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María José Codes LOS INTACTOS Traducción de EVA RODRÍGUEZ Prólogo de ANTONIO MUÑOZ MOLINA PRE-TEXTOS NARRATIVA

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María José Codes

LOS INTACTOS

Traducción de EVA RODRÍGUEZ

Prólogo de ANTONIO MUÑOZ MOLINA

PRE-TEXTOSNARRATIVA

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Impreso en papel FSC® proveniente de bosques bien gestionados y otras fuentes controladas

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de

esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos)

si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

Diseño gráfico: Pre-Textos (S.G.E.) y *

Imagen de la cubierta: Brönte 13, María José Codes

1ª edición: octubre de 2017

© María José Codes, 2017

© de la presente edición:

PRE-TEXTOS, 2017

Luis Santángel, 10

46005 Valencia

www-pre-textos.com

en coedición con:FUNDACIÓN BARTOLOMÉ MARCH SERVERA

IMPRESO EN ESPAÑA/PRINTED IN SPAIN

ISBN: 978-84-17143-01-5

DEPÓSITO LEGAL: V-2557-2017

ADVANTIA, S.A. TEL. 91 471 71 00

Reunido el jurado de la XXV edición del Premio de Novela Breve Juan March Cencillo, formado por don Manuel Borrás, don Fernando G. Corugedo (secretario), don Javier Goñi,

don José Luis de Juan y don José Carlos Llop (presidente) ha considerado, por mayoría,novela ganadora de este año Los intactos, de doña María José Codes.

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Para David

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“Y así ha crecido la sospecha:lo imposible

ya casi no soporta a lo posible.”

ROBERTO JUARROZ, Poesía vertical

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LA VENTANA

1.

Haré memoria. No guardo grabaciones ni diarioalguno. Trataré de respetar la sucesión de los días, devisualizar lo mejor posible las escenas, de revivir lasprimeras impresiones. Hice algunas anotaciones suel-tas en la agenda, intercaladas con el progreso del tra-bajo, sobre todo cuando pensaba que volveríamos pron-to. Nada demasiado importante, palabras y alguna queotra frase. Servirán para mi reconstrucción de lo ocu-rrido. Los diálogos nunca se recuerdan con exactitud,serán aproximados.

Vamos en un tren, hace horas que viajamos. No esun tren moderno pero nos parece cómodo, tal vez acausa de las pastillas tras las sesiones de choque. El viejode enfrente me escruta con el descaro de las personasmayores, ajenas ya a cualquier protocolo social.

Vigilo a Alicia. Cabecea. De vez en cuando se sobre-salta, hace un barrido visual de sonámbula y vuelve a

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cerrar los ojos. Recibe una dosis mayor que yo, así quedóacordado. Era lógico, soy más joven y fuerte. La mono-tonía del paisaje contribuye a adormecerla. Apenasnotamos el movimiento y el traqueteo tiene una caden-cia amistosa, un ruido blanco que invita al sueño. Hayalgo perverso en esa seducción. Es como si el tren nosacunara y entonase una narcótica canción de cuna:duerme mientras te llevo a tu destino ineludible. Elviaje promete y engaña, lo sabemos; aun así, qué otracosa se puede hacer sino dejarse llevar donde sea, unavez comenzado.

De pronto, todo se viene abajo por un brutal frena-zo. Hay gritos ahogados de pasajeros. El maletín de Ali-cia me cae sobre el hombro desde el compartimentosuperior. Le dije que no lo había colocado bien, perono quiso aceptar mi ayuda, es demasiado orgullosacuando se enfada. Alicia se ha golpeado con el cabece-ro del asiento y está aturdida, los ojos como platos.Nadie sabe por qué se ha detenido el tren en medio deun paisaje tan anodino y despoblado. En momentosasí deseo conectarme y buscar la causa, pero le he jura-do a Alicia que cumpliría las reglas.

Hemos debido de atravesar multitud de bosques deabetos, robles, hayas y abedules, según el mapa, peroahora el paisaje que alcanzo a ver desde la ventanilla eslineal. El tren se pone en marcha de nuevo, muy des-pacio. Una sacudida lánguida, un cambio de agujas. No

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parece haber daños graves entre los pasajeros, aunquesospecho que han caído más bultos sobre hombros ycabezas.

Por más que miro, a derecha e izquierda, no logrover más que campiña y cielo gris. El raro tiempo esti-val del norte de Inglaterra. No sé dónde estamos, aun-que sospecho que no debemos de andar lejos de la finca,llevamos demasiadas horas viajando.

Alicia está de nuevo ensimismada. Tiene sangre enlos labios, pero ni siquiera parece notar el sabor. Siguemirando por la ventana, con la boca medio abierta,absorta en sus pensamientos o en los recuerdos. Nosmovemos en zona enemiga, pienso. Definir el concep-to de zona enemiga es algo demasiado amplio y escu-rridizo. En nuestra situación, enemigos son todos, todapersona que se empeñe en averiguar quiénes somosporque eso supondría explicar lo que no queremos, estodo tan reciente. La realidad misma será nuestra ene-miga durante algún tiempo. El hecho de que el tren sehaya detenido de forma tan brusca me hace pregun-tarme si alguien pasará por los vagones solicitandodocumentaciones. Eso dispararía nuestros mecanis-mos de defensa y no sería buen comienzo. Alicia debe-ría temerlo también, pero cuando se inhibe así, ni sien-te ni padece. Podría retorcerle la muñeca y sólo lograríaque la retirase, sin hacerme ningún reproche. De modo

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que Alicia está en el tren sólo en cuerpo, no en alma.Me limito a sacar mi pañuelo, inclinarme un poco haciaella y limpiarle la sangre de los labios con mucho cui-dado para que no se sobresalte y me muerda los dedossin querer. Sin querer.

Lo recuerdo. Alicia y yo viajando juntas como si fué-semos madre e hija, como si compartiésemos algo pare-cido a la intimidad, como si no tuviésemos nada quereprocharnos o nada que olvidar.

Una voz de mujer anuncia algo por megafonía. Elviejo que se encuentra frente a nosotras estornuda estre-pitosamente y sólo oigo el final de la frase: “… en laestación durante cinco minutos”. ¿Estación? ¿Qué esta-ción? La voz femenina repite el mensaje y entonces sí,lo escucho con claridad y advierto con inquietud quees la nuestra, el lugar a donde nos dirigimos.

Para asegurarme, le pregunto al viejo si es así, si escierto que hemos llegado, no veo otra cosa que pasti-zales desde la ventana. Lo confirma: “Claro, dense prisasi no quieren que el tren arranque con ustedes dentro”.

Dudo unos instantes pero acabo zarandeando a Ali-cia, aunque sé que detesta que la toque y eso la irrita-rá: “¡Vamos, Alicia! Hemos llegado. Ayúdame con elequipaje”. Reacciona. Aprieta las mandíbulas y me miracon el gesto malhumorado que suponía. Enseguidacomprende y, sin decir palabra, se agacha para cogercon indolencia su desgastado maletín azul marino del

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suelo, como si ella misma lo hubiese puesto allí en vezde colocarlo mal sobre mi cabeza.

“¡Date prisa!”, la empujo un poco hacia la salida,todavía tengo que alcanzar nuestras dos maletas gran-des. Camina con su maletín sin mirar atrás y baja losdos escalones hacia un andén de pronto visible. Demodo que sí, hay estación, aunque desde los últimosvagones no se veía. Dejo una maleta en la plataformay me apeo con la otra, abultan demasiado. Una vez abajome estiro para recuperar la que quedó arriba, pero elhombro me da un tirón y repliego el brazo en un actoreflejo. El tren echa a andar de nuevo, de manera silen-ciosa pero veloz, increíblemente rápida. Nuestra male-ta viaja sola hacia quién sabe dónde, hacia Escocia, odonde quiera llevarla aquel que se apropie de ella. Esla maleta huérfana de Alicia, pero ella no ha podido verlo ocurrido, se alejó en cuanto puso pie en tierra y acabade entrar en la cantina de la estación.

2.

El dolor del hombro desaparecerá enseguida, o másbien lo olvidaré, sin duda gracias a la medicación.Recuerdo bien esos primeros minutos de nuestra lle-gada, el movimiento del sol y de las nubes, la insopor-table moralidad del paisaje, la primera conversación

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con Sykes. La memoria tiene un curioso modo propiode seleccionar fragmentos inútiles del pasado bajo losefectos de los narcóticos.

Cuando llego a la cantina, Alicia se está sirviendoun té mientras habla con un camarero con ropas de jefede estación. Parece recobrada del golpe en la cabeza.

“¿Te duele?” Me toco mi propia sien.“No ha sido nada, se me pasará”, dice con suficien-

cia. Y dejo de preocuparme. “El tren ha dado un frenazo poco antes de llegar.

¿Ha ocurrido algo?”“No, que yo sepa”, dice el hombre. “A no ser que haya

sido por… las obras del desvío. Eso habrá sido.”“¿Alguna reparación?”“En el ferrocarril siempre hay obras”, dice. No le doy

mayor importancia. Más adelante sabré la razón de suambigua respuesta, pero no quisiera anticiparme, dis-torsionaría mi recuerdo. Es necesario que respete lasecuencia de los hechos para comprenderlo todo mejor.

En la estación. Alicia parece ya restablecida y se com-porta como una persona completamente normal, esdecir, consciente de sus actos. Ella es el tipo de mujerexcéntrica en el que no voy a convertirme. Su manerade vestir es como de otro siglo: falda larga, blusa vapo-rosa, sombrerito de fieltro…, una mujer sacada de unescenario romántico.

El camarero o jefe de estación se muestra amablecon ella, cierto tipo de hombres suelen quedarse un

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poco embelesados con Alicia. No es que sea guapa, nolo es, pero sabe mirar y sonreír de un modo muy curio-so que a todos les resulta seductor. No es eso lo queaprecio más en ella, sin embargo.

“El señor Sykes dice que podemos llevarnos su para-guas si prometemos devolvérselo.” A mí. “Gracias, esusted muy amable.” A él.

Con que Sykes, ¿eh? Me asombra que se hayan pre-sentado tan pronto.

No me había fijado en que llovía. En el frío, sí. Mefiguraba que haría más calor en esta época del año. Trajeropa ligera y algún jersey, pero nada de abrigo. Temíaincluso que hiciese demasiado sol. El final de la prima-vera es impredecible en esta zona del condado.

“Sólo llovizna, no creo que sea necesario, Alicia”,dije, o pensé decir.

Hay una televisión apagada. Busco algún dispositi-vo electrónico sobre el mostrador, pero no veo ningu-no.

El jefe de estación –en efecto, este hombre no es elcamarero, o no sólo, como comprobaré enseguida–,me pregunta si me apetece tomar un té a mí también,pero le digo que no, que nos esperan y vamos a llegartarde. Alicia me mira con una sonrisa tras la que advier-to un fulgor contenido de censura, pero me sigue. Con-firma lo que he dicho y añade que nos esperan.

“¿Van ustedes muy lejos?”

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Me irrita la curiosidad que muestra por nosotras,sin quitarle ojo a Alicia.

“A la finca del lago. Tenemos entendido que quedacerca de aquí, ¿no?”

El hombre dice que tan sólo a un par de kilómetros.Se ofrecería a llevarnos pero no puede abandonar supuesto de “jefe de estación” –voilà–. No le importaríacerrar la cantina, sólo paran los viajeros y pasan pocostrenes: dos al día, dice, pero no se atreve. Algún inspec-tor de la compañía podría presentarse para hacer uncontrol de rutina y “ahora, más que nunca”, debe con-servar su trabajo.

Juraría que si enfatiza ese “ahora”, etcétera, es sólopara que le preguntemos la razón de dicha situacióncrucial, se le notan las ganas de charla. Juega con la bazade nuestra cortesía. Cree que no vamos a dejarle conla palabra en la boca, justo cuando ha dejado caer lanoticia de que atraviesa una etapa de necesidad en suvida. En lo que a mí respecta, se equivoca. Nada de com-portamientos compasivos. Quiero marcharme, así quele digo que lo comprendo, que lo comprendemos –aAlicia, le gusta que hable en plural–, pero que debemosirnos cuanto antes.

“En realidad, seguro que podemos permitirnos tomareste té con calma, ¿no crees?”, dice Alicia mientras sequita el sombrero para colocarlo con esmero sobre lamesa. Una provocación. Sus pequeños desafíos me enfu-

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recen. Mi mejor venganza contra ella es el autodomi-nio. “De acuerdo. Entonces tomaré otro”, digo con untono impasible que ella finge ignorar.

El jefe de estación no es tan mayor como pensaba.Me engañaron su forma de caminar artrítica y sus gafasde aumento. Dudo que llegue a los cuarenta. Va a que-darse inválido, ciego o las dos cosas, me digo, por esoteme perder el empleo.

“Su mujer está enferma”, aclara Alicia en voz baja.“¿Te lo ha dicho?”“Sólo lo supongo.”“¿Y él? Puede que padezca una enfermedad degene-

rativa. ¿No ves cómo anda?”El jefe de estación me sirve la leche en la taza y deja

sobre la mesita la pequeña tetera de metal.“¿Tienen wi-fi?” Alicia me dirige una mirada entre

incrédula y asesina. Antes de emprender el viaje acep-tamos prescindir de toda comunicación con el exte-rior, como parte de la terapia. Lo pregunto por purarevancha y quizá también por el síndrome de abstinen-cia, como quien deja de fumar y localiza las máquinasexpendedoras de tabaco más cercanas. Es relajante saberque el objeto de deseo existe y está cercano; eso noshace ganar seguridad, convencernos de que estamosfirmemente decididos a mantenernos alejados de él.

Contra todo pronóstico, el jefe de estación me dedi-ca una mirada culpable.

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“Aquí vivimos como en el siglo pasado.”Me gustaría seguir interrogando a ese hombre, pero

Alicia me fulmina de nuevo con la mirada. Me he pues-to en evidencia, y a ella también. Pago la cuenta y apro-vecho para mirar con más detalle la trasera del mos-trador.

“¿Dónde puedo consultar el horario de los trenes?” “Puedo informarle de cuanto desee.”Alicia se levanta y se coloca el sombrero: “Ahora sí

creo que debemos irnos. Estoy cansada y no quiero quese nos haga de noche por el camino”.

El jefe de estación le alcanza el maletín con una son-risa.

“Gracias. Espero que su esposa se recupere pronto.” El hombre inclina un poco la cabeza y vuelve a son-

reír. Ignoro si eso significa que el comentario le pare-ce una pura formalidad, o que Alicia ha dado en el clavoy su mujer está realmente enferma. En cualquier caso,esto es algo que admiro en ella, su intuición, su facili-dad para conectar con los problemas ajenos, su empa-tía con los desconocidos. Lástima que esa destreza suyasólo funcione con los extraños. Aunque no sería justoque fuese yo quien le hiciese semejante reproche.

“Llévense el paraguas”, insiste. “Si ya no llueve.” Pare-ce empeñado en que establezcamos algún vínculo conél: “Puedo conseguirles lo que sea. Uno no imagina loque puede faltarle hasta que lo necesita”. Me pregunto

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si ya entonces sabría quiénes éramos o para qué íba-mos a la casa del lago. Imagino que no estaba autori-zado a decirnos que la estación iba a desaparecer.

3.

Nos ponemos en camino. Qué aspecto debíamosofrecer: yo con mis vaqueros rotos, mi camisa gastaday el cabello crespo, más erizado que de costumbre porel viaje, arrastrando con desgana la maleta de ruedas; yAlicia, con su falda larga de seda salvaje, su sombreritoromántico y su maletín, siguiendo mis pasos un par demetros por detrás. Dos personas de distinta época, cami-nando como hormigas a nuestro retiro temporal.

El sendero es estrecho y solitario, discurre entre cam-pos parcelados por esos muros de piedra tan típicos delos valles. Más adelante, vemos un establo en ruinas,en cuyo interior la vegetación es espesa y tumescente.Pienso que, no muy lejos, habrá alguna granja, pero nohay nada más.

Antes de llegar le recuerdo a Alicia la norma prin-cipal: no dar nombres ni referencias que permitan mayo-res averiguaciones a desconocidos. Como si las peoresamenazas no pudiesen ser otras.

El lugar quedaba al norte. Lo único que conocíamosdel edificio rural era aquel grabado de la ventana que