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Oksa Pollock y El Descubrimiento de Edefia

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Oksa Pollock y el descubrimiento de Edefia

Anne Plichota y Cendrine Wolf

Traducción de Juan Camargo

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No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)

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Título original: Oksa Pollock. L’inespérée

© XO Éditions, 2010© por la traducción, Juan Camargo, 2011© Editorial Planeta, S. A., 2011

Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

Primera edición: junio de 2011Depósito Legal: B. 19.692-2011ISBN 978-84-08-10209-0ISBN 978-2-84563-460-2, XO Éditions, 2010Composición: Zero preimpresión, S. L.Impresión y encuadernación: CAYFOSA (Impresión Ibérica)

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel ecológico

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1Prólogo

Con un chico se hubiese descartado toda posibilidad.

La menor esperanza se hubiese esfumado...

Conmocionado, Pavel Pollock se levantó con cierta brusque-dad y, para ocultar su turbación, se inclinó por encima de la cuna en la que dormía una minúscula niñita. Su niñita. Aque-lla sobre la que iba a recaer todo el peso; lo sabía y ya su-fría por ello. Una sombría exaltación llenaba su corazón y sin embargo sus ojos brillaban por la dicha de haberse con-vertido en padre. Con la mirada repleta de lágrimas, se vol-vió hacia su mujer. Marie Pollock le sonrió. ¿Lograría algún día ser menos ansioso? ¿Menos atormentado? Aunque en lo más profundo, tenía que reconocer que era así como ella lo amaba...

De pronto, un grito procedente de la cuna los hizo sobre-saltarse. La niñita acababa de manifestarse con una potencia sorprendente. Con los ojos abiertos de par en par, trataba de incorporarse sobre sus brazos débiles y arrugados. Pero a pe-sar de su férrea determinación, su cabeza cubierta de sedosos mechones castaños volvía a caer sistemáticamente sobre la al-

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mohada. Su padre se acercó y, con el corazón en un puño, se propuso cogerla en brazos.

—¿Está bien así? ¿No soy demasiado torpe? ¿No le hago daño? —le preguntó a su mujer, con el ceño fruncido.

—No te preocupes, lo haces muy bien... —le respondió con despreocupación—. ¡Vaya, mira quién viene! ¡Hola, Dragomira!

Todo lo que hacía la madre de Pavel se distinguía por una cierta exuberancia y aquel día no era una excepción; desapa-recida detrás del ramo de flores más fantástico que jamás se hubiese visto, Dragomira llevaba además bolsas de todos los colores llenas de regalos, que dejó en cuanto vio al bebé en brazos de su hijo.

—¡Oksa! —exclamó—. ¡Por fin despierta, mi princesa! ¡Qué feliz soy, hijos míos! —les gritó a Marie y a Pavel besando a ratos a una y a ratos a otro.

—Ejem, creo que hay que cambiarle el pañal... —hizo notar Pavel, aterrado ante la idea de que la tarea le tocase a él.

—¡Ya me encargo yo! —se precipitó Dragomira—. Por supues-to, si me lo permites, Marie... —añadió implorándoselo con la mirada.

Pocos segundos después, la pequeña Oksa se agitaba sobre el cambiador mientras su abuela se peleaba con la ranita. Pa-vel, a su lado, supervisaba atentamente cada gesto. Nada se le escapaba.

—Oksa... Nuestra Inesperada... —murmuró Dragomira con un susurro casi inaudible.

Pavel se estremeció. Una sombra oscureció su rostro con-trariado. Dejó que su madre terminara de vestir al bebé, y lue-go le pidió que lo siguiese hasta el pasillo de la maternidad.

—¡Mamá! —soltó con rabia entre dientes—. No has podido evitarlo, ¡es más fuerte que tú! Si crees que no te he oído...

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—¿Qué has oído, mi querido Pavel? —preguntó Dragomira clavando sus ojos azules en los de su hijo.

—Sé lo que piensas. ¡Sé lo que tenéis todos en mente! ¡Pero vuestra esperanza se basa en una probabilidad que no es más que aire!

—Un poco de aire les puede resultar muy útil a los barcos para permitirles atravesar los mares... —le replicó Dragomira con voz queda—. Nunca abandonaremos la esperanza, Pavel, nunca...

—No te llevarás allí a mi hija —recalcó Pavel apoyándose en la pared—. No te dejaré hacerlo, ¡métetelo en la cabeza! Soy su padre y quiero que mi hija crezca con normalidad. Con la mayor normalidad posible... —se corrigió, con el ros-tro crispado.

Sin más palabras, ambos se quedaron mirándose con des-dén en el pasillo del hospital, ignorando a las enfermeras que pasaban a su lado observando a hurtadillas a esa mujer y a ese hombre que se desafiaban, con dientes apretados. Estuvieron así largos minutos, concentrados en la mirada del otro, inten-tando convencerse mutuamente. Fue Dragomira quien rom-pió el tenso silencio:

—Mi querido hijo, te quiero en lo más profundo de mi cora-zón, pero te recuerdo que, como nosotros, estás unido a nues-tra Tierra. Y que, lo quieras o no, Oksa también lo está... No puedes hacer nada contra eso. Si existe una posibilidad, inclu-so ínfima, de regresar a casa, estate seguro de que la aprove-charemos. ¡Se lo debemos a los que se quedaron y viven bajo el dominio del Mal desde el Gran Caos!

—Mi querida mamá —replicó Pavel con una animosidad que le costaba contener—, te respeto, pero ignoras lo que sería capaz de hacer para que mi hija se quede fuera de todo

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eso. Hay que olvidar, ahora es demasiado tarde. Todo ha acabado.

—Me temo que el destino es más fuerte que todos nosotros, Pavel —concluyó Dragomira con una firmeza que le sorpren-dió a ella misma—. Por mucho que nos duela, será sólo él quien decida...

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1Movilización en todas las Plantas

Trece años más tarde. Bigtoe Square. Londres.

Oksa se abrió camino entre las cajas de mudanza para alcan-zar mal que bien la ventana de su cuarto. Subió la persiana y apoyó la nariz contra el cristal frío. Con aire inseguro, trató de fijar su atención en la agitación matinal que reinaba en la pla-za. Luego lanzó un enorme suspiro.

—Bigtoe Square... Voy a tener que habituarme... —murmu-ró, con sus ojos gris pizarra perdidos en el gentío.

La familia Pollock —primera, segunda y tercera genera-ción— había dejado París por Londres pocos días antes en lo que se parecía mucho a un arrebato de Pavel Pollock, el padre de Oksa. Después de horas de conciliábulos de los que Oksa había sido apartada, Pavel había anunciado oficialmente la noticia con su gravedad acostumbrada. Durante diez años, ha-bía ocupado el puesto de chef en un reputado restaurante pa-risino, pero hoy tenía por fin la ocasión de abrir su propio lo-cal. En Londres. Ese detalle había sido pronunciado en un tono casi anodino y, en aquel momento, Oksa creyó no haber comprendido bien.

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—Quieres decir... Londres... ¿en Inglaterra? —había pre-guntado después de unos segundos de duda.

Su padre había asentido con una aparente satisfacción, pero poco después percibió la estupefacción de su hija. Por supuesto, si su mujer y la niña se negaban a mudarse, respeta-ría su elección... Aunque fuese una ocasión ideal.

—¡Una ocasión que no se presenta sino una vez en la vida de un hombre! —había insistido, pesado.

Marie Pollock no había tardado mucho en reflexionar. Su marido estaba muy angustiado últimamente y pensó que un cambio radical sería sin duda beneficioso para toda la familia. En cuanto a Oksa, ¿tenía algo que decir? A los trece años no se puede decidir nada. Francamente no tenía ganas de dejar París y todavía menos a su abuela y a su mejor amigo, Gus. Nunca podría vivir sin ellos. Pero cuando sus padres le aclara-ron que Dragomira y la familia Bellanger los seguirían a Lon-dres, Oksa había saltado de alegría. ¡Todos aquellos a los que amaba formaban parte de la aventura!

Después de haber observado distraídamente la circulación en torno a la plaza, Oksa dejó la ventana y se dio la vuelta. Con las manos sobre las caderas, miró a su alrededor lanzando un largo silbido.

—Bah... ¡Vaya jaleo! ¡Van a hacer falta meses para deshacer todo esto! Qué rollo...

En cada habitación, docenas de cajas invadían el poco espa-cio que no había sido ocupado ya por los muebles. La vivienda era mucho más pequeña que la de París, pero los Pollock habían tenido la increíble suerte de encontrar una casa victoriana típi-camente inglesa de ladrillo rojo, con un césped elevado, un mi-rador y un patio microscópico cerrado por una verja de hierro forjado que dejaba ver las ventanas del sótano. Los dos prime-

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ros pisos los ocupaban Oksa y sus padres; el tercero, su abuela Dragomira, que había vivido siempre con ellos, hasta donde Oksa alcanzaba a recordar. Alzó los ojos hacia el techo.

—¿Qué estará haciendo Baba?1 ¿Está saltando a la cuerda o qué? Bueno, ¡a lo mejor tendría que prepararme si no quiero llegar tarde! —se dijo, dirigiéndose hacia el ropero—. Llegar tarde el primer día de colegio, ¡ya no me faltaría más que eso! El horror total...

En el piso de arriba, donde se alojaba Dragomira Pollock, la atmósfera tenía un carácter mucho menos ordinario. Reinaba un desorden absoluto en el salón barroco cubierto con ornamentos dorados. La culpa era de las criaturas mágicas que parecían riva-lizar en malicia para ponerlo todo patas arriba. Unos pájaros dorados muy pequeños resultaron ser activos colaboradores... Después de alegres vueltas de prueba alrededor de una lámpara de araña con pasamanería, volaban furiosamente en picado como cazas para atormentar a una especie de patata rolliza con el pelo rizado que deambulaba por la alfombra de lana púrpura.

—¡Abajo la dictadura de los gasterópodos! —coreaban los minúsculos pájaros—. ¡No podemos aceptar vivir bajo su yugo! ¡Luchemos activamente contra el imperialismo molusco, com-pañeros!

—¡Eh! A lo mejor tengo las patas cortas, ¡pero no soy un molusco! ¡Soy un getórix! Y tengo una cabellera genial —res-pondió la criatura sacando su pequeño pecho y echando dicha cabellera a un lado.

1. «Baba» significa «abuela» o «anciana» en varias lenguas eslavas. (N.

del t.)

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—¡Lanzad las bombas! ¡Viva la liberación del pueblo opri-mido! —gritaron los pájaros a modo de respuesta.

Y, con esas palabras ofensivas, soltaron sus peligrosos obu-ses, o sea, una docena de pipas de girasol que rebotaron sobre la espalda del llamado getórix.

—Y hablan de un pueblo oprimido... —masculló mientras recogía las pipas para comérselas.

Las plantas, muy sensibles a esa agitación, pataleaban fre-néticamente en sus tiestos lanzando gemidos. Colocada en un velador de oro viejo, una de ellas, más nerviosa que las demás, tenía todo su follaje pegado a sus tallos y parecía temblar.

—¡Parad ahora mismo! —chilló Dragomira—. ¡Mirad en qué estado de estrés habéis puesto a la goranov!

La señora recogió su holgado vestido de terciopelo violeta y puso una rodilla en el suelo. Mientras canturreaba una suave melodía, masajeó las hojas de la planta que, aterrorizada, lan-zaba patéticos suspiros.

—Si seguís así —prosiguió clavando la mirada con severidad a ciertos alborotadores—, me voy a ver obligada a enviaros in-ternos a casa de mi hermano. Y sabéis lo que eso significa: ¡un trayecto muy largo!

Ante esas palabras, las criaturas y las plantas se callaron de inmediato. Todos conservaban un recuerdo doloroso de su último viaje, cuando Dragomira emprendió esa mudanza precipitada —y totalmente absurda a su parecer—. Tren, bar-co, avión, coche: invenciones demoníacas destinadas a dar un vuelco al corazón y al estómago... Los pájaros habían vo-mitado durante casi todo el trayecto y la clorofila de las plan-tas, que se había vuelto como leche caducada, estuvo a punto de envenenarlas.

—Vamos, ¡todos al taller! —ordenó Dragomira—. Tengo que

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salir. Hoy es el primer día de mi nieta. Foldingots míos, venid a ayudarme, ¡os lo ruego!

Dos criaturas extravagantes, vestidas con petos azules, acudieron cojeando. Una era regordeta con una cabeza cu-bierta de pelusa; la otra, filiforme coronada con un tupé ama-rillo limón. Pero ambas compartían ciertas particularidades: su pequeño tamaño —ochenta centímetros—, una cara rolliza e inmensos ojos azules en los que se leía una benevolencia absoluta.

—Las órdenes de nuestra Magnífica son el placer eterno, tenga la certidumbre de nuestro apoyo y de nuestra constancia —dijeron con la mayor gravedad.

Dragomira se dirigió hacia un enorme estuche de contra-bajo pegado a la pared del fondo de la habitación. Lo abrió. Estaba vacío. Puso la palma de su mano extendida sobre el fondo de madera. Inmediatamente, la parte trasera del estuche se abrió como una puerta. Dragomira se inclinó y penetró en el interior para acceder a la escalera de caracol que iba a dar a su desván-taller. Siguiéndola dócilmente, los dos foldingots cogieron cada uno una planta y arrastraron a las demás criatu-ras, que se metieron a su vez en la extraña puerta. Cuando to-dos estuvieron en el interior del taller, Dragomira cerró el es-tuche tras ella.

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2el clan Pollock

—¡Hola, papá! ¡Hola, mamá!Marie y Pavel Pollock estaban sentados a la mesa de la co-

cina, sobria y funcional. Al oír a su hija, levantaron al mismo tiempo la nariz de su taza de té humeante y se quedaron boquia-biertos.

—Sí, ya sé —suspiró Oksa—. Estoy irreconocible...—Vaya... dejando de lado tu carita, ¡efectivamente! —dijo su

padre mirándola fijamente con curiosidad—. Me cuesta creer que se trate de la intrépida ninja que conozco. Pero tengo que decir que este cambio de estilo es... encantador. Radical, pero encantador.

—Bueno, radical es... —masculló Oksa.Sus padres dejaron escapar una risa viendo su aspecto con-

trariado. Intentó lanzarles una mirada que pretendía estar lle-na de reproches y les replicó con tono brusco:

—¿Mi vida acaba de cambiar y os da la risa? Pero ¿no ha-béis visto de qué tengo pinta?

—¡De una auténtica colegiala inglesa! —respondió su madre con tono frívolo tomándose un trago de té—. ¡Y creo que te queda bien!

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Escéptica, Oksa se observó una vez más gruñendo. ¿Quién hubiese podido pensar que un día sería capaz de mostrarse en público con una falda plisada, una camisa blanca y una ameri-cana azul marino? Ella no, en cualquier caso...

—Si me hubiesen prevenido de que tendría que llevar un uniforme para ir a clase, me hubiese negado a venir a Inglate-rra —masculló aflojándose con rabia la corbata azul marino y burdeos, los colores de su futuro colegio.

—Eh, por favor, Oksa... —suspiró su madre contemplándola con sus bonitos ojos color avellana—. Sólo es para las clases. Fuera, ¡te puedes poner tus vaqueros y tus enormes zapatillas de deporte siempre que quieras!

—Bueno, ¡de acuerdo, de acuerdo! —capituló Oksa, con las manos arriba—. No hablaré más de ello... Pero no olvidaré nunca que me habéis sacrificado en aras de vuestra carrera. Y por parte de unos padres que dicen querer tanto a su única hija, eso no es muy bonito... No vayáis a quejaros si después tengo graves secuelas psicológicas.

Sus padres, acostumbrados a los encendidos discursos de Oksa, se miraron sonriéndose. Marie Pollock se levantó, la cogió entre sus brazos, y ambas se quedaron un momento así, pegadas una contra la otra. Oksa se sentía ya un poco mayor para esa clase de efusiones, pero en lo más profundo, tenía que reconocer que le encantaban. Entonces metió con delicia su rostro entre la larga cabellera castaña de su madre.

—¡Y yo qué! —las interrumpió Pavel Pollock con apariencia acusadora—. Nadie piensa en mí. ¡Nunca! Ni un beso que suene en mi mejilla mal afeitada. Nadie que me mime. ¡Se me deja en mi rincón, solitario y desgraciado, como a un perro maloliente!

Pavel era un hombre de rasgos marcados, que mostraba una seriedad permanente. Su cabello ceniciento y sus ojos gri-

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ses suavizaban esa impresión, pero los que lo conocían sabían que sus tormentos, arraigados en una infancia trágica, eran tan profundos como indelebles. Incluso su sonrisa parecía triste... Marie Pollock resumía bien el encanto singular de su marido hablando con ternura de su cautivadora mirada de perro apa-leado. «Eso es lo que ha hecho de mí el peso colosal del sufri-miento de la vida», respondía él por lo general, pues tenía una baza, heredada de Dragomira, su madre: un sólido sentido del humor al que recurría en todo tipo de circunstancias, si en broma o por desesperación, nadie lo sabía en realidad.

—¡Oh! Pero si es el regreso del gran trágico ruso, ¡Pavel Pollock en persona! —exclamó la madre de Oksa con una car-cajada chispeante—. Con vosotros dos, se podría decir que soy una mimada...

Oksa miró a sus padres con ternura. Adoraba sus sabrosos diálogos, que la conmovían y la divertían a la vez. La alarma del móvil de Pavel los interrumpió anunciando ruidosamente las siete y media. Era momento de irse.

—¡Baba! ¡Ya sólo quedas tú! —gritó Oksa en la escalera que llevaba al tercer piso de la casa, el reservado a su abuela.

Dragomira Pollock apareció en el descansillo, suscitando gritos de admiración. Era una mujer de una presencia excep-cional, lo que le valía el ser respetuosamente llamada por su entorno Baba Pollock. Siempre se mantenía muy derecha, casi tiesa. Su rostro, lejos de ser altivo, mostraba una vivacidad permanente, sus pómulos colorados y su amplia frente realza-ban sus intensos ojos azul oscuro. Su cabello rubio tachonado de hilos plateados y trenzado alrededor de su cabeza añadía un toquecito eslavo a su aspecto. Sin embargo, esa mañana, no era por aquellas cualidades por las que su familia se extasiaba, sino por su deslumbrante ropa.

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—¡Estoy lista, queridos! —gritó descendiendo la escalera con paso imperial y con un largo vestido violeta bordado con siluetas de ciervos de perlas negras ondeando a su alrededor como una corola.

—Baba, ¡estás bellísima! —exclamó Oksa, encantada, lan-zándose a sus brazos para darle un beso.

En su impulso, no se dio cuenta de las pequeñas exclama-ciones alegres procedentes de los pendientes de Dragomira, finamente labrados con forma de percha sobre los que se ba-lanceaban dos minúsculos pájaros dorados de apenas dos cen-tímetros de alto, que comentaban con una voz agudísima sus hazañas de pilotos de caza.

—¡Oh! Se me olvidaba... Dadme todavía un momentito, ¡ya vuelvo!

Apenas pronunciadas esas palabras, Dragomira dio media vuelta, volvió a subir prestamente a su apartamento y cerró con dos vueltas la puerta detrás de ella.

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3el reencuentro

Ante su espejo, Dragomira se puso a reñir a su reflejo alzando un índice amenazante.

—¡Pero seréis impresentables, vosotros dos! Tenéis que quedaros en silencio, pitchkines míos, ¡lo habéis prometido! Si no, nunca más os dejaré salir de vuestra jaula... ¿Ha quedado claro?

—Sí, nuestra Magnífica, ¡entendido! ¡Mensaje recibido, ce-rramos el pico! —se desgañitaron los pajaritos dorados frotán-dose contra el cuello de Dragomira para hacerse perdonar.

La bella dama dio unos golpecitos en su cabeza minúscula y retomaron su balanceo entusiasta en la percha de oro. En silencio, esta vez.

—Ejem, nuestra Magnífica, nuestra Magnífica...Muy cerca de ella, las criaturas con peto azul se retorcían

las manos con aspecto avergonzado mientras tosían para in-tentar atraer su atención.

—¿Qué pasa, mis foldingots? —les preguntó dándose la vuelta.

—El abominari ha roto sus nervios... —dijo uno de ellos abriendo desmesuradamente los ojos de par en par.

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Dragomira se dirigió hacia el estuche de contrabajo y pe-netró en el interior. Subió precipitadamente la escalera que permitía acceder a su taller estrictamente personal. Allí, una criatura de cerca de ochenta centímetros de alto se agarraba al tragaluz y arañaba con rabia el cristal. Se volvió gruñendo. Dotada de pequeñas piernas y largos brazos, el cuerpo y la cabeza esqueléticos recubiertos de una piel grisácea que exha-laba un olor bastante repugnante, la criatura miraba con des-dén y muy enfadada a todos los que se encontraban en su pe-rímetro. De su ancha boca, de la que sobresalían dos dientes acerados, chorreaba una sustancia blanca de reflejos irisados.

—El abominari ha practicado el mordisco en la planta lla-mada goranov —precisó un foldingot—, pero nuestros miem-bros han sufrido rayas punzantes.

Los dos foldingots estiraron los brazos cubiertos de araña-zos mostrando la violencia del intercambio. Viendo aquello, Dragomira estalló en cólera. Una cólera que redobló su inten-sidad cuando vio a la desdichada goranov que había sido agre-dida y que se retorcía de dolor. De una de sus ramas, la savia corría lentamente derramándose por la tierra de su tiesto.

—¡Abominari! —vociferó Dragomira—. ¡Esto no puede ser! ¡Has traspasado todos los límites! ¿A ti qué te pasa?

La criatura saltó sobre las cajas y gruñó mostrando sus dientes puntiagudos y sus garras mugrientas.

—¡Os maldigo! ¡Os maldigo a todos! Y tú, vieja, tú no eres mi ama, ¡no eres nada para mí! Cuando mi amo venga a bus-carme, te pavonearás menos...

—Sí, claro... —replicó Dragomira con aire hastiado—. Déja-me recordarte que hace más de cincuenta años que mantienes ese discurso y que tu supuesto amo todavía no ha venido...

El abominari rugió.

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Ante esas palabras, las criaturas encogidas en las cuatro esquinas del taller se estremecieron de indignación. Dragomi-ra se dirigió hacia las cajas sobre las que se alzaba el insolente abominari. En cuanto llegó a su altura, éste saltó al suelo y se abalanzó sobre un foldingot al que agarró por detrás apretán-dole con fuerza el cuello como si quisiera estrangularlo.

—Te lo advierto, vieja, si me tocas, lo destrozo y después os dejo hecho jirones, ¡a ti y a tu miserable circo! —escupió.

Dragomira, lejos de estar impresionada, alzó los ojos al cie-lo con aire exasperado y sacó de entre los pliegues de su vesti-do un fino cilindro nacarado de unos quince centímetros que apuntó fríamente hacia el abominari amenazante. Con una voz marcada por una gran fatiga, pronunció:

—¡Aladiernas verdes!Luego sopló ligeramente al cilindro. De inmediato, una

ráfaga de chispas verdes crepitó por el extremo y se oyó un sonoro crujido. Dos ranas vivas y menudas, dotadas de alas translúcidas, aparecieron y revolotearon hacia el abominari. Lo agarraron con firmeza bajo sus brazos enclenques para al-zarlo cerca de un metro del suelo y lo sacudieron, obligándolo a soltar al foldingot rehén, que cayó pesadamente sobre el par-qué. Dragomira cogió al abominari por la piel del cuello man-teniendo el brazo derecho delante de ella para escapar a las laceraciones y a los mordiscos. Pero en el momento en que abría una jaula para encerrarlo en el interior, la criatura apro-vechó para arañarle terriblemente el antebrazo.

—Me ocuparé de ti más tarde —le advirtió la gran señora con tono hiriente cerrando la jaula con doble vuelta.

Luego, dirigiéndose a los foldingots:—Mis foldingots, tengo que irme ya. Os aconsejo que apli-

quéis esta pomada en las hojas de la goranov y en vuestros

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brazos, eso debería aliviaros —dijo con dulzura tendiéndoles un botecito—. Vuelvo en seguida.

—Nuestra obediencia es incorruptible y su regreso deseado —respondieron, todavía conmocionados por la agresión.

Justo antes de dejar su apartamento, Dragomira se retocó su corona de cabellos trenzados.

—¡Ya está! ¡Mejor así! —concluyó—. Pero realmente va a ha-cer falta que encuentre una solución para ese abominari.

—¿Todo bien, Dragomira? —le preguntó Marie Pollock unos segundos más tarde—. Parece contrariada... ¡Oh! ¿Se ha herido?

Dragomira miró su antebrazo sobre el que dos marcas san-grantes se habían impreso. Preocupada por la hostilidad de ese insoportable abominari, ¡ni siquiera se había dado cuenta de que la había arañado!

—Oh, no es nada, Marie. Me he peleado con un par de tije-ras desembalando mis cajas y mucho me temo que he perdido la batalla —mintió sonriendo ligeramente—. ¿Puede que sea ya hora de irnos?

El pequeño grupo se puso en marcha hacia St Proximus, el colegio francés que Oksa iba a descubrir pocos minutos más tarde. Entraba en una clase de segundo y, a pesar de su aspecto relajado, sentía cierta aprensión. ¡Todo era tan nuevo! Comen-zando por ella... Oksa soñaba a menudo con ser una aventure-ra heroica o una ninja invulnerable, pero entre las cosas que más odiaba en el mundo se encontraban los puerros, el color rosa, los insectos... y llamar la atención. Y los nuevos, es bien sabido, raramente pasan desapercibidos en las clases. Nervio-sa, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y palpó el talis-mán que le había regalado Dragomira la víspera, un monedero

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plano de cuero que contenía semillas con propiedades relajan-tes. «Si sientes que la tensión te pone el corazón en un puño e invade tu mente, coge esto y acarícialo suavemente. El cielo te parecerá más claro y el camino más seguro», le había aconse-jado su abuela.

Mientras Oksa rememoraba esas reconfortantes palabras, gruesas gotas de lluvia se estrellaban indolentemente contra las aceras londinenses que la acercaban a cada paso a su nue-vo colegio.

—¡Vaya! No va a ser hoy cuando se me abra el cielo... —re-funfuñó, con humor sombrío.

—¡Oksa! Oksa se volvió. Un chico acompañado por sus padres co-

rría hacia ella, con los ojos azul oscuro brillando de alegría.—¡Gus! ¡Vaya! ¿De verdad eres tú? —preguntó riéndose.—¡Puedes ironizar cuanto quieras! —replicó examinándola

de la cabeza a los pies—. No sé si te has visto en un espejo, pero a mí me cuesta creer lo que veo... ¡Oksa Pollock con falda pli-sada! —añadió reventando de risa.

—¡Gustave Bellanger con traje y corbata! —dijo Oksa con el mismo tono—. ¡Si es que mírame qué look! En cualquier caso, tienes bastante clase yendo así. ¡No estás nada mal!

—Creo que voy a tomarme eso como un cumplido —decidió Gus echando sus largos mechones morenos hacia atrás—. E intentaré olvidar que me aprieta un montón el cuello de la camisa...

—Deberías empezar por desanudar tu corbata, ¡así tendrías la cara menos congestionada! —dijo escudriñándolo por el ra-billo del ojo.

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Después de ese excelente consejo, ambos amigos recogie-ron sus mochilas arrojadas al suelo en el frenesí del reen-cuentro y todo el mundo retomó el camino del colegio con-versando.

—Entonces, ¿cómo te ha ido todo este tiempo? —preguntó Gus con el rostro radiante—. ¡Hace por lo menos una semana que no nos vemos!

—¡Me ha ido guay! —respondió Oksa con la misma expre-sión de alegría—. Tengo una falda plisada, ya sabes cuánto so-ñaba con ella... Y estos calcetines cortos grises supermoder-nos, ¿te has dado cuenta? Me pregunto cómo he podido vivir sin ellos hasta hoy —añadió burlona—. Por cierto, hay un de-sorden total en casa. En cuanto buscamos algo, hay que abrir treinta cajas antes de encontrarlo. Pero, ¡todo bien! ¡Me en-canta el barrio!

—A mí también... No me puedo creer que estemos aquí. ¡Hemos dejado Francia tan rápido! Es completamente aluci-nante, como sitio, casi exótico, diría. Tengo la impresión de que hemos hecho miles de kilómetros y que estamos en la otra punta del mundo...

En cuanto su viejo amigo Pavel Pollock le habló de ello, Pierre Bellanger, el padre de Gus, hizo suyo el proyecto, y am-bos iban a abrir próximamente el famoso restaurante francés con el que soñaban desde hacía años. Pocos días antes, los Be-llanger habían sido los primeros en cruzar el canal de la Man-cha y se habían instalado pocas calles más allá, muy cerca del desconcertante barrio chino.

—Bueno, ¡espero que estemos en la misma clase! —prosi-guió Gus.

—Me sorprendes... —dijo Oksa—. Si no, armaré un escánda-lo. O si no, una crisis de histeria, ¡vaya! Rodaré por el suelo con

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espuma en los labios, sacaré los ojos de las órbitas y morderé las pantorrillas de todos los que se me acerquen...

—¡Venga! —soltó Gus riéndose—. En todo caso, veo que a pesar de tu uniforme de colegiala modelo, no has cambiado. Bueno, no te has arreglado, debería decir...

Ante esas palabras, Oksa se abalanzó hacia él rugiendo y haciendo como que lo estrangulaba.

—¡Ingrato! ¡Después de todo lo que he hecho por ti! ¡Nunca comprenderás a las chicas! —lo regañó sacudiéndolo como a un muñeco.

—Y tú, ¡no eres más que una harpía pirada! —replicó Gus llorando de risa—. ¡Pirada y excesiva!

—Contra eso no puedo luchar —objetó Oksa encogiendo los hombros con fatalismo—. Los Pollock son excesivos por naturaleza, bien lo sabes. Es nuestra sangre rusa la que lo dic-ta... Bueno, digamos que me reservo todavía mi decisión sobre el escándalo y la crisis de histeria. Todo lo que quiero es que estemos en la misma clase, ¡por piedad!

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4st ProxiMus college

Los pesados batientes de madera de la enorme puerta de entra-da estaban abiertos. Bajo la magnífica bóveda de piedra que iba a dar al patio adoquinado, dos vigilantes con bombín saludaban a los colegiales y sus familias. Gus y Oksa cruzaron el pórtico con paso vacilante. Varias miradas se volvieron hacia ellos. Un grupo de chicas se fijaron sobre todo en Gus, intercambiando abundantes comentarios y codazos. Oksa no pudo evitar cons-tatar una vez más que, por dondequiera que pasase Gus, las chicas paraban su conversación y se volvían para mirarlo. Sin ninguna duda hechizadas por su encanto... Molesto, el chico se sonrojaba mientras pasaba una mano por su cabello. Ambos se adelantaron, dejando a regañadientes a sus familias, que fue-ron a reunirse con los padres congregados en el fondo del patio.

—Genial... La Primitiva está todavía aquí... —masculló un colegial con una voz lo bastante fuerte como para ser oída por los dos amigos.

—¿La qué? —preguntó Oksa volviéndose hacia él.El chico que acababa de hablar la miró con intensidad. Su

cabello rubio rizado enmarcaba su rostro iluminado por gran-des ojos castaños.

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—¡Hola! Me llamo Merlín Poicassé —exclamó mientras les tendía ceremoniosamente la mano—. ¿Cómo estáis? ¿Sois nuevos?

—¡Sí! —respondió Oksa tendiéndole a su vez la mano por puro reflejo—. Acabamos de llegar a Londres. Me llamo Oksa Pollock.

—Y yo, Gustave Bellanger. Pero me puedes llamar Gus...—Ok, ¡Gus! Ella es la Primitiva —dijo Merlín señalando con

un movimiento discreto del mentón a una chica de sorpren-dente tamaño y mirada sañuda—. Su nombre oficial es Hilda Richard y puedo deciros que todos los que se le han acercado han conservado de ella un recuerdo inolvidable.

—¿De qué tipo? —se interesó Gus.Merlín suspiró con aire grave.—Del tipo emboscada, equimosis y vejaciones: de ese tipo.

En fin, así es la vida... ¡Bienvenida a St Proximus!—¡Te aviso, Gus! —dijo Oksa, con los dientes apretados—. Si

no estás en mi clase y además tengo que encontrarme con esa chica, te juro que monto un escándalo, un verdadero...

—Ah, ¡van a hacer el llamamiento! —explicó Merlín con en-tusiasmo e irguiéndose de pronto—. ¡Acerquémonos!

Rodeado por todos los profesores del colegio, el director de St Proximus, Lucien Bontempi, estaba encaramado sobre una pequeña tarima y golpeteaba el micro instalado ante él. Con sus mejillas rechonchas y su silueta voluminosa, parecía un payaso tentetieso, impresión que se veía reforzada por su cor-bata verde manzana y el pañuelo anaranjado que sobresalía del bolsillo de su chaqueta. Pero en cuanto pronunció el dis-cursito propio de las circunstancias, todo el mundo se dio cuen-

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ta de que su tono, firme y autoritario, contrastaba con esa si-lueta afable.

—Pasemos ahora a lo que todos esperáis: la distribución de las clases. Como todos los años, en el colegio francés de Lon-dres, la costumbre dicta que las tres clases de cada nivel que-den representadas por elementos químicos: Mercurio, Hidró-geno y Carbono. Vamos a comenzar la llamada con los más jóvenes: los de primero...

Los nombres se sucedieron entonces a un ritmo regular y las filas de los colegiales de uniforme se iban formando poco a poco. Al final de la segunda lista, la voz del señor Bontempi se quebró de pronto.

—Williams Alexandre —llamó.Un chico, que acompañaba a una mujer muy pálida com-

pletamente vestida de negro, se acercó. El director, visible-mente emocionado, puso su mano sobre el hombro del chico, se inclinó y le susurró unas palabras al oído.

—¿Es su hijo? —murmuró Oksa a Merlín.—No —respondió—. Es el hijo de uno de los profes de mate-

máticas, que fue encontrado muerto en el Támesis hace dos semanas...

—¡Oh! —exclamó Oksa, desconcertada—. Es horrible... ¿Se suicidó?

—No, fue asesinado —precisó Merlín en tono confidencial—. Un asesinato atroz. Se habló de ello en todos los periódicos.

—Pobre chico... —dijo Oksa tragando saliva con dificultad.Reprimiendo un escalofrío, se concentró de nuevo en la lla-

mada a los alumnos, que se había reiniciado.—Ahora, la clase de segundo, Hidrógeno, con el profesor

McGraw —proclamó el señor Bontempi invitando a un hom-bre largo y delgado a ponerse a su lado—. Gracias a los alum-

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nos siguientes por presentarse: Beck Zelda... Bellanger Gus-tave...

Gus gritó «¡Presente!», y lanzó una última mirada y una última sonrisa a Oksa; luego se acercó hacia el grupo que poco a poco se iba formando delante del profesor McGraw. El corazón de Oksa latía a toda velocidad. Sus párpados pes-tañeaban nerviosamente sobre sus grandes ojos gris pizarra y, como los nombres desgranados por el director, tenía la im-presión de que los latidos que chocaban contra su pecho re-sonaban por las paredes del patio. Se sentía terriblemente sola. Buscó a sus padres con la mirada. No estaban lejos, a pocos metros solamente. Su padre le hizo un gesto de ánimo cerrando ambos puños. Reconfortada, se dirigió a él con un pequeño gesto con la mano. A su lado, Marie y Dragomira lucieron su mejor sonrisa. La mirada de Oksa quedó de pron-to atraída por un movimiento de la falda de su abuela; por espacio de medio segundo, ¡creyó ver a los ciervos bordados saltar en una carrera de persecución desenfrenada! Debía de ser el estrés que le jugaba una mala pasada. Ese maldito es-trés... «Si me pongo a alucinar ahora... Vamos, por favor, que se acabe ya, ¡haga que esté en segundo Hidrógeno! Por favor, diga Pollock, P-O-L-L-O-C-K, dígalo ya...», rogó, cerrando los ojos y cruzando los dedos con tanta fuerza que estaban a punto de estallarle las falanges.

El alfabeto se mezclaba en su cabeza; los nombres resona-ban desordenadamente en sus oídos. ¡Incluso creyó que la le-tra P ya se había pasado!

—Prollock Oksa —dijo por fin el director buscándola con la mirada por el patio.

El profesor McGraw se inclinó para murmurar algo en su oído. El director dijo:

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—Perdónenme... ¡Pollock! Pollock Oksa, ¡por favor! —anun-ció insistiendo pesadamente en el po.

Esta vez, el corazón de Oksa estalló en miles de chispas. Consiguió hipar «presente». Luego, aliviada, les lanzó una mi-rada llena de alegría a sus padres y se reunió con Gus.

—St Proximus, aquí estamos...

Guiados por el profesor McGraw, los alumnos de segundo Hidrógeno se metieron por uno de los inmensos pasillos del colegio, observando hacia arriba con mirada pasmada.

—Guauuu... —murmuró Oksa—. ¡Este sitio es increíble!Ubicado en un antiguo convento construido en el siglo xvii,

el colegio desprendía en efecto una atmósfera muy particular. Blasones de colores deslucidos y grabados de inscripciones en latín que a Oksa le costaba descifrar, tapizaban los muros del majestuoso vestíbulo de entrada. Las aulas estaban repartidas a lo largo del claustro y en los dos pisos bordeados por galerías abiertas al patio. Las finas columnatas de granito habían sido conservadas, así como las ventanas con vidrieras de forma oji-val que daban a la luz natural un aspecto a la vez colorido y opaco.

—Y que lo digas —asintió Gus a media voz—. ¡Y mira! ¡Está súper bien vigilado!

Con la mirada, señaló a su amiga la docena de estatuas que jalonaban las crujías, suscitando la extraña sensación de no poder escapar de su vigilancia infalible.

—En silencio, ¡por favor! —ordenó con severidad el profe-sor—. ¿Acaso hay voluntarios para llevarse una hora de castigo el primer día?

Enfriado el entusiasmo, la clase subió al piso de arriba y

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entró en una aula luminosa con las paredes cubiertas por ma-pas anatómicos. Las mesas de madera oscura eran dobles y olían a cera.

—¡Instálense! —exclamó el profesor con tono imperioso.—¿Donde queramos? —preguntó un alumno.—¡Donde les apetezca! Siempre y cuando se queden dentro

de los límites de estas paredes, evidentemente... —respondió irónicamente el profesor—. Dejen sus cosas al pie de la mesa por el momento. Les mostraré en seguida las taquillas en las cuales podrán meter todo lo que juzguen útil: tentempié, ropa de deporte, libros, amuletos, peluches, etc. —precisó con una risita mordaz—. Vamos a pasar la mañana juntos, voy a expli-carles el funcionamiento del colegio, les voy a mostrar su ho-rario y sus profesores. Soy el señor McGraw, su profesor de matemáticas y ciencias, y complementariamente, su tutor. Más vale precisarles que es inútil venir a molestarme con tonterías de chiquillos. Ya no están en primaria, deben asumir lo que son y lo que hacen. No aceptaré escucharles sino por razones serias y válidas, ¿está claro? A cambio, exijo por su parte la mayor de las disciplinas así como el mayor de los empeños que sean capaces de llevar a cabo. Sepan que ni esta escuela ni yo mismo toleramos ni la pereza ni la mediocridad. No obstante, tienen derecho a ser mediocres, pero únicamente si es el mejor nivel que son capaces de alcanzar. Su súmmum. Su máximo. No esperamos sino lo mejor de ustedes, nada por debajo. ¿Ha quedado bien claro?

Un murmullo educado recorrió la clase. Oksa, al lado de Gus, se iba apocando. Sólo esperaba una cosa: no tener nunca necesidad de recurrir al profesor McGraw. En caso de proble-mas, ¡encontraría antes a cualquiera a quien dirigirse! En ese preciso instante, no se sentía en plena forma. Un poco por

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culpa del discurso del profesor McGraw, quien metía una pre-sión desagradable. Pero no sólo estaba impresionada, no. Ese hombre la incomodaba.

—Ahora que me he presentado, es su turno —continuó en un tono glacial que invitaba más bien a salvarse a todo correr que a entablar una conversación relajada—. Brevemente, dí-gannos quiénes son, en qué asignatura son buenos, sus pasio-nes, si las tienen, y todo lo que deseen que sepamos, sus com-pañeros y yo mismo. Pero no exageremos tampoco, no se sientan obligados a contarnos toda su vida... Joven, ¿quiere comenzar, por favor?

Gus se retorció en la silla, molesto por ser el primer «afor-tunado».

—Me llamo Gustave Bellanger —dijo con aire de inseguri-dad—. Acabo de mudarme a Londres con mis padres hace po-cos días. Sobre todo se me dan bien las mates. Me gustan mu-cho los mangas y los videojuegos. Voy a kárate desde hace seis años y también a guitarra.

—¿Se le dan bien las mates? Me alegro... —comentó el pro-fesor—. Es su turno, joven...

Mientras los alumnos hablaban y esperaban su turno, Oksa aprovechó que la atención de McGraw estaba centrada en esas presentaciones para observarlo. Era un hombre alto, del-gado, de aspecto elegante y sombrío. Su cabello castaño engo-minado hacia atrás resaltaba su rostro surcado de finas arru-gas y sus ojos negros como la noche. Sus labios delgados, ligeramente fruncidos, parecían soldados el uno al otro. Iba vestido con un traje negro muy sobrio, a juego con una camisa gris antracita abotonada hasta la base del cuello, rozada por la prominente nuez que se movía a lo largo de su garganta a cada inflexión de voz. Un detalle atrajo la mirada de Oksa: en el

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dedo cordial derecho el profesor llevaba una magnífica sortija de plata retorcida, adornada con una sorprendente piedra de color pizarra cuyos reflejos parecían animados. Una sortija imponente que parecía demasiado pesada para una mano tan demacrada, casi esquelética.

—Le toca, señorita, la escuchamos.El profesor McGraw pronunció esas palabras a media voz,

observándola fijamente. Ante su mirada, en la que se mezclaban dureza y curiosidad, Oksa se sintió mal, como oprimida en su interior por un dolor que crecía dentro de ella. Respiró profun-damente, como le había enseñado su madre para relajarse, pero se dio cuenta con estupor de que su caja torácica se bloqueaba en cuanto comenzaba a inspirar. Durante una fracción de se-gundo, su rostro se crispó con una expresión de pavor.

—Me llamo Oksa Pollock...Intentó respirar de nuevo, tratando de hacer entrar el aire

en sus pulmones. Un hilo de oxígeno logró pasar.—Me llamo Oksa Pollock y me gusta la astrono...¡Nada de aire! Oksa, aterrada, probó a inspirar otra vez.

¡No! No debía dejarse desbordar por sus emociones. Con va-lor, respiró de nuevo intentando hacer como si nada pasase. Una pérdida de tiempo... Una burbuja de aire se había atasca-do en su pecho. Una burbuja tan enorme que era imposible echarla. A Oksa le entró el pánico y se aflojó la corbata de su uniforme.

—Sí, señorita Pollock, creo que hemos entendido bien su nombre, la escuchamos... —precisó de nuevo el profesor en un tono claramente más impaciente.

Su voz, como envuelta en algodón, apenas llegaba hasta Oksa. La colegiala se ahogaba, casi sin aire, mientras su cora-zón se aceleraba como un caballo enloquecido. Luego, de ma-

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nera más brutal todavía, sintió un dolor insoportable, como si le asestasen un violento puñetazo en pleno estómago. Al cabo de algunos segundos de resistencia, el dolor y el pánico domi-naron su cuerpo y su mente. Oksa miró a su alrededor espe-rando a que alguien fuese en su auxilio. Una pérdida de tiem-po... Vueltos todos hacia ella, los demás alumnos no parecían entender en qué peligro se encontraba. Y aunque lo hubiesen comprendido, ¿qué hubiesen podido hacer? Con sus últimas fuerzas, se agarró al brazo de Gus y se desplomó al suelo.

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