duchas, los servicios y largas filas de lavabos que hay que limpiar.

La jornada está cortada en dos por la pausa del mediodía. Soy

presentada entonces a mis «colegas», las Putzfrau oficiales. Son mu-

jeres grandes y fuertes, con cuerpos de paquidermo, brazos como

troncos de árboles, metidas en enormes delantales de uniforme de

cuadros blancos y negros. Solemnes, sin hablar, mastican metódica-

mente el caldo de patata y los tallarines salpicados con minúsculas

porciones de salchicha. Se cuentan los minutos. La comida termina

con una tisana sin azúcar que beben religiosamente.

A la media hora se levantan todas de golpe, se limpian sus gor-

dos dedos rojos en sus delantales, y, tras coger sus escobas, sus cepi-

llos y sus cubos, vuelven al trabajo, pesadas y resignadas.

Yo no me sostengo, estoy rota, desencajada a causa de los mo-

vimientos de la limpieza, la cicatriz del pulmón me escuece, avanzo

casi a cuatro patas y tardo tres días en ponerme de pie. Después de

esta jornada, renuncio al gran empleo de Putzfrau.

—¡No vale la pena buscar un empleo, si ni siquiera eres capaz

de trabajar! —grita Bill a la mañana siguiente, cuando me niego a

levantarme.

Sigue un largo discurso sobre el valor del dinero. Es curioso

cómo los americanos, aunque estén locos, se refieren a la pasta. Para

ellos es el objetivo, el valor esencial de la existencia.

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—Es necesario hacer dinero —me dice Bill—, es lo único que

cuenta. Si no tienes money, no eres nada en la vida.

Sin duda es por dignidad, para no rebajarse, que no nos lo da,

aunque reciba por correo una vez al mes un giro de cien dólares.

¡Todo el mundo no tiene la suerte de ser americano, esquizofréni-

co y mantenido por los padres a los cuarenta años!

Unos días después, voy en autoestop a Nuremberg, donde me han

hablado de una academia de pintura en el bosque. Espero que me

contraten como modelo, aunque me perjudica cierta delgadez. Des-

graciadamente, estamos en plenas vacaciones de Pascua y la acade-

mia está cerrada durante un mes.

A la vuelta, me coge en coche un tipo de lo más raro. Todavía

hoy no he llegado a saber si estaba loco o si escapé por los pelos de

la trata de blancas.

Era un hombretón bien vestido, en un inmenso coche negro,

cortés pero no baboso, con una mirada turbia.

Le cuento mis miserias.

—Escucha —dice—, te puedo ayudar. Si eres dócil, si no tie-

nes miedo de mí y si me tienes confianza, puedes ganar veinte mar-

cos y una comida. Pero tienes que prometerme que guardarás el se-

creto; necesito discreción absoluta y tendrás que obedecerme en

todo lo que te mande. ¿Confías en mí?

Saca una cartera repleta de dinero. Eh, no es que confíe en él,

no, confío en el billete nuevo de veinte marcos que tiene en la

mano: ¡poder comer por fin, comprar carne! ¡Mi estómago se rebe-

la! Ayer mismo llevé a una tienda de segunda mano descubierta por

casualidad mi único par de zapatos nuevos, de ante azul, y me los re-

chazó con el pretexto de que no están de moda.

Mis niños están en la guardería a crédito. Tengo todo el día

por delante, son las once de la mañana y no he comido nada. Acep-

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Page 22: El negro es un color

to el misterioso trato, y el hombretón tiene el fulgor de un incen-

dio en sus ojos turbios.

El gran coche negro salta, corremos a cien por hora por una

autopista desierta a través del bosque. El billete de veinte marcos ha

pasado a mi bolso.

El coche se desvía y se para al pie de un árbol. El hombretón

es como un cerdo que resopla de placer, húmedo de goce. Sale del

coche y me abre la puerta.

—Ya está, dice, hemos llegado. Tengo que someterte a una pe-

queña prueba, pero estate tranquila, no te pasará nada malo. ¿Puedes

soportar algunos golpes ligeros de esta cuerda sobre tu espalda des-

nuda? Y, para demostrarme tu confianza, ¿dejarás que te vende los

ojos y te ate a este árbol, con las manos a la espalda? Como ves, te lo

pido, soy correcto. No te fuerzo a nada si no estás de acuerdo. Yo

también tengo confianza en ti y por eso te he dado los veinte marcos.

Digo que sí.

Se alivia y coge del coche una bolsa llena de extraños objetos.

Unas conchas de plástico negro, ovales, unidas de dos en dos, unas

cuerdas, unos velos de gasa. Me explica:

—Las conchas se adaptan a los ojos, a los que se adaptan her-

méticamente, atadas por detrás de la cabeza con una goma elástica.

Por encima, anudaré delicadamente uno de los velos de gasa, azul,

rosa o malva. Escoge —dice— el color que quieras.

Escojo el malva, cuyo matiz delicado y melancólico se adecua

al misterio de las pruebas: ¡tantas angustias, tantos gestos raros e inex-

plicables para conseguir algo de comida para mí y para los niños!

—Y con esta cuerda —sigue diciendo mientras desenrolla

como una serpiente una maroma dura y ancha— te azotaré. Me

gustaría marcarte, pero no muy profundamente. Si te hago daño,

grita y pararé. ¿Quieres desnudarte hasta el vientre? —dice con voz

ruda.

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Troncos plateados, escamas rugosas de las cortezas, hojas verde

claro a la luz de este mediodía de primavera, rodeadme con vuestra

sombra tibia. Protégeme, árbol en el que deberé apoyarme sin de-

fensa, atada como una bestia.

¿A qué rebelión, a qué lejana infancia de humillación se re-

montan estos gestos de destrucción, estos arreos crueles? La raza aria

esconde sus monstruos, machos impotentes hinchados de grasa,

blindados como rinocerontes.

Es mediodía. Estoy desnuda hasta la cintura y el sol quema mis

senos. Estoy atada, apoyada contra el árbol que me araña la piel. Mis

brazos están atrás, y la áspera cuerda me ciñe las muñecas. Mi rostro

está velado de malva, los ojos sellados bajo la gasa por las conchas

opacas.

¡Sí, golpea, desgarra, muerde, cuerda manipulada por un de-

monio obseso! ¡Que se mee en su calzoncillo y sude por todos sus

poros, el viejo marrano gandul!

De la muñeca inerte fabricada con todas las piezas, con todas

las efigies de mí que ha azotado, hambrientas y mancilladas, no me

acuerdo.

Los golpes no me alcanzan, no me alcanzarán jamás. Se han

perdido en el espacio y rebotarán en alguna nebulosa de caucho

para hundirse en el vacío.

En lo profundo de mí, soy virgen. Me deslizo como una bur-

buja cerrada por el interior de vuestros sueños, escapando a vuestros

gestos, a vuestras lenguas, a vuestras garras.

Lo que azota es su deseo, su pobre virgen blanda erigida en tó-

tem. ¡Se fustiga sobre mí, se castiga en vano! He gritado, quizá ge-

mido, en una ausencia total de mi ser. He ordenado a la larva que

me desate. Está contrito, se excusa farfullando, presa de un temblor

gelatinoso. Sus manos blandas y blancas suben y bajan como arañas

a lo largo de la cuerda que está enrollando.

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¡Soy yo la que domina ahora y toda su pobre comedia se hace

trizas ante mis carcajadas!

Me presto a los caprichos del gordo coleóptero paralítico, pero

cada simulacro, cada parodia del amor que me impone, le hunden

más en su ciénaga de pus sexual, definitivamente reducido a no

ser más que una medusa licuada sobre la orilla, en la que yo he to-

mado la dimensión del mar. Lo he vomitado, rechazado, escupido

fuera del mundo y fuera de sí mismo.

Atravesé pueblos en el coche, cegada y velada, aún con las ma-

nos atadas, desnuda de cintura para arriba. Siempre velada, subí in-

terminables escalones, atravesé un jardín, franqueé un umbral y pro-

fundas salas por las que mi verdugo me guiaba entre invisibles

muebles. Me quitó el velo y las conchas de los ojos.

Estoy sentada en una sala de un albergue de pueblo, en medio

de un bosque. No hay nadie, sólo una camarera que me mira fija-

mente con una extraña mirada, azul como una cuchilla. Pregunta

qué queremos. A estas horas, dice, no puede servirnos más que un

plato frío. Tengo tanta hambre que acepto. Un reloj de pared da las

tres de la tarde. La sala es fresca y está polvorienta, como si nunca se

usara. Las cortinas de las ventanas, corridas.

Me vuelve a tapar los ojos, me vela y me vuelve a atar. Y tro-

zo a trozo, desliza en mi garganta enormes bocados de pan que me

ahogan, mezclados con una materia helada y dura que parece toci-

no y que no puedo masticar, no me da tiempo.

Después de cada bocado me obliga a beber largos tragos de

agua fría. Apenas ha tenido tiempo de bajar y de arrastrar el res-

to del bolo, ya mete en mi boca otro bocado de la monstruosa

comida.

Doy las gracias.

—Bueno —dice la voz ruda a mi lado—. Como ya has comi-

do, te voy a llevar a tu casa.

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Y me descubre los ojos.

Paga a la camarera, que le da las gracias con una sonrisa glacial

en su impenetrable rostro. Y, sin embargo, ella me ha visto entrar,

atada y velada, en su silencioso albergue. Me ha visto atravesar las sa-

las, conducida por el gordo cerdo jadeante. Estaba delante de mí

cuando me ha destapado los ojos. Y cuando ha traído el plato con

los «sándwiches» yo había vuelto a la sombra bajo mi velo.

¿Quién es esa mujer, qué papel tiene en esas comedias perver-

sas, qué es este increíble falso albergue? Nunca lo he podido eluci-

dar, y si escapé después a esa banda de torturadores, lo debo a una

luz que se hizo en mi cabeza, a un sonido mágico que oí en un mo-

mento crucial, lanzado por el instinto de conservación.

Vamos en coche a través de las calles de Nuremberg, a lo lar-

go de un sinfín de fachadas de ladrillos rojos. El coche se para.

—Espérame aquí —dice el viejo—. Tengo que pasar por mi

oficina para coger dinero, una importante suma que he ganado por

un trabajo peligroso. Ocupo un puesto de confianza, ¿sabes? Mira,

éste es mi carné de identidad.

En su foto vuelvo a ver la misma mandíbula de dogo, la frente

huidiza y los ojos crueles de los asesinos nazis tal como aparecen en

los periódicos cuando comparecen antes sus jueces. La foto me deja

helada. Cuando vuelve, alardeando triunfalmente de un fajo de bi-

lletes que sobresalen de su cartera, me parece que este hombre hie-

de a crimen, y que su misma debilidad, sus ojos de perro apaleado,

sus súplicas quejumbrosas hace un rato cuando me suplicaba que le

amara y yo me negaba, se pagan en otro mundo con billetes cho-

rreantes de sangre.

No soy una puta, no, no todavía. No me ha tocado, sólo lo ha

hecho una cuerda insensible.Yo no le he tocado, alejada de él por el

horror. He asumido el riesgo de sufrir, el de perder la vida, para po-

der alimentarme y alimentar a mis hijos.

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Me promete otros «paseos», en los que pagará mi compañía al

mismo precio. Me da cita para el día siguiente en un pequeño bar

de la vecindad donde le conocen bien.

—Beberemos juntos, dice, una botella de Sekt.

He ido a buscar a los niños a la guardería y les he hecho una

buena cena. Ahora están acostados. Bill acaba de volver del restau-

rante. Le cuento que no puedo trabajar como modelo, pero que un

señor compasivo me ha cogido en autoestop y me ha regalado

veinte marcos (no puedo decirle la verdad).

En medio de la noche, una náusea atroz me saca de la cama.

Corro al lavabo y vomito enormes trozos de una materia extraña.

Dura mucho, casi me ahogo. Los trozos suben violentamente a la

garganta y los escupo sin parar. Cuando he acabado enciendo la luz

y contemplo horrorizada un montón de cosas rojas, viscosas y trans-

parentes, como de cartílago. Nunca he visto nada parecido. Me obli-

go a meterlas en el cubo de basura con una cuchara.

Me vuelvo a acostar vacía y temblorosa. ¿Me ha querido enve-

nenar? Me parece que me ha hecho comer carne humana. Nunca

había ingerido algo tan inmundo como esos trozos sanguinolentos,

coagulados en convulsiones muertas, aglutinados como bestias al

borde del cubo.

El día siguiente a las once de la mañana voy a la cita en un pe-

queño bar tapizado. Hombres gordos con carteras de industriales o

de viajantes de comercio toman el aperitivo encaramados en altos

taburetes. Una camarera muy rubia les sirve tras una barra de ma-

dera encerada.

Me agobia la timidez y la inquietud. El gran cerdo no ha lle-

gado todavía y tengo miedo de que me dé plantón y tenga que pa-

gar yo mi consumición. Ya sólo me quedan cinco marcos. Todavía

no repuesta de mi indisposición nocturna, pido un té con limón.

Estoy tan mal vestida, voy tan astrosa, que nadie me habla.

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Ahí está, con su cuerpo grande y blando embutido en el mis-

mo traje gris, sonriente:

—Buenos días —dice—. ¿Ves?, he venido a la cita. Vamos a

beber champán, como te había prometido. Fraülein, eine Flasche Sekt

bitte!

Brindamos. La meada limonada achampanada del infamante

Sekt me da asco.

—Hoy tengo que hacerte una proposición seria. ¿Vendrás

conmigo a dar una vuelta en coche? Podemos discutir tranquila-

mente. Mira, he pensado mucho en ti, y he hablado de ti a una per-

sona muy importante, a una amiga mía que vive en un castillo. Está

de acuerdo en admitirte en su casa bajo mi recomendación y en

darte trabajo. De todas formas, ya te lo advierto, se trata de un tra-

bajo muy especial.Vámonos de aquí, te lo contaré con todo detalle.

Circulamos al sol. El campo se calienta, es primavera. Al bor-

de de un campo, el coche se detiene en un camino transversal.

—Aquí estamos tranquilos. Se trata de eso: esta amiga, como te

decía hace un rato, es una mujer muy rica.Te acogerá en su castillo,

a ti y a tus hijos. Hay un parque, una piscina y una escuela muy cer-

ca. En cuanto a ti, todos los días, a la hora que se te indique, com-

parecerás ante la dama, desnuda, con la cabeza velada y las manos

atadas, como ayer. Serás atada a un poste y azotada. Ganarás cin-

cuenta marcos. Al centésimo golpe serás liberada, a menos que con-

sientas dejarte golpear aún más. Por cada golpe suplementario reci-

birás diez marcos. La dama estará presente y mirará sin tocarte. Yo

también estaré, totalmente desnudo, y seré yo quien te azote, lo que

me hará gozar. Tú verás, es una mujer hermosa y rica, y es muy

buena conmigo. Toma, mírala.

En un papel satinado, blanco como la nieve, veo a una mujer

alta con ropa negra. Su delgado cuerpo de víbora ceñido por ter-

ciopelo, sus uñas pintadas, la sonrisa cruel y sedosa de una boca in-

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creíblemente perversa, su cabeza triangular de ojos oblicuos, su ca-

bellera de muñeca, todo en ella parece encarnar un vicio refinado.

Incluso las joyas, el collar de perlas que muerde su cuello, un

gran broche de brillantes que hunde la aguda punta de su follaje en

su seno, los pendientes, afilados como pequeños cuchillos, realzan su

alma sanguinaria, la adornan con el fragor del asesinato.

Durante mucho rato no puedo apartar mis ojos del retrato de

esa hembra inquietante, de ese vampiro transformado en dama.

—Es bella, ¿no? —murmura el gordo baboso—. Di que sí, ven

conmigo, seremos sus esclavos. Ven, te cubrirá de joyas, porque ama

la elegancia, ¡es una reina!

No digo nada. Dudo. Los latigazos y ese extraño espectro me

dan miedo. Acabo por responder que sí. Quedamos en volver a ver-

nos el día siguiente. A las once de la mañana irá a buscarme y me

llevará primero a una tienda.

—Entiende, quiero que estés hermosa.Te llevaré a una casa de

modas, velada y con los ojos vendados.Tendrás ropa interior malva,

ropa nueva, zapatos.

En ese momento es cuando se hace la luz en mi cabeza en for-

ma de un estridente timbre de alarma. Me doy cuenta de que qui-

zá todo eso no sea más que una abominable trampa de la que no

saldré viva. Sí, cuando esté desnuda, velada y ciega, ¿por qué no

apoderarse de mí, cloroformizarme y meterme en un avión con

destino a Brasil o a Túnez? ¿Quién me habrá visto, quién me reco-

nocerá con mi nueva ropa? No habrá ningún indicio que permita

salvarme, una vez prisionera y alejada de mis hijos.Tiemblo sin des-

montárselo y dejo que fije la cita a la que no iré.

Los niños están en la guardería y yo estoy todavía en la cama

cuando oigo que golpean en la puerta. A través de la mirilla de cris-

tal sucio, reconozco la enorme sombra de su rostro. Ha debido es-

perarme mucho rato en el lugar de la cita fallida. Después ha veni-

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do y ha conseguido que le abrieran la puerta del patio y le indica-

ran mi apartamento. Oigo la respiración alterada de su deseo. La

gorda sanguijuela macilenta está pegada a mi puerta, chorreante de

ansia y de rencor.

No me muevo. Sigue allí mucho tiempo, obstruyendo el sol,

escupiendo su cólera contenida, golpeando con sus enormes puños.

Después se va, el ruido sordo de sus pasos va perdiéndose por el pa-

tio adoquinado, la puerta se cierra. Nunca lo he vuelto a ver.

Pienso que sigue merodeando por los bosques con su gran co-

che asesino, en el que pasea a sus víctimas hambrientas con las ma-

nos atadas y veladas con gasas. Quizá algunas sucumban a sus añaga-

zas. Quizá algún día él se haga lacerar, descuartizar, despedazar por

las garras o las cuchilladas de una mujer histérica. Lo deseo. Que su

vida se escape gota a gota, bebida por el musgo, fuera de su cuerpo

viscoso como un gordo gusano blanco que se desinfla. Que despa-

cio, minuciosamente, hordas de insectos le chupen, le roan, le mor-

disqueen y que se pudra, verduzco, descompuesto, hinchado de agua

y de gas, como un viejo hongo violeta.

Una tarde de sol esplendoroso, puse un anuncio en un diario de

Nuremberg para posar como modelo.

Las respuestas no se hicieron esperar. Pero era un curioso tipo

de modelo el que buscaban. Para paseos en barco, en avión, en co-

che de carreras y en velero. Para aliviar una soledad, en un chalet al

borde de un lago. Para un joven industrial, joven, deportista, de

treinta y cinco años, absoluta moralidad. ¡Casi seguro, esa gente no

dibuja estudios académicos!

A pesar de todo, hay un pintor, uno solo, que llama por fin. Me

convoca en su pueblo, a unas horas de tren a través de la nieve.

En el andén de la estación, joven alto, rubio y abrigado, me in-

vita a montarme en una motocicleta. Damos tumbos y zigzaguea-

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mos a través de las granjas y los establos hasta que nos detenemos

ante una fábrica abandonada.

En una gran nave helada, las máquinas están cubiertas por fun-

das negras. No hay fuego. Una escalera de caracol hasta el desván

—Desnúdese.

Silencio. Horas de inmovilidad. Un pequeño rasgueo del lá-

piz sobre el papel. El joven suspira. Los dientes me castañetean. Por

fin:

—Es ist fertig. —Guarda su lápiz, saca su cartera—. ¿Vale con

esto?

Me tiende quince marcos. No me atrevo a decir nada. Al ten-

der la mano echo una ojeada a su obra. En el centro de la inmensa

hoja blanca, una pequeñísima silueta, torpe e infantil. ¡Ha necesita-

do horas para hacer eso!

Un fotógrafo me responde desde Nuremberg. Al mediodía

llego por fin a su estudio, ebria de hambre y fatiga.

—¡Rápido, tengo prisa! Me esperan para comer.

Desvelo mi magra anatomía.

—Vamos a hacer unas cuantas fotos de prueba. Encuentre una

pose.

Temblando ante un gran muro blanco, ejecuto un ballet

mudo. Me arrodillo, me vuelvo a levantar, me pliego, me curvo.

—Bueno, ya basta. Vístase, ya la llamaré.

No me pagó ni me escribió nunca.

Vuelvo a Nuremberg con la tripa vacía y cegada por las lágri-

mas. El atroz sol de abril caldea las fachadas en ruinas, vestigios de la

guerra. Ando por su sombra, tan esquelética como yo.

Una tarde, en las calles de Nuremberg, encontré a un anciano

con barba blanca, profeta bíblico y vegetariano, bajo la lluvia.

Al volver de no sé qué cita ficticia me tropiezo con él y de re-

pente dos ojos azules se fijan en los míos con la pureza del cielo del

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desierto. ¿Cómo adivina mi angustia a partir de las torpes palabras

con las me excuso? Me responde con una única frase:

—Sígueme, vamos a comer.

Y ahora lloro de alegría, caen mis lágrimas mezcladas con la

lluvia.

La gente se vuelve hacia mí, alguien me pregunta:

—¿Necesita ayuda?

No, lo que me hace daño ya no es el hambre, sino la idea del

alimento, de un sosiego demasiado violento.

El anciano sigue caminando, se abre paso entre la multitud

como un mago guiado por una estrella invisible. Subimos a una to-

rre. En el tercer piso hay un restaurante naturista.

Casi sin fuerzas, me dejo caer ante una mesa. Me dan leche,

copos de avena y arándanos con crema.

Es la cena judaica. Como con el Cristo. El alimento desciende

como un maná, los ojos azules del anciano resplandecen en su ros-

tro de cera orlado de nieve.

Mastico con arrobamiento, mientras él me mira, con sus ojos

y su sonrisa de icono.

Solo lo volví a ver una vez más. Vino a nuestro patio a traer-

nos huevos de Pascua. Con los niños estuvimos pintando con lápi-

ces de colores y fueron una magnífica comida.

En el patio de las palomas no todos los días es fiesta. Vivimos

con veinte marcos a la semana que nos da Bill.

Los niños pasan horas subidos en las motocicletas alineadas

contra la pared. Está prohibido, pero lo hacen igual. Encaramados en

la vieja chatarra medio desguazada, imitan el ruido del motor y par-

ten en largos viajes, ante la apática mirada de las palomas, transidas

en sus jaulas.

Una tarde de sol, los niños y yo decidimos dejar que se divier-

tan un poco en libertad.

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Elnegroesuncolor

Grisélidis RéalUna autobiografía

Lomo 14 mm

www.ed-bellaterra.com

ISBN: 978-84-7290-431-6

Gris

élid

is R

éal

Elne

groe

sunc

olor

Esta novela autobiográfica nace con los años sesenta.

Grisélidis Réal, una joven madre, huye a Alemania con

sus hijos y con Bill, su amante negro, rescatado de un es -

tablecimiento psiquiátrico ginebrino. Al final de su fuga,

la extraña familia se atasca en Munich. Para sobrevivir, la

narradora, sin apoyos ni tabúes, se prostituye.

Pero con Rodwell, un soldado negro americano que encuen-

tra en un sospechoso bar, todo vuelve a ser posible a pesar

de la miseria.

A través de este destino excepcional, narrado en un estilo

directo y comprensible, se descubre una Alemania desco-

nocida, la de las boites de jazz para los soldados ameri-

canos, los pequeños traficantes de marihuana y los cam-

pamentos de supervivientes zíngaros.

Nacida en Lausanne en 1929, Grisélidis Réal pasó su infancia

en Egipto y en Grecia, antes de cursar estudios de artes de -

corativas en Zurich. Pronto madre de cuatro hijos, se prosti-

tuye en Alemania a principios de los años sesenta y después

se convirtió en la famosa «furcia revolucionaria» de los

movimientos de prostitutas en la década siguiente y en la

cofundadora de una asociación de ayuda a las prostitutas

(ASPASIA). Grisélidis Réal murió el 31 de mayo de 2005.

edicionsbellaterra

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