Errico Malatesta Bonanno Web

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  • Ttulo original: Errico Malatesta e la violenza rivo-luzionaria, Edizioni Anarchismo 2009.

    Bardo ediciones, agosto de 2010

    bardoediciones.net | [email protected] Bardo, Fonollars 15, 08003 Barcelona

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    Este libro es grtis para presos/as y bibliotecas sociales. Para recibir una copia, poneros en contacto con la editorial.

  • Errico Malatesta y la violencia revolucionaria

    Alfredo M. Bonanno

  • 5Introduccin

    Nada mejor que la lectura de mis intervenciones sobre Malatesta en el encuentro anarquista de Npoles, en diciembre de 2003, para entender cmo cada intencin de justicar o condenar el concepto de violencia revolucionaria es, a priori, una batalla perdida. La violencia revolucionaria no necesita mis justicaciones y no puede ser vi-lipendiada por ningn tipo de condena, an vi-niendo esta de las mismas las anarquistas.

    A n de cuentas, el pacismo tambin es un fal-so problema y no merece ser refutado recurriendo a demasiadas palabras.

    Mi esfuerzo no tena, ni tiene aqu, en esta sede, la intencin de proporcionar justicaciones a la violencia revolucionaria. Solo quera, y quiero, proporcionar una contribucin al pensamiento y a la actividad revolucionaria de Errico Malatesta. Muy a menudo se han dicho muchas cosas in-fundadas, y muy a menudo tambin se ha identi-cado a este anarquista con movimientos y hasta con partidos y es que, de buen revolucionario que era, Malatesta no se preocupaba por ordenar sus papeles y resolva los problemas a medida que se

  • 6presentaban, buscando la respuesta en la confron-tacin social y no en silogismos tericos.

    La guerra social contina, la violencia revolu-cionaria es, simplemente, la expresin que ms fcilmente se percibe, pero no la nica, y segn el punto de vista tampoco la ms importante.

    Confo estas pginas al cuidado del lector. Haga de ellas un buen uso, pero no espere obtener de ellas lo que no les pueden dar.

    La cita ms importante es siempre en las ba-rricadas.

    Trieste, 26 de noviembre de 2008Alfredo M. Bonanno

  • Renunciar a la violencia liberadora, cuando esta es la nica manera de poner n al sufrimiento diario de las masas y a las crueles tragedias que azotan la humanidad, sera responsabilizarse de los odios que se lamentan y de los males que del odio surgen.

    Errico Malatesta

  • 9Malatesta y el concepto de violencia revolucionaria

    No soy un historiador, pues entonces no habla-r como tal. Mi inters por Malatesta empez hace ya ms de 30 aos, cuando me encargu de la edicin comentada de La anarqua. La lec-tura de los textos ms conocidos de Malatesta y de la antologa editada por Richards despert mi curiosidad. Me sorprendi encontrarme delante de un anarquista que no recurra ni al cmodo sentido comn de quien quiere ser comprendido por las masas, ni al pomposo lenguaje de quien conoce sin admitirlo la inuencia de la vanguar-dia literaria y losca. Malatesta me pareci un hombre informado y que careca de esa intencin a menudo arrogante y obstinada de impresionar al oyente. Pero lo que ms me impresion fue su lenguaje, simple y ecaz. Su razonamiento sose-gado pero persuasivo. Frente a un Galleani que me llenaba el odo de sonidos rebuscados o de un

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    Schicchi que recurra a una retrica para m inne-cesaria, Malatesta se presentaba como un hombre concreto, un revolucionario que quera destruir pero tambin construir, que posea una cultura considerable pero que no quera exhibirla si no era necesario.

    Profundizando en la lectura de sus escritos, me pareci oportuno reexionar sobre los procesos que conducen a la construccin de un lder. Nada en Malatesta reclamaba a esta infausta designa-cin y, an as, el comportamiento de los com-paeros, incluso ms que el de sus adversarios, lo encerraba en esa incomoda armadura. Recuerdo haber ledo en algn lugar algo sobre un Lenin italiano, pero la memoria me podra fallar, as que no quiero dar nfasis a este embarazoso parale-lismo, pero me siento obligado a remarcar que incluso en el cartel redactado para publicitar este encuentro est escrito que Malatesta fue uno de los revolucionarios ms famosos de su tiempo, como si la cosa pudiera interesarle a quien hoy (pero tambin en su poca) quisiera acercarse a su obra. La fama es cosa del poder, es construida y utilizada por l. Nuestra tarea o as me parece a m apoyndonos en un compaero, quien quie-ra que este sea e indiferentemente de si haya he-cho o pensado ms o menos que otros (intere-sante diferencia, si existe, aunque poco clara), no es cierto lo de empezar por su fama, que debera-

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    mos dejar para los torpes artculos de los peridi-cos, a los libros de historia dirigidos a conrmar la supremaca de los vencedores, o a los archivos de la polica. Pero es cierto que muchos de nosotros, no digo todos, necesitan un lder, sienten como si no estuviera del todo revocado el antiguo espri-tu gregario, se someten al juicio de quien ve ms lejos, para luego saltarle encima al primer cambio de viento. Es cierto eso de que la revolucin no se har si antes no se hacen los revolucionarios.

    Las siguientes reexiones han sido fruto del anlisis de algunos prrafos de los escritos de Malatesta. He elegido estos prrafos siguiendo un criterio de comodidad, o sea que he preferido tomar en consideracin los referentes ms claros de la indispensabilidad de la violencia revolucio-naria, las caractersticas de este tipo de violencia y su fundamento moral. Tratndose de problemas de gran importancia, muchos podran remarcar la ilegitimidad de este mtodo. Qu sentido tiene ya oigo decir extrapolar algunos conceptos de Malatesta sacndolos de su contexto histrico, e incluso del contexto de redaccin o lingstico para tomarlos en consideracin, como si pudieran pretender tener una vida autnoma, gemas ais-ladas capaces de resplandecer por s mismas sin necesidad de soporte alguno? De hecho, siempre he sostenido que esta objecin y el mtodo que est en su base y que la justica, estn fundados

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    slo cuando nos encontramos ante un terico que desarrolla su pensamiento de manera orgnica y progresiva y que a ello se limita, dejando que todo eso que tiene que decir (y hacer) se concentre en la propia produccin terica. Pero para un revolu-cionario es distinto. Cuando Malatesta escriba algo se diriga a un referente preciso que ms o menos podemos considerar como el movimien-to revolucionario anarquista de su tiempo. No escriba para profundizar su pensamiento o para hacerlo an ms completo y exhaustivo. No pre-tenda empezar por lo que haba dicho en cual-quier otro momento (hipotticamente acordado antes en el interior del proceso histrico) para llegar a algo que habra dicho sucesivamente (tambin acordado en un futuro ms o menos a corto o medio plazo). Cada idea de Malatesta era acogida directamente, inmediatamente, por los compaeros que lo escuchaban, lo lean u oan hablar de l. Y esta idea era asimilada sin-gularmente por las conciencias de los compae-ros, quienes la hacan suya y usaban su contenido actuando segn su propia visin de la vida, con-virtindola en sangre de su sangre, pulso de sus deseos, alma de los proyectos en construccin. Ninguno de ellos se preguntaba de que manera y dentro de que lmites esa idea estaba conectada con lo que Malatesta haba dicho en un texto, discurso, artculo, etc.

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    Cuando Camille Desmoulins se sube a una silla e incendia la plaza contra la monarqua, son sus palabras las que impactan a las masas, las que in-citan a la conquista y a la destruccin de la Basti-lla, no lo que el dijo en otras cientos de ocasiones o lo que dira despus. Cuando Saint-Just pro-nuncia las palabras Luis contra nosotros, son precisamente esas tres palabras las que marcan el n del rey y de la monarqua, no las teoras del ja-cobino sobre los destinos morales de la revolucin burguesa.

    Entiendo que esta reexin pueda no ser com-partida, y es justamente sobre este punto que hay que reexionar minuciosamente, si no queremos que cada ocasin como sta se reduzca a una dis-cusin vaca y superua de crticas con bases his-tricas o tomadas, ms o menos, como si fueran herramientas para domar la vida. Los anarquistas no necesitamos que los revolucionarios del pasa-do, ni Malatesta en primer lugar, nos hablen a tra-vs de la globalidad de su pensamiento compacto y orgnicamente bien denido. Dejemos que se ocupen de este aspecto los historiadores profe-sionales, amantes del detalle y dispuestos a morir ahogados en l. Dejemos que cada palabra suelta retumbe en nuestro corazn con la misma eca-cia con la que retumbaba en el corazn de quien la escriba, oa o lea. Dejemos que sean nuestros deseos (y nuestras actuales necesidades) las que

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    nos sirvan de interprete y no el sudario cultural, que a menudo sirve para proporcionar coartadas y para apagar el entusiasmo.

    Lo que le pedimos a Malatesta, y a muchos otros compaeros como l, es una chispa, una luz repen-tina, una pequea aportacin: una ocasin para re-exionar antes de actuar. No le pedimos que razone en nuestro lugar, ni que construya para nosotros un proyecto entero, con todas sus partes. No queremos que sea el pasado el que nos haga entender el pre-sente. Lo que nos aporta la historia es ciertamente importante, pero no es lo nico de lo que carecemos. Muy a menudo sucede que cuanto ms tiende a au-mentar esta aportacin y cuanto ms informacin, datos, documentacin y reexiones tendemos a acu-mular, el momento de la accin se aleja, consecuen-temente, cada vez ms. El enemigo contra el que debemos luchar est delante de nuestros ojos, cons-truye y planea las condiciones de la explotacin de hoy y de maana, no se para a dar explicaciones de la explotacin de ayer, y frecuenta las aulas universita-rias solamente para golpearnos mejor y hacernos in-capaces de entender los nuevos modelos represivos. Si le pidiramos a Malatesta una respuesta para cada uno de los nuevos elementos en base a los cuales el nuevo poder est tomando forma, no obtendramos respuestas tiles. Pero hay algo que s podemos pre-guntar y esto, de manera particular, toma la forma de la reexin moral.

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    Y es por esto que he escogido el concepto de violencia en Malatesta en esta presentacin, para discutirlo junto con vosotros de la manera ms sencilla posible, pero tambin de la manera ms clara.

    Los anarquistas estn en contra de la violencia. Es sabido. La idea central del anarquismo es la eliminacin de la violencia de la vida social; es la organizacin de las relaciones sociales fundadas en la libre voluntad de las individua-lidades sin la intervencin de los gendarmes. Por esa razn somos enemigos del capitalis-mo que, respaldndose en la proteccin de los gendarmes, obliga a los trabajadores a dejar-se explotar por los dueos de los medios de produccin, tambin a estar ociosos o a pasar hambre, segn los patrones estn o no intere-sados en explotarles. Por eso somos enemigos del Estado que es la organizacin coercitiva, o sea, violenta, de la sociedad. Pero, si un ca-ballero dice que considera brbaro y estpido entenderse a golpes de bastn y que es injusto y malvado obligar a alguien a cumplir la vo-luntad del otro bajo amenaza de pistola, a caso es razonable el deducir que ese caballero tenga la intencin de hacerse apalear y de so-meterse a la voluntad ajena sin recurrir a los medios ms extremos para defenderse? La violencia es justicable solo cuando es necesa-ria para defenderse a uno mismo o a los dems

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    de la violencia. Donde termina la necesidad empieza el delito El esclavo siempre est en un estado de legtima defensa, as que su vio-lencia contra su patrn, contra el opresor, est siempre moralmente justicada y tiene que ser regulada solo con el criterio de su utilidad y de la economa del esfuerzo humano y de los sufrimientos humanos.

    Umanit Nova 25 de agosto de 1921

    Inicialmente parece que Malatesta quiera ceir la justicacin del uso de la violencia a una dimen-sin defensiva. La nica violencia justicada es aquella con la que nos defendemos de un abuso. Pero ms adelante aade: quien se encuentra en una posicin constante de legtima defensa, o sea, el explotado, est siempre en el derecho de atacar a quien lo explote, teniendo en cuenta la utilidad de ese ataque y los sufrimientos humanos que inevitablemente comporte. As pues, no est ha-blando de la violencia de forma abstracta, como desgraciadamente ocurre muy a menudo entre los compaeros diatriba que alimenta muchos de los errores del pacismo, sino que habla de una realidad de clase en la que estn legitimados a usarla los que a ella pertenecen. Que el uso de la violencia tenga como consecuencia una condena impuesta por la ley en vigor, no es un argumento que pueda interesarle a los anarquistas. Queda la

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    valoracin prctica, la utilidad de la accin violen-ta y los sufrimientos que provoca. Malatesta no es un discpulo de Mach, pero vista su cultura los-ca, y visto que las ideas emprico-criticas no eran raras en el clima cultural italiano de los aos vein-te, puede que haya tenido en cuenta este referente, pero se trata de una utilidad ms concreta, no de esa general que sugera el economicismo los-co. Desgraciadamente, ninguna accin llevada a cabo por los explotados, considerados de manera singular o colectiva, puede tener a priori una ga-ranta de utilidad. Este concepto y el mismo Malatesta lo arma en otros escritos cuando dice preferir a quien acta mucho que a quienes espe-ran y acaban sin hacer nada tiene una nica ex-plicacin. La accin violenta debe absolver todas las condiciones lgicas que la hacen moralmente fundada, pero no puede prever todas las conse-cuencias de su naturaleza. Las condiciones lgicas son, en primer lugar, la situacin personal y colec-tiva de quien se insurge violentamente contra el enemigo de clase, luego la identicacin, lo ms exacta posible, de dicho enemigo, la eleccin de los medios a utilizar, y el estudio de todo lo necesario para reducir al mnimo ese sufrimiento humano que representaba para Malatesta la segunda parte del problema. Todo esto es lo que se pide a quien acta, y todo esto puede ser considerado como el signicado amplio y no especico de utilidad.

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    De hecho, solo respetando profundamente estas condiciones, en otros trminos, solo escogiendo bien los objetivos y los medios, teniendo en cuen-ta incluso los mnimos particulares que podran determinar un exceso de sufrimiento imputable al descuido o a la supercialidad, solo as la accin puede ser leda como respuesta a la represin o a la explotacin y no necesitar justicaciones pos-teriores, siempre desagradables, y muy a menudo incomprensibles para la gente. Y ciertamente, no carece de importancia que determinadas acciones de ataque necesiten una explicacin. Los autores mismos se dan cuenta de ello y sugieren esta ex-plicacin en lo que comnmente se ha acordado llamar reivindicacin. Desgraciadamente, casi siempre estas reivindicaciones salvo casos ejem-plares son incomprensibles para la mayora, perjudiciales para la claricacin de la accin por s misma, indicativas de la poca lucidez de quien las ha escrito y ms cosas todava. La simplicidad no suele ser una de las virtudes de estos docu-mentos que conrman el hecho de que la accin no consigue hablar por s sola. Esta dicultad de la accin de la que estoy hablando aqu es impu-table a una ausencia de anlisis en la eleccin del objetivo, de los medios para alcanzarlo, etc., dicho de manera breve: denuncia una ausencia de orden moral. Quin tiene claro lo que hay que hacer, no posee esta clarividente agudeza de visin por don

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    del azar, sino por haber valorado anteriormente todas las posibilidades que humanamente fuese posible valorar. Incluso en esta eventualidad las cosas pueden ir mal, pero se trata de un riesgo que tenemos que correr si queremos actuar.

    Seguramente existen otras personas, otros par-tidos, otras escuelas tan sinceramente devotas al bien general, como pueda serlo el mejor entre nosotros. Pero lo que diferencia a los anarquistas de todos los dems es, sin duda, el horror por la violencia, el deseo y la inten-cin de eliminar la violencia, es decir, la fuerza material, la competencia entre las personas. Se podra decir por esta razn que la idea es-pecca que diferencia a los anarquistas es la abolicin del gendarme, la exclusin fuera de los factores sociales de la regla impuesta a tra-vs de la fuerza bruta, ya sea esta legal o ilegal. Pero entonces surge la pregunta, por qu en la lucha actual contra las instituciones poltico-sociales, que se consideran opresivas, los anar-quistas han predicado y practicado, y predican y practican, cuando pueden, el uso de medidas violentas an estando stas en evidente con-tradiccin con sus nes? Y esto hasta el punto que, en ciertos momentos, muchos adversarios de buena fe han pensado, y todos aquellos que de mala fe han ngido creer que el carcter especico del anarquista es la violencia? La pregunta puede parecer embarazosa, pero se

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    puede contestar con pocas palabras. Y es que para que dos vivan en paz, es necesario que los dos quieran la paz; si uno de los dos se obstina en querer obligar por la fuerza a que el otro trabaje para l y que le sirva, el otro si quiere conservar la dignidad como persona y no ser reducido a la ms abyecta esclavitud, a pesar de todo su amor por la paz y la armona, se sentir obligado a resistir mediante la fuerza con los medios adecuados.

    Pensiero e Volont 1 de septiembre de 1924

    Una vez ms, Malatesta nos aleja de la diatriba teri-ca sobre la violencia y la no violencia. Los anarquistas quieren la eliminacin de la fuerza bruta en las re-laciones sociales, pero en las actuales condiciones de lucha predican y practican, cuando pueden, el uso de medios violentos. Esto no ocurra nicamente en los tiempos de Malatesta, tambin ocurre actualmente. Hoy en da los anarquistas tambin sostienen la ne-cesidad del uso de la violencia para atacar al enemi-go que oprime y reprime. Para que dos puedan vivir en paz, es necesario que estn dispuestos recproca-mente a respetarla. Hoy el poder ha perfeccionado los aparatos ideolgicos y propagandsticos a travs de los cuales difunde la idea de paz mientras, esen-cialmente, practica y prepara la guerra. Hoy, menos claramente que en los tiempos de Malatesta, es ne-cesario hacer un esfuerzo de profundidad analtica

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    para entrar dentro de estos mecanismos de tapadera que nos tienen bajo control, que nos numeran, re-gistran, administran, ahogan. Que el opresor hable de paz no signica que realmente sea portador de paz. Esto los anarquistas lo saben, pero no siempre les resulta fcil cumplir el paso sucesivo, el de la ac-cin violenta, el del ataque. Justamente Malatesta habla de dignidad del individuo, y es precisamen-te esto lo que empuja a tanta gente a rebelarse, y esa respuesta a veces es tan incontrolada que llega a ser incomprensible para muchos. Pero no podemos perdernos en los aspectos exteriores, hay que en-trar en el interior de los hechos, e incluso en esos ataques que no pudiendo alcanzar los huesos se limitan a araar la piel, que no pudiendo llegar a tocar el fondo se limitan a manchar los smbolos. La bsqueda de los medios adecuados de los que hablaba Malatesta no siempre es posible, ms a menudo la sangre sube a los ojos antes de que la cabeza conteste a las preguntas del cerebro. Por qu condenar estas expresiones de violencia con-tra los smbolos del poder? Podran ser autorefe-renciales y as volver rpidamente otra vez en esas lagunosas reas de recuperacin minuciosamente subvencionadas por el poder. Pero podran ir ms all. Fuera del alcance de sus cmplices.

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    La lucha contra el gobierno se convierte, a n de cuentas, en lucha fsica y material. El gobierno hace la ley. As que este ha de po-seer una fuerza material (ejrcito y polica) para imponer la ley, ya que, de no ser as, solo obedecera quin quisiera, y eso no sera ley, sino ms bien una simple propuesta que cada uno sera libre de respetar o rechazar. Y esta fuerza los gobiernos la tienen, y se sirven de ella para poder fortalecer su dominio con sus leyes y servir a los intereses de las clases pri-vilegiadas, oprimiendo y explotando a los tra-bajadores. El lmite de la opresin del gobier-no es la fuerza que el pueblo pueda oponer. Puede existir un conicto abierto o latente, pero conicto lo hay siempre, visto que el go-bierno no se detiene ante el descontento y la resistencia popular ms que cuando huele el peligro de la insurreccin. Cuando el pueblo se somete dcilmente a la ley o la protesta es dbil y platnica, el gobierno hace lo que se le antoja sin preocuparse de las necesidades populares; cuando la protesta toma vida, se hace insistente y amenazadora, el gobierno, dependiendo de si est ms o menos ilumi-nado, ceder o reprimir. Pero siempre se llega a la insurreccin, porque si el gobierno no cede, el pueblo acaba por rebelarse; y si el gobierno cede, el pueblo adquiere conanza en s y pretende cada vez ms, hasta que la incompatibilidad entre la libertad y la autori-dad se hace evidente y estalla el conicto vio-

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    lento. Es necesario pues prepararse moral y materialmente para que, al estallar la revuelta violenta, la victoria sea del pueblo.

    Programma Anarchico (Bolonia, julio de 1920) en Umanit Nova

    12 de agosto de 1920

    El enfrentamiento, precisa Malatesta, es algo f-sico, concreto y material. No se trata de una con-frontacin de ideas, no se trata de dar a conocer cuales son las interpretaciones de la vida que ri-gen las bases de la cultura anarquista y libertaria. Este punto de partida es ciertamente importante, difunde un concepto no violento, pluralista, con-trario a la autoridad y al dominio, pero es solo la parte exterior de algo ms profundo. El proyecto del poder es el de imponer sus condiciones, no se limita tan solo a disernoslas; demuestra concre-tamente que quien no acepta las reglas impuestas es considerado un fuera de la ley y es azotado con sanciones ms o menos serias, aunque capa-ces de meter miedo y de convencer a la gente a obedecer. La respuesta de los oprimidos puede ser ms o menos fuerte, ms o menos organizada, y es en estas diferentes maneras que se contrapone a las mltiples modicaciones que el poder crea, tanto en la opresin y el control, como en la li-bertad parcial que se siente obligado a conceder. Malatesta crea, en su poca, que el movimiento hacia la insurreccin era un proceso casi inevita-

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    ble causado por la contradiccin entre lo que el poder est dispuesto a conceder y aquello que los oprimidos estn dispuestos a soportar. Este an-lisis sufra de una reexin de las contradicciones de origen social que derivaba del hegelismo mar-xista, hoy podemos ver ms claramente que las cosas no son as. La capacidad de recuperacin del capital es imprevisible y depende de la potencia de las nuevas tecnologas; el poder gestiona con mayor facilidad las contradicciones y no parece que entre ellas pueda haber una ms consistente a la cual identicar como insuperable. El movi-miento insurreccionalista es alimentado de la in-compatibilidad radical entre autoridad y libertad, pero para poder realizarse es necesaria una prepa-racin prctica que pueda nacer de condiciones contradictorias parciales, a veces incluso mnimas y seguramente remediables para el enemigo, pero que puedan ser momentos insurreccionales para proceder hacia la revolucin. Entre lneas, Mala-testa pone el acento en la necesidad de la prepa-racin para la insurreccin y lo pone sobre dos aspectos: la preparacin moral y material. Ahora, no hay dudas de que si la primera es consecuencia de un aumento de la conciencia revolucionaria, la segunda no puede ser sino la preparacin de una prctica insurreccionalista que nace y se adquiere con la lucha diaria y no con la espera de una apo-calptica e improbable batalla nal. Hay que libe-

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    rar el terreno de la iconografa que quiere hacer de la insurreccin una cuestin de barricadas y de lucha de grandes masas decididas a llegar al ajuste de cuentas. Tambin los pequeos grupos locales pueden asumir connotaciones insurreccionalistas, tambin las luchas intermedias, si las condiciones en las cuales toman forma son las de la autonoma de las fuerzas polticas, de la conictividad per-manente y del ataque.

    Esta revolucin tiene que ser necesariamente violenta, aunque la violencia sea en s misma un mal. Tiene que ser violenta porque sera una locura esperar que los privilegiados re-conocieran el dao y la injusticia de sus pri-vilegios, y se decidieran a renunciar de ellos voluntariamente. Tiene que ser violenta por-que la violencia revolucionaria transitoria es el nico medio para poner n a la mayor y ms perpetua violencia que tiene esclavizados a la gran mayora de los seres humanos.

    Umanit Nova 12 de agosto de 1920

    El camino hacia la libertad no se puede recorrer paseando, hay que ser conscientes de que se tra-ta de un recorrido sangriento y difcil, capaz de turbar los sueos de quienes, an aspirando a la justicia y la igualdad, quisieran que estas diosas bajaran del Olimpo sin hacer demasiado ruido.

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    Malatesta es un revolucionario y no tiene motivos para alimentar estas ilusiones. Sabe que la violen-cia es dolorosa, pero tambin sabe que es necesa-ria. Pero no es en este punto donde hoy tendra que centrarse la atencin. En la frase en cuestin est el concepto de violencia transitoria, es de-cir, de una respuesta radical y extrema, pero limi-tada en el tiempo, a la ley de los dominadores que pretenden dominar para siempre. Esto nos deja entender la hiptesis de un hecho transitorio. Los medios de produccin en manos de los pocos explotadores irn a parar a las de todos para la abolicin de toda explotacin. Desgraciadamen-te, hoy no vivimos en una condicin social as de clara y aparentemente (solo aparentemente) fcil de entender. Las actuales condiciones productivas no consienten una utilizacin revolucionaria di-recta, es decir, no se puede utilizar de manera di-ferente los medios de produccin una vez se haya efectuado la expropiacin. La tecnologa hace que sea muy improbable un uso nalmente justo de los recursos que el capital ha acumulado. El nivel de destruccin necesario hoy en da es realmente mucho ms grande y profundo de lo que poda serlo en los tiempos de Malatesta. Las diculta-des para desarraigar hbitos y condicionamientos son tantas y el mismo proceso reeducativo po-dra requerir esfuerzos y luchas inimaginables. La recuperacin de nuevas formas de gestin y

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    de administracin centralizadas, que podran pre-sentarse bajo formas maquilladas y difciles de descubrir inmediatamente, propondra una tran-sitoriedad de la utilizacin de la violencia con tiempos muy largos. La conciencia de este difcil camino alimenta tantas perplejidades y da espacio a reexiones respetables de quien espera que las cosas se arreglen lentamente, sin tirar demasiado de la cuerda. Luchar de manera concreta contra las formas actuales de este englobamiento ideo-lgico y cultural es un proceso violento que ya no se puede aplazar.

    Nosotros tambin tenemos los nimos amar-gados por esta necesidad de lucha violenta. Nosotros, que predicamos el amor y que com-batimos para alcanzar un estado social donde la concordia y el amor entre las personas sean posibles, sufrimos ms que nadie ante la nece-sidad de tener que defendernos con violencia de la violencia de las clases dominantes. Pero renunciar a la violencia liberadora, cuando sta es la nica manera de poner n al sufrimiento diario de las masas y a las crueles tragedias que azotan la humanidad, sera responsabilizarse de los odios que se lamentan y de los males que del odio surgen.

    Umanit Nova 27 de abril de 1920

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    La autorizacin moral del uso de la violencia re-volucionaria se encuentra justo en la necesidad de su uso. Esta necesidad encuentra su origen en el peligro constante que miles de hombres y mujeres corren a causa de la opresin y la explotacin. Si se tratara tan solo de elegir entre la paz y la vio-lencia, los anarquistas seran los primeros en ele-gir la paz, siendo partidarios del amor y la frater-nidad universal. Pero no se trata de elegir. Ellos, como todos los que son alentados por la voluntad de hacer que se acabe el odio que atormenta a la humanidad, estn obligados a escoger la violencia. Evidentemente, los partidarios de la opresin, los que la ejercen directamente y los que de ella sacan un benecio, difcilmente compartirn esta con-clusin. Al contrario, cuanto ms se avanza hacia una sociedad capaz de administrar el dominio a travs de la paz social, ms nos damos cuenta de que los discursos ideolgicos se vuelven sutiles, todos los opresores hablan de paz y fraternidad, todos acusan a quien se quiere liberar de la opre-sin de intolerancia y de violencia (con este pro-psito ha sido acuado expresamente el concep-to espurio de terrorismo). La presin ejercida sobre la formacin pblica de la opinin general es tal que muchos (la gran mayora de la gente) estn seriamente convencidos de ser tolerantes incluso cuando participan de forma ms directa en la explotacin y la represin. La sociedad en

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    la que vivimos, y la que gradualmente se va per-lando de forma cada vez ms evidente para las prximas dcadas, es difcilmente denible con los cnones rgidos de la divisin de clases de la poca de Malatesta. Sin embargo, a pesar de estas crecientes dicultades, podemos estar se-guros de que en algn lugar el enemigo contina construyendo sus paradigmas de poder y que mi-llones de colaboradores ven posible la aplicacin de estos paradigmas. Atacar a esta trama y a las personas que la llevan a cabo signica librarse de la responsabilidad que acaba cayendo sobre todos aquellos que al no atacar se convierten en cm-plices de la realizacin de aquellos proyectos del poder. Pero por qu esta responsabilidad deriva del no actuar, del dejar que las cosas continen as, es decir, de no afrontar hasta el nal las conse-cuencias represivas inevitables de una accin por fuerza violenta?, por qu razn esta valoracin moral debe considerarse evidente? Esta pregunta es importante. De hecho, puede ser perfectamen-te que el propio hecho de no participar, de abste-nerse (por ejemplo, limitndose a no votar) pueda ser considerado una forma suciente de cortar el cordn umbilical de esa responsabilidad. De he-cho estamos, en este caso, frente a una verdadera accin positiva dirigida a entorpecer el mecanis-mo represivo o de gestin que nos domina. Pienso que las personas han de sentirse responsables (y

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    no ser juzgadas responsables por alguien) solo de lo que saben. Si alguien est completamente con-vencido de que basta (supongamos) con no votar para sentirse libre de su crimen participativo en relacin a las instituciones, entonces es justo que de buena fe se considere libre de cualquier res-ponsabilidad. Pero qu persona que est apenas informada sobre la realidad que nos afecta puede llegar a estas conclusiones sin rerse de s mismo? A medida que tome conciencia de la realidad de la sociedad en la que vive, se documente y se ponga al da, ms insurgir su corazn contra los paliati-vos que la mente racional haba encontrado para acallar la conciencia. Solo que a menudo nues-tros intereses cotidianos la familia, la carrera, el dinero, etc. hacen de velo y nuestros esfuerzos para quitarlo casi nunca son los adecuados para revelar la luz deslumbrante que ste esconde. Al nal nos convencemos de que los nicos respon-sables de la explotacin y la opresin son solo los explotadores y los opresores, y girndonos hacia otro lado, continuamos nuestra siesta.

    Nosotros, por principios, estamos en contra de la violencia, y por este motivo queremos que la lucha social, mientras la haya, se humanice lo mximo posible. Pero de ninguna manera esto signica que la lucha tenga que ser menos enrgica y menos radical, es ms, creemos que las medias medidas tienden a prolongar inde-

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    nidamente la lucha, a hacerla estril y a pro-ducir, en n, una cantidad todava ms grande de esa violencia que se quiere evitar. Tampoco signica que nosotros limitemos el derecho de defensa a la resistencia contra la agresin ma-terial e inminente. Para nosotros el oprimido se encuentra siempre en un estado de legtima defensa y tiene siempre pleno derecho a re-belarse sin tener que esperar a que se le fusi-le, y sabemos muy bien que muy a menudo el ataque es el mejor mtodo de defensa. Y aqu entran en cuestin los sentimientos, y para m los sentimientos cuentan ms que cualquier razonamiento.

    Fede28 de octubre de 1923

    De lo que he dicho antes, considerando el con-junto de las reexiones presentadas, puede parecer que yo quero sostener una predileccin personal por la violencia. El oprimido y son las palabras exactas de Malatesta precisamente porque lo es, se encuentra siempre en un estado de legtima defensa. En otros trminos, ste est legitimado moralmente a rebelarse, y esto sin que de la otra parte la represin sea llevada al extremo, es decir, que la situacin objetiva en la que vive el opri-mido llega a alcanzar un estado intolerable. Este punto es importante, arroja una luz consistente sobre la decisin del rebelde de atacar al enemigo

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    que lo reprime. No es indispensable que ste se encuentre con el agua al cuello, es decir, que le disparen. Pero entonces, qu es lo que hace falta? La respuesta es evidente, hace falta que l se apro-pie de la conciencia de la situacin en la que se encuentra, es decir, que adquiera la capacidad de leer entre las lneas ideolgicas que el poder crea para enredar antes de oprimir o suprimir. Por lo tanto, ms se desarrolla esta profundizacin y ms penetra entre las lneas interesadas del represor de turno, ms la rebelin se desencadena, aunque en la aparente condicin de tolerabilidad represiva puesta en prctica por el poder. Por otro lado, muy a menudo hemos visto como la conciencia revo-lucionaria, a medida que se desarrolla, tiene como objetivo atacar al enemigo, que con la propia accin represiva le ha dado vida y como tarde o temprano acaba al no llegar a la determinacin de este ata-que por morderse a s misma. A veces esto pue-de llevar a un extremismo muscular que interpreta que todo se puede reconducir a una cuestin de fuerza militar. Quien cae en este error acepta como terreno del enfrentamiento de clases el elemento que normalmente es privilegio del poder. Una pro-longacin de la intervencin violenta, en condicio-nes que no son revolucionarias, produce un cierre del mundo en el que acta el rebelde y una exacer-bacin de la especializacin de las intervenciones. Estas dos orientaciones son rpidamente captadas

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    por el poder que sabe muy bien como intervenir. La intensicacin de las acciones violentas realizadas por una minora de rebeldes no corresponde necesaria-mente con un aumento del proceso de rebelin. Este ltimo aspecto est atado a otras condiciones, de las cuales la mayor parte son de naturaleza econmica y que la rebelin solo puede evidenciar pero no promo-ver. Podemos entonces encontrarnos de frente a un progresivo aislamiento de la rebelin y a la necesidad de un autoreconocimiento. En otras palabras, las ac-ciones de ataque se intensican para seguir existiendo como entidad de rebelin dotada de una cierta con-ciencia revolucionaria y de un proyecto ms o menos especco en sus detalles. Continuando en esta direc-cin, la realidad se nos escapa completamente de las manos y la visin especialista tiende a reproducirse en la propia ptica militarista. Si el oprimido tiene siem-pre derecho a rebelarse, la conciencia revolucionaria necesaria para que esta rebelin se transforme en un hecho real lo debe asistir hasta el nal, es decir, tiene que indicar tambin los limites y el signicado de las acciones que toma.

    Los anarquistas carecen de hipocresa. La fuerza hay que rechazarla con la fuerza: hoy contra las opresiones de hoy; maana contra las opresiones que podran intentar sustituir a las de hoy.

    Pensiero e Volont, 1 de septiembre de 1924

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    Malatesta no se hace ilusiones de que los anar-quistas sern los nicos en hacer la revolucin, que la prxima revolucin ser la denitiva, la so-cial, la anarquista. Sabe que casi seguro podra ser indispensable tener que volver a combatir contra los futuros opresores. Hoy sabemos que esta pers-pectiva tiene mucho fundamento, porque muchos se hacen ilusiones con poder utilizar claro que de manera diferente las fuerzas productivas del capital; cosa de la cual dudamos rotundamente. Enseguida, muchos de los supuestos revolucio-narios una vez desempolvada la propia voca-cin represiva intentarn gestionar la cuestin pblica en nombre de sus propios intereses y sus propias ideologas. Contra estos la lucha ser, irre-mediablemente, la continuacin de la precedente, igual de feroz y difcil. Muchos han deducido de esta perspectiva que, siendo los anarquistas (ms o menos) la voz en el desierto, tanto vale que se dediquen a esto: a hacer de Casandra, sin ensu-ciarse mucho las manos en el barro de las cosas concretas, de los ataques destructivos a realizar, empezando por el ahora y no aplazndolos para maana, ya que tarde o temprano estaran obliga-dos a retomar el anlisis critico de los resultados alcanzados y a recomponer la organizacin de lu-cha precedente. En otras palabras, al no poder ser plausiblemente la propia revolucin (aqu razona-mos a lo grande) la buena, es necesario mantener-

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    se alejados esperando con el bolgrafo rojo para subrayar los (inevitables) errores de los dems. Si esto es vlido para la revolucin, pensad en las luchas parciales, en las llamadas luchas interme-dias. Pensad en cada insurreccin individual que no puede evitar empezar en un punto cualquiera de la lucha de clases.

    [Rerindose a los hechos del Diana] Yo dije que esos asesinos son tambin santos y hroes; y contra esta armacin protestan esos ami-gos mos, en honor a esos que ellos llaman los hroes y los santos verdaderos que, por lo que parece, no se equivocan nunca. Yo solo puedo conrmar lo que dije ya basta con las sutile-zas. Lo importante es no confundir los hechos con las intenciones, y al condenar lo negativo no olvidarnos de reconocer las buenas inten-ciones. Y esto no solo por respeto a la verdad, no solo por piedad humana, sino tambin por razones de propaganda, por los efectos prc-ticos que nuestro juicio puede producir. Hay y habr siempre, mientras continen las con-diciones actuales y el ambiente de violencia en el que vivimos, personas generosas, rebeldes y sper sensibles, pero carentes de capacidad de reexin, que en ciertas circunstancias se dejan llevar por las pasiones y golpean a ciegas. Si nosotros no reconocemos altamente la bon-dad de sus intenciones, si no distinguimos el error de la maldad, perderemos toda inuencia

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    moral hacia ellos y los abandonaremos a sus ciegos impulsos. Si en cambio rendimos ho-menaje a su bondad, a su coraje, a su espritu de sacricio, nosotros podremos llegar a su in-teligencia por el camino del corazn y hacer que ese tesoro de energa que est en ellos pue-da ser utilizado a favor de la causa de manera inteligente, buena y til.

    Umanit Nova 24 de diciembre de 1921

    El rebelde insurge y apuntando contra el enemigo mata a inocentes. Esto sucedi en el teatro Diana en 1921, pero ahora mismo estoy pensando en el ataque de Gianfranco Bertoli1 contra la comisara de Miln en la calle Fatebenefratelli y en los muer-tos que su bomba dej en la calzada. El razona-miento de Malatesta es calmo pero determinante, es un razonamiento responsable que no cae en la histeria. Concentra la atencin hacia los compa-eros autores de dicho acto, les conoce, sabe que son buenos compaeros y que se han equivocado. Sabe que cometer errores es algo que puede su-

    1. El 17 de mayo 1973 Gianfranco Bertoli arroj una grana-da de mano en el patio del cuartel de la polica en la calle del hospital Fatebenefratelli en Miln, durante la inauguracin de un busto en memoria de Comisionado Luigi Calabresi, al que asisti el entonces ministro del Interior, Mariano Ru-mor. La bomba no alcanz al ministro, que ya se haba ido, pero mat a 4 personas e hiri a otras 45. (N. del T.)

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    ceder. Bertoli lanza su bomba dentro de la puerta de la comisara, pero un polica la rechaza dndole una patada y sta explota entre la gente que haca cola para hacer tramites administrativos. En aquel momento no conociendo a Bertoli y analizando su autobiografa publicada en el peridico Gen-te yo mismo haba denido condenable su accin pues no haba manera de individuar en la historia de su vida las caractersticas de un indivi-dualista stirneriano, como pareca que l mismo se declaraba. Fue casi treinta aos ms tarde que pude corregir mi error cuando, al haber entablado una correspondencia epistolar con l, conoc mejor al compaero y vi sus virtudes, las cuales no apa-recan en dicha autobiografa. Malatesta tiene los conocimientos oportunos, sabe que Mariani, Agu-ggini y los dems son compaeros conocidos y de ar, es decir, sabe que se encuentra de frente a un lastimoso error y afronta este delicado argumento. Lamenta y se aige por los muertos pero tambin lamenta y se aige por la suerte de los compae-ros, por la responsabilidad que han asumido y que estn dispuestos a sostener pagando delante de la as llamada justicia. Lo que cuenta, dice, son las intenciones. Pero las intenciones no eran pavi-mento dellinferno2? Claro, es justamente esto lo que

    2. Pavimentacin del inerno en castellano. Cita de Dante Alighieri, que signica que a menudo los mtodos justican

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    arma la moral burguesa, siempre lista a aferrarse a los efectos, a analizar los resultados y a colocar su juicio sobre el metro de la economa. Esta colora-cin moral la encontramos a veces entre los mismos anarquistas, los cuales han llegado a preguntarle a Mariani y a Bertoli: A quin puede beneciar este tipo de accin?. Solamente a la represin. Ah tene-mos la respuesta. Y a partir de este punto, la conclu-sin se extiende descaradamente. La represin es la que siempre se benecia de cada accin que preten-da atacar al enemigo, que pretenda hacer sentir ms cerca justo en sus orejas el gesto evidentemente poco amistoso del rebelde. Cuntas son las declara-ciones de exencin que puntualmente se presentan de frente a cualquier acontecimiento que se sale un poco de las las de la ortodoxia de la opinin? Con-tarlas no le interesa a nadie. Seguramente sean una seal de sutilesa poltica, pero tambin de miopa moral. Malatesta, por el contrario, corre el riesgo de bajar al inerno y habla de las intenciones. Sabe que stas no salvan de la responsabilidad (moral) a los asesinos porque de asesinos se trata pero sabe tambin que callarse o, aun peor, agregarse a las reprimendas de los tartu3, negara el mismo

    el n, y que se justican las acciones ms crueles y moral-mente reprochables con la excusa de que todo eso se hace con un n noble o por una buena causa. (N. del T.)3. Un tartufo es en castellano una trufa. Se reere a un

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    principio propagandista de la anarqua militante, negara todos los esfuerzos que cada da hacemos para convencer a la gente de la necesidad de rebe-larse y atacar al enemigo que oprime y explota.

    McKinley, el jefe de la oligarqua norteameri-cana, el instrumento y defensor de los grandes capitalistas, el traidor de los Cubanos y Fili-pinos, el hombre que autoriz la masacre de los huelguistas de Hazleton, las torturas de los mineros de Idaho, y las mil infamias que cada da en la repblica modelo se cometen contra los trabajadores, ese que representaba la poltica militarista, conquistadora, imperialis-ta, en la que se ha lanzado la gorda burguesa americana; ha cado vctima del revlver de un anarquista. De qu queris que nos apenemos, si no es por la suerte reservada al generoso que, oportuna o inoportunamente, con una buena o mala tctica, se ha dado en holocausto a la causa de la igualdad y de la libertad? Lo re-petimos en ste como en todos los momentos anlogos: visto que la violencia nos rodea por todos lados, nosotros, continuamos luchando con serenidad para que se acabe esta horrible necesidad de tener que responder a la violen-cia con violencia, aunque deseando que venga pronto el da en que los antagonismos de inte-

    personaje de Molire, tpicamente hipcrita y moralmente subterrneo. (N. del T.)

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    reses y de pasiones entre las personas se podrn resolver con medios humanos y civiles, guar-damos nuestras lagrimas y nuestras ores para otras personas que no sean estos personajes, los cuales, metindose a la cabeza de las clases explotadoras y opresoras, asumen la responsa-bilidad y se enfrentan a los riesgos de la propia posicin. Pero ha habido anarquistas que han encontrado til y bonito el insultar al oprimi-do que se rebela, sin tener una sola palabra de reprobacin para el opresor que ha pagado el precio de los delitos que haba cometido o dejado que se cometieran! Es una aberracin, un insano deseo de obtener la aprobacin de los adversarios, o es incauta habilidad que quisiera conquistar la libertad de propagar las propias ideas, renunciando espontneamente al derecho de expresar el verdadero y profun-do sentimiento del animo, es ms, falsicando este sentimiento ngiendo ser diferentes de como uno es? Lo hago con pesar, pero no pue-do evitar manifestar el dolor y la indignacin que me ha producido a m y a los compaeros que en estos das he tenido ocasin de ver, las palabras imprudentes que LAgitazione ha dedicado al atentado de Bualo. Czolgosz es un inconsciente! Pero ellos, le conocen? Su acto es un delito comn que carece de los atributos indispensables para que un acto similar pueda denirse como poltico!. Creo que ningn scal, por regio o republicano que sea, osara armar algo as. De hecho, hay al-

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    gn motivo para juzgar a Czolgosz empujado por intereses o rencores personales?... Ya, es impropio hablar de delito en casos similares. El cdigo lo hace, pero el cdigo est hecho contra nosotros, contra los oprimidos, y no puede servir de criterio a nuestros juicios. Es-tos son actos de guerra; y si la guerra es delito, lo es para quienes en ella estn de parte de la injusticia y de la opresin. Pueden ser, o son, delincuentes los ingleses invasores del Trans-vaal; no lo son los Boeri cuando deenden la propia libertad, aunque la defensa fuese sin la esperanza de vencer. El acto de Czolgosz (podran contestar los de LAgitazione) para nada ha hecho avanzar la causa del proletaria-do y de la revolucin; a McKinley le sigue su smil Roosevelt y todo queda igual que antes, a parte de que la situacin es ahora un poco ms difcil para los anarquistas. Y puede ser que LAgitazione tenga razn; es ms, en el mbito estadounidense, por lo que yo se, me parece probable que as sea. Esto quiere decir que en la guerra hay acciones acertadas y otras equivocadas, hay combatientes sagaces y otros que dejndose transportar por el entusias-mo se ofrecen al enemigo como blanco fcil o bien comprometen la posicin de los com-paeros; esto signica que cada uno tiene que aconsejar, defender y practicar la tctica que considere ms adecuada, para alcanzar la vic-toria en el ms breve tiempo y con el menor de los sacricios posibles; pero no puede alterar

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    el hecho fundamental y evidente de que quien combate, bien o mal, contra nuestro enemigo o con nuestras mismas intenciones, sea nuestro amigo y tenga derecho, desde luego, no a nues-tra incondicional aprobacin, pero s a nuestra cordial simpata. Que la unidad combatien-te sea un colectivo o un individuo solo, no cambia nada al aspecto moral de la cuestin. Una insurreccin armada hecha inoportuna-mente, puede producir un dao real o apa-rente a la guerra social que nosotros comba-timos, como lo hace un atentado individual que sacude el sentimiento popular; pero si la insurreccin est hecha para conquistar la libertad, ningn anarquista le negar su simpata, ninguno, sobre todo, osar negar el carcter de combatiente poltico-social a los insurgentes vencidos. Por qu tendra que ser diferente si el insurgente es solamente uno? LAgitazione ha dicho bien que los huelguistas tienen siempre razn, y lo ha dicho aunque sea evidente que no todas las huelgas sean aconsejables porque una huelga que no sale bien puede, en ciertas cir-cunstancias, ser causa de desanimo y disper-sin de las fuerzas obreras. Por qu lo que es cierto en la lucha econmica contra los patrones no lo es en la lucha poltica contra los gobernantes, que con el fusil del soldado y las esposas de los gendarmes quieren ha-cernos siervos de ellos mismos y de los capi-talistas? Aqu no se trata de debatir sobre la

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    tctica. Si de ello se tratara, yo dira que pre-ero la accin colectiva a la individual, por-que con la accin colectiva que requiere cualidades medias bastante comunes ms o menos se puede contar, mientras no se puede contar con el herosmo excepcional y de naturaleza propia espordica que re-quiere el sacricio individual. Se trata ahora de una cuestin ms alta: se trata del espritu revolucionario, se trata de aquel sentimien-to casi instintivo de odio contra la opresin, sin el cual no tiene ningn sentido la letra muerta de los programas, por ms libertarios que sean los propsitos armados; se trata de aquel espritu de combatividad, sin el cual incluso los anarquistas se dejan domesticar y van a parar, por una u otra va, al pantano del legalismo... Es estpido, para salvar la vida, destruir las razones del vivir. De qu sirven las organizaciones revolucionarias si se deja morir el espritu revolucionario? Para qu la libertad de propaganda, si ya no se propa-ga lo que se piensa?

    LAgitazione22 de septiembre de 1901

    Respondiendo a Luigi Fabbri, que haba denido el asesinato del presidente estadounidense como un acto inclasicable y una mala accin incons-ciente, se preocupa antes que nada de sostener con rmeza la legitimidad de cualquier ataque contra

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    el opresor. Es precisamente en el anarquista que atenta en quien piensa y no en las consecuencias represivas que el acto en cuestin habra inevita-blemente desencadenado. No toma distancia, se coloca enseguida del lado del rebelde. Se convierte en partidario de la violencia para que la violencia pueda acabar lo antes posible, para que pueda aca-bar la necesidad de responder a la violencia con violencia. Lamenta que algunos anarquistas hayan podido insultar al oprimido que se rebela, y dene este comportamiento como un deseo malsano de obtener los aplausos de los adversarios. He aqu un punto sobre el cual tendramos que detener nues-tra reexin. No hay nada que el enemigo pueda compartir con nosotros en esta guerra de clases; no hay ni reglas ni honor de las armas. Puede que ms feroz que la propia represin material sea la que se cumple haciendo recurso a la mentira, a la desinformacin, a las calumnias. El enemigo ataca ponindonos fuera de la ley (preventivamente) y fuera de la lgica (sucesivamente). Arma que cada rebelin hacia las autoridades constituidas es ir contra las leyes hechas expresamente para garan-tizar la convivencia comn, no entiende como pue-de suceder todo esto, como puede haber personas que no compartan el mejor de los mundos posibles, el nico mundo que de todas maneras se puede perfeccionar a travs de las mejoras y reformas. El hecho es que la lgica de la rebelin no le pertene-

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    ce, es un asunto del todo incomprensible para l, y con esto hay que resignarse. No podemos atacarle y pretender que el poder comparta las reglas de este ataque, porque se trata de un ataque que sigue re-glas diferentes de las que sustentan los procesos de la violencia opresiva. Si nos convencemos de ello acabaremos dndonos cuenta de que nuestras ac-ciones de ataque contra el poder son ilgicas. No tiene sentido es decir, no tiene sentido para la lgica del poder y de la gente conformista que es cebada por el poder que Czolgosz dispare a Mc-Kinley, si a cualquier McKinley le puede sustituir un Roosevelt. Y que esta consideracin sea hecha por el enemigo es ms que justo, pero lo que due-le es que muy a menudo sea hecha por no pocos compaeros. Qu sentido tiene tirar un poste, o mil doscientos (que son los que se han derribado en Italia en los ltimos quince aos), si luego la Enel4 construye otros tantos y encima rpidamen-te? Qu sentido tiene tanto empeo si ese empe-o se reduce solo en desinar el globo del hijo del mariscal? Para entender cual puede ser el sentido de los pequeos ataques difundidos en el territorio, es necesario aceptar una lgica diferente de la l-gica de los patrones y del poder. Pero aceptar una lgica diferente a menudo entra en conicto con lo ms cercano a nuestra manera de ser, es decir, entra

    4. Compaa de la luz en Italia. (N. del T.)

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    en conicto con nuestra forma de pensar. Nosotros somos lo que pensamos y pensamos lo que somos. Podemos ciertamente pensar algo que nunca hare-mos o seremos, pero este pensamiento no perma-nece demasiado tiempo en nuestra mente; como una fantasa del sbado por la noche, se desvane-ce a la primera luz del lunes. Malatesta habla de combatientes sagaces o menos sagaces, de los que frenan el propio entusiasmo y de los que se dejan llevar por ste, pero no se da cuenta de que la va-loracin se hace con una unidad de medida que no nos pertenece. Cuando nos movemos en la accin que intenta acercarse al enemigo lo mximo posible para llegar a inquietarlo en sus certidumbres, cada clculo de conveniencia, cada valoracin tctica, cada conocimiento tcnico y cada profundizacin terica pueden asistirnos, pueden estar todos de nuestro lado e iluminarnos el camino, pero el ltimo tramo, ese que levanta el nimo de las demoras nales, que todo aprieta en los momentos en que se supera la propia fractura moral, lo debemos recorrer solos. Aqu cada uno est solo con la propia coherencia moral, con la propia conciencia revolucionaria, con el propio deseo de acabar con la opresin y la explotacin. Que im-porta si de la accin sale un gesto aproximativo, algo que la luz lgica de la deslumbrante no-contradicto-riedad valorar como una mala accin inconscien-te? Somos nosotros los que hemos hecho esa accin, somos nosotros los que hemos tomado la responsa-

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    bilidad, no solamente de la accin en s, sino tambin de todas las valoraciones de conveniencia, de tctica, etc. Y somos nosotros los que hemos decidido llevarla a cabo. Nuestra accin, en el fondo, es lo que somos nosotros mismos.

    Trieste-Catania noviembre de 2003

  • Nota de la editorial

    Hay algo que hace que tanto Malatesta como Bonanno, ms all de las diferencias y similitudes entre ambos, sean objeto de respeto y controversia. Ambos provie-nen de Italia, ms particularmente de la regin del sur, y son referentes tericos para muchxs libertarixs de todo el planeta. Quizs lo ms importante es que los dos, a diferencia de otros tericos revolucionarios, nunca separaron la teora de la prctica, las ideas de los hechos. Nunca se han contentado con la comodidad del terico, del burcrata de las ideas. Son las acciones las que cuentan y las palabras sin acciones duran muy poco, de lo contrario, sern las palabras que mutan len-ta o rpidamente hasta que puedan sobrevivir por si mismas, ridas y fras, superciales y falsas, sin necesi-tar ninguna accin, es ms, matndola, junto a toda pa-sin y vitalidad. Tanto Malatesta como Bonanno han sabido atacar lo existente sin hacer separaciones entre sus pensamiento y sus actos, as como ambos compren-dieron que siempre hay algo que hacer, que siempre se puede atacar. Nunca podemos perder la imaginacin y pensar me voy de vacaciones porque ahora mismo no hay nada que tenga sentido hacer, no hay nada que pue-da llevar a cabo. Eso, sobre todo, por el simple hecho de que aquellos que estn del otro lado de las barrica-das nunca pararn por propia iniciativa, siempre segui-rn masacrando y queriendo masacrar. Mientras tanto el sistema seguir teniendo puntos dbiles, unos nudos vitales que los insurrectos podemos golpear con mayor o menor facilidad, pero podemos golpear. Sus palabras han

  • sido como los truenos de sus rayos, y eso los llev a que sufrieran a lo largo de sus vidas, repetidas veces, las garras de la represin. Bonanno se encuentra desde octubre de 2009 en la prisin de Korydallos (Atenas) en Grecia, acusado de participar en la expropiacin de un banco junto al anarquista griego Christos Stratigopoulos. Las condiciones carcelarias que ambos enfrentan son ex-tremadamente duras, considerando adems los 73 aos y el delicado estado de salud de Bonanno. Se rumorea que es el preso con mayor edad actualmente encarce-lado en Grecia.

    Barcelona, verano de 2010

    Se puede escribir al compaero a la siguiente direccin:

    Alfredo M. BonannoFilakes Solomou 3-518110 KorydallosAtenasGrecia

    De Malatesta se pueden conseguir en castellano, ademas de folletos, varias recopilaciones de textos, entre ellas una llama-da Escritos (Fundacin Anselmo Lorenzo, Madrid 2002) y la recopilacin de Vernon Richards, Malatesta. Pensa-miento y accin revolucionarios (Utopa libertaria, Buenos Aires 2007).

    De Bonnano en castellano estn los folletos La tensin anarquista y El placer armado, entre otros, y los libros No podris pararnos (Klinamen, Madrid 2005), Encerradxs bajo llave (Anomia, Barcelona 2009), Crtica de los mtodos sin-dicales (Aldarull, Barcelona 2010). Muchos de sus textos tam-bin se consiguen en Internet.