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Colección LO REALdirigida por Jorge Carrión

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M ARK DANNER

MASACRE

L A GUERR A SUC IA ENEL SALVADOR

T R A D U CC I Ó N D ERO CÍ O G ÓM E Z D E LOS R I SCOS

BARCE LONA MÉX ICO BUENOS A IRES NUEVA YORK

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A Sheila

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NOTA DEL AUTOR

Casi todas las entrevistas previas a la redacción de este libro se realizaron du-rante un viaje a El Salvador en noviembre de 1992 y varios a Washington durante los tres meses siguientes. A los individuos que vivían en lugares más lejanos los entrevisté por teléfono; así ocurrió con Todd Greentree, por aquel entonces responsable de asuntos políticos en la embajada de Katmandú, y con el coronel John McKay, luego destinado a la sede de la otan en Bruselas. El úni-co personaje clave que se negó a hacer declaraciones fue Deane Hinton, antiguo embajador estadounidense en El Salvador y, después, en Panamá. El gabinete de prensa del Ejército salvadoreño no prestó ninguna colaboración significati-va, pero algunos oficiales accedieron a hablar conmigo cuando me puse en contacto con ellos, los menos abiertamente y la mayoría de forma confidencial.

El objeto de las notas a pie de página no es ofrecer un registro exhaustivo de las fuentes, sino complementar el relato y proponer nuevas lecturas a quienes estén interesados en El Salvador y Centroamérica en general.

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1.

LA EXHUMACIÓN

Cuando viajas a las cumbres de Morazán envuelto en la lumino-sa claridad del aire, ya cerca de la frontera conHonduras, cruzasel río Torola por un estrecho puente de madera cuyos tablonescrujen al paso de las ruedas y te adentras en la más violenta delas antiguas zonas rojas salvadoreñas (ése era el término que em-pleaban los militares durante la larga década de guerra civil).Tras un rato de ascenso abandonas el castigado asfalto para con-tinuar varios kilómetros por un áspero camino de tierra quebordea una ladera recorriendo poblaciones en ruinas que lenta ypenosamente regresan a la vida. Entre ellas hay una aldea, aho-ra apenas un montón de escombros, que la naturaleza se apre-sura a recuperar: los muros de adobe se agrietan y desmoronanabriéndose a una invasión de hierbajos alimentada por los agua-ceros de la tarde y la espesa niebla nocturna del valle.Cerca deallí, en los pueblos tanto tiempo deshabitados, se aprecian indi-cios de vida, incluso en Arambala, como a un kilómetro y me-dio, con su amplia plaza cubierta de hierba rodeada por edificiosderrumbados y dominada, donde una vez hubo una hermosaiglesia, por un campanario acribillado a balazos y un arco den-tado de adobe que se alzan contra el cielo: un niño lleva unavaca baya atada a una cuerda; un hombre con gorra y vaqueroscamina fatigado cargando madera a sus espaldas; tres niñas seasoman de puntillas tras la barandilla de un porche y sonríen aun coche que pasa.Pero si sigues por el camino pedregoso, que serpentea y

se retuerce por el bosque, en pocos minutos entras en un granclaro y, allí, todo está tranquilo. Nadie ha vuelto a El Mozote.Vacío y salpicado por la luz del sol, el lugar sigue siendo es-

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La zona roja de Morazán en .

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pantoso,* comomedijo estremecido un joven guerrillero que pa-trulló por aquí durante la guerra: espeluznante, pavoroso, horri-ble. Después de echar un vistazo, seis estructuras (sin techo, sinpuertas y sin ventanas,medio engullidas por lamaleza) apuntana una cierta pauta: las cuatro ruinas de la derecha debieron dedelimitar la calle principal, la quinta, el principio de un carril la-teral y, en el lado opuesto de un claro, a pesar de que no se veiglesia alguna, debió de haber una plaza pública, ahora apenasun montículo irregular, una especie de plataforma de tierra casiinvisible debido a una granmaraña demaleza ymatorrales.En este tranquilo claro, a mediados de octubre de ,

irrumpió un convoy de todoterrenos y camionetas de los quese apearon una veintena de desconocidos. Algunos de estoshombres ymujeres (la mayoría, jóvenes vestidos demanera in-formal, con camisetas y vaqueros o pantalones de trabajo) co-menzaron a tirar al suelo polvoriento un brillante amasijo demachetes, picos y azadas. Otros se situaron alrededor del mon-tículo, consultaron portafolios, cuadernos y mapas y escudri-ñaron los altosmatorrales. Finalmente, agarraron unosmache-tes y empezaron a cortar las malas hierbas, teniendo cuidadode no arrancar ninguna, no fuera que el movimiento de las raí-ces alterase lo que había debajo. Poco a poco, mientras corta-ban y talaban bajo el sol de lamañana, descubrieron una parce-la de tierra de color marrón rojizo y en poco tiempo dieron conuna pequeña elevación que sobresalía varios centímetros delsuelo, como un promontorio inclinado apenas sustentado porun murete de piedra.Clavaron estacas en el suelo y delimitaron el terreno con cinta

de color amarillo brillante para después dividirlo en cuadrículascon cuerda; sacaron cintas métricas, reglas y niveles para anotar

* Las palabras o frases marcadas con letra cursiva aparecen en castellano en eltexto original.

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susmedidas y trazar sus contornos. Y entonces empezaron a ex-cavar. Primero removieron la tierra con azadas, la sacaron conpalas, la pusieron en cubos de plástico y fueron echándola enuna criba lo suficientemente grande comopara que fueran nece-sarias varias personas para agitarla. A medida que excavabanmás hondo, cambiaban las herramientas por otrasmás pequeñasy precisas: palas de mano, paletas, cepillos, recogedores, ceda-zos... Poco a poco y con cuidado, excavaron y cribaron, abrién-dose camino a través de los varios centímetros de tierra y restosde adobe (vestigios de las paredes de una construcción) y, al ter-minar el segundo día, encontraron astillas de vigas de madera yfragmentos de tejas, ahora ennegrecidos por el fuego, que ha-bían formado parte del techo. Después, al final de la tarde deltercer día, sentados en cuclillas para apartar las partículas depolvo rojizo con pequeños pinceles, empezaron a emerger de latierra formas oscuras que parecían fósiles incrustados en piedray pronto advirtieron que se habían topado, en la esquina norestede la sacristía en ruinas de la Iglesia de Santa Catarina de El Mo-zote, con los cráneos de quienes antaño habían orado allí. Aplas-tados por los ladrillos desprendidos, tras once años de sueñobajoel suelo ácido, aquellos cráneos estaban teñidos de un pálidomarrón café con leche, pero no había duda de su procedencia.Para la tarde siguiente, los trabajadores ya habían descubiertoveinticinco y, excepto dos, todos era cráneos de niños.Ese mismo día, los jefes del equipo (cuatro jóvenes expertos

del Equipo Argentino de Antropología Forense,* de reputación

El Equipo Argentino de Antropología Forense nació en Buenos Aires, en, durante la exhumación de las fosas comunes de quienes «desaparecie-ron» a lo largo del mandato de las juntas militares. En febrero de , invita-dos por la organización de derechos humanos salvadoreña Tutela Legal, cuatromiembros el equipo (Mercedes Doretti, Claudia Bernardi, Patricia Bernardi yLuis Fondebrider) viajaron a El Salvador. En octubre, los cuatro fueron nom-brados «asesores técnicos» de la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas.

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mundial por haber exhumado fosas en Guatemala, Bolivia, Pa-namá e Irak, así como en sus propios países) montaron en sutodoterreno blanco y fueron por el camino que salía de El Mo-zote. Despacio, atravesaronArambala saludando a las niñas son-rientes que estaban de puntillas en el porche y salieron a la callenegra, que trazaba su recorrido hacia arriba por la columna ver-tebral de la zona roja, extendiéndose hacia el norte desde SanFrancisco Gotera hasta el pueblo de Perquín, bastante cerca dela frontera hondureña. En la calle negra, los argentinos gira-ron a la izquierda, como hacían todas las noches, para dirigirsehacia Gotera, pero esa vez, después de conducir más allá de losirregulares cerros con plantaciones de sorgo, maíz y agave (unarbusto espinoso con aspecto de cactus que parece una marañade pelo verde oscuro) y de pasar los edificios bajos de maderaque albergaban la fábrica de botas y el taller de artesanía, asícomo los otros establecimientos que los exiliados habían traídoconsigo desde los campos de refugiados de Honduras hacía dosaños, pararon delante de una pequeña casa. Se trataba, en rea-lidad, de una cabaña hecha con restos de madera y láminas dechapa situada entre bananeros, a unos catorce metros de la ca-rretera. Salieron del vehículo, saltaron la alambrada de espino(había una especie de entrada hecha con un tronco en forma detenedor) y llamaron a alguien. Enseguida apareció por la puerta

Cuando por fin empezaron a excavar, después de una serie de frustrantes retra-sos, el Instituto de Medicina Legal de El Salvador y la Unidad de InvestigaciónEspecial enviaron a varios técnicos para que los ayudaran. Los restos se lleva-ron a un laboratorio situado a las afueras de San Salvador, donde un equipo fo-rense estadounidense dirigido por Clyde Snow (reconocido experto que parti-cipó en la creación del equipo argentino) examinó las muestras. Los textoscompletos están a disposición del lector en «Documentos», al final del libro.Para saber más sobre los antropólogos, véase el informe anual del Equipo Ar-gentino de Antropología Forense de (, Buenos Aires, ), espe-cialmente las páginas -.

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unamujer demediana edad, fornida, con pómulos altos, rasgosmarcados y muchísima dignidad. Los argentinos le contaronsus hallazgos. La mujer escuchó en silencio y, cuando termina-ron, se detuvo y habló: «¿No les dije? —preguntó—. Si sólo se oíaaquella gran gritazón».Durante once años, Rufina Amaya Márquez había sido la

testigo más elocuente de lo que había sucedido en El Mozote,pero, a pesar de haber contado su historia una y otra vez, lamayoría de la gente se había negado a creerla. En el mundo po-larizado e inhumano de El Salvador en tiempos de guerra, laprensa y la radio ignoraron lo que Rufina tenía que decir comosolían ignorar los incómodos relatos sobre cómo el Gobiernoestaba gestionando la guerra contra los rebeldes izquierdistas.

Al final de la tarde del tercer día, sentados en cuclillas para apartar las partículasde polvo rojizo con pequeños pinceles, empezaron a emerger de la tierra formasoscuras que parecían fósiles incrustados en piedra y pronto advirtieron que sehabían topado, en la esquina noreste de la sacristía en ruinas de la Iglesia de San-ta Catarina de El Mozote, con los cráneos de quienes antaño habían orado allí.

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Y, para los destinados a saber lo que pasó en El Mozote (los re-beldes salvadoreños y los posibles campesinos simpatizantes),los testimonios directos bastaban.Sin embargo, en Estados Unidos, la versión de Rufina de lo

que había sucedido en El Mozote apareció en las portadas delWashington Post y el New York Times, coincidiendo con el amargodebate en el Congreso sobre si debían retirarse las ayudas al ré-gimen salvadoreño, tan desesperado que, al parecer, había re-currido a los más salvajes métodos de guerra. El Mozote parecíaencarnar esos métodos y, en Washington, la historia condujo alclásico debate de finales de la Guerra Fría entre quienes soste-nían que, dados los intereses geopolíticos en Centroamérica,Estados Unidos no teníamás remedio que brindar su apoyo a unrégimen «amigo», a pesar del posible descrédito, ya que la al-

Durante once años, Rufina Amaya había contado lo que pasó en El Mozote atodo aquel que quisiera escucharla, pero el Gobierno de Estados Unidos se negó

a creerla.

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ternativa (otra posible victoria comunista en la zona) era clara-mente peor, y quienes insistían en que el país tenía que estardispuesto a lavarse lasmanos frente a lo que se había convertidoen una luchamoralmente corrupta. La historia de Rufina llegó aWashington justo cuando las primordiales preocupaciones deseguridadnacional en cuanto a la Guerra Fría discrepaban (de unaforma tan clara y patente que no se repetiría en cuatro décadas)del noble respeto a los derechos humanos.La libertad de prensa no se cuestiona en Estados Unidos: se

informó sobre El Mozote, se habló de la historia de Rufina yse intensificó el acalorado debate en el Congreso, pero la Admi-nistración republicana, bajo la presión de sus deberes con la se-guridad nacional, negó que existieran pruebas fiables de unamasacre y el Congreso, tras denunciar una vez más los abusoscriminales del régimen salvadoreño, acabó aceptando la «ga-rantía» de la Administración de que su aliado estaba haciendoun «esfuerzo coordinado significativo para respetar los dere-chos humanos internacionalmente reconocidos». Las ayudascontinuaron y, al poco tiempo, aumentaron.A principios de , cuando finalmente se firmó un acuerdo

de paz entre el Gobierno y los guerrilleros, los estadounidenseshabían invertido más de cuatro mil millones de dólares en la fi-nanciación de una guerra civil que duró doce años y acabó con lavida de setenta y cinco mil salvadoreños. Para entonces, comocabía esperar, hacía ya tiempo que la amarga lucha por El Mozo-te había quedado relegada al olvido. Washington miraba haciaotros lugares y otros asuntos y lamayoría de los estadounidenseshacía tiempo que se habían olvidado de El Salvador, pero aquellamasacre bien puede haber sido la mayor en la historia modernade Latinoamérica. El hecho de que en Estados Unidos llegara aser conocida y de que saliera a la luz para después dejarla caer enla oscuridad convierte la historia de El Mozote (cómo llegó a su-ceder y cómo se olvidó) en una gran parábola de la Guerra Fría.

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