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1 REVD MO MONSEÑOR 1 CANÓNIGO 2 TEÓLOGO 3 LUIS VELLA DOCTOR DIVINITATIS 4 LA PASIÓN Y LA EUCARISTÍA HORAS DE ADORACIÓN TOMO III DE EL ALMA CRISTIANA ANTE JESÚS SACRAMENTADO Fuente bíblica latina: Vulgata Fuente bíblica castellana: Torres Amat El original maltés lleva Nihil obstat dado en Victoria el 12 de junio de 1916 por el Canónigo Alfonso M. Hili, Censor Eclesiástico. ÍNDICE

La Pasion y La Eucaristia

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REVDMO MONSEÑOR1 CANÓNIGO2 TEÓLOGO3

LUIS VELLA DOCTOR DIVINITATIS4

LA PASIÓN Y

LA EUCARISTÍA

HORAS DE ADORACIÓN

TOMO III DE EL ALMA CRISTIANA

ANTE JESÚS SACRAMENTADO

Fuente bíblica latina: Vulgata

Fuente bíblica castellana: Torres Amat

El original maltés lleva Nihil obstat dado en Victoria el 12 de junio de 1916

por el Canónigo Alfonso M. Hili, Censor Eclesiástico.

ÍNDICE

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A LOS DEVOTOS DE LA PASIÓN Y DE LA EUCARISTÍA VISLUMBRES BIOGRÁFICOS DEL AUTOR MARCO HISTÓRICO DEL AUTOR PRIMERA HORA CON JESÚS EN EL HUERTO DE OLIVOS SEGUNDA HORA CON JESÚS EN EL HUERTO DE OLIVOS TERCERA HORA JESÚS PRENDIDO EN EL HUERTO CUARTA HORA DEL HUERTO A ANÁS QUINTA HORA JESÚS DELANTE DE ANÁS SEXTA HORA JESÚS EN EL TRIBUNAL DE CAIFÁS SÉPTIMA HORA DESPRECIOS A JESÚS EN CASA DE CAIFÁS OCTAVA HORA LA NEGACIÓN DE PEDRO NOVENA HORA JESÚS DELANTE DE PILATO DÉCIMA HORA JESÚS DELANTE DE HERODES Y NUEVAMENTE DELANTE DE PILATO UNDÉCIMA HORA PILATO ENTREGA A JESÚS EN MANOS DE LOS JUDÍOS Y LO CONDENA A LA FLAGELACIÓN DUODÉCIMA HORA JESÚS ES CORONADO DE ESPINAS. LOS JUDÍOS PIDEN SU CRUCIFIXIÓN DECIMOTERCIA HORA PILATO DEFIENDE A JESÚS. DESPUÉS LO CONDENA A MUERTE DECIMOCUARTA HORA DE JERUSALÉN AL CALVARIO DECIMOQUINTA HORA JESÚS CRUCIFICADO DECIMOSEXTA HORA JESÚS AGONIZA Y MUERE EN LA CRUZ DECIMOSÉPTIMA HORA DE LA CRUZ AL SEPULCRO

VÍA CRUCIS EUCARÍSTICO ORACIÓN INICIAL ANTE JESÚS SACRAMENTADO ORACIÓN FINAL ANTE JESÚS SACRAMENTADO

CONFESIÓN PREPARACIÓN PARA LA CONFESIÓN ANTE JESÚS SACRAMENTADO DESPUÉS DE LA CONFESIÓN

ÍNDICE A LOS DEVOTOS

DE LA PASIÓN Y DE LA EUCARISTÍA

JESÚS, al darnos en la Última Cena su Persona sacramentada y con ella su signo de amor más acentuado y exquisito, dijo a los Apóstoles y a todos los cristianos:

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«Haced esto en memoria mía»5. Nuestro padre el Apóstol San Pablo6 nos explica7 que esa memoria que Jesús nos manda consiste en reconocer que la Eucaristía entraña su Pasión y Muerte. No nos limitemos, entonces, a reconocer que el Sacrificio de la Misa es el mismo del Calvario diariamente ofrecido por nuestro bien en nuestros altares con la misma Víctima y el mismo Sacerdote: también hallemos la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo renovada en la misma Eucaristía, donde Jesús está humillado hasta el anonadamiento total bajo las especies eucarísticas.

Con esta intención, alma devota de Jesús Sacramentado, te ofrezco este tercer libro de horas de adoración ante Jesús. En ellas meditarás la Pasión de nuestro Redentor Jesús renovada en la Eucaristía, y por ese camino irás dilucidando siempre más cuánto nos amó Él en este sacramento, en el cual nos regaló según su inmensurable e inagotable Sabiduría, Poder y Riqueza.

Si por este libro alcanzas una mejora de tu conocimiento de Jesús eucarístico, y un aumento de su amor, dale a Él las gracias, y a mí tus oraciones.

Ciudad de Victoria, Gozo, 17 de mayo de 1916, fiesta de San Pascual Baylon. Canónigo Teólogo Luis Vella, D. D.

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VISLUMBRES BIOGRÁFICOS DEL AUTOR

LUIS VELLA nació en Victoria, capital de Gozo, segunda isla maltesa después de Malta propiamente dicha, el 17 de diciembre de 1859, de padres especialmente honestos y virtuosos. En 1877 ingresó en el seminario de Gozo, dirigido por jesuitas. Siempre solitario, progresó tenaz en estudio y virtud hacia el sacerdocio, y desde él, recibido en 1882, a una vida fecunda en obras santas. Terminó el siglo XIX como Canónigo Teólogo de la iglesia catedral, y comenzó el siguiente como Doctor en Teología.

El Papa León XIII le confirió la condecoración Pro Ecclesia et Pontifice. San Pío X lo propuso como coadjutor del arzobispo de Malta, pero Monseñor Vella en su humildad declinó. Pío XI lo distinguió con la medalla Benemerenti.

De la iglesia medieval y semidestruida de Santa Sabina, Monseñor Vella hizo un reluciente templo y el núcleo de grandes y hermosas devociones, obras y asociaciones eucarísticas. Durante el Congreso Eucarístico de Malta de 1913, vio al Cardenal Domenico Ferrata inaugurarla solemnemente y lo oyó llamarlo públicamente «un segundo Padre Eymard».

Monseñor Vella escribió numerosos artículos y libros rebosantes de doctrina espiritual que dejan ver el retrato más claro y genuino de su persona y fuerzan a atribuirle una asistencia especial del Cielo. Esto vale especialmente para su obra maestra, El Alma Cristiana ante Jesús Sacramentado, cuyo tercer tomo, titulado también La Pasión y la Eucaristía, que presentamos aquí traducido, recorre por etapas la Pasión de Jesucristo, y, paralelamente, su renovación en la Eucaristía. Sólo un alma pura, humilde y santa como la suya pudo tener aquellos arranques de amor nobilísimo y sobrenatural a nuestro Redentor divino; sólo un alma bien saciada de la fuente de la Eucaristía podía darnos tales tesoros de vida espiritual. De estos tres volúmenes se elucida muy bien cómo Monseñor Vella estaba totalmente separado del mundo y su espectáculo, y sólo hallaba substancia en los asuntos del alma y en la ligazón de ésta con Dios.

Murió en olor de santidad el 17 de julio de 1928 en su ciudad natal, asistido milagrosamente por San Pedro Julián Eymard. Su cuerpo fue hallado incorrupto tres años y ocho meses después. Numerosas gracias se atribuyeron a su intercesión.

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MARCO HISTÓRICO DEL AUTOR

INFALIBLE es que el Jefe Primero de la Iglesia tenga en ella discípulos fieles y manifiestos; Él nos dijo que para su gloria le serían hechos por el Espíritu Santo.

Y cuando Él [el Paráclito] venga, convencerá al mundo en orden al pecado, en orden a la justicia y en orden al juicio1 … Él os enseñará todas las verdades… Él me glorificará: porque recibirá de lo mío, y os lo anunciará.2

No fue poco ni leve aquello que en orden al pecado, la justicia y el juicio de Dios el mundo oponía a Dios Santificador en el siglo en que nació Monseñor Luis Vella. Tras la Revolución Francesa —cuyos fermentos irreligiosos ya venían obrando desde el Renacimiento, y con el Iluminismo ya habían destruido creencias y costumbres antes de destruir instituciones— todo el orden social cristiano sufría persecución múltiple, radical y sin precedentes, en el ámbito de los hechos y en el de las ideas. En éste último, el ataque anticristiano fue más insidioso que en el siglo «de las Luces», pues invadió cuestiones sociales y nacionales aptas para suscitar vivas pasiones. Muchísimo fue destruido de las pasadas centurias de la Cristiandad, y lo que no, quedó minimizado, oprimido u oscurecido. Igualdad en las leyes, servidumbre en las costumbres, implacable monopolio anticristiano y antihistórico en la enseñanza. Bien dijo un famoso autor católico francés: «Antes de la Revolución, en Francia, se podía preguntar dónde no estaba la Iglesia; ahora es de preguntarse dónde esté».

El mundo del hombre europeo que, bajo la bandera del positivismo o del romanticismo, se jactaba de haber superado tradiciones inmaduras o tiránicas, fue un mundo de ingenuidad, creencias ciegas, y disposición irreflexiva a ver en cada subversión de la ley y el orden el comienzo de una nueva y mejor orientación para la humanidad. Ese mundo que conservaba algo de brillante engendraría otro que tiene mucho de horrible, y se extendería por doquier la metamorfosis del triunfalismo en la angustia. La absolutidad del hombre y la autosuficiencia de la vida eran dos grandes absurdos que terminaron haciéndose sentir por fuerza de la Primera Guerra Mundial. Entonces quedó sepultada, con millones de vidas, la ilusión de que la civilización occidental moderna y laicista era perfecta y racional, y sabios y benignos sus dirigentes. Y la combinación inestable que fue la irreligión fastuosa del siglo liberal y de la belle époque, no cedería a la Religión, sino a la irreligión más puramente banal, que Monseñor Vella, en la católica, conservadora y pacífica Malta no vería, pero que asomaba en el continente en sus últimos años de vida. 1 Jn 16, 8. 2 Jn 16, 13-14.

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Con lo dicho y con todo, la doctrina de la Salvación en tiempos del Padre Luis Vella se volvió más explícita, más gloriosa y más accesible ante todos, incluidos quienes más la resistían. Se hizo objeto de redoblada fe no solamente lo sobrenatural abstracto, sino sus expresiones concretas, avivándose el interés en los milagros, en los santos, y en la Edad Media. Muchos luminosos autores católicos llevaron adelante, cual luminosas antorchas, la apologética y la rehabilitación. El cardenal Pie, por ejemplo, demostró con holgada lucidez, contra todas las objeciones liberales, la posibilidad, oportunidad, conveniencia y necesidad de que los pueblos y gobiernos se constituyan decididamente cristianos. Con gran coherencia señaló que negar la divinidad de Jesucristo sobre ellos es negarla absolutamente.3

Aunque no todos siempre piensen en esto, se impone a la mente que el orden es una condición de todo lo posible y pensable, incluido aquello que se aparta de él. Desde la antigüedad griega se lo concebía en política de manera semejante a la recta ubicación de los astros en astronomía y de las facultades humanas en psicología: donde los hombres no ocupan su puesto natural, se destruye la coordinación de las partes y se deshace la unión de la sociedad. Se requería que fueran desiguales las partes de un todo para que éste logre su bien, que es la integridad4, y para que hubiera criaturas que reflejaran el poder divino de transmitir bondad5. Y, de hecho, con relación a otros, el hombre es por naturaleza dependiente y desigual en todos sus atributos, excepto la conciencia; y ésta misma no se despierta ni se desarrolla sino a partir de la sumisión total a lo que otros hacen, quieren y son. Y aún entre hombres adultos es natural y necesaria la desigualdad, pues la naturaleza tiende a conservarlos mediante la relación entre el sabio destinado a prever lo conveniente a la conservación, y el simple destinado a implementar las previsiones del sabio6.

La aberración de la naturaleza que es anteponer el «yo» a los lazos y deberes sociales y culturales —que son principalmente morales—, se había hecho regla política con la Revolución Francesa y regla cultural con el Romanticismo. Entonces lo inferior —ignorancia, inmadurez, incertidumbre, indisciplina— pasó a ser «superior»: supuestamente fresco, vital y renovador. Lo formado y lo intelectivo sobraban y estorbaban, en lo material y sensitivo se encumbraba el Ser. 3 El Cardenal Pie fue leído y encomiado por Pío IX, León XIII, San Pío X, Benedicto XV, y el propio San Pío X, que lo consideraba un maestro. Su primera encíclica retoma los puntos principales de la primera carta pastoral del obispo francés. 4 Cf. Contra Gentiles, III, cap. 94 n. 10 5 Cf. Contra Gentiles, II, cap. 45, n. 4 6 V. Comentario de Santo Tomás a la Política de Aristóteles, lib. 1 l. 1 n. 11.

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Occidente quedó expuesto a las influencias más subversivas, que se incubarían en su organismo como una lenta y progresiva enfermedad. La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, negando por principio toda desigualdad de derechos entre los hombres, negaba la autoridad en cuanto tal. Socavada la autoridad, sufrieron igual fortuna la moralidad pública, la cultura, la identidad patria, y, eminentemente, la Revelación Cristiana. La desautorización pública de la Iglesia y del Estado cristiano fue también la de todo lo respetable, todo lo grandioso, todo lo imperativamente ejemplar, que, fuera de núcleos particulares y privados, quedó reducido a facetas estéticas que todavía perdurarían por algunas décadas.

Ante este turbio panorama de una sociedad humana privada de todo apoyo y fundamento sólido, algunos católicos se empeñaron en restaurar el orden anterior; otros, en cambio, en diseñar alguno nuevo, pero contrario e inmune al espíritu revolucionario. Entre estos últimos haremos mención especial de dos contemporáneos a nuestro escritor maltés: Santa Teresita de Lisieux, y San Juan Bosco. Ambos suscitan admiración perdurable por su genialidad, su fecundidad, y su adecuación al ideal católico.

La Revolución Industrial trajo oleadas de materialismo y acentuó el alejamiento público de todo lo que asegurara la sublimidad. Muchos católicos estaban desanimados y desorientados: parecía cada vez menos realizable la elevación y expansión del espíritu. Santa Teresita curó el aprieto que sufría la grandeza cristiana dándole una renovada y eficacísima realización independiente de circunstancias y coyunturas de vida. Llamada «la pequeña vía», y también «infancia espiritual», veía el Corazón de Dios abierto a pobres y débiles, y la existencia humana más banal y opaca, abierta a la plenitud de la presencia e influencia divina. Visualizaba la santidad como un amor filial que se abandona con audaz confianza en la Bondad Paterna de Dios en busca con minucia la primacía y el triunfo de la Caridad divina. Y con la aplicación literal e integral de su principio de infancia espiritual, se eleva en pocos años a la más grande y alta perfección, y esto de un modo que ilumina y subyuga a muchísimas almas. La diferencia con cualquier sentimentalismo fácil es clara. La función del sufrimiento en la vida y doctrina de la santa demuestra la perfecta identidad entre su «caminito de amor» y el camino estrecho predicado por Cristo. Ella vivió hasta el límite el misterio de la miseria humana y de la fuerza divina. Monseñor Luis Vella le tuvo grande y manifiesta devoción y le consagró todas las obras de adoración eucarística que había establecido en la iglesia de Santa Sabina. San Pío X la llamó «la santa más grande de los tiempos modernos».

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El reordenamiento antirrevolucionario diseñado por San Juan Bosco ocurrió en el campo de la educación: allí él reemplazó la antigua sujeción distante e impersonal por una prevención omnipresente y personal. Evitando en lo posible la función represiva, el santo pedagogo piamontés se concentró en otras dos: la defensiva, que vigila y neutraliza los defectos de los educandos y aparta de ellos todo escándalo, y la incentiva, que los interna en experiencias positivas, sublimes y connaturales y así promueve y sostiene su crecimiento espiritual, intelectual y profesional. Para ambas funciones el educador salesiano tiene como paradigma y como fuerza motriz a la Caridad divina aliada con el alma, que él refleja aliándose con su «parte a educar» y asegura en un ambiente de confianza mutua y de respeto a una ley. Para San Juan Bosco el método preventivo requiere lo que sólo un católico puede lograr: educar con totalidad de convicción, de empeño, de compenetración de las necesidades y flaquezas de los educandos. El Oratorio de San Juan Bosco en Turín sacó a muchos jóvenes de profundas miserias morales, psicológicas y sociales, y dio a sus vidas una orientación decididamente católica hasta el heroísmo.

En 1891, tres años tras la muerte de San Juan Bosco, su sucesor el beato Miguel Rúa nominó al Padre Luis Vella Vicedirector de la rama gozitana de la Pía Unión de los Cooperadores Salesianos.

Si pasamos por alto muchos focos de santidad de Italia —entre ellos, el portentoso Apóstol de la Preciosísima Sangre, San Gaspar del Búfalo, en Roma— y nos trasladamos del radio de Turín al de Nápoles, veremos brillar, en el último cuarto del siglo XIX, a toda una cuadrilla de «apóstoles de los pobres y marginados». Entre ellos hay dos figuras relacionadas con el Padre Luis Vella: María Rosa Carafa Traetto —cuyas revelaciones él citó— y Bartolo Longo —cuyas obras él representó en Malta. Éste abogado de temperamento vivo y audaz, convertido de doctrinas y prácticas anticatólicas extremas, en 1876 inició una de las maravillas del Catolicismo: el santuario de Nuestra Señora Reina del Rosario de Nueva Pompeya. Multiplicados hasta lo inverosímil los milagros y los donativos, resultó una magnífica basílica reluciente en oro y mármoles puesta bajo directa jurisdicción pontificia.7 El cuadro, antes tosco e insignificante, adquirió milagrosamente un encanto inefable y conmovedor, e introdujo a cientos de miles de fieles en la devoción del Santo Rosario. Bartolo Longo propagó libros edificantes y la revista multilingüe «El Rosario y la Nueva Pompeya», que influiría 7 Bartolo Longo rodeó el santuario de una «ciudad de caridad» habitada por huérfanos de naturaleza y «huérfanos» de la ley, donde desmintió el dogma positivista de la irreversibilidad de la delincuencia hereditaria. Fue una obra cristiana entonces impensable y sin precedente alguno.

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sobre generaciones de devotos en todo el mundo. Sus obras tuvieron en Malta un eficiente propagandista en el mismo Padre Luis Vella.

La Iglesia tiene su Sol, y éste es la Eucaristía. Por ésta como Sacramento descienden a los fieles todas las gracias de la Encarnación redentora; como Sacrificio, asciende por ella a la Santísima Trinidad todo el culto de la Iglesia militante. Sin la Eucaristía, la Iglesia de la tierra estaría sin Cristo.

La Iglesia tiene en común con el Verbo Encarnado el fin, la obligación y la función de enseñar a todos los hombres la verdad, de gobernarlos y dirigirlos rectamente, y de ofrecer a Dios el sacrificio agradable y aceptable.8 El Sacrificio y Sacramento eucarístico brilló como nunca antes en la historia de la Cristiandad entre los centros de ambos siglos que vio nuestro autor. Este feliz fenómeno es descrito así por Pío XII:

Las majestuosas ceremonias del sacrificio del altar se hicieron más conocidas, comprendidas y apreciadas. Con una recepción más difundida y más frecuente de los sacramentos, con la belleza de las oraciones litúrgicas más plenamente saboreada, el culto de la Eucaristía pasó a ser considerado por lo que realmente es: la fuente de la genuina devoción cristiana.9

Los benedictinos dirigidos por Dom Prosper Guéranger rescataron y revivieron en Francia la antigua liturgia latina que había sido oscurecida por el jansenismo y el racionalismo. Nació así el pujante «Movimiento litúrgico», de promoción y defensa de la letra y el espíritu de la Eucaristía-Sacrificio, de todos los ritos oficiales de la Iglesia, y del canto gregoriano. Este movimiento culminó con las sabias legislaciones litúrgicas de San Pío X.

Por su parte, San Pedro Julián Eymard supo recoger y potenciar lo mejor que todos los anteriores siglos cristianos habían realizado, ensayado y ansiado para la gloria de la Eucaristía-Sacramento. Le consagró alma, prédica, instituciones vivas y comprometidas, y por fin la «trama» de una red de fuego de la que no escapase rincón del mundo ni de la actividad humana privada y pública. Pío XI lo tituló El Apóstol de la Eucaristía. El canónigo maltés que traducimos tuvo lo tuvo de maestro y de asistente milagroso a su muerte.

En las décadas de vida de nuestro autor se propagó por todo el orbe católico la adoración estrictamente perpetua, y se dio inicio a los congresos eucarísticos internacionales. El de 1913 ocurrió en Malta, y fue muy influyente sobre nuestro 8 Pío XII, encíclica «Mediator Dei». 9 Ibid.

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autor, e influido por él. Entonces, el legado papal calificó públicamente a Monseñor Vella como un segundo Padre Eymard.

En aquellos tiempos florecía el «Catolicismo social», que brotara en el segundo cuarto del siglo con el ardiente empeño de evangelizar a la sociedad y hacer valer en ella los principios cristianos en todos los niveles. Aleccionados por duras experiencias, los católicos trascendieron las reacciones instintivas y concretas a aspectos o hechos revolucionarios, para reflexionar y enfrentar de manera positiva, concienzuda y global los nuevos retos lanzados por la Revolución anticristiana en todos los campos, y dedicarse de manera plena y metódica a la defensa de la Iglesia.

Las revoluciones europeas de 1848 influyeron decisivamente para la recuperación de los principios ortodoxos referentes a Dios, el hombre y la sociedad, lo cual trajo nuevo apogeo a los textos de Santo Tomás de Aquino. Esta filosofía, la perenne y la de la Iglesia, venció en colegios y seminarios católicos las varias y arraigadas inconsistencias racionalistas, destacando que el hombre no tiene el concepto del ser en cuanto ser ni encima ni adentro, mas lo alcanza reflexionando sobre todas las cosas que son y pasan en el mundo, y en él encuentra fundados los primeros principios que rigen simultáneamente la realidad y el pensamiento.

En la misma época en que el individualismo caprichoso y crítico comenzaba a desestabilizar al mundo civilizado, la Iglesia se destacaba como bastión de la Verdad revelada por la pujanza incólume y creciente del Papado. En 1832, Gregorio XVI, el mismo Papa que había fomentado entusiastamente la actividad misionaria, condenó en términos inequívocos el indiferentismo según el cual el alma puede conseguir la salvación eterna profesando cualquier creencia, con tal que las costumbres se ajusten a la norma de lo recto y honesto, y dio el siguiente oráculo sobre la libertad de conciencia10:

[…] ¡qué muerte peor hay para el alma que la libertad del error!, decía ya San Agustín11. Porque ciertamente quitado todo freno que retiene a los hombres en la senda de la verdad, y abalanzándose ya su naturaleza hacia el mal, con verdad decimos que está abierto el pozo del abismo12 del cual vio subir San Juan el humo que oscureció el sol y salir las langostas que invadieron la amplitud de la tierra. Porque de allí nacen la turbación de los ánimos, la corrupción de los jóvenes; de allí se infiltra en el pueblo el desprecio de las cosas santas y de las leyes más sagradas; de allí, en una palabra, para

10 Encíclica «Mirari Vos», 1832. 11 San Agustín, Epist. 166, cap. II 12 Apoc 9, 3.

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la república, la peste más grave que cualquiera otra: la experiencia, ya desde la más remota antigüedad, lo ha comprobado en las ciudades que florecieron con las riquezas, el imperio y la gloria y que cayeron con sólo este mal, a saber: la libertad inmoderada de las opiniones, la licencia de los discursos, la avidez de lo nuevo.

Pío IX13 retoma y continúa este párrafo, diciendo: Ahora bien: al sostener estas afirmaciones temerarias, no piensan, ni consideran, que proclaman la libertad de la perdición14; y que si se permite siempre la plena manifestación de las opiniones humanas, nunca faltarán hombres que se atrevan a resistir a la verdad y a poner su confianza en la verbosidad de la sabiduría humana; vanidad en extremo perjudicial, y que la fe y la sabiduría cristiana deben evitar cuidadosamente, con arreglo a la enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo.15 […] allí donde la Religión se halla desterrada de la sociedad civil, y se rechaza la doctrina y la autoridad de la revelación divina, la verdadera noción de la justicia y del derecho humano se oscurece y se pierde, y la fuerza material ocupa el puesto de la justicia y del legítimo derecho. […] ¿quién no ve, quién no siente perfectamente, que una sociedad sustraída a las leyes de la Religión y de la verdadera justicia no puede tener otro fin que el de resumir y acumular riquezas; ni otra ley, en todos sus actos, que el indomable deseo de satisfacer sus pasiones, y de buscarse sus conveniencias?

La justicia segura exige reprimir lo que en el cuerpo social reprime la afirmación voluntaria de Dios, supremo Legislador y Juez. Y la misma inteligencia, en la sociedad como en el individuo, pide rechazar los ataques a su sustento, que no es otro que la verdad.

Pío IX condenó perspicazmente en el Syllabus todos los principales errores de la época, de los cuales el octogésimo y último, que resume todos los precedentes y precisa su espíritu16, está contenido en la siguiente proposición:

El Romano pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna.

La Iglesia, cuya Fe es una en el tiempo, cree y lleva necesariamente a creer esta sentencia.

Convocado el Concilio Vaticano I, Pío IX proclamó el histórico dogma de la Infalibilidad Pontificia, que, como escribió San Juan Bosco,

rodeó de nuevo esplendor la venerada persona del Sumo Pontífice, y por consiguiente a toda la familia cristiana, pues es natural que la gloria del padre se extienda a los hijos17.

13 Encíclica «Quanta Cura», 1864. 14 San Agustín, Epist. 105 (alias 166) 15 San León Magno, Epist 164 § 2. 16 Mons. Henri Delassus, La Conjuración Anticristiana. 17 San Juan Bosco, La Juventud Instruida. Cuarta Parte: Fundamentos de la Religión Católica.

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Como auténtico fruto que fue de la Iglesia, Viña divina e incorruptible, este concilio ecuménico deparó a los católicos fieles lo único que naturalmente podía depararles: seguridad, orientación, y consuelo.

En 1878 León XIII asumía el gobierno de la Iglesia, destinado a enfrentar y refutar varios principios subversivos sembrados en la Cristiandad. El 13 de octubre de 1884 oyó una conversación misteriosa en la que Cristo daba a Satanás cien años de especial poder para intentar destruir la Iglesia Católica. La reacción inmediata del Santo Padre fue componer una Oración a San Miguel Arcángel que mandó recitar después de todas las misas rezadas del orbe:

San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla; sé nuestro amparo contra la perversidad y asechanzas del demonio. Reprímale Dios, pedimos suplicantes; y tú, Príncipe de la Milicia Celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas.

León XIII no escatimó ocasiones de promulgar las doctrinas de Santo Tomás. Las aplicó a la solución y confrontación de problemas modernos en sus luminosas, abarcadoras y sólidas encíclicas sobre problemas sociales, gobierno, libertad humana, constitución y derechos de la Iglesia, Sagrada Escritura, Acción Católica y educación. Dio gran impulso a la devoción del Rosario y de Nuestra Señora de Nueva Pompeya, tan cara a nuestro admirado teólogo.

San Pío X condenó el modernismo como la suma de todas las herejías. La afirmación perniciosísima del carácter evolutivo del dogma católico conducía de hecho a su destrucción completa y a la supresión de todo elemento sobrenatural. Este gran Papa fomentó la renovación espiritual del catolicismo, de la liturgia y del canto sagrado. Extinguió los últimos restos de jansenismo y revivió el fervor de los católicos instándolos a la comunión diaria. Propuso a Monseñor Vella como obispo coadjutor del Arzobispo de Malta Pietro Pace.

El siglo XIX demostró perentoriamente, y como ningún otro, que donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia. Fue por muchos títulos, al decir de Pío XII18, el siglo de las predilecciones marianas. La Madre de Dios regaló a los católicos maravillosos manifestaciones y enseñanzas a través de impactantes acontecimientos sobrenaturales. El descubrimiento en 1842 del Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen de San Luis María Grignion de Montfort dio a la devoción mariana, además de óptimos fundamentos teológicos, 18 Encíclica «Le Pèlerinage de Lourdes», 1957.

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también suprema expresión: la esclavitud y entrega amorosa plena, entera y heroica a la amada Madre.

En 1830 la Santísima Virgen María se apareció a Santa Catalina Labouré. Erguida, con un globo a sus pies y la serpiente subyugada bajo su talón, en sus manos elevaba suplicante a su Hijo un globo pequeño —alegoría del mundo, de Francia, y de cada alma. Repentinamente cubiertos sus dedos con gemas resplandecientes, la Virgen dijo: «He aquí el símbolo de las gracias que Yo derramo sobre las personas que me las piden»; y en torno suyo apareció escrito en letras de oro: «OH MARÍA, SIN PECADO CONCEBIDA, ROGAD POR NOSOTROS QUE RECURRIMOS A VOS». Aquí se resume la victoria de María sobre el mal, puesto que su Inmaculada Concepción es el principio del fin del pecado en el corazón humano y, por extensión, en la familia y en la sociedad. La medalla revelada —cuyo reverso mostraba los dos Sagrados Corazones, una M entrelazada con una Cruz, y doce estrellas—, una vez aprobada y difundida trajo incesantes curaciones, protecciones y conversiones. Entre estas últimas causó gran impacto la del judío Alfonso de Ratisbona, que se hizo ferviente sacerdote y fundó la Orden de Sión para la conversión de los judíos.

La iglesia parisina de Nuestra Señora de las Victorias, fundada en el siglo XVII, fue un intenso y significativo foco de gracias para los católicos de los tiempos de Monseñor Vella. Es donde por inspiración divina el Padre des Genettes consagró en 1836 su parroquia al Inmaculado Corazón de María y en cuestión de días vio deshelarse décadas de indiferentismo y prédicas frustradas. Las gracias que de ese templo mariano desbordaron a todas partes, se plasmaron en una Archicofradía mundial. Se relacionaron con esta iglesia, como cofrades, devotos o peregrinos, el beato Marcelino Champagnat, Santa Teresita de Lisieux, San Antonio María Claret, y San Juan Bosco.

En 1840 la Madre de Dios propuso un nuevo escapulario, de color verde, que de un lado la mostraba sosteniendo su Corazón con ambas manos, y del otro «un Corazón ardiente de rayos más deslumbrantes que el sol y transparente como el cristal» traspasado por una espada y rodeado por la oración: «INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA, ROGAD POR NOSOTROS, AHORA Y EN LA HORA DE NUESTRA MUERTE». El escapulario, aprobado por la Iglesia, despertó la Fe o la Gracia en grandísimos incrédulos, pecadores y hasta sacrílegos.

Estas manifestaciones del Corazón Inmaculado son etapas de un plan divino que recibiría nuevo énfasis en Fátima, donde María reveló que Dios quiere establecer esta devoción en el mundo para la salvación de muchas almas. El Corazón de María propone de modo completo, concentrado y vivísimo la Gracia de Nuestra Señora en toda su plenitud y todas sus efusiones —en otras palabras, todo por lo cual y en lo cual Ella es más Ella, y más Madre nuestra. Esta devoción tiene

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concreción sublime y efectiva en el Rosario, que revive episodios llenos del protagonismo más personal y santo de la Virgen, y le dirige la oración que decidió todo lo que para Ella más fue, es y será.

En 1846, en La Salette, dos pastorcitos vieron una dama a la vez cargada de aflicción y resplandeciente de dignidad y hermosura. Llevaba vestiduras reales bordadas con los instrumentos de la Pasión. Todo era pura luz. Ella les dijo llorando que la impenitencia del pueblo la forzaría a soltar el pesado brazo de su Hijo. Se multiplicaron los milagros, y al año de la aparición Francia vio la mayor peregrinación desde la hecatombe revolucionaria. La Iglesia aprobó el culto y mandó construir un santuario para cuya atención instituyó una orden religiosa especial. San Pedro Julián Eymard y San Juan Bosco fueron devotos cabales de La Salette; otro tanto puede decirse de nuestro venerado escritor maltés.

En 1854 Pío IX proclamó el histórico dogma de la Inmaculada Concepción saciando una expectativa milenaria, y dando mayor raigambre a los derechos y efectos de la Verdad revelada sobre las naciones, como lo comentaría San Pío X cincuenta años después:

si las gentes creen y confiesan que la Virgen María, desde el primer momento de su concepción, estuvo inmune de todo pecado, entonces también es necesario que admitan el pecado original, la reparación de la humanidad por medio de Cristo, el evangelio, la Iglesia, en fin la misma ley de la reparación. Con todo ello desaparece y se corta de raíz cualquier tipo de racionalismo y de materialismo y se mantiene intacta la sabiduría cristiana en la custodia y defensa de la verdad.19 En 1858, en una gruta en Lourdes, una Señora bellísima se apareció

reiteradamente a Santa Bernardita, hasta revelarle su identidad: «YO SOY LA INMACULADA CONCEPCIÓN», confirmando el dogma proclamado solemnemente en Roma cuatro años antes, e indicándonos, en su impecabilidad de origen, la que el Señor quiere de nosotros al final.

Es claro que en la época de nuestro autor la Ciudad de Dios florecía de Fe y de maravillas de vida espiritual en medio de terribles cataclismos. Tuvieron entonces cumplimiento patético dos realidades opuestas, paralelas, y desiguales descritas por el Profeta Rey:

Bramaron y alborotáronse sus aguas, a su furioso ímpetu se estremecieron los montes. Un río caudaloso alegra la ciudad de Dios; el Altísimo ha santificado su tabernáculo.20

19 Encíclica «Ad diem illum». 20 Sal. 45, 4-5.

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PRIMERA HORA CON JESÚS EN EL HUERTO DE OLIVOS

PRIMER CUARTO

Oh Jesús, postrada mi alma ante tu presencia real en la Sagrada Hostia del Altar, protesto con adoración profunda, fe viva, y anonadamiento total ante tu majestad divina, que hoy he venido a ti para cumplir un deseo tuyo. Lo manifestaste apareciéndote a Santa Margarita María, Apóstol de tu Corazón divino: que pasase una hora contigo en el Huerto de Olivos para hacer suyas las congojas, sobresaltos, suspiros y agonías de tu Sagrado Corazón y la oración que de tu boca se elevó al Padre Eterno, para así repararte y disminuirte las angustias que tuviste abandonado por los Apóstoles en soledad, espanto y mortal agonía. Con este motivo he venido a acompañarte una hora en el Huerto de Olivos compadeciendo los dolores de tu alma que engendraron tu agonía y sudor de sangre. Empero, oh Jesús, puesto que tú me conoces perfectamente, y calas mi ignorancia, mi tibieza y mi distracción, ayúdame a pasar esta hora en el Huerto de Olivos contigo según desea tu Corazón divino.

—He escuchado tu oración, alma amada mía, y he percibido en tu interior tu sed de condolerte de la Pasión escondida de mi Corazón en el Huerto de Olivos. Veo que quieres contentarme el Corazón reparándome el abandono que sufrí de los Apóstoles en Getsemaní y que sufro de millones de cristianos en la Sagrada Hostia, y estoy pronto a dar luz a tu mente y afectos a tu corazón para que comprendas y compadezcas lo que sufrí. La Eucaristía, hijo mío, conmemora y renueva mi Pasión, de suerte que puedes considerar el Sagrario como un nuevo Getsemaní. En este Sacramento puedes contemplar mi ahogo, mi oración, mi sudor de sangre y mi agonía. Dirige, pues, en esta hora tu visita al Huerto de Olivos en lugar del Altar: mírame a cierta distancia de los Apóstoles dormidos, arrodillado solo en aquel silencio y obscuridad de la noche, y asóciate a mis angustias, a mis temores, a mis plegarias, a todos los dolores de mi alma.

—Te doy gracias, oh amado Jesús mío, por esa luz que quieres darme, y porque me has elegido como socio de lo que en Getsemaní padeciste por mí. A ti, pues, oh Amado mío, me dirijo arrodillado en oración. ¡Pero qué es lo que veo, oh Jesús!… Veo tu cuerpo todo estremecido; tu faz —aquella Santa Faz que poco antes era el consuelo de los afligidos y el solaz de tus Apóstoles y amigos— transformada en palidez mortal; tus dulces ojos —delicia de los miserables— quebrados, apagados, moribundos, con una lágrima de muerte; tu Corazón —encanto del Paraíso—

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asustado, estremecido, aterrado, envuelto en tempestad y guerra, tocando las puertas de la muerte… ¡Pobre Jesús! ¿Qué te ha sucedido?… ¿Qué es lo que ha caído sobre ti? ¿Qué es lo que te aqueja?… Veo tus labios agitados, casi que te oigo repetir las palabras: «Mi alma siente angustias mortales»8. ¡Suficiente, Jesús! Dichas palabras me revelan el mar de amarguras, zozobras y penas que te envuelve y asalta en lo más vivo. Me patentizan el martirio desgarrador escondido en tu Corazón divino. Pero dime, oh Jesús, dímelo para que yo pueda compartir tus duelos y asociarme a esa Pasión de tu Corazón, ¿de dónde esa mutación te ha venido precipitada? ¿Por qué, al punto de hincarte, ha caído sobre ti ese temor, ese temblor, esa congoja, esa agonía? ¿Quién es el tirano que te está forzando a padecer tanto?

—Uno solo fue el tirano que me infligió estos vivísimos tormentos, que me redujo a este paroxismo de dolores, y que me rodeó de estos que el profeta David llamara dolores de infierno9. Fue mi Amor. Movido por él y por el ansia de verte reconciliado con mi Padre y libre del Infierno, en el Huerto de Olivos abracé libremente esta mortal agonía… Tu primer padre, en el jardín de delicias donde yo lo había puesto, rompió la Ley de Dios y te hizo enemigo de Dios y heredero del Infierno. Yo, Hijo del Hombre y también padre tuyo, venido al mundo a redimirte, desde el Jardín de los Olivos, símbolos de la paz, entré en mis tormentos mortales para reconciliarte con mi Padre y para poder crearte en este valle de lágrimas un jardín de delicias en torno de la Eucaristía, donde tendrías, como Adán, el Árbol de la Vida cuyos frutos garantizan la inmortalidad. Has de advertir, empero, esta diferencia: aquel árbol que en aquel huerto yo había legado a Adán, daba vida al cuerpo, y éste de la Eucaristía la da eterna al alma; fruto material daba aquél, y éste lo da espiritual, y, lo que es más, divino e idéntico al del purísimo seno de la Virgen María.

—Oh Jesús, mi Tesoro eucarístico, ¿cómo comenzaré a agradecerte por todo ese amor? En la Eucaristía me has dado Jardín de delicias, Huerto paradisíaco, Árbol de Vida, pero como fruto de tu Pasión, y señaladamente de la agonía de tu Sagrado Corazón en el Huerto de Olivos. Así pues, oh Jesús, la Eucaristía te costó agonía mortal y sudor de sangre. Concédeme, oh Jesús, la gracia de valorarla como regalo supremo y como fruto de tus sufrimientos enormes. Haz que cada mirada que dé a la Sagrada Hostia expuesta, me recuerde la agonía y el sudor de sangre que pasaste en el Huerto de Olivos para darme en ella un vergel de delicias, un jardín de vida.

Ahora advierto, oh Jesús mío, la pena que siente tu Corazón divino, vivo en la Sagrada Hostia, a la vista de millones de cristianos que te han olvidado del todo, que no te dan signo alguno de devoción, y de quienes se diría que nunca te hayan conocido en la Eucaristía… Jesús, acepta mi adoración en reparación de las

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amarguras con las cuales te abrevan ésos, y ten piedad de ellos, dales luz para conocerte y atrae sus corazones a ti en la Eucaristía.

SEGUNDO CUARTO

Jesús, a ti, que eres mi Amado en el Huerto de Olivos y en la Eucaristía, te ruego una vez más que me digas cuál fue la causa de los dolores de tu alma, de tu agonía y sudor de sangre en el Huerto de Olivos; dímelo para que pueda asociarme mejor contigo en esta hora y deshacerme en expresiones de compasión, piedad y amor.

—Hijo mío, el insondable mar de los dolores de alma que en el Huerto de Olivos me pusieron en agonía mortal, escapa a toda comprensión humana. Él me causó en Corazón y Alma una Pasión atroz y toda interior, más intensa que la que me causaran mis enemigos; Pasión que quise yo, que me infligí yo mismo, para padecer por ti, y porque te amo. Padecí en todo lo que mi alma tenía de pasible, en todas sus potencias, en memoria, intelecto y voluntad; padecí en todo lo que mi Corazón tenía de vulnerable, en todos sus deseos y afectos; padecí en lo pasado, presente y futuro10.

—Oh Jesús mío, te ruego que me expliques detalladamente esas acerbas lástimas hasta donde puede captarlas mi pequeña mente. ¡Oh, cómo quisiera poder penetrar tu Alma y Corazón para conocer uno por uno los sufrimientos tan recios que te redujeron a mortal agonía!

—Hijo mío, voy a darte alguna inteligencia de ello. No bien hinqué mis rodillas en el Huerto, me asaltaron —de mi grado— los pensamientos que más podían oprimir mi Corazón: revelóseme a la perfección toda mi inminente Pasión, todas las heridas que recibiría en mi cuerpo, todos los desprecios y oprobios que soportaría, todas las ofensas que atacarían mi reputación, mi honor, mi doctrina. Representóseme clarísima toda mi Pasión con cada detalle, como el Altar a ti ahora. ¡Y qué visión tremenda, aquella, para la Santidad y Pureza de mi alma! Vi todas las prevaricaciones humanas que precedían a aquel momento, que lo henchían y que le sucederían hasta el fin del mundo; ¡me vi culpable de todas ellas ante la Justicia de mi Padre! ¡Cómo oprimió y trituró mi Corazón esta montaña de grandeza y altura inmensa!

—¡Ay, Jesús; a ese tormento he contribuido yo mismo con pecados grandes!

—Sí, amado, pero sigue escuchándome. Si en aquella hora yo hubiera previsto y ponderado que mi Pasión y Muerte salvaría a todas las almas, habría tenido un profundo alivio. Pero no fue así. Mi mente divina vio con indecible quebranto el

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fruto exiguo de mi Pasión y Muerte, las escasas almas que se salvarían, y las muchísimas que de mi Redención no sacarían beneficio alguno; antes bien, por lo ingratas, mayor perjuicio. A esas almas tan numerosas, y por las cuales padecí con tanto amor, las sentí dolorosísimamente escindirse de mi Corazón, separarse de mí para siempre, y llevarse la marca de la maldición de Dios que las haría enemigas suyas definitivas e irreconciliables… Hijo mío, necesitarías conocer el Amor que tengo por un alma humana, imagen y criatura mía, redimida por mí, tierna delicia mía, para formar alguna idea de lo que me dolió esa separación eterna.

—Oh Jesús, ¡qué mar de sufrimiento, y de qué sufrimiento, te invadió el alma en el Huerto de Olivos!

—Eso no es todo. Sigue escuchándome para acompañarme, aunque más no sea, con tu compasión. En el Huerto de Olivos, mi amada Madre María también me trajo —sin la menor culpa— penas grandísimas. Vi ante mis ojos el mar de tormentos y dolores que pasaría durante toda mi Pasión y más que nunca en el Calvario bajo la Cruz durante mi agonía y muerte. ¡Qué circunstancias para motivarle yo mismo tales dolores que la harían Reina de todos los Mártires, sin tener socorro alguno para darle!… ¡Cómo repercutieron en mi Corazón estos dolores de mi carísima Madre!… Y también el temor y la huida de mis caros Apóstoles, a quienes yo veía ante mis ojos cual ovejas extraviadas que perdieron a su pastor… Pero entre ellos, Pedro… ¡Ay, Pedro! ¡Cómo me dolió el mirarlo en el Huerto de Olivos! ¡Cuántas promesas me había hecho de ser valiente, defenderme, auxiliarme y sacrificar su vida por mí!… ¡Y con sus negaciones me inferiría tanta ignominia y tantas punzadas!… ¿Y Judas? ¡Ah, a este Apóstol, al que yo tanto había amado y estimado, y por cuya conversión tanto me había esforzado, desde el Huerto lo veía vendiéndome a mis enemigos, traicionándome por treinta monedas, afanándose aquella noche por reunir a mis enemigos y trayéndolos al Huerto para entregarme en sus manos!… ¡Y pudo establecer como contraseña de su traición un beso, señal de amistad y amor!… Después lo veía arrepentido, llorando, pero sin esperanza en mi misericordia… Sumido ya en la desesperación… Ahorcándose y perdiéndose para siempre… ¡Cómo me partió el Corazón la separación eterna de esta alma tan amada y enriquecida con mis gracias!

—Amado Jesús mío, advierto que durante esa Pasión interior de tu Corazón, todo conspiró para atormentártelo.

—Todo, sí, alma amada mía. No hubo amigo ni enemigo que no me afligiese hondamente. ¡Cuánto me amaba María Magdalena! ¡Pero qué lástima me depararon en el Huerto los dolores que le saturarían el alma durante mi Pasión y bajo la Cruz! Cuanto me amaba, tanto padecía. Todos sus dolores, frutos de su

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amor, se me clavaron en el alma. ¡Pobre! Yo era el único Objeto de su amor, al perderme en mi Muerte, perdió todo.

—Jesús, te ruego que me dejes meditar a tu lado, en alguna medida, los dolores de tu alma tal como me los has descrito… Déjame contemplar por un instante tu Corazón atemorizado, estremecido y acongojado, para que por tu luz gane alguna inteligencia de aquellas palabras que salieron de tu boca moribunda: «Mi alma siente angustias mortales» —TRISTIS EST ANIMA MEA USQUE AD MORTEM».

TERCER CUARTO

Carísima alma, aunque por lo que llevas oído te parezca formar alguna idea de las angustias y sobresaltos que me redujeron a agonía mortal en el Huerto de Olivos, me quedan cosas para referirte. Otras consideraciones penosas e hirientes contribuyeron a ese estado de mi alma.

—Redentor mío Jesús, prosigue enviando de la Sagrada Hostia a mis oídos interiores un eco de la que fue tu voz en el Huerto de Olivos, a fin de que yo me asocie contigo en todas tus congojas y penas.

—Y tú entonces sigue escuchándome para no ser una de las almas de las cuales yo decía apesadumbrado: busqué y busqué alguien resuelto a dividir conmigo mis angustias y confortarme, y no lo hallé11. ¡Así agradece a su Redentor la humanidad casi toda! Y durante mi oración en el Huerto, uno de los dolores más grandes de mi Corazón fue la horrenda ingratitud que tuvo conmigo el pueblo judío, por el cual tan alto era mi aprecio.

Para comprender este tormento de mi Corazón, es preciso que rememores la historia de este pueblo que yo tenía presente durante mi agonía en el Huerto. Cuanto más se ha amado y beneficiado a alguien, mayor pena se siente por su ingratitud. El pueblo judío era mi pueblo favorito. Le di de padres a los Patriarcas Abrahán, Isaac y Jacob; lo introduje en Egipto por medio del buen José, hijo de Jacob; por medio de portentos sin precedentes lo liberté de la esclavitud del tirano de ese reino; ahogué en el Mar Rojo a sus enemigos después de hacerlo pasar por un camino abierto en medio de ese mar. Lo acompañé en el desierto por cuatro décadas, lo mantuve con el maná celestial, lo defendí un día tras otro de los rayos del sol con una nube que de noche le daba luz, le di de beber de una peña por años, y lo conduje a su tierra prometida, expulsados sus habitantes. Le di Ley de mi propio dictado, profetas le di en todo tiempo, lo defendí de pueblos feroces enemistados contra él, lo preparé con miles de gracias para mi advenimiento, lo

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aprecié… ¿Para qué más? ¡Lo sujeté a mi Corazón con una cadena de amor fortísimo!

¡Pueblo ingrato! ¡Pueblo con corazón de piedra! Me trató mal desde mi nacimiento; me trató mal en mi predicación, mientras pasaba tres años en medio suyo prodigándole enseñanzas, milagros y toda suerte de ayudas. Y ahora, en el Huerto, mientras oraba así y contemplaba la viva historia de cuantos favores y maravillosos amores le tuve, percibo el odio de este pueblo contra mí, —¡su mayor bienhechor!… Y en mis oídos resuenan sus unánimes clamores contra mí: «No lo queremos como rey nuestro —No tenemos más rey que a César —No lo queremos salvo a él, sino a Barrabás —¡Crucifícalo, crucifícalo! —¡Lo queremos crucificado!»

¿Qué es lo que yo te he hecho ¡oh pueblo mío!, o en qué cosa te he agraviado?12 QUID FECI TIBI, AUT IN QUO CONTRISTAVI TE?

—Jesús, ¡suficiente! ¡Me es claro cuán tremendamente debieron abatirte esos cuadros tan fuertes que viste tan claro! Entiendo qué efectos pudo tener dentro de ti semejante ingratitud.

—Hijo mío, todavía te falta percibir el quebranto máximo que este pueblo deparó a mi Corazón. Menos lástima me dio por traerme a mí tormentos que a sí castigos… Un día me veías plañir amargamente sobre la ciudad de Jerusalén13, no por la pasión y muerte que me infligiría, sino por los castigos que se acarrearía. Enfréntanme ahora, amado mío, sin dejarme cómo remediarlos, todos aquellos castigos con toda la ingratitud de este pueblo. Es así como veo a mi pueblo separado de mí para siempre; el peor entre todos los pueblos, que se acarreará la maldición de Dios… ¡Pueblo sin reyes, ni sacerdotes ni ciudades, vagando entre las naciones del mundo, por nadie tolerado, ajeno a otro afán que el de atesorar el dinero de esta tierra, perdido en alma para siempre!… ¡Y, lo que es más, en él vi el más encarnizado perseguidor de mi carísima Esposa, la Santa Iglesia!

—También la Santa Iglesia misma, oh Jesús, te presentó un espectáculo bien aflictivo en el Huerto de Olivos.

—¡Y cuánto, querida alma! Ante mis ojos vi a mi amada y Santa Iglesia, a los cristianos de todos los siglos venideros, las persecuciones de los emperadores romanos, las penas, los tormentos y los inenarrables martirios que por mi Amor y por la Fe de mi Iglesia sufrirían millones de Mártires. Y las penitencias y tribulaciones de todos mis Siervos, Confesores y Vírgenes, y las tentaciones que atravesarían, y las difamaciones y calumnias que caerían sobre tantos queridos e inocentes amigos míos… Todas estas imágenes formaban un ejército de enemigos

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acérrimos que me asaltaban el Corazón, y allí sentía reunidos todos los padecimientos pasados y futuros de todos mis seguidores.

—Oh buen Jesús, demasiado bien llamabas mar sin fondo y sin margen a aquellas amarguras, sobresaltos, zozobras y penas que te sumieron en agonía en el Huerto de Olivos. Son un mar cuya comprensión te reservas tú, que lo experimentaste. Ahora bien, ¿te trajo la Eucaristía siquiera algún alivio y auxilio en aquel dolor del alma que en el Huerto de Olivos te llevó hasta el paroxismos mortales? Después de todo, ella es el regalo sobre todos tus regalos, que amorosísimamente nos entregas según tu propio infinito saber, poder y tener, y que es tu propio Ser.

—¿Alivio o auxilio, hijo amado mío? ¡Todo lo contrario! ¡La Eucaristía abarca, con mi Amor infinito a los hombres, también la ingratitud insondable de ellos para conmigo, su Redentor! La ingratitud, hijo mío… la ingratitud con la suma de sacrilegios, desamparos, desprecios e insultos me reservaban todos los tiempos y lugares en que yo estaría presente en este Sacramento, acumuláronse en un océano que en el Huerto de Olivos ahogó y asfixió mi Corazón. La Eucaristía, hijo mío, que te trajo en el Paraíso terrenal un jardín de delicias y una fuente profusa de todas las gracias, trájome y dióme de beber un cáliz de amargura en este Huerto. Y por tu amor lo bebí hasta la última gota.

—¡Oh Jesús! Oh Jesús mío, ¡cuán vivamente deseo asociarme en sentimiento a esa Pasión tan acerba y toda escondida de tu Corazón divino agonizante en el Huerto de Olivos!… Oh Jesús, mientras mi espíritu se postra en el Huerto junto a ti, todo mi corazón te compadece por tantos y tales sufrimientos que por mí soportas. ¡Cuánto difieren mi amor y el tuyo! Tú, porque me amas, buscas con afán una Pasión del todo nueva que te reduce a agonía mortal, y yo, que creo amarte, agoto los medios por esquivar y aminorar el sufrimiento que me permitiría demostrarte amor. Jesús, por los méritos de la agonía de tu Corazón divino muda el mío miserable.

ÚLTIMO CUARTO

Mi amado Jesús, es triste lo que percibo: que yo mismo fomento, y no poco, esos dolores de alma que te sumieron en agonía mortal en el Huerto de Olivos, y que causo esa Pasión escondida de tu Corazón divino. Esa agonía que sufriste en el Huerto no sólo responde a tu amoroso desvelo por librar a mi alma del pecado y del Infierno y ganarme el gozo eterno, o al enorme precio que pagó tu Corazón para dárteme tú mismo en la Eucaristía como fruto de tus sufrimientos. ¡Sobre todo, responde a la horrenda eficacia de mi ingratitud —que tan patente se te hizo

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en el Huerto de Olivos— para redoblarte los dolores más sensibles! Allí, en el Huerto, tenías mi propia alma a la vista, con todos sus pecados, con todas las ofensas que te haría, con su falta de devoción, recogimiento y amor para con tu Persona Sacramentada; con su manera fría de comulgar; con su vanidad y amor excesivo a las criaturas; con sus rechazos a tantas gracias… —Así contribuyó mi alma a tu martirio interior en el Huerto de Olivos. Y a esta alma, Jesús, todavía la amas, la soportas, y también la llamas y la quieres tener junto a ti en la Eucaristía; hasta la designas, aquí, socia de tu oración y agonía del Huerto de Olivos. ¡Cuán grande es tu Misericordia y Bondad, Jesús mío!

—No he agotado el relato, mi amado. Todos tus propios sufrimientos, todas las cruces y tribulaciones que se te van presentando por el camino, todas las tentaciones que afligen y azotan tu alma, todas las amarguras que te penetran, los quebrantos que te paralizan, los insultos y las punzadas, —todas estas vicisitudes las vi claras en el Huerto de Olivos y las padecí dentro del Corazón. Sí, las padecí antes que tú, las padecí contigo y por ti para que puedas sufrirlas con paciencia y beneficio… No te asombre que así fuese, hijo mío. Si una madre con su amado hijo en brazos pudiera prever, como preveía yo, los futuros sufrimientos espirituales y corporales de toda su vida, ¿no la precisaría su amor a sentirlos todos juntos en su pecho en anticipación de su hijo? ¿Y acaso mi amor por un alma no excede el de cualquier madre por su hijo?… ¿Y no estaba todo ante mis ojos?

—Te doy gracias, oh Jesús, por todo ese amor y por todas esas aflicciones que por mí tuviste en el Huerto de Olivos, y en retribución te ofrezco… ¿qué te ofreceré? Dime tú, Jesús mío… ¿Qué podría ofrecerte que te sea adecuado?

—Ofréceme, hijo mío —o, mejor, ofrece a mi Padre— la Sangre que derramé por ti durante mi agonía en el Huerto de Olivos.

—¡Ay, Jesús, que por mí derramaste en el Huerto aquella sangre que empapó tu cuerpo y corrió a la tierra! ¡Jesús mío! ¿Cómo corrió esa sangre sin azotes ni verdugos?

—Hijo mío, fue un sangrar todo prodigioso, que te indica qué clase de mortal agonía sufría mi Corazón. La Pasión me sobrevenía y se me representaba con todas sus circunstancias. Todo espantado y estremecido, sobrecargado de penas que has contemplado, avasallado de terrible agonía, sentí mi Corazón prensado y mi sangre agitada por todas mis venas y exudada en hilos a mis vestiduras y a la tierra… Pondera, si puedes, la crueldad y fiereza de aquellos dolores de mi alma.

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—Oh Jesús, Redentor mío, ¿habrá mortal, habrá ángel, que alcance noción de aquella implacable marejada de sufrimiento que te arrancó un sudor de sangre de todo tu cuerpo?

Oh Eterno Padre, Dios, vuelve los ojos a tu Hijo Jesús, Redentor nuestro, y a su Sangre inocente arrancada en el Huerto de Olivos con tanto dolor de su Corazón divino. Acoge el clamor de esa Sangre y ten piedad de nosotros. Recibe, oh Eterno Padre, el ofrecimiento que te hacemos de esa Sangre de tu Hijo Jesús derramada por nosotros con tanto amor y dolor, y concédenos las siguientes gracias que te pedimos por sus méritos:

1. Eterno Padre, Dios, ante la presencia de tu Hijo en la Sagrada Hostia, te ofrecemos la Sangre que derramó por nosotros en el Huerto de Olivos y te rogamos que en ella laves nuestras almas y las purifiques de toda culpa, para que sean dignas de recibir, adorar y amar a tu Hijo Jesús en la Eucaristía. —Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

2. Eterno Padre, Dios, te ofrecemos la Preciosísima Sangre que tu Hijo Jesús derramó por nosotros en el Huerto, y te rogamos que paguemos con penitencia las penas merecidas por nuestros pecados y al cabo de esta vida recibamos a tu Hijo Jesús como Santo Viático en la Eucaristía. —Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

3. Eterno Padre, Dios, te ofrecemos la Preciosísima Sangre que Jesús, tu Hijo, derramó por nosotros en el Huerto de Olivos y te rogamos la gracia de que tu mismo Hijo Jesús sea por todos conocido, adorado y amado en la Eucaristía. —Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

4. Eterno Padre, Dios, te ofrecemos la Sangre brotada del Corazón divino de tu Hijo Jesús en el Huerto de Olivos y te rogamos la gracia de que en todo tiempo y eventualidad todos estemos ceñidos a tu sagrada voluntad. —Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

5. Eterno Padre, Dios, te ofrecemos la Sangre que Jesús derramó durante su agonía en el Huerto de Olivos por nosotros pecadores y te rogamos que a cuantos viven en tu desgracia los agracies con la verdadera contrición y el amor a tu Hijo Jesús en la Eucaristía para que muden sus vidas y perseveren hasta el fin en obras buenas. —Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

6. Eterno Padre, Dios, te ofrecemos la Preciosísima Sangre que Jesús, tu Hijo, derramó por nosotros durante su agonía en el Huerto de Olivos y te rogamos por todos los moribundos, para que les des una buena muerte y el gozo eterno. —Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

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7. Eterno Padre, Dios, te ofrecemos los méritos infinitos de la Sangre que en el Huerto de Olivos brotó de todo el cuerpo de Jesús, y te rogamos que la apliques a las pobres almas del Purgatorio a fin de que, prontamente libradas de sus penas, vayan a gozarte para siempre en el Cielo. —Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Oh amado Jesús mío, con la mente en el Huerto de Olivos y los ojos en tu presencia real en la Sagrada Hostia, he pasado una hora de adoración, compasión y aprendizaje meditando contigo para el bien de mi alma. Por tan grande privilegio te doy gracias de todo corazón. Jesús, concédeme la gracia de asociarme nuevamente a tu oración en el Huerto de Olivos. Enséñame durante una nueva hora a rogar en mis quebrantos como tú rogaste a tu Padre en tu agonía, y no mereceré el reproche que hiciste en el Huerto a los Apóstoles cuando te dejaron solo en aquel terror, aprieto y agonía de tu Corazón divino.

—Carísima alma, te concederé esa gracia, que también es mi deseo, y desde la Sagrada Hostia te daré mi bendición, que te beneficiará en el tiempo y en la eternidad.

—¡Gracias te doy para siempre, Jesús mío!

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SEGUNDA HORA CON JESÚS EN EL HUERTO DE OLIVOS

PRIMER CUARTO

Oh Jesús, postrado como me ves ante tu presencia divina en este adorable Sacramento del Altar, y deshecho en adoración y amor a ti, dirijo mi mente a contemplar cómo pasaste la noche en el Huerto de Olivos. ¡Terrible noche aquella, que te trajo espantos, angustias mortales y martirios internos; noche de desamparo, de acrimonia, de implacable agonía! Oh Jesús, antes que nada, te ruego que desde la Sagrada Hostia me eches alguna luz sobre la Pasión recóndita y acerbísima que por mi amor experimentó tu sagrada Alma y divino Corazón en el Huerto de Olivos para pagar la culpa que en otro jardín nos enemistara con Dios y esclavizara a nuestro enemigo. Lanza desde la Sagrada Hostia hacia mi frío corazón una llama que le suscite afectos de compasión, piedad y gratitud por tanto amor y dolor tuyo. Véote ya en espíritu, oh Jesús, en aquel silencioso e inhóspito Huerto de Olivos, desamparado por los Apóstoles que dormían algo alejados de ti. Véote espantado, estremecido y acongojado hasta el filo de la muerte y un sudor de sangre. Óigote, entre tanto, resumir en pocas palabras el abismo de temor, zozobra y agonía que te atrapó: «Mi alma siente angustias mortales». Intuyo además un mar de sufrimiento en la expresión agonizante de tu ojos y en los acentos que elevaste al Cielo diciendo: «Padre mío, si es posible, no me hagas beber este cáliz; pero, no obstante, no se haga lo que yo quiero sino lo que tú»14.

Jesús, te ruego que me expliques esas palabras salidas de tu Corazón agonizante, pues no consigo entender que, habiendo expresado tú mismo15 un deseo especialmente intenso de padecer por nosotros, esta vez pidas a tu Padre que aleje de ti la Pasión por medio de la cual nos redimirías.

—Hijo mío, mi deseo de padecer por tu Redención fue real, apremiante, e irresistible, como bien había dicho; pero en el Huerto de Olivos, permití a mi propia naturaleza humana experimentar todas la miserias de mis congéneres. Así lo quise, para padecer más por ti y para enseñarte a título de Maestro tuyo cómo portarte al sufrir. Y con mis palabras te manifiesto algo más: ¡qué enormidades llegué a sufrir por tu amor!

Como hombre, pues, dije a mi Padre: «Padre, Padre mío celestial, si el género humano puede ser redimido sin yo beber tan acerbo cáliz, implórote que, apiadado de mí, y atento a la enormidad y la violencia del temor, amargura y agonía que me invaden, me evites este horror inminente de mi Pasión. Pero si tú quieres lo que no quiere mi miserable naturaleza humana, he aquí que yo estoy pronto a aceptar tu

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voluntad.»16 —Hablaba como hombre; y como tal rogaba que me apartase de los labios el cáliz que poco antes, en el sosiego, tanto deseaba beber. Hablé a título de hombre y de Maestro de los hombres en la oración, y por ello, si manifesté el deseo de mi naturaleza débil, lo hice para enseñar cómo al orar se puede manifestar a Dios las propias debilidades, necesidades y voluntades, a condición de mantenerse siempre dispuesto a hacer su voluntad y poner como broche de oro a los propios pedidos mi acto de resignación, que tanto agrada a Dios: «Pero, no obstante, no se haga lo que yo quiero sino lo que tú».

—Oh Jesús, te doy mis más rendidas gracias por aquella lección que me diste tan hermosa en el Huerto de Olivos durante la agonía y la oración de tu Sagrado Corazón. Gracias te doy por aquel sufrimiento de tu Corazón divino, cuya tanta rudeza te forzó a rogar a tu Padre que alejase de ti el cáliz de la Pasión. Esa oración tuya a tu Padre me revela el mar de amarguras, congojas, sobresaltos y penas en el cual tu agonía te sumía. ¡Y me lo muestra en toda su hondura, vastedad, horror y fatalidad!

Te prometo, oh mi amado Jesús, que en todas mis cruces, quebrantos, contratiempos y penas te miraré a ti en el Huerto de Olivos; como tú, rogaré a tu Padre: «TRANSEAT A ME CALIX ISTE»17 —aléjese de mí este sufrimiento— pero, también como tú, siempre completaré mi oración así: «Pero, no obstante, Padre, no se haga lo que yo quiero sino lo que tú; en todo, oh Dios mío, hágase tu sagrada voluntad».

SEGUNDO CUARTO

Hijo mío, aturdido de congojas, amarguras, sobresaltos y penas, procuré pedir ayuda a mi Padre, rogué con fervor que alejase de mí el cáliz de la Pasión —ceñido, empero, a su sagrada voluntad y pronto a hacer sólo aquello que le agradase. Mi Corazón quedó anclado en el mismo mar de sufrimiento. Entre suspiros y congojas extremas, y sin ningún descanso, me acerqué, como un menesteroso, a los tres amados Apóstoles míos a quienes había dejado a cierta distancia de mí y amonestado a que orasen; acudí a su ayuda en mi temor y ahogo.

Hijo mío, a estos tres Apóstoles a quienes yo había revelado sobre el Tabor mi majestad divina transfigurado con una vestidura blanca como la nieve y la faz refulgente como el sol, aparecí en toda la miseria humana, mendigando ayuda en los sobresaltos y zozobras que me redujeron a la agonía. Con voz ahogada les dije: «Mi alma siente angustias mortales, aguardad aquí y velad conmigo», dándoles así a entender: demasiado grandes aprietos paso por dentro para sostenerlos más: ¡ah,

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tened vosotros piedad de mí, no me dejéis solo, ahora es vuestro tiempo de ayudarme!

—¡Ay, amado Redentor mío; ay, Jesús! ¡A qué humillación tuviste que descender por mi pobre alma! De puro dolor llegas a depender de la ayuda humana para el alivio de las amarguras y angustias de tu alma… Tú, que con tu dulce semblante consolabas a los afligidos y con tus palabras llenabas los corazones de gozo, y pocas horas antes aliviaste en el Cenáculo a tus Apóstoles a quienes tanto consternara la noticia de tu partida, te acercas ahora a tres de ellos a pedirles apoyo y compasión por los tormentos que te desgarran por dentro… ¡Así, oh Jesús, quisiste pagar mi soberbia y enseñarme tu humildad!

—Y en la Eucaristía, alma amada mía, te la enseño con ejemplo más grande y claro. Más rebajado estoy aquí, donde más humillantemente se renueva mi Pasión. También aquí mi Corazón pasa congojas y sinsabores. La Sagrada Hostia es para mí un Huerto de Olivos: aquí el dolor me taladra más, pues en el Huerto lo padecí voluntariamente por el bien de tu alma que me es tan amada; pero aquí, esta acerba pena me la fuerzan mis almas amadas, incluidas, no pocas veces, las que lo son más. ¡Ay, hijo mío! ¡Qué Huerto de Olivos es para mí la Eucaristía! ¡Qué pago ingrato recibo por mi sed irresistible de almas!… ¡Cómo me acuchillan el Corazón los menosprecios, insultos, irreverencias, indiferencias y sacrilegios de aquellos a quienes yo tanto amo! ¡Cómo me lo oprimen y desintegran!… ¡Qué fácil olvidaría la agonía del Huerto de Olivos, y cuanto sufrí por los hombres durante toda mi Pasión, si hallara correspondencia amorosa al menos en aquellos que tan favorablemente he llamado a dármela en la Eucaristía!… ¡Cuánto deseo hallar almas que comprendan bien mi amor y se porten bien conmigo; almas en cuyo abrigo yo pueda descansar, a quienes les pueda abrir mi pecho y aplacar mi sed; almas que me alivien las amarguras que me hacen beber sus semejantes!18

—¡Pon término ya a esa queja, oh Jesús mío, que mi corazón no puede soportarla! ¡Es evidente para quién vale! Sí, oh Jesús, a tus pies, ante la Sagrada Hostia expuesta para mi adoración, confieso que mi corazón muchas veces te significó en la Eucaristía un nuevo Huerto de Olivos. ¡Cuántas amarguras, cuántas zozobras, cuántos paroxismos de vivísimo tormento te deparó mi alma con su indiferencia, con su ingratitud ante tus llamamientos, con los pecados que cometió en ofensa tuya! Oh Jesús, te ruego que desde la Sagrada Hostia lances hacia mi ingrato corazón un rayo de amor que, cual espada, me lo traspase y mude del todo. Te lo pido para poder comenzar a darte con coraje y acierto el amor que deseas de mí, y con el cual quede desagraviada toda mi ingratitud, saciada tu sed interior, y descansado tu Corazón en el mío. Oh, Jesús, si en este momento dispusiera de

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todos los corazones humanos, te los ofrecería como otros tantos descansaderos para tu Corazón divino.

TERCER CUARTO

Hijo mío, a mis sufrimientos en el Huerto de Olivos les faltó todo auxilio divino y humano. Manifesté a los tres Apóstoles mi ahogo y les pedí ayuda; oían ellos los suspiros de mi Corazón y veían el estado tan lastimero al cual había sido empujado. Insensibles, nada me respondieron. ¡Y eso que eran mis tres Apóstoles más queridos y familiares! Veían mi desconsuelo y oían mi pedido, pero siguieron durmiendo y no me manifestaron piedad alguna.

—Jesús, veo mi imagen en esos tres Apóstoles tan mal agradecidos. ¿No veo yo de modo clarísimo el inmenso e infinito Amor que me muestras desde la Eucaristía? ¿Y sigue frío mi corazón? ¿Y el amor no me afecta, como tampoco a ellos la pena?

—Así es, hijo mío, así que te mereces el mismo reproche que les hice. Poco antes les había dicho que velasen conmigo, que no durmiesen, que rogasen para no caer al ser tentados. Esta vez los hallé dormidos; les pedí ayuda en la postración total y nada me respondieron; finalmente volví mis ojos agonizantes a ellos y les dije, en especial a Pedro: «¿Es posible que no hayáis podido velar una hora conmigo?»19. ¡Pobre Pedro! ¡Aunque mucho era su amor a mí, demasiada fue su confianza en sí mismo! Cuando, pocas horas antes, anuncié a los Apóstoles lo que iba a padecer, y cómo huirían y me dejarían solo, él me dijo espontáneamente: «Aun cuando todos se escandalizaren por tu causa, nunca jamás me escandalizaré yo»20… «Señor, respondió él, yo estoy pronto a ir contigo a la cárcel y aun a la muerte»21. ¡Y esta vez no juntó fuerzas para velar una hora conmigo orando y auxiliándome! No era gran cosa para Pedro y sus compañeros Santiago y San Juan velar una hora, acostumbrados como estaban a pasar noches enteras en la pesca sobre su barca. ¡Y esta noche les costó demasiado velar una hora nocturna orando conmigo para mi alivio y el bien de sus almas! Justo reproche les hice.

—Sí, oh amado Jesús mío, justo reproche les cae, y también a mí y a muchísimos cristianos de mi calaña. Ante las ocupaciones que pertenecen a Dios, a mi beneficio espiritual y a tu gloria en la Eucaristía, fácilmente me desanimo. Se me hacen muy cuesta arriba y yo busco excusas para eludirlas e incumplirlas. De ellas me fastidio, me aturdo y pronto me harto. Pero de las ocupaciones que me contentan y complacen nunca me aburro. Pasan como el viento horas enteras invertidas en charlatanerías, bromas y burlas, en lugares y compañías que me caen bien, pero después me hastía una Misa que se me hace larga o, si vengo a visitarte, no veo el

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momento de irme: ¡se me hace larga y tediosa una hora de adoración ante tu presencia, aun siendo la que me quedaba mejor y más cómoda! Y entre tanto, oh Jesús mío, yo te repito mis promesas de amarte, de amarte sobre todas las cosas, de aceptar todo sacrificio y sufrimiento por tu amor… ¡Oh Jesús, qué merecido tengo yo el reproche que hiciste a Pedro y sus compañeros en el Huerto de Olivos! ¡Un mensaje muy apropiado para mi indolencia!

—Hijo mío, me agrada que ante mi presencia reconozcas tu ingrata dejadez y te confieses merecedor del reproche que hice a los Apóstoles en el Huerto de Olivos; pero con eso no me basta en tanto no me prometas enmienda y fidelidad. Imita, hijo mío, a la multitud de mis verdaderos amadores afanados para mi gloria en la Eucaristía y diestros en repararme con sus cálidos y leales afectos el desamparo que sufrí en el Huerto de Olivos durante mi agonía. Imita a quienes, recogidos y callados, me reparan aquí el silencio y la inhospitalidad del Huerto de Olivos —a quienes en sus aprietos y sinsabores no se buscan cobijo en sus semejantes, mas vienen a esperarlo de mí solo, trayendo en su memoria la oración de mi agonía en el Huerto, y en sus labios las palabras que más dulces me suenan: FIAT VOLUNTAS TUA. Imita a quienes se acuerdan de mi pedido a mi Sierva Margarita María, y pasan cada semana, en la noche del jueves al viernes, una hora de adoración conmigo en el Huerto de Olivos22.

—Te prometo adoptar todas esas prácticas, oh Jesús mío, pero tú, que me conoces con perfección, ayuda a mi miserable voluntad.

ÚLTIMO CUARTO

En el Huerto de Olivos, hijo mío, en medio de mi zozobra y agonía, yo oré por una hora entera sin recibir alivio ni ayuda de mi Padre. Fui hasta los tres Apóstoles a pedirles ayuda, pero no me prestaron oídos y siguieron durmiendo. Volví a orar por otra hora siempre con la misma oración, pero mi Padre, que en mí no veía sino los pecados de los hombres, me dejó privado de todo alivio en aquel abismo de temor, zozobra y agonía. ¿Iba a recurrir de nuevo a mis amigos los Apóstoles? Ya no tenía sentido; la somnolencia los había embargado a todos; ¡pero la compasión por mí a ninguno! Aquella inhospitalidad del Huerto y aquel silencio me redoblaron el miedo y el ahogo, y mi tercer recurso a la oración me dejó la misma agonía, la misma congoja, el mismo desamparo…

¡Ay, hijo mío, cuán hondo me dolió aquel desamparo cuando me puse a pensar en la Eucaristía, en mi amor por los hombres, y, contemplando todos los siglos venideros y de todos los sagrarios del mundo, advertí cómo me abandonarían los mortales en este Sacramento! En el Huerto lo hicieron pocos por pocas horas, y allí

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padecía para la gloria de mi Padre y el bien de las almas que yo tanto amaba; ¡pero aquí en la Eucaristía el abandono es a medida de toda la ingratitud humana! ¡Aquí estoy desamparado por aquellos a quienes amé! ¡Oh cuán cruel y cuán profunda congoja se enclavó en el medio de mi pecho como diese yo aquella mirada al Sacramento de Amor desde el Huerto de Olivos!

—Oh Jesús mío, Amado mío en el Sacramento del Amor, ¡cuánto deseo repararte con mi amor esas punzadas que sufriste en el Huerto de Olivos y que sufres en la Eucaristía! Te las traen con su abandono y su pésima conducta las multitudes que viven como si importaran poco esas enormes humillaciones que tú, su Dios y Redentor, pasas por su bien en este Sacramento de Amor. Acepta, oh Jesús, mis horas de adoración en reparación del desamparo que te afligió en el Huerto de Olivos y del que te aflige en todo momento en todos los sagrarios del mundo donde estás preso por el extremo de tu amor a tus mismos desertores ingratísimos.

—Acepto, hijo mío, tu ofrecimiento y te pagaré con amor. Pero sigue escuchándome para saber mejor cuánto te amo. A fuerza de perseverar rezando, recibí respuesta de mi Padre. Vi volar un Ángel desde el Cielo, descender al Huerto y llegarse a mí para confortarme en mi agonía. ¿Pero cómo lo conseguiría? Lo veía sosteniendo un cáliz en una mano y señalándome el Cielo con la otra; lo oía decirme que la voluntad de mi Padre, cuyo cumplimiento yo implorara, me exigía beber hasta la última gota el cáliz de mi Pasión para su gloria y la salvación de las almas. Y agaché la cabeza, hijo mío, y por amor a mi Padre y a los hombres acepté aquel cáliz con toda su amargura. Miré el beneficio de la gran multitud de almas que se salvarían con mi Pasión y al amor que muchos me tendrían en la Eucaristía, y por un instante sentí algún alivio en aquella acerbísima agonía.

—¡Oh Jesús, cuánto me amaste en el momento que aceptaste aquel cáliz de la Pasión para redimir a mi pobre alma y salvarla! ¡Cómo quisiera hacer alguna retribución a tanta misericordia y amor siéndote en la Eucaristía lo que te fue el Ángel en el Huerto de Olivos! ¡Como él, te confortaría, dándote gusto y placer con mi amor! Jesús, no mires en este momento mi miseria y pequeñez, sino sólo los afectos de mi corazón, que, aunque no consigue amarte, al menos lo desea.

Ven, oh Jesús, a mi corazón, y te aliviaré tu congoja y tu agonía. No encontrarás aquí la pureza y santidad del Ángel del Huerto de Olivos, pero tampoco encontrarás aquel silencio, aquella inhospitalidad, aquella congoja, aquella agonía, aquel abandono de los Apóstoles… Ven, Jesús mío, a este corazón, que aunque no recibas aliento y afecto que hagan perfecto tu solaz, tampoco recibirás un beso traicionero de Judas, ni sufrirás una entrega en manos de tus enemigos, ni tampoco… ¿Qué encontrarás, carísimo Jesús mío? Tú eres Dios, Jesús, y desde esa Hostia tus ojos sondean el fondo de mi ser, conocen todos mis pensamientos y

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afectos: sabes, pues, qué encontrar. Ven, Jesús mío; en mi corazón encontrarás pobreza y miseria en mi corazón, sí, pero también voluntad de amarte. Sí, él quiere amarte con exclusividad, quiere amarte en la Eucaristía, quiere amarte ahora y siempre, quiere apreciar en ti su Tesoro más opulento, quiere amar en ti a su Dios, a su Redentor y a su único Bien. Mi corazón quiere darte un beso que, muy al contrario del de Judas, solamente demuestre amor, y amor verdadero y máximo… Así sea.

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TERCERA HORA JESÚS PRENDIDO EN EL HUERTO

PRIMER CUARTO

Jesús, mi amado Jesús, postrada ya mi alma ante tu presencia en este Sacramento de Amor, deseo volar a ti cual serafín enamorado, y echado a tus pies rogarte con fervor que te irradies y manifiestes a mi mente. Entonces en esta hora de adoración se me hará perceptible lo que en el Huerto de Olivos padeciste cuando, cubierto de sangriento sudor y reducido a la agonía, fuiste traicionado por tu Apóstol Judas y prendido por tus enemigos. Entonces también podré saber de qué modo la traición de Judas y los vejámenes de tus enemigos se renuevan en la Eucaristía para mayor sufrimiento de tu Corazón. Deseo también, carísimo Jesús, volar a tu Corazón Eucarístico para que a mi mente des luz sobre esas trágicas realidades y a mi corazón una chispa de amor que lo deshiele, lo conmueva, y le arranque una correspondencia, aún mínima, al infinito Amor que me muestras en la Eucaristía desde que la estableciste. Pero si mi alma, Jesús mío, es demasiado ruin para volar a tu encuentro en la Sagrada Hostia, tú eres mi Dios que todo lo puede. Siendo así, a las cuantiosas gracias que hasta ahora me has dispensado, puedes sumar éstas: descender tú hasta mi miseria y mi nonada, elevarme a ti, e inducirme a rogarte con fervor.

—Alma amada mía, ¿podría desoír tu oración viéndote a mis pies deseando conocer y compadecer mis sufrimientos pasados de la Pasión y presentes de la Eucaristía? En este tiempo olvida a todas las criaturas y acompáñame con el espíritu al Huerto de Olivos. Atiende al relato de mis sufrimientos para ir haciéndote alguna noción de ellos y verlos renovados en la Eucaristía.

Hijo mío, después de padecer en el Huerto pavor, sudor de sangre y agonía mortal y ser inexorablemente abandonado por mis Apóstoles, les dije: «He aquí que llegó la hora»23 — «Levantaos, vamos, ya llega aquél que me ha de entregar»24. ¿Oyes, hijo mío, el susurro de una muchedumbre en marcha, y el fragor de sus armas? ¿Ves un gran número de linternas entrar en el Huerto? Son mis enemigos —sacerdotes, escribas y fariseos— asociados con un gran número de soldados.

Guía a todos estos enemigos a encontrarme y prenderme, uno de mis amigos del colegio apostólico: Judas. Ya me ha vendido a ellos, y les ha dado un aviso: «A quien yo besare, él es, prendedlo y conducidlo con cautela»25. Mira cómo este miserable, con facciones afables para encubrir su felonía, viene sobre mí y me

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saluda: «Dios te guarde, Maestro»26. ¿Podría concebirse expresión más farsante y traicionera? Con sus palabras dice que me desea la salud y me ama, mientras con su acto me entrega él mismo en manos de mis enemigos… Y yo, también con facciones dulces, pero con una mirada reveladora de su inicuo designio, le respondí: «¡Oh, amigo! ¿a qué has venido aquí?»27 —Lo llamé «AMIGO» para mostrarle que todavía lo amaba; le pregunté: «¿A QUÉ HAS VENIDO AQUÍ?» para abrirle los ojos y hacerle visible cuál crimen estaba perpetrando. ¡Inútil! Judas selló su traición con un abrazo y un beso. Permití y soporté el beso traicionero, y bien puedes suponer cuánto me atormentara tan ruin ingratitud. Con todo, para enviar el postrer llamado a su desagradecido corazón, le dije con mirada triste: «¡Oh Judas! ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?»28.

—Oh amado Jesús mío, desde el íntimo centro de mi alma compadezco todo lo que dolió a tu Corazón divino el abismo de ingratitud que fue semejante traición… Empero, oh Jesús, ¡cuánto más digno eres de compasión en este Sacramento de tu Amor!… Aquí en la Eucaristía veo repetirse muchas veces al día la traición del Huerto de Olivos con hondísimo pesar de tu Sagrado Corazón.

—¡Ay, carísima alma, no sabes cuán grandes ingratitudes, cuán fuertes punzadas y cuán monstruosos desprecios vengo recibiendo aquí en la Eucaristía de tantos corazones obstinados en devolver maldad e ingratitud al grandísimo amor que les muestro en este Sacramento! ¡Cuántos sacrilegios peores por mucho que el de Judas! ¡Ése ocurrió una vez; los eucarísticos ocurren a diario y por doquier! ¡Cuántos vienen en inmensa muchedumbre a recibirme aparentando piedad, devoción y amistad, y me traicionan peor que Judas, pues de la manera más odiosamente sacrílega me juntan en sus entrañas con el pecado, mi peor enemigo! ¡Ah, hijo mío, cuánto sufro cada día en estos corazones! ¡Que mi Inocencia, Santidad y Pureza deban quedar inmersas en sentinas vivientes de vicios y antros de mi enemigo!

—Oh Jesús, ¡ojalá supiera repararte ese tormento de tu Corazón Eucarístico! Te ofrezco la pena de tus muchos amadores. Te ofrezco también, desde ahora, mi Comunión de mañana, que procuraré hacer con la mayor reverencia y amor de que sea capaz. Recíbela en reparación de la multitud y la calaña de sacrilegios y punzadas que recibes todos los días en este Sacramento de Amor.

SEGUNDO CUARTO

Grandemente se alborozaron mis enemigos como me reconociesen por el beso de Judas: es que, tras muchos intentos fallidos de prenderme, esta vez me vieron

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totalmente indefenso y acorralado frente a un gentío armado. Suponían que iban a prenderme por sus fuerzas y no por mi propia entrega. Y les indiqué que yo era humano y divino y que si echaban manos sobre mí, dependía de mi voluntad. Así pues, como hombre me planté delante de ellos y les pregunté: «¿A quién buscáis?»29 —Respondiéronme ellos: «A Jesús Nazareno»30.— Y yo les dije como hombre y como Dios: «Yo soy»31. —A estas dos palabras, todos mis enemigos, incluido Judas, quedaron derribados de espaldas. Y así me defendí con mi sola palabra, para así demostrarles que yo era Dios, que podía cuanto quisiese, y que, si me prendían, dependería de mi propia voluntad.

—Oh Jesús, tal línea de conducta te veo guardar en toda ocasión: a quien no cree en tu humanidad, le muestras la miseria que te asemeja a nosotros; y a quien no cree en tu divinidad le muestras el Poder del Dios que eres. Lo verifico también en el Huerto, donde veo que la primera vez mostraste a tus Apóstoles tu humanidad atemorizada, angustiada y agonizante, y esta vez les muestras tu divinidad dando a tu palabra poder suficiente para asustar y echar por tierra a tus enemigos. Pero aquí en la Eucaristía, oh Jesús mío, suprimiendo todo rastro de tus dos naturalezas, te escondes por completo. ¿Por qué, carísimo Jesús?

—Hijo mío, porque a ello me ha urgido el Amor que te tengo. Si en la Eucaristía yo hubiera escondido mi sola divinidad mostrando mi humanidad, me tendrías por mero hombre y, al igual que la mayoría de los judíos, acostumbrado a mi compañía descreerías en mi divinidad y así yo no te beneficiaría. Si en cambio, velada aquí mi natura humana, revelara la divina, ¿quién de todos los hombres se aventuraría a presentarse ante mi infinita majestad? ¡Seguramente nunca te animarías tú, hijo mío, y así tampoco yo te beneficiaría en la Eucaristía! Para evitarte entonces ambas desventajas, para beneficiarte con seguridad, y porque te amo, me he escondido aquí en la Eucaristía bajo las especies sacramentales como Dios y como hombre, aun sabiendo que esta humillación tan grande me depararía no pocas ofensas y desprecios de parte de los malvados. Y así te he constituido la Eucaristía como MISTERIO DE LA FE32 para darte el medio más eficaz de ejercitarla, que consiste en apoyarla únicamente en lo que he dicho yo, que siendo Dios, y como tal la Verdad misma, nunca puedo sufrir engaño ni obrarlo. Por tal fe, premio grande e infinito te daré en el Cielo.

—Te adoro entonces en la Sagrada Hostia, oh Jesús mío divino y humano, y te doy gracias de todo corazón por la misericordia y la sabiduría que en la Eucaristía has obrado por mí, rogándote a la vez que me aumentes siempre la fe en ti.

—Retorna, alma amada mía, al Huerto. Les dije de nuevo a mis enemigos, «¿A quién buscáis?»33. Puestos nuevamente en pie por mi palabra, me respondieron

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como antes: «A Jesús Nazareno»34. Y yo les insistí: «Ya os he dicho que yo soy»35. A continuación, señalé a mis Apóstoles y proseguí: «Si me buscáis a mí, dejad ir a éstos»36; y cumplieron mi mandato, pues ninguno echó mano a ellos.

Detente aquí conmigo a meditar un instante, alma amada mía. En todo este episodio puedes ver cuánto puede mi palabra: todo. Con mi palabra: «YO SOY» eché por tierra a mis enemigos y con mi palabra les impedí hacer daño a mis Apóstoles. También por el poder de mi palabra, repetida por el sacerdote, tienes la Eucaristía, en la cual, por una maravilla del Poder Supremo, se transubstancia el pan en mi Cuerpo y el vino en mi Sangre; y esto, hijo mío, debe fortificar tu fe en el Santísimo Sacramento.

—Oh Jesús, postrado a tus pies confieso que tu palabra lo puede todo. Bastó decir a tus enemigos: «YO SOY» para echarlos a todos por tierra; basta pronunciarlas sobre el pan y el vino para transubstanciarlos en tu Cuerpo y Sangre. Oh Jesús, pronuncia esa palabra a mi miserable alma; dile desde la Sagrada Hostia: «Yo soy Jesús nazareno, tu Redentor», —y eso será inundar de solaz y de amor mi corazón. Tú sabes, oh Jesús mío, que él encierra huestes armadas contra tu Amor: mis pasiones. ¡Ah! Jesús, diles a todas, te lo ruego, lo que dijiste a tus enemigos: «Yo soy» — «Soy yo el Rey, el Escogido y el Amado de este corazón». —Derríbalos todos por tierra para que nunca más se levanten a robarme tu compañía, oh Amor mío.

Jesús, te imploro esa gracia.

TERCER CUARTO

Hijo mío, no bien mis enemigos tuvieron mi permiso para prenderme y disponer libremente de mí, asaltáronme como perros rabiosos.37 Pedro, que en el Cenáculo se había ofrecido a morir conmigo, al punto desenvainó su espada y, blandiéndola enérgicamente hacia la cabeza de un criado del sumo pontífice, le dio en la oreja y se la cortó. Sin perjuicio de la buena intención de Pedro, yo le hice prontamente esta observación: «Vuelve tu espada a la vaina»38 — «¿Piensas que no puedo acudir a mi Padre, y pondrá en el momento a mi disposición más de doce legiones de ángeles?»39 Hijo mío, así como no tomé mi defensa en mis manos, tampoco se la encargué a nadie. Así lo dispuse para obedecer a mi Padre, para padecer por ti, y para dejarte un ejemplo de mansedumbre.

Y aquí, hijo mío, en la Eucaristía, ¿no me ves actuar del mismo modo, con idéntica paciencia y mansedumbre, con cuantos me vejan? ¡Nunca me defiendo de ellos! ¡Siempre sufro en silencio sus ofensas! Y así como te di un ejemplo de mansedumbre en el Huerto de Olivos, en el Sagrario te he dejado otro semejante para imitar. Tú tienes muchas ocasiones de defenderte de tus ofensores, ¡pero

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cuánto más te vale y soportarlo todo callado según mi doctrina y ejemplo! Verdaderamente, hijo mío, te cuesta no responder, pudiendo, a las agresiones contra tu honor y reputación y sufrirlo todo según mi ejemplo; pero una sola mirada que me dieres en el Huerto y en la Eucaristía te alcanzará toda la fortaleza necesaria.

—¡Ay, amado Jesús mío, cuán alejada está mi alma de esa mansedumbre que me diste de ejemplo en tu Pasión y en la Eucaristía! ¿Acaso la vida, fama y honor de este miserable gusano de la tierra que soy valen más que la vida, fama y honor del Hijo de Dios que eres?… Tú soportaste un ancho mundo de dolores en el Huerto, y en el Sagrario soportas muchas ofensas y desprecios por mi amor, y yo, que me figuro amarte, no soy capaz de soportar por ti una palabra antagónica, injusta o irrespetuosa, ni nada que hiera en alguna medida mi reputación y honor… Jesús, desde la Sagrada Hostia, y más durante la Comunión, infunde algún tanto de fortaleza a mi corazón para vencer mi amor propio e imitarte.

—Carísima alma, en el Huerto, no contento con renunciar a defenderme de mis enemigos, los beneficié. Al criado cuya oreja Pedro hiriera, lo sané al instante y le devolví el bien por mal; y a todos mis enemigos juntos, hecho este milagro delante de ellos, les dije para abrirles los ojos: «Como contra un ladrón habéis salido con espadas y con palos a prenderme: cada día estaba sentado entre vosotros enseñando en el templo, y nunca me prendisteis.»40 Con ello les señalé que a mí nadie puede prenderme y que, si lo conseguían esta vez, eso partía de mi voluntad y miraba a que reconociesen en mí al Hijo del Dios omnipotente. Y de ese modo te di una doble lección: sufrir callado, y beneficiar a tus propios ofensores.

¿No me ves hacerlo de continuo en la Eucaristía, hijo mío?… ¿No ves que aquí, como si no me bastara con sufrir callado los desprecios y ofensas de mis enemigos, sigo colmándolos de bienes, persiguiéndolos con mi Gracia, iluminándolos para que reconozcan sus errores, y llamándolos al perdón? Sigo colmándolos de bienes en alma y cuerpo en vez de resarcirme de la fealdad y grandeza de sus sacrilegios. Hijo mío, ¿tuviste noticias de sacrilegios enormes que me hieren en la Eucaristía? ¿Y te asombró que yo no castigase al punto a los espantosos enemigos míos que los cometieron? ¡Cuánto más te asombrarías si pudieras ver las gracias que sigo prodigándoles para que se conviertan!

—Oh Jesús mío, te doy gracias de todo corazón por esos ejemplos que me vienes dando para facilitarme tu mandato del perdón de los enemigos y apuntalarme en la obligación de devolver el bien por mal. Pero tales lecciones, oh Jesús, incluyes también en la manera como me tratas. Una mirada a mí mismo me descubre en tus enemigos mi propia imagen. Efectivamente, yo, como ellos, también te ofendo; y tú, ¿qué haces conmigo sino llenarme de tus gracias en todo momento? Así, oh

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Jesús, es toda mi vida: herido por mí, tú me ayudas; ayudado por ti, yo te hiero… Oh Cristo mío, me arrepiento de todo corazón de esta ingratitud que te he opuesto siempre, y te prometo expiarla perdonando sin reservas, como tú, a quienquiera que me hiciere el mal, rogando por él, devolviéndole el bien, y deseándoselo como a mí mismo.

ÚLTIMO CUARTO

Carísima alma, reprochada la oposición de Pedro a que yo bebiese el cáliz de mi Padre, y perdido en un peor endurecimiento mi último intento por abrirles los ojos a mis enemigos, les dije: «Ésta es la hora vuestra y el poder de las tinieblas»41. Con dichas palabras les di permiso para prenderme y disponer de mí. Mis enemigos enseguida con rabia y ensañamiento formidables me dieron el salto. Mírame, hijo mío, en sus manos. Arremeten contra mí, me pisotean, me dan golpes con puños, garrotes y armas; se abalanzan sobre mí, me infligen toda suerte de brutalidades y crueldades, y previenen mi escape atándome con cuerdas y cadenas de cintura, cuello y manos. Cada uno se precipita y amontona para ver esta escena y echar las manos para poder gloriarse de haber intervenido en mi captura. Les relampaguean de gozo los ojos a mis enemigos de verme preso por fin; radiante de gozo también estoy yo en mi amor a mi Padre y a los hombres al ver por fin la tan ansiada hora de mi Pasión.

—¡Oh, cuánto me amaste, Jesús mío! ¡Tu amor a mí se incrementa penando! ¡Tú, el justo, el inocente, el Cordero sin mancha, en mi lugar pagas mis culpas con tantos sufrimientos, desprecios y oprobios! ¡A mí me conviene todo eso, pues yo soy el pecador, yo soy el criminal! Maravillado ante tu Amor, oh dulcísimo Jesús, te adoro, y te doy gracias de todo corazón. ¿Qué quieres a cambio, Jesús mío?

—¿Qué puedo querer de ti? Puedes suponerlo, alma amada mía. Todo cuanto de doloroso mi Pasión te deja y dejará ver, se explica porque mi amor a ti es grande y porque quiero que lo conozcas y devuelvas. Aunque nunca hubiera padecido por ti, igual estarías obligado a amarme: con este fin te tengo creado de la nada y conservado en vida. ¡Cuánto más, entonces, estás obligado a amarme, y con exclusividad y plenitud, por la plétora de penas que pasé por tu amor y tu bien!

—Sí, oh Jesús mío, yo reconozco esa gran obligación; a tus pies me arrepiento de haberla olvidado demasiadas veces para amar a las criaturas en tu lugar. Ahora, oh Jesús, te amo a ti solo, te amo con todo mi corazón, con toda mi alma, con todas mis fuerzas y con todo lo que hay en mí. ¡Sé tú solo, oh Jesús, la Vida, el Encanto y el único Bien de mi corazón!

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—Mira una vez más, hijo mío, cómo estoy atado. Puedes verme en manos de mis enemigos aprisionado con cuerdas y cadenas. Si estas ataduras son deshonrosas y lacerantes para mi Corazón, mucho más lo son otras que llevo y no ves: ¡todos los pecados humanos, que en larga, gruesa y pesada cadena me ciñen y atormentan por todos lados! Mientras esto pensaba, en ese momento dejé a mis enemigos atarme bien para poder felicitarme por dentro de romper con mi encadenamiento el de tu alma a los pecados.

—Te doy gracias, Jesús mío, y bendigo tu infinita Misericordia porque dejando encadenar tu cuerpo soltaste a mi pobre alma de los pecados que la tenían encadenada y esclavizada al enemigo infernal. Oh Jesús, sigue rompiendo las cadenas de mis malas pasiones y costumbres, y haz que mi corazón esté vinculado contigo, y contigo solo, con cadenas de amor.

—Para que el Amor te encadene bien a mi Corazón divino, hijo mío, eleva tu mirada espiritual hacia mí en la Sagrada Hostia. También aquí yo estoy encadenado por amor a ti. En el Huerto de Olivos fueron mis enemigos quienes me encadenaron: aquí he sido yo mismo. —Mis enemigos me aprisionaron con cuerdas y cadenas: aquí yo mismo me he aprisionado con una cadena de oro purísimo, la Cadena del Amor… Mis enemigos me ataron por pocas horas: aquí el Amor me ha atado para todos los siglos. —Mis enemigos me ataron en el Huerto solamente: en la Eucaristía estoy atado en millones de sagrarios por todo el mundo. El ser atado allí por mis enemigos me deparó desprecios, oprobios, bofetadas, heridas, punzadas; pero el estarlo en la Eucaristía me depara otros ultrajes y punzadas, ¡y cuánto mayores, hijo mío!… Aquella atadura en manos enemigas, como medio para deshacer las tuyas, me llenó de alegría; pero bien cara y poco útil me resulta esta atadura de la Eucaristía. Cuantiosas son las amarguras de que me impregna. ¡Me trae tantos menosprecios e ingratitudes y tan poco agradecimiento y amor!

—¿Con qué comenzaré a pagarte, oh Jesús mío? ¿Qué acción de gracias, qué retribución pides por ese amor tan portentoso por el cual quisiste ser atado por tus enemigos, y por el cual tan humillantemente te has atado tú mismo bajo las especies eucarísticas? ¿Qué puedes esperar, amado Jesús, de mi pobreza y miseria? No tengo más que este pobre corazón; tú lo quieres, yo te lo doy; ¡pero bien ves por cuántos lados lo enlazan las mundanas vanidades, las pasiones, los malos hábitos! Jesús, te ruego que le arranques todos estos lazos; sujétalo a la Eucaristía con una cadena de amor a tu Corazón divino, para que contigo viva, de ti me apiade, por ti padezca, y a ti solo te ame, ahora, durante la vida, y por toda la eternidad. Así sea.

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CUARTA HORA DEL HUERTO A ANÁS

PRIMER CUARTO

Oh Jesús, amado Redentor de mi alma, postrado como me ves ante tu presencia en la Sagrada Hostia, te manifestaré el deseo con el cual hoy he venido hasta ti. Oh Jesús mío, mi gran deseo en esta hora de adoración es que me des alguna noción de la punzada que te aquejó cuando, prendido y atado en el Huerto de Olivos, te viste abandonado a tus enemigos por todos, incluidos tus amigos Apóstoles, y llevado con infernal saña al tribunal del Sumo Pontífice Anás. ¡En la Sagrada Hostia, donde por mi amor tanto te humillas, sí que experimentas cada día el abandono de los Apóstoles, y la denigración de Anás!

—Hijo mío, no puedo desoír tu oración: demasiado deseo que sepas que por ti pasé un grandísimo martirio en Jerusalén y paso no menor humillación en la Eucaristía. Recógete, pues; escúchame atento.

Hijo amado mío, los Apóstoles, viéndome echar por tierra a mis enemigos con una palabra en el Huerto, pensaron que éstos y toda su gente armada eran incapaces de prenderme y les fallaría su inicuo designio. Estaban en lo cierto. Pero al ver cómo les daba permiso para prenderme y me entregaba yo mismo en sus manos, se les esfumó todo el coraje y me dejaron y huyeron. Habrían debido confiar en mi poder con los milagros que me habían visto obrar, pero sucumbieron al temor. Es así como de repente quedé solo, abandonado por los favoritos de mi Corazón, por quienes yo tanto amaba. Entre los demás, Pedro, Santiago y San Juan habían quedado colmados de gozo conmigo en la cumbre del Tabor durante mi Transfiguración, y todos los demás con ellos me acompañaban cuando recibía honores por mi sabiduría y milagros; pero esta vez ninguno de ellos me acompañó en los dolores y oprobios: todos huyeron, dejándome como a un desconocido. ¡Vaya pena, hijo mío, para mi Corazón!

—Oh amado Jesús mío, mientras comparto contigo esa pena que te dieron los Apóstoles al abandonarte, me miro a mí mismo y ¡ay, Jesús mío, cuánto más culpable que ellos me veo!… También a mí me hiciste tú grandes beneficios, me amaste y me llenaste de tus gracias. No hay padre, madre ni amigo que haya podido tener por mí amor como el tuyo, oh Jesús. Me quisiste antes de todos los tiempos, me quisiste con un amor del cual han manado todos mis bienes, con un amor inigualable. Tu presencia aquí en la Eucaristía basta para dar testimonio fehaciente de que tu amor a mí trasciende toda marca y es infinito… ¡Pero cuántas

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veces le di pésima respuesta, Jesús mío! ¡Cuántas veces te dejé y me alejé de ti de peor manera que los Apóstoles!… Aquellos te abandonaron por temor de los enemigos y para salvar sus vidas; ¡yo te abandoné por tan poco, por un poco de respeto humano, por un poco de temor, para no sojuzgar alguna pasión de mi corazón!… Donde me siento a mis anchas y sin molestias, soy muy seguidor tuyo —pero donde tengo que sojuzgar alguna pasión y hacerme violencia, soy tu miserable desertor… Y entre tanto, oh Jesús, supongo y prometo amarte… Pero lo que ahora advierto es que en esos momentos me amo a mí mismo, y a ti, nada.

—Entonces, hijo mío, ¿vas a perpetuar un amor que nunca pueda contentarte a ti ni a mí tampoco?

—No, oh Jesús mío: si te amaré en las delicias del Tabor, también lo haré en los suplicios del Calvario.

—Entonces, hijo mío, sigue viendo tu imagen en los Apóstoles que me abandonaron. Yo les había predicho que aquella noche faltarían a la Fe, huirían y me dejarían a la merced de mis enemigos; pero nadie de ellos me creyó y todos con Pedro en un rapto de amor y entusiasmo se manifestaron prontos a morir conmigo. Así me dijeron en la Última Cena, fervientes tras la Comunión y fortalecidos por mis palabras; pero llegados a los hechos se entibiaron, se amedrentaron, y me dejaron solo. Habían viciado el entusiasmo con la presunción en sus promesas grandes —como la de morir conmigo.

—Y esa falta, oh Jesús, se repite en mí. ¡Cuán pródigo soy en hacerte promesas y propósitos después de comulgar y estando ante tu presencia en el santo Altar!… Y después una minucia basta a derribarme. Jesús, no me fío ya de mi fervor ni de mis propósitos; harto conocida me es mi nada, y la manera cómo mi corazón vira con el primer viento… ¡Cuán incapaz soy de vencer la menor tentación! ¡Cómo me avasalla cualquier peligro insignificante!… En ti, oh Jesús, sólo en ti, presente en la Eucaristía, pondré mi esperanza, porque solo tú, en la Sagrada Hostia, eres mi Fortaleza y Salud.

SEGUNDO CUARTO

Alma amada mía, puedes suponer lo que sentí cuando, prendido por mis enemigos, veía a lo lejos a mis amigos de alma, los Apóstoles, que huían y me dejaban en semejantes manos. Fue intensa la punzada que sentí por esta ingratitud: la anticipaba siglos atrás por la boca del profeta David quejándome de que mis amigos me hubiesen rehuido como a un desconocido y extraño42, y me hubiesen abandonado como a una ciudad devastada por el enemigo43. ¡Y qué deshonor para

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mí, el Hijo de Dios! Ver temerosos de acompañarme a mis propios amigos favoritos, elegidos y exaltados a la dignidad suprema de mi Iglesia, confidentes de todos los secretos de mi Corazón y hasta honrados con el nombre de hermanos míos44.

—Oh Jesús, demasiado explicable es la hondísima pena que te significó el verte tan desagradecido y deshonrado por los Apóstoles que huyeron abandonándote en manos de tus enemigos.

—A esa punzada que sufrí durante el abandono de los Apóstoles, hijo mío, se sumaron otras mucho más crueles y amargas. Aquel abandono me hizo pensar en otro peor que me tenían reservado todos los siglos en mi Sacramento de Amor. Los Apóstoles me abandonaron por el pánico de verme bajo el poder de tan numerosos enemigos, y por pocas horas de mi Pasión, y de mal grado; después, como lo sabes, me compensaron trabajando y padeciendo harto por mí. Pero aquí en la Eucaristía sufro el abandono y el olvido de la mayor parte de los cristianos, mis supuestos seguidores… Estoy aquí humillado en pro de ellos, vivo con ellos en la misma ciudad, tal vez en la misma calle, y me dejan del todo… ¡Jamás puedo afectar sus mentes ni por una leve sombra!

Escúchame, hijo mío, déjame desahogar algún tanto la pena de mi Corazón, compadéceme y compénsame con amor. ¡No mintió quien dijo que el Sagrario es mi nueva Pasión! Comparado con el que sufro aquí, el abandono de los Apóstoles en el Huerto es bien poca cosa; aquí estoy olvidado por completo; aquí bien puedo decirte como dije a mi Sierva Sor María de Jesús desde el Sagrario de una iglesia en Marsella45: «Yo no soy conocido, no soy amado… Yo soy un tesoro que no es apreciado… Quiero hacerme almas que me comprendan… Estoy ultrajado, estoy profanado… Antes que los tiempos acaben, quiero resarcirme de todos los ultrajes que he recibido.»46

—Así debe ser, Jesús mío. Pero dime, ¿qué medio elegirías para resarcirte por tanto desprecio y abandono humano como sufres en el Sagrario? ¿Te valdrías de una venganza, oh Jesús?

—¿Venganza, hijo mío? ¿Te parece que es lo que tiene para dar a los hombres mi Corazón clementísimo y amantísimo? Me vengaré, ¡pero con amor! Escucha mis siguientes palabras a esta Sierva mía: «Me resarciré de todos los desprecios eligiendo almas que quieran amarme en este Sacramento, y sobre ellas derramaré todas las gracias que a tantas otras he dado en vano hasta ahora, pues no las han acogido.» Y escucha lo que le dije a continuación, para que sepas cuánto amo a los hombres en este Sacramento: «Haré prodigios; nada me detendrá: ni los esfuerzos de Satanás ni la indignidad de las almas. Estas maravillas de mis gracias me las

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pagarán después con sufrimientos quienes de verdad me amarán más que los demás.»

—Oh Jesús, ¡cuán amable eres en este Sacramento de puro Amor! ¡Y para tantos cristianos éste es un rincón para abandonarte e infligirte todos sus desprecios y punzadas! ¿Qué merece semejante desamor? Tu abandono. Y a tan cabales acreedores de tus castigos, tú les sumas gracias y los iluminas y atraes por dentro. Así, oh buen Jesús, lo estamos viendo con nuestros ojos en nuestros tiempos. ¡Cuántas almas merecerían tus castigos por haber vivido mal y haberte abandonado en la Eucaristía, y tú, en vez de infligírselos, las atraes a ti desde el Sagrario y haces de ellas adoradores, guardias y celadores eucarísticos tuyos!… Oh Jesús, te doy gracias en nombre mío y suyo por tanto amor y misericordia de tu divino Corazón Eucarístico.

TERCER CUARTO

Ahora, hijo amado mío, mírame por un instante en manos de mis enemigos hasta que me llevaron desde el Huerto hasta la casa de Anás, Sumo Pontífice. Ni el último ladrón ni el más infame asesino caído en manos de la justicia recibió de sus esbirros tratamiento tan odioso y brutal como yo terminé recibiendo de los judíos. Hiciéronse la idea de que yo era un brujo comunicado con el diablo y poseído por él, y que podía escaparme si no me ataban bien. Judas también les había avisado que estuviesen atentos para retenerme y llevarme con cautela si no querían que les huyera. Puedes entonces pensar, hijo mío, qué fuertemente me ataron y con cuántas cuerdas y cadenas me estrecharon. Me hallé, como profetizara de mí David47, entre fieras salvajes sin asomo de piedad. Su odio y rabia contra mí fue formidable. Los aristócratas, los sanedritas y los fariseos continuaron soliviantando a aquellos judíos contra mí con la instigación de que mi doctrina era puro engaño y artificios diabólicos mis milagros. Sus corazones estaban atizados contra mí por los espíritus infernales enfurecidos de ver a su mayor enemigo…

—Oh Jesús mío, ¡cuánto te costó la Redención de mi alma, y cuánta obligación tengo de deshacerme en amor a ti!

—Sigue escuchándome para conocer siempre mejor lo mucho que me costó tu alma. Mis adversarios, rabiosos y malquistos contra mí, teniéndome aprisionado con cuerdas y cadenas, se apretujaron en torno mío y me atormentaron con cuanta invención les viniese a la mente y les sugiriese mi enemigo infernal. Míralos vejarme hasta el hartazgo y arrojárseme encima sin dejarme respiro. Me sentí en la condición de alguien ahogado y asfixiado, según me quejara por la boca del profeta

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David48. Yo, hijo mío, fui hartado de oprobios, como de mí se lamentara el profeta Jeremías49. En los tres años de mi predicación fui perseguido por mis enemigos, cargado con toda suerte de deshonras, mentiras y calumnias; pero ahora sí que llegaron al paroxismo. Mira cómo mis enemigos me sacaban del huerto atado en sus manos para entregarme a Anás en Jerusalén. Me tironeaban y me arrastraban, ¡mal puede decirse que me llevasen! Los vejámenes que me infligían eran inmensos. Me propinaban puñetazos, puntapiés, garrotazos… Me daban empellones para todas partes… Me estampaban en la tierra y, en vez de ayudarme a levantarme, se me arrojaban encima a aplastarme y pisotearme.

—Y entre tanta gente que tenías alrededor, oh Jesús, ¿nadie, nadie sintió un poco de piedad por tanto vejamen y encarnizamiento?

—¡Nadie, hijo mío! Los dirigentes y magnates del pueblo con mis otros enemigos, en vez de contener a aquellos desalmados, les manifiestan complacencia para atizarlos más contra mí. Empero, hijo mío, para alcanzar una idea algo más viva y exacta de mi Pasión en medio de los dolores que me ves llevar en el cuerpo, hazte la regla de adentrarte en mi alma, pues en ella siempre hallarás dolores mayores.

—¿Y qué te dolía en el alma, oh buen Jesús, cuando estabas en medio de tantas crueldades y tantas deshonras?

—¡Penas mucho mayores y agobio sin medida!… Veía mi Majestad divina, mi Santidad e Inocencia, trituradas entre todos estos oprobios… En tantos y tales desprecios y vejámenes veía efectos de la ira de Dios contra los crímenes de todo el mundo que pesaban sobre mis espaldas… Veía cómo semejantes acciones despectivas, vejatorias y odiosas, lejos de terminar en estas horas de mi Pasión, se renovarían de modo mucho peor con mi Persona presente en este Sacramento, en el cual mostraría a los hombres el máximo y último extremo de mi Amor… ¡Ah! ¡Qué pena, hijo mío, qué quebranto!… Y si al estar yo preso en manos de mis enemigos durante mi Pasión nadie acudió en mi socorro y mis amigos se retiraron, similar fortuna me golpea en mi Sagrario de Amor: mis amigos, o aquellos que deberían distinguirse como tales por las muchas gracias que les confiero, no acuden a consolarme con amor el Corazón; al contrario, me ofenden asociados con mis enemigos.

—Oh Jesús, amado Jesús mío, esas palabras me oprimen el corazón, me arrancan lágrimas, y me obligan a prometerte mi más sentida compasión por la crueldad humana cebada contra ti otrora en tu Pasión y a diario en la Eucaristía, y a procurar reparártela con lo más y mejor que pueda juntar de amor y pena por ti.

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ÚLTIMO CUARTO

Oh amado Jesús mío, sigue describiéndome lo que padeciste en cuerpo y alma antes de ser llevado por tus enemigos desde el Huerto hasta la casa de Anás, para que, viendo cuánto te costó redimir mi alma, comience a pagarte amando este Sacramento, que es tu Persona y es Memorial de tu Pasión.

—Hijo mío, acompáñame con el espíritu una vez más y mírame en el camino desde el Huerto de Olivos a la casa de Anás. Mira quiénes me acompañan: delante de todos va mi traidor Judas apresurado por llevarme a Anás y recibir el pago de su traición. Detrás de él caminan los soldados y en el medio los criados de Anás y Caifás con otros judíos tan desalmados como sus amos. En medio de éstos voy yo cabizbajo, maniatado a las espaldas, extenuado, sin respiro, incapaz ya de resistir tantos tirones, empujones, golpes, insultos y desprecios. Voy acorralado y vigilado sin escape por los magnates, sanedritas50 y fariseos, que estaban ufanos de tratarme de ese modo. Un gran gentío me esperaba agolpado a la entrada de la ciudad de Jerusalén y cundían los chismes sobre mí: quien no me culpaba de un delito, me imputaba otro. Yo, hijo mío, veía y oía todo y con los ojos por el suelo de vergüenza, me humillaba y —como David51 dijera de mí— asumía la condición de un despojo inservible arrojado en el camino y por todos pisoteado. Cada palabra reprobatoria, despectiva e injuriosa que iba oyendo y cada pena que iba sufriendo, todo lo aceptaba con íntima alegría de las manos de mi Padre para que tus pecados queden pagos, y tú, con Él reconciliado.

—¡Oh Jesús, qué extraordinario amor y aprecio tuviste por mi alma! ¡Que tú, la misma Inocencia y Santidad, debas sufrir por mí tantas y tales penas que a mí me merecieron mis pecados! Te doy gracias, oh Jesús mío, y te alabo por el infinito Amor que me tuviste, y amor te prometo.

—Hijo mío, hermoso será tu agradecimiento, y conforme a mis deseos tu alabanza y amor, si me imitas; si por mi amor y según mi ejemplo lo sufres toda adversidad silencioso y sereno, y me tomas a mí en el Sagrario como único confidente y único refugio de tus tribulaciones. —Pero ahora sigue caminando a mi lado y entra en la ciudad de Jerusalén, la ciudad de mi Pasión. Aunque era ya medianoche, la luna llena y la gran cantidad de linternas en manos de mis enemigos te echan sobrada luz sobre lo miserable de mi estado. Henos cerca de la ciudad: mis enemigos con aplausos y gritos de alborozo dan el signo de que me han prendido, y con sarcasmos indican que me tienen atado para divertirse todos con un necio y loco que pretendía salvar el mundo. Se levantan todos por los gritos, las puertas y ventanas de las casas se atestan de gente, cunde la curiosidad por verme prendido —y entre tanta gente no hay nadie, hijo mío, nadie que me mire con piedad. Cinco

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días antes era bienvenido en esta ciudad con júbilo y cánticos triunfales, y ahora voy entrando entre los mayores desprecios y oprobios, habiéndose transformado todos en mis enemigos…

Aquello, hijo mío, fue y pasó… Pero ahora, ¿gozo mejor ventura en la Eucaristía?… Los mismos que hoy cantan HOSANNA52 delante de mí, ¿no se hacen bien pronto mis enemigos, obrando mal, pecando contra mí?

—Jesús, esas palabras puedo aplicarlas a mí, como quizá lo estés haciendo tú mismo. Ante la Eucaristía yo actúo como Jerusalén, y peor también… Primero te adoro con piedad como a mi Dios, te recibo en mi pecho y te prometo mi amor… y poco después, y acaso el mismo día, me vuelvo contra ti… te ofendo… te hiero el Corazón, te expulso del mío con el pecado, y me hago enemigo tuyo. Oh Jesús, ¡qué alma miserable, infiel, ingrata y malvada soy, de veras!… Oh Jesús, ¿cuándo comenzaré a darte el amor de un genuino amigo tuyo? ¿Cuándo vencerás mi corazón de tal modo que nunca más se separe de ti?… Jesús, haz que los dolores que me has dedicado en tu Pasión y el amor que me has patentizado en la Eucaristía me valgan un amor fuerte a ti que dure hasta el postrer respiro de mi vida y sea uno con la eternidad. Así sea.

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QUINTA HORA JESÚS DELANTE DE ANÁS

PRIMER CUARTO

Oh Jesús, mientras ante tu infinita majestad presente en la Sagrada Hostia concentro mis tres potencias —intelecto, memoria y voluntad— y mis sentidos, y mientras confieso cuán insignificante soy como hombre y cuán malo como pecador, te elevo esta súplica: Traslúceme con una mirada misericordiosa todo lo que padeciste por nuestra Redención, especialmente en los tribunales de tus enemigos, y el modo como tantos y tales sufrimientos se renuevan reiteradamente aquí en la Eucaristía. También infunde a mi corazón, Jesús mío, los afectos compasivos y amorosos que deseas que tenga en esta hora de adoración que propongo cumplir con tu auxilio divino.

—He escuchado tu súplica, alma amada mía, y te concederé tus deseos. Acompáñame con el espíritu por lo pronto al tribunal de Anás, Sumo Pontífice con Caifás en este año de mi Pasión. A su presencia me llevan los judíos acaudillados por Judas. Ellos encuentran su complacencia en mostrar ante Anás su intrepidez en prenderme; y el traidor, en cobrar su dinero. Los felicita Anás por la proeza de librar al pueblo de un hombre tan malvado y engañoso. Míralo a Anás sentado en un alto sitial como lo estaría un hombre de gran dignidad y autoridad lleno de celo por la gloria de Dios; mírame puesto delante de él y en medio de mis enemigos como un reo que con sus malas obras ofendió a Dios y al hombre.

—Oh Jesús, confieso y adoro los juicios de la Sabiduría infinita de Dios. ¡Tú, inocentísimo Cordero; tú, Hombre-Dios; tú, que te pasaste haciendo el bien, debes comparecer ante un malvado y sufrir que censure tus obras santas!

—Así quiso mi Padre, y yo acepté que se juzgaran mis obras santas, para que tú también sufras que se juzguen las tuyas: pero tal como mi inocencia fue conocida y proclamada por el mismo juez que me había sentenciado a muerte, así revelaré la inocencia de mis Siervos que el mundo condene.

Mira ahora, hijo mío, a qué clase de proceso legal me sometió el malvado Anás. Incapaz de hallar en mi vida ni en todas mis obras fundamento alguno para condenarme, trasladó su examen a mis discípulos, todos los cuales me habían dejado solo en manos de mis enemigos. Esgrime Anás el abandono de mis discípulos para convencerme de una impostura que hasta mis amigos reconocieron, uno con traición, otro con negación, y todos los demás con huida y abandono. Ensayó demostrar que mis propios amigos corroboraban su juicio: que yo era

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malvado y engañoso. Considera aquí, alma amada mía, la vergüenza y deshonra que pasé viendo a mis enemigos tenerme en este tribunal como malvado y engañoso por causa de mis Apóstoles tan amados y encarecidos.

Hijo mío, ¡ojalá ese hubiera sido el término de la vergüenza y deshonra que me depara el abandono de mis amigos! ¿Me toca algo mejor por cualquier tiempo considerable en las muchas iglesias donde estoy presente en la Eucaristía? ¿No me abandonan también en este Sacramento de Amor mis hijos cristianos? ¿Qué argumento prestan a mis enemigos que niegan mi presencia real los cristianos que llenan plazas, teatros y lugares de diversiones y dejan las iglesias inhóspitas? (Si es que no me traicionan y niegan, además, con dichos y hechos…) Dan pie para que se diga lo que más de uno dice: «Si Jesús estuviera presente en la Eucaristía como dicen los cristianos, ellos colmarían siempre las iglesias sin jamás dejarlo solo. Pero no lo hacen. Luego, confirman nuestra negación de su presencia en ese lugar.» ¡Hijo mío, esa sí que es una manera de deshonrarme a mí y dañar a las pobres almas!

—Jesús, porque seas desagraviado de ese deshonor que te infieren tantos cristianos, te prometo hacer lo posible con el ejemplo, el entusiasmo y el lenguaje para atraer almas a la Eucaristía.

SEGUNDO CUARTO

Carísima alma, prosigue contemplándome delante de Anás. Este malvado prolonga su interrogatorio sobre mi doctrina, pero no para oír de mi boca la Verdad salvífica, sino para perquerir en qué fundar una sentencia de muerte. Considera lo que pude sentir en mi alma de ver a semejante cínico examinar mi doctrina celestial —como si en ella cupiera engaño— por puro afán de aplicarla a mi condena. Yo había declarado una vez tras otra que mi doctrina era puramente de mi Padre53: a Él, por ende, ofendió Anás principalmente, con lo cual me dio motivo para responderle de la doctrina de Aquel de quien nací: «Yo he predicado públicamente delante de todo el mundo; siempre he enseñado en la sinagoga, y en el templo, a donde concurren todos los judíos, y nada he hablado en secreto. ¿Qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han oído lo que yo les he enseñado; pues éstos saben cuáles cosas haya dicho yo.»54 Con dichas palabras señalé a Anás la Verdad absolutamente inexpugnable de mi doctrina. Invoqué de testigos no a mis Apóstoles amigos, sino a los judíos mis enemigos; pues no puede alegarse prueba más firme de la verdad que el testimonio de los propios enemigos21. 21 Esto es exactamente lo que comenta San Juan Crisóstomo a este pasaje. Tal vez el autor retrotraiga a dicho Doctor de la Iglesia este comentario que pone en los labios de Jesús Sacramentado.

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—Oh amado Jesús mío, ¡qué diferencia habrá entre ese juicio tuyo en ese tribunal y el mío venidero ante el tuyo! Tú pudiste traer como testigos de tu inocencia a tus propios enemigos, pero cuando yo comparezca ante tu majestad, no humillada y escondida como ahora en el Altar, sino toda imponente y severa para juzgarme, ¿qué haré? ¿Podré traer como testigos de mi inocencia a mi enemigo infernal, o siquiera a mis amigos los Santos y Ángeles del Cielo? Del Infierno, estarán todos contra mí; mis amigos no me servirán de testigos, pues me acusará mi propia conciencia; y mis malas obras alzarán sus voces contra mí. ¿Dónde evitaré aquel día de ira, oh Jesús mío? ¡No hallaré apología que valga!

Ahora, oh Jesús, Redentor mío, que por tu Gracia todavía estoy en el tiempo, ante la Sagrada Hostia recurro a los méritos de tu Pasión y a tu Amor para que me perdones mis pecados y me concedas la gracia de expiarlos penitente y enamorado antes de comparecer ante tu Juicio. Jesús, tú que eres mi Redentor, escucha ahora mi oración antes que llegue para mí el tiempo de la Justicia, en el cual no me quedará remedio que me salve.

—Escucho tu oración, hijo mío, pero imita los ejemplos que te doy en mi Pasión y ámame en la Eucaristía para perseverar en el bien hasta el fin de tu vida. Sigue escuchándome: mi respuesta a Anás fue benigna, verdadera y serena, pero por lo mismo lo confundió, sin dejarle cómo objetarla. La reacción de uno de los criados de Anás fue una brutal bofetada y la pregunta: «¿Así respondes tú al pontífice?»55.

—¡Ay Jesús, Redentor mío! ¡Cómo se habrán estremecido los cielos por tan grande deshonor que tu infinita majestad recibió de ese criado vil!… Paréceme ver aquel tu semblante tan dulce —aquel semblante que era la delicia de los Ángeles y el anhelo de los Patriarcas, aquel semblante cuya radiante majestad divina solazaba a los afligidos y arrastraba a los pecadores— mudarse súbitamente por tan brutal bofetada, amoratarse, lividecer, y tornarse irreconocible al sangrar de tu boca y nariz. Oh Jesús, compadecido por ese dolor y agradecido por lo que has sufrido por amor a mi alma, levanto los ojos a ti presente en la Sagrada Hostia y adoro tu infinita majestad abismada por mi amor en deshonras mayores. Aquí, Jesús, los malos te renuevan tu Pasión, te tienen en menos que aquel criado delante de Anás; con sus menosprecios, insultos y sacrilegios te hieren más el Corazón. Jesús, apiádate de ellos, ilumínalos y conviértelos de tal manera, que, cuanto te vejaron, tanto te expíen con penitencia y amor.

TERCER CUARTO

Alma amada mía, esa bofetada me fue harto despectiva y deshonrosa: lo sabrás bien si miras quién la dio y quién la recibió. La dio públicamente, en el tribunal de

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Anás, un criado y esbirro; la recibí yo, hombre y Dios, infinito en majestad, Creador del Cielo y de la tierra y de todo cuanto existe… ¡Me hieren aquellas manos que yo mismo hice y regalé! No obstante, recibí esta deshonra y pena con humildad y paciencia, para inculcarte estas virtudes entre desprecios y ofensas. Quise también enseñarte la virtud de la mansedumbre con la respuesta que di a aquel criado: «Si yo he hablado mal, manifiesta lo malo que he dicho; pero si bien, ¿por qué me hieres?»56. Con tales palabras, dichas con gran humildad y dulzura, quise abrirle los ojos a aquel miserable y convertirlo, y a la vez demostrarle que no había nada de irrespetuoso en mis palabras al Sumo Pontífice —aunque del pontificado no tenía Anás más que el nombre57.

—¡Oh Jesús, tú eres siempre mi Maestro sapientísimo y amabilísimo! Tanto tu silencio como tus palabras me aleccionan indefectiblemente. Callado, me enseñas como Cordero inmolado por los hombres a sufrir en silencio las ofensas y desaires; hablando, me enseñas como Maestro divino la Verdad y me invitas a seguirla para ganar la bienaventuranza sempiterna.

—Hijo mío, llévate pues de aquel episodio esta lección: que respondí con toda serenidad al que me ofendiera con gran vejamen, que procuré devolverle el bien por el mal que me había hecho, y que le respondí con dulzura, rebosando amor mis facciones y misericordia mi mirada para su benéfica corrección.

—¡Ay, Jesús! ¡Cómo me alejo de tu ejemplo cuando me ofenden! ¡Tú eres de verdad manso y humilde de corazón, y yo, arisco y altanero! ¡Así me aprovechan la humildad y mansedumbre que me muestras en tu Pasión, y éstas, tanto mayores, que me muestras en la Eucaristía! Ante cada insulto, desprecio, o impresión de desaire que recibo, yo, hable o calle, te desairo y ofendo. Si hablo, mis palabras son respuestas rencillosas, quejumbrosas y vengativas; si callo, mi silencio no nace de la humildad, sino de un corazón soberbio, lleno de cólera y rencor contra quien me desaira. Y después creo amarte… Te prometo mi amor una y otra vez cuando te tengo frente a mí o dentro de mi pecho… ¡para después quedarme tan lejos de tus ejemplos!… Jesús, perdóname, y dame luz, fortaleza y amor para imitarte.

—Hijo mío, mientras estamos todavía en el tribunal de Anás con este criado inhumano que me abofeteó, escucha y aprende otra lección. Yo había enseñado: «Si alguno te hiriere en la mejilla derecha, vuelve también la otra»58 —vale decir, si alguien te hiere con palabras o te daña en tus propiedades o en tu persona, no te basta deponer todo odio y sufrir todo con paciencia y humildad: también debes estar preparado para recibir otras ofensas callado —aunque sin descuidar las correcciones beneficiosas.

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—¿Y quién habrá, Jesús mío, que haya cumplido esa enseñanza mejor que tú? Benévolo amonestaste y corregiste a tu abofeteador, y a la vez estuviste dispuesto a sostener otros oprobios y tormentos. Más ofreciste que la mejilla izquierda a bofetadas enemigas: ¡ofreciste todo tu cuerpo a tormentos atrocísimos y a la muerte de cruz! Y aquí en la Eucaristía guardas paciencia para sufrir todo lo infamante, despectivo y punzante que te infieren tus enemigos colmándolos de bienes. Y como si eso fuera poco, guardas además constante disposición para sufrir más y más de parte de ellos y para invariablemente devolverles con nuevos bienes todas sus ofensas. Y yo, oh Jesús, que soy testigo de esos ejemplos que me diste en tu Pasión y que me das a diario en la Eucaristía, todavía no he llegado a soportar por tu amor dos o tres palabras punzantes —ni hablar si soy ofendido en mi persona como lo fuiste tú. ¡Ni siquiera admito una merecida reprimenda de quien me ama! Me verás enseguida rebelarme y quejarme contra quien me corrige. ¡Oh, Jesús! ¡Cuán grande es mi deseo de imitar tu paciencia! Tú que me lo has infundido, infúndeme también, desde este Sacramento de Amor, gracia y fortaleza para cumplirlo de verdad y así dar gusto a tu Corazón divino que tanto ama el bien de mi alma.

ÚLTIMO CUARTO

Amado Jesús mío, antes de terminar esta hora de adoración te ruego que me resuelvas una dificultad que a mí mismo me deja sin respuesta. Un recorrido mental de tu Pasión me muestra que pasaste toda suerte de tormentos mucho mayores que la bofetada de aquel criado de Anás; también que sufriste por parte de gentuza de cualquier calaña… Y en medio de tales tormentos, veo siempre en ti un manso cordero sufriéndolo todo sin siquiera resollar, sin abrir la boca por un instante para defenderte ni quejarte de lo que te infligían contra toda justicia y toda ley —tal como te veo en la Sagrada Hostia, sufriendo callado desprecios, punzadas y muchísimos sacrilegios. ¿Y cómo se explica que sólo en ocasión de esa bofetada abrieses la boca para quejarte a aquel criado con la pregunta: «¿POR QUÉ ME HIERES?»?

—Carísima alma, es explicable tu desorientación; pero te ocurre por no tener en cuenta que yo soy tu Maestro ni advertir que mi conducta con ese criado indica cuánto me hiere la ingratitud de mis beneficiarios. Él —como te enseñan los Santos Padres de mi Iglesia, entre ellos San Juan Crisóstomo59— era Malco, que llevó su atrevimiento a echarme mano en Getsemaní para prenderme el primero. Pedro le cortó una oreja con una espada, y yo, sin que él me lo pidiese, en el punto se la recoloqué y lo sané milagrosamente, mientras daba la Luz de la Fe a su alma y lo perdonaba.

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—¡Oh Jesús! ¡Así que lo llenaste de bienes en cuerpo y alma! ¡Con tanto bien le pagaste el mal que quería hacerte!

—Y él, hijo mío, me pagó mi beneficio con bastante ingratitud para que yo debiera quejarme de su bofetada. Así te mostré si me infligen honda herida aquellos que, especialmente favorecidos por mí, no me agradecen, o lo hacen pésimo.

—Oh Jesús, oh buen Jesús mío, si la herida que la ingratitud inflige a tu Corazón te forzó a quejarte de ese criado y decirle: «¿POR QUÉ ME HIERES?»; ¡qué punzadas sufriste y todavía sufres porque soy ingrato!… ¡Cuántas gracias, favores y bienes he recibido de ti y estoy recibiendo en alma y cuerpo en cada momento que me das de vida! ¿Quién podría contar esos beneficios? ¡Cuántas veces me perdonaste mis pecados en vez de mandarme al Infierno merecido! Y este beneficio que reservas en la Eucaristía y que solamente tu Sabiduría infinita pudo hallar, y tu Poder infinito cumplir, y tu Amor infinito ceder, ¿no es el supremo de todos los beneficios y regalos, que llena de admiración a los Ángeles del Cielo?… ¿Y cómo te he pagado tales mercedes? ¿No lo he hecho con ingratitud horrenda? Oh Jesús, se me cae la cara a pedazos de vergüenza de oírte decirme a mí —y con más razón— tus palabras a aquel criado cruel: «¿POR QUÉ ME HIERES? ¿Por qué agradeces tan mal tantos beneficios que te hago todos los días? ¿Es que cuanto más hondo amor, más ancha misericordia y más alto aprecio te tengo, tanto más has de desagradecerme? ¡Mucho menos lo hicieras si ibas directo al Infierno merecido a tu primera ofensa contra mí! ¿Es que tienes que serme más ingrato cuanto más benigno yo te soy?…»

—Hijo mío, dices bien: mereces todas estas quejas, porque realmente me has agradecido peor que aquel criado. Él me abofeteó una vez; y tú, ¡cuántas veces me has fallado; cuántas ofensas me has hecho, cuántas heridas has abierto en mi Corazón!

—Jesús, te ruego que te apiades de mí y me perdones tamaña ingratitud. Me arrepiento de todo corazón, oh Jesús; auméntame la contrición. Mientras te adoro en la Sagrada Hostia, te prometo pagarte con amor; cuidarme con horror, celo y minucia de cualquier ingratitud futura y expiarte toda la pasada respondiendo al legado de tu Pasión con acendrada pena, y al de tu Eucaristía con amor íntegro y fuerte. Jesús, quiero cumplir esta promesa sincerísima; ayúdame a conseguirlo. Así sea.

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SEXTA HORA JESÚS EN EL TRIBUNAL DE CAIFÁS

PRIMER CUARTO

Jesús, heme aquí ante tu presencia divina en este Sacramento de Amor. Propongo, con tu ayuda, pasar una hora de adoración concentrado en la Pasión que sufriste para redimirme; y deseo que me declares el modo tan injusto y odioso como fuiste tratado en el tribunal de Caifás. Dime, oh Jesús mío, cómo y cuánto fue agredida tu reputación y tu honor que por mi amor sacrificaste; dímelo para que yo aprenda a hacer por tu amor cuantos sacrificios quisieres. Muéstrame también, mi amado Jesús, de qué modo sigues sufriendo aquellos maltratos aquí en la Eucaristía, para que en este Sacramento sepa devolverte siempre mejor lo que en él me has dado: tu Amor llevado hasta el último extremo posible.

—Para que yo te conceda ese pedido, acompáñame, carísima alma, al tribunal de Caifás. Hacia allí Anás, como no hallase qué imputarme, me envió para que este hombre, peor que él, consiguiese con su maldad hacerme pasar por un criminal y condenarme a muerte. Caifás me acoge en la sala del Sanedrín rodeado por sus consejeros: doctores de la Ley, ancianos del pueblo y príncipes de los sacerdotes. Cuatro meses atrás, en este mismo consejo, como yo resucitase a Lázaro y una muchedumbre creyese en mí, ya acordaban estos mismos enemigos míos matarme. Muy atentos están todos, pues; pero no a mi culpabilidad, sino al medio para condenarme. Todos ansían derramar mi sangre hasta la última gota y exterminarme de la faz de la tierra, pero aparentando matarme como a un criminal. Buscan quitarme con mi vida mi renombre ganado, y a la vez salvar el suyo ante el pueblo disimulando bien que matarían a un inocente. Toda su malevolencia se concentra en vestir de rectitud su envidia, odio e iniquidad. Por eso se afanan por reunir falsos testimonios contra mí —con sólo que parezcan verdaderos ante el pueblo. Hijo mío, ¿qué les falta inventar contra mi inocencia? ¡Cuántas mentiras, cuántas calumnias, cuántos fraudes dirigen contra mí!

—Y tú, oh Jesús, ¿cómo arrollaste esos embustes de tus enemigos?

—Yo callé y dejé mi inocencia en manos de mi Padre, el defensor de los inocentes. Y mi Padre me prestó apoyo, como lo presta a quienquiera que confíe en Él. Los mismos testigos falsos demostraron mi inocencia al contradecirse entre sí.

—¿Qué depusieron esos testigos falsos contra ti, oh Jesús?

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—Hijo mío, apenas fuese dada la seña para hablar, estos testigos juntados contra mí por mis enemigos empezaron todos a largar sus mentiras, ya les viniesen a la lengua, ya las hubiesen oído de quienes mis aborrecedores: cuál depone que yo era un gran pecador y amigo de pecadores, cuál que yo era un ebrio, cuál que era un impostor del pueblo, cuál que era blasfemador, amigo del diablo, que lleno de mí mismo, pretendidamente capaz de derribar el templo y reconstruirlo en tres días. Y en medio de la sala, atado como me trajeron desde Getsemaní, oyendo estas mentiras y calumnias y viendo mi sagrada honra pisoteada, siento el rostro lleno de rubor y el Corazón a punto de partirse; pero callo y ruego por aquellos miserables calumniadores…

No se acabaron ahí las mentiras y calumnias contra mí, hijo mío: todavía las sufro aquí en la Eucaristía, donde me quedé con los hombres por su amor. ¡Cuántas mentiras y calumnias dicen los malvados contra mi Iglesia para instigar a los demás a odiarla como ellos! ¡Cuántos engaños y sofismas se difunden contra mi presencia en este Sacramento para matar la fe de otros! ¡Cuántas calumnias y falsedades se hablan y escriben para hacer quedar como malvados y fraudulentos a mis amigos favoritos! Y yo desde aquí lo veo todo, lo oigo todo, sufro indeciblemente en el Corazón y, en vez de castigar, ruego a mi Padre por estos miserables, por estos ciegos…

—Tu bondad es grande, oh amado Jesús mío…

SEGUNDO CUARTO

Hijo mío, como viese Caifás que los testigos falsos traídos contra mí no concordaban, atizado de rabia intentó sonsacarme algún fundamento para condenarme. Se levantó y me preguntó: «¿No respondes nada a lo que deponen éstos contra ti?»60 De un modo o de otro Caifás quería hacerme pasar por reo de muerte. Fracasando con falsos testimonios, esperaba conseguirlo con mis propias palabras. Pero yo, conociendo su designio inicuo, callé.

—Jesús, ¿no habrías podido con pocas palabras desbaratar ante toda esa gente su falsedad e iniquidad?

—Poco me costaba, hijo mío, pero preferí el silencio: era superfluo contestar a testigos falsos y contradictorios, y además yo quería enseñarte la paciencia y la humildad. Así quise también mostrar qué clase de poder tengo, y vencer a mis enemigos cuando pensaban vencerme.

—Entonces, oh Jesús, ante las mentiras, calumnias y agravios que sufriere de palabra o de hecho, el silencio para imitarte debe ser mi arma más fuerte. Te doy

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gracias, oh Jesús, por esa lección de callar calumniado y agraviado. Te prometo imitar tu silencio, y no solamente el que presentaste a Caifás, sino también el que guardas en la Eucaristía ante las innumerables ofensas y desprecios de quienes te deben un amor incontenible. Oh Jesús, recuérdame ese silencio la ira y la altivez tentaren mi lengua, y ayúdame a imitarte para tu gloria y el bien de mi alma.

—Mi silencio, hijo mío, exasperó más aún a Caifás, pero éste no se dio por vencido, y para arrancarme una respuesta me dijo: «Yo te conjuro de parte de Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios»61. —¡Hombre inicuo y engañoso! ¡Sujeto farsante! ¡Juez como no podría haberlo más inicuo!

Él sabe que muchas veces yo declaré ser el Hijo de Dios, y es obvio que no me interroga para creer en mí, sino para condenarme comoquiera que responda. Si afirmo ser el Hijo de Dios, Caifás me hace pasar por blasfemador; si lo niego, me hace pasar por impostor del pueblo para desmentirme. Alrededor de él todos comparten su designio de torcer cualquier respuesta mía en mi condena. Sírvense del Santo Nombre de Dios para constreñirme a decir la verdad; fingen honrar a Dios dando muerte a su Hijo unigénito humanado para redimirlos. Bien decía de mí el profeta Simeón que de mí resultaría el beneficio de muchos, pero también la ruina de muchos otros62 por razón de su maldad. ¿Quién les habría dicho a estos miserables judíos, que tantos siglos llevaban esperándome con ansia63, que yo sería su ruina por causa de su odio, envidia, soberbia y apego al mundo? ¿Quién les habría dicho que ellos llegarían a tan tremenda ceguera, a condenarme a muerte?

—Oh amado Jesús mío, ese pensamiento me aterra… Porque también yo puedo desaprovechar tus gracias como los judíos, y éstas, lejos de beneficiarme, depararme mayor perdición. ¿Cuántos beneficios y gracias me impartes diariamente por el bien de mi alma? Y entre ellas todas, el mostrárteme tan humillado en el Altar por mi amor, ¿no es un favor y un regalo que sobrepuja a todos los regalos y favores? Tú, aquel mismo Jesús que estaba frente a Caifás, estás frente a mí; y en la Eucaristía yo puedo, no menos que él, usarte para la ruina de mi alma. Así canta de ti la Iglesia: «MORS EST MALIS, VITA BONIS»64. — Muerte eres tú para los malos, Vida para los buenos. Yo suelo recibirte en mi alma a la hora de la Santa Comunión como mi alimento espiritual para que tú me enriquezcas con tus gracias; tú, oh Jesús, en este Sacramento eres la Vida de mi alma, pero también puedes ser su muerte si te correspondo mal. Jesús, nunca permitas en mí tal desgracia; séme siempre mi Vida en la Eucaristía; concédeme la gracia de no faltarte nunca a la reverencia y de amarte siempre, para hallar en ti la prenda de la Vida Eterna.

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TERCER CUARTO

Hijo mío, he oído la pregunta que me hizo Caifás en nombre suyo y de todos sus compañeros: si yo era el Cristo, el Hijo de Dios. La mala intención suya y de sus ministros le daba poco título a mi respuesta; pero desde el momento en que Caifás me interrogó en el nombre de Dios, y para que no pudiesen ellos aducir que yo no les haya revelado la verdad, le respondí: «Yo soy»65, esto es, Cristo, el Hijo de Dios. Pocas horas antes, en el Huerto, con esas palabras me anticipé a mis enemigos prontos a capturarme y los eché a todos por tierra; no así esta vez, pues me he entregado en sus manos para padecer como un manso cordero. Pero esas palabras mías también fueron expresión de mi Justicia rigurosa contra ellos: al decirlas, les arrollé cualquier excusa que pudiesen alegar de su ceguera, pues les puse en evidencia a quién iban a condenar a muerte.

—Jesús, considerando que en definitiva usarían tus declaraciones para hacerte pasar por reo de muerte, ¿no habrías podido dejarlos en la ceguera que habían elegido ellos mismos?

—Carísima alma, pude callar: nadie habría podido obligarme a dar una respuesta. Sabía también que por darla me harían pasar por reo de muerte, pero la di con todo coraje, porque la verdad hay que decirla sin temor cuando glorifica a Dios y beneficia a las almas.

—Amado Jesús mío, ¡cuánta falta me hace seguir ese ejemplo! Yo suelo quedar vencido por el respeto humano; rara vez junto fuerzas para portarme como buen cristiano, pues me avergüenzo de los demás y temo cualquier palabrita algo mordaz o burlesca, ¡temo una nonada! Algunas veces, aun ante tu propia presencia, el qué dirán me impide reverenciarte debidamente y quedar silenciosamente absorto en ti. ¡Yo que tanto prometo amarte, oh Jesús! ¿Qué clase de amor es éste mío? ¡Un amor inepto para exteriorizarse por temor de personas, burlas, ironías, o invectivas! Si yo te quisiera debidamente, me complacería en sufrir algo por tu amor. Jesús, desde la Sagrada Hostia, y más en mi pecho cuando lo visitas, alienta y fortalece mi pobre corazón para portarme delante de todos como un verdadero cristiano, sin temor, antes bien con la alegría de sufrir algo a cambio del amor que me tuviste en tu Pasión y que me mantienes en este bien llamado Sacramento de Amor.

—Hijo mío, no contento con declarar ante mis enemigos mi filiación divina, decidí darles de ella una señal para abrirles los ojos, y les dije: «Y aun os declaro, que veréis después a este Hijo del Hombre sentado a la diestra de la majestad de Dios, venir sobre las nubes del cielo»66. Con tales palabras les indiqué que era Hombre-Dios y Juez de todos los hombres; quise recordarles que todo lo que es de este

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mundo termina y que todos han de venir a mí a que yo los juzgue por el bien o el mal que en esta vida hayan hecho.

—¡Jesús, buena lección fue ésa tuya, y para mí no menos que para tus enemigos!

—Sí, hijo mío, para ti también y para todos los cristianos. Nunca olvides que yo soy verdadero Hombre, verdadero Dios, y tu futuro Juez; con esta consideración ejercítate bien en pesar las cosas del mundo. En él todo termina pronto, hijo mío; en breve será como si hubiera sido irreal todo lo que se padeció o gozó, todo lo que se adquirió y dominó, todo lo que se lloró u holgó —todo pasa como una brisa. Queda, empero, el Día de la Justicia, en que daré a todos su merecido. Durante mi Pasión hice referencia a aquel día en que a todos daré lo que pidieren sus obras, para que, quien me vea ahora humillándome y buscándolo, nunca olvide Quién es el que se humilla y lo busca.

—Te estoy viendo, ¡oh Jesús! atado ante Caifás como un criminal y rodeado de testigos falsos que te interrogan sobre tu identidad para traducir tu respuesta en tu muerte. Te estoy viendo, también, Señor, reducido por mi amor a un estado aún más humilde en el Altar, escondido en tu divinidad y humanidad y anonadado por completo. Y ante una y otra vista, confieso que tú eres hombre y Dios, infinito en majestad, Juez de todos los hombres, y que a todos has de dar lo merecido por sus obras.. En aquel día no aparecerás como un reo frente a un mortal, ni tampoco como estás en la Eucaristía, anonadado por el amor de los hombres. ¡Aparecerás, sí, como el Dios que eres, Dios de Justicia y Sabiduría infinita! Haz, oh Jesús, que por la memoria indeleble de aquel día tremendo yo siga tus ejemplos con indefectible coraje, te ame en la Eucaristía como Redentor mío y siempre te adore a título de Juez que un día ha de dictar la sentencia final de todas mis obras.

ÚLTIMO CUARTO

Hijo mío, prosigue contemplándome delante de Caifás al haber declarado yo ser el Hijo de Dios. Si él me hubiera interrogado con buena intención, habría examinado mi respuesta y hallado razones suficientes para reconocerla por verdadera. Pero Caifás no buscaba la verdad: buscaba cómo exterminarme. Fue por eso que en cuanto oyó mi respuesta se paró, se llenó de cólera, se encendió de rabia y, como signo de haber oído una blasfemia horrorosa, rasgó la vestidura sacerdotal que llevaba. ¡Hombre malvado y engañoso! En toda esa parodia muestra una cosa por otra; se ostenta enardecido de celo por la gloria de Dios estándolo sólo de envidia, odio, y sed de venganza… Agranda la culpa que supuestamente descubriera en mí para atizar más a los demás contra mí.

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—Y tu, oh Jesús, que conocías la maldad engañosa de ese hombre, ¿qué alegaste en tu defensa? ¿No habrías podido enseguida demostrarles a todos que tu respuesta, lejos de blasfema, era verdadera?

—Hijo mío, escuché callado, sereno y paciente todas las palabras con las que me infamó Caifás y sus compañeros. Así yo te he enseñado cómo portarte cuando oigas alguna falsedad sobre ti: conformándote al instante en vez de clamar a todos tu inocencia. Hijo mío, cada vez que te ofendieren enemigos y amigos, imita el silencio que guardé ante Caifás y que guardo en la Eucaristía. ¡Vaya si habría podido acertar yo frente a Caifás! ¿No daban clara prueba mis enseñanzas, mis milagros y mi perfecto cumplimiento de las profecías —todo lo cual era sabido a Caifás— de que yo era el Mesías, el Hijo de Dios y el Redentor del mundo?… Pero respondí callando y dejándolo hablar de mí a su antojo.

—¿Y qué dijo de ti ese impostor?

—Se volvió a sus consejeros y les dijo: «¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Vosotros mismos acabáis de oír la blasfemia: ¿Qué os parece?»67 Todos juntos, hijo mío, actúan como acusadores, testigos y jueces: de blasfemia me acusan, blasfemia deponen contra mí, y por blasfemia me condenan. Con una sola voz todos me declaran reo de muerte por blasfemador. ¡Puedes ver aquí en qué ceguera caen estos miserables judíos! ¡Puedes ver adónde los lleva su maldad, envidia y odio contra mí! Delante de sus ojos tienen al tan ansiado Mesías, ¡y no lo reconocen! Quienes vieron y oyeron tantas maravillas obradas por mí, quienes conocieron y admiraron mi sabiduría celestial como superior a toda otra de que hubiera noticias, quienes vieron cumplirse en mí todas las profecías referentes al Mesías, ellos mismos, enceguecidos por sus pasiones, se rehúsan a confesarme por el Mesías que al mundo vino a salvarlos.

—Oh amado Jesús mío, mientras confieso ante ti, en este Sacramento de Amor, tu Santidad infinita y tu Inocencia tan ultrajada en la corte de Caifás, a la vez te adoro desde el fondo del corazón y deseo desagraviarte todas las punzadas y afrentas que en aquel tribunal te infligieron aquellos hombres perversos y ofuscados por sus pasiones. Asimismo, oh Jesús, deseo expiarte las ofensas que en este Sacramento recibes de muchísimos cristianos nada menos ciegos que Caifás y sus consejeros. —¡Qué gran ceguera los envuelve a ellos también! Saben de tu presencia en el santo Altar, muchas y claras pruebas tienen de ella y del amor excesivo que les has tenido en este Sacramento, y viven como si no te conocieran, y si a veces aparentan conocerte llegándose a ti, es solamente para ofenderte en tu propia presencia con su mala conducta. Jesús, ten piedad de ellos, ilumínalos, no los dejes en semejante ceguera. Y al rogarte por ellos, oh Jesús mío, te pido que no me olvides a mí: ilumíname para que, conociéndote siempre mejor, siempre más te ame en este

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Sacramento de Amor. Te imploro también que aceptes mi pobre adoración con mis actos de devoción y amor, fríos como son, en reparación de lo mucho que te atormentó oír en el tribunal de Caifás aquellos falsos testimonios contra ti, y pasar como un blasfemador a matar por haberte dicho nacido de Dios. Acéptalos también en reparación de todo lo que te atormentan el Corazón innumerables cristianos por su pésima conducta ante la Eucaristía. Así sea.

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SÉPTIMA HORA DESPRECIOS A JESÚS EN CASA DE CAIFÁS

PRIMER CUARTO

Jesús, mi buen Jesús, heme aquí puesto ante tu presencia para adorarte profundamente en este Sacramento de Amor, Memorial de tu Pasión sufrida para redimirme. En este momento ansío y suplico que transportes todos mis pensamientos y afectos a la casa de Caifás a contemplarte declarado digno de muerte por él y sus ministros, y entregado en manos de sus esbirros y criados. Oh Jesús, ésa fue la última noche de tu vida; noche de menosprecios, insultos y penas, noche en que fuiste entregado cual manso cordero en las manos de los tigres más crueles y sanguinarios.

—Alma amada mía, nadie podría comprender la acritud de los desprecios y la vileza de los insultos que me infligieron mis enemigos en la víspera de mi Pasión. Ya les había dicho yo en el Huerto a mis enemigos: «Ésta es la hora vuestra»68, y esta noche en casa de Caifás lo demostraron harto al desahogar el odio y la envidia que cobijaban contra mí en sus corazones. Pero para mí es también la hora en que experimenté toda suerte de tormentos y punzadas, y la hora en que te expuse la grandeza de mi Amor.

—Amado mío, ¿podrías decirme todas las maldades que en tu Persona ejecutaron tus enemigos esa noche? Así sabré cuánto me amaste y podré compadecer lo que sufriste.

—¿Qué puedo desear de ti, mi amigo, sino compasión y amor? Concentrado, pues, en mis palabras, compréndeme, compadéceme y ámame. Estando yo en la sala del Sanedrín, éste me declaró reo de muerte por blasfemador en presencia de los soldados unidos a los esbirros y criados de ese Consejo. Al instante, todos juntos, con el deseo de complacerlo a él y a los suyos, me rodearon y se me arrojaron encima como perros rabiosos, unos con insultos y burlas, otros con reprensiones, y los demás con las manos, tratándome como al peor hombre que apareciera en la faz de la tierra. Caifás y todos los sanedritas fueron a descansar, y a mí me dejaron atado a la merced de estos tigres hasta reanudar la reunión al día siguiente. Teniéndome ya juzgado reo de muerte, y resueltos a entregarme por la mañana en manos del gobernador romano para que me diese la sentencia que deseaban, podrían al menos haberme dejado descansar tranquilo la última noche de mi vida. Pero para mí, hijo mío, no había ningún descanso, ninguna piedad… Hiciéronme

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bajar aquellos verdugos al patio de aquel palacio, donde reanudaron los escarnios y los aumentaron también, pues ya no tenían temor de nadie. Y como primer escarnio, me escupieron en la cara… De semejante vilipendio, como de uno de marca mayor, yo había hablado con los Apóstoles al hacerles referencia a mi Pasión. Les dije que sería entregado en las manos de mis enemigos y que me escarnecerían y me escupirían69. Escupir una cara, hijo mío, es afrentarla al máximo y calificarla como vilísima.

—¡Jesús! ¡Qué trato recibió en casa de Caifás tu noble, santa y dulce faz! ¡Tu faz, que había rebosado de solaz a tantos afligidos! ¡Ay, oh amado Jesús mío, unigénito Hijo del Eterno Padre, sin mancha Espejo de la divina majestad, Rey de todos los reyes! ¡Que tú recibas por mi amor tamaña deshonra! ¡Y que la recibas de la más baja y peor gentuza de entre el pueblo! ¿Y por qué los dejas denigrarte, deshonrarte e insultarte de ese modo?

—¡Carísima alma, porque yo te amo! Por tus pecados, merecías tú semejantes insultos, y los sufrí yo en tu lugar. Acepté semejante envilecimiento de mi Santa Faz para que tu alma fuera purificada y tú resultaras digno de mi Gloria.

—Oh buen Jesús, ¡cuán humillado estás en las manos de esos esbirros, y cuánto más en la Sagrada Hostia! ¿Cómo puedo traer un corazón frío ante tanto amor? ¿Cómo puedo traer soberbia ante humildad tan pasmosa? Oh Jesús, ¡cuán digno de amor eres entre esos desprecios! ¡Y cuán digna de imitación es la humildad de tu Pasión y de la Eucaristía! Jesús, por tus méritos ganados a fuerza de tantos desprecios, y por tu humildad tan grande, haz que yo te ame, que te ame siempre, que te ame sobre todas las cosas, que te ame con el verdadero amor que de mí deseas.

SEGUNDO CUARTO

Hijo amado mío, los insultos y desprecios de esta noche apenas están en su comienzo. Puedes ver que me patean por todas las gradas del palacio de Caifás hasta bajarme a este patio a atarme allí de cuello y pies a un olivo, con las manos por detrás para evitar mi huida. Y, después de llenarme la cara de salivas, estos esbirros y soldados se pusieron a comer y beber al lado mío hasta embriagarse. Pero no creas, hijo mío, que me dejasen atado tranquilo mientras cenaban. Los esclavos y los vasallos palaciegos llamados por ellos siguieron sus desprecios y ofensas: continuaron escupiéndome la cara como lo harían con alguien condenado por blasfemador, de modo que me viese como perdido detrás de salivas y entre ataduras. ¡Mira bien, hijo mío, adónde llegué por tu amor! Mi santo Rostro —que,

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según dijera David, era el más gentil en hermosura y gracia del humano linaje70— se transformó en lo profetizado por Isaías: un rostro despojado de toda gracia y reducido a la figura de un leproso71.

—Admirable gracia y hermosura me enseña tu Faz en aquel triste estado, oh amadísimo Jesús mío. En medio de tantos y tales insultos y malparanzas yo la veo resplandeciente, a los ojos de tu Padre, de humildad, de paciencia, de mansedumbre y de más virtudes que cuantas pueda expresar, y la veo también más venerable que aquella vez que refulgió como el sol sobre la cumbre del Tabor. Oh Jesús mío, si tú eres digno de adoración por la hermosura de tu Santa Faz en el Tabor y en tu trono celestial, no lo eres menos en el patio de Caifás por tu humildad, mansedumbre y paciencia en sufrir todo insulto y desprecio por mi pobre alma. Oh Jesús, si profundamente anonadado te adoro en la humildad que guardas en el Altar, también te adoro y te alabo en medio de los desprecios que sufriste por mí. Con los Ángeles del Cielo, oh Jesús, adoro tu Santa Faz tan dolorida y envilecida por tu grandísimo amor a mi, al cual devuelvo ya mi gratitud más viva y más profunda.

—Hijo mío, cuanto más paciente y sereno me ven padecer los esbirros y verdugos, tanto más atizan contra mí a los criados y esclavos redoblando sus insultos y desprecios. Mira cómo se ponen a darme puñetazos en la cabeza, en las espaldas, en el pecho y en el rostro, compitiendo en violencia y descaro. Había dicho en mi nombre el profeta Isaías: «Entregué mis espaldas a los que me azotaban, y mis mejillas a los que mesaban mi barba; no retiré mi rostro de los que me escarnecían y escupían»72. Cumpliéndose está la profecía. ¿Quién de entre todos los hombres quedó desfigurado en su rostro a la manera como quedé yo de tan golpeado, apuñeteado, abofeteado, escupido y ensangrentado? Bien puede continuar sus palabras sobre mí el mismo profeta: ¡quedaron atónitos quienes miraban a mi rostro maltratado hasta la desfiguración total!73

—Amado Jesús mío, me destroza el alma verte en las manos de esos desalmados y odiosos energúmenos. Tan enfurecidos contra ti cual no supiesen más lo que están haciendo. Se ensañan contra tu Santa Faz y no dejan en ella imagen humana… Se ensañan contra el rostro ante cuya majestad huía la enfermedad, amainaban las tempestades y los muertos recobraban la vida… ¡Se ensañan contra el rostro que merece la reverencia y adoración de todos los Ángeles y hombres!

—Hijo mío, infiere de aquí cuánto te amé, pues todo ese trato te merecían a ti tus pecados.

—¡Sí, oh Jesús, tu Amor por mi pobre alma es realmente maravilloso, inmenso e infinito!… Como estoy ante tu presencia en este Sacramento de Amor, con toda

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razón y justicia te reconozco como el verdadero Redentor de mi alma. Tu Santa Faz tan maltratada me da testimonio de que tú eres mi Redentor, de que me amaste sin medida; al modo como tu humillación en la Sagrada Hostia, donde no estás menos expuesto a los insultos y desprecios de los malvados, me demuestra que tu amor a mí desconoce medida, excluye límite, y no sabe acabar… ¿Cómo comenzaré a pagarte todo eso, oh Amado mío?… ¿Qué puede darte mi pequeñez y mi nonada? Oh Jesús, te doy gracias, te doy amor, y a tus pies me comprometo a tenerte siempre por mi carísimo Redentor y por mi único Bien, Delicia y Felicidad de mi corazón, ahora y siempre y por toda la eternidad.

TERCER CUARTO

Carísima alma, no han terminado aún los insultos, desprecios y tormentos que por ti sufrí en esta noche de mi Pasión. Acompáñame de nuevo al patio del palacio de Caifás, pues apenas estamos en el comienzo, y mira adónde me ha llevado el Amor que te tengo. Los esbirros y verdugos se levantan y, unidos con los esclavos y criados acuerdan llevarme adentro por el excesivo frío que hacía esa noche en el patio. Me desatan bruscamente de aquel árbol, me echan por tierra, me arrastran, cuál me tironea de la cadena, cuál de las cuerdas, cuál de los cabellos; por fin, me introducen en un establo74. Me ponen de rodillas, me velan la cara con un trapo sucio, me escarnecen, y entre puñadas y bofetadas me dicen: «Cristo, profetízanos, ¿quién es el que te ha herido?»75.

—Oh Jesús, Redentor mío, mientras entre mil tormentos y vilipendios te veo tenido por tus enemigos como pseudoprofeta e impostor, a tus pies humildemente confieso que eres la Sabiduría divina del Eterno Padre, Dios verdadero, y la Luz de todos los profetas. Lo mismo si feroces criados y esbirros te tienen por ignorante y demente, confieso que tú eres la Luz de todos los sabios, y que eres el Dios cuya Sabiduría sondea los pensamientos más recónditos de las mentes y los deseos y afectos más profundos de los corazones… Para expiarte tantos oprobios y desprecios, confieso que tú eres verdadero Dios y verdadero Hombre y Autor de todas las criaturas, en las que has desplegado poder, riqueza y sabiduría infinitas. Confieso que, ante tu Grandeza y Majestad divina, todas las criaturas, todos los hombres, son como si no fueran.

—Hijo mío, mientras contemplas mi Grandeza para expiarme los oprobios y desprecios que esos esbirros y esclavos me hicieron en esta noche, contempla también la humildad y mansedumbre con que sufrí todo, y procura imitarme, pues no es de dicho sino de hecho que quiero que me ames, y amarme de hecho es imitar mis virtudes al sufrir.

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—Sí, oh amado Jesús mío, en tu majestad divina tu Grandeza es infinita, pero también es portentosa en tu virtud expuesta a desprecios y tormentos. ¡Tú eres el cordero más manso entre los tigres más feroces! Oh Jesús, ¡cuán alejado me veo, mirándome, de los ejemplos que me brindas tan hermosos y extraordinarios de humildad y mansedumbre allí en tu Pasión y aquí en la Sagrada Hostia! ¡Qué reproches me hace en tu presencia mi gran soberbia! El orgullo satura mi corazón, aunque cada tanto yo aparente cierta modestia… ¡Soy incapaz de sufrir una pequeña ofensa ajena, de soportar una sola palabra descortés! ¿Y a qué se debe esta incapacidad mía, oh Jesús mío? ¡A que no te amo como debo! ¡Si te tuviera un amor genuino como el tuyo por mí, todo lo sufriría humilde y callado como tú sufriste por mí!

—¿Cuándo, pues, comenzarás a darme el amor que me debes y que yo tanto deseo de ti?

—Desde ahora, oh Jesús mío, desde ahora sí que voy a deshacerme de esta indiferencia y comenzar a amarte con lo que pueda llamarse amor. Por mí sufriste desprecios, injurias y tormentos, y los sufriste con la más portentosa humildad; pero, aun cuando no los hubieras sufrido, merecerías todo el amor de mi corazón por los muchísimos y gravísimos menosprecios y oprobios que recibes a diario en este Sacramento de Amor con igual humildad y mansedumbre. Y para amarte, oh Jesús —lo sé— necesito aplicar esas mismas virtudes a padecer por ti. ¡Pero tú sabes, oh Jesús mío, cuánta miseria cargo y encierro! Quiero amarte, te prometo hacerlo, y para hacerlo te prometo padecer voluntariamente por ti; pero ante la menor adversidad, parezco otro: olvido todo, y actúo como el malvado e ingrato que soy… Oh Jesús, ¿cuándo comenzaré a amarte de verdad?… Oh Jesús, ven en mi auxilio, comunica algo de fortaleza a mi débil corazón; insertar en su frialdad una chispa ardiente que le suscite por ti el verdadero amor que, impávido ante el sufrimiento, por ti haga de él lo que tú tan cabalmente por mi de él hicieras: ofrenda dichosa y amorosa.

ÚLTIMO CUARTO

Carísimo hijo, no hay mente humana que sospeche el número y la grandeza de los menosprecios, insultos y penas que esta noche yo sufrí en casa de Caifás por parte de estos esbirros, verdugos, criados y esclavos. Minucias apuntaron al respecto los Evangelistas, minucias revelé yo a algunos Siervos míos. Pero en manos de esos enemigos padecí todo lo que inventar podía la humana envidia, malevolencia, crueldad, perfidia e iniquidad; padecí también todo lo que podían ingeniar contra mí los espíritus infernales: no por nada yo dije en Getsemaní que me había llegado

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«la hora de la potestad de las tinieblas», ni estuvieron tímidos ni cortos en insultarme y denigrarme estos enemigos humanos impelidos por la exasperación demoníaca contra mí. Hijo mío, tantos y tales vejámenes pasé en esta noche, que, como apunta el Doctor de mi Iglesia San Jerónimo, muchos no se conocerán hasta el Día del Juicio, cuando yo mismo los revelaré a todos.

—Oh Jesús, amado Redentor mío, ¿qué agradecimiento podría idear que responda a la multitud y a la calaña de los tormentos, desprecios e insultos que sufriste por mí esa noche —los que conozco, y los otros, que son muchos más?… Mi corazón, oh Jesús, es demasiado frío para agradecerte dignamente. Te ofrezco las acciones de gracias que en el Cielo recibes de los Ángeles y Santos, y en esta tierra de las muchas almas buenas que saben amarte. Te ofrezco en acción de gracias, oh Jesús, tu propia Persona en este Sacramento de Amor, con todas las humillaciones a que te reduce tu Amor por mí. Oh Jesús, te ruego que aceptes, en acción de gracias por todos los tormentos y desprecios que por mi pobre alma sostuviste aquella noche, toda la gratitud y la caridad de tantas almas que te están consagradas como víctimas de este Sacramento de Amor.

—Hijo amado mío, no termines esta hora de adoración sin contemplar otra aflicción mucho mayor que me aquejó en manos de estos despiadados enemigos. Al verme yo atrapado por tanto tiempo entre tantos y tales desprecios y tormentos, mi pensamiento voló a muchísimos beneficiarios míos de los cuales esta vez ni uno acudió a mi defensa. No buscaba yo tal defensa por sí misma —bien podía tomarla yo— pero simplemente quería ver quien reconociese haber sido colmado de mis bienes. Pero todos se apartaron de mí y me dejaron solo… ¿Dónde están —me preguntaba— tantos ciegos a quienes les di la vista, tantos sordos a quienes les di el oído, tantos mudos a quienes les di el habla; tantos lisiados a quienes sané, tantos endemoniados que liberé, tantos miles de hambrientos que alimenté milagrosamente, tantos pecadores que perdoné, tantos muertos que resucité?… ¿Dónde está toda esa gran compañía de amigos míos del alma que me prometieron su amor?… ¿Dónde están todos los discípulos que me hacían séquito constante?… ¿Dónde están mis amados Apóstoles que me prometieron que me defenderían y hasta que estarían prontos a morir conmigo?… Me buscaban cuando me necesitaban, cuando les interesaban mis milagros, cuando yo era estimado y amado, cuando les aprovechaba; ¿y esta vez? Esta vez todos me dejaron en manos de mis enemigos como si nadie me conociera… Y en el ínterin, hijo mío, voy sufriendo tantos y tales desprecios y humillaciones, que, del todo conforme a las profecías, paso por el último de todos los hijos de Adán76, el oprobio de la especie humana, peor que un gusano repugnante a la vista77.

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—Amado Jesús mío, ¡cuánto te rebajaste y padeciste por mi pobre alma! Ser abandonado de esa manera por todos los que rebosaban de tus favores… ¡Cuánto te habrá atormentado ese episodio de tu Pasión que a mí, de verlo fugazmente, me deja sin aliento!… ¡Y cuánto habrás padecido interiormente también por culpa mía cada vez que te olvidé y te abandoné en el Sagrario, donde por mi amor pasas mayores humillaciones y tormentos morales que en casa de Caifás esa noche! Amado mío, ¡cuánto deseo repararte la ingratitud mía y de tantos más que están especialmente obligados a amarte! ¿Qué te ofreceré, Jesús, para desagraviarte y consolarte? ¡Yo soy un alma demasiado pobre y miserable, no tengo nada! La humillación y el tormento que tú mismo sufriste aquella noche y que sufres en la Eucaristía por mi amor, válgante, Jesús mío, como ofrenda expiatoria por toda mi ingratitud y por la inmensa aflicción que te causan todos los que te abandonan en la Eucaristía. Así sea.

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OCTAVA HORA LA NEGACIÓN DE PEDRO

PRIMER CUARTO

Oh Jesús mío, en esta hora de adoración que he venido a pasar ante tu presencia real en este Sacramento de Amor, deseo que me describas, como mejor entienda mi ignorancia, la punzada y la deshonra que te infirió la negación de tu Apóstol Pedro en el patio del palacio de Caifás; deseo conocer también el acto de misericordia por el que tu Corazón divino le perdonó sus negaciones; y por fin las lágrimas con las que lloró ese Apóstol su gran pecado. Así, oh Jesús, podré compadecer tu pena, esperar que tu misericordia me perdone mis pecados, e imitar a Pedro en la contrición como lo imité en la culpa. Jesús, ¿no me serás favorable? ¿No atenderás mi súplica?

—¿Cómo podría no hacerlo, alma amada mía? Demasiado deseo que compartas lo que padecí por ti, que llores los pecados con los que tanto me has ofendido, y que tengas esperanza en mi perdón. Acompáñame con el espíritu al palacio de Caifás y tendrás lo que deseas revelado. Hijo mío, en la sala del consejo de Caifás me rodeaban mis enemigos sanedritas y fariseos. Tramaban los procedimientos más engañosos y perversos capaces de hacerme pasar por un reo para condenarme a muerte y deshacerse de mí. Estaba oyendo contra mi reputación y santidad las mentiras y calumnias de los testigos sobornados por mis enemigos. Ahora, hijo mío, baja con el espíritu al patio de este palacio; ¿ves aquí a un gran número de criados de Caifás rodeando un brasero grande de fuego para calentarse? Mira entre ellos a mi Apóstol Pedro. Éste, que tantas veces me prometiera su vida, y que desenvainara la espada para defenderme en Getsemaní, me siguió de lejos desde el Huerto hasta el palacio de Caifás, y por medio de su compañero el Apóstol San Juan, que era conocido en aquel palacio, consiguió entrar al patio para ver la conclusión de este episodio. Mientras en la sala del Sanedrín yo era el único que decía la verdad —que era el Hijo de Dios— y todos mis enemigos decían mentiras —que yo era engañoso, blasfemo y reo de muerte—; abajo en el patio todos mis enemigos decían la verdad y sólo mi Apóstol Pedro mentía. Ellos afirmaban su condición de Apóstol mío; él la negaba —ciertamente para gran deshonra mía. Por la tarde yo le había advertido tres veces de lo que le sucedería; tres veces también, en el Huerto de Olivos, le había avisado que orase para no caer, y tres veces cayó por no orar. Interrogado tres veces acerca de si era discípulo mío, otras tantas lo negó, y con juramento, y sin avergonzarse de asegurar desconocer por completo a aquel hombre cuyo discípulo lo llamaban. ¿Y qué llevó a Pedro a negarme?

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¿Alguna situación riesgosa? No; apenas la pregunta de dos criadas y otros criados que se entretenían conversando.

—Oh amado Jesús mío, ¿quién podría saber hasta qué punto te apenaron el Corazón esas negaciones de tu Apóstol tan amado y singularmente enaltecido?

—¡Sí, una pena grande por demás sintió mi Corazón! En efecto, ¿qué podían decir quienes lo oyeron negarme y jurar desconocerme, si lo habían visto caminar conmigo en la misma Jerusalén muchas veces y defenderme a espada en el Huerto pocas horas antes? ¡Mal concepto mío les dio avergonzado y temeroso de confesar conocerme! Y esta conducta sigue Pedro, hijo mío, precisamente cuando mis enemigos buscan testigos falsos que me hagan pasar por un facineroso. ¡Qué deshonor me está haciendo mi Apóstol!

—Grande de veras, oh Jesús, fue el deshonor que te hizo Pedro negándote. Me hace meditar cómo allí tu Presciencia vio las negaciones que tantos cristianos te harían con su conducta ante la Eucaristía. ¿Acaso no niegan con sus acciones tu presencia real en este Sacramento? ¿No es máxima deshonra el deshonrarte presente en tus propios templos? ¿Y qué decir de todos los que, al encontrarte en una calle llevado en Santo Viático, te rehuyen como a un enemigo, o se quedan de pie sin rendirte homenaje alguno? ¿Y de aquellos que, al oír discordias, indecencias o irreligiosidades, se avergüenzan de defender tu Ley y corregir a los demás como cristianos, o, peor, se suman a ellos para gran deshonra y pena tuya?… Oh Jesús, dame un corazón fuerte y armado de coraje para no avergonzarme jamás de los hombres en la hora de mostrarme seguidor tuyo.

SEGUNDO CUARTO

Carísima alma, cuando mi amado Apóstol Pedro estaba en el patio del palacio de Caifás negándome, yo estaba delante de mis enemigos en la sala y era tratado de blasfemador, despreciado con el más soberano cinismo, y declarado reo de muerte. Desde aquella sala veía con mi mente divina a Pedro negarme, jurar desconocerme, caer en pecado y perder la Gracia. Entra en mi Corazón, hijo mío, y apreciarás cuánto padecí por esta negación de Pedro. De la boca para afuera nada dije, pero por dentro no pude contener la queja que había expresado por la boca del profeta David78. Que estos enemigos —decía en mi Corazón— tanto estén ofendiéndome y maldiciendo mi nombre, nada me asombra: ¿qué podría esperar mejor de ellos, si me odian a muerte? ¡Pero que tú, oh Pedro, mi amigo del alma, que comías en mi mesa y eres designado jefe de mi Iglesia, no confieses mi nombre, me niegues, y

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jures no conocerme! ¡Que así tú me desprecies!… ¡Ah, tres filosísimas espadas traspasan mi Corazón por cada negación tuya!

—Buen Jesús, ¡cuánto más motivo tu queja yo que tu Apóstol Pedro!… Él te ofendió en una sola ocasión, y enseguida arrepentido, lloró y pagó su pecado, ¡y yo te he ofendido miles de veces como respuesta a tu grandísimo amor! Me perdonaste con tanta misericordia, me apacentaste con tu Cuerpo y Sangre, y yo, postrado ante la Sagrada Hostia te prometí amarte, amarte siempre hasta mi último respiro… ¡Qué alma ingrata fui contigo! De nuevo te di las espaldas, me alejé de ti y te renové mis ofensas. Y no una vez, sino miles. Jesús, ten piedad de mí; perdóname una vez más, fortaléceme el corazón, y dótamelo de un gran amor a ti en la Eucaristía para asegurar que nunca jamás te inflija nuevas ofensas.

—Cuida, hijo amado mío, que la caída de Pedro te beneficie en gran manera. Escudriña breve pero acertadamente por dónde cayó, y cuídate. Pedro estuvo presuntuoso, se atribuía alguna superioridad sobre sus compañeros por amarme más; aquella noche misma se jactó tres veces de que ninguna tentación podría derribarlo, y que si sus pares me faltaran y abandonaran, él seguramente no lo haría, antes bien estaría pronto a morir conmigo. Pedro tenía un gran celo, pero no tuvo dulzura con los demás, estuvo más bien áspero con el prójimo, y le faltó la compasión debida para levantar al que cae. Además, sus inminentes tentaciones y mi propia admonición hecha en el Huerto deberían haberle sido motivos suficientes para orar, y durmió. Medía su fortaleza según su entusiasmo y desconocía su flaqueza. No se cuidó de la ocasión, entró en aquel patio, y se mezcló con mis enemigos. Estos factores, en conjugación fatal, derribaron a Pedro; y entonces mi Justicia —no sin gran ofensa y pena para mi Corazón— lo dejó caer en tres negaciones para que se conociese a sí mismo, fuese misericordioso con los demás, se hiciese humilde, y aprendiese a orar para alcanzar divino socorro y no caer en pecado.

—Oh Jesús, ¡qué lección hermosa me ofreces! En cada observación tuya sobre la caída de Pedro descubro una causa de las mías. Amado Jesús mío, aquí a tus pies confieso descubrir en mí mismo lo que causó cada una de mis caídas: me alejé de la humildad, me alejé de la oración, no huí la ocasión, o no supe compadecer a los demás en sus faltas. ¡Siempre alguna de éstas ha sido la causa de que yo cayera! ¿Cómo, entonces, oh Jesús mío, cómo puedo llenarme de mí mismo y alejarme de la humildad teniéndote a ti mismo anonadado por mi amor en la Eucaristía? ¿Cómo puedo ser implacable con las faltas ajenas viéndote en el Altar compadecer mi miseria hasta el extremo de acogerme siempre con piedad y amor tras mi culpa? ¿Cómo puedo abandonar la oración mientras de ella tú, en la Sagrada Hostia, das ejemplo permanente a mi pobre alma? Jesús, apiádate de mí y haz que la caída de

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Pedro tu Apóstol me señale las causas más frecuentes de las mías. Hazme imitar tu humildad, tu misericordia, y tu oración continua a Dios; virtudes que tú me estás enseñando con tanto amor desde la Eucaristía.

TERCER CUARTO

Hijo amado mío, para que grandemente te beneficie la caída de Pedro, contempla un poco, mientras estás delante de mí, la maravillosa misericordia de mi Corazón divino para con este Apóstol que tan grande pena me deparó con su pecado. Después que él me negó tres veces, cantó el gallo. Cumplióse así, no su palabra —que moriría antes de negarme— sino la mía —que aquella noche me negaría tres veces antes de cantar el gallo. Advirtió Pedro lo que había hecho, y no por el canto del gallo, sino por mi mirada misericordiosa. No había advertido su pecado a su primera negación; tampoco a la segunda. A la tercera, abrió los ojos, se convirtió y lloró su pecado: yo lo acababa de mirar y mirándolo le concedí la gracia de la conversión. Pudo Pedro caer en pecado sin mí, pero sin mí no tiene cómo levantarse. Hallábase muerto espiritualmente, enemistado contra Dios, acreedor al Infierno; y aunque se afanase por levantarse y salir de su estado miserable, con sus fuerzas no podía lograrlo jamás. Le hacía falta la Luz de Dios para conocer su estado, el auxilio de Dios para compungirse, y la Gracia de Dios para detestar y llorar sus pecados. Matar su cuerpo puede cualquiera, hijo mío, ¿pero hay quien pueda resucitarlo muerto? No hay tampoco quien pueda restituir a su alma la vida perdida de la Gracia, pero sí puede cualquiera quitársela por el pecado. Fui yo quien llamé a Pedro después que él me hubiese negado; yo lo iluminé, lo ayudé a salirse de su postración, y lo levanté. ¿Qué habría sido de Pedro si yo no le hubiera tenido esta misericordia?

—Y de mí ¿habría resultado algo bueno, amado Jesús mío, si tú no me hubieras sido piadoso en igual grado, y no una vez, sino miles y miles? ¿Dónde estaría mi alma en este momento? ¡No precisamente ante un Dios tan humillado y enamorado de mí, sino perdido para siempre en el fondo del Infierno! Oh Jesús, aquí a tus pies confieso, adoro y agradezco tu Misericordia, que es inmensa, desbordante e infinita, y lo demostró conmigo más que con Pedro.

—Hijo mío, sigue escuchándome para mejor conocer mi Misericordia infinita. No di a Pedro la mirada severa y condenatoria que merecía, sino una dulce y piadosa como una voz que se fue adentrando dulcemente hasta el fondo de su corazón, sin fustigarle el haberse jactado de preferir morir que negarme. Mi voz fue de todo punto benigna y amorosa: lo amonestó sin reprocharlo, lo convirtió sin avergonzarlo. Esta voz dulcemente le dio el conocimiento de su pecado e

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ingratitud, la confianza en mi infinita Misericordia, y la fuerza para encenderse una vez más de su amoroso celo previo a su pecado.

—¡Oh Jesús, cuánto brillaste por tu piedad con tu Apóstol Pedro! Mientras merecía tu abandono, tú le diste una mirada piadosa que le suscitó íntima confianza en tu infinita Misericordia y contrición por sus pecados.

—Hijo amado mío, esa dulzura y piedad no la reservé a Pedro solo: es mi trato con cada pecador que se convierte a mí. Yo lo sigo con misericordia, yo lo llamo con amor, yo le suscito por dentro la esperanza del perdón, y con mi Gracia yo le imprimo la contrición. ¿Y no lo hice también contigo, mi amado hijo, cuando me ofendías con pecados y me desgarrabas el Corazón con ingratitudes?

—Sí, oh amado Jesús mío, mientras te adoro en la Sagrada Hostia, doy fe de que fuiste infinitamente piadoso y amoroso conmigo cada vez que pecando me alejé de ti. Tú me iluminaste para conocer la fealdad de mis pecados, me infundiste esperanza en tu misericordia, me suscitaste contrición profunda, me perdonaste con amor, me estrechaste contra tu Corazón, me dotaste de tu Gracia, y sepultando en un completo olvido mis ingratísimos pecados, me llamaste de este santo Altar y me apacentaste con tu Cuerpo, haciéndome uno contigo. ¡Oh Jesús, si alguien es piadoso y bueno, ése eres tú! Haz que esa Piedad y Bondad tuya me roben el corazón totalmente, de manera que te ame a ti solo, te sirva exactísimamente, y halle en ti, en la Eucaristía, todo cuanto pueda serme deseable en el tiempo y en la eternidad.

ÚLTIMO CUARTO

Hijo amado mío, ¡cuánto deseo que imites a mi Apóstol Pedro convertido como lo imitaste pecando! ¡Cuánto deseo, además, que adoptes como modelo de verdadera conversión la de Pedro y la copies en ti!

—Oh Jesús mío, tal es mi deseo también: imitar a Pedro en su conversión como lo imité en el pecado con harta frecuencia. Dame, pues, tu instrucción, oh divino Maestro, para que yo entienda exactamente cómo se convirtió tu Apóstol. Y para que lo imite, concédeme tu Gracia, sin la cual, como sabes, nada me es posible.

—Con la mirada compasiva que le di, Pedro de entrada reconoció la gravedad de sus pecados y se humilló. Este acto de reconocer lo grave que es ofender al Dios de Majestad infinita, acto que comporta uno de humildad, es el primer paso de la verdadera conversión.

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—Jesús, te ruego que me envíes desde la Sagrada Hostia un rayo de luz que me revele la grandeza de mis culpas y me avasalle ante tu majestad tan avasallada por mi amor. Concédeme la gracia de conocer tu Bondad infinita para amarte, y la fealdad y maldad de mis pecados para detestarlos y llorarlos como Pedro.

—Hijo mío, la segunda resolución de Pedro fue salir enseguida de la casa de Caifás, que tan perjudicial le había sido al alma. Ya no se fía en sí mismo: buen conocedor de su miseria, rehuye la ocasión para no recaer. Hijo mío, no hay dolor ni propósito verdaderos donde no hay huida de la ocasión de pecado.

—Jesús, te doy gracias por manifestármelo así; pues, a decir verdad, oh Jesús, si en la mala ocasión cayó tan grande amador tuyo, ¿qué será de mí, que soy tan frío?… Jesús, te prometo escucharte en lo sucesivo, a ejemplo de Pedro.

—Hijo mío, al conocer Pedro la grandeza de sus pecados, no hizo como Judas, que se perdió desesperado de mi misericordia. Esperó en ella, reconociéndola infinita y mayor que su ofensa. A ti también, hijo mío, te hará falta la confianza en mi infinita Misericordia cada vez que te acordares de la multitud y grandeza de los pecados con que tanto me heriste. No te dejes engañar por tu enemigo, que algunas veces quiere borrar de tu memoria el mar infinito de mi Piedad y Amor.

—En tu presencia, oh Jesús, yo creo y confieso que, por enormes que sean mis pecados, millones de millones de veces mayor es tu desbordante, inmensa e infinita Misericordia. Jesús, fortaléceme siempre esta esperanza.

—Hijo amado mío, una nota más has de imitar en la conversión de Pedro: ¡fue pronta como mi llamamiento! Fue fácil e instantánea. Así como apenas llamado al apostolado estuvo pronto a dejarlo todo y seguirme, también obedeció esta vez al punto de oir mi voz; ¡entre mi llamamiento y su conversión no medió lapso alguno! Gran desprecio me hace un pecador que, solicitado por mi Gracia, no me presta oídos79.

—¡Cuántas veces, oh Jesús, me llamaste tras mi pecado y desprecié tu llamado! ¡Cuántas veces me llamaste a cambiar mi vida por una de entrega a ti, y no te presté oídos! ¡Y quién sabe si en este mismo momento no sigues lidiando con mi corazón para que yo corte tan malas costumbres y te ame de verdad en este Sacramento de Amor! ¡Y quién sabe si en este mismo momento yo no sigo resistiéndote! Jesús, vence de una vez y para siempre la dureza de mi corazón.

—Hijo mío, desde aquel hasta mi postrer llamado, Pedro vivió en la contrición, el llanto y la penitencia, perseverando así en el bien hasta el fin80.

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—Jesús mío, cual la de Pedro, tal debe ser mi conversión. Te prometo, pues, cultivar una asidua memoria de mis pecados que me suscite contrición y penitencia al representar a mi mente la frecuencia con que merecí el Infierno. Te prometo también esforzarme por pagar a tu Justicia mortificando mi cuerpo, aceptando de tus manos todos los quebrantos y cruces que te pluguiere enviarme, e imitando a Pedro penitente. Pero tú me conoces, oh Jesús, y sabes qué alma miserable soy. A ti recurro, Señor; infúndeme desde la Sagrada Hostia la fortaleza que necesito e imploro. Concédeme, más que nunca al visitar mi pecho, la gracia de una conversión verdadera como la de Pedro. Como él, padezca yo por ti después de tanto pecar, y te aumente siempre mi amor hasta mi último respiro para guardártelo eterno en el Cielo. Así sea.

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NOVENA HORA JESÚS DELANTE DE PILATO

PRIMER CUARTO

¡Amado Jesús mío! Pobre como soy de alma, postrado ante tu vista y ante tu propia presencia divina en este Sacramento de Amor, adorándote en este santo Altar con tus angélicos satélites y dándote gracias por tanta misericordia cuanta llevas haciéndome hasta hoy, te elevo este especial y fervoroso pedido: manifiéstame con tus dulces palabras los sufrimientos y punzadas que te aquejaron al verte entre cuerdas y cadenas presentado en el tribunal del gobernador Pilato como reo de la muerte de cruz. Oh Jesús, hazme lastimar lo mucho que por mí sufriste e imprímeme las virtudes que en tu Pasión me enseñaste.

—Hijo amado mío, ¡si supieras el placer que me das al visitarme en la Eucaristía, Memorial de mi Pasión, con el proyecto de meditar los sufrimientos que con tanto amor sobrellevé para redimirte! Acompáñame con el espíritu al tribunal de Caifás, de donde mis enemigos me llevaron hasta Pilato. Reabierto el Sanedrín, su jefe me convocó y me declaró reo de muerte. Entonces acordaron mandarme a ajusticiar por la autoridad de Pilato, pues ellos habían perdido la suya. A mis enemigos no les basta darme muerte: quieren que sea la de un criminal. Junto con mi vida quieren destruir mi reputación y a fuerza de mentiras pasarme por infractor de la ley de Moisés, sedicioso, y digno de ser ajusticiado con execración general. Mírame ahora, hijo mío, en manos de estos enemigos, que me llevan a Pilato. Estaba ya atado por los esbirros, pero esta vez me añaden lazos los magnates y los sanedritas. Suponen que, al presentarme ellos a Pilato en tal figura, atado con tantas cuerdas y estrechado con tantas cadenas, él no vacilará en reputarme como reo de muerte. Así sujeto de manos, brazos, cuello y cintura, me llevan, como al peor de los hombres, de Caifás a Pilato. Me hacen recorrer los caminos de Jerusalén, no ya de noche, como me llevaron del Huerto a lo de Anás, sino de día. Entonces las turbas se juntan para verme infamado de la manera más perfecta.

A estos enemigos, a todo este populacho enemistado contra mí, no le basta tenerme tan apretado de lazos, con el rostro todo contuso y malparado y la cabeza hinchada de las bofetadas y golpes de aquella noche: a cada paso que doy por el camino, siguen vejándome con golpes, tirones de cuerdas y cadenas y palabras las más punzantes y más a propósito para partir el corazón: «¡Anda, ladrón!»; me dicen, «¡Anda, impostor del pueblo! — ¡Ahí se ve lo que vale tu sabiduría! — ¡Ya era hora de librar al pueblo de tu impostura!» —y en medio de todos estos desprecios y oprobios, yo camino con los ojos por el suelo como quien fuera un

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verdadero criminal al que semejantes palabras le vendrían bien. Entretanto, sin merma alguna de mi gran pena y amargura, me siento feliz de que todos estos sufrimientos físicos y morales sirvan para purificarte el alma y reconciliarte con mi Padre.

—Oh Jesús, amado Jesús mío, mientras tan afligido y dolorido veo tu Corazón, miro al miserable que tengo, y me invade la vergüenza de hallarlo tan frío y duro ante lo mucho que estás sufriendo por mí. Así me ves, Jesús: sin saber compadecerte según lo mereces. ¿Y por qué, Jesús, no sé hacerlo? ¡De puro desamorado!… ¡Si te amara de verdad, todas mis fibras se conmoverían de verte padecer tantos desprecios y tormentos en ese traslado a lo de Pilato! ¿Y cuánto te estaré mortificando el Corazón con mi desamor? Oh Jesús, he aquí mi miserable alma postrada a tus pies ante la Sagrada Hostia; apesadumbrada está y contrita de verse tan fría. Lo único que ambicionas a cambio de tantos y tales dolores sufridos por mí es mi amor, ¿y yo no te lo doy?… Oh Jesús, deseo compensarte plenamente lo que sufriste por mí dándote amor grande aquí en la Eucaristía. Acepta al menos, Señor, mi amor tal como existe en mi deseo; acreciéntamelo hasta convertírmelo en un amor real, y tal, que dé placer y gusto a tu Corazón divino que está vivo en la Sagrada Hostia. De ti, Principio de todos los bienes, por tanto amor como me has tenido, espero tan grande gracia.

SEGUNDO CUARTO

Hijo amado mío, por respeto a las celebraciones pascuales mis enemigos tuvieron escrúpulos de entrar en el tribunal tras llevarme hasta el palacio de Pilato81 —pero no los tuvieron de pedir mi muerte, la de un inocente. El gobernador, para no contrariarles sus costumbres, salió al pórtico de su palacio. Me ve en medio de ellos aprisionado con cuerdas y cadenas, signos de grave delincuencia; también advierte, empero, que no le han presentado ningún proceso para reconocer mi delito, razón por la cual les dice: «¿Qué acusación traéis contra este hombre?»82. Puedes notar, hijo mío, que a Pilato no lo convence de mi culpa ni lo que ve —cuerdas y cadenas sujetándome a mis enemigos— ni lo que oye —gritos y más gritos en contra mía. Lo que inquiere, para proceder según la justicia, son pruebas. Pilato, idólatra romano, por la luz de la razón sabe que no debe condenar al que no es reo convicto; y los judíos, criados bajo la Ley del Dios verdadero, quieren matarme como a un criminal conscientes de mi plena inocencia. Bien profetizaba Ezequiel que Jerusalén sobrepujaría en iniquidad a los idólatras83 y a Sodoma y Samaria84.

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—Jesús, esa maldad que me señalas en los judíos, la veo reflejarse de algún modo en mí mismo. ¡Qué gran número de almas menos esclarecidas y menos auxiliadas que yo, te sirven mejor y te aman más!

—Hijo mío, sigue escuchándome: consciente Pilato de la maldad de mis enemigos decididos a exterminarme por envidia, y ofendido de que quieran valerse de su autoridad para saciar su deseo inicuo, les interroga qué acusación tienen contra mí. Abochornados por no encontrar ninguna, y para no quedar cortados ante él, le dicen: «Si éste no fuera malhechor, no lo hubiéramos puesto en tus manos»85. ¡Gente arrogante! ¡Se imaginan que su impresión basta para hacerme culpable sin ningún cargo! Quieren quedar como gente decente mientras me infaman como al peor facineroso. No advierten que al no poder probar en modo alguno lo que me imputan, prueban tenerlo ellos mismos: culpa suprema.

—Me congratulo contigo, amado Jesús mío, de que tu inocencia sea conocida como tal por el mismo Pilato para confusión de tus propios enemigos.

—Hijo mío, como Pilato advirtiese que mis enemigos querían servirse de él para condenarme inocente, intentó desembarazarse de ellos diciéndoles: «Pues tomadlo vosotros y juzgadlo según vuestra ley»86. Pilato demostraba querer desentenderse de mi causa, para que, si la inocencia fuera castigada, no fuese por su autoridad. Sabiendo mis enemigos que Pilato quería quitárselos de encima, le respondieron: «A nosotros no nos es permitido matar a nadie»87.

Mira un poco, hijo mío, cómo mis enemigos —sanedritas y fariseos— se condenan a sí mismos con sus palabras. Confiesan que no pueden matar a nadie, que su autoridad les fue quitada por los romanos; y con esas mismas palabras confiesan que vino el Mesías en el mundo, lo cual, según sus profecías, los encontraría despojados de su cetro88. Y ya se han sumado pruebas no pequeñas de ser yo el Mesías que esperaban: mis milagros, mi patente sabiduría celestial, y todas las otras profecías cumplidas en mi Persona —más de una por ellos mismos. Eso no les impide pasarme por un impostor y procurar mi crucifixión… ¿Cómo se explica tamaña barbaridad? ¡Porque mi santa vida y doctrina fustigaba abiertamente sus malos caminos! Deseaban un Mesías, pero no uno como yo, que prediqué la pobreza, humildad y el desprecio de los honores del mundo, sino uno que procediese según sus vanidades. Así se explica que no me aceptasen y recurriesen a mentiras y calumnias para exterminarme.

—Oh Jesús, Redentor mío, por mucho que los judíos griten contra ti y multipliquen calumnias y falsedades para hacerte quedar como un malvado impostor en los tribunales, yo te adoro en este Sacramento de Amor y, juntamente con los Serafines y Santos del Cielo, proclamo: «Santo, santo, santo, Señor Dios de los ejércitos,

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todopoderoso, digno de honor y alabanza porque nos has mostrado tu infinita Misericordia y con tus sufrimientos nos has librado del enemigo de nuestras almas»89. ¡Gracias, Jesús, Dios mío, por todo el amor que has tenido a mi alma! ¡Anúlame toda atracción por la estimación y los honores falaces de esta tierra! Haz, oh Jesús, que durante toda mi vida mi honor completo se cifre en tu humildad y en todo incentivo de mi comunicación y unión contigo y en toda ocasión de rendirte alabanza y gloria en la Eucaristía. Y que así yo te expíe tus humillaciones por mí sufridas en tu Pasión y en este Sacramento de Amor.

TERCER CUARTO

Hijo amado mío, conciente Pilato de que los judíos no tenían de qué acusarme, y reacio a condenarme inocente, entró en la sala del tribunal y allí me llamó para examinar mi causa en quietud —quería oírme decir de mi propia boca si yo era reo de muerte y, en caso afirmativo, por qué. Y así me ves, hijo mío: parado y maniatado a mis espaldas, frente a Pilato, mi juez. ¡Yo, el Hijo de Dios y el Creador de todas las cosas, me veo enfrentado a un hombre idólatra para que él me examine y me juzgue!

—¡Así te viste, Jesús mío, porque amas a mi alma, y para librármela de tu Juicio severísimo!

—Sí, amado mío. Pilato percibió que me imputaban planes revolucionarios contra Roma para conseguir mando temporal. Quiso, pues, como gobernador romano, averiguarlo cuidadosamente. Hízome entonces esta pregunta: «¿Eres tú el rey de los judíos?»90, y solicitó mi respuesta. Yo accedí, y para liberar su mente de ese pensamiento y alzársela a las realidades celestiales, le dije: «Mi reino no es de91 este mundo. Si de este mundo fuera mi reino, claro está que mis gentes me habrían defendido para que no cayese en manos de los judíos»92. Quise manifestarle que yo era rey y tenía un reino, pero no como los terrenales, que pasan y perecen, y que dependen de armas y ejércitos, sino el reino supremo, el Reino de los Cielos, a cuya magnificencia, fortaleza, opulencia y bienaventuranza no se han puesto medidas.

—Oh Jesús, verdadero Rey del Cielo, me congratulo contigo de que tu Reino, y ningún otro, encierre y conserve para siempre el Bien y Gozo verdaderos, y te adoro en la Sagrada Hostia como Rey eterno de todas las criaturas.

—Hijo mío, a la pregunta de Pilato —si yo era un rey temporal— respondí con otra que le indicara que aquello era producto de las calumnias de mis enemigos: «¿Dices tú eso de ti mismo, o te lo han dicho de mí otros?»93. Pilato, consciente de

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mi inocencia, me indicó que su pregunta no provenía de él, sino de mis enemigos, replicándome: «¿Qué, acaso soy yo judío? Tu nación y los pontífices te han entregado a mí: ¿qué has hecho tú?»94. A esta pregunta: «¿Qué has hecho tú?», sólo devolví el silencio, ya que Pilato sabía que yo no había cometido delito alguno y que, si algo instigaba a mis enemigos a exterminarme, no era mi culpa, sino su envidia.

—Oh amado Jesús mío, ¡cuán humilde eres! A esa pregunta: «¿Qué has hecho tú?», callas. ¡Y cuánto habrías podido responder a Pilato para desplegar tu grandeza! Habrías podido decirle: «Todo lo que existe, oh Pilato, es obra de mis manos. Este mismo pueblo que me ha traído a ti para que me condenes, sabe quién soy: el que lo liberté maravillosamente de la esclavitud de Egipto. Y aquí mismo, entre ellos, hay muchos a quienes libré del duelo, de la enfermedad y muerte.» —Pero tú, oh Jesús, me amaste hasta el punto de evanescerte por mí: ¡por eso callabas! ¡Por eso también callas en este Sacramento de Amor entre tantos insultos y punzadas que te infieren tantos malos!

—Hijo mío, Pilato reconoció que yo, lastimeramente desamparado por todos, estaba lejos de cualquier pretensión política sobre los judíos, y por ello me dijo: «¿Conque tú eres rey?»95, como diciéndome: «En tan miserables condiciones mal puedes aspirar al mando temporal, como mienten los judíos». Yo, hijo mío, quise manifestarle a Pilato que, aun sin tener ni buscar mando aquí —como calumniaban mis enemigos— era el Rey de todos los reyes, Rey por la misma naturaleza de mi Reino eterno96. Y por ello le dije: «Así es como dices: yo soy rey. Yo para esto nací, y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad»97. Así manifesté a Pilato, así manifesté a todos: que yo era verdadero rey —por naturaleza, por ser Dios e Hijo de Dios, Señor y Rey universal— y que había venido al mundo a dar testimonio de esta verdad revelando mi identidad y la de mi Padre y reinando en los corazones de mis conocedores y amadores.

—Oh Jesús, Redentor mío, yo te reconozco por el Rey del Cielo y de la tierra y como tal te confieso, lo mismo si delante de Pilato te veo hecho un destrozo para ser juzgado, y anonadado en la Sagrada Hostia en este santo Altar. En este suelo terrenal tú has elegido tu reino en las almas que te aman de todo corazón, y ese reino lo ejerces desde la Eucaristía. ¡Ven, oh Jesús, a mi pobre corazón, reina en él como su verdadero y único Rey! ¡Bien puedes hacerlo, oh Jesús, pues tú eres de quien mi vida se deriva y por quien tiene realidad! ¡Me la has dado padeciendo y me la has dado sacramentado! ¡Tú eres el Corazón de mi corazón, el Alma de mi alma, el Corazón y el Alma de mi vida, el Objeto único de mi amor! Jesús, mi amado Rey divino, rige ahora y siempre la totalidad de mis pensamientos, afectos, deseos, potencias y obras. Tú, oh Jesús, eres mi verdadero Rey en todos los

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sufrimientos de tu Pasión, en todas las humillaciones de la Eucaristía, y en toda la gloria que te circunda en el Cielo entre los Santos y Ángeles, y con ellos te adoro y te amo.

ÚLTIMO CUARTO

Por mis palabras y por el examen hecho, Pilato reconoce mi inocencia y no ve con buenos ojos la envidia y maldad de los judíos. Deseoso de librarme de sus manos, me saca al pórtico del palacio, me presenta ante ellos, y con voz alta les dice: «Yo ningún delito hallo en este hombre»98. Temiendo que Pilato me libre de la muerte, mis enemigos renuevan y agrandan con gran vocinglería y gritería sus acusaciones contra mí para convencerlo de mi culpabilidad. Me acusan entonces de rebelar al pueblo con mi doctrina novedosa, de disuadirlo de pagar el tributo al César, de proclamarme el Mesías, el Rey prometido de los judíos.

¡Ah, hijo mío, qué de mentiras y engaños para obtener mi condena a muerte! La mentira de que mi toda celestial doctrina de humildad, penitencia y caridad que ellos mismos elogiaban llenos de admiración, era puro engaño. La mentira de que yo hubiera disuadido al pueblo de pagar el tributo a César, siendo así que yo había amonestado a mis enemigos: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»99. Pilato ya estaba al corriente de la mentira de que yo perseguía el poder. Y demasiada certeza tenía de mi inocencia para hacer caso alguno de las otras mentiras. Una verdad dijeron: que yo era el Mesías, Salvador del mundo. Esta verdad, empero, la dijeron para su gran condena, pues tuvieron como delito máximo los beneficios más maravillosos de sabiduría, fortaleza y misericordia que hiciera Dios con el hombre, y de esta ceguera los únicos culpables eran ellos.

—Amado Redentor mío Jesús, ¡oh, cuán obligada está mi alma a alabarte, adorarte, agradecerte, amarte y, sobre todo, imitarte!… Para la gloria de tu Padre y el bien de mi alma te humillas y callas entre tantas mentiras y calumnias de tus enemigos. ¡Cuán lejos estoy de tus ejemplos, oh Jesús! Tú sufres callado los mayores oprobios, los buscas y los amas, y, como si te fueran pocos los que sufriste en tu Pasión, en la Sagrada Hostia te has elegido el último fondo de la humillación. Y yo, oh Jesús, busco elogios y honores humanos pero evito los oprobios o pierdo en ellos la serenidad y la paz. ¡Cuán grande es mi soberbia, Señor! Desde este santo Altar envía a mi pobre alma, oh Jesús, un rayo de tu Gracia, de manera que, nítidamente impresa en mi mente tu humildad en este sacramento, yo la imite. Y para imitarla, válgame ser abandonado y olvidado por tu amor, serte conocido a ti solo, y quedar escondido contigo en el santo Sagrario.

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—Hijo amado mío, los príncipes de los sacerdotes y los dirigentes del pueblo agrandan sus acusaciones contra mí hasta la obsesión. Advirtiendo eso Pilato, y deseoso de librarme de ellas por saberlas todas falsas, me dice: «¿No respondes nada? Mira de cuántas cosas te acusan.»100 —Hijo mío, conocía modos de arrollar con pocas palabras todas las mentiras de mis enemigos, restaurar mi crédito, librarme de la muerte y contentar a Pilato, que estaba mostrándose favorable a mí; pero elegí el silencio.101 No quise quedar a salvo de la muerte; sí libertarte de tu esclavitud y enseñarte cómo sufrir las malas lenguas por mi amor.

—Oh Jesús, de todo corazón te doy gracias por tan grande amor y misericordia que has tenido con mi alma. Te prometo imitarte sufriéndolo todo en silencio por tu amor.

—Ante mi silencio no fue poco el asombro de Pilato, consciente como era de mi inocencia y de la portentosa sabiduría que yo bien habría podido emplear para defenderme y acallar a mis enemigos. En el silencio, la paciencia y la paz con que yo sufría aquellas calumnias, percibió algo más que humano que lo impactó. Habría querido librarme de mis enemigos, pero, recelando una rebelión, sucumbió al respeto humano. Enterado por mis enemigos de que yo había sido criado y había predicado en Galilea, tetrarquía del rey Herodes, decidió enviarme a él y entregarme en sus manos, aprovechando su estadía en Jerusalén para la fiesta de pascua. Regocijáronse de esto mis enemigos, pues conocían la maldad y crueldad de Herodes.

—Ay, amado Jesús mío, ¡eso sufres por mi pobre alma! Quien te reconoce inocente ¡te envía a otro tribunal para que te condene! ¡Cuántas injusticias contra tu Inocencia! ¡Y cuánto amor tuyo por mi ingrata alma! Oh Jesús, ¿cuándo comenzaré a retribuirte con la misma moneda tu amor grandísimo? Oh Jesús, en este Sacramento de Amor sé tú, de una vez y para siempre, el Amor único de todos mis amores. Sí, oh Jesús, te amo con todo mi corazón, con toda mi alma, con todos mis afectos, con todas mis fuerzas, pues aquí, en el silencio y soledad de la Eucaristía, tú eres mi Tesoro, mi Dicha, mi Vida, mi Aliento, mi Bien, mi Amigo fiel, mi Padre misericordioso, y mi Paraíso; ahora y siempre, en el tiempo y en la eternidad. Así sea.

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DÉCIMA HORA JESÚS DELANTE DE HERODES

Y NUEVAMENTE DELANTE DE PILATO

PRIMER CUARTO

Carísimo hijo, mientras estás ante mi presencia en este Sacramento de Amor, Memorial de mi Pasión, ven a pasar una hora de adoración adonde te llevaré. Ven con el espíritu al tribunal de este rey tan cruel que era Herodes, y te daré a conocer los desprecios e insultos que él me infligió al pasarme por loco y necio. Ven también a notar el gran deshonor que me hizo Pilato cuando, enviado yo de nuevo delante de él, me presentó ante el pueblo con Barrabás —ladrón y asesino— y me equiparó con él.

—Sí, oh Jesús mío, te escucharé de cerca con silenciosa atención, pues con este deseo he venido: adorarte desde el fondo de mi corazón y oírte relatar a mi alma tus sufrimientos, para que, al compadecerte, aprenda tus virtudes. Habla entonces, oh Jesús, que tu pobre siervo te escucha102.

—Hijo mío, Pilato buscó desembarazarse de mi causa enviándome a Herodes. Entonces éste, enterado de que me tenía allí con mis enemigos, subió a su trono ansioso de verme, porque llevaba largo tiempo oyendo referencias de mi extraordinaria sabiduría y de mis milagros. Me acoge, entonces, complacido, y no como a un facineroso, sino como a alguien digno de todo homenaje.

—Entonces, mi amado Jesús, ahora tienes una oportunidad para dar a conocer la santidad de tu Persona y la sabiduría de tu Doctrina. Habla pues; que ese rey y su corte desean oírte y están prontos a darte todos los honores que mereces.

—Hijo mío, yo no hablo donde mi palabra no ha de ser acogida con la debida honra y fe, y por eso mismo callo ante Herodes y su cortejo, prefiriendo ser despreciado que lisonjeado por gente soberbia y malvada. Si Herodes quiere ver algún milagro mío y oírme hablar, es para alimento de su curiosidad, y no para el beneficio de su alma ni la gloria de Dios. Nada respondo a su insistentes preguntas. Así le indico al altivo tetrarca que su trono no le otorga ningún derecho a arrancarme palabra. Como hombre, para redimirte, me someto a él con paciencia y mansedumbre; como Dios decido esconderle mi poder y sabiduría. Mis palabras, hijo mío, son para quienes hallo humildes, pues éstos las comprenden; no para quienes hallo apegados a las vanidades y pompas del mundo como Herodes.

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—Jesús, dame entonces esa humildad y despójame el corazón de toda vanidad, para poder tú hacerme oír tus palabras y yo comprenderlas.

—Te concederé ese deseo si eres bueno en evitar los vicios de Herodes. Hijo mío, yo doy a oír mis palabras al corazón que hallo límpido y puro. Herodes estaba enfangado en el feo pecado por el cual lo había reprochado mi Precursor el Bautista, pecado que, como suele hacerlo, le ofuscó e imposibilitó la comprensión de lo divino. Además estuvo hipócrita, pues con apariencia de bondad quiso recubrir la gran maldad que tenía: fingió amar lo espiritual estando todo entregado a los placeres carnales. Éstos, alma amada mía, son dos vicios muy de temer y evitar: la impureza, y la hipocresía, que muestra una cosa por otra. Son los vicios más opuestos a mi Santidad. Soy la misma Pureza, soy la misma Verdad; no puedo menos que aborrecer la impureza y la hipocresía como vicios que atacan aquellos atributos que son mi propia naturaleza. Hijo mío, mucho sé decirles a las almas aquí, en el silencio del Sagrario; pero a tales almas cuales hallo alejadas de esos dos vicios. A las demás, entregadas a alguno de esos pecados, sólo les reservo mi enmudecimiento y retraimiento, como a Herodes.

—¡Amado Redentor mío Jesús, aparta de mí, te lo suplico, tamaña desgracia! ¡Habla conmigo desde la Sagrada Hostia, como lo estás haciendo, y aléjame de aquellos dos vicios, para que no ocurra jamás que tú calles conmigo! ¿Qué sería de mí, oh Jesús, si tú me negaras el habla?… Sin tus palabras e inspiraciones, ¿cómo podría, oh Maestro mío Jesús, distinguir el recto camino? ¿Cómo conocería la verdad sin ti, que eres la misma Verdad? ¿Cómo podría vivir sin tus palabras? ¡Son la Vida de mi alma! Oh Jesús, cada vez que yo venga a tu presencia, háblame al corazón; si te fallare, amonéstame, repróchame, castígame como te pluguiere, pero jamás me rehúses tus palabras. Te prometo, Amado mío, escucharte en silencio y hacer lo posible por cumplir tus inspiraciones, y con ellas servirte y amarte durante toda mi vida.

SEGUNDO CUARTO

Mi amado hijo, después de interrogarme Herodes con gran insistencia sin respuesta alguna de mi parte, se llenó de cólera contra mí, como se había airado con mi Precursor San Juan por sus saludables admoniciones. Pasó a desestimarme, burlarse de mí, hacerme quedar como un hombre necio e indigno, y tenerme por un demente que no atina a hablar.

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—¡Jesús mío! ¡Sabiduría infinita acreedora a la piedad y adoración de todo intelecto creado! ¡Oh, que tú seas tenido como necio y loco por el amor de mi alma! Harto probado está que me amaste sin límite, mi Bienamado.

—Por ser tú mi amado, así fui tratado en los tribunales de Judea y Galilea. A fuerza de mentiras, calumnias, oprobios, desprecios y afrentas, llegan a tenerme como un hombre necio y loco y objeto de diversión. Y así procuré, en beneficio tuyo y en pago de tu soberbia, cubrir con humildad mi grandeza, mi sabiduría y mi majestad divina, como las he cubierto aquí en la Eucaristía por tu amor.

—¡Hasta qué excesos me amaste, Jesús mío!… Tu Amor me confunde y me pierde la mente. ¿Cómo podré jamás agradecerte a la altura de tus méritos? Yo di pasos demenciales vejándote con pecados y alejándome de ti, y tú pagas con una demencia aparente y no real la mía real y no aparente. Con mi soberbia yo te escatimé el honor y gloria que te debía como a mi Dios Creador, y tú, para pagar mi soberbia, recibes tanta humillación. Y, como si te fuera poca, elegiste una insondable en la Eucaristía para seguir mostrándome la infinita grandeza de tu Amor a mi miserable alma.

Oh Jesús, por los méritos de tu humildad tan pasmosa, elimíname el vicio de la soberbia, y dótame el alma de la virtud opuesta, tan grata a tu Corazón. Imprímela en mi corazón, más que nunca, cuando lo visitas con este Sacramento de Amor.

—Mi silencio, hijo mío, había inspirado a Pilato a admirarme y estimarme. A Herodes, empero, lo inspira a burlarse, despreciarme y aun hacerme pasar por necio y loco. Así y todo, ni el uno ni el otro me condena; ambos conocen mi inocencia, pero ninguno se anima a afrontar el odio de los judíos y librarme de sus manos. Al contrario, Herodes, ante mi falta de respuesta a sus preguntas, ridiculizándome demostró mi inocencia, pues si hubiera hallado en mí alguna de las culpas que me imputaban los judíos me habría condenado a muerte en vez de divertirse a costa mía.

Juzgando Herodes haberme hecho poco vilipendio, buscó refuerzos para su tarea. Me entregó en manos de sus ministros y soldados para que todos juntos me impusiesen los tratos que se dan a alguien reputado vil por sus pocas luces y su demencia. Mírame, hijo mío, en manos de la milicia de Herodes unida a la de Pilato, que me había llevado a aquél; mírame entregado a estas gentes sin entrañas, venidas de mi Judea natal y de la Galilea de mi crianza para denigrarme y mortificarme de la peor manera posible. ¿Y qué agresión se cuidarían de inferirme, dado el ejemplo de su rey? Me zamarrean, me escarnecen, me abofetean, me derriban cara al suelo y me pisotean, me dan puñetazos, me tironean los cabellos y la barba y me golpean con garrotes. ¿Ves, carísima alma, adónde me ha llevado mi Amor? ¿Ves con qué silencio y paz recibo todos estos desprecios y tormentos? Y si

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entras en mi Corazón… verás que, con máximos actos de humildad y de amor a mi Padre, recibo todo tipo de dolores y desprecios, los acepto venidos de sus manos, y le pido que por ellos devuelva a sus autores otras tantas gracias.

—Oh Jesús, que tanto en los desprecios y tormentos de tu Pasión como en la Eucaristía eres mi Modelo y Maestro, ¡cuán acertado es tu precepto: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»103! Me enseñaste esas virtudes con palabras, pero mucho más con tus hermosos ejemplos, al costo de tantas penas para tu Corazón divino en tu Pasión y aquí en la Eucaristía. Oh Jesús, ¿cómo comenzaré a pagarte todo ese amor? Tú no me pides sino amor. Amor entre cruces, penas, desdenes y ofensas, amor para dar a quienes me menosprecian y perjudican. ¿Podría negarte tan exiguo pago por todo lo que has hecho conmigo, oh Jesús mío? Sí, te amo —¡oh Bien de todos mis bienes!— más que mi vida, fortuna y salud, más que las gracias que de ti espero, más que el Paraíso con todo su gozo… Sí, oh Jesús mío, te amo; y si ves que mi amor no tiene la medida de tus deseos, otórgasela tú.

TERCER CUARTO

Herodes vacila… ¿Me condenará a la pena capital viéndome inocente? ¿Me libertará contra los judíos ávidos de mi muerte? Reacio a ambas opciones, Herodes toma la de desentenderse de mí y volver a enviarme a Pilato, pero no sin hacerme un último insulto. Me vistió, pues, de blanco104, insignia de la realeza, como escarnio e incitación a afrentarme y pasarme por un maníaco del poder.

Advierte, hijo mío, cómo la divina Providencia me muda este desprecio en honor y gloria. Con esta vestidura blanca Herodes me atribuye ante todos la inocencia que ella simboliza, y me exhibe como el Cordero inmaculado; pues si me hubiera hallado culpable, entonces, lejos de vestirme de esa manera burlesca, me habría condenado para contentar a los judíos y desquitarse de la ofensa que percibió en mi silencio.

—Jesús, me congratulo contigo de que tu inocencia brillara ante Herodes como te vistiese de blanco. Pero ese blanco ropaje de tu Pasión, con toda la deshonra que te trae, me representa el honroso y glorioso de tu Transfiguración sobre el Tabor. Por lo que tiene de ignominia y por lo que tiene de gloria, ese ropaje me trae a la mente la blancura que tienes elegida en la Eucaristía. Escondido tras ella, recibes gloria de tus amigos y deshonras de tus enemigos; pero eminentemente te contemplo vestido de Amor, pues llevas puesto tu blanco ropaje eucarístico para hacer lucir tu amor extremo.

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Oh Jesús, en la blanca vestidura de tu Pasión te compadezco, en la del Tabor te glorifico, y en la de la Eucaristía te amo hasta el tope de mi corazón, alma y fuerzas.

—Hijo mío, como Herodes no hallase culpa en mí, volvió a enviarme, saturado de oprobios y vestido de blanco, a Pilato. Mírame de nuevo en los caminos de Jerusalén, nuevamente sujeto y apretado en la cintura, el cuello sujeto con una cadena, la manos atadas, la vestidura blanca puesta, y el pueblo entero alrededor: aprovechan la oportunidad cuantos pueden para escarnecerme y denostarme, echarme por tierra y zamarrearme. ¡Ah, hijo mío! No hay quien pudiera imaginarse cuántos insultos, desprecios y tormentos padecí en este trayecto.

—Jesús mío, Herodes deseaba ver algún milagro tuyo. ¡Bastábale poca atención para verificar uno por demás asombroso: que tú, hombre y Dios, sufrieses con silencio y paciencia todos esos desprecios y tormentos infligidos por parte de tus propias criaturas! ¡Y cuántos milagros como ése, oh Jesús, obras todos los días por todo el mundo! Y también aquí mismo, en la Eucaristía, ¡cuántos milagros obras de silencio y paciencia, zaherido de continuo y de lleno por tus enemigos y por tantos cristianos! ¿Y es poca maravilla, oh Jesús, que en vez de castigarlos a todos según merecen, continúes colmándolos de tus beneficios? ¿Y no obras conmigo, en todo momento, oh gran Dios, idéntica maravilla de misericordia? ¡Cuántas ofensas de mi parte, y cuántas misericordias de la tuya, se suman día a día! Te ofendo y me perdonas; te ofendo y me amas; te ofendo y me mantienes con tu propio Ser en este Sacramento de Amor. Oh Jesús, sigue tratándome con amor e impídeme abusar en momento alguno de tu clemencia.

—Has de notar algo, hijo mío: Pilato y Herodes, que estaban enemistados, se amigaron105 porque uno me enviase al otro. Mira, amado mío: yo soy el Rey de la Paz106: reconcilié a dos jueces míos sin palabras ni esfuerzo alguno, bastando que uno me enviase al otro. Sí, de sólo estar presente, aunque atado y despreciado, basté para que dos viejos enemigos —un gobernador idólatra y un rey cruel y malvado— se amistasen. Y yo, hijo mío, viniendo glorioso y victorioso a tu pecho en la Santa Comunión tantas veces y con tanto amor y misericordia, ¿no consigo suscitar en tu corazón amor verdadero a tu prójimo?

—Ay Jesús, Redentor mío piadosísimo, ¡qué observación estremecedora! Tu presencia bastó para amistar a dos enemigos que no creían en ti… ¡Y después tú mismo, al visitar mi pecho, no en compañía de verdugos, sino de Ángeles, no bastas para suscitar en él un verdadero amor que sufra a los demás sin desquitarse ni quejarse, un amor que padezca en silencio y retribuya con benevolencia y beneficios!… ¡Si hay un corazón malvado y duro, ése es el mío! Jesús, ablándalo y múdalo cuando vengas a mi pecho para suscitarme por mis congéneres amor

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genuino, como lo espero de ellos, y como lo tuve de ti siempre por mucho que te fallase y ofendiese.

ÚLTIMO CUARTO

Pilato, viéndome traído a su presencia una vez más, se pasma de que me puedan tomar por demente —tenía referencias de mi sabiduría—; al mismo tiempo se complace de que Herodes tampoco hallase fundamento para condenarme. Le pesa por otro lado verse de nuevo obligado a tratar mi causa. Convencido de mi inocencia, dice a mis enemigos: «Vosotros me habéis presentado este hombre como alborotador del pueblo, y he aquí que habiéndolo yo interrogado en presencia vuestra, ningún delito he hallado en él, de los que lo acusáis. Pero tampoco Herodes; puesto que os remití a él, y por el hecho se ve que no lo juzgó digno de muerte.»107

Hijo mío, los judíos no se aquietan con dichas palabras; pero Pilato, reacio a satisfacerles su injusticia, recurre a otro medio para librarme de la muerte, un medio que solamente serviría para cubrirme de ignominia… Cada año, en la fiesta de pascua, el gobernador romano procuraba congraciarse con el pueblo judío dejándole indultar, por propia elección, a algún reo. Pilato aprovecha la oportunidad y les manifiesta su deseo de libertarme, al menos por gracia como reo, aunque más no sea en memoria de cuando ellos fueron libertados de la esclavitud de Egipto. Y para conseguir su designio, Pilato hace algo más: me presenta ante el pueblo con Barrabás, ladrón y asesino que por su maldad y delitos tenía ganada la cárcel y el odio general. Y entonces les pregunta: «¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás, o a Jesús, que es llamado el Cristo?»108. Pilato daba por sentado que nadie osaría pedirle mi muerte y la liberación de aquel facineroso.

—Oh amado Jesús mío, ¡qué pasmoso deshonor te hizo Pilato al equipararte con Barrabás! ¡Tú, siendo el Hijo de Dios, verdadero Dios y Creador de todas las cosas, eres equiparado con un hombre perverso, asesino, de pésima reputación! Oh Jesús, desde el fondo del alma te adoro, y adorándote deseo expiarte ese deshonor; pero, al paso que te adoro en la Sagrada Hostia, confieso que yo mismo te hice reiteradas veces un deshonor mayor… Cada vez que pecaba contra ti, oh Jesús, levantaba en mi corazón un tribunal, te confrontaba con alguna criatura o mala pasión, y pensaba: ¿cuál me será mejor elegir? —¡Y cuántas veces preferí a ti alguna pasión, para hacerte peor entuerto y deshonor que Pilato y el pueblo judío! Oh Jesús mío, mientras estoy ante ti, te prometo que de hoy en adelante, cada vez que fuere tentado por alguna pasión, responderé enseguida con voluntad firme que sólo a ti quiero servirte y amarte, oh Jesús, mi Amor y mi Dios.

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—Hijo mío, tan pronto como advirtieron la intención de Pilato, los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los fariseos se inmiscuyeron entre el pueblo para inspirarle la liberación de Barrabás y mi muerte. Pilato presta atención. ¡Qué poco podía imaginar que el pueblo le pediría indultar a semejante criminal y sentenciarme a muerte a mí! Menos aún cuando ese pueblo había recibido de él varias declaraciones de mi inocencia, y de mí, innumerables beneficios. Entonces, para que ellos me librasen, les dijo: «¿Queréis que yo ponga en libertad al rey de los judíos?»109. Así me llamó Pilato para indicarles que esta acusación de que yo persiguiera el poder no tenía pie; de lo contrario no habría procurado él mismo librarme de la muerte. Pero mira, hijo mío, lo que tuve que oír de este pueblo que yo tanto había amado y de tantos bienes colmado: «No a éste, sino a Barrabás»110. Y la saña que me tenían daba alaridos más bestiales que humanos, como dijera el profeta Jeremías111.

—Oh amado Jesús mío, ¿quién podría saber lo que sentiste al oír de ese pueblo esas palabras, con las cuales te descartó y te cambió por un facineroso, al ver que nadie entre aquel pueblo volaba a defender con Pilato tu inocencia?… ¿Qué hiciste a ese pueblo que no fueran beneficios grandísimos? ¿Qué le expresaste, sino amor maravilloso?… Y esa punzada que te aquejó delante de Pilato, ¿no la experimentas hoy en la Eucaristía, oh Jesús?… ¿Qué te hace cada día tu pueblo cristiano, sino abandonarte, trocarte por vanidades mundanas aliadas a malas pasiones, y perseguirte con malas obras y con desestima y desamor para este Sacramento de Amor que te guarda? ¿Y quién podrá contar las ofensas y punzadas que de mí mismo recibes, oh Jesús, cada vez que por mi propia satisfacción te cambio por alguna de mis pasiones, yo que tantas veces te prometo mi amor? ¡Jesús, ten piedad de mí; fortalece mi corazón para sojuzgar mis pasiones cada vez que atentaren contra mi amor a ti! Vénceme, Jesús mío, de una vez y para siempre, y en la Eucaristía yo te amaré de manera exclusiva y perpetua como mi Dios, mi Redentor, mi Vida y todo mi Bien. Así sea en la vida y en la muerte, ahora y siempre. Así sea.

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UNDÉCIMA HORA PILATO ENTREGA A JESÚS EN MANOS DE LOS JUDÍOS

Y LO CONDENA A LA FLAGELACIÓN

PRIMER CUARTO

Jesús mío, llegado soy este día hasta tu presencia en este Sacramento de Amor para ofrecerte una hora de adoración y acción de gracias contemplando dos tormentos que padeciste en tu Corazón divino delante de Pilato: que los judíos, tras trocarte por Barrabás, pidiesen encarnizados tu muerte, y que ese juez que había declarado reiteradamente tu inocencia delante de aquel pueblo te entregase en sus manos condenado a la flagelación. ¡Espantosos tormentos que por mi pobre alma sufriste, y en la Eucaristía sufres de continuo! Empero, Jesús amado mío, tú sabes que yo soy un alma muy miserable… Sin tu auxilio divino nada puedo hacer que te glorifique ni me beneficie. Por eso mismo, postrado como me ves ante tu presencia, te pido que me des algo de luz; mejor, que me hables tú al corazón. Tu siervo recogido se te promete pronto a escucharte.

—Mi Pasión, hijo mío, es un mar de dolores corporales y espirituales, sobrepujando éstos a aquéllos con mucho. En el tribunal de Pilato me dejó saturado de grandísimos dolores por su ingratitud mi bienamado pueblo judío; y otro tanto me hace el pueblo cristiano en la Eucaristía. Hijo mío, acompáñame con el espíritu hasta Pilato, y sigue mis palabras para colegir de ellas lo que por tu amor padecí en alma y cuerpo. Al presentarme Pilato delante del pueblo con Barrabás, nunca se le hubiera ocurrido que le darían preferencia sobre mí e indulto; el que así fuese lo asombró harto. Así pues, para hacerlos entrar en sí y conocer su ceguera, les dijo: «¿Pues qué he de hacer de Jesús, llamado el Cristo?»112

¡Mira, hijo mío, lo que tuve que oír de aquel pueblo por mí tan amado y tan de beneficios colmado! Así gritaron todos a una voz: «¡Sea crucificado!»113 ¡Piensa, hijo mío, lo que sintió mi Corazón por dichas palabras! Mira quiénes las dijeron y contra quién. ¿Qué había visto en mí este pueblo sino beneficios, amor, aprecio sublime?… Pilato mismo, aun siendo idólatra, no puede tolerar tamaña ingratitud e injusticia —que quieran la muerte de un inocente—, mucho menos habiendo sido advertido contra mi condena de los sueños que atormentaron grandemente a su propia mujer por mi causa114, para que no interviniese en mi condena. Entonces vuelve a decirles con voz alta: «¿Pero, ¿qué mal ha hecho?115 ¡Lo queréis crucificado! ¿Qué mal ha hecho por el cual merezca muerte tan cruel?» Así insiste Pilato una vez más en mi inocencia. Pero mi pueblo, ciego del todo, en vez de

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responder a la pregunta del gobernador —no les convenía— repiten con más horrísona gritería: «¡Lo queremos crucificado!» Semejantes palabras, hijo mío, me traspasaron el Corazón de sólo pensar de quiénes venían…

—Oh Jesús, ¡cuán horrorosas punzadas debió traerte la ingratitud de ese pueblo!

—Hijo mío, éstos que están pidiendo a gritos mi inmediata crucifixión, son los mismos que pocos días atrás me dieron la bienvenida en esta misma Jerusalén con hojas de palmas y olivos en las manos y que con grandes alabanzas me llamaban: «Hijo de David, Rey, el Bendito que viene en el nombre del Señor»116. ¡Y ahora, en menos de seis días, el HOSANNA lo han trocado en un CRUCIFIGE, el amor en odio mortal!… ¿Y qué les hice en estos pocos días para merecer la infame muerte de cruz?

—Te voy a decir yo, oh Jesús mío, lo que les hiciste: los amaste, y los amaste sin medida. ¡Y con un CRUCIFIGE pagaron tu amor! ¡Desagradecidos, desalmados!… Lo fueron… pero, ¡ay Jesús mío! llamándolos tales me condeno a mí mismo… Porque, ¡cuántas veces canto ante la Sagrada Hostia como cantaron los judíos en Jerusalén: «Hosanna al Hijo de David —alabanza y gloria a ti, Rey de mi corazón en la Eucaristía»! Y en mis comuniones, ¡cuántas promesas de amor, y del verdadero!… ¡Cuántos ofrecimientos de mi corazón, de mi alma, de todas mis obras!… ¿Y después? Después, Jesús mío, tú que me conoces harto, sabes lo que tienes delante y con quién estás tratando… Lo olvido todo y mudo el HOSANNA en un CRUCIFIGE peor que el de los judíos. ¡Cuánto tengo aquí que pensar y meditar! ¡Qué ingratitud! ¡Qué miseria! Jesús, te doy gracias por todo lo que has padecido por mi alma. También te las doy, con la cara por el suelo y abismado en mi nada, por tu misericordia que soporta tenerme frente a sí no obstante toda mi ingratitud. ¡Jesús! ¡Destrúyemela con tu Amor, que yo mismo no puedo soportarla más!

SEGUNDO CUARTO

Pilato es perfectamente consciente de mi inocencia: no escapa a su mente la falsedad total de las acusaciones de mis enemigos. De todos modos les cumple su deseo criminal, aunque ensaye exculparse lavándose las manos delante del pueblo y diciéndoles: «Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá os lo veáis vosotros»117. Pilato quiere quitarse de encima la carga de su culpa y tirarla toda sobre los judíos; pero poco le vale ya, pues, habiendo reconocido y declarado mi inocencia, nunca debería haber saciado el deseo inicuo de mis enemigos. Así y todo, los judíos son más culpables que él, pues tenían razones suficientes para reconocerme por mis enseñanzas, por mis milagros y por las profecías cumplidas

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en mí acerca de mi humanidad divina. No me conocieron porque sucumbieron a sus pasiones, lo cual los hace inexcusables. Pero ellos, como Pilato, se hacen los inocentes, y a tal efecto le responden «Recaiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos»118. Los contenta apropiarse la culpa de este crimen y hacer caer sobre sí y sus hijos la pena del mismo. Hijo mío, ¡aquí ves a qué ceguera los llevaron sus pasiones! Tantas veces me declararon Rey, el Mesías, el Bendito que venía en el nombre del Señor, ¡y ahora me declaran digno de la muerte de cruz!

—Oh Jesús mío, ¿quién soy yo para asombrarme de la ceguera y demencia de los judíos, por mucha que sea? Peor que ellos llego a obstruir mi visión y mi razón, como me lo descubre un examen atento de mí mismo. Primero creo y confieso ante la Sagrada Hostia tus títulos de Rey, Dios y Redentor y tus derechos a ser estimado, amado y obedecido: después te vejo con mis pecados. Primero vengo ante ti para honrarte y darte signos de piedad y prometerte mi amor, y después te olvido, te ofendo de pensamiento, deseo, palabra y obra. Por la mañana te alaba mi lengua y te ama mi corazón, y te ofenden por la tarde. ¡Ay, Jesús! te trato peor que los judíos. Ellos ignoraban lo criminal que era pedir tu muerte porque no te reconocían como a su verdadero Dios —¡y yo te confieso como tal para igual crucificarte pecando! Oh Jesús, ten piedad de mí; con tu Luz líbrame de esta ceguera; no mires mis pecados con tu Justicia para condenarme, antes bien con tu infinita Misericordia para perdonármelos y aniquilar mi demencia y ceguera.

—Oye Pilato las palabras con las que mis enemigos invocan sobre sí y sobre sus hijos la venganza de mi sangre. Asombrado de esa demencia, y contento de esa imputación de responsabilidad, liberta a Barrabás, como pedían ellos, y a mí me deja a la merced de ellos y de sus ansias. ¿Y cuáles eran éstas, hijo mío, sino exterminarme con la infame muerte de cruz?… Bien pueden alborozarse, pues, si ya están tocando lo que tanto deseaban alcanzar… Pero advirtiendo Pilato súbitamente todo el entuerto que estaba haciéndome, cambia de idea e ingenia otro medio para dar a los judíos satisfacción y a mí libertad. Decreta mi flagelación con la esperanza de aplacar a las turbas y acallar sus pedidos de mi muerte. La pena de flagelación precedía a la pena de crucifixión, pero Pilato me aplica aquélla para librarme de ésta. ¡Pero mira un poco, hijo amado mío, si es sentencia injusta y cruel ésta, con la cual Pilato me manda flagelar!… Si Pilato reconoció y declaró reiteradamente que en mí no hallaba culpa alguna, ¿por qué me condena a la flagelación, pena atroz que debe ser merecida antes de recibida? Pilato se ha equivocado; mi flagelación, con la que calculaba aquietar al pueblo, lo ensañó aún más, ¡y lo que acabaría haciendo Pilato sería condenarme a muerte de todos modos!

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—¡Ay, Jesús mío, en ese error de Pilato yo veo uno mío frecuente! Él fue deslizándose hasta condenarte a la muerte de cruz por no imponerse a tus enemigos según debía y en cambio acceder a su deseo; y así yo, oh Jesús, me deslicé hasta crucificarte con pecados por haber cedido a las exigencias de mis sentidos y pasiones. No los afronto de entrada, como corresponde, cada vez que me solicitan a lo que te ofende. Oh Jesús mío, para lo pasado no tengo otro remedio que humillarme profundamente ante tu presencia en este Sacramento de Amor y arrepentirme tanto cuanto te vejé; pero te prometo en lo sucesivo aplicar toda mi atención a sojuzgar mis sentidos y pasiones para que no me arrastren más a ofenderte. Empero, Jesús, tú me conoces perfectamente, sabes si soy endeble como una caña que se dobla a cualquier viento: en toda vicisitud fortaléceme el corazón en tal manera, que yo, lejos de inferirte nuevas ofensas, te retribuya los grandísimos amores y dolores que me has dedicado.

TERCER CUARTO

Tras condenarme a la flagelación, Pilato me entregó al asalto de los verdugos para ser brutalmente llevado al patio del palacio, donde solían azotar a esclavos y criminales. Mírame, hijo mío, en este patio, entregado al gran tormento de la flagelación bajo las manos de mis enemigos. Óyelos vitorear: han conseguido, por fin, hacerme pasar por reo; ya pueden desahogar todo su odio contra mí. Entra además en mi Corazón, hijo mío; aquí encontrarás tranquilidad y paz; también alegría plena, porque ha llegado el momento por mí tan ansiado de padecer por ti y derramar mi sangre para reconciliarte con mi Padre. Inmediatamente los verdugos me empujan hasta la columna y me despojan de mis vestiduras… ¡Si pudieras idear vivamente, hijo amado mío, la vergüenza que sufrí! A mí, que soy el que cubro el aire de nubes, la tierra de flora y el Cielo de mi Gloria, me cubren ahora mis enemigos de grandísima vergüenza y confusión.

—Jesús mío, ¿por qué tú, que vestiste de luz milagrosa a tantas Vírgenes a quienes en su martirio intentaron atormentar con la desnudez, no haces ahora ese milagro en tu propia Persona?

—Hijo mío, porque quise pagar esta pena del pecado de Adán que es la vergüenza de la desnudez, y vestirte a ti de mi Virtud y mi Gracia. Pero sigue escuchándome para apreciar lo que me costó tu alma. Después que mis enemigos se rieron a largas carcajadas de mi desnudez, temiendo mi fuga me maniataron, pasaron la cuerda por una argolla que había en la columna119, y despiadadamente me ataron allí con las manos por detrás para flagelarme. Hijo mío, es grande el dolor y la ignominia de esta pena reservada a los esclavos y a los reos de delitos graves. Por tu amor la

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sufrí yo en quietud, con paz y firmeza de corazón; me entregué en manos de verdugos para que me flagelasen y desgarrasen el cuerpo; sufrí los crueles tormentos de la flagelación para librarte de la condenación; acepté una pena de esclavos para libertarte de la esclavitud.

—Oh Jesús, ante tu presencia me abochorna verte aceptar por mi miserable alma una pena tan vergonzosa y atormentadora para luego verme a mí mismo rehuir todas las muestras de amor a ti que pueden depararme vergüenza o sufrimiento. Oh Jesús, ¡si habrá diferencia entre mi amor y el tuyo!

—Hijo mío, tu mente nunca sondearía el dolor de mi flagelación. Empero, para recibir alguna noción de él, debes tener presente que en el purísimo seno de mi Madre María, por milagrosa obra y gracia del Espíritu Santo, mi cuerpo había sido formado delicado y tierno como el que más, sensible a la pena más leve, pues este fin contemplé al encarnarme: redimir dolorosamente al hombre. Siendo entonces mi cuerpo delicado como la pupila de un ojo, puedes suponer cuánto me dolió la flagelación… Mira ahora, hijo mío, cómo estos verdugos inhumanos, cuyos corazones de tigres ansiaban derramar mi sangre hasta la última gota, dan inicio a mi flagelación. Los azotes no se dan turno, y llueven sobre todo mi cuerpo; con los primeros de ellos se abre la piel, se desgarran los tejidos, y comienza a brotar sangre para empapar los látigos, la columna y el suelo. Por la violencia de los azotes mi sangre vuela por el aire, salpica las vestiduras de los verdugos, sus brazos y sus caras, y yo, bañado en sangre, quedo irreconocible. Aquellos corazones desnaturalizados, en vez de apiadarse de mí, se ensañan y siguen dándome azotes sin número ni medida. Y yo, hijo mío, ya he perdido figura humana; mi cuerpo está desgarrado, herida sobre herida, llaga sobre llaga; mis carnes han volado con los azotes, aparecen mis costillas y se pueden contar mis huesos uno por uno, como de mí dijera el rey David120.

—Oh Jesús, piadoso y amado Jesús mío, mientras con la mayor devoción de que soy capaz te adoro realmente presente en este Altar como carísimo Redentor mío, me postro espiritualmente en aquel suelo del pretorio de Pilato empapado con tu Preciosísima Sangre. Y en esa sangre tan dolorosamente derramada por mí leo en letra clarísima el precio de mi alma y tu amor a ella en toda su pobreza. Jesús mío, me atemoriza y estremece pensar en mi alma. ¡Tanta sangre y dolor te costó, y yo no la valoro en nada! Con cada pecado que cometo, la vendo bien barato al enemigo mío y tuyo. Y a todo esto, es infalible que un día he de rendirte cuenta de esa sangre que derramaste por mí. ¿Qué será de mí cuando se me revele a la clara cuánto has puesto en obra tú para salvarme y yo para perderme; cuánta extensión ha tenido tu Misericordia, y cuánta mi maldad? Jesús, concédeme la gracia de ponderar ya, seriamente, toda la grandeza de mis pecados por un lado, y por el

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otro, de tu Misericordia y Amor. Y que yo deba a tu infinita Misericordia el perdón de mis pecados, y a la Eucaristía el Amor que me preserve de jamás ofenderte otra vez.

ÚLTIMO CUARTO

Hijo mío, la ley de los judíos estipulaba que conforme a la medida de los delitos, así fuese la de los azotes, con tal que no pasasen de cuarenta121. Mas para mí no hay ley, medida, orden ni número. Ninguna piedad moderó los azotes; ninguna consideración los numeró tampoco. Pasaron los cuarenta, y también los centenares —¡me dieron miles!122 Y entre los verdugos mandados por Pilato encontraron su lugar otros azotadores, hijo mío: los judíos. Así me agredieron como verdugos tras haberlo hecho como testigos falsos y jueces perversos. Ensañados contra mí y sobornados por sus superiores para exterminarme en la flagelación (sospechando que Pilato podría libertarme una vez flagelado). ¡Puedes suponer cómo se ensañaron por matarme a latigazos!

Alma amada mía, mientras me ves bajo esta lluvia de azotes, mira cómo la crueldad de los judíos y mi paciencia se traban en el más arduo duelo: por un lado, ellos, ardiendo de ansias de exterminarme, multiplican sin piedad sus golpes y su violencia para matarme sin tardanza; por otro lado yo, ardiendo de ansias de redimirte crucificado, hago el milagro de no morir bajo los azotes. ¡Se cansa la crueldad que me azota, pero no mi paciencia y mi deseo de padecer por ti!

—Oh Jesús, tú no te cansas de padecer por mí; ¡pero cuánto me canso yo, cuánto me harto, cómo me amilano ante cualquier sufrimiento que debo sobrellevar por tu amor! Porque me amas, tú no te cansas; así pues, si yo me canso, me harto, y hasta evito sufrir, es porque soy corto en amar… Oh buen Jesús, desde este Sacramento de toda Gracia dame un poco de amor para padecer por ti como tú padeciste por mí, sin jamás hartarme ni amilanarme. Regálame también una porcioncilla del amor fuerte que infundes a tantas almas cuyo contento y solaz se cifra en sufrir por ti.

—Hijo amado mío, padecí esta atroz flagelación por todos los pecados de los hombres y para redimirlos, pero puedo decirte que el fin por el cual sufrí una lluvia tan rigurosa de azotes sobre mi carne tan inocente y pura fue especialmente pagar tan horrendos pecados como son los impuros. En castigo de ellos mi Padre ya había descargado dos diluvios al mundo: uno de agua sobre todo el mundo y otro de fuego sobre las cinco ciudades de Sodoma. ¡Y ahora, por estos mismos pecados, descarga un diluvio de azotes sobre mi cuerpo purísimo, el de su Hijo bienamado! Mi Padre me vio vestido de un cuerpo humano cargado con estos pecados para

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pagarlos… ¡Y puedes ver que no me tuvo lástima alguna!… ¡Deduce, hijo mío, de mi lacerante flagelación, si serán enormes y repugnantes estos pecados!

—¡Oh Jesús, Lirio purísimo, Hijo virginal de la Virgen María, que tanto amas y aprecias a las almas puras, y que en la blancura y todo el entorno de la Hostia te nos muestras tan aficionado a la virtud angélica que trajiste a esta tierra! Heme aquí postrado ante tu presencia con alma anonadada y corazón deshecho en gratitud por tu sangre tan dolorosamente derramada en la columna. Aquí te imploro verdadera contrición y perdón por mis muchos pensamientos, deseos, palabras y obras contrarios a la hermosa virtud que tú tanto amas. Elimíname todo cuanto a esa virtud se oponga. Imprímeme amor verdadero a ella; séame valiosa como una gema que me sujete aquí con una cadena de amor a tu Persona sacramentada.

—Hijo mío, cansados los verdugos, me dejaron en la columna; y yo, sin aliento ni fuerza para levantarme solo, di conmigo en el suelo anegado con mi sangre.

—Oh amado Jesús mío, desde el fondo de mi corazón adoro derramada por el suelo tu Preciosísima Sangre, precio de mi Redención. Adoro esa misma Sangre en la Sagrada Hostia, donde la confieso presente con tu Cuerpo, Alma y Divinidad. Oh Jesús, te doy gracias por tanto amor cuanto me has tenido en tu Pasión y en la Eucaristía, y por él te imploro que no sea inútil tu Sangre derramada por mí; lava con ella mi alma y purifícamela de toda culpa, más que nunca cuando te reciba en la Santa Comunión. Enciéndeme el corazón de un amor que busque retribuir el tuyo grandísimo y, alegre como tú padeciste por mi pobre alma, padezca yo por ti. Así sea.

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DUODÉCIMA HORA JESÚS ES CORONADO DE ESPINAS.

LOS JUDÍOS PIDEN SU CRUCIFIXIÓN

PRIMER CUARTO

Carísima alma, mientras estás ante mi presencia en este Sacramento de Amor, al entrever en mi relato cuánto pagué por tu alma, concibas amor pleno y genuino por mí que me retribuya en alguna medida el mío por ti. Has visto de qué modo despiadado fui flagelado por mis enemigos y cómo, al quedar solo en la columna, caí desvanecido al suelo anegado con mi sangre. Al no hallar a nadie que tuviera la piedad de tejerme vestiduras y cubrir mi desnudez, me vi obligado a buscarlas arrastrándome por el suelo mientras aquellos bárbaros me pateaban de acá para allá en vez de socorrerme. Hijo mío, ¿quién de entre los hombres fue tratado con tanta crueldad?

—¡Cuánto me amaste, Jesús mío, que tantas y tales brutalidades sufres con paciencia y bienquerencia por mi pobre alma!

—Hijo mío, ¡ojalá hubiera terminado aquí la crueldad de mis enemigos! Éstos, sabiéndome acusado de pretensión de realeza, tras vestirme acordaron hacerme pasar por un rey bufonesco. Me llevaron, pues, a la sala del pretorio e invitaron a toda la cohorte allí presente a divertirse a costa mía.123 Pero a mis enemigos no les bastaba escarnecerme el alma sin atormentarme el cuerpo. Sobornados para ejecutar en mí cuantas torturas quisiesen, y soliviantados contra mí por mis enemigos infernales, inventaron un suplicio inaudito por lo doloroso y deshonroso. Eligieron espinas largas, duras y bien punzantes, con ellas trenzaron una corona, y, sentado yo en una banqueta, me calaron aquella vil diadema en la cabeza hasta el medio de mi cerebro. A fuerza de garrotazos y apretaduras, consiguieron insertarme las puntas de las espinas en la cabeza, y muchas hasta el cerebro y los oídos.

—Oh amado Jesús mío, ¿quién podría saber los dolores y tormentos que tan punzantes espinas infirieron en tu cabeza adorable?… Confieso que tus dolores son incomprensibles a todo hombre, pero también que llevan todos mi autoría, y que las espinas que penetran tu cabeza divina brotaron de mi alma ingrata. Ésta, cual terreno el más ruin, por sus pecados produjo esas espinas que tan dolorosamente te coronan. Haz, oh Jesús mío, que esas púas que tanto atormentan tu cabeza me penetren el corazón y le susciten verdadera contrición y verdadero amor a la penitencia, para pagar los pecados con los que ofendí tu majestad divina y

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retribuirte el amor que me tienes en la Eucaristía, Memorial de la Pasión que sufriste por mí.

—Ahora, hijo mío, puedes ver cumplida en mí la profecía de Isaías: que desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza no habría en mi cuerpo nada sano, más sólo heridas y cardenales, una sola llaga124. Mi cuerpo se había hecho una sola llaga con la flagelación: la coronación de espinas continuó llagándome la cabeza. Amado mío, mientras me ves hecho una sola llaga y con la cabeza ceñida de espantosos aguijones, considera un poco quién es el que tu vista capta en medio de tantos oprobios y tormentos. Yo soy el verdadero Hijo de Dios, con honor y gloria por mi Padre coronado Rey de todas las criaturas. Yo soy verdadero Hijo de Dios. He recibido de María la corona de la Humanidad y de la Misericordia, y en el Día del Juicio recibiré de todos los Ángeles del Cielo la corona de la Justicia. Yo, que en la Sagrada Hostia estoy frente a ti coronado de Amor, soy el mismo que ves en el pretorio de Pilato coronado por los judíos con espinas, dolores y oprobios.

Ahora, alma amada mía, haz como te dice el rey Salomón125: sal a ver a tu amado Rey, Rey del Cielo y de la tierra, Rey de la Gloria, Rey universal de la Virtud, ceñido ahora por tu amor con una corona de desprecios y tormentos.

—Amado Jesús mío, podré verte en el pretorio de Pilato coronado de ignominiosas espinas, y aquí en el Altar coronado de un amor que te depara las mayores humillaciones, pero desde el fondo de mi corazón te adoro como rey, y como Rey de reyes. Te confieso Rey de la Gloria en medio de tales deshonras y humillaciones, y confieso que con ellas me has preparado un reino de solaz y gozo eterno. Pero sé también que no llegaré a tu reino tuyo sino recorriendo tu camino. Tú mismo dijiste ser el camino126: fuiste uno de espinas, dolores, oprobios y desprecios durante toda tu Pasión —¡eres un camino de humillaciones que te lleva hasta este anonadamiento eucarístico! Oh Jesús, condúceme por tu camino; haz que, como tú arrostraste espinas, penas y humillaciones por mi amor, así por el tuyo yo arrostre el imitarte y recorrer el camino que me has mostrado para llegar a tu reino. Porque si tú dijiste que te era preciso pasar la humillación y dolor de tu Pasión para llegar a tu reino127, ¡cuánto más preciso me es a mí, alma tan delincuente, recorrer tu mismo camino para tener parte en tu solaz y gozo eterno!

SEGUNDO CUARTO

Hijo mío, eso es sólo el inicio de los desprecios y oprobios que me hicieron beber los judíos en el pretorio de Pilato. Después de coronarme de espinas como rey bufonesco, decidieron divertirse a costa mía. Me pusieron en los hombros, cual manto real ficticio, un andrajo rojo viejo, sucio y rasgado. Hijo mío, Herodes me

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había vestido de blanco para hacerme pasar por demente, patentizando así mi inocencia sin proponérselo; y estos enemigos me vistieron de rojo, confirmando la profecía de Isaías: que yo era un Redentor cargado con todos los humanos crímenes, y que en mí brillaba entre todas las virtudes el Amor a los hombres, que me movió a echarme al hombro sus pecados y pagar a la Justicia divina128. Luego pusieron en mis manos una caña por cetro129 para presentarme como un necio aspirante a un reino fatuo y sin fuerza ni poder alguno. Mírame ahora, hijo amado mío, sentado entre estos sarcásticos enemigos, coronado de espinas, con la púrpura sobre las espaldas y una caña en las manos. Los soldados se tomaron todo su tiempo y libertad para escarnecerme y tratarme como un maníaco por el poder. A ellos se les unieron los judíos; todos me despreciaban como peor podían y desfilaban delante de mí con un irónico saludo: «Dios te salve, Rey de los Judíos»130. Ganaban elogios los más ingeniosos en vilipendiarme e inventar sarcasmos. Y yo, hijo mío, puestos humildemente en el suelo los ojos, lo recibía todo con serenidad y paciencia.

—¡Jesús, mi amado Jesús, Rey del Cielo y de la tierra, Rey de la Gloria, Rey de majestad infinita! ¡Rey y Corona de todos los Bienaventurados y Ángeles del Cielo! Si con mis ojos veo esos desprecios de tu pueblo y las humillaciones de tu Gran Sacramento, con la boca y con el corazón te confieso por mi Rey y mi Dios, y como tal te glorifico y te prometo perpetua obediencia y amor131. Tú, oh Jesús, eres Rey por tu misma naturaleza, y nadie puede evadirse de tu Reinado. Todos los que en el mundo se niegan a servirte como Rey y te desprecian a la manera de los judíos para servir a sus pasiones, quieren y no quieren que tú sigas siendo su Rey, pero será como Rey de Justicia y en el Infierno que te reconocerán para siempre por soberano único. En cambio en el Cielo tú eres y siempre serás el Rey de cuantos aquí abajo te conocen, sirven y aman según pide tu Realeza; allí reinas y reinarás en tu gran Misericordia para llenarlos de tu solaz y gozo. Tú quieres ser mi Rey de Misericordia y eso explica que padezcas tanto por mí y sobrelleves tanta humillación en la Sagrada Hostia. Por lo tanto, Jesús, séme lo que quieres serme y, como me has redimido, sálvame y dame tu Gloria.

—Todavía no están contentos mis enemigos con hacerme pasar por un rey bufonesco y hasta hacer de mi filiación divina un motivo de diversión. Van más lejos. Me rodean como perros rabiosos, cuál me abofetea sin piedad, cuál me escupe en la cara, cuál me quita de la mano la caña y con ella me golpea en la corona de espinas para hundírmelas más y agrandarme las heridas. Entra, hijo mío, en mi Corazón, y para mientes en mis penas. A estos tormentos y desprecios de toda suerte, se me sumaba el dolor de tener ante mi visión divina una gran multitud de cristianos que, si bien creen que yo soy verdadero Rey y verdadero Hijo de Dios, me tratan de rey burlesco, de Dios de comedia.

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—Jesús, inmensamente me entristece el verme cómplice de ese dolor tuyo. ¡Cuántas veces te herí el Corazón! ¡Cuántas veces, mientras estaba en tu presencia para honrarte con unción y adoración, te ofendía con pensamientos, deseos y miradas del todo reñidos contra el supremo culto de latría que te corresponde! —Oh Jesús, me arrepiento de todos mis engaños; y mientras veo a tus enemigos darte reverencia irónica y atormentar tanto tu cabeza sacratísima, contrito y humillado te adoro con todos los Ángeles y Santos y te prometo traerte siempre al Altar tal unción, respeto y amor, cuales requiere tu infinita majestad por mi amor tan humillada.

TERCER CUARTO

Hijo amado mío, acompáñame una vez más con tu mente hasta Pilato, a cuya presencia volvieron a llevarme mis enemigos para condenarme a muerte. Ven a conocer lo que padecí interiormente al presentarme Pilato ante el pueblo. Cambiadas ya mis vestiduras por la púrpura, mis enemigos ataron fuertemente mis manos que sostenían la caña burlesca, me echaron una cuerda al cuello, y me llevaron a la vista de Pilato en aquella figura de rey bufonesco. Espántase él de verme malparado por la flagelación y la coronación de espinas hasta el punto de haber perdido figura humana. Apiadado de mí y deseoso de librarme de mis enemigos, tuvo la idea de exhibirme ante el pueblo con la esperanza firme de que éste se apiadaría de verme en tan lastimera condición, sin resto de figura humana. Pilato, idólatra, me compadeció al verme en semejante miseria, ¡y tantos cristianos, sabiéndome tan destrozado por su amor, no sienten por mí compasión ninguna! Desagráviame tú, hijo mío, de su ingratitud.

—Jesús mío, arroja tú desde la Sagrada Hostia una chispa de amor a mi corazón para que con sus fibras más profundas te compadezca y te repare por tantos ingratos.

—Pídeme esta gracia con fervor cuando me hospedes en tu pecho, y será tuya. Sigue escuchándome. Pilato me sacó al pórtico de su palacio delante del pueblo que estaba allí reunido esperando la sentencia de mi muerte; les mostró mi miserable estado; buscó con palabras quitarles odio y darles lástima. Declaró de nuevo que no hallaba en mí ninguna culpa ni podía, por ende, condenarme. Así se confesó equivocado y arrepentido de haberme impuesto una flagelación inmerecida. Pero, ¿sirvieron de algo las palabras de Pilato? Aquel pueblo colmado de mis bienes acentuó su endurecimiento y su saña contra mí. Advirtiendo esto Pilato, me llevó a la parte frontal y central del pórtico a la vista de todos para que advirtiesen mi inocencia. Era claro que, ceñido de aquella corona doliente e

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ignominiosa, empuñando una grotesca caña como cetro real, vestido de aquella púrpura bufa y desgarrado en todo el cuerpo por la flagelación, ya había sido castigado como no lo habría sido el mayor criminal del mundo. Y para más convencerlos, toma el borde de mi púrpura, la levanta, y me presenta miserable como estaba, todo desgarrado de llagas y ensangrentado, sin figura humana. Mientras me exhibe ante todos, no dice más que dos palabras: «¡ECCE HOMO!»132 —¡He aquí el hombre! El mensaje implicado era éste: «Dejad vuestro temor de que este hombre persiga el poder; bien veis cuán malparado está. Compasión y no odio es lo que merece de vosotros».

Hijo mío, mientras ves cómo Pilato me presenta al pueblo para apiadarlo —coronado de espinas, el rostro todo contuso y ensangrentado, el cuerpo todo llagado, sin figura humana— levanta los ojos a lo alto y contempla también a mi Eterno Padre presentarte mi Persona en este estado mientras te dice:

«ECCE HOMO» —He aquí el Hombre que yo he dado para la salvación de los hombres en signo del amor eterno que siempre les tuve. He aquí el Hombre que solo pudo interceder entre yo y los hombres para salvarlos de la eterna perdición por ser uno de ellos y a la vez Hijo mío en la divinidad, y como tal único capaz de adquirir méritos infinitos para pagar a mi Justicia ofendida por el pecado. He aquí el Hombre, hijo mío: mira cómo está en el pórtico de Pilato y reconócelo como tu Redentor, Maestro de la Verdad y Ejemplar de la Santidad, único por medio de quien te es dado salvarte. He aquí el Hombre que es tu Salvador, cuyo Amor por ti fue extremo y sin medida, sublime como su naturaleza humana y divinal, capaz, por fin, de dejarlo anonadado en la Hostia Graciosísima que tienes delante en el Altar. Retribúyeselo compasivo y afectuoso en este Sacramento de Amor.»

—Oh Eterno Padre, Dios, te prometo que con la ayuda de tu Gracia compadeceré a Jesús, tu Hijo y mi Redentor, por todo lo que sufrió por mi Redención, y que en la Eucaristía lo amaré siempre de todo corazón, especialmente al comulgar y al adorar. Pero a la vez permíteme a mí, mísera criatura, presentarlo a ti como lo presentó Pilato al pueblo y como está en la Sagrada Hostia, anonadado por mi amor. Mira, Eterno Padre, Dios, a tu carísimo Hijo en el pórtico de Pilato, y acuérdate de aquel por quién está padeciendo. Está padeciendo por mí, por mis pecados: apiádate de mí y perdóname atento a sus méritos infinitos. He aquí, Eterno Padre, Dios mío, el hombre, tan atormentado por mi bien y muerto en un inmenso mar de tormentos por mi amor: vuelve tus ojos, te lo suplico, a esa obra de misericordia de tu Hijo, para tener piedad de mí y perdonarme todos mis pecados. Pero también, oh Eterno Padre Dios, vueltos tus ojos a tu Hijo en esta obra de su amor a nosotros los hombres que es la Sagrada Hostia, concédeme, por la grandeza de su amor y humillación, la gracia de darle un amor verdadero que

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retribuya el suyo y repare los tormentos que atravesó durante su Pasión para redimirme y reconciliarme contigo.

Y tú, oh Jesús, por el amor que me tienes en la Eucaristía, intercede por mí y obtenme de tu Padre esas gracias de compasión y amor.

ÚLTIMO CUARTO

La intención de Pilato al condenarme a la flagelación y a grandes desprecios, fue aquietar a los judíos para que dejasen de pedir mi muerte. Con idéntica intención ahora me presenta en su pórtico ante el pueblo en la más dolorosa y oprobiosa de las figuras para inspirarles piedad y componer sus exigencias asesinas. Pero, como todo resultado, los judíos redoblan su odio al verme en tan miserable estado. Hijo mío, contémplame en el pórtico de Pilato en aquella doliente y abyecta figura, míralo levantarme del cuerpo la púrpura para mostrar a aquel cruel pueblo mi estado lastimero; escucha sus palabras todas compasivas y dirigidas a conmover a mis enemigos. Escucha a todo aquel pueblo gritar delante de Pilato a una voz, como, en mí enfrentara al hombre más infame del mundo: «Crucifige, crucifige eum133 —¡Lo queremos crucificado!» ¿Qué le hice yo a este pueblo de cinco días para aquí, pasado el momento en que me llamaba el Bendito que venía en el nombre del Señor, y el Rey de Israel? —No les basta que yo fuese flagelado sin piedad, coronado de espinas, pasado por un necio y un loco y un rey bufonesco; les parece que haya cobrado poco y me falte ser crucificado.

—Y esa enormidad se remonta a una primera causa, oh carísimo Jesús: ¡tú exceso de amor a mí!… Por mi amor tú elegiste voluntariamente la muerte y, para que fuese martirizante, elegiste la peor posible —la muerte de cruz. Me amaste, sí, oh Jesús, y demasiado, pues mientras en tu inmediatez veías la ingratitud de aquel pueblo que a tu inmenso amor devolvía la intención de crucificarte, con tu mente divina me atisbabas a lo lejos a mí también asociándome a aquel pueblo con toda mi ingratitud. En tus oídos percibías también mi CRUCIFIGE, que pronuncié cada vez que pequé contra ti. Pero más hondo, oh Jesús, caló mi CRUCIFIGE tu amabilísimo Corazón, pues aquel pueblo, ciego, no sabía lo que hacía optando por tu muerte, mas yo, por tu Gracia, te conozco desde mi pequeñez y te prometí —¡cuántas veces!— amor. Y en peor manera que aquel pueblo yo grité demasiadas veces CRUCIFIGE con mis pecados. ¡Y proferí ese grito, oh Jesús, sabiendo cuánto me amabas en tu Pasión y en la Eucaristía! ¡Y así respondí tantas a tu don de ti mismo en este santo Altar como manjar y sustento del alma mía!

Oh Jesús, ¡te fui ingrato de veras y por demás! Confieso ante ti que, siéndote malvado y desagradecido, he herido sobremanera tu Corazón divino; no oso dirigir

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la mirada a la Sagrada Hostia, ya que mis pecados fueron otros tantos gritos de CRUCIFIGE que di con los judíos, dejando atrás el grandísimo amor que me tuvieras, especialmente desde este Sacramento de Amor. Por tanto, con el alma humillada y anonadada ante tu presencia, imploro tu perdón por la multitud de mis delitos. Sé que no merezco tu perdón; pero lo espero porque eres bueno, oh Jesús, e infinitamente misericordioso. Y espero más también: que desde la Sagrada Hostia me des una chispa que me deje hecho amor en llamas, que no con menos quiero repararte mi gran ingratitud y retribuirte tu portentoso e inmenso amor manifestado en tus padecimientos redentores de mi alma, y mucho más en tu Sacramento, donde triunfa tu Amor infinitamente y como en ningún otro lado.

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DECIMOTERCIA HORA PILATO DEFIENDE A JESÚS.

DESPUÉS LO CONDENA A MUERTE

PRIMER CUARTO

Alma amada mía, ahora que estás ante la Sagrada Hostia para pasar una hora de adoración, dirige tu visión interior hacia mí como era presentado al pueblo judío por Pilato en el pórtico de su palacio. Así podrás percibir lo que por tu amor padecí en mi interior y notar la conformidad con la voluntad de mi Padre y la alegría con que recibí la sentencia de muerte bajo el más infame y atroz de los suplicios: la crucifixión.

—Jesús, mi amado Jesús, mientras abismado en mi nada te adoro con toda la devoción de que soy capaz, te doy gracias también de que te plugo rebajarte hasta la miseria de mi pobre alma interesado en exponerle lo que padeciste para redimirla de su esclavitud. Jesús, habla, que mi corazón está deseoso de oír de tu propia Persona que está presente en la Eucaristía —Memorial de tu Pasión— el doloroso relato de aquella obra inestimable por la cual me reconciliaste con tu Padre y me obtuviste derecho a tu Gloria eterna. Habla, pues, Jesús mío, y con tus palabras suscítame en el corazón un poco de lástima, compasión y amor a ti.

—Hijo mío, Pilato multiplicaba ensayos para librarme de las manos de mis enemigos. Procuró entonces inspirarles lástima presentándome en el pórtico de su palacio en el preciso aspecto que tenía. Pero aquel pueblo, cada vez más endurecido, odioso y sañudo, solicitó mi crucifixión a Pilato, quien, reacio a condenarme inocente, les dijo: «Tomadlo allá vosotros y crucificadlo, que yo no hallo en él crimen»134.

Es la cuarta vez, hijo mío, que Pilato declaró mi inocencia, pero mis enemigos insisten en que me condene como criminal; y viendo el fracaso total de acusarme de pretensiones políticas, volvieron a acusarme de merecer la muerte por haberme declarado el Hijo de Dios. No contaron las obras maravillosas que había hecho para probar mi filiación divina —no les convenía— pero Pilato, que tenía noticias de mis milagros y santidad, lejos de inclinarse a mi condena ante dicha acusación, se llenó de temor ante el dilema de mi filiación divina. Su propia conciencia le agranda el temor, pues habiéndome condenado inocente a la flagelación y a tantos desprecios, bien puede temer que si yo realmente soy el Hijo de Dios, Dios mismo puede castigarlo. Este pensamiento le aumenta el temor y el desvelo por distinguir la verdad. Y para escudriñarla, me introduce del pórtico al pretorio, donde me hace

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un examen detenido y sereno. Me interroga: «¿De dónde eres tú?»135, inquiriendo así si yo soy del mundo o del Cielo.

—Jesús mío, ¿qué respondiste a esa pregunta de Pilato?

—Nada. Esto merecía por negarse a recibir de mí el conocimiento de la Verdad. Así yo acreciento mis gracias al que actúa bien con ellas, y las corto al que no las estima y me es ingrato. Hijo mío, mis gracias e inspiraciones, aun pequeñas, son para que las estimes y las cumplas y así yo te mantenga y aumente su raudal para tu santificación. Si no las estimas ni las cumples, dejaré de dártelas. ¡Ay de ti entonces! Grande será tu peligro de retroceder y perderte.

—¡Ay Jesús, por el amor que me tuviste en tu Pasión y que me mantienes en la Eucaristía, aleja de mí semejante desgracia!

—Y tú, hijo mío, abre ya tus oídos a mis llamamientos e inspiraciones, y no quieras seguir siéndome ingrato.

Sigue escuchándome. A Pilato le cayó descomedida mi falta de respuesta. Para arrancarme una, me dijo entonces, con cierto enojo: «¿A mí no me hablas? pues ¿no sabes que está en mi mano el crucificarte, y en mi mano está el soltarte?»136. Con dichas palabras, hijo mío, Pilato se condenó a sí mismo; porque, si tenía tal poder, ¿por qué declaró reiteradamente mi inocencia y no me libró de la muerte?

—Jesús mío, veo reproducida en mí esa injusticia de Pilato, ¡y cuán agravada también! Yo sé cuánto me has amado tú aquí en la Eucaristía tras morir por mí en la Cruz, veo cuán obligado estoy a corresponderte y te prometo hacerlo, ¿y por qué después falto a amarte y paso a ofenderte?… Jesús, ten piedad de mí; líbrame de esa grande e inveterada injusticia; infúndeme verdadero amor a ti, para que, según tu mandato, yo te lo ofrezca de todo corazón hasta mi último respiro para llevártelo a la eternidad.

SEGUNDO CUARTO

Hijo mío, como yo oyese a Pilato alabarse de su autoridad sin referirla a mi Padre, me pareció oportuno indicarle que no se la debía a sí mismo, y defender la dignidad de mi Padre soberano. Para ambos fines le dije pues: «No tendrías poder alguno sobre mí, si no te fuera dado de arriba»137, vale decir, del Cielo.

—Oh Jesús, advierto la moraleja: que, nada teniendo de mí mismo, no hay de qué me toque alabarme: todo lo que soy y tengo, me lo regaló Dios. Pero sé también que le indicas a Pilato que no tiene poder alguno sobre ti y que, si estás padeciendo entregado en sus manos, es tu voluntad la que lo decide —y así me indicas,

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también, que estás padeciendo por puro amor a mí. Oh amado Jesús mío, ¿por qué tanto afán por mostrarme que me amas? ¡Cada llaga que veo en ti me predica Amor! ¡Tu misma presencia en la Hostia, en un abismo de humillación, me demuestra que me amaste hasta el último extremo al que llegar podía tu Amor humano y divino!… ¿Y para qué recibo semejante demostración, sino para amarte, oh Jesús mío? ¡Y a pesar de ella todavía no he comenzado a hacerlo! ¡Qué pésimo agradecimiento! ¡Qué dureza tremenda la de mi corazón! ¡Oh Jesús que tanto me amas! Véncemela de una vez y para siempre, y reduce toda mi ingratitud a una derrota definitiva.

—Hijo mío, en la libertad de mi entrega a los suplicios he querido señalarte mi amor a ti; no excusar en modo alguno la maldad de mis enemigos, su injusticia, ni la del mismo Pilato. Por eso continué así: «quien a ti me ha entregado, es reo de pecado más grave»138, para que así reconociese que si pecaban quienes me entregaron en sus manos, pecaba él también abusando del poder que le había dado Dios. A estas palabras mías, Pilato volvió a interesarse en librarme de la muerte para no caer en la culpa de condenar a un inocente y, lo que era más, a alguien de cuya posible filiación divina sentía corazonadas. Apenas vuelto a salir Pilato al pórtico, los judíos se dieron cuenta de que no lo han convencido ni acusándome de infracción de la ley, ni de pretensiones políticas, ni de atribuciones divinas ficticias; y como también advirtieron la intención de Pilato de librarme de la muerte, prorrumpieron en un solo grito: «Si sueltas a ése, no eres amigo de César»139, intentando por ese expediente intimidar a Pilato y presionarlo a sentenciarme a la muerte. Arrédrase él por esas palabras y, sabiendo que no puede pasar por alto la ley del imperial César romano como hizo antes con la ley de los judíos, se muestra dispuesto a tratar mi causa más detenidamente. Me saca nuevamente al pórtico delante de todos manteniéndose de pie en el tribunal. Pero enseguida vuelve a mudarse a la vista de mi inocencia, y en vez de actuar como juez, lo hace como abogado mío, y les dice: «¡Aquí tenéis a vuestro rey!»140. Y con esas palabras implica éstas: «¡Cuán insensatos sois! ¿No veis que a un hombre tan miserable y llevado a semejante figura mal puede ocurrírsele buscar el poder? ¿No veis cuán infundado es vuestro temor, y cuán falsa vuestra acusación de que él persiga el mando en vuestra tierra?»

—Jesús mío, ¡cuánto tuviste que sufrir por mi pobre alma! ¡Hasta Pilato, para defenderte, niega tu realeza, teniéndola tú universal e intrínseca! Jesús, yo te reconozco, confieso y adoro como al Rey de todas las criaturas. Y sé que en la Sagrada Hostia eres el Rey de cuantos corazones te aman.

—Escucha, hijo amado mío, la respuesta que dio a esas palabras de Pilato aquel pueblo que yo tan bien quería, y compadece mi quebranto. Como energúmenos

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prorrumpieron todos en un mismo grito: «¡Quita, quítalo, crucifícalo!»141. ¡Pueblo ingrato! ¡Pueblo sin entrañas! ¿Qué mal le hice a este pueblo para que me odiase hasta el extremo de no tolerar siquiera el verme? ¿Qué mal le hice para que con tanta saña pidiese mi muerte, y la infame muerte de cruz?… ¿Amarlo? ¿Apreciarlo tanto? ¿Llenarlo de tan grandes beneficios?

—¡Suficiente, Jesús! ¡Me es claro que esas palabras de tan formidable odio debieron fustigar, oprimir y despedazar tu amabilísimo Corazón! Entiendo que le deparasen mayor martirio y pena que la misma Cruz.

—Hijo mío, si mi Padre, señalándome en esta Hostia, te dirigiera las palabras de Pilato a los judíos: «¡He aquí tu rey!», ¿gritarías como ellos que no es mi presencia ante ti sino mi crucifixión lo que quieres?

—¿Qué me dices, Amado de mi corazón y Vida de mi alma?… ¿Quién sería el Amo de este corazón sino tú, y únicamente tú, su Rey eterno? Ven, oh Jesús, a poseerlo, miserable como es; quítale lo que discuerde con tu agrado, para que a tu Corazón pueda brindar delicia y descanso; dótamelo de virtudes que te agraden y que nos amiguen inseparablemente en el tiempo y en la eternidad.

TERCER CUARTO

Pilato no se deja doblegar por los gritos de los judíos; y, como no quiere condenarme inocente, los recrimina con estas palabras: «¿A vuestro rey tengo yo de crucificar?»142, como diciéndoles: «¿Crucificaré al hombre que vosotros mismos habíais estimado hasta el punto de querer hacerlo rey vuestro143?». Con dichas palabras les señala su grave falta de honor: que al que querían coronado, ahora lo quieran crucificado. Pero los judíos, en vez de avergonzarse, responden altaneros al gobernador: «No tenemos rey, sino a César»144. ¡Hijo mío, con dichas palabras confirmaron la sentencia de su perdición! Me negaron. Negáronme a mí, el Mesías, el Hijo de Dios, su Redentor; y se acarrearon todas las desgracias espirituales y corporales con las cuales los amenazaran los profetas y de las cuales yo les advirtiera al plañir sobre la ciudad de Jerusalén. ¡Se sentenciaron ellos mismos!

—Querido Jesús mío, si tú plañiste sobre Jerusalén de sólo prever el momento en que tu pueblo tan amado te negaría delante de Pilato y se condenaría con sus palabras, ¿quién podría saber lo que sufriste al oír con tus propios oídos a ese pueblo cambiarte por un rey terrenal y negarte a ti, Fuente de todo su bien?… Jesús, ¡cómo quisiera repararte la punzada de esa negación que te separó de tu querido pueblo! Para reparártela de algún modo, confieso ante ti, presente como

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estás en la Sagrada Hostia, que solo tú eres el Rey de mi corazón y que no tengo otro monarca que a ti mismo en le Eucaristía. Oh Jesús, toma posesión de todos mis pensamientos y afectos, pues solo tú eres mi Rey, mi carísimo Redentor, mi Bienamado y la Meta final de todos mis amores.

—Hijo mío, el gobernador Pilato hizo lo posible para librarme de la muerte: declaró una vez tras otra delante de todos mi inocencia, deshizo las calumnias que fabricaban acerca de mí y multiplicó ensayos para contener el odio de mis enemigos, pero no permaneció firme hasta el fin. Terminó vencido por los gritos de las turbas y olvidando todas sus declaraciones en mi defensa. A esta injusticia hubo de llegar Pilato en mi causa por haber estado indolente con mis enemigos, sin reprimir sus mentiras y fabricaciones contra mí de la única manera correcta: con coraje y firmeza. No faltaban a Pilato luces ni remordimientos, mas de nada le sirvieron, pues no tuvo la resolución necesaria para proceder conmigo con la equidad que le exigía su función de juez.

Mira, hijo mío, por dónde llegó a su gran injusticia contra mí. Por temor mío no quería condenarme; por temor de los judíos no quería romper con ellos. Temeroso de Dios, se resistía a condenarme tantas veces reconocido y declarado como inocente; temeroso de las turbas ensañadas y mendaces, lo preocupaba que le enajenasen al emperador de Roma. En su alma el temor del mundo comienza a prevalecer sobre el temor de Dios y el cargo de su conciencia, y es así como se inclina contra su propio oficio de juez. Puede arrollar con pocas palabras las mentiras de mis enemigos, pues para alcanzar el poder hacen falta soldados, armas y una gran fortuna, y me ve pobre, carente de todo, hasta de morada. Pero Pilato temía que, si no contentaba a mis enemigos, éstos se harían también suyos, y, soberbio como era, amaba la grandeza mundana y temía perder su puesto de gobernador de Judea, lo cual comenzó a inclinarlo a mi condena.

—Jesús, en Pilato me veo reflejado cada vez que caí en pecado y ofendí tu majestad divina. Tenía siempre luz, reproches de conciencia, y tus gracias, pero estuve indolente ante las tentaciones y peligros; mi orgullo y mi apego a los bienes terrenales y a mis pasiones, agravados por el temor de quedar descontento si contrariaba mi naturaleza, me acortaron la influencia de tu Luz y tu Gracia, y así caí muchas veces y te ofendí. ¡Jesús, ten piedad de mi gran miseria! ¡Elimíname la soberbia, principio de todas mis caídas! Jesús, teniendo ante mí tu Corazón divino en todo su amor, en él yo veo la Medicina de mi soberbia. Dame una partícula de la Humildad que te lo adorna, la cual en tu Pasión te llevó a una humillación grandísima, y a la última posible en la Eucaristía… Tú sabes, oh Jesús mío, que es la humildad lo que me mantiene en pie, ya que me mantiene en tu Gracia, que reservas a los corazones que hallas humildes.

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ÚLTIMO CUARTO

Hijo mío, contémplame oyendo mi sentencia de muerte delante del gobernador Pilato. Él desechó de su razón la luz que le venía de sus remordimientos y de todas las pruebas que oyera y por las que reconociera y declarara reiteradamente mi inocencia… ¡Y decide condenarme a muerte! ¿Qué fue lo que sumió a Pilato en tamaña ceguera? La preocupación por aquietar al pueblo y no romper con el emperador de Roma, César. Así dijeron los Evangelistas a fin de que todos supiesen que fui condenado inocente.

Pilato avisa a mis enemigos que va a condenarme a la muerte de cruz, que va a escribir tan cruel e injusta sentencia. Al punto lo sobrecoge un estremecimiento tal, que lo hace sentirse menos el juez que va a dictar el fallo, que el reo que va a recibirlo. El temor lo embarga, y a su naturaleza humana le repugna que sea sentenciado a muerte el Hijo de Dios, el mismo Autor de la vida. Y más le repugna tornar su propia autoridad contra el mismo Hijo de Aquel que se la confirió, y aplicarle la última pena. Y he aquí que, desafiando todo el temor que lo envuelve, Pilato ordena silencio y, en el tribunal de su pretorio, delante del pueblo y de los prohombres, escribe la sentencia de mi muerte y manda leerla delante de todos. Y son leídas en voz alta las siguientes palabras: «Jesús nazareno es condenado a la muerte de cruz».

De repente, hijo mío, perciben mis ojos un gran cambio en aquel pueblo: su rabia contra mí se muda en alborozo total. Se oyen gritos de vivas por toda aquella plaza, se felicitan mutuamente mis enemigos por la gran victoria alcanzada, y se echan a andar de un lado a otro para llevarles a todos esta noticia de que yo estoy condenado a la muerte de cruz.

—Amado Jesús mío, ¿quién podría saber lo que sintió tu Corazón al oír la sentencia de tu muerte y ver el alborozo de aquel pueblo por tu condena?

—Trata de hacerte alguna idea, carísima alma, del quebranto que tuve. En un instante me encontré condenado a muerte, y a la infame muerte de cruz… En un instante me vi sentenciado por un gobernador en una corte abierta a todos como si mereciera ser eliminado de este mundo, y tan ignominiosamente… En un instante oí a todo el pueblo vitorear la sentencia de mi muerte como el medio que libraría a la ciudad de Jerusalén de la escoria y la peste de la humanidad… Hijo mío, jamás podrías comprender tal sobresalto, ahogo y tormento cual entonces conoció mi Corazón. Siendo yo hombre, por debilidad natural sentí todo lo que de terrible, escalofriante y atormentador puede sentir un hombre al oír leerse la sentencia de su propia muerte, y al oírla sabiéndose inocente, y al oírla dictada a fuerza de

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forcejeos, y con complacencia, por todo un pueblo que gozó de su amor y beneficios.

Ha prevalecido la voluntad de este pueblo. Se librará de mí y ya puede regocijarse de su victoria.

—¡Vaya demencia la de ese pueblo, amado Jesús mío! ¡Sentir regocijo en librarse de ti, Fuente de todo bien, su Camino, Verdad y Vida! ¿Y qué le deparó tal victoria? ¡La suma de los quebrantos y la máxima desdicha posible en este mundo y en el otro! La vorágine de sus pasiones pudo dejarlo hasta tal punto ciego y loco… ¿Pero acaso quedo yo bien parado ante ellos? ¡Ay, no, Jesús, que igual ceguera e igual demencia han sido mi frecuente derrotero! El paralelo es espantoso: Este mismo que en adoración eucarística comenzaba expresándote estimación y amor y confesándote como su Bien y su Rey, —el mismo, con sus pecados, acababa rebelándose contra ti, arrojándote de la morada de su alma, y enviándote con los hechos este cruel e ingrato mensaje: «No tengo otro rey que esta pasión de mi corazón: a ella quiero contentarla». Y a imitación de los judíos te crucificaba y me complacía en el pecado, obra ruin e ingrata que me separaba de ti… Merecía, oh Jesús, que me abandonases y castigases como a aquel pueblo. No lo hiciste. Con maravillosa misericordia y paciencia me mantuviste tu amor y la efusión de tus gracias; me perdonaste a cada instante mis pecados y me mantuviste con tu Cuerpo y Sangre desde este Sacramento de Amor. Oh Jesús mío, a ti elevo, con mi más profundo agradecimiento, la súplica de que me sigas siendo favorable y me des verdadera contrición, ardentísimo amor a ti en la Eucaristía, y la gracia de la perseverancia en el bien hasta mi último respiro. Así sea.

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DECIMOCUARTA HORA DE JERUSALÉN AL CALVARIO

PRIMER CUARTO

Alma amada mía, mientras en este santo Altar dedicas delante de mí una hora de adoración a meditar lo que padecí para redimirte y reconciliarte con mi Padre, acompáñame con el espíritu en el trayecto que hice cargado con la Cruz de Jerusalén al Calvario, el monte de mi Sacrificio. En la medida de la comprensión de tu pequeña mente, voy a manifestarte los padecimientos que pasé por ti y la manera como se me renuevan por tu amor aquí en la Eucaristía.

—Habla, carísimo Jesús, tu siervo está aquí todo atento a tus palabras; te ruego que con ellas suscites en mi pobre corazón un poco de compasión y lástima por los muchos sufrimientos que pasaste por mí, y alguna medida de amor a ti en la Eucaristía.

—Hijo mío, en cuanto se leyó la sentencia de mi muerte, quedé en las manos de mis enemigos para ser llevado al Calvario a morir en la Cruz. Ni bien me atraparon, se pusieron a escarnecerme, golpearme y escupirme en la cara, mientras otros me alistaban la Cruz con malevolencia. Me despojaron de la púrpura con la que me habían vestido, pero me dejaron puesta la corona de espinas para prolongarme su tormento hasta el último instante en que yo lo pudiese sentir; seguidamente me pusieron mi vestidura para que todos me reconociesen. A continuación me sacaron del palacio de Pilato al camino y me presentaron la Cruz. Se oculta de la vista de los reos de muerte el instrumento de su pena; pero a mí me lo presentaron para anticipar a la crucifixión de mi cuerpo la de mi alma.

—Jesús mío, ¿quién podría saber lo que sentiste en el Corazón de ver con tus ojos, delante de ti, la Cruz en la cual ibas a ser enclavado, si de verla con tu mente en el Huerto de Olivos entraste en agonía mortal?

—Hijo mío, sufrí angustias y sobresaltos mortales, pero a la vez gocé grandísimo contento y exultación. Me suscitó temor mi naturaleza humana; pero mi espíritu valeroso y enamorado, gran alegría me despertó. La Cruz era el Objeto de mis deseos, razón por la cual mi vivísima expectación se dirigía a este mismo momento de padecer y morir por ti y cumplir con la voluntad de mi Padre, que me pedía morir crucificado. Por eso, hijo mío, viendo a mis enemigos presentármela, ferviente y enamorado la estreché contra mi pecho, la besé y la recibí como don de mi Padre a mí; la saludé como amiga y amada, como que con ella había de pagar

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los pecados de los hombres; por fin, sin vacilar un instante, la tomé yo mismo a cuestas para subir con ella al Calvario.

—Jesús, ¡cuánto has amado a mi alma! ¡Tú sí que lo has hecho, y divinamente!

—Hijo mío, mira lo que acaeció en el momento en que yo tomé la Cruz en mis manos y cargué a cuestas con ella. Antes objeto de odio y desprecio, al adquirir Virtud divina se hizo objeto de reverencia en la tierra y en el Cielo y de terror para todas las huestes infernales; hízose para ti, hijo mío, el Remedio de todo mal y la Fuente de todo bien.

—Sí, oh amado Jesús mío, todo mi bien yo lo deduzco de tu Cruz, donde consumaste el Sacrificio de tu preciosa Vida para redimirme. Tu misma presencia en la Sagrada Hostia, la Eucaristía, este Sacramento de Amor, la deduzco de tu Santa Cruz. Sí, el Árbol de la Vida, que es tu Cruz, me ha dado de fruto, con mi Redención y todos los demás bienes, el regalo más valioso: tu propia Persona en este Sacramento de Amor.

Oh Santa Cruz de mi amado Jesús, consagrada por los abrazos y ósculos de mi Redentor, preparada para servir de Altar donde se cumplió el Sacrificio de mi Amado a su Padre para la Redención de la humana estirpe: con la cara por el suelo te adoro desde el fondo del corazón y te ruego que me seas el refugio donde pueda obtener el perdón de mis pecados, todas las gracias que necesito, y el verdadero amor a Jesús eucarístico. Oh Santa Cruz de mi amado Jesús, obtenme verdadero espíritu de penitencia de mis pecados, para que, cuando en el Día del Juicio aparezcas descendiendo del Cielo, no me seas un signo de temor, antes bien de alegría y dicha recordándome el amor y la misericordia de mi buen Jesús y el inapreciable medio de la salvación de mi alma.

SEGUNDO CUARTO

Mis enemigos sacan a dos ladrones sentenciados a muerte para crucificarlos conmigo y generalizar la impresión de que yo sería un criminal más. Suenan las trompetas, congrégase el pueblo, se oye una gran bulla y son separados los condenados al Calvario. Conducen a los ladrones en primer y tercer lugar y en el medio a mí, que, no pudiendo ya ser reconocido por mi rostro desfigurado a fuerza de tormentos, sí lo era delante de todos en la vestidura que para ese mismo propósito tenía puesta de nuevo. Hijo mío, considera la vergüenza que me sobrecoge: reconocido por todos, tenido como reo de muerte y acompañado por dos ladrones, en los caminos de la ciudad que cinco días antes atravesé entre los cantos del pueblo y las palmas y hojas de olivos.

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Contempla mejor los atroces dolores físicos que pasé en este trayecto. De tan golpeado, llagado y desangrado, quedé exhausto y exánime al punto de no poder tenerme más en pie: así y todo, tuve que cargar con la pesada cruz en la cual iba a ser enclavado. Y ahora ésta golpea mi corona de espinas para acerbísimo tormento mío; ya me faltan las fuerzas, se me corta el respiro, y caigo bajo la Cruz. ¿Hay alguien compasivo? No, hijo mío; en cambio, judíos y verdugos me instan a levantarme con palabras hirientes, puñetazos y puntapiés. Éste me tira hacia adelante con las cuerdas que me ataban de cintura y cuello, aquél me empuja de atrás, los soldados me golpean con garrotes y astas de lanzas, y otros me blasfeman y maldicen.

—Amado Jesús mío, en esos sufrimientos voy dilucidando siempre más cuánto te costó redimir mi alma y cuán obligado estoy a agradecerte y amarte… Oh Jesús, mi alma te costó un dolor abismal que sostuviste con paciencia inmensa porque me amaste con Amor infinito, y así lo muestras hasta el exceso en la Eucaristía… Dulce Redentor, ¿llegará el día que yo te ame paciente y conforme con tu voluntad ofreciéndote sufrimiento? ¿Conseguiré, por fin, vivir lastimado por todo lo que has padecido por mí? Jesús, cámbiame este corazón tan duro por uno que te sea compasivo y amoroso.

—Hijo mío, para que tu compasión sea viva, piensa un poco en todo el peso de la Cruz. Lo tiene grande de por sí, ¡pero cuánto mayor para mí, que cargué con todos los pecados de los hombres sobrepuestos a ella! ¡Mira cuántos y cuáles pecados, de número incontable y peso mucho mayor que la Cruz oprimen mis espaldas! Ningún hombre ni Ángel sería capaz de cargar con tal peso, ¡ni siquiera todos los hombres y Ángeles juntos! Y yo, apiadado de los hombres, me ofrecí a llevar esta carga; ¡pero qué tormento, qué ahogo me oprime bajo el cúmulo de toda suerte de pecados colosalmente multiplicados!

—¡Ay, carísimo Jesús, cuánto te he agravado yo el peso de esa cruz que llevas!… Sin mis pecados, te habría sido más liviana. ¡Y cuánto más pesada te la he hecho, Jesús mío! ¿Quién podría contar en su número, grandeza y malicia los pecados que cometí?… Por todos ellos mi corazón se deshace en arrepentimiento, y en agradecimiento porque tú los has tomado a cuestas para pagar por mí a la Justicia de tu Padre.

—Hijo mío, uno de los grandes dolores interiores que padecí subiendo al Calvario fue mi encuentro con mi Madre María. Ella había salido de Jerusalén para encontrarse conmigo en la subida al Calvario. Perdida entre dolores, poco le importaban las turbas, la soldadesca, ni mis enemigos. Cuando se acercaba a mí, oía sus blasfemias y su gritería. ¡Me veía en el centro de todo ese horroroso asedio de sufrimientos! ¡Gran maravilla fue que permaneciese en vida al acercárseme y

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verme en aquel estado lastimero! Al encontrarse sus ojos con los míos, no podía hablar —tan grande era su dolor— pero nos leímos los corazones; mis penas se le hicieron todas notorias, y a mí, la magnitud de sus dolores. Y pasaron todas mis lástimas a su Corazón y todas las suyas al mío.

—Oh María, amada Madre mía, apenado por tan grandes dolores, te suplico encarecidamente que ablandes este duro corazón para que contigo derrame una lágrima de piedad y compasión por los sufrimientos de Jesús, tu Hijo y mi Redentor. Y tú, oh Jesús, dame un átomo de aquella lástima y amor de que llenaste a María, Madre tuya y mía, y compadecerá la grandeza de sus dolores toda mi alma. ¡Concededme ambos la gracia de llorar bien mis pecados, triste y fea causa de aflicciones y dolores tan grandes como los vuestros!

TERCER CUARTO

Hijo amado mío, mis enemigos ansían verme crucificado; por eso, ante el modo como yo caminaba y el temor de que les muriese en el camino, me aligeran el peso de la Cruz. ¿Pero dónde está el que quiera cargar con ella? Todos se alejan y se disgustan por la gran deshonra que les representa. Viendo entonces los judíos pasar a un forastero de la ciudad de Cirene, al punto lo detienen, y lo fuerzan, renuente, a aplicar el hombro a mi Cruz y seguirme. Hijo mío, si en ese momento padecí en el alma de ver que nadie tenía lástima de mí ni deseos de ayudarme, más aún padecí de prever a los cristianos que se mantendrían timoratos y huidizos ante mi Cruz y no la cargarían. Donde hay que sufrir por mí, huyen; encuentran muchas excusas; ¡casi todos tienen horror a la Cruz!

—Jesús, esa queja vale también para mí. También yo rehuyo el sufrimiento, como se ve en mi rechazo a la Cruz. Y veo clara la razón de este rechazo: no te amo. Si te amara bien, oh Jesús mío, padecería por ti, como tú amantísimo padeciste por mí. Por mi amor tú cargaste con una cruz tan pesada, y te encarcelaste en el Sagrario, ¡y yo no junto fuerzas para cargar con crucecitas y pasar algunas molestias por tu amor! Jesús, desde la Sagrada Hostia concédeme tu Gracia; dótame de espíritu de fortaleza, y haz que a él le deba la victoria sobre mi pereza y mi desordenado amor propio, para que, impertérrito ante las cruces, me aficione a ellas por tu amor, como tú por el mío te enamoraras del penar.

—Hijo amado mío, el que quiere ser mío ha de cargar con su cruz y seguirme; tal he dispuesto. Esto explica que eligiera la compañía al cargar con la Cruz y no la soledad como en mis demás tormentos: así te indiqué que le dieras compañía

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amorosa aquí abajo si quieres la mía beatífica en la eternidad. Yo recorrí el camino de la Cruz para llegar a mi Gloria, ¡y para ti no hay otro camino!

—Jesús, te doy gracias por esa lección que me diste en la subida al Calvario, y por tu amor te prometo padecer sin resistencia alguna.

—El Cireneo trajo mala gana a mi Cruz que portaría, mas ésta le trajo súbita e íntima luz celestial que lo transformó y le enseñó el valor del sagrado madero. Entonces cargó la Cruz a cuestas con humildad y amor. Lo mismo te espera a ti, amado mío, y a quienquiera que lleve mi Cruz a cuestas humilde y enamorado para seguirme. La congoja se muda en solaz y alegría, y se siente liviano lo que se lleva a cuestas con amor.

—Deseo cargar con tu Cruz, Jesús mío, ¿pero dónde la he de hallar?

—Hijo mío, mi Cruz, con la cual yo deseo que también tú cargues, consiste en sojuzgar por mi amor las concupiscencias y afectos que pueden alejarte de mí, los sentidos de tu cuerpo, tu afición a ti mismo y a los bienes de esta tierra. Consiste también en aceptar de corazón, ceñido a mi voluntad, todos los contratiempos y quebrantos que te envíe.

—Amado Jesús mío, postrado como estoy ante ti, te prometo de todo corazón que de hoy en adelante cargaré con mi cruz y te seguiré, sojuzgando mi voluntad, mis pensamientos, afectos y sentidos. Pero tú sabes, oh Jesús mío, cuán duras son esas palabras para mi naturaleza caída; sabes dónde estoy cuando mis afectos, deseos y sentidos se rebelan contra mí; sabes a qué flaqueza me han llevado mis malas costumbres; ¿dónde, oh Jesús, encontraré la fortaleza, salud y socorro que necesito?

—Hijo mío, mira al Cireneo, sígueme como él, y en mí encontrarás todo auxilio y sustento. Y si quieres facilitar tu recorrido, ven a este Sacramento de mi Amor, y amor te infundiré. El Amor, hijo mío, lo vence todo, lo pesado lo hace liviano, lo amargo lo hace dulce, muda en gozo la pena, hace alegre la aflicción. En mi amor encontrarás fortaleza, ánimo y coraje para cargar con tu cruz por mi amor como por el tuyo yo cargué con la mía.

ÚLTIMO CUARTO

Hijo mío, en la subida al Calvario me encontré con muchas mujeres de la ciudad de Jerusalén que, viéndome sufrir tanto, se echaron a plañirme de pura compasión. Yo, hijo mío, reconocido para con ellas, erguí la cabeza, les volví mi rostro y les dije benevolente: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras

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mismas y por vuestros hijos»145. Así les hablé, no porque no me agradase que me compadeciesen, sino para señalarles que más que mi propia Pasión debían llorar su causa, que es el pecado. Deseo que quien se conduele de mi Pasión comparta el motivo de mi gran pena: los pecados de los hombres. Yo amo al que me tiene compasión, pero quiero que a ella sume la meditación de sus pecados, causa de mis sufrimientos. Pues, ¿de qué te sirve llorar mi sufrir, hijo mío, si no lloras tu pecar con el que me llevas a sufrir? Al que no llora sus pecados, ¿puede servirle mi Pasión?

—Sí, oh amado Jesús mío, mis pecados causan todos tus sufrimientos, y, lo que es aún más espantoso, me los inutilizarán por completo si de ellos no aprovecho concibiendo verdadera contrición. Igualmente inútil se me hará todo el Amor que en este Sacramento de Amor me muestras, si yo, en vez de retribuírtelo, decido pecar. Jesús, ten piedad de mí; concédeme tu Gracia, que tanta falta me hace para ser cabal en mi condolencia por tu Pasión y en el dolor de mis pecados y propósito de enmienda con que he de amarte en este sacramento.

—Para el beneficio espiritual de aquellas compasivas mujeres, y también de todos los cristianos, les dije: «Mis hijas, si tan rigurosamente castigado me veis por mis pecados, que no son míos, ¡qué será de vosotras por los vuestros propios! Si yo, siendo un árbol verde repleto de frutos, fui quemado en tal manera por la cólera divina, ¿qué será de vosotros, árboles secos que nunca fructificáis?…»146

—¡Tremendas palabras hablas, Jesús! ¿De qué me puede servir el amor cuyas muestras me diste en tu Pasión y me das en la Eucaristía, si yo de mis pecados no hago penitencia? Muéveme a hacerla el doble indicio que dan tus llagas: ¡qué me deparó tu Misericordia y qué me deparará tu Justicia! Tú, Jesús mío, padeciste y te quedaste conmigo en la Eucaristía para salvarme y librarme de las penas eternas del Infierno. Salvo seré, sin duda, si te obedezco y amo; pero si no lo hiciere ni llorare mis pecados, me será en balde todo el sufrimiento que sobrellevaste por mí y el Amor infinito que me muestras en este Sacramento de Amor… Jesús, me estremece mirarme a mí mismo y verme madero seco y totalmente inservible.

Oh Jesús, desde la Sagrada Hostia vuelve a mí tus ojos misericordiosos y con tu Gracia haz de mí un árbol verde, fecundo en frutos de penitencia, y vivo de una contrición apta para purificarme y reconciliarme contigo. Dame un corazón que, humilde y contrito, agrade al tuyo y pueda darte en la Eucaristía el amor que con pleno derecho deseas; el amor que acarrea todas las otras virtudes; el amor que no teme el sufrimiento; el amor que ha de transformarme en árbol verde y pletórico de frutos de virtudes agradables a tu Corazón divino. Y que así yo, a más de sentir tu doliente Pasión con las jerosolimitanas, de algún modo pueda compensártela y retribuirte lo que me amas en este Sacramento de Amor.

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DECIMOQUINTA HORA JESÚS CRUCIFICADO

PRIMER CUARTO

Ven, hijo amado mío, a lo alto del Calvario: en esta hora de adoración voy a mostrarte mi Sacrificio. Voy a mostrarte lo que me costó tu alma; voy a mostrárteme yo mismo como Víctima ofrecida en el Ara de la Cruz por las manos de mi Padre, que en mí ya no vio a su amado Hijo y la Delicia de su Corazón, sino los pecados de los hombres, incluidos los tuyos. Con ellos me cargó y me sacrificó sin piedad alguna, y con el pleno rigor de la Justicia, para que yo en mi Misericordia pudiese librarte de su cólera y de las eternas penas infernales debidas a tus pecados; además, para que mis méritos infinitos pudiesen ganarte su propia Gloria y Bienaventuranza.

Y ahora, hijo mío, no olvides que aquí me tienes realmente presente en la Sagrada Hostia; no olvides que estás delante de otro Calvario. Acerca del Calvario en que morí el Evangelista apuntó: «el lugar del Calvario donde lo crucificaron», y yo puedo decirte acerca del Altar donde estoy presente en la Eucaristía: «el lugar del Calvario donde me crucificaron». Cada Sagrario, hijo mío, bien puede llevar el rótulo de Calvario, porque aquí estoy crucificado de nuevo; sólo que el patíbulo de mi muerte fue el de Justicia, y de Amor el de mi vida sacramentada: aquél fue uno; éste está multiplicado por el número de sagrarios que hay por todo el mundo.

—Jesús, ¿en qué sentido el Sagrario, Morada del amor y Centro de delicias de tantos corazones, te es un Calvario como el monte donde moriste crucificado?

—Lo vas a ver enseguida, hijo mío, mientras te describa los dolores indecibles que pasé en el Calvario. Ahora acompáñame con el espíritu a lo alto de este monte. Consumido de dolores al subir, llegué al mismo, a este monte de mi Sacrificio, vivamente deseado durante toda mi vida. Este monte del Calvario llamábase infame y maldito, pues en él mataban a la gente más inicua; pero para mí, hijo mío, era el monte más exaltado y santo, pues en él yo iba a cumplir la obra que más glorificaría a mi Padre y más te beneficiaría a ti y a todos los hombres. Apenas hube llegado a la cumbre, los judíos me quitaron de las espaldas la Cruz, me rodearon con los soldados para vejarme de la peor manera, pues todos se arrogaban el derecho a hacerme maldades a su antojo. Solían confortar con un poco de vino a los condenados antes de crucificarlos y así lo hicieron con ambos ladrones; pero a mí me lo mezclaron con hiel. Desangrado, estaba seco de sed, y el alivio que yo

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necesitaba me lo mudaron mis enemigos en un nuevo tormento mediante un acto de grandísima crueldad.

Hijo mío, esa hiel me atormentó la boca y al gustarla padecí en todo el cuerpo; ¡pero cuánto más me atormentó el alma, al anticiparme los tragos amargos que todo tiempo y lugar me reservaban en mi Sacramento de Amor por obra de mis enemigos, y también de mis amigos, que me dejan en los sagrarios envuelto en grandísimos insultos, desprecios, sacrilegios y abandonos!

—Oh Jesús, te compadezco con todo mi corazón; ¡oh, cómo quisiera hacerte amoroso desagravio y alivio para esas grandísimas amarguras a las que yo también aporté tanto!

—Hijo mío, mis enemigos impacientes por verme crucificado, pronto echaron mano, éste al martillo, aquél a los clavos y el de más allá a cavar un pozo donde erigir la Cruz. Otros me asaltaron para despojarme. Y estando la vestidura pegada a mis llagas, al arrancármela me desollaron y me reabrieron todas las llagas de los azotes, haciéndome sangrar con crueles dolores. Y yo, lleno de vergüenza por esta desnudez, levanto los ojos al Cielo, doy gracias a mi Padre de ver la tan ansiada hora de ser crucificado para glorificarlo y beneficiarte en una pobreza mayor que la en que nací.

—Amado Jesús mío, toda una vida pasada desde el mismo inicio en la pobreza no te bastó para enseñarme esa virtud: para ello también optaste por morir como el más pobre en el Calvario. Y aún mayor pobreza me enseñas en la Eucaristía, donde es absoluto tu desposeimiento, ni hay cosa que sea más tuya que de los hombres. Dejas en el Cielo toda tu riqueza y te contentas con una simple lámpara encendida ante ti. Jesús, con esa pobreza quieres enseñarme el total desprendimiento de corazón con que debo vivir si quiero alcanzar la riqueza del Cielo. Oh Jesús, dame la gracia de conocer la vanidad de todos los bienes de esta tierra, para que, totalmente desprendido de ellos, mi corazón sólo abrace la pobreza de tu Cruz y esta otra, tan pasmosa, de tu Eucaristía.

SEGUNDO CUARTO

Hijo amado mío, así como yo eligiese ser crucificado en el monte Calvario147, también elegí serlo en la flor de mi edad, en el día de la semana en que yo mismo creara al hombre y a la hora en que el hombre cayera en pecado en el Paraíso terrenal: al mediodía. Contempla ahora el cruel modo como me crucificaron. Hijo mío, al punto que me mandaron extenderme en la Cruz, hinqué mis rodillas, agaché la cabeza, y obedecí como al mandato de mi Padre, que quería de mí una tal

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muerte. Así te enseñé a obedecer su voluntad sin restricciones ni reservas. Tendido en la Cruz, abrí los brazos y extendí la mano derecha para que me la enclavasen. Enseguida un verdugo me aplicó en medio de ella un clavo grueso y a martillazos me la perforó hasta penetrar el madero de la Cruz. ¡Hijo mío, considera el dolor que sentí, el estremecimiento que me prendió en todo el cuerpo cuando este clavo me desgarraba la carne, las venas, los nervios y los huesos de la mano!

—Amado Jesús mío, con mi espíritu hinco las rodillas en el suelo junto a ti, y con amorosa reverencia beso esa llaga toda ensangrentada y me deshago en agradecimiento del enorme dolor que pasaste por mi miserable alma.

—Hijo mío, mucho mayor fue el dolor que sentí en mi mano izquierda. Ésta no llegaba al agujero previsto para el clavo en la Cruz; los verdugos me la llevaron hasta allí a fuerza de tirones brutales para enclavármela. La llaga de esta mano me añadió un gran tormento; y con aquellos tirones se estiró la llaga de mi otra mano, se me descoyuntaron los huesos de las espaldas y se me cortaron los nervios. Puedes suponer con qué tormento.

—Jesús mío, si el peor de los mortales se me mostrara crucificado en manera tan atroz, se ganaría mi compasión. ¿Cuánto más tú, Jesús? ¿Cuánto más tú, que eres inocente? ¿Cuánto más tú, que me diste el ser? ¿Cuánto más tú, que estás crucificado porque me amas y me quieres para siempre feliz? Oh Jesús, mientras vivamente te compadezco, advierto en esas llagas la extrema obediencia de tu voluntad a tu Padre celestial y la incomprensible fuerza de tu amor a mi alma.

—Hijo mío, los verdugos prosiguen la crucifixión de mis pies. Uno de ellos me los tironea con todas sus fuerzas hasta el hueco abierto para el clavo en la Cruz. Y me apoyan un pie sobre el otro, y sobre ellos me aplican un clavo especialmente largo y golpean con un martillo hasta taladrármelos ambos y hundir el clavo en la Cruz. El dolor que sufrí con aquellos tirones y con este clavo, hijo mío, no podrías comprenderlo jamás. ¡Mira, empero, con qué paciencia y mansedumbre sufro esta inhumana y atroz crucifixión! No me quejo de los clavos que me taladran las manos y los pies; ni siquiera de los verdugos que me trataron de la manera más brutal. Acepto todo de las manos de mi Padre, y ofrezco todos estos tormentos para la Redención de tu alma.

—Jesús mío, ¡qué escuela de paciencia y de conformidad con la voluntad de Dios! ¡Qué prueba de amor me estás dando sumido en ese mar de sufrimiento, tan cruelmente enclavado en la Cruz!… ¡Y yo, Jesús, suelo lamentar mis cruces y agrandarlas en mi mente! ¿Pueden siquiera llamarse cruces, vistas las que tú sufriste por mí? Yo me quejo, oh Jesús, porque no te amo; si te amara, te lo demostraría alegrándome de ellas. Tú, Jesús, verdaderamente me quieres, y de ello

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me has convencido al máximo en la Cruz y aquí en la Eucaristía, fruto y Memorial de tu Pasión. ¡Y tanto afán, oh Jesús, no te consigue la victoria sobre mi corazón! ¡Qué endurecido y pervertido está!… Apiádate de mí, ablándamelo, conviértemelo… Dame amor a ti que de ti me apiade y me enamore de verdad y me mueva a demostrarlo ceñido a cuanto quieras en cada adversidad.

—Concluida mi crucifixión, los verdugos fijaron en lo alto de la Cruz un letrero escrito en hebreo, griego y latín148: IESVS NAZARENVS REX IVDAEORVM — Jesús Nazareno, Rey de los Judíos. Y así, amado mío, después de tantas acusaciones, enredos y calumnias, no se encontró más causa de mi muerte que ésta: ¡que yo era el rey de los judíos! Y los judíos, molestos, fueron a Pilato para que cambiase sus palabras. Pero él les respondió: «lo escrito, escrito»149. Así se pronunció, porque también lo que yo había dicho, dicho estaba150; por siempre inmutables son las palabras que dijera en el sentido de que yo era Rey, y Rey de todos los siglos y de todas las naciones, como lo denota la inscripción en las tres lenguas más conocidas de aquel tiempo. Empero, hijo mío, la causa principal de mi muerte en la Cruz aparece en la primera palabra: JESÚS. Yo soy JESÚS, Salvador, y por ser tu Salvador voy a morir por tus pecados —como que por amarte me veo tan humillado en la Eucaristía.

—Jesús, mi Rey y Salvador en la Cruz y en la Eucaristía, yo te adoro y te confieso como mi Rey presente y eterno, y como tal me comprometo a servirte con los ojos puestos en la Sagrada Hostia hasta mi último suspiro. Confieso también que tú eres Jesús, mi Salvador, y que como a tal te amo con la totalidad y al colmo de mi corazón, ánimo y espíritu, con lo más íntimo de mis afectos y deseos todos. Jesús, quítame del pecho el corazón y júntalo con el tuyo divino eucarístico para que te adore y ame como a su único Rey y Salvador ahora y por siempre.

TERCER CUARTO

Se ha cumplido, hijo mío, la profecía de David: «Partieron entre sí mis vestidos, y sortearon mi túnica»151. Mis vestiduras fueron cuarteadas entre mis crucifixores como signo de que mi Iglesia se esparciría por las cuatro partes del mundo por medio de la palabra de Dios y los sacramentos; pero mi túnica —símbolo del amor a Dios y al prójimo— tocó a uno solo en suerte, pues el amor vive en pocos para su gran ventura. Y aquí, hijo mío, debes reconocer cuán poco te valdrá estar en mi Iglesia sin la ventura de amar a Dios y al prójimo; poco y nada te valdrán los sacramentos, y menos éste, el del Amor, si no me amares.

—Jesús mío, ¿cómo adquiriré ese amor que tanto necesito para salvarme?

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—En mi Pasión y en su Memorial, la Eucaristía, que son las escuelas donde has de aprender a amar a Dios y al prójimo. —Hijo mío, así como me ves levantado sobre el Altar en la Sagrada Hostia para atraer a mí los corazones de los cristianos y llenarlos de amor, así quise ser levantado en la Cruz sobre el monte Calvario para atraer a mí los corazones de los pecadores, según mis palabras: «Cuando yo seré levantado en la tierra, todo lo atraeré a mí»152. Y ahí puedes ver cuán brutalmente los verdugos me arrastraron crucificado hasta el pozo que tenían alistado para la Cruz, la erigieron, y la hicieron caer en él: puedes suponer cuán horroroso dolor físico sufrí. Para denigrarme siempre más, crucificaron a dos ladrones, uno a cada lado mío, para que entre ellos, en el lugar central, yo quedase como jefe de los malvados. Y así cumplieron mis palabras: que yo sería puesto en la clase de los malhechores153. Hijo mío, en la gruta de Belén yo quise aparecer entre dos animales como Maestro de la Humildad, y en el Calvario entre dos ladrones para indicar que estaba muriendo por los pecadores. Con las manos abiertas en la Cruz entre dos ladrones yo llamo a todos los pecadores al perdón, como en la Hostia a todos llamo al amor.

—¡Oh Jesús, Amado mío crucificado, lleno me dejan de firmísima esperanza esas palabras! Bien es verdad que soy un alma infiel, y que mis delitos son grandes… Pero al verte en la Cruz con las manos abiertas para acogerme y perdonarme, siento mi corazón atraído a ti con esperanza firme de que me los perdonarás. Oh Jesús, me arrepiento de todos ellos cuan profundo puedo… Acoge, Amado mío, mi pobre alma en los brazos de tu misericordia… Y con el perdón de mis pecados, desde la Sagrada Hostia infúndeme tu amor, mientras yo te adoro desde el fondo del corazón y te prometo no ofenderte nunca, nunca más.

—Hijo mío, cumplida la crucifixión de mi cuerpo, mis enemigos ensayaron una nueva: la de mi alma. En vez de compadecer los grandes tormentos que sufría en la Cruz, optaron por herirme con palabras punzantes, imprecatorias y blasfemas, sin escatimar tampoco las burlas más desgarradoras. Muchos de ellos se pusieron a decirme, entre otras cosas: «A otros ha salvado, y no puede salvarse a sí mismo; si es el rey de Israel, baje ahora de la cruz y creeremos en él154; él pone su confianza en Dios; pues si Dios lo ama, líbrelo ahora»155 Quieren insultarme y escarnecerme como a quien hubiera dicho la mayor sandez al declararme Rey e Hijo de Dios. Hijo amado mío, bien habría podido descender de la Cruz para mostrar mi divinidad. Pero preferí mostrarla muriendo en la Cruz y salvándote y no bajando de ella y salvándome; de esta manera también quise enseñarte con qué paciencia debes sufrir tus cruces.

—¡Amado Jesús mío, suprema y perfecta maravilla es el Amor que me tienes! Sólo él pudo ligar tu Poder y mantenerte enclavado en la Cruz —¡mucho más que los

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clavos que te taladraban las manos y pies! ¡Sólo tu Amor es capaz, además, de mantenerte preso en el Altar por mi bien! ¡Cuán gélido es mi amor, oh Jesús, comparado con el tuyo! Mi amor no consigue amarrarme paciente a mi cruz, tan pequeña al lado de la tuya; ¡no soporta la más leve humillación! Señor, la pura verdad es triste: que todavía no he comenzado a amarte. Dame, oh Jesús, tu amor, para sufrir por ti desestimas, sarcasmos y punzadas como tú los sufriste por mí en tu Cruz; para sufrir con paciencia todas las humillaciones y repulsas, como las sufres tú por mi amor, cotidianas y demasiadas, en la Eucaristía.

ÚLTIMO CUARTO

Hijo amado mío, yo soy tu Maestro de toda virtud, en la Cruz no menos que en el Sagrario. Lo que te enseñé con palabras, mira cómo te lo enseño con mi ejemplo en la Cruz. Escucha, hijo mío, la primera lección. Mírame alzar los ojos al Cielo y escucha mi oración: «Padre, perdónalos»156 —así rogaba por quienes me tenían crucificado y me inferían tanta ofensa y dolor. ¡Procuraba dar la Vida Eterna a quienes estaban quitándome la humana con tantos tormentos! De este modo, hijo mío, te he mostrado hasta dónde debe llegar tu amor por quienes te hacen el mal. Y así te alecciono también desde la Eucaristía. Hijo mío, ¿sabes por qué mi Padre no castiga a tantos odiosos sacrílegos y despreciadores de este Sacramento de mi Amor? ¡Porque humillado al extremo en la Sagrada Hostia yo ruego siempre por ellos! Pero mi amor a mis enemigos va más lejos. Rogar por ellos no fue todo: procuré atenuar ante mi Padre su gran culpa. A las palabras: «Padre, perdónalos» añadí éstas: «porque no saben lo que hacen». La verdad es que estos enemigos me desconocían por libre elección suya —bastantes pruebas tenían de que yo era el Hijo de Dios—; pero aún así no les escatima compasión mi Corazón amorosísimo, y pido a mi Padre que acepte la excusa de su ignorancia para perdonarlos.

—¡Ay, Jesús, mi divino Maestro en la Cruz y en la Eucaristía! ¡Cuánta vergüenza me embarga en tu presencia! ¡Tú eres bueno y misericordioso hasta lo impensable con tus enemigos, y yo, en cambio, malo y cruel hasta el punto de aumentar, de pensamiento y palabra, las faltas de quienes no me tratan del todo bien! ¡Qué sería de mí, Jesús mío, si tú actuaras conmigo como actúo yo con quienes me fallan en algo! Señor, haz que, del mismo modo que tienes conmigo la gran piedad de excusar mi ignorancia y perdonar mis pecados, así la tenga yo con quien me falle, conmiserándome de sus faltas y rogando siempre a Dios que le sea compasivo, clemente e indulgente, como lo deseo para mí mismo.

—Hijo mío, el primer efecto de mi oración por mis enemigos fue la conversión de uno de los dos ladrones crucificados conmigo; éste conoció la verdad y se

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convirtió. Nunca me había oído predicar ni había visto milagros míos; de sólo ver en la Cruz mi paciencia descubrió en mi oración mi amor a mis enemigos, reconoció y confesó a la vez mi divinidad y sus pecados, y pidió perdón: «Nosotros justamente» dijo a su compañero, «pues pagamos la pena merecida por nuestros delitos; pero éste» —dijo por mí— «ningún mal ha hecho»157. Lo que así me pide no es que lo libre de la muerte del cuerpo, que reconocía merecer, sino de la muerte eterna de su alma: «Señor,» me dice entonces, «acuérdate de mí, cuando hayas llegado a tu reino»158. ¡Hijo mío, vi la fe, el amor y la contrición del corazón de este ladrón! Por eso torné a él enseguida y le dije: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso». He aquí, hijo mío, los primeros frutos de mi Pasión. Como yo prometí el Cielo a este pecador, no lo había prometido Dios a nadie desde que lo perdiera Adán. Imita su prontitud ante el llamamiento de mi Gracia, su fe, su esperanza y su contrición, y el Paraíso será tuyo también. Si lo imitas en estas virtudes, entonces cuando nos encontremos por postrera vez y me recibas como Santo Viático, vibrando alegría y complacencia te diré en tu pecho lo que dijera a este ladrón: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso»159. Pide, hijo mío, esta gracia a mi Padre y, para obtenerla, ofrécele los méritos de mi Pasión y mi Amor en la Eucaristía.

—Oh Eterno Padre, Dios, desde tu Gloria celestial mira a la Víctima preciosa e infinitamente meritoria que en la Cruz te ofrece tu querido Hijo Jesús, y al exceso de amor que en la Eucaristía lo rebajó a una humillación insondable por mí, y concédeme la gracia del perdón de mis pecados como Jesús, tu Hijo, la concedió al buen ladrón en la Cruz, y la gracia de la perseverancia en el bien hasta mi último respiro. Concédelo así: hazme llorar mis pecados por el resto de mi vida, condolerme de la Pasión de tu Hijo Jesús, imitar sus ejemplares virtudes y amarlo en la Eucaristía. Concédeme cumplirle estas prácticas, para que, al recibirlo por última vez en mi pecho, como al buen ladrón, Él me dé la Gloria celestial por los méritos infinitos que padeciendo y muriendo crucificado me ganó. Así sea.

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DECIMOSEXTA HORA JESÚS AGONIZA Y MUERE EN LA CRUZ

PRIMER CUARTO

Hijo amado mío, mientras estás postrado adorándome presente en la Sagrada Hostia, lleva tu mente a lo alto del Calvario; trasládate a la hora cuando yo estaba enclavado y agonizando en la Cruz para dejar en ella mi vida en medio de un mar de tormentos por tu amor. Después de acordarme de mis enemigos e impetrar por ellos el perdón de mi Padre, después de prometer el Paraíso al ladrón contrito, cumplí un oficio de amor con mi carísima Madre María. Yo, hijo mío, hube de sufrirlo todo y de todas partes: hasta mi Madre bienamada hubo de costar grandísimo tormento a mi Corazón, como yo al suyo. Cada Corazón era impreso, traspasado y saturado de los dolores del otro, para de él recibir acrecientos dolorosos que la lengua no puede expresar. Mi amado discípulo San Juan, afligidísimo por mi cruel agonía y por los acerbos dolores de mi Madre, la asistía bajo la Cruz.

Yo, hijo mío, genuinamente encendido de amor filial para mi Madre, y paternal para con mi discípulo San Juan, hice mi testamento. Por amor a los hombres había dejado a mis crucifixores mi vida, mi fama y mis vestiduras, a mis enemigos mi oración, al buen ladrón el Paraíso, y a todos los cristianos mi Cuerpo y Sangre. Sólo me quedaban María y San Juan bajo la Cruz: a ellos volví los ojos y dije a mi Madre, señalándole a San Juan: «Ahí tienes a tu hijo»160, y a él, señalándole a Ella, le dije: «Ahí tienes a tu madre»161. —Mi Madre sintió alivio por el cuidado que le manifesté, pero vivísimo dolor al recibir por hijo suyo a San Juan en mi lugar.

—Oh amado Jesús mío, advierto un acto de gran amor conmigo el tuyo de misericordia con tu Madre y San Juan, pues al darla a Ella a tu discípulo amado, me la dabas a mí también, ya que él representaba entonces a todos los hombres. Como a San Juan, también a nosotros nos has constituido hijos de María. Así pues, tu Madre es nuestra; hízose tuya en la dicha y el júbilo entre cantos de Ángeles; ¡hízose nuestra entre tormentos acerbísimos de su Corazón! Jesús, todas mis fibras se conmueven de gratitud por tan grande merced como me hiciste en la Cruz; y para amar a María como verdadera Madre mía, te ruego que, así como a Ella le diste Corazón maternal, a mí me lo des genuinamente filial para con Ella.

—Oh María, amada Madre mía, te ruego que siempre seas mi verdadera Madre y me enseñes a compadecer a tu Hijo Jesús sufriente y quererlo en la Eucaristía con el más genuino de los amores.

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—Hijo amado mío, después de pasar casi tres horas de agonía en la Cruz hasta quedar en las últimos confines de la vida, abrí la boca y con un gran grito exclamé: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»162 ¡Si supieras, hijo mío, lo que en Corazón y Alma padecí al perder toda compañía y asistencia de mi propio Padre como el más desconsolado de los mortales! ¡Tan vivo tormento pudo arrancarme tan abismal y desgarrada queja! En aquellas horas sufrí en todo su rigor la ira de mi Padre por los pecados de los hombres, y este abandono adecuado a ti lo asumí yo para que no quedaras abandonado tú a manos de la Justicia de Dios, sino en los brazos de su Misericordia.

—Oh Jesús, Redentor mío, mientras te compadezco profundamente por ese desamparo que sufriste en la Cruz por mi bien, te oigo quejarte desde la Sagrada Hostia de aquel al que te relegan en la Eucaristía casi todos los cristianos. Sí, oh Jesús, bien puedes quejarte por estar abandonado en este Sacramento de tu Amor, privado del conocimiento, la estima, y el amor de tus criaturas y de tus hijos… ¡Cuántos cristianos te olvidan por completo, nunca te visitan, nunca se acuerdan de ti!… Jesús, ¡cuánto deseo repararte la pena de tu Corazón divino! Pero me veo incapaz de ello por ser un gran pecador, frío y demasiado miserable. Oh Jesús, en reparación del desamparo que sufriste en la Cruz y que sufres en millones de sagrarios, te ofrezco el amor de los muchos que saben quererte, adorarte y consolarte en la Eucaristía. Acepta con ellos mi frío corazón, acepta mi deseo de amarte de verdad para expiarte simultáneamente mi frialdad y el abandono a que te relegan tantas almas en tu Sacramento de Amor.

SEGUNDO CUARTO

Hijo mío, de tan desangrado que quedé desde el Huerto de Olivos hasta la Cruz, sentí mi garganta, boca y labios secos, lo cual me hizo decir con voz lastimera: «Tengo sed»163. Mira hasta dónde llegó la barbaridad de mis enemigos: con una caña me acercaron a los labios una esponja humedecida en hiel164 para escarnecerme y atormentarme. Jamás se había registrado un gesto tan cruel y cínico: a un miserable moribundo darle vinagre y burla en respuesta a su pedido de poca agua. En ese mismo momento, ellos, sin saberlo, estaban cumpliendo una profecía dicha por David en mi nombre: «Presentáronme hiel para alimento mío, y en medio de mi sed me dieron a beber vinagre»165.

Has de notar, hijo mío, que esta palabra «Tengo sed» encierra un sentido místico para que entiendas. En la Cruz, menos me quejé de la sed de mi boca que de la de mi Corazón causada por el fuego del Amor. Yo amo y deseo la salvación a todos los hombres, y para ello de muy buen grado padecería mil veces más. Veía desde la

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Cruz a millones y millones que habían de salvarse, pero no bastaban para aplacar mi sed, pues no podía, entretanto, evadir la visión de muchísimos otros que habían de perderse para siempre y frustrar así las enormidades de sufrimiento que pasé por ellos.

—Amado Jesús mío, siento como que desde la Cruz a mí también me estuvieras diciendo: «SITIO» —tengo sed— y tus palabras a la samaritana: «DA MIHI BIBERE»166 —«Dame de beber». Esa sed tuya es sed de mi alma, y me la manifiestas para que, como la samaritana, también yo tenga sed de tu amor. Esa sed de amor todavía la sufres aquí en la Eucaristía, como lo manifestaste a Santa Margarita María y a tantos otros Siervos tuyos de nuestros tiempos. Manifestaste que aquí en la Eucaristía tienes una sed que no puedes soportar más: ¡la sed de que te conozcan, te amen, y así algo llegue a tu amor que a tanto llega! ¡Oh Jesús, cuánto deseo saber amarte de tal modo, que te alivie tan abrasadora sed! Oh Jesús, te ofrezco todo mi corazón con todos sus afectos; enciéndemelo con tu amor. Jesús, deseo amarte con el fuego de los Serafines, la pureza de las Vírgenes, la fidelidad de los Confesores, la fortaleza de los Mártires, el celo de los Apóstoles y el anhelo de los Patriarcas; digo más: con el mismo amor que te tiene la Madre del Amor, María. Todo este amor, oh Jesús mío, te lo ofrezco para aliviar tu sed mientras te pido que siempre seas el Fuego de mi corazón, la Vida de mi alma y el Corazón de mi corazón.

—En la Cruz, hijo mío, como hubiese llegado al último extremo de mi vida en la que había cumplido con suma exactitud todas las voluntades de mi Padre y todos los requisitos para la Redención del hombre, abrí la boca y dije: «CONSUMMATUM EST»167 —«Todo está consumado». Así manifesté delante de todos que había llevado a cabo todo lo que la Justicia de mi Padre exigía para la Redención del hombre; que durante toda mi vida había cumplido en todas las cosas todos los dictados de la voluntad de mi Padre, restándome sólo el último: morir en la Cruz.

Hijo mío, esmérate por vivir de tal manera, que, en mi última visita a tu corazón como Santo Viático, tú también puedas decirme: «CONSUMMATUM EST». —Todo, Jesús mío, está por mí cumplido; cumplido he cuanto de mí quisiste, cumplido he todas las obligaciones generales de una vida cristiana y particulares de mi estado, he cargado pacientemente con todas las cruces que te plugo enviarme. Hijo amado mío, para que alegre y feliz puedas decirme esta palabra en esa hora, medítala. Todo estará consumado para ti entonces; habrá concluido para ti el mundo, el tiempo, el placer y el dolor de esta tierra, y no te quedará más que mi Juicio y la Eternidad. Habrá concluido para ti el Amor y la Misericordia que te muestro desde este Sacramento de Amor; te quedará mi Justicia sola, y en toda su inflexibilidad.

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—Oh Jesús, amado Redentor mío, ¡esas palabras me aterran, y con buen motivo! Porque una mirada a mí mismo me descubre puro pecado e ingratitud. Te suplico, oh Jesús, que tengas piedad de mí, y que para perdonarme mi pecado me des amor a ti, ya que tú perdonas al que te ama, y en amarte está toda mi perfección. Concédeme la gracia de pasar el resto de mi vida amándote en la Eucaristía con todo mi corazón y toda mi alma, para que en el punto de mi muerte pueda decirte: «CONSUMMATUM EST». —«He cumplido todo, pues he cumplido el fin para el cual me creaste: amarte sobre todas las cosas para salvar mi alma.»

TERCER CUARTO

Hijo amado mío, cumplida ya todo lo que tenía prescrito, bebido ya hasta la última gota el cáliz que en el Huerto de Olivos me diera mi Padre, sólo me quedó morir para su gloria y por tu amor. Así pues, levanté la cabeza y los ojos al Cielo y exclamé: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»168. Mi voz no fue agonizante, sino enérgica y audible a todos. Así mostré que estaba muriendo de mi grado, para que por la inmolación de mi Vida a mi Padre se diese la Redención del hombre. Ante un grito demasiado enérgico para venir de un agonizante, el centurión confesó que yo era el Hijo de Dios. Hijo mío, dije estas palabras para encomendar en manos de mi Padre, junto con mi espíritu, todas las almas que por mi muerte recibirían su vida, y para enseñarte a encomendar la tuya en mis manos.

—Jesús, Redentor mío, así lo hago desde ya, y en tus manos abiertas a mí en la Cruz dejo mi pobre alma, pues ella es toda tuya, la has comprado con tu Sacratísima Sangre. Guárdala, oh Jesús, en tus manos, enciérrala contigo en el Sagrario, defiéndela tú de sus enemigos. Séme aquí en la Eucaristía JESÚS —Salvador. Sujétame con una cadena de amor a tu Corazón divino, pues en ese Corazón, que está vivo en la Sagrada Hostia, yo encomiendo mi espíritu ahora y por siempre.

—Hijo amado mío, echa una última ojeada a mí antes que yo expire. Tocando ya el punto de morir, hijo mío, llegando al postrer respiro de la vida, comencé a jadear y acercarme por puntos a mi trance final. Agaché la cabeza aceptando obediente la muerte de las manos de mi Padre. Levanté mi Corazón a Él, le hice ferventísimamente el último ofrecimiento de mi Vida, y enseguida consumé el Sacrificio de ésta rindiéndola, y encomendé en sus manos mi espíritu. Y así, amado mío, muriendo te demuestro ser hombre; y eligiendo morir te demuestro ser Amo de la muerte y, como tal, verdadero Dios. Yo había dicho que nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos169, y yo di la mía por ti en un mar de tormentos cuando tu vida era puro pecado y tú mi enemigo. Y no me bastó morir:

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para que el mérito de mi muerte te enriquezca, por ti muero cada día, en el Sacrificio del Altar, de manera incruenta pero más humilde que la del Calvario.

—¿Y qué viste en mí, amado Jesús mío, sino pecado e ingratitud? ¿Cómo has podido amarme hasta aquí, hasta morir por mí en la Cruz e inmolarte diariamente tú mismo por mí en el santo Altar?… ¡Ay, Jesús, Vida mía, Luz de mi alma, Esperanza mía, Gozo de mi corazón! ¡Que tú estés muerto en la Cruz!… ¿Y quién ha sido tan poderoso? ¿Quién ha tenido en sí el dar muerte a la misma Vida, a la Vida de mi vida —a ti, Jesús mío, Dios mío?

—Hijo mío, ¿tú no sabes que me mató Amor?… ¡Nadie más pudo! Contémplame y aprende cómo debes amarme.

—Oh Jesús, amado Bien mío, Víctima de Amor que por mi amor y en él has muerto, ¿por qué no muero enamorado aquí a tus pies? Oh espinas, oh clavos, oh llagas, oh arroyos de sangre, oh Cruz, oh muerte, ¿conque vosotras sois todas obras del Amor? ¿Conque así, mi buen Jesús, te resarciste de mis pecados, así te desquitaste de mi ingratitud? Y con todo eso, Jesús mío, aún no has ganado mi corazón, aún no he comenzado a amarte. ¿Podría agradecerte peor? ¿Qué anormalidad es ésta? La naturaleza irracional dio muestras de duelo por tu muerte con grandes prodigios: retiró el sol su luz, cayó la noche en medio del día, rasgóse el velo del templo, tembló la tierra, partiéronse las rocas, abriéronse los sepulcros y de ellos salieron muchos difuntos170. Grandes prodigios fueron, pero mayor es el que advierto en mí mismo: ¡entrañas pedernalinas y ojos secos ante mi Dios muerto por puro amor de mí!… ¡Ay, Jesús! no sufras más la vista de este portento de ingratitud; vence de una vez y para siempre la dureza de mi corazón; haz que, así como tú moriste por mi amor, también yo, muerto a todo otro amor, viva por ti solo y a ti solo ame, con todas mis fuerzas y todos mis afectos, oh Amado mío, muerto por mi amor en la Cruz e inmolado diariamente por mí en la Eucaristía.

ÚLTIMO CUARTO

Después de darme la muerte con embustes, calumnias y forcejeos, mis enemigos quisieron mostrarse piadosos. Fueron a pedir a Pilato que matase del todo a los tres crucificados fracturándoles las piernas para que no quedasen en la cruz hasta amanecer el sábado, que coincidiría con la gran fiesta de pascua171. Subieron pues los soldados al Calvario, fracturaron con fierros las piernas de ambos ladrones y, viéndome muerto, no me tocaron172; pero uno de ellos, para congraciarse con los judíos, con una lanza me abrió el costado y me traspasó el Corazón173. Cumpliéndose la profecía, no me quebraron ni un solo hueso174, pero yo quise que

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la lanza me abriese el Corazón, hijo amado mío, para abrir en él una fuente de sangre y agua —símbolo de los sacramentos que transmiten mis gracias— y un refugio para ti. Quise también que mi Corazón recibiese una herida visible donde descubras la invisible que le infligió el Amor. Entra pues, hijo mío, en esta herida de mi Corazón divino, que está vivo delante de ti en esta Sagrada Hostia, y mira cómo este amor que me lo hirió fue lo que me llevó a sufrir por ti azotes, espinas, clavos y muerte.

—Amado Jesús mío, permite que en este momento, adentrado espiritualmente en tu Corazón divino a través la llaga abierta por la lanza, me deshaga en gratitud, porque en él me has abierto la Fuente de tu misericordia y de todas tus gracias, el Lugar del resguardo, del perdón, y de la salvación de mi alma. ¡Oh Refugio de paz! ¡Oh Morada de gozo! ¡Oh Sitio del descanso de mi corazón!… Oh Corazón divino, purísimo, dulcísimo, piadosísimo, sacratísimo, Vida de mi vida, Trono de la Divinidad, Santuario de Amor: con profunda reverencia te adoro en la Hostia y te ofrezco todo mi amor. Encadena de amor a tu Corazón divino el mío miserable, y haz que este encadenamiento dure eternamente.

—Hijo mío, mientras me ves muerto en la Cruz y con el Corazón traspasado por la lanza, no olvides a mi amada Madre María que está bajo la Cruz. La lanzada no la sentí yo, pues estaba muerto ya, pero sí mi Madre bienamada, y fue para Ella la cruel espada que, según le profetizara Simeón, le traspasaría el alma, alma que, por su compasión y amor, estaba toda en mi Corazón175: juntamente con éste, pues, sufrió la lanzada. Así alcanzó el título de Mártir y también Reina de los Mártires, pues su martirio era absoluto. Los demás Mártires en medio de sus tormentos tenían en mí la meta y el solaz de sus corazones; mas mi Madre, al contrario, tenía en mí el motivo de todas sus penas176: ¡por causa mía y en mí sufrió el martirio de su alma!

—¡Oh Jesús, grande y pasmoso, por cierto, fue el martirio de amor que en alma y corazón sufrió tu Madre María!… Todas mis fibras se compadecen de Ella, que es Madre tuya y mía. Y algo más dio martirio a su Corazón, oh Jesús mío, lo sé: el ver en aquel ultraje de la lanza los que sufrirías en la Eucaristía durante todos los siglos… Y me parece verla en el tiempo en que tú ya habías subido al Cielo y la habías dejado en esta tierra, —me parece, sí, verla en el Cenáculo arrodillada ante tu presencia en la Sagrada Hostia meditando tu acerba Pasión renovada en la Eucaristía. Me parece verla con los ojos llorosos y el Corazón partido de pensar en los menosprecios, insultos, punzadas, abandonos y sacrilegios que sufrirías en la Eucaristía durante todos los siglos venideros. Oh Jesús, aquí, ante la Sagrada Hostia, te ofrezco aquellos actos expiatorios que brotaban de su Corazón abrasado de amor y desfallecido de dolor, para desagraviar todas las indiferencias y faltas

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con las cuales tanto hiero tu Corazón Eucarístico. Ofrézcotelos asimismo en expiación de todos los desprecios y punzadas sin número que te infligen muchísimos cristianos en este Sacramento de tu Amor.

—Oh María, ofrece tú por mí los actos de expiación que tributaste a Jesús ante la Hostia de Amor, y hazme compadecerlo en su martirio y amarlo en la Eucaristía.

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DECIMOSÉPTIMA HORA DE LA CRUZ AL SEPULCRO

PRIMER CUARTO

Jesús, amado Jesús mío, presente aquí en la Sagrada Hostia por mi amor, ante ti he venido a adorarte desde el fondo de mi corazón, y a pasar contigo una hora de amor mientras te contemplo muerto en la Cruz, descendido a los brazos de tu Madre María, y puesto en el sepulcro. También aquí en la Hostia tú estás virtualmente muerto, reducido a una humillación extrema por mi amor, y quieres que ante ti recuerde tu Pasión y Muerte, porque tú mismo me enseñaste que la Eucaristía es el Memorial de tu Gran Martirio. Así pues, infunde alguna luz a mi mente, arranca de mi corazón los afectos amorosos y compasivos que deseas de mí; además, habla tú mismo, oh Jesús mío, con mi miserable alma. Absorto está tu siervo, callado y atento.

—Hijo amado mío, acompáñame con el espíritu a lo alto del Calvario, mírame muerto en la Cruz, recién expirada mi alma. Con mi muerte se efectuó la Redención de los hombres y sus efectos no tardaron en sentirse. El centurión —jefe de la justicia que me había llevado a la muerte— y sus compañeros de milicia salieron de la obscuridad de la idolatría y confesaron delante de todos que yo era el Hijo de Dios177. Quienes habían subido al Calvario para ser espectadores de mi muerte, bajaban golpeándose el pecho contritos de haber sido cómplices de ella178. ¡Donde lo que antes se oía no eran más que insultos y escarnios, son ahora puros clamores de llanto y penitencia! Las mujeres que se habían mantenido lejos de mí por temor de los soldados, ahora se acercan valerosas a mí. A José de Arimatea y Nicodemo, que eran discípulos míos a escondidas mientras yo vivía, ahora les parece un honor mostrarse seguidores míos. Nada te asombre tal mutación, hijo mío, pues mi muerte dio inicio a mi Reinado en las almas y desde entonces por mis méritos yo las atraigo a mí. Muchos que no creían en mis enseñanzas y milagros, vencidos esta vez por mí, se me acercaron con fe y contrición.

—Amado Jesús mío, acoge también a tus pies bajo la Cruz a mi alma de delitos y miserias, y por los méritos de la Pasión y Muerte que en la Cruz sufriste por mí, vence mi duro corazón ablandándolo con tu Gracia. Apiádalo y enamóralo de ti de manera que, cada vez que yo viniere a tu presencia en este sacramento que es Memorial de tu Pasión y Muerte, sea todo tuyo y guarde recuerdo perpetuo de la grandeza del dolor y del amor que me dedicaste.

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—José de Arimatea, noble y rico179, por solicitud de mi Madre se presentó a Pilato e, intrépido e impávido ante mis enemigos los judíos, le pidió mi cuerpo muerto en la Cruz. Obtenida de Pilato esa licencia, subió con su compañero Nicodemo180 al Calvario para descenderme de la Cruz y disponer la sepultura. Mira, hijo amado mío, este gesto de humanidad que hacen conmigo estos dos amigos míos ricos. Antes que nada, se arrodillan a adorar mi cuerpo, después traen dos escaleras, las apoyan en la Cruz y suben a retirarme los clavos de las manos. Nicodemo desciende a retirarme los clavos de los pies; José, a su vez, sostiene mi cuerpo con una sábana. Préstanles ayuda mis amigos que apiñaban el Calvario. Mi Madre María recibe los clavos, la corona de espinas y después a mí mismo en sus brazos; San Juan me tiene de las espaldas y transido de dolor reclina la cabeza en mi pecho; Magdalena con las demás mujeres tiene en sus manos mi cuerpo, besa mis llagas, y empapa con lágrimas los pies donde alguna vez halló su Vida.

—¡Oh Jesús mío, cuánto desearía acercarme yo también a besar y empapar con amorosas lágrimas las llagas de tu cuerpo! Oh Rey de mi corazón, mientras estabas en las manos de tus verdugos y de tus enemigos los judíos, era apropiado mezclarme con ellos y acercarme a ti; pero ahora que te veo en manos de tus amigos tan santos de alma, yo, que la tengo tan culpable, no oso inmiscuirme entre ellos y acercarme a ti. Te adoro, Jesús, de lejos, y te imploro que en tu piedad me hagas digno de contemplar de cerca aquellas llagas que te ha abierto el Amor. Y así, oh Jesús, también seré digno ir cerca de tu santo Altar para adorarte y también de recibirte en mi pecho con amoroso celo.

—María, Madre mía bienamada, de ti imploro esta gracia por los méritos de tus dolores. ¡Oh, no me la niegues, gloriosa Señora!

SEGUNDO CUARTO

Es mi deseo, amado hijo mío, que entres un instante en el Corazón de mi Madre para compadecer algún tanto la aflicción con que recibió de las manos de José y Nicodemo mi cuerpo en sus brazos. Los dolores que su Corazón sintió no los sospecharías jamás, ni el amor que me tenía. Como Ella sobrepasaba a todos en Gracia y Santidad, así sobrepasó a todos en martirio moral. Mírala, hijo mío, con mi cadáver en brazos y verás cómo la más fuerte espada de dolor le traspasa el Corazón. Ya me mira Ella la cabeza, las manos, los pies y el costado, y mis llagas empapa con lágrimas. Ya me besa el rostro y la frente, ya me estrecha contra su Corazón, cuya identidad una violencia inigualable parte sin partir y pierde sin perder… Pues mi Madre, al contemplar de cerca las llagas de mi cuerpo, conoce con certeza el mar de mis sufrimientos y los siente todos en su Corazón.

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Compadece, hijo mío, y consuela a mi Madre de sus atroces dolores. ¡Si amas a su querido Hijo en este Sacramento de Amor, le mostrarás compasión suma y a su Corazón darás el consuelo más fino!

—Oh María, Madre dolorosísima y piadosísima, todas mis fibras te compadecen en el mar de dolores que te embarga por causa mía. Al verte a ti con tu Hijo Jesús en brazos y con tu Corazón partido, me parece verlo a Él en el Trono de su Misericordia. Impregnado, pues, de este pensamiento y de esperanza firmísima, acudo hoy a ti suplicándote esta gracia que tanto deseo: traspasa, oh María, mi corazón de una espada de amor como la que traspasó el tuyo y le imprimió las Llagas, la Pasión y la Muerte de tu Hijo Jesús. Con mi corazón así traspasado por una espada de dolor y amor, abriré mis afectos más ardientes a tu Hijo Jesús en la Eucaristía, que es el Memorial más perfecto y hermoso de la Pasión y Muerte de tu Hijo.

—Hijo mío, mientras me ves muerto en los brazos de mi Madre María, reducido a una figura menos que humana, mira un poco quién es el culpable de mi muerte. Judas, que me vendió, arrepentido declaró que yo era inocente y no merecía morir. Después de condenarme, Pilato se lavó las manos y se exculpó de que muriese un justo. Los judíos a una voz admitieron que no tenían autoridad de sentenciar a muerte. ¿Pues entonces quién es el culpable de que yo muriese? ¿Quién fue el que me mató a mí, que era santo, bienhechor de todos y, según confesaran mis propios enemigos, totalmente inocente?

Hijo mío, con la mano en el pecho, ¿no puedes sinceramente confesarte culpable de mi muerte? Entra un poco en ti mismo, mira con la luz de la Fe y verás cómo con tus pecados tú mismo causaste mi Pasión y Muerte: con tus malos pensamientos me hincaste de espinas la cabeza; con vilísimos placeres me despedazaste el cuerpo a azotes; con palabras indecentes y reñidas contra la caridad me saturaste de hiel la boca; con malos deseos me lanceaste el Corazón; ¡con la multitud de tus pecados me diste la muerte!

También yo mismo, hijo amado mío, fui el autor de mi muerte, ¿sabes por cuánto? Por cuanto te quise, y te quise siendo tú enemigo mío y sabiendo yo que pagarías mi amor con un caudal de ofensas e ingratitudes. Ambos, pues, fuimos autores de mi muerte: yo, a fuerza de amor; tú, a fuerza de vejámenes… ¿Es entonces mucho pedir, hijo mío, que me ames en este Sacramento de Amor, donde, tan hecho una nada, tanto te amo?

—¡Amado Jesús mío, no puedo articular respuesta! De confusión, no oso dirigir la mirada a la Sagrada Hostia. Sólo sé que soy demasiado ingrato contigo, que soy alma harto miserable. Me humillo ante ti y me confieso culpable de tu Pasión y Muerte. ¡Reconozco que me amaste, que me amaste desmedidamente, que de mí te

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apiadaste inmensamente, y que me ligaste con tu Corazón con aprecio infinito! Habiendo padecido tanto por mí, ¿tenías por qué dárteme tú mismo en este Sacramento de Amor? Y en retorno, Jesús mío, ¿qué quieres sino mi pobre corazón? Tómalo, oh Jesús, rige en él como su Rey y Amo; haz que a ti solo te ame ahora y siempre en la Eucaristía y por toda la eternidad.

TERCER CUARTO

Hijo amado mío, deshecha en lágrimas mi Madre María con mi cuerpo en brazos, José de Arimatea y Nicodemo le pidieron permiso para prepararlo para el entierro. Ayudados ambos por mi Apóstol San Juan, ungieron mi cuerpo con bálsamos, lo amortajaron con lienzos blancos, acomodaron un pañuelo blanco sobre mi rostro, y me envolvieron en una sábana blanca181. José, que tenía un sepulcro nuevo cavado en una roca cerca del Calvario182, pidió a mi Madre permiso para guardarme en él. Ambos discípulos con San Juan llevaron mi cuerpo. María Magdalena con otras mujeres siguieron dándome a mí compañía y a mi dolorosa Madre compasión; habrían deseado consolarla si su Corazón pudiera recibir algún alivio en el mar de sus dolores. Mi cuerpo fue colocado en el sepulcro con gran piedad y una losa grande cerró su entrada, y con ella toda la escena de mi Pasión y Muerte.

Consumado ya está mi Sacrificio, hijo mío. Bebido hasta la última gota aquel amargo cáliz que me mostrara mi Padre en Getsemaní, atravesados por tu amor los sufrimientos más intensos y los oprobios más graves, morí enclavado en la Cruz y fui encerrado en el sepulcro para salir victorioso sobre la muerte y sobre todos mis enemigos. Y de esta suerte, querido, por el amor que te tenía, te redimí con tan crudos tormentos y con el Sacrificio de mi Vida, te mostré el camino que debes recorrer, y te me dejé yo mismo en la Eucaristía como prenda de la Vida Eterna, para que un día puedas llegar a mi Gloria inmarcesible.

—Oh Jesús, Redentor mío, desde el fondo de mi corazón y con toda mi alma te adoro encerrado en el sepulcro y mucho más en la Sagrada Hostia, donde estás vivo en toda tu Majestad divina. Oh Jesús, ¿cómo comenzaré a agradecerte por las penas, desprecios e insultos que sufriste durante toda tu Pasión, y por la Vida que sacrificaste por mi pobre alma?… En propiciación y acción de gracias te ofrezco todas las humillaciones que por mi amor sufres en la Eucaristía.

Asimismo, oh Jesús, hoy te pido una gracia, ¡oh, no me la niegues! Dulce Salvador, haz que, según tu propio deseo, tu Pasión tan amorosamente sufrida por mí sea la salvación de mi alma, y concédeme la gracia de la perseverancia en el bien hasta mi último respiro. Y para que así lo alcance, mantén indeleblemente impresos en mi corazón los suplicios que abrazaste por mí, y aprenderé a retornarte

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amor por el que tan gratuitamente me tuviste. Pues, ¿qué me valdrá toda la grandeza de tu Pasión y de tu Amor eucarístico si yo —lo que Dios nunca permita— perdiere mi alma?… ¡Me valdrán mi ruina acabada! Pues en mi juicio deberé rendirte exactísima cuenta de todos los padecimientos que soportaste por mí, de todas las gracias que me otorgaste como frutos de tu Pasión, y del Amor infinito que me has mostrado en este Sacramento de Amor.

Jesús, por tanto amor como me has tenido en la Pasión y en la Eucaristía, líbrame de tamaña desgracia. Haz que tu dolorosísimo Martirio y tu amorosísimo Sacramento me valgan beneficio en la vida, ayuda en la muerte, alivio en el Purgatorio, y en el Cielo gloria sempiterna.

ÚLTIMO CUARTO

¡Amado Jesús mío! ¡Qué retablos guarda mi mente! En el Huerto de Olivos sufriste temor, zozobra y agonía mortal; de Getsemaní te llevaron las brutales manos de tus enemigos por cuatro tribunales donde fuiste calumniado, despreciado, vejado de la manera más atroz, flagelado, coronado de espinas y condenado a la muerte de cruz. En lo alto del Calvario fuiste crucificado y agonizaste entre atrocísimos tormentos hasta perder tu vida en un mar sin fondo de sufrimientos… De la Cruz te pasaron a los brazos de tu Madre María, y de sus brazos, a dentro del sepulcro… Y ahora estás presente en la Sagrada Hostia en condición de Víctima, escondido como Dios y como hombre, sacrificado de la manera más humillante, expuesto a menosprecios, insultos y punzadas peores que cuantos hayas podido sufrir jamás durante tu Pasión… ¡Tu Pasión se renueva diariamente aquí en la Eucaristía; lo veo con mis propios ojos!

Jesús, te ruego que me digas: ¿quién de entre los hombres o Ángeles pudo dominarte de esa manera y serte tan cruel?… Respóndeme, Jesús mío…

—Te he oído, Amado mío… Te he comprendido… ¡El Amor!… ¡Sólo el Amor te hizo pasar por todo eso!… Creo, oh Jesús, que Tierra, Cielo ni Infierno alojan fuerza que pueda prevalecer sobre ti… Sólo tu propio Amor a mí pudo hacerlo… A tus pies confieso que a mi pobre alma prodigaste Amor inmenso, excesivo e infinito.

Pero dime algo más, mi amado Jesús: ¿quién pudiera pagarte un amor tan maravilloso, tan inmenso?… Oigo en el fondo de mi corazón la palabra tú. ¿Oigo bien? ¿Es posible que venga de ti esta palabra: «tú»?… ¿Yo, oh Jesús, puedo pagarte? ¿No sabes que soy pobre, misérrimo y desposeído de todo? ¿Cómo podré jamás pagar esta deuda colosal, ese amor inconmensurable?

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«Tú puedes pagarme… ¡Tú, con amor!», te oigo decirme, dulcísimo Jesús mío. Sí, oh Jesús, por tanto dolor y amor, el pago que me pides es amor. Amor en las cruces, en los quebrantos y en todas las penas; amor en las oraciones, amor en las palabras, pensamientos y afectos, amor en medio de las tentaciones, los desprecios y las ofensas, amor en todas mis obras. ¿Y podría, oh Jesús, negarte tan justa y elemental retribución?

Pero te toca a ti, oh dulce y buen Jesús, infundirme ese amor con que yo pueda contentar el de tu Corazón divino. Oh Jesús, oh Amor, enciéndeme de tu luz, abrásame de tu fuego, inflámame de tus llamas, embriágame de tu dulzura, confórtame de tu fortaleza, atráeme con tu Gracia, úneme a ti con la misma atracción de tu Caridad… Entonces te amaré, Vida mía, más que mi vida, que por tu amor despreciaré; más, también, que las gracias y el mismo Paraíso que espero de ti.

¡Y cuánto más aún deseo amarte! Jesús mío, mucho podrá amar el pájaro su libertad, y el pez el agua en que vive, y el avaro su riqueza, y el soberbio su grandeza, y la vanidosa sus vestidos, y la madre a su hijo único, ¡pero mucho más te amo yo, oh Jesús! Te amo sobre todos los amores, bienes, gozos y placeres, pues tú eres por esencia y eminencia el Amor, el Bien, el Gozo y el Placer, y eres el Amor que decide de todos mis amores.

En el transcurso de tu Pasión, oh Jesús, y en el punto de tu muerte sufrida por mi amor en la Cruz, mi alma derrama toda su lástima en ti; y desde la Eucaristía tú derramas todo solaz sobre mi alma. Jesús, antes que me aparte de la Eucaristía donde estás presente, imprime en mi mente y perpetúa en mi memoria tu Pasión cuando yo esté ante este sacramento que la contiene y conmemora. Enciéndeme asimismo dentro del corazón un fuego de amor a ti presente en la Eucaristía, y hazme contemplarla como fruto de tu Pasión. Y que así tu Pasión me atraiga a la Eucaristía y la Eucaristía me recuerde tu Pasión, y, suscitándome ambas amor y pena por ti, dejen mi voluntad y memoria impresas de ti, que, ya corran, ya cesen las eras, eres mi único Bien y Amor. Así sea.

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VÍA CRUCIS EUCARÍSTICO

ORACIÓN INICIAL ANTE JESÚS SACRAMENTADO

Dulcísimo Jesús, Redentor mío, con mi alma criminal postrada ante tu santo Sagrario, te adoro desde el fondo del corazón y te agradezco por el amor de maravilla que me demuestras en este sacramento y en la suma de los dolores que soportaste por mí en tu acerba Pasión.

Oh Jesús, te acompañaré en espíritu en tu travesía de Jerusalén hasta el Calvario donde te ofreciste como Víctima en la Cruz por mi Redención.

Dame, oh Jesús, tales pensamientos santos y sentimientos amorosos y compasivos cuales tú deseas de mi corazón mientras me asocie a este tu doloroso trayecto.

Descúbreme en tu Corazón divino eucarístico la suma de las virtudes, méritos, sufrimientos y actos de amor que él mismo acumuló durante tu Pasión. Así sea.

I. JESÚS CONDENADO A LA MUERTE

¡Oh amado Jesús mío! ¡Cómo callas oyendo inocente tu condena a muerte! Ese silencio me sugiere el tuyo multisecular de la Eucaristía, más portentoso aún. Oh Jesús, ¿cuándo comenzaré a imitar ese silencio con que arrostras el sufrimiento? ¿Cuándo moderaré mis palabras, para serte leal a ti y al prójimo, y para vivir oculto y callado como tú en el Sagrario?

Jesús, concédeme la gracia de tener siempre presente tu silencio en la Pasión y en la Eucaristía, y ayúdame a imitarte.

(En esta y en cada estación se reza: Adorámoste, Cristo, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo. Padrenuestro, Avemaría y Gloria. Señor, en tu clemencia, absuelve lo que oprime la conciencia.)

II. JESÚS CARGADO CON LA CRUZ

Amado Jesús mío, ¡cuán grande es el amor que me tienes! Aceptaste alegre la Cruz y la abrazaste teniendo muy presente que en ella te tocaba cumplir mi Redención. ¡Pero cuánto más me amaste en el Sacramento del Amor!… No desististe de instituirlo, aunque te había de formar una cruz más pesada por los desprecios e

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ingratitudes de los hombres. Todo su temor se te fue al ver en ella cómo llegar a mi pecho por mi bien.

Haz, oh Jesús, que yo también, viendo en las cruces cómo darte de mi amor muestra efectiva y cumplida, les pierda todo temor.

III. JESÚS CAE POR PRIMERA VEZ

Tú caer es inocente, oh Jesús mío, y de él te levantas enseguida con más bríos. El mío es culpable y en él suelo quedarme… Y tú, para que mis caídas no ocurran o no duren, te has convertido en mi alimento espiritual eucarístico.

Para que sea glorificada esta primera caída que diste subiendo al Calvario, y el amor que me has mostrado en el Sacramento del Amor, infúndeme en la Santa Comunión fortaleza para no caer en pecado; y si cayere, dame una mirada al Sagrario para levantarme.

IV. JESÚS SE ENCUENTRA CON SU MADRE MARÍA

¿Quién podría saber, oh amado Jesús mío, qué intercambio tuvisteis en vuestros corazones tú y tu Madre María cuando os visteis frente a frente? ¡¿Cuáles santos pensamientos y amorosos sentimientos enlazaron vuestros corazones en medio de los dolores que os aquejaron al ser bruscamente separados por los judíos?!…

Yo también, oh Jesús, me encuentro contigo: tal es mi frecuente dicha en la Santa Comunión. En tal ocasión deseo tener los pensamientos y sentimientos de tu Madre María.

Dame, pues, Madre mía María, tu Corazón con sus virtudes y su amor cada vez que me encuentre con Jesús al comulgar.

V. JESÚS AYUDADO POR EL CIRENEO

Oh Jesús, Redentor mío, ¡buena ventura tuvo este hombre que te alivió la carga de la Cruz en la subida al Calvario, dividiendo tus grandes tormentos. Igual ventura se me ofrece a mí en la Eucaristía. Aquí sí que los malvados te desprecian y te vejan, y yo, amándote, puedo reparar esas ofensas tan hirientes a tu Corazón divino.

Oh Jesús, enamórame de ti en la Eucaristía, y tendré cómo expiarte mis culpas y con ellas las irreverencias y desprecios que sufres en ese Sagrario de Amor.

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VI. JESÚS SE ENCUENTRA CON LA VERÓNICA

Jesús, fino y sincero gesto de amor te hizo la Verónica arrimada a enjugar tu Santa Faz: pero tú le pagaste al punto dejándole tu efigie en recuerdo de tu acerba Pasión. Pero a mí, ¡cuánto mayor amor me has mostrado, oh Jesús! Me has dejado en memoria de tu Pasión más que tu efigie: tu Persona, y con ella todos tus méritos, en el Sacramento del Amor.

Oh Jesús, llévame reverente y amante al Sacrificio de la Misa, que me recuerda el del Calvario, y fija mi memoria en ti en la santa Morada de tu Amor.

VII. JESÚS CAE POR SEGUNDA VEZ

Los tormentos y el peso de la Cruz te derriban, oh buen Jesús, por segunda vez: ¡y así tú pagas mi caer! También yo caigo, ¡y cuántas veces al día! ¿Dónde, Señor, encontraré la fortaleza, el ánimo y el coraje que necesito para no claudicar? ¡En el santo Altar, delante de ti!…

Oh Jesús, cada vez que sucumbiere, tráeme espiritualmente a este lugar y descúbreme en ti el auxilio divino que levante mi gran miseria.

VIII. JESÚS CONSUELA A LAS MUJERES DE JERUSALÉN

¡Qué maravilla es tu benignidad, oh Jesús, Redentor mío! En la subida al Calvario olvidas tus tormentos y consuelas a las mujeres bondadosas que desbordando compasión y lágrimas caminaban en pos de ti.

¿Pero cuánto mayores son las consolaciones que en la Eucaristía reservas para tus amadores? Aquí tú eres la Fuente de las gracias, de la paz, y del amor verdadero que llena el corazón.

A ti, pues, vendré, amado Jesús, en todas mis desazones: en ti encontraré al verdadero Consolador de mi alma.

IX. JESÚS CAE POR TERCERA VEZ

Tu tercera caída, oh Jesús, me muestra cuán abrumadora te fue la subida al Calvario, pero también me apunta a las miserables caídas que dan tantas almas después de conocer y experimentar tu amor en la Eucaristía. Sus caídas te duelen como no llegaron a dolerte las de tu subida al Calvario…

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Oh Jesús, por los dolores que te deparó esta caída y por el Amor que traes en la Eucaristía, ten piedad de esas almas y desde el Sagrario de tu Gracia atráelas a tus divinos brazos.

X. JESÚS DESPOJADO Y ABREVADO CON HIEL

Amado Jesús mío, ¿qué dolor y vergüenza no habrás tenido en el momento mismo que, recién llegado al Calvario, fuiste despojado de tus vestiduras y abrevado con hiel?… Pero, ¡ay, ojalá no hubiera pasado de allí ese tormento interior tuyo!…

¡Cuántas veces, oh Jesús, se te renueva aquel dolor en la Eucaristía cuando los malvados te despojan en tus iglesias y sacrílegamente te roban de los altares y te profanan en las sagradas hostias!…

Oh Jesús, por tu tan atroz Calvario, ten piedad de aquellos hombres, ilumínalos, perdónalos y sálvalos.

XI. JESÚS ENCLAVADO A LA CRUZ

Oh Jesús, ¡cuán portentosa es tu obediencia en el Calvario! La prestaste a tu Padre en todas las cosas llevándola al punto de ser enclavado en la Cruz para su gloria y nuestro bien. ¡Pero cuánto más portentosa es en la Eucaristía!… Aquí obedeces cada día, a cada llamado de un sacerdote; obedeces en todas partes, dondequiera que haya cristianos; obedeces a todos, incluidos los malvados que te echan mano en los más infames sacrilegios… ¡Obedecerás sin intermisión hasta el fin de los siglos!

Haz, oh Jesús, que tenga presentes estos ejemplos de obediencia para doblegar mi rebeldía.

XII. JESÚS MUERE EN LA CRUZ

Tú mueres, oh amado Redentor mío, en la Cruz… Tu Sacrificio está cumplido y con él mi Redención. ¡Bendita sea tu Madre María, Juan, Magdalena y todos cuantos tuvieron la ventura de asistir a tu Sacrificio en el Calvario!

Mía es semejante ventura cada vez que participo en el Sacrificio de la Misa. Oh Jesús, fortaléceme la fe para que, viendo la identidad de ese Sacrificio con el

del Calvario, asista a él con la fe, esperanza y caridad que exiges de mí.

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XIII. JESÚS EN LOS BRAZOS DE SU MADRE MARÍA

Oh María, Madre de dolores, bajo la Cruz tú acoges en brazos el cuerpo muerto de tu amado Hijo, mi Redentor. Hincado ante ti, adoro y beso sus llagas, sus heridas y su sangre.

Oh María, a menudo también yo acojo en mi pecho a Jesús, no ya muerto y todo llagado, sino vivo y glorioso, aunque escondido bajo las imágenes sacramentales. ¡Pero cuánto difieren tus brazos y mi pecho!

Oh María, dame tu Corazón, al que todas las virtudes hermosean, para dar una acogida apropiada a Jesús en mi pecho.

XIV. JESÚS PUESTO EN UN SEPULCRO NUEVO

Oh amado Jesús, tu cuerpo encerrado en el sepulcro me representa el Sagrario, donde tu estado es más humilde, encerrado en una Cárcel de Amor y escondido bajo la imagen del pan. También me representa el estado mucho más humilde que adoptas durante la Santa Comunión al venir a mi corazón, a esta cárcel mucho más miserable que esa…

Oh Jesús, múdame este corazón, dame uno nuevo, como el sepulcro de José de Arimatea, y visítalo ya, pues ansía amarte y unirse a ti para repararte todas las humillaciones del Calvario y de la Eucaristía.

ORACIÓN FINAL ANTE JESÚS SACRAMENTADO

Oh Jesús, amado Redentor mío, adoro las santas Llagas de tus pies, manos y costado, abiertas por clavos y lanza en la Cruz, y te doy gracias de que te ha placido conservar esas llagas en tu Cuerpo tras tu Resurrección, para mostrarte como Redentor mío ante Dios Padre Eterno en tu Gloria celestial y en el Sagrario.

Por los méritos de esas tus llagas, ruégote, oh Jesús, el perdón de mis pecados y la perseverancia en el bien hasta mi último respiro. Así sea.

Récense 5 Padrenuestros, Avemarías y Glorias en honor de las llagas de Jesucristo; 1 Padrenuestro, Avemaría y Gloria por las intenciones del Papa183; 1 Salve Regina en honor de los dolores de la Virgen María.

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CONFESIÓN

PREPARACIÓN PARA LA CONFESIÓN ANTE JESÚS SACRAMENTADO

Con lágrimas en los ojos y el corazón transido de dolor, me presento ante ti, oh buen Jesús, como un hijo prodigo a los pies de su padre. Oh Amado mío, no puedo animarme a llegar a ti… ¡Mi alma se ha enlodado en tantos pecados!… ¡Tan ingrato te fui!… Después de tantas gracias que me prodigaras desde este Sacramento, después de tanto amor, dulzura y paz al comulgar, después que tantas veces me mantuviste con tu Sacratísimo Cuerpo, yo (¡necio y loco!) deseé el lodo… apliqué el labio a la copa de veneno… te di las espaldas… te olvidé, te abandoné, te vejé… ¡Después de la dicha que me dieras en el Cenáculo del Amor, como toda retribución te renové los sufrimientos y la muerte del Calvario!… Así y todo, oh Jesús, tras la culpa siento mayor necesidad de acercarme a ti al Sagrario, testigo de tantas promesas mías de amor y fidelidad… Porque si la muerte sirve para algo, es para demostrar la necesidad de la vida; ¿y no eres tú mi Vida, oh buen Jesús, en este estado de muerte al cual me ha reducido el pecado?

Oh Jesús, yo soy culpable, y harto culpable, malvado e ingrato, pero soy tuyo; y en el fondo del corazón siento que todavía te amo.

Tu Bondad y mi maldad se enfrentan aquí en el Sagrario, oh Jesús… ¡Y cuán contrarias son!… ¡Pero cuánta luz da a mi mente tu Bondad puesta ante mi ingratitud! Aquí descubro tu Santidad ante la fealdad de mis pecados; aquí percibo mi ingratitud y tu Bondad al ver mi corazón ante el tuyo.

Oh Jesús, empobrecida y despojada de todo bien como ha quedado mi alma por sus culpas, no me queda otra hacienda que el pesar y las lágrimas; éstas, oh buen Dios, presento a tus pies en la Sagrada Hostia. Aquí, oh Jesús, yo espero que abras las llagas de tus manos, pies y costado, y con tu Sacratísima Sangre me laves el alma y me la sanes de sus llagas. Yo te ofrezco mi sentido arrepentimiento: tú, oh Jesús amado, acéptalo, auméntamelo… Y desde el Sagrario vuelve a mí tus ojos misericordiosos, acógeme en tus brazos, perdóname y como el padre del hijo prodigo dame el ósculo del perdón y la paz.

Jesús, ya estoy por ir a tu ministro a recibir tu perdón. Antes que nada, Jesús mío, envía a mi mente un rayo de luz para que yo conozca mis pecados tal cual son. Lanza una flecha de amor a mi corazón para que yo me arrepienta vivamente de ellos. Fortaléceme el corazón para que yo haga un propósito firme de no ofenderte más. Dame coraje para confesar mis pecados correcta y humildemente, y a mi confesor elucídale bien las llagas de mi alma y darme con el perdón los remedios

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necesarios. Concédeme la gracia de seguir todos las instrucciones que me dieres por medio suyo.

Caro Jesús mío, ahora iré al perdón, pero enseguida regresaré a tu lado para darte gracias y para consolarte con limpidez de alma el corazón que tanto te he apenado. Vendré pronto, porque el vacío que me han dejado en el corazón mis pecados, solo tú puedes llenarlo. Vendré sin tardar. Y tú, Amado mío, alístame la Mesa de la Vida; aquel Cuerpo… aquella Sangre… aquella Alma… aquella Divinidad… ¡Vendré enseguida, que tú eres la Resurrección de mi vida!

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Concluida la plegaria anterior, concéntrate en el examen de conciencia para hallar tus pecados cometidos desde tu última confesión bien hecha; a continuación, haz un acto de contrición genuino y de corazón. Con estas dos partes de la Confesión —examen y contrición— habrás mirado al tiempo pasado; mira luego al tiempo venidero y haz el firme propósito de no reiterar ofensas contra Dios, de evitar todas las ocasiones de pecado, y de combatir todas tus costumbres malas. Recurre a la Virgen María, Madre de los pecadores, y ruégale que te obtenga de su Hijo Jesús la gracia de una confesión virtuosa, según su Corazón.

Luego acércate con toda humildad y confiesa tus pecados con sinceridad, diciéndolos todos, y culpándote de ellos a ti solo. A continuación, escucha humilde y atento los avisos, admoniciones, dictámenes y obligaciones del confesor y acéptalos como venidos del mismo Jesús. Durante la absolución concéntrate bien en el acto de contrición. Terminada tu confesión, vuelve al Sagrario y dirige a Jesús las siguientes palabras.

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DESPUÉS DE LA CONFESIÓN

Oh Jesús, amado Redentor y Padre mío, a tu presencia he venido del tribunal de la penitencia donde, en lugar de la condena que merecía, he hallado el perdón. Cadenas me aprisionaban, y ahora la Gracia me adorna… Estaba ciego, y ahora tengo luz… Era todo llagas, y ahora estoy sano… Estaba muerto, y ahora resucitado… Era del enemigo, y ahora todo tuyo… ¡Tú, Jesús misericordísimo, eres quien me has transformado de este modo!

¿No es verdad, oh Jesús mío, que ahora puedo estar ante ti presente en el Sagrario, y que puedes mirarme con corazón contento porque de nuevo formo tu delicia? ¿Pero cómo ha sido esto, Señor, de que me perdonases tan pronto; que trocases en indulto los castigos que yo tenía merecidos; que a tamaño ofensor desplegases tamaño amor? Me parece verte, oh Jesús, poner la mano en tu pecho abierto y mostrarme tu Corazón divino… Sí, oh amado Jesús, yo te comprendo. Toda la razón de tus obras es tu Corazón. Tú amas. Sí, esto explica tu trato benignísimo conmigo: ¡me amas! Los miserables constituyen el objeto permanente de tu piedad y amor, ¡y yo sí que era uno!

Te doy gracias, pues, oh Jesús, de todo corazón por el amor y misericordia que me has hecho valer perdonándome… Es lo más y lo menos que atino a decirte: ¡te doy gracias, y no te ofenderé nunca, nunca más! Buen Dios, ¿te contentas con esto? ¡Oh!… entiendo, quieres de mí algo más… Quieres que te ame… Sí, oh Jesús, tienes pleno derecho… Has resucitado ya mi alma, le has infundido vida nueva y me la has colmado de alegría y felicidad: sea, pues, el primer acto de mi corazón revivido, uno de amor y de consagración entera a ti… Así verás en mí el trabajo de tu misericordia mientras me tienes cerca. Acepta entonces, oh amado Jesús mío, el primer acto de este corazón que has resucitado. Corta tú el primer fruto del jardín de mi alma que tus manos divinas han labrado y que la Sangre de tus venas ha irrigado. Te ofrezco todo mi corazón; tu Gracia lo ha resucitado; ¡sólo para ti vive ahora! ¡Sí, oh Jesús, te amo de todo corazón, sólo a ti quiero amarte, amarte siempre hasta el último respiro de mi vida!

Jesús, con el perdón que me has regalado, con la vida nueva que has infundido a mi alma, siento hambre, hambre de ti ante esa Mesa del Amor… Siento deseos de que vengas a habitar dentro del alma mía. Me resucitaste, y no bastaba… Me sanaste de las llagas, me abrazaste en tu Corazón, me diste el ósculo de la paz, y tampoco bastaba, Jesús mío… Quiero más… Tu propia Persona quiero… ¡Ven, amado Jesús, ven a este corazón que con tanto trabajo has tú mismo preparado! Un palacio real adornado de riquezas y esplendores, pronto pierde su grandeza y su encanto sin su Rey… ¡Tal ocurre con mi corazón sin su Rey, que no es otro que tú,

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oh Jesús!… Ven entonces, oh Jesús, a reinar en mi corazón, que te ama y permanecerá amándote para siempre.

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Cumple prontamente la penitencia que te dé el confesor —de ser posible, enseguida y delante del Sagrario.

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ÍNDICE

1 Monseñor es un título honorífico concedido por la Santa Sede. Fue dado a perpetuidad por San Pío X a todos los canónigos de la Catedral de Gozo, de los cuales nuestro autor fue uno. 2 Canónigo es el nombre que distingue a un miembro de un Capítulo. Un capítulo es un colegio de sacerdotes con funciones corales y otras en Iglesias Colegiales y Catedrales. 3 Entre los canónigos, el Canónigo Teólogo llevaba la función de explicar solemnemente la Sagrada Escritura los domingos por la tarde. 4 Doctor Divinitatis —Doctor en Divinidad— era el equivalente en el Imperio Británico al título mejor conocido como Doctor Sacræ Theologiæ —Doctor en Sagrada Teología. Equivale a un doctorado universitario. 5 Mc. 22, 19. 6 Los malteses, católicos en poco menos que su totalidad, llaman a San Pablo nuestro padre visto que fue este Apóstol quien, en ocasión de su naufragio, fue el iniciador del Cristianismo en la nación maltesa. Respecto de dicho naufragio puede leerse el capítulo 28 de los Hechos de los Apóstoles. La devoción y afinidad de los malteses con el Apóstol es secular, y está expresada en un bello poema: Malta u Pawlu, min jifridhom? Óadd, jix˙duh l-iΩminijiet; L-ebda qawwa ma tafx t˙olli Dak li rtabat fl-ismewwiet. Ensayamos esta traducción castellana: ¡Oh Pablo Santo, oh Malta! ¿Habrá quien os jamás escinda? El «¡No!» siempre resalta. A nadie fuerza brinda el Cielo que a su nudo no se rinda. 7 1 Cor. 11, 26. 8 Mt. 26, 38. 9 Sal. 17, 6. 10 Estas consideraciones y otras del resto de esta hora coinciden exactamente con las que hace sobre las palabras Varón de Dolores de Isaías 53, 3 el exégeta jesuita Cornelio de Lapide. Sus comentarios escriturísticos fueron impresos en Malta en 1847. 11 Sal. 68,21. 12 Miq. 6, 3. Quejas amargas del Señor contra su pueblo deicida, y, por extensión, contra todos los pecadores de todos los tiempos, que corresponden con desprecios y ofensas a los continuos y regaladísimos beneficios de Dios. Se cantan en Viernes Santo durante el descubrimiento y adoración de la Cruz. 13 Mt. 23, 37. 14 Mt. 26, 39.

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15 Lc. 22, 15. 16 Hay aquí dos voluntades en Cristo: la una humana: no se haga lo que yo quiero; la otra, divina, común a Él y al Padre: sino lo que tú quieres. (CAYETANO) En Cristo según la naturaleza humana se da la voluntad de sensualidad, que se dice voluntad participativamente; y la voluntad racional, ya se considere a modo de naturaleza, ya a modo de razón. Su voluntad de sensualidad rehuye naturalmente los dolores sensibles; su voluntad como naturaleza rechaza las cosas que son contrarias a la naturaleza y malas en sí mismas. Pero al instante, considerada la voluntad del Padre —su Pasión y Muerte no en sí mismas, sino por orden al fin de la salvación humana—, le sujeta la propia voluntad como razón, mostrando tanta fortaleza de alma, que en medio de su inmensa tristeza acepta la dolorosísima Pasión. (STO. TOMÁS, III, q. 18, a. 5) 17 Mt. 26, 39. 18 El Señor dijo en 1931 a sor Faustina Kowalska, pregonera de la devoción a la Divina Misericordia: «Mi alma en el Huerto de los Olivos experimentó la más intensa repugnancia a causa de las almas tibias. Ellas me hicieron decir: Padre, aleja de Mí este cáliz, si es Tu voluntad. Para ellas, recurrir a mi misericordia constituye la última tabla de salvación». 19 Mt. 26, 40. 20 Mt. 26, 33. 21 Lc. 22, 33. 22 Dijo Jesús a Santa Margarita María de Alacoque: «En la noche del jueves al viernes de cada semana, te haré participante de la mortal tristeza que Yo sufrí en el huerto de Getsemaní. Padecerás una agonía más difícil de sufrir que la misma muerte. Me acompañarás en la humilde oración que ofrecí a mi Padre en medio de mis angustias: “Padre mío, pase de mí este cáliz de dolor, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.» 23 Mt. 26, 45. 24 Mt. 26, 46. 25 Mc. 14, 44; Mt. 26, 48. Cf. Prov. 27, 6. 26 Mt. 26, 49. Cf. Sal. 40, 10: «…un hombre con quien vivía yo en dulce paz, de quien yo me fiaba, y que comía de mi pan, ha urdido una grande traición contra mí». 27 Mt. 26, 50. 28 Lc. 22, 48; Mt. 26, 50. 29 Jn. 18, 4. 30 Jn. 18, 5. 31 Jn. 18, 5. 32 MYSTERIUM FIDEI. Palabras incluidas en la fórmula de la consagración del cáliz en los sacramentarios más antiguos de la Iglesia romana. Están también en I Tim 3, 9. 33 Jn. 18, 7. 34 Jn. 18, 7. 35 Jn. 18, 8. 36 Jn. 18, 8. 37 Sal. 21, 17. 38 Mt. 26, 52.

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39 Mt. 26, 53. En la milicia romana, cada legión tenía seis mil soldados. 40 Mt 26, 55. Estas palabras divinas prosiguen en el versículo siguiente, con una explicación: «Verdad es que todo esto ha sucedido para que se cumplan las Escrituras de los profetas.» Y la profecía aludida es la de Jeremías 4, 20: «Ha venido desastre sobre desastre, y ha quedado asolada toda la tierra: de repente, en un momento fueron derribadas mis tiendas y pabellones.» 41 Lc. 22, 53. 42 Sal. 68, 9. 43 Sal. 88, 41-42. 44 Como leemos en Heb. 2, 11-12, Dios Hijo había llamado a los Apóstoles «mis hermanos» de manera profética en el Salmo 21, 23, En los Evangelios leemos que les aplicó personalmente ese título tras su Resurrección, al aparecerse a las santas mujeres. 45 Venerable Madre María de Jesús; en el mundo, Marie Deleuil-Martiny (1841-1881). Inteligente, resuluta, bondadosa. Admirada y biografiada por el Padre Réginald Garrigou-Lagrange, el renombrado maestro de tomismo y de espiritualidad. En 1873 fundó en Bélgica la Sociedad de las Hijas del Corazón de Jesús y fue un apóstol de esta devoción. Murió mártir, ametrallada por un anarquista —su propio jardinero, a quien había colmado de favores— en el histórico convento de La Servianne cerca de Marsella. 46 Vie, p. 189. Revelación de septiembre de 1867 en la iglesia de Saint-Giniez. 47 Sal. 21. 48 Sal. 68, 2-3. Ahogado. Santa Verónica Giuliani apunta un tormento horroroso que pasó nuestro divino Señor entre el Huerto y la casa de Anás. Llegados al Río Cedrón, a mitad del puente derribaron al Señor de un empellón y lo tuvieron suspendido un tiempo de las cadenas, partiéndosele los brazos con el peso del cuerpo, y sofocándolo la cadena del cuello. Acto seguido, lo dejaron caer con sus manos atadas atrás, y con el peso de las cadenas se fue al fondo barroso y torrentoso. Entonces se pusieron a levantarlo y largarlo de nuevo a la corriente entre gritos, y su divina Majestad se vio muchas veces ahogado. Terminaron arrastrándolo de la soga, y Él, atragantado de agua, casi ahogado, y respirando con dificultad, salió a la orilla empapado de lodo frío. 49 Lam. 3, 30. 50 El Sanedrín, o Gran Consejo del Sacerdocio veterotestamentario, presidido por el Sumo Sacerdote, se componía de 71 miembros, formando tres categorías: 1. Príncipes de los Sacerdotes; 2. Escribas, o Doctores. Eran casi todos de la secta de los fariseos. Se los llamaba Rabbi. 3. Ancianos, o Príncipes del pueblo. 51 Sal. 88, 39-46. 52 Hosanna es una palabra hebrea compuesta, forma contraída de )n% h(y#$w$h, que significa, salva, te ruego (cf. Sal. 117, 25). Era una súplica ardiente, llena de fe, que más tarde se transformó en una interjección de alegría o en deseo de felicidad. Equivale a nuestro viva. 53 Jn 7, 16. 54 Jn. 18, 20-21. 55 Jn. 18, 22. 56 Jn. 18, 23. 57 Antes de la dominación romana, el oficio de Sumo Pontífice era hereditario y vitalicio; pero

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Herodes deliberó venderlo, y en el momento de la pasión de Nuestro Señor existían el Sumo Pontífice Caifás y el Sumo Pontífice depuesto, Anás, que conservaba toda su influencia y el título. 58 Mt. 5, 39. 59 «…es notable el hecho, no sólo porque le curó, sino porque hizo la cura a favor de aquel que había venido a prenderle, y poco después le había de abofetear». San Juan Crisóstomo, Catena Aurea de San Juan, cap. XVIII, lec. 3. 60 Mt. 26, 62. Aquí Jesús cumplió con su divino silencio el oráculo de David referente al Mesías: «Pero yo, como si fuera sordo, no los escuchaba, y estaba como mudo, sin abrir la boca. Y me hice como quien nada oye, ni tiene palabras con que replicar.» (Sal. 27, 14-15). 61 Mt. 26, 63. 62 Lc. 2, 34. 63 La expresión más patente de esta espera está en Jer. 14, 8: «¡Oh esperanza de Israel y salvador suyo en tiempo de tribulación!». La más antigua, en Gén. 49, 18, en las palabras de Jacob poco antes de morir: «Yo, Señor, aguardaré tu salud». 64 En la secuencia «LAUDA SION», compuesta por Santo Tomás de Aquino. 65 Mc. 14, 62; Mt. 26, 64. 66 Mt. 26, 64. Cf. Sal. 109, 1 y Dan. 7, 13. 67 Mt. 26, 65. Conforme a la Ley (Lev. 24, 16), los blasfemos debían ser condenados a muerte y apedreados. 68 Lc. 22, 53. 69 Lc. 18, 31-33. Cf. Is. 50, 6. Una de los oráculos de las sibilas —se discute si la de Eritrea o la de Cumas— cuyo texto original griego subsiste, incluye esta espantosa escena. Es citado, además, por Lactancio y por San Agustín (Ciudad de Dios, L. XVIII, cap. 23 ¶ 2.: «Caerá después en las manos inicuas de los infieles: con manos impuras propinarán bofetadas a Dios, y con su inmunda boca le escupirán envenenados salivazos…» 70 Sal. 44, 3. 71 Is. 53, 2-4. 72 Is. 50, 6. 73 Is. 52, 14. 74 Este detalle del establo —en el original, ristalla—, no aparece en los Evangelios, ni fue, obviamente, invención del autor. Resta que se deba a una revelación privada. 75 Mt. 26, 68. 76 Is. 53, 3. El original hebreo, My#$y) ldx hadal ishím tiene un sentido aún más drástico: no sólo el último, sino la cesación de los hombres, el que les marca su acabamiento, el hombre como no puede haberlo en menor grado, el fondo debajo del cual no hay más integrantes de la especie. Cristo quiso ser la cesación o el último de los hombres porque Adán quiso hacerse la culminación o el primero de los ángeles y de los dioses. Si quieres sanarte de la herida letal de la ambición que debes a Adán, hazte según Cristo, ambiciona no lo sumo, sino lo ínfimo. Aquí se esconden grandes tesoros, pues el último lugar es el punto de equilibrio del humilde, donde él mismo goza de suma quietud y tranquilidad de ánimo, como quiera que, puesto en el fondo, no puede descender ni caer. PADRE CORNELIO DE LAPIDE, S. J. 77 Sal. 21, 7. Nuestro Señor dice en la Escritura: «Yo soy un gusano, y no un hombre» Quiso

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humillarse, dice san Pablo, quiso anonadarse hasta la nada, ser tratado como el último de los hombres, y nosotros no tendremos parte con Nuestro Señor sino participando de su humildad, más aun, de su humillación, porque es el vínculo gracias al cual hemos entrado en relación con Él y nos hemos convertido en hermanos suyos. Tan pronto como renunciamos a trabajar en nuestra propia humillación, renunciamos a participar de Jesucristo, ya que en seguida Nuestro Señor se halla a distancia infinita de nosotros. PADRE HERMANN COHEN. 78 Sal. 38, 3-4. 79 Cf. Prov. 1, 24-33. 80 Afirma la tradición, y en particular San Clemente, que San Pedro lloró siempre su triste caída, y con lágrimas tan abundantes, que dos surcos aparecieron en sus mejillas hacia el final de sus días. 81 Jn. 18, 28. 82 Jn. 18, 29. 83 Ez. 16, 16-17 ss. 84 Ez. 16, 46-47. 85 Jn. 18, 30. 86 Jn. 18, 31. 87 Jn. 18, 31. 88 Gén. 49, 10. 89 Cf. Apoc. 4, 8 e Is. 6, 3. 90 Jn. 18, 33. 91 La preposición original, ®k, denota origen. Nuestro Señor niega que en este mundo su Reino se origine, no que aquí pueda extenderse. San Agustín interpreta aquí como Reino de Cristo sus fieles, que, aún estando en este mundo, por el afecto y la imitación no son de él. San Juan Crisóstomo interpreta el poder y autoridad real de Cristo, cuyo origen no es mundano ni humano, sino divino. 92 Jn. 18, 36. 93 Jn. 18, 34. 94 Jn. 18, 35. 95 Jn. 18, 37. Jesús es efectivamente rey, puesto que habla de su reino. Reina en las almas que le son súbditas, y quiere y merece reinar en los gobernantes y en las naciones. Su Vicario Pío XI lo destacó en su encíclica «Quas Primas» de 1925: «erraría gravemente el que negase a Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le confirió un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal suerte que todas están sometidas a su arbitrio» y «su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres». 96 «Posee Cristo soberanía sobre todas las criaturas, no arrancada por fuerza ni quitada a nadie, sino en virtud de su misma esencia y naturaleza». San Cirilo de Alejandría, In Lucam, 10. 97 Jn. 18, 37. Aquí comenta San Agustín que Cristo reina sobre los fieles, y para lo que vino al mundo es para congregárselos y así hacerse un reino. Este reino dependía de la manifestación de la Verdad, que dependía de la actuación personal y visible de Aquel que es la Luz.

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98 Jn. 18, 38. 99 Mt. 22, 21. 100 Mc. 15, 4. 101 Jesús cumple con su silencio la profecía de Isaías 53, 7: «Fue ofrecido porque él mismo lo quiso; y no abrió su boca; conducido será a la muerte, como va la oveja al matadero, y guardará silencio sin abrir siquiera su boca, como el corderito que está mudo delante del que lo esquila.» 102 Cf.1 Sam 3, 9 103 Mt. 11, 29. 104 Lc. 23, 11. 105 Lc. 23, 12. 106 Is. 9, 6. 107 Lc. 23, 14-15. 108 Mt. 27, 17. 109 Jn. 18, 39. 110 Jn. 18, 40. 111 Jer. 12, 8. 112 Mt. 27, 22. 113 Mt. 27, 23. 114 Mt. 27, 19. 115 Mt. 27, 23. 116 Mc. 11, 9. 117 Mt. 27, 24. Cf. Deut. 21, 6. 118 Mt. 27, 25. 119 Esta columna se venera en la iglesia de Santa Práxedes, Roma. Tiene apenas 70 cm de altura. Nuestro Señor debió recibir los azotes humillantemente encorvado. 120 Sal. 21, 18. 121 Deut. 25, 2-3. 122 San Agustín, De doctrina christiana, lib. 4, cap. 7. 123 Mt. 27, 27. Una cohorte se componía de 625 soldados. 124 Is. 1, 6. 125 Cant. 1, 3. 126 Jn. 14, 6. 127 Lc. 24, 26. 128 Is. 53, 4-7. 129 Mt. 27, 29. 130 Mt. 27, 29. 131 Este tema es motivo del himno de San Bernardo «Salve caput cruentatum», que luego inspiró varias traducciones y piezas de música sacra. (Cf. «O Haupt voll Blut und Wunden» de la Pasión según San Mateo de Juan Sebastián Bach). 132 Jn. 19, 5.

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133 Jn. 19, 6. 134 Jn. 19, 6. 135 Jn. 19, 9. 136 Jn. 19, 10. 137 Jn. 19, 11. 138 Jn. 19, 11. 139 Jn. 19, 12. 140 Jn. 19, 14. 141 Jn. 19, 15. 142 Jn. 19, 15. 143 v. Mc 11, 10; Lc 19, 38; Jn 6, 15 7 12, 13. 144 Jn. 19, 15. 145 Lc. 23, 28. 146 Lc. 23, 31. Cf. Prov. 11, 31. 147 Orígenes (siglo III) reporta, como de origen judía, la tradición relativa al sepulcro de Adán en el mismo lugar de la crucifixión de Jesús (Gólgota o Lugar del Cráneo): «de modo que, como todos mueren en Adán, todos puedan resucitar en Cristo». Un pequeño ábside al pie del Calvario (Capilla de Adán) perpetúa este antiquísimo recuerdo. 148 Jn. 19, 19. 149 Jn. 19, 22. 150 «Si Pilato ha escrito lo que ha escrito, es porque el Señor ha dicho lo que ha dicho». San Juan Crisóstomo, Catena Aurea de San Juan, cap. XIX, lec. 6. 151 Mt. 27, 35; Salmo 21, 19. 152 Jn. 12, 32. 153 Is. 53, 12. 154 Mt. 27, 42. 155 Mt. 27, 43. Cf. Sal. 21, 9 y Sab. 2, 13/18. 156 Lc. 23, 34. 157 Lc. 23, 41. 158 Lc. 23, 42. Cf. Gén. 40, 14. 159 Lc. 23, 43. 160 Jn. 19, 26. 161 Jn. 19, 27. 162 Mt. 27, 46. Cf. Sal. 21, 2. 163 Jn. 19, 28. 164 Mt. 27, 48. Cf. Sal. 68, 22. 165 Salmo 68, 22. 166 Jn. 4, 7. 167 Jn. 19, 30. 168 Lc. 23, 46

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169 Jn. 15, 13. 170 Mt. 27, 51-53. 171 Jn. 19, 31. Cf. Éx. 12, 16; Deut. 21, 23 172 Jn. 19, 32-33. 173 Jn 19, 34. 174 Sal. 33, 21. 175 Cf. San Bernardo, Sermo infra oct. Assumpt. 176 Cf. San Alfonso, Las Glorias de María, Parte II, Discurso IX. 177 Mt. 27, 54. 178 Lc. 23, 48. 179 Senador, también, según Mc. 15, 43. Según algunas tradiciones, habría sido hermano de San Joaquín y de Jacob, respectivos padres de la Santísima Virgen y de San José. 180 Jn. 19, 39. Nicodemo era miembro del Sanedrín. 181 Mt. 27, 59. Recientemente el Santo Sudario ha dado a conocer muchos fenómenos inexplicables para el científico, y datos valiosos para el creyente. 182 Mt. 27, 60. Cf. Is. 11, 10: «En aquel día el renuevo de la raíz de Jesé, que está puesto como señal para los pueblos, será invocado de las naciones, y su sepulcro será glorioso». 183 Son propias de un Papa, según el Dictionnaire de Théologie Catholique, las siguientes intenciones: 1. La exaltación de la Iglesia; 2. La propagación de la Fe; 3. La extirpación de la herejía; 4. La conversion de los pecadores; 5. La Concordia entre los príncipes cristianos; 6. Los demás bienes del Pueblo Cristiano.