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José Ferrater Mora: Indagaciones sobre el lenguaje El Libro de Bolsillo Alianza Editorial Madrid

Indagaciones sobre el lenguaje. LINGUISTICA FILOSOFIA DEL LENGUAJE SEMANTICA SINTAXIS

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Indagaciones sobre el lenguaje alianza editorial (1970). LINGUISTICA FILOSOFIA DEL LENGUAJE MORFOLOGIA SEMANTICA SINTAXIS

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José Ferrater Mora: Indagaciones sobre el lenguaje

El Libro de Bolsillo Alianza Editorial

Madrid

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© José Ferrater Mora, 1970 © Alianza Editorial, S. A., Madrid 1970

Calle Milán, 38; ^ 2 0 0 0045 Depósito legal; M. 804 - 1970 Cubierta: Daniel GilImpreso en España por Ediciones Gistilla, S. A. Calle Maestro Alonso, 21. Madrid Printed in Spain

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Le langage est }a maison dans laquelJe l’hom- mc habite.

Juliette, en la película de Jean-Luc Godard, Deux ou Irols cboses que je sais ¿'elle.

Is it possiblc to describe anything accurate- ly?... The answer is, like so many answers to important questions, neither yes ñor no.

Gore Vida], Myra Bréckinridge.

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1. Cuestiones lingüísticas

1 .

¿Qué pueden decir los filósofos sobre el lenguaje que no lo hayan dicho, o puedan decirlo, los lingüistas, psicó­logos, sociólogos, antropólogos, etc.?

Esta pregunta es una variante de muchas otras: ¿Qué pueden decir los filósofos sobre el hombre que no pue­dan decirlo los biólogos, arqueólogos, economistas, his­toriadores? ¿Qué pueden decir los filósofos sobre el mundo físico que no puedan decirlo los físicos, químicos, geólogos, astrónomos? Etc., etc.

Los filósofos no tienen por qué decir nada de las co­sas que dicen, o puedan decir, quienes, para abreviar, llamaremos «científicos». La filosofía no es, ni hace falta que sea, una ciencia, rigurosa o laxa, exacta o inexacta. Los filósofos no tienen tampoco por qué sentar normas para la acción, dar instrucciones para la manufactura de objetos o echar ia volar la fantasía en la producción de obras de arte. No tienen, en suma, por qué decir o hacer ninguna de las cosas que dicen o hacen quienes no sean

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filósofos. En vista de lo cual es lícito preguntarse si los filósofos no tendrán más remedio que jubilarse.

Esperamos que no. Por lo pronto, pueden (y deben) plantear cuestiones que normalmente no se les ocurren a quienes no practican su oficio. No son cuestiones arca­nas ni herméticas ni relativas a asuntos de los que se supone que los demás seres humanos no tienen noticia. Por el contrario: son cuestiones y asuntos que todos los seres humanos pueden plantearse cuando se hacen cues­tión de sus actividades. El «mundo de los filósofos» es el mundo de todos, sólo que hirviendo en cuestiones. Estoy rodeado de lo que llamo «cosas» — piedras, flores, sillas— , mas ¿por qué las llamo «cosas»? En algún sen­tido, la razón me sobra, pero en otro sentido la noción de «cosa» — y, en general, de «objeto»— es cuestiona­ble. ¿Son también cosas los colores? ¿E s el azul de la silla azul un dato sensible? Estoy viviendo en una comu­nidad que juzga punible matar al prójimo (aunque a ve­ces, ¿quién lo entiende?, lo estima loable si el prójimo es miembro de una clase o colectividad llamada «el ene­migo»), y que aduce a tal efecto múltiples razones o principios: lo prohíbe Dios, la autoridad, la ley natural, etcétera. Ninguno de estos principios o razones me parecen satisfactorios, pero no alcanzo a vislumbrar otros que lo sean. Pues la verdad es que no hay respuesta sa­tisfactoria; sólo hay cuestión, a la que sin cesar se da vueltas.

Esos son ejemplos de una vasta familia de cuestiones que, en puridad, no son cuestiones, sino perplejidades. Para enfrentarme con ellas pongo en marcha un tipo de actividad filosófica que se llama «analítica». En muchos casos es una actividad lingüística — quiero decir, consis­te en escrutar expresiones y modos de decir que, por un lado, resultan sospechosos, o engañosos, pero que, por otro, muestran ser adecuados si se los coloca en un de­terminado contexto — el cual resulta ser a su vez cues­tionable— . En otros casos es una actividad que cabe lla­mar «fenomenológica» y que consiste en examinar mo­dos de ver que parecen impropios cuando no tengo en

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1. Cuestiones lingüísticas 11

cuenta la correspondiente — y también cuestionable— perspectiva. Grande es la tentación de confrontar los alu­didos modos de decir o de ver con algún modo principal de ver o de decir que sea un patrón para enjuiciar todos los demás, pero, a menos que haga trampa, no lo encuen­tro en ninguna parte. Es asimismo grande la tentación de concluir que todos los modos de decir y de ver son justificados en sus pertinentes contextos y perspectivas, pero no hay razón para que los propios contextos y pers­pectivas permanezcan a salvo. Haga lo que haga, queda­rá siempre un remanente de perplejidad que no consigo extirpar y con el cual, a pesar de todo, sigo batallando.

En el curso de este batallar pongo en claro cuestiones, mas no necesariamente para resolverlas; a menudo mis aclaraciones me hacen rebotar sobre nuevas perplejida­des. En todo caso, en el proceso de la actividad analítica no logro descubrir nada que previamente no sepa, o pue­da saber — nada que me sea revelado simplemente por medio de mi análisis— . En este sentido es legítimo afir­mar que la filosofía no dice, ni puede, ni tiene por qué, decir nada de nada, esto es, nada de ninguna «cosa». La filosofía no es, pues, estrictamente hablando, una activi­dad cognoscitiva. Cierto que mientras pienso filosófica­mente puedo tener atisbos de realidades, y sería impru­dente desdeñarlos, pero no se me ocurrirá creer que son algo más que atisbos. Tan pronto como dejan de serlo, se convierten en conocimientos y dejan eo ipso de ser materia de indagación filosófica.

Al plantear y dilucidar cuestiones no puedo, en tanto que filósofo, prescindir de armar conceptos. Esto ocurre también en actividades no filosóficas — por ejemplo, en las ciencias— , pero mi conceptuación filosófica difiere de las no filosóficas en un punto importante: los conceptos que armo no tienen por objeto servir de andamiajes para una estructura cognoscitiva de la que se pueda enunciar que es verdadera o falsa, demostrable o indemostrable, probable o implausible. Pero entonces, ¿no será mi aná­lisis filosófico una pura vaciedad? Con la excusa de que no tiene alcance cognoscitivo (o, en otra esfera, no sienta

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normas para la acción humana), ¿no me habré colocado tan fuera y aparte de todo que no pueda, literalmente, decir nada?

Al comparar las tareas del filósofo de la ciencia con las-del científico, Stephen Toulm in1 ha indicado que mientras el lenguaje del primero es el del espectador, el del segundo es el del participante. Esta distinción mere­ce ser ampliada. El filósofo de la ciencia no se ocupa, como el científico, de realidades; sin embargo, plantea en el lenguaje del espectador — de un espectador por lo ge­neral bastante bien informado— cuestiones que, en su lenguaje de participante, formula el científico. Análoga­mente, el filósofo tout court actúa de «espectador» con respecto a todos los «participantes» — incluyéndose a sí mismo en la medida en que participa en alguna activi­dad, y especialmente en alguna actividad cognoscitiva;— . Hay que reconocer que el filósofo es un espectador bas­tante sui generis, porque propone «modos de ver» que no son de la incumbencia del participante. Tales modos de ver son tan sui generis como el espectador que los propone, porque no aspiran a constituirse en cuerpos de conocimientos. Más que decirnos cómo es, o podría ser, el mundo, los modos de ver filosóficos ponen en entre­dicho todos los modos de ver el mundo. Se ha dicho que la tarea de la filosofía no es resolver problemas, sino di­solverlos. Sería más adecuado decir que no es instituir estructuras conceptuales, antes ablandar (mediante aná­lisis conceptual, que otra vía no hay) las ya existentes 2. De este modo la filosofía puede seguir siendo fiel al in­cesante planteo de cuestiones. Es cierto que los concep­tos armados por los filósofos se congelan a veces en «posiciones» — posiciones llamadas «dualismo», «feno- menismo», «escepticismo», etc.— , pero ninguna de ellas resulta jamás definitiva. De lo contrario, las posiciones se convertirían en dogmas en vez de ser lo que, a la postre, son: haces, más o menos bien ligados, de cues­tiones.

No olvido que ciertas operaciones filosóficas tienen un aire asaz dogmático. Así ocurre cuando se toman dccisio-

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I. Cuestiones lingüísticos 13

nes «de principio», y específicamente cuando se adopta un «compromiso ontológico», o un «criterio de compro­miso ontológico». Sin embargo, ni siquiera en estos casos se trata de elegir un patrón supuestamente absoluto en virtud del cual se enjuicien inapelablemente todos los modos de ver y de decir. Las «decisiones filosóficas» no tienen por qué ser caprichosas; puede no alcanzar a dar­se en un momento dado razón de ellas, pero tienen que ser de todos modos «razonables». Los «principios» (o su­puestos) sólo son dignos de mantenerse si se está dis­puesto a hurgar constantemente en ellos. Ninguna «de­cisión», ningún «supuesto», ninguna «creencia» puede ser en filosofía asunto definitivo; lo que dentro de un determinado marco conceptual ejerce el papel de princi­pio o de supuesto, deja de serlo dentro de otro marco.

Ejecutar una de las operaciones indicadas es más bien como trazar un mapa con el fin de averiguar qué rutas caben en él. El filósofo usa al efecto «materiales» proce­dentes de actividades no filosóficas; puede decirse, pues, que trabaja sobre datos previos, que son resultados de estudios empíricos y de experiencias en principio acce­sibles a todos. Así, en lo que toca al lenguaje, el filósofo tiene (o debe tener) en cuenta gran copia de «materia­les»: resultados de investigaciones lingüísticas, observa­ciones sobre los diversos modos de comunicación huma­na, experiencias propias en el uso de una o más lenguas. La mayor o menor atención prestada a tal o cual conjun­to de «materiales» condiciona la especie de análisis filo­sófico practicado. Cabe atenerse principalmente a in­vestigaciones y teorías lingüísticas; escrutar ciertas ex­presiones en un lenguaje corriente; estudiar analogías y contrastes entre lenguajes formales e «informales»; dilu­cidar problemas suscitados por la teoría de la información; clasificar funciones lingüísticas; examinar usos poéticos; explorar los diversos aspectos de la comunicación huma­na en contextos históricos y sociales, etc. En algunos ca­sos — como en el último— los «materiales» son especial­mente abundantes, porque se hallan estrechamente tra­bados con factores personales, sociales y políticos, cuya

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complejidad es notoria. Piénsese sólo en una situación tí­pica: la mecanización y ritualización del lenguaje en una sociedad (o ciertos estratos de ella), que pueden ser acep­tados como indispensables o beneficiosos (tal, el movi­miento de la «máquina de hablar» que describió Tolstói bajo la forma de una reunión mundana)3 o ser denuncia­dos como degradantes o inauténticos. Aun en estos casos, sin embargo, el filósofo tiene que operar analíticamente con los materiales dados. Tanto más tiene que hacerlo, pues, cuando sus «materiales» son de índole más direc­tamente lingüística, esto es, cuando tiene en cuenta las investigaciones de los lingüistas; o se ocupa de los pro­blemas que suscitan ciertas expresiones en un lenguaje corriente; o se propone clasificar funciones lingüísticas.

El uso de «materiales» procedentes de actividades no filosóficas no tiene por qué llevar al filósofo a bosquejar ninguna teoría general del lenguaje capaz de dar cuenta de todos los hechos lingüísticos, o siquiera de justificar o validar epistemológicamente enunciados acerca de hechos lingüísticos. Aun si semejante teoría general del lenguaje fuese posible, no sería filosófica. Por otro lado, no es tam­poco tarea filosófica formular enunciados empíricos o descriptivos. Lo que hace el filósofo con los «materiales» en cuestión es categorizarlos. En alguna medida, el mo­delo de trabajo filosófico es el que oportunamente indicó Kant: la filosofía es «trascendental» en tanto que su «ob­jeto» no son realidades, y menos todavía «supra» o «ul­tra» realidades, sino posibilidades de conocimiento de (y de acción sobre) realidades. E l hecho de que cuanto el filósofo alcance a decir sea falible y rectificable, no lo hace menos «categorial» y «universal». A diferencia de Kant, sin embargo, no parece razonable insistir sobre sistemas de categorías, y menos aun sobre sistemas com­pletos de ellas. Además, las categorías — las conceptua- ciones— filosóficas no rigen necesariamente la experien­cia, como si estuviesen en la base de ella, o fuera de ella. Categorizar materiales es simplemente examinar que co­nexiones necesarias pueden darse dentro de esferas de­terminadas de «datos». Ello ocurre especialmente cuan­

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1. Cuestiones lingüísticas 15

do los materiales sobre los cuales se trabaja proceden de investigaciones lingüísticas de índole descriptiva, o de estudios «informales» de un lenguaje corriente.

No está excluido que el análisis filosófico sea algo más ambicioso. Sin pretender «imponer» condiciones de co­nocimiento de realidades — y no digamos de condiciones de existencia de las propias realidades— , el filósofo pue­de ir extendiendo el ámbito de sus categorizaciones, or­ganizando éstas en perspectivas amplias. En esta coyun­tura pueden irrumpir nociones o supuestos «metafísicos», pero éstos pierden su aire de especulación gratuita — y hasta su carácter «metafísico»—- cuando con las perspec­tivas de referencia se aspira sólo a hacer ver, o ver me­jor, desde algún nuevo punto de vista, lo mismo que ya se conocía. Las perspectivas resultantes pueden ser muy variadas, pero ello no es ningún argumento contra ellas; es una de las pocas plausibles razones que pueden ofre­cerse para seguir admitiéndolas como «hipótesis de tra­bajo».

2

El cultivo de la filosofía, cuando no se es demasiado ingenuo, o no se obra de mala fe, suele engendrar en el ánimo del cultivador un constante sentimiento de frus­tración.

En ausencia de patrones, esquemas, modelos, sistemas e hilos conductores supuestamente definitivos, el filósofo tiene la impresión de estar navegando a la deriva o de estar metido en un laberinto. Pronto descubre que, ape­nas se vislumbra una salida del laberinto, ya está metido hasta el cogollo en otro; que no hay idea filosófica que, a poco de servirse de ella, no empiece a deslustrarse; que, desde el mismo instante en. que alcanza una posición, ya está flaqueando; que aunque hay muchos argumentos en filosofía, ninguno constituye prueba; que no parece ha­ber, en suma, donde agarrarse.

No es sorprendente que de vez' en vez los filósofos se

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sientan desilusionados, y hasta amargados. ¿Quién me metió a mí en la filosofía? Mejor me hubiera ido de ha­berme consagrado a la química, a la psicología experi­mental, o a la planificación urbana. En estas, y en todas, las actividades se puede fracasar, pero las actividades mismas parecen estar a salvo del fracaso. Cabe pasar años en un laboratorio para determinar qué enzimas controlan la descomposición de la urea y no obtener ningún resul­tado apreciable. Mala suerte, o falta de talento, o esca­sez de medios, pero no por ello se va a desconfiar de la bioquímica. Se puede construir un puente y desplomarse en el momento de su inauguración. Asunto grave, mate­rial y moralmente, pero no suficiente para dar al traste con la ingeniería de puentes. En filosofía, en cambio, no se sabe nunca bien si lo que fracasa es el filósofo o la propia filosofía — en cuyo caso... Por eso los filósofos abrigan a veces la sospecha de que lo son por razones similares a las que, según un político español de antaño, hace que los españoles sean españoles: «serán filósofos... los que no puedan ser otra cosa» — lo que es magro con­suelo, inclusive cuando engendra, por reacción, la cada día más justamente desacreditada «soberbia filosófica».

Puede alegarse que no hay para tanto, y que las cues­tiones filosóficas no son indomeñables. Por ejemplo, cabe zafarse de un problema para el cual no se encuentra sa­lida arrinconándolo y abordando otro. E s una operación que se practica con alguna frecuencia; basta recorrer las publicaciones filosóficas de muchos períodos para adver­tir que se terminó con ciertas cuestiones sobre las que se había debatido interminablemente de un modo harto sencillo: dándoles la puntilla. Durante una época más o menos dilatada vemos a legiones de filósofos batallar en­carnizadamente en torno a un problema. De súbito, éste se eclipsa; parece como si se hubiese producido un esta­do de cansancio general, una imperiosa necesidad de cam­biar de postura. Sin embargo, las cosas no se arreglan tan llanamente. Los problemas cambian, pero la sen­sación de seguir en un laberinto permanece. Por si ello fuera poco, se descubre que ciertos problemas son

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tenaces y gozan de tan larga vida como la propia filoso­fía: el supuesto «nuevo problema» revela ser con fre­cuencia un aspecto distinto de un problema añejo. Algu­nos problemas filosóficos se parecen a los «posibles» leib- nizianos: se codean unos a otros como si se afanaran por reaparecer tan pronto como las condiciones sean pro­picias.

La frustración filosófica es muy explicable, y hasta de­seable, si permite recordar al filósofo que su tarea no es resolver problemas o dar con soluciones definitivas. A este efecto las llamadas «cuestiones lingüísticas» pueden pres­tar señalado servicio. No son cuestiones tras las cuales uno se parapeta cuando quieren evitarse jaquecas filosó­ficas. Algunos han creído que tales jaquecas las engen­dran exclusivamente cuestiones como «el sentido del ser», «la estructura de la realidad», «la condición del hombre» y otros temas oceánicos, y que basta «limitarse» a asuntos menos ostentosos para andar más sobre seguro. Quienes tal creen no están muy familiarizados con estas lides. Las «cuestiones lingüísticas» pueden ser mayores o menores, pero en cuanto a arduas, pocas las ganan. Has­ta es posible que produzcan más frustraciones que otras para las cuales se tiende a forjar prontamente soluciones perentorias.

Una de las cosas que se aprenden cuando se filosofa «lingüísticamente» es a andar con pies de plomo. Esta indudable virtud no se ve siempre libre de una serie de vicios; a fuerza de afinar y calibrar se degenera a veces en meros altercados, en los cuales lo que parece importar es hacerle la contra a alguien, que no ha tenido en cuen­ta tal o cual subdistinción dentro de alguna distinción ya de suyo harto alambicada. El querellante tiene a me­nudo razón, pero sólo porque no se ha limitado a dejar de ver el bosque, mas no ve ni siquiera el árbol. Por ejemplo, pueden encontrarse «peros» a la distinción ya clásica entre uso y mención de los signos 4. Casos hay en los que esta distinción falla, y otros en los que resulta inútilmente pedante. No obstante, sería ilusorio creer que tales «peros» desbaratan para siempre la distinción de

1. Cuestiones lingüísticas

Ferratcr Mora, 2

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referencia; lo cierto es que únicamente cuando se descu­bre alguna otra distinción más capital, puede la que está en litigio ser condenada. Y aun entonces lo que suele ocurrir es que la tesis disputada quede «absorbida», no eliminada totalmente. Hay que tener en cuenta esta situa­ción en casi todos los debates sobre cuestiones lingüísti­cas realmente básicas para no perderse en una maraña inextricable. Se puede mostrar inclusive que ciertas tesis contrarias llevan en cada caso a situaciones irreparables: afirmar, pongamos por caso, que los nombres propios tie­nen significado (o «sentido») no parece ni mejor ni peor que negar que lo tengan. Pero ello sugiere que, aunque hay que seguir andando con pies de plomo, no se debe perder demasiado tiempo en reyertas que pueden dis­traer de lo que está en discusión.

3

En filosofía cabe tratar lingüísticamente cuestiones muy diversas: algunas de ellas son lingüísticas y otras no. En­tre las primeras, unas son cuestiones concernientes al lenguaje y otras son cuestiones suscitadas por el lengua­je. Correlativamente, algunas cuestiones lingüísticas pue­den ser tratadas alingüísticamente — queremos decir, no fuera de todo lenguaje— sino simplemente teniendo sobre todo en cuenta factores extralingüísticos.

No es siempre fácil precisar qué tipos de cuestiones se tratan, y hasta qué tipo de pensar filosófico se practica para tratarlas. La llamada por antonomasia «filosofía lin­güística» no siempre hace uso de análisis estrictamente lingüísticos. En rigor, el adjetivo ‘lingüístico’ describe menos un tipo bien preciso de filosofía o un conjunto bien circunscrito de cuestiones, que un determinado tono filosófico y una cierta preferencia por ciertos temas. Des­de este ángulo, la filosofía que se practica en este libro y las cuestiones en él tratadas pueden ser llamadas «lin­güísticas».

Con esto no se ha dicho todavía mucho, primero por­

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1. Cuestiones lingüísticas 19

que la expresión 'filosofía lingüística’ sigue siendo vaga, y segundo porque no estamos aún en claro respecto a qué cuestiones cabe llamar, más estrictamente, «lingüísticas».

Las que así llamamos en esta obra no son siempre de data reciente, pero figuran de modo prominente en una parte considerable de la literatura filosófica contemporá­nea que se ha dado en calificar de «analítica». No por ello desdeñamos otras cuestiones, y aun otros aspectos de las cuestiones lingüísticas propiamente dichas, pero no tene­mos más remedio que delimitar nuestro campo.

‘¿Dónde cae el edificio central de correos?’, ‘Te pro­meto pagarte mañana’, ‘La filosofía me aburre’, ‘Todos los hombres son mortales’, ‘Hay unicornios en la Puerta del Sol’, ‘Juan cree que los platillos volantes transportan legiones de marcianos’, ‘Quienes creen en Dios no se han enterado de que Dios ha muerto’, ‘Tengo el placer de anunciarte la boda de mi hija’, ‘Morir significa dejar de vivir’, 'No se puede saber que la nieve es blanca si es falso que la nieve sea blanca’, ‘«Fum o» puede querer decir que estoy fumando y también que suelo fumar; en español, la primera persona del presente de indicativo del verbo «fumar» puede expresar dos tipos distintos de acción verbal’, ‘Decir que las golondrinas son reales equivale a decir que hay por lo menos una golondrina en alguna parte’, ‘París es la capital de Francia’ : he aquí algunos entre muchos otros posibles ejemplos de expre­siones que plantean problemas dignos de nota. Nada más que el adecuado tratamiento de dos o tres de ellos bastaría para llenar un abultado mamotreto. En un ejem­plo transparece la cuestión de las oraciones indirectas; en otro, el problema de si ciertas expresiones son o no a la vez actos lingüísticos; en otro, la cuestión de si una descripción identificadora está o no ligada al nombre pro­pio que identifica descriptivamente. Lo que todos estos ejemplos tienen en común es el poder recurrir a ellos para examinar cuestiones suscitadas por el lenguaje (o un lenguaje), las cuales pueden convertirse a su vez en cuestiones concernientes al lenguaje. En todos importa, de consiguiente, su dimensión lingüística. Esta puede ser

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examinada desde sus respectivos puntos de mira por lógicos, psicólogos, antropólogos y, por descontado, lin­güistas, pero nuestra intención es ver lo que tales ejem­plos — o las cuestiones para cuyo tratamiento se adu­cen— dan de sí filosóficamente. A este efecto nos atendremos a las especificaciones antes señaladas, y en particular a la que consiste en adoptar el punto de vista del «espectador» con relación a todos los «participantes». Con ello no pretendemos deslindar siempre claramente entre dichos puntos de vista por varias razones, entre las cuales destacan éstas: primero, los «participantes» y los «espectadores» usan el mismo lenguaje; segundo, y sobre todo, no se puede salir del lenguaje para hablar sobre él. Se puede pasar de una lengua a otra — y este paso es a menudo muy iluminativo— , pero no se puede pres­cindir de toda lengua y del andamiaje conceptual en ella implicado.

Nos ocuparemos en este libro de algunos de los pro­blemas antes aludidos, y de otros aun no mencionados, pero no pretendemos abarcar todas sus vertientes. Ello sería demasiado y, a la vez, paradójicamente, demasiado poco.

Sería demasiado, porque nos obligaría a enzarzarnos en discusiones interminables con tal copia de casos, ex­cepciones y distinciones que pronto acabaríamos estran­gulados por nuestro propio «material». Es lo que ocurrió a menudo en lo que J . R. Searle ha llamado «la filosofía lingüística clásica» (de 1950 a 1960 aproximadamente)5 y que ha ido siendo menos común en los últimos años. No sugerimos que los detalles y los refinamientos no cuen­ten. Algunos cuentan mucho, y hay que prestarles la atención debida, pero otros, seamos sinceros, no tanto. Así, por ejemplo, el verbo ‘preguntar’ puede poseer, como hoy se dice, una «fuerza» distinta del verbo ‘que­darse perplejo’, pero sería hilar demasiado delgado medir «grados de fuerza», los cuales estarían siempre ligados, además, a situaciones concretas que habría que describir en cada caso y que podrían multiplicarse al infinito. Está en su punto tener en cuenta la existencia de situaciones

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1. Cuestiones lingüísticas 21

lingüísticas, pero no es razonable incrementarlas más de lo necesario. Es justo también plantearse cuestiones filo­sóficas a base de expresiones en una determinada lengua, pero no lo es tomar tal lengua como paradigma de todas ias otras. En este sentido, habrá que moverse entre dos situaciones distintas y que parecen incompatibles.

Por un lado, ciertas cuestiones filosóficas que surgen dentro de una lengua no surgen en otra. Ello sucede no sólo en tanto que, como se dice a veces, una lengua (o, más generalmente, un tipo de lengua) expresa ciertos modos de ver y conceptualizar el mundo, sino también, y más específicamente, en tanto que ciertas expresiones que pueden conducir a conclusiones erróneas en la len­gua í (o en un tipo de lengua A ) no conducen a tales conclusiones en la lengua b (o en un tipo de lengua B ). Los casos más notables al respecto se presentan cuando se comparan ciertas expresiones en dos lenguas estruc­turalmente muy diferentes (por ejemplo, entre el alemán y el árabe, o entre cualquiera de ellos y el chino). Hay que tener en cuenta algunas de estas diferencias, o algu­nas diferencias típicas de esta índole, para evitar caer en el provincianismo lingüístico.

Por otro lado, hay que tener presente que numerosas expresiones en lenguas diversas pueden funcionar de la misma manera, de suerte que lo que filosóficamente (y hasta semánticamente) importa no es la expresión misma, sino su función — digamos, su «concepto»— . Así, ‘ todo’, alies y omitís funcionan del mismo modo en las lenguas respectivas y expresan, por tanto, el mismo «con­cepto». Es cierto que a veces inclusive términos similares en dos lenguas no demasiado alejadas entre sí tienen sentidos diversos; recuérdese la alharaca que se armó, tiempo ha, en una reunión de la Sociedad de Naciones cuando un delegado británico dijo del discurso de un dele­gado de otra nación que era fastidious. Fastidious no quiere decir «fastidioso», sino algo así como «muy de­tallado» y «pormenorizado». Pero ello no impide tradu­cir fastidious a otra lengua, ni tampoco ‘fastidioso’ al inglés. En general, las lenguas son mucho más intertra-

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ducíbles de lo que se supone — aunque esta intertraduci- bilidad requiere a menudo habilidad y esfuerzo— . Ade­más, es característico de una lengua corregir de algún modo sus propias «deficiencias» con respecto a otra. Una lengua puede no poseer morfemas para indicar el plural, pero ello no le quita necesariamente la posibilidad de expresarlo; puede hacerlo mediante la anteposición, o yuxtaposición, a un nombre de un adjetivo, o de una locución (‘muchos’, ‘más de uno’, etc.). Ninguna lengua hace exactamente lo mismo que otra — de lo contrario, no se entendería por qué hay tantas, a menos que cada una sea considerada como «especialmente apta» para deter­minados propósitos— . Pero los que usan una lengua pueden ingeniárselas para hacerle desempeñar tareas para las cuales no estaba originariamente «dotada». Los tra­ductores avezados saben bastante de ello. Sin duda que el grado de traducibilidad no es el mismo en todos los niveles y aspectos de una lengua. Muchas expresiones idiomáticas y (por razones distintas) expresiones poéticas son de traducción difícil. A veces sucede también que una lengua carezca de términos para exhibir «conceptos» que en otra lengua resultan muy básicos, pero no por ello son radicalmente inexpresables en la última.

Indicamos antes que tratar de explorar todas las ver­tientes de cada uno de los problemas dilucidados sería demasiado, pero a la vez demasiado poco. Hay otros problemas además de los aquí más circunstanciadamente explorados. Ya en la discusión de problemas «normales» en filosofía lingüística se topa a menudo con cuestiones que envuelven muy variados aspectos. Hablar de «jue­gos lingüísticos» es hablar también de «modos de vida» — que es lo que, en último término, se declara que son tales «juegos»— ; preguntar si ‘es real’ es o no un predicado es formular una cuestión central ontológi- ca, a la vez que lógica y lingüística; dilucidar la función de expresiones como ‘esto’, ‘yo’, ‘aquí’, etc. equivale no sólo a debatir si estos términos indican mas no nombran, sino también a tocar un punto de evidente interés epis­temológico. Etc., etc.

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1. Cuestiones lingüísticas 23

La lista de problemas que se suscitan en relación con el tratamiento de «cuestiones lingüísticas» es larga: las funciones sociales del lenguaje; la autenticidad, inauten­ticidad, buena fe o mala fe en la comunicación; el papel que a veces puede desempeñar el silencio en el inter­cambio verbal 6; los modos de hablar indirectos (no sólo las oraciones indirectas); los lenguajes artísticos aver­bales y su comparación con los verbales, etc. Muy im­portantes aspectos de la existencia humana pueden acla­rarse en función del tipo de práctica que va ligada con el lenguaje y de los intereses que determinan u orientan usos lingüísticos. Con ello se relacionan los problemas que suscitan ciertas formas de comunicación — incluyen­do la llamada «pseudo-comunicación»— cuando se des­tacan los factores interpersonales y sociales de las mismas. Se ha puesto de relieve, por ejemplo, que en ciertos casos la «mecanización» de la comunicación es causa (o efecto) de un tipo de sociedad que consigue esclavizar a sus miembros con pleno consentimiento de éstos. De tal modo, se intensifica la inautenticidad y a la vez se abren las compuertas para reacciones que, a primera vista, pue­den resultar «chocantes», pero que son harto «compren­sibles» — la práctica casi sistemática del desenfreno ver­bal, destinado a romper las convenciones y a protestar contra «el empobrecimiento de la comunicación».

Una vez reconocida la copia de problemas que se sus­citan al ocuparse del lenguaje es menester, sin embargo, ser un tanto morigerado. Rozar algunos de estos proble­mas cuando se presente la ocasión está muy en su punto. Lo está inclusive explorar cuestiones lingüísticas con propósitos algo más «especulativos» siempre que ello se haga sin descuidar los aspectos más propiamente lingüísticos de tales cuestiones — como lo ha hecho, por ejemplo, Paul Ricoeur al proponer una «meditación de la palabra» a base de pasar del carácter «cerrado» del universo de signos al carácter «abierto» del discurso7. No es éste el camino que seguiremos en este libro, lin­güísticamente orientado en dos sentidos: por ser «filo­sofía lingüística» y por atender a problemas tratados por

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la lingüística. Ello es más de lo que parece a primera vista. Herbert Marcuse ha acusado a los filósofos lingüís­ticos de tratar de mantener el statu quo alegando que si el lenguaje corriente «está bien tal como está» no parece que valga la pena esforzarse por cambiar nada de é l 8. Esto es tomar el rábano por la hojas. Decir que ‘La horca está al final del patio' puede describirse o ana­lizarse de modo similar a ‘La escoba está en la esquina’ no equivale a decir que vivimos en un mundo en el cual no importa nada que haya horcas al final de-patios o escobas en las esquinas. Lo único que con ello se dice es que no es menester descomponer dichas oraciones en supuestos elementos componentes, que serían nombres de «objetos»: ‘El mango está en la esquina y el manojo está en la esquina’, ‘Los dos palos hincados en la tierra están al final del patio y el palo encima trabando los dos está al final del patio’. ¿Qué statu quo se mantiene con ello? Es posible que a algunos filósofos lingüísticos no les inte­rese saber si hay o no horcas, o para qué se arman, pero esto no tiene nada que ver con que sus análisis sean más o menos adecuados. Afirmar, como Wittgcnstein, que «si las palabras ‘lenguaje’, ‘experiencia’, ‘mundo’ tienen algún uso, tiene que ser tan humilde como el de las palabras ‘mesa’, ‘lámpara’, ‘puerta’» 9 no es defender ningún sistema de gobierno. Se dirá que ahí radica el mal, pero no veo que un aviso contra navegaciones filosó­ficas estratosféricas impida a nadie defender o atacar ningún gobierno o sistema social. No hay el menor in­conveniente en que los términos ‘libertad’ y ‘justicia’ tengan un uso «humilde» — lo que quiere decir, a la postre, que tengan el uso que les compete y no uno que subrepticiamente se les insufle— y sean a la vez «palabras mayores», dignas de que se haga algo para llenarlas de contenido.

No todos los filósofos lingüísticos están libres de ta­chas. Algunos han abierto tanto las puertas a una especie de «pluralismo verbal» y extremo «contextualismo» que han terminado por dar cabida a mucho que merece se­vero escrutinio. Puede mencionarse al efecto el «entu-

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]. Cuestiones lingüísticas 25

siasmo teológico» de algunos «lingüistas» — paralelo al «entusiasmo lingüístico» de algunos teólogos— . No pa­rece que merecía la pena tronar tan fuerte contra los filósofos especulativos para terminar por introducir, todo lo «lingüísticamente» que se quiera, las mismas nociones que ellos. No me opongo (aunque lo parezca) al examen de cuestiones teológicas, pero se me hace un poco a cues­tas contribuir a cebar la mixtificación.

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Repitamos: ¿Qué pueden decir sobre el lenguaje los filósofos que no puedan decirlo los lingüistas? ¿Hay, ade­más de cuestiones lingüísticas stricto sensu, de las que se ocupan profesíonalmente los lingüistas, algunas cues­tiones lingüísticas de interés filosófico?

Algunos autores, como Jerrold J . Katz, han atacado a los filósofos que se han ocupado del lenguaje sin tener en cuenta los resultados y teorías de la lingüística10: ¿qué nociones generales, categorías, o «universales lin­güísticos» merecen ser tenidos en cuenta si se prescinde de «datos concretos», de los lenguajes naturales efectiva­mente existentes (incluyendo los ya extintos)?

Katz tiene razón, pero sólo en un sentido trivial: los filósofos que se ocupan de «cuestiones lingüísticas filo­sóficas» no pueden prescindir de «datos concretos» o de «resultados lingüísticos». No pueden hacerlo tampoco (ni lo hacen) los filósofos que se ocupan especialmente de los conceptos y métodos usados por los lingüistas, esto es, los que cultivan la filosofía de la lingüística en un sentido parecido a como algunos cultivan la filosofía de las ciencias físicas o biológicas. En suma, a un filóso­fo lingüístico no le perjudica la competencia lingüística en ningún sentido de ésta: como persona que habla (y entiende) una lengua (o varias) y como persona, además, que se halla al tanto de lo que se traen entre manos los lingüistas.

Por otro lado, Katz parece ser demasiado estricto en

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dos puntos. Primero, los «datos lingüísticos» que parecen casi exclusivamente interesarle son los que permiten indicar qué rasgos más generales cabe rastrear en todas las lenguas. Segundo, se inclina a ver la tarea filosófica como una serie de generalizaciones.

Aunque quepa rastrear características generales en to­das las lenguas, lo serán sólo de lenguas que se conozcan y no se podrá estar seguro de si ha habido, hay (o habrá) lenguas que no ostenten dichos rasgos. Supongamos, em­pero, que se haya resuelto el asunto, que se conozcan todas las. lenguas o — cosa más razonable— que todas se hallen especificadas de acuerdo con ciertas estructu­ras. Aun así, el filósofo lingüístico no ha llegado al cabo de la calle. En rigor, se topará con materiales lingüísti­cos filosóficamente más interesantes cuando explore cier­tas expresiones en algunas lenguas determinadas.

¡Lo último ha sido objeto de debate, porque varios autores han estimado que las llamadas «tesis filosóficas relativas a un lenguaje» no son filosóficas y que, en todo caso, si lo son, o pueden serlo, con respecto a una lengua, no lo son, o pueden dejar de serlo, con respecto a otra. En nuestra opinión, no hay tal; las tesis en cues­tión no son, propiamente hablando, «relativas a un len­guaje», aun cuando es obvio que suelen plantearse par­tiendo de alguna lengua.

Consideremos la distinción propuesta por Ryle entre verbos que expresan una tarea o actividad y verbos que expresan el resultado de una tarea o actividadn. La distinción ha sido suscitada por la comparación entre verbos como to listen, to look, to travel y verbos como to hear, to see, to arrive; los primeros son verbos de acción y los segundos de cumplimiento o logro. Normal­mente se dice en inglés Henry is travelling ( ‘Enrique está viajando’, ‘Enrique está de viaje’ ), pero no Henry is arriving ( ‘Enrique está llegando’) — o, si se dice lo últi­mo, es en el setnido de is about to arrive (‘está a punto de llegar’ ). También se dice en español que estoy bus­cando algo (o que busco algo), mirando algo (o que miro algo) y viajando, pero no que estoy encontrando, viendo

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I. Cuestiones lingüísticas 27

algo (a menos de ser «recorriendo con la mirada») o llegando. No puedo encontrar algo sin haber encontrado, verlo sin verlo y llegar sin haber llegado. ¿Quiere esto decir que se suscita el problema indicado en inglés o en español, pero acaso no en otras lenguas? Tsu-lin Mei responde afirmativamente poniendo como ejemplo el chino, donde hay, al parecer, «verbos resultativos» com­puestos de dos miembros, el primero de los cuales indica el tipo de acción verbal y el segundo señala el resultado o alcance de la acción expresada por el primero 12. En consecuencia, no es necesario plantearse en chino el pro­blema que se planteó con relación al inglés o al español.

Dudamos, sin embargo, que el hecho de que haya en chino versos cuya composición morfológica indica si se trata de una acción o de un logro elimine el problema de referencia. Pues aunque la cuestión haya sido suscitada por el examen en una o más lenguas de ciertos términos, no depende exclusivamente de éstos. A la postre, se trata de una distinción conceptual, expresable en principio en cualquier lengua, o atando menos de una distinción acer­ca de la cual se puede disertar en cualquier lengua.

Por lo demás, a veces se plantea un problema en una lengua justamente cuando ésta lo tiene, por así decirlo, «resuelto». Consideremos la distinción entre ‘ser’ y 'es­tar’ , por lo pronto a un nivel elemental. Se dice en espa­ñol ‘Catalina está divina’ y no ‘Catalina es divina’, si bien cabe decir ‘Catalina es una mujer divina’ que en un momento determinado puede dejar de serlo — en cuyo caso se dirá ‘Catalina no está divina’ y, más específica­mente, ‘Catalina no está nada divina hoy (o en estos últimos tiempos)’. Se dice ‘El Espíritu Santo es divino’, pero sería chusco decir ‘El Espíritu Santo está divino’. En español, y en algunas otras lenguas (catalán, portu­gués, italiano) el problema de la distinción entre ‘ser’ y ‘estar’ se plantea justamente porque se halla incorpo­rada en el idioma. En otras lenguas puede asimismo plan­tearse con tal que se atienda a varios factores. Si digo Katbléen is divine, no se entenderá que esa dama es una diosa, sino más o menos lo que se dice en español con

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‘Catalina está divina’. A veces, el que una distinción se halle incorporada en una lengua, puede introducir con­fusiones en quien no esté familiarizado con ella. ‘Lolita está rica’ no es lo mismo que ‘Lolita es rica’, y esta dife­rencia se expresa en otras lenguas mediante el uso de distintos adjetivos, o mediante la anteposición a ‘rica’ de ‘una mujer’, ‘una persona’ , etc.

Hay muchos problemas relativos a tal o cual lengua que no son filosóficos, pero si lo son es dudoso que sean relativos a tal o cual lengua. No hay «problemas filosó­ficos en español» distintos de «problemas filosóficos en húngaro», independientemente del hecho de que una de­terminada lengua pueda resultar particularmente apro­piada para poner de relieve ciertos problemas.

Ver la tarea del filósofo lingüístico como una serie de posibles generalizaciones es adecuado si por ‘generaliza­ción’ se entiende el partir de un caso dado, que en algún respecto es paradigmático. No es adecuado si por ‘gene­ralización’ se entiende una actividad empírica consistente en coleccionar, y colacionar, datos en virtud de los cua­les cabe producir enunciados de la forma ‘Todos lo s ... ’, ‘La mayor parte de lo s ... ’ . La filosofía es empírica o, me­jor, está empíricamente orientada sólo en tanto que, por indirectamente que sea, la experiencia en sus diversas formas es la encargada de llamar al orden a los filósofos. Aparte de ello, la tarea filosófica es un análisis de índole conceptual y categorial. Sólo en razón de este carácter pueden los filósofos aportar algo que no es de la incum­bencia de los lingüistas, aun si lo que éstos dicen resulta para los filósofos de interés capital.

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2. Medio y mensaje

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Se han caracterizado las sociedades humanas de diver­sas maneras, dos de las cuales nos interesa destacar. Por un lado, se ha prestado particular atención a estructuras e instituciones políticas, económicas y sociales, y se ha hablado de pueblos nómadas, sedentarios, feudales, in­dustriales, etc. Por otro, se ha insistido en los medios de comunicación usados, y con frecuencia predominantes, y se ha hablado de sociedades de tradición oral, u oral- auditiva, sociedades en las que se ha introducido la comunicación verbal escrita (bien que todavía manuscri­ta), sociedades en las que la comunicación escrita aparece crecientemente en forma impresa, y sociedades en las que los medios de comunicación se han ido extendiendo por medio del telégrafo, la radio, el teléfono, la televi­sión, etc., de suerte que el medio de transmisión parece haber desbordado la información transmitida. Al adop­tarse esta última caracterización se ha propuesto inclusive un esquema de explicación de la evolución de las socie­

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dades humanas en tres tiempos: oral-auditivo, impreso o «lineal», electrónico o «multilineal» '.

Los dos tipos de caracterización citados no se exclu­yen necesariamente, antes bien se complementan (aun­que no sabemos a ciencia cierta cómo): las estructuras sociales, económicas y políticas suelen ir a la par con las técnicas de los medios de transmisión y comunicación. ‘Ir a la par con’ es un modo deliberadamente vago de dar a entender que cuando se habla de tales técnicas se sub­entienden ciertas estructuras políticas, económicas y so­ciales — y viceversa— , pero sin pretender que unas sean necesariamente la infraestructura de las otras. Hasta se pueden admitir ciertas combinaciones singulares: una sociedad nómada (en el sentido tradicional de ‘nómada’) o una feudal son difícilmente compatibles con una tec­nología de comunicación electrónica, y una sociedad alta­mente industrializada no podría pervivir — caso que pudiera existir— con un tipo de comunicación exclusi­vamente oral-auditivo, pero el que, por ejemplo, una so­ciedad industrial se halle a la vanguardia en punto a la abundancia y variedad en las técnicas de comunicación electrónicas no excluye que cuenten en ella asimismo los medios oral-auditivo e impreso; al fin y al cabo, estos son los mismos «medios» que las técnicas electrónicas se encargan de difundir. Estas últimas técnicas son, en cier­to modo, técnicas de técnicas: el llamado «medio» puede predominar sobre el llamado «mensaje», pero un «medio puro» dejaría de ser medio. El signo de una palabra sin palabra no es signo de palabra, sino solamente signo.. Se ha preguntado a veces cómo es posible que una

falange de filósofos haya quedado hipnotizada por cues­tiones lingüísticas en momentos en que las lenguas dan la impresión de averiarse y descalabrarse, ahogadas, y acaso pervertidas, por un alud de sonidos estridentes, voces ensordecedoras, consignas martilleantes, imágenes dislocadas, luces parpadeantes y espasmos electrónicos. ¿No estarán tales filósofos un poco atrasados de noticias?

La respuesta es: no están nada atrasados. El hecho de que lo que nos rodea — y acosa— sean signos, semáforos

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2. Medio y mensaje 31

y las incesantes pulsaciones en la pantalla de los televi­sores no quita que el lenguaje verbal siga predominando en todas las actividades humanas. Además, no es nada seguro que las lenguas se descalabran y perviertan. Cier­tas lenguas se descalabran y otras no; partes de una len­gua quedan maltrechas y otras partes florecen; junto a empobrecimientos se dan enriquecimientos.

Sería cerrarse a la evidencia negar que los medios de transmisión o de comunicación han sido siempre impor­tantes, y que lo van siendo crecientemente. Ello altera de varios modos las estructuras lingüísticas verbales — no se dice lo mismo, ni del mismo modo, independiente­mente de los medios técnicos de transmisión— . Una orden transmitida oralmente puede serlo también por escrito; la misma orden puede vocearse en un altopar­lante, ser difundida por radio o por televisión, ir acom­pañada o no de imágenes visuales y gestos. En cierto modo, es en todos los casos la misma orden. Pero los distintos modos de transmitirla la transforma en distin­tos tipos de profcrencia: puede ser un ruego, un manda­to insoslayable, una ordenanza aterrorizadora, hasta un insulto. El modo de transmisión se «interpone» más o menos, con mayor o menor fuerza, entre lo que se dice, o aspira a decir, y el modo como resulta haber sido dicho, y en algunos casos el último parece importar más que el primero. Llevemos este hecho a sus últimas con­secuencias y tendremos el «macluhanismo».

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Marshall MacLuhan lo ha voceado en todos los to­nos: en la situación actual de algunas sociedades, el medio es el mensaje — y hasta, para seguir con el re­truécano de dicho autor, «el masaje»— . El estudio del medio — término con el que se aspira a designar el in­trincado complejo de recursos de que los hombres se valen para comunicarse— es, según dicho autor, el estu­dio de «lo que está pasando». No hay nada «sustancial»

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o «permanente» en el mundo humano — y, por tanto, tampoco en su lenguaje, o lenguajes— , porque dicho mundo es hoy «cambio total» y «universal» — o, lo que viene a ser lo mismo, «tribal»— . Y puesto que el medio es una extensión de facultades humanas, el propio medio es el hombre. Etc., etc. 1

Como todos los orates, MacLuhan tiene su pizca de razón. Los ejemplos saltan a la vista. Diez mil bombillas eléctricas parpadeantes pueden anunciar una pasta den­tífrica que, para colmo, puede ser de calidad dudosa, mientras que un modesto rótulo que reza «A la exposi­ción» puede indicar el camino que conduce a una sala donde se exhiben cuadros de Velázquez; las películas de Bergman o de Godard se han hecho con medios que apenas bastarían para treinta metros de Cleopatra; un plañido de Billy Graham p<?ne en marcha muchos más medios de comunicación de los que se sirvió en su tiem­po el autor del «Sermón de la Montaña». Y así sucesi­vamente.

Ante esta situación, cabe reaccionar de varios modos. ¡Qué pena que lo más valioso haya de ser transmitido por medios más sobrios que lo más mostrenco! O bien: es comprensible que la importancia del mensaje se halle en razón inversamente proporcional al medio que lo transmite: los Principia de Newton no se venden en el quiosco de la esquina. O bien: en este mundo (y hoy más que nunca) no se distingue entre lo eximio y lo chabacano, lo noble y lo vulgar, lo esencial y lo acci­dental; todo se admira y tolera en un universal camba­lache: «todo es igual / nada es mejor / lo mismo un burro que un gran profesor». O bien: no hay motivo para sentir ninguna desazón ante el desencaje del medio con respecto al mensaje en los momentos en que el último es justamente el primero.

Estas reacciones son comprensibles, pero no totalmen­te justificadas. En primer lugar, no es del todo cierto que haya siempre desencaje entre mensaje y medio. En segundo término, las nociones de «mensaje» y «medio», aunque serviciales, no resultah del todo claras.

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Los sarcasmos, quejumbres o entusiasmos antes aludi­dos se fundan en muchos casos en una incomprensión de la naturaleza de ciertos «mensajes», en otros en una falsa perspectiva respecto a los medios usados para trans­mitirlos, y en otros en un juicio de valor del mensaje a base del medio (y viceversa).

Es cierto que los Principia de Newton no se encuen­tran en el quiosco de la esquina, donde pululan los volúmenes de Corín Tellado, pero no compete a la índole de los Principia distribuirse profusamente, no sólo porque.la obra es difícil, sino porque es, además, una gran pieza en la historia de la ciencia. Por otro lado, en el quiosco de la esquina puede encontrarse una introduc­ción a la física que incorpora la mecánica newtoniana. Es posible encontrar, además, en tal quiosco ejemplares de El lazarillo de Pormes y de la Introducción al psicoaná­lisis. Además, si por alguna razón, o sinrazón, se armara algún escándalo, intelectual o no, relativo a los Principia, alguien se encargaría de imprimir ejemplares capaces de venderse en el quiosco. Otro asunto es que se leyeran o no, pero ni siquiera eso es seguro; hubo un tiempo en que proliferaron en todos los quioscos volúmenes titula­dos La relatividad (al alcance de todos) y en que trata­ron de leerlos, y entenderlos, gentes que tropezaban con el primer párrafo. Otro asunto es también en qué me­dida la ausencia o presencia de una obra en el paradigmá­tico quiosco de la esquina, o su mención por radio, o televisión, da medida de su influencia. Sólo si la influen­cia se midiese por cortos plazos y se entendiera por ella cierta «popularidad» difícil de definir, cabría concluir que Mick jagger es más influyente que Kafka, aun cuan­do los lectores entusiastas de éste sean lectores, y audi­tores, no menos entusiastas de aquél. Un grupo de in­vestigadores de la compañía que da licencia para la fabricación y distribución del brebaje llamado «Coca- Cola» descubrió en un rincón de México a una viejecita que había oído hablar de la Coca-Cola pero no de los Estados Unidos. Los directores de dicha compañía con­cluyeron que tales Estados ocupaban un lugar secundario

Fcrrater Mora, 3

2. Medio y mensaje

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con respecto a su producto en una competencia de «cosas conocidas».

Por otro lado, no es tan seguro que ciertos «mensajes» hayan llegado a oídos de las gentes a pesar de la pobreza de los medios de difusión. El «Sermón de la Montaña» fue pronunciado oralmente ante un auditorio modesto, pero ahí no termina la historia. En una tradición oral- auditiva, las palabras de este Sermón corrieron de boca en boca millones de veces, y luego fueron manuscritas, después de haber sido traducidas, otras tantas. Las pala­bras de una doctrina corren el albur de que se las lleve el viento si de algún modo no se «recogen». No todos los mensajes excelsos o profundos se han quedado sin medios poderosos de difusión; unos sí y otros no, y no se sabe bien (aunque a veces se sospecha) por qué.

Los juicios de valor del mensaje fundados en el medio que lo transmite, o en los medios mediante los cuales ha sido ingeniado, no son siempre tampoco completamente de fiar. El coste de la película soviética La guerra y la paz (de 1968) fue bastante superior al de Cleopatra, y a la vez su valor artístico es notoriamente superior al de la última película citada. No por haberse propagado más el Quijote de Cervantes que el de Avellaneda, éste es superior a aquél. En estas cuestiones hay que tener en cuenta muchos factores que acaban prontamente con los entusiasmos, sarcasmos y quejumbres.

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3

Bueno, argüirán los macluhianos, todo eso se re­suelve eliminando la distinción entre medio y mensaje: todo es medio y nada es mensaje, porque los así titulados son, a su vez, medios. La televisión es un medio cuyo sedicente mensaje es el cine — otro medio— , el cual es un medio cuyo supuesto mensaje es la imagen visual — otro medio— . El telégrafo es un medio cuyo sedicente mensaje es la escritura — otro' medio— , que es un medio cuyo supuesto mensaje es el habla. Y así sucesivamente.

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Las razones de esta desmesurada ampliación de la no­ción de medio son varias,' pero pueden reducirse a esta: no sólo las llamadas «extensiones» de las «facultades» humanas son medios, sino que lo son las propias «fa­cultades». «Todo» es medio, porque todo es «proceso» — y todo es «proceso», porque todo es «ambiente»— . Las alteraciones de la realidad — cuando menos, de la humana— son transformaciones del «medio» y no de supuestos «contenidos» o «mensajes». Estos son única­mente «procesos» que se incrustan oportunamente en otros y que suelen impedir darse cuenta de los últimos. El llamado «mensaje» es un medio congelado o petri­ficado.

Es probable que la doctrina del mensaje como medio — o del medio como mensaje— se funde en una meta­física más o menos «procesualista». Es seguro que se funda asimismo en una concepción del hombre como «ser comunicante»: los sentidos son emisores y receptores de «comunicaciones», y los modos como ciertos sentidos priman sobre otros determinan el tipo de cultura en cada caso vigente. Esta concepción está ligada a la observa­ción del hecho de que en la época actual los medios se han ido imponiendo tan abrumadoramente sobre los «mensajes», que han acabado por pulverizar éstos.

Los varios elementos de la doctrina aquí tratada po­seen valor diverso. La metafísica apuntada padece del mal endémico de todas las de su género: a fuerza de tratar de explicarlo todo, termina por no explicar nada. Es mejor ponerla en cuarentena. La aludida concepción del hombre es parcialmente verdadera — como lo son todas las antropologías más o menos filosóficas que destacan una actividad básica de los seres humanos— , pero de ello a pretender que aquí empieza y termina la historia (humana) va un trecho largo. Una cosa es que los hom­bres «se comuniquen» y otra es que esta sea casi toda su actividad. Aunque todas las actividades humanas im­plican alguna dosis (y algunas una muy elevada) de co­municación, no se deduce de ello que son exclusiva, o siquiera básicamente, actividades comunicativas. Descu­

2. Medio y mensaje

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brir que el vapor puede producir una fuerza mecánica, y aplicar ésta a la construcción de buques o de trenes, su­pone muchos elementos pertenecientes a «la comunica­ción»: el descubrimiento es expresado en un lenguaje (o varios), es transmitido, entendido, malentendido, etc.; además, un vehículo movido por la fuerza mecánica del vapor puede servir para transmitir «mensajes» y se con­vierte entonces en un «medio». Sin embargo, el uso del vapor como fuerza mecánica no tiene un aspecto exclusi­vamente «comunicativo»: puede ser, y ha sido, un re­curso para ahorrar trabajo muscular.

Consideremos otro caso: el de la construcción de un modelo explicativo de la estructura de una determinada sociedad durante cierta fase de su desarrollo, en par­ticular la fase intermedia entre el subdesarrollo y el su- perdesarrollo. Tal modelo está constituido por un número muy considerable de diversas subestructuras: económica, política, institucional, etc., cada una de las cuales se halla dividida en otras subestructuras. La posibilidad de cons­truir semejante modelo se funda en el estudio de la co­municación entre múltiples subestructuras, al punto que es menester recurrir a ordenadoras para no perderse en una inextricable maraña. Pero que las subestructuras «se comuniquen» entre sí, o que una subestructura interfiera en la comunicación entre otras, no permite concluir que cada subestructura sea un «medio», y que una sociedad sea (o siquiera sea algo así como) una red de «medios».

Ninguno de los fundamentos de la doctrina bosquejada parece suficiente de por sí. Que, de hecho, no lo es re­sulta claro en los esfuerzos realizados para distinguir entre medios que poseen «definición elevada» — identi­ficada, y no por casualidad, con una alta dosis de infor­mación— y medios que poseen «definición baja» — esto es, con escasa dosis de información— . Estas dos formas de ser «medio», y las numerosas formas intermediarias, pueden aparecer como extensiones de un solo sentido o de dos o más sentidos. Pero con esto se admite que no en todos los casos se proporciona la misma cantidad de información. Se admite, además, que la participa­

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ción cíe los sujetos humanos que se enfrentan, con un medio determinado puede, ser mayor o menor — un punto que ofrece un aspecto curioso, porque no resulta nada obvio en qué consiste semejante «participación»— . Si ésta es, como en principio debería serlo, un «medio», no se ve de qué modo puede integrarse con los otros descri­tos. Y si no es un «medio», entonces sobra, y la consigna «todo es medio» — que más que de medio, tiene todo el aire de un «mensaje», en el peor sentido de este voca­blo— carece de razón de ser.

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Hemos traído a colación el macluhanismo, porque, con todos sus despropósitos, presta un servicio: el de llamar la atención sobre las dificultades con que se topa cuan­do se supone que hay, jpor un lado, «medios» y, por el otro, «mensajes». Seguiremos admitiendo estas nocio­nes, pero procuraremos ser más escrupulosos en su uso.

Por lo pronto, cabe llamar «medio» y «mensaje» a los elementos de una comunicación que funcionen como tales, sean en principio cuales fueren tales elementos. Según ello, un elemento de comunicación que funciona en un caso como medio puede funcionar en otro como mensaje. Así, los números enteros y los decimales, en el sistema métrico decimal, pueden funcionar como me­dios — y convertirse, pues, en medios— cuando se usa una clave numérica fundada en el sistema decimal para enviar un mensaje. A su vez, puede haber mensajes nu­méricos a'base de números enteros y decimales si tales mensajes son respuestas a preguntas que requieren nú­meros enteros y decimales para ser adecuadamente con­testadas ‘Informe sobre la cotización de cierre de Indus­trias Petroquímicas de Alhama de Aragón, S. A / es un mensaje verbal que puede cifrarse numéricamente — y, por descontado, descifrarse del mismo modo. ‘75,68', o supuesta cotización de cierre de tales supuestas acciones, es un mensaje numérico que podría cifrarse — y desci­

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frarse— de varios modos: por ejemplo, verbalmente. Es cierto que hay elementos de la comunicación que funcio­nan más frecuentemente como medios y otros más fre­cuentemente como mensajes, pero ello no impide que las nociones de mensaje y medio sean funcionales y relativas: funcionales, porque su papel como mensaje o como medio hace que los elementos pertinentes sean considerados respectivamente como mensajes o medios; relativas, por­que la noción de medio es relativa a la de mensaje, y viceversa.

Los ejemplos anteriores pueden suscitar una duda. Consideremos el mensaje ‘Pedro llegará mañana’ . Las palabras ‘Pedro llegará mañana’ son, en cuanto palabras, señales que permiten transmitir el mensaje de que Pedro llegará mañana. Todas las palabras — sean «las palabras mismas», o los morfemas y .fonemas— son señales que sirven, o pueden servir, para transmitir un mensaje. En general, pueden servir de medio todas las señales que quepa usar para cifrar y descifrar, con ayuda de la per­tinente clave (o claves), algún mensaje. Los propios so­nidos o ruidos de varias clases — incluyendo gritos, ges­tos, etc— pueden servir para transmitir mensajes, pero no son ellos mismos mensajes. Es cierto que gritos y gestos u otras señales similares han sido a veces conside­rados sin más como mensajes. Un grito de júbilo, ¿no es un mensaje que expresa júbilo? Ciertos gestos, ¿no son obviamente gestos de desprecio? Sin embargo, para que el grito y el gesto sean respectivamente mensajes de jú­bilo y de desprecio tienen que funcionar como señales dentro de algún sistema simbólico cuyo vocabulario y sintaxis permita «leer» y hasta, si se quiere, «interpre­tar», las señales de los modos sugeridos. Al fin y al cabo, un supuesto «grito de júbilo» puede no ser de júbilo, sino, pongamos por caso, de desesperación J. El hecho de que en la mayoría de los casos se sepa a qué atenerse con respecto a gritos, gestos, etc., no prueba que éstos no sean señales; prueba que los seres humanos operan, diríase que automáticamente, con sistemas simbólicos con los que están familiarizados al punto de no darse

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cuenta ni siquiera de que se las han con señales que trans­miten mensajes. Sólo si las señales o, por lo menos al­gunas, fuesen expresiones «directas» de los mensajes correspondientes, o sólo si las expresiones o algunas de ellas, fuesen isomórficas con las «realidades» correspon­dientes, cabría equiparar, cuando menos en algunos ca­sos, ‘señal’ con ‘mensaje’.

Las señales, dentro de las cuales se incluyen expresio­nes verbales o sus componentes, son convencionales; no hay conexión necesaria o intrínseca entre señal y mensa­je. Esta convencionalidad suele afectar al sistema sim­bólico entero. Una vez sentada la convención, puede ligarse más «naturalmente» la señal, o sistema de seña­les, con el mensaje, al punto que la conexión entre ambas deja de ser enteramente contingente. Aun así, el carácter convencional y la conexión no necesaria entre los susodi­chos elementos permanece, entre otros motivos porque las convenciones que rigen los sistemas simbólicos cam­bian de acuerdo con los usos, o sistemas de usos. Puede ocurrir que el cambio sea lento, y casi imperceptible, pero nada de ello afecta a la convencionalidad básica de la relación «señal-mensaje».

Ninguna señal es, pues, «natural». Los llamados «sig­nos naturales» no son, en puridad, signos. El humo no es signo del fuego; es resultado de la combustión de ciertos materiales en condiciones dadas. El jadear del perro no es signo de cansancio; es parte de un proceso biológico que contribuye a reducir la temperatura del cuerpo del perro. Los olores que emiten las hembras de ciertas es­pecies animales no son signos que «indiquen» a los ma­chos de lá misma especie que la hembra está en celo; son parte de un proceso biológico del cual forma parte la esperada reacción del macho. Ello no excluye que tales procesos puedan desempeñar la función de señalar y de «acarrear» un mensaje. Basta al efecto que entren a for­mar parte de un sistema de señales. Esta posibilidad au­menta cuando la señal es emitida por un ser orgánico — por tanto, en los casos del perro que jadea y de la hembra que emite olores para atraer al macho, el jadeo

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puede ser considerado como signo de una actividad bio­lógica y también como una señal que acarrea ei mensaje correspondiente; los olores emitidos por la hembra pue­den ser «recibidos» por el macho como el «mensaje» de que la hembra se halla en estado de celo. Se ha estimado en ocasiones que no hay sistema simbólico propiamente dicho a menos que B responda a A en el mismo «lengua­je» que A usa y que, por ende, la reacción positiva o ne­gativa a A no es respuesta a ningún mensaje. No lo juzga­mos así, por cuanto en el propio lenguaje humano co­rriente se dan casos de comunicación de mensajes y «respuesta» averbal a los mismos. Cuando un sargento grita «De frente, ¡marchen!», los soldados de la escuadra no le responden: «Sí, marchamos» o «No se preocupe sargento; allá vamos» o «No nos da la gana de mover­nos», etc. Lo que hacen normalmente es ponerse en marcha, o quedarse inmóviles. Desde luego que tienen siempre la posibilidad de reaccionar o «responder» en el mismo lenguaje usado por el sargento — o si los solda­dos son mudos, de usar un sistema de señales que pueda traducirse a tal lenguaje— , lo que no sucede con el «len­guaje respiratorio» del perro o con el «lenguaje olfativo» de la hembra.

Dada la no conexión intrínseca de las señales con los mensajes, hay que conocer, o presumir, lo que llamaremos «clave» con el fin de cifrar y descifrar una o varias seña­les. De todos modos, ciertos sistemas de señales poseen en este respecto lo que cabe llamar «alcance reducido». Así, una señal tan simple como una flecha puede usarse para transmitir varios mensajes: indicar una dirección; advertir que la zona próxima a la señal correspondiente está habitada por una tribu que arroja flechas a los pasan­tes y que, por tanto, conviene estar precavido; delimitar una zona de estacionamiento (o prohibición de estaciona­miento) de vehículos, etc. En todos los casos, la señal usada es convencional, pero suele acercarse lo más posible a una especie de representación figurada de aquello de que se trata. Para Indicar una dirección pueden usarse otras señales, pero hay algunas que prestarían flaco servicio

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— por ejemplo, una simple raya, o una circunferencia— . Desde este punto de vista puede concluirse que si bien ninguna señal es «natural», hay algunas que parecen más «naturales» o, si se quiere, más «representativas» (o «apropiadas») que otras. La «representatividad» tiene, de todos modos, que fundarse en una previa «sintaxis» cuyo desconocimiento lleva a descifrar mal el mensaje que pueda enviarse. El color negro es considerado por algu­nos como una «señal de duelo», pero hay comunidades que usan al efecto el blanco; el color rojo en los semá­foros informa que los vehículos tienen que detenerse, pero en una ocasión varios grupos de guardias rojos maoís- tas propusieron usar el rojo para informar de lo contra­rio: puesto que el color rojo «simboliza el progreso», nada, ni siquiera los vehículos, tendrían que pararse, antes proseguir a toda marcha. Ahora bien, hay sistemas de señales cuyo alcance no es en modo alguno reducido; los lenguaje naturales o «lenguas» se hallan en este caso. Su «alejamiento» del nivel «representativo» es tan considerable que nada es tan poco isomórfico con la realidad como una lengua.

Indicar que algunas señales, o tipos de señales, pare­cen más «naturales» o más «representativas» que otras no equivale a afirmar que los sistemas de señales se dis­tinguen entre sí por su mayor o menor dosis de «natura­lidad» o «representatividad». Si ninguna señal, o sistema de señales, equivale a ningún mensaje determinado, no es posible admitir ni siquiera que algunas señales sean «más naturales» que otras. La expresión ‘parecen más naturales o más representativas’ es sólo un modus di- cendi; las' diferencias entre varias señales, o sistemas de ellas, radican más bien en lo que hemos llamado «alcan­ce» y que puede también calificarse de «usabilidad». Las señales calificadas de «más naturales» o «más repre­sentativas» son aquellas cuyos posibles usos se hallan más circunscritos. Hay que tener en cuenta que esta con­dición varía de acuerdo con la función que una señal pue­de desempeñar dentro de un lenguaje. Así, dentro de un sistema de señales cuya función sea la indicación de

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direcciones, una flecha — más precisamente, la represen­tación figurada de una flecha— tiene un uso extremada­mente circunscrito. La representación figurada de una flecha tiene un uso menos circunscrito dentro de un len­guaje picto-ideográfico. Puede suponerse que primitiva­mente la representación figurada de una flecha en tal lenguaje ha tenido el uso referencial «flecha» — aun cuando cabría «leer» dicha representación figurada de varios modos: una flecha, la flecha, las flechas, etc. Den­tro de una estructura más compleja del correspondiente lenguaje, la representación figurada de la flecha puede tener tantos usos como la palabra ‘flecha’. Ello no quiere decir que la palabra ‘flecha’ sea siempre ambigua; aunque las lenguas son, según se apuntó, viveros de ambigüeda­des, poseen los mecanismos necesarios para reducirlas. Muchas ambigüedades van surgiendo a medida que cier­tas señales usadas con intención representativa son trans­feridas a otros terrenos; un caso ejemplar y extremo son los símbolos que constituyen la base del I Cbing, o Libro de los Cambios: partiendo de dos signos: una línea con­tinua y una línea quebrada, y de las ideas de afirmación y negación supuestamente representadas por tales líneas, se pasa a combinar éstas, obteniéndose nombres que con­notan varias nociones ligadas entre sí — lo creador, lo fuerte, el cielo, el padre; lo receptivo, lo flexible, la tierra, la madre, etc.— y de ello se pasa a la formación de hexagramas con familias enteras de significados.

Parece chocarse aquí con una dificultad. Se ha dicho que en los lenguajes emotivos — o en las expresiones emotivas, o usadas emotivamente, de un lenguaje— la «expresión» es tan directa que o bien debe reconocerse una conexión intrínseca entre señal y mensaje, o con­cluir que la señal es precisamente el mensaje. El ejemplo más frecuentemente citado al respecto es el de ciertos gestos y específicamente el de ciertas expresiones faciales en determinadas situaciones. Se admite que no todos los gestos conllevan un mensaje, igual que se admite que no todas las interjecciones equivalen a un mensaje determi­nado: la contracción de un rpstro puede interpretarse

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como temor, pero también como ira; ]a interjección ‘ ¡Ah! ’ puede interpretarse como .expresión de admiración, pero también de disgusto. El que se interprete de un modo o de otro depende de otras señales y, en consecuencia, de un contexto de señales dentro del cual transparece el mensaje acarreado por la señal correspondiente. Se afirma a veces, en cambio, que ciertos gestos tienen un mensaje único e innegable, y que ello hace posible justamente la llamada «percepción del prójimo». A ello responderemos que inclusive en tales casos la señal — el gesto— no es el mensaje. E l pequeño enfermo «ve» en el rostro de la madre que lo cuida la preocupación o la congoja de ésta, pero no más ni menos inmediatamente que el modo como se «ve», esto es, se «entiende» un mensaje al recibir la señal correspondiente. El error en que se incurre cuando se supone lo contrario se debe a que se entiende 'leer', 'entender’ o ‘descifrar’ una señal como una operación que requiere siempre una especie de «consulta» de la clave correspondiente. Pero el que no se «consulte» una clave no quiere decir que no la haya. Tampoco cuando entendemos lo que una persona nos dice «consultamos» ninguna clave; sin embargo, la hay, y es la serie de reglas del correspondiente lenguaje.

En algunos casos se presume que no hay clave, bien porque no ha mediado ningún sistema de interpretación (siquiera implícito), bien porque las interpretaciones de un mismo mensaje pueden diferir entre sí considerable­mente. Sin embargo, aun entonces subyace alguna clave. Consideremos frases en clave enviadas por un servicio secreto a grupos de combatientes en territorio enemigo; por ejemplo, ‘Teresa tiene aun sueño’ y ‘Los largos sus­piros de los violines de otoño’, que fueron efectivamente transmitidas por uno de los servicios secretos británicos a varias redes de la resistencia francesa en la Normandía y la Bretaña. Puede ocurrir que dichas frases posean un sentido ya establecido de antemano, como «Todavía no se va a efectuar la invasión de Francia por las fuerzas aliadas» o «La invasión se retrasa». En este caso tene­mos una clave muy estricta. Pero supongamos que ni el

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emisor ni el receptor de los posibles mensajes ha acor­dado previamente cüál va a ser el sentido exacto de las frases transmitidas. El receptor deberá proceder a una interpretación de las mismas, y para ello se le ofrecen más medios auxiliares de lo que podría creer.

Por lo pronto, los mensajes en cuestión están escritos en una determinada lengua; el receptor conoce su estruc­tura sintáctica, la cual le permite saber algo sobre el significado de los términos empleados 4. No sabe lo que el emisor ha querido decir con ‘Teresa’ , pero sabe que ‘Teresa’ es un nombre propio y que es el sujeto de una oración. Luego sabe que las operaciones militares suelen ser designadas con nombres propios. ‘Los largos suspiros de los violines de otoño’ no es una oración, pero el re­ceptor está acostumbrado a que no se le transmitan oraciones siempre, y en la expresión citada encuentra tér­minos que podrían orientarle — ‘largo’, ‘suspiro’ , ‘oto­ño’— . Los mensajes se envían no en cualquier ocasión y circunstancia, sino en unas muy precisas; se trata de informar sobre posibles maniobras militares que deter­minados ejércitos esperan llevar oportunamente a cabo dentro de cierta zona. En tal coyuntura, es improbable que ‘Teresa’ nombre la mujer del Comandante; aunque ésta se llame, por ventura, Teresa, no importa en lo más mínimo si tiene sueño o no. Con los mensajes se entiende que «algo está ocurriendo» (o lo que es igual­mente importante a efectos militares, que «nada está ocurriendo» o «nada ocurre todavía»); de lo contrario no se enviaría ningún mensaje. En suma, aunque el re­ceptor de los mensajes en cuestión puede hallarse bas­tante perplejo respecto a qué interpretación cabe darles, no se encuentra ni mucho menos completamente a oscuras; tales mensajes no son ristras de signos sin sen­tido. ‘Los largos suspiros de los violines de otoño’ es un verso de Verlaine, que el receptor del mensaje, que ha nacido en Francia y no en Nepal, puede asociar con la idea de algo que se va arrastrando indefinidamente. Semejante idea de postergación conlleva también el mensaje ‘Teresa tiene sueño’ . E s improbable que el re­

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2. Medio y mensaje 45ceptor del mensaje entienda que la invasión de Norman- día es para mañana.

Se observará que aun en estos casos un tanto extremos la interpretación del mensaje no se basa en meros ins­tintos o intuiciones; intuición e instinto se ponen más bien al servicio de la busca de una clave apropiada.

Las teorías formalmente intuitivistas o las teorías vi- talistas y hasta «instintivistas» del mensaje chocan con dificultades inclusive cuando tratan de fundarse en los fenómenos de la comunicación animal. No es menester ya traer a colación los procesos de comunicación de las abejas o de los delfines. Pero puede remacharse el clavo contra dichas teorías mencionando el ejemplo de la co­municación, con fines de reproducción sexual, de las luciérnagas. No sólo se ha descubierto que las hembras de cada especie de luciérnagas emiten, de acuerdo con una cierta «clave», fulguraciones capaces de atraer a los machos de su propia especie, sino también que las hem­bras de algunas especies de luciérnagas aprenden la «cla­ve» usada por hembras de otra especie para atraer a los machos de esta última.

Una dificultad mayor la plantean los lenguajes llamados «artísticos», en particular visuales, o predominantemente visuales. En efecto, aquí no parece verse cómo podría distinguirse entre medio y mensaje. ¿Qué mensaje aca­rrea una catedral gótica si no es la propia catedral gótica? Pero la distinción entre señal y mensaje reaparece aquí al advertirse que si bien la señal va juntamente con el mensaje, éste resultaría incomprensible con independencia de un sistema, usualmente muy complejo, de formas artísticas, unido a un sistema no menos complejo de usos «culturales» y de situaciones humanas. Los lenguajes de las artes visuales son más directamente «perceptibles» que los de las artes verbales y algo similar acontece con los de las artes sonoras. Nada de ello garantiza, sin em­bargo, que haya mensajes artísticos «innatos». Lejos de no poseer ninguna clave, las expresiones artísticas suelen poseer muchas. Desde este punto de vista, el lenguaje artístico es todavía más ambiguo — aunque posiblemente

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más rico, cuando menos en ciertas posibilidades— que cualesquiera otros lenguajes, incluyendo las «lenguas na­turales».

Indagaciones sobre el lenguaje

5Lo dicho puede llevar a hacer creer que las señales son

algo así como «envolturas» de un «núcleo significativo» que de algún modo «subsistiría» por debajo-de las se­ñales. Semejante «núcleo significativo» podría entenderse como «lo que se quiere decir» en uno de los dos sentidos siguientes de esta expresión, o en ambos a un tiempo: como un significado o contenido semántico en principio independiente de las señales, o como un acto psíquico o mental, un pensamiento, una intención, etc.

Tal creencia sería infundada. Después de haber subra­yado la no conexión necesaria o intrínseca entre señal y mensaje, es menester poner de relieve que este último no es una realidad subsistente por sí misma y que pueda o no transmitirse mediante señales. La noción de señal y, en general, de medio, es, en efecto, siempre relativa a la de mensaje. Una señal sin mensaje no pertenece a nin­gún sistema simbólico y no es, propiamente hablando, una señal5. Un mensaje sin señal no es un mensaje, por­que le es esencial a éste la transmisión — no sólo la posibilidad de transmisión— . Mutatis mutandis, un men­saje sin señal podría compararse a una intención absolu­tamente desligada de todo acto, incluyendo el acto de cancelar la intención, de debatir acerca de si se va a llevar o no a cabo, etc. No es menester concluir que la intención forma parte de un determinado acto o serie de actos, aunque es razonable pensar que si hay realmente una intención se da dentro de una trama de actos. No es menester tampoco concluir que un mensaje forma parte integrante de una señal o conjunto de señales; basta ne­gar que haya algo así como un «mensaje puro».

Definir ‘mensaje’ como «lo que A transmite a B de suerte que B recibe en principio el mismo mensaje que

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le transmite A » es justo, pero no nos lleva muy lejos. Por lo pronto, semejante «definición» incluye el término ‘mensaje’, que es el que se trataba justamente de definir. Puede eliminarse dicho término sustituyendo ‘el mismo mensaje’ por ‘lo que’ (‘lo que le transmite A ’ ), pero el resultado así obtenido no es muy provechoso. De un lado, y aun suponiendo únicamente un emisor y un re­ceptor, el mensaje no es habitualmente un movimiento en una sola dirección; lo que A transmite a B presupone alguna reacción por parte de B. De otro lado, el proceso de la transmisión incluye no sólo uno o varios medios, sino también uno o varios «canales». Supongamos, sin embargo, que por el momento no necesitamos ocupamos de estos factores; aun así, se dice muy poco al hablar de «lo que» un emisor envía a un receptor.

Cortaremos por lo sano y manifestaremos que todo mensaje es una información. Entendemos este último vo­cablo en una forma muy amplia: si A dice a B que Enri­que llegará mañana, A envía a B el mensaje de que En­rique llegará mañana; si A ordena a B que cierre la puer­ta, A envía a B el mensaje de que cierre la puerta; si A pide a B que le preste veinte mil pesetas, A envía a B el mensaje que consiste en la petición de prestarle veinte mil pesetas, y así sucesivamente. Expresándonos menos formalmente, hay información siempre que se «exprese» algo (tenga o no «contenido»). Así, por ejemplo, la le­tra ‘r’ puede acarrear información si constituye el men­saje que responde a la pregunta «¿E n qué consonante terminan todos los verbos españoles en modo infinitivo?» Por otro lado, la palabra ‘despedir’ no acarrea ninguna información si no funciona dentro de un contexto deter­minado, que a su vez forma parte de una situación de­terminada — por ejemplo, la situación de lo que cabe hacer con gentes que no llevan a cabo la tarea que les ha sido asignada.

El término ‘información’ posee un alcance todavía más amplio del indicado en tanto que es, por lo pronto, neu­tral con respecto a todo contenido semántico. Aquí res­tringiremos el alcance de ‘información’ a los contenidos

2. Medio y mensaje

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semánticos, pero notaremos que rigen para ellos ciertas condiciones generales que se aplican a toda información, sea o no semántica.

Propio de toda información y, por ende, también de toda información semántica es que cuanto se diga sea función de lo que «pueda decirse». Consideremos un caso simple.

Si A dice a B que el actual embajador de Italia en París se retirará de su puesto el año 1970, A usa como señales la expresión ‘El actual embajador de Italia en París se retirará de su puesto el año 1970’. En cuanto señales, las palabras, morfemas, fonemas, etc. que cons­tituyen dicba expresión no equivalen a ningún mensaje. Este es la información que el emisor cifra con las señales verbales y que el receptor descifra’, o se espera que pueda descifrar, sirviéndose de la misma clave, o claves, usadas por el emisor. La cantidad de información así transmitida es función de lo que el receptor no espera y, en general, no sabe, o no sabe todavía. Si, por ejemplo, sólo Italia tuviese, dentro del período histórico que nos concierne (y que, como varios otros factores, se da por supuesto), embajadores, y, por si fuese poco (o demasiado) un solo embajador y en París, no habría necesidad siquiera de decir ‘E l actual embajador de Italia, etc.’ ; ‘El embajador’ sería suficiente, y lo demás redundante. La redundancia puede prestar utilidad en virtud de posibles interferen­cias, tanto semánticas como no semánticas; por inadver­tencia del emisor o por defecto del aparato transmisor podría haberse dicho ‘El actual trabajador...’ , con lo que las expresiones ‘de Italia’ y ‘en París’, redundantes con respecto a ‘el actual embajador’, hubiesen prestado el servicio de permitir restablecer el mensaje «original». Por lo demás, fundón análoga puede prestar el conoci­miento de la «situación» en la cual se transmite el men­saje; si el emisor y el receptor son funcionarios del cuerpo diplomático, es improbable que ‘el actual trabajador’ sea descifrado incorrectamente. Ello indica, sea dicho de paso, que una teoría de la información relativa a mensajes con contenido semántico y expresados en una lengua corrien-

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te puede tener presentes otros factores que las señales efectivamente transmitidas- Tales factores no son ele­mentos más o menos «misteriosos» que permitan a B entender el mensaje que A efectivamente le envía. Son susceptibles de descripción y, por tanto, pueden entrar a formar parte de un sistema de señales dentro del cual tiene lugar la transmisión del mensaje.

Se indicó antes que es inadmisible entender por ‘men­saje’ un «pensamiento» y, en general, un acto psíquico, o mental, que el emisor transmitiría por medio de señales al receptor y que estaría contingentemente ligado a cier­tos medios de transmisión. Por otro lado, se hace a cuestas no tener en cuenta las «intenciones» — por ejem­plo, la intención que consiste en querer decir lo que se dice o lo que, queriendo decirse, se alcanza a decir sólo a medias. Por fortuna, hay un modo de tener en cuenta dichos actos sin necesidad de hacer de ellos el único «contenido» del mensaje: consiste en integrarlos en el mensaje como parte del acto de transmisión. Con ello no se prejuzga todavía la cuestión del carácter de los llamados «actos psíquicos» o «mentales». Pero sea cual fuere la opinión que se sustente al respecto, habrá que convenir en que tales actos carecen de sentido dentro de la comunicación de mensajes a menos que sean cifrables y descifrables — lo que comporta, por supuesto, la posi­bilidad de no ser adecuadamente cifrados o descifrados y de estar sometidos a toda suerte de interferencias. De este modo puede afrontarse el problema de lo que cabe hacer con «lo que se quiere decir y no se alcanza a de­cir». No hay entonces ninguna razón por la cual «lo que se quiere decir y no se alcanza a decir» no forme parte del mensaje. En efecto, la información incluye asimismo información de que se quiere decir algo que no se logra decir. Por supuesto que semejante información tendrá que ser asimismo cifrable y descifrable; si no hay ningu­na clave por la cual B pueda leer en las señales que le envía A la menor sospecha de que A quiere decir algo que no alcanza a decir, lo que A quiera decir sin al­canzar a decirlo no formará parte del mensaje, y hasta

Fcrratcr Mora, 4

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50 Indagaciones sobre el lenguaje

podrá dudarse de si es posible que A quiera decir algo que no logra decir a menos que, de algún modo, alcance a hacer entender que no logra decirlo, o, lo que viene a ser lo mismo, a menos que B se halle al tanto de los elementos que contribuyen a la información. Ello nos obliga a ampliar considerablemente los elementos que constituyen el mensaje, y a incluir entre las señales no sólo las efectivamente transmitidas, sino también otras que se hallan implícitas, o se dan por entendidas en la transmisión, pero no hay más remedio que admitir seme­jante ampliación, cuando menos en muchos casos de co­municación humana, y en particular de comunicación humana verbal. Consideremos, por ejemplo, las palabras 'Llegaré mañana’. Estas palabras proporcionan una infor­mación, pero es evidentemente incompleta. Qué día se entienda por ‘mañana’ depende de qué día se tome como ‘hoy’ — y, por tanto, de la interpretación dada a un «ín­dice». El que transmite, o profiere, las palabras ‘Llegaré mañana’, no indica cómo llegará, pero el que «recibe», u oye, las palabras puede poseer información previa (asi­mismo, claro está, objeto de posible proferencia y trans­misión) acerca del modo de transporte usado por el emisor. El receptor puede poseer asimismo información acerca de las costumbres, buenas o malas, constantes o inconstantes, del emisor, al punto que si éste es una persona que no cumple sus promesas o suele usar las palabras con fines no inmediatamente obvios, cabe in­clusive entender que si el emisor anuncia que va a llegar mañana, no va a llegar mañana, sino pasado mañana, o nunca. O consideremos el ejemplo dado por Bloomfield b, el del niño que dice «Tengo hambre» con la intención de que su madre no lo acueste. Un mensaje incluye el significado de los términos verbales usados en él. Por tanto, en el caso presente incluye el significado de ‘Ten­go hambre’ — esto es, lo que se entiende normalmente cuando se dice ‘Tengo hambre’— , pero este significado no constituye toda la información; la madre entiende lo que quiere decir ‘Tengo hambre’, pero entiende asi­mismo que estas palabras son usadas con otra intención

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v, por tanto, no significan lo mismo, o no se usan con el mismo propósito que cuando ordinariamente se dice ‘Ten­go hambre*. Podría pensarse que ‘Tengo hambre* perte­nece a un lenguaje infantil que usa ‘Tengo hambre’ para decir ‘No quiero ir a la cama*. Pero cuando el niño dice ‘Tengo hambre’ dice asimismo ‘Tengo hambre*. En el caso que nos ocupa, pues, ‘Tengo hambre* dice lo que quiere decir en virtud de la situación en la cual se dice. En algún modo, el significado de ‘Tengo hambre’ es el uso que de esta expresión se hace en una situación dada, pero ello no elimina el significado digamos «originario» de la expresión, que puede asimismo ser función de su uso. Tenemos aquí, pues, el uso de un significado, que es a la vez un cierto uso de un cierto uso; el último que­da eliminado, pues la expresión no se usa ya del modo «normal», pero no queda eliminado totalmente el signi­ficado; sólo ocurre que se interpreta este significado del modo que hace al caso. E l niño trata de engañar a la madre (sabiendo, por otro lado, que no la engaña y sien-, do semejante «engaño» parte de un juego donde los en­gaños son inmediatamente entendidos como tales y de­jan, por tanto, de serlo). A tal efecto es menester usar ciertas expresiones como señales; el niño no dirá, ponga­mos por caso, ‘Estoy cansado’, porque ésta sería razón para acostarlo inmediatamente (Es improbable que diga « ‘Ser’ se dice de muchas maneras», aunque, en puridad, si lo dijese y su madre cogiese al vuelo esta venerable propuesta, el resultado perseguido por el niño sería pro­bablemente aún más efectivo: ¿cómo seguir insistiendo en que se acueste prontamente un chaval que suelta como si tal cosa una parrafada de Aristóteles?). En suma, debe tenerse asimismo en cuenta en los mensajes «lo que se quiere decir» — lo que en modo alguno hace de todo decir un «querer decir» y de todo enunciado una inten­ción de enunciar— , pero entiéndase que se dice de algún modo y mediante señales cuya clave se halla, o se espera que se halle, en posesión del recipiente.

Casos similares abundan cuando por alguna razón (o sin razón) no se puede decir stricto sensu lo que se quie­

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re decir. ‘El Rey de Irlanda es estúpido’ quería decir, para los checos que estaban dentro de la órbita del Im­perio austro-húngaro ‘los Habsburgos son estúpidos’, y ningún checo pretendía que quería decir otra cosa. Cuan­do impera el terror político, o policíaco, los ‘Tengo ham­bres’ se multiplican — con la esperanza de que sólo los entiendan quienes deban entenderlos. Pero en todos los casos se requiere una clave que permita descifrar la señal enviada — que en este caso es un «significado». Cuando se habla irónicamente, se sobreentiende que el que oye va a entender lo que se dice, pues de lo contrario no se comunicaría el pertinente mensaje irónico. Y así sucesi­vamente.

Las señales dobladas de significados para significar otra cosa que éstos, permiten entender que las expresio­nes usadas siguen siendo instrumentales, pero lo son dem tro de un cierto «juego» o «conjunto de juegos». El men­saje «Enrique llegará mañana» es tnutatis mutandis igual al mensaje Heinrich tvird morgen kommen, indepen­dientemente del hecho de que el primero conste de tres palabras y el segundo de cuatro (asumiendo que wird es una palabra). Se puede usar un lenguaje cifrado para transmitir el mensaje de que Pedro llegará mañana; por ejemplo «La bomba está preparada». Pero si poseemos la clave pertinente, al descifrar ‘La bomba está prepara­da’ , obtendremos ‘Pedro llegará mañana’. No es que ‘La bomba está preparada’ signifique, en español, «Pedro llegará mañana»; lo que sucede es que ‘Pedro llegará ma­ñana’ se usa como señal, independientemente de su sig­nificado, o de los usos corrientes que la expresión posea 7.

No hay, por un lado, un «mensaje» bien definido, o definible, y una posible serie de «matices» más o menos accidentales a él. Los matices pueden formar parte del mensaje. A fines de 1967, una conferencia del apostolado laico de Roma pasó una resolución en la que se expre­saba «el arraigado sentimiento entre laicos cristianos de la necesidad de que las autoridades eclesiásticas adopten una clara actitud que subraye los valores fundamentales morales y espirituales, al tiempo que deje a los padres

Indagaciones sobre el lenguaje

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obrar de acuerdo con su fe cristiana y a base de consulta médica y científica en la elección de los medios científicos y técnicos para llegar a ser padres responsables». Esta parrafada, parte de otra mucho más dilatada, podría leerse como sigue: «Que la Iglesia se ocupe de asuntos morales y espirituales dignos de consideración y que per­mita a los cristianos usar medios anticoncepcionales, de acuerdo con factores médicos y científicos, y sin que por ello haya que considerarlos como estando fuera de la fe cristiana». ¿Es igual el sentido de los dos párrafos? ¿O es el primero un mero circunloquio para expresar una opinión que está en la mente de todo lector avisado? El primer párrafo está, en efecto, cargado de circunloquios, pero éstos no son extrínsecos al mensaje, sino que tienen una función en él.

La concepción del mensaje como información trans­mitida por medio de señales en las que se cifra y desde las cuales se descifra el mensaje con ayuda de una o va­rias claves (que incluyen a veces los factores que consti­tuyen la situación en la que se transmite el mensaje) per­mite responder a quienes insisten en que hay modos de decir indirectos — no sólo oraciones indirectas u obli­cuas dentro de un lenguaje, sino enteros lenguajes o «juegos lingüísticos» indirectos. En efecto, no hay incon­veniente en incluir en dicha concepción la posibilidad de tales modos, o lenguajes. De ellos hay ejemplos en fra­ses usadas en numerosas ocasiones, así como en vastas porciones de la literatura, y en algunas interesantes ex* presiones filosóficas, desde Sócrates hasta Kierkegaard. Un ejemplo muy interesante es el «lenguaje» que desde el principio al fin usa el acusado en una novela de Hans Erich N ossack8. Lo que dice parece común y corriente, pero resulta ser muy indirecto respecto a la que dicen el fiscal, el juez, el abogado defensor, etc. — que es asimis­mo «indirecto» para el acusado— . Es cierto que en este caso el acusado no logra comunicar su mensaje — y lo logra tanto menos cuanto que las palabras de que echa mano son del mismo tipo que las usadas, para otros pro­pósitos, por el juez, el fiscal, etc.— , pero no por ello

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deja de haber mensaje. Ocurre únicamente que no se da con la clave, y especialmente con la que permitiría en­tender la repetida expresión del acusado: la partida ha­cia «lo no asegurable». Que el acusado sea un agente de seguros añade interés dramático — y lingüístico— a su expresión.

No hay, en suma, razón que impida cifrar y descifrar lenguajes indirectos no sólo para traducirlos a otros «di­rectos», sino inclusive para entenderlos como tales len­guajes indirectos. De otra suerte, un lenguaje- indirecto dejaría de ser un lenguaje. En este sentido puede con­cluirse que los modos de decir indirectos suponen, o aca­rrean, asimismo información 9.

6Hemos venido insistiendo en que si bien las nociones

de «medio» — señal o complejo de señales— y «mensa­je» son relativos entre sí, son al mismo tiempo extrínse­cos uno al otro; un elemento de la comunicación puede funcionar, según los casos, como señal o como mensaje, pero si funciona de un modo no funciona del otro. Las señales en tanto que señales no acarrean intrínsecamente, o por sí mismas, ningún mensaje.

Seguiremos manteniendo esta posición, la cual equiva­le a sostener que no hay, para usar el vocabulario de Peirce, puros «iconos», esto es, señales (o signos) que se refieran a un determinado objeto en virtud de los carac­teres propios de la señal (o del signo). Los que parecen tales necesitan, con el fin de representar lo que se supo­ne que por sí mismos representan, alguna convención suplementaria. Sucede así aun en casos extremos: un dia­grama de una polea exhibe la estructura de una polca de acuerdo con ciertas normas; no es, pues, una pura representación de la polea. En cuanto a la propia polca, es una polea y no una representación de sí misma. Tanto más ocurrirá, pues, en otros tipos de señales, como, por

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ejemplo, los términos o elementos de un lenguaje «na­tural».

Ello no impide reconocer que hay modos diversos de relación entre las señales y los mensajes que éstas pue­dan acarrear.

1. Según se apuntó ya, las señales poseen diversos «alcances»; dicho de otro modo, no todas las señales son igualmente apropiadas para el uso que se quiere hacer de ellas. Aunque, en principio, cualquier señal podría serlo de cualquier «cosa», la cantidad de convenciones y reglas que habría que establecer al efecto sería tan con­siderable que pronto habría que abandonar la empresa. Por lo demás, se advertiría que, a fuerza de querer defen­der un absoluto «convencionalismo», se llegaría a una cierta forma de «¡deísmo»: la función de las señales se­ría simplemente llevar una «idea» a la mente.

2. Una señal se articula de muy diversos modos con aquello de que es, o se supone, o se conviene, que es se­ñal. En cualquier caso, la señal (o grupo de señales) aca­rrea alguna información — en el amplio sentido de 'información1 previamente dilucidado— , pero ésta es aca­rreada muy diversamente. Una señal — suponiéndola, por el momento, y con el fin de no complicar las cosas, sufi­cientemente «completa»— puede a veces ejercer función de indicar. Otras veces ejerce la función de representar. Otras es símbolo de algo; otras, nombre de alguna cosa, acontecimiento, etc. Las señales siguen siendo, en prin­cipio, extrínsecas a aquello de que son señales, pero no hay razón para creer que hay un solo modo de ser ‘ex­trínseco a1. Hay muy diversos modos; tantos, por lo menos, como modos en que una señal funciona como tal.

3. Las señales pueden considerarse de dos maneras: como señales-acontecimientos o como señales-símbolos. Una scñal-acontecimiento es única y puede equipararse a un proceso, generalmente físico. Así, la señal 'mesa', tal como acabo de usarla, es única. Una señal-símbolo, en cambio, no es única. La señal ‘mesa’, tal como acabo de usarla, sigue siendo tan única como la anterior señal 'mesa', pero ambas señales constituyen ejemplos o casos

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de la señal-símbolo ‘mesa’. No es menester hipostasiar la señal-símbolo ‘mesa’ ni, desde luego, ninguna señal-sím­bolo, como si las señales-símbolos fuesen realidades idea­les, existentes, o subsistentes, en un supuesto mundo ideal o inteligible. No es menester tampoco considerar que una señal-símbolo es una abstracción mental de se­ñales-acontecimientos. Las señales-símbolos son regulari- zaciones de señales-acontecimientos. Esto no comporta que una señal-acontecimiento tenga que reiterarse cierto número de veces para constituirse en señal-símbolo; bas­ta que una señal entre a formar parte de un sistema de señales y ejerza una función (o varias) dentro del sistema.

4. Los modos como las señales funcionan para los mensajes son los propios mensajes; en este sentido, la señal (si se quiere, el medio) es el’ mensaje. Pero ‘señal’ quiere decir ‘modo (o modos) de funcionar una señal’. No es, pues, que una señal sea un mensaje independien­temente de los procesos de ciframiento, desciframiento y de las reglas pertinentes. En rigor, un sistema de seña­les-símbolos es tal justa y precisamente porque conlleva un conjunto de reglas, las cuales permiten cifrar y desci­frar las señales y, por tanto, entenderlas, no entenderlas, interpretarlas bien o mal, adecuada o inadecuadamente, confundirlas, etc., etc.

5. Las convenciones en que se fundan los usos de las señales son las reglas que se establecen para tales usos. Estas reglas son convencionales, pero ello no quie­re decir que se trate de «acuerdos previos»; las reglas siguen siendo convencionales aun cuando se establezcan y desarrollen «naturalmente». Por lo demás, aun las pro­pias convenciones están limitadas por las estructuras a las cuales dan lugar. Las estructuras de los sistemas de señales-símbolos son muy diversas y poseen diversos gra­dos dé rigidez — o de flexibilidad; en puridad, una es­tructura no es sólo un sistema de limitaciones, sino tam­bién uno de posibilidades, pero es razonable pensar que éstas no son en ningún caso ilimitadas.

6. Los mensajes pueden clasificarse de muchos mo­dos: cada clasificación de lenguajes corresponde a una

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clasificación de mensajes, o tipos de mensaje; lo mismo ocurre con listas de «juegos lingüísticos», etc. Las pro­pias señales, así como las reglas para su manejo, pueden constituir el «contenido» de un mensaje, en cuyo caso debe emplearse un metalenguaje para la transmisión de la información relativa al lenguaje que es el «contenido» del mensaje. En general, los mensajes pueden ser intra- lingüísticos o intra-simbólicos y extra-lingüísticos o extra­simbólicos, con numerosos casos en los que se dan am­bas formas. Ciertos mensajes tienen interés particular, porque la información que acarrean es de carácter «de­mostrativo», esto es, apuntan al emisor del mensaje y al lugar, momento, situación, etc. de éste. Estos mensa­jes contienen términos llamados «indéxicos», que plan­tean numerosos problemas.

7. En los sistemas de señales-símbolos que nos inte­resan particularmente — los sistemas verbales— , tenemos complejos sistemas simbólicos que pueden caracterizarse, por lo menos provisionalmente, como objetivaciones de actos humanos. Entendemos por 'actos humanos' toda la gama de realizaciones de que tenemos experiencia, o no­ticia, por parte de seres humanos; por consiguiente, no sólo acciones, sino también pensamientos, intenciones, propósitos, emociones, etc. Presumimos 10 que los siste­mas de señales-símbolos pueden ser considerados como sistemas de realidades-sentido, pero esta presunción no es necesaria para aceptar lo que se ha dicho antes sobre ‘señal-símbolo’.

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3. Juegos y reglas

1

Las «esencias» están en descrédito. No sólo ellas, mas también el ingrediente llamado «propiedad común» que se supone constituirlas — o constituir, por lo menos, una porción (inteligible) de «la esencia». Si algunos autores siguen hablando de «esencia», deben de entender por esta otra cosa. Heidegger ha acuñado una frase que nor­malmente se traduciría por: «la esencia del lenguaje: el lenguaje de la esencia» pero sospechamos que esta tra­ducción es obtusa. Ni ‘esencia’ traduce Wesen ni ‘lengua­je’ traduce Sprache. En todo caso, «la esencia» no parece ser aquí lo que una cosa es, lo que en ella es verdadero y duradero. Wesen, dice Heidegger, es una voz tempo­ral: wesend, amvesend, abwesend2 (que renunciamos a traducir, faltos de recursos para estas recónditas etimo­logías). Tampoco «el lenguaje» parece ser aquí lo que suele entenderse con este término; es más bien algo así como «el hablar del habla». El «lenguaje» de la «esen­cia» — que es la «esencia» del «lenguaje»— parece ser,

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pues, más bien el habla («E l hablar [del habla] que nos habla en lo hablado» 3, como escribe Heidegger) en tan­to que palabra poética (creadora) o palabra auténtica, pri­ma hermana de la maragallíana «palabra viva» ante la cual todas las demás son «palabrerías», remedos y simu­lacros. Sea como fuere, no se trata de nada remotamente semejante a lo que se había llamado «esencia», «defini­ción esencial», etc.

El descrédito de la noción de «esencia» resulta más pa­tente en otros modos de filosofar. Ya a comienzos de si­glo William James reiteró una denuncia que se ha feste­jado a menudo: es injustificado, proclamó, que por dis­ponerse de términos como ‘gobierno’ o ‘religión’ se crea que designan algún «principio simple o esencia». Son sencillamente «nombres colectivos» 4. Lo propio aconte­ce con la expresión ‘sentimiento religioso’. Todas las de­finiciones que quepa proporcionar al respecto resultarán fútiles. No hay ninguna emoción religiosa básica o ele­mental que se diversifique en variedades, las cuales re­sulten «accidentales», sino más bien un conjunto de emo­ciones religiosas que requieren descripciones detalladas. ¿Qué hay de común en las creencias, las visiones, las ex­periencias, la espiritualidad, el ansia y el tesón misione­ros de Confucio, San Pablo, George Fox o San Francisco de Asís? Pensándolo bien: ¿qué hay de común en el catolicismo, el mahometismo, el budismo, etc.? ¿Serán todos manifestaciones de «la religión»? Pero nadie prac­tica «la religión»: se practica el catolicismo, el mahome­tismo, el budismo, etc. — y aun así la cosa no queda del todo clara, a causa de la complejidad de cada una de estas religiones. Similarmente, Ortega y Gassct se escan­dalizaba de que cuanto escribieran Homero y Verlaine se titulara, por igual, «poesía» 5. ¿Qué género de «cosa» o «actividad» es esa que engendra resultados tan heteró- clitos? ¿E s también algo común llamado «política» lo hecho por Asurbanipal, Julio César, Tayllerand, Fidel Castro y Oliveira Salazar?

En sus diversas manifestaciones, el «descrédito de la esencia» es expresión del deseo de renunciar a describir

Indagaciones sobre el lenguaje

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3. Juegos y reglas 61

a toda costa «la unidad» donde se está viendo y palpan­do «la diversidad». El anti-csencialismo es en gran me­dida un anti-unitarismo ^ un anti-reduccionismo. Estas actitudes son fundamentalmente sensatas, pero a la vez no deben seguirse a ciegas. No hay por qué dejarse lle­var siempre por «las diferencias», como si sólo éstas im­portaran. Aunque estimamos pertinente dejar de hablar de «esencias», creemos que si por ‘esencial’ se entiende simplemente ‘común a . . . ’, hay razones para no descartar por entero este adjetivo. En todo caso, hay diversos mo­dos como puede interpretarse ‘común a . . . ’, y posiblemen­te varias maneras como «lo común», o sus modos de entenderlo, se relaciona con «lo diverso». Esas distintas maneras dependen seguramente de aquello de que en cada caso se trate.

2No está excluido en principio que ninguna de las ca­

racterísticas que suelen atribuirse a las manzanas se man­tenga indefinidamente. Las manzanas son aproximada­mente esféricas, pero si lograran cultivarse manzanas piramidales, ¿habría que concluir que no se trata ya de manzanas? No se ve bien por qué el ser (aproximadamen­te) esférico o el ser (aproximadamente) piramidal ten­drían que ser rasgos permanentes de las manzanas.

Se alegará que pueden cambiar tales o cuales rasgos —o lo que, dado nuestro conocimiento de las manzanas, consideramos como tales— , pero no todos. Sin embargo, sostener que pueden cambiar tales o cuales rasgos (o ca­racterísticas), mas no todos a un tiempo, equivale a admitir que hay algo así como «todos los rasgos». Por si ello fuera poco, presupone admitir que cualquier rasgo entre los «tales o cuales» forma parte de «todos los ras­gos».

No es, pues, tan claro que cualquier rasgo atribuible a las manzanas pueda cambiar. Las manzanas de que ha­blamos, ¿seguirían siéndolo si en vez de estar compues­

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tas de células orgánicas, estuviesen hechas de aluminio o de «madera? Se podría seguir llamándolas «manzanas» — por ejemplo, «manzanas artificiales»— , pero esas man­zanas no son aquellas de que hablamos cuando decimos 'manzanas’. Además, si las seguimos llamando así agre­gando el adjetivo ‘artificiales’, es en virtud de otras man­zanas, las «verdaderas» o «naturales»; en este punto por lo menos, la Naturaleza no imita al arte.

De consiguiente, parece difícil negar en redondo que las manzanas posean algunos rasgos, propiedades o carac­terísticas comunes. Las manzanas pueden clasificarse o, como se ha dicho asimismo, «graduarse» de varios modos y según distintos patrones: por el color, el tamaño, el peso, el sabor, etc., pero lo que se clasifica o gradúa si­guen siendo manzanas. Debe de haber algunos rasgos en virtud de los cuales reconocemos que algo es una man­zana — lo cual es muy distinto de mantener que los ras­gos en cuestión constituyen una manzana, y menos aún «la manzana» o «la esencia manzana», y muy distinto también de suponer que en todos los casos se sabe, o puede saber, de qué rasgos se trata.

En los «productos naturales» no es imposible especi­ficar ciertas propiedades comunes a clases, especies, gé­neros, familias, etc., especialmente de acuerdo con estruc­turas genéticas. Ninguna especie biológica es absoluta­mente «fija», pero es improbable que ninguna sea total­mente inestable. En este sentido es cierto que no hay propiedades comunes perfectamente determinadas y de- terminables correspondientes a cada clase, especie, géne­ro, familia, etc. Pero puede haber ciertas estructuras en virtud de las cuales cabe decir que nos las habernos con tal o cual determinada clase, especie, género, familia, etc.

No ocurre así, o bien ocurre mucho menos, cuando te­nemos presente alguna propiedad o rasgo que nos sirve para clasificar o «graduar» cosas. Por una parte, tal pro­piedad o rasgo es común a todos los objetos de referen­cia: todas las cosas blancas exhiben la propiedad de ser- blancas — o, si se quiere, se reconocen como blancas— . Pero con esto no llegamos muy lejos; de hecho, nos li­

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mitamos a afirmar que si x, y, z son blancos, entonces x, y, z exhiben la propiedad de ser blancos (o viceversa). Por otra parte, que una propiedad sea común a diversas cosas no garantiza que éstas formen ninguna especie; hace meramente posible que sean un conjunto. La hoja en que escribo, la diminuta estantería a mi izquierda y mi camisa son, por el momento, blancas. Nadie dirá que esas cosas sean muy similares, a menos de fundar la simi- laridad en otra «propiedad común» — por ejemplo, el ser cosas de que hago uso (pero esta última propiedad no es más iluminadora que la primera) o el ser objetos ma­nufacturados (pero entonces nos perdemos en clases de­masiado vastas para que tenga siquiera interés hablar de propiedades comunes). Además, hago también uso dé co­sas que no son blancas, y si por ventura tuviera la manía de hacer uso solamente de cosas blancas, esta manía sería (acaso) un rasgo de mi carácter, pero no de las cosas en cuestión. Por otro lado, para formar un conjunto no ne­cesito ni siquiera referirme a propiedades como el ser blanco; todos los objetos que se hallan en mi habitación forman un conjunto, cualquiera que sea su diversidad, y forman asimismo conjuntos todos los objetos que se ha­llan en mi habitación excepto los que son blancos, etc.

El número y tipo de «propiedades comunes» de que podemos hablar es infinito. En la Biblioteca Nacional de París hay muchos libros. Todos tienen la «propiedad co­mún» de figurar (o de tener que figurar) en el fichero de dicha biblioteca. Tal propiedad los organiza en una colección, y también en un conjunto, pero no Ies otorga ninguna de las «unidades» de que usualmente hablamos cuando aspiramos a determinar una «diversidad» por me­dio de rasgos comunes. Y ello no porque haya muchas clases de libros — que difieren en el contenido, en el for­mato, etc.— , sino más bien porque la supuesta «propie­dad común» de estar en una determinada biblioteca no distingue suficientemente estos libros de otros, o de otras colecciones de libros. En cierto modo, hay más «unidad» en todos los libros del mundo, incluyendo los de la Bi­blioteca Nacional de París, que en los de esta biblioteca;

3. Juegos y reglas

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todos los libros del mundo son libros, mientras que los de la JBiblioteca Nacional de París son meramente libros de la Biblioteca Nacional de París.

Cierto que la correspondencia entre cada uno de los libros de referencia, y las fechas del fichero introduce una especie de elemento «común»; para cada libro hay (por lo menos) una ficha, que ostenta el mismo título que el libro. Sin embargo, ese «elemento común» — que podría manifestarse en otros objetos (cabría confeccionar un «fichero», tan dilatado como inútil, de manzanas)— no es ningún rasgo o característica, sino la expresión de una relación.

3

Consideremos ahora lo que se llama «el lenguaje». Hay muchos y muy diversos tipos de lenguajes — y, confinán­donos a los lenguajes naturales, muchos y muy diversos tipos de lenguas— . La cuestión es saber si hay o no ras­gos comunes a todas ellas.

Esta cuestión puede tratarse desde varios puntos de vista. Por el momento sólo nos interesa dilucidar en qué medida cabe hablar del titulado «lenguaje» como si tu­viera o no algunos rasgos comunes (sean cuales fueren).

En alguna forma, el término ‘lenguaje’ funciona de modos más similares a los términos ‘religión’ o ‘política’ que a expresiones como ‘manzana’, ‘libro’ y, por descon­tado, ‘cosa blanca’. En ningún caso es muy adecuado ha­blar de «la esencia d e ...» , pero en virtud del carácter no específico y no genérico del «lenguaje», es comprensible que lo que se ha llamado «la lucha contra el esencialis- mo» se haya desarrollado en gran parte en relación con la cuestión (o pseudocuestión) «¿Q ué es el lenguaje?» Ello ocurrió con particular empeño en el «último Witt- genstein» en forma de una embestida contra la presun­ción de que puede rastrearse alguna propiedad común a todos los lenguajes.

Simplificando el asunto al máximo, tenemos lo que

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3. Juegos y reglas 65

sigue. Mucho de lo que se ha dicho acerca del lenguaje (de lo que oportunamente dijo el propio Wittgenstein) procede de la ilusión — casi una «superstición»— : la idea de que el lenguaje representa (o debiera represen­tar) el mundo, esto es, la idea de que, una vez despojado de sus perifollos gramaticales y confusamente idiomáti- cos, el lenguaje exhibe una estructura isomórfica con la de la realidad. E l nudo lenguaje al que supersticiosamen­te nos aferrábamos tenía que estar formado por propo­siciones elementales que representaran estados de cosas. Ello resultaba posible porque se suponía que el lenguaje tiene una función representativa, fundada en otra más básica, apelativa o «nominativa». En última instancia, «el lenguaje» tenía que estar constituido por una serie de nombres, unidos entre sí como los eslabones de una cadena y teniendo como significados los objetos nombra­dos 6.

A la ilusión, o superstición, de la unidad se agregaba la de la generalidad, engendradas ambas por el espíritu teórico que tiende en palabras de William James a «sim­plificar al extremo» 7. Contra esta tendencia hay que lu­char sin tregua, sin temor a que se precipite sobre nos­otros un alud de «diferencias».

Es falaz creer que un lenguaje natural suficientemen­te rico posee una sola función, y desatinado pensar que todos los lenguajes tienen la misma función. Las funcio­nes lingüísticas son muchas y muy variadas, porque son muchos y muy variados los tipos de «actos lingüísticos».

Lo que interesa por el momento en «el» lenguaje no es su naturaleza o su función — como si poseyera una naturaleza, y una función única— , sino los llamados «juegos de lenguaje» o «juegos lingüísticos»; en puri­dad, no hay lenguaje, sino juegos lingüísticos8. Estos no corresponden a voces, o grupos de voces, determinados, sino a actos — actos como describir, informar, rogar, blas­femar, preguntar, responder, contar chistes, narrar, des­cifrar crucigramas, agradecer favores, etc. Las voces son función de los «juegos». Así, la palabra 'punto’ sirve para nombrar un signo tipográfico, pero, también para señalar,

Fcrratcr Mora, 5

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en uü dictado, que se ha llegado al fin de una frase. «¡Fuego!» puede servir para dar una voz de alarma, para ordenar a un pelotón que ejecute la triste sentencia, y también — si no se es muy cortés— para pedir lumbre y encender el cigarrillo. ‘Cinco peras y dos naranjas’ puede usarse para contar peras y naranjas, para pedir tantas y cuantas peras y naranjas, para separar las peras de las na­ranjas, etc. Del mismo modo que al dar una lista de juegos lingüísticos no clasificamos voces, o grupos de voces, no clasificamos tampoco oraciones. Ciertas clasificaciones gramaticales pueden ser pertinentes — así, por ejemplo, cuando se habla de oraciones interrogativas, dubitativas, exclamativas, optativas, exhortativas— , pero no bastan. ‘Barcelona es una ciudad’ y ‘3 es un número primo’ son gramaticalmente clasificables como oraciones afirmativas, pero no pertenecen al mismo juego lingüístico: el uso de ‘Barcelona’ es muy distinto del uso de ‘3’ . Por tanto, aunque los juegos lingüísticos pueden jugarse en ocasio­nes de acuerdo con ciertas reglas gramaticales, las verda­deras reglas de dichos juegos no son, estrictamente ha­blando, gramaticales. O, si se quiere seguir hablando de «gramática», habrá que agregar que se trata de una «gra­mática profunda».

Por lo demás, los juegos lingüísticos no parecen ser meramente lingüísticos. Cada uno de ellos expresa una forma de vida, de suerte que usar una expresión perte­neciente a un juego lingüístico equivale a comportarse de cierta manera. Los «modos de hablar» se hallan en­tretejidos con los de vivir, y en particular de actuar. Ha­blar un «lenguaje» es parte integrante de una actividad.

¿En qué relación se halla, pues, un juego lingüístico con un «lenguaje»? A decir verdad, no hay ninguna re­lación, por cuanto lenguaje y juego lingüístico coinciden. Pero entonces, ¿será cada juego lingüístico una lengua? No necesariamente — ni normalmente— . Una lengua exhibe muchos y muy diversos juegos lingüísticos; en una y la misma lengua se describe, se informa, se ruega, se pide, etc. Ahora bien, una cosa es que una lengua exhiba diversos juegos lingüísticos, y otra que por debajo

Indagaciones sobre el lenguaje

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de estos haya una estructura poseedora de propiedades comunes a todos y cada uno de los precitados «juegos». En lugar de afirmar que una lengua exhibe (o puede exhi­bir) diversos juegos lingüísticos, o que se compone (o puede componer) de varios juegos lingüísticos, sería más adecuado decir que la lengua es los juegos lingüísticos pertinentes. Lo contrario equivaldría a suponer que hay una lengua y, además, sus juegos lingüísticos. Que éstos sean la lengua misma no requiere que posean ninguna propiedad común, o haz de propiedades comunes — Jas que a veces se ha supuesto que constituyen Ja «naturale­za» o «esencia» del lenguaje.

La frecuente objeción de que el propio término ‘juego’ sería inservible si no poseyera un significado común a todos los juegos — o, mejor dicho, un significado invaria­ble cualesquiera que sean los usos de ‘juego’— no es enteramente válida. ¿Cuál sería tal significado? Se ha sostenido que en todos los juegos entran ingredientes como la competencia, el propósito de ganar una partida a un adversario, e tc .9, pero si ello puede suceder con el término inglés gante no sucede con el vocablo alemán Spiel ni con el español ‘juego’. Como se ha hecho ob­servar, Spiel entra en la composición de Spielsprache, pero también en la de Schauspiel y Feslspiel ’°. En es­pañol se entiende a menudo que se juega para ganar, pero también para entretenerse; ‘juego’ es a la vez game y play: hay juegos de naipes, pero también, por ejemplo, juegos de manos.

Lo que importa aquí, pues, no es tanto la voz ‘juego’ como el concepto de juego. No es que haya un concepto de juego independiente de un término lingüístico; lo que hay es más bien un término lingüístico que puede usarse de tales o cuales maneras y que adquiere de este modo su significado, o significados. No hay, en suma, un con­cepto de juego previo a ‘juego’, a Spiel, a game, a jen, etc., pero sí una serie de actividades describibles más o menos aproximadamente con dichos términos. Con el término ‘juego’ no salimos del lenguaje corriente, pero no nos confiamos tampoco a una región determinada de este

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lenguaje, antes bien, exploramos todas sus posibilidades. Estas son mayores ó menores según las voces de que se trate. Ya que hemos aceptado, cuando menos pro­visionalmente, la «diversidad» en contra de la «unidad» y de la «generalidad», hay que aceptarla en toda la línea y no suponer que todos los términos de un lenguaje fun­cionan de la misma manera y exhiben el mismo radio de «diferencias». ‘Juego’, ‘religión’, ‘política’ y ‘lenguaje’ pueden exhibir diferencias que no se encuentran, por ejemplo, en ‘aspidistra’ («planta esmilácea, acaule, de hojas persistentes y de nervios bien señalados»), ‘botijo’ («palito de torvisco, que se les pone a los chivos atrave­sado en la boca de modo que les impida mamar, pero no pacer»), ‘ingle’ («parte del cuerpo en que se juntan los muslos con el vientre») y ‘perdigonera’ («bolsa en que los cazadores llevaban los perdigones»). Ello no fija un término para siempre; es harto improbable que ‘beti- jo ’ se use en otro sentido que el antes señalado (aunque lo más probable es que caiga, si no ha caído ya, en des­uso), pero no hay inconveniente en que esa para nosotros ya casi exótica voz no empiece a diversificar sus usos. Si tal sucede, diremos que hay muchas clases de botijos, como decimos que hay muchas clases de juegos, y hasta concluiremos que es difícil descubrir un rasgo común a todos los supuestos «betijos».

4

Hay no poco que decir en favor de la idea de que ‘len­gua’ y ‘juego lingüístico’ (o, mejor, ‘conjunto de juegos lingüísticos’) son lo mismo. Una de las razones de más peso es que con ello se echa por la borda cualquier clasi­ficación léxica excesivamente rígida. La noción de juegos lingüísticos pone, además, de relieve un aspecto impor­tante de todo lenguaje: el lenguaje como actividad. Vere­mos oportunamente que hay otro aspecto del lenguaje: el lenguaje como estructura. Desde este último ángulo,

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la idea do los juegos lingüísticos pierde un tanto de su utilidad.

Ahora bien, aun dentro de la esfera del lenguaje como actividad, hay que precaverse contra los posibles excesos a que puede llevar la noción de referencia. Por ejemplo, en principio cabría echar mano de cualesquiera términos para cualesquiera juegos lingüísticos, pero en Ja práctica el asunto no es tan tajante. Puedo señalar con el dedo una pera diciendo ‘pera’, y también puedo, diciendo ‘pera’, pedir una pera. En ambos casos, profiero la misma palabra, si bien en el lenguaje hablado el tono es distin­to: mi modo de decir 'pera’ cuando pido una pera sin decir más que ‘pera’ , esto es, sin especificar que la pido mediante frases como ‘¿Quiere darme u n a ...? ’, ‘U na... por favor’, es seguramente un tanto más áspero que cuan­do señalo con el índice una pera y con intención peda­gógica digo la palabra (Puedo, sin embargo, hallarme en la cama de un hospital, en estado de suma debilidad y rodeado de solícitas enfermeras, en cuyo caso no se in­terpreta mi modo de decir ‘pera’ como áspero; hasta puedo limitarme a musitar ‘pera’, en la confianza de que se me entenderá perfectamente). En el lenguaje escrito puedo poner de relieve la diferencia antes indicada escri­biendo ‘ ¡Pera!’ o ‘pera ...’ para expresar que se pide. Por lo demás, puedo especificar el correspondiente juego lin­güístico mediante las voces apropiadas: ‘He aquí u n a ...’ , «La palabra ‘pera’ es bisílaba en español», etc.

No obstante, ciertas voces se prestan a ciertos juegos lingüísticos y no (o no tanto) a otros. No usaré la voz ‘desgracia’ para pedir una desgracia (aunque pudiera acaso dirigirme a Dios e implorar ‘desgracia’, entendiendo por ello si es posible entenderme, que quiero alguna des­gracia, pongamos por caso para mortificarme y así ganar indulgencias, reduciendo la carga de mis pecados con algún castigo que oficie de penitencia). Tampoco la usaré para designar «algo» llamado «desgracia» (bien que pue­do ser testigo de un accidente de automóvil y decir ‘des­gracia’ o, mejor, ‘ ¡Desgracia!’ o ‘ ¡Vaya desgracia!’). La pertenencia de una voz a uno o más juegos lingüísticos

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no es, pues, nunca absoluta, pero hay sus más y sus me­nos. Otro tanto sucede con oraciones enteras. No es lo mismo decir ‘Es un perro feroz’ para indicar, con objeti­vidad y desapego, que el perro de que estoy hablando (y que supongo presente y tal vez ladrando) es feroz, que decir ‘Es un perro feroz’ para avisar a alguien que no se ponga a su alcance. Por otro lado, ciertas oraciones pa­recen más adecuadas para un juego lingüístico que para otro, u otros. ‘Son las once de la noche’ es un enunciado que afirma que es tal hora, o que indica que es hora de acostarse (en Edimburgo) o de cenar (en Madrid), o que ha llegado el momento de ver el programa de televisión. Pero es improbable que use ‘Son las once de la noche’ para rogar o blasfemar, aunque, en principio, no este completamente excluida una ocasión en la que ‘Son las once de la noche’ suene como una blasfemia y sea consi­derada como tal.

Nuestra opinión en este respecto es matizada. Ciertos autores han considerado que, dada una expresión lin­güística, E, posee una estructura que la hace apta para funcionar de tal o cual modo. Es lo que sucede cuando se habla, sin más, de oraciones enunciativas, interrogati­vas, optativas, etc. Otros autores han estimado que la función primaria de las expresiones lingüísticas es enun­ciativa o declarativa o, como se ha dicho a menudo, «des­criptiva», de suerte que si una oración no es gramatical­mente descriptiva tiene que reducirse lógicamente a tal. Contra estos criterios, o prejuicios, se ha levantado la concepción predominantemente «antidescriptivista», fun- cionalista y contextualista de las expresiones lingüísticas. Según ella, E no posee ninguna estructura determinada, y menos aun una reducible en todos los casos a una dimensión descriptiva. Esta última concepción tiene mu­cho en su favor, ya que E es descriptiva o enunciativa y no exhortativa o de cualquier otra índole porque fun­ciona descriptiva o enunciativamente. El citado ejemplo ‘Es un perro feroz’ lo confirma. Sin embargo, no conviene llevar la concepción antidescriptivista a sus últimas con­secuencias, porque se daría el caso paradójico de que,

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habiendo partido de datos lingüísticos, se prescindiría de ellos y se cargaría todo a la cuenta de los juegos lin­güísticos en tanto que «formas de vida», esto es, de actividades o comportamientos en tales o cuales circuns­tancias. «Los cuerpos se atraen en razón directa de sus masas e inversa al cuadrado de las distancias» es una expresión que puede usarse para enseñar a alguien una de las leyes de la mecánica clásica, y hasta para pre­caverle contra las consecuencias que podrían acarrear el no tener en cuenta dicha ley, pero lo que enseñamos y aquello contra lo cual precavemos es expresado en una oración enunciativa o «descriptiva». Al precaver a al­guien contra un perro feroz diciendo ‘Es un perro feroz’, hacemos uso de todos modos de una expresión que afirma que el perro en cuestión es feroz; no preguntamos, por ejemplo, si es un perro feroz, sino que decimos, a los efectos pertinentes, que lo es.

En suma, una expresión lingüística funciona de tal o cual modo, porque se usa de tal o cual modo, pero a la vez no podría funcionar como funciona ni usarse como se usa si no manifestara cierto radio de posibilidades para determinadas funciones y usos. Sería trastocar la muy flexible, bien que no enteramente relajada, etiqueta de la lengua olvidar que hay expresiones particularmente aptas para ciertos juegos lingüísticos y que resultan algo cho­cantes en otros (un General no suele impartir órdenes militares contando chistes, aunque los chistes pueden incluir episodios con generales impartiendo órdenes mi­litares). Los juegos lingüísticos y las estructuras lingüís­ticas — que comprenden no sólo las estructuras gramati­cales «profundas», sino también las calificadas de «super­ficiales»— se influyen (o condicionan) mutuamente.

5

Cualesquiera que sean las funciones lingüísticas con­sideradas, se ejecutan de acuerdo con normas o — como se dice hoy con más frecuencia— reglas.

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7 2 Indagaciones sobre el lenguaje

Con esto no decimos todavía gran cosa. El ajedrez, el tenis, el tango y los debates parlamentarios se ejecutan asimismo de acuerdo con reglas. Adelantamos algo más, pero no mucho, al decir que cada una de estas activida­des tiene sus propias reglas, porque aunque pueden des­cubrirse ciertas analogías enere todos los comportamien­tos regulados, las diferencias deben de ser a veces tan considerables que seguir las propias reglas en la acti­vidad A no es comparable con seguirlas en la actividad B.

Por el momento llamaremos la atención sobre el sen­tido más general de ‘reglas’ en actividades o comporta­mientos «regulados».

Se ha hecho notar que, a diferencia de las leyes natu­rales, que describen fenómenos o hechos, las reglas pres­criben lo que cabe contar en cada caso como un fenómeno o un hecho — o como un «paso», «suerte», «lance», «ju­gada»— La distinción apuntada no es tan simple comoalgunos autores suponen. Las leyes naturales son «des­criptivas» sólo en una acepción muy amplia de este tér­mino. Además de ello, forman parte de estructuras teóricas complejas. Estas contienen enunciados que sin poder ser considerados, rigurosamente hablando, como reglas, establecen ciertas condiciones de acuerdo con las cuales se examinan tales o cuales fenómenos o hechos, y aun se admiten como siendo fenómenos o hechos. Por otro lado, en los «pasos», «suertes», «lances» o «juga­das» aludidos antes figuran elementos — los «componen­tes naturales»— que pueden ser asimismo «descritos» mediante leyes. Así, en el tenis pueden describirse me­diante leyes las trayectorias de la pelota, y aunque la descripción física de estas trayectorias no esté incluida en las reglas del juego éstas han de tener en cuenta las condiciones físicas en las cuales puede jugarse.

Sin embargo, cortaremos por lo sano y admitiremos que mientras las leyes naturales son descriptivas, las re­glas son prcscríptivas. En algún sentido, éstas describen actividades, pero lo hacen prescriptivamente, esto es, las describen mediante prescripciones. Esto equivale a decir

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3. Juegos y reglas 73

que las reglas determinan la índole de las actividades consideradas.

Para simplificar, nos atendremos sólo a los llamados, por antonomasia, «juegos», cuyas reglas se han compa­rado a menudo con reglas lingüísticas.

May gran variedad de juegos, así como de reglas y tipos de reglas. Algunos juegos son más «formalizados» que otros; el ajedrez lo es más que la gallina ciega, como ciertas danzas hindúes y el ballet clásico lo son más que las presuntas variedades del rock and roll. El grado de formalización no está necesariamente ligado al de comple­jidad; juegos más o menos formalizados pueden ser más o menos complejos o simples. Tampoco está necesaria­mente ligado a los posibles lances; algunos juegos con escaso grado de formalización admiten pocos lances, en tanto que otros altamente formalizados admiten un nú­mero de lances prácticamente infinito.

Aunque el grado de formalización y complejidad de un juego está a veces relacionado con el grado de flexi­bilidad de las reglas, podemos considerar este último separadamente. Al hablar de reglas flexibles (o «toleran­tes») c inflexibles (o «estrictas») no presuponemos que haya dos clases de reglas, sino únicamente dos modos principales como pueden funcionar éstas, con muchos grados intermedios.

No es fácil poner en claro en qué puede consistir el que una regla sea más o menos flexible, porque, en prin­cipio, una regla es una regla, por lo menos en tanto que la regla prescribe qué comportamientos son jugadas y cuáles no lo son. Los comportamientos que no siguen reglas de juego no son jugadas. Mover un alfil diagonal- mente sobre el tablero de ajedrez para capturar un peón si no hay ninguna pieza entre el alfil y el peón y hay por lo menos un cuadro libre después del peón es una jugada de ajedrez porque corresponde a las reglas de movimien­tos de los alfiles en condiciones dadas. Mover un alfil horizontalmente no es una jugada de ajedrez, sino un comportamiento que resulta en el traslado físico de una pieza sobre el tablero. Los hombres que se mueven den­

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74 Indagaciones sobre el lenguaje

tro y sobre una cancha de dimensiones especificadas echando a rodar con los pies (o con cualquier parte del cuerpo salvo las extremidades superiores) un balón, y los que teniendo ciertos puestos asignados a determinadas zonas a ambos extremos de la cancha, tratan de impedir, usando al efecto cualquier parte del cuerpo, que el balón se introduzca en la propia red, practican un juego lla­mado «fútbol» o «balompié» porque siguen sus reglas. Si un jugador echa a correr con el balón fuera de la cancha no obedece las reglas y, estrictamente hablando, no juega al fútbol.

En virtud de la diferencia entre reglas de juegos y leyes naturales, parece razonable concluir que mientras las segundas, caso de ser verdaderas, son inflexibles, las primeras, que no son ni verdaderas ni falsas, son flexi­bles. Aquéllas no pueden alterarse en la medida en que describen; éstas pueden alterarse siempre que prescriban. Sin embargo, la flexibilidad de las reglas es peculiar. Por un lado, si se alteran en grado suficiente, ya no se trata del mismo juego; dadas las reglas, de un juego, no son flexibles con respecto al mismo. Por otro lado, cuales­quiera reglas tienen que ajustarse a la condición de per­mitir el juego de que se trate — lo cual no es una «im­posición» del juego sobre las reglas, porque qué juego sea, lo determinan precisamente las reglas, lo que equi­vale a decir que dadas las reglas de un juego, tenemos estas reglas y no otras. Así, en el boxeo tal como lo conocemos no se puede establecer la regla de que quie­nes lo practican han de estar separados por una distancia no menor de cinco kilómetros. Si hubiese tal distancia mínima se podría todavía armar un conjunto de reglas que regularan los movimientos de los brazos y puños de los contendientes, esto es, que hicieran posible registrar tales movimientos, los cuales, una vez computados, po­drían constituir la base para juzgar quién ha sido el vencedor. No obstante, sería chocante seguir llamando a este juego con el mismo nombre.

Dadas las reglas de un juego se plantea la cuestión de si pueden ser flexibles en algún otro sentido, y espe­

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3. .fuegos y reglas 15

cialmente en el sentido de permitir un número de com­portamientos que, estrictaíñente hablando, no cuentan como jugadas, pero que de algún modo pueden seguir siendo considerados como formando parte del juego.

Para aclarar este asunto proponemos distinguir entre diverstos tipos de comportamiento o actos: actos que son condiciones para jugar el juego; actos que resultan de las reglas de constitución; actos que resultan de re­glas de aplicación, y actos que llamaremos «periféricos»

Las condiciones que hacen posible el juego pertenecen a este sólo en un sentido muy general. Respirar es una operación que practican los jugadores de ajedrez, de fút­bol, de tenis, etc., pero con la respiración no se consti­tuye el correspondiente juego. Al decir que respirar per­tenece a un juego sólo en un sentido muy general deci­mos únicamente que si un juego es practicado por seres humanos y éstos no pueden vivir sin respirar, no pueden tampoco a fortiori jugar. Adviértase que no hay ningún acto que sea siempre y por su propia naturaleza una con­dición. Es posible que la práctica de ciertos deportes implique un entrenamiento en ejercicios de respiración, y aunque éste no es ni una regla de juego ni una regla de aplicación del mismo, no es indiferente a los modos como el juego puede jugarse.

Los actos resultantes de reglas de constitución del juego son los que forman parte más directa e inmedia­tamente de él; son la actualización de las reglas en virtud de las cuales decimos que J es un juego. Mover un alfil diagonalmente sobre el tablero de ajedrez en condiciones dadas, introducir el balón en la red contraria sin que se haya infringido ninguna regla, son ejemplos de tales actos.

Los actos resultantes de las reglas de aplicación for­man parte del juego en tanto que constituyen diversos modos de jugarlo. Las reglas de aplicación se parecen mucho a una serie de «reglas del método». Una vez sa­bido cómo se juega al ajedrez, es decir, cómo hay que mover las piezas en el tablero, falta saber todavía mucho para jugar a este juego — bastante, para jugar bien; enor­

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memente, para jugar con brillantez— . Una vez sabido qué comportamientos son jugadas válidas en el fútbol y cuáles son infracciones, hay que saber mucho más, lo cual quiere decir en muchos casos tener más experiencia. Las reglas de aplicación de un juego pueden ser muy precisas, pero ninguna serie de reglas de este tipo agota el asunto. De ahí que mientras no puede haber discusión sobre las reglas de constitución, pueda haberla sobre las reglas de aplicación. En este caso tenemos inclusive «sis­temas de juego», a menudo inventados por'personas es­pecialmente hábiles. En el ajedrez tenemos sistemas de reglas de aplicación que un jugador ha ingeniado y que se abstiene de comunicar a otros con el fin de conservar el secreto de sus éxitos. En el fútbol tenemos sistemas de reglas que favorecen los pases altos y largos contra otros sistemas que predican la conveniencia de pases cor­tos y rasos, y un sin fin de discusiones sobre qué proce­dimiento es el mejor para lograr los fines perseguidos — que en la mayoría de los casos consisten en triunfar sobre el adversario, y en algunos en practicar un juego brillante o vistoso.

Los «actos periféricos» son más difíciles de precisar, y ningún ejemplo que quepa dar de ellos resulta comple­tamente satisfactorio. No son actos resultantes de reglas de aplicación del juego, por variadas y flexibles que éstas sean, pero a menudo es difícil distinguir entre ambos. Por otro lado, hay que excluir del grupo de actos perifé­ricos los que no tengan relación con el juego, pero como mientras se practica un juego se llevan a cabo muchas especies de actos, se plantea el problema de cuáles están de algún modo relacionados con él. En algunos casos, la cuestión parece relativamente fácil. En juegos muy for­malizados se tiende a excluir de la descripción del juego propiamente dicho todos los actos que no resultan de reglas de constitución o de reglas de aplicación. Si un jugador de ajedrez piensa en la Luna antes de mover un caballo, no será legítimo decir que este acto está relacio­nado con el juego de ajedrez, porque no entra en la des­cripción del juego; entra sólo en .la descripción del estado

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} . Juegos y reglas 77

de ánimo de uno de los jugadores. Propiamente, tam­poco puede decirse quet cuando un jugador de fútbol piensa en la Luna, su acto de pensar sea un ingrediente en la descripción del juego. Supongamos, sin embargo, que un jugador de fútbol se agacha para atar bien su zapato. En cierto modo, este acto puede considerarse como resultante de las reglas de aplicación, pero ello sólo si hacemos éstas tan indeterminadas que cubran todos los actos que se ejecutan mientras se desarrolla un partido. Para evitar esta extensión desmesurada, y para seguir considerando las reglas de aplicación como reglas, podemos seguir calificando ciertos actos de «periféricos». Es interesante notar que una gran mayoría de ellos son descuidos. Si un delantero centro se tumba en el suelo en el momento en que el extremo izquierda de su equipo avanza por su lado con el propósito de pasarle el balón, el citado delantero habrá ejecutado un acto que no es una infracción de las reglas del juego, pero que tiene sumo interés para la descripción de lo que está aconte­ciendo en él. En todo caso, su entrenador lo reprenderá por haber hecho algo que podría resultar perjudicial para su equipo. Es posible que el mismo efecto (o falta de efecto) sea producido por estar pensando en la Luna en el momento de estar a punto de recibir el balón, pero aquí lo importante no es tanto el pensar en la Luna como el estar distraído. El motivo de la distracción no importa para el juego, pero la distracción misma sí im­porta. Esto permite reintroducir la noción de actos peri­féricos en juegos como el ajedrez, pero como esta noción es de suyo ya bastante problemática, es mejor restrin­gir su empleo a juegos donde parece ejercer un pa­pel más importante.

Las observaciones precedentes pueden tener interés en relación con el «juego» llamado «lenguaje», por cuanto en éste se manifiesta claramente la importancia y alcance de los comportamientos «periféricos». En el lenguaje (en tanto que actividad), hay que tener en cuenta la total situación lingüística — lo que se dice, pero también quién lo dice, a quién, cuándo, cómo, y dónde— . E l acto

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lingüístico va acompañado de, o más propiamente se halla insertado en, situaciones que ni determinan reglas (estructurales) del lenguaje ni están determinadas por éstas, pero que no son indiferentes a la «situación» lin­güística. No se trata sólo de idiosincrasias lingüísticas, o de modos más o menos apropiados o correctos de hacer funcionar el lenguaje. En estos últimos casos estamos todavía dentro de la esfera de los actos resultantes de reglas de aplicación, de suerte que todos los factores en­vueltos en ellos siguen siendo lingüísticos. Los-actos pe­riféricos, en cambio, son extra-lingüísticos, y, en todo caso, como sucede con los gestos que acompañan a pala­bras, «co-lingüísticos».

En ningún caso los actos periféricos tienen que ha­llarse fuera de, y menos aun contra, las reglas constitu­tivas del juego. Si son completamente ajenos a ellas, los actos en cuestión dejan de ser siquiera «periféricos». In­terrumpir un partido de tenis para sacarse del bolsillo un volumen de las memorias de Churchill y leerlas en voz alta es un acto que no pertenece al tenis — sólo la interrupción del juego, como momento «final», o presu­miblemente «final», del mismo, puede pertenecer a él— . En ello se distingue dicho acto de la lectura, por parte de un senador norteamericano que practique el llamado «filibusterismo», de tales Memorias, de las editoriales de los últimos diez años del New York Times o de cual­quier otra pieza o documento cuyo contenido sea ajeno al debate. En este caso se obstruye el debate, pero ello forma parte de éste, y aun entra dentro de «las reglas del juego» al punto que más que un acto periférico es uno resultante de las reglas parlamentarias que permiten semejantes obstrucciones. Si los actos supuestamente pe­riféricos se hallan contra las reglas, dejan de ser asimismo periféricos. Este es el caso más complicado. Un acto contra las reglas puede ser una infracción de éstas, y en juegos que preven la posibilidad de infracciones los actos en cuestión terminan por ser actos perfectamente regula­dos. Por otro lado, ciertos actos pueden exhibir varios rasgos, dependiendo del punto1 de vista que se adopte.

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3. Juegos y reglas 79

Supongamos que un jugador de fútbol echa a correr con el balón fuera de la cancha, tratando acaso de mostrar que este modo de jugar rfesulta mejor (más adecuado, atractivo, sorprendente, etc.) que el «normal». Su acto puede ser considerado como una infracción, castigada por medio de un saque de línea. Puede ser asimismo considerado como un acto periférico, ejecutado mientras se juega el partido y que de algún modo tiene que ver con el partido al punto que la descripción de éste incluye la de tal acto. Puede, finalmente, ser considerado como un primer paso en otro posible juego, que puede seguir llamándose «fútbol» si se decide alterar las reglas de éste, o que puede recibir otro nombre — tal vez, «para- futbol» o «perifutbol».

Puede preguntarse si lo antes dicho permite explicar en qué consiste que las reglas de un juego sean más o menos flexibles. En cierta manera lo explica, pero muy imperfectamente. La llamada «flexibilidad» o «toleran­cia» de las reglas tiene que ser una noción un poco más precisa.

Hay ciertos juegos en los cuales lo que no corresponde a las reglas no es ni una jugada ni siquiera una infrac­ción de reglas. Mover un alfil horizontalmente en el ta­blero de ajedrez es un comportamiento que está más relacionado con el ajedrez de lo que sería echar el alfil por la ventana con el fin de romper el cristal. En este último caso no diremos ni siquiera que se mueve la pieza sin atenerse a las reglas del juego, pues toda noción de reglas se ha venido abajo. Sin embargo, el movimiento horizontal del alfil sobre el tablero no es considerado ni como una jugada de ajedrez ni como una infracción de las reglas del juego. Estas no preven el restablecimiento de la situación por medio de un castigo; lo único que cabe hacer es forzar al jugador a volver a la situación inicial y a mover la pieza del único modo como, según las reglas de constitución, debe moverse. En ciertos jue­gos, en cambio — muchos juegos de naipes y casi todos los deportes— , ciertos comportamientos son considerados como infracciones, que lo son de reglas y están, por

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tanto, regulados. Estos comportamientos son jugadas, bien que inválidas .— o, mejor dicho, a invalidar por medio de otro comportamiento— . En algunos juegos, como el tenis, el número de infracciones es mínimo. No cabe considerar como una infracción lanzar la pelota fuera de la línea marcada. Ello constituye más bien una falta que da por resultado aumentar el número de puntos del contrincante, como es una falta dejarse hacer un gol, o hasta recibir un puñetazo en el boxeo. Este tipo de jugadas entran plenamente dentro de las reglas de cons­titución del juego. En cambio, es una infracción hacer un saque desde un lugar no permitido de la pista, sin que importe para el caso que el resultado sea el mismo, es decir, aumentar el número de puntos del rival. En el fútbol hay muchas infracciones posibles. Como éstas es­tán previstas en las reglas de constitución del juego, pue­de preguntarse si las infracciones de reglas no forman parte de las reglas. La respuesta es afirmativa, especial­mente porque las reglas de referencia incluyen compor­tamientos que son modos de restablecer la situación que la infracción ha producido. La tendencia al respecto es «nivelar» el juego, de suerte que la importancia del cas­tigo corresponda a la de la infracción.

No es siempre fácil determinar lo que es una infrac­ción, pero, en general, puede decirse que es un compor­tamiento que las reglas de constitución establecen como siendo una infracción. Así, en el fútbol constituye una infracción para cualquier jugador salvo el portero tocar el balón con los brazos o con las manos. No es una in­fracción, en cambio, romper los palos de una de las puertas. El jugador que tal haga será probablemente castigado, pero no mediante una jugada que restablezca la situación — aunque si es expulsado tiene lugar un cas­tigo que la restablece; el equipo del cual forma parte el vengativo jugador queda mermado, con lo que se su­pone que resulta aventajado el equipo víctima de su furia.

No es tampoco fácil determinar si tal o cual compor­tamiento es una infracción, y ello aun si las reglas son

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3. Juegos y reglas 81

lo suficientemente claras y explícitas al respecto. Esta situación es particularmente interesante, porque muestra que las reglas de un juego pueden ser flexibles no sólo en la medida en que preven — y, por tanto, de algún modo «permiten»— infracciones, sino también en la medida en que dan margen para interpretar el compor­tamiento en litigio y decidir si ha habido o no infrac­ción. Las reglas dejan al arbitrio de una o varias perso­nas la decisión correspondiente. El árbitro en un partido de fútbol puede pitar una «falta» cuando un jugador carga bruscamente a otro, pero puede también considerar que no ha habido «falta». La regla se limita a indicar que hay «falta» cuando tiene lugar una carga brusca, pero no precisa el alcance de ‘brusca’.

Las reglas son «flexibles» y «tolerantes» no sólo (ni siquiera principalmente) cuando preven posibles infrac­ciones y determinan lo que debe hacerse para castigarlas, sino también cuando permiten que un juego se siga ju­gando a despecho de comportamientos «inadmisibles», y hasta de «infracciones», o consideradas tales. Ello puede no tener lugar en juegos como los antes referidos, pero es probable que tenga lugar en el lenguaje, primero por­que el número y alcance de las «desviaciones» es aquí considerable, segundo porque puede haber muchos tipos de «desviaciones», y finalmente porque lo que en el len­guaje es «desviación» de ciertas reglas puede no serlo de otras. Este tipo de flexibilidad y tolerancia es el que encontramos no sólo en el lenguaje verbal, sino también en otros lenguajes — por ejemplo, los artísticos— . Para no complicar demasiado las cosas y no sacar a relucir «desviaciones» que son consideradas como «creaciones», confinémonos al ejemplo de una interpretación por una orquesta de la Novena Sinfonía de Beethoven. Suponga­mos que la partitura (o partituras) de la sinfonía son conjuntos de reglas, sin que nos importe para el caso que la infracción de éstas sea una infracción de las reglas de constitución o una de las reglas de aplicación. Si el tercero a la derecha de los segundos violines da una nota falsa, se habrá producido lo que podemos llamar una

Fcrratcr Mora, 6

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82 Indagaciones sobre el lenguaje

infracción ' ' lamente, una «desviación». Des-

zas musicales complejas, pero no por ello concluiremos que en un momento dado se ha dejado de tocar la No­vena Sinfonía, y menos aun que, al final, no se ha tocado la Novena Sinfonía. Si todos los segundos y primeros violines dan falsas notas en un cierto momento, la des­viación será más grave, al punto que podremos pregun­tarnos si entonces no se ha dejado de tocar la Novena Sinfonía. Y si toda la orquesta en plano da notas falsas en todo momento, no hay ya Novena Sinfonía; no puede haber «juego» ni, en general, aplicación de reglas cuando no se sigue ninguna de éstas. La noción de «flexibilidad» y «tolerancia» es aquí, ella misma, flexible y tolerante — por lo menos hasta cierto punto.

Se podría suscitar aquí lo que cabría llamar «el sofis­ma de la Novena Sinfonía». ¿Cuándo deja — si deja— de tocarse tal sinfonía? ¿Cuando dan falsas notas un violín, dos, tres, cinco? ¿Sólo cuando dan notas falsas todos los instrumentos en un momento determinado, o en tres momentos? ¿O todos los instrumentos menos uno? ¿O todos en un solo momento o uno en todos los momentos? Este sofisma no es tan fácil de disolver como el del «montón» (¿en qué consiste un montón de toma­tes? ¿En dos, tres, cuatro, cinco tomates?), porque no depende del uso semántico de los correspondientes tér­minos, pero tiene ciertas analogías con él, porque la idea de «tocar una pieza musical», «interpretar una partitu­ra», etc., no posee, como Wittgenstein diría, perfiles bien definidos.

Otro sentido, posiblemente más interesante para el lenguaje, de ‘flexibilidad y tolerancia en las reglas* trans­parece cuando se consideran otros juegos de tipo dis­tinto de los hasta aquí mencionados. Juegos muy suges­tivos a este respecto son los infantiles, aun cuando los hay de muchas clases y algunos de ellos se hallan bas­tante «formalizados». Entre los menos «formalizados» sería iluminador estudiar los que consisten en ir produ­ciendo, y cambiando, reglas d e ‘constitución («tú, aquí;

viaciones abundan en la ejecución de pie-

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3. Juegos y reglas 83

y yo allí, y entonces tú pasas por encima d e ..., pero si yo vengo por detrás», etc.), pero tenemos que limitarnos a una mera sugerencia. El tipo de juego que se conoce mejor aparte de los referidos en párrafos anteriores y que se ha comparado con el «juego» llamado «lenguaje» son los juegos de estrategia — militares, políticos, econó­micos, intcrpersonales, etc., pero también varios juegos de naipes como el poker, el siete y medio— . En tales juegos se cuenta no solamente con lo que el adversario tiene (o se supone que tiene) «en mano», sino también, y en particular, con predicciones varias relativas a lo que hará. En la estrategia bélica, por ejemplo, se trata de ganar la partida al adversario, y ello puede hacerse de varios modos. Algunos de ellos son detalladamente descritos en reglas que adoptan la forma de «instruccio­nes»: atacar con la máxima masa de maniobra posible un flanco débil, formar una «bolsa» o estrangularla, etc.; otros no parecen tener reglas, pero sólo porque éstas se van adoptando mientras se va «jugando». Si se enfrentan dos ejércitos se puede esperar que oportunamente tenga lugar un encuentro en el cual los factores decisivos sean el número, la sorpresa, la movilidad, la potencia de fue­go, etc. Supongamos, empero, que uno de los ejércitos decide no dar batalla de frente, antes «disolverse» en guerrillas móviles, que hostiguen continuamente al ad­versario. No por ello va a considerar éste que se han dejado de seguir las reglas del juego. Lo qvie hará más bien es tratar de encontrar un medio de contrarrestar la fuerza enemiga, y éste puede muy bien consistir en seguir su mismo procedimiento. Es característico de los juegos de estrategia el que cualquiera de los «jugadores» considere que el comportamiento de otro «jugador» es una jugada si él mismo está dispuesto a adoptar un com­portamiento similar. Se puede ir muy lejos en este res­pecto — engañar al adversario persuadiéndole de que se atacará por un lugar cuando se piensa atacar por otro, emboscarse para atacar de sorpresa, confundir adrede las comunicaciones, etc.— . Se puede alegar que debe de haber un límite, y que se ha dejado de «jugar» cuando,

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por ejemplo, se declara uno vencido aguardando a que, confiado en esta declaración, el adversario se duerma en sus ilusorios laureles. Sin embargo, basta que este com­portamiento sea admitido como uno que cabría asimismo adoptar para que forme parte de las reglas. De este modo parece invertirse la situación que se había descrito: en vez de declarar que un comportamiento es una jugada en virtud de reglas, se declara que un comportamiento es una jugada y que por ello sigue las reglas del juego. Sin embargo, la situación es fundamentalmente la ifiisma en ambos casos. Se sigue manteniendo que hay reglas; lo único que cambia es el no considerar a éstas como pre­establecidas.

7

Mucho de lo antes dicho puede aplicarse al lenguaje Se ha comparado éste con un juego, o conjunto de jue­gos, y se ha dicho que la diferencia más fundamental entre cualesquiera juegos y el lenguaje radica en la com­plejidad de las reglas del último.

A nuestro entender, la comparación entre juegos y lenguaje y especialmente la idea de que todos son com­portamientos sujetos a reglas, es correcta. Sin embargo, suele olvidarse un punto que estimamos capital: la mul­tiplicidad y variedad de tipos de reglas en el lenguaje. En este sentido cabe comparar el lenguaje no con un juego, sino con todos los juegos. Más aún: en los diversos ti­pos de reglas de lenguaje encontramos especies de reglas análogas a las de varios juegos. Unas son reglas de cons­titución muy estrictas y otras son reglas flexibles; unas son reglas comparables con las del fútbol y otras son reglas del tipo de las de los juegos de estrategia. Por si esta complicación fuera poca, los tipos de reglas pueden variar grandemente al nivel de los usos del lenguaje, de modo que mientras en un momento dado se manifiesta gran flexibilidad y tolerancia ep otro se revela extremo rigor y formalidad.

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El estudio de las reglas de lenguaje es por ello un asunto intrincado. Aquí nos limitaremos a poner de re­lieve algunas especies de reglas.

Las reglas fonológicas se aproximan grandemente a leyes; en general, nos las habernos a menudo con leyes y no con prescripciones cuando atendemos a los llama­dos «fundamentos biológicos del lenguaje». Ello es com­prensible, pues muchos de estos fundamentos son con­diciones específicas para el pre-desarrollo, desarrollo y adquisición de competencia lingüística. Sin embargo, jun­to a leyes de procesos fonológicos hay reglas fonológicas que son objeto de estudio por parte de lingüistas e his­toriadores de las lenguas. Entre otros aspectos intere­santes de las reglas fonológicas figura el de la constitu­ción y desarrollo fonéticos de lenguas particulares. Muchas lenguas (si no todas) son reconocibles por rasgos fonéti­cos, al punto que pueden forjarse expresiones que, aun­que no tienen sentido en una lengua, tienen, por así decir­lo, todo el aire de pertenecer a ella. Así, 'alerón mástico estroto’ es una expresión que exhibe rasgos fonéticos hispánicos y no finlandeses o chinos. En Puerto Rico se ha forjado un vocablo, ‘zafacón’, que parece fonética­mente español y que es la transcripción fonética hispánica de la expresión inglesa safety can 13. El fenómeno de «asimilación fonética» es muy común en las lenguas y corresponde a reglas de formación fonológica. Se pueden en una lengua forjar expresiones que parecen fonética­mente pertenecer a otra lengua. Así, en catalán puede decirse ‘un bon journal fa de bon suar’ (que parece fran­cés), ‘en aquest got vi mai no haver-hi hagut’ (inglés), ‘com que tiñe tanta sang a les cinc tiñe son’ (chino), ‘clástics blaus penjats fan fástic* (alemán), ‘aixó és un boix cixut’ (ruso). En general, lenguas con una fonética rica son más capaces de «imitar fonéticamente» otras lenguas. Pero la propia idea de imitación fonética está fundada en las peculiaridades fonéticas de lenguas y ti­pos de lenguas determinadas.

Las reglas fonológicas parecen muy estrictas, sean o no resultado de una codificación de lo que ha sucedido

3. Juegos y reglas

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a una lengua en el curso de su historia. Como todas las reglas, son convencionales, pero dadas las estructuras fonológicas básicas de una lengua, los procesos fonéticos de la misma suelen ser «consistentes». Ello no excluye la posibilidad de «desviaciones fonémicas». Para em­pezar, se encuentran en toda lengua, y en particular en las lenguas de radio geográfico bastante amplio, varie­dades considerables con relación a lo que se estima, casi siempre por razones extra-lingüísticas, como «la norma». Estas variedades no son infracciones ni, en rigor, desviaciones; son sencillamente diferentes mo­dos de pronunciación. Estos varían no sólo en función del lugar (a veces tan poco extendido como el barrio de una población), sino también en función de la clase social, y de distintas agrupaciones humanas. Hay asimis­mo en la pronunciación idiosincrasias personales; en puri­dad, la «fonética» de un individuo no es nunca exacta­mente igual a la de otro. A menos de llegarse muy lejos en la variación fonémica — lo que a veces es causa de que se produzca «otra lengua»— , las variedades son con­sideradas como siendo de la misma lengua, pero no como si hubiese en ésta una norma fonética absoluta, de la cual las demás fuesen variaciones. Por eso no puede hablarse en este caso de variaciones, sino más bien de distintos modos fonéticos. «La fonética» no es nunca necesariamente una razón por la cual pueda concluirse que no se habla la lengua correspondiente. Un extranjero puede hablar con acento muy marcado, pero no por ello deja de hablar la lengua; al fin y al cabo, ésta no consiste solamente en reglas fonológicas. Puede, suele, hablarse inclusive con un determinado acento — el español ha­blado con acento alemán; el inglés hablado con acento italiano, etc.— , pero ello revela únicamente que no se es un «nativo» o que no se ha logrado asimilar total­mente la fonética — que incluye el tono y el ritmo— de una lengua. Cuando «un acento» no corresponde al de una lengua — o a cualquiera de las variedades fonéticas de la lengua— puede hablarse de «desviaciones», y hasta de «infracciones»; la lengua puede hablarse con gran

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3. Juegos y reglas 87

propiedad y fluencia, pero algo deja que desear en el hablar que lleva a estimar que no se habla la lengua pro­pia, adecuada, correctamente, etc.

Junto a las reglas fonológicas, han sido objeto de muy acabado estudio las reglas sintácticas. No es seguro aún que haya reglas sintácticas válidas para todas y cada una de las lenguas, a menos que se considere como una regla sintáctica la que especifica que con el fin de que una frase u oración sea sintácticamente admisible tiene que poseer sentido en una lengua — lo que equivale a decir que una frase u oración que posee sentido en una lengua obedece a sus reglas sintácticas— . Otro asunto es dilu­cidar en qué consisten las reglas sintácticas, pero enton­ces no se habla ya de una sintaxis aplicable a todas las lenguas, sino de metasintaxis. Tal sucede cuando, como han mantenido algunos autores, se conciben las reglas sintácticas como reglas que relacionan estructuras con­ceptuales con las tituladas «estructuras superficiales», o cuando se indica que las reglas sintácticas pueden especi­ficarse en reglas de reducción, de permutación, etc. Hay varias teorías metasintácticas, y ninguna de ellas necesita presuponer que hay reglas sintácticas universales; la uni­versalidad de la metasintaxis no es la de la sintaxis.

Lo que aquí nos interesa no es determinar en qué con­sisten las reglas sintácticas, sino únicamente hasta qué punto pueden ser consideradas flexibles. Ahora bien, lo más probable es que el grado de flexibilidad de dichas reglas sea función de lo que en cada lengua, o grupo de lenguas, se estime como una expresión bien formada. Para ciertos tipos de expresiones las reglas pueden ser muy flexibles, y para otras no tanto. Ello depende en gran manera de factores pragmáticos. Por ejemplo, si en una lengua, o porción de una lengua, se aspira a evitar ambigüedades, las reglas son flexibles en un sentido, pero no en otro. En unos casos se sacrifica la precisión a la posibilidad de formar expresiones multisignificativas; en otros casos, en cambio, estas expresiones son descartadas con el fin de eliminar la ambigüedad. En la gran mayoría de los casos se admiten construcciones diversas hasta y

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tanto no se destruya por completo un armazón sintáctico, pero ocurre a veces que la destrucción de tal armazón va acompañada de un cambio de reglas con el fin de resta­blecer un grado mínimo de sintacticidad. Consideremos el caso del verso de Lope de Vega, ‘En una de fregar cayó caldera’. Esta construcción es sintáctica, aunque sea menos «normal» que la construcción ‘Cayó en una cal­dera de fregar’. La diferencia entre esta y la anterior radica en que mientras en un caso se engendra una ora­ción que imita la estructura latina (pero sin declinacio­nes) en la otra se obedece el régimen proposicional más normal en una de las lenguas romances. Podría decirse también ‘En una caldera de fregar cayó’, que sería menos chocante que ‘En una de fregar cayó caldera’. Por otro lado, ‘En de una cayó caldera fregar’ es una construcción no sintáctica y, por tanto, no admisible en español. La razón de ello es seguramente que la lengua no provee, como ocurriría en latín, declinaciones capaces de dar el sentido de la oración de referencia. En ciertas lenguas importa grandemente el orden (u órdenes) serial de los elementos léxicos; en otras importa el orden determinado por ciertas concordancias, etc.

Las reglas sintácticas en cuanto reglas de formación de expresiones, y en particular de frases y oraciones, son sólo un aspecto de las reglas sintácticas. Hay otros as­pectos — como los que conciernen a formaciones idiomá- ticas y extensiones metafóricas— que son extremadamen­te importantes. A menudo las reglas sintácticas están estrechamente ligadas a reglas semánticas. En todo caso, la sintaxis de una lengua no es independiente de su semántica, ya que aunque podemos no saber lo que un término significa, sabemos ya algo de su significado cuan­do tenemos noticia de su papel en una construcción sin­táctica — cuando, por ejemplo, tenemos noticia de que el término es, o funciona como, un nombre o un verbo. Las reglas sintácticas se hallan asimismo relacionadas con las reglas de información, como ocurre con los casos de redundancia, elipsis, ambigüedad, etc.

Las nociones de corrección d incorrección, adecuación

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3. Juegos y reglas 89

e inadecuación, suficiencia o insuficiencia, y otras simi­lares nos remiten a veces'a cuestiones suscitadas por re­glas sintácticas, acompañadas casi siempre de reglas se­mánticas, pero pueden considerarse como nociones cuyo tratamiento entra más naturalmente dentro de lo que cabría llamar «reglas pragmáticas». Este tipo de reglas es sobremanera complejo, porque con el fin de dilucidar­las debidamente es menester recurrir a lo que antes se ha llamado «la situación total lingüística». Sería largo iniciar siquiera el asunto, por lo que nos confinaremos a algunas breves indicaciones.

En las reglas pragmáticas, que son reglas de uso del lenguaje, se manifiestan muy diversos grados de flexibili­dad y tolerancia. Aquí vemos con claridad hasta qué punto el grado de flexibilidad del lenguaje es él mismo extremadamente flexible, dependiendo en buena parte de usos sociales e institucionales, así como de idiosincrasias personales. Por ejemplo, el lenguaje jurídico suele ser más estricto y formalizado que el cotidiano; el habla de un grupo social bien asentado y cohesionado es más es­tricta que el de grupos sociales en formación, etc. No pa­rece que haya siquiera «reglas» al respecto que regulen semejantes reglas. Así, durante un período revoluciona­rio pueden establecerse convenciones lingüísticas muy «formales», de las que no parece posible, o razonable, evadirse si no se quiere resultar «sospechoso»; los grupos juveniles se fortalecen a menudo ante la sociedad adulta adoptando estrictas convenciones de lenguaje, etc. Cier­tas formas de lenguaje son más o menos estrictas y «for­malizadas» dependiendo de épocas o estilos; el propio lenguaje poético, ordinariamente considerado como emi­nentemente «libre», se halla a menudo trabado por con­venciones muy severas. Ahora bien, en cualesquiera ca­sos las convenciones adoptadas — e inclusive el esfuerzo para librarse de tales o cuales convenciones— son otras tantas «reglas», de suerte que, a la postre, son las reglas lo que determina el comportamiento lingüístico. Ello no quiere decir que un comportamiento lingüístico tenga que atenerse siempre a reglas expljcitadas. Para empezar,

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yo Indagaciones sobre d lenguaje

es sobremanera difícil — caso de que sea posible— expli- citar todas las reglas — ni siquiera las reglas sintácti­cas— de una lengua; se pueden, y suelen, poner en mar­cha estas reglas sin conocerlas, como se anda sin poder ex­plicar el mecanismo de la marcha. Además, en muchos casos las reglas de lenguaje se parecen a las ya menciona­das reglas de estrategia y en algunos casos a los juegos infantiles. Finalmente, las reglas pueden originarse por medio de una «iniciativa personal» que, para que se con­vierta en regla, ha menester dejar de ser estrictamente personal y necesita ser de alguna manera «objetivada» u.

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4. El lenguaje como actividad y como estructura

1

Aunque ‘lenguaje’ puede calificarse de varios modos — lenguaje animal, humano, natural, artificial, formaliza­do, etc.— , nos atendremos al lenguaje humano en tanto que lenguaje «natural». Se excluirán los llamados «len­guajes animales» y no porque se suponga que sólo los hombres son capaces de lenguaje, sino porque el que co­nocemos como «lenguaje humano» difiere de los lengua­jes animales en varios aspectos básicos.

Algunas especies animales, como las abejas, pueden enviar un número infinito de señales, pero todas son variaciones de un mensaje único consistente en indicar la distancia y dirección de las flores portadoras de néctar. La infinitud del número de señales opera en la continui­dad del mensaje único: las flores portadoras de néctar pueden hallarse a una distancia de veinte, veintisiete, treinta, treinta y dos metros, etc.; su dirección puede ha­llarse más o menos a la derecha o a la izquierda de un determinado plano. Más que de infinitud y continuidad

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cabría hablar entonces de posibilidades de variación de un solo mensaje, pero como en principio no hay límites en las variaciones de distancia y dirección, pueden con­siderarse como infinitas. Otras especies animales, como los chimpancés, son capaces de enviar más de un men­saje, pero el número de mensajes es muy reducido

En contraste, el lenguaje humano consiste en un nú­mero ilimitado — o, mejor dicho, en la posibilidad de emitir y recibir («comprender») un número ilimitado— de mensajes. Ello resulta tanto más sorprendente cuanto que el número de elementos usados a tal efecto — espe­cíficamente, el número de fonemas (o tonemas)— es no sólo finito, mas también relativamente escaso. Pero con este limitado conjunto de elementos se producen numerosas secuencias fónicas — morfemas y palabras— , cada una de las cuales, además, puede enriquecerse de varias maneras: semánticamente, con la polisemia; sin­tácticamente, por medio de una compleja estructura gra­matical de los mensajes.

Tanto los lenguajes animales como las lenguas huma­nas forman sistemas, pero mientras los primeros son limi­tados y cerrados, los segundos son, en principio, ilimita­dos y abiertos. La ¡limitación y apertura en cuestión pueden no ser absolutas, pero aun así cabe distinguir en­tre los dos citados tipos de lenguaje; basta con que uno exhiba en proporción suficiente una de dichas caracterís­ticas — que conjeturamos son «tendencias»— . La tenden­cia de las lenguas humanas a formar sistemas ilimitados y abiertos no permite concluir que se puede hacer cual­quier cosa con una lengua; todo sistema tiene sus restric­ciones. Pero dada una lengua, o un sistema lingüístico natural humano, se pueden engendrar un número infini­to de proferencias y no sólo un número infinito de varia­ciones del mismo mensaje.

n Indagaciones sobre el lenguaje

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4. El lenguaje como actividad y como estructura 93

2

Lo que llamaremos desde ahora «el lenguaje» ha sido objeto de numerosas «definiciones». Muchas de ellas son aceptables, de modo que sería improcedente adoptar sólo una para excluir todas las demás. Cuando se trata de lenguaje, no cabe ninguna estrategia; sólo un número crecido de «tácticas» 2.

Pueden estudiarse los fundamentos biológicos del len­guaje; ¡nsistirse sobre las funciones comunicativas o las expresivas; destacar el lenguaje como sistema de señales, y específicamente de elementos informativos básicos, a transmitir y recibir; identificarlo con un sistema de «pen­samientos», aun cuando no se conciban éstos como es­tando, por así decirlo, antes o fuera del lenguaje, sino como «hechos de lenguaje», etc., etc. El enfoque adop­tado depende de los propósitos perseguidos. En unos casos interesan especialmente las dimensiones personales, intcrpcrsonales y sociales del lenguaje y, sobre todo, la comunicación; en otros, la ingeniería del lenguaje; en otros, sus estructuras fonológicas o sintácticas o la rela­ción entre la estructura sintáctica y las asociaciones fo­nológicas y semánticas. Es razonable, pues, remitir a las diversas «tácticas» empleadas por quienes se han ocupa­do del lenguaje en calidad de biólogos, neurofisiólogos, psicólogos, sociólogos, lingüistas, etc.

Los filósofos tienen también su propia «táctica» — o, dada la multiplicidad de orientaciones filosóficas, «tácti­cas»— . La táctica filosófica no es necesariamente una gran estrategia capaz de aunar todas las tácticas, pero difiere de las otras en suscitar ciertas cuestiones que sue­len ignorarse o darse por resueltas.

Por ejemplo: ¿en qué sentido o medida cabe decir que el lenguaje es un instrumento, o serie de instrumentos? No hay inconveniente en adoptar esta «concepción» siempre que con ello no se crea haberlo dicho todo. Cuando se insiste en el lenguaje como serie de posibles profcrcncias, lo cierto es que el hablante tiene a su dis­

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94 Indagaciones sobre, el lenguaje

posición un sistema lingüístico — cuando menos, un lé­xico y un conjunto de reglas— que cabe entender «ins- trumentalmente», especialmente si se tienen en cuenta los «propósitos» perseguidos y los efectos resultantes. Por otro lado, no es razonable llevar demasiado lejos la idea — o modelo— del lenguaje como «mero instrumen­to», o conjunto de instrumentos, porque falla cuando se examinan varios aspectos importantes de la actividad lin­güística.

Comparemos un instrumento corriente — verbigracia, una sierra o un microscopio— con uno de los llamados «órganos corporales» — la mano o el ojo— . La sierra o el microscopio son simplemente instrumentos aun si los consideramos como extensiones de órganos corporales, ¿En qué medida son instrumentos la mano o el ojo? Co­rrientemente se dice que hacemos algo con las manos (‘Escribo con la mano derecha’, ‘Tomo la lámpara del proyector con el índice y el pulgar’ ) y hasta con los ojos (‘No veo bien con mi ojo izquierdo’, ‘Lo veo con mis propios ojos’), pero ¿se entiende que las manos y los ojos son instrumentos mediante los cuales hacemos lo que decimos hacer? ¿De qué serían instrumentos? ¿Del cuerpo orgánico? Pero entonces, ¿son las manos y los ojos de alguna manera «prolongaciones del cuerpo»? Es dudoso. Se dirá que cabría extender al cuerpo la con­cepción instrumental, pero ello empeoraría las cosas. ¿De qué sería el cuerpo instrumento? ¿De una supuesta men­te, o de un espíritu, que se valdrían del cuerpo para «ex­teriorizarse»? Eso sería explicar obscuriwn per obscuritis. No es menester sotoponer una entidad al cuerpo más de lo que es necesario sotoponer una entidad a las manos o a los ojos. No se hacen con éstos cosas más de lo que se hacen «con el cuerpo»; son las manos, los ojos y el cuerpo los que hacen lo que hacen.

No afirmamos con ello que el lenguaje sea, como las manos, o los ojos, un «órgano corporal». No hay activi­dad lingüística sin una serie de condiciones fisiológicas y neurológicas. El habla humana se funda en espccializa- ciones del rostro y de la tráqueá, así como posiblemente

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A. El lenguaje corno actividad y como estructura 95

en el predominio del hemisferio cerebral izquierdo — es- pecializaciones y predominio que pueden estar fundados a su vez en condiciones estructurales moleculares— 3. En alguna medida «el lenguaje» consiste en poner en funcio­namiento estos dispositivos, pero con eso se explica más bien cómo tiene lugar la actividad verbal. Escrutar las bases biológicas del lenguaje es una de las «tácticas» en el esclarecimiento de éste. Ahora bien, aunque el lengua­je no sea un órgano corporal, puede ser comparado con una actividad orgánica. En este sentido, hablar es una operación distinta de, pero comparable a, tocar, ver, an­dar. No se puede tomar o dejar el lenguaje como se toma o deja un instrumento.

Cabe alegar que el lenguaje sigue siendo un instru­mento cuando consideramos la lengua y no el habla. Se­gún ello, hablar consistiría en usar el instrumento llama­do «la lengua». Esto es más razonable en vista del hecho de que la lengua persiste aunque en algún momento de­terminado no se hable — o no se use— . Sin embargo, todavía ofrece algunas dificultades. Es cierto que una sierra se usa para aserrar; que las palabras se usan para significar, para referirse a, etc.; que las frases y oracio­nes pueden usarse para describir, preguntar, persuadir. Es cierto, además, que la lengua constituye un sistema estructural cuya construcción no es gratuita o azarosa —en lo cual tiene algo de instrumental, ya que los ins­trumentos no se construyen tampoco azarosamente, sino de acuerdo con especificaciones que son función de nu­merosos factores — materiales disponibles, tamaños ópti­mos, eficacia relativa, tolerancia, posible redundancia, costes, etc.— . No obstante, creemos que ‘usar’ se emplea en cada caso en acepciones distintas. En puridad, no usa­mos palabras, frases u oraciones, sino que las pronuncia­mos, decimos, proferimos, escribimos, etc. En vez de decir que usamos palabras para significar, sería más ade­cuado decir que las palabras significan, o que significa­mos algo al decirlas, y en vez de indicar que las oraciones se usan para describir o persuadir, sería más apropiado afirmar que describimos o persuadimos al proferirlas.

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96 Indagaciones sobre el lenguaje

3

«E l lenguaje como actividad» es un rótulo que cubre una copia de operaciones: hablar, escuchar, entender, malentender, escribir, leer, interpretar, traducir, etc. Al­gunas de estas operaciones comprenden varios tipos de actos lingüísticos: describir, mandar, preguntar, quejarse, etcétera. Estos actos pueden llevarse a cabo de varios modos: monologando, dialogando, discutiendo, razonan­do. Se puede también hablar porque sí o hablar por ha­blar, o por disimular. Distribuir estas operaciones, actos lingüísticos y modos de actividad verbal en grupos sería tarea larga y no siempre provechosa. Seguramente se des­cubrirían muchos entrecruzamientos: en el curso de un diálogo se puede explicar, preguntar, responder, narrar; en el de un monólogo, razonar o maldecir, y en una na­rración prácticamente cabe todo. Por otro lado, en un monólogo no se discute (salvo consigo mismo); cuando se habla no se escucha (no escucha uno lo que dice a menos de «escucharse a sí mismo»).

Entenderemos aquí el lenguaje como actividad en una acepción muy amplia, que abarca todas las operaciones verbales posibles — incluyendo escuchar y deliberadamen­te no responder— , aun cuando en la mayor parte de los casos se trata de lo que comúnmente se entiende por «hablar». Los términos ‘verbal’ y ‘verbales’ tienen por objeto excluir de nuestro tema lenguajes «no naturales» — tales como la matemática y múltiples sistemas de se­ñales— y los lenguajes artísticos no verbales. Con ello no presuponemos que en el complejo de las actividades humanas los lenguajes verbales y los no verbales se ha­llen separados entre sí completamente. Una lengua co­rriente se habla acompañándose de bastantes gestos; las relaciones entre lenguajes artísticos verbales y averbales son a menudo estrechas y, en todo caso, se presentan problemas de traducibilidad; a veces se usan simultánea­mente o sucesivamente varios «medios», etc. Pero aun reducido a sus dimensiones veíbales, el tema del lengua-

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*1. IIJ lenguaje como actividad y como estructura 97

je como actividad es lo bastante embrollado para que no tratemos de complicarlo aún más.

¿Qué género de actividad es la lingüística, en el apun­tado sentido de ‘verbal’? Consideremos actividades como cortar la hierba, tejer, conducir un automóvil. Son acti­vidades humanas aun si pueden ejecutarse también auto­máticamente; al fin y al cabo, son los hombres quienes ingenian máquinas para reemplazarlos. Tales actividades se realizan con distintos propósitos: se corta la hierba para cumplir con las órdenes de la municipalidad (lo que quiere decir también porque la municipalidad lo manda), para no incurrir en la murmuración de los vecinos, para matar el tiempo, para embellecer los alrededores de la casa, para hacer ejercicio, etc.; se conduce un automóvil para acudir al trabajo, a una cita, para pasear, lucirse, ganar una carrera, ensayar el motor o los frenos. A des­pecho de la multiplicidad de propósitos, las actividades de la especie indicada son relativamente bien especifica- bles dentro del conjunto de los actos humanos.

¿Qué ocurre con actividades como trabajar, luchar, di­vertirse, y otras similares? Se llevan a cabo asimismo con distintos propósitos, con más de un propósito para cada una o siendo una de ellas el propósito de otra, u otras. En todo caso, ningún ejemplo de ninguna de esas actividades basta para circunscribirla. Sentarse en la pla­ya puede ser una diversión o un descanso, pero también un trabajo si se hace para vigilar a los bañistas y acudir en caso de peligro. Ir al cine puede ser un deber ingrato para el que tiene que confeccionar una reseña de la pelí­cula. Jugar a la pelota vasca puede representar un gran esfuerzo y también ser un entretenimiento o el ejercicio de una profesión. Cualquier actividad de este tipo puede considerarse, además, como subsumida en otra. Cabe de­cir que descansar es trabajar por otros medios, como se ha dicho que la paz es la continuación, con otros medios, de la guerra.

Se pueden encontrar a veces criterios más estables o seguros para circunscribir dichas actividades. Así, el pun­to de vista económico permite' responder menos ambi-

Fcrratcr Mora, 7

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98 Indagaciones sobre el lenguaje

guamente que otros a la pregunta «¿E n qué consiste tra­bajar?» Sin embargo, este punto de vista es, en realidad, una serie de ellos, y todos dependen de alguna «teoría» previa. Para algunos, trabajar es enajenar (cuando menos en parte, o dentro de cierto tipo de sociedad) el fruto del propio trabajo; para otros, es contribuir al sustento de la comunidad; para otros, es (o puede llegar a ser) la libre expresión de la propia individualidad, y hasta una forma de «ocio»; para algunos, puede convertirse en una «manía».

El que las actividades en cuestión sean menos fácil­mente circunscribibles que las previamente reseñadas las hace más apropiadas para compararlas con la actividad lingüística. Todas ellas se parecen en cuanto que son series de actos diversamente realizables: los hombres tra­bajan, luchan, se divierten y ... hablan. Además, todas ellas engendran resultados «objetivables» en los llamados «productos culturales». Sin embargo, los resultados ob­tenidos en el curso de la actividad lingüística son no sólo «objetivables», sino que lo son también «sistemática­mente». Con el trabajo se obtienen muchas cosas, pero no hay ningún «sistema de cosas» que pueda llamarse «el trabajo». En cambio, hay actividades sistemáticamen­te objetivables, como son organizarse políticamente, es­tatuir leyes, crear obras de arte, hacer ciencia, etc. Se ha hablado por ello a menudo de actividades humanas como la política, el derecho, el arte, la ciencia, la economía, et­cétera, y se ha agregado a ellas «el lenguaje». Esto tiene su razón de ser especialmente si, como propuso Ernst Cassirer4, se conciben tales actividades, y sus resultados, como otras tantas formas (o sistemas de formas) simbó­licas (o modos de simbolización). En la medida en que todas las actividades y productos culturales son objetiva­ciones (en la doble acepción de actos objetivantes y re­sultados de ellos), no hay inconveniente en considerar la actividad lingüística y, en general, el lenguaje como una objetivación, y ello tanto más cuanto que algunas de las precitadas actividades, bien que'no propiamente verbales,

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4. El lenguaje como actividad y como estructura 99

son asimismo «lingüísticas», cual sucede con varias for­mas del arte y con las ciencias.

Aun inclinándonos en favor de concebir de este modo el lenguaje como actividad, descubrimos diferencias apre­ciables entre la actividad lingüística verbal y las demás actividades «culturales».

Por una parte, la actividad lingüística verbal no es separable en principio de otras. Se puede alegar que ello ocurre también con varias actividades culturales que se entrecruzan a menudo. No es siempre fácil, por ejemplo, distinguir entre lo artístico y lo religioso, lo religioso y lo político, lo político y lo económico, etc. Mas la acti­vidad lingüística verbal es inseparable de otras en senti­do más radical que el hecho de que todas posean inciertas líneas fronterizas. Se halla entretejida en todas las acti­vidades, las cuales son objeto de posible discurso verbal. La propia actividad verbal es objeto posible de discurso. No se habla de relaciones económicas económicamente; se pueden exhibir relaciones económicas, pero esto no es hablar de ellas. Análogamente, se puede exhibir una ac­tividad verbal, pero se necesita otra también verbal para hablar de aquélla.

Por otra parte, la actividad lingüística verbal es común a todos los hombres, a diferencia de actividades lingüís­ticas no verbales. Los sordomudos no hablan ni pueden entender lo que se les dice en palabras, pero su actividad lingüística averbal es un sustituto de la verbal, que trata de aproximarse a ella lo más posible y de hacer sus ve­ces. Los ciegos no leen (letra impresa o sin relieve), pero tratan asimismo de aproximarse al leer por otros medios, como el tacto.

4

Se alegará que puede acudirse en ocasiones a lengua­jes no verbales para «hablar de» ciertas realidades, o de ciertos comportamientos de realidades. En casi todas las artes no verbales se aspira a «decir algo», y algunos man­

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100 Indagaciones sobre el lenguaje

tienen que se logra «decirlo» mejor — más pertinente­mente, más profundamente, etc.— que por medio de la palabra, y que, en todo caso, si pueden traducirse lengua­jes averbales a verbales no hay razón para que no se pue­da hacer lo inverso. En las ciencias, tanto naturales como sociales, la matemática es un lenguaje más eficaz que el verbal. Etc.

Algunos autores han estimado inclusive que la activi­dad lingüística verbal es a menudo adulterada en com­paración con otras actividades consideradas'más prima­rias. Así, Merleau-Ponty ha insistido en que la inserción del «cuerpo propio» en el mundo es lo que permite rotu­rar el campo que lleva al uso de la palabra, la cual, lejos de ser una instancia última, puede convertirse en un es­pejo engañoso. Según dicho autor, hay entre los «lengua­jes» formas de expresión más básicas que las verbales — por ejemplo, la pintura 5. Estas ideas no son ajenas a algunas de las propuestas por Michael Polanyi, al consi­derar que hay una dimensión tácita en el conocimiento o, más rigurosamente, un posible conocimiento tácito de la relación entre ciertos elementos subsidiarios a un foco que es objeto de la atención y este mismo focofl. Pero si se admite semejante dimensión habrá que admitir asi­mismo que hay «cosas» que sabemos, pero que no pode­mos decir. Podría hablarse inclusive (se ha hablado con frecuencia) de experiencias que no son (y hasta que no deben ser) verbalizadas, y de la necesidad de «sumergir­se en» y «dejarse llevar por» ellas. Y puesto que, según parece, las palabras no alcanzan siempre a decir lo que se piensa, o siente, o ve, y a veces lo deforman, se pre­dica el empleo de otros «medios», entre los cuales se han popularizado ciertas formas musicales y los nudos y si­lentes «encuentros».

Muchos de estos alegatos son dignos de consideración. Sin embargo, no es menester negar los hechos aducidos para seguir pensando que sólo la actividad verbal permite en cada caso poner de relieve de qué se trata. La mate­mática es insustituible; en mpchas formas artísticas y en muchos modos de experiencia se comunican «cosas» que

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4. El lenguaje como actividad y como estructura 101

no se manifiestan verbalmente; puede haber todas las dimensiones tácitas que se quiera en el conocimiento, etcétera. Con todo, dichas actividades siguen siendo ob­jeto posible de actividad verbal. Se puede, pues, hablar de ellas en tanto que ellas no proporcionan necesaria­mente los medios para hacer lo propio, o para invertir el proceso. Los autores que, aun con buenas razones, sub­rayan el relativamente escaso alcance de la actividad ver­bal lo hacen a su vez verbalmente.

No se niega aquí, pues, que haya mucho de no verbal en lo que se ha llamado «actividad humana», incluyendo el conocimiento. Pero si hay algo inexpresable, se expre­sa vcrbalmente que lo hay. En una carta que se presume escrita en 1919, Wittgenstein escribió que el Tractatus se divide en dos partes: una, que es lo escrito en el libro, y otra, que es lo no escrito en él, y que es la más impor­tante; en la descripción (con propósitos de persuasión) que el autor da de su libro éste aparece como un intento de «delimitar la esfera de lo ético desde dentro»7. Bien. Se podría, en principio, «comprender» que hay una parte no escrita («dicha») y que es la más importante, y hasta «comprenderla» sin decirla. En este caso, no sería me­nester decir nada de lo que se acaba de decir. O argüir que si se dice todo esto, esto es todo lo que se dice. Pero la verdad es que al decirlo se dice algo que no está inclui­do en la supuesta «comprensión» de lo que no se dice. Además, se hace algo más que decir que hay algo no dicho; la asumida inexpresabilidad verbal de lo no dicho es expresada verbalmente y, con ello, resulta iluminada. Cierto que la expresión verbal -puede también oscurecer, ocultar, deformar o desenfocar, pero éste es un riesgo inherente a toda expresión — como es un riesgo inherente a toda percepción que produzca una «ilusión». «E l habla — escribió Whorf— es el mejor espectáculo que puede dar el hombre» 8. Es también posiblemente su mejor lin­terna mágica.

Se puede alegar asimismo que al poner de relieve la importancia de la actividad lingüística verbal presupone­mos que hay un sistema verbal único que sería «el de

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todos los hombres»' y que se confundiría con la lengua tal como es «corrientemente hablada» por una comuni­dad. Contra tal presuposición se levanta el hecho de que dentro de una lengua se descubre un número considera­ble de «jergas». Las profesiones, las clases sociales, los grupos de muy diversa índole tienen cada uno su jerga. No hablan la misma jerga el campesino y el ingeniero electrónico, el general del ejército y el joven «hippie», el magnate petrolero y el residente de un «ghetto». Se re­conoce que se dan elementos comunes a todos los miem­bros de una comunidad lingüística, y que todos usan ex­presiones similares — «Abre la puerta», «Quiero jugo de tomate», «Está lloviendo», «Me duele la cabeza», etc.— . Pero semejantes elementos comunes 9 pueden quedar pos­tergados por la creciente importancia que adquiera la correspondiente «jerga», al punto de producirse una ver­dadera «separación idiomática», correspondiente a una separación social y humana. En el pasado ello ha ocu­rrido con el uso de lenguajes hieráticos, herméticos o mandarinescos. En la época actual se van separando y contraponiendo cada vez más dos jergas: la del especia­lista técnico y organizacional y la del «hombre de la calle». No se trata sólo del hecho de que éste no alcanza a entender lo que dice sobre sus propias actividades. Ello ocurre en toda «especialización»; el técnico acroespacial puede muy bien no entender el lenguaje particular del pescador de red. Se trata también, y sobre todo, de que las expresiones usadas por un grupo alcancen a tener un sentido distinto del que tienen cuando son usadas por otro sin que sea menester por ello emplear otras expre­siones que las «corrientes». Se ha hecho notar 10 que la expresión ‘ayuda exterior’ puede tener para unos el sen­tido de un artilugio destinado a resolver cierto número de problemas político-económico-militares; para otros, el sentido de una ayuda generosa; para otros, el de una larvada manifestación del imperialismo contemporáneo. La cuestión de las diversas jergas se convierte aquí en una cuestión de relaciones de poder.

El único modo de responder a este alegato es recono-

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cer los hechos y negar que presuponemos que el posible sistema verbal común a todos los miembros de una co­munidad lingüística sea siempre y necesariamente la len­gua tal como es «corrientemente hablada» por todos ellos. La noción de «lengua corrientemente hablada por todos los miembros de una comunidad» es o demasiado trivial o demasiado imprecisa. Es trivial si entendemos por ello el uso de las frases molientes que hace poco ci­tamos: « — Abre la puerta», etc.— ; imprecisa, si la inter­pretamos como «todos los elementos léxicos que se em­plean en la comunidad». Si hay un sistema verbal común del tipo indicado es el que permite forjar oraciones que algunos pueden no entender, pero de modo distinto a como no se entiende una lengua extranjera. El no enten­der, el malentender, el decir una cosa por otra, etc., son fenómenos que se dan en una comunidad lingüística y que por sí solos no autorizan a mantener que una len­gua ha dejado de ser un idioma.

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Se aludió antes a una división ya clásica: la propuesta por Ferdinand de Saussure entre «el habla» (la parole) y «la lengua» (la langue) n. La última — o lenguaje como estructura— se concibe grosso modo como un conjunto de fonemas, morfemas, palabras, locuciones, etc., y di­versos grupos de reglas: fonológicas, sintácticas, etc. Es normal entonces entender ‘habla’ — o lenguaje como actividad— como una serie de actos lingüísticos, y espe­cíficamente de proferencias, para los cuales se echa mano de los elementos de la lengua.

Esta división no ha sido siempre bienquista. Entre las objeciones que ha suscitado figura la de que la noción de lengua supone la existencia de un depósito o caudal lingüístico más o menos estable. Pero la lengua — se ha dicho— es inestable y en estado de mutación continua; cada vez que aumenta, disminuye o cambia el léxico se altera la lengua. El caudal léxico del español varió (y po­

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siblemente aumentó) cuando se introdujo la voz ‘azafata’ para designar a «una criada que sirve a la reina los ves­tidos y alhajas que se ha de poner, y los recoge cuando se desnuda». Como el léxico no está constituido solamen­te por sus expresiones, sino también por los diversos usos (o significados) de ellas, el caudal de la misma len­gua varió cuando la voz ‘azafata’ se empleó para designar a una empleada que sirve a los pasajeros a bordo de los aviones de línea. Si digo ‘Es más fina que Cristina’ ejecu­to una operación lingüística para la cual me sirvo de pa­labras corrientes y molientes, pero con ello forjo una lo­cución que, si es aceptada por algunos de mis cohablan­tes, puede convertirse en una frase hecha que pasa a formar parte del caudal de la lengua. La estructura dis­tributiva u de un idioma cambia en virtud de actos lin­güísticos. Se puede alegar inclusive que cada vez que se lleva a cabo un acto lingüístico — o, en todo caso, cada vez que se establece un hábito lingüístico, extendido o restringido, duradero o efímero— se altera la «lengua». Mejor sería, pues, abolir la distinción entre habla y len­gua y sustituirla por la idea de una cierta «continuidad» entre ambas.

Aunque quienes se oponen a la antedicha distinción aducen a menudo ejemplos sacados de los elementos lé­xicos de una lengua, no se oponen a que se consideren asimismo aspectos sintácticos. Estos cambian asimismo, se afirma, por obra y gracia de actos y hábitos lingüísti­cos, de modo que la titulada «lengua» acaba por ser úni­camente una especie de sedimentación de estos actos y hábitos.

Ahora bien, no es menester negar la importancia de los actos y hábitos lingüísticos para seguir manteniendo la distinción entre habla y lengua. Admitirla no equivale tampoco a presuponer que la lengua constituye un cau­dal más o menos estable o invariable. No se divide el lenguaje en dos «partes» 13; simplemente se llama !a aten­ción sobre dos aspectos del mismo. Si digo ‘El número de planetas en el sistema solar es 40 ’, ejecuto una ope­ración lingüística por medio de la cual siento una propo­

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4. E l lenguaje como nctiviciad y como estructura 105

sición que resulta ser falsa. En este sentido, ‘El número de planetas en el sistema solar es 40’ es una expresión que pertenece al habla. Si pregunto lo que significa ‘El número de planetas en el sistema solar es 40’, no tengo en cuenta si es verdad o no que el sistema solar contiene 40 planetas, o siquiera si es verdad o no que hay un sistema solar. Mi pregunta concierne a una característica semántica de ‘El número de planetas en el sistema solar es 40’, y en este sentido dicha expresión pertenece a ía lengua. También pertenece a ella dicha expresión cuando me interesan cosas tales como el orden sintáctico de los términos que la componen.

No pretendemos con ello haber despejado todas las dificultades. No es del acto lingüístico consistente en de­cir ‘El número de planetas en el sistema solar es 40’ del que se dice que es verdadero o falso, sino de un enun­ciado producido por tal acto. Y como un enunciado no es una partida que se descubre al hacerse un inventario de un lenguaje ni tampoco es un acto particular de elocu­ción, parece que se nos complica el asunto con el descu­brimiento de una «zona intermedia» entre el habla y la lengua.

A despecho de las complicaciones que surgen de la «división» del lenguaje en habla y lengua, hay un argu­mento en favor de ella que resulta irrebatible.

Quienes se oponen a tal «división» otorgan preemi­nencia a las nociones de acto y hábito lingüístico al pun­to de verse obligados a entender las reglas de lenguaje en función de aquéllas. Ello obliga a mantener que lo que haya de prescriptivo en el lenguaje es resultado de una codificación de actos y hábitos. Pero esto equivale a suponer que no hay nada prescriptivo en el lenguaje y que, por tanto, todo está permitido lingüísticamente sin más límites que los que imponen factores extralingüísti­cos tales como la aceptabilidad por un grupo, una comu­nidad, una época, etc. La adopción de este punto de vis­ta impide dar ningún criterio lingüístico para saber si un acto es lingüístico o no. Ahora bien, el único criterio disponible es alguna regla: la regla hace que el acto sea

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lingüístico y no a la inversa. Ello puede entenderse de un modo muy general: no hay actos lingüísticos no regula­dos; y también de un modo particular: tal o cual acto es lingüístico en un determinado idioma si sigue las re­glas de éste.

Para rebatir este argumento se saca a colación que las reglas no pueden preexistir a los actos, pero con esto sólo se dice que si no hubiese actos lingüísticos no habría lenguaje. No se dice, o no se requiere necesariamente de­cir, que las reglas sean efectos de actos. En rigor, no es menester suscitar la cuestión de lo que es, genéticamente hablando, «primero», si los actos o las reglas, porque no se plantea ningún problema al respecto. Por esta razón es impropio proclamar que las reglas de lenguaje son «innatas». Las reglas no son ni innatas ni tampoco ad­quiridas, porque constituyen un sistema abstracto qué no tiene nada que ver con cuestiones genéticas o causa­les. En la acepción no genética de ‘previas’ , puede con­cluirse, pues, que las reglas son estructuralmente previas a la actividad lingüística, que justamente regulan como tal actividad.

Una vez reconocido esto, se puede comprender por qué la distinción entre habla y lengua aparece como más o menos estricta según el nivel y los aspectos lingüísticos que se consideren.

Al nivel común y «superficial», la distinción es poco apreciable y de escaso alcance. Se puede inclusive esti­mar que la lengua es resultado de actos lingüísticos. A otro nivel, los actos lingüísticos son vistos como hábitos lingüísticos en acción. La codificación de tales actos da lugar a varios aspectos de lo que, en alguna medida, pue­de titularse «lengua», pero con ello no se avanza mucho. Queda aún por explicar cómo el hablante puede forjar nuevas frases y ser entendido. Algunos recurren a tal efecto a la noción de analogía 14, pero es dudoso que ésta resulte fecunda a menos de ampliarse hasta conver­tirse en algún conjunto de reglas.

La distinción entre habla y lengua parece mínima cuan­do se atiende principalmente a "los elementos léxicos, pero

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con la condición de que se descuiden aspectos estructu­rales léxicos que contribuyen a la «sistematización» de las lenguas. Un ejemplo al respecto lo proporciona la no­ción de campo léxico, que, iniciado o desarrollado por Tricr ’5, se ha prolongado en varias direcciones. Cada len­gua, o grupo de lenguas, posee campos léxicos diversos, y posiblemente cambiantes, pero ello no le impide estar léxicamente estructurada de algún modo; la estructura léxica de una lengua condiciona en gran medida lo que pueda decirse (y no decirse) en ella. Aun así, sería exce­sivo mantener que los campos léxicos ejercen con respec­to a los actos lingüísticos la misma función que las re­glas sintácticas y fonológicas. Cuando se consideran estas, aumentan las razones en favor de la «división» entre habla y lengua. El nivel en donde la «división» en cuestión aparece mayor es el de las reglas metasintácticas que determinan, o se supone que determinan, la estruc­tura de todo lenguaje, pero con ello se admiten universa­les sintácticos que siguen siendo discutibles. No es me­nester llegar tan lejos a este respecto: basta destacar la dimensión abstracta de la lengua para que transparezca la diferencia entre ésta y el habla.

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A veces se estima que los que se oponen a la división entre lengua y habla revelan tendencias empíricas mien­tras que quienes la mantienen son 'racionalistas*. Se juz­ga, además, que los primeros atienden a los aspectos 'descriptivos* e ‘históricos’, mientras que los segundos son ‘explicativos’ y ‘sistemáticos*.

Estos juicios son tolerables sólo cuando se usan sin cau- • tela términos como ‘empírico’, ‘racional’, ‘descriptivo’ , ‘explicativo’, ‘histórico’, ‘sistemático’, etc. Es corriente contraponer ‘empírico’ a . ‘racional’ (y ‘empirista’ a ‘racionalista’ ) o ‘descriptivo’ a ‘explicativo’, y así sucesi­vamente, pero en muchos casos se trata de falsas dicoto­mías. No hay motivo para que hipótesis perfectamente

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racionales no sean a la vez empíricas, y para que muchas descripciones no sean a un tiempo explicativas.

Cuando se trata de cualificar teorías lingüísticas, hay que andar con cuidado. Consideremos las escuelas estruc- turalistas (Bloomfield, Hockett) y las que cabría llamar «transformacionalistas» 16 (Chomsky, Halle, Katz, Fodor, P ostel)I7, así como las doctrinas «sincrónica» y «diacró- nica» del lenguaje 18. El que esté al tanto de los debates teóricos en la lingüística sabrá más o menos a qué ate­nerse cuando se habla de «antiestructuralismo», pero el mero espectador se sorprenderá de este «anti»: estruc- turalistas y antiestructuralistas hacen igualmente uso de la noción de estructura; sólo ocurre que entienden ‘es­tructura’ y hasta ‘lenguaje’ de modos distintos. Quienes cabe llamar «estructuralistas clásicos» acusan a Chomsky y todo el movimiento orientado hacia la formación de gramáticas gcnerativo-transformacionales, de «racionalis­tas», sin tener en cuenta que las hipótesis de Chomsky son empíricas. Como los estructuralistas arguyen que el objeto de sus investigaciones no son reglas de lenguaje, sino codificaciones de hábitos lingüísticos, se puede creer que operan «diacrónicamente» '9. Es comprensible que redoblemos nuestra cautela y nos neguemos a desta­car oposiciones de doctrinas fundadas en calificaciones imprecisas o apresuradas.

Sin embargo, conviene poner de relieve en que medi­da las citadas escuelas lingüísticas se contraponen respec­to a la cuestión de la posible división del lenguaje en los dos aspectos del habla y la lengua.

El estructuralismo clásico tiende a rechazar semejante división y a considerar que solamente el habla es objeto adecuado de investigación lingüística. Si cabe hablar de lengua, será únicamente en tanto que codificación, me­diante «generalización empírica», de actos lingüísticos, a su vez sedimentados en hábitos lingüísticos. Es curioso comprobar que cierto fragmento de la filosofía lingüísti­ca, que de otro lado no tiene nada de estructuralista, si­gue esta misma tendencia. En cambio, los que trabajan dentro del «transformacionalisfno», admiten la mencio­

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nada división, aun cuando la toman en sentido bastante distinto del de Ferdinand de Saussure. En términos de Chomsky, la división de aspectos del lenguaje es entre ‘ejecución’ (performance) y 'competencia’ . El habla y la ejecución no son fundamentalmente distintas entre sí, porque ambas comprenden actos lingüísticos. Pero mien­tras para de Saussure ‘lengua’ designa principalmente un conjunto de signos con varias propiedades — y equivale en buena parte al «caudal léxico»— , para Chomsky ‘competencia’ designa la «internación» en un «hablan­te ideal» de las reglas que le permiten producir un número en principio infinito de frases, así como el «co­nocimiento» que el hablante tiene de las reglas. Puesto que la ejecución lo es de una previa competencia, él exa­men de ésta tiene el primado sobre el de aquélla. Por otro lado, Chomsky y de Saussure coinciden en conside­rar la lengua desde un punto de vista «mental» y no como un conjunto de hábitos lingüísticos. En vista de ello se Ies ha acusado de «mentalismo», pero esta acusa­ción no siempre da en el clavo. En el caso de Chomsky en particular, es inapropiado equiparar ‘mental’ con ‘psí­quico’ 20. Por otro lado, el «hablante ideal» de Chomsky no es tampoco una entidad platónica, sino el esquema que permite formular el conjunto de reglas generativas. Con todo, los estructuralistas clásicos se consideran a sí mismos como más «empíricos» que los lingüistas trans- formacionalistas por cuanto tienden a examinar compor­tamientos lingüísticos individuales. Llevada a sus últimas consecuencias, esta actitud les induce a negar que haya nada titúlablc «lengua»; ‘lengua’ es sólo un nombre co­mún para designar un conjunto indeterminado de idio- lectos.

La teoría o teorías que se adopten en lingüística ten­drán que juzgarse por su capacidad de dar razón de los «hechos», pero, lo mismo que sucede en otras ciencias, la propia teoría proporciona una serie de nociones que sirven para circunscribir lo que se entiende por ‘hecho’ . Desde este ángulo, no parece posible de momento nin-

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gán compromiso entre el estructuralismo clásico de in­clinación conductista y el transformacionalismo.

El poner aquí de relieve dos «escuelas» lingüísticas no presupone que sean las únicas de que merece la pena ha­blar, siquiera en un texto como el presente. Para empe- xar, el estructuralismo antes aludido ha sido calificado de «clásico» justamente porque ya no parece ser vigen­te: vigentes siguen siendo, en cambio, diversas tenden­cias estructuralistas post-bloomfieldianas, muchas de las cuales no son necesariamente conductistas, aunque prác­ticamente todas ellas están de acuerdo en varios puntos: la idea del lenguaje como un sistema que no se basta a sí mismo y que requiere atender a los efectivos actos lin­güísticos, sean éstos interpretados o no en sentido con­ductista; la idea de que los diversos niveles del lenguaje (del fonológico al sintáctico) están imbrincados, aunque con una posible jerarquía cuyo nivel básico es el foné- mico; la oposición a lo que consideran como desmedida «formalización» de las reglas de lenguaje por parte de otras «escuelas», y específicamente del chomskysmo. Dentro de cierto acuerdo, las tendencias estructuralistas difieren entre sí considerablemente, con extremos tan opuestos como el distribucionismo norteamericano y el «neo-estructuralismo» de la más reciente «escuela de Praga» 21 que se considera como una continuación de la «vieja escuela» (R. Jakobson, N. Troubetzoy, J . M. Ko- rínek, etc.), pero con cambios dignos de consideración. Ciertos autores, como Andró Martinet, tratan de distin­guir entre las demás tendencias estructuralistas y su pro­pio «funcionalismo» 22. Algunos, como los que siguen a L. Hjelmslev, han desarrollado sobre todo la llamada «glosemática». Hay casos más complejos, como el de Zellig S. Harris n, que por un lado puede ser considera­do como estrücturalista y por el otro como transforma- cionalista; en todo caso, Harris ha elaborado no sólo una teoría que permite estudiar la estructura fonémica y mor- fémica (con clases de secuencias de fonemas) de segmen­tos lingüísticos relativamente* largos, y ha estudiado los tipos, longitudes, formas y distribución de elementos re­

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sultantes de la segmentación de preferencias (análisis distribucional), sino que también (y, para algunos, sobre todo) ha elaborado un sistema de constantes transforma- cionales, siendo por su propia obra y no solamente como maestro de Chomsky promotor capital de la lingüística transformacional24. Otro caso complejo es el de Gustave Guillaume, que ha estudiado «generativamente» las for­mas de profcrencias 2S. Es comprensible que el estructu- ralismo haya dejado de ser (caso que lo fuera alguna vez) «el» cstructuralismo, y ha refinado sus métodos (como ocurre con E. M. Uhlenbeclc y otros). Finalmente, se ha desarrollado una teoría de los tagmemas (P ike26 y, si­guiendo asimismo a Harris, Longacre 27) que algunos es­timan como la única teoría lingüística actual capaz de «contrarrestar» el chomskysmo; una de las razones adu­cidas al efecto es que la tagmémica se opone tanto a las diversas tendencias estructuralistas como a las distintas manifestaciones del transformacionalismo28 en repudiar la común, o supuestamente común (bien que inversamen­te concebida), relación entre las diversas capas lingüísti­cas, de la fonémica a la sintáctica 29.

La contraposición entre estructuralismo «clásico» y transformacionalismo antes introducida tiene, pues, por objeto poner de relieve dos tesis lingüísticas suficiente­mente radicales: una según la cual un acto es lingüístico y es, además, gramatical por ser, de hecho, tal acto y te­ner que aceptarse como dato primario, constituyendo el conjunto de los actos conocidos un corpas lingüístico de­terminado; y otra según la cual es menester precisar (y, hasta cierto punto, determinar) el carácter lingüístico del acto y, desde luego, su gramaticalidad o no gramaticali- dad, de suerte que ‘acto lingüístico gramatical’ equivale a ‘acto ejecutado de acuerdo con reglas gramaticales es­pecificadas en un modelo generativo-transformacional’, y de suerte también que no haya limitación en el número de frases gramaticales engendrables.

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7

Los modelos proporcionados por Chomsky son instruc­tivos 30. Los mecanismos sintácticos propuestos están destinados a mostrar cómo se engendran ilimitadamente frases gramaticales (y cómo se distingue entre las que son gramaticales y las que no lo son); si, además, se construye una gramática generativo-transformacional ca­paz de enumerar (especificar las condiciones sintácticas) de un conjunto de lenguas, es de esperar que se pueda construir una capaz de enumerar otro conjunto de len­guas del cual el anterior sea un subconjunto, y así suce­sivamente, hasta llegar a una gramática de tipo 0 capaz de enumerar lenguas de las cuales las enumeradas en cualesquiera otros tipos de gramáticas, 1, 2, 3 ... n, sean subconjuntos. Aun si tales gramáticas, y en particular la de tipo 0, fuesen, en último término, «gramáticas lógi­cas», ello no quitaría interés al intento; pondría de ma­nifiesto la posibilidad de construir modelos lógicos sufi­cientemente potentes para ir engendrando todas las gra­máticas posibles.

Una ventaja del modelo (o modelos) de Chomsky so­bre el estructuralismo, clásico o no, es el destacar el ca­rácter prescriptivo del lenguaje y el no tener que atenerse a un corpus lingüístico dado. La construcción de modelos al efecto no es fácil. El propio Chomsky ha propuesto varios. Uno de los más difundidos se basa en la estruc­tura de la frase y procede a una generalización de los lla­mados «constitutivos inmediatos» (los cuales varían se­gún la frase). Pero las reglas de estructuras de frases no son suficientes; hay que ampliarlas, como ha hecho Chomsky, con reglas transformacionales (así como mor- fofonémicas). Tenemos entonces reglas estructurales de frases acontextuales acompañadas de reglas de transfor­mación ordenadas cíclicamente.

Sería pedir demasiado que se resolvieran todas las di­ficultades de un plumazo. Sp ha hecho notar que con los modelos de referencia se descartan los factores extra-Iin-

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güístícos y, con ello, la llamada «situación total lingüís­tica». Esto es cierto, y para ciertos efectos es deplorable; se pueden descubrir aspectos importantes del lenguaje al relacionarlo con un contexto extra-lingüístico. Nuestra comprensión natural y corriente del lenguaje — de los modos como es practicado y como lo practicamos— es en buena medida factor de dicho contexto, sin el cual esta­ríamos con frecuencia a oscuras no sólo respecto a los intereses y propósitos que mueven a los usuarios, sino también respecto a lo que se dice cuando se habla. Hay además, ciencias, o ramas de ciencia, que se ocupan del lenguaje en contexto, tales como la etnolingüística, la sociolingüística y la psicolingüística. Sin embargo, es ra­zonable en lingüística no cargarlo todo a la cuenta de los contextos lingüísticos31; en todo caso, cabe distinguir entre frases contextúales y no contextúales (o, en la jerga en boga, entre frases libres de contexto y sensibles a con­texto). Pero el análisis lingüístico por sí mismo no tiene por que ser necesariamente contextual, o si lo es, lo es en forma distinta, y más precisa, de lo que normalmente se entiende por dicho adjetivo.

Se ha hecho notar asimismo que los modelos genera- tivo-transformacionales son tanto menos adecuados cuan­tos más idiomatismos se introducen3Z. A fortiori, resul­tarán asimismo poco adecuados cuando se trata de frases cuya gramaticalidad o falta de gramaticalidad no es fácil­mente controlable por el «hablante nativo corriente» —más idiomáticamente, por el que habla su lengua ma­terna— por la razón de que si el hablante sigue siendo nativo, puede ser poco ordinario. Ello sucede a menudo con hablantes de inusitada imaginación verbal y con es­critores que parecen quebrar todas las normas «gramati­cales». Daremos algunos ejemplos al respecto en el Capítulo 7; cabría agregar aquí el verso de Neruda «Y ardamos, y callemos, y ¡campanas!» — donde ‘ ¡campa­nas!’ no parece ser un término que en esta frase profe­riría un «informador» normal.

Las frases que los transformacionalistas han examinado con particular atención son de tipo simple. En principio,

Fcrratcr Mora, 8

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no deberíamos ser demasiado puntillosos al respecto, por­que es procedimiento común, y legítimo, en una ciencia tomar como base datos simples (o que parecen tales); los problemas que estos datos plantean se ven entonces con más claridad y, además, pueden oportunamente apli­carse a datos más complejos 33. Algo más puntillosos po­dríamos ser al observar que las frases simples en cues­tión son construcciones lingüísticas un tanto artificiosas, y hasta «torpes»; son en muchos casos frases que o no se usan corrientemente, o si se usan es dentro de un contexto — lingüístico y a veces extra-lingüístico— que permite proferirlas sin crear dificultades de comprensión. Es curioso que frases de la especie aludida se mencionen en repertorios para el buen uso de una lengua (H. W. Fowler en inglés; Emilio M. Martínez Amador, en es­pañol) como ejemplos (a evitar) de posibles malen­tendidos.

Supongamos, no obstante, que sean justamente tales frases las más apropiadas para plantear los problemas que se quieren resolver. Un caso crucial es el de las fra­ses ambiguas o supuestamente tales. Los escritos de Chomsky han hecho famosas entre los lingüistas frases como The sbooting o} the hunters (digamos, para no complicar las cosas, ‘La caza de los cazadores’ : ¿son los cazadores que andan de caza o alguien está cazando a los cazadores?). Otrosí: Tbey don't know bow good rneat tas tes (¿qué es lo que no saben: lo bien, o lo buena, que sabe la carne, o cómo sabe la buena carne?). Podría ale­garse que en otras lenguas se despejan estas ambigüeda­des fácilmente sin necesidad de recurrir a ningún con­texto. Una cosa es la caza emprendida por los cazadores y otra es la caza de cazadores, donde la ausencia del ar­tículo basta para especificar el sentido; una cosa es no saber qué buena sabe la carne y otra es no saber cómo sabe la carne buena. Este alegato no es, sin embargo, suficiente, porque nos estamos ocupando de reglas grama­ticales en una lengua y no de traducción de una lengua a otra. No hay ninguna lengua que se halle libre de fra­ses ambiguas; en la propia frase en español donde se

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despeja una ambigüedad de la frase inglesa últimamente citada reaparece otra. ‘No saben lo bien que sabe la car­ne’ : ¿hablamos del sabor de la carne o de lo bien que la carne sabe en el sentido de ‘conoce’?, sin importar para el caso que al decir que la carne sabe (conoce) bien, po­dríamos preguntar: «¿Q ué es lo que sabe bien?» o sin importar que sabemos que ‘saber’ deriva etimológicamen­te de sapere, que es a la vez conocer y saborear. ¡

Consideremos Ja frase: 'La persecución de los judíos’. Prescindiremos también del contexto extra-lingüístico; por ejemplo, de si el que emite tal frase es un israelí (en cuyo caso hablará, probablemente, de que los judíos son, o han sido, perseguidos, y, además, injustamente) o si es un egipcio nasseriano (en cuyo caso puede referirse a que los judíos son, o han sido, perseguidos, pero justamente, lo cual quiere decir, a la postre, que no han sido, pro­piamente hablando, perseguidos; o puede referirse a que los judíos están siendo perseguidos por los egipcios, ba­rridos de la península del Sinaí y del Estado de Israel por las victoriosas fuerzas egipcias, etc.). Asimismo pres­cindiremos de un contexto lingüístico, como ‘La persecu­ción de los judíos fue llevada sistemáticamente a cabo por Hitlcr’.

El que las frases de referencia sean acontextualmente ambiguas no justifica que haya que dar dos o más des­cripciones sintácticas estructurales de ellas — donde ‘des- cipción sintáctica estructural’ es entendido grosso modo como la descripción por medios sintácticos de la estruc­tura de la frase que permite distinguir un sentido de otros posibles— . Por otro lado, dos o más descripciones estructurales sintácticas de una cualquiera de tales frases son necesarias si la frase es acontextualmente ambigua 34. El problema es cómo proporcionar tales descripciones. En la frase ‘la persecución de los judíos’ se hace, según Chomsky (que simplificamos a sabiendas), distinguiendo entre dos frases, una en la cual ‘judíos persiguen’ opera como sujeto y otra en la cual opera como objeto. Así, sólo la estructura superficial de la frase es ambigua; la es­tructura profunda no lo es. Ello requiere admitir una

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diferencia entre estructura superficial y estructura pro­funda o, más exactamente, entre una clase infinita de ob­jetos abstractos llamada «estructura superficial» y otra clase infinita de objetos llamada «estructura profunda», ambas definidas por el componente sintáctico, el cual tie­ne que proporcionar información sobre la interpretación semántica.

Con esto parece que el propósito ha sido despejar la ambigüedad por medios puramente sintácticos. El pro­blema es si estos son suficientes.

A primera vista, no lo son, o en todo caso parece ha­ber otros. Si digo ‘Los que viajan mucho se aburren’ puedo entender que los que hacen muchos viajes se aburren o que los que viajan se aburren mucho. Ordina­riamente, doy a entender la diferencia mediante el tono de voz ( ‘Los que viajan mucho se aburren‘ y ‘Los que viajan mucho se aburren’) o, si es por escrito, mediante comas (‘Los que viajan mucho, se aburren’ y ‘Los que viajan, mucho se aburren’), pero más normalmente pro­cedo a alterar la frase, o simplemente a confiar en el contexto. Si altero la frase, puedo hacerlo de dos modos. Uno consiste en una paráfrasis ( ‘Los que hacen muchos viajes se aburren’ y ‘Los que viajan se aburren grande­mente’), pero entonces se corre el riesgo de no decir exactamente lo mismo (‘hacen muchos viajes’, ‘se abu­rren grandemente’ ). El otro consiste en alterar el orden de las palabras, y es lo que un manual del buen hablar recomendaría (‘Los que mucho viajan se aburren’ y ‘Los que viajan se aburren mucho’), pero entonces seguimos usando medios sintácticos, los cuales, contra lo que se había barruntado, parecen suficientes.

Que lo sean siempre es cuestión disputada 3i. ‘El libro de la cocinera’ puede entenderse como el libro que posee la cocinera o (ya que estamos ante una frase contextual) como el libro que ha escrito la cocinera, o como el libro que contiene recetas para la cocinera. En este caso pa­rece que o hay que recurrir al contexto o a otros medios que los sintácticos. Por otro lado, cabe preguntar si se puede hablar de estructuras sintácticas distintas en casos

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como ‘Andaron toda la mañana’ y ‘Rodaron toda la mañana’, donde el primero no es ambiguo y el segundo lo es (‘Rodaron’ puede significar ‘filmaron’) a menos de suponer que la diferencia entre ‘andaron’ y ‘rodaron’ no es sólo semántica.

Se han procurado eludir algunas de estas dificultades alegando que una descripción sintáctica estructural pue­de ser o estricta o completa y que mientras el primer tipo de descripción no es suficiente para despejar ambigüe­dades como las mencionadas antes, el segundo tipo, bas­ta 36. Una descripción estructural sintáctica completa in­cluye los elementos léxicos. Ningún transformacíonalísta considera que la gramática de un lenguaje tiene como solo componente el sintáctico. Se insiste, en efecto, en que hay tres componentes: el sintáctico, el semántico y el fonológico. Además, las especificaciones sintácticas son más completas en las gramáticas generativo-transforma- cionalcs que en otras. Para empezar, se distingue entre dos clases de símbolos en un vocabulario: los símbolos de clase, que son no terminales, y los símbolos morfé- micos, que son terminales; estos últimos pueden ser mor­femas gramaticales o morfemas léxicos. El que un símbo­lo sea no terminal o terminal constituye un aspecto estructural sintáctico de innegable importancia para la interpretación semántica; en muchas frases ambiguas, la ambigüedad queda despejada según que un símbolo sea considerado como terminal o no. Luego, se proporcionan reglas de estructura de frase que representan la estruc­tura de una oración mediante jalones de frase, y reglas transforraacionales que operan sobre las representaciones de estructuras constitutivas (las cuales pueden derivar del componente básico o ser resultado de previas trans­formaciones). Estas especificaciones parecen ser suficien­tes a los efectos que nos ocupan, pero no por ello des­aparecen todas las dificultades. Se ha argüido, en efecto, que al nivel dé la clasificación de símbolos, la distinción entre símbolos no terminales y terminales, aunque sin­táctica, no puede llevarse a cabo (o no puede llevarse a cabo siempre) sin introducir consideraciones semánticas.

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Algo similar podría decirse con respecto a la serie de reglas finitas relativas a estructura de frases; aunque estas reglas son formales, parecen reflejar consideracio­nes «intuitivas» y en particular consideraciones semán­ticas. En todo caso, uno de los más discutidos problemas en gramáticas generativo-transformacionales es el de la relación entre los componentes semántico y sintáctico 37.

Con respecto a los titulados «jalones semánticos», el uso de los mismos a efectos sintácticos parece aplicable únicamente a lenguas o grupos de lenguas determinadas, ejerciendo entonces en ellas una función principalmente taxonómica 3a. Hay muchos sistemas posibles de jalones semánticos: un léxico puede incluir términos divisibles en «animado» e «inanimado» (o considerar ambos como una sola categoría de nombres), en «animado» «inani­mado» (o «animado» e «inanimado») y «espectral», etc. En este sentido, jalones semánticos como «objeto físico», «objeto viviente» y otros son característicos de un grupo (ciertamente, muy amplio) de lenguas. Los jalones se­mánticos pueden dejar de ser taxonómico-descriptivos, pero ello no los hace necesariamente más «sintácticos»; puede hacerlos más lógicos, en cuyo caso hay que desarrollar tipos de semántica filosófica similares a los propuestos, entre otros, por Lesniewski y Carnap.

Una dificultad, que tendremos que tratar a la carrera, es la planteada por las relaciones entre la gramática ge- nerativo-transformacional de una lengua y la gramatica- lidad de las preferencias en esta lengua. La gramática en cuestión tiene que engendrar todas las frases gramatica­les de la lengua y no engendrar ninguna que no sea gramatical. Si el control de la gramaticalidad lo tiene el que habla y entiende la lengua «nativamente», puede pre­guntarse si no nos topamos aquí con una dificultad in­superable. F es gramatical si es engendrado por reglas sintácticas, y también si S lo admite como gramatical. Esto quiere decir que si F no es gramatical, S no puede aceptarlo como tal, y si S no lo acepta como tal, enton­ces F no es gramatical.

Para afrontar esta dificultad se recurre a varios proce-

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dimicntos. Por ejemplo, aunque el sistema de reglas gramaticales engendra oraciones bien formadas, pueden aflojarse estas reglas (específicamente, reglas de subeate- gorización y de selección). Las oraciones que se obtienen entonces son «laxamente» gramaticales — aunque, por lo demás, son susceptibles de interpretación inmediata y tal vez unívoca— . De este modo se introduce la noción de grados de gramaticalidad; una oración es menos gra­matical que otra no por desviarse de una norma produ­cida por un hábito lingüístico, sino por desviarse de reglas en el sentido apuntado de «aflojamiento» y «rela­jamiento» de reglas.

La cuestión es si en tal caso podremos seguir diciendo que el control de la gramaticalidad lo tiene el hablante (y oyente) nativo de la lengua. Una serie de cuestiones se acumulan aquí; muchas de ellas se deben a los distin­tos modos como se ha entendido la noción de com­petencia.

Si esta noción equivale a la de conjunto de reglas gra­maticales (con todas las especificaciones necesarias), el papel del hablante nativo se reduce considerablemente, y hasta desaparece del todo. ¿Cómo alcanza a controlar la gramaticalidad de una frase el que puede «equivocar­se» — y «se equivoca»— con frecuencia en la ejecución de actos lingüísticos? ¿Cómo podemos hacer caso del que se equivoca en sus informes acerca de su propia conducta lingüística y de su propia competencia? Se dirá que la ejecución no refleja la competencia, ya que ésta es un modelo a base del cual se pueden asignar descrip­ciones estructurales a frases. Pero entonces parecerá gra­tuito partir de los datos proporcionados por los informan­tes lingüísticos con el fin de inferir el sistema de reglas que los informantes han dominado y que practican — o «deberían» practicar.

Por otro lado, si la noción de competencia es algo más que una mera «hipótesis pragmática», tendrá que servir para caracterizar los mecanismos psicológicos por medio de los cuales se habla y entiende una lengua. El trans- formacionalismo no se contenta con proporcionar una

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serie de esquemas gramaticales a base de los cuales se describan todas las frases posibles de una lengua; aspira asimismo a describir «una realidad mental que subyace a la conducta lingüística» y se compromete, por tanto, a aceptar que hay semejante «realidad mental». Con ello se liga la ejecución con la competencia, pero a base de interpretar las reglas gramaticales como «reglas innatas», y aun como «psíquicamente innatas». Es cierto que, se­gún Chomsky, hay que distinguir entre su «mentalismo» y el «mentalismo» tal como lo entendía Bloomfield39 — o cualquier otro autor para el cual haya una dicotomía entre ‘mental’ y ‘comportamental’— 40. Pero no se puede evitar la impresión de que se proporciona aquí un mo­delo apriórico de los mecanismos psicológicos lin­güísticos.

La teoría que nos ha ocupado tiene un aspecto un tanto desazonador — que comparte con todas las teo: rías lingüísticas muy sistemáticamente elaboradas— : es el haber construido los mecanismos necesarios para re­solver todas sus dificultades internas. No hay duda de que tales teorías lingüísticas son coherentes. Lo malo es que lo son demasiado. En este sentido una teoría lingüística se parece sospechosamente a un sistema filo­sófico tradicional — todo está resuelto...«dentro del sis­tema», o si surgen dificultades se modifica el sistema, también «desde dentro»— . Reconocemos que este modo de operar es muy propio de una concepción y que tiene su legitimidad; no habría ciencia si las teorías científicas fuesen exclusivamente generalizaciones de datos. La teo­ría se ajusta, por tanto, «internamente». Pero, en nuestra opinión, este «pragmatismo conceptual» no debe llevarse demasiado lejos; si tal se hiciera, el correspondiente mo­delo científico se convertiría en el único objeto de la cien­cia. Es comprensible que cuando se arma un nuevo mo­delo se esperen de él maravillas. No lo es olvidar que todo modelo es constitutivamente incompleto.

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Quizás aclare un poco este enrevesado asunto advertir lo siguiente:

Ciertos autores se interesan por los aspectos sintáctico- formalcs, temerosos de que de no hacerlo así habría que aceptar «absolutos semánticos», y hasta algo así como «absolutos pragmáticos» 41. Otros autores se interesan por los aspectos semánticos — y en algunos casos pragmáti­cos— por horror hacia los «absolutos sintácticos». Es el temor a alguna forma de «absoluto» el que mueve mu­chos debates lingüísticos. Este temor es sano, pero in­justificado.

A la vez, ciertos autores insisten en el carácter infini­tamente generativo de las reglas gramaticales por consi­derar que de lo contrario no se podría constituir una ciencia lingüística, o la llamada tal sería una mera des­cripción taxonómica de un corpus lingüístico dado. Otros autores declaran que el objeto principal de la lingüística son las propiedades (reales) de lenguajes reales y que desviarse de este objeto es caer en un puro formalismo.

Es evidente que la cuestión de la relación entre los aspectos sintáctico y semántico (o, en algunos casos, se- mántico-pragmático) del lenguaje, y la de la relación, o contraposición, entre sus aspectos creativo-formal y pro- ductivo-real se hallan en el centro de algunos de los más enconados debates entre lingüistas.

Con ello se tocan problemas de innegable interés filo­sófico, y, por añadidura, humano. Aunque oscura (y sin duda prematuramente), me permitiré expresar una opi­nión al respecto.

El lenguaje — como, por lo demás, todas las activida­des culturales humanas: la matemática, la poesía, la po­lítica— no se desarrolla previsiblemente. Los medios que se usan en cada caso son finitos, pero los resultados que pueden obtenerse son ilimitados. En este sentido, el len­guaje (o la matemática, la poesía, la política, etc) es como un juego: pueden conocerse las reglas, saber quiénes

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lo juegan, cuándo, cómo y por qué, y no saber todavía qué series de jugadas van a tener lugar entre el infinito número de jugadas posibles. Es poco dudoso que el com­portamiento lingüístico esté a menudo orientado por estímulos e intereses, pero no es nada seguro que el lenguaje los refleje exactamente. El lenguaje puede ser considerado, pues, como una creación redundantemente llamada «libre».

Por otro lado, la actividad creadora humana es una actividad natural; el hombre actúa «naturalmente» cuando inventa formas lingüísticas, estilos artísticos o tipos de sociedad. Lo que llamamos «realidad» es un «continuo natural» dentro del cual caben creaciones li­bres. El lenguaje y, en general, todos los sistemas de «objetos abstractos», es una de estas creaciones. Con ello no se le niega su carácter prescriptivo y regulado. No hay ninguna incompatibilidad entre prescripción y regulación, de una parte, y creación, de otra. Lo contrario es cierto: las más altas creaciones humanas son sistemas de prescrip­ciones y reglas. Negar todo sistema de esta especie no es un acto de «liberación»; en ausencia de prescripciones y reglas solamente quedan estímulos y respuestas. La verdadera «liberación» consiste en operar creativamente dentro de un sistema, o bien en oponerse a él para pro­poner otro.

Que los sistemas de prescripciones y reglas tengan su propia estructura y, por decirlo así, sus propias «ne­cesidades internas», es una de las condiciones de los mis­mos. Suponer lo opuesto equivaldría a mantener que puede haber sistemas de reglas sin reglas, o que, dado un sistema de reglas, no hay ninguna conexión necesaria entre ellas.

Surgen a veces temores de que un sistema de reglas — por ser sistema y por ser de reglas— sea un artilugio cuya única función es mecanizar y automatizar el com­portamiento humano; la racionalidad del sistema parece entonces oponerse a la libertad y a la espontaneidad, las cuales justificadamente se oponen al sistema, y aun a todo sistema. Estos temores son fundados, y bien funda­

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dos, cuando se interpreta el sistema de reglas de dos modos: o como una codificación de hábitos que se impone a toda costa, o como la estructura puramente instrumen­tal de un sistema. Tenemos de ello innumerables ejemplos en la esfera política y social. La rebelión contra sistemas establecidos, instituciones, etc. tiene su razón de ser por­que entonces se lucha o contra algo que carece de razón, o contra lo que Max Weber y Mannheim llamaban «ra­cionalidad instrumental», a diferencia de la «racionalidad substancial». Los temores indicados no son fundados, en cambio, cuando lo que llamamos «sistema de reglas» es una creación.

La «libertad lingüística» no consiste en la producción de cualesquiera proferencias, sino en la creación de sistemas de reglas capaces de dar cuenta y razón de las proferencias efectivas. Esta creación es «natural», aun­que hay que confesar que en este respecto las dificulta­des que hay que afrontar son considerables. Se puede preguntar, en efecto, cómo es posible compaginar rea­lidades concretas particulares (entidades, procesos, actos lingüísticos, etc.) con «objetos abstractos» o «sistemas de objetos abstractos». En otro lugar 42 hemos intentado debelar el problema recurriendo a varias nociones: gra­dos de concreción y abstracción, de recurrencia y no recurrencia, etc. Reconocemos que el intento es insufi­ciente, pero seguimos confiando en que vale la pena proseguirlo. Se puede preguntar asimismo qué clase de «continuo natural» es ese que parece funcionar tan bien sólo porque se encuentra en él lo que se había previa­mente depositado -—en suma, cómo podemos afirmar que la realidad es un «continuo natural» y encontrar en éste posibilidades de creación de «sistemas abstractos». A esta pregunta no puede darse ninguna respuesta suficiente o convincente; solamente proponer un «modo de ver» que despeje horizontes hasta entonces cerrados.

Lo dicho no resuelve el problema de si, para usar de nuevo la distinción clásica, el habla es una manifestación de la lengua o ésta es un resultado del habla o si habla y lengua son dos aspectos de alguna realidad de la cual sólo

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conocemos el nombre «lenguaje». Para resolver este pro­blema, en el supuesto de que pueda resolverse, hay que apelar a los recursos de la lingüística 43 y ver cómo funcio­nan, aun sospechando que ciertos recursos funcionarán bien en unos casos, pero no, o no tan bien, en otros. Sin embargo, una reflexión, siquiera breve, sobre el problema mismo no puede hacer ningún daño a la lingüística, y puede hacerle algún bien, que es todo lo que se trataba de demostrar.

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«Para una amplia clase de casos en los que se emplea la palabra ‘significado’ — bien que no para todos los ca­sos— , cabe explicar dicha palabra como sigue: El signi­ficado de una palabra es su uso en el lenguaje.» 1

Esta declaración de Wittgenstein conmovió oportuna­mente el mundo filosófico y hasta reverberó sobre otros. Alfred Sidgwick había proclamado, mucho antes, que el significado es «la aplicación» 2. Se trataba del significado de enunciados generales, en tanto que, segón dicho autor, buscar un significado definido equivale a investigar de qué modo «un nombre general será aplicado a casos par­ticulares», pero no sería difícil elaborar esta noción de aplicación en un sentido próximo al wittgensteiniano. Además, Sidgwick planteó respecto a la aplicación proble­mas similares a los que se suscitan con el uso; por ejem­plo, si, y en qué medida, puede especificarse el significa­do antes de, y con vistas a, la aplicación. Por su lado, Hans Lipps puso de relieve que, en rigor, no se entienden

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«significados», sino palabras con respecto a un contexto en el cual significan, de suerte que el titulado «significa­do» es función del intercambio verbal \ Los lingüistas de propensión «contextualista» han mantenido, con in­dependencia de Wittgenstein, ideas parecidas a las de éste. Se puede preguntar si la conmoción producida por las palabras de Wittgenstein no habrá sido debida a la ocasión, al paraje o simplemente a la personalidad del filósofo.

El momento, el lugar, y hasta la moda, cuentan en filosofía más de lo que se sospecha. No basta con decir algo: hay que decirlo en su sitio y sazón. La llamada «personalidad del filósofo» no es un factor desdeñable. Aun descontando todo eso, la conmoción engendrada pol­las palabras de Wittgenstein es explicable. En primer lugar, no se trata de una observación al desgaire. En segundo término, no es una tesis, sino algo así como un «pronunciamiento», distinto, en tono y contenido, de otros que han producido asimismo conmociones, pero si­milar a ellos por su «fuerza»: «E l lenguaje es la morada del ser», «Yo soy yo y mi circunstancia», «E l hombre está condenado a ser libre», «Dios ha muerto», «Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de va­rias maneras, pero de lo que se trata es de cambiarlo», «La verdad es el todo», etc. Un pronunciamiento de esta naturaleza puede compararse con una llave maestra que permite abrir muchas puertas.

Las palabras de Wittgenstein incluyen una mañosa re­serva — «...bien que no para todos los casos»...— y van seguidas de esta advertencia: «Y el significado de un nombre se explica a veces apuntando a su portador». A menos de rechazar por entero «la doctrina del signi­ficado como uso», dichas reservas pueden echar por tierra cualesquiera observaciones críticas. Sin embargo, como la clase de casos aludida por Wittgenstein sigue siendo amplia, es todavía factible formular varios reparos a su pronunciamiento.

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5 . D el u so 127

2

A veces parece que no hay vuelta de hoja: el significa­do sólo puede ser el uso cuando se trata de expresiones que describen una jugada en algún juego o «deporte»*

Cuando un hispano-parlante que juega al fútbol (ya de suyo un nombre «extranjero» moderadamente disfrazado en su transcripción fonética), o que asiste a tal juego, oye la expresión off-side, sabe a qué atenerse: un jugador ha cometido una infracción consistente en colocarse en­tre el portero y uno de los jugadores del equipo contra­rio, y en recibir, en esta situación, el balón. No es menes­ter recurrir a la voz off-side. En mis mocedades decíamos orsai y procedíamos en consecuencia; lo mismo habría­mos hecho si un entrenador teutonizante hubiese im­puesto la palabra abseits o si hubiésemos adoptado las más o menos castizas palabras ‘abusón* o ‘adelantaoh Supongamos, sin embargo, que seguimos usando off-side en el fútbol. Entendemos por off-side lo mismo que los anglo-parlantes. El significado de off-side en el fútbol es el uso de off-side.

Cabe alegar que si un anglo-parlante reflexiona sobre dicha expresión, descubrirá que su uso no es completa­mente arbitrario. Off-side es (como abseits) una expre­sión «transparente». Side se traduce por ‘lado’, y off por ‘aparte’, ‘fuera de’ , ‘alejado de’, etc. Por tanto, off-side quiere decir «aparte, fuera de, o alejado de un lado, o sitio», que sería el sitio correcto según las re­glas del juego. Desde este ángulo, el significado de- off- side no es su uso, sino a la inversa: off-side se usa como se usa porque significa lo que significa.

Pero esto no es enteramente convincente, porque pa­rece otorgarse una especie de «prim a» al que habla, o conoce, la lengua donde figura off-side. Conociendo ya «el significado» del término, lo aplica a una clase deter­minada de infracciones. El que no habla, o conoce, la lengua en la que figura off-side tiene que limitarse a em­pezar con el uso y a entender, a base de él, el significado.

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Esto presupone que unos entienden off-side mejor que otros, y hasta que unos lo entienden mientras que otros se limitan a usarlo.

Ahora bien, de lo que aquí se trata no es de un sig­nificado de off-side, del cual se desgajarían varios usos, o de varios significados correspondientes a otros tantos usos, sino de un uso determinado: el que tiene off-side en el fútbol. Así, no es legítimo concluir que off-side en dicho juego tiene un significado que es previo a, o que va más aUá de, su uso. Off-side puede tener varios sig­nificados, pero ni más ni menos que los de los usos co­rrespondientes.

Cierto que el anglo-parlante, o el conocedor del in­glés, puede rumiar que «en general», off-side indica la situación de algo, o alguien, en el espacio, y, por exten­sión, de algo, o alguien, fuera de, o al otro lado de, una demarcación que separa una «zona» en dos «lados». En virtud de ello podría argüir que un político se halla off- side, que una doctrina filosófica se halla en situación off-side, etc. Pero ninguno de estos -«significados» es el que tiene off-side en el fútbol. No importa lo que se «piense» cuando se dice off-side en un partido de fútbol. Se puede pensar en Mae West o en la depreciación de la libra esterlina, mas lo que importa es lo que se hace, o puede hacer, con la voz off-side en el citado juego.

Puede aun insistirse en que se dice off-side y no, por ejemplo, ‘Cía’, aun cuando sí se instituyera la costumbre de llamar ‘Cía’ a la infracción normalmente nombrada off-side, no por ello se introduciría gran confusión. En último término, para un hispano-parlante ‘Cía’ es casi tan «extraño» como off-side. En ello habría un punto de razón. En principio se podrían adoptar voces «arbitra­rias» para calificar jugadas, pero de hecho no se adoptan. De ordinario se recurre a voces que «significan» lo que se «quiere decir» al usarlas. Pero todavía cabe debatir si lo que «significan» es el uso que se hace de ellas. Si tal sucede, lo que se hace al recurrir a tales voces es usarlas en el significado que tienen en virtud de haber sido usadas con tal significado.

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5. Del uso 129

3

En una conversación oigo las palabras ‘estallido sóni­co’ (prefiero ‘estampido’ , por más onomatopéyico, pero me atengo al Diccionario que consulto) formando parte de varios pronunciamientos: «Los aviones cuya velocidad es superior a la del sonido producen estallidos sónicos capaces de destruir lo que van dejando tras sí», «Los estallidos sónicos no son más ruidosos que los truenos, pero sus efectos son mucho más temibles», etc. Creo haber entendido bien lo que significa ‘estallidos sónicos’ , y hasta puedo permitirme expresar opiniones al respecto: «Sí, en efecto, he oído decir que la gente está muy alar­mada ante la amenaza de los estallidos sónicos» o «La verdad es que no se ha encontrado aún ninguna solución al problema de los estallidos sónicos».

Puedo, claro, repetir palabras que no entiendo, lo que a veces ocurre. Si oigo decir: «Los camiones produ­cen vibrostinas, que son muy peligrosas», puedo prorrum­pir con aire de estar muy al tanto: «Sí, todo el mundo está muy alarmado por las vibrostinas», aun cuando no tenga la menor idea de lo que tales «vibrostinas» sean. No es siempre seguro que no sé absolutamente nada acerca de las «vibrostinas». Para empezar, ‘vibrostinas’ es un nombre en plural lo que me indica ya algo; por lo menos se que no es una persona, o un acto, sino alguna «cosa» y que, además, se reputa peligrosa. Luego, puesto que son los camiones los que oigo decir que producen vibrostinas, conjeturo que se trata de alguna clase de «desecho», que puede ser una sustancia o algún «efec­to». Finalmente, barrunto que, puesto que los camiones «vibran» y la voz «vibrostinas» parece hacer referencia a alguna clase de vibración, esta voz no es ajena a «vibra­ciones». Tampoco sé lo que quiere decir, por ejemplo, ‘Noreacol’ , pero habiendo usado productos farmacéuticos que terminan similarmente (Normacol, Cepacol, etc.), sospecho que si alguien me recomienda tomar Noreacol, me está recomendando algún producto farmacéutico. Por

Fcrrntcr Mora, 9

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130 Indagaciones sobre el lenguaje

tanto, no es tan fácil como parece repetir palabras que no se entienden absolutamente. En el caso de la expre­sión ‘estallidos sónicos’, consigo entender de qué se trata aun cuando la oiga por primera vez, sobre todo si las palabras figuran en un contexto: sé, por lo pronto, que tales estallidos son producidos por aviones cuya velocidad es superior a la del sonido, y fácilmente relaciono ‘sóni­co’ con ‘sonido’ . Concluyo, pues, que entiendo ‘estallido sónico’ lo suficiente para hacer buen uso de estas pala­bras, o también que ya que hago uso adecuado de ellas las entiendo suficientemente.

El problema es si entiendo ‘estallido sónico’ tan bien — tan adecuadamente, tan completamente, etc.— como un ingeniero que esté trabajando en el problema creado por los estallidos sónicos. De un lado, lo entiendo tan bien como él, porque ambos usamos las palabras en igual sen­tido — o ambos les damos el sentido que corresponde a su uso— ; en todo caso, el ingeniero no entiende por ‘estallido sónico’ una cosa y yo otra distinta. Cada uno de nosotros puede tener pensamientos varios al hablar de estallidos sónicos; el ingeniero puede estar pensando en este cielo azul que todos vemos y yo en mi tío Alberto, que está sordo como una tapia. Nada de ello entra en el significado de ‘estallido sónico’; entender el significado de esta expresión es usarla, o poder usarla, apropiada­mente.

Por otro lado, el hecho es que el ingeniero sabe más que yo acerca de los estallidos sónicos — sabe que el aluminio pierde su resistencia a la velocidad Mach 3 en tanto que a la misma velocidad el acero inoxidable fun­ciona perfectamente; por desgracia, es demasiado pesado, por lo que convendría sustituirlo por el titanio, aun cuando las propiedades del último no son aún lo bastante conocidas, cuando menos al nivel industrial... No se pue­de negar que todo eso algo tiene que ver con los esta­llidos sónicos y, por tanto, con lo que puede entenderse por ‘estallido sónico’ .

Decir que el significado es el uso aclara la noción de -:"n;f¡rfldo, pero deja todavía en bastante oscuridad la

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5. Del uso 131

de uso. Si el ingeniero usa ‘estallido sónico’ en contextos que yo, y los que no somos de su oficio, ignoramos, no por ello da un sentido a dicha expresión enteramente distinto del mío. Pero le da un alcance que no tiene cuando yo Ja uso. Mi uso puede ser «ordinario» o «co­rriente» meramente por ignorancia. Nadie se opone a que haya usos «especiales» o «técnicos» de vocablos «ordinarios» o «corrientes», pero esto equivale a admitir que pueden usarse con significados que no son, o no son completamente, los «ordinarios» o «corrientes». N o se pregunta entonces cómo se usan tales vocablos, sino cómo van a usarse — qué «significados» se les va a dar— . Afirmar que el significado es «el uso» no basta, a menos que ‘el uso’-quiera decir «cualesquiera posibles usos, in­cluyendo algunos que por el momento es difícil pre­decir».

4

Si le dicen a un norteamericano que los radicales en la Argentina se hallan escindidos en varias facciones, de modo que han perdido la fuerza política, poca o mucha, que podrían tener de estar unidos, cabe esperar una de estas dos reacciones: (a) «E s una lástima que los radi­cales argentinos se hallen tan divididos; sin duda que los ‘derechistas’ se van a aprovechar de la situación para eliminarlos del todo»; (b) «Que los radicales argentinos se hallen tan divididos es buen signo; así se podrá elimi­nar el ‘radicalismo’ — esto es, el socialismo, el comunis­mo, el anarquismo y toda clase de ‘podredumbre políti­ca’— en ese gran país».

Ninguna de estas posibles reacciones tiene sentido en la Argentina. Los norteamericanos dan a ‘radical’ un sen­tido muy distinto del que es común en dicha República. ‘Ser un radical’ quiere decir allá ser miembro del Partido radical o ser una persona que vota por candidatos del Partido radical y resulta que tal Partido, en todas sus

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alas y facciones, incluyendo las más «liberales», es más bien conservador.

Bien, contestará el teórico del significado como uso: esto prueba que hay que tener en cuenta los modos como se usa ‘radical’ y no el significado de ‘radical’. ‘Radical’ viene de ‘raíz’ (radix) y es, pues, «lo que pertenece o es relativo a la raíz». Por su «significado», ser radical es ser extremista (‘Adolfo es radical en sus opiniones’, ‘Sergio es radical en todo’). Por circunstancias históricas, ese extremismo ha sido entendido como un «extremismo democrático». Pero resulta que mientras en los Estados Unidos las gentes se atienen al «significado tradicional» de ‘radical’, en la Argentina no ocurre así. Los «significa­dos» de ‘radical’ en cada uno de dichos países son los usos de ‘radical’.

La cuesdón, sin embargo, es si los usos no se alimen­tan de significados. Si me informo acerca de lo que eran los Partidos radicales hace setenta y cinco años más o menos, aprendo que un partido político burgués anticle­rical era, a la sazón, considerado como radical — y hasta que ‘radicalismo’ se confundía con ‘anticlericalismo’— . Voy aprendiendo que en ciertos países los cambios so­ciales y económicos, los progresos tecnológicos, las co­rrientes inmigratorias, etc., van afectando la estructura de una sociedad en la que persiste un «Partido radical» que va dejando de ser radical en la medida en que ser «anticlerical» va dejando de tener importancia. Así, una de las características que antaño determinaron el «izquier- dismo» deja de funcionar, y con ello el propio «iz- quierdismo» deja de serlo. De este modo, ‘radical’ puede no querer decir lo que quiso decir otrora.

Pero lo que ‘radical’ ha venido a querer decir se ex­plica todavía por lo que quiso decir, de modo que el uso actual en un lugar determinado incluye, o puede incluir, la historia de los usos. En todo caso, entiendo mejor el uso presente de ‘radical’ en la Argentina si tengo en cuen­ta sus antecedentes. Estos pueden ser otros usos, con lo cual no salgo todavía de la esfera del uso. Sin embargo, en algunos casos no puedo limitarme a decir: ‘Vea cómo

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3. Del uso 133

se usa la palabra’, sino que tendré que agregar ‘Y vea también cómo se ha usado’.

Para entender adecuadamente el uso de ‘radical’ en la Argentina de hoy no será, pues, perjudicial poseer alguna información acerca de la historia política del país. Mas entonces comprendemos hasta qué punto el anterior sig­nificado (o uso) de ‘radical’ es aún pertinente; como J. L. Austin indicó en una ocasión, las palabras no se desprenden nunca por entero de su plumaje etimológico. Después tic todo, sigue habiendo una diferencia en Ar­gentina entre ser «un radical» y ser «radical»; el hecho de que un radical no sea ya radical es consecuencia de un sutil cambio semántico. En la Argentina hay «radicales y radicales» — como hay posiblemente «argentinos y ar­gentinos», «escritores y escritores», etc.

Para ser justos, hay que reconocer que el agregado ‘Y vea usted también cómo se ha usado el vocablo’ no agrega siempre mucho — o no agrega siempre todo lo que se espera de él— . El significado actual de ‘esclavo’ es el uso de ‘esclavo’ en contextos como ‘Hay muchos esclavos de la sociedad de consumo en la Carolina del Sur’, y no en contextos como ‘Hay muchos esclavos en las plantacio­nes de la Carolina del Sur’. Aun en este último contexto, el significado de ‘esclavo’ no es el de ‘eslavo’, a despecho de que en algún tiempo se equipararan los esclavos con los eslavos. Si digo que Pedrito es un viva la Virgen, el uso de ‘es un viva la Virgen’ tiene muy poco, o nada, que ver con que el interfecto diga o no ‘ ¡Viva la Virgen!’, aun cuando esta exclamación pudiera expresar oportunamen­te el estado de despreocupación, desenfado, y hasta ci­nismo, que van envueltos en el significado de ‘es un viva la Virgen’. Es una cuestión de hecho, que la semántica histórica tiene que averiguar, el que ciertos rasgos del uso «primigenio» de un término persistan, y la propor­ción en que persisten, o pueden persistir, a lo largo de la historia de los «cambios de significado» (o de «uso») de los términos.

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5

‘Con mucha precaución hundió la larga aguja en la m uñeca...’ . ¿Qué se entiende aquí por ‘muñeca’?

Pueden entenderse varias cosas: «parte del cuerpo hu­mano en donde se articula la mano con el antebrazo»; «figurilla de mujer que sirve de juguete a las niñas»; «m a­niquí para trajes de mujer»; «pieza pequeña de trapo que encierra algún ingrediente o substancia medicinal que no se debe mezclar con el líquido en que se cuece o se empapa»; «lío de trapo, de forma redondeada, que se embebe de un líquido para barnizar maderas y metales, para refrescar la boca de un enfermo o para cualquier otro uso»; «hito» o «mojón».

Algunos de estos significados están relacionados: la «figurilla de mujer que sirve de juguete a las niñas» y eJ «maniquí para trajes de mujer». La pieza pequeña y el lío de trapo de referencia pueden ser llamados «muñe­cas» por tener la forma de una figurilla de mujer que sirve de juguete a las niñas — a menos que se haya lla­mado «muñeca» a la figurilla de mujer que sirve de ju­guete a las niñas por parecerse a una pieza pequeña o a un lío de trapo. En ninguno de estos casos sabemos lo que se entiende exactamente por ‘muñeca* en ‘Con mu­cha precaución hundió la larga aguja en la muñeca’ a menos de tener noticia del contexto — verbal o no ver­bal— en el que funciona la frase. Una niña puede hundir una larga aguja en una muñeca para ver si reacciona o por puro sadismo infantil, o un médico puede hundir una larga aguja en un lío de trapo que sirve para refres­car la boca de un enfermo con el fin de averiguar la consistencia de tan anticuado artilugio. Parece obvio que el significado de ‘muñeca’ no resulta siempre contextual- mente claro.

Cabe responder que puede no resultarlo dentro del contexto C, pero que hay probabilidades de que lo resulte en el contexto Ci — donde Ci incluye a C— o en el con­texto G — donde G incluye Ci— y así sucesivamente.

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5. Del uso 135

O que si no bastan los contextos lingüísticos puede re- currirse a los extralingüísticos. Pero aun suponiendo que este contextualismo generalizado no ofrezca dificultades —suposición nada obvia, como veremos más adelan­te (§ 8)—, ofrece por lo menos un inconveniente: el de no brindar un criterio relativamente simple para deter­minar el significado de un termino.

Por otro lado, resulta difícil especificar el uso de un término cuando posee varios «usos» en una misma ex­presión y dentro de un mismo contexto. ‘El amor que mueve el sol y las demás estrellas’ es la versión de un célebre verso donde ‘amor’ se usa en más de un sentido. No vale decir que no es el sentido «habitual»; para al­gunas gentes (Dante, entre otros), tal sentido «no habi­tual» pudo ser más «habitual» que el nuestro.

ó

Si alguien que ha permanecido silencioso durante una comida, sale al final de ésta de su mutismo y dice «Y aho­ra, amigos míos, voy a refocilarme con un buen habano», al tiempo que saca un puro de la cigarrera, lo enciende y suelta algunas bocanadas, lo normal es suponer que entiende lo que dice: no sólo la pertinente acción acom­paña a su decir, sino que, además, éste es, dentro de las circunstancias del caso, lo bastante amanerado y redicho para persuadir a quienes lo oyen que nuestro sujeto es hombre de labia.

Con todo; es poco plausible, pero no completamente impensable, que el subitáneo hablante no sepa una jota de español, y que, habiendo aprendido como un loro las palabras «Y ahora, amigos míos, etc.» de labios de un amigo que le ha asegurado que son de rigueur en una mesa hispanófona al final de la comida, las suelte sin más al tiempo que prende, como suele, un habano.

Si otro asistente a la comida, con algunos conocimien­tos de español, pero ignorante del significado de ‘refoci­larse’ , pregunta a un hispanoparlante qué quiere decir

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esta palabra, se le puede contestar: «Vea cómo Ja usa el hasta ahora silencioso comensal.»

«Sí, ya veo cómo la usa: refocilarse es algo que, por lo visto, se hace (o puede hacerse) con un habano, pero con un habano cabe hacer muchas cosas; por ejemplo, divertirse, envenenarse. Excluyo 'descansar’, porque nor­malmente no se dirá 'descansarme’, pero me hallo aún algo confuso.»

Cabe alegar que el ejemplo es absurdo, y que no se aprende el «significado» de ‘refocilarse’ oyéndolo una sola vez. Pero aun oyéndolo varias veces: 'Me estoy refo­cilando con la lectura de este libro, con este programa de televisión, con esta naranja, etc.’ Puedo entender ‘Me estoy divirtiendo con, etc.’, ‘Me estoy aburriendo con, etc.’ y hasta ‘Me estoy envenenando con, etc.’, pues­to que puedo considerar venenosos los libros, la televi­sión y las naranjas.

Uno puede pescar el verbo reflexivo ‘refocilarse’, gus­tarle y emplearlo a todo trapo: ‘Voy a refocilarme con un buen habano, con la Crítica de lá razón pura, con una aspirina’. Si se le pregunta qué entiende por 'refocilar­se*, puede quedarse algo desconcertado, pero no del todo. «Bueno: quiero decir ‘pasar un buen rato’, ‘qui­tarme el mal humor’, etc.» lo cual no está mal, porque, de todos modos, por ahí anda la cosa. Pero la respuesta es insuficiente; a este tenor andaríamos a trompicones con el lenguaje. Hay términos cuyo uso se aprende rá­pidamente; basta ver, en efecto, cómo se usan. Pero con ciertos términos no basta; hay que explicar cómo se usan. Mas explicarlo equivale a poner en claro su significado. Y aunque éste proceda de usos, queda incorporado en el léxico de una lengua y, por así decirlo, «objetivado».

En todo caso, la explicación de ciertos significados re­quiere poner de relieve una amplia gama de usos, algu­nos de Jos cuales pueden considerarse como «normales», pero otros no tanto. Ello no quiere decir que los usos «no normales» sean «anormales»; en rigor, todos los usos son normales dentro de los pertinentes contextos.

Céline escribió una vez4 ‘ ...adverbializar la agonía’

Indagaciones, sobre el lenguaje

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5. Del uso 137

(que era, según este exquisitamente repugnante autor, lo que hacen los escritores repugnantemente exquisitos). El «significado» de ‘adverbializar’ es el uso (nada «normal») que hace de el Céline, y que seguiría siendo admisible aunque este autor hubiese sido el único (y por ventura lo ha sido) en haberlo empleado. Se entiende ‘adverbia­lizar’, porque se entiende ‘adverbio’ y se ve a las claras cómo funciona en la frase citada. Con ello ‘adverbializar’ adquiere un significado que antes no tenía y que queda «ahí», listo para ser usado de nuevo para quien guste de estas artimañas.

7

«H e cruzado el Ecuador dos veces»: quien eso dice quiere decir que ha cruzado dos veces el país cuyo nom­bre es ‘el Ecuador’ o bien el círculo máximo también así llamado.

En ambos casos se usa ‘el Ecuador’ correctamente. Pero, ¿cómo lo sabemos? Supongamos que el autor de dicha frase entienda por ‘el Ecuador’ algo así como «aque­lla línea fina, fina, que divide el globo terráqueo en dos partes, Norte y Sur; por desgracia, el mar estaba tan re­vuelto que no alcancé a divisarla ninguna de las dos veces que la crucé».

Es obvio que si tal entiende por ‘el Ecuador’, anda equivocado. Pero eso equivale a decir que el uso correcto de ‘el Ecuador’ no es independiente de la correcta infor­mación que se posea acerca de lo que quiere decir ‘el Ecuador’. No depende de un consenso social, aunque puede haber, de hecho, un consenso que haga que todo el mundo use 'el Ecuador’ para designar «aquella línea fina, fina, etc.» Parece que aquí el buen uso de ‘el Ecua­dor’ es función de la correcta referencia. Lo cual parece explicarse por ser ’cl Ecuador’ un nombre propio, pero el vocablo ‘masa’ no es un nombre propio, y puede usar­se asimismo correcta o incorrectamente dentro de un vocabulario bien especificado: el de la física.

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138 Indagaciones sobre el lenguaje

8

Si el significado de una palabra es su uso, ¿qué ocurre cuando se usa «abusivamente»? Esto puede ocurrir de dos modos: o como comienzo de un nuevo uso, o como un abuso aviesamente deliberado. Por ejemplo, las pala­bras ‘burgués’, ‘imperialista’ y ‘comunista’ se usan abu­sivamente (según las regiones del globo) ¿Qué significado tienen en tal caso?

Se contestará que su significado sigue siendo su uso, y que éste consiste en su empleo abusivo: el uso sería en­tonces el abuso. Se entiende perfectamente lo que «signi­fican» porque «significan» justa y precisamente tal uso abusivo. Estas palabras no se usan de ordinario para des­cribir, sino más bien para insultar; son, si se quiere, in­sultos disfrazados de descripciones. Decir que Recaredo es un burgués, puede querer decir que pertenece a la clase burguesa, pero también que es un ciudadano in­fecto; afirmar que Patricio es un comunista puede querer decir que es miembro del Partido comunista (o de algún Partido más o menos comunizante), pero también que es un sujeto peligroso, etc. Lo malo es que entonces lo que se dice es lo que «se quiere decir», de modo que el sig­nificado acaba por ser no el uso, sino algo así como el «propósito» o la «intención». Estos pueden formar parte del uso de un término, pero sería excesivo equiparar ‘uso’ y ‘propósito’. Inclusive cuando lo que se quiere decir al emplear un término representa el comienzo de un nuevo uso, lo que importa es este último. Si algún día se en­tiende por ‘capitalista’ una persona deshonesta, pasará con la relación ‘capitalista’ y ‘persona deshonesta’ lo que ha sucedido con ‘esclavo’ y ‘eslavo’ . Habrá unos momen­tos en los que para irnos ‘capitalista’ signifique «persona deshonesta» y para otros «persona que dispone de capi­tal» y aun para otros «persona partidaria de cierto régi­men económico». Entonces el vocablo ‘capitalista’ tendrá varios significados; será — como, en efecto, lo es— un vocablo ambiguo. No podremos decir siquiera que se usa

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5. Del uso 139

abusivamente, porque ello equivaldría a afirmar que se usa en un sentido distinto de su uso, como si hubiera un solo uso normal y todos los demás fueran «anormales».

9

‘D orotea bajó la escalera en un bullebulle de faldas’. ¿Qué quiere decir 'bullebulle'? Respondamos, por lo pronto, «Hay que ver cómo se usa ‘bullebulle’» «Bien: acalio de ver cómo se usa y sigo a oscuras». ¿Se usa para designar un ruido peculiar que producen las faldas (algo así como el crujir de las sedas)? Pero las faldas de Do­rotea al bajar la escalera pueden no producir ningún «ruido», ni siquiera el más leve crujido, y seguir diciendo que Dorotea bajó la escalera en un bullebulle de faldas. ¿Sera una especie de «agitación» de las faldas? ¿Tendrá algo que ver con ‘bullir’? Consulto un Diccionario de la lengua y veo que ‘bullebulle’ es un sustantivo que des­cribe a una persona inquieta y entrometida, lo que no me sorprende: ‘bullente’ , esto es, ‘que bulle’ ; de. ‘bullir’ ; ‘bullicio’, ‘bullicioso’, ‘bulliciosamente’, etc. de modo que tenemos aquí un curioso empleo de ‘bullebulle’ : Dorotea, con sus faldas, es una persona entrometida y lo que ante todo se entromete son sus faldas. Es un ejemplo extremo de uno de los llamados «usos figurados». Pero supóngase que no consulto ningún Diccionario; me parece razonable afirmar que por el uso, y sólo por él, no veo bien claro lo que significa ‘bullebulle’.

«Una vez más: no complique usted las cosas. No he dicho cómo se usa ‘bullebulle’ en esta sola y única oca­sión. Vea cómo se usa ‘bullebulle’ en otras ocasiones. Si usted no supiera lo que quiere decir ‘cama’, pero oyera frases como ‘Agapito se pasa las horas muertas en la cama’, ‘El Hospital General dispone sólo de ciento cin­cuenta camas para sus pacientes’, ‘Tenemos en nuestro hotel camas dobles y camas sencillas’ , ‘En vez de poner la cama en el dormitorio, la puso en la cocina; le gustaba dormir en la cocina’, no me dirá usted que no ha enten-

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dido lo que quiere decir ‘cama’. Lo ha entendido por el uso de ‘cama’ en varios contextos distintos. ¿Por qué no hace lo propio con ‘bullebulle’»?

Pues porque el uso de ‘bullebulle’ es menos moliente que el de ‘cama'. Además, puede muy bien ser (como en el ejemplo de ‘adverbializar’ ) un uso peculiar de un autor. No por ello dejará de tener el término un significado. Lea usted a Valle-Inclán s y pronto verá lo que quiere decir ‘bullebulle’ en ‘Dorotea bajó la escalera en un bullebulle de faldas’. Lea usted a James Joyce: Alice toill feel tbe pullpull. ¿Qué me dice de pullpull? La verdad es que este término no se usa; lo usa James Joyce. No lo usa arbitrariamente; si lee usted lo que Bello le dice a Bloom y la escena en la casa de lenocicio, y para mayor seguridad, el Ulysses entero, empezará a comprender que quiere decir pullpull. ¿Sabe usted lo que quiere de­cir ‘jitanjáfora’ en español? Lea lo que escribió Alfonso Reyes al respecto6 y comprenderá que si un significado es un uso, hay que entender ‘uso’ en una acepción bas­tante más amplia que la usual.

Indagaciones sobre el lenguaje

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El significado (o significados) de ‘viento’ es el uso (o usos) de ‘viento’. Bien: en ‘Mi negocio va viento en popa’, el término ‘viento’ se usa en la expresión ‘viento en popa’, la cual puede usarse en las frases ‘Mi negocio va viento en popa’ y ‘El barco va viento en popa’. Es obvio que tanto ‘viento’ como ‘viento en popa’ no quie­ren decir en ambos casos exactamente lo mismo. El barco tiene popa y el viento sopla en la dirección de la misma, mientras que el negocio no tiene popa, por lo que parece algo raro hablar aquí de vientos. Sin embargo, no hay in­conveniente en comparar el negocio con un barco (como, según la clásica sentencia, puedo comparár con un barco el Estado), y manifestar que va viento en popa, o que soplan malos vientos, buenos vientos, vientos traidores, vientos de fronda, etc.

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5. D el uso 141

Supongamos que se trate en todos los casos de usos. Habrá que reconocer que decir ‘uso’ no es decir mucho; es menester especificar de qué uso se trata, y subrayar sus diferencias, que son apreciables. Usar ‘viento’ para de­signar el viento que sopla en la popa de un barco no es lo mismo que usarlo para hablar de lo que está pasando en un negocio. Por otro lado, es probable que cierto uso de ‘viento’ sea, por decirlo así, «primario»; no se podría hablar de que soplan malos vientos en un negocio si no se supiera lo que son los vientos en la atmósfera. Si hu­biera selenitas, ¿dirían que un negocio va viento en popa? Tener malas pulgas no es necesariamente tener pulgas, ni malas ni buenas, pero si no existieran, o no hubieran existido, pulgas, y si no se supiera que las pulgas son cierta clase de bichos capaces de producir efectos ingra­tos, no tendría sentido decir que alguien tiene malas pulgas.

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¿Qué significa ‘substancia’? «Una vez más: vea cómo se usa ‘substancia’» Pero ‘substancia’ se usa de muchos modos y maneras: ‘Esta sopa no tiene substancia’, ‘Este libro carece de substancia’ , ‘Son cosas de poca substan­cia’, ‘Un accidente lo es de una substancia’, etc.

Cabe concluir que estos usos son tan distintos — o que, por lo menos, alguno de ellos- es tan distinto de algún otro— , que sería mejor usar diferentes palabras en cada caso. Pero si se usa la misma palabra, por algo será; la substancia de una sopa no es la de un libro, pero en ambos casos se habla de algo comparable o que desempeña funciones análogas: la substancia de la sopa es alguna materia, o algún gusto (o alguna materia que da algún gusto), y la del libro es algún contenido, al­guna idea, alguna gracia, y en ambos casos la materia, el gusto, el contenido, la idea o la gracia se estiman cen­trales, razón por la cual ní la sopa ni el libro insustan­ciales nos merecen gran respeto.

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¿Estará bien decir ‘Esta sopa no tiene substancia’ y ‘Este libro no tiene substancia’, pero no ‘Un accidente lo es de una substancia’? Si respondemos afirmativamente, será probablemente porque hemos decidido «devolver los términos a su significado (uso) original». Lo malo es que no siempre sabemos a ciencia cierta cuál es el sig­nificado o uso originales de un término. ¿Es el primer uso que se hizo de él en el curso de su historia semán­tica? ¿Y si en el caso que nos ocupa su uso original fuese el que tiene en ‘Un accidente lo es de su substan­cia’? Entonces, rechazar el uso de ‘substancia’ en el último ejemplo citado sería legislar sobre usos. Contra lo cual no tenemos nada que alegar, porque en muchos casos las opiniones acerca del uso apropiado de términos son función de opiniones acerca de algún sistema con­ceptual, que es el que se estima correcto, o preferible.

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Uno de los puntos delicados relativos a la noción de uso de términos en un lenguáje es qué operación se prac­tica cuando se usan.

Lo normal es suponer que se produce un contexto lin­güístico dentro del cual se usan determinados vocablos. Si digo ‘Me gustan las cosas claras’, uso ‘me gustan’, ‘las cosas’ y ‘claras’ en formas tales que estas expresiones ad­quieren un significado. Las reglas de uso de ‘Me gustan’ me permiten decir ‘Me gustan las cosas claras’, ‘Me gus­tan las habitaciones claras’, ‘Me gustan las cosas oscuras’, ‘Me gustan las habitaciones oscuras’, y hasta ‘Me gustan todas’, donde por ‘todas’ se entiende ‘ todas las mujeres’, ‘todas las muchachas’. Las reglas de uso de ‘cosas* me permiten hablar de ‘cosas claras’, donde ‘cosas’ se entien­de en forma semejante a ‘asuntos’ o a ‘negocios’. ¿Qué quiere decir ‘cosas claras’ en ‘Me gustan las cosas cla­ras’? La respuesta es: «Vea cómo se usa ‘cosas claras’.» Puesto que se usa como ‘asuntos claros’, entonces el significado de ‘cosas’ es el de ‘asuntos’, no el de entida­

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5 . Del uso 143

des tales como piedras, montañas o encendedores. En efecto, el significado de ‘una piedra clara’ difiere del de ‘un asunto claro’, aun cuando tanto piedras como asun­tos sean igualmente llamados «cosas». Las cosas o asun­tos no son claros en el mismo sentido en que pueden ser claras las piedras.

¿Qué inconveniente hay en aceptar Ja noción de uso como equivalente a, o determinante de, la de significado si se amplía hasta abarcar no sólo los usos corrientes y actuales, sino muchos otros: usos antaño vigentes, usos especiales, usos que se legislan, etc.? Parece que ningu­no, pero subsisten ciertas dudas.

Por lo pronto, no es fácil determinar las reglas de uso. Se ha dicho a veces que la expresión ‘Se sentó so­bre ...’ puede completarse mediante ‘ ...una silla’, ‘ ...una mesa’, ‘ ...el suelo’, etc., pero no mediante ‘ ...una propo­sición’. Sin embargo, no sería descabellado decir ‘Se sentó sobre una proposición’ entendiendo, por ejemplo, ‘Afir­mó una proposición como base o fundamento’. En este caso, ‘sentarse sobre’ es usado en la acepción de ‘apoyarse en un enunciado supuestamente básico’. A l fin y al cabo, podemos, y solemos, decir ‘Se apoyó sobre (o en) una te­sis’. ¿Cuáles son las reglas de uso de ‘ trece’? Está bien de­cir ‘ trece sucede a doce en el sistema decimal de los nú­meros enteros’ , pero no sería absurdo decir ‘Se apoyó en sus trece’, como decimos ‘Siguió en sus trece’. En estos casos, basta indicar qué transformaciones semánti­cas ha experimentado un término hasta llegar a usarse del modo como ahora se usa. Pero entonces el estudio de los usos equivale al de la historia de los cambios se­mánticos.

Luego, y sobre todo, si los usos son funciones que des­empeñan los términos en contextos, ¿qué se entiende por ‘usar un término’? En verdad, no habrá el término t, que se use en el contexto C, porque t será efectivamente t sólo dentro de C. ¿Qué ocurre con el uso de ‘mano’ en, por ejemplo, ‘Levantó la mano derecha al hablar’? ¿E li­minaremos el problema diciendo que este y otros usos de ‘mano’ constituyen el significado de ‘mano’? ¿Qué

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diferencia habrá entre ‘Levantó la mano al hablar’ y ‘Levantó la cabeza al hablar’? Las reglas de uso de ‘mano’ pueden en muchos casos diferir de las reglas de uso de ‘cabeza’, pero en otros casos pueden coincidir. Además, hablamos del uso de ‘mano’ ; ‘mano’ es aquí un término del que echamos mano, no simplemente un signo que se escribe ‘mano’ o se pronuncia de las diversas formas como se pronuncia ‘mano’. El uso de ‘mano’ parece depender, pues, de que ‘mano’ sea usable de tales o cuales modos, pero como se dice que ello depende del uso, o usos, de ‘mano’, nos encontramos en un círculo vicioso. En rigor, para decir aproximadamente lo mismo podríamos recurrir a otros vocablos: decimos ‘a mano armada’, pero cabría decir ‘a brazo armado’ ; decimos ‘mano a mano’, pero cabría decir ‘brazo a brazo’.

Por lo demás, no siempre se necesita un contexto del tipo de los indicados. « ‘Claras’ rima con ‘raras’» es una frase en la cual se usan ‘claras’ y ‘raras’ sin necesidad de atenerse al uso de ‘claras’ y ‘raras’. Es cierto que tam­poco hay entonces necesidad de atenerse al significado, o supuesto tal, de dichas palabras. « ‘Buma’ rima con ‘cuma’» es perfectamente admisible, aunque no sepamos qué usos o significados tienen (si alguno tienen) ‘buma’ y ‘cuma’ ; las rimas son asunto de fonética y no de se­mántica.

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Se puede preguntar asimismo cómo se produce un contexto lingüístico dentro del cual, y en virtud del cual, una determinada expresión adquiere cierto signi­ficado por el uso que de ella se haga. Parece que con el fin de producir semejante contexto se necesitan términos y expresiones; sin éstos no hay contexto lingüístico. Pero entonces puedo legítimamente preguntarme cómo doy a los términos y expresiones el significado que tienen. Los términos y expresiones son efectivamente usados, y lo son en virtud del contexto, pero no podría usarlos como

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5. D el uso 145

lo hago si no fuesen «usables», para lo cual parece que deben de tener algún sentido. Si me repiten que éste es resultado de un previo uso, no hago sino retrotraer la cuestión: ¿hay un uso primario u originario de un término? Si lo hay, será en virtud de un contexto, pero entonces el término no será «nada» antes de usarlo. Si digo ‘Que no nos vengan con cuentos’, el vocablo ‘cuen­tos’ tiene un significado que está determinado por el contexto ¡‘cuentos’ significa aquí algo así como «compli­caciones innecesarias», «subterfugios», etc. En este caso, pues, el significado de ‘cuentos’ es el uso que hago de esta palabra. Pero si digo ‘Cuéntame un cuento’, ¿puedo alegar que el significado del término es el uso que hago de él? En un sentido muy amplio de ‘uso’, sí. Además, es cierto que ‘cuentos’ figura normalmente dentro de ciertos contextos, pero no (o no tanto) dentro de otros: está bien decir ‘Cuéntame un cuento’, pero ¿qué ocurre con ‘calcúlame un cuento’, ‘pésame un cuento’, ‘divída­me un cuento por la raíz cuadrada de menos 1’? No obstante, para decir. ‘Cuéntame un cuento’, tengo que contar con el alcance significativo de ‘cuento’ . Este alcan­ce equivale aproximadamente a una cierta regularidad semántica en función de la cual empleo ‘cuento’ 7. Se puede equiparar dicha regularidad con el uso — la re­gularidad semántica de ‘cuento’ será entonces función de los usos de ‘cuento’— , pero también el uso con la regularidad semántica — uso ‘cuento’ por obra y razón de la regularidad de su empleo— . En ambos casos puedo dar una explicación del uso que no sólo tenga en cuenta reglas semánticas, sino también reglas sintácticas ( ‘cuen­to’ es en ‘Cuéntame un cuento’ un sustantivo, a diferen­cia de la primera persona del singular del presente de indicativo del verbo ‘contar’ ; por otro lado, puedo decir ‘cuento’ , como verbo, en el sentido de ‘narro’ o en el sentido de ‘calculo’).

Es posible que el «contextualismo» de una expresión dependa en buena parte del «carácter» de la misma. Tér­minos como ‘mano’, ‘cuento’, etc., son contextualmente distintos de ‘por’, ‘con’, ‘entre’, etc. y éstos distintos de

Fcrratcr Mora, 10

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‘yo’, ‘aquí’, etc. En este respecto cabe distinguir entre términos categoremáticos ( ‘ventana’, ‘mar’) y sincatego- remáticos (‘hacia’, ‘o’ ), entre términos indéxicos ( ‘yo’, ‘aquí’ ) 8 y no indéxicos, y aun entre varias subespecies de cada uno (como ocurre con formas semi-sincategore- m áticas)9. En un sentido ‘y’ es menos contextual y en otro más contextual que ‘mano’. Lo es menos, porque depende menos del contexto, y más porque constituye la base de contextos.

Por lo demás, la propia noción de «contexto» no resul­ta siempre muy clara. Para empezar, puede tratarse de un contexto lingüístico o de uno extra-lingüístico, y de varias clases de cada uno de ellos. Luego, y sobre todo, se plantea la cuestión del reconocimiento de un elemento léxico, L, en diversos contextos. Un contextualismo ex­tremo llegaría a afirmar que el significado de L en dos contextos equivale a dos significados. Un contextualismo más moderado se contentaría con sostener que hay tipos de situaciones recurrentes que proporcionan el criterio del significado de L. Sin embargo, no es. nada fácil (y algunos manifiestan que es imposible) construir una tipología de situaciones contextúales satisfactoria.

No es extraño que los autores contextualistas difieran grandemente en sus teorías, como puede verse compa­rando el contextualismo de J . R. Firth 10 — y su noción de «contexto de situación» derivado de Malinowski— con el de L . K . Pike — cuya concepción del contexto está fundada en unidades conductistas llamadas «beha- vioremas» (como los «behavioremas» determinados por «la situación de tomar el desayuno», de «decir una misa», de «jugar un partido de fútbol», etc.— u. Cada uno de estos autores, además, examina distintos tipos de contex­to; así, en Firth tenemos contextos fonológicos, léxicos, morfológicos, sintácticos y situacionales.

E s justo reconocer que los propósitos de Wittgenstein al formular su apotegma (y al escribir los otros párrafos concomitantes) no era dilucidar un problema en lingüís­tica, y que, por tanto, no tenía por qué definir ‘contexto’ o dilucidar tipos de contextos. Además, Wittgenstein

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5. Del uso 147

se refirió a «una palabra en una lengua» y no al tipo de frases de que se ocupan los lingüistas cuando ha­blan de frases contextúales y acontextuales. Las obser­vaciones de "Wittgenstein al respecto pueden arrojar luz sobre aspectos del lenguaje que no son necesariamente de la incumbencia de los lingüistas. Sin embargo, en la medida en que los procedimientos y resultados de la lin­güística — o de diversas «escuelas lingüísticas»— suscitan problemas filosóficos (o ayudan a plantearlos), no pueden dejarse simplemente de lado para abordar el problema que afrontó Wittgenstein. En el presente capítulo lo he­mos tratado de la misma forma «intuitiva» e «informal» que dicho autor, pero con ello no hemos alcanzado a ver más que uno de los aspectos del mismo.

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«Pues es bien sabido que a medida que un hombre envejece, madura su juicio pero reacciona con más len­titud.»

Puede aplicarse esta sentencia a los modos cómo los hombres usan el lenguaje. Aun con palabras «ordinarias» puede ocurrir que mientras A reaccione rápidamente a una de ellas, B reaccione con parsimonia. Con todo, es posible que B usufructúe una mayor comprensión que A.

‘Déme el jarro de agua, por favor’ ; a esta frase puede «contestarse» de inmediato dando el jarro de agua o ne­gándose a darlo. Quienquiera «conteste» de cualquiera de estos modos habrá comprendido lo que significa ‘agua’ — cómo se ha usado ‘agua’ en el juego lingüístico consis­tente en pedir, y reaccionar, positiva o negativamente (o acaso con indiferencia) a la solicitud. Puede, sin em­bargo, «reaccionarse» de otro modo y comenzarse a pen­sar en muchas cosas relacionadas con el agua: agua, un medio transparente, un símbolo del perdón de pecados más o menos originales, HiO (salvo si es agua pesada), Tales creía que todo puede reducirse a agua, etc. ¿Son esos pensamientos ajenos a la petición de un jarro de

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agua? Sin duda lo son; pensar en el agua no forma parte de la «jugada» consistente en pedir agua. ¿Son imperti­nentes a la comprensión del vocablo ‘agua’ ? No diríamos tanto; con ello, por supuesto, jugamos a más de un juego lingüístico, pero no vemos en eso ningún inconve­niente salvo acaso el descuidar un poco el juego lingüís­tico originador de nuestra retardada «reacción».

De acuerdo: un «jugador» tiene que «jugar» y para ello tiene que dar algún paso; de otra suerte, se paraliza el juego. Puede ocurrir, no obstante, que el paso consis­ta en darle vueltas a una jugada y aun en preguntarse si vale la pena seguir con el juego.

O si hay que jugarlo de otro modo, como a distancia, extrañados de todo juego y haciéndose cuestión de él.

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6. D e lo s u s o s

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La noción de uso nos hace reparar en varios aspectos fundamentales del lenguaje: en la importancia que tiene el lenguaje como actividad, esto es, como series de actos lingüísticos; en el papel que desempeñan los contextos; y en el carácter «usable» de los términos.

Cuando dicha noción sale de sus límites, sin embargo, puede resultar perjudicial. Por un lado, hace que se des­cuiden excesivamente los aspectos estructurales del len­guaje; en todo caso, no se tienen entonces suficientemen­te en cuenta las dimensiones abstractas del lenguaje, y específicamente sus dimensiones sintácticas. Por otro lado, hace difícil, si no imposible, una seria labor lexico­gráfica, indispensable en la lingüística.

Se pueden obviar estos inconvenientes entendiendo ‘uso’ en un sentido muy amplio, pero en tal caso la no­ción de uso pierde gran parte de su utilidad. Con el fin de mantener ésta consideramos necesario restringir su aplicación mediante algunas especificaciones.

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Una de ellas ha sido propuesta varias veces al distin­guirse entre la noción estimada primariamente «lexico­gráfica» y «filológica» de uso y la noción preferentemente «conceptual» Esta última es filosóficamente la más im­portante. No tiene por qué ser la única. La filosofía lin­güística tiene que seguir siendo filosofía, pero no debe dejar de ser «lingüística». Debe, pues, tomar en consi­deración las características propiamente lingüísticas y no sólo «conceptuales» de los términos, ya que aquéllas no son ajenas a éstas.

Otra restricción de la aplicación de ‘uso’ ha consistido en distinguir entre el uso de un término en cuanto uso social y su uso en cuanto función que ejerce. Tampoco aquí debe llevarse la distinción a sus últimas consecuen­cias, ya que hay relaciones entre los aspectos semántico y pragmático del uso.

Ahora bien, las especificaciones mencionadas no son suficientes. Es menester, además, poner de relieve aque­llo para lo cual se usa un término, es decir, las variadas funciones lingüísticas que los términos pueden ejercer.

Una expresión, E , puede usarse para distintas funcio­nes: para referirse a algo, para denotar, designar, conno­tar, describir, relacionar, distinguir, incluir, localizar, cuantificar, cualificar, modificar, matizar, deformar, abs­traer, etc., etc. Puede usarse E para más de una función; aunque ciertos términos son más adecuados para una función que para otra, muchos son plurifuncionales. Así, ‘Napoleón’ sirve para nombrar a Napoleón, para refe­rirse a Napoleón cuando se dice que fue emperador de los franceses, para caracterizar a una persona al decir que es «un verdadero Napoleón», para designar una moneda llamada «Napoleón». ‘E l hombre más feo de La Laguna’ sirve para describir algo, o a alguien, es decir, al hombre más feo de La Laguna, y también para caracterizar a al­guien como siendo el hombre más feo de La Laguna.

La «doctrina del uso» que puede llamarse ya «clásica» insiste en equiparar ‘significado’ con ‘uso’ para la gran mayoría de términos de una lengua. Con ello otorga, pa­radójicamente, excesiva importancia a la función titula­

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6. D e los usos 151

da «significar». Pero gran número de términos de una lengua no se usan para significar, ‘entre’, 'mayor que’ se usan para relacionar; ‘en’, ‘allí’ pueden usarse para lo­calizar; ‘este’ y ‘aquel’ se usan para, demostrar (prono- minalmcnte); ‘algunos’, ‘todos’, ‘ninguno’ se usan para ‘cuantificar’ ; ‘en cuanto que’ se usa normalmente para especificar o para precisar, etc. Se puede argüir que estos términos tienen un significado que es justamente su uso, pero con ello se dice simplemente que los términos se usan — lo que es obvio— sin indicar para qué.

Al proponer que los términos se usan y al agregar que es menester especificar las funciones que desempe­ñan al usarlos no tenemos necesidad de restringir la ex­presión ‘ término’ como si tuviera que ser siempre «una palabra». Con frecuencia los términos equivalen a pala­bras, pero a veces no hay correspondencia biunívoca en­tre ‘un término’ y ‘una palabra’. La palabra latina cogi- taverit puede equivaler a la expresión española ‘pensara’ (o también ‘pensare’ ), mas también a ‘hubiese (o hubie­re) pensado’. Un término puede equivaler a una frase descriptiva compuesta de varias palabras. La flexibilidad que adquiere así la noción de término puede extenderse a los morfemas. ‘S ’ se usa generalmente en español para modificar un nombre de singular a plural; en se usa en muchos nombres alemanes al mismo efecto; la termina­ción ‘mente’ se usa en español para adverbializar un ad­jetivo; la terminación er se usa a menudo en inglés tras un adjetivo para comparar y relacionar; ciertas termina­ciones se usan en los verbos de algunas lenguas para lo­calizar temporalmente mientras que en otras lenguas se usan al efecto determinadas partículas que normalmente fungen de fonemas. De este modo no necesitamos ni si­quiera restringir el alcance de nuestras especificaciones a «palabras»; podemos tomar como ejemplos expresiones en lenguas polisintéticas. Las especificaciones de usos son muy variadas, pero lo son asimismo los términos que se trata de especificar.

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La especificación de usos de términos permite dar cuenta de funciones que resultan poco claras, o hasta sospechosas, cuando se insiste en los «significados» de los términos o cuando se concluye que su significado es su uso. Por un lado, puede ponerse en duda que términos abstractos como ‘la libertad’ o ‘la rojez’ tengan un signi­ficado fundado en una posible referencia. Por otro lado, decir que el significado de tales términos es su uso, es decir muy poco. Los términos en cuestión «significan» si por ello se entiende que tienen algún sentido y no son meros sonidos o trazos sobre el papel. Además, en algu­na medida su significado es el uso que se hace de ellos. Pero qué uso se hace es justamente lo que se trataba de demostrar. Ahora bien, algo se adelanta con indicar que se usan para abstraer. Se sigue manteniendo, pues, que a menos que se usen de un modo o de otro, los términos por sí mismos no poseen significado; pero se agrega que no es el uso, sino el uso específico lo que los hace «sig­nificativos».

Cabe preguntar si todas las especificaciones de usos de términos se hallan en el mismo nivel, o si algunas son más básicas que otras.

Desde el punto de vista de una estricta «filosofía lin­güística», no hay razón para establecer «jerarquías de ni­veles» en las funciones lingüísticas. Por otro lado, cabe adoptar un punto de vista «ontológico» según el cual unas funciones lingüísticas son consideradas como más fundamentales que otras. Funciones lingüísticas como el referirse a, el denotar, el designar, el connotar, etc., pue­den estimarse como particularmente básicas. La adopción de un compromiso ontológico, acompañado de una de­terminada teoría de la referencia2, puede llevar a des­tacar términos que se supone designan entidades, proce­sos, etc., existentes y a otorgar a estos términos cierto primado sobre otros por considerarse que la función pri­

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6. De los usos 153

maria clel lenguaje es la descriptiva y las demás funciones son subsidiarias o «parasitarias» de aquélla.

En nuestra opinión, aun si se estima que ciertas fun­ciones lingüísticas son más básicas que otras, esto no permite sostener que éstas son derivables de aquéllas. Lo único que se puede mantener legítimamente es que unas funciones se encadenan con otras de suerte que pueden, por así decirlo, «montarse» sobre otras. Así, la función de relacionar se monta sobre funciones mediante las cua­les se usan los términos de la correspondiente relación; lo que quepa decir acerca del «relacionar» es simplemen­te lo que cabe decir acerca del término ‘relacionar’. Es probable que la función de abstraer se monte sobre fun­ciones que desempeñen términos no abstractos. Esto explica por qué si bien es lícito usar ‘libertad’ o ‘la libertad’ en función abstracta, es problemático hacer lo propio con términos como ‘existencia’ o ‘ser’, cuyas fun­ciones, de tenerlas, son borrosas y requieren largas acla­raciones del tipo «lo que quiero dar a entender por ‘ ...*» o «La función lingüística que, en tales o cuales condicio­nes, estimo que desempeña ' . . . ’».

A veces no resulta nada fácil especificar el uso de una determinada expresión. Tal sucede con la expresión pre­cedente usada ‘se monta sobre’. En alguna medida se tra­ta de relacionar, pero esto no es completamente satisfac­torio. Como resultaría precipitado echar por la borda expresiones cuyo uso parece normal, cumple ver si no hay algún otro tipo o serie de funciones que pueden ejer­cer los términos o, más exactamente, con vistas a las cuales ciertos términos pueden ser usados.

Estimamos que se dan no solamente «usos para», sino también «usos en el sentido de». Con ello mentamos el uso de términos en sentidos tales como los llamados «li­teral», «figurado», «ambiguo», «simbólico», «analógico», «unívoco», «equívoco», «metafórico», «traslaticio», «con alcance mayor o menor», etc. En todo caso, tales «usos en el sentido de» desempeñan un papel importante en una lengua, que sin ellos resultaría notoriamente empo­brecida.

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Es razonable suponer que en todas las lenguas cabe usar términos en sentidos literales o figurados, y con ma­yor o menor alcance. Sin embargo, hay lenguas donde abundan los usos figurados, y hay sublenguas — o aspec­tos o partes de una lengua— en las cuales importan los usos analógicos. El predominio que alcancen a tener se­mejantes usos en una lengua, o parte de una lengua, de­pende en buena medida de los propósitos de los usuarios — o de los modos como se hayan sedimentado estos pro­pósitos en el curso de la historia de la correspondiente comunidad lingüística— . Esto nos hace sospechar que debe de haber en algunos casos cierta relación entre usar términos en tales o cuales sentidos (o predominantemen­te en tales o cuales sentidos) y usarlos para ejecutar tales o cuales funciones lingüísticas. Así, para ejecutar funcio­nes como referirse a, designar y denotar, los sentidos en que se usan, o tienden a usarse, los términos no suelen ser figurados, traslaticios o metafóricos. En cambio, pue­den, o suelen, serlo cuando se ejecutan funciones tales como matizar, deformar, y posiblemente abstraer.

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Términos y expresiones se usan (o significan), pero por sí mismos pueden no decir nada. ¿Qué dicen ‘aquí’, ‘yace’, ‘un árbol’, ‘otrora’ , ‘lozano’, ‘hecho trizas’ , ‘por’, ‘hombres desalmados’? Se alegará que algunas de estas expresiones dicen algo — que, por ejemplo, ‘otrora’ dice (aproximadamente) lo mismo que ‘antaño’, ‘en otro tiempo’, ‘en una época lejana’. Pero esto no es verdade­ramente «decir», sino «querer decir», significar, connotar, designar, referirse a, etc. Así, ‘otrora’ significa (aproxima­damente) lo mismo que ‘en tiempo pasado’ ; ‘lozano’ connota la cualidad de ser (o estar) lozano; ‘hombres des­almados’ se refiere a (algunos) hombres desalmados, et­cétera.

Estas expresiones pueden, sin embargo, usarse para decir algo: ‘Aquí’ (como respuesta a ‘ ¿Dónde hay un árbol?’), ‘un árbol’ (como respuesta a «¿Q ué es esto»?), ‘hecho trizas’ (como respuesta a ‘ ¿Cómo quedó el árbol tras el paso de esos hombres desalmados?’ ). En estos

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casos, los términos citados son respuestas a preguntas; si las respuestas se dieran in extenso podrían considerarse como afirmaciones: ‘Aquí hay un árbol’, ‘Esto es un árbol’, ‘Tras el paso de esos hombres desalmados el árbol quedó hecho trizas’. En cualesquiera casos las expresiones dirían algo. Ello sucede también con otros modos de usar estas y otras expresiones: ‘Un árbol otrora lozano, ¿hecho trizas por hombres desalmados?’, ‘ ¡Hombres desalma­dos! ’. Ciertas expresiones parecen requerir otras con el fin de alcanzar a decir algo (o, más rigurosamente, con el fin de que pueda decirse algo con ellas): ‘por’ y, en general, los llamados «términos sincategoremáticos» no parecen ser aislables, ni siquiera como respuestas a pre­guntas, pero acaban por serlo si los tomamos como expre­siones. Si alguien me pregunta: ‘Déme un ejemplo de preposición en español’, puedo contestar: ‘Por’.

Es común identificar los términos con palabras, cuando menos en las lenguas no polisintéticas — ‘este’ , ‘campe­sino’, ‘bebe’, ‘demasiado’, ‘vino’ , ‘ tinto’— , pero ello no es estrictamente necesario, ni lingüísticamente correcto. Pueden considerarse asimismo los términos como morfe­mas. ‘Este’ y ‘campesino’ son a la vez palabras y morfe­mas, pero ‘bebe’, que es una palabra, son dos morfemas: ‘beber -f PRESEN TE D E IN D IC A TIV O ’. El que los diccionarios de muchas lenguas presenten en orden alfa­bético palabras (con los verbos en modo infinito, los nom­bres en singular [con frecuente indicación del plural si es irregular] y los adjetivos en forma singular masculina) no es razón para que las palabras sean consideradas como «elementos últimos». Por lo demás, los diccionarios de ciertas lenguas — como las semíticas— no presentan pa­labras en orden alfabético, sino complejos consonánticos trilaterales l. En general, los llamados «términos de una lengua» son cualesquiera expresiones, palabras o morfe­mas usables para decir algo. Los términos pueden articu­larse de varias maneras. En la oración ‘Juana se casó con un individuo a quien Pedro odiaba a muerte’ pueden considerarse como términos ‘Juana’, ‘se ca1-̂ ’, ‘con’ , ‘un’, etc., pero también ‘Juana’, ‘casarse [o casar] + PRE-

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7. De Jos decires 157

TERITO D EFIN ID O ’, ‘con’, etc. (estimándose o no el reflexivo ‘se’ como un morfema, y con morfemas vacíos del tipo de ‘un’ y semi-locuciones como ‘ a muerte’ ). Tam­bién podrían considerarse, desde nuestro punto de vista, como términos las expresiones ‘se casó con’, ‘se casó con un individuo’, ‘se casó con un individuo a quien Pedro odiaba a muerte’, ‘un individuo a quien Pedro odiaba a muerte’, etc. Lo que aquí importa es que un término sea componente de un decir.

(Las precedentes consideraciones son enteramente «in­formales» y sólo tienen por objeto mostrar la posibilidad de descomponer expresiones, y en particular oraciones, en varios elementos. Los lingüistas practican mucho más complejos y razonados tipos de análisis. Entre los tipos de análisis o, como indica Harris, «estilos de gramáti­ca» 2 más difundidos, figuran los tres siguientes. Primero, el análisis tradicional, formalizado por Bloomfield; es un análisis de «constitutivos inmediatos» y consiste en una división jerárquica y en principio ilimitada de una oración en partes, y de estas partes en otras. Los consti­tutivos inmediatos no son siempre necesariamente ele­mentos léxicos; en rigor, un elemento léxico que en una oración puede ser un constitutivo inmediato puede, en otra oración formar parte de un constitutivo. Segundo, el análisis serial, que procede a destacar un elemento básico en una oración y a poner de relieve elementos ad­juntos, algunos de los cuales pueden repetirse, formán­dose una secuencia de series [o «sartas»]. Tercero, el análisis transformacional, que divide las oraciones en oraciones y operaciones posibles sobre ellas, formándose oraciones básicas y operaciones sobre operaciones básicas. Ei análisis transformacional se vale de un número limitado de reglas transformacionales y en este sentido es más formalizado, y hasta «matematizado» que los otros tipos de análisis.)

No hay expresiones que sean siempre equivalentes a decires y otras que sean usadas siempre para decir algo. En ‘Juana se casó con un individuo a quien Pedro odiaba a muerte’, la expresión ‘Pedro odiaba a muerte’ se usa

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para decir algo, siendo parte de una oración en la cual se habla de un tal Pedro, que odiaba a muerte a la per­sona con quien se casó Juana. La misma expresión, fuera de dicho contexto, puede decir otra cosa, esto es, que Pedro era un hombre que, en lo que toca a odiar, no dejaba las cosas a medias.

La función que en este respecto desempeñan muchas de las llamadas «locuciones» no es siempre clara. A veces una locución es como una frase hecha que dice algo, y a veces es usada para decir algo. Ejemplos son: ‘de patitas a la calle’ , ‘ tieso como un huso’, ‘sólo como un uno’ , ‘de punta en blanco’ . ‘E l clavo ardiendo’ no dice nada, mas puede suponerse que dice algo si tal expresión encabe­za, por ejemplo, una sección de revista. En Cruz y Raya, que fundó José Bergamín, ‘E l clavo ardiendo’ decía algo: que la sección pertinente contenía trabajos de cierta na­turaleza — trabajos en los que se atacaban temas que eran como agarrarse a un clavo ardiendo— . No obstante, sería excesivo tratar todos los títulos, o rótulos, como decires posibles. A este tenor serían decires la palabra ‘Veneno’ inscrita en la etiqueta de una botella, el término ‘Peli­gro’ en un poste colocado en una encrucijada, el letrero ‘Hospital de la Santa Cruz’ colocado en una fachada. De algún modo estas expresiones son decires: ‘Esta botella contiene veneno’, ‘Este cruce es peligroso’, ‘Este es el hospital de la Santa Cruz’, pero los límites son aquí in­ciertos. ¿Es un decir el nombre de un autor en la portada de un libro? ¿E s un decir el nombre propio ‘Ricardo Velarde’ por razón de que se puede leer, o subentender, ‘Este libro fue compuesto por Ricardo Velarde’? Convie­ne no ponerlo todo en un mismo saco; y distinguir cuando es menester entre preferencias, señales, indicaciones, et­cétera. De ahora en adelante, sin embargo, nos atendre­mos al sentido más normal y corriente de ‘decir’, lo que nos permitirá distinguir entre lo que se dice y los térmi­nos y expresiones usadas para decirlo.

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7. De los decires 159

2

¿Que nombre daremos a la acción y efecto de decir (algo)? Varios se presentan como candidatos: ‘expresio­nes’, ‘manifestaciones’ , ‘profcrcncias’, ‘decires’ (este últi­mo, el plural de los sustantivos verbales ‘el decir’ o ‘un decir’ ).

‘Expresión’ se ha usado ya en forma neutral para de­signar cualquier serie de signos lingüísticos, o de fone­mas, y por esta razón lo excluimos aquí; en la forma en que ha sido empleada, la expresión ‘expresión’ puede designar una palabra, una frase, una oración, etc. ‘Mani­festación’ no estaría mal si no fuera porque su uso es demasiado corriente (una persona hace tales o cuales ma­nifestaciones), o bien demasiado «literario» y «arcaizan­te» (como en la frase de Ramón Pérez de A yala3: «le manifestó [mostró con la mano] cinco duros»). ‘Profe- rencia’ es- tentador, pero juzgamos mejor reservar este vocablo para designar , actos lingüísticos efectivos en un momento y circunstancia determinados («Profirió la pala­bra ‘palabra’»). Nos inclinamos, a la postre, por ‘decir’ y, más a menudo, como ya se empleó en la sección pre­cedente, por el plural ‘decires’. Aunque se entiende más correctamente por ‘decires’ las «especies o doctrinas» que contiene un escrito, este uso es ya poco habitual, de suerte que resulta perdonable convertirlo en un término «téc­nico». Los titulados «decires» pueden ser hablados o escritos, y pueden ser o no proferencias, pero en todo caso cabe entenderlos como un género de expresiones distintas de los términos como tales.

Que uno o más términos constituya un decir depende de varios factores. Uno es que el decir equivalga a una oración completa. Ejemplos al respecto son: ‘Me duele h rodilla’ , ‘ ¿Quieres prestarme tus zapatillas?’ ‘Todos los zaragozanos gozan de una salud de hierro’ , ‘ ¡Véte al cuerno!’ Oraciones las hay de muchas clases. En español (y otras lenguas) se distingue entre oraciones simples y compuestas, y cada una de ellas se subdivide en varias

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clases. Entre las oraciones simples las hay exclamativas, dubitativas, afirmativas, negativas, optativas, atributivas, reflexivas, impersonales, y cuántas más. Entre las oracio­nes compuestas las hay coordinadas y subordinadas, y diversas subclases de cada una. Estas clasificaciones, bien que comunes, no son siempre desdeñables, pero sería un error creer que son suficientes y siempre correctas, o que, en general, bastan las clasificaciones establecidas por la gramática de una lengua, o que no hay dificultades en establecer una clasificación, o que, una vez ésta estable­cida, puede identificarse cualquier oración completa como correspondiendo a tal o cual clase o subclase de oracio­nes. Aun así, la clasificación antes apuntada puede servir de base para plantear diversos problemas filosóficos. Ejemplo al respecto son las oraciones lingüísticas bajo la especie de las llamadas «oraciones indirectas» (como ‘Si- sebuto cree que no hay nada nuevo bajo el sol’).

Las oraciones completas antes mencionadas son sólo uno de los tipos de decires. Hay asimismo decires que, como alguna de las expresiones aducidas al principio, lo son por el contexto: ‘cuatro’, ‘no’, ‘desde luego’, ‘bue­n o ...’, ‘ ¿y ? ’ no son por sí mismos decires, pero se con­vierten en tales cuando siguen respectivamente a las frases: ‘ ¿Cuántos son dos y dos?’, ‘Te gustan las espi­nacas?’, ‘No hay nada como una perdiz escabechada’, ‘Este Tapies es una maravilla’, ‘ ¡Qué hermoso es el cam­po en primavera! * Es posible a menudo transformar expresiones que no son por sí mismas decires en oracio­nes completas: ‘Dos y dos son cuatro’, ‘No me gusta la música’, etc. Ello no es siempre necesario y es muchas veces impertinente — como en la señorita Jean Brodie de la novela de Muriel Spark4: «Contesten en una frase completa, por favor», dijo la señorita Brodie... ‘Hablar nasalmente quiere decir hablar con la nariz’. «María, ¿qué quiere decir hablar nasalm ente?»... «Hablar na­salmente quiere decir hablar con la nariz.» Tampoco las expresiones convertibles en oraciones completas son siempre respuestas a preguntas. Al decir ‘ ¿ Y ? ’ expreso una opinión (desdeñosa) sobre lo hermoso que dicen

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7. De los decires 161

que es el campo en primavera; Y ? ’ equivale, segúnlos casos, a ‘Bueno, ¿y qué?’, ‘¿Qué importancia tiene eso?’, ‘Vamos, anda’, ‘No seas necio’, etc.

Cuando e l decir es una proferencia, o acto lingüístico temporal y concreto, numerosos factores — el gesto, Ja ocasión— pueden contribuir a decir mejor o peor, más o menos efectivamente, lo que se quiera decir. Los fac­tores «extralingüísticos» (o «perilingüísticos») en los decires no son desdeñables, pero no conviene subrayarlos aquí demasiado para no salirse excesivamente del con­texto «propiamente lingüístico» en que nos movemos.

La distinción entre los términos empleados para dedr algo y los correspondientes decires no es razón para con­siderar que los últimos son siempre menos «fluidos» que los primeros. En rigor, sucede lo opuesto si por ‘fluido’ se entiende aquí ‘contextual’. A menos de adoptarse un punto de vista estrictamente lexicográfico, los términos adquieren un considerable grado de «fluidez» por su po­sible inserción en contextos, pero aun entonces no pier­den totalmente su condición de «piezas» relativamente estables en una construcción; se pueden hacer muchas cosas con los términos al usarlos, pero a la vez hay que atenerse a las condiciones de su usabilidad. Los decires, en cambio, justamente por no ser, propiamente hablan­do, usados, sino por ser ellos mismos usos de términos pueden ser, en el sentido apuntado, muy «fluidos», y ello aun descontando los factores extralingüísticos. Los decires que se han convertido en frases hechas y en cli­chés han adquirido casi la condición de términos y son, por tanto, relativamente menos fluidos. No son muy fluidos tampoco Jos decires más corrientes, triviales o reiterablcs. En cambio, el grado de «fluidez» aumenta en proporción con varios factores. Tal sucede, por ejem­plo, con decires cuya musculatura gramatical es poco visible o explícita y que no se han convertido aún, ni van en camino de convertirse, en moneda corriente en una lengua.

Ciertos decires, o series de ellos, resultan comprensi­bles para la mayor parte de hablantes de una lengua aun

Ferrater Mora, 11

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si cuando se registran literalmente y se ponen por escrito dan la impresión de extrema falta de articulación. «Bueno, lo que quería decir era que, de todos modos, caramba, ¿no?, a cada cual lo suyo, si cada uno quiere las de las demás todos, no vamos a parar a ninguna parte, ¿no?»: he aquí palabras que alguien puede decir en una conver­sación. Por supuesto que tales frases (y otras aun menos «gramaticales») pueden entenderse por estar dichas en cierta situación, la cual puede hacer explícito lo que en las frases resulta meramente implícito. Muchas de las frases que se profieren — de las «cosas que se dicen»— lo están desde situaciones determinadas que proporcionan el «fon­do» sin el cual no siempre se entenderían a derechas. Se­mejante «fondo» es «vivido» por los oyentes, o puede ser «reconstruido» con mayor o menor fidelidad. El «fon­do» o «situación» incluye varios elementos. Unos constitu­yen un contexto estricta o verbalmente lingüístico (como el sentido en que se usan tales o cuales términos); otros constituyen un contexto averbalmente lingüístico (ges­tos, «actitud» o «postura» o no.lingüístico (talante de los hablantes, condiciones sociales, momento, etc.). Todo ello hace que quienes juzgan tales construcciones como no gramaticales o como impropias entiendan lo que se dice en ellas, pues de lo contrario ni siquiera podrían alegar que no son gramaticales o propias. Hace posible asimismo entender frases a medio acabar, las cuales no deben confundirse con las que se dejan deliberadamente inacabadas mediante un tono de voz registrable por es­crito con puntos suspensivos.

Todo lo cual da razón de dos hechos: el que se pro­fiera a menudo o menos o más de lo que «se dice» 5. Sin embargo, el interés que tienen los decires del tipo antes ejemplificado es que su relativa falta de grama ticalidad no es obstáculo para que se entiendan «intralingüística- mente», sin explicarlos mediante factores extralingüís­ticos o tratar de completarlos lingüísticamente (o «gra­maticalmente»).

Consideremos dos casos. Hay decires, o series de de­cires, que resultan comprensibles para la mayor parte de

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7. De los decires 163

gentes dotadas de razonable competencia lingüística en la lengua empleada aunque parezcan desviarse notable­mente de las normas gramaticales usuales. «Bueno, es lo que quería decir, esto mismo, ahí está, qué caramba, pero no creas, no, que la cosa tiene punta, y sí la tiene, como decía creo que el otro día tu amigo del alma, vamos» es un ejemplo de tales decires. Es posible que no se pueda dar completa razón lingüística de ellos. Si es difícil dar razón gramatical completa de expresiones idiomáticas, tanto más lo será darla de semejantes decires. Ello no impide entenderlos, siempre que no seamos demasiado puntillosos con respecto a su musculatura gramatical. En­tendemos tales decires aunque no podamos dar razón de sus «reglas», y los entendemos aunque, como es lo más probable, los oigamos por primera vez.

Por otro lado, hay decires, o series de decires (inclu­yendo algunos que no alcanzamos a averiguar si son uno o varios) que acaso nos hubieran chocado antaño, pero a los que estamos ahora habituados por obra de numero­sos escritores. Ejemplos son los «monólogos interiores» (que, por lo demás, han sido producidos para el consumo externo), y sobre todo las sartas verbales con que nos topamos a menudo en la novela, y hasta en el ensayo. Lejos de considerar tales sartas como ininteligibles, las aceptamos como verbalmente más «reales» que muchas peroratas gramaticalmente impecables. El que a veces sean un poco artificiosas no empece para que las juzguemos más «espontáneas». «E l suicida del viaducto, juntito a donde debiera estar la catedral y solo luce el esplendor de la Casa» (Luis Martín-Santos)6. «Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tu la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos» (Julio Cortázar)7. «Pasé mi bochorno, no te creas, qué menuda cola y yo que me veo venir un Tiburón rojo y, jplaf! frenazo, pero como en las películas, ‘ ¿vas al cine?’ , que yo violenta, si es Paco, imagina, un siglo sin verle, y Crescente fisgando todo el tiempo desde el motocarro y yo acomplejada, ló­

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gico, ‘pues sí’, a ver qué iba a decirle, que no me dio tiempo de pensarlo, abrió la portezuela y me colé» (Mi­guel D elibes)8. «E l estaba ahí detrás y yo estaba aquí delante y estaba uno (él) detrás del otro (yo) y así uno detrás y otro delante, todo, la lectura, el examen, lo que fuera hubiera ido de lo más bien si solamente a este hom­bre no se le ocurre dispararse, .con los ojos botados, y clavarme lo que me haya clavado en la cabeza, arriba, atrás, atrás y arriba, y yo aquí con los ojos (y tal vez la masa gris) botados, agonizando, mientras ustedes interro­gan o ustedes interrogando mientras yo agonizo, haciendo preguntas y preguntas y preguntas, todas a mí, y ni una a ese hombre, al que nada más que saben llevarles los puños de ustedes a la cara, de ojos todavía botados, pe­gándole, aporreándole, sin ni siquiera preguntarnos si a él y a mí, nos duele lo que nos duela» (G. Cabrera Infan­te )9. Bien entendido que la falta de puntuación, o la puntuación azarosa, ayuda, como ocurrió con el ya clásico monólogo interior de Molly al final del Ulises. Pero no se trata sólo de ausencia, o «impropiedad», de la puntuación (de ser así, podría citarse a Vargas Vila y no a Cortázar o a Joyce). No se trata tampoco de ensayos de literatura onírica y surrealista, con deliberada pulverización de sen­tidos, o de la reproducción más o menos fiel de un «flujo de ideas» (o de sentimientos), sino de modos de hablar y escribir a base de decires que son todo lo intra-lingüísti- camente suficientes que cabe. Su contexto es, pues, fun­damentalmente lingüístico y no, o no sólo, «psicológico», «social» o «histórico».

3

Los decires, ¿se usan? Consideremos frases de empleo corriente: ‘Buenos días’, ‘ ¿Cómo se encuentra?’, ‘No me siento nada bien hoy’, ‘ ¡Qué lata!’. Agreguemos a ellas las que se difunden dentro de profesiones o empleos ( ‘Dígame si le duele’, ‘ ¿Los quiere en billetes de a m il?’, ‘ ¿Acortaremos un poco más la falda?’ ), las consignas o los

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gritos de combate ( ‘ ¡Muera la burguesía!’, ‘Haz el amor, no la guerra’ ), las órdenes (‘ ¡Circulen, circulen!’), los rezos (‘Ruega por nosotros, pecadores’), los anuncios conocidos (‘Terry me va’ ), las fórmulas de cortesía (‘Ha tomado usted posesión de su casa’ ), las frases históricas ( ‘Decíamos ayer’ ), los refranes o adagios, cuando menos los que circulan o se recuerdan (‘No se tomó Zamora en una hora’ , ‘No por mucho madrugar, amanece más tem­prano’), los encargos (‘Media libra de azúcar, por favor’ ), las injurias, las blasfemias, etc., etc. Todas estas expresio­nes las encontramos «hechas», listas para ser usadas, unas más que otras, unas que perduran y otras que son efíme­ras. En los diccionarios de la lengua constan gran número de expresiones ya fabricadas y «a punto de usar». Muchas son frases que se califican de figuradas o de familiares (verbigracia, ‘manzana de la discordia’) y que se emplean para armar oraciones ( ‘En este país la cuestión del divor­cio ha sido siempre la manzana de la discordia’). Otras son decires que se usan completos (‘No me dejará men­tir’). Otros, adagios, refranes, sentencias, dichos, donai­res, agudezas, etc. Parece razonable concluir que se usan no sólo los términos, sino también muchos decires de una lengua.

Es un hecho humano y social que se usan a veces de­cires. Los hombres se sirven a menudo de frases hechas, sea por comodidad, por rutina o por imposición o reco­mendación de una determinada estructura o subestructura social. Hay decires que se ponen de moda y que se adop­tan para estar al día o para expresar o reafirmar la per­tenencia a un determinado grupo. Hay otros que se adop­tan para «hablar por hablar» o como resultado de «reflejos». En algunas piezas teatrales de Ionesco y en varias películas de Jean-Luc Godard saltan ejemplos has­ta caricaturescos, pero no es menester recurrir a autores de la época; en Balzac, Pérez Galdós y Proust también abundan, y en puridad basta salir a la calle y escuchar un rato. Casi siempre los decires «hechos» son relativa­mente simples, pero en principio no habría inconveniente en que se adoptaran otros complejos. Cabe imaginar un

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grupo de gentes que repita mecánicamente decires toma­dos de Góngora, de Saint-John Perse o de Lezama Lima.

El que el uso de términos pueda ser asimismo humano y social (pues es corriente emplear ciertos términos en función de condiciones sociales, de momentos históricos, de modas, etc.) parece reforzar la idea de que tanto términos como decires son «usables». Sin embargo, lin­güísticamente hablando, hay una diferencia entre ambos. Aun cuando también se producen, o acuñan, términos y se dan nuevos sentidos a algunos de los ya existentes, esta producción de términos o de significados de términos está encaminada a su oportuno uso dentro de decires. En cambio, los decires se usan sólo en tanto que son resul­tado de una previa operación lingüística consistente en echar mano de tales o cuales términos. Así, pues, los tér­minos se usan primariamente, y los decires — y aun sólo algunos de ellos— secundariamente. Lo característico de los decires no es el uso, sino la producción.

Durante un tiempo estuvo de moda hablar de «excur­siones» o de «viajes» para describir (o sugerir) lo que le pasa al que toma ciertas drogas. El drogado no se mueve de sitio, de modo que su «excursión» o «viaje» es «men­tal» — los paraísos o los infiernos que encuentra en su periplo son «artificiales»— . Siendo una de las drogas más en boga uno de los ácidos lisérgicos, se introdujo la expresión ‘excursión ácida’ (o ‘al ácido’), emprendida por una ‘cabeza ácida’. Con ello se engendraron distintos sen­tidos, o distintos usos, de términos. Ahora bien, lo im­portante era el uso que cabía hacer de ellos. ¿A qué vendría hablar de ‘excursión ácida’ si no era para decir que era una maravilla, o una estupidez, o un hecho re­velador de la época, etc.? Si se recurría a tales términos era para decir, por ejemplo, que Celinda emprendió una «excursión» semejante y de repente comenzó a amar a sus semejantes o perdió totalmente los estribos.

Social y humanamente, es muy distinto hablar por hablar, hablar para conformarse con una determinada estructura social, hablar para decir algo interesante, ori­ginal, bello, útil, revolucionario, chocante, molesto, etc.

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7. De los decires 167

Lingüísticamente, todo hablar se manifiesta en decires. Es ya común afirmar que una de las principales caracterís­ticas del lenguaje humano es su llamada «productividad», esto es, la capacidad que tiene el usuario de una lengua de decir cosas que no se habían dicho, u oído antes, y de ser entendido por otro usuario. Puede exagerarse el hecho de esta productividad olvidándose que en muchos casos los hombres no hacen sino parlotear o chacharear. Pero basta que la productividad sea posible. A tal efecto no es ni siquiera necesario que los seres humanos se adueñen en un cierto momento del completo mecanismo transforma- cional de la lengua; puede muy bien ocurrir que estén continuamente adueñándose de tal mecanismo y que al­gunos lo estén transformando.

4

Los decires son incontables — aunque se contaran to­dos los hasta el momento producidos, quedarían aun los venideros— . No son, sin embargo, completamente incla­sificables. Esfuerzos en este sentido han sido las clasi­ficaciones gramaticales de oraciones; la división de enun­ciados en indicativos y emotivos, descriptivos y no descriptivos, declaratorios, expresivos, imperativos, pres- criptivos, etc.; las listas de juegos lingüísticos, de actos ó tipos de actos lingüísticos, de formas locucionarias, etc.

Aunque todas estas clasificaciones y divisiones sean iluminadoras, ninguna es plenamente satisfactoria, por­que siempre cabe descubrir casos dudosos, rebeldes o fronterizos. Austin, que fue particularmente venturoso en esta empresa, reconoció que toda clasificación de actos lingüísticos es problemática y que no pueden descubrirse criterios completamente invulnerables al efecto. Por ejemplo, tras distinguir entre expresiones constativas y ejecutivas se dio cuenta de que no era posible saber a ciencia cierta si algunas expresiones que de ordinario parecen ser ejecutivas lo son ,0. En muchos casos se puede llegar a una conclusión al respecto averiguando si con

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una expresión se ejecuta o no efectivamente lo que se dice. Si digo a mi amigo Félix ‘Te nombro embajador de Finlandia en el Congo’ llevo a cabo un acto lingüís­tico meramente pseudo-ejecutivo, porque mi amigo se queda sin la embajada. Como el que se quede o no con ella depende de que yo tenga o no poder para nombrarlo embajador de un país en otro, resulta que el carácter plenamente ejecutivo o no de la expresión depende de factores extra-lingüísticos, lo cual complica las cosas. Austin no se desanimó ante estas dificultades y trató de sortearlas mediante refinados artilugios clasificatorios. Distinguió entre la ejecución de un acto de decir algo (acto locucionario), la ejecución de un acto al decir algo (acto ilocucionario) y la ejecución de un acto por decir algo (acto perlocucionario). Esta distinción es va­liosa sobre todo si se la suplementa con la noción de «fuerza ilocucionaria». Se puede proferir algo (acto lo­cucionario), opinar, preguntar, mandar, agradecer (actos ilocucionarios), engañar, distraer, aburrir, irritar (actos perlocucionarios). Sin embargo, quedan en pie dos pro­blemas: primero, si entre los actos ilocucionarios y per­locucionarios no habrá algunos que no sean necesaria­mente lingüísticos. Segundo, si aun siendo todos actos lingüísticos es posible distinguir siempre entre ambos tipos.

Algunos de los actos de referencia pueden ejecutarse no lingüísticamente. E s posible aburrir o distraer sin de­cir nada; hay gentes que aburren o distraen por su mera presencia. Por otro lado, es posible aburrir o distraer diciendo algo, mas lo que se diga puede ser cualquier cosa. Una persona se distraerá con chistes y otra se abu­rrirá mortalmente. No hay expresiones que causen dis­tracción o aburrimiento por sí mismas. Si digo a Donato que es un imbécil, podré irritarlo, pero si Donato es un masoquista acaso se sienta feliz. Para agradecer no nece­sito decir que estoy agradecido; puedo, por ejemplo, ha­cer un regalo.

Es obvio que la ejecución de actos no lingüísticos ca­rece de interés lingüístico, por lo cual podemos eliminar­

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7. De los decires 169

los. Los únicos actos que interesan son los que pueden ejecutarse también lingüísticamente o que pueden ejecu­tarse sólo lingüísticamente. Los últimos — entre los que figuran enunciar, preguntar, responder, narrar— parecen gozar aquí de un privilegio especial, pero no es posible atenerse únicamente a ellos porque entonces perderíamos las ventajas que ofrece el tener en cuenta no sólo tipos de oraciones o tipos de enunciados, sino asimismo los ac­tos traducibles a un decir o aquellos en los cuales el de­cir desempeña una función.

Aun descartados los actos no lingüísticos, no es siem­pre fácil distinguir entre actos ilocucionarios y perlocu- cionarios. Opinar es considerado un acto ilocucionario con el cual se puede ejecutar el acto perlocucionario de aburrir. Se alegará que este último acto no es lingüís­tico; se opina mediante palabras que constituyen un acto ilocucionario, pero no hay entonces palabras que consti­tuyan un acto perlocucionario y, por tanto, no hay este último acto. Parece, pues, que se ha suscitado un falso problema. No obstante, consideremos el caso de alguien que expresa la opinión de que la vida es aburrida. Si la expresión de esta opinión irrita a quien la oye, se habrá producido un acto perlocucionario. O consideremos el caso de alguien que dice a otra persona que ha hecho algo muy bien. Con ello se produce un acto que se suele considerar como perlocucionario (dar ánimos), pero que es (o es también) un acto ilocucionario (felicitar a alguien).

Un modo de evitar estas dificultades es subrayar en todos los casos lo que se haga con un decir, independien­temente del tipo de decir usado. Con ello, empero, va­mos dando cada vez mayor fuerza a los factores extra­lingüísticos, en los cuales parece residir la fuerza de la locución. De este modo van pesando más y más las cir­cunstancias concretas dentro de las cuales tiene lugar un decir con olvido del propio decir — lo que, llevado a un extremo, induce a aceptar que el significado de un decir depende de lo que se haga con él; si digo ‘Agradezco su visita’ con la intención de que el visitante parta lo antes

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posible, el significado de ‘Agradezco su visita’ puede en­tonces convertirse en el significado de ‘Espero que se marche usted pronto’, pero aunque esto es lo que de he­cho «significo», empleo para ello una frase cuyo signifi­cado sigue siendo el que tiene ‘Agradezco su visita’.

Es razonable pensar que lo que se haga con un decir no es siempre completamente independiente de las posi­bilidades que éste ofrezca. Se puede mandar con gran suavidad, irritar con promesas, prometer dando ánimos, divertir preguntando, distraer proponiendo, reñir inspi­rando, etc., etc., pero lo usual es que ciertas expresiones sean más apropiadas que otras para ejecutar un determi­nado acto lingüístico.

Por si las dificultades que ofrecen las clasificaciones de decires — aun considerando éstos como «actos lingüísti­cos»— fueran pocas, se agrega la de que se congregan a veces varias especies de actos. Con la expresión ‘No me gustan los tomates’ digo, manifiesto, opino algo; pue­do engañar a alquien si no es cierto que me gustan los tomates; puedo asustar a alguien que crea que no comer tomates es lo peor que le puede ocurrir a uno; puedo llamar la atención sobre mí mismo si digo ‘No me gustan los tomates’ en el curso de una exposición sobre la me­cánica cuántica; puedo aburrir a alguien, a quien no le importe ni pizca si me gustan o no los tomates, etc. Pue­de distinguirse entre lo que se dice y lo que se trata de hacer (no simplemente se hace) al decirlo, pero aunque lo que se trata de hacer es expresado lingüísticamente no se agota siempre en un acto lingüístico.

5

Los decires que parecen ofrecer menos dificultades en punto a una clasificación son aquéllos en los cuales se habla de otros decires, o aquéllos en los que un decir o varios constituye el objeto de Jo que se dice. Por ejem­plo:

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La palabra alemana Tiscb significa lo mismo que la palabra española ‘mesa’ (a)

‘Correr’ significa «andar muy deprisa» (b)‘Anita llegó demasiado tarde’ es (en español)

una traducción aceptable de la expresión francesa Añila arriva irop tard (c)

7. De los decires 171

‘Despacharse a su gusto’ es realmente intradu­cibie (o bien: ‘Es muy difícil traducir a cual­quier lengua la expresión «Despacharse a su gusto»’ o ‘La expresión «Despacharse a su gusto» no tiene exacto equivalente en fin­landés, ruso, etc.’ ) (d)

Cuando. Remigio dijo que esperaba recibir el Premio Galaxia, lo que quiso decir era que lo merecía más que nadie (e)

El verso de Goethe Im Anfang war die Tal tiene un profundo sentido simbólico (f)

Los sentidos literal, simbólico y anagógico de ciertas frases son muy distintos entre sí (g)

Los hombres son unas malas bestias (h)

(a), (b), (c), (d), (f) y (g) son decires en los cuales el objeto es algún acto lingüístico, o resultado de algún acto lingüístico, o algún término en el sentido más ge­neral y neutro de ‘ término’. No parecen ofrecer, pues, grandes dificultades. Por otro lado, (e) y (h) ofrecen al­gunas. Por ‘lo que quiso decir’ en (e) puede entenderse que decir lo que Remigio dijo es (aproximadamente) equi­valente a decir lo que se supone que hubiera podido tam­bién decir sin por ello decir otra cosa fundamentalmente distinta de la primera. En tal caso (e) es un buen ejem­plo de un decir sobre otro decir. Sin embargo, puede tomarse ‘lo que quiso decir’ como cláusula antecedente a una información relativa a «la verdadera intención» de Remigio. Entonces (e) no es ya tan buen ejemplo de un decir sobre otro; en todo caso, es asimismo un ejemplo de decires en los que se sienta o manifiesta algo y hasta de decires que narran algo.

En (h) se aspira a definir lo que son los hombres, o

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por lo menos se aspira a indicar alguna propiedad común a todos los hombres. En este caso, no es ningún decir sobre otro decir, sino un decir del tipo de los que enun­cian, asientan, manifiestan, etc., algo. Sin embargo, puede tomarse la expresión completa (h) como ejemplo de un acto, o resultado de un acto lingüístico y no considerar únicamente 'son unas malas bestias’ como algo que se dice sobre, o a propósito, de los hombres. En este caso no sólo se define, o adscribe una propiedad, sino que también se produce una definición o una operación con­sistente en adscribir propiedades. Atengámonos, para simplificar, a la «definición», o supuesta tal. Puede pa­recer demasiado sutil distinguir entre definir y producir una definición o, más exactamente, entre el resultado de definir y el de producir una definición; en (h) se supone que se hacen ambas cosas. Pero en rigor no se define nada con la expresión 'I,os hombres son unas malas bestias’. Esta expresión se considera como una definición por sí misma, a diferencia de la expresión ‘son unas malas bes­tias’ por medio de la cual se trata de definir algo, sea un término o bien una clase de entidades. Una definición no define; lo que define son los términos que ejecutan esta función en la definición.

Algo similar cabe decir de otros decires en los que cabe el riesgo de confundir los términos que contiene un decir con éste y, en general, de confundir términos con decires. Este riesgo es menor cuando un decir es inequí­vocamente el objeto de otro decir. Por otro lado, el ries­go queda eliminado cuando un lenguaje corriente nos im­pide usar ciertas expresiones confusamente. Por ejemplo, (b) introduce una expresión por medio de la cual se in­dica lo que significa otra. La expresión introducida es entendida como un significado, pero la expresión entera no es un significado.

¿Qué se hace cuando se pone de relieve, se subraya, se destaca, etc., lo que se dice? En un sentido, se trata de una aclaración de lo que se diga y puede considerarse en términos de significados y, en general, de «traducción». En otro sentido se trata de informar sobre las intencio­

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7. De Jos decires 173

nes (siquiera sean las intenciones lingüísticas) del hablan­te. En otro sentido se trata de «narrar».

Si encontramos dificultades con el «tipo» de decires antes introducido, se multiplicarán en otros. Considere­mos sólo un grupo de decires que de ordinario ejercen, o se supone que ejercen, la función de enunciar, anun­ciar, informar, declarar, indicar, relatar, predecir, formu­lar, etc. Por ejemplo:

Los hombres son unas malas bestias (i)Hay que separarse en grupos antes de llegar a

la Jefatura de Policía (j)Abundan los nabos en los alrededores de París (k) Cuando Colón emprendió su cuarta travesía del

Atlántico, no sabía que era la última (o que iba a ser la última) (1)

Si se deja caer un vaso al suelo, probablemente se romperá (m)

La entropía de un sistema aislado puede sólo aumentar o permanecer constante (n)

La política lleva a cualquier parte (ñ)Creo que estoy acatarrado (o)Me duelen las muelas (p)Mañana va a llover a torrentes (q)

El decir (i) puede asimismo pertenecer al «grupo» an­tes examinado; (i) produce una definición y también enuncia o declara algo. (1) puede ser un enunciado de tipo narrativo, que cabría agrupar separadamente, aten­diendo cuando menos a los actos lingüísticos mediante los cuales se expresan intenciones narrativas, (m) es un condicional, que plantea problemas especiales, como los plantean los llamados «condicionales contra-fácticos». En rigor, cabría alegar qué con los condicionales no se enun­cia nada, aun cuando, una vez trasladados a forma indi­cativa, se enuncie algo, como que los vasos se rompen al caer al suelo. Por otro lado, decir que si Caracalla no hu­biese concedido la ciudadanía romana a todos los habi­tantes del imperio se hubiesen producido revueltas en

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algunas provincias imperiales, no es decir que Caracalla hizo tal o cual cosa, aunque es decir que dadas tales o cuales condiciones tal cosa hubiera podido ocurrir, lo que puede proporcionar cierta claridad sobre lo que efectiva­mente ocurrió.

La «agrupación» propuesta ofrece otras dificultades. Los decires consistentes en informar, predecir, etc., os­tentan rasgos muy distintos de los que se descubren en los que consisten en expresar una opinión o un senti­miento, y todos éstos se distinguen grandemente de los que consisten en ordenar o mandar. Ciertos decires que parecen ser muy afines entre sí, lo son mucho menos de lo que parecen. Expresar un dolor no equivale a infor­mar sobre un dolor que se tiene o padece; no es tan se­guro que, como afirma Jules Vuiilemin, la expresión ‘Siento un dolor’ sea un modo de tener dolor y que ‘Siento un dolor’ sea parte del significado del enunciado ‘X dice «Siento un dolor»’, a diferencia de ‘Ando’, que según el mencionado autor es parte del significado de ‘X dice «A ndo»’ 1].

Aunque los decires de nuestra segunda lista no sean de ordinario decires «actuantes», puede hacerse, o tratar de hacerse, algo con ellos. Si estamos en una reunión de­batiendo lo que vamos a hacer mañana —por ejemplo, ir de excursión o escuchar discos— y prorrumpo ‘Maña­na va a llover torrencialmente’ , estoy haciendo, o tratan­do de hacer, algo con lo que digo; posiblemente sugerir que lo mejor será quedarse en casa y, por tanto, escuchar discos. Si afirmo ante un grupo de alumnos díscolos que la política lleva a cualquier parte, puedo suscitar toda clase de reacciones: unos pensarán que este enunciado expresa una opinión personal; otros, que será mejor abs­tenerse de hacer política; otros, en cambio, que si lleva a cualquier parte tanto mejor, porque hay que machacarlo todo bien machacado, como escribió una vez (con distin­to propósito) Ramón Gómez de la Serna, etc. Puedo de­cir que me duelen las muelas para expresar lo que sien­to, para que el dentista me reciba, para sustraerme a una reunión enojosa, para suscitar compasión, etc. Si digo

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7. De los decires 175

‘La entropía de un sistema aislado puede sólo aumentar o permanecer constante’, puede «no pasar nada», pero pueden pasar varias cosas; si soy el descubridor de la segunda ley de la termodinámica, imprimo una determi­nada dirección a la física; si soy un repetidor de pro­posiciones científicas, puedo despertar una vocación, o simplemente contribuir a la formación científica de mis oyentes.

Las precauciones y salvedades introducidas no tienen por intención concluir que los decires no pueden orde­narse en ningún caso; aspiran sólo a poner de relieve que toda clasificación de decires choca con dificultades. Estas son menores cuando consideramos los decires como ya «hechos» o «establecidos», y sobre todo cuando atende­mos a sus estructuras gramaticales más o menos tradicio­nales. Pero como los decires no pueden separarse de los actos lingüísticos — a diferencia de los términos que se usan para llevar a cabo tales actos— , el resultado es que o tenemos que aceptar gran número de casos dudosos o fronterizos, o indicar por convención a qué grupo puede pertenecer principalmente un decir — lo que supone que puede pertenecer a otros cuando menos secundariamente.

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8. Nombrar y mostrar

1

Cuando para indicar a qué se aplica un nombre se exhibe una entidad que «lo lleva» se produce una «defi­nición ostensiva». Este tipo de «definición» suele darse en dos casos: cuando se pregunta a qué se aplica un nombre y cuando se aprenden nombres de cosas median­te exhibición de éstas y proferencia del nombre perti­nente.

No nos interesa aquí la cuestión de si la cosa «sigue al nombre» o éste a aquélla, sino sólo la de si cabe correlacionar ciertos nombres con cosas. Para simplificar al máximo, nos abstendremos de tocar varios puntos. Por ejemplo: si el nombre se refiere a la entidad exhi­bida o si denota una clase a la cual se supone que pertenece la entidad. No siempre es necesario «exhibir» una cosa; a veces, basta producir «una imitación» de ella ■—un dibujo, una figura en el aire esbozada con las ma­nos, etc.— , pero nos confinaremos a exhibiciones «físi­cas» sin preocuparnos mucho de las limitaciones de éstas

Ferrater Mora, 12177

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178 Indagaciones sobre el lenguaje

(¿se puede exhibir la primavera?; bueno: se podría mos­trar un cuadro, una fotografía, una película con escenas de primavera, o el consabido Boticelli, pero ...; ¿se pue­de exhibir el cinco de M ayo?; bueno: cabe mostrar un calendario que indique ‘Mayo 5 ’, pero esto no es exhibir ni una entidad ni una «imitación» de la entidad...).

Para entidades relativamente bien circunscritas o «in­dividualizadas» y en circunstancias «normales» — lo que viene a querer decir, para entidades previamente recono­cidas como tales: individuos o «particulares»— , las lla­madas «definiciones ostensivas» no suscitan grandes que­braderos de cabeza. Si al proferirse la voz ‘libro’ se mues­tra un libro, se entenderá que ‘libro’ es el nombre que se da a «la cosa» nombrada (y a cualquier otra cosa de la misma índole que la mostrada).

Las definiciones ostensivas comienzan a suscitar per­plejidades cuando se dan casos menos «normales», aun cuando éstos no sean del tipo de ‘la primavera’ o ‘el grado 38 de latitud Norte’. ¿Cómo se definirá ostensiva­mente ‘estación’ o, más específicamente, ‘estación ferro­viaria’ ? Las dimensiones físicas del objeto o su comple­jidad no son por sí mismos un problema: puedo definir ostensiblemente el vocablo ‘estrella’ apuntando a una es­trella. Pero es un problema la «posición» del «definidor» ante la cosa a «definir». ¿Se moverá el brazo en un ges­to amplio ante la estación ferroviaria? La persona que espera un nombre puede no saber exactamente qué se le muestra. Suponiendo que sepa a qué se llama ‘edificio’, ‘sala de espera’, ‘ trenes’, ‘grupos de gentes con maletas’, etcétera, puede concluir que cualesquiera de las entidades a que se aplican tales expresiones es la definición osten­siva de ‘estación ferroviaria’.

La «definición ostensiva» de ‘estación ferroviaria’ plan­tea cuestiones similares a las a menudo tratadas cuando se pregunta qué tipo de «entidad» podría ser la que se «introduce» con la mención de tales o cuales nombres de sus supuestas «partes» o «aspectos»; he aquí la oficina de información, el despacho de billetes, la consigna, tre­nes, un almacén, un quiosco de diarios, etc., ¿qué es la

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8. Nombrar y mostrar 179

estación y «dónde» se halla? Dejemos de lado estas cues­tiones para considerar casos menos enojosos, o suponga­mos que ciertos casos no completamente «normales» pue­den «normalizarse» a base de ciertas convenciones.

Si una persona que aprende el español quiere saber los nombres de colores en este idioma, puede suceder que al mostrarle un libro gris mientras digo ‘libro’ , crea que ‘libro’ es el nombre del color gris. Puedo corregir este error mostrándole un libro ‘azul’ y diciendo de nuevo ‘libro’, mas .para estar seguro de que mi acto pedagógico resulta efectivo tengo que saber previamente que el cam­po léxico cromático en el idioma que usa el aprendiz es el mismo que en el que aprende, o tengo que saber por lo menos que en el idioma que usa hay nombres para los dos colores llamados en español ‘gris’ y ‘azul’. Si tiene en su idioma un solo nombre para gris y azul, seguirá acaso creyendo que 'libro' es el nombre del gris y del azul. Puedo tratar de corregir de nuevo el error mostrán­dole libros verdes, amarillos, rojos, blancos, negros, et­cétera., y diciendo en cada caso ‘libro’ . No es imposible en principio (aunque es harto improbable) que el idioma del aprendiz de español posea un solo término para cua­lesquiera colores.

Otras convenciones, tácitas o implícitas, funcionan a menudo al mostrarse «cosas» profiriendo nombres. Su­pongamos que el aprendiz de español no sabe de ante­mano si al mostrarle una naranja roja le estoy dando una «definición ostensiva» de ‘manzana’ , de ‘rojo’, de ‘gran­de’ , de ‘redondo’ , de ‘pesado’, de ‘maduro’, de 'fruta', de 'objeto físico’, etc. Si tomo la manzana roja en la mano y hago el gesto de sopesarla diciendo ‘pesada’, es improbable que el aprendiz entienda que ‘pesada’ es el nombre de la manzana o del color rojo o de algo grande o redondo, etc., si el gesto que hago es el mismo que haría él en parecidas circunstancias. Lo malo es si el mis­mo gesto es practicado para indicar otras cosas de un objeto; por ejemplo, ‘bueno’, ‘estupendo’, ‘apetecible’, ‘maduro’. La «ambigüedad» de un gesto no es infre­cuente. Si ante un cuadro enteramente negro, paso la

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mano suavemente en varias direcciones, diciendo ‘negro’, es probable que se entienda que estoy hablando del co­lor o de la textura, pero no del autor que ha producido el engendro; sin embargo, puede entenderse también por ‘negro’ algo así como ‘uniforme’, ‘pulido’, etc.

Especialmente si se producen dentro de ciertas condi­ciones y convenciones, las definiciones ostensivas no con­ducen a cualquier interpretación del nombre proferido. No conducen tampoco, sin embargo, a una interpretación única. Entender inequívocamente aquello de que se ha­bla cuando se da una definición ostensiva supondría saber de antemano lo que se dice, en cuyo caso no sería me­nester proporcionar tal «definición». No entender en ab­soluto de qué se habla cuando se define ostensivamente algo, supondría no usar ninguna clave, lo cual haría im­posible toda comunicación, incluyendo la que consiste en producir «definiciones ostensivas».

2

Estoy enseñando a un niño «lecciones de cosas» (que son a la vez «lecciones de nombres»). Le muestro una naranja, y digo ‘Naranja’. Como antes había apuntado con el dedo a un sujeto diciendo ‘Narciso’ , no queda bien claro para mi discípulo si ‘naranja’ es el nombre de esta naranja particular y de ninguna otra naranja, o si ‘Narciso’ es el nombre de todos los seres humanos, o el de todos los que llevan barba, o el de todos los calvos. Si el niño es avispado, y está ya bastante familiarizado con su lengua materna, no tendrá gran problema en re­conocer (por el uso) que ‘naranja’ es un nombre común y ‘Narciso’ un nombre propio, entre otras razones porque ha visto que solían darse nombres comunes a frutas y propios a personas. Pero si es muy avispado, se pregun­tará por qué. ¿Qué inconveniente hay en dar nombres propios a las naranjas, esto es, a cada naranja? También se dan nombres propios a calles, a edificios (o a algunos de ellos), y a animales (aunque no a todos: el perro del

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8. Nombrnr y mostrnr 181

niño se llama Buscón, pero las cucarachas del patio no tienen nombre, o no se les da). Con ello se seguiría el camino inverso al que el aludido niño acaso siguió una vez cuando, al mostrársele una fotografía de su padre, diciéndole ‘papá’, empezó a señalar con el dedo fotogra­fías y cuadros en los que aparecía un hombre, no siempre parecido a su padre, y a decir ‘papá’, ‘papá’, ‘papá’ — y hasta a.señalar con el dedo a cualquier adulto macho que saliera al paso con la misma cantinela de 'papá’, ‘papá’.

Bueno: no habría, en principio, inconveniente en dar nombres propios a las naranjas, a las cucarachas y hasta a cada cosa — en el supuesto de que acordáramos qué cabe entender por ‘cosa’ y ‘cada cosa’— . Habitualmente se entiende por ‘cosa’ una entidad más o menos familiar y relativamente bien circunscrita (una naranja, un ser hu­mano, una mesa) dentro de un período también más o menos bien circunscrito, que es las más de las veces su «duración» como tal o cual entidad, pero toparíamos con dificultades. Primero, ¿cómo habérselas con un lenguaje tan pululante en nombres propios? Luego, ¿lla­maríamos «cosa» a un montón de arena, a un puñado de ceniza, a un chorro de agua? ¿Es una «cosa» un mesón k? Y aun las que sin grandes penas tratamos como cosas, ¿no podrían ser propiamente nominables según sus luga­res, tiempos y circunstancias? ‘Cambridge’ es un nombre propio que nombra una ciudad universitaria inglesa, pero nombra también una ciudad universitaria norteamericana. Se dirá que se trata de dos poblaciones y que se hallan en distintos lugares y que son bastante distintas entre sí. Pero, ¿no cabría considerar como dos cosas distintas Cambridge, Inglaterra, de día, y Cambridge, Inglaterra, de noche? ¿O una naranja en la mesa y la misma naranja en el naranjal? Cuando una «cosa» adquiere gran impor­tancia para una comunidad lingüística, suelen forjarse nombres comunes distintos para indicar sus aspectos, mo­dos, formas y circunstancias diversos, y distintos verbos para describir acciones en distintos contextos. Se dice que los árabes nómadas distinguen lingüísticamente (y, en alguna medida, realmente) entre el camello sediento y

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182 Indagaciones sobre el lenguaje

el no sediento, el que duerme, el que anda al trote. Ernst Cassirer se refiere a ciertas características de la lengua Ewe descritas por D. Westermann; en esta lengua hay adverbios que describen una sola actividad, un estado, un atributo, etc, y hay por lo menos treinta y tres repre­sentaciones fonéticas para el verbo 'andar’ (andar con energía, cansado, arrastrando los pies, cojeando, e tc .)]. Sin ir más lejos, en español se dice ‘ resollar’, ‘resoplar’, ‘jadear’, etc., y no (o no tan propiamente) ‘respirar con

■ resuello, con resoplidos, con jadeos, etc.’ . No se trata en estos casos de nombres propios, pero cabría hacer algo parecido con ellos. En parte, se hace (a Don Antonio lo llamaban en sus mocedades Antonín o Antonico).

Aun así: no siempre resulta fácil saber por qué un nombre es usado como propio. Supóngase que se diga: «Se usa como propio cuando se aplica a un objeto con el fin de identificarlo como tal objeto a diferencia de cualquier otro». Esto parece razonable aun sabiendo que a veces el mismo nombre puede nombrar más de un ob­jeto. Si digo ‘Pedro’ sabré, por uso y costumbre, que es el nombre (propio) de una persona, aun si hay otras per­sonas que acuden al mismo nombre. No diré, pues, ‘He aquí Pedro, y hay muchos otros’, como podría decir: ‘He aquí una naranja, y hay muchas otras’. No se trata de que se use o no artículo indeterminado ante el nom­bre, o que para personas se use el dativo (‘He aquí a Pe­dro’) que, por lo demás, parece caer en desuso, o que en algunos idiomas se emplee ante un nombre de persona el artículo determinado; gramaticalmente hay muchas posibilidades: ‘Esto es naranja’, Qui é la Marta, ‘Encon­tré Pedro’, ‘Encontré a Pedro’, etc., etc. Decir de alguien que su nombre es Pedro no excluye que haya otras per­sonas que tengan el mismo nombre, pero no equivale a hablar de «cualquier Pedro», sino de tal o cual sujeto cuyo es tal nombre. «¿Quién es ese punto de abrigo pardo oscuro que lanza gritos subversivos en la esquina de Mon- jitas y Ahumada (Santiago de Chile) todas las noches de nueve a diez?» «Pedro». «¿Cóm o se llama tu padre?». «Pedro». «Tú eres Pedro y sobre esta ‘piedra’ edificaré mi

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8. Nombrar y mostrar 183

Iglesia». En cada caso se trata de un «determinado Pe­dro». Pero entonces, ¿cómo puedo alegar que uso un nombre propio para identificar tal o cual objeto, cosa, per­sona, individuo, etc? Simplemente, porque el nombre propio identifica sólo cuando se ha convenido que esta identificación es suficiente para el caso dado. Cuando no lo es, se recurre a otros medios. 'Pero’ es un nombre de pila, y los hay a montones; ‘Gómez’ es un apellido y los hay incontables; esperemos que haya menos personas cuyo nombre sea ‘Pedro Gómez’ justamente porque hay otras cuyos nombres son ‘Antonio Gómez’ y ‘Pedro Sánchez’ . Con el fin de hacer más o menos precisa la «designa­ción», no pocos nombres son descripciones que funcio­nan como nombres propios. ‘Herrero’ es un nombre que puede proceder del título de un oficio. Si hay un herrero en cada pueblo, ello bastará para identificarlo con el nombre ‘Herrero’, que, además, indicará su oficio. Cuan­do consideramos los muchos «Herrero» que hay y la rá­pida desaparición del «herrero del pueblo», comprende­mos que el nombre ‘herrero’ sea por sí mismo de poco o ningún servicio para identificar a nadie.

El que un nombre propio nombre con frecuencia a alguien no implica que todo nombre propio tenga que nombrarlo efectivamente. «¿Q ué nombre de pila prefie­res?» «Antonio». «¿Q ué nombre le pondrá a su bebé?» «Si es niña, le pondré Robería, pero la llamaré R iw y». En estos casos ‘Antonio’ , ‘Roberta’ y ‘R iw y’ no nom­bran a nadie. Supongamos que invento un patronímico especial, ‘Butiedro’. Puedo usarlo para nombrar a al­guien, aunque nadie se llame, ni se haya llamado, de ese modo. Un nombre propio no nombra necesariamente; sir­ve para nombrar.

¿Sirve un nombre propio para nombrar solamente tal o cual entidad? En principio, sí, pero hay casos dudosos. ‘Todos los Garciasoles son unos sinvergüenzas’ . Empleo el nombre propio ‘Garciasol’, y aunque lo hago en plural podría decir también ‘Todo Garciasol es un sinvergüen­za’. Este apellido no es un nombre común, pero funge de tal, como cuando se dice ‘Es un verdadero Lara; es un

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Restrepo de cuerpo entero’ ; al fin y al cabo, los Lara y los Restrepo pueden exhibir ciertos «rasgos comunes» similares a los que hacen posible decir ‘Es una naranja; es una hoja de parra’. Hay casos curiosos: de una vieja ciudad universitaria se puede decir que «es una Salaman­ca», entendiéndose que «es como Salamanca»; los mu­chos Neruda(s) esparcidos por el globo son los poetas que imitan, conscientemente o no, a Pablo (Neftalí) Ne- ruda (Reyes). El empleo del singular o del plural puede orientar al respecto; no es lo mismo decir que los Gón- gora están de vacaciones, o que los Larra son muy esqui­nados, que proclamar, en estilo retórico-académico, que lejana está la época de los Góngoras o de los Larras. De todos modos, aun estos avisos lingüísticos no son siempre de fiar; funcionan en una lengua, pero no necesariamente en otra. En inglés se usa el apellido en forma plural (The Conners, en la esterilla de la entrada), donde en español se usaría el singular, y aun en español se forma difícil­mente el plural cuando el nombre termina en ‘s’ o en ‘z’ — los Cervantes se han ido de caza, en la propiedad de los Benítez— o se ponen en plural cuando nombran grupos musicales ajenos (los Beatles) o propios (los Pe- kenikes).

‘El hotel está lleno de don Juanes’ es un expresión en la cual ‘don Juanes’ se usa como un nombre harto co­mún; cabe decir que hay un Don Juan sentado en la es­quina del bar como cabe decir que hay una botella de anís en la mesita de noche del tal don Juan. Se ha dado bastantes veces el caso de nombre propios que han cons­tituido un punto de arranque para la formación de nom­bres comunes (los Césares). Sin embargo, los nombres comunes derivados de propios son comunes sólo hasta cierto punto. Un César debe de ostentar (o deben de atribuírsele) ciertos rasgos que correspondieron a Julio César, o por lo menos ejecutar funciones comparables a las ejecutadas por Julio César. Si se tienen en cuenta tales rasgos o tales funciones, los nombres comunes-pro­pios en cuestión fungen de descripciones.

Indagaciones sobre el lenguaje

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8. Nombrar y mostrar 185

3

Ninguna caracterización de nombres propios es com­pletamente satisfactoria, entre otras razones porque no cabe decir que los nombres propios tengan característi­cas 2. La definición de ‘nombre propio’ que proporciona un Diccionario de la Lengua es, a primera vista, bastante potable: «E l que se da a persona o cosa determinada para distinguirla de las demás de su especie y género». Si hay tres personas en una habitación y digo «E l que está sen­tado es Patricio», distingo la persona que está sentada de las otras dos, que presumiblemente no lo están, me­diante el citado patronímico. Si las tres personas estuvie­sen sentadas, o si ninguna lo estuviese, mi frase no sería identificadora. Pero lo que identifica a Patricio no es el nombre ‘Patricio’ , sino la descripción ‘el que está sen­tado’.

Se puede dar el mismo nombre a una serie de entida­des. Pero el que el nombre sea, o se considere, propio depende de la función que se supone ejerce. Puedo po­ner el rótulo ‘veneno’ a veinte botellas prácticamente in­distinguibles entre sí por su forma y contenido. Con ello nombro el contenido de cada botella, mas la botella no lleva el nombre propio ‘Veneno’. Puedo dar el nombre ‘Los Encantos’ a una serie de fincas construidas para ve­raneo. En este caso, ‘Los Encantos’ es un nombre co­mún (doblado de descripción más o menos fiel) de las fincas, pero a la vez los residentes de ellas puedan ale­gar, cada uno por su lado, que ‘Los Encantos’ es el nom­bre propio de su finca y que ésta se distingue de otras por varios caracteres: situación, coste, etc. Puedo dar el nombre ‘Trasíbulo’ a varias personas, que conside­rarán tal nombre como muy propio (aunque extrava­gante), pero siempre que se sepa en cada caso de quién se habla — lo que muestra que, lejos de distinguir la entidad en cuestión de otras de su especie y género, el nombre se limita a nombrar o rotular una entidad previamente «distinguida» o «distinta». Si se pregunta

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186 Indagaciones sobre el lenguaje

cómo se llama la persona sentada en el rincón de este cuarto y se contesta ‘Patricio’, se confirma la previa «distinción» mediante un nombre propio. ‘Nombrar* se aplica, pues, a todo un conjunto de operaciones: dar nombre a algo, bautizarlo, identificarlo con un nombre, etiquetarlo, etc. La definición del Diccionario deja algo que desear.

La «distinción» de referencia no comporta necesaria­mente que el único nombre propio digno de este nom­bre sea un pronombre demostrativo. Este hombre se llama Patricio y Patricio es (o es el nombre de) este hombre. Pero no por ello Patricio se llama «éste» o «este hombre». El pronombre puede sustituir al nom­bre (‘Patricio está sentado’, ‘El está sentado’), pero no por eso se convierte en nombre. Quien está sentado en el rincón del cuarto es un hombre que resulta ser este hombre, pero no lo llamamos ‘él’. ‘Patricio está senta­do’, ‘El está sentado’, ‘Este está sentado’, ‘Este hombre está sentado’ , ‘Aquél está sentado’, ‘Aquel hombre está sentado’, etc. son frases en las que se habla de la misma persona, pero sólo ‘Patricio’ es su nombre (propio). Si Patricio fuera tuerto, podríamos llamarlo ‘el tuerto’ y usar esta descripción como un nombre, pero una des­cripción, bien que pueda ser nominal o cuasi-nominal, no es pronominal.

Hay nombres considerados propios que son descrip­ciones (el Montblanc) y otros que pueden considerarse como semi-descripciones (la Nicolasa). ¿Es legítimo seguir considerándolos como nombres propios? Muchas perplejidades ha suscitado la distinción entre nombres propios y descripciones, aun tras haberse hecho lo in­decible para «desenmascarar» ciertos supuestos nombres propios, que han revelado ser (o haber sido) descripcio­nes. La cláusula ‘haber sido’ no es inútil. Crisóstomo pudo haber sido una descripción que fungía de nombre propio cuando el nombre ‘Crisóstomo’ se usó para nom­brar aquel futuro santo de tan buen hablar que mereció el epíteto ‘crisóstomo’ (en rigor, ‘el crisóstomo’ o ‘la boca de oro’ ). La cuestión es: ¿deja una frase de ser

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8. Nombrar y mostrar 187

descriptiva cuando no se usa descriptivamente? De al­gún modo las frases descriptivas siguen siendo tales por razones similares a las que hacen que un vocablo trans­parente siga siendo tal. El vocablo alemán Handschuh ( = 'guante’) es transparente; su significado depende del de sus componentes (Hand, ‘mano’ ; Schub, 'zapato’) 3. Por otro lado, la transparencia de Handsbuh no hace que sea traducible a ‘zapato de mano’. Nadie lleva za­patos en la mano; lo que se llevan son guantes, llamados en alemán Handscbubc.

Análogamente, las frases descriptivas siguen siendo descriptivas. El significado de ‘crisóstomo’ transparece cuando tenemos en cuenta sus componentes griegos. La referencia no cambia el carácter descriptivo de la frase; puede seguir llamándose ‘Crisóstomo’ a una persona que bable como un patán. Sin embargo, hay que tener en cuen­ta para qué sirve la frase descriptiva — o el vocablo trans­parente— : ‘geología’ sirve aproximadamente para lo mis­mo que sirvió originariamente, pero ‘geometría’ tiene poco que ver con la medición del globo terrestre. El uso no descriptivo de una frase descriptiva puede convertirla en un nombre propio que, irónicamente, puede resultar impropio. Puede no haber nada de herrero en Remigio Herrero. Puede alegarse que ello sucede sólo en la me­dida en que se ha «enmascarado» completamente la des­cripción, pero puede suceder aun cuando transparezca la descripción en la frase usada no descriptivamente. ‘Bo- quiáurco’ resulta, en español, menos opaco que ‘Crisós­tomo’, pero si alguien se llamara Boquiáureo (Boquiáureo Peralta), nadie preguntaría por qué tiene o no una boca o pico de oro; preguntaría seguramente por qué ese su­jeto tiene un nombre tan estrambótico. Además, no se espera que un nombre propio sea transparentemente pro­pio, sobre todo cuando la frase descriptiva o el vocablo transparente usados no son ya susceptibles de interpre­tación literal; al fin y al cabo, hay, o hubo, alguien que se llama, o se llamó, ‘Flor de Oro’ (Flor de Oro Trujillo).

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9. Surtido de cuestiones

1

A veces se tiene la impresión de que las «lenguas ex­tranjeras» son harto peculiares. El vocablo inglés lead se pronuncia de modo distinto si quiere decir ‘delantera’, ‘mando’, ‘primacía’ , etc., que si quiere decir ‘plomo’ . ¿Por qué se pronuncia de modos distintos ough en rough, plough, through, although? ¿O tan igualmente saris, cent y satig? El acento recae en sílabas distintas en Übersetzen (‘cruzar’ ) y en Übersetzen (‘traducir’ ), lo que no facilita las cosas al aprendiz de alemán. Según Yuen Ren Chao hay 4.096 posibles distintos modos de pronunciar chu chun chitan (según si la ch es aspirada o no, si es u o ü y según los tonos ascendente, descendente, uniforme o ascendente-descendente) y a cada uno de estos modos corresponden diferentes significados.

Lo malo es que no se trata solamente de fonética; al fin y al cabo, la Asociación Fonética Internacional y el sistema de romanización para el chino de Wade-Giles proporcionan todos los símbolos necesarios para saber

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cómo pronunciar exactamente cualquier expresión dada. Las cosas se complican cuando se trata de saber qué se dice. Wen significa en chino ‘signo’ (y, claro, ‘signos’ ), ‘cultura’, ‘adorno’, y cuantas cosas más. Fa significa, entre otras cosas, ‘ley’, ‘disciplina’, ‘método’, ‘castigo’. Ai quie­re decir a la vez ‘amar’ y ‘ser tacaño’. Si en el dialecto mandarín digo wo chien, puedo decir ‘veo’, ‘construyo’ o ‘piso’ . Para decir que debo a alguien algún favor, diré que «estoy empapado de su humedad» 2. Si se le pregunta a un chino, «¿Cóm o está usted?», se extrañará de la pregunta, pero si un chino pregunta (en chino), «¿H a cenado usted?», no nos sorprenderemos menos de la suya; sin embargo, al preguntarme si he cenado ya, el chino me pregunta cómo estoy.

Ya se sabe que el chino (o cualquiera de sus «dialec­tos») es «peculiarísimo», pero hasta las lenguas más «próximas» son «extrañas». ¿Qué pasa si traducimos literalmente Je ti’en veux a personne? ¿O par-dessus le marché? Y hasta dentro de la propia lengua... ¿Por qué se dice en Cuba «¿Q ué tú quieres?»,y «Más nada», que resultan tan singulares en «la Península», en vez de «¿Q ué quieres tú?» o simplemente «¿Q ué quieres?» y «Nada más».

La impresión de peculiaridad que causan las «lenguas extranjeras» es recíproca: el usuario de la lengua A se extraña de la lengua B, y el de la lengua B se sorprende de la lengua A. Por otro lado, dicha impresión a la vez disminuye y aumenta a medida que se conocen más len­guas: disminuye, porque ya no es posible pensar que hay ningún modelo lingüístico irrefragable, y aumenta por­que empieza uno a darse cuenta de que la propia lengua es «peculiar». ¿De qué casa se habla cuando se dice en español ‘su casa’ ? ¿De su casa de él, de la de ella, de la de ellos, de la de ellas, de la de usted? ¿O de mi propia casa, cuando digo ‘Esta es su casa (la de usted)’? Basta ojear diccionarios y gramáticas para advertir que si es legítimo comparar morfologías y reglas sintácticas, no lo es formular juicios de valor sobre una lengua fundándose en otra supuestamente «mejor». El vocablo inglés trim

Indagaciones sobre el lenguaje

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9. Surtido de cuestiones 191

se traduce al español por 'ajustado’, ‘bien acondicionado’, ‘ataviado’, ‘acicalado’ , y en el modo verbal infinitivo (to trim) por ‘componer’ , ‘arreglar’, ‘pulir’, ‘ajustar’, ‘adap­tar’, ‘desbastar’, etc., etc. O los españoles usan demasia­das palabras para decir lo que los angloparlantes alcanzan a decir con una, o los angloparlantes tienen que ser muy ambiguos en virtud de la «pobreza» de su lengua. Pero miremos en un vocabulario inglés-español la voz ‘alisar’. Esta se traduce al inglés por to plañe, smooth, polish, burmsh, etc. Los hispanoparlantes están faltos de voces, o son muy ambiguos, mientras que a los angloparlantes les sobran vocablos, o son muy precisos. ‘Estoy empapa­do de su humedad’ parece descabellado. Pero hay que ver: ‘lo miró entre ceja y ceja’ (como si entre ceja y ceja hubiese un ojo); ‘en el debate que siguió se lo comió vivo’ (como si estuviéramos entre caníbales); ‘he tenido muy mala pata’ (cuando la tengo en tan buena condición); ‘no vale una perra’ , ‘anda como Pedro por su casa’ ; ‘los ejemplos me revientan’ , etc.

¿Qué se entiende en español por ‘entremés’? ¿Un surtido de manjares para picar de ellos mientras se sir­ven los platos, o una pieza dramática jocosa y de un solo acto? Ambas, dependiendo de aquello de que se hable. ¿Qué inconveniente hay en usar términos en sentidos figurado, familiar y otros? Gracias a la polisemia, el léxico de los lenguajes es manejable: el moho es una planta muy pequeña de la familia de los hongos, y tam­bién una capa que se forma en la superficie de ciertos cuerpos metálicos, y asimismo la desidia o dificultad de trabajar ocasionada por el ocio excesivo. Nos sorprendían los muchos y varios significados del término chino toen. Pero, ¿y ‘cultura’? Es cultivo del agro, cultivo de la mente, mucho saber, etc. ‘Humano’ puede querer de­cir ‘ser un hombre’, ‘la cualidad de ser hombre’ y tam­bién ‘benévolo’ , ‘altruista’, ‘comprensivo’. Cuando nos sorprendemos de las «peculiaridades» de un «idioma ex­tranjero» es casi siempre porque no lo conocemos bien; según vimos, el propio idioma puede causar sorpresas cuando nos hacen reparar en aspectos que ignorábamos o

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192 Indagaciones sobre el lenguaje

que habíamos olvidado. En la medida en que hacemos uso de tales supuestas «peculiaridades», no nos extrañan en lo más mínimo. Quien no haya estado en Chile se sorprenderá de saber que allá se llame «loco» a uno que ha perdido el sano juicio (muy bien) y también a un marisco gasterópodo del Pacífico (¿cóm o?). Pero en Chi­le nadie se extraña; si se pide un loco en un restorán se espera que le traigan a uno un ejemplar guisado de dicho marisco, no un orate. Bien entendido, todo esto se presta a juegos de palabras, pero en todas partes, y en todos los idiomas, los hay.

No todas las lenguas funcionan del mismo modo; lo que en unas es ambiguo en otras es preciso. No todas sirven exactamente para los mismos propósitos. Es pro­bable que el bantú sea reacio a adaptarse a la sociedad industrial, pero también lo es que dicha lengua ofrezca posibilidades de expresión vedadas a otras. Tentados es­tamos de creer, como algunos románticos, que una len­gua es algo así como un organismo, distinto de otro e irreducible a cualquier otro. En la- medida en que una lengua está allegada a una forma de vida no es nada extraño que tal ocurra; en todo caso, hay razones en favor de la idea de que cada lengua es algo así como una gran obra de arte, una especie de arquitectónica verbal, creada y moldeada a lo largo de los años por una comu­nidad humana. Y si cada lengua, o grupo de lenguas, es un «organismo lingüístico», es probable que sea un modo «peculiar» de ver, esto es, de organizar y articular el mundo. Haremos bien en subrayar diferencias, y en reca­bar para ello la ayuda de la lingüística descriptiva. Pero sería excesivo olvidar varias cosas: que muchas de las diferencias «se compensan»; que cada lengua se las com­pone para traducir a otras y ser traducida por otras; y que hay probablemente estructuras sintácticas, o meta- sintácticas, comunes a todas las lenguas. En cuestiones lingüísticas, es recomendable el paso constante de las diferencias a las similaridades, y viceversa.

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9. Surtido de cuestiones 193

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Los lingüistas se ocupan primordial, si no exclusiva­mente, del lenguaje hablado, y ello por razones de peso: una lengua humana es ante todo un sistema fonético (o foncmico, o morfofoncmico). El lenguaje escrito aparece entonces como una transcripción del hablado. En todo caso, una expresión escrita es, por así decirlo, «profe- riblc», aun cuando no sea nunca efectivamente pro­ferida.

Sin embargo, es un hecho de que, dada una determi­nada lengua, la escritura de la misma no es ajena a su estructura y evolución. «La vida» imita a veces «la literatura». Con frecuencia el lenguaje escrito difiere del hablado. Un caso extremo es el de la dísglosia (árabe coloquial-árabe literal; katharevusa-griego demótico), pero aquí se trata hasta cierto punto de distintas lenguas. No es menester ir tan lejos: la diferencia entre el lenguaje escrito y el hablado se manifiesta asimismo en la mono- glosia. Hay «modos de escribir» que difieren considera­blemente de los «modos de hablar». La literatura puede acercarse todo lo que se quiera al lenguaje coloquial y hasta tratar de dar una impresión lo más fiel posible del último, pero no se confunden fácilmente los dos lengua­jes. Aun en un mismo grupo social, y hasta en una misma persona, se perciben diferencias entre el lenguaje hablado y el escrito.

La transcripción del lenguaje hablado es un importante aspecto en el desarrollo de cualquier lengua. Una vez transcrita, la lengua sufre modificaciones que hubiesen sido improbables de haber permanecido como lengua hablada, o exclusivamente hablada. Es posible, además, que en este respecto ejerza influencia el sistema de trans­cripción adoptado. En todo caso, hay varios problemas que se plantean al nivel de la «mera transcripción».

Ferraícr Mora, 13

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194 Indagaciones sobre el lenguaje

3

Las lenguas han sido transcritas de distintas maneras. Una de las posibles transcripciones es la puramente foné- mica, consistente en producir un signo para cada fonema, de suerte que una vez conocido el valor fonético de cada signo se puede (en principio) leer lo escrito exactamente tal como es hablado. ‘Exactamente’ es acaso excesivo, porque aun en un sistema de transcripción fonémico hay que dejar de lado diferencias individuales y «ocasiona­les». Las escrituras alfabéticas se aproximan lo más po­sible a las fonémicas, sobre todo cuando se complementan mediante signos diacríticos. Otra transcripción posible es la silábica; ejemplo de ella es el sistema de transcripción usado para el japonés. Otro sistema es el llamado «ideo­gráfico» — en rigor, «pictográfico» e «ideográfico»— . Es común afirmar que el antiguo egipcio y el chino han sido transcritos de este modo, pero el asunto es más comple­jo, ya que, además de los pictogramas e ideogramas hay en dichos idiomas otras combinaciones de signos que in­cluyen en muchos casos la escritura silábica.

Sin embargo, podemos considerar un tal sistema ¡ti abstracto, y preguntarnos qué función desempeñan en él las «imágenes». Al parecer, la de ser representación figu­rada de «una cosa». Así, las siguientes imágenes:

funcionan como ideogramas en el sistema «ideográfico» egipcio y representan respectivamente un ojo, una jirafa y una esquina.

Sin embargo, una cosa puede representarse figurada­mente de distintos modos, y ello aun si prescindimos de

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9. .Surtido de cuestiones 195

posibles «estilizaciones». El ideograma (o, en rigor, pic- tograma):

es (era) para el escriba egipcio, y para el que podía «leer» su escritura, la representación figurada de un ojo, porque así «veía» al ojo, y así se suponía que debían de «verlo» los «lectores». ¿Podría ser asimismo una repre­sentación figurada de ‘ojo’ para un azteca, un esquimal, un judío sefardí, un bantú? Es probable, pero no seguro. El mismo «ideograma» podría representar una flauta, un bote, un zueco, un plátano agujereado.

Supongamos que se hace todo lo posible para repro­ducir figuradamente un ojo, con todos sus detalles, inclu­yendo los colores. Las dudas anteriores subsisten. ¿En qué consiste la representación figurada de algo que sea «lo más fiel posible al original»? No todo el mundo está de acuerdo en lo que sea «una representación fiel». Para empezar, no todo el mundo ve del mismo modo el supuesto «original». Luego, no puede darse una «repre­sentación fiel» del «original» a menos de exhibir la mis­ma cosa que se trata de representar, en cuyo caso no hay representación. Finalmente, hay muchos modos de en­tender ‘ representar’ y ‘representación’ .

Atenerse al titulado «sentido común» no ayuda mu­cho, porque no puede hablarse de sentido común sin especificaciones y cuando se despliegan éstas, dejan de haber tal sentido común. En la lectura de pictogramas e ideogramas hay que comenzar por no dar demasiado por supuesto. Hay que convenir en que:

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representa una jirafa y no, por ejemplo, una llama, y en que

196 Indagaciones sobre el lenguaje

representa una esquina, pero no, por ejemplo, el instru­mento llamado «escuadra». Para el egipcio eso resultaba más fácil, porque no sabía que había llamas, y si usaba escuadras las representaba de otro modo, dejando el pic- tograma anterior para representar «esquina».

La cosa se complica cuando se trata de representar acciones, direcciones, cualidades o «conceptos». Los ideo­gramas

representan respectivamente en el sistema egipcio los actos (o acciones) de ir (o marchar), de llorar, el Sur, lo fresco (o moderadamente frío, y acaso la frescura) y la vejez. El primero es un paso avanzado en la estilización de figuras. El segundo puede representar el llorar, pero, ¿por qué no un ojo? Así parecen ser los ojos de las mo­delos más «en vogue» en los momentos de escribir estas líneas. El tercero tendría «sentido» sólo para un egipcio del delta; la figura representa (dicen) un lirio, flor espe­cialmente abundante en el Alto Egipto. Puesto que éste se halla al sur del delta, la figura en cuestión puede re­presentar el Sur (podría representar también, y más di­

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9. Surtido de cuestiones 197

rectamente, un lirio, y acaso represente «un lirio y el Sur [del país])». El cuarto adquiere su « representativi- dad» del tipo de alfarería usada en la comunidad egipcia y de lo que se esperaba de tal tipo de jarra: que guar­dara el agua fresca (podría representar también una jarra y agua). El quinto podría representar tantas «cosas» — y, a mayor abundamiento, «conceptos»— que es mejor de­jarlo a la imaginación del lector.

Aun en los casos más «favorables» o menos «equívo­cos». la escritura ideográfica está fundada en convencio­nes. En este sentido no es mejor (y acaso sea peor) que otros modos de transcripción de la palabra. Para que un lenguaje ideográfico se convierta en una lengua universal hay que agregarle tantas convenciones que no merece la pena intentar la empresa. El curso que han seguido los lenguajes llamados «ideográficos» no es para convencer de las ventajas de un sistema de pictogramas e ideogra­mas. En el egipcio hubo que acumular «determinantes», combinar los «ideogramas» con signos fonéticos y añadir determinativos (sin los cuales se corría el peligro de con­fundir dos o más signos, cuya pronunciación era prácti­camente idéntica).

¿Serán estas dificultades debidas no a las limitaciones de todo sistema picto-ideográfico, sino a la insuficiente racionalización de los sistemas hasta ahora desarrollados? No hay ninguna respuesta simple a esta pregunta, por varias razones, entre ellas dos: se pueden construir di­versos tipos de sistemas ideográficos (incluyendo algunos que sólo muy latamente cabe considerar como tales), y se pueden tener propósitos diversos al efecto.

4

Supongamos que se acepte un mínimo de convenciones en la representación figurada, y que semejante represen­tación sea la principal finalidad de los «ideogramas». En tal caso se admiten sistemas ideográficos que funcionan

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como sistemas lingüísticos especiales cuya ventaja prin cipal es la universalidad.

Consideremos los ideogramas de tipo simbólico usados en un número creciente de países para regular el tráfico rodado. Si:

198 Indagaciones sobre el lenguaje

se acepta como representando una prohibición, todo lo que figure dentro de este signo podrá ser considerado como incluido dentro de lo prohibido. No hay límites en lo que pueda figurar dentro del círculo precedente, ex­cepto la posibilidad de su representación simbólica. Así,

puede leerse «No se permiten motocicletas», y

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9. Surtido de cuestiones 199

puede leerse «No se permiten teléfonos». Sin embar­go, en el caso de que hubiera un teléfono junto al círculo, como en:

podría preguntarse si alguien ha desobedecido el signo o si el signo representa otra «cosa»; por ejemplo, no se permite telefonear. Esta ambigüedad puede despejarse del siguiente modo. Se conviene en que cuando hay una cosa disponible en, o cerca del lugar en el que se ha erigido el signo, se puede adoptar un cuadrado:

con la convención de que todo lo que se halle dentro de el representa algo disponible. En este caso, se puede dar la indicación «No se permite telefonear» mediante:

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200 Indagaciones sobre el lenguaje

donde el signo a la derecha indica que hay un teléfono y el de la izquierda indica que no se permite usar telé­fonos. Lo único que puede entonces preguntarse es: ¿Para qué diablos han puesto un teléfono si no permiten usarlo?

Despejar la susodicha ambigüedad presupone usar una regla lógica de inferencia: la llamada «regla de unión», según la cual, dado un signo, S, y un signo Si, se permite concluir o «leer»: «S y Si».

El problema es hasta qué punto cabe incrementar los signos «ideográficos». Los signos de que nos ocupamos se llaman asimismo glifos (del griego glypho — ‘escribir en una tableta’) y no tienen por qué ser siempre símbolos gráficos relacionados con alguna imagen. Hay símbolos que «representan» conceptos más o menos asociados con una imagen, como la flecha para indicar dirección, pero no es siempre seguro si se trata de un símbolo «concep­tual» o de una imagen más o menos estilizada. En todo caso, los símbolos «conceptuales» ofrecen posibilidades diversas de incremento. Si

sirve para indicar que hay una bifurcación de camino (o también una conectiva como 'o ...o ’, cuya función de dis­yunción es análoga), una representación simbólica como

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9. Surtido de cuestiones 201

señala que el camino de la derecha es más ancho que el de la izquierda. El símbolo:

puede indicar que hay tres caminos al llegar a la bifurca­ción: uno, del mismo ancho que el camino donde se halla la persona antes de llegar a la bifurcación, y otros dos, a derecha e izquierda, que son más angostos. Si uno de los últimos es intransitable, puede indicarse mediante:

donde la raya que cruza la línea del camino, señala «No pasar» (o «Impasable»). Se podría, además, distinguir entre «No pasar» o «Prohibido el paso» e «Impasable» por medio de dos distintas líneas — por ejemplo, una continua y otra formada por guiones, y hasta distinguir entre «Im pasable» e «Intransitable» por medio de guio­nes de distintas longitudes, pero llegaría un momento en que las ventajas de la universalidad de un sistema ideo­gráfico como el bosquejado quedarían anuladas por la complejidad de las convenciones que habría que intro­ducir.

Los sistemas lingüísticos ideográficos de carácter uni­versal tienen que ajustarse, pues, a propósitos bien de­finidos. Cuando se amplía el alcance de la comunicación parece mejor recurrir a algún lenguaje artificial que forme

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202 Indagaciones sobre el lenguaje

su vocabulario a base de varias lenguas y que construya una gramática suficientemente flexible. Aun en este caso, sin embargo, tiene que circunscribirse el alcance de las comunicaciones posibles. Tal sucede con el «lenguaje lógico» llamado «Loglan», que es un «lenguaje natural» construido artificialmente 3. Los que han forjado el «Lo­glan» han procurado evitar toda ambigüedad estructural y, dentro de ciertos límites, lo han conseguido. A tal efecto, la sintaxis del lenguaje en cuestión es una sintaxis lógica. Se podrían obtener todavía mejores resultados introduciendo en el lenguaje redundancias fonológicas 4, pero entonces habría posiblemente que modificar otros elementos estructurales del lenguaje. Evidentemente, no hay ningún lenguaje perfecto — entre otras razones por­que el término ‘perfecto’ no tiene mucho sentido en una estructura lingüística; un lenguaje es «perfecto» sólo se- ciindum quid.

5

El lenguaje, se ha dicho a veces, es inadecuado o im­potente para «expresar la realidad». ¿Cómo describir verbalmente este lento y espaciado caer de las hojas do­radas en una tarde de otoño, este cálido sabor de una castaña tostada, la expresión de ese rostro a la vez su­friente e impávido, mi ansiedad ante el futuro, la tor­mentosa serenidad de este instante fugitivo, etc.?

Abundan las razones para pensar que el lenguaje es con frecuencia inadecuado, impotente, insuficiente, etc. Hay «cosas» y «emociones» que no parecen poder des­cribirse o expresarse del todo, y las hay (o acaso son las mismas) que parecen poder «expresarse» mejor, o más cabalmente, por medios no verbales. Ahí están, para confirmarlo, las obras de arte: los zapatos viejos de Van Gogh, el pintor pintándose a sí mismo en «Las Meni­nas», las secuencias del caballero jugando al ajedrez con la Muerte en «E l séptimo sello» de Ingmar Bergman. Esas imágenes no pueden «sustituirse» con palabras.

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9. Suri ¡do de cuestiones 203

A veces no se logra decir lo que se quiere decir; hay palabras que nos traicionan o con las cuales «traiciona­mos» a los demás; las palabras se hacen a veces inertes, gravosas; tratamos los términos abstractos como si de­signaran realidades concretas; nos dejamos confundir y atrapar semánticamente; ciertas palabras operan a modo de pantallas, etc.

Pero, ¿en que sentido cabe decir que el lenguaje (ver­bal) es «inadecuado» o «insuficiente»? Las realidades mis­mas descritas o expresadas no pueden constituir una me­dida de tal «inadecuación» o «insuficiencia», porque des­cribir o expresar — y, en general, «representar»— «las cosas» no es duplicarlas. Tampoco puede constituir una medida de insuficiencia o inadecuación un supuesto len­guaje ideal que sería isomórfico con las «realidades», ya que ello equivaldría a tomar como medida de semejante insuficiencia o inadecuación un imposible lenguaje-réplica de realidades. Si seguimos admitiendo que en algunos casos el lenguaje — o, si se quiere, tales o cuales expre­siones de una lengua en tales o cuales situaciones— es insuficiente e inadecuado, es sólo en tanto que reconoce­mos que a menudo nos sentimos frustrados cuando tra­tamos de describir o expresar algo.

Por otro lado, cabe hacer con el lenguaje muchas cosas que no se pueden hacer averbalmente. No es que enton­ces el lenguaje verbal resulte «suprasuficiente» o «supra- adccuado»; es sólo que tiene posibilidades de expresión que compensan el sentimiento de frustración antedicho. El lento caer de las hojas doradas en esta tarde otoñal puede describirse o expresarse con medios verbales muy ricos y sutiles — tanto, que no nos preocupamos ya de si nuestra descripción es más o menos «fiel».

No es justo deplorar la insuficiencia o inadecuación del lenguaje verbal para «expresar la realidad», porque ello presupone que el lenguaje tiene que proporcionar des­cripciones «adecuadas» o «suficientes» siendo la medida de ello la propia realidad descrita. Pero el lenguaje no tiene por qué «aproximarse» a «la realidad»; representar «las cosas» no es reproducir éstas 5.

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204 Indagaciones sobre el lenguaje

6

«E l problema» de si puede traducirse una lengua a otra no es, en rigor, un problema; es un conjunto de problemas muy diversos. ¿Qué quiere decir ‘traducir de una lengua a otra'? No es lo mismo traducir tal o cual palabra de una lengua determinada a otra lengua deter­minada que traducir cualquier palabra de cualquier len­gua a alguna palabra de cualquier otra lengua. No es ni siquiera lo mismo traducir, o poder traducir, una expre­sión de una lengua a otra en un período que en otro. Se ha puesto de relieve que Mario Victorino tuvo grandes dificultades en traducir a Plotino al latín. Podía concluir­se a la sazón que el latín no estaba hecho para expresar sutilezas filosófico-teológicas. Pero seis, siete u ocho si­glos más tarde, autores como Santo Tomás o San Buena­ventura disponían de toda clase de «teologismos». No es lo mismo preguntar si puede traducirse una palabra o una frase exactamente o bien aproximadamente, mejor o peor, etc., o si puede traducirse ún lenguaje coloquial o uno literario o uno científico. Una vez desglosado el llamado «problema de la traducción» en varios proble­mas, lo más seguro es que se descubran muy distintos niveles de traducibilidad, al punto que resultará absurda toda conclusión del tipo de «Sí, claro, se puede traducir todo» o «No, no se puede traducir (realmente) nada».

7

Se supone a veces que una palabra o una expresión tienen una raíz original u originaria, que es la auténtica y más profunda, de suerte que constituye el significado radical o primario. Los demás significados son, en el mejor de los casos, variaciones o extensiones y, en el peor de ellos, deterioros de tal supuesto significado primario. Zambullirse en este último equivale a descubrir lo que en la palabra o expresión es «auténtico».

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9. Surtido de cuestiones 205

Esta suposición no es siempre fundada. Puede que haya, como propone Ortega, una etimología primaria o «verdadera» de un término6. Si tal sucede, puede arro­jar luz sobre lo que se ha venido entendiendo por el termino, incluyendo lo que se ha entendido, o se entien­de, por él al cabo de mucho tiempo y tras haberse transva­sado a otras lenguas. El vocablo griego iypos significó originariamente 'golpe’, y de ahí la marca dejada por un golpe. Si el golpe tiene su «sello», lo que resulta es una figura parecida a otras; son figuras que proceden del mismo golpe, de la misma marca o sello y son, pues, del mismo «tipo». Se admiten entonces muchos sentidos cíe ‘tipo’ : ‘Todos estos libros son del mismo tipo’, ‘Se le reconoce por el tipo’ y hasta ‘Adriana tiene un buen tipo’. Estos sentidos no se superponen, pero están rela­cionados entre sí. Sin embargo, pueden ocurrir dos cosas que convierten la suposición de referencia, cuando se generaliza al extremo, en una «falacia etimológica».

Puede llegar un momento en que el sentido de un tér­mino difiera ya considerablemente del original, al punto que es legítimo preguntarse si la consideración etimoló­gica «primaria» o «verdadera» ayuda gran cosa a enten­derlo. En algunas ocasiones puede inclusive representar un obstáculo; atraídos por el significado «primario», po­demos desatender el «secundario». Que el significado pri­mario de tnatcrics ( ‘materia’ ) sea ‘madera’ dice algo sobre ‘materia’ , pero no por ello consideraremos que el sentido de ‘materia’ es «secundario» con respecto al de ‘madera’. Poco, o nada, se aprende sobre lo que significa ‘tipo’ en ‘teoría extensional de los tipos’ considerando el sentido etimológico «primario», «verdadero» o «auténtico» de ‘ tipo’.

Luego, y sobre todo, puede ocurrir que una palabra adquiera un significado nuevo sin que éste haya sido de­rivado del «primitivo». Como indica UUmann, el nuevo significado puede «haber sido inducido por algún otro término en el mismo campo asociativo»7. La «falacia etimológica» se convierte en lo que se ha llamado «des­arrollo pseudo-semántico».

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206 Indagaciones sobre el lenguaje

En este respecto, mucho depende del modo como se manejan las etimologías. Ortega ha manejado muchas con gran brillantez. Heidegger ha manejado otras con mucho brío *. En un texto de José Ricardo Morales se lee: «Conocemos al hombre tanto por aquello que cuida como por lo que descuida o le tiene sin cuidado. Cuida todo aquello que cubre con su atención, cuanto a-tiende, y el cuidado que esto le merece se representa mediante la ‘curiosidad’ (tal como lo que se descuida se reconoce en el abandono y desaliño de la ‘ in-curia’ ) » 9. Es un ejemplo de uso hábil e iluminativo de sentidos primarios.

8

Hay dos opiniones contrapuestas sobre el problema «decir algo y querer decir otra cosa». Según una, si un sujeto, S, profiere una oración, V , el significado de V es intemporal, de modo que si profiere ’x ' no puede a la vez «significar» o decir otra cosa que la que V significa. Según otra, el significado de V es lo que S quiere decir al proferir V , de modo que si su intención es decir y, el significado de V es lo que quiere decir ‘y’ .

Cabe hilar argumentos muy convincentes en favor de cada una de las dos opiniones, y a la vez ejemplos que no condicen con ellos. En ciertos casos es difícil pensar que V significa otra cosa que lo que significa. Si S dice ‘La raíz cuadrada de 16 es 4 ’ puede querer decir con ello 'El campo está muy verde hoy’, pero es difícil ligar el significado de la primera oración con el de la segunda. Por otro lado, si S dice ‘Parece que va a llover’ cuando quiere decir ‘Es hora de terminar esta reunión’, los dos significados son más «ligables».

H . P. Grice ha distinguido entre varias formas de es­pecificación de significado: especificación de un significa­do intemporal de un tipo de proferencia completa o incompleta (que puede ser lingüística o no), especificación de un significado aplicado intemporal de un tipo de pro­ferencia completa o incompleta (asimismo lingüística o

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9. Surtido de cuestiones 207

no), especificación de un tipo de proferencia con signi­ficado ocasional, .y especificación del significado ocasional de una proferencia por quien la profiere l0. Estas distin­ciones permiten admitir que en ciertos casos en que S profiere queriendo decir otra cosa, esta otra cosa es ¡a que V quiere decir.

De este modo parecen poder deshacerse los argumen­tos 11 de que ’x ’ pueda significar otra cosa que ‘x ’, pero sólo porque se especifican tan detalladamente las condi­ciones que rigen en el caso de que ‘S haya querido decir, al decir «x», q u e ...’ Estas condiciones incluyen el que no se trate del significado de un tipo de proferencia (inclu­yendo un tipo de proferencia con significado ocasional), sino únicamente del significado de 'V cuando S quiere decir, al proferir ‘x ’ que... Pero entonces el resultado es obvio: si S quiere decir, al proferir 'x ’, que..., lo que sigue a ‘q u e ...’ es lo que S significa o quiere decir, con lo cual no se adelanta gran cosa; en rigor, sólo se dice que cuando V quiere decir lo que S significa al decir V , ‘.v’ significa lo que S quiere decir.

9

Consideremos la cuestión llamada «relación entre mun­do y lenguaje». El lenguaje de que se habla entonces es el llamado «descriptivo» (o «aspecto descriptivo del len­guaje»). Interesan entonces solamente las expresiones por medio de las cuales se dice algo «sobre» o «acerca de» algo. Con ello se excluyen otros aspectos del lenguaje — expresiones mediante las cuales se pregunta, se impre­ca, ruega, persuade, maldice, etc.— ; con ellas, en efecto, no se describe, declara, indica o enuncia nada. No pue­den ser, estrictamente hablando, verdaderas o falsas; no pueden poseer ningún otro de los titulados «valores de verdad»: «más verdadero que falso», «bastante falso», «ni verdadero ni falso», etc., o siquiera ser consideradas, pragmáticamente, como plausibles, creíbles, etc.

El lenguaje en su dimensión no descriptiva es, por así

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208 Indagaciones sobre el lenguaje

decirlo, parte del mundo, esto es, una actividad o proceso em el mundo. No parece plantearse con respecto a él la cuestión llamada «relación entre mundo y lenguaje». Ahora bien, si se plantea esta cuestión cuando el lengua­je es descriptivo, ¿hay que concluir que semejante len­guaje se halla «fuera del mundo»?

Se ha contestado a veces afirmativamente a esta pre­gunta. No se ha afirmado con ello que las palabras del lenguaje descriptivo dejan de formar parte del mundo; se ha mantenido sólo que lo que se dice con ellas no es un fenómeno, hecho o proceso del mundo. El enunciado ‘Este hombre tan alto es finlandés’ está compuesto de palabras que, como tales, forman parte del mundo, pero lo que se dice con ellas, afirman varios autores, no es un hecho: es un sentido, y ¿cómo cabe sostener que los sen­tidos se hallan en el mundo? Además, ‘Este hombre tan alto es finlandés’ es una proposición verdadera o falsa, y aunque si este hombre tan alto es finlandés la proposición es verdadera, y falsa en caso contrario, los predicados 'es verdadero’ y 'es falso' no parecen hallarse tampoco en el mundo. Lo que hay en el mundo (si lo hay) es este hombre tan alto que es finlandés, pero no la verdad de la correspondiente proposición.

La tesis según la cual el lenguaje en su dimensión des­criptiva — o, si se quiere, los aspectos semánticos del len­guaje mediante los cuales se alcanza a describir el mun­do— se halla fuera del mundo ha sido llamada, por Arthur Danto, «la tesis del externalismo» 12. Esta tesis tiene un aire muy plausible, sobre todo cuando se insiste en la citada dimensión descriptiva y no se pretende que. todo lenguaje es reducible a ella. ¿Qué se agrega al mun­do al describirlo? Por lo pronto, parece que nada. Más aún: a menos de suponer que el mundo es indiferente a las descripciones que cabe dar de él, no es posible formular ninguna descripción. Una descripción que cam­bia lo descrito no.es una descripción 1J.

La tesis externalista ofrece varios inconvenientes. Uno es el sentido de ‘se halla fuera del mundo’. Bien enten­dido que ‘fuera de’ no significa 'en otro lugar’ (por cjem-

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9. Surtido de cuestiones 209

pío, en un universo «platónico» de esencias, intencio­nes, etc.), ya que entonces no haríamos sino doblar el llamado «mundo» con otro supuesto «mundo», conside­rado inclusive como el paradigma del primero. Pero su­pongamos que por ‘fuera del mundo’ se entiende algo similar a lo que Kant llamaba «trascendental»; la dimen­sión trascendental del lenguaje (y, en general, del cono­cimiento) sería entonces la que permitiría hablar acerca del mundo, esto es, de los hechos. ¿Mejora esto las cosas?

Creemos que sí, pero no vemos entonces por qué habría que considerar tal dimensión trascendental como «fuera del mundo». Si por ‘fuera del mundo’ se entiende ‘ trascendental’, no hay objeción mayor, pero sólo porque se ha dado una interpretación de ‘fuera del mundo’ que corresponde precisamente a ‘ trascendental’ . Por otro la­do, para colocar a la dimensión trascendental fuera del mundo habría que comenzar por suponer que el mundo se compone únicamente de hechos o de «estados de co­sas». ¿Por qué no suponer que se compone asimismo de sentidos? Con esto no se afirma que hay cosas que se llaman «sentidos»; se sostiene únicamente que la dimen­sión o «sentido» es una de las dimensiones ontológicas de la realidad.

Nos hemos extendido sobre este punto en otro lugar u. Aplicando a nuestro problema las ideas allí bosquejadas, cabe afirmar que lo que se dice con expresiones del lenguaje descriptivo es asimismo un fenómeno del mun­do. Con ello parece que nos adherimos a la tesis «inter- nalista» y «anti-descriptivista», según la cual todo len­guaje, incluyendo sus vehículos semánticos, se halla en el mundo, o, más específicamente, forma parte de «la Naturaleza». Y así es, pero con la condición de haber previamente ampliado el concepto de «mundo» y, a for- tiori, el de «Naturaleza». El que una proposición sea verdadera o falsa es algo externo a aquello de que se dice que es verdadero o falso, y en este respecto parece forzoso aceptar la «tesis externalista». Pero la proposi­ción verdadera o falsa es una «objetivación», esto es, un

Fcrrnlcr Mora, 14

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210 Indagaciones sobre el lenguaje

hecho cultural que sólo tiene sentido en virtud de sujetos que producen tales proposiciones y son capaces de expre­sarlas. Si ciertos aspectos del lenguaje son, en la acepción de Kant, trascendentales, ello no los elimina de la reali­dad; sólo los sustrae de la realidad en cuanto «ser». El ‘acerca de’ de una proposición acerca de A no se halla en A, pero se halla en un mundo del cual A forma parte. La prueba es que puede asimismo hablarse de (acerca de) la proposición acerca de A. Las estructuras conceptua­les trascendentales son objeto de discurso, porque nin­guna estructura conceptual trascendental es absoluta. Por tanto, nuestra concepción del lenguaje — incluyendo su dimensión descriptiva o «acerca de»— como algo que está en el mundo es función de una tesis ontológica se­gún la cual no hay ninguna realidad absoluta excepto el propio mundo.

10

El presente libro se originó por el deseo de estudiar uno de los temas más abundantemente tratados en filoso­fía analítica y lingüística: el del significado y la referen­cia. El libro toca a su fin sin haberse hecho más que aludir rápidamente al tema.

Ello no se debe a que lo consideremos menos intere­sante de lo que creíamos al principio; ocurre sólo que es un tema de tal alcance que ha sido preciso sacrificarlo para que la presente obra no alcance proporciones desme­didas. Entre las «cuestiones lingüísticas», la del significa­do y la referencia ocupa un lugar central; para tratarlo como es debido, hubiera sido menester darle también un lugar central — requisito que sólo otra serie de «In ­dagaciones sobre el lenguaje» podría tratar de cumplir.

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N o t a s

AI Capítulo 1

1 Stcphcn Toulmin, The philosophy of Science (London, 1953), págs. 13-16.

1 Fricdrich Waismann, How I See Philosophy (London-Mel- bournc-Toronto, 1968), págs. 21 y siguientes.

1 En L j Guerra y la Paz.4 Por ejemplo, en Nicls Egmont Christenscn, «The Alleged

Distinction Between Use and Mention», The Philosophical Re- view, 76 (1967), 358-67.

5 John R. Searlc, Specch Acts: An Essay in the Philosophy of luinguage (Cambridge, Inglaterra, 1969), pág. 131.

4 El silencio no es sólo un tema literario o un objeto posible de descripción fenomcnológico-existendal; es asimismo un pro­blema de la psicolingüística, como lo atestiguan las investigacio­nes sobre longitudes y frecuencias de silencio —y, en general, de «habla sin contenido»— en pacientes psiquiátricos.

7 Paul Ricocur, «La Structure, le Mot, l’Evénement», Esprit (mayo, 1967), rcimp. en Man and World, 1 (1968), especialmen­te pág. 29.

* Herbcrt Marcuse, Cinc-Dimensional Man (Boston, 1964), pá­ginas 173 y sigs.

* Ludwig Wittgenstcin, Philosophische Untersuchungen, § 97.117 Jerrold J . Katz, The Philosophy of Language (New York,

1966), págs. 7 y sigs.

211

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11 Gilbert Ryle, The Concept of Mind (New York, 1949), págs. 130-31 y 149-33. _

12 Tsu-lin Mei, «Chínese Gramroar and the Linguístic Movc- ment in Philosophy», The Review of Metaphysics, 14 (1960-1961), 463-92.

212 Indagaciones sobre el lenguaje

AI Capítulo 2

1 Véase Walter F. Ong, S. J., The Prcsence of the Word (New Haven, London, 1967), págs. 17-110.

2 Marshall MacLuhan, The Gutenberg Galaxy (Toronto, 1962); Understanding Media (New York, 1964), especialmente capítu­los 1 y 2; y The Médium is the Massage: Art Inventory of Effects (en colaboración con Quentin Fiore).

i J . L. Aranguren, Human Communicalion (New York-Toron- to, 1967), págs. 19 y sigs.

4 Para un tratamiento técnico del uso de «información pre­via», véase Coliin Cherry, O a Human Communicalion: A Re­view, a Survey, and a Criticism (Cambridge, Massachusetts & Lon­don, 2.& ed., 1966), págs. 182-87.

5 Nos referimos principalmente a mensajes con contenido se­mántico; véase, sin embargo, más adelante y nota 9.

4 Leonard Bloomfield, Language (New York-Chicago, 1933), págs. 142 y sigs.

7 Más detalles sobre este punto en el capítulo 10, § 8 (y co­rrespondientes notas 11 y 12).

1 La imposible prueba (Unmogliche Beweisausfnahme) .9 Algo semejante podría decirse de los casos que han trata­

do algunos de los cultivadores de la psicolingüística: el llamado «lenguaje sin contenido» (por ejemplo, el tono y calidad de la voz y otros rasgos, no necesariamente prosódicos, o expresiones verbales de las que se ha «filtrado» el contenido), que no acarrea información semántica, sino «afectiva».

10 El Ser y el Sentido (Madrid, 1967), especialmente pági­nas 349-93.

Al Capítulo 3

1 M. Heidegger, Unterwegs zur Sprache (Pfullingen, 1939), págs. 176, 181, 200.

2 Ibid., pág. 201.5 Ibid., pág. 33.4 William James, The Varieties of Religious Experience

[1902] (New York, 1942), pág. 27.1 Ortega y Gasset, «prólogo al ‘Collar de la Paloma de Ibn

Hazm de Córdoba’» [1952] en Obras Completas, VII, 49.‘ Simplificamos. Véase al respecto James Griffin, Wittgens-

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Notas 213

tein's Logical Alomism (Oxford, 1964), págs. 13-17 (hay otras interpretaciones posibles: Stenius, Anscombc, Fnvrholdt, MaxBlack).

' William James, loe. cit.* Un loe. class. en Wittgenstcín es Pbilosopbiscbe LJntcrsu-

ebungen, § 7 (véase también §5 8-25 y The Bine and Brown Books [London], 1958, págs. 16-17).

La renuncia a hablar de «el» lenguaje no es necesariamente incompatible con la idea de que hay elementos comunes a todas las lenguas o, como se los ha llamado, «universales lingüísticos» (que pueden ser sintácticos o semánticos, y hasta fonológicos, y que pueden ser también formales y sustantivos, así como más o menos estrictos, aunque si no lo son cabe preguntar por qué sigue llamándoseles «universales»). Lo que se hace al renunciar a hablar de «el» lenguaje es a abstenerse de suponer que tiene una función única. La tesis de los «universales lingüísticos» no es, pues, «cscncialista». Para varios modos de entender tales «universales», véase Hockctt, Saporta, Weinrich, LJllmann et al, en Joseph H. Grccnbcrg, Universals of Langnage (Cambridge, Massachussctts, 1963) [Ponencias y discusiones de una serie de reuniones celebradas en Dobbs Ferry, Nueva York, del 13 al 15 de abril de 1961].

* Véase Robcrt E. Gahringer, «Can Games Explain Langua- gcP», The Journal of Pbilosophy, 66 (1959), 661-67.

10 Véase Veno Zcndlcr, Linguistics in Pbilosophy (Ithaca, New York, 1967), págs. 25-26.

" Ibid., págs. 14 y sigs.12 Recuérdese que aquí examinamos, sobre todo, el lenguaje

como actividad. Aunque hablamos de reglas, y aun de reglas más o menos «flexibles», no las consideramos en ningún caso como independientes de su aplicación. Para el lenguaje como estruc­tura y para la cuestión de la relación entre el lenguaje como estructura y como actividad, véase capítulo próximo.

" Y en japonés se forma kalki (un plural) para cock-lail.“ Estas páginas constituyen un tratamiento «informal» e

«intuitivo» de la cuestión. Para el examen de alguno de estos problemas más de acuerdo con los requisitos de la lingüística, véase el próximo capítulo, especialmente §§ 6-8.

Al Capítulo 4

1 Ronald W. Langacker, Langnage and lis Structure (New York, 1967), págs. 19-21.

2 Max Black, The Labyrinlh of Langnage (New York-Wash- ington-London, 1968), pág. 9.

2 Eric II. Lenneberg, The Biologieal Poundations of Lan­gnage (New York-London-Sydney, 1967), págs. 66-67.

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4 Ernst Cassirer, Die Philosophie der syrnboliscben Formen, I (Berlín, 1923), págs. 1-16.

5 Por ejemplo, en L'Oeil et l’Esprit (París, 1964), págs. 13- 15. Véase también Signes (París, 1960), págs. 44 y sigs.

‘ Michael Polanyi, The Tacit Dimensión (New York, 1966), págs. 3-25 y «On Body and Mind», The New Scholasticisia, 43 (1969), 195-204, especialmente pág. 198.

7 Carta al editor Ludwig von Fickner; véase B. M. McGui- ness en apéndice a Paul Engelmann, Letters from Ludwig Witt- genstein. Witb a Memoir (Oxford, 1967), pág. 143.

* Más idiomáticamente: Speech is the best show man pnts on (Benjamín Lee Whorf, Language, Thought, and Reality, New York-London [1956], ed. John B. Carroll, pág. 249).

* O no tan comunes si se piensa en formas dialectales y en idiolectos.

10 John McDermott, «Technology: The Opiatc of the Inte- llectuals», The New York Review of Books (31 de julio de 1969), vol. 10, núm. 2, págs. 25-35.

11 Ferdinand de Saussurc, Cours de linguistiquc genérale (Lausanne, 1916, 2 * ed., París, 1922). Introducción, cap. III. Ferdinand de Saussure apunta varías características. El habla es multilateral y heterogénea, pertenece tanto al individuo como a la sociedad y es un sistema de signos donde lo único esencial es la unión de significados y representaciones de sonidos. La lengua es un objeto bien definido en la masa de hechos lin­güísticos, puede estudiarse separadamente, es el aspecto social del habla y existe fuera del individuo. Para de Saussurc, la lengua es concreta («no menos que la palabra»), porque «los signos lingüísticos no son abstracciones», a diferencia de la ten­dencia actual a caracterizar la lengua como un «sistema abs­tracto». Hay que tener en cuenta, sin embargo, que hoy se da a ‘abstracto’ un sentido que no tenía en la época de Ferdinand de Saussure, para quien el estudio de la lengua no sería fructí­fero a menos de tratarse de «algo concreto».

12 Empleamos aquí ‘distributivo’ en un sentido «informal»; ‘distributivo’ connota simplemente los modos como se reparten los términos de una lengua según la mayor o menor frecuencia de su uso. Para ‘distribucional’, véase infra (nota 17).

11 Sin embargo, Ferdinand de Saussure estima que la lengua es «parte» del habla (nótese la imprecisión terminológica en dicho autor; a veces usa langage para ‘habla’, pero se refiere a la vez a actos lingüísticos (actes de parole) y también manifiesta que hay que «separar del todo del habla» la parte que pertenece al lenguaje).

14 Para la noción de analogía, y especialmente de «creación analógica», véase Charles F. Hockett, A Course in Modera Lin- guistics (New York, 1958), págs. 289-90 (45.4).

15 J . Trier, Der deutsche Woriscbaíz itn Sinnbezirk des Vers-

214 Indagaciones sobre el lenguaje

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Notas 215

landes. Die Gcscbichtc cines spracblichen Feldes. I: Von An- fangen bis zum Bcginn des 13. Jabrbunderts (Hcidelberg, 1931).

'• Simplificamos. Véase algo más adelante una referencia más amplia —aunque también simplificada— a varias «escuelas» lingüísticas. Además, algunos de los autores incluidos en una determinada orientación han manifestado opiniones diversas en el curso del tiempo. Por ejemplo, Hockett, que ha llamado a Chomsky «filósofo neomedieval» (Scientific American, vol. 217 [noviembre, 1967], pág. 144); reseña del libro de Lenneberg cita, supra [nota 3] ha reconocido a la vez que Chomsky (y Harris) han contribuido a poner de relieve el carácter inadecuado de una gramática fundada en el «elemento y disposición» (al estilo bloomficldiano) y han propuesto «un modelo más realís­tico», fundado en «elemento y proceso» y capaz de manejar transformaciones. Hockett considera legítimo construir gramá­ticas algebraicas, pero postula una matematización del lenguaje que no se base en el supuesto de que es algo «bien definido» (Véase Languagc, Matbematics, and Linguistics [La Haya-Paris, 1967; prólogo de 1966], pág. 10).

" Usamos ‘ transformacional’ (y no 'transformativo’), y ‘ transformacionalismo’ (y no ‘ transformativismo’) para simplifi­car y seguir un uso ya establecido. Ello permite, por otro lado, distinguir entre el uso técnico y el uso corriente (como ocurre con ‘distribucional’ a diferencia de 'distributivo’, bien que se dice 'justicia distributiva’).

Estrictamente hablando, ‘ transformacionalismo’ no es un vo­cablo adecuado para el propósito que perseguimos. Hay autores que no son «transformacionalistas» aunque admiten y elaboran reglas de transformación. 'Transformacional1 no abarca todo el ámbito de las gramáticas así calificadas, porque este término de­signa sólo un subcomponente del componente sintáctico de una gramática generativa (Véase Noam Chomsky, Aspecis of the Tbeory of Syntax [Cambridge, Massachussetts, 1965], pág. 17).

Por otro lado, puede haber gramáticas generativas —como las que usan el análisis de la estructura de frase— que no son trans- formacionalcs. Lo común en una gramática llamada, de todos modos, «transformacional», es proporcionar reglas de estructu­ras de frase, reglas transformacionalcs y reglas morfofonémicas.

" La distinción entre 'sincrónico’ y ‘diacrónico’ propuesta por Fcrdinand de Saussure (Cours, partes 2 y 3) tiene, al pare­cer, antecedentes en Comte, Brentano y Wilhelm von Humboldt, entre otros. Véase Hans-Hcinrich Lieb, « ‘Synchronic’ versus 'Diachronic’ Linguistics: A Historical Note», Linguistics, 36(1967), 18-28. En un sentido muy amplio, tal distinción puede ejemplificarse en dos «sistemas» filosóficos: los de Descartes y Vico respectivamente.

” Por otro lado, los «transformacionalistas» no están obliga­dos a seguir una orientación estrictamente sincrónica. Es posi­ble, y hasta deseable, distinguir entre ‘ sincrónico’ y 'diacrónico’

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216

como se ve en Chomsky y Halle (The Soutid Paiiern in English [New York, 1968], pues de este modo «se logra considera­ble penetración en la adquisición del lenguaje» (Véase Elizabeth Closs Traugott, «Toward a Grammar oí Syntactic Change», Lingua, 23 [1969] 3, con referencia a M. Halle, «Phonology in Generative Grammar», Word, 18 [1962], 5+72, reimp. en Jerry A. Fodor y Jerrold J . Katz, eds., The Structure of Lan- guage: Rjeadings in the Philosophy of Language [Englewood Cliffs, New Jersey, 1964], págs. 334-52). E . C. Traugott pone de relieve la posibilidad de construir una teoría de cambios sin­tácticos; en ella se usan los «universales» llamados «simplifica­ción» y «elaboración» como nociones básicas. Esta teoría puede elaborarse con respecto a dos o más gramáticas particulares o (cuando menos así se espera) para todas las gramáticas. En este último caso tendríamos una gramática universal de tipos de cambio en la cual los cambios relativos a gramáticas sincrónicas «serían ejemplos particulares de reglas de tal gramática» (art. cit., pág. 23).

20 Véase infra.21 Véanse J . Vachek, F. Danés, K. Horálwk et al., L ’école

de Prague d'aujourd'hui. Travaux Linguistiqucs de Prague, I (1964).

n André Martinet, Eléments de linguistique genérale (Pa­rís, 1960).

23 Para Harris importa ver no sólo Methods in Structural Linguistics (Chicago, 1951), especialmente 3.1, y «Discoursc Analysis», Language, 23 (1952), 1-30, sino también «Co-Occu- rrence and Transformation in Linguístic Structure», Language, 33 (1957), 282-340, String Analysis of Sentence Structure (La Haya, 1962), «Transformational Theory», Language, 41 (1965), 363-401, y Mathernatical Structures of Language (New York, 1968).

24 Para un ejemplo del modo como puede elaborarse una constante transformacional en el senüdo de Harris, véase Be- verly Levin Robbins, The Definite Article in í^ogic and Gram­mar (Dis. University of Pennsylvania, 1965; microf.).

25 Gustave Guillaume, Langage et science du langa ge (Qué- bec, 1964) y Temps et Verbe (Champion, 1965).

24 Kenneth L. Pike, Language in Relation to a Unified Theo­ry of the Structure of Human Behavior, 2.a ed. revisada (La Haya-Paris, 1967). Característicamente, esta obra está dedicada a Edward Sapir, que tanto insistió en la importancia de la antropología, de la sociología y de la psicología para los estu­dios lingüísdeos (y que, por lo demás, fue maestro de Pike).

27 Robert E. Longacre, Grammar Discovery Procedures: A Field Manual (La Haya, 1964).

“ La «escuela» de Pike se mantiene firmemente dentro de un contextualismo conductista (véase nuestro capítulo 5, S 4, para otra breve referencia a Pike). Todas las definiciones de

Indagaciones sobre el lenguaje

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Notas 217

Pilcc son behaviorístico-contextualcs; por ejemplo: 'behaviore-ma’ = ‘unidad de comportamiento’, 'proferema’ [Ultercme] = ‘behaviorema verbal’ (Language, etc., 5.1; véanse definiciones de ‘ rolcma’, ‘ tagmema’ y 'fagina* en 7.1). Los informes lingüís­ticos necesitan, según Pike, un suplemento no lingüístico (1.22) y bay, por otro lado, informes no lingüísticos que requieren un suplemento lingüístico {loe. cit.)\ este último caso es algo similar al de las expresiones ejecutivas en el sentido de Austin. Hay, en suma, para Pike, una continuidad entre el comporta­miento avcrbal y el verbal (notemos que para dicho autor la tagmémica y el transformacionalismo «se unirán en la corriente principal de la lingüística» [11.76]).

M ‘Finalmente’ no es final. Hay otras «escuelas lingüísticas», como la llamada «lingüística neo-Firthiana» (véase para una breve referencia a Firth nuestro capítulo 5, § 14). Una exposi­ción de las ideas de esta escuela, especialmente en oposición a Chomsky, en Robcrt M. Dixon, Linguistic Science and Logic (La Haya, 1963), el cual opina que la gramaticalidad de una frase es función de la probabilidad de su manifestación. Aunque la lingüística neo-Firthiana (Dixon, M. A. K. Halliday y el «gru­po de Edimburgo») se opone a toda división entre habla y len­gua (y no digamos entre ejecución y competencia) y, en general, a todo «prcscriptivismo» en nombre de la atención a datos lin­güísticos como datos primarios, procede muchas veces harto especulativamente. Respuesta de J . J . Katz y J . A. Fodor * Dixon en «A Trcnd in .Semantics», Linguistics, 3 (1964), 19-22 y respuesta de Dixon a K atz'y Fodor en Ibid., 4 (1965), 14-19.

” Para Chomsky hay que tener en cuenta los cambios que van de Syntactic Structures (La Haya, 1957, 2 * cd., 1962) a Aspccts of tbc Tbeory o¡ Syrttax (Cambridge, Massachussetts,1965) . En nuestro texto consideramos principalmente esta últi­ma obra, pero tenemos asimismo en cuenta varios otros traba­jos como: «On thc notion ‘ Rule of Grammar’», Proceedings of tbc Sy/np. on Applied Mathematics, 12 (1961), 6-24; «Current Issucs in Linguistic Thcory», en J . A. Fodor y J . J . Katz, eds., The S truc ture of Language: Readings in the Pbilosophy of Lan- guage (Englcwood Cliffs, New Jersey, 1964), págs. 50-118; «Topics in the Thcory of Generative Grammar», en T. A. Se- bcok, cd., Current Trends in Linguistics, vol. II I (La Haya,1966) ; «The Current Scene in Linguistics: Present Directions», College Englisb, 27 (1966), 587-95. Para el modo como Chomsky concibe sus antecedentes históricos, véase Cartesian Linguistics: A Chaplee in the History of Rationalist Tbough (New York & London, 1966) y Language and Mind (New York, 1968), pá­ginas 1-20. La «Gramática de Port-Royal» ocupa un lugar desta­cado en estos antecedentes. Tanto más fundamentales parecen ser al respecto las ideas de Wilhelm von Humboldt en Ideen zu cincm Vcrsuch die Grenzen der Wirksamkeit des Staats zu bestint- men (1792) y Übcr die V erschiedenheit des Menschlichen Sprach-

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2 1 8

baues (1836). Chomsky señala que una comprensión adecuada de cómo funciona el lenguaje puede obtenerse sólo ateniéndose a la idea humboldtiana de «hacer uso infinito de medios finitos» (Aspects, pág. 8). Notemos que Ortega y Gasset describió a Wilhelm von Humboldt como «el hombre que acaso ha tenido mayor sensibilidad para la realidad ‘ lenguaje’» («Comentario al ‘Banquete’ de Platón», Obras Completas, IX , 736).

Un lugar central ocupa Humboldt en la exposición de «his­toria de la filosofía del lenguaje» que proporciona Ernst Cassirer en Die Pbilosophie der symboliscben Formen I (Berlín, 1923), págs. 98-105.

11 Véase Tatiana Slama-Cazacu, Langage et Contcxte (La Haya, 1961).

n Véase Wallace L. Chafe, «Idiomatícity as an Anomaly in the Chomskyan Paradigm», Foundations of Language, 4 (1968), 109-27.

“ Además, y sobre todo, se supone que no nos ocupamos de «ejecución», sino de «competencia» (véase más adelante).

M Véase Paul Ziff, «About What an Adequatc Grammar Couldn’t Do», Foundations of Language, 1 (1965), 5-13, reim­preso en Pbilosophie Turnings: Essays in Conceptual A¡>precia- tion (Ithaca, New York, 1966), págs. 134-46. (Véase especial­mente págs. 135 y 137.)

“ Sobre este punto véase E. M. Uhlenbeck, «Some Further Remarks on Transformational Grammar», Linguistics, 17 (1967), 271-72 (continuación de «An Appraisal of Transformational Theory», Linguistics, 12 [1963], 1-18). Naturalmente, cabe siem­pre traer a colación el argumento que figura en el siguiente párrafo de nuestro texto.

54 Véase Gilbert Harman, «About What an Adequatc Grammar Could Do», Foundations of Language, 2 (1966), 134-41 (especialmente pág. 135). [Respuesta al artículo de Ziff citado supra, nota 34.]

n Puede preguntarse si en el caso de que, al darse descrip­ciones sintácticas estructurales completas de las frases, y al des­aparecer con ello toda ambigüedad, no serían penas de amor per­didas los esfuerzos llevados a cabo para construir un lenguaje artificial a base de lenguajes naturales del tipo del llamado «Lo- glan». (Véase James Cooke Brown, Loglan: A Lógica! Language [Gainsville, Florida, 1966]). La respuesta es previsible: el len­guaje artificial en cuestión seguiría operando al nivel de las es­tructuras superficiales. Podría contrarrestarse tal respuesta indi­cando que semejante lenguaje es reflejo de la «competencia», contestarse a esta respuesta, etc., y así ad infinitum.

“ Para el desarrollo de varios aspectos semánticos del «trans- formacionalismo), y especialmente para la noción de jalón se­mántico, véanse J . J . Katz y J . A. Fodor, «The Structure of a Semantic Theory of Language», Ixtnguage, 39 (1963), 170-210, rcimp. en J . A. Fodor y J . J . Katz, eds., The Structure of Lan-

Indagaciones sobre el lenguaje

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guage (Englewood Ctiffs, New Jersey, 1964); y Jerrold J . Katz, The PhÜosophy of Language (New York-London, 1966), pági­nas 151-75. Para un desarrollo más técnico: J . J . Katz y Paul M. Postal, An Integrated Theory of Linguistic Descríptions (Cam­bridge. Massachussctts, 1964).

* Véase Aspects, etc., págs. 193-94; la reseña de Chomsky al libro de B. F. Skinner, Verbal Behavior, en Language, 35 (1959), 26-58, y Language and Mind (New York, 1968). Cabe observar que el muy llevado y traído «antimentalismo» de Leo- nard Bloomfield no coincide exactamente con el de muchos otros autores pre o post-Bloomfieldianos. (Véase J . J . Katz, «Menta- lism in Linguistics», Language, 40 [1964], 125 [el resto del ar­tículo, 124-37, es una defensa del «mentalismo» chomskyano].)

** No se excluye la posibilidad de investigaciones psicolín- güfsticas (G. A. Miller, Sol Saporta y otros) destinadas a mostrar en qué medida un modelo gencrativo-transformacional es más útil que uno cstocástico para determinar la correlación entre ejecución y competencia lingüísticas. En qué medida ello afectaría Ja idea del «informante» como piedra de toque para la veriíicabilidad de la gramaticalidad de las frases es un asunto a investigar (a me­nos de entenderse siempre por 'gramaticalidad’ lo que se ha llamado «gramaticalidad máxima»).

" Un ejemplo de «absoluto pragmático» sería el de una des­cripción que tuviese en cuenta solamente una situación dada. Así, no es infrecuente hoy que ciertos grupos humanos (específica­mente, comunidades juveniles) usen un vocabulario muy limitado con posibilidades prácticamente ilimitadas de significados (como el 'Es hermoso’ entre los «hippies»). Explicar estos significados exclusivamente en función de la actitud de los hablantes sería recurrir a un absoluto pragmático.

42 Véase El Ser y el Sentido (Madrid, 1967), págs. 230-32.*' Posiblemente con el auxilio de otras ramas: psicolingüística,

sociolingüística, ctnolingüística, «paralingüística», teoría de la co­municación, etc. Una ciencia, o rama de una ciencia, no fun­ciona demasiado bien cuando su objeto está demasiado desdibu­jado, pero deja de funcionar cuando está demasiado circunscrito.

Notas 219

Al capítulo 5

1 Ludwig Wittgcnstcin, Philosophische Untersuchungen, § 43.1 Véase Pctcr Radcliff, «Alfrcd Sidgwick on Meaning», Jour­

nal of thc History of Philosophy, 4 (1966), 225-34.' Hans Lipps, Untersuchungen zu einer hermeneutischen Lo-

gik (Frankfurt a. M., 1938), pág. 89.* En Bagatelle pour un massacre.5 En luí Corte de los Milagros.‘ Alfonso Reyes, Obras completas, X IV (México, 1962), pá­

ginas 190-230. El artículo «Las jitanjáforas», que se había inclui­

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220 Indagaciones sobre el lenguaje

do en el volumen La experiencia literaria (Buenos Aires, 1942), se publicó originariamente en La Libra, de Buenos Aires (1929).

7 Véase Paul Ziff, Semantic Analysis (Ithaca, New York, 1960), págs. 26-34.

* Sin hablar de posibles subgrupos formados por términos que muestran, dentro de un grupo, afinidades especiales; tal sucede con el subgrupo de términos indéxicos ‘aquí’ y ‘yo’ según Karl Bühler, Teoría del lenguaje (trad. esp., Madrid, 1950), pá­ginas 176-77.

9 O sincategoremas secundarios (como ‘muchos’ a diferenciade ‘ todos’ : ‘son muchas mujeres’ puede traducirse por ‘son mu­jeres y son muchas’, pero ‘ son todas mujeres' no puede tradu­cirse por ‘son mujeres y son todas’ ; véase D. C. Dorrough,«A Note on Primary and Sccondary Syncategoremata», Pounda- tions oj Language, 5 (1969), 285-88.

10 Terence Langendoen, The London School of Linguistics:A Study of the Linguistic Tbeoríes of D. Malinowski andJ. R. Firth (Cambridge, Massachussetts, 1968), pág. 37. Hay quetener en cuenta la diferencia entre «el primer Firth» y «el últi­mo Firth», que afecta al modo de entender ‘contexto’. Exposi­ción por el propio Firth: «A Synopsis of Linguistic Theory», en Studies in Linguistic Analysis (Oxford, 1957), págs. 1-32.

11 Kenneth L. Pike, Language in Relation to a Unified Theory of the Structure of Human Behavior, 2.a ed., revisada (La Haya- París, 1967), 5.1, 5.2, 5.3, 5.4.

Al capítulo 6

1 Véase Gilbert Ryle, «Ordinary Language», The Philosophical Revietu, 62 (1953), 166-86 y «Use, Usage, and Meaning», Pro- ceedings of the Aristotelian Society. Sup. Vol., 25 (1961), 223- 230 (con respuesta de J . N. Findlay en págs. 231-42).

2 Véase James W. Cornman, «Language and Ontology», en Richard Rorry, ed., The Linguistic Tttrn: Recent Essays in Phi­losophical Method (Chicago & London, 1967), págs. 160-67.

Al capítulo 7

1 La agrupación por raíces y modelos trilateralcs del léxico árabe no da pie para suponer que se trata de una agrupación sistemática (aunque lo sea algo más con respecto al sistema verbal que al nominativo); véase Mary Catherine Bateson, Arabic Language Handbook (Washington, 1967), pág. 3. Suponemos que algo similar ocurre con las agrupaciones que se han forjado para otros idiomas semíticos.

7 Zelling S. Harris, «Transformational Theory», Language, 41 (1965), 364-65.

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Notas 221

’ En Tigre Juan.4 En The Prime of Miss Jean Brodie.’ Según Ortega y Gasscr, todo decir es a la vez deficiente y

exuberante («Comentario al ‘ Banquete’ de Platón», en Obras Com­pletas, IX, 751).

6 En Tiempo de silencio.7 En el cuento «Las babas del diablo», incluido en el volu­

men J^as armas secretas.I En Cinco horas con Mario.’ En Tres tristes tigres.

15 Vóásc J . L. Austin, «Performativc Uttcrances», en Philoso- phical Papers (Oxford, 1961), cd. J . O. Urmson y G. J . Warnock, págs. 220-39; «Pcrformatif-Constatif», en La philosopbie analy- lique (Cahicrs de Royaumont. Philosophie, n.° 4, 1962), págs. 271- 81 (discusión en págs. 282-304); y How To Do Things With Words (Cambridge, Massachussetts, 1962), ed. J . O. Urmson, passim. Entre las muchas aplicaciones que se han hecho de los análisis de Austin destacamos William P. Alston, Philosophy of Language (Englcwood Cliffs, New Jersey, 1964), págs. 32-49. Un intento de mostrar que el propio Austin no logró en How To Do Things With Words borrar su previa distinción entre expresiones constativas y ejecutivas, en Jercmy D. B. Walker, «Statcments and Pcrformatives», American Philosophical Quar- terly, 6 (1969), 217-25.

II Julos VuiIJcmin, «Exprcssivc Statcments», Philosophy and Phcnomcnológical Research, 29 (1968-1969), 486-87.

AI capítulo 8

' Ernst Cassirer, Dic Philosophie der syntbolischen Formen, I (Berlín, 1923), pág. 137.

1 Hay una vasta literatura sobre nombres propios — más vasta posiblemente entre filósofos que entre lingüistas, seguramente por razón de que los nombres propios suscitan cuestiones rela­tivas al significado y a la referencia, y a la connotación y deno­tación.

En nuestro capítulo no nos proponemos dilucidar la cuestión de si los nombres propios denotan, mas no connotan, o bien si connotan más que los nombres comunes. Tampoco nos pro­ponemos indagar las relaciones que pueda haber entre nombres propios y pronombres. Estas diferencias pueden ser examinadas desde varios puntos de vista (lógico, epistemológico, lingüístico) y se obtienen entonces resultados distintos, no por ser incom­patibles, sino por ser distinto el problema que en cada caso se plantea. Así, es lógica y epistemológicamente obligado dar una sola caracterización de nombres propios y una sola de los pronom­bres, sean las que fueren, en tanto que lingüísticamente es posi­ble caracterizarlos diversamente según si se considera el habla

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222 Indagaciones sobre el lenguaje

o la lengua. Según Holger Steen H^rensen, The Meaning of Proper Fíame s (Copenhagen, 1963), los pronombres (y posible­mente todos los términos indéxicos) son nombres individuales en el habla y generales en la lengua; los nombres propios son individuales tanto en el habla como en la lengua.

Por otro lado, algunas caracterizaciones de pronombres pueden ser comunes a los diversos puntos de vista; tal ocurre, por ejem­plo, con la idea de «inestabilidad referencial» de que ha hablado W. van Orman Quine ( Word and Object [New York & London, 1960], pág. 109).

1 Sobre vocablos opacos y transparentes, Stephen Ullmann, Semantics: An Introduction to the Science of Meaning (New York, 1967), págs. 80-115.

Al capítulo 9

1 Yuen Ren Chao, Language and Syrnbolic Systems (Cambrid ge, Inglaterra, 1968), pág. 47.

2 Bernhard Karlgreen, The Chínese Language (New York, 1949), pág. 62. (véase también pág. 56).

J Sobre este punto véase reseña del libro de James Cookc Brown por Arnold M. Zwicky, Language, 45 (1969), 444-57.

* Véase nota 36 al Capítulo 4.5 Véase sobre este punto Nelson Goodman, The Languages

of Art (Indianapolis & New York, 1^68), especialmente pági­nas 343.

6 Véase sobre este punto Guillermo Araya, «Semántica y eti­mología en Ortega», Revista de Occidente, n.° 75 (junio de 1969), 293-310.

1 Stephen Ullmann, Language and Style (New York, 1966), págs. 3A37.

* Puede que la principal contribución «lingüística» de Hci- degger no se halle en sus «etimologías», sino en su uso del ale­mán. (Véase Erasmus Schofer, Dic Sprache Heideggers [Pfullin- gen, 1962].)

* José Ricardo Morales, Arquitectónica, II (Santiago de Chile, 1969), nágs. 30-31.

10 H. P. Grice, «Meaning», The Philosophical Review, 66 (1957), 377-88; «Utterer’s Meaning, Sentence-Meaning, and Word- Meaning», Foundations of Language, 4 (1968), 22542; «Uttercr’s Meaning and Intentions», The Philosophical Review, 78 (1969), 147-77.

" Por ejemplo, John R. Searle, «What ¡s a Spcech Act?», Philosophy in America, ed. Max Black (1965), 221-39 (también: Speech Acts: An Essay in the Philosophy of Language [Cam­bridge, Inglaterra, 1969], especialmente págs. 4449). Véase asi­mismo Paul Ziff, «On H. P. Grice’s Account of Meaning», Analy- sis, 28 (octubre 1967), 1-7 [contra Grice] y T. E. Patton y

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Notas 223

D. W. Stampc, «The Rudiments of Meaning: On Ziff on Gricc» Foundútions of Language, 5 (1969), 2-16 [en defensa de Grice].

11 Arihnr Danto, Analytical Philosophy of Knowledge (Cam­bridge, Inglaterra, 1968), págs. 231 y siguientes.

u Aunque una descripción no puede cambiar lo descrito, puede cambiar lo describiblc; así, lá descripción de asuntos hu­manos puede inducir a los hombres a cambiar una situación que sin mediar tal descripción habría permanecido inalterada.

14 El Ser y el Sentido (Madrid, 1967), págs. 269-93.

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Indice

1. Cuestiones lingüísticas .............................................................. 9

2. Medio y mensaje ....................................................................... 29

3. Juegos y reglas ........................................................................... 59

4. El lenguaje como actividad y como estructura ................ 91

5. Del uso .......................................................................................... 125

6. De los usos ........................................................... 149

7. De los decires ............................................................................. 155

8. Nombrar y mostrar .................................................................... 177

9. Surtido de cuestiones ................................................................ 189

Notas ................................................................................................... 211

Ferrater-.Mora, 13225