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LOS SECRETOS DEL CLUB LÁZARO Londres, 1857. Unos cadáveres terriblemente mutilados aparecen en el río Támesis. La policía, desconcertada, solicita la ayuda del cirujano George Phillips, pero este no tardará en convertirse en su principal sospechoso. Mientras tanto, una sociedad secreta se reúne. En ella se dan cita algunas de las mentes más brillantes de la época (Isambard Kingdom Brunel,

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LOS SECRETOSDEL CLUB LÁZARO

Londres, 1857. Unoscadáveres terriblementemutilados aparecen en elrío Támesis. La policía,desconcertada, solicita laayuda del cirujano GeorgePhillips, pero este notardará en convertirse en suprincipal sospechoso.Mientras tanto, unasociedad secreta se reúne.En ella se dan cita algunasde las mentes másbrillantes de la época(Isambard Kingdom Brunel,

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Charles Babbage, CharlesDarwin…), genios quedesean hacer uso de susdescubrimientos paracambiar el mundo. Perohay quienes se valen de esasociedad secreta para suspropios fines. La vida y lareputación del doctorPhillips penden de un hilo,por lo que tendrá quedesenmascarar a losconspiradores antes de queestos desaten su increíblepoder sobre el mundo…Cruentos asesinatos.Magníficos avancestecnológicos… TonyPollard ha encerrado eneste libro lo mejor y lopeor de la ciudad de

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Londres en la épocavictoriana.

Traductor: María Otero GonzálezAutor: Tony PollandISBN: 9788498005981

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Tony Pollard

Los secretos del clubLázaro

Traducción de María Otero González

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Agradecimientos

ESTOY muy agradecido a los albaceas deldoctor George Phillips por permitirmetrasladar a la ficción sus diarios. También megustaría agradecer al personal del archivo de I.K. Brunel, de la Universidad de Bristol, suayuda durante mis visitas a sus increíblementeingentes recursos. Muchísimas graciasasimismo a María Heffernan, del Instituto deTaquari, en Asunción (Paraguay), porfacilitarme el acceso a las recientementeredescubiertas actas del club Lázaro. Se hancorregido algunas incoherencias en las fechasde las actas originales, puesto que la edición encartoné de esta novela fue publicada como Lasactas del club Lázaro . Cualquier otro error enalgún hecho o interpretación seguirá siendoresponsabilidad del presente autor.

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Prólogo

EL barquero silbaba mientras tiraba de losremos. Su pequeña chalana lo llevaba a un ritmolento pero constante, río arriba, por LimehouseReach. Había salido de Limehouse Basin y sedirigía a Greenwich, para lo que atravesaría elrío desde la punta sur de la Isla de los Perros.Esa ruta cubría casi cinco kilómetros del río, yera su ruta. Había otros barqueros y otras rutas,pero esa era suya y con el transcurso de losaños había llegado a conocer cada remolino,cada estela y marisma. Esas aguas llevabanmucho tiempo siendo su hogar.

Se detuvo un instante y se bajó la visera dela gorra para protegerse de un chaparrón quedurante unos breves instantes convirtió lasuperficie pardusca del agua en una plancha decobre martilleada. A sus pies, todo tipo de

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objetos: trozos de madera, cuerdas, corcheras,botellas, ropa empapada e incluso una sillapequeña. No le importaba a quién habíanpertenecido; ahora eran suyos. Había sidocontratado para sacar del río todo aquello quepudiera obstaculizar la navegación, perocualquier objeto que flotara en el agua dentrode los límites de su área era de su propiedaduna vez fuera subido a bordo. Todo era muyoficial: no había más que contemplar suelegante uniforme azul.

Llevaba navegando desde el amanecer y aesas horas ya había cubierto la mitad delrecorrido (así lo indicaban sus brazos doloridosy las punzadas de dolor en su espalda). Habíasido un día normal hasta el momento, peroestaba contento de haber encontrado la silla: sumujer podría usarla para el fuego. El barcoavanzaba pegado al extremo este del canal,alejado del denso tráfico, pero también cercade la zona donde acabaría la mayoría de los

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objetos arrastrados por la corriente. Con lamarea baja, gran parte de esas gananciasflotantes acabarían encalladas en bancos dearena, donde caerían en manos de los raquerosque trabajaban a ambos lados del río. Sinembargo, en esos momentos no había de quépreocuparse, pues la marea se encontraba en supunto álgido.

Las embarcaciones amarradas siempre eranun buen lugar donde buscar; en ocasiones habíatres o cuatro juntas, unidas. Esas flotillasamarradas hacían las veces de trampas paracualquier cosa que se cruzara en su camino,razón por la que el barquero siempre seacercaba hasta ellas y cogía todo lo que flotabajunto a los cascos o lo que había quedadoatrapado en las cuerdas. En ese momento seencontraba junto al astillero donde se estabaconstruyendo la enorme embarcación deBrunel. El astillero también suponía un númeroimportante de tesoros (tablas de madera, botes

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de pintura y tramos de cuerdas muy pesadas).Los barcos, un esquife y dos gabarras, estabanamarrados a unos cuarenta y cinco metros ríoabajo del astillero, por lo que suponían unaoportunidad perfecta para un buen botín.

Valiéndose de uno de los remos, elbarquero maniobró para situarse en la popa delas embarcaciones amarradas. Bichero enmano, comenzó a buscar objetos flotantes.Entre la gabarra situada en el medio y el esquifehabía un tramo de escalera rota. El barqueroestimó que tenía el suficiente largo para poderser utilizada de nuevo. Tras algunas dificultadespara liberarla, la puso a buen recaudo, junto alresto de objetos.

Fue entonces cuando escuchó los ruidos,similares a raspaduras y arañazos, intercaladoscon extraños y ásperos graznidos. Apoyando elbichero contra la popa de la embarcación delmedio, logró acercar algo más su chalana hastala ribera. Fue entonces cuando las vio.

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Dos gaviotas de aspecto siniestro secernían sobre algo que flotaba en el río peroque aparentemente parecía sujeto a la orza dederiva de la gabarra más cercana a la ribera.Estaban peleándose por lo que quiera que lamás grande de las dos tenía firmemente sujetocon el pico. El barquero tardó unos instantes encomprender que las aves se encontraban encimade la espalda de un cadáver. La cabeza delcuerpo había quedado atrapada entre la orza y elcasco de la embarcación. El cadáver estabapálido cual fantasma y completamente desnudo.Con sus extremidades inertes y su largo cabelloflotando sobre las aguas cual oscuras algas,solo podía tratarse de una mujer o de un niño.

Aunque la desnudez del cadáver le resultódesagradable, así como la visión de las dosgaviotas peleando por un globo ocular reciénarrancado, el hecho de haber encontrado uncuerpo en el río no lo alteró. Después de todo,se había topado con docenas de cuerpos en su

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trabajo, muchos de ellos suicidas que se habíanarrojado de alguno de los puentes situados ríoarriba. A menudo la corriente se los tragabacasi de manera inmediata y eran arrastrados ríoabajo para emerger en algún punto delrecorrido diario que realizaba el barquero.Desconocía cuántos de ellos permanecíansumergidos y eran arrastrados por el cauce delrío hasta ir a parar a mar abierto.

Retirar del río los cadáveres, o«flotadores», como eran conocidos en laprofesión, era parte de su cometido comobarquero. Es más, recibía una pequeñabonificación por cada cadáver que sacaba delagua y devolvía a tierra firme.

Tras acercar la embarcación todo lo que elhueco entre las dos gabarras le permitía, sesituó en la proa y se valió del bichero paraapartar a las gaviotas, obligándolas a continuarcon su pelea en otra parte. A continuación loutilizó para hacer palanca con la orza y retirarla

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lo suficiente como para liberar el cadáver. Alsoltarse, el cuerpo giró hasta colocarse bocaarriba. Fue entonces cuando el hedor lo golpeó.

El miedo se abrió paso por entre susentrañas. Le entraron arcadas y los ojos se lehumedecieron. Sabía por experienciasanteriores que el desagradable olor agriado deun cadáver humano se percibía tanto por elsentido del gusto como por el del olfato, peroaquel olor era el más hediondo que habíapercibido en su vida. El cadáver debía de llevaren el agua bastante tiempo, pudriéndose cuallino en aquellas tenebrosas profundidades. Perocuando sus ojos se recuperaron, se horrorizó elver que había otro motivo más para tan fétidohedor. Donde otrora estuvo su pecho había enesos momentos un enorme abismo y, a cadalado, dos pliegues de carne hecha jirones comopáginas de un libro que nadie leería jamás. Secolocó el bichero bajo la axila y tiró de aquellamasa carnosa hacia sí, cuidándose de volver la

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cabeza cada vez que necesitaba tomar aire.¿Qué tipo de accidente podría haber causadouna herida así?

Valiéndose de uno de los andrajos que teníaen el barco para cubrirse la mano, agarró unbrazo (cuya carne estaba resbaladiza ycorrompida) y tiró del cadáver hacia sí, antes depensárselo mejor y dejarlo caer de nuevo alagua. No iba a llevar eso a bordo. De ningúnmodo. Cogió una de las cuerdas y se la colocóalrededor de la muñeca antes de asegurarla alotro extremo de la popa.

Quizá se había golpeado con la rueda depaletas de una embarcación o con una de esasnuevas hélices dentadas. Podían destrozar uncuerpo. En ocasiones apenas si se podíanavegar, con tantos barcos surcando las aguasde Londres en todas direcciones.

Había intentado no mirarlo demasiado,pero, en esos momentos, estando el cadáver tanpróximo, no pudo evitarlo. Su cara estaba lo

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suficientemente entera como para ver que setrataba de una mujer y que la herida no habíasido accidental. La habían trinchado, abierto encanal, de proa a popa. Había visto antes otrosasesinatos, pero ninguno tan terrible como ese.

Observó el cadáver más de cerca ydistinguió algo oscuro y brillante en el interior,algo que se movía en la cavidad del pecho. Loque quiera que fuera aquello comenzó arevolverse y a escupir chorros de agua.Entonces salió del cadáver, desenroscando subrillante y negro cuerpo y lanzándose hacia elbarquero. Este gritó y cayó hacia atrás. Aterrizóen el fondo de la embarcación con laserpenteante y espantosa forma de la anguilajunto a él. Recobró la compostura e intentóagarrar a aquella criatura, pero se le escapó yculebreó hasta esconderse entre los objetosamontonados en el casco. Al final logróatraparla con una camisa y, tras envolverla lomejor que pudo, lanzó la camisa y la anguila

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todo lo lejos del barco que le fue posible. Enun instante la camisa había desaparecido bajo lasuperficie conforme el animal descendíaserpenteando a las profundidades; durantealgunos segundos fue el pez mejor vestido delrío.

El cadáver volvió a reclamar su atención.Intentando mantener su estómago a raya, eincapaz de resistirse a mirar una última vez,comprobó que la anguila había podido alojarseen el pecho de la pobre mujer porque susórganos (corazón, pulmones, todo) no estaban.¿Se los habría comido la anguila? Le entraronganas de vomitar.

Intentó calmarse. Se sentó y, tras alejarse,colocó los remos nuevamente en lasabrazaderas. Aunque el astillero quedaba cerca,pensó que sería mejor llevar su horripilantepesca a una zona de la ribera más tranquila, porlo que se dirigió río abajo. Mientras, el cuerpocabeceaba detrás. Sentado, con el rostro

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mirando a popa, no pudo evitar observar lapálida forma de aquella mujer que no cesaba desumergirse bajo el agua para emerger instantesdespués. En ocasiones, el brazo que teníasuelto se doblaba y parecía como si estuvieranadando, intentando dar alcance al barco.

Remó con más rapidez.

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Capítulo 1

DE tanto uso, el cadáver había quedadoreducido a poco más que una envoltura hechajirones y no resistiría más que otra disección.Excepto el cerebro, que extraería al díasiguiente, todos los órganos internos habíansido depositados en cubos sobre el suelocubierto de serrín. En uno de ellos estaba elcorazón, junto con el hígado, los riñones y lospulmones, mientras que en el otro las entrañasbrillaban como peces recién pescados.

William trajo una palangana con agua tibia yse llevó los cubos mientras yo me limpiaba lasangre de las manos. El bullicioso grupo deestudiantes se había marchado con su habitualrapidez y, creyéndome solo, me sorprendióescuchar el crujido de la madera de un banco.Alcé la vista y vi que alguien se movía en la

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penumbra de la tribuna. Una vez hubo llegado alpasillo, bajó las escaleras en mi dirección. Eraun hombre menudo, con los hombrosencorvados bajo una cabeza quizá demasiadopesada para ellos.

Se colocó bajo la luz de sol invernal que sefiltraba por el tragaluz. Su rostro era redondo ypálido, y sus ojos parecían encajados en cuevasde carne cansada. Una papada sin afeitar seescondía bajo el borde del cuello de su camisay solo las líneas bien definidas de sus labios,que sujetaban con firmeza un puro a punto deconsumirse, dejaban entrever una bellezarecientemente ajada. Llevaba ropa de buencorte, cara, pero arrugada, como si hubieradejado de preocuparse por su apariencia. Sedetuvo delante de la mesa de operaciones yobservó durante unos instantes el rostroamarillento del cadáver. No cabía duda de queese hombre no era un estudiante de medicina,pero sin embargo había algo en él que me

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resultaba familiar.—A todos nos llega —dije mientras

limpiaba el instrumental antes de guardarlo. Eldesconocido siguió observando el cadáver. Susojos recorrieron el torso abierto.

—La muerte quizá, pero esto no —dijo sinquitarse el puro de la boca ni apartar la miradadel cadáver.

—En ese respecto puede estar tranquilo,señor. Este pobre desdichado proviene del asilode indigentes, pero también podría haber venidode la cárcel.

Me miró y se quitó el puro de la boca.—Entonces, ¿no ha sido robado de su

tumba? Pensaba que así era como ustedesconseguían los cuerpos.

Aquello me hizo sonreír.—Me temo que lee demasiados folletines,

amigo mío. Ese sórdido comercio concluyóhace más de veinte años, con la aprobación dela ley de anatomía. Ahora obtenemos

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legalmente nuestros sujetos de hospitales yasilos de pobres; generalmente gente que nopuede permitirse un funeral. No escasean, laverdad.

Me quité mi bata de cirujano y la colgué enun perchero antes de conseguir que se mepresentara.

—No recuerdo haberlo visto antes por aquí.Usted no es uno de mis estudiantes, ¿verdad?

El puro ya se había consumido tiempo ha yestaba buscando un lugar apropiado dondedepositar la considerablemente mascadacolilla. Durante unos instantes temí que laenorme incisión en el torso del cadáver hubierasido la elegida, pero, para mi alivio, decidiódejarla caer en el bolsillo de su levita.

—Oh, no —respondió con la mirada aúnfija en el cadáver—. Creo que estoy demasiadoentrado en años como para comenzar una nuevaprofesión. No hace mucho que domino losconocimientos de la mía y creo que seguiré

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con ello, si no le importa. —Alzó la vista yextendió la mano—. Doctor Phillips, permitaque me presente. Mi nombre es Brunel.

—¿Isambard Kingdom Brunel? —pregunté,percatándome en ese mismo instante de porqué me resultaba familiar. Ese hombre y susproezas de ingeniería eran más que conocidas,y su retrato a menudo acompañaba los artículosque se dedicaban a algunas de sus creaciones.

Su apretón de manos fue fuerte, al contrariode lo que su enfermizo aspecto podría sugerir.Miró de nuevo al cadáver.

—Sí, el ingeniero.—Todo Londres habla de su embarcación.

¿Cuándo será la botadura?—Si no le importa, preferiría no hablar de

eso en este momento, señor —espetó—. Esebarco se ha convertido en mi cruz.

Tan brusca respuesta no debería habermesorprendido, pues no había habido semanadurante todo 1857 en la que los periódicos no

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hablaran de las dificultades referentes a laconstrucción de la embarcación. En esosmomentos, cuando estaba a punto de ser botada,las publicaciones se regodeaban prediciendoque Brunel nunca lograría llevar el barco alagua. Después de todo, se trataba de la mayorembarcación jamás construida.

Era necesario un nuevo enfoque.—¿Qué le trae a St. Thomas, señor? No

estoy acostumbrado a que hombres de sureputación acudan a mis clases.

La expresión de Brunel se suavizólevemente.

—Le ruego acepte mis disculpas por mibrusquedad, doctor. Los últimos meses hansido agotadores. Y, respecto a mi presenciaaquí, dicen que usted es uno de los mejorescirujanos de todo Londres. Espero que no seaun problema que yo mismo me haya invitado.

—Me siento halagado, señor, y no, paranada, me alegra que considere que mi pequeña

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actuación es merecedora de su tiempo.No parecía estar escuchando, pues el

cadáver había atraído de nuevo su atención, porlo que llamé a William y le pedí que retirara lacausa de su distracción.

—He estado rodeado de máquinas durantedemasiado tiempo, doctor —dijo con ciertopesar—. He dedicado toda mi vida a las cosasmecánicas. Pensé que era el momento deaprender algo de la máquina que soy. Sinembargo, ruego a Dios que cuando las calderasse apaguen no me desmonten como a estepobre infeliz.

Se produjo un gran estrépito cuandoWilliam golpeó la mesa de operaciones rodantecon un lateral de la puerta. Mucho me temí quehabía estado bebiendo de nuevo en el almacén.

—¡William, tenga cuidado! —grité, pues nodeseaba que mi visita se preocupara más todavíadel trato que recibían los cadáveres. Lo ciertoera que a mí me importaba un comino. Los

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muertos están muertos y no hay más que hablar.No les importa si los pones en un agujero, loshaces pedacitos o los lanzas al fuego. Sinembargo, en St. Thomas los cadáveres jamástenían tan pródigo final. Una vez habían sidousados hasta la saciedad, William se llevaba losrestos al sótano y los hervía en una cuba paraquitar los últimos restos de carne. Los huesoseran llevados posteriormente al articuladorquien, tras adquirirlos por una pequeña cantidadde dinero (que William siempre tenía laprecaución de compartir conmigo), los unía denuevo y vendía los esqueletos a los estudiantescomo ejemplares anatómicos.

Procedí a ponerme mi abrigo mientrasBrunel tiraba hacia delante de una correa que lecruzaba el pecho y que reveló una cartera decuero que llevaba a la espalda. Desabrochó unahebilla y le mostró las puntas deaproximadamente una docena de purosalineados en lo que tenía que ser la mayor

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purera jamás vista; no cabía duda de que Brunelno era un hombre de medias tintas. Sacó uno yse lo colocó con cuidado entre los labios,humedeciendo el extremo final antes demorderlo y escupirlo al suelo. Acercó unacerilla al tabaco enrollado y espesas nubes dehumo salieron de este, así como un aroma acreque ni siquiera la desagradable bruma dellíquido de preservación pudo enmascarar. Unacalada fue suficiente para que el humor deBrunel mejorara.

—Esta es la tercera vez que acudo a susclases, doctor. Las encuentro fascinantes, de lomás fascinantes. Pero hay una cosa que metiene intrigado. Me he estado dirigiendo a ustedcomo doctor, tal como he oído a otrosllamarlo, ¿pero no es más habitual que loscirujanos se refieran a ustedes mismos como«señor»?

—Buena observación. Es cierto que existela costumbre de referirse a los cirujanos como

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señores en vez de doctores; esto se remonta anuestros orígenes medievales como barberos,cuando las navajas y cuchillas se empleabanpara algo más que afeitar barbas. Pero, ademásde mi formación como cirujano, también medoctoré en filosofía, razón por la que la gentetiende a emplear mi título académico. Decualquier modo, mis pacientes parecen másfelices creyendo que están siendo tratados porun doctor en vez de por un simple señor.

Brunel sonrió.—¿De veras? Bueno, doctor, eso me lleva a

mi siguiente cuestión. Esperaba que usted y yopudiéramos hablar con más detalle sobrealgunos aspectos de naturaleza anatómica.

Era una posibilidad interesante, pero ese noera buen un momento.

—Señor, para mí sería un placer poderhablar más con usted y compartir cualesquieraconocimientos de que dispongo, pero me temoque mis compromisos me obligan a

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permanecer en el hospital durante el resto deldía.

Brunel echó a andar hacia el banco en el quehabía estado sentado y cogió un sombrero decopa. Se lo colocó en la cabeza, lo que leconfirió al menos treinta centímetros más dealtura, y se volvió de nuevo hacia mí.

—No importa. De todas formas tenía unareunión con un grupo de sinvergüenzas en elastillero. ¿Podría quizá venir a visitarle en unmomento que fuera más adecuado para ambos?

—Por supuesto —respondí, y mi manoapareció por la manga del abrigo justo a tiempopara darnos otro apretón de manos.

Y se marchó, dejando tras de sí una estelade humo que, cuando me marché minutosdespués, aún no se había disipado.

La primera escisión en un cadáver fresco essiempre especial; rasgar la piel que, hasta miintervención, ha servido para guarecer en suinterior el maravilloso mecanismo que es el ser

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humano. Pero William parecía dispuesto aamargarme el momento.

—Quizá sea el último en un tiempo, señor—dijo mientras observaba con tristeza elcadáver que acababa de llevar a la mesa.

—¿Qué quiere decir con el último? Pareceun pollero que se ha quedado sin aves enNavidad.

—Quizá queden uno o dos, pero es por eltifus. Las autoridades han suspendido elsuministro hasta que la enfermedad cese. Estánquemando los fiambres… los cadáveres, quierodecir, que normalmente traerían hasta aquí.

Por supuesto que era consciente del brote,pero aún no había considerado la posibilidad deque la enfermedad pudiera suponer una amenazapara nuestro suministro de cadáveres. Encondiciones normales el hospital no generabael número de cadáveres necesarios parasatisfacer nuestras necesidades docentes y,como le había explicado a Brunel, la escasez se

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compensaba con fuentes como las cárceles ylos asilos de pobres, pero un brote de cólera otifus en cualquier parte de la ciudad significabaque todos los cadáveres frescos acabaríanenterrados en cal viva o quemados en pirascomunales.

—Entonces solo cabe esperar que el broteconcluya rápido, ¿no cree?

William parecía indeciso.—Mi hermana dice que se está planteando

regresar al campo.—No es de extrañar, William. ¿Qué

podemos esperar cuando el mismo Támesis noes más que una cloaca abierta? Sin embargo,por lo que he oído, el origen del brote se hallaen la prisión de Newgate, y no es la primeravez. —Era de dominio público que los presosse encontraban hacinados y en unascondiciones tan precarias que cualquiercontagio se propagaba como un reguero depólvora y alcanzaba al resto de la población de

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manera inevitable.—Deme un asesino fugitivo enfermo de

pestilencia y ahí tendrá el brote —comentóWilliam.

—Tendremos que ser más precavidos.Extreme la limpieza y deshágase de loscepillos. ¿Cómo de crítica es la situación?

—Creo que bastante desalentadora. Cercade veinte muertos, pero ni rastro de ninguno deellos en nuestra puerta.

—No, William, no hablo del tifus, merefiero a los cadáveres. ¿Cuántos nos quedan?

—Oh, no puedo decírselo ahora mismo.Necesito hacer inventario.

Miré mi reloj.—Bueno, no hay mejor momento que el

presente. Todavía nos queda media hora hastaque los estudiantes lleguen. Bajemos al sótano.

William mostraba cierta tendencia acreerse el propietario del sótano (cual príncipetrasgo del inframundo), por lo que en un primer

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momento le molestó que yo insistiera enacompañarlo a las profundidades.

—Debe tener cuidado —me alertó—.Puede agobiarse un poco. Ya sabe, el espacioreducido y los gases…

En aquella habitación de techo bajo yabovedado, cuyas paredes rezumaban humedad,la luz era escasa, pues la única iluminaciónprovenía de una serie de rejillas de ventilaciónque daban a la altura de la calle. Las pisadas delos peatones podían escucharse cuando pasabanpor la acera; sin duda apretarían el paso situvieran alguna idea del uso que se le daba alespacio situado bajo sus pies.

En un rincón de la habitación de sueloenladrillado se encontraba un enorme calderode hierro colocado sobre una chimenea inertecon un humero encima. Ahí era donde Williamhervía los restos de los cadáveres cuando ya nopodían ser utilizados en la sala de operaciones,para a continuación quitarles la carne y dejar

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solo los huesos. En el centro de la habitaciónhabía una cuba, compuesta de duelas de maderafirmemente sujetas por aros de hierros yrodeada en el exterior por una especie depasarela de madera situada en la parte superiorde unos escalones. William cogió de un estantede la pared un palo largo con un gancho en unextremo y, una vez se hubo encontrado en lapasarela, comenzó a remover el fluido quehabía en el interior.

—Déjemelo —le dije, deseoso de evaluarla situación por mí mismo, pero antes siquierade poder coger el palo, el penetrante olor avinagre del líquido de preservación de la cuba apunto estuvo de tumbarme. Sentí que meahogaba.

—Quizá quiera cubrirse la boca con supañuelo, señor. Como le dije, en esterecipiente hay materiales bastante fuertes. Noquerrá caerse dentro.

Hice lo que me sugirió.

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—¿No le afecta a usted?—Ya no, señor. Supongo que llevo

asomándome a la cuba el tiempo suficientecomo para que no me afecte.

Me reí, y eso me hizo volver a toser.—Cálmese, señor. ¿Seguro que no quiere

que lo haga yo?Negué con la cabeza y removí el fluido con

el palo. Este se movió de un lado a otro de lacuba sin hallar obstáculo alguno. Saqué elgancho y cambié de posición en la pasarelaantes de intentarlo de nuevo. En esta ocasión síse topó con algo y, agarrando fuertemente elmango, tiré del gancho hacia mí. Primero unbrazo extendido y a continuación la cabeza ytorso de un cadáver emergieron a la superficie.Era un hombre de edad indeterminada y, comosi de un amigo de William se tratara, su bocaestaba abierta como si fuera a beberse ellíquido en el que estaba flotando. Empujé elcadáver hacia un lado de la cuba antes de dejar

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que se hundiera de nuevo. Metí de nuevo el paloe hice otro barrido. Nada.

—Tenía razón, William. Esta sopa estáclara, muy clara.

Nuestros rostros se encogían y expandíanen las superficies de los enormes tarros devidrio que se alineaban en los estantes.Suspendidos en el líquido de preservaciónestaban los distintos miembros de la colecciónde anatomía; partes de cuerpos que se habíanconvertido en artefactos para ese museo de lavida que solo era posible a través de la muerte.Había órganos, extremidades, cuerpos casienteros, algunos normales, otros con signosevidentes de enfermedad, otros deformados. Lacarne estaba amarillenta por el líquido depreservación; todo parecía extrañamente irrealen aquel espectáculo de los horrores y sala delos espejos que era mi lugar de trabajo.

Brunel estaba observando los frascos.Desplazándose de uno a otro, los contemplaba

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fascinado. Yo cogí uno y lo coloqué sobre lamesa. Un corazón flotaba en el líquido sinasentar. Habíamos estado charlando durantecasi toda la tarde y en esos momentos resultabamás que obvio que su interés en la anatomíahumana se centraba en ese órgano en particular.Apoyó un dedo contra el vidrio mientras ellíquido se asentaba. El corazón giró suavementeantes de volver a quedarse quieto. Señalé lasdistintas partes, girando el tarro sobre la mesamientras le decía sus nombres y explicaba susdiversas funciones.

No había avanzado demasiado cuandoWilliam regresó de la sala de preparación parainformarme de que ya se habían ejecutado misórdenes. Le dije que nos trajera al sujeto yretomé mi clase individual. Le expliqué aBrunel el papel que desempeñaban los vasosseccionados que sobresalían del órgano. Miinvitado reprimió una pregunta al ver queWilliam aparecía de nuevo, esta vez con una

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tabla de madera en la que portaba un corazónrecién extraído. Puso la tabla sobre la mesa,junto al tarro, y regresó a sus cometidos.

Empujé el corazón, que resultó ser nuestroúltimo espécimen fresco, alrededor de la tablacon el filo de un bisturí. Esto me permitióaclarar algunos detalles que podían no haberquedado del todo claros en un primer momentodebido a la encarcelación del ejemplo previo.Tras señalar las venas pulmonares, la aorta y lavena cava, le di la vuelta al corazón y proseguícon los ventrículos y el bulbo cardíaco. Brunelno cesó de hacer preguntas, una tras otra, y susincisivas cuestiones y comentarios meobligaron a desempolvar una pericia que habíapermanecido prácticamente inactiva desde queconcluyera un curso de investigación detalladaalgunos años atrás. Me sentí muy biendesperezando aquellos conocimientos, tantoque decidí darle más sabor a las más bien añejasclases sobre el corazón y los pulmones que

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ofrecía a mis estudiantes. Pero antes de todoeso, claro está, necesitaría adquirir nuevoscadáveres y, en medio de la actual epidemia detifus, no iba a ser sencillo.

Una vez la conversación acerca de laapariencia externa del corazón hubo concluido,con la patente satisfacción de Brunel, comencéa diseccionar el órgano, colocando la hoja delbisturí en un punto situado justo delante de lavena cava superior. Durante unos instantes, elmúsculo se negó a ceder; el tejido elásticorechazaba el bisturí. Pero después vencí suresistencia y, con un chasquido, el bisturícomenzó su trabajo, dividiendo los nervios ysurcando la pared exterior del corazón.Proseguí y abrí una incisión profunda a lo largode los márgenes ventricular y auricular. Giré elcorazón y continué con una incisión circular,tras lo cual separé los bordes con los dedos. Elórgano quedó entonces dividido en dos partesligeramente desiguales.

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Una vez las partes internas quedaronexpuestas, estudiamos las cámaras o cavidadesdel corazón, las paredes y las entradas y salidaspor las que pasaba la sangre. Para mejorar midemostración, metí la cerda de un cepillo enuna abertura y le indiqué a mi estudiante dóndereaparecería. Le expliqué que la porciónderecha, con la aurícula arriba y el ventrículoabajo, era la parte venosa, donde la sangredesprovista de las propiedades que nos dan lavida llega primero, desde la parte superior delcuerpo a través de la vena cava superior y desdela parte inferior a través de la vena cavainferior, hasta la aurícula y luego al ventrículo,después de circular por todo el cuerpo. Desdeallí, continué, recorre la arteria pulmonar hastalos pulmones. Tras ser arterializada, esa nuevasangre regresa entonces a la parte izquierda delcorazón a través de las venas pulmonares,bombeándose por la aurícula izquierda antes deser arrastrada al ventrículo izquierdo. Tras

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abandonar el corazón por medio de la aorta, lasangre vuelve a circular de nuevo por el cuerpoa través de las arterias.

Brunel parecía decidido a comprender porcompleto la teoría de la acción bombeadora. Lefascinaban las válvulas coronarias y latricúspide, y la posición de las paredesmusculares en los distintos momentos delproceso le resultó de especial interés. Estuvotodo el tiempo tomando notas en una libreta,garabateando enérgicamente con el cabo de unlápiz muy gastado.

Consciente de que el tiempo seguíaavanzando, miré con poco disimulo mi reloj.Pero Brunel no era un hombre que atendiera aindirectas. Una pregunta siguió a otra hasta queno me quedó más remedio que mostrarme untanto brusco e insistir en que aquella claseconcluyera, pues ya llegaba tarde a mi ronda.Brunel me puso objeciones, pero finalmenteme preguntó si podía quedarse unos instantes

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para hacer algunas mediciones. Lo dejétrabajando bajo la mirada ciega de un par deojos que flotaban, uno encima del otro, en untarro junto a la puerta. En vida habían sido de unextraordinario azul, pero en ese momentotenían un apagado color gris.

En estos momentos, yendo de cama encama y de paciente en paciente, intentoconcentrarme en la tarea que me ocupa, peromis pensamientos regresan una y otra vez alingeniero y a la facilidad con la que se habíaquedado con los detalles que yo siempre habíaconsiderado parte del campo de mi profesión.

Cuando regresé a la sala aquella mismanoche, el corazón seguía en la mesa y resultabamás que obvio que Brunel había efectuadoalgunas incisiones más. Junto al corazón habíaun puro sin fumar y una nota escrita en una hojaarrancada de su libreta:

Dr. Phillips:

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El día ha resultado de lo más instructivo. Ledoy las gracias por su amable indulgencia conlos caprichos de un ingeniero. Otro ingeniero,de nombre Leonardo da Vinci, escribió una vez:«¿Cómo describir un corazón con palabras sinllenar un libro?». Tal es su elocuencia en lamateria que creo que usted podría. Espero conansias renovar nuestra asociación en un futurocercano.

I. K. Brunel

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Capítulo 2

EXAMINAR las deposiciones de un pacienteno es la manera más edificante de comenzar eldía, especialmente cuando la tarea se veinterrumpida por la inconfundible voz deldirector del hospital, sir Benjamin Brodie,asaltándote desde la retaguardia.

—Ah, doctor Phillips —anunció con lasatisfacción del cazador que ha abatido a supresa—. He pensado que quizá podríamos teneruna conversación en mi despacho en algúnmomento del día.

Me volví, controlando a duras penas elcontenido de la cuña, y me dirigí al hombredelgado y de cabello canoso que tenía ante mí.

—Sí, sir Benjamin. ¿Cuándo le vendríabien? —Debería haberlo dejado así, pero fui tanestúpido de permitir que mi lengua prosiguiera

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—. Tengo por delante una tarde relativamentesencilla.

—Bueno, eso lo veremos —respondió sirBenjamin de manera inquietante; a aquel viejono se le escapaba una—. A las cuatro en punto.

Y tras esto se marchó, recorriendo la salacon indignación y con Mumrill, su odiosodirector adjunto, cerrando la marcha.

—Mierda —murmuré casi para misadentros. Le pasé la cuña a la enfermera. Ellamiró el interior de la cuña y asintió, sin duda enreconocimiento a mis poderes de observación.Las deposiciones no tenían sangre, pero erandiscontinuas y de bordes irregulares, como sihubieran sufrido un acto violento en el interiorde su huésped, algo que cabía de esperar de unexcremento producido en un intestino queacababa de ser objeto de una operación. Sonreíde modo tranquilizador al paciente, que parecióun poco desconcertado por mi interés.

—Muy bien —dije—. No hay nada de qué

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preocuparse por aquí.Tras terminar mi ronda, me dirigí al refugio

de mi despacho, arrepentido aún de mi pocomeditado comentario acerca de una tardesencilla. Si algo hacía feliz a sir Benjamin eraver a su personal ocupado. Solo Dios sabía quétareas extra iba a encomendarme.

—¿Qué está haciendo aquí? —pregunté untanto irritado al ver a Brunel sentado detrás demi escritorio y hojeando las notas sobre mispacientes. Independientemente de que fuera unfamoso ingeniero, esos historiales ydocumentos eran confidenciales.

—Bien, por fin está aquí —dijo dejando aun lado con toda tranquilidad la hoja de papelque tenía en la mano—. Tiene a genterealmente enferma a su cargo.

Recogí los papeles y los metí en el cajón deun armario que había junto al escritorio.

—¿No ha visto la palabra «hospital» escritasobre la entrada principal cuando ha entrado?

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Mi malhumorado sarcasmo pareció noafectarle.

—Coja su sombrero y abrigo. Nos vamos—dijo de repente, poniéndose en pie de unsalto.

Pensé que ese no podía ser el mismo tipotaciturno que se había presentado en la sala deoperaciones unas semanas atrás. Pero, a pesarde su entusiasmo, yo no podía siquieraplantearme tal propuesta.

—¡Imposible! —insistí—. Estoytrabajando. Sir Benjamin usará mis tripas parahacerse unas ligas si me voy del hospital.

El ingeniero ladeó la cabeza y me mirócomo si yo fuera idiota.

—¿Quiere o no quiere ver cómo se escribela historia?

Cerré el cajón del armario.—¿Van a botar la embarcación?—Sí. Ahora pongámonos en marcha.Contra todo buen juicio, lo seguí al pasillo.

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Fui poniéndome el abrigo por el camino, peroregresé al despacho para coger mi maletín.

La perspectiva de ser testigo de lamonumental hazaña de ver en el agua aquellaembarcación superaba a cualquier sentido de laresponsabilidad. Había memorizado su peso,veintidós mil toneladas, según los periódicos.Ese peso la convertía en el objeto más pesadojamás movido por el hombre (si es quelograban moverla, claro). Según la prensa, muypoca gente, incluidos colegas ingenieros,creían que tan increíble proeza fuera posible.

Por muy irresistible y atrayente que meresultara, yo me tomaba mi juramentohipocrático lo suficientemente en serio comopara no poner en riesgo la vida de mispacientes. No tenía más rondas que realizar yhabía planeado pasar el resto del día, hasta misobligaciones nocturnas, completando eltedioso papeleo. Sin embargo, para asegurarmede que mi ausencia fuera conocida por alguien,

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informé al jefe de servicio de que me habíanllamado para que acudiera a una emergencia. Enese momento poco imaginaba cuán proféticaiba a resultar esa excusa inventada.

Ya menos inquieto, me marché con Brunel,pensando que siempre que regresara a tiempo anuestra reunión habría pocas posibilidades deque sir Benjamin se percatara de mi ausencia.

Mientras nos desplazábamos en carruajehacia el muelle, experimenté un entusiasmoque había permanecido dormido desde la últimavez que hice novillos en la escuela.

El carruaje de Brunel no se parecía aninguno de los que había visto con anterioridad,e incluía una mesa plegable y una cama.

—Me hizo las veces de oficina yalojamiento mientras trabajé en la GreatWestern Railway —me explicó mientrasavanzábamos lentamente.

—Pero es una oficina construida paraalcanzar una buena velocidad —dije tras haber

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observado la pureza de líneas y la elegancia deltiro de cuatro caballos.

Mi comentario pareció acicatearlo, pues elingeniero miró su reloj.

—Los peones la llamaban la carrozafúnebre voladora, y bien podríamos estar yendoahora mismo a un funeral por la velocidad conla que avanzamos. ¡Samuel, vaya más rápido! —gritó—. A esta velocidad voy a perderme labotadura de mi propio barco.

El cochero contestó a través de una pequeñaabertura situada en el techo.

—Lo siento, señor. El tráfico es terrible.Asomé la cabeza por la ventanilla y lo que vi

fue un número anómalo de coches de punto,carros y ómnibus; un atasco de humanidad queamenazaba con obstruir la carretera. Cuantomás nos acercábamos al río, peor era lacongestión. El carruaje avanzaba a empellones,lo que no hacía sino revolverme el estómago.

La paciencia de Brunel se había agotado.

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—Samuel, haremos el resto a pie. Síganoscuando esta locura amaine.

Fuimos a trote por la acera, pero estaba tancolapsada de peatones como la carretera devehículos. Todos ellos caminaban en la mismadirección, hacia el río. Fue entonces cuandoBrunel cayó en la cuenta.

—¡Mire esto, Phillips! No puedo creerlo.Esos imbéciles de la compañía han hechopública la botadura del barco. ¡Los muy idiotashan convertido este día en un circo!

Nos abrimos paso a empujones para poderentrar por las puertas del astillero y Brunel apunto estuvo de montar en cólera cuando unhombre que llevaba el brazalete que portabanlos trabajadores contratados para la ocasión lepidió su entrada.

—¡Entrada, entrada! ¡Tengo un barco quebotar! Ahora déjenos pasar y, por el amor deDios, ¡cierre esas puertas!

El hombre, debidamente reprendido, nos

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indicó que pasáramos, aunque no vi señal algunaque indicara que las puertas se hubieran cerradodetrás de nosotros, pues la gente continuóentrando.

—Pediré la cabeza de alguien por esto, ¡yalo verá, Phillips! —vociferó Brunel.

Había gente por todas partes. Miles dechisteras y sombreros de mujer searremolinaban a los pies de una plataformacercana a la proa del barco. La multitud seapiñaba alrededor de dos enormes cabrestantesde madera situados a ambos extremos delbarco. En aquellos enormes cabrestantes habíaenrolladas unas cadenas cuyos eslabones eranel doble del tamaño de la cabeza de un hombre.Desprovisto ya de cualquier resquicio depaciencia, Brunel comenzó a ir de un lado aotro cual perro a la caza de ratas en un granero,gritando y agitando frenéticamente los brazospara alejar a los espectadores de laembarcación.

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Reinaba el caos, pero habría sido necesarioun disturbio de proporción nacional paradistraerme del espectáculo de aquellaembarcación, cuyo casco se alzaba sobre aqueltorbellino desordenado cual acantilado dehierro remachado. La proa trazaba una grácilcurva frente al horizonte mientras en la popa laspalas suspendidas de las enormes hélicesparecían amenazar con moverse. Estaba segurode que la distancia entre los dos extremosequivaldría a una importante tarifa en un cochede punto. Cinco chimeneas se alzaban sobre lalínea recta de la cubierta, donde podían verseunas diminutas siluetas humanas enmovimiento.

Aquel behemoth, al que Brunel llamaba ensus momentos más calmados su «gran bebé», sehallaba junto al río. El casco estaba sujeto porunos calzos que descansaban en una grada deraíles que descendía por la cuesta pocopronunciada del astillero hasta las oscuras

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aguas. Justo en la mitad del largo del cascopintado de rojo y negro había una torre demadera que se alzaba cual construcción deasedio medieval contra la pared del castillo. Ensu interior, una serie de escaleras zigzagueabandesde el terreno firme hasta la cubierta. Junto aesta, la estructura revestida de hierro de una delas ruedas de paletas permanecía inmóvil comouna atracción de carnaval fuera de servicio. Elmurmullo de las animadas conversaciones de lamultitud competía contra la poco melodiosaalgarabía de una banda de música falta depráctica. Como si todo ello no fuera yasuficientemente malo, muchas personas(incluida la mayoría de los músicos) parecíanestar borrachos.

Con la ayuda de los trabajadores, susayudantes y un pequeño ejército de operariosdel astillero, Brunel logró finalmente apartar ala gente del barco y de la maquinaria para labotadura. Todavía seguía enfadado y cuando me

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acerqué a él estaba gritándole a alguien:—Idiotas, ¿qué demonios creen que están

haciendo? Han convertido esto en una malditabarraca. Le dejé muy claro al consejo deadministración la semana pasada que el silenciosería esencial durante la botadura, peroentonces van ustedes y se ponen a venderentradas a mis espaldas. ¿Cómo van a escucharesos hombres mis órdenes por encima del jaleode esta turba borracha y bulliciosa? Esto lo vana pagar, vaya si lo van a pagar.

Brunel terminó su diatriba y aquel hombreelegantemente vestido se escabulló con lasorejas gachas.

Para mi alivio, su ira amainó cuando me viode nuevo.

—¿Qué le parece? —preguntó cuando meacerqué a él.

—Es una embarcación preciosa, señorBrunel. ¡Y qué tamaño! Ninguna de las fotos lehace justicia. ¡Me sorprende que no pueda verla

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desde el hospital!—Hay quienes dicen que esta embarcación

no es más que mi ego fundido en hierro, perose olvidan de que no hay carbón en Australia.Como me he cansado de decir una y otra vez, sila embarcación va a ir hasta allí y regresar sinproveerse de carbón, tendrá que ser losuficientemente grande para portar combustiblede sobra para todo el viaje. —Paró de hablardurante un instante y le dio una caladameditabunda a su puro—. ¿Sabe, Phillips? Enocasiones pienso que he construido unaenorme y pretenciosa carbonera.

Las puertas al fin habían sido cerradas, peroeso solo provocó que hombres y críos treparanpor ellas para asegurarse un puesto desde dondecontemplar la botadura. Asimismo, habíaquienes estaban usando el muro del astillerocomo tribuna. Había tantas personas sentadasen la parte superior del muro que temí quefuera a derrumbarse. Otro hombre se acercó y

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esperé a que Brunel le echara otra bronca. Porsuerte para él, sin embargo, nada tenía que vercon la compañía propietaria del barco, setrataba de un fotógrafo que deseaba que Brunelposara para él. Brunel aceptó y el agradecidofotógrafo nos llevó hasta el cabrestanteengalanado de cadenas más cercano que, yalibre de gente, proporcionaría el telón de fondoapropiado.

Antes de llegar a nuestro destino, Brunelfue abordado por otro individuo, esta vez unhombre con aspecto nervioso que llevaba unapila de papeles.

—Señor Brunel, ¿podría decirme cuálesson sus preferencias para el nombre de laembarcación? El comienzo de la ceremoniaestá previsto para dentro de media hora.

Brunel meditó la pregunta apenas unossegundos. Y, a continuación, respondió:

—Por lo que me a mí respecta, podéisllamar al barco Pulgarcito.

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El hombre de la compañía consultó una desus hojas.

—Pero, señor Brunel, ese nombre noaparece en la lista.

Brunel dejó escapar una risa burlona.—¡Pero qué me dice!—¿Desea que le recuerde alguno de los

nombres, señor?—No, no se moleste. Lleve su lista a sus

superiores y dígales que me importa un cominoel nombre que le pongan al barco.

La cámara estaba sujeta sobre un largotrípode de madera y cubierta por una tela negra.Parecía muy frágil comparada con lasgigantescas piezas de madera y la parafernaliaque había a su alrededor. El fotógrafo colocócon cuidado a Brunel en la posición que élbuscaba, con los enormes eslabones de lascadenas a su espalda.

—Venga, Phillips, pose conmigo y disfrutede la inmortalidad.

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Puesto que yo no debía estar allí en primerlugar, lo último que deseaba era que existieraconstancia de mi presencia. Y, por ello, y estoyseguro de que para alivio del fotógrafo, declinéla invitación y me coloqué detrás de la cámarapara ver la foto capturada. A pesar de losesfuerzos anteriores del fotógrafo para queBrunel posara, este adoptó una postura de lomás casual: sin mirar a la cámara, con lasmanos en los bolsillos del pantalón y un puroen la boca. Me pregunté si la fotografíarecogería también sus piernas de rodilla paraabajo, pues los bajos de sus pantalones y suszapatos estaban salpicados de barro tras sufrenética escapada de la multitud (si así fuera,no podría imaginar mejor manera de plasmar eldinamismo de aquel hombre).

—Quédese muy quieto, por favor —le pidióel fotógrafo, que tenía la cabeza metida debajode la tela negra. Tras quitar la tapa de la lente,comenzó a contar. Cuando llegó a ocho, colocó

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de nuevo la tapa y salió de debajo de la tela, nosin antes darle las gracias al ingeniero por sucolaboración. A cambio, Brunel pidió que lemandara algunas copias a su despacho.

Miré mi reloj. Era la una pasada.—¿Cuándo va a botar el barco? —pregunté

—. Tengo que estar de vuelta en el hospital alas cuatro.

—No se preocupe, estará en el agua muchoantes —dijo Brunel con la vista fija en el casco,aunque la tensión de su mandíbula dejabaentrever cierta duda al respecto.

La perspectiva de llegar tarde a mi cita consir Benjamin o, Dios no lo quisiera, no llegar,no me hacía ninguna gracia, pero aun así laexagerada curiosidad que sentía pudo de nuevo.

—¿Cómo es?—¿Qué? —respondió Brunel, claramente

distraído.—La botadura, ¿en qué consiste?Señaló los calzos de madera intercalada

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bajo la curva de la quilla.—Los arietes hidráulicos lo empujan y

luego el cabrestante de vapor lo desplaza porlos raíles, mediante las cadenas atadas en lasgabarras ancladas en el río.

—¿Por qué van a botarla de costado? ¿Nose hace la mayoría de las veces con la proaprimero?

—Así es, pero esta embarcación tiene casidoscientos quince metros de eslora y el río eneste punto no es mucho más ancho. Miintención era construir un barco, Phillips, no unpuente. Y esto —prosiguió mientras le daba unapalmadita al cilindro de madera en el que lacadena estaba enrollada—, es un cabrestante decontrol. Hay otro cerca de la popa. Controlaránel descenso de la proa y la popa una vez elbarco comience a moverse por los raíles.También hay frenos en los calzos. Loscabrestantes irán soltando la cadena sujeta alcasco hasta que tengamos que parar el barco.

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Entonces tiramos de las palancas —señaló a unpar de palancas enormes que nacían de la basedel cabrestante—, y esperamos a que el otroextremo le dé alcance y seguimos dejando queavance.

—Control y equilibrio —remarqué.—Exacto. Y todo lo controlaremos desde

allí arriba. —Se giró y señaló a una especie detribuna de aspecto un tanto precario que sealzaba sobre nuestras cabezas. Se extendíadesde el lateral de la cubierta, como si de unapasarela a medio terminar se tratara. Estabacolocada exactamente en el punto medio de laeslora del barco, lo que proporcionaba unabuena visión de los dos cabrestantes y permitíaevaluar los movimientos relativos de la proa yla popa. Mejor él que yo, pensé.

—¿Y qué ocurriría si la proa o la popaentrara en contacto con el agua primero? —pregunté, intrigado por el especial cuidado quehabía que tener para que descendiera en

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paralelo.—Si permitimos que eso ocurra —

respondió, valiéndose de su antebrazo paramostrarme el cambio de movimiento—, nollegará al agua. Con ese peso distribuido de unamanera tan dispar, el barco se quedará clavado ytendremos suerte si conseguimos moverlo denuevo. —La perspectiva era de lo másdesalentadora, y no pude evitar admirar sucapacidad para trabajar bajo tanta presión—.Pero antes de que podamos comenzar tenemosque pasar por la maldita ceremonia del bautizodel barco. Vamos.

Nos dirigimos hacia la plataforma elevadaque había cerca de la proa. Al final de lasescaleras, un incómodo Brunel fue recibidocon numerosos apretones de manos de loshombres allí congregados y con reverenciaspor parte de las mujeres, llenas de agitación.Una vez hubo cumplido con su cometido, mepresentó a un hombre alto y corpulento con una

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barba pelirroja a lo Abraham Lincoln.—Doctor Phillips, este es el señor John

Scott Russell, mi socio en este proyecto.—Quiere decir que yo construí el barco que

él diseñó, y este es mi astillero —dijo elenorme escocés con ciertos aires de amo yseñor.

—Menudo trabajo les espera hoy, señorRussell.

—Esperemos que así sea, doctor —dijoantes de volver a centrar su atención en Brunel—. Confío en que haya encontrado todo enorden.

El ingeniero lo fulminó con la mirada.—¿Esto? —dijo Russell mientras señalaba

a la multitud congregada en el astillero—. Yono he tenido nada que ver. Ya sabe cómo es lacompañía. Cualquier cosa con tal de ganar unpenique extra o dos.

—Ya hablaremos de peniques más tarde,señor Russell. Mientras tanto, esperemos que

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esa… que esa gente no entorpezca nuestrotrabajo.

Russell asintió y bajó de la plataforma.Un hombre pidió silencio y entregó a una

joven muchacha una botella de champán, queiba unida a una cuerda. Brunel me informó deque la joven era la hija de uno de los directoresde la compañía. Hubo un momento de dudaantes de que el hombre con la lista de nombrespara el barco le susurrara algo en el oído. Ellasonrió y sin más preámbulos anunció:

—Bautizo a este barco como Leviatán.Dios bendiga a todos los que naveguen en él. —Soltó la botella, que voló por el aire y se hizoañicos al golpearse contra el casco de metal dela embarcación. La gente aplaudió brevementecuando el champán fue cayendo por las chapasde hierro pintado. Me volví hacia Brunel y ledije en voz baja:

—Finalmente no han escogido Pulgarcito.Brunel rió y, claramente entusiasmado ante

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la perspectiva, me dijo que iba a subir al podiode la botadura. Me sugirió que buscara unaposición estratégica que a su vez estuviera a unadistancia prudente.

Acompañado por sus ayudantes, Brunelsubió los peldaños del interior de la torre deasedio mientras yo recorría la pendiente delastillero en dirección a las puertas, donde sehabía hecho el silencio entre los allícongregados. Solo cuando me encontré máscerca me percaté de que los trabajadores, conel propio Russell a la cabeza, estaban pidiendocalma y silencio a la multitud.

Junto con otros pocos privilegiados se mepermitió deambular con cierta libertad por lazona intermedia entre la multitud y laembarcación (restringida por una cuerdadesplegada por todo el astillero). Tras escogercomo plataforma desde la que contemplar elespectáculo una sierra circular oxidada, quedescansaba sobre un sólido y resistente carro,

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me encaramé allí y, con cuidado de evitar elfilo recortado, me senté con las piernascolgando.

La diminuta figura de Brunel apareció en elpodio. Se había quitado el sombrero para evitarque la brisa que agitaba las banderas que asía ensus manos se lo llevara volando. La bandera quesostenía su mano derecha era roja y la de laizquierda verde. Supuse que se emplearían de lamisma manera que la batuta de un director deorquesta, para enviar señales a los hombres queen ese momento se congregaban alrededor delas palancas de los cabrestantes de control deproa y popa. Otros operarios estaban colocadosen los arietes distribuidos a lo largo de laembarcación.

Se oyó un grito: era Brunel, que al mismotiempo agitaba la bandera roja de un lado a otropor encima de su cabeza. El grito se repitió,esta vez proveniente de algún punto delastillero, y a este siguió el chirrido de las

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cadenas golpeándose contra el suelo cuandofueron liberadas.

El Leviatán se hallaba ya desamarrado, perotodavía no se movía. El humo llenó el airecuando los cabrestantes de vapor absorbieron lapresión de las cadenas que avanzaban sin parardesde las gabarras ancladas en el río, detrás dela embarcación. Con un movimiento de labandera verde, los arietes hidráulicos de laparte que miraba al astillero quedaronengranados. El casco crujió y tembló, pero apesar del empuje ejercido por algunas de lasmáquinas más poderosas que existían (tal comoBrunel me había explicado), el barco se negabaa ceder. Pero entonces, justo cuando pensabaque aquello era igual de imposible que siBrunel se propusiera mover una montaña, laproa tembló y se desplazó unos cuantoscentímetros.

Casi inmediatamente, la popa comenzó aavanzar y las zapatas de hierro de los calzos

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empezaron a chirriar al deslizarse por los raílesde metal. La tierra tembló y yo me asustéporque la sierra que tenía debajo de mí hizo unmovimiento involuntario como respuesta. Adiferencia de la proa, la popa no se detuvo yprosiguió a una velocidad bastante espectacular,sobrepasando en poco tiempo lo que desdedonde me encontraba parecía la línea de la proa,exactamente de la misma manera en que Brunelme había explicado instantes antes con suantebrazo.

La popa del barco, al haber recorrido másrampa de la que se suponía que debía haberrecorrido en esa fase, tiró de más cadena de laque se había soltado del cabrestante de controlde popa, que comenzó a girar de manerafrenética sobre su eje. La fricción levantó unanube de humo y, para horror de la multitud y deun servidor, las palancas de freno salierondisparadas hacia arriba, moviéndose cual ruecasde hilar. El personal a cargo del cabrestante de

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control, que estaba en ese momento apoyadosobre las palancas, salió disparado por losaires. Fue como si una explosión los hubieraatrapado, pues sus cuerpos volaron por todaspartes. Las mujeres y los hombres de lamultitud comenzaron a gritar horrorizados.Brunel agitó desesperadamente las dosbanderas por encima de su cabeza y todos losdispositivos de propulsión se detuvieron alinstante y se colocaron los frenos de loscalzos. El barco frenó en seco. Lo cierto eraque a mí me había parecido que lo había hechotan pronto como el cabrestante comenzó agirar, como si hubiera percibido el daño quehabía causado.

Me bajé del carro y corrí hacia el lugar delaccidente, perdiendo mi sombrero en elcamino.

—¡Abran paso! ¡Soy médico, déjenmepasar! —grité a los hombres allí congregados, ycorrí de un guardafrenos a otro, intentando

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evaluar el alcance de sus heridas. Seis de ellosyacían en el suelo, desperdigados entre trozosde madera cual restos flotantes de un naufragio,tres de ellos inconscientes. Tres hombres másvagaban renqueantes de un lado a otro,conmocionados. Uno de ellos se agarraba elbrazo, roto. Había dejado el maletín en elcarruaje, por lo que solo me quedaba confiar enque Samuel hubiera podido llegar al astillero.

Brunel, acompañado por su séquito deayudantes y con la respiración agitada trashaber bajado las escaleras corriendo, accedió allugar de la carnicería.

Uno de los hombres heridos estaba grave,muy grave, pues tenía la cabeza vuelta y lebrotaba sangre de la boca y la nariz. Me puse encuclillas junto a él y escuché su respiración,que era superficial e irregular. Me quité elabrigo para taparlo, pero murió antes de quepudiera hacerlo, por lo que le cerré los ojos yle subí el abrigo hasta la cabeza.

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Brunel estaba junto a mí con el rostrolívido.

—Tenía el cuello roto —le dije y centrémis atenciones en otro de los hombresinconscientes.

—No puede culpar de esto a la compañía —gritó un colérico Russell tras abrirse paso entrela gente—. Si hubiéramos empleado raíles demadera y revestimiento de hierro, tal como lesugerí, la embarcación no se habría parado así.Pero no, usted jamás lo permitiría. Hierrocontra hierro tenía que ser. Siempre es lomismo con usted, ¿no es cierto, Isambard? Sihay algún problema, pónganle hierro. Mireadónde nos ha llevado.

Brunel no respondió e, incapaz de hacernada por las víctimas, salvo convencer a losheridos que deambulaban para que se sentaran,se marchó.

Pedí a uno de los subordinados de Brunel,un joven que se había ofrecido voluntario para

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ayudar, que fuera al carruaje por mi maletín, ysolicité que trajeran camillas para trasladar alos heridos. El hombre fallecido fue colocadoen una escalera portada por un hombre a cadaextremo. Cogí mi abrigo y lo sustituí por unamanta vieja y andrajosa. Miré una última vez elrostro pálido y ensangrentado del hombre antesde cubrirlo de nuevo. Dos carros fueronrequisados para trasladar a los heridos alhospital más cercano, el de Mile End. Una vezque todos fueron subidos y colocados de lamanera más cómoda posible para ellos, le dije alos hombres que los acompañaban queinformaran al hospital de que se encontrabanante conmociones cerebrales graves, múltiplesfracturas y riesgo de hemorragias internas enlos heridos más graves. Contemplé cómo aquelatroz convoy se abría paso lentamente entre lamultitud.

De regreso al lugar del accidente, meencontré con Brunel cerca de la popa del barco,

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que estaba mucho más cercana al río que laproa. Estaba solo y parecía inmerso en suspensamientos. Cuando finalmente se percató demi presencia, me dio las gracias por misesfuerzos y, tras constatar que los heridoshabían sido trasladados, se dispuso parapreparar una segunda botadura. Le expresé misorpresa ante su deseo de continuar tan pronto,después de lo que había ocurrido, pero estabadecidido a seguir, pues me explicó que pasaríansemanas hasta la siguiente marea viva.

Tras dar nuevas órdenes a los hombres,supervisó la nueva puesta en marcha del equipoy volvió a subir a la torre. El número deespectadores disminuía por momentos, puesmuchos de ellos ya habían visto suficiente porese día. Yo era de la misma opinión pero,puesto que cabía la posibilidad de que elaccidente se repitiera de nuevo, mi sentido deldeber me obligó a permanecer allí. Al volversobre mis pasos, me encontré con mi

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sombrero, que había sido aplastado por algúnpie torpe. Lo cogí y volví a colocarme sobre lasierra circular.

Se había reunido a un nuevo grupo deoperarios para el cabrestante de popa. Esta vez,sin embargo, se mantuvieron a prudentedistancia de tan peligroso dispositivo, listospara tirar de las nuevas cuerdas reciéncolocadas si fuera necesario. Pero talprecaución fue innecesaria, pues el barco no semovió un milímetro y pronto cesaron losintentos. Después supe por Brunel que uno delos cabrestantes de vapor había estropeado losdientes de un engranaje, dejándolo totalmenteinutilizado.

Cuando miré mi reloj de nuevo eran casi lascuatro. No había acudido a la reunión con sirBenjamin, pero me consolaba saber que, de nohaber estado en el astillero, habría cabido laposibilidad de que más de un hombre hubiesefallecido, y una severa reprimenda de mi

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superior me parecía un precio pequeño poraquello.

Brunel, totalmente abatido, me acompañóen el carruaje de regreso a la ciudad.Permanecimos sentados en silencio hasta queél dijo:

—Un metro.Absorto como estaba en la desesperada

tarea de recuperar la forma de mi sombrero, nome enteré de lo que me decía.

—¿Disculpe?—Un metro —repitió—. Hemos

conseguido mover el barco un metro.—¿Solo eso? Parecía más.Se produjo otra larga pausa mientras miraba

por la ventanilla.—Un hombre muerto y cuatro heridos por

un metro.—Un trágico accidente —añadí, pues no se

me ocurría nada más que decir.—No importa —dijo—. Solo quedan cien

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metros más para que entre en contacto con elagua.

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Capítulo 3

CUANDO entré en el hospital a la mañanasiguiente, el dobladillo de mi abrigo seguíamanchado de la sangre de los operarios. Apesar de la satisfacción que sentía por haberpodido ayudar tras el accidente, los atrocesacontecimientos del astillero me habían dejadocon un ánimo inusualmente bajo. No soy unapersona ajena al sufrimiento ni a la muerte (locierto es que podría decirse que es miespecialidad), pero cuando debo hacerles frentefuera del hospital, esas dos bestias gemelas seme antojan salvajes e impredecibles, puesarrasan y destrozan todo lo que encuentran a supaso sin que yo pueda hacer nada por evitarlo.Por supuesto, el convencimiento de que trashaber faltado a nuestra reunión sir Benjamin mela tendría jurada no ayudaba demasiado a mi

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pesimismo.Pero era inútil intentar evitar lo inevitable,

por lo que me dispuse a hacer frente a sirBenjamin de manera directa. Me negaba a serun fugitivo en mi propio hospital y solo cabíaesperar que no se hubiera enterado de miausencia temporal; después de todo, era unhombre con muchas responsabilidades.

Estaba a punto de abandonar mi despachocuando apareció William con un paquete deforma cilíndrica.

—Acaba de llegar —anunció, llenando lahabitación con los efluvios del brandi de lanoche anterior. Tras colocarlo sobre miescritorio y dar un paso atrás, se quedó aobservar cómo cortaba la cuerda y levantaba latapa. Bajo una capa de papel arrugado había unsombrero de copa de inequívoca calidad. Elfieltro relució cuando saqué el sombrero de lacaja. Una nota colocada entre la banda de sedadel sombrero rezaba:

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Una reposición a su pérdida mientras estaba

prestando tan valiosa ayuda.Espero que sea de su talla.Atentamente,I. K. Brunel Lo sostuve por el borde y lo coloqué con

cuidado sobre mi cabeza. Me quedaba como unguante.

—Es muy bonito —observó William—. Unhombre necesita un sombrero.

Tan exquisito regalo por parte de Brunelrequería una nota de agradecimiento, peroprimero tenía que hablar con sir Benjamin.Llamé a su puerta pero, como no obtuverespuesta, recorrí un tramo del pasillo y entréen la antesala que había en la siguiente puerta.Le pregunté a su ayudante dónde se encontrabasir Benjamin. Incluso el propio sir Benjaminparecía no tener en demasiada consideración a

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Mumrill, una comadreja que prefería ver a unpaciente sufrir a tener que cambiar un peniquede una columna a otra en su libro decontabilidad.

Me miró entrecerrando los ojos desdedetrás de su escritorio. Los anteojos le pendíandel final de su afilada nariz.

—Sir Benjamin está enseñando el hospital auna visita importante. Se envió una nota a todoslos facultativos ayer. ¿No recibió la suya? —Acontinuación añadió con un entusiasmo nadadisimulado—. Oh, por supuesto que no. A sirBenjamin le decepcionó mucho que noacudiera a la reunión. —Y, a continuación, loque no deseaba oír por nada del mundo—. Sequedó un tanto perturbado, por decir algo, alenterarse de que se había marchado delhospital.

—No, no fue exactamente así. Tuve queatender una emergencia —dije a modo deexplicación. Las agriadas palabras del interior

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de mi boca se negaban a ofrecerle una excusa aese hombre, pero la necesidad obligaba. Le dijeque esperaba poder ver a sir Benjamin esemismo día y, hasta que ese momento llegara, sisería tan amable de expresarle mis disculpaspor cualquier molestia que hubiera podidocausar. Cuando me marchaba de su despacho,me dijo pavoneándose:

—Estoy seguro de que a sir Benjamin leencantará verlo después.

Cuando ese momento llegó, yo estabatrabajando con William en algunasmodificaciones de la mesa de operaciones. Erauna antigualla, poco más que un pesado bancode madera que no habría estado fuera de lugaren uno de los talleres de Brunel. La superficie,toscamente veteada, había acumulado el barnizde años de uso y, a pesar de que William lafregaba tras cada operación, tanta sangre yvísceras habían hecho que adquiriera el colordel ébano. Mientras trabajábamos codo con

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codo, caí en la cuenta de que William era casiun producto de esos mismos procesos, puessus mejillas de bebedor estaban cubiertas porun entramado de vasos sanguíneos, como elvidriado de un jarro antiguo; sus dientes grisesy su cabello amarillento y desgreñadocompletaban la imagen de un hombre empañadopor demasiados años difíciles.

Como camillero y ayudante no podía habersido menos adecuado, pero en esa ocasiónhabía decidido centrar mis insatisfacciones enla mesa. Había solicitado en varias ocasionesque la cambiaran, pero todas esas peticioneshabían sido rechazadas por sir Benjamin, sinduda tras pedirle consejo a Mumrill y sumaldito libro de contabilidad. No me habríaimportado demasiado si solo se empleara paradiseccionar a los muertos, pero la ocupabancon mayor frecuencia pacientes vivos. Uncadáver está bien a la hora de explicar losprincipios de la anatomía, pero a la hora de

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explicar la cirugía de un modo práctico nadahabía como que los estudiantes fueran testigosde una operación de verdad.

A horcajadas sobre la mesa, estabaaserrando el tablero que tenía debajo de mí.William estaba apoyado contra la mesatomándose un merecido descanso tras su turno.Queríamos abrir un agujero para colocar debajoun cubo para la sangre, en vez de dejar que elfluido se vertiera en todas direcciones (cuandono me caía encima y después al suelo hasta queacababa empapando la alfombra de serrín).Estaba cansado de caminar entre sangre, y enmás de una ocasión había estado a punto deresbalar y caerme de espaldas; algo que quizáresultara divertido para los estudiantes, pero notanto para mí, sobre todo cuando llevaba unbisturí en la mano. La teoría era consistente,pero la práctica resultó ser otra cuestión. Eltablero de la mesa tenía un grosor decentímetro y medio y resultaba muy difícil de

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serrar, especialmente por un nudo situado en lamisma circunferencia del agujero que habíamoslogrado abrir parcialmente. Me estabaarrepintiendo de haber empezado el trabajo yme estaba aplicando intensamente en maldecirtanto a la madera como a la sierra.

—Un mal obrero siempre le echa la culpa asus herramientas —dijo William.

—Gracias por tan sabias palabras —acerté adecir con la respiración entrecortada—. No esnecesario ser tan petulante, William. Ya casi essu turno.

—Ah, bueno, la buena noticia es que novamos a necesitar serrín durante un tiempo.

Tenía razón, una nada desdeñable cantidadestaba acumulándose bajo la mesa.

Haciendo un último esfuerzo, miré entre laspiernas y vi a un sir Benjamin del revés queestaba entrando en la sala de espaldas,empujando las puertas dobles con un hombro.La visita guiada que Mumrill había mencionado

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parecía ir sobre ruedas, pues en ese momentoestaba haciendo un brioso comentario:

—Y aquí tenemos la sala de operaciones,donde también enseñamos anatomía y losconceptos básicos de la técnica quirúrgica. —Iba acompañado por un hombre y una mujer quese habían parado en seco ante la visión de unhombre a horcajadas sobre una mesa dedisección que estaba siendo atacada con unasierra. Solo cuando fue consciente de que laatención de su audiencia no estaba centrada ensu discurso, sir Benjamin se giró.

A pesar de mis obvias incapacidades comocarpintero, la camaradería del trabajo me habíaservido para animarme y el temor que sentíaante la confrontación con mi superior casi sehabía evaporado por completo.

—Buenas tardes, sir Benjamin —dije y alcéla sierra a modo de saludo. William, sinembargo, tuvo la suficiente cabeza como parasaber que no era el momento de que lo vieran

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holgazaneando y se escabulló.Sir Benjamin parecía tener cierta dificultad

para comprender la escena en la que seencontraba.

—Doctor Phillips, ¿me permite que lepregunte qué demonios está haciendo ahíarriba?

Bajé al suelo de un salto y me quité elserrín de la ropa conforme me acercaba hastaellos.

—Unas pequeñas modificaciones, sirBenjamin. Esta mesa, como bien sabe, tiene undiseño bastante antediluviano, así que pensé entraerla al siglo XIX. Nada importante, soloalguna cosilla aquí y allá.

Tras haberse olvidado momentáneamente desus responsabilidades para con la visita, sirBenjamin se volvió hacia ellos.

—Este laborioso caballero es el doctorPhillips, nuestro cirujano jefe. Estamos muyorgullosos de su enfoque progresivo a la

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técnica quirúrgica. Y, como han podidocomprobar, su talento parece no tener fin.

La mujer fue la primera en hablar.—Creo que hasta el momento no he visto

ninguna operación realizada sobre una mesa deoperaciones.

—Doctor Phillips —prosiguió sirBenjamin—, es para mí un placer presentarle ala señorita Florence Nightingale, cuyareputación la precede; y también a su colega, eldoctor Sutherland.

Al igual que me había ocurrido cuandoBrunel se había presentado en ese mismo lugar,aquella mujer me resultaba vagamente familiar,pues su retrato había aparecido con regularidaden los periódicos por sus servicios prestadosen la guerra de Crimea. Debía de estar máscerca de los cuarenta que de los treinta, perotodavía conservaba la belleza que sus retratossugerían. Su cabello negro azabache quedabaoculto bajo su cofia, pero esta a su vez

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enmarcaba los atractivos rasgos de su rostro ysu largo cuello.

—La señorita Nightingale está aquí ennombre de la Comisión Real para la Salud —explicó sir Benjamin—, y llevará a cabo unestudio de los métodos y prácticas como partedel informe de la comisión inspectora sobrelos hospitales civiles y militares.

—Lo cierto es que ya he presentado miinforme a la comisión —añadió la señoritaNightingale—, pero estoy deseando ampliarmis estudios sobre los hospitales civiles con laesperanza de poder realizar algunas sugerenciaspara mejorar la planificación y organización delos mismos.

Sir Benjamin la miró con desdén por sucorrección, pero prosiguió de todas maneras.

—Quiero aprovechar esta oportunidad parafelicitar al doctor Phillips por lo que hizo ayer.He sido informado de que, gracias a suintervención tras un accidente en el muelle de

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Millwall, se salvaron las vidas de varioshombres.

Lo vi venir al instante. Estaba nervioso portener a una persona de su reputación, a unamujer para más inri, examinando elfuncionamiento del hospital y por ello estabaintentando ensalzar las virtudes de susdominios.

—¿De veras? —dijo la señorita Nightingalemientras se apartaba del grupo para mirar másde cerca la mesa.

—¿Dispone el hospital de un servicio deambulancias? —preguntó el doctor Sutherland.Tenía aspecto de hallarse un tanto aburrido.

—Sí, disponemos de un número limitado —dije yo y, mirando a sir Benjamin, añadí—, peroesperamos poder ampliarlo.

Lo cierto era que aquel asunto nunca habíafigurado en el orden del día de la junta delhospital, ni tampoco era probable que fuera ahacerlo en un futuro cercano.

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—¿Qué provocó el accidente, doctorPhillips? —preguntó la señorita Nightingale.

—El mal funcionamiento de una de laspiezas del equipo durante la fallida botadura delbarco del señor Brunel. Me temo que sirBenjamin exagera mis aptitudes. No pude salvara uno de los hombres.

—Una lástima, pero estoy segura de quehizo todo lo que estuvo en su mano. Doctor,¿cree que tragedias así son el precio quetenemos que pagar por el progreso?

—Podría ser, señorita Nightingale, perodudo mucho que eso figure en las facturas a lahora de dar cuenta de los costes.

La célebre enfermera me miró pensativamientras recorría con una de sus delicadasmanos el borde del agujero en el tablero de lamesa.

—Estoy segura de que tiene razón, doctor.Pero resulta obvio que hay ciertas mejoras queusted solo no puede lograr, y esta vieja mesa

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las necesita de veras.—Es para un cubo para la sangre —dije,

refiriéndome a mi trabajo artesanal.—Pero ¿estoy en lo cierto al pensar que lo

que usted pretendía era trazar un círculo en vezde eso que parece una cicatriz irregular? —Alzó la vista y vio mi ceño fruncido, peroinmediatamente logró convertirlo en unasonrisa—. Lo siento, doctor Phillips, estababromeando. Una manía terrible, la mía. —Cogió la sierra de la mesa—. Estoy segura deque está mucho más acostumbrado a usar estasherramientas en huesos y carne que en madera.

—Eso es muy cierto —admití—. Lacarpintería, como hoy he aprendido, no es mifuerte.

Sir Benjamin, sintiendo sin duda que losdos ya habíamos monopolizado la conversacióndurante suficiente tiempo, ofreció una terceraopinión.

—Mi opinión sobre las amputaciones es de

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sobra conocida, señorita Nightingale.—Oh —dijo ella—. ¿Y cuál es, sir

Benjamin?Al director se le erizó el vello.—Bueno, considero que en numerosos

casos no deberían llevarse a cabo.Infravaloramos el poder de recuperación delcuerpo y tendemos a utilizar la amputacióncomo primer recurso en vez de como último.

—Es de lo más loable, pero la decisión deamputar un miembro debe tomarse de maneraindividual en cada caso. En Crimea, lascondiciones de salubridad eran tan precariasque retrasar la amputación era similar a firmarla sentencia de muerte del herido. Incluso unademora de pocas horas permitía que lainfección se abriera paso. Es mucho mejoraplicar la sierra tan pronto como sea posiblepara poder mantener las infecciones a raya.

—No puedo hablar de Crimea, señoritaNightingale, pero aquí, en un hospital de

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Londres, donde las condiciones de salubridadson mucho mejores, he demostrado laimportancia y valía de minimizar el uso de lasierra.

—Estoy segura de ello, sir Benjamin, yestoy deseando tratar este asunto condetenimiento, pero creo que es la hora delalmuerzo, ¿no es cierto?

—Por supuesto —respondió sir Benjamin,feliz de poder llevar a sus invitados al siguientedestino.

La señorita Nightingale se dirigió hacia lapuerta que sir Benjamin sostenía.

—Que tenga un buen día, doctor Phillips.Estoy deseando volver a verlo de nuevo.

—Que tenga un buen día usted también,señorita Nightingale. Espero que la próxima vezque me vea esté inmerso en actividades másmédicas.

Los visitantes se fueron con el anfitrióncerrando la marcha tras de sí pero, justo cuando

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pensaba que ya no había peligro, sir Benjaminentró de nuevo en la sala de operaciones.

—Ya no podrá esconderse tras las faldas deuna mujer, doctor Phillips. Usted y yo tenemosun asunto pendiente. Lo espero en mi despachoa las tres en punto.

Tras haberme quedado solo, reflexionandosobre mi destino, yo también decidí que erahora de almorzar. Mientras masticaba unamanzana y un trozo de queso, me distraje con eleditorial del Times, que informaba del sucesoacontecido el día anterior.

Londres. Miércoles 4 de noviembre, 1857 El ingeniero consumado debe poseer no

solo grandeza de ideas, sino también precisiónen su ejecución. Su ojo tiene que sermicroscópico así como telescópico, y tancapacitado para examinar un ácaro como paracomprender el firmamento. Cuanto mayores

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son sus aspiraciones y atrevidos sus planes,mayor debe ser su comprensión de cada detalley más firme debe ser cada uno de sus pasos. Sinada le parece demasiado grande para él esporque no hay nada demasiado nimio de lo queconsidere deba preocuparse. El caso delenorme barco cuya botadura se intentó el día deayer en Millwall es una prueba de ello. Lamayor y más maravillosa de las construccionesmodernas ha sido finalizada, y solo espera lamaquinaria adecuada para moverse del lugardonde durante cuatro años ha sido laadmiración del mundo. Sin embargo, hasta quelos cables, bobinas y frenos sean capaces dehacer su trabajo, seguirá varado e incapaz desatisfacer las vanas esperanzas de susconstructores. En este país nos hallamos enmedio del movimiento. Los proyectoscientíficos más memorables de los últimosaños han sido el puente Britannia, el telégrafosubmarino, los palacios de cristal de Hyde Park

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y Sydenham, el telégrafo atlántico y elmaravilloso barco que fue movido por vezprimera ayer. Todos han sido realizados aquí, yde ellos hemos aprendido a interesarnosprofundamente por el progreso de las obrasimportantes. Las compañías Cunard Line yCollins Line se contentaban si una u otrasuperaban a sus rivales en seis metros de eslorao medio nudo extra en la velocidad. Pero elnuevo barco desdeña toda comparación. Susprincipios son nuevos, será propulsado por unaunión de poderes nunca antes realizada,necesitará de un nuevo sistema de negociospara que su navegación revierta en ganancias,quizá incluso sea necesario que en las nuevasciudades de las costas se creen puertos de sutamaño para su llegada.

A continuación figuraba una lista de

impresionantes dimensiones que, dada miexperiencia de primera mano, no me molesté

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demasiado en leer. El párrafo con el queconcluía el editorial seguía describiendo loslamentables acontecimientos del día anterior, yno me sorprendió comprobar que el artículo noconsideraba adecuado mencionar que unhombre había perdido la vida en el intento.

—Tome asiento, doctor Phillips —dijo sirBenjamin sin apartar la vista de las notas queestaba escribiendo. Me senté nervioso en lasilla situada frente a él, aprovechando esemomento para mirar los estantes llenos delibros que cubrían las paredes del despacho.Tras el correspondiente e incómodo periodo desilencio, alzó la vista y habló.

—Esperaba haberlo visto en esa silla ayer,pero entonces me enteré de que estaba ocupadosalvando vidas en Millwall. Sin duda le gustarásaber que he recibido esta mañana una nota delseñor Brunel en la que elogiaba su actuación.

—Un detalle por su parte —respondí, sibien deseé en ese momento que hubiera

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limitado sus elogios a enviarme un sombreronuevo—. Pero, como ya le dije antes, mi papelen el asunto se ha exagerado.

—Puede que sea cierto, pero hay unatributo de su método que no podemos dejarpasar por alto, pues supondrá una revolución enla práctica de la medicina.

—Me temo que no le sigo —dije, incapazde adivinar por dónde venía el golpe.

—Me refiero, por supuesto, a su capacidadde prever accidentes antes de que ocurran, loque le permite estar en el lugar de los hechoscuando suceden. Me mostraría un tantoescéptico ante tan asombroso talento si nofuera porque sé que salió del hospital ayer a lasonce de la mañana tras haber informado al jefede servicio de que iba a atender una emergenciaque, ¡oh, maravilla de maravillas!, no ocurrióhasta la una. Increíble, ¿no le parece?

Me revolví en la silla mientras sir Benjaminobservaba el efecto de su golpe a traición. Su

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información, sin duda proporcionada por eljudas de Mumrill, era de lo más precisa. Metenía entre la espada y la pared y no parecíatener mucho sentido intentar inventarseexcusas.

—Sí, mi marcha del hospital fueprecipitada, y le pido disculpas por ello. Sinembargo, no me arrepiento del resultadoimprevisto de mis acciones. No cabe duda deque habrían muerto más hombres si no hubiesehabido un médico allí. Médico que el destinoquiso que fuera yo.

—Me alegro de que le conforte esepensamiento, doctor Phillips. Solo me quedaesperar que pueda continuar haciéndolodespués de que rescinda su contrato con elhospital por negligencia grave en elcumplimiento de su deber.

—Una vez más, solo puedo mostrarle misdisculpas y pedirle que no tome esa medida.Puedo asegurarle que no volverá a ocurrir.

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—Tiene bastante razón en eso de que no vaa volver a ocurrir. Ha pasado demasiado tiempoen compañía del señor Brunel durante lasúltimas semanas. No es la primera vez que lodistrae de su trabajo.

—Me temo que tengo que rebatir ese punto,sir Benjamin. Jamás he dejado que misconversaciones con el señor Brunelinterfirieran en mi deber. El día de ayer fue unaexcepción.

—Eso no es lo que mis fuentes dicen, perono importa. —Mumrill de nuevo—.Escúcheme, Phillips. Usted es un cirujano deprimera y lamentaría tener que dejarlo ir. —Cogió su pluma estilográfica y me hizo ungesto admonitorio con ella—. Pero se lo juro,si algo así vuelve a ocurrir de nuevo, lo pondréde patitas en la calle. ¿Ha quedado claro?

—Sí, sir Benjamin, ha quedado claro.—Muy bien, entonces, dejaremos a un lado

su lapsus de juicio del día de ayer, pero

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considere esto una severa advertencia.—Lo haré, señor.Me puse en pie para marcharme, pero sir

Benjamin no había terminado aún.—Una cosa más —dijo. Ya había

comenzado a escribir de nuevo.—¿De qué se trata, sir Benjamin?—Esa mujer infernal, la señorita

Nightingale —dijo con aspereza y sin alzar lavista.

—¿Sí?—Ya teníamos suficientes problemas sin

esa… enfermera fisgoneando por aquí, pero notengo voz ni voto en este asunto, y la junta le hadado carta blanca. —Tosió, como si laspalabras se le quedaran pegadas en la garganta—. Usted pareció gustarle esta mañana, soloDios sabe por qué. Quiero que la vigile, que laayude, ese tipo de cosas. Asegúrese de que nose entrometa en mis cometidos y que semarche del hospital con una buena impresión.

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¿Me he explicado bien?—Sí, sir Benjamin. Puede contar conmigo.—Y recuerde lo que le he dicho acerca de

distraerse de sus obligaciones y cometidos.Ahora, buenos días.

Cual escolar tras haber recibido su castigo,salí de la habitación como si mis hombros sehubieran librado de una pesada carga. Mepercaté de que la puerta de Mumrill estabaabierta y pude atisbarlo cerniéndose sobre lapuerta que comunicaba su despacho con el desir Benjamin. El tipo se había pasado los diezúltimos minutos con la oreja pegada. No habíaavanzado demasiado cuando escuché que sirBenjamin me llamaba. Me volví y lo vi en laentrada de su despacho.

—Antes de que se me olvide, doctorPhillips, sea bueno y avise a ese sinvergüenzade William de que la semana que viene llegaráuna nueva mesa para la sala de operaciones.

—Lo haré, señor —respondí con una

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sonrisa antes de recorrer el pasillo a grandeszancadas, resuelto a agradecer a la señoritaNightingale su obvia intervención en el tema.

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Capítulo 4

—DOCTOR Phillips —dijo William—,hay un caballero que desea verlo.

—Es tarde, estaba a punto de marcharme.¿Es el señor Brunel?

—No, señor —respondió un tantoincómodo—. Es de la policía. Dice que sunombre es Tarlow, inspector Tarlow.

—La policía, ¿eh? Bueno, será mejor que lohaga pasar al salón.

—¿Disculpe, señor?—Es una broma, William. Hemos tenido

tantas visitas últimamente que prontonecesitaremos de algún lugar en el quepodamos recibir a nuestros invitados.

William sonrió de manera poco entusiasta.—Sí, señor. Sé por dónde va.—Llévelo a mi despacho, ¿quiere?

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—Está en el patio, señor. Lleva un carrocon él. Parece deseoso de encontrarse conusted allí.

—¿De veras? Muy bien. Vaya y dígale quepronto estaré con él.

William desapareció y yo le pasé lo pocoque quedaba de mi ronda al médico residenteque me acompañaba. Mientras cogía misombrero y abrigo del despacho, me preguntési se trataría de algún tipo de investigaciónreferente al accidente de la botadura.

Había un carro en el patio, y su conductor,un policía de uniforme, se había colocado entrela puerta abierta y la parte trasera del vehículo,como si de esa manera quisiera evitar el accesoal patio. Un hombre con impoluta ropa depaisano y bombín salió a mi encuentro cuandocrucé la puerta trasera y dejé mi abrigo ysombrero en un gancho que generalmente seempleaba para los arreos de los caballos. Meextendió la mano.

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—¿Doctor Phillips? El inspector Tarlow,Policía Metropolitana de Londres.

—¿Qué puedo hacer por usted, inspector?Confío en que ninguna de mis enfermeras estéen peligro.

—Espero que no, señor —respondió elpolicía con gravedad. Señaló el carro y yo loseguí hasta la parte trasera, cubierta—. Hayalgo a lo que me gustaría que echara un vistazo.

—Me alegrará poder echar una mano —respondí.

—Es un cadáver. Una mujer que hemossacado del Támesis esta mañana.

—¿Se ha ahogado?—No lo creo. Pero usted sabrá decírmelo

mejor. —Señaló a la lona que cubría la partetrasera del carro—. Simpkins, levántela.

El agente de policía corrió a hacer lo que elinspector le pedía. Soltó los cierres queaseguraban la lona, tiró de esta y mostró unacamilla en la que había un cadáver cubierto por

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una sábana. Mechones de cabello aún húmedossobresalían por debajo de la sábana en elextremo más cercano a nosotros.

—Cójala, Simpkins —ordenó Tarlow—. Yola agarro por detrás.

—Espere —dije—. Le diré a mi camilleroque nos ayude.

El inspector observó como el agente depolicía tiraba de la camilla.

—No, gracias, señor. Preferiría que estoquedara entre nosotros, si no le importa. Estoyseguro de que lo comprenderá en cuanto leeche un vistazo.

Tarlow cogió las asas de la camilla y losdos me siguieron por la puerta trasera hasta lasala de preparación. Colocaron la camilla sobrela mesa. El inspector cerró y echó el pestilloantes de apostar al agente de policía en lapuerta que daba a la sala de operaciones. Solocuando se hubo asegurado de que nadie podíaentrar, apartó la sábana lo suficiente como para

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mostrar el rostro del cadáver, que tenía lasmejillas hinchadas de la descomposición. Teníala piel tan tensa que los labios se le habíanretraído y habían dejado al aire una incompletadentadura de dientes parduscos. Pero no solo lefaltaban piezas dentales. El rostro estaba llenode arañazos y cicatrices, como si hubiera sidoatacado por los dientes de un roedor o lasgarras de un ave. Tenía los párpados hacia atrás,lo que dejaba al descubierto un globo ocularlechoso y un oscuro vacío en el derecho.

—Es joven —observé. Alcé la vista y vi queTarlow tenía una libreta en la mano—. Entredieciocho y veintidós años y, a juzgar por susdientes, no pertenecía a las clases adineradas.Parece haber tenido una vida dura.

—Y una muerte más dura todavía —dijoTarlow, tirando del resto de la sábana. Noestaba preparado para aquella visión. El pechode la mujer se encontraba abierto, la cajatorácica destrozada y la cavidad interior al

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descubierto.—Ahora entiendo por qué decía que no

había muerto ahogada, inspector. Dios mío, quéhorror.

—¿Qué puede decirme acerca de quiénpudo hacer esto, doctor?

Tras tomar aire, me incliné sobre el torso yaparté el extremo roto de una costilla para vermejor el interior.

—Han extirpado el corazón y los pulmones,pero voy a necesitar más luz. Discúlpeme unsegundo.

Valiéndome del reflejo de la luz de unalámpara en el espejo que me había colocado enla frente, volví a mirar en la cavidad del pechode la mujer, cuya abertura había ensanchado conla ayuda de una pinza.

—Bueno, inspector, le puedo decir que estono es obra de un cirujano. Es torpe, deaficionado, aunque he de decirle que estetrabajo haría avergonzar a algunos de mis

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estudiantes.—Entonces los omitiré de mis pesquisas.Miré al inspector y me sentí aliviado al

percibir una leve sonrisa.—Lleva muerta bastante, sin embargo.—¿Cuánto tiempo cree que habrá

permanecido en el agua?Miré dubitativo la piel del cadáver.—La verdad es que es difícil de decir.

Quizá tres o cuatro días, pero eso lo estoydeduciendo por el estado en que se encuentra laparte interior. No soy un experto en los efectosde la inmersión en agua durante largo tiempo.

El inspector garabateó algo en la libreta.—Eso dando por sentado que se deshicieran

del cuerpo poco después de que muriera.—Buena observación. El trabajo es torpe y

descuidado, pero no necesariamenteapresurado, por lo que puede que la hayantenido escondida en algún lugar. No llevamuerta más de cuatro o cinco días, es todo lo

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que puedo decir. ¿Estaba vestida cuando laencontraron?

—Desnuda, tal como la ve ahora. ¿Qué hayde la causa de la muerte, doctor? ¿Puededecirme cómo la mataron?

—Eso es también complicado de decir. Noparece haber marcas alrededor del cuello, porlo que supongo que no fue estrangulada.Tampoco tiene marcas en las muñecas, así queno la ataron. Si atendiéramos a su extremadelgadez, estaría tentado de sugerir que murióde inanición. Pero podría decirse lo mismo dela mitad de la población de Londres. Asimismoresulta obvio que el agujero del pecho tambiénpodría ocultar cualquier otra posibleenfermedad. Pudo haberla acuchillado seisveces en el pecho y no habría manera desaberlo.

El policía no era fácil de disuadir.—¿Está seguro de que no hay nada más que

pueda revelarnos?

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Justo cuando estaba a punto de echar otrovistazo al interior de la cavidad, se escuchó unpequeño alboroto en la puerta.

—¡El acceso a esta sala está restringido! —gritó el agente de policía mientras intentabamantener cerrada la puerta, tarea que lapresencia de un pie que había logradointroducirse entre la puerta y el quicio nofacilitaba.

—Discúlpeme, inspector —dije con ciertoembarazo—. Es William, mi camillero. Seestará preguntando qué ocurre. Le diré que semarche.

Tarlow frunció el ceño.—Si pudiera, doctor, le agradecería que no

dijera una palabra de esto. Si la prensa se enterade que ha habido otro asesinato, solo servirápara que cunda el pánico.

El agente de policía se echó a un lado paraque pudiera cruzar las puertas. Cuando entré enla sala de operaciones, William estaba sentado

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en el suelo frotándose el pie.—¿Qué demonios está ocurriendo ahí?

Tengo trabajo que hacer.—Lo lamento, William, pero estoy ahora

mismo inmerso en un asunto un tantoconfidencial con la policía. Estoy seguro deque se marcharán pronto.

—Ese maldito me ha aplastado el pie.—Estoy seguro de que su pie está bien.

Ahora vaya a buscar algo que hacer durantemedia hora. Debería conformarse con que noestén aquí por usted. —William adoptó unaexpresión dolorida que no me era desconociday observé como dilataba su marcha antes deregresar a la sala de preparación.

—Ha dicho «otro asesinato». ¿Significa quehay más cadáveres mutilados como ella?

El inspector apartó la vista de un tarro quecontenía un feto que había usado en mi últimapráctica.

—Es el segundo cadáver —dijo—. Los dos

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sin corazón ni pulmones. Que aparezca elcadáver de una prostituta masacrado puedoachacarlo a la dura vida de los bajos fondos,pero dos, dos ya empieza a parecersesospechosamente a un patrón.

—¿Un patrón? ¿Qué quiere decir?Tarlow se quitó el sombrero, lo dejó junto

al cadáver y se pasó la mano por el cabello.—Bueno, señor, están los asesinatos

corrientes y molientes. Un marido da una palizaa su mujer porque ella no le deja que se beba elsueldo un viernes por la noche, o un hombremata a otro con un cuchillo en una pelea poruna mujer. Pero luego están quienes matan porpuro placer. Un tipo de homicidio puede llevara otro: un hombre mata a su primera víctima demanera accidental o en un ataque de furia, perodescubre que hacerlo le produce placer, yentonces lo hace una y otra vez, incapaz decontrolarse. Se convierte en algo compulsivo.En casos así, el asesino suele tener ciertas

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inclinaciones. Las víctimas son invariablementemujeres. Conozco un caso en el que elhomicida coleccionaba orejas, y otro en el queles sacaba los ojos porque el asesino temía quehubiesen capturado su imagen mientras lasmataba. Pero, en el caso de nuestro hombre,parece que le gusta abrirles el pecho y quitarleslas vísceras.

—¿Y cómo sabe que era una prostituta?—Usted la ha visto, doctor. No es

exactamente una marquesa.—¿No sabe quién puede ser? Alguien habrá

informado de su desaparición.Tarlow dejó escapar una risotada llena de

cinismo.—Mi querido doctor, ¿sabe cuántas

prostitutas hay en Londres? Miles, muchas deellas de fuera, campesinas desdichadas que semarchan del campo con la esperanza de ganarsela vida en la ciudad. Algunas son prácticamentevendidas como esclavas por sus propios padres.

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Adoptan nuevos nombres y se pierden entre lamultitud. Si desaparecen, ¿a quién le importa?Sus proxenetas y compañeras no sonprecisamente el tipo de personas a las que lesgusta hablar con la policía.

Me tomé esa respuesta como un no.—Y la otra, ¿dónde la encontraron?—En el río también, flotando en Limehouse

Reach, cuatro semanas atrás. Iba a echarle otrovistazo al cadáver, doctor.

—Ah, sí, discúlpeme. Todo esto es muydiferente a mi trabajo normal.

El inspector miró de nuevo el tarro.—No sé en qué.Volví a mi tarea y examiné las paredes de la

cavidad con un par de fórceps. Algunos vasossanguíneos y conductos más anchos mostrabanextremos irregulares causados por la acción deuna hoja blandida por un pulso poco firme.

—El cuchillo estaba afilado, pero la manoque lo blandía no era muy firme.

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—¿Tan afilado como el de un cirujano?—¿Un bisturí? Quizá.—¿Podríamos estar buscando a un médico?—Un equipo de instrumental no convierte a

nadie en médico, inspector. Como ya le dijeantes, este no es el trabajo de un cirujanotitulado.

Tarlow se colocó el sombrero.—Gracias, doctor, ha sido de mucha ayuda.

—Cubrió el cuerpo con la sábana y ordenó alagente de policía que le ayudara a llevarlo—. Y,doctor, espero poder confiar en su discreciónal respecto.

—Puede hacerlo, inspector. Si hay algo másen que pueda ayudar, hágamelo saber.

—Gracias de nuevo. Tendrá noticias mías.—Otra cosa más, inspector.—Espere un segundo, Simpkins. Sí, doctor,

¿de qué se trata?—El coleccionista de orejas y el que

arrancaba los ojos, ¿los atrapó?

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La comisura del labio de Tarlow esbozó unaleve sonrisa.

—Oh, sí, los cogí. Yo mismo me encarguéde colgar a uno de ellos.

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Capítulo 5

BRUNEL salió del carruaje a la fría tarde yesperó a que yo hiciera lo mismo. Una vez más,no había considerado adecuado notificarme poradelantado el viaje ni, en esta ocasión,informarme de cuál era su propósito.

Durante nuestro breve trayecto, cualquierintento por mi parte de obtener informaciónfue recibido con un gesto desdeñoso de sumano o por alguna consulta irrelevante acercade algún asunto anatómico.

Tras colocarse el sombrero, le dio unasbreves instrucciones al cochero antes de que elcarruaje se marchara. Entonces reanudó lamarcha y avanzó a grandes zancadas hacia unpub que, a juzgar por el alboroto que se oíadesde allí, estaba repleto de juerguistas. Parami alivio, no nos unimos al hormiguero de

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gente de la zona pública del bar, sino queseguimos por el pasillo hasta las escaleras, traslo cual accedimos a un espacioso ático.

Aquel lugar era la típica sala privada situadaencima de los pubs que podía alquilarse poruna pequeña cantidad de dinero para cenas opara grupos de caballeros que necesitaban unlugar de reunión privado. En este caso, loshombres se encontraban alrededor de una largamesa, formando pequeños corrillos y hablandoen voz baja. Sobre la mesa se hallaban dosdecantadores de burdeos y copasdesperdigadas, pero no parecía que la comidaformara parte del evento. Brunel cerró de unportazo y el golpe hizo que las conversacionescesaran y las cabezas se volvieran en nuestradirección para observar a los recién llegados.Durante un instante el único sonido de la salafue el de las risas que se filtraban por las tablasdel suelo del bar situado bajo nuestros pies ycon tantas miradas fijas en nosotros me

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arrepentí al instante de no haberme parado atomar un apresto.

Pero una voz amable quebró el silencio.—Ah, Brunel. Por fin. Llega tarde, como es

habitual en usted. Me apuesto que ha sido esebarco el que lo ha mantenido ocupado.

El hombre se separó de sus acompañantes,que retomaron inmediatamente suconversación.

—Me alegro de verlo de nuevo, Hawes —dijo Brunel—. Me gustaría presentarle a miamigo, el doctor George Phillips. —Y, acontinuación, me dijo a mí—: Phillips, estetipo tan desagradable es Ben Hawes,subsecretario de Guerra.

—Encantado de conocerlo —dijo Hawes—.Los amigos de Brunel son amigos míos. Esagradable ver rostros nuevos —recalcó conalegría. Y, a continuación, dijo en voz baja—:Esto se vuelve en ocasiones rancio ytrasnochado.

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—Tonterías, Ben —respondió Brunel—.No se perdería estas reuniones por nada delmundo. Ansía el conocimiento como el perrode un carnicero ansía un hueso. ¡No me diga locontrario!

Ya había permanecido en un segundo planodemasiado tiempo.

—¿Qué tipo de reuniones son estas? —pregunté.

—¡Isambard! —exclamó Hawes—. ¿Peroes posible que no le haya dicho nada de nuestropequeño club? —Me puso la mano en elhombro—. Le ruego lo disculpe, doctorPhillips. Es tan resuelto que en ocasionestiende a pasar por alto detalles como losbuenos modales. Pero no es nada personal.

Brunel todavía seguía sin soltar prenda.—Quiero que mi amigo conozca a nuestro

orador de hoy. ¿Puede traerlo aquí?—Creo que estamos a punto de comenzar

—respondió Hawes pensativo—, pero denme

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un segundo y veré si puedo hacer que venga.Una vez Hawes se hubo marchado, Brunel

se dignó finalmente a darme una especie deexplicación.

—A los ingenieros nos gusta considerarnosinventores, creadores y pensadoresindividuales, pero no podemos trabajar solos,¿sabe? Necesitamos el apoyo y, sí, las críticasde otros incluso; buscamos un entorno en elque los hombres visionarios e imaginativospuedan beneficiarse del conocimiento y laexperiencia de los demás.

—¿No acaba de describirme la RoyalSociety? —recalqué. Se me vino a la menteesta institución en concreto porque sirBenjamin había sido elegido recientemente supresidente.

Brunel bajó la voz.—Eso no es más que un ruedo de pavoneos

y palmaditas en la espalda. Lo que intentamosconseguir con esta reunión es crear un foro

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más informal, donde aquellos realmentepreocupados por el futuro de la humanidadpuedan alejarse de tanta pose y formalismo. —Mi ceja arqueada hizo que Brunel sonriera—.Digamos que algunas de nuestras ideas no sonexactamente ortodoxas. Causarían estupor enun entorno científico más tradicional, risotadasincluso. La libertad de expresión sin miedo aser reprendido es clave para nuestrospropósitos.

Antes de que pudiera preguntar más, Hawesregresó con la persona que supuse era elorador. Era un hombre de lo más llamativo; sucabeza, bien formada, clareaba en la coronilla ysus gruesas cejas recorrían una enorme yprotuberante frente.

Brunel le extendió la mano.—Charles, me alegro de que lo haya

logrado.El hombre dejó escapar un gruñido.—Brunel.

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—Doctor George Phillips, este es CharlesDarwin. Va a hablarnos de su teoría de larevolución.

—Evolución —corrigió Darwin.—Sí, por supuesto, discúlpeme. Evolución.

¿Cómo va su libro?Darwin frunció el ceño.—Hagamos un trato, señor. Usted no me

pregunta sobre ese maldito libro y yo meabstendré de preguntarle por su barco.

—Muy bien. —Brunel asintió—.Cambiemos de tema.

Claramente deseoso de hacerlo, Darwin sevolvió hacia mí.

—¿Es usted médico, doctor Phillips?—Soy cirujano en el hospital St. Thomas.—Cirujano, ¿eh? ¿Sabe? Yo comencé a

estudiar medicina en la Universidad deEdimburgo.

—¿De veras? Allí estudié yo. Pero ¿nollegó a hacerse médico?

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Negó con la cabeza.—No podía soportarlo. Todas esas

disecciones me daban ganas de vomitar. Lo queme lleva hasta otro asunto… ¿Sería posible,doctor, que tuviéramos una conversaciónprivada?

Tras solicitar tal cosa, me puso la mano enla espalda y me alejó de Brunel y Hawes.

—Si nos disculpan, caballeros.Me acompañó hasta una ventana, donde me

convertí en su atento público, y comenzó arecitarme una letanía de dolencias. Náuseas,reflujo estomacal, dolor en la espalda… Todoel espectro posible. Mientras él hablaba mirépor encima de su hombro y cuál fue misorpresa al ver que a Brunel y Hawes se leshabía unido otro caballero; sorpresa, porque elhombre en cuestión no era otro que sirBenjamin, que no parecía demasiado contento.Estaba hablando de manera aparentementeacalorada con Brunel quien, como era normal

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en él, estaba encendiéndose un puro. Intentécon todas mis fuerzas hacer caso omiso de lainesperada presencia de mi superior y volví acentrar mi atención en el catálogo de males delseñor Darwin.

—Y luego están los mareos —dijo elhombre que, a juzgar por su propio diagnóstico,parecía sufrir todas las dolencias conocidas porla medicina.

Pero no iba a poder ignorar a sir Benjamindurante demasiado tiempo.

—Caballeros —anunció sir Benjamin—.Ahora que todos estamos presentes les ruegoque tomen asiento para comenzar con lareunión.

Molesto ante la irrupción de su recitación,Darwin se encogió de hombros y me condujohasta la mesa, donde las patas de las sillasrasparon las tablas del suelo conforme los allíreunidos fueron ocupando sus asientos. Yocogí una silla vacía situada lo más lejos posible

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de sir Benjamin. Brunel, que por alguna razónparecía bastante ufano, se sentó frente a mí,mientras que el señor Russell, que parecíahaber dejado atrás su arrebato de ira en elastillero, se sentó junto a Brunel. Me saludócon gesto solemne mientras abría una carterade cuero y sacaba una pila de papeles.

Aparte de Brunel, sir Benjamin, Russell,Hawes y Darwin, todos los que estaban enaquella habitación me eran completamentedesconocidos. Pero había un hombre enparticular que llamó mi atención, y no solo porsu juventud, pues no podía tener más deveinticinco años. No sigo para nada losdictados de la moda, pero resultaba imposibleignorar la calidad de su vestimenta. En el cuellollevaba un fular de seda con aguas, la pechera desu chaleco tenía delicados detalles de hiloplateado y la levita había sido forrada con elmás delicado raso rojo. El joven tambiénintentaba distinguirse del resto guardando las

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distancias con los demás. Fue el último ensentarse; esperó mientras las sillas eranretiradas de la mesa y después, como uninvitado que no teme quedar fuera de unapartida de cartas, se sentó con airedespreocupado en la última silla disponible.

Sir Benjamin se aclaró ruidosamente lagarganta antes de llamar a los allí reunidos alorden.

—Caballeros —gritó—, es un gran placerpara mí presentarles a un invitado tan insigneque sin duda es conocido por la mayoría deustedes.

Hubo un asentimiento general de cabezas.—El señor Darwin ha sido pionero durante

años de una nueva y excitante rama de lasciencias naturales. Es una satisfacción que,como adelanto a su muy esperada ponencia enla Royal Society, haya aceptadoproporcionarnos un anticipo a nuestro, en miopinión, más selecto grupo.

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A ese último comentario le siguió unacascada de risas. Sir Benjamin me lanzó unamirada imperiosa.

—Antes de comenzar, debemos reciprocaresta presentación, pues veo que en esta veladahay un rostro nuevo entre nosotros.

Sir Benjamin dirigió su atención al hombreque estaba sentado a su izquierda y comenzó ahacer las presentaciones en el sentido de lasagujas del reloj.

—Entre las proezas del señor JosephWhitworth —dijo—, se encuentran susincreíbles pistolas y demás armamento, pero nodebemos olvidar sus otros logros, entre los quefiguran numerosas máquinas sin las queninguno de nosotros dispondríamos de lasmaravillas mecánicas que tan familiares nosson ahora.

A continuación, y siguiendo su imitación dereloj de pie, movió su mano estirada hasta lasdos en punto, lo que provocó que el tipo que

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estaba allí sentado se irguiera en el asiento antesu inminente presentación.

—Samuel Perry es representante delastillero de Blyth, conocido en todo el mundo.

Russell, sentado en las tres en punto, fuedescrito como quizá el mejor constructor debarcos del momento, descripción que hizo queBrunel frunciera el ceño. Pero su ego se viorápidamente restituido cuando, al alcanzar lascuatro en punto, sir Benjamin lo describiócomo el ingeniero más versátil que el mundojamás había conocido.

La posición de las cinco en punto estabaocupada por un caballero que parecía ser de laedad de sir Benjamin, un hombre a quien Brunelhabía saludado afectuosamente mientrastomaban asiento. Ese hombre de aspectoamable resultó ser ni más ni menos que sirRobert Stephenson, célebre por ser elprecursor del ferrocarril (o al menos eso fue loque dijo sir Benjamin).

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El hombre que estaba sentado al final de lamesa, a las seis en punto, era mayor que todoslos presentes. Con el cabello canoso y el rostrosurcado de arrugas, lo habría situado en unossetenta y tantos años, aunque a pesar de suavanzada edad no podía negarse que no fuera untipo animado, tanto que supuse que se trataba deuna persona muy nerviosa, puesto que no dejabade rascarse la frente y murmurar para sí mismo.Brodie lo presentó como «Charles Babbage, elinventor de la máquina diferencial».

Mientras yo seguía preguntándome qué tipode máquina sería esa, Cronos pasó a las siete enpunto y señaló hacia la persona sentada a miderecha.

—El señor Joseph Bazalgette que, comoingeniero jefe de la Metropolitan Board ofWorks, esperamos pronto sea el encargado deconstruir un nuevo sistema de alcantarilladobajo las calles de Londres, una épica tarea queojalá sirva para devolver su otrora esplendor al

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río Támesis y, lo que es más importante,mejorar la salud de la población de esta granciudad.

Entre Bazalgette y yo estaba GoldsworthyGurney. Según sir Benjamin, había sido en untiempo médico, pero posteriormente se habíadedicado a la invención. Entre sus creacionesfiguraba un carruaje a vapor y el quemador dellama abierta que, cuando se usaba sobre unapiedra caliza, creaba la brillante luz que seempleaba para iluminar el escenario teatral.Supe después por Stephenson que él habíaadaptado el quemador de llama de Gurney parala impulsión de su legendaria locomotora avapor, Rocket.

El título de señor de las nueve en puntorecayó en mí, pero justo cuando sir Benjamincomenzó a presentarme, su voz se vioacompañada por el sonido de un acordeónagónico en la calle. Antes de que sonaran másde tres notas, Babbage estaba ya en pie,

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corriendo hacia la ventana. Tras asomar lacabeza y hombros por la ventana gritó aldesventurado músico:

—¡Detenga ese ruido infernal y márchese,demonio pestilente!

El músico callejero respondió de unamanera igualmente pintoresca. Impertérritoante su agresión verbal, prosiguió con las notasde una melodía desenfadada, que en mis oídosno instruidos sonó como una saloma.

En respuesta, Babbage se abalanzó sobre lamesa y cogió un decantador de vino a la mitadantes de regresar a la ventana y lanzar el líquidoa la cabeza del acordeonista. La música cesó yse oyeron protestas. Al músico no debía dehaberle gustado que le lloviera burdeos.

—¡Dé gracias que no tengo a mano unorinal! —respondió un para nada arrepentidoBabbage antes de cerrar la ventana y regresar asu asiento—. ¡Un hombre no puede ir a ningúnlado de la ciudad sin que sus oídos se vean

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asaltados por semejantes instrumentos detortura!

Si bien yo había quedado un tantohorrorizado, pues para nada me había divertidoaquella escena, la mayoría de misacompañantes parecían totalmente indiferentesal comportamiento de Babbage y actuaroncomo si nada fuera de lo común hubieraocurrido. Solo Brunel respondió, poniendo losojos en blanco y murmurando para sí:

—Ya estamos otra vez.Babbage ocupaba de nuevo su asiento, pero

no iba a consentir que lo distrajeran de sudiatriba.

—El otro día había una banda de músicajunto a mi casa. Tocaron durante tres horas y senegaron a marcharse, incluso cuando les mandéa la policía.

—Me pregunto por qué habrán escogido sucasa —dijo Brunel con malicia—. ¿No tendráque ver con el hecho de que haya intentado que

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se prohíba la música en las calles de la ciudad?—¡Caballeros, caballeros! —gritó Brodie.

Golpeó su puño en la mesa a modo de mazo—.¿Podemos retomar las presentaciones?

—Mis disculpas, señor —dijo Babbage,domando su temperamento—. Le ruego quecontinúe, si es que puede escucharse a símismo con ese barullo, claro está.

—Gracias por cerrar la ventana —dijo unconciliador sir Benjamin—. Ha reducido elruido a un nivel aceptable. ¿Dónde estaba? Ah,sí. El doctor George Phillips es un compañerode profesión y uno de nuestros principalestutores en St. Thomas.

Ninguna queja podía hacer a tal valoración.Además, debido quizá al arrebato de ira deBabbage, pasó al siguiente con rapidez, algoque agradecí. Pero antes de que pudierahacerlo, Brunel dijo desde el otro lado de lamesa:

—El doctor Phillips está hoy aquí porque

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yo lo he invitado. Tiene mucho que enseñarnosde su profesión —añadió mientras miraba lasnotas que tomaba Russell—. Y también creoque podría prestarnos otro valioso servicio.

Antes de que Brunel pudiera explicar de quéservicio se trataba, un irascible sir Benjaminagregó:

—Muy interesante, señor Brunel. Ahora, sino le importa, ¿podríamos continuar? Ya noshemos retrasado suficiente.

Señalando a las diez en punto, identificó aljoven elegantemente vestido que había junto amí como el señor Ockham, y tras unaembarazosa pausa, como si estuviera pensandoen algo más que decir, añadió:

—Que en la actualidad forma parte delpersonal del señor Brunel.

Llegamos a las once en punto. Esa posiciónestaba ocupada por un caballero deimpresionantes espaldas que, a juzgar por lasarrugas de su rostro, supuse que tendría unos

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cincuenta años, aunque su oscura barba nomostraba una sola cana. Iba casi tan bien vestidocomo Ockham, si bien su estilo era bastantemás conservador.

—Probablemente todos los presentesconozcan a Horatio, lord Catchpole —comenzósir Benjamin—, uno de los industriales másexitosos de nuestra nación, propietario devarias fábricas de tejidos de algodón en el nortede Inglaterra. Ha hecho mucho por alentar lainnovación tecnológica en la industria, y susfábricas cuentan con la última tecnología enmaquinaria.

—¿Qué tal le están funcionando esosnuevos telares? —preguntó un alegreWhitworth que, o bien era totalmente ajeno a lamirada reprobadora de sir Benjamin, o no leimportaba.

—Muy bien —respondió lord Catchpole—.La producción se ha incrementado en más de unquince por ciento desde que las instalamos.

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¿Qué tal el dinero que le pagué por idearlas?—Muy bien, aunque mi saldo bancario se ha

visto reducido en un treinta por ciento desdeque comencé a gastarlo.

Una vez las risas aminoraron, sir Benjamindejó el puesto a Darwin y se sentó en la sillalibre que habría ocupado la posición de lasdoce en punto pero que, debido a la presenciadel orador, se hallaba a medio camino, entre lasdoce y las once. Aliviado por poder comenzar,Darwin sacó un fajo de hojas del bolsillointerior de su chaqueta y las colocó en la mesaante sí.

—Caballeros, lo que me gustaría hacer estavelada es ofrecerles una introducción de miteoría de la evolución a través de la selecciónnatural, tema que será objeto de un libro depróxima aparición. —Miró a Brunel, que sonriócon comprensión—. Además, tal como sirBenjamin ya ha mencionado, es el tema de unaponencia que pronto daré en la Royal Society.

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Si no les importa, me gustaría aprovechar estaoportunidad para usar los comentarios ocuestiones que puedan plantearme y solventarasí cualquier punto débil por adelantado.

El discurso que siguió fue sólido y seguro,y el porte de Darwin poco recordaba alindividuo enfermizo que instantes antes élmismo me había descrito. Apenas miró susnotas. Ahí estaba un hombre que había pasadomuchos años reflexionando acerca de lasgrandes cuestiones de la vida y que habíasacado mucho provecho de las ideas que lerondaban la cabeza. En las escasas ocasiones enque mi atención se desviaba, era para ver cómoRussell garabateaba frenéticamente en lospapeles. Estaba transcribiendo la ponencia,pero daba igual lo rápido que moviera la manoque escribía, era incapaz de seguir las palabrasde Darwin. Tenía el gesto torcido a causa de laconcentración y sacudía con mucha frecuenciasu muñeca para desentumecerse la mano.

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En aquel discurso, Darwin propuso lahipótesis de que la raza humana se habíadesarrollado (o evolucionado, en sus propiaspalabras) a través de una serie de cambios yadaptaciones desde los órdenes inferiores, másconcretamente de los simios. Explicó que lasdiferencias se podían poner en evidencia encualquier especie a través de la evolución en lareproducción sexual. Algunas diferenciaspodían ser ventajosas para la supervivencia deesas especies y pasar como rasgos hereditariosa través de generaciones posteriores, mientrasque otras podían no serlo tanto, por lo que seabandonaban rápidamente conforme ibanmuriendo. Como chico que se había criado enel campo, sabía que Darwin tenía razón al decirque los granjeros habían estado explotando esefenómeno durante generaciones, criando demanera selectiva aquellos animales de mayortamaño y mejor carne.

También había visto ejemplos de tales

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diferencias en mi propio trabajo. Sin ir máslejos, el museo de anatomía del hospitalcontenía varios ejemplos de desafortunadasmutaciones. La más impactante era la de unrecién nacido con dos cabezas, una que salía dela otra, níveos rostros mostrando para el restode la eternidad un gesto de sorprendidainjusticia. Hasta el momento yo habíaconsiderado esa y otras malformaciones merasaberraciones desafortunadas, errores en elgrandioso esquema de la naturaleza pero, siDarwin tenía razón, entonces esas variacioneseran parte del proceso de evolución. Enresumen, el éxito llamaba al éxito mientras queel fracaso tenía todas las papeletas de acabar enun tarro de muestras o atrapado en piedrascomo los restos fosilizados de las especiesextinguidas.

El final de su discurso fue recibido con uncálido y sonoro aplauso. Darwin se secó lafrente con un pañuelo, y pensé que quizá él

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considerara la aparición de aquellas bienganadas gotas de sudor como los primerossíntomas del tifus.

Sir Benjamin, que seguía aplaudiendo, sepuso en pie.

—Gracias, Charles, una presentación de lasque hacen reflexionar. Ahora, con su permiso,será el turno de las preguntas.

Darwin asintió y se guardó en el bolsillo elpañuelo humedecido.

Bazalgette fue el primero en hablar.—Señor Darwin, ¿cómo cree que su

argumento de que descendemos de los simiosserá recibido por la Iglesia?

—Como una herejía y una blasfemia, porsupuesto —respondió Darwin con una sonrisanerviosa.

Bazalgette iba a hablar de nuevo, peroWhitworth se le adelantó.

—¿Y cuál es la postura de la Iglesiarespecto a que esos cambios han tenido lugar

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durante periodos tan largos de tiempo?Darwin dejó escapar una risotada.—Bueno, como bien sabrán los que tengan

algunos conocimientos de teología, el obispoUsher ha calculado, en base a las generacionesmencionadas en la Biblia, que el mundo fuecreado hace poco más de cuatro mil años.Obviamente, se trata de una sandez absoluta. Yaa mediados del siglo pasado naturalistas comoBuffon, en Francia, reconocieron que el mundotenía que ser mucho más antiguo de lo quetradicionalmente se pensaba, y gracias a losrecientes avances en nuestra comprensión de lageología cabe poca duda de que el mundo tieneque tener cientos de miles, si no millones, deaños de antigüedad.

Las preguntas siguieron sucediéndose.Hubo quien rebatió algunos aspectos menoresde su tesis, pero Darwin había hecho bien sutrabajo y la respuesta fue ampliamentefavorable. Quedaba por ver si esa misma

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reacción benevolente era la que le esperaba enla Royal Society.

A la media hora aproximadamente, sirBenjamin intentó dar por concluidas laspreguntas. Se puso en pie de nuevo,cerniéndose sobre la mesa cual camarerodeseoso de llevarse una sopera vacía. Peroentonces, cuando estaba a punto de comenzar arecapitular, formulé una pregunta, un actobravucón que, como era de esperar, fuerecibido con un gesto de desaprobación por suparte.

—Señor, ¿considera la evolución de lasespecies, y más concretamente la de la especiehumana, como un proceso continuo que podríallevarnos a una apariencia muy diferente en unfuturo lejano?

—Buena pregunta —dijo Darwin, aunque nose tomó su tiempo para responder, por lo quededuje que no era la primera vez que se lopreguntaban—. La evolución proseguirá si se

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producen cambios ventajosos. Creo que, comohumanos, hemos alcanzado un punto en el queestamos adaptados a nuestro mundo. Por tanto,creo que en este momento los cambios estánde más. Sin embargo, si un estímulo externo,tal como un cambio drástico en nuestroentorno, dejara a las especies en una situaciónmenos ventajosa, sí sería del interés de lasespecies afrontar estos nuevos desafíosmediante la evolución.

Antes de que nadie más tuviera laoportunidad de hablar, sir Benjamin agregó:

—Si no le importa, Charles, creo que conesta respuesta deberíamos poner fin a lareunión de hoy. Solo me queda pedir un fuerteaplauso para tan estimulante presentación.

Todos aplaudieron, todos excepto Russell,que por fin pudo dejar la pluma y frotarse lamano para que esta cobrara vida de nuevo.

—Un trabajo espléndido —dijo Brunelmientras juntaba los papeles y los metía en la

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cartera de cuero.—Nunca más —dijo Russell mientras se

masajeaba la muñeca—. Necesitamos unsecretario.

Brunel sonrió.—No podría estar más de acuerdo con

usted, amigo —dijo. Entonces, me miró—. Ahíes donde entra nuestro amigo Phillips.

—¿Disculpe? —dije.Brunel se ajustó la correa de la cartera y se

puso en pie.—Quiero que sea nuestro secretario

permanente.Aquello era suponer demasiado.—Podía habérmelo preguntado primero.—Acabo de hacerlo. ¿Qué me dice?—Lo lamento —dije mientras miraba a sir

Benjamin—. Me temo que estoy demasiadoocupado como para buscarme más cometidosfuera del hospital.

—¿Me está diciendo que no le gustaría

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venir a más de nuestras reuniones? Sé que ver aRussell aquí hoy no ha sido el mejor reclamo,pero en su caso sería diferente.

—No sé en qué.—Doctor, he visto las notas de sus casos

médicos —dijo y sonrió cuando mi ceño metraicionó al rememorar el incidente—. Pormuy fascinantes que fueran, ese día en sudespacho no solo estaba siendo unentrometido. Quería ver si podría valer para elpuesto. Eran unas notas claras y, lo másimportante, no dejaban ningún cabo suelto.Toda la información importante estaba ahí.Bueno, al menos esa es la impresión que medio cuando les eché un vistazo. Es un talentopoco habitual. Ha nacido para ser secretario,Phillips.

Murmuré que consideraría la propuesta.Pero lo cierto era que tenía razón. Tras lapresentación de esa velada, quería volver, y si laúnica manera de hacerlo era encargándome de

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las actas, que así fuera.—No esperaba menos —dijo Brunel de

manera triunfal, como si ya hubiera dicho quesí. Le dio una palmadita a la cartera que llevababajo el brazo—. Debemos disponer de actaspara futuras consultas. La clave de un avancecientífico o ingeniero importante puedeencontrarse en un comentario concreto, en larespuesta a una pregunta, quizá en la propiapregunta.

Vi que el hombre llamado Ockham semarchaba mientras yo retomaba laconversación con Darwin, que tardó poco endesviarla de nuevo a sus dolencias médicas.

Poco después los abrigos y sombrerosfueron devueltos a sus propietarios ycomenzaron las despedidas. Darwin se marchóen compañía de sir Benjamin y de Russell, alque invitaron a cenar para agradecerle susesfuerzos. Brunel y yo, los últimos en llegar yen marcharnos, bajamos las escaleras tras

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Hawes y Perry, y allí encontramos el carruajeen el mismo lugar donde casi dos horas atrás lohabíamos dejado.

—Lo llevaré a casa —dijo Brunel mientrassujetaba la puerta del carruaje. Se desplomósobre el asiento contrario y al instanteempezamos a hablar de los acontecimientos dela velada, empezando por la charla de Darwin.Sin embargo, Brunel parecía deseoso de pasar aotros temas, concretamente el propio Darwin.

—¿De qué quería hablarle con tantointerés?

Puesto que no era mi paciente, no habíaconfidencialidad que respetar, así que respondíque Darwin me había pedido consejo acerca deuna amplia gama de dolencias.

—… Y, al parecer, lo primero que hace porla mañana es vomitar.

Brunel se golpeó la rodilla con regocijo.—¡Lo sabía! Ese hombre nunca cambiará.

Me pregunto cómo ha podido vivir tanto.

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—¿Sabe lo de su afección?—Por supuesto. A Darwin nada le gusta más

que hablar con médicos. Hizo exactamente lomismo con Brodie la primera vez que se vieron.

—Hablando de sir Benjamin, ¿de qué seestaba quejando mientras yo hablaba conDarwin?

—Nada importante.—¿Por qué no me dijo que estaría allí esta

noche?—Siempre está.—¿Y cómo iba yo a saberlo? Vamos, ¿de

qué va todo esto? ¿Estaba enfadado porhaberme invitado?

Brunel estaba preparando otro puro paraencendérselo.

—Quizá, pero es difícil saberlo. Siempreestá enfadado por algo.

En ese aspecto tuve que darle la razón.—Parecía un tanto molesto por el hecho de

que usted le hubiera robado a su paciente. Y no

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me sorprendería que sintiera lo mismo conrespecto a mí.

—¿Qué quiere decir?—¿Cuánto tiempo lleva trabajando en ese

hospital con Brodie?—Cerca de cinco años, pero hasta que no

fui ascendido a cirujano jefe no tuve demasiadotrato con él.

—Entonces deje que le diga algo. CuandoBrodie conoce a alguien por primera vez,especialmente a alguien con dinero y posición,lo que ve es a un paciente potencial.

—Estaba al tanto de que tenía algunospacientes privados, usted entre ellos.

—Exacto, y somos una nada desdeñablefuente de ingresos adicionales para él, asícomo un pasaporte para otras cosas. —Le diouna generosa calada al puro y el humo salió desu boca mientras intentaba que este prendiera—. ¿Cómo cree que llegó a presidir la RoyalSociety?

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—¿Por sus contribuciones a la medicina?—No del todo. Le sajó un forúnculo en el

trasero al presidente anterior y le trató la sífilisa un influyente miembro del consejo. Así fuecomo lo logró.

—Comprendo.—Imagínese cómo se sintió cuando Darwin

le habló de su epidemia de dolencias. Esehombre es una mina de oro para un médico.

—Eso es ridículo —respondí—. Darwintiene una enfermedad mental. Ese hombre es unhipocondríaco extremo.

—No creo que el viejo Brodie opine lomismo.

—Bueno, no tiene por qué sentirseamenazado por mí. Nunca ha figurado entre misambiciones ser el médico personal de nadie,por muy rico o famoso que sea.

—De eso no me cabe duda, pero aun asíavisado queda, es un tipo muy envidioso. —Brunel dejó el puro en el cenicero de que

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disponía su asiento y se inclinó hacia mí conaires conspiratorios—. Pero escuche, amigomío, yo disfruto de veras con nuestrasconversaciones. Nosotros los ingenierostenemos mucho en común con ustedes losmédicos; la diferencia estriba en que ustedtrabaja con carne y huesos, mientras que mismaterias primeras son el hierro y los remaches.Tenemos mucho que aprender el uno del otro yesa es la razón por la que me gustaría queformara parte del club.

—Pero si lo que usted dice es cierto,entonces a sir Benjamin no le haría demasiadagracia mi presencia.

Brunel no era una persona que se dejaradesalentar.

—Si usted ocupara el cargo de secretario,poco podría decir al respecto.

—Ah, sí, el secretario…El carruaje se detuvo. Habíamos llegado a la

calle donde vivía. Abrí la puerta y bajé a la

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acera.—Consúltelo con la almohada —dijo—. Y

una cosa más: será mejor que comience atrabajar en su presentación sobre elfuncionamiento del corazón.

La puerta se cerró de un golpe.—¿Presentación? —grité al carruaje

mientras este se alejaba—. ¿Qué presentación?Brunel se asomó por la ventana y me gritó:—La presentación con la que evaluaremos

su valía. ¡En el club Lázaro no puede entrarcualquiera!

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Capítulo 6

EN comparación con los acontecimientos dela noche anterior, el día resultó ser un modelode normalidad. Tanto que, por primera vez, elhospital me pareció un lugar monótono en elque estar. Incluso la esperada confrontacióncon sir Benjamin, que estaba seguro de quehabía interpretado mi aparición en el club comouna flagrante indiferencia a su advertencia deque no me dejara distraer más por Brunel, nollegó a materializarse. Por desgracia, sinembargo, al que sí vi fue a Mumrill,merodeando por los pasillos y entrando ysaliendo a las salas; sin duda estaba haciendolas veces de ojos y oídos de sir Benjaminmientras el jefe permanecía exiliado en sudespacho o fuera del hospital, lejos de lasactividades de la señorita Nightingale.

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Con poco más con que ocupar mi mente,hice una ronda por las salas y, cuando hubeterminado, me tomé la libertad de acceder unavez más al inframundo de William, esta vez sinsu guía. Inmediatamente después fui en subusca y lo encontré en el refectorio,chismorreando con otro camillero.

Un golpecito en su hombro finalizó demanera prematura la conversación, y un gestode mi dedo lo alejó de la mesa y lo llevó hastael pasillo.

—William, ¿cuánto tiempo ha transcurridodesde que el brote de tifus cesó?

—Bueno, señor —respondió mientras serascaba la cabeza—, yo diría que dos semanas,quizá tres.

—Yo diría que casi un mes. —Williamasintió, pero la expresión de su rostro me dejóclaro que mi pregunta lo había desconcertado—. La cuestión, William, es que acabo de estaren el sótano. —Frunció el ceño—. Y antes de

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que comience a quejarse de que haya bajado allísolo, deje que le diga que no tuve elección. Nolo encontraba por ninguna parte y no tenía todoel día para buscar a una maldita carabina. Peroeso no importa. Lo que quiero saber es por qué,puesto que ya se han levantado las restriccionesrelacionadas con tan desagradable enfermedad,solo hay dos cadáveres en la cuba. Dejéinstrucciones claras de que tan pronto comofuera posible se nos abasteciera.

William sonrió nervioso.—Bueno, señor. Sabiendo que usted

prefiere especímenes frescos, recién muertos,solo he estado cogiendo aquellos que acabarande morir y, dada la velocidad con la que ustedha estado trabajando, no he tenido demasiadotiempo para conseguir muchos. Últimamente hausado muchos corazones.

Era cierto: desde la llegada de Brunel mehabía concedido una pequeña investigaciónpersonal, pero no veía de qué modo podía

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afectar eso al abastecimiento de cadáveres.—Pero si tenemos otro brote y nuestro

aprovisionamiento cesa, preferiría volver a loscadáveres conservados a tener que usar denuevo impresiones en cera o los tarros demuestras. ¿Por qué no se han seguido misinstrucciones?

—Verá, señor, también ha habido ciertomalentendido entre los camilleros de lamorgue y yo respecto a nuestra adjudicación.He estado intentando solucionarlo y no queríapreocuparlo. Además, nuestros proveedoresexternos están tardando un poco en volver a lanormalidad. Hay un nuevo director en el asilode pobres y no nos entendemos del todo. Nadade qué preocuparse, no obstante, señor. Yoestoy por encima de eso, y le aseguro que esacuba estará a rebosar en poco tiempo.

—¿Quizá tendría que ir yo y tener unaspalabras con los responsables del asilo depobres?

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—No, señor, no lo haga. Yo lo solucionaré.Déjemelo a mí.

—De acuerdo, William, dejo este asunto ensus manos. No me falle.

Puesto que no tenía ningún casocomplicado del que ocuparme, comencé acavilar sobre los acontecimientos de la nocheanterior. Brunel había dicho muchas cosasdurante la tarde; algunas de ellas, como suanálisis de la naturaleza de sir Benjamin, habíansido de lo más iluminadoras, mientras queotras, como cuando al despedirse habíadenominado la reunión a la que habíamosacudido como «el club Lázaro», habíanresultado más bien lo contrario.

¿Por qué ese nombre? Después de todo,había docenas de clubes en Londres, la mayoríade ellos con nombres crípticos que evocabanpoco más que una imagen de comodidad, buenacompañía y mejor cena; estaban el White, elArthur, el Brooks, el Travellers, el Crockford,

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el Oriental y el Starling, por nombrar unoscuantos. Algunos de ellos recibían sus nombrespor sus fundadores mientras que otros, como elReform o el Savage, reflejaban los intereses desus miembros (el primero era una guarida defrustrados liberales, mientras que losmiembros del segundo disfrutaban siendogroseros entre sí). Lázaro no es un nombrecomún en estos días, lo garantizo, solamenteme he encontrado con uno o dos en toda mivida. El más famoso portador de ese nombreera obviamente el hombre al que dicen queCristo revivió, pero no veía demasiadosmotivos para relacionarlo con la reunión a laque había acudido.

Pero todas esas especulaciones sobre tantrivial asunto no me estaban llevando a ningunaparte, y fue casi un alivio cuando, ya al caer deldía, una emergencia grave (un tórax aplastado)requirió mi total concentración.

Por desgracia, todos mis esfuerzos fueron

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en vano y el obrero murió en la mesa deoperaciones bajo mi bisturí, una tristedemostración de que ni él era Lázaro ni yo unapersona que hiciera milagros.

No era de esa forma como me habríagustado acabar el día, pero esa es la suerte delcirujano. Después de todo aquello, una cenafría en mis dependencias se me antojaba unaperspectiva poco atrayente, así que cenéchuletas de añojo acompañadas de un buenburdeos seguido de un brandi o dos en mipropio club, el Carlton, antes de encontrar unadistracción mayor en los brazos de una jovenllamada Clare en la casa de citas de KateHamilton, un respetado lugar de dudosareputación.

A la mañana siguiente, aún un pocoperjudicado por el alcohol, dejé la cantidad dedinero habitual en la mesilla y no llegué máslejos del rellano cuando me di la vueltacorriendo y cerré la puerta de un golpe.

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Permanecí apoyado contra ella.Clare se rió desde la cama. Acababa de

coger las medias que había dejado debajo.—No puede marcharse, ¿eh?Podía sentir que mi rostro perdía color por

momentos.—No pueden verme aquí, no ahora.—¿Qué le preocupa? —preguntó—. Usted

es uno de los pocos tipos de aquí que no estáncasados. Bueno, no lo está, ¿verdad?

Negué con la cabeza.—No es eso, ahí fuera hay hombres que…

podrían sacar conclusiones equivocadas si meencontraran aquí.

—¿Qué tipo de hombres?—Policías.—¿Qué demonios quieren? Pagamos lo

suficiente como para que nos dejen en paz. Nome importaría si no fuera porque la mitad delcuerpo son malditos clientes nuestros. La otramitad, claro está, son impotentes.

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Clare siempre parecía ver el lado divertidode las cosas, aunque yo sospechaba que setrataba de un hábito forjado por lascircunstancias poco utópicas en que se hallaba.Muy a mi pesar, yo sí que sabía bien lo que lapolicía quería y no era un asunto que tomarse arisa. Uno de los hombres era Tarlow, quienjunto a un par de agentes de policía de uniformeiba de puerta a puerta en el rellano inferiorhaciendo preguntas a los ocupantes de lashabitaciones. Mientras mi pánico crecía, miré ami alrededor y durante un instante me planteésalir por la ventana. No era que temiera por mireputación, pues sin duda habría hombres másimportantes en la casa, sino por el hecho de queTarlow estaba dando por sentado una conexiónentre la cirugía y las prostitutas en losasesinatos que estaba investigando y allí mehallaba yo, el eslabón perdido entre los dos.

Clare vio mi miedo.—¡Rápido, debajo de la cama! —ordenó

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con un susurro.Tan pronto como esas palabras salieron de

su boca se escuchó un golpe en la puerta. Metumbé y rodé bajo la cama hasta que mi cabezaquedó incómodamente cerca de un orinal.Conforme mi pánico inicial fue disminuyendo,comencé a preguntarme qué demonios mehabía poseído para esconderme bajo la cama.¿Qué estaba haciendo allí cual adúlteroescondiéndose de un marido cornudo? Uninstante más y habría salido de debajo de lacama y abierto la puerta yo mismo. Pero erademasiado tarde: la puerta estaba abierta y,gracias a mi estúpido acto reflejo, estabaatrapado allí.

Lo único que podía ver, además de los bientorneados tobillos de Clare, era el pie y piernaizquierda de un hombre que no se hallaba nidentro ni fuera de la habitación.

—Soy el inspector Tarlow, de la PolicíaMetropolitana de Londres, y esperaba que usted

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pudiera ayudarnos en nuestras pesquisas.—Por supuesto, inspector. Estaré encantada

de ayudarles en la manera en que pueda —dijoClare con su mejor voz de «duquesa a punto deinvitarlos a un té». Su nuevo personaje era tanconvincente que ya no estaba seguro de si elacento de la zona obrera de Londres que usabaen mi presencia era el acento imitado y el otroel real; a algunos de sus clientes probablementeles gustara aquel toque de cotidianidad. Encualquier caso, había errado claramente en suvocación; cualquier teatro del West End estaríaencantado de contar con sus talentos, yprobablemente sería una actriz más quedecente.

Tarlow dio otro paso hacia el interior de lahabitación, sin duda para comprobar si habíaalguien más allí.

—¿Reconoce a esta mujer?Puesto que desde debajo de la cama no

podía ver más que unos centímetros, solo pude

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dar por sentado que le estaba enseñando a Clareuna fotografía.

—Lo siento, no. No la conozco —dijo trasuna pausa—. Parece… ¿está muerta?

—Creemos que pudo haber sido asesinadala noche pasada, quizá la noche anterior.

Así que el inspector tenía entre manos unatercera víctima. Allí tumbado, con la mirada fijaen los muelles de la cama, me resultóimposible no evocar la imagen de otro torsoeviscerado.

Clare dio un paso atrás, distanciándose de lafotografía.

—¿Por qué me pregunta sobre ella?—Creemos que era una prostituta.—Oh, comprendo. Que Dios se apiade de

su alma, pero por su aspecto no habría encajadodemasiado aquí.

—Entiendo a lo que se refiere. No es,¿cómo lo diría?, no tiene la clase adecuada,parece más bien una prostituta callejera. Aun

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así, quizá pueda ayudarnos. ¿Ha estado concaballeros que se hayan comportado fuera de lonormal, quizá de un modo agresivo o que lehayan pedido cosas extrañas?

—Inspector, lo que aquí es normal podríahacer marearse a un marinero. Nos hacen todotipo de peticiones extrañas, pero el malcomportamiento no se tolera, ni por parte delas muchachas ni por la de la patrona. Por logeneral nuestra clientela es decente, pervertidaquizá, pero decente, y esa es la razón por la quetrabajo aquí. En pocas palabras, inspector, nosalgo barata.

—No, no… estoy seguro de que no —dijoTarlow que, por primera vez, parecía algoincómodo.

—¿Hay algo más en que pueda ayudarlo? —añadió Clare como si no pudiera resistirse aseguir avergonzándolo.

—No, gracias. Eso es todo. Ha sido de granayuda. Tan solo me gustaría que nos informara

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si ocurre algo… bueno, algo fuera de la normal.Y tenga cuidado, hay un asesino suelto.

—Lo haré, inspector. Adiós.Cuando la puerta se cerró, salí de la cama y

me limpié y estiré la ropa.—Debe de ser uno de los impotentes —

sugerí, aliviado de que mi galopante corazóncomenzara a calmarse.

—No sea cruel, doctor. Ese policía era uncaballero, eso es todo —dijo Clare. Su acentode los barrios obreros londinenses estaba devuelta.

—¿Yo, cruel? Tan solo me alegro de nohaber podido contemplar desde donde meencontraba cómo se ruborizaba.

—Bueno, al menos no hay ninguna manchaen su reputación.

—Gracias, Clare. Ha sido todo un detalle.Lamento que haya tenido que ver esa fotografía.

Se encogió de hombros.—Esa pobre prostituta no es el primer

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cadáver que veo. —Descorrió la cortina y miróa la calle—. Ahí van. Creo que puedemarcharse. Espero que encuentren al maníacoque están buscando.

Cogí mi sombrero del lavabo, me miré en elespejo e hice una mueca al contemplar elpálido rostro que este me devolvió.

—Yo también lo espero.Por desgracia, el pie de Tarlow no fue lo

último que vi de aquel hombre ese día. A mediatarde dio conmigo en mi despacho.

—Espero que no sea por otro asesinato.—Me temo que sí, doctor. Hemos sacado

un cuerpo del río a primera hora de la mañana.—¿Y el pecho?—Lo mismo, le faltan el corazón y los

pulmones.—¿Y sigue dando por sentado que se trata

de prostitutas?Tarlow asintió.—Si no lo fueran, estoy seguro de que a

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estas alturas algún familiar o amigo preocupadohabría acudido a nosotros. Es el tercer cuerpo,y nadie parece echar en falta a nadie. Solo unaprostituta podría ser asesinada por un extraño yque ello pasara inadvertido.

—¿Y cree que su asesino está ahí fuera,merodeando en busca de la próxima víctima?

—Algo así. Hemos estado preguntando a lasprostitutas con la esperanza de que se hubieranpercatado de algo fuera de lo común en susclientes. Estamos trabajando con la posibilidadde que el asesino pueda ser un cliente habitual,quizá uno que se haya cansado de los serviciosofrecidos. Por desgracia, las prostitutas no sehan mostrado demasiado cooperativas. Perobueno, eso ya lo sabe, ¿verdad?

—No tengo muy claro qué me quiere decir.Tarlow miró al perchero que había junto a la

puerta.—Veo que ha conseguido recuperar su

sombrero de la casa de citas de Kate Hamilton

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tras dejárselo allí esta mañana.Lo miré con incredulidad.Tarlow cogió mi sombrero y lo examinó.—Gran calidad, sin duda. Inconfundible,

también, porque la banda tiene una pequeñamarca en esta parte. Lo llevaba, junto con suabrigo, la primera vez que nos vimos. Tambiénlo vi en el lavabo de una de las chicas de laseñorita Hamilton cuando estuve preguntandoesta mañana. Estoy seguro de que le habráhablado de mi visita. Una joven muy bella, sime permite decírselo.

La marca en la banda del sombrero la habíahecho la tarjeta en la que Brunel había escritosu nota de agradecimiento y era invisible paralos ojos de cualquier mortal. Pero no teníaánimo alguno de felicitar al inspector por susimpresionantes poderes de observación.

—No estaba al tanto de que mi vida privadafuera objeto de una investigación policial.

Tarlow dejó el sombrero en su sitio.

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—No estoy aquí para juzgar su vidapersonal, doctor, solo para advertirle de quetenga cuidado. El autor de estos asesinatosparece tener cierto interés en la cirugía eintima con prostitutas. No querrá que la gentesaque conclusiones equivocadas.

No podía haber estado más de acuerdo conél.

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Capítulo 7

EL obsequio de Brunel quizá me habíareportado ciertas molestias, pero también mesirvió para acordarme de los hombres delastillero que habían sufrido terribles heridasdurante su trabajo. Gracias a William sabía quevarios de ellos seguían ingresados en elhospital St. Clement, en Mile End. Mientras medecía a mí mismo que me motivaba puramenteun interés profesional en los efectos a largoplazo de su accidente, decidí ir a hacerles unavisita. Pero también había otro motivo: elincidente todavía me preocupaba, y queríareafirmarme en que mi intervención habíavalido para algo.

Puesto que no quería desatar de nuevo lacólera de sir Benjamin, esta última excursiónsería realizada fuera de mi horario de trabajo,

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en uno de esos escasos días en que mi tiempoera mío.

Protegiéndome con mi bufanda del fríoinvernal, cogí un coche de punto para cruzar laciudad. En St. Clement pregunté a un camilleropor el cirujano jefe, pero estaba ocupado, asíque me llevaron directamente a la sala donde seencontraban los pacientes. Podía haber sido mihospital, de tan parecida que era la disposiciónde las camas apoyadas contra las paredesgrises, solo que las salas eran más pequeñasque en el St. Thomas, algunas de ellas nomucho más grandes que mi salón, pero aun asíhabía más de media docena de camas. Debía dehaber cerca de cuarenta en la sala principal, ytodas ellas estaban ocupadas. Algunos pacientesestaban incorporados y hablaban con susvecinos, mientras que otros parecían estardurmiendo o inconscientes. Habíantranscurrido semanas desde el accidente y sololos dos más graves seguían postrados en cama.

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El camillero me llevó junto a un hombresentado que tenía la espalda apoyada en lapared, delgada almohada mediante. Loreconocí; era uno de los que habían perdido elconocimiento por el impacto de la caída. Surostro había quedado severamente magullado,pero estaba comenzando a recuperar lo quesupuse era su habitual y rubicunda palidez.

Me presenté y él me estrechó la manoafectuosamente.

—Me alegro de verlo, doctor. Me han dichoque ahora mismo estaría criando malvas si nofuera por su rápida actuación. Mi nombre esWalter, Walter Turner.

—¿Cómo se encuentra, Turner?—No del todo mal, señor. Debería estar

fuera en un par de días. Sin embargo, me sientocomo si llevara toda la vida en esta cama. SoloDios sabe cuándo podré volver al trabajo, si esque puedo. Me rompí la cadera y las dospiernas. Eso además del clavo que me atravesó

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el pulmón. Mi mujer no está demasiadocontenta, se lo digo, va a tener que trabajar eldoble para alimentarnos.

—Lamento oír eso.—Aun así, no estoy tan mal como Frank. —

Señaló a la cama que había al otro lado de lahabitación—. Pierde constantemente laconsciencia, desde que llegamos. No estánseguros de cómo va a evolucionar. Pobre tipo.Se dio un porrazo en la cabeza, un golpe muy,muy feo.

Miré a la forma inerte de Frank; tenía elrostro cubierto de vendas y yacía inmóvil comoun cadáver.

—Pero su compañía velará por su bienestar,¿no es así?

—Supongo que nos pagarán un pastón,aunque no les hará mucha gracia. —Se inclinóhacia delante para rascarse una pierna y dijocon amargura—: En ocasiones creo queprefieren que muramos en el acto para poder

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olvidarse de nosotros.—Entonces, ¿los accidentes suceden

mucho?—Demonios, sí. Desde que comenzamos a

trabajar en esa maldita embarcación ha habidodiez muertos y docenas de heridos. ¿Sabe?, hevisto a hombres heridos esperar más de unahora antes de que alguien pensara en llevarlos alhospital. A los malditos jefes les suelepreocupar más el equipo dañado y el tiempoperdido que los hombres heridos. —Paró dehablar y miró de nuevo a Frank—. Pero, comomi mujer dice, no se puede hacer un pastel sinromper huevos. Y bueno, en lo que respecta alseñor Brunel, el tipo corre tanto peligro comonosotros. Tengo que respetarlo por eso.

—No recuerdo haberlo visto volar por losaires —dije, recordando que Brunel habíainsistido en retomar inmediatamente labotadura poco después de la tragedia.

—Oh, sí que lo ha hecho, sí —murmuró

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Walter.Aquello me intrigó, pero resultaba obvio

que el hombre necesitaba descansar, así que medespedí de él y me detuve brevemente a lospies de la cama de Frank. La referencia deWalter a los pasteles y los huevos me hizorecordar el comentario de la señoritaNightingale acerca de los costes del progreso.¿Eran realmente esos hombres heridos elprecio que teníamos que pagar?

Mi marcha se vio retrasada por la llegada deun médico que estaba a punto de comenzar suronda. Una vez hechas las presentaciones, semostró feliz de poder hablar de sus pacientes.No me sorprendió que el pronóstico de Frankfuera malo. El cráneo se había llevado todo elimpacto del golpe y si lograba salir de aquellano iba a conservar demasiadas de sus facultadesmentales. También me entristeció, perotampoco me sorprendió, escuchar que Walternunca más podría realizar trabajos físicos.

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Aquellos hombres eran los huevos rotos.Mientras hablábamos, mi atención se desvió

hacia una persona que entraba en la sala.Llevaba una chaqueta de obrero y sus botas contachuelas repiquetearon en el suelo de maderacuando comenzó a caminar entre las camashasta detenerse a los pies de la cama de Walter.Se produjo un intercambio de palabras, peroestaba demasiado lejos como para que yo lascaptara. Supuse que se trataba de un peón quehabía ido a visitar a sus compañeros heridos,por lo que retomé mi conversación con eldoctor. Apenas si me percaté de que el nuevovisitante iba hasta la cama de Frank. Al igualque yo había hecho, se detuvo allí durante unbreve espacio de tiempo antes de regresar ennuestra dirección. Conforme se acercaba a lapuerta, quedé impresionado al ver que se tratabade Ockham, el joven tan elegantemente vestidodel club Lázaro. Sus ojos quedaban escondidosbajo la visera de una gorra raída y su enjuto

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cuerpo bajo un traje que parecía sacado delcarro de un ropavejero.

Como es natural, mi primera reacciónhabría sido la de ir a saludarlo, pero su aspectome había sorprendido demasiado como paratener una reacción normal, así que en vez deeso mantuve al médico entre Ockham y yo,escondiéndome tras él en la medida de loposible. ¿Por qué demonios un hombrepudiente como él se vestiría como un humildepeón y se mezclaría con ellos?

Mi colega sin duda tuvo que pensar que micomportamiento era un tanto extraño pues, trasasomarme por detrás de él, di por concluida laconversación de manera abrupta y fui trasOckham, siguiendo el sonido de sus botasresonando por el pasillo y a continuación por lacalle. Caminaba sin prisa aparente y parecíacómodo con su ropa de obrero. Se detuvo acomprar una bolsa de castañas. Fuecomiéndoselas mientras caminaba, tirando en la

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acera las cáscaras que yo luego pisaría instantesdespués.

Pusimos rumbo al sur por la expansión deLimehouse, atravesando West Ferry ycontinuando hasta la Isla de los Perros. En esosmomentos ya me encontraba en territorioconocido, pues había recorrido esa zona conBrunel tras abandonar su carruaje momentosantes de la botadura. Con el río de aguas mansasa mi derecha, no me quedó duda de que Ockhamse dirigía hasta el astillero.

Tras tres kilómetros de caminata yo estabacomenzando a flaquear, pero no era el caso deOckham, que, al divisar su destino, aumentó lavelocidad. Allí estaba la enorme embarcaciónde Brunel, con sus imponentes chimeneascortando el horizonte bastante antes de que elcasco quedara a la vista. Parecía ligeramentemás cerca del borde del río que la última vezque la había visto, pero aún le quedaba un largocamino que recorrer.

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Me sentí aliviado al ver las puertas deentrada al astillero y tuve que resistir latentación de pararme y tomar un necesariorefrigerio en el pub estratégicamente situadoen el exterior. Ockham atravesó las puertas sinproblemas. Yo, a menos de treinta pasos de él,confié en que no me pararan a la entrada. Perono tuve de qué preocuparme. El tipo de lapuerta estaba ocupado gritando al conductor deun enorme carro medio metido en la entradaque portaba arietes hidráulicos.

—¡Me importa un bledo la prisa que tenga,amigo! —gritó el guardia al conductor mientrasyo me valía del carro y sus seis caballos paracubrir mi entrada al astillero—. Necesitoaveriguar dónde va a descargarlos antes dedejarlo entrar. Hay mucha actividad ahí dentro ylo último que necesitamos es a usted y suenorme y sucio carro.

Sin las hordas de gente de la ocasiónanterior, la zona situada delante del barco

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parecía una enorme y vasta llanura quedescendía hasta la sobrecogedora escarpadurade hierro situada sobre el horizonte. A lo lejosse veía a docenas de obreros apareciendo ydesapareciendo entre los calzos y baosdispuestos en la parte inferior del casco. Otrosse hallaban en la cubierta, una pequeña peroconstante corriente de hombres que avanzabanen ambas direcciones por las escaleras de latorre. Cabrestantes y grúas levantaban cargas detodos los tamaños y formas por el casco hastala cubierta.

Cerca de donde yo me encontraba, en lacima de la cuesta, un par de caballos tiraban deuna cadena hacia la embarcación. Sus eslabonesdobles levantaban polvo conforme eranarrastrados con gran estrépito por la grada. Elsonido de metal contra metal provenía de dosalmacenes de techos altos situados a miizquierda y derecha. Fuera de uno de ellos unapila de cajas de madera del tamaño de una casa

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esperaban a ser abiertas o retiradas de allí, nosabía muy bien qué. Justo delante de mí, cincohombres tiraban de una cuerda atada a lo queparecía el cadalso de un verdugo mientraslevantaban un bao de hierro para colocarlo en laparte trasera del carro en el que lo trasladaríanhasta la embarcación. Tres hombres empujabanun carro vacío similar en mi dirección, trashaber dejado la carga a los pies de la cuesta.

Todo eso lo vi mientras buscaba a Ockham,que desde que había entrado por las puertashabía desaparecido de mi vista. Estuvedeambulando un buen rato por la parte máselevada de la cuesta y a punto estaba ya dedarme por vencido cuando vi un trozo decáscara de castaña en el suelo, y luego otro unpoco más adelante. El rastro me condujo hastauna calzada a la derecha de las puertas delastillero que acababa en la enorme puertacorredera de uno de los almacenes. La puertagrande se hallaba cerrada, pero esta tenía

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también una abertura mucho más pequeña, deltamaño de un hombre.

La luz se filtraba por entre las ventanassituadas en la parte superior de las paredes eiluminaba una escena intensamente industrial.Había piezas de maquinaria por todas partes, elsuelo entero se encontraba cubierto de barras,cilindros y ruedas de acero. El ruido era casiensordecedor, pues de cada uno de loscomponentes se encargaba un hombre, y lamayoría de ellos golpeaban sus cargas como siles fuera la vida en ello. De las vigas situadas enel techo colgaban cadenas y de estas a su vezpendían más ejemplos del arte del ingeniero.Seguí un sendero por entre aquel laberinto dehierro, contemplando a todos los hombres acada paso y ocultando mi rostro con la bufanda.

Mientras unos hombres daban martillazos,otros sacaban lustre, frotando el metal contrapos impregnados de aceite hasta que lasuperficie brillaba como si de un espejo se

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tratara. Doblé la esquina y me encontré con treshombres que tiraban del mango de una enormey poderosa llave para intentar girar una tuercadel tamaño de una sombrerera. Pisé otracáscara de castaña.

Ockham estaba sentado en un taburete,raspando algo con una lima. Parecía un herrerode cuclillas delante de la pezuña de un caballocon una flamante herradura nueva. Pero aquellono era un caballo. Estaba sentado debajo de unarueda de muchos rayos y de borde dentado. Larueda pendía en el aire, fija en un eje en formade «a». Trabajaba en un piñón cada vez, limandolas rebabas que el proceso de fundición habíapodido dejar en los bordes. De vez en cuandose levantaba y, agarrando los rayos, giraba larueda sobre el eje, acercando para sí otra tandade piñones sin tratar.

Ya lo había encontrado, pero no estabaseguro de qué hacer a continuación. ¿Deberíadarle un toquecito en el hombro y saludarlo?

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Quería que él se volviera y me viera para asítener libertad de acción, pero se hallabademasiado enfrascado en su tarea.

Al final resultó que fui yo a quien le dieronun golpecito en el hombro. Brunel me indicóque lo siguiera, pues no quería tener que subirla voz con todo aquel barullo.

—No podía mantenerse alejado, ¿eh? —dijo una vez hubimos salido a la luz del día.

—Pensé en pasarme y echar un vistazo paraver cómo iban las cosas. Quería saber si habíalogrado ya meterla en el agua.

Se giró para observar el carro que, por aquelentonces, ya había entrado al astillero y estabasiendo descargado.

—Hemos logrado mover el barco unos seismetros más. —Parecía realmente satisfechocon el avance y señaló al carro con el puro—.He pedido todos los arietes hidráulicos delpaís. Nos faltaba potencia, eso era todo.

—¿Cree que podrán mover la embarcación?

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—Lo hará si logramos que las cadenas nose rompan. —Se quitó el sombrero, lo que diolugar a que le agradeciera de nuevo suobsequio.

—No hay de qué —dijo—. Hizo un buentrabajo con aquellos hombres.

—Hice lo que cualquier médico que seencontrara en el lugar habría hecho.

—Puede ser, pero usted fue quien estabaallí.

Desvié mi conversación hacia el verdaderomotivo de mi visita.

—Veo que el señor Ockham está empleadoaquí como operario. Pensaba que un hombre desu posición ocuparía un cargo de ciertaresponsabilidad.

Brunel se colocó el sombrero y se dispusoa hablar cuando el sonido de uno de los arietesal golpearse contra el suelo centró su atenciónde nuevo en el carro.

—¡MacKintyre! —gritó—. ¡Pediré su

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pellejo si rompe ese ariete antes de quepodamos usarlo! —Después se volvió hacia mí—. Perdóneme, Phillips, pero tengo quesupervisar este pedido yo mismo, las cosasestán un tanto acaloradas. Quizá podamoshablar en otro momento. El sombrero le sientamuy bien —dijo antes de regresar al trabajo, agritar órdenes y a dar palmaditas en lasespaldas. Puesto que ya no tenía posibilidadalguna de repetir mi pregunta, me dirigí hacialas puertas.

Pronto iba a descubrir que la Isla de losPerros (que, a pesar de los astilleros, no eramás que una marisma fétida llena de molinos deviento en estado ruinoso) no era el lugar másidóneo para coger un coche de punto. Puestoque no me quedaba otra opción que regresarandando, me dispuse a gastar más suela dezapato. Tras dar solo unos pasos, un carruaje sedetuvo delante de mí.

—¿Doctor Phillips? —gritó un hombre que

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asomó medio cuerpo fuera del vehículo—.¿Quiere que lo lleve?

—Es muy amable por su parte, señorWhitworth —respondí—. No me hacía ni pizcade gracia volver a pie.

—Una agradable sorpresa para los dos,entonces. Suba. —Whitworth me ofreció sumano y tiró de mí para que subiera. La puerta secerró y el carruaje volvió a avanzar a sacudidas—. Dígame, doctor, ¿qué le trae por este sitiodejado de la mano de Dios?

Puesto que no estaba muy seguro de quéresponder, le dije que regresaba a casa despuésde haberme reunido con Brunel.

—¿Y usted, señor? ¿Ha estado visitando elastillero?

Whitworth asintió.—Un negocio que tengo con el señor

Russell.—¿No dijo sir Benjamin que usted

fabricaba máquinas?

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—Eso es, de todo tipo, desde herramientaspara máquinas hasta cañones. Lo cierto es quetambién fabrico las máquinas que fabrican loscañones. Siempre he pensado que ladiversificación es la clave del éxito.

—¿No dijo el señor Darwin algo similar?Whitworth sonrió.—Creo que podría haberlo hecho. Sin

embargo, lo cierto es que apenas si recuerdo loque se ha dicho en esas malditas charlas de undía para otro. Pero por lo general aprendo unacosa o dos y, en cualquier caso, las reunionessuponen una gran oportunidad para algunosnegocios.

Whitworth miró por la ventanilla, donde elfalso horizonte de la embarcación estabadesapareciendo de la vista.

—Esperaba poder equipar el astillero delseñor Russell con una prensa a vapor, pero noestoy muy seguro de que ahora mismo puedapermitirse una maquinaria tan costosa. —A

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continuación volvió a centrar su atención en mí—. Parece que el señor Brunel ha escogido alhombre correcto para que sea nuestrosecretario. Espero que acepte.

—Todavía no he tomado una decisión alrespecto. Me temo que el hospital se lleva granparte de mi tiempo.

—Bueno, aun así quiero que sepa que tienemi voto. Nos vendría bien un poco de sangrefresca.

—Gracias —respondí antes de aprovecharesa oportunidad—. Señor Whitworth, ¿podríadecirme de dónde tomó su nombre el clubLázaro?

—Eso sí lo recuerdo —respondió riéndose—. Tenemos que darle las gracias al señorBabbage por ello. Creo que fue él, junto conBrunel y el joven Ockham, quien comenzó esto.Luego se unieron los demás. Russell yBazalgette fueron los primeros miembros. Seconocieron en la Gran Exposición, allá por el

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cincuenta y uno. Después de eso, las nuevasproezas tecnológicas y de ingenieríacomenzaron a hacer furor, pero Brunel yOckham en concreto estaban interesados entodo tipo de temas, incluida la medicina —asintió en mi dirección para enfatizar eseúltimo punto—, y por ello sir Benjamin fueinvitado a unirse. Los miembros tenían quehacer presentaciones y charlas sobre asuntosque les interesaran, generalmente relativos a supropio trabajo, y una vez todos lo hicieron,comenzaron a invitar a otros oradores, a los queen ocasiones se les animaba a unirse al club,razón por la que yo también terminé allí.

»Poco tiempo después de que yo entrara,Babbage dio una charla en la que nos presentóla idea de la máquina diferencial.

—He estado pensando en eso. ¿Qué esexactamente una máquina diferencial?

—Querido amigo —dijo Whitworth—,necesitaríamos un viaje desde Edimburgo a

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Londres para explicárselo, y probablementeluego tendríamos que desviarnos hasta Brightony regresar para responder a su pregunta. Encualquier caso, creo que es su intenciónhablarnos sobre su último trabajo en un futurocercano. Mejor que nos lo explique él mismo,como se suele decir. —Ya me estabaarrepintiendo de mi interrupción, pues nosacercábamos con rapidez a Limehouse y yoquería saber por qué el club Lázaro se llamabaasí antes de bajarme del carruaje.

Whitworth comenzó de nuevo en un tonocasi de disculpa.

—Podría hacerlo si recordara los detallesde esa maldita cosa. Es algo muy complicado,pero me ha dado la lata con esa máquina eltiempo suficiente como para comprender loesencial.

»En pocas palabras, la máquina diferencialhace lo que su nombre sugiere; se vale demedios mecánicos para disponer las

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diferencias entre números y combinaciones denúmeros.

Sin duda, mi rostro debía de ser todo unpoema.

—¿Ha oído hablar de los logaritmos? —Asentí sin convicción alguna—. Se calculancomo tablas, pero esos cálculos se habíanrealizado hasta el momento de manera manual,por lo que contenían errores. La máquina hacelos mismos cálculos de manera mecánica,mediante un ingenioso sistema de palancas,ruedas y piñones. Muy ingenioso, sí, peroBabbage no se detuvo allí. Recientemente hainventado una máquina analítica. Es capaz dehazañas matemáticas todavía mayores y puedehacer cualquier cálculo que se le ocurra, concualquier serie de números.

—¿Y él ha construido esas cosas?—Ah, verá, es tan perfeccionista que pone a

gente a trabajar en ello y luego los para porquese le ha ocurrido una idea mejor acerca de

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cómo una u otra parte podrían funcionar; esimposible. Me ofrecí a financiar laconstrucción de la máquina analítica, pero fueun desastre. Tuve que retirarme antes de que mehiciera perder una fortuna.

El tráfico no era tanto como me esperaba yavanzábamos con rapidez por Whitechapel.

—Fascinante —dije—. ¿Qué hay del clubLázaro?

—Ah, sí, por supuesto. Bien, verá, las doscosas guardan relación, la máquina y el nombre.Como habrá podido suponer de nuestra últimareunión, Babbage es un poco…

—¿Diferente?—Sí, algo así. Una vez una idea se le mete

en la cabeza, no la deja marchar hasta que hahallado una respuesta. Tiene numerosasobsesiones, pero la mayoría de ellas tienen quever con los números, concretamente lasestadísticas, de ahí sus máquinas. Durante suprimera presentación a nuestro grupo, pues por

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aquel entonces no teníamos nombre, habló desus investigaciones y de los milagros. Ya sabe,ese tipo de la Biblia.

—Sí. Continúe, por favor —respondí.—Bueno, las personas que creen en los

milagros los atribuyen a un acto de Dios. Perono Babbage. Oh, no. Él cree que son un reflejode las mismas leyes que rigen la naturaleza,cree que los milagros pertenecen a un ordensuperior de la ley natural. Por ello consideraque puede calcular las posibilidadesestadísticas de que un milagro ocurra. Elejemplo que usó fue el de un hombre muertoque vuelve a la vida. Según Babbage, lasposibilidades de que eso ocurra son de, unaentre… Déjeme pensar…

El carruaje estaba entrando en la calle en laque vivía y todavía no había acabado la historia.

—Una entre… Es igual, una posibilidadmuy remota. Pero la cuestión es que logróemocionar a Brunel. Le tocó la fibra sensible,

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pues él veía el club como un lugar donde ningúntema quedaría fuera, donde los intelectualespudieran desviarse del mundo conocido haciaaquello que estuviera envuelto en misterio.«¡Eso es!», gritó Brunel al final de la charla deBabbage. «¡Nos llamaremos el club Lázaro!»

Había sido un parto difícil, pero el bebéestaba ya fuera y yo suspiré aliviado en elmismo momento en que el carruaje se detuvo.

Whitworth se despidió con la mano y elcarruaje se marchó traqueteando por la calle.Brunel tenía razón en una cosa: en el clubLázaro no dejaban entrar a cualquiera.

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Capítulo 8

A finales de enero de 1858, tras meses deintentos, sin fanfarrias ni gritos de júbilo, elgran bebé de Brunel fue echado al agua. Al igualque el resto de Londres, yo me encontraba enotro lugar cuando la montaña de hierro dio suprimer chapoteo: como siempre, estabaocupado en el hospital. Durante gran parte delmes de febrero, ese lugar gris, con sus salasllenas de camas alineadas y pasillos conparedes revestidas de paneles de madera, fuemás mi hogar que mi propia casa. Esperaba conganas las visitas de la señorita Nightingale, cuyapresencia en el hospital se había ampliado másallá de los requisitos de la inspección. Pocosabía yo al respecto por aquel entonces, pero laseñorita Nightingale tenía grandes planes parael St. Thomas. Pero quizá lo más importante

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fue que no se produjo ninguna tentaciónexterior que pudiera apartarme de miscometidos, y no había visto a Brunel desdeaquel día en el astillero. Lo único que cabíapensar era que, al igual que yo, se trataba de unhombre ocupado. Su embarcación ya estaba enel agua, pero le quedaba mucho para finalizar suobra, y además, por lo que había leído en losperiódicos, tenía muchas otras tareas que lomantendrían ocupado.

Fue el club Lázaro el que me llevó de nuevoa la órbita del ingeniero. Me había invitado unavez más como observador. Para mi alivio nadamás se había dicho sobre mi presentación en elclub, y no iba a ser yo quien sacara el tema. Enesa ocasión la reunión se celebraba en un lugarbastante diferente: la elegante casa de Babbageen la calle Dorset, en Marylebone.

En nuestro primer encuentro, Babbage nome había parecido un tipo muy sociable, peroque nos hubiera abierto las puertas de su casa

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cobró más sentido cuando supe que tenía sutaller en la misma dirección. Tal comoWhitworth había predicho, la razón de nuestravisita era asistir a una presentación de sumáquina analítica (de la que al menos habíaoído hablar gracias a nuestra anteriorconversación, si bien no había comprendidonada).

Babbage parecía más tranquilo dentro de sumorada, aunque seguía alerta a cualquier tipo dealboroto proveniente de la calle. Su taller eraun edificio situado en el patio adyacente a lapropiedad y estaba lleno de todo tipo deobjetos y artefactos, lo que le confería más unaapariencia de tienda de curiosidades que de unafábrica en funcionamiento. Nuestro anfitrión semostró presto a explicar la historia y funciónde cualquier objeto que llamara nuestraatención. Eso incluyó un par de tablas concorreas de cuero en cuya parte inferior habíados aletas que más bien parecían las solapas de

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un libro. Según Babbage, era uno de susprimeros inventos, unos zapatos para caminarsobre el agua.

—Bueno, no le servirían a Isambard —bramó Russell—. Este tipo se cree capaz depoder hacerlo solo.

En otras circunstancias ese comentariopodía haber sido interpretado como un insulto,especialmente si provenía de la boca delenorme escocés, pero en esa ocasión soloprovocó risas, las del propio Brunel enparticular. Lo cierto era que todos estábamosagradecidos por tener una excusa para reírnos,pues esa habría sido la respuesta obvia almecanismo de Babbage y habría sido de lo másdescortés, especialmente en su propia casa.

Al final la idea no resultó tan extravagantecomo parecía en un primer momento,especialmente si se tenía en cuenta queprovenía de la mente del chico que Babbagehabía sido en ese momento. Explicó que, con

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los zapatos atados a los pies, las aletas seseparaban cuando los pies entraban en contactocon el agua. En principio esto supondría unaresistencia suficiente como para evitar que lospies se hundieran antes de dar el siguiente pasoy así sucesivamente. Si se avanzaba a rápidavelocidad, se podría así cruzar las aguas.Empezamos a reír a carcajadas de nuevo cuandoBabbage explicó cómo casi se había ahogadocuando probó por vez primera su prototipo, sinser capaz de dar más de dos pasos antes de serengullido por las aguas. No volvió a probarlosmás.

Deseé que la explicación del inventor de sumáquina analítica fuera tan sencilla de entendery me sentí aliviado cuando supe que no debíaanotar nada, aunque sabía que si Brunel mepreguntaba de nuevo probablemente aceptaría elpuesto. No ayudaba el hecho de que la máquinatuviera que ser aún construida. Incluso sumáquina diferencial, una idea que había

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comenzado a rondarle la cabeza treinta añosatrás, no había pasado de un pequeño prototipoque Babbage empleaba para demostrar lafunción del mecanismo completo. Trescolumnas de brillantes ruedas dentadas sehallaban dentro de un armazón de manivelas yejes colocado sobre una base de caoba. Cadarueda dentada tenía números grabados, númerosque proporcionaban los cálculos que eloperario pedía a la máquina. A pesar de quevarios de los allí presentes ya habían visto lamáquina en funcionamiento, Babbage se mostróencantado de mostrárselo a aquellos que, comoyo, no la habían visto.

Tras hacerle unos pequeños ajustes a lamáquina, Babbage giró una manivela que servíapara rotar varias ruedas dentadas en lascolumnas. En ocasiones, llegó a referirse a ellacomo «el cerebro de las ruedas dentadas». Cadamovimiento multiplicaba las cifras que semostraban en la parte delantera de las ruedas

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por seis, a continuación seis se convertía endoce, doce en dieciocho y así sucesivamente.Por muy impresionante que fuera la máquina,los cálculos eran un tanto básicos. Sinembargo, tras quince giros de manivela, cuandose llegó a la cifra de noventa, la máquinapareció errar en el cálculo, pues el siguientemovimiento no dio como resultado noventa yseis, sino ciento ochenta, y el siguientetrescientos sesenta. Aquellos que habían vistoantes la máquina no parecían sorprendidos; esmás, algunos, Brunel entre ellos (que debió depensar que no merecía la pena tomar notas de laocasión), parecían más bien aburridos. FueCatchpole quien preguntó qué había ocurridocon la secuencia de números. Babbage,satisfecho de poder proporcionar unarespuesta, explicó que previamente habíaajustado la máquina para que añadiera las cifrasen bloques de seis y posteriormentemultiplicara la cifra resultante por dos. Los

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cálculos de los que la máquina era capaz podíanser básicos, pero lo que las ruedas dentadas ylas instrucciones preestablecidas eliminabanera el error humano y, a la hora de abordarcifras largas, como era el caso de la creaciónde las tablas logarítmicas, incluso los máspequeños fallos podían costar vidas pues, entreotras cosas, las tablas se usaban para lanavegación por mar. Los errores podíanagravarse más todavía por errores en lacomposición cuando las tablas eran preparadaspara ser impresas. La máquina de Babbage, unavez terminada, erradicaría también esteproblema, pues imprimiría sus propias tablasconforme los cálculos tuvieran lugar.

La máquina analítica sería aún másinteligente, si es que ese es un término quepueda emplearse para referirse a una máquina.No solo sería capaz de sumas omultiplicaciones sencillas, también podríaejecutar cualquier cálculo empleando una

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secuencia de números cualquiera. Los datosque se introducían en la máquina (y queproporcionaban así la base del cálculo) setransferían desde una serie de tarjetas conagujeros perforados con un patrón concretoque la máquina leía posteriormente, al igual quelas partituras de una caja de música.

Tras unas cuantas preguntas de obligadaformulación, regresamos al salón de la casapara tomar un refrigerio. Aunque sabía que eraviudo, la sala tenía un toque femeninocompletamente ausente en el lugar donde yoresidía. Había flores frescas en jarrones,pequeños adornos, baratijas y elegantes piezasde ganchillo que cubrían los respaldos de lasbutacas. Como si quisieran asegurarse de quetodo estuviera y siguiera en orden, dos pares deojos femeninos hacían guardia desde sendosretratos colgados sobre la chimenea. El mismoBabbage me contó que una era su mujer y laotra su madre. Sin embargo, había otro retrato

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femenino más sobre la chimenea. Pensé queese hombre debía de haber sido el terror de lasmujeres. La imagen era más pequeña que lasque estaban colgadas sobre ella, pero tandiminuta escala no lograba ocultar la bellezadel rostro retratado. Sin embargo, antes depoder preguntarle acerca de su identidad,Babbage fue preguntado sobre otra imagen, estavez de un hombre que, con un escritorio arebosar y los estantes llenos de escoplos ycinceles, parecía estar sentado en un taller nomuy diferente del que acabábamos de visitar.

—Ah, ese es monsieur Jacquard —dijoBabbage con entusiasmo mientras cruzaba lahabitación—. Es el inventor del telar de sedaJacquard. Imagino que se habrán percatado deque lo que están contemplando no es unapintura, sino un retrato tejido en seda.

—¡Dios mío! Es cierto —exclamóStephenson tras observarlo más de cerca.Siguiendo el ejemplo de Babbage, me uní a la

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pequeña multitud congregada en ese momentoalrededor del retrato.

Solo cuando mi nariz estuvo a punto derozar el cristal pude discernir los diferenteshilos de colores que habían sido entretejidospara crear un increíblemente detallado retrato,tan real como cualquier otro retrato de lahabitación realizado con pintura y pinceles. Enlo que se me antojó casi una continuación de supresentación, Babbage profesó gran admiraciónpor el francés, que había mostrado por vezprimera su obra en la Gran Exposición. Habíasido tejido en un telar que podía crear lospatrones más complejos, tal como ponía derelieve el retrato. El telar de Jacquard, comoBabbage explicó tras señalar que el objetoretratado junto a la figura sentada era unmodelo de la máquina, funcionaba de acuerdocon las instrucciones proporcionadas por unaserie de tarjetas perforadas con el patróndictado del tejido. Si una barra del telar

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encontraba un agujero perforado, pasaba porencima y no realizaba ninguna acción. Sinembargo, si no había ningún agujero y el avancede la barra se veía bloqueado, engranaba ungancho que levantaba una urdimbre y permitíaque la trama se desplazara hacia arriba o haciaabajo. Era ese sistema de transferencia deinformación el que Babbage había adaptado parasu máquina analítica, que, una vez descritadentro del contexto de su uso original, cobrómucho más sentido para mí.

Lord Catchpole puso la mano sobre elcristal.

—El efecto es bastante impresionante. Quédetalles. Había oído hablar del telar deJacquard, pero sin duda no había llegado acomprender el total espectro de suscapacidades. Consideraré comprar uno para misfábricas de tejidos de algodón en Macclesfield;nuestra gama de productos se vería ampliada ylos costes de mano de obra, reducidos.

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—¿A cuánta gente tiene empleada en esasfábricas, Catchpole? —preguntó Stephenson—.Si no es una pregunta impertinente.

—Claro que no. La última vez que hice unacomprobación con los encargados había casidiez mil personas trabajando en veintitrésfábricas situadas por todo el norte de Inglaterra.

Stephenson dejó escapar un silbido deadmiración.

—¡No me extraña que lo llamen el Rey delAlgodón! Tiene un auténtico ejército detrabajadores. Por cierto, ¿cómo son lasrelaciones con ellos? ¿Han cesado losproblemas desde aquellos disturbios?

—Eso ocurrió hace diez años —dijoCatchpole, dejando escapar una risa nerviosa—.Durante la gran huelga general de 1842.

—Cierto. Destapaban las máquinas de vaporde las fábricas, ¿no es verdad?

—Eso fue obra de algunos agitadorescartistas. Hubo mucha agitación y algunos

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pobres intentos de detener la producción:vaciaban las calderas, estropeaban lamaquinaria… ese tipo de cosas. Pero lesorprendería lo rápido que desaparecen lasquejas cuando tienen que enfrentarse cara acara con jinetes y sables afilados. En pocotiempo los trabajadores estaban rogando que seles permitiera volver al trabajo. El regimientode caballería prestó un servicio excelente, perono me malinterpreten, caballeros, puede quesea el Rey del Algodón, pero no soy ningúndéspota. Mis trabajadores son remunerados dela misma manera que aquellos contratados pormis competidores más generosos, pero acambio espero al menos que me sean leales.Verán, amigos míos, no podemos permitir quedisensiones de ningún tipo interfieran en elcrecimiento económico de nuestra gran nación.

Toda esa charla sobre disensión entre lostrabajadores de las fábricas poco me decía,pero sí recordaba una vez que los trabajadores

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agrícolas del sudoeste de Inglaterra, no muylejos del hogar donde pasé mi infancia, serebelaron y destrozaron unas máquinastrilladoras nuevas que creían los iban a dejar sintrabajo. Una cosa era clara, no todo el mundoconsideraba el progreso algo bueno.

—Pero ya basta de hablar del pasado,caballeros —anunció Catchpole—. Es el futuroel que nos interesa. ¿Dónde está Babbage?Tengo que preguntarle cómo puedo hacermecon una de esas maravillosas máquinasfrancesas.

Babbage se encontraba al otro extremo dela habitación, había dejado nuestra compañíapara entablar una conversación con Ockhamque, para mi sorpresa, lucía una cálida sonrisa.Era la primera vez que le veía mostrar algo másque una indiferencia glacial, y no cabía duda deque aquella sonrisa le favorecía mucho. Pero enel mismo instante en que los dos se percataronde que la atención se había desviado hacia ellos,

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su reciente frivolidad se apagó cual vela.Deseoso de proseguir con su nueva

empresa, Catchpole se acercó hacia ellos,momento en el cual Ockham murmuró algo aBabbage, asintió cortésmente al lord yabandonó la sala.

La marcha de Ockham marcó el final de lareunión y la gente se dispuso a irse. Entre ellosestaba sir Benjamin, con el que no habíacruzado ni una sola palabra en toda la tarde.Antes de marcharme tuve una breveconversación con Stephenson, que, al igual quelos demás, parecía haber disfrutado de lareunión.

—Babbage parecía mucho más calmado delo habitual.

—Siempre ha sido más feliz en su casa. Metrae muchos recuerdos.

—¿El qué le trae recuerdos? —pregunté.Stephenson señaló la habitación, a todos los

que aún quedábamos allí.

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—Esto, la reunión aquí celebrada. Recuerdolos tiempos en que se celebraban de maneraregular reuniones en las que grandes hombresacudían a hablar de sus nuevas ideas einvenciones.

—¿Se refiere al club Lázaro?—Supongo que se podría decir que sentó

las bases para su creación, sí. Al igual queBrunel, Babbage no disponía de mucho tiempopara la Royal Society, lo cierto es que semostraba de lo más crítico con ella. Pensabaque estaba dirigida por aficionados interesados,y sigue manteniéndolo. Sus veladas eran enparte una respuesta a ello. Pero las cosas eranmucho menos formales por aquel entonces,Babbage no estaba al frente de un club, tan soloera sociable. —Stephenson contempló losretratos colgados sobre la chimenea—. Porejemplo, no había actas. Creo que también erauna manera de sobrellevar sus tragediaspersonales, después de que su mujer e hijos

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murieran tras enfermar. Aquí acudía gente muyinteresante. Algunos de los miembros actualeseran asiduos, pero también había artistas,actores y demás; ese novelista, CharlesDickens, vino en más de una ocasión. —Stephenson bajó la voz y miró para ver siBabbage estaba cerca—. Pero entonces sutrabajo con las máquinas ocupó por completosu vida y después su madre falleció; era la únicafamilia que le quedaba y estaba muy unido aella. Ahí fue cuando sus nervios comenzaron allevarse lo mejor de él. Después de eso ya nohubo más reuniones, no hasta que las reanudócon Brunel, y Ockham, por supuesto. Esehombre me sorprende tanto como Babbage. Nologro cogerle la medida.

No pude más que asentir para mostrar miacuerdo con esa afirmación.

—Parecen llevarse muy bien, Babbage yOckham.

Stephenson asintió y deseé que siguiera

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hablándome de ellos, pero Babbage se acercó anosotros y tal oportunidad se esfumó.

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Capítulo 9

AQUELLA tarde había tenido que realizar dosintervenciones. En la primera tuve que quitarle,literalmente, un brazo a una niña. La pobrecillahabía quedado muy malherida tras ser atacadapor un perro. A juzgar por las magulladuras delresto de su cuerpo, parecía como si el animal lahubiera sacudido cual muñeca de trapo. Si lahubieran llevado inmediatamente al hospitaltras el ataque, quizá habría sido posible salvarleel brazo. Pero el chucho responsable resultóser uno de los perros de pelea del padre.Celebraba peleas de perros ilegales enShoreditch y no quería revelar la dudosanaturaleza de su medio de vida. El muy animalno dejaba de llorar cuando finalmente la trajo alhospital y su mujer era incapaz de mirarlo a lacara. Había confiado a su hija en primer lugar a

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un matasanos ilegal cuyo instrumental sinesterilizar había rematado el trabajo que elperro había comenzado. Para cuando llegó a mí,una incisión por encima del codo era lo menosinvasivo que podía hacer. Por fortuna, su brazoera delgado como una ramita y, trasadministrarle una mínima dosis de éter, pudeamputárselo en un tiempo récord. Cuando suspadres ya se marchaban de la sala dondepermanecía ingresada su hija, la madreretrocedió sobre sus pasos y me dijo entresollozos que su marido había ido al criadero deperros esa mañana y les había cortado el cuelloa sus ocho perros. No sabía de qué iban a vivir.

El segundo caso fue menos traumático. Unamujer anciana con un absceso en el cuello, eltrabajo de una lanceta. El pus que le extrajepodía haber llenado una de las botellas de licorde William.

Fue entonces cuando sir Benjamin apareció.Como era habitual, parecía preocupado por

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algo.—Doctor Phillips, confío en que esté

preparado para esta noche.Estaba pensando en la niña y me llevó unos

segundos caer en la cuenta.—¿Esta noche?—Sí, para su presentación a las ocho en

punto.Habían transcurrido semanas desde nuestra

última reunión y había olvidado por completoque Brunel me había dicho que tendría quehacer una.

—¿Se refiere al club Lázaro?—Desearía que Brunel no insistiera en usar

ese título tan terriblemente melodramático —exclamó sir Benjamin—. Seré franco conusted, Phillips. Brunel, como usted bien sabe,es mi paciente. Lo que quizá no sepa es que esun hombre muy enfermo y temo que sucreciente interés en esos… llamémoslos temasmorbosos, poco bien le hacen en su estado. Por

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ello le agradecería que se abstuviera de alentartan insalubres intereses.

Di por sentado que con temas morbosos serefería al interés del ingeniero en elfuncionamiento del cuerpo humano. Despuésde todo, no era algo insólito en las personascon mala salud, pero era la primera vez que sirBenjamin hacía mención al estado de saludactual de Brunel.

—¿Cuáles son sus síntomas?La aspereza regresó.—Eso no le importa. Es mi paciente y por

tanto sus síntomas no son de la incumbencia deusted. Pero es una persona de una naturalezamás bien obsesiva y yo nunca le consiento quele dé rienda suelta, por eso temo que se hayaacercado a usted.

La actitud protectora de sir Benjamin eradigna de elogio, pero resultaba un tanto, usandosus mismas palabras, melodramática. Pero nome pareció algo fuera de lo normal. El propio

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Brunel me había advertido de que sir Benjamindefendería con celo su posición. Pero yo nolograba entender por qué me consideraba a míun peligro, pues no cabía duda alguna de la altaconsideración en que se tenían sus capacidades(había incluso llegado a tratar a la realeza en sutiempo). Quizá su avanzada edad fuera la causa.Pronto tendría que dejar su puesto de directordel hospital, momento en el que sus pacientesprivados serían un valioso complemento a supensión.

Cualesquiera fueran sus motivos, no queríaprovocar un conflicto innecesario.

—Muy bien, sir Benjamin, intentaréalejarlo de tan morbosos intereses en el futuro.Pero, regresando a asuntos más inmediatos,¿está seguro de que debo dar una presentación alas ocho de esta noche?

Asintió.—Pero ¿no debería haber recibido algo a

modo de invitación formal?

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Sir Benjamin suspiró, pero permanecióimpasible ante mi difícil situación.

—Sospecho que ha sido algo deliberado.Yo mismo me he enterado hoy. Me temo queBrunel está poniendo a prueba su valía, como aél le gusta decir.

Aquello parecía casi irrazonable y me hizoarrepentirme de no haber sacado el tema conBrunel en casa de Babbage.

—Pero sir Benjamin, necesitaría al menosdos días para preparar una presentación.

Brodie pareció casi contento de micapitulación.

—¿Significa eso que debo decirles que hadeclinado la invitación?

Saqué mi reloj.—Ya son las cinco. Tengo tres horas.La mera sugerencia de que podría estar

dispuesto a hacer la presentación fue más quesuficiente para irritarlo.

—Comprenda esto, señor —dijo en su voz

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más pomposa—. No me hizo demasiado felizdescubrir que Brunel lo había invitado a unareunión sin consultar mi opinión al respecto, nique posteriormente lo invitara a ocupar elcargo de secretario. Confío en que decline laoferta. —Finalmente, el rapapolvo que llevabasemanas esperando.

Puesto que no respondía, sir Benjaminprosiguió con su admonición.

—Dado lo que le acabo de decir acerca desu asociación pasada con Brunel y los nocivosefectos que esta ha tenido en ambos, suausencia esta noche será probablemente lomejor. Les haré llegar sus disculpas y nohablaremos más del asunto ni mencionaremosel club por su nombre de nuevo. ¿Estamos deacuerdo?

—No, señor, no lo estamos —respondíacaloradamente, ya totalmente convencido deque me había ocultado la información demanera deliberada—. Sería descortés por mi

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parte declinar la invitación del señor Brunel,independientemente de cuán informalmente mehaya sido entregada.

Sir Benjamin se irritó todavía más, pero loconocía lo suficiente como para volver ladiscusión a mi favor.

—Y, en cualquier caso —proseguí—, ¿nodejaría en mal lugar al hospital que rechazara lainvitación simplemente porque no estabapreparado? En resumen, señor, creo que nosdejaría en un mal lugar tanto a usted como a mí.

Lo tenía arrinconado, y él lo sabía.—Muy bien, de acuerdo entonces —gruñó

—. Si insiste en seguir adelante, confío en quedeje la reputación del hospital bien alta.

La marcha de sir Benjamin me dejó conpoco tiempo para disfrutar lo que sabía podíatornarse en una victoria pírrica. Tenía menos detres horas para preparar una presentación en laque estarían algunas de las mentes másbrillantes de la nación.

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De regreso a mi hogar, la única comida quepude encontrar fue medio plato de carne fría ypor primera vez me arrepentí de no habercontratado a un ama de llaves. A las siete ymedia aproximadamente, cogí las pocas notas ydiagramas que había logrado preparar.

En las escaleras de la taberna me sentícomo un condenado subiendo hasta el cadalso.Tenía la garganta seca y un nudo en elestómago, aunque estaba seguro de que esoúltimo era en parte resultado de mi pocosatisfactoria comida. Por fortuna, sin embargo,mi ansiedad desapareció por completo tanpronto como comencé con mi presentación.

En esa ocasión fue Brunel quien tomó lasnotas. Había reemplazado a regañadientes elpuro por un lápiz y estaba listo para comenzar.Russell, en esa ocasión relevado de suresponsabilidad como escriba, parecía muchomás relajado que en la reunión previa. Ockham,vestido de nuevo como un dandi y no como un

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obrero, ocupó el mismo asiento de la vezanterior, mientras que Perry, Bazalgette,Whitworth y los demás se distribuyeronalrededor de la mesa. Sir Benjamin nos hizollegar las disculpas de Stephenson, que estabaindispuesto, y de Hawes, que tenía que atenderurgentes asuntos gubernamentales.

Mi golpe maestro, o al menos eso resultóser, fue repetir la demostración privada que lehabía hecho a Brunel sin depender demasiadode los dibujos y haciendo referenciasconstantes a un corazón de verdad que yacía enuna tabla ante mí. La siguiente hora transcurriócomo en una especie de nebulosa, pero al finalel corazón quedó en trozos y la audiencia losuficientemente satisfecha como para aplaudirsonoramente. Incluso sir Benjamin pareciósatisfecho con mi demostración, pero quizá notanto como Brunel de soltar el lápiz. Hubonumerosas preguntas, muchas de ellas deBrunel. Sin duda había reflexionado sobre el

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tema tras nuestros encuentros previos.La compañía comenzó a dispersarse

mientras yo limpiaba los desechos de mipresentación. Limpié la tabla con un trapo yenvolví los restos del corazón en él. Antes depoder meterlo en la bolsa, Brunel me preguntósi podía llevárselo, pues me explicó que leresultaría útil examinar los restos. Agradecidode que me liberara de los restos del corazón, selos di, no sin antes quitar el trapo empapado desangre y envolverlos de nuevo en un pañuelolimpio.

—No lo deje demasiado. No ha sidopreservado en líquido de conservación y sedescompondrá con rapidez.

—Un par de horas será suficiente —dijomientras se lo metía sin el menor problema enel bolsillo de su abrigo—. Pero lo primero eslo primero —dijo dándome una palmadita en laespalda—. A algunos de nuestros compañeroslazarianos y a mí nos gustaría llevarlo a cenar

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para celebrar su exitosa velada.Y así fue como llegué a ser aceptado como

miembro de aquel ilustre pero oscuro club, sibien disfrazado de secretario sin remunerar. Midecisión de aceptar el puesto había alegrado aBrunel tanto como había irritado a sirBenjamin. Fue sin embargo Babbage, queademás de inventor de máquinas de cálculo yazote de músicos callejeros resultó ser untalentoso criptógrafo, quien me dijo que laspersonas que habían ostentado el cargo hacíanexactamente lo que el nombre sugería:guardaban secretos. Poco sabía yo por aquelentonces cuántos secretos iba a destapar comosecretario del club Lázaro.

Si bien me satisfizo en el momento, y nosolo porque aquello tenía que haberle sentadocomo una patada a Brodie, mi entrada en el clubLázaro marcó el inicio de mis problemas. Elprimer pálpito me llegó en la forma de otravisita del inspector Tarlow. Desde nuestro más

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bien complicado encuentro, otro cuerpo habíasido sacado del río, también sin corazón nipulmones. Sin embargo, en esa ocasión no mehabía molestado con otro reconocimiento postmórtem y solo me enteré de que un cuartocuerpo había sido descubierto cuando vino avisitarme un par de días después de miaceptación oficial en el club.

Tarlow estaba solo, lo que en un principiome hizo pensar que venía a lanzarme otraadvertencia, pues poco había hecho yo poralterar mis hábitos personales desde nuestroúltimo encuentro. Portaba consigo una pequeñacaja de madera. Me indicó que la abriera.

—Tenga cuidado, doctor. El contenido estáalgo pasado.

Y tanto, pues al abrir la tapa se liberó elinconfundible hedor de la carne podrida. Elcontenido estaba envuelto en un saco de yutecon hielo, aunque este se estaba derritiendocon rapidez, tanto que ya me había percatado de

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que caía agua de la caja antes de que elinspector me hiciera entrega de ella. Coloquéel paquete en la mesa y lo desenvolví concuidado. El hedor fue creciendo conformeapartaba el tosco tejido de la superficieadhesiva de la carroña que contenía. Una vezquité el saco, cogí un bisturí y lo introduje en lamasa de músculo gris que tenía ante mí. Pinchéy corté y eso fue suficiente para separar encuatro partes lo que en un principio parecía unamasa amorfa. Horrorizado, reconocí aquellosrestos atrofiados: era el corazón que habíadiseccionado durante mi presentación en elclub Lázaro y que había dado a Brunel para suposterior deleite.

Aquel órgano dividido en cuatro partes seme presentó con un terrible dilema. Mi primerareacción fue confesar y contárselo a Tarlow;después de todo, no había infringido ningunaley. Pero hacer eso implicaría hablarle del club,cuya existencia parecía un secreto bien

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guardado entre sus miembros y amigos.Además, tras haberme ganado la confianza y elrespeto de un grupo tenido en tan alta estima,una confesión parecería a sus ojos una traición.

—Bueno, inspector, como estoy seguro deque ya sabe, estamos ante los restos de uncorazón humano. Una parte está bastantedestrozada, como si la hubieran masticado.¿Dónde lo encontraron?

—El daño fue infligido por un terrier, cuyopropietario lo había sacado a pasear por unamuy respetable zona de la ciudad cuandocomenzó a escarbar en una montaña de basura.Por suerte, un agente de policía pasaba por allícuando el dueño intentaba quitarle ese trozo decartílago del morro. El agente reconoció lo queeran aquellos restos y se encargó de ellos.Acaba de confirmar nuestras sospechas de quese trata de un corazón humano.

—¿Cree que pertenece a uno de loscadáveres encontrados en el río?

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—Una conclusión natural, ¿no le parece?¿Cuántos corazones pueden andar por ahísueltos por la ciudad?

—No muchos, supongo. Todos nuestrossobrantes anatómicos son incinerados y noacaban en una pila de basura. ¿Qué hay de esemontón de basura? Dice que se encontraba enuna zona respetable de la ciudad.

Tarlow asintió.—En Pall Mall, esperando a ser recogida

por el carro de la basura.Intenté no parecer demasiado angustiado.—Muy respetable. ¿Puede asociarla con

alguna dirección?—Por desgracia no, ni siquiera a una calle.

La basura proviene de varias calles adyacentes.Envié a varios hombres de nuevo a la zona paraque la examinaran más detenidamente, pero yahabía sido recogida. Puede que ni siquiera seade algún vecino, que la tirara alguien que pasarapor allí.

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Las noticias no eran tan malas comopodrían haber sido. La calle Duke, dondeBrunel vivía, confluía con Pall Mall, pero enaquellas circunstancias resultaría imposibleasociar los restos del corazón con su casa en elnúmero dieciocho. También era probable que,al tratarse de una zona respetable, Tarlow semostrara favorable a la hipótesis de que habíasido tirado por un transeúnte. Aquello fuesuficiente para que considerara que era pocoprobable que el corazón pudiera serrelacionado conmigo o con Brunel y por tantono vi motivo para difundir mi implicación.

El inspector parecía pensar que ya habíahecho suficientes preguntas.

—¿Qué puede decirme del corazón, doctor?¿Hay algo especial en la forma en que ha sidocortado?

Miré los restos que había en la mesa.—Permitiría un examen más completo del

interior, dando acceso a todas las cámaras.

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—¿Usted lo cortaría así, quizá paraenseñarles el órgano a sus estudiantes?

Estuve tentado de decir que no, que uncirujano nunca cortaría así un corazón, perocabía la posibilidad de que hubiera pedidoconsejo en otra parte y que ya supiera que setrataba de una técnica de disecciónampliamente aceptada. Si ese era el caso,entonces tan solo me estaba poniendo a prueba.

—Sí, no difiere demasiado de la secuenciade incisiones que yo u otro cirujano haríamos.La técnica se encuentra detallada en los librosde texto quirúrgicos.

—Entonces, ¿no se trata necesariamentedel trabajo de un cirujano?

Los cirujanos de nuevo.—No tendría por qué —respondí—. No

hacen falta grandes habilidades yconocimientos para hacerlo. Es más, casi es lamanera normal de cortar en cuatro partes uncorazón, si eso es lo que se quiere hacer.

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Tarlow pareció decepcionado.—Por tanto, no reduce nuestra búsqueda. —

Pero, entonces, dijo un poco más animado—:Hay otra cosa que quizá requiera de su ayuda.

—Vaya, ¿de qué se trata, inspector?El policía se metió la mano en el bolsillo y

sacó una tela blanca manchada de sangre.—Los restos del corazón estaban envueltos

en este pañuelo.Noté cómo mi corazón se desplomaba.

Tarlow desdobló el pañuelo y examinó unaesquina, donde antes siquiera de que me lomostrara sabía que las letras «g» y «p» estabanbordadas en hilo de seda azul. No había pensadoen ello en su momento, pero el pañuelo en elque había envuelto el corazón tenía bordadasmis iniciales, un regalo de mi hermana añosatrás. Desde la reunión me había estadolamentando de la pérdida de aquel recuerdo,pero ni de lejos tanto como en aquel momento.Cómo Brunel había sido tan estúpido de tirar el

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corazón en su propia puerta, y ¡envuelto aún enmi querido pañuelo! Si no me hubiera dejadollevar por la excitación del momento y lehubiera dicho que tuviera cuidado…

—Hay unas iniciales en él —dijo elinspector mientras yo me preparaba para lopeor—. Pero, por desgracia —prosiguió—, elperro también cogió el pañuelo y mordisqueóla esquina. Solo queda una parte de una letra.Parece una «c» o una «o», quizá incluso una«g». —Me pasó el pañuelo—. ¿Qué opina?

Conteniendo un suspiro de alivio, observélo que quedaba de la letra, recordando elcuidado y cariño con el que mi hermana habíahecho el bordado.

—Podría ser una «a» minúscula o inclusouna «q», creo.

Tarlow cogió el pañuelo, lo miró una vezmás y asintió antes de metérselo de nuevo en elbolsillo.

—No lo entretendré más, doctor. Una vez

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más, gracias por su ayuda. ¿Podría hacerme unfavor y deshacerse de esa maldita cosa por mí?No puedo soportar llevarlo conmigo más.

—Lo haré encantado, inspector. Por cierto,¿cuándo encontraron el último cadáver?

—Hace cerca de tres semanas. ¿Por qué?Cubrí el corazón de nuevo.—Bueno, si damos por sentado que existe

un intervalo de tiempo entre que extraen elcorazón y se deshacen del cadáver, además deltiempo transcurrido hasta que este esrecuperado, podemos decir que el corazónpodría haber sido extraído del cadáver quizáhace cuatro semanas, puede que más.

—Siga.—Si lo he entendido bien, este corazón ha

aparecido bastante más recientemente.—Hará unos dos días.—Entonces, puesto que no hay prueba de

que se haya empleado preservación artificial enel corazón mediante el uso de productos

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químicos, sería poco probable que provinierade ese cadáver. Se lo garantizo, está podrido,pero no tanto como debería si hubiera sidoextraído del cuerpo hace cerca de un mes.

El inspector no parecía del todoconvencido.

—¿Qué hay del hielo?—Es una posibilidad, pero es difícil. Como

sin duda se habrá dado cuenta, mantener unatemperatura regular con hielo durante tantotiempo resulta complicado. En la morgue loempleamos a veces, pero solo nos proporcionaun par de días más.

—Entonces, ¿está sugiriendo que estecorazón puede no estar relacionado con elúltimo asesinato o con ninguno?

Asentí.—Es una posibilidad.—O quizá aún no hemos encontrado el

cuerpo del que ha sido extraído el corazón.Tarlow me recordó al terrier que había

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mordisqueado el corazón: una vez se aferraba auna idea resultaba muy difícil lograr que lasoltara.

—Será mejor que me vaya —dijo. Cuandoya se marchaba, se volvió y puso la mano sobreel bolsillo que contenía el pañuelo—. Nuncame acuerdo de su nombre, doctor Phillips.

Casi se me atraganta la respuesta.—George, mi nombre es George Phillips.

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Capítulo 10

LA primavera de 1858 dio paso al verano, ylas reuniones del club se tornaron máshabituales y pronto comencé a desempeñar minuevo papel. La verdad sea dicha, no me resultópara nada aburrido, apuntaba lo más destacado ypasaba las notas a limpio antes de enseñárselasa Brunel. En el club se trataban todo tipo dematerias, desde artilugios mecánicos para abrirtúneles hasta el uso medicinal de exóticasplantas de la selva amazónica. Aunque cada meshabía nuevos oradores, el número de miembrosdel club seguía siendo el mismo y yo cada vezme sentía más cómodo en compañía de loslazarianos, aunque en ocasiones Brunel yRussell ni siquiera se hablaran, de lo tirante queera su relación laboral. Si en alguna ocasiónRussell no acudía a una reunión, por muy raro

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que ello fuera, resultaba obvio que se debía auna rencilla especialmente desagradable entrelos dos. Brunel, sin embargo, no parecía paranada afectado por tales situacionesdesagradables y siempre acudía.

Ockham seguía tan distante como siempre,escabulléndose a hurtadillas después de cadareunión sin un simple adiós. Siempre sereservaba su opinión tras las presentaciones,jamás preguntaba ni se unía a las discusiones.Pero si un hombre quiere mostrarse reservadoy guardarse sus opiniones para sí es asuntosuyo: tenía cosas más importantes en mente.

Fue el verano del Gran Hedor, asídenominado porque las elevadas temperaturasconvirtieron las aguas altamente residuales delTámesis en la imitación más cercana de unaenorme alcantarilla abierta. El olor era terrible,asaltaba hasta a mis habituadas fosas nasales, yalgunos días tal hediondez solo podíasoportarse tras un pañuelo perfumado que

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cubriera boca y nariz. Pero esa medidaprimitiva era tan ineficaz contra la enfermedadcomo lo había sido durante las plagas de añosanteriores, cuando los ramilletes de flores seconsideraban una medida preventiva.

Del mismo modo, las cortinas de las doscámaras del Parlamento fueron impregnadas decloruro de cal para disminuir el terrible efluvio,si bien en vano, y en junio el edificio tuvo queser evacuado. Fue una desgracia nacional, y TheTimes publicaba con regularidad alguna historiaacerca de los peligros para la salud pública quetan terribles condiciones de salubridadconllevaban.

La epidemia del tifus, que por fortuna no seextendió más allá de las zonas colindantes a laprisión de Newgate, había amainado mesesatrás, pero en esos momentos había sidoreemplazado por el espectro de una enfermedadigualmente mortífera. Se creía que las elevadastemperaturas y el vergonzoso estado del río

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proporcionaban las condiciones ideales para unimportante brote de cólera, por lo que preparé ami personal para lo peor. El último brote habíatenido lugar cuatro años antes y cientos depersonas habían caído víctimas de laenfermedad. El célebre doctor John Snow sepercató de la conexión entre el contacto conlas aguas contaminadas del río y la propagaciónde la enfermedad, pero las autoridades habíantardado una eternidad en autorizar la nueva redde alcantarillado.

—No se separen, caballeros —insistióBazalgette. Se parecía más al maestro de unaclase revoltosa que al cabecilla de unaexcursión del club Lázaro. Todo sea dicho, lacomparación no iba mal desencaminada, pueslos «niños» a su cargo (tras bajarse de unpequeño convoy de carruajes arrendados paratal fin) comenzaron a deambular e interferir enel trabajo de los obreros. En definitiva, amolestar.

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—Caballeros, por favor —rogó Bazalgette—. Las obras son peligrosas. No me gustaríaperder a alguno de ustedes por undesafortunado accidente.

Era octubre de 1858 y habíamos bajado aDeptford para echar un vistazo a un tramo enpruebas del nuevo alcantarillado. El largo ycaluroso verano había llegado a su fin y porsuerte el esperado brote de cólera no se habíaproducido. El viaje había sido idea de Brunel.«Necesitamos salir y ver más», había sugeridotras una presentación especialmente aburrida ennuestra acartonada sala arrendada. A esta lesiguió un debate acerca de qué emplazamientosserían dignos de nuestro interés, con lugarestan diversos como el Royal Arsenal deWoolwich, los muelles de Millwall, elobservatorio de Greenwich, la prisión dePentonville y el Museo Británico. Catchpolesugirió que todos cogiéramos el tren hastaBradford para visitar una de sus fábricas de

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algodón, pero por unanimidad se decidió que ladistancia era excesiva. Diligente como siempreen mis cometidos, anoté los destinospotenciales y, sintiéndome especialmentetravieso aquel día, me tuve que contener para noañadir la casa de citas de Kate Hamilton a lalista.

A diferencia del famoso túnel de Brunelbajo el Támesis, cuya entrada sur por la que sesalía a la superficie no se encontraba muy lejosde nosotros, el alcantarillado no iba a serconstruido bajo tierra, sino desde la superficie,allí donde fuera posible. La bóveda de ladrillosería construida en zanjas antes de restituir latierra excavada. Bazalgette llamaba a esatécnica «hacer y cubrir», y esa era la parte quehabíamos ido a ver a Deptford. Elemplazamiento de las obras estaba señalizadocon unos andamios de madera que sostenían laentrada al túnel de ladrillo conforme las obrasseguían avanzando. Obreros acarreando

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capachos llenos de ladrillos bajaban por lasescaleras mientras otros los colocaban con unavelocidad solo posible tras mucha práctica.Otros hombres empujaban carretillas por tablasde madera dispuestas a lo largo de la zanja ydesde allí tiraban la tierra al techo curvado deltúnel de ladrillo que tenían bajo sus pies. Losavances en la obra estaban marcados por unalarga y reciente cicatriz del terrenoentrecortado similar al ancho de una carretera.

—Hemos construido casi un kilómetro enun mes —anunció Bazalgette con orgullopaternal antes de darnos una perspectiva generaldel proyecto. Los túneles de ladrillotransportarían las aguas hediondas desde elTámesis hasta los puntos de desagüe, enBeckton al norte y Crossness al sur. Lasmáquinas de infiltración de esos puntosfacilitarían posteriormente la eliminación delos residuos sólidos de las aguas antes deliberarse de nuevo en el río, en las afueras de la

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ciudad, hasta el mar.—¿Cuánto tiempo cree que tardará en

acometer el plan? —le preguntó Russell.—Terminaremos las obras principales en

unos cinco años —dijo Bazalgette, que parecíaimpertérrito ante la inmensidad del proyecto—.El sistema interceptor principal requerirá unosciento treinta kilómetros de túneles, eso sinincluir conectores y desagües como este. Bien,caballeros, me gustaría que tomaran nota delmortero que se está empleando para unir losladrillos.

Todos los ojos se posaron en los hombresque extendían una sustancia similar al lodo enlos ladrillos antes de colocarlos en la boca deltúnel.

—Se trata de cemento de Portland, y esta esla primera vez que se emplea en un proyecto deobra pública. Se coge piedra caliza y arcilla, semezclan y después se calcinan en un horno paraeliminar el ácido carbónico. El resultado es un

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aglomerante muy potente, más resistente que elcemento romano y, más importante todavía,resistente al agua.

Por muy fascinante que fuera todo aquello,yo estaba deseoso de ver el interior del túnel,así que agradecí que Bazalgette nos llevarahasta una estructura situada tras la boca deltúnel. En su interior se hallaba un agujerocircular en el terreno, de cuya parte superiorsobresalía una escalera.

—De uno en uno, por favor, caballeros. Aalgunos de ustedes quizá les resulte un tantoestrecho.

Aquellos de nosotros que habíamos ido a laexcursión teníamos cierta idea de lo que nosesperaba, así que cogimos una lámpara cada unoy esperamos a que el hombre que teníamosdelante bajara por las escaleras y desaparecierade nuestro campo de visión. Las escasasausencias incluían a Stephenson, cuya malasalud estaba haciéndole sufrir de nuevo, y a

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Babbage, que había insistido en que no dentrode mucho acabaría bajo tierra y no veíanecesidad de hacer un ensayo general.

Brunel, como cabía esperar de alguien quehabía hecho mucho para que Bazalgette fueranombrado director del proyecto, fue elprimero. Dejó su sombrero antes de bajar porlas escaleras. Yo lo seguí, con Catchpole a soloun travesaño de distancia de mi cabeza cuandollegué al pie de la escalera. Brunel estabaobservando la entrada abierta del túnel, mirandoa los obreros que trabajaban en los andamios,desde donde estaban ampliando el arco,valiéndose del suministro constante de ladrillosproporcionados por los hombres que habíamosvisto bajar de la superficie. El ingeniero parecíainmerso en sus pensamientos mientras losobservaba trabajar.

—¿Le trae recuerdos? —pregunté, y mi vozresonó más de lo que me habría gustado por lasparedes de ladrillo.

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—Hubo momentos allí abajo en que penséque nunca volvería a ver la luz del día —dijo—.Abrir túneles en la oscuridad es ya duro de porsí, pero saber que hay un río a centímetros de tucabeza es otra cosa completamente diferente.

Me habría gustado escuchar más cosasacerca de sus hazañas en el túnel del Támesis.

—Entonces, ¿estos hombres lo tienen másfácil?

—Amigo mío, estos hombres son lacolumna vertebral de Inglaterra. Su trabajodiario, de día o de noche, nos mataría acualquiera de nosotros.

Era la primera vez que le escuchabaexpresar cierta empatía con la clase bajaobrera, y su respuesta hizo que mi observaciónimprovisada pareciera un tanto ridícula, peroantes de que pudiera responder, Catchpole, queacababa de bajar tras de mí, añadió su propiaopinión:

—Pero las columnas vertebrales pueden

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romperse, ¿no es cierto, doctor? —Aunquehubiese hecho una pregunta, no parecíainteresado en la respuesta—. Llegará un día enque dispondremos de máquinas para hacer todoesto. Serán más eficaces y menos costosas. Alas máquinas no hay que pagarlas ni tampococaen enfermas.

Brunel se había dado la vuelta y la luz de sulámpara reveló lo que a todas luces parecía unamueca de desagrado.

—No hay duda de que tiene razón, lordCatchpole, pero ¿qué hay de ellos? ¿Qué hay delos hombres que han hecho posible nuestrosavances tecnológicos y científicos con el sudorde su frente? ¿Qué papel desempeñan en esefuturo mecánico?

Catchpole parecía dispuesto a continuar conla conversación, pero el resto de los allípresentes ya habían llegado al pie de laescalera.

—Yo encabezaré la marcha, caballeros —

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propuso Bazalgette, que con un movimiento desu lámpara dirigió nuestra atención lejos de laentrada abierta hasta la parte oscura del túnel.

—Supongo que transportará agua, ¿no escierto? —dijo sir Benjamin, que parecía untanto sorprendido de que el canal que habíajunto a la pasarela estuviera seco.

—Claro que lo hará —respondióBazalgette, que consideró aquella pregunta unmotivo para bajarse de la pasarela y colocarseen el centro del canal—. La función de estetramo será la de transportar el exceso delíquido al río cuando haya lluvias importantes.

—¿Agua pluvial y no residual? —dijo unavoz detrás de la gente allí congregada. EraPerry.

—Sí, así es. Desagües como esteproporcionarán una manera de desviar elexceso de agua del sistema principal. Elsistema se hará cargo de hasta una cuarta partede la lluvia durante las seis horas de mayor uso

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del alcantarillado. Si se excede ese límite, losdesagües entrarán en funcionamiento.Cualquier residuo que caiga con el agua de lalluvia será diluido y por tanto no comportaráningún riesgo.

—¿Cuál es la certeza de que el aguacontaminada sea la causa del cólera? —preguntó Russell. Miró a sir Benjamin para queeste respondiera.

—Existen pocos motivos para dudar de losestudios del doctor Snow. Estoy seguro de quetodos ustedes habrán visto los dibujos en losperiódicos que muestran a la muerte,representada como un esqueleto, dando agua deuna fuente a unos niños. Es una imagen muycruda, pero comunica bien el mensaje. Elcólera no se contagia por el aire hediondo o,como algunos dicen, por un miasma, sinoporque la gente bebe agua sucia. De eso notengo duda y estoy seguro de que el doctorPhillips está de acuerdo conmigo.

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Asentí, ligeramente sorprendido de quehubiera buscado mi confirmación, pero habíaquienes no estaban de acuerdo con ello. Laseñorita Nightingale, sin ir más lejos, creíafirmemente en el miasma.

—Gracias, sir Benjamin —dijo Bazalgette—. Aprecio su apoyo. Debería añadir en estepunto, caballeros, que el plan en su totalidadaún no ha sido aprobado de manera oficial. Elpequeño tramo que están visitando hoy es solouna prueba creada para demostrar que elproyecto es viable.

—Creo que puede estar tranquilo a eserespecto —dijo Brunel—. Este proyecto esesencial para el bienestar de la población. Essolo cuestión de tiempo.

Bazalgette asintió agradecido y ya sin máspreguntas nos indicó que avanzáramos.

—Si bajamos por el túnel estoy seguro deque apreciarán las vistas que hay desde allí.

Avanzamos en dos columnas iluminadas por

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las lámparas, la primera por la pasarela y lasegunda por el canal. Nuestro viaje por laoscuridad no fue muy largo. El túnel girólevemente a la izquierda y, antes incluso de quese tornara de nuevo recto, la luz de día iluminóel inmaculado trabajo de la pared de ladrillo anuestra derecha.

Las lámparas pronto fueron innecesarias,pues más allá de la entrada al túnel el díaparecía lucir brillante como uno de losfamosos focos teatrales de Gurney. Noscongregamos todos en el borde del túnel. Elagua del río chapaleaba contra una rampa depiedra por la que algún día las aguas pluvialesdesembocarían en el río. Aquellos de nosotrosque estábamos delante nos acercamos un pocomás a la rampa para que los que teníamos detráspudieran ver por encima de nuestros hombros.No recordaba haber estado nunca antes tancerca del río, ni siquiera cuando Brunel habíaintentado meter el enorme casco de su

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embarcación en el agua. Y ahí estaba, flotandorío abajo, cual ballena finalmente liberada. Ríoarriba se hallaba Limehouse, con su lúgubrevecindad cerniéndose cual acantilado sobre elrío. Al otro lado de donde nos encontrábamosestaba Millwall, en la Isla de los Perros, dondeuna o dos familias todavía se ganaban el panprocesando en sus antiguos molinos, movidospor el viento, el maíz que portaba el río.

Si bien la vista era espectacular, el olor delrío era casi insoportable, e incluso a aquellosde nosotros acostumbrados al aroma de lamorgue nos resultaba molesto ese hedorpersistente. Pero ese era el problema: era elolor de una morgue, pero de una morgue dondelos cadáveres habían permanecido demasiadotiempo. Fue Russell quien, desde su posiciónen nuestro flanco río arriba, atisbó la causa delataque olfativo.

—¿Qué demonios es eso? —preguntódespués de dar instintivamente un paso atrás

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para alejarse del borde.Flotando en el agua, pero apoyado en un

lateral de la rampa, había un cuerpo. Su espaldadesnuda se asomaba por la superficie de lasaguas. La única pista para determinar el sexodel cadáver era el enmarañado cabello oscuro,pues el torso había perdido su integridad y separecía más a un saco reventado de caliza.Había riesgo de que alguien terminara en elagua, pues los que estábamos delanteintentábamos alejarnos, mientras que los queno veían bien se acercaban para poder mirar.

—¡Calma, caballeros! ¡Por favor! —gritóuna voz severa que por una vez no fue la deBazalgette. Para mi sorpresa, descubrí que erala mía—. Que todo el mundo se aleje del agua.Bazalgette, ¿podría sacar a toda la gente deltúnel y avisar a la policía?

Mientras los demás eran conducidos denuevo al túnel y sus voces resonaban en lasparedes de ladrillo, volví a centrar mi atención

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en el cadáver.—¿Qué va a hacer, Phillips? —preguntó sir

Benjamin, que había permanecido detrás. Porprimera vez, parecía totalmente superado por lasituación.

—Sacar el cuerpo —dije, si bien no muyseguro de cómo iba a hacerlo sin tocar aquellacosa.

Pensé que iba a quedarse, pero no. Trasdecirme que iría a buscar ayuda, fue tras losdemás para salir del túnel.

Había confiado en que nuestro últimoencuentro, sobre el corazón abandonado en labasura, fuese el último y sin embargo ahíestábamos de nuevo. Tarlow usaba un pañuelocontra el hedor. Ver aquel pañuelo me produjoescalofríos al recordar nuestra anteriorconversación.

—¿Lo mismo entonces?—Eso parece, inspector —respondí,

colocando de nuevo la lona—. El contenido del

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pecho ha sido extraído.—¿Cuánto tiempo lleva muerta?—Sí, es una mujer y resulta difícil saberlo.

Quizá tres semanas, quizá menos. El ríocorrompe.

—¿Hay algo más que pueda decir de ella?—Lo lamento, inspector, pero el cadáver

está demasiado deteriorado.Tarlow se dispuso a marcharse del lugar

donde el cadáver permanecería hasta quellegara el carro.

—Tenemos mucha suerte de que estuvierade nuevo cerca para ayudarnos en tandesagradable asunto. Es un cambio bastantenotable que haya sido usted quien hayaencontrado el cadáver en vez de tener quellevárselo yo, ¿no cree?

—Lo cierto es que fue el señor Russellquien vio el cuerpo primero —respondí,intentando no parecer demasiado a la defensiva.

El descubrimiento del cadáver había

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ensombrecido nuestra excursión y, tras elentusiasmo inicial, el grupo se había quedadoen pensativo silencio, observando sin hacercomentario alguno como el policía regresaba asu carruaje.

—Ni siquiera se ha parado a preguntarnos—dijo Whitworth después, como si seestuviera quejando porque un anfitrión no lehubiera ofrecido un refrigerio.

A pesar de nuestro hallazgo, la red dealcantarillado de Bazalgette parecía de lo másprometedora. El único problema es que tardaríaaños en construirse. Nunca antes una poblaciónse sintió tan aliviada de ver que el frío inviernoreemplazaba el calor del verano y parecía casiun milagro que el temido cólera no se hubierapropagado.

No todas las noticias fueron buenas, sinembargo, y un día de noviembre recibí una cartaque iba a alejarme de Londres para atender unacrisis médica más personal.

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Mi querido George: Me llena de dolor tener que escribirte en

estas circunstancias, pero siento tener queinformarte de que nuestro padre estágravemente enfermo. Consciente de lo ocupadoque estás en el hospital, he resistido hasta ahorala tentación de preocuparte. Pero hoy el doctorBillings ha venido a hacer una de sus periódicasvisitas y, tras un exhaustivo reconocimiento,me ha dicho que su estado no es recuperable.Puede que le queden semanas o meses, pero eldoctor dice que el final es inevitable. Por ellote ruego que vengas a verlo mientras aúnpuedas, mejor incluso si puedes encontrartiempo para cuidar de él. Eres un médicomaravilloso, George, y tengo la vana esperanzade que quizá tus cuidados puedan hacer que susalud mejore de manera temporal. Esperonoticias tuyas. Ha pasado mucho tiempo desde

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que nos vimos y espero que esta carta ponga fina nuestra separación.

Tu hermana que te quiere,

Lily Sir Benjamin se mostró inusualmente

comprensivo con mi situación, pero másconcretamente por la de mi padre. Sus caminosse habían cruzado tiempo atrás, cuando mipadre había comenzado a ejercer en Londres yhabía protegido bajo su ala a sir Benjamin. Yahacía tiempo que había dejado de preguntarmesi el hecho de que se conocieran habría influidoen mi nombramiento para el puesto quedesempeñaba en el presente: esperaba que no, yme consolaba la actitud irritable de sirBenjamin hacía mí, pues indicaba lo contrario.No tardó en deliberar sobre el asunto y meconcedió todo el tiempo que requiriera paracuidar de mi padre enfermo. Me pidió que le

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mandara recuerdos y me dijo a modo dedespedida:

—Márchese y no se preocupe por elhospital. Estoy seguro de que nos lasarreglaremos sin usted.

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Capítulo 11

LA enorme caverna abovedada de hierro ypiedra que era la estación de Paddingtonresonaba con el ruido de la gente y lasmáquinas. Un par de locomotoras marchaban alralentí mientras sus chimeneas mandabancolumnas de humo al techo, donde sedispersaban entre las vigas. Compré elperiódico The Times en el quiosco de W. H.Smith y pregunté a un encargado qué tren mellevaría hasta Bath. Siguiendo susinstrucciones, recorrí la explanada y bajé a laplataforma más alejada antes de entrar en elprimer compartimento que parecía menoslleno.

Abrí el periódico y busqué la sensación desoledad tras sus hojas densamente impresas.Por una vez, y sin que sirviera de precedente,

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no había referencia alguna a Brunel o suembarcación pero, como era habitual, símontones de historias acerca de robosespectaculares, incendios terribles, informesde jueces de instrucción sobre suicidios variosy accidentes, las últimas noticias sobre unsangriento motín en la India y, por último, perono por ello menos importante, el rescate delcadáver mutilado de una mujer de las suciasaguas del Támesis.

El último cadáver había aparecido el díaanterior, cerca de tres semanas después delespeluznante descubrimiento en la alcantarilla.En la breve columna no se hacía menciónalguna a los cadáveres previamente rescatadosdel río, pero poco alivio suponía aquellaomisión periodística, pues mi marcha casual dela ciudad le parecería preocupantementeinescrutable a Tarlow. Ya no tenía dudas:sospechaba de mí. Ese no era el tipo de noticiasque podía reportarme cierto consuelo al inicio

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del viaje que todo hijo teme hacer.El tren avanzaba pesadamente a través de un

oscuro cañón de paredes de ladrillo y partestraseras de edificios, abriéndose camino porentre la cada vez más expandida Londres. Apesar de ello, las vistas desde la ventana meresultaban más atrayentes que los deprimentescontenidos del periódico. Almacenes y fábricasdieron paso a casas adosadas conforme nosfuimos acercando al extrarradio de la ciudad.Humo y chispas rozaban la ventana, pero,cuando fuimos ganando velocidad, la niebla dela locomoción se dispersó para desvelarcampos verdes y onduladas colinas.

El periódico podía no hacer referencia aBrunel, pero no había manera de escapar deaquel hombre y su influencia. Después de todo,esa era su línea. Al igual que la estación desdela que había iniciado mi viaje, también esosraíles, zanjas, puentes y túneles habían salido desu mesa de dibujo. Había medido

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personalmente cada centímetro de la ruta queestábamos recorriendo en ese momento aimpresionante velocidad. Sin su Great WesternRailway, mi viaje habría sido bastante másarduo, pues habría requerido un largo eincómodo viaje en carruaje por carreterasdesiguales. Por ello, le di las gracias ensilencio al ingeniero.

Después de dejar atrás las paradas enSwindon y Chippenham, la luz del díadesapareció de repente del cielo cuando nosvimos arrastrados bajo tierra y el estruendo deltren quedó amortiguado por las paredes depiedra. Los oídos se me taponaron por el pesode la tierra sobre mí. El tren recorrió aquellaoscuridad durante una eternidad, avanzando porentre la no tan sólida roca durante kilómetro ymedio o más. Los pasajeros estábamos pegadosa nuestros asientos como ratones atrapados enel estómago de una serpiente. Arrugué elperiódico entre mis manos y me alegré de no

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poder leerlo mientras observaba las chispas porla ventana, cual luciérnagas en una vorágine.Nos encontrábamos en el Box Tunnel, otra delas creaciones de Brunel. Una vez hubo fijadola mejor ruta para su ferrocarril, no iba apermitir que una colina obligara a desviarla,independientemente de cuáles fueran loscostes. Dos años le había llevado ese trabajo, ysolo Dios sabe cuánta gente había fallecidoexcavando la roca.

Como siempre, algunas personas habíandudado de la utilidad de aquel proyecto. Brunela duras penas había podido contener la risacuando me habló del doctor Dionysius Lardner.El buen doctor, sin duda auspiciado por rivalesdel ingeniero, postulaba que la combinación dela velocidad del tren y el espacio reducido deltúnel haría que los pasajeros se asfixiaran antesde llegar al otro lado. Había habido otrosdetractores del Great Western Railway, claroestá. Entre ellos se encontraban los rectores de

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Eton, que creían que el ferrocarril pondría lascasas londinenses de mala reputación al alcancede sus acaudalados pupilos.

Para mi alivio y el de mis compañeros deviaje, seguíamos vivos y coleando al otroextremo del túnel. No mucho después,llegábamos a Bath.

Tardé más de lo que me hubiese gustado enencontrar un conductor dispuesto a llevarmetan lejos de la ciudad como necesitaba.Finalmente conseguí que me llevara un carro degranja, tirado por un famélico jamelgo yconducido por un tipo desaliñado que le habríadado mil vueltas bebiendo incluso al viejoWilliam. Al accidentado viaje le siguieronsinuosas carreteras y caminos por la zonasuavemente ondulada de los Downs. A pesar delbrillo rosado de la luz de la tarde, había un fríoinconfundible en el aire. Los únicos sonidosque se podían escuchar, aparte del chirridoconstante de las ruedas del carro, eran el gorjeo

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de los pájaros en los setos y el mugido de lasvacas en los prados. No acertaba a imaginar uncontraste mayor al barullo y ajetreo deLondres.

Pero los tranquilos alrededores pocolograron apaciguar mis nervios. Tratar conpacientes que sufrían todo tipo de terriblesenfermedades en el hospital era una cosa; laperspectiva de enfrentarse a la enfermedadterminal de mi propio padre era otra biendistinta.

La casa donde pasé la infancia era un lugarbastante pequeño: una casa de piedra de dosplantas enclavada a un lado de la colina, con unapuerta delantera enmarcada por lo que enverano habría sido una espaldera cubierta derosas. Con el trasero totalmente adormecido,me bajé del carro y pagué al conductor. Mecolgué la bolsa al hombro y levanté el pasadorde la puerta, en la que había una pequeña placade latón con la inscripción:

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Dr. Bernard PhillipsCirugía. Solo con cita previa

Era mentira, claro está, pues lo cierto era

que el mero sonido de la puerta al abrirse ycerrarse era suficiente para que se atendiera acualquier paciente que necesitara de loscuidados de mi padre. La puerta delantera seabrió y una masa borrosa de pelo blanco salió aljardín, seguida al momento de una mujer quellevaba un mandil con un motivo floral. Elperrito, el sobreexcitado west highland terrierde mi padre, comenzó a brincar alrededor demis espinillas, ladrando y llenándome de babaslos zapatos.

—Jake, déjalo en paz —gritó entre risasLily. Se recogió las faldas del vestido y echó acorrer por el sendero.

Dejé la bolsa en el suelo y saludé al perrode manera mecánica, lo eché a un lado con

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cuidado con el pie y abracé con fuerza a mihermana antes de dar un paso atrás paracontemplarla. Sus cabellos oscuroscomenzaban a mostrar algunos mechonesplateados y unas leves líneas de expresiónasomaban en sus ojos y boca. Sin embargo,seguía tan bonita como siempre, pero ¿acaso noes lo que todo hermano dice de su hermana?

—Oh, George, me alegro tanto de verte —dijo emocionada mientras intentaba reprimirlas lágrimas—. Me había hecho a la idea de queno podrías venir. Siempre estás tan ocupado enel hospital.

—¿Cómo podría estar lejos de mi hermanamayor un instante más?

—No me mientas, George Phillips —medijo, jocosamente admonitoria—. Debe dehaber pasado más de un año desde la última vezque nos vimos.

Casi de manera instintiva, tocó el cuello demi camisa y me lo colocó como tantas veces

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había hecho en el pasado. Madre había muertopoco después de que yo naciera y gran parte dela responsabilidad de cuidar de mi padre y demí había recaído en Lily, una tarea que enocasiones había realizado con una capacidadcasi irritante. Fue a coger mi bolsa, pero yo meadelanté y le indiqué que encabezara la marcha.

—Le diré a Mary que prepare té. Tienes quecontarme todo acerca de Londres.

Dejé el abrigo en un perchero que había enel vestíbulo y miré tímidamente hacia lasescaleras.

—¿Cómo se encuentra?Lily palideció. Solo entonces supe que

muchas de las arrugas de su rostro eranrecientes, grabadas por la tensión de tener quecuidar de mi padre.

—Oh, ha tenido días mejores —dijo en vozbaja—. El doctor Billings se ha portado muybien, ha venido desde Lansdown todas las vecesque le ha sido posible.

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—Debería subir a verlo.Lily negó con la cabeza.—Está dormido. Tómate el té y después

podrás subir.Mi anciano padre sin duda estaba bastante

grave y Lily solo intentaba retrasar miinevitable confirmación de ese hecho. Sonreí yle seguí el juego.

—Te he traído un catálogo. Si escoges unvestido haré que te lo envíen cuando regrese ala ciudad.

Su rostro se iluminó.—Gracias. Tienes que contarme todas las

habladurías.El entusiasmo de Lily por tales trivialidades

siempre me había divertido, pues ella habíaevitado de manera deliberada cualquierperspectiva de vivir en la ciudad, hasta el puntode rechazar a pretendientes que residían allí.Tras un cortejo prolongado había escogidofinalmente a Gilbert Leyton, que era el alegre y

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fornido hijo de un agricultor local que iba aheredar cientos de acres de pastoreo y unboyante negocio de transportes. Puesto que notenían ningún hijo, yo sospechaba que Lilyhabía agotado cualquier ansia maternal trascuidar de mi padre y de mí en ausencia de mimadre.

Antes de retirarnos al salón, abrí la puertade la consulta y eché un vistazo a los estantesllenos de multitud de polvos embotellados,ungüentos, elixires y pastillas. La luz sereflejaba en el vidrio como si de un candelabrode cristal se tratara, resultado sin duda de quecada uno de los recipientes había sido limpiadohasta sacarle lustre por las manos incansablesde Lily.

El aspecto prístino de la sala delataba queya no se trataba de una consulta abierta. Cerréla puerta.

—¿Qué hay de los pacientes?Lily respondió desde el otro lado del

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pasillo mientras sostenía la puerta del salón.—El doctor Billings se ha hecho cargo de

ellos, pero eso implica que la gente tiene queviajar hasta Lansdown para verlo. Dice quenecesitamos pensar en el futuro. Padrenecesitará un sustituto.

—Le dije hace años que debería tener unsocio.

—Sabes muy bien que él siempre haesperado que tú trabajaras con él. Pero no,tenías que marcharte y trabajar en un lujosohospital —dijo un tanto altanera.

Crucé el pasillo y entré en el salón,resistiendo la tentación de leerle la cartilla yexplicarle las condiciones reales del hospital.

—Estás en tu casa —dijo—. Voy a buscar aMary.

Me quedé quieto un instante delante delfuego, percatándome de que la sala estaba taninmaculada como la consulta. En el rincónhabía una librería bien provista, y entre esta y el

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fuego, la vieja y gastada butaca de mi padrevacía, con su pipa sin encender y un libro amedias en la mesita situada junto a ella. Mesenté cerca de la ventana y suspiré mientras latristeza se apoderaba de mí. Durante lasiguiente hora solo encontré cierto consueloen entretener a Lily con una modesta cantidadde chismes salaces, sin contarle (claro está)nada de mis propias y recientes desventuras.Mary, el ama de llaves de mi padre, estuvopendiente de que no nos faltara té en ningúnmomento. Sin duda estaba agradecida por poderhacerlo, ya que mi hermana se estaba ocupandouna vez más del funcionamiento de la casa. Micuñado Gilbert, tal como me contó mi hermana,no había puesto problema alguno a que mihermana estuviera en casa todo el tiempo quefuera necesario. No se me ocurría persona máscualificada para hacer las veces de enfermera,pues había ayudado durante muchos años a mipadre.

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Sin esperar a que agotara por completo mishistorias, Lily sugirió que fuéramos arriba a vera padre. Dejé mi taza y platillo en la bandeja yla seguí escaleras arriba, preparándome para lopeor. La última vez que lo había visto, mi padreera un hombre lleno de salud y activo, entradoen años pero aún con la energía de un hombrede mediana edad. Pero, por lo que Lily mehabía dicho, mucho había cambiado desdeentonces. El empeoramiento había sido casiinmediato, como si la edad y el cansanciohubieran logrado finalmente romper la puertaque les cerraba el paso. Se detuvo en eldescansillo, se llevó un dedo a los labios y seasomó por la puerta de la habitación. De latenue oscuridad de la habitación surgió un gritoáspero.

—¿Piensas mantener a mi hijo lejos de mítodo el día? George, rescátame, me heconvertido en un prisionero en mi propia casa.—Su voz era débil y jadeante, pero aún podía

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hacerse oír. Lily me miró y puso los ojos enblanco antes de desaparecer en el interior de lahabitación. Entré por la puerta en el momentoen que ella descorrió las cortinas. La luz seabrió paso por entre estas e iluminó la cama demadera en la que ambos habíamos sidoconcebidos. La cabeza de mi padre, elevada convarias almohadas y coronada por rizos decabello cano, sobresalía de un lío de sábanas ymantas. Sacó una mano de debajo de las mantasy se agarró al cabecero para intentar sentarse.Lily lo reprendió.

—Padre, ¿no puede estarse quieto? Pensabaque estaba dormido. ¿Qué le dijo el doctorBillings acerca de sobreexcitarse? —Corrióhacia él y le levantó con cuidado la cabeza,colocándole las almohadas para que seincorporara en la cama.

Padre me miró con los ojos entrecerradosmientras se le acostumbraban a la luz.

—Dicen que los médicos son los peores

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pacientes, pero las hijas son las enfermerasmás mandonas.

Contento de ver que mantenía su sentido delhumor, me acerqué a la cama y le cogí la mano.Su pálida y delgada piel hacía que sus labiosfueran de un rojo poco natural. Me apretó lamano todo lo que pudo.

—Me alegro de verte, hijo. Demasiadasmujeres en esta casa para mi gusto.

—Estoy seguro de que Lily está haciendoun trabajo maravilloso y no debería ser tan rudocon su enfermera. No tengo intención deinterferir en su modo de trabajar y tiene razón:no quiero sobreexcitarlo.

Mi intención era hacerle unreconocimiento completo, pero eso podíaesperar hasta que Lily me proporcionara elparte con la última valoración del doctorBillings acerca de su estado. Por lo que habíaoído y visto, el problema parecía residir en sucorazón. Tenía que hacer frente a los hechos.

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Tenía setenta y ocho años y nadie viveeternamente, ni siquiera los médicos. Lo únicoque podía hacer era aliviar parte de la carga deLily, ayudar a hacer que sus últimos días osemanas fueran lo mejor posible y estar a sulado cuando llegara el momento.

—Los dejaré a los dos solos —dijo Lily yme acercó una silla—. Tienen que ponerse aldía. —Se inclinó y besó al paciente—. Pero nohable demasiado, padre, sabe cuánto le agotahablar. Deje que George le hable de Londres.Voy a bajar a ayudar a Mary con la cena.

Me sonrió débilmente antes de cerrar lapuerta tras de sí.

Acerqué la silla a la cama y me senté. Habíaalgo que tenía que quitarme del pecho.

—Lamento no haber podido venir antes. Mitrabajo me retiene en el hospital más tiempodel que a veces me gustaría.

—Tonterías, hijo mío —respondióalegremente—. Amas tu trabajo y no hay nada

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malo en ello. Pero antes de seguir me gustaríaasegurarme de que los dos comprendemos lasituación. Tanto tú como yo sabemos que meestoy muriendo. Así que hagamos frente a estocomo médicos, con el menor alboroto posible.

—Padre…Alzó la mano derecha para hacerme callar y

se colocó en una posición más erguida.—George, no me interrumpas. Esto es

importante. Escúchame. Tu hermana sabe queme estoy muriendo tan bien como tú o yo. Elproblema es que aún no es capaz de admitirlo.He tenido una buena vida. No puedo mentir:como a todo el mundo, me gustaría poder vivirmás, pero también estoy preparado para morir.—Me miró buscando una señal deentendimiento, como hacía cuando de pequeñome echaba un rapapolvo por alguna trastada. Porprimera vez desde que entré en la habitaciónescuché el sonido de su reloj de mesa favoritosobre la chimenea.

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Asentí como si hubiera experimentado unaregresión a la infancia.

Mi moribundo padre sonrió.—Bien. Ahora cuéntame qué ha estado

ocurriendo en esa pestilente ciudad en la quevives.

La actitud sensata de mi padre, tan típica deél, había logrado de algún modo que me sintieramás cómodo, así que comencé a relatarle miscasos más interesantes. Me escuchó conatención y, siguiendo tardíamente el consejo demi hermana, habló poco, limitando sus palabrasa alguna pregunta o comentario, aunque se riódivertido cuando le hablé de las tensasrelaciones de sir Benjamin con la señoritaNightingale. Me pareció que solo habíantranscurrido algunos minutos cuando Lilyasomó la cabeza por la puerta para decirme quela cena estaba lista. Lo cierto era que llevabahablando más de una hora. Pero Lily habíacalculado perfectamente el momento, pues

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padre estaba comenzando a quedarse dormido ycon el viaje y la charla yo tenía mucho apetito.Lo tapé con la manta hasta la barbilla y seguí aLily escaleras abajo.

Al día siguiente, tras haber leído las notasque había dejado el doctor Billings, me decidí aexaminar al paciente por mí mismo. Eldiagnóstico de otro doctor debe ser respetado,pero siempre es preferible una corroboraciónindependiente. El paciente, sin embargo, notenía intención de dejar que su hijo loexaminara.

—No es necesario que pierdas tu tiempo, niel mío, George. Sé cuál es el problema —insistió—. He sufrido un infarto y mis díasestán contados. ¿Qué más necesitas saber?

Me llevó casi toda la mañana persuadirlo.—¿Qué te he dicho? —me dijo de manera

casi triunfal cuando me aparté de la cama trasescuchar la triste historia que su corazón teníaque contarme—. No quiero caras largas —

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prosiguió—. A todos nos llega la hora.Siéntate, caballero. Ahora que te has quitadoesto de encima puedes serme útil. Hay algunosasuntos que quiero dejar resueltos.

Al principio me mostré reticente, pero,puesto que mis servicios médicos eraninnecesarios, concluí que la tarea me serviríapara matar el tiempo. Aunque primero tenía quebajar e informar a Lily, que había estadoesperando en ascuas mi diagnóstico. La senté y,de acuerdo con las instrucciones de padre, leexpliqué la realidad de la situación. Cuandohube terminado, ella permaneció sentada unbuen rato, mirando por la ventana.

—¿Estás seguro de que no se puede hacernada? —preguntó finalmente, como si me dierauna última oportunidad de recordar un remedioque, por algún motivo, había pasado por alto.

—Me temo que no, Lily. Debemos dejarque el tiempo siga su curso. Deberíamosprepararnos para lo inevitable. Él lo está.

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Se puso en pie y, escondiendo susemociones, me dijo que se llevaba al perro adar un paseo. Sabía que no debía ofrecerme a ircon ella. Lily siempre se iba de paseo cuandotenía algo importante sobre lo que reflexionar.«El aire me ayuda a pensar», decía siempre. Lascortas patas del pobre perro tenían que estar yadesgastadas después de que Gilbert le hubierapedido que se casara con él. Sabía que cuandoregresara, probablemente tras haber derramadoalgunas lágrimas privadas, habría aceptado lasituación.

Con Lily ya fuera de casa, subí de nuevo aldormitorio con padre.

—¿Se lo has dicho? —preguntó.—Sí, padre, se lo he dicho.—¿Y se ha llevado al perro a pasear?—Sí.—Bien.El asunto estaba ya concluido y, sin más que

añadir, comenzó a darme órdenes. Me dijo que

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bajara a su estudio y cogiera un baúl de madera.El estudio estaba más limpio y ordenado de

lo que nunca había estado, el escritorio casidesprovisto de los habituales papeles ydocumentos desperdigados. Una vez más,detecté la mano de mi hermana. Al igual que laconsulta, el estudio de mi padre era un lugar alque tenía prohibido entrar cuando era niño.Quizá por ese edicto, la consulta en concretosiempre había ejercido una atracciónirresistible en mí, y cuando mi padre salía ahacer visitas médicas a veces me metía ahurtadillas y torcía el gesto ante las extrañaspalabras escritas en etiquetas de botellas o mepreguntaba por el uso de la aterradoracolección de afilados cuchillos y otrosespantosos instrumentos cuyos filos de acerobrillaban cuando los cogía con reverencia delcajón del armario.

Sin embargo, el santuario de mi padre, elestudio, había quedado inexplorado. Tan solo

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cuando me acercaba a la edad adulta me habíainvitado a entrar, y sonreí al recordar el día queme hizo ir allí para recibir una clase obligatoriasobre pájaros y abejas. Se había ruborizado,incapaz de encontrar palabras con las que sesintiera cómodo. Finalmente, acalorado yfrustrado, había renunciado a la tarea y me habíadado un libro médico. «Vete y estudia esto»,me había ordenado. Los gráficos eranfascinantes y desde ese momento mi futuro enla medicina quedó asegurado. Recuerdo elorgullo de mi padre cuando le hablé de mideseo de seguir sus pasos. Poco podía imaginarél que esa ambición había nacido de mis visitasilícitas a la consulta y de su torpe intento dehacer lo que los padres siempre consideran suobligación.

Me metí bajo el escritorio y tiré de unpesado baúl de madera. Era lo único que podíahacer para subirlo arriba y arrastrarlo hasta lacama de mi padre.

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—Bien hecho —suspiró y se incorporóayudándose de los codos—. Detrás del reloj.

Miré detrás de la cubierta de mármol ysaqué una llave.

—Bueno, no te quedes ahí, abre la caja.Tras girar la llave, la cerradura cedió y las

bisagras de la tapa crujieron cuando la abrí. Elaroma húmedo del cuero y del papel viejosurgió del interior. Mi padre se arrastró hasta elborde de la cama y miró el interior del baúlabierto. Una caja de madera mucho máspequeña, reluciente y con aplicaciones de latónse hallaba sobre una montaña de documentos ynotas.

—Recuerdos —dijo mientras extendía unamano fina y llena de venas—. Pero lo primeroes lo primero.

Temeroso de que se cayera de la cama ysuponiendo que lo que quería era la cajapequeña, se la pasé. Padre se giró y colocó elobjeto en la cama detrás de él.

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—En algún sitio de este baúl están lasescrituras de la casa y —prosiguió con ciertodeje malicioso en su voz—, lo que es másimportante, mi testamento.

—¿No debería hacer esto con su notario?—pregunté.

—No seas tan aprensivo, chico —mecontestó—. La casa se repartirá entre tuhermana y tú, pero hay otras cosas quenecesitan ser ordenadas y arregladas. Si puedesreunir todos los documentos, haré que Maitlandvenga y se asegure de que todo está bien.

—¿No son esos sus diarios? —preguntémientras cogía uno de los cuadernos con tapade grueso cuero que llenaban la mitad inferiordel baúl cual lastre de un barco. Desde quetengo uso de razón recuerdo a mi padreescribiendo los acontecimientos del día en sudiario. Y, al igual que me había transmitido eldeseo de ser médico, también me habíaconferido el hábito de pasar a papel los

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acontecimientos diarios de mi vida.—Oh, esos viejos cuadernos —dijo

compungido—. Llegaremos a ellos, peroprimero los documentos. Prueba a ver con esesobre.

Dejé el cuaderno y cogí un grueso sobrelleno de papeles y, sentándome en el borde dela cama, examiné el contenido. Debido a laescasa luz y a la debilitada visión de mi padre,recayó en mí la lectura de los contenidos decada documento, independientemente de cuántriviales fueran. Había muchas recetas paramedicinas, páginas arrancadas de publicacionesmédicas, cartas antiguas y notas varias sobrepacientes (aunque la mayoría de los historialesmédicos de sus pacientes estaban archivados, sibien sin orden ni concierto, en su estudio).Estaba su título de medicina otorgado por laUniversidad de Edimburgo, que treinta añosdespués que él sería mi propia alma máter.

La búsqueda se detenía a menudo, pues mi

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padre me paraba para rememorar detalles dealgún documento que se le antojaba.

—Ese es el recibo de mis primeros bisturíspara diseccionar… Nunca se olvida la primeravez en una sala de operaciones, ¿verdad?…Recuerdo que tuve que amputarle la pata a superro cuando una rueda se la aplastó…

No encontraba las escrituras de la casa ni eltestamento, así que saqué el siguiente paquetedel baúl y, documento por documento, examinésu contenido. Así hicimos hasta bien entrada latarde.

El sonido de la puerta abriéndose anunció elregreso de Lily. Puede que la vista de mi padreestuviera flaqueando, pero no así su oído. Justocuando estaba a punto de sugerirle que lodejáramos por ese día me dijo:

—Será mejor que bajes y veas cómo está tuhermana.

Antes de bajar, insistí en ordenar lospapeles que ya había sacado del baúl. Por

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último, cogí la caja de madera pequeña, que enesa ocasión había picado mi curiosidad.

—¿Un equipo quirúrgico? —preguntémientras la sostenía con mis manos, pero antesde poder abrirla mi padre me detuvo.

—Ya llegaremos a eso más tarde —dijoextendiendo las manos y quitándomela.

Lo dejé mirando con los ojos entrecerradosun viejo y mohoso pergamino. Las mantas quele cubrían el regazo habían acumulado unapequeña montaña de trozos de lacre.

Lily estaba en el salón, sentada en unabutaca junto a la ventana. Estaba leyendo unlibro, supuse que de Jane Austen, que siemprehabía sido su favorita. Hubo un tiempo en quehabía quedado arrobada por un tal señor Darcy,y solo después de que mi padre le hicieraciertas preguntas supimos que se trataba de unpersonaje de una de las novelas de la señoritaAusten. El dobladillo de su falda estabasalpicado de barro tras haber estado caminando

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por un sendero todavía húmedo por lasrecientes lluvias. El perro estaba en su cesta,junto al fuego. Por una vez, parecía habersecontentado con quedarse dormido en vez decorrer como un loco por toda la casa.

Al oírme entrar en la habitación, Lily alzó lavista y sonrió. En sus ojos quedaban losrescoldos de las lágrimas.

—¿Cómo está?—Lo he dejado revisando sus papeles. Solo

Dios sabe todo lo que tiene en ese baúl.—Supongo que lo mejor será dejar todo

arreglado.Como había esperado, el paseo parecía

haber surtido efecto.

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Capítulo 12

COMPROBÉ el estado de mi padre variasveces durante la noche. A diferencia de mí,dormía profundamente. Por la mañanareanudamos nuestras tareas, escarbando en lasprofundidades del baúl, que se me antojaba elpozo de una mina sin fin. Mi padre pareció muyaliviado cuando finalmente desaté el lazo quecontenía la escritura de la casa.

—Bueno, al menos el pilar familiar está asalvo para futuras generaciones —dijo mientrasagitaba el rígido y viejo documento ante sí.

Tenía que haber adivinado lo que vendríadespués.

—¿Qué hay de las generaciones futuras,hijo mío? ¿Qué perspectivas tiene nuestramodesta tribu de continuar en el futuro?

No tenía ánimos para discutir el peliagudo

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tema del matrimonio y los hijos, aunque fuerauno de los temas favoritos de losinterrogatorios de mi padre.

—Tu hermana —continuó mientrasgolpeaba la escritura contra la cama— no hamostrado interés alguno en darme nietos, y metemo que ya sea demasiado tarde. ¿Qué hay deti? ¿Hay alguna mujer en tu vida?

—Tengo la esperanza —mentí— de atraerlos favores de cierta joven dama.

¿Qué otra alternativa tenía? De ningúnmodo iba a admitir ante mi moribundo padreque las únicas mujeres con las que intimabaeran aquellas a las que pagaba.

—Bueno, te deseo lo mejor con ella —dijocon complicidad, con demasiada complicidadpara mi gusto.

Deseoso de cambiar de tema, le pregunté:—¿Qué hay de esa caja?—Bueno —dijo con un gruñido cuando

levantó la pequeña caja de caoba de la mesilla

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de noche—. Estaba guardándola para regalártelapor tu boda, pero es poco probable que llegue aver tan feliz día, así que puedo dártela ya.

Acerqué la silla y observé cómo intentabaabrir la caja. La tapa reveló un par de pistolasantiguas, colocadas cada una en sucompartimento forrado de paño verde, unasobre la otra, el cañón de una de las pistolasapoyado sobre la culata de la otra. Sacó lapistola superior y, sujetándola por el cañón, mela pasó. Incluso en mi inexperta mano la pistolaquedó bien equilibrada. Como había crecido enel campo, había cogido armas antes, pero soloen un par de excursiones de caza pocoentusiastas con una escopeta, por lo que miconocimiento era superficial.

—¿Cuánto tiempo lleva guardándolas?Cogió la segunda pistola de la caja.—Oh, desde hace varios años. Tienen su

historia, no vayas a creer.Solo entonces me fijé en la inscripción

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grabada a lo largo de uno de los laterales de lapistola. Giré la pistola en mis manos y conayuda de la poca luz de la habitación, leí laspalabras: «Obsequio del duque de Wellington asu buen amigo, el doctor Bernard Phillips,como agradecimiento por sus servicios bajofuego enemigo».

Por impresionante que fuera aquellainscripción, no me cogió del todo por sorpresa.En mi familia se sabía que años antes de que mipadre abriera su consulta había sido cirujano enel ejército de Wellington. Sin embargo, setrataba de una parte de su vida de la que nuncahabía hablado, al menos con detenimiento.Había un cuadro, más bien mugriento, de labatalla de Waterloo en mi casa, perolanguidecía en la oscuridad, en una pared dondepoca gente podía verlo. Él había estado allí, enla batalla, pero yo nunca le había vistorememorar aquella experiencia.

—La guerra tiene que ser algo terrible —

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dije, afirmando lo obvio, pero con la curiosidadde ver si podía sonsacarle algo del tema.

—¡Civiles! —gritó como si de un generalcascarrabias se tratara—. Son pistolas de duelo,hijo mío, no armas de guerra. Y menudahistoria tienen que contar.

—¡Discúlpeme si no pongo la boca de lapistola en mi oído para escuchar lo que tieneque decirme!

Mi anciano padre sonrió.—Entonces tendré que hablar yo por ella.Coloqué la pistola sobre mi regazo y me

senté para escucharlo.—Bueno, déjame ver —comenzó con una

voz más fuerte de lo que había sido al comienzodel día—. Fue un poco después de la guerra.Había servido a las órdenes de Wellington ensus campañas contra los franceses, desdeSalamanca a Waterloo. Luego llegó la paz. Elviejo Napoleón fue despachado a Santa Elena ynosotros regresamos a casa. Wellington, creo

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que para su sorpresa, se convirtió en primerministro y yo abrí mi primera consulta enLondres. Al duque le vino de perlas. Odiaba alos médicos, pero había llegado a confiar enmí, por lo que cada vez que necesitaba untratamiento solicitaba mis servicios. Me eligiósu médico personal.

Me pregunté divertido si el nombramientode mi padre por parte de Wellington no habríainspirado a sir Benjamin a congraciarse con lasvacas sagradas.

—Sufrió una gota terrible en sus últimosaños —prosiguió padre—. Todo el mundo haoído hablar de las almorranas de Napoleón, hayquien dice que perdió la batalla de Waterloopor ellas, pero yo solo conocía la gota deWellington.

»Retomé mi vida de civil y tu madre y yocomenzamos a salir, pero esa es otra historia.

El recuerdo de aquellos días felices hizoque divagara durante un instante. Pero pronto

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bajó a la tierra.—Estábamos en 1829 y el gran general era

por aquel entonces primer ministro. Pero¿acaso eso logró atenuar sus manerasbelicosas? No, siguió teniendo un carácter delo más irritable y decir que no aguantabatonterías es todo un eufemismo. He visto cómodejaba a oficiales experimentados al borde delllanto en el campo, y así siguió comportándoseen el Parlamento.

»Luego le concedió el derecho al voto a loscatólicos. Wellington no era un reformista,nada más alejado de eso, pero era losuficientemente astuto como para serconsciente de que aceptar, si no abrazar, elcambio era en ocasiones la única manera deprevenir los problemas reales. Así que lesotorgó el voto a los católicos.

Resoplé. Puede que fuéramos el país máscivilizado del mundo, pero el oscurantismomedieval no nos quedaba muy lejos.

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Mi padre, que nunca se había tomadodemasiado en serio la religión, asintió.

—Es extraño, ¿verdad? Hace solo treintaaños, los católicos no podían votar. Supongoque eso es lo que pasa por perder una guerracivil. Pero no fue una acción muy popular.Algunos murmuraban por los rincones mientrasque otros se guardaban sabiamente para sí susconsejos. Pero no lord Winchilsea. El muyestúpido hizo que el primer ministro parecieraun radical, y cometió el grave error decriticarlo abiertamente por difundir el papismo.¿Sabes lo que hizo el Duque de Hierro?

Me encogí de hombros.—Lo retó a un duelo, eso hizo.Miré la pistola que tenía en mi regazo.—Sí, eso es. Wellington lo retó. Intentaron

que no se supiera, claro está. Los duelosllevaban años siendo ilegales, y jamás se habíaoído antes que un primer ministro participaraen alguno. El propio Wellington había intentado

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en vano prohibirlos entre sus oficiales durantela guerra peninsular. Un tipo muy cascarrabias,nuestro general.

Aunque estaba fascinado por la historia, lointerrumpí.

—¿Y en qué parte entra usted en la historia?—pregunté para evitar que hablara demasiado.

—Según las normas, en un duelo tenía queestar presente un médico, para vendar lasheridas o certificar la muerte. El viejo veteranorequirió mis servicios, y en contra del buenjuicio, acepté asistir. Tampoco es que tuvieraotra opción: era el duque de Wellington y elprimer ministro al que tenía que despachar, sies que le permites esta broma a un moribundo.

Se rió de su broma y durante un instantepareció de nuevo un hombre joven. Le pasé unvaso de agua y dio un par de sorbos antes decontinuar.

—El día y la hora acordada llegó y así fuecomo me encontré en Battersea a primera hora

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de la mañana. Me uní al duque, que estabaacompañado por su padrino y un tercer hombreque me fue presentado como el juez. Juntosesperamos a que Winchilsea llegara. Un últimointento por mi parte de disuadir al duque fuerecibido con colérico rechazo: «Usted estáaquí para proporcionar asistencia médica,Phillips, no para interferir en el proceso. Ahorasea tan amable de ocuparse de sus menesteres».

»Y así, con la llegada de Winchilsea, mealejó de la zona el padrino del duque que, ajuzgar por cómo escudriñaba el terrenodesierto, parecía más preocupado de que sedescubriera aquel asunto que del resultado delduelo a punto de celebrarse. A continuación,observé que sacaban las pistolas de la caja y lascargaban, un proceso presenciado y verificadopor ambos protagonistas. Entregadas entonceslas armas y, tras intercambiar algunas palabrasque yo no pude escuchar, se pusieron deespaldas. Supuse que la última oportunidad de

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Winchilsea para ofrecer sus disculpas habíasido ignorada. Se lanzó una moneda para decidirquién dispararía primero. Me pareció increíbleque aquellos hombres estuvieran dispuestos aponer en riesgo su vida por algo taninsignificante como el lanzamiento al aire deuna moneda. Cada uno dio seis pasos antes dedarse la vuelta y mirarse cara a cara sobre aquelterreno mortal tan cuidadosamente medido.

»He visto a miles de hombres matarse entresí, pero aquello había sido en tiempos deguerra; ese era un jueves por la mañana enLondres. Una locura absoluta, pensé, y meestremecí ante la perspectiva de que el primerministro muriera por algo tan caprichoso comoun duelo. Y si quedaba herido y no podíasalvarlo, ¿qué, entonces? ¡Pasar a la posteridadcomo el médico que dejó que el mayor héroede la nación muriera! No era una perspectivaque me entusiasmara. Pero mis recelos eranirrelevantes; el duelo seguía su curso y yo no

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iba a poder hacer nada por detenerlo.»Los dos hombres indicaron que estaban

listos al juez y este le dio la orden aWellington, que había ganado el cara o cruz,para que disparara a discreción. Enconsecuencia, el duque apuntó con la pistola asu oponente. Se produjo una pausainsoportable, pero entonces giró la pistola yenvió la bala lejos de su objetivo. Winchilseabajó la pistola y hundió la bala en la tierra. Y asífue: el duelo se había celebrado y el honor deambos hombres había quedado satisfecho. Abríla bolsa que tenía a mis pies y di un buen tragoal brandi que guardaba allí por motivosmédicos.

La fatiga estaba comenzando a hacer mellaen él y se desplomó sobre la almohada. Mesentí mal por haber dejado que hablara durantetanto tiempo, pero la historia me teníaembelesado. Mientras reposaba, cogí la pistolay la sostuve como debió de hacerlo Winchilsea,

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con la boca apuntando al suelo.Debería haber dejado que descansara, pero

mi movimiento hizo que se levantara de nuevo.—Wellington se presentó con las pistolas

tres días después. Debía de haberlas llevado alos grabadores de camino al Parlamento aquellamisma mañana. No había daños que lamentar,pero sin embargo se corrió la voz de que elduelo se había celebrado y se armó un granrevuelo. Aquel escándalo terminó por cavar sutumba política, de eso no tengo duda. Unprimer ministro arriesgando su vida en un dueloera una temeridad. Era el hombre más arrogantey decidido que he conocido jamás, dentro yfuera de la batalla. Pero, a pesar de tantatestarudez, uno no podía evitar admirarlo.

Devolví la pistola a su caja. Mi padre sehallaba totalmente exhausto y antes de que melevantara de mi silla ya se había quedadoprofundamente dormido. Menos mal que Lilyno estaba en casa, pues me habría reprendido

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por haberlo dejado hablar durante tanto tiempo.Quizá, sin embargo, a un médico le haga faltasaber que no toda la medicina viene en botella.Me metí la caja bajo el brazo y salí en silenciode la habitación.

A la mañana siguiente, salí de la casa y pasécerca de una hora disparando a botellas vacíascon mis últimas adquisiciones.

Los días pasaron hasta cumplir una semanay antes de que me diera cuenta ya habían pasadotres. El estado de mi padre no cambiódemasiado y comencé a pensar seriamente enregresar a Londres, donde mi prolongadaausencia del hospital tenía sin duda que estarcomenzando a notarse. Para pasar el tiempocomencé a ver a uno o dos de los antiguospacientes de mi padre del pueblo. Puesto queno tenía nada mejor que hacer, me parecía justoahorrarle a la gente la molestia de viajar hastaLansdown para ver al doctor Billings. El trabajono comportaba ningún desafío, pero mi

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presencia en la consulta parecía ser muyapreciada por la gente y, lo que era másimportante, por Lily. Estoy seguro de queesperaba que hubiese visto la luz y decidieraocuparme de la consulta de manera permanente.Aparte de una visita de Maitland, el notario demi padre y las visitas periódicas a casa deldoctor Billings, con quien pasaba cerca de unahora conversando agradablemente, la casaestaba muy tranquila.

No me llevó mucho tiempo caer en unacómoda rutina: por las mañanas abría laconsulta, mientras que las tardes las dividíaentre mi padre, que insistía en que le diera uninforme completo de lo acontecido en lamañana, y el perro, que para entonces estabapreparado para su paseo diario. Dos o tresveces por semana Gilbert venía a cenar a casa yme proporcionaba la más que bienvenidaoportunidad de compartir un vaso o dos debrandi. El resto de las noches, Lily regresaba a

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su casa para hacerse cargo de sus obligacionesdomésticas y matrimoniales mientras yo ensoledad me quedaba a cargo del paciente. Noera una existencia desagradable y, conformepasaba el tiempo, mis pensamientos metrasladaban a Londres con cada vez menosfrecuencia de lo que había ocurrido en unprimer momento. En mis pensamientosinquietos la mayoría de las veces estaba elinspector Tarlow. Las atenciones injustificadasdel policía habían hecho que la gestióndraconiana de sir Benjamin pareciera bastantebenigna.

La existencia de mi otra vida quedó patenteel día que llegó una carta a casa. Era de Brunel,cuya compañía había compartido por última vezcasi dos meses antes. Estaba escrita con suhabitual letra de trazos delgados e inseguros. Elencabezamiento tenía grabado en relieve sudirección de la calle Duke. Supuse que habíasido sir Benjamin quien le había dado mi

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dirección. Querido Phillips: Espero que cuando le llegue esta misiva se

encuentre usted bien. Asimismo, que laspasadas semanas hayan visto una mejora en elestado de su padre. No se ha perdido demasiadode la ciudad. El trabajo en la embarcacióncontinúa a un ritmo condenadamente lento,pero al menos ya están instaladas las máquinas.A pesar de la falta de decisión de Russell, estoyseguro de que estará lista para las pruebas enmar en no más de seis semanas. Aunque laembarcación requiere un trabajo continuo, heencontrado tiempo para un nuevo proyecto que,aunque mucho más modesto en escala, estáimbuido de una ambición mucho mayor. Sinembargo, todavía queda mucho trabajo porrealizar y me temo que requeriré de suinestimable ayuda en el asunto. El club Lázaro

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sigue reuniéndose de manera irregular, a pesarde que su presencia como secretario se echamucho en falta. Todos estamos deseando queregrese. Pero las cosas ya no son lo que eran.Temo que nuestro pequeño club haya olvidadoel hambre de conocimiento que motivó sucreación. Demasiados de nuestros miembrosparecen solo preocupados por llenarse suspropios bolsillos, y me temo que Russell es elpeor; no debí ponerlo al frente del barco. Perono debería estar importunándolo con mispreocupaciones. Tiene asuntos más importantesen mente.

Le saluda afectuosamente,

I. K. Brunel Fuera su intención o no, la carta de Brunel

sirvió para hacer pedazos mi idilio rural, y derepente deseé estar de regreso en la ciudad, enel hospital, ocupándome de mis cosas. Pero

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también deseaba regresar al mundo de Brunel ysus maravillas de ingeniería. De nuevo habíapicado mi curiosidad, ¿qué proyecto podía sermás ambicioso que la enorme embarcación yqué ayuda podía necesitar de mi persona? Todoapuntaba a que su relación con Russell habíaalcanzado un nuevo mínimo, y solo cabíaesperar por el bien de ambos que el asunto de laembarcación finalizase de una vez por todas.

Como si se tratara de una perversa alianza,el deseo de Brunel de que nos volviéramos aver coincidió con un empeoramiento severo demi padre menos de dos días después de quellegara la carta. Esto tuvo lugar inmediatamentedespués de que mejorara notablemente suánimo. Si bien esto dio esperanzas a Lily, a míme preocupó y mucho. ¿Cuántas veces no habíavisto a pacientes recuperarse antes de queempeoraran de manera fulminante y murieran?

Estaba pasando consulta cuando Lily bajócorriendo las escaleras e irrumpió en la

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habitación muy nerviosa.—Le cuesta mucho respirar —dijo, con su

propia respiración entrecortada—. Parecíaencontrarse tan bien ayer.

El terrible sonido de la respiración ahogadade mi padre nos recibió cuando entramos en lahabitación, e incluso antes de llegar a la camaya sabía que estaba sufriendo una crisisdefinitiva. Le cogí la muñeca y le tomé el pulsoque, como me temía, era peligrosamente débil.Tenía los ojos abiertos, pero apenas si parecíaconsciente de nuestra presencia, un claroindicio de que había entrado en su última einvoluntaria batalla. Luchaba por coger aire.Lily se puso a sus pies. Sus nudillos palidecíande la fuerza con que se agarraba al armazón dela cama. La rodeé con mi brazo y la conduje a labutaca en la que tanto tiempo habíamos pasadodurante las últimas semanas.

—Necesitamos estar preparados, Lily —lesusurré—. Estamos con él, eso es lo que

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importa ahora.Lily le cogió la mano derecha y los dedos

de padre se doblaron, intentando agarrarse aella. No sé cuánto tiempo esperamos, quizá unahora, quizá dos. En una ocasión pareció dejar derespirar, pero luego exhaló y continuó, soloque esa vez de manera mucho más silenciosa.Lily, que a diferencia de padre y de mí, siemprehabía sido creyente y practicante, comenzó amurmurar una oración. Estoy seguro de que sihubiese sabido lo que decía, me habría unido asu dulce ensalmo.

El final llegó. Su boca se abrió de par en pary soltó la última bocanada de aire, un ruidoterrible proveniente de lo más profundo de sugarganta. Lily soltó un grito, y después me dijoque yo también había gritado en el momento enque lo perdimos. No había habido últimaspalabras, ni una despedida, pero estoy seguro deque hubo un leve brillo en sus ojos, una levesonrisa cuando expiró. Permanecimos junto a

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él mucho tiempo, al menos eso nos pareció.Lily lloraba en silencio. Solo cuando Maryentró en la habitación y dio rienda suelta a sudolor nos marchamos. Le dije a Lily que habíamuerto rápidamente y sin dolor, pero enrealidad, ¿qué sabía yo? ¿Qué sabe ninguno denosotros hasta que nos llega la hora? Sugerí ir abuscar al enterrador, pero Lily no me dejó, noantes de que lo hubiera lavado y vestido.

El funeral tuvo lugar cuatro días después ytoda la gente del pueblo acudió a presentar susrespetos al buen doctor. Me quedé en casa todolo que pude, el tiempo suficiente para pasarunas apagadas Navidades y Nochevieja con Lily,que en circunstancias normales disfrutabamuchísimo de esa época del año. En AñoNuevo le dije a Lily que tenía que regresar aLondres. Me pidió que me quedara, pero sabíaque mi lugar estaba en el hospital. Conscientede que libraba una batalla perdida, se ofreció aacompañarme a la estación, pero le dije que

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sería más sencillo para los dos si nosdespedíamos en casa. Dos días después, 1859ya bien entrado, y tras muchos abrazos ypromesas mutuas de visitarnos en un futurocercano, nos separamos en la puerta del jardín.

Tras cargar mi equipaje, mucho más pesadoque a mi llegada debido a las pistolas y a uno delos diarios de mi padre, me subí al carruaje. Porfortuna ese vehículo, que me habíaproporcionado Gilbert, parecía más dispuesto amoverse que el carro maltrecho que me habíadejado en el mismo lugar seis semanas atrás.

Poco más de una hora después meencontraba en el andén de Bath, mientras el trena Londres salía de la estación, una situación queme habría resultado muy difícil de explicar aLily si hubiera venido conmigo a despedirme.No habían transcurrido treinta minutos cuandoel tren a Bristol, que había iniciado su viaje enLondres, entró y yo subí a bordo. Tras colocarmi equipaje saqué la carta de Brunel del

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bolsillo de mi abrigo y de ella otro sobre conuna llave. A continuación volví a releer laposdata de su carta:

P.D.: Si tuviera tiempo cuando regresara a

Londres, si es que esto sucede en las próximassemanas, le agradecería muchísimo que sedesviara hasta Bristol, que sé que está ensentido contrario, pero aun así no se encuentrademasiado lejos. Si puede, le ruego que visite ami viejo amigo Leonard Wilkie y recoja unpaquete en mi nombre. No confío en el serviciopostal y no tengo tiempo para hacer el viaje yomismo. Si necesitara pasar la noche allísiéntase libre de usar la casa que poseo en laciudad, cuya llave sostiene en este momento.En caso de que no pudiera, lo comprenderíaperfectamente.

Eternamente agradecido,I. K. Brunel

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En una etiqueta que llevaba la llave habíados direcciones: la primera era la del señorWilkie y la segunda la del hogar de Brunel. Esaera la verdadera razón por la que Brunel meescribía. Una vez más, andaba detrás de algo,pero yo ya estaba acostumbrado a suatrevimiento y descaro, si bien él sabía quedicha petición me intrigaría. Obviamente, nopodía decirle a Lily que me iba para hacer unrecado y por eso le había dicho que necesitabaregresar al hospital. Así que ahí estaba yo,rumbo al oeste en vez de al este. Mi destino: laciudad que dicen que Brunel construyó.

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Capítulo 13

EL tren se detuvo en Temple Meads, laestación occidental del Great Western Railway.Debajo del techo de hierro, las vías estabandispuestas en columnas de cinco en fondo quesalían al exterior. A los lados, las columnas delos andenes. En uno de esos andenes el trendejó a sus pasajeros, yo entre ellos.

Me resultaba raro ver a tanta gente despuésde meses de tranquilidad y calma en mi casa.Incluso Bath era mucho más tranquilo que esto.Con el resto de pasajeros me dirigí hasta lasalida, donde la luz coloreada se filtraba por lasventanas, que se asemejaban a las vidrieras deuna catedral. Los mozos llevaban carritoscargados con cajas y baúles mientras otroscargaban a pulso un carruaje sin caballos poruna rampa que daba a un vagón de carga abierto

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situado en una de las vías interiores.La calle no era menos bulliciosa; carruajes

y carros salían de la estación en un flujoconstante. Un cartel en la pared informaba deque el paquebote trasatlántico zarpaba con laprimera marea alta la mañana siguiente. Comomucha gente parecía llevar consigo todas suspertenencias, di por sentado que irían en esebarco, con sus esperanzas puestas en una nuevavida en América. Mientras observaba a los yasucios y desaliñados pasajeros, di las graciaspor el hecho de que Bristol fuera el final de miviaje.

La gente se apretujaba en todo medio detransporte disponible y aquel éxodo nada buenome auguraba en cuanto a salir rápidamente de laestación pero, para mi sorpresa, no tardémucho en conseguir un coche de punto. Elcochero esperó mientras yo meditaba quédirección de la etiqueta darle. Puesto que nohabría otro tren a Londres hasta el día siguiente

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le di la dirección de la casa de Brunel, puestendría tiempo suficiente para visitar a Wilkieuna vez me hubiese asegurado una cama dondepasar la noche.

El coche se detuvo en una calle situadasobre una colina. Era menos fastuosa de lo queme esperaba; no era un lugar de mala muerte nimucho menos, tan solo una calle corriente.Pagué al cochero y le pregunté cómo ir hasta ladirección de Wilkie, pensando que no estaría amucha distancia andando. Tras girar variasveces a la derecha y a la izquierda encontraría lacalle en cuestión, cerca del muelle flotante(que no tenía muy claro qué era).

A la puerta le seguían unas escaleras, encuya parte superior se encontraban tresmodestas habitaciones, además de un baño yuna cocina. Aparte de la rúbrica reveladora delhumo añejo de puro, el lugar olía como unacasa que no estaba ocupada y que no había sidoventilada en mucho tiempo. He conocido a

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hombres casados que tenían una segunda casacon el objetivo de llevar allí a mujeres que noeran sus esposas, pero Brunel no era uno deellos. El trabajo era su única amante, de esoestaba seguro. El apartamento tenía el aspectode un lugar ocupado por un hombre al queapenas le preocupaba lo que tuviera a sualrededor, sin decoración o adornos. Era unrefugio que hacía las veces de oficina, nadamás.

Una pequeña montaña de colillas de purosdescansaba en un cuenco que había en elescritorio. A su lado, la cáscara ennegrecida,reseca y arrugada de lo que otrora había sidouna manzana, que probablemente databa de lamisma fecha de los dibujos más recientes quehabía esparcidos por todo el escritorio, unostres meses antes de mi llegada. Todas las hojasparecían guardar relación con el mismoproyecto: un puente. Brunel llevaba añostrabajando en el puente colgante sobre el

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desfiladero Avon y, al igual que la embarcación,todavía no estaba terminado. Esperaba que mivisita me proporcionara la oportunidad de verlo que para algunos era uno de sus mayoreslogros.

Abrí la ventana y me contrarió ver que, apesar de estar sobre una colina, un edificiotapaba toda vista de la ciudad. Dejé la ventanade guillotina subida y miré mi reloj. Las tres ymedia. Tiempo suficiente para ir donde Wilkiey recoger el paquete, dar una vuelta por laciudad y encontrar algún sitio donde cenar.Antes de marcharme, cogí las sábanas y mantasde la cama y las coloqué sobre una silla junto ala ventana abierta. No me preocupaba si estabanlimpias o no (y, a juzgar por la nube de cenizaque levanté al sacudirlas, no lo estaban), pero silas dejaba estiradas para que se ventilaran meresultaría menos incómodo tumbarme en ellas.

Liberado de mi equipaje, me dispuse acaminar por la ciudad. Hacía una tarde lo

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suficientemente agradable para pasear, aunqueun poco fría. Mientras observaba a las gaviotasvolando en círculo sobre mi cabeza, me percatéde que estaba disfrutando de mi pequeñaexcursión. Era un alivio encontrarme lejos de lacasa de mi familia. Me distrajemomentáneamente al recordar a mi padre, peroal momento intenté recordar las indicacionesque me había dado el cochero.

La dirección de Wilkie no se encontraba enuna zona residencial, a juzgar por los edificiosy almacenes destartalados. Deambulé por lacalle mientras buscaba algún número en laetiqueta, que por aquel entonces ya era un papelsobado y viejo. Algunos de los edificios teníannúmeros pintados en las puertas mientras queotros tenían carteles. Pasé por Henry Bryant ehijo, fabricantes de velas; Thomas Etheridge,carpintero; William Forsyth, fabricante deféretros; y, a continuación, encima de laspuertas dobles del mayor almacén de todos:

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Willard Semple, fabricante de cuerdas. A pesarde que aún no había visto un solo tramo de agua,resultaba obvio que el muelle que me habíamencionado el cochero no podía estar muylejos. Dados los riesgos inherentes al mar,incluso el fabricante de féretros no parecíademasiado fuera de lugar en aquel barriomarítimo.

Tras recorrer la mitad de la calle, di con unasencilla puerta con el número dieciséis escritocon betún. Me metí de nuevo mi fiel llave en elbolsillo y llamé a la puerta. Nada. Justo cuandoestaba a punto de darme por vencido ymarcharme, se escuchó el sonido de un cerrojoal descorrerse. La puerta chirrió cuando seabrió y un hombre enorme surgió de lapenumbra del interior.

—Ah, hola —dije alegremente.En vez de contestar, el hombre asomó la

cabeza por la puerta y miró a ambos lados.Aparentemente satisfecho de que estuviera

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solo, me preguntó con una voz profunda muyapropiada para su tamaño:

—¿Quién es usted?—Soy el doctor Phillips —respondí,

desconcertado por la brusquedad de aquelhombre—. El señor Brunel me envía pararecoger un paquete.

—Baje la maldita voz —retumbó la voz delhombre, y a continuación dijo con el mismotono—. Demuéstrelo.

—¿Disculpe? —pregunté. No sabía sipreocuparme o reírme de los modales delhombre.

—Si Brunel lo ha enviado, enséñeme lallave.

Una vez más saqué el objeto de mi bolsilloy, acercándome a él, la dejé caer en la palmaabierta de su mano, que era casi el doble degrande que la mía.

Leyó la etiqueta y esta parecióproporcionarle la prueba que necesitaba.

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—De acuerdo, entre.El gigante salió a la calle para dejarme

entrar antes de seguirme y cerrar la puerta trasde nosotros.

—Disculpe lo de antes —dijo mientras medevolvía la llave, que sin duda abría algo másque una puerta—. Unos desconocidos hanestado merodeando últimamente. La cautelanunca está de más.

—Cierto —dije por decir algo. Fueentonces cuando vi la enorme llave inglesa queblandía en la mano derecha. ¿Tales eran sussospechas con respecto a los desconocidos quenecesitaba un arma?

Me sentí algo mejor cuando dejó la llaveinglesa sobre un banco y me estrechó la manocon sorprendente delicadeza.

—Soy Leonard Wilkie.—Bien, entonces es el hombre al que he

venido a ver. Lamento venir a estas horas.—Llega antes de lo que me habría gustado.

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No he terminado aún.Las cosas no iban como yo me había

esperado.—¿Quiere decir que no tiene el paquete?—Aún no lo he terminado, no. El señor

Brunel no me dijo cuándo iba a venir.—No. Mi llegada dependía de

circunstancias más bien impredecibles.Una vez hechas las presentaciones, miré a

mi alrededor. Las máquinas llenaban casi todoel espacio disponible. Había visto algunas deesas bestias de metal antes, en las naves yalmacenes de Millwall. Había tornos, taladros,perforadoras y cortadoras, además de otrosartilugios que me eran totalmentedesconocidos, todos con sus ruedas dentadas,engranajes y transmisiones por correa. En unrincón había un joven larguirucho limando unapieza de metal bien sujeta en un torno. Tenía laespalda completamente arqueada mientrastrabajaba.

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—¿Ha estado construyendo algo paraBrunel? —pregunté, empleando unos poderesde deducción de los que mi padre se habríasentido orgulloso.

—Solo un pequeño trabajo. Me especializoen trabajos pequeños —respondió mi anfitriónmientras se frotaba la frente como si sepreguntara qué hacer conmigo—. A decirverdad, vamos fuera de plazo. Pero no quedamucho, con suerte podremos terminarlopronto.

En la parte trasera del taller había unaspuertas correderas desde las que se accedía aotra habitación. Allí, el carbón al rojo vivo de laforja de un herrero lanzaba parpadeantesdestellos rojos y hacía que aquella sala con eltecho abovedado de ladrillo y las máquinas desu interior se asemejara a la mazmorra de algúncastillo provista de todo tipo de instrumentosde tortura. Miré de nuevo y me fijé en que lostaladros tenían fragmentos diminutos y que

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algunos de los tornos no eran más grandes quela máquina de coser de Lily. Quizá solo era unacuestión de escala. Visto así, Wilkie no era unhombre enorme, tan solo un tipo de estaturamedia que trabajaba con máquinas máspequeñas de lo normal. Como teoría no estabamal, pero para hablar con él tuve que alzar lacabeza de nuevo.

Me acordé de que Brunel mencionaba en sucarta un proyecto de tamaño modesto.

—Cuando dice trabajos pequeños, ¿serefiere a que fabrica cosas pequeñas?

—Trabajo el metal, como el resto. Meespecializo en trabajos de una especificaciónexcepcional, eso es todo. He construidomotores de tamaño normal para salas demáquinas de barcos y modelos de los mismosque funcionan perfectamente y que caben enuna mesa. —Se miró las palas que tenía pormanos—. Resulta difícil de creer, ¿verdad?

—Soy médico, señor Wilkie, veo todo tipo

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de cosas extrañas. Pero solo puedo estarleagradecido por su talento. ¿Quién, después detodo, querría tener que cargar con el motor deun barco hasta Londres?

Se rió.—No, por supuesto. Tendría el regazo

dolorido cuando llegara allí.—Pero yo sí debo regresar a Londres —

dije, ya más relajado tras haber roto el hielo—.Puede que el señor Brunel tenga que arreglarlopara que otra persona venga a recoger elpaquete.

—¿Cuándo tiene que regresar?—El tren sale a las diez de la mañana.Wilkie miró a las máquinas y al muchacho

que tenía a sus espaldas. Me pregunté si elchico estaría trabajando en el encargo deBrunel.

—Lo ideal sería disponer de otro día. Perosi trabajamos hasta tarde esta noche creo quepuedo avanzar lo suficiente como para que

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usted pueda recogerlo por la mañana. Bruneltendrá que hacer una buena puesta a punto, peroya me ha causado bastantes problemas. Tengootro trabajo en el que necesito centrarme.

—¿Me puede decir de qué se trata?Wilkie suspiró y me indicó que lo siguiera

hasta una cámara similar a una cripta queconducía al pasillo principal.

—Ojalá lo supiera —dijo por encima de suhombro—. Brunel me envía dibujos coninstrucciones para construirlo de la manera queél quiere. Son partes, solo eso. Algunas de ellasencajan, pero no tengo ni idea de para qué son.Me da las especificaciones y yo las cumplo. Sifuera otra persona le diría que se fuera a otraparte. No resulta demasiado satisfactoriofabricar objetos cuyo propósito se desconoce.

Subimos por unas desvencijadas escalerasde madera y entramos en un espacio similar auna buhardilla con una pequeña ventana en unextremo. La tracería de madera y las

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superficies de escayola creaban una atmósferamenos opresiva que el sótano de ladrillo queteníamos bajo nuestros pies. Pero quizá él nolo viera de la misma manera. Pues allí arriba,debajo de unos aleros que pendían muy bajos,Wilkie tuvo que permanecer todo el tiempoencorvado hasta dejarse caer en una sillasituada tras un enorme escritorio. El resto de lahabitación estaba lleno de armarios conpapeles, planos y bocetos y una mesa de dibujo,pero también había una estufa y una cama sinhacer.

—Me gusta permanecer cerca de mi trabajo—dijo Wilkie mientras yo observaba laapretujada mezcla de oficina y casa. Sinembargo, aquello no era nada nuevo. ¿No estabaacaso el apartamento de Brunel repleto deplanos y bocetos, y mi casa en Londres detextos de anatomía e incluso un esqueletoarticulado?

Me coloqué junto a la ventana y miré a la

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parte trasera del edificio, donde había unapequeña flota de embarcaciones.

—Así que eso es el muelle flotante —dije,casi pensando en voz alta.

—Nos proporciona bastante trabajo —dijoWilkie mientras rebuscaba entre los papeles desu escritorio.

—¿Por qué se le llama muelle flotante? —pregunté mientras contemplaba el ancho tramode aguas oscuras—. Me parece bastanteestacionario.

Wilkie dejó de rebuscar y giró sobre susilla. Me explicó que los barcos amarrados enel río Avon necesitaban resistentes quillas parasobrevivir a los cambios drásticos en la mareaque dos veces al día los dejaba encallados en elbarro. Esa era la razón por la que se habíaconstruido el muelle a principios de siglo. Elnivel del agua se mantenía alto gracias a unaserie de canales y se le llamó el muelle flotantesimplemente porque allí los barcos

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permanecían a flote. No me sorprendióconocer que Brunel también tuvo parte enaquella empresa, pues posteriormente habíaañadido un sistema de compuertas y canalespara que el muelle quedara limpio de lodo.Wilkie también me explicó que el muelle habíasido el lugar de nacimiento de los dos primerosbarcos de Brunel, el Great Western yposteriormente el Great Britain . De la paredsituada tras el escritorio de Wilkie colgabandos pinturas de esas dos embarcaciones. Larelación entre los dos hombres me quedótodavía más clara cuando me dijo que habíatrabajado con Brunel en ambos barcos.

Como estaba más hablador, decidípreguntarle por algo que me había estadopreocupando todo ese tiempo.

—¿Qué hay de los desconocidos? —pregunté.

Se encogió de hombros.—Son dos. No es raro que haya en el puerto

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gente a la que no conoces, supongo, pero estoyseguro de que llevan vigilando la tienda durantecerca de una semana.

—¿De ahí la llave inglesa con la que me harecibido?

Su tono se tornó un poco más agitado.—Soy un trabajador del metal, ¿qué tiene de

raro que en mi taller lleve mis herramientas?—Nada —respondí un tanto avergonzado

por haber entrevisto más de lo que en realidadera—. Pero ¿cree que corre peligro?

—Alguien intentó entrar la noche pasada,pero se marcharon cuando me escucharon bajarpor las escaleras.

Mientras yo reflexionaba sobre eseincidente, Wilkie siguió rebuscando entre lospapeles y, tras unos instantes, sacó una hoja.

Me aparté de la ventana y eché un vistazo aldibujo. Había representadas varias partes, cadauna de ellas en plano y en alzado. Quedabaclaro, por las dimensiones marcadas por

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Brunel, que las piezas terminadas serían muchomás pequeñas que los dibujos. A pesar de quelos dibujos incluían toda la informaciónnecesaria para construir las partes,proporcionaban pocas o ninguna pista acercadel aspecto o función de la máquina entera.

Justo cuando me encontraba a punto demarcharme, Wilkie se levantó del asiento y porpoco no se dio con la cabeza en el techo.

—Maldición —gritó mientras se dirigíahacia las escaleras—. Sabía que nos faltabaalgo. —Yo lo seguí a una distancia prudentemientras él desaparecía de mi vista—. Nate,¿comprobaste los tornillos de esa bisagra? —gritó.

Para cuando llegué al final de las escaleras,Wilkie ya estaba junto al chico, que llevaba unalima en la mano.

—Ve a buscar las piezas, vamos a tener quevolver a comprobar las dimensiones.

El chico obedeció y raudo desapareció en la

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habitación trasera mientras Wilkie colocabauna regla sobre un lustroso cilindro de metalque había en el torno de banco que tenía ante sí.Cualquiera que fuera el problema, mi presenciaallí poco podía contribuir a su resolución.Esperé a que terminara de tomar las medidasantes de desearle buenas noches y, mientras meacompañaba a la puerta, acordamos que iría arecoger el paquete a las ocho de la mañana.

Tras dejar a Wilkie y a su aprendiz, a losque a todas luces les esperaba una larga nochede trabajo, decidí aprovechar la luz que quedabapara mirar más de cerca el muelle antes deencontrar algún sitio donde cenar. Recorrí lacalle en dirección contraria a mi llegada y, aldoblar la esquina, se me escapó un silbidoinvoluntario ante las vistas que se mepresentaron. A mi izquierda se encontraba elrío Avon, que con la marea tan baja parecíapoco más que una zanja embarrada, pero delantede mí se hallaba el desfiladero, una enorme

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muesca en el horizonte. Una vez más fui testigode la impronta de Brunel en el mundo, pues elagujero abarcaba la longitud que tendría supuente, que estaba sujeto a ambos lados porenormes torres de piedra que parecían surgir dela misma pared rocosa. La delgada línea negradel cabo que se extendía entre las torresparecía una ínfima grieta en el cielo y bajo estehabía una cesta suspendida. Aunque en esosmomentos estaba vacía, esa cestaprobablemente transportaría a los trabajadoresal desfiladero para que realizaran allí su labor.

Pensar en estar colgado a tanta altura del ríode algo que parecía poco más que un hilo bastópara que la cabeza comenzara a darme vueltas,por lo que fue un alivio desviar la vista hacia losmuelles. La marea tan baja podía haber dejadoexpuesto el pegajoso suelo del río, pero lasaguas seguían siendo lo suficientementeprofundas como para que cerca de una docenade barcos estuvieran atracados allí.

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Di un paseo a lo largo del muelle, dondeuna grúa elevaba barriles desde el oscuro vacíode la bodega de un barco. Todas lasembarcaciones eran cargueros; la embarcaciónque llevaría a cientos de personas a cruzar elAtlántico a la mañana siguiente tenía que estaramarrada sin duda en otro lugar. Me preguntédónde habrían sido construidos los barcos deBrunel, supuse que en algún dique secocercano. El paseo me estaba resultando muyagradable, pero no podía dejar de pensar en losdos desconocidos y en su intento de entrar enel taller de Wilkie. Miré a mi alrededor paraver si descubría a alguien que me resultarasospechoso pero, puesto que toda la gente meresultaba ajena, me pareció un sinsentido.

Fueron los sonidos de mis tripas los quepusieron todo en perspectiva. No había comidonada desde el desayuno, por lo que acorté miexploración y busqué una posada.

Tras una agradable cena y varios vasos de

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vino, tomé una vez más un coche de punto hastala casa de Brunel, situada sobre la colina. Habíasido un día muy largo y estaba más quepreparado para irme a la cama. Mientrascolocaba las sábanas pensé en Wilkie, queprobablemente estaría trabajando duro paraterminar el encargo de Brunel. A pesar delcansancio, me apetecía leer un poco en la cama,pues había encontrado un enorme álbum derecortes encuadernado en cuero pertenecienteal ingeniero. En su interior había recortes deperiódico amarilleados por el tiempo, todosellos sobre Brunel y sus hazañas. Dados losacontecimientos acaecidos ese mismo día, optépor una historia publicada por The Times confecha del 3 de abril de 1838. Con mi espaldaapoyada contra una almohada y una lámparaencendida en la mesilla de noche, comencé aleer.

El Great Western

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El barco soltó amarras a las cinco y media

de la mañana del sábado. Abandonó el río bajounas perspectivas inmejorables, las máquinasfuncionaban con la misma facilidad yconstancia que el más pequeño de los barcos avapor del Támesis y podían pararse con lamisma rapidez. La embarcación se detuvo enGravesend, durante un breve periodo de tiempo,para trasladar a los visitantes, entre quienes seencontraban el señor Brunel padre, a barcos quelos llevarían a tierra. La embarcación prosiguiósu camino y el cordel de la corredera fuesoltado, por lo que se pudo constatar que lavelocidad del barco era de quince nudos la hora.

Todo parecía propicio; los directores yfuncionarios, que habían estado varias semanassupervisando las instalaciones, se felicitabanentre sí por los resultados de su trabajo cuandose descubrió que se había desatado un incendioen el barco. El olor a combustible quemado

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había comenzado a percibirse después de que elbarco a vapor saliera de Gravesend, pero no fuehasta que el barco llegó a Chapman Sand, a seismillas del Nore, cuando el señor Maudslay, elingeniero, descubrió las llamas. Poco después,enormes columnas de humo salieron de la salade máquinas, lo que hizo que todo el mundotuviera que subir a la cubierta. Se tardó cerca deuna hora en poder controlar las llamas.

Lamentamos tener que informar de que elseñor Brunel hijo, el ingeniero, sufrió unaccidente durante el mismo. Se hallaba a bordoy era su intención seguir en el Great Westernhasta Bristol. Cuando se descubrió el incendio,su ayuda y asesoramiento fueron esenciales,pero en la confusión del momento, y cuando elincendio estaba en su punto álgido, cayó desdela cubierta a la bodega principal, una caída decasi doce metros. Lo subieron con rapidez,pero había resultado gravemente herido.Creemos que el señor Brunel se encuentra en

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estado grave; se le ha dislocado un hombro enla caída y también se ha roto una pierna. Noobstante, el parte médico de la tarde pasadaindicaba una leve mejoría.

El incendio fue causado por la ignición delfieltro patentado con el que se cubren lascalderas y tubos para evitar la irradiación delcalor y mantener la sala de máquinas a la menortemperatura posible. Los operarios habíanusado de manera incorrecta una cantidad deminio y combustible para cubrir las calderas ytubos con el fieltro, en concreto la parte de lascalderas que está en contacto con la chimenea,y, cuando el fieltro se prendió, las llamas sepropagaron sin control. A pesar de las medidaspreventivas tomadas por la compañía paraextinguir con rapidez un posible incendio, sinduda su primera embarcación tendrá que sersacrificada.

La historia me hizo recordar al trabajador

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herido que me había dicho que Brunel habíasobrevivido a más de un accidente. Por lo queacababa de leer, me parecía casi un milagro queese hombre hubiese vivido tanto tiempo.

Estaba ya cansado como para continuar conmi lectura, así que dejé el álbum en el suelo,apagué la lámpara y me dispuse a dormir.

Un violento golpeteo en la puerta delanterame sacó de mi ensimismamiento. No sabía quéhora era, pero los primeros rayos del alba sefiltraban por entre las cortinas. Como no teníaropa de cama, me puse los pantalones y lacamisa mientras bajaba las escaleras.

—Usted es el muchacho de Wilkie. Nate,¿verdad? —pregunté al ver al aprendiz en laentrada. El chico tenía aspecto de haber subidocorriendo la colina. Al contemplar su rostropor vez primera, no me quedó duda de que erael hijo de Wilkie. Su espalda encorvada yextremidades crecientes me recordaron a unpotro que todavía estaba creciendo—. ¿Qué

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ocurre? Todavía es pronto, ¿no?El chico llevaba un talego de lona. Cuando

le pregunté por él lo sostuvo delante.—Mi padre me ha dicho que le trajera esto.Cogí la bolsa a regañadientes.—Pero iba a ir yo a recogerlo; no era

necesario que viniera hasta aquí.—No lo ent… entiende, señor… ha habido

un problema —balbuceó el muchacho, queestaba al borde del llanto.

—¿No quiere entrar? —pregunté.—No, padre necesita de mi ayuda. El

taller…—¿Qué ocurre?—Ha ocurrido… ha… —Paró de hablar y

se giró para señalar abajo. Salí del umbral de laentrada y quedé impactado al ver una cortina dehumo negro y un resplandor anaranjado quenada tenía que ver con el amanecer.

—¡Dios mío! Un incendio. ¿En el taller?El chico asintió y una lágrima le cayó por la

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mejilla.—Los hombres regresaron. Padre no les

permitió pasar. —Intenté que el chico entraraen casa, pero él se negó—. Tengo que irme —insistió, zafándose de la mano que había puestoen su hombro—. Padre dice que tiene quellevarle la bolsa al señor Brunel.

—Su padre, ¿dónde está?—Tengo que encontrarlo —dijo mientras

se limpiaba las lágrimas con la manga.—Voy con usted —dije, pero luego me

miré los pies—. Espere aquí, Nate, voy acalzarme.

Aferrado a la bolsa, subí rápidamente lasescaleras. El chico gritó a mis espaldas:

—¡Coja el tren! ¡Mi padre dice que tieneque coger el tren!

Me caí para atrás en la cama mientras meintentaba poner los zapatos y mi reciéndespertado cerebro intentó buscarle algúnsentido a aquella situación. ¿Quiénes eran esos

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hombres y qué buscaban? Pero no era momentode preguntas. Me puse el abrigo y, llevandoconmigo la bolsa, bajé corriendo las escaleras.El chico ya no estaba.

Tardé media hora en llegar al muelle, puestuve cierta dificultad para encontrar un cochede punto a esas horas de la mañana. Pero, apesar de la hora que era, había gente por todaspartes y los bomberos se encontraban en elexterior de la estructura quemada del taller. Ledije al cochero que esperara y me metí entre eltumulto. Los adoquines estaban cubiertos deceniza húmeda y reblandecida y el aire olía alterrible y acre olor de un incendio que haquemado mucho más que madera o carbón. Laparte delantera de ladrillo estaba intacta, peroel techo había cedido hacia el interior y habíaquedado reducido a escombros. El edificiocontiguo no estaba en mejor situación.

Haciendo caso omiso de los gritos de unode los bomberos, entré por el agujero que había

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sido la entrada y subí a gatas por losescombros. Los ladrillos seguían todavíacalientes y muchos de ellos se habíanresquebrajado por la fuerza del calor. No habíaposibilidad alguna de que quien hubieraquedado atrapado allí pudiera salir con vida.Tosí al respirar los gases del combustiblequemado. Cada pocos pasos tenía que echarmea un lado para evitar engancharme concomponentes de metal de las maquinariastorcidos por el calor, que sobresalían de entrelos humeantes escombros. Cuando llegué alotro lado, bajé la vista y observé las manguerasque yacían entrecruzadas en el muelle con lasbocas todavía sumergidas en el agua. Lasbombas ya no funcionaban, pero habían logradocontrolar el fuego antes de que se extendierapor toda la calle.

Otro grupo de gente se había formado a unlado del muelle. Cuando salí del taller, lassuelas de mis zapatos se habían derretido

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parcialmente. Me abrí paso entre la gentegritando:

—Soy médico, déjenme pasar, por favor.El muro de gente se abrió y me arrodillé

delante del cuerpo empapado de Wilkie. Estabaclaramente muerto, frío al tacto y su piel yadescolorida. Miré a Nate, que estaba encuclillas al otro lado, con las manos colocadassobre el pecho inerte de su padre.

—Estaba en el muelle —dijo mientras laslágrimas le cubrían el rostro.

Miré con más detenimiento el cuerpo. Apesar del cabello y las ropas empapadas, laherida en un lateral de la cabeza sugería que lacausa de la muerte de ese amable gigante nohabía sido el ahogamiento.

El chico era de la misma opinión.—¡Lo han matado, los muy bastardos lo han

matado! —gritó mirando a la gente que tenía asu alrededor.

—Lo siento muchísimo, Nate —susurré—,

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pero tiene que venir conmigo.Dejando a un lado mi conmoción, agarré al

muchacho por el brazo de nuevo, y esa vez menegué a soltarlo cuando intentó zafarse de mí.Salimos del círculo de aquellos transeúntes eintenté determinar qué era lo que sabía.

—¿Los vio, vio a los hombres que hicieronesto?

—Son ellos los que nos están observando anosotros.

Miré hacia atrás, a la multitud, y comencé aarrepentirme de no haber tomado ningunamedida para ayudar a Wilkie tras haberescuchado sus preocupaciones la nocheanterior. Pero ¿qué podía haber hecho?

—Vamos, Nate. No estoy seguro de quéestá ocurriendo aquí pero tiene que venirconmigo. Necesita salir de aquí. ¿Tiene másfamilia?

El chico miró de nuevo el cuerpo de supadre. Por un instante consideré enviarlo junto

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a Lily. El lugar estaba lejos de aquí, pero nopodía poner la vida de mi hermana en riesgo.Fue entonces cuando descubrí que el chicotenía sus propios planes.

—América —dijo—. Tengo un tío enAmérica.

—¿Sabía… sabía que esto iba a ocurrir?—No, siempre ha sido el plan, en caso de

que padre enfermara o algo —dijo.—¿Qué hay del dinero?—Tengo suficiente.—¿No iban tras el dinero?—No —respondió mientras miraba con

tristeza la bolsa que colgaba de mi hombro.

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Capítulo 14

NATE observó cómo se llevaban el cadáverempapado de su padre y a continuación se unióa la multitud antes de que esta se dispersara porcompleto. Aparte de desearle mucha suerte almuchacho poco más podía hacer. Parecía unchico muy valiente y, dada su destreza yconocimientos, me parecía justo que tuviera laoportunidad de ganarse la vida en América.Pero la justicia no parecía tal en esosmomentos; una pila humeante de escombros yun hombre muerto podían atestiguarlo. Y nirastro de los responsables de aquello, pero¿cómo sabría que eran ellos si los veía?

Miré mi reloj y le grité al cochero que seapresurara. No quedaba mucho tiempo para quese marchara el tren y todavía tenía que recogermi equipaje del apartamento de Brunel. La

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perspectiva de pasar otro día en aquella ciudadno me resultaba nada alentadora.

Introduje la ropa interior del día anterior yel paquete en el baúl y comprobé que no medejaba nada en el apartamento. Una vez me hubeasegurado cerré la ventana, pero luego lo pensémejor y regresé a la habitación, cogí el álbumde Brunel y lo metí debajo de las correas decuero del baúl. Entonces, con el baúl en unamano y la bolsa en la otra, bajé (no sin ciertadificultad) las escaleras hasta la calle, cerrandola puerta tras de mí. La etiqueta de la llave noera ya más que una tira destrozada. Me sentíalgo mejor.

Cualquier duda acerca de si iba a reconocera los hombres responsables de la muerte deWilkie se disipó inmediatamente en cuantollegué a la estación. El coche se detuvo y,mientras yo sacaba mi equipaje, los vi. Los vidurante un leve instante, por el rabillo del ojo,como si un cuervo pasara por la ventana, pero

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fue suficiente. Metí de nuevo el baúl en elcoche y coloqué mi pie derecho en uno de lospeldaños. Fingí estar atándome los cordones e,intentando parecer lo más despreocupadoposible, ladeé la cabeza hacia ellos con lafrente llena de sudor.

Estaban a ambos lados de la entrada, no eranhombres especialmente imponentes y no pudeevitar pensar en la resistencia que les habríaopuesto Wilkie. Sus ojos quedaban ocultosbajo el ala ancha de sus sombreros, pero por elgiro regular de sus cabezas era obvio queestaban observando a todo aquel que entraba enla estación. No cabía duda, estaban buscándomeo, más concretamente, el paquete que llevabaen la bolsa.

Ya había visto suficiente, pero pordesgracia ellos también. Subí de nuevo al cochey ordené al cochero que me llevara lo más lejosde la estación que fuera posible. El cocherollevaba ya un tiempo conmigo y, puesto que aún

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no había visto ni un centavo, se negó (no sinrazón) a moverse de allí hasta que no le dijeraadónde quería que me llevara.

—A los muelles, a los muelles —farfulléhorrorizado al ver que los centinelas seacercaban a gran rapidez hacia el carruaje.

—¿De vuelta a los muelles?—Sí, al trasatlántico. Lléveme al paquebote

que va a América.Los hombres se acercaban y para abrirse

camino entre la multitud estaban empujando ala gente.

—¡Muévase, por el amor de Dios!—Tranquilícese —respondió el cochero—.

Primero quiere ir hasta el tren que va a Londresy ahora quiere embarcarse en un barco que vahasta América. Es usted un tipo muy cambiante,¿no cree?

Casi los tenía encima. Uno de ellos habíaperdido el sombrero, revelando así sus ojosentrecerrados en un gesto de determinación y

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su cabello oscuro peinado hacia atrás.Justo cuando yo estaba a punto de saltar del

coche, este avanzó. Un oportuno coletazo conla fusta en la ijada del caballo nos puso fueradel alcance de uno de los hombres en elpreciso instante en que este estiraba la mano ytocaba el borde de la rueda. Miré hacia atrás yvi a uno de ellos en el bordillo de la acera, peroel otro, el que había agarrado la rueda, estaba enmedio de la calle tras haberse dado por vencidoy haber abandonado la carrera. Estaba inclinadohacia delante, con las manos en la rodilla ynegando con la cabeza, frustrado. Me concedíun instante de satisfacción y volví a mirar haciadelante mientras recorríamos la calle a granvelocidad.

El coche de punto traqueteaba y el cocheromurmuraba para sus adentros. Miré mi reloj denuevo. El tren saldría de la estación en seisminutos y no tenía posibilidad alguna de subir aél. Incluso aunque lograra esquivar a los

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centinelas asesinos, estos no tendrían ningúnproblema en subir a bordo y tenerme allí a sumerced. Me estremecí ante la perspectiva deque encontraran mi cadáver magullado ygolpeado en las vías de algún punto entre Bath yBristol.

Puesto que el tren quedaba fuera de laecuación, tendría que encontrar otra maneramenos obvia de abandonar la ciudad.Embarcarme para ir a América parecía unamedida un tanto drástica, pero el mar al menosme presentaba alguna posibilidad de escapar.

El coche ya había recorrido cierta distanciacuando, para mi consternación, me percaté deque otro parecía estar siguiéndonos. Paracomprobar mis sospechas, le pedí al cocheroque hiciera algunos giros innecesarios. Yaacostumbrado a mis excéntricas peticiones, asíobró. Mi consternación se tornó una vez más enmiedo cuando el coche que teníamos detrássiguió cada uno de nuestros movimientos. Peor

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todavía, el otro coche avanzaba a ciertavelocidad y la distancia entre los dos se estabareduciendo. Consciente de que necesitabahacer algo urgentemente, le dije al cochero:

—Ese coche de punto nos está siguiendo.Miró hacia atrás.—¿Son amigos suyos?—No —respondí con amargura, consciente

de que me estaba quedando sin dinero. Puestoque no podía hacer otra cosa, saqué mi billeteray la vacié de monedas.

—Aquí —dije poniéndole un puñado en lamano al cochero—. Y tendrá más una vez logrelibrarse de ellos.

El tipo sonrió y dio un golpecito a la partedelantera de su sombrero con el dedo índice.

—Lo que usted diga, señor.La fusta golpeó de nuevo al caballo y el

coche ganó en velocidad. Los radios de lasruedas se tornaron borrosos cuando bajamosrápidamente por una calle en curva. Me agarré

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al asiento cuando doblamos la siguiente esquinacon tanta rapidez que una de las ruedas de laizquierda perdió contacto con los adoquines.Me arriesgué a mirar brevemente tras de mí y vique mis perseguidores también habían debidollenar los bolsillos del cochero con dinero. Lagente se apartaba de nuestro camino, pues lasruedas levantaban chispas en la carretera. Trasadelantarnos lo suficiente como para que nosperdieran de vista, entramos en un estrechocallejón y el carruaje se detuvo al instante.

—¿Los hemos perdido de vista? —pregunté, casi sin respiración.

—Despejado, señor —respondió elcochero mientras yo me bajaba del carruaje.

—¿Cómo llego al puerto?—Está doblando la esquina —dijo agitando

la fusta en el aire.Le di el dinero y las gracias y, haciendo una

vez más de mi propio mozo, cogí mi equipaje ysalí del callejón.

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Pronto me encontré en el muelle delpaquebote. Fue un alivio mezclarme con lamuchedumbre, allí era solo un rostro entrecientos, y mi equipaje no me hacía parecer unfugitivo desesperado, solo otro emigrante llenode esperanzas.

Deambulé sin rumbo durante un rato, puesno sabía qué hacer ahora que había llegado hastaallí. De lo que sí estaba seguro era de que meencontraba completamente agotado y, trasabrirme paso para salir de entre la multitud,solté mi baúl y me senté mientras observaba alos mozos y a los marineros dirigiendo a lagente como si de un rebaño díscolo se tratara.

Valoré la idea de subir a bordo a hurtadillas,con la esperanza de poder bajar a tierra antes deque la embarcación abandonara la costa inglesay saliera a mar abierto. Pero las oportunidadesde subir sin pasaje parecían escasas,especialmente porque los futuros pasajerosestaban siendo dirigidos hasta unas barreras

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desde donde, ya con los pasajes comprobados ylos documentos sellados, subirían al barco. Encualquier caso, no me entusiasmaba la idea dequedarme atrapado a bordo y acabar en NuevaYork. ¿Cómo iba a explicárselo a sir Benjamin?

Mis meditaciones se vieron interrumpidaspor la reaparición de mis dos nuevos amigos.Les había llevado menos tiempo del que habíaesperado llegar hasta el muelle del paquebote.Se habían separado y deambulaban por entre lagente, pero no cabía duda de sus aviesasintenciones, pues estaban examinando demanera discreta a todo varón allí presente. Másbien por suerte que por otra cosa, me habíaconcedido algo de tiempo al separarme de lamultitud; desde allí podía verlos, pero ellosestaban demasiado pendientes de la gente comopara verme a mí. Pero no tardarían en hacerlo.

Fui a levantarme, pero me detuve cuandouna mano me agarró el hombro por detrás. Mequedé helado. ¿Acaso había perdido de vista a

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alguno durante un fatal instante?Giré la cabeza y alcé la vista. Nate se cernía

sobre mí. Su joven rostro estaba demacrado ypálido, pero sus ojos ardían con intensidadanimal. Sus instrucciones fueron claras:

—Rápido, venga conmigo.Cogió mi baúl y lo seguí hasta la puerta

lateral de un almacén situado en la parte traseradel muelle. El suelo estaba lleno de cuerdas ycadenas, y una fila de enormes anclas cubiertasde algas y moluscos se hallaba alineada en unapared. Una vela roja rota colgaba de una viga.Nate cerró con cuidado la puerta tras nosotrosy, después de dejar el baúl en el suelo, miró porentre una grieta que había en la pared delistones de madera.

—Siguen entre la multitud. No nos hanvisto.

Para ser tan joven, Nate estaba demostrandotener una cabeza bien fría sobre sus hombros y,aunque me sentía seguro a su lado (después de

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todo, aquella era su ciudad), inmediatamentecomencé a preocuparme por su bienestar.

—¿Va a subir a bordo, Nate?—Solo si puedo librarme de esos bastardos

—respondió sin apartar la vista de la grieta dela pared—. Compré un pasaje hará media hora.—Se volvió para mirarme—. Estaba esperandomi turno para subir cuando apareció usted.

Su tono fue acusatorio y me sentí culpablepor traerle problemas.

—Lo siento, Nate. Me estaban esperandoen la estación.

—Pensé que quizá lo harían. Pero no sepreocupe, voy a quedarme para asegurarme deque esos asesinos reciben lo que se merecen.

—No, Nate, eso debe hacerlo la ley. Supadre querría que partiese y que comenzara unanueva vida.

Sacó su pasaje y miró el destino que teníaimpreso, pero con la duda plasmada en surostro.

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—De acuerdo, iré.—Pero antes de que lo haga, contésteme

una cosa. El paquete que llevo, ¿qué es, de quése trata?

Nate negó con la cabeza.—No tengo ni idea. Solo partes y piezas

hechas a partir de planos que ha enviado elseñor Brunel. No hacemos preguntas, solo eltrabajo.

Lo mismo que me había dicho su padre.Independientemente de cuál fuera la respuesta,no iba a encontrarla en Bristol y no queríaañadir un peso extra a sus estrechas espaldas.

—Ya he hecho suficientes preguntas. Ahoratenemos que salir de aquí.

—Supongo que no querrá venirse a Américaconmigo.

Me alegré de que el chico hubiera decididosu futuro, pero el mío estaba aún pendiente.

—Debo regresar a Londres, pero no entren.

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El muchacho volvió a mirar por la grieta.—Puedo sacarlo de la ciudad.Me acerqué hasta él.—¿Cómo?Se apartó de la pared y, cogiendo mi baúl,

pasó por delante de mí.—Tengo amigos. Puedo hacer que suba a un

barco de cabotaje esta mañana. Lo sacarán deaquí y lo dejarán cerca de Cardiff. No le vienemuy bien para ir a Londres, pero queda máscerca que Nueva York.

—Y es mucho más seguro que andar poraquí —añadí. La perspectiva resultabaatrayente, pero mi conciencia volvió apellizcarme. El chico ya había hecho suficiente—. No quiero que corra peligro por mi culpa.

—Solo corro peligro mientras ustedpermanezca aquí. —Miró el baúl—. Cuando semarche, se irán. No van tras de mí, recuerde.

—Supongo que tiene razón.—Les llevará un tiempo revisar a toda la

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gente, pero hay que moverse con rapidez.Tenemos que deshacernos de esto —dijo,poniendo un pie sobre el baúl.

—¿Dónde está su equipaje? —pregunté.—¿Qué equipaje?—¿Viajará a América en ese barco sin tan

siquiera una muda?—El fuego acabó con todo. Puedo comprar

ropa nueva cuando llegue allí.—No puede llevar la misma ropa durante

dos semanas —le dije y corrí hacia el baúl.Desaté las correas y levanté la tapa—. Usa máso menos mi talla, o al menos la usará cuandoengorde. Coja las cosas del baúl. Hay un trajebueno y algunas camisas.

—No puedo llevarme su ropa.—Acaba de decir que tengo que

desprenderme del baúl. ¿Qué más puedo hacer,tirarlo al mar? En cualquier caso, resultarámenos sospechoso si lleva equipaje.

—De acuerdo, pero tenemos que irnos.

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¿Dónde está el paquete?—En la bolsa.El álbum de Brunel había caído al suelo al

desatar las correas del baúl. Lo abrí y,sujetando con fuerza las páginas, las arranquédel lomo. El álbum no me cabía en la bolsapero no quería abandonar los recortes deperiódico, así que enrollé las páginas y las metídentro de la copa de mi sombrero. Entoncesrecordé algo más. Escarbé con las manos en elinterior del baúl y, de debajo de mi ropa, saquéla caja de caoba que estaba encima del diario demi padre. Intenté meterla en la bolsa, perotampoco me cabía. Sin tiempo para recolocarmi equipaje, abrí la caja, saqué las pistolas y lasenvolví en una camisa antes de meterlas en labolsa junto con un frasco de pólvora, un saquitode balas y otras piezas.

—Déjelas a mano —dijo Nate—. Quizá lasnecesite antes de que acabe el día.

Sabía que no estaba bromeando, pero aun

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así las metí bien dentro de la bolsa.Dejamos el baúl escondido tras una bobina

de cuerda (Nate lo recogería después) y loseguí hasta otra puerta situada en el extremomás alejado del edificio. Tras comprobar queno había peligro, salimos a la calle. Con losojos bien abiertos, caminamos durante cerca dediez minutos, comprobando cada callejón antesde cruzarlo y volviendo la vista constantemente.Finalmente llegamos al resbaladizo suelo demadera de otro muelle. Olía a pescado pasado ysal marina, pero también a algo más: el oloracre de los restos carbonizados del incendio,que nos indicaba que no estábamos muy lejosdel almacén reducido a cenizas. No habíagrandes embarcaciones, tan solo los pequeñosbarcos de cabotaje y las barcazas de navegaciónque había visto la tarde anterior. Quedabatodavía una nube de humo en el cielo, pero porsuerte nuestro viaje concluyó antes de tenerque regresar a la escena del crimen.

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Nos detuvimos en el borde de un muellejunto al que había una embarcación de un solomástil. La cubierta, desgastada pero reciénlavada, rodeaba una enorme bodega abierta. Nohabía señales de vida a bordo.

—¡Stigwood! —gritó Nate—. ¡Stigwood!Se escuchó un ruido en una escotilla que

estaba justo debajo de nosotros, y vimos unaforma borrosa en las oscuras entrañas del barcocuando alguien comenzó a subir por unaescalera. Apareció una cabeza, seguida de untorso fornido cubierto con un jersey. Un rostrocon barba densa nos miró y los ojos del hombrese abrieron como platos cuando vio quién era lapersona que lo había llamado.

—¡Nate, hijo! ¡Dios mío! —exclamó elhombre mientras se apartaba de la escotilla y acontinuación nos indicaba con su brazoprofusamente tatuado que bajáramos—.¡Vamos! ¡A bordo!

Nate puso un pie en el borde y, tras girarse

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para mirarme, comenzó a descender por unaserie de escalones de madera dispuestos en lapared del embarcadero.

—El patrón es… era amigo de mi padre —dijo mirándome mientras desaparecía de mivista.

Esperé a que subiera a la cubierta antes detirarle la bolsa. Con cuidado de no caer al agua,subí a bordo y Nate me presentó como suamigo, «el señor Phillips» y al hombre como«Stigwood, patrón del Rebecca».

Nos estrechamos las manos, pero, comocabía esperar, Stigwood estaba más preocupadopor Nate y los acontecimientos de las últimashoras.

—Un accidente terrible. Lamento tanto lode tu padre. Era un buen hombre.

—No fue un accidente —insistió Nate—.Mi padre fue asesinado.

—Pero ¿el incendio? —respondió elperplejo marinero.

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—¿Cómo cree que el incendio hizo que mipadre acabara en el río con la cabeza golpeada?

—Pero dijeron que se había producido unaexplosión.

—¿Escuchó usted la explosión? —respondió Nate—. Seguro que estuvo aquí todala noche.

—Sí, así fue —admitió Stigwood, concierto rubor de culpabilidad—. Pero con todolo que bebí anoche podía haber dormidoincluso en medio del sitio de Sebastopol. —Dejó de hablar conforme la verdad se abríapaso—. Pero ¿quién querría matar a tu padre?

—No sé por qué lo hicieron, pero sí quiénlo hizo. —El rostro de Nate se endureciócuando el dolor se tornó en ira—. Y ahora vantras nosotros.

Stigwood me miró de arriba abajo, sin dudapreguntándose por qué alguien con ropa deciudad, independientemente de cuán despeinadoy desaliñado estuviera, era un fugitivo

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perseguido.—Bajen, los dos. Vamos a soltar amarras.—No —dijo Nate—. Él se va, yo me quedo.

Voy a coger el barco a América.Stigwood no pareció sorprenderse.—¿Al final vas allí con tu tío?—Sí, será mejor que me marche.Habría sido capaz de jurar que el chico iba

ganando años ante mis ojos.—Nate, ¿qué hay de ellos? —pregunté

mientras miraba nervioso al muelle—. ¿Por quéno se queda en el barco? Venga con nosotros.Puede coger el paquebote después, cuando seaseguro.

—El barco zarpa en una hora. Conozco estelugar y ellos no. Con suerte habrán dejado ya elmuelle del paquebote. Y, de todos modos, ya novan tras de mí, ya no.

Se me pasó por la cabeza que habíacometido un terrible error al dejar el entornorural de la casa de mi padre para regresar al

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ajetreo de la ciudad. Había pasado de serhostigado por la policía, que al parecer meconsideraba un asesino en Londres, a serperseguido por dos asesinos en Bath. Si salía deese lío con vida, consideraría seriamente laopción de vivir en el campo.

Quizá debería tirar el maldito paquete por laborda, o rendirme incluso, pero antes siquierade tener tiempo para pensar en nada Nate yaestaba subiendo por la escalera.

—¡Espere! —grité mientras me arrodillabay abría la bolsa.

Tras extraer el precario cilindro que otrorahabía sido el álbum de Brunel y mi ropainterior, desenvolví las pistolas rápidamente ylas coloqué sobre la cubierta. A continuaciónsaqué el frasco de pólvora y las balas.

—¿Ha usado una pistola alguna vez, Nate?—pregunté mientras comenzaba a cargar laprimera. Nate negó con la cabeza. Abrí elfrasco de pólvora y metí una cantidad por la

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boca del cañón—. Entonces le enseñaré cómohacerlo. —Introduje el proyectil—. Necesitasaber cómo cargarla. Disparar es la parte fácil.—Saqué la baqueta de debajo del cañón yempujé el proyectil hacia el interior. Nateestaba de pie junto a mí, así que aparté la cabezatodo lo que pude para que viera bien todo elproceso. Tras terminar la carga, dejé la pistola,cogí a su gemela y repetí el proceso—. ¿Lo haentendido?

—Sí —respondió.Tiré hacia atrás del percutor de la segunda

pistola, extendí el brazo y apunté con la pistolaal agua.

—Luego lo único que tiene que hacer esapretar el gatillo.

Una vez concluyó la demostración, soltécon cuidado el percutor, cogí la otra pistola yse las pasé, culata por delante. Nate dudó antesde cogerlas. Las sostuvo en las manos tal comoyo había hecho la primera vez que las había

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cogido.—Debe tirar del percutor y estarán listas

para disparar.Giró la pistola para observarla.—¿Son suyas? —dijo mientras leía la

inscripción.—No, eran de mi padre.Me miró.—¿Eran?—Murió hace poco.Extendió las pistolas hacia mí.—No puedo quedármelas.—Son suyas ahora. Lo que haga con ellas es

solo de su incumbencia.Nate retiró las pistolas. A continuación

extendió la mano derecha.—De acuerdo, pero solo necesitaré una;

acaba de enseñarme cómo volver a cargarla, asíque mientras tenga dos balas estaré bien.

Cogí la pistola y él se metió la otra entre el

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cinturón. Tras retirar un poco de pólvora paramí le pasé el frasco y seis balas, que se guardóen el bolsillo.

—Me marcho. Será mejor que se vaya,patrón, podrían presentarse en cualquiermomento.

El chico subió raudo las escaleras y, alllegar al muelle, nos miró por última vez.

—Nate, haré todo lo que esté en mi manopara que se haga justicia con su padre, haré quesus asesinos comparezcan ante un juez. Se loprometo.

—Gracias, señor —respondió al chicoantes de desaparecer de nuestra vista.

—Siempre ha sido muy fuerte —dijoStigwood.

—Tendrá que serlo.Stigwood se acercó al borde de la bodega y

gritó.—¡Gus! ¿Dónde está? Suba arriba y suelte

amarras.

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El ayudante de Stigwood no era muchomayor que Nate y subió a la cubierta con laagilidad propia de su juventud.

—De acuerdo, oh, patrón —dijoalegremente mientras subía por la escalera. Loscabos gruesos de proa y popa fueron lanzadossobre la cubierta y el barco comenzó asepararse de la seguridad de su atracadero. Gusempezó a bajar las escaleras y a continuación,con una floritura muy practicada, saltó la cadavez mayor franja de agua hasta el barco.

El patrón tomó el timón mientras Gusdesplegaba la vela, tirando de las cuerdas yatándolas para tal fin. La vela se sacudió y acontinuación se hinchó con la entrada delviento. Observé como el muelle se alejaba trasnuestra estela. No había ni rastro de Nate, porsuerte, porque en ese momento vi a dos figurascerca del inicio de la escalera. Habíamoszarpado justo a tiempo.

—Será mejor que se esconda abajo —dijo

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Stigwood desde el timón.Negué con la cabeza.—Quiero que me vean. Así Nate tendrá

menos presión.Estaban mirando a su alrededor, buscando

cualquier rastro de su presa en el muelle.Deseoso de atraer su atención por una vez, cogíla pistola, apunté al aire y apreté el gatillo. Lasaguas transportaron el fuerte ruido del disparoy los dos hombres se volvieron para mirar albarco. Cogí la bolsa y la sostuve triunfantesobre mi cabeza, pues no quería que les quedaraduda alguna de dónde se encontraba el trofeo.Mi fanfarronada tuvo el efecto deseado ycomenzaron a correr por el muelle, siguiendonuestro recorrido por el canal. Pero luego,conscientes de que era inútil, pararon, y uno deellos se metió la mano en el abrigo y sacó unapistola. Sin embargo, antes de poder disparar,su acompañante le bajó el brazo y el armaretornó al lugar donde la llevaba oculta.

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Dejé caer la bolsa en la cubierta y con lamano temblorosa puse la pistola encima. Fuihasta Stigwood, que estaba inclinado sobre eltimón como si aquello sucediera todos los días.

—¿Adónde vamos? —pregunté.—Subiremos el Severn hasta Gloucester.

¿Le viene bien?—Sí —respondí agradecido, aunque no

sabía muy bien por qué. Alcanzamos másvelocidad y pasamos al lado del buque a vaporamarrado, cuyos pasajeros paseaban por lacubierta. Deseé que Nate se encontrara prontoentre ellos.

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Capítulo 15

LA entrada del muelle estaba rodeada por dosenormes bastiones de piedra que, con la mareabaja, se alzaban de la base del Avon cual murosde un castillo rodeado de un foso que solosobresale unos centímetros por encima delnivel del agua. Habíamos alcanzado granvelocidad mientras salíamos del muelle, pues elviento nos empujaba desde atrás, pero allí, en elrío, la vela se golpeaba perezosamente contra elmástil. Por suerte, la corriente proporcionabapropulsión suficiente y las espléndidas torresdel puente sin terminar de Brunel, bajo el quehabíamos pasado, pronto fueron haciéndosemás pequeñas tras nuestra estela.

A pesar de la agitación de mi embarque,Stigwood parecía relajado y en su salsa en elrío. Su cadera descansaba sobre el timón. En

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marcado contraste, yo no dejaba de dar vueltaspor la proa y volvía cada dos por tres la vista enbusca de cualquier señal de movimiento trasnosotros. Todavía existía la posibilidad de quela persecución en carruaje se repitiera en el río,pero tras una o dos millas me convencí de queninguna embarcación había ido tras la nuestra.Solo cuando estuvimos fuera de peligro laverdadera dimensión de lo acontecido ese díase puso de relieve, y las rodillas me flaquearony comencé a dar tumbos por la cubierta.

Stigwood, percatándose de mi malestar,gritó a su marinero:

—Gus, llévelo abajo. Todavía tiene quehacerse al agua y creo que no le vendría malecharse un rato.

El chico dejó la brocha con la que estabapintando la madera que comenzaba a dilatarse yme condujo por la escalera hasta un pequeñocamarote situado en la popa. Allí me arrastréhasta el diminuto espacio de la litera inferior y,

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sin ni siquiera quitarme mis zapatosdestrozados por el calor del incendio, mequedé profundamente dormido.

Al despertarme, saqué mi reloj y descubríque había estado durmiendo durante casi toda latarde. Cuando reaparecí en la cubierta, el sol yase ocultaba tras las colinas a nuestra izquierda(o a babor, como decían mis anfitriones).Stigwood me informó de que el barco estabadirigiéndose hacia el norte, navegando por elestuario de Severn, en cuyo inicio se hallabanuestro destino. Seguía en el timón, fumandotranquilamente de su pipa. Allí, el cauce del ríoera más ancho, por lo que el viento habíarepuntado y el velero navegaba a más velocidad,con sus tensas velas tirando de nosotros contrala corriente.

—¿Cuánto tardaremos en llegar allí? —dijemientras me colocaba detrás de él, junto altimón.

Stigwood miró la orilla, comprobó nuestra

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posición y a continuación miró la vela.—Si el viento sigue con nosotros

deberíamos estar en Gloucester mañana almediodía. Amarraremos esta noche durante unpar de horas.

—Debe conocer bien el río —dije,agradecido de tener la oportunidad de manteneruna conversación normal.

—Podría decirse que sí —respondió conuna sonrisa contenida—. Llevo en el agua todami vida.

—¿Con qué frecuencia realiza este viaje?—Por lo general dos veces por semana.

Nuestra otra ruta principal es hasta Gales.—¿Nunca siente el impulso de navegar por

el mar?—Nunca he tenido la necesidad. El calado

del barco es un poco bajo para aguas abiertas.Fue construido para el río, al igual que yo.

—Parece una forma agradable de ganarse lavida.

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—No nos hace ricos, pero siempre ycuando estén los cargueros, podremossubsistir. —Stigwood dio un paso adelante,relajó el agarre del timón y lo empujóligeramente en mi dirección—. ¿Le gustaríadirigirlo?

Agarré el palo, curvado como el cuello deun cisne y pulido por años de uso.

—Manténgalo recto. La embarcaciónprácticamente se dirige sola con esta brisa.

Tras haber reclutado hábilmente a unsegundo miembro para su tripulación, Stigwoodfue con Gus y observó sus progresos con lapintura. Tras intercambiar unas palabras se giróhacia mí con la vista fija en la popa y me dijo:

—¿Seguro que no está en el barcoequivocado?

Miré por detrás del hombro y vi elpaquebote, que acababa de abandonar ladesembocadura del río y giraba en el estuariosobre su eje central cual aguja de un compás.

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Una vez terminada la maniobra y con la popa ennuestra dirección, comenzó a ganar bastantevelocidad hacia el mar abierto. Observé suscolumnas de humo en la distancia y mepregunté cuál de aquellas diminutas figuras dela cubierta sería Nate.

Conforme nuestra travesía progresaba haciael norte, el estuario se estrechó hastaconvertirse en algo más afín a un río. A amboslados, onduladas colinas con pueblos quecomenzaban a mostrar sus luces en los vallessituados entre estas. Asentamientos mayoresdescendían por la pendiente y llegaban hasta lasaguas, donde había algunas embarcacionesamarradas. El sol se escondió tras el horizontey las sombras de las colinas galesas seencogieron hacia su fuente de origen.

Stigwood regresó al timón y nos empujóhasta la costa inglesa. Gus tiró de una cuerda yel botalón se balanceó por la cubierta. La velase agitó y sacudió para, a continuación,

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hincharse cuando cambiamos de dirección. Unavez nos hallamos en el bajío, dejaron caer lavela y tras lanzar el ancla nos dispusimos adescansar. Aunque estábamos cerca de la riberano hubo intento alguno de abandonar el barco,pues como verdaderos marineros que éramospasaríamos nuestra noche a bordo, dentro de lasparedes de nuestro mundo de madera.

Estábamos un tanto apretados en elcamarote, solo había sitio suficiente para quedos se sentaran en las pequeñas cajas demadera, que hacían las veces de sillas a amboslados de una mesa de pequeñas dimensiones. Laestufa solo había estado encendida mientrasGus preparaba una sencilla comida, pero aun asídaba calor suficiente como para caldear tanreducido espacio. Mis compañeros secolocaron en sus asientos provisionales ydejaron que me recostara en la litera en la quehabía pasado buena parte de la tarde. Stigwoodcolocó tres vasos ante él y de un armario que

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había a su lado sacó una más que bienvenidabotella. Gus, a modo de respuesta, nos mostróuna baraja de cartas y un puñado de monedas.Stigwood me invitó a unirme a la partida peroyo, que nunca había jugado, decliné la oferta ypreferí aprovechar la luz de la lámpara paratormentas que teníamos sobre nuestras cabezaspara leer un poco.

Saqué la bolsa de debajo de la litera, dondela había metido tras mi llegada, y mientrassacaba el diario de mi padre comprobé que elpaquete seguía allí, junto con la pistola.

Stigwood, que también estaba observando labolsa y su contenido, dijo:

—Mal asunto el de Leonard Wilkie. Era unbuen hombre. No se lo merecía, es una lástima.—Era la primera vez que había mencionado loacontecido en Bristol desde que habíacomenzado el viaje.

Tras coger el diario, cerré la bolsa y la volvía meter bajo la litera. Se me pasó por la cabeza

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quedarme con la pistola por si la necesitaradurante la noche, pero eso habría sido elsúmmum de la mala educación.

—No se preocupe por nosotros, señor —dijo Stigwood, que había leído astutamente mipreocupación—. No sé qué le ha traído hastaaquí y no me importa. Wilkie era uno de losnuestros: vivió en el río y murió en el río. Lomenos que podemos hacer es ayudar a queconcluya el negocio que tenían juntos. Además,le hice una promesa al chico.

—Es mi intención pagar por mi pasaje unavez lleguemos a Gloucester, señor Stigwood.

—Ni hablar —dijo mientras cogía una cartay se la llevaba al pecho—. No es que hayamostenido que desviarnos de nuestra ruta, ¿verdad?—Stigwood giñó un ojo antes de retomar lapartida—. Ahora, joven, ¿dónde estábamos?Creo que le debo tres peniques.

—Cuatro —corrigió Gus mientras barajabalas cartas.

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El diario estaba abierto en mi regazo y mismanos pasaban despreocupadas las páginas sinprestar demasiada atención a sus contenidos.Pero entonces, una vez desvié mi atención de lapartida al diario, comencé a buscar una páginaen concreto. Los diarios de mi padre ocupabanvarios volúmenes y no me había sido posibleportar todos conmigo. Puesto que me habíavisto obligado a limitarme a un solo ejemplar,lo había escogido cuidadosamente, conscientede que entre sus tapas debería encontrarse elrelato de las experiencias de mi padre en unode los acontecimientos más transcendentalesde su vida. La siguiente hora, aproximadamente,la pasé con mi padre en una casa de labranzaabandonada y en ruinas durante la batalla deWaterloo donde, cual estudiante espectralmirando por encima de su hombro, observécómo amputaba miembros y extremidades sincesar. Trabajaba con rapidez y pericia,totalmente ajeno a los sonidos de la batalla que

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se libraba a su alrededor, pero a pesar de suslogros muchos hombres murieron bajo subisturí. No había ninguna bravuconada o alardeen su relato, y por fin comprendí por qué nuncame había hablado de tan terrible día. No era deextrañar que fuera tan feliz con la tranquila vidade médico rural.

Cansado ya de tanta batalla, cerré el librojusto cuando la partida de cartas llegó a su fin.La montaña de monedas de Stigwood era poraquel entonces casi inexistente. Era ya hora dedormir y Gus cogió la lámpara para ir hasta unalitera provisional en algún lugar de la proa. Apesar de haber dormido prácticamente durantela mitad de la tarde, agradecí tumbarme en lalitera. Antes de quedarme dormido de nuevo,decidí seguir el ejemplo del libro de mi padre yser más concienzudo con mis esfuerzos porllevar mi propio diario, pues puede que llegarael día en que yo también tuviera un hijo queagradeciera conocer la verdadera historia de la

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vida de su padre.

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Capítulo 16

SOLO después de que Stigwood se retirara ala litera superior tomé finalmente la precauciónde sacar mi pistola de la bolsa. Al final resultóque mis miedos ante la posibilidad de que elbarco fuera abordado durante la noche eraninfundados. Y menos mal, porque por la mañanadescubrí una pequeña bola de plomo y lamayoría de la pólvora en uno de mis zapatos;sin duda me quedaba mucho por aprender antesde convertirme en un competente pistolero.

Stigwood fue una vez más fiel a su palabra yel barco amarró en el muelle de Gloucesterdespués del mediodía. Tras despedirnos fuecuando caí en la cuenta de que no tenía muyclaro cómo proceder.

Mi propósito sin duda era regresar aLondres, pero cuando descubrí que el siguiente

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tren pasaba primero por Bristol, donde losagresores de Wilkie podían aún encontrarse,decidí esperar y coger el tren a Birmingham aúltima hora de la tarde. Pero entonces, cuandome dirigí a una posada cercana para comer algo,confirmé que mi dinero escaseabapeligrosamente. No habría pasado nada si loúnico por lo que tuviera que preocuparme fuerapor el billete de tren, pero un mozo de laestación me había dicho que no saldría ningúntren de Birmingham a Londres hasta el díasiguiente, lo que significaba que tendría queencontrar un lugar donde dormir. Laperspectiva de pasar la noche entre sacos decartas en un andén de la estación fue suficientepara que controlara mi apetito y, a pesar deldelicioso olor a pastel de carne y otras deliciasculinarias, opté por un cuenco de sopa y unajarra de cerveza.

Mientras esperaba mi sopa, el posadero mepermitió leer su periódico. Tomé un taburete

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en la barra y eché un vistazo a la primera páginadel Western Times , y rápidamente mi atenciónse dirigió a una breve columna situada en laesquina inferior:

Trágico accidente en los muelles de Bristol

Un hombre murió en un incendio que tuvo

lugar a orillas del río a primera hora del día deayer. El cuerpo sin vida de Leonard Wilkie, unrespetado ingeniero mecánico, fue rescatadodel muelle. Se cree que murió ahogadomientras intentaba escapar del fuego. El tallerdel ingeniero, donde se originó el incendio,quedó completamente destruido, junto con eledificio adyacente. El hijo del fallecido,Nathaniel Wilkie, está desaparecido, aunquealgunos testigos afirman haberlo visto ilesopero conmocionado en el lugar del accidente.La policía intenta dar con el paradero del joven.La causa del incendio aún no ha sido

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establecida, pero se cree que pudo tener suorigen en la forja, donde el fuego estabasiempre encendido. El señor Wilkie eraconocido por su trabajo en los motores delfamoso barco Great Britain , creación delseñor Isambard Kingdom Brunel, que fueconstruido en Bristol.

A pesar de que la columna no daba

demasiados detalles, quedaba claro que elasesinato de Wilkie era considerado unaccidente y tuve que reprimir un brote de ira alpensar en la posibilidad de que sus asesinossalieran impunes de todo aquello. ¿Era el juezde instrucción local tan estúpido como parapasar por alto las heridas de su cabeza? Inclusoaunque estas se hubieran interpretadoerróneamente como heridas causadas por lacaída, solo me cabía esperar que en la autopsiaencontraran sus pulmones limpios de agua yque ello les pareciera prueba suficiente, pues

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un hombre necesita poder coger aire paraahogarse. Puesto que no me encontraba enposición de ofrecer mi asesoramientoprofesional, al menos me alegró saber que Nateparecía haber logrado salir de allí.

La sopa me hizo entrar en calor, algo quenecesitaba en aquella tarde de enero tan fría,pero poco hizo por aliviar mi apetito. Cuando eltren llegó a la estación de Birmingham, losruidos de mi estómago competían con el de lalocomotora. El lugar donde reposar mi cabezatomó la forma de pensión venida a menos. Eratodo lo que podía permitirme, pero la caserafue lo suficientemente amable como paraofrecerme un plato de grasiento estofado, quedevoré con ansias sin detenerme a observar sucontenido detenidamente. Mi odisea concluyófinalmente la tarde siguiente, cuando regresé aLondres. Un viaje que no debería habermellevado más de unas horas había tardado casicuatro días en completarlo.

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Puesto que no tenía dinero suficiente paraun coche de punto, me uní al tráfico depeatones de la acera y me dirigí a pie hasta micasa.

Había ruidos y ajetreo por todas partes, unamuchedumbre que iba a toda prisa a realizar susasuntos. Incluso aquellos que dudaba muchoque tuvieran algún asunto que resolver parecíanansiosos por llegar a otra parte. Las callesestaban llenas de vehículos y el aire, de unaembriagadora mezcla de aromas, todos ellosdesagradables. Además, el lugar parecía tansucio, con los adoquines, los ladrillos y elcemento cubiertos de mugre. Había supuestoque estaría feliz de regresar, pero cuando giréla llave de mi puerta un humor de lo más negrose había apoderado de mí (la mugre de la ciudadasentándose en mi propia mente).

¿Por qué no había considerado antes laposibilidad de encontrar mi casa saqueada o,aun peor, encontrarme a mis perseguidores

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dentro? Pero ya era demasiado tarde; habíacruzado el umbral de la puerta. Aunquedecidiera en ese momento echar a correr,escapar parecía una posibilidad remota,especialmente cuando mi pie se resbaló al pisarla montaña de cartas que se habían acumuladosobre la alfombra, debajo de la rendija delcorreo. De cualquier modo, estaba cansado dehuir. Si querían tanto aquel paquete como parahaber matado a Wilkie, entonces que se loquedaran, malditos fueran. Se lo daría sin más ya cambio esperaba que me dejaran en paz.

Por fortuna, sin embargo, mi casa estaba talcomo la había dejado, sucia, pero no saqueada.Pero, puesto que no quería dar nada por sentado(y con la pistola en mi nada firme mano), fui dehabitación en habitación, abriendo de golpe laspuertas, quitando las sábanas, mirando inclusodebajo de la cama. Estaba solo. Mi sentidocomún me hizo ver la luz y darme cuenta de quemi renuncia al paquete poco haría por detener

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la mano asesina de hombres como losresponsables de la muerte de Wilkie. Cuandomis nervios se hubieron calmado, vi el ladopositivo. ¿Por qué tendrían que saber dóndevivía? Al lograr zafarme de ellos en Bristolestaba a salvo, solo era un rostro más en unaciudad de cientos de miles de habitantes.

Dejé la pistola en mi escritorio y regresé ala puerta delantera para comprobar que todo sehallara bien cerrado. Eché el cerrojo, recogí elcorreo y le eché un rápido vistazo. Estaba elejemplar del mes pasado de la revista médicaLancet, algunas circulares y entre ellas un parde cartas, todo muy aburrido. Esto es, salvo porel sobre en el que mi dirección había sidogarabateada por la letra inconfundible deBrunel. La observé con detenimiento y, trasconsiderar la posibilidad de llevar después elpaquete a su despacho, mis planes quedarontrastocados al ver que llevaba un matasellosfrancés. Corrí al salón y la abrí. Comprobé con

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alivio que esa vez no había ninguna llave.

Calais, 28 de diciembre de 1858 Mi querido Phillips: Solo leerá esta carta si ha regresado de la

casa de su padre. Rezo para que su vuelta sedeba a la recuperación de su padre, pero si noes así mis más sinceras condolencias. Le ruegoacepte mis disculpas por las molestias que lehaya causado el viaje a Bristol (si es que hahecho ese viaje) y por el hecho de que ahoraque ha vuelto yo me encuentre lejos deLondres. Estoy en Francia, pero no pordemasiado tiempo. Debido a un repentinoempeoramiento de mi salud, y ante lainsistencia de Brodie y de mi buena mujer, mehan enviado a climas más cálidos. Me han dichoque el sol me hará mejorar. También deboadmitir que no me desagradaba la posibilidad de

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alejarme de las infernales disputas sobre elbarco.

Cuando lea esta carta estaré cerca denuestro destino final: Egipto (el lugar era elmenos inaceptable de todos los que me sugirióBrodie).

Me vi obligado a parar de leer la carta y

darme unos instantes. A continuación, trastomar aire una o dos veces, seguí leyendo.

Digo nuestro destino porque estoy

acompañado no solo por mi familia y lamayoría del servicio, sino por otro miembro desu profesión. Aunque Brodie lo harecomendado encarecidamente, todavía mequeda comprobar personalmente si sabe hacerla «o» con un canuto. Por supuesto, habría sidoun placer que me hubiera acompañado como mimédico personal, y estoy seguro de que habríaapreciado las maravillas antiguas que nos

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esperan a nuestra llegada a la tierra de losfaraones. Sin embargo, usted tiene sus propiosproblemas, y una vez más quiero ofrecerle miconmiseración por el peligroso estado de saludde su padre y, tras su regreso, estoy seguro deque estará deseando retomar su importantetrabajo en el hospital.

Espero encontrar la embarcación equipada ylista para ser probada en el mar cuando retorne,pero con Russell al frente en mi ausencia nome atrevo a esperar demasiado. Delante de mítengo una irritante carta suya en la que meprofesa ser mi obediente servidor. Si lo fuerale daría encantado una buena zurra.

Pero basta ya de quejarme. Mis«guardianes» se inquietarían si vieran miexasperación, pues no se cansan de repetirmeque es mala para mi salud. Una vez más, misdisculpas por no estar allí para ocuparme delpaquete, espero hacerlo cuando esté de vuelta.Estoy seguro de que cuando lo haga usted

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encontrará su contenido de lo más interesante.Mientras tanto cuide de él por mí. En caso deque tenga oportunidad, volveré a escribirle paramantenerlo al tanto de nuestros progresos. Leestaría muy agradecido si acudiera a lasiguiente de nuestras reuniones y se asegurarade que se tomen las notas apropiadas. Temo quelas cosas se han ido un poco de mano en suausencia y estos tipos necesitan a alguien queno los pierda de vista.

Le saluda atentamente,

Isambard Kingdom Brunel Estrujé la carta en mi puño y la lancé a la

papelera. Qué típico de Brunel, dejarme aquícon el paquete y todos los peligros que esteconllevaba mientras él se hallaba de turismo enEgipto. Estaba que echaba humo, y comencé adar patadas al suelo mientras abría la bolsa ylanzaba su contenido por todos lados.

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Las páginas del álbum de Brunel fueron lasque recibieron el peor trato, pues cayeron a laalfombra cual ráfaga de papel de prensa ypliegos de papel arrugados antes de que loslanzara contra la pared. Mi pataleta solo amainócuando saqué el último objeto de la bolsa y elaroma de unos calcetines llevados un día másde la cuenta hizo las veces de sales aromáticasy pude volver en mí. Mi histeria dio paso alarrepentimiento cuando me di cuenta de queese mal genio infantil no iba a llevarme aninguna parte. Si el destino de Wilkie no iba aser el mío debía mantenerme por encima detodo eso.

Tras tanto tiempo desocupada, la casaestaba fría, así que me dispuse a encender unfuego. Para mi combustión interior me serví unbrandi y cogí la carta arrugada de la papeleraantes de dejarme caer en mi butaca favorita.Tras un generoso trago, estiré la carta y miré lafecha en que había sido escrita. Me había

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precipitado en mis conclusiones. La cartallevaba fecha del 28 de diciembre, mientras queWilkie había muerto hacía tres días, el 2 deenero. Brunel había arribado a Francia desde almenos cinco días antes del asesinato, lo queeliminaba cualquier posibilidad de que sehubiera escondido en el extranjero ante laperspectiva de problemas. Eso dando porsentado, claro está, que no hubiera pagado a losdos hombres para que hicieran el trabajo suciomientras él se creaba una coartada. Pero ¿porqué tomarse tantas molestias para obtener algoque era suyo? Descarté inmediatamente lateoría por ridícula y acabé el vaso. Contrólate,me dije a mí mismo, si no tienes cuidado vasa convertirte en un Tarlow y verás lo malo entodo el mundo. La cruel realidad, sin embargo,era que hacerlo quizá fuera la única manera demantenerme con vida.

Saqué el paquete de la bolsa y me dispuse aabrirlo. El nudo del cordel que ataba el

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envoltorio de hule era imposible de aflojar conlos dedos, por lo que cogí un cuchillo afilado.Me produjo cierto placer romper los lacres queservían para disuadir a los curiosos. Libres desus ataduras, los pliegues del grasiento hule seabrieron cual pesados pétalos de una fea flor.

Estiré el hule precariamente cortado yobservé el objeto que contenía. Tambiéndeshice lo que parecía una bola de papel hechade cualquier manera y la alisé al igual que elhule que tenía debajo. El objeto en cuestióntenía el tamaño y la forma de un huevo deavestruz. Lo observé durante un instante sincogerlo, contemplando los cuatro huecos quehabía en sus dos lados suavemente curvados. Locogí de su nido de papel y lo sostuve entre mismanos. Había una juntura apenas perceptibleque recorría toda la superficie y que, a juzgarpor su brillo dorado, supuse que era de latón obronce. Al ver que tenía un par de diminutasbisagras, caí en la cuenta de que la juntura era el

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punto en que las dos mitades se unían paraformar un todo. Con solo girar un pequeñopestillo se abrieron las bisagras, lo que hizoque otro objeto que había en su interior cayeraruidosamente a la mesa.

Cuidadosamente envueltas en un trozo detela había cuatro brillantes placas curvadas deacero inoxidable que parecían plata encontraste con la cubierta exterior, dorada.Quizá hubiera hombres dispuestos a matar porla plata o el oro, pero no por cobre y acero.Resultaba obvio que el valor del objeto residíaen su función pero ¿cuál era? Cogí una de lasplacas en mi mano, doblando la palma y dedospara acomodar la curva exterior de laconcavidad. Observé un par de diminutasmuescas rectangulares en los bordes, queparecían diseñadas para permitir el acceso a loque quiera que estuviera colocado en el interiorde la cámara. Era inútil especular; con misconocimientos de ingeniería, el huevo de latón

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y las cuatro placas de acero bien podrían serpartes de una caja de música. Lo que sí podíaver, incluso con mis ojos inexpertos, era lacalidad del trabajo. Brunel había hecho bien enescoger a Wilkie.

La enorme hoja de papel en la que estabaenvuelto el objeto era un dibujo técnico, sinduda el mismo que había visto en el escritoriode Wilkie en Bristol. Había dibujos a escala delas piezas que había contemplado instantesantes y listas de dimensiones escritas a manopor Brunel. Wilkie había devuelto todo lorelativo al objeto, desde su diseño hasta sufabricación. Si se debía a que Brunel le habíaordenado tal cosa o simplemente al deseo delavarse las manos en el asunto, lo desconocía.

Mientras le daba vueltas a todo aquello,recordé que Wilkie me había dicho que Brunelsolo les encargaba que construyeran ciertaspartes sin tomarse las molestias de informarlesde su propósito. Lo único que sabía era que,

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independientemente de lo que fuera aquello,había gente dispuesta a matar para hacerse conello. Pero ¿quién era esa gente? ¿Eran loshombres que había visto en Bristol agentes queoperaban en su propio nombre o bajo lasórdenes de alguien? Si les habían encomendadoaquella misión, entonces podría haber alguiendetrás del asesinato. Por muy poco probableque pareciera, todavía existía la posibilidad deque una o más de las personas implicadasfueran conocidas mías y, por ello, no podíaconfiar en nadie.

Me sentí un tanto negligente por haberabierto el paquete, así que volví a envolver lasplacas y las devolví a su lugar. En vez de volvera hacer la bola de papel, aparté la hoja con losdibujos y, tras dejarla por unos instantes en elsuelo, envolví el objeto solo en el hule.Encontré más cordel y até bien el paquete. Lodejé a un lado y cogí de nuevo el papel. Trasalisarlo, lo doblé hasta que tuvo un tamaño que

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me permitiera ocultarlo con facilidad. Lo metíentre las hojas de un libro y lo devolví alanonimato de la estantería. El paquete locoloqué en el tenebroso fondo de un paragüerocon forma de pie de elefante que tenía en elvestíbulo, donde permanecería hasta quedecidiera qué hacer con él. Me alegró bastantehaberle encontrado por fin un uso a aquella feacuriosidad, un regalo de un agradecido pacienteque acababa de regresar de África con unparásito de lo más desagradable, pues solo teníaun paraguas y parecía bastante contento depasar sus horas fuera de servicio colgado de unperchero. Por una vez y sin que sirviera deprecedente, cogí el paraguas del perchero y locoloqué en el paragüero, donde me serviría decamuflaje extra.

La tarde estaba tocando a su fin y era horade cenar. Me metí la pistola en el único abrigoque tenía con bolsillos lo suficientementegrandes como para que cupiera, cerré la puerta

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tras de mí y con dinero fresco cogí un coche depunto hasta mi club. También llevé conmigo unpar de hojas del álbum de Brunel, que me haríalas veces de efectiva barrera frente a lasconversaciones de los otros miembros delclub.

Al llegar fui directamente al salón y mesenté rápidamente en mi mesa habitual, en unrincón discreto. Pedí sin mirar la carta ycomencé a leer el primer recorte de periódicoque saqué. Una vez más, a pesar de que lanoticia databa de más de treinta años atrás, lasnoticias no eran buenas. En el recorte seinformaba de uno de los primeros proyectosdel ingeniero, un túnel bajo el Támesis enRotherthite.

The Times, 14 de enero de 1827

Accidente en el túnel del Támesis

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La siguiente carta fue entregada a losdirectores de la compañía encargada de laconstrucción del túnel del Támesis, escrita porel señor Brunel hijo bajo fuertes dolores:

Mañana del sábado 12 de enero Había estado trabajando en el revestimiento

del armazón junto con los obreros durante todala noche, tras haber establecido allí mi puestode trabajo a las diez en punto. Durante lostrabajos, por la noche, no hubo indicios deinseguridad alguna. A las seis en punto de lamañana se produjo el cambio de turno.Comenzamos a trabajar en el suelo, en laesquina superior derecha del armazón. Lamarea había comenzado a subir, pero como elterreno parecía bastante calmo, procedimos,comenzando por la parte superior, y habíamosavanzado unos treinta centímetros hacia abajocuando, al poner al descubierto los siguientesquince centímetros, el terreno cedió de repente

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y gran parte reventó. A continuación el aguasalió a borbotones. El torrente de agua fue talque el hombre que estaba en el lugar donde sehabía producido la rotura se vio obligado a salirde ahí, a subir al tablado, tras el revestimiento.Ordené a todos los hombres que estaban allíque se retiraran. Todos lo hicieron, excepto lostres hombres que estaban a mi lado, que semarcharon conmigo. No abandoné el tabladohasta que esos tres hombres no bajaron lasescaleras, tras lo que ellos y yo recorrimosseis metros por el arco oeste del túnel; en esemomento, la agitación del aire por el torrentede agua era tal que las luces se apagaron y elagua nos alcanzó la cintura. En aquel instante,yo estaba dando instrucciones a los treshombres respecto a la manera en que tenían queproceder, en la oscuridad, para escapar de allí,cuando tanto a ellos como a mí nos golpeó unaparte del tablado.

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En ese momento llegó mi cena y en unossegundos ya estaba usando un tenedor para abrirun túnel a través de una montaña de puré depatatas. Observé cómo un torrente de salsamarrón y espesa inundaba el recién excavadoagujero. Lo que me quedaba claro de mislecturas previas y de aquella era que Brunelhabía estado más veces cerca de la muerte que,pongamos, cenas calientes yo había saboreado.Conteniendo la marea de salsa con deliciosostrozos de cordero, seguí leyendo.

Luché bajo el agua durante algún tiempo y

al final logré escapar del tablado nadando y,empujado por el agua, alcancé el arco oriental,donde logré recuperar algo de equilibrio ypude, agarrándome a la cuerda de la vía férrea,detenerme con la esperanza de alentar a loshombres que habían sido golpeados a la vez queyo. Mi rodilla estaba tan magullada por lamadera que apenas si podía nadar o subir las

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escaleras; pero el torrente de agua me llevóhasta el tiro. Los tres hombres que habían sidogolpeados fueron incapaces de escapar;lamento decir que los hemos perdido; y creoque también a dos hombres mayores y unojoven en otros puntos de la obra.

Mi plato estaba ya vacío y, mientras

esperaba el postre, seguí leyendo un intentofrustrado de dragar el túnel inundado paraencontrar los cuerpos y para localizar elagujero culpable en el lecho del río medianteuna campana de inmersión. La columnaterminaba de una manera un tanto inesperada,relatando un incidente previo que habíaocurrido en el túnel una noche.

El señor Brunel hijo y otros trabajadores

encargados de supervisar las obras se alarmaronal escuchar una voz desde la parte más alejadade la excavación que gritaba: «¡Agua! ¡Agua!

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¡Traigan cuñas y paja!». Un silencio sepulcralsiguió a los gritos. Los allí presentes sequedaron en un primer momento paralizados,temerosos de que los hombres que seencontraran en el lugar desde donde provenía lavoz hubieran sufrido algún accidente. El jovenBrunel, sin embargo, se dirigió hasta allíacompañado de varios hombres para ver quéhabía ocurrido, y les causó gran alegríaencontrar a los hombres sanos y salvos,durmiendo profundamente. Se habían quedadodormidos del cansancio y uno de ellos habíagritado mientras soñaba que el agua irrumpía enel túnel.

A pesar de que el párrafo de cierre era casi

un epílogo desenfadado de lo que había sidotodo un catálogo de catástrofes, llegaría el díaen que yo también descubriría que losproyectos de Brunel irrumpían en los sueños delos hombres con toda la potencia de las aguas

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encolerizadas de su túnel.Ya casi sintiéndome de nuevo humano,

regresé a casa. Estaba listo para acostarme,pero primero me senté en mi escritorio pararedactar una carta para el juez de instrucción deBristol. No estaba en condiciones de escribirun ensayo bellamente redactado, así que hice unpequeño esquema de los hechos que habíanrodeado la muerte de Wilkie.

Esperaba que la misiva sirviera al menospara que las autoridades lo meditaran antes dedeclarar aquel asesinato un accidente. Elcontenido de la carta exoneraría con suerte aNate de cualquier sospecha de implicaciónpero, dadas las circunstancias, omití todareferencia al paquete, a su relación con Brunely, lo que era más importante, a mi propionombre. Satisfecho por haber hecho locorrecto con Wilkie sin necesidad de poner aBrunel o a mí mismo en peligro, sellé el sobre.

Portando la pistola por delante de mí como

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si de una sartén caliente se tratara, me fui a lacama y en cuestión de minutos estabadisfrutando de un sueño profundo.

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Capítulo 17

EL ómnibus volcó por la mañana, en horapunta, aplastando a los peatones y arrojando alos pasajeros del piso superior descubierto a lacalle, cual gatos en manos de un niño. La letalcombinación de un caballo asustadizo y unarueda en malas condiciones había sido la causa.Dos transeúntes y un pasajero habían muerto, yotros seis pasajeros se hallaban gravementeheridos. Un terrible accidente se mirara pordonde se mirara, pero, y Dios me perdone porello, casi me sentí agradecido, pues cualquierangustia que pudiera sentir por regresar alhospital después de tanto tiempo quedó anuladapor la marea de víctimas que necesitabanatención inmediata.

Los pacientes más graves fuerontransportados en camillas, pero había docenas

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de personas heridas que habían llegado a pie ydurante algunas horas aquella escena no pudoser muy diferente del hospital del campo debatalla descrito en el diario de mi padre.Incluso las heridas guardaban cierta similitudcon los horrores de la guerra, pues los afiladosfragmentos de las ventanas del vehículo habíanrasgado la piel y los músculos con la mismaeficacia de un sable. Tal oleada de operaciones,que incluyeron una trepanación para aliviar lapresión del cerebro, la colocación denumerosos huesos y la amputación de unapierna, garantizaron que mi regreso pasara casicompletamente inadvertido entre el personaldel hospital o que, al menos, no fuerademasiado comentado. Y, por mi parte, no tuvetiempo de preocuparme por el hecho de quellevara tiempo sin practicar aquellosprocedimientos, pues las decisiones a vida omuerte había que tomarlas sin poder permitirseel lujo de reflexionar.

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Hasta bien entrada la tarde no amainó lacrisis, y por aquel entonces yo me sentía comosi jamás me hubiera marchado.

Una vez cesó la emergencia pensé que lomejor sería ir a informar de mi llegada aBrodie, quien estaba seguro de que estaríaencantado de verme de vuelta. Con la esperanzade evitar a Mumrill, fui directamente a la puertadel director, pero antes de poder llamar esta seabrió y el pasillo se llenó de una nube decrinolina. La señorita Nightingale iba a pasar ami lado sin decir nada, pero se detuvo y con lasfosas nasales hinchadas y sus oscuros ojosencendidos, dijo:

—Ese hombre es imposible, ¡imposible!Antes de poder mostrarle mi acuerdo con

ese sentimiento, se marchó a gran velocidadpor el pasillo.

La puerta de Brodie seguía meciéndosesobre sus bisagras cuando asomé la cabeza alinterior de su despacho. Estaba mirando por la

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ventana con los puños cerrados tras la espalda.Durante un instante consideré la opción deregresar en otro momento, pero mis días decaminar de puntillas habían terminado. Tosípara anunciar mi presencia y entré en la guaridadel león. Brodie se volvió; su rostro todavíaseguía enrojecido de la ira. Le sonreí y meindicó que tomara asiento mientras él regresabaal suyo.

—Así que ha decidido regresar. Tengoentendido que hoy se ha desenvuelto muy bien.

Me cogió ligeramente por sorpresa. No sécuál sería su fuente, pero sin duda no eraMumrill; el muy gusano habría preferidocortarse la lengua antes que decir algo buenosobre mí.

—Creo que lo hicimos lo mejor quepudimos, sir Benjamin.

—No piense ni por un instante, doctorPhillips, que no hemos tenido que abordarsituaciones así en su ausencia.

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—Sí, estoy seguro de ello.—Y ahora que estamos hablando de

accidentes me gustaría comentarle el peliagudoasunto de la señorita Nightingale.

—La señorita Nightingale es una mujerformidable.

Su puño golpeó el escritorio.—¡Es una entrometida y una carga!—Creo que está acostumbrada a hacer las

cosas a su manera desde Crimea.—Tiene amigos poderosos —respondió

Brodie, que se puso en pie de nuevo y comenzóa andar por el despacho—. Les ha hablado a losmiembros de la comisión del hospital deconvertirlo en… —se produjo una leve pausamientras forcejeaba con las palabras— en unaescuela para formar enfermeras. —Regresó alescritorio pero solo para darle un manotazo—.¡Vamos a convertirnos en una escuela deenfermeras, señor! ¿Qué tiene que decir a eso?

—Las buenas enfermeras escasean. Las

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pocas que lo son valen su peso en oro.Respecto al resto, bueno, digamos que enocasiones son más un estorbo que una ayuda.—Me salió un respaldo a la propuesta másférreo de lo que había pretendido.

Brodie sonrió de manera preocupante.—Muy bien, doctor. Puesto que cree que es

tan buena idea y ya ha hecho las veces deintermediario entre nosotros, lo nombro enlaceoficial del hospital con la señorita Nightingalea este respecto, y le deseo que tenga más suertede la que he tenido yo con ella. Me informarácon regularidad. Quiero saber todo lo que pasa,pero de ahora en adelante no quiero tener nadaque ver con esa mujer.

Llevaba menos de un día en el hospital y yame habían cargado con una responsabilidad queno tenía por qué desempeñar. En el pasado mehabía pedido que la vigilara, que la mantuvieralejos de él, pero eso era diferente: crear unaescuela de enfermería eran palabras mayores;

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se tardarían meses, ¡años!—Pero señor, soy cirujano, no un

intermediario. ¿Esa tarea no deberíarealizarla… Mumrill? Sería mucho másadecuado para abordar un tema tan delicado.

Brodie me frunció el ceño.—Usted y yo sabemos que ese tipo es un

adulador. Para esto no quiero a una persona quesolo sepa decir que sí a todo. Ni tampoco estoypidiendo voluntarios. Este trabajo requiere deuna persona con… cómo decirlo…¿integridad? Quiero que esta situación seaborde de manera correcta. Si vamos a teneruna escuela de enfermería, que sea una buena. Yusted, doctor, tiene más idea que nadie acercade qué se debería esperar de una buenaenfermera. Usted enseña a cirujanos, ¿no? —Asentí forzadamente—. Bien, entonces, deberíatener alguna opinión acerca de cómo formarenfermeras. Y, respecto a sus otrasobligaciones, creo que ya ha quedado claro que

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el hospital ha podido manejarse sin usted demanera bastante adecuada durante las últimassemanas. Estoy seguro de que se las arreglarápara encontrar tiempo en su apretado horario ysupervisar este asunto. ¿Me he explicado conclaridad?

—En efecto —respondí en voz baja. Micapitulación nada tenía que ver con sus halagosque, como siempre, más bien parecían indicarlo contrario. La verdad era que no tenía sentidodiscutir con él.

Cambió de postura en su asiento y relajólos hombros, como si se hubiera quitado unpeso de encima.

—Bien —dijo—, dejaré que sea usted quienle explique su nuevo papel a la señoritaNightingale. Proceda de la manera que ustedestime adecuada, pero no olvide que esperoinformes periódicos.

—Sí, sir Benjamin. Si eso es todo, megustaría regresar al trabajo.

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—Bien, creo que hemos terminado —dijoy, como era habitual, indicó que la audienciahabía llegado a su fin retomando el papeleo.

Me volví para marcharme, pero me detuve.—¿Es cierto —pregunté— que el señor

Brunel se ha marchado al extranjero?Brodie respondió sin alzar la vista.—Sí, me temo que su estado ha empeorado.—Señor, ¿cuál es su estado?Alzó la cabeza.—No tiene que preocuparse por el estado

de mi paciente, doctor Phillips. Brunel se exigedemasiado; salta a la vista. Esperemos que elcambio de clima renueve sus fuerzas. Ahora, sime disculpa.

De nuevo fui a marcharme del despacho,pero cuando abrí la puerta Brodie habló:

—Lamento que su padre haya muerto,Phillips. Era un médico excelente.

Mi primer día de regreso había estado llenode acontecimientos, tanto que no había pensado

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ni por un instante en los lúgubres sucesos dedías atrás. Hasta que no me puse mi abrigo ysentí el peso de la pistola no recordé que mivida corría peligro. Pero mientras caminabahasta mi club, donde era mi intención cenarantes de regresar a casa, volví a intentartranquilizarme pensando que con Brunel fuera ymi identidad, Dios así lo quisiera,completamente desconocida para los atacantesde Wilkie, había pocas posibilidades de que meencontraran allí en Londres. Ya más tranquilopor mi razonamiento y con fuerzas renovadastras una buena cena, centré mis pensamientosen asuntos más propios de un cirujano.

La idea de la escuela de enfermería erabuena. El sistema actual, que apenasproporcionaba formación a las enfermeras,especialmente respecto a los cuidados médicosbásicos, necesitaba una revisión. ¿Y quiénmejor para supervisar esa revolución que laseñorita Nightingale? También tenía que

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admitir que era una mujer hermosa y el hechode que fuera capaz de irritar a sir BenjamínBrodie de aquella manera tenía su mérito.

—Necesitan disciplina, doctor Phillips —insistió la señorita Nightingale mientras mirabacon desdén el desorden de mi despacho.William le había hecho llegar mi deseo de quetomara el té conmigo en mi despacho. Despuéspensé que la elección del lugar quizá pudieraconducir a error—. Mis enfermeras en Crimeaestaban ebrias con más frecuencia que sobrias.Y, por si eso no fuera suficiente, tenía quesacarlas a rastras de las camas de los pacientes.Una enfermera debería ser la columna vertebralde un hospital, doctor Phillips, no unaprostituta con un vendaje en una mano y unabotella en la otra.

—Estoy completamente de acuerdo,señorita Nightingale —dije mientras intentabaocultar mi sonrisa tras la taza de té—. Aquí haypocas en las que pueda confiar, pero las demás

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son fundamentalmente camareras.—La enfermería debería ser algo

vocacional y no solo una alternativa al trabajodoméstico. Quiero convertirla en una profesióncon formación y un salario justo; solo entoncespodremos tener a las mujeres adecuadas.

»Lo que propongo será mejor tanto para lasenfermeras como para los pacientes. El respetoa una misma es la clave para ser una enfermeraeficiente. Aunque estoy segura de que sirBenjamin no está de acuerdo conmigo en estepunto.

Ante esa coyuntura, y por muy increíble quepareciera, me vi excusando a mi superior.

—Es un pobre diablo viejo y cascarrabias,de eso no cabe duda, y, al igual que los hombresde su edad, viene de otra época. Sin embargo,estoy seguro de que es consciente de losbeneficios de la escuela.

—Quizá, pero resulta obvio que sientecierto resentimiento hacia mí y, no me cabe

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duda, hacia las mujeres en general. ¿No es esala razón por la que usted y yo estamos hablandoen este momento, porque no es capaz deabordar un tema de trabajo conmigo?

—¿Quién no se sentiría un tanto ofendido sialguien que viene de fuera comienza a criticarsu trabajo? Porque quizá él lo vea de esamanera. Y respecto a mí, puede que solo quieracomplicarme la vida. No se ofenda, señoritaNightingale, pero usted es un raro ejemplo desu sexo.

Ella sonrió.—No me ofende, doctor Phillips, al

contrario, aprecio su franqueza. Y debeperdonarme si parezco un tanto susceptible,pero, como mujer que vive en un mundo dehombres, tuve que aprender hace mucho tiempoque tendría que luchar para que mi voz sehiciera oír. Cualesquiera que sean los motivosdetrás del nombramiento de sir Benjamin,estoy segura de que ha sido una decisión

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acertada.—Es muy considerado por su parte decir

eso.—He visto lo suficiente como para saber

que es mejor cirujano que carpintero. —Seechó a reír al recordar la primera vez que nosvimos—. Supo manejar muy bien la crisis deayer, doctor Phillips. Nos habría ido mejor enCrimea con alguien como usted.

Así que había sido ella quien me habíaelogiado delante de Brodie. Tras apurar el té, selevantó.

—Bueno, doctor Phillips, no lo entretendrémás. Tendremos una reunión la semana queviene con los miembros de la comisión delhospital para discutir nuevos espacios para laescuela. Confío en verlo allí.

—Estoy seguro de que sir Benjamininsistirá en que vaya —respondí al recordar queme había ordenado que lo informara conasiduidad, aunque probablemente era mejor

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para todos nosotros, especialmente para mí, sino informaba de esta primera reunión con laseñorita Nightingale.

Abrió la puerta, miró otra vez a mi despachoy dijo:

—Quizá deberíamos aprovechar laoportunidad para solicitar que la nueva alaincluya un despacho más adecuado para usted.Este cuchitril no lo es.

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Capítulo 18

WILLIAM estaba frotando con fuerza lamesa tras mi primera demostración en sietesemanas.

—Me alegra que esté de vuelta —dijomientras enjuagaba el cepillo en el aguaenrojecida y alzaba la vista a la galería vacía—.Ha habido más estudiantes hoy que en todos losdías que ha estado fuera. Con usted esto estácomo el teatro Alhambra un viernes por lanoche.

—¿Es eso verdad, William?—Esos otros médicos son buenos si

necesitas que te traten, pero a la hora deenseñar no le llegan ni a la suela del zapato. Alos caballeros les encanta observarlo trabajar,se lo he oído decir.

—Gracias, William. Ojalá sir Benjamin

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fuera de la misma opinión.—Oh, lo es, lo es.—¿Y cómo sabe eso, zorro astuto?William rió entre dientes.—Mientras usted estuvo fuera venía a

menudo aquí. Parecía un gato caminando sobretejas calientes.

—Me lo imagino.—Ponía nerviosos a los otros cirujanos,

aquí presente, mirándolos. Después de un ratovenía a buscarme. Al principio pensé que estabavigilándome, ya sabe.

—Sí, William. Sé muy bien de lo que habla.—Pero solo era para preguntarme si sabía

cuándo regresaría usted. Desconozco por quépensaba que usted me lo diría a mí antes que aél. Pero una cosa está clara, estaba deseandoque regresara.

—Es un tipo raro, ¿no le parece?—Oh, señor, no lo sé. Él sabe muy bien en

qué lado de la tostada está la mantequilla, eso

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es todo. Cuantos más estudiantes paguen lamatrícula, mayor será la prima.

—Ha estado fuera bastante tiempo —dijo elinspector Tarlow, que pareció casidecepcionado por encontrarme en miescritorio.

—Cierto —respondí—. Mi padre estabaenfermo.

—Espero que esté mejor.—Me temo que no. Falleció.Solo entonces el policía se quitó el

sombrero.—Lamento su pérdida.—Gracias, inspector. ¿En qué puedo

ayudarlo? Espero que no sea por otro asesinato.—Me temo que sí. Pensé que el asesino

había parado, pero ha vuelto al trabajo.Encontramos otro cuerpo anoche.

—¿En el río?Tarlow asintió.—Exactamente igual que el resto, le habían

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extraído los órganos del pecho. El cadáver erareciente; no puede llevar muerto más de un parde días.

—¿Y quiere que le eche un vistazo?—No, doctor. Quiero hacerle un par de

preguntas.—Comprendo.—¿Cuándo regresó exactamente?—Ayer hizo una semana.—Tiempo de sobra para cometer el último

asesinato.—Entonces, ¿soy sospechoso?—Me he resistido a creerlo todo lo que he

podido, doctor, pero me temo que existendemasiadas coincidencias como para noconsiderarlo como tal.

—¿Puedo preguntar cuáles son esascoincidencias? —Otra de mis geniales ideas.

El inspector sacó su libreta y la abrió.—Lo primero, y más importante, el asesino

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está interesado en la cirugía.—Pero yo ya le dije que el trabajo no es

propio de un profesional. Si el mero hecho desajar la carne sirve para considerarlo uncirujano, entonces todos los aprendices decarniceros y las personas que portan cuchillosy navajas en Londres deberían venir y hacer unturno en la sala de operaciones.

—Pero la manera en que han sido extraídoslos órganos indica un trabajo más… mucho másclínico. Ahora, si me deja proseguir.

Lo mejor era no intentar rebatir suargumento.

—Por supuesto, inspector. Por favor,continúe.

—El asesino extrae el corazón y lospulmones y resulta que usted es experto en elcorazón.

—Sin ánimo de repetirme…Tarlow me frunció el ceño.—El pañuelo en el que los restos de un

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corazón fueron envueltos llevaba bordadas unasiniciales que podrían coincidir con las suyas.

—¡Había sido mordido por un perro!Parecía más calmado en esa ocasión.—Se lo garantizo, no serviría como prueba

ante un tribunal, pero en conjunto con el restode pruebas el pañuelo ocupa su lugar. Elsiguiente punto de la lista es su interés en lasprostitutas, algo que se tomó grandes molestiasen ocultarme.

—Olvidarme el sombrero no fue muyinteligente por mi parte —admití. No era laprimera vez que el recuerdo de aquel incidenteme mortificaba.

—No, no lo fue, doctor. Tendría que habermetido el sombrero debajo de la cama conusted.

Sabía que había sido un error esconderme.—¿Quiere decir… quiere decir que me vio

allí?Tar l o w, el Terrier parecía satisfecho

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consigo mismo.—La suela de uno de sus zapatos, para ser

más precisos. Pero continuemos.Estaba demasiado avergonzado como para

responder.—Está el cadáver que encontró en la

entrada al nuevo alcantarillado. Unacoincidencia desafortunada, sin duda, pero nopuedo evitar relacionarlo. En cualquier caso, elincidente puso de relieve que el río del que hansido sacados todos los cadáveres no le eraajeno. Por último, pero no por ello menosimportante, desapareció de la ciudad justocuando se encontró otro cadáver. Estaba apunto de emitir una orden de arresto contrausted, pero luego supe que era cierto que supadre se estaba muriendo. Pero la prueba másculminante, si permite que use ese término, esque mientras estuvo fuera de la ciudad no seprodujo ningún asesinato. Y luego, tan prontocomo regresa encontramos otro cuerpo. —

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Apartó la vista de la libreta y se acercó a miescritorio—. Tiene que admitir, doctor, que nopinta nada bien.

Sería el primero en mostrarme de acuerdocon tal afirmación: no pintaba nada bien.

—¿Serviría de algo decirle que yo no soy elhombre que busca?

Tarlow retrajo los labios.—No por más tiempo, no.—Entonces, ¿va a arrestarme?—Por mucho que mi lista lo inculpe,

todavía no es suficiente, no a mi juicio. Sinembargo, hay otras fuerzas de la autoridad quecolgarían sin problemas a un hombre conmenos que esto. Llevo arrastrando este casodurante más de un año y mis superiorescomienzan a hacerme preguntas por no haberhecho ningún avance. Podría echarle a losleones para tenerlos contentos y, quién sabe,usted podría resultar ser el asesino. Pero antela falta de más pruebas circunstanciales, algo

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que tardaré mucho más en encontrar, no voy aarrestarlo.

—¿Por qué me está contando esto,inspector?

—A menos que no dé con algo pronto van aretirarme del caso, y mi sustitutoprobablemente no sea tan imparcial. Dé graciaspor el hecho de que los periódicos solo hayanhablado de un cadáver. Sin embargo, lo harán,alguien hablará, y cuando eso ocurra puedeestar seguro de que volverán a asignarme elcaso. Tan solo estoy siendo franco con usted,doctor. No obtengo resultados, y si no seproduce un gran avance en breve ambosestaremos en problemas.

—¿Cree que soy inocente, entonces?—Yo no he dicho eso. Creo que usted está

relacionado de algún modo. Así me lo indica lalista. Pero no soy capaz de dilucidar cómo. Sisabe algo, algo que pudiera ser de ayuda, lerecomiendo encarecidamente que me lo diga.

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¿Qué iba a decir? ¿Que Brunel había venidoa mí y me había expresado su interés en elcorazón humano no mucho antes de que Tarlowme hiciera su primera visita? ¿Que desdenuestro primer encuentro también me habíavisto involucrado en un asesinato en Bristol?

—No, inspector, lo lamento. No se meocurre nada que pueda serle de ayuda.

—Muy bien, doctor, entonces esperemosque algo ocurra.

Mientras observaba cómo el inspector semarchaba con las manos vacías, me quedó claroque en esos momentos dependía de mí que esealgo ocurriera.

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Capítulo 19

LOS planes para la nueva escuela seguían unritmo continuo y acelerado, y la señoritaNightingale se dedicó en cuerpo y alma a talempresa. Consultó con arquitectos ideas para lanueva instalación; arengó a benefactorespotenciales; pero, además de todo eso, ayudabaen el hospital, así podía supervisar el trabajo delas enfermeras allí y evaluar posiblesnecesidades futuras. Luego estaban lasreuniones con los miembros de la comisión delhospital a las que, de acuerdo con lasinstrucciones de Brodie, yo también asistía.Huelga decir que se trataba de la única mujer dela mesa, ocupada por una docena de ilustres ybarbudos personajes. Pero no me sorprendiócomprobar que al final de la reunión los teníaprácticamente comiendo de su mano; incluso

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aquellos que, al igual que Brodie, no se sentíancómodos tratando con una mujer, acababanuniéndose a la mayoría.

No mucho después se acordó el proyectono solo para una nueva ala, sino para un hospitalcompletamente nuevo, una idea que mesorprendió pero que aun así contó con todo miapoyo, a pesar de que allí yo era un meroobservador sin poder de voto. La medicinaavanzaba a gran velocidad y parecía pocoprobable que un hospital construido cincuentaaños atrás pudiera satisfacer las necesidades delos siguientes cincuenta años. Luego estaba lapoblación londinense, que crecía a velocidad devértigo, lo que añadía más presión a todos loshospitales. Incluso en el nuestro no era raro vera pacientes tumbados en colchones en el sueloo incluso durmiendo en los pasillos.

El resultado de la reunión me satisfizoenormemente, no solo porque prometía unrevolucionario nuevo hospital, sino porque el

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asunto de la escuela se había vuelto tanimportante que sir Benjamin, sin duda, sesentiría obligado a dejar a un lado su aversiónhacia la señorita Nightingale e implicarse, loque a su vez se traduciría en una reducción demi implicación en este asunto.

Había sido un día muy largo y esa noche nopasaría por el club. Las órdenes del doctor erandormir, y mejor si era con una taza de lechecaliente. Regresar a casa andando tampoco eraaconsejable, así que cogí un coche de punto,pero aun así no llegué a casa lo suficientementerápido.

Al meter la llave en la cerradura, la puertase abrió sola y la propia cerradura parecía habersido sacada de su soporte. En ese instante,todos mis miedos surgidos a raíz de mi viaje aBristol regresaron. Metí la mano en el bolsillode mi abrigo para sacar la pistola, pero estabavacío. Tanto había disminuido mi sensación deamenaza que unos días atrás había dejado de

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llevar conmigo el arma de mi padre.Me paré a escuchar pero, al no oír nada, me

incliné hacia delante y cogí el paraguas queestaba en la alfombra del vestíbulo. Con lapunta de metal hacia delante, me deslicé por lapuerta y, tras una breve pausa, entré en el salón,abriendo la puerta de golpe.

Los cajones aparecieron volcados por elsuelo y había papeles desperdigados por elescritorio y libros fuera de las estanterías.Moví las cortinas con el paraguas y,acercándome sigilosamente al armario, tiré deun cajón que estaba medio abierto y mesorprendí de encontrar la pistola aún dentro.Dejé en el suelo el paraguas y cogí la pistola, loque ayudó a calmar algo mis nervios, al menostenía la oportunidad de oponer resistencia. Fueentonces cuando caí en la cuenta de por qué elparaguas estaba en el suelo. Yo lo había dejadoen el paragüero, en cuya base había escondidoel paquete.

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Me maldije a mí mismo por no habermeprocurado un escondite más seguro. El hospitalhabría sido perfecto (había tantos recovecos yranuras que nadie lo habría encontrado), perohabía confiado demasiado en una falsasensación de seguridad, en mi anonimato. Elallanamiento en mi casa y el robo eran unaprueba clara de que mi identidad sí eraconocida por los hombres que habían matado aWilkie.

Una vez hube comprobado que misinvitados ya se habían marchado, cerré la puertay me fui a la cama, dejando la pistola en lamesilla.

Dos días después de que entraran en micasa, a la que siguió una rápida visita delcerrajero, volví a portar la pistola. Y no solo lohabía decidido por el robo: alguien estabasiguiéndome.

Comenzó como una vaga sensación, casi uninstinto animal que me decía que me estaban

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observando; la sensación de que unos ojos mevigilaban cuando bajaba por una calle, cuandocogía un coche, salía del club o metía la llaveen la nueva cerradura de mi puerta.

Incluso llegué a verlo, o al menos esopensaba (asomado en una esquina antes dedesaparecer entre la multitud, o siguiendo mispasos, manteniendo una buena distancia entrelos dos). Una o dos veces intenté burlarlo,echando a correr por una calle para luegoaparecer detrás de él o escondiéndome en uncallejón para verlo pasar. Pero mi sombra eraun pez escurridizo y siempre conseguía zafarsede mí. Es más, mis esfuerzos lo volvieron másdesconfiado, pues una semana o así después deljuego del ratón y el gato desapareció porcompleto, o al menos se volvió más cauto en sutrabajo.

Al estar tan reciente el registro de mi casa,al principio di por sentado que mi perseguidorera la persona responsable del robo del

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paquete. Pero luego recordé a Tarlow, que enesos momentos debía de estar desesperado porarrestar a alguien y que había finalmenteconcluido que seguirme era la única manera deobtener algo más de mí. Incluso se me pasó porla cabeza que Tarlow y sus adláteres policíasbien podían haber entrado en mi casa con laesperanza de encontrar otro bonito pañuelobordado con mis iniciales en mi cajón de laropa interior. Menos mal que el aburrimientode Lily no llegó a más y solo existía unamuestra de sus habilidades con la aguja. Pero,si había sido la policía, ¿por qué se habíanmolestado en llevarse el paquete, un acto quesin duda constituía un robo en toda regla?

La pistola de mi padre podía tener un valorsentimental, pero era demasiado voluminosapara llevarla todo el tiempo y, si iba a tener querealizar más de un disparo, necesitaría máspólvora y proyectiles. Así que para evitarcaminar por ahí con más metal en mi persona

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que un caballero medieval, invertí en unrevólver. Era la mitad de grande que la pistolade duelos y podía efectuar con ella cincodisparos. No resultó barata, pero mitranquilidad mental no tenía precio.

A pesar de tan peculiares circunstancias, laprimavera de 1859 me cogió de lo másocupado en el hospital pues, con Brunel en elextranjero, había poca influencia externa quepudiera distraerme. En claro contraste, la casiconstante presencia de la señorita Nightingalesirvió para garantizar mi entusiasmo por eltrabajo. Sus famosas hazañas en Crimea habíanhecho que se ganara el nom de guerre «LaDama de la Lámpara», y sin duda arrojaba unanueva luz sobre nuestro otrora gris y monótonoedificio. Incluso Brodie se había vistoalcanzado por su afán reformista, aunque tantoella como yo sabíamos que aquel cambio estabatan motivado por la oportunidad de su propioengrandecimiento como por el deseo de

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mejorar. Aunque yo todavía hacía las veces deintermediario entre la señorita Nightingale yBrodie, él había adoptado, como era de prever,un papel mucho más activo en lo que respectabaa la comisión, y había expresado su plenorespaldo a la iniciativa a la junta de la comisióny a quien quisiera escucharlo.

Fue tras una de esas discusiones cuando meinformó de que el club Lázaro iba a reunirse denuevo a finales de abril.

Brunel, de eso estaba seguro, estaríadeseoso de que yo me encargara de las actas ypor ello yo estaba decidido a acudir. Perotambién había, por supuesto, otro motivo paraaparecer por allí, junto con Brodie, Russell,Ockham y los demás: uno de ellos, sin duda,estaba implicado en el asesinato de Wilkie.Todavía desconocía quién y por qué.

Tomé las notas en uno de mis cuadernos,pues Brunel siempre me proporcionaba hojasde papel sueltas. Cual atento profesor escribí

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los nombres de todos los allí presentesmientras los observaba en busca de una miradaacusadora y los escuchaba para captar unaexpresión involuntaria de culpabilidad.

Brodie, como era habitual, fue quienpresentó al orador de aquella noche, mientrasque alrededor de la mesa se sentaron Russell,Whitworth, Ockham, Perry, Catchpole, Gurney,Babbage, Stephenson y Hawes.

Tras una breve interrupción de Babbage, queaprovechó la oportunidad para anunciar lapublicación de su último panfleto, Sobre lasmolestias callejeras, el orador comenzó sucharla. John Stringfellow había fundado laAerial Steam Carriage Company en 1842 ydesde entonces había llevado a cabo numerosaspruebas con aparatos voladores, aunque lamayoría de esas pruebas se habían realizado ensecreto en su fábrica de seda, en Somerset.Originario de Sheffield, ese hombre era unexperto en ingeniería de precisión y esperaba

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poder crear algún día un avión a vapor quetransportara a sus pasajeros a tierras remotas enuna fracción del tiempo que se tardaba con losmedios de transporte del momento. Todosonaba un poco rocambolesco, pero lo ciertoera que se hallaba en el lugar y con la compañíaadecuada. A pesar de ello, su ponencia fue de lomás interesante, y las ilustraciones que portóconsigo de sus aparatos voladores, casiconvincentes. Una de ellas mostraba uncarruaje con ventanas suspendido debajo de unpar de alas que a su vez parecían sujetas por unaserie de palos y alambres. En la parte traserahabía una cola en forma de cometa que, juntocon las alas, le confería al increíble aparato elaspecto de un pájaro de enorme e hinchadoestómago.

Otra de las interpretaciones del artistamostraba un par de hélices giratorias colocadasen la parte trasera de las alas, cuya funciónconsistía en empujar el artefacto por el aire del

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mismo modo que las hélices de un barco lopropulsarían por el agua. Según Stringfellow, ellugar representado en el dibujo era la India,pero bien podía haber sido Egipto, o al menosasí era como me imaginaba yo que sería Egipto.De haberlo sido, entonces quizá Brunel estaríaen algún lugar de la imagen, alzando la vistahacia aquel aparato y preguntándose cómopodría hacerlo más grande. Brunel habríadisfrutado especialmente de la charla delaeronáutico acerca de sus motores de vapor,que habían sido diseñados para que fueranincreíblemente pequeños y ligeros, justo eltipo de cosas que al desafortunado Wilkie tantole habría gustado crear.

Al final de la velada me dolía la muñeca detanto escribir para no perder ripio de nada.Entregado como estaba a mis obligacionessecretariales, lo que requería una granconcentración, concluí que no sería posibleidentificar al asesino compartiendo su

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compañía de aquella manera. También habíaconcluido que la culpabilidad no siempre podíadiagnosticarse mediante la mera observación;no tenía síntomas obvios, como una erupciónque te dejaba la cara llena de bultos comoguijarros o de granos, ni siquiera un tic o unmovimiento revelador.

Por ello, cuando la parte formal de la veladatocó a su fin y nos dispusimos a tomar unabebida, hice mi último intento de escucharatentamente por si alguien se iba de la lengua;cualquier cosa que pudiera servirme de pistapara dar con la identidad de la parte culpable.Pero antes de tener posibilidad de ello, sinembargo, Goldsworthy Gurney vino en mibusca, al parecer sin más motivo que elexpresarme su alivio ante el hecho de queBrodie y yo creyéramos que el cólera sepropagaba por el agua contaminada y no por elaire, pues acababa de diseñar los nuevossistemas de ventilación para las Cámaras del

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Parlamento y se estremecía al pensar quepudiera ser responsable de introducir vaporespotencialmente letales a los ilustres miembrosdel Parlamento.

Sin captar nada fuera de lo normal, me uní alos señores Russell, Perry, Stephenson y lordCatchpole, quienes, junto a Stringfellow,estaban hablando de la gran embarcación deBrunel.

—Ahora van a llamarla Great Eastern —dijo Russell—. Mucho más apropiado queLeviatán, ya que sus predecesoras fueronllamadas Great Britain y Great Western.

—Siempre me pareció un poco extraño —enfatizó Stephenson— que la compañía optarapor el nombre de una criatura de lasprofundidades, un monstruo marino ni más nimenos. Un nombre así es malo para el negocio,si me permiten decirlo. Da la impresión de quela embarcación es una bestia peligrosa eimposible de domar por el hombre.

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Lord Catchpole se echó a reír.—Buena observación, señor. ¡No me

gustaría hacer las veces de Jonás y viajar en latripa de tan enorme animal!

Algunos de los allí presentes se rieron,pero Russell ni siquiera sonrió. El barcollevaba más de un año a flote, pero todavía nohabía podido moverse ni un centímetro con suspropias máquinas a vapor.

—Los camarotes de los pasajeros estánquedando muy bien —dijo, dirigiendo talafirmación hacia Catchpole—. Y también seránmuy lujosos. No puedo decir que apoye talextravagancia pero, si sirve para atraer aclientes con posibles, bienvenida sea.

—¿Y cuántos pasajeros podrá albergarcuando ya esté completamente amueblada laembarcación?

—Tiene capacidad para llevar no menos decuatro mil pasajeros si se utilizan loscamarotes, pero en tiempos de guerra y

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utilizando los salones como alojamiento sepodría llegar a la cifra de diez mil soldados.

—Quizá entonces —irrumpió Whitworth—sea más rentable utilizar el barco para invadirotro país que como buque comercial.

Catchpole le dio un codazo al armador enbroma.

—¿Y si esos soldados fueran armados consus nuevos rifles? No sería un mal negocio,¿verdad, Whitworth? Sin embargo, ¿quién nopreferiría que fuera un crucero de placer?; almenos se puede disfrutar de un güisqui en elsalón y contemplar a las jóvenes mientraspasean por la cubierta.

Los demás rieron, pero bromear sobre lacuestión inicial era casi lo mejor, pues losrumores de una posible quiebra y de la escasezde fondos para financiar el barco no cesaban decircular por la prensa.

—¿Y qué hay de los motores, señorRussell? ¿Cómo va todo?

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—El motor hidráulico de paletas de baborestá muy avanzado y el de estribor no le quedamuy atrás. Sin embargo, todavía falta muchotrabajo con el motor de la hélice. Peroavanzamos a un ritmo constante. Espero poderverlos todos en funcionamiento en un periodode tres o cuatro meses.

En una de sus cartas, Brunel habíaexpresado sus esperanzas de que las pruebas enmar se realizaran en un plazo no superior a lasseis semanas. Sin duda las cosas se habíantorcido en su ausencia.

Ockham, como era habitual en él, semarchó tan pronto como concluyó el acto. Enocasiones anteriores sus prematuras marchastan solo me habían parecido un reflejo de sutimidez pero, a la luz de los acontecimientosrecientes, ese comportamiento era más quesuficiente para levantar mis sospechas. Se mepasó por la cabeza seguirlo pero, tras mi últimaexperiencia en tales menesteres, decidí no

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hacerlo.Para mi sorpresa, terminé compartiendo un

coche de punto con Brodie, pero descarté laposibilidad de que hubiera un motivohumanitario detrás de su invitación en el mismomomento en que me pidió que lo informara deuna reunión que había tenido con la señoritaNightingale aquel mismo día. Lo cierto era quehabía poco que contar así que, continuando mibúsqueda de información, pasé a preguntarle aél.

—¿Quién es exactamente Ockham? —pregunté.

—Me preguntaba cuánto tardaría enplantearme esa cuestión. Tarde o temprano,todo el mundo lo hace.

—Parece un poco… un poco inusual.—Creo que la palabra que está buscando,

doctor Phillips, es excéntrico. Definitivamenteexcéntrico.

—Sus maneras y atuendo chocan

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sobremanera con su situación.—Podría decirse que sí —dijo Brodie, y a

continuación añadió como si tal cosa—: Esvizconde.

—¿Vizconde?Brodie asintió.—En realidad debería llamarle lord

Ockham. Ostenta ese título por cortesía de supadre, el conde de Lovelace. Su abuelo era lordByron.

—¿Lord Byron? ¿El poeta?—El mismo. La residencia familiar es

Ockham Park, en Surrey.—Entonces, ¿qué demonios hace viviendo

como un pobre y trabajando de obrero en elastillero?

—Creo que eso es algo que solo él, o quizáBrunel, podrían explicarle. Hasta donde yo sé,Ockham apareció un día en su despacho y leofreció sus servicios.

—¿Es cierto que fue clave para la creación

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del club Laza… del club?Brodie frunció el ceño.—¿Quién le ha dicho eso?—Whitworth.—Supongo que tiene su parte de verdad.—Un tipo muy extraño —observé.—Excéntrico —me recordó.—Sí, excéntrico —asentí.—Brunel y él comparten una serie de…

digamos, inusuales ideas.—¿Excéntricas?—No. De lo más inusuales. —El coche se

detuvo—. Creo que ya estamos en su casa,doctor. Hay otra cosa que podría decirse de él.Se dijo de su abuelo antes que de él, pero creoque en su caso también podría aplicarse.

—¿De qué se trata, sir Benjamin?—Que es un loco, perjudicial y peligroso

de conocer. Buenas noches, doctor.

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Capítulo 20

HENRY Wakefield tenía unos rasgos muymarcados que no dejaban translucir susagradables modales. Era uno de los ayudantesde más confianza de Brunel y me alegróencontrarlo en el despacho del ingeniero, en lacalle Duke. Era mi primera visita y no mesorprendió descubrir que se trataba de un lugargrandioso, muy en sintonía con la elevadaposición del ingeniero. Los escritorios, lasmesas de dibujo y los arcones de los planoseran todos de lustrada madera noble y a lo largode una de las paredes había una serie decasilleros donde se guardaban cuidadosamentela correspondencia y las notas. Habíaestanterías llenas de libros y diarios y enormescuadros de los dos primeros barcos de Brunel,aunque todavía ninguno del nuevo. Estoy seguro

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de que el ingeniero habría disfrutadoenseñándome algunos aspectos de su trabajo,quizá tras estirar uno de los enormes dibujosque pendían del techo enrollados en unaespecie de rodillos. Sin embargo, en suausencia tendría que tratar con el jovenWakefield, que esperaba pudiera ayudarme dealgún modo a desenmascarar a los asesinos deWilkie.

Solo nos habíamos visto una vez antes, en lafallida botadura de la enorme embarcación,donde había resultado de gran ayuda tras elaccidente en el cabrestante de control. El jovenapartó la vista de los documentos en que estabatrabajando y me saludó calurosamente.

—El doctor Phillips, ¿verdad? Me alegraverlo de nuevo, señor.

—Igualmente, señor Wakefield —respondí,aceptando la silla que me ofrecía—. Me alegraver que el señor Brunel lo mantiene ocupadodurante su ausencia.

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Bajó la vista a una larga lista de números.—De veras que sí. Me ha dejado a cargo del

despacho y, como siempre, andamos un pocoagobiados de trabajo. El puente en Saltash seráinaugurado en dos meses y luego está el barco,por supuesto.

—Me encontré con Russell la semanapasada. Estaba satisfecho con los progresos delbarco.

Los finos labios de Henry esbozaron unasonrisa.

—Estoy seguro de que el señor Russell estámuy aliviado por perder de vista al señor Bruneldurante un tiempo.

—Me imagino que no coincidirán en todo.Wakefield se dirigió a un rincón de la sala,

donde una caldera estaba comenzando a herviren una estufa.

—Es una manera de decirlo. Supongo quetan solo se trata de maneras diferentes detrabajar. Lo que ha ocurrido con el barco es

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que, ya se sabe, muchas manos en el plato… Hasido así desde el principio y lo sigue siendo aúnahora —dijo mientras vertía el agua para el té.

Mientras llevaba la tetera al escritorio,señaló una columna llena de cifras.

—El señor Brunel me dejó una lista decantidades para equiparlo de todo lo necesario.Tan pronto como se marchó, el señor Russellme proporcionó su propia lista con másreducciones. Al señor Brunel no le gustaráenterarse de esto. —Sin duda no le hacía graciaencontrarse en el medio; yo sabía exactamentecómo se sentía.

Todo eso era muy interesante, pero locierto era que no me había dicho nada nuevo.Había sido testigo de primera mano de cómopodían llegar a irritarse entre sí, pero no habíanada raro en aquello; solo había que vernos aBrodie y a mí para atestiguarlo.

—Discúlpeme, doctor —dijo Wakefield derepente—. ¿Hay algo en lo que pueda ayudarle?

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—Eso espero. Doy por sentado que conoceel club al que en ocasiones el señor Brunelacude a la hora de cenar.

Wakefield sonrió de nuevo.—Oh, sí. El club Lázaro. El señor Brunel

disfruta compartiendo nuevas ideas, de eso nocabe duda. ¿Sabía que nunca ha patentadoninguna de sus invenciones? En cualquier caso,espero que algún día me invite. Por lo que mecuenta tiene que ser de lo más interesante.

—Sería un placer verlo allí. Yo soymiembro desde hace relativamente poco. Hagolas veces de secretario.

—Quiere decir que le ha pedido que tomenotas y se encargue de las actas.

Asentí y sonreí cínicamente. Pero lo ciertoera que su respuesta me había satisfecho:Wakefield sabía más de lo que yo habíapensado y eso me ponía las cosas más fáciles.

—¿Le gustaría una taza de té? —preguntó.—Sí, gracias.

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—Odia tener que hacerlo él. Las actas,quiero decir. Cada vez que lo hace se pasa todoel día siguiente quejándose. Pero se queja máscuando el encargado es Russell u otra persona.Si se lo ha pedido a usted, doctor, tómeselocomo un cumplido. No hace muchos, créame.

—Lo haré, gracias. Lo cierto es que lasactas son el motivo por el que estoy aquí. Antesde que marchara al extranjero, el señor Brunelme pidió que las pasara a una letra un poco máslegible. Me dijo que viniese a su despacho y lasrecogiera cuando lo considerara conveniente.

—Ah —suspiró Wakefield—. Me temo queeso va a ser un poco difícil.

Con lo bien que iba todo.—¿Difícil?—No se encuentran aquí —respondió.—Oh.—Alguien se le ha adelantado. Vino por

ellas hará un par de días.Aquello no pintaba nada bien, y mi

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optimismo previo comenzó a escurrirse comola sangre en una herida no curada.

—¿Quién?—Creo que es compañero de usted. Sir

Benjamin Brodie.La desilusión dio paso a algo más serio.—¿Dijo por qué las quería? —espeté con

brusquedad.Wakefield pareció sorprendido.—Solo dijo que quería cogerlas para

leerlas. Es miembro del club, ¿verdad?—Cierto, Wakefield, cierto —dije,

controlando mi reacción exagerada—.Perdóneme, es que he visto a sir Benjamin porla mañana y podía habérmelo dicho y ahorrarmelas molestias.

Wakefield tenía razón después de todo:¿por qué no iba Brodie a querer ver las actas?Tenía tanto derecho como cualquiera denosotros. Quizá solo quería comprobar undetalle para un artículo que estaba escribiendo

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para el Lancet, aunque llevaba algunos años sinpublicar nada.

Independientemente de los motivos deBrodie, no podía ponerlo en mi lista desospechosos, al menos no en ese momento.Pero estaba más seguro que nunca de que lasactas me proporcionarían algunas respuestas.Necesitaba aliados, eso estaba claro, pero antesde poder encontrarlos necesitaba saber quiéneseran mis enemigos.

—¿Visita sir Benjamin a menudo al señorBrunel? —pregunté, deseoso de saber másacerca de su relación médico-paciente—. Elseñor Brunel no parece estar muy bien de salud.

—Tiene sus altibajos, pero últimamente haestado bastante mal. Sir Benjamin mira solopor su bienestar, estoy seguro, pero Brunel nodescansa, se encarga de todos los asuntos. Nole gusta delegar, tiene que supervisar todopersonalmente. Sir Benjamin tuvo que haceruso de todos sus poderes de persuasión para

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lograr que se marchara al extranjero, la únicamanera de que dejara de trabajar. Finalmente laseñora Brunel intercedió e insistió en quesiguiera los consejos del médico.

—Supongo que le habrá visto pasar pormuchas cosas.

—Lo cierto es que sí —dijo el joven.Apartó la lista antes de colocar la taza en elescritorio—. ¿Le ha contado sir Benjamin lahistoria de la moneda?

—¿La moneda? No, creo que no.—Eso fue antes de que yo trabajara con él.

Debió de ocurrir hace diez años. Al parecer, elseñor Brunel estaba entreteniendo a sus hijoscon su truco de magia favorito, haciéndoloscreer que podía tragarse media libra y luegosacarla por la oreja. Prestidigitación, creo quelo llaman. Había realizado el truco muchasveces en Navidades y fiestas de cumpleaños,pero esa vez no salió bien. Se puso la monedaen la boca y comenzó a hablar a su público. Mi

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madre siempre me decía que no hablara con laboca llena y el señor Brunel tenía que haberseguido ese consejo, pues se tragó la moneda.

—Dios mío.—Se la tragó y la moneda bajó, eso fue

todo. Brunel supuso que la naturaleza seguiríasu curso y no pensó más en ello. Peroaproximadamente una semana despuéscomenzó a sufrir terribles accesos de tos. Fueentonces cuando recurrió a sir Benjamin, quese convirtió desde ese momento en su médicopersonal. Bueno, el buen doctor reconoció alseñor Brunel y descubrió que la moneda sehabía alojado en el conducto del pulmónderecho. ¿Cómo se llama esa parte, doctor?

—Bronquio —respondí.—Sí, el bronquio, ahí fue. Recomendó al

señor Brunel que permaneciera en reposomientras consideraba el tratamiento apropiado.El señor Brunel descubrió que si se inclinabahacia delante, la moneda se movía, y que si se

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erguía regresaba a su sitio, lo que le provocabaun nuevo acceso de tos. Y así siguió, con lamoneda en su interior haciendo las veces deválvula, abriéndose y cerrándose en la entradade sus pulmones.

Me llevé la mano a la garganta, imaginandolas molestias que habría sufrido el señorBrunel.

—De lo más molesto, sí —continuó trasver mi reacción—. Unos días después, eldoctor le hizo una incisión en la tráquea eintentó llegar a la moneda con unos largosfórceps que había creado el paciente.

—¿Logró sacar la moneda? —pregunté.Estaba fascinado por la historia.

—No. La intervención le provocó el mayoracceso de tos que había tenido hasta elmomento y el doctor tuvo que parar por miedoa hacerle más mal que bien. La moneda llevabapor aquel entonces más de un mes atrapada ensu interior. Ya era más que suficiente, pensó el

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señor Brunel, así que puso sus conocimientosde ingeniería a trabajar. Esa vez hizo que sustrabajadores construyeran una mesa giratoria.Lo ataron a ella y giraron la mesa de forma quesu cabeza quedara cerca del suelo y sus piesapuntando al techo. Entonces el doctor legolpeó la espalda.

La imagen me hizo reír.—¿Quiere decir que lo sacudió como si se

tratara de una alfombra vieja? Tuvo que serdigno de ver.

—Me imagino que sí —rió Wakefield—.Pero funcionó. Los golpes desplazaron lamoneda y la gravedad hizo que le saliera por lab o c a . ¡Pop! Aquella moneda dorada yreluciente cayó al suelo. La buena noticiacorrió como la pólvora por todo Londres.«¡Está fuera, está fuera!», gritaban. El señorBrunel insistió incluso en publicarlo con todolujo de detalles en un periódico para que si aalguien le ocurría la misma desgracia supiera

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qué hacer.—Ese hombre sin duda ya ha superado con

creces su cuota de situaciones peligrosas —dije mientras recordaba una vez más lashistorias del álbum de Brunel.

Tras despedirme del afable señorWakefield, tomé un coche de regreso alhospital. Después de escuchar la historia de lamoneda y la larga relación entre el ingeniero yel doctor, me convencí todavía más de que sipodía confiar en Brunel podía confiar enBrodie, pero aún no estaba preparado paraponer esa suposición a prueba. Eso me dejabacon un nuevo problema: poder echar un vistazoa las actas sin alertar de ello a su nuevoguardián.

La tarde tocaba a su fin; una demostraciónmás ante mis estudiantes y el día habríaterminado. Mis pensamientos se hallaban enotro lugar, sin embargo, pues estaba tramandocómo apoderarme de las actas que, por lo que

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me había dicho Wakefield, deberían estar en eldespacho de Brodie. El despacho de sirBenjamin no era un lugar al que por lo generalentrara por elección propia, pero conforme misestudiantes comenzaron a abandonar la sala deoperaciones una idea tomó forma en mi cabeza,idea que posteriormente perfeccionaríamientras cenaba en mi club. Poder controlar mipropio destino me hacía sentirme bien.

Al regresar a casa la llave se negó en unprimer momento a abrir, pero tras forcejear unpoco cedió. Colgué mi abrigo y sombrero en elvestíbulo y fui hasta el salón, pues no habíadecidido aún si acostarme al instante otomarme una copa antes de irme a la cama.

Opté por la segunda opción, pero tan prontoentré en el salón caí al suelo, empujado poralguien que había estado esperándome detrás dela puerta. Un pie presionaba mi nuca,manteniéndome inmóvil, mientras el atacanterevolvía en mis bolsillos en busca de algo de

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interés. Una segunda persona estaba sentada enmi butaca favorita, porque tenía un zapato aescasos centímetros de mi nariz.

—Buenas noches, doctor Phillips —dijo elhombre de la butaca de manera deliberadamenteinexpresiva, como si se tratara de una citaconcertada—. ¿Por qué no se levanta y tomaasiento?

El otro hombre apartó el pie de mi espalday una mano tiró del cuello de mi camisa hastaponerme de rodillas. Colocó una silla detrás demí y, cuando vi una pistola en el reposabrazosde mi butaca, decidí no ponerme en pie y tomarasiento tal como me habían sugerido.

Tras observar el rostro estrecho y la barbabien recortada del hombre sentado en mibutaca, eché un vistazo hacia atrás, al hombreque se encontraba junto a la puerta abierta. Lacerró de repente con el pie. Todavía llevabapuesto el sombrero (el colmo de los malosmodales, pensé), pero aquella inconfundible ala

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ancha de su sombrero, junto con el cabellooscuro que le llegaba a la altura de loshombros, me ayudaron a reconocerlo. No habíaduda: mis antiguos amigos habían venido avisitarme. No podía decir con certeza si llevabala pistola que sabía que tenía. Mi propia pistolaestaba en el bolsillo de mi abrigo, en elvestíbulo, y allí tendría que seguir. Miré a mialrededor y encontré cierto consuelo en queesta vez se hubiesen abstenido de revolver todala casa.

—Confío en que hayan tenido un buen viajedesde Bristol —dije, intentando parecertranquilo.

El hombre sentado, que rezumaba autoridad,sonrió.

—Hemos venido más directos que usted.Preferimos venir en tren, mucho más agradableque en barco.

—¿Qué puedo hacer por ustedes,caballeros? —pregunté mientras seguía

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haciendo el papel de anfitrión afable—. ¿Seolvidaron algo en su última visita?

El hombre de la butaca pareció sorprendido.—¿Última visita?—Sí, cuando echaron abajo la puerta de

entrada.Aquel hombre pareció más perplejo todavía

y miró a su compañero. A continuación, trasapoyar la mano en el revólver como pararecordarme quién estaba al mando, dijo:

—¿Dónde está?—Sabe muy bien dónde está. Irrumpieron

en mi casa y se lo llevaron, hará dos semanas.Me apuntó con la pistola a la altura del

pecho, lo que significaba que la conversacióncortés había llegado a su fin. Solo entoncesrecordé el dibujo que guardaba en un librocolocado en la estantería que había detrás de él.Claro, eso es , pensé, el dibujo contiene algúndetalle oculto que el artilugio que tanto lescostó conseguir no les proporciona.

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—Estoy empezando a cansarme de suactitud obstruccionista. A menos que nos lo déen un minuto, dispararé, de eso puede estarseguro.

Tras haber visto el trato que le habíandispensado a Wilkie, no tenía motivos paradudar de él.

—Muy bien —dije. Alcé las manos a modode súplica—. Confío en que no me disparen sime pongo en pie para dárselo.

—¿Dónde está? —preguntó con unadeterminación cada vez mayor.

—Detrás de usted, en la estantería delibros.

Sin apartar los ojos de mí, inclinó haciaarriba la boca del arma para indicárselo a sucompañero.

—Cógelo.Sin responder, el centinela que tenía detrás

de mí fue a las estanterías, donde se detuvo yobservó los lomos de los numerosos libros allí

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dispuestos. Descruzó los brazos y pude ver queno llevaba ninguna pistola en la mano. Cuandohabló solo dijo una palabra:

—¿Dónde? —preguntó.—Dígaselo —me ordenó el hombre de la

butaca.—Tercera estantería desde arriba, el libro

rojo grueso de la izquierda.Estiró el brazo y, tras contar las estanterías

con el índice, puso la mano en el libro que yole había indicado. Lo sacó de la estantería y loobservó un instante antes de pasárselo porencima del hombro a su colega y regresar a suposición original, detrás de mí.

El hombre de la butaca miró el libro queyacía en su regazo, que se había abierto por laspáginas entre las que se encontraba metido eldocumento doblado. De repente pareció muyenfadado.

—¿Dónde demonios está?—¿Dónde? Pues en su regazo —respondí,

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afirmando lo que me parecía una obviedad.Sacó con cuidado el dibujo, como si

temiera que el libro pudiera cerrarse y pillarlelos dedos. Bajó la pistola y desdobló la hoja depapel, dejando que el libro cayera al suelomientras tanto. Solo entonces parecióreconocer lo que le había dado.

—Ah —dijo.Estudió los dibujos durante unos instantes y

a continuación alzó la vista y me miró con malacara.

—¿Dónde están los otros dibujos y, lo quees más importante, dónde está el mecanismoque se trajo de Bristol? —De nuevo tenía lapistola en la mano y el dedo en el gatillo.

—Sabe bien dónde está el mecanismo —insistí. De nuevo, el hombre pareció perplejo.Sin duda tenía que haber alguien más inteligentedetrás de todo aquello y estaba aún por haceracto de presencia—. Usted y su amigo —señalécon el pulgar por encima de mi hombro para

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incluir en mi apenas contenida diatriba alhombre que estaba junto a la puerta— entraronen mi casa, aunque no sé por qué tuvieron queechar abajo la puerta, dado que resulta obvioque saben manipular cerrojos. —El hombreparecía más confuso que nunca. Hablé másdespacio de manera deliberada con la esperanzade facilitarle las cosas—. Ustedes se llevaronel mecanismo. Lo que no encontraron fue eldibujo que tiene en el regazo. Por eso estánaquí, ¿no? Para llevarse el dibujo.

El percutor del arma sonó cuando tiró haciaatrás de él. Me apuntó a la cabeza.

—Escúcheme bien, doctor. No tengo niidea de quién ha podido o no entrar en su casa yrobarle el mecanismo, pero déjeme asegurarleque no hemos sido ninguno de nosotros.Dígame, ¿por qué debería creerme esta historiaque nos está contando? Piénselo bien, señor,nunca ha estado tan cerca de la muerte comoahora. ¿Dónde está el mecanismo?

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Sentí como el poco color que me quedabaen la cara desaparecía por completo. Una vezmi invitado hubo explicado su confusión, erami turno para aclararme.

—Entonces, ¿quién ha sido? —pregunté,aunque la pregunta más bien pareció unapatética súplica de piedad. El dedo del hombreapretó con más fuerza el gatillo—. Estaba en elvestíbulo, escondido en la base del paragüero.Regresé del hospital y me encontré con quehabían echado abajo la puerta y se habíanllevado el mecanismo. —Al no percibirrelajación alguna en su dedo, seguí comobuenamente pude—. Claro, dada nuestrapasada… asociación, di por sentado que habíansido ustedes. ¿Quiere decir que no ha sidousted quien me ha estado siguiendo porLondres todas estas últimas semanas?

El hombre de la butaca negó lentamente conla cabeza. Se acabó, pensé. Pero en vez deapretar el gatillo, puso el seguro y se levantó.

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Dejó el dibujo en la mesa que tenía ante mí. Semetió la mano dentro del abrigo y colocó lapistola en la funda de cuero que llevaba bajo laaxila, y a continuación ordenó al tipo de lapuerta que me vigilara. Quizá, después de todo,iba a dejar que continuara con vida.

—Descríbame el mecanismo —dijo—. Ytenga cuidado, doctor, su vida todavía está enjuego.

Contento por haber examinado el contenidodel paquete antes de que lo robaran, respondícon confianza.

—Lo tiene delante de usted, en el dibujo.Esas son las piezas que estaban en el paqueteque Wilkie me dio.

—¿Piezas?—Sí, piezas sueltas, iguales que las del

dibujo.Pasó la palma de la mano por encima de la

hoja.—¿Me está diciendo que esas son las

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únicas piezas que Wilkie le dio? ¿Solo partessueltas y sin ensamblar?

—Sí, tal como aparecen dibujadas. Algunaseran de acero, pero también las había de cobre.

—¿Y no había más dibujos?—No, eso era todo. Las piezas estaban

envueltas en el dibujo, por eso está tanarrugado.

—Mierda —dijo el hombre de la butacamientras lanzaba una mirada de preocupación asu esbirro.

Ahora todo estaba claro. Todo ese tiempohabían dado por sentado que yo poseía elmecanismo entero, el artilugio completo. Casisin pensarlo les ofrecí una explicación.

—Wilkie me dijo que no era inusual queBrunel le encargara hacer solo ciertas partes.Le proporcionaba los dibujos y lasespecificaciones, pero ninguna informaciónacerca de su uso o una descripción de las partesque encargaba a otras personas.

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—Compruebe el paragüero del vestíbulo —dijo el hombre de la butaca con apremio antesde proseguir con mi interrogatorio—. ¿Sabecuál es el propósito del mecanismo?

—Soy cirujano, señor, no ingeniero. Apartede usted, la única persona que podría decírmeloestá en estos momentos en el extranjero. Dadami situación actual, supongo que la ignoranciaes mucho mejor que saber demasiado.

—Sabias palabras, doctor Phillips. Despuésde todo, puede que sobreviva a esta noche.

El hombre de la puerta regresó.—Nada —informó.—Muy bien —dijo el hombre de la butaca

mientras doblaba de nuevo el dibujo—. Creoque hemos terminado aquí. Ha sido de lo másútil, doctor. Confío en que no sea necesarioque le recuerde que esta pequeña reunión jamásha tenido lugar.

Asentí y luego negué con la cabeza, pues nosabía muy bien cuál era la respuesta correcta.

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Con el dibujo en su bolsillo, el hombre de labutaca siguió al hombre de la puerta hasta elpasillo.

—No salga de casa hasta mañana —dijoantes de que la puerta se cerrara de un portazo.

Tardé bastante tiempo en moverme de lasilla, por no hablar de lo que tardé en salir deledificio.

Tras mi encuentro con los asesinos deWilkie, me había visto obligado a enfrentarme auna serie de desagradables verdades. La primeraera que mi identidad era conocida por ellos. Lasegunda era que también había otra partedeseosa de hacerse con el mecanismo y quehabían logrado al menos algunas piezas de este.Y la última, pero no por ello menos importante,era que había sido amenazado por unos asesinosy, al mismo tiempo, yo era considerado unasesino; una combinación que no deseaba anadie. Dicho esto, no había visto a Tarlowdesde nuestro encuentro poco después de mi

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regreso a Bristol, hacía algunas semanas, y solopodía asociarlo a que no habían salido máscadáveres a la luz, aunque también tenía laesperanza de que sus malditas investigacioneslo hubieran conducido a alguna otra parte(aunque con mi racha de mala suerte eso eraesperar demasiado). Sin embargo, era elmomento de comenzar mi propia investigacióny, aunque no lograra limpiar mi nombre, sí quepodría arrojar bastante luz respecto a laidentidad de los asesinos de Wilkie y el motivode tan atroz crimen.

—El doctor Phillips quiere verlo, señor —dijo Mumrill asomando la cabeza por la puertadel despacho de sir Benjamin.

—Muy bien, dígale que pase —respondióBrodie con aspereza.

Como siempre, estaba enfrascado entrámites burocráticos.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó.Como era habitual, no apartó la vista de los

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papeles de su escritorio, papeles que no eranlas actas.

Aproveché la oportunidad que se mebrindaba para echar un vistazo a la habitación yme situé a un lado del escritorio para que laperspectiva fuera mejor. La cartera de cueroestaba en el suelo, apoyada contra la estanteríaque había tras el escritorio. Brodie se percatóde que aún no me había sentado.

—¿Qué está haciendo? Tome asiento. No lepega tanto protocolo. ¿De qué se trata?

—Un asunto pequeño pero urgente, señor.—Solo entonces alzó la vista—. La señoritaNightingale ha pedido que le escriba una cartaal primer ministro para pedirle una reuniónespecial relativa a la reestructuración que hasolicitado para el servicio de enfermería.

Brodie puso los ojos en blanco.—Gracias, doctor Phillips. Me encargaré

de ello. —Ojalá todas nuestrasconversaciones fueran tan directas , pensé—.

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Dígaselo a Mumrill cuando salga. Dígale quequiero que redacte una carta.

Mumrill salió disparado al despacho de susuperior mientras yo todavía seguía en el de él.La puerta situada entre los dos despachos habíaquedado entreabierta, así que me situé tras elescritorio de Mumrill. Uno de los cajonesestaba parcialmente abierto y un juego de llavescolgaba de la cerradura que tenía en la partedelantera. Agarré con fuerza el manojo dellaves para que no hicieran ruido y saqué lallave de la cerradura. Me detuve un instante paraescuchar lo que acontecía en el despacho deBrodie.

—Espero que considere que el proyectomerece su respaldo…

Brodie seguía dictando la carta, así quecentré mi atención en un armario de caobasituado detrás del escritorio. Busqué en elmanojo la llave que por su forma parecía ser laque encajaba y la metí con cuidado en la

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cerradura. La puerta se abrió y reveló filas yfilas de llaves colgando de ganchos. En algunosganchos solo había una llave, mientras que enotros había dos y tres. Leí las etiquetascolocadas debajo de cada gancho hasta que dicon la llave que buscaba. Saqué una llave de ungancho del que colgaban dos y la coloqué en elgancho que había dejado vacío con la esperanzade que fuera suficiente para que Mumrill no sepercatara de que faltaba una llave. Cerré lapuerta del armario y escuché de nuevo:

—… A la espera de noticias suyas, le saludaatentamente, etcétera.

Devolví la llave a la cerradura del cajón,crucé el despacho y salí por la puerta en elmismo preciso instante en que Mumrillregresaba del despacho de Brodie.

Ya tarde, vi cómo Brodie se marchaba acasa, y me alegró comprobar que no llevabaconsigo la cartera de cuero. A Mumrill, comoera habitual en él, le gustaba aparentar a los

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ojos de su superior que pasaba allí más horas delas requeridas, así que se marchó diez minutosdespués. Otros diez minutos más y me hallabaen el despacho de Brodie, tras haber accedidopor la puerta del pasillo. Los recientesacontecimientos me habían enseñado que unacerradura o pestillo no suponíannecesariamente una barrera para no entrar pero,tras haber tenido que solicitar asimismo losservicios de un cerrajero, también sabía quehabía maneras más sutiles de actuar queempleando la fuerza bruta. Había luz suficienteen la habitación para ver que la cartera noestaba donde la había visto antes, apoyadacontra la pared, detrás del escritorio. Sinembargo, sentí gran alivio cuando la vi encimade una estantería. Me la metí debajo de lachaqueta, escuché pegado a la puerta y, trascomprobar que no había nadie en el pasillo,regresé a mi despacho como si nada.

La cartera, que tenía grabadas en relieve las

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iniciales I. B. K. en la solapa, contenía unimportante fajo de hojas sueltas; algunas deellas, dobladas por haberlas metido en la bolsasin demasiado cuidado, y otras ya estabanamarilleándose. Las saqué y coloqué sobre miescritorio y comencé a echarles un vistazo.Cada hoja tenía una fecha en la parte superior,bajo la cual figuraba una lista de las personaspresentes en la reunión. A continuación habíaun encabezado con el nombre del orador y eltema que iba a abordar. Debajo figuraban lasnotas de su charla o ponencia, cuya extensiónpodía variar desde un par de caras a cuatro ocinco hojas, dependiendo de lo concienzudaque se sintiera ese día la persona encargada detomarlas (eso, y lo interesado que estuviera enla materia). Algunas correspondían a la letra deBrunel y otras a la de Russell y otrosmiembros. Solo había unas pocas con mi letra.Al informe de la charla le seguían anotacionessobre las preguntas y respuestas de la discusión

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posterior. Algunas de las actas, por lo generallas de Brunel, incluían bocetos para ilustraraspectos técnicos, quizá copiados de losdiagramas e ilustraciones empleados por elorador para ayudar a esclarecer el tema.

Las actas se remontaban a cinco años atrás,casi el tiempo que el club llevaba creado,aunque sabía por Brunel que no habíanempezado a tomar notas hasta algunasreuniones después. Tal como Whitworth mehabía dicho, los miembros fundadores parecíanser Brunel, Babbage y Ockham, a los que pocodespués se había unido Brodie.

Ahí estaban: ponencias de algunas de lasmentes más brillantes de nuestro tiempo. El 18de septiembre de 1857, algunos meses antes deque Brunel me arrastrara a mi primera reunión,Henry Gray, aclamado profesor universitario deanatomía en St. George, realizó unapresentación acerca del funcionamiento de losórganos humanos. Poco después se publicó su

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obra maestra, Anatomía de Gray. Yo tenía unejemplar en la estantería de mi despacho conuna dedicatoria del autor en la que me daba lasgracias por mi asesoramiento en algunospuntos. Seguí leyendo las notas por encima y vique Brunel había formulado varias preguntasacerca del funcionamiento del corazón, por loque me pregunté si aquello no habría sentadolas bases para mi invitación. El nombre de unade las ponencias atrajo mi atención. Se tratabad e El romance de la electricidad moderna ,por el famoso inventor Michael Faraday, perocomo no guardaba relación con mi búsqueda noseguí leyendo.

También había presentaciones de gente queme era totalmente desconocida, aunque dabapor sentado que todos y cada uno de ellos eranexpertos en sus respectivos campos. Según lasactas, Joseph Saxton era un caballeroestadounidense que había inventado unamáquina que cortaba los dientes de las ruedas

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dentadas para su empleo en relojes. Lapresentación también había abarcado otrosaspectos de la fabricación mecanizada, talescomo el diseño de tornos e indexación deruedas dentadas (lo que quiera que fueraaquello). Pero lo que realmente llamó miatención acerca de esa reunión era que Wilkiehabía estado presente. Tras haber visto su tienday taller en Bristol, me encajaba perfectamente,y una vez más señalaba al club como el origende mis problemas.

Había una variedad de temas casienciclopédica en las actas, y si alguna vez estasse publicaran supondrían una contribuciónfascinante al empeño científico. No mesorprendería que eso fuera lo que Brodie teníaen mente cuando se apropió de ellas.

Pero no tenía tiempo para cavilar sobre losmotivos de mi superior, pues las actas tendríanque estar de vuelta en su despacho antes de queél llegara por la mañana. Por ello, me

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concentré en hojear las páginas y estudiar suscontenidos. Finalmente llegué a las dosreuniones que me había perdido mientrascuidaba de mi enfermo padre. En la primerahabía sido Gurney quien había hecho unapresentación titulada Los carruajes sincaballos y el uso del vapor como medio delocomoción en las carreteras . No parecía serrelevante para lo que me ocupaba. La segundapresentación, sin embargo, atrajoinmediatamente mi atención, y no solo porquela había hecho Brunel, días antes de marchar aEgipto.

Las personas presentes en la reunión eranOckham, al lado de cuyo nombre figuraba unasterisco que indicaba que había sido la personaque había tomado las notas en esa ocasión,Russell, Catchpole, Whitworth, Perry, Brodie,Babbage, Gurney, Hawes y Stephenson. Llenohasta la bandera, pensé.

El tema de la presentación de Brunel no

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trataba sobre su gran embarcación ni sobre suspuentes, líneas de ferrocarril, túneles ocualquiera de las creaciones por las que eraconocido, sino algo descrito como Laprolongación de la función de los órganosmediante medios mecánicos. La implicaciónde todo aquello me abstrajo un instante hastaque avancé en la lectura de las notas tansatisfactoriamente concretas de Ockham. En sucharla, Brunel esbozaba una propuesta para laconstrucción de un órgano mecánico quepudiera imitar por completo a su equivalenteorgánico. El órgano escogido para tanrevolucionario tratamiento era el corazón y loque seguía a continuación eran páginas ypáginas acerca de cómo podría construirse uncorazón artificial a partir de metal y otrosmateriales.

De acuerdo con la información

proporcionada por nuestros colegas médicos,

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incluidos sir Benjamin y el señor Henry Gray,pero más concretamente por el doctor Phillips,resulta obvio que la construcción de la válvuladoble del corazón humano puede reproducirsemecánicamente. El órgano esfundamentalmente una bomba, una maquinariafamiliar para los ingenieros, y como talfunciona de una manera que es por todosnosotros conocida. Propongo usar un sistemacuádruple de pistones curvados interconectadosque harían la función de las cuatro cavidadesdel corazón, que es la de empujar la sangretransportada por las venas de todo el cuerpohasta los pulmones y, una vez arterializada porestos, hacer que la sangre regrese al cuerpo através de la arteria pulmonar. El prototipofunciona mediante un sistema similar al delmecanismo de relojería, lo que permitirá unmovimiento continuo gracias al rebobinadoregular del muelle motriz.

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Aquello me pareció una locura, una locuraabsoluta. ¿Cómo demonios pretendía conectarunas piezas de metal con los elementosorgánicos del cuerpo humano? De acuerdo connuestra concepción actual de la biología, unapropuesta así era completamente inviable.Cómo deseaba que Brunel estuviera aquí parapoder dejarle las cosas claras. Pero quizá esaera la razón por la que había optado por dar aconocer su mecanismo o al menos su intenciónde construirlo en una reunión en la que yo iba aestar ausente.

Seguí leyendo, no obstante, y descubrí quesir Benjamin había hecho exactamente eso y sehabía negado a participar en un proyectoabocado al fracaso. Al parecer, conforme lareunión fue avanzando, el propio Brunel habíareconocido que, aunque se basara en sólidosprincipios mecánicos, su proyecto erainalcanzable con la tecnología del momento,aunque sostenía que ese déficit se debía más a

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la medicina que a la ingeniería. Sin embargo,aquello no parecía haber evitado que pusiera enpráctica sus ideas y, a pesar de que solo seincluían un par de pequeñas reseñas que noproporcionaban demasiados detalles, no mequedó duda del propósito de las piezas quehabía en el paquete.

Las dificultades de esta operación quedabantambién de relieve por un pasaje escrito en laotra cara de la última hoja. De nuevo, la letra deOckham. Supuse que se trataba de algo queBrunel había dicho durante la presentación:

Los materiales de que dispongo en este

momento apenas si parecen adecuados para tanardua tarea, pero no dudo que tarde o tempranolo lograré. Me he preparado para multitud dereveses; mis acciones se verán incesantementefrustradas y mi trabajo podrá ser imperfecto;sin embargo, cuando pienso en las mejoras quecada día tienen lugar en la ciencia y en la

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mecánica, albergo la esperanza de que misintentos presentes puedan al menos sentar lasbases para una futura consecución.

Posteriormente, en un margen, quizá como

respuesta a alguien con un punto de vista muysimilar al mío respecto a las ideas de Brunel:

No estoy narrando las fantasías de un loco. A las once había transcrito prácticamente el

acta de la presentación de Brunel en micuaderno. Una vez me hube convencido de queya no había nada más que pudiera obtener deaquellas hojas, me dispuse a devolver la carteray sus contenidos al despacho de Brodie. Mepareció que no tenía demasiado sentidoarriesgarme a devolver la llave al armario, puesrequeriría otro ejercicio de distracción. Encualquier caso, se trataba tan solo de una llavesuelta y parecía poco probable que su

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desaparición fuera descubierta en breve y,cuando así ocurriera, no habría motivo parasospechar de mí.

Pedí una tardía pero bien merecida cena enmi club y, mientras me tomaba una copa antesde marcharme a dormir, seguí reflexionandosobre los resultados de una buena noche detrabajo. Además de comprender mejor lahistoria del club Lázaro, ya no me quedaba dudade que el contenido del paquete por el queWilkie había sido asesinado eran partes de esecorazón mecánico. Tampoco me quedaba dudade que Brunel llevaba un tiempo trabajando enaquella idea y que el trabajo de construcciónhabía comenzado algún tiempo antes de supresentación del mecanismo en el club Lázaro.Ya había colocado algunas piezas delrompecabezas, pero sospechaba que tendría queescarbar más en el pasado para llegar acomprender lo que había detrás de todoaquello. Fui a pedir otro brandi, pero en el

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menú del día solo había lecciones de historia.

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Capítulo 21

EL ingeniero llevaba fuera más de cincomeses y aún nada se sabía de su regreso. Podíaestar muy lejos de lo que acontecía en Londres,pero en su viaje Brunel portaba consigo no soloun humeante baúl lleno de puros, sino tambiénla capacidad de dar luz a mis recientesdesventuras.

Había abandonado la idea de ir en su buscacasi tan pronto como se había gestado en micabeza. El telégrafo aún no se empleaba enEgipto, por lo que no disponía de medios decomunicación rápidos, incluso en el caso deque hubiera sabido dónde se encontrabaexactamente. Lo más probable era que hubieseescogido Egipto por ese motivo, pues suscolegas no podrían molestarlo allí y, lo que erade igual importancia, viceversa.

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Los recientes acontecimientos habíanpuesto de relieve que nada menos que dosbandos estaban preparados para tomar medidasdrásticas para hacerse con la creación deBrunel; sin embargo, los más comprometidoscon la causa eran mis amigos de Bristol, quehabían demostrado estar dispuestos a matar porello, mientras que sus competidores hasta elmomento se habían limitado a un simple robo yallanamiento de morada. Resultaba irónico,pues habían sido los ladrones los que se habíanhecho con el premio, aunque yo no acertara acomprender por qué alguien llegaría tan lejospor un mecanismo cuyo propósito estaba lejosde ser logrado. Tras haber leído las actas estabaconvencido de que, cualesquiera fueran losmotivos, sendos grupos incluían a uno o másmiembros del club. ¿De qué otro modo podíansaber de la propuesta de Brunel? A pesar de queel hombre de la butaca me había alertado de queme mantuviera fuera de aquel asunto, había

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convertido en mi misión identificar a quienesse hallaban detrás de esos crímenes para exigirvenganza por Wilkie, a cuya vida habían puestofin de manera tan cruel, así como encontrar eldescabellado artilugio de Brunel.

Puesto que no albergaba esperanzas depoder comunicarme con el ingeniero, mesorprendió recibir una carta suya no muchodespués de haber leído las actas.

Era solo una página, con el membrete delhotel Royal Alexandria de El Cairo, con fechadel 15 de abril de 1859 (tres semanas atrás).

Querido Phillips: Confío en que cuando reciba esta carta se

encuentre usted bien. A pesar de mi receloinicial, el viaje resulta hasta el momento de lomás interesante y casi estoy agradecido aaquellos que insistieron en que lo realizara.Desde el sur de Francia cogimos un barco a

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vapor hasta Alejandría, una antigua ciudadportuaria fundada por el hombre que a la edadde treinta y dos años había conquistado mástierras de las que Napoleón jamás hubierallegado a soñar. La travesía por el Mediterráneofue una experiencia memorable, pues nuestraembarcación fue víctima de una de esasimplacables tempestades que los francesesllaman el mistral. Pero dicen que todo ocurrepor un motivo, y me proporcionó unaoportunidad ideal para evaluar elcomportamiento de nuestro navío en margruesa. Me coloqué al timón y fue necesarioque me ataran al barco para no ser arrastrado alagua. Desde allí pude observar la cabezada y elgiro del navío y medir así la fuerza del viento yel tamaño de las olas. Todo ello mientras mibuen médico estaba confinado en su cama conun ataque de lo que en un principio parecía malde mer, ¡de lo más divertido!

Desde Alejandría navegamos hasta El Cairo,

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desde donde le escribo esta carta. Acabamos deregresar de nuestra expedición por el Nilo, parala cual había arrendado un navío local llamadodahabeah, en el que cabía con bastante holguratodo nuestro grupo. Por desgracia, sinembargo, ese navío no pudo llevarnos a nuestrodestino, pues era incapaz de navegar por lasdiversas cataratas que salpican la cuenca alta detan magnífico río. Pero yo no me rindofácilmente, así que adquirí un barco más fuertee hice que construyeran camarotes (ojalánuestra embarcación se hubiera concluido contanta rapidez). Lo remolcamos y atravesamoslos rápidos hasta llegar finalmente a Luxor,donde pasamos varios excitantes díasexplorando sus monumentos. Allícontemplamos unas vistas impresionantes, ungran templo construido a partir de cientos deenormes columnas de piedra, cada una de ellasdecoradas con los diseños más fascinantes yuna escritura antigua que llaman jeroglíficos.

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Al otro lado del río está Tebas y los vallesmontañosos tras los cuales dicen hay multitudde tumbas de los antiguos reyes de Egipto.

Pero las mayores maravillas se encuentranen Giza, justo en las afueras de la bulliciosaciudad de El Cairo. Las pirámides son de por síuna maravilla, construidas con enormes bloquesde piedra talladas con las herramientas másprimitivas. Para un ingeniero de nuestra épocasupone toda una lección de humildad ver losespléndidos trabajos que el hombre era capazde hacer tantos siglos atrás. ¿Cuánta gente fuenecesaria para mover todos aquellos centenaresde piedras de las canteras y convertirlas enaquellas vertiginosas montañas creadas por lamano del hombre? He aprendido mucho y es miintención estudiar ese mundo de la antigüedadcon detenimiento tras mi regreso.

Por cierto, si está ávido de conversacionesque valgan la pena hasta entonces, deje que lesugiera que vaya a ver al señor Ockham que,

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aunque en nuestras reuniones se muestra untanto reticente, es un hombre fascinante.Lamento no haber tenido la oportunidad depresentárselo como es debido en el club.También puede entregarle a él el paquete deBristol y, una vez más, le doy las gracias porhaberse encargado de ello. Él sabrá qué hacer yse encargará gustoso de todo.

Su amigo,

Isambard Kingdom Brunel ¡Por fin información útil!, pensé. Fue el

párrafo final, que aparentemente Brunel habíaañadido en el último momento, el que sirviópara guiar mi mano y llevarme a poner enmarcha una acción que ya había llegado aconsiderar. Estaba deseoso de encontrarme conel señor, o debería decir, lord Ockham, no paratener una conversación trivial, y mucho menospara hacerle entrega del paquete (si es que

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todavía obrara en mi poder), sino para que mediera algunas respuestas. Lo cierto era que trasleer las actas y sus anotaciones no había sidocapaz de pensar en el artilugio sin que se meviniera a la cabeza tan enigmático personaje. Lapetición de Brunel de que le ofreciera elpaquete a él no había sino reforzado el vínculoentre el hombre y el metal.

A pesar de la recomendación de Brunel,quedaba por ver si podía eliminar a Ockham demi lista de sospechosos. Él mismo habíaescrito que las cosas ocurren por un motivo, yasí parecía haber sido cuando, casi por antojo,lo había seguido meses atrás al astillero, puesahora necesitaba dar con él y sabía dóndebuscarlo.

La botadura había sido una pieza teatral delo más trágica, pero el telón de fondo del barcohacía tiempo que había disminuido y ya serevelaba el río y el horizonte de la costa sur. Laplataforma, sin embargo, seguía allí: cientos de

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tablas de madera, muchas de ellas sosteniendoaún los raíles de hierro por los que laembarcación había realizado su doloroso yaccidentado viaje hacia el mar. Habían sidonecesarios noventa días y la mayoría de losarietes hidráulicos de Inglaterra para echar elbarco al río, y aun así había salido aregañadientes, dejándose finalmente caer alagua cual mujer perezosa a la que han sacado dela cama.

Más de un año después de la botadura noculminada, los restos de tan desesperadaempresa seguían desperdigados por losmuelles; cables y cadenas, toneles rotos y pilasde maderas que otrora habían formado parte delandamiaje que se alzaba a un lado de laembarcación. También estaban los armazonesrotos de varios arietes; la presión de empujarcontra el peso muerto de la embarcación habíareventado sus pulmones. Hacía un año habíagente por todas partes; ese día el astillero y el

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río estaban prácticamente vacíos.Tras las puertas abiertas del astillero, los

únicos puntos de referencia que quedaban eranlos almacenes situados a ambos lados de este, yesperé encontrar de nuevo a Ockham en uno deellos, preparando el hierro o limando acero, olo que quiera que hiciera cuando jugaba a serotra persona. Pero, al igual que el astillero, losalmacenes estaban desprovistos del antiguoenjambre humano.

Uno de los pocos hombres que quedaban enel interior estaba ocupado cerrando con clavosuna caja de madera, pero contestó amablementecuando le pregunté dónde podría encontrarseOckham. Junto con el resto de la mano de obra,había emigrado al barco, donde el ensamblajede los motores y demás instalaciones estaban apunto de finalizar.

—Pruebe allí —dijo señalando a la partemás alejada del almacén, donde en una puertaabierta se perfilaba un grupo de hombres que

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empujaban un carro que portaba más cajastodavía.

Cuando llegué a la puerta, el grupo dehombres había llegado hasta una gradaempedrada desde la que se accedía a unembarcadero de madera. En él había amarradauna gabarra a vapor con más cajas apiladas en lacubierta. El patrón del navío aceptó llevarmehasta el barco y desembarcar con su carga.

E l Great Eastern estaba anclado a pocoscientos de metros río abajo del astillero. Unatercera parte de su casco estaba sumergido, porlo que se podría esperar que pareciera máspequeño en el agua, pero lejos de la ribera elefecto era el contrario. Mientras había estadoen tierra, la embarcación había compartidoescenario con edificios, gente y demás puntosde escala humanos, pero en el río ocupaba unmundo propio y por ello parecía inmensa (amenos, claro está, que a su lado hubiera otronavío). Las cinco humeantes chimeneas se

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alzaban cual enormes y cilíndricas atalayassobre una fortaleza inexpugnable. En la proa ypopa de las chimeneas y en los espaciossituados entre estas estaban los mástiles que,una vez aparejados, llevarían velas suficientespara impulsar el barco en caso de un fallo enlos motores o bien incrementar su velocidadutilizando tanto el viento como el vapor. Habíaseis, y cada uno de ellos tenía de nombre un díade la semana, de lunes a sábado, de proa a popa.Cuando pregunté qué le había ocurrido aldomingo, la respuesta de un miembro de latripulación fue:

—En el mar no hay domingos.Conforme la gabarra fue acercándose,

localicé los puentes de grúas y cabrestantesentre los mástiles y jarcias. En la línea deflotación, otras gabarras y barcazas flotabancual corchos alrededor del casco mientras sucargamento era elevado hasta la cubierta de lagran embarcación. Una enorme rueda dentada,

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similar a aquella con la que había visto aOckham trabajar meses antes, estabasuspendida a medio camino de la pared delcasco, ascendiendo lentamente desde elextremo de dos sólidas y resistentes cuerdas.El trabajo a semejante escala me hizo recordarlos logros de los constructores de pirámidesdescritos por Brunel en su carta. El barco sinduda era un digno sucesor de tan espléndidosmonumentos de piedra.

La gabarra alcanzó una plataforma desdedonde varios escalones de madera conducíanhasta la cubierta. Desembarqué y subí hastaella. Los peldaños quedaban cerca de lasenormes paletas de la rueda hidráulica, que aúnno habían conseguido moverse.

Llegué al final de la escalera, a la cubierta,y una vez más quedé impresionado por eltamaño de todo. La cubierta era tan enorme quedos coches, uno junto al otro, podrían conducira lo largo. Las chimeneas sobresalían de los

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techos de las cabinas situadas en el centro delbarco, que pronto descubriría que no habíansido creadas para pasajeros sino para la cabinadel timón, las dependencias del capitán,compartimentos para animales y vestíbulos paralas enormes escaleras que desembocaban en elinterior del barco.

La cubierta bullía de actividad. Hombres engrupos trabajaban en las grúas, al menos dos delas cuales eran de vapor. Una cargaba cajas a lacubierta y la otra había sido situada sobre unagujero abierto y estaba atareada bajando partesde diversas maquinarias (supuse que para losmotores) al interior del barco. Otros hombresse hallaban pintando las chimeneas y mástiles,colgados de eslingas y cuerdas en el caso de laschimeneas y de las jarcias en el segundo.Supuse que encontraría a Ockham en losmotores, por lo que me dispuse a bajar, pero nohabía avanzado apenas por la cubierta cuandouna voz dijo mi nombre. Inmediatamente

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reconocí el acento escocés de Russell.—Doctor Phillips, qué sorpresa verlo a

bordo.Esbocé una sonrisa y me volví para

devolverle el saludo.—Señor Russell, tenía que haberme

imaginado que lo encontraría aquí. Es un barcoimpresionante.

Russell estaba acompañado por un par deayudantes con gesto nervioso. Uno de ellosestaba escribiendo algo en un cuadernomientras que el otro llevaba unos planosenrollados.

—¿Y qué le trae a bordo, doctor? —preguntó Russell. No había tomado laprecaución de inventarme una excusa, peroRussell me proporcionó generosamente una—.No podía esperar a que Brunel regresara parahacer una visita guiada, ¿verdad?

—Algo así —respondí con toda lafrivolidad de que fui capaz—. Lo cierto era que

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Brunel me había dicho que, en su ausencia, elseñor Ockham me haría las veces de guía. ¿Sabedónde podría encontrarlo?

—En circunstancias normales lo llevaría sinproblemas hasta él, pero en esta ocasión metemo que es algo totalmente imposible. —Sonrió al ver mi gesto de perplejidad y añadió—: Pero puedo enseñarle dónde está. Vengaaquí.

Russell se acercó a la barandilla. Mecoloqué tras él y seguí su mirada hasta el agua,donde había una gabarra de lo más extraña, porlo que deduje que Ockham estaba a bordo.

—No —dijo señalando a las aguas agitadasbajo el brazo de una grúa que se elevaba desdela proa del navío. El puente de hierro sosteníaun pesado cable que, cual sedal de una caña depescar, desaparecía bajo la superficie. Habíaotro cable suspendido de una grúa emplazada enun lateral de la enorme embarcación, no muylejos de donde Russel y yo nos hallábamos.

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—¿Quiere decir que está en el agua?—Sí, está al final de ese cable que sale de la

gabarra.Miró a la grúa de nuestro barco y siguió

hablando:—La cuerda se ha roto y la caja que estaba

elevando ha caído al agua. Lo hemos intentadocon garfios pero no hemos podido cogerla, asíque el intrépido señor Ockham ha bajado en unacampana de inmersión para encontrar la caja enel lecho del río y atarla a una nueva cuerda.

—He oído hablar de la campana deinmersión —dije, recordando que uno de losrecortes de Brunel la mencionaba—. ¿Cómofunciona exactamente?

—Es como una enorme campana de iglesia.Los lados están sellados pero la base estáabierta. Cuando entra en contacto con el agua,la diferencia de presión entre el interior y elexterior mantiene el agua fuera y permitetrabajar en la base durante cerca de media hora

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antes de que el aire comience a agotarse. Esperfecta para trabajos de recuperación comoeste. Pero nunca me verá dentro de una.

—Dios mío, ¿cuánto tiempo lleva ahíabajo?

—Yo diría que media hora.No podía apartar la vista de ese punto, pues

temía que de un momento a otro el cadáver deOckham emergiera a la superficie. Pero elmotor de la grúa de la gabarra volvió a la vida ycomenzó a recoger el cable.

—Aquí sube —anunció Russell cuando lasuperficie del agua comenzó a bullir. La grúasacó del río la campana de color marrón rojizo,balanceándola por encima de la cubierta de lagabarra, donde el agua caía como si alguienestuviera apretando una esponja. Uno de loshombres del barco le hizo una señal al operariode la grúa, que detuvo la campana antes de queel barquero se golpeara con un lado. Ockhamcayó cual recién nacido de la base de su matriz

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metálica a la cubierta de la gabarra, donde unmiembro de la tripulación le dio una manta.Otra señal y la campana descendió hasta unaplataforma de madera. Una vez la campana fuerecuperada, la grúa que teníamos junto anosotros comenzó a funcionar, levantando unanube de humo y vapor cuando la cuerda se tensócual cuerda de arco. Las aguas se abrieron denuevo y se oyeron vítores al reaparecer la cajade madera en el extremo de la cuerda. Encuestión de minutos se hallaba sobre la cubiertade la embarcación, donde rápidamente seformó un charco de agua a su alrededor.

—Habríamos tardado semanas enreemplazar esas piezas —dijo Russell con unasonrisa de satisfacción—. Ahí está su hombre,doctor. Discúlpeme, pero debo marcharme.Como siempre, me espera un día ajetreado.

—Gracias, señor Russell. Le esperaré aquí.—Pero antes de terminar la frase ya se habíaido, avanzando a grandes zancadas por la

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cubierta y gritando a sus ayudantes mientrasestos intentaban darle alcance. Fue un alivioque se marchara, pues todavía figuraba en milista de sospechosos, que se había reducido traseliminar a Ockham.

La pequeña embarcación navegó hasta laplataforma donde yo había embarcado y desdeallí Ockham subió las escaleras con la mantatodavía sobre los hombros.

—Mi más sincera felicitación por su hazañacon la campana de inmersión, señor Ockham.Una máquina con un aspecto aterrador.

Llevaba unos pantalones de piel de topo yun jersey marinero con manchas decombustible y las coderas raídas. No era unatuendo que pudiera asociarse con unaristócrata. Cuando habló, su tono fue muypoco amable.

—Me preguntaba cuánto tiempo tardaría enencontrarme aquí.

—Pensé que quizá pudiera proporcionarme

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cierta información.Cuando pronuncié esa frase caminó a mi

alrededor con la manta a modo de capucha.—Si me disculpa, estoy muy ocupado —

dijo. Echó a andar hacia la puerta más cercana.Fui tras él.—El señor Brunel me envía.Ockham se detuvo.—Pero lleva fuera meses.Saqué la carta de mi bolsillo y la agité

como si fuera un pasaporte y Ockham un agentede aduanas obstruccionista.

—Está en Egipto, disfrutando de unmaravilloso viaje. En la carta dice que deberíabuscarlo a usted y… bueno, dice que le dé elpaquete que recogí en Bristol.

Al escuchar eso se quitó la manta y,colocándosela sobre el brazo, caminó hacia mí.

—¿El paquete?—Sí, el paquete que recogí en Bristol en

nombre del señor Brunel.

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—¿Y va a dármelo a mí?—Eso es lo que dice la carta, pero hay un

problema.Antes de que pudiera continuar, Ockham me

agarró del hombro y comenzó a susurrarme aloído con agresividad:

—¿Qué sabe sobre lo que le ocurrió aWilkie? Dígame, ¿qué es lo que sabe?

Le aparté la mano, di un paso atrás y lerespondí, preso de la ira:

—Wilkie fue asesinado antes de que yorecogiera el paque…

Ockham se llevó un dedo a los labios.—Sshhh. ¿Quiere que todos se enteren de

su implicación?—No estoy implicado —protesté—.

Simplemente estaba recogiendo un paquetecomo un favor a Brunel. Los asesinos deWilkie me persiguieron por Bristol y desdeentonces estoy amenazado. Esperaba que ustedpudiera responderme algunas preguntas.

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—Entonces, ¿no tiene nada que ver con lamuerte de Wilkie? —preguntó Ockham con losojos enrojecidos—. ¿No lo mató?

Tal acusación me enfureció todavía más.—Dios mío, ¿por quién me toma? Su hijo

me ayudó a escapar, por el amor de Dios.Ockham se me quedó mirando un tiempo,

pues no estaba seguro de si estaba diciendo laverdad. Finalmente dijo:

—Será mejor que venga conmigo. Nopodemos hablar aquí.

Lo seguí hasta la puerta, desde la que seaccedía a unas escaleras iluminadas por la luzdel día. Bajamos tres peldaños hasta llegar a unlargo pasillo con numerosas puertas alineadas aambos lados. Nos detuvimos en una puerta conel número 312.

—Son los camarotes de tercera clase —dijo Ockham mientras sacaba una llave delbolsillo del pantalón—. Me dejan usar uncamarote mientras trabajo en el barco. No es

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mucho, pero es mejor que el polvoriento lugarque tenía en el astillero.

Lo primero que me llamó la atención fue unolor empalagoso, que se me metió en las fosasnasales como si de melaza se tratara. Puestoque estaba familiarizado con las propiedadesanalgésicas de las drogas, reconocí al instanteel pegajoso regusto del humo de opio.

Con un mayor conocimiento de Ockham delque tenía un minuto atrás, observé la diminutahabitación en busca de más indicios del secretode su enigmático carácter. Había una estrechalitera a lo largo de una pared que estaba unidacon bisagras, de modo que durante el día podíaplegarse, aunque Ockham parecía preferirusarla como sofá. En la pared de enfrente habíauna mesita, que también podía plegarse si así lorequería la ocasión. En un rincón había uncuenco de metal y una jarra para asearse. Solohabía una lámpara de gas colocada en una pared,sobre la mesa, pero en esos momentos la única

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fuente de luz era un diminuto ojo de bueyvidriado situado en un marco de latón conbisagras. Ni rastro de la pipa que no hacíamucho había utilizado para avivar sus maloshábitos.

El suelo, lo que quedaba de él, estaba engran parte tomado por pilas de libros. Sobre lalitera, más libros llenaban una estantería,fabricada a partir de restos de madera, y queparecía una modificación del ocupante más queparte de las instalaciones estándar delcamarote. Gran parte del espacio restante de lapared se encontraba lleno de papeles. Hojasarrancadas de cuadernos y recortes de planostécnicos desechados. Todo tipo de bocetos dedibujos y notas garabateadas estabanrepresentados en la bonita galería de Ockham.

Al percibir mi interés, Ockham arrancóvarias hojas de la pared y las metió bajo laalmohada. Lo primero que quitó fue el retratode una joven que parecía ser el objeto de su

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afecto y que me resultaba vagamente familiar.Llevaba un abanico en sus manos enguantadas,su pálido rostro girado, labios rosados quesonreían de manera incitante y cabellos rizadosacariciando unos bien definidos pómulos.Aunque solo había echado un vistazo al retrato,al parecer había sido suficiente como paradesatar los celos de mi anfitrión.

Ya con un buen trozo de pared desnuda, medijo:

—Tome asiento. —Y sacó de debajo de lamesa la única silla que había. Él prefirióapoyarse contra el mamparo que había junto alojo de buey—. Enséñeme la carta.

Saqué el papel de mi bolsillo y se loextendí. Desdobló la hoja y, aunque no le hacíani pizca de gracia apartar la vista de mí,comenzó a leerla.

—¿Y el paquete? —dijo después dedevolverme la carta.

—Lo robaron de mi casa hace varias

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semanas. Alguien echó abajo mi puerta,registró todo y lo encontró.

—Lo sé —dijo Ockham con seguridad.—Bueno, entonces quizá podría decirme

quién se lo llevo. Lo único que sé es que nofueron los mismos hombres que mataron aWilkie.

Ockham dio un paso adelante y se agachódebajo de la litera.

—Eso también lo sé —dijo mientrasbuscaba algo. Tras descartar dos libros y variashojas de papel arrugadas, su mano reapareciócon un saco de yute. Quitó algunos libros quetenía encima de la mesa y colocó el saco. Loabrió y sacó la lustrosa cubierta del corazónmecánico de Brunel.

—¡Fue usted! —grité. Me puse en pie y fuia sacar el revólver del bolsillo de mi abrigo—.¡Usted entró en mi casa!

Como un rayo, Ockham cogió algo dellavamanos. Vi el fulgor del acero y al instante

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noté la desagradable sensación de algo muyafilado presionando contra mi cuello.

—¿Ha oído alguna vez hablar de la navaja deOckham? —preguntó en tono amenazador.Puesto que era incapaz de articular palabra,intenté asentir sin mover el cuello—. Bueno,hela aquí. Y si no se sienta de nuevo le cortaréel cuello.

Saqué la mano vacía del bolsillo y me sentéotra vez. Ockham insistió en que colocaraambas manos sobre la mesa mientras élrebuscaba en mi bolsillo para cogerme lapistola. Solo cuando la hubo encontrado apartóla hoja de mi cuello.

—Me llevé el paquete porque creía queusted había matado a Wilkie. Brunel me dijoque le había pedido a usted que recogiera elpaquete, y su llegada a Bristol coincidió con lamuerte de Wilkie. ¿Qué conclusión iba yo asacar de semejante coincidencia? Al parecer,estaba equivocado, y le pido disculpas por ello.

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¿Me permite sugerirle que intentemosaveriguar quién es el responsable?

Me froté el cuello y a continuación memiré los dedos. Me sentí aliviado al comprobarque no tenía sangre.

—¿Cómo se enteró de la muerte de Wilkie?¿Y cómo, por todos los dioses, sabe queocurrió mientras yo estaba en Bristol?

—Un proveedor de Bristol llegó alastillero. Conocía a ese hombre. Las noticiasvuelan. Wilkie era una persona muy apreciada.Y luego estaba la historia acerca de undesconocido que se encontraba allí cuando sedescubrió el cuerpo. Un médico, me reveló.¿Quién más podía ser?

—Comprendo. Brunel se marchó del paísantes de la muerte de Wilkie, por lo que creoque por la carta que me envió podemos dar porsentado que todavía no lo sabe. ¿Ha intentadocontactar con él?

—No sabría dónde enviar la carta. —Se

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encogió de hombros—. Lo único que Brunelme dijo era que iba a Egipto. Al menos ahoratenemos una dirección, pero quién sabe sitodavía sigue allí.

De repente, Ockham pareció un tantoavergonzado por tener la pistola en su mano. Laagarró por el cañón y me la pasó. La metí en mibolsillo como si se tratara de una pipa apagada.

—No sé por qué compré esta maldita cosa.Es la segunda vez que no me sirve para nada.

—¿Segunda vez?—Recibí una visita de los dos hombres

responsables de la muerte de Wilkie. Los vi enBristol y lograron seguirme hasta Londres,solo Dios sabe cómo. Pero, como usted bien hadicho, puede que estuvieran buscando a unmédico. Me apuntaron con una pistola mientrasme preguntaban por el paradero del paquete.

—¿Y?—Digamos que les contrarió saber que

alguien se lo había llevado. Al menos ya puede

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dejar de seguirme. Supongo que me está bienempleado: una vez…

—¿Qué quiere decir? —preguntó Ockham,interrumpiendo mi confesión—. ¿Seguirlo? Yono he hecho tal cosa.

Puesto que no había motivos para dudar deél, no insistí. Ockham también parecía tenerotros asuntos en mente y, mientras cavilabasobre la información que le habíaproporcionado, se sentó en el borde de la litera.Mientras él pensaba, observé másdetenidamente el objeto, supongo que en partepara distraerme del peliagudo asunto de laidentidad de mi perseguidor. Ya no había piezassueltas en el interior, el mecanismo había sidoensamblado.

—Bonito, sí, pero aún no está terminado —dijo Ockham, que me observaba cual padreprotector que desconoce las intenciones de undesconocido para con su hijo.

Sí que era una preciosidad, parecía más una

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pieza de joyería que de ingeniería. Corría elriesgo de que, tan solo con mirar a sureluciente superficie, mis dudas racionalesacerca de la factibilidad del artefacto quedarancegadas.

—He leído las actas, sé lo que estánintentando construir.

—Nunca pretendimos que fuera un secreto.Pero luego Wilkie murió, y ahora me dice quelo han tenido a punta de pistola. Resulta obvioque alguien lo desea de veras. Así que, aquíestá: la máquina más pequeña de Brunelescondida a bordo de la más grande.

—Yo diría que la parte inferior de su literaes tan segura como mi paragüero, y mire lo queocurrió.

—Tendremos que llevarlo a otro lado. Peroha sido de lo más útil trabajar aquí. Incluso hepodido construir algunas piezas en el taller. Losdemás dan por sentado que estoy haciendo algopara el barco.

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—Dice que aún no está terminado. ¿Cuántoqueda por hacer?

—Bastante. Hay que cambiar el ensamblajecompleto de la válvula y todavía estoyesperando que envíen algunas partes que soyincapaz de fabricar.

—¿Como las que encargaron a Wilkie?—Sí, el mismo principio: un especialista de

Sheffield.Le expliqué que lo único que había sacado

en conclusión de la visita de mis dos amigosera que esperaban que Wilkie, y posteriormenteyo, tuviéramos el artilugio entero, finalizado,no solo unas partes. Su información no eracorrecta y habían matado a Wilkie sinnecesidad, por lo que dudaba mucho que fuerana cometer el mismo error de nuevo. Mientrasnuestros adversarios creyeran que el corazónseguía sin terminar, existía la posibilidad deque nos dejaran en paz, y solo nos atacarían denuevo cuando supieran que su botín estaba listo.

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Ambos estuvimos de acuerdo en que lafuente de esa información, y por tanto elcerebro detrás de todo aquello, era un miembrodel club, y que podíamos beneficiarnos de esedato.

—Contésteme, Ockham —dije mientrasobservaba otra vez la pequeña habitación y mepreguntaba de nuevo por la aparentementeirresistible atracción del artilugio de Brunel—.¿Qué trae a un vizconde a… a este lugar?

—Veo que alguien le ha hablado de milinaje. —Cogió el corazón y se sentó en lalitera.

—Sir Benjamin me comentó que usted erael nieto de lord Byron.

Ockham se echó a reír.—De hecho me llamo como él, Byron

King-Noel, segundo vizconde de Ockham.—Un poco difícil de pronunciar.—Cierto —respondió Ockham con cierto

deje de amargura—. Prefiero ser un simple

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señor.—Todavía no ha respondido a mi pregunta.Ockham miró al lugar donde se encontraban

sus libros.—Lo cierto es que todo se debe a mi

querido abuelo. ¿Ha oído alguna vez hablar deMary Shelley?

—¿La escritora?—Era una íntima amiga de mi abuelo. Hace

cerca de cuarenta años estaban pasando untiempo juntos en Suiza, en el lago de Ginebra,junto con su marido, Percy Shelley. Tambiénhabía un médico allí, un tipo llamado Polidori.Bueno, en una tarde lluviosa y aburrida, miabuelo sugirió que cada uno de ellos escribierauna historia, pero no una historia cualquiera;tenía que ser macabra, una historia defantasmas. —Mirándome con suspicacia, paróde hablar y me preguntó—: ¿Seguro que no sesabe la historia? Es bastante conocida.

Negué con la cabeza y le aseguré que era

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nueva para mí. Satisfecho con mi respuesta,prosiguió:

—Bueno, la idea para la historia de Marysurgió de un sueño, o mejor debería decir deuna pesadilla. Su historia impresionó tanto a losdemás que posteriormente la amplió a unanovela.

—¡Frankenstein! —grité triunfal alrecordar por qué me había resultado familiar elnombre. En ese mismo instante agradecí a mipadre que en mi casa los libros no hubiesensido algo desconocido.

Ockham asintió.—¿Lo ha leído? —Negué con la cabeza de

nuevo—. Debería. Después de todo, usted es unanatomista. —Se dirigió hacia los libros quehabía en el suelo—. Tome este ejemplar. Leresultará una lectura muy interesante. Mi madreme lo leyó por primera vez cuando era un niñoy desde entonces no ha dejado de fascinarme.Cuenta la historia de un médico, muy parecido

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a usted, que crea un ser vivo de los restos de unmuerto, creando vida a partir de la muerte.

—¿De ahí su interés en el corazónmecánico?

—Imagínese —dijo, ya mucho más animado— poder crear una nueva vida o prolongar laanterior mediante una intervención mecánica.El corazón solo sería el principio; llegará untiempo en el que podamos reemplazar cada unode los órganos con su equivalente artificial.

—Disculpe mi pesimismo, pero no hayforma alguna de que eso ocurra, no si nosbasamos en nuestros conocimientos actuales.Sería como caminar por ahí con una bala decañón en el pecho.

—Muy cierto, pero ese no es motivo parano allanar el terreno para el futuro, para nointentar mejorar nuestro conocimiento sobrelas posibilidades médicas y mecánicas. —Hablaba con un fervor casi evangélico. Susmanos se movían como las de un predicador en

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mitad de su sermón.—¿De ahí el club Lázaro? ¿Para reunir a

ingenieros y científicos e intercambiar ideas?Ockham asintió.—Bueno, así solía llamarlo Brunel, hasta

que ese inflexible y rígido de Brodie recalcóque ya corríamos el riesgo de desatar la cólerade la Iglesia sin usar un nombre tan incendiario.Tenía razón, por supuesto: generaríamos grancontroversia si alguien, digamos de creenciasmenos progresistas, se enterara de que estamosintentando interferir en la voluntad de Dios, oincluso jugando a ser Dios.

—¿Eso es lo que hacen? ¿Jugar a ser Dios?—¿Dónde iba Brunel a enfocar su

genialidad tras triunfar en todos los demáscampos de la ingeniería? Pero las cosas hancambiado desde entonces. Brodie siempre haestado interesado desde un punto de vistaexclusivamente académico. Por cierto, creeque estoy loco. —Puede que no le falte razón,

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pensé—. Bueno, es igual —prosiguió—, lacuestión es que cada vez más gente era invitada,tanto en calidad de miembros como deoradores, y el club no tardó mucho enconvertirse en una tertulia de todo tipo denociones. Fascinante, sí, pero una versiónmucho más edulcorada de nuestra intenciónoriginal.

No sabía muy bien si admirar la previsiónde Ockham o sentir lástima por su locura, perosospechaba que había algo más que el hecho deque su madre le hubiera leído una historia defantasmas cuando era niño.

Independientemente de cuáles fueran susmotivos, todo apuntaba a que finalmente habíaencontrado un aliado, y por ello estabaagradecido. Gracias a sus revelaciones, porprimera vez en semanas tenía la sensación deno estar trabajando solo y a oscuras.

La conversación retomó asuntos másinmediatos. Discutimos brevemente cómo

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proceder en nuestro esfuerzo conjunto pordesenmascarar a los asesinos de Wilkie. Perohabía un doble juego en más de un sentido, puessi queríamos sobrevivir, primero tendríamosque distraerlos de la búsqueda del corazón. Conel plan ya trazado, Ockham me acompañó a lacubierta.

Tenía una cosa más que decirle antes debajar los peldaños que me llevarían a la gabarraque me esperaba.

—Que la explicación más sencilla siemprees la más probable.

—¿Disculpe? —dijo Ockham, perplejo pormi afirmación.

—El principio de la navaja de Ockham.—Por supuesto que lo es —dijo con una

sonrisa—. Y esperemos que se aplique anuestra situación.

Quería creer que estaba en lo cierto pero,desde el lugar en que nos encontrábamos, lodudaba.

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Capítulo 22

TRAS la experiencia de nuestra últimaexcursión del club Lázaro, cuando un encuentrocercano con un cadáver había acortado lareunión y también me había causado seriosproblemas con Tarlow, lo más lógico erapensar que nunca más se volvería a intentar talcosa. Pero ahí estábamos, en una ladera, en losDowns del norte, en Kent. El objeto de nuestrasatenciones se encontraba encima de nosotros,en la cumbre, con el morro apuntando a la tierray la cola en forma de abanico desplegado alcielo. Stringfellow había decidido finalmentesalir del entorno seguro de su fábrica y laspruebas a puerta cerrada para intentar soltar alaire libre uno de sus modelos a gran escala. Nosolo eso, el artefacto iba a llevar a un hombre,o un piloto, tal como había descrito al joven

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flacucho que se había presentado comovoluntario para tal menester. Escuchar aStringfellow hablando de lo que esperaba lograrcon sus aparatos voladores era una cosa (nadiesalía herido por mirar el dibujo de una máquinasobrevolando la India), pero eso era algototalmente diferente.

—Por lo que veo, Stringfellow no tieneintención de montar en esa cosa —comentócon sorna Hawes mientras observaba como elinventor daba instrucciones al escuálido joven—. Pero si llega a funcionar —prosiguió—,cambiará el mundo para siempre. —Se volvióhacia lord Catchpole, que estaba junto a él—.Imagínense, se podrían lanzar bombas desdeellos. Cambiaría la manera de combatir en lasguerras.

—Quizá haya algo aquí para usted, señorHawes. ¿Le ha enviado el Ministerio paraobservar lo que acontecerá hoy?

Hawes resopló.

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—Dios mío, no. Esa cosa no va a levantarseni tres metros del suelo, al menos no sin mataral piloto.

—Pronto lo veremos —dijo undesapasionado Catchpole mientras el pilotointentaba meterse en la máquina. Stringfellowsostenía el armazón ligero y recubierto de telamientras el joven se encaramaba a él y metía lacabeza y los hombros por una abertura a la queposteriormente se sujetaría con una correa.

—Dios mío, va a pilotar esa cosa —dijoHawes.

Sus piernas y pies parecían ya parte de lamáquina, y el piloto forcejeó con la brisa paramantener en equilibrio las alas mientrasStringfellow y un ayudante movían a pulso elartefacto (que no dejaba de zarandearse) y suocupante hasta la posición del despegue, justoen el borde de la cresta de la montaña.

Stringfellow gritó y el piloto comenzó acorrer mientras sus ayudantes trotaban a ambos

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lados, sujetando aún las alas. Cuando llegó alborde, los pies del piloto dejaron de tocar elterreno y, dado que la máquina comenzó aelevarse, tuvieron que soltar la carga. El pilotosoltó un grito, aunque no sabría decir muy biensi fue un grito de emoción o de miedo. Elmorro del aparato se elevó y la cola se golpeócon el suelo antes de elevarse también en elaire. El piloto, con las piernas colgando, siguióascendiendo. Hawes se quitó el sombrero y loagitó a modo de saludo.

Quizá el viento cambiara de dirección ohubo un problema con la máquina porque, casiinmediatamente, se desvió de su trayectoria ycomenzó a virar hacia nosotros. Whitworthestaba a mi lado y fue el primero en percatarsede que corríamos peligro.

—¡Cuidado, Phillips! —gritó antes dequitarse el sombrero y agacharse.

El aparato se dirigía hacia nosotros,perdiendo altura conforme caía en picado hacia

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la pendiente. Siguiendo el ejemplo deWhitworth, me tiré de rodillas. Las alas semovían de un lado a otro, y hubo un momentoen el que los pies del piloto volvieron a tocartierra. Corrió durante un instante antes de quelos pies volvieran a elevarse y pedalearan unbuen rato en el aire. Hubo gritos deconsternación entre los hombres que tenía amis espaldas cuando aquella sombra pasó sobrenosotros cual murciélago. Me volví y vi que elpie izquierdo del piloto le había quitado elsombrero a Russell de la cabeza. Otros setiraron al suelo, varios de ellos boca abajo, conla cara hundida en la hierba.

Por fortuna, el sombrero de Russell fue laúnica baja. El aparato pasó por encima denuestras cabezas y comenzó a ascender denuevo. El destino del piloto, sin embargo,estaba aún por decidirse, y observé como elaparato (tras recuperar la altitud perdida)arrastraba consigo al hombre. Cuando alcanzó

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la base de la ladera, a unos cientos de metrospor debajo de nuestra posición, la máquinaestaba al menos a seis metros del suelo y derepente giró bruscamente y el morro volvió aapuntar a la ladera. Durante un instante parecióque el aparato iba a regresar a la ladera, peroentonces el extremo de un ala tocó el suelo ycomenzó a dar vueltas hasta detenersebruscamente. El piloto salió disparado de lascorreas, rotas, y aterrizó a cierta distancia delos restos siniestrados.

Mientras mis gruñones compatriotas seponían en pie y se estiraban el traje, yo bajécorriendo la pendiente con mi maletín sin sabersi a los pies de esta habría un hombre vivo alque poder atender. Para mi sorpresa, el pilotoestaba de pie y cuando me acerqué parecía casitan sorprendido como yo de estarprácticamente de una pieza. Insistí enexaminarlo y solo tenía un leve esguince detobillo y una brecha en la ceja. El aparato, sin

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embargo, no había salido tan bien parado, puesuna de las alas se había rasgado y separado delresto del armazón. En beneficio deStringfellow debo decir que se preocupó delestado de su piloto antes que de los restos desu aparato siniestrado. Hawes y Catchpolefueron los primeros del grupo en llegar allugar, seguidos de cerca por Ockham yBabbage. Russell fue de los últimos en llegar yparecía más preocupado en recuperar la formaoriginal de su sombrero que en el lugar delaccidente.

—Ha volado —dijo Hawes, claramenteimpresionado—. Esa maldita cosa ha volado.

—A su manera, pero ha volado —añadióCatchpole.

Stringfellow se acercó de nuevo a su pilotoy le preguntó por el vuelo, sin duda deseoso deencontrar la causa de lo que a todas lucesparecía haber sido una pérdida total del control.El aparato podía haber terminado en un montón

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de restos retorcidos, pero no se podía negarque la prueba había sido un éxito parcial.

El plan original había sido almorzar en unataberna local, pero Charles Darwin, que vivíacerca y se había enterado de nuestra presenciaen la zona, nos había enviado un mensajero parainvitarnos a su residencia. La invitación fueunánimemente aceptada y así nos dispusimos apasar una agradable y soleada tarde.

Down House tenía numerosas ventanas, casidemasiadas, en sus brillantes paredes blancas.Con el tiempo se habían añadido varias alas,incluyendo media torre hexagonal, a lo que enun principio había sido una sencilla casageorgiana. El encanto del lugar residía en suenorme jardín, donde los senderos estabanbordeados de flores y arbustos de todas partesdel mundo (muchos de ellos, explicó Darwin,los había portado consigo de sus viajes alextranjero). Tras salir a saludarnos, nuestroanfitrión nos enseñó aquel vergel. Mientras

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paseábamos por allí nos informó de que solíareflexionar mientras caminaba por el jardín ose ocupaba de las flores. De hecho, sus formasdiversas le habían servido de inspiraciónmientras desarrollaba su teoría de la evolución.

Me quedé un poco rezagado y me uní aBabbage que, por una vez, parecía contento porentablar una conversación racional (y tambiénfue de lo más esclarecedora). Pero, como quizádebería haber esperado, Darwin no perdió eltiempo y fue en mi busca para describirme susúltimos síntomas. En esos momentos parecíaconvencido de que el origen de sus diversasenfermedades se encontraba en la picadura deun mosquito durante su estancia en Sudamérica.Estaba completamente convencido de laprecisión de su diagnóstico, pero yo no pudeevitar concluir que sus numerosos síntomaseran, con mayor probabilidad, resultado de unapredisposición nerviosa. Esta teoría resultó delo más convincente cuando empezó a explicar

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lo violento que se sentía por la controversiaque su teoría había causado.

—Apenas si he podido abrir un periódicodesde mi presentación en la Royal Society —dijo mientras nos uníamos al resto del grupo.Su descripción de los rudos ataques por partede los miembros de la Iglesia me recordó a laInquisición española.

—Muy desafortunados, sí —recordóBrodie que, al parecer, apenas había logradomantener el orden, a pesar incluso de laautoridad que conllevaba ser el presidente de lasociedad. No podía imaginar tal cosaocurriendo en el club Lázaro (obviando losarrebatos ocasionales de Babbage, claroestaba). Sin embargo, el jardín sí que resultóser un lugar tranquilizador para Darwin, pues nomucho después la conversación se centró en elpapel que los extractos de plantasdesempeñaban en la medicina.

Tras completar la visita a sus jardines, nos

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congregamos bajo una especie de toldo decristal situado a un lado de la casa, donde nossirvieron té y sándwiches y pudimos seguirdisfrutando de la tranquilidad del jardín. Comocabía esperar, pronto volvimos a hablar delvuelo. Por desgracia, Stringfellow no seencontraba con nosotros en ese momento paraunirse al debate acerca del futuro de losaparatos voladores, pues había preferidoquedarse para supervisar la recogida de losrestos de su prototipo. La máquina tripuladahabía volado, de eso no cabía duda, al menosdurante un breve espacio de tiempo, pero notodos estaban impresionados.

—Si Dios hubiese querido que el hombrevolara, le habría dado alas —proclamó elcascarrabias de Babbage, aunque si noshubiésemos tenido que atener a sus zapatospara caminar sobre las aguas, él tampoco habríaquedado muy lejos de la blasfemia. Tras hacertal afirmación, siguió examinando los

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contenidos de varios sándwiches,presumiblemente para intentar dar con uno quese adecuara a su sensible paladar.

—Sin duda tendrán que ser más duraderosque los proporcionados por Stringfellow —comentó el siempre pragmático Gurney.

—¿Qué opina, Darwin? —preguntó Brodiequien, para mi sorpresa, parecía haberdisfrutado de la mañana en la colina.

Darwin esperó a tragar el salmón ahumadoantes de ofrecer una respuesta.

—No existen pruebas que sugieran algo asíen nuestra línea evolutiva. Creo que los pájarosque contemplamos hoy en día han evolucionadocon toda probabilidad de los lagartosprimitivos, y se trata de una opinión compartidapor mi amigo el señor Huxley. Deberíainvitarlo algún día a su club, sir Benjamin. Alprincipio tardó un poco en aceptar mis ideas,pero se trata de un tipo fascinante y muy buenorador. —Brodie asintió ante tal sugerencia—.

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Pero, una vez dicho eso —prosiguió Darwin—,por lo que me cuentan del aparato del señorStringfellow, parece factible que nuestrasespecies puedan volar algún día, no porqueevolucionemos hasta desarrollar alas, sinocomo resultado de nuestro propio ingenio, yeso obviamente será consecuencia de nuestroavanzado estado evolutivo.

—Una interesante observación —dijoCatchpole que, debido a la falta de sillas, estabade pie, al igual que yo—. Pero ¿a qué nosreferimos cuando hablamos del «hombre»? Nocabe duda de que no se puede considerar a todala raza humana como una única entidadcompuesta de individuos del mismo nivel.¿Acaso algunas de nuestras especies, y aquí nosincluyo a nosotros, han avanzado sobremanera,mientras que una amplia mayoría no?

—No sé dónde quiere llegar, lordCatchpole —dijo Darwin, aunque yo estabaseguro de que había entendido perfectamente lo

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que Catchpole había sugerido.—Bueno, henos aquí, un grupo pequeño,

selecto, discutiendo sobre algunos de losaspectos del ingenio humano mientras que a lamayoría de la población lo único que lepreocupa es de dónde van a sacar su próximacomida.

—Puede ser, pero sin duda un industrialcomo usted debería saber que la disparidad sedebe a factores económicos y sociales y no aque algunas personas se encuentren en una ramamás baja del árbol filogenético.

Si lo sabía no quería admitirlo.—Dudo mucho que esos factores sean

suficientes para explicar por qué una clase esde una naturaleza superior a otra, por qué unaraza permite ser esclavizada por otra.

—¿He de entender que se refiere a losesclavos africanos que recogen algodón enEstados Unidos?

—Entre otros, sí.

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Whitworth parecía estar a punto de deciralgo, pero yo me adelanté.

—Señor, con todo el debido respeto, laesclavitud es una abominación y sus intentos delegitimarla valiéndose de las teorías del señorDarwin me parecen de muy mal gusto.

Vislumbré cierto desdén antes de queCatchpole me respondiera en su tono normal ycomedido.

—Tan solo estaba usando la teoría del señorDarwin para advertir que la evolución es tanresponsable de lo que hacen los hombres, seavolar o tener esclavos, como de que los pájarostengan plumas y alas.

Darwin frunció el ceño y sus cejas searquearon hasta parecer un par de orugaspugilistas.

—He de mostrar mi acuerdo con el doctorPhillips cuando dice que está malinterpretandomis ideas, lord Catchpole, aunque estoy segurode que usted no será el último en usar mi teoría

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de la evolución para supeditar una raza a otra.He abierto la caja de Pandora, de eso sí queestoy seguro. Ahora, si me disculpan,caballeros, estoy un tanto irritado y me gustaríadescansar.

—Bien dicho, Phillips —susurró Ockhammientras ambos observábamos como Catchpolese dirigía a los carruajes.

—¿Cree que es nuestro hombre? —pregunté.

Ockham negó con la cabeza.—Puede que carezca de compasión, pero

eso no lo convierte necesariamente en unasesino. Si así fuera, entonces la mayoría de lagente que conocemos ya habría sido ahorcadaen Newgate.

Tenía razón.—Supongo que no hay sitio para la

compasión cuando se dirige un imperio comoel suyo.

—Como suele decirse, un buen corazón no

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da dinero. Quizá Darwin necesite evolucionar yque su piel se curta más ante los ataques que leesperan.

Intenté reír, pero no podía reponerme de ladesilusión de estar tan lejos de descubrir laidentidad del asesino de Wilkie.

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Capítulo 23

LA señorita Nightingale se encontraba en midespacho, donde para mi sorpresa acababa depermitirme que la llamara Florence, aunque alinstante había amenazado con retirarme talprivilegio cuando sugerí acortarlo a Flo. Suedicto también vino con la advertencia de queno podría llamarla así cuando estuviéramos encompañía.

—Y usted me llamará George —le dije.No era casualidad que aquello coincidiera

con la llegada de muy buenas noticias.—¡Quieren construir una nueva estación! —

había anunciado Florence mientras agitaba conla mano la carta de la Charing Cross RailwayCompany. La razón de que dicha propuestafuera recibida con tal regocijo se me antojó unmisterio al principio, pero después me explicó

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que la compañía quería construir la estación enel emplazamiento del hospital, pero solo trasadquirir el terreno por un precio más querazonable—. ¡Podremos construir un nuevohospital! —dijo, llena de emoción. Le cogí lacarta y la leí. Sin duda aquel dinero serviría paracumplir su sueño.

—El progreso llama al progreso —dije—.Ya no tendremos que ir con la gorra en la mano,rogando un penique allí y otro allá.

Nuestra conversación se vio interrumpidapor un golpe en la puerta, seguido de la entradade William. La verdad fuera dicha, no parecíaincómodo por interrumpir mi reunión conFlorence, que con su llegada se habíaconvertido de nuevo en la señorita Nightingale,aunque él habitualmente se dirigía a ella con un«señora» casi regio.

—Sir Benjamin está con ganas de pelea; hadesaparecido una llave del despacho deMumrill —dijo mientras cerraba la puerta tras

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de sí.—Parece que nuestro amigo Mumrill ha

descuidado sus funciones —respondí,plenamente consciente de que no haberdevuelto la llave iba tarde o temprano a traerconsecuencias.

William me miró con complicidad.—El jefe está de muy mal humor. Será

mejor que se aparten de su camino.—Gracias por la advertencia —dijo

Florence—, pero creo que las noticias quetenemos para sir Benjamin le harán poner lascosas en perspectiva.

—Ojalá sea así —dijo William mientras sedisponía a marcharse—, pero si yo fueraustedes me mantendría lejos de él el resto deldía.

Brodie dio con nosotros no mucho después.Mumrill estaba muy nervioso y a mi yodespiadado le satisfizo saber que casi con todaprobabilidad la culpa de la llave extraviada

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recaería sobre él. Sin embargo, tal comoFlorence había predicho, Brodie se mostró delo más interesado por las nuevas noticias, ytodos coincidimos en que debería celebrarsetan pronto como fuera posible una reunión conlos potenciales compradores. Tras la marcha deBrodie, Florence y yo volvimos a nuestrotrabajo, que en mi caso giraba en ese momentoen torno a un cadáver que tenía en la mesa dedisección.

La siguiente reunión formal del club Lázarose celebraría dos días después, y yo habíaacordado con Ockham que, a pesar de no haberlogrado nada hasta el momento, ambosacudiríamos con la esperanza de captar el másleve indicio de la identidad de los asesinos deWilkie, pero esa vez teníamos otro propósitomás. Tras concluir que los asesinos estabanmás que al tanto del interés del vizconde en elmecanismo y que, en esos momentos, yasabrían que obraba en su poder, solo sería

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cuestión de aguardar a su siguientemovimiento. Nuestra esperanza, por tanto, eraganar algo de tiempo convenciendo a nuestroscompañeros lazarianos de que el corazónmecánico aún no estaba terminado y asípostergar una confrontación entre ellos ynosotros (ya puestos, obviamente preferíamossaber su identidad mientras siguiéramos convida, para así poder actuar tomando como baseesa información). Todavía no teníamos muyclaro cómo íbamos a lograr que creyerannuestro farol, aunque habíamos contemplado laidea de representar una conversación privadadirigida al público. Sin embargo, ciertosacontecimientos intervinieron antes de quetuviéramos la oportunidad de probar nuestrotalento conjunto.

La llegada del verano había traído consigo,una vez más, un mayor hedor del río. Solo cabíaesperar que Bazalgette pudiera concluir su redde alcantarillado en breve. Era el día antes de la

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reunión y yo me dirigía a pie a mi club paracenar cuando un carruaje se situó junto a mí yla puerta se abrió, bloqueándome el camino.

—Buenas noches, doctor Phillips. ¿Quiereque lo lleve a algún lado? —dijo una voz desdeel interior.

Brunel había vuelto.Subí al carruaje y cerré la puerta tras de mí.—¿Adónde, señor? —preguntó el cochero a

través de una abertura en el techo. Brunel memiró.

—Me dirigía a mi club, en la calle William,para cenar —dije.

—Excelente. ¿Lo ha oído, Samuel?—La calle William. Muy bien, señor.El ingeniero no había cambiado demasiado

desde la última vez que lo había visto. Teníamenos ojeras, sí, pero su aspecto no era mássaludable y, si la densa nube de humo servíacomo prueba, diría que su ingente consumo depuros no había disminuido. Había preparado

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unos cuantos saludos para la ocasión, lamayoría escasamente cordiales, y todos ellosdesembocaban rápidamente en un aluvión depreguntas. Pero su aparición me había cogidopor sorpresa y fue el propio Brunel quien sentólas bases para mi posterior interrogatorio.

—Bueno, amigo mío, ¿cómo ha ido todo?—Bueno, me llevará un tiempo explicárselo

—dije. Resoplé ante el eufemismo que acabade pronunciar—. Pero, antes de hacerlo,¿puedo preguntarle cuándo ha regresado?

—Esta mañana. Salimos de El Cairo hacedos semanas. ¿Recibió mi carta?

Asentí.—¿Con quién ha hablado desde entonces?—No he visto a nadie aún, aparte de usted,

claro —dijo un tanto sorprendido ante elapremio de mi pregunta—. Es mi intenciónreunirme con Russell mañana por la mañanapara ver los progresos que ese sinvergüenza hahecho en el barco durante los últimos seis

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meses. Hoy quería evitarme desempacar ydemás. Dígame, ¿qué noticias hay? ¿Qué me heperdido?

—Wilkie está muerto —dije.Brunel palideció.—Dios mío, ¿cómo?—Fue asesinado cuando yo estaba en

Bristol.El ingeniero repitió en silencio la palabra

«asesinado» mientras apagaba el puro.—Nate. ¿Qué hay del joven Nate? Dios

mío, pobre chico.—El muchacho está en América. Lo vi

yendo a coger el barco.—Se ha ido con su tío, sin duda. Dios mío,

Phillips. Pero ¿por qué? ¿Por qué alguienquerría matar a Wilkie?

—Esa es una pregunta que llevo muchotiempo esperando poder formularle.

Brunel estaba conmocionado.—Era un trabajador, un ingeniero

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buenísimo. ¿Por qué alguien querría verlomuerto?

Ese guiso de preguntas no iba a conducirnosa ninguna parte, así que añadí más informacióna la cazuela.

—Sé lo del corazón, Isambard.—¿El corazón? Supongo que Ockham le

habló de él. ¿Me está diciendo que el corazóntiene algo que ver con esto?

—No fue necesario que Ockham me lodijera. He visto las actas de la reunión en la quedesveló el concepto. —Ante el riesgo de echara perder la receta, metí más ingredientes—.Wilkie fue asesinado porque se negó a darleslas piezas que usted le encargó. Se las dio aNate, que logró escapar y dármelas. Después,sus asesinos irrumpieron en mi casa y meapuntaron con una pistola; estaban buscando elcorazón. Pero todo el corazón, no solo laspiezas. ¿Qué demonios está ocurriendo aquí,Isambard? —El carruaje se detuvo—. Venga

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conmigo a cenar —dije—. Tenemos mucho dequé hablar.

Brunel asintió y descorrió la apertura deltecho.

—Samuel, déjenos aquí. Recójame a las…—sacó su reloj y abrió la tapa— diez y media.Mientras tanto, regrese a casa y dígale a mimujer que cenaré con el doctor Phillips.

—Muy bien, señor. Diez y media —fue ladesmembrada respuesta.

Tras firmar en el registro, mi invitado y yoentramos en el salón, pero estaba tan lleno quele pedí al encargado que nos llevara a una salaprivada donde pudiéramos tomar una copa yhablar sin miedo a ser escuchados.

—Sé todo sobre el club Lázaro y sobreOckham.

—Felicidades —dijo Brunel con ciertairritación en su tono—. ¿Qué tal si nosdedicamos un poco a lo que no sabe? —Antesde poder responder, apareció un camarero con

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nuestras bebidas. Cuando se hubo marchado,Brunel continuó—: Perdóneme, doctorPhillips, pero conocía a Wilkie de hacía muchotiempo. Una enfermedad, un accidente, habríasido algo completamente diferente, pero ¿unasesinato? Y respecto a su sugerencia de que elcorazón mecánico es la causa de todo esto, meresulta difícil de creer.

—También a mí. ¿Por qué alguien setomaría tantas molestias para hacerse con unartilugio que no… bueno, que no tieneposibilidad de cumplir con la función para laque ha sido creado?

Brunel miró al fuego de la chimenea.—No es necesario que hiera mis

sentimientos, Phillips. Un optimista lo llamaríaprototipo cientos de años antes de serlo, perotiene razón. Cualquiera lo descartaría comopoco más que una fantasía, un castillo en elaire. Pero ¿por qué entonces alguien querríamatar por él?

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—Exacto —dije, feliz de llegar a algún ladopor fin.

Se levantó para tirar una tablilla al fuego yprocedió a encenderse su primer puro desdeque dejamos el carruaje.

Permaneció ensimismado en suspensamientos durante un instante, pero luego,mientras seguía dándome la espalda y seagarraba a la repisa de la chimenea con las dosmanos, dijo:

—Quizá, amigo mío, ese artilugio sea algomás que un corazón mecánico.

—¿Cómo es eso?Se volvió para mirarme.—Es un motor. —Lo miré sin comprender

mientras él se sentaba de nuevo—. Verá,cuando era joven pasé muchos años dándolevueltas a la idea de crear un motor quefuncionara no a vapor, sino con airecomprimido. Lo llamé motor de aire. Pero noofrecía buenos resultados en las pruebas y era

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tiempo y dinero perdido. Pero luego conocí aOckham y su sueño de crear órganosmecánicos.

—Nuestro amigo parece provenir de unafamilia de soñadores.

—¿Ha investigado en su árbol genealógico?—No fue difícil. Me habló de su madre, de

su abuelo y de Frankenstein. Pero descubrímás cosas de mano de Babbage.

—Ah, comprendo. ¿Y qué fue lo que le dijoexactamente?

—Me habló de la mujer del retrato quehabía sobre su chimenea, retrato que vi cuandola reunión se celebró en su casa.

—Prosiga.—Hace unas semanas estuve en el camarote

de Ockham en el barco y en la pared tenía unretrato de una mujer que se apresuró a guardar.Tardé en darme cuenta, pero era la mismamujer del retrato que había en casa de Babbage.Era la madre de Ockham, Ada Lovelace, la hija

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de lord Byron. Estuve hablando con Babbagemientras estuvimos en casa de Darwin y mecontó todo sobre ella. Cómo le había ayudadocon la máquina diferencial y la analítica, cómose habían hecho amigos. Tenía un talentopeculiar para las matemáticas pero, al sermujer, no tuvo la oportunidad de dedicarse aesos intereses como habría querido. La presiónempezó a hacer mella en ella, se separó de sumarido y, a pesar de los esfuerzos de Babbage,comenzó a frecuentar malas compañías. Adallevaba ya un tiempo jugando y prácticamentehabía perdido la fortuna familiar en apuestas decaballos. Según me dijo Babbage, esperabapoder usar las máquinas de este para calcularlas apuestas, para predecir qué caballo teníamás posibilidades de ganar una carreradeterminada. Pero entonces enfermó y murióde cáncer. Babbage parece haber sido uno delos pocos que la trataron con cierta decencia;no parece una persona con la que fuera fácil

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relacionarse. Esa es la razón por la que sudevoto hijo, quien también podría describirsecomo una persona difícil, se lleva bien conBabbage, llegándolo a considerar casi unafigura paterna. Y, en pocas palabras, así escomo terminó en su compañía, trabajando en elastillero y convirtiéndose en miembro fundadordel club Lázaro.

—Me alegra que sepa más de él. Quizá esole ayude a entender mejor sus peculiaridades.Hay quienes lo consideran un excéntrico, perosu entusiasmo me ayudó a ver mi dispositivo degas de una nueva manera, al igual que hizo ustedcon su comprensión quirúrgica delfuncionamiento del cuerpo humano. Con eltiempo perfeccioné mi diseño y creé elcorazón, pero al hacerlo quizá también hayacreado sin darme cuenta un motor de aire que sífunciona.

—Y un nuevo tipo de motor que funcionasería de lo más codiciado. Mucho más que un

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corazón mecánico, ¿no es cierto?—Eso es, pero no sabremos si funciona

hasta que no lo terminemos y probemos.—Supongo que Ockham no le ve otro

propósito, aparte del de corazón.Brunel le dio una contemplativa calada al

puro.—Puede estar seguro de ello. Él quería

construir un corazón, no un motor.Aquella valoración encajaba perfectamente

con la impresión que me había llevado de laconversación a bordo con el joven y peculiararistócrata.

—Entonces, ¿quién más sabe acerca de él?Del motor, quiero decir, no del corazón.

—Un número de gente indeterminado.Hablo libremente de la idea con mis colegas deprofesión.

No es que sirviera de gran ayuda parareducir la lista de sospechosos pero, trasreflexionar unos instantes, Brunel continuó:

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—La mayoría de ellos consideraron que setrataba de una mala idea, pero hubo uno quemostró un gran interés en el proyecto. —Miexpectación era insoportable, pero cuandoestaba a punto de decir el nombre negó con lacabeza—. No, no puede ser él. No él. Puede serun sinvergüenza, pero ¿un asesino?

La descripción fue suficiente.—Russell, ¿cree que fue Russell?Mientras fumaba lo que le quedaba del puro,

Brunel me explicó como, casi cinco años atrás,justo cuando el joven vizconde de Ockhamapareció en escena, Russell había mostrado suentusiasmo por el motor y había afirmado haberencontrado un uso para dicho motor en unamáquina que él mismo había diseñado.

El proyecto, tal como Russell habíaasegurado, sería de lo más provechoso para losdos, pero se había negado a dar más detalles delo que tenía en mente. En esos momentos,explicó Brunel, su relación profesional se

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encontraba en un punto especialmente bajo, sibien yo nunca les había conocido un momentoboyante. Russell acababa de ser despedido de lacompañía naviera, que no sería la última vez quese encontrara al borde de la bancarrota. Porello, algo que tampoco me sorprendió, loúltimo que Brunel quería era seguircolaborando con aquel hombre.

Con la llegada de Ockham, sin embargo, y alparecer su respaldo financiero, el diseño delmecanismo experimentó una transformaciónradical, y pasó de ser un motor a un corazón.Pero el rediseño solo sirvió para alentar más aRussell e intentó en varias ocasiones convencera Brunel, aunque siguió sin explicar cuál era suidea. Posteriormente, no mucho después de mientrada en el club Lázaro, Brunel comenzó aencargar la fabricación de las piezas, incluidaslas de Wilkie. Irónicamente, o quizásospechosamente, cuando el motor de aire seconvirtió en una propuesta más real, el interés

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de Russell disminuyó, o al menos eso pareció.—Aunque sigo sin creer que sea capaz de

asesinar, es el único y obvio sospechoso, y nosería la primera vez que lo pillo robando.

—¿De veras?—Desaparecieron dos mil quinientas

toneladas de láminas de hierro para el barco.Resultó que Russell se había apropiado de ellaspara emplearlas en otro de sus proyectos.Nunca logré demostrarlo, pero estoy seguro deque fue él.

—¿Está igual de convencido en estaocasión? —le pregunté, preocupado de queBrunel estuviera dejando que sus emocionesinfluyeran en su opinión.

—Solo hay una manera de confirmarlo —dijo—. Hablaré mañana con él.

—Le recomendaría encarecidamente queno lo hiciera, Isambard. No podemospermitirnos que nuestras sospechas se den aconocer, no aún. Si es culpable, solo Dios sabe

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el poder que tiene bajo su control. Russell nomató a Wilkie, pero los hombres que lohicieron pueden haber sido contratados por él.Debemos abordar este asunto con el mayor delos cuidados. Primero, necesitamos averiguarqué uso tenía en mente para su pequeño motor.

—Tiene razón, por supuesto que sí —dijoBrunel, ya más calmado—. Y sé dóndepodremos obtener esa información.

Concretamos los detalles en voz muy bajamientras cenábamos y cuando llegó nuestrobrandi ya habíamos acordado cómo proceder.

La lucha había comenzado.El destino quiso que la presentación

programada para la velada siguiente fuera a serrealizada nada menos que por Russell. Iba ahablar acerca del equipamiento de la granembarcación, pero el regreso de Brunel de susviajes había puesto fin a la presentación y elescocés, que en cualquier caso nunca había sidoun buen orador, pareció contento de poder

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dejar que el ingeniero ocupara su lugar.Brunel fue recibido como si se tratara de un

victorioso general que regresaba de la guerra.Se brindó por su salud y consideró naturalcompartir sus aventuras egipcias con suscompañeros lazarianos.

Nos explicó cómo eran extraídas lasenormes piedras de las pirámides yposteriormente transportadas en gabarras por elrío Nilo; cómo los gigantescos monolitos erandesplazados por el terreno sobre rodillos demadera y arrastrados por rampas de tierra; quelos faraones muertos se preservaban medianteun proceso llamado momificación, sus cuerpossecados con sal y envueltos en vendajes; queesas momias se guardaban en ataúdes de piedrao madera, engalanadas con oro y joyas, y acontinuación eran encerradas en el interior delas pirámides, muchas de ellas acompañadaspor sus recién asesinadas mujeres y sussirvientes, que los servirían en la otra vida.

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Brunel, que tenía a su audiencia cautivada,colocó un objeto envuelto en muselina sobre lamesa. Me quedé sin respiración cuandocomenzó a quitar el envoltorio. No era posible,¿o sí? Pero, para mi alivio, el envoltorio noreveló el corazón mecánico, sino una vasijacilíndrica con tapa. La tapa de alabastro tenía laforma de una cabeza de halcón y suspenetrantes ojos seguían resaltados por capasde pintura y pan de oro aplicados miles de añosantes.

—Se trata de un vaso canopo —dijo—. Ensu interior se encuentra el corazón del faraón,extraído de su pecho y sellado en el interior dela vasija antes de que el cuerpo fueramomificado.

Le pasó la vasija a Russell, que procedió aexaminarlo, hasta el punto de olisquear la partesuperior sellada con cera como si quisieradetectar algún olor del órgano que se hallaba ensu interior; aparentemente desilusionado, le

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pasó la vasija a su vecino. Whitworth repitió elproceso, pero además la agitó, quizá esperandoescuchar al órgano golpearse contra las paredesde la vasija. Babbage evitó todo contactoechando hacia atrás su asiento. Whitworthentonces me pasó la vasija a mí. Solté el lápiz,la cogí con las dos manos y primero pasé eldedo por el ya casi imperceptible diseñograbado en el cuello de la vasija, justo debajode la cabeza de halcón. A continuación le di lavuelta a la vasija y, al ver que no había ningunamarca del fabricante en la base, se la pasé aStephenson, y así fue rotando la vasija, pasandode mano en mano alrededor de la mesa,mientras cada uno de los receptores ibaañadiendo algo nuevo al ritual de observación.Para cuando llegó hasta Ockham, lo único quefaltaba por hacer era romperla y abrirla. PeroOckham se limitó a colocarla delante de él ycontemplarla.

Brunel prosiguió con la explicación

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mientras la vasija circulaba.—Todos los órganos principales eran

extraídos, pero no por cirujanos —explicómientras me miraba—, sino por sacerdotes. Elcerebro se extraía por la nariz y, al igual que elcorazón, hígado y pulmones, era depositado enuna vasija que posteriormente sería sellada ycolocada en la tumba junto al cuerpomomificado. Nos dijeron que se creía que esosórganos se reunían con el cuerpo a su llegada ala otra vida, donde el faraón disfrutaría de lainmortalidad en compañía de los dioses.

—¿Cómo se sabe todo esto? —preguntóWhitworth.

Brunel sacó una tarjeta que mostraba unaserie de símbolos y motivos.

—Estos son jeroglíficos. La escritura quedejaron los antiguos egipcios, grabada en lascolumnas de sus templos y pintada en lasparedes de sus tumbas. En estos jeroglíficos selegan descripciones de sus creencias y

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prácticas.Entrecerré los ojos para poder discernir las

formas y así complementar mis notas escritascon algunos dibujos. Al percatarse de midificultad, Brunel le pasó la tarjeta a Russell y,al igual que sucedió con la vasija, la tarjetacomenzó su lento viaje alrededor de la mesa.Había representados todo tipo de objetos: unapluma, algo que me pareció un saco de maíz, unbúho, un barco, una serpiente, y un brazo y unapierna humanas.

—¿Cómo vamos a comprender susignificado? —preguntó Brodie.

—Han sido descifrados, traducidos alenguas modernas. Cada símbolo representa unapalabra o letra. Ahora podemos leerlos como siestuvieran escritos en inglés. O francés, pues latraducción fue realizada por un francés, uncaballero llamado Champollion. En ellos sedice —prosiguió— que antes de que un hombrepueda ir al cielo, su valía debe ser juzgada. Esto

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se conseguía pesando su corazón en función deun conjunto de escalas. Si el corazón pesabamucho, a causa de los pecados cometidos,entonces era devorado por un demonio y elcuerpo iba al infierno, pero si la balanza seinclinaba al otro lado, porque su corazón estabalibre de pecado, entonces se le conducía alcielo.

—¿Son similares a los grabados en lavasija? —pregunté.

Brunel cogió la vasija y la observó.—Sí, lo son. Hasta donde sé, proporcionan

información sobre el contenido de la misma.Se produjo una breve pausa y, a

continuación, otra pregunta, aunque esta vez nodel público.

—Caballeros —dijo Brunel—, me preguntocuántos de nosotros cargamos con pesadoscorazones en nuestros pechos. —Miróalrededor de la mesa—. Yo lo hago, pero lacausa no es el pecado, sino el dolor. Ayer

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mismo, tras regresar a Inglaterra, conocí latrágica muerte de Leonard Wilkie, mi amigo ycompañero de profesión en Bristol y durantealgún tiempo miembro del club Lázaro. Solocabe esperar que su brutal asesinato no quedeimpune.

Se escucharon murmullos de aprobación.—Su pérdida —continuó Brunel—

representa un doble golpe, tanto personal comoprofesional, y estoy seguro de que todosdesearán unirse a mí en una oración en silenciopor su memoria. —Brunel bajó la cabeza ytodos hicimos lo mismo. Tras unos instantesme arriesgué a mirarlo. Brunel me dirigió ungesto de asentimiento con la cabeza y su miradase detuvo en la coronilla de la cabeza inclinadade Russell. A continuación, cerca de un minutodespués, se aclaró la garganta—. Gracias,caballeros, pero antes de continuar, he deañadir algo más. Con la muerte de Wilkiemucho me temo que los avances en el corazón

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mecánico, un proyecto que comencé algunosaños atrás, se han visto seriamente retrasados,pues todavía debía fabricarme una serie decomponentes esenciales. Tenía la esperanza depoder presentarles el dispositivo terminado enun futuro cercano, pero eso ya no va a serposible.

Gracias a la espléndida actuación de Brunel,nuestro plan había salido mejor de lo quepodíamos haber esperado. Lo había hecho conun garbo tal que ni Ockham ni yo habríamossido capaces de igualar. La reunión concluyócon un ánimo apagado, pero eso era una buenaseñal: Brunel había logrado su propósito.

Ockham, como era habitual en él, abandonóla reunión solo, mientras que yo, manteniendomis viejos hábitos, acepté que Brunel mellevara en su carruaje. Esperé hasta quedoblamos la esquina para felicitarlo.

Brunel rió tan fuerte que le entró la tos.—¡Menos mal que ninguno de ellos ha ido a

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Egipto!—No le sigo, Isambard.—¿Un corazón en un vaso canopo? ¡Qué

tontería!Me había perdido.—¿Por qué?—Porque el único órgano que los egipcios

nunca extraían del cuerpo era el corazón; loconsideraban el hogar del alma.

—Pero usted dijo que el corazón erapesado en el cielo.

—Y así era, pero la tarea la llevaba a caboun dios, no un sacerdote tarugo. Solo un diospodía tocar el corazón. —Cogió la vasija delasiento contiguo—. Una licencia poética, lo sé,pero pensé que un corazón podría servir parasonsacar a nuestro hombre, hacer que sesintiera incómodo, errara en una palabra…cualquier cosa que pusiera de relieve suculpabilidad.

Sabía de primera mano que identificar a la

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parte culpable mediante la mera observacióndel comportamiento era improbable.

—Yo no vi nada, ¿y usted?—No, pero es un tipo bastante frío, ¿no le

parece?—¿Quién?Brunel puso los ojos en blanco.—Russell, por supuesto. Ese frío e

insensible constructor de barcos oculta algo, deeso no cabe duda.

Ese retrato de impenetrabilidad no casabacon el hombre que había visto preso de la iratras el accidente en el astillero, pero no dijenada.

El ingeniero le dio un golpecito a la cabezade halcón.

—Por cierto, ¿sabe lo que realmente hayaquí dentro?

Negué con la cabeza.—Los intestinos, eso es lo que hay. Lo dice

aquí. —Señaló a los jeroglíficos y se echó a

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reír—. No lo sabían, pero estaban tocando unavasija llena de tripas.

Parecía adecuado que incluso el corazón dela historia de Brunel fuera también de mentira.

Tras bajarme del carruaje y despedirme delanimado Brunel, no perdí tiempo y me metí enla cama con una copa y el libro que Ockham mehabía dejado en el barco. A pesar de no haberpodido identificar a nuestro enemigo, habíasido una velada de lo más satisfactoria, por loque un poco de lectura no me vendría mal.

Había una introducción, escrita por lapropia autora. En ella describía los orígenes deFrankenstein y se resaltaba una vez más elpapel desempeñado por el abuelo de Ockham.Incluso ahí, en la introducción, su escrituralogró tocarme la fibra sensible:

Vi al pálido estudiante de artes impíasarrodillado junto al ser que había creado. Vi elhorrendo fantasma de un hombre tendido… Laimagen que describía con sus palabras no me

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resultaba ajena, el cadáver en la mesa, ante mí,mi bisturí a punto de realizar la primeraincisión. Continuaba:

… y después, por obra de algún ingeniopoderoso, mostrar signos de vida, y moverse demanera torpe y apenas vital. Tenía que serhorroroso; pues supremamente horroroso seríael resultado de cualquier esfuerzo humano porimitar el formidable mecanismo del Creadordel mundo. Su éxito aterraría al artista; huiríaespantado de su odiosa obra. Confiaría en que,abandonado a su suerte, la tenue chispa de lavida que le había infundido se extinguiría; enque este ser que había recibido tan imperfectaanimación se apagaría entre materia inerte; yasí se apagaría para siempre la existenciaefímera del horrendo cadáver al que habíaconsiderado cuna de la vida. Con el doctorFrankenstein y su terrible criatura de compañía,leí hasta que me dolieron los ojos, momento enel que me levanté de la cama para recuperar las

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notas que había tomado para las actas. Algunasde las frases del libro me resultaban familiaresy mi presentimiento resultó cierto: Ockham lashabía copiado en las actas durante lapresentación de Brunel sobre el corazón. Unafrase en particular llamó mi atención:

No estoy narrando las fantasías de un loco.Rememorando lo que sabía de Brunel tras dosaños de amistad, decidí ahorrarme mi opinión.

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Capítulo 24

OCKHAM luchaba contra la corriente congran destreza. Sus remadas nos hacían avanzar aun ritmo constante. Con la proa de nuestrapequeña embarcación apuntando río arriba, elgigantesco casco a nuestra popa quedódevorado por la noche. Las palas cortaban elagua con un leve chapoteo y los traposcolocados alrededor de los palos de los remosamortiguaban el sonido de su movimiento enlos escálamos. Habíamos esperado hasta bienentrada la medianoche antes de alejarnos delbarco. Estábamos seguros de que a esas horasnadie se percataría de nuestra marcha.

Cuando ya habíamos recorrido distanciasuficiente para compensar la corriente,Ockham viró el barco hacia nuestraaproximación final. A pesar de los progresos

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iniciales, encontrar nuestra marca en la riberacontraria estaba resultando complicado, pues sibien la ausencia de luna había enmascaradonuestros movimientos, también había servidopara ocultar nuestros puntos de referencia.Queríamos llegar a un emplazamiento situadojusto al oeste del astillero, pero habíamosatracado bastante dentro de la verja que recorríala calle y la separaba de la orilla del agua.Nuestro plan inicial había sido atracar con lamarea baja en la ribera, en la parte exterior dela verja y a continuación acceder a pie. En esosmomentos, si queríamos tener alguna esperanzade que el vigilante no nos viera, deberíamostener mucho cuidado al desembarcar y al volvera subir a bordo. Habíamos hecho bien en ir solodos (me había costado convencer a Brunel deque no realizase ese esfuerzo físico).

El barco se zarandeó contra los gruesosraíles de la grada de madera que se habíautilizado para llevar la embarcación hasta el

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agua. Me agarré con fuerza a las amarras y saltéde la proa, aterrizando con cierta dificultad enla superficie resbaladiza de la madera. Traslograr un mayor equilibro y agarre (aunque máshúmedo) una vez apoyé los pies en la gravillaembarrada, tiré del barco hasta situarlo en elhueco entre dos de los raíles y aseguré lacuerda sujetando bien el gancho de metal delextremo en la gravilla. Una vez encallamosnuestro navío, Ockham me pasó la bolsa antesde unirse a mí en tierra firme. Una luzparpadeante en la distancia señalaba el puestodel vigilante que, cual garita, estaba situadojunto a la puerta principal. A pesar de quehabíamos atracado un poco lejos, nuestrallegada en barco seguía suponiendo una dobleventaja: no necesitábamos trepar el muro desdela calle y también nos alejaba en gran medidadel puesto del vigilante.

Las pilas de madera y demás restosposteriores a la botadura que seguían

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esparcidos por la banda costera nos servían paracubrirnos, por lo que pronto llegamos a uno delos dos almacenes. Ockham se colocó la bolsaen el hombro y me indicó que cogiera elextremo de una madera que había a nuestrospies. Al mover la tabla quedó expuesta unaescalera que mi compañero de delito habíaescondido el día anterior. Cada uno cogió unextremo y la llevamos a un lateral del almacény la apoyamos contra la pared. Tras echar unvistazo desde la esquina del edificio paraasegurarnos de que no había ningún movimientoen el puesto de guardia, Ockham se colocó labolsa a la espalda antes de comenzar a subir.

A continuación yo empecé a trepar también.Alcé la vista y vi a Ockham en cuclillas sobre eltejado. Cual gato callejero, estaba estudiando laextensión inclinada de este, buscando la rutamás segura a través de las frágiles tejas. Adiferencia del almacén situado al otro lado delastillero, donde algunos meses atrás había visto

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a Ockham trabajar, este almacén se hallabaadosado a un edificio de piedra de tres plantasque albergaba las oficinas y los despachos delastillero.

Una vez se hubo orientado, Ockham se pusoen marcha. Tras él, me arrastré por el tejado ysolo levanté la vista para verlo avanzar conrapidez por la pendiente. Nuestro plan estabaresultando.

La enorme popa de la embarcación habíaproporcionado una vista ininterrumpida delastillero y del tejado del almacén. A pesar deque el Great Eastern estaba anclado río abajocerca de medio kilómetro, la distancia habíaquedado más que compensada por el uso delcatalejo de un marinero. Cual almirantesfurtivos, trazamos un recorrido por una viga deltecho que fuera lo suficientemente sólidacomo para resistir nuestro peso, y que nossituara tan cerca como fuera posible de laventana que pretendíamos utilizar como puerta.

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Estiré los brazos para mantener elequilibrio y con cuidado recorrí la viga. Mi piese resbaló con una teja, que se movióligeramente, pero no pasó nada y pronto estuvede nuevo con las manos apoyadas sobre la fríapiedra. Pegado a la pared, Ockham arrastró lospies hasta la ventana, donde sacó un escoplo dela bolsa y comenzó a trabajar en la base delmarco. Era de vital importancia que nuestravisita no fuera detectada, pues incluso la másmera sospecha de que estábamos realizandocualquier tipo de acción contra nuestrosoponentes podría ser suficiente para desatar sucólera. Algunos días antes Ockham habíavisitado el despacho con un falso pretexto yhabía echado un rápido vistazo al pasador de laventana. En esos momentos estabaintroduciendo el filo del escoplo en el marco y,moviéndolo con cuidado de un lado a otro,logró descorrer el pasador. A continuación,abrió la ventana sin astillar el marco ni romper

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el cristal.Ockham sacó la lámpara y, dispuesto a

encenderla, esperó el tiempo suficiente a queyo cerrara las contraventanas. La oscuridad quenos envolvía, aunque momentánea, era total,tanto que la opacidad del exterior parecía encomparación un día nublado. Encendió lacerilla y la lámpara cobró vida. La luz alprincipio era irregular y chisporroteante, peroconforme fue ajustando la mecha se tornó másconstante y brillante. El despacho de Russellsalió de la oscuridad para recibirnos, y elmarcado contraste entre las sombras y la luzimbuyó al mobiliario de una cualidad efímera yfugaz que por un instante pudo haberseconfundido con animación. La esquina delescritorio me olisqueaba la entrepierna cualperro maleducado, mientras que una butaca apunto estuvo de hacer tropezar a Ockham.

El despacho de Russell era más pequeñoque el de Brunel y el mobiliario era un ejemplo

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menos logrado de la destreza de los ebanistas.En los corchos de las paredes había enormesdibujos, muchos de ellos representaciones demaquinaria pesada, que supuse se trataría de losmotores del barco. Ockham colocó la lámparaen uno de los armarios, abrió el cajón superiorde un arcón y comenzó a rebuscar entre losdibujos que había dentro. De vez en cuandosacaba una hoja del cajón y la observaba más decerca antes de volverla a guardar. Puesto queconfiaba en que Ockham tuviera al menos ciertaidea de lo que estábamos buscando, me coloquéjunto a la puerta cerrada e intenté percibircualquier ruido que pudiera indicar que elvigilante se acercaba a nosotros.

Tras no encontrar nada de interés, Ockhamcerró el cajón y abrió el que había debajo ycomenzó de nuevo con el procedimiento, peroesa vez solo miró un par de hojas antes decerrarlo. En vez de abrir el que había debajo, seagachó hasta la base del arcón y sacó un cajón

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que estaba casi a ras del suelo.—Están guardados por orden cronológico.

Los que buscamos son de hace un par de años—dijo en voz baja mientras cogía la lámpara yla colocaba en el suelo junto a él.

Maldije para mis adentros cuando la luz quese colaba por debajo de la puerta reveló unrastro de pisadas que llegaban desde Ockham ala ventana. Otras tantas trazaban mi propiosendero, terminando en una mancha de tierrahúmeda en mis pies. Había sido una estupidezentrar en la habitación sin habernos quitadoantes los zapatos. Me los quité y le dije aOckham que hiciera lo mismo. A menos quelimpiáramos lo que parecía la mitad de la bandacostera del Támesis, todos nuestros esfuerzospor pasar inadvertidos habrían sido en balde.

No tuve más opción que abandonar mipuesto de vigilancia, así que me alejé de lapuerta en calcetines y, tras cogerle a Ockhamlos zapatos y colocarlos junto a los míos

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debajo de la ventana, busqué algo con quelimpiar el suelo. Una hoja de papel solo serviríapara esparcir el barro por las tablas del suelo.Necesitaba una medida más drástica, así que mequité el abrigo, chaleco y camisa y acontinuación me coloqué de nuevo las dosprendas exteriores. Tras hacer jirones la camisame puse de rodillas y cual limpiadora en apurosme dispuse a eliminar las manchasincriminatorias. Comprobé aliviado que la telaera mucho más adecuada para esa tarea y, demanera gradual, las pisadas comenzaron adesaparecer. Mientras tanto, Ockham proseguíacon su búsqueda y había pasado a los cajones deotro arcón. Había gastado todos mis trapos delimpiar sin terminar la tarea y necesitabasuministros. Mis calcetines sirvieron paraborrar poco más que una pisada cada uno e iba atener problemas si sacrificaba otra prenda másde mi vestimenta.

Antes de poder pedirle a Ockham que

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hiciera una contribución, este me llamó.—Este es, lo he encontrado. —Por primera

vez había sacado del todo un papel del cajón yaunque se había visto obligado a hablar ensusurros su emoción era inconfundible—.Tiene que ser esto.

El calcetín golpeó el suelo cual guanteempapado y me acerqué a echar un vistazo a lahoja extendida sobre el cajón entreabierto.Ockham elevó la lámpara y la sostuvo sobre sudescubrimiento, lo que me permitió observarlas distintas vistas, planos y alzados de lo queparecía un pez con su anatomía interna aldescubierto. Lo cierto era que todas aquellaslíneas y curvas de tinta me decían muy poco, elobjeto en cuestión bien podía ser uno de loscrípticos símbolos egipcios de Brunel.

—¿Qué demonios es eso?Su respuesta no fue la que me había

esperado.—Parece uno de los puros de Brunel —dijo

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conteniendo la risa. Pero lo cierto era que lasimilitud era innegable. El objeto cilíndrico sealargaba hasta terminar en dos extremos conuna especie de tapa—. Pero mire —añadiómientras señalaba con un dedo al papel—. Hayuna hélice.

Efectivamente, había una hélice en uno delos extremos, pero Ockham rápidamente echópor tierra mi sugerencia de que quizá se tratarade un barco.

—Quizá sea para usar en el agua, pero esdemasiado pequeño para ser un barco. Mire lasmedidas. Solo mide tres metros y medio de unextremo a otro. No más que nuestro bote aremos, y bastante más pequeño de manga.

No había tiempo para más especulaciones,así que me limité a hacer una pregunta más.

—¿Qué le hace estar tan seguro de queeste… cigarro propulsado por hélices es lo queestamos buscando?

Ockham apoyó el dedo en un trozo de la

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hoja que estaba libre de tinta y respondió:—¿Ese hueco no le resulta familiar?

Independientemente de lo que esto sea, ha sidodiseñado para contener el mecanismo deBrunel.

Miré una vez más el dibujo. En el lugardonde irían los intestinos y órganos de aquellacosa, en definitiva, en la tripa de aquel extrañopez con forma de cigarro, había un hueco enforma de huevo.

Le di una palmada en la espalda.—Bien hecho. Haga lo que tenga que hacer.

Pero antes deme su camisa.—¿Está de broma?—Si dejamos el menor resto de barro,

Russell sabrá que hemos estado aquí.Ockham se desnudó rápidamente y me dio

su camisa. A pesar de los puños deshilachados,el esfuerzo que tuve que hacer para romper lacamisa era una señal inequívoca de su calidad,algo que al parecer no era el caso de la mía. Me

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arrodillé de nuevo y seguí limpiando mi rastrohasta la puerta. Tras vestirse, Ockham sacó unahoja de papel de calco y un lápiz de su bolsa y,tras colocar el dibujo en la parte superior delarcón, comenzó a calcar hasta el último detalle,con cuidado de no apretar demasiado para nodejar marcas.

Absorto como estaba en mi tarea, tardé másde lo debido en percatarme de que una nuevaluz que se filtraba por la rendija de la puertaestaba iluminando mi trabajo. Al principio laluz era tenue, pero se tornó más brillanteconforme el origen de aquella luz se acercómás a nosotros.

—Alguien viene —susurré. Mi primerinstinto fue el de ponerme en pie pero, al estartan cerca de la puerta, corría el riesgo de que seme oyera. Ockham no tenía tal limitación asíque, tras coger la lámpara, se escabullórápidamente, dando una patada a los trapos paraocultarlos. La llave giró en la cerradura en el

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mismo instante en que Ockham apagó lalámpara. La puerta se abrió hacia mí y me viobligado a reclinarme de cuclillas. Con lasmuñecas rozándome los tobillos me sentía cualave atada, y no iba muy desencaminado, pues sime caía hacia atrás el ganso estaría más quelisto para ser trinchado.

El vigilante dio solo un paso más, pero laluz no fue tan cauta e iluminó la habitación,posándose primero en las contraventanascerradas y a continuación en el escritorio antesde desplazarse por el suelo y trepar por unlateral del arcón hasta el dibujo, dondepermaneció durante un inquietantemente largoperiodo de tiempo. La puerta me estabarozando las rodillas, doloridas de limpiar elsuelo, y solo el apoyo de las yemas de losdedos en el piso evitó que me cayera haciaatrás.

Durante lo que se me antojó una eternidad,la luz permaneció fija en la parte superior del

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arcón, pero entonces el vigilante cerró lapuerta, decapitando el rayo de luz y devolviendola oscuridad a la habitación. Escuché como laspisadas recorrían de nuevo el pasillo y sucumbía la necesidad urgente de dejarme caer. Misnudillos y el resto de articulaciones de micuerpo gritaron aliviadas.

—Menos mal que limpió el barro, Phillips—dijo una voz alegre desde detrás delescritorio—, aunque me haya costado unacamisa.

La cabeza de fósforo de una cerilla seencendió y la lámpara regresó a la vida. Sinesperar a que la llama se asentara, Ockhamregresó al arcón y reanudó su trabajo.

—Casi he terminado aquí —dijo—. Perotodavía no tengo ni idea de qué es. El pocotexto que tiene el dibujo tampoco sirve demucha ayuda.

Permanecí un buen rato con la oreja pegadaa la puerta, esperando el posible regreso de las

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pisadas. Ockham me aseguró que el vigilantebajaría a la planta inferior por las escaleras quehabía al final del pasillo en vez de volver sobresus pasos, pero solo cuando me hube aseguradode que así había sido me uní a él junto al arcón.

—¿Los ingenieros no hacen las cosasobvias? —pregunté.

—No si quieren guardarse las ideas para sí.El lápiz de Ockham quedó suspendido en el

aire mientras comprobaba que no faltaba nada.Para asegurarse, levantó una esquina de la hojasuperior y chasqueó la lengua cuando vio queun minúsculo detalle del original no estaba enla copia. Apoyó el papel de calco de nuevo yrectificó el error con una última floritura dellápiz.

—Terminado —anunció.—Tenemos que irnos de aquí.Ockham enrolló la copia y devolvió el

original al cajón mientras yo examinaba elsuelo en busca de jirones de las camisas. Solo

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entonces me percaté de que las pisadasembarradas que tantas molestias me habíatomado en eliminar marcarían también nuestraruta por el tejado. Cualquiera que se asomarapor la ventana al día siguiente vería las pruebasde nuestra visita. No quedaba otra, tendríamosque eliminarlas en el viaje de regreso. Con lalámpara ya apagada, abrí las contraventanas ytrepé, con los zapatos en la mano, hasta eltejado. Fue entonces cuando descubrí, para mideleite, que estaba lloviendo. Preocupado porla posibilidad de que el resultado de su trabajoquedara emborronado por la lluvia, le susurré aOckham:

—Asegúrese de que el dibujo esté bienguardado.

Tras haber subido yo, Ockham bajó laventana y se valió del escoplo para echar denuevo el pestillo. Una vez bajamos del tejado yestuvimos en tierra, nos colocamos los zapatosy devolvimos la escalera a su escondite. Esa vez

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fui yo quien tuvo que vigilar tras el edificiopara comprobar que no había peligro. Valió lapena ser precavidos, pues la oscura silueta delvigilante estaba enmarcada en la entrada de supuesto de guardia y la luz interior irradiaba sularga sombra por el terreno situado enfrente dela puerta. A pesar de que estaba mirando alastillero, cabía la posibilidad de quepudiéramos regresar al barco sin que nos viera,pero no estaba listo para correr ese riesgo yesperé a que regresara a la comodidad de suhumilde morada. Mi paciencia se vio prontorecompensada cuando el centinela se giró y sedirigió de nuevo al interior, abrochándose labragueta mientras. Como llovía bastante, elmuy ordinario se había aliviado en el umbral desu casa.

La marea había cambiado y encontramos elbarco a flote y poniendo a prueba la resistenciade sus amarres. Empujamos la embarcación yOckham subió a bordo y se sentó. Comenzó a

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remar mientras yo empujaba. El ruido de lalluvia golpeando el río era similar al de unaenorme cortina al ser corrida y descorrida yamortiguaba el palmetazo rítmico de los remos.Arroyos de agua caían por nuestros torsosdesnudos, pero la incomodidad quedabacontrarrestada por la euforia de haber llevadonuestra misión a buen término. Rumbo a laembarcación y con el dibujo en nuestro poder,me sentí como un bandido regresando a suguarida en las montañas. Saqué de la bolsa unamasa empapada de harapos y los tiré al río,donde el montón de telas sucias prontocomenzó a desenmarañarse.

Ya a bordo de la embarcación, nos secamosy entramos en calor con un poco de brandi. Lasúltimas horas comenzaban a hacer mella ennosotros y, con el dibujo a salvo, di las graciasen silencio por el camarote en el que pasaría miprimera noche a bordo del Great Eastern deBrunel.

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Capítulo 25

LO último que desea un médico es ser unpaciente en su propio hospital. Pero eso eraexactamente en lo que me había convertido lanoche del día posterior a nuestra aventura en elastillero de Russell.

El enfriamiento, que había anunciado sullegada con un leve dolor de garganta, no habíaperdido el tiempo y se había alojado en mipecho, donde se había convertido en una tosdebilitante acompañada de fiebre alta. No eranecesario un médico para identificar la causadel empeoramiento inmediato de mi salud: mehabía calado hasta los huesos en el barco yesto, unido a la falta de camisa, había traídoconsigo una inflamación bronquial atroz.Florence, que no era ajena a la fiebre,reconoció los síntomas al instante y, haciendo

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caso omiso de mis súplicas para proseguir conmi trabajo, me había confinado en una cama deuna de las salas. Tras haber pasado gran parte demi vida rodeado de enfermedad y haber seguidocon buena salud, había llegado a considerarmeinmune a las enfermedades sufridas por elpopulacho. Mi arrogancia estaba a punto derecibir un golpe importante en el sistemainmunitario.

Durante ocho días perdí la consciencia demanera casi continua. Cuando volvía en mísiempre había alguien secándome la frente yacercándome una taza de caldo a los labios.Tras recuperar la consciencia por enésima vez,alcé la vista y vi a Florence.

—Me alegra comprobar que sigue connosotros, doctor Phillips. —El uso de mi títuloindicaba la presencia de una tercera persona—.Tiene una visita. Iba a decirle que se marchara,pero parece que ha escogido bien el momentode venir. Ya no tiene fiebre.

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Me volví y distinguí a Brunel al otro lado dela cama. Sus labios esta vez no sostenían ningúnpuro.

—No me dejan fumar aquí —gruñó—. Noveo por qué no: el puro es un excelentefumigador.

Florence me ahuecó la almohada mientrasyo intentaba incorporarme. Tal tarea me dejóbastante agotado.

—Me alegro de verlo a usted también,Isambard —dije casi resollando.

—Nos ha tenido a todos muy preocupados,pero la señorita Nightingale me ha informadode que lo peor ha pasado ya.

Florence me puso su mano fría en la frentey pareció satisfecha de que su afirmación nohubiese sido prematura.

—Ahora que la fiebre ha pasado, creo queserá mejor que se recupere en casa.

—No podría estar más de acuerdo conusted, señorita Nightingale; un hospital es un

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lugar demasiado insalubre para un hombre en suestado —concluyó Brunel entre risas. Acontinuación me habló—. Quizá la próxima vezque monte en barco por la noche tenga a bienabrigarse más.

—¿Qué tal está Ockham?—Fresco como una lechuga y deseoso de

compartir el fruto de su trabajo con usted.—Debe de estar hecho de otra pasta —

comenté con cierta autocompasión que enmodo alguno deseaba. Como suponía queBrunel estaba deseando hablar, me volví haciaFlorence—. Señorita Nightingale, ¿podríadejarnos solos un instante?

—Por favor, le ruego que no lo fatiguedemasiado, señor Brunel. Todavía es un hombreenfermo.

Mi visita observó como la señoritaNightingale abandonaba la sala.

—Su enfermera es una mujer formidable.—Sí, lo es.

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Brunel se sentó en el borde de mi cama conlas manos encima de su sombrero, que sosteníaen su regazo.

—Tuvimos unos cuantos roces durante laguerra de Crimea.

—Cierto. Usted diseñó un hospital paraemplazarlo allí, ¿no es cierto? Supongo que ellatendría ciertas opiniones que hacerle llegar.

—Podría decirse así.Por desgracia no me hallaba en condiciones

de rememorar los viejos tiempos.—Dígame, ¿ha visto el dibujo?Brunel bajó la voz.—Ockham me lo llevó a mi despacho esta

mañana.—No me deje así, ¿de qué se trata?Brunel miró a su alrededor y se acercó más

a mí, pues quería darme la noticia sin que nadiemás pudiera escucharla.

—Bueno… —Pero antes de podercontinuar, mi cuerpo se vio agitado por un

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terrible acceso de tos. Brunel dejó el sombreroa un lado y cogió un vaso de agua de una balda.El agua ayudó a calmar las llamas de mi pecho yel acceso cedió, pero Florence había oído mitos y en un instante ya estaba junto a mi cama.

—Señor Brunel, me temo que tendrá quemarcharse —dijo con firmeza—. El doctorPhillips tiene que descansar.

Brunel asintió y cogió el sombrero. Suexpresión de dolor delataba la frágil naturalezade su propia salud.

—Vendré a verlo cuando se encuentremejor. ¿En su casa, quizá? Allí podremosdiscutir el siguiente movimiento.

Se marchó. Me imaginé que en cuantosaliera por la puerta delantera del hospital seencendería un puro.

—Va a pasar algún tiempo hasta que puedahacer nada —dijo Florence mientras colocabalas almohadas que mi acceso de tos habíadescolocado—. Ahora duerma un poco.

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Prepararé todo para que mañana por la mañanalo lleven a su casa. —Me tocó la frente antesde marcharse.

A la mañana siguiente me sentíaligeramente mejor y fui a pie, con mis piernasgelatinosas, hasta el carruaje. Florenceprometió ir a ver cómo me encontraba o enviara una enfermera al menos una vez al día. Pasélas dos siguientes semanas en perezosaconvalecencia, alimentándome del caldo queme enviaban de manera regular y valiéndome deun humidificador para despejar mis pulmones.En dos días ya era capaz de levantarme de lacama durante breves periodos de tiempo, ycaminaba un poco con una manta sobre loshombros. Mi tos fue mejorandoprogresivamente, pero durante un tiempo siguióhaciéndome puntuales visitas.

También aproveché la oportunidad paraponer al día mi diario, con cuidado de guardarloen su escondite debajo de una tabla del suelo

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cada vez que terminaba de escribir.Florence venía a visitarme cuando podía y

parecía contenta con mi progreso. Me manteníaal día de los acontecimientos en el hospital,que no por primera vez parecía apañárselasbastante bien sin mí. Pero William se acordabade mí, y le encargaba a Florence que me dierarecuerdos, y al parecer incluso Brodie se habíapreocupado por mi estado de salud, algo queencontré conmovedor, pues sin duda le habríasupuesto cierto sacrificio preguntárselo aFlorence. Ella se echó a reír cuando se losugerí, pues lo cierto era que lo había hecho através de un intermediario. Ese mediador solopodía haber sido Mumrill y dudaba mucho quelas noticias de mi recuperación le hubiesenalegrado demasiado.

Poco después de una de sus visitas llamarona la puerta. Me preparé para una visita delinspector Tarlow. Fue un alivio encontrar aBrunel en la entrada.

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Ockham, que parecía no poder esperar parainformarme de que él también se habíaresfriado tras nuestra escapada, entró tras él.Mentía muy mal, pero agradecí su intento porhacerme sentir mejor.

—Me alegro de verlo en pie y muchomejor, Phillips. Estoy seguro de que ha estadopensando mucho en esto —dijo Brunelmientras sacaba una hoja de papel de un tubo decuero y la desenrollaba sobre la mesa—.Bueno, en cualquier caso, sería lógico: casi lecuesta la vida.

El dibujo era tal como lo recordaba:mostraba el mecanismo del pez cigarro desdetodos los ángulos y su interior quedaba visiblemediante cortes transversales en lo que supuseera un armazón de metal. Brunel tenía razón:aunque había intentado distraerme con libros, elverdadero significado de los dibujos apenashabía abandonado mis pensamientos durante miconvalecencia.

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—Entonces, ¿sabe lo que es?Brunel sonrió triunfal.—Oh, sí, no tardé mucho en averiguarlo.

Venga, échele otro vistazo. —Me incliné sobrela mesa—. Tengo entendido que Ockham yusted lo han bautizado como «el pez cigarro».Bueno, no se me ocurre mejor definición. —Amodo de demostración hizo rodar un purosobre el dibujo, que se detuvo junto al alzado desu equivalente mecánico—. La hélice indica sinduda que fue diseñado para desplazarse por lasaguas. —Cogió el puro y lo usó comoinstrumento para señalar primero la hélice delextremo tapado del dispositivo y, acontinuación, el interior—. Aquí está el ejemotor, el sistema de compresión, y aquí lo másimportante de todo, aunque esté mal que lo digayo, el hueco para el motor. Mi motor. —Paróde hablar un instante para recalcar la últimapalabra.

—¿Se refiere al corazón? —pregunté.

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—Aunque creo que en un principio tenía enmente el motor de aire, posteriormente sepercató de que el corazón serviría mejor a suspropósitos.

—No le sigo.Brunel se llevó la mano al pecho.—¿Qué es lo que hace su corazón, doctor?—Bombea sangre, que a su vez transporta

oxígeno por todo el cuerpo.—Y eso es exactamente lo que tenemos

aquí. —Su mano se desplazó desde su pechohasta posarse sobre el dibujo—. El corazónmecánico empujará gases comprimidos a travésde una serie de tubos de cobre una vez hayansido liberados aquí, en la cámara decompresión. —Brunel señaló una cámarasituada a cierta distancia de donde seríacolocado el corazón—. Así, bajo presión, elgas se vería presionado contra los pistones, quea su vez harían girar el cigüeñal. Son necesariasalgunas pequeñas modificaciones, pero el

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principio aquí empleado es consistente. Lasmúltiples válvulas del corazón no soloempujarán el gas por todo el dispositivo sinoque también harán que el gas, de nuevocomprimido, regrese a través del sistema. Esperfecto para este propósito porque, adiferencia de un motor a vapor, no necesitafuego ni producir humo, lo que significa que norequiere de una caldera, lo que a su vezsignifica que puede funcionar como una unidadsellada, sin necesidad de las chimeneas tancomunes en los buques de superficie.

—Entonces, ¿se desplaza bajo el agua?Brunel le dio un manotazo al dibujo.—Ahí lo tiene, amigo mío. Se trata de un

sumergible, un barco submarino. O, si loprefiere, un pez cigarro.

—Pero esta cosa es demasiado pequeñapara transportar a gente. —Miré a Ockham, quehabía sido el primero en hacer tal observaciónen el despacho de Russell.

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Brunel arrastró el puro por el papel hasta elmorro apuntado de la bestia.

—No es su función. Mire aquí. La proa estállena de explosivos, y aquí, ese pequeño botóndel morro es un detonador, colocado de esemodo para detonar la carga cuando alcance suobjetivo.

—¿Una bomba?—No del todo —respondió—. Un torpedo.

Un artefacto para hundir barcos.—Entonces, ¿a Wilkie lo mataron por un

arma?—Esto es más que un arma, podría llegar a

revolucionar las guerras marítimas.—¿Cómo?—Antes de que Russell creara este pequeño

monstruo, el torpedo era poco más que unacarga explosiva unida al extremo de un botalón,un palo que sobresale por delante del barco. Elbarco se acerca a la embarcación en cuestión yel torpedo es empujado contra el casco, por

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debajo de la línea de flotación, donde el dañoes mayor. La carga penetra en el casco demadera mediante una especie de pincho y elbarco se aleja, dejando el torpedo tras de sí.Entonces este explota y abre una brecha pordebajo de la línea de flotación.

—Suena demasiado azaroso.—Por no decir un suicidio. Es más

probable que mate al operario a que hunda elbarco enemigo. ¿Y cómo hacer para que quedeenganchado en un casco de hierro? Un pinchode metal no puede penetrarlo. Ahí es dondeentra en juego esta cosa. Se lanza al agua, desdeun barco o incluso desde una batería en tierra, yse desplaza sin ser vista por debajo de lasuperficie del agua. Y, ¡bang!, alcanza al barcopor debajo de la línea de flotación.

—Pero solo puede funcionar con su motor.Por eso Russell y sus adláteres quierenapoderarse de él.

Brunel dio un puñetazo a la mesa.

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—Por encima de mi cadáver —anunció—.No se equivoquen, caballeros. No soy unpacifista. Yo mismo he diseñado armas, perotras pasar todos estos años construyendo elGreat Eastern, ¡que me aspen si mi mecanismosolo va a ser utilizado con el único propósitode hundir barcos!

Ockham tiró del dibujo hacia su lado de lamesa.

—Imagino que Russell lo habrá intentadotodo para reproducir el diseño pero, al no tenernunca acceso a los planos detallados, hadecidido esperar a que Brunel terminara elsuyo.

—Pero hemos logrado hacernos con eldiseño de su torpedo, ¿por qué él no puedehacer lo mismo?

—¡No hay planos! —se mofó Brunel—.Solo algunos bocetos, y Russell lo sabe. —Elpuro casi se rompe cuando lo golpeó contra lasien—. Lo construí aquí.

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—Pero ¿qué hay de los planos que le dio aWilkie? —pregunté.

—Eran planos específicos para las partesque construyó y sin una idea global de cómoencajan las piezas no tienen ningún sentido. Lomismo ocurre con las otras partes que heencargado. Ockham y yo hemos construido laspartes restantes.

—No me cabe duda de que no le han puestolas cosas fáciles a Russell, pero ¿y si no serinde? ¿Qué van a hacer entonces?

Brunel miró el dibujo y, antes de dar surespuesta, miró a Ockham.

—Nada.—No lo entiendo. ¿Seguro que no tenemos

otra opción?Brunel negó con la cabeza.—Russell está inmerso en el equipamiento

del barco. Por muy difícil que sea nuestrarelación, no puedo permitirme que se distraigade la tarea, no ahora. Debo ver la embarcación

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terminada. Mientras sigan creyendo que quedamucho para finalizar el corazón, incluso quehemos abandonado su fabricación, Russellseguirá concentrándose en el barco. Paracuando hayamos concluido nuestro pequeñoproyecto, y Russell pueda ya adoptar otraestrategia, yo ya habré tomado las medidasnecesarias para evitar que caiga en sus manos.

Brunel, fatigado, se sentó en una de lassillas del comedor. Era un hombre enfermo quesabía que el tiempo se le acababa. Sin duda suobsesión con el corazón mecánico estabamotivada en parte por una muerte cada vez máscercana.

—¿Qué opina, doctor? —preguntó Ockham.—Estoy de acuerdo, al menos creo que

estoy de acuerdo. Su táctica parece haberfuncionado hasta el momento y, como biendicen, no sacaremos nada de una confrontación.Pero me gustaría aclarar un pequeño detalle.

—¿Qué detalle es ese? —preguntó Brunel.

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—¿Qué pretende hacer cuando Russellretome la iniciativa? ¿Cuáles son esas medidasnecesarias?

—Lo sabrá llegado el momento, amigo mío—fue todo lo que dijo. Cuando alzó la vista, suexpresión fue suficiente para disuadirme deseguir con el tema.

—Bien, caballeros, prosigamos como hastaahora —dijo Ockham mientras se cernía sobrela mesa y enrollaba el dibujo.

Yo dudaba mucho de que nada volviera a sernormal de nuevo.

La mañana siguiente todavía no meencontraba muy bien, pero feliz de que miarresto domiciliario hubiera concluido, fui atrabajar. La neumonía había estado a punto dematarme, pero me encontraba deseoso devolver a estar en la brecha, no sin antesagradecerle a Florence sus cuidados.

—No ha sido nada —dijo. La besé de todasformas.

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Tras mi solitario confinamiento, la sala deoperaciones parecía más animada que nunca. Labulliciosa masa de estudiantes amenazaba concaerse de la galería y rodearnos al paciente y amí.

Brodie me encontró en mi despacho. Solorecordaba una o dos ocasiones previas en lasque se hubiera tomado tales molestias, ambaspara amonestarme por uno u otro descuido. Esavez, sin embargo, solo venía a darme labienvenida por mi regreso.

Aproveché la oportunidad para preguntarlepor el estado de salud de Brunel. Hubo untiempo en el que el anciano me habríareprendido por mi impudencia y me habríarespondido que la salud de su paciente no erade mi incumbencia. Pero en esos momentospercibí en él el deseo de desahogarse ycompartir tan problemático conocimiento.

—Debe saber —dijo, dando finalmentecarpetazo a tanto secretismo— que Brunel

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tiene la enfermedad de Bright y me temo quelas noticias no son buenas. La enfermedad estámuy avanzada y los riñones muy inflamados.

—Eso explica muchas cosas. Su rostroparecía hinchado la última vez que lo vi. ¿Laorina es oscura?

Brodie asintió.—Me temo que no puedo hacer mucho más

por él —dijo, y continuó tras una breve pausa—. Estoy seguro de que su estado de salud haempeorado por los excesos a los que hasometido su cuerpo durante años. Ha pasadomucho tiempo expuesto al frío y la humedad yeso no le ha hecho ningún bien.

—No puede negarse que es un cabezota.—Ojalá aceptara mi diagnóstico, pero con

este hombre nada es sencillo. Todo tiene queser más dramático, más en sintonía con suvisión épica del mundo. Parece ser de laopinión de que existe una conexión física entresus creaciones y su salud. Es como si pensara

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que, de alguna manera, están debilitando supersona.

—Pero es que es así —dije mientrasrecordaba los recortes de prensa—. Ha sufridomuchos accidentes en el pasado. Resultaincreíble que no esté ya muerto. Casi se ahogaen el túnel de Támesis y a duras penas escapóde morir quemado en uno de sus barcos. Heleído incluso que casi llegó a caerse del puentede Clifton. Lo que me extraña es que hayavivido tanto.

Mis observaciones no sirvieron dedemasiado consuelo a Brodie.

—Sé de lo que habla —dijo—. Ese hombrees un temerario en lo que a su propia seguridadse refiere.

—¿Cuánto tiempo cree que le queda? —pregunté, conduciendo la conversación denuevo a un tono más médico.

—Quizá un año o dos, pero solo si baja elritmo. Parece dispuesto a llegar a la tumba a

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toda velocidad.—Con la chimenea echando humo.Brodie sonrió con tristeza.—Sí, debería dejar de fumar, pero ya he

renunciado a intentar convencerlo. —Quizá esaera la razón por la que el anciano médico habíadecidido confiármelo. Quizá sentía que yo teníaalguna influencia sobre Brunel, que estaba enposición de darle consejos que seguiría. No erala primera vez que el gran sir Benjamin Brodiese equivocaba.

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Capítulo 26

UN hospital nunca duerme. Siempre hay unapobre alma gritando en la oscuridad o unaemergencia que requiere asistencia, pero por lanoche el lugar adquiere un semblante mástranquilo. Hacía bastante tiempo que no habíatenido que hacer una guardia (uno de losprivilegios de ser cirujano docente) y, salvo porel médico jefe, las oscuras salas habíanquedado al cargo de las enfermeras, que bajo laatenta mirada de Florence habían aprendido arealizar sus cometidos y a no dar ilícitascabezaditas. Pero no era ajeno al hospitaldurante la noche, pues era el único momento enque podía concentrarme en mi papeleo sinmiedo a que me interrumpieran. Las horasprevias a la puesta de sol también me daban laoportunidad de ponerme al día con mi diario,

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que últimamente se había convertido en undesahogo para mí porque me permitía poner enorden mis pensamientos tan terriblementeconfusos por los increíbles acontecimientosque, en ocasiones, marcaban mis días con unaregularidad tal solo equiparable al desayuno y lacena en los demás. Y esa noche tampoco iba aser una excepción, pues cuando me disponía amarcharme de mi despacho, después de haberpasado dos horas inclinado sobre mi escritorio,unos ruidos en la sala de preparación llamaronmi atención. Aparte de mi persona, soloWilliam y otros cirujanos tenían asuntos queatender en esa sala y, dada la hora que era, nohabía motivos para creer que alguno de ellosanduviera por allí.

Abrí la puerta desde la sala de operaciones,solo una rendija, pero no pude ver nada en lasala de preparación, salvo la puerta trasera quedaba al patio que, a juzgar por el brillo difusode la luz de gas de la calle, estaba abierta de par

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en par. Para evitar encontrarme con un intrusoen el confinado espacio de la sala o del patio,volví sobre mis pasos. Salí de la sala deoperaciones y me dirigí a la puerta delantera,no sin antes detenerme en mi despacho y sacarmi revólver del cajón de mi escritorio. No seme pasó por la cabeza alertar de mispreocupaciones al guardia, porque por logeneral dormitaba en una silla con los piesapoyados sobre una estufa. Ya fuera, giré a miizquierda y corrí por un estrecho callejónsituado junto al hospital. Entonces, trasdetenerme en la esquina, me asomé y miré concautela a la calle que daba a la parte trasera deledificio y al patio, cuyas puertas estabanabiertas. Un caballo y un carruaje ligero de dosruedas esperaban fuera, aunque no veía ningúnconductor. Pero entonces apareció una figura,su cuerpo encorvado oscurecido por lo queparecía un talego que le colgaba del hombro. Elhombre tiró la bolsa al carruaje sin miramiento

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alguno y se irguió. Incluso desde la distancia, ya la tenue luz de las farolas de la calle, no cabíaduda: era William que, tras hacer algún ajusteen la parte trasera del carruaje, desapareció porlas puertas del patio. Aliviado de que no setratase de mis indeseados invitados de algunassemanas atrás pero, no obstante, desconcertadopor los actos de William, dejé mi escondite enel callejón y me dirigí hacia el vehículo. Justocuando estaba llegando, William reapareció,pero como estaba cerrando las puertas deespaldas a mí no me vio hasta que se volvió,momento en el que yo ya estaba colocado en laparte trasera del carruaje.

La mandíbula se le desencajó tanto que casise le golpeó contra el pavimento.

—¡Doctor Phillips! Dios mío, me ha dadoun susto de muerte.

—¿Haciendo horas extras, William?Miró con gesto de culpabilidad al carruaje

como si estuviera buscando una respuesta

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creíble.—Bueno, señor, verá, solo estaba

recogiendo algunas piezas del almacén. Teníaque haber hecho limpieza hace tiempo, pero nohabía encontrado ningún transporte. —Señaló alcarruaje—. Conseguí este, así que decidíaprovechar.

—Oh, sí, aprovechar. Una especialidadsuya, ¿no cree, William? —William palidecióy, sin esperar a que me respondiera, centré miatención en lo que sin duda se trataba decontrabando. Solo entonces me di cuenta deque lo que le había visto llevar no era un talego,sino algo envuelto en una lona. Aparté unaesquina de la lona y aparecieron unos pies—.¿Qué demonios…?

—Es solo… parte de nuestro excedente,señor —farfulló William.

En esos momentos yo ya estabadesenrollando la lona. Era el cadáver de unamujer de mediana edad que llevaba poco tiempo

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muerta.—¿Desde cuándo —le espeté— tenemos

más cadáveres de los que podemos usar?Especialmente uno tan reciente como este.¡Apuro al máximo los cadáveres en lasdisecciones y resulta que usted saca loscuerpos fuera del hospital por la noche!

William miró nervioso a ambos lados de lacalle, sin duda preocupado por la posibilidad deque alguien pudiera oír mis palabras llenas deira, pero a mí no me importaba.

—¿Cuánto tiempo lleva haciendo esto?Se encogió de hombros como un niño

pequeño al que han pillado robando manzanas.—No estoy seguro, un tiempo, supongo.

Pero doctor, no han sido muchos, cerca de unadocena.

—¡Una docena! Dios mío. ¡Sus robos son larazón de que faltaran cadáveres! ¿Adónde lalleva?

—A… un cliente.

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—¿Así que ahora se dedica al comerciominorista?

—No lo hago de manera regular, señor.Solo de vez en cuando.

A punto estuve de golpear al muy ladrón,pero me contuve y tapé el cuerpo de nuevo.

—¿Quién es ese… ese cliente?—No lo sé. Un tipo que conocí en un pub.

Nos pusimos a hablar y cuando le dije a lo queme dedicaba se ofreció a librarme de losfiambres. No lo he vuelto a ver desde entonces.Le dice al tabernero cuándo necesita un pedidoy yo se lo llevo desde aquí. Lo entrego en lacasucha de un pescador en Millwall, cojo eldinero y me voy. Sin preguntas.

—Así que supongo que no le habrápreguntado para qué los quiere.

William negó con la cabeza.Su respuesta no me satisfizo, pero mi ira se

había calmado.—Llévela dentro, por el amor de Dios.

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Cierre la tienda.Fue a coger el cuerpo del carruaje, pero se

detuvo cuando lo agarré del brazo.—Espere. Déjela. Va a llevarla tal como

había planeado, y yo iré con usted.—Pero…—Pero nada. Hágalo o lo llevaré a la policía

bajo la acusación de profanador de tumbas.Sin más palabras comprobó que la carga

estaba bien sujeta y subió al asiento. Yo hice lomismo. Agitó la fusta y nos pusimos en marcha,trotando por la noche de Londres como un parde directores de funeraria encubiertos a lasriendas de nuestro improvisado coche fúnebre.

Media hora después nos encontrábamos enla Isla de los Perros. Durante unos minutospensé que nos dirigíamos al astillero deRussell, pero cuando aún quedaba ciertadistancia para llegar a este, William giró haciaFerry Road y posteriormente se metió por uncamino accidentado que llevaba hasta la ribera

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del río.—Ahí arriba, es esa choza —dijo William,

rompiendo el silencio que había durado durantetodo el viaje.

—De acuerdo. Déjeme aquí. Entregue elcuerpo tal como estaba planeado y despuésmárchese como haría normalmente.

—Pero señor, este no es sitio para queusted deambule por la noche.

Me bajé del carruaje.—Gracias por preocuparse, William, pero

ya es un poco tarde para eso. Ahora, póngase enmarcha.

William asintió y el carruaje prosiguió sucamino. Me escondí en una zanja cercana,desde la que era mi intención observar laentrega. William, una vez hubo descargado sutruculenta carga, dio la vuelta al carruaje yrecorrió de nuevo el camino por el accidentadosendero.

Ya solo, permanecí en la zanja, donde las

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turbias aguas comenzaron a filtrarse en miszapatos. Allí, en el muro que rodeaba el río, sealzaba la silueta cruciforme de un molino,inmóvil y silencioso. Sus aspas de telaagujerada se tensaban con la brisa, peropermanecían fijas cual manecillas de un relojaveriado. Aparte del viento que guadañaba lahierba, no se oía ningún otro sonido ni se veíaluz alguna. Por la noche, la isla, que lejos de losastilleros y la carretera seguía dominada poruna desoladora marisma, parecía más dejada dela mano de Dios que nunca. De vez en cuando elviento crecía y era como si un perro heridoemitiera un espantoso aullido, un sonido quepodía confundirse fácilmente con el fantasmalladrido de los galgos abandonados por EduardoIII. Había quienes decían que ese lugar recibíasu nombre por ellos.

La perspectiva de pasar una larga vigilia allípoco hizo por elevar mis ánimos, peroentonces, cuando estaba acariciando la idea de

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abandonar mi vigilancia, una leve rendija de luzapareció en la base de la torre del molino. Noveía demasiado, pero alguien había salido de lapuerta entreabierta. Trepé por la zanja ypermanecí de cuclillas con la esperanza de veralgo más por entre la hierba ondeante.

Solo cuando la solitaria figura se apartó dela oscura masa del molino y el muro, esta fuecompletamente visible. Quienquiera que fuerasabía por dónde se movía, porque no habíallevado consigo ninguna lámpara para iluminarel breve camino hasta la choza. Unos minutosdespués hizo el viaje de regreso con elindistinguible bulto del cadáver, de nuevosimilar a un talego, sobre un hombro. La figuradesapareció en la base del muro y unosmomentos después la luz regresó cuando lapuerta se abrió y la figura desapareció en elinterior del molino.

Aún en cuclillas, comencé a avanzar,apartando la hierba con la mano. Me detuve un

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instante en la choza, donde la ausencia delcadáver confirmó mi observación, y seguíavanzando junto al muro donde, en vez dearriesgarme a subir las escaleras, me arrastrépor la parte inclinada de la ribera embarrada. Alalcanzar la cima, sentí la fuerza del viento y congran esfuerzo llegué a un lateral del molino,cuya pared de madera tintineaba como el cascode un barco. Las aspas se cernían sobre mí y losjirones de tela se golpeaban contra lasestructuras, similares a escaleras, de estas. Notenía ganas de trepar de nuevo, así que barajélas distintas opciones. A mi izquierda había unpequeño rellano de madera, donde los peldañosde la parte del muro próximo al firme daban a lapuerta delantera del molino, mientras que a laderecha no parecía haber nada más que la partealejada del muro y el río. La ribera era enorme,sin embargo, y había un sendero que permitíaacceder a la parte trasera del molino.

La parte superior del molino parecía

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carecer de cualquier ventana, así que rodeé eledificio con la esperanza de encontrar otromodo de acceder (aunque si todos ellosfallaran, estaba decidido a entrar por la puertaprincipal, sin importarme lo que me esperara alotro lado). Descubrí, aliviado, una entrada queme llegaba a la altura de la cintura en la partetrasera del edificio, desde cuyo interior sepodía contemplar el río. La ventana no teníacristal, solo un trozo de loneta, por lo que nome costó demasiado despegar una esquina yescudriñar el interior. Estaba completamenteoscuro, una buena noticia, porque significabaque me hallaba en una habitación diferente a laque había filtrado la luz por la puertaentreabierta. Arranqué del todo la loneta y entrépor la abertura, confiando en que el vientoenmascarara cualquier sonido.

Me quedé inmóvil durante uno o dosminutos en aquella absoluta oscuridad con laesperanza de que mis ojos se acostumbraran

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más a ella de lo que se habían acostumbrado enel exterior. Ladeé la cabeza e intenté escucharalgún sonido. Nada. Sin embargo, había luz, yprovenía de la pared contraria de la pequeñahabitación. Apoyé la espalda contra la pared yavancé lentamente, aunque tuve que bordear elarmazón de hierro de una cama estrecha. La luzse filtraba por la madera agrietada de la puerta,aunque esas grietas no permitían percibirdemasiado el interior de la habitación.Quienquiera que fuera la persona a la que habíadivisado fuera se estaba moviendo, pero con lopoco que veía por entre la puerta bien podíahaber tres o cuatro individuos allí.

La única forma de observar mejor era abrirla puerta. La idea no me emocionaba, pero elfactor sorpresa estaba de mi lado y el peso dela pistola en mi bolsillo me proporcionaba unamayor determinación. No encontré ningúnpomo ni nada que se le pareciera, así queempujé levemente la puerta, que ante ese leve

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toque se movió ligeramente. Dado el estado delmolino, dudé que a esas bisagras se les hubieraechado aceite en los últimos tiempos. Puestoque quería permanecer oculto todo el tiempoque me fuera posible, pegué la oreja paracomprobar si escuchaba algún sonido quepudiera enmascarar el inevitable chirrido de lapuerta cuando se abriera. Durante un largotiempo no escuché nada, solo el ruido de piesarrastrándose y el crujido del suelo. Peroentonces se escuchó el choque del metal contrametal. Su sonoridad me resultaba familiar ysabía que no duraría mucho.

Con un empujón la puerta cedió, abriéndoseentre ocho y diez centímetros. El martilleocesó, pero nada sugería que el sujeto se hubiesepercatado del movimiento de la puerta. Con lapistola en ristre inspeccioné la habitación. Enella había un hombre de espaldas a mí. Unalarga bata le cubría los hombros y le llegabacasi al suelo. Estaba junto a una mesa,

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observando el cuerpo de la mujer tendido sobreesta. La cabeza del cadáver estaba más cerca demí, ligeramente inclinada hacia atrás, con labarbilla apuntando hacia arriba y la bocalevemente entreabierta. El hombre se cerníasobre ella, trabajando atentamente sobre algunaparte de su torso. El ruido provenía de unpequeño martillo y un cincel, instrumental queyo había usado en numerosas ocasiones pararomper la caja torácica de un cadáver. Trabajabacon rapidez. Intercambió el martillo por el filode un bisturí y en pocos instantes sacó elcorazón sin vida del agujero en el pecho de lamujer. Mi pistola comenzó a temblar cuandocaí en la cuenta. No había habido asesinatos,ninguna matanza de prostitutas. No, la verdad sehallaba ante mí en la forma del cadáver queyacía en la mesa. Los cuerpos rescatados delrío llevaban ya un tiempo muertos antes de quesus corazones y pulmones fueran extraídos. Elinspector Tarlow había estado dando palos de

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ciego todo el tiempo. Me había convertido ensospechoso de cometer asesinatosterriblemente crueles por el simple motivo deque el lunático que tenía ante mí había decididopasar las tardes sajando cadáveres robados enun molino de viento.

Salí de mi escondite, momento en el que elmolinero cirujano, tras haber depositado elórgano en un cuenco de metal, se giró.

Ockham ni siquiera pestañeó.—Vaya, doctor, ¿qué le trae por aquí con la

noche que hace?Fui incapaz de articular palabra, pues la

boca se me había secado en respuesta a lamacabra escena que tenía ante mí.

—Dele las gracias a William. Me trajocon… —señalé con la pistola— su paciente.¿Está loco? ¿Qué demonios está haciendo?

—Pensaba que resultaría obvio,especialmente para usted, doctor.

—Ni se le ocurra siquiera comparar esta…

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esta carnicería con mi trabajo.—Carezco de su destreza, lo sé, doctor,

pero por favor, intente ser cortés. Nadie naceaprendido.

—Esa es la cuestión. No todos somoscirujanos, Ockham. No tiene derecho… ¡Estoes un delito!

—No veo por qué. Este cuerpo iba a serpasado por un cuchillo. Fuera suyo o mío, noveo la diferencia.

—Eso puede explicárselo a la policía.¿Sabía que están buscando un asesino en serieque les quita el corazón y los pulmones a susvíctimas?

—Los he visto merodear por el río. Lamayoría de las veces la corriente hunde loscadáveres y nunca más son vistos, pero enocasiones emergen a la superficie y sonarrastrados por la corriente. He descubiertorecientemente que rellenar la cavidad del pechocon plomo funciona muy bien.

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—Dios mío, ¿cuántos cadáveres ha usado?—Quince, veinte. He perdido la cuenta. Su

hombre, William, ha sido de una ayudainestimable para mí y para la humanidad.

Así que una docena, según William.—La policía me acosa. ¡Creen que soy el

asesino!Ockham alzó la vista con gesto de

sorprendido.—No lo sabía. Eso es lamentable, de lo más

lamentable, y le pido disculpas por ello. ¿Puedodar por sentado que sigue en libertad porquehasta ahora no han podido probar sussospechas?

No era el momento de obsequiarle con lalista de acusaciones de Tarlow.

—Efectivamente, pero esto… lo que quieraque sea esto tiene que terminar.

Ockham pareció percatarse en ese instantede la pistola y arqueó una ceja.

—¿Voy a necesitar esto?

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Ockham negó con la cabeza.Coloqué la pistola a los pies de la mesa y

me situé al otro lado.—¿Estamos solos?Ockham asintió y observé estupefacto

cómo se inclinaba sobre la cavidad con lascostillas alineadas a cada lado y procedía asacar los pulmones. Era muy torpe y me tuveque contener para no enseñarle a hacerlo comoera debido.

—¿De qué va todo esto, Ockham? ¿Quéquiere decir con «por el bien de la humanidad»?

—¿Por qué tomarse la molestia deconstruir un corazón y no usarlo? Es comoconstruir un barco y no llevarlo nunca al agua,¿no cree? Pero usted pensaba que se trataba deun simple adorno, ¿no es así?

—Entonces, ¡creen que pueden revivir a losmuertos!

—Aún no —dijo con cierto deje de pesaren su voz—. Todavía se nos presentan retos que

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superar. En estos momentos estoy trabajandoen un sistema para conectar el dispositivo. Y,ya saben lo que dicen, el conocimiento llegacon la práctica.

—Pero solo tienen el corazón desde haceunos meses; ¿qué ha estado haciendo con loscuerpos todo este tiempo?

Alzó la vista de su trabajo, si bien las manosseguían hundidas hasta las muñecas en el pechode la mujer muerta.

—Ha habido más corazones, prototiposrudimentarios, nada que ver con el últimodiseño. Pero ahora estamos cerca, muy cerca.Gracias a usted, Phillips.

Di un paso adelante.—¿A mí?Ockham se echó a reír.—Doctor, no pensaría que Brunel le había

invitado a unirse al club Lázaro solo para que seencargara de las actas, ¿verdad? Lo que buscabaera su destreza como cirujano. Sus

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demostraciones y clases individuales nosdieron un nuevo ímpetu, nos proporcionaronnuevas ideas para modificar y mejorar elmecanismo.

Por supuesto que había sabido que Brunelestaba interesado ante todo en mi trabajo. Asíme lo había dicho él mismo. Ockham, sinembargo, parecía estar tomándome por unestúpido. Pero, desarmado como estaba, optépor ignorar su tono de mofa y no le respondípara sacarlo de su error.

—Me alegro de haber sido de alguna ayuda—dije. Después de todo, se trataba de un erroren una cabeza obviamente a rebosar de ellos.

Sin embargo, su arrogancia duró poco.—Pero no solo a nosotros —recalcó, su

voz esta vez llena de angustia—. Me temo queestas mejoras son la razón por la que el interésde Russell en el artilugio ha resurgido. Advertía Brunel que no hiciera esa presentación.

—¿Cuando yo me encontraba fuera de la

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ciudad?—Espero que no se ofendiera porque no

esperara a su regreso. —Ockham no me parecíaun hombre preocupado por los sentimientos delos demás. Sin embargo, sí era muy cambiante,así que me limité a negar con la cabeza. Locierto era que sí me había ofendido—. Verá —prosiguió—, a Brunel lo estaban presionandopara que se fuera al extranjero debido a suestado de salud, así que supongo que no habíagarantías de que fuera a regresar. Como buenfanfarrón empedernido que es, no pudoresistirse a hacer la presentación antes demarcharse. Y, respecto a mi trabajo aquí,bueno, al igual que él, yo también acudí aalgunas de sus clases, pero decidí permaneceren el anonimato.

Retomó su atención en el cadáver, perosiguió hablando mientras utilizaba el bisturí.

—Es usted un profesor talentoso, doctorPhillips, pero no hay nada como la experiencia

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propia, mi trabajo en el astillero me lo haenseñado. Y, además, puesto que Brodie senegaba a tomar parte, llegado el momento de laoperación tendría que ser yo quien la llevara acabo.

Suspiró satisfecho y se apartó de la mesacon los pulmones acunados en sus manos paradejarlos en un cuenco, colocándolos sobre elcorazón como si estuviera construyendo uncastillo.

Tras haber tenido tiempo de estudiar lo quehabía a mi alrededor, resultaba obvio que nosencontrábamos en el interior de una máquina demadera; desde el centro del suelo se alzaba uneje pesado que, cual pilar arquitectónico,desaparecía en la penumbra situada sobrenuestras cabezas. Las ruedas de molino a lasque el eje estaba unido ocupaban un espacioconsiderable bajo nuestros pies. A juzgar porlas telarañas que cubrían numerosas grietas yrincones, el molino llevaba inoperativo bastante

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tiempo, pero cuando se pusiera enfuncionamiento, las ruedas del molino seríangiradas por una serie de enormes ruedasdentadas de madera entrelazadas, que ocupabangran parte del interior del edificio. En algúnotro lugar, el movimiento sería transferido delas ruedas por medio de vigas y volantes deinercia que, por encima de nuestras cabezas,estaban conectados por una serie de correas detransmisión de cuero. Esos palos y piedrascobraban vida gracias al movimiento de lasaspas del exterior. Aunque eran zarandeadas porel viento, permanecían quietas, pero elfuncionamiento interno al que estabanconectadas crujía y vibraba, deseoso demoverse de nuevo.

Unos cuantos escalones conducían a unentrepiso que no era más que un enormerellano, desde el que otras escaleras conducíana una trampilla situada en el piso superior. A unlado de las escaleras inferiores había un objeto

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alto y rectangular cubierto por una lona.Parecía un armario tapado con una sábana paraprotegerlo del polvo.

—¿Ahora vive aquí? —pregunté al recordarla cama en la pequeña habitación por la quehabía entrado.

—A veces me quedo a dormir. Cuando noestoy ocupado con el barco estoy trabajandoaquí.

—Ha dicho «llegado el momento de laoperación». ¿Qué operación?

Alzó la vista de nuevo. Tenía la frentemanchada de sudor.

—Ahora que ha venido puedo enseñárselo.Fue solo entonces cuando me percaté del

agujero irregular por el que caía la sangre hastaun cubo a los pies de la mesa.

—Dios mío, ¡esa es mi vieja mesa dedisecciones!

Ockham sonrió.—Era una pena no usarla. Pasaba por el

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hospital un día y la vi en el patio trasero y leofrecí a su hombre un buen precio por ella.Usted ya no iba a usarla más.

—Supongo que le regalaría un cadávergratis también.

Ockham no respondió. Cogió la lona quecubría el objeto a los pies de las escaleras. Conuna floritura propia de un ilusionista de unteatro de variedades, la tela reveló una especiede vitrina, con la parte delantera de cristal,construida con láminas de hierro remachadas.

Había algo dentro de la caja, aparentementesuspendido en un fluido turbio, así que di unpaso para acercarme y verlo más de cerca. Loque descubrí, cuando la masa borrosasumergida se tornó en un objeto reconocible,fue algo atroz, incluso para mis ojos decirujano. Un brazo caía recto a un lado delcuerpo de la mujer y el otro estaba doblado y lecruzaba la parte inferior del torso. Las piernasestaban estiradas y, desnudas como el resto del

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cuerpo, cruzadas una delante de otra con lospies apuntando hacia abajo como si los dedosintentaran alcanzar la base del tanque.Mechones de largos cabellos pelirrojosflotaban por encima de la cabeza de la mujer ydejaban al descubierto un rostro que, inclusotras la muerte, retenía una máscara de singularbelleza. Lo observé más de cerca paracerciorarme de que no estaba equivocado. Erael cuerpo de Ada Lovelace, la madre deOckham, tiempo atrás fallecida.

Tardé en poder hablar, pero cuando laspalabras llegaron caí en la cuenta de que porprimera vez todo lo que me había pasadoempezaba a cobrar sentido, si bien no era unapalabra muy apropiada para tales circunstancias.

—Lázaro, supongo.Ockham habló sin mirarme, con la vista fija

en la forma inerte de su amada madre.—Si no hubiera sido por ese maldito

médico se habría recuperado. Fue un asesinato,

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un maldito asesinato.—Pero tenía cáncer. No había mucha

esperanza.Al decir aquella frase se volvió hacia mí

con sus ojos cubiertos por una capa delágrimas.

—Lo hecho, hecho está. Ahora se hallabaen mi mano hacer las cosas bien, traerla devuelta.

No sabía si sentir lástima por él o temerlo.Supuse que su razonamiento se había vistoafectado por demasiado opio. Pero,independientemente de lo que hubiera tras tanextraño comportamiento, no cabía duda de queBrodie había estado en lo cierto cuando habíadicho de él que era un «loco, perjudicial ypeligroso de conocer».

—¿Cree que ponerle el corazón va a hacerque vuelva? Lamento su pérdida, Ockham, perono va a funcionar, ni ahora, ni nunca.

—¿Y se supone que tengo que creer la

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palabra de un médico, un colega del hombreque la desangró hasta morir?

—Hay malos médicos, no lo niego, pero nopuede echar la culpa de la muerte de su madre atodos los profesionales de la medicina. —Hablaba desde mi propia experiencia, pues yotambién había sufrido los ataques de un familiarde luto, un marido que me responsabilizaba dela inevitable muerte de su mujer.

Ockham resopló.—No se preocupe, Phillips. Yo no lo hago.

Abrirle el cuello a ese asesino fue catarsissuficiente. Al igual que ella, se desangró hastamorir, pero él no regresará.

No estaba escuchándome.—Y lamento decirle que tampoco ella.

¿Cuánto tiempo hace que… que murió?—Casi seis años. Todo este tiempo ella ha

estado esperando que la trajera de vuelta.—¿Cómo demonios la ha metido aquí? ¿No

hubo un funeral?

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—Enterraron a una oveja muerta. Pagué alenterrador e hice que construyeran esto. —Ledio un golpecito a la parte delantera del cristaly casi pensé que el cuerpo del interior iba aextender la mano para tocarlo—. Un boticariome proporcionó el fluido de preservación ydesde entonces ella ha estado conmigo.

Había visto y escuchado suficiente.—No puedo formar parte de esto —le

espeté—. Tiene que hacer lo correcto yenterrarla. Olvídese de esta locura y siga con suvida.

Pero no estaba dispuesto a ceder.—Justo lo que Brodie dijo. Pero usted es

diferente, puedo verlo.—¿Brodie lo sabe?—Por supuesto, pero teme perder su

posición. Al principio me proporcionóasesoramiento anatómico, pero no teníaestómago para esto.

—¿Y Brunel?

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—Su contribución fue el mecanismo.Trabaja con el metal, no con la carne.

Le había oído decir algo similar en algunaque otra ocasión.

—Pero ¿sabía esto?—Simplemente perdió interés, eso es todo.

Como siempre, demasiados trabajos requeríande su atención.

—Basta, Ockham. He oído suficiente. —Me di la vuelta y me dirigí a la entrada.

—Pero no puede marcharse ahora. Estamosjuntos en esto. Dígame que no se encuentraintrigado por el potencial del corazón. ¡Dígameque la idea no le fascina!

—No, Ockham. En lo único que usted y yoestamos juntos es en este maldito molino deviento, y estoy a punto de cambiarlo.

Abrí la puerta y me encontré con que misalida estaba bloqueada por el hombre que habíapermanecido de pie en la puerta del salón de micasa. Su pistola me apuntaba a la cabeza.

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—Entre dentro, por favor, doctor.—¿Qué demonios? —exclamó Ockham

mientras corría a coger mi pistola que, con lasprisas, me había dejado sobre la mesa.

—Déjela donde está —ordenó el hombrede la puerta que, una vez hube retrocedido hastahallarme a una distancia segura de él, apuntócon la pistola a Ockham.

—¿Cómo nos ha encontrado? —pregunté.—Llevo un tiempo vigilando este lugar.

Sabía que los encontraría juntos tarde otemprano. Y que, cuando lo hiciera, sabríamoslo que estaban tramando.

Esperaba que el hombre de la butacaapareciera de un momento a otro.

—¿Dónde está su jefe?—No lo necesito para encargarme de los

dos. Puedo hacerlo solo, muchas gracias. —Cerró la puerta con el tacón de su bota y entróen la habitación—. ¿Dónde está?

—¿Dónde está el qué?

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—Deje de jugar, doctor. Tuvo suerte laúltima vez que nos vimos. Pero yo estoy almando ahora y no seré tan moderado.

Miré hacia atrás, hacia Ockham.—Será mejor que me dé lo que he venido a

buscar.Sin duda el hombre estaba disfrutando de su

momento de gloria. Sus superiores tomaríancartas por haber actuado por su cuenta. Pero,para bien o para mal, no estaban allí.

Ladeó la pistola.—No lo repetiré de nuevo.Ockham señaló a la mesa.—Ahí, en el pecho. Iré y lo cogeré.—No tan rápido —respondió el hombre de

la puerta—. Debe de estar bromeando si piensaque le voy a dejar subir solo y coger la pistolade allí. Y, del mismo modo, no dejaré tampocoque su compañero me engañe.

—Este hombre conoce su trabajo —dijo unsereno Ockham.

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Nuestra visita sacó una cuerda del bolsillo yse la tiró a Ockham.

—Átelo a la silla —ordenó.Ockham quitó su abrigo de la silla y cuando

me senté comenzó a atarme las manos pordetrás.

—¿Qué demonios han estado haciendoaquí? —preguntó el hombre de la puerta, queparecía haberse percatado en ese momento delos contenidos de la habitación y tenía un gestode horror en el semblante.

—Esa, amigo mío, es una historia muy larga—respondí.

El hombre de la puerta no parecíainteresado en escuchar historias.

—Átelo bien. Déjeme mirar. —Cogió elresto de la cuerda e inmovilizó mis codos en elrespaldo de la silla y a continuación tiró delnudo que rodeaba mis muñecas. Satisfecho, leindicó que subiera las escaleras.

Tan pronto como me dio la espalda, saqué la

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navaja que Ockham me había escondido en lamanga y acerqué el filo a la cuerda, con cuidadode no abrirme la muñeca. Mientras tanto,Ockham estaba subiendo las escaleras, seguidoa una prudente distancia de su escolta.

Había supuesto que Ockham esperaría paraactuar al menos hasta que estuvieran en elrellano pero, al igual que el hombre de lapuerta, quedé muy sorprendido cuando algocayó de arriba, de la oscuridad, y aterrizó conun golpe sordo a los pies de las escaleras, justodetrás de él.

El saco de harina mohosa colgaba de unacuerda y Ockham había quitado una anillacolocada en la barandilla del rellano. El hombrede la puerta solo se distrajo un momento, perofue suficiente para que Ockham se volviera y lequitara de un golpe la pistola. A continuación seabalanzó sobre él y ambos cayeron por lasescaleras y rodaron por el suelo golpeándoseentre sí, luchando desesperadamente por coger

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la pistola, que no había caído muy lejos.Finalmente logré que la navaja tocara la

cuerda y con gran dificultad comencé a cortarlamientras sujetaba la hoja entre el pulgar y elíndice de mi mano derecha. Los dos estaban yaen ese momento de pie, y Ockham le dio unapatada a la pistola justo cuando el hombre de lapuerta estaba a punto de agarrarla. Comorepresalia se abalanzó sobre el vizconde,empujándolo con gran fuerza contra la pared,donde la parte baja de su espalda se golpeó conuna palanca que, del impacto, se movió.Ockham apenas si se había recuperado cuandoel molino comenzó a volver a la vida. Primerose escuchó un soplido en las vigas del techocuando las aspas comenzaron a girar con elviento. A continuación las ruedas dentadascomenzaron a entrelazarse entre sí y el eje agirar. El movimiento no fue fluido, pues lasruedas se detenían una y otra vez mientras eleje emitía un chirrido terrible. El mecanismo

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necesitaba desesperadamente una puesta apunto y amenazaba con venirse abajo encualquier momento.

La lucha a vida o muerte entre los doshombres proseguía, ambos aparentementeajenos a las piezas que se ponían en acción a sualrededor. Logré soltarme las muñecas y confiéen ser capaz de aflojar el resto de ataduras. Enese momento, para mi estupor, el tanque dehierro que contenía a la madre de Ockhamcomenzó a temblar y agitarse. El fluido delinterior parecía estar bullendo y, para misorpresa, el cuerpo que flotaba en su interiorhabía comenzado a moverse. Los brazos seapartaron del torso y los pies golpearonsuavemente el cristal. Dios mío, pensé, estávolviendo a la vida. ¡De algún modo Ockhamhabía logrado que el movimiento del molino lareviviera!

Descubrí enseguida el verdadero motivo.Ockham había dejado a un lado la lona que

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cubría la parte delantera del tanque y una partese había quedado enganchada en una de lasruedas dentadas. El movimiento del engranajeestaba en esos momentos tirando de la lona y,como el tanque estaba encima de parte de esalona, probablemente porque lo habían llevadohasta el molino envuelto en ella, su movimientoestaba haciendo que el tanque se tambaleara yagitara. Cuanta más lona engullía el engranaje,más se movía el tanque, balanceándose haciadelante y atrás y amenazando con volcarse.

Dejé de intentar aflojar el resto de la cuerday seguí cortándola. Durante un instante cerrélos ojos para concentrarme más y, cuando losabrí, el tanque de hierro se estaba balanceandouna vez más, solo que esta vez se inclinóirremediablemente hacia delante.

—¡El tanque! —grité, pero Ockham nopodía hacer nada, pues seguía forcejeando consu enemigo.

Se escuchó un estruendo terrible cuando la

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parte delantera del tanque impactó contra laesquina de la mesa y el cristal se hizo añicos.El fluido cubrió el suelo y empapó los cuerposde los dos hombres que forcejeaban entre sí.

—¡No! —gritó Ockham al ver lo que habíaocurrido. Impulsado por la rabia de ver elsarcófago de su madre hecho añicos, una fuerzarenovada le ayudó a empujar a su enemigo alsuelo. El hombre de la puerta resbaló por elfluido mientras intentaba ponerse en pie y antesde poder hacer nada su oponente ya estabasobre él, golpeándolo con un trozo de madera.

Todavía atado a la silla, no pude intervenir.—¡No, Ockham! ¡No lo mate! ¡Lo

necesitamos con vida! ¡Tiene que hablar!Pero Ockham estaba histérico.—¡Mire lo que ha hecho! —gritó mientras

seguía golpeando al hombre postrado.Finalmente logré librarme de mis ataduras y

me levanté tambaleante de la silla. Me deslicépor el enorme charco de alcohol que cubría el

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suelo de la habitación.—¡Pare, Ockham! ¡Pare!Le agarré el brazo antes de que lo golpeara

de nuevo, pero era demasiado tarde. El hombreestaba muerto y su cráneo fracturado revelabasus sesos aplastados.

Con la mano aún aferrada a su muñeca,Ockham se volvió y me miró con unos ojosllenos de furia animal. Temí que fuera a pelearconmigo, pero su humanidad regresólentamente a él y, una vez se hubo calmado,soltó la madera y corrió al tanque, que estabainclinado sobre la mesa. No todo el cristalestaba hecho añicos, pero una parteconsiderable se había roto al entrar en contactocon el afilado pico de la mesa. Un brazo inertecolgaba del tanque y sus dedos rozaban el suelohúmedo. Mientras yo observaba la escena, lapiel, que al principio había sido blanca como elmarfil, comenzó a volverse negra conforme lanecrosis se fue apoderando de ella. El hedor

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largo tiempo demorado de la descomposiciónmezclado con los efluvios del alcohol creó unmiasma nauseabundo y, si no abandonábamos eledificio pronto, se apoderaría de nosotros.

—¡El tanque, tenemos que arreglar eltanque! —lloriqueó Ockham mientras metía elbrazo de su madre en el interior.

—Es inútil. Se ha ido, Ockham. Su madreestá muerta —dije, aunque había sido la roturadel tanque lo que la había matado. Le puse unamano en su tembloroso hombro y le indiquéque nos marcháramos—. Déjela, tenemos quesalir de aquí.

De repente no pareció necesitar másánimos y me miró estupefacto.

—¡Está podrida! ¡Dios mío, Phillips, estápodrida!

Por fin la verdad había visto la luz.—Lo sé —dije—. Necesita enterrar a sus

muertos, dejar que su madre descanse en paz.Ockham parecía perdido, un niño pequeño.

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—Era hermosa, Phillips. Lo ve, ¿verdad?Intenté no mirar la masa ennegrecida de

carne que asomaba por el sarcófago roto. Unamaraña de cabellos pelirrojos era lo único quequedaba de ella.

—Era muy hermosa. Así es como siemprela recordará.

—Lo único que quería era traerla de vuelta.Lo era todo para mí, Phillips. —No estabamirando a su madre, sino al cadáver tan maldiseccionado—. Puede que ella también fuerala madre de alguien. No quería hacerle daño,doctor, no en vida.

—Perdí a mi madre, Ockham, yrecientemente a mi padre. Sé lo duro que puedeser —dije, desesperado por calmarlo paraalejarnos de tan horrible lugar. El consumo deopio de Ockham no había hecho sino alimentarsus falsas ilusiones, pero, si lo hubiera tenido amano, contento se lo habría administrado comosedación. Babbage me había dicho que a Ada le

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habían prescrito un tratamiento similar y comoconsecuencia se había convertido en una adictaa los poderes del láudano. El diagnóstico eraclaro: el hombre dependía tanto de la presenciafísica de su madre como de cualquier droga yromper la relación entre ellos requeriría másdestreza que cualquier operación quirúrgica.Tan solo algunos minutos antes había estadodecidido a entregárselo a la policía, explicarlotodo y limpiar mi nombre, pero en esosmomentos, bajo la fría luz de la muerte y ladestrucción, todo parecía más complicado.Entregar a Tarlow la lastimosa criatura en queOckham se había convertido no ayudaría ennada a su estado y la pertinente investigaciónarrastraría inevitablemente a Brunel y otros. Y,lo que era más importante, el escándalo podíacrear una cortina de humo tras la que losasesinos de Wilkie podían eludir a la justicia.Tenía que haber otra manera.

Ockham se enjugó los ojos con la manga y,

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tras coger de un gancho de la pared una lámparapara tormentas, fue a encenderla.

—Déjeme a mí.Ya con la mente despejada, cogí el cuerpo

del hombre de la puerta y lo arrastré hacia laentrada.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Ockhamque, para alivio mío, parecía mucho máscompuesto. Es más, me miraba como si el locofuera yo.

—Lo necesitamos. Ayúdeme. Se loexplicaré más tarde.

Ockham dejó en el suelo la lámpara y meayudó a arrastrar el cuerpo fuera, donde lodejamos en el suelo. Ockham se dispuso aentrar de nuevo en el molino y yo le grité:

—¡Coja algo de ropa! Ropa vieja, nadademasiado distinguido.

Tras no menos de un minuto, Ockhamestaba fuera con un fardo bajo el brazo. Con éla la cabeza avanzamos apresurados por la

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crecida hierba hacia el astillero, llevando yarrastrando el cuerpo. A nuestras espaldas, elmolino de viento comenzó a brillar cuando lalámpara prendió el alcohol inflamable. Encuestión de segundos, el viejo edificio habíasido engullido por las llamas. El humo subió alcielo y bajo este las llamas naranjasconsumieron la torre de madera que se habíaconvertido en la pira funeraria de Ada Lovelace;una luminosa advertencia de los peligrosvenideros.

The Times, 18 de junio de 1859En la nochedel 16 de junio, una mujer, supuestamente unaprostituta, fue atacada por un hombre queblandía una navaja en la zona de Limehouse. Lavíctima opuso gran resistencia y en el forcejeosu atacante perdió el equilibrio y encontró lamuerte tras caer por unas escaleras. Elinspector Tarlow de la Policía Metropolitana hadicho a este periódico que cree que el maniacofallecido es responsable del brutal asesinato de

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al menos ocho mujeres en la ciudad durante losúltimos doce meses o más. La navajarecuperada de la escena parece ser la mismaque empleaba para cometer una serie dedesfiguramientos previos a deshacerse de loscuerpos en el Támesis. Al parecer, y a pesar dealgunos cortes en el torso de la mujer, lasballenas de su corsé evitaron que la hoja de lanavaja penetrara en su piel. El inspector mostrósu satisfacción por el hecho de que el casoestuviera cerrado. Se ha negado a facilitar laidentidad de la mujer o del agresor, aunquetodo apunta a que la propia policía desconoce laidentidad de este último. Clare había sido degran ayuda, especialmente a la hora de atraer laatención de la policía, algo que normalmenteno contemplaría como opción. Tras abandonarel molino de viento, había esperado en la hierbacon el cadáver mientras Ockham cogía un carrocubierto y un cubo de agua en el astillero,donde el molino había comenzado a atraer la

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atención de los allí presentes. Mientrasconducíamos por la ciudad logró esbozar unasonrisa cuando me dijo que los guardiaspensaban que había intentado apagar el fuegocon el cubo de agua, pero aun así aquellasonrisa no lograba enmascarar su angustia porlo acaecido con su madre. Yo estaba en la partetrasera del carro, quitándole al hombre de lapuerta la ropa empapada de alcohol y limpiandosu piel muerta. Una vez me hube asegurado deque no quedaba ni rastro del acre líquido, lovestí con el traje de funeral que me habíaproporcionado Ockham.

Llegamos a la casa de Kate Hamilton justoa tiempo para evitar que Clare entrara en unahabitación con un hombre de aspecto nerviosoal que sugerí que estaría mucho mejor en casacon su mujer e hijos. Salimos a toda prisa de lacasa y solo le dije que el hombre muerto de laparte trasera del carro no había sido una buenapersona en vida y que ella podía ayudarme a

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salir de un grave problema. La información fuesuficiente para conseguir la ayuda de la pobremuchacha, aunque con la condición de que lepagara los ingresos que había perdido. Talcomo le había ordenado, Ockham tiró el cuerpoinerte por unos escalones cerca del muro decontención. Tras una rápida inspección, durantela cual le recoloqué una pierna doblada en unaextraña postura, me alegré de poder informar amis cómplices de que las heridas infligidas enel molino parecerían resultado de la caída a losojos de la policía. Fue idea de Clare rajar elcorpiño de su vestido para añadirle másrealismo, tras lo cual dejamos la navaja en elsuelo para que la encontrara la policía. Era ungolpe maestro, y el coste de un vestido nuevosería un precio barato por dar respuesta a lamuerte del hombre de la puerta, y al mismotiempo poner punto final a la búsqueda delasesino que no existía, una búsqueda que habíallevado al inspector Tarlow a la misma puerta

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de mi casa. Una vez recreamos la escena deldelito, le di un beso de buenas noches a miocasional concubina y le prometí ir a verlapronto. Tan pronto como Ockham y yo hubimosdoblado la esquina, Clare dejó escapar un gritohelador. La chica había nacido para ser actriz,de eso no cabía duda.

Tarlow apareció en el hospital al díasiguiente. Su rostro mostraba todos los signosde haber pasado gran parte de la noche en vela.Tras decirle que tomara asiento en midespacho, procedió a contarme el ataque a laprostituta, durante el cual el maníaco le habíadicho que le iba a sacar el corazón. El inspectorsuponía que la mujer era más fuerte y teníamejor salud que sus previas víctimas y por ellohabía podido forcejear con él, forcejeo quehabía terminado con la muerte del agresor trascaer rodando por unas escaleras.

—Felicidades, inspector, todo apunta a quees su hombre. Confío en que esto suponga el

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fin de su investigación.—No del todo, doctor, hay algo que no

encaja.—¿De qué se trata?—La prostituta atacada era una de las

mujeres a las que interrogué en la casa de KateHamilton.

El Terrier había olisqueado una rata.—¿Hay algún problema con ello, inspector?—Usted estaba escondido debajo de su

cama cuando la interrogué.Corrí a la puerta y cogí mi abrigo y

sombrero como si fuera a marcharme.—¡Clare! ¡Dios mío! ¿Seguro que está

bien? Tengo que ir a verla.Tarlow se inclinó en su silla y estiró el

brazo para detenerme.—Está bien, doctor y, como le he dicho, es

una joven fuerte. Siéntese, por favor, aún nohemos terminado.

Volví a mi asiento a regañadientes,

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colocándome el abrigo sobre las rodillas.—Bien, doctor —prosiguió Tarlow, tras

sacar una vez más su libreta—. ¿No le resultaun poco extraño que la mujer que logradespachar al hombre aparentementeresponsable de una serie de asesinatos de losque usted era sospechoso resulta tener unarelación íntima con usted, por muy profesionalque esta sea?

Tardé unos instantes en considerar lasimplicaciones de aquello. Mi rostro era unamezcla de estupefacción y confusión.

—Supongo que sí que parece una extrañacoincidencia. —Coincidencia que se me habíaocurrido solo después de que Clare hubiesehecho su actuación—. ¿Está sugiriendo que yohe tomado parte de ello? ¿Qué planifiqué elataque? ¡Eso es ridículo!

—Estoy seguro de que mis superioresopinarían lo mismo… a menos que puedareunir pruebas suficientes que demuestren lo

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contrario.—¿Quién es el hombre muerto? Si lo sabe

debería poder sacar una conclusión firme. ¿Seme va a perseguir siempre por este asunto?

—Por desgracia, no hemos podidoidentificar al caballero. Me preguntaba si ustedpodría ayudarnos.

—¿Quiere que examine su cuerpo? ¿Se meva a confiar tal tarea?

—Siempre he encontrado su ayuda de lomás útil, doctor.

—Estoy seguro de ello —respondí conamargura—. Bien, ¿dónde está el cuerpo?

Tarlow se puso en pie.—En el patio trasero. ¿Vamos?El inspector indicó al agente de policía que

estaba esperando junto al carro que levantara lalona trasera.

—Si no le importa, doctor —me dijomientras me indicaba que me acercara y echaraun vistazo.

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Levanté la sábana y observé durante unosinstantes el rostro del hombre que no hacíamucho tiempo había sido golpeado hasta lamuerte en mi presencia. Le agarré la barbilla ygiré su rostro hacia mí.

—Este hombre me resulta familiar.¡Conozco a este hombre, inspector! —Me volvíy miré horrorizado al policía—. Su nombre esEdward Fisher. Su mujer fue paciente mía.Tenía cáncer y murió mientras yo la intervenía.No fue culpa mía, no había nada que se pudierahacer por ella.

—¿Cuándo ocurrió?—Hará unos dos años. Quizá guarde su

historia en mi despacho. Se volvió loco, meacusó de su muerte y me atacó en mi propiodespacho. Logré sacarlo de allí gracias a miayudante, William. Juró que me haría sufrir,que iba a desear no haber nacido. Fue la últimavez que lo vi. El dolor afecta de muy diversasmaneras, supongo.

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—Sin duda explicaría el ataque a su amiga.Puede que la haya considerado, si no le molestaque se lo diga, como el equivalente a su mujer.Ojo por ojo y esas cosas.

—Pero ¿qué hay de los otros asesinatos?¿Eran parte de… de su venganza?

—Parece como si hubiera queridoinculparlo, ¿no cree? Ese hombre había perdidoel juicio. Quizá vivía en una terrible fantasía.Nunca lo sabremos.

—¿Cree que fue él?Tarlow cubrió con la sábana el rostro del

hombre.—El tiempo lo dirá, ¿no, doctor? Si no hay

más asesinatos, sí, será nuestro hombre.—¿Qué hay de William, quiere

interrogarlo? ¿Y la historia? Veré si puedoencontrarla. —Y lo habría hecho, pues todo eracierto. Ockham no era la única persona quehabía perdido a un ser querido a manos de unmédico. Había intentado dejar atrás aquel

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incidente, pero el recuerdo había emergido trasla confesión del vizconde. Por muydesagradable que fuera todo aquello, sinembargo, había algunos factores en ese casoque esperaba operaran en mi favor. Tras lamuerte de su mujer y su agresión hacia mipersona, Edward Fisher se había marchado de laciudad para comenzar una nueva vida. Tandesesperado estaba por empezar de nuevo quehabía cambiado incluso de nombre, pero susdemonios seguían acechándole y más tardesupe por un colega que se había ahorcado.

El inspector sonrió y su expresión sesuavizó, aliviado sin duda de que el peligrosojuego al que habíamos estado jugando durantetanto tiempo tocara a su fin.

—No, doctor, no será necesario. Lo tachéde mi lista el día que fui a visitarlo al hospital.

—¿Disculpe?—Fui a visitarlo cuando estaba enfermo.

Habíamos sacado otro cuerpo del río. Muy

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reciente, no podía llevar muerta más de un parde días como mucho. Llegué y descubrí que laseñorita Nightingale lo había tenido en camapor su alta fiebre durante más de una semana.

—Y entonces se dio cuenta de que no podíahaber sido yo.

Tarlow asintió.—¿Así que llevo libre de sospechas durante

semanas? —dije, intentando por todos losmedios no parecer alicaído al conocer que miarriesgada farsa había sido del todo innecesaria.

Tarlow asintió y me sonrió con aparentecomplicidad.

—Mis disculpas por todas las molestias quele ha supuesto esta investigación. Tengacuidado con a quién opera la próxima vez.

—Me temo que esos son gajes del oficio,inspector.

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Capítulo 27

LE hubiese convencido o no mi historiaacerca del cuerpo del hombre de la puerta,saber que Tarlow ya no andaba tras de mí logrólevantar mi ánimo, pero no se podía decir lomismo de Brunel. La siguiente vez que lo vi, afinales de julio, parecía haber envejecido demanera radical. Tenía la espalda encorvada y elpelo había desaparecido prácticamente de sucabeza, mientras que los carrillos, amarillentos,le colgaban de ambos lados de la cara.

—Ese barco le está absorbiendo la vida,Isambard.

Me miró con los ojos entrecerrados ygruñó:

—Si Russell hiciera las cosas como ledigo, no se habría dilatado tanto.

Me hallaba sentado en su despacho, tras

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haber recibido la nota pertinente. Ockham llegótarde, pero con noticias frescas.

—El ingeniero jefe ha probado el motor depaletas. Todo parece ir bien.

Puesto que esperaba que dicha informaciónalegrara a nuestro anfitrión, me sorprendióverlo estallar de ira.

—¿Qué? ¿Russell ha puesto los motores enmarcha sin estar yo presente? Dejé órdenesespecíficas de que quería estar allí parapresenciar su primera puesta en marcha. ¡Diosmío, haré que le arranquen el pellejo a eseescocés!

Ockham intentó calmar la situación.—Creo que fue Dickson quien dio la orden.Durante un instante pensé que Brunel

desviaría su ira hacia Ockham, el hombre quedurante años había sido una extrañacombinación de aprendiz y patrón. Pero nohabía manera de desviar la ira que vertía sobreel hombre que sin duda consideraba su némesis.

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—¿Y para quién trabaja Dickson? —preguntó preso de la ira—. Respóndame.¿Quién maneja sus hilos? —Silencio—.Russell. Él es quien está detrás de… ¡estasublevación!

—Entonces, ¿el barco ha navegado? —pregunté, mirando a Ockham para que este mediera una respuesta.

Ockham negó con la cabeza.—Dickson solo encendió los motores para

comprobar que todo funcionaba como eradebido. No se movió ni un centímetro. Latransmisión de las ruedas hidráulicas de paletaestaba desconectada.

Aquello parecía una tormenta en un vaso deagua. Al igual que Ockham, mi principalpreocupación era calmar la situación, puesBrunel no podía permitirse esa tensión. Perono se podía razonar con el ingeniero.

—Voy a pedir mi carruaje e iré hasta allí.Le enseñaré a Russell quién es el jefe. Ya lo he

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despedido antes y lo haré de nuevo.Ockham estaba claramente arrepentido de

haber abierto la boca.—Isambard, ahora necesita que Russell

termine el trabajo. Todos estamos de acuerdoen ello. Y, además, no está allí.

—¿No está allí? —dijo Brunel, dejándosecaer sobre su asiento de nuevo.

—No está allí en estos momentos y, antesde que se ponga furioso, le diré que no estabaallí cuando ocurrió. Solo estaba Dickson.Llevaba todo el día trabajando en las válvulas.En las mejoras que usted había sugerido. Queríacomprobarlo, eso es todo. Estaba satisfechocon el resultado y quería que yo le hicierallegar a usted su agradecimiento.

—¿De veras? —dijo Brunel. Mordisqueó elextremo de un puro y escupió el trozo al suelo.Tal como me había esperado, todo intento paraque intentara fumar menos había caído en sacoroto. Pero ya estaba más tranquilo—. Debería

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haber diseñado yo esos malditos motores desdeel principio.

La llama de la ira de Brunel ya se habíaextinguido, pero Ockham seguía echando agua alos restos humeantes.

—Lo que me lleva a esto —dijo mientrascolocaba una reluciente caja sobre el escritorio—. Le di los últimos toques anoche, tal comome pidió.

El rostro de Brunel se iluminó. Arrastró lacaja hacia así y le dio unos golpecitos a la tapaantes de abrirla y sacar su contenido. El pesadocorazón se hallaba en sus manos, y lacombinación de brillantes metales le otorgabamás que nunca la apariencia de una maravillosajoya. Alzó la vista y me miró.

—¿Y qué opina de esto, doctor?Por muy hermoso que fuera, mi interés

lego en la mecánica superaba a mi apreciaciónde su atractivo estético.

—¿Puedo mirarlo más de cerca?

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Brunel se puso de pie y, portando consigoel corazón, rodeó la mesa para unirse anosotros en la parte delantera del escritorio.Asintió hacia la estufa que había en un rincón.

—Coja esa tela.Ockham la extendió sobre el escritorio y

dio un paso atrás mientras Brunel colocaba concuidado el objeto sobre el cojín improvisado.La cubierta exterior estaba adornada con unaserie de válvulas y conductos de cobre quehacían las veces de la vena cava, la aorta y laarteria pulmonar. Brunel descorrió un pequeñopestillo y la cubierta se abrió y reveló lascámaras interiores, formadas a partir de lasplacas de acero inoxidable creadas por lasdiestras manos de Wilkie. No pude resistirfrotar con las yemas de los dedos la brillantesuperficie. Para mi sorpresa, el frío metalcedió levemente al contacto de mis dedos.Temeroso de que hubiera roto algo, aparté lamano.

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—No se preocupe —dijo Brunel—. Nomuerde. Observe esto.

Juntó las dos mitades de nuevo, echandootra vez el pestillo. Giró el dispositivo sobre latela y con el índice frotó el borde de una ruedaque sobresalía de una ranura de la cubiertaexterior. Cuando el volante de inercia giró, asílo hicieron las superficies exteriores de lasplacas de acero, visibles a través de los huecosovalados de la cubierta, y comenzaron amoverse arriba y abajo y hacia dentro y fuera.El movimiento provocó un sonido de succión yBrunel colocó la palma de la mano sobre unode los conductos de cobre.

—Lo que usted llamaría las cámaras delcorazón funcionan como los pistones de unmotor, creando un vacío lo suficientementepoderoso como para transferir la presión porestos conductos. —Se escuchó un ¡pop!cuando apartó la mano de la entrada delconducto y observó como el diminuto anillo

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rojo que le había quedado en la piel desaparecíalentamente.

Les confesé que no comprendía cómo esacosa iba a funcionar como un motor, dado quela función del corazón en el cuerpo no era la deanimar el cuerpo sino la de suministrar sangredesde y a los pulmones.

—Realmente esto es solo una parte delmotor, al igual que el corazón es solo una partedel cuerpo. Ahí es donde se encuentra lagenialidad del diseño del torpedo de Russell.Sus dibujos muestran que el dispositivo serviríapara distribuir líquidos y gases presurizados porla máquina, al igual que el corazón empuja lasangre por el cuerpo. Otros componentesservirán para convertir esa presión enmovimiento, que en última instancia harán quela rueda gire. Pero no me malinterprete: estaalhaja es la clave para la máquina de Russell, esel componente que permitirá al torpedofuncionar bajo el agua como una unidad

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independiente.—¿Está seguro de que funcionará? —

pregunté mientras me inclinaba para observarlomás de cerca—. ¿Puede estar Russell seguro deque funcionará en su máquina infernal?

—Por supuesto que no —pronunció Brunel.Apagó la cerilla después de encender por fin supuro—. Tendría que hacer pruebas. Seríannecesarias ciertas modificaciones antes de quefuncione en su propio dispositivo. Pero creoque funcionará a las mil maravillas.

—Funcione o no, las implicaciones sonclaras. Ahora que está terminado, Russell y suscompinches querrán hacerse con él.

—Muy cierto, pero ¿cómo va a saber quehemos alcanzado esta fase?

—Probablemente nuestra estratagema estéempezando a flaquear. En algún momento va adarse cuenta de nuestro farol e intentaránconseguirlo de nuevo. Solo Dios sabe cuál seráel resultado final de su intento de hurto.

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Brunel, aparentemente impertérrito ante talperspectiva, se deleitó con una larga calada.

—Bueno, en ese caso, será mejor queseamos nosotros quienes tomemos lainiciativa. —Le guiñó con complicidad el ojo aOckham—. Enséñeselo.

Florence y yo estábamos divirtiéndonos delo lindo, inclinándonos sobre la barandilla cualniños lanzando ramitas desde un puente.Observábamos al resto de los invitadosdesembarcar de pequeñas embarcaciones. Erael mes de agosto y hacía media hora que habíasubido a bordo del gran bebé de Brunel porprimera vez desde la visita casi mortal aldespacho de Russell. Esta vez, sin embargo,había tenido un cuidado extremo con mivestuario. Había cepillado con esmero mi trajede etiqueta y había invertido en un nuevo cuellopara la camisa, camisa que no tenía intención dequitarme hasta que regresara a casa. Todo ellorematado por el sombrero de primera que

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Brunel me había regalado para sustituir el quehabía perdido durante el intento de botadura.Florence también había tirado la casa por laventana y estaba resplandeciente con un vestidoverde esmeralda y un chal burdeos cubriéndolelos hombros. Por una vez su cabello no ibaescondido bajo una cofia y este, como siintentara competir con la cinta de moaré,reflejaba la luz cual ébano bruñido.

La flotilla de embarcaciones transportaba aalgunas de las personas más influyentes ymejor vestidas de la ciudad. Habían acudidopara celebrar la finalización del equipamientodel barco. Meses de trabajo habían llegado a sutérmino, al menos de manera oficial (pues mepercaté de un obrero que atravesaba la cubiertacon unos cubos de pintura: sin duda aún habíatrabajos de última hora que completar entrebambalinas).

Brunel me había hecho entrega de lainvitación en nuestra última reunión y, viendo

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su estado de salud, no me sorprendió que nopudiera acudir. «Dr. Phillips y acompañante»,rezaba la tarjeta grabada en relieve dorado. Porsupuesto, las mujeres más respetables habríanrehuido la perspectiva de acompañar a unsoltero sin carabina. Pero Florence no se lohabía pensado dos veces:

—Hagamos que se queden boquiabiertos.—Y se había reído—. Somos médico yenfermera, ¿qué pareja más natural podríahaber? Y, en cualquier caso, seremos la parejamás apuesta.

Apenas si podíamos contener nuestroregocijo mientras observábamos a los invitadosintentar saltar el hueco entre sus pequeñasembarcaciones y las escaleras de embarque.Muy cruel por nuestra parte, sí, pero no todoslos días se podía ver a la plana mayorbalanceándose cual borrachos desventuradosque intentan bajarse de un coche enmovimiento.

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—Vamos, Florence. Si alguno se caetendremos que atenderlos solo cuando loshayan rescatado. ¿Por qué no echamos unvistazo dentro?

—George, al menos podría fingir ser uncaballero —rió antes de recogerse las faldas eir tras de mí. Me agarró el brazo en el momentoen que atravesamos una puerta que una especiede portero con guantes blancos sostenía. Estearqueó las cejas al ver nuestra animación.Florence también se percató de su reacción—.Debemos comportarnos, George —dijo conseriedad mientras bajábamos las escalerasalfombradas—. Recuerde que es mi intenciónencontrar más patrocinadores hoy.

¿Cómo olvidarlo? No había hablado de otracosa desde que le había pedido que meacompañara. La astuta señorita Nightingalesabía reconocer una oportunidad. El nuevohospital todavía precisaba de apoyo político y,dado que aquella noche habría miembros de las

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dos cámaras del Parlamento, se había propuestoencandilar a cuantos fuera posible para querespaldaran su empresa. Yo también tenía otromotivo para acudir, pues esa noche Ockham yyo íbamos a poner en marcha el plan quehabíamos ideado con Brunel.

Tras bajar dos tramos de escaleras,llegamos a unas puertas dobles. El maestro deceremonias llevaba un largo bastón, cuyo puñode plata trazaba enormes círculos en el aireconforme se acercaba a nosotros con todo elaspecto de un dandi de una época pasada.

Una bandeja de plata relució cual cuchillocuando la sacó de detrás de su espalda.

—Su invitación, por favor.Dejé caer la invitación en la bandeja.—Buenas noches, doctor Phillips —dijo

tras leerla.—Buenas noches —respondí—. Ella es…—Es un placer que esté aquí, señorita

Nightingale —interrumpió el hombre, que

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remató tan entusiasta saludo con unareverencia. Florence me sonrió, ligeramenteavergonzada de su celebridad.

Tras coger mi abrigo, el hombre se dio lavuelta y se dirigió a la puerta donde, tras subirunos escalones, golpeó tres veces el suelo consu bastón.

—El doctor George Phillips y la señoritaFlorence Nightingale —anunció a la sala, queno parecía estar demasiado llena.

—Creo que somos excesivamentepuntuales —observó Florence mientras cogíami brazo y entrábamos a la habitación. El gransalón era una enorme sala engalanada con filasde columnas de hierro fundido y candelabrossuspendidos del elevado techo. La sensación deamplitud se reforzaba por los espejoscolocados en un par de cabinas octogonalesemplazadas en los extremos de la sala. Alprincipio pensé que se trataba de cajas deescaleras, pero luego me dijeron que eran cajas

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protectoras de dos de las chimeneas que sealzaban desde las entrañas del barco hasta lacubierta.

—¡Oh, George! —exclamó Florence—.¿Estamos en un barco o en un palacio?

Fuimos hasta una de las galerías querecorrían un lateral de la sala y, al alzar la vista,vimos que un balcón cubría todo el largo. Unaserie de tragaluces se abrían paso hasta lacubierta. El techo allí era casi el doble de altoque bajo el que habíamos entrado. La opulenciaera casi abrumadora. Las partes visibles delmetal habían sido cubiertas de dorado opintadas de azul y rojo, y las paredes estabancubiertas de telas doradas y carmesíes.Resultaba difícil de creer que ese fuera solouno de los cinco salones de la embarcación. Noes un simple palacio, pensé, es una ciudadflotante.

Aún éramos pocos, por lo que los invitadosconversaban en pequeños grupos o se habían

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sentado en butacas y sofás suntuosamentetapizados distribuidos por todo el salón. Perolos anuncios del maestro de ceremoniasaumentaron en número y rapidez conforme lagente empezó a llegar.

—Lord y lady Wilmot. —Y a continuación,un segundo o dos después—: El honorableWilliam Llewellyn. —Y así siguió nombrando alas vacas sagradas allí presentes.

Paré a un camarero y cogí dos copas dechampán de su bandeja. Le di una a Florence.

—Ya es hora de que tomemos esa copa.—Por el nuevo hospital —dijo Florence

mientras levantaba la copa y la chocaba concuidado contra la mía.

—Por el nuevo hospital —repetí conalegría.

Allí permanecimos un rato mientrastomábamos el champán y seguíamos admirandolo que nos rodeaba. De repente el rostro deFlorence se demudó, como si el champán se

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hubiese convertido en vinagre en su boca.—¿Qué ocurre? —pregunté.—Oh, nada. —Se encogió de hombros—.

Tan solo el último nombre que han anunciado.—Disculpe, no estaba prestando atención.

¿Cuál era?—Benjamin Hawes.—¿Lo conoce? —pregunté, intrigado por su

reacción.—Estaba en el gabinete cuando yo estuve en

Crimea —dijo con una voz tan amarga como susemblante—. Un viejo amigo del señor Brunel,tengo entendido.

—¿No es de su agrado?—Ese hombre hizo todo lo que estuvo en su

mano para desacreditarme. Era incapaz dehablar de igual a igual con una mujer y bloqueótodas las peticiones que le hice al Ministeriode Guerra, ya fueran mejoras para loshospitales, más comida para los pacientes oincluso toallas calientes.

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—Jamás habría pensado que pudieracomportarse de tal manera. Conmigo siempreha sido de lo más amistoso.

La mirada de Florence se endureció ydurante un instante se volvió como el cristalque sostenía en la mano.

—Claro, ¿cómo no? Usted es un hombre.—Como no hice comentario alguno a laprecisión de su observación, continuó con ladifamación—. Ese hombre es un dictador, unautócrata, un irresponsable para con elParlamento, indigno y poco de fiar. Tras mesesignorando mis súplicas finalmente encargó alseñor Brunel el proyecto de un nuevo hospitalde campo, pero me dejó deliberadamente fueradel proyecto.

—Quiere decir que intentó dejarla fuera delproyecto —dije al recordar lo que Brunel mehabía contado.

Comprobé aliviado cómo sonreía.—Tenía algunas sugerencias que hacer al

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respecto y por ello fui a hablar directamentecon el señor Brunel.

—Supongo, pues, que no buscará apoyopara el nuevo hospital por ese lado.

—Preferiría crear una escuela deenfermería en la sala de máquinas de este barcoque hablar una sola palabra con ese hombre.

Se anunció otro hombre.—¿Quién es el vizconde de Ockham?—Un amigo, solo que por lo general no se

molesta en usar su nombre completo. —Llamarlo amigo quizá fuera una exageración,pero desde aquella terrible noche en el molinode viento habíamos establecido una precariaalianza, alianza que esa noche se vería puesta aprueba cuando intentáramos librarnos de unavez por todas de las atenciones de aquellos quebuscaban hacerse con el corazón mecánico acualquier precio.

No tardó mucho en encontrarnos. Todo suser irradiaba un aura aristocrática: rigurosa

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etiqueta, ni rastro de manchas de aceite en surostro o manos. Pero no parecía cómodo.

—Preferiría estar abajo comiendo con loscompañeros —gruñó cuando sonó la campanaque indicaba que la cena iba a ser servida.

Nos condujeron por unas escaleras ysubimos al salón superior, donde la gente seestaba sentando en dos largas mesas. Elentrepiso, aunque mucho más estrecho, eramuy similar al salón principal. En él laschimeneas también estaban ocultas trasarmarios revestidos de espejos. Aunquealgunos de los asientos de las cabecerasparecían haber sido asignados de antemano, elresto de asientos eran para el primero quellegara, algo conveniente para nosotros, puesnos permitió sentarnos juntos a los tres.

La comida era adecuada, pero no estaba alnivel del resto de la embarcación, debía de ser,sin duda, el resultado de tener que prepararcomida para tanta gente al mismo tiempo.

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Conversé un rato con el caballero sentado juntoa mí, que me informó de que era miembro delParlamento por Stratford. Florence, mientras,charló animadamente con la gente que estabasentada a ambos lados de la mesa. Sabía cómoganárselos. Les habló de anécdotas de susexperiencias en Crimea antes de desviar laconversación a la necesidad urgente de unhospital clínico. Ockham, que estaba sentadoenfrente de mí, mantuvo la cabeza gacha ysiguió comiendo.

Whitworth estaba sentado a seis personasde mí, y mientras esperábamos a sentarnoshabía visto a Perry ocupar su sitio en otra mesa.Después, por encima de mi copa, vi que Brodiese hallaba en la misma mesa que él. Ockham sehabía referido a mi superior durante nuestraconfrontación en el molino de viento y cuandoposteriormente le pregunté por su implicaciónme explicó que Brunel y él habían invitado alcirujano a que colaborara en la creación de su

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corazón, especialmente en lo que respectaba asu aplicación práctica. Se había negado enredondo a tener algo que ver con el proyecto,descartándolo por tratarse de una locura quearruinaría su reputación. Para consternación deOckham, el propio Brunel había decidido nocontinuar con ninguna forma deexperimentación, aunque sí quiso seguiradelante con la construcción del dispositivo.

—Para él no era más que una diversión —había dicho con amargura.

De aquello se desprendía que el ingenierodesconocía por completo el deseo de Ockhamde resucitar a su madre y, por tanto, nada sabíade las actividades nocturnas en el molino deviento. Nuestra conversación, que había tenidolugar tras dejar el cuerpo del hombre de lapuerta en manos de Clare, había arrojado luzsobre algunos aspectos pero, quizá másimportante, me había servido para entender porqué Brodie había intentado mantenerme alejado

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de Brunel y por ende de Ockham. Al parecer, elanciano no solo estaba celoso de que pudieraquitarle sus pacientes, tal como Brunel habíasugerido, sino que le preocupaba que mireputación y bienestar pudieran versecomprometidos.

Ockham también me había aclarado otroaspecto de su papel en el asunto del corazón.Poco después de que el célebre libro de MaryShelley fuera publicado, tuvo lugar unacontecimiento que influiría y mucho en eljoven Ockham. A finales de 1813, tras serejecutado por asesinato, el cuerpo sin vida deun hombre llamado Matthew Clyde fuedepositado en la mesa del anatomista AndrewUre en la sala de disecciones de la Universidadde Glasgow. Nada raro, pensé, pues yo mismohabía diseccionado a numerosos criminalesejecutados. Lo que era diferente, sin embargo,fue que Ure no quería diseccionar el cadáver,¡sino devolverle la vida! El experimento, según

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Ockham, consistía en conducir la electricidad(mediante varillas unidas a los talones y a lacolumna del hombre) a través del tejido delmuerto para intentar reanimarlo o«galvanizarlo», tal como me había dicho.

Tiempo después de que aquello aconteciera,un testigo afirmó que el cadáver había vuelto ala vida y que, supuestamente deseoso de vengarla perturbación de su muerte, le había rodeadoel cuello al médico con las manos paraahogarlo. Un Lázaro bastante desagradecido,desde luego. Solo lograron liberar a Urecuando uno de sus ayudantes cogió un bisturí yle rajó el cuello a Clyde, matándolo porsegunda vez en el día.

Estaba convencido de que Ockham no podíahaberse creído aquello. Para mi sorpresa, negócon la cabeza. No, me dijo, había hablado conotras personas que estuvieron allí y, aunquepareció que la descarga eléctrica había hechoque el cuerpo se moviera y que sus

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extremidades se agitaran con violencia, tantoque al menos un miembro del público se habíadesmayado del miedo, en ningún momento elcuerpo había vuelto a la vida.

En vez de disuadirlo de sus ambiciones, esefracaso solo había servido para reforzar laconfianza de Ockham en el empleo de mediosmecánicos, aunque durante un tiempo habíaconsiderado la posibilidad de invitar a MichaelFaraday, el célebre defensor de la electricidad(y, tal como recordaba de las actas, invitado enuna ocasión del club Lázaro) para repetir elexperimento.

No estaba seguro de qué podía haberpensado Brodie del experimento de Ure, perode lo que no cabía duda era de que estabamortalmente aburrido, pues la mujer sentada asu lado no paraba de hablar mientras élintentaba concentrarse en la comida. Elmonólogo se vio interrumpido por el sonido deun cuchillo golpeado repetidas veces contra una

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copa, tras lo cual un hombre cerca de lacabecera de nuestra mesa se puso en pie. EraRussell.

—Damas y caballeros —anunció—. Es paramí un placer verlos aquí esta noche en elgrandioso y espectacular salón del GreatEastern. Antes que nada, me gustaría invitar alpresidente de la Great Steam Ship Company aque diga algunas palabras.

Russell se sentó y fue reemplazado por elhombre que estaba sentado enfrente de él. Loque siguió fue su agradecimiento a Russell porsu duro trabajo para la construcción del barco.

—Nadie más que el señor Russell, ningúnotro hombre en el reino podía haber equipadoel barco en este tiempo y no fueron pocas laspersonas que creyeron que tal tarea erademasiado incluso para su energía.

No hubo la más mínima mención a Brunel ysu contribución a ese trabajo. Una oleada deaplausos entusiastas acompañaron el regreso

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del presidente a su asiento, momento en el queRussell se puso en pie de nuevo. Tras lasalabanzas a su persona, debo hacer honor a laverdad y decir que el escocés redirigió algunasde estas a su ausente socio en el proyecto.

—Me produce gran pesar que el señorBrunel no pueda acompañarnos esta noche yestoy seguro de que todos se unirán a mi deseode que tenga una pronta recuperación de suenfermedad. Huelga decir que sin su genialidadninguno de nosotros estaríamos sentados aquíesta noche y por ello me gustaría que todosbrindáramos por el gran ingeniero. —Russellalzó su copa y todos lo secundaron—. Por elseñor Brunel —brindó, y casi doscientas voceslo repitieron.

Una vez hubo finalizado la cena, en vez deque las damas se retiraran y los caballeros sequedaran tomando una copa y fumando, fueronlos caballeros los que se marcharon escalerasabajo mientras que las mujeres permanecieron

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en la mesa. Los hombres se quitaron lasservilletas y se dirigieron a los balcones por lasescaleras. Las conversaciones iniciadas durantela cena prosiguieron, pero en el salón muchagente aprovechó para buscar compañías nuevas.Ockham y yo permanecimos al inicio de lasescaleras durante unos instantes y observamoscomo la multitud se iba dividiendo en pequeñosgrupos. Tras un minuto o dos me dio unapalmada en el hombro y me señaló al armarioque ocultaba la chimenea más cercana a laentrada.

—Allí —dijo—. Babbage y Hawes.—Y ahí está sir Benjamin —observé tras

verlo solo—. Vamos, lo recogeremos por elcamino.

—Necesitamos a Russell —dijo Ockhammientras nos dirigíamos al encuentro deBrodie.

—No se preocupe, vendrá con nosotros.—Eso espero.

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—Sir Benjamin, buenas noches. ¿Hadisfrutado de la cena?

Brodie parecía bastante exhausto.—No, señor. La mujer que estaba sentada a

mi lado no paraba de hablar ni con la boca llena.Cometí el error de decirle que era médico, traslo cual se pasó la hora siguienteobsequiándome con sus diversas dolencias. Apunto he estado de recetarle cicuta.

Resultaba difícil no sentir lástima por él,especialmente porque yo había pasadosituaciones similares con Darwin.

—Lamento oír eso. ¿Quiere venir connosotros? Hemos visto a dos de nuestros viejosamigos allí.

—Les sigo, caballeros.Cuando nuestro pequeño grupo se reunió,

todos nos estrechamos las manos. Laconversación fluía con facilidad, pero Ockhamy yo estábamos pendientes de que llegaranotros miembros de nuestro círculo, uno en

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particular.—Ahí viene Bazalgette —dijo Ockham.

Con su llegada la conversación se centró en elnuevo sistema de alcantarillado que, segúnnuestro colega, iba muy bien.

Todo el mundo parecía animado, sin dudainspirado por tan inusual entorno. Peroentonces me percaté de que Brodie, quepreviamente había parecido estarrecuperándose de su viacrucis durante la cena,tenía la mandíbula desencajada y el semblantehorrorizado.

—Buenas noches, caballeros —dijoFlorence, que se había negado a quedarse atráscon los demás miembros de su sexo. Sudesprecio a las formalidades no me preocupabalo más mínimo, pero me sentí un tantoincómodo por el hecho de que me viera encompañía de hombres hacia los que poco anteshabía expresado abiertamente su desprecio. Losojos de Florence se entrecerraron cuando se

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percató de que Hawes estaba entre nosotros, yestoy seguro de que si no se hubiera podidointerpretar como un signo de debilidad sehabría marchado sin decir ni una palabra más.

Sin embargo, fue el propio Hawes quien lenegó cualquier posibilidad de escape, pues elmovimiento de su mandíbula resultó tanefectivo como cualquier trampa.

—Señorita Nightingale —dijo—. Deben dehaber pasado tres, no, cuatro años desde quenuestros caminos se cruzaran. —No huboninguna amabilidad en el tono de su voz,simplemente fue una afirmación.

—Estábamos en guerra entonces —respondió con frialdad Florence.

—Sí, Rusia nos hizo sudar tinta.—No, no Rusia. Me refería a usted y yo.Hawes rió con nerviosismo.—Ah, sí, nuestras pequeñas peleas. No nos

podíamos ni ver.—Ni antes ni ahora —respondió Florence.

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—¿Qué le parece el barco, señoritaNightingale? —intervino Bazalgette,metiéndose entre el fuego cruzado.

—Dicen que en tiempos de guerra podrátransportar a diez mil soldados —dijo Hawescon palabras llenas de antagonismo—.Imagínese: pacientes suficientes para hacer quela gran Florence Nightingale sea feliz el restode sus días.

—Si hay alguien que disfruta con losconflictos, ese es usted, señor Hawes —leespetó Florence—. ¿A cuántos hombres envió ala muerte en Crimea?

—Vencimos, ¿no? Y, en cualquier caso, laguerra es un hecho inevitable de la vida,señorita Nightingale.

Haciendo caso omiso de su comentario,Florence se volvió hacia Bazalgette.

—La embarcación es una maravilla, señor.Pero esta noche no me recuerda a un barco detransporte de tropas, sino al primer gran navío,

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el arca de Noé. La única diferencia es que estaarca parece transportar algún imbécil de más.Ahora, si me disculpan, debo retirarme. —Sonrió—. Buenas noches, caballeros.

—Touché —recalcó Hawes casi conadmiración mientras Florence se marchaba apaso tranquilo de allí—. ¿Saben, caballeros?Algún día todas serán así.

—Que Dios nos coja confesados —dijoBrodie.

—¿De qué demonios iba todo esto? —preguntó un divertido Bazalgette.

Hawes, que todavía no se había calmado,respondió gustosamente.

—Todo el mundo cree que es una santa,pero dejen que les diga que esa mujer es unaamenaza, una egoísta de primera que intentainfluir en todos los demás.

Aquel hombre había ido demasiado lejos,pero Ockham, percibiendo que yo iba acometer el error de entrar al trapo, negó con la

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cabeza para que no lo hiciera. Tenía razón: loúltimo que necesitábamos en ese momento eraun enfrentamiento personal.

Tras la marcha de Florence me volví acolocar en el lugar desde el que podía ver elreflejo de la sala gracias al espejo junto al cualnos habíamos reunido. Durante un instante,observé a Florence conversar con la mismadestreza que había desplegado durante la cena.A continuación espié a Russell, cuya cabezapelirroja sobresalía por encima de los hombresmás menudos que tenía a su alrededor.Finalmente, sin embargo, se apartó del grupo ycon Perry y Whitworth a la zaga vino en nuestradirección, momento en el cual también se lesunió lord Catchpole. Ockham también los habíavisto y, tras aferrarse nervioso al dobladillo desu chaqueta, se apartó lo suficiente para tenerespacio en el que maniobrar llegado elmomento.

La llegada de Russell provocó una oleada

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unánime de felicitaciones por su trabajo y uncomentario de mi persona acerca de loapropiado que sería el barco para futurasreuniones del club. Ockham llamó al camareromás cercano, que parecía feliz de poder aliviarsu carga de brandi entre nosotros.

—Puros —le dije al camarero—. ¿Podríatraernos algunos puros?

El joven sacó dos del bolsillo de su chalecoy me los dio.

—Iré por más, señor. Enseguida regreso.Russell, que sin duda estaba disfrutando de

ser el centro de atención, dio un generososorbo a su brandi.

—Si Brunel estuviera aquí, podríamosabastecer a toda la sala con esa bolsa suya.

—Esperen —dijo Ockham como si lehubiera venido la inspiración—. Tengo algunospuros. —Se metió la mano en el bolsillo yestuvo rebuscando durante un tiempoconsiderable antes de sacar tres puros más. En

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ese mismo instante se escuchó un estrépitometálico y todas las miradas se desviaron a lospies de Ockham.

—¿Pero qué demonios…? —dijo Perry alver las piezas de acero.

—¡Maldición! —blasfemó Ockham. Seabrió la chaqueta y vio que el forro estabadescosido.

Perry le pasó su brandi a Whitworth y sepuso de rodillas para recoger las piezas demetal.

—Discúlpenme, caballeros —dijo Ockham—. El metal me ha descosido la tela. Tenía quehaberlo supuesto y no haberlo traído conmigo.

—Qué cosas más extrañas lleva en losbolsillos —observó Brodie.

—Sí, ha sido una estupidez por mi parte.Había pensado en dárselo al señor Brunel, peroluego me he enterado de que no estaba aquí.

Perry sostuvo las piezas en sus palmasabiertas cual conchas exóticas.

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—¿Qué demonios son? —preguntóWhitworth.

—Si no me equivoco —comenzó Russell—, son piezas del corazón mecánico de Brunel.

—Una idea estúpida y una pérdida detiempo —espetó Brodie—. No sé por qué nose conforma con los proyectos que sí puedelograr.

—Cierto, no parece llevarnos a ningunaparte —admitió Ockham—. Llevo semanasajustando las piezas pero, como podráncomprobar, no hemos llegado muy lejos. Creoque el señor Brunel ya ha renunciado a su idea.Solo quería devolverle las partes.

—Entonces será mejor que se las lleve —dijo Perry, acercando sus manos a Ockham.

—Serían unos ceniceros de lo más útiles —dijo Whitworth.

—No es propio de Brunel renunciar a unaidea tan rápido —dijo Russell, pensativo.

Pensé que era el momento de jugar mi

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carta.—Dado su estado de salud, no creo que

tenga mucho que decir al respecto.—Cierto —dijo Brodie.Ockham se encogió de hombros y cogió las

piezas de las manos de Perry antes demarcharse.

—Caballeros, si me disculpan, será mejorque me las lleve. Se las devolveré al señorBrunel en otra ocasión.

Todos observamos su partida, pero Russellmantuvo la mirada fija en Ockham más tiempoque el resto.

—Un tipo extraño —fue su valoracióncuando Ockham se marchó del vestíbulo.

La fiesta concluyó una horaaproximadamente después de la marcha deOckham y la gente fue regresandogradualmente a la flotilla de embarcacionesamarradas contra el casco del gran barco.Aproveché la ocasión para escabullirme y

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hacerle una breve visita a Ockham en sucamarote.

—¡Bravo! Una actuación espléndida. Eljusto equilibrio de excentricidad y desinterés.

—Pensé que Russell quizá sospechara denosotros.

Miré la pipa de opio a medio preparar quetenía en la cama.

—No, en absoluto.—¿Cree entonces que nuestra pequeña farsa

ha funcionado?—Estoy seguro. Ha hecho un trabajo

increíble con esas réplicas. Creo que podemosdecir que, al menos en lo que respecta al clubLázaro, el plan de Brunel para un corazónmecánico está muerto y bien enterrado.

—Estaba preocupado de que el malditobolsillo no cediera. Me costó mucho que sesoltaran las piezas. ¿Y cree que dieron el pego?No soy ni de lejos tan bueno como Wilkie.

—Estaban muy bien hechas y nadie va a

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buscar algo que no existe, ¿no? Pero ahoranecesitamos averiguar qué es lo que tieneBrunel en mente.

No había más que decir, así que le deseébuenas noches y me uní a los rezagados queestaban desembarcando, muchos de ellosarremolinados alrededor de Florence, queseguía con su misión hasta el último minuto.Miré abajo, a los pocos barcos quepermanecían allí, y justo en ese momento vi unesquife con Russell y varios hombres másalejándose en la oscuridad.

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Capítulo 28

BRUNEL subió por las escaleras delante demí. El bastón que portaba era señal inequívocade su cada vez mayor debilidad. Mi sugerenciade que fuera inteligente y se quedara en casahabía sido ignorada y ahí estaba, visitando elbarco para hacer una última inspección antes dela prueba en el mar. Se mostró inflexible en quedebía acompañarlo, una propuesta que aceptépara así tenerlo vigilado. La mayor parte delviaje habíamos estado reflexionando sobre losacontecimientos de la noche anterior, y mirelato acerca del debut teatral de Ockham habíaprovocado risas de satisfacción en el ingeniero.Pero había un tema que no habíamos tocado. Apesar de nuestro aparente éxito para convencera los demás de que el proyecto del corazónmecánico había sido abandonado, yo seguía sin

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estar convencido de que Russell fuera nuestrohombre.

—¿Qué hay de Hawes? —pregunté, incapazde callarme por más tiempo.

—¿Qué pasa con él? —respondió Brunel.—Tan solo se me había ocurrido que, dado

su puesto en el Ministerio de Guerra, podríatener más de un motivo para estar interesado enel motor.

Brunel paró de subir las escaleras y se giró.Sus dientes amarillentos estaban a punto decortar el puro.

—¿Sugiere acaso que él está detrás de todoesto? ¿He de creer que mi cuñado consentiríaun asesinato?

Retrocedí un paso.—¿Su cuñado? No lo sabía.Tiró el puro lacerado a un lado y adoptó la

expresión de un profesor de latín reprendiendoa su alumno por una mala traducción.

—Ese hombre está casado con mi hermana,

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por el amor de Dios. ¿He de suponer que estaacusación infundada se basa en la informaciónque le ha dado la señorita Nightingale?

No respondí.—Bah —me espetó—. Esa mujer nunca le

ha perdonado que se posicionara en su contradurante la guerra.

—Creo que deberíamos dejar a la señoritaNightingale fuera de esto. No dijo nada sobreHawes más que recordarme que estabarelacionado con el Ministerio de Guerra. Suobservación casual me llevó a reconsiderar surelación con el motor, eso es todo. No sienteninguna simpatía por ese hombre, pero…

—Pero sí por usted, amigo mío.—¿Disculpe?Brunel sonrió y reanudó su ascenso por la

escalera.—Vi los cuidados que le prodigó cuando

usted estuvo enfermo. Apenas si se apartó de sucama mientras estuvo ingresado.

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Se detuvo de nuevo, se volvió y miró al ríocon un semblante tan sombrío como las aguasbajo nosotros.

—Lo crea o no, no comparto la opinión deHawes acerca de ella. No le asusta dar aconocer sus opiniones y eso es algo querespeto tanto en hombres como en mujeres.Cuando Hawes me encargó el proyecto de loshospitales para Crimea, su conocimiento mesirvió de gran ayuda. Sí, tuvimos algunosdesacuerdos al respecto, pero lo que Hawesignora es que al final fueron construidosbásicamente de acuerdo a las instrucciones dela señorita Nightingale. Pero, como usted bienha dicho, dejémosla fuera de esto. La verdaderacuestión es por qué Hawes tomaría tandrásticas medidas para asegurarse eldispositivo.

—¿Quizá porque usted no se lo entregócuando se lo pidió?

—¿Qué le hace pensar que me lo pidió?

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—Si su invento es tan revolucionario comodice, el Gobierno británico estaría deseoso deincorporarlo a su arsenal.

Brunel negó con la cabeza.—Sobrevalora la capacidad de previsión del

Ministerio de Guerra. He ofrecido algunasideas al gobierno de Su Majestad y me las hanrechazado por su ceguera a la hora dereconocer una buena idea cuando la tienendelante. ¿Por qué sería distinto con el motor?En cualquier caso, fue Russell quien diseñó eltorpedo. Aunque el Ministerio de Guerraestuviera implicado, él es la parte culpable detodo esto, estoy seguro.

—¿Y qué hay de Whitworth? ¿No estáinteresado en construir armas? ¿Qué hay deeso?

—Cualquier ingeniero que se precie estáinteresado en las armas, yo incluido. Ahí estámi batería flotante y mi buque de guerra ahélices, ambos rechazados por el Almirantazgo

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y el Ministerio de Guerra. —Soltó una risotada—. Y, respecto a las armas de Whitworth, tomóde mí la idea de esos cañones para rifles.

—Bueno, ahí lo tiene. Le robó una vez, ¿porqué no iba a hacerlo otra vez?

Brunel paró de subir de nuevo.—Solo lo hizo porque sabía que no me

importaría. Si me importara habría patentado eldiseño, pero las patentes son para losavariciosos y los imbéciles. Antes de continuar,¿está seguro de que no hay nadie más a quienquiera acusar?

Negué con la cabeza y seguimos subiendo.En la cubierta nos recibió un hombre con gafasque se presentó como Dickson, el constructorde los motores y el hombre cuyas accioneshabían provocado en Brunel un ataque de furiatiempo atrás. Ese día, sin embargo, Brunel tratócon él de manera casi jovial mientras lepreguntaba por el estado de los motores a sucolega ingeniero.

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Tras una breve conversación, se volvió haciamí.

—Venga, echemos un vistazo —y despuésse volvió a Dickson—. Si hay vapor suficientepuede que le haga encenderlos.

Aunque el barco no me era ajeno, nuncahabía tenido el privilegio de ver sus motores.Dejando la cubierta tras nosotros, entramos poruna escotilla y descendimos por unos peldañosde hierro. Bajamos y bajamos, abriéndonospaso por estrechos pasajes y pasarelas.Pasamos bajo la línea de flotación, donde el ríohacía extraños sonidos al golpear el casco conlíquidas caricias. Tras bajar por otro tramo deescaleras, llegamos a una plataforma cuyosbordes estaban sujetos por una balaustrada, queincluso allí abajo había sido decorada conhierro forjado entrelazado. Ahí permanecimosun rato mientras nuestros ojos recorrían laespectacular vista que tenían ante sí.

La cámara estaba entrecruzada por una serie

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de vigas de hierro interconectadas, algunasrectas, otras curvas, tras las cuales un ejecilíndrico del grosor del tronco de un árbol sealzaba de un tambor similar a una cuba, cuyoexterior estaba rodeado de duelas de madera yla parte superior con una tapa de brillante metalque no habría desentonado en el tejado delPabellón Real de Brighton. El otro extremo deleje estaba conectado a un enorme disco demetal bruñido que, observado más de cerca,también parecía unirse a las vigas delanteras.

Todo parecía conectado con todo. Untambor idéntico se alzaba de un ángulocontrario pero igual al primero. Pero, en vez desalir un pistón de su cúpula acanalada, de esetambor brotaba un soporte en forma deherradura. Este se unía a la cabeza del pistónque a su vez estaba unida al enorme disco, queparecía estar suspendido por un pivote pesadoasegurado en la parte superior de una de lasvigas. Todo ello en el interior de una avenida de

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columnas de hierro que soportaban enormesarcos abovedados; un claustro forjado porVulcano.

Lo único que sugería que esa enorme bestiafuese a funcionar a instancias de un hombreeran una serie de palancas dispuestas en elsuelo.

Satisfecho por mi gesto de estupefacción,Brunel me señaló por encima de mi hombro.Allí, tras las escaleras, estaba una imagencalcada de lo que había visto. Pero ahí losmecánicos estaban apretando tuercas conenormes llaves inglesas, lubricando juntas ycomprobando cuadrantes. Aquellos motores ymaquinaria empequeñecían a cualquierlocomotora. No alcanzaba a imaginar lapotencia empleada ahí.

Brunel me ordenó que permaneciera allí ybajó con Dickson para situarse con loshombres y sus cargas mecánicas. Caminaronpor el suelo de hierro que había debajo hacia un

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hombre que estaba estudiando un dibujoenorme que tenía estirado sobre su rodillaelevada. Brunel señaló el dibujo y después elmotor, pero no alcancé a oír su voz desde laplataforma debido al clamor de los hombres yel metal. Una vez hubo dado sus instrucciones,Brunel regresó a mi lado. El grupo demecánicos bajaron por el claustro ydesaparecieron por un tramo de escaleras.

Brunel explicó que las calderas se hallabanen otra sala, en algún punto tras nosotros, y queen ese momento estaban llenándose de carbón.Dickson, en ese instante junto a las palancas,miró su reloj y, a continuación, tras alzar lavista, asintió a Brunel, quien a su vez bajó lamano. Tras esa señal, Dickson tiró de lapalanca. Al igual que un dragón reciéndespertado, el motor soltó un chorro de vaporantes de recobrar lentamente la actividad. Lasvigas y los pistones se movieron a través de lanube de vapor blanco.

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Los lustrosos componentes se movían ygiraban sin aparente esfuerzo. Una vez más,Dickson alzó la vista y, tras otro gesto deBrunel, empujó de nuevo la palanca. Enrespuesta, el motor comenzó a ganar velocidad,y sus elementos se convirtieron en una masaborrosa de vapor y acero. Conforme lavelocidad del movimiento se incrementaba, lomismo ocurría con el sonido. Los chirridos meobligaron a llevarme las manos a los oídos.

El calor nos golpeó como una ola,envolviendo nuestros cuerpos y resecandonuestras bocas. Los ojos de Brunel estabanfijos en el motor, como si estuvierahipnotizado por aquel remolino de metal.Entonces, tras salir de su trance, me cogió lamuñeca y, apartando la mano de mi oreja, lapresionó contra su pecho. Su débil corazónestaba palpitando a un ritmo alarmante, mayorque el de una marcha militar.

Los latidos de su corazón se apresuraron

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cuando comenzó a salir más vapor de lamáquina y esta emitió un grito final al alcanzarla máxima velocidad. El rostro de Brunel seguíaimpasible mientras me agarraba la muñeca.Ningún corazón podía soportar esa presión yme estaba temiendo que en cualquier momentoel suyo estallara en pedazos.

Pero finalmente Brunel agitó su otro brazo,señal tras la cual Dickson tiró de la palancahasta su postura inicial. Poco a poco la máquinase fue ralentizando hasta detenerse, al igual quelas palpitaciones del corazón de Brunel secalmaron y sus latidos se me hicieron casiimperceptibles.

Tras soltarme la mano, y sin decir unapalabra, Brunel encabezó la marcha de nuevo ala superficie, a la luz del día. Aspiré el airefresco, dejando que la suave brisa calmara migarganta abrasada. Al principio lo único en quepodía pensar era en regresar a tierra, peroentonces mi compostura médica comenzó a

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retornar.Mi primera reacción fue llevarlo a un

camarote donde pudiera reconocerlo tras loque a todas luces había sido un ataque alcorazón, pero justo cuando iba a insistirle nosabordó una figura vagamente familiar. Brunel,que seguía milagrosamente en pie, habló con elhombre, al que reconocí por sus aparejos. Erael fotógrafo del intento de botadura. Para misorpresa, el ingeniero aceptó posar delante desu cámara y trípode. Tras él, una de laschimeneas del barco se alzaba desde lacubierta, proporcionando el telón de fondo delque estaba seguro sería el último retrato deBrunel.

Mientras lo observaba, posando con laespalda encorvada y la barbilla metida dentrodel cuello de la camisa, cual espectro a laespera, recordé la conversación con Brodie enla que habíamos hablado de su estado de salud.¿Podía haber ocurrido algo de lo que me había

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contado, que Brunel y sus máquinas estaban dealgún modo físicamente relacionadas? En lasala de máquinas su corazón parecía haberlatido conjuntamente con la máquina,acelerándose cuando esta lo hacía yralentizándose después. Pero, a pesar de eso,me dije a mí mismo que tan solo estaballegándole su hora.

Apartando tan morbosos pensamientos demi cabeza, observé como Brunel se quitaba elsombrero y lo sostenía en el costado. Elfotógrafo desapareció bajo su capucha negra y,tras quitar la tapa de la lente, contó hasta ocho,fijando la imagen de Brunel en la placa devidrio.

—Gracias, señor Brunel —dijo mientrassacaba la cabeza de debajo de la tela.

El ingeniero fue a ponerse el sombrero,pero este se le escurrió y se cayó a la cubierta,donde echó a rodar y, antes de pararse, sudueño lo acompañó, desplomándose en el

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suelo. Corrí hacia él y le aflojé la corbata ydesabroché el cuello de la camisa.

Brunel recuperó la consciencia, pero suestado era grave. Como su médico personal,Brodie insistió en tratarlo en su casa en la calleDuke en vez de en el hospital. Era la primeraocasión, desde la enfermedad de mi padre, quesentía un vínculo cercano con el paciente, y mealegraba de no ser el único responsable de suscuidados. Aunque Brunel no gozaba de buenasalud, su infarto había supuesto un gran impactopara todos, especialmente por las extrañascircunstancias en que había tenido lugar. Eracomo si hubiese querido que estuviera junto aél en el final pero que, de algún modo, hubieralogrado librarse de la máquina que se aferraba asu corazón. Como siempre, sin embargo, notuve demasiado tiempo para seguirreflexionando, pues Brodie estabareprendiendo a su paciente por pedir un purocon la parte de la boca que no se había visto

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afectada por el rictus que le había dejadoinmovilizado el lado izquierdo de su cuerpo.Mientras Brodie lo regañaba yo intentéconsolar a Mary, la sufridora mujer delpaciente.

No había coincidido con la señora Brunelantes, pero me dio la impresión de que era losuficientemente fuerte como para oír la verdad,aunque no le dije nada del incidente en la salade máquinas. Afrontó la situación con ciertoaire de inevitabilidad y cansancio, pues sin dudahabía visto a su marido cerca de la muerte enmás de una ocasión.

Brodie me indicó que me acercara a lacama. Brunel estaba preguntando por mí.

—Quiero… —dijo con voz ronca yarrastrando las palabras—, quiero que esté en elbarco durante la prueba de mar. —Se detuvopara tomar aliento—. Para vigilar.

—Pero Isambard, soy cirujano, noingeniero.

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—Usted conoce a los hombres, Phillips,sabe lo que les mueve. Quiero que vigile anuestro amigo Russell.

Miré a Brodie, que estaba al otro lado de lacama.

—Pero Isambard, tengo obligaciones quecumplir en el hospital.

Brunel miró a su médico. Sus ojos parecíanpequeñas llamas extinguiéndose en la nieve.

—Estoy seguro que se podrá hacer algo alrespecto.

Brodie asintió sin decir nada.—Muy bien. Estaré en su gran bebé.

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Capítulo 29

EL día después del infarto de Brunel meencontraba de nuevo en la cubierta del GreatEastern mientras este navegaba hacia el mardel Norte y el canal de la Mancha. Lo últimoque me había dicho Brodie era que seguíaestable, pero no parecía mejorar. Temía que,aunque lograra salir de esa, la parálisis fuerapermanente.

Al aroma del dinero, los propietarios delbarco habían subido a bordo a cientos depasajeros que habían pagado generosamente porel privilegio de estar en el viaje inaugural. Peroera un viaje sin destino. El barco seríaconducido hasta el canal, donde se realizaríandiversas pruebas antes de regresar al río de sudificultoso nacimiento. Parecía una crueldaddel destino que, tras dedicar tanto tiempo y

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esfuerzo al proyecto, la enfermedad impidiera aBrunel ir en el barco en su primer viaje.

Todavía no sabía muy bien por qué habíainsistido en que realizara esta misión pues,desde nuestro subterfugio, el corazón parecíahaber dejado de interesar a las partes encuestión y todavía me costaba creer queRussell fuera el culpable. Su reacción al infartode Brunel no ayudó a aclararme. Tras darme labienvenida a bordo me expresó supreocupación por el estado de salud de sucolega y su intención de visitarlo tan prontocomo le fuera posible.

Sin embargo, había aceptado e iba a vigilar asu socio, aunque esta no fuera tarea sencilla,pues Russell se hallaba en continuomovimiento, yendo de un lado a otro de laembarcación. Provisto de un bloc de notas yacompañado por su círculo de ayudantes, seabría paso por entre la multitud de pasajerospara realizar rondas de inspección constantes.

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En un momento dado estaba en la caja de laspaletas, inspeccionando la hélice, luego en labitácora comprobando la brújula que habíancolocado en lo alto de un mástil para quepudiera funcionar sin verse afectada por elcasco de hierro. Cuando me era posible, yo meunía al grupo, pero me abstuve de imponermeen sus inspecciones bajo la cubierta, dondepasó bastante tiempo en la sala de máquinas.Cuando llegamos a Purfleet, nuestro primerfondeadero, Russell parecía satisfecho con elfuncionamiento del barco y me invitó a quecenara con él.

Nos sentamos a cierta distancia del capitán,que estaba haciendo las veces de anfitrión conunos invitados de aspecto acaudalado en lamesa principal. Pensé que Russell preferiríaesa compañía, así que le dije que por mí nosería un problema comer solo.

—Tonterías, mi buen doctor, le estoyagradecido por tener una excusa para alejarme

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de ellos. Malditos pasajeros. Es un milagro quepodamos hacer algo sin que aparezcan enestampida cual rebaño de ovejas. Dios mío,Brunel ya los habría metido en susembarcaciones a estas alturas. No, me alegradejar que sea el capitán quien los entretenga.

Durante la cena, Russell habló de su pesarpor el estado de salud de Brunel.

—¿Cuáles son sus posibilidades derecuperación? —preguntó mientras nuestroscuencos de sopa vacíos eran recogidos por uncamarero con guantes blancos.

—No lo sé —fue mi respuesta honesta—.Puede que salga de esta, pero lamento decir quenunca volverá a ser el mismo.

—¿Qué es lo que dicen? ¿La llama que másbrilla es la que antes se apaga?

—Creo que sí, pero aún no está muerto,señor Russell.

—Pero usted cree que la parálisis serápermanente, aunque salga de esta.

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—Sí, es probable.—Entonces es como estuviera muerto —

dijo Russell con desalentadora determinación—. Lo conoce bien, Phillips. ¿Se lo imaginaqueriendo vivir en ese estado?

Negué tristemente con la cabeza antes deque prosiguiera.

—Llega un momento en que un motor ya nopuede ser arreglado, y lo mejor es apagar lascalderas y esperar a que se detenga.

Mis pensamientos regresaron a la sala demáquinas.

—Es una pena que nunca vaya a verfinalizado su corazón mecánico —dije casi sindarme cuenta.

El gesto de Russell se crispó con lamención del corazón.

—¿No pretenderá decirme que cree que esacosa infernal puede funcionar?

—¿Quién sabe lo que podremos hacerdentro de cien años? Quizá por entonces

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podamos reemplazar órganos como si fueranpartes rotas de uno de sus motores.

—Aunque ese fuera el caso, ¿qué nos daderecho a jugar a ser Dios? Es mejor queolvidemos ese asunto. Si Brunel hubiera pasadomás tiempo atendiendo las cosas que importan,como este maldito barco, y no hubiese dejadoque le llenaran la cabeza de pájaros, entonces…

—Entonces, ¿qué, señor?—Entonces quizá hoy no se encontraría en

este estado.De nuevo sus sentimientos parecían

verdaderos, y pensé que lo más diplomáticosería cambiar de tema.

—¿Qué hay del barco? Supongo que estarásatisfecho con su funcionamiento.

—Espere a que lleguemos al canal mañana.Entonces nos demostrará de lo que es capaz.

Tal optimismo quizá fuera un tantoprematuro, porque en ese instante un joven congesto de preocupación, uno de sus ayudantes si

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no estaba equivocado, se acercó corriendo a lamesa.

—Bostock, ¿qué ocurre? —preguntóRussell.

—Señor Russell, tenemos un problema,señor. El…

Russell tiró la servilleta a la mesa y se pusoen pie.

—Le ruego que me disculpe, doctorPhillips. Al crío le están saliendo los dientes,ya sabe cómo son estas cosas.

—Ocurre lo mismo con los bebés pequeñosque con los grandes.

Antes de retirarme a mi camarote, decidídar un paseo por la cubierta con la esperanza deque el aire aclarara mis ideas y así poderdormir. El lugar se parecía al malecónmarítimo de Brighton en una noche de verano:lo único que faltaba eran los coches y losvendedores ambulantes, y quizá la calidez, puesla brisa, que soplaba desde el este, era bastante

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fría. La cubierta estaba iluminada por una seriede lámparas avivadas por el gas que generaba elpropio barco. La orilla se hallaba a ciertadistancia, en la oscuridad, su presencia soloevidente por la constelación de luces quemostraban poblaciones desperdigadas.

Un letrero informaba de que tresrevoluciones de la cubierta eranaproximadamente el equivalente a kilómetro ymedio así que, tras abrocharme el abrigo, medispuse a dar una vuelta.

Recorrí la cubierta en el sentido de lasagujas del reloj, de modo que en ese momentoel viento quedaba a mi espalda, y caminé haciala popa. El paseo me ayudó a poner en ordenmis pensamientos, la mayoría de los cualesconcernían a Russell y a mis insistentes dudassobre su culpabilidad. Pero entonces miensueño se vio interrumpido por un repentinotrajín. Observé que dos miembros de latripulación uniformados, linterna en ristre, se

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encaramaban a un bote salvavidas que colgabade los pescantes de un lateral del barco.Momentos después estaban de nuevo en lacubierta, desplazándose hacia el siguiente bote,donde repitieron el proceso.

Parecía haber pocos motivos para dudar quelas malas noticias que el ayudante de Russell lehabía llevado a la mesa y esa inspecciónestuvieran relacionadas. Y no solo se limitaba alos botes salvavidas, pues cuando recorrí lapopa y comencé a andar hacia la proa, vi a dosmiembros más de la tripulación a la caza dealgo o alguien, mirando las escotillas, metiendolos brazos en los conductos de aire y abriendopestillos y cerraduras. En la otra parte de lacubierta había dos hombres más duplicando lainspección de los botes salvavidas de la quehabía sido testigo en el lado contrario de laembarcación.

Entonces vi a Russell, que hablabaacaloradamente con un oficial antes de enviarlo

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hacia la escalera más cercana. Parecía que iba air tras ese hombre, pero al verme se detuvo.

—¿Qué ocurre? —pregunté mientrasmiraba a los dos hombres que estaban en elbote salvavidas.

Se quedó pensativo un instante, quizátemeroso sobre cuánto debería contarme.

—Puede que tengamos un polizón.—¿Y los polizones generan tanto alboroto?

—pregunté, creyendo que casi eran unatradición a bordo de los barcos.

—Tenemos que considerar la posibilidad deun sabotaje —dijo Russell.

—¿Sabotaje? ¿Por qué?Russell observó los progresos de la

búsqueda.—Podría deberse a varios motivos. Esta

embarcación va a dejar fuera de circulación abastantes navíos más pequeños. Ahora, si medisculpa, doctor, debo regresar abajo. Y, porfavor, ni una palabra a los pasajeros. No

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queremos que cunda el pánico.—Por supuesto —respondí.Russell bajó por unas escaleras y esperé

unos instantes antes de seguirlo. Dos escalonesabajo lo vislumbré desapareciendo por unapuerta del rellano, cuyo umbral me llevó hastauna ancha y alfombrada escalera que daba a unapequeña cámara, donde tanto el suelo como lasparedes eran de metal sin pintar. Incluso el aireallí era diferente, viscoso y con el aroma delcombustible. Aquel lugar no podía estar muylejos de la sala de máquinas. Me detuve alinicio de la escalera en espiral y escuché vocesbajo mis pies, una de ellas perteneciente alescocés. Cuando estas se hicieron más débiles,pisé el primero de los peldaños y comencé abajar con cautela.

Tras llegar a la base del casco del barco, medetuve el lado de una escotilla ovalada situadaen un mamparo a los pies de las escaleras. Lasvoces seguían siendo audibles, pero se

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escuchaban ya a cierta distancia.Encorvándome, pasé a una larga sala de techoelevado del que colgaban todo tipo de tuberíasy conductos. Una de las paredes estaba llena deenormes hornos de hierro en cuyo interiorresplandecían los rescoldos del carbón que sehabía ido consumiendo a lo largo de la noche.En la pared de enfrente había plataformasrepletas de carbón.

Encima de los hornos estaban las calderas,los enormes tanques donde el agua setransformaba en el vapor que daba vida a losmotores y que era transportado a estosmediante un sistema arterial de conductos ytuberías. Entre ellas se alzaba la base de unachimenea. Levanté la cabeza y comprobé que almenos cuatro niveles interiores eranatravesados por la chimenea hasta salir a lacubierta superior y avanzar hacia el cielo otrosnueve metros. Más adelante, detrás de lascalderas, el siguiente mamparo estaba

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perforado (al igual que el que había tras de mí)por una escotilla ovalada, que supuse sería laentrada a otra sala exacta a aquella en la que meencontraba; Brunel me había explicado quehabía nada más y nada menos que cinco salascomo esa, una por cada chimenea.

Russell y su grupo habían atravesado laescotilla antes que yo, así que comencé aacercarme, pero un segundo después me hallabatendido boca arriba escuchando cómo alguiencorría hacia la escotilla por la que habíaentrado. Para cuando me pude levantar losuficiente como para volver la vista atrás ya nohabía ni rastro del hombre que había aparecidode la nada y que me había embestidoviolentamente en el hombro.

Me puse en pie y me limpié el polvo delcarbón de la ropa. Estaba a punto de echar acorrer para ir a buscar a Russell cuando unacabeza, seguida de un torso desnudo y ancho, seasomó por la escotilla. Una vez libre del

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agujero, ese segundo hombre cargó contra mí,y su cabeza calva se abalanzó sobre mí cual bolade cañón en vuelo. No tenía intención dedetenerse y, puesto que yo no quería sufrir otroimpacto, me eché a un lado, pero apoyé el pieen un trozo de carbón que me hizo resbalar yacabar de nuevo en el suelo. La bala de cañónhumana, que a juzgar por su escasez devestimenta y su piel manchada de carbón setrataba de un fogonero, se cernió sobre mí ycon uno de sus enormes y pesados pies meinmovilizó la muñeca en el suelo. Seescucharon ruidos a su espalda cuando otrosentraron por la escotilla.

—¡Lo tengo, señor! ¡Tengo al bastardo bajomi pie! —gritó mi captor por encima de suhombro.

—¡Buen trabajo! —dijo Russell, queapareció a un lado del hombre.

Un tercer hombre se acercó por detrás demi cabeza y me enfocó con una lámpara desde

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tan cerca que sentí cómo se me chamuscabanlas cejas.

—¡Phillips! —exclamó Russell—. ¿Quédemonios está haciendo aquí?

—Estaba… le estaba buscando —farfullé,pues el polvo del carbón se me había metido enla garganta—. Líbreme de este gorila. Me va aromper la muñeca.

—¿Quiere que lo golpee, señor? —preguntó aquella mole humana con entusiasmo.

—No, no —ordenó un perplejo Russell—.Suéltelo. Ayúdelo a ponerse en pie.

El fogonero obedeció con rapidez ysustituyó su pie con una mano y, tras agarrarmede mi dolorida muñeca, me levantó del suelo.

Russell se secó el sudor de la frente con unpañuelo.

—Le ruego acepte mis disculpas por esto,pero no debería estar aquí, Phillips. ¿Quéestaba diciendo?

—Pensé que quizá pudiera ser de alguna

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ayuda.—Con todos los respetos, doctor, como

pasajero, este no es asunto suyo. Esta área seencuentra cerrada a todo aquel que no esmiembro de la tripulación.

—Puede ser, pero el hombre que buscabanestaba aquí.

—¿Qué?—Los estaba siguiendo cuando alguien

salió a toda velocidad de la oscuridad y megolpeó. Venía corriendo de la escotilla de allí.

—¿Cuándo ha ocurrido?—Justo antes de que este aterrizara sobre

mí.—¿Lo reconocería si lo viera de nuevo?—Ni siquiera lo vi. Salió de ese lado, me

golpeó y se marchó. Supongo que se habíaestado escondiendo tras uno de los montonesde carbón. No lo verían cuando pasaron poraquí.

Russell se volvió hacia el fogonero.

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—¡Maldita sea, Simms! Le dije que sequedara atrás y vigilara este compartimento.Ahora quienquiera que fuera ha logrado escapary está haciendo Dios sabe qué.

—Lo siento, señor. Acababa de comprobarla caldera tres. Estaba preocupado por que seapagara. Vine al momento.

A pesar de tan brusco acercamiento, sentíun poco de lástima por aquel grandullón, quesin duda no era ninguna lumbrera.

—Era un pez bastante resbaladizo —dije amodo de conmiseración—. El tipo debía deestar disponiéndose a salir cuando yo llegué yme interpuse en su camino. Debió de suponerque conmigo tendría más posibilidades quecon… que con el amigo Simms.

—Es probable —admitió Russell mientrascogía la lámpara del tercer hombre.

—Bostock, acompañe al doctor Phillips asu camarote. Voy a echar un vistazo por aquí.Buenas noches, doctor.

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El sonido de una cadena, de eslabón traseslabón golpeteando la proa del barco, medespertó de un sueño profundo mientras elancla era recogida del lecho del río. El agua enel cristal que había tras mi litera bulló como unmar en miniatura cuando los motorescomenzaron a funcionar. No estaba despiertodel todo pero, deseoso de hallarme en cubiertaantes de que el barco arrancara, me vestí conrapidez y dejé el afeitado para más tarde.Todavía me dolía la muñeca, pero no era nadaserio. Por el tragaluz vislumbré que hacía unbuen día, pues el cielo apenas tenía nubes y delagua habían desaparecido las motas blancas deldía anterior.

En la cubierta ya había una multitudconsiderable amontonada en la barandilla y,deseoso de poder compartir aquella vista, logrécolocarme entre dos amables pasajeros. En elagua se habían congregado algunas pequeñasembarcaciones con las cubiertas llenas de

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curiosos que nos devolvían la mirada. Algunaspersonas habían trepado al gran arco de lacabina del timón y desde allí disfrutaban de lasmejores vistas del barco (sin contar con lasvistas desde lo alto de los mástiles, claro está).Los que no entraban en las plataformas secolocaron en la pasarela que abarcaba el anchode la cubierta entre las dos cabinas.

La parte superior de las ruedas de paletasquedaba completamente cubierta por las cajas,pero si uno se alejaba lo suficiente y mirabadesde un lateral se podía ver cómo las hélicesdesaparecían bajo la superficie del agua. Seoyeron vítores cuando las ruedas comenzaron agirar, azotando las aguas y añadiendo supropulsión a la proporcionada por la enormehélice de popa. No albergaba demasiadasesperanzas de que ninguna de lasembarcaciones más pequeñas fuera losuficientemente insensata como para intentarseguir nuestra estela.

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Pasamos el Nore y la desembocadura delestuario se tornó en la abierta extensión delmar del Norte, desde donde pusimos rumbo alsur, hacia el canal. El barco estaba losuficientemente cerca de la costa como parapoder contemplar a las miles de personas quehabían ido hasta la orilla para vernos pasar.Acababa de decidir que iba a bajar a desayunarcuando alguien me dio una palmadita en elhombro. Me volví y vi a Russell. Las negrasbolsas bajo sus ojos eran el legado de losinquietantes acontecimientos de la nocheanterior.

—Me disculpo de nuevo por eldesafortunado incidente de anoche, doctorPhillips. Confío en que su muñeca esté yamejor.

—Mi muñeca está bien —dije y la movípara demostrarlo—. Y no es necesario que sedisculpe. Su hombre solo estaba haciendo loque pensaba que era lo correcto. Como usted

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dijo, no debería haber estado allí,especialmente porque sabía que algo no ibabien. ¿Lo han encontrado?

—No, me temo que no. Registramos la salade calderas con detenimiento, pero noencontramos nada fuera de lo normal. Si nofuera porque usted se topó con él, habríapensado que se trataba de una falsa alarma.Estoy seguro de que entenderá mi cautela, dadala importancia de este viaje.

—Por supuesto.—Entonces que tenga usted un buen día.

Tengo que hablar de las pruebas de hoy con elcapitán Harrison.

Estaba seguro de que Russell sabía más delo que me había dicho, pero no iba a dejar queeso interfiriera en mi desayuno.

Tras terminar de comer regresé a micamarote, donde estuve un tiempo poniendo aldía mi diario, o más bien escribiendo algunasnotas que desarrollaría cuando llegara a casa.

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Una hora aproximadamente después regresé ala cubierta para ver dónde nos encontrábamos.El barco todavía seguía cerca de la costa, peronuestra velocidad se había incrementado derepente. La causa de la aceleración quedó claracuando escuché al mástil que tenía a misespaldas tensarse bajo la carga que en esosmomentos transportaba. Blancas velas segolpeaban contra los mástiles y prácticamentetodo el barco quedaba eclipsado por lo queparecía un ininterrumpido mural de tela.

Una pequeña ciudad, que supe por otropasajero que se trataba de Hastings, aparecióante nuestros ojos. Parecía un lugar agradable,con un castillo en lo alto de un acantilado y unlargo rompeolas que se extendía hacianosotros. Las chozas de los pescadores seagrupaban en la playa y la gente comenzaba aabarrotar la orilla. Barcos pesqueros, con velasque parecían pañuelos en comparación con lasnuestras, transportaban a la gente para que viera

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el barco más de cerca y este comenzó a pitar amodo de saludo. En busca de una mejorperspectiva de nuestras velas me dirigí hacia laproa, desde donde podría contemplar todo ellargo de la embarcación.

Pero tan pronto como llegué al cabrestantedelantero, el barco se sacudió terriblemente yun temblor similar al de una enorme ola hizoestremecerse la cubierta. Un instante despuésse escuchó un rugido ensordecedor y el cieloquedó desgarrado por el destello cegador deuna luz blanca. La explosión se abrió paso porla cubierta, llevándose consigo una de laschimeneas y todo lo que se interponía entre sufuerza incontenible y el cielo. La chimenearepicó cual campana rota al precipitarse haciala cubierta con su revestimiento de hierromaltrecho. Llovieron trozos de madera yfragmentos de metal y cristal, incluso sillas delsalón inferior, lo que hizo que la gente, quepreviamente se había quedado inmóvil del

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susto, echara a correr en todas direcciones.El vapor siseó por entre el irregular agujero

abierto en la cubierta y cubrió la proa con unanube de vapor blanco. Los gritos de hombres ymujeres se unieron al silbido ensordecedor delbarco herido y al sonido de la lluvia deescombros cayendo sobre la cubierta. Meacerqué a la zona de la devastación, que sereveló lentamente ante mí conforme la nubecomenzó a disiparse. La vela del mástildelantero había quedado reducida a jirones enllamas, mientras trozos aún ardiendo volabanpor el aire cual hojas. La gente deambulaba sinrumbo por entre los restos de hierro y maderadesperdigados por la cubierta. Algunos de ellosestaban sangrando pero, milagrosamente,ninguno parecía gravemente herido.

El cristal crujió bajo mis pies, en gran parteproveniente de las claraboyas colocadas en lacubierta, pero los añicos que me devolvían mireflejo provenían de los espejos del salón de la

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cubierta inferior. No me quedó duda de que elgrado de destrucción abajo era mayor quedonde me encontraba cuando un hombre echó acorrer gritando por la cubierta tras salir por unaescotilla adyacente al cráter. La fuerza de laexplosión le había arrancado la ropa y su piel sehabía blanqueado por el efecto del vaporhirviendo. Su cuero cabelludo achicharrado lecolgaba de la parte trasera de la cabeza como siel viento le hubiera abatido su tupé. Tal era suagonía que solo encontró un modo de aliviarla.Antes de que nadie pudiera detenerlo, seprecipitó por un lateral del barco. Cuandollegué a la barandilla, el hombre estabacolgando de un palo situado en la partedelantera de la caja que cubría las paletas y suspiernas y torso ya estaban sumergidos bajo lasfrías aguas. Pero su sensación de alivio fueefímera pues, cuando se quedó sin fuerzas, sesoltó del palo y fue engullido por la ruedamientras esta propulsaba de manera incesante

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el barco. No había nada que hacer por él, sucuerpo destrozado no emergería nunca más a lasuperficie. Y todavía quedaban más horrorespor ver.

—¡No! ¡No lo toque! —le grité a unpasajero que se había acercado a una escotillapara ayudar a otra víctima abrasada al intentarescapar de las entrañas del barco. Pero fuedemasiado tarde. El buen samaritano setambaleó hacia atrás cuando al retirar la manose llevó consigo la piel del hombre, desde lamano hasta el codo.

Me hice cargo de la situación y le indiqué aun oficial que mantuviera a la gente al margenmientras las víctimas siguieran llegando a lacubierta.

—¡Traigan mantas empapadas de agua, todaslas que tengan! —le pedí mientras contenía a lagente y gritaba órdenes a la tripulación.

Los heridos más graves se derrumbaban enla cubierta, incapaces de dar un paso más,

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mientras que los más afortunados se colocabancon el viento de cara para intentar aliviar elabrasador calor que sentían. Un hombre habíaperdido las orejas mientras que la piel de surostro había adquirido un brillo peculiar quedespués transmutaría en atroces ampollas. Trassentarlo y ordenarle que no se tocara la cara,me centré en un hombre que estaba en peorestado si cabía. El tipo permanecía tumbadoboca arriba y tenía los labios tan quemados quelos dientes y las encías chamuscados quedabanexpuestos. Respiraba con dificultad y temí queestuviera abrasado por dentro. El olor a carnequemada era horrible, parecía la cocina delinfierno. Apenas pude reconocerlo, pero eraSimms, el gigante que me había clavado alsuelo con un pie, y parecí ver arrepentimientoen sus ojos antes de que estos se cerraran porúltima vez.

Las mantas llegaron junto con un caballeroque a toda prisa se presentó como el médico

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del barco. Se puso a trabajar a mi lado,cubriendo a los hombres con las mantasempapadas con la esperanza de bajarles latemperatura y aliviar las quemaduras. Poco máspodía hacerse.

Russell fue el siguiente en aparecer,acompañado por el capitán Harrison. No menosde quince heridos había en esos momentos bajomis cuidados y los del médico del barco y lacifra de dos muertos iba a incrementarse sinlugar a dudas. Cuando le aseguré a unconsternado Russell que había poco quepudiera hacer, tanto él como el capitándesaparecieron en el interior del barco parainspeccionar los daños y quizá determinar lacausa, aunque teniendo en cuenta losacontecimientos previos todo apuntaba a queera obra del espectral saboteador.

Necesitábamos sacar a esos hombres de lacubierta así que, tras dejar a mi colega al cargo,fui a buscar un espacio que nos pudiera servir

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como hospital temporal. El salón principalestaba descartado, pues tanto el suelo como eltecho se encontraban plagados de boquetes. Laotrora lujosa sala estaba casi irreconocible yhabía sido un milagro que casi todos lospasajeros se hubiesen encontrado en lacubierta, porque todo aquel que hubiesepermanecido en su camarote en el momento dela explosión habría muerto. Algunas partes delmobiliario habían quedado hechas trizas y lostapices y colgaduras ya no eran sino jirones.Varias de las columnas de hierro forjado sehallaban esparcidos en pedazos como si fuerande cristal, y los espejos que no habían acabadohechos añicos habían perdido la capa plateadaque les otorgaba la mágica habilidad de capturarel reflejo. Tan cerca del borde del boquete (deltamaño de un camarote) como mis nervios mepermitían, alcé la vista para ver el cielo y luegola bajé para observar los desgarrones de lossuelos de los niveles inferiores. Si perdía el

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equilibro, me precipitaría directo a la sala decalderas de la base del barco.

Aunque algunas partes de la embarcaciónhabían quedado muy dañadas, la destrucción sehabía limitado a los alrededores inmediatos delcráter abierto por la explosión, y pronto unsalón más pequeño alojó a los heridos, dondelos atendimos lo mejor que pudimos. Fue ungolpe de suerte o quizá más bien habría quereivindicarle a Brunel como ingeniero que elfuncionamiento de los motores no se vieraafectado por la explosión a pesar de, comoluego supe por Russell, la destrucción de variascalderas. Así, aunque a una velocidad muchomenor, el barco se dirigió hacia Weymouth,donde podría hacer escala y desembarcar a losheridos para que sus terribles heridasrecibiesen la debida atención.

Cuando finalmente localicé a Russell en sudespacho, parecía estar nadando en un mar deplanos y dibujos desperdigados por el suelo,

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cada uno de los cuales mostraba uno u otroaspecto del funcionamiento del barco. Sevolvió y me miró con desconcierto. A su ladohabía una botella de güisqui medio vacía.

—¿Qué noticias trae de los heridos? —preguntó con voz hueca mientras seincorporaba.

—Me temo que hemos perdido a dos másesta tarde, lo que hacen cuatro muertos. Ytengo dudas sobre la recuperación de otro más.

Se estremeció y me señaló los papeles delsuelo.

—He estado estudiando la causa delaccidente… quiero decir, del incidente.

—Entonces, ¿fue un sabotaje? —preguntémientras rodeaba la pila de papeles parasentarme en un sofá de cuero.

—Sin duda.—¿Una bomba?—No, habríamos encontrado una bomba en

el registro. No necesitaba una bomba.

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—¿Qué entonces?—Cerró la válvula de uno de los conductos

de refrigeración del agua, tan sencillo comoeso. La presión aumentó hasta que todo elsistema estalló. Convirtió el barco en unabomba. —Cogió un dibujo que había a sus piesy lo contempló.

—Así que estamos hablando de alguien quesabe manejarse en una sala de calderas, ¿quizáalguien que conozca bien este barco?

—Es posible. Sabe lo que hace, eso estáclaro. Se trata de algo tan sutil que, si nohubiéramos sabido de su existencia, habríamospensado que había sido un desafortunadoaccidente.

—¿Y le hubiera venido mejor eso?—¿Qué quiere decir?—Basta de farsas —le espeté. Mi paciencia

se estaba agotando—. Sabe más de esto de loque deja entrever. Creo que sabe perfectamentequién es el responsable, y va a decírmelo.

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No respondió.—Sé lo del torpedo y el papel que el

mecanismo de Brunel iba a desempeñar en él.Brunel piensa que usted está detrás de lamuerte de Wilkie, pero yo siempre le heconcedido el beneficio de la duda. Después dehoy estoy empezando a cambiar de opinión.

Russell dejó caer el dibujo al suelo yrellenó otro vaso.

—Se me ha ido de las manos. Tiene quecreerme. No quería que nada de esto ocurriera.

—Continúe.—¡Maldita sea! Si Brunel se hubiera

mostrado dispuesto a desprenderse de suvalioso artilugio… Al principio me resultóextraño. Nunca le había visto mostrarse tanprotector con nada. ¿Sabe que nunca hasolicitado una patente? —Asentí—. Peroentonces descubrí que al mismo tiempo estabahaciendo todo lo posible para que medespidieran. —Paró para dar un trago al vaso—.

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Decirme que no era solo otra forma deimportunarme, eso era todo.

—Pero ¿por qué quería que lo echaran? Elproyecto no podía seguir adelante sin usted. Elbarco se estaba construyendo en su astillero.

—Había déficit en las cuentas, errores, lasestimaciones de los costes eran demasiadobajas…

—¿Estimaciones hechas por usted?—¡Sí, por mí! Fuimos… fuimos a la quiebra

por las ridículas condiciones y por lasespecificaciones impuestas por Brunel. Noescuchaba. No entraba en razón. Todo tenía queser como él quería, sin escatimar en gastos.

—Pero usted se presentó a concurso conunas cifras deliberadamente bajas paragarantizarse el encargo. Sabía que eraimposible construir el barco con la cifra queusted proponía.

—Veo que Brunel le ha estado instruyendoen el negocio de la construcción naval. Sí,

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puede que fuera demasiado competitivo en lafase de la licitación. Pero estaba seguro depoder solucionar el déficit, especialmentecuando apareció con el motor de airecomprimido y luego el corazón. Habríamossolucionado todos nuestros problemasfinancieros al instante. Claro está, el artilugioera inútil para el propósito que él tenía enmente, pero reconocí su valía al instante. Era lapieza que le faltaba a una máquina en la quellevaba años trabajando.

—El torpedo.Asintió.—Era algo revolucionario: un proyectil

autopropulsado capaz de moverse sin ser vistobajo la superficie del agua y que garantizaba elhundimiento del barco al que alcanzara. Elúnico problema era que el sistema depropulsión necesitaba ser pequeño y operar sintubos de escape. El dispositivo de Brunelencajaba a la perfección.

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—¿Por qué no le dijo a Brunel para quéquería usted usarlo? Se habría mostrado másdispuesto a cooperar si hubiera sido honestocon él.

—Los clientes no me dejaban. Me dijeronque si le hablaba a alguien más del torpedo serompería el acuerdo.

—¿Clientes? ¿Vendió la idea?Russell dio otro trago al güisqui.—Ahí radica el problema. Ofrecí el torpedo

a cierta parte y estos se mostraron dispuestos apagar mucho dinero, el suficiente para sacarnosde las dificultades financieras en las que noshallábamos, pero sin el mecanismo de Brunelel torpedo era otro elefante blanco, otrocachivache inútil.

—Así que incumplió el acuerdo.—No hice nada malo. Al quedarme claro

que Brunel no quería formar parte del proyectofui al cliente y le devolví la entrada inicial.

Estábamos llegando al quid de la cuestión.

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—Déjeme adivinar. ¿No quisieronrenunciar? ¿Intentaron hacerse ellos mismoscon el mecanismo?

—Sí, ahí fue cuando mataron a Wilkie.—¿Y qué hay de hoy?—Me dijeron que a menos que arreglara las

cosas y consiguiera hacerme con el dispositivoharían algo al barco y volverían a arruinarme. Laexplosión ha sido el resultado.

—Pero ¿aun así no ha intentado de nuevoconvencer a Brunel o hacerse con elmecanismo usted?

—¿Y qué sentido tendría? Brunel apenas mehabla y, de todas formas, ha abandonado elproyecto. Hasta me alegró enterarme de ello.Parecía una especie de final a todo este asunto.

—Pero ellos no lo vieron así.—Mi cliente se lo ha prometido a su vez a

otros clientes y no aceptarán un no porrespuesta.

—Esto se está tornando cada vez más

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complicado. ¿Con quiénes estamos tratando?¿Quién está detrás si no es usted?

Russell reflexionó un instante.—¿Es Hawes? —le pregunté. Russell negó

con la cabeza y, resignado, pronunció elnombre.

—Perry, fue Perry.—El constructor naval.—¿Constructor? Bah, ese hombre no puede

construir ni un muñeco de nieve.Perry había estado en mi lista, aunque al

igual que los demás miembros del club Lázaro.—¿Por qué él? —pregunté sin bajar un

ápice la presión.—Es agente de una compañía en Limehouse

llamada Blyth. Entre otras cosas, construyenbuques de guerra para clientes extranjeros yprocuran armas para acciones fuera del país.

—Quiere decir que son traficantes dearmas. Entonces, ¿quién quería el torpedo?

—No lo sé.

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—¿No le dijo nada?Russell negó con la cabeza.—Así es como funciona Blyth, solo sabes

lo que necesitas saber. Perry tiene un cliente,pero no sé quién es. Lo juro.

Creía a Russell.—Pero quienesquiera que sean están

presionando a Blyth para asegurarse de queusted termine el torpedo. Y usted se ha vistometido en esto porque presupuestó a la baja elcoste de la construcción del barco. ¿Qué creeque harán ahora?

—Probablemente matarme.—¿Por qué no va a la policía o incluso al

Gobierno? Estoy seguro de que estaríaninteresados en evitar que una potenciaextranjera se haga con un arma británica.

—No puedo hacer eso. En cualquier caso,el Gobierno probablemente estaría encantadode dejarles probar el arma en alguna batalla paradecidir después si les vale la pena comprarlo o

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no. Verá, Phillips, todo gira en torno al dinero.Todo.

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Capítulo 30

GRAVEMENTE dañado, el barco llegó aWeymouth un día después de la explosión. Elagujero de la cubierta había sido vendado contelas y lonas y la chimenea rota sujetada concuerdas. Nuestra llegada no estaba prevista,pero aun así una considerable muchedumbreesperaba al barco mientras este atracaba en elpuerto sin terminar de Portland. Los pasajerosfueron los primeros en desembarcar, aunque noantes de que algunos de ellos recogieran de lacubierta fragmentos de cristal, madera u otromaterial como recuerdo de su final feliz.Tendrían que regresar a casa en su propiobarco, pues Russell estaba decidido a que elbarco no navegara de nuevo hasta que fuerareparado por completo. Con la embarcación yaamarrada, el constructor parecía haber

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recuperado la compostura e incluso estabavanagloriándose de que las reparaciones, queiba a supervisar personalmente, no durarían másde un mes.

Una vez todos los pasajeros hubierondesembarcado, comencé a supervisar eltraslado de los heridos, todos ellos fogonerosque habían estado echando carbón a las calderascuando la explosión había tenido lugar. Tresfueron evacuados del barco en camillas hastalos carros que esperaban por ellos, mientrasque los cuatro restantes pudieron hacerlo a piecon ayuda.

Regresé al barco para recoger mi equipaje yme encontré con Russell, que estabasupervisando la recogida de la lona.

—Ha hecho un trabajo maravilloso con loshombres. Se lo agradezco —dijo a modo dedespedida.

—Su médico también ayudó mucho —respondí con cierta frialdad.

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—Sé lo que piensa de mí, Phillips, peroquédese tranquilo: me encargaré de que esoshombres estén bien cubiertos, financieramentehablando. No les faltará de nada.

Pensé en añadir: «Excepto piel», pero mecontuve.

—Ahora mismo soy la única persona a laque querrán hacer daño —dijo Russell—. Peropuede que piensen que ya me han perjudicadolo suficiente.

—Eso espero, Russell —dije. Sentía ciertalástima por ese hombre, que se había vistoengullido por unos acontecimientos que élmismo había puesto en marcha sin serconsciente.

—Dele recuerdos a Brunel cuando lo vea.Le dije que lo haría y acepté estrechar la

mano que me tendía. Me marché del barco y meuní al pequeño convoy de carruajes que sedirigían al hospital.

Mi intención era marcharme a Londres

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pero, tras comprobar los problemas que elaluvión de pacientes estaba causando al hospitallocal, decidí quedarme un día o dos y hacermecargo de su tratamiento.

De nuevo en el ferrocarril de Brunel,regresé a Londres el 13 de septiembre.Ninguno de los hombres a mi cuidado habíamuerto y tenía la esperanza de que todoslograran salir adelante. Por desgracia, Brunelno parecía encontrarse mejor y cuando llegué ala calle Duke a la mañana siguiente de miregreso, Brodie se temía que el final estuvieracerca.

—Intenté que no se enterara de las malasnoticias, pero se ha hecho con un ejemplar deThe Times —susurró con angustia antes deentrar en la habitación—. Creo que uno de lossirvientes se lo dio a hurtadillas. Ansiabaconocer cómo había ido el viaje.

—Y se ha enterado de la explosión. ¿Fueeso lo que causó la recaída?

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—Tuvo otro ataque al corazón. Me temoque no va a vivir mucho más. No se puede hacernada, Phillips.

Brodie abrió la puerta y me acerquésilenciosamente a la cama. La cabeza de Brunelreposaba medio enterrada en la almohada,donde mechones de su cabello se entrelazabancual filamentos de una telaraña rota. Los brazosyacían inertes a ambos lados, y el únicomovimiento perceptible era el de su pecho alrespirar. Al principio pensé que estabadurmiendo, pero cuando oyó que me acercabasus párpados enrojecidos se abrieron.

—Phillips —dijo con voz áspera—. Heoído que hizo un espléndido trabajo con loshombres del barco. La segunda vez que ha sidode ayuda cuando más se le necesitaba…

—Hice lo que pude —dije mientrascolocaba una silla a su lado.

Los labios del moribundo se movieron denuevo, pero su voz era tan frágil que me costaba

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entender lo que decía. Me acerqué más y ladeéla cabeza hacia él hasta casi apoyarme en sualmohada.

—Al barco, ¿cómo… —susurró, cadapalabra acompañada de un terrible resuelloproveniente de su garganta— cómo le fue?

—De maravilla, señor Brunel. Y laexplosión nada tuvo que ver con su diseño.Hubo otros factores.

—¿«Otros factores»? Se refiere a Russell.No parecía tener mucho sentido explicarle

todo lo que había descubierto, así que melimité a asentir. Brunel pareció satisfecho.

—Hay una última cosa que me gustaríapedirle.

—Lo que sea —respondí.—Primero, que Brodie salga de la

habitación.Me volví hacia el doctor, que estaba a los

pies de la cama.—Sir Benjamin, Brunel me ha pedido que

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salga usted un instante de la habitación.En otro momento tal petición habría sido

considerada una afrenta a su posición, peroBrodie se dio la vuelta y se marchó sin mediarpalabra, cerrando con cuidado la puerta a susalida.

—Ya se ha ido —dije, pues no estaba muyseguro de si era consciente de lo que acontecíaa su alrededor. Cogí mi pañuelo y le limpié unrastro de baba que se le había formado en lacomisura del labio.

Me puso la mano en el hombro y me acercómás todavía.

—El corazón. Quiero que me lo pongadentro del pecho.

Al principio no estaba seguro de haberlooído bien.

—¿En su pecho? —pregunté mientrasmiraba cómo la manta subía y bajaba con surespiración—. ¿Quiere decir que lo abra y se loguarde en su interior?

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Intentó asentir, pero la almohada lepresionaba un lateral del rostro.

—Saque el viejo y meta el nuevo.Se me pasó por la cabeza que quizá esperaba

que el corazón mejorara su estado, que ledevolviera la vida, pero entonces caí en lacuenta: no se trataba de eso. Así era comoplaneaba deshacerse del corazón, sacarlo decirculación, ponerlo lejos del alcance deRussell.

—Pero ¿cuándo? —pregunté paraasegurarme de estar en lo cierto.

—Preferiblemente no mientras aún respire—dijo mientras su boca luchaba por esbozaruna sonrisa—. He preparado todo. Tendráacceso a mi… a mi cuerpo antes de que meentierren.

Como no dije nada, siguió insistiendo.—Prométamelo, Phillips, prométame que

cumplirá con el último deseo de este viejoingeniero, como amigo. —Sus ojos brillaron

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con ímpetu probablemente por última vez—.¡Prométamelo!

Toqué su fría mano.—Se lo prometo.Brunel ladeó la cabeza hasta mirar de nuevo

al techo.—Entonces ya todo está bien. Gracias,

amigo mío.Ya concluido el asunto a tratar, readmití a

Brodie en la habitación. Le pregunté siregresaría al hospital.

—No hasta que no haya terminado aquí —respondió con aire de enterrador más que demédico. Me ofrecí a ocupar su lugar, pero noaceptó, así que, con gran tristeza, me marché.

—Buenas noches, Isambard.—Adiós, Phillips —respondió Brunel con

los ojos cerrados.Brunel y mi padre se me aparecieron en

sueños esa noche, pero en un momento dadosus rostros se unieron y fusionaron mientras

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cada uno de ellos intentaba decirme algo que nopodía oír.

A la mañana siguiente, cuando regresó alhospital, Brodie me trajo la noticia anticipadade la muerte de Brunel. El gran ingeniero habíafallecido horas después de mi marcha. Loscuidados constantes de Brodie también habíanhecho mella en este, pues parecía terriblementecansado y demacrado, y aceptó cuando meofrecí a hacerme cargo de la dirección delhospital mientras él descansaba un poco.

Descubrí, decepcionado, que Florencehabía ido en busca de nuevos apoyos para suescuela de enfermería. En el barco y en elhospital de Weymouth hubo varias ocasionesen las que deseé tenerla a mi lado, y no solopor su experiencia a la hora de tratar connumerosos heridos.

Una vez más, el hospital parecía aburrido encomparación con mis recientes aventuras, peroaun así anduve bastante ocupado en la sala de

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operaciones. William al principio estaba de lomás vivaz, pero no tardó en apoderarse de él unestado de ánimo más sombrío.

—Mucha gente sentirá su muerte —dijocuando le hablé de la muerte de Brunel—. ¿Iráentonces al funeral?

—Supongo que sí —respondí, aunque nohabía pensado en otra cosa en todo el día.

La petición de Brunel no dejaba derondarme la cabeza, no solo por la peculiaridadde esta, pues nada en mi vida podía describirseúltimamente como normal, sino porque noquería que el mecanismo se desperdiciara deesa manera. A pesar de mis dudas acerca de lafuncionalidad de reemplazar un corazónhumano por su equivalente mecánico, habíallegado a ver algunos pros. Como Brunel habíadicho, llegaría una época en que ese artilugiosería considerado la piedra fundamental de unarevolución médica, pero no si era enterradocon su inventor y nunca más se volvía a saber de

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él. Pero, por otro lado, comprendíaperfectamente los motivos de Brunel, pues eseacto impediría para siempre que nadie pudierahacerse con el mecanismo y que lo utilizaracon fines nefastos.

Al principio logré no pensar demasiado enello manteniéndome ocupado, pero no iba a sertan sencillo.

—Alguien le ha dejado una nota —dijoWilliam. Reconocí la letra de Brunel en elsobre y lo abrí inmediatamente, manchando elpapel de sangre y dándome así la excusaperfecta para deshacerme de la nota en cuantola hubiera leído. Debía de haber sido escrita nomucho después de que me marchara la nocheanterior. La letra era desigual, obra de la manode un hombre muy enfermo.

Mi querido Phillips: Mi eterna gratitud por aceptar hacerme este

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favor final. Le escribo esta carta mientrastodavía puedo hacerlo, pero cuando le llegue yaestaré muerto. Para que pueda cumplir supromesa he arreglado todo para que tengaacceso a mis restos mortales antes delenterramiento. Su oportunidad será breve, porlo que le ruego que acuda a la residencia de lacalle Duke lo antes que pueda. El hombre quele ha hecho entrega de esta nota, mi conductor,al que usted bien conoce, es un sirviente quegoza de mi confianza absoluta, aunquedesconoce el verdadero motivo de su visita, yse asegurará de que no sea molestado mientrasrealiza su tarea. Mary también lo estaráesperando y no le hará ninguna pregunta. Eso estodo lo que debo decirle, y de todas formas mimano no puede escribir más. Gracias por sucompañía y ayuda en numerosas ocasiones.

Su amigo,Isambard Kingdom Brunel (fallecido)

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Arrugué la página y me imaginé a Brunelsonriendo al escribir «fallecido». Tiré la bolade papel en una estufa, donde las llamas laengulleron.

—William, ¿dónde está el hombre que leentregó esta carta?

Se encogió de hombros.—No lo sé, señor, la dejó en la puerta

principal, probablemente no lo encontró paradársela en persona.

—Ah, bueno —suspiré—. Qué se le va ahacer. Volvamos al trabajo.

Cuando los últimos estudiantes del día semarcharon y William se quedó para limpiar lasala de operaciones, entré en la sala demuestras, donde le había enseñado por primeravez la función del corazón a Brunel, casi tresaños atrás. Aparté un tarro del estante más alto,lo que hizo que el feto de su interior semoviera de lado a lado como si intentaraliberarse de su útero de cristal, y tiré del tarro

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que había escondido tras él. El objeto carnoso yrojo del tarro no flotaba, sino que, al igual queuna piedra en un lago, se hallaba inmóvil en labase. Lo coloqué con cuidado sobre un banco,giré la tapa y, tras remangarme, me puse ungrueso guante y metí la mano en el líquido.

El pulmón estaba hinchado, como si tuvieraun terrible tumor, y sus paredes estabandistendidas y mermadas por la sólida masa desu interior. Al dejarlo sobre el banco se formóun charco de alcohol. Metí los dedosenguantados por una incisión practicada en unapared del pulmón, agarré la masa túmida y lasaqué. Me quité el guante, solté la cuerda querodeaba el paquete y lo abrí. El corazónmecánico de Brunel yacía entre capas oscurasde hule y su superficie metálica estabaimpoluta a pesar de la inmersión. Era la primeravez que extraía el corazón desde que loescondiera en el pulmón semanas atrás. Quémejor escondite que en una habitación llena de

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órganos humanos.Froté con la mano la superficie de la

cubierta y giré el volante de inercia. El pestillose movió y las dos mitades se separaron,revelando las válvulas y cámaras. No alcanzabaa concebir mejor instrumento para enseñar elfuncionamiento del corazón, aunque mostraraquello en público sería poner en riesgo mivida y el mecanismo. En cualquier caso, lehabía hecho una promesa a un amigo: había sidosu último deseo que lo enterrara con él en suinterior. No tenía más remedio que hacerlo.Pero entonces me dije a mí mismo que habíamás cosas en juego: el futuro de la cienciamédica y el papel de Brunel en él. Comoguardián del corazón, un puesto que me habíasido adjudicado por el propio Brunel, era miresponsabilidad garantizar que se protegiera elcorazón y que estuviera disponible paraestudios posteriores. Y, por ello, guardé elcorazón en vez de enterrarlo con Brunel.

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Con gran sentimiento de culpabilidad,envolví el corazón de nuevo en el hule y lo metíen el pulmón antes de colocarlo de nuevo concuidado en el tarro. Estás haciendo locorrecto, me dije a mí mismo, y Brunel, sihubiera estado lúcido antes de su muerte,estaría completamente de acuerdo . Pocosabía yo lo mucho que me iba a arrepentir dehaber hecho caso omiso de su petición en losdías y semanas posteriores.

Tras no haberme podido encontrar en elhospital, seguí intentando evitar al hombre deBrunel, Samuel, yendo a mi club a cenar ybuscando consuelo durante la noche en losacogedores muslos de Clare.

De camino al hospital la mañana siguientecompré el Times, donde encontré un obituariodel ingeniero fallecido.

Sábado, 17 de septiembre de 1859

Muerte del señor Brunel

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Lamentamos anunciar el fallecimiento del

señor Brunel, el eminente ingeniero civil, quemurió la noche del jueves en su residencia de lacalle Duke, Westminster. El tan queridocaballero fue trasladado a su casa desde elGreat Eastern el mediodía del quinto día deeste mes en un estado preocupante, tras habersufrido una parálisis provocada, al parecer, porun ataque de ansiedad. El señor Brunel, a pesarde los excelentes cuidados médicos que harecibido, continuó empeorando, hasta que a lasdiez y media de la noche del jueves falleció a latemprana edad de cincuenta y cuatro años. Elfallecido era el hijo único del difunto sir MarcBrunel, que por sus numerosas obras públicasen Portsmouth, Woolwich y Chatham, y másconcretamente por el túnel del Támesis,recibió el título de sir de manos de SuMajestad en 1841. El difunto señor Brunel erael ingeniero de la Great Western Railway desde

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la fundación de la compañía y todas las grandesobras de esta se completaron de acuerdo consus diseños y bajo su supervisión. El magníficopuente de Saltash es otro ejemplo de suhabilidad como ingeniero; y, como la mayoríade nuestros lectores sabrán, el enorme barco avapor Great Eastern fue su última y mayorproeza, a cuyo nombre siempre será asociado.El señor Brunel nació en Inglaterra, pero supadre era de Normandía, caballero denacimiento. Debido a los problemas de laprimera Revolución Francesa, se vio obligado aemigrar a Estados Unidos, desde donde marchódespués a Inglaterra en 1799 y trabajó en lafinalización de la construcción del astillero dePortsmouth. Sir M. I. Brunel fue educado parala Iglesia, pero su amor por la ciencia lo llevó aabrazar la profesión de la que es uno de losnombres más destacados.

Resultaba deprimente pensar que la vida de

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uno, independientemente de lo plena quehubiese sido, pudiera ser condensada en tanpocas palabras (que, en cualquier caso, hablabantanto de su padre como de él). Pero el obituariosirvió para reforzar mi convicción de queestaba haciendo lo correcto al guardar lo que delo contrario se habría perdido.

El día transcurrió sin ningún incidente ynadie me visitó para saber por qué no habíaaparecido en la residencia de la calle Duke.Solo me cabía imaginar que Brunel, al no vermotivo para no creer que fuera a llevar a cabosu petición, no había dejado dicho que fueranen mi busca en caso de que no lo hiciera. Elfuneral estaba programado para el siguientemartes, lo que significaba que la oportunidad ala que Brunel se había referido se esfumaba conrapidez. El entierro en Kensal Green prometíaser todo un acontecimiento y, con Brunel en elataúd y fuera de mi alcance, era mi intenciónacudir a presentarle mis últimos respetos.

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Si la estatura de un hombre puede medirsepor el número de gente que acude a su funeral,entonces Brunel, a falta de altura física, era sinduda un gigante entre los hombres. Desde laprueba en el mar no había visto a tanta gentereunida en un solo lugar. Puesto que no podíaseguir avanzando en coche, seguí a pie,uniéndome a la gente en el cortejo fúnebre.Delante, el coche fúnebre, tirado por caballoscon penachos negros, avanzaba lentamente. Lamultitud se apartaba cual ola humana a su paso.Incluso a pie era casi imposible caminar por lascalles que rodeaban el cementerio a causa de lamultitud que esperaba ver el ataúd. La mayoríade esa gente eran trabajadores del ferrocarril,algunos todavía con la ropa de trabajo, perotodos ellos con un brazalete negro. La gente sequitaba el sombrero al paso del coche fúnebre yagachaban la cabeza en una oración silenciosa.

Logré avanzar algo más al llegar a laspuertas del cementerio, donde el regimiento de

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caballería, con sus mejores galas, hizo deguardia de honor y mantuvo a la masa a unadistancia respetable.

Dejando a la muchedumbre detrás, elcortejo recorrió el paseo arbolado. Lasornamentadas tumbas a ambos lados leconferían el aspecto de una calle habitada solopor muertos.

—Qué de gente, ¿verdad? —dijo Ockham,que iba detrás de mí. Era la primera vez que loveía desde que regresara del barco y suinmaculado traje parecía compradoexpresamente para la ocasión.

—Pensaba que no iba a ser capaz de llegarhasta aquí.

—¿Ha visto a alguien más? —preguntó.Estiró el cuello para ver por encima de lascabezas que teníamos delante.

—Creo que he visto a Hawes allí, pero es alúnico hasta ahora.

—Ahí está Russell, sobresaliendo por

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encima del resto de cabezas y hombros —dijomientras andaba casi de puntillas.

—Así que ha regresado de Weymouth parael funeral.

—Y creo que está con alguien —dijoOckham, que se apoyó en mi hombro paraelevarse un poco más—. Sí, es Perry.

—¡Perry! —exclamé demasiado alto, lo quehizo que una mujer se diera la vuelta y memirara con desaprobación. Con toda laagitación causada por la muerte de Brunel, nohabía pensado apenas en él desde que regresaradel barco. Pero ahora ahí lo tenía, el hombreresponsable de la muerte de Wilkie. Puede quesus manos no hubieran cometido el crimen,pero no por ello estaban menos manchadas desangre.

—Sin duda —confirmó Ockham, que habíaregresado a su estatura normal. Se sorprendiócuando le tiré de la manga y lo saqué delcortejo.

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Pasamos entre un par de ángeles de piedra yme detuve tras una versión en miniatura de untemplo griego, desde donde el sonido de lospies arrastrándose por la grava ya no se oía.

—Escuche, hay algo que tengo que decirle,algo de lo que me enteré en el barco.

—Lo sé todo. Fue Russell, ¿verdad?—¿Cómo lo sabe?—Brunel me lo dijo. No ha sido

exactamente una sorpresa. Supe todo el tiempoque había sido él.

—¿Cuándo se lo dijo?—Lo fui a visitar poco después que usted la

noche de su muerte. Brodie no quería dejarmeentrar, pero Brunel insistió. Me dijo que ustedle había confirmado la implicación de Russell.

—Sí, pero…Ockham parecía no estar preocupado.—¿Por qué tiene esa cara de preocupación?

Recuerde, desde hoy el corazón ha dejado deexistir.

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—¿Dejado de existir?Miró al cortejo fúnebre.—Bueno, cuando sea enterrado junto a

Brunel. Si Russell supiera que está diciendoadiós a su preciado motor…

—Sí, claro —dije siguiéndole la corriente—. Supongo que Brunel también le habló deello.

Ockham asintió.—Me dijo que usted le había prometido que

realizaría la operación, sí.—Era lo menos que podía hacer —mentí.

Mi oportunidad de confesar, de admitir quehabía roto mi promesa, había pasado. Despuésde todo, no era el momento de montar unaescena.

—Había pensado buscarle y ofrecerle miayuda, pero… —El semblante de Ockham seoscureció de repente y durante un instante laspalabras parecieron abandonarlo—. Bueno, algose interpuso. —Solo entonces me percaté de lo

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mucho que la muerte de Brunel le habíaafectado. Sin duda había pasado los últimos díasahogando sus emociones en opio, como sabíaque había hecho tras la muerte de su madre.Bueno, al menos tras su segunda muerte. Quizáconsciente de que estaba traicionando esasemociones, irguió la espalda—. Bueno, ¿nocree que es el momento de despedirnos deBrunel y de su corazón mecánico?

Mientras caminábamos entre memorialesmi sentimiento de culpabilidad comenzó acrecer como un tumor atroz. Había pasadomucho tiempo durante los últimos díasconvenciéndome de que romper mi palabra y nocumplir con el deseo de Brunel había sido locorrecto. Pero la realidad era que había falladotanto a los vivos como a los muertos. Dabaigual cómo intentara justificar mis acciones, nopodía ocultar que mis motivos eran puramenteegoístas.

Con Ockham todavía convencido de que

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Russell era la causa de todos nuestrosproblemas, nos unimos de nuevo al cortejo.Vimos cómo cogían el ataúd del coche y locolocaban sobre la tumba cubierta por unabandera que había visto ondeando del mástil delGreat Eastern.

El ataúd se hallaba tras la pared humana dehombros que teníamos delante, entre lossombreros y las cabezas gachas.

—Polvo eres y en polvo te convertirás —proclamó la voz deshilvanada del clérigo quepresidía la ceremonia. Una vez concluyeron lasformalidades, los dolientes se fuerondispersando, pero Perry no se movió, se quedóallí, inmóvil como un monumento,observándome con sus ojos fríos como piedras.

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Capítulo 31

ESTOY en el corazón de Isambard Kingdom,donde el vapor aúlla por las válvulas abiertas ydesdibuja todo lo que tengo ante mí. Mearrastro por entre estrechos espacios y buscouna forma de salir.

Los paneles de hierro se estrechan a mialrededor, y no me queda más opción queabrirme paso con dificultad por entre losangostos y agobiantes espacios. Aquí el vaporse atomiza y pende del aire como la espesaniebla londinense. El fuego del carbón arrojauna luz parpadeante, reflejando mi sombrasobre una trama de tuberías de cobre. Paredes ysuelos candentes levantan ampollas en misdedos, envueltos en jirones de tela. Finalmenteencuentro una entrada a una enorme salaabovedada, donde los pistones en movimiento

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giran manivelas que cortan el aire y llenan decombustible mi garganta.

Ese, en pocas palabras, fue el sueño quetuve la noche después del funeral de Brunel. Hetenido ese mismo sueño cada noche desdeentonces, sueño del que me levanto empapadoen sudor cuando el sol se pone. Agota misfuerzas con una voracidad solo equiparable alos gusanos parásito que se alojan, engordan yse atiborran en los intestinos de sus víctimas.Al igual que el parásito, conforme el sueñocrecía yo me debilitaba, lo que me obligaba aincrementar mi vitalidad y desviar cualquierapariencia de realidad. La primera vez estabasolo, un prisionero solitario en un laberinto demetal, pero en otras ocasiones había alguienmás, un espectro acechando a mis espaldas.

Desconocía dónde se escondía la pesadilladurante las horas de día, quizá en los rinconesmás oscuros de mi corazón, reforzándose enlas sombras de la morbosidad. Incluso en mi

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mente, que siempre había considerado abierta einteligente, debían de existir ganchos y ranuraspolvorientas a las que aún se aferraban lassensaciones más primitivas. Aunque alprincipio Brunel parecía ser el ingeniero de mipesadilla, pronto descubrí que esta emergía demí, de un corazón atormentado por unapromesa incumplida.

No descansaba en mis horas de sueño y lafatiga comenzó a afectar mi trabajo, tanto queun día mi mano temblorosa rajó una arteria, loque provocó que el paciente al que estabaoperando se desangrara hasta morir. Habíaperdido pacientes antes, la mujer del suicidaFisher entre ellos, pero había estado fuera demi control. Esta vez la culpa era solo mía; unavez le había dicho a Ockham que había médicosmalos, pero tras ese terrible error, todoapuntaba a que me había unido a sus filas.Sobrepasado por la culpabilidad, decidí pasar ala acción.

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Si bien yo había sembradoinconscientemente las semillas de mi delito,Brunel me había proporcionado cuerdasuficiente para salir de ese agujero. Pero, sipisaba mal, esa misma cuerda me ahorcaría.

En nuestro primer encuentro, el inquisitivoingeniero me había preguntado si el hospitalobtenía los cadáveres de manos deprofanadores de tumbas. Le había dicho que esapráctica había cesado tras la aprobación de laley de anatomía durante la década de 1830.

Por aquel entonces, yo no era más que uncrío, pero William se hallaba en la flor de lavida. Es más, en el hospital todo el mundo sabíaque había tomado parte activa en la obtenciónde sujetos anatómicos; en pocas palabras, habíasido un profanador de tumbas. Se decía que enaquella época había sido el cabecilla de muchosgrupos de hombres que saquearon cientos detumbas en Londres y alrededores. La cuestiónera que, tras la aprobación de la ley, uno de mis

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predecesores (que puede que fuera o no elpropio Brodie) le había recompensado por losservicios prestados con un puesto fijo comocamillero en el hospital, aunque no se sabía aciencia cierta si aquello se había debido a unacto de generosidad o para garantizar susilencio en ese asunto.

William no soltaba prenda sobre su pasadocuando le preguntaba, pero lo que quiera quehubiese ocurrido no le había impedido seguircon el tráfico ilegal de cuerpos; sí, no eraprofanar tumbas, pero tampoco quedaba muylejos. Con la esperanza de que se sintiera endeuda conmigo por no haber informado de susactos (no era necesario que supiera que mismotivos nada tenían que ver con salvarle elpellejo), quedé con él en su taberna habitualpara discutir lo que le describí como unasuntillo de negocios.

William se encontraba en una de las salaspequeñas del pub, donde lo encontré no solo

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nada sobrio, sino también en compañía. Estabariendo y bebiendo con un hombre al que nohabía visto antes. Con mi llegada las bromascesaron y William me presentó a suacompañante quien, a juzgar por las arrugas desu rostro y los huecos entre sus dientesennegrecidos, era casi un coetáneo.

—No se preocupe por Bittern, señor, es unviejo amigo —dijo mientras lo codeabaligeramente de manera conspiratoria—. Y, siestoy en lo cierto respecto al tipo de negocioque tiene en mente, entonces es el hombre queestá buscando. Fuimos socios en los viejostiempos.

Comencé a preguntarme en qué tipo de líome estaba metiendo, así que, para calmar losnervios, le di un trago a un vaso sucio en el queel patrón me había servido una generosacantidad de un brandi que olía a mil demonios.El alcohol puro casi me corta la respiración ydurante unos instantes fui incapaz de articular

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palabra.—Aquí no sirven su brandi Napoleón,

doctor —dijo William entre risas.Mientras luchaba por recuperar la

compostura, Bittern intervino para darmeánimos.

—No se preocupe, hombre, se habituará aél. Tras un par de vasos no notará la diferencia.

Una vez amainó la crisis me centré en elasunto en sí, pues no deseaba en modo algunoser cliente de aquel establecimiento mástiempo del estrictamente necesario.

—Me parece que ya sabe por dónde van lostiros, William.

—No necesito a ningún detective de laagencia Pinkerton para saber que quiereresucitar a los muertos. No ha hablado de otracosa en los últimos días. Dígame que no quieredespertar a alguno.

—Sí, William, me temo que sí —admití,avergonzado por el hecho de que mis intentos

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por ser sutil hubiesen sido tan torpes—. Pormuy desagradable que me resulte la idea, meencuentro en una situación tal que deborequerir de su particular destreza.

A pesar de adivinar mis intenciones,William parecía desconcertado.

—Pero señor, dispone de fiambres legalesde sobra en el hospital. —Se contuvo—.Bueno, al menos desde… desde aquellasituación tan desagradable.

—¿Quiere decir que ha dejado devenderlos?

Asintió.—Pero ¿por qué tomarse las molestias de

profanar una tumba? Se armaría un granescándalo si lo encontraran con un cadáverbirlado.

Tomé con cuidado otro sorbo de mi bebida,pero esta vez no me resultó tan fuerte. Bitternhabía estado en lo cierto.

—Apenas si puedo creerlo yo, pero mi

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situación no me deja otra opción. Aunque no esnecesario que conozca los detalles, no aún. —Miré con dudas a Bittern y, aunque parecía unapersona de dudosa reputación, decidí que no mequedaba otra que incluirlo en el trabajo—. Nopuedo permitirme pagarles demasiado.Pongamos cinco guineas por cabeza, pero solocon la condición de que los dos mantengan laboca cerrada.

—No tiene por qué pagarme, señor —dijoWilliam—. Le debo una. Y, respecto a lo demantener la boca cerrada, tampoco tiene porqué preocuparse. Para nosotros sería igual demalo, o incluso peor, que nos pillaran de nuevodesempeñando nuestro antiguo oficio. Tuvimossuerte de escapar de la horca la última vez. Encuanto a las cinco guineas de Bittern, es unacantidad justa, generosa incluso. —Se volvióhacia su viejo amigo—. ¿Qué dice, Bittern?

—Por seis guineas le daría el cadáver de mimadre, por cinco mejor el de otro.

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William se echó a reír.—Bebamos entonces. —Alzó el vaso para

hacer un brindis, pero al ver que estaba vacíome miró con fingida sorpresa. Cogí los dosvasos y el mío y me abrí paso por el bar hasta labarra donde vendedores ambulantes, obreros,estibadores, cocheros y otros trabajadoresbebían al final de otro largo día. El suelo estabacubierto de serrín salpicado de bebidasderramadas y esputos que se solidificaron bajomis zapatos y me hicieron recordar la sala deoperaciones (al igual que los rostros casicadavéricos de algunos de los parroquianos).

El patrón llenó de nuevo los vasos de misacompañantes con ron y el mío con otro brandi:tenía que hacer otra petición a los profanadoresy necesitaba templar mis nervios.

William alzó su vaso, ya relleno.—Por nosotros, caballeros, compañeros de

delito.Esa vez me bebí medio vaso.

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—Tengo otra condición.—¿Cuál es? —preguntó William.—Quiero estar allí cuando… cuando hagan

el trabajo.Bittern se echó a reír.—Nunca. El buen doctor quiere hacerse

profanador de tumbas.William era del mismo parecer.—Ha estado de noche conmigo una vez,

pero eso fue diferente. No señor, eso no va aser posible. Trabajamos como un equipo,Bittern y yo. Se requiere cierta habilidad.Alguien que no sabe hacerlo atraería a la pasmaantes de que lleváramos media tumba cavada.

Sus motivos eran razonables. No era ningúnveterano en moverme entre tumbas de noche ylo último que quería era volver a encontrarmecon la policía. Pero para lo que tenía en menteno me quedaba otra opción e iba a insistircuando Bittern, que sabía reconocer una buenaoportunidad cuando la tenía delante, me dijo:

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—Bueno, señor, me temo que si quiereincrementar el riesgo de que nos cojan porllevarlo con nosotros, entonces el precioaumenta en dos guineas. Llamémoslo plus depeligrosidad.

William miró a su amigo con ciertaincredulidad, pero no dijo nada.

Bittern me tenía bien cogido y lo sabía.Después de haberles contado tanto, no podíavolverme atrás ni tampoco buscar unaalternativa más económica (la profanación detumbas no era un tipo de servicio fácilmenteadquirible).

—De acuerdo, siete guineas. Tres ahora y elresto cuando hayan hecho el trabajo. ¿Deacuerdo?

—De acuerdo —dijo William en nombre deBittern.

—Bien —dije yo sin entusiasmo—.¿Cuándo podrá llevarse a cabo?

—No hay luna y necesitamos la mayor

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protección posible. ¿Qué le parece mañana porla noche a eso de las once?

—A las once en punto —estipulé. En lo quea mí respectaba, cuanto antes se hiciera, mejor.Las pesadillas me estaban destrozando y eracuestión de tiempo antes de que midegeneración mental y física fuera percibidapor los demás.

—¿Dónde está? ¿Dónde es el trabajo? —preguntó Bittern, que ya no mostraba ni unápice de su buen humor inicial ni parecíaafectado por la bebida.

—El cementerio Kensal Green —respondícon la esperanza de que dicha información nosupusiera un incremento en el precio.

—Kensal Green, ¿eh? —dijo William—.Hay ahí enterrada bastante gente rica. ¿Vamostras algún encopetado?

—No, yo no diría eso y, en cualquier caso,siempre he pensado que la muerte nos hace atodos iguales. ¿Qué le importa lo que fuera en

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vida?William respondió con desdén.—No nos importa, tan solo se trata de

cadáveres de mejor calidad que a los queestamos acostumbrados, eso es todo. Pero allíhay multitud de panteones familiares ysepulcros. No estará su cadáver en uno de ellos,¿verdad? Si es así sería como entrar en elBanco de Inglaterra, con todas esas puertas,cerrojos y un ataúd sellado al final del todo.

Había visitado el cementerio más de una vezen los últimos días y había visto con mispropios ojos los panteones y sepulcros tanelaborados que causaban furor entre los ricos yfamosos, algunos de ellos incluso tomabanprestados detalles arquitectónicos de losantiguos egipcios, tan apreciados por Brunel.

—No, no está en ningún panteón. Tan soloes un ataúd a dos metros bajo tierra.

—A las once entonces. Nos encontraremosen el camino de sirga del canal que hay tras el

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cementerio, enfrente del gasómetro.Treparemos por el muro.

Les di el dinero anticipado y dejé a misnuevos compañeros con lo que les quedaba delas bebidas. Ya de regreso en casa, me tumbé enla cama preguntándome por mi futuro. ¿Qué meocurriría? Podría perder mi posición, que seme prohibiera ejercer la medicina, serdeshonrado en público, ingresar en prisión oincluso que me linchara la muchedumbre… Lasposibilidades parecían infinitas. Dormí duranteun breve espacio de tiempo y, en mis sueños,regresé a la ya familiar sala de máquinas y susalrededores.

Soplaba un frío viento y, mientras esperabaen el camino de sirga de espaldas al muro delcementerio, miré el reloj y vi que me hallaba enel lugar acordado un poco antes de la horaestipulada. Incluso en la oscuridad, podíadistinguir la silueta esquelética de las vigas delgasómetro al otro lado del canal, con su torreta

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telescópica casi abatida por la ausencia de gas.Dejé en el suelo mi bolsa y me soplé las manospara mantener la circulación.

Poco después, William y Bitternaparecieron por el sendero (su llegada eraanunciada por el repiqueteo de cadenas y elchirrido del metal contra madera). Avanzaronhacia mí mientras tiraban de una carretilla dedos ruedas.

El rostro de William estaba prácticamentecubierto por un pasamontañas de lana, mientrasque los ojos de Bittern quedaban cubiertos bajoun sombrero muy calado. En la carretilla habíauna lona que cubría parcialmente un par depalas, una cuerda y otros objetos. Una lámparapara tormentas apagada colgaba de un clavodelante de aquel cacharro.

Asentimos a modo de saludo y Williammaniobró la carretilla para apoyarla de costadocontra el muro. Bittern subió a la carretilla y acontinuación trepó por el muro hasta colocarse

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en la parte superior. William le pasó las palas,que Bittern tiró al otro lado, y a continuación lalámpara, que bajó cuidadosamente con ayuda deuna cuerda. Entonces, tras indicarme que losiguiera, Bittern observó divertido cómo subíael muro. Mientras tanto, William cogió lacarretilla y la colocó tras la esquina del muropara ocultarla de todo aquel que pasara por elcamino. Yo fui el primero en pasar al otro lado,mientras Bittern ayudaba a William, que tuvoque trepar sin el apoyo de la carretilla. Detrásdel muro la oscuridad era todavía mayor y mellevó algo de tiempo que se me acostumbraranlos ojos antes de que los sepulcros y tumbasresaltaran entre la oscuridad. El cementerioparecía muy diferente de noche, pero yo teníala esperanza de que cuando llegáramos a la víaprincipal no nos resultara difícil orientarnos.

Se estaba mejor tras el muro, pues esteguarecía del viento, y lejos del camino, queparecía peligrosamente expuesto. William se

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inclinó y encendió la lámpara, tras lo cual lacubrió con una tela para atenuar la luz lo justopara poder iluminar nuestro avance. Repartimosel equipo, que comprendía un extraño artilugioparecido a un garfio, y nos adentramos en laciudad de los muertos.

William me pasó la lámpara.—Encabece la marcha —susurró—.

Nosotros lo seguiremos. —Los dos hombresse movían con un sigilo del que jamás penséque serían capaces, lo que me hizo descartar mipreocupación previa de que pudieran llegarbebidos.

Esa parte del cementerio estaba plagadalápidas y memoriales similares a pedestalesmucho más modestos, algunos de ellosrematados con urnas de piedra o ángelestallados. Pero conforme nos fuimos acercandoa la calzada por la que discurrían los cortejosfúnebres, los memoriales se tornaron muchomás grandiosos, con enormes obeliscos junto a

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espléndidos panteones y ornamentadossepulcros. En vez de pisar por la ruidosa grava,permanecimos en la hierba y seguimos por elborde del sendero, alejándonos de las puertasprincipales y de la casa del sacristán, hacia laparte más alejada del cementerio. Así seguimoshasta que un tejo que pedía a gritos una buenapoda nos cortó el paso. Tal como habíaesperado, un sendero más estrecho se desviabaa la derecha, justo detrás del árbol.

Cual dolientes sonámbulos noscongregamos alrededor de un montículo detierra recientemente removida. El terrenoestaba escondido bajo montones de floresmarchitas y coronas deterioradas.

—Esta es —dije mientras apuntaba con lalámpara a una pequeña cruz de madera en laparte superior del túmulo funerario. Eseindicador era solo temporal y seríareemplazado por un grandioso memorial depiedra una vez la tierra se hubiese asentado. En

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la cruz había una placa de metal y, tras cogermela lámpara, William se inclinó para leer lainscripción en voz alta.

Isambard Kingdom Brunel9 abril 1806 —15 septiembre 1859 —Vaya, pero si es suamigo ingeniero. ¿Para qué demonios quieredesenterrarlo?

No era ni el momento ni el lugar paraexplicar mis motivos. De todos modos, ¿quiéniba a creerme?

—Tengo mis razones. Dejémoslo así, ¿deacuerdo?

—Bueno, es problema suyo —dijo William—. Solo el Señor sabe en qué estado seencontrará ahora. Debe de llevar enterrado másde un mes. Nuestros clientes previos siemprepreferían que los sujetos fueran más recientes.

—Eso no va a ser un problema —respondíde manera cortante, impaciente como estabapor comenzar.

—¡No va a ser un problema! —exclamó

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William—. No vamos a necesitar una carretillapara llevarlo, ¡sino un maldito tonel!

—No lo vamos a llevar a ningún lado —insistí en voz baja—. Solo necesito acceder alataúd. Eso es todo. Cinco minutos y podremoscerrar la tapa del ataúd, colocar la tierra denuevo y salir de aquí. Pero antes de hacerlo,tenemos un agujero que cavar.

—Lo capto —dijo Bittern mientras apartabalas coronas con el pie—. Aquí hay algo quequiere. —Tras haber extendido la lona, se pusoa trabajar con la pala, cavando en el montículode tierra y echándola sobre la lona—. ¿De quése trata? ¿Joyas, anillos quizá, oro? ¿Qué hayahí abajo?

—No hay nada abajo. No estoy cogiendonada. Si quiere saberlo, le diré que voy a poneralgo. Ahora, ¿podemos empezar? ¿Seguro queno haremos mucho ruido?

—No se preocupe por el ruido —dijoWilliam mientras cogía otra pala y se colocaba

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en el otro extremo de la tumba—. No se haprofanado una tumba aquí en los últimos treintaaños. Ni siquiera hay gente vigilando las puertasde noche. Pero pongámonos en marcha. Vamosa tardar más de lo que teníamos planeado.

—¿Qué quiere decir con más? —pregunté,algo molesto tras descubrir que Bittern habíaexagerado el peligro de aquel trabajo solo paraasegurarse más dinero.

—Cuando desenterrábamos tumbasteníamos una manera muy rápida de hacerlo —dijo sin dejar de cavar—. No nos molestábamosen excavar toda la tumba, tan solo un extremo,por la parte inferior del ataúd. Luego tirábamosla cuerda y el gancho y lo metíamos bajo elextremo del ataúd y tirábamos de él por elhueco que habíamos cavado. La tierra quequedaba en la tumba hacía las veces decontrapeso. Sencillo, muy sencillo. Pero ahorame dice que lo que quiere es abrir el ataúd ymeter algo —miró mi bolsa con curiosidad— y

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que luego quiere taparla de nuevo. Eso significaque tendremos que vaciar la tumba para poderabrir el ataúd y después cubrirlo de nuevocuando hayamos terminado. Yo diría que nos vaa llevar tres o cuatro horas más de lo habitual.

—Bueno, caballeros, parece que van aganarse su dinero después de todo.

—La buena noticia es que no tendremosque pasar un cadáver por encima del muro —dijo William, decidido a tener la última palabraen el asunto—. Siempre es la parte máscomplicada, llegar a la carretera sin ser visto.Para cuando hayamos acabado ya habrádespuntado el día.

Decidí no seguir con la conversación y mesentí algo aliviado por la evaluación positiva dela situación que había hecho William. Despuésde todo, no estaba pagándoles solo por eltrabajo, estaba comprando mi tranquilidadmental, y para ello se haría lo que tuviera quehacerse.

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El frío comenzaba a atacar de nuevo y mehizo desear que hubiera tres palas en vez dedos. Puesto que no tenía nada que hacer, cogí lalámpara e iluminé el agujero que estabacomenzando a crecer bajo mis pies. Habíaraíces enmarañadas a ambos lados de lacreciente zanja y de vez en cuando aparecía unhueso que parecía una estaca de marfil. Cogí unfémur amarillento de un montón de tierrarecién depositada y me pregunté por laidentidad de aquel residente a largo plazo.Mientras estaba distraído, Bittern dejó de cavary cogió mi bolsa, que yo había dejadodescuidada en su lado de la zanja.

—Es bonito —dijo en tono amenazador.Lo apunté con la lámpara y vi que estaba

mirando el interior de la bolsa.—Deje eso ahí, Bittern.—Me apuesto a que cuesta una millonada.Di un paso hacia él, pero William se

interpuso antes de que me encontrara lo

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suficientemente cerca como para actuar.—Ya lo ha oído: déjelo ahí. Da igual lo que

haya allí, no es asunto suyo.—Vamos, William, tiene la misma

curiosidad que yo.—Estamos aquí para hacer un trabajo, Bit.

Deje la maldita bolsa y siga cavando.—¿Qué le ha ocurrido, William? ¿Acaso el

buen camino le ha convertido en un blando?William no parecía dispuesto a dejarse

incitar.—No se lo diré más, Bit. Si tengo que ir

allí…Bittern al final cedió, aunque hubo en él

cierta beligerancia cuando tomó la pala denuevo. Yo cogí la bolsa y, tras sentarme sobreuna lápida, los observé trabajar. La confianzaque me había inspirado en un primer momentoWilliam se desvanecía por momentos. Elagujero iba ganando en profundidad y solo veíaa los dos de cintura para arriba. No pude resistir

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más y corrí al borde de la zanja.—Denme uno de ustedes su pala.Bittern alzó la vista, todavía molesto por la

reprimenda.—Ese no es trabajo para un caballero como

usted, señor. Lo único que conseguirá es que lesalgan callos en esas delicadas manos decirujano.

—Dele su pala, Bit. Descanse un rato —gritó William.

Una vez más Bittern hizo lo que se leordenó y me pasó el mango de la pala antes desalir del agujero. Ocupé su lugar, no sin antesllevarme conmigo la bolsa. Bittern se puso decuclillas y apoyó la espalda contra una lápidacercana. Podía sentir cómo crecía suresentimiento a cada palada. Cuanto mayor erala profundidad más costaba cavar y prontocomenzaron a dolerme los brazos.

Tras percatarse de que corríamos el riesgode crear dos agujeros separados, William

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comenzó a quitar la tierra entre nosotros. Trashacerlo dejó que yo quitara la tierra sueltarestante y volvió a cavar la zanja donde pocodespués escuchamos el repiqueteo del hierrocontra la madera. La parte superior del ataúdcrujió bajo nuestros pies cual suelo de maderadestartalado. Me incliné y limpié la superficiecon mis manos para buscar las cabezas de lostornillos.

Durante un instante escuché un ruidoencima de mí, procedente del exterior de latumba: no sabía cómo, pero ante mí se alzabauna escalera de hierro que me era terriblementefamiliar. La cogí con mi mano cubierta dejirones de tela y subí al siguiente peldaño.Brunel me había llevado de nuevo a su corazón.

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Capítulo 32

WILLIAM se cernía sobre mí. Los lados dela zanja se alzaban cual precipicios.

—Pensaba que lo había perdido, señor.Tenga cuidado, no intente moverse demasiadorápido.

Tenía las piernas extendidas sobre la partesuperior del ataúd y la cabeza apoyada contra unlateral de la tumba. Haciendo caso omiso delconsejo de William, intenté ponerme en pie.Un espasmo de dolor me recorrió la nuca hastael hombro.

—Tranquilo, tranquilo —dijo Williammientras me incorporaba con cuidado.

Solo entonces me percaté de que Williamtenía el brazo izquierdo ensangrentado, justopor encima del codo. Me llevé la mano a lanuca y me topé con más sangre, pegada a un

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tajo profundo que tenía detrás de la oreja.—¿Qué demonios ha ocurrido, William?—Bittern lo golpeó con el garfio y luego

me dijo que me haría lo mismo a menos que lediera su bolsa. Hice lo que me dijo, pero loagarré de las piernas y lo tiré al suelo. Intentétrepar para inmovilizarlo, pero me habíaolvidado de la pistola que lleva en el bolsillo.Nunca antes le había visto usarla, ni una vezdurante todo el tiempo que hemos trabajadojuntos. Pero esta noche sí que la ha usado, elmuy bastardo me ha disparado en el brazo.

Conforme recuperaba el sentido, el pánicofue apoderándose de mí.

—La bolsa, ¿dónde está la bolsa, William?—No se sobreexcite, doctor. Es inútil. Se

llevó la bolsa y lo que quiera que hubieradentro.

Tambaleante, me puse en pie.—Tenemos que recuperarla, William.

Tenemos que hacerlo.

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—No puede preocuparse por eso ahora.Tenemos que salir de aquí —respondiómientras entornaba los ojos para que no leentrara la tierra que tenía en las pestañas—. Elsacristán ha oído el disparo y ha venido. No nosha visto, ni tampoco el agujero que hemoshecho, pero pronto se hará de día.

—No podemos marcharnos, no hasta quehayamos cubierto el agujero de nuevo.

—¿Está loco? Por si no se ha dado cuenta,me han disparado, y las pocas neuronas que lequedaban parecen haberle abandonado. ¿Quiénva a cubrir el agujero?

—Nosotros. Ahora, vamos. Páseme laspalas y deme la mano.

Tras ayudarlo a bajar a la tumba, utilicé untramo de cuerda a modo de torniquete paradetenerle la hemorragia del brazo. Siguióprotestando pero, al ver que no me marcharíasin tapar la tumba y dejarla tal como lahabíamos encontrado, aceptó a regañadientes.

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Con enorme dificultad empujamos, paleamos ycolocamos la tierra en el agujero lo mejor quepudimos. Tenía que detenerme cada ciertotiempo para que se me pasara el mareo,mientras que William manejaba con grandestreza la pala con una mano y un pie.

Cuando logramos colocar toda la tierra ylas coronas y flores, que en cierto modosirvieron para disfrazar nuestra imperfectarestauración, ya estaba bien entrado el día.

William le dio un último trago a la petaca yse tumbó sobre la mesa con un palo de maderaen la boca. Yo estaba casi seguro de queconsideraba aquella herida un intercambio justopor el privilegio de poder beber alcohol en elhospital. Cuando asentí, mordió con fuerza elpalo y yo comencé a examinarle el brazo. Elhueso había desviado la bala y esta habíaquedado alojada en el músculo. Veía borrosodespués del golpe en la cabeza y no estaba encondiciones de operar a un hombre herido. El

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viaje de regreso al hospital también había hechomella en mí.

La carretilla que William había llevadoconsigo para transportar el cadáver podíahabernos sido de utilidad para sacar a uno denosotros del cementerio. Así habría sido sialguno hubiera podido empujarla. Yo opté pordejarla donde estaba, pero a William, conbastante sensatez, le preocupaba que levantasesospechas si la encontraban cerca del muro delcementerio, especialmente tras haber oído eldisparo de Bittern. Por ello, bajo susdirectrices, la conduje hasta el borde delcamino y la tiré al canal.

Haciendo uno las veces de muletas del otro,nos alejamos del cementerio mientras lacarretilla se hundía lentamente bajo lasuperficie del agua. Las casas de losalrededores comenzaban a encender sus lucesconforme la gente se iba levantando y sepreparaba para el día que comenzaba. Tan

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pronto como nos encontramos a una distanciaprudente del cementerio cruzamos el caminohasta una carretera donde, ya incapaces deseguir a pie, cogimos un coche de punto. Solocuando el vehículo comenzó a avanzar por eltráfico de la mañana William señaló que tendríaproblemas para pagar el coche. Rebusqué enmis bolsillos y descubrí que mi cartera habíadesaparecido.

—Bittern se la quitó mientras estabainconsciente.

Nuestro estatus podía haberse vistoreducido al de meros vagabundos, pero yoestaba decidido a continuar nuestro viaje, puesWilliam necesitaba atención médica inmediata.Cuando el coche se detuvo en las puertas delhospital, le ordené que esperara y, trasasegurarle al cochero que regresaría, entré enla cabina del guardia.

—¿Viene de la guerra, señor? —preguntó eltipo que trabajaba aquel día al contemplar mis

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ropas llenas de tierra y el cuello de mi camisaempapado en sangre. Por fortuna, conocía aaquel hombre y, tras escuchar mi historiainventada (que había sido abordado por unosasaltantes), me prestó dinero para pagar alcochero.

William corría más peligro en mis manosque por la herida de bala y, frustrado por noencontrar el proyectil, desistí. Tenía la frenteempapada en sudor y estaba a punto dequedarme inconsciente cuando una manoenguantada me agarró de la muñeca con fuerza.

—¿Qué demonios ha ocurrido aquí? —preguntó Florence.

—Le han disparado —acerté a decir—.Estoy intentando quitarle la bala.

Me soltó la muñeca y cogió el brazo deWilliam. Con cuidado lo estiró antes deexaminar el agujero de la bala, más grande ydeformado tras mi torpe intento por localizar labala.

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—He visto unos cuantos disparos en mivida —dijo y chasqueó la lengua reprobando lamala calidad de mi trabajo—. ¿Por qué no medeja a mí?

Agradecido de que me relevaran de laresponsabilidad y cada vez con más náuseas, mealejé de la mesa.

Se quitó el abrigo y los guantes y se colocóun delantal. Supuse que atendería a William,pero me llevó hasta una silla y comenzó aexaminar mi cabeza. La inclinó hacia delantehasta que mi barbilla tocó el pecho. Las náuseasdisminuyeron, pero fueron reemplazadas por unpenetrante dolor cuando Florence separó la pielde ambos lados del tajo que tenía tras la oreja.Consciente de lo desesperado de mi situación,renuncié a cualquier intención de dármelas demédico y, una vez más, acepté desempeñar elpapel de paciente.

—Le ha llegado hasta el hueso —dijomientras corría a la mesa para coger los pocos

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jirones de tela que aún no estaban empapadoscon la sangre de William y verter media botellade alcohol encima. Me intenté preparar para loque venía, pero aun así dejé escapar un gritoahogado de dolor cuando me lo aplicó en laherida abierta—. Alguien ha estado muy cercade romperle los sesos.

Guio mi mano al trozo de tela y me dijo quelo sostuviera.

—Tendrán que darle puntos, y Williamnecesita urgentemente que lo atiendan. Iré abuscar ayuda.

—¡No! —grité, todavía dolorido—. Porfavor, no haga eso, Florence. Estaré bien. Porfavor, atiéndalo. Nos meteremos en un buen líosi nos encuentran así.

La bala rebotó en el plato de metal cual bolaen una ruleta antes de detenerse. Tras quitarle labala, Florence procedió a coserle la herida.Solo cabía esperar que William fuera losuficientemente fuerte para combatir la casi

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inevitable infección. La rueda de la fortunaseguía girando para él.

Florence dejó a William descansando yvolvió a centrar sus atenciones en mi cabeza.Cuando se aseguró de que no quedaba mástierra en la herida comenzó a coserla. Cosíacon seguridad y rapidez, y esto último loagradecí especialmente, pues dolía horrores.

—¿Qué demonios le ha ocurrido? —mepreguntó mientras cortaba el hilo.

—Nos han robado —respondí, que en parteera cierto.

Pero no pareció valerle como respuesta.—¿Les han robado? ¿Qué estaban haciendo

para que les robaran? No creo que estevecindario sea tan peligroso.

Puesto que no me había dejado más opción,tuve que inventarme otra historia y decirle quehabíamos ido a tomar una copa la nocheanterior por una zona poco recomendable de laciudad donde fuimos abordados por una panda

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de ladrones que dispararon a William y megolpearon.

—Tiene que ir a la policía —insistióFlorence, horrorizada por mi descripción de lascrueles entrañas de Londres.

—¿Puede imaginarse cómo reaccionaría sirBenjamin si se enterara de esto? Su conceptode mí ya es lo suficientemente bajo. Y, además,William no puede permitirse verse implicadocon la policía.

—¿Y eso a qué se debe?—Digamos que su pasado no es

precisamente intachable. Sir Benjamin lodespediría al instante.

—Oh, Dios mío —dijo Florence, que lehabía cogido bastante cariño a aquel vejestorio—. Sería terrible que perdiera su trabajo.

William respiraba hondo, pero conregularidad. Lo cierto era que estaba roncando.Acordamos llevarlo a mi casa para que serecuperara. Lo único que el hospital necesitaba

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saber era que se encontraba enfermo. Me paséla mano por los puntos, que eran pequeños yregulares. Florence era sin duda una costureraexcelente.

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Capítulo 33

—PUEDO perdonar la mayoría de las cosas—dijo William, cinco días después de habersido disparado—, pero la traición no es una deellas.

Acababa de colocarle un vendaje nuevo enel brazo y se lo había inmovilizado sobre elpecho. Parecía una de esas momias egipcias deBrunel.

—Lo comprendo —respondí, hablandocomo alguien al que no le era ajeno eseconcepto.

William examinó mi trabajo y giró su torsode un lado y de otro. Comprobé satisfecho queel movimiento no parecía causarle dolor.

—Entonces, ¿vamos tras él, no?—Voy a ir tras él —dije. No tenía otra

opción, pues el fracaso de mi misión no había

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sino intensificado mis pesadillas—. Pero voy air solo. No está en condiciones de tomar parteen algo así.

William gruñó y se bajó de la mesa. Susrodillas se doblaron cual esgrimista haciendoejercicios de calentamiento.

—Solo necesito un brazo para disparar unarma —respondió con una determinaciónimpropia de él—. Y, en cualquier caso, jamáslo encontrará sin mi ayuda.

Se dirigió hasta donde tenía colgado elabrigo y sacó una botella del bolsillo. Quitó elcorcho con los dientes y lo escupió a un cubo.Sin embargo, en vez de darle un trago, vació elcontenido en el sumidero.

—Y no volveré a beber hasta que el trabajoesté hecho.

Aquello me resultaba muy extraño.—Jamás pensé que vería el día en que tirara

la bebida.—Bueno, no podré hacerlo bebido. Quiero

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estar completamente sobrio cuando mate a esebastardo. Así lo recordaré.

El ritmo de recuperación de William habíasido impresionante. La fiebre le había cesadoen un par de días y era lo único que podíamantenerlo en cama. Su sed de venganzaparecía estar impulsándolo cual motor.

Tenía razón, sin duda. Yo tenía pocasposibilidades de encontrar a Bittern en ellaberinto de almacenes, muelles, antros ycallejones donde los de su calaña vivían. TantoWilliam como yo teníamos nuestros motivospara hacernos con él y, puesto que se acercabala noche, no parecía haber motivos para retrasarla caza.

—Puesto que veo que no hay manera dedetenerlo, sugiero que empecemos.

William sonrió de oreja a oreja.—Primero, necesitamos armas. Yo tengo

un cuchillo, pero deberíamos luchar armacontra arma. Sé que usted lleva un bonito

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revólver en el bolsillo, pero ¿qué hay de mí?—¿Cómo sabe lo de la pistola?—Oh, bueno —dijo al percatarse de su

error—. Verá, un día se le cayó el abrigo alsuelo y, bueno, encontré la pistola en uno delos bolsillos. Es buena.

—¡Ha rebuscado en mis bolsillos! —Era desobra conocido que William tenía las manosmuy largas y más de una vez yo había hecho lavista gorda tras percatarme de que le quitaba alos cadáveres un anillo u otra nimiedad que, porlo general, iba a desaparecer de todos modos enla morgue. Aunque prefería pensar que nuncame robaría a mí, resultaba obvio que habíaestado curioseando en mis cosas.

—Lamento escucharle sugerir algo así —respondió con indignación.

—Eso no importa ahora. Deberíamos estaragradecidos de que Bittern no registrara miabrigo la noche pasada, y además tengo otrapistola. La cogeré de casa. ¿Dónde nos

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encontraremos?—En Los Tres Barriles —dijo. Era la

taberna donde nos habíamos reunido conBittern.

Quedamos en vernos una hora después, asíque pasé por mi despacho por mi abrigo y misombrero. Florence me alcanzó en el pasillo,justo cuando estaba a punto de abandonar eledificio.

—Lleva prisa —dijo.Tenía los brazos llenos de mantas.—¿No tiene enfermeras que hagan este tipo

de cosas?—Necesito una excusa para ver qué hacen

en la lavandería; no se está limpiando como sedebería. —Me miró durante unos instantes—.Tiene un aspecto horrible, George.

—Gracias —respondí, consciente de lodemacrado y delgado que estaba.

—¿Qué tal la cabeza?Me llevé la mano a los puntos, ya casi listos

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para ser quitados.—Bien, gracias a usted.Se acercó más, como si fuera a

comprobarlo por sí misma.—Estoy muy preocupada por usted. Duerma

algo, por el amor de Dios.Intenté ponerme el abrigo, tirando de la

manga con torpeza.—Eso es más fácil de decir que de hacer,

me temo. Ahora, si me disculpa, Florence,tengo que irme.

Asintió con la cabeza, pero cuando estaba apunto de salir por la puerta, me llamó.

—¿Cómo se encuentra William?Me volví sin parar de andar, abriendo la

puerta con el hombro.—Vivirá. El diablo siempre cuida de los

suyos.La taberna era un lugar tan terrible como lo

recordaba y, una vez más, estaba lleno areventar. William ya se había acomodado en

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una de las salas pequeñas. Tenía un vaso delantede él.

No sin esfuerzo, logré estrujarme junto aél. Dejé el sombrero en la mesa.

—Pensaba que ya no bebía.—No lo hago —respondió con un deje

inconfundible de pesar—. Pero resultaría unpoco extraño entrar aquí y no pedir lo desiempre.

—Cierto —dije impresionado—. ¿Algunaidea?

—He hablado con un par de tipos. Hacetiempo fueron amigos de nuestro hombre. Mehan dicho dónde podíamos encontrarlo. Ocupauna casa con una amiga cerca del río.

—Bien, muy bien. ¿Vamos? —Sin esperarla respuesta me puse en pie, pero William mecogió del brazo.

—No todo son buenas noticias.Me senté de nuevo.—Al parecer Bittern ha estado derrochando

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dinero. Bebiendo y alardeando. Incluso me handicho que tiene un par de zapatos nuevos.

—Entonces ya lo ha vendido.—Eso parece.—Tenemos que saber quién lo compró.—Y yo necesito cobrar mi deuda —dijo

William. Hizo una mueca de dolor al intentarajustarse el brazo vendado contra el pecho.

—¿Le duele?—Solo cuando río.—Será mejor que le eche un vistazo.—Puede esperar, señor. Encontremos a

Bittern primero.—Cuídela, William —le ordené cuando le

pasé la pistola—. Es una herencia familiar.—Si no le importa que se lo diga, eso

parece. ¿Cuándo se usó por última vez, en labatalla de Waterloo?

—No va muy desencaminado. —Sonreí—.Confío en que sepa cómo manejarla.

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—No se preocupe por mí y, respecto a esta—dijo mientras sostenía la pistola en la mano—, los dos somos veteranos. Estoy seguro deque matará igual de bien que su revólver,llegado el momento.

William se metió la pistola en el cinturón yechó a andar por el callejón por el que noshabíamos metido tras salir del pub. Doblamosuna esquina y entramos en una calle muyestrecha con luz tenue, una ratoneraclaustrofóbica donde la gente vivía y moría aescasa distancia de sus vecinos. Lasalcantarillas abiertas eran un semillero para elcólera y todo tipo de enfermedades. Pero, aligual que en cualquier otra parte, la genteintentaba vivir lo mejor que podía.

Risas ebrias salían de una ventana situadasobre nuestras cabezas. Al otro lado de la calleuna mujer que no paraba de reír caminaba delbrazo de su novio, aunque probablemente nofuera más que otro cliente. Más adelante nos

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encontramos con un grupo de hombresacurrucados alrededor de una lámpara quebebían de una botella y se quejaban de susmujeres.

—Buenas noches, Will —dijo uno de ellos—. Únete a nosotros.

William alzó la mano buena para saludarlos.—En otra ocasión, Tam. Tengo un asunto

que atender esta noche.—¡Y estoy seguro de qué tipo de asunto se

trata! —rió Tam.—¡Ojalá! —respondió William.Las risas nos siguieron hasta la siguiente

esquina. Las luces parpadeaban por entre lasventanas ennegrecidas. Dos hombres estaban enla entrada abierta de un edificio, hablando envoz baja. No mostraron interés alguno ennosotros cuando pasamos. Más abajo, una ruedade afilar lanzaba chispas en la oscuridadmientras una mujer esperaba a que ledevolvieran su cuchillo afilado.

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Caminamos cerca de media hora o más, ycada vez que doblábamos una esquina losresidentes de aquel laberinto parecían de unareputación más dudosa. Si eso fuera la Greciaantigua, un hilo dorado habría guiado nuestroregreso, pero en ese lugar tal cuerda desalvamento acabaría cortada en trozos antessiquiera de poder decir «Ariadna».

—Hemos llegado —anunció William en elpreciso momento en que había comenzado atemer que no tuviera ni idea de dónde nosencontrábamos—. La tercera puerta de laizquierda es el lugar que estamos buscando.

—¿Cómo vamos a hacer esto?—No sé usted, pero yo cuando quiero

entrar en la casa de alguien suelo llamar a lapuerta.

Incapaz de pensar en un enfoque menosdirecto, me puse en sus manos.

—Muy bien, William. Lo sigo.—Haremos esto. Yo iré delante y llamaré a

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la puerta. Escóndase y, a mi señal, entre lo másrápidamente que pueda. Mejor que tenga elrevólver preparado. No creo que Bittern estéesperándonos, pero tiene a una mujer ahí dentroy las mujeres siempre dan problemas.

Cruzamos la calle, y William me indicó queme echara a un lado de la puerta. Saqué lapistola con mi mano temblorosa y la sostuve enel costado. William me miró para ver si estabalisto y, tras un intercambio de asentimientos,llamó a la puerta antes de sacar la pistola delcinturón y sostenerla detrás de la espalda. Seescucharon movimientos en el interior, el ruidodel pestillo al descorrerse y el chirrido de lasbisagras al abrirse la puerta.

—Buenas noches —dijo William—. Estoybuscando a Bittern, un viejo amigo.

Aunque desde donde me encontraba nopodía ver nada salvo el perfil de William, larendija de luz sobre su rostro indicaba que lapuerta no había sido abierta del todo.

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—No está aquí —respondió la voz de unamujer—. Y si se trata de dinero, ya puedeolvidarse, se lo ha gastado todo.

—¿Sabría dónde puedo encontrarlo?—Ese bastardo está en el pub.—¿Cuál?—¿Cómo demonios se supone que debería

saberlo?—Entonces quizá no le importe que espere

dentro a que regrese.—¿Cree que he nacido ayer?Desde mi posición no era una pregunta a la

que le pudiera dar respuesta, aunque solo por lavoz de la mujer sospechaba que la respuesta erano.

—Pagaré por esperar —ofreció Williamcon cierto deje de frustración en su voz.

—Que le den, no soy ninguna fulana.—Le pagaré dos chelines por sentarme en

su salón y esperarle.El rostro de William se iluminó cuando la

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puerta se abrió ante él. Me indicó que losiguiera y se metió la pistola en la parte traserade la cinturilla, y cruzó el umbral de la puerta.

Mi aparición inesperada fue recibida conuna objeción más que predecible.

—¡No dijo que hubiera otro! —susurró,pero su sorpresa pronto dio paso aloportunismo—. Serán cuatro peniques por losdos.

William, cuya paciencia se estaba agotando,sacó la pistola y la blandió delante del rostro dela mujer. Tenía un aspecto de lo másdesagradable: cabello cano con un recogidotirante que mostraba una nariz afilada subrayadapor una estrecha boca flanqueada poramarillentos ojos. Dio un paso atrás.

—¡Bastardos! No hay nada de valor quepuedan robar.

—Siéntese —le ordenó William. Señalóuna silla de aspecto rudimentario junto a lachimenea.

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—Creo que debería hacer lo que le dice —añadí—. No estamos aquí para robar. Comobien dice mi amigo, nuestro asunto a tratar escon el señor Bittern, no con usted. Siéntesecalladita y tendrá su dinero.

Pareció calmarse un poco y se recostó en lasilla.

—¿Qué ha hecho ahora?—Entre otras cosas, ¡esto! —gritó William

mientras se señalaba el brazo herido con lapistola.

La mujer lo miró de arriba abajo con lasmanos en el regazo.

—Bueno, estoy segura de que se lomerecía.

La pistola sonó cuando William tiró delpercutor. Aquello no pintaba nada bien. Di unpaso adelante, pero no tan cerca como paracolocarme delante de la pistola.

—Quieto, podría dispararse. Sentémonos,¿de acuerdo?

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William miró a su alrededor.—¿Y dónde sugiere que nos sentemos? —

preguntó al ver solo una silla libre.—Usted es el herido. Siéntese en la silla,

yo lo haré sobre mi abrigo.—Voy a echar un vistazo primero, solo para

asegurarme de que Bittern no esté escondidoen un armario. Vigílela.

Escuché como William subía las escalerasy sus pies resonaban contra las losas que sealzaban sobre mi cabeza. La mujer cambió deposición, como si fuera a levantarse, perocuando vio la pistola en mi mano volvió asentarse en la silla.

—Usted es un caballero, ¿verdad? —preguntó en voz más baja que antes. Y, como yono respondí, siguió hablando—. ¿Qué haceirrumpiendo en las casas de los demás yapuntándolos con armas?

Comprobé con alivio que Williamregresaba en ese momento, lo que impidió que

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la mujer prosiguiera con su interrogatorio.—Nada —dijo mientras se sentaba en la

otra silla.Me quité el abrigo y lo enrollé. Me senté

sobre él y apoyé la espalda contra la pared. Enel salón hacía calor, y el fuego de la chimeneaempezó a darme sopor. La falta de sueño notardó mucho en apoderarse de mí.

No sé cuánto tiempo llevaba en la sala demáquinas, pasando de una cámara a otra, cuandoun grito me despertó.

—¡Corre! ¡Huye! —gritó la mujer. Williamestaba de pie sobre ella, apuntándola como sifuera a disparar.

—¡No! —grité mientras me ponía en pie,no sin cierta dificultad. La puerta estabaentreabierta.

—¡Vaya tras él! —gritó William,resistiendo la tentación de volarle la tapa de lossesos a la mujer—. Tenía que haberamordazado a esta puta.

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Cogí mi abrigo y lo apreté contra mi pechoantes de salir corriendo a la calle. Los ecosmetálicos de mis sueños se vieronreemplazados por el ruido de pisadas sobre elpavimento de piedra. Bittern me llevababastante ventaja y desapareció en la oscuridadcon toda la rapidez que sus piernas le permitían.William me seguía de cerca, maldiciendonuestra torpeza al haber dejado que la presa senos escapara de las manos. El fugitivo corríacon una lámpara de gas y se guareció tras unaesquina para reaparecer instantes después conel brazo estirado. Se produjo un destello de luzseguido de un golpe sordo contra mi plexosolar que casi me hace caer al suelo. Me habíadisparado.

Me detuve en seco y me miré en busca desangre. William pasó a mi lado pero, alpercatarse de lo que había ocurrido, se detuvopara ofrecerme su ayuda.

—¿Dónde le ha alcanzado?

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—¡No lo sé! —grité. Dejé caer el abrigoenrollado al suelo y me toqué el pecho para verdónde estaba la herida.

William se guardó la pistola y cogió elabrigo por el cuello y lo agitó. La bala cayó yrodó por el suelo. Metí el dedo en el agujero dela solapa y lo moví.

—Parece que el abrigo le ha salvado la vida—dijo William.

Confiando en que el abrigo mantuviera susmilagrosas propiedades, me lo puse y metí elrevólver en el bolsillo.

—Tenemos que ir tras él —dije, reuniendotoda la convicción de que fui capaz.

William miró con pesar la calle y el humo,resultado del disparo de mi agresor.

—No lo cogeremos hoy —dijo, negandocon la cabeza.

Nos dispusimos a regresar sobre nuestrospasos.

—Lo siento, William —dije, consciente de

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que me había cubierto de gloria—. No deberíahaberme quedado dormido.

—No se preocupe, señor —dijo Williamcon la alegría de un cazador que estádisfrutando de su cacería—. Tendremos otraoportunidad.

Cuando estábamos a punto de entrar denuevo en la casa, nuestros oídos se vieronasaltados por un brusco estallido que resonó enlas paredes que rodeaban la calle.

—¡La pistola de Bittern! —grité. Me di lavuelta y corrí a la esquina—. Vamos, William.Sigue cerca.

El disparo no iba dirigido a nosotros y porello, prestando atención al viento, doblamos laesquina. Una vez más William tomó ladelantera y recorrimos cerca de cincuentametros. No vimos ni un alma mientrasmartilleábamos los adoquines y la distanciaentre nosotros se incrementaba. Pero entonces,de la oscuridad a nuestra derecha y justo

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delante de mí, alguien salió de la entrada de uncallejón. Aquella figura que se alejaba a todavelocidad de nosotros me resultó vagamentefamiliar.

—¡No es Bittern! —grité mientrasamainaba la velocidad y me detenía al perder devista al espectro—. ¡El callejón, está en elcallejón!

William cruzó la calle y nos acercamosdesde ambos flancos al callejón. Sacamos laspistolas y nos miramos. Ansioso porcompensar mi error le indiqué que se quedaraallí mientras yo entraba en el callejón,pegándome todo lo posible al muro para no serun objetivo tan fácil para la maldita pistola deBittern. Parecía que nos había dado esquinazouna vez más, pero entonces, cuando estaba apunto de regresar con William a la calle, vialgo, un bulto o un abrigo tendido en el suelodel callejón.

Me acerqué con la pistola en ristre. Con la

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mano que tenía libre toqué el bulto. El abrigocontenía un hombre.

Llamé a William para que se acercara yesperé mientras este encendía una cerilla. Lacabeza de la cerilla iluminó momentáneamentelas paredes mohosas del callejón. Le cogí lacerilla y me incliné. Acerqué la frágil luz sobrela cabeza reclinada del hombre. Los ojosinertes de Bittern me miraban, su rostro consemblante sorprendido y su cuello rajado deoreja a oreja. Percatándome en ese momentode que me hallaba en un charco pegajoso ycreciente de sangre, di un paso atrás, apagandosin querer la cerilla antes de que Williampudiera echarle un vistazo.

Pero no tenía sentido ocultarle lo obvio.—Es Bittern, ¿verdad? —dijo. Su decepción

era palpable.—Sí, William, me temo que sí.—¿Qué demonios ha ocurrido?—La navaja de Ockham —dije.

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William respondió algo, pero yo no estabaescuchando. Pensaba en la figura que habíaechado a correr por la calle ante mí.

—¡Ha matado a este saco de mierda antesde que pudiera hacerlo yo! —dijo Williamenfadado. Golpeó el cuerpo de la frustración—.¡Mataré a ese bastardo! —gritó, refiriéndosepresumiblemente al agresor y no al hombre queapenas se había movido con su patada. Encendióotra cerilla y se agachó sobre el cuerpo,gruñendo para sí mientras rebuscaba en losbolsillos y cogía algo. A continuación comenzóa desatar los zapatos del muerto.

—Están nuevos —dijo y, una vez hubocomprobado que se había llevado todo lo devalor, cogió la pistola que yacía a un lado deBittern y echó a andar hacia la calle.

Me uní a él, pero solo una vez me hubelimpiado las suelas de los zapatos en el abrigode Bittern. William deambulaba de un lado aotro, y por una vez deseé que llevara una botella

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consigo.—Tenemos que recuperar el corazón.—¿El qué? —preguntó mi compañero antes

de que me percatara siquiera de mi metedura depata.

No tenía sentido seguir ocultándoselo.—El objeto que había en la bolsa, lo que se

llevó Bittern, era un corazón mecánico.Si mi respuesta le sorprendió, optó por no

mostrarlo.—Pero ¿cómo vamos a recuperarlo?

Necesitábamos que ese cabrón nos dijera quiénera el comprador.

—No pasa nada, William. Sé quién es.—¿No es ese Ockham?—No, olvídese de Ockham. Nos ha hecho

un favor a ambos —dije del hombre que habíasalido corriendo del callejón, aunque lo ciertoera que su aparición me había dejado helado.

—¿Quién es ese misterioso compradorentonces?

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—Un tipo llamado Perry. Trabaja para elastillero de Blyth, que se encuentra enLimehouse.

—Si lo sabía, ¿por qué ha perdido el tiempoyendo tras Bittern?

—Porque quería asegurarme; cabía laposibilidad de que Bittern aún lo tuviera. Y,además, usted lo quería.

—¿Ha hecho esto por mí? —dijo Williamun tanto desconcertado—. Bueno, esto…Gracias, señor, doctor Phillips.

—No hay de qué, pero ¿me devolverá elfavor ahora que Bittern ya no está?

—Es lo menos que puedo hacer.

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Capítulo 34

BITTERN podía haber muerto sin entregar elcorazón ni dar información alguna acerca de suparadero, pero, como le había dicho a William,eso poco importaba, porque estaba seguro deque Perry tenía el mecanismo. Su intención erasin duda alguna vender el mecanismo y eltorpedo de Russell a la potencia extranjera quelos había contratado a él y a su compañía demercenarios. Si había alguna posibilidad derecuperarlo, necesitaba actuar con rapidez.Pero primero tenía que hablar con Ockham. Sihabía sabido que Bittern tenía el corazón, razónpor la que lo había matado, entonces tambiénsabría que había defraudado a Brunel, un hechomuy desafortunado, pues necesitaba todos losamigos que pudiera reunir. Encontrarlo, sinembargo, no iba a resultar sencillo, pues ya no

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vivía en el barco y no me entusiasmaba laperspectiva de tener que buscarlo en los antrosde fumadores de opio de la ciudad, que desde la«muerte» de su madre probablemente le habríanproporcionado más consuelo que nunca.

Pero quiso la fortuna que no tuviera que iren su busca. Ocurrió el día después delasesinato de Bittern y William y yo habíamosregresado a nuestras obligaciones en elhospital, donde fingimos desempeñar nuestrotrabajo lo mejor posible. Realicé una diseccióny acudí a una reunión breve con Brodie yFlorence, tras la cual ella me alcanzó en elpasillo.

—¿Qué ocurre, George? Estaba muydistraído allí dentro y tiene peor aspecto quenunca. ¿Ha considerado medicarse para dormir?

—No, no lo he hecho —le espeté pero,arrepintiéndome al momento de mi tono, añadí—: Sé que solo se preocupa por mí, pero nopuedo hablar de ello ahora. Hay algunos

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problemas que solo yo puedo resolver.Pero Florence no estaba dispuesta a dejar el

tema.—Esto tiene que ver con que dispararan a

William, ¿verdad? Oh, George, ¿en qué se hametido?

Habría sido un gran alivio poder liberarmede la carga y contarle todo, pero lo último quequería era que ella se viera implicada.

—Lo siento, Florence. Tengo que irme.William estaba en la sala de operaciones,

terminando sus tareas, mientras yo reunía todolo que pudiéramos usar en nuestra búsqueda. Demi equipo quirúrgico cogí un bisturí y vendas,mientras que en una botella eché una buenacantidad de alcohol. A continuación, me metídebajo del banco de la sala de preparación, abríla caja de herramientas y saqué un pesadocincel de carpintero, un martillo y una pequeñapalanca y lo metí todo en la bolsa en la que yahabía metido el equipo médico.

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Alguien se movió tras de mí. Di por sentadoque se trataba de William, así que permanecí derodillas y seguí rebuscando en la caja.

—Buenas noches, doctor Phillips —dijoOckham con una mano firmemente apoyada enmi hombro—. No se moleste en ponerse en piepor mí.

Retiró la navaja con la que presionaba minuez lo suficiente como para que pudierahablar.

—Estaba a punto de salir en su busca.—De ahí la artillería pesada —dijo

mientras miraba la bolsa abierta que tenía juntoa mí.

—Puedo explicarlo. Sé dónde está elcorazón. Necesito que me ayude a recuperarlo.

Su voz se endureció.—Bittern se lo robó a usted, pero, para que

él hiciera eso, usted tuvo que traicionar aBrunel. Me dijo que había cumplido con suúltimo deseo cuando estábamos en el funeral,

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pero se guardó el corazón para sí.—Lo único que hice fue afirmar que le

había hecho una promesa a Brunel.La navaja rozó mi piel de nuevo.—Una promesa que después rompió. No

intente hilar tan fino, doctor, sabe que soybastante capaz de usar esto.

—Sí, vi a Bittern anoche. Una buena cirugía.—Le di la oportunidad de decirme dónde

estaba el corazón, pero entonces me sacó unarma.

—¿No le dijo nada?—Dijo que lo había vendido, pero que no

podía decirme el nombre del comprador.—¿Cómo supo que lo tenía?—Su hombre, William, ha estado haciendo

preguntas en tugurios que a veces frecuento yno ha sido muy sutil. Pero no necesitaba ningúninformante que me dijera que usted se habíaguardado el corazón.

—No veo cómo eso es posible.

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—Vamos, doctor, por supuesto que sí. Loque ocurre es que usted es demasiadoracionalista como para darse cuenta.

—¿De qué está hablando?Ockham se rió con sorna.—¡Los sueños, las pesadillas! Como quiera

llamarlas. ¿Por qué íbamos a estar entoncesusted y yo atrapados en esa infernal sala demáquinas?

Finalmente las piezas parecieron encajar.—¡También tiene esos sueños! —exclamé,

olvidando por un instante que tenía una navajaen el cuello. Esa era la razón por la que lafigura que había visto correr en el callejón lanoche antes me había resultado tan familiar. Nosolo había reconocido a Ockham, sino tambiéna mi compañero de prisión.

—¿Y sabe qué es lo más extraño de todo?—¿Más extraño que el que usted y yo

aparezcamos en los sueños del otro?—Que nunca puedo alcanzarlo. Nos

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vislumbramos, pero eso es todo. Damos vueltassin parar, como un par de perros dementes quepersiguen sus colas.

Que Ockham compartiera mis sueños solohacía que cualquier posible explicaciónresultara muy poco plausible. Él provenía deuna estirpe de poetas y al menos tenía el abusode opiáceos para explicar sus delirios. ¿Sedebía todo a las excentricidades de Ockham opodía un hombre tener tales remordimientosque le hicieran perder el control de su mente?Ockham tenía razón: había hecho una promesa aBrunel, pero también le había prometido aljoven Nate que llevaría a los asesinos de supadre ante la justicia. ¿Podía una promesa pesarmás que otra? ¿Había un baremo, como lasbalanzas que usaban los antiguos egipcios parapesar el corazón y los pecados que portabanconsigo? Quizá tendría algo de sentido para mísi fuera católico, educado para tomarme enserio los pecados, pero ni siquiera era un

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protestante que asistiera a la iglesia. Eramédico, cirujano y pilar de la racionalidad, ¡porel amor de Dios!

Pero no solo eran las pesadillas. Estaba derodillas con una hoja en la garganta por miobsesión con aquel maldito artilugio, elcorazón mecánico que durante tanto tiempohabía considerado falto de utilidad, pero queahora consideraba una importante contribucióna la ciencia médica, incluso aunque se hubieraadelantado cien años a su tiempo. Quizá todo sedebiera a Brunel, el ingeniero que era unaunidad indivisible con sus máquinas, quedisfrutaba con los aplausos que sus inventosarrancaban, sí, pero que también le habíanhecho sufrir y quizá morir; como leí una vez enel periódico, era un verdadero hombre dehierro. Y, si todo ello no fuera suficiente, misemociones parecían acentuadas, pues lossentimientos que Florence despertaba en míeran completamente diferentes a los deseos

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más primarios que había experimentadopreviamente. Entre todas estas incertidumbres,sin embargo, una cosa parecía clara: al igualque Ockham, me había convertido en un loco,perjudicial y peligroso de conocer.

Llevaba tanto tiempo en cuclillas que nosabía cuánto más iba a aguantar.

—¿Puedo levantarme? Me están dandocalambres en las piernas.

—Cuidado.Con su advertencia en mente, me levanté

despacio.—Créame, no quería traicionar a Brunel.

Pensé que estaba haciendo lo correcto. Meparecía un error consignar el corazón en sutumba.

La hoja volvió a presionarme el cuello.—Pensando en lo mejor para él, estoy

seguro.—De acuerdo, de acuerdo. En mi propio

interés —admití—. Pero hay algo más.

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—Hable.—Si quitáramos el corazón de la ecuación,

si hiciéramos que dejara de existir, como usteddice, entonces eliminaríamos la motivación delas acciones de nuestros enemigos. Hacer quepensaran que el corazón no estaba terminadolos mantuvo a raya durante un tiempo, pero loúltimo que queríamos era que perdieran lamotivación por completo. —Me dije a mímismo que era una buena apreciación, inclusoaunque hubiera postergado mi decisión deconservar el corazón—. Véalo así, si quiere vera un perro de caza correr, tendrá que colocarleuna liebre delante.

No parecía nada convencido.—He oído suficiente.—¿Quién cree que tiene el corazón?—Russell, por supuesto.—Ahí es donde se equivoca.La presión de la navaja de Ockham se

incrementó.

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—¡No lo creo! —gritó—. Brunel me hablóde su pequeña aventura en el barco antes demorir.

—Le dije lo que quería saber, ¿qué más sele puede decir a un hombre moribundo? Locierto es que Russell está implicado, pero noes el hombre que está detrás de todo esto y notiene el corazón.

—Entonces, ¿quién es y quién lo tiene?—Perry.—¡Perry!—Baje la navaja —dijo William mientras

ladeaba la pistola—, o le meteré una bala en elcerebro.

Tras una breve pausa, la navaja cayó al sueloy yo me di la vuelta. El brazo bueno de Williamestaba estirado del todo y el cañón de su pistolaapoyado en la sien de Ockham. El rostro deOckham era la agitación personificada. Meagaché para coger la navaja y la plegué de nuevoen el mango.

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Era el momento de poner a mi impetuosojoven amigo al tanto de la situación.

—Perry está detrás de la muerte de Wilkiey de la explosión en el barco. Su compañía havendido el torpedo, junto con el corazón, aDios sabe quién. Russell solo era un títere connecesidad de dinero. —Mientras asimilaba lainformación miré a William y, tras meterle aOckham la navaja en el bolsillo de su abrigo, ledije que bajara el arma.

—¡Tenía esa navaja en su cuello!Me froté con la mano el cuello.—Se lo garantizo, lo de la navaja empieza a

convertirse en una costumbre, pero creo quepodemos contar con él. —William no hizomovimiento alguno, así que miré a Ockham—.¿Podemos?

Asintió una vez y William apartó aregañadientes la pistola antes de bajarla. Esperéa ver la respuesta de Ockham, pero lo único quehizo fue permanecer inmóvil, su ímpetu inicial

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había desaparecido por completo. Le indiquéque tomara asiento.

—Vayamos al grano. No guardé el corazónpara venderlo. No estoy en el negocio conRussell, Perry o demás. Cometí un error, pero,como usted bien sabe, estoy pagando por él.

—Ambos estamos pagando por él —corrigió Ockham.

—Puede ser, pero solo estaba intentandocumplir la promesa que le hice a Brunel,tardíamente, lo sé, cuando Bittern me quitó elcorazón.

—Aquello fue culpa mía —dijo William.Le puse la mano en el hombro.—No, William. Confió en Bittern, al igual

que Brunel confió en mí, eso es todo.Ockham se sentó apoyando la cabeza en sus

manos y mirándome fijamente sin pestañear.—Puede ser, pero ¿cómo pretende arreglar

las cosas?No me fue necesario meditar mi respuesta.

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—Primero tenemos que recuperar elcorazón y después terminar el trabajo quecomencé antes de que Bittern interviniera.¿Está con nosotros o contra nosotros?

Ockham dio un manotazo a la mesa.—Lo único que sé es que no puedo soportar

una noche más soñando que estoy encerrado enese lugar. Pero, como me contraríe, ya sabe loque le espera.

—¿Y por qué haría eso? Aparentementecompartimos el mismo destino, por lo que esdel interés de ambos arreglarlo. No tengo nadaque ganar guardándome el corazón para mí odejando que otros lo tengan.

Ockham asintió con recelo.—Ahora que todo está aclarado, me gustaría

presentarle a William, que en este momento noes su mayor admirador, he de decir.

—¿Y eso a qué se debe?—Mató a Bittern, un privilegio que se había

reservado para él.

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—El muy chaquetero me metió una bala enel brazo —dijo William.

—Mis disculpas —respondió Ockhamponiéndose en pie y ofreciéndole su mano.

William respondió colocando la pistolasobre la mesa antes de estrecharle la mano alhombre al que cinco minutos antes habríamatado sin problemas.

—Espero que le hiciera sufrir.—Me temo que no lo suficiente —

respondió Ockham con una sonrisa cruel.El agua estaba mucho más turbia que la

última vez que Ockham y yo habíamos navegadojuntos por el río en una pequeña embarcación.Como en aquella ocasión, él manejaba losremos, mientras que yo escudriñaba laoscuridad en busca de nuestro objetivo.Entonces, como una aparición, un barcoemergió de la negrura a nuestra derecha. Elcasco del vapor de paletas a medio construir semecía en el muelle situado en el banco del río.

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El buque, una cañonera aún desarmada, prestaríaservicio en una armada extranjera y estabasiendo construido en el astillero de J. A. Blyth,la compañía para la que Perry trabajaba, aunqueno tenía muy claro en calidad de qué.

El astillero estaba emplazado junto al diqueseco y, al igual que las instalaciones (muchomás grandes) de Russell en Millwall, un par dekilómetros río abajo, comprendía variosedificios. Era un lugar que había llegado aconocer bastante bien, tras haberlo observadoen varias ocasiones durante los últimos días:desde las calles cercanas, desde el otro lado delTámesis, incluso desde el mismo río, dondelogré las mejores vistas en la proa de un barcoque llevaba a sus pasajeros de la ciudad aGreenwich. Consciente de que los secuaces dePerry estarían alerta ante cualquier curioso,hice todo lo que estuvo en mi mano paracamuflar mis acciones, y en una ocasión hastaescondí mi rostro tras un vendaje antes de

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atravesar las puertas. Mis observaciones setradujeron en bocetos y planos del lugar a losque cada una de mis subrepticias visitas añadíaalgún nuevo detalle. Se los había mostrado aOckham a primera hora de la tarde, pocodespués de reclutarlo para la misión en la queestábamos inmersos por completo en esosmomentos.

Entrar en el despacho de Russell había sidouna cosa, pues solo estaba vigilado por unguardia, pero el astillero de Blyth era encomparación como una fortaleza, cuyasdefensas, en forma de una elevada valla, no solose extendían a ambos lados del río sino quetambién recorrían la ribera, cercándolo porcompleto. Pero mi reconocimiento habíarevelado un posible punto débil que, si todo ibabien, nos permitiría el acceso no solo alastillero sino también a uno de los edificios(que, dada la función de almacén quedesempañaba, parecía el lugar más apropiado

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para encontrar el corazón).No muy lejos del dique seco había una

abertura, como una especie de entrada pequeña,en la valla, de unos dos metros y medio, quedaba a un embarcadero alzado sobre pilares. Seinclinaba levemente hasta el agua, dondeproseguía en el río hasta descansar justo sobrela superficie de este, a unos seis metros de laribera.

Ockham acercó el barco a la ribera todo loque pudo y con cuidado nos dirigió hasta elembarcadero, cuya inclinación hacía parecerque se hundía lentamente en el barro. Con elbichero en la mano, me dispuse a agarrar uno delos pilares con la esperanza de que así el barcose detuviera antes de colisionar. La punta delbichero hizo contacto y nuestro movimiento seralentizó y la popa giró cuando logré agarrar elpilar de madera y hacerle un as de guía con lacuerda. Mientras tanto, Ockham se puso de piey con los brazos estirados intentó amortiguar el

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golpe de la popa cuando el casco se detuvojunto al embarcadero. Con suerte el barco no severía desde la costa.

La popa sería el lugar por dondedesembarcaríamos. Ockham fue el primero,trepando casi de rodillas, y yo lo seguiríadespués.

—Maldita sea —dijo tras resbalársele unpie e intentar no caerse—. Esta cosa estácubierta de grasa.

Yo, que tenía las manos sobre la barandillade hierro, acababa de descubrirlo por mímismo.

—Cuidado, si uno de los dos se cae, eljuego habrá terminado.

Tras pasarle la bolsa, trepé tras él. Porsuerte, el espacio entre lo que en esosmomentos veía que se trataba de un par de víasengrasadas estaba ocupado por listones demadera que, haciendo las veces de travesaños,nos permitirían avanzar con cierta facilidad.

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Ockham ya lo había descubierto y con la bolsaal hombro avanzaba con rapidez por lapendiente. Todo fue bien hasta que llegamos ala sólida valla, donde una trampilla cerrada nosbloqueaba la progresión. Ockham intentó hacerpalanca, pero pronto nos quedó claro queaquella madera no iba a poderse forzar con lamisma facilidad que el marco de la ventana deldespacho de Russell.

Con la punta de la barra contra el borde dela obstrucción, Ockham siguió presionando. Lamadera crujió y comenzó a astillarse pero noparecía ir a ceder. Miré mi reloj y me preocupéal comprobar que nuestro detallado plan iba yacon retraso. Necesitábamos un nuevo enfoque.

De cuclillas tras Ockham, miré a la partesuperior de la valla, que debía de alzarse unostres metros sobre nosotros.

—Necesitamos una escalera —susurróOckham.

—Quédese aquí. Volveré en un minuto.

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Bajé por la rampa y volví sobre nuestrospasos hasta la embarcación. En la proa habíauna cuerda. La enrollé en mi brazo, me lacolgué al hombro y volví al lugar donde sehallaba Ockham, que no había hechodemasiados progresos.

—Deme la palanca —dije mientras vaciabael contenido de la bolsa en su regazo. Ockhamobservó como colocaba la barra en la bolsa y acontinuación le ataba un extremo de la cuerdaen la mitad. Tras hacerla girar por encima de micabeza, la bolsa salió disparada, llevándoseconsigo la cuerda, y desapareció por la partesuperior de la valla para a continuacióngolpearse con un leve ruido sordo contra elsuelo, pues la bolsa había amortiguado elimpacto. Tiré del otro extremo de la cuerda yesta arrastró consigo la bolsa por la valla. Acontinuación, con la esperanza de queaguantara, le di un tirón, pero la cuerda pasó porencima de la valla y aterrizó de nuevo en los

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pies de Ockham. Impertérrito, repetí laoperación. En esa ocasión, la bolsa aterrizó enel tramo de rampa que seguía al otro lado antesde deslizarse entre dos de los barrotes de lavalla. Di otro tirón y la bolsa se quedó entre losbarrotes con la palanca atravesada,inmovilizada.

—Inteligente —dijo Ockham.Tiré de nuevo de la cuerda.—Arrodíllese y deje que me suba a sus

hombros.—¿De qué murió su último esclavo?—Le rajé el cuello. Ahora, vamos, nos

estamos quedando sin tiempo.Ockham se arrodilló y yo me quité los

zapatos. Estaban llenos de grasa y necesitaba unbuen apoyo.

Agarré la cuerda y apoyé el pie derechocontra uno de los barrotes. Me temía que fueraa astillarse, pero resistió. Empujándome contralos hombros de Ockham, fui avanzando por la

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cuerda. Mis experiencias previas en el tejadodel edificio de Russell y en el muro delcementerio me habían puesto en forma y, trassubir bastante, solté la mano derecha de lacuerda y me agarré a la parte superior de lavalla. Desde allí ya solo tenía que trepar, asíque primero subí la rodilla para tener un puntode apoyo. Al dejar de agarrar la cuerda, la bolsase soltó por el peso de la palanca y tiró de lacuerda, que cayó al otro lado. En la oscuridad,me agaché todo lo que pude y encontré unaespecie de cornisa, la pieza de apoyo de latrampilla. A tientas encontré un pasador y, aldescorrerlo, la trampilla se abrió hacia fuera y apunto estuvo de tirar a Ockham de la rampa.

—Bien hecho —dijo mientras iba a gatas ami encuentro.

Una vez me hube puesto los zapatos yllenado la bolsa de nuevo, proseguimos nuestrocamino durante al menos otros seis metrosantes de llegar a nuestro siguiente objetivo, la

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trampilla de la pared del edificio.Una vez más, la trampilla se negó a ceder,

solo que en esta ocasión nuestros esfuerzos sevieron limitados al no poder usar la palanca pormiedo a hacer ruido. Nuestra única opciónparecía ser descender de la rampa y buscaralguna ventana, pero eso significaba merodearpor territorio desconocido y negarnoscualquier posibilidad de escape si nos pillabaun vigilante.

Sin embargo, estaba a punto de darle unapalmadita en el hombro a Ockham paraindicarle que deberíamos descender cuando latrampilla se abrió hacia fuera, cual porta de unaembarcación. La sostuve mientras micompañero se adentraba en la oscuridad total.Tras pasar la bolsa, lo seguí.

La cerilla cobró vida antes de pasar su llamaa la lámpara. Ockham giró la lámpara alrededorde la habitación. Las ventanas tenían lascontraventanas cerradas, por lo que no existía

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el peligro de que vieran la luz desde fuera.Había cajas de todos los tamaños apiladas

por doquier. Una de ellas, similar a un largoataúd, estaba colocada al final de la rampa quese alzaba ante nosotros.

Me bajé de la rampa y cogí la lámparamientras Ockham encendía otra. Allípermanecimos unos instantes, mirando lascajas, montañas y montañas de ellos, filas yfilas.

Ockham dio un silbido de desesperación.—Dígame que sabe dónde guardan el

corazón.—Está aquí, en alguna parte, estoy seguro

de ello.—Bueno, eso acorta las opciones. Yo

miraré en ese lado y nos encontraremos aquí,en este mismo punto, dentro de dos semanas.

Las paredes estaban repletas de todo tipo demáquinas, lo que le daba al lugar un aspectosimilar al taller de Wilkie, solo que mucho más

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grande. Tras pasar entre un callejón de cajasapiladas casi hasta el techo, salí a un espacioabierto y me topé con Ockham, que sostenía sulámpara por encima de un banco cubierto conuna lona. La lona trazaba una reveladora curva, ysu mera contemplación fue suficiente paraacelerarme el pulso.

Agarré la lona y tiré de ella hacia mímientras Ockham iba apartándola. Con la lonaapilada como una mullida montaña en el suelo,nos acercamos a contemplar el objetoexpuesto. La luz de nuestras lámparas reflejósus flancos remachados.

El torpedo era exactamente igual al de losdibujos de Russell, con forma de puro y varadocual marsopa encallada. O bien el objeto estabaincompleto o estaban haciéndole algo, porquela mitad superior se hallaba abierta y el morro yla cola eran las únicas secciones completas ycerradas. En el interior del estómago de labestia había tuberías de cobre retorcidas cual

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intestinos, mientras que las cámaras y lostanques descansaban cómodamente cualórganos lustrosos. Pero no había ni rastro delcorazón: el torpedo estaba incompleto, elcomponente más importante aún tenía que serañadido.

—Es bonito, ¿verdad? —dijo una voz que noera la de Ockham.

Perry salió de entre las sombras con unapistola en ristre.

—Buenas noches, caballeros. Confiaba enque nos fueran a obsequiar con su presencia. —Sonrió con la confianza del que sabe que tienela sartén por el mango. Ockham bajó la lámparay movió la otra mano hacia el abrigo—. Yo noharía eso si fuera usted —sugirió Perrymientras movía suavemente la pistola—.Strickland, quíteles las armas. No queremosque nuestro bebé resulte herido por una balaperdida.

A mi derecha, el hombre de la butaca dio un

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paso adelante desde detrás de un muro de cajas.Al mismo tiempo nos iluminó una luz queprocedía del techo. Alcé la vista y vi a unhombre encima de las cajas apuntándonos consu arma.

Strickland, que también portaba una pistola,cacheó a Ockham con la otra mano y sonrió deoreja a oreja cuando sacó la pistola queWilliam le había quitado a Bittern la nocheanterior.

—Prefiero dársela yo antes que se meacerque —dije sin molestarme en disimular mirepulsión por ese hombre.

Perry asintió.—Muy bien, pero tenga cuidado.Puse la lámpara sobre el banco y me metí la

mano en el bolsillo. Saqué el revólver,sujetándolo por la culata con el pulgar y elíndice.

—Ahora póngalo en el banco junto a lalámpara —ordenó Perry—. Strickland, coja el

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arma del doctor.—¿Cómo es que nos esperaban? —pregunté

—. No es que hayamos anunciado nuestrallegada precisamente.

Una vez habíamos dejado de ser unaamenaza, Perry se apoyó despreocupado contrauna caja.

—¿Esperarlos? ¿Quién cree que les abrió latrampilla? No pensarían que sus torpes intentosde entrar en el astillero iban a ser suficientes,¿verdad?

—Y yo que suponía que había encontradomi verdadera vocación —dijo Ockham.

Pero Perry no había terminado.—El asesinato de Bittern fue tarjeta de

visita suficiente.—Las buenas noticias vuelan —dijo

Ockham, aparentemente despreocupado pornuestra situación, que empeoraba pormomentos.

Perry estaba claramente molesto por las

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bromas de este.—¡Dígaselo, Strickland! —gritó.No hizo falta que se lo dijeran dos veces.—No fue necesario que volaran. Vi cómo

lo hizo, así de sencillo. Acababa de hacermecon el corazón e iba a regresar aquí cuandoescuché el disparo. Me metí en el callejón y lovi pasar a toda velocidad. —Señaló a Ockhamcon la pistola.

—Eso me recuerda algo —dijo Perry—.También queremos la navaja, señor Ockham, ¿odeberíamos decir lord Ockham?

Ockham buscó en su bota y sacó la navajaplegada. Se la pasó a la mano del expectantePerry.

Este la abrió y la observó durante unosinstantes.

—Un arma muy primitiva, y sin dudaimpropia de un caballero, pero al parecer losuficientemente efectiva.

La versión de Strickland de los

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acontecimientos me había cogido un poco porsorpresa.

—Pensábamos que tenían el corazón desdehacía tiempo. Bittern había sido vistoderrochando importantes cantidades de dinero.

—Su inteligencia no ha fallado, solo suinterpretación —respondió con arroganciaPerry—. El dinero que había gastado era soloun pago adelantado para garantizar la entrega.Strickland le pagó el resto cuando trajo elcorazón.

A punto estuve de espetarle que nohabíamos encontrado nada de dinero, peroentonces caí en la cuenta y recordé queWilliam había estado rebuscando en su abrigo.Deseé que William guardara más sorpresas enla manga en la que había escondido los billetesde banco.

—Hábleme de Bittern —pedí—. ¿Robó elcorazón por si podía venderlo o ya había sidocontratado por usted?

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Perry tenía el mismo aspecto de un gatoque acaba de atrapar un canario.

—Lo último, claro está. Logré hacerme conel corazón gracias a una planificacióncuidadosa, no por suerte. Nunca dejo nada alazar, doctor.

Estaba más confundido que nunca.—Pero ¿qué hay de su amistad con

William? ¿Me está diciendo que Williamtambién era parte del plan?

Perry se echó a reír.—No, estúpido. Me hice con los servicios

de Bittern después de que su colega loincluyera en el desesperado plan de enterrar elcorazón con Brunel.

—Pero ¿cómo se enteró de eso?—Digamos que habría hecho bien en limitar

sus notas a las reuniones del club Lázaro. Unode estos días su diario le va a meter en un lío.—Sonrió abiertamente—. Oh, lo olvidaba, ¡yalo ha hecho!

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—¿Ha encontrado el diario? Pensaba queestaba bien escondido.

—Puede ser —se encogió de hombros—,pero lo único que teníamos que hacer erarecoger sus cenizas antes que el basurero.

—No lo comprendo —dije para alentarle aque continuara con su irritante y petulanteexposición.

—¿Recuerda la visita de Strickland? Bueno,mientras estaba echando un vistazo a su casa setopó con unas notas carbonizadas en la rejillade la chimenea y algunas más en la basura. Noeran gran cosa, solo fragmentos ennegrecidos,pero fue suficiente para que consideráramos lautilidad de revisar de manera periódica labasura tras su edificio. La mayoría del tiempono era importante, pero de vez en cuandoaparecía cierta información. Una de ellas era uncomentario despreciativo hacia un viejo yborracho profanador de tumbas llamadoBittern, y el resto ya se lo imaginará:

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encontramos a ese hombre y no dejamos deservirle bebida. Nos habló de su plan de«visitar» una tumba. No sabía de qué tumba setrataba, claro está, pero dado que Brunel nollevaba mucho tiempo muerto la conexiónparecía razonable. Todo lo que tuvimos quehacer fue ofrecerle más dinero del que le habíaofrecido usted.

—Muy torpe por mi parte —dije,sintiéndome bastante estúpido. Me habíatomado muchísimas molestias en esconder midiario de ojos curiosos, pero obviamente habíasido un chapucero a la hora de deshacerme delas notas que a veces usaba como aides-mémoires.

—No se lo tome tan a pecho, amigo. Locierto es que fue un golpe de suerte encontraresa nota. Hasta entonces estábamosconvencidos de que Brunel había abandonado elproyecto, que el mecanismo no existía.

—Me alegra saber que hicimos algo bien.

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—Debo confesar que me sorprendióenterarme de lo que estaba dispuesto a hacercon tal de mantenerlo lejos de nuestro alcance.

—Tenía mis motivos.—Bueno, carecemos de tiempo para

escucharlos ahora, pero sí hay una pregunta queme gustaría me respondiera. ¿Cómo merelacionó con este asunto? No pudo obtener lainformación de Bittern. Solo Stricklandcontactó con él.

—Russell —dije, pues no veía ya motivoalguno para mantener su nombre fuera.

—Ah, sí, nuestro amigo escocés. Esperabaque nuestra intervención en el barco lo hubiesepuesto en su sitio.

—Y yo que pensaba que habían intentadovolar el barco para vengarse de él por no habercumplido su parte del acuerdo. Pero quizá lohayan juzgado mal. Ese tipo tiene conciencia, almenos la suficiente como para necesitardesahogarse con alguien.

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—Así que ahora hace las veces de confesor,¿eh, doctor? El señor Russell no ha sido másque un incordio desde el principio. Si hay unhombre en un trabajo equivocado, ese es él. Uningeniero naval talentoso, de eso no cabe duda,pero un absoluto desastre en lo que a losnegocios se refiere. No sé cómo Brunel loaguantó tanto. Pero a nosotros nos benefició.La falta de fondos para su ridículo proyecto dela embarcación lo puso justo donde loqueríamos.

—Es decir, en la palma de su mano.—Exacto. Pero entonces, cuando no pudo

convencer a Brunel para que donara su artilugioa la causa empezaron los problemas. Y es porello que nos encontramos aquí esta noche.

Perry estaba disfrutando, pero el hecho deque estuviera revelando tanta información solosignificaba una cosa y, como para despejarcualquier posible duda, Strickland ladeó lapistola.

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—Ni siquiera sabe si funciona —dije casi ala desesperada—. Quizá debería mantener todaslas opciones abiertas.

—¿Se refiere a conservarlos con vida,doctor? —Negó con la cabeza—. ¿Al cirujanoque no puede limitarse a su trabajo y alaristócrata fumador de opio? No lo creo. Yahemos entregado el primero. Se trata de unprototipo, pero nuestro cliente está satisfechocon los progresos conseguidos. —Dio un pasoadelante y posó la mano en el morro deltorpedo como si estuviera acariciando un toropremiado—. Y con razón: lo que tenemos aquíes el torpedo más complejo jamás creado.

Las bisagras de una puerta chirriaron alabrirse.

—¡Señor Perry! —gritó alguien—. ¡SeñorPerry!

—¿Qué ocurre, por el amor de Dios? ¡Ledije que vigilara la puerta!

El dueño de tan agitada voz apareció por

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detrás de Perry.—Fuego, señor. ¡Se ha desatado un

incendio en el almacén de madera!Perry soltó una maldición y su rostro se

enfureció.—¡Que pongan en marcha las bombas de

agua! Si llega al almacén de la municiónsaldremos todos por los aires.

—Ya están funcionando, señor, Gilks ySaunders están con ello, pero la cosa no pintabien. Ya ha alcanzado uno de los almacenes.

—Bueno, vaya allí y eche una mano. Lleveuna manguera y más hombres. ¡Vamos,muévase!

Perry se dispuso a ayudar a sus subalternos.—Vigílelos, Strickland —ordenó mientras

se dirigía a toda prisa hacia una ventana. Abriólas contraventanas y estas revelaron como lasllamas cercaban un edificio situado en la partemás alejada del astillero.

—¡Dios mío! —gritó—. Nunca lograremos

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extinguirlo.Su compostura se había evaporado. Corrió a

un armario y, tras abrir el cerrojo, sacó una cajapequeña. Aparentemente ajeno a nuestrapresencia, corrió hasta la caja similar a un ataúdsituada sobre el extremo de la rampa y empujóla tapa hacia arriba hasta que esta cayó al suelo,al otro lado. Dentro había otro torpedo, cuyomorro apuntaba a la rampa descendiente.

Me volví hacia Ockham.—No es un embarcadero. Es una rampa de

lanzamiento. ¡Han construido una bateríacostera!

Mientras, las llamas crecían en altura yengullían más naves. Se estaban acercando.

—¿Qué hacemos con ellos? —gritóStrickland, que también se había percatado deque el fuego se aproximaba con rapidez.

—¡Matarlos, por supuesto! —respondióPerry sin apartar la vista del torpedo. Ya habíasacado el corazón de la caja y lo estaba

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colocando en el torpedo a través de unaescotilla que había en la parte superior.

Fue entonces cuando vi que Ockham hacíaque se rascaba la nuca. Algo relució en el airecuando echó el brazo hacia delante. Una navaja,que llevaba escondida en el cuello de la camisa,patinó sobre la mejilla de Strickland,causándole un corte profundo en ese lado de lacara. Strickland, ensangrentado, gritó de dolor ycomenzó a disparar sin cesar en nuestradirección.

Me tiré al suelo y a gatas me puse acubierto tras el extremo alejado del banco.Escuché el sonido de una pelea y entre las patasde la mesa vi a Ockham y a Strickland luchandomano a mano. Ockham le había inmovilizado lapistola mientras intentaba tirarlo al suelo. Unabala golpeó la superficie de madera del banco aun centímetro escaso de mi oreja; mi esconditeno me protegía del tipo que estaba sobre lascajas.

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Se escuchó otro disparo, pero esta vezdetrás de mí. Miré hacia atrás para ver si Perryse había unido a la refriega, pero seguíaajustando el torpedo. El tipo de encima de lascajas se encorvó hacia delante y su pistolarepiqueteó al caer antes de que su peso muertose desplomara sobre el suelo de piedra. Sucaída había descolocado una de las cajas, queacabó estampándose contra el suelo también.La tapa de la caja se rompió y un cargamento derifles se desperdigó por el suelo. De repentetenía un arsenal a mi plena disposición pero,como dudaba que alguno estuviera cargado, fuia coger la pistola (que, a diferencia de supropietario, sí había sobrevivido a la caída).

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntóWilliam.

—¡Pensaba que no llegaría nunca! —grité.—Bueno, ¡provocar un incendio no es tan

sencillo como parece!William estaba cargando su pistola (¿o

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debería decir mi pistola?), pues de nuevo lehabía tocado la más primitiva de las armas defuego de que disponíamos. Era la segunda vezen veinticuatro horas que ese hombre me habíasalvado la vida.

—Ayude a Ockham. Voy a detener a Perry.Se oyó otro disparo, esta vez desde la

dirección de Ockham. Strickland habíaconseguido zafarse de él, pero Ockham habíarecuperado su pistola del bolsillo del abrigo deStrickland. Ambos se estaban disparando en esemomento.

—¡Ockham, William está aquí! —grité paraque no confundiera a William con uno de losenemigos.

Sabía que Perry tenía un revólver en supoder, por lo que me acerqué a él con cautela,agazapado y valiéndome de las cajas paraocultarme. Perry seguía inclinado sobre eltorpedo, usando la llave inglesa con la mismaconcentración con la que un cirujano emplea su

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instrumental en una operación arriesgada. Solocuando estuve en posición de disparo le hicenotar mi presencia.

—¡Perry! —grité—. Aléjese del torpedo.Es demasiado tarde. El astillero está ardiendo.

Su respuesta fueron dos balas en midirección que impactaron en la caja tras la queestaba de cuclillas. Modifiqué levemente miposición y volví a mirarlo. Comprobéhorrorizado que estaba cerrando la escotilla deltorpedo.

—¡Puede ser! —respondió a gritos—. Peroque me aspen si consigue hacerse con estoantes de que el astillero salte por los aires.¿Sabe qué es esto, doctor? Por supuesto que sí.Es el corazón, el que nos dio Bittern. El padrede muchos más, quizá, pero ahora mismo elúnico, ¡y va a perderlo!

Apunté con la pistola y disparé. La balarebotó con un silbido agudo en un lateral deltorpedo. Pero eso no distrajo a Perry de su

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tarea, que en esos momentos consistía en tirarhacia delante y hacia atrás de una palanca unidaa un artefacto similar a un barril situado junto altorpedo. Supuse que estaba preparándolo,comprimiendo el gas que circularía cual sangrepor sus venas y arterias de cobre. Como unbebé recién despierto, aquella cosa comenzó agritar y un silbido metálico dio paso a unchirrido cuando las revoluciones de la hélicecomenzaron a ganar velocidad. Era ahora onunca.

Haciendo caso omiso de los disparos quese producían a mi espalda, apunté de nuevo,imaginándome que la nuca de Perry era una deesas botellas que había hecho añicos en el patiode mi padre.

Apreté el gatillo, pero el estallidoresultante fue mayor del que había imaginado.Cajas y maderas volaron por el aire como si decometas de papel se tratara. Una ventanacomenzó a vibrar hasta convertirse en una lluvia

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de cristales. Me tiré al suelo y me sumergí enla oscuridad cuando una caja me pasó volandopor encima de la cabeza pero, por suerte, sedetuvo sobre otra antes de convertirme enpulpa. El fuego había alcanzado el almacén demunición y la explosión había volado un lateraldel almacén del torpedo. Salí de detrás de lacaja y me puse en pie. El lugar estaba lleno depolvo y humo y el calor proveniente del agujerodel muro hacía que aquel sitio se pareciera alinfierno de mis pesadillas.

Miré de nuevo hacia la rampa y, para miconsternación, esta parecía haber salidoindemne de la explosión, lo único que faltabaera el torpedo, y Perry, por supuesto. Eché acorrer y grité a mis compañeros.

—¡Ockham! ¡William! ¿Están bien?Nadie respondió.Como temía, la rampa no había sufrido

desperfecto alguno, la trampilla estaba abierta ylo que parecía un cordón umbilical colgaba del

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barril unido a la palanca que había visto a Perrybombear. Había logrado lanzar el torpedo.Desesperado por encontrar algún tipo deconsuelo, busqué su maltrecho cadáver y,cuando descubrí un bulto similar a un saco bajoun carro volcado, fui hacia allí esperanzado.Pero solo era eso: un saco.

—Será mejor que salgamos de aquí —dijoOckham mientras salía de detrás de unamontaña de escombros con la pistola aún en lamano y el rostro ensangrentado. Solo entoncesme percaté de que mis dedos parecían habersequedado pegados al gatillo de mi propiorevólver.

—¿Dónde está William? —pregunté conlos labios secos.

—No lo sé.—¿Y Strickland?—Muerto.—Bien. ¿Cómo se encuentra usted?Ockham asintió forzadamente.

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En ese momento, y para mi alivio, vi aWilliam en el otro extremo de la sala. Con susilueta proyectada por el infierno que tenía trasde sí, parecía haber crecido en estatura ycontorno. También parecía como si tuviera losdos brazos que no le correspondían, pues unode ellos le apuntaba con una pistola en la sien.

Perry estaba detrás de él. Pudimos verle lacabeza cuando se asomó para comprobarnuestra posición.

Ockham apuntó con su pistola al hombre dedos cabezas, pero la bajó cuando se lo indiqué.

—¡Dispare a este bastardo! —gritó William—. No se preocupen por mí. Ya he vivido lomío.

—Déjelo ir, Perry. No consigue nadahaciéndole daño.

Perry golpeó a su rehén con la pistola.—Se olvida del placer de matar al hombre

que ha hecho cenizas mi futuro.—Solo estaba siguiendo mis órdenes.

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Cójame a mí.—Muy noble por su parte, pero es mi

intención verlos a todos muertos. Se habrápercatado del fuego alrededor de las cajas. —Las señaló con la otra mano, lo que hizo queWilliam pareciera tener tres brazos—. De unmomento a otro prenderá fuego a la cargaexplosiva del morro del torpedo sin terminar.Dudo mucho que logren salir del edificio atiempo. Adiós, caballeros.

—Respóndame a una pregunta antes de irse.¿Quién es su cliente? ¿Qué potencia extranjerale está pagando por el torpedo?

—¡Potencia extranjera! —gritó Perry antesde soltar una cruel risotada—. No tiene ni idea,¿verdad, doctor? Debería quedarse en elhospital. Ese es su lugar.

Por fin, pensé, vamos a saber la verdad,aunque sea antes de morir; pero, en vez decontinuar con su exposición Perry se detuvo.¿Era posible que incluso allí, donde revelar

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aquella información no dañaría en modo algunoa su causa, no fuera capaz de librarse de aquelvelo de secretismo? ¿O simplemente el avancedel fuego estaba poniéndole nervioso?

—¡Por favor, siga, señor! —le grité. Mislabios se tensaron en respuesta al calor—.Estamos deseosos por saber quién lo maneja.

La respuesta de Perry no provino de suboca, sino del cañón de su arma, del que salióun destello seguido de una detonación tanbrusca y repentina como un latigazo. La cabezade William se ladeó y cayó de rodillaslentamente antes de desplomarse sobre elsuelo.

Ockham gritó y ambos alzamos nuestraspistolas y disparamos todas las balas que nosquedaban. Pero Perry ya no estaba, habíaescapado por un boquete en la pared instantesantes de que este quedara cubierto por unacortina de llamas. Las balas crepitaron comofuegos artificiales cuando una caja de munición

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sucumbió al intenso calor.—¿Adónde? —preguntó Ockham, ni rastro

de desesperación en su voz.—No lo sé —fue lo único que acerté a

responder. Lo cierto es que mi mente seguíaconmocionada por haber visto a William morirde una manera tan fría y deliberada. Aquelhombre se había pasado de la raya en más deuna ocasión, pero no se merecía el trato que lehabía dado ese monstruo.

Ockham soltó la pistola y se encogió dehombros.

—Quizá sea mejor así. Hemos perdido elcorazón y tampoco me entusiasma la idea deseguir teniendo esas pesadillas el resto de misdías.

Era posible que tuviera razón pero, casicontra mi voluntad, como en una de las teoríasde Darwin, mi instinto de supervivencia mepuso finalmente en movimiento. Me metí lapistola en la cinturilla del pantalón y fui hacia

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el carrito.—Aquí, ayúdeme con esto. Coja ese

extremo.Juntos subimos el carrito a la rampa. Sus

pequeñas ruedas de hierro encajaronperfectamente en los raíles, cual tren enminiatura. Subimos a bordo y nos tumbamos eluno junto al otro, boca abajo y, como si fueraun trineo, nos agarramos a la parte delanteramientras los pies nos colgaban por fuera. Justocuando las llamas engulleron las cajas queteníamos a nuestras espaldas, el carritocomenzó a avanzar, lentamente al principio,pero cuando alcanzamos la primera trampillahabía ganado velocidad, pues las ruedas ibancomo bólidos por las vías engrasadas.Entonces, cuando pensaba que no podíamos irmás deprisa, una fuerza enorme, como unamano invisible, nos empujó desde detrás y,como si hubiéramos salido despedidos de uncañón, nos lanzó por la rampa a una velocidad

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de vértigo.—¡No abra la boca! —grité tras agachar la

cabeza para poder pasar por la trampilla de lavalla, aunque dudaba mucho que Ockhampudiera oírme por encima del sonido de laexplosión, porque yo no podía oírlo a él.

El carrito abandonó el final de la rampa ycaímos al río. El agua nos recibió con un fríoabrazo, arrastrándonos hacia sus fangosasentrañas. Pero el Támesis no parecíanecesitarnos esa noche, pues emergimos de lashediondas aguas dando boqueadas. Seguíancayendo al río trozos de madera ardiendo y eledificio ya no era más que una cáscaracarbonizada que escupía humo y chispas albrillante cielo. Subimos al barco y, sin fuerzaspara remar, nos desplomamos boca arriba ydejamos que la corriente nos llevara río abajo.

Como ya iba con la lección bien aprendida,después de que una pulmonía casi me matara,había tomado la precaución de dejar en el barco

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un par de mantas, y estas nos fueron de granutilidad. Navegamos por las aguas mientrasperdíamos y recuperábamos la consciencia, ydurante nuestra inconsciencia habitamos elmismo lugar de nuestros sueños. Al parecersolo nos encontrábamos, aunque fuera demanera fugaz, en la sala de máquinas cuando losdos estábamos dormidos, porque cuando yoestaba dormido y Ockham despierto norecordaba haberlo visto allí. Pero inclusoentonces intentaba ver los sueños desde elpunto de vista racional de un médico yconsiderarlos síntoma de un estado mental ensevero deterioro.

La pérdida de William era un dolor añadido,un duro golpe, una tragedia de la que yo eraplenamente responsable. Había sido idea míaque prendiera fuego a la tela de la botellamedio llena de alcohol y que la lanzara por lavalla al almacén de madera. Queríamos distraera los vigilantes mientras Ockham y yo

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buscábamos el corazón, pero los resultadoshabían sido desastrosos. Mi reconocimientoprevio del terreno me había llevado a pensarque el almacén de madera estaba losuficientemente aislado como para contener elincendio. En ningún momento preví que elfuego engulliría todo el astillero y causaría unaexplosión no vista en Londres desde el GranIncendio. Cómo iba a saber yo que losexplosivos y la munición estaban almacenadoscerca o que nos dirigíamos a una trampa. Peroya era suficiente: no más excusas. Williamhabía muerto por un acto que yo había iniciadoy tendría que vivir con ello.

Esos eran mis pensamientos mientras lapequeña embarcación flotaba perezosa con susdos inquilinos despatarrados y muertos de sedcual supervivientes de un terrible naufragio a laderiva. Suerte que era de noche, porque de díahabríamos sido segados por cualquiera de losbarcos que navegan por el río pero, puesto que

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nuestra travesía no se vio interrumpida,llegamos finalmente a la parte sur de la ribera,cerca de Greenwich.

El cielo sobre Limehouse seguíaennegrecido por el humo de la explosión,aunque parecía que el incendio no se habíaextendido más allá del astillero. Ockhamsugirió incluso que la explosión podría haberapagado el fuego.

Solo Dios sabe el aspecto que teníamoscuando atravesamos el pasillo del hospital endirección a mi despacho. Teníamos la ropahecha jirones y la sangre manaba de nuestrasheridas. Pero eso era lo que menos me podíaimportar en esos momentos y, puesto que nohabíamos podido aplicarnos vendajes en lasheridas en el barco debido a la fatiga,necesitábamos tratamiento y ropa limpiaurgentemente. Dejé a Ockham en mi despacho,donde le dio un trago revitalizante a mi botellade brandi, y yo me dirigí a la sala de

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preparación.Regresaba a mi despacho, con mi bata de

operaciones puesta y un fardo de ropa bajo elbrazo, cuando me encontré con Florence. Estase percató enseguida de que algo grave estabaocurriendo, así que se despidió de las dosenfermeras que la acompañaban, me cogió delbrazo y me llevó al cuarto donde se guardaba laropa del hospital.

—George, me va a decir ahora mismo quées lo que está ocurriendo. —Intentémarcharme, pero cerró la puerta delante de mí—. Primero tengo que sacarle una bala aWilliam del brazo y ahora llega con aspecto dehaber pasado los dos últimos meses en lastrincheras de Crimea.

Estaba demasiado débil como para andarmecon rodeos. Nunca fue mi intención contarlenada de los acontecimientos recientes ni de losque precedieron, pero tras la muerte deWilliam me pareció que no tenía sentido

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inventarme una historia. Como sabía queOckham no corría el riesgo de desangrarse enmi ausencia, procedí a contarle a Florence todala historia, si bien de forma bastante resumida,desde la primera aparición de Brunel en la salade operaciones hasta el robo del corazón.Florence insistió en curarme las heridasmientras yo le describía la confrontación en elastillero de Blyth, pero apenas si pudomantener la mano firme cuando le conté lo quele había ocurrido a William. Usé una venda paraquitarle una lágrima de la mejilla, pero ellaapartó la cara.

Se dio la vuelta y se pasó la manga por lacara, reprimiendo un sollozo.

—¿Quién lo mató?—Un hombre llamado Perry. Trabajaba en

el astillero.Florence me miró de nuevo con los ojos

húmedos.—¡Perry! ¿Francis Perry?

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Asentí.—Sí, ese es su nombre. ¿Por qué lo

pregunta?Prácticamente escupió la respuesta.—Conozco a ese hombre.

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Capítulo 35

OCKHAM se había quejado amargamente dehaber sido abandonado en mi despacho e ibaarrastrando las vendas mientras salíamos a todaprisa a la calle.

—¿Qué quiere decir con eso de que sabequién es?

—Ha sido la señorita Nightingale. Conocíaa Perry —respondí mientras corría a parar uncoche de punto.

—Pero sabemos quién es Perry —insistióOckham. Tomó asiento junto a mí.

—Sí, sí, pero escúcheme. El padre de laseñorita Nightingale tiene una fábrica enDerbyshire. Hace algunos años apareció Perryy, tras presentarse como agente de unespeculador no identificado, le ofreciócomprársela. El padre de la señorita

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Nightingale se negó, pero Perry no cedió, yentonces comenzaron a sucederse todo tipo deaccidentes: máquinas rotas, trabajadoresheridos… —Ockham no parecía enterarse. Lafatiga estaba haciendo mella en él—. ¿No love? Una fábrica en el norte de Inglaterra. Unaagresiva oferta de compra con Perry haciendolas veces de agente. Tiene que ser nuestroamigo el magnate del algodón. ¡Es Catchpole!

Le llevó un par de segundos asimilarlo,pero en ese momento la fatiga desapareció delrostro de Ockham.

—Y si es él sabemos dónde se encuentra elotro torpedo. ¿He de suponer que nosdirigimos a la Cámara de los Lores?

Asentí.Ockham frunció el ceño.—Bueno, no espere que mi título me abra

muchas puertas pues, mientras mi padre viva,solo será eso, un título.

Babbage me había dicho que en cierto modo

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Ockham culpaba a su padre del trágico final desu madre, así que me abstuve de seguirinsistiendo.

—Una cosa está clara. Vestidos así noentraremos.

Tras parar en mi casa y cambiarnos de ropa,nos bajamos de un coche de punto en la entradaa la Cámara de los Lores por St. Stephen. Eran,según el enorme reloj de la torre, las once ycuarto. Con las prisas no habíamos pensado encómo íbamos a entrar en el edificio, por nohablar del acceso al despacho de Catchpole, porlo que fue un alivio que nos dejaran pasarsimplemente diciendo que íbamos a ver aGurney, que algunas semanas atrás me habíaenseñado el sistema de ventilación que estabainstalando. Se había mostrado de lo másagradecido por mis favorables comentariosque, tal como me había dicho, habían ayudado adisipar el miedo a la posibilidad de que losconductos de ventilación pudieran fomentar

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más que prevenir la propagación del cólera.El sitio era un verdadero laberinto de

pasillos, vestíbulos, cámaras, despachos yescaleras. Aunque no tenía más de treinta años,el edificio parecía llevar allí siglos, y esa habíasido sin duda la intención del arquitecto. No erala primera vez que Ockham y yo nosencontrábamos en un laberinto, solo que estavez era de piedra y madera en vez de hierro yacero. Tenía la esperanza de que mi previa visitaal lugar nos ayudara en nuestro propósito pero,como el despacho de Catchpole no habíafigurado en mi itinerario, no me estabaresultando de demasiada ayuda. Pero entonces,justo cuando nos encontrábamos a punto depreguntar a uno de los caballeroselegantemente vestidos que recorrían lospasillos en ambas direcciones, doblamos unaesquina y vimos a una figura conocida.

—¡Santo cielo, es Perry! —susurróOckham mientras nos escondíamos tras una

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puerta.—Así que logró salir con vida —susurré yo

y, sin pensarlo dos veces, salí al pasillo. Unsensato Ockham me contuvo.

—Puede llevarnos hasta Catchpole.Tenía razón así que, conteniendo mi ira,

esperamos a que doblara la siguiente esquinaantes de salir al pasillo alfombrado tras él.Había comenzado a bajar por una escalera yllegamos en el preciso instante en que sucabeza descendía y desaparecía de nuestra vista.Un peldaño más y atravesó otro pasillo connosotros siguiéndole a una distancia prudente.Poco después dobló otra esquina, donde nosdetuvimos para observar adónde se dirigía. Ymenos mal que lo hicimos, porque el viajehabía tocado a su fin. A mitad del vestíbulo sedetuvo y entró por una de las puertas. Nos habíallevado hasta el despacho de Catchpole.

Ya habíamos visto suficiente, así queseguimos escondidos tras la esquina con la

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espalda contra la pared.—Maldición —dije cuando vi a los dos

centinelas a ambos lados de la puerta. Un merogesto por parte de Perry había sido suficientepara pasar, pero ese mismo gesto no nos iba aservir a nosotros de salvoconducto.

Ockham apartó la cabeza de la esquina.—¿Qué vamos a hacer ahora?—Escuchar por el agujero de la cerradura

no es, obviamente, una opción, ni tampocoirrumpir allí. Aunque lográramos superar a loshombres de la puerta, ¿cuántos puede tenerdentro con él? —Miré de nuevo al pasillo y medije que aquel hueco de la escalera meresultaba familiar—. De todos modos, no estoyseguro de que eso sea lo que queramos hacer.

Ockham bajó las escaleras tras de mí, dondetras descender otro piso llegamos a una salaoscura de piedra y techo abovedado.

—He estado aquí antes, con Gurney —dijemientras miraba una serie de bustos sobre unos

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pedestales que había alrededor de las paredes—. Todos ellos son lores que fueron primerosministros. El de allí con la nariz grande esWellington. Fue primer ministro durante doslegislaturas.

Ockham no parecía impresionado.—Muy interesante, no lo dudo, pero no

estamos aquí de visita guiada.—Sí, pero uno nunca sabe cuando algo le

puede ser de utilidad. —Crucé la sala y cogí elpomo de una puerta revestida de paneles demadera—. Aquí —susurré tras comprobar queno estaba cerrada. En la sala todavía seguíantrabajando los hombres de Gurney, aunque porsuerte ninguno estaba allí en ese momento.Había una pila de molduras de piedraornamentada esperando a ser utilizadas y una delas paredes tapada por andamios. El sueloestaba cubierto por una lona impermeabilizadaen la que podían verse las huellas polvorientasde las botas con tachuelas de los obreros.

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—Gurney me trajo aquí. Como puedecomprobar, siguen trabajando en el sistema deventilación. —Abrí otra puerta—. Si quierepasar…

—Es un baño —dijo Ockham tras ver elinodoro de porcelana azul y blanca dispuestosobre un banco de caoba.

—Es el baño de la reina —lo corregí.—¿Quiere decir que su majestad se sienta

ahí? —preguntó, por fin impresionado.—Cuando está en el Parlamento, sí. Podría

decirse que es otro de sus tronos. —Ockhamsonrió por primera vez en mucho tiempo y leseñalé una rejilla de metal que había en la pared—. Ese es el conducto de ventilación quemantiene su lugar privado bien aireado. —Mesubí al banco y quité la rejilla—. El sistema deventilación recorre todo el edificio, tienerejillas de ventilación en los suelos o paredesde todas las habitaciones. Si alguno de los dosatravesara a rastras el conducto de ventilación

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hasta el despacho de Catchpole, deberíamospoder escuchar lo que quiera que esos dosestén hablando.

—Iremos los dos.—¿No cree que ya hemos pasado tiempo

suficiente siguiéndonos el uno al otro por entreestrechos espacios como para hacerlo otra vez?Además, yo soy más bajo que usted.

Ockham lo confirmó cuando estiró la manoy el estrecho puño de mi chaqueta le quedó amedio camino del brazo. Lo mismo sucedíacon los pantalones, pues por encima de loszapatos le quedaban al aire un par decentímetros de sus piernas. Me observómientras me metía en el conducto y comenzabaa arrastrarme a gatas de una forma que nosresultaba muy familiar a los dos. Tras cerca detres metros, el túnel se bifurcaba a derecha eizquierda. Con la esperanza de habermeorientado bien y conocer tanto la posición deldespacho de Catchpole como la del baño de la

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reina, giré a la derecha y me sumí en unaoscuridad casi total. Unos minutos más a gatasy el conducto se bifurcó de nuevo; en esaocasión hacia arriba. Ascendí lentamenteapoyando las rodillas y brazos en los laterales.Comprobé con gran alivio que el túnel setornaba recto de nuevo a menos de tres metrosy medio, punto en el que el conducto deventilación horizontal parecía extenderse hastauna distancia interminable. El pasadizo quedabailuminado a intervalos regulares por la luz quese filtraba por las rejillas de ventilación deltecho del conducto, cada una de ellas dispuestaen el suelo de la sala que había encima. Supuseque el despacho de Catchpole sería el tercero oel cuarto.

Pasé rápidamente bajo la primera y segundarejilla, desde donde podía oír voces inconexas,pero me detuve en la tercera. Silencio. No erala habitación. Durante un instante el pánico seapoderó de mí. ¿Y si había calculado mal y no

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encontraba el camino de regreso? Perocontrolé mis miedos y seguí avanzando. Traslos recientes acontecimientos nunca pensé queme alegraría de escuchar la voz de Perry denuevo, pero ahí estaba, claramente audible apesar de hallarme a unos cuantos metros de lasiguiente rejilla. Había un buen motivo. Estabagritando.

—¡Porque los planos se destruyeron en elincendio! Mi despacho fue uno de los primeroslugares engullidos por las llamas. Necesito eltorpedo que quedó para poder hacer los nuevos.¡Sin él no tenemos nada!

En esos momentos me hallaba justo debajode la rejilla y, tumbado boca arriba, podíadiscernir tenues sombras como si alguien,presumiblemente Perry, recorriese lahabitación no muy lejos de la rejilla. Perrycontinuó dando rienda suelta a su ira.

—Si me hubiera dejado matar a Ockham y aese maldito doctor una vez nos hicimos con el

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mecanismo, no habríamos perdido el astilleroni el resto de los torpedos.

Entonces escuché la voz de Catchpole, másalejada pero aun así perfectamente nítida.

—Por muy irritantes que fueran, los queríavivos por el mismo motivo que no dejé quematara a Russell. Tal como el mecanismo hapuesto de relieve, el club Lázaro tiene elpotencial de revelar y procurar todo tipo deinnovaciones, lo que nos permite hacernos conellas antes de que caigan en manos intrusas. ¿Yqué si la mayoría de las presentaciones versansobre descabelladas nociones científicas comola evolución? Matar a los miembros del club noresultaría demasiado propicio para elpensamiento creativo, ¿no cree? Sin embargo,desde la muerte de Brunel, el futuro del club esdudoso y, mirando hacia atrás, parece que quizáhabríamos estado mejor sin ellos. Pero lohecho, hecho está. Como usted bien dice,todavía tenemos un torpedo que funciona y de

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él podremos sacar muchos más.—Bueno, Ockham y Phillips están muertos

—añadió Perry.—¿Está seguro de que perecieron en la

explosión?—Yo mismo maté al viejo y al momento el

lugar estalló. No tenían escapatoria.Aquello pareció satisfacer a Catchpole.—Quiero que cargue el torpedo en el

Pardela y que lo lleve a la costa oeste.Estableceremos una nueva base en uno de misalmacenes de Liverpool. Tiene mucho mássentido construirlos allí.

—Todavía no me ha explicado para quéquiere esas máquinas.

Catchpole respondió a la pregunta con otrapregunta, aunque en un tono condescendiente.

—¿A qué me dedico, Perry?—Al algodón, por supuesto, pero no veo la

relación con el torpedo.Ya éramos dos.

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—Como usted bien sabe —respondióCatchpole—, la industria británica del tejido dealgodón vale millones y, como también sabe,yo poseo una proporción considerable de lasfábricas que lo producen. La mayor parte denuestra materia prima es importada delextranjero. Parte proviene de la India, pero lamayoría llega a Liverpool desde el sur deEstados Unidos.

—Estoy al tanto —dijo con ciertabrusquedad Perry.

—Bueno, soy de la opinión —prosiguióCatchpole— de que durante los próximos añossu suministro, del que tanto yo como miscolegas del negocio somos en este momentosus principales receptores, se verá amenazadopor una guerra civil entre los estados del nortey los del sur de Estados Unidos. Buchanan, suestúpido presidente, se niega a aceptarlo, peroresulta más que obvio para todo aquel que separe a observar los indicios. El movimiento

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abolicionista de la esclavitud en el norte estácreando cierto malestar en el sur, donde laproducción de algodón depende del trabajo delos esclavos.

»Si se llega a la guerra, el norte es muchomás poderoso. Las minas de carbón, lasfundiciones, los arsenales… la mayoría deellos se encuentran al norte del río Potomac. Elsur dependerá, y mucho, del comercio exterior,y una de las pocas materias que podrá ofrecer acambio será el algodón. De ahí se deduce,lógicamente, que el norte se valdrá de suarmada para asfixiar ese comerciotransatlántico bloqueando los puertos del sur eimpidiendo que el tráfico marítimo entre osalga. Esas, señor, son malas noticias para laindustria algodonera británica y, lo que es másimportante, son muy malas noticias para mí.

—¿Así que pretende proporcionarle al surel torpedo?

—Quien posea esa arma tendrá ventaja en la

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guerra por mar. Las rutas marítimaspermanecerán abiertas y, con el comercio asalvo, el sur tendrá una posibilidad de ganar laguerra en tierra.

—Así que todo es por sus malditas fábricasde algodón.

—No, señor Perry. Al igual que la mayoríade la gente, no es capaz de ver más allá. Si lascosas continúan así, los Estados Unidos deAmérica muy pronto representarán una amenazapara los intereses británicos en el exterior.Pero si el sur logra la autonomía en una guerracivil, entonces unos humildes Estados Unidostendrán un vecino claramente filobritánico conel que lidiar. Por supuesto, espero que losEstados Confederados de América se muestrenagradecidos por mi contribución a la guerra; lomenos que se podría hacer en esascircunstancias sería ofrecerme el monopoliodel comercio del algodón. Y, ahí lo tiene: elnegocio sigue prosperando y la nación se

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beneficia de ello. Un resultado de lo mássatisfactorio, ¿no le parece?

La poca luz que se filtraba por el conductodesapareció cuando Catchpole, cuya voz habíaganado volumen de repente, se colocó sobre larejilla. Me aterroricé ante la perspectiva de quebajara la vista y viera mi rostrocontemplándolo. Sin embargo, una ventisca deascuas brillantes cayó sobre mi cabeza. El muybastardo había echado la ceniza del puro en larejilla. Aparté el rostro y contuve las ganas detoser. Por fortuna se apartó casiinmediatamente. Cambié de postura de modoque mi rostro ya no quedara justo debajo de larejilla, por si acaso regresara e hiciera lomismo.

Desde mi nuevo emplazamiento podía oírigual de bien a Catchpole.

—Bien, señor Perry, ¿no cree que va siendohora de que se marche? Es de vital importanciaque ponga fuera de peligro el torpedo.

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Ya había oído suficiente.Regresé a mi punto de entrada, bajé la vista

y vi que Ockham estaba sentado en el trono dela reina con la cabeza ladeada. Estabadurmiendo. Un leve golpecito con el pie a suhombro fue suficiente para despertarlo.

—Qué amable por su parte, calentarle eltrono a la reina —dije mientras Ockham memiraba medio adormilado.

Le di unos instantes para que se despejara,plenamente consciente de que yo no era elúnico que había regresado de un terriblementeestrecho lugar. Durante un segundo o dos susemblante mostró una expresiónfantasmagórica, que supuse penderíaigualmente de mi rostro, cual gris máscara,cada vez que me despertara de esos sueños.

Los detalles podían esperar, así que fuidirecto al grano.

—Perry va a llevar el torpedo río arribahasta Liverpool, en un barco. ¿Ha oído hablar

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del Pardela?Ockham ya estaba completamente

despierto.— ¿ E l Pardela? Es un buque a vapor

propulsado por una pequeña hélice.Habitualmente está amarrado en el Pool. Fueconstruido por nuestros viejos amigos de Blythhará un año o más. No sé de quién es ahorapero, dado que se trata de una embarcaciónpuntera, no me sorprendería que el nombre desu dueño fuera Catchpole.

Llegamos a la salida justo en el momentoen que Perry salía por la puerta acompañado delos dos hombres que habíamos visto apostadosen la puerta del despacho de Catchpole.

—Debe de dirigirse al barco —dijoOckham—. Si el torpedo ya está a bordotendremos pocas posibilidades de detenerloantes de que suelten amarras.

—Tiene que haber algún modo —dije yo sintener ni idea de cuál. Sin embargo, estaba

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seguro de una cosa: necesitábamos ayuda.Pedí en la recepción pluma y papel y, tras

darle la nota doblada a Ockham, le dije que se ladiera a uno de los policías que vigilaban laentrada.

—Dígale que debe llevárseloinmediatamente al inspector Tarlow. Si noparece tener prisa, entonces dígale que laseguridad de la nación corre peligro.

Solo cabía esperar que Tarlow el Terriersupiera qué hacer con el hueso que le estabalanzando.

Mientras Ockham entregaba el mensaje, yome dirigí al despacho telegráfico de la Cámarade los Lores, situado al otro lado del vestíbulo.

Cuando nos reunimos de nuevo, ya fuera delas puertas, le pregunté a Ockham (que parecíatener fuerzas renovadas) si tenía acceso a unbarco. Negó con la cabeza, pero luego me dijoque había estado utilizando una vieja gabarra avapor para trabajar en Millwall.

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—Está en muy mal estado y no podríaalcanzar al Pardela —dijo, adivinando lo quetenía en mente—, pero si Perry piensa navegardesde tan al oeste como el Pool de Londresquizá podamos sacarle ventaja por tierra yluego interceptarlo en el agua cuando se dirijarío abajo.

Durante nuestro apresurado viaje en cochele conté a Ockham un poco más de lo que habíaoído mientras me hallaba en el conducto deventilación, y solo entonces fuimos plenamenteconscientes de las implicaciones de laambición de Catchpole.

—Quien controle las rutas marítimas tendráel poder de controlar el destino de lasnaciones. Si usa el torpedo para meternos enotra guerra con América, podría llevar a GranBretaña a la ruina. Estados Unidos es muchomás poderoso que en 1812, y por aquelentonces tampoco nos fue muy bien.

—¡Y todo por proteger sus malditos

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negocios! —exclamó un exasperado Ockham—. Maldito empresario, no es más que unbelicista. Se sentaba en nuestras reunionesempapándose de nuestras ideas con el únicoobjetivo de utilizarlas de la peor maneraposible.

Cuando llegamos a Millwall nos hervía lasangre y estábamos doblemente decididos a verfracasar los planes de Catchpole. Nos parecíauna manera inmejorable de vengar las muertesde Wilkie y William. El único problema eraque ninguno de los dos teníamos idea alguna decómo íbamos a lograrlo.

Las autoridades habían ordenado limpiar losrestos ennegrecidos del molino de viento deOckham, así que cuando cruzamos el muro delrío comprobamos que la gabarra que estábamosa punto de requisar iba a emplearse paratrasladar los escombros y demás restos. Lacubierta se hallaba repleta de montañas demadera cuidadosamente apilada, gran parte

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carbonizada por el fuego. Más llamativo, sinembargo, era el atroz ataúd de hierro que otrorahabía contenido el cuerpo de Ada Lovelace.

—Las calderas están frías —me informóOckham con gesto serio al regresar de la salade máquinas. Miró río arriba y solo entonces sele suavizó el gesto; el Pardela aún no se estabaacercando—. Solo nos cabe esperar que nohaya soltado amarras enseguida.

Nos llevó casi una hora encender lascalderas y conseguir vapor suficiente paraponer en marcha el navío. Resultaba difícilconcentrarse en la tarea, pues cada pocosminutos uno o los dos teníamos que dejar deechar carbón y controlar el manómetro depresión para subir a la cubierta y observar elrío. Otras embarcaciones, grandes y pequeñas,pasaban junto a nosotros, pero todas sepropulsaban o por velas o por remos y, graciasa Dios, hasta el momento no habíamos divisadoningún barco propulsado por hélices. Media

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hora después soltamos amarras y Ockhamgobernó el barco hacia el canal. Si el Pardelano venía a nosotros, habíamos decidido quenosotros iríamos a buscarlo.

Nos ahorraron la molestia, sin embargo,porque nada más salir del embarcaderodivisamos al vapor tomando la curva. Suchimenea expulsaba humo, pero sus lados ypopa estaban desprovistos de paletas. Ockhamya había demostrado manejarse muy bien conlos barcos, por lo que no tuve motivos paradudar de él cuando dijo que la embarcacióndebía de ir a al menos quince nudos.Independientemente de la velocidad a la queavanzase, lo hacía con rapidez, pues incluso misojos inexpertos podían ver que se acercaba auna velocidad desconcertante.

—Ojalá consigamos bloquear su rumbopara que tenga que desviarse a la ribera. —Ockham giró el timón para llevarnos al canal, ynuestra rueda hidráulica de paletas de la parte

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trasera comenzó a girar a más velocidad cuandoabrió las válvulas—. ¡No nos esperan! —gritópor encima del ruido del motor—. Voy adirigirme río arriba paralelo a ellos y luegointentar embestirlos antes de que Perry se décuenta de lo que ocurre. Si puedo abrir unabrecha en el barco no tendrá más opciones quedirigirse hacia la ribera.

Saqué mi pistola, comprobé que la recámaratenía todas sus balas y rogué para que lainmersión de la noche anterior en el río no lahubiera dañado. Tampoco hubo demasiadotiempo para preparaciones, no obstante, puesOckham me ordenó que echara más carbón alhambriento fuego.

—¡Que no lo vean! —gritó Ockham cuandosalí de la sala de máquinas para subir a lacubierta. Entendí al instante por qué me lodecía, pues había menos de treinta metros dedistancia entre las dos embarcaciones y que nosreconocieran era una posibilidad más que real.

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Hice como que me estaba limpiando lasmanchas de aceite de la cara con un pañuelo ycaminé lo más despreocupado que pude por lacubierta hasta poder guarecerme tras una pilade maderas. Según mis cálculos, nuestro rumboactual nos llevaría a babor del Pardela con unespacio libre de unos nueve metros. Pero yo yapodía sentir como se aproximaban a estribor.Cuanto más nos acercábamos, más obvioresultaba nuestro cambio de dirección. En laproa del Pardela habían aparecido algunoshombres, Perry entre ellos. Habían adivinadonuestras intenciones y estaban gritando yagitando las manos mientras el Pardelaintentaba alejarse a bandazos de nosotros.

—¡Agárrese! —gritó Ockham cuando giróbruscamente el timón. Se produjo un tremendoestrépito al impactar, seguido de un chirridoensordecedor cuando la roma proa de la gabarrarascó toda la eslora del otro barco.

Se levantó una lluvia de astillas cuando las

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balas acribillaron la cubierta. Alcé la vista y vique el Pardela intentaba alejarse de nosotroscon la quilla prácticamente desprotegidamientras cabeceaba a estribor. El impacto lohabía lastimado, pero no reventado. Losdisparos provenían de dos hombres situados ensu popa. Uno de ellos era Perry, que en esosmomentos tenía que saber que era yo, sin dudaalguna. Respondí con dos balas, sin efectoaparente.

Al ver que apenas si le habíamos hecho unrasguño al Pardela, Ockham estaba pagando sufrustración con el timón, golpeándolo con supuño y maldiciendo su fracaso. Sin embargo,para sorpresa de ambos, el Pardela no estabaaprovechando para marchar río abajo a todavelocidad, sino que cambiaba de dirección.

—¡Vienen por nosotros! —grité.Habíamos recuperado nuestro rumbo y este

nos estaba llevando río arriba. Corrí a la casetadel timón, saltando por las maderas que yacían

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desperdigadas por la cubierta.—¡Ockham, tenemos que ir río abajo!Sin cuestionar nada, Ockham giró el timón

para que viráramos, prestando poca atención alos otros barcos, que se vieron obligados amaniobrar para evitar chocarse contra nosotros.Cuando logramos enderezarnos, el Pardelaestaba tras nosotros, cerca. Los fusileros sehallaban en esos momentos disparando desde laproa y las balas golpeaban en las paletas demadera de la rueda hidráulica.

—¿Podemos seguir por delante de ellos?Ockham negó con la cabeza y se pegó al

timón como si intentara que nuestra torpeembarcación fuera más rápido.

—Pero hay algo que no encaja —añadiótras mirar por encima de su hombro—.Deberían ponerse junto a nosotros ydispararnos desde una distancia segura. ¿Quéhacen ahí atrás?

—¿Intentar disparar a nuestra rueda

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hidráulica de paletas? —sugerí cuando otralluvia de astillas se levantó en nuestra popa.

—Espero que no —dijo con una sonrisacansada—. Podrían estar persiguiéndonos hastaFrancia. Necesitamos más vapor. Veamos quele queda a este cascarón.

Bajé de nuevo y eché más carbón. Meresultaba difícil asimilar que, tras pasar tantotiempo en la sala de máquinas de mispesadillas, ahí estuviera, lanzando carbón afuegos de verdad. Tras echar unas seis palas decarbón, la aguja del manómetro de presión seestremeció y comenzó a avanzar. Regresé juntoa Ockham y le informé de que la embarcaciónno podría hacer más. Sin embargo, el patrónparecía satisfecho.

—Ha ganado una fracción —dijo tras mirarde nuevo por encima de sus hombros—, noshemos alejado un poco. Mire, la distancia esmayor.

—¿Qué quiere decir eso? —pregunté tan

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estupefacto como estaba él por elcomportamiento de nuestros perseguidores.

—Quiere decir que les hemos dado. Lacolisión ha debido de romper un conducto oresquebrajar una caldera. ¡No puede ir másrápido!

Si se veían sobre un mapa, las curvas delTámesis se asemejaban a un enorme tractointestinal plegado en el interior de la ciudad(una analogía de lo más apropiada teniendo encuenta la cantidad de residuos que portaba elrío). Por primera vez desde que habíamoscambiado de dirección, tomé nota de nuestraposición y observé por encima de nuestra proacómo uno de los pliegues más espectaculares,en el extremo de la Isla de los Perros, seacercaba. Y allí, al otro lado de la marisma, seencontraba la imagen que había estadoesperando.

Doblando el promontorio, con la espléndidafachada georgiana de la Academia Naval de

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Greenwich a estribor, se divisaba el enormecasco del Great Eastern . Hacía poco que elbarco de Brunel había regresado de Weymouth,donde había completado con éxito las pruebasen mar tras las reparaciones. En esosmomentos, cual salmón que regresa a casa,nadaba de nuevo en el río que lo vio nacer.Incluso a casi un kilómetro de distancia y porencima del sonido de nuestro motor podíamosescuchar el gruñido de los tres motoresenterrados en las entrañas de aquellaembarcación. Aunque las ruedas hidráulicas depaleta no se movían, las olas que dejaba suestela golpeaban nuestro casco. A minutosescasos de que hubiera soltado amarras de suatracadero, avanzaba al ralentí por la mitad delcanal con la proa apuntando hacia nosotros.

—Dios mío —dijo Ockham—, nos estáalcanzando.

—No, amigo mío —respondí—, nosotrosla hemos alcanzado.

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Me miró con desconcierto y al instante seagachó cuando una bala impactó en el marco dela caseta del timón. El ruido de los motores delbarco aumentó y las dos enormes ruedas de laspaletas comenzaron a girar en direccionesopuestas. El río bulló cuando el barco empezó arotar sobre su eje central, al igual que la agujade un compás. La proa apuntó al norte mientrasque la popa giró hacia la ribera sur.

—Pero ¿qué demonios está haciendo? —gritó Ockham.

Recordé que Brunel me había dicho una vezque estaba construyendo un barco y no unpuente.

—Es Russell. Está cerrando la puerta.Ambos observamos horrorizados que el

barco, de casi doscientos quince metros deeslora, maniobraba en un canal que, con lamarea alta, no podía tener un ancho mayor detrescientos metros. Pero la marea estaba baja ylas marismas se extendían desde la parte sur de

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la ribera, lo que dejaba un espacio muyreducido para maniobrar y apenas hueco entrelas marismas y la proa y la popa (tan poco queparecía casi posible atravesar el río por lacubierta del barco sin mojarse).

—Le envié a Russell un telegrama desde laCámara de los Lores —respondí a la preguntano formulada de Ockham—. No sabía en quémodo podía ayudarnos pero, dado que Perryintentó volar su barco, supuse que intentaríaalgo.

El movimiento de las ruedas de paletas casihabía cesado, pero de vez en cuando seproducía un giro parcial de la rueda de estribor,que se hallaba ante nosotros, seguido de laviolenta agitación de las aguas en la popaconforme la hélice se movía para mantener albarco en posición y evitar que colisionara conla costa. El Pardela se había detenido trasnosotros y Ockham se cuidó de mantener lamayor distancia posible entre él y nosotros y el

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muro que acababa de crearse delante de nuestrobarco.

Perry no tenía intención alguna de quedarseatrapado cual barco en una botella, y cuando elmotor del Pardela comenzó a funcionar denuevo, supuse que giraría y pondría rumbo ríoarriba. También se incrementó la actividad en lacubierta de proa donde, tras quitar los panelesde madera de los lados de una estructurasimilar a una cabina, quedó clara la verdaderaintención del barco. Allí estaba el torpedo, enla parte superior de una rampa suavementeinclinada hacia la proa.

Ockham puso la rueda de paletas en puntomuerto.

—¡Maldita sea! Va a lanzar el torpedocontra nosotros.

—No —dije yo—, va a lanzarlo contra elbarco… para terminar de una vez por todas conél.

—Si estalla el torpedo, no tendremos

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ninguna posibilidad.—Eso no va a poder evitarse, pero si hunde

el barco, el Támesis estará bloqueado duranteaños. —Como si quisiera ilustrar miafirmación, el canal por la popa del Pardelaestaba ya bloqueando el tráfico del río.

Ockham solo necesitó un instante paraaceptar nuestras circunstancias.

—Tiene razón. Tenemos que detenerlo. Ylo único que podemos hacer es mantener lagabarra entre el Pardela y el barco.

—Eso no funcionará —dije—. Tiene elfondo plano. Si el torpedo se desplaza a unaprofundidad mayor de tres centímetros, pasarábajo nosotros sin hacernos ningún daño.

Tuviera o no el bao bajo, Perry no iba acorrer riesgos y maniobraba el Pardela paraalejarse de nuestra popa, alineándose con unpunto en la embarcación, la parte trasera de larueda de paletas. A un lado del torpedo alguienestaba bombeando algo en la caja unida al

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dispositivo por una cuerda, tal como habíamosvisto la noche anterior en el astillero.

—¡Proceden a realizar la compresión deltorpedo! ¡No disponemos de mucho tiempo! —grité, saliendo de la caseta del timón ycorriendo por la cubierta—. Intente situarse enla trayectoria del torpedo.

Ockham giró el timón y observó como eltorpedo se deslizaba por la rampa y levantabauna columna de agua al impactar contra el río.

—¡Está dentro! —gritó—. ¡El pez cigarroestá nadando!

Con la mayor rapidez que mis cansadasextremidades me permitían, até la cuerda quecolgaba de la grúa a vapor alrededor del ataúdde hierro pero, como carecía de losconocimientos necesarios para manejarla,llamé a Ockham.

—¡Tenemos que meterlo en el agua!Con el barco posicionado, el torpedo

calculó su trayectoria. Ockham se acercó hasta

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donde yo me encontraba. Al principio no quisohacerlo, como si le perturbara la idea desacrificar un objeto tan estrechamenterelacionado con su madre.

—Vamos a perder el corazón hagamos loque hagamos. Pero, si hunde el Great Eastern ,Liverpool se convertirá en el primer puerto deGran Bretaña. ¿Vamos a quedarnos quietos ypermitir que Catchpole se beneficie de ello?

Fue suficiente para que reaccionara. Encuestión de segundos el ataúd estaba en al airey mi mano lo guiaba hacia un costado del barco.El torpedo se acercaba con rapidez; sutrayectoria, marcada por una leve alteración enla superficie del agua.

—Un poco más a la izquierda… —Le di unúltimo empujón—. ¡Perfecto! ¡Suéltelo!

Ockham soltó el freno y, mientras la cuerdacorría libremente por las poleas, el ataúd cayócomo una piedra antes de detenerse cualhombre ahorcado. Con el ataúd suspendido bajo

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la superficie, los dos corrimos todo lo rápidoque pudimos hacia la popa.

Se produjo un terrible estallido cuando eltorpedo impactó contra el ataúd perfectamenteposicionado. La fuerza de la explosión levantóuna enorme voluta de espuma de agua y elevó laparte delantera de la gabarra. La explosión mesorprendió antes de poder saltar, por lo que fuiarrojado a la cubierta. Me cubrí la cabeza conlas manos y esperé mi muerte cuando lasastillas y los fragmentos de metal que habíansalido despedidos empezaron a aterrizar a mialrededor. Sin embargo, resultémilagrosamente ileso y la lluvia de restos diopaso al silbido de una fuga de vapor y, acontinuación, a un acuoso y terrible suspirocuando el casco, dañado, comenzó a hundirsepor la proa. Las maderas pasaron junto a mí ypronto yo también comencé a resbalarme hacialas aguas turbias que corrían por la cubierta. Noencontraba nada a lo que poder asirme para

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frenar mi descenso. Pero entonces, en elpreciso momento en que las aguas parecían ir aengullirme, algo me cogió la muñeca. Alcé lavista y vi a Ockham a horcajadas sobre mí, sumano izquierda sujetando mi brazo mientras laotra se agarraba a la barandilla que tenía detrásde él. Solo Dios podía saber de dónde sacaba lafuerza, pero tras balancearme de un lado a otrocual cuerda con lastre, logré agarrarme a labarandilla.

—Nuestro carruaje nos espera —dijo antesde dejarse caer al agua. Yo lo seguíinmediatamente después. Una vez en el aguanos agarramos a una de las tablas carbonizadasque habían sido parte del suelo del molino deviento.

Era la segunda vez que nos dejábamos llevarpor el río, solo que en esta ocasión sí habíamossufrido un naufragio. La tabla de madera a duraspenas nos mantenía a flote y tendríamos suertede llegar a la ribera del río sin tener que nadar.

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Tumbado boca arriba, observé que la rueda depaletas de la gabarra se hundía y desaparecía demi vista, dejando tras de sí un remolino de aguay maderas que flotaban desperdigadas por elrío, entre las que éramos una parte más de losrestos flotantes. Casi me había olvidado delPardela, pero el impacto de una bala en el aguamuy cerca de mí fue suficiente pararecordarme su presencia.

Perry, desde la popa de su embarcación yfurioso por nuestro éxito, preparaba su último ydesesperado intento por despacharnos. Cargóde nuevo el rifle, apuntó y su bala impactó en lamadera a escasos siete centímetros de micabeza. Si su plataforma de disparo hubieseestado inmóvil, sin duda yo habría yacidomuerto en el agua. Pero el Pardela estabamoviéndose de nuevo. Para mi sorpresa, sedirigía hacia la popa del Great Eastern , dondeel hueco entre el barco y la ribera era másancho que en la proa. Ockham dejó de remar

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con una de las tablas.—¡Va a intentar pasar!Observamos paralizados como el Pardela

avanzaba paralelo a la ribera norte y, tras ganarvelocidad, se dirigía en línea recta a la únicaparte del canal por la que podrían intentarescapar. Empequeñecido por tan imponentemole, el barco de Perry se acercó a la popasaliente, donde intentaría por todos los mediospasar entre el barco y la ribera. Pero Perry nohabía contado con la siguiente orden deRussell, orden que sentenció el destino delPardela y que salió desde el telégrafo de laembarcación hasta el puente y la sala demáquinas. Tras recibirla, el ingeniero jefe delbarco ordenó a sus subalternos que hicierangirar de nuevo las enormes ruedas de paleta,solo que en esa ocasión en dirección contrariaa las agujas del reloj. ¡Había ordenado que elbarco diera marcha atrás! La hélice de popa, unade cuyas aspas sobresalía cual cola de un

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tiburón, también comenzó a girar, levantandoagua y barro al estar tan cerca de la ribera. Enuna maniobra que en circunstancias normaleshabría sido una auténtica locura, el barconavegó hacia atrás antes de golpearse contra elbajío, lo que provocó la espantada de un grupode transeúntes que se habían parado a observartan extraña maniobra. La fuerza del impactoempujó a la embarcación y, cual aleta de unaballena, golpeó contra la proa de babor delPardela, forzándolo a ponerse en la trayectoriade la hélice cual madera acercándose a unasierra de banda.

Renovados ruidos de destrucción llenaronel aire cuando la enorme hélice entró encontacto con el barco más pequeño. Todos losesfuerzos por maniobrar el Pardela y sacarlode allí fueron en vano y las aspas, afiladas comocuchillos, penetraron en su casco, haciendojirones tanto fragmentos de madera como demetal con la misma facilidad. Los gritos de los

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hombres acompañaron la laceración de carnes yhuesos. Miembros y extremidades volaron porlos aires y aterrizaron en el agua como ceboslanzados a los peces. La sangre y las vísceras semezclaron con el fango levantado por la hélicey salpicaron la parte inferior de la embarcación,y allí se quedaron, como el enlucido del techode la casa del mismísimo diablo. Dos hombresse lanzaron al agua, pero se vieron arrastradospor la corriente provocada por la hélice. Encuestión de segundos se habían convertido enpulpa.

Centímetro a centímetro, el Pardela fuedevorado por los dientes de hierro giratorios ypoco después las calderas estallaron y seocuparon de todo aquello que las aspas nohabían podido destruir. Solo cuando el barcocorrió peligro, Russell dio orden de detener losmotores. Para entonces el Pardela habíaquedado reducido a poco más que una manchade aceite en la que flotaban los restos de la

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máquina y de sus hombres.Cogí un trozo de madera e intenté

adaptarme al ritmo de Ockham para remar hastala ribera. No habíamos adelantado demasiadocuando un hombre en un bote a remos nosrecogió y nos subió a bordo. Se presentó comoel barquero responsable del mantenimiento deesa parte del río. Lejos de estar molesto por ladestrucción que habíamos causado en suterritorio, parecía complacido con laperspectiva de tener tantos restos flotando enel agua.

—Los dejaré al otro lado —dijo mientrasavanzaba a toda la velocidad que podía hacia laribera—. Tengo que ponerme a trabajar antes deque a todas estas cosas se las lleve la corriente.

Ockham miró el lugar donde el Pardela sehabía hundido.

—Puede que encuentre algo más queobjetos allí.

El barquero rió.

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—No se preocupe por mí. He sacadodocenas de cuerpos del río. Es más, el añopasado debí de sacar ocho o nueve. —Paró dehablar. De repente ya no parecía tan alegre—.Fue algo extraño, de lo más extraño.

Miré a un incómodo Ockham, pero no dijenada.

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Capítulo 36

EL barquero nos dejó en la embarrada ribera yobservamos que emprendía su frenéticarecolección de objetos flotantes.

—¿Está… está… muer… muer… to,verdad? —me pregunté en voz alta mientras merechinaban los dientes del frío.

—¿Perry? —respondió Ockham, que sabíabien a quién me refería—. Oh, sí. Está muerto ybien muerto. Nadie sale de esa picadora convida. —Su voz sonó desprovista de todasatisfacción, y yo sabía el porqué.

—Si le sirve de consuelo, el torpedo quehan hecho estallar no contenía el corazónoriginal.

—¿De qué demonios está hablando? —respondió Ockham mientras miraba a la enormeembarcación girar de nuevo, levantando las

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aguas con los restos del naufragio al avanzar.Russell estaba abriendo la puerta de nuevo.

—El corazón, o debería decir el motor, deese torpedo no era el original, el que Bitternnos robó. Lo han usado como modelo paraconstruir otros en el astillero, probablementetras desmontarlo y esbozar una serie de planosdetallados. Una de esas copias estaba en eltorpedo.

Ockham me atravesó con la mirada. Susojos inyectados de sangre bullían en el interiorde sus cuencas-calderos.

—Dios mío, ¿por qué no me lo dijo antes?No lo había pensado. ¿Cree que sacarían algunaganancia de una copia, una falsificación deloriginal?

—No lo sé.—Yo creo que no. Y, si así es, ¿dónde

demonios está el original?—Perry lo puso en el torpedo que lanzó

desde el astillero.

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—¿Está seguro?—¡Me lo dijo mientras lo hacía!Ockham se quitó el zapato que le quedaba y,

en calcetines, echó a andar por la ribera.—¡Entonces todavía tenemos una

oportunidad! Vamos, ¿a qué está esperando?, ¿auna neumonía?

Cuando regresamos a la ciudad, en uncarruaje que un Russell aliviado por haberconseguido redimirse parcialmente habíapuesto a nuestra disposición, ya era demasiadotarde para hacer nada. Así que, tras regresar ami casa para secarme y descansar todo lo quemis pesadillas me permitieran, acordamos ir aRotherhithe la mañana siguiente.

Nos hallábamos en la parte sur del río, alotro lado del astillero de Perry y cerca de laentrada del túnel de Brunel bajo el Támesis.Restos de humo permanecían en la brisa ynegras pavesas se posaban sobre los adoquinesa pesar de estar al otro lado del río.

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La marea había cambiado, y cerca del bajíosituado a nuestros pies, las aguas revelaron alretirarse una creciente extensión de denso ynegro barro. Ockham me pasó su telescopio,que me llevó un tiempo enfocar. El astillero erauna tierra baldía, poco más que una montaña demaderas carbonizadas, algunas de ellas aún enpie, pero ya poco más que dientes negros yrotos dispuestos alrededor de la boca de unenorme cráter. La gente se movía por entre losescombros cual gusanos culebreando sobre uncadáver, cogiendo algún objeto allí odescartando algo allá. A pesar de la devastación,el incendio parecía haberse limitado alperímetro del astillero, pues incluso el vaporde ruedas del dique seco había sobrevividoindemne.

—Eche un vistazo a la rampa —dijoOckham mientras apuntaba el telescopio haciael río.

La parte trasera de la rampa, la parte que se

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había hallado en el interior del edificio, no eraya más que un hierro retorcido, pero la partedelantera, que se extendía hasta el río, parecíaintacta.

—Sigue ahí.—Ahora trace una línea recta hacia delante.

¿Adónde le lleva?Aparté la lente de mi ojo y tracé una línea

imaginaria por el agua.—Justo aquí —dije al percatarme de que

terminaba en el bajío, justo bajo nosotros.—Si damos por sentado que el torpedo se

desplazó en línea recta, tuvo que impactar en elbajío.

—¿Y explotó?—No lo creo —dijo Ockham mientras se

acercaba al borde, donde el bajío descendíahasta el fango que la marea baja había desvelado—. Puede que esa fuera su intención, impedirque fuera nuestro, eso o evitar que el incendiolo destruyera. Independientemente de sus

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intenciones, si hubiese explotado habría dejadoun rastro, un barco destrozado o daños en estaparte del río.

—¿Quiere decir —grité y corrí junto a él—, que está aquí abajo, en el fango? ¿Podemosrecuperar el corazón, el original? ¿Pero cómo?

—Alguien tiene que bajar y encontrarlo.—¿Bajar hasta ahí? ¿A ese fango hediondo y

pestilente?Ockham pareció un poco decepcionado por

mi falta de entusiasmo.—Quiere el corazón, ¿no?—Por supuesto, pero…Cogió una piedra y la tiró al barro, donde se

hundió y desapareció.—No se preocupe —dijo y sonrió—. Tengo

un plan. Mire detrás de usted.Me volví y vi caminando hacia nosotros el

grupo de hombres, mujeres y niños másdesaliñado que había visto nunca. Su andrajosaropa estaba cubierta de barro endurecido y sus

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pies descalzos ennegrecidos de tan prolongadaexposición a este. Cada uno de ellos llevaba unpalo y varios de los adultos portaban sacos ybolsas sobre los hombros.

—Raqueros —dije, y enseguida supe lo queOckham tenía en mente.

Uno de los hombres dio un paso al frentecon los ojos protegidos bajo la visera de sugorra de cuero.

—Muy bien, señor. Aquí estamos. ¿Pordónde quiere que empecemos?

—Aquí abajo —dijo Ockham mientrasseñalaba el lugar donde había caído la piedra.

—Hay suculentas ganancias al otro lado delrío tras el incendio. Que nos quedemos a estelado le costará dos chelines ahora y otros doscuando hayamos acabado.

Ockham se metió la mano en el bolsillo ysacó un portamonedas. Tras pasarle un puñadode monedas, les dio instrucciones.

—Tienen que buscar un objeto de metal

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largo. Yo los vigilaré desde aquí. Permanezcantodo lo cerca del agua que puedan y recorrantoda la ribera.

—De acuerdo, señor, pero todo lo demásque encontremos será nuestro —dijo elraquero al mando y cerró el puño con lasmonedas antes de dirigirse a los demás—. Yahan oído al caballero. Pongámonos a ello.Cuando antes acabemos, antes podremos pasaral otro lado.

El variopinto grupo bajó por unos peldañoscercanos y se aventuraron a las marismas,donde solo las tablas de madera que llevaban enlos pies evitaban que se hundieran hasta lacintura, mientras que los niños más pequeñosapenas dejaban huella en el barro. Cuando lospies salían del lodazal, el agujero que dejabanse llenaba al instante de agua. Siguiendo lasinstrucciones de Ockham, los raqueroscomenzaron a hundir los palos, removiendo elbarro antes de sacarlos y hundirlos en otro

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punto. A los niños los colocaron cerca delagua, donde había menos barro. De vez encuando alguno se agachaba y sacaba un objetode la ciénaga, lo limpiaba rápidamente con untrozo de tela y luego lo metía en una bolsa.

Nosotros los vigilábamos desde arriba, cualseñores feudales supervisando a suscampesinos.

—Vaya manera de ganarse el pan —dijoOckham.

Resultaba bastante fascinante observarlos,en su salsa, en un entorno en el que la mayoríade nosotros evitaríamos adentrarnos.

—Parecen bastante felices, sin embargo. —Y además de verdad, pues no dejaban de reír yde gastarse bromas mientras se abrían paso porel fango.

Llevaban trabajando una hora, y susprogresos quedaban reflejados por los agujerosacuosos que dejaban sus pies.

—Ya deberían haberlo encontrado —

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admitió Ockham.—Quizá esté a mayor profundidad.—No. Si está aquí no debería hallarse lejos

de la superficie, al menos no aún.Lo que se deducía era obvio.—No llegó tan lejos, ¿verdad?Ockham no respondió.Miró a las profundas aguas en medio del

río.—Tiene que estar ahí, en alguna parte. Se ha

sumergido, y eso haremos nosotros.La marea comenzó a cambiar de nuevo y el

agua avanzó lentamente sobre el fango.Incapaces de evitar lo inevitable, los raquerosse replegaron a la ribera. Ockham les pagó elresto del dinero y, sin parecer demasiadoalicaídos por no haber podido aprovechar lamarea baja al otro lado del río, se marcharon,dejando tras de sí un rastro de pisadasembarradas.

El nivel del agua creció y creció hasta que

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al final alcanzó el borde de hierro que rodeabael agujero que tenía a mis pies, desde dondeamenazaba con seguir subiendo y ahogarnoscual gatitos en un barril. Pero se detuvo y,mientras la campana bajaba por debajo de lasuperficie del agua, parecía como si el ríohubiera quedado reducido a poco más que unestanque circular. Ockham estaba gritando porun conducto unido a un tubo, nuestro únicovínculo con los hombres de la gabarra situadasobre nosotros.

—Sigan bajando. Enderécenla. —Ya podíasentir el cambio de presión en los oídos, perointenté tranquilizarme pensando que la campanade inmersión podía mantener el agua a raya.

Tras no encontrar el torpedo en el fangohabíamos regresado una vez más decepcionadosa nuestras casas. El corazón parecía perdido, ycon él todas nuestras esperanzas de escapar anuestras pesadillas. Al día siguiente, todavíacansado tras un sueño agotador, regresé al

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hospital, donde me pasé media mañanacavilando qué veneno me proporcionaría unfinal más rápido.

Aparté la vista del manual del boticario yallí estaba Ockham, con aspecto de que lohubieran arrastrado por un bosque.

—Ah, el hombre de mis sueños —bromeécon cautela.

—Vamos, hay un coche esperándonos —fue todo lo que dijo mientras salía por lapuerta. Doblé la página en cuestión y lo seguí.A punto estuve de detenerme para decirle aWilliam que me marchaba.

Y así fue como regresamos a Rotherhithe ysubimos a bordo de una gabarra a vapor no muydiferente a la que habíamos perdido dos díasatrás, solo que esta tenía tripulación y llevabauna campana de inmersión. Era la mismacampana que había visto en funcionamiento ene l Great Eastern , colocada sobre unaplataforma que permitía acceder por el agujero

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de la base.Ockham le dio una palmada al lateral de la

campana.—Puede que el torpedo esté en la base del

río, pero gracias a esto todavía podemoscogerlo.

—Pero ¿no es como buscar una aguja en unpajar? —pregunté mientras la gabarra se alejabade la ribera.

—Para nada —fue su respuesta—. Eltorpedo se encuentra en alguna parte de la línearecta entre la rampa y el lugar que rastreamosayer. Todo lo que tenemos que hacer es bajar lacampana y rastrear el lecho a lo largo de esalínea. Comenzaremos por la rampa yseguiremos hasta encontrar el punto en el quese hundió.

La gabarra soltó amarras y con su rueda depaletas de popa agitando el agua avanzó desde larampa hacia el lado contrario del río. Al mirarmás allá de la rueda, observé que el lugar desde

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el que habíamos observado a los raquerosestaba señalizado con una bandera roja que, talcomo me dijo Ockham, nos proporcionaría unpunto de referencia cuando comenzáramos conel barrido.

Así que ahí estábamos, descendiendo porlas oscuras aguas del Támesis, no muy lejos dela parte baja de la rampa desde donde se habíalanzado el torpedo. Aunque mis pesadillasdeberían de haberme preparado para unaexperiencia así, intenté con todas mis fuerzasno pensar en el lugar tan pequeño en el que noshallábamos, pero poco después el agua de labase se tornó en el hediondo cieno que era ellecho del río. Reproduciendo losprocedimientos de los raqueros, Ockham cogióuna barra de hierro y comenzó a hundirla en elcieno. Al no encontrar resistencia al primerintento, la sacó, una acción que solo sirvió paraliberar más de ese terrible olor encerrado en elinterior, y siguió hundiendo la barra a pocos

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centímetros de distancia.Repitió el procedimiento seis veces, las

seis con el mismo resultado, antes deconvencerse de que el torpedo no seencontraba bajo nosotros. Dejó a un lado labarra embarrada y cogió el tubo transmisor ygritó por él:

—Avance nueve metros.Notamos un tirón cuando la campana fue

liberada del barro (que succionaba la campanacomo si de una ventosa se tratara) y un levebandazo cuando nos arrastraron por el agua.Seguimos tambaleándonos hasta que lacampana, cual piedra al extremo de una cuerda,se enderezó. De nuevo en el lodo, Ockhamprocedió a hacer lo mismo con la barra (con unpie a cada lado del borde de la campana yvaliéndose de ambas manos para hundirla ysacarla). Mandó nuevas órdenes a la superficiey la campana cambió de emplazamiento.

—Déjeme a mí —dije. Aunque la barra no

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era demasiado pesada, el esfuerzo de sacarladel lodo era agotador. Hundí y extraje la barra,y cada vez que lo hacía no sacaba nada salvocieno fresco.

Cuatro inmersiones después no habíamosencontrado nada que compensara nuestrosesfuerzos, a menos que tuviéramos en cuentauna vieja ancla, tres botellas, media docena deeslabones de una cadena y un orinal. Ya quedabapoco lecho que recorrer.

—¿No cree que cabe la posibilidad de quese nos haya pasado? Estamos limitando muchola zona de búsqueda, un par de centímetros a laderecha o a la izquierda y pasaremos delantedel torpedo sin percatarnos.

La campana se desplazó y, yacompletamente agotado, metí la barra en elfango con poco entusiasmo. La punta de labarra chocó contra algo duro e inmóvil.Modifiqué unos centímetros la posición yhundí de nuevo la barra, esta vez con más

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cuidado. De nuevo tocó el objeto enterrado,que sin duda era de metal. Saqué la barra y miréa mi compañero, que tenía la mirada fija en elagujero que se abría a sus pies. Se remangó, seinclinó y metió el brazo hasta el codo en elfango.

—¡Aquí está! —gritó mientras golpeaba elobjeto aún sin extraer—. Sigue en las dosdirecciones y está alineado de la manera en quedebería. —Alzó la vista. Sus ojos rebosaban delágrimas de alivio—. ¡Dios mío, Phillips, lohemos encontrado!

No sin cierta dificultad colocó el extremode una cuerda alrededor del cuerpo del torpedoy la ató. Yo cogí el tubo transmisor y él asintió.Grité por el cono:

—¡Súbannos! ¡Lo hemos encontrado!Por última vez, la campana se separó a

regañadientes del fango. Ockham siguió ahorcajadas sobre la base, asiendo fuertementela cuerda mientras subíamos de nuevo a la

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superficie. La campana, goteando, salió delagua. Ockham escapó por la base antes de quecolocaran la campana sobre la plataforma.

Me uní a Ockham junto a la barandilla.—¿Aguantará? —pregunté mientras seguía

su mirada, fija en la cuerda que seguía inmersaen el agua.

—Estamos a punto de averiguarlo —respondió mientras se volvía al puente desde elque colgaba la cuerda. Agitó el brazo a modo deseñal para el operario de la grúa. Este tiró deuna palanca y el motor cobró lentamente vida.La cuerda se tensó y, al igual que un perro quecae al agua, levantó espuma de agua. El brazo dela grúa se estremeció cuando el torpedo fueliberado del fango y apenas unos segundosdespués, estaba girando y balanceándose en elaire, con la hélice de la cola apuntando hacia elcielo.

Por fin habíamos pescado el pez cigarro. Loúnico que debíamos hacer era procurar que

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aterrizara sobre la cubierta. Lo más probableera que estuviera desactivado pero, por siacaso, sujetamos el morro con las manos paraamortiguar su descenso a la cubierta. Ockhamdio instrucciones a la tripulación y estoslanzaron agua a los flancos cubiertos de fangodel objeto, embarrando la cubierta y dejando ala vista los remaches y tornillos de cierre.Ockham se colocó en cuclillas sobre eltorpedo y quitó la placa de acceso con ayuda deuna llave inglesa. Ya con los entresijos al aire,cogió la caja de herramientas y, trasseleccionar un par de ellas, se dispuso atrabajar, aflojando tuercas y tornillos ydesconectando algunos conductos. Acontinuación, como ocurría en ocasiones conun paciente difícil, recurrió a la fuerza bruta ysacó el reacio órgano con las dos manos,golpeándolo contra el soporte hasta que estecedió finalmente.

—Tome esta maldita cosa —dijo. Me pasó

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el corazón y se limpió la frente con la mangahúmeda de su chaqueta—. Y, haga lo que haga,no lo pierda de nuevo.

Apenas podía creer que tuviera de nuevo elcorazón. Lo envolví en un trozo de tela antes deintroducirlo en una bolsa que olía a rancio;quizá fuera un continente demasiado degradantepara tan delicado contenido, pero llamaríamenos la atención que las cajas de caoba queotrora habían sido su hogar. Mientras tanto,Ockham siguió con el torpedo, colocando laplaca que había quitado para extraer elmecanismo.

Entonces, cuando hubo finalizado, seincorporó y dijo para todos en general:

—Hagamos un favor a la humanidad, ¿no lesparece? —Y sin más dio a la tripulación ordende que se reunieran alrededor de aquella bestiaencallada.

A la de tres el grupo de hombres empujócon un gruñido descomunal el torpedo, que

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solo giró la mitad. Los hombres se irguieron denuevo, se contó hasta tres otra vez y volvieron aempujar. El proceso se repitió varias veceshasta que el torpedo quedó situado al borde dela cubierta. Entonces, con un último empujón,cayó al agua, donde rozó el casco de la gabarra.El impacto levantó una enorme columna deagua, lo que hizo que todos diéramos un pasoatrás. Entre aquella tempestad momentánea, elenorme cilindro de metal desapareció bajo lasuperficie, regresando para siempre a su tumba.Ockham se frotó las manos. Un trabajo bienhecho.

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Capítulo 37

NO debería haber regresado al hospital, peroaun así fue el primer lugar al que me dirigí trasconcluir con éxito nuestro inusual día de pesca.Ockham se había bajado antes del coche decaballos. Que quisiera que yo guardara elcorazón indicaba que cualquier duda quepudiera albergar sobre mi honradez se habíadisipado.

Cerré la puerta del despacho tras de mí,saqué el objeto de la bolsa y comencé alimpiarlo como si se tratara de una tetera deplata que acabara de sacar del aparador. Pero encuestión de minutos ahí estaba, de regreso a lamaldita sala de máquinas, jugando al gato y alratón con Ockham (que, obviamente, tambiénestaba dormido). Así estaba cuando Florenceme encontró, recostado sobre el escritorio y

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totalmente ajeno a su presencia.—¿Qué quería decir cuando dijo que lo

pondría donde pertenecía? —preguntófinalmente mientras miraba el artilugio demetal con los ojos entrecerrados. Se refería ala conversación que habíamos tenido días atrásen el cuarto donde se guardaba la ropa delhospital.

—Que cumpliría su último deseo —respondí, cerrando el corazón como si setratara de un libro que había terminado de leer.

—¡George! ¡Enterraron a ese hombre hacedos meses!

—Casi tres —corregí.—Por favor, dígame que no está

planeando…Asentí.—Desenterrarlo. Sí.—¿Y cuándo tiene pensado realizar esa…

esa macabra operación?—Esta noche.

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—Pero no se encuentra en condiciones dellevarla a cabo.

—Estaré peor mañana y peor todavía el díasiguiente. Necesito hacer esto ahora, Florence.

—¿Solo?—Con Ockham.Alzó las manos con exasperación.—Por lo que me cuenta, él no se encuentra

mejor que usted. Esto es una locura. ¿Esconsciente de lo que le puede pasar si locogen? Será el fin de su carrera, si es que noacaba en prisión.

Me puse en pie y metí el corazón en uncajón antes de cerrarlo con llave.

—Lo único que sé es que, si no lo hago,nunca podré escapar de mis pesadillas.

Ella también se puso de pie y se dirigió a lapuerta. No estaba segura de si debía sentirlástima o ira, así que optó por una mezcla de lasdos.

—Entonces le deseo buena suerte, George,

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pero si me disculpa tengo que ir a vigilar unasala.

Escuché como se marchaba por el pasillo ydecidí que la ira había superado, con mucho, ala lástima.

Dediqué lo poco que quedaba del día a daruna imagen de normalidad, asegurándome deque todos me vieran en el hospital, todos salvoBrodie, que sin duda me la tendría jurada. Así,si preguntaba dónde me encontraba, miscolegas podrían decir que había estado todo eldía ocupado en el hospital. Pero cubrir mirastro era en ese momento una prioridadmenor, pues las cosas habían llegado a talextremo que mi posición presente y misperspectivas futuras en el hospital meimportaban bastante poco.

La verdad, sin embargo, era que tambiéntenía la esperanza de que, deambulando por elhospital (con el oído atento por si escuchaba lavoz de Brodie), pudiera ver de nuevo a

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Florence, pues me preocupaba que mis actos lahubieran molestado. Pero no la encontré porningún lado, así que conforme se acercaba lahora de mi segunda cita en el día con Ockham,abandoné las salas del hospital y me dirigí alpatio. En el exterior, con el frío de la tarde, lapenumbra ya estaba dando paso a la oscuridad, yen la calle, tras las verjas del hospital, elfarolero había comenzado su ronda.

Tal como habíamos acordado previamente,un caballo (más bien un viejo jamelgo) habíasido enjaezado al calesín que se empleaba paratransportar al personal o para llevar lasprovisiones por la ciudad. El mozo de cuadrame saludó y, sin preguntarme adónde me dirigíao qué iba a hacer, me pasó las riendas.

—Saldré en unos cinco minutos —le dije—. Todavía tengo que reunir algunas cosas,solo quería comprobar que todo estaba bien.

—No se preocupe, señor —dijo el mozomientras acariciaba el cuello del caballo—.

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Sally está igual de feliz en movimiento queparada.

Ahora que conocía su nombre me sentí unpoco mal por haber albergado tandespreciativos pensamientos hacia el aspectodel caballo, así que la acaricié a modo dedisculpa. Sally resopló con brusquedad, y elaire salió de sus fosas nasales como si de vaporse tratara.

Tras comprobar que nuestro transporteestaba listo, regresé al despacho, pero solo traslograr evitar a un enfadado Brodie, que bajabalas escaleras con uno de mis colegas de trabajoa la zaga.

—Si no está en su despacho, ¿dónde estáentonces? —gritó al médico.

—No lo sé con certeza, sir Benjamin, peroha estado en la sala esta tarde.

—Entra y sale como le place y nunca acudea sus citas. Es una desgracia para la profesión.Lo haré comparecer ante la comisión, lo juro.

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Esperé debajo de las escaleras mientraspasaban, parapetándome en la oscuridad yrogando que no me vieran. Una vez hubierondoblado la esquina corrí a mi despacho, ya quela lógica dictaba que era el mejor lugar paraesconderme, pues ya habían mirado allí. Cerréla puerta con llave y saqué el corazón del cajón.Lo dejé sobre el escritorio, lo abrí y eché otroojo a su interior.

Escuché un golpe en la puerta y luego unruego entre susurros.

—Phillips, soy yo, Ockham. Ábrame,hombre.

Abrí la puerta solo una rendija y eché unvistazo.

—Vamos, pongámonos en marcha.Asomé la cabeza y, tras comprobar que no

había peligro, agarré a Ockham de la solapa y lometí dentro.

—¿Su jefe sigue buscándolo? —preguntó.—Olvidémonos de mi jefe —insistí—.

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Ojee esto.—Me alegra ver que ha conseguido

mantenerlo en su poder.Hice caso omiso de su comentario.—Mire la pared de esta cámara.Ockham se inclinó hacia delante, forzando

la vista con la tenue luz del despacho para poderver el armazón de cobre deformado.

—Está abollado.—Ha sido por la presión ejercida a través

de la válvula. Funcionó un instante pero luegono soportó la presión. El torpedo murió de uninfarto.

Ockham se irguió.—Al igual que Brunel.—Podría decirse que sí. —Cerré las dos

mitades del corazón—. Pero, como ya le dijeantes, soy médico, no ingeniero. Si hubiesetenido más cuidado en mantener separadasambas facetas no andaríamos metidos en estelío.

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Cubrí el corazón con la tela, lo metí denuevo en la bolsa y, tras coger mi sombrero,nos dirigimos a la puerta.

Ya en el patio, Sally seguía esperando. Eratan patizamba que resultaba conmovedora y suhocico rucio estaba metido en un morral.

—Cójalas —le dije a Ockham mientras lepasaba un par de palas.

Una vez hubimos cargado el calesín yquitado a Sally el morral, subimos al carruaje.Cogí las riendas y la fusta.

—¿Está seguro de que sabe conducir estacosa? —preguntó Ockham nervioso.

Su pregunta me hizo sonreír.—Soy un chico de campo. Mientras la

mayoría de los niños se ponían un palo entre laspiernas y decían ¡arre! yo ya manejaba caballos.

Agité la fusta y Sally se puso en marcha,llevándonos sin prisa alguna hacia las puertasabiertas. Pero entonces, cuando estábamos apunto de salir a la calle, una figura se colocó

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delante de nosotros, bloqueándonos la salida.Era un joven, vestido como un hijo con lasropas de su padre y la cabeza cubierta por unagorra de tela al menos una talla más grande quela suya.

—Apártese, muchacho —le dijo Ockhammientras agitaba el brazo para reforzar suorden.

El chico hizo caso omiso y no me quedómás remedio que hacer que Sally se detuviera.Dejé la fusta y le dije al cabezota delmuchacho:

—Es probable que lo acaben atropellandocomo siga así.

—Y es probable que usted acabe en prisióncomo siga así.

—¡Florence! ¿Pero qué…?Con las manos metidas en los bolsillos del

pantalón, echó hacia atrás la cabeza y anunció:—Voy con ustedes.Ockham se puso de pie y comenzó a

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bramar:—¿Florence? ¿Es esa su amada Florence

Nightingale? —Ya había hablado más de lacuenta y yo me sonrojé, arrepentido de haberlemencionado siquiera su nombre—. ¿En quédemonios está pensando esa mujer? ¿Venir connosotros? ¡De ningún modo!

Tiré de Ockham para que se sentara denuevo y bajé del calesín.

—Florence, ¿qué está haciendo? Esto esproblema nuestro, no suyo. —Le quité la gorrapor la visera y vi que llevaba el cabello en unrecogido alto—. Y estas ropas. ¿A qué estájugando?

—Bueno, supuse que mi ropa habitual noiba a ser muy apropiada para lo que vamos ahacer. Además, quizá a usted no le importeexponerse y que descubran que un cirujano seha convertido en profanador de tumbas, pero yotengo una reputación que proteger.

—No, Florence. No lo permitiré. Debe

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dejar que hagamos lo que tenemos que hacer.Me quitó la gorra y se la puso de nuevo.—Los dos son unos estúpidos y estoy

segura de que se complementan a la perfección.Pero resulta que usted me importa, George. Esun cirujano excelente y no estoy dispuesta aquedarme de brazos cruzados viendo cómoecha a perder su talento. Puede que solo seauna mujer, pero ninguno de los dos está encondiciones de hacer esto, y puedo serles deayuda. —Dio un paso hacia mí—. Así que, o medejan ir con ustedes, o empezaré a gritar ynadie irá a ninguna parte.

—Esta no puede hablar en serio —dijoOckham.

—Esta tiene nombre —contestó Florence—. Y habla completamente en serio. ¿Van allevarme o llamo a la policía?

Miré a Ockham, que se encogió de hombrosa modo de capitulación.

—¿Qué otra opción tenemos?

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Me eché a un lado para dejar que pasaraFlorence y luego crucé la puerta detrás de ella.Justo cuando estaba a punto de subir al calesínme dijo:

—¿Qué es eso de «su amada Florence»?Confié en que con la oscuridad no viera

cómo se ruborizaban mis mejillas.Puede que Sally no fuera la montura más

veloz del mundo, pero su larga experiencia lehabía conferido gran confianza en sí misma.Solo tenía que tirar levemente de las riendas aun lado para que girara o chascarlas paraanimarla a que siguiera adelante. Pronto dejé lainnecesaria fusta en su sitio, donde pasó elresto del viaje. Como era de esperar, el tráficoa esas horas de la noche era mucho menor quepor el día, solo aquel extraño trolebús deregreso a la cochera y los omnipresentescoches de punto, transportando a sus pasajeroshacia cualquiera que fuera el destino que loshabía hecho salir de sus casas. Desde

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Southwark cruzamos el Puente de Londres yluego nos dirigimos al oeste hasta llegar aPaddington, donde giramos en Harrow, calleque nos llevaría hasta el cementerio.

Al ver el cementerio delante, desvié a Sallya una zona verde por la que no se podíaatravesar hasta que llegamos a un lugarconvenientemente cercano al canal y el caminode sirga, que una vez más nos proporcionaríanuestro punto de acceso. Tras detenernos alamparo de un grupo de árboles, Ockhamdescargó las herramientas y yo maneé a Sallyantes de ponerle el morral. A pesar de lasobjeciones de Ockham, Florence tambiénarrimó el hombro y desde su asiento traserocomenzó a tirar las palas a la hierba.

—Esperemos que no nos la roben durantenuestra ausencia —le dije a Ockham mientrasnos repartíamos el equipo que transportaríamoscada uno.

Florence cogió mi bolsa y bajó del calesín.

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—Espero que no se estén refiriendo a mí.—No, Florence, me refería a la yegua. Al

carruaje.—¿Por qué iban a hacerlo? —preguntó

Ockham mientras miraba con desdén a Sally.Al abrigo de un seto espinoso junto al borde

de la hierba encabecé la marcha, con Florence atan solo unos pasos detrás, y Ockham, con labolsa con las palas sobre su hombro, cerrandola comitiva. Al llegar al final del seto, detuvenuestra columna un breve instante antes de saliral camino de sirga. Reinaba el silencio,obviando los repiqueteos y ruidos del tren decarbón al cambiarse a la vía de acceso de lafábrica de gas que había al otro lado del canal.Para limitar nuestro tiempo al descubierto,habíamos recorrido los cerca de cincuentametros entre el seto y el muro del cementerio agran velocidad.

—Aquí es —dije, valiéndome de laposición del gasómetro al otro lado del agua

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como referencia.—Quiere decir que tenemos que trepar por

el muro —dijo Ockham mientras lanzaba unamirada dubitativa a Florence.

—Bueno, sugeriría entrar por la puerta,pero dadas las circunstancias…

—No tiene que preocuparse por mí, lordOckham —dijo Florence—. Estoy segura deque no será un obstáculo insuperable, inclusopara una mujer, especialmente con dos fuertescaballeros para ayudarme.

—Yo subiré primero —dijo Ockham, quepor fin estaba dándose cuenta de que Florenceno era una mujer que se arredrara con facilidad.

De espaldas al muro y con las manoscurvadas para que me usara de estribo, gruñícuando Ockham se apoyó en ellas (y a puntoestuvo de darme una patada en el ojo en elintento). Saqué las palas de la bolsa y se laspasé para que pudiera lanzarlas a la hierba alotro lado. Después hizo lo mismo con el resto

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de las bolsas. La siguiente fue Florence, a laque aupé hasta que Ockham la cogió de lasmuñecas y tiró de ella. A Dios gracias, lo que lefaltaba de altura también le faltaba de peso, asíque, sin demasiado alboroto (ni demasiadadestreza por su parte), pronto Florence tambiénestuvo sentada sobre el muro, aunque en vez desentarse a horcajadas sobre él como Ockham,optó por una postura parecida a la que adoptanlas mujeres cuando montan a caballo. Estiré elbrazo para que Ockham me subiera. Casi medesencaja la muñeca.

Ockham fue el primero en saltar alcementerio y se ofreció a ayudarme a bajar aFlorence. No fue necesario, así que cogió lasbolsas antes de que yo también pisara de nuevoel suelo de la ciudad de los muertos.

—¿Ahora por dónde? —preguntó Ockhammientras yo sacaba dos lámparas.

Señalé entre los dos árboles que teníamosante nosotros.

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—Por allí y luego a la izquierda, si norecuerdo mal.

—Espero que no sea el caso —dijoOckham mientras observaba las lápidas y laslosas de las tumbas, que era lo único visible enaquella oscuridad—. Santo Dios, cualquierapodría perderse en este maldito lugar. Ya esbastante terrible a la luz del día. —Se contuvo yle pidió disculpas a Florence por su blasfemia.

—Lord Ockham, estuve trabajando en unhospital militar durante dos años. Un lenguajeun poco subido de tono no me es ajeno.¿Podríamos continuar?

Sonreí mientras le pasaba una de laslámparas a Ockham, cuya llama en esemomento comenzó a avivarse.

—Señoras, por favor. Tenemos un trabajoque hacer. ¿Podemos seguir?

—Encabece la maldita marcha —dijoFlorence mientras se colocaba la gorra y cogíade nuevo la bolsa.

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Ockham contuvo la risa y fue tras ella. Sulámpara, mientras, iluminaba las pisadas deFlorence.

Mi sentido de la orientación no me falló yen cuestión de minutos nos encontramos allado de la tumba de Brunel. La tierra todavía nose había asentado del todo, si bien la hierbahabía comenzado a crecer y estaba formando unleve montículo, mientras que ciertasirregularidades en los tormos aquí y alládesvelaban mi última visita.

Ockham dejó la lámpara sobre una tumba.—Me alegro de que todavía no hayan

construido una de esas lápidas enormes encima.Nos iba a dificultar cavar.

—Creo que Brunel tenía algo mucho másmodesto en mente, pero sí, no podemosdilatarlo mucho más.

—Cierto —concedió Ockham—. Siento lamuerte bajo mis pies. Va a ser una noche muylarga.

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—¿Podemos confiar en que nadieinterrumpa nuestro trabajo? —preguntóFlorence mientras asimilaba la naturaleza dellugar en que nos encontrábamos.

—Estaremos bien —le dije para calmarla,pero también para tranquilizarme yo—. La casadel guarda, incluso aunque este no estuviera enla taberna, se halla a casi un kilómetro de aquí ynadie espera aquí profanadores de tumbas ni eneste día ni en estos tiempos. —Tan prontocomo las palabras salieron de mi boca mepercaté de que había sido casi lo mismo queWilliam me había dicho durante nuestra visitanocturna a la tumba. Su recuerdo me hizodetenerme durante un instante: cómo deseabaque estuviera allí con nosotros.

Por el contrario, a Ockham aquellasituación le resultaba más bien divertida.

—Somos los únicos profanadores de lahistoria que meten algo en una tumba en vez dellevárselo.

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Buena puntualización, pensé,imaginándome aquellas palabras formuladas pornuestra defensa ante un tribunal. Deseoso decomenzar, cogí una pala.

—Yo me encargo de la hierba. Ustedes dospueden colocarla ahí. Tenemos que intentardejar este lugar tal como estaba.

Separé la hierba de la tierra y comencé aquitarla, mientras que Ockham y Florence ibanretirándola en turnos, llevándosela para apilarlaa poca distancia de allí. Una vez hube quitado lahierba, Ockham y yo empezamos a cavar,tirando la tierra sobre una lona. Trabajamoscada uno en un extremo de la tumba, empujandolas palas en la tierra, que gracias a Dios seguíabastante blanda en comparación con la tierra dealrededor. Pero, a pesar de tan favorablescondiciones, nuestro trabajo se veíaentorpecido por la fatiga. En poco tiemponuestros progresos se ralentizaron de maneraconsiderable, hasta el punto de que Florence,

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que hasta el momento había estado sosteniendouna lámpara para iluminar nuestro trabajo, seofreció a cavar. Ockham sabía que era inútildiscutir con ella, así que le pasó la palamientras descansaba un poco. Florence se pusoa trabajar como si llevara cavando tumbas todala vida. Su secreto era no cargar demasiado lapala (y caí en la cuenta de que eso eraexactamente lo que yo había estado haciendo).Tras cinco minutos de trabajo, Ockham cogiómi pala y se apartó para que saliera del agujerodel que, todo sea dicho, no costaba demasiadoesfuerzo salir.

Sudando a pesar del frío aire de la noche,Ockham preguntó si había llevado agua.Recordé que había metido una petaca pequeña,así que cada uno de nosotros le dio un pequeñotrago, conscientes de que necesitaríamos másantes de que hubiéramos terminado. Trashaberme desprendido ya del abrigo, me quité lachaqueta y el chaleco. Ockham hizo lo mismo.

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Florence, que quizá finalmente habíaencontrado una limitación a pretender hacersepasar por un hombre, decidió no ir más allá desu chaleco que, al igual que el resto de su ropa,le quedaba bastante holgado. Nos llevó menosde una hora cavar hasta la altura de las rodillas,pero cavar más ligeros de ropa era sin duda lamejor manera de proceder, y en esosmomentos estaba seguro de que Florence iba amarcar la diferencia entre el éxito y el fracaso.

Supe que comenzábamos a hacer progresoscuando el hoyo fue demasiado profundo comopara que Florence pudiera lanzar la tierra de lapala a la superficie. Como quería ser de algunautilidad, volvió a iluminarnos con la lámparadesde arriba. Uno de nosotros trabajabamientras el otro descansaba en su extremo de latumba, pues el aire viciado de allí abajo noresultaba demasiado adecuado para trabajar.Estaba comenzando a dudar que pudiéramosmeter toda aquella tierra de nuevo en el agujero

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una vez hubiéramos terminado. Entonces, lapunta de mi pala golpeó la tapa del ataúd.

—¡Dios mío! ¡Lo hemos conseguido! —gritó Ockham.

Procedí a apartar el resto de tierra de la tapadel ataúd.

—He estado aquí antes —le recordé—.Dejemos las celebraciones para cuandohayamos colocado la hierba encima de latumba.

—Sabias palabras —dijo una vozterriblemente familiar en el preciso instante enque la luz se hizo más tenue.

Alcé la vista y vi que había alguien detrás deFlorence, cuyos gritos de alerta habían quedadoamortiguados por la mano que le cubría la boca.

—¡Perry!—Buenas noches, caballeros.

¿Sorprendidos de verme?—He de admitir que sí —dijo Ockham con

aparente frialdad—. Pensábamos que la hélice

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del Great Eastern se había encargado de usted.Perry presionó su brazo contra la espalda de

Florence, obligándola a dar un paso adelante.No parecía haberse percatado de que íbamostotalmente desarmados, pues siguióparapetándose tras el esqueleto menudo deFlorence.

—Salté al río antes de que el casco deBrunel redujera el barco a astillas. Podríadecirse que la gente de valía siempre saleadelante, pero claro, usted también se salvó delincendio del astillero.

—Creo que la expresión más adecuada sería«El diablo sabe cuidar de los suyos» —añadí yocon amargura—. Es un maldito cobarde, Perry,escondiéndose tras otros, como es habitual.

Me apuntó con la pistola.—Bueno, como usted parece estar en

desventaja, creo que puedo dejar marchar a ladama. —Entonces le susurró a Florence al oído—. El más leve susurro y sus amigos son

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hombres muertos. ¿Comprendido?Florence asintió con la cabeza todo lo que

pudo.—Muy bien. Quédese allí y no se mueva.Todavía aferrada a la lámpara, Florence

retrocedió al extremo final de la zanja,deteniéndose justo encima de donde seencontraba Ockham.

—¿Y bien? ¿Dónde está el corazón,Phillips? Sé que todavía no lo han metido ahí.—Señaló con la pistola al ataúd bajo mis pies.

—¿Quiere decir que ha estado aquí todo eltiempo?

—El suficiente.—Y ha dejado que caváramos este maldito

agujero antes de hacerse presente.—Me pareció lo más sensato. Después de

todo, quizá haya servido de algo tanto esfuerzo.Al menos desde mi punto de vista.

—Va a matarnos, independientemente deque se haga con el corazón o no, ¿no es cierto?

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—Lo estoy considerando. ¿Dónde está, enla bolsa?

Asentí.Se agachó y abrió la bolsa sin apartar la

vista de mí y sacó el corazón envuelto en latela.

—Ahora cuanto tenemos que hacer esrecuperar los planos del torpedo de Russell yestaremos de nuevo en el negocio. ¿O deberíadecir, todo lo que tengo que hacer? Gracias a suactuación, lord Catchpole pronto colgará de unacuerda. La Corona persigue con vehemencia laalta traición.

Perry desenvolvió el objeto.—Impresionante, ¿no les parece?—Ha salido demasiado caro.—Casi nada.—Bastardo sin corazón.—Ya no —se mofó Perry mientras agitaba

el corazón delante de mí—. Dice que no tengocorazón, pero ¿qué hace usted poniendo en

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riesgo la vida de una mujer así?—No le haga daño, es Florence

Nightingale, por el amor de Dios.La miró de nuevo y sonrió de oreja a oreja.—No la había reconocido sin su uniforme.

¿Así que usted es la hija de WilliamNightingale? Su padre era un hombre muytestarudo. Se habría ahorrado muchosproblemas si hubiera vendido la fábrica por eldinero que se le ofrecía. Debió de encantarleque usted se fuera a la guerra.

—Sí, soy la hija de William Nightingale —dijo Florence con total naturalidad—. Pero hayquienes me conocen como «la Dama de laLámpara».

Entonces giró la cintura, estiró el brazo y lelanzó la lámpara. Cual estrella fugaz, elproyectil brilló al cruzar el cielo sobre micabeza. Perry intentó apartarse, pero le golpeóen el hombro izquierdo, donde se rompió enañicos del impacto y cayó al suelo. El

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queroseno escapó del depósito roto y prendióla mecha, lo que levantó una cortina de llamas.La conflagración momentánea hizo que Perryse acercara más a la tumba, momento queaproveché para cogerle del tobillo e intentartirarle. Pero cayó hacia atrás, lejos de mialcance. Tras haber perdido nuestraoportunidad, Ockham y yo trepamos por elagujero, algo que, dado nuestro cansancio, noresultó sencillo. Florence alcanzó a Perryprimero, antes de que este lograraincorporarse. Mientras intentaba auparme sobremis codos con una pierna estirada hasta elborde de la zanja, observé sin poder hacer nadacomo Florence intentaba quitarle la pistola.Perry la golpeó con la mano libre y Florencetambién cayó al suelo.

Con el hombro aún humeante, Perry se pusoen pie mientras yo luchaba por hacer lo propio.Me apuntó con la pistola y quitó el seguro.

—Voy a disfrutar con esto —dijo.

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Cerré los ojos y esperé a recibir elimpacto. Sonó un disparo y, cuando miré denuevo, Perry estaba tambaleándose hacia mí,soltando la pistola y llevándose una mano alpecho. Cayó de rodillas como si fuera a rezar ydespués se precipitó al suelo con las piernasplegadas bajo el peso de su cuerpo.

Corrí hacia Florence, que estaba temblando,pero no había resultado herida. Me arrodillépara acariciarle la cara cuando volvió en sí.

—Ha sido muy valiente.—¡Cómo se atreve ese hombre a

infravalorarme por ser una mujer!Miré a Perry, cuyo cuerpo parecía una

navaja plegada.—Creo que no va a infravalorar nada a partir

de ahora.La luz de la segunda lámpara, que seguía

donde Ockham la había dejado, quedómomentáneamente oculta por alguien que pasópor delante de ella.

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—¿Quién demonios anda ahí? —preguntóOckham, que ya estaba junto a mí.

Apenas si podía creer lo que vieron misojos cuando la figura se reveló bajo la luz de lalámpara.

—Ese, amigo mío, es Nathaniel Wilkie. —No sabía si reír o llorar—. Pensaba que estabaen América.

Caminé hacia él y me detuve junto a Perry.—¿Es ese el hombre que mató a mi padre?—El mismo —dije.Me miró y vi que sus rasgos infantiles se

habían tornado en el apuesto rostro de unhombre joven.

—No llegué a subir al barco. No podía irmesin más y dejar que salieran indemnes.

Ockham me pasó una chaqueta, que enrolléy coloqué debajo de la cabeza de Florence.

—¿Quiere decir que ha estado en Londrestodo este tiempo?

Asintió.

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—Aquí y allí. He estado vigilándolo. Sabíaque tarde o temprano usted me conduciría hastaellos.

Cuando me puse en pie, me di cuenta de queera mucho más alto que la última vez que lohabía visto.

—¡Así que es usted el que me ha estadosiguiendo por todo Londres!

Asintió de nuevo.—Y no ha sido nada fácil. Solo lamento no

haberlo hecho mejor. Quizá si hubiera estadoaquí durante su primera visita, las cosas habríanterminado más rápidamente.

Le puse una mano en el hombro.—Tonterías, Nate, le debemos la vida, y por

ello le estaremos eternamente agradecidos.Contuvo a duras penas la sonrisa y miró

hacia Perry una vez más.—Ha tenido lo que se merecía, eso es todo.

—A continuación extendió la mano hacia mí—.Ya puede quedársela de nuevo.

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Cogí la pistola de mi ángel de la guardia ypasé la mano por la inscripción grabada en elcañón. A mi padre le habría gustado ver que sehabía empleado para hacer el bien.

—Todavía queda trabajo por hacer. Esperoque nadie haya oído el disparo.

Florence intentó ponerse en pie.—No, quédese ahí y descanse. Ha hecho

más que suficiente y ahora tenemos ayuda.Bajé de nuevo a la zanja con cuidado de no

caer pesadamente sobre el ataúd. Ockham seofreció a sostener una lámpara atada al extremode una cuerda, pero le aseguré que no iba aquerer estar cerca de la tumba así que,siguiendo mis instrucciones, la colgó delmango de una pala que colocó cruzada sobre lazanja. Con ayuda de la palanca procedí a abrir latapa. Constaba de dos partes, así que centré miatención en la mitad que me daría acceso altorso del fallecido. La madera crujió y seastilló antes de que los clavos cedieran

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finalmente. Antes de abrir la caja saqué unpañuelo del bolsillo y me lo até sobre la boca ynariz. Con un último empujón de la palanca, lasbisagras al otro lado de la tapa chirriaron enprotesta cuando cedieron del todo.

Bien podía estar abriendo las puertas delinfierno de lo terrible que era el hedor quehabía liberado. A pesar de mis precariasprecauciones, el pernicioso miasma casi metumba y necesité algo de tiempo para controlarmis arcadas. A duras penas conseguí novomitar, pero me puse en pie, golpeando lalámpara al hacerlo. Le indiqué a Ockham queme pasara la bolsa, aprovechando ese momentopara subirme la máscara y tomar algo de airefresco. Pero incluso en el exterior el hedor eraterrible y Ockham se tapó la nariz cuando me lapasó.

Tardé algo de tiempo en encontrar unaposición viable que evitara que me cayera debruces al ataúd. Me puse de rodillas y cerní mi

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tronco superior sobre la apertura, apoyándomecon una mano enguantada en el borde astillado.Comprobé aliviado que la mortaja, que estabaennegrecida, cubría el rostro de Brunel, y yo notenía intención de mirar bajo ella, aunque lasdepresiones creadas por las cuencas de susojos dejaban poco espacio a la imaginación. Meconcentré en el torso y, tras sacar un bisturí dela bolsa, le hice una incisión, cortando a lolargo del esternón y las debilitadas costillas.

Cuando los órganos parcialmente licuadosquedaron expuestos, su hedor me golpeó denuevo, forzándome a subir una vez más a lasuperficie, donde respiré profundamente. Noera ajeno a la corrupción que se apodera delcuerpo humano tras la muerte, pero eso eracompletamente diferente. Estaba operando enlos límites de mi constitución.

—Deme el corazón —acerté a decirle conun grito ahogado a Ockham, cuya mano lecubría por completo la nariz y boca.

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Retomé mi trabajo, la causa de todos losproblemas descansando entre mis piernas e,incapaz de pensar en otro instrumento másapropiado, cogí la palanca y la usé para abrirmepaso por la cavidad de su pecho. Utilizándola demanera similar a como había hecho para abrir elataúd, empujé con la palanca primero a un ladoy después al otro, abriendo un agujeroconsiderable entre las costillas y el esternón.Extraer los órganos sería tan imposible comoinnecesario, así que saqué el corazón de suenvoltura y, sin pensármelo dos veces, lo metípor entre el agujero. Cuando retiré la palanca,el agujero de la cavidad se redujo, pero aun asítuve que presionar las costillas con la manopara cerrarlo del todo. No estaba muy segurode cómo terminar la operación, así que cubrí laherida y el resto del pecho con la tela que habíaenvuelto el corazón.

Habría sido apropiado decir algunaspalabras, pero tal como estaban las cosas me

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limité a tocarle la frente a Brunel, cerrando losojos por un instante antes de bajar con cuidadola tapa. Tras quitarme los guantes llenos detierra y tirarlos a la tumba, le pasé la bolsa aOckham. Nate y él, cogiéndome cada uno de unbrazo, me sacaron del agujero.

—Coloquen de nuevo la tierra —fue todolo que acerté a decir mientras me alejabatambaleante de la tumba. Me alegró ver queFlorence estaba de nuevo en pie y en esosmomentos fue ella la que se preocupó por miestado mientras yo me sentaba en el borde deuna losa y recobraba poco a poco lacompostura.

Ockham y Nate se pusieron a trabajar con lapala, echando la tierra de nuevo al agujero.Nuestro nuevo recluta realizaba la tarea con elvigor de su juventud, por lo que no le costócoger el ritmo e ir el triple de rápido queOckham. Cualquier duda que pudiera habertenido acerca de nuestra capacidad para cubrir

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de nuevo el ataúd se evaporó rápidamente.—¡Paren! —grité, un tanto sorprendido por

la rapidez con que la montaña de tierra estabadesapareciendo. Corrí hacia el cuerpo de Perryy comprobé si tenía pulso—. Nate, cójalo porlas piernas.

Nate metió los brazos debajo de las rodillasdobladas de Perry y yo lo cogí de los brazos. Sucabeza quedó colgando contra mi regazo.Caminando hacia atrás, encabecé la marchahacia la tumba. Tan pronto como Nate estuvo enposición, tiramos el cuerpo, que aterrizó conun golpe sordo sobre la capa de tierra que enesos momentos cubría el ataúd. Cogí la pala deOckham y lancé una pala llena de tierra alcuerpo.

—Polvo eres y en polvo te convertirás —dijo Ockham con una sonrisa.

Nate se unió y pronto otro palmo de tierracubrió la zanja.

Ockham se acercó sigilosamente a la tumba

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y miró al interior.—Confío en que estuviera muerto.—Bueno, si no lo estaba, ya lo está.Ockham pareció horrorizado.—Dios mío, doctor. ¡Recuérdeme que no

acuda a usted si me encuentro mal! —Acontinuación se echó a reír y cogió la pala denuevo.

Media hora después el agujero habíadesaparecido y el único problema era elconsiderable volumen de tierra que quedabasobre la lona, puesto que el cuerpo de Perryhabía reducido el espacio disponible de maneraconsiderable.

Me apoyé en la pala y dije lo que enaquellos momentos era más que obvio:

—No vamos a conseguir echar toda, perotenemos que deshacernos de ella como sea.

Nate soltó su pala.—Vuelvo en un segundo —dijo antes de

echar a correr. Poco después escuchamos un

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chirrido que rápidamente se tornó más cercano.El joven reapareció con un carro que pedía agritos un poco de aceite—. Hay un agujero allílisto para un enterramiento; casi me caigo en élal venir aquí. Nadie se va a percatar si laenorme montaña de tierra está un poco máselevada mañana.

—Este chico es un enviado del Señor —dijo Ockham, y no pude estar más de acuerdo.

Mientras colocábamos la hierba de nuevo,Nate, tan fresco como al inicio, llenó el carro yse adentró en la oscuridad con él. Florencedobló la lona y, justo cuando yo estaba a puntode ordenar nuestra retirada, insistió en que nosreuniéramos alrededor de la tumba einclináramos la cabeza. Ella sí fue capaz deencontrar las palabras que yo no pude hallarmientras estaba en la tumba, y rezó en silencio,haciendo una sentida referencia a William, aquien se le había negado la posibilidad de teneruna tumba y un funeral.

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Una vez hubimos concluido, trepamos porel muro y suspiramos aliviados al ver que Sallyseguía esperándonos.

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Capítulo 38

SI había esperado tener una noche libre depesadillas, la decepción iba a ser enorme. Medormí tan pronto como mi cabeza tocó laalmohada e inmediatamente me encontré enaquel lugar tan familiar, buscandodesesperadamente a mi compañero de celda.Todo estaba igual que antes: las calderas, elcandente metal y el aire sofocante. Pero notenía sentido decepcionarme: todo estaba comosiempre había estado y como siempre estaría.

O al menos eso parecía. Mas, después de nosabría decir cuánto tiempo, se produjo uncambio y un nuevo tramo del laberinto de metalse reveló ante mí. Me arrastré por un estrechotúnel, sumamente conocido, pero me topé conuna trampilla en el muro que no había vistoantes. Giré el pomo y abrí la diminuta puerta,

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cuyas bisagras me llevaron al espacio que habíaal otro lado.

Me estrujé todo lo que pude para entrar ysalí a un compartimento mucho más grande.Logré ponerme en pie, ya suficiente alivio depor sí, y alcé la vista: había un hueco, rodeadopor cuatro paredes y con una escalera que sealzaba sobre mi cabeza. Tan alto era que nopodía distinguir la parte superior, y la escaleradesaparecía en una oscuridad que se asentabacual nube baja a una altitud indeterminada.

No deseaba en modo alguno regresar alatroz y estrecho espacio que había dejado atrás,así que no me quedó otra opción que subir porla escalera. Como siempre ocurría, el metalestaba incómodamente cálido al tacto.

Subí, mano sobre mano, pie tras pie. En unpunto me detuve y, al bajar la vista, descubríque el suelo había quedado reducido a undiminuto e iluminado cuadrado de dondesobresalía la trampilla abierta. Entonces, el

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ascenso a la oscuridad prosiguió, hasta un puntoen el que me era imposible verme las manos,por no hablar del suelo tan alejado de mí.

Jamás me planteé poder caerme de lasescaleras, ni siquiera cuando los brazos ypiernas comenzaron a dolerme. Como seguíasin vislumbrar el final de mi ascenso, medetuve una vez más, agarrándome con una manoy luego con otra para intentar que volvieran a lavida. Fue entonces cuando a una ligeravibración de la escalera le sucedió el sonido dealguien subiendo detrás de mí. Doblé misesfuerzos y seguí subiendo.

Por primera vez, que pudiera recordar, elmetal ya no estaba caliente, ni siquieratemplado. Me detuve un instante para disfrutarde la sensación y escuché una vez más elsonido de pies golpeando los travesaños pordebajo de mí. La bajada de la temperatura medio fuerzas renovadas y continué subiendo.

Seis metros más y mi mano, elevada para

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alcanzar el siguiente travesaño, se topó conalgo que le obstruía el paso. Allí, justo encimade mi cabeza, una especie de escotilla indicabael final superior de la escalera. Encontré lamanija y bajé un par de travesaños, por si laescotilla se abría hacia dentro y no hacia fuera.Descorrí el pasador. No ocurrió nada así que,subiendo un travesaño, presioné con el hombroy, estirando las rodillas, presioné hacia arribatodo lo que pude. La escotilla cediótrabajosamente y comenzó a abrirse haciafuera.

La luz se filtró por entre una rendija. Prontose ensanchó, hasta que la luz del día me cubriópor completo cuando la trampilla cayó haciaatrás sobre sus bisagras. La fresca brisaacarició mi cabello y aplacó el escozor de misojos. Subí un peldaño más y fue suficiente parasacar cabeza y hombros, desde donde pude verla cubierta extenderse ante mí. Saqué los brazosy salí de la escotilla. Me tumbé boca arriba y

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contemplé los mástiles y, tras ellos, el cieloazul.

Con las piernas temblorosas me dirigí haciala barandilla y desde allí contemplé el mar, tancalmo y azul como el cielo. Las lágrimas caíanpor mis mejillas. Me volví en el instante en queOckham ascendía por la escotilla. Me acerquéun paso y descubrí las blancas córneas de susojos resaltando en su rostro ennegrecido por elpolvo del carbón. Ockham agarró mi mano ycon un último esfuerzo logró salir y colocarsejunto a mí en la cubierta. Él también seencontraba al borde del colapso, así que lollevé hasta la barandilla, donde podría apoyarse,y allí permanecimos, codo con codo,observando a las gaviotas trazar arcos sobre lasaguas.

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Epílogo

POR primera vez en meses, me despertédescansado y listo para afrontar el día. Lapesadilla nunca más persiguió mis sueños,aunque en ocasiones sí me encontré en lacubierta del enorme barco, empapándome delaire del mar y estirando las piernas sobre suvasta cubierta.

Quizá debería considerar este un final felizpara mi historia, pero no todo salió como yohabría querido. Me habría gustado decir que miamor hacia Florence floreció, pero siempresupe que nunca podría resultar. Aunque nodudaba que ella también me quisiera, sudevoción por el trabajo ya era matrimoniosuficiente para ella. Un año después de suapertura, la escuela de enfermería es un gran

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éxito y ella es como una madre para todas susestudiantes.

Vi a Tarlow una vez más. El Terrier estabade lo más agradecido por el hueso que le habíalanzado y vino en mi busca para agradecerme elchivatazo de Catchpole y para decirme quehabía sido nombrado inspector jefe por el papelque había desempeñado en aquel asunto. Trasnuestra breve conversación, seguí sin conocercuánto sabía de mi implicación en el caso delos «ángeles del río», aunque sin duda eramucho más que lo que sabían los periódicos,que habían acuñado ese término cuando lahistoria de los cadáveres en el Támesis se hizofinalmente pública. El muy ladino se llevó todoel mérito de la resolución de ese caso también.

Mi carrera profesional no capeó eltemporal tan bien. No cabía la posibilidad deregresar al hospital, no después de todo lo quehabía ocurrido. Quizá si le hubiera rogadoclemencia a Brodie, este me habría aceptado

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cual hijo pródigo, pero aquel lugar merecordaba demasiadas cosas, había demasiadosfantasmas allí.

Así que regresé a la casa de mi padre y mehice cargo de su consulta el tiempo suficientecomo para asistir en el parto de mi hermana,que puso a su hijo mi nombre. Pero mi ritmo devida era demasiado lento y pronto deseécambiar de aires. Al principio intenté hacercaso omiso de mis ansias pero, con el tiempo,estas se apoderaron por completo de mí.

Para gran aflicción de Lily, aunquefinalmente me dio su bendición, salí del país abordo del Great Eastern desde los muelles deLiverpool y llegué a Nueva York diez díasdespués. Durante el viaje vi en ocasionespuntuales a Ockham, que salía a tomar aire de lasala de máquinas, donde su puesto de ingenierodel barco le mantenía voluntariamenteconfinado la mayor parte del tiempo. En esasraras oportunidades en que coincidíamos, las

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palabras parecían por algún motivo superfluas ypor ello siempre nos limitábamos a asentirnosantes de regresar a nuestros asuntos.

Había transcurrido menos de un año desdemi llegada a Nueva York y gracias a mi destrezay conocimientos no había tenido problemaspara ganarme la vida. Pero pronto me cansé deuna metrópolis que quizá me recordabademasiado a Londres, así que me dispuse aviajar, prestando mis servicios en ciudadespequeñas que en ocasiones hacían que mipueblo pareciera una ciudad en comparación.

No mucho después, la guerra que Catchpolehabía predicho comenzó y volvió a la nación encontra de sí misma. Soldados vestidos de grisluchaban contra soldados vestidos de azul; losvecinos se llamaban enemigos entre sí y lasbatallas devoraban todo a su paso.

Aunque Catchpole no estuvo allí para verlo,pues se suicidó días antes de que se celebrarasu juicio, el Norte impuso un bloqueo marítimo

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a los puertos confederados pero, a pesar de susesfuerzos, la exportación de algodón no cesóen modo alguno.

Sería mejor dejar para futuros historiadoresla cuestión de si el torpedo de Russell,propulsado por el mecanismo de Brunel, habríacambiado la historia o no, pero lo que sí escierto es que habría habido mucho mássufrimiento hasta que la guerra hubiese tocadoa su fin.

Durante un tiempo intenté evitar loscombates, pero soy hijo de mi padre, así queaquí estoy, vestido con el uniforme de cirujanodel ejército de la Unión, operando a otra pobrevíctima más de la atroz matanza que el día deayer tuvo lugar en los bancos de Bull Run,cerca del enlace de Manassas. La batalla no nosfue favorable y el ejército, junto con aquellosciviles lo suficientemente estúpidos como parapensar que las refriegas son un espectáculodigno de contemplar, fue perseguido casi hasta

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la ciudad de Washington.Pero este no es otro rostro anónimo

tendido ante mí con una bala alojada en elcostado. Este rostro sí lo conozco. Sucompañero de armas me dijo que Nate habíasido de los primeros en alistarse a su compañía,movido por su insaciable sed de aventuras traslas experiencias vividas en Inglaterra.

Extraerle la bala no ha supuesto demasiadoproblema, pero que sobreviva o no a lainfección, que se lleva a tantos de estosjóvenes, queda ahora en manos de los dioses.En uno de mis descansos he cogido un ejemplarde la semana pasada del New York Times que,en ausencia de su homónimo, leo en cuantotengo ocasión. Entre las noticias de la guerra,que poco se parecen a la terrible realidad, otrahistoria ha llamado mi atención: «Recuperadodel río Hudson el cuerpo de una mujer». No lehabría dado mayor importancia de no ser por lasiguiente línea: «Órganos extraídos. La policía

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busca a un lunático».Mientras tanto, a miles de kilómetros al

este, la enorme embarcación de Brunel sigue surumbo a todo motor. Lo sé, puedo sentir elresonar de los motores en mi corazón.

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