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Psicología de las masas por Gustave Le Bon

Gustave Le Bon Psicologia Masas

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Psicología de las masas

por Gustave Le Bon

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INDICE

Gustave Le Bon por Alain de Benoist

Prefacio del autor Introducción: La era de las masas Primera parte: El alma de las masas CAPÍTULO 1.- Características generales de las masas. Ley psicológica de su unidad mental CAPÍTULO 2.- Sentimientos y moralidad de las masas CAPÍTULO 3.- Ideas, razonamientos e imaginación de las masas CAPÍTULO 4.- Formas religiosas que revisten todas las convicciones de las masas Segunda parte: Las opiniones y las creencias de las masas CAPÍTULO 1.-Factores lejanos de las creencias y las opiniones de las masas CAPÍTULO 2.- Factores inmediatos de las opiniones de las masas CAPÍTULO 3.- Los conductores de masas y sus medios de persuasión CAPÍTULO 4.- Límites de la variabilidad de las creencias y las opiniones de las masas Tercera parte: Clasificación y descripción de las diversas categorías de masas CAPÍTULO 1.- Clasificación de las masas CAPÍTULO 2.- Las masas calificadas de criminales CAPÍTULO 3.- Los jurados de las audiencias provinciales CAPÍTULO 4.- Las masas electorales CAPÍTULO 5.- Las asambleas parlamentarias

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Gustave Le Bon

Por

Alain de Benoist

"La masa es siempre intelectualmente inferior al hombre aislado. Pero, desde el punto de vista de los sentimientos y de los actos que los sentimientos provocan, puede, según las circunstancias, ser mejor o peor. Todo depende del modo en que sea sugestionada".

Este diagnóstico pertenece a un hombre que poseía una estatura imponente y un aspecto irónico y severo, figura un poco altanera, frente ancha, ojos penetrantes y barba a la antigua, evocando a los dioses retratados por el Renacimiento. Se llamaba Gustave Le Bon, y nació en 1841, en la villa de Nogent-le-Rotrou, en una familia bretona de larga tradición militar.

Gustave Le Bon (1841-1931) fue condiscípulo de Théodule Ribot (Las enfermedades de la personalidad) y de Henri Poincaré (La ciencia y la hipótesis). Su obra, una de las más importantes de los siglos XIX y XX, está dominada por dos títulos: Psicología de las masas (1895) y La evolución de la materia (1905).

Viajero infatigable, sus primeras expediciones (África del norte, India y Nepal) despiertan su atención. "Me fue evidente al espíritu –relata en su obra sobre Las leyes psicológicas de la evolución de los pueblos (1894)– que cada pueblo posee una constitución mental tan fija como sus caracteres anatómicos, de la que se derivan sus sentimientos, sus pensamientos, sus instituciones, sus creencias y su arte".

Precursor de la psicología social, también se interesa por la etnología y la antropología, la sociología, la filosofía de la historia, la física, la biología, la historia de las civilizaciones y de las doctrinas políticas, la cartografía, y (¿por qué no?) la psicología de los animales, especialmente del caballo, y la equitación.

Hombre de ciencia, vivía en solitario en su apartamento-laboratorio, inventó en 1898 el primer reloj que se daba cuerda a sí mismo, gracias a las variaciones de la temperatura diurna. Poco después demostró la existencia de la radioactividad. Antas que Einstein, también demostró la falsedad del dogma de indestructibilidad de la matera, estableciendo que la materia y la energía no son más que una sola y la misma cosa bajo dos aspectos diferentes (La evolución de la materia).

Dedicada a Théodule Ribot, la publicación de Psicología de las masas provoca un revuelo en los estudios de las mentalidades y consagra a su autor: en 1929 alcanza la edición número 67. La idea central es ésta: cuando se encuentra formando parte de las masas, el

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hombre individual se convierte en otra persona, en una "célula" cuyo comportamiento deja de ser autónomo, y que se subordina más o menos plenamente al grupo (permanente o pasajero) en el cual él es un simple componente.

La "unidad mental de las masas"

En un prólogo por otra parte sin gran interés, Otto Klineberg, profesor de la Sorbona, recuerda uno de los principios esenciales de la psicología de la forma (Gestalt): el todo es siempre más que la siempre suma de sus elementos.

Como en la teoría de conjuntos, la masa es más que la simple adición de los individuos que la componen. "Es así –escribe Le Bon–, que podemos ver como un jurado dictaría un veredicto que cada uno de los miembros desaprobaría individualmente, a una asamblea parlamentaria adoptar leyes y medidas que rechazarían particularmente cada uno de los miembros que la componen. Por separado, los miembros de la Convención eran unos burgueses pacíficos entregados a sus costumbres rutinarias. Reunidos en masa, bajo la influencia de los cabecillas, enviaban sin pudor a la guillotina a personas manifiestamente inocentes".

La sugestión se exagera cuando es recíproca. La masa criminal que asesinó, el 14 de julio de 1789, a Launay, gobernador de la Bastilla, estaba compuesta por honrados tenderos, boticarios y artesanos. Lo mismo puede decirse de las matronas tricotando su ganchillo que contemplaban el rodar de cabezas en la guillotina, de la noche de San Bartolomé, de los comuneros, de toda suerte de manifestaciones públicas que terminan en orgías de sangre, saqueos y destrucción.

El mismo desbordamiento puede ejercerse en sentido: "la renuncia a todos sus privilegios votada por la nobleza francesa la noche del 9 de agosto de 1789, jamás hubiera sido aceptada por ninguno de sus miembros individualmente".

Puede así ser enunciada una "ley de unidad mental de las masas" caracterizada por "el desvanecimiento de la personalidad consciente y la orientación de los sentimientos y los pensamientos en un único sentido".

"Hemos entrado en la era de las masas –escribe Gustave Le Bon –, que señala las consecuencias de la irrupción (legal) de las masas en la vida política. Consecuencias inquietantes, pues su dominación siempre representa una fase de desórdenes".

El barón Motono, antiguo ministro de asuntos exteriores del Japón, traductor, en 1914, a la lengua nipona de Psicología de las masas, escribió en el prólogo: "Con el progreso de la civilización, las razas, como los individuos de cada raza, tienden a mezclarse y a actuar por sintonía. Se avecinan, pues, tiempos muy peligrosos".

Le Bon estima, también, que el factor racial ocupa un primer rango, "porque él solo es mucho más importante que todos los demás en la determinación de las ideas y las creencias de las masas".

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Apreciación que tiene del hecho de que los rasgos del carácter manifestados por las masas, que, siendo regulados por el inconsciente, "poseen la mayor parte de los individuos de una raza". La "masa psicológica" actúa así como desveladora del alma colectiva, en el sentido de Jung: "Lo heterogéneo se sumerge en lo homogéneo, y las cualidades inconscientes dominan".

Así se explica la poca disposición de las acciones de las masas: "Las decisiones de orden general tomadas por una asamblea de hombres distinguidos, pero de especialidades diferentes, no son sensiblemente superiores a las decisiones que pueda tomar una reunión de imbéciles. Solamente pueden asociar, en efecto, las cualidades mediocres que todo el mundo posee. Las masas acumulan no la inteligencia, sino la mediocridad".

Las tradiciones guían a los pueblos. Sólo se modifican las formas exteriores, que dan a las sociedades la ilusión de romper con su pasado. "Una masa latina –anota Le Bon–, por revolucionaria o conservadora que se la suponga, invariablemente apelará, para realizar sus exigencias, a la intervención del Estado. Es siempre centralista y más o menos cesarista. Una masa inglesa o americana, al contrario, no conoce al Estado y no se dirige más que a la iniciativa privada. Una masa francesa tiende ante todo a la igualdad, y una masa inglesa a la libertad. Estas diferencias de raza engendran especies distintas de masas y de naciones".

Y precisa: "El conjunto de caracteres comunes impuestos por el medio y la herencia a todos los individuos de un pueblo constituye el alma de ese pueblo".

Las masas son igualmente intolerantes y "femeninas" ("pero las más femeninas de todas –asegura Le Bon– son las masas latinas"). En ellas el instinto siempre prima sobre la razón. Llevadas al primarismo, a los juicios excesivos, no soportan la contradicción. "Siempre dispuestas a sublevarse contra una autoridad débil, se muestran serviles antes una autoridad fuerte".

Hombres de acción

Conocer el arte de impresionar la imaginación de las masas es conocer el arte de gobernar. "Son siempre los lados maravillosos y legendarios de los sucesos los que más las impresionan. Así, los grandes hombres de estado de todas las edades y países, comprendidos los más absolutos déspotas han considerado la imaginación popular como el sostén de su poder".

Napoleón dijo al Consejo de Estado: "Comulgando en público terminé con la guerra de la Vendée; haciéndome pasar por musulmán me establecí en Egipto; con dos o tres declaraciones papistas me ganaré a todos los curas de Italia".

"El hombre puede siempre más de lo cree, pero no sabe siempre lo que cree ni lo que puede". Los dirigentes de masas así lo revelan. Estos dirigentes no son hombres de pensamiento, sino de acción. Son más energía que inteligencia pura. Su empresa toma la forma de un gran deseo que canaliza las voluntades y orienta los instintos.

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Las ideas simples son las más seguras para conquistar a las masas, sobre todo las que son ricas en promesas, entre las cuales Le Bon cita "las ideas cristianas de la Edad Media, las ideas democráticas del siglo XVIII, las ideas socialistas del siglo XIX".

Georges Sorel, el autor de Reflexiones sobre la violencia, escribió: "Si la psicología debe ser añadida, algún día, al conjunto de conocimientos que debe poseer un hombre para decirse verdaderamente culto, se deberá a los esfuerzos perseverantes de Gustave Le Bon".

La Psicología de las masas, obra que diez años después de su aparición ya había sido traducida a más de diez idiomas, incluyendo el turco, el japonés y el árabe, anunciaba las grandes convulsiones revolucionarias del siglo XX y los desarrollos más recientes de la guerra psicológica. El oscurantismo durkheimiano, que después colonizaría la sociología francesa, no puede anular este hecho.

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PREFACIO DEL AUTOR2

El conjunto de características comunes impuestas por el medio y la herencia a todos los individuos de un pueblo constituye el alma de dicho pueblo.

Estas características, al ser de origen ancestral, son muy estables. Pero cuando, bajo diversas influencias, cierto número de individuos se encuentran momentáneamente reunidos, la observación demuestra que a sus peculiaridades ancestrales se añade una serie de características nuevas, en ocasiones muy diferentes de las de la raza.

Su conjunto constituye un alma colectiva, poderosa, pero momentánea.

Las masas han desempeñado siempre un papel importante en la historia, sin embargo nunca de forma tan considerable como ahora. La acción inconsciente de las masas, al sustituir a la actividad consciente de los individuos, representa una de las características de la época actual.

                                                            

2 1.- No se ha cambiado nada en la presente obra, cuya primera edición fue publicada en 1895. Las ideas que expone y que parecieron en su tiempo, muy paradójicas, se han convertido hoy día en clásicas. La Psicología de las Masas ha sido traducida a numerosos idiomas: inglés, alemán, español, ruso, sueco, checo, polaco, turco, árabe, japonés, etc.

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INTRODUCCIÓN

LA ERA DE LAS MASAS

Las grandes conmociones que preceden a los cambios de civilización parecen estar determinadas, en primer término, por considerables transformaciones políticas: invasiones de pueblos o derrocamientos de dinastías. Pero un atento estudio de tales sucesos descubre casi siempre, como su causa auténtica y tras sus motivos aparentes, una modificación profunda en las ideas de los pueblos. Las auténticas conmociones históricas no son las que nos asombran en virtud de su magnitud y su violencia. Los únicos cambios importantes, aquellos de los que se desprende la renovación de las civilizaciones, se producen en las opiniones, las concepciones y las creencias. Los acontecimientos memorables son los efectos visibles de los cambios invisibles verificados en los sentimientos de los hombres. Si se manifiestan raramente es porque el fondo hereditario de los sentimientos de una raza es su elemento más estable.

La época actual constituye uno de los momentos críticos en los que el pensamiento humano está en vías de transformación.

En la base de esta última se hallan dos factores fundamentales. El primero es la destrucción de las creencias religiosas, políticas y sociales de las que derivan todos los elementos de nuestra civilización. El segundo, la creación de condiciones de existencia y de pensamiento completamente nuevas, engendradas por los modernos descubrimientos de las ciencias y de la industria.

Aunque conmocionadas, las ideas del pasado siguen siendo todavía muy potentes y, dado que las sustitutas están aún en vías de formación, la edad moderna representa un período de transición y de anarquía.

No resulta fácil decir actualmente lo que podrá surgir algún día de un período así, forzosamente algo caótico. ¿Sobre qué ideas fundamentales se edificarán las sociedades que sucedan a la nuestra? Aún lo ignoramos. Pero ya desde ahora se puede prever que, en cuanto a su organización, tendrán que contar con una potencia nueva, última soberana de la edad moderna: la potencia de las masas. Sobre las ruinas de tantas ideas consideradas antes como verdaderas y hoy día como muertas, de tantos poderes sucesivamente derrocados por las revoluciones, es dicha potencia la única que se ha elevado y parece ser que absorberá muy pronto a las demás. Mientras que nuestras antiguas creencias vacilan y desaparecen, y las viejas columnas de la sociedad se hunden una tras otra, la acción de las masas es la única fuerza a la cual no amenaza nada y cuyo prestigio crece sin cesar. La era en la que entramos será, verdaderamente, la era de las masas.

Hace apenas un siglo, la política tradicional de los estados y las rivalidades de los príncipes constituían los factores más importantes de los acontecimientos. La opinión de las masas no contaba casi nunca. Hoy día pesan poco las tradiciones políticas, las tendencias individuales

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de los soberanos, sus rivalidades. La voz de las masas se ha convertido en preponderante. Dicta a los reyes su conducta. No es ya en los consejos de los príncipes, sino en el alma de las masas donde se preparan los destinos de las naciones.

El advenimiento de las clases populares a la vida política, su progresiva transformación en clases dirigentes, es una de las más destacadas características de nuestra época de transición. Tal advenimiento no se ha debido, en realidad, al sufragio universal, tan poco influyente durante mucho tiempo y tan fácil de dirigir, al principio. El nacimiento del poderío de las masas ha sido ocasionado, en primer término, por la propagación de ciertas ideas lentamente implantadas en los espíritus y, luego, por la asociación gradual de individuos que ha llevado a la realización de concepciones hasta entonces teóricas. La asociación ha permitido a las masas formarse ideas, si no muy justas, al menos muy firmes en sus intereses, así como hacerse conscientes de su fuerza. Fundan sindicatos, ante los cuales capitulan todos los poderes, bolsas de trabajo que, pese a las leyes económicas, tienden a regir las condiciones laborales y salariales. A las asambleas gubernamentales envían representantes despojados de toda iniciativa, de toda independencia y reducidos, la mayoría de las veces, a no ser sino los portavoces de los comités que los han elegido.

En la actualidad, las reivindicaciones de las masas se hacen cada vez más definidas y tienden a destruir radicalmente la sociedad actual, para conducirla a aquel comunismo primitivo que fue el estado normal de todos los grupos humanos antes de la aurora de la civilización. Limitación de las horas de trabajo, expropiación de las minas, los ferrocarriles, las fábricas y el suelo; reparto equitativo de los productos, eliminación de las clases superiores en beneficio de las populares, etc. He aquí estas reivindicaciones.

Poco aptas para el razonamiento, las masas se muestran, por el contrario, muy hábiles para la acción. La organización actual convierte su fuerza en inmensa. Los dogmas que vemos nacer habrán adquirido muy pronto el poder de las viejas concepciones, es decir: la fuerza tiránica y soberana que queda fuera de discusión. El derecho divino de las masas sustituye al derecho divino de los reyes.

Los escritores que gozan del favor de nuestra burguesía y que más fielmente reflejan sus ideas algo estrechas, sus puntos de vista un tanto miopes, su escepticismo algo sumario, su egoísmo en ocasiones excesivo, se espantan ante el nuevo poder que están viendo crecer y, para combatir el desorden de los espíritus, dirigen llamadas desesperadas a las fuerzas morales de la Iglesia, tan desdeñadas antaño por ellos. Hablan de la bancarrota de la ciencia y nos recuerdan las enseñanzas de las verdades reveladas. Pero estos nuevos conversos olvidan que, si a ellos les ha afectado verdaderamente la gracia, ésta no tendrá el mismo poder sobre almas poco preocupadas por el más allá. Las masas no quieren hoy día dioses de los que han renegado y a los que han contribuido a derrocar sus antiguos amos. Los ríos no remontan hacia sus fuentes.

La ciencia no ha experimentado bancarrota alguna, ni tampoco tiene culpa de la actual anarquía de los espíritus, ni del nuevo poder que crece en medio de dicha anarquía. Nos ha prometido la verdad o, al menos, el conocimiento de las relaciones accesibles a nuestra inteligencia; no nos ha prometido jamás ni la paz, ni la felicidad. Soberanamente

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indiferente a los sentimientos humanos, no oye nuestras lamentaciones y nada podría restablecer las ilusiones que ha disipado.

Síntomas universales muestran, en todas las naciones, el rápido acrecentamiento del poder de las masas. Sea lo que sea aquello que nos aporta, deberemos sufrirlo. Las recriminaciones son tan sólo palabras vanas. El advenimiento de las masas marcará quizá una de las últimas etapas de las civilizaciones de Occidente, un retorno hacia aquellos períodos de confusa anarquía que preceden a la eclosión de las nuevas sociedades. Pero, ¿cómo impedirlo?

Hasta ahora, el papel más claro desempeñado por las masas ha consistido en las grandes destrucciones de civilizaciones envejecidas. La historia enseña que en el momento en el que las fuerzas morales, armazón de una sociedad, han dejado de actuar, la disolución final es efectuada por estas multitudes inconscientes y brutales, calificadas justamente de bárbaras. Las civilizaciones han sido creadas y han estado guiadas, hasta ahora, por una reducida aristocracia intelectual, jamás por las masas que no tienen poder más que para destruir. Su dominio representa siempre una fase de desorden. Una civilización implica reglas fijas, una disciplina, el tránsito desde lo instintivo hasta lo racional, la previsión del porvenir, un grado elevado de cultura, condiciones totalmente inaccesibles a las masas, abandonadas a sí mismas. Por su poder exclusivamente destructivo, actúan como aquellos microbios que activan la disolución de los cuerpos debilitados o de los cadáveres. Cuando el edificio de una civilización está carcomido, las masas provocan su derrumbamiento. Se pone entonces de manifiesto su papel. Durante un instante, la fuerza ciega del número se convierte en la única filosofía de la historia.

¿Sucederá lo mismo con nuestra civilización? Podemos temerlo, pero aún lo ignoramos.

Resignémonos a sufrir el reinado de las masas, ya que manos imprevisoras han derribado sucesivamente todas las barreras que podían contenerlas.

Estas masas, de las que tanto se comienza a hablar, las conocemos muy poco. Los psicólogos profesionales, que han vivido alejados de ellas, las han ignorado siempre y no les han prestado atención más que desde el punto de vista de los crímenes que pueden cometer. Indudablemente existen masas criminales, pero también las hay virtuosas, heroicas y muchas otras. Los crímenes de las masas no constituyen sino un caso particular de su psicología y, a partir de ellos, no se conocería mejor la constitución mental de las masas que la de un individuo del que tan sólo se describiesen los vicios.

Así pues, a decir verdad, los amos del mundo, los fundadores de religiones o de imperios, los apóstoles de todas las creencias, los hombres de Estado eminentes y, dentro de una esfera más modesta, los simples jefes de pequeñas colectividades humanas siempre han sido psicólogos, sin saberlo, teniendo un conocimiento instintivo del alma de las masas con frecuencia muy seguro. Al conocerla bien, se han convertido fácilmente en sus amos. Napoleón captaba maravillosamente la psicología de las masas francesas, pero desconocía

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por completo, en ocasiones, la de las multitudes de distintas razas3. Esta ignorancia le hizo emprender, sobre todo en España y en Rusia, guerras que prepararon su caída.

El conocimiento de la psicología de las masas constituye el recurso del hombre de Estado que desee, no gobernarlas (pues ello se ha convertido hoy día en algo muy difícil), sino, al menos, no ser completamente gobernado por ellas.

La psicología de las masas muestra hasta qué punto es escasa la acción ejercida sobre su naturaleza impulsiva por las leyes y las instituciones, y cuánta es su incapacidad para tener cualquier género de opiniones, aparte de aquellas que les son sugeridas. No sería posible conducirlas a base de reglas derivadas de la pura equidad teórica. Tan sólo pueden seducirlas aquellas impresiones que se hacen surgir en su alma. Si un legislador desea, por ejemplo, establecer un nuevo impuesto, ¿deberá escoger aquel que es, en teoría, más justo? En modo alguno. El más injusto podrá ser prácticamente el mejor para las masas, si es el más invisible y el menos oneroso en apariencia. Así, un impuesto indirecto, aunque sea exorbitante, siempre será aceptado por la masa. Si grava, diariamente, objetos de consumo en fracciones de céntimo, no perturbará los hábitos de las masas y causará poca impresión. Pero si se sustituye por un impuesto proporcional sobre los salarios u otros ingresos, a pagar en una sola vez, levantará unánimes protestas, aunque sea diez veces menos oneroso. Los céntimos invisibles de todos los días son sustituidos entonces, en efecto, por una suma total relativamente elevada y, en consecuencia, produce mayor impresión. Tan sólo pasaría inadvertida si hubiera sido apartada poco a poco, céntimo a céntimo; pero este procedimiento económico supone una dosis de previsión de la que son incapaces las masas.

El ejemplo anterior ilumina muy claramente su mentalidad. No se le escapó a un psicólogo nato, como Napoleón, pero los legisladores, al ignorar el alma de las masas, no pueden comprenderla. La experiencia no les ha enseñado aún lo suficientemente que los hombres no se conducen jamás con arreglo a lo que prescribe la pura razón.

La psicología de las masas podría tener otras muchas aplicaciones. Su conocimiento arroja una viva luz sobre numerosos fenómenos históricos y económicos que, sin ella, serían totalmente ininteligibles.

Aun cuando no fuese más que por pura curiosidad, valdría la pena intentar el estudio de la psicología de las masas. Tan interesante es descifrar los móviles de las acciones de los hombres como el análisis de un mineral o una planta.

Nuestro estudio del alma de las masas es sólo una breve síntesis, un simple resumen de nuestras investigaciones. Unicamente pueden exigírsele algunas sugerencias. A otros

                                                            

3 Por otra parte, sus más sutiles consejeros no la comprendieron mejor. Talleyrand le escribía que España acogía a sus soldados como liberadores. Les acogió como a bestias feroces. Un psicólogo que hubiese estado al corriente de los instintos hereditarios de la raza habría podido prevenirle con facilidad.

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corresponderá labrar con más profundidad el surco. Nosotros, hoy, no hacemos más que trazarlo sobre un terreno aún muy inexplorado4.

                                                            4 Como ya he señalado anteriormente, los pocos autores ocupados del estudio psicológico de las masas las han examinado sólo desde el punto de vista criminal. Ya que a este tema no he dedicado más que un breve capitulo, remito al lector a los trabajos de Tarde y al opúsculo de Sighele Les foules criminelles. Este último no contiene ni una sola idea personal de su autor, pero es una recopilación de hechos de gran valor para los psicólogos. Por otra parte, mis conclusiones acerca de la criminalidad y la moralidad de las masas son completamente contrarias a las de los dos autores que acabo de citar. En mis diversas obras y, sobre todo, en La psicología del socialismo se incluyen algunas de las consecuencias de las leyes que rigen la psicología de las masas. Pueden ser aplicadas, por otra parte, a los temas más diversos. Gévaert, director del Real Conservatorio de Bruselas, ha hallado recientemente una notable aplicación de las leyes expuestas por nosotros, en un trabajo sobre la música, calificada muy justificadamente por él de "arte de las masas". Han sido sus dos obras -me escribe este eminente profesor al remitirme su memoria- las que me han proporcionado la solución a un problema que yo consideraba antes imposible de resolver: la asombrosa aptitud que tiene toda masa para sentir una obra musical reciente o antigua, propia o extranjera, sencilla o complicada, siempre que su ejecución sea bella y los músicos estén dirigidos por un director entusiasta. Gévaert demuestra admirablemente por qué una obra que permanece incomprendida para músicos de gran categoría que leen la partitura en la soledad de su despacho, a veces es captada en el acto por un auditorio ajeno a toda cultura técnica. Explica asimismo muy bien por qué estas impresiones estéticas no dejan huella alguna.

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Primera parte El alma de las masas

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CAPÍTULO 1

CARACTERÍSTICAS GENERALES DE LAS MASAS. LEY PSICOLÓGICA DE SU UNIDAD MENTAL

En su acepción corriente, el vocablo masa, en el sentido de muchedumbre, representa un conjunto de individuos de cualquier clase, sean cuales fueren su nacionalidad, profesión o sexo, e independientemente de los motivos que los reúnen.

Desde el punto de vista psicológico, la expresión masa asume una significación completamente distinta. En determinadas circunstancias, y tan sólo en ellas, una aglomeración de seres humanos posee características nuevas y muy diferentes de las de cada uno de los individuos que la componen. La personalidad consciente se esfuma, los sentimientos y las ideas de todas las unidades se orientan en una misma dirección. Se forma un alma colectiva, indudablemente transitoria, pero que presenta características muy definidas. La colectividad se convierte entonces en aquello que, a falta de otra expresión mejor, designaré como masa organizada o, si se prefiere, masa psicológica. Forma un solo ser y está sometida a la ley de la unidad mental de las masas.

El hecho de que muchos individuos se encuentren accidentalmente unos junto a otros no les confiere las características de una masa organizada. Mil sujetos reunidos al azar en una plaza pública, sin ninguna finalidad determinada, no constituyen en absoluto una masa psicológica. Para adquirir las correspondientes características especiales, es precisa la influencia de determinados excitantes cuya naturaleza hemos de determinar.

La disolución de la personalidad consciente y la orientación de los sentimientos y pensamientos en un mismo sentido, que son los primeros rasgos de la masa en vías de organizarse, no implican siempre la presencia simultánea de varios individuos en un mismo lugar. Millares de sujetos separados entre sí, en un determinado momento y bajo la influencia de ciertas emociones violentas (un gran acontecimiento nacional, por ejemplo), pueden adquirir las características de una masa psicológica. Un azar cualquiera que les reúna bastará entonces para que su conducta revista inmediatamente la especial forma de los actos de masa. En determinados momentos de la historia, media docena de hombres pueden constituir una muchedumbre psicológica, mientras que centenares de individuos reunidos accidentalmente podrán no formarla. Por otra parte, un pueblo entero, y sin que haya aglomeración visible, se convierte en ocasiones en masa, bajo la acción de alguna influencia.

Una vez formada, la masa psicológica adquiere características generales provisionales, pero determinables. A estas características generales se añaden otras particulares, que varían según los elementos que la compongan y que pueden modificar su estructura mental.

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Las masas psicológicas son, por tanto, susceptibles de clasificación. El estudio de esta última nos mostrará que una muchedumbre heterogénea, compuesta por elementos distintos entre sí, presenta rasgos comunes con las masas homogéneas, formadas por elementos más o menos similares (sectas, castas y clases), por caracteres comunes, y junto a éstos por particularidades que permiten diferenciarlas.

Antes de ocuparnos de las diversas categorías de masas, vamos a examinar las características comunes a todas ellas. Operaremos como el naturalista, comenzando por determinar los rasgos generales de los individuos de una familia, y luego los particulares que diferencian a los géneros y las especies que se incluyen en ella.

El alma de las masas no es fácil de describir; su organización varía, no solamente con arreglo a la raza y la composición de las colectividades sino también según la naturaleza y el grado de las excitaciones a que está sometida. Por otra parte, la misma dificultad se presenta en el estudio psicológico de un ser humano cualquiera. En las novelas, los individuos se manifiestan con un carácter constante, pero no sucede así en la vida real. Tan sólo la uniformidad de los medios ambientes crea la igualdad aparente de los caracteres. He demostrado en otro lugar que todas las constituciones mentales contienen modos de ser potenciales que pueden revelarse bajo la influencia de un brusco cambio de medio ambiente. Así, entre los más feroces miembros de la Convención se encontraban inofensivos burgueses que, en circunstancias corrientes, habrían sido pacíficos notarios o virtuosos magistrados. Una vez transcurrida la tormenta, recuperaron su carácter normal. Napoleón halló entre ellos sus más dóciles servidores.

Ya que no podemos analizar aquí todas las etapas de formación de las masas, las estudiaremos, sobre todo, en la fase de su completa organización. Veremos así en qué pueden convertirse, pero no lo que siempre son. Únicamente en esta fase avanzada de organización se superponen, al fondo invariable y dominante de la raza, ciertas características nuevas y especiales, dando lugar a que todos los sentimientos y pensamientos de la colectividad se orienten en idéntica dirección. Tan sólo entonces se manifiesta la que anteriormente he denominado ley psicológica de la unidad mental de las masas.

Las masas tienen diversas características psicológicas comunes con los individuos aislados; otras, por el contrario, no se encuentran sino en las colectividades. Vamos a estudiar primeramente estas características especiales, a fin de mostrar su importancia.

El hecho más llamativo que presenta una masa psicológica es el siguiente: sean cuales fueren los individuos que la componen, por similares o distintos que puedan ser su género de vida, ocupaciones, carácter o inteligencia, el simple hecho de que se hayan transformado en masa les dota de una especie de alma colectiva. Este alma les hace sentir, pensar y actuar de un modo completamente distinto de como lo haría cada uno de ellos por separado. Determinadas ideas, ciertos sentimientos no surgen o no se transforman en actos más que en los individuos que forman una masa. La masa psicológica es un ser provisional, compuesto por elementos heterogéneos, soldados de forma momentánea, de un modo absolutamente igual a como las células de un cuerpo vivo forman, por su reunión, un ser

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nuevo que manifiesta características muy diferentes de las que posee cada una de las células que lo componen.

Contrariamente a una opinión, que nos asombra sea debida a la pluma de un filósofo tan agudo como Herbert Spencer, en el conjunto que constituye una masa no existe en absoluto una suma y un término medio de los elementos, sino una combinación y una creación de características nuevas. Lo mismo sucede en química. Puestos en mutua presencia ciertos elementos -las bases y los ácidos por ejemplo-, se combinan para formar un cuerpo nuevo dotado de propiedades diferentes de las de aquellos que han servido para constituirlo.

Es fácil comprobar hasta qué punto difiere el individuo que forma parte de una masa respecto del sujeto aislado; pero es menos sencillo descubrir las causas de esta diferencia.

Para llegar a entreverlas, hay que recordar primeramente la siguiente observación de la psicología moderna: no es sólo en la vida orgánica, sino también en el funcionamiento de la inteligencia, donde desempeñan los fenómenos inconscientes un papel preponderante. La vida consciente del espíritu no representa sino un sector muy reducido, en comparación con su vida inconsciente, El analista más sutil, el observador más penetrante, no llega a descubrir más que un número muy reducido de los móviles inconscientes. Nuestros actos conscientes derivan de un substrato inconsciente, formado sobre todo por influencias hereditarias. Este substrato encierra los innumerables residuos ancestrales que constituyen el alma de la raza. Tras las causas manifiestas de nuestros actos se encuentran causas secretas ignoradas por nosotros. La mayoría de nuestros actos cotidianos son el efecto de móviles ocultos que se nos escapan.

Principalmente, todos los individuos que componen el alma de una raza se asemejan por los elementos inconscientes y difieren, por los elementos conscientes, frutos de la educación pero sobre todo de una herencia excepcional. Los hombres más diferentes entre sí por su inteligencia tienen, en ocasiones, instintos, pasiones y sentimientos idénticos. En todo aquello que se refiere a sentimientos -religión, política, moral, afectos, antipatías, etc.-, los hombres más eminentes no sobrepasan, sino en raras ocasiones, el nivel de los individuos corrientes. Entre un célebre matemático y su zapatero puede existir un abismo en su rendimiento intelectual, pero desde el punto de vista del carácter y de las creencias, la diferencia es frecuentemente nula o muy reducida.

Ahora bien, estas cualidades generales del carácter, gobernadas por el inconsciente y que poseen en un mismo grado aproximado la mayoría de los individuos normales de una raza, son precisamente aquellas que encontramos, de forma generalizada, en las masas. En el alma colectiva se borran las aptitudes intelectuales de los hombres y, en consecuencia, su individualidad. Lo heterogéneo queda anegado por lo homogéneo y predominan las cualidades inconscientes.

Esta puesta en común de cualidades corrientes nos explica por qué las masas no pueden realizar actos que exigen una elevada inteligencia. Las decisiones de interés general tomadas por una asamblea de hombres distinguidos, pero de diferentes especialidades, no son sensiblemente superiores a las que adoptaría una reunión de imbéciles. Tan sólo pueden asociar, en efecto, aquellas cualidades mediocres que todo el mundo posee. Las masas no

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acumulan la inteligencia, sino la mediocridad. No es todo el mundo, como se dice con frecuencia, quien tiene más ingenio que Voltaire. Ciertamente, Voltaire tiene más ingenio que todo el mundo, si es que todo el mundo representa a las masas.

Pero si los individuos que forman una masa se limitasen a fusionar sus cualidades corrientes, se daría simplemente un término medio y no, como hemos dicho, una creación de características nuevas. ¿De qué modo se establecen estas características? Procedamos a examinarlo.

Diversas causas determinan la aparición de las especiales características de las masas. La primera de ellas es que el individuo integrado en una masa adquiere, por el mero hecho del número, un sentimiento de potencia invencible que le permite ceder a instintos que, por sí solo, habría frenado forzosamente. Y cederá con mayor facilidad, puesto que al ser la masa anónima y, en consecuencia, irresponsable, desaparece por completo el sentimiento de responsabilidad, que retiene siempre a los individuos.

Una segunda causa, el contagio mental, interviene asimismo para determinar en las masas la manifestación de características especiales y, al mismo tiempo, su orientación. Dicho contagio es un fenómeno fácil de comprobar, pero que sigue hasta ahora sin explicar y que hay que poner en relación con los fenómenos de índole hipnótica que estudiaremos a continuación. En una masa, todo sentimiento, todo acto es contagioso, hasta el punto de que el individuo sacrifica muy fácilmente su interés personal al colectivo. Se trata de una aptitud contraria a su naturaleza y que el hombre tan sólo es capaz de asumir cuando forma parte de una masa.

Una tercera causa, de mucha mayor importancia, determina en los individuos que forman masa características especiales, que a veces son muy opuestas a las del sujeto aislado. Me refiero a la sugestibilidad, cuyo contagio, anteriormente mencionado, no es sino un efecto.

Para comprender este fenómeno hay que tener presentes algunos descubrimientos recientes de la fisiología. Hoy día sabemos que puede llevarse a un individuo a un estado tal que, habiendo perdido su personalidad consciente, obedezca todas las órdenes del operador que le ha hecho llegar a este estado y cometa los actos más contrarios a su carácter y costumbres. Ahora bien, atentas observaciones parecen demostrar que el individuo, sumergido durante cierto tiempo en el seno de una masa actuante, cae muy pronto -a consecuencia de los efluvios emanados por ésta o por cualquier otra causa aún ignorada- en una situación particular, que se aproxima mucho al estado de fascinación del hipnotizado en manos de su hipnotizador. Al estar paralizada la vida del cerebro en el sujeto hipnotizado, éste se convierte en el esclavo de todas sus actividades inconscientes, que el hipnotizador dirige a su placer. La personalidad consciente se ha esfumado, la voluntad y el discernimiento han quedado abolidos. Sentimientos y pensamientos se orientan entonces en la dirección determinada por el hipnotizador.

Aproximadamente, éste es el estado del individuo que forma parte de una masa. Ya no es consciente de sus actos. En él, al igual que en el hipnotizado, mientras que son destruidas ciertas facultades, otras pueden alcanzar un grado extremo de exaltación. La influencia de una sugestión le lanzará con una fuerza irresistible a la ejecución de determinados actos.

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Impetuosidad más irrefrenable aún en las masas que en el sujeto hipnotizado, ya que la sugestión, al ser la misma para todos los individuos, se exagera al convertirse en recíproca. Las unidades de una masa que posean una personalidad lo bastante fuerte como para resistir a la sugestión, son muy poco numerosas y las arrastra la corriente. Podrán intentar, a lo sumo, una desviación mediante una sugestión diferente. En ocasiones, una palabra acertada, una imagen intencionadamente evocada, han apartado a las masas de los actos más sanguinarios.

Así pues, la desaparición de la personalidad consciente, el predominio de la personalidad inconsciente, la orientación de los sentimientos y las ideas en un mismo sentido, a través de la sugestión y del contagio, la tendencia a transformar inmediatamente en actos las ideas sugeridas, son las principales características del individuo dentro de la masa. Ya no es él mismo, sino un autómata cuya voluntad no puede ejercer dominio sobre nada. Por el mero hecho de formar parte de una masa, el hombre desciende varios peldaños en la escala de la civilización. Aislado era quizá un individuo cultivado, en la masa es un instintivo y, en consecuencia, un bárbaro. Tiene la espontaneidad, la violencia, la ferocidad y también los entusiasmos y los heroísmos de los seres primitivos a los que se aproxima más aún por su facilidad para dejarse impresionar por palabras, por imágenes y para permitir que le conduzcan a actos que vulneran sus más evidentes intereses. El individuo que forma parte de una masa es un grano de arena inmerso entre otros muchos que el viento agita a su capricho.

Y así vemos a jurados dictar veredictos que desaprobaría, individualmente, cada uno de los miembros; a asambleas parlamentarias que adoptan leyes y medidas que rechazaría personalmente cada uno de sus componentes. Considerados por separado, los hombres de la Convención eran burgueses de hábitos pacíficos. Reunidos en masa no vacilaron, bajo la influencia de algunos líderes, en enviar a la guillotina a los individuos más patentemente inocentes; y, en contra de todos sus intereses, renunciaron a la inviolabilidad y se diezmaron mutuamente.

El individuo inmerso en la masa no sólo difiere de su yo normal a causa de sus actos. Antes incluso de haber perdido toda independencia, se han transformado sus ideas y sentimientos, hasta el punto de que el avaro se pueda transformar en pródigo, el escéptico en creyente, el hombre honrado en criminal, el cobarde en héroe. La renuncia a todos sus privilegios, votada por la nobleza en un momento de entusiasmo durante la famosa noche del 4 de agosto de 1789, jamás hubiera sido aceptada por ninguno de sus miembros considerados aisladamente.

De las observaciones precedentes deducimos que, intelectualmente, la masa es siempre inferior al individuo aislado. Pero desde el punto de vista de los sentimientos y de los actos que éstos provocan, puede ser mejor o peor, según las circunstancias. Todo depende del modo como se la sugestione. Esto es lo que no han visto los escritores que han estudiado a las masas tan sólo desde el punto de vista criminal. Desde luego, las masas son frecuentemente criminales, pero también son heroicas en muchas ocasiones. Se las conduce fácilmente a dejarse matar por el triunfo de una creencia o de una idea, se las entusiasma por la gloria y el honor, se las arrastra casi sin pan y sin armas, como durante las cruzadas, para librar del infiel la tumba de un dios o, como en 1793, pará defender el suelo de la

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patria. Heroísmos sin duda un tanto inconscientes, pero que son los que hacen la historia. Si no se anotaran en el activo de los pueblos más que las grandes acciones fríamente razonadas, los anales del mundo registrarían muy pocas cosas.

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CAPÍTULO 2

SENTIMIENTOS Y MORALIDAD DE LAS MASAS

Tras haber señalado de un modo muy general las principales características de las masas, vamos a estudiarlas ahora en detalle.

Varios de sus rasgos especiales, como la impulsividad, irritabilidad, incapacidad de razonar, ausencia de juicio y de espíritu crítico, exageración de los sentimientos, etc., pueden observarse también en seres pertenecientes a formas inferiores de evolución, como son el salvaje y el niño. Se trata de una analogía que no señalo más que de pasada. Su demostración excedería el marco de esta obra. Por otra parte, sería inútil para las personas que están al corriente de la psicología de los primitivos y apenas convencería a quienes la ignoran.

Voy a abordar ahora, sucesivamente, las diversas características fáciles de observar en la mayoría de las masas.

1. Impulsividad, movilidad e irritabilidad de las masas

Ya hemos dicho al estudiar las características fundamentales de la masa que ésta es conducida casi exclusivamente por el inconsciente. Sus actos están mucho más influidos por la médula espinal que por el cerebro. Las acciones realizadas pueden ser perfectas en cuanto a su ejecución, pero al no estar dirigidas por el cerebro, el individuo actúa según los azares de la excitación. La masa, juguete de todos los estímulos exteriores, refleja las incesantes variaciones de los mismos. Es, por tanto, esclava de los impulsos recibidos. El individuo aislado puede hallarse sometido a las mismas excitaciones que el hombre-masa; pero cuando su razón le muestra los inconvenientes de someterse a las mismas, no cede. Desde el punto de vista fisiológico, puede definirse este fenómeno diciendo que el individuo aislado posee la aptitud de dominar sus reflejos, mientras no ocurre así en la masa.

Los diversos impulsos a los cuales obedecen las masas podrán ser, según las excitaciones, generosos o crueles, heroicos o pusilánimes, pero siempre serán tan imperiosos que el propio instinto de conservación se borrará ante ellos.

Las masas son extremadamente móviles por ser diversos los excitantes susceptibles de sugestionarlas y por obedecer ellas siempre a los mismos. En un instante pasan desde la ferocidad más sanguinaria a la generosidad o el heroísmo más absolutos. La masa se convierte con facilidad en verdugo, pero no menos fácilmente en mártir. De su seno han surgido los torrentes de sangre exigidos para el triunfo de toda creencia. No hay que remontarse a las edades heroicas para ver de lo que son capaces las masas. Jamás escatiman

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su vida en un motín, y no hace muchos años un general, convertido súbitamente en popular, habría encontrado fácilmente cien mil hombres dispuestos a hacerse matar por su causa.

En las masas no se da, pues, nada premeditado. Pueden recorrer sucesivamente la gama de los más contradictorios sentimientos, bajo la influencia de momentáneas excitaciones. Se asemejan a las hojas que el huracán eleva, dispersa en todas las direcciones, para luego dejar caer. El estudio de algunas masas revolucionarias nos proporcionará diversos ejemplos de la variabilidad de sus sentimientos.

Esta movilidad de las masas las hace muy difíciles de gobernar, sobre todo cuando ha caído en sus manos parte de los poderes públicos. Si las necesidades de la vida cotidiana no constituyesen una especie de regulador invisible de los acontecimientos, las democracias no podrían subsistir en absoluto. Pero las masas, que apetecen las cosas con frenesí, no las desean durante mucho tiempo. Son tan incapaces de voluntad persistente, como de pensamiento.

La masa no sólo es impulsiva y móvil. Al igual que el salvaje, no admite obstáculos entre su deseo y la realización de éste, y ello tanto menos, puesto que el número le proporciona un sentimiento de poder irresistible. Para el individuo integrado en una masa desaparece la noción de imposibilidad. El hombre aislado se da cuenta de que por sí solo no puede incendiar un palacio, saquear unos almacenes; no surge así en él la tentación de hacerlo. Pero cuando forma parte de una masa, toma conciencia del poder que le confiere el número y cederá inmediatamente a la primera sugerencia de muerte y pillaje. El obstáculo inesperado será destrozado con frenesí. Si el organismo humano permitiese la perpetuidad del furor, podría decirse que éste sería el estado normal de la masa contrariada.

En la irritabilidad de las masas, en su impulsividad y su movilidad, así como en todos los sentimientos populares que estudiaremos, siempre intervienen las características fundamentales de la raza. Constituyen el suelo invariable en el que germinan nuestros sentimientos. Indudablemente, las masas son irritables e impulsivas, pero con grandes variaciones en cuanto a grado. Resulta notable, por ejemplo, la diferencia entre una masa latina y una anglosajona. Los hechos recientes de nuestra historia arrojan viva luz sobre este punto. En 1870, la publicación de un simple telegrama que relataba un supuesto insulto bastó para determinar una explosión de furor de la que surgió inmediatamente una guerra terrible. Algunos años más tarde, el anuncio telegráfico de un insignificante fracaso en Langson provocó una nueva explosión que dio lugar a la caída instantánea del gobierno. En el mismo momento, el fracaso mucho más grave de una expedición inglesa ante Jartum no produjo en Inglaterra más que escasa emoción y no fue cambiado ningún ministro. Las masas son siempre femeninas, pero las más femeninas de todas son las masas latinas. Quien se apoye en ellas puede ascender muy alto y con mucha rapidez, pero bordeando sin cesar la roca Tarpeya y con la certeza de ser precipitado desde ella algún día.

2. Sugestibilidad y credulidad de las masas

Ya hemos dicho que una de las características generales de las masas es una sugestibilidad excesiva y hemos mostrado cuan contagiosa es una sugestión en toda aglomeración humana. Esto explica la rápida orientación de los sentimientos en un determinado sentido.

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Por neutra que se la suponga, la masa se encuentra generalmente en un estado de atención expectante favorable a la sugestión. La primera sugestión formulada se impone inmediatamente, por contagio, a todos los cerebros y establece en seguida la orientación. En los seres sugestionados, la idea fija tiende a transformarse en acto. Ya se trate de incendiar un palacio o de realizar un sacrificio, la masa se entrega a ello con idéntica facilidad. Todo dependerá de la naturaleza del excitante y no, como en el individuo aislado, de las relaciones existentes entre el acto sugerido y las razones que pueden oponerse a su realización.

Constantemente errante por los límites de la inconsciencia, sometida a todas las sugestiones, animada de la violencia de sentimientos propia de los seres que no pueden apelar a influencias racionales, desprovista de sentido crítico, la masa no puede sino manifestar una credulidad excesiva. Para ella no existe lo inverosímil, y es preciso recordar esto para comprender la facilidad con la que se crean y propagan las leyendas y los relatos más extravagantes5.

La creación de las leyendas que circulan tan fácilmente entre las masas no sólo son el resultado de una credulidad completa, sino también de las prodigiosas deformaciones que experimentan los acontecimientos en la imaginación de individuos agrupados. El más simple hecho, visto por la masa, se convierte rápidamente en un acontecimiento desfigurado. La masa piensa mediante imágenes y la imagen evocada promueve, a su vez, una serie de ellas sin ningún nexo lógico con la primera. Podemos concebir fácilmente tal estado pensando en las extrañas sucesiones de ideas a las que nos conduce, a veces, la evocación de un hecho cualquiera. La razón muestra la incoherencia de tales imágenes, pero la masa no la ve, y lo que su imaginación deformante agregue al acontecimiento lo confundirá con éste. Incapaz de separar lo subjetivo de lo objetivo, admitirá como reales las imágenes evocadas en su espíritu, las cuales generalmente no poseen más que un parentesco lejano con el hecho observado.

Al parecer, las deformaciones que una masa imprime a un acontecimiento cualquiera, del cual es testigo, deberían ser innumerables y en diversos sentidos, ya que los hombres que componen la masa son de temperamentos muy variados. Pero no sucede así. A consecuencia del contagio, las deformaciones son de la misma naturaleza y en el mismo sentido para todos los individuos de la colectividad. La primera deformación percibida por un sujeto forma el núcleo de la sugestión contagiosa. San Jorge, en lugar de aparecerse en los muros de Jerusalén a todos los cruzados, seguramente no fue visto más que por uno de los presentes, pero por sugestión y contagio el milagro fue aceptado inmediatamente por todos.

                                                            5 Las personas que asistieron al sitio de París (durante la guerra franco-prusiana) vieron numerosos ejemplos de esta credulidad de las masas para cosas absolutamente inverosímiles. Una vela encendida en el piso superior de una casa era inmediatamente considerada como una señal a los sitiadores. Dos segundos de reflexión habrían demostrado, sin embargo, que era absolutamente imposible percibir esta luz a varias leguas de distancia.

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Este es el mecanismo de las alucinaciones colectivas, tan frecuentes en la historia, y que parecen poseer todas las características clásicas de la autenticidad, puesto que se trata de fenómenos comprobados por millares de personas.

La calidad mental de los individuos de los que se compone la masa no contradice este principio. Esta calidad carece de importancia. Desde el momento en que forman una masa, el ignorante y el sabio se convierten en idénticamente incapaces de observación.

La tesis puede parecer paradójica. Para demostrarla habría que mencionar un gran número de hechos históricos y no bastarían varios volúmenes.

Ya que, sin embargo, no queremos dejar al lector la impresión de que afirmamos sin contar con pruebas, voy a poner algunos ejemplos tomados al azar entre todos los que podrían citarse.

El siguiente hecho es uno de los más típicos, pues ha sido elegido entre las alucinaciones colectivas de una masa en la que se encontraban individuos de todas clases, tanto ignorantes como cultos. Es referido incidentalmente por el teniente de navío Julien Félix en su libro sobre las corrientes marinas.

La fragata La Belle-Poule navegaba en busca de la corbeta Le Berceau, de la que se había separado por una violenta tempestad. Era completamente de día y lucía el sol. De pronto, el vigía señaló una embarcación a la deriva. La tripulación dirige sus miradas hacia el punto indicado y, tanto oficiales como marineros, perciben claramente una balsa cargada de hombres, remolcada por embarcaciones sobre las cuales flotaban señales de socorro. El almirante Desfossés hizo armar una embarcación para acudir en socorro de los náufragos. Al aproximarse, los marineros y los oficiales que la tripulaban veían masas de hombres que se agitaban, que tendían sus manos y escuchaban el ruido sordo y confuso de gran número de voces. Cuando llegaron a la supuesta balsa, se encontraron sencillamente frente a unas cuantas ramas de árboles, cubiertas de hojas y arrancadas a la vecina costa. Ante una evidencia tan palpable, la alucinación se desvaneció.

Este ejemplo revela muy claramente el mecanismo de la alucinación colectiva que hemos expuesto. Por una parte, una masa en estado de atención expectante; por otra, una sugestión operada por el vigía al señalar un navío a la deriva en alta mar y aceptada por contagio por todos los presentes, tanto oficiales como marineros.

No es preciso que la masa sea numerosa para que su facultad de ver correctamente quede destruida, siendo los hechos reales sustituidos por alucinaciones que no se relacionan con ellos. La reunión de unos cuantos individuos constituye una masa y, aun cuando se trate de sabios eminentes, asumen todas las características de las masas en aquellos temas que se salen de su especialidad. Se esfuman la facultad de observación y el espíritu crítico que individualmente poseen.

Un ingenioso psicólogo, Davey, nos proporciona un ejemplo muy curioso de ello, publicado por los Annales des Sciences psychiques y que merece ser relatado aquí. Davey convocó una reunión de distinguidos observadores, entre los que se hallaba uno de

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los primeros sabios de Inglaterra, Wallace, y ejecutó ante ellos, tras haberles dejado examinar los objetos y poner sellos de lacre donde quisieran, todos los fenómenos clásicos de los espiritistas: materialización de espiritus, escritura en encerados, etc. Después de obtener informes escritos por tan ilustres espectadores, en los que aseguraban que los fenómenos observados no podían conseguirse más que por medios sobrenaturales, les reveló que no eran sino el resultado de supercherías muy simples. Lo más asombroso de la investigación de Davey, escribe el autor del relato, no es lo maravilloso de los trucos mismos, sino la escasa consistencia de los informes realizados por los testigos no iniciados. Así, dice, los testigos pueden realizar numerosos relatos posítivos, que son completamente erróneos, pero cuyo resultado es que, si se aceptan sus descripciones como exactas, los fenómenos que citan son inexplicables por la superchería. Los métodos inventados por Davey eran tan sencillos que asombra el que tuviese la audacia de emplearlos; pero tenía tal poder sobre el espíritu de la masa que podía persuadirla de que estaba viendo aquello que, en realidad, no veía. Se trata del poder del hipnotizador sobre el hipnotizado. Cuando se ve (como en este caso) cómo es ejercido tal poder sobre espíritus superiores, a los cuales se ha hecho además desconfiar previamente, se advierte con qué facilidad se ilusionan las masas ordinarias.

Son innumerables los ejemplos análogos. Hace algunos años, los diarios refirieron la historia de dos niñas de corta edad ahogadas en el Sena y cuyos cadáveres habían sido recuperados. Primeramente, dichas niñas fueron reconocidas del modo más categórico por una docena de testigos. Ante afirmaciones tan concordantes, el juez de instrucción no tuvo duda alguna y permitió extender el certificado de defunción; pero en el momento en que iba a procederse a la inhumación de los cadáveres, el azar hizo que se descubriese que las supuestas víctimas estaban perfectamente vivas y, por otra parte, tan sólo guardaban una lejana semejanza con las pequeñas ahogadas. Al igual que en los ejemplos anteriormente citados, la afirmación de un primer testigo, víctima de una ilusión, había bastado para sugestionar a todos los demás.

En casos similares, el punto de partida de la sugestión es siempre la ilusión producida en un individuo por medio de reminiscencias más o menos vagas, surgiendo luego el contagio mediante la afirmación de dicha ilusión inicial. Si el primer observador es muy impresionable, bastará que el cadáver al cual cree reconocer presente -fuera de toda auténtica semejanza- alguna particularidad (una cicatriz, un detalle del atuendo) capaz de evocarle la idea de tratarse de otra persona. Tal idea se convierte entonces en el núcleo de una especie de cristalización que invade el campo del entendimiento y paraliza toda facultad crítica. Lo que el observador ve entonces no es ya el objeto mismo, sino la imagen evocada en su espíritu. Así se explican los reconocimientos erróneos de cadáveres de niños por su propia madre, como en el siguiente caso, ya antiguo, y en el que vemos, precisamente, cómo se manifiestan las dos clases de sugestión cuyo mecanismo acabo de indicar.

El níño fue reconocido por otro, el cual se equivocaba. Entonces tuvo lugar la serie de reconocímientos inexactos. Y pudo observarse algo muy extraordinario. Al día siguiente de haber reconocido un escolar el cadáver, una mujer gritó: ¡Ay, Dios mío! ¡Pero si es mi hijo! Se la lleva junto al cadáver, examina sus defectos, comprueba la presencia de una cicatriz

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en la frente. Claro que es mi pobre hijo -dice- desaparecido desde el mes de julio. ¡Me lo han robado y me lo han matado! La mujer era portera en la Rue du Four y se llamaba Chavandret. Se hizo venir a su cuñado, el cual afirmó, sin vacilar: ¡Es el pequeño Philibert! Varios vecinos de la calle reconocieron a Philibert Chavandret, aparte de su propio maestro de escuela, para el cual era un indicador la medalla que llevaba. Pues bien, los vecinos, el cuñado, el maestro de escuela y la madre se habían equivocado. Seis semanas más tarde fue establecida la identidad del cadáver. Se trataba de un niño asesinado en Burdeos y cuyo cadáver había sido enviado a París a través de una agencia. ( Éclair del 21 de abril de 1895.)

Hemos de hacer constar que, generalmente, estos reconocimientos son realizados por mujeres y niños, es decir: precisamente por los seres más impresionables. Demuestran el poco valor que pueden tener estos testimonios en asuntos judiciales. Principalmente, las afirmaciones de los niños no deberían tenerse en cuenta jamás. Los magistrados repiten, como un lugar común, que a dicha edad no se miente. Por el contrario, una cultura psicológica algo menos sumaria les enseñaría que a dicha edad se miente casi siempre. Indudablemente se trata de mentiras inocentes, pero no por ello son menos mentiras. Valdría más jugar a cara o cruz la condena de un acusado que decidirla, como tantas veces se hace, con arreglo al testimonio de un niño.

Volviendo a las observaciones realizadas por las masas, podemos afirmar que son las más erróneas de todas y representan, generalmente, la simple ilusión de un individuo que, a través de un contagio, ha sugestionado a los demás.

Innumerables hechos demuestran la absoluta desconfianza que debe inspirar el testimonio de las masas. Millares de hombres asistieron a la célebre carga de caballería de la batalla de Sedan y, sin embargo, resulta imposible, ya que los testimonios visuales son de lo más contradictorio, saber quién la ordenó. En un reciente libro, el general inglés Wolseley ha demostrado que hasta ahora se han cometido los errores más graves acerca de los hechos más destacados de la batalla de Waterloo, que fueron presenciados, sin embargo, por centenares de testigos6.

Todos estos ejemplos muestran, repito, el valor que puede tener el testimonio de las masas. Los tratados de lógica incluyen la unanimidad de numerosos testigos dentro de la categoría de las pruebas más demostrativas de la exactitud de un hecho. Pero lo que sabemos acerca de la psicología de las masas muestra cuán propensas son a experimentar ilusiones a este respecto. Los acontecimientos más dudosos son, desde luego, los observados por el mayor número de personas. Afirmar que un hecho ha sido comprobado simultáneamente por

                                                            6 ¿Conocemos cómo transcurrió exactamente una sola batalla? Lo pongo muy en duda. Sabemos quiénes fueron los vencedores y los vencidos, pero probablemente nada más. Lo que d'Harcourt, actor y testigo, informa acerca de la batalla de Solferino, puede aplicarse a todas las batallas: Los generales (informados como es natural por centenares de testimonios) transmiten sus informes oficiales; los oficiales encargados de transmitirlos modifican estos documentos y redactan el proyecto definitivo; e] jefe de estado mayor lo critica y lo redacta de nuevo. Se lleva al mariscal y éste grita: ¡Está usted completamente equivocado! y ejecuta una nueva redacción. No queda casi nada del informe primero; d'Harcourt relata este hecho como prueba de la imposibilidad de establecer la verdad acerca de un acontecimiento, por llamativo que éste sea y por mucho que se le observe.

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millares de testigos equivale a decir que el hecho real es, en general, muy distinto del correspondiente relato.

De cuanto precede se desprende claramente que los libros de historia han de considerarse como obras de pura imaginación. Se trata de relatos fantaseados relativos a hechos mal observados, acompañados de explicaciones establecidas a posteriori. Si el pasado no nos hubiese legado sus obras literarias, artísticas y monumentales, no conoceríamos nada real. ¿Sabemos una sola palabra de verdad acerca de grandes hombres que desempeñaron papeles preponderantes en la humanidad, tales como Hércules, Buda, Jesús o Mahoma? Probablemente, no. Por otra parte, en el fondo nos importa poco lo que fue exactamente su vida. Los seres que han impresionado a las masas fueron héroes legendarios y no héroes reales.

Desgraciadamente, las propias leyendas no tienen tampoco consistencia alguna. La imaginación de las masas las transforma sin cesar según las épocas y, sobre todo, según las razas. Hay mucha distancia del Jehovah sanguinario de la Biblia al Dios de amor de Santa Teresa; y el Buda adorado en China no tiene ya ningún rasgo común con el que se venera en la India. Incluso no es necesario que hayan transcurrido siglos para que las leyendas acerca de los héroes sean transformadas por la imaginación de las masas. La transformación tiene a veces lugar en unos cuantos años. Hemos visto en nuestros días cómo la leyenda acerca de uno de los mayores héroes históricos se ha modificado varias veces en menos de cincuenta años. Bajo los Borbones, Napoleón se convirtió en una especie de personaje idílico, filántropo y liberal, amigo de los humildes, los cuales, según los poetas, habrían de conservar su recuerdo durante mucho tiempo. Treinta años después, el héroe paternal se había convertido en un déspota sanguinario, usurpador del poder y de la libertad y que sacrificó por su ambición a tres millones de hombres. Actualmente, la leyenda se sigue transformando. Cuando hayan transcurrido varias decenas de siglos, los sabios del futuro, en presencia de tan contradictorios relatos, dudarán quizá acerca de la existencia del héroe, Como nosotros dudamos en ocasiones de la de Buda, y no verán en él sino algún mito solar o una variante de la leyenda de Hércules. Se consolarán fácilmente, sin duda, de esta incertidumbre, ya que, mejor iniciados que en la actualidad a la psicología de las masas, sabrán que la historia no puede eternizar sino mitos.

3. Exageración y simplismo de los sentimientos de las masas

Los sentimientos buenos o malos, manifestados por una masa, presentan la doble característica de ser muy simples y muy exagerados. En este aspecto, así como en tantos otros, el individuo-masa se aproxima a los seres primitivos. Inaccesible a los matices, ve las cosas en bloque y no conoce transiciones. En la masa, la exageración de un sentimiento está fortalecida por el hecho de que, al propagarse muy rápidamente por sugestión y contagio, la aprobación de la que es objeto acrecienta su fuerza de modo considerable.

La simplicidad y la exageración de los sentimientos de las masas los preservan de la duda y la incertidumbre. Al igual que las mujeres, tienden inmediatamente a los extremos. La sospecha enunciada se transforma de manera inmediata en evidencia indiscutible. Un inicio de antipatía y desaprobación que permanecería poco acentuado en el individuo aislado se convierte rápidamente en un odio feroz en el individuo-masa.

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La violencia de los sentimientos de las masas se exagera más aún, sobre todo en las masas heterogéneas, por la ausencia de responsabilidad. La certeza de la impunidad, tanto más acentuada cuanto más numerosa es la masa, y la noción de un considerable poder momentáneo debido al número, hacen factibles para la colectividad sentimientos y actos que resultan imposibles para el individuo aislado. En las masas, el imbécil, el ignorante y el envidioso se ven liberados del sentimiento de su nulidad y su impotencia, sustituido por la noción de una fuerza brutal, pasajera, pero inmensa.

Frecuentemente, en las masas, la exageración se refiere por desgracia a malos sentimientos, reliquia atávica de los instintos del hombre primitivo, y que el miedo al castigo obliga a refrenar en el individuo aislado y con sentimiento de responsabilidad. Así se explica la facilidad con que se entregan las masas a los peores excesos.

Hábilmente sugestionadas, las masas se hacen capaces de heroísmo y sacrificio. Incluso son más aptas que el individuo aislado. Volveremos a insistir sobre este punto al estudiar el tema de la moralidad.

Al no ser impresionada la masa más que por los sentimientos excesivos, el orador que desee seducirla debe abusar de las afirmaciones violentas. Exagerar, afirmar, repetir y no intentar jamás demostrar nada mediante razonamiento: he aquí los procedimientos de argumentación familiares a los oradores de las reuniones populares.

La masa reclama también idéntica exageración en los sentimientos de sus héroes. Sus cualidades y virtudes aparentes han de estar siempre amplificadas. En el teatro, la masa exige del protagonista de la obra unas virtudes, un valor, una moralidad que jamás se dan en la vida corriente.

Se ha hablado, con razón, de la óptica especial del teatro. Existe, sin duda; pero, generalmente, sus reglas no guardan relación alguna con el buen sentido y la lógica. El arte de hablar a las masas es de un orden inferior, pero exige aptitudes muy especiales. A veces, al leerlas, no se comprende el éxito obtenido por ciertas obras teatrales y los empresarios, cuando las reciben, generalmente están muy inseguros respecto al éxito que puedan obtener, ya que para juzgarlas tendrían que transformarse en masa7. De poder abordar esta cuestión más a fondo, sería fácil demostrar también la influencia preponderante de la raza. Ocasionalmente, una obra teatral que en un país entusiasma a la masa del público, no obtiene éxito alguno en otro, o no lo logra más que de manera relativa, ya que no pone en juego resortes capaces de entusiasmar a su nuevo público.

                                                            7 Esto permite comprender por qué ciertas obras teatrales rechazadas por todos los empresarios obtienen un prodigioso éxito cuando, por azar, son representadas. Sabido es el éxito logrado por la obra de Coppée Pour la couronne, rechazada durante diez años por los empresarios de los principales teatros, a pesar del renombre de su autor. La tía de Carlos, montada por un agente de cambio, tras sucesivos rechazos, obtuvo más de doscientas representaciones en Francia y más de mil en Inglaterra. Sin la explicación, antes expuesta, de la imposiblidad de que los empresarios se sitúen mentalmente en el puesto de la masa, resultarían incomprensibles tales aberraciones de juicio por parte de Individuos competentes y sumamente interesados en no cometer errores tan notorios.

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Creemos inútil añadir que la exageración de las masas se refiere tan sólo a los sentimientos y de ningún modo a la inteligencia. Como ya he señalado, por el simple hecho de estar el individuo inmerso en una masa, desciende considerablemente su nivel intelectual. Tarde lo ha constatado también en sus investigaciones acerca de los crímenes de las masas. Así pues, únicamente en el plano de los sentimientos pueden las masas elevarse muy altas o descender, por el contrario, muy bajo.

4. Intolerancia, autoritarismo y conservadurismo de las masas

Al no conocer las masas sino sentimientos simples y extremos, las opiniones, ideas y creencias que se las sugiere son aceptadas o rechazadas en bloque, siendo consideradas como verdades absolutas o errores no menos absolutos. Siempre sucede así con las creencias determinadas mediante sugestión, en lugar de haber sido engendradas por razonamiento. Sabido es cuan intolerantes son las creencias religiosas y qué despótico es el imperio que ejercen sobre las almas.

No teniendo duda alguna acerca de que lo que cree es verdad, o por el contrario, error, y poseyendo, por otra parte, la clara noción de su fuerza, la masa es tan autoritaria como intolerante. El individuo puede aceptar la contradicción y discusión, mientras que la masa no las soporta jamás. En las reuniones públicas, la más ligera contradicción por parte de un orador es inmediatamente acogida con rugidos de furor y violentas invectivas, seguidas muy pronto por vías de hecho y expulsión, a poco que éste insista. En muchas ocasiones, sin la presencia inquietante de los agentes de la autoridad, el contradictor sería incluso linchado.

El autoritarismo y la intolerancia son generales en todas las categorías de masas, pero se presentan en grados muy diversos. Y aquí reaparece también la noción fundamental de raza, dominadora de los sentimientos y los pensamientos de los hombres. El autoritarismo y la intolerancia están desarrollados sobre todo en las masas latinas, hasta el punto de haber destruido aquel sentimiento de la independencia individual que tan acentuado se halla entre los anglosajones. Las masas latinas no son sensibles más que a la independencia colectiva de su secta, y la característica de esta independencia consiste en la necesidad de someter, inmediata y violentamente, a sus creencias a todos los disidentes. En los pueblos latinos, los jacobinos de todas las épocas, desde la de la Inquisición, no han podido elevarse a otra concepción de la libertad.

El autoritarismo y la intolerancia constituyen para las masas sentimientos muy claros, que soportan tan fácilmente como practican. Respetan la fuerza y no les impresiona la bondad, considerada sencillamente como una forma de debilidad. Sus simpatías jamás se han orientado hacia los jefes paternales, sino a los tiranos que las han dominado vigorosamente. Siempre es a éstos a quienes se erigen las más altas estatuas. Si gustan de pisotear al déspota derribado, es porque al perder su fuerza queda incluido en la categoría de los débiles a quienes se desprecia y a los que no temen. El tipo de héroe querido por las masas tendrá siempre la estructura de un César. Les seduce su pompa, su autoridad les amilana y su sable les atemoriza.

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Dispuesta siempre a sublevarse contra una autoridad débil, la masa se inclina servilmente ante una autoridad fuerte. Si la acción de la autoridad es intermitente, la masa, siempre obediente a sus sentimientos extremos, pasa, alternativamente, desde la anarquía al servilismo, y de éste a la anarquía. Por otra parte, supondría desconocer la psicología de las masas creer que en ellas existe un predominio de los instintos revolucionarios. Son tan sólo sus violencias las que nos inducen a error a este respecto. Las explosiones de rebelión y destrucción son siempre muy efímeras. Están regidas en gran medida por el inconsciente y demasiado sometidas, en consecuencia, a la influencia de herencias seculares, como para no mostrarse extremadamente conservadoras. Abandonadas a sí mismas, se les ve muy pronto cansarse de sus desórdenes y dirigirse instintivamente hacia la servidumbre. Los jacobinos más fieros e intratables aclamaron enérgicamente a Bonaparte cuando suprimió todas las libertades e hizo sentir duramente su mano de hierro.

La historia de las revoluciones populares es casi incomprensible si se desconocen los instintos profundamente conservadores de las masas. Desean, desde luego, cambiar los nombres de sus instituciones e incluso realizan, a veces, violentas revoluciones para obtener dichos cambios; pero el fondo de tales instituciones expresa demasiado las necesidades hereditarias de la raza como para que las masas no retornen siempre al mismo. Su incesante movilidad no se refiere sino a cosas superficiales. De hecho, tienen irreductibles instintos conservadores y, como todos los primitivos, un respeto fetichista por las tradiciones, un horror inconsciente a las novedades capaces de modificar sus condiciones reales de existencia. Si el actual poder de las democracias hubiera existido en la época en que fueron inventados los oficios mecánicos, el vapor y los ferrocarriles, la realización de estos inventos habría resultado imposible, o sólo se hubiese logrado al precio de reiteradas revoluciones. Felizmente para los progresos de la civilización, la supremacía de las masas no nació sino cuando ya se habían realizado los grandes descubrimientos de la ciencia y de la industria.

5. Moralidad de las masas

Si adjudicamos a la palabra moralidad el sentido de respeto constante de ciertas convenciones sociales y de represión permanente de los impulsos egoístas, resulta evidente que las masas son demasiado impulsivas y móviles como para ser capaces de moralidad. Pero si incluimos dentro de dicho término la aparición momentánea de determinadas cualidades, como la abnegación, el desinterés, el sacrificio de sí mismo, la necesidad de equidad, podemos afirmar que, por el contrario, las masas son a veces capaces de mostrar una moralidad muy elevada.

Los escasos psicólogos que las han estudiado no lo han hecho más que desde el punto de vista de sus actos criminales, y como han observado que tales actos se producen con frecuencia, han asignado a las masas un nivel moral muy bajo.

No cabe duda de que lo manifiestan a menudo; pero, ¿por qué? Sencillamente porque los instintos de ferocidad destructiva son residuos de edades primitivas que permanecen en el fondo de cada uno de nosotros. Para el individuo aislado sería peligroso satisfacerlos, mientras que el hecho de su absorción por una masa irresponsable, en la que está asegurada su impunidad, le deja en plena libertad para seguirlos. Al no poder ejercer, habitualmente,

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estos instintos destructivos en nuestros semejantes, nos limitamos a satisfacerlos en los animales. La pasión por la caza y la ferocidad de las masas proceden de una misma fuente. La masa que despedaza lentamente a una víctima indefensa demuestra una crueldad muy cobarde, pero para el filósofo, dicha crueldad está próximamente emparentada con la de los cazadores que se reúnen por docenas para asistir al despedazamiento de un desdichado ciervo por sus perros.

Si la masa es capaz de asesinar, de incendiar y de toda clase de crímenes, lo es también de actos de sacrificio y de desinterés, mucho más elevados que aquellos de los que es capaz el individuo aislado. Cuando se invocan sentimientos de gloria, de honor, de religión y de patria se actúa sobre todo sobre el individuo inmerso en la masa. La historia está llena de ejemplos análogos a los de los cruzados y de los voluntarios de 1793. Únicamente las colectividades son capaces de grandes sacrificios desinteresados. ¡Cuántas multitudes se han hecho exterminar heroicamente por creencias e ideas que apenas comprendían! Las masas que acuden a las huelgas van más bien a obedecer una consigna que por obtener un aumento de salario. El interés personal raras veces constituye un motivo poderoso para ellas, mientras que es el móvil casi exclusivo en el individuo aislado. No ha sido ciertamente el interés personal el que ha guiado a las masas en tantas guerras, casi siempre incomprensibles para su inteligencia, y en las que se dejaron masacrar con tanta facilidad como las alondras hipnotizadas por el espejo del cazador.

Los más perfectos canallas, por el simple hecho de estar reunidos en masa, adquieren a veces principios de moralidad muy estrictos. Taine refiere que los asesinos de las matanzas de septiembre acudían a depositar sobre la mesa de los comités las carteras y las alhajas encontradas en sus víctimas y que, sin dificultad alguna, habrían podido robar. La masa vociferante, agitada y miserable que invadió las Tullerías durante la revolución de 1848 no se apoderó de ninguno de los objetos que la deslumbraron y, de los cuales, uno tan sólo representaba pan para muchos días.

Desde luego, esta moralización del individuo por la masa no es una regla constante, pero se observa con frecuencia e incluso en circunstancias mucho más graves de las que acabo de mencionar. En el teatro, como ya he dicho, la masa exige exageradas virtudes al protagonista de la obra, y el público, incluso el compuesto por personas de clase social baja, se muestra en ocasiones muy gazmoño. El vividor profesional, el chulo, el maleante, murmuran con frecuencia ante una escena algo atrevida o una frase procaz, que resultan sin embargo anodinas en comparación con sus conversaciones habituales.

Así pues, las masas, que se entregan con frecuencia a los más bajos instintos, proporcionan también, en ocasiones, ejemplos de actos de una elevada moralidad. Si el desinterés, la resignación, la absoluta entrega a un ideal quimérico o real constituyen virtudes morales, puede afirmarse que, en ocasiones, las masas las poseen en un grado tal que raramente ha sido alcanzado por los más sabios filósofos. Sin duda las practican inconscientemente, pero ello no importa. Si las masas hubieran razonado con frecuencia y consultado sus intereses inmediatos, quizá no se hubiese desarrollado civilización alguna en la superficie de nuestro planeta y la humanidad no habría tenido historia.

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CAPÍTULO 3

IDEAS, RAZONAMIENTOS E IMAGINACION DE LAS MASAS

1. Las ideas de las masas

Al estudiar, en una obra precedente, el papel desempeñado por las ideas sobre la evolución de los pueblos, hemos demostrado que toda civilización deriva de un corto número de ideas fundamentales, raramente renovadas. Ya hemos expuesto cómo estas ideas se establecen en el alma de las masas; con qué dificultad se introducen en la misma y la potencia que adquieren una vez que han penetrado. Hemos mostrado asimismo que, generalmente, las grandes perturbaciones históricas derivan de los cambios de estas ideas fundamentales.

Ya que hemos tratado suficientemente este tema, no insistiré en ello y me limitaré a decir unas palabras sobre las ideas accesibles a las masas y cómo las conciben.

Pueden dividirse en dos clases. En una, incluiremos las ideas accidentales y pasajeras creadas bajo las influencias del momento: el apasionamiento por un individuo o una doctrina, por ejemplo. En la otra clase se incluyen las ideas fundamentales a las que el medio ambiente, la herencia, la opinión, proporcionan una gran estabilidad, como sucedía antes con las ideas religiosas y en la actualidad con las democráticas y sociales.

Las ideas fundamentales pueden compararse a la masa formada por las aguas de un río que cursa lentamente; las ideas pasajeras, a las pequeñas ondas, siempre cambiantes, que agitan su superficie y que, aun cuando carezcan realmente de importancia, resultan más visibles que el propio fluir del río.

Hoy día, las grandes ideas fundamentales que sustentaban nuestros padres nos parecen cada vez más dudosas y, al mismo tiempo, las instituciones que se basaban en ellas están profundamente quebrantadas. Actualmente se forman muchas de estas pequeñas ideas transitorias de las que hablaba hace un momento, pero parece que pocas pueden adquirir una preponderante influencia. Sean cuales fueren las ideas sugeridas a las masas, no pueden convertirse en dominantes sino a condición de asumir una forma muy simple y de estar representadas en su espíritu bajo el aspecto de imágenes. Al no estar unidas entre sí estas ideas-imágenes por ningún vínculo lógico de analogía o de sucesión, pueden sustituirse mutuamente como los vidrios de la linterna mágica que el operador retira de la caja en donde estaban superpuestos. Así pues, en las masas puede verse cómo se suceden las ideas más contradictorias. Según el azar del momento, la masa quedará bajo la influencia de alguna de las diversas ideas almacenadas en su entendimiento y cometerá, en consecuencia, los actos más dispares. Su completa ausencia de espíritu crítico no le permite advertir las correspondientes contradicciones.

Por otra parte, esto no constituye un fenómeno exclusivo de las masas. Ocurre asimismo en muchos individuos aislados, no solamente entre los seres primitivos, sino también entre

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todos aquellos que, debido a una vertiente cualquiera de su espíritu -los seguidores de una intensa fe religiosa, por ejemplo-, se aproximan a los primitivos. Lo he observado, por ejemplo, entre los hindúes cultos, educados en nuestras universidades europeas, en las que han obtenido todos los diplomas. Sobre su fondo inmutable de ideas religiosas o sociales hereditarias se había superpuesto, sin alterarlas en absoluto, una capa de ideas occidentales, que no guardaban relación alguna con las primeras. Según los azares del momento, surgían unas u otras, con su especial acompañamiento discursivo, y un mismo individuo presentaba así las contradicciones más llamativas. Contradicciones más aparentes que reales, ya que las ideas hereditarias son por sí solas lo bastante poderosas en el individuo aislado como para convertirse en auténticos móviles de conducta. Sólo cuando, en virtud de cruzamientos, el hombre se encuentra entre diferentes impulsos hereditarios, los actos pueden ser completamente contradictorios de un momento a otro. Consideramos inútil insistir aquí sobre estos fenómenos, aunque sea capital su importancia psicológica. Creo que hacen falta, por lo menos, diez años de viajes y de observaciones para llegar a comprenderlos.

Para convertirse en populares, las ideas han de experimentar con frecuencia las más completas transformaciones, ya que sólo son accesibles a las masas tras haber revestido una forma muy simple. Cuando se trata de ideas filosóficas o científicas algo elevadas, se puede comprobar la profundidad de las modificaciones que les son necesarias para descender, de estrato en estrato, hasta el nivel de las masas. Estas modificaciones dependen, sobre todo, de la raza a la que pertenecen dichas masas; pero siempre tenderán a disminuir y a simplificarse. En realidad, tampoco hay desde el punto de vista social, una jerarquía de ideas, es decir: ideas más o menos elevadas. Por el simple hecho de llegar una idea a las masas y poderlas emocionar, queda despojada de casi todo lo que la confería su elevación y su grandeza.

Por otra parte, carece de importancia el valor jerárquico de una idea. Y no hay que tener en cuenta más que los efectos que produce. Las ideas cristianas de la Edad Media, las ideas democráticas del siglo pasado, las ideas sociales de la actualidad no son, desde luego, muy elevadas. Desde el punto de vista filosófico pueden considerarse como errores bastante pobres. No obstante, su papel ha sido y será inmenso, y quedarán incluidas durante mucho tiempo entre los factores más esenciales de la conducta de los Estados.

Incluso si la idea ha experimentado modificaciones que la convierten en accesible a las masas, no operará sino cuando, mediante diversos procedimientos que estudiaremos en otro lugar, penetra en el inconsciente y se convierte en un sentimiento. Generalmente, esta transformación es muy prolongada.

Por otra parte, no hay que creer que una idea produce sus efectos, incluso en espíritus cultivados, por haber demostrado que es acertada. Esto se advierte contemplando la escasa influencia que la demostración más clara tiene sobre la mayoría de los hombres. La manifiesta evidencia podrá reconocerse por un auditorio instruido, pero muy pronto será equiparada por su inconsciente a sus concepciones primitivas. Si vuelve a verse al cabo de unos días, manifestará de nuevo sus antiguos argumentos, exactamente en los mismos términos. Se halla, en efecto, bajo la influencia de ideas anteriores que se han convertido en

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sentimientos, y son tan sólo éstas las que actúan sobre los móviles profundos de nuestros actos y nuestros discursos.

Cuando, mediante diversos procedimientos, una idea se ha incrustado finalmente en el alma de las masas adquiere un poder irresistible y desarrolla toda una serie de consecuencias. Las ideas filosóficas que desembocaron en la Revolución Francesa tardaron mucho en implantarse en el alma popular; pero sabida es la irresistible fuerza que adquirieron cuando quedaron establecidas. El impulso de todo un pueblo hacia la conquista de la igualdad social, hacia la realización de derechos abstractos y de libertades ideales hizo vacilar a todos los tronos y conmocionó profundamente al mundo occidental. Durante veinte años, los pueblos se precipitaron unos contra otros y Europa conoció hecatombes comparables a las de Gengis-Khan y Tamerlán. Jamás se puso tan claramente de manifiesto aquello que puede producir un desencadenamiento de ideas capaces de cambiar la orientación de los sentimientos.

Si es preciso mucho tiempo para que las ideas se establezcan en el alma de las masas, no menos tiempo necesitan para salir de ella. Desde el punto de vista de las ideas, las masas están siempre en unas cuantas generaciones de retraso con respecto a los sabios y filósofos. Todos los hombres de Estado saben en la actualidad lo que contienen de erróneo las ideas fundamentales que acabamos de mencionar, pero siendo muy poderosa todavía la influencia de las mismas, están obligados a gobernar con arreglo a principios en cuya verdad han cesado ya de creer.

2. Los razonamientos de las masas

No puede afirmarse de un modo absoluto que las masas no sean influenciables mediante razonamientos. Pero los argumentos que emplean y los que actúan sobre ellas se muestran en un orden tan inferior, desde el punto de vista lógico, que sólo se les puede calificar de razonamientos por analogía.

Los razonamientos inferiores de las masas, al igual que los elevados, se basan en asociaciones; pero las ideas asociadas por las masas no mantienen entre sí más que vínculos aparentes de semejanza o de sucesión. Se asocian como las de un esquimal que, sabiendo por experiencia que el hielo, un cuerpo transparente, se licúa en su boca, deduce que el vidrio, también transparente, deberá fundirse igualmente en su boca; o bien como las del salvaje que se figura que comiéndose el corazón de un enemigo valeroso adquirirá su bravura; o las del obrero que, explotado por un patrono, llega a la conclusión de que todos los patronos actúan así.

Las características de la lógica colectiva son la asociación de cosas dispares que no tienen entre sí otra cosa que las relaciones aparentes y la inmediata generalización de casos particulares. Son siempre asociaciones de esta clase las que presentan a las masas los oradores que las saben manejar. Únicamente tales asociaciones pueden influir sobre las masas; para ellas, una concatenación de razonamientos rigurosos resultaría totalmente incomprensible, y por ello cabe decir que no razonan o que lo hacen erróneamente, no siendo influenciables mediante un razonamiento. A veces asombra, al leerlos, la trivialidad de determinados discursos que han ejercido una enorme influencia sobre sus oyentes; pero

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se olvida que fueron realizados para arrastrar a una colectividad y no para ser leídos por filósofos. El orador, en íntima comunicación con la masa, sabe evocar imágenes que la seducen. Si logra éxito, ha alcanzado su finalidad, y un conjunto de arengas no llega a valer ni las pocas frases que han conseguido seducir a las almas a las que había que convencer.

Creemos útil añadir que la incapacidad de las masas para razonar las priva de todo espíritu crítico, es decir: de la aptitud para discernir entre la verdad y el error, para formular un juicio preciso. Los juicios que las masas aceptan son tan sólo los impuestos y jamás los discutidos. Desde este punto de vista, son numerosos los individuos que no se elevan por encima de las masas. La facilidad con que determinadas opiniones se convierten en generales se basa, sobre todo, en la imposibilidad que tienen la mayoría de los hombres para formarse una opinión particular fundamentada en sus propios razonamientos.

3. La imaginación de las masas

La imaginación representativa de las masas, al igual que la de todos los seres en los que no interviene el razonamiento, puede ser profundamente impresionada. Las imágenes evocadas en su espíritu por un personaje, un acontecimiento, un accidente, tienen casi la vivacidad de las cosas reales. Hasta cierto punto, las masas se hallan en el caso de un durmiente cuya razón, momentáneamente suspendida, deja surgir en su espíritu imágenes de una intensidad extrema, pero que se desvanecen rápidamente al contacto con la reflexión. Las masas, al no ser capaces de reflexión ni de razonamiento, no conocen lo inverosímil. Pero, generalmente, las cosas más irreales son las que más llaman la atención.

Por ello, los aspectos maravillosos y legendarios de los acontecimientos son los que más atraen a las masas. Lo maravilloso y lo legendario son, en realidad, los auténticos soportes de una civilización. En la historia, la apariencia ha desempeñado siempre un papel mucho más importante que la realidad. Lo irreal predomina en ella sobre lo real.

Al no poder pensar las masas más que por imágenes, no se dejan impresionar sino mediante imágenes. Sólo éstas las aterrorizan o seducen y se convierten en móviles de acción.

Por ello, las representaciones teatrales, que muestran la imagen en su forma más neta, poseen siempre una enorme influencia. Pan y espectáculo constituían, en sus tiempos, el ideal de felicidad para la plebe romana. Y este ideal ha variado poco a través de las edades. Nada afecta tanto a la imaginación popular como una obra de teatro. Toda la sala experimenta simultáneamente las mismas emociones, y si éstas no se transforman de modo inmediato en actos, es que el más inconsciente espectador no puede ignorar que es víctima de ilusiones y que ha reído o llorado ante imaginarias aventuras. A veces, sin embargo, los sentimientos sugeridos por las imágenes son lo bastante fuertes como para tender, al igual que las sugestiones habituales, a transformarse en actos. Conocida es la historia de aquel teatro dramático popular en donde el actor que representaba el papel de malo había de ser protegido a la salida, para sustraerle a las violencias de los espectadores indignados por sus imaginarios crímenes. Creo que esto constituye uno de los más notables índices del estado mental de las masas y, sobre todo, de la facilidad con que se las sugestiona. A sus ojos, lo irreal posee casi tanta importancia como lo real. Tienen una evidente tendencia a no diferenciarlos.

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Sobre la imaginación popular se fundamentan el poder de los conquistadores y la fuerza de los estados. Actuando sobre ella se arrastra a las masas. Todos los grandes hechos históricos -la creación del budismo, del cristianismo, del islamismo, la Reforma, la Revolución Francesa y, en nuestros días, la amenazadora invasión del socialismo- son consecuencias directas o lejanas de intensas impresiones ejercidas sobre la imaginación de las masas.

También los grandes hombres de Estado de todas las épocas y todos los países, incluso los déspotas más absolutos, han considerado a la imaginación popular como el apoyo de todo su poderío. Jamás han intentado gobernar contra ella. Haciéndome católico, decía Napoleón al Consejo de Estado, he concluido la guerra de la Vendée; haciéndome musulmán me he establecido en Egipto; haciéndome ultramontano me he ganado a los sacerdotes en Italia. Si gobernase un pueblo de judíos, restablecería el templo de Salomón. Jamás, quizá, desde Alejandro y César, ningún hombre ha comprendido mejor cómo ha de ser impresionada la imaginación de las masas. Su preocupación constante fue cómo afectarla. Pensaba en ello en sus victorias, en sus arengas, en sus discursos, en todos sus actos. Seguía pensando en ello en su lecho de muerte.

¿Cómo impresionar la imaginación de las masas? Lo veremos a continuación. Pero desde ahora podemos afirmar que las manifestaciones destinadas a influir la inteligencia y la razón serían incapaces de conseguir tal fin. Antonio no tuvo necesidad de una sabia retórica para amotinar al pueblo contra los asesinos de César. Le leyó su testamento y le mostró su cadáver.

Todo aquello que impresiona a la imaginación de las masas se presenta en forma de una imagen emocionante y clara, desprovista de interpretación accesoria o no teniendo otro acompañamiento que el de algunos hechos maravillosos: una gran victoria, un gran milagro, un gran crimen, una gran esperanza. Es importante presentar las cosas en bloque y sin indicar jamás la correspondiente génesis. Cien pequeños crímenes o cien pequeños accidentes no afectarán en modo alguno a la imaginación de las masas, mientras que un solo crimen de importancia, una sola catástrofe, las conmoverán en gran medida, incluso con resultados infinitamente más mortíferos que los cien pequeños accidentes reunidos. La gran epidemia de gripe que hizo perecer en París a cinco mil personas en unas pocas semanas no repercutió mucho en la imaginación popular. Esta auténtica hecatombe no se tradujo, en efecto, por alguna imagen visible, sino tan sólo por los datos estadísticos semanales. Un accidente que, en lugar de hacer perecer a dichas cinco mil personas, hubiese matado tan sólo a quinientas en el mismo día, en una plaza pública, mediante un acontecimiento bien visible, como por ejemplo el hundimiento de la torre Eiffel, habría ejercido una impresión inmensa en la imaginación. La posible pérdida de un trasatlántico que, por ausencia de noticias, se suponía naufragado en alta mar, repercutió intensamente durante ocho días en la imaginación de las masas. No obstante, las estadísticas oficiales revelan que, en el mismo año, se perdieron un millar de grandes navíos. Las masas no se preocuparon ni un solo instante de dichas pérdidas sucesivas, mucho más importantes en cuanto a la destrucción de vidas y mercancías.

No son, pues, los hechos mismos, en sí, los que afectan a la imaginación popular, sino más bien el modo como se presentan. Por condensación, por así decir, tales hechos han de dar lugar a una impresionante imagen que embargue y obsesione al espíritu. Conocer el arte de impresionar la imaginación de las masas equivale a conocer el arte de gobernarlas.

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CAPÍTULO 4

FORMAS RELIGIOSAS QUE REVISTEN TODAS LAS CONVICCIONES DE LAS MASAS

Ya hemos visto que las masas no razonan, que admiten o rechazan las ideas en bloque, que no soportan discusión ni contradicción y que las sugestiones que actúan sobre ellas invaden por completo el campo de su entendimiento y tienden a transformarse de inmediato en actos. Hemos mostrado que las masas, convenientemente sugestionadas, están prestas a sacrificarse por el ideal que se les sugiera. Hemos visto, por último, que no conocen más que sentimientos violentos Y extremos. En ellas, la simpatía se convierte muy pronto en adoración y la antipatía, apenas nacida, se transforma en odio. Estas indicaciones generales permiten presentir ya la naturaleza de sus convicciones.

Examinando de cerca las convicciones de las masas, tanto en las épocas de fe como en las grandes conmociones políticas, tales como las del último siglo, se comprueba que presentan siempre una forma especial, que no puedo determinar mejor sino dándole el nombre de sentimiento religioso.

Este sentimiento tiene características muy simples: adoración de un ser al que se supone superior, temor al poder que se le atribuye, sumisión ciega a sus mandamientos, imposibilidad de discutir sus dogmas, deseo de difundirlos, tendencia a considerar como enemigos a todos los que rechazan el admitirlos. Ya se aplique tal sentimiento a un Dios invisible, a un ídolo de piedra, a un héroe o a una idea política, siempre es de esencia religiosa. En él se aúnan lo sobrenatural y lo milagroso. Las masas revisten de un mismo y misterioso poder a la fórmula política o al jefe victorioso que momentáneamente las fanatiza.

No se es religioso únicamente cuando se adora a una divinidad, sino cuando se aplican todos los recursos del espíritu, todas las sumisiones de la voluntad, todos los ardores del fanatismo al servicio de una causa o de un ser que se ha convertido en la meta y guía de los sentimientos y las acciones.

Generalmente, la intolerancia y el fanatismo constituyen el acompañamiento de un sentimiento religioso. Resultan inevitables en aquellos que creen poseer el secreto de la felicidad terrenal o de la eterna. Estos dos rasgos aparecen en todos los hombres agrupados, cuando les arrastra una convicción cualquiera. Los jacobinos del Terror eran tan acendradamente religiosos como los católicos de la Inquisición, y su cruel ardor derivaba de la misma fuente.

Las convicciones de la masa revisten estas características de sumisión ciega, de feroz intolerancia, de necesidad de propaganda violenta inherentes al sentimiento religioso; puede afirmarse, por tanto, que todas sus creencias adoptan una forma religiosa. El héroe al cual aclama la masa es auténticamente un dios para ella. Napoleón lo fue durante quince

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años y jamás una divinidad contó con más perfectos adoradores. Ninguna envió más fácilmente a los hombres a la muerte. Los dioses del paganismo y del cristianismo no ejercieron nunca imperio más absoluto sobre las almas.

Quienes fundaron creencias religiosas o políticas lo hicieron sabiendo imponer a las masas aquellos sentimientos de fanatismo religioso que hacen que el hombre encuentre su felicidad en la adoración y le impulsan a sacrificar su vida por su ídolo. Así ha sucedido en todas las épocas. En su bello libro sobre la Galia romana, Fustel de Coulanges afirma justificadamente que el imperio romano no se mantuvo en absoluto por la fuerza, sino por la admiración religiosa que inspiraba. Sería algo excepcional en la historia del mundo -dice, con razón- que un régimen detestado por las poblaciones haya durado cinco siglos (...). No se explicaría que treinta legiones imperiales hayan podido someter a cien millones de personas. Si obedecían era porque el emperador, que personificaba la grandeza romana, era unánimemente adorado como una divinidad. El emperador tenía altares en la más pequeña aldea del imperio. En aquella época se vio surgir en las almas, de un extremo a otro del imperio, una religión nueva que tenía por divinidades a los propios emperadores. Unos años antes de la era cristiana, toda la Galia, representada por sesenta poblaciones, elevó en común un templo a Augusto cerca de la ciudad de Lyon (...). Sus sacerdotes, elegidos por la reunión de las ciudades galas, eran los primeros personajes de su país (...). Es imposible atribuir todo esto al miedo y al servilismo. No se puede afirmar de pueblos enteros que sean serviles, ni tampoco pueden permanecer así durante tres siglos. No eran tan sólo los cortesanos los que adoraban al príncipe, era Roma. y no era solamente Roma, era Galia, era Hispania, eran Grecia y Asia. Hoy día, la mayoría de los grandes conquistadores de almas no poseen ya altares, pero sí estatuas o imágenes, Y el culto que se les tributa no es muy diferente del de antaño. No se llega a comprender la filosofía de la historia sino tras haber captado bien el siguiente punto fundamental de la psicología de las masas: para ellas hay que ser o dios, o nada.

No se trata de supersticiones de otra época definitivamente expulsadas por la razón. En su eterna lucha contra la razón, el sentimiento no ha sido jamás vencido. Las masas no quieren escuchar ya las palabras divinidad y religión que las han dominado durante tanto tiempo; pero ninguna época las ha visto elevar tantas estatuas y altares como desde hace un siglo. El movimiento popular conocido con el nombre de boulangisme demostró con qué facilidad están prestos a renacer los instintos religiosos de las masas. No había posada de pueblo que no poseyese la imagen del héroe. Se le atribuía el poder de remediar todas las injusticias, todos los males y millares de hombres habrían entregado su vida por él. ¡Qué lugar hubiese podido conquistar en la historia si su carácter hubiera podido mantener su leyenda!

Es asimismo una trivialidad inútil repetir que las masas precisan una religión. Las creencias políticas, divinas y sociales no se establecen en las masas sino a condición de adoptar siempre la forma religiosa que las pone al abrigo de discusiones. Si fuese posible hacer adoptar a las masas el ateísmo, tendría todo el intolerante ardor de un sentimiento religioso y, en cuanto a sus formas exteriores, se convertiría rápidamente en un culto. La evolución de la pequeña secta positivista nos proporciona una curiosa prueba de ello. Se asemeja a aquel nihilista cuya historia nos narra el profundo Dostoievski. Iluminado un día por las luces de la razon, rompió las imágenes de las divinidades y los santos que adornaban el altar de su pequeña capilla, apagó los cirios y, sin perder un instante, sustituyó las imágenes

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destruidas por las obras de algunos filósofos ateos y luego volvió a encender piadosamente los cirios. El objeto de sus creencias religiosas se había transformado, pero, ¿puede afirmarse, en realidad, que habían cambiado sus sentimientos religiosos?

No se comprenden bien, repito, ciertos acontecimientos históricos -y precisamente los más importantes- sino tras darse cuenta de la forma religiosa que terminan siempre por adoptar las convicciones de las masas. Muchos fenómenos sociales exigen el estudio de un psicólogo más que el de un naturalista. Taine, nuestro gran historiador, no ha estudiado la Revolución Francesa sino como naturalista, y así se le ha escapado con frecuencia la génesis auténtica de los acontecimientos. Ha observado perfectamente los hechos, pero al no haber penetrado en la psicología de las masas, el célebre escritor no ha sabido siempre remontarse a las causas. Al haberle espantado los hechos por sus aspectos sanguinarios, anárquicos y feroces, no ha visto en los héroes de la gran epopeya más que una horda de salvajes epilépticos entregándose sin trabas a sus instintos. Las violencias de la Revolución, sus matanzas, su necesidad de propaganda, sus declaraciones de guerra a todos los reyes, no se explican más que si se considera que fueron el establecimiento de una nueva creencia religiosa en el alma de las masas. La Reforma, la noche de San Bartolomé, las guerras de religión, la Inquisición, el Terror, son fenómenos de orden idéntico, llevados a cabo bajo la sugestión de aquellos sentimientos religiosos que conducen forzosamente a extirpar, a sangre y fuego, cuanto se opone al establecimiento de la nueva creencia. Los métodos de la Inquisición y del Terror son los propios de auténticos convencidos. No se trataría de convencidos si empleasen otros.

Conmociones históricas como las que acabo de citar no son posibles más que cuando las hace surgir el alma de las masas. Los déspotas más absolutistas serían impotentes para desencadenarlas. Los historiadores que presentan la noche de San Bartolomé como la obra de un rey ignoran la psicología de las masas tanto como la de los reyes. Manifestaciones semejantes sólo pueden surgir del alma popular. El poder más absoluto del más despótico monarca no logra sino adelantar o retrasar algo el correspondiente momento. No fueron los reyes los que dieron lugar a la noche de San Bartolomé, ni a las guerras de religión, ni tampoco fueron Robespierre, Danton o Saint-Just los que crearon el Terror. Tras acontecimientos semejantes está siempre el alma de las masas.

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Segunda parte Las opiniones y las creencias

de las masas

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CAPÍTULO 1

FACTORES LEJANOS DE LAS CREENCIAS Y OPINIONES DE LAS MASAS

Acabamos de estudiar la constitución mental de las masas. Conocemos sus maneras de sentir, de pensar, de razonar. Examinemos ahora cómo nacen y se establecen sus opiniones y sus creencias.

Los factores que determinan dichas opiniones y creencias son de dos órdenes: factores lejanos y factores inmediatos.

Los factores lejanos hacen que las masas sean capaces de adoptar determinadas convicciones y las imposibilitan para dejarse convencer por otras. Preparan el terreno en el que se ve cómo germinan de pronto ideas nuevas, cuya fuerza y cuyos resultados asombran, pero que no tienen de espontáneo sino la apariencia. La explosión y la puesta en acción de determinadas ideas se dan a veces en las masas con fulminante rapidez. Pero esto no constituye más que un efecto superficial, tras el cual hay que buscar, casi siempre, una prolongada evolución previa.

Los factores inmediatos son aquellos que superpuestos a dicha prolongada evolución, sin la cual no podrían actuar, provocan la persuasión activa en las masas, es decir: hacen adoptar forma a la idea y la desencadenan, con todas sus consecuencias. Bajo el impulso de estos factores inmediatos surgen las resoluciones que sublevan bruscamente a las colectividades; debido a ellos estalla un motín o se decide una huelga; por su causa, mayorías enormes elevan a un hombre al poder o derriban un gobierno.

En todos los grandes acontecimientos históricos se comprueba la acción sucesiva de dichos dos órdenes de factores. La Revolución Francesa, por no destacar sino uno de los más llamativos ejemplos, contó entre sus factores lejanos con las críticas de los escritores, con los abusos del antiguo régimen. El alma de las masas, así preparada, fue sublevada a continuación fácilmente por factores inmediatos tales como los discursos de los oradores y las resistencias de la corte frente a reformas insignificantes.

Entre los factores lejanos, los hay de índole general, que se encuentran en el fondo de todas las creencias y opiniones de las masas. Se trata de la raza, las tradiciones, el tiempo, las instituciones, la educación. Vamos a estudiar los respectivos papeles que desempeñan.

l. La raza

Este factor, la raza, ha de situarse en primer plano, ya que por sí solo es mucho más importante que todos los demás. Ha sido estudiado suficientemente en una obra anterior a la presente como para que consideremos útil insistir sobre él. En dicha obra hemos mostrado lo que es una raza histórica y cómo, una vez constituidas sus características, todos

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los elementos de su civilización -sus instituciones, sus artes, sus creencias- se convierten en la expresión exterior de su alma. El poder de la raza es tal que ningún elemento podría pasar de un pueblo a otro sin experimentar las más profundas transformaciones8.

El medio ambiente, las circunstancias, los acontecimientos, representan las sugestiones sociales del momento. Pueden ejercer una acción importante, pero siempre momentánea, si es contraria a las sugestiones de la raza, es decir: de toda una serie de antepasados.

En diversos capítulos de esta obra tendremos también ocasión de insistir sobre la influencia de la raza y asimismo podremos ver que dicha influencia es tan grande que domina sobre las características especiales del alma de las masas. Por ello, las multitudes de los diversos países presentan diferencias muy acentuadas en sus creencias y su conducta y no pueden ser influidas del mismo modo.

2. Las tradiciones

Las tradiciones representan las ideas, necesidades y sentimientos del pasado. Son la síntesis de la raza y gravitan, con todo su peso, sobre nosotros.

Las ciencias biológicas han sido transformadas desde que la embriología ha mostrado la inmensa influencia del pasado en la evolución de los seres; y las ciencias históricas lo serán también, paralelamente, cuando esta noción se difunda con más amplitud. Ahora aún no lo está bastante, y muchos hombres de Estado han permanecido fieles a las ideas de los teóricos del pasado siglo, imaginando que una sociedad puede romper con su pasado y ser reconstruida de arriba a abajo adoptando como guías las luces de la razón.

Un pueblo es un organismo creado por el pasado. Al igual que todo organismo, no puede modificarse sino mediante lentas acumulaciones hereditarias.

Los auténticos conductores de los pueblos son sus tradiciones y, como he repetido en numerosas ocasiones, no cambian fácilmente sino las formas externas. Sin tradiciones, es decir, sin alma nacional, no es posible civilización alguna.

Las dos grandes ocupaciones del hombre, desde que existe, han sido las de crearse una red de tradiciones y destruirla luego cuando están ya exhaustos sus efectos bienhechores. Sin tradiciones estables no hay civilización; sin la lenta eliminación de dichas tradiciones no hay progreso. La dificultad consiste en hallar un equilibrio justo entre la estabilidad y la variabilidad. Tal dificultad es inmensa. Cuando un pueblo deja que sus costumbres se fijen demasiado sólidamente durante numerosas generaciones, no puede ya evolucionar y se convierte, como China, en incapaz de perfeccionamientos. Incluso las revoluciones violentas resultan impotentes, ya que sucede entonces que se sueldan de nuevo los rotos

                                                            8 Al ser aún muy nueva esta propuesta, sin la cual permanece ininteligible la historia, he dedicado varios capítulos de mi obra (Les lois psychologiques de l'évolution des peuples) a su demostración. El lector podrá ver en dicho libro que, pese a engañosas apariencias, ni la lengua, ni la religión. ni las artes, ni, en una palabra, ningún elemento de civilización, pueden pasar intactos de un pueblo a otro.

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eslabones de la cadena y el pasado vuelve a imperar sin cambios, o bien los fragmentos dispersos engendran la anarquía y una rápida decadencia.

Así, la tarea fundamental de un pueblo debe consistir en guardar las instituciones del pasado e irlas modificando poco a poco. Difícil tarea. Los romanos en los tiempos antiguos y los ingleses en los modernos son casi los únicos que lo han conseguido.

Son precisamente las masas las que más tenazmente conservan las ideas tradicionales y las que con mayor obstinación se oponen a su cambio y, sobre todo, las categorías de masas que constituyen las castas. Ya he insistido sobre este espíritu conservador mostrando que muchas de las rebeliones no desembocan sino en cambios de denominaciones, de palabras. A finales del pasado siglo, ante las iglesias destruidas, los sacerdotes expulsados o guillotinados, la universal persecución del culto católico, se podía creer que las viejas ideas religiosas habían perdido todo poder; y, sin embargo, unos años más tarde, las reclamaciones universales dieron lugar al restablecimiento del culto abolido9. Ningún ejemplo muestra mejor el poder de las tradiciones sobre el alma de las masas. No son los templos los que albergan a los ídolos más temibles, ni los palacios a los tiranos más despóticos. Se les destruye fácilmente. Los amos invisibles que reinan sobre nuestras almas escapan a todo esfuerzo y no ceden sino a la lenta usura de los siglos.

3. El tiempo

Tanto en los problemas sociales como en los biológicos, uno de los más enérgicos factores es el tiempo. Representa el auténtico creador y el gran destructor. Es él quien ha edificado las montañas con granos de arena y el que ha elevado hasta la dignidad humana a la oscura célula de las épocas geológicas. Para transformar un fenómeno cualquiera basta con hacer intervenir a los siglos. Se ha afirmado, con razón, que una hormiga que pudiese contar con el tiempo necesario para ello, lograría nivelar el Mont Blanc. Un ser que poseyese el poder mágico de variar el tiempo a su placer tendría la potencia que los creyentes atribuyen a sus dioses.

Pero no vamos a ocuparnos aquí más que de la influencia que ejerce el tiempo sobre la génesis de las opiniones de las masas. Desde este punto de vista, su acción es aún inmensa. Mantiene bajo su dependencia a las grandes fuerzas, tales como la raza, que no pueden

                                                            9 El informe del antiguo miembro de la Convención, Fourcroy, citado por Taine es muy ilustrativo en este sentido: Lo que se ve en todas partes sobre la celebración del domingo y la visita a los templos demuestra que la mayoría de los franceses desea retornar a los antiguos usos y que no hay ya por qué resistirse a esta tendencia nacional (...). La gran masa de los hombres tiene necesidad de religión, de culto y de sacerdotes. Un error de algunos filósofos modernos, en el cual he incurrido yo mismo, es creer en la posibilidad de una instrucción lo suficientemente extendida como para destruir los prejuicios religiosos: para la mayoría de los desgraciados son una fuente de consuelo (...) Hay que dejar por tanto a la masa del pueblo, sus sacerdotes, sus altares y su culto.

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formarse sin él. Hace evolucionar y morir a todas las creencias. Gracias a él adquieren su poderío y también gracias a él lo pierden.

El tiempo prepara las opiniones y las creencias de las masas, es decir: el terreno en el que germinarán. De ello se deduce que ciertas ideas, que son realizables en una época, no lo son en otra. El tiempo acumula el inmenso residuo de creencias y pensamientos sobre el que nacen las ideas de una época. No germinan al azar y a la aventura. Sus raíces se hunden en un largo pasado. Cuando florecen, el tiempo había preparado su eclosión y siempre hay que remontarse hacia el pasado para concebir su génesis. Son hijas del pasado y madres del porvenir, esclavas, siempre, del tiempo.

Este último es, pues, nuestro auténtico dueño, y basta con dejarle actuar para ver cómo se van transformando todas las cosas. Hoy día nos inquietan mucho las amenazadoras aspiraciones de las masas, las destrucciones y convulsiones que presagian. El tiempo, por sí solo, se encargará de restablecer el equilibrio. Ningún régimen -escribe muy justificadamente Lavisse- se fundó en un día. Las organizaciones políticas y sociales son obras que requieren siglos; el feudalismo existió informe y caótico durante siglos antes de encontrar sus reglas; la monarquía absoluta, antes de hallar medios regulares de gobierno, vivió también durante siglos, y durante dichos períodos de espera hubo grandes alteraciones.

4. Las instituciones políticas y sociales

La idea de que las instituciones pueden poner remedio a los defectos de las sociedades, de que el progreso de los pueblos resulta del perfeccionamiento de las constituciones y de los gobiernos y de que los cambios sociales se operan a golpes de decretos, se halla aún muy extendida. La Revolución Francesa la tuvo como punto de partida y las teorías sociales actuales se apoyan en ella.

Las experiencias más continuadas no han logrado conmocionar tan temible quimera. En vano han intentado demostrar filósofos e historiadores lo absurda que es. Sin embargo, no les ha resultado difícil demostrar que las instituciones son hijas de las ideas, de los sentimientos y de las costumbres, y que no se renuevan las ideas, los sentimientos y las costumbres rehaciendo los códigos. Un pueblo no elige a su gusto instituciones, como no elige el color de sus ojos o de sus cabellos. Las instituciones y los gobiernos representan el producto de la raza. Lejos de ser los creadores de una época, son las creaciones de la misma. Los pueblos no son gobernados con arreglo a sus caprichos del momento, sino tal como lo exige su carácter. A veces son precisos siglos para formar un régimen político y siglos también para cambiarlo. Las instituciones no poseen ninguna virtud intrínseca; en sí no son buenas ni malas. Pueden ser buenas en un determinado momento y para un determinado pueblo, mientras que resultan detestables para otro.

Un pueblo no puede, por tanto, cambiar realmente sus instituciones. Será capaz, desde luego, al precio de revoluciones violentas, de modificar el nombre de dichas instituciones, pero el fondo no se modifica. Los nombres son vanas etiquetas que el historiador, preocupado por el valor real de las cosas, no ha de tener en cuenta. Así, por ejemplo, el país

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más democrático del mundo es Inglaterra10, sometido sin embargo a un régimen monárquico, mientras que las repúblicas hispanoamericanas, regidas por constituciones republicanas, sufren los más pesados despotismos. Es el carácter de los pueblos y no los gobiernos lo que determina sus destinos. He intentado establecer esta verdad en un volumen precedente basándome en categóricos ejemplos.

Perder el tiempo fabricando constituciones es, pues, una tarea pueril, un inútil ejercicio de retórica. La necesidad y el tiempo se encargan de elaborarlas, cuando se deja actuar a estos dos factores. Macaulay, el gran historiador, muestra en un pasaje que los políticos de todos los países latinos deberían aprender de memoria cómo los anglosajones han abordado el problema constitucional. Tras haber explicado los beneficios de leyes que, desde el punto de vista de la razón pura, semejan un caos de absurdos y de contradicciones, compara las docenas de constituciones muertas en las convulsiones de los pueblos latinos de Europa y América con la de Inglaterra, y pone de manifiesto que esta última no ha cambiado sino muy lentamente, por partes, bajo la influencia de necesidades inmediatas, pero jamás por razonamientos especulativos. No inquietarse nada por la simetría e inquietarse mucho por la utilidad; no suprimir jamás una anomalía tan sólo por tratarse de una anomalía; no innovar jamás a no ser que se haga sentir algún malestar, e innovar entonces lo justo para desembarazarse de él; no establecer jamás una proposición más amplia que el caso particular al que se pone remedio; tales son las reglas que desde la época de Juan hasta la época de Victoria han guiado por lo general las deliberaciones de nuestros doscientos cincuenta parlamentos.

Habría que considerar una por una las leyes, las instituciones de cada pueblo, para mostrar hasta qué punto son la expresión de las necesidades de su raza y que, por ello, no conviene transformarlas violentamente. Cabe disertar filosóficamente, por ejemplo, acerca de las ventajas y de los inconvenientes de la centralización; pero cuando vemos a un pueblo compuesto por razas diferentes dedicar mil años de esfuerzos para llegar progresivamente a dicha centralización, cuando comprobamos que una gran revolución que tenía como finalidad la de destruir todas las instituciones del pasado fue obligada, no sólo a respetar dicha centralización, sino incluso a exagerarla, podemos llegar a la conclusión de que es hija de imperiosas necesidades, que se trata de una condición para la existencia misma y lamentar los escasos alcances de aquellos políticos que hablan de destruirla. Si por casualidad llegase a triunfar su opinión, ello sería la señal de una profunda anarquía11 que, por otra parte, conduciría a una nueva centralización más acentuada que la antigua.

                                                            10 Esto lo reconocen, incluso en los Estados Unidos, los republicanos más avanzados. El periódico americano Forum expresaba esta categórica opinión en los términos que reproduzco aquí, según la Review of Reviews de diciembre de 1894: No se debe olvidar jamás, incluso por parte de los más fervientes enemigos de la aristocracia, que Inglaterra es hoy día el país más democrático del universo, aquel donde más respetados son los derechos de los individuos y donde éstos poseen más libertad. 11 Si se asocian las profundas disensiones religiosas y políticas que separan a las diversas partes de Francia y que son, sobre todo, una cuestión relativa a la raza, con las tendencias separatistas manifestadas en la época de la Revolución y que apuntaron de nuevo hacia finales de la guerra franco-alemana, se advierte que las diversas razas que existen en nuestro suelo se hallan muy lejos aún de estar fusionadas. La enérgica centralización de la Revolución y la creación de departamentos artificiales destinados a mezclar a las antiguas provincias fueron ciertamente su obra más útil. Si se llevase a cabo la descentralización de la cual hablan hoy

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A partir de lo que precede llegamos a la conclusión de que no es en las instituciones en las que hay que buscar el medio de actuar profundamente sobre el alma de las masas. Algunos países, como los Estados Unidos, prosperan maravillosamente con instituciones democráticas, mientras que otros, como las repúblicas hispanoamericanas, vegetan en la más lamentable anarquía pese a tener instituciones parecidas. Tales instituciones son tan ajenas a la grandeza de los unos como a la decadencia de los otros. Los pueblos permanecen gobernados por su carácter, y todas aquellas instituciones que no están íntimamente amoldadas a dicho carácter no representan sino a modo de ropas prestadas, un disfraz provisional. Desde luego, se han producido y producirán guerras sangrientas y violentas revoluciones para imponer instituciones a las que se atribuye el poder sobrenatural de crear la felicidad. Podría afirmarse pues, en cierto modo, que esas estructuras actúan sobre el alma de las masas, ya que engendran tales convulsiones. Pero sabemos que, en realidad, triunfantes o vencidas, no poseen en sí mismas virtud alguna. Procurando su conquista no se persiguen sino ilusiones.

5. La instrucción y la educación

Entre las ideas dominantes de nuestra época se encuentra en primer plano la siguiente: la instrucción tiene, como resultado cierto, mejorar a los hombres e incluso hacerles iguales. Debido al simple hecho de la repetición, tal idea ha llegado a convertirse en uno de los más inquebrantables dogmas de la democracia. En la actualidad sería tan difícil abordarlo como lo fue antaño criticar los de la Iglesia.

Pero acerca de este punto, como en tantos otros, las ideas democráticas se hallan en un profundo desacuerdo con los datos de la psicología y de la experiencia. Varios filósofos eminentes, y sobre todo Herbert Spencer, no tuvieron que esforzarse mucho para demostrar que la instrucción no hace al hombre más moral ni más feliz, que no cambia sus instintos y sus pasiones hereditarias y que, mal dirigida, puede convertirse en más perniciosa que útil. Las estadísticas han confirmado estas afirmaciones señalando que la criminalidad aumenta con la generalización de la instrucción, o al menos de una determinada instrucción, y que los peores enemigos de la sociedad -los anarquistas- se reclutan con frecuencia entre los alumnos más destacados de las escuelas. Un distinguido magistrado, Adolphe Guillot, señalaba que existen en la actualidad tres mil criminales cultos frente a mil analfabetos y que, en cincuenta años, la criminalidad ha pasado de 227 por 100.000 habitantes a 552, es decir, que ha aumentado en un 133 por 100. Ha observado asimismo, junto con sus colegas, que la criminalidad progresa sobre todo entre los jóvenes en los que la escuela gratuita ha sustituido al patronato.

Desde luego, nadie ha sostenido jamás que la instrucción bien dirigida no pueda proporcionar resultados prácticos muy útiles, y aunque no sea para aumentar la moralidad, sirva al menos para desarrollar las capacidades profesionales. Desgraciadamente, los pueblos latinos, sobre todo desde hace unos treinta años, han basado su sistema de instrucción en principios muy defectuosos y, pese a las observaciones de destacadas

                                                                                                                                                                                     tantos espíritus imprevisores, desembocaría rápidamente en las más sangrientas discordias. Ignorar esto equivale a olvidarse por completo de nuestra historia.

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personalidades, persisten en sus lamentables errores. Yo mismo, en diversas obras12, he mostrado que nuestra actual educación transforma en enemigos de la sociedad a un gran número de quienes la han recibido y que recluta a muchos discípulos para las peores formas del socialismo.

El primer riesgo de esta educación (calificada muy justificadamente como latina) depende de que se basa en un error psicológico fundamental: el de creer que la recitación de manuales desarrolla la inteligencia. Desde un principio se intenta que aprendan al máximo en este sentido y, desde la escuela primaria hasta el doctorado, el joven no hace sino intentar asimilar el contenido de los libros, sin ejercitar jamás su juicio ni su iniciativa. La instrucción consiste para él en recitar y obedecer. Aprenderse lecciones, saberse de memoria una gramática o un compedio, repetir bien, imitar bien -afirmaba un antiguo ministro de Instrucción Pública, Jules Simon, he aquí una educación en la que todo esfuerzo es un acto de fe ante la infalibilidad del maestro y que no tiene por resultado sino rebajarnos y volvernos impotentes.

Si esta educación fuese tan sólo inútil, podríamos limitarnos a compadecer a los desdichados niños a los que, en lugar de tantas cosas necesarias, se ha preferido enseñarles la genealogía de los hijos de Clotario, las luchas de la Neustria y la Austrasia o las clasificaciones zoológicas; pero ofrece el peligro, mucho más serio, de inspirar a quien la recibe un violento rechazo de la condición en la que ha nacido y un intenso deseo de salirse de la misma. El obrero no quiere continuar siendo obrero, el campesino no desea ser campesino y el último de los burgueses no ve para sus hijos otra carrera posible sino la de funcionario a sueldo del Estado. En lugar de formar hombres para la vida, la escuela no les prepara más que para funciones públicas en las que el éxito no exige ninguna iniciativa. En la parte inferior de la escala social crea ejércitos de proletarios descontentos de su suerte y prestos siempre a la revuelta; en la parte superior, nuestra frívola burguesía, a la vez escéptica y crédula, impregnada de una confianza supersticiosa en el Estado providencia (al cual, sin embargo, critica sin cesar), inculpando siempre al gobierno de sus propias faltas y siendo incapaz de emprender nada sin la intervención de la autoridad.

El Estado, que fabrica a golpe de manual a todos estos diplomados, sólo puede utilizar un reducido número de ellos dejando, forzosamente, a los demás sin empleo. Tiene que resignarse, por tanto, a alimentar a los primeros y a tener por enemigos a los segundos. Desde el vértice hasta la base de la pirámide social, la formidable masa de los diplomados asalta en la actualidad las carreras. Un hombre de negocios encontrará muy difícilmente un agente que vaya a representarle en las colonias, pero los más modestos puestos oficiales son solicitados por millares de candidatos. El departamento del Sena, por sí solo, cuenta con veinte mil maestros y maestras de primera enseñanza sin trabajo y que, despreciando el campo y el taller, apelan al Estado para vivir. Al ser limitado el número de los elegidos, el de los descontentos es forzosamente inmenso. Estos últimos están dispuestos a todas las revoluciones sean cuales fueren los jefes y la finalidad perseguida. La adquisición de conocimientos inutilizables es un medio seguro para transformar a un hombre en un

                                                            12 Véase Psychologie du socialisme, 7a. ed., y Psychologie de l'éducation, 14a.ed.

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rebelde13. Evidentemente, es demasiado tarde para remontar tal corriente. Sólo la experiencia, educadora en último término de los pueblos, se encargará de revelarnos nuestro error. Unicamente ella demostrará la necesidad de reemplazar nuestros odiosos manuales, nuestros lamentables concursos, por una instrucción profesional capaz de conducir a la juventud hacia el campo, los talleres, las empresas coloniales, tan descuidados en la actualidad.

Esta instrucción profesional, que hoy reclaman todos los espíritus ilustrados, fue la que recibieron antaño nuestros padres y que han sabido conservar los pueblos que debido a su voluntad, su iniciativa, su espíritu emprendedor, dominan actualmente al mundo. En unas memorables páginas, cuyos párrafos esenciales reproduciré más adelante, Taine ha mostrado de forma clara que nuestra educación antigua era, aproximadamente, lo que es hoy la educación inglesa o la americana y, estableciendo un notable paralelismo entre el sistema latino y el anglosajón, hace ver claramente las consecuencias de ambos métodos.

Quizá pudieran aceptarse todos los inconvenientes de nuestra educación clásica, aunque no produjese más que marginados y descontentos, si la adquisición superficial de tantos conocimientos, la recitación perfecta de tantos manuales, elevasen el nivel de inteligencia. Pero, ¿logra en realidad este resultado? Desde luego que no. El juicio, la experiencia, la iniciativa, el carácter, son las premisas del éxito en la vida y no es en los textos donde se aprenden. Los libros son a modo de diccionarios útiles para consultar, pero es perfectamente superfluo almacenar en la cabeza largos fragmentos de los mismos.

Taine ha mostrado muy bien, en los siguientes pasajes, cómo la instrucción profesional puede desarrollar la inteligencia en una medida que se le escapa por completo a la instrucción clásica:

Las ideas no se forman más que en su medio natural y normal; lo que hace que su germen vegete son las innumerables impresiones sensibles que el joven recibe a diario en el taller, la mina, el tribunal, el estudio, la obra, el hospital, ante la contemplación de las herramientas, los materiales y las operaciones, en presencia de los clientes, de los obreros, del trabajo, de la obra bien o mal hecha, dispendiosa o lucrativa; pequeñas percepciones particulares de los ojos, el oido, las manos, e incluso el olfato que, involuntariamente recogidas y vagamente elaboradas, se organizan en él para sugerirle más pronto o más tarde una combinación nueva, o una simplificación, una economía, un perfeccionamiento, una invención. De todos estos preciosos contactos, de todos estos elementos asimilables e

                                                            13 No se trata, por otra parte, de un fenómeno especial de los pueblos latinos. Se observa también en China, país conducido asimismo por una sólida jerarquía de mandarines, y en el que el mandarinato se obtiene también mediante concursos, cuya prueba única consiste en la imperturbable recitación de densos manuales. El ejército de los letrados sin empleo es considerado hoy día en China como una auténtica calamidad nacional. Lo mismo sucede en la India, en la que desde que los ingleses han abierto escuelas, no para educar, como en Inglaterra, sino simplemente para ínstruir a los indígenas, se ha formado una clase especial de letrados -los babús-, los cuales, cuando no pueden lograr una posición, se convierten en irreconciliables enemigos del dominio inglés. En todos los babús, ya posean o no un empleo, el primer efecto de la instrucción ha consistido en rebajar enormemente el nivel de su moralidad. He insistido mucho acerca de este punto en mi libro Les civilisations de l'Inde. Todos los autores que han visitado la gran península lo han constatado también.

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indispensables, queda privado el joven francés y precisamente en la edad más fecunda. Durante siete u ocho años permanece secuestrado en una escuela, lejos de la experiencia directa y personal que le habría proporcionado la noción exacta y viva de las cosas, de los hombres y de los distintos modos de manejarlos. (...) Nueve, por lo menos, de cada diez han perdido el tiempo y sus esfuerzos durante varios años de su vida, y años eficaces, importantes o incluso decisivos: contemos en primer término la mitad o las dos terceras partes de los que se presentan a examen (me refiero a los rechazados). Luego, entre los admitidos, graduados, titulados o diplomados, también la mitad o las dos terceras partes de los mismos: me refiero a los agotados. Se les ha exigido demasiado al pedirles que tal día, sentados en una silla o ante un encerado, fuesen durante dos horas, y para un grupo de ciencias, repertorios vivientes de todo el conocimiento humano. En efecto, así lo han sido, o casi lo han sido dicho día, durante dos horas; pero un mes más tarde ya no lo son; no podrían soportar de nuevo el examen; sus adquisiciones, demasiado numerosas y densas, se deslizan incesantemente fuera de su espíritu y no realizan adquisiciones nuevas. Su vigor mental ha cedido; la savia fecunda se ha secado; el hombre hecho, formado, parece, y con frecuencia es, el hombre acabado. En el puesto que se le ha adjudicado, casado, resignado a recorrer ya constantemente el mismo circulo, por tiempo indefinido. se encierra en su restringido ámbito profesional; cumple correctamente con la misión que le han asignado, pero no pasa de ahí. Tal es el rendimiento medio y, desde luego, el resultado no justifica el gasto. En Inglaterra y en América, o como se hacía en Francia antes de 1789, se emplea el procedimiento inverso, siendo igual o superior el rendimiento obtenido.

El ilustre historiador nos muestra a continuación la diferencia entre nuestro sistema y el de los anglosajones. Entre éstos, la enseñanza no procede del libro, sino de la cosa misma. El ingeniero, por ejemplo, se forma en un taller y jamás en una escuela; cada cual puede alcanzar exactamente el grado que corresponde a su inteligencia, el de obrero o capataz si no puede llegar más lejos, de ingeniero si sus aptitudes lo permiten. Se trata de un procedimiento más democrático y útil para la sociedad que hacer depender toda la carrera de un individuo de un concurso, de unas horas de duración, sufrido a los dieciocho o los veinte años.

En el hospital, en la mina, en la fábrica, junto al arquitecto, junto al abogado, el alumno, admitido desde muy joven, realiza su aprendizaje profesional. Aproximadamente como, entre nosotros, lo hace un estudiante en su biblioteca o un aprendiz en su taller. Previamente y antes de ingresar ha seguido algún curso general y sumario, a fin de poseer un cuadro amplio en el que irá situando las observaciones que va a realizar en lo sucesivo. Sin embargo, tiene casi siempre a su alcance varios cursos técnicos que podrá seguir en sus horas libres, a fin de ir coordinando poco a poco las experiencias cotidianas que vaya realizando. Con un régimen así, la capacidad práctica crece y se desarrolla por sí misma, hasta el grado que lo permitan las facultades del alumno, y en la dirección requerida por las futuras necesidades de la especial actividad a la cual desea adaptarse desde el presente. De este modo. en Inglaterra y Estados Unidos, el joven llega rápidamente a emplear a fondo sus aptitudes. A partir de los veinticinco años, o incluso ante, y si no carece de contenido ni de fondo, no solamente es un útil ejecutor, sino también un emprendedor ejecutivo; no sólo una rueda de la maquinaria sino, además, un motor. En Francia, donde ha prevalecido el

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procedimiento inverso y se va haciendo más complejo a cada generación, el total de energías perdidas es enorme.

Y el gran filósofo llega a la siguiente conclusión acerca del creciente desacuerdo entre nuestra educación latina, por una parte, y la vida, por otra.

En las tres etapas de la instrucción -en la infancia, la adolescencia y la juventud- se ha prolongado y sobrecargado la preparación teórica y escolar en los bancos, libresca, centrada exclusivamente en el examen, la graduación, la obtención del título, y ello por los peores medios: por la aplicación de un régimen antinatural y antisocial, mediante el excesivo retraso del aprendizaje práctico, el internado, el entrenamiento artificial y el cumplimiento mecánico de tareas, por la sobrecarga, sin tener para nada en cuenta el porvenir que le espera al hombre, una vez adulto y las profesiones viriles que ejercerá; sin considerar el mundo real en el que va a ingresar a poco el joven, la sociedad a la cual hay que adaptarle o frente a la cual se tiene que resignar de antemano, el conflicto humano en el que, para defenderse y aguantar, ha de ser previamente equipado, armado, ejercitado, endurecido. Este indispensable equipamiento, esta adquisición, más importante que todas las demás, esta solidez del sentido común, de la voluntad y de los nervios, no es algo que proporcionen nuestras escuelas; lejos de capacitarle, le descalifican para su próximo y definitivo destino. Su entrada en el mundo y sus primeros pasos en el campo de la acción práctica no son la mayoría de las veces sino una serie de dolorosas caídas; queda marcado por ellas, malherido, o incluso inválido ya para siempre. Se trata de una dura y peligrosa prueba; el equilibrio moral y mental se altera y corre el riesgo de no restablecerse; sobreviene la desilusión de un modo brusco y total; las decepciones han sido demasiado grandes y los disgustos muy intensos14.

¿Nos habremos alejado, en lo que precede, de la psicología de las masas? Ciertamente que no. Para comprender las ideas, las creencias que germinan actualmente y brotarán mañana, es preciso saber cómo se ha preparado el terreno. La enseñanza proporcionada a la juventud de un país permite prever, hasta cierto punto, su destino. La educación de la generación actual justifica las más sombrías previsiones. La instrucción y la educación mejoran o alteran, en parte, el alma de las masas. Era pues necesario mostrar cómo la ha formado el sistema actual, y cómo la masa de indiferentes y neutros se ha convertido progresivamente en un inmenso ejército de descontentos, presto a seguir todas las sugestiones de los utópicos y los oradores. La escuela forma en la actualidad descontentos y anarquistas y prepara horas de decadencia para los pueblos latinos.

                                                            14 Taine. Le régime moderne, t. II, 1894. Estas páginas son casi las últimas que escribió Taine. Resumen admirablemente los resultados de su larga experiencia. La educación es el único medio que tenemos para influir algo en el alma de un pueblo. Es sumamente triste que casi nadie llegue a comprender en Francia cuán temible elemento de decadencia hay en nuestro actual sistema de enseñanza. En lugar de educar a la juventud, la rebaja y la pervierte.

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CAPÍTULO 2

FACTORES INMEDIATOS DE LAS OPINIONES DE LAS MASAS

Acabamos de examinar los factores lejanos y preparatorios que dotan al alma de los pueblos de una especial receptividad, haciendo posible que se produzca en las masas la eclosión de determinados sentimientos y de ciertas ideas. Nos quedan ahora por examinar los factores susceptibles de ejercer una acción inmediata. En un próximo capítulo veremos cómo deben manejarse dichos factores para producir todos sus efectos.

La primera parte de nuestra obra ha tratado acerca de los sentimientos, las ideas y los razonamientos de las colectividades, y dicho conocimiento podría proporcionar, evidentemente, de un modo general, los medios para impresionar su alma. Sabemos ya qué es aquello que despierta la imaginación de las masas, el poder y el contagio de las sugestiones, sobre todo de las presentadas en forma de imágenes. Pero al ser las posibles sugestiones de orígenes muy diversos, pueden ser muy diferentes los factores capaces de actuar sobre el alma de las masas. Es pues necesario examinarlos por separado. Las masas son, en cierto modo, como la esfinge de la antigua fábula: hay que saber resolver los problemas que su psicología nos plantea, o resignarse a ser devorado por ellas.

l. Las imágenes, las palabras y las fórmulas

Al estudiar la imaginación de las masas hemos visto que son impresionadas, sobre todo, por imágenes. Si no se dispone siempre de tales imágenes, es posible evocarlas mediante el juicioso empleo de palabras y fórmulas. Manejadas con arte, poseen auténticamente el misterioso poder que les atribuían antaño los adeptos de la magia. Provocan en el alma de las multitudes las más formidables tempestades y también saben calmarlas. Con las meras osamentas de las víctimas del poder de las palabras y de las fórmulas se podría elevar una pirámide más alta que la del viejo Kheops.

El poder de las palabras está vinculado a las imágenes que evocan y es, por completo, independiente de su significación real. Aquellas cuyo sentido está peor definido poseen a veces el máximo de capacidad de acción. Así, por ejemplo, términos como democracia, socialismo, igualdad, libertad, etc., cuyo sentido es tan vago que no son suficientes gruesos volúmenes para precisarlo. Y, sin embargo, a sus breves sílabas va unido un poder verdaderamente mágico, como si abarcasen la solución de todos los problemas. Sintetizan diversas aspiraciones inconscientes y la esperanza en su realización.

La razón y los argumentos son impotentes frente a determinadas palabras y ciertas fórmulas. Son pronunciadas con recogimiento ante las masas e, inmediatamente, los rostros expresan respeto y las frentes se inclinan. Muchos las consideran como fuerzas de la naturaleza, potencias sobrenaturales. Evocan en las almas imágenes grandiosas y vagas, pero esta misma vaguedad aumenta su misterioso poderío. Pueden ser comparadas a

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aquellas temibles divinidades ocultas tras el tabernáculo y a las que el devoto no se aproximaba sino temblando.

Al ser las imágenes evocadas por las palabras independientes de su sentido, varían de una época a otra, de un pueblo a otro, con identidad de las fórmulas. A determinadas palabras se agregan transitoriamente ciertas imágenes: la palabra no es sino la llamada que las hace aparecer.

No todas las palabras ni todas las fórmulas poseen el poder de evocar imágenes, y las hay que, una vez evocadas, se gastan y no despiertan ya nada más en el espíritu. Se convierten entonces en sonidos vacuos, cuya principal utilidad es la de evitar a quien las emplea la obligación de pensar. Con un pequeño stock de fórmulas y lugares comunes aprendidos en la juventud, poseemos cuanto hace falta para pasar por la vida sin la fatigosa necesidad de tener que reflexionar.

Si se considera un determinado idioma, veremos que las palabras de que se compone se modifican muy lentamente en el transcurso de las edades; pero cambian, sin cesar, las imágenes que evocan o el sentido que se les adjudica. Y, por ello, en otra obra he llegado a la conclusión de que la traducción exacta de un idioma, sobre todo cuando se trata de lenguas muertas, resulta totalmente imposible. ¿Qué es lo que hacemos, en realidad, sustituyendo por un término de nuestra lengua otro término latino, griego o sánscrito, o incluso cuando intentamos comprender un libro escrito en nuestro propio idioma hace varios siglos? Sustituimos sencillamente con imágenes e ideas, que la vida moderna ha suscitado en nuestra inteligencia, las nociones y las imágenes absolutamente distintas que la vida antigua había hecho nacer en el alma de razas sometidas a condiciones de existencia que no guardaban analogía con las nuestras. Los hombres de la Revolución Francesa, al imaginarse que copiaban a los griegos y los romanos, no hacían sino conferir a palabras antiguas un sentido que no tuvieron jamás. ¿Qué semejanza podía existir entre las instituciones de los griegos y aquellas que son designadas en nuestros días por los correspondientes vocablos? Una república, por ejemplo, no era entonces sino una institución esencialmente aristocrática formada por la reunión de pequeños déspotas que dominaban a una masa de esclavos mantenidos en la sujeción más absoluta. Estas aristocracias comunales, basadas en la esclavitud, no habrían podido existir ni un instante sin esta última.

Y la palabra libertad, ¿qué podía significar de semejante a lo que entendemos hoy por tal en una época en la que la libertad de pensamiento ni siquiera se sospechaba y en la que no había delito mayor y, por otra parte, más raro que discutir los dioses, las leyes y las costumbres de la ciudad? La palabra patria en el alma de un ateniense o un espartano significaba el culto de Atenas o el de Esparta, pero no en absoluto el de Grecia, compuesta por ciudades rivales y siempre en guerra. La palabra misma de patria, ¿qué sentido podía tener para los antiguos galos, divididos en tribus rivales, de razas, lenguas y religiones diferentes, y a los que venció tan fácilmente César porque encontró siempre aliados entre ellos? Tan sólo Roma dotó a la Galia de una patria, proporcionándole unidad política y religiosa. Y sin remontarse a épocas tan distantes, hace apenas dos siglos, ¿es que la palabra misma de patria era concebida como hoy día por los príncipes franceses que, como el Gran Condé, se aliaban al extranjero contra su soberano? Y esa misma palabra tenía un sentido

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muy diferente del moderno para los emigrados, que imaginaban obedecer a las leyes del honor combatiendo a Francia, obedeciendo así, en efecto, a su punto de vista, ya que la ley feudal vinculaba el vasallo al señor y no a la tierra, y allí donde mandaba el soberano, allí estaba la verdadera patria.

Son numerosas las palabras cuyo sentido ha cambiado profundamente de una época a otra. No podemos llegar a comprenderlas tal como lo eran en el pasado sino tras un largo esfuerzo. Son necesarias muchas lecturas, como se ha afirmado justificadamente, para llegar tan sólo a concebir lo que significaban para nuestros tatarabuelos palabras como rey y familia real. ¿Qué cabe esperar que suceda con respecto a términos más complejos?

Así pues, las palabras no tienen sino significados móviles y transitorios, que cambian de una época a otra y de un pueblo a otro. Cuando queremos actuar mediante palabras sobre la masa, hay que saber el sentido que éstas poseen para ella en un determinado momento y no el que tuvieron en el pasado o el que puedan tener para individuos de constitución mental diferente. Las palabras viven, al igual que las ideas.

Cuando las masas, seguidamente a convulsiones políticas, a cambios de creencias, terminan por profesar una profunda antipatía a las imágenes evocadas por determinadas palabras, el primer deber de un auténtico hombre de Estado consiste en cambiarlas, pero, claro está, sin tocar para nada las propias cosas. Estas últimas se hallan demasiado vinculadas a una constitución hereditaria como para poder ser transformada. El juicioso Tocqueville hace constar que el trabajo del Consulado y del Imperio consistió, sobre todo, en revestir con palabras nuevas a la mayoría de las instituciones del pasado, sustituyendo así las palabras que evocaban imágenes enojosas por otras cuya novedad impedía tales evocaciones. Así se hizo con los antiguos nombres de los impuestos, continuando su recaudación, pero con nombres nuevos.

Una de las funciones más esenciales de los hombres de Estado consiste, pues, en bautizar con palabras populares, o al menos neutras, las cosas detestadas por las masas bajo sus antiguas denominaciones. El poderío de las palabras es tan grande que basta con elegir bien los términos correspondientes para conseguir la aceptación de las cosas más odiosas. Taine hace constar, con razón, que invocando a la libertad y la fraternidad, palabras muy populares entonces, los jacobinos pudieron instalar un despotismo digno del Dahomey, un tribunal semejante al de la Inquisición, hecatombes humanas parecidas a las del antiguo Méjico. El arte de los gobernantes, como el de los abogados, consiste principalmente en saber manejar las palabras. Arte difícil, ya que en una misma sociedad palabras idénticas tienen con frecuencia significados diferentes para los distintos estratos sociales. Aparentemente emplean las mismas palabras, pero no hablan igual lenguaje.

En los ejemplos que preceden hemos hecho intervenir al tiempo como factor principal del cambio de sentido de las palabras. Si hacemos intervenir también a la raza, veremos cómo en una misma época, en pueblos igualmente civilizados pero de razas distintas, las palabras idénticas corresponden en muchas ocasiones a ideas extremadamente diferentes. Estas diferencias no pueden comprenderse sin numerosos viajes, y no insistiré más sobre ellas limitándome a hacer constar que son precisamente las palabras más utilizadas las que, de un

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pueblo a otro, poseen los sentidos más diferentes; por ejemplo, las palabras democracia y socialismo, de uso tan frecuente hoy día.

En realidad corresponden a ideas e imágenes completamente opuestas en las almas latinas y en las anglosajonas. Entre los latinos, la palabra democracia significa, sobre todo, desaparición de la voluntad y de la iniciativa del individuo ante las del Estado. Este último se encargaría cada vez más de dirigir, centralizar, monopolizar y fabricar. A él apelan constantemente todos los partidos, sin excepción: radicales, socialistas o monárquicos. Entre los anglosajones, sobre todo los de América, la misma palabra democracia significa por el contrario desarrollo intenso de la voluntad y del individuo, pasando a un segundo plano el Estado, al cual, aparte de la policía, el ejército y las relaciones diplomáticas, no se le deja dirigir nada, ni siquiera la instrucción pública. Por tanto, la misma palabra posee sentidos absolutamente contrarios en dichos dos pueblos15.

2. Las ilusiones

Desde la aurora de las civilizaciones, los pueblos han experimentado siempre la influencia de las ilusiones, y es a sus creadores a quienes se han elevado más templos, estatuas y altares. Antaño se trataba de ilusiones religiosas, hoy día de ilusiones filosóficas y sociales, pero siempre encontramos a tan formidables soberanas a la cabeza de todas las civilizaciones que sucesivamente han ido floreciendo en nuestro planeta. En su nombre fueron edificados los templos de Caldea y Egipto, los monumentos religiosos de la Edad Media y, en su nombre también, experimentó convulsiones Europa entera hace un siglo. No existe ni una de nuestras concepciones artísticas, políticas o sociales que no lleve marcada su poderosa huella. A veces, el hombre las derriba al precio de espantosas convulsiones, pero siempre parece condenado a volver a restablecerlas. Sin ellas no habría podido salir de la barbarie primitiva y volvería a caer muy pronto en la misma. Son vanas sombras, sin duda; pero estas hijas de nuestros sueños han incitado a los pueblos a crear todo aquello que constituye el esplendor de las artes y la grandeza de las civilizaciones.

Si se destruyeran los museos y las bibliotecas y se derribasen todos los monumentos artísticos que han inspirado las religiones, ¿qué quedaría de los grandes sueños humanos?, escribe un autor que resume nuestras doctrinas. Proporcionar a los hombres aquella porción de esperanza y de ilusiones sin la cual no pueden existir, he aquí la razón de ser de los dioses, los héroes y los poetas. Durante cierto tiempo, la ciencia pareció asumir esta tarea. No obstante, lo que la ha comprometido en los corazones, hambrientos de ideal, es el hecho de que no pretende ya prometer lo suficiente y no sabe mentir lo bastante.

Los filósofos del siglo pasado se consagraron con fervor a destruir las ilusiones religiosas, políticas y sociales de las que habían vivido nuestros padres durante prolongados siglos. Al destruirlas han cegado las fuentes de la esperanza y la resignación. Tras las quimeras inmoladas han hallado a las fuerzas ciegas de la naturaleza, inexorables para la debilidad y que no conocen la piedad.

                                                            15 En Les lois psychologiques de l'évolution des peuples he insistido. ampliamente, sobre la diferencia que separa al ideal democrático latino del ideal democrático anglosajón.

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Pese a todos sus progresos, la filosofía no ha podido ofrecer aún a los pueblos ningún ideal capaz de ilusionarlos. Al serles indispensables las ilusiones, se dirigen instintivamente, como el insecto hacia la luz, hacia los líderes que se las ofrecen. El gran favor de la evolución de los pueblos no ha sido jamás la verdad, sino el error. Y si el socialismo ve crecer hoy día su potencia es porque constituye la única ilusión aún viviente. Las demostraciones científicas no obstaculizan en absoluto su marcha progresiva. Su fuerza principal consiste en estar defendido por espíritus que ignoran lo bastante las realidades de las cosas como para atreverse a prometer audazmente la felicidad a los hombres. La ilusión social reina actualmente sobre todas las amontonadas ruinas del pasado y el porvenir le pertenece. Las masas no tienen jamás sed de verdades. Ante las evidencias que les desagradan, se apartan, prefiriendo divinizar al error, si el error las seduce. Quien sabe ilusionarlas se convierte fácilmente en su amo; el que intenta desilusionarlas es siempre su víctima.

3. La experiencia

La experiencia constituye casi el único procedimiento eficaz para establecer sólidamente una verdad en el alma de las masas y destruir las ilusiones que se han convertido en demasiado peligrosas. Debe realizarse a escala muy amplia y repetirse con mucha frecuencia. Las experiencias realizadas por una generación suelen ser inútiles para la siguiente y, por ello, no sirven los acontecimientos históricos invocados como elementos demostrativos. Su única utilidad consiste en demostrar hasta qué punto deben repetirse las experiencias de edad en edad para que ejerzan cierta influencia y para lograr eliminar un error sólidamente implantado.

Sin duda, nuestro siglo, así como el precedente, serán citados por los historiadores del futuro como era de curiosas experiencias. En ninguna época se había intentado tanto.

La experiencia más gigantesca ha sido la de la Revolución Francesa. Para descubrir que no puede rehacerse toda una sociedad a base de las indicaciones de la razón pura, fue necesario que muriesen varios millones de hombres y convulsionar a toda Europa durante veinte años. Para demostrar experimentalmente que los Césares cuestan caros a los pueblos que les aclaman, fueron necesarias dos ruinosas experiencias durante cincuenta años y, pese a su claridad, no parecen haber sido lo bastante convincentes. La primera, sin embargo, costó tres millones de hombres y una invasión; la segunda, un desmembramiento y la necesidad de ejércitos permanentes. Una tercera tentativa fracasó hace algunos años y es posible que se repita. Para que se acepte que el inmenso ejército alemán no era, como se enseñaba antes de 1870, una especie de inofensiva guardia nacional16 ha sido precisa la espantosa guerra

                                                            16 La opinión se había formado, en este caso, por toscas asociaciones de cosas diferentes entre sí. Ya he expuesto antes el correspondiente mecanismo. Nuestra guardia nacional de entonces se hallaba formada por pacíficos tenderos sin traza de disciplina y que no podían ser tomados en serio. Cuanto llevaba un nombre análogo evocaba las mismas imágenes y, en consecuencia, era considerado como inofensivo también. El error de las masas era compartido entonces, como con tanta frecuencia sucede con las opiniones generales, por sus líderes. En un discurso pronunciado el 31 de diciembre de 1867 en la Cámara de Diputados, un hombre de Estado que ha seguido con mucha frecuencia la opinión de las masas, Thiers, repetía que Prusia, aparte de un ejército activo aproximadamente igual en número al nuestro, no poseía sino una guardia nacional análoga a la

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que tan caro nos ha costado. Para reconocer que el proteccionismo acaba arruinando a los pueblos que lo aceptan, serán precisas desastrosas experiencias. Se podrían multiplicar indefinidamente estos ejemplos.

4. La razón

En la enumeración de factores capaces de impresionar el alma de las masas podríamos prescindir de mencionar a la razón, a no ser porque es preciso indicar el valor negativo de su influencia.

Ya hemos explicado que las masas no son influenciables mediante razonamientos y que no comprenden sino groseras asociaciones de ideas. A sus sentimientos, pero jamás a su razón, apelan los oradores que saben impresionarlas. Las leyes de la lógica racional apenas ejercen acción sobre ellas17. Para vencer a las masas hay que tener primeramente en cuenta los sentimientos que las animan, simular que se participa de ellos e intentar luego modificarlos provocando, mediante asociaciones rudimentarias, ciertas imágenes sugestivas; saber rectificar si es necesario y, sobre todo, adivinar en cada instante los sentimientos que se hacen brotar. Esta necesidad de variar el propio lenguaje con arreglo al efecto provocado en el momento en que se habla convierte de antemano en impotente todo discurso estudiado y preparado. Por este simple hecho, el orador que sigue su propio pensamiento y no el de sus oyentes pierde toda influencia.

Los espíritus lógicos, habituados a estrictas concatenaciones de razonamientos, no pueden evitar recurrir a este modo de persuasión cuando se dirigen a las masas, y siempre quedan sorprendidos al advertir que sus argumentos no ejercen efecto. Las consecuencias matemáticas usuales fundamentadas sobre el silogismo, es decir: sobre asociaciones de identidades, escribe un lógico, son necesarias (...). La necesidad forzaría incluso al asentimiento de una masa inorgánica, si ésta fuese capaz de seguir las asociaciones de identidades. Sin duda; pero la masa no es más apta para seguirlas que la masa inorgánica, ni incluso para escucharlas. Intentemos convencer mediante un razonamiento a espíritus

                                                                                                                                                                                     que nosotros tenemos y, por tanto, sin importancia. Estas afirmaciones son tan exactas como las célebres previsiones del mismo hombre de Estado acerca del escaso porvenir de los ferrocarriles. 17 Mis primeras observaciones acerca del arte de impresionar a las masas y de los escasos recursos que ofrecen, desde este punto de vista, las reglas de la lógica datan del sitio de París, desde el día en que vi conducir al Louvre, donde se encontraba entonces el gobierno, al mariscal V.... al que una multitud furiosa pretendía haber sorprendido levantando un plano de las fortificaciones para vendérselo a los prusianos. Un miembro del gobierno. G. P...., célebre orador, salió para arengar a la masa, que exigía la inmediata ejecución del prisionero. Yo esperaba que el orador demostrase lo absurdo de la acusación diciendo que el mariscal acusado era, precisamente, uno de los constructores de dichas fortificaciones, cuyo plano, por otra parte, se vendía en todas las librerías. Con gran sorpresa por mi parte -yo era entonces muy joven- el discurso fue muy distinto. Se hará justicia -gritó el orador avanzando hacia el prisionero- y una justicia implacable. Dejad que el gobierno de la defensa nacional concluya vuestras averiguaciones. Mientras tanto vamos a encarcelar al acusado. La multitud se disolvió, calmada muy pronto por esta aparente satisfacción, y, al cabo de un cuarto de hora, el mariscal pudo volver a su domicilio. Seguramente habría sido linchado si su abogado hubiese expuesto a la multitud furiosa los razonamientos lógicos que mi extrema juventud me hacía estimar como convincentes.

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primitivos, a salvajes o a niños, por ejemplo, y nos daremos cuenta del escaso valor que posee entonces este modo de argumentación.

No es siquiera necesario que descendamos hasta seres primitivos para comprobar la completa impotencia de los razonamientos cuando tienen que competir con los sentimientos. Recordemos, sencillamente, cuan tenaces han sido durante prolongados siglos las supersticiones religiosas, contrarias a la lógica más simple. Durante cerca de dos mil años, los genios más luminosos se han tenido que doblegar a sus leyes, y ha sido preciso llegar a los tiempos modernos para que su veracidad haya podido ser sencillamente discutida. En la Edad Media y en el Renacimiento existieron multitud de hombres ilustrados; pero no hubo uno tan sólo al que el razonamiento mostrase el aspecto infantil de dichas supersticiones, haciendo brotar en su mente una ligera duda acerca de las malas tretas del diablo o de la necesidad de quemar a los brujos.

¿Hay que lamentar que la razón no se erija en guía de las masas? No osaríamos decirlo. Es indudable que la razón humana no ha logrado impulsar a la humanidad por las vías de la civilización con el ardor y la osadía con que la han impulsado sus quimeras. Hijas del inconsciente que nos rige, tales quimeras eran probablemente necesarias. Cada raza es portadora en su constitución mental de las leyes de sus destinos y quizá obedezca a tales leyes a causa de un instinto ineludible, incluso en sus impulsos más aparentemente irracionales. En ocasiones parece que los pueblos están sometidos a fuerzas secretas análogas a las que obligan a la bellota a transformarse en encina o al cometa a seguir su órbita.

Lo poco que podemos presentir de estas fuerzas ha de buscarse en la marcha general de la evolución de un pueblo y no en los hechos aislados de los que esta evolución parece surgir a veces. Si no se considerasen más que estos hechos aislados, la historia parecería regida por absurdos azares. Resultaría inverosímil que un ignorante carpintero de Galilea pudiera convertirse durante dos mil años en un Dios todopoderoso, en nombre del cual fueron fundadas las más importantes civilizaciones; sería asimismo inverosímil que unas cuantas bandas árabes salidas de sus desiertos pudiesen conquistar la mayor parte del viejo mundo grecorromano y fundar un imperio mayor que el de Alejandro; inverosímil también que, en una Europa muy vieja y muy jerarquizada, un simple teniente de artillería consiguiese reinar sobre una multitud de pueblos y reyes.

Dejemos pues la razón a los filósofos, pero no exijamos que intervenga demasiado en el gobierno de los hombres. No con la razón, sino a pesar de ella, se han creado sentimientos tales como el honor, la abnegación, la fe religiosa, el amor a la gloria y a la patria, que han sido hasta ahora los grandes resortes de todas las civilizaciones.

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CAPÍTULO 3

LOS CONDUCTORES DE MASAS Y SUS MEDIOS DE PERSUASIÓN

Conocemos ya la constitución mental de las masas y sabemos también qué móviles impresionan su alma. Nos resta averiguar cómo deben aplicarse estos móviles y por quién pueden ser útilmente activados.

1. Los conductores de masas

Desde el momento en que se reúnen cierto número de seres vivos, ya se trate de una manada de animales o de una multitud de hombres, se sitúan instintivamente bajo la autoridad de un jefe, es decir: de un conductor o líder.

En las masas humanas, el conductor o líder desempeña un papel considerable. Su voluntad es el núcleo en torno al cual se forman y se identifican las opiniones. La masa es un rebaño que no sabría carecer de amo.

El líder es en primer término, la mayoría de las veces, un sujeto hipnotizado por la idea de la cual se ha convertido en apóstol. Le ha invadido hasta el punto de desaparecer todo excepto ella, pareciéndole error y superstición toda opinión contraria. Así le sucedía a Robespierre, hipnotizado por sus quiméricas ideas y empleando los procedimientos de la Inquisición para propagarlas.

Generalmente, los conductores de masas no son hombres de pensamiento, sino de acción. Son poco clarividentes y no pueden serlo, ya que la clarividencia conduce generalmente a la duda y la inacción. Se reclutan sobre todo entre aquellos neuróticos, excitados y semi alienados que se hallan al borde de la locura. Por absurda que sea la idea que defienden o la finalidad que persiguen, todo razonamiento se estrella contra su convicción. El desprecio y las persecuciones no hacen sino excitarles más. Sacrifican todo, su interés personal, su familia. Incluso se anula en ellos el instinto de conservación, hasta el punto de que la única recompensa que con frecuencia solicitan es el martirio. La intensidad de la fe confiere a sus palabras un gran poder sugestivo. La multitud escucha siempre al hombre dotado de una fuerte voluntad, ya que los individuos reunidos en masa pierden toda voluntad, se tornan instintivamente hacia aquel que la posee.

Los pueblos jamás han carecido de líderes; pero no todos poseen las fuertes convicciones que les convierten en apóstol. Son con frecuencia oradores hábiles que no persiguen más que sus intereses personales y que halagando, buscan persuadir los más bajos instintos. La influencia que ejercen de este modo siempre es efímera. Los grandes convencidos que sublevan el alma de las masas, los Pedro el Ermitaño, los Lutero, los Savonarola, los hombres de la Revolución, no han ejercido fascinación sino tras haber sido primeramente subyugados ellos mismos por una creencia. Fue entonces cuando pudieron crear en las

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almas aquella formidable potencia llamada fe, que convierte al hombre en esclavo absoluto de su sueño.

Crear fe, ya se trate de fe religiosa, política o social, de fe en una obra, en una persona, en una idea: he aquí el papel, sobre todo, de los grandes conductores de masas. De cuantas fuerzas dispone la humanidad, la fe ha sido siempre una de las más considerables y con razón el Evangelio le atribuye el poder de mover montañas. Dotar al hombre de una fe equivale a decuplicar su fuerza. Frecuentemente, los grandes acontecimientos de la historia fueron realizados por oscuros creyentes que no poseían más que su fe. Las religiones que han gobernado al mundo y los vastos imperios extendidos desde un hemisferio a otro no han sido edificados con letrados y filósofos ni, sobre todo, con escépticos.

No obstante, tales ejemplos se aplican a los grandes líderes y éstos son lo bastante raros como para que la historia pueda fácilmente señalar su número. Constituyen la cúspide de una serie continua que va desde el poderoso manipulador de hombres hasta el obrero que en una taberna llena de humo va fascinando lentamente a sus camaradas, remachando sin cesar algunas fórmulas que no comprende, pero cuya aplicación, según él, llevará con seguridad a la realización de todos los sueños y esperanzas.

En toda esfera social, desde la más alta hasta la más baja, en cuanto el hombre no está aislado, cae muy pronto bajo el dominio de un líder. La mayoría de los individuos, sobre todo en las masas populares, al no poseer, aparte de su especialidad laboral o profesional, ninguna idea neta y razonada, son incapaces de conducirse. El líder les sirve de guía. Puede ser reemplazado, en rigor, pero muy insuficientemente, por aquellas publicaciones periódicas que fabrican opiniones para sus lectores y les proporcionan frases hechas que les eximen de reflexionar.

La autoridad de los líderes es muy despótica y no llega a imponerse sino en virtud de este despotismo. Se ha señalado cuán fácilmente se hacen obedecer por los estratos obreros más turbulentos, aunque no posean medio alguno para apoyar su autoridad. Fijan los horarios de trabajo, las tasas de los salarios, deciden las huelgas, las hacen comenzar y cesar a hora fija.

Los conductores de masas tienden hoy día a sustituir progresivamente a los poderes públicos, a medida que éstos permiten que se les discuta y debilite. Gracias a su tiranía, estos nuevos dueños obtienen de las masas una docilidad mucho más completa que la lograda por cualquier gobierno. Si a consecuencia de un accidente cualquiera desaparece el líder y no es inmediatamente sustituido, la masa se convierte en una colectividad sin cohesión ni resistencia. Durante una huelga de los empleados de autobuses en París, bastó con arrestar a los dos líderes que la dirigían para que cesara inmediatamente. No es la necesidad de libertad la que domina siempre el alma de las masas, sino la de servidumbre. Su sed de obediencia las hace someterse instintivamente a aquel que se declara su dueño.

Dentro de la clase de los líderes puede establecerse una división bastante estricta. En unos se trata de sujetos enérgicos, de fuerte voluntad, pero momentánea; otros, mucho más escasos, poseen una voluntad que es a la vez fuerte y persistente. Los primeros se muestran violentos, bravos, osados. Son útiles sobre todo para dirigir un golpe de mano, arrastrar a las masas a pesar del peligro y transformar en héroes a reclutas recientes. Así fueron, por

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ejemplo, Ney y Murat, en el imperio de Napoleón I. Así también ha sido Garibaldi en nuestros días, un aventurero sin talento, pero enérgico, que, con un puñado de hombres, consiguió apoderarse del antiguo reino de Nápoles, defendido sin embargo por un ejército disciplinado.

Pero si la energía de tales líderes es potente, no es más que momentánea y no sobrevive al estímulo que la ha hecho surgir. Cuando retornan a la corriente de la vida cotidiana, los héroes que estaban animados por tal energía demuestran, como los que acabo de citar, una sorprendente debilidad. Parecen incapaces de reflexionar y de comportarse en las circunstancias más sencillas, tras haber sabido conducir tan bien a los demás. Estos líderes no pueden ejercer su función sino a condición de ser ellos mismos dirigidos y animados sin cesar, de sentir siempre, por encima de ellos, un hombre o una idea, de seguir una línea de conducta bien trazada.

La segunda categoría de líderes, la de sujetos de voluntad persistente, ejerce una influencia mucho más considerable, a pesar de ser menos brillantes. Dentro de esta categoría se encuentran los auténticos fundadores de religiones o de grandes obras: San Pablo, Mahoma, Cristóbal Colón, Lesseps. Ya sean inteligentes o de dotes limitadas, ello no importa, el mundo será siempre suyo. La persistente voluntad que poseen es una facultad sumamente rara y potente, que doblega todo. No siempre nos damos perfecta cuenta de lo que puede una voluntad fuerte y continua. Nada se le resiste, ni la naturaleza, ni los dioses, ni los hombres.

El más reciente ejemplo nos lo ha proporcionado el ilustre ingeniero que ha separado dos mundos y ha llevado a cabo la tarea intentada inútilmente desde hace tres mil años por tantos grandes soberanos. Más tarde fracasó en una empresa idéntica, pero había sobrevenido la vejez y ante ella todo se extingue, incluso la voluntad.

Para demostrar el poder de la voluntad, bastaría presentar detalladamente la historia de las dificultades superadas en el momento de la creación del canal de Suez. Un testigo ocular, el Dr. Cazalis, ha resumido en unas cuantas y conmovedoras líneas la síntesis de esta gran obra, relatada por su inmortal autor. Narraba, por episodios, día a día, la epopeya del canal. Contaba todo cuanto había tenido que vencer, todo lo imposible que había hecho posible, todas las resistencias, las coaliciones contra él y las amarguras, los reveses, las derrotas que no habían logrado jamás desanimarle ni abatirle; recordaba a Inglaterra combatiéndole y atacándole sin descanso, a Egipto, a Francia, que dudaba, y cuyo cónsul obstruía, más que ningún otro los primeros trabajos, y cómo se le oponía resistencia, procurando que le abandonasen los obreros forzándoles mediante la sed al negarles el agua potable; y el Ministerio de Marina y los ingenieros, todos ellos hombres serios, con experiencia y ciencia, naturalmente hostiles y científicamente convencidos del desastre, calculando y prometiendo éste como se predice un eclipse para tal día y tal hora.

El libro que refiriese la vida de todos estos grandes líderes contendría pocos nombres; pero estos nombres han estado al frente de los acontecimientos más importantes de la civilización y de la historia.

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2. Medios de acción de los líderes: la afirmación, la repetición, el contagio

Cuando se trata de arrastrar a una masa por un instante y hacerla que cometa un acto cualquiera -saquear un palacio, hacerse matar para defender una barricada-, hay que actuar mediante sugestiones rápidas. La más enérgica es el ejemplo. Es necesario entonces que la masa esté ya preparada por determinadas circunstancias y que quien desee arrastrarla posea la cualidad que estudiaré más adelante bajo el nombre de prestigio.

Cuando se trata de hacer penetrar lentamente ideas y creencias en el espíritu de las masas -las teorías sociales modernas, por ejemplo- son diferentes los métodos de los líderes. Recurren principalmente a los tres procedimientos siguientes: afirmación, repetición, contagio. La acción de los mismos es bastante lenta, pero los efectos son duraderos.

La afirmación pura y simple, desprovista de todo razonamiento y de toda prueba, constituye un medio seguro para hacer penetrar una idea en el espíritu de las masas. Cuanto más concisa sea la afirmación, cuanto más desprovista de pruebas y demostración, tanta más autoridad posee. Los libros religiosos y los códigos de todas las épocas han procedido siempre mediante simples afirmaciones. Los hombres de Estado que deben defender una causa política cualquiera, los industriales que hacen propaganda de sus productos mediante anuncios, conocen el valor de la afirmación.

Sin embargo, esta última no adquiere influencia auténtica sino a condición de ser constantemente repetida y, lo más posible, en los mismos términos. Napoleón decía que no existe en retórica más que una figura seria: la repetición. Lo afirmado llega, mediante la repetición, a establecerse en los espíritus hasta el punto de ser aceptado como si fuese una verdad demostrada.

Se comprende bien la influencia que tiene la repetición sobre las masas al ver el poder que ejerce sobre los espíritus más ilustrados. Aquello que se repite concluye, en efecto, por incrustarse en las regiones profundas del inconsciente en donde se elaboran los motivos de nuestros actos. Al cabo de cierto tiempo, olvidando quién es el autor de la aserción repetida, terminamos por creerla. Así se explica la asombrosa fuerza del anuncio. Cuando hemos leído un centenar de veces que el mejor chocolate es el chocolate X..., imaginamos haberlo oído decir frecuentemente y concluimos estando seguros de ello. Persuadidos por mil afirmaciones de que la harina Y... ha curado a los más importantes personajes de las más persistentes enfermedades, concluimos por estar tentados de probarla el día en que nos afecta una dolencia del mismo género. A fuerza de ver repetir en el mismo diario que A... es un perfecto canalla y B... una persona muy honrada, acabamos convencidos de ello, siempre, desde luego, que no leamos con frecuencia otro diario de opinión contraria, en el que se invierten ambos calificativos. La afirmación y la repetición son, por sí solas, lo bastante poderosas como para poderse combatir.

Cuando una afirmación ha sido suficientemente repetida, con unanimidad en la repetición, tal como sucede con determinadas empresas financieras que compran todos los concursos, se constituye aquello que se llama una corriente de opinión e interviene el potente mecanismo del contagio. En las masas, las ideas, los sentimientos, las emociones, las creencias, poseen un poder contagioso tan intenso como el de los microbios. Este fenómeno

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se observa incluso en los animales, en cuanto están agrupados. El tic de un caballo en una cuadra es imitado muy pronto por los otros caballos de la misma cuadra. Un susto, un movimiento desordenado de unas cuantas ovejas, se extiende en seguida a todo el rebaño. El contagio de las emociones explica lo repentinos que son los pánicos. Los trastornos cerebrales, como la locura, se propagan también por contagio. Sabido es lo frecuente que es la alienación entre los médicos alienistas. Se mencionan incluso formas de locura, como la agorafobia, comunicadas por el hombre a los animales.

El contagio no exige la simultánea presencia de individuos en un solo punto; puede verificarse a distancia, bajo la influencia de determinados acontecimientos que orientan a los espíritus en un mismo sentido y que confieren características especiales a las masas, sobre todo cuando están preparadas ya por aquellos factores lejanos que he estudiado anteriormente. Así, por ejemplo, la explosión revolucionaria de 1848, iniciada en París, se extendió bruscamente a una gran parte de Europa y conmocionó a varias monarquías18.

La imitación, a la que tanta influencia se atribuye en los fenómenos sociales, no es en realidad sino un mero efecto del contagio. Me limitaré aquí a reproducir cuanto decía a este respecto hace mucho tiempo y que ha sido desarrollado después por otros escritores:

De modo similar a los animales, el hombre es imitador por naturaleza. La imitación constituye para él una necesidad, a condición, por supuesto, de que dicha imitación sea fácil; de esta necesidad nace la influencia de la moda. Ya se trate de opiniones, de ideas, de manifestaciones literarias o meramente de costumbres, ¿cuántos osan sustraerse a su dominio? A las masas se las guía con modelos, no con argumentos. En cada época, un reducido número de individualidades imponen su acción, que la masa inconsciente imita. Sin embargo estas individualidades no deben apartarse mucho de las ideas recibidas. Imitarlas constituiría entonces algo demasiado difícil y su influencia sería nula. Por este motivo, precisamente, los hombres demasiado superiores a su época no ejercen, por lo general, influencia alguna sobre la misma. El distanciamiento entre ambos es demasiado grande. Por idéntica razón, los europeos, pese a todas las ventajas de su civilización, ejercen una insignificante influencia sobre los pueblos de Oriente. La doble acción del pasado y de la imitación recíproca concluye por hacer que todos los hombres de un mismo país y una misma época sean semejantes hasta tal punto que incluso en aquellos que más parecerían deber sustraerse a ello, como son los filósofos, los sabios y los literatos, el pensamiento y el estilo poseen un aire familiar que hace reconocer de inmediato el tiempo al que pertenecen. Un instante de conversación con cualquier individuo basta para conocer a fondo sus lecturas, sus ocupaciones habituales y el medio en el que vive19.

El contagio es lo bastante potente como para imponer a los hombres, no solamente ciertas opiniones, sino también determinados modos de sentir. Hace que se desprecie una determinada obra en una época, como Tannhauser (Ópera de Wagner inspirada en una leyenda alemana. Nota de O. Cortes y Ch. Lopez), por ejemplo, para que la admiren años más tarde incluso aquellos que la habían denigrado.                                                             18 Véanse mis últimas obras: Psychologie politique, Les opinions et croyances, Révolution francaise. 19 Gustave LE BON, L'homme et les sociétés, tomo II. pág. 116, 1881.

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Las opiniones y las creencias se propagan mediante el mecanismo del contagio, y muy poco, sin embargo, por el del razonamiento. Las concepciones actuales de los obreros se constituyen en la taberna mediante afirmación, repetición y contagio. No se establecen de otro modo las creencias de las masas, en todas las épocas, Renan compara justificadamente a los primeros fundadores del cristianismo con los obreros socialistas que difunden sus ideas de taberna en taberna; y Voltaire había observado ya, a propósito de la religión cristiana que tan sólo la había adoptado la más vil canalla durante más de cien años.

En los ejemplos análogos a los que acabo de citar, el contagio, tras haberse ejercido en las capas populares, se trasmite a las esferas superiores de la sociedad. Así, en nuestros días, las doctrinas socialistas comienzan a ganar a aquellos que serían, sin embargo, sus primeras víctimas. Ante el mecanismo de contagio se esfuma incluso el interés personal mismo. Por ello, toda opinión que se ha convertido en popular concluye por imponerse a las capas sociales elevadas, por patente que pueda ser lo absurdo de la opinión triunfante. Esta reacción de las capas sociales inferiores sobre las superiores resulta tanto más curiosa puesto que las creencias de la masa derivan siempre, en grado mayor o menor, de alguna idea superior que con frecuencia no llegó a ejercer influencia en el medio en que nació. Los líderes subyugados por dicha idea superior la asimilan, la deforman, y crean una secta que la desvirtúa más aún y luego la difunde cada vez más deformada entre las masas. Convertida en una verdad popular, se remonta de algún modo hasta su fuente y actúa entonces sobre las capas altas de una nación. En definitiva es la inteligencia la que guía al mundo, pero lo guía, en verdad, desde muy lejos. Los filósofos creadores de ideas han retornado ya al polvo hace mucho tiempo cuando, mediante el mecanismo que acabo de describir, termina por triunfar su pensamiento.

3. El prestigio

Si las opiniones propagadas mediante la afirmación, la repetición o el contagio poseen un gran poder, concluyen por adquirir aquel poder misterioso que designamos como prestigio.

Todo aquello que ha dominado en el mundo, las ideas o los hombres, se ha impuesto principalmente mediante la irresistible fuerza que expresa la palabra prestigio. Todos captamos su significado, pero se aplica de modos muy diversos como para que resulte fácil de definir. El prestigio puede implicar determinados sentimientos, tales como la admiración y el temor, que incluso en ocasiones constituyen su base, pero puede existir perfectamente sin ellos. Personas fallecidas, y que en consecuencia no hemos de temer, como Alejandro, Cesar, Mahoma, Buda, poseen un prestigio considerable. Por otra parte, ciertas ficciones que no admiramos, como por ejemplo las monstruosas divinidades de los templos subterráneos de la India, nos parecen revestidas de un gran prestigio.

El prestigio es en realidad una especie de fascinación que un individuo, una obra o una doctrina ejercen sobre nuestro espíritu. Esta fascinación paraliza todas nuestras facultades críticas y colma nuestra alma de asombro y respeto. Los sentimientos entonces provocados son inexplicables, como todos los sentimientos, pero probablemente son del mismo orden que la sugestión experimentada por un sujeto hipnotizado. El prestigio es el resorte más poderoso de todo dominio. Los dioses, los reyes y las mujeres no habrían reinado jamás sin él.

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Las diversas variedades de prestigio pueden reducirse a dos formas principales: el prestigio adquirido y el prestigio personal. El primero confiere el nombre, la fortuna, la reputación. Puede ser independiente del prestigio personal. Este último constituye, por el contrario, algo individual y que coexiste en ocasiones con la reputación, la gloria, la fortuna, o está reforzado por ellas, pero siendo perfectamente capaz de existir de un modo independiente.

El prestigio adquirido o artificial es, con mucho, el más difundido. Por el mero hecho de ocupar un individuo una cierta posición, de poseer una determinada fortuna, acaparar algunos títulos, se halla aureolado de prestigio, por nula que pueda ser su valía personal. Un militar de uniforme, un magistrado con su toga, poseen siempre prestigio. Pascal había hecho constar, con razón, la necesidad de que los jueces lleven togas y pelucas. Sin ellas perderían gran parte de su autoridad. El socialista más exaltado se emociona a la vista de un príncipe o un marqués y tales títulos bastan para estafar a un comerciante cuanto se quiera20.

El prestigio que acabo de mencionar es el propio de las personas; junto a él puede situarse el que ejercen las opiniones, las obras literarias o artísticas, etc. Con frecuencia no se trata sino de repetición acumulada. Al ser la historia, la literaria y artística sobre todo, tan sólo la repetición de los mismos juicios, que nadie se encarga de controlar, cada cual concluye por repetir aquello que aprendió en la escuela. Existen ciertos nombres y determinadas cosas que nadie osaría tocar. Para un lector moderno, la obra de Homero resulta innegable e inmensamente aburrida, pero, ¿quién osaría decirlo?

El Partenón, en su actual estado, es una ruina bastante desprovista de interés, pero posee tal prestigio que no se le contempla sino unido a todo su cortejo de recuerdos históricos. Lo propio del prestigio es impedir ver las cosas tal como son y paralizar nuestros juicios. Las masas tienen siempre necesidad de opiniones consolidadas y los individuos también las precisan con frecuencia. El éxito de estas opiniones es independiente de la parte de verdad o de error que contengan y reside exclusivamente en su prestigio.

Pasemos ahora a la cuestión relativa al prestigio personal. De índole muy diferente al prestigio artificial o adquirido, constituye una facultad independiente de todo título, de toda autoridad. El reducido número de personas que lo poseen ejercen fascinación auténticamente magnética sobre los que las rodean, incluidos sus iguales, y se les obedece como la bestia feroz se somete al domador, al cual podría tan fácilmente devorar.                                                             20 Esta influencia de los títulos, las insignias y los uniformes sobre las masas se da en todos los países, incluso cuando el sentimiento de independencia personal esté muy desarrollado. Reproduzco a este propósito un curioso pasaje del libro de un viajero, acerca del prestigio de que gozan en Inglaterra determinados personajes: A través de diversos encuentros me había dado cuenta de la particular emoción que experimentan los ingleses más razonables al contacto o a la vista de un par de Inglaterra. Siempre que su situación apoye a su rango, le aman de antemano y puestos en su presencia soportan, encantados, todo de él. Se les ve sonrojarse de placer ante su proximidad, y si les dirige la palabra, la alegría aumenta dicho rubor y hace brillar sus ojos con una luz insólita. Tienen al Lord en la sangre, como un español la danza, un alemán la música y un francés la revolución. Su pasión por los caballos es menos violenta y la satisfacción y el orgullo que obtienen de ellos es menos fundamental. El libro de los Pares posee una considerable difusión y, por lejos que se vaya, se le encuentra en manos de todos, al igual que la Biblia.

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Los grandes conductores de hombres, Buda, Jesús, Mahoma, Juana de Arco, Napoleón, poseían en alto grado esta modalidad de prestigio. Gracias a ella, sobre todo, es como se impusieron. Los dioses, los héroes y los dogmas se imponen, pero no se discuten; en el momento en que se les discute, se desvanecen.

Los personajes que acabo de citar poseían su poder de fascinación mucho antes de convertirse en ilustres y no lo habrían sido sin él. Napoleón, en el cénit de su gloria, ejercía un inmenso prestigio por el mero hecho de su poder; pero ya estaba dotado en parte de tal prestigio al comienzo de su carrera. Cuando siendo un oscuro general fue enviado, por recomendación, a mandar el ejército de Italia, cayó en medio de rudos generales dispuestos a dispensar una dura acogida al joven intruso que les enviaba el Directorio. Pero a partir del primer minuto, de la primera entrevista, sin frases, sin gestos, sin amenazas, a la primera mirada del futuro gran hombre, estaban ya domados. Taine hace un curioso relato de dicha entrevista, basado en memorias de contemporáneos.

Los generales de división, entre ellos Augereau, un soldadote heroico y grosero, orgulloso de su elevada estatura y de su bravura, llegan al cuartel general, muy mal dispuestos con respecto al pequeño arribista que les han enviado desde París. A base de la descripción que de él les han hecho, Augereau profiere ya injurias y está insubordinado de antemano: un favorito de Barras, un general del vendimiario, dado a la soledad y a pensar, con reputación de matemático y de soñador. Se les instala en el cuartel general y Bonaparte se hace esperar. Por fin aparece, con su espada ceñida, explica sus disposiciones, les da sus órdenes y les despide. Augereau ha permanecido mudo; sólo una vez fuera se recupera y vuelve a sus palabrotas de costumbre; está de acuerdo, con Masséna, en que ese pequeño generalito le ha causado miedo; no puede comprender cómo se le ha impuesto con una sola mirada.

Una vez convertido en gran hombre, su prestigio aumentó con toda su gloria, e igualó al que una divinidad posee para sus devotos. El general Vandamme, un soldado de la Revolución, más brutal y más enérgico aún que Augereau, decía de él al mariscal D'Ornano, en 1815, un día en que subían juntos la escalera de las Tullerías: Amigo mío, ese diablo de hombre ejerce sobre mí una fascinación que no comprendo, hasta el punto de que yo, que no temo ni a Dios ni al diablo, cuando me acerco a él, estoy a punto de temblar como un niño y conseguiría hacerme pasar por el ojo de una aguja para lanzarme al fuego.

Napoleón ejercía idéntica fascinación sobre todos los que se le aproximaban21.

                                                            21 Muy consciente de su prestigio, el emperador sabía aumentarlo tratando peor que a palafreneros a los grandes personajes que le rodeaban, entre los cuales figuraban varios de los célebres convencionales tan temidos en Europa. Las narraciones de su tiempo están repletas de hechos significativos en este sentido. Un día, en pleno Consejo de Estado, Napoleón insulta groseramente a Beugnot, tratándole como a un lacayo torpe. Una vez logrado el efecto que deseaba se aproximó a él y le dijo: Bueno, grandísimo imbécil, ¿te has despabilado ya? A continuación, Beugnot, alto como un tambor mayor, se inclina y Napoleón, con su baja estatura, levanta la mano y agarra al otro por una oreja, signo de un favor embriagador, escribe Beugnot, gesto familiar del amo que se humaniza. Tales ejemplos proporcionan claramente una noción del grado de bajeza que puede provocar el prestigio y permiten comprender el inmenso desprecio que el gran déspota sentía por los hombres que le rodeaban.

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Davout decía, al hablar de la dedicación de Maret y de la suya propia: Si el emperador nos dijese a los dos: por interés de mi política es importante que se destruya Paris, sin que se escape nadie de allí, estoy seguro que Maret guardaría el secreto, pero, sin embargo, no podría evitar comprometerle haciendo salir de París a su familia. ¡Pues bien! yo, por miedo a que pudiera adivinarse, dejaría en París a mi mujer y a mis hijos.

Este asombroso poder de fascinación explica el maravilloso retorno de la isla de Elba; la inmediata conquista de Francia por un hombre aislado, luchando contra todas las fuerzas organizadas de un gran país, al cual se creía cansado de su tiranía. Tan sólo tuvo necesidad de dirigir la mirada a los generales que habían enviado para apoderarse de él. Todos se sometieron, sin discusión.

Napoleón, escribe el general inglés Wolseley, partiendo de la isla de Elba, que era su reino, desembarca en Francia, casi solo como un fugitivo y en unas semanas logra derribar, sin derramamiento de sangre, toda la organización del poder en Francia bajo su rey legítimo. Jamás se afirmó de modo más asombroso el ascendiente personal de un hombre. Pero desde el principio hasta el final de esta campaña, que fue la última para él, resultó asimismo notable el ascendiente que ejerció sobre los aliados, obligándoles a seguir su iniciativa y faltándole muy poco para aplastarlos.

Su prestigio le sobrevivió y continuó aumentando. Fue él quien hizo consagrar emperador a un oscuro sobrino suyo: Napoleón III. Al ver cómo renace hoy día su leyenda, se comprueba hasta qué punto sigue siendo poderosa su gran sombra. Tratad mal a los hombres, matadlos por millones, perpetrad invasiones, todo os será permitido si poseéis un grado suficiente de prestigio y el talento necesario para mantenerlo.

He citado aquí un ejemplo de prestigio absolutamente excepcional, sin duda, pero que ha sido útil para hacer comprender la génesis de las grandes religiones, las grandes doctrinas y los grandes imperios. Sin el poder que el prestigio ejerce sobre las masas, tal génesis resultaría incomprensible.

Pero el prestigio no sólo se basa en el ascendiente personal, la gloria militar y el terror religioso; puede tener orígenes más modestos y, sin embargo, ser también considerable. Nuestro siglo proporciona varios ejemplos de ello. Uno, que la posteridad continuará recordando a través de los tiempos, ha sido el proporcionado por la historia del hombre célebre que ya hemos mencionado y que modificó la faz del globo y las relaciones comerciales de los pueblos, separando dos continentes. Logró éxito en su empresa gracias a su inmensa voluntad, pero también por la fascinación que ejercía sobre cuantos le rodeaban. Para vencer a la unánime oposición no tenía más que mostrarse, hablar un instante y, ante el encanto que ejercía, los opositores se convertían en amigos. Los ingleses, sobre todo, combatieron encarnizadamente su proyecto; pero su presencia en Inglaterra bastó para congraciarle con ellos. Cuando, más tarde, pasó por Southampton, doblaron en honor suyo las campanas. Habiendo vencido a todo, tanto a los hombres como a las cosas, no creía ya en los obstáculos y quiso recomenzar Suez en Panamá, con los mismos medios; pero la fe que mueve montañas no las mueve sino a condición de que no sean demasiado altas. Las montañas resistieron y la catástrofe que siguió destruyó la resplandeciente aureola de gloria que rodeaba al héroe. Su vida enseña cómo puede crecer y desaparecer el prestigio. Tras

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haber igualado en grandeza a los más célebres personajes históricos, fue rebajado por los magistrados de su país al nivel de los más viles criminales. Su ataúd pasó solitario en medio de multitudes indiferentes. Únicamente los soberanos extranjeros rindieron homenaje a su memoria22.

Pero los diversos ejemplos que acabamos de citar representan formas extremas. A fin de establecer con todo detalle la psicología del prestigio, habría que examinar la correspondiente serie, desde los fundadores de religiones e imperios hasta el ciudadano particular que intenta deslumbrar a sus vecinos con un traje nuevo o una condecoración.

Dentro de los últimos términos de esta serie se situarían todas las formas del prestigio en los diversos elementos de una civilización -ciencias, artes, literatura, etc.- y se vería entonces que constituye el elemento fundamental de persuasión. El ser, la idea o la cosa que poseen prestigio son, por contagio, inmediatamente imitados e imponen a toda una generación determinados modos de sentir y de expresar los pensamientos. Por otra parte, la imitación es, la mayoría de las veces, inconsciente, y esto es, en efecto, lo que la hace completa. Los pintores modernos, al reproducir los colores difuminados y las actitudes rígidas de algunos primitivos, no dudan de la procedencia de su inspiración; creen en su propia sinceridad, mientras que si un eminente maestro no hubiese resucitado esta forma de arte, se habría proseguido no viendo en ella más que los aspectos ingenuos e inferiores. Aquellos que, a instancias de un célebre innovador, inundan sus telas con sombras violeta, no ven en la naturaleza, más violeta que hace cincuenta años, pero se hallan sugestionados por la impresión personal y especial de un pintor que ha sabido adquirir gran prestigio. Ejemplos similares podrían hallarse en todo elemento de la civilización.

                                                            22 Un diario extranjero, la Neue Freie Presse, de Viena, ha hecho unas reflexiones a propósito del destino de Lesseps que revelan una muy juiciosa psicología y que, por esta razón, reproduzco aquí: Tras la condena de Ferdinand de Lesseps no tenemos ya derecho de asombrarnos del triste fin de Cristóbal Colón. Si Ferdinand de Lesseps es un estafador, toda noble ilusión es un crimen. La Antigüedad habría coronado la memoria de Lesseps con una aureola de gloria y le habría hecho beber en la copa del néctar, en medio del Olimpo, ya que ha cambiado la faz de la tierra y ha llevado a cabo obras que perfeccionan la creación. Condenando a Ferdinand de Lesseps,el presidente del tribunal se ha hecho inmortal, ya que los pueblos preguntarán siempre el nombre de aquel que no temió rebajar a su siglo al nivel de hacer vestir el uniforme de presidiario a un anciano cuya vida ha sido la gloria de sus contemporáneos. Que no se nos hable ya de justicia inflexible allí donde reina el odio burocrático contra las grandes obras osadas. Las naciones tienen necesidad de estos hombres audaces que creen en sí mismos y franquean todos los obstáculos, sin tener en cuenta su propia persona. El genio no puede ser prudente, pues con la prudencia no podría ampliar jamás el círculo de la actividad humana. (...) Ferdinand de Lesseps ha conocido la embriaguez del triunfo y la amargura de las decepciones: Suez y Panamá. Aquí, el corazón se subleva contra la moral del éxito. Cuando Lesseps logró unir dos mares, príncipes y naciones le rindieron homenaje; hoy, cuando se estrella contra las rocas de las cordilleras, ya no es más que un vulgar estafador (...) Se da aquí una guerra de clases de la sociedad, un descontento de los burócratas y empleados que se vengan mediante el código penal contra aquellos que querrían elevarse por encima de los demás (...). Los legisladores modernos se encuentran perplejos ante estas grandes ideas del genio humano; el público lo comprende menos aún y le resulta fácil a un fiscal demostrar que Stanley es un asesino y Lesseps un engañador.

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A partir de lo que precede podemos ver que en la génesis del prestigio pueden intervenir multitud de factores: uno de los más importantes ha sido siempre el éxito. Por ello mismo, el hombre que triunfa, la idea que se impone, dejan de ser discutidos.

El prestigio desaparece siempre con el fracaso. El héroe que era aclamado la víspera por la multitud es escarnecido por ella al día siguiente, si la suerte no le es propicia. La reacción será incluso tanto más intensa cuanto mayor haya sido el prestigio. La multitud considera entonces al héroe caído como a un igual y se venga por haberse doblegado ante una superioridad a la cual ya no reconoce. Robespierre, cuando hacía cortar el cuello a sus colegas y a gran número de sus contemporáneos, poseía un gran prestigio. La desviación de algunos votos se lo hizo perder inmediatamente, y la multitud le siguió hasta la guillotina con tantas imprecaciones como acompañaba la víspera a sus víctimas. Los creyentes rompen siempre con furor las estatuas de sus antiguos dioses.

El fracaso hace perder bruscamente el prestigio. Éste puede ir desapareciendo también a través de discusión, pero de un modo más lento. Pero este procedimiento es, sin embargo, de efecto muy seguro. El prestigio que se discute no es ya prestigio. Los dioses y los hombres que han sabido guardar el suyo durante mucho tiempo no han tolerado jamás la discusión. Para hacerse admirar por las masas hay que mantenerlas siempre a distancia.

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CAPÍTULO 4

LIMITES DE LA VARIABILIDAD DE LAS CREENCIAS Y LAS OPINIONES DE LAS MASAS

1. Las creencias fijas

Existe un estrecho paralelismo entre las características anatómicas de los seres y las psicológicas. En las anatómicas encontramos ciertos elementos invariables, o tan poco variables, que es preciso el transcurso de épocas geológicas para cambiarlos. Junto a estas características fijas, irreductibles, se encuentran otras muy móviles a las que el medio ambiente y el arte del criador o del horticultor modifican en ocasiones hasta el punto de disimular, para un observador poco atento, las características fundamentales.

El mismo fenómeno se observa en las características morales. Junto a los componentes psicológicos irreductibles de una raza se encuentran elementos móviles y cambiantes. Por ello, al estudiar las creencias y las opiniones de un pueblo se comprueba siempre la presencia de un fondo muy fijo, en el que se injertan opiniones tan móviles como la arena que cubre a la roca.

Las creencias y las opiniones de las masas forman así dos clases muy distintas. Por una parte, las grandes creencias permanentes, que se perpetúan durante siglos y en las que se fundamenta toda una civilización. Así, en tiempos pasados, la concepción feudal, las ideas cristianas, las de la Reforma, y en nuestros días, el principio de nacionalidad, las ideas democráticas y sociales. Por otra parte existen las opiniones momentáneas y cambiantes, casi siempre derivadas de las concepciones generales que toda edad ve aparecer y morir: así las teorías que guían a las artes y a la literatura en determinados momentos, como por ejemplo las que dieron lugar al romanticismo, al naturalismo, etc. Tan superficiales como la moda, cambian como las pequeñas ondas que nacen y se desvanecen constantemente en la superficie de un lago de aguas profundas.

Las grandes creencias generales son muy restringidas en número. Su formación y su desaparición representan los puntos culminantes de la historia de toda raza. Constituyen el auténtico armazón de las civilizaciones.

Una opinión pasajera se establece fácilmente en el alma de las masas, pero es muy difícil hacer arraigar en ellas una creencia duradera y asimismo es complicado destruirla una vez que se ha formado. No puede ser cambiada sino al precio de revoluciones violentas y tan sólo cuando la creencia ha perdido casi por completo su imperio sobre las almas. Las revoluciones sirven entonces para rechazar por completo las creencias que están ya casi abandonadas, pero a las que el yugo de la costumbre impide abandonar por completo. Las revoluciones que comienzan son en realidad creencias que concluyen.

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El día exacto en el que una gran creencia queda marcada de muerte es aquel en el que su valor comienza a ser discutido. No siendo toda creencia general más que una ficción, no podría subsistir sino a condición de no hallarse sometida a examen crítico.

Incluso cuando una creencia está ya profundamente debilitada, las instituciones que derivan de ella conservan su poderío y no desaparecen sino lentamente. Una vez que ha perdido por completo su poder, se hunde todo cuanto sostenía. Aún no ha existido un pueblo que cambie sus creencias sin verse inmediatamente forzado a transformar los elementos de su civilización.

Y los transforma hasta que haya adoptado una nueva creencia general, viviendo hasta entonces, forzosamente, en la anarquía. Las creencias generales son los soportes necesarios para las civilizaciones; imprimen una orientación a las ideas y sólo ellas pueden inspirar la fe y crear el deber.

Los pueblos han sentido siempre la utilidad de adquirir creencias generales y han comprendido instintivamente que su desaparición marca para ellos la hora de la decadencia. El culto fanático de Roma fue la creencia que convirtió a los romanos en amos del mundo. Una vez muerta la creencia, Roma hubo de perecer. Únicamente cuando adquirieron algunas creencias comunes alcanzaron los bárbaros, destructores de la civilización romana, una cierta cohesión y pudieron salir de la anarquía.

Se explica, pues, que los pueblos hayan defendido siempre, con intolerancia, sus convicciones. Tal intolerancia, muy criticable desde el punto de vista filosófico, representa una virtud en la vida de las naciones. Para fundar o para mantener creencias generales encendió la Edad Media tantas hogueras y murieron tantos inventores e innovadores en la desesperación cuando escapaban de los suplicios. Para defenderlas ha sido conmocionado tantas veces el mundo y han caído millones de hombres y seguirán cayendo en los campos de batalla.

Ya hemos dicho que al establecimiento de una creencia general se oponen grandes dificultades, pero, una vez establecida definitivamente, se mantiene invencible durante mucho tiempo y, sea cual fuere su falsedad desde el punto de vista filosófico, se impone a los espíritus más luminosos. Los pueblos de Europa han considerado como verdades indiscutibles durante casi quince siglos a leyendas religiosas tan bárbaras23, si se las examina detenidamente, como la de Moloch. El espantoso absurdo de la leyenda de un dios que se venga en su hijo, mediante horribles suplicios, de la desobediencia de una de sus criaturas, no ha sido advertido durante muchos siglos. Los genios más poderosos, un Galileo, un Newton, un Leibniz no han supuesto ni por un solo instante que pudiese discutirse la verdad de tales leyendas. Nada demuestra mejor la hipnosis producida por las creencias generales, pero nada tampoco marca mejor los humillantes límites de nuestro espíritu.

                                                            23 Bárbaras, filosóficamente hablando. Pero en la práctica han creado una civilización completamente nueva y durante largos siglos han dejado entrever al hombre aquellos encantados paraísos del sueño y la esperanza que no conocerá jamás.

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Desde el momento en que un nuevo dogma se ha implantado en el alma de las masas, se convierte en el inspirador de sus instituciones, sus artes y su conducta. Su imperio sobre las almas es entonces absoluto. Los hombres de acción sueñan con realizarlo, los legisladores con aplicarlo, los filósofos, los artistas, los literatos se preocupan de expresarlo en formas diversas.

A partir de la creencia fundamental pueden surgir ideas momentáneas accesorias, pero llevan siempre la marca de la fe de la cual han surgido. La civilización egipcia, la medieval, la civilización musulmana de los árabes, derivan de un corto número de creencias religiosas que han impreso su marca sobre los más mínimos elementos de dichas civilizaciones y que permite así reconocerlos inmediatamente.

Gracias a las creencias generales, los hombres de cada época están rodeados de una red de tradiciones, opiniones y costumbres, a cuyo dominio no pueden escapar y que les hacen siempre algo semejantes entre sí. Ni el espíritu más independiente sueña con sustraerse a las mismas. No hay tiranía más auténtica que la que se ejerce inconscientemente sobre las almas, pues es la única que no se puede combatir. Tiberio, Gengis-Kan, Napoleón fueron sin duda temibles tiranos, pero desde el fondo de sus tumbas, Moisés, Buda, Jesús, Mahoma, Lutero han ejercido sobre las almas un despotismo mucho más profundo. Una conspiración puede abatir a un tirano; pero, ¿qué puede hacer contra una creencia sólidamente establecida? En su lucha violenta contra el catolicismo y, a pesar del aparente asentimiento de las multitudes, a pesar de procedimientos de destrucción tan implacables como los de la Inquisición, fue nuestra gran revolución la que resultó vencida. Los únicos auténticos tiranos de la humanidad han sido siempre las sombras de los muertos o las ilusiones que la propia humanidad se ha creado.

Lo absurdas que son desde el punto de vista filosófico ciertas creencias generales no ha sido jamás, lo repito, un obstáculo para su triunfo, el cual incluso no parece posible más que a condición de que impliquen algún misterioso absurdo. La evidente debilidad de las creencias socialistas actuales no las impedirá implantarse en el alma de las masas. Su auténtica inferioridad con respecto a todas las creencias religiosas depende únicamente de esto: el ideal de felicidad prometido por estas últimas, al no haberse de realizar sino en una vida futura, no puede ser refutado por nadie. Al tenerse que realizar en la tierra el ideal de felicidad socialista, la vanidad de las correspondientes promesas se pondrá de manifiesto desde las primeras tentativas de realización y la nueva creencia perderá de golpe todo prestigio. Su poder no irá en aumento, pues, sino hasta el día de su realización. Y, por ello, si la nueva religión ejercerá primeramente, como todas las que la han precedido, una acción destructora, no podrá desempeñar a continuación un papel creador.

2. Las opiniones móviles de las masas

Por encima de las creencias fijas, cuya potencia acabamos de exponer, se encuentra una capa de opiniones, ideas, pensamientos, que constantemente nacen y mueren. La duración de algunas es muy efímera y las más importantes no sobrepasan la vida de una generación. Ya hemos señalado que los cambios que sobrevienen en estas opiniones son, en ocasiones, mucho más superficiales que reales y llevan siempre marcada la huella de las cualidades de la raza. Si consideramos, por ejemplo, las instituciones políticas de nuestro país, hemos

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mostrado que los partidos aparentemente más opuestos -monárquicos, radicales, bonapartistas, socialistas, etc., poseen un ideal absolutamente idéntico, y dicho ideal se basa sólo en la estructura mental de nuestra raza, ya que, bajo denominaciones análogas, en otras naciones se produce un ideal contrario. El nombre dado a las opiniones, las adaptaciones engañosas, no cambia el fondo de las cosas. Los burgueses de la Revolución, impregnados de literatura latina y que con la mirada fija en la república romana adoptaron sus leyes, sus haces y sus togas, no se convirtieron en romanos, sino que se hallaban bajo el dominio de una potente sugestión histórica.

La misión del filósofo consiste en buscar aquello que subsiste de las antiguas creencias bajo los cambios aparentes y distinguirlo en la móvil corriente de las opiniones, de los movimientos determinados por las creencias generales y el alma de la raza.

Sin este criterio se podría creer que las masas cambian de creencias políticas o religiosas con frecuencia y a voluntad. Toda la historia -política, religiosa, artística, literaria- parece, en efecto, demostrarlo.

Consideremos, por ejemplo, un breve período, tan sólo de 1790 a 1820, es decir, treinta años, la duración de una generación. Vemos cómo masas, que en un principio eran monárquicas, se convierten en revolucionarias, luego en imperialistas y más tarde en monárquicas de nuevo. En religión evolucionan durante el mismo período desde el catolicismo al ateísmo, luego al deísmo, retornando más adelante a las formas más exageradas del catolicismo. Y no son únicamente las masas, sino también aquellos que las dirigen los que experimentan transformaciones similares. Vemos así cómo los grandes hombres de la Convención, enemigos jurados de los reyes y que no querían dioses ni amos, se convierten en humildes servidores de Napoleón y cómo luego llevan piadosamente cirios en las procesiones del reinado de Luis XVIII.

Y durante los setenta años que siguen, podemos observar también qué cambios se verifican en las opiniones de las masas. La pérfida Albió de comienzos de siglo se convierte en la aliada de Francia bajo el heredero de Napoleón; Rusia, que estuvo dos veces en guerra con Francia y que tanto había aplaudido sus últimos reveses, es considerada de pronto como una amiga.

En literatura, en arte, en filosofía, las sucesiones de opiniones se manifiestan más rápidamente aún. Nacen y perecen el romanticismo, el naturalismo, el misticismo, etc. El artista y el escritor que ayer eran aclamados son despreciados profundamente mañana.

Pero si analizamos estos cambios, aparentemente tan profundos, ¿qué es lo que vemos? Todos aquellos que son contrarios a las creencias generales y a los sentimientos de la raza no son sino de efímera duración, y el río desviado vuelve muy pronto a su curso. Las opiniones que no se refieren a ninguna creencia general, a ningún sentimiento de la raza y que, en consecuencia, carecen de arraigo, están sujetas a todos los azares o, si se prefiere, a los menores cambios del medio ambiente. Formadas gracias a la sugestión y al contagio son siempre momentáneas y, en ocasiones, nacen y desaparecen tan rápidamente como las dunas de arena que el viento forma a orillas del mar.

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El peso de las opiniones móviles de las masas es, en nuestros días, mayor que nunca, y ello por tres razones diferentes.

La primera es que las antiguas creencias, al perder progresivamente su dominio, no actúan ya como antes sobre las opiniones pasajeras, proporcionándoles una cierta orientación. La desaparición de las creencias generales deja paso a una multitud de opiniones particulares sin pasado ni porvenir.

La segunda razón es que la creciente potencia de las masas encuentra cada vez menos contrapeso y su extrema movilidad en cuanto a ideas puede manifestarse libremente.

La tercera razón, por último, es que la reciente difusión de la prensa transmite sin cesar las opiniones más diversas. Las sugestiones engendradas por cada una de ellas son muy pronto destruidas por las influencias opuestas. Ninguna opinión llega pues a extenderse y todas están destinadas a una existencia efímera. Mueren antes de haberse podido propagar lo suficiente como para convertirse en generales.

De estas diversas causas resulta un fenómeno muy nuevo en la historia del mundo y muy característico de la época actual. Me refiero a la impotencia por parte de los gobiernos para dirigir la opinión.

Antes, y este antes no se halla aún muy lejano, la acción de los gobiernos, la influencia de algunos escritores y de un corto número de diarios, constituían los auténticos reguladores de la opinión. Hoy día, los escritores han perdido toda influencia y los diarios no hacen sino reflejar la opinión. En cuanto a los hombres de Estado, lejos de dirigirla, no hacen sino seguirla. Su miedo a la opinión llega en ocasiones hasta el terror y priva de toda solidez a su conducta.

La opinión de las masas tiende pues a convertirse cada vez más en el supremo regulador de la política. Llega incluso hoy día a imponer alianzas, como hemos visto con respecto a la alianza con Rusia, surgida casi exclusivamente de un movimiento popular.

Constituye un síntoma muy curioso ver cómo en nuestros días Papas, Reyes y Emperadores se someten al mecanismo de la entrevista a fin de exponer al juicio de las masas su pensamiento sobre un determinado tema. Se ha podido decir, antaño, que la política no era cuestión de sentimientos. ¿Podría decirse actualmente lo mismo viéndola adoptar como guía los impulsos de unas masas móviles que ignoran a la razón y están sólo dirigidas por el sentimiento?

Por lo que se refiere a la prensa, que era antes la que dirigía a la opinión, ha debido, al igual que los gobiernos, doblegarse al poder de las masas. Su poder, desde luego, es considerable, pero sólo porque representa exclusivamente el reflejo de las opiniones populares y de sus incesantes variaciones. Convertida en simple agencia de información, renuncia a imponer ideas o doctrinas. Sigue todos los cambios del pensamiento público y las necesidades de la competencia le obligan a ello, so pena de perder sus lectores. Los viejos órganos solemnes e influyentes de antaño, cuyos oráculos escuchaba piadosamente la generación anterior a la nuestra, han desaparecido o se han convertido en hojas

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informativas encuadradas en crónicas divertidas, chismes mundanos y reclamos financieros. ¿Qué diario sería hoy lo suficientemente rico como para permitir a sus redactores opiniones personales, y qué autoridad obtendrían tales opiniones entre lectores que no piden otra cosa que ser informados o divertidos y que tras toda recomendación entrevén siempre al especulador? La crítica ya no tiene ni incluso el poder de promocionar un libro o una pieza teatral. Puede dañar; pero no servir. Los diarios tienen tal conciencia de la inutilidad de toda opinión personal que, por lo general, han suprimido las críticas literarias, limitándose a indicar el título del libro con dos o tres líneas de reclamo, y dentro de veinte años seguramente sucederá lo mismo con la crítica teatral.

Espiar a la opinión se ha convertido hoy en la preocupación esencial de la prensa y de los gobiernos. Qué efecto producirá tal acontecimiento, tal proyecto legislativo, tal discurso: he aquí lo que es preciso saber, y ello no es fácil, ya que nada es más móvil y cambiante que el pensamiento de las masas. Se las ve acoger con anatemas aquello que habían aclamado la víspera.

Esta ausencia total de dirección de la opinión y, al mismo tiempo, la disolución de las creencias generales, han tenido como resultado final un completo desmenuzamiento de todas las convicciones y la creciente indiferencia de las masas, así como la de los individuos, por cuanto no afecta claramente a sus intereses inmediatos. Las doctrinas como el socialismo no reclutan defensores realmente convencidos más que en las capas iletradas de la población: obreros de las minas y las fábricas, por ejemplo. El pequeño burgués, el obrero ligeramente instruido, se han tornado demasiado escépticos.

Es notable la evolución que así ha tenido lugar desde hace treinta años. En la época precedente, poco alejada aún, las opiniones poseían todavía una orientación general; derivaban de la adopción de alguna creencia fundamental. El simple hecho de ser monárquico proporcionaba fatalmente, tanto en historia como en ciencias, determinadas ideas atrasadas, y el hecho de ser republicano confería conceptos completamente contrarios. Un monárquico sabía a ciencia cierta que el hombre no desciende del mono y un republicano sabía, no menos ciertamente, lo contrario. El monárquico hablaba de la revolución con horror y el republicano con veneración. Ciertos nombres como los de Robespierre y Marat tenían que ser pronunciados con expresión devota, y otros, como los de César, Augusto y Napoleón, no podían ser articulados sin invectivas. Hasta en nuestra Sorbona prevalecía este ingenuo modo de concebir la historia.

Hoy día toda opinión pierde su prestigio ante la discusión y el análisis; sus aspectos tienen poca vigencia y sobreviven pocas ideas capaces de apasionarnos. El hombre moderno está cada vez más invadido por la indiferencia.

Pero no deploremos demasiado esta pulverización general de las opiniones. No cabe duda de que se trata de un síntoma de decadencia en la vida de un pueblo. Los visionarios, los apóstoles, los líderes, los convencidos, en una palabra, poseen desde luego mucha más fuerza que los negadores, los críticos y los indiferentes; no olvidemos que, con la actual potencia de las masas, si una sola opinión pudiera adquirir el suficiente prestigio como para imponerse, quedaría muy pronto revestida de un poder tan tiránico que todo debería doblegarse inmediatamente ante ella. Quedaría entonces clausurada por mucho tiempo la

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era de la libre discusión. Las masas son a veces amos pacíficos, como lo eran en ocasiones Heliogábalo y Tiberio; pero también tienen caprichos furiosos. Una civilización presta a caer en sus manos se halla a merced de demasiados azares como para durar mucho. De haber algo que puede retardar un poco la hora del hundimiento, sería precisamente la extrema movilidad de las opiniones y la creciente indiferencia de las masas hacia todas las creencias generales.

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Tercera parte Clasificación y descripción de las diversas categorías de

masas

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CAPÍTULO 1

CLASIFICACIÓN DE LAS MASAS

Ya hemos señalado en la presente obra las peculiaridades generales que son comunes a las masas. Nos quedan por estudiar las características particulares superpuestas a estas notas generales según las diversas categorías de colectividades.

Expondremos a continuación una breve clasificación de las masas.

Nuestro punto de partida será la simple multitud. Su forma más inferior se produce cuando está compuesta por individuos pertenecientes a diferentes razas. Su único nexo común es entonces la voluntad, más o menos respetada, de un jefe. Podemos señalar como tipos de estas multitudes a los bárbaros de diversos orígenes que durante varios siglos invadieron al imperio romano.

Por encima de estas multitudes sin cohesión aparecen aquellas que, bajo la acción de ciertos factores, han adquirido características comunes y concluyen por formar una raza. En ocasiones presentarán las características especiales de las masas, pero contenidas siempre por las de la raza.

Las diversas categorías de masas observables en cada pueblo pueden dividirse del modo siguiente:

Masas heterogéneas Masas homogéneas

1. Anónimas (multitudes callejeras, por ejemplo)

l. Sectas (sectas políticas, sectas religiosas, etc.)

2. No anónimas (jurados, asambleas parlamentarias, etc.)

2. Castas (casta militar, casta sacerdotal, etc.)

3. Clases (clase burguesa, clase campesina, etc.)

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Expondremos en pocas palabras las características diferenciales de las diversas categorías de masas24.

1. Masas heterogéneas

Estas colectividades son aquellas cuyas características hemos estudiado anteriormente. Se componen de individuos cualesquiera, sea cual fuere su profesión y su inteligencia.

Hemos demostrado en esta obra que la psicología de los hombres, cuando constituyen una masa, difiere esencialmente de su psicología individual y que la inteligencia no se sustrae a esta distinción. Ya hemos visto que no desempeña papel alguno en las colectividades. Tan sólo pueden actuar entonces sentimientos inconscientes.

Un factor fundamental, la raza, permite dividir con bastante claridad las distintas masas heterogéneas.

Ya hemos insistido varias veces sobre el papel de la raza y hemos mostrado que es el factor más potente capaz de determinar las acciones de los hombres. Su influencia se manifiesta asimismo en las características de las masas. Una multitud compuesta de individuos cualesquiera, pero todos ellos ingleses, o chinos, diferirá profundamente de otra compuesta también por individuos cualesquiera, pero de razas variadas: rusos, franceses, españoles, etc.

Las profundas divergencias creadas por la constitución mental hereditaria en el modo de sentir y pensar de los hombres se presentan en cuanto determinadas circunstancias, por otra parte muy raras, agrupan en una misma masa, en proporciones aproximadamente iguales, individuos de nacionalidades diferentes, por idénticos que sean aparentemente los intereses que les reúnen. Las tentativas realizadas por los socialistas para fusionar en grandes congresos a los representantes de la población obrera de cada país han desembocado siempre en las más furiosas discordias. Una masa latina, por revolucionaria o conservadora que se la suponga, apelará invariablemente, para realizar sus exigencias, a la intervención del Estado. Es siempre centralizante y más o menos cesariana. Una masa inglesa o americana, por el contrario, no conoce al Estado y no apela más que a la iniciativa privada. Una masa francesa apela, ante todo, a la igualdad, y una masa inglesa a la libertad. Estas diferencias entre razas dan lugar casi a tantas especies de masas como de naciones.

El alma de la raza domina pues, por entero, el alma de la masa. Es el poderoso sustrato que limita las oscilaciones. Las características de las masas están tanto menos acentuadas cuanto más fuerte es el alma de la raza. Se trata, en ésta, de una ley esencial. El estado de masa y la dominación de las masas constituyen la barbarie o la vuelta a la barbarie. Tan sólo adquiriendo un alma sólidamente constituida se sustrae la raza cada vez más a la irreflexiva potencia de las masas y sale de la barbarie.

                                                            24 Se encontrarán detalles de las diversas categorías de masas en mis últimas obras (La psychologie politique, Les opinions et les croyances, Psychologie des révolutions).

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Aparte de la raza, la única clasificación importante a establecer con respecto a las masas heterogéneas consiste en separarlas en masas anónimas, como las multitudes callejeras, y masas no anónimas, asambleas deliberantes o jurados, por ejemplo. El sentimiento de responsabilidad, nulo en las primeras y desarrollado en las segundas, proporciona a sus actos orientaciones con frecuencia diferentes.

2. Masas homogéneas

Las masas homogéneas comprenden: 1) las sectas; 2) las castas; 3) las clases.

La secta marca el primer grado en la organización de las masas homogéneas. Comprende individuos de educación, profesiones y medios ambientes, a veces muy distintos, que no tienen entre ellos más vínculo que el de las creencias. Así las sectas religiosas y las políticas, por ejemplo.

La casta representa el grado más alto de organización de que es capaz la masa. Mientras que la secta está formada por individuos de profesiones, educación y medios ambientes, con frecuencia distintos y que se hallan unidos tan sólo por la comunidad de creencias, la casta no comprende más que individuos de la misma profesión y, en consecuencia, de educación y medios ambientes aproximadamente idénticos. Tales son las castas militar y sacerdotal.

La clase se compone de individuos de orígenes diversos, no reunidos por la comunidad de creencias, como los miembros de una secta, ni por la comunidad de las ocupaciones profesionales, como los miembros de una casta, sino por determinados intereses, por ciertos hábitos de vida y de educación semejantes. Así la clase burguesa, la clase agrícola, etc.

Ya que en este libro no estudio más que las masas heterogéneas, me ocuparé solamente de algunas categorías de esta variedad de masas, elegidas como tipos.

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CAPÍTULO 2

LAS MASAS CALIFICADAS DE CRIMINALES

Tras un cierto período de excitación, las masas caen en un estado de simples autómatas inconscientes, conducidos mediante sugestiones, por lo que es difícil calificarlas, en cualquier caso, de criminales. Conservo, sin embargo, este calificativo erróneo por haber sido consagrado por investigaciones psicológicas. Algunos actos de las masas son seguramente criminales si se les considera en sí mismos, pero como lo es el acto de un tigre que devora a un hindú tras haberle hecho despedazar primero por sus cachorros para distraerles.

Generalmente, los crímenes de las masas son el resultado de una poderosa sugestión, y los individuos que toman parte en ellos están persuadidos después de que han cumplido con un deber. No sucede así en absoluto con el criminal corriente.

La historia de los crímenes cometidos por las masas pone de manifiesto lo precedente.

Se puede citar como ejemplo típico el asesinato del gobernador de la Bastilla, De Launay. Tras la toma de dicha fortaleza, el gobernador, rodeado por una multitud muy excitada, recibió golpes de todas partes. Unos proponían que se le colgase, otros cortarle la cabeza, o atarle a la cola de un caballo. Al debatirse, dio por descuido una patada a uno de los presentes. Alguien propuso, y su sugerencia fue inmediatamente aclamada por la multitud, que el individuo golpeado cortase el cuello al gobernador. Dicho sujeto, un cocinero sin trabajo, medio tonto, que había ido a la Bastilla a ver lo que pasaba; juzgó que, puesto que los demás estaban de acuerdo, su acción era patriótica y creyó incluso que merecía una medalla por destruir a un monstruo. Con un sable que le prestaron, golpeó sobre el cuello desnudo, pero al no producirse el corte porque el sable estaba mal afilado, sacó de su bolsillo un pequeño cuchillo con el mango negro y (como por su calidad de cocinero, sabía trinchar las carnes) concluyó felizmente la operación.

Aquí puede verse con claridad el mecanismo antes indicado. Obediencia a una sugestión tanto más potente por ser colectiva, creencia por parte del asesino de haber cometido un acto muy meritorio, convicción corroborada, por otra parte, por la unánime aprobación de sus conciudadanos. Un acto así puede ser calificado legalmente, pero no psicológicamente, de criminal.

Las características generales de las masas calificadas de criminales son exactamente las que hemos comprobado en todas las masas: sugestibilidad, credulidad, movilidad, exageración de sentimientos buenos o malos, manifestaciones de ciertas formas de moralidad, etc.

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Volvemos a hallar todas estas características en una de las masas que más siniestros recuerdos ha dejado en nuestra historia: los septembrinos. Presenta por otra parte una gran analogía con las masas que realizaron las matanzas de la noche de San Bartolomé. Tomo los detalles de la correspondiente narración de Taine, quien los obtuvo a partir de memorias de la época. No se sabe exactamente quién dio la orden o sugirió vaciar las prisiones masacrando a los presos. Que fuese Danton, como parece probable, u otro, poco importa: el único hecho que nos interesa aquí es el de la poderosa sugestión recibida por la masa encargada de la matanza.

La tropa de asesinos comprendía unas trescientas personas y constituía el tipo perfecto de una masa heterogénea. Aparte de un número muy reducido de maleantes, se componía sobre todo de tenderos y artesanos diversos (zapateros, cerrajeros, peluqueros, albañiles, empleados, etc.). Bajo la influencia de la sugestión recibida se hallaban perfectamente convencidos, como el cocinero antes citado, de que cumplían un deber patriótico. Asumían una doble función, la de jueces y la de verdugos, y no se consideraban en modo alguno como criminales.

Convencidos así de la importancia de su misión, comenzaron por constituir una especie de tribunal e inmediatamente aparecieron el espíritu simplista y la equidad no menos simplista de las masas. En vista del considerable número de los acusados se decidió en primer término que los nobles, los sacerdotes, los oficiales, los servidores del rey -es decir, todos los individuos cuya mera profesión constituía una prueba de culpabilidad a los ojos de un buen patriota-, serían ejecutados en montón, sin necesidad de decisiones especiales. A los demás se les juzgaría por su aspecto y su reputación. Quedando así satisfecha la conciencia rudimentaria de la masa, se procedió legalmente a la matanza y a dar libre curso a unos feroces instintos cuya génesis he mostrado en otro lugar, instintos que las colectividades pueden desarrollar en alto grado. Por otra parte, y como es regla general en las masas, dichos instintos no impiden la manifestación concomitante de otros sentimientos contrarios, tales como una sensibilidad, que con frecuencia es tan extrema como la ferocidad.

Poseen la simpatía expansiva y la rápida sensibilidad del obrero parisién. En la prisión de la Abbaye, al enterarse un federado que los detenidos habían estado durante veintiséis horas sin agua, quería exterminar al negligente carcelero, y lo habría hecho, sin duda, a no ser por las súplicas de los propios detenidos. Cuando un prisionero es absuelto (por su tribunal improvisado), guardianes y verdugos, todo el mundo, le abraza entusiasmado y se le aplaude a rabiar; luego vuelven para asesinar a los demás. Durante la matanza no deja de reinar la alegría. Bailan y cantan en torno a los cadáveres, disponen bancos para las damas, felices al ver matar a los aristócratas. Continúan también mostrando una especial equidad. Al haberse quejado uno de los asesinos, en la Abbaye, de que las damas situadas algo lejos veían mal y que tan sólo algunos de los asistentes tenían el placer de golpear a los aristócratas, aceptan lo justo de tal observación y deciden hacer pasar lentamente a las víctimas entre dos filas de estranguladores que no han de golpear más que con el dorso del sable, a fin de prolongar el suplicio. En la Force, se desnuda totalmente a las víctimas, produciéndoles lesiones en su piel durante media hora; y luego, una vez que todo el mundo lo ha visto bien, se las remata abriéndoles el vientre.

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Por otra parte, los asesinos son muy escrupulosos y manifiestan la moralidad, cuya existencia hemos señalado en el seno de las masas. Colocan sobre la mesa de los comités el dinero y las alhajas de las víctimas.

En todos sus actos se encuentran siempre dichas formas rudimentarias de razonamiento, características del alma de las masas. Así, tras haber exterminado a mil doscientos o mil quinientos enemigos de la nación, alguien hace observar, y su sugerencia es inmediatamente aceptada, que las otras prisiones, en las que hay viejos mendigos, vagabundos, jóvenes detenidos, contienen en realidad bocas inútiles, de las cuales convendría desembarazarse. Por otra parte, entre ellos figuran ciertamente enemigos del pueblo, tales como por ejemplo una cierta señora Delarue, viuda de un envenenador: Debe estar furiosa por encontrarse en la cárcel; si pudiera prendería fuego a París; tiene que haberlo dicho; lo ha dicho. ¡Acabemos con ella también! La demostración parece evidente y todos son matados en bloque, incluyendo a unos cincuenta niños de doce a diecisiete años que podrían haber llegado a convertirse en enemigos de la nación y tenían, por consiguiente, que ser suprimidos.

Tras una semana de trabajo terminaron todas estas operaciones y los asesinos pudieron pensar en el descanso. Íntimamente persuadidos de que lo habían hecho por el bien de la patria, reclamaron una recompensa a las autoridades; los más celosos exigieron incluso una medalla.

La historia de la Comuna de 1871 nos ofrece varios hechos análogos. La creciente influencia de las masas y las sucesivas capitulaciones de los poderes ante las mismas nos proporcionarán seguramente muchos otros.

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CAPÍTULO 3

LOS JURADOS DE LAS AUDIENCIAS PROVINCIALES

Al no ser posible proceder aquí al estudio de todas las categorías de jurados, examinaré solamente la más importante, la de las audiencias provinciales que constituye un excelente ejemplo de multitud heterogénea no anónima. Se encuentra en ella la sugestibilidad, el predominio de los sentimientos inconscientes, la escasa aptitud para el razonamiento, la influencia de los líderes, etc. Al estudiar los jurados tendremos ocasión de observar interesantes ejemplos de errores que pueden cometer las personas no iniciadas en la psicología de las colectividades.

Los jurados proporcionan, en primer lugar, una prueba de la poca importancia que tiene, para adoptar decisiones, el nivel mental de los diversos elementos que componen una multitud. Hemos visto que en una asamblea deliberadora a la que se solicita una opinión acerca de una cuestión que no revista un carácter completamente técnico, no desempeña papel alguno la inteligencia; y que una reunión de sabios o de artistas no emite, acerca de temas generales, juicios sensiblemente distintos a los que puedan surgir de una asamblea de albañiles. En diversas épocas, la administración elegía cuidadosamente a las personas que debían componer un jurado y las reclutaba entre las clases ilustradas: profesores, funcionarios, letrados, etc. En la actualidad, el jurado está compuesto, sobre todo, por pequeños comerciantes, pequeños empresarios y empleados. Pero, con gran asombro por parte de los escritores especializados, y sea cual fuere la composición del jurado, la estadística muestra que sus decisiones son idénticas. Los propios magistrados, tan hostiles como son, sin embargo, a la institución del jurado, han tenido que reconocer la exactitud de esa aserción. He aquí cómo se expresa a este respecto un antiguo presidente de audiencia provincial, Bérard Desglajeux, en sus Memorias:

Hoy día las elecciones de jurados están en realidad en manos de los consejeros municipales, que admiten o eliminan, a su gusto, con arreglo a las preocupaciones políticas y electorales inherentes a su situación (...). La mayoría de los elegidos son comerciantes, menos importantes que los que eran elegidos antes, y empleados de determinadas administraciones (...). Así, en el papel de juez se funden todas las opiniones con todas las profesiones; muchos de ellos tienen el ardor de los neófitos, y los hombres de mejor voluntad se encuentran en las situaciones más humildes; el espíritu del jurado no ha cambiado: sus veredictos siguen siendo los mismos.

Retengamos las conclusiones del anterior pasaje, que son muy justas, y no las explicaciones, que son muy flojas. No hay que asombrarse de esto último, ya que la psicología de las masas y, en consecuencia, la de los jurados, parece haber sido ignorada la mayoría de las veces tanto por los abogados como por los magistrados. Una prueba de ello es el hecho siguiente, comunicado por el mismo autor: uno de los más ilustres juristas de la audiencia provincial, Lachaud, hacía sistemáticamente uso de su derecho de recusación con respecto a todos los individuos inteligentes que formaban parte del jurado. La experiencia,

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y tan sólo ella, ha terminado por demostrar la perfecta inutilidad de las recusaciones. Actualmente, el ministerio público y los abogados, al menos en París, han renunciado completamente a las mismas y, como hace constar Des Glajeux, los veredictos no han cambiado y ni son mejores ni peores.

Al igual que todas las masas, los jurados están muy impresionados por sentimientos y muy poco por razonamientos. No resisten, escribe un abogado, la visión de una mujer amamantando o un desfile de huérfanos. Basta con que una mujer sea agradable, dice Des Glajeux, para que obtenga la benevolencia del jurado.

Implacables para los crímenes que más probablemente podrían afectarles -y que por otra parte son los más temibles para la sociedad-, los jurados se muestran por el contrario muy indulgentes con los crímenes llamados pasionales. Rara vez son severos con los infanticidios cometidos por madres solteras y menos aún con la muchacha abandonada que arroja vitriolo a su seductor. Sienten instintivamente que tales crímenes son poco peligrosos para la sociedad, y que en un país en el que la ley no protege a las mujeres seducidas y abandonadas, la venganza de una de ellas es más útil que perjudicial al intimidar de antemano a futuros seductores25.

Los jurados, al igual que todas las masas, se deslumbran mucho con el prestigio, y el presidente Des Glajeux hace observar justificadamente que, siendo muy democráticos en cuanto a su composición, se muestran muy aristocráticos en sus aficiones: El nombre, el nacimiento, el hecho de poseer una gran fortuna, el renombre, la asistencia de un abogado ilustre, las cosas que aportan distinción y las que relumbran forman una baza muy importante en manos de los acusados.

Actuar sobre los sentimientos de los jurados y, al igual que con todas las masas, razonar muy poco o no emplear sino formas rudimentarias de razonamiento ha de ser la preocupación de un buen abogado. Un célebre jurista inglés, muy conocido por sus éxitos en los tribunales, ha analizado dicho método.

Observa atentamente al jurado mientras diserta. Espera el momento favorable. Con intuición y hábito, el abogado lee en las fisonomías el efecto de cada frase, de cada palabra y deduce sus conclusiones. Trata, en primer término, de saber qué miembros del jurado ha conquistado ya para su causa. El defensor maniobra para asegurárselos y después pasa a abordar a los miembros que parecen, por el contrario, mal dispuestos, y se esfuerza por adivinar por qué se muestran opuestos al acusado. Esta es la parte más

                                                            25 Haremos constar de pasada que esta división, muy bien establecida instintivamente por los jurados, entre los crímenes socialmente peligrosos y los otros crímenes, no deja en absoluto de ser justa. La finalidad de las leyes penales ha de ser evidentemente la de proteger a la sociedad contra los criminales, y no vengada. Nuestros códigos y, sobre todo, el espíritu de nuestros magistrados, se hallan aún impregnados del espíritu de venganza del viejo derecho primitivo. El término vindicta (venganza) es aún de uso cotidiano. Una prueba de tal tendencia por parte de los magistrados es la renuncia de muchos de ellos a aplicar la excelente ley Béranger, que permite al condenado no sufrir la pena a no ser que reincida. Ningún magistrado puede ignorar, ya que la estadística lo demuestra, que la aplicación de una primera pena da lugar casi indefectiblemente a la reincidencia. Los jueces que absuelven a un culpable se imaginan que la sociedad no ha sido vengada, y antes que no vengarla, prefieren crear un peligroso reincidente.

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delicada de su labor, ya que pueden existir infinidad de razones para tener ganas de condenar a un hombre, aparte del sentimiento de justicia.

Estas líneas resumen certeramente la finalidad del arte oratorio y nos muestran, asimismo, la inutilidad de los discursos redactados de antemano, ya que, en cada momento, hay que modificar los términos empleados con arreglo a la impresión producida.

El orador no tiene necesidad de convencer a todos los componentes de un jurado, sino tan sólo a aquellos miembros del mismo que determinarán la opinión de los demás. Al igual que en todas las masas, un escaso número de individuos conducen a los otros. Según mi experiencia, dice el abogado al que citaba anteriormente, en el momento de pronunciar el veredicto basta con uno o dos individuos enérgicos para arrastrar al resto del jurado. Es a estos dos o tres a los que hay que convencer mediante hábiles sugestiones. En primer lugar y, sobre todo, hay que agradarles. El hombre-masa al que se agrada está ya casi convencido y completamente dispuesto a considerar excelentes las razones que se le presenten, sean cuales sean. En un interesante trabajo sobre Lachaud encuentro la anécdota siguiente:

Se sabe que, durante las defensas que pronunciaba en los juicios, Lachaud no perdía de vista a dos o tres sujetos del jurado que él sabia que influían sobre los demás, pero que se mostraban recalcitrantes. Por lo general lograba reducirles. Sin embargo, una vez encontró uno en provincias al cual estuvo asaeteando en vano con su argumentación más tenaz durante tres cuartos de hora: el primero del segundo banco, el séptimo jurado. Era desesperante. De pronto, en medio de una apasionante perorata, Lachaud se detiene y, dirigiéndose al presidente del tribunal, dice: Señor presidente, podría usted ordenar que bajen esa persiana. El séptimo jurado está cegado por el sol. El séptimo jurado sonrió y le dio las gracias. Estaba ganado por la defensa.

Diversos escritores y de los más destacados han combatido intensamente en estos últimos tiempos la institución del jurado, la cual es, sin embargo, la única protección contra los errores de una casta sin control y que en realidad se dan con tanta frecuencia26. Unos querrían un jurado reclutado tan sólo entre las clases ilustradas; ya hemos demostrado que incluso en este caso, las decisiones serían idénticas a las actualmente adoptadas. Otros, basándose en los errores cometidos por los jurados, querrían suprimirlos sustituyéndolos por jueces. Pero no pueden olvidar que los errores reprochados al jurado están cometidos siempre y en primer lugar por los jueces, puesto que al acusado sometido a la decisión del jurado ha sido considerado culpable ya por varios magistrados: el juez de instrucción, el                                                             26 La magistratura es, en efecto, la única administración cuyos actos no se hallan sometidos a control alguno. Todas las revoluciones de la Francia democrática han sido incapaces de conquistar aquel derecho del habeas corpus del que tan orgullosa está Inglaterra. Hemos suprimido a los tiranos; pero en cada ciudad, un magistrado dispone a su placer del honor y de la libertad de los ciudadanos. Un pequeño juez de instrucción, apenas salido de la Facultad de Derecho, posee el indignante poder de enviar a la cárcel, por una mera suposición de culpabilidad, que no tiene la obligación de justificar ante nadie, a los ciudadanos más destacados, y los puede mantener encarcelados durante seis meses o incluso un año con el pretexto de trámites y liberarles luego sin tener que indemnizarles ni darles excusas. El auto de comparecencia es el equivalente absoluto de la carta real de detención, pero con la diferencia de que esta última, tan justamente reprochada a la antigua monarquía, no estaba al alcance más que de personajes de posición muy elevada, mientras que, en la actualidad, está en manos de toda una clase de ciudadanos considerada como lejos de ser la más ilustrada y la más independiente.

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procurador de la República y la sala de acusación. Y hay que tener en cuenta que si es definitivamente juzgado por magistrados, en lugar de serlo por un jurado, el acusado pierde su única probabilidad de ser reconocido inocente. Los errores de los jurados han sido siempre, en primer lugar, errores de los magistrados. Es pues a éstos a quienes hay que culpar exclusivamente de los errores judiciales tan particularmente monstruosos como la condena del doctor X..., que perseguido por un juez de instrucción de mentalidad realmente muy limitada, y debido a la denuncia de una muchacha medio idiota que acusaba al médico de haberla hecho abortar por treinta francos, habría sido enviado a presidio sin la explosión de indignación pública que hizo que el jefe del Estado le indultase inmediatamente. La honorabilidad del condenado, proclamada por todos sus conciudadanos, mostraba evidentemente lo grave que había sido el error judicial. Los propios magistrados lo reconocieron, pero por espíritu de clase se esforzaron por impedir la firma del indulto. En todos los asuntos análogos, acompañados por detalles técnicos de los que no puede comprender nada, el jurado escucha, naturalmente, al ministerio público, pensando que después de todo el asunto ha sido instruido por magistrados habituados a todas las sutilezas jurídicas. ¿Quiénes son entonces los auténticos culpables del error? ¿Los jurados o los magistrados? Conservemos cuidadosamente la institución del jurado: constituye quizá la única categoría de masa que no podría ser reemplazada por ninguna individualidad. Tan sólo el jurado puede atemperar las inexorabilidades de la ley que, siendo en principio igual para todos, es ciega e ignora los casos particulares. Inaccesible a la piedad y no conociendo sino los textos, el juez, con su dureza profesional, condenaría a la misma pena al ladrón asesino y a la pobre muchacha inducida al infanticidio por el abandono de su seductor y por la miseria; el jurado, en cambio, siente instintivamente que la muchacha seducida es mucho menos culpable que el seductor, el cual, sin embargo, escapa a la ley, y piensa que la acusada merece su indulgencia.

Conociendo la psicología de las castas y la de las demás categorías de masas, creo que siempre que fuese acusado erróneamente de un crimen, yo preferiría ser juzgado por un jurado, mejor que sólo por magistrados. Con los primeros tendría muchas probabilidades de ser reconocido inocente, y muy pocas con los segundos. Temamos el poder de las masas, pero mucho más todavía el de ciertas castas. Las primeras pueden aún dejarse convencer, pero las otras se muestran siempre inflexibles.

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CAPÍTULO 4

LAS MASAS ELECTORALES

Las masas electorales, es decir, las colectividades que han de elegir a los titulares de determinadas funciones, constituyen masas heterogéneas; pero como no actúan más que en un determinado asunto -elegir entre diversos candidatos-, no se pueden observar en ellas más que algunas de las características descritas anteriormente. Las que manifiestan sobre todo son una escasa aptitud de razonamiento, ausencia de espíritu crítico, irritabilidad, credulidad y simplismo. En sus decisiones se descubre también la influencia de los líderes y el papel desempeñado por los factores que hemos enumerado anteriormente: la afirmación, la repetición, el prestigio y el contagio.

Examinemos cómo se las seduce. A partir de los procedimientos con los que mejor se logra este fin, deduciremos claramente su psicología.

La primera de las cualidades que ha de poseer el candidato es el prestigio. El prestigio personal no puede ser sustituido más que por el que proporciona la fortuna. El talento, el genio mismo, no constituyen factores de éxito.

Esta necesidad de prestigio por parte del candidato, de poder, por tanto, imponerse sin discusión, resulta capital. Si los electores, que son sobre todo obreros y campesinos, eligen tan raras veces a uno de ellos para representarles, es porque las personalidades surgidas de sus filas no poseen para ellos prestigio alguno. No nombran a un igual sino por razones accesorias, para contrarrestar, por ejemplo, a un hombre eminente, a un patrono poderoso y del cual depende cada día el elector y que tiene así la ilusión de dominar, al menos por un instante.

Pero la posesión de prestigio no basta para asegurar el éxito al candidato. Al elector le gusta que le halaguen sus ambiciones y sus vanidades; el candidato ha de abrumarle con extravagantes y serviles adulaciones y no vacilar en hacerle las más fantásticas promesas. Ante los obreros no ha de cansarse de injuriar y fustigar a sus patronos. En cuanto al candidato adversario se intentará anularle procurando convencer a los electores, mediante afirmación, repetición y contagio, que es el último de los canallas y que nadie ignora que ha cometido diversos delitos. Desde luego, sin aportar nada que se asemeje a una prueba. Si el adversario conoce malla psicología de las masas, intentará justificarse mediante argumentos, en lugar de responder sencillamente a las afirmaciones calumniosas mediante otras aseveraciones igualmente calumniosas; entonces no tendrá probabilidad alguna de triunfar.

El programa escrito del candidato no será muy categórico, ya que sus adversarios podrían achacarle posteriormente su incumplimiento; pero el programa verbal no corre nunca el peligro de ser excesivo. Pueden prometerse, sin temor, las más considerables reformas. Tales exageraciones causan mucho efecto de momento y no comprometen nada para el

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futuro. En efecto, el elector después no se preocupa en absoluto, por saber si el elegido ha sido fiel a la profesión de fe proclamada y sobre cuya base se supone que tuvo lugar la elección.

Podemos reconocer aquí todos los factores de persuasión anteriormente descritos. Los encontramos también en el efecto de las palabras y de las fórmulas cuyo gran poder ya hemos señalado. El orador que sabe manejarlas conduce a las masas a su placer. Expresiones tales como el infame capital, los viles explotadores, el admirable obrero, la socialización de las riquezas, etc., producen siempre el mismo efecto, aun cuando están ya algo gastadas. Pero el candidato que puede descubrir una fórmula nueva, desprovista de sentido preciso y, en consecuencia, adaptable a las aspiraciones más diversas, obtiene un éxito infalible. La sangrienta revolución española de 1873 fue realizada mediante una de tales palabras mágicas, de complejo sentido y que cada cual puede interpretar con arreglo a su esperanza. Un escritor contemporáneo ha narrado la correspondiente génesis en los siguientes términos, que merecen ser mencionados.

Los radicales habían descubierto que una república unitaria es una monarquía disfrazada y, para agradarles, las Cortes proclamaron unánimemente la república federal, sin que ninguno de los votantes hubiera podido definir aquello que acababa de ser votado. Pero dicha fórmula encantaba a todo el mundo, fue un delirio, una embriaguez. Se acababa de inaugurar en la tierra el reino de la virtud y de la felicidad. Un republicano al cual rehusaba su enemigo el título de federal se ofendía por ello como si se tratase de una mortal injuria. La gente se saludaba por las calles diciendo: ¡Salud y república federal! Se entonaban himnos a la santa indisciplina y a la autonomía del soldado. ¿Qué era la república federal? Unos entendían por ella la emancipación de las provincias, instituciones parecidas a las de Estados Unidos o la descentralización administrativa; otros pretendían la anulación de toda autoridad, una próxima liquidación total social. Los socialistas de Barcelona y Andalucía proclamaban la soberanía absoluta de las comunas, querían dividir a España en diez mil municipios independientes que no se rigiesen más que por sus propias leyes, suprimiendo al mismo tiempo el ejército y la policía. Muy pronto se vio, en las provincias del Sur, propagarse la insurrección de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo. En cuanto una comuna había realizado su pronunciamiento, lo primero que hacía era destruir el telégrafo y los ferrocarriles, a fin de cortar todas sus comunicaciones con sus vecinos y con Madrid. No había aldea, por pequeña que fuese, que no quisiera hacer rancho aparte. El federalismo se había convertido en un cantonalismo brutal, incendiario y asesino y por doquier se celebraban sangrientas saturnales.

Por lo que se refiere a la influencia que los razonamientos puedan ejercer sobre el espíritu de los electores, sería preciso no haber leído jamás las actas de reuniones electorales para carecer de una firme opinión sobre este tema. En dichas asambleas se intercambian afirmaciones, invectivas, golpes a veces, pero jamás razones. Si se permanece en silencio durante unos instantes, es porque un asistente de carácter difícil anuncia que le va a plantear al candidato una de aquellas preguntas embarazosas que regocijan siempre al auditorio. No obstante, la satisfacción de los opositores no dura mucho, ya que la voz del locutor queda muy pronto cubierta por los gritos de los adversarios. Pueden considerarse como prototipo de reuniones públicas las siguientes, cuyos resúmenes, tomados entre centenares de otros semejantes, han sido publicados por los diarios:

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Habiendo solicitado un organizador a los asistentes, el nombramiento de un presidente, se desencadena la tempestad. Los anarquistas toman el estrado por asalto. Los socialistas lo defienden con energía; llueven los golpes, los asistentes se tratan recíprocamente de soplones de la policía, de vendidos, etc.; un ciudadano se retira con un ojo amoratado.

Por último, la presidencia se instala, a duras penas, en medio del tumulto, y la tribuna queda en poder del compañero X... El orador carga a fondo contra los socialistas, que le interrumpen gritando: ¡Cretino! ¡Bandido! ¡Canalla! , etc., epítetos a los que el compañero X... responde exponiendo una teoría según la cual los socialistas son unos idiotas o unos farsantes.

(...). El partido alemanista había organizado anoche, en la sala del Comercio, calle Faubourg-du-Temple, una gran reunión preparatoria de la fiesta del 1° de mayo. La consigna era Calma y tranquilidad.

El compañero G... trata a los socialistas de cretinos y guasones. Oradores y oyentes comienzan entonces a increparse y llegan a las manos; se lanzan sillas, bancos, etc.

Pero no creamos que este género de discusión es propio de una determinada clase de electores y procede de su situación social. En toda asamblea anónima, aunque esté compuesta exclusivamente por universitarios, la discusión reviste fácilmente las mismas formas. Ya he mostrado que los hombres, cuando están en masa, tienden hacia la igualación mental y a cada instante hallamos pruebas de ello. He aquí, como ejemplo un resumen del acta de una reunión compuesta exclusivamente por estudiantes:

El tumulto no ha cesado de ir en aumento a medida que avanza la velada. No creo que un solo orador haya podido decir dos frases sin ser interrumpido. A cada instante partían gritos de un punto u otro, o de todos a la vez; se aplaudía, se silbaba; se entablaban violentas discusiones entre diversos oyentes; los bastones eran blandidos amenazadoramente; el suelo era pateado a compás; los que interrumpían eran acogidos con gritos de ¡fuera!, ¡a la tribuna!

M.C. prodiga a la asociación los epítetos de odiosa y cobarde, monstruosa, vil, venal y vindicativa y declara que quiere destruirla, etc.

Uno se pregunta cómo en semejantes condiciones puede formarse la opinión de un elector. Pero plantear tal pregunta equivaldría a ilusionarse extrañamente acerca del grado de libertad del que goza una colectividad. Las masas tienen opiniones impuestas, jamás opiniones razonadas. Dichas opiniones y los votos de los electores se hallan en manos de comités electorales, cuyos directivos son, con frecuencia, unos cuantos bodegueros o taberneros, muy influyentes entre los obreros y a los cuales prestan crédito. Uno de los más valerosos defensores de la democracia, Scherer, escribe: ¿Sabéis lo que es un comité

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electoral? Pues, sencillamente, la clave de nuestras instituciones, la pieza maestra de la máquina política. Francia está hoy día gobernada por los comités27.

No es tampoco demasiado difícil influir sobre ellos, si el candidato es relativamente aceptable y posee los suficientes recursos. Según confesiones de los donantes, bastaron tres millones para conseguir las elecciones múltiples del general Boulanger.

Así es la psicología de las masas electorales. Es idéntica a la de las otras masas. Ni mejor, ni peor.

Sin embargo, de lo que precede no deduciré conclusión alguna contra el sufragio universal. Si de mí dependiese su suerte, lo conservaría tal como es, y ello por motivos prácticos derivados precisamente de nuestro estudio acerca de la psicología de las masas y que voy a exponer, tras haber recordado primeramente sus inconvenientes.

Los fallos del sufragio universal son evidentemente demasiado visibles como para ser ignorados. Es indiscutible que las civilizaciones han sido obra de una pequeña minoría de espíritus superiores y que constituían la punta de una pirámide, cuyos pisos van ensanchándose a medida que disminuye el valor mental y representan los estratos profundos de una nación. La grandeza de una civilización no puede depender, seguramente, del sufragio de elementos inferiores, que representan únicamente cantidad. Es también indudable que los sufragios de las masas son con frecuencia muy peligrosos. Nos han acarreado ya varias invasiones y, con el triunfo del socialismo, las fantasías de la soberanía popular seguramente nos costarán mucho más caras todavía.

Pero estas objeciones, excelentes en teoría, pierden en la práctica toda su fuerza si recordamos el invencible poder de las ideas transformadas en dogmas. El dogma de la soberanía de las masas es, desde el punto de vista filosófico, tan poco defendible como los dogmas religiosos de la Edad Media, pero hoy día posee su mismo poder absoluto. Es pues tan inatacable como lo fueron antaño nuestras ideas religiosas. Supongamos un librepensador moderno, transportado por un poder mágico a plena Edad Media. ¿Cabe creer que, frente al soberano poder de las ideas religiosas que reinaban entonces, habría intentado combatirlas? Caído en manos de un juez que le querría condenar a la hoguera bajo la imputación de haber establecido un pacto con el diablo o de haber frecuentado aquelarres ¿se le habría ocurrido negar la existencia de uno y otros? Con las creencias de las masas no hemos de enfrentarnos, como tampoco con los ciclones. El dogma del sufragio universal posee hoy el poder que tenían antes los dogmas cristianos. Oradores y escritores hablan de él con un respeto y unas adulaciones que no conoció ni siquiera Luis XIV. Hay que

                                                            27 Los comités, sean cuales sean sus nombres: clubs, sindicatos, etc., constituyen uno de los temibles peligros del poder de las masas. Representan, en efecto, la forma más impersonal y en consecuencia más opresora de la tiranía. Los directivos de comités que hablan y actúan en nombre de una comunidad están liberados de toda responsabilidad y pueden permitirse todo. Ni el más feroz de los tiranos habría soñado jamás las órdenes impartidas por los comités revolucionarios. Los comités, dice Barras, diezmaron y metieron en cintura a la Convención. Robespierre fue el amo absoluto mientras pudo hablar en nombre de ellos. El día en que, por cuestiones de amor propio, el temible dictador se apartó de ellos, marcó la hora de su ruina. El reino de las masas es el reino de los comités y, en consecuencia, de sus líderes. No cabe imaginar despotismo más duro.

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conducirse pues, a su respecto, como frente a todos los dogmas religiosos. Tan sólo el tiempo actúa sobre ellos.

Intentar combatir este dogma sería también tanto más inútil puesto que existen aparentes razones en su favor: En época de igualdad, dice justificadamente Tocqueville, los hombres no tienen ninguna fe unos en otros, a causa de su parecido; pero esta misma similitud les proporciona una confianza casi ilimitada en el juicio del público, ya que no les parece verosímil que, poseyendo todos parecidas luces, no se encuentre la verdad del lado del mayor número.

¿Hemos de suponer entonces que un sufragio restringido -restringido a los capaces, si se quiere- mejoraría el voto de las masas? No puedo admitido ni por un instante y ello por los motivos antes señalados y relativos a la inferioridad mental de todas las colectividades, sea cual fuere su composición. En masa, y lo repito, los hombres se igualan siempre y, por lo que respecta a cuestiones generales, el sufragio de cuarenta académicos no es mejor que el de cuarenta aguadores. No creo que ninguna de las votaciones tan reprochadas al sufragio universal, como la que restauró el Imperio, por ejemplo, hubiese sido distinta con votantes reclutados exclusivamente entre sabios y letrados. El hecho de que un individuo sepa griego o matemáticas, sea arquitecto, veterinario, médico o abogado no le dota de particulares luces en cuestiones de sentimientos. Todos nuestros economistas son gentes instruidas, en su mayoría profesores y académicos. ¿Están acaso de acuerdo en cuanto a una sola cuestión general, al proteccionismo, por ejemplo? Ante problemas sociales, llenos de múltiples incógnitas y dominados por la lógica mística o la lógica afectiva, todas las ignorancias se igualan.

Así pues, si el cuerpo electoral estuviese exclusivamente compuesto por gentes llenas de ciencia, sus votos no serían mejores que los de ahora. Se guiarían sobre todo con arreglo a sus sentimientos y al espíritu de su partido. No contaríamos con menos dificultades que ahora y tendríamos, además, la pesada tiranía de las castas.

Restringido o general, practicado en un país republicano o en un país monárquico, en Francia, en Bélgica, en Grecia, en Portugal o en España, el sufragio de las masas es por doquier similar y refleja, con frecuencia, las aspiraciones y las necesidades inconscientes de la raza. El término medio de los elegidos representa, en cada nación, el correspondiente al alma de su raza. Se la encuentra, aproximadamente idéntica, de una generación a otra. Y así volvemos de nuevo a aquella fundamental noción de raza, que ya hemos encontrado tantas veces, y a aquella otra, derivada de la primera y que afirma que las instituciones y los gobiernos desempeñan un papel muy débil en la vida de los pueblos. Estos últimos están conducidos, sobre todo, por el alma de su raza, es decir: por los ancestrales residuos de los cuales es la suma dicha alma. La raza y el engranaje de las necesidades cotidianas: he aquí los misteriosos dueños que rigen nuestros destinos.

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CAPÍTULO 5

LAS ASAMBLEAS PARLAMENTARIAS

Las asambleas parlamentarias representan masas heterogéneas, no anónimas. Pese a su reclutamiento, variable según las épocas y los pueblos, se asemejan mucho entre sí sus características. La influencia de la raza se hace sentir sobre ellas para atenuar o exagerar, pero no para impedir la manifestación de dichas características. Las asambleas parlamentarias de los países más diferentes, las de Grecia, Italia, Portugal, España, Francia y América ofrecen grandes analogías en cuanto a sus discusiones y sus votos, y enfrentan a los gobiernos con idénticas dificultades.

El régimen parlamentario sintetiza, por otra parte, el ideal de todos los pueblos civilizados modernos. Refleja la idea, psicológicamente errónea pero generalmente admitida, de que muchos hombres reunidos son más capaces que un reducido número de ellos de adoptar una decisión sabia e independiente acerca de un determinado asunto.

En las asambleas parlamentarias encontramos las características generales de las masas: simplismo de las ideas, irritabilidad, sugestibilidad, exageración de los sentimientos, influencia preponderante de los líderes. Pero dada su especial composición, las masas parlamentarias presentan ciertas diferencias. Las señalaremos seguidamente.

El simplismo de las opiniones es una de sus características más marcadas. En todos los partidos, principalmente entre los pueblos latinos, se encuentra una invariable tendencia a resolver los más complicados problemas sociales mediante los principios abstractos más simples y por leyes generales aplicables a todos los casos. Los principios varían, naturalmente, según el partido de que se trate; pero por el simple hecho de formar los individuos una masa, tienden siempre a exagerar el valor de estos principios y a llevarlos hasta sus últimas consecuencias. Los parlamentos representan así también, sobre todo, opiniones extremas.

El tipo más perfecto del simplismo de las asambleas fue el realizado por los jacobinos durante la Revolución Francesa. Dogmáticos y lógicos, con el cerebro repleto de vagas generalizaciones, se ocupaban de principios fijos, sin tener en cuenta los acontecimientos, y de ellos se ha dicho, con mucha razón, que atravesaron la Revolución sin verla. Provistos de unos cuantos dogmas imaginaron rehacer de arriba a abajo toda una sociedad y hacer retornar a una refinada civilización a una fase muy anterior de la evolución social. Sus medios para realizar este sueño se hallaban asimismo caracterizados por un absoluto simplismo. En efecto, se limitaban a destruir violentamente los obstáculos que les estorbaban. Por otra parte, todos ellos, ya fuesen girondinos, thermidorianos, etc. estaban animados por el mismo espíritu.

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Las masas parlamentarias son muy fáciles de sugestionar y, como siempre, la sugestión emana de líderes aureolados de prestigio; pero, en las asambleas parlamentarias, la sugestibilidad posee límites muy netos que es importante señalar.

Todo miembro de una asamblea posee opiniones fijas, irreductibles e inconmovibles ante cualquier argumentación acerca de todas las cuestiones de interés local. Ni el talento de un Demóstenes sería capaz de modificar el voto de un diputado acerca de cuestiones tales como el proteccionismo o el privilegio de cosecheros que representan las exigencias de electores influyentes. Las previas sugerencias de dichos electores son lo bastante poderosas como para anular a todas las demás y para mantener una absoluta fijación de la opinión28.

En cuestiones generales -un cambio ministerial, el establecimiento de un impuesto, etc.-, la opinión fija se anula y pueden operar las sugestiones de los líderes, pero no de modo inmediato, como en una masa corriente. Cada partido tiene sus líderes que, en ocasiones, ejercen idéntica influencia. El diputado se encuentra entonces entre sugestiones contrapuestas y fatalmente duda mucho. Así, puede observársele, con frecuencia, cómo, con un cuarto de hora de intervalo, vota de modo contrario a como lo hizo anteriormente, agrega a una ley un artículo que la destruye; así, por ejemplo, suprime a los industriales el derecho de elegir y despedir a sus obreros y luego casi anula esta medida mediante una enmienda.

Por ello, en cada legislatura, una Cámara manifiesta algunas opiniones muy firmes y otras muy indecisas. En el fondo, al ser las cuestiones generales las más numerosas, es la indecisión la que predomina, indecisión mantenida por el constante temor al elector, cuya sugestión latente llega siempre a contrarrestar la influencia de los líderes.

Sin embargo, estos últimos son, en definitiva, los auténticos amos en aquellas discusiones en las que los miembros de una asamblea no tienen opiniones previas bien definidas.

La necesidad de líderes resulta evidente, ya que con el nombre de jefes de grupos se les encuentra en todos los países. Son los auténticos soberanos de las asambleas. Los hombres-masa no saben estar sin amo y por ello los votos de una asamblea no representan, generalmente, sino las opiniones de una reducida minoría.

Los líderes, repetimos, actúan muy poco mediante sus razonamientos y mucho por su prestigio. Si una circunstancia cualquiera se lo arrebata, dejan de poseer influencia.

Este prestigio de los líderes es individual y no depende del nombre ni de la celebridad. Jules Simon, hablando de los grandes hombres de la asamblea de 1848, a la que perteneció, nos presenta unos ejemplos muy curiosos.

                                                            28 Es sin duda a estas opiniones previamente fijadas y convertidas en irreductibles por las necesidades electorales a las que resulta aplicable la siguiente reflexión de un viejo parlamentario inglés: En los cincuenta años que he permanecido en Westminster, he escuchado millares de discursos; hay pocos que me hayan hecho cambiar de opinión, pero ni uno tan sólo me ha hecho cambiar de voto.

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Dos meses antes de acaparar todo el poder, Luis Napoleón no era nadie. Víctor Hugo subió a la tribuna. No obtuvo éxito. Se le escuchó como se escuchó a Félix Pyat, pero no se le aplaudió tanto como a éste. No me gustan sus ideas, me dijo Vaulabelle hablando de Félix Pyat, pero es uno de los más grandes escritores y el mayor orador de Francia. Edgar Quinet, aquel espíritu tan selecto y potente, no era tenido en cuenta para nada. Tuvo su momento de popularidad antes de la apertura de la asamblea, pero en ésta no gozó de fama alguna.

Las asambleas políticas son aquel lugar de la tierra en el que menos resplandece el genio. En ellas no se tiene en cuenta más que una elocuencia apropiada al momento y al lugar, así como los servicios prestados, no a la patria, sino a los partidos. Para que se rindiese homenaje a Lamartine en 1848 y a Thiers en 1871 fue preciso el estimulante representado por un interés urgente, inexorable. Una vez pasado el peligro, desaparecieron a la vez el reconocimiento y el miedo.

He reproducido este pasaje por los hechos que contiene, pero no por las explicaciones que propone. Corresponden a una mediocre psicología. Una masa perdería inmediatamente su carácter de tal si tuviese en cuenta a los líderes los servicios prestados, tanto a la patria como a los partidos. La masa experimenta el prestigio del líder y en su conducta no interviene sentimiento alguno de interés o reconocimiento.

El líder dotado de suficiente prestigio posee un poder casi absoluto. Conocida es la inmensa influencia de que gozó durante muchos años un célebre diputado, gracias a su prestigio, que después perdió instantáneamente por determinados acontecimientos financieros. A un simple gesto suyo caían los ministros. En las siguientes líneas, un escritor ha señalado con claridad el alcance de su actividad.

Es sobre todo a C... a quien debemos el haber tenido que comprar Tonkin tres veces más caro de lo que nos debería haber costado, de no habernos establecido en Madagascar sino de un modo inseguro, habernos dejado arrebatar todo un imperio en el bajo Níger, haber perdido la preponderante situación que ocupábamos en Egipto. Las teorías de C... nos han costado más territorios que los desastres de Napoleón I.

Pero no habría que inculpar demasiado de todo ello al líder en cuestión. Es indudable que nos ha costado muy caro, pero gran parte de su influencia dependía de que se limitaba a seguir la opinión pública, la cual, en cuestiones coloniales, no era en absoluto como hoy día. Rara vez precede un líder a la opinión y, la mayoría de las veces, se limita a adoptar sus errores.

Junto con el prestigio, los medios de persuasión de los líderes son factores que ya hemos mencionado varias veces. Para manejarlos hábilmente, el líder debe haber captado, al menos de un modo inconsciente, la psicología de las masas y saber cómo hablarles, conociendo sobre todo la fascinante influencia de las palabras, las fórmulas y las imágenes. Es preciso que posea una especial elocuencia, compuesta por afirmaciones enérgicas e imágenes impresionantes, encuadradas dentro de razonamientos muy sumarios. Este género de elocuencia se encuentra en todas las asambleas, incluyendo el Parlamento inglés que es, sin embargo, el más ponderado de todos.

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Constantemente podemos leer, dice el filósofo inglés Maine, debates de la Cámara de los Comunes en los que toda la discusión consiste en intercambiar generalidades muy endebles y alusiones personales bastante violentas. Este género de fórmulas generales ejerce un efecto prodigioso sobre la imaginación de una democracia pura. Siempre resultará fácil hacer aceptar a una masa afirmaciones generales, presentadas en términos conmovedores, aún cuando jamás hayan sido comprobadas y no sean quizá susceptibles de verificación alguna.

No es exageración hablar de la importancia de los términos conmovedores como en la cita anterior. Ya hemos insistido varias veces en el especial poder de las palabras y las fórmulas elegidas de modo tal que evoquen imágenes muy vivas. La frase siguiente, tomada del discurso de un líder de asamblea, constituye un excelente ejemplo:

El día en el que un mismo navío lleve hacia las tierras febriles de la relegación al político corrompido y al anarquista asesino, éstos podrán entablar conversación y se mostrarán mutuamente como los dos aspectos complementarios de un mismo orden social.

La imagen así evocada es clara, llamativa, y todos los adversarios del orador se sienten amenazados por ella. Ven los países asolados por fiebres a los que, algún día, podría llevarles un barco, desterrados, ya que ¿no forman quizá parte de la categoría, bastante mal delimitada, de los políticos amenazados? Experimentan entonces el sordo temor que debieron sentir los convencionales, más o menos amenazados con la cuchilla de la guillotina por los vagos discursos de Robespierre; temor que les obligaba siempre a ceder.

Los líderes tienen interés por incurrir en las más inverosímiles exageraciones. El orador cuya frase acabo de citar pudo afirmar, sin suscitar grandes protestas, que los banqueros y los sacerdotes mantenían a los lanzadores de bombas y que los administradores de las grandes compañías financieras merecen las mismas penas que los anarquistas. Este modo de hablar ejerce siempre efecto sobre las masas. La afirmación no es jamás demasiado furiosa, ni la declamación demasiado amenazadora. Nada intimida a los oyentes. Protestando, temen pasar por traidores o cómplices.

Esta especial elocuencia ha reinado, como he dicho, en todas las asambleas, y se acentúa durante los períodos críticos. La lectura de los discursos de los grandes oradores de la Revolución Francesa es muy interesante desde este punto de vista. Se creían obligados a interrumpirse a cada momento para fustigar al crimen y exaltar la virtud, luego lanzaban imprecaciones contra los tiranos y juraban vivir libres o morir. Los asistentes se ponían en pie, aplaudían con furor y luego, ya calmados, volvían a sentarse.

El líder puede ser, a veces, inteligente e instruido, pero esto le resulta, por lo general, más nocivo que útil. Demostrando la complejidad de las cosas y permitiendo explicar y comprender, la inteligencia se torna indulgente y atenúa intensamente la energía y la violencia de las convicciones de que precisan los apóstoles. Los grandes líderes de todas las épocas, sobre todo los de la Revolución Francesa, han sido de limitados alcances y sin embargo, han ejercido una intensa acción.

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Los discursos del más célebre de ellos, Robespierre, causan con frecuencia estupefacción por su incoherencia. Leyéndolos no se encuentra ninguna explicación plausible del inmenso papel desempeñado por el poderoso dictador:

Lugares comunes y redundancia de la elocuencia pedagógica y de la cultura latina al servicio de un alma más bien pueril que vulgar y que parece limitarse, en el ataque o la defensa, al ¡a que no te atreves! de los escolares. Ni una idea, ni un rasgo de ingenio, ni una sátira, es el tedio en la tempestad. Cuando uno concluye tan triste y monótona lectura, siente ganas de lanzar el ¡uf! del amable Camille Desmoulins.

Asusta pensar en el poder que confiere a un hombre rodeado de prestigio una fuerte convicción, unida a una extrema estrechez de espíritu. Sin embargo, tales condiciones son necesarias para ignorar los obstáculos y saber tener voluntad. Las masas reconocen, por instinto, en tales convencidos enérgicos, al amo que necesitan.

En una asamblea parlamentaria, el éxito de un discurso depende casi exclusivamente del prestigio del orador y nada, en absoluto, de las razones que propone.

El orador desconocido que pronuncia un discurso repleto de excelentes razonamientos, pero solamente de ellos, no tiene probabilidad alguna de ser ni siquiera escuchado.

Un antiguo diputado, Descubes, ha trazado en las siguientes líneas la imagen del legislador desprovisto de prestigio:

Cuando ha ocupado su puesto en la tribuna, saca de su cartera un protocolo que coloca metódicamente ante él y comienza a perorar con aplomo. Se jacta de imbuir en el alma de los oyentes la convicción que a él le anima. Ha repasado y sopesado sus argumentos, está repleto de cifras y de pruebas; está seguro de tener razón. Toda resistencia será vana ante la evidencia que él aporta. Comienza, confiando en sus buenas razones y también en la intención de sus colegas, que seguramente no piden sino inclinarse ante la verdad. Habla y, de pronto, se sorprende por el movimiento que hay en la sala, algo irritado por los crecientes rumores que surgen a su alrededor. ¿Cómo es que no se guarda silencio? ¿Por qué esta falta general de atención? ¿ En qué piensan los que charlan entre ellos? ¿Qué urgente motivo hace que ese otro abandone su escaño? Una inquietud cruza su frente. Frunce el entrecejo, se detiene. Animado por el presidente reanuda su discurso, alzando la voz. Se le escucha menos aún. Fuerza el tono, se agita: el ruido va en aumento a su alrededor. Ya no se oye ni a si mismo, vuelve a detenerse; luego, temiendo que su silencio haga que el presidente considere que ha concluido su intervención y la dé por finalizada, continúa. El ruido se hace insoportable.

Las asambleas parlamentarias que llegan a cierto grado de excitación se equiparan a las masas heterogéneas corrientes y sus sentimientos presentan, en consecuencia, la particularidad de ser siempre extremados. Podrán realizar actos heroicos o incurrir en los peores excesos. El individuo deja de ser él mismo y votará las medidas más contrarias a sus intereses personales.

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La historia de la Revolución Francesa muestra hasta qué punto pueden tornarse inconscientes las asambleas y seguir las sugestiones opuestas a sus intereses. Para la nobleza suponía un enorme sacrificio renunciar a sus privilegios y, no obstante, en una célebre noche de la Constituyente, aceptó sin vacilar tal renuncia. Para los convencionales era una permanente amenaza de muerte renunciar a su inviolabilidad; pero, lo hicieron y no temieron diezmarse recíprocamente, sabiendo bien, sin embargo, que el patíbulo al cual eran hoy conducidos sus colegas les estaba reservado a ellos mañana. Pero inmersos en aquel grado de completo automatismo que he descrito, ninguna consideración podía impedirles ceder a las sugestiones que les hipnotizaban. El siguiente pasaje de las memorias de uno de ellos, Billaud-Varennes, es absolutamente típico a este respecto: las decisiones que tanto se nos reprochan, dice, no las queríamos casi nunca uno o dos días antes: era tan sólo la crisis la que las suscitaba. Nada es más justo.

Los mismos fenómenos de inconsciencia se manifestaron durante todas las borrascosas sesiones de la Convención.

Aprueban y decretan, dice Taine, aquello que les horroriza, no solamente las tonterías y las locuras, sino los crímenes, el asesinato de inocentes, el asesinato de sus amigos. Por unanimidad y entre los más vivos aplausos, la izquierda, unida a la derecha, envía al patíbulo a Danton, su jefe natural, el gran promotor y conductor de la Revolución. Por unanimidad y entre grandes aplausos, la derecha, unida a la izquierda, vota los peores decretos del gobierno revolucionario. Por unanimidad, entre gritos de admiración y entusiasmo, entre testimonios de apasionada simpatía por Collot D'Herbois, por Couthon y por Robespierre, la Convención sigue manteniendo, mediante reelecciones espontáneas y múltiples, al gobierno homicida que la Llanura detesta porque es homicida y que la Montaña detesta porque la diezma. Llanura y Montaña, la mayoría y la minoría, terminan por consentir en ayudar a su propio suicidio. El 22 de prairial, la Convención entera ofreció su cuello al verdugo; el 8 de thermidor, durante el primer cuarto de hora que siguió al discurso de Robespierre, volvió a ofrecerlo.

El cuadro puede parecer sombrío y sin embargo es exacto. Las asambleas parlamentarias, si están lo suficientemente excitadas e hipnotizadas, presentan las mismas características. Se convierten en un rebaño que obedece a todos los impulsos. La siguiente descripción de la Asamblea de 1848, debida a un parlamentario de indudable fe democrática, Spuller, y que reproduzco a partir de la Revue littéraire, es muy típica. En ella volvemos a encontrar todos los sentimientos exagerados que he descrito con respecto a las masas y aquella excesiva movilidad que permite pasar, de un momento a otro, por toda la gama de los sentimientos más contradictorios.

Las divisiones, los celos, las sospechas y, alternativamente, la confianza ciega y las ilimitadas esperanzas, han conducido a su ruina al partido republicano. Su ingenuidad y su candor no igualaban sino a su universal desconfianza. Ningún sentido de la legalidad, ningún sentido de la disciplina; terrores e ilusiones sin límites: el campesino y el niño coinciden en este punto. Su calma rivaliza con su impaciencia. Su salvajismo es parejo con su docilidad. Es lo propio de un temperamento aún no formado y de una educación ausente. Nada les asombra y todo les desconcierta. Temblorosos, llenos de miedo, intrépidos, heroicos, se arrojarán a través de las llamas y retrocederán ante una sombra.

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No conocen los efectos ni las relaciones de las cosas. Tan prestos al desánimo como a la exaltación, sujetos a todos los pánicos, siempre demasiado en alto o demasiado en bajo, jamás en el grado que es preciso y en la medida que conviene. Más fluidos que el agua, reflejan todos los colores y adoptan todas las formas. ¿Qué base de gobierno se podía esperar que se asentase en ellos?

Por fortuna, todas las características que se dan en las asambleas parlamentarias y que acabamos de describir no se manifiestan de un modo constante. No se convierten en masas sino en ciertos momentos. Los individuos que las componen consiguen conservar su individualidad en un gran número de casos y, por ello, una asamblea puede elaborar excelentes leyes técnicas. Cierto es que tales leyes son preparadas por un especialista en el silencio de su despacho y la ley votada es, en realidad, obra de un individuo y no ya de una asamblea. Estas leyes son, naturalmente, las mejores. No se convierten en desastrosas más que cuando una serie de desdichadas enmiendas las convierten en colectivas. La obra de una masa es siempre y en todo inferior a la de un individuo aislado. Tan sólo los especialistas salvan a las asambleas de adoptar medidas demasiado desordenadas e inexpertas. Se convierten entonces en líderes provisionales. La asamblea no actúa sobre ellos y ellos actúan sobre la asamblea.

Pese a todas las dificultades de su funcionamiento, las asambleas parlamentarias representan el mejor método encontrado hasta ahora por los pueblos para gobernarse y sobre todo para sustraerse lo más posible al yugo de las tiranías personales. Son desde luego el ideal de un gobierno, al menos para los filósofos, los pensadores, los escritores, los artistas y los sabios, en suma: para todo aquello que constituye la cima de una civilización.

No presentan, por otra parte, más que dos peligros serios: el despilfarro financiero forzado y una progresiva restricción de las libertades individuales.

El primero de tales riesgos es consecuencia forzosa de las exigencias y la imprevisión de las masas electorales. Si un miembro de una asamblea propone alguna medida que proporcione al parecer satisfacción a ideas democráticas, como la de asegurar, por ejemplo, pensiones a todos los obreros, aumentar los salarios de los peones camineros, de los maestros, etc., los demás diputados, sugestionados por el miedo a los electores, no osarán parecer desdeñar los intereses de estos últimos rechazando la medida propuesta. Saben, sin embargo, que gravará intensamente el presupuesto y hará precisa la creación de nuevos impuestos. Dudar en cuanto al voto es imposible. Mientras que las consecuencias del aumento de los gastos son a largo plazo y sin resultados molestos para ellos, las consecuencias de un voto negativo, por el contrario, podrían aparecer claramente el día en que haya que presentarse de nuevo ante el electorado.

A esta primera causa de exageración de los gastos se une otra, no menos imperativa: la obligación de aprobar todos los gastos de interés puramente local. Un diputado no se atrevería a oponerse, ya que también representan exigencias de los electores y todo diputado no puede obtener aquello que necesita su circunscripción sino a condición de ceder a análogas demandas por parte de sus colegas29.

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El segundo de los riesgos antes mencionados, la restricción forzosa de las libertades por las asambleas parlamentarias, menos visible en apariencia, es sin embargo muy real. Es el resultado de innumerables leyes, siempre restrictivas, cuyas consecuencias no advierten los parlamentos, con su espíritu simplista; leyes que se creen obligados a votar.

Este riesgo debe resultar inevitable, ya que la misma Inglaterra, donde existe seguramente el tipo más perfecto de régimen parlamentario y en la que el representante es más independiente con respecto a su elector, no ha logrado sustraerse al mismo. Herbert Spencer, en un trabajo suyo ya antiguo, demostró que el aumento de la libertad aparente tenía que ir seguido por una disminución de la libertad real. Insistiendo sobre la misma tesis en su libro El individuo contra el Estado, se expresa del modo siguiente acerca del parlamento inglés.

A partir de aquella época, la legislación ha seguido el curso que he indicado. Medidas dictatoriales, multiplicándose rápidamente, han tendido de manera constante a restringir las libertades individuales y ello de dos modos: se han establecido reglamentaciones, cuyo número aumenta de año en año, que imponen una restricción al ciudadano allí donde sus actuaciones eran antes completamente libres y le fuerzan a ejecutar actos que antes podía, cumplir o no, a voluntad. Al mismo tiempo unas cargas públicas cada vez más pesadas, sobre todo locales, han restringido su libertad, más aún disminuyendo aquella parte de sus ganancias que podría gastar a su gusto y aumentando la porción que se le deduce para invertirla con arreglo al criterio de los agentes públicos.

Esta reducción progresiva de libertades se manifiesta en todos los países bajo una forma especial que no ha sido indicada por Herbert Spencer: la creación de innumerables medidas legislativas, por lo general de orden restrictivo todas ellas, conduce forzosamente a

                                                            

29 En su número del 6 de abril de 1895, L'Économiste hacía una curiosa revisión de lo que pueden costar en un año estos gastos de interés puramente electoral, sobre todo los correspondientes a ferrocarriles. Para unir Langayes (villa de tres mil habitantes), situada en una montaña, a Puy, se vota un ferrocarril que costará quince millones. Para unir Beaumont (tres mil quinientos habitantes) a Castel-Sarrazin, siete millones. Para enlazar el pueblo de Ous (quinientos veintitrés habitantes) al de Seix (mil doscientos habitantes), siete millones. Para unir Prades a Olette (setecientos cuarenta y siete habitantes), seis millones, etc. Sólo en 1895 han sido aprobados noventa millones para ferrocarriles desprovistos de todo interés general. No son menos importantes otros gastos destinados a necesidades igualmente electorales. La ley sobre jubilaciones obreras costará muy pronto un mínimo anual de ciento sesenta y cinco millones, según el ministro de Hacienda y ochocientos millones según el académico Leroy-Beaulieu. La continúa progresión de tales gastos desembocará forzosamente en la quiebra. Son muchos los países de Europa que ya la padecen: Portugal, Grecia, España, Turquía; y otros los van a seguir muy pronto; pero no hay que preocuparse mucho, ya que el público ha aceptado sucesivamente sin grandes protestas la reducción de cuatro quintos en el pago de cupones por diversos países. Estas ingeniosas quiebras permiten reequilibrar instantáneamente los averiados presupuestos. Las guerras, el socialismo, las luchas económicas, nos preparan además otras catástrofes y en la época de universal disgregación en la que hemos entrado hay que resignarse a vivir día a día sin preocuparse demasiado por un mañana que no podemos prever.

aumentar el número, el poder y la influencia de los funcionarios encargados de aplicarlas. Dichos funcionarios tienden así a convertirse en los auténticos dueños de los países civilizados. Su poder es tanto mayor puesto que, dados los incesantes cambios de gobierno, sólo la casta administrativa, que escapa a dichos cambios, posee exclusivamente la irresponsabilidad, la impersonalidad y la perpetuidad. Pero de todos los despotismos, los más onerosos son los que se presentan bajo esta triple forma.

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La creación incesante de leyes y reglamentos restrictivos que rodean de los más bizantinos formulismos los menores actos de la vida tiene por fatal resultado el de ir limitando progresivamente la esfera dentro de la cual pueden moverse libremente los ciudadanos. Víctimas de la ilusión de que multiplicando las leyes quedan mejor aseguradas la igualdad y la libertad, los pueblos aceptan trabas cada día más pesadas.

Pero no las aceptan impunemente. Habituadas a soportar todos los yugos, muy pronto acaban buscándolos, perdiendo toda espontaneidad y energía. Ya no son más que sombras vanas, autómatas pasivos, sin voluntad, sin resistencia y sin fuerza.

Pero aquellos resortes que el hombre no encuentra en sí mismo debe buscarlos forzosamente en otra parte. Al ir en aumento la indiferencia y la impotencia de los ciudadanos, se ve obligado a aumentar más aún el papel de los gobiernos, ya que deben poseer forzosamente el espíritu de iniciativa, de comportamiento emprendedor que han perdido los particulares. Tienen que emprender, dirigir y proteger todo. El Estado se convierte entonces en un dios todopoderoso. Pero la experiencia enseña que el poder de tales divinidades no ha sido jamás muy duradero ni muy fuerte.

La progresiva restricción de todas las libertades en ciertos pueblos, pese a una licencia que les proporciona la ilusión de poseerlas, parece ser un resultado de su vejez, tanto como de un régimen cualquiera. Constituye uno de los síntomas precursores de aquella fase de decadencia a la que hasta ahora no ha podido escapar ninguna civilización.

A juzgar por las enseñanzas del pasado y por los síntomas que surgen en todas partes, varias de nuestras civilizaciones modernas han llegado al período de extrema vejez que precede a la decadencia. Determinadas evoluciones parecen darse fatalmente en todos los pueblos, pues vemos con cuanta frecuencia se repite su curso a lo largo de la historia.

Es fácil señalar sumariamente las fases de dichas evoluciones y con este resumen concluiremos nuestro libro.

Si consideramos en sus grandes líneas la génesis de la grandeza y de la decadencia de las civilizaciones que han precedido a la nuestra ¿qué es lo que vemos?

En la aurora de dichas civilizaciones, un conjunto base de hombres, de orígenes diversos, se reune por los azares de las migraciones, las invasiones y las conquistas. De sangres diversas, de lenguas y creencias igualmente distintas, dichos hombres no tienen más nexo común que la ley, reconocida a medias, de un jefe. En sus confusas aglomeraciones se dan, en su más alto grado, las características psicológicas de las masas. Tienen de estas últimas la cohesión momentánea, los heroísmos, las debilidades, los impulsos y las violencias. No hay en ellas nada estable. Son bárbaros.

Luego, el tiempo realiza su obra. La identidad de medios ambientes, la repetición de los cruzamientos, las necesidades de una vida común van actuando lentamente. La aglomeración de unidades diferentes comienza a fusionarse y a formar una raza, es decir: un agregado que posee características y sentimientos comunes, que la herencia irá fijando progresivamente. La masa se ha convertido en un pueblo y este pueblo va a poder salir de la barbarie.

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Sin embargo, no saldrá de la misma sino cuando, después de prolongados esfuerzos, luchas incensantemente repetidas e innumerables comienzos haya adquirido un ideal. Poco importa su naturaleza. Ya se trate del culto a Roma, del poderío de Atenas o del triunfo de Alá, bastará para dotar a todos los individuos de la raza en vías de formación de una perfecta unidad de sentimientos y pensamientos.

Puede nacer, entonces, una nueva civilización, con sus instituciones, creencias y artes. Impulsada por su sueño, la raza adquirirá sucesivamente todo aquello que proporciona esplendor, fuerza y grandeza. Será todavía masa, sin duda, en determinados momentos, pero tras las características móviles y cambiantes de las masas estará aquel estrato sólido, el alma de la raza, que limita estrechamente las oscilaciones de un pueblo y regula el azar.

Pero, tras haber ejercido su acción creadora, el tiempo comienza aquella obra de destrucción a la que no escapan los dioses ni los hombres. Llegada a un cierto nivel de poderío y complejidad, la civilización cesa de crecer y, a partir de este momento, está condenada a declinar rápidamente. Muy pronto va a sonar la hora de su senectud.

Tal hora inevitable está señalada siempre por el debilitamiento del ideal que mantenía al alma de la raza. A medida que dicho ideal palidece, todos los edificios religiosos, políticos o sociales que inspiraba comienzan a resquebrajarse.

Con el progresivo desvanecimiento de su ideal, la raza va perdiendo cada vez más aquello que mantenía su cohesión, su unidad y su fuerza. El individuo puede crecer aún en cuanto a personalidad e inteligencia, pero también, al mismo tiempo, el egoísmo colectivo de la raza es sustituido por un excesivo desarrollo del egoísmo individual, acompañado por el debilitamiento del carácter y la disminución de las aptitudes para la acción. Aquello que constituía un pueblo, una unidad, un bloque, concluye por convertirse en una aglomeración de individuos sin cohesión y que aún mantienen artificialmente durante algún tiempo las tradiciones y las instituciones. Entonces, divididos por sus intereses y sus aspiraciones, no sabiendo ya gobernarse, los hombres piden que se les dirija hasta en sus menores actos y el Estado ejerce su absorbente influencia.

Con la definitiva pérdida del antiguo ideal, la raza concluye perdiendo también su alma. Ya no es sino un conjunto sin valor de individuos aislados y retorna a lo que era en su punto de partida: una masa. Presenta todas sus características transitorias, sin consistencia y sin mañana. La civilización carece ya de solidez y cae a merced de todos los azares. La plebe es reina y los bárbaros avanzan. La civilización puede parecer aún brillante, puesto que conserva la fachada exterior creada por un prolongado pasado, pero en realidad se trata de un edificio en ruinas que no está sostenido ya por nada y que se hundirá a la primera tormenta.

Pasar de la barbarie a la civilización persiguiendo un sueño, declinar y morir luego, cuando dicho sueño ha perdido su fuerza, éste es el ciclo de la vida de un pueblo.