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I

-A ver vuélvete... ¡Tiene gracia! ¿Qué significaese hábito sacerdotal? ¿Así visten ustedes, tan malpergeñados, en su academia? Con estas palabrasacogió el viejo Bulba a sus dos hijos que acababan

de terminar sus estudios en el seminario de Kiev y que entraban en este momento en el hogar pater-no, después de haberse apeado de sus caballos.

Los recién llegados eran dos jóvenes robustos,de tímidas miradas, cual conviene a seminaristas

recién salidos de las aulas. Sus semblantes, llenos de vida y de salud, empezaban a cubrirse del primerbozo, aun no tocado por el filo de la navaja. Laacogida de su padre les había turbado, y permane-cían inmóviles, con la vista fija en el suelo.

-Esperen ustedes, esperen; déjenme que losexamine a mi gusto. ¡Jesús! ¡Qué vestidos tan lar-gos! -dijo volviéndolos y revolviéndolos en todos

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-Miren que ocurrencia -decía la madre abra-

zando al más joven de sus hijos. ¿En dónde se ha visto que un hijo aporree a su propio padre? ¿Y eseste el momento de pensar en ello? Un pobre ni-ño, que acaba de hacer tan largo camino, y estátan cansado (el pobre niño tenía más de veinteaños y una estatura de seis pies), tendrá necesidadde descansar y de comer un bocado; ¡y él quiereobligarle a batirse!

-¡Eh! ¡Eh! Me parece que tú eres un mentecato-decía Bulba. Hijo, no escuches a tu madre, es unamujer y no sabe nada. ¿Necesitan ustedes que les

acaricien? Las mejores caricias, para ustedes sonuna buena pradera y un buen caballo. ¿Ven ese sa-ble? pues esa es la madre de ustedes. Todas esastonterías que tienen ustedes en la cabeza, no sonmás que sandeces; yo desprecio todos los libros en

que estudian ustedes, y las A B C, y las filosofías, y todo eso; los escupo. Aquí Bulba añadió una palabra que no puede

pasar a la imprenta.-Vale más -añadió- que en la próxima semana

les mande al zaporojié. Allí es donde se encuentra laciencia; allí está la escuela de ustedes, y también allíes donde se les desarrollará la inteligencia.

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-¡Que! ¿Sólo permanecerán aquí una semana?

-decía la anciana madre con voz plañidera y baña-da en llanto. ¡Los pobres niños no podrán diver-tirse ni conocer la casa paterna! ¡Y yo no tendrétiempo siquiera para hartarme de contemplarlos!

-Cesa de aullar, vieja; un cosaco no ha nacidopara vegetar entre mujeres. Tu les ocultarías debajode las faldas a los dos, como una gallina clueca sushuevos. Anda, vete. Ponnos sobre la mesa cuantotengas para comer. No queremos pasteles con mielni guisaditos. Danos un carnero entero o una ca-bra; tráenos aguamiel de cuarenta años; y danos

aguardiente, mucho aguardiente; pero no de eseque está compuesto con toda especie de ingre-dientes, pasas y otras porquerías, sino aguardientepuro, que bulla y espume como un rabioso.

Bulba condujo a sus hijos a su aposento, de

donde salieron a su encuentro dos hermosas cria-das, cargadas de monistes 1. Séase porque se asusta-ron por la presencia de sus jóvenes señores, séasepor no faltar a las púdicas costumbres de las muje-res, el caso es que las dos criadas echaron a correrlanzando fuertes gritos, y largo tiempo despuéstodavía se ocultaban el rostro con sus mangas.

 1 Ducados de oro, atravesados y colgados en forma de adorno

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La habitación estaba amueblada conforme al

gusto de aquella época, cuyo recuerdo sólo se haconservado por los douma 2 y las canciones popula-res, que recitaban en otro tiempo, en Ukrania losancianos de luenga barba, acompañados de labandola, entre una multitud que formaba círculoen torno suyo, conforme al gusto de aquel tiemporudo y guerrero, que vio las primeras luchas soste-nidas por la Ukrania contra la unión3. Todo respi-raba allí limpieza. El suelo y las paredes estaban cu-biertas de una capa de arcilla luciente y pintada.Sables, látigos ( nagaïkas  ), redes de cazar y pescar,

arcabuces, un cuerno artísticamente trabajado queservía para guardar la pólvora, una brida con ador-nos de oro, y trabas adornadas con clavitos de pla-ta colgaban en torno del aposento. Las ventanas,sumamente pequeñas, tenían cristales redondos y 

opacos, como los que aún existen en algunas igle-sias; no se podía mirar a la parte exterior sino le- vantando un pequeño marco movible. Los huecosde esas ventanas y de las puertas estaban pintadosde encarnado. En los ángulos, encima de aparado-

 2 Crónicas cantadas, como las antiguas; rapsodias griegas o los romancesespañoles3  Religión griega unida, cisma recientemente abrogado de la religión gre-co-católica

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res, había cántaros de arcilla, botellas de vidrio de

color obscuro, copas de plata cincelada, y copitasdoradas de diferentes estilos, venecianas, florenti-nas, turcas y circasianas, llegadas por diversosconductos a manos de Bulba, cosa nada extrañaen aquellos tiempos de empresas guerreras. Com-pletaban el mueblaje de aquella habitación unosbancos de madera chapados de corteza de abedul.Una mesa de colosales proporciones estaba situa-da debajo de las santas imágenes, en uno de losángulos. El ángulo opuesto estaba ocupado poruna alta y ancha estufa que constaba de una por-

ción de divisiones, y cubierta de baldosas barniza-das. Todo eso era muy conocido de nuestrosjóvenes, que iban todos los años a pasar las vaca-ciones al lado de sus padres; digo iban, e iban a piepues no tenían aún caballos; por otra parte, el traje

no permitía a los estudiantes el montar a caballo.Hallábanse todavía en aquella edad en que cual-quier cosaco armado podía tirarles impunementede los largos mechones de cabello de la coronillade su cabeza. Sólo a su salida del seminario fuecuando Bulba les mandó dos caballos jóvenes parahacer su viaje.

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Bulba, con motivo de la vuelta de sus hijos, hi-

zo reunir todos los centuriones de su polk 

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 que noestaban ausentes; y cuando dos de ellos acudierona su llamado, con el ïésaoul 5 Dimitri Tovkatch, sucamarada, les presentó sus hijos diciendo:

-¡Miren qué muchachos! Bien pronto les en- viaré a la setch .

Los visitantes felicitaron a Bulba y a los dos jó- venes, asegurándoles que harían muy bien, y queno había escuela mejor para la juventud que el za- 

porojié.

-Vamos, señores y hermanos -dijo Taras- sién-

tense donde les plazca; y ustedes, hijos míos, antetodo, bebamos un vaso de aguardiente. ¡Qué Diosnos bendiga! ¡A la salud de ustedes, hijos míos! ¡Ala tuya, Eustaquio! ¡A la tuya, Andrés! ¡Dios quieraque la victoria les acompañe siempre en la guerra,

que derroten a los paganos y a los tártaros! y si lospolacos intentan algo contra nuestra santa religión,¡a ellos también! ¡Veamos! venga tu vaso. ¿Esbueno el aguardiente? ¿Cómo se llama el aguar-diente en latín? ¡Qué bobos eran los latinos! ni si-quiera sabían que hubiese aguardiente en el 4 Oficiales de su campamento5 Subteniente del polkovnik 

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mundo. ¿Cómo se llamaba aquel que escribió ver-

sos latinos? Yo no, soy muy sabio y he olvidado sunombre. ¿No se llamaba Horacio?-¡Miren que zorro! -se dijo por lo bajo el hijo

mayor, Eustaquio- el viejo perro lo sabe todo, y aparenta no saber nada.

-Creo que la gandulifis   ni siquiera les ha dejadooler el aguardiente -continuó Bulba. Convenganustedes hijos míos, en que les han sacudido de lolindo, con escobas de abedul, las espaldas, los ri-ñones y todo lo que constituye un cosaco; o tal

 vez, para hacerles hombres y juiciosos les han apli-

cado sendos latigazos no solamente los sábados,sino también los miércoles y jueves.

-No debemos recordar nada de lo pasado, pa-dre -respondió Eustaquio- lo pasado, pasado.

-¡Que lo prueben ahora! -dijo Andrés- ¡qué se

atreva alguien a tocarme la punta del dedo! Que seponga algún tártaro al alcance de mis manos, y sa-brá lo que es un sable cosaco.

-¡Bien, hijo mío, bien! ¡Vive Dios que has ha-blado bien! ¡Toda vez que es así, por Dios queacompaño a ustedes! ¿Qué diablos tengo que es-perar aquí? ¿Convertirme en un plantador de trigonegro, en un hombre casero, en un pastor de

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sus príncipes, fue asolada por las incursiones irre-

sistibles de los mongoles; cuando, después de ha-ber perdido su techo y todo abrigo, el hombrebuscó un refugio en el valor de la desesperación;cuando sobre las humeantes ruinas de su hogar, enpresencia de enemigos vecinos e implacables, seatrevió a edificar de nuevo una morada, conocien-do el peligro, pero acostumbrándose a mirarle defrente; cuando, en fin, el carácter pacífico de loseslavos se inflamó en un ardor guerrero, y dio vidaa ese arrojo desordenado de la naturaleza rusa queconstituyó la sociedad cosaca ( kasatchestvo  ). En-

tonces todas las márgenes de los ríos, los vados,los desfiladeros y hasta los pantanos se cubrieronde tantos cosacos que nadie los hubiera podidocontar, y sus esforzados y valientes enviados pu-dieron contestar al sultán que deseaba conocer su

número: «¿Quién lo sabe? En nuestro país, en laestepa, a cada paso se encuentra un cosaco». Fueaquello una explosión de la fuerza rusa que hicieronbrotar del pecho del pueblo los repetidos golpes dela desgracia. En vez de los antiguos oudély 6, en vezde las reducidas ciudades pobladas de vasallos ca-zadores, que se disputaban y vendían los pequeños

 6 División feudal de la Rusia

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príncipes, aparecieron pequeñas villas fortificadas,

koureni 

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, unidas entre sí por el sentimiento del peli-gro común y por el odio a los invasores paganos.La historia nos enseña que las luchas perpetuas delos cosacos salvaron a la Europa occidental de lainvasión de las salvajes hordas asiáticas que ame-nazaban inundarla. Los reyes de Polonia que vinie-ron a ser, en vez de príncipes despojados, losamos de aquellas vastas extensiones de tierra, sibien dueños lejanos y débiles, comprendieron laimportancia de los cosacos y el provecho que po-dían sacar de sus disposiciones guerreras; disposi-

ciones que se esforzaron en desarrollar todavía.Los hetman , elegidos por los cosacos de entre ellosmismos, transformaron los koureni en polk 8  regula-res. No era un ejército organizado y permanente;pero, en caso de guerra o de un movimiento gene-

ral, en ocho días a lo más, todos estaban reunidos;todos acudían al llamado con caballo y armas, reci-biendo tan sólo del rey por todo sueldo un ducadopor cabeza. En quince días reuníase un ejército queseguramente ningún alistamiento hubiera podidoformar uno semejante. Concluida la guerra, cada

 7 Unión de pueblos, bajo el mismo jefe electivo llamado ataman 8 Especie de regimientos

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que caían sobre leña seca. El labrador abandonaba

su arado; el fabricante de cerveza rompía sus tone-les y sus gamellas; el artesano enviaba al diablo suoficio, y el mercader su comercio; todos rompíanlos muebles de sus casas y montaban en sus caba-llos. En una palabra, el carácter ruso tomaba en-tonces una nueva forma, amplia y poderosa.

 Taras Bulba era uno de los viejos polkovnik .10

Nacido para las dificultades y los peligros de laguerra, distinguíase por la rectitud de un carácterrudo e íntegro. La influencia de las costumbrespolacas empezaba a penetrar entre los hidalguillos

rusos. Muchos de ellos vivían con lujo inusitado,tenían una servidumbre numerosa, halcones, jauría,y daban espléndidos convites. Nada de esto agra-daba a Bulba; él amaba la vida sencilla de los cosa-cos, y a menudo reñía con aquellos de sus ca-

maradas que seguían el ejemplo de Varsovia, lla-mándoles esclavos de los nobles ( pan  ) polacos. In-quieto, activo, emprendedor, considerábase comouno de los paladines naturales de la Iglesia rusa; en-traba, sin permiso, en todos los pueblos donde sequejaban de la opresión de los mayordo-mos-arrendatarios y de un aumento de precio so-

 10 Jefe de polk. Esta palabra significa ahora coronel

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bre los hogares. Allí, rodeado de sus cosacos, juz-

gaba las quejas, habiéndose impuesto el deber dehacer uso de su espada en los tres casos siguientes:cuando los mayordomos no mostraban deferenciahacia los ancianos descubriéndose la cabeza anteellos; cuando se burlaban de la religión o de las an-tiguas costumbres, y por último, cuando se hallabadelante del enemigo, es decir, de los turcos o pa-ganos, contra los cuales se creía siempre en el de-ber de sacar la espada para mayor gloria de la cris-tiandad. Ahora regocijábase anticipadamente conel placer de conducir él mismo a sus dos hijos al

setch,  y decir con orgullo. «Vean ustedes qué mu-chachos les traigo»; de presentarles a todos sus an-tiguos compañeros de armas, y de ser testigo desus primeros triunfos en el arte de guerrear y en elde beber, que contaba también entre las virtudes

de un caballero. Taras había tenido primeramenteintención de enviarlos solos; pero al ver su buenaspecto, su aventajada estatura y su varonil belleza,sintió revivir su antiguo ardor guerrero, y decidió,con enérgica y férrea voluntad, acompañarles y partir con ellos al día siguiente. Hizo sus preparati-

 vos, dio ordenes, escogió caballos y arneses parasus dos hijos, designó los criados que debían

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acompañarles, y delegó su mando al ïésaoul   To-

 vkatch, añadiéndole que tan luego como recibieseorden del setch , se pusiese inmediatamente en mar-cha a la cabeza de todo el polk . A pesar de no ha-berle pasado completamente la borrachera, y deque su cabeza estaba todavía turbia con los vapo-res del vino, nada olvidó, ni aun la orden de quediesen de beber a los caballos y una ración delmejor trigo.

-Y bien, hijos míos -les dijo, volviendo a entraren su casa rendido de fatiga- tiempo es ya dedormir, y mañana haremos lo que Dios quiera. Pe-

ro que no se arreglen camas, dormiremos en el pa-tio.

En cuanto entró la noche, Bulba se fue a dor-mir; tenía la costumbre de acostarse tempranito.Echóse sobre un tapiz extendido en el suelo, y se

cubrió con una piel de carnero ( touloup  ), pues hacíafresco, y a Bulba le gustaba el calor cuando dormíaen casa. Pronto empezó a roncar, imitándole to-dos los que estaban acostados en los rincones delpatio, y más que todos el guardián, que, vaso enmano, había celebrado con más entusiasmo la lle-gada de los jóvenes señores. Únicamente la pobremadre no dormía. Había ido a acurrucarse a la ca-

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becera de sus queridos hijos, que descansaban el

uno al lado del otro. Peinaba sus cabellos, les baña-ba con sus lágrimas, contemplábalos con todas lasfuerzas de su ser, sin saciarse. Después de haberlosalimentado con la leche de sus pechos, de haberleseducado con una ternura llena de inquietud, nodebía ahora verles más que un instante.

-¿Qué será de ustedes, queridos hijos? ¿Qué eslo que les espera? -decía ella- y gruesas lágrimas sedetenían en las arrugas de su rostro, hermoso enotro tiempo.

En efecto, la pobre madre era muy digna de

lástima como todas las mujeres de aquel tiempo.Su rudo esposo la había abandonado por su sable,por sus camaradas y por una vida aventurera y de-sarreglada. Sólo veía a su marido dos o tres días alaño; y aun cuando él estaba allí, cuando vivían jun-

tos, ¿cuál era su vida? Tenía que sufrir injurias, y hasta golpes, recibiendo pocas caricias y aun des-deñosas. La mujer era una criatura extraña y fuerade su lugar entre aquellos aventureros feroces. Sujuventud pasó rápidamente; sus frescas y hermo-sas mejillas, sus blancas espaldas se cubrieron deprematuras arrugas. Todo lo que hay de amor, deternura, de pasión en la mujer se concentró en ella

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en el amor maternal. Aquella noche, permaneció

inclinada con angustia sobre la cama de sus hijos,como la tchaïka 11 de las estepas se cierne sobre sunido. Le arrebatan sus hijos, sus amados hijos; selos arrebatan para no volver a verlos tal vez jamás:acaso en la primera batalla los tártaros les cortaránla cabeza, y nunca sabrá la pobre madre qué ha si-do de sus cuerpos abandonados que servirán depasto a las aves de rapiña. Sollozando sordamente,contemplaba los ojos de sus hijos que un irre-sistible sueño mantenía cerrados.

-¡Tal vez -pensaba- Bulba retardará dos días

más su partida! ¡Quizá ha resuelto partir tan pron-to porque hoy ha bebido mucho!

 Hacía bastante rato que la luna alumbrabadesde el alto cielo el patio y todos los que en éldormían, así como un grupo de copudos sauces y 

los elevados brazos que crecían junto al cercadohecho de empalizadas, y la pobre madre permane-cía sentada a la cabecera de sus hijos, sin apartarlos ojos de ellos ni pensar en dormir. Los caballos,con la venida del alba, tumbáronse sobre la hierbadejando de pacer. Las elevadas hojas de los saucesempezaban a estremecerse, a cuchichear, y su chá-

 11 Especie de gaviota

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chara bajaba de rama en rama. El agudo relincho

de un potro resonó de repente en la estepa. Rojosresplandores aparecieron en el cielo. Bulba desper-tó de repente, y se levantó bruscamente. Re-cordaba todas las órdenes que había dado la víspe-ra.

-¡Ya se ha dormido bastante, muchachos; ya estiempo, ya es tiempo! Den de beber a los caballos.Pero, ¿en donde está la vieja? (así llamaba habi-tualmente a su mujer). ¡Pronto, vieja, danos decomer, pues tenemos mucho que andar!

La pobre anciana, privada de su última espe-

ranza, se dirigió tristemente hacia la casa. Mientrasque, con las lágrimas en los ojos, preparaba el de-sayuno, su marido daba sus últimas órdenes, iba y 

 venía por las caballerizas, y escogía para sus hijossus más ricos vestidos. Los estudiantes cambiaron

en un momento de aspecto. Botas rojas, con pe-queños talones de plata, reemplazaron al mal cal-zado del colegio. Ciñéronse, con un cordóndorado, pantalones anchos como el mar Negro, y formados con un millón de plieguecitos. De estecordón pendían largas corregüelas de cuero, quesostenían con borlas todos los utensilios que usanlos fumadores. Una casaquilla de tela roja como el

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fuego les fue ajustada al cuerpo por un cinturón

bordado, en el cual se colocaron pistolas turcasdamasquinadas. Un enorme sable les golpeaba laspiernas. Sus semblantes, poco tostados por el sol,parecían entonces más hermosos y más blancos.Pequeños bigotes negros realzaban el color brillan-te y fresco de la juventud. Aumentaban su bellezasus gorras de astracán negro que terminaban enforma de casquetes dorados. Cuando los vio lapobre madre, no pudo proferir una palabra, y tí-midas lágrimas se detuvieron en sus marchitosojos.

-Vamos, hijos míos, todo esta dispuesto, nonos retardemos más -dijo por fin Bulba. Ahora,según la costumbre cristiana, es preciso sentarnosantes de partir.

 Todo el mundo se sentó en silencio en el mis-

mo aposento, sin exceptuar los criados que semantenían respetuosamente cerca de la puerta.-Ahora, madre -dijo Bulba- bendice a tus hijos;

ruega a Dios que se batan siempre bien, que sos-tengan su honor de caballeros, que defiendan lareligión del Crucificado, si no, que perezcan, y queno quede nada de ellos sobre la tierra. Muchachos,

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acérquense a su madre; la oración de una madre

preserva de todo peligro en la tierra y en el mar.La pobre mujer los abrazó, tomó dos pequeñasimágenes de metal y se las colgó del cuello sollo-zando.

-Que la Virgen... les proteja... no olviden, hijosmíos, a su madre. Envíen al menos noticias, y piensen...

No pudo continuar.-Vamos, muchachos -dijo Bulba.Los caballos esperaban delante del peristilo.

Bulba se lanzó sobre Diablo , que respingó fu-

riosamente al sentirse de repente encima un pesode veinte pouds 12, pues Bulba era sumamente grue-so y pesado. Cuando la madre vio que también sushijos estaban montados a caballo, precipitóse ha-cia el más joven, cuyo semblante manifestaba más

ternura; agarró su estribo, asióse a la silla, y contriste y silenciosa desesperación, le estrechó entresus brazos. Dos vigorosos cosacos la levantaronrespetuosamente y la llevaron a la casa. Pero en elmomento en que los jinetes franqueaban la puerta,arrojóse sobre sus huellas con la ligereza de una

 12 El poud equivale a cuarenta libras rusas, cerca de dieciocho kilogramos

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corza, cosa extraña en su edad, detuvo con mano

fuerte uno de los caballos, y abrazó a su hijo conun ardor insensato, delirante. Lleváronsela de nue- vo. Los dos hermanos empezaron a cabalgar tris-temente a ambos lados de su padre, reteniendosus lágrimas por temor a Bulba, que también, sindemostrarla, experimentaba una invencible emo-ción. La mañana estaba desapacible; la verde-gueante hierba brillaba a lo lejos, y las avesgorjeaban en discordes tonos. Después de cami-nar un corto trecho, los jóvenes echaron una mi-rada tras sí; su casita parecía haberse hundido

debajo tierra; tan sólo veíanse en el horizonte doschimeneas rodeadas por las cimas de los arbolesen los cuales habían gateado como ardillas en sujuventud. Una extensísima pradera se extendía asu vista, una pradera que les recordaba toda su vi-

da pasada, desde la edad en que retozaban sobre lahierba bañada por el rocío. Bien pronto no se viootra cosa que la pértiga coronada por una rueda decarro que se elevaba encima de los pozos; despuésla estepa empezó a levantarse en montaña, cu-briendo todo lo que dejaban tras sí.

-¡Adiós, hogar paterno! ¡Adiós, recuerdos in-fantiles! ¡Adiós, todo!

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II

Los tres viajeros caminaban silenciosamente. El viejo Taras pensaba en su pasado; su juventud sedesenvolvía delante de él, esa hermosa juventud

que el cosaco, sobre todo, echa tanto de menos,pues quisiera conservar su agilidad y fuerzas paracorrer su vida de aventuras. Preguntábase a símismo cuales de sus antiguos compañeros encon-traría en la setch ; contaba los que habían ya muerto,

los que quedaban aún vivos, e inclinaba tristemen-te su encanecida cabeza. Sus hijos estaban ocupa-dos en otras ideas. Es preciso que digamos algunaspalabras de ellos. Apenas habían cumplido doceaños, envióseles al seminario de Kiev, pues todoslos señores de aquel tiempo creían necesario dar asus hijos una educación que pronto habían de ol-

 vidar. Todos esos jóvenes, a su entrada en el se-

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minario, tenían un carácter salvaje y estaban acos-

tumbrados a una completa libertad. Por esto en-flaquecían un poco, y adquirían un aspecto comúnque les hacía parecerse los unos a los otros. Eusta-quio, el mayor de los hijos de Bulba, empezó sucarrera científica por huir desde el primer año. Sele agarró, se le apaleó de lo lindo y le encerraroncon sus libros. Cuatro veces enterró su A B C, y cuatro veces, después de azotarle inhumanamente,se le compró uno nuevo. Pero sin duda hubieracontinuado en su reprobable conducta, si su padreno le hubiera hecho la amenaza formal de tenerle

durante veinte años como fraile lego en un con- vento, añadiendo el juramento que no vería nuncala setch , si no aprendía perfectamente cuanto se en-señaba en la academia. Lo extraño es que estaamenaza y este juramento viniesen del viejo Bulba,

que hacía alarde de burlarse de toda ciencia, y queaconsejaba a sus hijos, como hemos visto, no ha-cer ningún caso de ella. Desde este momento,Eustaquio se puso a estudiar con extremado celo,y concluyó por ser reputado uno de los mejoresestudiantes. En aquel entonces la instrucción notenía la menor relación con la vida que se llevaba;todas esas argucias escolásticas, todas esas sutile-

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ningún castigo le hubiera obligado a ello. Indife-

rente a todo, menos a la guerra o la botella, puesraras veces pensaba en otra cosa, era leal y bonda-doso, al menos tan bondadoso como podía serlocon semejante carácter y en tal época. Las lágrimasde su pobre madre le habían conmovido profun-damente; era la única cosa que le había turbado y que le hizo inclinar tristemente la cabeza.

 Andrés, su hermano menor, tenía los senti-mientos más vivos y expansivos: aprendía conmás gusto, y sin las dificultades que crea para eltrabajo un carácter pesado y enérgico. Tenía mas

ingenio que su hermano, y con frecuencia era eljefe de una empresa atrevida; algunas veces, conayuda de su talento inventivo, sabía librarse delcastigo, mientras que su hermano Eustaquio, sinacobardarse gran cosa, quitábase su caftán y se

tendía en el suelo, no pensando ni siquiera en pe-dir gracia. Andrés no se sentía menos devoradopor el deseo de llevar a cabo actos heroicos; perosu alma estaba predispuesta a otros sentimientos.

 A los dieciocho años, el deseo de amar se desen- volvió rápidamente en él. Con harta frecuenciapresentábansele ante su ardiente imaginación imá-genes de mujeres. Mientras escuchaba las contro-

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 versias teológicas, veía al objeto de sus sueños con

sus frescas mejillas, su tierna sonrisa y sus negrosojos. No dejaba traslucir a sus compañeros losmovimientos de su alma joven y apasionada, puesen aquel entonces no era digno de un cosaco pen-sar en mujeres y en el amor antes de haber adqui-rido fama en el campo de batalla. Generalmente,en los últimos años de su permanencia en el semi-nario, dejó de capitanear una porción de aventu-ras; pero con frecuencia vagaba por algunossolitarios barrios de Kiev, en donde se veían en-cantadoras casitas a través de sus jardines de cere-

zos. Algunas veces penetraba en la calle de laaristocracia, en esa parte de la ciudad que ahora sellama la antigua Kiev, y que, habitada entonces porlos señores pequeños-rusos y polacos, se compo-nía de casas edificadas con cierto lujo. Un día que

pasaba por ella, pensativo, por poco le aplasta lapesada carroza de un noble polaco, y el cochero delargos bigotes que ocupaba el pescante, le dio un

 violento latigazo. El joven estudiante, encolerizado,agarró con su vigorosa mano, con loco atrevi-miento, una de las ruedas de detrás de la carroza, y logró detenerla algunos momentos. Pero el coche-ro, temiendo una disputa, fustigó sus caballos, y 

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 Andrés, que por fortuna había retirado la mano,

fue echado contra el suelo, dando de rostro en elfango. Una sonrisa armoniosa y penetrante resonósobre su cabeza. Levantó los ojos, y vio en la ven-tana de una casa a una joven de la más deslum-brante hermosura. Era blanca y rosada como lanieve iluminada por los primeros rayos del sol na-ciente. Reía a mandíbula batiente, y su risa añadíaun nuevo encanto a su animada y altiva belleza.

 Andrés se quedó estupefacto y contemplándolacon la boca abierta, y, enjugándose maquinalmenteel lodo que le cubría el rostro, lo extendía todavía

más. ¿Quién podía ser aquella hermosa joven?Preguntólo a los criados ricamente vestidos queestaban agrupados delante de la puerta de la casaen torno de un joven tañedor de bandola; peroellos se le rieron en sus narices al ver su semblante

lleno de lodo, y no se dignaron contestarle. Por finpudo averiguar que era la hija del vaivoda   de Ko- vno, que había ido a pasar algunos días en Kiev.

 A la noche siguiente, Andrés, con ese atrevi-miento peculiar a los estudiantes, saltó el cercadode la casa y penetró en el jardín; trepó después aun árbol cuyas ramas se apoyaban en el techo de lacasa, de allí salto al techo, y bajó por la chimenea

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penetrando en el dormitorio de la joven. Esta es-

taba entonces sentada cerca de la luz, y se quitabasus ricos pendientes. La linda polaca, a la vista deun desconocido, que tan bruscamente se le apare-cía, se asustó de tal modo, que no pudo articularpalabra. Pero cuando observó que el estudiantepermanecía inmóvil, bajando los ojos y sin atrever-se a mover un dedo de la mano, cuando reconocióen él al joven que había caído tan ridículamentedelante de ella, no pudo menos de prorrumpir enuna estrepitosa carcajada. Además, las faccionesde Andrés nada presentaban de terrible; al contra-

rio, el rostro del estudiante era en extremo agrada-ble. La joven rió mucho tiempo, y concluyó porburlarse de él. La bella era atolondrada como unapolaca, pero de vez en cuando sus ojos claros y serenos despedían una de esas miradas largas que

prometen constancia. El pobre estudiante ni aunse atrevía a respirar. La hija del vaivoda  se le acercóatrevidamente, púsole en la cabeza su gorra enforma de diadema, y le echó sobre los hombrosuna gorguera transparente adornada con festón deoro, entregándose a mil diabluras con el desenfadopropio de un niño y de un polaco, lo cual sumergióal joven estudiante en una inexplicable confusión.

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 Andrés abría la boca como un bobalicón, y miraba

fijamente los ojos de la traviesa niña. Un ruido quesonó de repente la asustó. Mandóle que se escon-diese, y tan luego como pasó el susto, llamó a sucamarera, que era una tártara prisionera, y le orde-nó que condujese al joven prudentemente por eljardín para sacarlo fuera de la casa. Pero esta vez elestudiante no fue tan feliz al saltar la empalizada.Despertóse el guarda, le vio, empezó a gritar, y loscriados de la casa le volvieron a conducir a garro-tazos a la calle hasta que sus ligeras piernas le aleja-ron del peligro. Después de esta aventura no se le

ocurrió otra vez pasar por delante de la casa delvaivoda , pues sus criados eran numerosísimos.

 Andrés la vio todavía una vez en la iglesia. Lajoven reparó en él y le sonrió maliciosamente co-mo a un antiguo conocido. Poco tiempo después

el vaivoda   de Kovno abandonó la ciudad, y unagruesa figura desconocida se presentó en la venta-na en donde había visto a la bellísima polaca deojos negros. En esta hermosa niña pensaba An-drés al inclinar la cabeza sobre el cuello de su caba-llo.

Hacía ya largo tiempo que las altas hierbas lesrodeaban por todos lados; de suerte que sólo se

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 veían las gorras negras de los cosacos por encima

de los ondulantes tallos, cuando Bulba, saliendo desu meditación, exclamó de repente:-¡Eh, eh!, ¿Qué significa eso, muchachos? Es-

tán ustedes muy silenciosos; diríase que se han vuelto frailes. Al diablo todas las ideas negras. Aprieten sus pipas con los dientes, espoleen suscaballos, y corramos de modo que no pueda alcan-zamos un pájaro.

 Y los cosacos, inclinándose sobre el arzón de lasilla, desaparecieron en la espesa hierba. Ya no se

 vieron ni siquiera sus gorras; solamente el rápido

paso que marcaban en la hierba indicaba la direc-ción de su carrera.

El sol se había alzado en un cielo sin nubes y derramaba por la estepa su luz cálida y vivificante.

Cuanto más se avanzaba en la estepa, presen-

tábase ésta más salvaje y hermosa. En aquella épo-ca, todo el espacio conocido ahora con el nombrede Nueva Rusia, desde la Ukrania hasta el marNegro, era un desierto virgen y verde. El carro nohabía marcado nunca sus huellas a través de las in-conmensurables olas de sus plantas salvajes. Úni-camente los caballos libres que se ocultaban enaquellos impenetrables abrigos dejaban en ellos al-

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gunos senderos. Toda la superficie de la tierra pa-

recía un océano de verdura dorada, que esmalta-ban otros mil colores. Entre los tallos finos y secosde la alta hierba, crecían grupos de coronillas, detintes azules, rojos y violados; la retama levantabaen el aire su pirámide de flores amarillas. Los pe-queños botones del trébol blanco salpicaban lasombría hierba, y una espiga de trigo, traída allí,Dios sabe de donde, maduraba solitaria. Bajo latenue sombra de los tallos de hierbas, deslizábanse,alargando el cuello, las ligeras perdices. Todo el aireestaba lleno de mil cantos de aves. Los gavilanes se

cernían inmóviles, sacudiendo el aire con la puntade sus alas, y dirigiendo ávidas miradas sobre lasuperficie de la tierra. Oíanse en lontananza losagudos gritos de una bandada de aves salvajes que

 volaban, como una espesa nube, encima de algún

lago perdido en la inmensidad de las llanuras. Lagaviota de las estepas elevábase con un movi-miento cadencioso, y se bailaba con voluptuosacoquetería en las ondas del azul; tan pronto no sela veía sino como un punto negro, como resplan-decía blanca y brillante a los rayos del sol... ¡Oh es-tepas mías, cuán bellas sois!

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Nuestros viajeros sólo se detuvieron para co-

mer. Entonces los diez cosacos que componíantodo su séquito se apearon de sus caballos. Desa-taron frascos de madera, que contenían aguardien-te, y calabazas partidas por el medio que servían de

 vasos. Sólo se comía pan y tocino o tortas secas, y no bebían más que un vaso cada uno, pues TarasBulba no permitía que nadie se emborrachase du-rante el camino. De nuevo emprendieron la mar-cha, dispuestos a andar durante todo el día.Llegada la noche, la estepa cambió completamentede aspecto. Toda su inmensa extensión era baña-

da por los últimos rayos del sol ardiente, luegoobscurecióse con rapidez dejando ver la marchade la sombra que invadiendo la estepa la cubría deltinte uniforme de un verde obscuro. Entonces los

 vapores se volvieron más espesos; cada flor, cada

hierba exhalaba su perfume, y la estepa entera her- vía en vapores embalsamados. Sobre el cielo, de unazul obscuro, extendíanse anchas, bandas doradasy de color de rosa que parecían trazadas negligen-temente por un gigantesco pincel. Acá y allá blan-queaban jirones de ligeras y transparentes nubes,mientras que una brisa fresca y acariciadora comolas ondas del mar balanceábase sobre las puntas de

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la hierba, rozando apenas las mejillas del viajero.

 Todo el concierto de la mañana se debilitaba, y hacía lugar poco a poco a un nuevo concierto. Animales de piel atigrada salían con precaución desus madrigueras, y, levantándose sobre sus patastraseras, llenaban la estepa con sus silbidos. Losgrillos cantaban con su monótono chirrido, y al-gunas veces se oía, viniendo del lejano lago, el gritodel cisne solitario, que resonaba como una campa-na argentina en el adormecido aire. Al anochecer,nuestros viajeros se detuvieron en medio de loscampos, encendieron un fuego cuyo humo desli-

zábase oblicuamente en el espacio, y, colocandouna marmita sobre las brasas, hicieron cocer laspapas. Después de la cena, los cosacos se acosta-ron en el suelo, dejando a sus caballos vagar por lahierba, con trabas en los pies. Las estrellas de la

noche les miraban dormir encima de sus caftanesextendidos. Podían oír el chisporroteo, el roza-miento, todos los rumores de los innumerables in-sectos que hormigueaban en la verde alfombra.

 Todos esos rumores, perdidos en el silencio de lanoche, llegaban armoniosos al oído. Si alguno deellos se levantaba, toda la estepa mostrábase a susojos iluminada por las chispas luminosas de las lu-

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ciérnagas. Algunas veces la sombría obscuridad del

firmamento se iluminaba por el incendio de losjuncos secos que crecían a orillas de los ríos y delos lagos, y una larga línea de cisnes que se dirigíanal norte heridos de repente por una claridad, in-flamada, parecían pedazos de tela roja volando através de los aires.

Nuestros viajeros continuaron su camino sintropiezo. En ninguna parte, en torno de ellos,

 veían un árbol: siempre era la misma estepa, libre,salvaje, infinita. Solamente, de tiempo en tiempo,allá en lontananza, distinguíase la línea azulada de

los bosques que bordean el Dnieper. Una sola vez, Taras hizo ver a sus hijos un puntito negro que seagitaba a lo lejos.

-Miren, muchachos -dijo- es un tártaro quegalopa.

 Acercándose, vieron por entre la hierba unacabecita con bigotes, que fijaba en ellos sus ojillospenetrantes, husmeó el aire como un perro perdi-guero, y desapareció con la rapidez de una gacela,después de cerciorarse de que los cosacos eran tre-ce.

-¡Y bien, muchachos! ¿Quieren probar de al-canzar al tártaro? Pero no, es inútil, no le alcanza-

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rán nunca, pues su caballo es todavía más hábil

que mi Diablo.No obstante, Bulba, temiendo una emboscada,creyó deber tomar sus precauciones. Galopó,acompañado de su comitiva, hasta llegar a orillasde un pequeño río llamado la Tatarka, que desem-boca en el Dnieper. Todos entraron en el aguacon sus cabalgaduras, y nadaron largo tiempo si-guiendo la corriente del agua para ocultar sus hue-llas. Luego, cuando llegaron a la otra orilla,continuaron su camino. Tres días después encon-tráronse cerca ya del sitio que era el término de su

 viaje. Un súbito frío refrescó el aire, reconociendopor este indicio la proximidad del Dnieper. Enefecto, distinguíase a lo lejos el Dnieper semejantea un espejo, destacándose azul en el horizonte.Cuanto más se acercaba la comitiva, más se en-

sanchaba moviendo sus frías olas; y pronto con-cluyó por abrazar la mitad de la tierra que sedesplegaba a su vista. Habían llegado a aquel sitiode la carrera en que el Dnieper, estrechado largotiempo por los bancos de granito, acaba de triun-far de todos los obstáculos, y ruge como un mar,cubriendo las llanuras conquistadas, en donde lasislas dispersas en medio de su lecho rechazan sus

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del camino, con los brazos y los pies extendidos.

 Taras se detuvo admirado.-¡Cómo se ha desarrollado este tunante! -dijo,examinándole. ¡Qué hermoso cuerpo de hombre!

En efecto, el cuadro era acabado. El zaporogoestaba tendido en medio del camino como un le-ón acostado. Sus espesos cabellos, altivamenteechados hacia atrás, cubrían dos palmos de tierraalrededor de su cabeza. Sus pantalones, de hermo-sa tela roja, habían sido manchados de brea, parademostrar el poco caso que hacía de ellos. Bulba,después de haberlo contemplado a su sabor, con-

tinuó su camino por una estrecha calle enteramen-te llena de gente que ejercían su oficio al aire libre,y de otras personas de todos los países que pobla-ban este arrabal semejante a una feria, que abaste-cía a la setch , la cual sólo sabía beber y tirar el

mosquete.Por fin, pasaron el arrabal, y vieron muchaschozas esparcidas, cubiertas de musgo o de fieltroal estilo tártaro. Delante de algunas de ellas habíabaterías de cañones. No se veía ningún cercado,ninguna casita con su pórtico con columnas demadera, como las había en el arrabal. Un pequeñoparapeto de tierra y una barrera que nadie guarda-

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ba, atestiguaban la dejadez de los habitantes. Al-

gunos robustos zaporogos, tendidos en el camino,con sus pipas en la boca, mirábanles pasar con in-diferencia y sin cambiar de sitio. Taras y sus hijospasaron entre ellos con precaución, diciéndoles:

-¡Buenos días, señores!-¡Buenos días! –contestaban ellos.Por todas partes encontrábanse grupos pinto-

rescos. Los atezados rostros de aquellos hombresdemostraban que con frecuencia habían tomadoparte en las batallas, y experimentado toda clase de

 vicisitudes. He ahí la setch ; he ahí la guarida de

donde salen tantos hombres altivos y bravos co-mo los leones; he ahí de donde sale el poder cosa-co para extenderse por toda la Ukrania.

Los viajeros atravesaron una plaza espaciosa endonde ordinariamente se reunía el consejo. Sobre

un gran tonel colocado boca abajo, estaba sentadoun zaporogo sin camisa, la cual tenía en la manozurciendo gravemente los agujeros. La camisa lefue arrebatada por una banda de músicos, en me-dio de la cual un joven zaporogo, que se había la-deado la gorra sobre la oreja, bailaba con frenesí,alzando las manos por encima de la cabeza, y nocesaba de gritar:

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-¡Aprisa, más aprisa, músicos! ¡Tomás, no es-

casees tu aguardiente a los verdaderos cristianos! Y Tomás, que tenía un ojo acardenalado, dis-tribuía sendos cántaros a los asistentes. En tornodel joven danzarín, cuatro viejos zaporogos pata-leaban en el suelo, después, repentinamente seechaban de lado como un torbellino hasta sobre lacabeza de los músicos; luego, doblando las piernas,se bajaban hasta el suelo, y, volviéndose a endere-zar en seguida, lo golpeaban con sus talones deplata. El suelo resonaba sordamente en torno deellos, y el aire estaba lleno de los cadenciosos ru-

mores del hoppak  y del tropak 15. Entre todos esoscosacos, hallábase uno que gritaba y bailaba conmás furor. Sus abundantes cabellos flotaban amerced del viento, su ancho pecho estaba descu-bierto, pero se había puesto su ropón de invierno,

y el sudor corría por su rostro.-¡Muchacho, quítate tu ropón! -le dijo al fin Ta-ras- ¿no ves que hace calor?

-No puede ser -exclamó el zaporogo.-¿Por qué?-Porque conozco mi carácter; todo lo que me

quito va a parar a la taberna.

 15 Bailes cosacos

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El zaporogo no tenía ya gorra, ni cinturón, ni

pañuelo bordado; todo había ido a parar a la ta-berna, como él decía. El número de bailadoresaumentaba a cada instante, y no se podía ver, sinuna emoción contagiosa, toda esa multitud arro-jarse a esa danza, la más libre, la más loca en mo-

 vimientos que jamás se haya visto en el mundo, y que lleva el nombre de sus inventores, el kasatchok.

- ¡Ah! ¡Si no estuviese a caballo -exclamó Taras-hasta yo, sí, hasta yo hubiera tomado parte en elbaile!

Empezaron, sin embargo, a presentarse entre

la multitud hombres de edad, graves, respetadosde toda la setch , que más de una vez habían sidoescogidos para jefes. Taras encontró pronto unaporción de semblantes conocidos. Eustaquio y 

 Andrés oían a cada instante las exclamaciones si-

guientes:-¡Ah! Eres tú, Petchéritza.-¡Hola, Kosoloup!-¿De dónde vienes, Taras?-¿Y tú, Doloto? -Buenos días, Kirdiaga.-¿Que tal, Gousti?-No esperaba verte, Rémen.

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 Y todos esos hombres de guerra que se habían

reunido allí de los cuatro puntos de la gran Rusia,se abrazaron con efusión, y sólo se oyeron esasconfusas preguntas:

-¿Qué hace Kassian? ¿Qué hace Borodavka?¿Y Koloper? ¿Y Pidzichok?

 Y la respuesta que recibía Bulba era que a Bo-rodavka le habían ahorcado en Tolopan; que enKisikermen habían desollado vivo a Koloper, y quela cabeza de Pidzichok la habían enviado salada enun tonel a Constantinopla. El viejo Bulba se puso areflexionar tristemente, y repitió varias veces:

-¡Qué buenos cosacos eran!

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III

Hacía más de una semana que Taras Bulba ha-bitaba la setch   con sus dos hijos. Eustaquio y An-drés ocupábanse poco de estudios militares, pues

la setch   no gustaba de perder el tiempo en vanosejercicios; la juventud hacía su aprendizaje en laguerra misma, que, por esta razón, se renovabacontinuamente. Los cosacos consideraban inútilllenar con algunos estudios los raros intervalos de

tregua; les agradaba más tirar al blanco, galoparpor las estepas o cazar a caballo. El resto del tiem-po lo dedicaban a sus placeres, la taberna y el baile.

 Toda la setch   presentaba un aspecto singular;era como una fiesta perpetua, como una ruidosadanza empezada y que nunca termina. Algunos seocupaban en oficios, otros en comerciar al por-menor, pero la mayor parte se divertía desde la

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mañana a la noche, tanto como se lo permitía el

estado de su bolsillo, y mientras la parte de su bo-tín no había caído en manos de sus compañeros ode los taberneros. Esta fiesta continua tenía algode mágico. La setch   no era un montón de borra-chos que ahogaban sus penas en los toneles, sinouna alegre cuadrilla de indiferentes viviendo en unaloca embriaguez de buen humor. Cada uno de losque llegaban allí olvidaba lo que le había ocupadohasta entonces. Podía decirse, según su expresión,que renegaba de lo pasado, y se entregaba con elentusiasmo de un fanático a los encantos de una

 vida de libertad llevada en común con sus seme-jantes que, como él, no tenían ya parientes, ni fa-milia, ni casa, nada más que el aire libre y lainagotable jovialidad de su alma. Las diferentes na-rraciones y diálogos que podían recogerse tendida

negligentemente por tierra, tenían a veces un colortan enérgico y tan original, que era necesaria todala flema exterior de un zaporogo para no asom-brarse, siquiera por un ligero movimiento de bigo-te, condición que distingue a los pequeños-rusosde las otras razas eslavas. La alegría era ruidosa, al-gunas veces hasta el exceso, pero al menos los be-

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démicos huyeron de la escuela, sin aprender una

letra del alfabeto, mientras que había otros que sa-bían perfectamente quiénes eran Horacio, Ciceróny la república romana. También se encontraban allíoficiales polacos que se habían distinguido en elejército real, y un sinnúmero de aventureros con-

 vencidos de que era indiferente saber en dónde y por quién se hacía la guerra, con tal que se hiciese,y que es indigno de un hidalgo no guerrear. Mu-chos, en fin, iban a la setch únicamente para poderdecir que habían estado en ella, y volvían trans-formados en cumplidos caballeros. Pero, ¿quién no

estaba allí? Esta extraña república respondía a unanecesidad de aquellos tiempos. Los amantes de la

 vida guerrera, de las copas de oro, de las ricas telas,de los ducados y de los cequíes podían en toda es-tación encontrar allí trabajo. Los amantes del bello

sexo eran los únicos que no tenían nada que haceren aquel sitio, pues ninguna mujer se podía mos-trar ni siquiera en el barrio de la setch . Eustaquio y 

 Andrés encontraban sumamente extraño ver unaporción de gente ir a la setch , sin que nadie les pre-guntase quiénes eran ni de dónde venían; entrabanen ella como si hubiesen regresado a la casa pater-na habiéndola dejado una hora antes. El recién lle-

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gado se presentaba al kochevoï 17 y entablaban entre

los dos el diálogo siguiente:-Buenos días. ¿Crees en Jesucristo?-Sí, creo -respondía el recién llegado.-¿Y en la Santísima Trinidad?-También creo.-¿Vas a la iglesia?-Sí, voy.-Haz la señal de la cruz.El recién llegado la hacía.-Bien -proseguía el kochevoï - vete al kouren que

te guste escoger.

 A eso se reducía la ceremonia de la recepción. Toda la setch  oraba en la misma iglesia, pronta a

defenderla hasta derramar la última gota de sangre,bien que esta gente no quería oír hablar de cua-resma ni de abstinencia. No había sino judíos, ar-

menios y tártaros que, seducidos por el cebo de laganancia, se decidían a comerciar en el arrabal,porque los zaporogos no eran aficionados al co-mercio, y pagaban cada objeto con el dinero quede una vez sacaba su mano del bolsillo. Por otraparte, la suerte de esos comerciantes avaros erasumamente precaria y muy digna de compasión.

 17 Jefe elegido por la setch 

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Parecíanse a las gentes que habitan en las faldas del

 Vesubio, pues cuando los zaporogos no tenían di-nero, derribaban las tiendas y lo tomaban todo sinpagar.

La setch  se componía al menos de sesenta kou- 

reni , que eran otras tantas repúblicas independien-tes, pareciéndose también a escuelas de párvulosque nada tienen suyo, porque se les suministra to-do. En efecto, nadie poseía nada; todo estaba enmanos del ataman   del kouren , al que se acostum-braba llamar padre (batka) . Este guardaba el dinero,los vestidos, las provisiones, y hasta la leña. A me-

nudo un kouren   disputaba con otro; en este caso,la disputa concluía por un combate a puñetazos,que sólo cesaba con el triunfo de un partido, y en-tonces empezaba una fiesta general. He aquí lo queera la setch   que tanto encanto tenía para los jóve-

nes. Eustaquio y Andrés se arrojaron con todo elardor de su edad en este mar tempestuoso, y pronto olvidaron el hogar paterno, el seminario y cuanto hasta entonces les había ocupado. Todoles parecía nuevo; las costumbres nómadas de lasetch , y las leyes muy poco complicadas que la re-gían, pero que les parecían aún demasiado compli-cadas para una república. Si un cosaco robaba

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alguna cosa de poca monta, era contado como

una afrenta por toda la asociación. Se le ataba,como un hombre deshonrado, a una especie decolumna infamante, y junto a él se ponía un garro-te con el cual cada uno que pasaba debía darle ungolpe hasta que quedase sin vida. El deudor queno pagaba era encadenado a un cañón, permane-ciendo de este modo hasta que un camarada con-sentía en pagar su deuda para ponerle en libertadpero lo que más asombró a Andrés fue el terriblesuplicio conque se castigaba al asesino. Abríaseuna profunda zanja en la que le tendían vivo, des-

pués ponían sobre su cuerpo el cadáver de su víc-tima encerrado en un ataúd, cubriéndolos a losdos de tierra. La imagen de este horrible supliciopersiguió a Andrés mucho tiempo después de unaejecución de este género, y el hombre enterrado

 vivo debajo del muerto se representaba incesan-temente a su espíritu.Los dos jóvenes cosacos se hicieron querer

pronto de sus compañeros. A menudo, con otrosmiembros del mismo kouren o con el kouren  entero,o hasta con los koureni   vecinos, iban a la estepa acaza de las innumerables aves salvajes, ciervos,corzos o bien se dirigían a orillas de los lagos o de

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las corrientes de agua señaladas por la suerte a su

kouren,  para tender sus redes y recoger muchasprovisiones. Aunque ésta no fuese precisamente la verdadera ciencia del cosaco, distinguíanse entrelos otros por su valor y su destreza. Tiraban certe-ramente al blanco, atravesaban el Dnieper a nado,hazaña por la cual un joven novicio era solem-nemente admitido en el círculo de los cosacos. Pe-ro el viejo Taras les preparaba otra vida más activa.

 Aquella ociosidad no le gustaba; quería llegar al verdadero negocio, y por esto no cesaba de refle-xionar sobre el modo de hacer decidirse a la setch a

acometer alguna atrevida empresa, en la que uncaballero pudiese demostrar lo que era. Un día, enfin, fuese a encontrar al kochevoi   y le dijo sinpreámbulo:

-Y bien, kochevoi, ya es tiempo de que los zapo-

rogos vayan a dar un paseito.-No hay donde pasearse -respondió el kochevoi 

quitándose una pequeña pipa de la boca y escu-piendo de lado.

-¿Cómo, no hay dónde? Se puede ir por el ladode los turcos, o por el de los tártaros.

-No se puede ir ni por el lado de los turcos nipor el lado de los tártaros -respondió el kochevoi 

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 volviendo a poner la pipa en la boca con la mayor

tranquilidad del mundo.-Pero, ¿por qué no se puede?-Porque... hemos prometido la paz al sultán.-Pero es un pagano -dijo Bulba- Dios y la San-

ta Escritura mandan apalear a los paganos.-No tenemos derecho de hacerlo. Si no hu-

biésemos jurado por nuestra religión, tal vez seríaposible. Pero ahora, no, es imposible.

-¡Cómo imposible! He ahí que dices que noso-tros no tenemos derecho de hacerlo; y, sin embar-go, yo tengo dos hijos, jóvenes los dos, que ni uno

ni otro han estado aún en la guerra. Y he ahí quedices que no tenemos derecho, y que no hace faltaque los zaporogos vayan a la guerra.

-No, eso no conviene.-¿Es preciso, pues, que la fuerza cosaca se pier-

da inútilmente; es preciso, pues, que un hombreperezca como un perro sin haber hecho una bue-na obra, sin hacerse útil al país y a la cristiandad?¿Para qué vivir entonces? ¿Por qué diablos vivi-mos? Veamos, explícame eso. Tú eres un hombresensato, no en vano te han hecho kochevoi ; dime,¿por qué, por qué vivimos?

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El timbalero sacó del bolsillo los palillos que ha-

bía traído consigo, sabiendo de qué modo con-cluían habitualmente semejantes aventuras.Resonaron los timbales, y pronto negras masas

de cosacos se precipitaron en la plaza como avis-pas en una colmena. Formaron círculo, y despuésdel tercer toque, acudieron por fin los jefes a saber:el kochevoi   con la maza, signo de su dignidad, eljuez con el sello del ejército, el escribano con sutintero y el ïésaoul  con su largo bastón. El kochevoi 

y los otros jefes se quitaron sus gorras para saludarhumildemente a los cosacos que estaban con los

brazos puestos altivamente en jarras.-¿Qué significa esta reunión, y que deseáis, se-

ñores? -preguntó el kochevoi.Los gritos y las imprecaciones impidiéronle

continuar.

-Depón tu maza, hijo del diablo, depón tu ma-za, no te queremos más -gritaron muchas voces. Algunos koureni , de los que no habían bebido,

parecían opinar de distinto modo. Pero pronto,ebrios o sobrios, empezaron todos a repartir pu-ñetazos, y la sarracina se hizo general.

El kochevoi  tuvo por un momento intención dehablar; pero sabiendo que esta multitud furiosa y 

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sin freno podía derrotarle sin esfuerzo hasta darle

la muerte, lo que había sucedido a menudo en se-mejantes casos, saludó humildemente, depuso sumaza, y desapareció entre la multitud.

-¿Nos mandan ustedes, señores, deponer tam-bién las insignias de nuestros cargos? -preguntaronel juez, el escribano y el ïésaoul, prontos a dejar a laprimera indicación el sello, el tintero y el bastónblanco.

-No, quédense -gritaron las voces que salieronde la multitud. Sólo queremos quitar el kochevoi ,porque no es más que una mujer, y es preciso que

el kochevoi sea un hombre.-¿A quién elegirán ahora? -preguntaron los je-

fes. Tomemos a Koukoubenko -exclamaron al-

gunos.

-No queremos a Koukoubenko -respondieronlos otros. Es demasiado joven; todavía tiene la le-che de su nodriza en los labios.

-¡Que sea Chilo nuestro ataman ! -exclamaronotras voces- hagamos de Chilo un kochevoi.

-Un chilo 18  en las espaldas de ustedes-respondió la multitud echando votos. ¿Quién es

 18 Chilo, en ruso quiere decir punzón, lezna

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ese cosaco, que ha llegado a introducirse como un

tártaro? ¡Al diablo el borracho Chilo!-¡Borodaty! ¡Escojamos a Borodaty!-No queremos a Borodaty; ¡al diablo Borodaty!-Griten Kirdiaga -murmuró Taras Bulba al oído

de sus afiliados.-¡Kirdiaga, Kirdiaga! -gritaron ellos.-¡Kirdiaga! ¡Borodaty! ¡Borodaty! ¡Kirdiaga!

¡Chilo! ¡Al diablo Chilo! ¡Kirdiaga!Los candidatos cuyos nombres estaban así

proclamados destacáronse de entre la multitud,por no dejar creer que ayudaban con su influencia

a su propia elección.-¡Kirdiaga! ¡Kirdiaga!Este nombre resonaba más fuerte que los

otros.-¡Borodaty! -se respondía.

La cuestión fue resuelta a puñetazos, y Kir-diaga triunfó.-¡Traed a Kirdiaga! -se gritó en seguida.Una docena de cosacos dejaron la multitud.

Muchos de ellos estaban tan borrachos que apenaspodían tenerse sobre sus piernas. Todos dirigié-ronse a casa de Kirdiaga para anunciarle que aca-baba de ser elegido. Kirdiaga, viejo cosaco, muy 

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astuto, hacía largo tiempo que había vuelto a en-

trar en su choza, y aparentaba ignorar lo que pasa-ba.-¿Qué desean, señores? -preguntó.-Ven; se te ha hecho kochevoi.

-Apiádense de mí, señores. ¿Cómo es posibleque yo sea digno de tal honor? ¿Qué kochevoi  haré?

No tengo bastante talento para desempeñar se-mejante dignidad. ¡Como si no se pudiese encon-trar otro mejor que yo en todo el ejército!

-Vaya pues, ven, puesto que así se te dice -replicáronle los zaporogos.

Dos de ellos le agarraron por los brazos, y a

pesar de su resistencia, fue conducido por fuerza ala plaza acompañado de puñetazos en la espalda, y de votos y exhortaciones.

-¡Vamos, no retrocedas, hijo del diablo! Acep-ta, perro, el honor que se te ofrece.

He ahí de qué modo fue conducido Kirdiaga al

círculo de los cosacos.-¡Y bien, señores! -exclamaron a voz en gritolos que le habían conducido- ¿consienten ustedesen que ese cosaco sea nuestro kochevoi ?

-¡Sí, sí! ¡Consentimos todos, todos! -respondióla multitud; y el eco de este grito unánime resonólargo tiempo en la llanura.

Uno de los jefes tomó la maza y la presentó alnuevo kochevoi. Kirdiaga, según costumbre, se ne-gó a aceptarla; el jefe se la presentó por segunda

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 vez; Kirdiaga la volvió a rehusar, y sólo la aceptó a

la tercera presentación. Un prolongado grito dealegría se elevó en la multitud, y de nuevo hizo re-sonar toda la llanura. Entonces, de entre el pueblo,salieron cuatro viejos cosacos de bigotes y cabellosgrises (en la setch   no había hombres muy viejos,pues nunca ningún zaporogo moría de muerte na-tural); cada uno de ellos tomó un puñado de tierra,que continuadas lluvias habían convertido en lodo,y la pusieron sobre la cabeza de Kirdiaga. La tierrahúmeda corrió por la frente, por los bigotes, ensu-ciándole la cara; pero Kirdiaga permaneció tran-

quilo, y dio gracias a los cosacos por el honor queacababan de hacerle. Así terminó esta ruidosaelección que, si no contentó a ningún otro, colmóde alegría al viejo Bulba; en primer lugar, por ha-berse vengado del antiguo kochevoi, y luego, porque

Kirdiaga, su antiguo camarada, había hecho con éllas mismas expediciones por tierra y por mar y compartido las mismas fatigas y lo mismos peli-gros. La multitud se desvaneció enseguida para ir acelebrar la elección, y empezó un festín universal,en tales términos, que nunca los hijos de Taras ha-bían visto otro semejante. Todas las tabernas fue-ron saqueadas los cosacos bebían la cerveza, el

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aguardiente y el aguamiel sin pagar, y los taberne-

ros se consideraban dichosos con haber salvado la vida. Toda la noche se pasó en gritos y cancionesque celebraban la gloria de los cosacos; y la luna

 vio, toda la noche, pasearse por las calles numero-sos grupos de músicos con sus bandolas y sus ba- 

lalaikas 19, y chantres de iglesia que se dedicaban enla setch   a cantar las alabanzas de Dios y las de loscosacos.

Por fin, el vino y el cansancio rindieron a todoel mundo. Poco a poco todas las calles se vieroncubiertas de hombres tendidos en el suelo. Aquí

había un cosaco que, enternecido y lloroso, se col-gaba al cuello de su compañero, cayendo los dosabrazados; allá se veía un grupo de ellos revolcán-dose por tierra; más lejos un borracho escogía lar-go tiempo un sitio donde acostarse, y concluía por

tenderse sobre un trozo de madera; el último, elmás fuerte de todos, anduvo mucho tiempo dan-do trompicones y balbuceando palabras incohe-rentes; pero, al fin, cayó como los demás, y toda lasetch se quedó dormida.

 19 Especie de guitarras, grandes y chicas.

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IV

Desde el día siguiente, Taras Bulba concertósecon el nuevo kochevoi,  para saber cómo se podríadecidir a los zaporogos a tomar una resolución. El

kochevoi era un cosaco fino y astuto que conocíaperfectamente de qué pie cojeaban sus zaporogos,y empezó diciendo:

-Es imposible violar el juramento, es imposible.Después de un corto silencio prosiguió:

-Sí, es imposible. Nosotros no violaremos el ju-ramento, pero inventaremos alguna cosa. Única-mente haga de modo que el pueblo se reúna, nopor orden mía, sino por su propia voluntad. Ustedsabe ya cómo esto se hace, y yo, con los antiguos,correremos enseguida a la plaza como si nada su-piésemos.

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 Aun no había transcurrido una hora desde esta

conversación, cuando los timbales volvieron a re-sonar. La plaza se vio pronto cubierta de un millónde gorras cosacas. Empezóse a preguntar:

-¿Qué?... ¿por qué?... ¿Qué hay para tocar lostimbales?

Nadie contestaba. Poco a poco, sin embargo,oyéronse entre la multitud las frases siguientes:

-La fuerza cosaca perece de pura inacción. Nohay guerra, no hay empresa... Los antiguos sonunos haraganes; no ven nada, la gordura los ciega.¡No, no hay justicia en el mundo!

Los otros cosacos escuchaban en silencio, y concluyeron por repetir ellos mismos:

-Efectivamente, no hay justicia en el mundo.Los antiguos parecieron asombradísimos de

semejantes discursos. Por fin, el kochevoi  se adelan-

tó, y dijo:-¿Me permiten hablar, señores zaporogos?-Sí.-Mi discurso, señores, tendrá, en primer lugar,

por objeto recordarles que la mayor parte de uste-des, y ustedes lo saben sin duda mejor que yo, de-ben tanto dinero a los judíos taberneros y a suscamaradas, que ya no hay ningún diablo que les

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sería un gran pecado desdecirse, atendido que

hemos jurado por nuestra religión.-¿Qué diablos se enreda? -se dijo Bulba.-Ya ven ustedes, señores, que es imposible em-

pezar la guerra; el honor de los caballeros no lopermite. Pero he aquí lo que yo pienso según miescasa inteligencia. Es preciso enviar los jóvenes encanoas, y que barran un poco las costas de la Ana-tolia. ¿Qué opinan ustedes de eso, señores?

-¡Condúcenos, condúcenos a todos! -exclamóla multitud. Todos estamos prontos a perecer porla religión.

El kochevoi, se espantó; no tenía absoluta-mente la intención de levantar toda la setch ; pare-cíale peligroso romper la paz.

-¿Me permiten, señores, que vuelva a hablar?-¡No, basta! -exclamaron los zaporogos. No di-

rás nada mejor de lo que has dicho.-Si es así, se hará como desean ustedes; acatola voluntad de todos. Es cosa conocida, y la Sa-grada Escritura lo dice, que la voz del pueblo, es la

 voz de Dios. Imposible es imaginar nada más sen-sato que lo que ha imaginado el pueblo; pero espreciso que les diga, señores, que el sultán no deja-rá sin castigo a los jóvenes que se den este placer;

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chas; viejos cosacos de rostro tostado, bigotes gri-

ses, anchas espaldas y vigorosas piernas, estabanmetidos en el río con el agua hasta las rodillas, lospantalones arremangados, tirando de las canoas,ayudándose de cuerdas, para ponerlas a flote.Otros arrastraban vigas secas y maderos. Aquí eluno ajustaba tablas a una canoa; allá, después de

 volver la quilla hacia arriba, se la calafateaba conbrea; más lejos, se ataban a ambos lados de la ca-noa, según costumbre cosaca, largos haces de jun-cos, para impedir que las olas del mar sumergiesentan frágil embarcación. Se encendieron hogueras

en toda la ribera. Hacíase hervir la pez en calderasde cobre. Los ancianos, más experimentados, en-señaban a los jóvenes. Por todas partes resonabanlos gritos de los obreros y el ruido de su obra. To-da la margen del río tenía movimiento y vida.

En este instante presentóse a la vista una barcade grandes proporciones. La multitud que la llena-ba hacia señas de lejos. Eran cosacos cubiertos deandrajos. Sus vestidos harapientos (muchos notenían más que una camisa y una pipa) mostrabanque acababan de escapar a una gran desgracia, oque habían bebido hasta el exceso. Uno de ellos,bajo, rechoncho, y que contaría unos cincuenta

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años, se separó de la multitud, y fue a colocarse en

la proa de la barca. Gritaba más fuerte y hacía ges-tos más enérgicos que todos los demás pero elruido de los trabajadores ocupados en su tareaimpedía oír sus palabras.

-¿Qué es lo que les trae a ustedes aquí? -preguntó por fin el kochevoi , al tocar la barca en laribera.

 Todos los obreros suspendieron sus trabajos, elruido cesó y miraron con silenciosa espera, levan-tando sus hachas o sus cepillos.

-Una desgracia -contestó el cosaco que se ha-

bía puesto en la proa.-¿Qué desgracia?-¿Me permiten hablar, señores zaporogos?-Habla.-¿O quieren más bien reunir un consejo?

-Habla, todos estamos aquí.La multitud se reunió en un solo grupo.-¿Nada han oído decir de lo que pasa en la

Ukrania?-¿Qué? -preguntó uno de los atamans  de kouren.

-¿Qué? -prosiguió el otro- no parece sino quelos tártaros les hayan tapado las orejas para que nooigan nada.

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tirar el carruaje por cristianos de la buena religión22.

Escuchen, escuchen, todavía hay más: dícese quelas judías empiezan a hacerse guardapiés de las ca-sullas de nuestros sacerdotes. Eso es lo que sucedeen la Ukrania, señores. Y ustedes, ustedes estántranquilamente establecidos en la setch , bebiendo,sin hacer nada, y, a lo que parece, les han acobar-dado tanto los tártaros, que el miedo les hace cie-gos y sordos para ver y oír lo que pasa en elmundo...

-¡Basta, basta! -interrumpió el kochevoi  que has-ta entonces había permanecido inmóvil y con los

ojos bajos, como todos los zaporogos, que, en lasgrandes ocasiones, nunca se abandonaban al pri-mer impulso, sino que callaban para reunir en si-lencio todas las fuerzas de su indignación- detente,y diré una palabra. ¿Y ustedes, pues, ustedes, que el

demonio confunda, qué hacían? ¿Acaso no teníansables? ¿Cómo han permitido semejante abomina-ción?

-¿Cómo hemos permitido semejante abomi-nación? ¿Y ustedes hubieran hecho más, cuandosolamente los polacos eran cincuenta mil hom-bres? Y luego, no debemos atenuar nuestra culpa;

 22 La religión griega.

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había también perros entre los nuestros, que han

aceptado su religión.-Y ¿qué hacía el hetman   que tienen ustedes?¿Qué hacían los polkovniks ?

-Les han hecho tales cosas que Dios nos guar-de de ellas.

-¿Cómo?-He ahí cómo: nuestro hetman   se encuentra

ahora en Varsovia asado dentro de un buey decobre, y las cabezas y manos de nuestro polkovniks 

han sido paseadas por todas las ferias para que elpueblo las viese. He ahí lo que han hecho.

La multitud se estremeció. Un silencio se-mejante al que precede a las tempestades se ex-tendió por toda la ribera. Después, gritos y pa-labras confusas estallaron por todas partes.

-¡Cómo! ¡Los judíos tienen arrendadas las igle-

sias de los cristianos los sacerdotes enganchan alos cristianos a las varas de sus calesines! ¡Cómo!¡Permitir semejantes suplicios en tierra rusa! ¡Quepueda tratarse así a los polkovniks   y a los hetmans !No, esto no será, no será.

Estas palabras volaban de una a otra parte. Loszaporogos empezaban a ponerse en movimiento.No era aquello la agitación de un pueblo suscepti-

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ble. Esos caracteres pesados y rudos no se infla-

man con facilidad; pero cuando esto sucede, con-servan largo tiempo y obstinadamente su llamainterior.

-¡Primeramente, colguemos a todos los judíos-exclamaron algunas voces- para que no puedanhacer guardapiés a sus mujeres con las casullas delos sacerdotes! ¡Que no puedan hacer señales enlas hostias! ¡Ahoguemos a toda esa canalla en elDnieper!

 Al oír estas palabras, toda la multitud se preci-pitó hacia el arrabal con la intención de exterminar

a los judíos.Habiendo perdido los pobres hijos de Israel, en

su espanto, toda su presencia de ánimo, ocultá-banse en los toneles vacíos, en las chimeneas y hasta en las faldas de sus mujeres. Pero los cosacos

sabían encontrarlos en todas partes.-¡Serenísimos señores -exclamaba un judío altoy seco como un junquillo, que mostraba entre suscamaradas su raquítica figura trastornada por elmiedo- serenísimos señores, permítanme que lesdiga una palabra, una sola! Les diré una cosa nuncaoída por ustedes; una cosa de tal importancia, que

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por más que se diga no puede encarecerse bastan-

te. -Veamos, habla -dijo Bulba, que deseaba siem-pre oír al acusado.

-Excelentísimos señores -dijo el judío- nunca sehan visto semejantes señores ante Dios, no, nun-ca. No hay en el mundo tan nobles, buenos y va-lientes señores.

Su voz se apagaba y expiraba de miedo.-¿Cómo es posible que nosotros tengamos mal

concepto de los zaporogos? Los que arriendan lasiglesias en la Ukrania no son los nuestros; no por

Dios, no son los nuestros; ni siquiera son judíos; eldiablo sabe lo que son. Es una cosa despreciable, y que debemos lanzar a un rincón. Estos les dirán lomismo. ¿No es verdad, Chleuma? ¿No es cierto,Chmoul?

-Ante Dios, es verdad -respondieron de entrela multitud Chleuma y Chmoul, ambos vestidoscon harapos y pálidos como un cadáver.

-Tampoco -continuó, el judío de elevada esta-tura- hemos tenido nunca relaciones con el enemi-go, y no queremos nada con los católicos. ¡Que se

 vayan al diablo! Nosotros somos como hermanosde los zaporogos.

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-¡Cómo! ¡Que los zaporogos sean hermanos

de ustedes! -exclamó alguno de la multitud. Nunca,malditos judíos. ¡Arrojemos al Dnieper a esta mal-dita canalla!

 A estas palabras, la multitud agarró a los judíos,y empezaron a arrojarlos al río. Por todas partes sealzaban gritos plañideros; pero los feroces zaporo-gos no hacían más que reír viendo las delgadaspiernas de los judíos, calzadas de medias y zapatos,agitarse en el aire. El pobre orador, que tan grandesastre había atraído sobre los suyos y sobre él,desprendióse de su caftán, del cual le habían ya

agarrado, y con una camisa estrecha y de todoscolores, besó los pies de Bulba, y se puso a suplicarcon voz lastimera:

-¡Magnífico y serenísimo señor, he conocido asu hermano, el difunto Doroch! Era un valiente

guerrero, la flor de la caballería. Yo le presté ocho-cientos cequíes para comprar su libertad a los tur-cos.

-¿Tú has conocido a mi hermano? -dijo Taras.-Le he conocido, ante Dios. Era un señor muy 

generoso.-Y ¿cómo te llamas?-Yankel.

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-Bien -dijo Taras.

Después de un instante de reflexión, dijo a loscosacos:-Siempre será tiempo de ahorcar al judío, dén-

melo por hoy.Los cosacos se lo cedieron y Taras lo condujo

a sus carromatos en donde estaba su gente.-Vamos, escóndete debajo de este carro y no

te menees. Y ustedes, hermanos, no dejen salir aljudío.

Dicho esto se dirigió a la plaza en donde hacíalargo tiempo se había congregado la multitud. To-

do el mundo había abandonado el trabajo de lascanoas, pues no iban a emprender una guerra ma-rítima, sino una guerra en tierra firme. En lugar debotes y remos necesitaban carros y corceles. Enaquel momento, todos querían ponerse en campa-

ña, tanto jóvenes como viejos; y todos, con elconsentimiento de los ancianos, el kochevoi   y losatamans  de los koureni, habían resuelto marchar di-rectamente contra Polonia, para vengar todas susofensas, la humillación de la religión y de la gloriacosaca, para recoger botín en las ciudades enemi-gas, incendiar los villorrios y las mieses, y hacer, enfin, resonar la estepa con el ruido de sus hechos.

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 Todos se armaban. Respecto al kochevoi  había cre-

cido un palmo; ya no era el tímido servidor de loscaprichos de un pueblo entregado a la licencia, si-no un jefe cuyo poder no tenía límites, un déspotaque sólo sabía mandar y hacerse obedecer. Todoslos caballeros camorristas y voluntarios permane-cían inmóviles en las filas, con la cabeza respetuo-samente inclinada sobre el pecho, y sin atreverse alevantar los ojos, mientras el kochevoi  distribuía susordenes con lentitud, sin cólera, sin alzar la voz,como un jefe envejecido en el ejercicio del poder, y que no ejecuta por primera vez proyectos largo

tiempo meditados.-Procuren que no les falte nada -les decía- pre-

paren los carros, prueben las armas; no lleven mu-cha impedimenta: Una camisa y un par depantalones para cada cosaco, con un bote de

manteca y de cebada machacada. Que nadie llevemás de lo dicho. En los bagajes habrá efectos y provisiones. Que cada cosaco lleve un par de caba-llos. Es menester tomar también doscientos paresde bueyes; serán de mucha utilidad en los sitiospantanosos y para pasar los ríos. Pero sobre todo,orden, señores, mucho orden. Yo sé que hay genteentre ustedes que, si Dios les envía botín, se po-

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nen a desgarrar las telas de seda para hacerse me-

dias con ellas. Abandonen esta endiablada cos-tumbre; no se carguen de sayas; tomen solamentearmas, cuando sean buenas, o los ducados y la pla-ta, pues eso ocupa poco sitio y sirve en todas par-tes. Todavía me falta decirles una cosa, señores: sialguno de ustedes se embriaga en la guerra, no leharé juzgar; le haré arrastrar como un perro hastalos carros, aunque sea el mejor cosaco del ejército;y allí será fusilado y abandonado su cuerpo a loscuervos: un borracho en la guerra no es digno desepultura cristiana. Jóvenes, en todas las cosas es-

cuchen a los ancianos. Si una bala les hiere, o reci-ben un sablazo en la cabeza o en cualquier otraparte, no den a ello importancia alguna; echen uncartucho de pólvora en un vaso de aguardiente,bébanlo de un trago, y todo pasará. Ni siquiera

tendrán fiebre. Y si la herida no es demasiado pro-funda, después de humedecer en la mano un pocode tierra con saliva, aplíquenla a ella. Ea, mucha-chos, manos a la obra aprisa, pero sin atropello.

 Así habló el kochevoi , y, concluido su discurso,todos los cosacos se pusieron a trabajar. Toda lasetch  se volvió sobria; no se hubiera podido encon-trar en ella un solo borracho, como si nunca se

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hubiese hallado uno entre los cosacos. Los unos

reparaban las ruedas o cambiaban los ejes de loscarros; los otros amontonaban armas o sacos deprovisiones, otros conducían los caballos y losbueyes. En todas partes resonaba el pataleo de lasacémilas, el ruido de los arcabuzazos disparados alblanco, el choque de los sables contra las espuelas,los mugidos de los bueyes, el rechinamiento de loscarros cargados, y la voz de los hombres hablandoentre sí o excitando a sus caballos.

Pronto, el tabor 23  de los cosacos se extendió enuna larga fila, marchando hacia la llanura. El que,

hubiese querido recorrer de extremo a extremotoda la línea del convoy hubiera tenido mucho quecorrer. En la capilla de madera, el pope 24  recitaba laoración de partida; rociaba a la multitud con aguabendita, y todos al pasar iban a adorar la cruz.

Cuando el tabor se puso en movimiento alejándosede la setch , todos los cosacos se volvieron:-¡Adiós, madre nuestra -decían a una sola voz-

que Dios te guarde de toda desgracia! Al atravesar el arrabal, Taras Bulba vio a su ju-

dío Yankel que había tenido tiempo de es-

 23 Campamento movible, caravana armada.24 Nombre que dan en Rusia, al sacerdote de rito griego.

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V

Bien pronto el terror invadió toda la parte su-deste de Polonia. Por todas partes se oía repetir:«¡Los zaporogos, los zaporogos llegan» Y todos

los que podían huir, huían abandonando sus hoga-res. Precisamente entonces, en esa región de Eu-ropa, no se levantaban fortalezas ni castillos.

 Todos construían a toda prisa alguna habitacionci-lla cubierta de bálago, pensando que perderían su

tiempo y su dinero edificando casas que un día uotro serían presa de las invasiones. Todo el mundose conmovió. Éste cambiaba sus bueyes y su aradopor un caballo y un mosquete para ir a incorporar-se a los regimientos; aquel buscaba su refugio consu ganado, llevándose cuanto podía; algunos inten-taban en vano resistirse, pero la mayor parte huíaprudentemente. Nadie ignoraba que era dificilísi-

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mo habérselas con esta multitud aguerrida en los

combates, conocida con el nombre del ejército za-porogo, que, a pesar de su organización irregular,conservaba en el combate un orden calculado. Du-rante la marcha, la caballería avanzaba lentamente,sin cargar ni fatigar a sus cabalgaduras; los infantesseguían en buen orden los carros, y todo el tabor seponía en movimiento solamente cuando era denoche descansando de día, y escogiendo para susparadas sitios desiertos o bosques, más vastos aúny más numerosos que actualmente. Adelantábansealgunos hombres para saber cómo y adónde ha-

bían de dirigirse. A menudo aparecían los cosacosen los sitos donde menos se les esperaba; enton-ces todos se despedían del mundo. Villorrios ente-ros eran incendiados, matábanse los caballos y bueyes que no podían llevarse. Los cabellos se eri-

zan de horror al pensar en las atrocidades que co-metían los zaporogos. Asesinábanse a los niños, secortaban los pechos a las mujeres, y al escaso nú-mero de aquellos que se dejaba en libertad, se lesarrancaba la piel, desde la rodilla hasta la planta delos pies; en una palabra, los cosacos pagaban enuna sola vez todas sus deudas atrasadas.

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El abad de un monasterio, al saber que se acer-

caban, envió a dos de sus monjes para hacerlespresente que entre el gobierno polaco y los zapo-rogos había paz, y que de aquel modo violaban sudeber con el rey y el derecho de gentes, y el koche- 

voi respondió:-Digan al abad de mi parte y la de todos los

zaporogos, que no tema. Los cosacos no hacentodavía más que encender sus pipas.

 Y la magnífica abadía no tardó mucho en serpasto de las llamas, y las colosales ventanas góticasparecían echar miradas severas a través de las olas

luminosas del incendio. Sinnúmero de monjes, ju-díos y mujeres buscaron refugio en las ciudadesamuralladas y que tenían guarnición.

Los tardíos socorros enviados de tarde en tar-de por el gobierno, y que consistían en algunos

débiles regimientos, o no podían descubrir a loscosacos, o huían al primer choque, sobre sus velo-ces caballos. También sucedía que generales delrey, que habían alcanzado innumerables triunfos,decidíanse a reunir sus fuerzas y a presentar batallaa los zaporogos. Estos eran los encuentros que es-peraban sobre todo a los jóvenes cosacos, que seavergonzaban de robar o vencer a enemigos inde-

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fensos, y que ardían en deseos de distinguirse de-

lante de los ancianos, midiéndose con un polacoatrevido y fanfarrón, montado en un buen caballoy vestido con un rico joupan 26  cuyas mangas flota-sen a merced del viento. Estos combates eranbuscados por ellos como un placer, pues encon-traban ocasión de hacer un rico botín de sables,mosquetes y de arreos de caballos. En el espaciode un mes, jóvenes imberbes se habían hechohombres; sus semblantes, en los cuales se habíapintado hasta entonces la morbidez juvenil, adqui-rían la energía de la fuerza.

El viejo Taras estaba encantado de ver que portodas partes sus hijos marchaban en primera fila.

Evidentemente, la guerra era la verdadera vo-cación de Eustaquio. Sin perder nunca la cabeza,con una serenidad casi sobrenatural en un joven

de veintidós años, medía con una mirada la inten-sidad del peligro, la verdadera situación de las co-sas, y en el acto encontraba el medio de evitar elpeligro, pero de evitarlo para vencerlo con más se-guridad. Todos sus actos empezaban a revelar laconfianza en sí mismo, la firmeza tranquila, y nadiepodía dejar de conocer en él a un futuro jefe.

 26 Redingote polaco.

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-¡Oh! Con el tiempo ese será un buen polkovnik 

-decía el viejo Taras- sí, ¡vive Dios!, ese será unbuen polkovnik, y sobrepujará a su padre.Respecto a Andrés, dejábase arrastrar por el

encanto de la música de las balas y de los sables.No sabía lo que era reflexionar, calcular, ni medirsus fuerzas y las del enemigo. En la lucha encon-traba una loca voluptuosidad. Y en aquellos mo-mentos en que la cabeza del combatiente hierve,en que todo se confunde a sus miradas, en que loshombres y los caballos caen mezclados en horro-rosa confusión, en que se precipita con la cabeza

baja a través del silbido de las balas, hiriendo adiestro y siniestro y sin sentir los golpes que se leasestan, producíanle el efecto de una fiesta. Más deuna vez el viejo Taras tuvo ocasión de admirar asu hijo Andrés, cuando, arrastrado por su ardor,

arrojábase a empresas que ningún hombre de se-renidad hubiera intentado, y en las cuales salía bienprecisamente por el exceso de su temeridad. El

 viejo Taras le admiraba entonces, y repetía a me-nudo:

-¡Oh, ese es un valiente, que el diablo no se lolleve! Ese no es Eustaquio, pero es un valiente.

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Decidióse que el ejército marcharía directa-

mente sobre la ciudad de Doubno, en donde, se-gún se decía, los habitantes habían encerrado mu-chas riquezas. La distancia fue recorrida en día y medio, y los zaporogos se presentaron inespera-damente delante de la plaza. Los habitantes habíanresuelto defenderse hasta morir en el umbral desus moradas antes que dejar entrar al enemigodentro de sus muros. La ciudad estaba rodeadapor una muralla de tierra, y en el sitio en donde és-ta era muy baja se elevaba un parapeto de piedra,o una casa almenada, o una fuerte empalizada con

estacas de encina. La guarnición era numerosa y conocía toda la importancia de su deber. A su lle-gada, los zaporogos atacaron vigorosamente lasobras exteriores, pero fueron recibidos a metra-llazos. Los menestrales, los habitantes todos, no

querían permanecer ociosos, y se les veía, armadosen los terraplenes. Por su aspecto, podíase colegirque se preparaban para una resistencia desespera-da. Hasta las mujeres tomaban parte en la defensa;piedras, sacos de arena, toneles de resina inflama-da caían sobre la cabeza de los asaltantes. A loszaporogos no les gustaban las plazas fuertes; no

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era en los asaltos donde ellos brillaban. Así, pues, el

kochevoi  dispuso la retirada diciendo:-Esto no es nada, señores hermanos, deci-dámonos a retroceder. Pero que sea yo un tártaromaldito, y no un cristiano, si dejamos salir a unsolo habitante. ¡Que mueran todos de hambrecomo perros!

Después de retirarse, los cosacos bloquearonestrechamente la ciudad, y no teniendo otroquehacer, se entretuvieron en asolar los alrede-dores, a incendiar los pueblos y las praderas de tri-go, a destrozar con sus caballos las mieses, sin se-

gar aún, y que en aquel año habían recompensadolos cuidados del labrador con una rica cosecha.Desde lo alto de las murallas, los habitantes con-templaban aterrorizados la devastación de todossus recursos. Sin embargo, los zaporogos, dispues-

tos en koureni  como en la setch , rodearon la ciudadcon una doble hilera de carros. Fumaban sus pi-pas, cambiaban entre sí las armas tomadas al ene-migo, y jugaban alegremente a pares y a nones,contemplando la ciudad con una calma desespe-rante; y por la noche encendían hogueras; cadakoureni  hacía hervir sus papas en enormes calderasde cobre, mientras que un centinela se sucedía a

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otro cerca de las hogueras. Pero los zaporogos

empezaron pronto a fastidiarse de su inacción, y sobre todo de su sobriedad forzada, de la que noles indemnizaba ninguna brillante acción. El koche- 

voi  mandó hasta doblar la ración de vino, lo que sehacía alguna vez en el ejército, cuando no se habíade acometer ninguna empresa. Semejante vidadisgustaba sobremanera a los jóvenes, y más aún alos hijos de Bulba. Andrés no disimulaba su fasti-dio.

-Cabeza vacía -decía a menudo Taras- sufre,cosaco, tú llegarás a ser hetman 27. No es aun buen

guerrero el que conserva su serenidad en la batalla;lo es, sí, aquel que nunca se fastidia, que sabe sufrirhasta el fin, y que, suceda lo que quiera, concluyepor hacer lo que ha resuelto.

Pero un joven no puede tener la opinión de un

anciano, pues ve las mismas cosas con otros ojos.Mientras tanto llegó el polk   de Taras Bulbaconducido por Tovkatch. Iba acompañado de dosïésaouls , de un escribano y de otros jefes, condu-ciendo una partida de cerca cuatro mil hombres.Entre éstos se encontraban muchos voluntarios,que, sin ser llamados, habían entrado libremente

 27 Frase proverbial en Rusia.

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en el servicio, desde que conocieron el objeto de la

expedición. Los ïésaouls   llevaban a los hijos deBulba la bendición de su madre, y a cada uno deellos la imagen de madera de ciprés sacada delmonasterio de Megigovsk en Kiev. Los dos her-manos se colgaron las santas imágenes al cuello, y ambos se pusieron pensativos al recuerdo de suanciana madre. ¿Qué les profetizaba esta bendi-ción? ¿La victoria sobre el enemigo, seguida de unalegre regreso a su patria, con abundante botín, y sobre todo con la gloria digna de ser eternamentecantada por los tocadores de bandola, o bien...?

Pero lo porvenir es desconocido; está delantedel hombre, como una espesa niebla de otoño quese eleva de los pantanos. Las aves la atraviesanperdidas, sin conocerse, la paloma sin ver al mila-no, el milano sin ver a la paloma, y ni uno ni otro

sabe si está cerca o lejano su fin.Eustaquio, después de recibir las imágenes, seocupó en los quehaceres cotidianos, y se retirópronto a su kouren . Respecto a su hermano, sentíainvoluntariamente oprimido el corazón. Los cosa-cos habían cenado ya. El día acababa de expirar,sucediéndole una hermosa noche de verano. Pero

 Andrés no se reunió a su kouren , y no pensaba

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tampoco en dormir. Hallábase sumergido en la

contemplación del espectáculo que se desarrollabaante sus ojos. Miríadas de estrellas vertían desde elalto cielo una luz pálida y fría. Una vasta extensiónde llanura estaba cubierta de carros dispersos car-gados con las provisiones y el botín, y debajo delos cuales colgaban los cántaros para llevar la brea.En torno y debajo de los carros se veían grupos dezaporogos tendidos sobre la hierba, durmiendo endistintas posiciones. El uno tenía un saco por al-mohada, el otro su gorra, el de más allá apoyadosobre el costado de su compañero. Todos llevaban

un sable en su cintura, un mosquete, una pipa demadera, un eslabón y punzones. Los pesados bue-yes estaban acostados con las piernas dobladas,formando grupos blanquizcos, y pareciendo delejos gruesas piedras inmóviles esparcidas en la lla-

nura; por todas partes sentíanse los sordos ron-quidos de los dormidos soldados, a los cualescontestaban con relinchos sonoros los caballos in-comodados por sus trabas.

Sin embargo, una claridad solemne y lúgubreaumentaba la belleza de esta noche de julio; era elreflejo del incendio de los pueblos del contorno.

 Aquí, la llama se extendía ancha y tranquila ilumi-

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nando la atmósfera allá, encontrando escaso com-

bustible, se elevaba en delgados torbellinos hastalas estrellas. Desprendíanse trozos inflamados parair a parar y apagarse lejos del incendio. Por estelado, veíase un monasterio con las paredes enne-grecidas por el fuego, sombrío y grave como unmonje velado con su capuchón mostrando a cadareflejo su lúgubre grandeza; por el otro, ardía elgran jardín del convento; creíase oír el silbido delos árboles que retorcía la llama, y cuando del senode la espesa humareda salía un rayo luminoso,alumbraba con su luz violácea infinidad de ciruelas

maduras, y cambiaba en frutas de oro las peras quemostraban su color amarillo a través del sombríofollaje. A cualquier parte donde se dirigía la mirada,

 veíase, pendiente de las almenas o de las ramas,algún monje o algún desventurado judío cuyo

cuerpo se consumía con todo lo demás. Multitudde aves agitábanse delante de aquella inmensa ho-guera, y de lejos asemejábanse a otras tantas cru-cecitas negras. La ciudad dormía, desprovista dedefensores. Las agujas de los templos, los techosde las casas, las almenas de los muros y las puntasde las empalizadas se inflamaban silenciosamentecon el reflejo de los lejanos incendios.

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 Andrés recorría las filas de los cosacos; las ho-

gueras, en torno de las cuales se sentaban los cen-tinelas, sólo arrojaban una claridad mortecina, y losmismos centinelas se dejaban vencer por el sueño,después de haber satisfecho hasta la saciedad suapetito cosaco. El joven se admiró de semejanteabandono, pensando que era una fortuna el queno hubiese enemigos por aquellos contornos. Porfin, acercóse él mismo a uno de los carros, trepóencima, y se acostó con la cara al aire, juntandosus manos encima la cabeza; pero no pudo conci-liar el sueño y permaneció largo tiempo mirando el

cielo. El aire era puro y transparente; las estrellasque forman la vía láctea brillaban con una luz blan-ca y confusa. Andrés se adormecía por momentos,y el primer velo del sueño ocultábale la vista delcielo, que volvía a aparecer de nuevo. De repente

parecióle que una figura extraña se dibujaba rápi-damente delante de él. Creyendo que era una ima-gen creada por el sueño y que iba a desvanecerse,abrió más los ojos y vio en efecto una figura páliday extenuada, que se inclinaba hacia él y le mirabaatentamente. Cabellos largos y negros como elcarbón se escapaban en desorden de un velosombrío echado negligentemente sobre la cabeza,

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y el brillo singular de sus pupilas, el tinte cadavérico

del semblante podían hacerle creer en una apari-ción. Andrés tomó con precipitación su mosquete,y exclamó con alterada voz:

-¿Quién eres tú? Si eres un espíritu maligno de-saparece. Si eres un ser viviente, has escogido malaocasión para reír, pues voy a matarte.

Por toda contestación, la aparición se puso eldedo en los labios pareciendo implorar silencio.

 Andrés dejó su mosquete, y se puso a mirarla conmás atención. Sus largos cabellos, su cuello y supecho medio desnudos, le revelaron que era una

mujer. Pero no era polaca; su rostro demacradotenía un tinte aceitunado, los anchos pómulos desus mejillas le salían extremadamente, y los párpa-dos de sus estrechos ojos se levantaban en los án-gulos exteriores. Cuanto más contemplaba las

facciones de esa mujer, más encontraba en ellas elrecuerdo de un semblante conocido.-Dime, ¿quién eres? -exclamó por fin- me pa-

rece que te he visto en alguna parte.-Sí, hace dos años, en Kiev.-¡En Kiev, hace dos años! -repitió Andrés re-

pasando en su memoria todo lo que le recordabasu vida de estudiante.

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Miróla otra vez con profunda atención, ex-

clamando de repente:-¡Tú eres la tártara, la criada de la hija del vaivo- 

da !-¡Chist! -dijo ella, cruzando sus manos con su-

plicante angustia, temblando de miedo y mirandoa todos lados por si el grito de Andrés había des-pertado a alguien.

-Contesta: ¿cómo y por qué estás aquí? -decíael joven con voz baja y entrecortada. ¿En dóndese halla la señorita? ¿vive?

-Está en la ciudad.

-¡En la ciudad! -dijo Andrés ahogando con di-ficultad un grito de sorpresa y sintiendo que todasu sangre refluía al corazón. ¿Por qué se encuentraallí?

-Porque también está en la ciudad el anciano

señor. Hace un año y medio que le hicieron vaivoda de Doubno.-¿Se ha casado la señorita?... Pero habla, habla

pues.-Dos días hace que no ha comido nada.-¡Cómo!...

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-No hay ya un pedazo de pan en la ciudad.

Hace una porción de días que los habitantes nocomen más que tierra. Andrés quedó petrificado.-La señorita te ha visto desde el parapeto con

los otros zaporogos, y me ha dicho: «Anda, di alcaballero, si se acuerda de mí, que venga a encon-trarme; si no, que te dé al menos un pedazo depan para mi anciana madre, pues no quiero verlamorir. Suplícaselo, abraza sus rodillas; él tiene tam-bién una anciana madre; que te dé pan por amor aella.»

Multitud de sentimientos diversos se desper-taron en el corazón del joven cosaco.

-Pero, ¿cómo has podido venir hasta aquí?-Por un camino subterráneo.-¿Hay, pues, un camino subterráneo?

-Sí.-¿En dónde?-¿No nos harás traición, caballero?-No, lo juro por la santa cruz.-Después de bajar la torrentera y atravesar el

riachuelo, allí donde crecen juncos.-¿Y este camino va a parar a la ciudad?-Directamente al monasterio.

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-Vamos, vamos enseguida.

-Pero, en nombre de Cristo y de su santa ma-dre, un pedazo de pan.-Bien, te lo traeré. Quédate cerca del carro, o

mejor, acuéstate encima. Nadie te verá, todosduermen. Vuelvo enseguida.

 Y se dirigió hacia los carros de las provisionesde su kouren. El corazón le palpitaba con violencia.

 Todo su pasado, todo cuanto había borrado suruda y guerrera vida de cosaco volvía a nacer derepente, y lo presente se desvanecía a su vez. En-tonces apareció de nuevo ante sus ojos una ima-

gen de mujer con sus hermosos brazos, su bocarisueña y sus magníficas trenzas de cabellos. No,esta imagen no había desaparecido nunca comple-tamente de su alma; y aunque había dejado lugarpara otras ideas más varoniles, frecuentemente

turbaba todavía el sueño del joven cosaco. Andrés andaba, y los latidos de su corazóneran cada vez más fuertes a la idea de que bienpronto volvería a verla, y sus rodillas temblaban.Cuando hubo llegado cerca de los carros, olvidó elobjeto que le había llevado allí, y se pasó la manopor la frente procurando recordarlo. De repente seestremeció a la idea de que ella moría de hambre.

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 Apoderóse de varios panes negros, pero la refle-

xión le recordó que este alimento, excelente paraun zaporogo, sería para la joven demasiado grose-ro. Entonces recordó que, en la víspera, el kochevoi 

riñó a los cocineros del ejército por haber emplea-do para hacer papas toda la harina negra que que-daba, y que debía durar tres días. Seguro, pues, deencontrar papas preparadas en las grandes calde-ras, Andrés tomó una pequeña cacerola de viajeque pertenecía a su padre, y fue en busca del coci-nero de su kouren   que dormía tendido entre dosmarmitas debajo de las cuales humeaba todavía la

ceniza caliente. Con gran sorpresa, las encontró vacías una y otra. Para comer todas aquellas papasera preciso haber empleado fuerzas sobrehumanas,pues su kouren   contaba menos hombres que losotros. Prosiguió la inspección de las otras marmi-

tas, y no encontró nada en ninguna parte. Invo-luntariamente recordó el proverbio: «Loszaporogos son como los niños; cuando hay poco,se contentan, pero si hay mucho, no dejan nada»¿Qué hacer? Había en el carro de su padre un sacode panes blancos que habían saqueado en un mo-nasterio. Acercóse al carro, pero el saco había de-saparecido. Eustaquio se lo había puesto por

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cabecera y roncaba tendido en el suelo. Andrés

agarró el saco con una mano y lo levantó brusca-mente; la cabeza de su hermano dio contra el sue-lo, y él mismo se levantó medio despierto,exclamando sin abrir los ojos.

-¡Detengan, detengan al polaco del diablo!, al-cancen su caballo.

-Calla o te mato -exclamó Andrés sobresaltadoamenazándole con el saco.

Pero Eustaquio había enmudecido ya; volvió acaer al suelo, y se puso a roncar hasta el extremode mover la hierba que rozaba su semblante. An-

drés echó una mirada de terror por todos lados.Reinaba absoluta tranquilidad; únicamente en elkouren vecino se había levantado una cabeza con elpelo flotante; pero después de echar vagas mira-das, volvió a tumbarse en el suelo. Al cabo de un

rato de espera se alejó llevándose su botín. La tár-tara estaba tendida respirando apenas.-Levántate -le dijo- todo el mundo duerme,

nada temas. ¿Podrás levantar uno de esos panes,si yo no pudiese llevarlos todos?

Cargóse el saco a cuestas, tomó otro lleno demijo, que tomó de otro carro, agarró con sus ma-nos los panes que había querido dar a la tártara, y,

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encorvado bajo su peso, pasó intrépidamente a

través de las filas de los dormidos zaporogos.-¡Andrés! -dijo el anciano Bulba en el mo-mento que su hijo pasaba por delante de él.

El corazón del joven se heló. Detúvose, y,temblando de pies a cabeza, respondió en vozbaja:

-¡Y bien! ¿Qué?-Tienes una mujer en tu compañía, y te ase-

guro que mañana te daré una soberana paliza. Lasmujeres no te traerán nada bueno.

 Dicho esto, levantó la cabeza sobre su mano,

y se puso a contemplar atentamente a la tártaraque iba envuelta en su velo.

El joven permanecía inmóvil, más muerto que vivo, sin atreverse a mirar de frente a su padre.Cuando por fin se decidió a levantar los ojos, notó

que Bulba se había dormido con la cabeza sobre lamano. Andrés se santiguó; su terror se disipó más

pronto de lo que había venido. Al volverse paradirigirse a la tártara, viola delante de él, inmóvilcomo una sombría estatua de granito, perdida ensu velo, y el reflejo de un lejano incendio iluminóde repente sus ojos, extraviados como los de un

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moribundo. Sacudióla por la manga, y los dos se

alejaron mirando frecuentemente detrás de sí. Ba-jaron a una torrentera, en el fondo de la cual searrastraba perezosamente un cenagoso arroyo cu-bierto de juncos que crecían sobre algunos terro-nes de tierra. Una vez en el fondo de la torrentera,la llanura con el tabor  de los zaporogos desaparecióde su vista; y Andrés al volverse, sólo vio una cues-ta escarpada, en cuya cúspide se balanceaban algu-nas hierbas, secas y finas, y por encima brillaba laluna semejante a una dorada hoz. Una ligera brisa,soplando de la estepa, anunciaba la proximidad del

nuevo día. Pero el canto del gallo no se oía en nin-guna parte; hacía mucho tiempo que no se le habíaoído, ni en la ciudad, ni en los devastados alrede-dores. Pasaron una palanca colocada sobre el arro-yo, y a su frente se levantó la otra orilla, más alta

aún y más escarpada. Este paraje era consideradocomo el sitio mejor fortificado de todo el recintonatural, pues el parapeto de tierra que le coronabaera más bajo que en otras partes, y no se veían enél centinelas. Un poco más allá se elevaban las es-pesas murallas del convento. Espesos matorralescubrían la cuesta que tenían delante de ellos; entreesta cuesta y el arroyo se extendía un pequeño te-

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rraplén en el cual crecían juncos de la altura de un

hombre. La tártara quitóse sus zapatos, y adelan-tóse con precaución levantando su vestido, porqueel suelo movedizo estaba impregnado de agua.Después de conducir a duras penas a Andrés através de los juncos, detúvose delante de unenorme montón de ramas secas; apartadas éstas,descubrieron una especie de bóveda subterráneacuya abertura no era más grande que la boca de unhorno. La tártara penetró primero en ella con lacabeza baja, el joven la siguió encorvándose todolo posible para pasar sus sacos y sus panes, y pron-

to se encontraron los dos en medio de una obscu-ridad absoluta.

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VI

Precedido de la tártara, y encorvado bajo sussacos de provisiones, Andrés avanzaba peno-samente en el estrecho y sombrío subterráneo.

-Pronto podremos ver -le dijo su conductora-pues nos acercamos al sitio en donde he dejadomi luz.

En efecto, las negras paredes del subterráneoempezaban a iluminarse poco a poco. Los dos ex-

pedicionarias llegaron a una pequeña plataformaque parecía ser una capilla, pues en las paredes es-taba arrimada una mesa en forma de altar, encimade la cual había una antigua imagen ennegrecidade la Virgen. Una lamparita de plata, suspendidadelante de esta imagen, la iluminaba con su pálidaluz. La tártara se agachó, tomó del suelo su cande-lero de cobre cuya caña larga y delgada estaba ro-

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deada, de cadenillas de las cuales pendían espabila-

deras, un apagador y un punzón, y encendió la vela en la luz de la lámpara. Ambos prosiguieron sucamino, ora iluminados por una viva luz, ora en-

 vueltos en una sombría obscuridad, como los per-sonajes de un cuadro de Gérard delle notti.  Elsemblante del joven cosaco, en el que brillaba lasalud y la fuerza, formaba un sorprendente con-traste con el de la tártara, pálido y extenuado. Elpasaje empezó a ser más ancho y más alto, demodo que Andrés pudo levantar la cabeza y exa-minar atentamente las paredes de tierra del pasaje

por donde caminaban. Lo mismo que en los sub-terráneos de Kiev, veíanse hoyos llenos los unosde ataúdes, los otros de huesos esparcidos que lahumedad había reblandecido como una pasta. Allíyacían también santos anacoretas que huyeron del

mundo y sus seducciones. Tan grande era la hu-medad en ciertos parajes, que andaban sobre agua. A menudo tenía Andrés que detenerse para quedescansase su compañera cuya fatiga era cada vezmayor. Un pedazo de pan que había devorado lecausaba un vivo dolor de estómago, desacostum-brado ya a todo alimento, y con frecuencia se de-tenía sin poder avanzar un paso más. Por fin,

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Delante de uno de los altares, en el que ardían

infinidad de cirios, estaba un sacerdote arrodillado,orando en voz baja, y a ambos lados tenía, tam-bién arrodillados, dos jóvenes diáconos con casu-llas color de violeta adornadas de encaje blanco, y con incensarios en la mano. Pedían un milagro, lasalvación de la ciudad, fortaleza para los ánimosdecaídos, el don de la paciencia, la fuga del espíritutentador que les hacía murmurar, que les inspirabaideas tímidas y cobardes. Algunas devotas seme-jantes a espectros, estaban asimismo de rodillas,apoyadas sus frentes sobre el respaldo de los ban-

cos de madera y sobre los reclinatorios. Algunoshombres permanecían apoyados contra los pilares,en un triste y desalentado silencio. La alta ventanade cristales pintados que coronaba el altar se ilumi-nó de repente con los rosados colores del alba na-

ciente, y los dibujos encarnados, azules y de todoslos colores, se diseñaron sobre el sombrío pavi-mento de la iglesia. Todo el coro quedó inundadode luz, y el humo del incienso, inmóvil en el aire, sepintó de todos los colores del iris. Desde su obscu-ro rincón, Andrés contemplaba admirado el mila-gro, verificado por la luz. En este instante, elsolemne sonido del órgano repercutió por todo el

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templo 28, y aumentando cada vez más, estalló co-

mo un trueno, subiendo luego bajo las naves ensonidos argentinos, como voces infantiles; luegorepitió su sonido sonoro y se calló bruscamente.Largo tiempo después, las vibraciones hicierontemblar las arcadas, y Andrés permanecía lleno dela admiración que le causaba esta música solemne,cuando sintió que alguien le tiraba de su caftán.

-Ya es tiempo -dijo la tártara.Los dos atravesaron la iglesia sin ser vistos, y 

salieron a una gran plaza. El cielo estaba enrojecidocon los colores de la aurora, y todo anunciaba la

salida del sol. La plaza, que era cuadrada, estabacompletamente desierta. En el centro de ella esta-ban colocadas algunas mesas de madera, indican-do haber estado allí el mercado de los comestibles.El suelo, sin empedrar, estaba cubierto por una es-

pesa capa de lodo seco, y toda la plaza estaba, ro-deada de casitas edificadas con ladrillos y arcilla,cuyas paredes sostenían vigas cruzadas. Sus pun-tiagudos techos tenían infinidad de lumbreras. Enuno de los lados de la plaza, cerca de la iglesia, ele-

 vábase un edificio que se diferenciaba de los otros,

 28 En las iglesias del rito griego no hay órganos; para un cosaco esto era unacosa nueva.

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joven cosaco, movido a compasión, le arrojó un

pan, que el otro se puso a devorar ansiosamente; y en la misma plaza expiró este hombre entre horri-bles convulsiones. Casi a cada paso encontraba

 víctimas del hambre. A la puerta de una casa esta-ba sentada una anciana, no pudiéndose decir siestaba muerta o viva, pues permanecía inmóvil y con la cabeza inclinada sobre su seno. Del techode una casa vecina pendía del extremo de unacuerda el cadáver, largo y flaco de un hombre que,no habiendo podido sobrellevar hasta el fin sussufrimientos, se había ahorcado. A la vista de to-

dos estos horrores, el joven cosaco no pudo me-nos de preguntar a la tártara:

-¿Pero es posible que en tan corto espacio detiempo, no hayan encontrado todas esas gentesnada para sostener su vida? En tales extremos el

hombre puede alimentarse de substancias que laley prohibe.-Todo se ha comido -respondió la tártara- to-

dos los animales; no se encuentra ya un caballo, niun perro, ni un ratón en toda la ciudad. Nuncahabíamos hecho provisión de comestibles, puestodo lo traían del campo.

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 Andrés y la tártara encontraron un caballero cu-

bierto con una rica armadura y con un libro deoraciones en la mano; levantó lentamente sus pe-sados párpados; pero, a una palabra de la tártara,los volvió a dejar caer sobre las páginas de su libro.

 Andrés y su guía entraron en una espaciosasala que parecía destinada para las recepciones, lacual estaba llena de soldados, coperos, cazadores y criados de toda especie que cada noble polacocreía necesarios a su categoría. Todos estaban sen-tados y silenciosos. Sentíase el olor de un cirio queacababa de apagarse, y se veían arder otros dos

colocados en candeleros de la altura de un hom-bre, a pesar de que hacía largo rato que la claridaddel día penetraba por la ancha ventana enrejada.

 Andrés iba a adelantarse hacia una gran puerta deencina, adornada con escudos y cinceladuras; pero

la tártara le detuvo, y le mostró una puertecitapracticada en el muro del lado. Entraron en un co-rredor, y luego en un aposento que Andrés exami-nó con atención. El débil rayo de luz que se filtrabapor una rendija del ventanillo pintaba una línea lu-minosa en una cortina de seda encarnada, en unacornisa dorada y en un marco de cuadro. La tárta-ra dijo al joven que se quedase en aquella estancia,

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abriendo en seguida la puerta de otra pieza en

donde había luz artificial. Andrés oyó el débil cu-chicheo de una voz que le hizo estremecer. En elmomento de abrirse la puerta distinguió la esbeltafigura de una joven. La tártara volvió enseguida,diciéndole que entrase. Cuando pasó el umbral dela puerta, ésta se volvió a cerrar tras él. En el apo-sento ardían dos cirios, y una lámpara delante deuna santa imagen, a cuyos pies, según costumbrecatólica, había un reclinatorio. Pero no era eso loque el joven buscaba: volvió, pues, la cabeza a otrolado, y vio a una mujer que parecía haberse dete-

nido al hacer un movimiento rápido: la joven seprecipitaba hacia él, pero se quedó inmóvil; hastaél mismo permaneció clavado en su sitio. Esa jo-

 ven no era la que él creía volver a ver, la que habíaconocido: era mucho más hermosa. En otro tiem-

po había en ella algo incompleto, no acabado: aho-ra parecíase a la creación de un artista que acabarade recibir la última mano; en otro tiempo era unajovencita delgada, ahora era ya una mujer, y en to-do el esplendor de su belleza. Sus ojos levantadosno expresaban ya un simple bosquejo del senti-miento, sino el sentimiento completo. No habien-do tenido tiempo para enjugar su llanto, las

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lágrimas daban a sus mejillas un barniz brillante. Su

cuello, espaldas y garganta habían llegado a los verdaderos límites de la hermosura en todo su de-sarrollo. Una parte de sus espesas trenzas estabansujetas a la cabeza por un peine y las otras caían enlargas ondulaciones sobre sus espaldas y brazos. Suextrema palidez no alteraba su belleza, antes alcontrario, le comunicaba un encanto irresistible.

 Andrés sentía como un terror religioso, mante-niéndose en su inmovilidad ella quedó tambiénsorprendida al aspecto del joven cosaco que sepresentaba con todas las ventajas de su varonil be-

lleza. La firmeza brillaba en sus ojos cubiertos poraterciopeladas cejas, y la salud y la frescura en sustostadas mejillas; su negro bigote relucía como laseda.

-Yo no puedo darte las gracias, generoso caba-

llero -dijo la joven con trémula voz. Dios sólo pue-de recompensarte.Bajó los ojos que cubrieron sus blancos párpa-

dos guarnecidos de largas y sombrías pestañas; sucabeza se inclinó, y un ligero rubor coloreó la parteinferior de su semblante. Andrés no sabía qué con-testarle; hubiera querido expresarle cuanto su almasentía, y expresárselo con el mismo fuego con que

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La joven, tranquilizada con esto, tomó el pan y 

lo llevó a sus labios. Andrés la contemplaba coninexplicable alegría romper el pan y comérselo conavidez, cuando de repente recordó aquel loco fu-rioso a quien había visto morir por haber devora-do un pedazo de pan. Palideció, y agarrándola porel brazo:

-Basta -le dijo- no comas más. Hace tantotiempo que no has tomado alimento que el pan teharía mal.

La joven dejó enseguida caer su brazo, y vol- viendo a poner el pan en el plato, miró a Andrés

como lo hubiera hecho un niño dócil.-¡Oh, soberana mía! -exclamó Andrés con

transporte- manda lo que quieras; pídeme la cosamás imposible del mundo, y te obedeceré; dimeque haga lo que no haría ningún hombre, y lo haré

me perdería por ti: te juro por la santa cruz, queme es imposible decirte cuan dulce sería eso paramí. Poseo tres pueblos; me pertenece la mitad delos caballos de mi padre; todo lo que mi madre leha dado en dote y todo lo que ella le oculta es mío;ningún cosaco tiene armas semejantes a las mías;por un solo sablazo se me da una caballada y tresmil carneros; ¡pues bien! ¡Todo eso lo abandonaré,

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lo quemaré, aventaré sus cenizas por una sola pa-

labra tuya, por un solo movimiento de tus cejasnegras! Tal vez lo que digo no son más que locurasy necedades; sé perfectamente que yo, que he pa-sado la vida en la setch, no puedo hablar como sehabla en los palacios de los reyes, príncipes y no-bles señores. Veo que eres una criatura de Diosmuy diferente de nosotros, y que aventajas en mu-cho a las otras mujeres de la nobleza.

Con creciente sorpresa, sin perder una sola pa-labra, pues prestaba toda su atención, la joven es-cuchó ese discurso lleno de franqueza y de calor,

en el que se descubría una alma joven y fuerte. In-clinó hacia delante su hermoso rostro y quiso ha-blar; pero se detuvo bruscamente, pensando queaquel joven pertenecía a otro partido, y que su pa-dre, sus hermanos y sus compañeros eran sus mas

acérrimos enemigos; y que los terribles zaporogostenían bloqueada por todos lados la ciudad y con-denados sus habitantes a una muerte segura. Susojos se llenaron de lágrimas. Tomó un pañuelobordado en seda, y, cubriéndose el rostro paraocultar su dolor, sentóse en una silla, en dondepermaneció largo rato inmóvil, con la cabeza incli-nada hacia atrás, y mordiéndose el labio inferior

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con sus dientes de marfil, como si hubiese sentido

la picadura de alguna bestia venenosa.-Dime una sola palabra -prosiguió Andrés, to-mando su mano suave como la seda; pero ellaguardaba silencio, sin descubrir su semblante, y permanecía inmóvil. ¿Por qué tanta tristeza?

La joven quitóse el pañuelo de los ojos, apartólos cabellos que cubrían su semblante, y con vozdébil, semejante al triste y ligero ruido de los jun-cos agitados por el viento de la tarde, balbuceó:

-¿No soy digna de eterna compasión? Mi ma-dre, ¿no es desgraciada? ¿No es mi suerte bien

amarga? ¡Oh destino mío! ¿No eres mi verdugo? Tú has conocido a mis plantas a los nobles másdignos, a los más ricos caballeros, condes y baro-nes extranjeros, y a toda la flor de nuestra nobleza.La mayor felicidad para todos ellos hubiese sido

mi amor; no tenía que hacer más que escoger paraque el más hermoso, el más noble fuese mi esposo.¡Oh destino cruel! Por ninguno de ellos has hecholatir mi corazón; pero has hecho que ese débil co-razón palpite por un extranjero, por un enemigo,desdeñando a los mejores caballeros de mi patria.¿Qué delito he cometido para que me persigas ¡ohsanta Madre de Dios! tan inhumanamente? Mis

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días se deslizaban en la abundancia y la riqueza.

Los más delicados manjares, los vinos más precio-sos servían para mi cotidiano alimento. ¿Y paraqué? Para hacerme morir de una muerte horrible,como no muere ningún mendigo del reino; y espoco verme condenada a tan impía suerte, es po-co verme obligada a presenciar, antes de mi pro-pio fin, en medio de mil horrorosos sufrimientos,la agonía de mi padre y de mi madre, por quieneshubiera dado cien veces la vida; es poco todo eso:es preciso que antes que la muerte ponga términoa mi existencia, que la vuelva a ver, que la oiga, que

sus palabras me desgarren el corazón, que aumentela amargura de mi suerte, que me sea aún más pe-noso abandonar mi existencia, tan joven aún, quemi muerte sea más espantosa, y que al morir lesllene aún más de reproches, a ti, mi cruel destino, y 

a ti (perdona mi pecado) ¡oh santa Madre deDios!Cuando calló, en su semblante, en su frente

tristemente inclinada y en sus mejillas humedecidaspor las lágrimas se pintaba una expresión de dolory de abatimiento.

-No, no se dirá -exclamó Andrés- que la másbella y mejor de las mujeres tenga que sufrir una

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tan lastimosa suerte, cuando ha nacido para que

todo lo que hay en el mundo de más elevado seincline ante ella como ante una santa imagen. ¡No,no morirás; juro por mi nacimiento y por cuantoamo que no morirás! Pero si nada puede salvarte,ni la fuerza, ni el valor, ni las súplicas; si nada puedeconjurar tu desventurada suerte, moriremos jun-tos, y moriré antes que tú, en tu presencia, y tansólo después de muertos nos podrán separar.

-No te engañes, caballero, ni me engañes -contestó ella meneando lentamente la cabeza. Séperfectamente que no te es posible amarme, pues

conozco tu deber. Tienes padre, amigos y una pa-tria que te llaman, y nosotros somos tus enemigos.

-¿Qué me importan mis amigos, mi patria y mipadre? -prosiguió el joven cosaco levantando conaltivez su frente e irguiendo su figura alta y esbelta

como un junco del Dnieper. Yo no tengo a nadie,a nadie, a nadie -repitió obstinadamente, haciendoun gesto con el cual un cosaco expresa un partidotomado y una voluntad irrevocable. ¿Quién me hadicho que la Ukrania es mi patria? ¿Quién me la hadado por patria? La patria es lo que nuestra almadesea y adora, lo que amamos más que todo; mipatria eres tú; y esa patria no la abandonaré mien-

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tras viva, la llevaré en mi corazón. ¡Que vengan a

arrancármela!La joven permaneció inmóvil un instante, mi-róle fijamente en los ojos, y de repente, con esaimpetuosidad de que es capaz una mujer que sólo

 vive por los impulsos del corazón, se precipitó ha-cia él, le estrechó en sus brazos y se puso a sollo-zar. En este momento resonaron en la calle gritosconfusos y ruido de trompetas y timbales. Pero

 Andrés no los oía; sólo sentía la tibia respiraciónde su amada que le acariciaba la mejilla, sus lágri-mas que le bañaban el semblante, sus largos cabe-

llos que le envolvían la cabeza como una redecillasedosa y odorífera.

De repente entró la tártara en el aposento lan-zando gritos de alegría.

-Estarnos salvados -decía fuera de sí- los nues-

tros han entrado en la ciudad, y traen abundantes víveres y zaporogos prisioneros.Pero ninguno de los dos jóvenes prestó aten-

ción a lo que ella decía. En el delirio de su pasión,el cosaco aplicó sus labios en la boca que rozara sumejilla, y esta boca no dejó de responder.

 Y el cosaco quedó perdido, perdido para todala caballería cosaca. Jamás sus ojos volverán a ver la

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setch , ni los villorrios de su padre, ni el templo de su

Dios; y la Ukrania no volverá a ver tampoco unode sus más valerosos hijos. ¡El viejo Taras Bulba searrancará un puñado de sus cabellos grises, y mal-decirá el día y la hora en que, para su propia afren-ta, dio la vida a semejante hijo!

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VII

 Todo era ruido y movimiento en la labor de loszaporogos; nadie podía explicarse exactamentecómo había entrado en la ciudad un destacamentode guardias reales; sólo más tarde se supo que to-

do el kouren  de Péreiaslav, colocado delante de unade las puertas de la ciudad, se había embriagadocompletamente; no era, pues, de extrañar que lamitad de los cosacos que lo componían hubiesesido muerta y la otra mitad prisionera, sin tener

tiempo de defenderse. Antes que los koureni  inme-diatos, despertados por el ruido, pudiesen tomarlas armas, los guardias reales entraban ya en la ciu-dad, y sus últimas filas sostenían el fuego contralos zaporogos mal despiertos que se arrojaban so-bre ellos en desorden. El kochevoi   hizo reunir elejército, y una vez formados los soldados en cír-

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sobre mano, y aburriéndonos delante de la ciudad.

No estábamos en cuaresma ni teníamos que guar-dar ninguna abstinencia ordenada por la Iglesia.¿Cómo quieres, pues, que el hombre no bebacuando nada tiene que hacer? En eso no hay pe-cado. Pero ahora vamos a enseñarles lo que cuestaatacar a gentes inofensivas. Antes les derrotamoscompletamente, y ahora vamos a hacerlo de modoque no quede uno vivo.

El discurso del ataman gustó a los cosacos, loscuales levantaron sus cabezas, y muchos de elloshicieron un signo de satisfacción, diciendo:

-Koukoubenko ha hablado bien. Y Taras Bulba, que se hallaba no lejos del koche- 

voi , añadió:-Parece, kochevoi , que Koukoubenko ha dicho la

 verdad. ¿Qué contestarás a eso?

-¿Qué contestaré? contestaré: ¡Dichoso el pa-dre que ha dado el ser a semejante hijo! El deciruna palabra de reprensión no prueba gran sabidu-ría; pero la prueba una frase que, sin hacer burla dela desventura del hombre, le reanima, le devuelve el

 valor, como las espuelas se lo devuelven al caballoque abrevando, ha perdido el calor. Yo quería

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también enseguida dirigiros una palabra consola-

dora, pero Koukoubenko se me ha anticipado.-¡El kochevoi   ha hablado bien! -exclamaron enlas filas de los zaporogos.

-Es un buen orador -decían otros.-Y hasta los más ancianos, que estaban allí co-

mo palomos grises, hicieron con sus bigotes unamueca de satisfacción, diciendo:

-Sí, es un buen orador.-Ahora, escúchenme, señores -prosiguió el ko- 

chevoi . Tomar una fortaleza escalando sus muros obien agujerearlos a la manera de los ratones, como

hacen los pícaros alemanes (¡qué hasta sueñan conel demonio!), es indecente e impropio de los cosa-cos. No creo que el enemigo haya entrado en laciudad con grandes vituallas, pues llevaba pocoscarros. Los habitantes de la ciudad están ham-

brientos, lo que quiere decir que se lo comerán to-do de una vez; y respecto al forraje para loscaballos, a fe mía que no sé de dónde lo sacarán, amenos que alguno de sus santos se lo eche desdeel cielo... cosa que sólo Dios lo sabe, pues sus sa-cerdotes no sirven más que para hablar. Por estarazón o por otra concluirán por salir de la ciudad.Divídase, pues, el ejército en tres cuerpos, y que se

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sitúen delante de las tres puertas: cinco koureni al

frente de la principal, y tres al frente de cada unade las otras dos; pónganse en emboscada el kouren de Diadnio y el de Korsoun, como también el pol- 

kovnik  Taras Bulba, con todo su polk. Los koureni 

de Titareff y de Tounnocheff, formarán la reservaal lado derecho; los de Tcherbinoff y de Steblikiv,al izquierdo. Y ustedes los jóvenes que se encuen-tran con ánimo para insultar y para excitar al ene-migo, salgan de las filas. Los polacos tienen muy poco seso; no saben soportar las injurias, y tal vezhoy mismo saldrán de la ciudad. Que cada ataman 

pase revista a su kouren, y si nota que no estácompleto, que tome gente de los restos del de Pé-reiaslav. Inspecciónenlo todo detenidamente; dena cada cosaco un vaso de vino y un pan. Pero creoque estarán bastante satisfechos de lo que comie-

ron ayer, pues, a decir verdad, es tanto lo que hanengullido esta noche, que, si me asombro, es deque no hayan reventado todos. Otra cosa mando:si algún tabernero judío se atreve a vender un vasode vino ¡uno sólo! a ningún cosaco, le haré clavaren la frente una oreja de puerco, y le haré colgarcabeza abajo. ¡A la obra, hermanos! ¡A la obra!

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En esta forma distribuyó sus órdenes el ko- 

chevoi.  Todos le saludaron inclinándose pro-fundamente, y, tomando el camino de sus carro-matos, sólo se encasquetaron sus gorros al llegar auna considerable distancia. Empezaron todos aequiparse, a probar sus lanzas y sus sables, a llenarsus frascos de pólvora, a preparar sus carromatos y a escoger sus cabalgaduras.

 Al dirigirse a su campamento, Taras se puso apensar, sin acertar, como es natural, sobre que ha-bría sido de Andrés. ¿Le habían preso y agarrota-do durante su sueño con los otros? Pero no,

 Andrés no era hombre para rendirse vivo; y, sinembargo, no se le había encontrado entre losmuertos. Completamente entregado a sus refle-xiones, Taras caminaba delante de su polk,  sin oírque hacía largo rato se le llamaba por su nombre.

 -¿Quién me llama? -dijo por fin saliendo de sumeditación.Delante de él estaba el judío Yankel.-Señor polkovnik , señor polkovnik   -decía con

 voz breve y entrecortada, como si hubiese queridohacerle participe de una noticia importante- he es-tado en la ciudad, señor polkovnik .

 Taras miró al judío con sorpresa.

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-¿Quién diablos te ha conducido allá?

-Voy a contárselo -dijo Yankel. Cuando a la sa-lida del sol oí ruido y vi que los cosacos tiraban,tomé mi caftán, y, sin ponérmelo, eché a correr;pero en el camino me lo puse; como iba diciendo,eché a correr pues quería saber por mí mismo lacausa de aquel ruido, y por qué los cosacos tirabantan temprano. Llegué a las puertas de la ciudad enel momento de entrar en ella la retaguardia delconvoy. Miré, y ¿a quien dirá que vi? al oficial Ga-landowitch, a quien conozco, pues hace tres añosque me debe cien ducados. Le seguí para reclamar

mi crédito, y he ahí cómo he entrado en la ciudad.-¡Y qué! ¿Has entrado en la ciudad, y querías

aún hacerle pagar su deuda? ¿Cómo, pues, no teha hecho ahorcar como un perro?

-En efecto, quería hacerme colgar; sus gentes

me habían ya rodeado la cuerda al cuello, pero mepuse a suplicar al oficial; díjele que esperaría el pagode su deuda tanto tiempo como él quisiera, y prometí prestarle más dinero si quería ayudarme areclamar lo que me deben otros caballeros; pues adecir verdad, el oficial Galandowitch no tiene unducado en el bolsillo, ni más ni menos que si fueracosaco, y eso que posee aldeas, casas, cuatro casti-

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llos y grandes estepas que se extienden hasta

Chklov. Y ahora, si los judíos de Breslau no le hu-biesen equipado, no hubiera podido ir a la guerra.Por esta causa tampoco ha podido comparecer enla dieta.

-¿Qué has hecho, pues, en la ciudad? ¿Has vis-to a los nuestros?

-¡Cómo no! Muchos hay allí de los nuestros:Itska, Rakhoum, Khaï valkh, el intendente...

-¡Que el diablo confunda a esos perros mal-ditos! -exclamó Taras colérico. Te hablo de nues-tros zaporogos y no de tu maldita raza de judíos.

-No he visto a nuestros zaporogos, pero sí he visto al señor Andrés.

-¿Has visto a Andrés? -dijo Bulba. ¡Y bien!¿Qué? ¿Cómo? ¿En dónde le has visto? ¿En unahoya, en una cárcel, atado, encadenado?

-¿Quién se hubiera atrevido a atar al señor An-drés? En este momento es uno de los más distin-guidos caballeros; casi no le hubiera conocido.Lleva brazales de oro, cinturón de oro, todo es oroen su persona; brilla, como cuando en la primaverael sol reluce sobre la hierba. Y el vaivoda  le ha dadosu mejor caballo, ¡un caballo que vale doscientosducados!

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Bulba quedó estupefacto.

-¿Y por qué viste una armadura que no le per-tenece?-Porque es mejor que la suya; por eso se la ha

puesto. Y ahora recorre las filas, y otros recorrenlas filas, y él enseña, y se le enseña, como si fuese elmás rico de los caballeros polacos.

-¿Quién le obliga a hacer todo eso?-No digo que se le haya obligado. ¿Ignora el

señor Taras que se ha pasado al otro partido porsu propia voluntad?

-¿Quién se ha pasado?

-El señor Andrés.-¿A dónde se ha pasado?-Al otro partido; ahora es de los suyos.-¡Mientes, oreja de marrano!-¿Cómo es posible que yo mienta? ¿Soy tan

tonto para mentir exponiendo mi propia cabeza?¿Ignoro acaso que un judío es ahorcado como unperro, si se atreve a mentir delante de un caballero?

-¿Es decir que, según tú, ha vendido su patria y su religión?

-Yo no he dicho que haya vendido nada, sinoque se ha pasado al otro partido.

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hijo era frágil por este lado. Taras permanecía in-

móvil, como clavado en su puesto.-Escuche, señor; yo lo contaré todo al noblecaballero -dijo el judío. Cuando oí el ruido de estamañana, cuando vi que se entraba en la ciudad,llevé conmigo, por lo que pudiese suceder, una sar-ta de perlas, pues hay señoritas en la ciudad, y sihay señoritas en la ciudad, me dije a mí mismo,comprarán mis perlas, aunque no tengan qué co-mer. Tan luego como me dejó libre la gente deloficial polaco, me dirigí corriendo a casa del vaivoda para vender mis perlas. Una criada tártara me lo ha

explicado todo, y me ha dicho que la boda se veri-ficará cuando sean arrojados de aquí los zaporo-gos. El señor Andrés ha prometido arrojar a loszaporogos.

-¿Y no has muerto en el acto a ese hijo del

diablo? -exclamó Bulba.-¿Por qué matarle? Se ha pasado volunta-riamente. ¿En dónde está la falta del hombre? Élse ha ido a donde se encontraba mejor.

-¿Y tú mismo le has visto?-Como le veo a usted ahora. ¡Qué soberbio

guerrero! Es más hermoso que todos los demo-

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nios. ¡Que Dios le conserve la salud! Me ha reco-

nocido al instante, al acercarme, me ha dicho...-¿Qué es lo que te ha dicho?-Me ha dicho... es decir, ha empezado por ha-

cerme una seña con los dedos, y luego me ha di-cho: «¡Yankel!» y yo le he contestado: «¡Señor

 Andrés!» y él repitió: «Yankel, di a mi padre, a mihermano, a los cosacos, a los zaporogos, que mipadre no es ya mi padre, que mi hermano no es yami hermano, que mis camaradas no son ya miscamaradas, y que quiero batirme contra ellos, con-tra todos ellos».

-¡Mientes, judas! -exclamó Taras fuera de sí-mientes, perro. Tú has crucificado a Cristo, hom-bre maldito de Dios; yo te mataré, Satanás. Vete,si no quieres quedar muerto enseguida.

 Al decir esto, Taras sacó su sable. Yankel, es-

pantado, echó a correr con toda la velocidad desus secas y largas piernas, y corrió largo tiempo, sin volver la cabeza, a través de los carros de los cosa-cos y después a campo traviesa, a pesar de que Ta-ras no le perseguía, reflexionando que era indignode él abandonarse a su cólera contra el desventu-rado judío.

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Bulba recordó entonces que en la noche pa-

sada había visto a su hijo atravesar el tabor   encompañía de una mujer. Inclinó su cabeza gris, y,sin embargo, no quería creer que se hubiese come-tido una acción tan infame, y que su propio hijohubiese podido vender su religión y su alma.

Por fin, llevó su polk  al sitio que se le había de-signado, detrás del único bosque que los cosacoshabían dejado sin quemar. Entre tanto, los zapo-rogos de a pie y de a caballo se ponían en marchaen dirección a las tres puertas de la ciudad. Los di-ferentes koureni  que componían el ejército desfila-

ban el uno detrás del otro. Sólo faltaba el kouren  dePéreiaslav; los cosacos que lo componían habíanbebido la noche precedente todo lo que debíanbeber en su vida, y por esta causa el uno habíadespertado atado en manos de los enemigos, el

otro había pasado dormido de la vida a la muerte,y su mismo ataman , Khlib, se encontró completa-mente desnudo en medio del campamento polaco.

En la ciudad notaron el movimiento de los co-sacos; todos sus habitantes corrieron a las mura-llas, y un cuadro animado se presentó a los ojos delos zaporogos. Los caballeros polacos, rivalizandomutuamente en ricos trajes, ocupaban la muralla.

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Sus cascos de cobre, adornados de plumas blancas

como las del cisne, y bañados por el sol, despedíanbrillantes resplandores; otros llevaban pequeñasgorras de color de rosa o azules, inclinadas hacia laoreja, y caftanes con mangas, flotantes, bordadosde oro y de seda. Sus armas, que compraban aprecios muy subidos, estaban, como todo su traje,cargados de caprichosos adornos. El coronel de laciudad de Boudjak, con gorra encarnada y oro,destacábase, altivo, en primera fila; de estatura máselevada y más grueso que los otros, hallábase apri-sionado en su rico caftán. Más lejos, junto a una

puerta lateral, estaba de pie otro coronel, hombrede baja estatura y flaco. Sus vivaces ojillos lanzabanmiradas penetrantes bajo sus espesas cejas. Volvía-se con presteza designando los puestos con suafilada mano y dando órdenes; veíase que, a pesar

de su raquítico aspecto, era todo un militar. Juntoa él había un oficial largo y delicado, ornado su en-cendido rostro de poblados bigotes. Este señorera aficionado a los festines y al aguamiel es-pirituosa. A sus espaldas estaban agrupados unamultitud de hidalgüelos que se habían armado, losunos a costa suya y los otros a expensas de la Co-rona, o con ayuda del dinero de los judíos a los

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cuales habían empeñado cuanto contenían los cas-

tillejos de sus padres. Además, había una multitudde esos clientes parásitos que los senadores lleva-ban consigo para formar cortejo, que la víspera,robaban del buffet o de la mesa alguna copa deplata, y al día siguiente montaban en el pescantede los coches para servir de aurigas.

Las filas de los cosacos permanecían silenciosasdelante de las murallas; ninguno de ellos llevaba oroen sus vestidos; solamente se veían brillar los me-tales preciosos en algunos puñales, sables o en al-gunas culatas de los mosquetes. Los cosacos no

eran aficionados a vestirse ricamente para entraren batalla; sus caftanes y sus armaduras eran senci-llísimos, y en todos los escuadrones no se veíanmás que largas filas de gorras negras con la puntaroja.

Dos cosacos salieron de las filas de los za-porogos. El uno era muy joven, el otro tenía unpoco más de edad: ambos poseían, según su mo-do de decir, buenos dientes para morder, no so-lamente con palabras sino con obras. LlamábanseOkhrim Nach y Mikita Golokopitenko. DémidPopovitch les siguió; era éste un viejo cosaco quefrecuentaba hacia tiempo la setch , que había llegado

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hasta los muros de Andrinópolis, y que había su-

frido muchos contratiempos en su vida. Una vez,salvándose de un incendio, volvió a la setch   con lacabeza embreada, enteramente ennegrecida, y loscabellos quemados; pero después de esta aventuratuvo tiempo para rehacerse y engordó: sus largos y espesos cabellos rodeaban su oreja, y sus bigoteshabían vuelto a brotar negros y espesos. Popo-

 vitch tenía fama por su lengua bien afilada.-Todo el ejército de ustedes tiene joupans   rojos

-dijo- pero quisiera saber si el valor del ejército estambién rojo.

-Esperen -exclamó desde arriba el obeso coro-nel- voy a agarrotarles a todos. Ríndanse, esclavos,entreguen sus mosquetes y sus caballos. ¿Han vis-to cómo he agarrotado ya a los suyos? Que seconduzca a los prisioneros al parapeto.

 Y se condujo a los zaporogos maniatados a di-cho punto. Al frente de ellos marcaba su ataman 

Khlib, desnudo completamente, en el estado que lehabían preso, llevando la cabeza baja, avergonzadode su desnudez y de que hubiese sido sorprendidodurmiendo, como un perro.

-No te aflijas, Khlib, nosotros te libertaremos-gritáronle desde abajo los cosacos.

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-No te aflijas, amigo -añadió el ataman  Boroda-

ty- no es culpa tuya si te han pescado en cueros,eso puede suceder a cualquiera. Ellos son los des- vergonzados, que te exponen ignominiosamentesin haber cubierto, por decencia, tu desnudez.

-Parece que no son ustedes valientes sinocuando tienen que habérselas con gente dormida-dijo Golokopitenko mirando al parapeto.

-Esperen, esperen; nosotros les cortaremosesos mechones de pelo le respondieron desdearriba.

-Quisiera ver de qué modo nos lo cortarán

-decía Popovitch caracoleando delante de ellosmontado en su caballo; y luego añadió, mirando alos suyos: Pero tal vez los polacos dicen la verdadsi aquel gordinflón les conduce, no corren ningúnpeligro.

-¿Por qué crees tú que no corre ningún peligro?-preguntaron los cosacos, seguros an-ticipadamente de que Popovitch iba a soltar unchiste.

-Porque todo el ejército puede ocultarse detrásde él, y sería en extremo difícil alcanzar a algunocon la lanza más allá de su barriga.

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Los cosacos se echaron a reír, y largo tiempo

después muchos de ellos meneaban aún la cabeza,repitiendo:-¡Ese diablo de Popovitch! si le ocurre soltar un

chiste a alguno, entonces...-¡Retrocedan, retrocedan! -exclamó el kochevoi .Como parecía que los polacos no querían sufrir

semejante bravata, el coronel hizo un signo con lamano. En efecto, apenas se habían retirado los co-sacos, resonó desde lo alto del parapeto una des-carga de mosquetería. En la ciudad hubo un granmovimiento; el anciano vaivoda apareció, montado

en su caballo. Abriéronse las puertas, y el ejércitopolaco salió. A la vanguardia marchaban los húsa-res30, perfectamente alineados; luego los coraceroscon las lanzas, con sus cascos de cobre; detrás ca-balgaban los más ricos nobles, vestidos cada uno

según su capricho; no querían mezclarse con lossoldados, y el que no tenía algún mando se adelan-taba solo a la cabeza de su gente; después veníanotras filas, después el oficial delicado, luego otrasfilas todavía, detrás el coronel grueso, y el últimoque salió de la ciudad fue el coronel seco y flaco. 30 Palabra tomada de los húngaros para significar la caballería ligera. En ellenguaje magyar significa veintena , porque, en las guerras contra los turcos,cada villorrio suministraba, de cada veinte, un hombre equipado.

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-Impídanles, impídanles que se formen -

exclamó el kochevoi . Que todos los koureni   ataquena la vez. Abandónenles las otras puertas. Que elkouren  de Titareff ataque por su lado, y el kouren  deDiadkoff por el suyo. Koukoubenko y Palivoda,caigan sobre ellos por la espalda; divídanlos, con-fúndanlos.

 Y los cosacos atacaron por todas partes; rom-pieron las filas polacas, revolviéronlas y se mezcla-ron con los soldados sin darles tiempo de dispararsus mosquetes; sólo se hacía uso de los sables y delas lanzas. En este zafarrancho, todos tuvieron

ocasión de darse a conocer: Démid Popovitchmató a tres infantes y derribó a dos hidalgos desus caballos, diciendo:

-Buenos caballos, hace tiempo que deseabaunos como éstos.

 Y los persiguió en la llanura, gritando a losotros cosacos que los detuviesen; después volviósea la refriega, atacó a los caballeros que había des-montado, mató a uno de ellos, echó su arkan 31  alcuello del otro, y le arrastró a través de la campiña,después de quitarle su sable de rico puño y su bol-sa llena de ducados. Kobita, buen cosaco, todavía

 31 Nombre tártaro, de una cuerda larga que termina con un nudo corredizo.

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le desató del cuello una bolsita que contenía, en-

 vuelto en fino lienzo, un rizo de cabello dado poruna joven como prenda de amor. Borodaty nooyó que el oficial de la nariz colorada, el mismo aquien ya había derribado de su caballo después dedarle una cuchillada en el rostro, dirigíase sobre élpor la espalda. El oficial levantó su sable y asestóun terrible mandoble a su cuello inclinado. El amoral botín no había conducido a buen fin al ataman 

Borodaty. Su robusta cabeza rodó a un lado y sucuerpo a otro, rociando la hierba con su sangre.

 Apenas el vencedor había agarrado por sus espe-

sos cabellos la cabeza del ataman para colgarla de suarzón, cuando se levantó un vengador.

Semejante al gavilán que, después de trazar cír-culos con sus poderosas alas, detiénese de repente,queda inmóvil en el aire, y cae como la flecha sobre

la codorniz que canta en los trigos cerca del cami-no, el hijo de Taras, Eustaquio, lanzóse sobre eloficial polaco echándole su lazo alrededor del cue-llo. El semblante colorado del oficial aumentó decolor al apretarle la garganta el nudo corredizo.Con mano convulsa empuñó su pistola, pero nopudo dirigirla, y la bala fue a perderse en la llanura.Eustaquio desató de la silla del polaco una cuerda

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de seda de que se servía para atar a los prisioneros,

agarrotóle los pies y los brazos, ató el otro extremode la cuerda al arzón de la silla, y le arrastró a travésde los campos, gritando a los cosacos de Oumaneque fuesen a tributar los últimos honores a su ata- 

man . Al saber los cosacos de ese kouren  que su ata- 

man   había muerto, abandonaron el combate parahacerse cargo del cadáver, y se concertaron parasaber a quién era preciso poner en su lugar.

-Pero, ¿de qué sirven los consejos? -dijeron porfin- es imposible elegir un kourennoi mejor que Eus-taquio Bulba. Es verdad que es más joven que to-

dos nosotros; pero tiene talento y buen sentidocomo un viejo.

Eustaquio se quitó su gorra, dio las gracias asus compañeros por el honor que le dispensaban,pero sin dar por pretexto para rehusarlo ni la ju-

 ventud ni la falta de experiencia, pues en tiempode guerra no es permitido vacilar. Enseguida con-dujo a sus tropas contra el enemigo, y les probó loacertado de su elección. Los polacos conocieronque el asunto se complicaba, y retrocedieron atra-

 vesando la llanura para reunirse al otro lado. El pe-queño coronel hizo seña a una tropa decuatrocientos hombres que estaba de reserva junto

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lleros, molidos, cubiertos de polvo, como el aprisco

recibe las ovejas. Algunos zaporogos querían per-seguirles hasta dentro de la ciudad, pero Eustaquiodetuvo a los suyos diciéndoles:

-Aléjense, señores hermanos, aléjense de lasmurallas, pues no es bueno acercarse a ellas.

El joven tenía razón, pues en aquel mismo ins-tante resonó de lo alto de las murallas una descargageneral. El kochevoi  se acercó para felicitar a Eusta-quio.

-Ese ataman  es aún muy joven, pero conduce asus huestes como un jefe encanecido en el mando.

El viejo Taras Bulba volvió la cabeza para verquién era el novel ataman , y vio a su hijo Eustaquioa la cabeza del kouren  de Oumane, con la gorra so-bre la oreja, y la maza de ataman en la diestra.

-¡Miren el pícaro! -se dijo lleno de satisfacción.

 Y dio las gracias a todos los cosacos de Ou-mane por el honor dispensado a su hijo.Los cosacos volvieron grupas hasta su labor;

los polacos aparecieron de nuevo sobre el pa-rapeto, pero esta vez sus ricos joupans   estaban ro-tos, manchados de sangre y de polvo.

-¡Hola! ¿Se han curado ya las heridas? -gritáronles los zaporogos.

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-¡Esperen! ¡Esperen! -respondió desde lo alto

el coronel gordo agitando una cuerda con sus ma-nos. Y durante algún tiempo, los dos bandos diri-

gíanse injurias y amenazas.Por fin se separaron. Los unos se retiraron a

descansar de las fatigas del combate, y los otrosfueron a ponerse tierra en sus heridas haciendo

 vendajes de los ricos vestidos que habían quitado alos muertos. Los que habían conservado más fuer-zas ocupáronse en reunir los cadáveres de sus ca-maradas y tributarles los últimos honores. Con sus

espadas y sus lanzas abrieron zanjas, de las que ex-traían la tierra en los paños de sus vestidos, y enellas depositaron cuidadosamente los cuerpos delos cosacos, cubriéndolos de tierra fresca para li-brarlos de la voracidad de las aves carnívoras. Los

cadáveres de los polacos fueron atados de diez endiez a la cola de los caballos, que los zaporogoslanzaron hacia la llanura, ahuyentándolos a latiga-zos. Los caballos, furiosos, corrieron veloces porlargo tiempo a través de los campos, arrastrandolos cadáveres ensangrentados que rodaban y cho-caban en el polvo.

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Llegada la noche, todos los koureni  se sentaron

formando círculo y empezaron a hablar de los al-tos hechos del día. Así estuvieron largo tiempo en vela. El viejo Taras se acostó más tarde que losotros; no comprendía por qué Andrés no se habíapresentado entre los combatientes. ¿Había tenido

 Judas vergüenza de batirse contra sus hermanos?¿O bien el judío le había engañado, y Andrés eraprisionero? Pero Taras se acordó que el corazónde Andrés había sido siempre accesible a las se-ducciones de las mujeres, y en su desesperaciónmaldijo a la polaca que perdiera a su hijo, jurando

que se vengaría; juramento que hubiera cumplidosin que la hermosura de esa mujer le hubiese con-movido; hubiérala arrastrado por sus abundososcabellos a través del campamento de los cosacos;hubiera magullado y manchado sus bellas espaldas

de nítida blancura, y hubiera hecho trizas su her-moso cuerpo. Pero el mismo Bulba ignoraba loque Dios le preparaba para el día siguiente... Con-cluyó por dormirse, mientras que el centinela vigi-lante y sobrio se mantuvo toda la noche junto alfuego, mirando con atención a todos lados en lastinieblas.

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VIII

El sol no había llegado aún a la mitad de su ca-rrera en el cielo, cuando los zaporogos se re-unieron en asamblea. De la setch había llegado laterrible noticia de que los tártaros, durante la au-

sencia de los cosacos, la habían saqueado entera-mente, habiendo desenterrado el tesoro que estosguardaban misteriosamente; que habían sacrifica-do o hecho prisioneros a cuantos quedaran allí, y que, llevándose todos los rebaños y los caballos

padres, habían marchado en línea recta a Perekop.Un solo cosaco, Máximo Golodoukha, se habíaescapado en el camino de mano de los tártaros;había dado de puñaladas al mirza, apoderádose desu saco lleno de cequíes, y en un caballo tártaro y 

 vestidos tártaros, substrájose a las pesquisas conuna carrera de dos días y dos noches. El caballoque montaba murió reventado; tomó otro y le cu-

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po la misma suerte, y en un tercero llegó por fin al

campamento de los zaporogos, habiendo sabidopor el camino que estaban sitiando a Doubno.Sólo pudo noticiar la desgracia que había acaecido;pero, ¿cómo había sucedido esta desgracia? Loscosacos que quedaron en la setch,  ¿se habían em-borrachado tal vez, según costumbre de los zapo-rogos, cayendo prisioneros durante suembriaguez? ¿Cómo los tártaros habían descubier-to el lugar en donde estaba enterrado el tesoro delejército? A nada de esto pudo contestar. El cosacoestaba molido de cansancio; había llegado hincha-

do, quemado el rostro por el viento, y cayó al suelodurmiéndose profundamente.

En semejante caso, era costumbre de los za-porogos lanzarse en persecución de los ladrones y procurar cortarles el paso, pues de otro modo los

prisioneros podían ser conducidos a los depósitosdel Asia Mayor, a Esmirna, a la isla de Creta, y Dios sabe en qué sitios se hubieran visto las cabe-zas de larga trenza de los zaporogos. He aquí ex-plicado por qué se habían reunido los cosacos enasamblea. Todos, sin distinción, estaban de pie,con la cabeza cubierta, pues no se habían reunido

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para recibir una orden de su ataman   sino para tra-

tar como iguales entre ellos.-¡Que los ancianos den primero sus consejos!-gritó uno entre la multitud.

-¡Que el kochevoi de su consejo! -decían losotros.

 Y él kochevoi,  descubriéndose la cabeza, no yacomo jefe de los cosacos, sino como su compañe-ro, dioles las gracias por el honor que le hacían y les dijo:

-Hay entre nosotros hombres que son más viejos que yo y que tienen más experiencia para

dar consejos; pero ya que ustedes me han esco-gido para que hable primero, he aquí mi opinión:compañeros, pongámonos, sin pérdida de tiempo,en persecución de los tártaros, pues ya saben uste-des lo que son esos hombres. No esperarán nues-

tra llegada con lo que han robado, sino que lodisiparán enseguida, sin dejar rastro alguno. Heaquí, pues, mi consejo: ¡en marcha! Bastante noshemos paseado ya por aquí; los polacos saben loque son los cosacos. Hemos vengado a la religióntanto como nos ha sido posible; respecto al botín,poca cosa se puede esperar de un pueblo ham-

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briento como ellos, Así, pues, mi consejo es que

partamos.-¡Partamos!Esta palabra resonó en los koureni   de los za-

porogos; pero no fue del agrado de Taras Bulbaque se inclinó frunciendo sus cejas grises, semejan-tes a los zarzales que crecen en las peladas vertien-tes de una montaña cuyas cimas estánblanqueadas por la erizada escarcha del norte.

-No, kochevoi   -dijo- tu consejo no vale nada.No hablas como es debido. Parece que olvidas quelos hombres que nos han arrebatado los polacos

quedan prisioneros. ¿Quieres, pues, que dejemosde respetar la primera de las santas leyes de la fra-ternidad; que abandonemos a nuestros compañe-ros para que los desuellen vivos, o bien que,después de descuartizar sus cuerpos, se paseen sus

trozos por las ciudades y campos como lo han he-cho con el hetman , y los mejores caballeros de laUkrania? Y no es eso solo: ¿no han insultado bas-tante a todo lo que hay de más santo? ¿Qué so-mos, pues? se lo pregunto a todos. ¿Qué cosacoes aquel que no acude en auxilio de su compañero,que le deja perecer como un perro en tierra ex-tranjera? Si han llegado las cosas hasta el extremo

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de que nadie estime en lo que vale el honor cosa-

co, y si hay quien permite que se le escupa en subigote gris, o se le insulte con ultrajantes frases,por lo que a mí toca no se me insultará. Me quedosolo.

 Todos los zaporogos que le oyeron quedaronconmovidos.

-Pero, ¿has olvidado, valiente polkovnik   -dijoentonces el kochevoi - que los tártaros tienen tam-bién en su poder compañeros nuestros, y que sino les libertamos ahora, será su vida vendida a lospaganos por una eterna esclavitud, peor que la

muerte más cruel? ¿Has olvidado, pues, que se lle- van todo nuestro tesoro, adquirido a costa desangre cristiana?

 Todos los cosacos quedaron pensativos, nosabiendo qué contestar. Ninguno de ellos quería

merecer una mala fama. Entonces se adelantó elmás anciano en años del ejército zaporogo,Kassian Bovdug, muy venerado por todos los co-sacos. Había sido elegido por dos veces kochevoi, y también en la guerra era un buen cosaco; pero ha-bía envejecido, y hacía mucho tiempo que no salíaa campaña, absteniéndose de dar consejos; lo quemás le agradaba era quedarse tendido de costado

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junto a los grupos de los cosacos, escuchando las

narraciones de las aventuras de otro tiempo y delas campañas de sus jóvenes compañeros. Jamás seinmiscuía en sus discusiones, pero los escuchabaen silencio chafando con su dedo pulgar la cenizade su corta pipa, que no separaba nunca de sus la-bios, y permanecía largo tiempo recostado, con lospárpados a medio cerrar, de modo que sus amigosignoraban si estaba adormecido o si escuchabaaún. Durante las campañas guardaba la casa; sinembargo, esta vez el anciano se dejó tomar; y ha-ciendo el gesto de decisión propio de los cosacos,

dijo:-¡Gracias a Dios que voy con ustedes! Tal vez

seré aún útil a la caballería cosaca.Cuando el anciano Kassian Bovdug apareció

ante la asamblea, todos los cosacos callaron, pues

hacía mucho tiempo que no habían oído una pa-labra de su boca; todos querían saber lo que iba adecir.

-Señores hermanos -empezó diciendo- ha lle-gado mi vez de decir una palabra, niños, escuchenal anciano. El kochevoi  ha hablado bien, y como jefedel ejército cosaco, cuya obligación es velar por él y conservar su tesoro, no podía decir nada más pru-

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dente; ése es mi primer discurso; y ahora escuchen

lo que dirá mi segundo discurso. El polkovnik  Tarasha dicho una gran verdad; ¡que Dios le dé una lar-ga vida, y que haya muchos polkovniks, como él enla Ukrania! El primer deber y el primer honor delcosaco es observar la fraternidad. Durante mi dila-tada vida, no he oído decir, señores hermanos,que un cosaco haya abandonado o vendido jamásde manera alguna a su compañero y estos y losotros son nuestros compañeros; que sean pocos,que sean muchos, todos son nuestros hermanos.Los que aman a los cosacos que los tártaros han

hecho prisioneros, que vayan en persecución delos tártaros; y los que aman a los cosacos que hancaído en poder de los polacos, y que no quierenabandonar la buena causa, que se queden aquí. Encumplimiento de su deber, el kochevoi   conducirá a

la mitad de nosotros en persecución de los tárta-ros, y la otra mitad escogerá un ataman   que lamande. Y si quieren creer a una cabeza cana, nin-guno más a propósito para esto que Taras Bulba.No hay uno solo entre nosotros que le iguale en

 virtudes guerreras.Después de esto Bovdug calló; y todos los co-

sacos se regocijaron por haberles el anciano puesto

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 Y los cosacos empezaron a pasar, unos a dere-

cha, y otros a izquierda. Cuando la mayor parte deun kouren  pasaba a un lado, el ataman  del kouren  pa-saba también; pero cuando era la menor parte, in-corporábase a los otros koureni . Y a menudo,faltaba poco para que los dos grupos fuesen igua-les. Entre los que quisieron quedarse, había casitodo el kouren   de Nesamaï koff, más de la mitaddel de Poporitcheff, todo el de Oumane, todo elde Kaneff, más de la mitad del de Steblikoff y otrotanto del de Fimocheff. Los que quedaban prefi-rieron ir en persecución de los tártaros. En uno y 

otro grupo se encontraban buenos, y valientes co-sacos.

Entre los que se decidieron por ir en persecu-ción de los tártaros, estaba Tcherevety, el ancianocosaco Pokotipolé y Lémich, y Procopovitch, y 

Choma. Démid Popovitch se les había incorpora-do, pues era un cosaco de carácter turbulento y nopodía permanecer largo tiempo en un mismo sitio;habiendo medido sus fuerzas con los polacos, tu-

 vo deseos de medirlas con los tártaros. Los atama- 

nes   de los koureni   eran Nostugan, Pokrychka,Nevynisky; y varios otros famosos y valientes co-sacos entraron en deseos de probar su sable y sus

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poderosos brazos en una lucha con los tártaros.

Entre los que quisieron quedarse, había también valientes y animosos cosacos tales como los ata- 

manes   Demytrovitch, Koukoubenko, Vertichvist,Balan, Boulkenko, Eustaquio. También había conellos varios otros ilustres y poderosos cosacos:

 Vovtousenko, Tchenitchenko, Stepan Gouska,Ochrim Gouska, Mikola Gousty, Zadorojny, Me-telitza, Ivan Zakroutygouba, Mosy Chilo, Degta-renko, Sydorenko, Pisarenko, luego un segundoPisarenko y otro Pisarenko, y muchos más. Todoshabían corrido mucho a pie y a caballo, habiendo

 visto las riberas de la Anatolia, las estepas saladasde Crimea, todos los ríos grandes y pequeños tri-butarlos del Dnieper, todas las ensenadas e islas deeste río. Habían estado en Moldavia, Iliria y Tur-quía y surcado el mar Negro de uno a otro extre-

mo con sus bateles de dos timones; habíanembestido con cincuenta bateles de frente los másricos y poderosos buques; habían echado a piqueun considerable número de galeras turcas, y, en finhabían quemado mucha pólvora en su vida. Enmás de una ocasión habían desgarrado preciosastelas de Damasco para hacerse medias con ellas, y más de una vez habían llenado de cequíes de oro

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puro los anchos bolsillos de sus pantalones. Incal-

culables eran las riquezas que habían disipado enbeber y divertirse, y que hubieran bastado para laexistencia de cualquier otro hombre. Todo lo ha-bían gastado a lo cosaco, festejando a todo elmundo, y alquilando músicos para hacer bailar aluniverso entero. Aun en aquel entonces, pocoseran los que no tuviesen algún tesoro, copas y va-sos de plata, broches y joyas escondidas bajo losjuncos de las islas del Dnieper, para que los tárta-ros no pudiesen encontrarlas, si, por desgracia, lle-gaban a caer sobre la setch ; cosa bien difícil, porque

su mismo dueño empezaba a olvidar el sitio endonde lo había escondido. Tales eran los cosacosque habían querido quedarse para vengar en lospolacos a sus fieles compañeros y a la religión deCristo. El viejo cosaco Bovdug prefirió quedarse

con ellos diciendo:-El peso de los años no me permite que vayaen persecución de los tártaros; pero aquí hay unpuesto en donde puedo morir como un cosaco.Desde mucho tiempo he pedido a Dios que,cuando deba terminar mi existencia, que sea enuna guerra por la santa causa cristiana. Dios me ha

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oído, pues en ninguna parte pudiera recibir la

muerte con más gusto que aquí.Cuando se hubieron dividido y formado endos filas, por kouren , el kochevoi   pasó entre ellas y dijo:

-¡Y bien, señores hermanos! ¿La una mitad es-tá contenta de la otra?

-Todos estamos contentos, padre -contestaronlos cosacos.

-Abrácense pues y despídanse, pues sabe Diossi volverán a verse en esta vida. Obedezcan a suataman  y hagan lo que deban, lo que saben que or-

dena el honor cosaco. Y todos los cosacos abrazáronse recíproca-

mente empezando los dos atamans ; después deatusarse sus bigotes grises, diéronse un beso encada mejilla; luego, estrechándose las manos con

fuerza, quisieron preguntarse el uno al otro:-Y bien, señor hermano, ¿volveremos a vernoso no?

Pero guardaron silencio, y las dos cabezas gri-ses se inclinaron pensativas. Y todos los cosacos,hasta el último se despidieron, sabiendo que tantolos unos como los otros tenían mucho que hacer.Pero resolvieron no separarse en aquel instante, y 

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esperar la obscuridad de la noche para que el ene-

migo no viese la diminución del ejército. Hechoesto, cada kouren formóse en un grupo para co-mer. Cumplida esta necesidad, todos los que de-bían ponerse en marcha se acostaron durmiendoun largo y profundo sueño, como si hubiesen pre-sentido que era el último de que disfrutarían contanta libertad. Durmieron hasta la puesta del sol; y cuando la noche empezó a extender su negromanto pusiéronse a untar sus carros. Cuando todoestuvo dispuesto para la partida, enviaron los ba-gajes delante, siguiendo después ellos detrás de los

carros no sin haber saludado otra vez a sus com-pañeros con sus gorras; la caballería marchandoordenadamente sin gritar y sin que los caballos re-linchasen, seguía a la infantería, y pronto desapare-cieron en la sombra. Solamente los pasos de los

caballos en lontananza y alguna que otra vez el rui-do de una rueda mal untada que rechinaba sobre eleje.

Durante largo tiempo, los zaporogos que ha-bían quedado delante de la ciudad les hicieron se-ñas con la mano, a pesar de haberles perdido ya de

 vista; y cuando volvieron a su campamento, cuan-do vieron, a la tenue claridad de las estrellas, que

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faltaban la mitad de los carros, y un número igual

de sus hermanos, oprimióseles el corazón, y que-daron pensativos involuntariamente, inclinando alsuelo sus turbulentas cabezas.

 Taras no pudo menos de observar que, en lasmelancólicas filas de los cosacos, la tristeza, pococonveniente a los valientes, empezaba a abatir po-co a poco todas las cabezas, pero el viejo cosacoguardaba silencio, quería darles tiempo de acos-tumbrarse al pesar que les causaba la marcha desus compañeros, y, sin embargo, preparábase ensecreto para despertarles de repente con el ¡hurra! 

del cosaco, para reanimar con un nuevo poder eltemple de su alma. La raza eslava, grande y fuerte,se distingue de las otras razas, como el mar pro-fundo de los humildes ríos. Cuando el huracán es-talla, se vuelve atronadora y rugiente, levanta

gigantescas olas, lo cual no pueden hacer los gran-des ríos; pero cuando reina la calma, el mar, mássereno que los ríos de rápida corriente, extiende suinmensa sábana de cristal, eterno deleite de losojos.

 Taras mandó a sus criados que desembalaranuno de los carros, que estaba apartado de losotros. Era el más grande y más pesado de todo el

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campamento cosaco; sus fuertes ruedas estaban

reforzadas por dobles aros de hierro; una enormecarga ocupaba dicho vehículo, cubierto con unaalfombra y con gruesas pieles de buey, y fuerte-mente atado con cuerdas embreadas. Este carrocontenía todos los pellejos y barriles del buen vinoañejo que se conservaba desde mucho tiempo enlas bodegas de Taras, el cual se había reservado es-te pesado armatoste para el caso solemne en que,si llegaba un momento de crisis y si se presentabaun caso digno de ser transmitido a la posteridad,cada cosaco, sin exceptuar a ninguno, pudiese be-

ber un trago de este vino precioso, a fin de que, eneste supremo instante, se despertase en todos ellosun gran sentimiento también. Por orden del polko- 

vnik,  los criados se dirigieron apresuradamente alcarro, cortaron las ruedas, quitaron las pesadas

pieles de buey, y bajaron los pellejos y los barriles.-Beban todos -dijo Bulba- todos cuantos son,sírvanse de sus vasijas, de copas, cántara paraabrevar los caballos, un guante o una gorra, o biende sus dos manos.

 Y todos los cosacos presentaron el uno unacopa, el otro la cántara que le servía de abrevaderode su caballo; éste un guante, aquel una gorra, y 

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otros en fin presentaron sus dos manos juntas.

Los criados de Taras pasaban entre las filas, repar-tiendo el contenido de los pellejos y barriles; pero Taras ordenó que nadie bebiese antes de que élhiciese señal de beber todos de un solo trago.

 Veíase que Taras tenía algo que decir. Sabía ésteperfectamente que por muy bueno que sea el vinoañejo, y muy capaz de fortalecer el corazón delhombre, si se le añade una palabra bien dicha, estadobla la fuerza del vino y del corazón.

-Señores hermanos -dijo Taras Bulba- les hagoeste obsequio, no para darles, las gracias por el ho-

nor de haberme hecho ataman , por muy grandeque sea este honor, ni para honrar la despedida denuestros compañeros; no, una y otra cosa seríanmás adecuadas en otro tiempo que en el presente.

 Tenemos ante nosotros una fatigosa tarea, que re-

clama todo el valor cosaco. Bebamos, pues, com-pañeros, bebamos de un solo trago; primeramentey ante todo por la santa religión ortodoxa, porquellegue un día en que la misma santa religión se ex-tienda por todos los ámbitos del planeta que habi-tamos, y que todos los paganos entren en el gre-mio de la iglesia de Cristo. Bebamos al mismotiempo por la setch;  que se conserve enhiesta largos

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años para exterminio de los paganos, a fin de que

todos los años salgan de ella multitud de héroesmás grandes los unos que los otros; y bebamos almismo tiempo por nuestra propia gloria, a fin deque nuestros nietos y los hijos de nuestros nietosdigan que en otro tiempo hubo cosacos que nodeshonraron a la fraternidad, ni abandonaron asus compañeros. Así, pues, ¡por la religión, señoreshermanos, por la religión!

-¡Por la religión! -gritaron con toda la fuerza desus pulmones todos los que formaban las filas máspróximas.

-¡Por la religión! -repitieron los más apartados;y jóvenes y viejos, todos los cosacos, bebieron porla religión.

-¡Por la setch ! -dijo Taras, alzando cuanto pudosu copa encima de su cabeza.

-¡Por la setch ! -respondieron las filas vecinas.-¡Por la setch ! -repitieron con voz sorda los viejos cosacos, atusándose sus bigotes grises.

 Y agitándose como los halcones cuando sacu-den sus alas, los jóvenes cosacos dijeron:

-¡Por la setch ! Y la llanura oyó repetir en lontananza el brindis

de los cosacos.

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-Ahora el último trago, compañeros. Por la glo-

ria, y por todos los cristianos que viven en estemundo. Y todos los cosacos bebieron otro trago por la

gloria, y por todos los cristianos que viven en elmundo. Y por largo tiempo repetíase en todas lasfilas de todos los koureni.

-¡Por todos los cristianos que viven en estemundo!

Las copas estaban ya vacías, y los cosacos con-tinuaban con las manos levantadas. Aunque susojos, animados por el vino, brillasen de alegría, sin

embargo, estaban meditabundos. En aquel instan-te no se acordaban ni del botín de guerra, ni de ladicha de encontrar ducados, armas preciosas, ves-tidos recamados y caballos circasianos; estabanpensativos como las águilas posadas sobre las ci-

mas de las peñascosas montañas, desde donde sedistingue a lo lejos extenderse el mar inmenso, conlos buques, las galeras, las embarcaciones de todaespecie que surcan sus aguas, con sus orillas quedesaparecen en lontananza cubiertas de un vapo-roso velo y coronadas de ciudades que parecenmoscas y de bosques tan bajos como la hierba.Como águilas, contemplaban los alrededores de la

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llanura, y su destino que parecía dibujarse en el ho-

rizonte. Toda esta llanura, con sus caminos y sustortuosos senderos, quedará convertida en inmen-so osario, se saturará de su sangre cosaca, se llena-rá de destrozos de carros, de lanzas rotas y desables quebrados; a lo lejos rodarán cabezas pobla-das de espesos cabellos, cuyas trenzas estarán en-tremezcladas por la sangre cuajada, y cuyos bigotescaerán sobre la barba; las águilas vendrán a pico-tear en sus ojos. Pero este campo de muerte tan

 vasto y tan extensamente libre es hermoso. Ni unasola acción heroica debe perecer, y la gloria cosaca

no se perderá como un grano de pólvora caído dela cazoleta. Vendrá, vendrá un tocador de bandola,con la barba gris hasta el pecho; o tal vez algúnanciano, lleno aún de valor viril, pero de blanca ca-beza y de alma inspirada, que dirá de ellos una pa-

labra grave y poderosa; y su nombradía seextenderá por el universo entero, y todo cuanto venga al mundo después hablará de ellos; pues unapalabra poderosa se esparce a lo lejos semejante ala campana de bronce en la cual el fundidor ha de-rramado plata pura y preciosa en gran cantidad, afin de que la voz sonora llame a todos los cristia-

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nos a la santa oración, por las ciudades y pueblos,

los castillos y las chozas.

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bargo, la salida fue aprovechada por los judíos,

pues averiguaron cuanto les importaba saber; estoes, por qué los zaporogos habían partido y haciaqué sitio se dirigían, con qué jefes, con qué koureni ,cuántos eran, cuántos quedaron, y qué pensabanhacer. En una palabra, al cabo de algunos minutosse sabía todo en la ciudad. Los coroneles reco-braron valor y se prepararon a librar batalla. Por elmovimiento y ruido que se hacía en la ciudad, Ta-ras adivinó sus preparativos y por su parte prepa-róse también: arregló su tropa, dio órdenes,dividió los koureni  en tres cuerpos, y formó con los

bagajes una trinchera a su alrededor, especie decombate en que los zaporogos eran invencibles.Mandó que dos koureni   se emboscasen cubriendoparte de la llanura de estacas puntiagudas, de ar-mas destrozadas, de astillas de lanzas, en fin, de

toda clase de obstáculos, con la idea de aprovecharla primera ocasión para echar en ella a la caballeríaenemiga. Cuando todo estuvo así dispuesto, diri-gió la palabra a los cosacos, no para reanimarles y darles valor, sino porque necesitaba explayar su co-razón.

-Señores míos, deseo manifestarles lo que esnuestra fraternidad. Ustedes han sabido por sus

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padres y abuelos en qué honor tenían todos nues-

tra tierra. Ella se ha dado a conocer a los griegos;ha tomado piezas de oro a Tzargrad32  ha tenidociudades suntuosas, y templos, y kniaz 33: kniaz   desangre rusa, y kniaz  de su sangre, pero no católicosherejes. Los paganos lo han robado todo, todo seha perdido. Sólo nosotros hemos quedado, perohuérfanos, y como una viuda que ha perdido unesposo poderoso; y al par que nosotros, tambiénha quedado huérfana nuestra tierra. He ahí, com-pañeros, en que tiempo nos hemos estrechado lamano en señal de fraternidad; no existe lazo más

sagrado que este de la fraternidad. El padre ama asu hijo, la madre ama a su hijo, y éste ama a su pa-dre y a su madre, pero, ¿qué significa eso, herma-nos? también las fieras aman a sus hijos. Peroemparentar por el alma y no por la sangre, he ahí

lo que sólo es dado al poder del hombre. En otrospaíses se han encontrado compañeros; pero com-pañeros como en Rusia en parte ninguna. Ha su-cedido, no a uno de ustedes, sino a muchos,extraviarse en extranjera tierra; ¡pues bien! ustedeslo han visto: allí hay hombres también, también

 32 Ciudad imperial, Bizancio33 Príncipes.

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 Veíase salir de la ciudad el ejército enemigo al

son de las trompetas y clarines, así como los no-bles polacos, con la mano en la cadera, y rodeadosde un numeroso séquito. El obeso coronel dabaórdenes. Adelantáronse rápidamente hacia los co-sacos, amenazándoles con sus miradas y con susmosquetes, al abrigo de sus brillantes corazas decobre. Los cosacos, al ver que habían avanzadohasta ponerse a tiro, los recibieron con una lluviade plomo, y continuaron tirando sin interrupción.El ruido de sus descargas sonaba en las vecinas lla-nuras, como un trueno continuo. El campo, de ba-

talla estaba cubierto de densa humareda, y loszaporogos disparaban sin interrupción. Los de lasúltimas filas se limitaban a cargar las armas quealargaban a los más avanzados, con asombro delos polacos que no podían comprender cómo los

cosacos tiraban sin volver a cargar sus mosquetes.En las espesas oleadas de humo que envolvían alos contendientes, no se veían las pérdidas que seexperimentaban en las filas; pero los polacos, sobretodo, sentían que las balas llovían espesas, y cuan-do retrocedieron para alejarse de aquella humareday para recobrarse, vieron perfectamente que susescuadrones habían sufrido muchas bajas. Los co-

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sacos habían perdido tres hombres todo lo más, y 

continuaban incesantemente su fuego de mosque-tería. El ingeniero extranjero asombróse de estatáctica que nunca había visto emplear, y dijo enalta voz:

-¡Son muy valientes los zaporogos! He ahí có-mo es preciso que se batan en todos los países.

 Aconsejó entonces dirigir los cañones hacia elcampamento fortificado de los cosacos. Las piezasde bronce atronaron el espacio con su rugiente

 voz; la tierra trepidó a lo lejos, y la llanura quedóenvuelta en oleadas de humo. El olor de la pólvora

se extendía por las plazas y las calles de las pobla-ciones próximas y lejanas; sin embargo, los artille-ros habían apuntado muy alto. Las balas rojasdescribieron una curva demasiado grande; pasaronsilbando por encima de la cabeza de los cosacos y 

se hundieron en el suelo abriendo surcos profun-dos, a lo lejos, en la tierra negra. En vista de tantatorpeza, el ingeniero francés apuntó por sí mismolos cañones, aunque los cosacos lanzaban una es-pesa lluvia de balas.

 Taras había visto de lejos, el peligro que ame-nazaba a los koureni de Nesamaï koff y de Stebli-koff, y gritó con todas sus fuerzas:

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-¡Abandonen pronto los carros, pronto, y que

cada uno monte a caballo!Pero los cosacos no hubieran tenido tiempo decumplir ninguna de estas dos órdenes, si Eusta-quio no se hubiese arrojado en medio del enemigoy arrancado las mecha de las manos de seis artille-ros de los diez que estaban al pie de los cañones.No obstante, los polacos le rechazaron. Entoncesel oficial extranjero tomó una mecha para pegarfuego a un enorme cañón, tan enorme, que los co-sacos no habían visto otro igual, y cuya ancha bo-ca vomitaba muertes a centenares. Su disparo y el

de otros tres cañones que estaban cerca de él, hi-cieron temblar sordamente la tierra, y llevaron ladesolación a todas partes. Más de una anciana ma-dre cosaca llorará a su hijo y se golpeará el pechocon sus manos huesosas; en Gloukhoff, Nemiroff,

 Tchernigoff y en otras ciudades habrá más de una viuda que, desconsolada, correrá todos los días a la ventura, detendrá a todos los transeúntes y les mi-rará a los ojos para ver si alguno de ellos es el ama-do de su alma. Pero pasarán por la ciudad variastropas de todas clases, sin que pueda encontrar alque más ama entre todos los hombres.

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La mitad del kouren  de Nesamaï koff había de-

saparecido. El cañón barrió y derribó las filas cosa-cas, como el granizo abate un campo de trigo en elcual se balanceaban antes graciosamente las espi-gas.

En cambio, ¡de qué modo se lanzaron los co-sacos! ¡Cómo se precipitaron todos sobre el ene-migo! ¡De qué modo el ataman   Koukoubenko seencendió de rabia, al ver que la mitad del kouren 

había sucumbido! Entró con lo restante de sushombres, de Nesamaï koff en el centro mismo delas filas enemigas, y en su furor tronchó como a

una col al primero que encontró a su paso; derribóa varios jinetes hiriéndoles con su lanza y tambiénal caballo; llegó hasta la batería y se adueñó de uncañón. Mira, y vése precedido por el ataman   delkouren   de Oumane, y de Stepan Gouska que ha

tomado ya la pieza principal. Cediéndoles entoncesel puesto, se vuelve con los suyos contra otra masade enemigos. Las gentes de Nesamaï koff hanabierto una calle por donde han pasado, y una en-crucijada por donde vuelven. Veíase cómo aclará-banse las filas enemigas, y cómo los polacos caíancomo gavillas. Vovtousenko estaba en pie junto alos carros; delante de él se veía a Tcherevitchenko;

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más allá de los carros a Degtarenko, y detrás de

éste, el ataman  del kouren , Vertikhvist. Degtarenko,lanza en ristre, ha hecho morder la tierra a dospolacos, pero encuentra un tercero más difícil de

 vencer. El polaco era delgado y vigoroso, y estabamagníficamente equipado, llevando más de cin-cuenta hombres de escolta. Hizo retroceder aDegtarenko, le tiró al suelo, y levantando su sablele gritó:

-¡Perros cosacos, no hay uno solo de ustedesque se atreva a resistirme!

-¡Sí que le hay! -costestóle Mosy Chilo; y se

adelantó.Mosy Chilo era un intrépido cosaco que más

de una vez había mandado en el mar, y pasadopor muchas pruebas. En Trebizonda, los turcos lehicieron prisionero con toda su tropa, llevándose-

los a todos en sus galeras, aherrojados de pies y manos, privándoles, de comer arroz durante se-manas enteras, y haciéndoles beber agua salada; lospobres cautivos, antes de renegar de su religiónortodoxa, lo habían sufrido todo, sobrellevado to-do. Pero el ataman   Mosy Chilo no tuvo valor desufrir; holló con sus pies la santa ley, rodeó su ca-beza de un odioso turbante, captóse la confianza,

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del bajá, llegó a ser arráez del buque y jefe de la

chusma. Su conducta causó una gran pesadumbrea los prisioneros, los cuales sabían que si uno de lossuyos vendía su religión y pasaba al partido de losopresores, ¡desgraciado del que estaba bajo su po-der! Y, en efecto, así sucedió: Mosy Chilo les pusonuevos hierros, atándolos de tres en tres, agarro-tóles hasta el cuello, y les dio golpes en la nuca.Cuando más satisfechos estaban los turcos de ha-ber encontrado semejante servidor, empezaron aregocijarse, y se embriagaron sin respetar las leyesde su religión, y entonces Mosy Chilo entregó las

sesenta y cuatro llaves de los hierros a los pri-sioneros a fin de que pudiesen abrir las cadenas,tirar al mar sus ataduras, y cambiarlas por sablespara atacar a los turcos. Los cosacos hicieron unespléndido botín, y regresaron victoriosos a su pa-

tria, en donde, durante largo tiempo, los tocadoresde bandolas ensalzaron las glorias de Mosy Chilo.Hubiérasele elegido kochevoi , pero no lo hicieronporque era un cosaco de carácter muy extraño. Al-gunas veces obraba con tanto acierto como no erafácil lo hiciese ningún sabio, y otras caía en una in-creíble estupidez. Bebió y disipó cuanto había ad-quirido, contrajo deudas con todos los de la setch, y 

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para colmar la medida, una noche deslizóse como

ratero en un kouren  extranjero, apoderóse de todoslos arneses, y los empeñó en casa del tabernero.Por esta vergonzosa acción fue atado a un postede la plaza, y se le puso cerca un enorme bastón afin de que cada uno, según sus fuerzas, pudiesepropinarle un garrotazo. Pero entre los zaporogos,no se encontró un solo hombre que levantase elbastón contra él recordando los servicios quehabía prestado. Tal era el cosaco Mosy Chilo.

-Sí, perros -contestó Mosy Chilo arrojándosesobre el polaco- los hay para darles de palos.

¡Cómo se batieron! Las corazas y brazales sedoblaron en los cuerpos de ambos. El polaco ledesgarró su camisa de hierro, y le hirió con su sa-ble. La camisa del cosaco se enrojeció, pero Chiloni siquiera hizo caso de ello. Levantó la mano pe-

sada y nudosa, y descargó tan tremendo golpe enla cabeza de su adversario que le aturdió. Su cascode bronce voló hecho astillas; el polaco bamboleóy cayó de la silla; entonces Chilo empezó a descar-gar sobre él sendos sablazos. «Cosaco, no pierdastiempo en acabar con él, vuélvete enseguida» ledijeron; pero el cosaco no se vuelve, y uno de loscriados del vencido le hiere con su cuchillo en el

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cuello. Chilo se volvió de frente, y ya alcanzaba al

audaz, cuando éste desapareció entre el humo dela pólvora. El ruido de la mosquetería resonaba portodas partes. Chilo bamboleó, y conoció, que suherida era mortal. Cayó, puso la mano sobre su he-rida, y volviéndose hacia sus compañeros, les dijo:

-Adiós, señores hermanos camaradas, que elsuelo ruso ortodoxo permanezca en pie hasta elfin de los siglos, y que se le tribute un honor eter-no.

Cerró sus mortecinos ojos, y su alma cosacaabandonó su feroz envoltura.

Zadorojni se adelantaba ya a caballo, al mismotiempo que el ataman  de kouren  Vertikhvisty Bala-ban.

-Díganme, señores –exclamó Taras dirigiéndo-se a los atamans  de los koureni - ¿hay todavía pólvo-

ra? ¿No se ha debilitado, la fuerza cosaca? ¿Losnuestros cejan?-Padre, aún tenemos pólvora, la fuerza cosaca

no se debilita, ni los nuestros cejan. Y haciendo un vigoroso ataque los cosacos

rompieron las filas enemigas.El pequeño coronel mandó tocar retirada e izar

ocho banderas pintadas para reunir a los suyos que

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estaban dispersos en la llanura. Todos los cosacos

corrieron a agruparse alrededor de las banderas;pero aún no se habían formado, cuando el ataman Koukoubenko dio con su gente de Nesamaï koff una carga en el centro, y cayó sobre el coronel ba-rrigudo que, no pudiendo sostener el choque, vol-

 vió grupas huyendo a todo escape. Koukoubenkole persiguió a través de los campos sin dejarle reu-nirse con los suyos. Stepan Gouska, viendo esodesde el kouren vecino, púsose en persecución delcoronel, con su arkan  en la mano; inclinando la ca-beza sobre el cuello de su caballo, y aprovechando

una coyuntura favorable, echóle de repente su nu-do corredizo a la garganta. El coronel se volviócomo la púrpura, y asiendo la cuerda con las dosmanos probó de romperla: pero un poderoso gol-pe había ya hundido en el ancho pecho de su per-

seguidor el mortífero acero. Apenas tuvieron loscosacos tiempo de volverse cuando Gouska se en-contraba ya levantado sobre cuatro picas. El pobreataman sólo tuvo tiempo de decir:

-¡Perezcan todos los enemigos, y que el sueloruso se regocije en la gloria por los siglos de los si-glos!

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 Y cerró los ojos para siempre. Los cosacos vol-

 vieron la cabeza, y vieron, por un lado, al cosacoMetelitza que se batía con los polacos haciendohorrible carnicería, y por el otro al ataman   Nevi-litchki que avanzaba a la cabeza de los suyos juntoa un cuadro formado por carros, Zakroutigoubarevuelve el enemigo como si fuese un montón deheno, y le rechaza, mientras que, delante de otrocuadro más lejano, Pisarenko el tercero ha recha-zado a una tropa entera de polacos, y cerca deltercer cuadro los combatientes han llegado a lasmanos y luchan encima de los mismos carros.

-Díganme, señores -gritó el ataman   Taras, porsegunda vez, adelantándose al frente de los jefes-¿hay todavía pólvora? ¿Se ha debilitado la fuerzacosaca? ¿Los nuestros cejan?

-Padre, todavía tenemos pólvora, la fuerza co-

saca no se ha debilitado; los nuestros no cejan.Bovdug, herido por una bala en el corazón, hacaído de lo alto de un carro; pero en el momentode exhalar su vieja alma el último suspiro, dijo:

-¡Nada me importa dejar el mundo!, ¡OjaláDios quiera dar a todos un fin semejante y que elsuelo ruso sea glorificado hasta el fin de los siglos!

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 Y el alma de Bovdug se elevó a las alturas para

ir a contar a los ancianos, muertos hacía muchotiempo, cómo saben batirse en el suelo ruso, y cómo saben mejor aun morir por su santa religión.

El ataman  de kouren,  Balaban, cayo poco des-pués, con tres heridas mortales: de bala, de lanza y de un pesado sable recto. Era un cosaco de losmás valientes. Como ataman , había emprendido unsinnúmero de expediciones marítimas, de las cua-les la más gloriosa fue la de las costas de Anatolia.Su gente había reunido muchos cequíes, telas deDamasco y rico botín turco. Pero a su regreso su-

frieron muchos descalabros: los desventurados tu- vieron que pasar por debajo de las balas turcas;cuando el buque enemigo disparó todas sus piezas,la mitad de sus barcos se fueron a pique, perecien-do en las aguas más de un cosaco; pero los haces

de juncos atados a los costados de los botes lessalvaron de morir todos ahogados; durante la no-che, sacaron el agua de las barcas sumergidas, conpalas cóncavas con sus gorras, y repararon las ave-rías; de sus anchos pantalones cosacos hicieron

 velas y, arriando con presteza, alejáronse rápida-mente de los buques turcos. Por fin, pudieron lle-gar sanos y salvos a la setch , trayendo una casulla

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bordada de oro para el archimandrita del conven-

to de Mejigorsh en Kiev, y adornos de plata parala imagen de la Virgen, en el mismo zaporojié ; y lar-go tiempo después los tocadores de bandolas en-salzaban las proezas de los cosacos. En esta hora,inclina Balaban su cabeza, sintiendo las angustiasde la muerte, y dice con agónico acento:

-Creo, señores, que muero de una buena muer-te. He matado a siete a sablazos, he atravesado anueve con mi lanza, he aplastado a una infinidadbajo los pies de mi caballo, y no sé a cuántos hanalcanzado mis balas. ¡Florezca, pues, eternamente

el suelo ruso! Y su alma voló a otra tierra mejor.¡Cosacos, cosacos!, no entreguen la flor de su

ejército. El enemigo ha cercado ya a Koukouben-ka, y sólo le quedan siete hombres del kouren   de

Nesamaï koff, y esos se defienden con valor: los vestidos de su jefe están ya enrojecidos de sangre; Taras mismo, viendo el peligro que corre se lanzaen su auxilio; pero los cosacos han llegado dema-siado tarde. Antes que el enemigo fuese rechaza-do, una lanza se había hundido en el corazón deKoukoubenko; inclinóse, dulcemente en brazos delos cosacos que le sostenían, y su joven sangre

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brotó de su pecho como de una fuente, semejante

a un vino precioso que torpes criados traen de labodega en un vaso de vidrio, y que lo rompen a laentrada de la sala resbalando en el pavimento. El

 vino se derrama por el suelo, y el dueño de la casacorre, tirándose de los cabellos, porque lo habíaguardado para la ocasión más hermosa de su vida,a fin de que, si Dios se lo había dado, pudiese ensu vejez festejar con él a un compañero de su ju-

 ventud, y regocijarse con él al recordar un tiempoen que el hombre sabía disfrutar de otra manera y mejor. Koukoubenko paseó su mirada, en torno

suyo y murmuro:-¡Compañeros: doy las gracias a Dios por ha-

berme otorgado morir en presencia de ustedes! ¡Élhaga que los que nos sucedan tengan una vida mástranquila que nosotros, y, que el suelo ruso amado

de Jesucristo sea eternamente bendito! Y su alma joven, llevada en brazos de los án-geles, voló hacia la mansión de los justos, en don-de deberá gozar de la bienaventuranza. «Siéntate ami derecha, Koukoubenko -le dirá Jesucristo- nohas hecho traición a la fraternidad, no has cometi-do ninguna acción vergonzosa, no has abandona-do a un hombre en el peligro. Has conservado y 

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defendido mi Iglesia» La muerte del joven y vale-

roso cosaco entristeció a todo el mundo, las filascosacas se aclaraban cada vez más; muchos valien-tes habían ya dejado de existir; y, sin embargo, loscosacos se mantenían firmes.

-¡Díganme, señores! -gritó Taras por tercera vez a los koureni que habían quedado en pie- ¿hay,todavía pólvora? ¿Se han enmohecido los sables?¿La fuerza cosaca se ha debilitado? ¿Los cosacoscejan?

-Padre, aun hay bastante pólvora; los sables sehallan en buen estado; la fuerza cosaca no se ha

debilitado; los cosacos no han cejado todavía. Y nuevamente lanzáronse los cosacos como si

no hubiesen experimentado pérdida alguna. Sóloquedan con vida tres atamans  de kouren . Por todaspartes corren torrentes de sangre y se elevan pirá-

mides formadas de cadáveres de cosacos y pola-cos. Taras dirige su vista al cielo y ve una bandadade buitres que cruzan el espacio. ¡Ah! Alguien seregocijará, pues. Allá abajo, una lanzada ha dadofin a Metelitza; la cabeza de Pisarenko segundo hadado vueltas en el aire revolviendo los ojos en susórbitas, y Okhrim Gouska ha caído pesadamentehecho trizas.

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-¡Sea! -dijo Taras, haciendo una seña con su

pañuelo- Eustaquio comprendió el movimiento desu padre, y saliendo de su emboscada, cargó vi-gorosamente contra la caballería polaca. El enemi-go no sostuvo la violencia del choque; y él, persi-guiéndole, sin dar cuartel, le rechazó hacia el sitioen donde se habían plantado estacas gruesas y cu-bierto el suelo de trozos de lanza. Los caballosempezaron a tropezar, a faltarles los pies, y los po-lacos a rodar por encima de sus cabezas. En tandifícil situación, los cosacos de Korsonn, que esta-ban de reserva detrás de los carros, viendo al ene-

migo a tiro de mosquete, hicieron una horribledescarga. Los polacos se desconciertan, el desor-den se introduce en sus filas, y los cosacos reco-bran valor.

-¡La victoria es nuestra! -gritaron de todas par-

tes los zaporogos.Sonaron los clarines, y la bandera de la victoriatremolaba impulsada por el viento. Los polacoshuían en confuso desorden en todas direcciones.

-¡No, no, la victoria no es nuestra todavía!-dijo Taras, mirando las puertas de la ciudad.

En efecto: las puertas de la ciudad se habíanabierto, y un regimiento de húsares, la flor de los

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regimientos de caballería, salía por ellas. Todos los

jinetes montaban, argamaks 34

 castaños. Al frente delos escuadrones galopaba el jinete más hermoso y apuesto de todos.

Sus cabellos negros asomaban, por debajo desu casco de bronce, y rodeaba su brazo una bandabordada por las manos de la belleza más seducto-ra. Taras quedóse estupefacto al reconocer a suhijo Andrés; y éste, sin embargo, inflamado por elardor del combate, ávido de merecer el presenteque adornaba su brazo, precipitóse como un fogo-so lebrel, el más hermoso, más veloz y más joven

de la jauría. «¡A ton!» 35, exclama el viejo cazador, y ellebrel se precipita, lanzando sus piernas en línearecta al aire, inclinando todo su cuerpo sobre elcostado, levantando la nieve con sus uñas, y ade-lantándose diez veces a la liebre misma, en el ardor

de su carrera. El viejo Taras se detuvo, contem-plando cómo Andrés se abría paso, hiriendo a de-recha e izquierda, y derribando a los cosacos que leinterceptaban el paso.

 Taras pierde la paciencia y exclama:

 34 Caballos persas.35 Voz rusa para excitar a los perros.

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-¡Cómo! ¡A los tuyos! ¡A los tuyos! ¡Así los hie-

res, hijo del diablo!Pero el intrépido joven no veía si los que ha-llaba a su paso eran de los suyos o de los otros; no

 veía sino rizos de sedoso cabello, largos y ondulan-tes, un cuello de nieve semejante al de los cisnes,blancos hombros, y todo lo que Dios ha creadopara besos insensatos.

-¡Hola, camaradas! atráiganlo, atráiganlo sola-mente al bosque -gritó Taras.

Inmediatamente presentáronse treinta de losmás ágiles cosacos para atraer al joven hacia el

bosque. Enderezando sus altas gorras, lanzaron suscaballos para cortar la retirada a los húsares, ataca-ron de flanco a las primeras filas, las derrotaron, y habiéndolas separado del grueso de la partida, pa-saron a cuchillo a unos y a otros. Entonces Golo-

kopitenko dio a Andrés con su sable de plano, y todos, al instante emprendieron la fuga con toda larapidez cosaca. Andrés se lanzó como un león; sujoven sangre hervía en sus venas; hundiendo suslargas espuelas en los costados del noble bruto,echóse volando en persecución de los cosacos, sin

 volverse, y sin ver que solamente habían podidoseguirle una veintena de hombres. Los cosacos,

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 Y, dando un paso atrás, preparó su mosquete.

El semblante del joven se cubrió de mortal palidez;sus labios se movían pronunciando un nombre;pero este nombre no era el de su patria, ni el de sumadre, ni el de sus hermanos: era el nombre de lalinda polaca.

 Taras disparó.Como una espiga de trigo segada por la hoz,

 Andrés inclinó la cabeza, y cayó sobre la hierba sinpronunciar una palabra.

El parricida, inmóvil, contempló largo tiempo elcadáver inanimado de su hijo: hasta después de

muerto era hermoso. Su semblante viril, antes bri-llante de fuerza y de una irresistible seducción, ex-presaba, todavía una hermosura maravillosa. Suscejas, negras como un terciopelo de luto, som-breaban sus pálidas facciones.

-¿Qué le faltaba para ser un cosaco? -dijo Bul-ba. Tenía elevada estatura, cejas negras, un sem-blante lleno de nobleza, y mano fuerte en elcombate. ¡Y ha muerto, muerto sin gloria comoun perro cobarde!

-¿Qué has hecho, padre? ¿Le has muerto tú?-dijo Eustaquio, que llegaba en este momento.

 Taras hizo con la cabeza un signo afirmativo.

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Eustaquio miró fijamente en los ojos del muer-

to, y dijo con profundo pesar:-Padre, démosle honrosa sepultura, a fin de quelos enemigos no puedan insultarle, y que las avesde rapiña no despedacen su cuerpo.

-Ya se le enterrará sin nosotros -dijo Taras- y no le faltarán llorones y lloronas.

 Y durante dos minutos pensó:-¿Es preciso arrojar su cuerpo a los lobos que

husmean la tierra devastada, o bien respetar en élla valentía del caballero, que todo guerrero debehonrar en quien la posee?

-Miró, y vio a Golokopitenko galopando haciaél.

-¡Desgracia, ataman ! Los polacos se han fortifi-cado, y les han llegado tropas de refresco.

 Aun no había acabado de hablar Golokopi-

tenko, cuando acudió Vovtonsenko:-¡Desgracia, ataman ! Nuevas fuerzas caen sobrenosotros.

Sin concluir Vovtonsenko, llega Pisarenko co-rriendo, pero sin caballo.

-¿En dónde estás, padre? Los cosacos te bus-can. El ataman  de kouren  Nevilitchki ha sido muer-to ya, y también Zadorodrii y Tcherevitchenko

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pero los cosacos se mantienen firmes; no quieren

morir sin verte por última vez, deseando que lesmires en la hora de su muerte.-¡A caballo, Eustaquio! -dijo Taras.

 Y se apresuró para encontrar con vida a los co-sacos, para contemplarlos por última vez, y porquepudiesen mirar a su ataman   antes de morir. Peroaun no había salido del bosque con su gente,cuando las fuerzas enemigas le cercaron comple-tamente, y por todas partes se presentaron a tra-

 vés de los árboles jinetes armados de sables y delanzas.

-¡Eustaquio, Eustaquio! mantente firme -exclamó Taras.

 Y, sacando su sable, atacó a los primeros que le vinieron a mano. Seis polacos rodean a Eustaquio,pero en mal hora lo hicieron: a uno le cercenó la

cabeza; el otro da una voltereta por detrás; el ter-cero recibe una lanzada en las costillas; y el cuarto,más audaz, ha evitado la bala de Eustaquio bajan-do la cabeza, y la ardiente bala hace blanco en elcuello del caballo que, furioso, se encabrita, ruedapor tierra, y aplasta debajo a su jinete.

-¡Bien hijo mío, bien! -exclamó Taras- vuelo atu socorro.

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 Y Taras rechaza a los que le acometen, da sa-

blazos a diestro y a siniestro y, mirando continua-mente a Eustaquio, le ve luchando cuerpo acuerpo con ocho enemigos a la vez.

-¡Tente firme, Eustaquio, tente firme! -le grita.Pero el joven está perdido; le echan un arkan 

alrededor del cuello, se apoderan de él y le agarro-tan.

-¡Ea, Eustaquio, ea! -gritaba Taras abriéndosepaso hacia él, y hendiendo con su hacha todocuanto se le ponla delante. ¡Ea, Eustaquio, Eusta-quio!

Pero en este momento recibió como una pe-drada, y todo dio vueltas ante sus ojos. Las lanzas,el humo del cañón, las chispas de la mosquetería y las ramas de los árboles con sus hojas brillaron porun instante en su mirada; después cayó a tierra

como una encina abatida, y una espesa niebla cu-brió sus ojos.

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X

-Parece que he dormido mucho tiempo -dijo Taras despertando como del penoso sueño de unhombre ebrio, y esforzándose por reconocer los

objetos que le rodeaban.Una terrible debilidad había quebrantado sus

miembros, pudiendo apenas distinguir las paredesy rincones de una estancia desconocida. Por finfijóse en que Tovkatch estaba sentado junto a él, y 

que parecía atento a cada una de sus respiraciones.-Sí -pensó Tovkatch- hubieras podido dormir-te para siempre.

Pero no habló palabra, sino que le amenazócon el dedo haciéndole seña de que callase.

-Dime pues, ¿en dónde estoy ahora? -pro-siguió Taras concentrándose y procurando re-cordar su pasado.

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-¡Cállate pues! -exclamó bruscamente su cama-

rada. ¿Qué más quieres saber? ¿No ves que estásacribillado de heridas? Dos semanas que corremosa caballo a todo escape, y que la fiebre y el calor tehacen delirar. Hoy, por primera vez, has dormidotranquilo. Calla, pues, si no quieres perjudicarte a timismo.

Sin embargo, Taras continuaba esforzándoseen poner en orden sus ideas y en recordar lo pa-sado.

-¡Pero yo he sido detenido y cercado por lospolacos!... ¡Me era imposible abrirme paso a través

de sus filas!-¡Te callarás de una vez, hijo de Satanás!

-exclamó Tovkatch montado en cólera, como unaniñera a quien los gritos de un chicuelo mimadohacen perder la paciencia. ¿Quieres saber de qué

modo te has salvado?... Ha habido amigos que note han dejado allá, y eso basta. Todavía nos quedamás de una noche para correr juntos. ¿Crees quete han tomado por un simple cosaco? No, tu ca-beza está puesta a precio; dos mil ducados danpor ella.

-¿Y Eustaquio? -exclamó de repente Taras queprocuró incorporarse recordando cómo a su vista

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se habían apoderado de su hijo, cómo le habían

agarrotado, y cómo se encontraba en manos desus enemigos.Entonces el dolor se apoderó de aquella vieja

cabeza. Arrancó los vendajes que cubrían sus heri-das, y los tiró lejos de sí; quiso hablar en alta voz,pero de sus labios sólo salieron palabras incoheren-tes. La fiebre le había vuelto y le hacía delirar. Sinembargo, su fiel compañero estaba de pie delantede él, dirigiéndole crueles reprensiones e injurias.En fin, agarróle por los pies y por las manos, lefajó como se hace con un niño, volvióle a poner

los vendajes, envolvióle en una piel de buey, suje-tóle con cuerdas a la silla de un caballo y empren-dió de nuevo el camino.

-Aunque fueses un cadáver, te conduciría a tupaís. No permitiré que los polacos insulten tu ori-

gen cosaco, que hagan trizas tu cuerpo y lo arrojenal río. Si el águila ha de arrancar los ojos de tu ca-dáver, que sea al menos el águila de nuestras este-pas, no el águila polaca, no la que viene de lastierras de Polonia. Aunque estuvieses muerto, teconduciría a Ukrania.

 Así hablaba el fiel compañero, corriendo día y noche, sin tregua ni descanso, conduciéndole al

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cautiverio, por no poder sobrellevar su afrenta. El

 viejo kochevoi hacía mucho tiempo que tambiénhabía pasado a mejor vida, así como sus antiguoscompañeros, y la hierba del cementerio había yacrecido sobre los restos de esos cosacos llenos enotro tiempo de valor y de vida. Taras comprendíaque en torno suyo había tenido lugar una grandeorgía, una orgía ruidosa: toda la vajilla había voladohecha añicos, no quedando una sola gota de vino;los convidados y los criados se habían llevado to-das las copas, todos los vasos preciosos, y el due-ño de la casa permanecía solitario y triste,

pensando que hubiera sido mejor que no hubiesehabido fiesta. Los esfuerzos que se hacían paraocupar y distraer a Taras eran inútiles; los viejostocadores de bandola de barba gris desfilaban en

 vano de dos en dos y de tres en tres por delante

de él, cantando sus hazañas de cosaco; todo locontemplaba con indiferencia; en sus faccionesinmóviles y en su cabeza inclinada leíase un dolorinextinguible; Taras decía en voz baja:

-¡Mi hijo Eustaquio!Sin embargo, los zaporogos se habían prepa-

rado para una expedición marítima. En el Dnieperfueron botados doscientos buques, y el Asia Me-

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arma permanecía inactiva; dejábala junto a él, lleno

de tristeza, y deteníase a la orilla del mar, permane-ciendo largo tiempo sentado, con la cabeza baja, y diciendo siempre:

-¡Eustaquio, Eustaquio mío!Delante de él el mar Negro brillaba y se exten-

día como una inmensa sábana; en los lejanos jun-cos oíase el grito de la gaviota, y sobre suencanecido bigote caían las lágrimas una tras otra.

 Taras no pudo dominarse por más tiempo.-Suceda lo que Dios quiera -dijo- iré a saber lo

que ha sido de él. ¿Está vivo? ¿Ha bajado ya al se-

pulcro, o bien no está aún en él? Yo lo sabré, cues-te lo que cueste; yo lo sabré.

 Y ocho días después, hallábase ya en la ciudadde Oumana, a caballo, la lanza en la mano; el sableal lado, el saco de viaje colgado del pomo de la silla;

una orza de harina de avena, cartuchos, trabas pa-ra el caballo, y otras municiones completaban suequipaje. Dirigióse enseguida a una miserable y su-cia casucha cuyas deslucidas ventanas apenas se

 veían; el tubo de la chimenea estaba cerrado porun tapón, y el techo, agujereado por todas partes,estaba cubierto de gorriones; delante de la puertade entrada había un montón de basura. En la ven-

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tana estaba asomada una judía luciendo una gorra

adornada con perlas ennegrecidas.-¿Está tu marido en casa? -dijo Bulba bajandode su caballo, y atando las riendas en un anillo dehierro clavado en la pared.

-Sí - dijo la judía, que se apresuró a salir conuna abundante ración de trigo para el caballo y unajarra de cerveza para el jinete.

-¿En dónde está tu judío?-Rezando, sus oraciones –murmuró la judía

saludando a Bulba, y deseándole buena salud en elmomento en que llevaba la jarra a sus labios.

-Quédate aquí, da de beber a mi caballo: yo irésolo a hablarle. Tengo un asunto que tratar con él.

Este judío era el famoso Yankel, el cual se habíahecho arrendador y posadero, todo en una pieza.Habiéndose apoderado poco a poco de los nego-

cios de todos los hidalguillos del contorno, habíainsensiblemente chupado su dinero y hecho sentirsu presencia de judío en todo el país. A tres millasa la redonda, no quedaba ya una sola casa que es-tuviese en buen estado: todas se derrumbaban depuro viejas; la comarca entera había quedado de-sierta como después de una epidemia o de un in-cendio general. Si Yankel hubiese vivido allí una

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docena de años más, es probable, que expulsara de

ella hasta a las autoridades. Taras entró en el apo-sento. Yankel oraba, con la cabeza cubierta con un

largo velo bastante sucio, y se había vuelto paraescupir por última vez, según el rito de su religión,cuando notó la presencia de Bulba, que estaba enpie detrás de él. El judío no vio de pronto sino losdos mil ducados ofrecidos por la cabeza del cosa-co; pero avergonzado de su avaricia, esforzóse poraplacar su eterna sed de oro.

-Escucha, Yankel -dijo Taras al judío, que se

impuso el deber de saludarle y que se dirigió pru-dentemente a cerrar la puerta, a fin de no ser vistode nadie- te he salvado la vida: los cosacos te hu-bieran despedazado como a un perro. A tu vezpréstame ahora un servicio.

El semblante del judío sombreóse ligeramente.-¿Qué servicio? Si es alguna cosa que yo puedahacer, ¿por qué no?

-No digas nada. Condúceme a Varsovia.-¿A Varsovia?... ¡Cómo! ¿A Varsovia? -dijo

 Yankel; y alzó las cejas y los hombros en señal deasombro.

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-No repliques. Condúceme a Varsovia. Suceda

lo que suceda, quiero verle todavía una vez más, volver a hablarle.-¿A quién?-A él, a Eustaquio, a mi hijo.-¿Es que su señoría no ha oído decir que ya...?-Lo sé todo, todo; han ofrecido dos mil duca-

dos por mi cabeza. Los imbéciles, saben lo que vale. Yo te daré cinco mil, yo. Toma ahora, estosdos mil que te entrego, y lo restante te lo darécuando vuelva.

El judío tomó enseguida una toalla y envolvió

con ella los ducados.-¡Ah! ¡Qué hermosa moneda! ¡Ah! ¡Qué buena

moneda! -exclamó, dando vueltas a un ducado en-tre sus dedos y probándole con los dientes- piensoque el hombre a quien su señoría ha quitado esos

hermosos ducados no habrá vivido una hora másen este mundo, sino que se habrá ido derechito alrío para ahogarse en él, después de haber dejadode poseer tan excelentes ducados.

-No te hubiera rogado que me acompañases, y tal vez no equivocara el camino de Varsovia; peropuedo ser reconocido y preso por esos malditospolacos, pues no estoy acostumbrado a fingir. Pe-

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ro ustedes los judíos han sido creados para eso.

Engañarían ustedes al diablo en persona, pues co-nocen todas las picardías. Por eso he venido a en-contrarte. Por otra parte, nada hubiera hecho soloen Varsovia. Vamos, engancha pronto los caballosa la carreta, y condúceme a escape.

-¿Y piensa su señoría que basta sacar un animaldel establo, engancharlo a una carreta y arrear?¿Piensa su señoría que se le puede conducir así sinocultarlo primero cuidadosamente?

-¡Pues bien! ocúltame, ocúltame como sabeshacerlo; en un tonel vacío, ¿no es verdad?

-¡Bah! ¿Piensa su señoría que se le puede ocul-tar en un tonel? ¿Ignora acaso que todos creeránque hay aguardiente en é1?

-¡Pues que lo crean!-¡Cómo! ¡Que crean que contiene aguardiente!

-exclamó el judío, agarrando con ambas manos suslargas y flotantes trenzas y levantándolas hacia elcielo.

-¿De qué te admiras?-¿Ignora su señoría que el buen Dios ha creado

el aguardiente para que todos puedan probarlo? Lagente de allá bajo son todos muy glotones y bo-rrachos; cualquier hidalguillo es capaz de correr

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XI

En la época que tiene lugar esta historia, toda- vía no existían en la frontera ni aduaneros ni ins-pectores (ese terrible espantajo de los hombres de

empresa), y todos podían transportar lo que les venía en gana. Si, por otra parte, algún individuose tomaba el trabajo de registrar o inspeccionar lasmercancías, era, las más de las veces, por puro pa-satiempo, sobre todo cuando había entre ellas ob-

jetos agradables a la vista y sus puños infundíanrespeto a los que debía registrar. Pero los ladrillosno excitaban la envidia de nadie; así que entraronsin obstáculo en la ciudad por su puerta principal.Bulba, desde su estrecha jaula, podía oír solamenteel ruido de los carros acompañado de los gritos delos conductores, y nada más. Yankel, brincandosobre su caballito cubierto de polvo, entró, des-

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pués de hacer algunos rodeos, en una callejuela es-

trecha y sombría que llevaba el nombre de Cena-gosa y Judería al mismo tiempo porque, en efecto,se encontraban reunidos todos los judíos de Var-sovia. Esta calle tenía todo el aspecto de un corral;parecía que el sol no penetraba jamás en ella, y le-

 vantábanse a un lado y otro casas de madera ente-ramente negras, con largas estacas que salían de las

 ventanas y que aumentaban aún su obscuridad.De trecho en trecho veíanse, algunos lienzos depared de ladrillos colorados, ennegrecidos en va-rios sitios. De distancia en distancia un trozo de

muralla enyesada en su parte superior, brillaba a losrayos del sol con insoportable resplandor. Todopresentaba allí sorprendentes contrastes: tubos dechimenea, andrajo y trozos de marmitas. Cadauno arrojaba a la calle todo lo que tenía de inútil y 

sucio, ofreciendo a los transeúntes ocasión de ma-nifestar sus diversos sentimientos con motivo deesos andrajos. Un hombre a caballo podía tocarcon la mano las pértigas que atravesaban la calle deuna a otra casa, a lo largo de las cuales pendíanmedias, calzones cortos y una oca ahumada. Algu-nas veces mostrábase en una ventana destrozadaun lindo rostro de judía, rodeado de perlas enne-

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grecidas. Una porción de niños judíos, sucios, ha-

rapientos, de cabellos, crespos, gritaban y se revol-caban en el lodo.Un judío de cabellos rojos y semblante lleno de

pecas, que le daban la apariencia de un huevo degorrión, asomóse por la ventana, entablando en-seguida con Yankel una conversación en su lenguabarrueca, y luego entró Yankel en el patio. Otrojudío que pasaba por la calle se detuvo, tomó parteen la conversación, y cuando Bulba logró por finsalir de debajo de los ladrillos, vio a los tres judíosque hablaban entre sí acaloradamente.

 Yankel se volvió hacia el cosaco, y le dijo quetodo se haría conforme deseaba, que su hijo esta-ba encerrado en la cárcel de la ciudad, y que, a pe-sar de lo difícil que era comprar la guardia,esperaba, sin embargo, arreglárselas para procurarle

una entrevista.Bulba entró en un aposento con los tres judíos.Estos empezaron a conversar en su incom-

prensible lengua. Taras los examinaba uno a uno.Parecía que alguna cosa le había en extremo con-movido; en sus facciones rudas e insensibles brilla-ba la llama de la esperanza, de esa esperanza quealgunas veces visita al hombre cuando se halla en el

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Los tres judíos se pusieron a conversar en su

lengua. Bulba no pudo entender nada de lo quedecían, a pesar de prestar toda su atención; oyósolamente pronunciar a menudo el nombre: deMardoqueo y nada más.

-Escuche, mi señor -dijo Yankel- primero espreciso consultar a un hombre que no tiene igualen el mundo, es un hombre sabio como Salomón;y si éste no puede nada, nadie en el mundo podrá.Quédese aquí, tome la llave, y no deje entrar a na-die, absolutamente a nadie.

Los judíos salieron a la calle.

 Taras cerró la puerta, y miró por la ventanitahacia esta calle sucia de la Judería. Los tres judíosse detuvieron en ella y hablaron entre sí con ani-mación. Pronto se les reunieron dos judíos más,primero uno y después otro, y Bulba oyó repetir

de nuevo el nombre de Mardoqueo. ¡Mardoqueo!Los judíos volvían continuamente sus miradas ha-cia uno de los lados de la calle. Por fin, por uno delos ángulos, detrás de una sucia casucha, aparecióun pie calzado con zapato judío, y flotaron los fal-dones de un caftán corto. «¡Ah! ¡Mardoqueo!¡Mardoqueo!», exclamaron los judíos a una sola

 voz. Un judío flaco menos largo que Yankel pero

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mucho más arrugado, y notable por la enormidad

de su labio superior, se acercó al grupo impaciente.Entonces los judíos apresuráronse a hacerle su na-rración, durante la cual Mardoqueo volvióse varias

 veces para mirar la ventanita, por lo que Taras pu-do comprender que se trataba de él. Mardoqueogesticulaba moviendo ambas manos, escuchaba,interrumpía, escupía de lado, y levantando los fal-dones de su traje, metía las manos en los bolsillospara sacar de ellos una especie de castañuelas, ope-ración que permitía notar sus asquerosos calzones.Por fin, los judíos se pusieron a gritar tan fuerte,

que uno de ellos, que estaba de centinela, tuvo quehacerles señas de que callasen, y Taras, empezó atemer por su seguridad; pero tranquilizóse, pen-sando que los judíos podían conversar librementeen la calle, sin que el mismo diablo pudiese com-

prender su enrevesada lengua.Dos minutos después los tres judíos entraron ala vez en el aposento. Mardoqueo se acercó a Ta-ras, diole un golpe en la espalda, y dijo:

-Cuando queremos hacer algo, lo hacemos endebida forma.

 Taras examinó aquel nuevo Salomón que notenía igual en el mundo, y concibió alguna es-

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anochecer, llegaron Mardoqueo y Yankel. El cora-

zón de Taras desfalleció.-¡Y bien! ¿Han conseguido su objeto? -preguntó con la impaciencia de un caballo salvaje.

Pero antes de que los judíos tuviesen tiempode reunir su valor para responder, Taras había yanotado que a Mardoqueo le faltaba su última tren-za de cabellos, la cual, aunque bastante mal cuida-da, se escapaba antes rizada por debajo de sucapisayo. No cabía duda que quería decir algo, pe-ro balbuceaba de una manera tan extraña que Ta-ras no pudo comprender nada. Yankel llevaba

también a menudo la mano a su boca, como sihubiese sufrido una fluxión.

-¡Oh, mi querido señor! -dijo Yankel. Ahora escompletamente imposible. ¡Dios lo ve! ¡Es impo-sible! Tenemos que habérnosla con un pueblo tan

malo que sería preciso escupirle a la cara. Ahí estáMardoqueo que no me desmentirá. Él ha hecho loque ningún hombre es capaz de hacer; pero Diosno ha querido ayudarnos. Hay en la ciudad tres milhombres de tropa, y mañana se les lleva al suplicio.

 Taras miró a los judíos de reojo, pero ya sinimpaciencia y sin cólera.

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-Y si su señoría quiere una entrevista, es nece-

sario ir mañana de madrugada antes que el solasome por el Oriente. Los centinelas han dado suconsentimiento, y tengo la promesa de un leven- tar 36 . ¡Ojalá no tengan felicidad en el otro mundo!¡A h weh mir! ¡Pueblo codicioso! Ni aun entre noso-tros se encuentran hombres semejantes; he dadocincuenta ducados a cada centinela y al leventar...

-Está bien. Condúceme cerca de él -dijo resuel-tamente Taras- y su alma recobró toda su firmeza.

Se conformó con la proposición que le hizo Yankel de disfrazarse de conde extranjero, llegado

de Alemania. El previsor judío había preparado yalos trajes necesarios. Por fin llegó la noche. El due-ño de la casa (ese mismo judío de pelo rojo y cutispecoso) trajo un colchón delgado, cubierto conuna especie de sábana, y lo tendió sobre uno de

los bancos para Bulba. Yankel se acostó en el suelosobre un colchón parecido al del cosaco.El judío de pelo rojo bebió una taza de aguar-

diente, después se quitó su medio caftán, no con-servando más que los zapatos y las medias que ledaban mucha semejanza con un pollo, y se acostóal lado de su judía en una cosa que parecía un ar-

 36 L event, soldado de marina, entre los turcos.

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mario. Dos niños, judíos también, se tendieron en

el suelo cerca del armario, como dos falderillos. Pe-ro Taras no dormía; permanecía inmóvil, dandoligeramente en la mesa con sus dedos. Con su pipaen la boca, lanzaba nubes de humo que hacían es-tornudar al adormecido judío y le obligaban a ta-parse la nariz con el cobertor. Apenas amanecióBulba empujó a Yankel con el pie.

-Alzate, judío, y dame tu traje de conde. Vistióse en un minuto, y se pintó de negro las

cejas, los bigotes y las pestañas; cubrióse la cabezacon un sombrerito obscuro, y se arregló de modo

que ninguno de sus cosacos, ni aun los que mástratado le tenían, le hubiera reconocido. Parecía unhombre de treinta años. Los colores de la saludbrillaban en sus mejillas, y sus mismas cicatrices ledaban cierto aire de autoridad. Sus vestidos reca-

mados de oro le sentaban maravillosamente.Las calles permanecían aún silenciosas; ni si-quiera un vendedor, con la cesta en la mano, se

 veía en la ciudad. Bulba y Yankel llegaron a un edi-ficio que parecía una garza real descansando. Erabajo, ancho, pesado, ennegrecido, y en uno de susángulos se levantaba, como el cuello de una cigüe-

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-¡Somos nosotros! -exclamó Yankel- ¡Dios lo

 ve, somos nosotros, señores míos!Pero nadie quería escuchar. Por fortuna acer-cóse en este momento un hombre grueso, que pa-recía ser el jefe, pues gritaba más recio que losotros.

-Somos nosotros, monseñor; ¿no nos conocéisya? y el señor conde os atestiguará su reconoci-miento.

-¡Déjenles pasar! ¡Que mil diablos les ahoguena ustedes! ¡Pero no dejen pasar a nadie más! Y queninguno de ustedes se quite el sable, ni se acueste

en el suelo...Nuestros viajeros no oyeron la continuación de

esta elocuente orden.-¡Somos nosotros, soy yo, somos nosotros

mismos! -decía Yankel a cada uno que encontraba.

-¿Se puede ahora? -preguntó el judío a uno delos centinelas, al llegar por fin al sitio en dondeterminaba el corredor.

-Se puede: únicamente ignoro si le dejarán en-trar en su misma cárcel. Ian no está aquí en estemomento, por haberse puesto otro en su lugar-respondió el centinela.

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-¡Ay, ay! -dijo el judío en voz baja. Eso sí que

es malo, mi querido señor.-¡Adelante -dijo Taras con firmeza. Yankel obedeció.En la puerta puntiaguda del subterráneo estaba

un jeduque 37  adornado con un bigote formandotres líneas superpuestas: la superior le llegaba hastalos ojos, la segunda iba hacia delante, y la terceradescendía encima de la boca, lo cual le daba unasingular semejanza con un carnero.

El judío se inclinó hasta el suelo, y se acercó a élcasi doblado.

-¡Señoría! ¡Mi ilustre señor!-Judío, ¿a quién dices eso?-A usted, mi ilustre señor.-¡Hum!... ¡No soy más que un simple jeduque !

-dijo el que llevaba el bigote de tres líneas, y sus

ojos brillaron de contento.-¡Ira de Dios! ¡Yo creía que era el coronel enpersona! ¡Ay, ay, ay!

 Al decir estas palabras meneó el judío la cabezay separó los dedos de las manos.

-¡Ay! ¡Qué aspecto tan imponente! ¡Si es uncoronel, un coronel perfecto! ¡Un dedo más, y es

 37 Soldado húngaro de infantería.

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un coronel! Deberíase poner a mi señor sobre un

caballo padre veloz como una mosca, para que hi-ciese maniobrar un regimiento.El jeduque  retorció la línea inferior de su bigote,

y sus ojos brillaron con una completa satisfacción.-¡Dios mío! ¡Qué pueblo tan marcial! -

prosiguió el judío:- ¡oh weh mir ! ¡Que pueblo tanarrogante! Esos galones, esas chapas doradas, to-do eso brilla como un sol, y las muchachas, encuanto ven a esos militares... ¡ay, ay!

 Y el judío meneó de nuevo la cabeza.El jeduque  atusóse la línea superior de su bigote,

haciendo oír entre dientes un sonido casi semejan-te al relincho de un caballo.

-Suplico a mi señor que nos preste un pequeñofavor -dijo Yankel. El príncipe, aquí presente, aca-ba de llegar del extranjero, y quisiera ver los cosa-

cos, pues no ha visto en su vida qué clase de genteson.La presencia de condes y barones extranjeros

en Polonia era bastante común, atraídos a menu-do por la sola curiosidad de ver ese pequeño rin-cón de Europa casi medio asiático. Respecto aMoscovia y a Ukrania las consideraban como for-mando parte de la misma Asia. Así es que el jedu- 

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que , después de saludar respetuosamente, juzgó

oportuno añadir algunas palabras de su propia co-secha.-No sé -dijo- por qué vuestra excelencia quiere

 verles. Son perros, y no hombres. Y es tal su reli-gión que nadie hace el menor caso de ella.

-¡Mientes, hijo de Satanás! -interrumpió Bulba;¡el perro eres tú! ¿Cómo te atreves a decir que nose hace caso de nuestra religión? De tu religión he-rética es de la que no se hace caso.

-¡Hola, hola! -dijo el jeduque . ¡Ahora ya sé quiéneres, amigo mío! Perteneces a los que están bajo

mi vigilancia. Espera, voy a llamar a los nuestros. Taras conoció su imprudencia, pero su carácter

era testarudo y el despecho impidiéronle pensar enrepararla. Por fortuna, en el mismo instante consi-guió Yankel deslizarse entre ellos.

-¡Mi señor! ¿Cómo es posible que el conde seaun cosaco? Si lo fuese, ¿en dónde hubiera adquiri-do semejante traje y un aire tan noble? ¡Adelante!

 Y el jeduque  abría ya su ancha boca para gritar.-¡Real majestad, calle, calle! -exclamó Yankel.

¡En nombre del Cielo, calle! ¡Le pagaremos comonadie ha sido pagado en su vida, le daremos dosducados de oro.

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-¡Dos ducados! Dos ducados no significan na-

da. Yo los doy a mi barbero para afeitarme la mi-tad de la barba... ¡Cien ducados, judío! Aquí el jeduqueretorció su bigote superior.-Si no me das al instante cien ducados, llamo a

la guardia.-¿Por qué, pues, tanto, dinero? -dijo, en tono

lastimoso el judío, que había palidecido, desatandolos cordones de su bolsa de cuero.

Pero, afortunadamente para él, su bolsa sólocontenía cien ducados, y el jeduque  no sabía contarmás arriba de ciento.

-¡Mi señor, mi señor! ¡Partamos lo más prontoposible! Vea qué mala es esa gente -dijo Yankel,después de observar que el jeduque  movía el dineroentre sus manos, como arrepentido de no haberpedido más.

-¡Bien, vamos pues, jeduque   del diablo! -dijoBulba- ¿has tomado el dinero, y no piensas enhacernos ver los cosacos? No, tú debesenseñárnoslos, puesto que has recibido el dinerono tienes derecho de rehusárnoslo.

-Váyanse al demonio, si no, los denuncio al ins-tante, y entonces... atrás les digo, y pronto.

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-¡Mi señor, mi señor!- ¡vámonos, en nombre

de Dios, vámonos! ¡Malditos sean! –exclamó elpobre Yankel.Bulba, con la cabeza baja, se volvió lentamente,

seguido de las reconvenciones de Yankel, que sesentía devorado de pesar a la idea de haber perdi-do sus cien ducados por nada.

-Pero también, ¿por qué pagarle? Debíamoshaber dejado ladrar a ese perro. Ese pueblo es he-cho así, siempre ha de regañar. ¡Oh weh mir ! ¡Quéfelicidades envía Dios a los hombres! Mire: ¡cienducados solamente habernos echado! Y a un po-

bre judío le arrancarán sus rizos de pelo, harán desu hocico una cosa imposible de mirar, y nadie ledará cien ducados. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios demisericordia!

Pero aquel contratiempo había tenido sobre

Bulba otra influencia; veíase el efecto en la de- voradora llama que brillaba en sus ojos.-Marchemos -dijo de repente, sacudiendo una

especie de torpeza- vamos a la plaza pública; quie-ro ver cómo le atormentan.

-¡Oh, mi señor! ¿Para qué? Allí no podremossocorrerle.

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-Vamos- dijo Bulba con resolución; y el judío le

siguió exhalando un suspiro, como sigue una niñe-ra a un niño indócil.No era difícil encontrar la plaza en donde debía

tener lugar el suplicio, pues el pueblo afluía a ella detodas partes. En aquel siglo de costumbres toscas,aquel era un espectáculo de los más atractivos, nosolamente para el populacho, sino para las claseselevadas. Multitud de viejas devotas, un sinnúmerode tímidas jóvenes, que soñaban en seguida todala noche cadáveres ensangrentados, y que desper-taban gritando como puede hacerlo un húsar

ebrio, aprovechaban aquella ocasión para podersatisfacer su cruel curiosidad. «¡Ah! ¡Qué horribletormento!», gritaban algunas de ellas con terror fe-bril, cerrando los ojos y volviendo el rostro, y sinembargo no abandonaban su puesto. Había hom-

bres que, con la boca abierta y las manos tendidasconvulsivamente, hubieran querido encaramarsepor encima de las cabezas de los otros para vermejor. Entre las figuras vulgares, sobresalía laenorme cabeza de un verdugo, que observaba to-do el espectáculo con aire conocedor, y conversa-ba en monosílabos con un maestro de armas aquien llamaba su compadre porque los días festi-

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 vos se emborrachaban en la misma taberna. Algu-

nos discutían acaloradamente, otros hacían apues-tas pero la mayor parte pertenecían a ese génerode individuos que miran el mundo entero y todolo que pasa en él como quien ve llover. En primerafila, y junto a los bigotudos, que componían laguardia de la ciudad, estaba un hidalgo campesino,o que parecía tal, en traje militar, llevando encimacuanto poseía, de manera que en su casa sólo lehabía quedado una camisa desgarrada y unas bo-tas estropeadas; dos cadenas, de las cuales pendíauna especie de ducado, cruzábanse sobre su pe-

cho; había ido allí con su amante, Yousefa, y seagitaba continuamente porque no se le manchasesu traje de seda. Habíaselo explicado todo con an-ticipación tan minuciosamente, que era imposiblede todo punto añadir cosa alguna.

-Mi pequeña Yousefa -decía- todas esas gentesque ves, han venido aquí para ver ajusticiar loscriminales; y aquello, querida mía, que ves allá aba-jo, que tiene un hacha y otros instrumentos en lamano, es el verdugo, y es él quien les ajusticiará; y cuando empiece a dar vueltas a la rueda y a darlesotros tormentos, el criminal estará todavía con vi-da; pero cuando les corte la cabeza, entonces mo-

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rirá en seguida, querida mía. Primeramente chillará

como un loco, pero cuando se le haya cortado lacabeza no podrá chillar más, ni comer, ni beberporque entonces, querida mía, no tendrá ya ca-beza.

 Y Yousefa escuchaba todo eso con terror y cu-riosidad.

Los tejados de las casas estaban cubiertos degente. En los huecos de las ventanas aparecían ex-traños rostros con bigotes, cubierta la cabeza conuna especie de gorras. En los balcones, y resguar-dados por baldaquinos, estaba la aristocracia. La

linda mano, brillante como azúcar blanco, de unajoven risueña, apoyábase en la reja del balcón. Hi-dalgos, dotados de una respetable gordura, con-templaban todo eso con aire majestuoso. Uncriado, con rica librea y las mangas dobladas, hacía

circular bebidas y refrescos. A menudo una jovendelgada, tomaba con su blanca mano dulces o fru-tas, y las arrojaba al pueblo. El enjambre de caballe-ros hambrientos se apresuraba a tender sussombreros, y algún largo hidalguillo cuya cabezasobresalía de la multitud, vestido con un konutousch 

en otro tiempo de escarlata, y enteramente re-camado de cordones de oro ennegrecidos por el

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tiempo, tomaba las golosinas al vuelo, gracias a sus

largos brazos, besaba la presa que había conquis-tado, apoyábala contra su corazón, y luego se lacomía. También figuraba entre los espectadoresun halcón, suspendido al balcón en una jaula dora-da; con el pico vuelto de través y la pata levantada,contemplaba atentamente al pueblo. Pero la multi-tud se conmovió de repente, y por todos los ám-bitos de la plaza se oyó el grito de: «¡Véanlos, allí

 vienen, son los cosacos!» Estos marchaban con lacabeza descubierta, con sus largas trenzas colgan-do, habiendo todos dejado crecer sus barbas.

 Adelantaban sin temor y sin tristeza, con cierta al-tanera tranquilidad. Sus vestidos, de preciosas te-las, a fuerza de usarlos, estaban hechos jirones; nomiraban ni saludaban al pueblo. Delante de todosmarchaba Eustaquio.

¿Qué experimentó el viejo Taras a la vista desu hijo? ¿Qué pasó entonces en su corazón?...Contemplábale entre la multitud sin perder unosolo de sus movimientos. Los cosacos habían lle-gado ya al lugar del suplicio: el joven se detuvo. Aél le tocaba primero apurar ese amargo cáliz. Ten-dió una mirada a los suyos, levantó una de susmanos al cielo, y dijo en alta voz:

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desorden, contra la voluntad audaz de los magna-

tes polacos, que, por una falta inconcebible deprevisión y por una vanidad pueril, habían conver-tido su asamblea en una sátira del gobierno.

Eustaquio sufría los tormentos y las torturascon un valor gigantesco. Ni un grito, ni una quejaexhalaba ni aun cuando los verdugos empezaron aromperle los huesos de los pies y de las manos,cuando el terrible ruido que se hacía al descoyun-tarlos se dejó oír de los más apartados espectado-res, y las jóvenes volvieron los ojos con horror;nada que se asemejase a un gemido salió de su bo-

ca; su semblante no demostró la menor emoción. Taras permanecía entre la multitud, con la cabezainclinada, y levantando de cuando en cuando losojos con orgullo, decía solamente en tono deaprobación:

-¡Bien, hijo, bien!...Pero cuando se hubo acercado a las últimastorturas y a la muerte, su fuerza de alma parecióabandonarle. Paseó sus miradas a su alrededor:¡Dios de bondad! ¡Sólo vio rostros desconocidos,extraños! ¡Si al menos hubiesen asistido a su finalgunos de sus próximos parientes! No es que de-seara oír los angustiosos ayes de una débil madre,

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o los gritos insensatos de una esposa, arrancándo-

se los cabellos y golpeándose su blanco seno, no,lo que deseaba era ver al lado de su hijo a unhombre valeroso que le aliviase con una palabrasensata y le consolase en su última hora. Su cons-tancia sucumbió, y en el abatimiento de su almaexclamó:

-¡Padre! ¿En dónde estás? ¿Oyes todo eso?-¡Sí, oigo!Esta palabra resonó en medio del silencio uni-

 versal, y todo un millón de almas se estremecierona la vez. Un pelotón de guardias de caballería se

lanzó para examinar escrupulosamente los gruposdel pueblo. Yankel se volvió pálido como un difun-to, y cuando los soldados se hubieron alejado unpoco, volvióse con terror para mirar a Bulba, peroBulba no estaba a su lado. Había desaparecido sin

dejar rastro alguno.Pronto tendremos noticias de él.

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XII

Ciento veinte mil hombres de tropas cosacasaparecieron en las fronteras de la Ukrania. Esto noera ya un partido insignificante, un destacamento

guiado solamente por el lucro del botín o enviadoen persecución de los tártaros. No, habíase levan-tado la nación entera, porque su paciencia se habíaagotado; habíanse levantado para vengar sus dere-chos insultados, sus costumbres convertidas ig-

nominiosamente en objeto de burla, la religión desus padres y sus santos usos ultrajados, sus tem-plos entregados a la profanación; para sacudir elyugo de los nobles extranjeros, la opresión de launión católica, la afrentosa dominación de los ju-díos en un país cristiano; en una palabra, para

 vengar todos los agravios que alimentaban y au-

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su mucha experiencia, su ciencia militar y, su odio

contra su enemigo, más fuerte en él que en losotros, le daba una superioridad sobre los demásjefes. Su ferocidad implacable y su crueldad san-guinaria parecían exageradas hasta para los mis-mos cosacos. Sus labios no se abrían sino paracondenar al fuego y a la horca, y su parecer en elconsejo de guerra sólo respiraba ruina y devasta-ción.

¿Para qué describir todos los combates que tu- vieron los cosacos, ni la marcha progresiva de lacampaña, si todo eso se halla escrito en las páginas

de la Historia? En Rusia saben lo que es una guerrareligiosa. No hay un poder más fuerte que la reli-gión: es implacable, terrible, como una roca levan-tada por obra de la naturaleza en medio de un mareternamente tempestuoso y voluble; de entre las

profundidades del Océano alza hacia el cielo susinquebrantables muros, formados de una sola pie-za entera y compacta. Se las distingue de todaspartes, y por todas partes se contempla altivamen-te las olas que contra ella se estrellan. ¡Desventura-do el buque que viene a chocar con la roca! Susfrágiles aparejos vuelan hechos pedazos; todocuanto lleva se rompe o se hunde en los insonda-

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damasquina pura y del más hermoso acero, rom-

piólo en dos como una caña, y tirando lejos lospedazos en dos opuestas direcciones, exclamó:-¡Adiós, pues! ¡Así como las dos mitades de

este sable no se volverán a reunir y no formaránjamás una misma arma, nosotros, compañeros,tampoco volveremos a vernos más en este mun-do! ¡No olviden, pues, mis palabras de despedida!

Entonces su voz aumentó, se elevó, adquirióun poder extraño, y conmoviéronse todos escu-chando sus acentos proféticos.

-¡Ya sé acordarán de mí cuando les llegue su úl-

tima hora! ¿Creen ustedes haber comprado el re-poso y la paz? ¿Creen que no tienen que hacermás que darse buena vida? Otras fiestas les espe-ran. ¡Hetman , te arrancarán el cuero cabelludo, te lollenarán de simiente de arroz, y durante mucho

tiempo, se verá paseado por todas las ferias! Tam-poco ustedes, señores, conservarán sus cabezas. Sepudrirán en cuevas frías, enterrados en muros depiedra, a menos que no les asen a todos vivos co-mo carneros. Y ustedes, camaradas -continuó vol-

 viéndose hacia los suyos- ¿quien quiere morir de su verdadera muerte? ¿Quién quiere morir, no sobreel asador de su casa, ni sobre una cama de vieja,

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un polk , y largo tiempo después, volvíase aún Taras

dirigiendo amenazadoras miradas.El hetman  y los otros polkovniks   estaban turba-dos; quedáronse todos pensativos, silenciosos,como oprimidos por un penoso presentimiento.La profecía de Taras se cumplió: Todo paso comoél había predicho. Poco tiempo después de la trai-ción de Kaneff, la cabeza del hetman  y la de variosde los principales jefes fueron puestas sobre esta-cas.

¿Y Taras?... Taras se paseaba con su polk   deuno y otro confín de la Polonia; redujo a cenizas

dieciocho poblaciones, tomó cuarenta iglesias, y seadelantó hasta cerca de Cracovia. Asesinó a mu-chos nobles; saqueó los mejores y más ricos casti-llos. Sus cosacos desfondaron y vertieron lostoneles de aguamiel y de los vinos añejos que se

conservaban cuidadosamente en las bodegas delos nobles; desgarraron a sablazos y entregaron alas llamas las ricas telas, los trajes de ceremonia y cuantos objetos de valor encontraron en los edifi-cios.

-¡Destruirlo todo! -repetía Taras.Ni las jóvenes de negras cejas, ni las doncellas

de blanco seno y fresco semblante, fueron respe-

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de hacer alto en una fortaleza abandonada y rui-

nosa. Veíasela en la cima de una roca que dominabael Dniester, con los restos de sus destrozados gla-cis y de sus derruidas murallas. Aquella cima estabaenteramente cubierta de piedras, de ladrillos y deescombros siempre prontos a desprenderse y acaer en el abismo. Allí fue donde el hetman  de la co-rona, Potocki, cercó a Bulba por los dos lados quedaban acceso a la llanura. Los cosacos lucharon y se defendieron a ladrillazos y a pedradas durantecuatro días; pero sus municiones y sus fuerzas to-

caron a su fin, y Taras resolvió abrirse un camino através de sus perseguidores. Los cosacos habíanseabierto ya paso, y tal vez sus ligeros caballos leshubieran salvado de nuevo, cuando Taras se de-tuvo de repente en medio de su carrera.

-¡Alto! -exclamó. He perdido mi pipa y mi ta-baco, y no quiero que caigan en poder de esospolacos que el diablo confunda.

 Y el viejo polkovnik  se inclinó para buscar en lahierba su pipa y su bolsa de tabaco, sus dos inse-parables compañeros, en mar y en tierra, en loscombates y en la casa. Durante este tiempo, llegóuna partida enemiga, y le agarraron por sus pode-

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rosas espaldas. Taras hizo esfuerzos para que le

soltaran, pero los jeduques que lo habían apresadono rodaron ya por tierra como en otros tiempos.-¡Oh! ¡Vejez! ¡Vejez! -dijo amargamente; y el

 viejo cosaco lloró.Pero la culpa no era de la vejez, sino que la

fuerza había vencido a la fuerza. Una treintena dehombres le tenían agarrado por los pies y por losbrazos.

-¡Ya es nuestro! -gritaron los polacos. Sólo nosfalta encontrar la manera de hacer honor a ese pe-rro.

 Y le condenaron, con consentimiento del het- man , a ser quemado vivo en presencia del ejército.Había cerca de allí un árbol desprovisto de follajecuya cima había sido tronchada por un rayo. Allífue atado Taras con cadenas de hierro; luego se le

clavó de manos, después de alzarle todo lo posible,a fin de que el cosaco fuese visto de lejos y de to-das partes; y por último, con ramas secas los pola-cos levantaron una hoguera al pie del árbol. Pero

 Taras no contemplaba la hoguera; no eran las lla-mas, que iban a devorarle en lo que soñaba su almaintrépida: el infortunado miraba del lado en dondecombatían sus cosacos. Desde la altura en donde

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estaba colocado veíalo todo como sobre la palma

de la mano.-¡Camaradas! -gritó- ¡Ganen pronto la monta-ña que está detrás del bosque, allí no los alcanza-rán!

Pero el viento se llevó sus palabras.-¡Van a perecer, van a perecer por nada! -

exclamó con desesperación. Y echó una mirada debajo de él, en el sitio

donde se reflejaba el Dniester. Un rayo de alegríabrilló en sus pupilas viendo cuatro proas medioocultas por los arbustos. Entonces, reuniendo to-

das sus fuerzas, exclamó con su potente voz:-¡Al río, al río, camaradas! ¡Bajen por el sende-

ro de la izquierda! ¡Hay buques en la orilla, tómen-los todos, para que no puedan perseguirlos!

Esta vez el viento sopló favorablemente, y to-

das sus palabras fueron oídas por los cosacos. Pe-ro este buen consejo le valió un golpe de maza enla cabeza, que hizo dar vueltas a todos los objetosante sus ojos.

Con presteza suma los cosacos se lanzan en lapendiente del sendero, pero son perseguidos muy de cerca. Miran, y ven que el sendero da vueltas,serpentea, forma mil rodeos.

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-¡Vamos, camaradas, por la gracia de Dios!

-exclamaron todos los cosacos.Detiénense un instante, levantan sus látigos,silban, y sus caballos tártaros emprenden veloz ca-rrera hendiendo los aires como serpientes, vuelanpor encima del abismo y caen en medio del Dnies-ter. Solamente dos no pudieron llegar al río: estre-lláronse en las rocas pereciendo con sus caballossin exhalar un solo grito. Los cosacos nadaban yaa caballo en el río y desataban los buques. Los po-lacos detuviéronse ante el abismo, asombrados, dela hazaña inaudita de los cosacos, y preguntándose

si debían o no continuar en su seguimiento. Uncoronel joven, de sangre ardiente, el propio her-mano de la hermosa polaca que había encantado alpobre Andrés, lanzóse sin reflexionar en persecu-ción de los cosacos, pero dio tres vueltas en el aire

con su caballo, y volvió a caer sobre los agudospeñascos. Las piedras angulosas le despedazaron,el abismo se lo tragó, y su seso, mezclado con san-gre, salpicó los arbustos que crecían en las desi-guales pendientes del glacis.

Cuando Taras Bulba volvió en sí del golpe quele había aturdido, cuando dirigió una mirada haciael Dniester, los cosacos estaban ya en los buques y 

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se alejaban a fuerza de remos. Las balas llovían so-

bre ellos desde considerable altura, pero sin alcan-zarles; y los ojos del polkovnik brillaban con el fuegode la alegría.

-¡Adiós, camaradas -les gritó desde el elevadositio en que estaba- acuérdense de mí, vuelvan enla próxima primavera, y que les vaya bien!... ¿Y us-tedes, polacos del diablo, qué han ganado? ¡Nohay nada en el mundo que amedrente a un cosaco!Esperen un poco, pronto llegará el tiempo en quesabrán lo que es la religión rusa ortodoxa. Lospueblos vecinos y lejanos lo presienten desde aho-

ra; ¡de la tierra rusa levantaráse un zar, y no habrápoder en el mundo que deje de sometérsele!...

Las llamas de la hoguera se elevaban ya, llegan-do a los pies de Taras y abrasando con su llama elgrueso tronco del árbol... Pero, ¿hay fuego, tortu-

ras ni poder, capaces de domar la fuerza cosaca?El río Dniester es pequeño, pero posee variasensenadas, muchos sitios sin fondo, y en sus orillascrecen abundantes juncos. El espejo del río es bri-llante, y en él resuena el grito sonoro de los cisnes,y el soberbio gogol 38 se deja llevar por su rápida co-rriente. Miríadas de chorlitos, de gallinetas ciegas

 38 Especie de pato salvaje, parecido al cisne

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con rojizo plumaje, y otras aves de toda especie

agítanse entre sus juncos y sobre sus playas. Loscosacos bogan rápidamente en estrechos barcosde dos timones, y reman juntos, evitando con