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1 Antonio Castellote

Fabricación británica

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Antonio Castellote

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Antonio Castellote

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Capítulo I

CAMPANADAS A MUERTOS

Los muertos me han sacado muchas veces de situaciones embarazosas. Hace casi ya

cuarenta años, el 20 de junio de 1837, yo estaba en Londres, en un salón pomposo de

Primrose Gardens, de pie y con una mano apoyada en el respaldo de la silla donde mi

tía Margaret trataba de contener las lágrimas. Asistíamos a una serenata de clavecín que

ofrecía la señorita Florence en la casa de su familia. Cuando me podía el cansancio,

cambiaba de mano y de sillón y de tía, porque a mi derecha estaba sentada tía Holly,

que no lloraba pero no perdía ripio de nada. Tía Margaret era más anciana y vulnerable,

más desinteresada y sentimental, pero tía Holly, con la boca prieta, tiesa sobre la silla de

respaldo torneado, miraba de hito en hito y se repasaba las sortijas de los dedos como si

fuesen cálculos de un contador.

Era mi presentación en familia y el último trámite antes de que la señorita Florence

y yo anunciásemos a la familia nuestro compromiso matrimonial. Después ya sólo que-

daría que los novios hablásemos un rato a solas, pues no lo habíamos hecho nunca, y

que mi tía Holly se sentase a negociar con el señor Owen los ribetes económicos.

En aquellos momentos yo estaba convencido de que me tenía que casar. Mis tías ya

estaban muy viejas. Tía Margaret se limitaba a recordar a sus antepasados y a lloriquear,

pero tía Holly llevaba mucho tiempo preocupada por el nombre de la familia. Se habían

ocupado de mí desde la muerte de mis padres. Vendieron la mansión de Plymouth para

llevarme a Eton, y las tierras de Tintagel para llevarme a Oxford, y a pesar de todo no

les importó que yo regresase con un título de abogado debajo del brazo y la determina-

ción irrevocable de ser pintor. De hecho, me facilitaron el aprendizaje posando para mí,

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ellas y todas sus amistades, en los largos veranos de Plymouth, llenos de paz y decrepi-

tud, aunque por las noches pintase también las caras de la servidumbre y de tipos que yo

me encontraba de ronda por las tabernas del muelle.

El resto del año, en Londres, yo me dedicaba al romanticismo, a una vida crápula

que a mí nunca dejó de resultarme incómoda. A los veinticinco años ya era un retratista

de salón bien conocido en los alrededores de Hamstead Heath, y por vez primera un

retrato mío, el de la señorita Austen, colgó en un escaparate de Southwark. Aquel día,

en un solemne acto de agradecimiento, entregué a tía Holly las pocas guineas que me

había dado el galerista por la venta del cuadro. Tía Holly me miró con su boca sin la-

bios, y me dijo, muy seca:

–Guárdate ese dinero y ven conmigo. Tenemos que hablar.

Fue aquella la primera vez que oí el nombre de Florence Owen. Tía Holly no se an-

duvo por las ramas. La situación era desesperada. Ya solo nos quedaba aquella casa,

pero las rentas que seguían viniendo de Cornualles apenas daban para mantenerla. Sólo

nos quedaba el nombre. El tío William, entonces primer ministro del gobierno, no que-

ría saber nada de nosotros, en parte porque nunca soportó a la familia de mi madre y en

parte porque siempre estaba muy ocupado. Y tía Holly era demasiado orgullosa para

presentarse en Downing Street a pedir una pensión para ella o una embajada para su

sobrino en algún lugar remoto del imperio.

En esas circunstancias, dijo tía Holly, lo mejor, “y el único agradecimiento posible”,

era emparentar con alguien solvente.

–Charlie, hijo mío, te tienes que casar.

–Sí, tía Holly, como tú quieras.

Nunca suelo plantearme en serio las cosas hasta que suceden, y en aquellos momen-

tos lo importante era no enfadar a tía Holly. Al ver mi actitud blanda y sumisa, ella me

aseguró que había pescado un buen partido.

–Es un empresario escocés, bruto como todos los escoceses, pero no hasta el extre-

mo de no haber dado a su hija una refinada educación. Te encantará hablar con ella.

Conoce muy bien a los clásicos y cuando habla de pintura no dice tonterías. A su padre,

como te puedes imaginar, lo único que le importa es que tu tío William venga a la boda

–dijo tía Holly.

Todavía conservo un autorretrato de aquella época. Yo era un joven pálido y de ojos

caedizos, con sotobarba y bigotillo y abultados rizos a los lados de la raya. Usaba levita

corta y pantalones de montar, y una chistera negra. Las botas altas y un lazo al cuello

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algo florido era lo que más me haría pasar por un artista de la época. Pero luego, en esos

ojos medio cerrados, en esos labios húmedos y caedizos se adivina que mi sensibilidad

no es la de los héroes.

Entonces a mí me parecía bien pasar el resto de mi vida pintando por las mañanas,

así que la tarde de Primrose Gardens yo asistía con paciencia al espectáculo de mi pro-

pia claudicación. Florence era alta, blanca y rígida. Llevaba el pelo recogido en una

especie de toca monjil que después, con el advenimiento de la reina Victoria, tan popu-

lar llegó a ser entre las clases medias. Me pasé la tarde tomando apuntes mentales para

un camafeo: su escote cuadrado, cubierto de blondas y festoneado de puntillas, su nariz

en punta, como si quisiese abandonar un continente tan recatado, y las manos de pianis-

ta, es decir, toscas, gordezuelas y como descoyuntadas, que era donde yo veía el alma

férrea de Florence, sus horas de ensayo, su adaptación al clavecín. Sus padres, sus tíos y

todos los parientes del pueblo que asistían apoyados en la pared vibraban con los dedos

de Florence cuando tejían aquellas fugas, y a mí, de un modo bastante leve, me cautiva-

ban las aletas de su nariz, que se hinchaban para dominar aquel torrente de semifusas y

en esa hinchazón yo veía que dentro de aquel cuerpo nacarado latía un corazón sensible.

Cuando terminaron los aplausos, la madre de Florence, una señora muy campechana

(mi tía lo diría de otro modo) cogió a Florence del brazo y la levantó del taburete. Flo-

rence miraba al teclado, como corresponde a una escena de pudor. La madre, sin em-

bargo, gritó en medio de la sala.

–¡Oiga!, ¡Joven, psch, oiga! –bramó.

Yo me había inclinado para escuchar los comentarios de tía Margaret. Tía Holly, al

escuchar los berridos de la señora Owen, sintió la puñalada de la traición a sus antepa-

sados, y me susurró al oído:

–Mira a ver qué quiere la neurasténica esa, por favor.

Entonces yo saludé con la mano que llevaba a la espalda y me apresuré con mucho

aparato de agradecimiento a llegarme hasta ella.

–Verdaderamente, señorita Owen, no es habitual que un pequeño concierto de aga-

sajo se convierta en semejante obra de arte. No tengo palabras, la verdad –dije, y me

incliné a besar su mano.

–¿Te ha gustado? ¡Pues hala! –dijo la madre, mientras Florence apartaba la mirada

del teclado para dedicarme una sonrisa diminuta–, ¡iros al jardín a comentarlo un rato,

hala, hala!

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Todos celebramos la gracia de la señora Owen. Mi tía Holly estaba roja de ira, pero

se tenía que aguantar. Los parientes del pueblo sonreían por debajo de la nariz. Eran

todos morrudos, narigudos, orejudos, y enseñaban los dientes mellados como si Floren-

ce y yo fuésemos a escondernos detrás de un seto. Tía Holly se sobrepuso al berrinche y

puso las cosas en su sitio.

–Sí, bajad, hijos míos, bajad. La señora Owen y yo estaremos encantadas de sentar-

nos junto a la ventana para veros pasear. ¿Verdad, señora Owen?

–Uy sí sí. ¡Richard, Richard, trae un par de sillas aquí a la ventana, y el butacón ese

de pelo, para que se siente la abuela!

La abuela era mi tía Margaret.

Florence y yo bajamos a pasear sobre la grava. Se había nublado y Florence llevaba

la sombrilla recogida. Caminaba como si yo estuviera marcando el paso de una proce-

sión. Al principio pensé que estaba más pendiente de mis pies que de mis palabras.

–Quizá no esté de más decir que está siendo una velada muy agradable, y que usted

ha interpretado a Bach como los mismísimos ángeles, señorita Florence –dije yo, por

decir algo.

–Sí –dijo la señorita Florence–. Me he despellejado las manos ensayando. Mi padre

siempre se empeñó en que tocase muy bien el piano, por si nadie me quiere por esposa y

me tiene que vender a un circo, supongo...

Nada más decir esas palabras llegamos al final de los arriates, nos dimos la vuelta y

vimos que mi tía y su madre nos miraban asomadas al ventanal. Entonces nosotros se-

guimos sonriendo con gestos protocolarios, pero la conversación cambió de tono.

–En fin –dijo Florence, mientras hacía rodar la sombrilla con sus toscas manos vir-

tuosas–, usted también puede exhibir sus habilidades, ¿no es así? ¿Cómo es que no ha

traído unos cuantos cuadros suyos para que la reunión hubiese parecido ya directamente

una subasta?

–Estas cosas son así –dije yo.

Florence rompió a reír y a tapar la carcajada con la mano libre, de la que colgaba un

bolsito. Yo hice lo propio, mientras arrancaba una hoja de aligustre.

–Dejémonos de pamplinas –dijo Florence, mirando al cielo, como si estuviera

hablando de las nubes–. He visto sus cuadros, señor Lamb. Y antes de casarme con us-

ted me gustaría saber si es usted un buen pintor o un retratista de pacotilla. Me gustaría

llevar uno de sus cuadros, el que usted prefiera, a un amigo mío que entiende mucho de

arte, y diga usted algo ahora porque parece que le estoy contando mi vida.

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–Me parece muy razonable. Yo también tengo un amigo al que me gustaría enseñar-

le sus manos.

–Ja, ja, ja –estalló la señorita Owen–. Es usted un bastardo, señor Lamb, pero si es

un buen pintor, a mí me da lo mismo. Yo mi vida ya la tengo resuelta.

–¿Cómo se llama su amigo? –le pregunté, mientras pasábamos junto al angelote

mohoso de la fuente.

–Tadeus Hunt.

–¿Tadeus Hunt?

–¿Lo conoce?

–¡Naturalmente que lo conozco! ¡Tadeus Hunt es el marchante más importante de

todo Londres!

–Quizá si sonriese un poco no parecería que estamos hablando en serio –insistió la

señorita Owen, volviendo a mirar al cielo.

En ese momento, las campanas de la ciudad comenzaron a sonar a muertos, y las

nubes negras, excitadas por los lúgubres badajos, empezaron a derramar su lluvia. Yo

me quité la levita y la puse por encima de Florence, a un palmo de su peinado, en una

posición algo ridícula porque Florence era muy alta.

Volvimos al salón sacudiéndonos las gotas entre risas y grititos de sorpresa. En el

salón todo el mundo estaba muy serio, paralizado en sus butacas. Las campanas seguían

retumbando en los cristales. Junto al piano, el padre de Florence, un tipo achaparrado y

con cara de borracho, jugueteaba con la leontina del reloj.

–¿Sucede algo? –dijo Florence.

–Ha muerto Su Majestad. Debemos aplazar la boda –dijo, muy seca, tía Holly.

–¡Oh, sí!, ¡oh, sí! –sollozaba tía Margaret–. ¡Guardemos luto por Su Majestad!

El escocés con cara de borracho se acercó entonces hasta donde estábamos, gotean-

do, Florence y yo. Se quitó el puro de la boca y me señaló con él:

–Si tu tío William es confirmado como primer ministro, ya volveremos a hablar de

vuestro matrimonio. Ahora diles a tus tías que ya se pueden largar.

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Capítulo II

SANGRE Y CIELO

Tadeus Hunt era un tipo cetrino, calvo, con espejuelos, las orejas de punta y

grandes dientes amarillos. Tenía unas piernas extraordinariamente largas, el tronco es-

trecho, fajado por chalecos de fantasía, y unos brazos como ramas en un cuento de te-

rror. Su rostro céreo, de nariz aquilina y labios húmedos y oscuros, mantenía un aire de

fastidio, como de una úlcera sangrante que nunca terminase de cerrar.

Algunas semanas después de la muerte del rey Guillermo y la suspensión de mi

precipitada boda, un lacayo con falda escocesa me vino a traer un billete. La caligrafía

de Florence, perfecta y delicada como sus fugas de clavecín, me había anotado las señas

de Hunt. No me indicaba fecha ni hora, tan sólo que fuese a visitarlo.

Hunt se había ganado fama de inaccesible. No aceptaba en su casa jóvenes artis-

tas, incluso algunos pintores consagrados se las veían en cuentos para llegar hasta él. Su

cuadra de pintores era, sin embargo, la más selecta de todas. En menos de una hora, con

la zozobra interior de quien está a punto de descubrir su destino, aquella misma tarde

escogí una docena de lienzos para presentárselos al individuo que podía consagrarme

como artista.

Me recibió en su casa de Chelsea, una mansión un poco lúgubre, de tejados ne-

gros y ventanas soñolientas. Un mayordomo muy estirado me abrió la puerta y me con-

dujo al sótano. Vi a Tadeus Hunt sentado en el único lugar donde había un poco de cla-

ridad, bajo una claraboya que dejaba pasar un haz azulado y daba a Hunt un aspecto

cerúleo. Estaba sentado en un sillón de orejas y miraba la claraboya.

No me invitó a entrar, ni me preguntó mi nombre. Habló conmigo como si lleva-

se un rato hablando con otra persona y mi presencia no lo hubiera interrumpido:

–Pobre, John –dijo–, otros se van al cielo, pero tú te vas del cielo, del maravillo-

so éter que nos has enseñado a ver. Oh, John, qué poco te ha durado el reconocimiento.

Después bajó la cabeza y me miró.

–William estará desolado. Y Thomas, y tu tío Charlie, el mandarín, sí, ése tam-

bién. Acércate.

Me aproximé tratando de no hacer ruido. Todo estaba lleno de trastos, como una

maleza de siglos que sólo dejara paso a un caminito. Al llegar adonde estaba vi que jun-

to al sillón, e iluminado también por la luz azul de la claraboya, había un cielo de Cons-

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table, un fragmento que bien podría haber sido –pensé yo entonces– un estudio para El

carro de heno. Entonces supe a qué se refería.

–¿Ha muerto el maestro?

–Sí –dijo–. ¿De qué cuadro es este estudio?

–De El carro de heno.

–No; es de Stonenhenge, antes de que decidiera provocar una tormenta.

Todos los amantes de la pintura sabíamos que John Constable estaba en sus úl-

timos amenes. Sus amigos, los románticos Wordsworth o De Quincey, llevaban tiempo

dedicándole homenajes, reivindicando a un gran maestro que sufrió el más abyecto des-

dén durante buena parte de su carrera.

–Yo confié en él desde el principio –dijo Tadeus Hunt–. Gracias al olfato me he

hecho rico. ¿Y tú? ¿No serás tú el nuevo Constable que viene a traerme la providencia,

no serás el fantasma del propio John? Lo recuerdo de joven. Os dais un aire.

Luego hizo el gesto que se hace a los criados para que retiren el servicio de té.

–Enséñame esos cuadros –dijo.

Una ola de rubor me invadió por dentro al recordar que yo también había inclui-

do un estudio del cielo, unos cirros arremolinados en el instante previo a la tormenta.

Mientras los sacaba del cartapacio los odiaba: el retrato de mi tía Margaret, llorosa y

arrugada; la playa de Plymouth, el mar visto desde donde Francis Drake jugó a los bo-

los; las ruinas del castillo Tintagel, con un cielo de color verde botella, un hada pálida y

un Lancelot hierático, encima de la carreta que conduce el enano. Eran mis cuadros más

queridos, y sin embargo aquella misma luz azul que engrandecía el portentoso estudio

de Constable dejaba mis cuadros en ocurrencias pálidas, sin gracia ni movimiento.

Tadeus miró los lienzos uno por uno, siempre con la úlcera sangrante en los la-

bios. Al final me los devolvió y se arrellanó en el asiento.

–Les falta sangre –dijo, y añadió:– como a mí.

Después esbozó una risa lenta y desganada: ha, ha, ha..., y luego dijo:

–Haces buena pareja con mi sobrina Flo, Charles. Los dos sois virtuosos, el uno

del pincel y la otra de las teclas. Y ninguno de los dos habéis vivido nada. Este cielo, no

el tuyo, sino el de mi amigo John, es todos los cielos. No basta con un dominio sobrena-

tural de la técnica, ni con el insuperable tratamiento de la luz; hace falta que, más que

ver, se sienta lo que ha pasado por los ojos de quien lo pintó. Esta nube de aquí no es

una mera pincelada: es la pincelada de quien ha visto el cielo grandioso encima de la

miseria humana.

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Hunt quedó un momento con la boca abierta. La oscuridad apenas profanada que

lo rodeaba hizo que me sobresaltase la sensación de que se había muerto. Pero poco

después chascó la lengua y se puso a toser como si su pecho estuviera lleno de escom-

bros. Luego dijo:

–Voy a presentarte a alguien. Te ayudará. Puedes o no seguir mis consejos pero,

si sabes algo de arte, reconocerás que suelen traer buena suerte. Ve a la redacción del

Morning Post, hoy mismo, y pregunta por Lewis Gruneisen. Bastará con que le digas

que vienes de mi parte.

Quedó inexpresivo en el sillón, como un oráculo que hubiera terminado con sus

adivinaciones. Yo recogí mis cuadros en el cartapacio y salí de allí.

La redacción del Morning Post estaba cerca de Temple Bar y Lincoln’s Inn Hall,

junto al Tribunal Supremo. Caía la tarde bochornosa sobre Londres, el sol era blanco,

nimbos pardos se recortaban en el cielo gris, y sobre las aguas verdosas del Támesis

culebreaban reflejos de plata. Cuando llegué a la redacción ya había oscurecido, los

cajistas de la linotipia se alumbraban con lámparas de aceite. Al fondo, sobre pupitres

de pendolista, varios hombres con manguitos se dedicaban a escribir. Recuerdo el olor

de la tinta fresca como se recuerda el perfume de una mujer. Es lo que mejor recuerdo

de todo lo que tenga que ver con el periodismo.

Hasta entonces los periodistas me habían parecido, en general, panfletistas de

mejor o peor ingenio. Uno nunca sabía si sus defensas aguerridas o sus ataques desal-

mados formaban parte de una estrategia o de la verdad que decían contar. En el caso del

destripador de Coventry, por ejemplo, el Morning Post se había opuesto al resto de pe-

riódicos de la ciudad porque consideraba que Harry Wolf, el condenado, era inocente de

todos los cargos, víctima de algún asesino de guante blanco que se aprovechaba de su

simpleza. No había razones para pensar semejante cosa, pero los lectores, aficionados a

los folletines, y una vez ejecutado Harry Wolf, aceptaron encantados la idea de conti-

nuar leyendo los misterios del destripador.

Su audacia consistía en ser los únicos capaces de destapar los engaños del mun-

do entero, o al menos eso decían. Yo entré en aquella redacción, tengo que reconocerlo,

con un poco de aprensión.

–¿El señor Lewis Gruneison? –pregunté a un cajista gordo, congestionado, que

por la rapidez de sus movimientos me recordaba las manos de Florence.

–¿No ha pasado por Goswell Street?

–Pensé que estaba aquí la redacción.

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–Sí, pero allí está la taberna.

El cajista levantó sus ojos de batracio y miró el reloj.

–Si se da prisa, aún puede encontrarlo. Mañana, seguramente, ya no.

Y, en efecto, allí estaba, a la puerta de la taberna, sentado a una mesa llena de

sombreros en la que compartía unas jarras de cerveza con otros colegas.

–Disculpen, ¿el señor Lewis Gruneisen?

Estaban terminando de reírse. Era el más alto y apuesto de todos, aún conservaba

en la cara la sonrisa, un tipo prognático, de unos cuarenta años, enorme dentadura, on-

das cobrizas y un aire que en otras circunstancias yo habría considerado irlandés. Me

habló con voz tonante, voz de persona franca que se ríe a carcajadas.

–¡El mismo! –dijo.

–Me envía Tadeus Hunt.

Las sonrisas de sus compañeros de juerga terminaron de apagarse. Tras una leve

indecisión, lo que le costó cerrar los labios, Gruneison volvió a su tono alegre.

–¡Por fin, muchachos!

Todos reanudaron las risas flojas y brindaron con sus jarras de metal.

–¡Por fin te vas, Lewis Gruneison! ¡Brindemos por ello, y, si es necesario, brin-

demos otra vez para que tardes en volver!

La carcajada general subrayó las palabras de este tipo, un abogado que no se

había quitado aún la peluca ni la toga, un juez probablemente. Era, en cualquier caso, el

de nariz más colorada.

–¡Así será! –dijo Lewis, y se golpeó la pierna con los guantes antes de volver a

colocarse su chistera. Luego, dirigiéndose a mí, me invitó a que lo acompañase.

Atravesamos Goswel Street con paso rápido. Me costaba seguir a Lewis, atrave-

saba los charcos de una zancada y no vadeaba los lodazales. Llevaba, como yo, botas de

montar. Tardé poco tiempo en darme cuenta de que si quería seguir su conversación

debía olvidarme del barro.

–¿Te ha dicho Tadeus en qué consiste tu trabajo?

–Ni siquiera me ha dicho que me fuesen a encargar un trabajo.

–Ah, Tadeus, Tadeus. Está muy triste desde que murió su amigo John. Muy bien,

Charles. ¿Cómo has dicho que te apellidas?

–Lamb, Charles Lamb.

–¿No serás sobrino de...?

–Sí, lo soy.

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–¡Esta sí que es buena! –dijo, golpeándose de nuevo el muslo con los guantes–.

¡Tu tío me habló de ti! Sí, ja, ja. Le dije que necesitaba un reportero gráfico, y él me

habló de un sobrino suyo, pero yo preferí no hacerle caso y pedí a Tadeus que me envia-

se a alguien con garantías. ¡Pobre Charlie, ni siquiera sus buenas obras son culpa suya!

–¿Ha dicho un reportero gráfico?

–Eso es. ¿Has oído hablar de Evans y Sarsfield?

–Vagamente.

–Son los dos generales que Su Majestad a enviado a España para ayudar al go-

bierno constitucional. Este invierno pasado dieron una buena paliza a los carlistas en el

norte. Inglaterra se ha volcado con la causa de los constitucionales españoles. No sólo

han enviado batallones. Lord Palmerston firmó hace poco un envío de armas importan-

tísimo. ¡Cuando a los carlistas les nombras Inglaterra, el humo les sale por las orejas, ja,

ja, ja! Nosotros vamos a buscar un buen reportaje, y tú deberás tener la mano ágil. El

Pretendiente carlista está dando vueltas por España, con todo su séquito, y amenaza con

tomar Madrid. Debemos ver el estado de la cuestión antes de que eso suceda.

–¿Tendré que retratar a Evans y a Sarsfield? –le pregunté.

–Ja, ja, ja. No, amigo Charles, no. ¡Somos el Morning Post! ¡Nosotros vamos

con los carlistas!

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Capítulo III

UNA GOTA DE ACEITE

Lewis Gruneisen no tenía tiempo que perder, pero tampoco le angustiaba desapro-

vecharlo. Iba por el mundo con aquella zancada firme, rápida y sin miramienos de quie-

nes no dudan desde que toman una decisión hasta que la ejecutan, pase el tiempo que

pase. No me dejó ni despedirme de mis tías. Tan sólo me concedió tiempo para recoger

mi maletín de pintor y una maleta con alguna muda. A mis tías les dejé una carta ma-

nuscrita encima de la chimenea en la que encargaba a tía Holly que me hiciese el favor

de despedirme de Florence, por si acaso.

Alquilamos un par de caballos hasta Dover, antes de que al amanecer zarpara el

primer barco hacia Calais. La travesía era muy corta, pero a mí me dio la impresión de

que nos íbamos al otro mundo. En Calais, en vez de andar detrás de las desesperantes

diligencias, Lewis compró una berlina cubierta y dos caballos percherones. “Son lentos

pero a la larga rinden más”, sentenció mi compañero.

Durante el viaje, y con un mapa en la mano, me contó sus planes.

–La Expedición Real partió de Estella, al sur de Navarra. Cuando entró en el reino

de Aragón, aquí, en Castiliscar, tengo entendido que llevaba unos veinte mil hombres.

Hermosa columna, Charles. Ahora está cruzando Aragón por el norte, por Barbastro,

antes de internarse en Cataluña. Si mis cálculos son exactos, nos encontraremos con

ellos en Benabarre. Pero antes debemos pasar por Irún. Allí nos darán salvoconductos.

En Irún vendimos los percherones y cambiamos de vehículo. Si queríamos burlar a

la policía cristina no podíamos ir con semejante cabalgadura. En la frontera nos atendió

el comisario don García, un hombre muy amable que nos dio todo tipo de facilidades.

Esa misma tarde ya nos había enviado un pasaporte para el Cuartel Real y buscado

comprero para los percherones.

Aunque el asedio de Bilbao ya había terminado, casi todas las tropas que no habían

emprendido la Expedición seguían concentradas allí, y en Irún sólo quedaba una peque-

ña guarnición a todas luces insuficiente, pero, según pudimos comprobar, de un entu-

siasmo desbordante. Por casualidad asistimos al relevo de guardia de un puesto que ob-

servaba, día y noche, una pequeña fortaleza que los cristinos mantenían en la parte es-

pañola del puente de Beovia. Nunca he visto a nadie ir a la guerra tan contento.

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En España es muy difícil encontrar carruaje, y los caballos y las mulas de alquiler

están por las nubes. Al final encontramos un par de artolas, según las llaman allí, y que

en Biarritz llaman cacolets. Se trata de dos sillitas de madera unidas por un armazón, a

manera de serones para sentarse o para llevar el equipaje como contrapeso. A Lewis le

pareció interesante la idea, porque de ese modo podría leer durante el viaje.

La extraordinaria facundia de Lewis no guardaba la debida correspondencia con sus

habilidades prácticas. El viaje fue horroroso, por más que se empeñaba en descifrar los

mapas, y cuando llegamos a Benabarre yo llevaba el trasero en carne viva y hacía ya

varios días que se había marchado la Expedición. Allí, en fin, abandonamos las artolas y

seguimos cabalgando como las personas normales.

Pero nada más entrar en Cataluña nos enteramos de que la Expedición allí no había

sido bien recibida. Un pastor nos dijo que no habían encontrado ni raciones con las que

aprovisionarse ni voluntarios que quisieran incorporarse a la Santa Causa. “Demasiados

curas”, dijo el pastor. En Morella nos confirmaron que la ruta prevista, la que el propio

estado mayor había enviado al Morning Post, había sido desestimada por falta de acep-

tación, y lo único verosímil era que don Carlos hubiese decidido entrar de nuevo en tie-

rras aragonesas.

Lewis volvió a hacer sus cálculos erróneos y nos presentamos en Manzanera, al este

de Teruel, en el linde con el reino de Valencia. Al entrar al pueblo preguntamos a unas

viejas, y con aspavientos y señales de la cruz nos dieron a entender que don Carlos y

todos sus curas ya se habían ido.

Yo estaba reventado, ya no podía más, así que pedí a Lewis que hiciésemos un alto.

–Estas demoras, querido Charles, luego se pagan caras.

Acordamos descansar unas horas, hasta que se refrescasen los caballos. Bajamos al

río para darles de beber, y allí, entre los álamos y los nogales, encontramos varios carros

a la puerta de un ventorro. Dentro, en un rincón, un anciano apoyaba sus huesos sobre

un garrote, y dos gruesos arrieros con patillas hasta la boca y un pañuelo en la cabeza

estaban esperando a que les diesen de comer.

Lewis se presentó muy educadamente a los arrieros, pero ellos no le contestaron.

–¿De veras crees que son arrieros? –le pregunté a Lewis.

–Sería lo más recomendable –dijo, mientras nos sentábamos en unos taburetes junto

a un banco de madera. Yo me sentía desfallecer, pero un terrible ardor de estómago me

hacía temer cualquier comida.

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Una mujer muy atractiva, de rasgos fuertes, morena de rostro y con los ojos grandes

y almendrados de las sibilas, salió de una cortina y llevó hasta los arrieros dos peroles

humeantes.

–Te doy una perra por cada gotica de aceite que me eches, chatica –dijo uno de los

arrieros, de rostro juanetudo.

La mujer se metió por la cortina y salió con una alcuza, la elevó por encima de la

cabeza del arriero y dejo caer una minúscula gota de aceite, apenas el reflejo entre las

sombras de un diamante diminuto.

El arriero se lo tomó muy mal.

–¡Pero chica!, ¡pero tú que te has creído!

–No hay más aceite. Se lo han llevado por la gloria de Dios –dijo la mujer, volvién-

dose hacia la cortina.

El hombre se engalló, se irguió sobre la silla y agarró a la mujer por la muñeca. A

mí me entró el miedo que no había sentido en todo el viaje, esperaba que de un momen-

to a otro aquellos energúmenos sin afeitar desplegasen sus navajas cabriteras. Las malas

condiciones en que me encontraba hicieron el resto, y me dispuse a salir unos momentos

del ventorro. Charles me agarró a su vez la muñeca cuando vio que me incorporaba,

pero sin evitar que rechinasen en las losas del suelo las patas de mi taburete. Sonó como

si le hubiera dado una patada a la mesa para levantarme. El arriero me miró, y yo a él,

con la descomposición escrita en la mirada, que a él debió de parecerle peligrosa porque

cambió el tono de inmediato. Soltó a la mujer y volvió a sentarse.

–¡Todas dicen lo mismo! –dijo, o eso creí entender.

La mujer se acercó hasta nuestra mesa.

–Sólo tengo caldo de corvejón y unas tiras de tocino rancio.

–¡Excelente! –dijo Lewis.

Yo salí a la puerta, no podía más. Un muchacho estaba dando de comer a los caba-

llos. Era el hijo inequívoco de la posadera, sus mismos ojos claros, grandes y rasgados,

y el mismo pelo azafranado que debajo de la pañoleta debía de esconder su madre. Me

acerqué sujetándome las tripas a unos matorrales que había junto al río. Cuando regresé,

la madre estaba quitándole al muchacho los celemines de las manos y mandándolo a

empujones meterse en casa. Estaba muy acalorada.

Lewis departía con los carromateros animadamente. No sólo le estaban pormenori-

zando la ruta de la Expedición, sino que se ofrecían a acompañarnos y a llevar nuestros

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bagajes en sus carromatos. Lewis lo agradecía todo con francas carcajadas, y cuando yo

me senté se volvió hacia el plato. Sin perder la sonrisa me dijo:

–Estos pollos quieren que los protejamos. Tú como si no los entendieses.

De modo que continuamos hablando en nuestra lengua. Yo le conté la escena de la

ventera y del muchacho.

–Es normal –dijo Lewis–. El general Cabrera ha establecido en esta comarca que

desde los diecisiete a los cuarenta todos los varones deben incorporarse al ejército car-

lista so pena de muerte. Me lo estaban contando estos señores. La Expedición avanza en

una larga columna, pero está rodeada por todos sus flancos de partidas descontroladas.

Estos tipos podrían ser muy bien desertores de alguna de esas partidas que se hacen pa-

sar por carreteros. ¿Te has fijado en qué clase de mercancía transportan?

–No.

Yo miraba comer a Lewis, y cuando no podía soportarlo desviaba la vista a la mujer,

que había vuelto a entrar en el ventorro. Lewis siguió con su razonamiento.

–Pero es falso que se los lleven a la fuerza. Te apuesto lo que quieras a que ese mu-

chacho no se ha unido a la Causa no porque él no haya querido, sino porque su madre

no lo ha consentido.

–Una amenaza de muerte suele ser un buen argumento –comenté yo, entre retortijo-

nes y sudores fríos.

–De acuerdo, Charles. ¿Qué te apuestas a que convenzo a ese muchacho para que se

escape de las faldas de su madre y se una a la columna real?

–Una cama, por el amor de Dios.

–De acuerdo, una cama –dijo, y salió de la posada.

La mujer se acercó entonces hasta mí.

–¿Adónde va? –me preguntó, muy desenvuelta, incluso desafiante.

–A estirar un poco las piernas antes de continuar camino –contesté yo, con la frente

apoyada en una mano. Estaba envuelto en agua, de fiebre y de calor.

La mujer se plantó frente a mí, mirándome de arriba abajo, y tapando con sus faldas

la visión de los arrieros. Entonces vi que sacaba del mandil dos huevos duros y un cho-

rizo y los dejaba caer en el perol ya vacío de Lewis. Yo me los metí en la levita con

disimulo y salí en busca de mi compañero.

Lewis estaba en la parte de atrás de la casa, junto a una empalizada de estacas,

hablando con el muchacho entre las ancas de nuestros caballos.

–¡Lewis! –lo llamé, e hice un gesto con la mano para que se diese prisa.

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Lewis se acercó.

–¿Ocurre algo?

–Yo pagaré la apuesta –dije–, pero deja en paz al muchacho.

–¡Vaya, vaya, Charles!, ¡no tienes ni cuerpo ni alma para una guerra!

Fue la primera vez que sentí un contacto más cercano con la gente de allí. La bon-

dad inevitable del muchacho y la dulce aspereza del paisaje me parecieron semejantes, y

desde mi punto de vista era eso lo que debería retratar, no soldados en campaña sino

personas que se comportan como la naturaleza, temen como las lagartijas o protegen a

sus crías como las lobas. Todo el escepticismo que me había acompañado durante el

viaje se transformaba entonces en romántico entusiasmo. Lewis insistía:

–Te equivocas, Charles. Estas pobres gentes lo son no porque haya pasado por aquí

el ejército del rey, sino porque llevan siglos de desidia. Esos liberales a los que pagan

religiosamente su contribución no los han sacado de la miseria. Pero en el carlismo hay

una oportunidad de justicia y toda la indulgencia de la religión.

Las palabras de Lewis no me hacían demasiada mella. En el camino de Albentosa,

entre lomas secas y sabinas retorcidas, sólo se escuchaban las cigarras y el sol ardía en

los contornos de los rastrojos. Pero Lewis no tenía tiempo que perder. Ni siquiera me

consintió tomar apuntes de un paisaje que no me parecía todo lo duro que hasta enton-

ces me había sugerido aquella estepa calcinada. En el polvo blanco del camino y en los

hierbajos que crecían por las piedras yo veía más delicadeza de la que me hubieran po-

dido inspirar mis deplorables condiciones físicas y aquel achicharrante sol de julio.

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Capítulo IV

LA SERPIENTE JASPEADA

“La Expedición Real avanza por entre las lomas, como un torrente irisado, co-

mo una gran serpiente de colores cuyas escamas brillan al sol con los reflejos de los

sables, de las bayonetas y de los botones de oro y plata de las boinas carlistas. El maris-

cal de campo Pablo Sanz, rodeado de lanceros y atabales, abre el cortejo con tres bata-

llones de Guías de Navarra. Las boinas azules de los infantes marchan entre las boinas

rojas de los oficiales. Tras ellos, la Guardia Real de Su Majestad ondea las banderas

como los héroes griegos ondeaban los penachos de los cascos, con la bizarra determina-

ción de la victoria. Varios altos oficiales tachonados de fulgentes charreteras arropan el

caballo de Su Majestad, que cabalga entre los pendones, y de quien nunca se separa su

perro Montes, el enorme mastín que acompaña las sagradas huellas don Carlos María

Isidro cuando, como suele ser tan frecuente, pasea los caminos aldeanos, las altas torres

y las humildes chozas, en su camino irreversible hacia Madrid.

“Secunda esta vistosa cabecera, junto a una banda de música que interpreta mar-

chas militares, el séquito de obispos y de cortesanos, la servidumbre de palacio, un nu-

trido contingente de funcionarios y algunos carruajes para las altas magistraturas, algu-

nas muy delicadas. Este imprescindible cuerpo gris de un Rey que lo es de todos ocupa

casi todos los bagajes con sus largas hileras de mulas, entorpece la marcha y paraliza los

movimientos, pero es el cuerpo de la nación y la mirada de su gloria, su pompa regia, su

comunión devota, así como la sangre humilde que riega estos campos maltratados, es-

tas duras tierras abandonadas por el gobierno liberal para otra misión que no sea cargar-

las de impuestos abusivos, y todos tienen que estar.

“El grueso de las tropas de infantería, con sus capotes grises, su pantalones rojos

y sus polainas negras, lo colman, a continuación de la muchedumbre, tres batallones de

Granaderos de Álava, dos de Aragón, los cuatro de Granaderos de Castilla y un Regi-

miento de Argelinos que se tocan con turbante. Cierran la marcha las boinas blancas de

las tropas de caballería, sus crines cabeceantes, su trémolo paso, erizado por las lanzas,

que apenas da vuelo a los capotes verdes, grises o rojos, y envuelve el aire con el con-

trapunto de los cascos sobre los guijarros, los relinchos y los gritos de los oficiales, que

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estallan en el aire como los disparos del fusil, lo hienden como el filo de sus bayonetas,

y marcan el ritmo de un escuadrón de tambores y bombos que cierra la comitiva.”

Así describió Lewis Gruneisen la expedición en uno de los artículos que envió a

Londres, y que continúa con todo el entusiasmo panfletario que cabría imaginar. Debe

de tratarse de las notas que tomó en La Iglesuela del Cid, adonde llegamos horas antes

de que lo hiciese don Carlos y su tropa de curas viejos y lacayos con uniforme de gala.

Lewis se había empeñado en llegar antes que el rey a La Iglesuela. En Sarrión

decidió que seguir por Rubielos y Linares de Mora, teniendo en cuenta que las tropas

debían estar llegando a Mosqueruela, era exponernos no sólo a la fatiga sino a las parti-

das que asolaban la comarca desde la retaguardia, de modo que decidimos seguir cami-

no a Teruel y desde allí tomar una ruta relativamente más tranquila. En Teruel, un co-

chero diestro, veloz como pocos he visto en Inglaterra, un hombre menudo y callado

que se llamaba Soligó, nos condujo en una sola jornada hasta La Iglesuela. Por medio

de este mismo cochero encontramos acomodo en casa de un amigo suyo, llamado Pi-

tarch, hombre bueno que no dudó en ofrecernos cama y comida.

–Que ustedes, por lo menos, saben agradecer la comida, y no se sabe quién ven-

drá –dijo el hombre, acodado en la mesa, con las manos juntas, meneando la cabeza.

El hombre, como todos en la comarca, esperaba con inquietud la entrada en el

pueblo de la Expedición. Llegaban noticias contradictorias. Unos, a escondidas, clama-

ban contra la plaga que se avecinaba, y otros, a voz en grito, tranquilizaban a sus veci-

nos diciendo que el aprovisionamiento no era cosa de ellos, al menos no sólo de ellos.

Para eso estaban las partidas de Tena, Llangostera y Cabañero, decían. Para eso estaba

Cabrera. El hombre nos expresó su preocupación mientras devorábamos unas morcillas

de arroz que por un momento me hicieron recordar los haggis que se sirvieron en casa

de Florence, mi prometida, el día de nuestro fallido compromiso.

Nos alojaron en unos cuartos frescos, con losas de flores y camas de matrimonio,

jofainas, espejos, aguamaniles y colchones vareados. Aquella noche fui feliz, dormí

como un lirón y se me pasaron los males. Me despertaron los gallos al amanecer. Me

sentía como nuevo, optimista y con buen apetito. Bajé frotándome las manos a la coci-

na, y allí estaba Lewis, consultando mapas, redactando crónicas, inventando soflamas.

–¡Tienes una hora para visitar el pueblo antes de que salgamos de excursión!

Yo desayuné la leche, los huevos y las rebanadas de hogaza que nos había prepa-

rado el señor Pitarch. Decliné con mis mejores modos su encarecido ofrecimiento de

longanizas y tajadas. Ahora lo lamento, pero entonces no quise excederme.

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–Sí –le contesté, con un palillo en la boca–, creo que voy a dar un paseíto.

–Tú da un paseíto pero dentro de una hora quiero un par de vistas del pueblo –

dijo Lewis–. Las enviaré con mi primer reportaje.

Se me había olvidado que nos unía una misión de trabajo, y supe en aquel mo-

mento que yo estaba a sus órdenes, que en el caso de Lewis eran siempre retos. Nunca

mandaba algo como manda un superior a su subordinado. Siempre, en su sonrisa de

mentón rocoso, quedaba colgando una apuesta: “A que no eres capaz de dibujar dos

buenos paisajes en menos de una hora”, venía a significar.

Y yo, que estaba recién comido, cogí aquel guante sin pedir explicaciones. Pero

al igual que me pasó en el ventorro de Manzanera, siempre me quedaba el resquemor de

que mientras yo recibía sus encargos él se dedicaba a sus intrigas, la parte que entonces

más propia me parecía de mi condición romántica y la mejor decoración posible para un

entusiasmo tan impetuoso.

Salí a la calle. La tenue neblina del amanecer había humedecido los sillares de

las casas, los arcos ojivales de los zaguanes y los escudos labrados en sus claves. Las

fachadas de las casas disolvían cualquier delirio de grandeza con macetas de geranios en

los ventanucos y zócalos de añil en las tapias enjalbegadas.

Al final de la calle, a mano derecha, encontré una plazuela con dos sobrios pala-

cios enfrentados que alternaban la piedra sillar y la mampostería. En aquella parte del

Mestrazgo la piedra es de un color que va variando según la hora del día entre el cobre

frío del amanecer, el amarillo cáñamo cuando el sol está en lo alto y un anaranjado de

venas ferruginosas cuando el sol traspone la ermita del Cid. Me impresionaron sus ale-

ros de madera grabada por signos inquietantes, con el clásico mono burlón en la esqui-

na. Era el aroma de las rancias casas de las aldeas, contagiadas de la sencillez agrícola,

ahogada cualquier estridencia entre la dulce luz y el aire puro.

Entonces a mí lo único que me preocupaba era la gama de la arcilla en el cam-

panario de la iglesia, una torre sin aristas, como un barroco purificado por la sencillez

arábiga de los ladrillos. Detrás de uno de aquellos sobrios palacios había un delicioso

mirador. El pueblo entero se asomaba a las orillas de una rambla bastante profunda cuyo

lecho estaba inundado por los huertos. Deslindados con tapiales de piedra rubia, las

piezas tapizaban la rambla en distintos tonos de verde que abstraídos del paisaje, en la

pura abstracción de sus matices, y en la trabajosa caligrafía de los tapiales, emocionaban

más que cualquiera de las vistas que, pensaba yo entonces, Lewis Gruneisen hubiera

esperado de mí.

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En la rambla todavía no se había terminado de disipar la neblina, y por el camino

que cruzaba los huertos vi a varios pastores que conducían un hato de vacas. Los lomos

tintos de los bueyes, la lenta máquina de sus ancones, subían hasta las casas de la otra

ladera de la rambla, al barrio de la Costera, construido con retajos de sillar de los pala-

cios, con cantos y rebabas de la piedra conseguida sin más ciencia que una mano.

Mi alma de pintor me llevaba hasta los huertos y las casas, pero mi cerebro de

corresponsal me dirigió, al final de una calle estrecha, a la puerta del palacio donde,

según me había dicho Lewis, don Carlos se iba a alojar. Me senté en un lavadero que

había enfrente de la iglesia. Desde allí, sobre la roca verdosa y esmerada y el aroma de

jabón casero, dibujé lo que Lewis me había encargado, pero me conjuré para volver al

día siguiente, a la misma hora, y pintar una geórgica, y disfrutar de ella.

–Muy bien –dijo Lewis, como si fuera una notificación rutinaria–, puede valer.

Ahora coge tus bártulos y acompáñame. ¿Has comido bien? Nos espera una caminata.

–Oye, Lewis –le dije yo, con ese tranquilo valor que sólo siento cuando veo algo

que me emociona–. Este pueblo es muy pequeño. ¿Dónde se va a alojar tanta gente?

Lewis había metido en su morral los chorizos y las longanizas que yo rechacé

del amable señor Pitarch. No sé de dónde sacó un sombrero de paja como el que usan

los segadores. Yo seguía con mi chistera, cada vez más polvorienta.

–Los soldados vivaquean en verano.

–Y también comen, supongo.

–Vaya, Charles, ¿ya te ha convencido el señor Pitarch con sus temores? Sería ri-

dículo. Las tropas de don Carlos no son ninguna plaga de langostas. Si acaso, deberían

temer aquellos pueblos por donde no pase la Expedición, siempre y cuando colaboren

con el enemigo, por supuesto. Pero éstos, mientras el rey los ocupa, son siempre territo-

rio de prosperidad. Si no fuese así, ¿cómo iban a encontrar aquí tanto apoyo los carlis-

tas? Fíjate en Cabrera, y eso que es catalán...

Me dolían las cebollas de los huertos, los terneros que correteaban junto a las

vacas, y me dolía también la sensación de no estar comportándome como un aventurero.

Aquellas casitas del barrio de la Costera me habrían ocupado para todos los amaneceres

del verano. El resto, por mucho que lo intentaba, no acababa de importarme. “Lo peor,

Charlie, querido”, solía decir mi tía Holly desde que era un niño, “es que todo te impor-

ta un bledo”.

Lewis me hizo subir por una pendiente caliza, entre pedruscos y hierbajos dimi-

nutos, a una velocidad que mis pulmones no habían resistido nunca, pero quizá fuera el

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aire limpio de la altura, o la concentración en no caerme monte abajo, lo que me hizo

seguir sus pasos hasta lo que él llamó la Peña del Morrón, un peñasco desgastado por el

hielo desde donde se abarca entero el valle y los palacios y las casas y la iglesia son un

racimo de pinceladas blancas con una veladuras amarillentas y rojizas.

Vi entonces el cielo, quizás el que, según Tadeus Hunt, veía su querido amigo

Constable. Vi los hilos transparentes de las nubes y la saturada profundidad de los azu-

les, y me di cuenta de que el cielo era reflejo de la tierra, en el ancho infinito latían los

tonos cálidos y austeros de las rocas grises y las piedras amarillas.

–Desde aquí saltó el apóstol Santiago en ayuda del Cid Campeador –dijo Lewis,

como si me hubiese indicado las señas de un conocido.

Él se sentó a almorzar al pie de una cruz pintada de negro y yo le pedí prestado

el catalejo. Me impresionaron las montañas, como el lecho de un océano vacío, altoza-

nos desgastados por el tiempo que se derramaban en terrazas pardas hasta el interior del

valle. Creo que fue la primera vez que sentí lo que se suponía que iba a sentir. El viento

azotaba mi rostro, alborotaba mis cabellos y levantaba las faldas de mi levita, mientras

yo afirmaba mi cuerpo con la bota derecha encima de una piedra. Fui girando el catalejo

por aquél paisaje tan antiguo, hasta que vi, derramándose por entre las colinas, una

mancha de reflejos dorados y nubes de polvo.

–Ya están ahí –grité a Gruneisen, muy ocupado con el chorizos–. Son como una

gran serpiente jaspeada –le dije, y creo que luego Lewis lo aprovechó en su reportaje.

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Capítulo V

BARBAS Y BIGOTES

Al atardecer, aquel pueblecito de belleza frágil estaba invadido por una muche-

dumbre de mariscales y aldeanos, de caballos cansados e infantes heridos, y de una can-

tidad de curas por todas partes que yo no había visto en mi vida. Las caballerías se

amontonaban en los abrevaderos, que por estas tierras llaman bacios. Junto a la torre de

los Templarios, una cola interminable de soldados aguardaba con la bacinilla en la mano

su turno para el rancho. Otras patrullas armadas sacaban toneles de vino de las bodegas,

o daban órdenes a los pastores para que reuniesen los rebaños a la salida del pueblo, o

iban casa por casa para inspeccionar los dormitorios de los dueños y cerciorarse de que

pudieran alojarse allí oficiales de alto rango. El resto, la tropa, comía ristras de chorizos

y morcillas a la sombra de las fachadas, a veces con una venda en la cabeza o con un

brazo en cabestrillo. Los heridos más débiles eran transportados en parihuelas hasta un

pajar al otro lado de las huertas, donde se hacinaban con sus heridas purulentas y sofo-

caban el aire con sus ayes de dolor. Los soldados bebían vino como descosidos, no tanto

por ir de parranda como para convocar al sueño, pero había tantos miles que muchos se

dedicaron a registrar las despensas de las casas en busca de comida y de muchachas

asustadas. Las huertas estaban desechas, los soldados arrancaban las cebollas y las pata-

tas tempranas y las matas de judías y tomates verdes. Con un extraño sentido de la natu-

raleza, aprovechaban las piezas devastadas como letrinas y arrojaban desde el mirador

los desperdicios. Algunas casas del barrio de la Costera servían de establo para más de

mil caballos, cuyo estiércol iba también a parar a los pobres huertos machacados. Al año

siguiente debió de haber una cosecha tremenda.

A la salida del pueblo, las reatas de vacas, los rebaños de ovejas, las piaras de

cerdos y los hatos de cabras aguardaban cabizbajos a que un batallón de carniceros con

cuchillos de media luna y la cara manchada de sangre les diesen un tajo en el cuello.

Otros los destazaban colgándolos de un crucero del camino, y otros descargaban sacos

de sal para cubrir con ella los lomos y los jamones antes de que los atacasen las moscas.

Junto a ellos pasaban los heridos que habían muerto al descansar por fin en una cama, se

los llevaban con el rostro cubierto por el capote. En el cementerio, una compañía cavaba

las fosas y arrancaba estacas de los cercados para poner encima una cruz. Un cura lo

supervisaba todo.

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La plaza del pueblo no tenía nada que ver con este espectáculo desolador. Allí,

custodiados los accesos por lanceros de la guardia real, los parásitos de don Carlos y sus

mandos militares iban y venían como si estuvieran en un balneario. Los cortesanos, con

zapatos, chistera, camisas con chorreras, chalecos de flores y bastones con puño de pla-

ta, secreteaban animadamente bajo los porches ojivales del Ayuntamiento. Su Majestad

sin trono se alojaba, como me había advertido Lewis, en Casa Matutano, otro palacio, el

más grande de los tres, con aires de convento señorial. A don Carlos le gustó tanto el

pueblo y la casa de Matutano que decidió hacer un alto en el camino y quedarse una

semana, del 22 al 29 de julio de 1837, y tomarse un pequeño descanso.

Para las costumbres herméticas de las monarquías sólo cuenta el decorado y la

temperatura. El mundo era esa plaza por la que paseaban incluso las damas de buena

familia de los alrededores, que hacían todo lo posible para que algún marqués de aque-

llos les echara el ojo. Era la Estella irreal de la que había partido aquella estrafalaria

cabalgata, con una división entera de falsos navarros, en busca de otras estellas escondi-

das por las montañas. En la Estella real, sin embargo, y en todas las provincias vascas,

ya empezaban a estar hartos de empujar un ariete que sólo se ocupaba de las proclamas

remilgadas y de los besamanos.

Lewis me había citado en el cuartel real a mediodía, cuando ya se hubiese peina-

do todo el mundo. Yo me desperté ese día muy temprano, pero había desistido de pintar

aquel paisaje: prefería pintar de memoria lo que había visto el día anterior. Ocupé el

tiempo en trasladar nuestras cosas de lugar. El señor Pitarch había hecho lo posible por

retenernos, pero su casa había quedado a disposición del barón de los Valles, el marqués

de Valdespina y el Padre Echevarría con sus respectivas servidumbres. Aún podíamos

haber dormido en el sobrado, o en el palomar, pero el cura Echevarría, según me confe-

só el señor Pitarch, dijo que no dormiría tranquilo si encima de sus cabezas había un par

de ingleses herejes y desleales.

Así que nos fuimos al convento franciscano que hay en la entrada del pueblo,

una sobria construcción románica en cuyas celdas se alojaban altos funcionarios y clero

regular, mientras los monjes que no estaban atendiendo a los heridos dormían en la bo-

dega. Desde mi celda veía destazar las vacas y los cerdos, las cabras y las ovejas, los

pavos y las gallinas.

El señor Pitarch estaba muerto de miedo. La presencia de los aristócratas y el

cura le hizo desahogarse conmigo.

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–¡No podremos pasar el invierno! –dijo, y se levantaba la boina y se quitaba el

sudor de la frente con un pañuelo de yerbas.

Yo me puse de su parte.

–Esto es una barbaridad –dije.

–Por lo menos no han hecho lo que hizo el Serrador en Mirambel, que quemó la

iglesia para sacar a los leales que se habían encerrado dentro.

–¿Los leales?

Al señor Pitarch se le escapó un mohín de aplomo.

–Los leales a la Constitución.

Yo lo miré como se mira a alguien al que estás decidiendo si confesar o no un

secreto. Miré también a mi alrededor. Estábamos en el zaguán de la casa, empedrado

con cantos que dibujaban círculos y hojas de laurel. Me acerqué a la escalera del fondo,

por si había alguien en esos momentos en el piso de arriba, y le hice una seña al señor

Pitarch para que fuésemos a la cuadra.

Con todo ese aparato escénico creí vencida cualquier resistencia del señor Pi-

tarch. Aun con todo, me tapé la boca al decirle:

–¿No hay liberales aquí?

El señor Pitarch se secó las manos en los faldones de la blusa.

–¡Uy! Si los hubiese, ya habrían sido fusilados –dijo, a media voz.

–Sí, es mejor no hacerse ver –insinué.

El señor Pitarch me miraba como si hubiésemos ido a la cuadra sólo para estar

más frescos, y me contó su vida. El señor Pitarch era un comerciante de barricas que

vivía en Ulldecona y abastecía a todos los pueblos del Maestrazgo. Pero esta maldita

guerra, que ya duraba tres años, lo había ido desplazando de pueblo en pueblo a medida

que los carlistas arruinaban su negocio.

–Es lo único de lo que no pueden prescindir, tanto si tienen dinero como si no lo

tienen –dijo el señor Pitarch.

–Lo comprendo –le dije, y puse mi mano sobre su hombro–. Yo tampoco entien-

do nada. En cuanto termine de retratar a todos estos mentecatos, me largo de aquí. ¡No

puedo soportar lo que han hecho con el pueblo! –dije, en un tono quizá excesivo.

–Pues dígalo –dijo el señor Pitarch– ¿No es usted inglés, no es usted periodista?

Ustedes son los que lo tienen que decir.

–El periodista es el otro. Yo sólo hago los retratos –dije, elevando las cejas como

muestra de fatalidad y de resignación.

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El señor Pitarch me contó también entero el ataque del Serrador a Mirambel, ese

mismo invierno, y luego yo le pregunté:

–Esta tarde quisiera dar un paseo por los alrededores. ¿Qué lugar me recomien-

da, señor Pitarch?

Salimos de la cuadra, el sol estaba en lo alto y decidí bajar hasta la plaza de ar-

mas. En un banco de piedra que hay pegado a los muros de la Casa de la Mona vi a Le-

wis departiendo con un individuo de aspecto enfermizo quien, como pude observar en

otros cortesanos y generales, tendía a entrecerrar los ojos y llevar la mandíbula inferior

por delante de la superior, como si eso les diera un aire más aristocrático. Iba en traje de

gala, llevaba un abrigo con cuello de pelo abotonado, todas sus medallas y condecora-

ciones de colores y una enorme boina roja con un penacho de hilos de oro que salían del

pitorro. Tenía un hablar atildado y parsimonioso. Cuando yo llegué no interrumpió su

discurso.

–¡No me puedo creer que no haya consultado todavía mi libro Una página de la

vida de Carlos V! En él explico con claridad cómo yo mismo, sin ayuda de nadie, acom-

pañé a Su Majestad a través de Francia, cuando veníamos de su país, señor Legüis, y

cómo me puse al mando de los bravos argelinos en el sitio de Bilbao. Allí hablo de los

dos balazos que me dieron en Hernani, del caballo que me pisoteó en Barbastro. ¡Son

episodios fundamentales de la historia de España, señor Legüis!

Lewis se levantó para presentarme.

–Le presento a Charles Lamb, mi ayudante.

–¿El pintor? ¡Pues ya era hora, jovencito! –me dijo, sin levantarse y cerrando los

ojos del todo–. ¡Que llevo así vestido media hora, con el calor que hace!

–Charles, te presento al barón de los Valles.

Fue entonces cuando el barón descruzó las piernas y mientras se levantaba fue

desgranando sus apellidos.

–Ayudante de campo de Su Majestad, oficial de la secretaría de Estado, caballero

pensionado de la Orden de Carlos III, caballero de segunda clase de la Orden Militar de

San Fernando y unas cuantas cosas más que no voy a perder el tiempo en recitar. ¿Y

usted?

–Yo soy sobrino del Primer Ministro de Inglaterra –dije–, y trabajo como pintor.

Lewis me clavó con la mirada.

–¿Comenzamos? ¿Dónde va a posar, aquí mismo? –dije yo, mientras abría el

maletín, antes de que el ambiente se enrareciese.

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Me pasé el día entero retratando cortesanos. Todos adelantaban la mandíbula,

todos entrecerraban los ojos, todos llevaban heridas de bala y todos habían socorrido a

Su Majestad en ocasiones peligrosísimas. Me di cuenta de que el acceso a mis retratos

era una prerrogativa que desataba envidias entre aquella florinata.

Mientras yo les sacaba un retrato Lewis los entrevistaba. Me fijé sobre todo en

los otros dos que nos habían echado de la casa del señor Pitarch. Valdespina era una

leyenda viva, le faltaba un brazo y hablaba con el desapego de quien ya se ve bajar

hacia el final, pero deja atrás una biografía portentosa: asaltos, destierros, pronuncia-

mientos, parlamentos, batallas y el inevitable nombre científico de cada uno de sus car-

gos y de cada una de sus hazañas. El otro, el Padre Echevarría, con cara de lechoncillo,

se pasó el retrato maldiciendo de los ingleses.

Terminé agotado de pintar todo tipo de barbas y bigotes que cabe imaginar en

una cara. Ya estaba oscureciendo cuando decidí dar un paseo antes de acostarme. La

noche estaba inmensa y clara. Salí al camino de Villafranca entre soldados borrachos y

escuadrones que seguían patrullando por las casas. El señor Pitarch me había dado por-

menores sobre la peña del Morrón, que yo, aunque no se lo dije, ya había visitado. Y

también del Cerezo de los Ahorcados y del Arroyo de las Truchas, pero no me había

dicho nada de la ermita del Cid, el primer lugar al que cualquier vecino habría mandado

a un viajero.

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Capítulo VI

LAS VACAS DEL SOL

Llegué a la ermita entre el griterío de los pájaros que llegaban en bandadas desde el

valle y se posaban a dormir en los saúcos. Frente a mí la Peña del Morrón se recortaba

en una sombra violeta con pinceladas de matojos y de piedras. Tras una loma se veían

columnas de humo desvanecido, hilachas dormidas, en el inmenso añil, de las hogueras

donde asaban a los animales. Conforme me iba alejando del pueblo, el rumor de risota-

das, de relinchos, de órdenes de capitán y gritos de vaquero se fue apagando y yo sentía

entrar más aire en mis pulmones y que las manos se me deshinchaban.

A mitad de la cuesta, en una de las estaciones del calvario, encontré un puesto de

guardia, dos soldados que al ver mi atuendo se cuadraron, pero me exigieron la docu-

mentación con cierta brusquedad. Pasé un mal rato. La tropa odiaba las sotanas y las

levitas. La cantidad de civiles desocupados que zumbaban alrededor del rey era sufi-

ciente para fundar un pueblo entero y ponerlo en funcionamiento. El general Oraa lleva-

ba persiguiéndolos desde que llegaron a la provincia de Huesca, hacía ya casi dos me-

ses, y las tropas carlistas lo habían derrotado allí y en Barbastro, pocos días después, a

costa de la sangre de los voluntarios, mientras los señoritos de medias blancas y hebillas

en los zapatos se escondían debajo de la cama.

Sin embargo, las faltas de respeto con un civil cercano al cogollo de las boinas se

pagaban muy caras. Era una de las escasas muestras de auténtico poder que le permitían

a don Carlos, y sólo mientras pasaba por allí. Los hombres de Cabrera eran los que más

odio destilaban. Odiaban todo aquello que no fuese la lujuria de la muerte, y las bromas

pesadas se les escapaban sin querer, como un eructo provocador, cuando pasaba junto a

ellos alguno de nosotros. Porque yo, a sus ojos, era un señorito más.

–¿Adónde va usted? –me dijo uno de los soldados de guardia, colorado, pescozudo,

cuando le enseñé mis credenciales.

–Voy a dar un paseo hasta la ermita.

–Allí no hay nada.

–Por eso voy.

Quizá la larga sesión con aquellos fantoches del cuartel real me había vuelto un po-

co insolente. Quizá me traicionó saber que eran simples soldados rasos.

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–Usted verá –dijo el soldado, levantando el fusil un palmo del suelo–. Si cuando

vuelve ya se ha hecho de noche, yo no respondo.

–Bueno, bueno –dije yo, un poco harto ya de tanta retórica soldadesca–. La noche

está muy clara. Ya volveré silbando una cancioncilla.

–Qué cancioncilla.

–Un aria de Mozart –contesté.

–¿Y no puede ser una jota?

–No sé silbar jotas.

–Pues silbe lo que pueda, pero vaya con pies de plomo.

Al final de la cuesta, asomada a una peña, había una explanada con un saúco medi-

cinal y una masía. Me llamó la atención que no la hubiesen empleado para alojar una

guarnición, ni siquiera un racimo de curas. El portón del patio estaba abierto. Dentro,

atado a una argolla de hierro, descansaba un burro. Di un par de aldabonazos en la recia

puerta, y pronto escuché unos pasos rápidos de alpargatas que acariciaban las losas.

Me abrió un monje muy pequeño, calvo y con la mirada viva y el aspecto risueño

que se les queda a los ancianos bondadosos cuando se les terminan de caer los dientes.

–He venido a ver la ermita.

–¿Cómo? ¿Y ha venido solo? ¡Vamos! ¡A quién se le ocurre! ¡Pase, pase!

–¿Hay peligro? –le pregunté, mientras pasábamos a un patio de cantos rodados dis-

puestos en forma de flor. Tenía el sugerente dibujo de la simbología druida, igual que

muchas piedras de los dinteles, de las jácenas y las dovelas, que representaban antiguas

inscripciones mistéricas y daban a la entrada de la iglesia un aire de ritos nocturnos y

bardos adivinos, aparte de un inconfundible perfume a trementina que salía de algún

sitio de la casa.

–Estas piedras son muy antiguas –observé.

–Sí, llevaban mucho tiempo en unas casuchas de allá abajo. Me las he ido trayendo

para remendar un poco los muros.

–¿Por qué no vienen los soldados a dormir aquí?

–Es merced del Padre Echevarría. Éste, aunque pobre, es un lugar sagrado.

–¿Y los curas?

–Los curas dicen que aquí hace mucho frío. Sólo pasan los adelantaos, pero hace un

par de días a uno casi lo fríen a tiros. Los guardias estaban borrachos –dijo el hombre,

meneando la cabeza, mientras caminaba como un duende hacia la capilla.

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Fray Bernardino abrió la puerta, todavía se derramaban desde las vidrieras las últi-

mas luces de la tarde, que me recordaron la iluminación que vi en el sótano de Tadeus

Hunt, ese momento en que la luz no disimula nada y las cosas laten nítidas en su verda-

dera medida, poco antes de que se desvanezcan en la sombra.

El olor a trementina, o algún disolvente casero, provenía del altar. Fray Bernardino

había construido un andamiaje de palos y nudos de esparto con el que se podía recorrer

la bóveda de la capilla. Allí pintaba y repintaba cenefas llenas de volutas y de acantos,

florindangas de colorines, plumas de ángel y ojos de santo, todo con el primor de un

amanuense que minia las hojas de un libro sagrado y el desparpajo del artesano que pin-

ta sin dudas ni planteamientos generales. Tenía, además, el encanto místico de la eterna

repetición, allí subido, como Simón del desierto, como pez que barbea en una cúpula de

yeso y caña, o en el mismo cielo.

–Suba, suba –me dijo, encaramándose a aquel castillo de naipes viejos.

–¿Y usted cree que nos va a resistir a los dos?

–¡Pues anda!, ¡pues claro! ¡Cómo se va a caer, si no se ha caído nunca!

Fray Bernardino subió como una ardilla, y cuando ya estaba arriba me dijo los palos

donde tenía que poner los pies y los nudos de esparto que tenía que agarrar con la mano.

El andamio estaba hecho con arreglo a su estatura, de manera que tuve que ver su obra

en cuclillas, iluminado por un hachón de aceite, con el suelo temblando bajo mis pies.

Él se movía por el andamio como la ardilla cuando ya ha subido, yo intentaba no mover

deprisa la cabeza. Oscurecía.

–¿Es usted valenciano, fray Bernardino?

–¿Yo? Pues sí, claro que sí...

En nuestro desvío por tierras de Cataluña y de Valencia yo había visto esos colores

en los azulejos y esas florindangas en las fachadas de las iglesias, esos mismos tonos

llamativos, profundos, naturales, como de sedería mahometana.

–Y esto, ¿lleva mucho tiempo haciéndolo?

–Pues sí, o no, no sé... ¡Es posible!

Seguí sus instrucciones para bajar de aquella formidable máquina de ingeniería, que

resistió mi peso por razones de física sobrenatural.

–Está entrando la noche, fray Bernardino. Debería volver al pueblo, pero me gusta-

ría venir por la mañana y sacar algunos apuntes de la ermita, si no hay inconveniente.

Nuestra charla de pintura nos había hecho amigos, y el ermitaño insistía en el peli-

gro de bajar al pueblo con la noche cerrada.

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–No se preocupe, fray Bernardino. No me pasará nada.

Me despedí de él y aspiré el aire de la noche. Los grillos habían sucedido a los ven-

cejos. Una sombra azul se extendía hasta los límites del cielo y se divisaban los caminos

y el resplandor de las hogueras al otro lado de las lomas, como si el día se hubiese dete-

nido justo antes de anochecer del todo. Me puse a silbar una cancioncilla, pero aún no

había pasado de los últimos misterios del calvario cuando escuché un estallido destarta-

lado y una bala me pasó rozando la cabeza, o esa impresión me dio. No pensé en nada,

en esos momentos no se piensa en nada. Me agaché, me di la vuelta, y volví corriendo a

la ermita. Fray Bernardino me esperaba en el portón.

–¡No dirás que no te lo he advertido!

–Sí, sí.

El abuelillo trancó la puerta y yo lo seguí al zaguán de los motivos druidas.

–¡A quién se le ocurre! ¡Con la tirria que os tienen a los ingleses! –rezongaba el frai-

le, y abría las puertas por las que antes no me había invitado a pasar.

Atravesamos en un corredor lleno de aperos de labranza contorneados por los res-

plandores de luna, a pesar de lo cual me di con los bocados herrumbrosos que colgaban

junto a las colleras. Los frenos tintinearon y yo ahogué una maldición, y cuando me

palpé la frente sentí el frescor de la primera sangre sobre la yema del dedo.

–Cuidao –dijo fray Bernardino.

Luego pasamos por una cuadra vacía, un lagar cuyo hedor fermentado me recordó

los figones de Londres, y varias otras estancias a derecha e izquierda que casi hacen

rendirse a mi sentido de la orientación. Al final abrió una portezuela en un altillo.

–Aquí dormirás tranquilo –dijo.

Cuando salía por la puerta, fray Bernardino se giró hacia mí, encendió un candil que

dejó colgado de un clavo; entre las sombras coloradas me dedicó la sonrisa del niño que

se despide de su amigo pensando en el próximo día de juegos, y me dijo:

–¡Y mañana, a pintar! –y riéndose por lo bajinis desapareció entre las tinieblas.

La celda, con un nicho empotrado en el muro, había servido de palomar. Las pare-

des estaban llenas de hornillas triangulares, los descalzaderos las perforaban junto a la

tejavana que, según mis cálculos, daba al acantilado de poniente. Entre las pajas apel-

mazadas del nicho quedaban plumas y palomino seco. Cuando uno está en la guerra, sin

embargo, la higiene sólo significa un lugar seguro, así que me tumbé en el nicho, que

me venía pequeño, y me dispuse a descansar un rato.

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Apagué el candil, pero cuando mis ojos se acostumbraron a la noche volví a ver

hilos de luz azul que atravesaban las troneras diminutas. Me pareció escuchar una espe-

cie de zureo, como si un palomo dormido hubiese cambiado de postura, y ver los ojos

glaucos de algún bicho. Estaba en el palomar de una masada de lo alto de un cantil, pen-

sarlo me estremecía, pero al mismo tiempo me hacía sentirme seguro, como si determi-

nado tipo de belleza, la de la inmensidad arrasadora, la de la noche inabarcable, me

reconciliase con la sensación de no haberme perdido del todo.

Lo que PARECÍA/sonaba como un zureo nocturno me pareció después ruido de viento

y después mugido lejano, y lo que creí tintineo de los aperos o herrumbre de la veleta

terminó siendo un inequívoco cencerro. Me pregunté si el señor Pitarch y sus vecinos no

habrían guardado allí algunos animales como si fuesen las vacas del Sol, para no morir-

se durante el invierno. Me pudo el insomnio y la curiosidad, y cierta aprensión que me

daba el palomar, todo hay que decirlo.

Traté de desandar los vericuetos de fray Bernardino, sin hacer ruido ni darme golpes

con los aperos. Acabé en un lugar distinto del que yo creía, abrí una portezuela y vi que

daba a una escalera de piedra colgada de la fachada en la vertiente del precipicio. Los

mugidos y los cencerros provenían de una puerta que vi al pie de la escalera. Embriaga-

do por las circunstancias, decidí bajar. El abismo que se vislumbraba entre la noche cla-

ra me hormigueaba en el estómago, el viento me golpeaba en el rostro, me escocía la

herida de la frente. En los últimos peldaños encontré un resguardo. Me apoyé en la

puerta y apliqué el oído a las rendijas. No eran mugidos, ni cencerros. Eran voces.

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Capítulo VII

MÚSICA DE CÁMARA

Pintar a don Carlos María Isidro de Borbón no fue difícil: era idéntico a mi tía

Holly, pero con largos bigotes de moco. La lengua gorda, la nariz perfilada, la mandíbu-

la de mayordomo y esa mirada de no creerse nada de lo que le están diciendo. El re-

cuerdo de mi tía Holly me ayudó a que don Carlos no saliese con cara de tonto.

Después de pasar entero el día anterior de marqués en marqués, pero sin entrar

en las dependencias de Su Majestad, como lo llamaba todo el mundo, por fin subí la

espléndida escalera de la casa, de estilo imperial, con dos meandros de tres tramos que

confluían en la amplia, regia escalinata de entrada al piso superior. Yo mismo me sentí

más altivo al subirla, pero los balaustres eran celosías de madera muy tupidas y el pa-

samanos del barandal, aun siendo de madera noble, había sido esmerado por manos

campesinas, y eso le daba al cuartel un aroma de campo que las ceras olorosas de los

carlistas no pudieron mitigar. Creo que esa escalera tuvo la culpa de que permaneciese

allí la Expedición una semana, porque era la escalera que los carlistas hubiesen querido

subir en Madrid, aunque de momento se conformasen con escalinatas de provincias.

En el gran vestíbulo del primer piso un enjambre de aristócratas aguardaba la

salida del Pretendiente. La Expedición llevaba en una carreta con seis mulas los mue-

bles del salón real, que don Carlos ordenó disponer en aquella sala de armas, incluida

una curiosa tarima de tres peldaños en el más alto de los cuales estaba el sillón torneado

del rey. Los camareros sacaban bandejas con embutido; las criadas, vestidas con mandi-

les de puntillas y cofias que les venían grandes, rellenaban los vasos de vino. Un cuarte-

to de viento interpretaba fragmentos de El barbero de Sevilla.

Lewis Gruneisen me hizo estrechar varias docenas de manos antes de que pudie-

se disponer mis bártulos. Entre mano y mano, en inglés y en voz baja, Lewis me iba

reprendiendo.

–¿Puede saberse dónde te metiste anoche?

–Estuvieron a punto de matarme.

–Mariscal de campo don Alonso Cuevillas.

–Encantado.

–Te saltaste un puesto de guardia.

–Eso no es cierto, Lewis. Hablé con el puesto de guardia.

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–Brigadier don Luis López del Plan.

–Cómo esta usted.

–Los soldados del puesto no te dispararon.

–¿Y eso tú cómo lo sabes?

–Coronel José María Aguirre, escolta de Su Majestad.

–Hola.

–No te metas donde no debes, Charles. ¿Qué viste en la ermita?

–Flores y símbolos druidas.

–Mariscal de campo y jefe de los guías de Navarra don Pablo Sanz.

–Qué tal, Mariscal.

–No te dejes llevar por tu buen corazón, Charles. No te fíes de nadie, y no le

saques al rey la cara de tonto que tiene porque si no nos fusilan a los dos, ¿entendido? –

dijo Lewis Gruneisen, con sonrisa de circunstancias, mientras esperábamos a que se

abriera la puerta de doble hoja que comunicaba con las habitaciones de Su Majestad.

Yo había conseguido que pusiesen la tarima y mi caballete junto al balcón, des-

pués de algunos forcejeos absurdos porque ése no era, según dijo no sé qué brigadier, el

sitio más distinguido. A pocos pasos rey, con un recado de escribir, se sentaba el notario

real, un pobre hombre que tenía la penosa labor de transcribir todas las tonterías que se

dijesen en la sala, y junto a él su secretario particular, civil, con pajarita, a quien todos

llamaban don Satur, y que no dejaba de vigilar a la concurrencia y cuchichear al rey.

Conmigo, al lado de la ventana, esperaba Lewis.

El rey se retrasaba y me puse a mirar por el balcón. Más allá de los jardines pa-

saban las carretas con reses desolladas. Me llamó la atención un mozo, quizá porque no

llevaba uniforme o porque no había visto mozos en el pueblo que no perteneciesen a

ningún batallón. No tardé en reconocerlo. Lewis también se percató, y dejó caer una

sonrisa de regodeo.

–¡Vaya, Charles! –me susurró en nuestra lengua–, creo que me apresuré a pagar

una apuesta que no había perdido...

Era el chico de Manzanera, el que encontramos en el ventorro y Lewis intentó

convencer de que se viniese con nosotros a la Expedición. Creí que había podido evitar-

lo, pero Lewis no necesitaba más que unos minutos para convencer a cualquiera de lo

que le diese la gana. Iba con unos calzones hasta la rodilla, unas alpargatas de esparto,

una blusa y una boina negra, no la boina vasca de los carlistas, sino una boina pequeña,

parda, encasquetada.

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Sentí pena. Y entendí las voces que había escuchado en la ermita, y que hasta

entonces había creído que eran murmullos de soldados liberales, dispuestos al asalto del

pueblo –creía yo– con la complicidad del señor Pitarch.

–Por favor, Lewis, yo te pagaré lo que tú me digas, pero baja inmediatamente y

esconde a ese chico.

–No tengo otra cosa mejor que hacer –se mofó Lewis.

–Lewis, ese chico es carne de cañón. ¿No te has fijado en que todos los heridos

son muy jóvenes? Los veteranos los mandan a la vanguardia y de paso se los quitan de

en medio para que no les falte la ración.

–¡Basta, Charles! ¿Te has vuelto loco? ¿No te das cuenta de dónde estamos?

Era verdad, estaba loco. Me acababa de entrar un ataque de piedad. La imagen

de su madre me provocaba escalofríos. Hasta entonces, pese a la desesperación de mis

palabras, Lewis y yo habíamos estado hablando como quien intercambia nombres de

nubes, pero yo empecé a sudar y a imaginarme al pobre chico reventado por la metralla.

–Entonces iré yo –dije, muy decidido.

–¡Calla, estúpido!

Yo apreté los dientes e hice ademán de marcharme, pero Lewis me detuvo.

–Quédate aquí. Yo iré.

Lewis abandonó la sala cuando las puertas se abrieron y un paseíllo de servi-

dumbre se derramó por el salón. Detrás, escoltado por generales con la boina puesta,

salió don Carlos, pequeño, enfermizo, chaparrudo. Subió con paso marcial los escalones

de la tarima, levantó al vuelo los faldones de la levita y se sentó en el sillón.

–Majestad–dijo don Satur, el confidente–, este joven retratista inglés ha hecho

un trabajo excelente con otros miembros de la Expedición.

Aquel sujeto dejó caer la mano vuelta, como si fuese un obispo, para que le be-

sase la mano. Lewis Gruneisen tosió, y yo le di un beso en la mano como cuando, en

aquellas deliciosas tardes de Hamstead Heath, me presentaban a señoritas estúpidas: les

cogía la mano y la subía hasta mi nariz, en un movimiento de látigo, seco y expeditivo,

que dejaba a las pobres con el brazo dolorido para el resto de la tarde. Pero un jefe del

ejército que aspira a ser rey no puede lloriquear a sus institutrices, como hacían ellas.

–¿Cómo te llamas, hijo mío?

–Mi nombre es Lamb. Charles Lamb..., majestad...

–No entiendo por qué los ingleses nos han cogido de pronto esa manía, ¿verdad,

Sebastián? ¿Qué diría mi querido almirante Parker? ¿Os he contado la historia del almi-

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rante Parker, cuando fletó un barco para trasladarme de Portugal a Inglaterra? ¿Te lo he

contado, Sebastián?

Sebastián era un joven de mi edad, sobrino de don Carlos, que paseaba por de-

lante de la música con las manos en la espalda y la cabeza baja. Cuando la levantaba,

bajo su bigotillo ralo se veía un raro frunce de la boca, una rara desorbitación de los

ojos. Tuve que hacer muchos esfuerzos para no pintarlo con cara de loco. Era el único

que no llevaba el traje de gala. Iba en camisa, con el lazo suelto y los puños desabro-

chados. Sólo se adivinaba su condición militar por las botas y los calzones rojos. Lewis

me contó que, con su victoria en Hernani, al frente de todo el ejército carlista, la fama se

le había subido a la cabeza y ya paseaba como Napoleón.

–Sí, majestad, conozco el episodio –dijo.

En ese momento unos tacones cruzaron la sala y se cuadraron delante de don

Sebastián.

–Su Alteza, pido permiso para que se reúna el Estado Mayor urgentemente.

–¿Qué pasa ahora? –dijo el infante don Sebastián.

El coronel Lacy, Gobernador del cuartel general, se inclinó para susurrar unas

palabras al oído del infante.

–¿Qué pasa, qué pasa? ¿Qué es eso de secretear en mi presencia?

El coronel Lacy cruzó con el infante una mirada de titubeo, dio más taconazos

hasta donde yo estaba pintando y se volvió a cuadrar, con tanto aparato de piernas que

casi me tira el caballete.

–¿Qué coño pasa ahora? ¿Me voy a tener que quitar de aquí en este preciso mo-

mento? ¡Si cambio ahora de postura, luego ya no me va a salir la misma!

Lewis Gruneisen volvió a entrar en la sala, apuntó una reverencia y se acercó

sonriente hacia mí. Yo le pregunté con la mirada. Él me tranquilizó con los labios.

–Tenemos un problema con el suministro, majestad –estaba diciendo el coronel

Lacy–. No hay comida para toda la tropa. No será posible quedarnos hasta el lunes co-

mo habíamos previsto.

–¡No te fastidia! –dijo don Carlos, sin mudar el gesto–, ¡con lo bien que se está

en esta casa y lo fresca que es! ¡De eso nada!

El infante Sebastián se acercó sin levantar la cabeza.

–No te preocupes, Miguel. Mandaremos una división a otro pueblo. Que vayan

los Granaderos de Castilla.

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–¡No! –interrumpió don Carlos–, que vayan mis navarricos, los Guías de Nava-

rra, que comen como limas, ¿verdad, Genaro?

–¡Pero adónde, majestad, si las partidas de aprovisionamiento vuelven con los

bolsillos vacíos! –suplicó don Genaro, jefe de los Guías de Navarra.

El coronel Lacy sacó un mapa del bolsillo.

–Hay un pueblo a no más de cinco leguas de aquí, Fortanete, bien resguardado,

con mucho monte y ganado de altura.

–No conozco Fortanete –dijo el Pretendiente–, pero es que, con la paliza que nos

estamos pegando... ¡Anda!, tengo una idea. Charles...

–¿Sí, majestad?

–Cuando acabes el retrato, ¿por qué no te vas tú también con ellos y me traes

unas imágenes del pueblo? Me vendrá bien para los discursos, ¿verdad, Sebastián?

Lewis no movía un músculo.

–Con mucho gusto, Majestad –dije, y seguí pintando.

–¡Satur! –dijo don Carlos–, búscale un ayudante a este señor inmediatamente.

–Ya lo tiene, majestad –intervino Lewis Gruneisen–. Es un chico de Manzanera

que nos acompaña en el viaje y nos sirve como criado.

–Pues ea –dijo don Carlos–, y no se hable más: que se vayan a Fortanete, que

aquí estamos en la gloria.

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Capítulo VIII

EL CHICO

Pensaba que lo habían encarcelado, y que lo iban a fusilar. Nada más entrar en el

pueblo, mientras sus ojos se acostumbraban al espectáculo de los caballos y los unifor-

mes, a más gente de la que había visto nunca en su vida, un soldado lo agarró del brazo:

–Eh, tú, muchacho, ven conmigo.

El soldado lo llevó hacia el camino de Villafranca, pero al llegar a la plaza otro

soldado los detuvo.

–¿Adónde vas con él?

–A dar un paseo, mi sargento.

El chico ya había escuchado antes esa forma de hablar. Se lo escuchó contar a

los arrieros que lo llevaron hasta Mosqueruela cuando se escapó de casa.

–Trae acá –dijo el sargento–. Yo se lo daré.

Y el sargento se lo había llevado en sentido contrario. Durante todo el camino el

chico intentó explicar al soldado que él sólo quería unirse a la Causa, luchar como él,

llevar un uniforme como él. Aunque fuese muy joven, ya sabía herrar a los caballos,

decía, pero el sargento parecía estar sordo, y cada vez caminaba más deprisa y le apre-

taba más el brazo.

–No soy un chico –acertó a decir cuando empezó a pensar que todo era inútil.

El sargento lo mandó callar. Se metió con él por una calle y fueron a parar a un

convento. Pasaron junto a un crucero del que colgaba una enorme vaca muerta. Él y un

cura gordo que cuando pasó a su lado hizo la señal de la cruz lo metieron en un cuartu-

cho, cerraron la puerta y pasaron el cerrojo.

Y allí estuvo, sentado en el suelo, hasta que yo terminé de retratar a don Carlos y

a don Saturnino y a don Sebastián y a toda la parentela carlista, bien entrada la noche.

Cuando abrí la puerta del cuartucho se sobresaltó y me miró con los ojos del animal que

va a ser sacrificado, los ojos de las personas cuando saben que van a morir, más allá del

orgullo, la firmeza o la desesperación, como cuando ya se ha perdido la fuerza para su-

plicar y el sentimiento muere antes que la vida. El muchacho se levantó, se quitó la boi-

na, y la cogió con las dos manos en el pecho. Llevaba mojados los calzones, pero nunca

se le vio una lágrima.

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Cuando me reconoció tras el resplandor de la vela, la vida le volvió a los ojos, y

se atascaba intentando que lo recordase, que él era el chico del ventorro, que había

hablado con mi amigo...

–¡Silencio! –le grité.

Yo estaba de muy mal genio. Me dolían las manos, y sobre todo los oídos. Des-

pués de ocurrírsele a don Carlos que los Guías de Navarra se fuesen a Fortanete, los

cortesanos más allegados empezaron a pedirme retratos de última hora, con una inso-

lencia que yo sólo resistí por la presencia sosegante de Lewis. La división partiría con la

fresca, al amanecer, y tampoco me quedaba mucho tiempo para descansar.

Se llamaba Juan. Era rubiales, espigado, uno de esos mocetones a los que les

crecen más deprisa los huesos que la encarndura. En ese desajuste de crecimiento se

veía que aún era un niño. Él dijo que tenía más, pero dudo de que llegase a los quince.

–Toma, ponte esto –le dije–. ¿No querías servir al rey?

Lewis Gruneisen, tan meticuloso como aquellas personas que cuando hacen un

favor piensan también en el siguiente, había dejado en mi cuarto un hato con ropa mili-

tar y una carabina. Antes, a la salida del cuartel real, me había dado a mí una pistola y

un bastón con estoque camuflado.

Vestido con el uniforme de los Guías de Navarra el muchacho parecía un pífano.

Los calzones rojos se le descolgaban de las botas, pero la casaquilla gris de ojales ama-

rillos le venía un poco pequeña y la boina le tapaba la cara con el vuelo. Él mantenía, no

obstante, el gesto serio y temerario que se le supone a un soldado.

–Muy bien –le dije–. Puede valer. A partir de ahora eres un soldado del noveno

batallón de Guías de Navarra, al mando del coronel don Tiburcio Saiz. ¿Has entendido?

–Sí señor.

–Pero eso, por lo que a ti respecta, no significa nada. Tú eres mi ayudante parti-

cular, y yo soy tu jefe, el que te da las órdenes. Si no me obedeces a mí tampoco estás

obedeciendo al coronel Tiburcio, ¿me has oído?

–Sí señor.

–Y harás todo lo que yo te mande, y si se te ocurre separarte de mi lado sin mi

permiso y no estar donde yo te diga, le diré a Tiburcio que te fusile.

–Sí señor.

–Tiburcio es amigo mío –dije yo, como si fuese un niño.

Llevé al muchacho hasta mi aposento y le ordené que se acostara y que no abrie-

se a nadie la puerta en mi ausencia. Aún llevaba las manos hinchadas de tanto bigotazo,

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pero había alguien con quien era preciso hablar. Como un buen criado, Juan se apresuró

a darme los guantes y la chistera, y también el bastón armado, cuyo león de plata empu-

ñé consciente de que quizás esa noche sería preciso emplearlo.

Salí del convento, dejé a mi izquierda el matadero, un arroyo de sangre cuajada,

y me metí en una calleja cuesta abajo que iba a parar delante de la plaza de los Estudios.

Me dejaba llevar por el abrazo fresco y sereno de la noche, que había limpiado en silen-

cio el resplandor de las hogueras y volvía a mostrarse inmensa y acogedora como la

noche anterior en la ermita.

El portón de entrada de la casa donde nos alojamos nada más llegar a La Iglesue-

la estaba entreabierto, pero yo seguí caminando hasta el lavadero, y en vez de cruzar al

cuartel real me escondí en la sombra de unas yedras y esperé a que pasase la guardia.

Me encaramé a un pilar desconchado donde podía meter la punta de la bota. Sin

apenas hacer ruido con las hojas dejé caer mi cuerpo al otro lado de la tapia, que estaba

bastante más profundo que la calle, y al caer casi me tuerzo un tobillo. Comprobé con

fastidio que por lo menos los cuatro batallones de los Granaderos de Castilla hacían allí

sus necesidades. Caminé junto a las paredes, oculto por la sombra densa de los aleros de

las corralizas dentro de la sombra transparente de la noche.

Alcancé la tapia siguiente con la respiración contenida, y también la salté. Allí

no olía mal y los dondiegos perfumaban el jardín. Había luz en la cocina de la casa.

Camuflado en unas parras vírgenes me fui acercando hasta la puerta del corral. Me des-

licé de espaldas al muro, hasta llegar a la ventana de la cocina, me quité la chistera y me

asomé sigilosamente por uno de los cristales. El barón de los Valles, el marqués de Val-

despina y el cura Echevarría estaban jugando a los naipes bajo la luz temblona de una

bujía. El cuarto jugador no estaba, habría salido un momento.

Volví a la puerta de la cuadra. Dentro estaban los caballos del barón y del mar-

qués, dos magníficos ejemplares de raza española, de largas crines y grupas poderosas.

Salí por la puerta que comunicaba con la despensa y me orienté por el resplandor de una

palmatoria que veía oscilar como si alguien la llevara en una mano y con la otra estuvie-

se revolviendo los cajones. Caminé con cuidado hasta la puerta y vi al señor Pitarch

sentado a una mesa, medio adormiscado, y a su mujer recogiendo los platos.

–Buenas noches –dije, saliendo de entre las sombras.

La mujer del señor Pitarch ahogó un chillido de terror. El señor Pitarch se des-

pertó de golpe, pero el primer gesto de su cara no fue de defensa ni de alarma, sino esa

reacción concentrada de quienes saben permanecer serenos.

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–Ustedes perdonen –dije en voz baja, y traté de explicarles.

–¿Y por qué no ha entrado por la puerta?, dijo la esposa del señor Pitarch, que se

llamaba Victorina.

–No quería despertar sospechas.

El señor Pitarch me hizo pasar y cerró la puerta. Era una recocina de las que se usan

en los días de matanza, con jácenas de yeso para guardar la conserva en tarros y una

chimenea con campana en forma de ojiva y brasas frías sobre los ladrillos.

–Usted dirá en qué puedo servirle –dijo el señor Pitarch.

Yo le dirigí una mirada interrogante que desvié con discreción hacia donde esta-

ba la señora Victorina. Pero ella fue más rápida que nosotros dos:

–Aquí puede usted decir lo que le dé la gana, señor. Usted haga lo que quiera pe-

ro váyanse, por el amor de Dios, porque nos están arruinando la vida.

–Victorina... –dijo el señor Pitarch.

–Es cierto, señor Pitarch. La señora Victorina tiene toda la razón. Esto es un dis-

parate –dije yo, muy serio.

El señor Pitarch me ofreció un vaso de vino. Yo le hablé con claridad.

–Señor Pitarch –le dije–, anoche, en la ermita, alguien intentó matarme.

–Los guardias andan borrachos..., no sucede más porque Dios no quiere.

–No, señor Pitarch –le dije, y apuré el vaso de vino. Lo dejé en la mesa, tragué el

amargor de la pez y lo miré a la cara:– No sé quién fue, pero estoy seguro de que los

guardias no fueron.

–¡Ay, Francisco! –dijo la señora Victorina–, ¡no te metas en líos!, ¡no quieras

saber nada de esas cosas, Francisco!

–Mañana salgo hacia Fortanete y quiero saber si la persona que me disparó ano-

che va también en esa Expedición.

–¡Y yo cómo puedo saber eso!

–Señor Pitarch –le dije–, pasé la noche en la ermita, no volví al pueblo. Y vi lo

que tienen allí guardado.

–¡Ay, Francisco! –dijo la señora Victorina–, ¡que ya te lo decía yo!, ¡que algo

malo iba a pasar antes de que se fuesen todos estos mangantes!

El señor Pitarch volvió a rellenar el vaso. Era un vino viejo y peleón, vinazo de

áspera uva, que tintaba los labios de violeta. Al señor Pitarch le temblaba el pulso.

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–Si he venido aquí es para advertirles de que no me parece un lugar seguro. Tar-

de o temprano, algún soldado se llevará allí a una moza y descubrirán el pastel. Usted

no sabe cómo se las gastan estos mentecatos.

–Sí lo sabemos –dijo el señor Pitarch, con el pulso recuperado–. Recuerde usted

que conocemos a Cabrera.

–¿Y no había una cueva, un lugar más apartado? ¿No sabían que la Expedición

estaba a punto de llegar?

–¡Ay, Francisco! –dijo la señora Victorina– ¡No te vayas de la lengua, Francis-

co!

–¡Calla, Victorina! –dijo el señor Pitarch.

–Señor Pitarch –dije yo–, mañana me voy a Fortanete y mi único interés es sacar

de esta gusanera a un chico como aquellos que tienen allí encerrados, como aquellas

muchachas muertas de miedo que yo pude ver anoche, sin que ellas me viesen a mí,

supongo. Sé que no se andan con contemplaciones. Esta misma mañana, un soldado se

ha llevado por delante a este chico mío, y ha tenido que intervenir un sargento para que

me lo devolviesen. No sé lo que hubiera sido de él.

–¡Nada! –dijo una voz recia, de hombre fuerte y joven, detrás de mí. Era el sol-

dado que la noche anterior, en la ermita, quería que silbase una jota.

Yo cogí el bastón, pero el señor Pitarch me apaciguó poniendo su mano encima

de mi brazo.

–No se asuste, señor –dijo el señor Pitarch–. Es mi hijo.

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Capítulo IX

LUCHAS INTESTINAS

Al amanecer del 25 de julio de 1837, cuatro batallones de Guías de Navarra, dos

escuadrones del Regimiento de Aragón y tres de caballería partieron de La Iglesuela del

Cid por el camino de Fortanete. A mí me adjudicaron una yegua torda que conduje todo

el tiempo desmontado, tirando del ronzal, para no perder de vista a mi protegido. En la

madrugada fresca sonaban los cascos en las losas de la plaza de los Estudios, estallaban

en el cielo limpio las órdenes de los oficiales y el chasquido de las bayonetas. Los lan-

ceros de Navarra brillaban con los puños dorados de sus sables y con las banderolas

amarillas y encarnadas que temblaban al trote de sus monturas. Sus chaquetas verdes

con vivos carmesí, las largas esclavinas de sus capotes y las borlas blancas de sus boi-

nas imponían más que la humilde casaquilla gris con ojales amarillos, el morral, la al-

pargata y la boina encarnada de los Guías de Navarra.

Esta boina tiene una historia curiosa. Al principio de la guerra carlista todas las

boinas eran vascas, chapelas negras que no distinguían oficiales de soldados rasos. El

general Zumalacárregui encargó en Francia unas boinas rojas para distribuirlas entre los

oficiales, que pronto se negaron a llevarlas porque a los liberales les era fácil hacer di-

ana con semejante punto rojo en la cabeza. Entonces Zumalacárregui mandó guardar las

boinas en un caserío de Eulate.

Cuando Zumalacárregui venció en Alsasua, hizo prisioneros a muchos soldados

liberales que se habían perdido en las montañas. Eran extremeños, valencianos, man-

chegos y andaluces a los que Zumalacárregui ofreció la vida si ellos estaban dispuestos

a luchar bajo sus órdenes. Los prisioneros aceptaron, y el general mandó traer las boinas

de Eulate para distinguirlos. Como ninguno de los oficiales vascos o navarros quería

tomar el mando de estos maquetos, sus mandos fueron siempre jóvenes extranjeros que

se sumaban a la causa y aceptaban las más peligrosas misiones. En vida de Zumalacá-

rregui, pertenecer a este batallón de españoles mandado por extranjeros llegó a ser un

motivo de orgullo, pero cuando murió el general tras este orgullo se asomó la envidia, y

el batallón de Guías de Navarra dejó de asumir misiones especiales y se convirtió, por

su condición maqueta, en el último mono de las tropas vasconavarras.

El hijo del señor Pitarch marchaba con nosotros. Él y otros mozos de la contor-

nada se habían alistado en el ejército carlista para servir de verdaderos guías a la Expe-

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dición y llevarla por rutas menos tortuosas donde fuesen más difíciles las emboscadas.

Estos mozos integraban también avanzadillas de rastreo que en realidad iban avisando a

los masoveros de que pusiesen sus bienes a resguardo y escondiesen a sus hijos. Solían

ofrecerse también a cambiar guardias nocturnas, como en la noche en que yo fui pa-

seando hasta la ermita. Eran una resistencia desde dentro, un método arriesgado pero

incruento de preservar aquellos pueblos de semejante plaga de langostas.

El muchacho venía conmigo. Yo lo entretuve contándole algunos lances de mi vida

y él me habló de su madre. Procuraba que todo el mundo viese que Juan era mi criado,

un soldadito a mi servicio, porque junto a los batallones y las bayonetas venía con noso-

tros una chusma bastante inquietante. No más de la mitad de los que habían sido despla-

zados a Fortanete llevaban el uniforme reglamentario. La mayoría eran aldeanos des-

harrapados, frailes andrajosos y milicianos con alpargatas.

Desde el primer momento sentí especial inquina por un fraile de hábito irregular que

no nos quitaba ojo de encima y un bandido con sombrero que siempre iba junto a él. Era

el fraile un viejo escuálido, sanguíneo, de nariz ganchuda y cejas encrespadas; el otro,

un chulángano seboso, con cara de perro, llevaba una chaquetilla corta, como las que

usan los aduaneros, unos pantalones de vaquero y unas polainas muy rústicas, apenas un

pellejo de cordero atado con una beta. Usaba un sombrero de ala, como de picador de

toros, arrugado y con grandes manchas de sudor.

Por un raro privilegio que me escamó desde el principio, los dos iban a caballo, y

subían y bajaban por columna, reprendían a los soldados como si fuesen generales, tra-

taban a los jóvenes a baqueta y repartían consignas y sermones entre la tropa.

Miguel, el hijo del señor Pitarch, se acercó a nosotros un par de veces para darme

novedades e interesarse por el muchacho, pero esa vez lo hizo por la presencia de aque-

llos dos sujetos malencarados en nuestras inmediaciones.

–Cuidado con esos tipos –me dijo–. Son hombres de Cabrera. Se piensan que están

en su propiedad particular.

–¿Cómo se llaman?

–El del hábito se hace llamar fray Aquilino. Y al otro lo llaman el Polaino.

–Cabrera no estaba en La Iglesuela –le dije.

–Por eso mandan a Fortanete a toda esta ralea –dijo él–, a ver si se los quitan de en-

cima. ¿No viste anoche al fraile, en casa de mi padre?

–Pues no –dije, y me acordé de la silla vacía, pero le pregunté:– Y si juegan a los

naipes con la plana mayor, ¿cómo es que ahora vienen con nosotros?

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–Todos los mandos están conchabados para darles un poco de cuerda. El cura Eche-

varría convenció al fraile de que viniera con sus hombres y velara por la fe de la tropa.

A cambio, ya ves, les permiten que se paseen a caballo con el pistolón metido en la faja.

En secreto los mandos confían en que alguien los elimine, a ellos y a toda esa rehala de

barbianes que llevamos detrás de nosotros.

El hijo del señor Pitarch me contó entonces la historia de la boina, motivo por el que

a él no le resultaba difícil trabajar desde dentro del ejército carlista. Al final sonrió con

un cinismo del que su rostro bondadoso no era muy capaz, y dijo:

–Mandan a Fortanete lo que no quiere nadie.

–Mis navarricos –dije yo, con retintín, porque así los llamaba don Carlos.

–¿Navarricos?

Miguel miró discretamente alrededor y bajó la voz:

–Aquí sólo son navarros los lanceros, y míralos por donde van, siempre separados

de la tropa. Aunque vayan a caballo están en franca minoría. Llevan un rato discutiendo

entre los mandos porque los lanceros dicen que ellos se van a Cantavieja. Vamos a parar

ahí delante, en la masía del Rallo. Allí el camino se bifurca y tendrán que decidir.

–Eso es imposible –dije yo–. La orden de ir a Fortanete, por absurda que resulte,

partió del propio don Carlos. Yo estaba delante. Además, Cantavieja está en la ruta, no

querrán sangrar al pueblo antes de instalar allí el cuartel real, digo yo...

El hijo del señor Pitarch arqueó las cejas y entornó los ojos.

–Eso sólo significa que hay una partida que quiere separarse. Además de los lance-

ros había un oficial de Zaragoza que también es muy amigo de Cabrera.

Llevábamos un par de horas de marcha. Habíamos salido por el camino de Cantavie-

ja, pero a menos de media legua, en un abrevadero, dimos de beber a los caballos y se-

guimos a través de los bancales. Hileras de mujeres agachadas, vestidas de negro bajo

grandes sombreros de paja, segaban el trigo con corbellas y nos miraban sin enderezar-

se. Dejamos el campo abierto al entrar en un paso de ganado, una senda estrecha, seña-

lada con muretes de piedra rubia, que nos internó serpenteando en un sotobosque de

pinos y carrascales. Marchábamos entre dos barrancos que descendían a nuestros lados

en suaves pendientes escalonadas de terreno claro, pedregoso, lleno de quejigos y cos-

cojas, que sin embargo iban tupiéndose hasta llegar a los serbales de los arroyos, que

nosotros veíamos de lejos.

Antes de descender por el paso del ganado atravesamos un umbral rocoso junto al

que había un corral del que ya sólo quedaban algunas plumas.

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–¿Puedes ocuparte un rato del chico? –pregunté a Miguel, el hijo del señor Pitarch–.

Quiero tomar unos apuntes. Desde aquí ya se ve la masía del Rallo. ¿Cuánto tiempo

piensas que se detendrá la marcha?

–Vamos muy lentos. La gente no tiene prisa en llegar. Es posible que paremos una

hora o más.

–Bien. Llegaré a tiempo. Quédate también con la yegua. No quiero que me vean lle-

gar luego a caballo. Prefiero pasear.

Luego, levantando un dedo, me dirigí al muchacho.

–Juan: ni se te ocurra separarte de Miguel ni de la yegua, ¿me has entendido?

–Sí señor.

–Mira que se lo digo a Tiburcio –le dije, sonriendo, como un broma.

–Sí señor –dijo el muchacho, y me devolvió la sonrisa.

La presencia de Miguel nos daba seguridad a los dos. A mí porque Miguel era, ade-

más del hombre más dispuesto que encontraré en mi vida, un guía perfecto, que sabía

leer el terreno como los adivinos leen las líneas de la mano, que sabía distinguir al car-

bonero del herrerillo y a la paloma del zorzal, que sabía los nombres de las cosas, y

hablaba de ellas con el acento dulce de la zona como habla el niño cuando enseña su

cuarto de los juguetes.

Para el muchacho, Miguel era el hermano mayor que te enseña a cruzar el río, el

hombre que sería él dentro de unos años, un héroe posible cuyos esfuerzos por proteger

aquella tierra lo emocionaban igual que a otros emocionan las banderas y los cornetines.

Saqué de las alforjas un cartapacio con papel y me metí unas barras de carbón en el

bolsillo. Igual que me había sucedido en la ermita, me sentía eufórico, clarividente.

Aquellos barrancos austeros conservaban la blandura del Mediterráneo, tal y como nos

imaginamos los paisajes de las Sagradas Escrituras, con sufridos matojos y alguna que

otra cabra. Me di cuenta de que la grandiosidad no procedía del tamaño de las cosas, de

árboles vetustos y gigantescos, de acantilados vertiginosos o montañas imponentes: aquí

las lomas era blandas y los árboles pequeños, las aliagas y las chaparras daban paso a

los majuelos y las endrinas, y estos a las campanillas y a las violetas. En los matojos que

almohadillaban las piedras encontraba florecillas diminutas, de una estructura simple,

delicada, y me pinchaban los enebros y observaba las ramas retorcidas de las sabinas, y

todo era simple y sufrido, armónico y perfecto.

Fue la primera vez en mi vida de pintor que no había identificado la belleza de un

paisaje con su feracidad. En los paredones de cal y en la tierra blanquecina y seca había

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más vetas de colores ferruginosos, más tonos de gris y más variaciones del verde pálido

de las que entonces recordaba en mis paseos por el bosque de Sherwood. Este era un

paisaje de una simplicidad infinita: su transparencia escondía un universo de formas y

tonalidades que yo sentí entonces el impulso de pintar.

A veces pienso en cuántos errores cometí en aquellos días. Quizá este rapto de amor

desmelenado fue uno de ellos. Pero no sé si la fatalidad es un error, y mi alma necesita-

ba beber a solas, sentado en una piedra, estremecido con los rayos del sol y el aroma de

los tomillos, aquella deslumbrante inmensidad.

Cuando, después de un buen rato, volví la mirada a la masía del Rallo, la división

entera no se distinguía bien a lo lejos de un rebaño cualquiera. En torno a unos tejadillos

se arremolinaban puntos rojos y destacaba tras la intensa cortina de luz la silueta de los

caballos. Vi una nube de polvo, y segundos después llegó hasta donde yo estaba el eco

de algún disparo. Vi fogonazos de fusil que iluminaban los huecos en las paredes de la

masía. Vi desparramarse puntos rojos hacia todas partes, como un ganado en estampida.

Los ecos llegaban más bruscos y a los fogonazos seguían columnas de humo gris y pe-

queñas volutas de humo negro cuando el polvo se disipaba. Fueron seis, siete cañonazos

que rompieron la luz del mediodía como truenos lejanos.

Mi primer pensamiento fue para el muchacho, y empecé a correr.

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Capítulo X

HILOS DE VOZ

Corrí ladera abajo como un padre desesperado. Me daba miedo llegar a la masía

del Rallo, por más que hubiesen remitido los disparos, y encontrar a mis amigos muer-

tos. Las tropas seguían en desbandada, antes incluso del momento en que se empiezan a

formar pequeños grupos a resguardo que puedan divisar al enemigo, o por lo menos una

ruta segura para la huida.

La masía estaba en mitad de una llanada de bancales, una especie de terraza na-

tural en medio de un barranco pedregoso. En mi carrera vi venir hacia mí soldados des-

pavoridos, algunos con la cara tiznada o la guerrera manchada de sangre. Otros, más

serenos, llevaban en andas a compañeros desmadejados, o trataban de recomponer la

tropa. El aire olía a pólvora, a hierro y a carne quemada, la nube de polvo y humo iba

ascendiendo y debajo la masía y el barranco y los bancales quedaban ocultos al sol, con

una luz parda, sin la nitidez de los días nublados, densa y espectral, fría y sin vida.

Unos pocos querían huir barranco arriba, hacia Cantavieja, pero la mayoría ace-

leró la marcha hacia el sur, por el camino de Fortanete. Puesto que los cañonazos habían

partido de la ladera opuesta, de las faldas del pico de Tarayuela, bajar hasta el arroyo era

meterse en una ratonera, pero también hacerse fuerte en aquellas casas. A punto de lle-

gar a las edificaciones estalló de nuevo un cañonazo que reventó un muro de piedra del

pajar y sepultó a los soldados que aún aguardaban en la parte trasera. Supuse que el si-

guiente tardaría en llegar. Salté por encima de un caballo muerto para entrar en los co-

rrales. Vi manos abiertas que asomaban de las piedras derruidas, jirones de cuerpos,

charcos de sangre, zapatos vacíos. Miré las caras de los muertos, las casaquillas de los

Guías. Pasé por delante de hombres que pedían ayuda sin darse cuenta de que estaban

destrozados. No vi al chico, ni a Miguel, pero el trueno seco de una detonación me hizo

salir corriendo de la casa. Me tumbé debajo de un abrevadero antes de que una bala ca-

yese sobre el tejado, se incendiasen las vigas y se resquebrajasen los muros de piedra.

Mientras bajaba por el barranco me pareció que seguir por la ruta prevista o as-

cender las trochas tras la casa era una salida temeraria, pero al llegar comprendí que era

el único recurso del instinto. Esas trochas estaban también sembradas de cadáveres.

Algunos habían salido disparados con la deflagración y colgaban de las ramas bajas de

las sabinas, otros yacían entre las piedras.

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Miré a mi alrededor, me puse un pañuelo en la boca porque el azufre me asfixia-

ba, y acudí a una paridera en cuya puerta pude ver alguna casaquilla gris. Era uno de los

sitios donde se habían hecho fuertes los soldados en los primeros momentos de confu-

sión. Miré sus rostros uno a uno. Alguno no habría podido identificarlo en el caso de

que hubiese sido quien buscaba. Al lado, en una pequeña era, vi una pieza de artillería y

frente a ella un cuerpo abatido llamó mi atención. Sentí mis pies clavados al fango de

sangre y estiércol, como si me resistiese a reconocerlo. Pero el humo volvió a disiparse

lo suficiente para saber que era Miguel, el hijo del señor Pitarch.

Estaba sentado en el suelo, con las piernas abiertas y la espalda recostada en el

muro. Las manos todavía sujetaban el fusil, al que se habían agarrado poco antes de

quedarse rígidas. La cabeza estaba vencida sobre el hombro derecho, con los labios en-

treabiertos, como si hubiese querido decir algo antes de morir, como si estuvieran em-

pezando a desgarrar un grito. Estaban rígidos también los maseteros y los músculos del

cuello, y su mirada fría, la mirada de quien conoce una noticia trágica, permanecía fija

en el cañón, que había quedado apuntando a los muros de la paridera.

Me acerqué hasta él. Tomé su mano rígida, esperé a encontrar algún latido. El

cuerpo no llevaba heridas aparentes. En su rostro no vi salpicaduras de sangre, no había

destrozos en su camisa. Lo miré en silencio. Había cesado el fuego, ya no se oían gritos,

ni se veía correr a los soldados. La columna, lo que hubiese quedado de ella, ya había

traspuesto las lomas de los barrancos. Sólo quedaban los muertos.

Fue un acto de desesperación, una reacción propia de los trastornos que produ-

cen las tragedias, cuando me metí las manos en la levita y saqué un carboncillo, y abrí el

cuaderno y saqué una lámina limpia y me senté en una piedra, y a través de la expresión

helada del cadáver intenté reconstruir a mi amigo, y traté de buscar en aquellos rasgos

vacíos la imagen que me devolviese al noble mozo de La Iglesuela.

Nunca fue tan ágil la mirada, jamás me importó menos el estilo. Lo sentía como

un acto de justicia, pero también como un modo de sosegarme, o por lo menos de no

quedarme solo ante el dolor. Estaba tan absorto en aquellos trazos urgentes que no caí

en la cuenta de que entre los gritos de las chicharras y de los abejorros flotaban hilillos

de voz, de cuerpos que aún pedían socorro. Me sentí un criminal por estar haciendo un

retrato de un muerto para el Morning Post mientras a mi lado había gente a quien aliviar

los últimos instantes de su vida. Conforme la fiebre y el miedo iban bajando, la con-

ciencia se volvía a iluminar. Era consciente de que no había nada que hacer por aquel

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moribundo que gemía detrás de la carrasca, pero yo no podía darle la espalda. Así que

me levanté y caminé hacia él, y entonces lo escuché:

–¿Adónde vas?

Me volví aterrorizado, el corazón me rebotaba en las costillas. Había sido un gri-

to ronco, poco más que una tos. Miguel intentaba humedecer sus labios blancos con

saliva seca, y entornaba los párpados tratando de levantar la cabeza. Cuando pude mo-

verme me acerqué a darle de beber.

–¿Dónde te han herido, Miguel? –le grité, emocionado, mientras le tomaba otra

vez el pulso, y sentí en mi dedo cómo regresaban los latidos a su cuerpo.

–Tengo hambre –dijo él.

–¿Dónde te han herido? –insistí.

–Trae más agua –dijo Miguel, no en el tono quejumbroso de un herido, sino co-

mo si acabara de despertarse de una siesta muy pesada.

Mientras bebía le pasé la mano por la cabeza, por si se hubiese dado algún golpe.

No encontré ningún chichón, pero su actitud, entre aturdida y perezosa, me pareció la

propia de quien ha perdido el conocimiento en una mala caída.

–Dame más agua –dijo, cuando yo le retiré la cantimplora, porque se la estaba

bebiendo entera. Bebía con avaricia, sin ningún control. Tuve que forcejear con sus

grandes manos de labrador para separársela de los labios.

–Cálmate, Miguel. Te vas a ahogar.

Se tiró más agua por la cabeza, se restregó los ojos. Le volvió el color a la cara.

–¿Y el chico, dónde está el chico? –le pregunté.

Miguel giró la cara con parsimonia. No era la mirada de loco que tenía cuando al

encontrarlo lo di por muerto, sino una mirada tranquila, entrecerrada, la mirada de quien

se despierta en un colchón de plumas, no en un campo de batalla.

–¿El chico?

Era como si le estuviera preguntando si lo había visto jugar a la puerta de casa.

No era consciente de dónde estaba. Había perdido la noción de las circunstancias.

–El chico se fue a buscar a su padre –dijo, después de algunos titubeos.

–¿Por dónde fue? ¿Se llevó la yegua?

–Creo que sí. Yo le dije que se la llevase. Ahora, si me hizo caso o no...

–Entonces ya habías perdido la conciencia.

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–No. Entonces sonó un cañón –dijo Miguel, mirando la pieza de artillería que

había quedado abandonada y que parecía apuntarnos a nosotros. Luego dejó caer el la-

bio inferior y, muy lentamente, dijo:– ¡Pun!

–¿A Manzanera? ¿Ha vuelto a Manzanera? –le repetí.

Miguel tardaba en responder, parecía tener que ir a buscarlo cada vez al desván

de su cerebro, y cuando hablaba era como algo en efecto sucedido hacía mucho muchos

años, cuando todos éramos niños.

–No. Ha ido a Villarluengo.

–¿Tiene parientes allí?

–Dijo que sí.

–¿Pero sabía él ir hasta Villarluengo? ¿Le indicaste tú por dónde ir?

–¡Pun! –dijo Miguel, y calló un largo rato.

Mis atropelladas preguntas lo aturdían, aunque no perdió en ningún momento

esa media sonrisa un poco ida que a veces se tensaba como se tensa la sonrisa de los

niños en la escuela, mientras se acuerdan de los nombres de los mártires y de los reyes.

–¿Por dónde se va a Villarluengo, Miguel?

–Por allí –dijo, y señaló con el dedo un lugar intermedio entre los dos caminos,

un horizonte montuoso por donde no se adivinaba ninguna senda.

Llevaba láminas conmigo, pero había perdido el mapa. No quise arriesgarme.

Miguel parecía conocer la sierra igual que siempre, pero no era capaz de aplicar sus

conocimientos a una empresa concreta, ni tan siquiera de deducir por las circunstancias

que ante todo debíamos ponernos a cubierto. Era la primera vez que no me daba todo

lujo de detalles sobre rutas más seguras y pormenores de la contienda.

–Nos vamos a Cantavieja –dije.

–Bueno –contestó Miguel, encogiéndose de hombros.

Se levantó todo lo grande que era y se espolsó el polvo de las perneras.

–Espera un momento, Miguel –le grité, cuando había ya empezado a caminar.

Miguel se detuvo, sin volverse siquiera. Yo me acordé del hilillo de voz que se

había vuelto a esconder hacía rato entre los mirlos y las chicharras. Pero al pensar en él

creí volver a escucharlo, y adelanté a Miguel para buscar al hombre que había oído ge-

mir unas carrascas más adelante.

–Me ha parecido escuchar que alguien gritaba –dije.

–No –dijo Miguel–. Ya se ha muerto.

Me giré. Me miraba con las manos en los bolsillos.

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–¿Y tú cómo lo sabes?

–Porque me lo ha dicho –dijo Miguel.

No le hice caso. Me acerqué al pobre hombre, que en efecto acababa de expirar,

y le cerré los ojos. Luego regresé a donde estaba Miguel.

–Miguel –le dije–, no se qué decirte para sacarte del estado en que estás. Escu-

cha, Miguel, el tuyo es un caso de mesmerismo, ¿has oído hablar del mesmerismo?

–No.

–Está bien. El mesmerismo es un proceso de hipnosis que..., ¿conoces la palabra

hipnosis?

–No.

–Vamos a ver, Miguel. Hay gente que se pega con una piedra en la cabeza y se

queda un poco lela, ¿me entiendes? Ve cosas que no hay y escucha voces que no exis-

ten. Otras personas sufren una impresión muy fuerte que por unos momentos las man-

tiene trastornadas. Céntrate un poco, Miguel.

Miguel me miraba con cara de no estar entendiendo nada. No es que padeciera

un súbito retraso, sino que, por lo que me pareció observar, no concedía a nada la con-

dición de problema ni de situación límite, y a su cerebro iban llegando todos sus recuer-

dos a la vez, mezcladas las fechas y las caras, a superponerse al paisaje real como los

niños pegan los figurines en un antiguo cuadro que ya nadie quiere.

–Está bien –dije, dándome por vencido–. Vámonos a Cantavieja.

–Bueno –dijo él–.

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Capítulo XI

LOS ASNOS EUROPEOS

En mitad de aquel infierno había un burro que triscaba en los hierbajos. Miguel

se acercó a él cuando le dije que nos marchásemos, como si un obediente lacayo se

hubiese aplicado al arreo de las cabalgaduras.

–¿Pero no me has dicho que Cantavieja sólo está a un par de horas de camino,

Miguel?, ¿para qué quieres un burro?

Miguel buscaba en los caballos muertos alguna collera que le viniese bien al ju-

mento. Se giró hacia mí con esa nueva cara de estupefacción, como si acabase de venir

al mundo, que casi me había hecho ya olvidar su sonrisota natural.

–Uy..., Villarluengo. ¡Villarluengo está lejismos...! –dijo.

–Ya hablaremos de Villarluengo, Miguel. Pero si no nos vamos ahora mismo no

vamos a llegar ni a Cantavieja ni a Villarluengo ni a ninguna parte.

Encontró una mula enjaezada con guilindujes, unos arreos con abalorios colgan-

tes y trenzas de pita como los que llevan los chamarileros.

–¡Mira qué maja es ésta!

–¡Miguel, por lo que más quieras, vámonos de una vez!

Miguel se entretuvo en desanudar las albardas y el bocado y toda la guarnicione-

ría de la bestia muerta, y yo, por más que le amenazaba con irme, al final no pude sino

ayudarlo y decirle que se diese un poco más de prisa.

El burro era un garañón negro, con los pechos, las bragas y el hocico blanco, la

cabeza alargada, los belfos colgantes y las orejas enormes y muy pitas, como son los

burros catalanes, los asnos europeos, que recuerdan más a las mulas que al clásico rucio

andaluz. Cuando Miguel le acabó de colgar aquel aparatoso paramento, el animal pare-

cía una de esas mulillas que arrastran a los toros muertos en las corridas.

Miguel cruzó en los aparejos unos enormes serones de esparto, pero lo que me

sacó de mis cabales fue lo que hizo luego. Fui enérgico, pero no lo suficiente, aunque

pienso que la voluntad de Miguel era entonces una máquina de hierro que no se detenía

con palabras. Cogió al burro del ronzal, lo condujo con chasquidos de la lengua y lo

colocó alineado con el cañón.

–¿Pero se puede saber qué estás haciendo? ¿Adónde vamos con un cañón?

Miguel me miró como si lamentase mi escaso sentido común.

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–Es para cuando te ataquen –dijo, y procedió a llenar el serón de balas.

–¡Ja! –dije yo, mirando una y otra vez a las faldas de Tarayuela, por si venía otra

andanada–. Basta ya, Miguel, no puedo pasar por esto. Lo creas o no, tú no estás bien de

la cabeza, y ciertas decisiones voy a tomarlas yo. Podría largarme yo solo, el camino

está marcado con peirones, no tiene pérdida. Pero no puedo dejarte aquí solo.

–Por eso no te preocupes –dijo él–. Aquí hay mucha gente. Mira, ¿ves ese de

ahí? Ese es de mi pueblo. Se llama Paquico.

Paquico miraba al cielo con un tiro en la frente.

Era un cañón de hierro del 12 corto con cureña inglesa de batalla. Yo los había

visto en el polvorín que instalaron en los corrales de la iglesia. Eran algunas piezas pro-

cedentes del material de guerra que Lord Palmerston había enviado al gobierno de Ma-

drid, según me asesoró Lewis Gruneisen, una partida que incluía trescientos mil fusiles

y seis millones de cartuchos, cien cañones de hierro y muchas piezas de calibre grueso,

aparte de abundantísima munición de artillería. En Barbastro los carlistas, que se habían

dejado en Navarra su artillería, capturaron a las tropas de Oraa algunas de aquellas pie-

zas que luego exhibían en la Expedición Real como si fueran, más que una demostra-

ción de fuerza, un botín de guerra.

Miguel enganchó la argolla de la cureña a un travesaño del arreo y el burro hizo

la maniobra entre los chasquidos con la lengua y las voces de mi compañero, y comenzó

a caminar ladera arriba, por el camino de Cantavieja. Yo temblaba con la posibilidad de

que nos hubiesen visto, de que nos estuviesen viendo en esos momentos con el catalejo

desde aquellas lomas, no sólo huyendo con aquella galbana del campo de batalla sino

arrastrando una de las piezas que les habíamos arrebatado. Temía que cuando el cañón

fuese visible se desatara sobre nosotros una lluvia de proyectiles, una chaparrón de

bombas y granadas, pero no fue así. Deben de haberse retirado ya, pensé, deben de pen-

sar que ya nos han matado a todos.

Cuando se acabó la cuesta nos paramos un momento a respirar. Se detuvo el rui-

do de las ruedas del cañón sobre las piedras, y el paisaje volvió a ser como el lecho de

un lago vacío, con vallezuelos y relieves poco pronunciados. Era inverosímil la existen-

cia de la guerra en aquellos campos tranquilos.

–De modo que a Villarluengo –le dije a Miguel.

–Sí –dijo él, de pie, con los brazos caídos y la cabeza levantada, como si estuvie-

ra buscando algún olor en las corrientes de la brisa.

–¿Y qué parientes ha ido a buscar?

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–A su padre.

–¿A su padre? ¿El chico tiene padre?

–Él piensa que sí –dijo Miguel.

–¿Se alió con los carlistas?

–Sí, pero lo mataron en Barbastro. Eso el chico no lo sabe.

–¿Y tú cómo lo sabes? –le pregunté, consciente de que había vuelto a entrar en

su fantasía, aunque casi me desconcertó más que no fuese así.

–Su padre era de Mosqueruela. Se llamaba Martín. Era el herrero, pero también

tenía muchos pinos cerca de la ermita de la Estrella. Yo se los compraba para el aserra-

dero. Alguna vez nos veíamos también en las ferias, o cuando iba herrando por estos

pueblos. Yo me alisté cuando la tropa salió de Morella, pero él se había ido antes, cuan-

do entraron por Huesca.

–¿Quieres decir que le has mandado a Villarluengo a buscar a alguien que se ha

muerto? Miguel, ¿no te das cuenta de que estas montañas están infestadas de partidas en

desbandada?, ¿no has visto a los liberales, cómo han aparecido de pronto?

–No eran liberales –dijo Miguel.

–¿Cómo dices?

–Llegando al Rallo empezaron a pleitear en serio. Los de Cabrera y los lanceros

dijeron que ellos se iban a Cantavieja, decían que allí hay muchos víveres que trajo

Llangostera para cuando pasase el rey, y sin atender órdenes ni nada se largaron. Enton-

ces el general Tiburcio mandó disparar contra ellos, y nada más empezar los tiros en la

masía empezaron también a caer las bombas desde Tarayuela.

–Quieres decir que estaban cubriéndoles la salida.

–Yo creo que sí –dijo Miguel, con un desapasionado gesto de resignación.

–Confiemos en que eso sea discutible –dije yo–, ¿pero por qué a Villarluengo?

–El padre del chico tenía un hermano en Villarluengo, Cristóbal, el cantero, yo

lo conocía mucho. En las fiestas de Mirambel era el que le retuerce los cojones al toro

para que diga amén en la ermita. Alto él, fuerte. Y con él vivía su madre.

–La abuela del muchacho.

–Claro, ¿con quién va a estar mejor un chico que con su abuela?

–Con su madre, por ejemplo –dije yo.

–La madre ya tiene bastante faena en Manzanera.

–¿También la conoces?

–No –dijo Miguel, en un tono más serio, y luego dijo:– me habló de ella Martín.

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–¿Hace mucho tiempo de eso?

–No, hace un rato –dijo Miguel, ensombreciendo la mirada.

–En fin, olvídalo –dije, y traté de volverlo a la realidad:– ¿Cómo le ponemos al

burro? Es lo menos que podemos hacer, ¿no te parece?

–Yo tenía un burro que se llamaba Lucio –dijo Miguel.

–¿También lo requisaron los carlistas?

–No –dijo él–, mi padre lo sigue guardando en casa.

La expresión de su mirada se había despeñado ya del todo por la melancolía, de

modo que corté la conversación.

–Vámonos de aquí, Miguel –dije, y decidí callar.

Miguel no desplegó la boca en todo el camino hasta Cantavieja. Caminaba con-

centrado en los ribazos del camino, y a veces se paraba para oler el aire.

Avistamos Cantavieja cuando más duro pegaba el sol. Me impresionó aquel

pueblo construido encima de una muela que se adentraba en el gran valle como un

enorme saliente rocoso se adentra en el mar, entre montes dormidos y cerros escarpa-

dos. La abrazaban muros de mampostería que seguían la silueta de la roca y allanaban

nuevas terrazas. El barranco al que estaba asomado el pueblo era un cortado de piedra

clara con chorriones pardos, a cuyo pie las lomas empinadas descendían sinuosas en

terrazas como curvas de nivel hasta el fondo del valle.

Tomé unos bosquejos del pueblo antes de descender hacia esa especie de istmo

que lo comunicaba con la cresta llana por donde habíamos venido. A la altura de los

aljibes nos salió el retén de guardia, dos voluntarios mal vestidos que solo tenían en

común la boina roja y los fusiles con los que nos apuntaron:

–¿De dónde vienen ustedes?

–De la masía del Rallo, como todos los que acaban de pasar.

El soldado de guardia se contoneó con pasos anchos hasta el burro, que con toda

la parafernalia de los jaeces y los serones tapaba el cañón que llevábamos detrás.

–¿Y esto? –dijo, cuando lo vio.

–Esto es un cañón que se han dejado en el Rallo y venimos a devolvérselo –dije

yo, de mala uva, y tuve suerte porque el guardia resultó ser un guía de Navarra con

acento valenciano, según me confirmó Miguel, que lo conocía de vista.

Nos escoltaron hasta el pueblo, y calle arriba hasta una plaza muy hermosa, de la

misma piedra rubia que los muros y las casas. Era rectangular, con ojivas en los soporta-

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les de ambos lados y arcos de medio punto, algo mayores, en la fachada posterior, la

más alta y solemne, con dos ventanas góticas muy estilizadas.

El guía navarro valenciano se quedó a la entrada de la plaza, custodiando a Lu-

cio. Miguel se quedó fuera, y yo pasé con el otro guardia por una puerta que se abría al

fondo del porche derecho, cubierta con rejas, como si fuesen los calabozos. Antes de ir

con él, me acerqué a Miguel:

–Miguel –dije–, espérame aquí afuera. Y no hables con nadie, por favor, ni les

digas lo que te ha pasado.

–Bueno –dijo Miguel, encongiéndose de hombros.

Pasamos a una zaguán entre voluntarios de uniforme casero. El guardia me hizo

esperar, dio un recado a otro sujeto con boina roja que subió por la escalera y e instantes

después volvió a bajar y me dijo que lo acompañase. Subimos por la escalera y atrave-

samos un largo pasillo de tablas, al final del que se abría una pequeña puerta de doble

hoja pintada de marrón.

El de la boina me cedió el paso y entré a una especie de despacho en penumbra.

Junto a la ventana, recortándose un poco detrás de la luz, había un individuo con la levi-

ta de color verde oscuro desabrochada, pantalón blanco y pantuflas amarillas, una boina

blanca en la cabeza y un látigo en la mano.

–Buenas tardes –dijo–. Soy el general Cabrera.

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Capítulo XI

¡VIVA EL REY Y VIVA DON RAMÓN!

Lo que yo sabía entonces de Cabrera era lo que me había dicho de él Lewis Gru-

neisen mientras estábamos en La Iglesuela o lo que me dijo Miguel, el hijo del señor

Pitarch, cuando partimos hacia Fortanete, antes de volverse loco.

A Lewis le parecía un tipo con suerte que había sabido aprovechar sus oportuni-

dades. Según él, se le apareció a don Carlos cuando peor estaba la Expedición, perdida

por Cataluña, con soldados que se les morían de calor y pueblos como Solsona donde

no encontraban más que casas incendiadas, y con una tropa exhausta que a la mínima

pensaba en desertar o preparaba trifulcas que terminaban a tiros, como sucedió al pasar

el Priorato, de sabrosos vinos, donde el grueso de la Expedición agarró una borrachera

tremenda y prendió una reyerta entre el batallón de granaderos y la caballería. Era la

serpiente hambrienta que empieza a devorarse a sí misma, y que, llegada al ancho río,

resulta que tampoco sabe nadar. Entonces apareció Cabrera.

Cabrera fue muy astuto. Estando en Calaceite se enteró de que la Expedición

Real las estaba pasando canutas. Iban a llegar al Ebro, las tropas de Oraa les disparaban

cañonazos sin puntería desde los montes de alrededor. Cabrera envió comisionados para

ofrecer su ayuda al Pretendiente, y mandó a Forcadell y a Llangostera, sus lugartenien-

tes en el sur de Aragón, a que se moviesen por las tierras de Alfambra, a cinco leguas de

Teruel, y esperasen allí sus órdenes. El general, entretanto, partió con sus hombres por

el camino de Castelserás, y en Xerta, a dos leguas río arriba de Tortosa, su pueblo natal,

se encontró con la Expedición, que lo acogió como si se le hubiese aparecido la Virgen.

La Expedición no había podido llegar hasta Tortosa porque allí se habrían en-

contrado de bruces con los liberales de Borso, ni a Mora de Ebro, donde el general No-

gueras los esperaba con cinco batallones, pero Cabrera se las arregló para traer desde

San Carlos de la Rápita las suficientes lanchas y almadías con las que cruzar el Ebro, y

dejó incomunicados a los liberales y marchó río abajo, a enfrentarse con Borso.

–¡Muchachos, el rey nos mira! –les decía Cabrera a sus tropas.

–¡Viva el rey y viva don Ramón! –gritaba la soldadesca.

Fue una batalla muy interesante desde el punto de vista de la estrategia. Murie-

ron doscientos hombres.

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Todo fueron parabienes en la corte para recibir al héroe. El rey lo nombró co-

mandante general de los reinos de Aragón, Valencia y Murcia, y en Xerta organizó un

besamanos y un tedéum y se paseó bajo palio entre la multitud. Lewis Gruneisen me

contó un detalle, que él había conocido de primera mano, que dice mucho del carácter

de Cabrera. El rey, en uno de sus protocolarios agradecimientos, invitó a Cabrera a que

se sentase junto a él en la lancha que atravesaba el río, y Cabrera entonces dejó salir sus

maneras un tanto rústicas rechazando la invitación y marchándose a sentar a popa. Los

cortesanos lo consideraron un desaire, y no entendieron que aquel rechazo significa en-

tre la gente humilde otro agasajo de voluntaria humillación. El caso es que Cabrera sí

debió de sentirse un poco raro entre tanto perfume de fantasía, y lo que pudo ser com-

plejo terminó siendo tomado por soberbia.

Fuera como fuese, Cabrera jugó después una baza maestra. En vez de llevárselos

directamente a Cantavieja, hizo tiempo para que cuando llegara el rey al Maestrazgo se

encontrase con toda la abundancia que le habían negado los catalanes. Para eso mandó

entonces a Llangostera por toda la comarca, para que reuniese víveres y los almacenara

en Cantavieja, y mientras tanto dirigió la Expedición al sur, hacia tierras de Valencia.

Cabrera sabía que los valencianos tienen otra forma de ser. Atacaba los pueblos

y los sitiados le organizaban fiestas y le presentaban a sus mujeres, y plantaban fallas y

le guisaban paellas, y le decoraban con millones de flores los tedeums y los besamanos

y todas esas ceremonias con boato que tanto gustan a los españoles. Lewis Gruneisen

dice en sus memorias que los valencianos habrían hecho eso de todos modos, si llega

don Carlos como si llega María Cristina, o como si no llega nadie. La diferencia con

respecto a Cataluña está en que luego, cuando por fin se largó aquella procesión de zán-

ganos, los valencianos no tuvieron que reconstruir sus casas ni marcharse a otro lugar.

Hartos de comer y de beber, de fiestas y bailes y coqueteos, cuando habían arra-

sado ya las huertas y en la lonja no quedaba más pescado, Cabrera los invitó a su casa.

El Maestrazgo era su casa, la prueba fehaciente de que el carlismo hacía prósperos los

pueblos, por lo menos los que se fuesen a encontrar en la ruta. Lewis Gruneisen se pre-

gunta si Cabrera ya sabía que cuando pasase la comitiva él sería el dueño y señor de

estas montañas, o si lo decidió en Madrid. La leyenda dice que fue entonces cuando,

decepcionado por tanto esfuerzo baldío, el general Cabrera se encastilló en el Maestraz-

go. Lewis piensa que ya lo sabía todo, que todo lo tenía planeado.

El caso, en fin, es que, cuando la Expedición llegó a La Iglesuela, Cabrera se

alojó en su casa, en su cuartel general, en la capital de sus dominios, Cantavieja, y a mí

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me recibió en lo que debían de ser las dependencias del Ayuntamiento. Me sorprendió

su juventud, apenas treinta años, pero no el aire inquieto de su mirada ni su imparable

actividad. Como poco daba golpecitos en la mesa con el mango del látigo, pero en nues-

tra conversación no cesó de mirar por la ventana, abrir cajones, sacar legajos, mirarlos

al trasluz y volverlos a meter, acariciarse los bigotes con la pluma de escribir, echarle

aliento al cargador de una pistola para abrillantarla con la manga de la levita, o, de vez

en cuando, mirarme de arriba abajo con sus ojos puntiagudos.

–Así que vienen ustedes desde el Rallo.

–Sí, señor.

–¿Y cómo es que no vinieron con el resto de la tropa? –dijo Cabrera.

–Estuve atendiendo a un herido.

–Bien hecho –dijo, y se asomó a los cristales–. Con usted viajaba un guía.

–Sí, señor.

–Y aquí hoy no ha venido ningún guía de Navarra.

–Pensé en salir de aquella emboscada por el camino más corto, nada más.

–Es decir, que abandonó la columna que iba a Fortanete y salió corriendo –dijo,

rascándose con energía y ruido la pelambre del pecho.

Me detuve a tiempo de no dar más explicaciones. No quería que me disparase

una filípica sobre el ardor guerrero.

–La verdad es que no pudimos alcanzar a la columna que acababa de irse –dije.

–¿Estaba usted entonces de acuerdo en desobedecer las órdenes del rey? –dijo, y

se preparó para cortar con un certero latigazo una pluma que se había entretenido en

sujetar debajo del tintero para que asomase un poco por encima de la mesa.

–No sabía que fuesen del rey. Pensé que era una disputa entre iguales.

–¡Y lo era, ya lo creo que lo era! –dijo, destrozando con el látigo el canto de la

mesa. Eso lo puso colérico, estuvo un rato mirando el látigo y frunciendo los labios co-

mo si estuviera a punto de descargar un exabrupto. Cerró los ojos y apretó los labios,

como quien traga una copa de aguardiente, y cambió de convesación.

–¿Usted sabe que los ingleses no están actuando como cabría esperar de ellos?

–Sí, señor, si se refiere a Evans y Sarsfield, porque otros colaboramos con la

Causa y lo hacemos con orgullo y...

–¡Y lord Palmerston, y el desgraciado de William Lamb! ¡Ah, si yo pudiese

hacer daño a ese cretino! ¡Ah, si yo tuviera delante a su familia! ¡La cortaría en rodajas

con este látigo, le daría el mismo trato que le dieron a mi madre! –dijo, y después, ba-

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jando la voz, como un Hamlet de pueblo, añadió:– Esta ira, esta sofocación del espíritu

es la pena que arrastro desde que mataron a mi pobre madre. Su recuerdo me sumerge

en una selva de rencor, me hincha de veneno... ¡Pero bueno! –dijo, volviendo a tocarse

el bigote–, usted hará algo menos monstruoso, ¿no?

–Soy corresponsal de guerra del Morning Post.

–¿Corresponsal de guerra?, ¿y eso qué es?

–Es un trabajo nuevo. Mi jefe, que se ha quedado en La Iglesuela para entrevis-

tar al rey y mandar crónicas a Inglaterra, es un pionero del oficio. Antes había que ente-

rarse por las cartas de los oficiales o por los partes del generalato. Ahora todo el mundo

está enterado de las operaciones de una batalla con muy pocos días de retraso.

–¿Ah, sí? –murmuró, mientras se rascaba sus partes.

–¿Y se puede saber qué hace su jefe en La Iglesuela?

–Entrevistar al rey, captar el ambiente de la expedición...

–¡Al rey y a todo cristo!, ¿o me tomas por idiota? ¿Te piensas que me toco las

narices?, ¿crees que el general Cabrera, nada más batir en glorioso cuerpo a cuerpo a las

tropas liberales en la histórica villa de Cherta, va a venir aquí, a su casa, y no se va a

enterar de que estáis entrevistando y haciendo retratos a todas esas panteras de la corte?

Entonces se fue detrás de la mesa, abrió un cajón y sacó un panfleto que me tiró

a los pies para que yo me agachase lenta y humildemente a recogerlo. Era un librito

titulado Don Carlos y sus defensores, lleno de retratos de carlistas importantes y enco-

miásticos esbozos biográficos, de un tal Isidro Magués.

–¿Es eso lo que hacéis en el Morning Post?

–Más o menos, pero siempre con información reciente –dije yo.

–¿Y en vuestras informaciones tampoco habláis de mí? ¿Habláis de don Carlos y

sus defensores y no habláis de mí? ¿Dices que ofrecéis información reciente y no

habláis de mí, ni me hacéis un retrato?

–Le aseguro que nuestra intención era entrevistarlo y retratarlo.

–Ah, y por eso tú, que tenías que ir a Fortanete porque al rey le dio la gana, te

has desviado a Cantavieja para hacerme un retrato, y me has traído, de regalo, un cañón

de fabricación británica. ¿No es así?

–Podríamos tomarlo así –dije yo–. Le aseguro que...

–¡Pues hala! –me cortó el general Cabrera–. Hazme un retrato –dijo, y se sentó

en la silla y puso los pies en la mesa, y dijo:– ¡Quiero pasar a la Historia con los pies

encima de la mesa!

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Yo bajé a por mis bártulos. Sentado en una pilastra de los soportales, al lado del

burro, estaba Miguel.

–Espérame aquí, Miguel. No te muevas ni te vayas con nadie. Y recuerda: no le

digas a nadie que estás muerto.

–Bueno –dijo Miguel.

Subí otra vez, y mientras pintaba lo que Cabrera deseaba ver, me acordé de la

otra versión del general, la que me había dado Miguel, esa misma mañana, nada más

salir de La Iglesuela, antes de volverse loco.

Me habló de un tal Monforte, de Burriana. Cuando Cabrera mandó al general

Sanz a conquistarla, acorralaron a un retén de veintitantos liberales que se hicieron fuer-

tes en la iglesia pero luego se rindieron. Fueron hechos prisioneros y conducidos a Can-

tavieja. Allí los asomaron al barranco y los fusilaron por orden de Cabrera. Entre aque-

llos prisioneros iba Monforte, con su padre, que apenas podía tenerse en pie. Suplicaron

a sus guardianes que le dejasen ir encima de un jumento, y éstos le ataron una soga al

cuello y otra a los pies y lo ciñeron al burro como si fuera una albarda, hasta que el po-

bre hombre pidió ser fusilado. Y así fue, con sarcasmo y ensañamiento, delante de su

hijo, hasta que éste también pidió la muerte y lo colgaron de un árbol con la misma

cuerda con que habían torturado a su padre, y lo acribillaron a bayonetazos. Tiraron los

cuerpos a un pozo, desde el que dos días después aún se oían los gemidos.

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Capítulo XIII

UN OBSEQUIO DEL GENERAL CABRERA Desde que pinté al general Cabrera ya no hay retrato que se me resista. Él quería

ver al militar valiente, generoso y sádico que veían sus tropas. Les debía producir admi-

ración y miedo al mismo tiempo, debía quedar escrito en su gesto apretado que él jamás

abandonaba la ortodoxia más inflexible ni los más rigurosos principios, que tenía una

mano abierta para los suyos y un látigo enroscado como una vívora para sus enemigos.

En su mirada no debía quedar margen para la debilidad. Hay personas cejijuntas y mio-

pes que dan la sensación de ser impermeables al sentimentalismo, y mucho menos al

regalo y la molicie de quienes formaban el séquito de don Carlos. La admiración, o una

parte de ella, debía proceder precisamente de su sobrehumana capacidad para no tener

sentimientos cuando él consideraba que no había que tenerlos.

Así fue en el caso de los prisioneros de Burriana, de los que se trajo a Cantavieja

y de los que ordenó fusilar antes de salir del pueblo porque otros vecinos denunciaron

su militancia constitucional. Transigía con los bárbaros que torturaban a los prisioneros

antes de matarlos, pero él mismo ejecutaba la sentencia cuando alguno de sus soldados

violaba una ordenanza, por insignificante que fuese.

Y así pinté a un hombre sin sentimientos, pero no con el desdén de ojos caídos

de quienes se regodean en la crueldad, sino con la firmeza nerviosa de quien no tiene

tiempo para melancolías.

–No está mal.

–No he podido hacer más que un boceto, general.

–Pero no está mal.

–Muchas gracias, general.

–Eres el primer inglés que veo en mucho tiempo al que no me dan ganas de

apretar el cuello.

–Muchas gracias, general.

Cabrera volvió a mirar por la ventana y reanudó su incesante actividad.

–Hablas bien el español, Charles. ¿Charles qué?

–Charles... Lamb –contesté yo, con un nudo en la lengua, pronunciándolo todo

lo mal que pudiese.

–¿Lamb has dicho?

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–Sí, señor, es un apellido muy común en Londres. Siempre tengo problemas de

identificación porque la gente me confunde con otros Lambs. Hay cientos, miles de

Lambs, general. En Inglaterra la cabaña de Lambs es muy nutrida, je, je...

El general torció el morro.

–¿Dónde has aprendido a hablar tan bien el español, Charles Lamb?

–En Eton, señor. Tuve la gran suerte de que mi tutor fuese de origen español.

–Es una gran suerte, ya lo creo –dijo, desplegando el látigo y volviéndolo a ple-

gar–; como es una gran suerte retratar al rey, o retratarme a mí, o recibir órdenes de Su

Majestad, o recibirlas de mi persona.

–Desde luego, ya lo creo que sí, general. Es indudablemente una gran suerte.

–¿Y cuál es la orden que te dio Su Majestad?

–Dijo que no conocía Fortanete, y que, como la Expedición no tiene previsto

pasar por allí, le dibujase unas vistas del pueblo.

–Ya –dijo Cabrera. Se volvió a sentar en la silla donde lo había retratado y miró

al techo durante unos momentos–. A Su Majestad le gustan mucho las vistas –dijo, y

luego añadió:– Si por eso fuese, ya puedes ir pintando vistas de Madrid...

No respondí. Ni le pregunté que me aclarase la indirecta. No dije nada. Él se

volvió a levantar, se acercó al retrato y lo miró con los brazos cruzados, sujetándose la

barbilla con una mano.

–¡Pues nada!, si el rey ordena que vayas a Fortanete, habrá que ir a Fortanete,

¿no te parece, Carlos Cordero?

–Sí señor.

–Debo ser disciplinado... –dijo, y descruzó los brazos y los puso detrás de la

espalda, con el pecho muy elevado, como mirándome desde lejos–. Ve a Fortanete y haz

lo que te han ordenado. Pero...

El general dudó un momento. Yo no dije nada.

–Pero vuelve antes de regresar a La Iglesuela. Quiero ver lo que has pintado.

Debo ser muy vigilante con los deseos de Su Majestad –dijo, con indisimulado retintín.

Cabrera volvió a mirar el cuadro, en la misma posición napoleónica, pero de

arriba abajo, como se contempla un paisaje después de la batalla.

–Y me imagino –dijo, en voz grave y muy baja– que no perderás el tiempo retra-

tando vagos. Conozco bien Fortanete, Carlitos Lechal, en esta tierra lo conozco todo.

Esta es mi casa, Dis is mai jaus –dijo el general.

–¡Oh, general, qué espléndido acento inglés tiene mi general! –dije yo.

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–Gracias. Me gusta el cuadro, creo que has captado... –dijo, y se puso a enroscar

en el aire un tubo imaginario–... mi fondo noble, eso es, mi fondo noble. Todos estos

señoritos piensan poco menos que soy un asesino sanguinario, pero aquí se ve lo que

soy, una buena persona, el hijo de mi madre, que se limita a no engañar a nadie y a

cumplir con su deber.

–Me halagan enormemente sus palabras, general.

–Quiero compensarte. Sí, Carlos Mardano, te voy a compensar. Ya sabes que

dinero no puedo darte porque Su Majestad es lo primero, ni caballos tampoco porque

vamos bastante justos, pero quiero que te lleves un obsequio de mi parte.

El general se acercó hasta mí y me puso la mano en el hombro. Yo contuve la

respiración para no alterarlo con mi aliento.

–Te regalo el cañón ese que has traído. Sí, te lo regalo. Además te sienta bien, es

inglés. Ese cañón se lo quité yo en persona, ¡yo en persona!, ¡yo bajándome de mi caba-

llo!, ¿has oído?, ¡yo con mis manos se lo quité a los guiris! Llegué, vi que estaban ce-

bando el cargador, me bajé tranquilamente del caballo, con dos cojones, y antes de que

lo hubieran conseguido cebar les di un par de hostias a cada uno y llamé a mis hombres

para que se llevasen el cañón. ¡Manda huevos!, ¡no podían cebar el cañón! Yo me di

cuenta desde lejos: ese cañón está defectuoso, esos guiris no van a poder cebarlo. Un

cañón de fabricación británica, amigo Charles Lamb, es bastante peor que los que fun-

dimos nosotros en Villarluengo. ¿Conoces Villarluengo?

–¡No...!

–Allí estoy montando yo una fábrica de armas y de moneda y timbre que va a

dar mucho que hablar. Te aconsejo que lo visites.

El general, por fin, se retiró de mis narices. Su aliento olía a sebo podrido. Se dio

la vuelta, asumió de nuevo el tono ágil de quien reparte órdenes a destajo, volvió a sacar

legajos de los cajones y me dijo:

–Llévate el cañón... Y no lo pierdas. Es un regalo del general Cabrera.

Salí de allí lo antes que pude. Antes de acceder al porche, apoyados en las rejas

de la entrada, con aire chulesco, reconocí a fray Aquilino y al Polaino. Yo pasé a su lado

como si no los conociera de nada.

–¡Eh, tú!, inglé –gritó el Polaino.

–¿Es a mí?

–Vente pacá. Hajme un retrato.

El cuadro del general Cabrera me había dado una extraña serenidad:

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–Lo siento. No tengo tiempo, debo partir de inmediato.

–¿Ande vas? –dijo Polaino.

–Voy a cumplir una misión a Fortanete, no puedo perder el tiempo.

–¡Pos si no te cuesta ná...! –dijo Polaino.

Ya había reiniciado la marcha, pero me detuve un momento.

–Yo sólo hago retratos de personas importantes –dije, sin volverme siquiera.

A Polaino se le abrió el esfínter de la violencia, como un resorte imposible de

sujetar, y se puso la mano en la pistola. Entonces intervino el cura.

–¡Quieto parao, Polaino! –dijo, y compuso la sonrisa viperina de aquellos mon-

jes que se sosiegan complaciéndose con la venganza eterna. Luego se dirigió a mí:

–Otro día, cuando tengas tiempo, nos sacas un retratillo...

–Adiós muy buenas –dije yo, y salí al porche.

Miguel seguía sentado en la pilastra del soportal, pero lo rodeaban algunas muje-

res del pueblo, abuelas y madres enlutadas que atendían con esperanza y estupor las

palabras de mi compañero. El burro seguía en el mismo sitio, y el cañón también.

–¿Y qué ha sido de Matías? –preguntaba una vieja con pañoleta negra.

–Quedó en el asalto a Castellón.

La vieja rompía a llorar y a hacerse cruces, y cruzaba la plaza clamando al cielo.

–¿Y Chaume, has visto a Chaume? –preguntaba otra.

–Está en la cárcel, en Tortosa.

–¿Pero está bueno?

–Le dieron en una pierna. Mal que bien se va curando.

Una mujer joven con un hijo en la cadera se hizo paso entre las viejas.

–¿Sabes algo de Paquico? ¿Está en La Iglesuela? ¿Te ha dicho si va a venir?

–Lo tienes muerto en El Rallo. Le alcanzó una bala en la frente –dijo Miguel, sin

la menor perturbación de la voz, con el acento neutro de quienes hablan bajo los efectos

de la hipnosis.

La mujer quedó sin habla, y yo aproveché para coger a Miguel del brazo.

–Tenemos que irnos, Miguel. No hay tiempo para dar partes.

–¿Pero estás seguro? ¿No te habrá parecido, Miguel? ¡No digas eso, Miguel! –le

decía la mujer, con el hijo en la cadera, conforme se le iba quebrando la voz.

–¡Vámonos de aquí! –dije, todo lo estricto que pude.

Miguel dejó de hablar y las mujeres comenzaron a esparcirse.

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–¡No le hagas caso, Alegría! ¡Ése se ha vuelto loco! –decían las viejas a la mu-

chacha, y le cogían al niño en brazos mientras ella rompía a llorar.

–Miguel –le dije, en las maniobras con el burro–, ¿por qué has sido tan cruel?

–Les he contestado lo que me preguntaban.

–¡Pero tú qué sabes, Miguel! De acuerdo, viste a Paquico en El Rallo, pero no

sabes cómo está el de Tortosa, ni tienes por qué saber si Matías murió en Castellón o no.

¿Sabes por qué las bajas en combate debe firmarlas un general, lo sabes?

–No.

–Porque es todo el ejército, todo, el que debe asumir la responsabilidad de dar

semejantes noticias. Tú lo único que puedes hacer es destrozarles la esperanza.

Miguel quedó un momento en suspenso, levantó el cabezal del burro y pasó la

mano por el pelo del animal.

–Chaume ha muerto en el hospital de Tortosa –dijo, como si acabara de fallecer

en esos mismos momentos.

–No digas tonterías. Vámonos a Villarluengo, ¿o también el chico está muerto?

–No –dijo Miguel–. El chico no está muerto.

Trataba de no darle importancia, pero me acordaba como si las estuviera escu-

chando de las palabras del maestro Polidori, insigne mesmerista, experto en vampiros:

“De todas las voces que circulan por el aire”, decía, “apenas escuchamos a los pájaros”.

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Capítulo XIV

TORMENTA EN PALOMITAS

Salimos del pueblo por el sur, por donde habíamos venido, paro nada más tras-

poner unas lomas le pregunté a Miguel cuál era el camino de Villarluengo.

–Supongo que no me harás ir hasta allí sólo por unas cuantas conjeturas infun-

dadas, Miguel. ¿Estás seguro de que el muchacho iba a Villarluengo?

–Quería ver a su padre.

–Sí, Miguel, pero el chico iba vestido de guía de Navarra. Y como tampoco es

tonto, estoy seguro de que sabrá lo que significa desertar.

Miguel se encogió de hombros. Era media tarde, el sol abrasador había remitido

un poco, había vuelto la brisa. Al galeón rocoso de Cantavieja lo iba envolviendo un

cielo con veladuras de añil. Seguir a Villarluengo podía ser una locura, pero cumplir las

órdenes de Cabrera era una de esos aros por los que no estaba dispuesto a saltar.

–¿Por dónde mandaste al chico a Villarluengo?

Miguel se detuvo, cerró los ojos, elevó la nariz y estuvo un rato inmóvil y ergui-

do, sus trances eran cada vez más prolongados.

–Le dije que viniese a Cantavieja, que desde aquí marchara al Hostalejo por el

Barranco del Ombradal, por el camino que pasa al lado del Corral del Gusano. Desde el

Mas del Hostalejo tiene que subir las laderas de la muela Monchén hasta el mas de las

Brujas. Y luego ya no tiene pérdida. Ya no tiene más que seguir el río Palomitas.

–Muy bien. Seguiremos ese camino. ¿Hay algún sitio para pasar la noche? Sólo

nos quedan tres horas de luz.

–Sí... –dijo Miguel, como abrumado por el esfuerzo de recordar algo sucedido en

otra existencia–. Algún sitio habrá.

Volvimos a la entrada del norte, y pasamos por debajo del pueblo. Cruzamos un

río, ascendimos por un camino, bajo un acantilado, entre bancales sin segar. Llegamos a

otro río y trepamos un barranco hasta una casa, y descendimos otra vez por el paso de

ganado, un agradable paseo por el azagador que nos llevó hasta el Hostalejo.

–Desde aquí podríamos seguir camino hasta Fortanete –dijo Miguel, con una

media sonrisa sin malicia que a mí me pareció tenebrosa.

–De eso nada –dije.

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Lo difícil vino luego. Había que subir hasta la casa de Las Brujas por una ladera

empinadísima, o rodear la muela y dejar que se nos hiciese de noche en medio de un

barranco. Miguel entonces cogió al burro del ronzal y caminó a su lado. Yo iba detrás,

con el pequeño cañón apuntándome y dando botes entre los peñascos. No temía por el

cañón, que estaba descargado, pero sí por las balas de los serones, porque yo no dejaba

de pensar que el traqueteo cebaría las cargas de pólvora y saldríamos todos por los aires.

No sabría decir quién conducía a quien. Aparentemente era el burro el que lleva-

ba la voz cantante, aunque Miguel no dejaba de animarlo con expresiones campestres y

bocinazos de pastor que animaban a Lucio en su ascensión. Había sendas que se desva-

necían y pasos de ganado cubiertos de maleza, pero el trazado del burro no hacía difícil

la ascensión ni penosa la caminata.

Los burros tienen alma de ingeniero. La subida fue tan agradable que más de una

vez me enjugacé mirando los eléboros y las peonias, los lentiscos y las bufalagas, y de

pronto fui consciente de que estaba pasando por el borde de una pared y que un mal

paso me despeñaría como a los soldados de Aníbal.

Llegamos arriba enseguida, y el burro puso un trotecillo que hacía repicar los

cascabeles de sus guilindujes, y nos condujo a la fuente de la Zorra. La tarde se había

cubierto de añil, bandadas de grajillas y arrendajos se arremolinaban en el aire, los cer-

nícalos hacían guardia desde las alturas. Vi desde Muela Monchén el sagrado corazón

de la tierra, su apacible majestuosidad. Las muelas cada vez más escarpadas se apiñaban

a lo lejos en desfiladeros tortuosos, y el nítido perfil entre los montes se tiñó de violeta.

Los desgalgaderos de áspera roca criaban tomillos y rosas silvestres, los barrancos con-

servaban su frescor secreto entre bosques de avellanos y avasalladoras madreselvas. No

era solo la eternidad que se escucha cuando todo ha callado, ni tampoco la grandeza de

un paisaje sobrenatural. Era, además de eso, junto a eso, las masías esparcidas y los

bancales de trigo limpio, la desbordante austeridad de los arroyos, la imagen gigantesca

de una naturaleza hecha con flores diminutas, con árboles sufridos y barrancos quejum-

brosos, con ese gesto dramático de quien clama al cielo con las manos que yo veía en

las ramas retorcidas de las sabinas y en las grietas ferruginosas de los cortados. Sobre el

fondo morado del cielo se impuso un intensísimo magenta que se difuminaba en rosas

claros hasta fundirse con las últimas claridades de la tarde, mientras descendíamos por

el río Palomitas y nos asombraban las habilidades de burro para vadear los pasos ciegos

y las asperezas de la ribera.

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Miguel había dejado al burro solo y caminaba conmigo. Yo le había preguntado

por casualidad cómo se llamaba una florecilla del campo, y a partir de entonces encon-

tró la afición de nombrarme todas las flores y cortarme una de cada especie para que yo

las fuese metiendo entre las páginas de mi cuaderno. Miguel me enseñaba una flor sen-

cilla y hablaba de mentironeros, lechetreznos y quitameriendas, y lo hacía con esa dis-

posición inagotable de las personas que han encontrado en una pregunta casual el con-

tenido del resto de su vida.

Sin embargo, al margen de esa conducta propia de gente que se obsesiona con

cualquier cosa, me impresionó su dramática necesidad de reconstruir la naturaleza por

sus nombres, y no como si temiera estar entrando en el olvido, sino como si las tuviera

todas presentes al mismo tiempo y mirarlas significase lo mismo que nombrarlas, como

si la naturaleza entera se hubiese desplegado ante sus ojos en un espectáculo agotador

en el que no había perspectivas sino sólo primeros planos, no figurantes sino sólo prota-

gonistas, y todo reclamase entre sus manos el desesperado intento de sentirlas vivas.

Poco antes del ocaso el aire se nubló de cúmulos negros, las primeras rachas de

viento agitaban a las sargas junto al río, y la tierra empezó a oler como si acabase de

abrir todos sus poros, antes incluso de que la comenzase a refrescar la lluvia.

Estaba anocheciendo, pero antes distinguimos un corro de masías en una llanada,

las casas de Palomitas, donde Miguel dijo que nos podríamos guarecer. El cielo estaba

encapotado pero sólo veíamos, en medio de las nubes, resplandores cuyo trueno se des-

migajaba unos segundos después, todavía lejos de nosotros. Miguel cogió del suelo una

piedra, del tamaño de un caracol, y me la mostró en su palma extendida. Era una especie

de valva estriada cuyo perfil parecía el de una paloma en pleno vuelo.

–Una palomita –dijo Miguel, y la contempló como si estuviera viva. Algunos

años después, mi amigo el doctor Lyell me confirmó que aquella piedrecilla gris era un

fósil de braquiópodo jurásico, muy abundante por las margas del Maestrazgo.

La masía principal tenía la puerta abierta. En la era de la entrada unas gallinicas

picoteaban sin sobresaltos. La piedra rubia de la fachada se había oscurecido con el

manto de los nubarrones, y un brillo sin destellos, de una transparencia inmaculada,

pulía los contornos de los objetos.

Una moza con basquiña se asomó a la puerta. En una mano llevaba un perol y en

la otra un cucharón de palo, y nos miraba con una seriedad que si no hubiese sido tan

serena no me habría inquietado tanto. No movió un músculo del rostro hasta que no

estuvimos frente a ella, y entonces me miró a mí a los ojos con una impudicia que casi

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me obligó a retirar la mirada, como cuando te deslumbra el sol o en el hogar de leña se

prende un fogonazo.

–Va a llover –dijo, sin la menor simpatía. Dio unas cuantas vueltas al cucharón y

después dijo a Miguel:

– Mete al burro al corral, anda, que se va a mojar.

Y se dio media vuelta y se metió en la casa. Miguel se fue con el burro y yo en-

tré detrás de la moza. Era hermosa en su rigidez: el rostro enjuto, pecotoso, con los capi-

lares rotos en los pómulos, la nariz chata, los labios tensos y delgados y los ojos gran-

des, azules, como si fuera la única parte del cuerpo que no había recibido la erosión de

la vida campesina y la amargura de esta guerra inacabable.

Dentro, en un hogar de adobe con cadieras a los lados y un gancho de hierro ne-

gro colgando de la campana, un anciano de ojos neblinosos estaba preparando el fuego.

Cuando yo entré giró la cara, me miró un momento sin que pueda describir ninguna

expresión de su rostro, y poco después volvió al meticuloso trabajo de amontonar pali-

tos con sus manos de sabina retorcida.

De una puerta del fondo salió una mujer no muy mayor, pero sí muy trabajada,

con un rictus de esfuerzo que no modificó al convertirlo en austera sonrisa de bienveni-

da. Llevaba en la mano una gallina viva, cogida por las patas.

–Va a llover –dijo, y salió a la puerta y yo la seguí, por si quería seguir conver-

sando. Caminó hasta un tarugo de cortar madera y en un hachazo rápido y certero puso

a la gallina sobre el tarugo y le cortó el cuello. Mientras goteaba la sangre, apoyó la

mano del cuchillo en la cadera, y dijo:

–¡Y a ver si acaban esta guerra de una vez, que esta gallinica es ponedora!

Ya no le oí decir nada más a la mujer durante la cena, ni tampoco, durante mu-

cho rato, a la moza, que se sentó en una esquina de la mesa, junto al hogar, y me miraba

con ese descaro portentoso, con aquella limpieza mitológica que a mí me hacía sentir

tan lejos de la guerra y tan culpable de ser su íntimo enemigo. Inicié dos o tres veces la

conversación, pero ellas se limitaban a mirarme y seguían comiendo el perol de sopas

aldeanas. Miguel estaba callado, y el abuelo cuidaba del fuego, que servía para ilumi-

narnos a todos. Veía tan solo el contorno del perol entre las sombras y el blanco intenso

de los ojos de la moza. De pronto ella dijo algo:

–Miguel –dijo–, no estarás en San Cristóbal.

–No –dijo Miguel.

–¿Y al año que viene?

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–Tampoco. ¿Y tú?

La moza hizo un mohín.

–Yo tampoco.

En ese momento un trueno partió el velo del firmamento y crujieron las vigas de

la masía. Fue un estampido formidable, como si hubiera caído el rayo entre nosotros,

como si estuviéramos en el centro mismo de la tormenta, en aquella parte de la nube

donde se desatan los truenos y estallan sus terroríficas detonaciones. Ningún cañón re-

vienta con estruendos tan aparatosos. Varias lozas se rompieron y yo me llevé un susto

de muerte, pero los habitantes de la masía siguieron comiendo la sopa, y Miguel tam-

bién. Yo me alarmé tanto que la moza recuperó la sonrisa y dijo, sin ganas:

–Vaya susto...

En ese momento Miguel se levantó y fue caminando hacia la puerta. Su silueta

se recortaba en la luz irreal de los relámpagos. En el quicio de la puerta volvió a cerrar

los ojos y a levantar la nariz. Hasta mí llegaba la salvaje turba de todos los aromas

desatados. A él parecía que las sensaciones lo estuvieran acribillando, y cada estampido

de los truenos le arqueaba la boca como si la tormenta estuviera descargando en sus

entrañas. Se giró hacia nosotros, nos miró con su rostro cansado, y dijo, muy serio, con

voz altitonante, con una seriedad que no se me olvidará en la vida:

–¡Voy a echarle de comer al burro...!

Dormimos en el pajar. Toda la noche sentí quebrarse los muros con la tronada.

Por un ventano vi una chispa fulminar un pino y luego un fuego rojo cada vez que los

rayos iluminaban el valle. Entre las rendijas de las tablas oía mugir al ganado, y veía

que las puntas de los cuernos de las vacas despedían refulgentes culebrinas. Entre trueno

y trueno, Miguel dormía un sueño del inframundo, sus hondos ronquidos de Polifemo

servían de contrapunto a las centellas, y tenían algo, un débil gemido al final, un hilillo

leve, como el grito de un niño que estuviera soñando con la muerte.

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Capítulo XV

UNA COSA CALIENTE Al pasar por los Órganos de Montoro me pegaron un tiro en la pierna. Yo sólo

sentí una cosa caliente, como cuando dejamos distraídos el monóculo encima del muslo

en un día de sol. Pero no fue un balazo, fue un rasguño, una erosión similar a las otras

muchas que tenía de los arañazos de las zarzas y las púas de los endrinos, que rasgan la

piel como un papel se rasga con una cuchilla, pero cicatrizan enseguida.

Pronto cesaron los picores, y yo, por si las moscas acudían, me lavé el rasguño

con agua de lluvia y lo vendé con el pañuelo de seda que llevaba enrollado al cuello. No

había dejado de llover en toda la noche, ni tampoco cuando nos amaneció por fin en

Palomitas, a menos de una legua río abajo de Villarluengo. El río lame los pies de una

roca gris como un castillo en cuyas almenas hubiese un pueblo. Para llegar hasta Villar-

luengo hay que subir una pendiente muy dura entre una trama de montañas espigadas, a

mitad de la cual se abre al caminante una pared de piedra que al deshacerse va dejando

desnudo el esqueleto de la montaña. Los regueros labrados por las escorrentías en la

pared caliza son como una monstruosa formación de estalactitas que creciesen hacia el

cielo. Me quedé pasmado, y en medio del pasmo sentí una cosa caliente y después el

ruido del disparo, que había rebotado entre los espejos de las montañas y llegó a mis

oídos demasiado tarde para ponerme a cubierto. Nada más sentir la herida corrí detrás

de una carrasca que había por la parte de la montaña, porque en la cuneta de enfrente

sólo se veía un precipicio.

–¡Miguel, cúbrete, nos están atacando! –grité.

Miguel me miró con el ronzal del burro en la mano, pero siguió caminando.

–¡Miguel, no seas burro! ¡Ven aquí inmediatamente!

Pero Miguel seguía caminando con los hombros descolgados y la nariz erguida.

El chaparrón arreciaba. Sobre los pantalones encarnados le chorreaban manchas deste-

ñidas de la casaca, y él dejaba que el agua le cayera en la frente a borbotones y le discu-

rriera por la cara y apagase su sed. Sentí una pequeña explosión en una roca e instantes

después el disparo de donde había procedido. Deduje que nos atacaban desde el pueblo,

quizá Miguel veía las armas entre la lluvia, apuntándole a la frente, como a Paquico.

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Las balas rebotaban en el hierro del cañón y descascarillaban láminas de roca, y

yo me abalancé sobre Miguel entre la lluvia para obligarlo a que se tumbase. Pero era

demasiado fuerte, no podía con él.

–Cálmate, Charles –me dijo, con la cara cubierta de agua, mientras yo le estiraba

del brazo–. Cálmate –dijo–, ya nos han visto.

Miré hacia arriba y vislumbré entre la cortina de agua y los arbustos cristalizados

una mano que se movía. También me llegó antes la visión que las palabras.

La cuesta era un lodazal. Las ruedas del cañón se hundían en el barro como un

cuchillo en la manteca, se atascaba entre las piedras y había que controlar a Lucio por-

que si arreaba demasiado fuerte podía salir el cañón despedido hacia el precipicio, y con

él el burro, y probablemente nosotros. Intenté desenganchar la cureña del cañón para

tirarlo barranco abajo y librarnos de una carga tan estúpida, pero mis menguadas fuerzas

no me dejaron sacar el gancho de la argolla.

El problema que tienen los muertos es que no hacen nada. Yo me dejaba los ri-

ñones empujando las ruedas atascadas, una vez estuvo a punto de enredarse la levita en

los palos y pude detener al burro cuando el faldón estaba ya enroscándose en el eje, pero

Miguel seguía en sus tribulaciones espectrales. Tan sólo, de vez en cuando, se limpiaba

el agua de la cara.

–¡Pero chico, pero Miguel, pero si eres tú! –le dijo un hombretón de atuendo

campesino, con una escopeta en la mano, que se vino hacia nosotros–. ¡Y cómo no me

has echao una voz! –dijo.

–¿En este pueblo siempre reciben a tiros a los viajeros? –dije yo, en uno de esos

raptos que me dan cuando ya no merece la pena ser valiente.

El hombre se deshacía en explicaciones mientras nos condujo hasta una pequeña

plaza y allí pudimos guarecernos en los soportales, que también eran de ojiva, como en

todo el Maestrazgo. El hombre nos explicó que Llangostera estaba dando constantes

batidas por la zona. Había vecinos del pueblo apostados en casi todas las muelas estra-

tégicas de la contornada, y lo habían visto arrasar a sangre y fuego las casas de Ejulve, y

ya creían que estaría en Villarluengo cuando lo vieron pasar el puente del Vao, pero se

dirigió hacia el sur.

–Esta mañana, nada más amanecer, estaban en las casas de Palomitas –dijo.

Miguel nos miró por primera vez en toda la conversación, pero no dijo nada. Sus

labios permanecían tranquilos, pero en sus ojos vi un destello raro, como si quisiese

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decir algo que no le salía, o algo que una verdad más profunda le había revelado que ya

era inútil decir. Yo creí interpretar sus pensamientos.

–¿Han hecho algún chandrío en Palomitas?

–Ni se sabe –dijo el hombre, rascándose la cabeza–. Si les dieron todo lo que

pedían, a lo mejor hasta los han dejao vivos y todo.

Me acordé de la muchacha, de su conversación interrumpida por el rayo. Y me

sorprendí preguntándole a Miguel:

–¿Le han hecho algo a la muchacha?

Miguel salió a descubierto y se dejó regar de nuevo por la lluvia.

–Un soldado ha intentado forzarla –dijo, después de mucho pensárselo. Miró al

cielo y luego dijo:– Ella se ha escondido.

Después, por primera vez, se dirigió al vecino que la había emprendido a tiros.

–¡Cristóbal! –gritó, como si por fin hubiera podido arrancar de su pecho las pa-

labras, como cuando tenemos sueños demasiado verosímiles–. ¡Amparo la de Palomitas

quiere ir al baile de San Cristóbal! –dijo, y volvió a callar, derrengado por el esfuerzo.

Cristóbal lo entendió pero también se percató de que mi amigo estaba trastorna-

do. Yo esbocé una mueca de complicidad.

–Nos atacaron en El Rallo –dije–. Todavía está bajo los efectos de la impresión.

–¿Y esa herida? –dijo Cristóbal, el cantero de Villarluengo.

–No es nada –dije–. Estoy más harto que dolorido, se lo puedo asegurar.

Cristóbal hizo señas de inmediato a dos vecinos armados que vigilaban las ca-

lles. Esperaban a los de Llangostera de un momento a otro.

–Llévalos al horno –dijo.

–¡Un momento! ¿Dónde está Juan, el chico, el hijo de Martín?

Cristóbal frunció el ceño y miró de soslayo al vecino que iba a llevarnos al hor-

no, que se llamaba Facundo. Era un aldeano pequeño y calvo, con cara de bueno.

–Juan está en Fortanete.

–¡Pero cómo que en Fortanete! ¡Venga, hombre, no es posible!

–Estuvo aquí –dijo Cristóbal–, y le enseñamos la tumba de su padre.

–¿Y por qué lo dejaron marchar? ¿No se dan cuenta de que es un chiquillo?

–En estas tierras ya no hay chiquillos –dijo Cristóbal, serio, con un leve temblor

en los labios.

Yo intenté que me contase más, pero Cristóbal no podía descuidar la guardia.

Pudiera ser que los de Llangostera no hubiesen venido rectos desde Palomitas, por la

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misma razón por la que no pararon en Villarluengo cuando bajaban desde Ejulve. Se

movían en etapas discontinuas, variaban el rumbo a cada tramo para no darles tiempo a

los masoveros y a los pueblos a que se preparasen. Siempre atacaban por la espalda.

Facundo nos hizo una señal y nos metió por una calle cuesta abajo, pero Miguel

se había quedado inmóvil junto al burro. Ahora era evidente que intentaba gritar, abría

la boca y la retorcía y sus manos se clavaban en el aire.

–¡Vamos, Miguel, vamos al horno! –le gritaba yo.

Miguel estiró el cuello como si quisiera arrancarse sin las manos la cabeza, y

profirió un grito espantoso, como un gallo de cantante de ópera, un gallo de pelea, heri-

do de muerte:

–¡El burro también viene! –gritó.

Atravesamos una calleja, nos metimos en un portal oscuro, en una de las casas

asomadas al vacío. A un lado del zaguán había colgados unos aperos y una manta de

pastor. El hombre levantó la manta y descubrió en la pared una portezuela.

–Vosotros bajar. Yo meteré al burro por atrás en la cuadra –dijo Facundo.

–¿Sabéis cargar el cañón? –le pregunté.

–No –dijo Facundo–, ni falta que hace. Cuando se despeje todo te lo llevas.

Bajamos unas escaleras muy estrechas excavadas en la roca, debajo de la casa, y

accedimos a una estancia abovedada de unos veinte pasos de larga por cinco de ancha.

La bóveda era de clave baja, y estaba sujeta por arcos muy expandidos entre los que se

alineaban baldas de madera con canastos y e instrumentos de panadero. En medio había

una larga mesa de madera y a los lados artesas corridas. Al fondo, entre media docena

de sillares, estaba la boca del horno.

–Quedaros aquí a descansar –dijo Facundo–. Y no encendáis ningún candil

cuando se haga de noche.

–Bueno –dijo Miguel, que había vuelto a relajarse y las palabras le salían con

mayor facilidad.

Estaba muy cansado y me quedé un rato traspuesto, mirando cómo Miguel se

ponía de puntillas para que la corriente de un respiradero diminuto le llegase a la nariz.

Recuerdo que fue un sueño de olores agradables. No era sólo el aroma del pan tierno,

sino el de las boñigas de vaca que salía del corral de al lado y el de la tierra mojada des-

pués de un día entero de lluvia. Me sentí a salvo, como en un útero de pan bendito.

Desperté cuando ya era de noche, me sobresaltó el tumulto que se empezó a es-

cuchar por la escalera. No se veía nada. De vez en cuando latía el resplandor rojizo de

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una vela, pero alguien la mandaba apagar enseguida y todos intentaban muy ruidosa-

mente guardar silencio. Eran las mujeres del pueblo. Facundo entró con ellas, era el

único autorizado para llevar un candil. Nos sentó a Miguel y a mí en una esquina, y fue

diciendo a aquellos bultos que se movían entre las sombras dónde se tenían que sentar.

Por el respiradero entró un trotar de cascos de caballo y unas voces de gañán.

–¡Si no hay nada en esa casa, quémala! –se oyó decir, y un murmullo de espanto

recorrió la bóveda.

Pronto las mujeres regresaron al silencio y luego se oyeron más voces, cabalga-

ron más caballos por el empedrado, y hubo un largo rato de profunda oscuridad en el

que pareció que los hombres de Llangostera ya se habían ido. Sólo se oía la lluvia.

–¡Eh, busnó! –escuché de pronto susurrar a mis oídos. Una mujer se había desli-

zado hasta sentarse a mi lado y me hablaba tan bajo y tan cerca que pude escuchar el

sonido de los movimientos de su lengua, y al mismo tiempo llegó hasta mí un aroma de

monte que resucitó una parte de mi alma dormida desde hacía mucho tiempo, una exci-

tación multiplicada por la oscuridad que me hizo percibir el aroma caliente de su cuello.

–¿Sí...?, –acerté a decir, arrebatado por un brote de lujuria.

–Mi chabó, dame mi chabó –susurró la mujer, oía los chasquidos de su lengua.

–¿Cómo?, ¿qué? –su voz era una música del cielo, pero yo no le entendía nada.

Entre nuestros murmullos, sin embargo, atronó una voz grave y cansada.

–¡Dice que le devuelvas a su hijo! –dijo Miguel, y las mujeres sisearon para que

nos callásemos.

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Capítulo XVI

EL AROMA DEL PAN

Deberíamos oler a las personas antes de verles la cara, escuchar sus palabras acer-

cando los oídos a sus labios. Deberíamos sentir a los demás a oscuras, sin que nos cie-

gue la imagen de cuerpo, su arrebatadora belleza o su repulsiva fealdad, o incluso esa

otra imagen que nos enamora sólo porque la consideramos compatible con nuestra posi-

ción en el mundo. Si en aquella tarde de Primrose Gardens yo hubiese olido el cuello de

Florence y hubiera escuchado el latir mínimo de sus labios y me hubiese causado la

misma impresión, no tengo la menor duda de que también mis sentidos habrían desper-

tado al amor como a una ilusión soleada, y el tacto de sus manos me habría parecido tan

delicado en su curtida orografía como, en algún momento de la noche, me pareció el

tacto de aquella mujer que acababa de preguntarme por su hijo.

Hablábamos en voz muy baja y callábamos cuando por el respiradero del horno en-

traban ruidos de cascos y de espuelas. Todo estaba a oscuras y no podíamos conjeturar

qué casas habrían quemado ya, si habían quemado alguna, o si en vez de al fuego se

habían entregado a la rapiña carnal y estaban registrando las casas desde las alcobas

hasta las pocilgas. En el silencio de las mujeres o en sus bisbiseos de rosario yo pude

detectar una especie de resignación desengañada, como si aquello fuera frecuente. La

puerta principal del horno había sido tapiada y cuando las mujeres se metían al refugio

Facundo encastraba una piedra en el marco de la portezuela, detrás de la manta de pas-

tor y de las colleras que le servían de disimulo.

Se llamaba Manuela, y era gitana petulengre, de los petulengres forjadores de herra-

duras, que venían de Portugal. Mezclaba palabras gitanas pero no lo hacía porque no

supiese bien el castellano, sino por preservar la intimidad de una abuela que arrimaba la

oreja y yo me daba cuenta porque, dentro de aquella arcadia olorosa de romero y pan, de

vez en cuando se infiltraban ondas de una peste seca y encerrada, y entonces yo le

apretaba la mano a Manuela para que dejásemos de hablar, y sentía su tacto esmerado

por el aire y el trabajo, su tersura cálida y herrera.

Tuve que hacer algún esfuerzo, en aquel tono tan bajo que me entumecía la gargan-

ta, para contarle todo lo que nos había sucedido, y decirle que Juan estaba bien, en For-

tanete, con la tropa, sin otro sobresalto que dar de comer a una yegua.

–¿Y por qué lo dejaste solo? –me preguntó al final de mi torpe relato.

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–No lo dejé solo –le contesté–. Lo dejé con Miguel, pero si no me hubiese apartado

habría hecho lo mismo.

–¿Lo habrías mandado a este pueblo?

–No –dije yo–; lo habría mandado a Manzanera, contigo, pero dudo de que me

hubiera hecho caso.

Miguel no decía nada, sólo se olían sus ropas mojadas. Yo hablé por él:

–Para ir a Manzanera tenía que seguir vigilado por los mismos que nos atacaron. Es-

tas montañas son más escarpadas, y Miguel conocía un camino seguro.

Era inútil hablarle así. Llangostera podía aparecer por cualquier sitio y sorprender a

cualquier jinete, pero yo necesitaba darle ánimos.

–Él quería venir aquí, a ver a mi rom.

–¿Tu rom ya había muerto?

–Sí.

–¿En la guerra?

–Mi rom me abandonó.

–¿Y murió aquí? ¿Cómo murió?

–¿No te lo ha dicho su planorró, ni su dai? ¿No has visto a su dai?

Manuela nombró en gitano a la abuela del chico y a Cristóbal, el hermano de Mar-

tín, su rom, su marido, con un leve quebranto de la voz, una emoción apretada que sur-

gía del rencor. La oscuridad era tan íntima que la conversación estuvo llena de confe-

siones. De rato en rato, cuando sonaban las espuelas o merodeaba la peste, yo la cogía

de la mano.

Me contó que había conocido a Martín en Mosqueruela. Su familia venía del Alem-

tejo e iba camino de las Landas, pero se quedó algún tiempo por aquellas tierras porque

el herrero se había muerto sin tiempo de enseñarle a su hijo el oficio. De todos los pue-

blos de la sierra vino gente a herrar a los caballos, y adelantaron las fiestas del pueblo

para aprovechar que había mucho personal. Manuela era una niña. Martín se enamoró

de ella y se marchó con los gitanos, pero cuando hubo aprendido el oficio de herrero se

volvió a su casa. Manuela se marchó con él y todos quedaron contentos, porque así era

la costumbre de los petulengres, compartir su sabiduría con los habitantes de la tierra

por donde pasaban.

Los tres volvieron a Villarluengo, de donde era Martín, pero la familia de él no

aceptó a su nueva esposa. Se reían del rito gitano y al mismo tiempo se espantaban de

pensar que no estuviesen casados por el cristiano. Martín abrió una fragua y herró a to-

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das las caballerías del Maestrazgo desde Castellote a Villafranca y desde Ejulve hasta

Villarroya de los Pinares. La vida les iba muy bien, pero la madre y los hermanos no

querían a Manuela, hija de un extranjero, extranjera ella, y además de extranjera gitana,

cuyo único delito había sido traerles algo de prosperidad.

–Mi rom me quiso, yo era una chabí que no sabía nada, pero fue un cobarde –dijo

Manuela, con el desapasionamiento del dolor que ya no permite más venganza que la

pura verdad–. A lo primero dijo que nos marcharíamos, y nos llevó a Manzanera. Dijo

que iba a traer la fragua para ponerla donde el ventorro. Y se fue a por la fragua, y ya no

volvió, me dejó nají, perdida, y tuve que paruguelar con el ventorro para ganar parné. Y

yo vine y dije dónde está mi rom, y mi rom seguía trabajando en la fragua. ¿Y qué le

digo yo a mi charló?, le dije a mi suegra, a la nai de mi rom, cuando supe que no me

querían. Pos dile que se ha ido a la guerra, me dijo la chuajañí de mi suegra. Yo no soy

viuda ni pinlé, le dije yo, Undebel quiera que tu hijo acabe en la filimicha. Y luego ella,

como se pensó que estaba echándole una maldición, se arrepintió, y nos mandaba por

Nochebuena un chorizo, pero era jonjaina, me engañaba, y un día se presentó Martín,

sin lacha ni vergüenza, con un durotuné, y me dijo toma Manuela, este pastor va a cui-

dar de ti, como si yo fuese una lumia, y yo cogí un churí y le dije que si volvía a verlo a

él o al pastor viejo les cortaría los huevos a los dos.

–¿Lo amabas? –pregunté yo, no sé por qué.

–¡Cómo voy a amar a ese cobarde hijo de mala madre! –dijo, en un volumen que,

aun extraordinariamente bajo, dejaba escapar la superficie del murmullo.

–¡Pssssch! –se oyó en la oscuridad.

En gitano hablar se dice penar, que fue lo que yo hice para entender a Manuela sin

perderme en las caricias de su voz muy baja. A pesar de lo avanzado de la noche, el

aroma fresco de violetas y romero húmedo que despedía Manuela me llegaba con toda

la salvaje potencia del principio, pero cada vez con más asiduidad tenía que cogerla de

la mano. El tufillo inquisidor, desconcertado por el lenguaje caló, se había acercado a

nosotros, y cada vez que Manuela paraba de hablar, la dueña del tufo se daba por aludi-

da, se retiraba de nuevo unas pulgadas y yo podía respirar.

Instantes después, como si la señora maloliente se hubiese girado hacia su vecina

de la izquierda, los aromas dulces ocuparon otra vez nuestro pequeño rincón oscuro,

pero se oyó una conseja, más alto de lo debido:

–Es la gitana que dejó preñada el herrero, que en paz descanse. Habrá venido a

sacarle las perras a su pobrecica madre...

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Entonces Manuela sacó una voz firme, seria, de timbre claro y dulce melodía.

–Yo no he venido a chorar a nadie. Yo he venido a buscar a mi hijo.

–¡Pssssch!, ¡por favor!, ¡silencio!, ¡por el amor de Dios!, se oyó susurrar a gritos

entre las tinieblas. Eran gritos sin gritar, voces sin hablar fuerte, llenos de eses, como

discuten las viejas acostumbradas a cuchichear en las iglesias. Pero cuando se calmaron

volvió la insidiosa conseja a hacerse un hueco con sus palabras y su hedor:

–¡Pues qué más querrá, que le montó un ventorro y le buscó un marido!

–¡Un hombre con dignidad! –dijo Manuela, en perfecto castellano.

–¡Dejar en paz al pobre Martín, que en paz descanse! –salió una voz desde el

fondo de la bóveda.

–¡Dejarme en paz a mí, que no os he hecho mal a ninguna! –gritó Manuela.

–¡Pssssch!, ¡pssssch! –se oyó de nuevo.

–¡A saber de quién será la criatura! –insistió la vieja hedionda.

–¡Chica, calla ya, Teodora!, ¡déjalos en paz a todos, que no haces más que in-

cordiar!, ¡que todas tendremos cosas de que arrepentirnos! –musitó a berridos una voz

sensata.

–¡Tú sí que te tienes que arrepentir, tú!, ¡que aún no sabemos qué le pasó al po-

bre Martín!

En medio de aquel ensordecedor tumulto de susurros, una voz dio un grito per-

fectamente audible incluso fuera de nuestro escondite. Todas callaron de repente:

–¡Aquí hay un muerto! –dijo la voz.

Había tocado a Miguel sin querer. Yo me apresuré a tranquilizarla, pero enton-

ces vimos titilar un candil al fondo de la estancia y apareció la sombra de Facundo.

–¡Pero qué ruido es este!, ¡qué está pasando aquí! –dijo.

–¡La gitana y esos dos hombres, que están armando jaleo! –dijo una vieja.

Facundo se acercó a nosotros con el candil. Manuela había bajado la cabeza y su

melena ensortijada, roja delante de la llama, no me dejó ver sus facciones. Facundo in-

tentó no ser brusco conmigo:

–Vamos, los de Llangostera ya se han ido, pero pueden volver. Si vais a Pitarque

y bajáis después por la Cañada, no los encontraréis. Se han ido a llevar lo que han roba-

do al cuartel de Cantavieja.

Seguimos a Facundo entre las viejas, Miguel el primero, cuya desorbitada hipe-

restesia debía estarle haciendo sufrir lo indecible, y se sobrepuso a su desidia para avan-

zar delante de nosotros. Subimos las escaleras del horno agachados. Yo iba detrás de

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Manuela, su aroma de romero caliente me envolvía por completo y me excitaba en unas

circunstancias que hacían mi pasión pecaminosa.

Y por fin la vi, con las primeras luces del amanecer. Llevaba el pelo rojo recogi-

do en una coleta, y la cabeza cubierta con un pañuelo. Usaba una humilde toquilla sobre

su blusa de paño recio. Recordé los ojos que había visto en Manzanera y que durante la

noche no había sido capaz de traer a mi mente, aquellos ojos grandes, claros, almendra-

dos, mezcla de sorpresa y naturalidad, como si viesen dentro de los cuerpos y compren-

diesen dentro de las palabras. Sus labios grandes y oscuros, cortados por el sol, descan-

saban en un apunte de sonrisa, en una ingenuidad segura de sí misma. El rostro aceitu-

nado, el labio saliente y la punta de la nariz me hacían remontarme a sus raíces portu-

guesas, pero aquellos ojos clamaban y revelaban, como si nadie hasta entonces me

hubiese reconocido y mi cuerpo por fin se sintiese igual a la persona que miraba Manue-

la. Sentí hacia sus pequeños hombros caídos, hacia sus rizos rojos por delante de la cara,

hacia su sonrisa de estar dispuesta a escuchar y sus ojos de reconocer a los traidores,

hacia su piel, brillante y esmerada por el viento, sentí una obligación de amar aún más

arrasadora que el deseo que me había consumido con su aroma durante la noche. Y di

gracias al sol que había vuelto a salir entre las montañas por que me hubiese permitido

conocer a alguien a quien entregar toda mi vida.

Capítulo XVII

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UN OLORCILLO RARO

¡Esa mujer estaba buscando a su hijo!, y yo tenía que morderme mis cavilacio-

nes y no darle a entender que era uno más de los verracos que husmeaban su rastro de

violetas por allá por donde pasara. Fue entonces cuando saqué a pasear mi caballerosi-

dad con toda su delicadeza y toda su necesaria hipocresía, pero había algo en mi arrobo

que me impedía mancillar aquella flor del campo con mi calenturiento corazón.

–Carló –me dijo Manuela–: consíguenos unos caballos para ir a Fortanete.

No hubo manera de hacerle pronunciar bien mi nombre, ni siquiera en castella-

no, como tampoco hubo manera de enseñarle la palabra laberinto, que ella siempre pro-

nunciaba laberiento, con una e dramática y humana. “Carlos”, decía yo. “Carló”, con-

testaba ella, y se reía divertida, como si fuera yo el que no entendiese sus palabras.

Pero Llangostera se había llevado todas las mulas y todos los caballos. Facundo

meneaba la cabeza.

–Esperemos que tengan bastante –me dijo a mí–. Y tú, Manuela, ve a buscar a tu

hijo y si necesitas algo pídelo, que todos sabemos lo que hizo Martín, y todos conoce-

mos a su madre.

Manuela le hizo una caricia en la mejilla y todos vimos a Facundo cómo le tem-

blaban las piernas y le subían los colores a la cara. Salvo Miguel, que no nos prestaba

atención, todos los mozos del pueblo que hacían las guardias con el morral y la escopeta

la miraban encandilados, y ninguno se atrevió a decirle nada.

El camino a Pitarque fue duro. Íbamos en fila india. Primero el burro, acompa-

ñado de Miguel, el único al que hacía caso, y detrás del cañón caminábamos Manuela y

yo. Manuela se adelantaba cada vez que Miguel se detenía, y lo conducía unos pasos

como a un buey manso se le tira de la argolla, hasta que le volviesen las ganas de andar.

Pasamos por caminos invadidos por las zarzas, trochas resbaladizas, barrancos margo-

sos y bancales llenos de piedras, pero el egoísmo desalmado del deseo me hacía confiar

en que el camino fuese aún más largo y más duro.

Y cuando ella, que caminaba sin perder de vista la tierra, abría las piernas para

inclinarse a cortar unas yerbas, a mí me salía del alma adelantarme a recoger las flores,

y pedirle que no se agachase. Y ella se reía porque para ella el campo era un lugar

adonde crecen yerbas olorosas y medicinales, árboles que dan madera y vacas que nos

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dan de comer. Se había atado las puntas del mandil a la cintura y dentro iba metiendo

pétalos y tubérculos, matas de lavanda y frutos de los espinos.

–¿Y para qué quieres ahora todo eso, chiquilla? –dije, como si no nos hiciera fal-

ta de nada.

–Para curarte la herida, Carló.

–Fue un rasguño. No me duele ni nada. No sé ni cómo no me he quitado aún el

pañuelo –le decía yo, embriagado por los aromas que brotaban de su seno, y haciéndo-

me un poco el machote.

Cruzamos un barranco junto al río y vadeamos las casas de Pitarque. Habíamos

decidido no pararnos en los pueblos, por lo que pudiera pasar, y Miguel y el burro si-

guieron río arriba mientras nosotros hablábamos de su hijo.

–Mi Juanico sabe dibujar muy bien –decía ella–. Por las noches, con unas ceras

que le compré al chamarilero, pinta los melocotones y los membrillos. Lástima que le

estén saliendo tantos callos en las bastes, tan jovencico, de tanto herrar a los caballos.

La lluvia de la noche anterior había dejado brillantes las ramas de los árboles y

pulidas las piedras por las que saltaba el agua. La seca tierra que habíamos atravesado se

cubrió de verdura, los sauces y los chopos habían emboscado el desfiladero y sus enve-

ses glaucos brillaban con el sol de la mañana. Los olmos viejos daban frescor, y las sar-

gas y los saúcos adornaban la ribera como adornaban al río Ladón las cañas de la ninfa

Siringa. Yo también era un Pan que corría tras ella como un perro encendido, pero tenía,

y tengo, muy buena educación, y eso Manuela, Siringa, me lo agradecía con su sonrisa.

Pronto se empinó el cauce del río, se estrechó la senda, la rueda izquierda de la

cureña lamía lo que se iba convirtiendo en precipicio, y ascendimos al lado de una im-

ponente pared de roca que las largas alas de los buitres sobrevolaban parsimoniosas.

En mitad de la senda nos encontramos con un rebaño de ovejas. Era un descanso

en la subida, un recodo que se abría entre las grietas de la roca. Las ovejas estaban ape-

lotonadas, había ovejas en el talud de la roca y en la falda primera del precipicio, ovejas

en un pequeño montículo que había en un extremo del claro y ovejas apretujadas contra

los álamos como si fuesen el heno de una carreta.

Varios pastores estaban subiéndolas una por una con una cuerda. Contra el sol

veíamos la sombra negra y brillante de una polea y una mano que aleteaba dando órde-

nes debajo de los buitres.

–Hace mucho calor y las subimos a que pasten allá arriba a la muela.

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–Me parece muy bien. Llangostera no va a subir hasta ahí arriba –dije, ponién-

dome a su favor, y luego, con mis mejores modales, le pregunté:– ¿Y cuánto van a tar-

dar en dejarnos paso, buen hombre?

–¿Y qué quiere voacé que haga con las ovejas, señorito?, ¿tirarlas barranco aba-

jo? Pasen vuecedes por cima dellas, si es que pueden, y no me las desbaraten, que si una

se tira por la cortada, todas arramblarán con ella.

Así pasamos un par de horas por lo menos, que aprovechamos para comer un

poco, aunque yo apenas podía reprimir mi enfado porque la peste ovejuna nos había

traspasado a todos. Apenas el burro olía a burro. Todos los demás olíamos a oveja, el

aire y el río y el cañón y el barranco y los buitres olían a oveja. Manuela estaba dema-

siado preocupada para tener hambre, y Miguel no se acordaba de comer.

Cuando habían ya subido a casi todas quedó despejada una ermita, de la Virgen

de la Peña, dijeron los pastores. Estaba cerrada, pero en el portón se abría un ventanuco.

Me asomé para quitarme de la nariz aquella pestilencia, pero me vino un bofetón de

flores muertas y cabellos antiguos, de rancios exvotos y ramos de novia petrificados.

Me dolía como nos duele que alguien interrumpa la felicidad. A las ovejas se

añadían las reliquias de los matrimonios muertos, y yo sólo quería reanudar el camino

hasta llegar a un sitio en el que el aire fuera lo bastante limpio para que sólo pudiera oler

a Manuela. Pero ya no fue del todo posible. La interrupción había matado la felicidad

completa. Un resto de olorcillo raro persistía. Yo pasé por todas estas cuitas en silencio,

naturalmente, porque no quería permitirme delante de Manuela ni un solo arranque de

ira, ni siquiera un simple amago de fastidio. Quería ser el hombre alegre y optimista,

fiable y respetuoso que toda mujer quisiera tener a su lado. Y no dije nada.

La senda se enfoscaba entre la greña, las aguas bajaban bravas, rebañaban la ro-

ca y abrían cuevas en los recodos de la corriente, se desparramaban en espumas frías, en

borbotones de aguas blancas que cuando disipaban las burbujas dejaban ver las truchas

barbear en el musgoso lecho como culebrillas. Trinaban los mirlos negros y las oropén-

dolas amarillas, y el perfume de las gotas en las ramas de las sargas y el sonido refres-

cante de las aguas me dieron la sensación de que no había escuchado sonar un fusil en

mi vida, de que el mundo era reciente y en nuestro pesado caminar no había malos re-

cuerdos ni preocupaciones dolorosas. Pero el olorcillo persistía.

Llegamos, por fin, después de sortear las rocas y las cavernas, fiados de la sensa-

tez ingeniera del burro, a un paraje de hermosura portentosa. Era el mismo nacimiento

del río, un pequeño manantial de aguas tan limpias que no quitaban la sed, que fluía de

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entre dos peñas enormes, rojizas y redondeadas, como si saliesen del vientre de la diosa

Gea. Un chorro de espumas azules se precipitaba sobre el estanque pero las aguas llega-

ban quietas a los juncos de las orillas, tan transparentes que se podía ver a los cangrejos

metidos en sus escondites y a las nutrias confundirse entre las piedras.

Había sido hermoso ver subir aquellos peñascos a Manuela con la falda arre-

mangada, a saltos como las cabras, pero más hermoso fue llegar al nacimiento del río, y

verla quitarse la pañoleta, desmelenarse mientras giraba su rostro hacia mí, desabro-

charse un botón de la blusa e invitarme a que nos diésemos un baño. Miguel estaba dán-

dole de beber al burro.

Aunque Manuela se desnudaba con la impudicia serena de las vestales y nada

tan sucio como el deseo podía perturbar aquella imagen de hamadríade, mi alma de ar-

tista le pidió que, antes de bañarme, me permitiera sacarle un retrato. Y así lo hice, mal

porque la suprema belleza no estaba hecha para mis torpes manazas de retratista y tam-

bién porque tenía mucha prisa en bañarme. Qué puedo decir que vi: Ofelia viva entre las

aguas, flotando entre los pétalos de rosa, aquellos rasgos firmes, naturales, de madre

joven y curtida, que entre aquellas piedras como diosas prehistóricas encendían, más

que la pasión de poseer, la necesidad de amar.

Hice cuatro rayotes y me quité la levita, dispuesto a saltar al agua junto a ella, y

me quité la camisa y las botas, y antes de quitarme los pantalones arranqué el pañuelo

que me había atado a la pierna, y vi entonces que el semblante de Manuela se llenaba de

terror:

–¡Dios mío! –dijo–, ¡cómo llevas la herida!

Bandadas de grajillas graznaban arremolinadas con su estridente chirrido. Me

dio un vuelco el corazón, nada más ver aquella mancha negruzca retiré la mirada y sentí

que me desmayaba. Manuela salió a escape de las aguas, se vistió y llamó de fuerte grito

a Miguel. Yo me había sentado en la hierba y de pronto todo el dolor y todo el olor de la

gangrena llegó hasta mis sentidos con espantosa violencia. Era como si las ratas me

estuvieran mordiendo la carne, como si hubiera destapado el sepulcro de mi cuerpo.

–¡Esto hay que sajarlo! –dijo Manuela, nada más ver el feo aspecto de la herida.

Miguel terminó de llegar adonde estábamos y se sentó a mi lado sin hacer nada,

y me pasó una mano por el hombro.

–Está agusanada –dijo.

–¡Callad, por Dios, callad! –gritaba yo, mientras sentía subir a mis sienes una

fiebre altísima y las grajillas croajaban enloquecidas.

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–Dale fuego al churí –dijo Manuela–, y sujétale el pinré.

Miguel se entretuvo en calentar con unas brozas la navaja hasta que estuvo al ro-

jo vivo, mientras Manuela me lavaba la herida con esa diligencia de quien sobrepone la

obligación al asco, y me pasaba por las rebabas purulentas unos emplastos de yerbas

mascadas que me escocían hasta el llanto.

–Si quieres bajo al pueblo a por la sierra –dijo Miguel.

–¡No! ¡Qué horror! ¡La sierra no! –grité yo.

–Bebe aquí –dijo Manuela–. Es repañí.

A mí me sentaba bien todo lo que viniese de Manuela, hasta las rebanadas que

empezó a sajarme con el cuchillo. Me amorré a la bota que me ofrecía. Era un aguar-

diente fortísimo que yo trasegaba sin detenerme a separar los tragos. El filo ardiente

sobre mi carne putrefacta me hacía subir un alarido por la espina dorsal que yo trataba

de reprimir en mi garganta con los dientes apretados.

–Cuidao con ese buitre –dijo Miguel, y se levantó a espantar un mastodonte que

reinaba entre los grajos.

Y yo abrí los ojos y vi zumbar una abeja delante de mi cara, y por un momento

me acordé de que los antiguos creían que las abejas surgen por generación espontánea, y

se crían en las vísceras licuefactas y en las heridas de los animales muertos. Luego perdí

el sentido.

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Capítulo XVIII

AGNOSCO VETERIS VESTIGIA FLAMMAE

–¡Pero qué muerto ni qué narices!, ¡yo sí sé lo que le pasa a tucué!, ¡a tó los ser-

senes os pasa lo mismo!, ¡qué me vas a contar a mí!

Era la voz de Manuela, que me despertó entre los trinos de un herrerillo. No me

atrevía a abrir los ojos, no fuese a ser que me hubieran amputado la pierna. Sentía un pie

acartonado y hormigueante pero eso no era ningún alivio porque sabía que las piernas

siguen doliendo después de cortadas, y por otra parte las palabras de Manuela me hacían

olvidar las heridas porque me arrullaban con su música cabal, tan femenina, y también

porque reconocía en mi corazón las huellas de una antigua llama, agnosco veteris vesti-

gia flammae, como dijo el Poeta, y en ella las brasas crepitantes de los celos. ¿Por qué

hablaban tanto?, ¿de qué demonios parloteaban con aquellas confianzas?

–¡Pues así tampoco se está tan mal! –dijo Miguel, reconocí en su voz la pesa-

dumbre que lo iba derrumbando sin la gracia divina de una muerte fulminante.

–¡Cobardes! Eso es lo que todos sois, ¡unos cobardes! –dijo Manuela, y luego

dijo:– ¡No seas corajanó, levanta el garlochín y ayúdame a buscar más yerbas! –dijo, y

añadió:– ¡Andando, liló, que voy a darte a tucué la bají!

No sabía cómo interpretar esas palabras. Mis conocimientos de gitano eran esca-

sos; Miguel me había hecho de intérprete desde la otra vida, pero sin él, y con ese acen-

to meloso cuya música me despistaba, no le cogía una.

Noté que se acercaban hacia mí, y me hice el dormido.

–¿Cómo estás, Carló? –dijo Manuela, con su romero fresco y sus violetas, y yo

la sentí a mi lado, arrodillada, como se sienten las nubes bajas en las montañas. Abrí los

ojos y volví a ver de cerca su cara, y casi es el único recuerdo hermoso que me queda.

–¿Te duele? –dijo, y se incorporó y yo seguí su rostro con la mirada hasta que

estuvo de pie, al lado del árbol de donde salían los trinos. Como en los retratos de ma-

donnas, vi al pajarico junto a la figura tierna de Manuela, y vi que en la rama, junto al

herrerillo, había colgando un serrucho con el que me acababan de cortar la pierna.

Me debí de quedar helado, porque Manuela se volvió a inclinar hacia mí y me

abrazó como se abraza a los hijos, y yo quise dormir en su regazo el resto de mis días, y

me importaba más estar abrazado a ella que haber perdido la pierna.

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–No importa, Carló, no importa –me decía, y me daba besos en el cabello, y con

un dedo me quitó una lágrima de la mejilla como se quita una gota de sangre–.

Miguel se acercó hasta nosotros. Miró mi pierna ausente con su cara de mons-

truo deprimido. Tomó aire varias veces antes de hablar.

–¡Hay muchos cojos en este mundo! –dijo.

Yo me hice el valiente.

–Estoy bien, estoy bien, iré montado en el burro, no pasa nada, podemos conti-

nuar –dije yo, atolondradamente, con esa falsa serenidad de quienes no saben cómo re-

accionar a las noticias dolorosas y les da por una especie de descontrolado servilismo.

–No –dijo Manuela–. Tú descansas aquí, y nosotros vamos a buscar unas yerbas

que me hacen falta para mascarte la medicina.

–Me gustaría pintar –dije yo, abriendo mucho los ojos para reprimir las lágrimas.

–¿Dónde tienes las pinturas?

–Ahí, en la alforja, hay un cuaderno con papeles, y en la otra alforja un maletín

de pintor. Y ahí, en la levita que está tirada en la orilla, encima de aquellos juncos,

guardo los carboncillos.

Manuela me lo trajo todo. Miguel seguía mirándome la pierna, con ese rictus con

que los viejos miran las deshechuras. Me incorporé sobre mi brazo izquierdo, ahí tenía

los ojos unas pulgadas más lejos de la herida, que era en la pierna derecha, y la mano

me quedaba libre. Manuela me arrimó el serón del burro y me ayudó a correrme un po-

co para me apoyara en el roble. Miguel no movía un músculo.

Le agradecí a Manuela sus cuidados, aun desorientado por el mar de aromas ex-

quisitos que me pasó por encima mientras me cambiaba de postura. Yo estaba muy tris-

te, pero hervía de deseo. Era el olor que olimos de pequeños la primera vez que una

mujer nos hizo sentir una extraña zozobra, ignorantes de que aquella ruta del aroma

conducía a un valle de lágrimas lleno de salvajes placeres, como si entonces, cuando

niños, el aroma fuese sólo el que nos hacía reconocer la felicidad, y por lo tanto el que

nos hacía sentirnos vivos, confiados en la bondad de aquel placer tan subyugante.

Conseguí una posición desde la que, si no quería forzar la vista, sólo veía un

primer plano del burro. Pero yo no quise ponerme impertinente.

–Está bien así, está muy bien. Gracias, muchas gracias, amigos –dije, jadeante.

–Estamos de vuelta en seguida –dijo Manuela, y yo creí ver, en la atención que

ponía al decírmelo y en una sombra de sonrisa que se le escapaba, que Manuela ya

había leído en las entretelas de mi sentimiento, y que en el fondo le hacía gracia.

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Cuando vemos sufrir a un ser humano nunca nos imaginamos lo que estará pa-

sando por su mente, que siempre lucha con las armas de otros recuerdos, con recados

que hay que hacer y preocupaciones que podrían posponerse. Yo quizás estaba entrete-

niendo mi desgracia con un amor desatado, y por más que cuidaba las formas, siempre

tuve la sensación de que Manuela lo entendía todo. O esa era mi esperanza.

Pintar al burro fue otra de las intrascendentes ocupaciones que me privaban de

pensar en la pierna, pero mi perspectiva era demasiado lírica. Sufrí un arrebato de com-

padecimiento franciscano, lo dibujé unas cuantas veces, y me entretuve en amarrar

aquella expresión de bondadosa conformidad, como se quedan las personas cuando de-

jan ya de resistirse a hacer un favor, porque lo que más agrada su alma es ayudar a los

demás. Esas personas sin malicia que nos hacen sentirnos protectores porque nos parece

que su bondad será comida por las fieras. Trataba de captar el movimiento asimétrico de

sus orejones para espantar las moscas, que anidaban en sus lacrimales y él subía y baja-

ba la cabeza y después me miraba con ojos churripitosos y sonrisa buena. Garabateé los

movimientos del rabo cuando se flagelaba las ancas con mimo, no como si no quisiera

hacerse daño, sino como si no quisiera matar a las moscas, y sólo espantarlas, pues to-

das son, parecía decir con su sonrisa, criaturas de Dios.

–¡Eres el más sabio de todos, amigo, y el único que no ha protestado! –le dije,

mientras dibujaba esas patas de potrillo en edad de crecimiento que tienen los burros.

Mi corazón estaba tan flojo que requería de aquella comunión espiritual con la

naturaleza, aquella imagen de la divinidad en sus criaturas que siempre consoló a los

anacoretas. Fruto de la desesperación o del dolor, quién sabe, empleaba versos de la

Biblia para dirigirme al burro, como si canturreara una salmodia para mantenerme lejos

de otros pensamientos mortificadores.

–Dedique cor meum ut scirem prudentiam –dije, en una ocasión.

–¡Atque doctrinam, erroresque et stultitiam! –oí una voz a mis espaldas. No me

dio tiempo a girarme para coger el bastón armado. Una mano de arriero me tenía cogido

el antebrazo, que me pasó por detrás del tronco del roble hasta que pateé un poco con mi

única pierna y renuncié a la más mínima resistencia. Antes de verle la cara pude oler su

peste a sebo podrido. Era el Polaino.

–¡Te va jartá de latinajo, jeñorito! –escupió el forajido, mientras me ataba al ár-

bol la otra mano.

Miré a ambos lados, y a mi derecha hizo acto de presencia el Aquilino, vestido

con su saco de estameña y con las largas manos sarmentosas enlazadas a la altura del

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crucifijo, mirando la hierba del suelo, como si estuviera preparando el inicio de un ser-

món o acabara de escuchar una confesión de culpa por parte de algún muchacho muerto

de miedo.

–Lees la Biblia... –dijo. Tras su afilado perfil de ave ganchuda sobresalían las

orejas del burro.

–Naturalmente –dije yo.

–¿Cómo que naturalmente? –dijo el Aquilino–. ¿No la lees por la gracia de

Dios?, ¿la lees por la gracia de la naturaleza?, ¿es natural que la leas?, ¿no ha interveni-

do ninguna potencia divina para inspirarte su lectura?, ¿no fueron tus padres quienes,

fieles a las sagradas enseñanzas de la Iglesia, te trasladaron esa voluntad divina y te ale-

jaron del camino de perdición?... ¡Contesta! –gritó, dándose la vuelta hacia mí.

Yo no estaba dispuesto a participar en aquella ceremonia macabra. Miraba detrás

de las rocas a la espera de un milagro. Pero Manuela tenía muchas yerbas que cortar. Lo

que más me preocupaba era que me hubiesen atado, que no hubiesen aparecido y hubie-

sen dicho buenas, porque yo venía de su cuartel general, de hablar con su jefe, el gene-

ral Cabrera, cuyo solo nombre los hacía ponerse de rodillas, y él había quedado conmi-

go muy agradecido e incluso me había regalado un cañón.

–¿Se puede saber por qué me salen al encuentro de esta forma? ¿Tienen algo

contra mí?

–No –dijo Aquilino, en voz muy baja–: nosotros no somos lo bastante importan-

tes para eso... –dijo, y dejó la o dibujada unos segundos en sus labios; luego dijo:–

Hemos venido a preguntarte, a ver si tú lo sabes y nos quieres hacer el favor de decirlo,

quién avisó a los liberales de a qué hora exacta íbamos a pasar por la masía del Rallo.

Luego empezó a caminar en círculos y a hacer puñetas con los dedos, la barbilla

siempre clavada en el pecho. No hablaba hasta que yo no empezaba a decir algo. Enton-

ces me interrumpía.

–Ha habido un problema –dijo–. Los guías de Navarra están algo quejosos, fíjate

por dónde. Dicen que los tratan mal, y como son así de brutos, se les ha metido en la

cabeza que la emboscada del Rallo fue una traición... ¡nada menos que de Cabrera! ¡Por

Dios bendito! ¿Has oído eso?, ¿has oído eso, Polaino?

–Ji.

–¡Una traición de los hombres de Cabrera a los guías de Navarra! ¡Pero si yo soy

de Calatayud, y el Polaino es manchego! ¡Pero si los que nos odian a nosotros son los

señoritos vascos, Dios en su infinita sabiduría sabrá por qué!

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–Muy bien –dije–. Yo no tengo nada que ver con todo eso.

–¿Ah, sí?, ¿y entonces por qué huyes por estas asperezas y no tomas el camino

más directo a Fortanete? ¿No te dijo el general Cabrera que fueses a Fortanete? ¿Y por

qué no has ido?

–El general Cabrera no me dijo por dónde.

–¡Claro!, y como el general Cabrera no dijo por dónde, el señorito guiri se viene

a Villarluengo, cruza por las montañas hasta Ejulve, dando un rodeo, para que no lo

encuentre el general Llangostera, y, ya de camino, se acerca a las posiciones enemigas,

que están ahí detrás, ahí mismamente detrás de estos pedruscos, y les dice: “¡toma, mira,

que os traigo un recuerdo de Inglaterra!”.

–Me comprometí con Cabrera a llevar de vuelta este cañón a Cantavieja.

–¡Joé –dijo el Polaino–, qué jierro maj cojonudo!

El Aquilino caminó unos pasos hacia mí y me levantó la mano como si fuera a

darme la bendidión, pero se limitó a señalarme con un dedo.

–¡Eres un traidor a Su Majestad, Charles Lamb!, aparte de un hereje degenerado.

Mereces un juicio sumarísimo ante Dios, ante la Patria y ante el Rey, y que un tribunal

inclemente te imponga la pena que te mereces sin atender a más excusas que el regla-

mento de la milicia. Esto es alta traición, jovencito. Y eso se paga con la vida.

–Oye, Aquilino, ¿y ji lo afusilamoj con el cañón? –dijo Polaino.

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Capítulo XIX

LA PÓLVORA Y EL HIERRO

Polaino sacó mi pierna de una bota y se la puso.

–¡Abajo laj polainaj!

Fray Aquilino se había sentado frente a mí, y sostenía sobre las rodillas un pe-

queño recado de escribir. Al agacharse sobre la repisa se le veía brillar la tonsura.

Me habían atado las manos por detrás del tronco con un cordel que me hacía

muescas en las muñecas. El Polaino se acercó hasta mí andando con una bota puesta y

la otra no, y actuó como el gañán que era, por mucho que fuera vestido de aduanero, con

ese aire chulesco que igual servía para guardia que para bandido. Llego hasta mí, me

cogió la pierna buena por el tobillo, y con el otro pie, que ya llevaba mi bota calzada, se

apoyó pisando sobre mi estómago. Cuando la sacó se entretuvo en ponérsela.

Fray Aquilino se mojó el pulgar de un dedo mientras me miraba, y empezó a leer

una relación de acontecimientos cuya exactitud me resultaba casi inverosímil. No sólo

me había seguido desde que salimos de Cantavieja, sino que tenía constancia minuciosa

de todos mis pasos por La Iglesuela.

–Pasaste la noche del veintidós de julio en la ermita.

–Sí.

–En la mañana del veintitrés de julio volviste por el camino de Villafranca.

–Sí.

Y así con todas las horas y todos los movimientos, sin más objeto que abrumar

aquella pesadilla de papel de oficio. Pero no mencionó a los muchachos de la ermita y

eso me aliviaba en la tortura, igual que me aliviaba la posibilidad de que apareciese Ma-

nuela. Mi mente congestionada sólo encontraba fuerzas para confiar en el tiempo.

El Polaino daba vueltas al cañón con las manos en jarras.

–¿Y ejto cómo je carga? –dijo.

Se puso a rebuscar en el armón del avantrén de arrastre, que es donde, en las cu-

reñas inglesas, se depositan las municiones. Manejaba las latas de metralla, los sacos de

pólvora, las granadas, los obuses, las bombas y las espoletas como un frutero manejaría

la fruta podrida en el mercado de Portobello. A mí me asistía una rara mezcla de espe-

ranza y terror, y lo miraba como se mira a un loco peligroso con las manos llenas de

bombas. Fray Aquilino detuvo un momento el interrogatorio.

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–¿Tú sabes cómo se carga? Es un cañón inglés, ¿no?

–No –mentí.

–¡Ah!, ¿no? –se regodeaba el cura–. Pues esto no puede ser, no, no, no. Vamos a

enseñarle a este señor cómo se carga un cañón –dijo.

Más tiempo, pensé. Era una humillación salvaje ser cómplice de aquella broma,

pero el regodeo de fray Aquilino iba en aumento, su lujuriosa delectación, con esa deli-

rante minuciosidad de los procesos inquisitoriales que se instruían a las brujas.

El cura se acercó al cañón.

–Estate quieto, Polaino.

Luego se agachó al armón y cogió un saquillo de metralla y un vástago de made-

ra con un disco en uno de los lados. Lo metió en el saquillo y lo rellenó en torno al vás-

tago con balas de fusil, que el fraile iba metiendo como se meten los votos en un cón-

clave, como si las balas fuesen sagradas.

–Esto es un tipo de munición que aquí no vamos a usar para no matar también

algún pajarico –dijo fray Aquilino, y luego se dirigió a Polaino:– Polaino, prepara una

buena hoguera.

Fray Aquilino volvió a sacar del armón un cartucho embalado, con la bala puesta

en el salero de madera y enganchado éste con unas tiras de lata al saco de la pólvora.

–Este es el mejor para acertar de lleno, aunque en tu caso no sería necesario por-

que sólo vas a estar a quince pasos –dijo el cura.

Iba a proceder a la correspondiente explicación cuando se quedó parado:

–Sin embargo... –dijo, como si se le acabase de ocurrir una idea–. Sin embargo

yo creo que un inglés se merece algo inglés. El cañón es inglés, tú eres inglés, las balas

son inglesas... Así que te voy a matar en inglés, yo creo.

El Polaino terminó de reunir unos palos y unas yescas, descolgó el serrucho con

el que me habían cortado la pierna y empezó a serrar la rama de donde colgaba.

–Tú eres muy joven... –dijo Aquilino–, pero yo no. Yo tengo memoria. Yo he si-

do cocinero antes que fraile, concretamente pinche de cocina de la Tallapiedra, una ba-

tería flotante que mandaba el almirante Morla. ¿Sabes dónde? ¡En Gibraltar, ignorante,

en Gibraltar!, ¡en el gran sitio de Gibraltar!, hace ya de esto medio siglo por lo menos.

¿Y sabes por qué nos vencieron? ¿Sabes por qué los hijos de la Gran Bretaña defendie-

ron la roca en el gran sitio de Gibraltar?

Una flamarada consumió las yescas, envolvió la leña y se elevó en una columna

de fuego. Era imposible que Manuela no me pudiera ver, buscase las yerbas que busca-

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se, y sin embargo entonces empecé a desear que no apareciera. Esos forajidos estaban

celebrando una bacanal de sangre, un oficio de tinieblas, y sonreían con la pérdida abso-

luta de vergüenza con que sonríen los ancianos al principio de las orgías.

–¡Pues usaron balas rojas, para que lo sepas! –dijo el cura, encendido en cólera–.

¡Quemaban balas como esta, las ponían al rojo cereza y nos las lanzaban al velamen!

El Aquilino fingió un silencio dramático, y luego dijo:

–¡Las quemaron todas! ¡Diez enormes bolas de fuego flotando en el mar! ¡Yo

me salvé agarrado a un madero, fui a parar al Puerto de Santa María!

El Aquilino cogió una de aquellas sólidas esferas de hierro fundido, como si fue-

se una calavera.

–¡Cuánta soberbia!, ¡cuánta perversión! ¡Dios mío, ilumínanos con tu sagrada

llama! ¡Que la inmoralidad y el crimen no mancillen los laureles del trono ni atraigan tu

ira! ¡Corramos al nuevo campo que nos abre el cielo! ¡Polaino!, pon a calentar esta bala.

Este señor, que se pasa la vida pintando, aún no sabe qué es el rojo cereza.

Forma parte del regodeo de los asesinos dar la impresión en algún momento de

que ellos son la única persona que te puede salvar. Se notaba que fray Aquilino había

trabajado mucho como absolutor de ajusticiados, que era capaz de ofrecer consuelo a

quien instantes después iba a pasar por las armas. Me hablaba muy despacio, como si

aún hubiese alguna última oportunidad.

–¿Quién avisó a los liberales en El Rallo, Charles?

–Para empezar –dije yo– no creo que fuesen liberales, sino alguien que quería

deshacerse de una parte de la columna que estorba, come, gasta, ensucia y no tiene, por

así decirlo, muy buena presencia. Y yo –dije mientras Aquilino me miraba con el rostro

arrugado, como si estuviera encendiéndose por dentro– no estaría seguro de no haber

sido, aunque me hubiese salvado, uno de sus objetivos.

–Sigue, sigue... –dijo Aquilino, después de tragarse un hueso de aceituna–.

Yo sólo quería hablar, sobreponerme al pánico y hablar, y me importaba poco

involucrar a cualquiera de las vívoras presumidas que había conocido en La Iglesuela.

–Yo mismo –dije–, mientras pintaba a Su Majestad, asistí a una conversación

entre el barón de los Valles y el infante Sebastián. El barón se quejaba de que muchos

voluntarios no aportaban suficientes víveres, les estaban proporcionando mala prensa, se

comportaban como forajidos y además... –dije, y me paré a tomar aliento–.

–¿Y además qué?

–Y además eran de Cabrera.

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Fray Aquilino me miró un momento con los labios fruncidos.

–¡Ejto ya ejtá! –dijo el Polaino.

–¡Desátalo! –dijo Aquilino.

Fue tan sólo un instante de alivio.

–¡Y ponlo ahí, delante del cañón!

Polaino me desató con un cuchillo y me llevó a empellones a unos quince pasos

del cañón. Luego metió alrededor de tres libras de pólvora en el ánima y un disco grue-

so de madera, y la prensó con el mango del botafuego. Después improvisó unas tenazas

con dos tarugos de roble, cogió la bala roja de entre las brasas, que humeó hasta que la

introdujo por la boca del cañón.

–¡Hala, que je enfría! –dijo, espolsándose las manos.

Yo me mantenía sobre una sola pierna. Los dolores del muñón se despertaron, vi

por primera vez el cañón apuntando a mi cabeza y se me fue la luz de los ojos. La pierna

buena me temblaba. Me caí sobre la hierba, y Polaino vino enseguida a ponerme de pie.

–¡Parecej un moñaco, jondió!

A mí no me quedaban fuerzas para hablar, y sin embargo, quizá por esa rémora

de las frases importantes antes de morir, dije:

–Pensé que los españoles respetaban el honor de un hombre a la hora de morir.

–¡Ah!, ¿pero loj inglesej teneij jonó?

–Dale el bastón, Polaino –dijo el fraile, y a mí se me abrió el cielo. En menos de

un suspiro reuní el poco valor que me quedaba para sopesar las posibilidades de una

estratagema. Antes de que Polaino se pusiese al lado del cañón con el botafuego encen-

dido, pensé que, si lo atraía hacia mí, cayéndome de nuevo, y le clavaba el estoque del

bastón en el cuello, podría arrebatarle el pistolón que llevaba metido en la faja y dispa-

rar al Aquilino, que tardaría unos instantes precisos en preparar su arma.

El Polaino me levantó por las axilas y me puso el bastón en la mano. Volvió a

coger el botafuego y se dirigió al ánima del cañón. Entonces, cuando iba a dejarme caer,

una chispa de la tea salió disparada hacia el burro, y el burro empezó a dar coces y a

rebuznar con unos alaridos de burro que retumbaron el valle. Daba patadas adelante y

atrás y movía la cureña del cañón y el cañón apuntaba descontrolado a todas partes. El

burro se había vuelto loco y sus respingos y sus cabriolas y sus corveteos y sus coces

estaban destrozando el mástil de la cureña pero no lograban arrancarla de la argolla.

El Polaino se tiró a las bridas para sujetar al burro, el cañón volcó y el burro lo

iba arrastrando en círculo. Entonces Aquilino sacó su pistola del cordón y se dirigió

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apuntándole al burro a la cabeza, y yo apreté el resorte del puño y cogí el bastón como

cogíamos la jabalina en aquellas brumosas tardes de Oxford, y lo lancé con todas mis

fuerzas dispuesto a traspasarle al fraile el cuello antes de que pudiera matar al burro.

No le di ni por asomo, pero el fraile me vio lanzarlo, y mientras el burro seguía

pegando coces y arrastraba a Polaino colgado de las bridas, el cura se dirigió hacia mí y

me encañonó. La argolla que sujeta la cureña reventó y el cañón dio unas cuantas vuel-

tas como las dan los pistolones sobre la mesa cuando hay que sortear la vida, el burro

corrió y Aquilino, visto que había pasado el peligro, me apuntó con cuidado entre los

ojos, y entonces vi caer por encima de mí una piedra rubia como un proyectil que se

estampó en la cara del Aquilino, que cayó fulminado por la pedrada y al caer se disparó

al aire la pistola. La pólvora se cebó por simpatía y el cañón estalló en las manos a Po-

laino justo cuando lo estaba poniendo de pie. Fue un trueno que retumbó en las rocas

del manatial y me golpeó las paredes del cráneo y casi me revienta los tímpanos.

Me giré sobre una pierna, apenas podía mantener el equilibrio. Caí sin fuerzas,

derrotado, como cae un vestido. Miguel corría entre las piedras para acudir a mi lado.

–¿Dónde te han herido, Charles? –me gritó, emocionado, mientras me tomaba el

pulso, y sentía en su dedo cómo regresaban los latidos a mi cuerpo.

–Vaya, Miguel, –dije yo–, por lo menos has resucitado a tiempo.

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Capítulo XX

EL PRINCIPIO DE LA MUERTE

Miguel ya no era el alma en pena que caminaba con los hombros caídos y olfa-

teaba hilos en el aire. Había vuelto el mozo de La Iglesuela, el hombre atento y sin do-

bleces que sabía interpretar las nubes. A mí me cogió en volandas y me depositó como a

un anciano enfermo a la sombra del roble, y con una bala de cañón vacía fue haciendo

viajes al manantial a por agua para apagar la hoguera, y entre viaje y viaje miraba a Ma-

nuela, que me limpiaba el sudor de la frente con su pañuelo de flores, y en esa mirada

era posible ver al hombre más enamorado del mundo, que sonreía y protegía a su amada

hasta de las hojas de los árboles que pudieran caerle encima.

–Ya está, Carló, ya está –me decía Manuela, todavía sofocada, pero no por la

sorpresa ni por el cansancio, sino por un pudor que a mí se me clavaba en las entrañas.

–Tenemos que volver al pueblo –dijo Miguel, y luego, por un momento, sólo por

un instante, volvió a torcer la boca como si un recuerdo ácido lo amenazase, y dijo:–

¿Por qué hemos venido hasta aquí?

Manuela me miró, buscaba la complicidad de mi sonrisa, algún parpadeo de

comprensión, y yo tenía la obligación de ser agradecido porque me había salvado a mí

la vida y se la había devuelto a Miguel, y nadie había hecho nada malo y todos éramos

bellísimas personas, pero a mí me consumía el desconsuelo, y se apoderó de mí la sen-

sación de todo amante relegado, que ya no habrá más alegría en esta vida. Dichoso

aquel amante que tiene a quien odiar, dichoso aquel que puede vaciar su dolor en la

imagen más o menos fantasmal de un enemigo, o consolarse con el desengaño de una

mujer cruel. Pero yo, que tenía junto a mí a dos criaturas celestiales, no podía encontrar

más enemigo que a mí mismo, por haber deseado a Manuela, por seguir deseándola,

poseído por la fiebre del instinto, por haber visto en ella un cuerpo de animal hermoso y

no el ángel de bondad que era. Y sentía envidia de Miguel, que en su rústico galanteo no

enseñaba más que la garantía de luchar de por vida contra cualquier reparo a la felicidad

más absoluta de su amada. No había ni una sombra de lascivia en sus ojos, y eso, pen-

saba yo, y me escocía pensarlo, que acababa de entregarse a ella.

Miguel se acercó a los restos del cañón y sacó la pierna de Polaino de una de mis

botas, la de mi pierna buena.

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–A quién se le ocurre venir aquí con un cañón. Hace falta tener la mente retorci-

da –dijo, y como los verdaderos héroes, que nunca filosofan, volvió a lo que más nos

acuciaba:– Bueno, qué más da. Vamos a calzarte. Lo importante ahora es llegar a Forta-

nete. Con esos dos caballos estaremos allí en un santiamén.

Manuela fue a por los caballos de los bandoleros, de poderosas grupas, que se

habían espantado con la explosión, pero pastaban sosegadamente algunas yardas más

abajo, y Miguel cortó dos ramas rectas con bifurcaciones muy abiertas, y en cuatro

hachazos me había construido unas muletas impecables.

–De todas maneras –dijo–, tú vienes conmigo y te sujetas bien a mí.

A mí entonces se me puso un nudo en la garganta. Quise agradecerle lo que

había hecho por mí, o lo que habría hecho por cualquiera. Quise decirle que me sentía

afortunado de haber conocido almas tan puras, y que me tranquilizaba saber que Manue-

la había encontrado a alguien tan bueno como él, pero las palabras se me amontonaban

en la garganta, no encontraba el modo de pronunciarlas. Era como si me fuese difícil

tragar y tuviera que estirar el cuello para recobrar la respiración, y después de muchos

intentos y muchas palabras colapsadas me salió un gallo descompuesto:

–¡El burro también viene! –conseguí decir.

Miguel detuvo sus manos para mirarme, como si un cohete acabara de silbar en

su cerebro, pero enseguida volvió a sonreír.

–Claro, claro. Además –dijo–, este burro va solo.

Era muy extraño. Miguel había seleccionado los recuerdos de sus días de mes-

merismo. Sabía que buscábamos al hijo de Manuela y que íbamos a Fortanete, pero no

recordaba que llevásemos un cañón ni por qué habíamos subido al nacimiento del río

Pitarque. Hablaba del burro como si lo conociese de toda la vida, pero el Aquilino y los

restos del Polaino no le sonaban de nada.

Sentí que las palabras volvían a ordenarse en mi garganta:

–Yo iré con el burro. Id vosotros delante, a uña de caballo, y encontrad al chico

cuanto antes. Eso es lo más importante de todo. Yo estoy bien...

Miguel no se paró siquiera a discutirlo.

–Andando ligero –dijo–, a Fortanete se viene a tardar unas cuatro horicas.

–Mucho menos si vais al galope.

–Iremos todos juntos –dijo Manuela, que traía los caballos.

Me ayudaron a subirme al burro, y atravesaron las muletas en la alforja. Era difí-

cil mantener el equilibrio. Sentía la pierna ausente, pero no me pesaba nada, de modo

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que el cuerpo se me vencía. Yo estaba muy débil y me dejaba llevar, y más de una vez

Miguel trotó hasta mí con su caballo y me ayudó a recuperar la posición.

–Deberías ir montado conmigo –dijo–. El burro vendrá también, no te preocupes

por eso, pero tú irías más seguro.

–Estoy bien –dije, y supe que no lo decía por no importunar a nadie, sino porque

en medio de aquellas lomas blanquecinas, de aquellos barrancos pelados y aquellos ca-

minos pedregosos, bajo el sol que baña y desorienta lo único hermoso era verlos trotar

juntos sobre sus monturas, la cabellera roja de Manuela sobre su hacanea bruna, el cuer-

po fuerte de Miguel sobre un corcel roano.

Miguel me iba diciendo nombres de barrancos grises y de ramblas secas, con el

entusiasmo de quien enseña a un huésped su casa, y también para darme conversación.

En La Cañada de Benatanduz Miguel dijo que nos detuviésemos a echar un bocado. Se

apeó del caballo frente al portal de unos conocidos, que nos agasajaron con conserva de

cerdo y huevos y chorizos y morcillas y dieron de comer a los caballos. Miguel comía

como un amante agotado. Y Manuela también.

Antes de salir hacia Fortanete, Miguel se metió en otra casa y salió con unas

tablas, un escoplo, una sierra y una gubia. A mí me vino un último suspiro de humor:

–¿No ha quedado bien del todo? –dije, tristemente.

Entonces Miguel se metió en otro portal y dentro se empezaron a escuchar gol-

pes de yunque y dentelladas de sierra. Manuela se acercó hasta mí.

–Estás triste, Carló –dijo, y ladeó la cabeza mientras sonreía.

Yo no podía contener las lágrimas, pero me salió una respuesta flemática:

–Todo lo contrario –dije–. No me falta de nada.

Cogí mis muletas de la alforja y me dirigí dando tumbos hacia las cuadras.

–¿Dónde vas, Carló? –me dijo Manuela, un poco preocupada.

–Voy a echarle de comer al burro –dije yo.

Poco después salió Miguel del zaguán con una perfecta pata de palo, tan perfecta

que han pasado casi ya cuarenta años y ningún artesano de Londres ha sabido calzarme

una pata de palo más cómoda. A los pocos pasos ya sentí haber sido cojo toda mi vida.

Tras cuatro horas de camino, a punto ya de anochecer, salimos de un pinar por

una senda y cabalgamos entre bojes pálidos y rocas desmenuzadas, hasta que llegamos a

las ruinas de un castillo desde donde ya veíamos el pueblo. Rodeamos la vaguada por

un caminacho sucio de hierbajos e inmundicias, y entramos en Fortanete.

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Miguel y Manuela se dividieron para buscar al muchacho entre la soldadesca, y

a mí me dejaron en las dependencias del cuartel general. Nada más entrar en el pueblo,

el alférez que había revisado nuestras credenciales, un guía de Navarra de Fregenal de la

Sierra, muy amable, me acompañó con las alforjas en la mano. Tropecé alguna vez en

algún canto con las muletas pero no perdí en ningún momento el equilibrio.

–Su jefe lo espera, señor Lamb –dijo el alférez.

Yo no tenía ganas de despachar ahora con Lewis Gruneisen. Los retratos de los

generales y las tácticas de guerra me parecían entonces un juego de niños. Las intrigas

palaciegas y los misticismos sanguinarios no eran nada comparado con mis penas.

Entré en un patio amplio, con sus ojivas y sus aspidistras, y algunos pájaros que

piaban en la sombra. En el centro había un pozo con brocal de piedra y a su lado un saú-

co centenario. Cruzamos las losas del patio, que con mi pata de palo, por poco que la

apoyase, sonaban a yunque de platero. Entramos por una puerta baja y vi a Lewis Gru-

neisen departiendo con el general Tiburcio.

–¡Dios Santo, Charles, qué te ha sucedido! –dijo Lewis, entre aspavientos.

–Nada que no arregle una buena pata de palo –contesté con displicencia.

Luego me presentó al general Tiburcio, que parecía muy satisfecho.

–Bienvenido –dijo–, hay una comida estupenda en este pueblo. Un grupo de

guías que son de Valencia y saben tocar instrumentos de viento van a hacer baile en la

plaza esta misma noche. Le invito a que acuda y contemple la armonía y la fraternidad

de nuestras tropas, a que escuche las jotas que cantan los mozos y a que brindemos jun-

tos con el vino de la tierra.

–Ahora mismo voy –dije yo–.

Cuando Tiburcio abandonó la sala Lewis se frotó las manos. Yo no tenía ganas

de contarle, pero él, supongo, tampoco de escuchar.

–¿Y bien?¿Qué tal han ido esos dibujos?

–Ahí están –dije yo–, en la alforja.

Me senté en el sillón de enea que ocupaba Tiburcio mientras Lewis rebuscaba

ansioso entre mis papeles. Miró todos los bocetos, todos los apuntes, todas las acuarelas.

Sus labios fueron apretándose, hasta que me miró y me dijo:

–¿No había nada más interesante que retratar que un burro?

A mí me perdió el orgullo profesional.

–Definitivamente no, y aún lamento haberme detenido con el general Cabrera.

–¿El general Cabrera? –dijo Lewis, otra vez afable y entusiasta.

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–Sí, pero se lo quedó él para colgarlo en su cuartel general.

–Vaya, otra apuesta ganada, Charles. Me jugué con el barón de los Valles una

entrevista a que tú terminarías retratando a Cabrera y yo entrevistándolo. Los Valles

dice que es una gato del monte, uraño y supersticioso, pero a mí lo que me parece es que

Los Valles daría su pierna derecha por que Cabrera no sea conocido en Inglaterra.

Lewis Gruneisen pasó página y me comentó sus planes:

–Volvemos mañana por la mañana a La Iglesuela. Allí quedan unos cuantos ge-

nerales por pintar y la columna está a punto de salir hacia Cantavieja. Cuando llegue-

mos a Mirambel haré un primer envío al Morning. Quiero un buen reportaje. No podría

soportar que hubiese que incluir pinturas de archivo. Deberías sacar rápidamente unos

bocetos para llevárselos a Su Majestad. No hay tiempo que perder, Charles.

Mis palabras airadas no llegaron a mis labios, mis gritos no alcanzaron al aire.

Yo gesticulaba dentro de un cuerpo que se estaba quieto, gritaba en una cara que per-

manecía callada. Otra vez se me agolpaban las palabras en el esternón y estiraba mucho

el cuello porque en esos momentos creía morir.

–Bueno –pude decir.

Salí a la calle, y traté de que mi cuerpo se moviese a la velocidad que yo corría,

y que mi vista fuese tan sagaz como yo lo era dentro de mis ojos, y que de mi boca sa-

liesen las preguntas que hacía a los soldados de los corros, que me miraban y dejaban de

reír, y algunos se santiguaban.

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Capítulo XXI

ROMANTICISMO

En las rejas de las ventanas colgaban lámparas de aceite, por los portones abier-

tos de los zaguanes salían carcajadas y gritos de tahúr, algunos corros de soldados se

entregaban a la borrachera en los bancos de piedra de la plaza o en los zócalos azules de

las casas. Cinco mil hombres cansados habían venido a pasar una semana a Fortanete.

Yo me paraba en todos los corros y miraba el rostro de los soldados jóvenes. Me

molestaba la nebulosa de la noche y la sensación de que mis educadas maneras de pre-

guntar no eran entendidas por la soldadesca, como si sólo pudiese hablar en mi lengua

materna, o como si las palabras no llegasen claras a mi boca.

Puesto que todos los altos mandos, salvo el general Tiburcio, se habían quedado

en la Iglesuela, la tropa se había entregado a una licenciosidad insólita. Soldados despe-

chugados meaban por las calles, se escuchaban gritos de mujer por las ventanas, las

timbas olían a navajazo y por todas partes había un par de valencianos tocando la gaita.

También salían de muchas ventanas gritos desabridos de soldados que querían

descansar. La chusma se burlaba de ellos y les tiraba piedras a los cristales y les dedica-

ba blasfemias y eructos. A mí me daba igual que se burlasen de mi pata de palo, porque

ninguno era capaz de llegar a las manos con un extranjero que se codeaba con Tiburcio

y hacía retratos del rey. Pero es verdad que sentí alivio cuando traspuse unas calles, salí

a una barbacana y encontré un final de calle tranquilo, junto a una era. Tan sólo, en uno

de los pajares, se oía a una vieja cantando una nana:

Y un hijito que tengo

frailecito lo pondré

y si no quiere ser fraile

que vaya a servir al rey

que donde ha muerto su padre

igual puede morir él

Volví a respirar la noche clara desde la barbacana. Quizá hubiesen sido las lám-

paras de aceite de las calles, o el tufo agrio de excrementos y licores fermentados, pero

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todo ante mis ojos adquiría un tono verdoso, de agua sucia. En realidad miraba los ojos

de los muchachos pero cada grito de mujer me horrorizaba, y en mi corazón se confun-

dían borbotones de miedo y de celos, y mi mente enferma rechazaba como a los bichos

del delirium tremens todas las imágenes de Manuela y Miguel amándose como descosi-

dos. Era incluso irreverente, indecoroso, inmoral, pero yo estaba tan enfermo que en mi

cerebro sólo contemplaba un amor apasionado entre ellos que yo no podía dejar de ver a

través de las épocas tan robusto y feliz como siempre. Casi me daban arcadas cuando

esas imágenes de Manuela y Miguel con varios hijos más, él un próspero artesano de la

madera, ella en un gran telar donde pintaba escenas campestres con hilos de colores, me

asaltaban con toda la rotundidad de su hermosura, y ni sabía entonces ni sé ahora qué

era más doloroso, el haberla perdido antes de tenerla o el consuelo de que los dos, Ma-

nuela y Miguel, fuesen grandes amigos míos.

La vieja seguía cantando su nana, y cuando la acababa la volvía a repetir. Daba

la impresión de que no estuviese acunando a ningún niño, sino espantando el miedo. A

mí, sin embargo, el miedo se me había ido. Un batallón de aquilinos podría haber for-

mado entonces delante de mí y yo no me habría alterado lo más mínimo, quizá porque

todo el miedo se acumulaba en la certeza de saber que esos eran los últimos momentos

de gloria. Quería encontrar al muchacho antes que ellos sólo por ofrecerle un último

regalo de amor, una oferta infinitamente más ruin que las que yo le oí decir a Miguel

cuando veníamos por el camino y los dos iban delante de mí con sus caballos. “¡Verás

que huertos más hermosos tengo!”, le decía, ufano, Miguel, y le pormenorizaba las fru-

tas y las verduras, los árboles y los ganados, la casa del pueblo y las tierras de labor, y

era como aquellos pastores que ofrecían sus humildes bienes a las ninfas, a veces un

poco brutos, o un poco desmedidos, pero siempre con esa emocionante transparencia de

la noche, la entrañable nitidez de las montañas, la verdad de los pastos desnudos y de

las ramblas pedregosas y de los barrancos profundos, la emoción de los bancales mien-

tras yo apenas sentía latir mi mente intoxicada de romanticismo. Quería darles un últi-

mo abrazo, pedir un último beso. Por eso había buscado al muchacho todo este tiempo,

pensaba, y me torturaba barrenando en las mismas conjeturas masoquistas, como si el

disfrute de aquel dolor sólo fuera posible a fuerza de autocompasión y de cinismo.

Volvió a cantar la vieja.

que donde ha muerto su padre

igual puede morir él

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En la plaza se oían ráfagas de trompetas y sonaban disparos al aire como salvas

de parranda. Volví al centro del pueblo entre vomitonas y soldados inconscientes, y me

dirigí al Portal de la Cañada, por donde habíamos entrado. Busqué en los corros y en las

timbas, en los pajares y en los palomares, a veces incluso con la diligencia expeditiva de

los oficiales que entraban a las casas a registrar. Yo daba explicaciones, pero la gente no

me entendía. Algunos me llamaban borracho, me echaban de los corrales donde había

soldados durmiendo, llamaban al puesto de guardia cuando yo insistía en buscar al mu-

chacho, y venían los guardias y yo intentaba explicarles pero las palabras no subían has-

ta mi lengua, y de mi expresión acalorada ellos sólo veían la solemnidad de un poseído.

Yo les ofrecía resistencia, pero mi cuerpo se dejó llevar. Yo les daba todo tipo de

detalles, pero mi boca permanecía callada. Pasamos al lado de una cuadra, y unos pasos

más allá salió corriendo una voz.

–¡Señor Charles!, ¡señor Charles!

Una espantosa rigidez se apropió de mi garganta, no pude volcar la emoción que

había venido a luchar contra mi angustia.

–¿Está bien, señor Charles?

Entonces volví a calmarme. Me calmaron su sonrisa de niño y su mirada clara.

Veía los contornos menos turbios, casi podía sonreír.

–¡Pero dónde andabas, muchacho! –pude decir, entre jadeos y labios torcidos.

El muchacho sonreía.

–Con el mariscal Tiburcio –dijo, como si todo le pareciese una graciosa confu-

sión, y explicó:– Cuando nos atacaron en El Rallo, los llevé a él y a su guardia por un

atajo hasta Fortanete. Me tratan muy bien. Ahora mismo estaba limpiando los caballos.

Pese a que sentía hervir la fiebre dentro de mí, y era consciente de que mi con-

ciencia se desdoblaba en momentos de agonía, tan sólo fui capaz de decirle que fuése-

mos a encontrarnos con su madre. Los guardias por fin me dejaron, sentado en un banco

de la plaza, y Juan no se separó de mí en ningún momento. Me condujo a los aposentos

de los mandos, en un caserón algo apartado de la plaza del pueblo, junto a las cuadras

donde Juan limpiaba los caballos. Allí nos recibió la guardia, que dejó pasar a Juan y

me ayudó a moverme hasta un aposento donde había una cama.

La fiebre había ensangrentado mis ojos. Tuve delirios que ya no recuerdo, pero

sí queda un resquicio para la figura siempre atenta del muchacho, que se sentó junto a

mí y aguardó a que me calmase. El médico de la compañía me examinó y yo le oí decir

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que lo primero era que me bajase la temperatura. Me quitaron la pata de palo y ausculta-

ron la herida, y yo los oí decir que estaba cicatrizando estupendamente.

–Para lo lentos que son estos zurcidos, este es un bordado de monja, sí señor –le

oí decir al médico, antes de que se excusase para ir en busca de medicinas.

Juan me cambió los paños fríos de la frente, y me dio de beber agua en un vaso,

y pasó su brazo por debajo de la almohada para incorporarme. Yo no podía abrir los

ojos, porque si veía algo entre el resplandor de la palmatoria las imágenes se superponí-

an en un vértigo de instantánea seriedad, como bengalas fugaces que se detuviesen un

momento ante mis ojos para confundir el pasado con el futuro, los presentes con los

ausentes y los vivos con los muertos. Una vez abrí los ojos y frente a mí estaba fray

Aquilino con la mirada mística y el cráneo deshecho, y me aterrorizaba la idea de estar

viajando al territorio de los muertos y que aquella fiebre fuese una agonía tortuosa, una

crisis que devoraría mi cerebro pero dejaría mi cuerpo vivo, si alguien no lo devolvía a

la existencia como Manuela devolvió a Miguel a la suya. Otras veces me veía transpor-

tado a otras figuras. Me veía dibujar en el cuerpo de Juan, mis manos en las manos del

muchacho. Pero nada, ni aquel médico bonachón, ni Juan a mi lado cambiándome las

cataplasmas o dibujando con mis ceras, ni la guardia que nos dejó pasar, nada era sufi-

ciente para estar seguro de que aquel momento era real: mi dependencia con Manuela

hacía que mientras ella no estuviese presente nada fuera del todo verdad.

Y vino Manuela. Y las paredes encajaron en su sitio, y volvió el olor de la made-

ra. No sólo estaba remitiendo la crisis, sino que la visión de Manuela me hizo entrar en

un letargo de felicidad inerme, como un vacío del que no se pudiera volver. Me dejaba

llevar por sus ojos consciente de que mi alma consumía más oxígeno del que podía

permitirme en semejante estado de debilidad. Al principio, cuando me cogió de la mano,

me bombardearon las imágenes de toda su vida junto a Miguel, igual que mi imagina-

ción enferma las podía representar cuando sólo estaba celoso, pero ahora contemplaba

esas imágenes con una conformidad y una placidez que al mismo tiempo que me exta-

siaba me producía pánico. Todo era cada vez más claro, todo cada vez mejor iluminado.

Manuela me habló largo rato, para que no me quedase a oscuras y en silencio,

hasta que conciliara el sueño. Miguel se recogió, pero ella y el chico se quedaron toda la

noche conmigo. No sé de qué le hablé yo, porque tampoco tengo conciencia de que en-

tonces mis palabras pudieran llegar a mis labios, pero sé que ella me escuchaba con una

sonrisa, por más que le contase mi sórdida infancia londinense, o mis tétricas aventuras

amorosas, por más que le hablase de aquella vida gris que había visto por primera vez

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un día de sol cuando la vi a ella, cuando me dio aquellos huevos sin que se enterasen los

arrieros, en el ventorro de Manzanera, la primera vez que la vi. Yo la miré aquel día

como si en medio de mis desventuras hubiese venido a verme un ángel del cielo, pero

entonces no podía decir nada por mi carácter algo retraído, porque acababa de verla y

porque su belleza me dejó pasmado, pero ahora tampoco podía porque no era dueño de

mis palabras. El miedo a estar muriéndome me aterrorizaba, pero las manos de Manuela

me sumergían en una dulce claudicación, en una entrega lenta de las armas.

Quise gritarle que por ella había intentado ser más bueno. Quise decirle que

guardase de mi recuerdo sólo aquello que la hiciera estar más orgullosa de sí misma.

Quise decirle que había naufragado en la tormenta del deseo, como si fuese una mujer

cualquiera, pero me había salvado porque mi conciencia no habría podido soportar ni

una sola falta de respeto a su persona. Me habría vuelto loco antes de traicionar su leal-

tad, habría vivido en las tinieblas el resto de mi vida. Quise decirle que su afecto era mi

única victoria, y que mi corazón ya sólo deseaba la larga y provechosa vida que le

aguardaba junto a su hijo y junto al hijo del señor Pitarch.

No sé si mis palabras llegaron a mis labios, si en mis delirios se hizo paso la

cordura. No sé si mi cuerpo llegaba a mi cuerpo, o iba desprendiéndose de él. Pero ella

me miraba como si lo comprendiese todo.

–No padezcas, Carló –me decía–. No padezcas.

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Capítulo XXII

LEJOS DE LA GUERRA

Aún era de noche cuando vino el hijo del señor Pitarch. El chico se había acu-

rrucado en un banco y yo estaba sondormido, pero Miguel le preguntó por mí a Manue-

la. No escuché la contestación, aunque sí las palabras de Miguel.

–La diligencia de Soligó está a punto de pasar hacia Teruel. Tenemos que mon-

tarlo antes de que Lewis se empeñe en llevárselo otra vez a La Iglesuela.

–No puede ir solo –dijo Manuela.

–No te preocupes, Manuela. Soligó es muy buen...

–Se irá el chico con él –cortó Manuela, y luego se dirigió al muchacho–. Juani-

co, hijo mío, vete con él a Teruel, y no lo dejes solo. Busca una posada y cuídalo hasta

que pueda seguir viaje.

–Sí, madre.

Manuela dijo:

–Y no vuelvas hasta que no termine la guerra.

–Sí, madre –dijo el muchacho–. ¿Y usted, madre?

–Yo me quedo con Miguel.

Miguel entonces intervino:

–Tenemos que volver a La Iglesuela, ocuparnos de los chicos hasta que se vaya

toda esta chusma. Uno de Fortanete que está con nosotros me ha dicho que hoy venía en

la diligencia fray Bernardino. Parece ser que cambiaron a los chicos de sitio y ya no

están en la ermita. Y ha habido suerte porque poco después metieron allí un destaca-

mento. A Bernardino lo han mandado con los franciscanos de Teruel.

–¿Y hasta cuándo estarás allí, madre?

–Me quedaré allí –dijo Manuela, y añadió:– Miguel y yo nos vamos a casar.

Manuela me tenía la mano tomada cuando dijo eso. Leyó mi pulso y conoció mi

pensamiento.

–No te separes de mi Carló, hijo mío. Este londoné es un buen monró. Tú no has

conocido más que hambre, guerra y un padre borracho, pero hay mucho mundo que ver.

Abrí mis ojos inyectados. Los tres estaban alrededor del camastro. Me había

bajado la fiebre y se habían disipado las alucinaciones, pero llevaba la ropa pegada al

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cuerpo y la sensación de que la lengua me había engordado. Todos se apresuraron a

interesarse. Yo traté de sonreír, pero la sonrisa me hacía toser.

–Os invito a que vayáis de viaje de novios al castillo de Tintagel –les pude decir.

–¿Pero allí hay jamón o no? –dijo Miguel, en tono rústico y jocoso, y volvió a lo

que importaba–: Vamos a prepararnos, que Soligó está al caer.

Manuela me estaba poniendo la levita cuando entró Lewis Gruneisen.

–¿Estás listo? –dijo, un poco sorprendido de ver a tanta gente a mi servicio.

–El señor Lamb se va a Teruel –dijo Miguel, muy serio.

Lewis me miró.

–¿Pero cómo que a Teruel? Pero si estás mucho mejor, Charles, no hay más que

verte. La pata de palo te sienta de maravilla, ja, ja.

–Me voy a Teruel –dije.

–Escúchame un momento, Charles Lamb –dijo Gruneisen–: Tú estás haciendo

un trabajo, llevando a cabo un cometido. Y no es un trabajo cualquiera. Eres correspon-

sal de guerra, que aunque sea un trabajo nuevo es un trabajo para el futuro. Hemos ve-

nido a una guerra, no a un hotel de veraneo, Charles, y una guerra es un sitio peligroso,

y mientras tú te has dedicado a tus amores góticos yo he recogido un baúl entero de va-

liosa documentación y material suficiente para escribir un libro. Tú hiciste muy bien tu

trabajo en La Iglesuela, y todos aquellos a los que no llegaste a retratar están haciendo

cola delante de la casa de Matutano porque yo les dije que volvías hoy. ¡Y mientras más

contenta esté toda esa morralla más acceso tendré a los entresijos de la Expedición! ¿Es

que no significan nada para ti la Historia o el periodismo, es que no te importan tus

obligaciones éticas para con nuestros lectores? ¿Es que prefieres huir como una rata y

no convertirte en una gloria nacional, en el primer corresponsal gráfico de guerra que ha

habido en Europa?

–Pues no –dije yo, y me dispuse a colocarme la pata de palo.

–Eres un cobarde, Charles Lamb.

Lo miré con las cintas de la pata en la mano. Él golpeaba en la suya con los

guantes, como si hubiera llegado el momento de retarme a un duelo.

–Bueno –dije yo, y fue la primera vez que usé las enseñanzas de la otra vida.

–¡Oh, Charlie, es tan importante! –se apresuró a decir Lewis, plegando velas.

Miguel asistía sujeto por la presencia de Manuela, con el cuello hinchado y los

puños cerrados. Juan miraba con curiosidad.

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–Tienes todos los retratos de los generales, Lewis –le dije, golpeando en el suelo

con la pata para ajustármela al muñón–; tienes todo lo que tiene que ver con esta puta

guerra. Para pintar caballos muertos y generales dando la orden de disparar un cañonazo

sólo se necesita pericia, no haber estado en ninguna batalla.

–Está bien, Charles. Haz lo que quieras. Lamento haber fallado contigo, yo que

presumo de buen ojo para los periodistas. No se hable más. Dame tu trabajo y márchate.

Él mismo se agachó a coger de las alforjas mi cuaderno de apuntes.

–Deja eso, Lewis.

–Es trabajo pagado por el Morning Post, Charles. ¡A ver si tú te vas a creer que

en horario de trabajo uno puede dedicarse a sus cosas particulares!

–Deja eso, Lewis.

–¡Que te vaya bien! –dijo, y fue hacia la puerta. Miguel estaba en el quicio, ocu-

pándola toda.

–¡Soldado!, ¡déjeme pasar ahora mismo, o haré que lo detengan!

Manuela intervino con una gestualidad exagerada que nos hizo a todos quedar-

nos a la expectativa.

–¡No te pierdas, Miguel! ¡Ay, Dios mío, Miguel, que tenemos que alimentar a

los hijos, no te pierdas! ¡Dale a ese señor esos papeles, que por menos de esto mandaría

fusilar Cabrera! ¡Undebel!, ¡Undebel!

Miguel dejó pasar a Lewis, que desapareció con mis papeles bajo del brazo.

Si lo había hecho Manuela, bien hecho estaba, y de mi boca no se oyó el más

mínimo reproche. Para el poco tiempo que me quedaba de verla, no iba a sacar ahora a

pasear mi vanidad.

–No te preocupes, Carló.

–No importa, no importa. No eran más que apuntes.

El chico se empezó a reír, y la madre también. El muchacho levantó el colchón y

sacó un cartapacio con mis originales. Estaban todos los paisajes, todos los retratos de

Manuela y todos los dibujos del burro. Estaba Miguel recostado en el muro, delante del

cañón, y estaba la ermita de La Iglesuela. Estaba todo lo que yo había pintado por el arte

y por la vida, no por la guerra.

–¿Y qué se ha llevado Lewis?

–Mi Juanico ha estado copiando unos cuantos esta noche –dijo Manuela–. Mi

Juanico sabe dibujar muy bien, ya te lo tengo dicho.

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Iba a decirles que Lewis Gruneisen no tenía un pelo de tonto, y que ya habría

abierto el cartapacio en mitad de la calle y habría reconocido la burda impostura. Los

guardias estarían acercándose.

–Vámonos de aquí antes de que lo descubra –dije.

La diligencia de Soligó y su reata de mulas se recortaba en un amanecer lluvio-

so. El agua de las primeras horas limpiaba las calles del pueblo y despertaba a los borra-

chos. Yo me encontraba mucho mejor. Aún estaba muy débil, y no siempre llegaba mi

cráneo a mi cerebro, pero la realidad era nítida y eso me daba muchas ganas de vivir.

Mis preocupaciones eran reales, ya sólo tenía pensamiento para proteger al muchacho.

Tan bien me encontraba que no me di cuenta de que era él el que me iba a proteger a mí.

La lluvia nos evitó la despedida. Me introduje a toda prisa en el carruaje, y nada

más tomar asiento, mientras Juan ocupaba el suyo, vi el rostro risueño de fray Bernardi-

no, que me saludó muy contento mientras yo buscaba el de Manuela entre los cristales

mojados, y la veía decir adiós con la mano, cubierta por la casaquilla de Miguel, cuando

Soligó echó un pecado y las mulas se pusieron a trotar. Entre las gotas de agua del cris-

tal la vi llegar a un porche, vi cómo se sacudía la lluvia de las mangas y cómo decía algo

a Miguel, y cómo éste la miraba.

–¡Está lloviendo mucho estos días! –dijo fray Bernardino, remetiéndose el hábito

para que el muchacho pudiera estar más ancho en su asiento, y lo dijo con la fruición de

quien piensa más en la copiosidad de la cosecha que en los inconvenientes del camino.

Las grandes abarcas de cuero no le llegaban al suelo, y él las columpiaba.

–Ya lo creo –dije yo, y procedí a presentárselo a Juan:– Este señor es un gran

pintor, Juan. Es valenciano. Los valencianos tienen buena mano para el arte, y mucho

desenfado.

El abuelillo mandarín terminó de reírse y puso el gesto serio de quien va a decir

algo importante. Abrió mucho sus pequeños ojos azules y nos enseñó una mano huesu-

da, con las falanges encallecidas, gruesas como tabas.

–Pues ocurre que me voy a Teruel a ver a mis hermanos franciscanos porque

hemos tenido un susto tremendo en La Iglesuela, que Miguel ya le habrá informao.

¡Menos mal la noche aquella que vino usté, que cuando se fue Miguel y vino un guardia

que no conocía, yo dije digo vamos a cambiar de aquí a los chicos, que esto se está po-

niendo feo! ¡Y justamente, mira tú! Na más llevarnos a los chicos por la noche a otra

parte, al día siguiente vino uno que iba vestido de aduanero y hablaba que casi ni se le

entendía, y vino y me preguntó si allí había pasao la noche alguien... Y llevamos ya dos

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días que aquello está lleno de soldaos, y si le dices a uno que no toque o que no manche,

pues igual te llevas un culatazo. Y yo he esperao unos días pa ver si se venían allí algu-

nos del pueblo, que por lo menos protejan un poco aquello, el altar de la Virgen por lo

menos, no lo vayan a destrozar, y ya vino el Antolín, que es el hijo pequeño de la Victo-

rina, y me dijo bájate a Teruel unos días, Bernardino, que aquí corres peligro. Así que

fíjese qué susto –dijo fray Bernardino, y en la última frase recuperó la sonrisa, dispuesto

a cambiar de conversación.

Entramos en un camino entre pinares, a mi izquierda se extendía un valle de lo-

mas poco pronunciadas, pero yo sólo veía un verdor borroso entre las gotas, manchas

pardas y brochazos de tierra cuarteada. Entre los regueros de las gotas a veces aparecía

nítida una aliaga, o se aclaraba el verde de los fresnos, cuando descendimos la ladera del

barranco y seguimos un rato el río.

–¿Está bien, señor Charles? –me preguntó Juan.

Yo quise quitarme importancia.

–No me llames señor Charles, Juan. Cada uno me llamáis de una forma. A tu

madre no ha habido manera de hacerle que me llamase Carlos. Siempre Carló.

El muchacho empezó a reír.

–¿De qué te ríes, chaval?

–De que Carlos no es Carló.

–¿Ah, sí?, y ¿qué es?

–Carló, en gitano, significa corazón.

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Capítulo XXIII

LAS HOJAS MUERTAS

Contraje matrimonio con Florence Owen en la primavera de 1838 y nos fuimos a

vivir al número 43 de Primrose Gardens, la primera casa en Londres de sus padres,

quienes, colocada ya la hija, se fueron a vivir a una mansión de Chelsea, el selecto ba-

rrio de Tadeus Hunt, y se dedicaron a la vida social.

Antes sólo hubo tres o cuatro encuentros vigilados y un par de serenatas, sufi-

ciente para que Florence y yo nos diésemos cuenta de que ninguno de los dos éramos un

mal negocio para el otro. En una de aquellas reuniones, a las pocas semanas de mi re-

greso, cuando ya podía llevar otra vez la pata de palo sin constantes muecas de dolor,

recordé a Florence sus expectativas hacia mí. Paseábamos por el jardín. Ya era otoño y

yo no podía evitar que las hojas se me quedasen clavadas en la pata de palo, algo que

me permitió hacer algunos chistes malos que a Florence, sin embargo, hicieron mucha

gracia.

–Espero que esta imagen de lobo de mar la compense por la pequeñez de mi

obra –le dije.

–No quiero ni pensar en cómo se va a quedar el suelo del salón –dijo ella–.

Habrá que poner un trapo en la punta o algo que no haga tanto ruido.

Mis tías y la madre de Florence seguían mirándonos por el ventanal, pero noso-

tros ya no teníamos que fingir sonrisas. Nuestras respectivas desgracias nos daban mu-

cha risa.

–Podrá pensar lo que quiera, señorita Owen, pero esos burros, esas magnolias y

esos cielos de color de rosa son lo mejor que he pintado en mi vida.

–No me cabe la menor duda, señor Lamb. Y le aseguro que a mí también me

gustan esos burros. Mi tío está haciendo dinero con ellos, se lo puedo asegurar. Uno de

ellos se lo ha vendido a unos congresistas norteamericanos ¡como símbolo de su parti-

do! Eso es llegar muy lejos, señor Lamb.

–Muchas gracias.

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–No son necesarias, señor Lamb. Pero es posible que, para equilibrar su autoes-

tima, le convenga saber que mi tío habría dado buenos informes de usted en cualquier

caso, quiero decir, también en el caso de que sus pinturas fuesen de una vulgaridad des-

concertante, aspecto que nadie ha descartado por el momento.

–¿Quiere decir que su tío estaba decidido a casarme con usted a toda costa?

Florence se detuvo junto al angelote verdoso de la fuente y se giró hacia mí.

–Es usted un poco tonto, señor Lamb. Lo que quiero decir es que yo estaba deci-

dida a casarme, como usted dice, a toda costa.

–¡Caramba!, ¿y eso por qué?

Retiré unas hojas del brocal de la fuente y puse mi pañuelo para que Florence se

sentase. Florence suspiró como si estuviese haciéndola perder la paciencia.

–Señor Lamb, ya sé que no es muy elegante lo que voy a decir, ni mucho menos

apropiado para una dama. Pero yo siempre nado entre las aguas quietas del refinamiento

londinense y las turbulencias bravas de mi familia escocesa. Me sacan ustedes un poco

de mis casillas, aunque luego debo reconocer que me seduce su sentido del respeto. Yo

he vivido siempre con mis padres, pero intelectualmente, por así decir, me he criado con

mi tío Tadeus Hunt. Eso quiere decir que conozco el auténtico valor de sus pinturas y

que si yo no estuviese enamorada de usted no me prestaría a esta pantomima.

–Permítame que me siente junto a usted, señorita Owen. Me ha dejado estupe-

facto. ¿Está usted insinuando que quiere casarse conmigo... por amor?

–Pues sí, señor Lamb, y no crea que no lo lamento, porque me está saliendo us-

ted más estúpido de lo que yo creía.

–Oh, no me malinterprete. Pero seamos realistas. Yo, ni cuando estaba entero, he

gozado de la admiración de las mujeres. Mi tez pálida y mi carácter taciturno siempre

las han alejado de mí, y yo, para ser sinceros, tampoco he hecho mucho por remediarlo.

–¿Entonces piensa que su apellido y sus aficiones son suficientes para que yo

decida casarme con usted? ¿Me toma por imbécil, señor Lamb?

–Dios me libre, pero, por mucho que trato de recordar, no encuentro un momen-

to en que eso, quiero decir, su afecto hacia mí, haya podido sustanciarse. Nos hemos

visto pocas veces, señorita Owen, y siempre nos hemos dicho tonterías sin importancia.

–Usted sólo las decía, señor Lamb. Pero yo también las escuchaba, y aún ha de

avanzar mucho la ciencia para saber en qué condiciones precisas una mujer puede sen-

tirse enamorada. Si quiere que le sea sincera, incluso para mí fue una sorpresa enamo-

rarme de un mastuerzo como usted, señor Lamb, créame.

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–¡Estas malditas hojas! ¡Me van a contratar de barrendero! ¿Decía, señorita

Owen?

–¿Será posible? Le decía, señor Lamb, ¡y no se saque más hojas de la pata de pa-

lo, haga el favor, ni se limpie el barro de las manos en la fuente, que luego nos sentamos

todos!; le decía, digo, que me enamoré de usted sin querer. ¡Por Dios, señor Lamb, los

escoceses tampoco somos tan explícitos!

–¿Y eso cuándo fue, si se puede saber? Ah, no me diga: se enamoró de mí cuan-

do yo era todavía un joven prometedor con dos piernas. También para Penélope sería un

trago que Ulises volviera de sus viajes hecho un guiñapo.

–Eso es lo que me diferencia de Penélope, señor Lamb, que yo no suelo enamo-

rarme de las virtudes, pero sí encariñarme con los defectos. El joven arrogante y cínico

que vino aquí el verano pasado y que osó reírse de mis manos no me producía más que

desprecio, pero el hombre herido que no quería hablar con nadie, y que en vez de traerse

una medalla de la guerra se había traído un muchacho huérfano, ese hombre, mire usted

por dónde, me llegó al alma. Y cuando, a través de su tía Holly, el pequeño Juan me

pidió que le diese algunas lecciones de piano y le ayudase a pronunciar correctamente

nuestra lengua, me fui implicando en un afecto muy complejo del que no he sabido ni

querido salir.

–¿Me está diciendo que se enamoró de mí por dar clases de piano a Juan?

–Pues es muy posible, señor Lamb, porque el chico ha empleado casi tanto tiem-

po en aporrear el piano como en hablar de usted. Me contó todo aquello de lo que usted

no quiere ni oír hablar. No he visto en mi vida a nadie más desagradable que usted

cuando le pedían que hablase de la guerra.

–Ese chico es muy buena persona. Lo traje porque estaba mucho más tranquilo

con él a mi lado. Mi postración era más anímica que corporal, pero a las curas milagro-

sas de su madre siguieron días aciagos, por mucho que Juan supiese cómo prepararme

los emplastos y que, cuando abandonamos España, llevásemos suficiente bálsamo para

unos cuantos meses. Los nervios se despertaron, los tendones latían en carne viva, y no

quiero pensar lo que hubiese sido de mí sin los constantes cuidados de Juan, capaz de

cambiarme la cura cinco y seis veces diarias, cada vez que regresaban los dolores. Le

debo a Juan más gratitud de la que él me deberá a mí a partir de ahora por algo que de-

pende sobre todo del dinero. Pero, dígame, ¿se puede saber qué le contó?

–No, no se puede saber. Le bastará con ser consciente de que a partir de ahora

casi cualquier cosa que haga corre el riesgo de defraudarme, y con eso sólo quiero sub-

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rayar el tono en el que Juan habla de usted. Es auténtica devoción, usted lo sabe, aunque

su insensibilidad le impida demostrarlo.

–Le ruego disculpe esta forma tan discreta de manifestar mi emoción.

–¡A mí ya no me engañas, Charles! Estás conmovido, por mucho que lo intentes

disimular. Estás conmovido porque yo también lo estoy. Has pasado un tiempo huido,

convaleciente de una impresión que a punto estuvo de trastornarte para siempre. Cuando

consulté al doctor Beck sobre tu estado, me dijo que tu debilidad de carácter había in-

fluido en la magnitud del soponcio, y dijo algo que se me quedó grabado: “la única ma-

nera de regresar del todo de la muerte es serle fiel en todo a la tierra”, dijo, y luego, co-

mo utiliza esa jerga entre filosófica y barriobajera, añadió algunas observaciones refe-

rentes a la terapia que prefiero soslayar. Pero, en fin, alguien que se ocupa de traer a un

chico desvalido como Juan y de darle una educación no puede decirse que esté muerto.

Quizá sólo un poco modorro, como dice mi madre.

Su madre nos miraba con atención. Yo invité a Florence a que diésemos otro pa-

seo hasta el estanque.

–Puesto que nada ha resultado como estaba previsto, me gustaría serte sincero,

Florence, si es que me permites que te apee el tratamiento.

–Apéame lo que te dé la gana pero deja de pisar las hojas. Tú mismo te las estás

clavando, ¿no te das cuenta?

–Soy el primer poeta que pasea por las hojas del otoño intentando no pisarlas.

–Dios mío, esa pata parece el clavo donde guarda mi padre las facturas. ¿No hay

alguna manera de evitarlo?

–Cuando nos casemos adaptaré a la punta una pantufla.

–Otras personas en tus mismas circunstancias llevan pantalones largos y zapatos

ortopédicos. No entiendo esa manía tuya de ir llamando la atención, la verdad.

–Ya hablaremos de eso. Estaba intentando decirte que me gustaría serte sincero.

–Adelante.

–Florence, no creo que estés hablando con la misma persona que se fue a la gue-

rra de España, y en eso creo que tienes bastante razón. Aquello es un infierno sin senti-

do. Tu tío Tadeus lo definió muy bien la otra tarde, en la galería de Southwark, cuando

Lewis Gruneisen estaba intentando camelar a Juan para que se fuese con él a España

otra vez y ocupase mi puesto de reportero gráfico. Yo abandoné a mitad. Mi corazón no

estaba preparado ni para una naturaleza tan hermosa ni para una guerra tan absurda. A

mí me falta la sangre de la urgencia, y a Lewis, quizá, la sangre del dolor. Por eso yo

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pinto burros con tranquilidad, y por eso Lewis es el primer corresponsal de guerra de la

historia. Sé que tu tío ha sobrevalorado mis trabajos, y sé que Juan hace que desees ser

su institutriz, y casi su madre, igual que a mí me dio, cuando volví a Inglaterra, una

buena razón para no estar muerto. Intentaré no pisar más hojas con la pata, Florence,

pero quiero que sepas que yo, después de haber estado en una guerra, tampoco me pres-

taría a una pantomima así como así.

–Vaya, Charles Lamb, supongo que es eso a lo que se refería el doctor Beck

cuando me aconsejó “profundizar en las relaciones no espirituales”. Espera, Charles,

antes de que nos demos la vuelta. No quiero que mi madre ni tus tías nos lean los labios.

Jamás pensé, ni en mis más cursis fantasías de jovencita, que además de casarme con

alguien sería capaz de amarlo. Deja esas malditas hojas, Charles, mírame. Yo no sentía

nada por el artista que pintaba viejas y aceptó marcharse a la guerra para casarse conmi-

go y recibir la dote de mi padre. Yo leía los periódicos y sólo iba buscando noticias de

que aquella guerra no acababa, a ver si mientras tanto me salía un partido mejor. No

sentí nada especial hasta que te vi aparecer con la pata de palo. Ojalá te gustasen mis

manos, Charles, que son mi pierna cortada. Míralas, Charles, también son mi orgullo

herido, y mi amor propio. Estas feas manos son mi gran tesoro, y esa pata de palo tan

rústica que llevas puesta son la marca del hombre que yo amo, qué le vamos a hacer.

–Me gustaría regalarte un retrato de tus manos, Florence. Te darías cuenta de

que yo jamás me he burlado de ellas.

–Eso será si aceptas llevar zapatos ortopédicos. No me gustan las hojas muertas.

–Ni a mí los lobos de mar.

FIN

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