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Jean Lafrance Perseverantes en la oración Comentario del Veni Sancte y del Veni Creator Segunda edición NARCEA, S. A. DE EDICIONES

Perseverantes en La Oracion - Jean Lafrance

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Jean Lafrance

Perseverantes en la oración

Comentario del Veni Sancte y del Veni Creator

Segunda edición

NARCEA, S. A. DE EDICIONES

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DEL MISMO AUTOR:

La oración del corazón Ora a tu Padre El poder de la oración Cuando oréis decid: Padre...El Rosario: un camino hacia la oración incesante

© NARCEA, S. A. de EdicionesDr. Federico Rubio y Galí, 9. 28039 Madrid© Médiaspaul, ParísTítulo original: Persévérants dans la prière

Traducción: José F. de Retana

I.S.B.N.: 84-277-0664-2 Depósito legal: M-6240-1988

Fotocomposición M.T., Islas Filipinas 50. 28003 Madrid Impreso en España. Printed in Spain Notigraf. San Dalmacio, 8. 28021 Madrid

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Indice

Págs.

Introducción ........................................................... 71. Ven Espíritu Santo a nuestros corazones y envía

desde el cielo un rayo de tu luz......................... 132. Ven, Padre de los pobres, ven dispensador de do­

nes, ven, luz de los corazones ............................ 233. Fuente del mayor consuelo, dulce huésped del

alma, brisa en las horas de fuego ........................ 334. Tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de

fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconfortaen los duelos..................................................... 43

5. Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enri­quécenos ......................................................... 53

6. Ven, Espíritu creador, visítanos. Ven a iluminar elalma de tus hijos, llena nuestros corazones de gracia y de luz, tú que creas todo con amor........ 63

7. El discernimiento espiritual de los carismas en laIglesia primitiva ................................................ 77

8. Gloria a Dios nuestro Padre en los cielos, gloriaal Hijo que sube de los infiernos; gloria al Espíri­tu de fuerza y de sabiduría, por los siglos de los siglos. Amén ..................................................... 93

9. Haznos ver el rostro del Padre y revélanos el del Hijo. Y tú, Espíritu común que los unes, ven a nuestros corazones, para que creamos siempre enti...................................................................... 107

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Págs.

10. Sin tu divino poder, no hay nada en el hombre,nada que no está manchado................................ 123

11. Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfer­mo, lava las manchas ........................................ 133

12. Infunde calor de vida en el hielo, doma el espírituindómito, guía al que tuerce el sendero ................ 145

13. Reparte tus siete dones según la fe de tus sier­vos. Por tu bondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno ...................................................... 157

14. Te llaman consejero, don del Dios altísimo, fuen­te viva, llama, caridad, y unción de la gracia ......... 173

15. Tú eres el Espíritu de los siete dones, el dedo dela mano del Padre, el Espíritu de verdad prometi­do por el Padre. Tú eres quien inspiras nuestras palabras .......................................................... 185

16. Enciende tu caridad en nuestras almas, llena deamor nuestros corazones, fortifica nuestros débi­les cuerpos con tu vigor eterno ........................... 197

17. Repele lejos al enemigo, danos sin retraso tu paz;bajo tu guía y consejo, evitaremos todo error........ 213

Conclusión ............................................................. 229

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IntroducciónPerseveraban en la oración junto con

María la Madre de Jesús (Hch 1,14)

Desde hace más de quince años, colaboro en la revista Sanctifier, con Dom Vincent Artus, de la abadía de San An­drés de Brujas. En 1982, la revista pasó a manos de los obla­tos apostólicos de Bruselas continuando la obra fundada en San Andres por Dom Teodoro Nève y el abad Soëte tratan­do de impregnar la vida apostólica de oración contem­plativa.

Con este motivo, he pensado reunir en un libro una veintena de artículos dedicados al Espíritu Santo de los cua­les unos diez han aparecido ya en la revista. No se trata de un estudio teológico sobre el Espíritu Santo —hoy, los te­nemos excelentes en los del Padre Congar1 y del Padre Bou- yer2— sino de dar a conocer la práctica de la Iglesia que se resume en el adagio lex orandi, lex credendi. En su oración litúrgica y en su oración secreta, la Iglesia siempre ha tra­ducido en oración lo que confesaba en la fe y anunciaba en la predicación. La gran tradición oriental, recogida por Eva- grio el Póntico, lo dice también: «Si eres teólogo, orarás de verdad, y si oras de verdad, eres teólogo.»

Hemos elegido la secuencia y el himno de la fiesta de Pentecostés: el Veni Sáncte Spiritus y el Veni Creator, que

1P. Y. Congar: El Espíritu Santo. Herder, Barcelona, 1983, 716 págs.2 P. Louis Bouyer: Consolateur. Cerf, París,1980.

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hemos comentado estrofa por estrofa, agrupándolas cuan­do constituían una misma unidad espiritual. Para iluminar la doctrina de estas dos piezas litúrgicas, hemos acudido a la teología de los dones del Espíritu Santo, tal como nos la enseña Juan de Santo Tomás en su Tratado de los dones. Terminamos cada capítulo con una oración, tomada a me­nudo de la gran tradición de los Padres o de los Santos con lo esencial que la Iglesia cree y confiesa sobre el Espíritu Santo.

Se dice en los Hechos de los Apóstoles, que los once, reunidos alrededor de la Virgen, no debían ausentarse de Jerusalén, sino aguardar la promesa del Padre (Hch 1,4)3. Se refiere ciertamente al don del Espíritu a la Iglesia nacien­te. Por eso: «Perseveraban en la oración, con un mismo es­píritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos». (Hch 1,14).

Perseverar «en la oración, con María, la madre de Je­sús y con sus hermanos» es la invitación discreta pero acu­ciante que desearían sugerir estas páginas. La Iglesia, cuer­po de Cristo, tiene necesidad de la oración humilde, confia­da y perseverante de María para nacer, como el Verbo de Dios necesitó del consentimiento de fe de María para encar­narse en ella y morar en el corazón de la humanidad. Los Padres de la Iglesia afirman que la fe de María, en el origen de la Encarnación y de la Iglesia, es normativa de la fe de la Iglesia y de los discípulos. Para convencerse de ello bas­ta leer las homilías de san León o de san Juan Damasceno.

Hay un episodio del evangelio de Juan en el que el acto de fe de la Virgen es la fuente de la fe de los discípulos: es el primer milagro de Caná. María comprende cada vez me­jor que Jesús posee, en cuanto hijo de Dios como le había llamado el ángel, el poder divino. A este poder recurre en las bodas de Caná, pues ninguna cosa es imposible para Dios. (Lc 1,37).

Se puede decir que la fe de María, manifestada de este modo en Caná, es tan maravillosa como el milagro que pro­voca, pues precede a cualquier manifestación del poder mi­lagroso de Jesús. Su fe es anterior a las «señales y prodi-

3 Las citas bíblicas están tomadas según la versión de la Biblia de Jerusalén.

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gios» (Jn 4,48) con los que afianzará la fe de sus discípulos. A Maria, antes que a nadie, se le aplica la palabra que Je­sús dirigió un día al apóstol Tomás, tan lento para creer: «Dichosos los que no han visto y han creído». (Jn 20,29).

Esta fe de María, tan audaz, no se deja quebrantar por la respuesta poco alentadora de Jesús: «¿Qué tengo yo con­tigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora». Iluminada in­teriormente, comprende que su oración no es rechazada, sino que se le pone a prueba según la pedagogía divina de Jesús, que se complace en probar a los que recurren a él, para ahondar y elevar su fe. En efecto, cuando María, a pe­sar de una respuesta que parece negativa, dice a los sirvien­tes: «Haced lo que él os diga», atestigua que cree en la in­tervención prudentemente solicitada.

Hay que subrayar también la discreción de su oración, tanto más humilde en cuanto que es perseverante: se con­tenta con exponer a Jesús la situación en la que se encuen­tran los jóvenes esposos: «No tienen vino». Espera una or­den imprevista de su hijo, y temiendo que los sirvientes des­concertados, rehúsen obedecer, les recomienda que sigan ciegamente lo que les diga aunque no comprendan el mo­tivo. Testimonia así, como Abraham, su padre en la fe, la confianza inquebrantable en Jesús. Se da en su fe, por una parte, la certeza de que Jesús posee un poder sin límites, y por otra parte, una esperanza absoluta y plena de abando­no en su amor por los hombres a los que ha venido a sal­var. Es la tensión dialéctica entre la omnipotencia de Dios y la obediencia de fe en su palabra. (Lc 1, 27-28).

Tenemos aquí una enseñanza capital: es significativo que el primer milagro de Jesús lo consiga una fe diligente y una oración perseverante. A lo largo de su vida pública, Jesús subrayará a menudo la importancia de la fe para con­seguir sus gracias, hasta el punto que atribuye los favores solicitados a la fe de las personas que le piden: «Tu fe te ha salvado». «Que te suceda como has creído». Se maravi­lla de la tenacidad de la fe de la cananea que prolonga su oración hasta que ha conseguido lo que pide. Este primer milagro de Jesús muestra la importancia de la fe y de la ora­ción, como primera cooperación del hombre al don de la sal­vación de Dios; ilustra también cómo la fe de María está en el origen de la fe de la Iglesia: es su fe la que provoca el mi-

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lagro, y éste enciende la fe en el corazón de los discípulos. San Juan que estaba presente subraya: «Y sus discípulos creyeron en él». (Jn 2,11).

Después de haberse formado y haber madurado en el corazón de María, después de haberse manifestado en ella y por ella al comienzo de la vida pública del Maestro, la fe pasa al corazón de los discípulos. Como Abraham, su ante­pasado, es el primero en la fe de la antigua alianza, María es la primera en la fe de la nueva alianza. Aparece a la luz de las bodas de Caná, símbolo de los esponsales de Cristo con su Iglesia, como la que da luz a los hombres en la fe y los lleva a unirse totalmente con su hijo Jesús, su Salvador. Es verdaderamente Madre de la Iglesia como Pablo VI lo proclamó en el concilio.

Por esa misma razón, Lucas anota la presencia de Ma­ría en el Cenáculo, en el momento del nacimiento de la Igle­sia. Su presencia orante era necesaria para atraer, en la con­fianza, la venida del Espíritu Santo. De la misma manera que ha ayudado a los discípulos a creer en el poder de Je­sús en Caná, les ayuda ahora a creer en el poder del Espí­ritu que ha resucitado a Jesús de entre los muertos. No se trata ya de recibir favores o de conseguir un milagro, como el vino de Caná o las curaciones, sino de acoger el don por excelencia que Jesús resucitado quiere hacer a la humani­dad nueva: el Espíritu Santo. Este don es gratuito, pero no arbitrario: para recibirlo hay que creer en él y pedirlo en la oración: «Si pues vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan». (Lc 11,13).

En el cenáculo, María sostiene la fe de los apóstoles in­vitándoles a perseverar y a mantenerse en la oración de sú­plica; la perseverancia en la oración era la única señal de la calidad y profundidad del deseo de recibir el Espíritu. Cuan­do una persona no pide con la confianza y la perseverancia de María, una parte de ella misma se resiste y se reserva al­gunas soluciones de recambio. Por eso, su oración no tiene esa violencia que desplaza los montes y los arroja en el mar.

«Cuando el Espíritu Santo encuentra a María en el co­razón de un hombre, dice san Grignion de Montfort, corre y vuela a él». Cuando san Juan oyó a Jesús que le decía: «Ahí tienes a tu madre», la acogió en su casa. (Jn 19,27).

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Que el Espíritu Santo sugiera a todos los que lean estas pá­ginas llevar a María a su casa.

Oración de la fiesta de Nuestra Señora del Cenáculo

Oh Dios, que has colmado del Espíritu Santo a la biena­venturada Virgen María cuando oraba con los discípulos en la soledad del cenáculo; haz que amemos el silencio del co­razón para que así recogidos y orando mejor, merezcamos llenarnos con los dones del Espíritu Santo.

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1Ven Espíritu Santo

a nuestros corazones y envía desde el cielo

un rayo de tu luz

Lo más desesperante de la predicación cristiana o de la Escritura, es que supone el ponerse en contacto con el cielo o con el Espíritu Santo. Puedo decir las cosas de diferentes maneras, pero no puedo transmitir su sabor si el Espíritu de Dios no se implica en ello. Por eso, cuando deseo hablaros del Espíritu Santo, me veo obligado a tomar las palabras de la Escritura, las palabras pronunciadas por Jesús en el ser­món de la Cena; pero estas palabras serán palabras de Dios en la medida en que sean pronunciadas por un rostro. Es preciso que los ojos de Jesús se animen y os miren, que su boca os dirija una palabra que transforme vuestro corazón y encienda en él el fuego de su Espíritu.

San Agustín lo dice de otra manera cuando evoca la ac­ción del Maestro interior. A propósito de las palabras de san Juan sobre la acción del Espíritu precisa la relación entre el que habla desde fuera y el que enseña desde dentro: «La unción que de él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña sobre todas las cosas —y es verdadera y no menti­rosa— según os enseñó permaneced en él». (1 Jn 2,27). Agustín prosigue diciendo: «¿Por qué todo esto? Basta que os entreguéis a su unción y esta unción os lo enseñará todo. Ved pues este gran misterio, hermanos: el sonido de nues­tras palabras golpea vuestros oídos, pero el Maestro está

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dentro. No penséis que se puede aprender algo de un hom­bre. Podemos atraer vuestra atención con el ruido de nues­tra voz, pero si no hay dentro alguien que os enseñe, ese ruido será inútil». (Comentario de la primera carta de san Juan, tr. IV, c. II, P.L.T. XXXV).

Cristo tenía medios extraordinarios para hacer barrun­tar a sus oyentes la vida eterna: multiplicaba los panes no sólo para dar de comer a la multitud, sino para hacerles pre­sente el poder de Dios. Y este medio era decepcionante, aun para el mismo Jesús, pues su auditorio, cuando se vio defraudado, se puso a proclamar que sus palabras no sola­mente eran intolerables, sino que ni siquiera se podían so­portar. (Jn 6,60). Por su lado, san Pablo comprenderá que el prestigio de la palabra y de la sabiduría no vale gran cosa para anunciar el misterio de Dios, si el poder del Espíritu no viene a realizar señales clamorosas para poner a los oyen­tes en presencia de lo invisible. «Mi palabra y mi predica­ción no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sa­biduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios». (1 Cor 2, 4-5).

Cuando se leen las epístolas de san Pablo, se nota que fluye de ellas el soplo del poder de Dios que es también un fuego, la dinamis tou théou: «Ya que os fue predicado nues­tro evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo». (1 Ts 1,5). Si san Pablo, siguiendo a Cristo, disponía de tales medios para anunciar el evange­lio, ¿qué podemos hacer nosotros, pobres predicadores, para hablaros del Espíritu Santo y del cielo? Este es primer problema que se nos plantea.

Pienso que la única solución a este problema es la ora­ción, que por otra parte es la solución de todos nuestros pro­blemas... Tal vez no tengamos la posibilidad de acompañar nuestra predicación con señales clamorosas como la cura­ción del cojo de la Puerta Hermosa (Hch 3,1 sig.), pero siem­pre podremos pedir al Espíritu Santo que abrase el corazón de aquellos a quienes explicamos las Escrituras. (Le 24,32). «La palabra del predicador es inútil si no es capaz de en­cender el fuego del amor». (S. Gregorio el Grande: Enchiri­dion asceticum, 76,1223. B).

Hay en la vida de san Luis un acontecimiento significa-

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tivo. En su tiempo, se estimaban mucho los milagros espec­taculares para fortificar la fe. Un día, Joinville le dijo: «Se­ñor, daos prisa, va a ocurrir un gran milagro, venid a ver­lo». Y san Luis que estaba en oración, le respondió: «Déja­me en paz; yo encuentro a Dios mucho más en la oración que en un milagro»; lo que equivale a decir que san Luis ex­perimentaba permanentemente la realidad y la dulzura del Espíritu Santo en la oración.

Un nuevo Pentecostés

El fin de la predicación cristiana es disponer el corazón de los oyentes o de los lectores para acoger la efusión del Espíritu que no viene de nosotros sino únicamente del be­neplácito del Padre. (Mt 11,26). Cuando se recorre el libro de los Hechos y se ve cómo el Espíritu Santo desciende so­bre los cristianos de Efeso (Hch 19,6), se comprende que es posible, no sólo prolongar la experiencia de Pentecostés, sino volverla a empezar, recibiendo hoy el Espíritu Santo. De este modo, Pentecostés no es tan sólo un acontecimien­to del pasado, es una realidad siempre nueva y presente, en la medida en que nos adherimos por la fe y la oración a Cristo resucitado que envía el Espíritu.

Se trata de un Pentecostés sin viento violento, sin len­guas de fuego o hablar en lenguas, pues la verdadera rea­lidad de Pentecostés no está en lo exterior sino que es un acontecimiento misterioso e invisible que penetra lo más ín­timo del corazón. Es el misterio de la gracia que transforma el corazón del hombre por el poder de la Resurrección (la dynamis tou théou). En su primera homilía sobre Pentecos­tés, san Juan Crisóstomo explica que los hombres a los que se dirigía san Pedro tenían una mentalidad tosca y no eran capaces de percibir las realidades no corporales: «No podían concebir la gracia espiritual, visible solamente a los ojos de la fe, y por eso se daban los milagros. Y es que, efectiva­mente, entre las gracias espirituales, unas son invisibles, sólo la fe puede comprenderlas, y otras van acompañadas de una señal sensible para convencer a los infieles».

Por eso a los que oran de verdad se les concede revivir

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el acontecimiento de Pentecostés en su aspecto oculto y misterioso, ver a Cristo resucitado viviendo en el fondo de su corazón y experimentar el poder de Dios que le ha resu­citado de entre los muertos (Col 2,12). Los mismos apósto­les no estuvieron dispensados de hacer esta experiencia es­piritual de Cristo viviendo en ellos, aunque se les aparecie­se después de su resurrección (1 Cor 15,6) y comiesen y be­biesen con él (Jn 21,12). Pablo dirá con toda claridad que él no ha conocido a Cristo según la carne sino que se le ha apa­recido (1 Cor 15,8) y que en definitiva esta aparición de Cris­to, momentánea y fugitiva, ha dejado en él el poder de la gracia: «Mas por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gra­cia de Dios no ha sido estéril en mí». (1 Cor 15,10).

Lo esencial de la aparición del Resucitado no está en el hecho de ver a Cristo, sino en lo que queda en el corazón del creyente cuando termina la aparición. Es lo que se lla­ma la gracia o la presencia del Espíritu Santo que hace que Cristo viva en el corazón del hombre. Todo cristiano que vuelve a vivir el acontecimiento interior de Pentecostés, puede decir con san Pablo: «Y no vivo yo, sino que es Cris­to quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la car­ne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entre­gó por mí.» (Ga 2,20). Aunque se nos concediese ver a Cris­to resucitado, no estaríamos dispensados de vivir en fe la presencia del Espíritu Santo que obra en nosotros.

Encontramos esta experiencia del nuevo Pentecostés en la vida de los mártires y de los santos. Cómo se podría ex­plicar si no la fuerza de un Maximiliano Kolbe que se ofre­ció a ocupar el puesto de un condenado a muerte en el bun­ker del hambre en Auschwitz. No solamente no se rebeló, sino que su sola presencia fue suficiente para que los de­más prisioneros no se volvieran locos. El padre Kolbe inclu­so les daba conferencias sobre las relaciones de la Virgen Inmaculada con la Santísima Trinidad y cantaban cánticos todos juntos. Con heroísmo hubiera podido ofrecer el sacri­ficio de su vida, pero no hubiera podido conseguir que sus compañeros cantasen en condiciones tan atroces, en el mo­mento de morir. Aquí se palpa otra cosa: lo que san Pablo llama un poder divino. (Rm 1,16).

Todo esto no procedía de él sino del Espíritu de Pente­costés. Yo me atrevería a decir que lo hacía sin querer. Ha­

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bía una fuerza que brotaba de él (la gracia) como brotaba de Cristo (Le 6,19); algo inaudito que empujaba al heroís­mo. El simple contacto con el padre Kolbe podría convertir­nos y hacernos morir de esa manera, cantando cánticos. Esos hombres han tocado el cielo antes de estar en él y re­vivir interiormente el acontecimiento de Pentecostés.

Ahí, ciertamente hay algo. Si encontramos un santo así, es que estamos en presencia del Espíritu Santo y de su po­der que es nuestra liberación y no el heroísmo. Aquí tene­mos el secreto de una verdadera ascesis cristiana de la que volveremos a hablar a lo largo de estos capítulos dedicados al Espíritu Santo. El encuentro con Cristo en la eucaristía debe normalmente producir en nosotros los mismos efec­tos que el encuentro del padre Kolbe con sus prisioneros, pero con una fuerza infinitamente mayor. Ella nos reviste del poder del Espíritu Santo sin que tengamos necesidad de ser heroicos. Esto fascina a los que experimentan la debili­dad de su voluntad. Se descubre entonces el verdadero combate que no está en la lucha sino en la súplica para pe­dir al Padre que quiera enviarnos el Espíritu Santo en el nombre de Jesús.

En la vida de Angela de Foligno se encuentra esta mis­ma experiencia de Pentecostés. Había acudido a san Fran­cisco de Asís para pedirle la gracia de vivir y morir en la po­breza. Entonces escuchó una voz que le decía:

Has orado a mi siervo Francisco, pero yo he querido en­viarte otro misionero, el Espíritu Santo. Yo soy el Espíritu Santo. Soy yo el que vengo y te traigo la alegría desconoci­da. Voy a penetrar en lo más profundo de tu ser... He vivido en medio de los apóstoles que me veían con los ojos corpo­rales pero no me sentían como tú me sientes. Cuando en­tres dentro de ti, sentirás una alegría diferente, una alegría que no tiene comparación con ninguna otra. No será tan sólo como ahora el sonido de mi voz en el alma, seré yo mismo».

«Si encontrase en un alma un amor perfecto, le haría mercedes mayores que a los santos de siglos pasados, por quienes Dios hizo los prodigios que hoy se cuentan. Nadie tiene excusa, pues todo el mundo puede amar; Dios no pide al alma más que el amor, pues él mismo ama sin falsedad y es el amor del alma

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Todos perseveraban en la oración

Para volver a vivir el acontecimiento interior de Pente­costés, tendríamos que volver a encontrar la actitud de los apóstoles en el momento en que Cristo se separa de ellos. «Se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siem­pre en el Templo bendiciendo a Dios». (Le 24,52). No hacen más que obedecer a Cristo que les manda permanecer en la ciudad; «Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la prome­sa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto». (Le 24,49). Siempre que Lucas habla del Espíritu Santo, evoca su poder.

Y de pronto, encontramos a los apóstoles en el cenácu­lo esperando ser bautizados en el Espíritu Santo. Son muy conscientes de que van a recibir un poder, el del Espíritu Santo que vendrá sobre ellos para hacerlos sus testigos en Jerusalén y hasta los confines de la tierra. (Hch 1, 7-8). Los apóstoles saben perfectamente que Jesús les va a enviar desde el Padre, el Espíritu de verdad que dará testimonio de Jesús. (Jn 15,26).

Por eso suben a la cámara alta del cenáculo para espe­rar en oración al Espíritu Santo: «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algu­nas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus herma­nos». (Hch 1,14). Es muy importante señalar la presencia de María en el grupo de los once. Es la creyente por excelen­cia porque se entregó con confianza absoluta al poder de la palabra de Dios, en el momento de la Encarnación. (Le 34, 28). Del mismo modo, debe sostener la fe vacilante de los apóstoles que tienen miedo, al comienzo de la Iglesia. Es también ella la que debe confesar su fe en una oración asi­dua y perseverante.

En el cenáculo, la presencia de la Virgen era indispen­sable pues ella es la madre de la oración continua que sos­tiene a los apóstoles y les ayuda a perseverar en la oración de súplica. Al terminar la encíclica Redemptor hominis, Juan Pablo II invita a la Iglesia a «una oración más grande, inten­sa y creciente». Y prosigue: «Por tanto al terminar esta me­ditación con una calurosa y humilde invitación a la oración,

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deseo que se persevere en ella unidos con María, la madre de Jesús (Hch 1, 14), al igual que perseveraban los apósto­les y los discípulos del Señor, después de la Ascensión, en el cenáculo de Jerusalén (Hch 1,13).»

Perseverantes en la oración, dice san Lucas. No se trata pues de la oración de un instante, un acto fugaz, un capri­cho o la expresión de una necesidad pasajera cuando se su­fre y que se olvida inmediatamente después. Para perseve­rar en la oración, es preciso un trabajo de continuidad, una estructura de lugar y de tiempo para permitir que la oración se prolongue e impregne toda la vida. Es esta oración per­severante con María, continúa diciendo Juan Pablo II, lo que nos «capacita para recibir el Espíritu Santo».

Este es el objeto de estas meditaciones sobre el Espíri­tu Santo. Pueden servir también como esquema para un re­tiro personal o para la novena preparatoria de Pentecostés, recomendada por el papa Leon XIII para la unidad del pue­blo cristiano. (Divinum illud, 9 de mayo de 1897). Como hilo conductor, hemos elegido la secuencia Veni Sancte Spiritus y el Veni Creator de la fiesta de Pentecostés. En cada capí­tulo, comentaremos una estrofa y terminaremos con una oración al Espíritu Santo tomada de la tradición espiritual. Añadiremos también otras consideraciones sobre el discer­nimiento espiritual y sobre los carismas en la Iglesia.

La intención de este trabajo es práctica y concreta: co­municar a los lectores el gusto y el deseo de perseverar en la oración, con María, madre de Jesús, en el cenáculo. Se­ría preciso que se diese en nuestro corazón este deseo per­sonal de orar durante diez días, deseo difícil de encontrar pues muy pocos, sin duda, se sienten capaces de ello. Por eso, la ejecución es otra cosa: hay que ser un poco loco en deseos y prudente en realización. El que desea orar sin ce­sar, ora de hecho siempre, aunque no esté siempre en ora­ción. Pero para que este deseo sea verdadero y no veleido­so, es preciso que se encarne en tiempos fuertes de ora­ción. Por eso, proponemos a los lectores que dediquen cada día una hora llena y continuada a la oración, dejando bien claro que vale más una hora seguida que dos veces media hora.

Aquí es donde interviene la Iglesia. La oración alcanza­rá todo su sentido, si en el deseo de pasar diez días suplí-

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cando al Espíritu Santo que venga a nosotros, y entregán­donos a ello, cada lector carga con la parte que le corres­ponde, según sus fuerzas y posibilidades. Si hacemos esto, ya no vamos a orar una hora sino diez días, teniendo el con­suelo de experimentar el lazo de amistad que la oración creará entre nosotros: es mucho más hermoso que dedicar­le una hora individual. Para llevarlo a cabo, necesitamos de nuestros hermanos; al despertar durante la noche o en nuestras actividades, tendremos conciencia de estar en ora­ción. Y esto nos mantendrá mucho más unidos que todas las conversaciones y diálogos, pues nuestra unión está por encima de estos medios. Es la oración lo que está en la base de nuestra unión y sobre esta base, gritamos nuestra des­gracia y nuestra confianza en el poder del Espíritu de Pentecostés.

¡Ven Espíritu Santo, a nuestros corazones!

Para ayudarnos a orar, podríamos tomar la primera es­trofa del Veni Sánete, repitiéndola despacio y en voz baja hasta que nuestro corazón la susurre sin necesidad de que la pronuncien los labios. El Espíritu está ya en nuestros co­razones, pero debe también venir desde fuera para invadir e impregnar toda nuestra persona. No se puede hacer más que llamarlo pura y sencillamente. Nuestra oración es una llamada y un grito: «Como cuando se está al límite de la sed, que se está enfermo de sed y ya no se imagina uno el acto de beber en relación consigo mismo, ni aun siquiera el acto de beber en general, sino solamente el agua, el agua en sí misma, pero esta imagen del agua es como un grito de todo nuestro ser». (S. Weil: Attente de Dieu).

Señor resucitado, has prometido enviar sobre nosotros lo que tu Padre ha prometido. Queremos permanecer en la ciudad hasta que seamos revestidos del poder de arriba. No sabemos lo que hay que pedir para orar como es debido, pero escucha la oración de los apósteles y de María en el ce­náculo que claman al Padre, día y noche, como la viuda de la que tú has hablado en el evangelio. Nosotros, que somos malos, sabemos sin embargo dar cosas buenas a nuestros hijos; cuánto más nuestro Padre celestial dará el Espíritu

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Santo, si nosotros se lo pedimos con insistencia y per­severancia.

Al principio de las vigilias llamamos a tu puerta, en me­dio de la noche buscamos tu rostro y de mañana te pedimos el Espíritu, Padre santo, en nombre de tu hijo Jesús. Desde lo alto del cielo, envía un rayo de luz a nuestras almas que viven en tinieblas, llena de amor nuestros corazones y forti­fica nuestros cuerpos fatigados con tu vigor eterno.

Señor Jesús, tú nos has prometido rogar al Padre para que nos envíe otro consolador. Sabemos que continúas in­tercediendo hoy en favor nuestro, tú que, a lo largo de tu vida en la tierra, ofreciste oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas al que podía salvarte de la muerte. Y fuiste escuchado por tu obediencia. Queremos entrar en tu oración al Padre y extenderla a nuestros hermanos. No has orado so­lamente por tus discípulos, sino también por todos aquellos que, gracias a tu palabra, creerán en ti.

Envíanos el Espíritu de verdad y que él retire de nues­tros corazones el velo que nos impide verte presente en nos­otros. Enséñanos a reconocer tu acción en la trama concreta de nuestra existencia y a dejarnos realizar por él. Sabes cuán­to nos hace sufrir la soledad, no nos dejes huérfanos sino ven a nosotros para que podamos verte vivo. Somos espíri­tus sin inteligencia y corazones lentos para creer: abre nues­tras inteligencias para que comprendan las Escrituras y en­ciende nuestros corazones para que te descubran en la Eucaristía.

Haznos comprender que estás en tu Padre, aunque mo­res en cada uno de nosotros. Enséñanos a guardar tu pala­bra y a observar tus mandamientos para que permanezca­mos contigo en el amor del Padre. Muéstranos cuánto nos ama el Padre derramando su Espíritu en nuestros corazones y haciendo en ellos, contigo, su morada. Introdúcenos en esta inmensa circulación de amor en la que tú eres una sola cosa con el Padre para que lleguemos a la unidad perfecta y que los hombres crean verdaderamente en ti, el enviado del Padre.

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2Ven, Padre de los pobres,

ven, dispensador de dones, ven, luz de los corazones.

En el corazón del hombre, la oración no brota al térmi­no de una reflexión, como si se tratase de imaginar a Dios o de razonar sobre él para así llegar a hablarle. La oración no brota tampoco únicamente del silencio, como si bastase únicamente apartar las distracciones para ponerse en ora­ción. Por eso sucede a algunos que pasan todo el tiempo de la oración luchando en vano contra la «loca de la casa» y al final de la hora, se ven obligados a constatar que no han hecho oración. Otros dicen: la oración es un asunto de voluntad; basta decir al empezar, «quiero» para que la ora­ción siga normalmente a la decisión. Cada vez que uno se aparte de ella, hay que volver al acto de voluntad inicial. Sin despreciar el papel de la inteligencia, de la voluntad o del silencio, es preciso cavar más profundamente para descu­brir la fuente de la oración.

No pensemos ni mucho menos que las energías consu­midas o las técnicas empleadas en la oración nos dispen­san de bajar hacia el lugar obligado donde la oración pue­de brotar en nosotros. Y este lugar nos lleva necesariamen­te a nuestra radical pobreza, al lugar del corazón donde Dios nos ahonda y nos llena a la vez. Entonces el grito de la ora­ción puede brotar de esas profundidades nunca suficiente­mente exploradas. En este lugar, Dios nos revela nuestra mi­seria o nuestra sed de él, y entonces brota el grito de la sú-

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plica. O Dios nos ahonda haciendo fluir hacia nosotros to­dos los bienes de la creación o de la recreación, y entonces surge el grito de acción de gracias o de alabanza.

Cuando el grito de la oración ha desgarrado de este modo nuestro corazón, podemos volver a acudir a la inteli­gencia, a la voluntad y a la afectividad, pero estas faculta­des ya no estarán separadas del centro del ser. Echarán sus raíces en las fuentes de agua viva que riega la persona, sien­do así que eran estériles cuando estaban separadas de su fuente. Esto se sigue de la más elemental filosofía según la cual las facultades se enraízan en el ser. Podemos entonces volver a la oración y al grito que necesita de la inteligencia para tratar de comprender la situación del hombre delante de Dios, la afectividad para hacer eficaz este poder de amar sin el cual no hay oración, y de la voluntad para perseverar en la súplica. Eí silencio seguirá necesariamente al grito y se enroscará en torno a él mientras que, cuando se busca por sí mismo, crea una tensión estéril y aparece a menudo como imposible. El grito es el camino más corto que nos puede llevar a la oración; los otros caminos frecuentemen­te son atajos que no conducen a ninguna parte.

Ven, Padre de los pobres

Ahí es donde encontramos la llamada al Espíritu Santo, el Padre de los pobres. Puede encontrarse al final del des­cubrimiento de nuestra pobreza o puede también estar en el origen de la fuente. En el primer caso, al final de una se­rie de peripecias más o menos dolorosas, el hombre descu­bre que no puede apoyarse en sí mismo para acercarse a Dios y, a medida que avanza, la meta de la santidad parece que se aleja de él. No teniendo ya nada a que agarrarse, no puede hacer otra cosa que acudir al Padre de los pobres. En el segundo caso, el proceso es algo diferente: el deseo efec­tivo de orar siempre ahonda su corazón para hacerle des­cubrir que es incapaz de orar y de amar. En general es ia experiencia de la impotencia lo que lleva a la oración con­tinua al Espíritu (caso primero), pues esta no puede nacer más que a partir del grito arrancado a nuestra miseria.

Es bueno explorar un poco más los abismos de nuestra

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miseria si Dios nos concede la gracia y nos otorga a la vez su amor misericordioso para contemplar a esa luz nuestra pobreza. Sólo Jesús puede conocernos en nuestra última verdad, con todas nuestras duplicidades y nuestros condi­cionamientos, pero también es el único que puede amarnos hasta ese extremo, contemplando nuestras tinieblas a la luz de su cruz gloriosa que hace brillar su misericordia. Sólo en­tonces se puede suplicar al Padre de los pobres que venga a traernos la gran consolación del Espíritu.

Cuando hablamos de descubrir nuestra pobreza, no pensamos tan sólo en la pobreza moral y en la experiencia cotidiana de nuestra debilidad que hacía exclamar a san Pa­blo: «No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero». (Rm 7,19); pensamos también en la miseria on- tológica, en la carencia de ser que nos hace vivir colgados del amor creador de Dios. Si Dios nos crea en cada instan­te, es porque ama este «vacío» de nuestra nada para col­marlo del don de la existencia. Nuestra miseria es una con­secuencia de esta otra miseria congénita de ser una pobre criatura, capaz de realizar cosas maravillosas y también de lo peor, por decirlo de alguna manera.

Sabemos que el cura de Ars había pedido a Dios que le hiciese conocer su miseria y cuando la conoció, se vio tan abrumado que rogó a Dios disminuyese su pena pues no podía soportarlo. Estas son sus propias palabras a Catheri­ne Lassagne y al hermano Atanasio: «Me espanté tanto al conocer mi miseria que imploré inmediatamente la gracia de olvidarlo. Dios me escuchó,pero me ha dejado la sufi­ciente luz acerca de mi nada como para hacerme compren­der que no soy capaz de nada». Y decía que esta humildad le había lanzado al amor: «No tengo otro recurso contra esta tentación de desesperación que el arrojarme a los pies del tabernáculo, como un perrillo a los pies de su dueño».

Todos los santos han experimentado así su miseria; y cuanto más se acercaban a la santidad de Dios, tanto más podían decir como Isaías, después de su visión en el Tem­plo: «¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros y entre un pueblo de labios impuros habito: que al rey Yavé Sebaot han visto mis ojos!». (Is 6,5). Podía­mos pensar que según se avanzara hacia la santidad, se ahorraría uno esta experiencia dolorosa. Nada de eso, pues

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la herida se ensancha en la misma medida que el amor de Dios penetra en el corazón y abre nuevas heridas que, en vez de ser heridas de pecado, se convierten, como dice san Juan de la Cruz en «heridas de amor». (Llama de amor viva, 2).

Podríamos explorar y buscar la dimensión más profun­da de esta pobreza, pero no debemos hacerlo, sin fijar per­didamente la mirada en el amor misericordioso de Dios para experimentar cómo nuestra miseria seduce el corazón de Dios. Sin llegar a la experiencia del cura de Ars, cada día descubrimos nuestra miseria. Pienso en particular en nues­tra incapacidad de orar y vivir en la súplica continua. San Pablo nos lo hace notar: «Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo in­tercede por nosotros con gemidos inefables». (Rm 8,26). Más exactamente, no sabemos lo que hay que pedir para orar como es debido. Habría que añadir también que esta imposibilidad no apunta tan sólo al contenido de la oración, sino también al mismo hecho de ponernos en oración y de perseverar en ella. El que tiene cierta experiencia de ora­ción sabe muy bien que la imposibilidad no viene de cau­sas exteriores, distracciones, falta de tiempo o de forma­ción, etc., sino de una incapacidad más profunda que echa sus raíces en el corazón. Se dan en nosotros como dos ni­veles: uno geográfico en el que el Espíritu Santo gime por nuestro sufrimiento humano y otro geológico en el que gime porque no amamos a Dios. Hasta aquí hay que des­cender para descubrir la fuente de nuestra oración.

Existe también nuestra pobreza moral que se manifies­ta por la dolorosa experiencia de nuestra incapacidad para hacer la voluntad de Dios y para guardar sus mandamien­tos. Llevamos el amor en nosotros como una nostalgia y un deseo que sólo el Espíritu Santo puede hacer efectivo. Fi­nalmente se da otro terreno en el que la pobreza se nos hace más insoportable, sobre todo en una época en la que las ciencias humanas prometen el equilibrio psicológico y la plenitud a partir de diferentes técnicas. «Vivir a sus an­chas» se ha convertido en un objetivo al que se sacrifica tiempo, dinero y aun confort, sin hablar de las curas que exi­gen una verdadera ascésis, semejante a la propuesta por las diversas escuelas espirituales.

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Hay que reconocer que los resultados son muy pobres, que el fondo del corazón del hombre es doble e impenetra­ble (Sal 64, 6-7) y que nadie es dueño de sus profundidades que escapan a las lucideces más sagaces. Se dan también dinamismos rebeldes a toda buena voluntad, aún cuando la libertad tenga la última palabra. Nadie es dueño de sí como del universo. Nadie puede sondear el fondo del hombre, si no está animado del Espíritu de Dios. Al final de un esfuer­zo de lucidez y de voluntad para llegar al equilibrio de la ma­durez, muchos hombres se ven obligados a reconocer como Teresa del Niño Jesús decía a la Madre María Gonzaga: «Crecer me resulta imposible, debo soportarme tal como soy». (M.A. pág. 244). «¿Qué hombre conoce lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él?». (1 Cor 2,11 ). Del mismo modo, todos los hombres que tratan de co­nocer a Dios por el solo esfuerzo de su inteligencia y de su voluntad se ven obligados a admitir que su conocimiento de Dios es pobre, caduco y fragmentario. Siempre tendre­mos necesidad de decir: «¡Ven, luz de los corazones!».

Ven, dispensador de los dones

Realmente tenemos necesidad de recibir los dones del Espíritu Santo para sondear las profundidades de Dios y también las profundidades del corazón del hombre trans­formado por el Espíritu de Jesús resucitado: «El Espíritu sondea todo hasta las profundidades de Dios... Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos lia otorgado». (1 Cor 2,10 y 12). Nunca terminaremos de im­plorar a Dios con insistencia y perseverancia diciendo: «|Ven, dispensador de los dones!», bien entendido que el don supremo es el mismo Espíritu Santo prometido por Cristo que se «fragmenta» en nosotros por los dones parti­culares descritos por Isaías y la teología espiritual (Juan de Santo Tomás): «Reposará sobre él el espíritu de Yavé: es­píritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y for­taleza, espíritu de ciencia y temor de Yavé». (Is 11,2).

Es bueno preguntarse cómo juegan los dones del Espí­ritu Santo en la toma de conciencia de nuestra pobreza. Re­

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chacemos de una vez la falsa pista por la que soñamos a me­nudo avanzar y que podríamos definir así: vamos a ofrecer nuestra debilidad a Cristo y él la va a transformar en fuerza. Dios tiene demasiado respeto a nuestra libertad para actuar a base de varitas mágicas, tratándonos como irresponsa­bles, tanto más cuanto que nos faltaría tiempo para valer­nos de esta fuerza adquirida por pura gracia de Dios para satisfacer nuestro orgullo aun espiritual.

Cristo no tenía necesidad de rechazar la debilidad para ser fuerte: así como su doctrina no era su doctrina, su fuer­za no era su fuerza, sino la del Padre, que quiso que se ma­nifestase por la evidencia de su propia debilidad durante la Pasión: «Pues ciertamente, fue crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de Dios. Así también nosotros, somos débiles en él, pero viviremos con él por la fuerza de Dios». (2 Cor 13,4). El que rehúsa ser débil recha­za la fuerza de Dios, según la palabra de Pablo: «Cuando es­toy débil, entonces es cuando soy fuerte... Mi gracia te bas­ta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza». (2 Cor 7-10).

Se nos plantea un problema : ¿Queremos ser fuertes con nuestra propia fuerza o revestidos de la fuerza de lo alto que levanta nuestra debilidad, aunque siga siendo debilidad y se manifieste como tal en caídas de las que nunca sabre­mos con certeza hasta qué punto son faltas? Es preciso aceptar esta oscuridad, pues Jesús también hubiera podido decir al caer: «Debería haberlo hecho mejor»; pero de he­cho no quería hacerlo mejor. No se trata de una invitación a la pereza o al abandono, sino de una visión realista de nuestra pobreza transfigurada por el poder de la resurrec­ción. Un día, cuando se nos hayan agotado las pretensio­nes de realizar nosotros mismos nuestra santidad e incluso estemos «agotados». Dios transformará nuestra debilidad en fuerza.

De momento, los dones del Espíritu Santo actúan en otro nivel haciéndonos comprender vitalmente que nuestra pobreza es nuestra verdadera «riqueza» de cara al amor mi­sericordioso del Padre. Naturalmente, el hombre se aparta de esta pobreza pues se siente atraído por la riqueza y el es­plendor de Dios. El don de ciencia no sólo nos hace com-

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prender la nada de las criaturas, sino que nos sugiere que saboreemos la dulzura de no ser nada. Nos lo sugiere pero no nos lo impone: «Si quieres...». Aunque no sea más que una sugerencia, tal vez merezca la pena no volver la espal­da pues ése es el secreto mismo de nuestra entrada en la vida trinitaria.

Unos días antes de morir, Teresa de Lisieux aconseja­ba a su hermana Celina que vivía desolada por sus debili­dades e imperfecciones «que amase dulcemente su mise­ria» (C.J. 5-7-1). El padre Molinié definía así en lenguaje teo­lógico el sentido de esta espiritualidad teresiana: «Cuando la caridad ilumina nuestro conocimiento de estas cosas «a la manera de noche y de sabor»,se dice que hace jugar al don de ciencia, que nos revela no sólo la verdad de la nada de la criatura, sino el encanto finalmente trinitario de esta nada». (Nota del retiro a la abadía de Ker Moussa). Es lo mis­mo que dice Cristo a santa Catalina de Siena: «Hazte capa­cidad y yo me haré torrente», o «Yo soy el que es, tú eres la que no eres».

Es la locura de Dios que se desvela en la locura de la cruz: Cristo se vacía totalmente de sí mismo para dejarse in­vadir por la gloria de Dios. Esto se toma o se deja, pero sin ello no hay vida mística. Cuanto más avancemos más nos diferenciaremos de Dios. Como nos da sus dones, creemos que nos ama por sus regalos, aunque lo único que le sedu­ce es nuestra miseria. El Espíritu Santo nos desvela un ex­traño secreto: el arte de recuperar nuestra miseria como si fuese una perla preciosa, difícil de encontrar y digna de ser buscada apasionadamente.

Necesitamos el don de inteligencia para presentir la san­tidad de Dios y el don de ciencia para gustar nuestra ver­dad frente a él mientras que el don de sabiduría nos hace saborear la dulzura de las relaciones en el interior de la Tri­nidad. «¡Que sean uno como nosotros somos uno!» Tene­mos tendencia natural a huir de esta miseria, aunque esta huida no implique ningún esfuerzo constructivo para sanar­la o mejorarla, sino sencillamente el rechazo oscuro y feroz a adquirir conciencia de ella y a enfrentarnos con el espec­táculo de una indigencia cuya profundidad metafísica supe­ra todo lo que podemos sospechar.

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Ven, luz de los corazones

Por eso, cuando pretendemos ser mejores, hacemos in­conscientemente mucho esfuerzo para disimular ante todas las miradas y en primer lugar ante la nuestra, a base de «buenas obras», cuán malos somos según la expresión de Cristo (Le 11,13). El don de ciencia nos sugiere, haciéndo­noslo saborear delicadamente, con qué ternura Jesús «ama nuestra miseria». El don de consejo nos invita a recuperar esta miseria, no con la lucidez despiadada, y por otra parte verdadera, que nos sugiere el demonio (de donde viene tal vez la tentación de desesperación del cura de Ars) sino con la lucidez aún más profunda que el Espíritu Santo nos ofre­ce a modo de sabor enseñándonos a descubrir con estupor en esta miseria el arma absoluta que nos da todo poder so­bre el corazón de Dios. Es esta pobreza lo que seduce a Dios en nosotros y no los dones que nos ha dado o que va a vol­car en avalancha sobre esta miseria que le atrae; lo cual es comprensible si se piensa que es la única cosa que no pue­de encontrar en él, la única por consiguiente que puede amar fuera de sí.

Todo esto que resulta tan abstracto de decir es lo que el Espíritu Santo nos sugiere inefablemente mediante el murmullo de los dones de inteligencia, de ciencia y de con­sejo que podrían resumirse en el temor reverencial y amo­roso de Dios. Nos queda por decir cómo los dones de pie­dad y de sabiduría nos hacen saborear la vida de amistad con las tres personas de la santísima Trinidad. El don de for­taleza se vincula al poder de la Resurrección que se desplie­ga en el dinamismo del Espíritu. Pero estos dones vincula­dos más a la voluntad y a la afectividad (fortaleza, sabiduría y piedad) actúan cuando la inteligencia está iluminada por los de ciencia y consejo.

Por eso, recuperar nuestra miseria, es recuperar una re­gión que, considerada sola o a través de los presentimien­tos del don de ciencia, es fuente de la desesperación más absoluta o de la confianza más loca y desbordante. Pues, si lo propio de Dios es encontrar encanto en nuestra miseria, lo propio de la criatura es amar en primer lugar a Dios, el Ser, el Bien y todas las perfecciones. Hablando naturalmen-

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te, nuestra pobreza es lo que encontramos menos amable del mundo y por eso no la amamos en nosotros ni en los demás más que en la medida en que está ya colmada.

Dios solamente puede amarnos como seres a colmar, el Espíritu Santo puede comunicarnos este privilegio de su amor, pero esto no nos es en absoluto natural. Por eso so­lamente podemos desplegar nuestra miseria para ofrecér­sela a él, como se descubre una llaga ante un médico. Cuan­do le hayamos encontrado, habremos encontrado a la vez su misericordia: allí es donde se esconde y no en cualquier otra parte. El Espíritu Santo es quien nos introduce en este lugar de encuentro desconocido a los ojos del mundo y don­de nos espera el corazón misericordioso de Cristo. Este lu­gar es misericordioso y oscuro, sólo el Espíritu puede guiar­nos hasta estas profundidades por el presentimiento de un sabor inefable. Para terminar, quisiéramos introducir a los lectores en la oración con el siguiente texto de Juan de Fécamp:

Amor divino, lazo sagrado que unes al Padre omnipo­tente y a su bienaventurado Hijo, todopoderoso Espíritu con­solador, dulcísimo consolador de los afligidos, penetra con tu soberana virtud lo más profundo de mi corazón; que tu presencia amiga llene de alegría, por el brillo deslumbrante de tu luz, los rincones oscuros de mi morada abandonada; ven a fecundar con la riqueza de tu rocío lo que ha marchi­tado una larga sequía.

Desgarra, con un dardo de tu amor, el secreto de mi des­orientado ser interior, penetrando con tu fuego salvador la médula de mi corazón que languidece y consume, proyec­tando en él la llama de un santo ardor. Sáciame en el torren­te de tu alegría, para que no me dé gusto ninguno de los en­cantos envenenados del mundo.

Júzgame, Señor, y separa mi causa de la de los impíos. Enséñame a hacer tu voluntad, porque tú eres mi Dios. Sí, creo que donde tú habitas, estableces también la mansión del Padre y del Hijo. Dichoso el que sea digno de tenerte por huésped, puesto que por ti el Padre y el Hijo harán en él su morada.

Ven, pues bondadosísimo consolador del alma que su­fre, ayuda en la prueba y en el descanso. Ven, tú que purifi­cas las manchas, tú que curas las llagas. Ven, fuerza de los débiles, sostén de los que caen. Ven doctor de los humildes,

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vencedor de los orgullosos. Ven, dulce Padre de los huérfa­nos, juez de las viudas lleno de mansedumbre. Ven, estrella de los navegantes, puerto de los náufragos. Ven, esperanza de los pobres, consuelo de los que desfallecen. Ven, gloria insigne de todos los vivos, única salvación de los que van a morir.

Ven, el más santo de los espíritus; ven y ten piedad de mí. Hazme conforme a ti e inclínate hacia mí con benevolen­cia para que mi pequeñez encuentre gracia ante tu grande­za, mi impotencia ante tu fuerza; según tu inmensa miseri­cordia, por Jesucristo mi salvador, que vive en unidad con el Padre y contigo, y que siendo Dios, reina por los siglos de los siglos. Amén.

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3Fuente del mayor consuelo,

dulce huésped del alma, brisa en las horas de fuego.

Algunas precisiones a propósito de la palabra

Hay palabras que uno no se atreve a emplear, de tal ma­nera se las ha «minado», se les ha cargado de tal potencial de amaneramiento o de sentimientos malsanos que se en­cuentran en la frontera de lo patológico y de lo normal. A propósito de ellas, se olfatean siempre fenómenos de com­pensación o de falta de madurez. Esto ocurre con la palabra «consolación» que para muchos, tiene resabios doloristas o infantiles. Y sin embargo, no se puede borrar de un plu­mazo una expresión o una realidad que el mismo Cristo ha utilizado y que está ya presente en el Antiguo Testamento, aunque no se hable en él del «Consolador». Así, para defi­nir su misión en la sinagoga de Nazaret, Jesús anuncia que ha recibido un mensaje de consolación para su pueblo. Y para ello apela a un texto de Isaías:

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido, para anunciar a los pobres la buena nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los opri­midos y proclamar un año de gracia del Señor». (Le 4, 18-19; Is 61, 1-3).

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El mismo Yavé se presentaba como aquél que consuela a su pueblo: «Yo, yo soy su consolador. ¿Quién eres tú que tienes miedo del mortal y del hijo del hombre al heno equi­parado?» (Is 51,12). Naturalmente, Jesús, el hijo de Dios, tendrá como misión continuar el papel de consolación rea­lizado por su Padre. Cuando anuncie a sus discípulos su par­tida, evocará inmediatamente el papel del Paráclito, del Con­solador que va a enviarles de junto al Padre, para que les defienda.

Si a los hombres de hoy les cuesta tanto acudir a Dios, a Cristo o al Espíritu Santo, ¿no será por un cierto rechazo a ser salvados por otro, a reconocerse pecadores y la impo­sibilidad de salir del pecado por sí mismos? En otras pala­bras, para aceptar ser consolados, necesitamos reconocer que somos seres heridos, que esperamos al borde del ca­mino que un buen samaritano tenga a bien lanzar sobre nos­otros una mirada de misericordia. Así se presenta Dios en Ezequiel: «Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarria­da, curaré a la herida, confortaré a la enferma». (Ez 34,16). En lugar de predisponernos contra la palabra «consola­ción», diciendo que está ya trasnochada, ¿no valdría más tratar de comprender la realidad que contiene y que es la nuestra, lo queramos o no, si reconocemos a Cristo como salvador?

Podríamos apelar a la tradición espiritual que ha hecho uso de esta palabra para acercarnos el misterio de nuestra relación con el Espíritu en los problemas delicados del dis­cernimiento. Así, san Ignacio evocará la «consolación sin causa precedente». (Ej 330). Y para salir al paso de cualquier interpretación errónea, la definirá de acuerdo con tres criterios:

Llamo consolación quando en el ánima se causa alguna moción interior con la cual viene la ánima a inflamarse en amor de su criador y señor y consequenter cuando ninguna cosa criada sobre la haz de la tierra, puede amar en sí, sino en el criador de todas ellas. Asimismo quando lanza lágri­mas votivas a amor de su señor, agora sea por el dolor de sus pecados o de la pasión de Christo nuestro Señor, o de otras cosas derechamente ordenadas en su servicio y ala­banza; finalmente llamo consolación todo aumento de espe­ranza, fe y caridad y toda leticia interna que llama y atrae a

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las cosas celestiales y a la propia salud de su ánima quie­tándola y pacificándola en su criador y señor. (316).

Al examinar de cerca este texto, es interesante notar que san Ignacio evita hablar de la consolación como de un es­tado pasivo en el que el hombre padecerá sin ser puesto en movimiento, aunque esta sea provocada por Dios. Del mis­mo modo, nunca encierra la consolación en los sentimien­tos o en las puras emociones que agitan las potencias sólo para el gozo de la persona. La consolación «entra, sale, da, produce o atrae», es una moción que define la acción divi­na, que aumenta la fe, la esperanza o la caridad. Lo que equi­vale a decir que lo propio de la consolación es comunicar amor, alegría y paz a una persona para ayudarle a salir de sí misma y entregarse al Creador o a los demás. Toda con­solación que repliegue no viene del buen espíritu, pues el árbol debe siempre ser juzgado por sus frutos.

Una vez apartadas las falsas concepciones o las falsifi­caciones de la consolación, podemos considerar cómo pre­senta Cristo a los apóstoles, en los capítulos 14 y 16 de san Juan, la venida del Espíritu consolador. Es él quien en ade­lante permitirá a los discípulos mantenerse firmes en me­dio de las pruebas y tribulaciones y asegurará una nueva presencia de Cristo resucitado que instaura con sus apósto­les nuevas relaciones.

La «consolación» de una nueva presencia

Tendríamos que volver a leer los capítulos 14 a 17 del evangelio de san Juan para comprender el intenso cambio que se da en las relaciones entre Jesús y sus discípulos. Con su inteligencia de hombre, sin hablar de la conciencia divi­na que tiene de su fin, Jesús ve que camina hacia la muer­te. Lo ha dicho con toda claridad en la parábola de los vi­ñadores homicidas. En un último gesto, realizado con la ma­yor serenidad entrega a los suyos su cuerpo quebrado en el pan partido y su sangre vertida en el vino repartido. En la agonía, vivirá ese don en la angustia, prefiriendo la vo­luntad del Padre a la suya. Entre ambos gestos encontra­mos el sermón de la cena en el que Jesús evoca la turba­

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ción que va a provocar en el corazón de sus discípulos su éxodo en Jerusalén: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí». (Jn 14,1).

Entre Jesús y los suyos se han trenzado lazos profun­dos que se manifiestan en las relaciones de cada día: «No os llamo ya siervos..., a vosotros os he llamado amigos, por­que todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a cono­cer». (Jn 15,15). Estos lazos son mucho más profundos que los de la amistad humana pues Jesús los ha incorporado a su diálogo de intimidad con el Padre. No les habla ya de una manera enigmática sino que les comunica abiertamen­te todo lo que concierne al Padre (Jn 16,25). Se comprende que los apóstoles se hayan fascinado por la irradiación que emanaba de la persona de Jesús porque sospechaban el se­creto de su relación con el Padre.

Lo mismo les sucede a las personas que amamos y que irradian santidad y dulzura. Cuando llegamos a saber que su existencia está amenazada, temblamos tanto por ellos como por nosotros, pues comprendemos el vacío que cau­sa su partida. Jesús adivina perfectamente los sentimientos de tristeza que anidan en el corazón de los suyos cuando les va a dejar. Por eso evoca el tiempo en el que estaba con ellos y aquél otro en el que les abandonará: «No os dije esto desde el principio porque estaba yo con vosotros. Pero aho­ra me voy a aquél que me ha enviado, y ninguno de voso­tros me pregunta: ¿Dónde vas? Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza». (Jn 16, 4-6). Conoce el sufrimiento de sus apóstoles, pues lo vive él mismo de una manera aún más profunda que ellos: «En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo». (Jn 16,20).

Progresivamente, Jesús acostumbrará a sus discípulos a otra presencia: «Dentro de poco no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver». (Jn 16,19). Cristo va después a iniciarlos en otra clase de relaciones nuevas, en una inti­midad espiritual, la que conviene tener con el hijo de Dios. No bastará verle con los ojos de la carne para reconocerle; será necesaria una mirada iluminada por el Espíritu Santo para descubrir su presencia misteriosa en el corazón de sus vidas.

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Más aún, Jesús muestra a sus discípulos que esta nue­va presencia en el Espíritu está condicionada a su partida. Estaban tan acostumbrados a él, que corrían el peligro de no verle ya, y de no buscar el misterio de su presencia en la fe. «Nos falta una persona y todo se despuebla». (Lamar­tine). Nos falta una persona y todo se repuebla, me atreve­ría a decir. Una vez ausente, se verán obligados a buscarle, no ya en los lazos materiales de proximidad física, sino en los lazos espirituales. No estará ya a su lado, pero estará vivo en ellos: «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito, pero si me voy os lo enviaré». (Jn 16,7). Así pues, el envío del Espíritu está condicionado a la partida de Jesús.

V siempre la misma palabra de consuelo de Jesús: «Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el espíritu de la verdad a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis porque mora con vosotros. No os de­jaré huérfanos, volveré a vosotros». (Jn 14, 16-18). En las nuevas relaciones, «lo esencial es invisible a los ojos», no se ve bien más que con el corazón pues la presencia de Je­sús es interior, no está ya al lado de sus discípulos y no de­ben retenerlo pues mora en ellos.

De esta promesa de Jesús, resalta que la presencia del Espíritu en el corazón no sólo reemplazará su presencia per­sonal, sino que la devolverá plenamente, renovada en lo más íntimo: «Vendré a vosotros... Estaré con vosotros, por­que viviré y vosotros viviréis». Esta nueva presencia es pre­ferible a la que los apóstoles han conocido hasta ahora, y por eso es bueno que Jesús se vaya.

San Anastasio hace notar que en todo el Antiguo Tes­tamento, no se hace mención del Espíritu Santo bajo el nombre de Consolador. La razón se encuentra en estas pa­labras del Señor: «Si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré». Era necesario que el Verbo encarnado entrase en la gloria antes de enviar el Espíritu Santo como Consolador.

Sucede con la presencia de Jesús lo mismo que con la de los seres que nos han dejado; no debemos ya buscarlos en el pasado, ni en la forma en la que les hemos conocido sino en Cristo resucitado. Su presencia es puramente inte-

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rior. Antes no lo sabían todo sobre nosotros, su amor debía atravesar la opacidad de nuestro cuerpo; después nos ven en la transparencia y nos aman tal como somos.

Dulce huésped del alma

La presencia de Cristo resucitado en nuestro corazón es la obra del Espíritu Santo Paráclito, que mora en nosotros (Jn 14,17). El mundo es incapaz de verlo y acogerlo, pero nosotros le conocemos por el dulce murmullo de su pre­sencia en nosotros. A partir del momento en que habita en nuestro corazón, conocemos que Jesús está en nosotros, aunque siga morando en el Padre: «Aquel día comprende­réis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vo­sotros». (Jn 14,20). A esta luz hay que releer el capítulo 15 de san Juan: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (v.4). «Como el Padre me amo, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor» (v.9).

Cuando Jesús dice: «El Padre os dará otro Paráclito» (Jn 14,16), utiliza un vocabulario jurídico. El «Paráclito» era la persona que se llamaba para ayudar y defender a un acu­sado: es el abogado, el auxiliar, el defensor. A partir de aquí se ve aparecer el sentido de consolador e intercesor. En san Juan, la palabra «Paráclito» designa unas veces a Cristo y otras al Espíritu, puesto que este último hace a Jesús inte­riormente presente en el hombre. Pero su papel es el mis­mo: aporta consuelo al que está aplastado por la prueba.

Es él quien exhorta al cristiano a resistir en medio de las pruebas y de las tribulaciones, sobre todo en el momen­to de la persecución. Cuando la Iglesia primitiva crece y vive en paz, Lucas dice que estaba llena de la consolación del Es­píritu Santo (Hch 9,31). Del mismo modo, cuando Pedro y Juan vuelven después de haber comparecido ante el Sane­drín, la comunidad se pone en oración. No piden que cese la persecución, sino la fuerza para anunciar la Palabra con valentía, y sobre todo se pide a Dios, signos y prodigios en el nombre de Jesús: «Mientras oraban, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espí­ritu Santo y predicaban la palabra de Dios con valentía». (Hch 4,31).

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Otro dominio más interior en el que el Espíritu Santo nos hace experimentar su papel de consolador, es en la prueba de la tentación, en el momento en que estamos he­ridos y sin fuerzas al borde del camino. Manifestaba enton­ces su acción por la irradiación de su presencia en lo más íntimo del corazón. Le basta estar allí para que seamos como invadidos por su dulzura y su paz. No hace desapa­recer las tentaciones y las pruebas, como tampoco suprime la persecución, pero nos hace comprender que entran en el designio de amor del Padre, enseñándonos a no sublevar­nos contra ellas. Así pasa cuando la comunidad ora en la persecución: «Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra Jesús tu santo siervo, a quien has ungido, para realizar lo que en tu poder y sabiduría habías prede­terminado que sucediese». (Hch 4, 27-28). El Consolador rompe la dureza de nuestro corazón y lo ablanda con su dul­zura de tal modo que se hace líquido y se deja invadir por el amor crucificado de Dios; es él quien nos hace saborear la unción que hay en la cruz.

De este modo no tenemos que temer caer en las falsi­ficaciones de la consolación que hemos evocado al comien­zo y que llevarían consigo el peligro de infantilizarnos. La misma presencia del Espíritu nos consuela haciendo crecer en nuestro corazón el amor del Señor y dándonoslo a gus­tar y experimentar. Volvemos a encontrar aquí lo que san Ignacio dice de la consolación, que es un aumento de fe, de esperanza y de caridad. Del mismo modo, el Espíritu actúa como consolador cuando concede a los hombres las lágri­mas de la compunción «por sus pecados o por la pasión de Cristo»: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos se­rán consolados». (Mt 5,5). Recibirán la consolación definiti­va (Le 2,25) la única que les librará de su aflicción. Un je­suíta místico del siglo xvii, el padre Lallemant expresó muy bien el papel consolador del Espíritu en la vida espiritual:

El Espíritu Santo nos consuela particularmente en tres cosas. En primer lugar en la incertidumbre de nuestra salva­ción que es terrible... No podemos merecer la perseverancia final, si nos faltan la dirección y la protección de Dios... Esta incertidumbre es la que hace temblar a los santos; pero en esta pena nos consuela el Espíritu Santo, siendo el Espíritu

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de adopción de los hijos de Dios, y, como dice san Pablo, las arras y la seguridad de la herencia celeste. Cuando se han recibido las arras, y se ha tenido cierto conocimiento ex­perimental de Dios, es bastante raro que se vuelva a perder. El Espíritu Santo da a las almas fervientes y fieles un testi­monio interno de que son de Dios y que Dios es suyo, y este testimonio aleja su temor y constituye su consolación.

En segundo lugar, el Espíritu Santo nos consuela en las tentaciones del demonio y en las pruebas y aflicciones de esta vida. La unción que derrama en las almas las anima, las fortifica, les ayuda a conseguir la victoria; dulcifica sus pe­nas y les hace encontrar delicias en las cruces.

En tercer lugar, el Espíritu Santo nos consuela en el exi­lio en que vivimos aquí abajo, alejados de Dios. Esto es lo que causa a las almas santas un tormento inconcebible, pues sienten este vacío cuasi infinito, que se da en nosotros, y que no pueden llenar todas las criaturas, pues sólo puede ser lle­nado por el gozo de Dios; mientras están separadas de él, languidecen y sufren un largo martirio, que les sería inso­portable, sin las consolaciones que el Espíritu Santo les con­cede de tiempo en tiempo. Todas las que proceden de las criaturas no sirven más que para aumentar el peso de sus miserias. Me atrevo a asegurar, dice Ricardo de San Víctor, que una sola gota de estas consolaciones puede dar todo lo que todos los placeres del mundo no sabrían dar. Estos no pueden saciar el corazón, y una sola gota de la dulzura inte­rior que el Espíritu Santo derrama en el alma, la arrebata fue­ra de sí y le causa una santa embriaguez.

Para ayudarnos en la oración podemos tomar la oración con que nuestros hermanos de Oriente abren sus celebra­ciones litúrgicas:

Oh Rey celestial consolador, Espíritu de verdad,tú que estás presente en todas partes y lo llenas todo,tesoro de bienes y dador de vida,ven y mora en nosotros,purifícanos de todas nuestras manchas yllena nuestras almastú que eres bondad.

Y una bellísima oración de san Alfonso María de Ligo- no, para pedir las gracias del Espíritu Santo:

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Oh Espíritu Santo, divino Paráclito, padre de los pobres, consolador de los afligidos, santificador de las almas, héme aquí postrado en vuestra presencia, te adoro con la más pro­funda sumisión, y repito mil veces con los serafines que es­tán ante tu trono: ¡Santo, Santo, Santo!

Creo firmemente que eres eterno, consustancial al Pa­dre y al Hijo. Espero que por vuestra bondad, santificaréis y salvaréis mi alma. Os amo, oh Dios de amor. Os amo más que a todas las cosas de este mundo; os amo con todo mi afecto porque sois bondad infinita única que merece todos los amores. Y ya que insensible a vuestras santas inspiracio­nes, he tenido la ingratitud de ofenderos con tantos peca­dos, os pido mil perdones y lamento soberanamente habe­ros disgustado. Os ofrezco mi corazón, tan frío como es, y os suplico que hagáis entrar en él un rayo de vuestra luz y una chispa de vuestro fuego, para fundir el duro hielo de mis iniquidades.

Tú que llenaste de gracias inmensas el alma de María e inflamaste de un santo celo el corazón de los apóstoles, díg­nate también abrazar mi corazón con tu amor. Eres Espíritu divino, fortaléceme contra los malos espíritus; eres fuego, enciende en mí el fuego de tu amor; eres luz, ilumíname dán­dome a conocer las cosas eternas; eres paloma, dame cos­tumbres puras; eres un soplo lleno de dulzura, disipa las tor­mentas que levantan en mí las pasiones; eres una lengua, enséñame la manera de alabarte sin cesar; eres una nube, cúbreme con la sombra de tu protección; eres el autor de to­dos los dones celestiales, vivifícame por la gracia, santifíca­me por tu caridad, gobiérname con tu sabiduría, adóptame como hijo tuyo por tu bondad y sálvame por tu infinita mi­sericordia, para que no cese jamás de bendecirte, de alabar­te y de amarte, primero en la tierra durante mi vida y luego en el cielo por toda la eternidad.

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4Tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos

Intento ahora dirigirme a esos hombres cuya generosi­dad vacila y que experimentan la prueba de la fatiga, de la duda o del tedio. Se reconocerán en las palabras de Elias, sentado bajo una retama y deseando la muerte: «¡Basta ya, Yavé! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis pa­dres!» (I R 19,4). ¿Quién de entre nosotros no ha pronuncia­do algún día estas mismas palabras, o al menos otras se­mejantes, cuando se ha encontrado frente al fracaso o el re­chazo de sus hermanos? Entonces la fiebre de las tentacio­nes se apodera de nosotros, haciendo brillar ante nuestros ojos los engañosos espejismos de una agua aparentemen­te refrescante pero que corre de una fuente envenenada. Di­chosos los que entonces saben llorar, aun con lágrimas gruesas, pues están en el camino del arrepentimiento y si aceptan gritar a Dios, podrán recibir la consolación del Espíritu.

Hablando del monje que padece de acedia, san Maca­rio dice que en esa situación las tentaciones y las pruebas le llevan al borde del abismo, a «dos pasos» de mandarlo todo a paseo. Afortunadamente, añade, el Dios amigo de los hombres se apiada de él, viene en su ayuda con la fuer­za de su Espíritu, y le concede franquear el abismo. En la Bi­blia se encuentra el mismo tema, el de ser salvado «a me­nos cinco», cuando Isaías evoca los prodigios de Dios para

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con su pueblo. Los israelitas agradecen a Dios haber dosi­ficado el castigo. Para los paganos y los egipcios, no fue así. Los hebreos también fueron castigados, pero hasta el lí­mite de lo que podían soportar: «a menos cinco». A menu­do pedimos a Dios a lo largo de la cuaresma: «Danos la gra­cia de respirar en medio de estas pruebas».

Cuando un hombre se enfrenta a la prueba de la fatiga o del desaliento, no puede hacer otra cosa más que gritar a Dios: «Clamé a Yavé en mi angustia, a mi Dios invoqué: y escuchó mi voz desde su templo, resonó mi llamada en sus oídos». (Sal 18,7). No es el momento de buscar por qué se ha llegado a ese estado o si es o no por nuestra culpa; la solución no está atrás sino adelante, en la súplica. Lue­go, el Espíritu Santo nos hará descubrir las causas de esta situación y veremos claramente lo que no hay que volver a hacer. Lo importante es avanzar donde quiera que uno se encuentre.

Vosotros los que sufrís bajo el peso de la carga

Pero preguntémonos en primer lugar a qué género de fatiga puede aportar descanso el Espíritu. Y para ello interro­guemos al evangelio en un texto fundamental en el que Je­sús anuncia que va a traer descanso a aquellos que sufren bajo el peso de la carga. Si el Espíritu Santo continúa hoy entre nosotros la obra de Cristo, hay posibilidad de que sea a esa fatiga precisamente a la que va a aportar descanso: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y ha­llaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera». (Mt 11, 28-30).

En el judaismo, la imagen del yugo designa corriente­mente la ley de Dios escrita u oral (Eclo 6, 24-30. 51, 26-27). Este yugo no es siempre pesado o hiriente; puede incluso ser fuente de alegría. Aquí Jesús opone su interpretación li­beradora de la ley al legalismo judío, pues, al mismo tiem­po que una ley renovada, Jesús aporta a los hombres la ale­gría del Reino. Basta leer el sermón del monte: Dichosos

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los pobres, dichosos los mansos, dichosos los misericordio­sos, etc.

Y sin embargo, Jesús dice que la ley es una carga pe­sada sobre los hombros de sus discípulos, hasta el punto de aplastarlos. Hay que leer los capítulos 5 y 6 de Mateo en los que Jesús enuncia la nueva ley y a este propósito expli­ca su papel (la de Moisés ciertamente): «No penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento». (Mt 5,17). Esto estaba muy claro, pero Jesús se detiene en mostrar la profundidad de la ley y nuestra incapacidad para cumplirla. En la nueva alianza no nos podemos conformar con actos exteriores de obe­diencia, hay que bajar hasta las profundidades del corazón: «De dentro, del corazón de los hombres, salen las intencio­nes malas... Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre». (Me 7, 20-23). Por tanto, del inte­rior hacia el exterior es como el hombre se santifica, por el poder transformante del amor.

Leed el sermón del monte y veréis que no es nada fácil cumplirlo todo: «El que mira a una mujer deseándola, ya co­metió con ella adulterio en su corazón» (Mt 5,28). «Sea vues­tro lenguaje: "Sí, sí; no, no", que lo que pasa de aquí viene del Maligno» (5,37). «Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Pa­dre celestial». (5, 44-45). Tratad con sinceridad de practicar esto no solamente en la mente o en las buenas intenciones, sino a nivel de la vida, y veréis que no es difícil, sino imposible.

Es lo que explica san Pablo cuando nos dice que la ley es imposible de cumplir. No se trata de la ley del temor sino de la ley del amor tal como Dios se la dio a Moisés en el Deuteronomio (6,5). Cuando Pablo opone la ley y la gracia, se trata de esta ley de amor: «La ley no procede de la fe, sino que quien practique sus preceptos, vivirá por ellos». (Ga 3,12). La ley es buena, dice Pablo, pero no sirve para nada porque no la cumplimos: Dios ha encerrado todas las cosas en la desobediencia (Ga 3 y 4). Por eso tenemos ne­cesidad de un Salvador que nos dé la gracia de amar a Dios y por tanto de practicar la ley. La gracia nos ha sido dada por Cristo resucitado.

Es preciso saber calcular el costo: reconocer que esta-

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él y le concede realizar por otro lo que no puede con sus pro­pias fuerzas. Es la fe en el poder del amor lo que constituye el dinamismo de la observancia de la ley en la vida cristia­na. Precisamente esto fue lo que no comprendió Lutero has­ta el fin cuando interpreta a san Pablo. El dice: «Sólo la fe nos salva», y debería haber dicho «la fe actuando por el amor». En la tradición espiritual hay una santa que lo en­tendió maravillosamente y lo vivió: Teresa del Niño Jesús, que llegará a las mismas conclusiones que san Pablo. Lute­ro se quedó a un milímetro; Teresa llegó hasta el final. Esto es lo que hace decir a nuestros hermanos de Taizé: «Teresa es Lutero que ha triunfado».

Teresa se dirige a las novicias cuya generosidad vacila, aunque quieren renunciarse a sí mismas; sabe muy bien que en este punto, no se puede hacer trampas con el evan­gelio: sería traicionarlo. ¿Qué les va a decir a los que no pue­den llegar a eso? A pesar de todo, intentadlo pues no se tra­ta de conseguirlo o de. no. La frontera de Teresa está traza­da entre los que lo intentan y los que no lo intentan y se las arreglan para vivir en paz. Los primeros conocerán la ten­tación contra la esperanza y eso será su salvación, pues por ella se verán acorralados, obligados a pedir socorro y a re­cibir una respuesta; pero si se desvían de esta tentación (los segundos) se desviarán al mismo tiempo de lo que les va a dar la salvación y la santidad.

¿Cómo actuará la tentación? Cuanto más os esforcéis, más os desesperaréis. La primera solución es por tanto su­primir el esfuerzo. Hay otra solución que es la que propone Teresa: «Mantened vuestro esfuerzo, hacéos pequeños, humildes como un niño, mirad el corazón de Dios y espe­rad de su amor la gracia de amarle y por consiguiente la gracia de renunciar a lo que no es Dios». Teresa no renun­cia nunca a la educación: amar a Dios igual a renunciarse a sí mismo.

Sed lo suficientemente locos como para esperar obte­ner lo que no conseguís realizar por vosotros mismos. Esta gimnasia la ha descrito Teresa con una imagen sorprenden­te dedicada a la novicia sor María de la Trinidad, que se des­animaba: «Te pareces a un niño que quiere subir una esca­lera. El niño levanta su pie con la esperanza de subir varios escalones y en realidad no consigue superar ni un sólo pel-

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daño». Teresa acepta la situación de partida: ni siquiera un peldaño, pero levanta el pie.

A los ojos de un hombre realista, esto es absurdo. No hay que intentar subir, hay que hacer otra cosa distinta, pero no tratar de amar a Dios. Teresa dice: «Si tenéis fe, sabed que en lo alto de la escalera. Dios os mira con amor y es­pera. V cuando estime que estáis maduros, a punto —y aquí está la paradoja— este esfuerzo aparentemente inútil dará resultado: el de agotar nuestras pretensiones, nuestra du­reza (es el significado de «macerar». Cfr. las maceraciones de los santos) para que vuestro corazón se haga maleable y tierno. La antigua literatura monástica habla de la acedia, esta especie de amargura o de acidez que el monje experi­menta y que debe normalmente ablandar la dureza de su co­razón, si la acepta con humildad. Es como si pusiéramos los pepinillos en vinagre para hacerlos comestibles. Entonces Dios vendrá a buscaros y os llevará a lo alto de la escale­ra». Esta es la doctrina de Teresa para los que están tenta­dos contra la esperanza y no intentan ninguna solución. Ha­béis tratado de luchar contra una pesada tentación y no ha­béis conseguido nada. ¿Qué tenéis que hacer? Seguid, pero creyendo y esperando que el amor misericordioso os espe­ra al final de los esfuerzos y que vendrá a buscaros.

Haz esto y Dios te concederá la gracia del amor y a me­dida que éste crezca, crecerá en ti el desprendimiento y el espíritu de sacrificio. Y esto sigue siendo su doctrina (que es exactamente la de san Pablo pero dicha de otra mane­ra): no se llega al amor por el espíritu de sacrificio, sino que se llega al espíritu de sacrificio por el amor; y ¿cómo se lle­ga al amor? Por la confianza. Lo dice ella misma en los Ma­nuscritos: «Por la confianza, y sólo por la confianza, es como se llega al amor». Por eso, el secreto está en tener confian­za en el amor de Dios.

Ser mendigos de la gracia

Se podría resumir la doctrina de san Pablo y de Teresa en dos pequeñas expresiones que pueden dar diferentes re­sultados: «No puedo» y «no quiero». Ante la paradoja de una ley imposible de cumplir existe la tentación de decir: «No

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puedo» y esto encierra dos verdades. La astucia del demo­nio, consiste en mezclarlas y poner entre ellas una conjun­ción: «No puedo y por eso no quiero».

Teresa responde: «Si las almas, aun las más imperfec­tas, comprendiesen esto (su doctrina), no tendrían miedo. «Para los hombres eso es imposible, más para Dios todo es posible» (Mt 19,26), pues es infinito y omnipotente y para probárnoslo, nos envía a Jesús y al Espíritu Santo, como lo ha hecho con el padre Kolbe y santa Teresa del Niño Jesús. Pero si no queremos, entonces somos libres, nadie nos pue­de obligar, ni siquiera nuestros determinismos. El juicio de Dios es un fuego devorador que no puede nada sin el con­sentimiento de nuestra libertad; pero si nosotros le decimos «sí» y le pedimos al mismo tiempo el poder del Espíritu, no nos lo puede negar.

El que comprende que la confianza lo obtiene todo, pue­de comenzar a construir sobre roca. El que no lo compren­de, construye sobre arena. Los que quieren ser generosos sin conocer la humillación de ser mendigos de la gracia se­rán condenados en nombre de esta misma generosidad, pues no la practican: creen que la practican o consumen una loca energía para convencerse de que la practican, pero no es verdad, no pueden. Por eso los que quieren ser «gen­te bien», al estilo antiguo o al nuevo, experimentan o expe­rimentarán ruinas brutales, o desalientos temibles: no cons­truyen sobre roca sino sobre arena.

La generosidad natural es arena: todo lo que se cons­truye sobre ella se agrieta rápidamente, está minado y con­denado a la ruina. El suelo sobre el que debemos construir, es el cimiento cuyo nombre es Jesucristo. En otras pala­bras, hay que coger el tren bueno. El tren de la generosidad es bonito, seductor, atrayente, parte al instante como una flecha, pero desgraciadamente no llega a ninguna parte. El tren del Espíritu Santo (o de la gracia) es pobre, miserable, traquetea y se ahoga. Es pequeño como un grano de mos­taza o una medida de levadura, arranca lentamente y con di­ficultad, pero es el único que llega a la meta que es el Rei­no de los cielos.

Es preciso reconocer esta situación para ser cristiano: sólo Cristo puede librarnos de nuestra impotencia. Intervie­ne aquí una concepción todavía insuficiente del misterio del

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Salvador, del Espíritu Santo y de la gracia. Algunos dirán: para amar a Dios, tenemos necesidad de un Salvador y de su gracia, pero sabemos que ese Salvador ya se nos ha dado y somos libres. No queda más que amar a Dios con esta ino­cencia recuperada gracias a la sangre de Cristo. Es cierto, pero tenemos necesidad de una aplicación de la Redención a nuestro propio caso. Esta aplicación no es cosa ya hecha.

Para hacerla, Dios nos pide colaborar con el conoci­miento y la confesión activa de la gratuidad de la gracia. La única manera de colaborar con la gracia, es pedirla: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá». (Le 11,9). Hay que obrar siempre sin cansarse nunca. Es la pa­rábola del amigo importuno en la que Dios se compara a uno que no tiene ganas de dar lo que el otro necesita, pero acaba por cansarse de escuchar su súplica. Para quedarse tranquilo, se decide a concederle lo que le pide. «Dios quie­re que se le pida, dice san Alfonso de Ligorio, quiere ser ven­cido por una cierta importunidad».

La única manera de que disponemos para recibir un don como gratuito, es que Dios tenga misericordia (Rm 9,16) y la primera condición para que Dios se enternezca, es que se le pida. No se pide aquello a lo que tenemos derecho: se exige. Si tenemos que pedirlo, es que no tenemos derecho. Necesitamos al Espíritu Santo para hacer frente a la prueba que nos espera mañana y es preciso pedirlo cada día pues el Espíritu tiene que venir de arriba.

Oración al Espíritu Santo para pedir la gracia

Dios mío, Paráclito eterno, te reconozco como el autor de ese inmenso don por el cual únicamente nos salvamos, el amor sobrenatural. El hombre es por naturaleza ciego y duro de corazón en todas las cosas espirituales. ¿Cómo po­dría alcanzar el cielo? Por la llama de tu gracia que le con­sume para renovarlo, y para hacerle capaz de ello; eso sin ti, no tendría gusto alguno. Eres tú omnipotente Paráclito, quien ha sido y es la fuerza, el vigor y la resistencia del már­tir en medio de sus tormentos. Por ti, despertamos de la muerte del pecado, para cambiar la idolatría de la criatura por el puro amor del Creador. Por ti, hacemos actos de fe, de esperanza, de caridad, de contricción. Por ti, vivimos en la atmósfera de la tierra, al abrigo de su infección. Por ti, po-

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demos consagrarnos al santo ministerio y realizar en él nues­tros temibles compromisos. Por el fuego que has encendido en nosotros, oramos, meditamos y hacemos penitencia. Si abandonas nuestras almas, no podrán seguir viviendo y ¿qué sería de nuestros cuerpos si se apagase el sol?

Santísimo Señor y santificador mío, todo el bien que hay en mí es tuyo. Sin ti, sería peor y mucho peor con los años y tendería a convertirme en un demonio. Si no comparto las ideas del mundo en cierto modo, es porque tú me has ele­gido y sacado del mundo y has encendido el amor de Dios en mi corazón. Si no me parezco a tus santos, es porque no pido con suficiente ardor tu gracia, ni una gracia suficiente­mente grande y porque no me aprovecho con diligencia de las que me has concedido. Acrecienta en mí esta gracia del amor, a pesar de mi indignidad.

Es más hermosa que todo el mundo. La acepto en lugar de todo lo que el mundo me puede dar. ¡Dámela! Es mi vida.

(Cardenal Newman)

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5Entra hasta el fondo del alma,

divina luz, y enriquécenos

Estamos aquí en el centro de la vida espiritual, pues todo se reduce finalmente, en nuestra existencia cristiana, a descubrir la voluntad de Dios y cumplirla. La misma ora­ción no tiene sentido si no nos lleva a decir efectivamente: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». Jesús mismo nos ha prevenido que el abandono a la voluntad de Dios estaba subordinado a la oración: «No todo el que me diga: "Señor, Señor", entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi padre celestial». (Mt 7,21).

Pero si nos resulta fácil discernir esta voluntad divina a través de los preceptos de la Iglesia, dudamos a menudo de que podamos descubrir lo que Dios espera de nosotros, en particular en la situación presente. Sin embargo, sería no creer en Dios y en su providencia o en Cristo resucitado que nos ha prometido el Espíritu de verdad, pensar que son ca­paces de abandonarnos a nosotros mismos en el detalle de cada día. Aquí interviene la luz del Espíritu que habla al co­razón de los fieles en el discernimiento.

Desde hace unos diez años, la situación ha cambiado considerablemente. En efecto, la Renovación Carismática ha hecho que los cristianos adquieran conciencia del puesto central del Espíritu en el corazón de su oración y de su vida. Hay que alegrarse mucho y dar gracias a Dios, sobre todo en una época en la que la interioridad espiritual había sido

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relegada a un segundo plano en beneficio de las ciencias hu­manas. Pero hay que permanecer vigilantes y ejercitar en este aspecto la función de discernimiento para no creer a cualquier espíritu.

En este terreno, oscilamos sin cesar entre dos actitudes opuestas. La primera consiste en creer que tenemos hilo di­recto con el Espíritu Santo y que basta preguntarle sobre to­das las cuestiones oscuras y en todo momento para obte­ner una respuesta operatoria. Hablando de dos jóvenes de éste estilo, que había encontrado en Lourdes, un obispo me decía: «Me dan la impresión de que tienen un teléfono rojo con el Espíritu Santo». Por el contrario, están los que se guían únicamente por un juicio humano o por el sentimien­to común de los que los rodean. Para ellos, el discernimien­to es un trabajo de la inteligencia, hecho personalmente o en comunidad; en uno y otro caso, se mantienen en un modo de pensar nocional o intelectual, como si el discerni­miento fuese un esfuerzo de la inteligencia para estudiar bien el problema y llegar a la conclusión que se impone por un trabajo puramente racional. En este caso, se elimina lo esencial que es precisamente el Espíritu Santo, aun cuando se haya acudido a él al principio por medio de una oracióno al final por una acción de gracias: entre los dos ha sido la inteligencia la que ha razonado. En un caso como en el otro, nos hemos apartado del verdadero discernimiento.evi­tando bajar a lo más profundo del corazón, allí donde se des­arrolla el verdadero trabajo del Espíritu.

Penetra lo más profundo del corazón

«La mayoría de los religiosos, hasta los buenos y vir­tuosos, dice el padre Lallemant, no siguen en su conducta particular, y en la de los demás, más que la razón y el buen sentido en lo que muchos destacan». La razón es muy sen­cilla: desconocen las profundidades de su corazón habita­do por el Espíritu Santo. Como dice Bernanos, han utilizado siempre la superficie de su alma, sin sospechar que cami­naban sobre profundidades todavía inexploradas. No es siempre culpa de ellos puesto que ignoran la existencia de esta zona misteriosa. Llegará un día, en que a fuerza de su-

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plicar, cavarán las zonas intermedias para dejarse iluminar por la luz oculta en el fondo de su corazón: «El Espíritu San­to espera durante algún tiempo que entren en su interior, y que descubran allí las operaciones de la gracia y de la na­turaleza y se dispongan a seguir su conducta». (P. La- llemant).

A partir del momento en que un cristiano percibe los movimientos del Espíritu en él, franquea una gran etapa en la vida espiritual pues ha descifrado la Palabra personal que Dios le dirigía y se ve arrancado del anonimato de una vida impersonal. El papel del padre espiritual es estar al acecho de este momento, para ayudar a autentificar esa palabra y responder a ella: «Pero si abusan del tiempo y del favor que él (Dios) les ofrece, les abandona por fin a sí mismos y les deja en esta oscuridad y esta ignorancia de su interior». (P. Lallemant).

El hombre comprende entonces que Dios no le abando­na a sus propias luces, pero deja también de creer en una relación directa con el Espíritu que no le daría ningún mar­gen de maniobra. En el terreno del discernimiento espiritual no hay estrella polar que indique directamente el camino, pero la cuestión de la dirección no es sin embargo insolu­ble: hay constelaciones que se desplazan en el universo es­piritual y que permiten avanzar con paz y alegría.

Quisiéramos acudir ahora al que consideramos como el «técnico» del discernimiento, san ignacio de Loyola, en el capítulo III de su Autobiografía (Libro de la vida n° 27). Hace ya años que se ha convertido, pero comienza ahora a darse cuenta de la alternancia de los movimientos de tristeza o de alegría que experimenta en su corazón. Ora mucho (siete horas diarias) y su oración es de verdad una súplica: «Co­mienza a dar gritos a Dios» (n° 23). Es preciso recalcar esto, pues el hombre no alcanzará nunca su corazón profundo sin la súplica intensa y prolongada, con una sola palabra.

Ignacio atraviesa entonces una crisis de escrúpulos, «unos desgustos de la vida que hacía con algunos ímpetus de dejalla» (n° 25). Entonces se produce un acontecimiento que le da a conocer los movimientos del Espíritu en él: «Y con esto quiso el Señor que despertó como de sueño. Y como ya tenía alguna experiencia de la diversidad de espí­ritus con las liciones que Dios le había dado, empezó a mi-

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rar por los medios con que aquel espíritu era venido, y así se determinó con grande claridad de no confesar más nin­guna cosa de las pasadas; y así de aquel día adelante que­dó libre de aquellos escrúpulos, teniendo por cierto que nuestro Señor le había querido librar por su misericordia». (n° 25).

Es interesante señalar las palabras de Ignacio referidas por González de Cámara: «Despertó como de sueño». Así cuando el Espíritu quiere revelar a un hombre lo que hace en su vida, le invita a abandonar el dominio de la imagina­ción para llevarle al contacto con su vida real. Es siempre ahí, en lo real de cada día, donde actúa. Así también, noso­tros cuando nos planteamos «problemas» en nuestra vida, la primera reacción es decir: «Hay que reflexionar y pen­sar», es decir nos fugamos inconscientemente a lo imagi­nario, el lugar privilegiado donde reina el príncipe de las ti­nieblas. En tanto que la oración es siempre vuelta a lo real, allí donde el Espíritu obra de acuerdo con nosotros.

En la misma línea habría que leer el Diario espiritual de Ignacio con los problemas que le plantean los aconteci­mientos, las dudas que le proponen sus hijos o sus expe­riencias apostólicas, por ejemplo la cuestión de las rentas para las casas de la orden: «El modo que el Padre guarda­ba cuando las Constituciones era decir misa cada día y re­presentar el punto que trataba a Dios y hacer su oración so­bre aquello; y siempre hacía la oración y decía la misa con lágrimas». (n° 101).

Con Ignacio que busca la voluntad de Dios, estamos muy lejos de una persona que tiene un «teléfono directo con el Espíritu Santo». Supuesta su docilidad a Dios, sus sie­te horas diarias de oración, se podría suponer que Dios le enseña directamente. Nada de eso. Ignacio no se ve dispen­sado de buscar la voluntad de Dios con una oración apre­miante. No se trata de orar más, sino de otra manera. De­cíamos más arriba que es un «técnico» del discernimiento, añadamos ahora que antes ha sido en el sentido noble de la palabra, un «bricoleur» que puso a punto una serie de re­glas sencillas y aparentemente ingenuas para encaminar al hombre a encontrar la voluntad de Dios.

Leyendo el Diario espiritual, podemos darnos cuenta de cuánto sufrió, sudó y aun lloró para descubrir lo que Dios

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esperaba de él. Buscaba en una dirección y cuando el cami­no parecía cortado, se dirigía a otra dirección, hasta encon­trar la voluntad de Dios por la experiencia de las consola­ciones. Al final, poco importa el resultado obtenido o las conclusiones del discernimiento, lo esencial está en la ex­periencia y la búsqueda que transforma el corazón y le hace disponible para acoger lo que Dios espera de él. Es preciso estar más atento al movimiento profundo de purificación del corazón en la oración que a la decisión a tomar. Habitualmen­te, esta viene en el momento en que menos lo esperamos como un don gratuito de Dios.

La purificación del corazón consiste esencialmente en hacerse disponible; es decir, ante una elección que hay que hacer rehusar preferir tal o cual alternativa, abandonar cual­quier prejuicio que impida a Dios hacernos saber en qué sentido quiere que nos comprometamos. De nuevo se plan­tea una pregunta: ¿Cómo hacerse disponible si no se está? Digamos muy brevemente que en primer lugar es necesa­rio señalar un tiempo de reflexión en vez de entregarse a la primera impresión y al primer impulso, luego retroceder respecto de sí mismo, dudar del propio juicio y ponerse fi­nalmente bajo la mirada de Dios para descubrir en nosotros la resistencia a la total disponibilidad y vencerla por la ora­ción y la penitencia.

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Buscar y encontrar

En la raíz de esta actitud, está la toma de conciencia de que el Espíritu Santo habita en nuestro corazón y no cesa de actuar en él para revelarnos la voluntad del Señor que no está sólo grabada en tablas de piedra, sino en nuestros corazones de carne (2 Cor 3,3). Es preciso pues dejarse guiar por el Espíritu de Cristo resucitado que habita en nosotros (Rm 8,9 y 11): «Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfac­ción a las apetencias de la carne». (Ga 5,16). Sin este acto de fe viva en la presencia actuante del Espíritu en nosotros, no puede haber discernimiento espiritual. Antes de poner por obra los medios y las técnicas, es preciso volver siem­pre a la fe en Dios que obra en nosotros por su Espíritu.

Por eso, la oración comienza, continúa y acaba la obra

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del discernimiento. Se dice del padre Clorivière que «desde su juventud religiosa, se había puesto bajo la estrecha de­pendencia del Espíritu Santo y no decidía nada sin consul­tarle, no comenzaba nada sin invocarle, no continuaba nada ni terminaba nada sin consagrárselo». Del mismo modo el padre Lallemant dirá a los tercerones que deben: «Pedir sin cesar esta luz y esta fuerza del Espíritu Santo para cumplir la voluntad de Dios, ligarse al Espíritu Santo y mantenerse unidos a él, como san Pablo que decía a los sacerdotes de Efeso: Empujado por el Espíritu Santo, me voy a Jeru- salén».

En esto, el padre Lallemant no hace más que inspirarse en san Ignacio. Leyendo su Diario impresiona el intenso cli­ma de oración que baña sus pasos de discernimiento. En la introducción, el padre Giuliani fijó con exactitud el marco de esta oración:

Por la noche, antes de acostarse, se hace traer el misal y, en su cuarto, lee varias veces la misa y la prepara toda en­tera... El mismo nos dice que se acuesta pensando en la misa del día siguiente. Por la mañana, se entrega a una primera oración que llama «oración acostumbrada», la hace a menu­do antes de levantarse, pues su salud es, en ese tiempo, muy mala y le sucede sufrir esa pesadez y ese vacío que apenas permiten al entendimiento fijar la atención.

Antes de la hora de misa, segunda oración preparato­ria, en el curso de la cual, le gusta meditar sobre las oracio­nes de la misa del día... luego, nueva oración, mientras se reviste los ornamentos... Sabemos que su misa dura una hora o más. Elige misas que concuerdan con su oración o con la gracia que busca, misa de la Virgen, de la Trinidad, del Espíritu Santo, del nombre de Jesús. Luego su acción de gracias se prolonga largo tiempo: dos horas dicen los testi­gos. Vuelto a su cuarto, le gusta quedarse todavía solo con los problemas que le agitan: reflexión u oración. Es muy di­fícil hacer distinción cuando el alma está tan llena de Dios. En invierno, junto al fuego continúa este tiempo de silencio durante el cual nadie tiene derecho a molestarle.

Por otra parte, cuando el mano a mano con Dios sólo deja paso a la conversación o a los negocios, no por eso ha terminado la oración. Ignacio vuelve en todo momento a la oración, como por el peso natural del alma; el diálogo con­tinúa en casa, fuera, a lo largo de las visitas recibidas o rea-

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lizadas. La oración toma entonces la forma de recuerdo: re­cordando las gracias de la mañana, Ignacio experimenta una nueva devoción.

La oración penetra toda su vida y asume todas las fati­gas, los encuentros y las tentaciones. Se convierte en una vida interior a su propia vida. A fuerza de suplicar, atravie­sa las zonas intermedias de su ser y alcanza la fuente que se alimenta en las profundidades más secretas de su cora­zón. Esta fuente no es otra que la presencia del Espíritu en él, pero es preciso en primer lugar que sea localizada y li­berada para que transfigure los instantes de su destino humano.

Ignacio sabe muy bien que este trabajo de discernimien­to no es obra suya: sólo Dios puede darle la luz deseada en el tiempo oportuno. Sin embargo, es él quien tiene que ofre­cerse, buscar y disponerse en la oración. Insiste en el acto de iniciativa personal que debe realizar en primer lugar: «Preguntando a quién encomendarme», «reflexionando por dónde he de comenzar». Se dispone a acoger a Dios y su acción. Tanto como señala su voluntad de «comenzar», tan­to más no tendrá jamás la pretensión de acabar: no es es­fuerzo suyo, sino del Espíritu Santo que termina en la per­sona de Cristo y en la Santísima Trinidad.

De este modo, el discernimiento es la puesta en obra de la conjunción entre la libertad y la gracia. Depende del hombre buscar y ahondar su corazón por todos los medios que están a su alcance; sólo Dios le hace encontrar su gra­cia, revelándose a su hora. Las luces de Dios y las decisio­nes que tenemos que tomar siempre deben ser recibidas, pero sería descortés esperarlas sin haberlas pedido. En una frase muy concisa, san Ignacio muestra la parte de trabajo que corresponde al hombre, respetando siempre la libertad de Dios: «Me pareció que era la voluntad de Dios que me esforzase en buscar y encontrar, y no encontraba, y sin em­bargo me parecía bueno buscar y no estaba en mi poder el encontrar». Luego se ve inundado por la afluencia de conocimientos.

Hay que hacer notar también la influencia de los media­dores en la oración de Ignacio. Se encomienda a Cristo, a la Virgen y a los santos pues sabe muy bien que el hombre

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no va directamente a la Trinidad, sin pasar por los interme­diarios que interceden por él. En algunos momentos, reco­noce que el cielo no responde a su petición, a veces llega a enfadarse por causa de las circunstancias exteriores —el ruido en la casa que le impide orar—, y necesita volver so­bre sus pasos para purificar su petición y tomar distancia. Luego, en un momento dado, pone punto final a su búsque­da. Poco importa que la solución tenga éxito; esto no tiene importancia y la cuestión no está ahí, sino en saber si en este momento, Dios le inspira hacer esa elección.

En definitiva, importa poco ser escuchado o no; lo esen­cial es haber orado haciendo la voluntad de Dios. En nues­tra experiencia de discernimiento, no encontraremos siem­pre respuesta a nuestros problemas, pero la alegría de ha­ber orado será tal vez la primera confirmación de lo que Dios quiere darnos antes de cualquier respuesta: «No digas, después de haber perseverado largo tiempo en oración, que no has llegado a nada; porque has obtenido ya un resulta­do. Qué mayor bien, en efecto, que el unirse al Señor y per­severar sin descanso en esta unión con él». (San Juan Clí- maco: La escala, grado 28).

Una disposición del corazón para escuchar el Espíritu

Si se lee con atención la Autobiografía o el Diario espi­ritual se da uno cuenta que Ignacio estaba continuamente en estado de discernimiento. No esperaba que se le plan­teasen los problemas para tratar de resolverlos en la ora­ción, sino que su oración era una interrogación continua para discernir la voluntad de Dios. Lo que equivale a decir que el discernimiento supone una experiencia, no sólo en el mismo momento en que hay que tomar la decisión, sino a lo largo de la vida y del tiempo. Es decir que el espiritual debe desarrollar en él una actitud de escucha y de docili­dad al Espíritu Santo.

En este sentido, el discernimiento supone una experien­cia y una madurez espiritual que no están al alcance de los principiantes que deben en primer lugar vivir y aprender a estar atentos al paciente y largo trabajo del Espíritu en ellos, puesta a punto en el tiempo con sucesión de momentos de

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oración y de diálogo. En este estado, la oración es funda­mental para purificar el corazón y acostumbrarnos a descu­brir lo que el Espíritu Santo hace en nosotros. El discerni­miento sólo es posible a los que viven habitualmente en ora­ción. No se trata de cualquier oración, lo veremos en el ca­pítulo siguiente, sino de una oración que nos enseña a con­templar la acción del Espíritu en nosotros a fin de colaborar en ella.

Por eso, yo soy siempre muy prudente cuando alguno me dice: «Voy a hacer un retiro para ver claro, luego toma­ré una decisión y seré fiel a ella». El mundo del discerni­miento es más complejo que todo esto y no se manipula a las personas a voluntad para obtener una elección a cual­quier precio. No se trata de una cuestión de edad o de cul­tura sino de madurez espiritual que hace que úna persona acepte sin cesar el cuestionarse en la oración. Así, en nues­tra vida, hay que estar más atento al movimiento profundo de purificación del corazón y a la pedagogía que hay que guardar que a la decisión.

Para ser capaz de discernir en la vida lo que Dios espe­ra de nosotros, es preciso que una cierta unidad, a la vez hu­mana y espiritual se realice, por una unificación profunda del ser afectivo y de su poder de relación con Dios y con los demás. Es lo que el padre Lallemant llama docilidad a la conducta del Espíritu Santo en nosotros:

Cuando un alma se abandona al Espíritu Santo, éste la educa poco a poco y la gobierna. Al principio no sabe dón­de va, pero poco a poco, la luz interior le ilumina y le hace ver todas sus acciones y el gobierno de Dios en sus accio­nes, de manera que no tiene casi otra cosa que hacer que dejar obrar a Dios en él y que haga lo que le guste; de este modo avanza maravillosamente

Por eso, el discernimiento espiritual es un trabajo de toda la vida. Tiende a formar en nosotros un corazón que reconoce la acción del Espíritu Santo por un cierto instinto acomodado a las costumbres de Dios. Con humor, los es­pirituales dicen que «la nariz puede prestarnos grandes ser­vicios» (P. Pousset S.l.) pues desarrolla en nosotros un ol­fato que nos permite seguir el rastro de Dios en nuestra

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vida. En el próximo capítulo veremos cómo cierta forma de oración llamada por san Ignacio «el examen de conciencia», nos permite descubrir el gran trabajo que Dios opera en nos­otros, a menudo sin que nos demos cuenta. Al final de su vida, Ignacio podía decir que «le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, ense­ñándole». (Autobiografía, 7).

El cardenal Mercier decía:

Voy a revelaros un secreto de santidad y de dicha: Si to­dos los días durante cinco minutos sabéis hacer callar a vuestra imaginación, cerrar los ojos a las cosas sensibles y vuestros oídos a todos los ruidos de la tierra para entrar en vosotros mismos, y allí, en el santuario de vuestra alma bau­tizada, que es el templo del Espíritu Santo, hablar a este di­vino Espíritu, diciéndole «Espíritu Santo, alma de mi alma, te adoro, ilumíname, guíame, fortifícame, consuélame; dime lo que debo hacer, dame tus órdenes; te prometo someter­me a todo cuanto desees de mí y de aceptar todo lo que per­mitas que me suceda; haz solamente que conozca tu vo­luntad».

Si hacéis esto, vuestra vida discurrirá feliz, serena y con­solada, aun en medio de las penas, pues la gracia será pro­porcional a la prueba, dándoos la fuerza para soportarla; lle­garéis a la puerta del Paraíso cargado de méritos. Esta su­misión al Espíritu Santo es el secreto de la santidad». (Car­denal Mercier: La vie intérieure, Retraite prechée a ses prêtes).

Y del cardenal Verdier:

Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, inspírame siempre lo que debo pensar, lo que debo decir, cómo debo decirlo, lo que debo callar, lo que debo escribir, cómo debo obrar, lo que debo hacer para procurar tu gloria, el bien de las almas y mi propia santificación. Jesús, toda mi confianza está en ti.

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6Ven, Espíritu creador, visítanos.

Ven a iluminar el alma de tus hijos, llena nuestros corazones de gracia y de luz,

tú que creas todo con amor.

Sentir el rastro del Espíritu en nosotros

Acabamos de ver que el discernimiento en el momento de las grandes elecciones de nuestra existencia no se im­provisa, sino que supone una actitud de atención al trabajo que el Espíritu realiza en nosotros a lo largo de toda la vida. Digamos que el discernimiento es la obra de un corazón que reconoce la acción del Espíritu por instinto. Cuando Pablo hace oración por los cristianos de Filipos, pide que «vues­tro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento per­fecto y todo discernimiento». (Flp 1, 9-10). De este modo, el discernimiento aparece como un sentido que se ejerce, se desarrolla y se afina en el amor. Pablo habla de un «tacto», es decir de un «tocar» que permite reconocer la naturaleza de las cosas palpándolas.

Se encuentra la misma actitud en san Juan que habla de unción, en vez de un tocar, dos veces: «Estáis ungidos por el Santo y vosotros lo sabéis... La unción que de él ha­béis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que na­die os enseñe». (1 Jn 2,20 y 27). Nos encontramos en el ori­gen de una cierta manera de concebir el ser espiritual en su unción profunda que discierne las realidades del Espíritu como el ser corporal lo hace con los sentidos. De la misma manera, es preciso que una persona se haya desarrollado

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en la vida del Espíritu para ser capaz de discernir. No es el trabajo de una razón que reflexiona o discute, ni de una vo­luntad que decide, sino de un sentido espiritual que reco­noce la acción del Espíritu, descubriendo su rastro.

Por eso, es el hombre total, en sus profundidades, aun las más carnales, el que es aprehendido por la luz del Espí­ritu que lo inviste progresivamente hasta en su inteligencia y en su afectividad. No hay que hacer ningún esfuerzo para decir esto o elegir aquello, sino que siente las cosas al aco­gerlas. Por eso no hay ningún corte entre este Espíritu crea­dor que hace vivir al hombre su propia identidad y el Espí­ritu que llena su corazón de gracia y de luz para hacerle avanzar por las vías de Dios: «El Espíritu crea las cosas con amor» (1a estrofa del Veni Creator).

Pero este instinto que nos hace seguir el rastro de la ac­ción de Dios en nuestra vida no es innato, aunque nos haya sido dado en germen en el bautismo. Tiene necesidad de crecer y afinarse en la oración. Como todo lo que está en nosotros en estado de germen, debe ejercitarse para que se haga hábito (en el sentido noble del término filosófico «ha­bitus»). Pablo pide a los cristianos que estén atentos a lo que el Espíritu Santo obra en sus vidas: «No extingáis el Es­píritu... examinadlo todo y quedáos con lo bueno. Abste­neos de todo género de mal». (1 Ts 5, 19-22).

En el fondo, les aconseja que estén vigilantes en la ora­ción para que no se dejen guiar por cualquier espontanei­dad. No hay que tomar nuestros deseos por realidades que vienen de Espíritu. En la vida hay dos clases de espontanei­dades que surgen en la conciencia: una buena, al servicio de Dios; la otra mala, al servicio de la carne. (Ga 5, 16-20). No siempre estamos movidos por el Espíritu. Y aquí inter­viene la intuición de san Ignacio a propósito del examen de conciencia que no guarda relación solamente con la vida moral, sino con el discernimiento de espíritus. Se trata de «filtrar» los diversos movimientos espontáneos que suben del corazón para descubrir su fuente.

Considerado de esta manera el examen de conciencia, san Ignacio enlaza con la tradición espiritual que une la in­vocación del nombre de Jesús a la vigilancia del corazón y en cuanto ve subir un pensamiento o una sugestión, no dis­cute con ella sino que la envuelve con el nombre de Jesús

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para discernir de dónde proviene. Por eso el discernimiento se convierte en el lugar de la oración continua.

El recuerdo e invocación continuos de nuestro Señor Je­sucristo suscitan en nuestro entendimiento un estado divi­no, si no descuidamos la oración constante que dirigimos al Señor en nuestra inteligencia, ni la estricta vigilancia, ni el trabajo de velar. Apliquémonos realmente a la obra de la in­vocación de Jesucristo nuestro Señor, este trabajo siempre recomenzado, llamando con un corazón de fuego, para es­tar en comunión con el santo nombre de Jesús. Pues para la virtud como para el vicio, la repetición es madre del há­bito, y éste, como una segunda naturaleza dirige lo demás. Llegado a este estado, el entendimiento busca a los enemi­gos, como un perro de caza busca la liebre en la espesura. Pero el perro busca para comer y el entendimiento para des­truir. (Hesiquio de Batos).

Cuando se une el examen con el discernimiento, se con­vierte en toma de conciencia espiritual más que en simple examen de conciencia. Es la actitud de la Virgen que apren­de a leer y a descifrar lo que Dios hace en ella: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón». (Le 2,19). Para muchos, el examen tiene resonan­cias estrechamente morales cuyo objetivo principal es la ca­lidad de las acciones buenas o malas.

En la perspectiva de Ignacio y de los Padres, se trata más bien de sentir la manera cómo Dios nos toca, nos mue­ve y nos conduce (a menudo sin que caigamos en la cuen­ta) en el corazón de los sentimientos que experimentamos. Es una oración por la cual el hombre se coloca delante de Dios, fijando los movimientos de la gracia en él, para guar­dar espiritualmente el recuerdo y juzgar acerca de la direc­ción que le imprime. Es el examen de los caminos de Dios abriéndose paso a través de su criatura y arrastrándola en su seguimiento. El Diario espiritual de Ignacio es un testigo privilegiado de esta manera de obrar por el examen de las oraciones, de las consolaciones, de los afectos: volver so­bre sí mismo, pero en la oración y para conocer la acción de Dios.

En el examen así concebido, lo que sobreviene en nues­tra conciencia espiritual prima y es más importante que

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nación de nuestra vida en Cristo. El Espíritu de Jesús resu­citado, presente en el corazón del creyente, le hace capaz de sentir y entender esta interpelación para conducirle a la obediencia de la fe de la que habla san Pablo (Rm 1,6 y 16,26). El trabajo del examen es sentir e identificar estas in­vitaciones íntimas del Señor que guían y profundizan cada día nuestra adhesión a Cristo. Entendido así, el examen es ante todo oración.

Pero si el examen está en la línea de la oración contem­plativa, no hay que confundirlo con la oración cotidiana. Por eso hay personas que oran mucho y no perciben jamás lo que Dios les pide en la vida cotidiana pues su oración, aun­que sea intensa y prolongada, está aislada del resto de su vida, que no se baña en absoluto en la oración «que encuen­tra a Dios en todas las cosas». No puede pues uno dispen­sarse del examen bajo pretexto de que se vive esta actitud a lo largo de toda la jornada. El examen tiene un carácter concreto y preciso que vamos a desarrollar.

Ignacio aconseja dedicar cada día dos cuartos de hora al examen para formar en nosotros un corazón en estado de discernimiento continuo; sería bueno poderle dedicar cierto tiempo cada noche, antes de acostarnos. Sabemos muy bien los sutiles razonamientos que nos invitan a aban­donar el examen de cada día bajo el pretexto en que ya he­mos «llegado» a este discernimiento continuo del corazón en la situación concreta que vivimos. Este pretexto puede impedir el crecimiento de nuestra sensibilidad espiritual ante el Espíritu y sus caminos en nuestra vida cotidiana. De­bemos pedir sin cesar este discernimiento como Salomón (1 R 3,9) en cuya oración se inspirará la nuestra del final del capítulo, pero también acoger su desarrollo en nuestros co­razones. Echemos un vistazo breve para descubrir las líneas de fuerza de la forma de examen que Ignacio propone en los Ejercicios, en el número 43. Contiene cinco puntos.

El examen mismo

Se le podría definir como una toma de conciencia reno­vada cada día de nuestra identidad espiritual ante Dios, y de la historia que su Espíritu inventa con nosotros y en nos­

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otros. Es el recuerdo incesante de la acción del Espíritu San­to en el corazón. Se sitúa pues en el plano de la perfecta dis­ponibilidad de una persona a la acción de Dios. Se trata de ponerse en la corriente del Espíritu Santo para dar aun ma­yor pie a su acción después de los inevitables desfa­llecimientos.

Pedir luz

Como primer punto del examen, Ignacio propone la ac­ción de gracias y luego pedir luz. Se podrían invertir los dos primeros puntos sin cambiar gran cosa. Por mi parte, pro­pondría como introducción apropiada al examen la oración para ser iluminado. Se trata de lanzar una mirada en mi vida guiado por el Espíritu Santo y de responder valerosamente a la llamada que Dios me hace sentir en mi interior. De este modo, el examen no será tan sólo un proceso de memoria y de análisis sobre el día transcurrido, sino una mirada de fe sobre lo que Dios hace en nosotros.

Sin la gracia del Padre que nos atrae hacia Jesús (Jn6,44) y quiere revelarlo, esta mirada es imposible. San Ig­nacio insiste mucho en el hecho de pedir la gracia. Es pre­ciso velar para no dejarse encerrar en las potencias natura­les. En el mundo de Dios, hay que pedir para recibir y aco­ger. Esta es la razón por la que empezamos el examen pi­diendo explícitamente la iluminación que surge de nuestras facultades naturales, pero de la que no serían capaces por sí mismas. Que el Espíritu se digne ayudarme a verme un poco a mí mismo como él me ve.

Dar gracias por los dones recibidos

La condición del cristiano en medio del mundo es la de un pobre que no posee nada, y sin embargo está colmado en cada momento a través de todas las cosas. Es bueno aquí descubrir y valorar el menor don recibido para devolverlo al Señor en la acción de gracias. Incluso hay que «hacer eu­caristía» con nuestras debilidades y miserias. Tal vez, en la espontaneidad del momento, no hemos tenido conciencia del don recibido, y ahora, en este ejercicio de oración refle­ja, vemos bajo otra luz los dones de Dios a lo largo de la

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jornada. Esta gratitud debería dedicarse a los dones concre­tos y personales con los que cada uno somos regalados.

Revisar nuestros actos como respuestas

Nuestro principal cuidado aquí, es ver lo que ha suce­dido en nosotros, qué trabajo ha realizado Dios, qué nos ha pedido. Sólo en segundo lugar hemos de considerar nues­tras acciones. Es pues preciso que hayamos estado atentos a nuestros sentimientos interiores, a nuestras disposiciones íntimas, a las delicadísimas presiones del Espíritu en nues­tra vida espiritual. Aquí, en el corazón de nuestra afectivi­dad, es donde Dios se mueve y trata con nosotros de la ma­nera más íntima. Hay que pasar por la criba del discerni­miento estos «espíritus» para reconocer la llamada de Dios en el corazón de nuestro ser. Debemos desarrollar en noso­tros una actitud de atención y escucha haciendo callar to­dos los demás circuitos.

Una contrición real

Ignacio dice: «Pedir perdón a Dios nuestro Señor de las faltas». (Ej 43). ¿Hemos reconocido la acción de Dios, su lla­mada en el corazón de nuestra vida? Muy a menudo nues­tra actividad toma el mando y perdemos el sentido de la res­puesta. Nos hacemos auto-activos y auto-motivados, más bien que movidos y motivados por el Espíritu (Rm 8,14). A la luz de la fe, es la calidad de la actividad como respuesta, más que la actividad misma, la que cuenta para el Reino de Dios.

Entonces se produce una recreación del ser, una libera­ción interior del corazón. De ahí es de donde nace la prime­ra verdadera contricción. Qué gracia más grande, qué fuen­te de alegría continua en el Espíritu Santo es la verdadera contrición evangélica. Descubrimos al mismo tiempo el ros­tro del Padre, su misericordia y tomamos conciencia de nuestra debilidad. La misericordia y la contrición descubren el lugar del corazón y hacen brotar la oración. El duodéci­mo grado de humildad en la regla de san Benito, es al mis­mo tiempo una cima de contrición —el publicano no se atre­ve a levantar los ojos al cielo— y una cima de oración, pues

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repite sin cesar, lo que se convertirá en la «oración de Je­sús». De donde procede el filtrado de los pensamientos o la purificación del corazón en el recuerdo incesante de este mismo nombre de Jesús.

Una conversión concreta

«Proponer enmienda con su gracia». (Ej. 43). Esto nos lleva a reflexionar sobre lo que Ignacio llama examen par­ticular que ha sido a menudo mal comprendido. Se ha he­cho de él un esfuerzo de división y de conquista: recorrien­do hacia abajo la lista de los vicios o recorriendo hacia arri­ba la de las virtudes en una búsqueda planificada y mecá­nica de la perfección. Más que un acceso programado de la perfección, el examen particular quiere ser un encuentro personal, respetuoso y leal, con el Señor en nuestros cora­zones.

Cuando nos despertamos de verdad al amor de Dios, co­menzamos a darnos cuenta de las cosas que deben cam­biar. ¡Tropezamos en tantos sectores y tenemos que despo­jarnos de tantos defectos! Pero el Señor no nos pide que lo hagamos de un solo golpe. Habitualmente, tenemos en el corazón una zona, en la que, especialmente, nos llama a la conversión, la cual es siempre el comienzo de una vida nue­va. Hay un «rincón» en nosotros en el que nos da con el codo y nos recuerda que, si somos serios con él, esto debe cambiar.

Es a menudo el punto que nosotros queremos olvidar y tal vez acometer más tarde. No queremos escuchar la Pa­labra de Dios, preferimos olvidarnos y distraernos trabajan­do en otro rincón más seguro, que nos pide conversión, pero no con la misma urgencia. Trabajamos en un punto y Dios quiere precisamente otra cosa.

Hay por ejemplo en nuestra vida pecados que nos re­sultan molestos y otros que no nos molestan, pero que pue­den molestar a Dios. Los pecados que nos molestan son los que nos impiden responder a la imagen de cristiano que de­seamos ser: sensualidad, cólera, gula, impureza, etc. Pero hay también un pecado que hace cuerpo con nuestro ser más íntimo: no tenemos conciencia de él, no lo vemos y no

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nos molesta. Existen también personas que quieren practi­car cierto tipo de perfección que Dios no quiere para ellos. Llamo a este pecado «cierta mentira en torno a nosotros mismos».

En nosotros hay algo que teje una mentira en torno al corazón (y esto requiere un psicoanálisis del Espíritu San­to). Sólo la luz del Espíritu Santo puede atacar y disolver esta mentira que es el principal obstáculo para la acción de Dios en nosotros. Es preciso firmar un pacto con la luz para comprender esta mentira que es una falta oculta. Es el pe­cado que no se puede conocer y que no se lamenta del que habla el salmo: «Perdonáme, Señor, mis faltas ocultas». Es preciso pues que Dios nos revele este pecado y nos llame a la conversión interiormente. Vale más tomarse tiempo para conocer qué examen particular espera Dios de noso­tros, que entregarnos arbitrariamente a combatir tal o cual imperfección.

Así el examen de este punto particular de nuestra vida es una experiencia muy personal, sincera y a veces muy de­licada, de la llamada de Dios en el fondo de nuestro cora­zón para que nos volvamos a él. El objeto de esta conver­sión puede durar largo tiempo. Lo importante es que perci­bamos esta especie de interpelación como venida de él. Esta conversión no alcanza habitualmente a muchos puntos sino a uno preciso de nuestra vida, muy a nuestro alcance, y se expresa en actos de renuncia que no tenemos ninguna ex­cusa para no llevarlos a cabo.

El valor del acto no descansa en su importancia, sino en el aspecto de obediencia al Espíritu que nos lo propone. Cuando esta atención particular se toma como una expe­riencia personal del amor que el Señor tiene para con nos­otros (cualquiera que sea la forma: por ejemplo una llama­da a una humildad más verdadera o a una disponibilidad más abierta o a admitir a los demás tal como son), enton­ces comprendemos que san Ignacio nos sugiera aplicar a ello toda nuestra conciencia en esos dos momentos impor­tantes de la jornada: al empezarla y al terminarla. Es preci­so comenzar por hacer este examen de una manera siste­mática para que se convierta enseguida en un movimiento natural de nuestro corazón, una especie de movimiento constante y purificador del Señor Jesús en lo más íntimo

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de nuestra vida, según la hermosa formula de san Alonso Rodríguez, el hermano jesuíta portero de Mallorca: «Cuan­do sufro una amargura en mí, la pongo entre Dios y yo y oro hasta que la transforma en dulzura».

Las sugerencias del Espíritu

En el plano teológico, la puesta en obra es el don de con­sejo: moción delicada del Espíritu Santo que viene a suge­rirnos lo que tenemos que hacer en la vida. Tenemos los mandamientos, ¿acaso no bastan? Hay que pensar que no. Es lo que el joven rico decía al Señor: «He guardado todos los mandamientos desde mi juventud». Y Cristo.le respon­de: «Te falta una cosa todavía». ¿Cuál? Es lo que el Espíritu Santo nos hace descubrir a modo de sugerencia. Lo que os estoy diciendo es difícil de expresar pues no es fácil hablar de sugerencias, y sí más sencillo de mandamientos. Las su­gerencias del Espíritu Santo son mucho más importantes porque llegará un día en que habrá que entenderlas y si cerramos nuestro corazón a las sugerencias, no nos habrá servido de gran cosa escuchar los mandamientos. Os hablo aquí de las sugerencias y no solamente de la moral cristia­na, de la que estamos a veces más que saturados. Las su­gerencias son mucho más terribles y Cristo nos invita a res­ponder a ellas. No nos obliga, pero nos sugiere: «Si quie­res..., no te lo impongo». Es un asunto de amor y ningún «policía divino» vendrá a sorprendernos si no hemos escu­chado la sugerencia. Pero no lo olvidemos: el amor tiene sanciones mucho más terribles que los aparatos de repre­sión policial. El hecho de que se calle y no nos hable más es tal vez la sanción más dolorosa de soportar.

Se trata pues aquí de una mayor acogida al amor de Dios, de un mayor abandono. Por otra parte, cuanto más nos entregamos a Dios, más abocados estamos a ser acti­vos. Abandonarse a Dios no implica ningún descuido, nin­gún poco más o menos. Al contrario, cuanto mayor sea nuestro deseo de hacer la voluntad de Dios, tanto más será preciso despertar nuestra inteligencia y nuestra atención para captar hacia dónde nos orienta, a qué nos llama.

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Jean Lafrance

Oración para obtener la sabiduría del Espíritu

i R 8,52 Señor, que tus ojos se abran a la súplica detu siervo y de tu pueblo, para escuchar las lla-

Sb 9,13 madas que te dirigen. ¿Quién puede, en efecto,conocer el designio de Dios y quién puede con-

Rm 11,34 cebir lo que quiere el Señor? Tus decretos soninsondables y tus caminos incomprensibles. Sin embargo, tú nos guías por la sabiduría de tu Es­píritu; eres un Padre lleno de atención y de ter-

Sb 9, 14,17 nura para tus hijos. Nuestros pensamientos sontímidos e inestables nuestras reflexiones. Las múltiples preocupaciones oscurecen nuestros corazones y como dice Baudelaire del pájaro que habita en las nubes: «Sus alas de gigante le im­piden caminar». Nos cuesta trabajo conjeturar lo que existe en la tierra y lo que está a nuestro al­cance no lo encontramos si no es con esfuerzo, ¿pero quién ha descubierto lo que hay en el cie­lo? Y tu voluntad, ¿quién ha llegado a conocerla sin que tú le hayas dado sabiduría y le hayas en­viado desde arriba el Espíritu Santo?

Sb 9, mi Dios de los Padres y Señor de ternura, tú que,por tu palabra, has hecho el universo, tú que, por tu sabiduría, has formado al hombre para que domine a las criaturas que tú has hecho, dame la sabiduría que viene de junto a ti, pues soy un hombre débil, poco apto para compren­der la justicia y las leyes. Sólo la sabiduría sabe lo que es agradable a tus ojos y conforme a tu voluntad. Envíala desde los santos cielos, envía­la desde tu trono de gloria, para que me ayude y sufra conmigo, y sepa lo que a ti te gusta; pues ella sabe y comprende todo. Ella me guiará pru­dentemente en mis acciones y me protegerá con su gloria.

Señor, ten piedad de nosotros pues somos un misterio para nosotros mismos y todas las

1 Cor 2,10 ciencias humanas no hacen más que alejar los límites de este misterio. Sólo el Espíritu Santo puede sondear las profundidades de Dios y las profundidades del corazón humano, pues nadie conoce a Dios, sino el Espíritu de Dios. Seas ben­dito por habernos dado por Jesús, tu Hijo resu-

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Perseverantes en la oración 75

Jn 14,1

Mt 28,20

Jn 16,13

Flp 1, 9-10

Ef 4, 17-30

Ef 4,30

1 Ts 5,19

citado, el Espíritu que viene de ti y nos da a co­nocer los dones que nos ha hecho. ¿Quién ha co­nocido el pensamiento del Señor, para poder instruirlo? Nosotros lo tenemos.

Cuando caminamos en la noche, no permitas que nuestros corazones se turben pues tú has re­sucitado y moras con nosotros hasta el fin de los tiempos. En la oscuridad y complicaciones de la existencia, creemos que tú no puedes abando­narnos a nuestras propias luces para guiarnos. Nos has prometido el Espíritu de verdad que nos introducirá en la verdad entera, si aceptamos no pactar con el espíritu del mundo y buscar pacien­temente en la oración su longitud de onda. No nos pertenece encontrarlo, tú solo puedes dár­noslo cuando quieras y como quieras. Cuando se nos presenten problemas reales, enséñanos a no huir a lo imaginario, sino a consagrar mu­cho tiempo a la oración de súplica. No permitas que abandonemos la oración antes de haber re­cibido la luz de la Santísima Trinidad, de quien viene todo bien y todo don.

Haz crecer en nosotros la caridad para que se derrame en verdadera ciencia y tacto delicado que nos permitan discernir lo mejor y purificar­nos para el día de tu visita. Purifica nuestros te­nebrosos pensamientos que nos hacen extraños a la luz de Dios. Cura el endurecimiento de nues­tros corazones que es la verdadera causa de nuestro desconocimiento de los caminos de Dios. Que tu Espíritu nos renueve por una trans­formación espiritual de nuestro juicio, para que podamos revestirnos del hombre nuevo que ha sido creado según Dios, en la justicia y la santi­dad de la verdad. Enséñanos a descubrir las ten­taciones del maligno que nos empuja al desa­liento en las debilidades y cierra nuestros ojos y nuestros oídos a las delicadas mociones de tu Espírítu. Que nunca contristemos al Espíritu San­to de Dios que nos ha marcado con su sello para el día de la Redención. Haznos vigilantes para que no apaguemos el Espíritu en nosotros, sino que pasemos todo por la criba del discernimien­to, para conservar lo que es bueno y rechazar lo que es malo.

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Jn 6,26

Mt 22, 23-33

Jn, 14,6

Ga 2,20

En los días de su vida mortal, Jesús rehusó a menudo dar respuesta a los problemas que le planteaban, sea que le tendiesen una trampa, sea que quisiera dar algo distinto de lo que se le pedía. Así promete el pan de vida a los que le piden comer hasta hartarse. Del mismo modo a los que le quieren encerrar en cuestiones sin in­terés, a propósito del matrimonio, él les habla del poder de Dios, de la Resurrección y de la zar­za ardiendo. Igualmente, dejará sin respuesta muchas preguntas que le hacemos, aun después de que hayamos orado larga e intensamente.

Señor, enséñanos a no desanimarnos por tu silencio. Si no nos respondes, es que estimas que somos lo suficientemente confiados como para vivir en esta oscuridad de la fe desembro­llándonos con nuestros problemas. Pero esta­mos seguros de que estás con nosotros, como has estado con tu hijo en Getsemaní. Lo esen­cial no es que tú respondas a nuestras pregun­tas, sino que seas tú mismo la respuesta a ellas, pues eres el camino, la verdad y la vida. Has ve­nido a enseñarnos a vivir con nuestros proble­mas, pues los vives con nosotros y en nosotros. Con humildad, apelaremos a nuestras potencias naturales, iluminadas por tu Espíritu, y acogere­mos con alegría la respuesta que suba, sin que nos demos cuenta, de las profundidades del co­razón. La mejor respuesta será entonces tu si­lencio —el de Jesús en la Cruz— que se hace pa­labra en el poder de la Resurrección.

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El discernimiento espiritual de los carismas en la Iglesia primitiva

Hubiéramos podido titular este capítulo: «La manera de obrar de los apóstoles en la comunidad primitiva». «Nues­tro modo de proceder», hubieran podido decir los apósto­les. O sea, que no vamos a tratar aquí del discernimiento co­munitario o tal como se le considera habitualmente en una perspectiva ignaciana. Si se desea abordar el problema bajo este ángulo, se pueden consultar los artículos del padre Viard, aparecidos en la revista «Vie Chrétienne» de octubre del 70 a junio del 71, titulados Practique du discernement communautaire. Nuestro propósito es más «ingenuo» y por tanto menos técnico y más limitado. A partir de tres situa­ciones concretas: la sustitución de Judas, la institución de los siete y los carismas en la comunidad de Corinto, quisié­ramos captar en vivo «la manera de obrar» y la práctica de la Iglesia primitiva, que se deja guiar por el Espíritu en los caminos imprevistos e imprevisibles de Dios. Tal vez tenga­mos la suerte de descubrir en ella «pasillos» donde sople el Espíritu para iluminar nuestra propia manera de obrar hoy.

Sustitución de Judas

Antes de entrar de lleno en el tema, es bueno estable­cer el cuadro en el que se plantea la cuestión de la sustitu-

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ción de Judas. La comunidad de los once está en oración en el cenáculo, con María de Jesús y espera perseverando en la súplica lo que el Padre ha prometido (Hch 1, 1-14) como hemos visto ya. Es también una comunidad en la que se comparte: todos los bienes están puestos en común (Hch2,44). Estos hombres se conocen desde hace bastante tiem­po, han vivido juntos una prodigiosa experiencia espiritual, en contacto con Cristo que les ha elegido personalmente. Han sido testigos de su oración, de su predicación y de los milagros que han obrado en el pueblo haciendo el bien (Hch 2,22). Sobre todo, han sido testigos de su Resurrección y creen en su presencia espiritual en el corazón de la comu­nidad (Mt 28,20). Después de la Resurrección, se les invitó a volver a Galilea (Me 16,7) donde habían sido testigos de la revelación del Reino y donde habían hecho su hermosa profesión de fe. Hay que insistir en estos dos aspectos: son hombres que se conocen ya en la vida humana, han comi­do, dormido y sufrido juntos; además han tenido una expe­riencia bastante extraordinaria de la proximidad de Cristo, al que han proclamado hijo de Dios (Mt 16,16), en una épo­ca privilegiada de su vida.

No se trata de hombres desconocidos entre sí puesto que han caminado juntos desde hace tres años. Por otra par­te, se han enfrentado en sus mutuas diferencias, hasta el punto de que uno de ellos ha renegado del Maestro y otro le ha traicionado. Pero tienen algo en común: se han reuni­do en el nombre de alguien que esperan de fuera y que sin embargo, está ya presente en medio de ellos: el Espíritu que viene del Padre, prometido por Jesús resucitado, que vive en la comunidad. Su centro de interés no está en el in­terior del grupo, sino que tienden hacia una misión común que han recibido de Cristo y que es predicar la conversión, anunciando la presencia del Reino en medio del mundo.

Se diría hoy que es un grupo motivado no sólo por la vida diaria y la cohabitación, sino por una preparación y una formación que les ha dado Cristo durante los tres años de su vida pública. Han sido formados en la oración (Le 11,1), en la renuncia a sus propios puntos de vista y que a menu­do han sido llamados al orden (Le 9,55) para someterse a la ley de la comunidad que es la de las bienaventuranzas, la humildad y el espíritu de infancia. Jesús ha insistido a me­

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nudo en la conversión de sus juicios pues «sus pensamien­tos no eran los de Dios, sino los de los hombres» (Me 8,33). Han vivido la corrección fraterna (Le 17, 3-4). Están también prevenidos sobre las tribulaciones y persecuciones (Me 13, 5-13) que tendrán que sufrir en su vida apostólica: «Si al dueño de la casa le han llamado Belcebú, cuánto más a sus domésticos» (Mt 10, 25-26), pero se les ha asegurado la de­fensa del Espíritu cuando se enfrenten con sus perseguido­res en los tribunales. Por la perseverancia ganarán la vida (Le 21, 12-19). Es ciertamente una comunidad de discípulos, reunidos en el nombre de Cristo y orientados hacia el obje­tivo que les congrega. Todo lo que pidan al Padre juntos les será concedido (Mt 18, 19-20). Cristo ha pasado años ha­ciendo nacer esta comunidad en la fe, la oración y la acción apostólica.

Es preciso destacar también el clima eucarístico de ora­ción que respira la comunidad. No se trata de una oración fugitiva y momentánea, como expresión de una necesidad pasajera, sino de oración asidua que reclama una estructu­ra de lugar y de tiempo. Lucas señala a menudo que eran asiduos y perseverantes en la oración de alabanza y de ac­ción de gracias: «Acudían al Templo todos los días con per­severancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de co­razón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar». (Hch 2, 46-47). En una palabra, es una comunidad en la que se dejan enseñar, en la que se es fiel «a la fracción del pan y a la comunión fraterna». (Hch 2,42).

Es también una comunidad estructurada, ligada orgáni­camente en la que hay uno que conduce y hace compartir a los demás la motivación reconocida por todos: «Pedro se puso en pie en medio de los hermanos» (Hch 1,15). La de­cisión que hay que tomar no es tan sólo la emanación de los deseos de un grupo. Hay un criterio objetivo en la elec­ción que debe hacerse. Por eso, Pedro acude a un designio de salvación anunciado por una palabra profética: «Herma­nos, era preciso que se cumpliera la Escritura en la que el Espíritu Santo, por boca de David, había hablado ya acerca de Judas, el que fue guía de los que prendieron a Jesús».

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(Hch 1, 16-20). Para no caer en el subjetivismo, se recurre a la Escritura para iluminar lo que ha sucedido y abrir pers­pectivas de futuro. No se elige a cualquiera, ni en cualquier momento, ni de cualquier manera.

Por eso hay toda una información y una enseñanza dada por Pedro que precisa los criterios de la elección del que debe reemplazar a Judas: «Conviene, pues, que de entre los hombres que anduvieron con nosotros el tiempo que el Se­ñor Jesús convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado, uno sea constitui­do testigo con nosotros de su Resurrección». (Hch 1, 21-22). Es una comunidad apostólica que es testigo de la Resurrec­ción. No se elige como apóstol uno que ha oído hablar a Je­sús y que puede describirle, sino un hombre que le ha visto y conocido; en una palabra, es preciso un encuentro perso­nal con Cristo viviente en Galilea y Jerusalén (Hch 13, 31) y sobre todo haber sido testigo de su Resurrección (Hch 2,32; 3,15; 4,33; 10,41). Como dice Juan, hay que haberle escu­chado, visto con nuestros ojos, contemplado; en una pala­bra haber tocado al Verbo de vida. (1 Jn 1,1).

Luego se utilizaban los métodos humanos adaptados a la elección que debe hacerse: la presentación de los dos candidatos, Barsabás y Matías. Lo esencial está en la ora­ción dirigida a Dios. Se invoca al Señor que sondea los co­razones de los hombres, pues es él quien elige y de él se debe recibir la decisión: es interesante hacer notar que to­das las oraciones en los Hechos comienzan siempre por un reconocimiento de Dios creador que guía los acontecimien­tos de la historia (Hch 4,24): «Tú, Señor,que conoces los co­razones de todos, muéstranos a cuál de estos dos has ele­gido para ocupar en el ministerio del apostolado el puesto del que Judas desertó para irse a donde le correspondía». (Hch 1, 24-25). Para que haya un verdadero discernimiento espiritual, es preciso que haya una elección precisa y tener cuidado al formularla. No se hace discernimiento espiritual sobre situaciones vagas o sobre cosas que dependen de un mandato objetivo del Señor. Finalmente se elige un medio humano muy contingente: «Echaron suertes y la süerte cayó sobre Matías, que fue agregado al número de los doce apóstoles». (Hch 1,26).

Lo que importa en el discernimiento, no son tanto las

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conclusiones o las decisiones a tomar cuanto el progreso de la experiencia y el trabajo del Espíritu que se opera a lo largo de la marcha y que nos lleva a tomar una decisión, más o menos contingente, como todas las elecciones. Una vez que se ha realizado la elección, cada uno debe aceptar dejarse conducir por el conjunto y entrar en la decisión to­mada sin murmurar. Se podría resumir el articulado de este proceso por medio de algunas proposiciones muy sencillas: la comunidad está bajo la dirección de uno; se deja ilumi­nar por una palabra que viene de fuera; ora intensamente y recoge los datos de la experiencia, sabiendo que a lo lar­go de todo el proceso suceden cosas.

La institución de los siete (Hch 6, 1-7)

Este episodio de ios Hechos se podría titular: «Cómo la Iglesia, ayudada por el Espíritu, inventa nuevos ministerios cuando se sienten determinadas necesidades». Tenemos que reconocer que hoy estamos lejos de esa práctica audaz de la Iglesia primitiva. Hacemos congresos, encuestas e in­novaciones sin orar larga e intensamente para recibir de Dios los ministerios que él desearía darnos. Es urgente pa­sar de una Iglesia «policopiante» a una Iglesia que ora. El brazo de Dios no se ha acortado para inventar nuevas for­mas, pero no somos lo suficientemente audaces como para crear e inventar en la novedad del Espíritu. Por eso, mire­mos cómo suceden las cosas en la Iglesia de Jerusalén.

Se encuentra más o menos el mismo esquema que an­tes pero aquí el problema es planteado por la base: como el número de discípulos aumenta, los helenistas murmuran de los hebreos, pues se descuida a sus viudas. Los doce con­vocan entonces la asamblea de los discípulos; no se hace explícitamente mención de una oración en común pero, puesto que Pedro dice que los apóstoles deben permane­cer «asiduos a la oración», indica claramente el camino a se­guir y la manera de abordar los problemas. Hay también un debate que es un tiempo de prueba pues cada uno accede a él por un intercambio de visión crítica de sí mismo. Luego una palabra venida del grupo de los doce, interrumpe el de­bate, sacrifica y clarifica la situación. Esta palabra es una

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fuerza espiritual que penetra la realidad del debate y lo transforma como el fuego penetra el leño:

No parece bien que nosotros abandonemos la palabra de Dios para servir a las mesas. Por tanto, hermanos, bus­cad de entre vosotros a siete hombres de buena fama, lle­nos de Espíritu y de sabiduría, y los pondremos al frente de este cargo; mientras, nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra. (Hch 6, 2-4).

Es interesante ver que devuelven la pelota a la comuni­dad: puesto que ella es la que señala las disensiones inter­nas, es importante que aprenda a cuidarse a sí misma y en­cuentre en su seno hermanos capaces de asumir este ofi­cio. El resultado fue: «Pareció bien la propuesta a toda la asamblea». (Hch 6,5), que eligió siete hombres. La comuni­dad recobra así la paz y la cohesión interna. En una elec­ción espiritual, es importante preguntarse lo que lleva a la comunidad la alegría, la paz o la inquietud, pues hay algo que sucede en la afectividad del grupo. Los apóstoles pue­den entonces dar autenticidad a la elección de la comuni­dad después de haber orado, para recibir de Dios la confir­mación de la decisión; luego, se imponen las manos pues se trata de conferir una función eclesial. El resultado es evi­dente: «La palabra de Dios iba creciendo; en Jerusalén se multiplicó considerablemente el número de discípulos y multitud de sacerdotes iban aceptando la fe». (Hch 6,7).

Este texto no tiene tan sólo un valor pedagógico, es tam­bién rico en enseñanzas para el sacerdote de hoy. Nos pre­guntamos a menudo: «¿Qué hay que hacer para ser un buen pastor?» El texto de los apóstoles nos responde: «Hay que elegir personas que nos ayuden, porque nosotros debemos consagrarnos a la oración , al servicio de la comunidad, a la predicación y a la evangelización». Esto es válido todavía hoy para los obispos y sacerdotes. Es preciso establecer prioridades en la vida: la oración y la evangelización, es de­cir el anuncio de la buena noticia. La evangelización incluye por supuesto la caridad bajo todas sus formas.

Debemos pues encontrar tiempo para orar y para ha­blar a los hombres de Dios pues si el nombre del Padre y de Jesús no son anunciados al mundo, no estamos siendo

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fieles a la misión recibida de los apóstoles. El nombre de Dios es desterrado de la sociedad y de la vida pública; ape­nas se atreve nadie a hablar de él en nuestro entorno, se ha convertido en un tema tabú, como en otro tiempo la sexua­lidad y la vida social. Si volviesen los apóstoles y los pro­fetas, nos dirían: «Ay de vosotros si calláis el nombre de Dios... Anunciad el nombre del Señor».

Los apóstoles tienen, pues, la misión de orar. Hemos de reconocer con humildad que tenemos que redescubrir la oración. Se da hoy en día una renovación de la oración tan­to entre los jóvenes como entre los adultos, pero se ha he­cho de tal modo sospechosa diciendo que era una regre­sión al infantilismo, una proyección de nuestros temores o una necesidad de seguridad como una vuelta al seno ma­terno, que los que experimentan el deseo de orar se pre­guntan si no serán unos conservadores o personas seniles. Es cierto que se dan a veces movimientos de piedad que son regresiones o fideísmo y es útil hacer un verdadero dis­cernimiento en este terreno para no dar vía libre a caricatu­ras de la oración. Pero si sentimos en nuestros corazones este deseo de renovar nuestra vida de oración, no lo mate­mos: viene del Espíritu Santo. Siempre habrá voces que se levantarán en nosotros y a nuestro alrededor para decir que la oración nos anestesia, nos impide trabajar o nos desmo­viliza. Seamos sinceros: los que más han trabajado en el mundo evangelizando o liberando a los pobres han sido a menudo hombres de oración continua, hombres que ora­ban siempre. Basta tomar el ejemplo de Helder Cámara que se levanta de noche para orar varias horas o el de la Madre Teresa que insiste tanto en la contemplación de la Eucaris­tía, para convencerse de ello.

Tenemos también que orar juntos, pues es la mejor ma­nera de resolver los problemas de comunicación entre nos­otros. En la oración, se crean entre nosotros lazos misterio­sos que nos enraizan en la comunión trinitaria. En cuanto los cristianos o los sacerdotes superan el estadio de la dis­cusión para orar juntos, algo sucede que les supera. Hay un cambio en la dirección de las miradas: no se oponen ya el uno al otro, sino que se dirigen hacia alguien que supera el grupo, Dios.

Hay aún más en estas palabras de los Hechos. Si los

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apóstoles deben consagrarse a la oración y al servicio de la Palabra, deben también enseñar a los hombres a orar y a escuchar la palabra de Dios. Desde hace unos años, se ha puesto el acento en los pobres, la justicia en el mundo, la lucha contra el hambre, la opresión, y era necesario hacerlo —esto no quiere decir que se haya hecho, aunque se diga— pero tal vez se ha dejado en la sombra otro camino de feli­cidad que también debe ser predicado: el camino de la ora­ción, fuente de verdadera alegría. Sólo las personas felices pueden evitar ser malos, y enseñar a los demás a amarse. No se puede ser feliz de verdad si no se encuentra la inti­midad con Dios en la oración. Por eso enseñar a los hom­bres a orar, es también enseñarles el camino del verdadero amor fraterno.

No se puede edificar un mundo fraterno sin la dimen­sión trascendente, es decir sin la oración. Vivimos hoy una época de la historia de la humanidad en la que se ha des­plegado un esfuerzo considerable para establecer medios de comunicación entre los hombres, sin hablar del esfuerzo de socialización del mundo. Sin embargo, los hombres, tal vez, no han conocido jamás una soledad tan grande, hasta el punto de que el suicidio y la droga son plagas que nos amenazan en todo momento. Ahora bien, nunca podremos enseñar a los hombres a vivir como hermanos si no les de­cimos que tienen el mismo Padre. La toma de conciencia de la paternidad de Dios es constitutiva de la socialización del mundo. La gran tarde con la que sueñan los marxistas se revela cada vez más lejana e imposible si la dimensión de la relación vertical con Dios brilla por su ausencia. Ahora bien, esta toma de conciencia de la paternidad de Dios no puede lograrse más que en la oración, es decir con la expe­riencia del lazo filial que nos une con Dios. (Ga 4,6).

En esta misma línea los apóstoles deben enseñar a los hombres a leer la palabra de Dios. No confiamos lo suficien­te en el poder del Espíritu que obra a través de la palabra de Dios y tememos que los hombres sencillos, sin cultura bíblica no van a entenderla. Haced la experiencia de dar una página del evangelio a los cristianos y veréis cómo pueden saborear esta lectura; algunos tienen incluso una especie de don para aplicarla concretamente a su vida. Es exacta­mente lo que sucede en este momento en las comunidades

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de base de América latina. Se les lee a estos hombres un texto y hacen descubrimientos extraordinarios, aunque la exégesis científica no sea del todo precisa. Evidentemente, la regla del discernimiento vuelve siempre a la Iglesia y a los apóstoles. Por eso, el sacerdote debe cargar con su res­ponsabilidad de autentificar la Escritura, pero debe también entregar el texto de la Escritura a los cristianos para que se alimenten con el pan de la Palabra.

Revelar a los fieles sus carismas

Conviene leer ahora los capítulos 12 a 14 de la primera carta a los corintios que es una descripción de la multitud de dones que existen en la comunidad y la segunda carta a Timoteo en la que Pablo habla de la responsabilidad del apóstol en el discernimiento de los dones. Si el Espíritu tra­baja hoy en la Iglesia, debemos estar convencidos de que existen en nuestras comunidades tantos carismas, dones y aptitudes como en Corinto, que no era una comunidad ex­cepcional, sino todo lo contrario. Se parecía mucho a las co­munidades urbanas que conocemos ahora en Occidente en las que el bien está inextricablemente mezclado con el mal. La única cosa que ha cambiado, es que no nos damos cuen­ta de esos dones y que nuestros hermanos y hermanas no creen demasiado en ellos.

Ahora bien, yo creo que una de las tareas fundamenta­les de la Iglesia en el mundo actual y por tanto de los obis­pos y de los sacerdotes es revelar a los cristianos el cans­ina que han recibido de Dios. No es el fruto de una profecía o de un don de telepatía, es el ejercicio de un carisma que el sacerdote ha recibido en la imposición de las manos, que es el discernimiento de espíritus. Esto supone que el sacer­dote ha adquirido él mismo la costumbre de examinar su vida y discernir el rastro y las llamadas del Espíritu. (Cf. caps. 5 y 6). En primer lugar, hay que estar convencido de que cada bautizado ha recibido un don especial: «Para Dios, dice el cardenal Etchegaray, no hay desperdicio». Se trata pues de descubrir este don; la mayor parte de las veces no podemos reconocerlo más que por la intervención de otro. Es una verdadera revelación en la vida de un hombre cuan­do uno de sus hermanos le dice: «Tú has recibido tal don

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de Dios, ponlo a trabajar. Puedes hacerlo». No se trata de dones excepcionales o espectaculares, sino de dones ordi­narios de la vida: el don de ser una buena esposa, un ver­dadero padre o el don de la amistad. Hay también personas que tienen el don de hablar a los niños y mover su corazón.

Otros tienen el don de animar o consolar, algo muy im­portante en la comunidad de hoy en la que nuestros her­manos padecen una crisis de esperanza. Les basta visitar a un enfermo, tratar con un hermano que sufre una prueba, encontrar hombres en la oscuridad de la fe, para que más •allá de sus palabras y sin caer en la cuenta, su presencia lle­ve paz, seguridad y alegría. Estos hombres forman en la Iglesia una comunidad de acogida, con un ministerio de es­tímulo y de curación.

En este ministerio de curación (1 Cor 12,9), habría que incluir hoy el de acogida espiritual de aquellos’que entre­gan su tiempo para escuchar a los demás. Pienso en espe­cial en los teléfonos de la esperanza y afines. Nunca se in­sistirá suficientemente en la importancia del amor a los po­bres en la Iglesia puesto que Cristo se ha identificado con los hambrientos, enfermos, extranjeros y encarcelados (Mt 25, 31-46), sin olvidar a los pobres del tercer mundo en el que el cincuenta por ciento de los niños mueren antes de los cinco años, por causa de una mala alimentación. Están también los pobres del cuarto mundo que campean en las chabolas y de los que nos olvidamos tan fácilmente. Parece ser que hoy existe otra categoría de pobres desconocidos: son esos miles de personas, a menudo jóvenes, a los que nada les falta en lo material pero que padecen sufrimientos psíquicos o morales muy graves.

Pensemos en los que sufren depresiones nerviosas, los excluidos o los minusválidos del amor, los aislados, los jó­venes con dificultades, y nunca terminaríamos la lista. Hay también pobres que no son reconocidos como tales y de los que nos reímos muy a menudo, diciendo: «Son enfermos imaginarios». El mal de nuestro mundo moderno no es tal vez la falta de dinero sino la falta de amor y de ternura. Hay que dar mucho tiempo a esos hombres y a esas mujeres, no sólo para escuchar sus desgracias —y a veces sus bobe- rías— sino para escuchar más allá de sus palabras lo que no quieren o no saben decir.

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Si Cristo volviese hoy tal vez diría: «Ve, vende lo que tie­nes —tu tiempo— dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme». (Me 10,21). Para muchos de nosotros, el tiempo es lo más precioso que tenemos, pues estamos sobrecargados de trabajo; quisiéramos reservar­nos ese tiempo que es bueno dar gratuitamente a los po­bres, sencillamente para escucharles hasta el fin aquello que tienen que decirnos. Es una forma de pobreza y de despren­dimiento de nosotros mismos que permitirá a la ternura de Dios invadir nuestro corazón y consolar el de nuestros her­manos. Si sabemos también dar gratuitamente nuestro tiempo a Dios en la oración, «el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, nos consolará en toda tribula­ción para que podamos nosotros consolar a los que están en toda tribulación mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios». (2 Cor 1, 3-4).

El que tiene la costumbre de «retener todos los aconte­cimientos y encuentros personales, meditándolos en la ora­ción» (Le 2,19) ve desarrollarse en él un tacto espiritual, un don de discernimiento que le permite decir a los que en­cuentra palabras como éstas: «¿Sabes que posees un don de oración, un don para hablar a los enfermos o a los ni­ños, una aptitud para animar o curar los corazones?» Exis­ten también dones desapercibidos: el servir, la facilidad para preparar un encuentro, para recibir a las personas o para practicar la hospitalidad. En la vida de nuestros herma­nos, hay dones que permanecen sin explotar porque nadie ha tenido el cuidado de dárselos a conocer. Esto pertenece a nuestro ministerio de edificación, en el sentido fuerte de la palabra, el que Pedro recibió al salir de su gran prueba: «Pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos». (Le 22,32).

Pensamos muy a menudo en carismas extraordinarios como el de la dirección o gobierno de una comunidad, pero es bueno leer lo que dice Pablo de la diversidad de caris- mas y de la unidad del Espíritu que los suscita: «Hay diver­sidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo, diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo en to­dos. A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu

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para provecho común» (1 Cor 12, 4-7). Así, pues, Pablo no considera que esos dones sean excepcionales y reservados a algunos, todos han recibido alguno: «Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro fe en el mis­mo Espíritu; a otro palabra de ciencia» (1 Cor 12, 8-9). Más numerosos de lo que pensamos, son los hombres y muje­res que han recibido una fe capaz de trasladar montañas, pues creen en el poder de la oración. «A otro carismas de curaciones (no sólo de los cuerpos sino también de los co­razones), en el único Espíritu; a otro poder de milagros; a otro profecía; a otro discernimiento de espíritus; a otro di­versidad de lenguas; a otro don de interpretarlas. Pero to­das estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distri­buyéndolas a cada uno en particular según su voluntad». (1 Cor 12, 10-11).

Tenemos la certeza de la presencia de Cristo resucitado y de su Espíritu hasta el final de los tiempos. El único peca­do en la vida de aquí abajo es no creer en el Señor resuci­tado y en su acción en la Iglesia y en el mundo. Hoy, toda­vía, distribuye sus dones a cada uno según su voluntad, pero nosotros estamos tan ocupados en hacer marchar las instituciones que perdemos de vista esta diversidad de do­nes y de carismas. O, pensamos en dones excepcionales, como el hablar en lenguas, la glosolalia, las curaciones mi­lagrosas; pero existen otros muchos dones, como la sabi­duría, la fe, la curación interior, el gobierno y la dirección. Estos dones más misteriosos, y más silenciosos son tam­bién el fruto de un Pentecostés invisible, sin viento violento y lenguas de fuego. Los hombres esperan sencillamente que se les revele los dones que han recibido de Dios.

Pero cuando se evocan los dones y los carismas en el cuerpo de la Iglesia, hay que seguir a san Pablo hasta el fi­nal. Después de haber afirmado que los dones no están des­tinados a nuestro uso personal sino a la construcción >y edi­ficación del cuerpo, Pablo va mucho más lejos y nos abre un camino mucho más elevado: «Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte.Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como após­toles, en segundo lugar como profetas, en tercer lugar como maestros... Luego los milagros; luego el don de curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas... Aspirad

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a los carismas superiores. Y aún os voy a mostrar un cami­no más excelente». (1 Cor 12, 27-31). En esta nueva enume­ración, Pablo hace pasar el apostolado delante de los do­nes más o menos extraordinarios precedentemente enu­merados.

Es preciso ir pues hasta el final del razonamiento de Pa­blo y afirmar que hay una jerarquía en los dones y un ca­mino que los supera a todos: es la jerarquía del amor que es del orden de la santidad: «Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tu­viera el don de profecía, o de ciencia o fe como para tras­ladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque re­partiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las lla­mas, si no tengo caridad, nada me aprovecha». (1 Cor 13, 1-3). Es la locura del amor, de la pobreza metafísica que su­pera todo. Puedo dar todos mis bienes, si no doy mi propio ser, como dice Jesús a propósito de la pobre viuda (Le 21,4), soy un címbalo que retiñe. Lo que equivale a decir que si «lo» hago por mí mismo, no doy forzosamente todo. Puedo dar cosas, pero no me entrego a mí mismo: «Al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto». (Mt 5,40). San Pablo va más lejos al afirmar que se puede ser mártir sin tener caridad. Amar, es darlo todo y so­bre todo entregar la libertad de decisión.

Sabemos que meditando este texto, Teresa de Lisieux descubrió su misión y su vocación en la Iglesia. No se ha­bía reconocido en ninguna de las vocaciones descritas por san Pablo, y entonces bajando hasta «las profundidades de su nada, se elevó tan alto que pudo alcanzar su objetivo». (M.A. pág. 228).

Por fin, dice, había encontrado el descanso para mi alma. Considerando el cuerpo místico de la Iglesia, no me ha­bía reconocido en ninguno de los miembros descritos por san Pablo; o mejor dicho, creía reconocerme en todos. La ca­ridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí, que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de diversos miembros, no le faltaría el más necesario, el más noble de todos. Com­prendí que la Iglesia tenía un corazón, y que ese corazón es­taba ardiendo de amor. Comprendí que sólo el amor era quien ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia;

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que si el amor se apagase, los apóstoles no anunciarían ya el evangelio y los mártires se negarían a derramar su san­gre... Comprendí que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que el amor abarca todos los tiem­pos y todos los lugares, en una palabra, que el amor es eterno.

Entonces en un transporte de alegría delirante, excla­mé: ¡Oh, Jesús, mi amor! Por fin he encontrado mi voca­ción; mi vocación es el amor. Sí, he hallado mi lugar en la Iglesia. Dios mío, vos mismo me lo habéis señalado; en el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor. Así lo seré todo, así mi sueño se verá realizado.

Teresa va más lejos que el pensamiento de san Pablo, pues no habla tan sólo de tener caridad, sino de ser el amor. Estamos aquí en el corazón de la vocación cristiana, muy le­jos de las vocaciones o de los carismas, o más bien en la fuente de todos estos dones, atribuidos a cada uno, pues el amor es todo y encierra todas las vocaciones. Estamos más o menos dotados en el plano de los carismas; algunos di­rán tal vez que no se reconocen en ninguna de las vocacio­nes descritas por san Pablo, pero nadie puede decir: «Yo no puedo amar». No tenemos ninguna excusa para no amar, pues el amor es un don y basta pedirlo en la oración. Nada más fácil que pedir el amor, pero algunos no quieren po­nerse de rodillas para suplicar a Dios. «La esperanza no fa­lla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado». (Rm 5,5).

Reaviva en ti el den espiritual (2 Tim 4,2)

He aquí lo que hay que predicar a tiempo y a destiem­po a la comunidad cristiana: la puesta en obra de los dones del Espíritu atribuidos a cada uno para que el cuerpo de Cris­to se edifique según el designio del Padre. Para eso, tene­mos necesidad nosotros mismos de la luz y de la fuerza del Espíritu. Es preciso volver a tomar a menudo las palabras de san Pablo a su discípulo Timoteo en las que le invita a ser fiel dispensador de la palabra de verdad, velando por la comunidad. Comienza por decirle: «Por esto te recomiendo

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que reavives el carisma de Dios que está en ti por la impo­sición de las manos. Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de tem­planza». (2 Tim 1, 6-7). ¿Somos suficientemente conscien­tes de que la imposición de las manos del obispo ha depo­sitado en nosotros un espíritu de fuerza que nos prohibe te­ner miedo y un espíritu de amor, de paz, de tranquilidad y de dominio de sí?

Un poco más adelante, en la misma carta, Pablo añade: «Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempe­ña a la perfección tu ministerio». (2 Tim 4,5). El espíritu re­cibido como ministro de Cristo es un espíritu de fuerza y no de temor, de miedo y de angustia por la sencilla razón de que «yo sé bien en quien tengo puesta mi fe, y estoy con­vencido de que es poderoso para guardar mi depósito has­ta aquel día». (2 Tim 1,12).

En el fondo, estamos llamados, como decía Pablo VI en la última reunión de su vida con los obispos de Francia, a «dar un salto en la esperanza». Hemos creído durante mu­cho tiempo que podríamos resolver los problemas de la Iglesia y edificarla con nuestros talentos, nuestra inteligen­cia, nuestra sabiduría y nuestro dinamismo; hoy es tiempo de reconocer que lo que más nos falta es atrevernos a creer que Dios puede dar a su Iglesia el poder de su Espíritu. No se puede ser apóstol hoy, si no se cree en la omnipotencia de Dios (la dynamis tou théou, 1 Cor 2,4). Y esta esperanza absoluta debe convertirse en una confianza de todos los días y enseñarnos a vivir, en todo momento, en el abando­no a la acción del Espíritu en nosotros, en el corazón de la Iglesia y del mundo.

Como textos de oración, se pueden tomar: Hch 1,15-26; Hch 6, 1-7; 1 Cor 12 y 13.

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8Gloria a Dios nuestro Padre en los cielos,

gloria al Hijo que sube de los infiernos; Gloria al Espíritu de fuerza y de sabiduría,

por los siglos de los siglos. Amén.

Nota sobre la oración trinitaria de san Ignacio

Es evidente que el fin último de la oración es hacernos penetrar, por la fe, en la intensa circulación de amor que une entre sí a las tres personas de la Santísima Trinidad. En su jerga, los teólogos nos dicen que la oración hace pene­trar al creyente en el misterio de la circumincesión de las personas divinas. Los Padres griegos emplearán un lengua­je más poético hablando de la perijóresis, evocando así la «danza» trinitaria a la que somos admitidos por gracia, en la medida en que nos descentramos por entero de nosotros mismos para centrarnos en Dios. De manera más sencilla, y más evangélica, podemos tomar las palabras de Cristo en el capítulo 17 de san Juan donde pide al Padre: «Como tú. Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nos­otros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Que sean uno como nosotros somos uno; yo en ellos y tú en mí». (Jn 17, 21-23). Se trata, pues, de entrar en esta unidad de circulación recíproca, que pone al Hijo en el Padre y al Padre en el Hijo.

De este modo, el fondo de la oración desemboca en la comunión trinitaria, en la presencia de Dios en nosotros. Si podemos intentar morar en Dios, es porque él ha querido primero morar en nosotros. Esta actitud se vive ante todo

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en la fe. Puede ocurrir, que, al comienzo de una vida de ora­ción, el Espíritu nos haga experimentar esta presencia trini­taria, aunque no sea más que a modo de deseo o de vacío, pero de ordinario se vive en «la noche». La fe nos asegura que la Santísima Trinidad hace su morada en el corazón del hombre (Jn 14,23) y la oración se hace entonces comunión con esta presencia.

A veces el camino de la oración sigue otro itinerario, y comienza por un descubrimiento del rostro de Cristo resu­citado, o por una toma de conciencia de la presencia del Es­píritu en nosotros o también es un tierno abandono en los brazos del Padre. En este terreno, cada uno vive una expe­riencia particular y original; no hay que inquietarse si la re­lación con una persona predomina, y parece que deja en la sombra los otros rostros. Llegará un día en que nos pregun­taremos sobre este tema: «¿Por qué el Padre ocupa tan poco lugar en mi oración?, o tal vez: «No pienso nunca en el Es­píritu o en Cristo». Es señal de que estamos en el umbral de franquear una etapa, pero no entraremos en relación con las personas divinas únicamente por un esfuerzo de la inte­ligencia o de la voluntad, como si se tratase de tomar al mis­mo tiempo al Padre en el Hijo. Esto se nos dará por gracia el día en que el Padre nos haya atraído hacia Cristo. Y en­tonces no tendremos problemas.

«Hacía oración a las tres Personas»

Como testigo de esta experiencia, quisiéramos traer aquí a san Ignacio de Loyola, que vivió en la oración esta tensión entre la referencia a la Trinidad entera y a cada Per­sona en particular. En su Autobiografía, González de Cáma­ra refiere un hecho significativo: «El (Ignacio) tenía mucha devoción a la Santísima Trinidad; y así hacía cada día ora­ción a las tres Personas distintamente. Y orando también a la Santísima Trinidad, le venía un pensamiento, que cómo hacía cuatro oraciones a la Trinidad. Mas este pensamiento le daba poco trabajo, como cosa de poca importancia». (Cap. Ill, n° 28).

A primera vista esta reflexión puede hacernos sonreír, pues no se trata aquí de un problema aritmético, como el

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que nos planteábamos a la edad de siete u ocho años, cuan­do se nos hablaba de la Trinidad. Nos sentíamos a la vez fas­cinados e intrigados por el aspecto geométrico: tres perso­nas distintas que no son tres dioses. Aquí el problema es más vital, en el sentido en el que decimos que el oxígeno es vital, y que si falta oxígeno, se muere. Si la vida eterna está en conocer al Padre y a su enviado Jesucristo (Jn 17,3), la relación con estas Personas que es la oración, es verda­deramente el oxígeno de nuestra respiración trinitaria. Po­dría ser importante mirar de cerca cómo estamos en rela­ción de comunión con estas tres personas.

Antes de continuar nuestra búsqueda, quisiéramos ha­cer una advertencia preliminar y precisar el punto de vista bajo el cual vamos a considerar esta relación, pues hay va­rios ángulos de toma de vista. Vamos a asistir a la escuela de san Ignacio que fue un verdadero místico trinitario, pero estamos muy lejos de conocer la originalidad y la profundi­dad de su testimonio. El padre de Guibert ha demostrado que la mística ignaciana no habría de vincularse ni a la mís­tica especulativa, de la que san Juan de la Cruz sigue sien­do el tipo acabado, ni a la mística afectiva, a la manera de san Francisco de Asís, sino que ocupa su puesto en una «mística del servicio de Dios por amor» (Diario espiritual, pág. 35). No se trata de enfrentar diversos tipos de espiri­tualidad, sino de considerarlos en sí mismos para descubrir su complementariedad. No estamos en aquellos tiempos en que prevalecía la espiritualidad propia para combatir la del otro, pues en su fuente se juntan, todas. Quieren provocar una conversión, llevar al hombre a creer en Jesucristo y a entrar con él en su relación con el Padre y los hombres.

Sin embargo, los acentos difieren según las espirituali­dades. Así en la espiritualidad del Carmelo y en la de san Bernardo, se da el tema tradicional de las bodas espiritua­les entre Dios y el alma. No queremos descartar esta ma­nera de hablar de la unión con la Trinidad, descrita bajo tan­tas formas y presentada como tan íntima cuando se la con­sidera como un «matrimonio espiritual». La abordaremos en otro lugar bajo forma de oración, pues responde al de­seo más profundo de la persona humana que desea unirse totalmente al otro, pero permaneciendo ella misma.

En el Diario de Ignacio, Cristo nunca aparece como es­

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poso del alma. «Tampoco es problema de unión transfor­mante. fundando la vida del alma en la de Dios y haciendo desaparecer nuestra propia vida en la de Cristo que vive en nosotros» (J. de Guibert: Mystique ignatienne, 1938, pág. 120). El propósito de Ignacio es de otro orden y con todos los matices que sería necesario aportar a esta expresión, es un «hombre de acción», o mejor es «una mística del servi­cio de Dios por amor». Esto no quita nada al carácter mís­tico de Ignacio, que contempla la acción de la Santísima Tri­nidad en él y en el corazón del mundo, para incorporarla y secundarla.

Está en la misma línea de lo que hemos tratado de de­cir en los dos capítulos precedentes, cuando hemos habla­do del examen de conciencia. Se trata de contemplar la ac­ción de la Santísima Trinidad que trabaja en nosotros,y no cesa de atraernos hacia Cristo para convertirnos en su ser­vidor junto a los hombres, como él ha sido el servidor del Padre. En el tercer punto de la «Contemplación para alcan­zar amor», Ignacio, después de haber hablado de esta pre­sencia de la Trinidad en el corazón del hombre (Ej. 235), muestra cómo trabaja en mí y en la faz de la tierra. Se trata de reconocer esta acción de Dios y de reflexionar sobre sí mismo para convertirse en cooperador y colaborador de Dios.

«El tercero considerar cómo Dios trabaja y labora por mí en todas las cosas criadas sobre la haz de la tierra, id est, habet se ad modum laborantis. Así como en los cielos, ele­mentos, plantas, fructos, ganados, etc., dando ser, conser­vando, vejetando y sensando, etc. Después reflectir en mí mismo». (Ej. 236).

Descubrimos aquí lo que puede ser la mística de un hombre de acción. No se trata de decidir por sí mismo, sino de reconocer la acción de otro en mí, para colaborar con ella y no hacer nada sin ser movido por él. Ignacio es un mís­tico, en el sentido de que está «en perpetua receptividad de las mociones divinas, sin perder nada de su lucidez, de su dominio y de su fuerza de acción». Si el místico se caracte­riza por una cierta pasividad, la de Ignacio es de un género totalmente especial: «Parece que toda su pasividad consis-

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te en anonadarse en el acto de «respeto», para volver a en­contrar, más puras y más rectas, las fuerzas de su inteligen­cia y de su voluntad. La abnegación es entonces tan radical que ya no es él quien sirve a Dios, sino Dios quien se sirve de él». (Diario).

Encuentro admirable esta última frase, pues nos hace comprender la alianza de la pasividad, sin la cual no hay vida mística, con la actividad, sin la cual no hay servicio de Dios. Es todo el hombre, con sus facultades, el que es mo­vido por la acción de Dios y obra libremente. De este modo, se realiza en el hombre el juego armonioso entre la libertad y la gracia y de un solo golpe se eliminan el quietismo y el voluntarismo. ¿Quién no adivina cuánto silencio y escucha paciente en la oración exige esta actitud para reconocer lo que Dios quiere de nosotros?

Es esta manera de contemplar la Trinidad la que hará de Ignacio «un contemplativo en la acción», que él acostum­bra a explicar así: «Dios debe ser encontrado en todas las cosas». Todo lo que los místicos habían dicho audazmente sobre el «matrimonio espiritual», es decir, la unión transfor­mante del hombre y Dios, no está reservado únicamente a los contemplativos, sino que puede ser vivido bajo otra for­ma, a ras de la experiencia de cada día, en la vida activa, a condición de que el apóstol esté totalmente descentrado de sí mismo y busque en todo la voluntad de Dios. Impresio­na, al leer la vida de Ignacio ver, cómo vuelve en todo ins­tante a la oración, como si se moviese por el peso natural del corazón: ya hable, ya haga o reciba visitas, ya ande por la calle, está sin cesar en oración, de la misma manera y con la misma profundidad que durante sus largas horas de oración de la mañana o de la tarde.

Sentía y contemplaba la presencia de la Santísima Trinidad

Uno de los primeros discípulos de Ignacio, Nadal, nos dice que el santo había recibido este género de contempla­ción trinitaria, «a menudo en otro tiempo, pero en sus últi­mos años casi exclusivamente. Esta manera de orar la co­noció por un gran privilegio, en un grado muy elevado. Ade­más, este privilegio, lo tuvo en todas las cosas, acciones.

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conversaciones, de manera que contemplaba y sentía la pre­sencia de Dios y sentía las cosas espirituales, habiendo lle­gado a ser un contemplativo en la acción». (Monumenta, IV, pág. 651).

Esta contemplación es esencialmente trinitaria, con esta particularidad, que Ignacio entra con toda su plenitud de hombre en toda la plenitud de Dios (Ef 3,19). «Sabemos, si­gue diciendo Nadal, que el padre Ignacio había recibido de Dios una gracia especial para ejercitarse libremente y des­cansar en la contemplación de la Santísima Trinidad. Ya fue­se la contemplación de la Trinidad entera que le guiaba, le llevaba, unificaba su corazón en un gran sentimiento de de­voción y de gusto espiritual, ya fuese la contemplación del Padre, ya del Hijo, ya del Espíritu Santo».

En el Diario espiritual es donde se percibe mejor el mo­vimiento trinitario de la oración de Ignacio; pero no se trata nunca de una contemplación sin relación con los problemas que le preocupan. Aun cuando experimenta una gran ale­gría, una «devoción ardiente» o «una alegría interior del alma» y lágrimas, siempre es para pedir luz sobre el género de pobreza que se adoptará en las iglesias de la Compañía para lo que él ora a la Santísima Trinidad. Sabe que «toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, descien­de del Padre de las luces» (St 1,17). En la «Contemplación para alcanzar amor», que es esencialmente trinitaria, insis­tirá en este misterio de Dios, contemplando como el sol o la fuente de la que mana todas las gracias. «El cuarto mirar cómo todos los bienes y donde descienden de arriba, así como la mi medida potencia de la summa y infinita de arri­ba, y así justicia, bondad, piedad, misericordia, etc..., así como del sol descienden los rayos, de la fuente las aguas, etc. Después acabar reflictiendo en mí mismo según está di­cho». (Ej. 237).

Ignacio ora con ardor para pedir esta gracia. Habitual­mente no recibe respuesta directa, pero reconoce que Dios responde a su súplica, dándole grandes luces sobre el mis­terio de la Santísima Trinidad. Al examinar estas luces y es­tas mociones, juzga la acción de Dios en su vida. Habla pues de la unión con la Santísima Trinidad de una manera indi­recta: «Sintiendo inteligencias espirituales, a tanto que me parecía así entender que casi no había más que saber en

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esta materia de Santísima Trinidad». (Diario espiritual n° 20, jueves 21 febrero).

Tenemos aquí un índice muy importante para iluminar los problemas que se nos presentan. Habitualmente trata­mos de resolverlos por medio de la reflexión, pensando los pros y los contras y tomando una decisión conforme al sen­tido común. Ignacio nos indica otra vía distinta, nos acon­seja entrar en las elecciones después de la contemplación del bautismo de Nuestro Señor, en la experiencia de los ejercicios. Por una razón muy sencilla, porque entonces ora­remos en un movimiento trinitario: «He aquí mi Hijo muy amado, en el que he puesto todas mis complacencias. Escu­chadle».

Como todos nosotros, Ignacio se sentía perplejo ante la manera de entrar en relación con las tres Personas divinas; se preguntaba sin cesar «por dónde comenzar» pues expe­rimentaba una especie de multiplicidad en el objeto de su oración. Si empieza por el Hijo, «deja» al Padre, si ora a Cris­to no encuentra lo que busca, puesto que su deseo le lleva hacia la Trinidad entera: «Queriendo hallar devoción en la Trinidad en las oraciones del Padre, ni quería ni me adap­taba a buscar ni hallar, no me pareciendo ser consolación o visitación en la Trinidad»... «Conocía sentía o veía... que en hablar al Padre, en ver que era una Persona de la Santí­sima Trinidad, me afectaba en amar toda ella, cuanto más que las otras personas eran esencialmente en ella» (Diario, n° 20).

Necesitará mucho tiempo y muchas súplicas para com­prender por experiencia, que en cada una de las Personas llega a la Trinidad entera. Se «volverá» sin cesar de la esen­cia a las personas, pero el Padre ocupará en sus visiones un lugar excepcional. Reconoce en él al principio fundamen­tal, la fuente y la raíz de las otras personas. Es él quien en­gendra, de quien todo procede y hacia quien todo se orien­ta; por eso Ignacio ve siempre a las otras Personas como habitando en el Padre. Cuando abordemos la oración trini­taria, tal vez veamos en la súplica al Padre la fuente de las relaciones con las otras Personas.

El Espíritu suscitaba en él lo que Taulero llama un «con- tuitus», es decir, una mirada que engloba la relación del Pa­dre al Hijo y viceversa. En este tema, Ignacio no acierta a ex­

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presarse, pues toca los límites de lo inefable; y se aplicará las mismas palabras en que san Pablo cuenta cómo fue «arrebatado» hasta el paraíso y escuchó cosas inefables que el hombre no puede pronunciar. «Si en el cuerpo o fuera del cuerpo, Dios lo sabe». (2 Cor 12, 2-4). Sólo el Señor lo sabe. Pero dejemos la palabra a Ignacio.

Mas, en esta misa conocía, sentía o vía, Dominus scit, que en hablar al Padre, en ver que era una Persona de la San­tísima Trinidad, me afectaba a amar toda ella, cuánto más que las otras personas eran en ella esencialmente; otro tan­to sentía en la oración al Hijo; otro tanto en la del Espíritu Santo, gozándome de cualquiera en sentir consolaciones, atribuyendo y alegrándome en ser de todas tres. En soltar este nudo o cosa simile me parecía tanto, que conmigo no acababa de decir, hablando de mí: ¿Quién eres tú? de dón­de, etc. ¿Qué merecías o de dónde esto? etc. (Diario n°20, jue­ves 21 febrero).

Hasta aquí Ignacio busca a tientas en un sentido o en otro y no tiene conciencia de alcanzar a las tres Personas orando al Padre. Hay que notar que es durante la celebra­ción eucarística cuando siente interiormente la revelación de-que orar a una de las personas es alcanzar toda la Trini­dad. El objeto de esta gracia recibida es pues el misterio mismo de la circumíncesión de las Personas en el seno de la Trinidad. Para Ignacio, había un nudo que desatar, que afectaba además a la confirmación de lo que él esperaba. A partir del momento en que entra experimentalmente en las relaciones intratrinitarias, comprende a nivel de sus po­tencias naturales lo que Dios espera de él.

Dos días más tarde, Ignacio recibirá de una manera muy explícita la confirmación de lo que esperaba por la persona misma de Jesús, de tal manera que no puede ya dudar de que la relación con Jesús le liga también a la Santísima Tri­nidad: «Pareciéndome en alguna manera ser de la Santísi­ma Trinidad el mostrarse o sentirse de Jesús, veniendo en memoria cuando el Padre me puso con el Hijo». (Diario n.° 23,23 febrero). Recuerda así la visión de noviembre de 1537, en La Storta, cerca de Roma, en la que se le aparecieron el Padre y el Hijo: Jesús llevando su cruz había tomado a Ig­nacio por compañero, por iniciativa del Padre.

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«Orando y suplicando a Jesús»

«Venéndome en mente y suplicando a Jesús me alcan­zase perdón de la Santísima Trinidad, una devoción creci­da, con lágrimas y sollozos, y esperanza de alcanzar la gra­cia» (Diario n° 23,24 febrero). En varias ocasiones, Ignacio experimentará la «amargura de las cosas pasadas» y la ne­cesidad de «reconciliación», porque se siente culpable por el mal espíritu de un movimiento de «indignación» contra la Santísima Trinidad (Diario n° 19,20 febrero), por no haber recibido la respuesta esperada. Se percibe muy bien que Ig­nacio debe purificar continuamente su petición, para no im­poner a Dios sus puntos de vista, sobre todo si parecen jus­tos. La respuesta debe siempre ser recibida y acogida, so­bre todo si Dios se calla. La última palabra de nuestra rela­ción con Dios es la adoración de su santa voluntad y la «re­verencia» de su misterio.

«Me hallaba sin hallar aquella contradicción pasada en mí cerca la Santísima Trinidad». De este modo reconoce ex­plícitamente que importa menos el ser confirmado según su espera, que conformarse con la voluntad de la Santísi­ma Trinidad, por la vía que le parezca mejor: «Dejarme go­bernar por la divina majestad de quien es el dar y retirar sus gracias según y cuando más conviene». (Diario n° 25,26 febrero).

Ignacio comprende sobre todo, que al escudriñar con su inteligencia el misterio de la Santísima Trinidad para des­cubrir las «operaciones de las Personas divinas y su proce­sión», depende de Dios el hacerle entrar en este misterio. El hombre busca con todos los medios a su alcance, pero sólo el Espíritu Santo puede hacerle encontrar lo que él bus­ca. Ignacio se ve obligado a afirmar que si pasase toda la vida estudiando este misterio de la Trinidad, no recibiría tan­tas luces como en la oración:

Con muy muchas inteligencias de la Santísima Trinidad ilustrándose el entendimiento con ellas, a tanto me aparecía que con buen estudiar no supiera tanto, y después mirando más en ello, en el sentir o ver entendiendo me parecía que aunque toda mi vida estudiara. (Diario n° 18, 19 febrero).

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Es, pues, de la oración de donde Ignacio espera una res­puesta a todos sus problemas. Como todos nosotros, cuan­do encuentra problemas reales, intenta buscar una solución reflexionando. Pero comprende que hay un peligro de hui­da a lo imaginario. Mientras que la oración, que es un en­cuentro con la Santísima Trinidad, es siempre una vuelta a la realidad. Al leer el Diario espiritual, queda uno impresio­nado por el soplo de oración intensa que anima todas sus páginas. Todas las citas en que trata de la oración, no con­seguirían hacer caer en la cuenta del clima de súplica que impregna su vida; es en verdad «una vida interior a su pro­pia vida». La oración acompaña y purifica su sensibilidad, ilumina su reflexión, sostiene su voluntad y la mantiene abierta a las inspiraciones del Espíritu. Las palabras «supli­car» y «orar», aparecen continuamente: «Venía a demandar y suplicar a Jesús para conformarme con la voluntad de la Santísima Trinidad por la vía que mejor le pareciese». (Dia­rio n° 25). «Venéindome en mente y suplicando a Jesús me alcanzase perdón de la Santísima Trinidad». (Diario n° 23). Piensa uno aquí en el relato de san Marcos de la agonía (14, 32-42) donde, en el espacio de diez versículos, el autor in­siste por tres veces en la oración de Jesús al Padre, seña­lando así en una breve nota, que la oración de Jesús se pro­longó toda la noche de la agonía.

Con respecto a Ignacio hay que descartar el mito de la oración fácil. Anota en algunos momentos el disgusto que experimenta en orar, su impotencia para fijarse u orientar­se, sus inquietudes de cara a los movimientos que siente y que le llevan por «caminos desconocidos». Su oración se hace a veces pesada por la fatiga física, o contrariada por el «tentador». Siente deseos de dejarlo todo y alquilar una habitación en la ciudad para tener tranquilidad. Pero una y otra vez, vuelve a la oración y experimenta lo fundado de la perseverancia. Señalemos de paso, que, para perseverar en esta súplica, continuamente llama a los mediadores para que intercedan con él y por él.

De ahí a un rato, pensando por dónde comenzarla y acordándome de todos los santos, encomendándome para que rogasen a nuestra Señora y a su Hijo porque ellos me fuesen intercesores con la Santísima Trinidad, con mucha

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devoción y intensión me cubrí de lágrimas, y así me fui para confirmar las oblaciones pasadas, interloquenando muchas cosas, rogando y poniendo por intercesores a los ángeles, santos padres, apóstoles, y discípulos y a todos los santos, etc., para nuestra Señora y su Hijo, y a ellos de nuevo ro­gando y suplicando con largos razonamientos, para que su­biesen adelante del trono de la Santísima Trinidad mi con­firmación ultimada y dar gracias a la Santísima Trinidad. (Diario n” 17,18 febrero).

Cuanto más se avanza en su Diario espiritual, más se adivina que Ignacio siente verdadera pasión por el misterio de la Trinidad. Utiliza expresiones que van creciendo, y de hecho no llega nunca a expresarse bien. Así «toma cierta confianza y amor en la Santísima Trinidad» (Diario n° 30). Dos días después, el 4 de marzo, nota por tres veces en el espacio de una sola hoja: «Nueva devoción y lágrimas, siempre terminándose en la Santísima Trinidad» (n° 32), «amor intensísimo todo el amor de la Santísima Trinidad» (32), y finalmente «con intenso amor de ella». Después, las palabras son demasiado estrechas para contener la verdad del agua viva y se correría el peligro de inflar el vocabulario pensando que así se pudiera traducir la realidad.

Lo que sí se puede decir para terminar, es que la ora­ción de Ignacio es una perpetua «recreación». Sentimientos que nosotros creeríamos adquiridos hace tiempo, son para él novedad y hallazgo. Así habla de «respeto a la Trinidad» como de una gracia sin precedentes, porque en ella expe­rimenta una profundidad de interioridad desconocida hasta entonces. Recibe una visita que le parece «insigne y exce­lente entre todas las visitas» porque siente en ella un amor nuevo.

De un extremo al otro del Diario, la oración de Ignacio está siempre en movimiento: es un descubrimiento mara­villado de Dios Trinidad. Es siempre una nueva partida y se abre sobre riquezas que el alma no termina nunca de ex- plorar.Cuando los santos descubren para nosotros una es- quinita del velo de su oración, se adivina un poco lo que debe ser la oración entre el Padre y el Hijo. Eternamente se dicen: «Mi Padre» y «mi Hijo», sin fatigarse jamás, porque su amor y su vida son tan intensas, que no tienen necesi­

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dad de moverse para que sean eternamente cautivadores.Sólo el amor humano puede ayudarnos a sospechar

este misterio: si los hombres no llegasen a saborear el amor, no llegarían nunca a comprender que los enamora­dos no se aburren nunca. Sin embargo permanecen horas mirándose y repitiendo: «Te amo y me amas... ¿Qué quie­res que haga por ti?» Dan testimonio de que a sus ojos los que se aburren son los demás. La Trinidad y el cielo nos pa­recen insípidos siendo así que los insulsos somos nosotros.

Dios no se aburre nunca, aunque el Padre y el Hijo se repiten eternamente lo mismo: «Yo te he engendrado hoy... Abba, Padre». Lo malo es que nosotros no tenemos la me­nor idea de esta intensidad. En un próximo capítulo, trata­remos de acercarnos desde muy lejos, bajo forma de ora­ción, al misterio del «tú» y del «yo» en Dios.

La conferencia del padre Arrupe, superior general de la Compañía de Jesús, leída en Roma en la sesión de clausura del curso ignaciano de espiritualidad, el 8 de febrero de 1980 titulada «La inspiración trinitaria del carisma ignaciano», es­tudia las tres grandes etapas de la vida de san Ignacip (el Cardoner, La Storta y el Diario) y muestra cómo toda su es­piritualidad y la de la Compañía se articulan alrededor del \ misterio de la Santísima Trinidad.

El padre Arrupe hace una reflexión que me parece que desborda el marco de la Compañía y que vale también para la vida religiosa y para la Iglesia. «Me pregunto si la des­proporción entre los generosos esfuerzos realizados en la Compañía en los últimos años y la lentitud con la que pro­gresan la renovación interior y la adaptación apostólica en ciertos terrenos, a las necesidades de nuestra época —tema que me ha preocupado a menudo— (Alocución a la LXVI Congr. de Proc., 1978 AR XVII 423 y 519) no es debida a que el compromiso en nuevas e intensas experiencias haya sido mayor que el esfuerzo teológico y espiritual para descubrir y reproducir en nosotros la dinámica y el contenido del iti­nerario interior de nuestro fundador, que lleva directamen­te a la Santísima Trinidad y desciende de ella para el servi­cio concreto de la Iglesia y «la ayuda a las almas».

Introduce finalmente una Invocación a la Trinidad com­puesta por él mismo y que traduce en oración los grandes ejes de la Conferencia. Entrará en esos textos clásicos que

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alimentan la oración como el ofrecimiento de santa Teresa de Lisieux y la oración de sor Isabel de la Trinidad. La re­producimos aquí entera.

Invocación a la Trinidad

Trinidad Santísima, misterio fontal, origen de todo. ¿Quién te ha visto para poder describirte? ¿Quién puede en­grandecerte tal como eres? (Ecl 63,41). Te siento tan subli­me, tan lejos de mí, misterio tan profundo, que me hace ex­clamar del fondo de mi corazón: ¡Santo, Santo, Santo! Cuan­to más siento tu grandeza inaccesible (1 Tim 6,16), siento más mi pequenez y mi nada (Sal 38,6), pero al ahondar más y más en el abismo de esa nada, te encuentro en el fondo mis­mo de mi ser: intimior intimo meo (Confesiones), amándo­me, creándome para que no me reduzca a la nada, trabajan­do por mí, para mí, me atrevo a elevar mi plegaria, a pedir tu sabiduría, aun sabiendo que el vértice del conocimiento de ti por parte del hombre es saber que no sabe nada de ti (De Potent., q.7, a.5-14). Pero sé también que esa oscuridad está llena de la luz del misterio que ignoro. Dame esa sabi­duría misteriosa,escondida, destinada desde antes de los si­glos para gloria nuestra (1 Cor 2,3).

Como hijo de Ignacio y teniendo que cumplir con la mis­ma vocación para la que tú me elegiste, te pido algo de aque­lla luz «insólita», «extraordinaria», «eximia», de la intimidad trinitaria, para poder comprender el carisma de ly ¡acio, para poder aceptarlo y vivirlo como se debe en este m . mento his­tórico de la Compañía.

Dame, Señor, que yo comience a ver con otros ojos to­das las cosas, a discernir y probar los espíritus que me per­mitan leer los signos de los tiempos, a gustar de tus cosas y saber comunicarlas a los demás. Dame aquella claridad de entendimiento que diste a Ignacio. (Laínez: Carta a Polanco, n“ 10, FN I p. 80).

Deseo, Señor que comiences a hacer conmigo de maes­tro como con un niño (Aut. n° 7), pues estoy dispuesto a se­guir aunque sea a un perrillo, para que me indique el camino. (Aut. n" 23).

Que sea para mí tu iluminación como fue la zarza ar­diente para Moisés o la luz de Damasco para Pablo, o el Car- doner y La Storta para Ignacio. Es decir el llamamiento a em­prender un camino que será oscuro, pero que se irá abrien­

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do ante nosotros, como le sucedió a Ignacio, según lo iba recorriendo1.

Concédeme esa luz trinitaria que hizo comprender a Ig­nacio tan profundamente tus misterios que llegó a poder es­cribir: «No había más que saber en esta materia de la San­tísima Trinidad» (Diario, 20 de febrero 1544. BAC, n° 62). Por eso quiero sentir como él que todo termina en ti (Diario, 3 de marzo 1544. BAC, n° 101).

Te pido también que me enseñes a comprender ahora lo que significa para mí y la Compañía lo que manifestaste a Ignacio. Haz que vayamos descubriendo los tesoros de tu misterio, que nos ayudará para avanzar sin errar por el ca­mino de la Compañía, de esa via nostra ad Te (Form. Inst. Jul III, n° 1). Convéncenos de que la fuente de nuestra voca­ción está en ti y que conseguiremos mucho más tratando de penetrar tus misterios en la contemplación y de vivir la vida divina «abundantius», que procurando sólo medios y activi­dades humanas. Sabemos que nuestra oración nos conduce a la acción y que ninguno es ayudado por ti en la Compañía para él solo». (Nadal: 3a exhort).

Como Ignacio, hinco mis rodillas para darte gracias por esa vocación trinitaria tan sublime de la Compañía, como también san Pablo doblaba sus rodillas ante el Padre, supli­cándote que concedas a toda la Compañía que arraigada y cimentada en el amor pueda comprender con todos los san­tos cuál es la anchura, la longitud, la altura y profundidad... y me vaya llenando hasta la total plenitud de ti, Trinidad San­tísima (Cfr. Ef 3, 14-29). Dame tu Espíritu «que todo lo son­dea hasta las profundidades de Dios» (1 Cor 2,10).

Para conseguir esa plenitud sigo el consejo de Nadal: «Pongo la preferencia de mi oración en la contemplación de la Trinidad, en el amor y unión de caridad que abraza tam­bién a los prójimos por los ministerios de nuestra vocación. (Form. Inst. Jul III, n° 1).

Termino con la oración de Ignacio: «Padre eterno, con­fírmame; Hijo eterno, confírmame; Espíritu Santo, confírma­me. Santa Trinidad, confírmame; un sólo Dios mío confír­mame». (Diario 18 de febrero 1544. BAC, n.° 48).

1 Ignacio seguía al Espíritu, no le precedía. V de esta manera era con­ducido con dulzura no sabía a donde. No pensaba entonces fundar la Or­den. Y sin embargo poco a poco el camino se abría ante él y él lo seguía, sabiamente ignorante, entregado su corazón a Cristo (Nadal: Diálogos, 17. FN II 252).

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9Haznos ver el rostro del Padre,

y revélanos el del Hijo.Y tú. Espíritu común que los unes,

ven a nuestros corazones, para que creamos siempre en ti.

Cuando san Benito Labre hablaba del misterio de la San­tísima Trinidad, su rostro se hacía tan luminoso como el sol o lloraba a lágrima viva. Un día un teólogo le hizo este re­proche: «Tú hablas siempre de la Santísima Trinidad, ¿pero qué sabes de ella?» Y Benito le respondió: «No sé nada... pero, mira me siento arrebatado». Y al decir esto hacía un gesto con la mano que decía mucho más que todas sus pa­labras. ¡Cuánto me gusta esta respuesta de Benito Labre! Si viviese todavía, os invitaría a ir a verle y a preguntarle qué es la Santísima Trinidad para él. Si buscáis en torno a vosotros o en algún monasterio, encontraréis personas arre­batadas por la Trinidad, para quienes lo es absolutamente todo. A estos hay que interrogar antes que a los teólogos que podrían «describiros» la Trinidad, con precisiones téc­nicas, pero no podrán enseñárosla (a menos que también sean «santos»), mientras que personas como Benito Labre podrían enseñaros lo que sucede cuando la Santísima Tri­nidad se convierte en todo para un hombre.

A medida que el fuego de la zarza ardiendo se apodera del corazón de un hombre, éste se siente fascinado por la Trinidad, pero este misterio se hace cada vez más oscuro, pues se ve cegado por un exceso de luz. La Rochefoucauld decía: «Hay dos cosas que no se pueden mirar de frente: el sol y la muerte». No se puede ver a Dios que es el sol de

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justicia sin morir. Cuando uno mira desde muy cerca el sol de la Trinidad, sin vidrios protectores, los ojos se oscure­cen y no se ve ya el sol. Mientras Dios se mantiene a dis­tancia, se le puede contemplar, pero cuando se acerca de­masiado para abrazarnos, entonces se da una inmovilidad total. Se desea un poco de distancia. Cuando se entra en el seno materno, ya no se ve la madre, ni su rostro. Cuando se entra en el seno del Padre, no se ve ya su rostro, pero se ve uno cada vez más fascinado y atraído por él. Tal atrac­ción no se explica, ni siquiera cuando al comienzo de la vo­cación el hombre recibe luces profundas sobre este miste­rio; a medida que se va avanzando, se entra en la tiniebla divina.

El secreto de Dios

Pasamos la vida escrutando este misterio para no com­prenderlo y hacernos más ciegos: desembocamos entonces en una bienaventuranza que es experimentar la incompren­sibilidad de Dios y entonces se cierra la boca en el polvo como Job. (42, 1-6). En el fondo de esta tiniebla, hay como una pequeña luz que brilla, está oculta y hay que localizarla bien: es la estrella del secreto de Dios. Cuando veo brillar una estrella en el cielo azul de la noche, me siento más fas­cinado por la oscuridad impenetrable del azul que por la luz de la estrella.

Para acercarse al misterio de la Santísima Trinidad, hay que ponerse de rodillas ante el cielo oscuro y fijar sin can­sarse la estrella del secreto de Dios. El secreto planea sobre el evangelio y la razón última de la venida de Jesús a la tierra para hacernos participar de ese secreto que era suyo desde toda la eternidad. No basta «decir» este secreto con palabras e ¡deas; es una perla preciosa que hay que descu­brir y que nos llena de alegría (Mt 24, 44-46). Si no estamos convencidos de que es «un secreto oculto a los sabios e in­teligentes y que se lo has revelado a los pequeños» (Mt 11,25), no tendremos nunca humildad para ponernos de ro­dillas y suplicar a Jesús que levante una esquinita del velo que nos lo oculta. Jesús es muy claro en este tema: «Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien

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nadie sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo quiere reve­lar». (Mt 11,27).

Jesús es el único que nos puede desvelar al Padre, como el Padre es el único que nos puede atraer hacia Je­sús: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha envia­do no lo atrae». (Jn 6,44). En ciertas ocasiones, se tiene la impresión de que el Padre y el Hijo nos envían el uno al otro para hacernos descubrir la puerta estrecha del «secreto», hasta el día en que uno comprende que estar unido a una de las personas, es estar unido a la Trinidad entera. Pero na­die entra en comunicación con el secreto, sin haber sido ex­presamente invitado a ello.

En el plano de las comparaciones humanas, ¿qué pue­de significar este secreto? Cada uno de nosotros tiene una vida interior, íntima, que se puede calificar de secreta: «Mi corazón tiene su secreto, mi alma tiene su misterio», dice el poeta. Lo que caracteriza este secreto, es que nadie puede penetrar en él si nosotros no queremos. Se nos puede obli­gar a decir cosas materiales, pero nadie puede obligarnos a comunicar el fondo de nuestro corazón si nuestra liber­tad lo rehúsa. Podemos estudiar el carácter de una persona desde tan cerca como sea posible, con todos los criterios de la psicología, pero si no quiere decir lo que tiene en el corazón, no lo sabremos jamás. Esto no depende de nues­tra insuficiencia intelectual o de una falta de comprensión, sino de la libertad del otro. Esta nota es importante para comprender la revelación: pues lo mismo sucede con Dios.

Por grande que sea nuestra penetración intelectual para meditar su misterio, si Dios no nos abre la puerta, perma­neceremos fuera. Con ascésis y contemplación natural, no conseguiremos nunca penetrar en el secreto de Dios, pues es una persona libre y sólo él puede abrirnos su misterio. A partir de la creación (Sb 13, 1-9) podemos tener cierto co­nocimiento natural de Dios: «Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras».(Rm 1,20). Este mundo debe tener un creador y las perfecciones de la creación son las perfeccio­nes del creador. La teodicea nos hace remontar el camino de la analogía y descubrir los atributos divinos a partir de los atributos de la creación: belleza, bondad, justicia, senci­llez, etc. Tal conocimiento puede ir muy lejos y exige una

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singular purificación de la inteligencia y de los sentidos.Pero este conocimiento nos descubre a Dios por el lado

en el que se parece a algo. Al decir Dios creador o salvador, no designamos a Dios en sí mismo, sino su rostro vuelto ha­cia el mundo; es decir lo que hay «alrededor de Dios». Así cuando digo: «Dios es bueno» lo enfoco por el lado en que se parece a alguna cosa, en la medida en que el hombre es bueno a imagen de Dios, pero hay una cara de Dios que se me escapa del todo. Hay pues una cara invisible de Dios por la que no se parece a nada. En una comparación un tanto aproximativa, le compararíamos a la luna, una de cuyas ca­ras sólo es visible para los astronautas.

Sobre esta cara misteriosa e invisible recala el secreto de Dios. La contemplación de esta cara fascina al hombre, mucho más que la cara visible. El deseo del hombre, sea ju­dío, griego, musulmán o hindú, es ver este rostro que no se parece a nada y compartir la comunión con su mirada. En una palabra, deseamos comer cara a cara con el Creador: este banquete es la señal de nuestra comunión con él. La Biblia ha dado un nombre a este rostro, hablando de su San­tidad. Así, cada vez que celebramos la Eucaristía, el festín mesiánico del Reino, proclamamos la santidad de Dios, evo­cada por Isaías: «Santo, santo, santo es el Señor Dios del universo, llena está toda la tierra de su gloria». (Is 6,3).

Proclamar que Dios es santo, es afirmar que está sepa­rado del mundo, que entre él y el mundo hay un acantilado y un abismo, según aseguran los que han acariciado la san­tidad de Dios. Por eso, esa santidad de Dios está en la raíz de su secreto y no hay que confundirla con las otras religio­nes. En la fuente de la fe cristiana, está la venida del Verbo cuyo rostro estaba vuelto hacia la cara invisible de Dios (Jn 1, 1-2), pues «a Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado». (Jn 1,18). Desgraciadamente los suyos no le recibieron (Jn 1,11). Un día, el Hijo de Dios vino a invitarnos a cenar con el Crea­dor: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo». (Ap 3,20). Hace mucho tiempo que Dios lan­zó esta invitación al banquete trinitario, puesto que ya le dijo a Adán la primera vez que le habló: «¿Dónde estás?» (Gn 3,9). Pero el hombre es duro de oído, y por eso, ago-

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tados todos los medios para hacer escuchar esta invitación inefable, envía como último recurso a su Hijo único. Y sa­bemos lo que hemos hecho (Cfr. parábola de los viñadores homicidas. Me 12, 1-12). Volveremos sobre esta noción de levantar el velo en el corazón de la Trinidad, pero para ello hay que mirar lo que Jesús dice en el evangelio.

Para terminar este párrafo, digamos que el hombre está invitado a compartir este secreto de Dios, la fuente de la gra­cia. Dios le ofrece todo lo que puede imaginar pero que no se parece a nada. La gracia no es solamente una elevación de la criatura, sino el don del mismo Dios en su secreto. Cuando Jesús habla de este secreto, dice orando: «Sí, Pa­dre, pues tal ha sido tu beneplácito». (Mt 11,26). El hombre no tiene ningún derecho a exigir la revelación de este se­creto que depende únicamente del beneplácito del Padre, lo mismo que no puede tampoco adueñarse de él echándole mano. No le queda más que la invocación y la oración: «Concédeme la gracia de ver tu rostro». «El conocimiento del otro es invocación», dice Gabriel Marcel. Nadie puede obligar a otro a que le abra su corazón y menos aún a que le dé su amistad, solamente queda ponerse de rodillas y su­plicar que tenga piedad del objeto de nuestra ternura. ¿Quién de nosotros no ha conocido el sufrimiento del amor que no es amado? Por eso es preciso entrar en la afectivi­dad de Dios por el lado de la afectividad humana que nos­otros experimentamos.

Hay que suplicar pues al Espíritu Santo con el corazón para que nos desvele el rostro del Padre y del Hijo, él que es el beso de amor entre estas dos personas. Se trata de en­trar en un mundo que nos supera cien codos. A través del corazón humano de Cristo descubrimos el amor trinitario. Todos, estamos invitados a este banquete en los salones de la casa de Dios y vendemos todo para adquirir esa perla preciosa.

«Todo lo que he oído a mi Padre» (Jn 15,15)

En el evangelio hay un punto sumamente claro que no se puede atribuir al azar, que no se presenta de vez en cuan­do, sino en todo momento; Cristo dice a menudo: «El Pa-

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dre y yo». Y añade: «Y el que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo porque yo hago siempre lo que le agrada a él» (Jn 5,19). No pretende tan sólo que el Padre está con él, que obra por él, va mucho más lejos al afirmar que es igual al Padre (Jn 8,58), lo que provoca la cólera y el escándalo de los judíos. Un día llegará a decir que él está en el Padre y el Padre en él: «Aquél día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,20). «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno con nosotros» (Jn 17,21).

Estos textos son tan fuertes que es admirable que se les dulcifique pero si se rechazan, borrando esta filiación divi­na, hay que suprimir de un plumazo todo el evangelio, pues Jesús no ha venido solamente para enseñarnos a vivir en­tre los hombres como hermanos, sino a revelarnos que te­níamos un Padre atento a las menores necesidades de sus hijos y lleno de ternura para con ellos. Con esto, Jesús dice sencillamente lo que ha visto pues contempla sin cesar el rostro de su Padre que está en los cielos. Es el secreto mis­mo de Dios, del que hemos hablado más arriba.

En el interior de Dios, en esta zona que no se parece a nada, hay algo de lo que tenemos una idea sumamente dé­bil y pálida y que sucede cuando dos seres se dicen: «Tú y yo». Si queremos decir las cosas de otra manera, se puede afirmar que en Dios, hay rostros: dos seres se miran, se es­cuchan, se hablan y se aman, no con multiplicidad de pala­bras, sino en la unicidad y en la intensidad de una sola mi­rada. Podemos entonces sospechar lo que es el común es­píritu que les une y en el que nosotros creemos. Imagine­mos dos seres que han conseguido una transparencia recí­proca, se han vuelto el uno hacia el otro y se miran; en cier­tos momentos fugitivos, pasa entre ellos como un relámpa­go, una especie de arco eléctrico. En Dios, este relámpago es eterno, pero tiene la consistencia de un rostro: una ter­cera persona que no es ni el Padre ni el Hijo. Existen pues el Padre y el Hijo, y existe también su amor, el relámpago que surge del encuentro de sus miradas, que es eterno; lo más precario e inapresable en la vida humana se convierte en la tercera persona de la Santísima Trinidad.

Es tanto más impresionante cuanto que en la vida no

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hay nada más importante que este encuentro de rostros y la comunión de las miradas; basta ver la alegría y la felici­dad que se despierta en el rostro de los que pueden decir­se: «Tú y yo». El hombre está hecho para la ternura y la co­munión de miradas. Es la fuente de las alegrías más pro­fundas y de las guerras más horribles. Sorprende pensar que para hacernos sospechar esta comunión íntima de Je­sús con su Padre, podemos acudir a las experiencias más sencillas y cotidianas de nuestra vida: la amistad, la pater­nidad o el amor conyugal. Todo esto para decir que el tú y el yo es el gran asunto de la vida, pero al mismo tiempo el encuentro más difícil de realizar pues es preciso, deseando la unión más total, promover al mismo tiempo el respeto más absoluto del otro.

¿Quién hubiera podido sospechar que en el interior de Dios, existía ese diálogo de amistad entre dos rostros? Si Cristo no nos lo hubiera dicho en el evangelio nadie lo hu­biera hecho. No es la Iglesia la que ha inventado esto y mu­cho menos los Padres o los teólogos. No podemos com­prender este misterio trinitario, pero admitida esta impoten­cia, es fascinante pensar que en Dios el Padre mira al Hijo diciendo con amor: «Tú eres mi Hijo muy amado y yo te he engendrado hoy». (Sal 2,7), y el Hijo, mirando al Padre, dice: «Abba, Padre». Tendríamos que considerar las frases en las que Jesús dice a su Padre que su único deseo es hacer su voluntad. Todas estas frases se resumen en la oración de la agonía: «¡Abba! (Padre) todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero sino lo que quie­ras tú». (Me 14,36).

Conviene detenerse un poco en la manera en que Je­sús revela este misterio en el evangelio. En esta perspecti­va, hay que aprender a distinguir las diferentes capas del texto. En el sermón del monte, Jesús nos enseña las pro­fundidades de la ley de amor que no ha venido a abolir sino a dar cumplimiento (Mt 5,17). Esta ley de amor dada por Dios en el Deuteronomio (6,5) no afecta tan sólo a los actos externos, sino a la intención profunda del corazón, pues el Padre ve en lo secreto y «sabe lo que necesitáis antes de pe­dírselo» (Mt 6,8). Ante estas exigencias, el hombre descu­bre su radical incapacidad para cumplir la ley. Hay que tra­tar de practicar la moral para descubrir que es imposible,

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pues el hombre está encerrado en la desobediencia (Rm 3 y 7,19) . Entonces puede escuchar la palabra de Jesús que yo modifico un poco: «Venid a mí todos los que estáis can­sados —de tratar de cumplir la ley sin conseguirlo— y os daré descanso». (Mt 11,28).

Por tanto, Cristo puede revelar de verdad la salvación que aporta a los hombres. Es la segunda capa de la que ha­bla en las parábolas del Reino, con alusiones tímidas, dis­cretas y misteriosas. Habla del fuego que ha venido a traer a la tierra, del agua viva, de la simiente, de la levadura y de la perla preciosa por la que se pierde todo. Cristo no preci­sa sobre lo que recae el secreto y por eso habla en parábo­las, de una manera oculta y velada. Sabe que muchos hom­bres no comprenderán ese don inaudito de la vida trinitaria y hace el milagro de la multiplicación de los panes. Lo que le interesa a Jesús, no es tanto dar a comer como dar el pan de la vida que es su carne; entonces levanta un poco el velo de su misterio. Da su carne para que los hombres puedan entrar en relación con el Padre: «Como yo vivo por el Pa­dre, el que me coma vivirá por mí». (Jn 6,57). A primera vis­ta, parece que el secreto de este misterio no interesa a na­die, a menos de una gracia de atracción: «Nadie viene a mí, si el Padre no le atrae». (Jn 6,44). Pero en el fondo, este se­creto es la única perla preciosa que nos atrae si no disimu­lamos esta hambre con el deseo de bienes adulterados.

En la tercera capa, Jesús habla claro a sus discípulos y no ya en lenguaje cifrado (son los capítulos 13 a 17 de san Juan): «Os he dicho todo esto en parábolas. Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que con toda claridad os hablaré acerca del Padre». (Jn 16,25). Des­de el comienzo, Jesús no les había dicho claramente el fon­do de su pensamiento sobre el Padre, pues estaba con ellos; ahora que vuelve junto a Aquél que le envió, va a ha­cer de sus discípulos amigos revelándoles el secreto: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os he llamado amigos porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». (Jn 15,15).

Hay que comprender bien lo que Cristo quiere signifi­car con esta palabra «amigos». No dice: «Os llamo amigos porque os amo y vosotros me amáis a mí». Sino que llama a sus discípulos «amigos»porque comparte con ellos el

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amor que recibe y entrega al Padre. Este es su secreto: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a voso­tros, permaneced en mi amor». (Jn 15,9). Estamos ante un amor que es privilegio de Dios: el amor con que el Padre ama al Hijo. Es un amor divino, eterno, infinito e increado. Jesús evoca este amor trinitario cuando habla del fuego, del agua viva o de la semilla. Este amor con el que se aman los Tres nos ha sido dado. No es ya un amor que empuja a la criatura a amar al Criador pues viene de arriba, del «Padre de las luces de quien viene toda dádiva perfecta». (St 1,17). En otras palabras, es la presencia de Dios Trinidad en el co­razón del hombre: «Si alguno me ama, guardará mi pala­bra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos mo­rada en él». (Jn 14,23). La vida cristiana consiste en perma­necer en este amor. A partir de esta presencia del amor en el hombre, Cristo eleva a la vida de los Tres. Aquí está el fondo del secreto: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre». (Jn 16,28).

«El Espíritu os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,13)

Cuando Jesús afirma esta relación única con el Padre, sus discípulos le dicen: «Ahora sí que hablas claro, y no di­ces ninguna parábola. Sabemos ahora que lo sabes todo y no necesitas que nadie te pregunte. Por esto creemos que has salido de Dios». (Jn 16, 29-30). Los discípulos han sido puestos en contacto con el misterio de Jesús en su relación al Padre y saben ahora que ha salido del Padre y vuelve al Padre, como lo dice tan bien san Juan al comienzo del gran discurso después de la Cena (Jn 13,3). Sólo les queda com­partir el secreto con todos los que creerán en Cristo re­sucitado.

De hecho, si se trata de un secreto, no lo pueden com­prender todavía del todo. Pueden conocer con palabras o ideas el contenido material de este secreto pero no pueden tener de él un conocimiento espiritual total. En esto, el mis­terio de la Santísima Trinidad sigue siendo un secreto, pues nos sumerge en el océano del infinito. En este sentido es ab­solutamente imposible comprenderlo: aun cuando le vea­mos cara a cara, este misterio seguirá siendo un océano en-

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el que nuestro entendimiento se ahogará sin poder com­prender. Cristo lo dice claramente: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad com­pleta: pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir». (Jn 16, 12-13).

Aunque Jesús les ha transmitido todo lo que ha oído a su Padre (Jn 15,15), los discípulos son incapaces, en el es­tado en el que se encuentran, de comprender su alcance y exigencias. Necesitarán del Espíritu Santo para penetrar cada vez más en el conocimiento espiritual de este misterio incomprensible que Cristo les ha hecho vislumbrar. Siem­pre es el Espíritu Santo el que nos hace entrar en el seno del Padre (sin juego de palabras). Como dice Pablo, el Es­píritu se nos ha dado para «que conozcamos los dones que Dios nos ha hecho» (1 Cor 2, 10-12). Y el don por excelencia es la vida trinitaria.

En el fondo, deben comprender que lo que Cristo ha di­cho no es un absurdo, sino excesivamente luminoso, hasta el punto de que han quedado cegados. El trato con los mís­ticos nos da la impresión de un descubrimiento de la San­tísima Trinidad en perpetua recreación: sentimientos que nosotros juzgaríamos adquiridos hace tiempo son para ellos novedad y descubrimiento. Experimentan la santidad de Dios a una profundidad de interioridad desconocida hasta entonces. En su Diario, san Ignacio de Loyola dice que re­cibe «una visita insigne y excelente entre todas las visitas», porque la recibe en un amor que no está gastado. Para ellos todo es movimiento, todo es partida, todo es admiración. Se va de «conocimientos en conocimientos, por conoci­mientos que no tienen fin» (San Gregorio de Nisa). Como los enamorados no se cansan nunca de mirarse y repetirse durante horas su amor, los místicos no se aburren nunca con la Santísima Trinidad.

Y sin embargo los Padres y los teólogos comentan des­de hace dos mil años este misterio y nos dan fórmulas como ésta: «El Padre engendra un Hijo y nos es dado su Amor, este Amor es una persona, el Espíritu Santo. El Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios. Son distin­tos: el Padre no es el Hijo que tampoco es el Espíritu Santo. Sin embargo no son tres dioses, sino un solo Dios». Ante

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estas formulas que nos parecen secas, estamos tentados de pensar que no tienen incidencia ninguna en nuestra oración ni en nuestra vida concreta siendo así que son para los Pa­dres los residuos ardientes de una experiencia nunca aca­bada. Así, san Agustín, meditando este misterio corre peli­gro de olvidar que es un océano, y un ángel le llama a la realidad, bajo la forma de un niño que metía el agua en un agujero de la orilla del mar. «¿Qué haces aquí» —Meto el mar en el agujero—. No lo conseguirás nunca —Lo conse­guiré antes de que hayas metido a la Trinidad en tu cabeza».

Se podía tratar de decir este misterio de otra manera más metafísica partiendo de la noción de revelación en el corazón de la Trinidad, como Cristo ha llevado a cabo esta revelación en el evangelio. ¿Qué es revelarse? Es dar a co­nocer su esencia o su ser. Cuando el hombre se revela al ha­blar, expresa un pensamiento; no dice el fondo de su ser, es incapaz. Por eso los hombres que tratan de confiarse ex­perimentan un gran tormento, pues ninguna criatura puede expresar su esencia o revelar su misterio. Sólo en Dios, pen­samiento y esencia coinciden. Es pues el único que puede expresarse totalmente. Dios sólo puede revelarse perfecta­mente porque en él, la Palabra y el Verbo expresan su esen­cia como lo dice muy bien el autor de la carta a los Hebreos: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasa­do... por medio de los profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo, resplandor de su glo­ria e impronta de su sustancia». (Hb 1, 1-3).

Y he aquí por qué el Verbo de Dios no es tan sólo una palabra sino un Hijo, porque sale de las entrañas del Padre. En Dios, la Palabra coincide con la sustancia, y por eso la revelación es perfecta e infinita. Cuando Dios dice su Verbo en un silencio eterno, engendra a su único Hijo: por eso el alma debe escucharle en silencio (san Juan de la Cruz) y no en la multitud de palabras, que es lo propio del hombre. En Jesús tenemos la revelación del ser íntimo de Dios que re­fleja en él su gloria y su sustancia: «Oh sabiduría salida de la boca del Altísimo, anunciada por los profetas» (Antífona del 17 de diciembre). De aquí se sigue una consecuencia muy sencilla para la oración y la escucha de la palabra de Dios: puesto que Dios habla, no puede menos de expresar su secreto trinitario, aunque el hombre no sea capaz de

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comprenderlo en su totalidad. De parte de Dios, la revela­ción trinitaria es total; el hombre puede estar más o menos preparado (por las virtudes teologales de fe, esperanza y ca­ridad) para acoger esta revelación.

Es preciso volver a menudo sobre el misterio de la uni­dad y de la distinción de las tres personas de Dios; en efec­to, su unión es infinita, pues todo lo que toca a las perso­nas divinas es infinito. Hay que reconocer que esto no es fá­cil de aceptar, hasta el punto de que algunos piensan que somos politeístas y que adoramos a tres dioses. Aun sa­biendo que este misterio desborda nuestro entendimiento, hay que convencerse de que puede encerrar algo que es vi­tal, tanto para nuestra vida personal como para nuestra vida fraterna. La Iglesia, la vida religiosa, la familia y la vida co­munitaria tienen su fuente en la vida trinitaria y reciben de ella su modelo. Es el misterio de la persona destinada a vi­vir en comunión (soledad y comunión).

Después del concilio, la Iglesia ha hecho un serio es­fuerzo de renovación en el plano de la doctrina, de la litur­gia, de la vida moral y espiritual; al mismo tiempo la vida religiosa ha vuelto a encontrar sus raíces evangélicas vol­viendo al carisma de los fundadores. Por todas partes na­cen grupos de oración, comunidades de vida y de compar­tir, jóvenes que en el tercer mundo, entregan algunos años de su vida al servicio de los más pobres. Hay que pregun­tarse si este esfuerzo de renovación y generosidad que ha dado ya fruto, no lo hubiera dado aún más abundante y más rico si hubiese estado enraizado en una búsqueda teológica y espiritual sobre el misterio trinitario. Todo progreso en la vida de la Iglesia, en la misión y en la vida espiritual de cada uno parte siempre de un descubrimiento vital del misterio de la Santísima Trinidad, como fuente de fecundidad. Qui­siéramos expresar en forma de oración el recorrido que he­mos tratado de expresar sobre la revelación de este mis­terio.

Elevación a la Santísima Trinidad

is 45, 15 Verdaderamente eres un Dios oculto, Dios de Ex 33,20 Israel, Salvador, nadie puede ver tu faz y perma-Ex 33,13 necer vivo. Dame a conocer tus caminos; que teEx 3,1-6 conozca y encuentre gracia a tus ojos. Dame la

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Ex 34,8

Ex 34,7

Is 6, 1-5

Sb 11,24

Ex 3,14

Mt 11,29

I R 19, 11-12

Ex 33, 22

Dt 5,25

gracia de ver tu rostro de gloria. Tú, que te has revelado a Moisés en el fuego de la zarza ardien­do, caigo de rodillas ante ti y me prosterno ado­rando tu gloria. Eres un Dios de ternura y de pie­dad que ve la miseria de su pueblo y escucha su grito, ten piedad de nosotros que somos un pue­blo de dura cerviz, perdona nuestras faltas y nuestros pecados y haz de nosotros tu heredad. Ante Isaías en el templo, levantaste una esquina del velo que ocultaba tu rostro de santidad y comprendió que era un hombre de labios impu­ros que vivía en medio de un pueblo pecador.

Pero este descubrimiento de nuestro ser de pecadores es todavía muy poca cosa ante el des­cubrimiento de nuestro ser de criaturas, suspen­didas de tu amor creador. Señor, tú has amado la miseria de mi nada para colmarla de todos los bienes. Amas en efecto todo lo que existe y si hubieses odiado alguna cosa no la hubieras creado. ¿Y cómo hubiera yo subsistido si tú no lo hubieras querido? Tú eres verdaderamente el que es, yo el que no soy, que sólo existo por ti. Señor, que te conozca y me conozca. Hazme des­cender a las profundidades del corazón donde no cesas de crearme por amor, para que pueda dialogar de verdad contigo. Enséñame a amar dulcemente mi miseria de criatura para que pue­da ofrecértela como el único lugar de cita con tu misericordia infinita. No puedo encontrar tu ros­tro de Padre si no es ofreciéndole un rostro de Hijo que se vacía totalmente de sí para recibirse de ti.

Jesús, tú eres el único que me puede ense­ñar la humildad de corazón, pues vivías sin ce­sar fuera de ti, bajo la mirada del Padre, buscan­do sólo su voluntad.

Señor, tú nos has hecho sospechar la fuerza de la humildad y de la dulzura cuando te mos­traste a Elias en Horeb. No has querido manifes­tar tu gloria y tu santidad en el huracán, el tem­blor de tierra ni en el fuego. Cuando muestres tu gloria y tu grandeza, colócanos en la hendi­dura de la roca y cúbrenos con tu mano, pues tu gran llama podría devorarnos; si continuamos escuchando tu voz podríamos morir. Para que

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Le 9,28

Hb 1, 1-3

Sal 2,7

Juan de la Cruz

Rm 8,26

1 Cor 2,11

Rm 8,27

Jn 6,44

Jn 14,7

Jn 17,3

no tengamos miedo de ti, revelaste a Elias tu ros­tro de dulzura en la humildad de la brisa ligera. No permitas que pasemos al lado de ese rostro que no se parece a nada, sin verlo, bendecirlo y adorarlo en silencio. Renueva ante nuestros ojos el misterio de la transfiguración de tu Hijo en la que manifestaste tu gloria, mostrada a Moisés y a Elias, revelándonos el misterio de nuestra fi­liación divina.

Un día, por fin, tuviste piedad de este inmen­so deseo nuestro de conocerte tal como eres, y te depositaste a ti mismo en el corazón del hom­bre y le dijiste la última palabra de tu secreto. Después de haber hablado muchas veces y de muchas maneras, tú nos has hablado finalmen­te por tu hijo Jesús que es el esplendor de tu glo­ria y la efigie de tu sustancia.

Cada vez que nos hablas, es para murmurar tu deseo de hacernos entrar en esta inmensa co­munión de amor que tienes con Jesús; pero en él, tu Palabra expresa de verdad el fondo de tu ser y de tu misterio, pues es un hijo que engen­dras de tus entrañas de ternura: «Tú eres tai Hijo, yo te he engendrado hoy». Tú lo has dicho todo en tu hijo Jesús, tu Verbo eterno, y lo en­gendras en nosotros en un eterno silencio. En­séñanos a escuchar este silencio.

De cara a este misterio de la Santísima Trini­dad que nos desborda por todas partes, no sa­bemos lo que tenemos que pedirte para orar como conviene: «Espíritu Santo, ven en ayuda de nuestra debilidad, ven a orar en nosotros con gemidos inefables, demasiado profundos para las palabras, pues tú sólo sondeas las profundi­dades del corazón de Dios y del corazón del hombre. Tú eres el único que conoce el deseo del Espíritu en nosotros y sabes que su interce­sión por nosotros corresponde a los deseos de Dios. Padre, atráenos hacia el Hijo. Jesús lléva­nos hacía el Padre, ya que nadie va al Padre, si no es por ti. No sabemos a quien ir, Señor, pues sólo tú tienes palabras de vida eterna y esta vida, es conocerte a ti el Padre y al que enviaste, Je­sucristo. Danos por gracia, participar en el diá-

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Perseverantes en la oración 121

Jn 1,1

Mt 18,25

Jn 16,24

Le 18,6

Le 11,13

Le 5,32

Jn 15,15

Jn 16,28

Hb 7,25

Hb 5,7

Jn 17,20

Jn 16, 11-13

S. Bernardo

Sermon VIII

logo que mantienes con tu Hijo, a propósito de todos los hombres.

Tú existías desde el principio y tu rostro es­taba vuelto hacia Dios: «A Dios nadie le ha visto jamás; el hijo único, que está en el seno del Pa­dre, él lo ha contado». (Jn 1,18). No sabíamos que existían rostros en Dios y miradas que se de­voraban por amor. Creemos, Señor, que este misterio de los Tres está oculto a los sabios y a los inteligentes pero tú lo has revelado a los más pequeños. En su beneplácito, el Padre ha pues­to todo en tus manos y tú revelas tu rostro a quien quieres. Creemos, Señor, que no tenemos ningún derecho a esta revelación, por eso que­remos implorarte y suplicarte que te dignes le­vantar una esquina del velo que nos oculta el rostro del Padre. Hasta ahora, no hemos pedido nada en tu nombre: concédenos esta gracia de ser recibidos por el Padre. Gritamos a ti día y no­che con insistencia, como la viuda importuna del evangelio, nosotros que somos malos, pero tú has venido precisamente para los enfermos y pecadores y no para los sanos, pues eres la en­carnación de la misericordia de Dios.

Somos tus amigos pues nos has dado a co­nocer todo lo que has oído en el seno del Padre. Creemos que has salido del Padre para revelar­nos este secreto y que vuelves al Padre para in­terceder sin cesar en nuestro favor. A lo largo de tu vida terrestre, ofreciste súplicas y lágrimas y fuiste escuchado por tu obediencia. Creemos que has orado, no solamente por tus discípulos, sino por todos aquellos, que gracias a su pala­bra, creerán en ti; «Que todos sean uno, como tú Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean tam­bién uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado». (Jn 17,21).

Tienes todavía muchas cosas que decirnos sobre este secreto trinitario, pero no somos ca­paces de tener un conocimiento total, aunque conozcamos materialmente las palabras; envía­nos el Espíritu de verdad, para que vivamos uni­dos a ti, verdad total. Haznos entrar en este co­nocimiento mutuo del Padre y del Hijo, en este amor recíproco que es el beso más dulce y más

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secreto. Padre, en nombre de Jesús, danos tu Es­píritu y recibiremos este beso para entrar en el abrazo trinitario. Como Juan bebió en el corazón del Hijo único lo que éste había bebido en el co­razón del Padre, enséñanos a permanecer en el amor de Cristo. Así podremos escuchar en nos­otros el Espíritu del Hijo gritando.: ¡Abba! ¡Pa­dre! Si el matrimonio carnal une a dos personas en una sola carne, con mayor razón, la unión es­piritual contigo, Señor, nos unirá en un solo espíritu.

Padre santo, sabemos muy bien que para en- Mt 18,3 trar en el reino de la familia trinitaria, es preciso

convertirse y hacerse niños, de la misma mane­ra que hay que presentar un rostro de criatura para dialogar contigo. En Navidad, realizaste en tu hijo Jesús, un cambio admirable. Tú, el Dios infinito, el Verbo por quien todo ha sido creado, el Hijo de Dios que sostiene todo el universo, te hiciste limitación para salvar todas nuestras li­mitaciones y construir el único camino de nues­tra comunión con la Trinidad. Nos pides senci­llamente que vivamos nuestra experiencia de hombres con sus limitaciones, sus sufrimientos y sus pecados. Te ofrecemos nuestra humanidad con todas sus limitaciones porque es el único ca­mino para entrar en comunión con los Tres: «Pa-

Oración de Navidad dre, tú que maravillosamente creaste al hombre y más maravillosamente todavía lo has restable­cido en su dignidad, haznos participar de la di­vinidad de tu Hijo que ha querido tomar nuestra humanidad».

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Sin tu divino poder, no hay nada en el hombre,

nada que no esté manchado.

Creo que es importante para el creyente experimentar la impotencia del hombre para llegar hasta el límite de las exigencias de adoración y de amor. Miremos a Pedro en el momento de la Pasión; grita: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte». (Le 22,23). Creo que era sincero al pronunciar estas palabras, como somos sinceros en el noviciado o en el seminario, proclamando que quere­mos amar a Jesús con todo nuestro corazón y todas nues­tras fuerzas. Hace poco, un sacerdote que ha abandonado el ministerio, me decía: «En el momento de mi entrada en el seminario, creo que fui sincero al decir que dejaría todo para seguir a Cristo por amor». En el fondo, no buscaba ex­cusas como otros muchos que dicen: «¡Me equivoqué!» La humildad en este terreno es fundamental.

Por eso hubo para Pedro y para cada uno de nosotros la «religión de antes de la traición» en la que se dice: «¡Sí no hay más que hacer esto... aquello!». Era sincero, habla­ba o creía hablar con todo el amor de su corazón, pero en el fondo, ¿qué sabía él de su corazón, de su alma y de su fortaleza? Le faltaba el don del Espíritu de Pentecostés. Je­sús sabía lo que hay en el hombre, como dice san Juan (2,25), lo que hay en el corazón del hombre y por eso vuel­ve a Pedro a la realidad, diciéndole: «No, Pedro, tú no eres capaz de eso ahora, más tarde; no ahora, no todavía». (Jn 13,36).

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No hay nada en el hombre que no esté manchado

Deberíamos volver a menudo sobre la experiencia de Pedro en la Pasión para descubrir cómo nuestro amor al Se­ñor es todavía muy confuso. Le decimos que toda nuestra persona es suya, que nuestra alma le bendice y que puede contar con todo el amor de nuestro corazón. En fin, todo es perfecto... siempre la totalidad y la plenitud. ¿Pero qué ha­cemos con todo esto? ¿En qué porcentaje es verdad? Sabe­mos muy bien que existe cierto peligro de vivirlo en un por­centaje muy bajo e instalarnos en una cierta hipocresía.

Se comprende entonces lo que Pablo escribe cuando habla del papel de la ley en general y de la incapacidad del hombre para cumplir lo que esa ley exige (Rm 7, 14-25). Qui­siéramos amar a Dios y no podemos porque hay en noso­tros una mezcla de mal y de culpabilidad. Somos a la vez víctimas y culpables. Hay que mirar de verdad a la humani­dad encerrada en esta miseria (estamos encerrados en el pe­cado, dice san Pablo), mezclando la responsabilidad y el su­frimiento que viene de más arriba y de más lejos: «Pues sa­bemos que la creación entera gime hasta el presente y su­fre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos, ge­mimos en nuestro interior, anhelando el rescate de nuestro cuerpo». (Rm 8, 22-23). No es culpa de Dios, ni tampoco nuestra, pero existe en el origen «uno», el príncipe de la mentira que ha estropeado la máquina.

No hay que inquietarse; esto forma parte de las dificul­tades y pruebas de la búsqueda de Dios. En el fondo es el sufrimiento del amor. El que no ha conocido a Dios no tie­ne idea de este género de sufrimiento y, en cierto sentido, vive con menos tormentos, supuesto que sus ambiciones son menos elevadas, y no sufre cuando no las ve realiza­das. Pero el que ha conocido a Dios, sabe que no será feliz si no alcanza a Dios y no puede amarle con toda su alma, pero se da cuenta de que no es dueño de las profundidades de su corazón, ni de sus fuerzas. Es lo que experimenta cual­quier ejercitante si acepta orar larga e intensamente. Al lle­gar al retiro, creía experimentar la presencia de Dios en la «consolación» y he aquí que descubre su corazón doble y

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dividido: no hace el bien que quiere y hace el mal que no quiere. Comprendamos que esta prueba, esta constatación un poco penitencial, forma parte de los caminos de Dios que quiere que los recorramos, y es normal pasar por ello.

Recordemos el testimonio de Oseas: «¿Qué he de ha­cer contigo, Efraím? ¿Qué he de hacer contigo, Judá? Vues­tro amor es como nube mañanera, como rocío matinal, que pasa». (Os 6,4). Creo que este versículo de Oseas es profun­damente humano. El hombre es un ser de carne y hueso, no siempre firme en el amor que cree tener no sólo a Dios, sino a cualquiera. A menudo sus capacidades de amar bri­llan con el sol de la mañana —en el noviciado o en el mo­mento de la conversión—como el rocío que brilla en la pra­dera, pero se levanta el sol en el horizonte y muy pronto no queda nada, todo se seca.

Maurice Blondel, un gran testigo de la fe, escríbía esto en sus apuntes: «Lo que se amaba, lo que se prometía amar, lo que se deseaba amar por siempre, ya no se ama y no se sufre por ello. Esta inconstancia es una de nuestras gran­des miserias que ordinariamente apenas se siente, pero cuando se cae en la cuenta, cuando se piensa en ello por an­ticipado, no hay melancolía más amarga; el corazón muere entonces, muerte del corazón, muerte de un amor nunca en­tregado, es odioso, pero somos así». Y por eso la gente re­chaza sus votos o renuncia a sus ministerios. Es humano, es la parte del hombre. Lo que es admirable y sorprendente es más bien lo contrario. Esto quiere decir sencillamente que el Espíritu Santo, ha tomado el relevo de nuestro amor y que ha venido a investirnos de su fuerza para ayudarnos a perseverar en nuestro compromiso.

En su última enfermedad, el padre Lyonnet decía: «Me creía que tenía virtud y no era más que buena salud». Y Newman decía al final de su vida: «Los santos ancianos me admiran cada vez más». Lo que en el fondo quería decir: cuando se es joven, se tienen fuerzas para regalar y se tie­ne generosidad. Se entrega uno de buena gana a los 20 años, a los 25 y a los 30, luego si uno continúa dándose en la vida, es señal de que el Espíritu Santo está metido en ello. Newman sigue diciendo: «No estaba seguro de si mis pri­meros impulsos eran tanto la virtud natural de la juventud cuando el Espíritu Santo en mí». Pero cuando eso dura,

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es ciertamente el Espíritu Santo el que está trabajando.Me parece que estas constataciones, muy lejos de des­

calificar a los que las hacen, muestran que al final, la gracia ha trabajado y sus ojos se han abierto. En este momento, Dios puede actuar en ellos por el poder de su Espíritu y per­mitir que le amen enteramente porque ya no se hacen ilu­siones acerca de su corazón y saben muy bien que no po­drán amar a Dios más que con las fuerzas que el Espíritu les da. El don de ciencia es el que les ha permitido descu­brir que no hay nada en su corazón que no esté manchado; el don de fortaleza es el que les da el verdadero poder divino.

Hay que renacer del agua y del Espíritu

Y aquí entra de lleno el gran tema del renacer espiritual en el agua y el Espíritu que es el de la infancia espiritual. Está presente en el evangelio de san Mateo (18,1): «Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Rei­no de los cielos». Se da una correspondencia bastante ex­traña en san Juan, en el encuentro de Jesús con Nicodemo; es decir, en el gran pasaje del nacimiento nuevo: «En ver­dad, en verdad, te digo: el que no nazca de lo alto, no pue­de ver el Reino de Dios». (Jn 3,3). Nicodemo le dice: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» Jesús respondió: «En verdad, en verdad, te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios». (Jn 3, 4-5). La transcripción de Mateo y la de Juan nos presentan el mis­mo misterio.

Es verdad que estos textos se aplican a la primera con­versión del bautismo, pero el hombre no termina nunca de convertirse y por eso cada día tiene que renacer de agua y del Espíritu. En efecto, si el hombre viejo ha sido destruido, debe hacerlo acabar de morir en sus miembros por la asee- sis pascual. Es el Espíritu del Resucitado quien ie da la fuer­za para combatir y forma en él el hombre nuevo: «Reves­tios del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador... Cristo que es todo en todos». (Col 3, 10-11).

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En este largo proceso de conversion cotidiana intervie­ne el Espíritu de fortaleza. En la nomenclatura de Isaías, se trata del don de fortaleza (Is 11,2). Pero volvemos a nuestro punto de partida, donde hemos dejado al hombre, que ex­perimenta su impotencia de amar a Dios. No es al comien­zo mismo de su vida espiritual cuando alcanza conciencia de su incapacidad sino hacia la difícil «cuarentena» cuando experimenta la necesidad de acudir al Espíritu. Es una eta­pa muy importante en su proceso hacia Dios y sabemos to­dos que muchos abandonos ocurren en esta edad. Para ilus­trar nuestro propósito, vamos a citar el testimonio de Tau- lero que muestra muy bien el papel del Espíritu Santo en su vida espiritual y apostólica.

Alrededor de los cuarenta años le sucedió aigo muy cu­rioso. Estaba en el apogeo de su predicación y tenía mucho éxito. Un día se encontró con un hombre de Dios que le hizo caer en la cuenta cómo se buscaba a sí mismo en su minis­terio en el que se notaba vanidad y hasta cierto orgullo; este hombre le aconsejó que se retírase a la soledad durante dos años para entregarse a la oración. Taulero le obedeció y du­rante estos dos años de oración, comprendió la doblez de su corazón. El mismo dice que al final de este tiempo de de­sierto, era un hombre nuevo. Podrá por ello describir al «verdadero contemplativo» en un texto célebre en el que compara al «espiritual» con los apóstoles en el cenáculo. Tienen necesidad de diez días de soledad y de oración para que el Espíritu Santo haga de ellos hombres celestiales y di­vinos. Del mismo modo, a los espirituales les hace falta diez años, para vivir esta transformación.

Haga lo que quiera el hombre, que se las componga como quiera, nunca llegará a la verdadera paz, no será ja­más un hombre celeste, antes de que se haya cumplido los cuarenta años. Antes de esa edad ¡hay tantas cosas que preocupan al hombre! La naturaleza le empuja por aquí y por allá; toma formas tan diversas que se piensa que uno es gobernado por Dios y es la naturaleza la que le gobierna. El hombre no puede llegar a la paz verdadera y perfecta y ha­cerse un hombre plenamente celestial antes de tiempo. Debe por eso esperar diez años, antes de que le sea concedido, de verdad, el Espíritu Santo, el Consolador, el Espíritu que lo enseña todo. Por eso los discípulos tuvieron que esperar

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diez días después de haber recibido, sin embargo, toda la preparación de la vida y del sufrimiento.

Estaban encerrados juntos, reunidos y oraban. Esto es precisamente lo que tiene que hacer el hombre. Aunque a los cuarenta años se haya vuelto reposado, celeste, divino, y haya dominado su naturaleza, necesita todavía diez años; es preciso que alcance los cincuenta antes de que le sea con­cedido, de la manera más noble y elevada, el Espíritu Santo que le enseñará toda la verdad. En estos diez años, si el hom­bre ha alcanzado ya una vida divina y si la naturaleza está ya vencida, conseguirá recogerse, sumergirse, fundirse en la pureza, la simplicidad de este bien interior, en el que la no­ble chispa interior (la chispa de vida divina que da valor al alma) se actualiza y vuelve a su origen con un movimiento de amor semejante a aquél de donde ha brotado (Sermón para la Ascensión).

Si Taulero compara al verdadero espiritual con el após­tol que ha permanecido en el cenáculo durante diez días, es para invitarnos a comprender que lo que pasó entonces con ocasión de Pentecostés, puede suceder también hoy de una manera menos espectacular, cuando un hombre es trans­formado interiormente por el Espíritu Santo. Bastaría volver a leer lo que hemos escrito en el primer capítulo sobre el poder del Espíritu que obra en los mártires y los santos. An­tes de Pentecostés, los apóstoles eran débiles, timoratos y cobardes; luego se hicieron fuertes, y como dice san Pablo, anunciaron audazmente el evangelio, con una seguridad ab­soluta (parrhésia: 1 Tes 2,2). Es exactamente lo que sucede en el corazón del espiritual que ha atravesado la prueba del desierto y el fuego. Por eso, tenemos que orar, pues no te­nemos otra cosa que pedir más que Pentecostés, es decir la invasión de nuestro corazón por el Espíritu Santo.

Encontramos este poder del Espíritu trabajando en los martirios de las santas Felicidad y Perpetua. Una de ellas ha­bía dado a luz en la prisión en medio de grandes sufrimien­tos y un soldado al ver cómo se quejaba le había dicho: «¡Qué pasará mañana, cuando estés en la arena! Ella le res­pondió: «Hoy, soy yo la que sufre, mañana será el Espíritu Santo el que luchará en mí». Es la misma experiencia de santa Teresa de Lissieux, en el momento de su gran prueba contra la fe. Una de sus hermanas le decía: «Tenéis una vo­

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luntad de hierro, es heroico». Y Teresa respondía: «Nada de eso» En esta frase, no hay sólo una rectificación, sino el su­frimiento del que se siente incomprendido. En el fondo, Te­resa les dice: «No soporto mis sufrimientos por mis propias fuerzas, sino que hay Otro que vive en mí». No se va al cie­lo a fuerza de heroísmo, pero tampoco dándose la gran vida.

Recordad el ejemplo del padre Kolbe citado al comien­zo de estos capítulos. Su sola presencia en la prisión de la muerte bastó para transformar a las personas y comunicar­les la fuerza de morir transfigurados. Sus verdugos no com­prendían nada y le pedían que no les mirase, de tal modo su rostro estaba lleno de gloria. El papa Juan Pablo II, sien­do todavía obispo de Cracovia, describió muy bien el poder que emanaba del padre Kolbe:

En cuanto sacerdote acompañó el rebaño de los nueve condenados a muerte. No se trataba tan sólo de salvar al dé­cimo. Había que ayudar a morir a los otros nueve. A partir del momento en que se cierra la puerta fatal sobre los con­denados, se cuida de todos, no de aquellos tan sólo, sino de muchos otros que morían de hambre en los bunkers veci­nos y cuyos alaridos de fieras hacían estremecer a los que se acercaban... El hecho es que a partir del momento en que el padre Kolbe estuvo en medio de ellos, estos desgraciados se sintieron bruscamente protegidos y asistidos y las celdas en las que esperaban el inexorable desenlace, se llenaron de oraciones y de cantos.

Si sufrís porque no tenéis voluntad...

Este mensaje se dirige a vosotros. Se dice a veces: «Si tuviese la mitad de la cuarta parte de la voluntad de Teresa o del padre Kolbe, lo conseguiría». Pero Teresa se daba per­fecta cuenta de que era muy pobre también en este terreno y por eso descubre el camino de la infancia que, como va­mos a ver, no renuncia jamás a las exigencias del evange­lio, pero se apoya únicamente para llegar a ello en el poder del amor de Dios. Es lo que he tratado de mostrar a lo largo de estas páginas que tienen como objetivo invitarnos a creer en el poder del Espíritu.

Nuestra admiración por los santos les haría sonreír: no

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11Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo,

lava las manchas.

Cuando Jesús evoca ante Nicodemo la presencia y la ac­ción del Espíritu Santo en el corazón del hombre, recurre al movimiento: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu». (Jn 3,8). Como el agua y el fuego, la brisa es inaprehensible, no se conoce su origen ni su térmi­no, se puede solamente juzgar de la dirección que imprime y el sentido en que nos lleva. Lo mismo ocurre con la ac­ción del Espíritu en vuestra vida; el que quiere captarlo no abraza más que viento, pero el que se deja llevar por él (Ga 5,6) camina por el camino del justo. (Sal 1,6).

Entremos con sencillez en el movimiento del Espíritu de­jándonos guiar por su brisa ligera, que no hace ruido y obra con dulzura. El viento del Pentecostés invisible no es vio­lento; en este aspecto, es temible porque se puede pasar a su lado sin sentirlo. Acostumbrados como estamos a levan­tar la voz, hay decibelios que nuestros oídos endurecidos no oyen ya, y hay rayos ultravioletas que escapan a nuestra mirada. Por su acción reconoceremos lo que el Espíritu San­to hace en nosotros, pues no actúa jamás sin nuestra cola­boración o al menos sin nuestro consentimiento. Algunos días, no nos pide más que luz verde para entrar, pero ten­gamos cuidado, si le entreabrimos la puerta sin resistir a su dulce presencia, él la abrirá muy pronto del todo. No es el

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momento de blindarse diciendo como Claudel: «No entres demasiado, temo las corrientes de aire».

Su acción en nosotros es tanto más poderosa cuanto más dulce. No trastorna las leyes que rigen nuestro creci­miento sino que abraza los contornos de nuestro ser, llena los barrancos y hace habitables nuestras cavernas. Como el Hijo infinito de Dios, el Verbo por quien todo ha sido crea­do, en el que se apoya el universo, ha abrazado nuestras li­mitaciones para hacer con ellas el camino de nuestra comu­nión con el Infinito. Así también el Espíritu Santo abraza nuestras limitaciones, las purifica y las cura. Tenemos la se­guridad de que si ofrecemos al Espíritu Santo nuestras he­ridas, nuestras miserias y nuestras limitaciones, él las trans­figurará por el poder de la Resurrección.

En el origen de la creación, el Espíritu planeaba sobre las aguas (Gn 1,1) para fecundarlas; del mismo modo aho­ra trabaja por la recreación del universo y del hombre heri­do por el pecado, pero no se contenta con rehacer lo que ha sido destruido. Cuando el Espíritu Santo restaura al hom­bre, no hace las cosas como antes. Ante un vaso roto, lo coge de nuevas y lo hace todavía más hermoso. El hombre es como un bloque de cristal rayado por el pecado: a partir de esa raya, el Espíritu talla una rosa. Sería una falta de ima­ginación, indigna de Dios, pensar lo contrario. Hay una ora­ción que refleja muy bien las maravillas de la recreación; se recitaba en otro tiempo en el ofertorio y ahora se dice el día de Navidad: «Oh Dios, que creaste la naturaleza huma­na confiriéndole una dignidad admirable y la has restaura­do de una manera más admirable todavía, haznos partici­par de la divinidad de tu Hijo ya que él ha querido asumir nuestra humanidad».

Lava las manchas

Es bueno preguntarse en qué sentido el Espíritu Santo restaura nuestra humanidad comunicándole una dignidad mayor. Cada vez que imaginamos la restauración del hom­bre en Cristo, no podemos menos de pensar en una vuelta al pasado en el que el hombre encontraría su integridad ori­ginal, una semejanza con el primer Adán. Es preciso más

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bien verle en el porvenir como una identificación con el se­gundo Adán, Cristo muerto y resucitado. Los teólogos nos lo dicen; sin la encarnación redentora, el hombre no hubie­ra tenido la gracia de Cristo. En el interior de una participa­ción común a la misma vida divina, hay una jerarquía ex­traordinaria de santidad. Pensemos sencillamente en la Vir­gen que, en cuanto madre de Dios, recibió una dignidad so­brenatural superior al resto de la creación.

Por eso, cuando pedimos al Espíritu que se digne puri­ficarnos de nuestras manchas, es preciso tener ideas claras sobre su papel de purificador. No hay que dejarse influir por imágenes que manejan nociones más o menos exactas del pecado. Así, cuando hablamos de manchas, no podemos dejar de pensar en la hoja blanca del escolar que aprende a escribir y tira voluntariamente o por descuido un gran borrón, o pensamos también en un manchón en el centro mismo de un mantel blanco. La acción del Espíritu se con­fundiría entonces con la del «corrector» que con una goma de borrar o lejía borra la mancha con más o menos fortuna.

Esta idea no es totalmente falsa; hay que imaginar el pe­cado con categorías mentales, pero hay que guardarse de algunas imágenes que pueden arrastrar nociones estáticas, aislando el pecado de la persona. Es difícil imaginar el pe­cado fuera de una persona concreta que es el pecador. Hay que preguntarse qué nos evoca la palabra «pecado». Pues la efusión del Espíritu en el sacramento de la reconciliación se refiere al pecado tal como lo vamos a descubrir y no tal como los «pecados» de los que tenemos experiencia diaria. Son pecados que se acuñan por el hecho de que un hom­bre monta en cólera, es goloso, perezoso y aun impuro, pero eso no es todavía el misterio del pecado.

Para muchos, el pecado se parece a una mancha que empaña la pureza del alma o a los kilómetros que marca el contador de un taxi. Cuanto más se avanza, más se tiene la impresión de acumular las faltas de pereza, de maledicien- cia, de sensualidad, etc. Y se ve aumentar la deuda con un sentimiento de terror, frente a la verdad de la justicia. En su libro Points de repère, Urs von Balthasar dice que con esa concepción de pecado, el hombre siente ganas de librarse de esta estructura obsesionante, pero al mismo tiempo des­naturaliza la misericordia de Dios pues se sirve de ella para

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librarse de una caricatura de la justicia. De hecho, no es la verdadera misericordia, pues para saber !o que es, hay que saber lo que es el pecado. La misericordia de Dios no es una supresión de su justicia, sino el poder que tiene Dios de arrancar de un corazón endurecido, un grito, una llama­da de socorro y, en el nombre mismo de su justicia, y no solamente de su misericordia, justificar al pecador.

El pecado se define en relación al amor de uno para con otro. No hay pecado si no existe otro; si Dios y nuestros her­manos no fuesen personas, no habría ni pecado ni culpa­ble. Si no se diese el misterio del encuentro de una persona con otra, habría gentes que no actuarían de acuerdo con su razón, que no se dominarían por falta de valor, que serían infieles a una ley o a un ideal, pero no habría pecadores. En la vida cristiana no nos encontramos tan sólo frente a valo­res, sino ante Dios.

Hay pecado en la medida en que no devolvemos a un ser vivo,capaz de ver y amar, aquello a lo que tiene dere­cho. Por eso cuando nos apartamos de ese rostro de amor, para ignorarle o despreciarle, somos pecadores. La situa­ción del pecador se agrava por dos factores. Primero, cuan­do se encuentra frente a uno que es más puro, más aman­te, más inocente y más desarmado. Un crimen contra un niño o un anciano es más indignante que el desprecio ha­cia alguien que puede defenderse. Luego,en la medida en que está más o menos lúcido. Cuando más luz se tiene so­bre la profundidad de este amor más culpable se es al des­preciarlo. Si fuésemos totalmente lúcidos, no podríamos ser perdonados. Así, san Pedro al renegar de Cristo en la Pa­sión tiene muy poca luz sobre la profundidad del amor de Cristo que se pone de rodillas a sus pies para lavárselos. Y por eso Cristo le perdona su falta, con una mirada de infi­nita ternura. (Le 22, 62-63).

Si no existiese este amor infinito de Dios para con nos­otros, no existiría el pecado; descubrimos entonces que el fondo del misterio del pecado está constituido por nuestra ingratitud, nuestra indiferencia y nuestro endurecimiento frente a este amor. Por eso, no nos queda más que invocar el artículo segundo: no somos conscientes de ello. Feliz­mente para nosotros, pues si estuviésemos lúcidos sería la condenación al infierno. Somos amados con un amor infi-

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nito del que no comprendemos nada, por eso nuestra pri­mera obligación, es tratar de comprenderlo un poco.

Vemos inmediatamente el papel del Espíritu Santo en nuestra conversión, pues trata sin cesar de llevarnos a la realidad ya que vivimos en lo imaginario de la soledad, sin tener conciencia de estar ante un Padre que nos ama. El hombre se siente amenazado por la toma de conciencia de este amor que gravita sobre él, entonces se oculta, como Adán para escapar de la mirada del Padre. A menudo tene­mos miedo a ser arrastrados demasiado lejos en este amor, y cerramos los ojos voluntariamente. El principal pecado en­tre los cristianos es una cierta ceguera voluntaria ante el amor de Dios. Para despertarnos de esta ceguera, Dios pri­mero, y la Iglesia después, nos ponen ante los ojos a Cristo en la cruz de cuyo costado mana sangre y agua. Es esto lo que hay de más tangible para despertar nuestra insensibi­lidad, con los ojos de la fe. Mostrándonos a su Hijo en la cruz, es como si el Padre nos dijera: «¿Acaso esto no te con­mueve un poco?» De esta manera procedió Cristo con el cie­go de nacimiento, le abrió los ojos para que descubriera la manifestación del amor infinito de Dios en su persona de Salvador. Del mismo modo, el Espíritu Santo abre los ojos de nuestro corazón para que nos despertemos de veras al amor de Dios para con nosotros.

Antes de hablar de la conversión de un hombre al amor de Dios, ¿no sería más justo hablar de la conversión de Dios al hombre? La Biblia es como una tentativa desesperada de Dios para hacer caer en la cuenta al hombre de este algo ine­fable que es la profundidad de su amor y cada vez, el pue­blo se apodera de los enviados de Dios y de los profetas para matarlos, hasta el día en que Dios no tendrá más en un último recurso que enviar a su Hijo único, el único capaz de cantar el amor infinito del Bien-Amado por su viña. Es la «palabra de la cruz» (Verbum crucis) de que habla Pablo (1 Cor 1,18), tan bien expresada por Jesús en la parabola de los viñadores homicidas (Me 12, 1-12).

Es interesante hacer caer en la cuenta cómo Pedro pre­dica la conversión el día de Pentecostés, en el que el Espí­ritu fue derramado en plenitud sobre los apóstoles y los dis­cípulos reunidos en el cenáculo. (Hech 2, 17-18). Se trata precisamente de este Espíritu que opera el perdón de los pe-

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cados y purifica al pueblo de sus manchas. Pedro no repro­cha tanto al pueblo sus pecados cuanto la ceguera y el en­durecimiento de sus corazones. No han reconocido en él al enviado de Dios y la palabra de Pedro se hace incisiva: «A éste que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis claván­dole en la cruz por mano de los impíos; a éste pues, Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades». (Hech 2, 23-24). Es pues el espectáculo de Cristo en cruz (Ga 3,1) lo que va a tocar su corazón y romperlo.

Los judíos preguntan entonces a Pedro: «¿Qué hemos de hacer hermanos?» (Hch 2,37). El les dice tres cosas: «Convertios, creed en Jesús, recibid el bautismo y recibiréis el Espíritu Santo». Convertirse en la perspectiva de los He­chos supone una verdadera revolución copernicana. En vez de creer que amamos a Dios, oramos y trabajamos para él, hay que creer que es él quien nos ama primero (1 Jn 4,10) y da vueltas en nuestro alrededor para mendigar nuestro amor. Es un verdadero descentramiento de sí para creer en el amor infinito de Dios. Luego hay que hacerse bautizar y creer en Jesús, es decir estar en relación con uno, Cristo, que está en relación con el Padre. Así como el pecado rom­pe o afloja nuestra relación con el Padre, la conversión nos sitúa delante de él. Es el Espíritu Santo el que reteje los la­zos de comunión con la Santísima Trinidad: en este sentido nos purifica de nuestras manchas.

Riega la tierra en sequía

El gran pecado, decíamos más arriba, es tener el cora­zón seco y endurecido. Sólo el Espíritu Santo escapado del corazón abierto de Cristo podrá atravesar este corazón y arrancar a su aridez las lágrimas de la compunción. El texto de los Hechos insiste con mucha fuerza en esta transfixión del corazón de los oyentes por las palabras de Pedro: «Al oír esto, dijeron con el corazón compungido». (Hch 2,37). He aquí en qué consiste la purificación de las manchas o la conversión, en un estallido del corazón, que se despoja de su rigidez y se ablanda bajo la presión de la efusión del Es­píritu. La tierra desecada del corazón, empapada por el ro­

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cío del Espíritu, se transforma en un suelo blando y fecun­do. Es el don del corazón nuevo anunciado por Ezequiel (36,26), en el momento en que profetiza la efusión del Espíritu.

Habrá que esperar a que Cristo resucite para que se nos dé la plenitud del Espíritu que rejuvenece los tejidos enve­jecidos del corazón y perdone los pecados: «Recibid el Es­píritu Santo», dice Cristo a los apóstoles la tarde de Pascua. «A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdona­dos; a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos». (Jn 20, 22-23). Por eso somos pecadores a los que Cristo re­sucitado tiene el poder de seducir, de manera que entre nos­otros, algunos se hagan santos, es decir semejantes a él.

Cuando san Ignacio hace pedir al ejercitante la gracia de sentir dolor de sus pecados, se refiere a esta experien­cia. En efecto, es doloroso constatar que somos pecadores en el momento en que empezamos a sentir la seducción de Cristo. Sucede entonces algo parecido a lo de la historia de «La bella y la bestia»: a fuerza de mirar a la bella, la bestia se hace hermosa también. Pero es un período desgarrador y paradójico, en el que seguimos siendo pecadores, a pesar de ser ya hijos de Dios, cuyo corazón arde como el de los discípulos de Emaús, cuando la Iglesia nos abre el sentido de las Escrituras.

Se puede decir incluso que la percepción espiritual de este desgarrón es la señal de que entramos en una autén­tica relación con Dios. En la tierra cristiana no hay más que una manera de encontrar a Dios: convertirse, experimen­tando la necesidad de un Salvador. Se podrá pensar que una vez seducidos por Cristo, dejamos de ser pecadores, pero no ocurre así. Los convertidos se hacen esta pregun­ta: «¿Cómo después de haber encontrado a Cristo, en un contacto ardiente, se puede sufrir un trato tan doloroso?» El hombre viejo no acaba de morir. Hablando del poeta, se­mejante al albatros, el príncipe de las nubes, Baudelaire ha descrito bien su exilio: «Sus alas de gigante le impiden ca­minar». Después de nuestro bautismo, nos han crecido alas de gigante, con un deseo muy grande de volar a Dios, como los patos de los que habla Saint-Exupéry en Ciudadela, pero desgraciadamente nuestro cuerpo de miseria no está talla­do a esta medida y arrastramos lamentablemente el vientre

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pegado a la tierra. Este dolor puede convertirse en un des­aliento abrumador, aunque es la señal de que el corazón empieza a arder de amor a Cristo. Cuando tomamos con­ciencia de ello, reconocemos a Jesucristo y comprendemos que él nos ha amado primero. Esta es la experiencia del ejer­citante en la primera semana de ejercicios. Había venido para encontrar a Dios en la oración y al principio no pasa nada. Tiene tan sólo conciencia dolorosa de ser un pecador, aunque sostenido por una confianza oscura e inasequible, hasta el momento en que Jesucristo se presenta de una u otra manera en la contemplación del Reino. Comprende en­tonces que su desgracia venía precisamente de que ardía de amor, siendo así que era pecador. Todo hombre que rea­liza esta experiencia sabe que Jesús ha resucitado, que es el Salvador y que vive en su corazón.

Jesús ha manifestado lo que somos dejándose crucifi­car; no ha querido defenderse para mostrarnos de lo que so­mos capaces . Sólo él puede librarnos de nuestro endureci­miento explicándonos las Escrituras por la voz de la Iglesia, como la palabra de Pedro mostrando a Cristo en cruz que traspasa el corazón de sus oyentes. Es preciso saber que se trata de un largo trabajo del Señor que requiere nuestra pa­ciencia, nuestra colaboración y nuestra confianza: «Tenéis un corazón de piedra capaz de crucificar al enviado de Dios; pero si os abandonáis a mí, os arrancaré vuestro corazón de piedra y os daré un corazón de carne».

Quien contempla a Cristo en la cruz y se deja tocar por el espectáculo del Crucificado recibe un corazón de carne, aunque sea muy débil, a cambio de su corazón de piedra. Si ora de verdad, este corazón de carne empezará a arder y reducirá a migajas el corazón de piedra. La conversión es una operación de refinado que va desde el corazón quebra­do del arrepentimiento, al corazón molido y fundido, para terminar en un corazón licuado y líquido. El cura de Ars de­cía que los santos tenían el corazón líquido: «Cuando un co­razón ora de verdad a Dios, añadía, es como dos trozos de cera fundidos juntos». La operación es tanto más dolorosa cuanto más profundo es el endurecimiento del corazón: hay piedras que sólo se pueden quebrar con fuertes golpes de martillo. Dichosos aquellos que se dejan calentar inmedia­tamente a elevada temperatura; no sufren menos en ello.

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pero tienen su purgatorio en la tierra, lo cual les preserva del otro.

Sana el corazón enfermo

Para terminar, quisiera indicaros un camino de conver­sión y curación, no sólo legítimo, sino cálidamente reco­mendado por la Iglesia a todos los que tienen miedo a la conversión y a las grandes purificaciones que exige. Lo he encontrado en san Luis María Grignion de Montfort y tiene un nombre muy preciso: el camino de la Virgen que nos orienta en la verdadera dirección del Espíritu: «Cuando el Espíritu Santo, dice, encuentra a la Virgen en el corazón de un hombre, corre y vuela a él». María es la primera cristia­na en la que ha explotado la gloria y cuyo corazón de pie­dra se ha convertido en un corazón de carne, desde el pri­mer momento de su concepción (Cfr. oración de la fiesta de la Inmaculada Concepción). Fue preservada del pecado, es decir curada de sus heridas antes de contraer la enferme­dad, lo cual es el colmo del perdón.

En este sentido, hay un lazo muy misterioso entre la Vir­gen y los pecadores por los que ella intercede: Santa Ma­ría, madre de Dios, ruega por nosotros, pobres pecadores. El padre Kolbe la llama «la madre amorosísima a la que Dios quiso confiar todo el orden de la misericordia». San Bernar­do la llama «nuestra abogada» junto a Dios para significar que su misión está en la línea del Espíritu, llamado a defen­dernos en el vasto proceso del mundo (Jn 15,26). Hay en Dostoïevski una intuición espiritual que no se puede man­tener en el plano teológico, pero que revela bien el fondo de su pensamiento. Dice que entre Pascua y Pentecostés, la madre de Dios intercede por los condenados y que estos de­jan de sufrir y alaban a la Virgen. Sería preciso leer aquí to­das las oraciones que la Iglesia dirige a la Virgen para com­prender que es refugio de pecadores, consoladora de los afligidos y salud de los enfermos (Cfr. «Bajo tu amparo», «Acordaos», «Salve Regina», etc.).

Para comprender cómo un pecador puede encontrar re­fugio junto a la Virgen, se necesita la ayuda del Espíritu San­to. Para convertirse en un pecador amable para el corazón

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de Dios, hay que pasar por la Virgen. Es la única que tiene de verdad el sentido del pecado pues ha sido preservada de él y sobre todo ha comprendido mejor que nadie, al pie de la cruz, lo que le había costado a Dios y a su Hijo- En este sentido es la madre de la misericordia y nos enseña a con­vertirnos en pecadores que ya no pecan. Por eso hay que pasar por ella para llegar a ser un pecador perdonado.

La Virgen está al comienzo y al final de un camino que lleva a la conversión del corazón quebrantado. Teresa de Lissieux decía: «Si yo hubiese cometido todos los pecados de la tierra, no me detendría en el curso de mi carrera; con el corazón quebrantado por el arrepentimiento, iría a echar­me inmediatamente en los brazos de Dios». Todo puede ser instrumento de condenación menos tener el corazón que­brantado por el arrepentimiento. Supongamos que somos

• ese pecador que ha cometido todos los crímenes de la tierra y que ha tenido la crueldad de defenderse contra el Espíritu Santo y se le pide que haga un acto de esperanza loca en la misericordia de Dios. Es lógico que no lo haga. Pero la Vir­gen inspira esta confianza porque conoce el corazón de Dios.

Para presentarse ante Dios como un pecador que cono­ce su corazón misericordioso, hay que pasar por la Virgen; es un movimiento de la que ella tiene el secreto. Basta mi­rar la vida de los convertidos; tienen el corazón quebranta­do porque han experimentado el camino de la Virgen. La mejor manera de alcanzar la misericordia de Dios, es tratar con la Virgen. Me impresiona ver que muchos de los jóve­nes que viven la consagración a la Virgen, se enrolan en una vida de conversión y santidad. Si no huyésemos tanto de la Virgen, dejaríamos de ser pecadores. Karl Barth decía, ha­cia el final de su vida, que podía explicarse la crisis doloro­sa que atraviesa hoy la Iglesia católica por el abandono de la Virgen y decía con cierta tristeza al escuchar por radio las emisiones religiosas católicas: «¿Es que ya no necesitáis a la Virgen?»

Perdemos las nueve décimas partes de nuestra energía luchando en el vacío para satisfacer nuestro amor propio. Es preciso que el oro puro de la confianza se libere en un corazón quebrantado por el arrepentimiento. Apenas sos­pechamos cuánto contristamos al Espíritu por la crueldad y

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la dureza de nuestro corazón. La Virgen nos enseña a con­vertirnos en pecadores que saben suplicar con dulzura. Es en verdad el deshielo del banco. Ella nos preservará de los peligros del pecado que son reales y de los peligros de la virtud que son también peligrosos. Incluso cuando la virtud empieza a crecer en nosotros, se apresura a mostrarnos cuán pecadores somos, pero lo hace con su dulzura ma­ternal.

Para terminar, resumamos sencillamente la acción del Espíritu Santo en el corazón del cristiano que le llama en su ayuda. Como estuvo en el origen de la creación, está tam­bién en la fuente de la recreación. Cristo lo dice con toda cla­ridad a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios». (Jn 3,5) En el bautismo, el baño del nuevo nacimien­to, purifica al hombre de su pecado y le hace entrar en la comunión de las tres personas divinas. Cada vez que el cris­tiano vive el sacramento de la reconciliación, llamado por san Agustín, el bautismo en las lágrimas, el Espíritu Santo quema un poco más sus raíces de hombre viejo y baña su corazón árido con el agua viva de la vida trinitaria.

Siempre es él quien cura las heridas del pecado, no cerrándolas, dice san Juan de la Cruz, sino reabriéndolas al infinito del amor de Dios para que se conviertan en heridas de amor. Siguiendo a Isaías, los Padres han contemplado siempre la fuente de nuestra curación en el Espíritu Santo que brota del costado abierto de Cristo, de manera que los labios de la herida de Cristo abrazan los labios de nuestra propia herida: «El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados». (Is 53,5). «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea ten­ga por él vida eterna». (Jn 3,14). Pero es sobre todo la irra­diación de la Eucaristía la que nos traerá la salvación: «Para vosotros los que teméis mi nombre, brillará el sol de justi­cia con la salud en sus rayos». (MI 3,20).

El camino de este nuevo nacimiento pasa siempre por la Virgen pues ella ha sido curada antes de contraer la en­fermedad. Ella conoció inmediatamente el segundo naci­miento. Jesús nos orienta sobre este camino cuando dice al apóstol Juan: «He aquí a tu Madre». (Jn 19,17). Compa-

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rad las dos frases de Jesús: «El que no renazca de lo alto, no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,3) y las palabras dirigidas a san Juan. Entonces Nicodemo no comprende, como tampoco nosotros: «¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» (Jn 3,4). Cristo no responde nunca inmediatamente a las preguntas que le dirigen. Pero desde lo alto de la cruz, le responde: «He aquí a tu Madre, en el seno de la cual debes entrar para hacerte niño y en­contrar la puerta del Reino de los cielos».

Oh, tú, que procedes del Padre y del Hijo, divino Pará­clito, por tu fecunda llama ven a hacer elocuente nuestra len­gua y a abrazar nuestro corazón en tu fuego.

Amor del Padre y del Hijo, igual a los dos y semejante en su esencia, tú llenas todo, tú das la vida a todo; en tu re­poso, guías los astros, tú regulas los movimientos de los cielos.

Luz deslumbrante y querida, tú disipas nuestras tinie­blas interiores; a los que son puros tú los haces más puros todavía; tú eres el que haces desaparecer el pecado y la herrumbre que lleva consigo.

Tú manifiestas tu verdad, tú muestras el camino de la paz y de la justicia; tú escapas de los corazones perversos, y tú colmas de los tesoros de tu ciencia a los que son rectos.

Si tú enseñas, nada queda oscuro; si estás presente en el alma, no queda nada impuro en ella; tú le traes el gozo y la alegría, y la conciencia que tú purificas gusta por fin la dicha.

Socorro de los oprimidos, consuelo de los desgraciados, refugio de los pobres, concédenos despreciar las cosas terrestres; guía nuestro deseo al amor de las cosas ce­lestiales.

Tú consuelas y das firmeza a los corazones humildes; les habitas y les amas; expulsa todo mal, borra toda man­cha y derrama tu consolación sobre nosotros y sobre el pue­blo fiel.

¡Ven pues a nosotros, consolador! Gobierna nuestras lenguas, apacigua nuestros corazones: ni la hiel, ni el vene­no son compatibles con tu presencia. Sin tu gracia, no hay felicidad, ni salvación, ni serenidad, ni dulzura, ni plenitud».

(Adán de San Víctor).

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12Infunde calor de vida en el hielo,

doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.

Siempre me ha impresionado, al contemplar el cuerpo de un niño o de un adolescente, su extraordinaria plastici­dad y la flexibilidad de sus movimientos. ¿Por qué nacemos ágiles y tiernos y envejecemos rígidos y duros? En el plan físico los especialistas nos lo podrán decir, no es difícil, pero en el plano moral y espiritual, ¿por qué? A primera vista las cosas no son tan sencillas. Se dice que hacia el fin de su vida, san Serafín de Sarov había recuperado la carne blan­ca y tierna de un recién nacido, hasta el punto de que una niña podía jugar y brincar con él, entre las altas hierbas de la espesura. Y decía a su madre: «Tiene la carne blanca como yo».

Se cuenta poco más o menos la misma experiencia en la vida de san Antonio, escrita por san Atanasio. Después de haber realizado todas las proezas de ascesis, apenas ima­ginables, uno pensaría que Antonio estaba gastado y enve­jecido antes de tiempo. Nada de eso: muere a los ciento cin­co años: «Sin embargo el anciano había permanecido in­demne; tenía los ojos intactos y veía con toda claridad. No había perdido ni un solo diente, aunque sus encías estaban un poco estropeadas a causa de su elevada edad. Sus pies y sus manos estaban totalmente sanos; presentaba mejor aspecto y más fortaleza que los que usan alimentos varia­

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dos, baños y vestidos diversos». (San Atanasio: Vida y con­ducta de nuestro padre san Antonio).

Los grandes espirituales son capaces de demostrarnos que se puede envejecer y morir ágil y tranquilo. Pienso aquí en un hermano converso anciano que conserva una juven­tud de corazón y una agilidad física extraordinarias. Sus her­manos le consideran como santo, no tan sólo un «santo hombre», sino un santo que gira a la velocidad de los ciclo­trones alrededor del misterio de la Santísima Trinidad. ¿Por qué tantas personas al envejecer se hacen rígidas y duras? ¿Por qué tantos hombres son incapaces de escuchar y de entrar en el pensamiento de otro? No ceden nunca. Algu­nos envejecen mal, se quedan duros como un fruto que no ha madurado bien, o se pasan. Sin darse cuenta, más o me­nos conscientemente, han dejado que la ley de la rigidez y de la dureza se adueñe de ellos.

Doma el espíritu indómito

Cuando el hombre viejo domina en nosotros, impone su ley de servidumbre. Al principio, utiliza un cuerpo joven y ágil, una inteligencia viva y despierta, y uno no se da cuen­ta de que es rígido y duro en el fondo de sí mismo; pero al envejecer, no hay más que él actuando en nosotros, y en­tonces en ese momento, vemos muy bien de lo que es ca­paz. Es el hombre viejo el que nos convierte en personas de dura cerviz, de corazón de piedra y de mente estrecha, mereciendo así el reproche que Cristo hace a los discípulos de Emaús, después de la resurrección: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profe­tas!». (Le 24,25). Igualmente reprocha a los once «su incre­dulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quie­nes le habían visto resucitado». (Me 16,14). Se comprende, pues, que la conversión propuesta por Jesús sea una con­versión para volver a encontrar el niño oculto en nos­otros.

No se trata de ser el niño que éramos en el plano físico, sino el niño misterioso y espiritual que es nuestro verdade­ro rostro a los ojos de Dios y que está prisionero en el fon­do de nosotros mismos. Hay en nosotros un niño que gime

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en la espera de la redención de nuestro cuerpo para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios y este niño gime entre dolores de parto, con la creación entera (Rm 8,21-23). Este niño ha sido rehecho y refundido por el agua y el Espíritu, pero debe desprenderse de los tazos que le en­cierran. El primer paso en esta conversión es reconocer que es casi imposible a los hombres, pero que lo que no es po­sible a los hombres es posible a Dios. Es preciso vivir la ex­periencia de un corazón renovado, rejuvenecido por el amor trinitario.

Hay que saber recurrir a la súplica del Espíritu Santo pi­diéndole que suavice nuestras rigideces. Todos los males de los que solicitamos curación nos vienen de la dureza de nuestro corazón. Sólo él, porque mora en el «más profundo centro del alma», puede impregnar y embebecer desde el in­terior nuestro ser (san Juan de la Cruz). Nos santificamos del interior hacia el exterior no a la inversa. La dulzura del Espíritu Santo, aprisionada en nuestro corazón, debe ablan­dar progresivamente la rigidez de nuestro espíritu y suavi­zar las células de nuestro cuerpo para que volvamos a en­contrar nuestro ser de hijos, como Bernanos le hace decir al pastorcillo de Diálogo de carmelitas: «¿He vuelto a ser un niño?»

Jesús habla de un nuevo nacimiento para invitarnos a mirar nuestro primer nacimiento como una comparación útil, para hacernos comprender lo que puede suceder en un segundo y nuevo nacimiento. Actúa de la misma manera cuando coloca un niño en medio de sus discípulos y les in­vita a hacerse como él. En nuestra más tierna infancia, he­mos vivido cosas que pueden servimos de clave para com­prender lo que deberíamos vivir hoy. Pensemos sencilla­mente en el niño que se atreve a pedirlo todo a sus padres y lo hace con insistencia y dulzura. A nosotros adultos, nos cuesta mucho ponernos de rodillas para suplicar al Padre. Preferimos obtener por nosotros mismos lo que deseamos. No se trata de volver a un infantilismo interior; los psicólo­gos nos ponen en guardia, con razón, contra la tentación de volver al calor del seno materno. No se trata pues de in­consciencia, ni de puerilidad.

Por otra parte, este ser de hijos de Dios no hay que bus­carlo en el pasado, está ya en nosotros en estado de ger-

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men. En el bautismo, el hombre viejo, acabamos de decir­lo, ha sido como rehecho y refundido por el Espíritu Santo en el mismo seno de la Trinidad. Hemos sido modelados como arcilla por las manos de Dios que ha insuflado en nuestras narices y en nuestros pulmones su aliento de vida que hace de nosotros un ser vivo (Gn 2,7 y 1 Cor 15,45). He­mos vuelto al mundo después de haber tomado un baño en agua profunda y luminosa: la de la verdad de Dios amor. Porque «ahora somos hijos de Dios y aún no se ha mani­festado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifies­te, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es». (1 Jn 3,2).

Por eso hay una tensión entre lo que existe ya en nos­otros en estado de embrión y lo que no existe todavía pero se manifestará claramente cuando veamos al Hijo único. En­tonces veremos nuestro propio rostro de hijo en el espejo de Cristo. Como dice una de las Odas de Salomón: «Cristo es nuestro espejo, aprended de él cómo son vuestros ros­tros». Debemos buscar nuestro rostro de hijo de Dios de­lante de nosotros, y Jesús dice con toda claridad que hay que «convertirse» para hacerse hijo (Mt 18,3). Si miramos lo que ha sucedido en nuestro primer nacimiento, descubri­remos una imagen de lo que debe pasar en el nuevo. Cada vez que un niño viene al mundo, se representa un verdade­ro drama. El recién nacido entra en la vida lanzando un gri­to que recoge a la vez su extrañeza y su angustia ante la nue­va situación. Es la primera gran separación pues abandona un nido caliente y mullido. Lanza un grito porque roza la muerte al mismo tiempo que conquista la vida. En efecto, la amenaza de ahogarse y el temor visceral, le hacen gritar hasta abrir él mismo sus pulmones, descubriendo así un ca­mino hacia el aire que le permitirá respirar y vivir.

Todo niño nos plantea una pregunta sumamente pro­funda. Para él, no se ha jugado nada y al mismo tiempo se han jugado ya muchas cosas. En el fondo, el hombre no ha puesto nunca en claro el enigma de su nacimiento y sabe­mos muy bien que los traumatismos de su infancia y de su adolescencia tendrán su origen en el grito primario que lan­zó al venir al mundo. Los psicólogos nos dicen que el hom­bre se hace de verdad adulto cuando se sitúa libremente cara a cara a su origen y su fin. Por otra parte, el último acto

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del viviente será también un grito y un suspiro. El recuerdo de este grito quedará hundido en lo más profundo de su ser, no resonará tal vez nunca, pero las vibraciones se de­jarán sentir en su corazón y en su cuerpo. En la coyuntura de grandes dolores y de grandes alegrías el bebé hará de su grito el único lenguaje, pero sin saberlo. El adulto gritará también a la hora de las crisis, y a menudo, su grito será la única oración que podrá lanzar hacia Dios. El autor de la car­ta a los hebreos nos dice que al entrar en el mundo, Cristo oró con gritos y lágrimas: «El cual habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso cla­mor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue es­cuchado por su actitud reverente». (Hb 5,7).

Infunde calor de vida en el hielo

Desde que el niño aparece en el mundo, es cuidado por unas manos que le limpian, le bañan, le calientan, y le ali­mentan pero a las que desconoce. Cuando las reconoce, no se acuerda ya ni de la mitad del papel vital que esas manos han representado. Esta aventura carnal que ha sido la aven­tura de cada uno de nosotros, encierra otra entre Dios y el hombre. Del mismo modo que el niño se hace por las ma­nos que le llevan, por el calor que recibe de la ternura de sus padres, igualmente Israel ha comprendido que había sido hecho por Dios como pueblo, como dice el salmo: «Yavé nos ha hecho porque él es nuestro Dios, y nosotros el pueblo de su pasto». (Sal 95, 6-7). Es una etapa impor­tante, tanto en la vida de un pueblo como en la vida de un hombre y resulta difícil reconocerlo en ciertos momentos pues el hombre acepta con reticencias recibirse de otro y de­pender de él.

Cuando se lee al profeta Oseas, se encuentra esta queja de Dios herido por la ingratitud de su pueblo, lo mismo que Jeremías: «Pueblo mío, ¿qué te he hecho o en qué te he con­tristado?» Para recobrar la memoria de la fuente de donde hemos nacido, hay que tomar a menudo, en la oración, este texto de Oseas: «Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba más se ale­

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jaban de mí: a los Baales sacrificaban, y a los ídolos ofre­cían incienso. Yo enseñé a caminar a Efraím, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer». (Os 11,1-4). Dios utiliza la imagen del niño de pecho para hacer comprender al pueblo la ternura que siente hacia él, pero el pueblo no comprende, pues tiene un corazón duro e incircunciso.

A través de la historia de Israel, Dios hace comprender al pueblo que es su Salvador, tanto en el paso del mar Rojo como en el desierto; poco a poco le hará descubrir que es también su Creador y el Creador del universo; el Dios del Génesis. Israel ha comprendido que si Dios sé ha ocupado de él en su historia, es porque había sido también su Crea­dor en la sustancia de su ser. De ahí el maravilloso salmo 139, que es el salmo en el que el hombre reconoce cómo Dios le ha hecho: «Yavé, tú me escrutas y conoces; sabes cuando me siento y me levanto... Porque tú mis riñones has formado, me has tejido en el vientre de mi madre; yo te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigio son tus obras. Mi alma conocías cabalmente y mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo formado en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra. Mi embrión tus ojos lo veían». (1-2; 13-16). De este modo el salmista reconoce que Dios vela so­bre cada instante de su vida y que es verdaderamente quien le ha hecho. Cristo dirá que el Padre «ve y sabe»: cuenta to­dos nuestros cabellos.

Hay momentos en nuestra vida, con ocasión de un re­tiro, de una etapa que hay que salvar o de una prueba, en los que hay que llegar hasta aquí para comprender el mis­terio del nacimiento espiritual y también el de nuestra muer­te. Sería de desear que conserváramos intacta la impronta de las manos divinas que nos han ido conformando a tra­vés de las leyes de la biogénesis, a través de los cuidados y del amor de nuestros padres como a través de todo lo que nos ha ido sucediendo: «Tú me has tejido en el vientre de mi madre». (Sal 139,13 e Is 44,2). Si descubrimos y conser­vamos esta memoria escondida, sabremos que nacer a la vida terrestre, es también nacer para la vida de arriba:

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Oh hombre, ya que eres la obra de Dios, soporta la mano de tu artesano: él hará todo como conviene.

Ofrécele un cuerpo ágil y dócil, conserva la impronta que te confiere el artesano, conserva en ti algo maleable, para que no pierdas, por tu dureza, la huella de sus dedos.

Conservando el modelo, subirás hacia la perfección: pues el arte de Dios ocultará lo que, en ti, no es más que barro. Sus manos han modelado en ti tu sustancia: él te re­vestirá de oro puro y de plata por dentro y por fuera, y te em­bellecerá de tal manera que el mismo Rey será prendado de tu belleza.

Si entregas lo que te es propio, es decir tu confianza y tu obediencia recibirás la impronta de su arte y serás la obra perfecta de Dios. (S. Ireneo: Adv. Haer. IV.39,2).

El mal viene de que nos escapamos de las manos de Dios. Discutimos con aquél que nos ha modelado: «¿Dice la arcilla al que la modela»: «¿Qué haces tú?» y «¿Tu obra no está hecha con destreza?» Ay del que dice a su padre: «¿Qué has engendrado?» y a su madre: «¿Qué has dado a luz?» (Is 45, 9-10). No hemos reconocido de golpe esas ma­nos que nos han formado, como Israel no reconoció las ma­nos de Dios. Entonces, ¿qué ha sucedido en nosotros? Para comprender por qué nos cuesta tanto amar a Dios de ver­dad, es preciso ver cómo podemos volver a descubrir esta capacidad en la infancia espiritual.

Guía al que tuerce el sendero

Tenemos que conseguir captar el ser que hemos reci­bido de Dios, la impronta de sus manos. San Ireneo dice que las dos manos del Padre son el Hijo y el Espíritu Santo. Por la Palabra «se hizo todo, y sin ella no se hizo nada». (Jn 1,3), y por el Espíritu Santo ha sido recreado todo y en pri­mer lugar el hombre en su ser de Hijo «eligiéndonos de an­temano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucris­to, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia». (Ef 1, 5-6). Si este ser hubiera podi­do desarrollarse tal como Dios lo había querido, si hubiéra­mos en todo momento acertado a coincidir con la ley inter­na del desarrollo de nuestro ser que Dios había previsto

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para nosotros, entonces todo hubiera sido perfecto: «Si vi­vís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne». (Ga 5,16).

Evidentemente, no ha sido esto lo que ha sucedido: «No hemos escuchado la voz del Señor, hemos ido según el ca­pricho de nuestro perverso corazón, a servir a dioses extra­ños, a hacer lo malo a los ojos del Señor Dios nuestro». (Bar 1, 21-22). Se ha despertado en nosotros, en un momento dado, el viejo Adán que san Pablo llama el hombre viejo, el «yo» en el sentido egocéntrico de la palabra, que en vez de escuchar la voz de Dios, ha preferido escucharse a sí mis­mo. Y esto ha impedido que la verdadera personalidad se desarrolle armónicamente en nosotros tal como Dios hubie­ra deseado que la desarrolláramos. Lo dice a menudo: «¡Ay, Israel, si pudieras escucharme!, pero no, te has ido hacia dioses extranjeros».

Es cierto que no somos siempre conscientes de esta opresión del hombre nuevo en nosotros y de la excrecencia del hombre viejo. Hay que reconocer también que somos al mismo tiempo víctimas y culpables, es decir que durante muchos años estos dos seres se desarrollan sin que noso­tros lo sepamos y el día en que descubrimos que el hom­bre viejo oprime al hombre nuevo, es ya tarde para luchar contra él pues ha adquirido hábitos y ha impuesto su dura ley a nuestra persona.

A este propósito, Claudel escribió una hermosa parábo­la, la de Animus y Anima. Se dan en nosotros como dos se­res: está Anima, el alma abierta que siente ganas de cantar, de bailar; y Animus, el hombre viejo, el calculador, el malo, el cruel, el hipócrita. Claudel cuenta que estos dos seres se arreglan más o menos bien. Anima es la esclavita de Ani­mus, pero se mantiene cohibida, no intenta afirmarse pues es él quien rige todo, es el yo que rige nuestra vida; hasta que cierto día Anima cree que Animus está ausente. Anima creyendo que está sola en casa, se siente de pronto libre y se pone a cantar, comienza a reafirmarse. Pues bien, esto es un poco el drama de muchos de nosotros.

El hombre viejo impone su ley al hombre nuevo duran­te años y uno no se da cuenta. Pero a medida que el hom­bre nuevo crece bajo la presión de la vida trinitaria, no so­porta la presencia del hombre viejo. Si continuamos comul­

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gando, haciendo oración y luchando contra el yo egoísta por la caridad activa y pasiva, seremos teatro de un doloroso combate entre estos dos hombres. Es preciso que descu­bramos en nosotros a Animus y a Anima, según la parábo­la de Claudel, para no volver a identificarnos con este per­sonaje que en el fondo, ha usurpado en nosotros el dere­cho a tomar nuestro nombre.

Pero debemos ser conscientes de que si la muerte del hombre viejo exige nuestra colaboración real y efectiva, no será obra nuestra. Es la obra del Espíritu Santo que infunde en nuestro corazón la vida del Resucitado que ha vencido a la muerte en el duelo de Pascua: «Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios ha­bita en vosotros... Y si el Espíritu de aquél que resucitó a Je­sús de entre los muertos habita en vosotros, aquél que re­sucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales». (Rm 8, 9-11).

Tenemos verdaderamente necesidad del Espíritu Santo para incorporar al mundo nuestro ser de hijos de Dios. Pen­samos a menudo en el espíritu de fortaleza para luchar con­tra el hombre viejo, pero debemos pensar también en el es­píritu de mansedumbre para envolver al hombre nuevo en la ternura del Padre. La lucha en la que pensamos es a me­nudo el mal combate del orgullo en nosotros en el que que­remos triunfar por nuestras propias fuerzas. El verdadero combate es el de la oración en la que suplicamos al Padre que se digne renovar en nosotros las maravillas del Pente­costés invisible por el que el Espíritu Santo nos cerca por todas partes. Entonces lo que parecía imposible se hace po­sible por el poder del Espíritu que opera en nosotros el que­rer y el hacer (Fil 2,13).El nos hará dóciles a la voz del Pa­dre. No es fácil conservar el equilibrio, como les sucede a los niños que aprenden a andar y caen continuamente. Os­cilamos entre un voluntarismo furioso y un abandono pere­zoso. Esto no es grave mientras aceptemos volver a colo­carnos en el camino del justo. Solamente el Espíritu Santo puede hacernos lo suficientemente dóciles como para en­derezar en nosotros todo lo que está desviado.

Digamos para terminar que la infancia espiritual no es una actitud moral que Cristo ha venido a describirnos y a enseñarnos para reproducirla exteriormente, sino que es el

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secreto mismo de su vida, pues él la vivía antes de ense­ñarla. Sabéis que se pueden considerar las bienaventuran­zas como el retrato mismo de Jesús; se podría decir otro tanto de la infancia espiritual. El primero que tiene el espí­ritu de infancia es el Verbo. Con más exactitud dice el pa­dre Molinié: «El Verbo tiene espíritu filial, primera compo­nente del espíritu de infancia, nosotros añadimos a él un matiz de pequeñez que se refugia». Por eso el camino de la infancia no es un camino de rebajas, un tema marginal del evangelio o una actitud facultativa: es el secreto mismo de Cristo. Y sólo el Espíritu de infancia puede escrutar las pro­fundidades del Padre (1 Cor 2, 10-16).

En el fondo, «Cristo ha sido el único Hijo que no ha te­nido problema de Padre» (Antonio Bloom). Es el único Hijo para quien el Padre es el que es en realidad. Y no precisa­mos más porque no sospechamos este misterio de la rela­ción filial de Cristo con su Padre. La expresión «problema», no es teológica pero nos hace presentir a partir de la «crisis del Padre» que vivimos en este momento, el perfecto acuer­do que se da entre Jesús y su Padre.

En cuanto Hijo, se sabe totalmente recibido del Padre, en cuanto Verbo encarnado, su humanidad se sabe recibi­da de Dios. La humildad de Jesús respiraba la infancia es­piritual: «En todo momento, dice Taulero, Cristo lo recibía todo de su Padre y él refería todo a su Padre, sin inquietud ni por el pasado ni por el porvenir». El hombre que de un extremo al otro de su existencia, ha vivido dócil y manso es más apto para sufrir, pero también es más plenamente hom­bre. Jesús ha sido el Hijo de Dios por excelencia, sin rigi­dez; sabía muy bien que iba a la cruz, pero vivió como un hijo, sin atormentarse antes de tiempo. Vivió la amistad y el sufrimiento en el momento presente y no ha endurecido su rostro ante los que le golpeaban (Lam 3,30).

Podremos ser hijos para el Padre en la medida en que estemos injertados en el Hijo y nos hagamos uno con él. En la medida en que, según la expresión de san Ireneo: «En el Hijo único, porque nos hemos hecho uno con él, nos con­vertimos en el Hijo único de Dios». En efecto, Dios nos en­gendra por adopción tan estrictamente como engendra a su Hijo por naturaleza. Nos hacemos sus hijos en sentido es­tricto; no sus hijos sino el Hijo, porque no hay más que uno.

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Cuando Dios pierde a uno de nosotros porque dejamos de amarle, pierde su Hijo, pues un rostro de su Hijo ha muerto en nosotros.

Hay períodos en la mitad de la vida en los que hay que reflexionar sobre la infancia espiritual: ¿Dónde estoy yo? Es preciso a veces estar en un período de desarrollo espiritual interior para escuchar este mensaje. Cada vez que atrave­samos una crisis, hay que escuchar la palabra del Espíritu. El psicólogo Karl Jung dice «que no se puede vivir la segun­da parte de la vida del mismo modo que la primera». Esto no quiere decir que se deba dar un cambio de ciento ochen­ta grados. La infancia espiritual es un camino muy sencillo, abierto a todo el mundo, porque no exige grandes proezas, sino un desarme interior.

Invocación filial

Jesús, Verbo eterno, engendrado por el Padre, existías antes de los siglos; como resplandor de su gloria y efigie de su sustancia (Hb 1,3). El Espíritu Santo tejió tu cuerpo en Ma­ría la Virgen Santísima y purísima (Le 1,35). Al entrar en el mundo, dijiste al Padre: «He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10,7). De María, la Virgen fiel, la creyente por excelencia, has aprendido a decir al Padre: «Que se haga en mí según tu palabra». (Le 1,38). Has sido el hijo muy ama­do del Padre en quién él encontraba todas sus complacen­cias. (Mt 3,17). Has pasado largas noches (Le 6,12) contem­plando el amor del Padre a los hombres y le has orado con súplicas y lágrimas. Desvelamos todo tu ser de Hijo en el in­terior de tu santa humanidad.

Tú no has estado nunca solo (Jn 8,29) porque estabas continuamente en diálogo con tu Padre. Has hecho siempre lo que le agradaba (Jn 8,30), has dicho siempre lo que él te pedía que dijeses (Jn 12,48-49). Has sido el Hijo perfecto que coincidía en todo momento con la vida que recibía del Pa­dre. Has recibido esta vida de él y se la has devuelto en un último beso de amor (Le 23,46). A nosotros que somos hijos adoptivos, concédenos el don de tu oración, danos tus gus­tos de dulzura y humildad.

Te has ofrecido a ti mismo, sin mancha, a Dios por un Espíritu eterno (Hb 9,14). Cada vez que celebramos tu mis­terio pascual, envías tu Espíritu sobre el pan y el vino para

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que se conviertan en tu Cuerpo y tu Sangre (primera epiclé- sis de consagración). ¡Oh Cristo resucitado, llénanos de este mismo Espíritu y concédenos el ser un solo cuerpo y un solo espíritu en ti! (segunda epiclésis de comunión). Y que tu Es­píritu Santo haga de nosotros una eterna ofrenda a tu gloria (P.E.III), para que podamos ofrecer nuestro cuerpo en sacri­ficio espiritual y en adoración verdadera (Rm 12,1).

Padre santo, no podemos ser tus hijos sin seguir a tu mas, tus manos nos han acogido, alentado, alimentado, pero nosotros escapamos continuamente de tu abrazo paterno para ir a gastar nuestros bienes en un país lejano. Haznos volver a ti y abrázanos con ternura (Le 15,20). Envía a nues­tros corazones el Espíritu de tu Hijo que nos hace gritar: ¡Abba! ¡Padre! (Ga 4,6). No permitas que nos apartemos de ti apartándonos de nuestros hermanos.

Padre Santo, no podemos ser tus hijos sin seguir a tu Hijo único, renunciando a nosotros mismos y llevando nues­tra cruz (Mt 16, 24-25). Cuando sentimos terror y angustia, ante la agonía, enséñanos a permanecer junto a Jesús, para velar en oración. Que él renueve en nosotros el misterio de su súplica y de su abandono entre tus manos: «¡Abba! ¡Pa­dre! todo es posible para ti; aparta de mí esta copa, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú». (Me 14,36).

Somos tus hijos y los coherederos de Cristo, porque su­frimos con él para ser también glorificados con él. Como no hay ninguna comparación entre los sufrimientos del tiempo presente y la gloria que debe manifestarse en nosotros (Rm 8, 16-18) haznos experimentar el poder de la resurrección de tu Hijo, para que podamos entrar en la libertad de la gloria de tus hijos.

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13Reparte tus siete dones

según la fe de tus siervos. Por tu bondad y tu gracia

dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse

y danos tu gozo eterno.

Una de las cosas que más paralizan a los creyentes y que más les impiden avanzar hacia Dios, es la falta de con­fianza, dice el venerable padre Liberman, fundador de los Padres del Espíritu Santo. Muchas personas parecen faltas de generosidad y de hecho les falta confianza, o la genero­sidad que les falta es la que consiste en fiarse de Dios. Uno se apoya entonces sobre la generosidad que cuenta consi­go mismo y no sólo con solo Dios. Se quieren hacer mu­chos esfuerzos, ser generoso, y no se comprende que la pri­mera generosidad consiste en entregar la confianza a Dios.

El padre Liberman añade que es un punto en que el di­rector de conciencia deberá batallar lo más enérgicamente posible y tendrá que volver muchas veces sobre este don pues el discípulo querrá a menudo dar otra cosa a Dios. El padre espiritual debe experimentar que es el primer com­bate que lleva a la victoria de la fe (1 Jn 5,4). Cuando Pedro dice en su carta que «a los ojos de Dios la fe es más pre­ciosa que el oro perecedero» (1 P 1,7), trata de esto mismo. Habitualmente, el discípulo es muy poco consciente de la importancia de la fe, entretiene a su director con otros com­bates y se mantiene a nivel de los problemas: qué hacer para ser manso, humilde, casto, para encontrar tiempo para orar, etc. El verdadero padre espiritual no debe alejarse del verdadero combate de la fe y mientras nota que aún no hay

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la dosis necesaria de confianza —y por tanto de súplica—, conducir a su hijo a este combate y no permitirle que plan­tee otros problemas. «Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre» (Jn 16,24) porque no tenéis confianza.

Hemos creído en el amor de Dios para con nosotros

La verdadera conversión que Jesús nos propone en el evangelio está magníficamente expresada en el Veni Sáne­te, en forma de oración, en la última estrofa: «Im'parte tus siete dones según la fe de tus siervos». Cuando evocamos la conversión, pensamos a menudo en la lucha contra tal pe­cado o tal defecto o en los esfuerzos que tendremos que ha­cer para mejorar nuestra vida. Sin excluir esta interpreta­ción, pienso que la conversión es mucho más profunda y al­canza el nivel del ser, al mismo tiempo que la vida moral. Estamos realmente convertidos el día en que se realiza en nosotros una revolución copernicana que consiste en esto: no somos nosotros los que giramos alrededor de Dios para buscarle y amarle, sino que es Dios el que gira alrededor de nosotros para mendigar nuestra confianza.

Siempre estamos tentados de creer que nosotros tene­mos la iniciativa de amar a Dios, de pedirle o de trabajar para él; pero la Escritura nos dice exactamente lo contra­rio: «En esto consiste el amor: no en que nosotros haya­mos amado a Dios, sino en que él nos amó». (1 Jn 4,10) y ése es, tal vez, el versículo fundamental del Nuevo Testa­mento. Un poco más adelante, Juan comienza otro versícu­lo diciendo: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él». (1 Jn 4,16). La conversión propuesta por san Juan es una verdadera revolución coper­nicana, un giro que consiste en descentrarse y relativizar la propia persona. No estamos ni en el centro ni en el primer lugar; es Dios el que está en el centro y nosotros, en el se­gundo término. Es la verdadera «metanoia» que nos hace girar alrededor de Dios como satélites. Desde ese momen­to, nada cambia en nuestra manera de obrar y seguimos tra­bajando como antes, pero en el fondo todo ha cambiado. En nuestro corazón se ha instalado una paz, una mansedum-

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bre, una ternura, un valor, una serenidad y una alegría que son los frutos del Espíritu (Ga 5,22) y que transforman nues­tra vida.

Los santos han realizado esta revolución copernicana que les ha proyectado sobre la órbita de Dios. La conver­sión interior es un verdadero vuelco del corazón que corres­ponde a lo que Jesús dice en el evangelio de la infancia es­piritual: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos». (Mt 18,3). Los que entran por este camino de la conversión interior y de la infancia espiritual se convierten en grandes santos, pero no tienen conciencia de serlo; muy al contrario, se pro­claman grandes pecadores. Y aquí está la paradoja del evan­gelio: el que quiere hacerse grande por sí mismo —por sus obras, diría san Pablo— se hace en realidad muy pequeño. Al contrario, el que se humilla y se hace pequeño será en­salzado (Le 18,14). Así fue la verdadera conversión que tuvo que hacer Pablo en su vida, después del camino de Damas­co. Pasó de una vida en la que pensaba hacer todo por sí mismo para captar a Cristo a una vida en la que el poder del Espíritu le justificó y santificó gratuitamente, dándole la fuerza para trabajar por el Reino.

Pablo mismo afirmó que él ponía su gloria en Jesucris­to y no se fiaba de sí mismo: «Aunque yo tengo motivos para confiar también en la carne. Si algún otro cree poder confiar en la carne, más yo» (Flp 3,4). Aquí está el «proble­ma», confiar en sí o confiar en Jesús. Pablo respondió des­pués de haber conocido a Cristo, el Señor: «Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Je­sús, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe». (Flp 3, 89).

¿En quién ponemos nuestra fe? ¿En quién ponemos nuestra confianza? Este es el único problema de la vida es­piritual y la única pregunta que Jesús nos hace a menudo bajo forma de reproche, cuando el miedo y la angustia nos oprimen porque no conseguimos andar sobre las aguas: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?» (Mt 14,31). Y te­nemos que confesar que nos reconocemos a nosotros mis­mos en esta frase de Jesús: «¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo habré de soportaros?» (Me 9,19).

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Para cada uno de nosotros, el verdadero problema es saber en quién ponemos nuestra confianza. Basta leer la marcha de Jesús sobre las aguas para comprender que la única postura de la vida espiritual es la confianza. Jesús vie­ne hacia los discípulos caminando sobre el mar y éstos, en­loquecidos, lanzan gritos: «Animo, les dice, soy yo, no te­máis». (Mt 14,27). El hombre no puede impedir tener miedo cuando Dios se acerca. Por eso cada vez que Dios «telefo­nea» a la tierra, antes de hablar, hace sonar una señal: «No temáis... No tengáis miedo». Así obra con Zacarías (Le 1,13) y con María en la Anunciación (Le 1,30). Y como señal del poder de Dios, el ángel anuncia a la Virgen la maternidad de Isabel pues «para Dios no hay nada imposible»; (Le 1,37), Zacarías duda porque pertenece a esa raza incrédula que no cree en la Palabra (Le 1,20). Pedro recibe también una se­ñal: «Señor, si eres tú mándame ir donde tú sobre las aguas. «¡Ven!», le dijo. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas». (Mt 14,29). Pero en un momen­to dado, tiene miedo y se hunde en el mar.

¿Qué hacer para andar sobre las aguas cuando hay vien­to? Este es el problema de Pedro. Al principio, cree que pue­de andar pero cuando llega la tesmpestad, tiene miedo y se asusta. Pero tan extraordinario es andar sobre las aguas cuando hace buen tiempo como cuando hay tempestad. Se imagina que el problema es saber si hace buen o mal tiem­po, cuando se trata de un problema de confianza. Cuando hacía bueno, estaba ilusionado y se fiaba de él más que de Cristo. Mira a sus pies en vez de tener «los ojos siempre fi­jos en Jesús, el testigo de la fe». (Hb 12,2). Y Jesús le re­procha su falta de confianza: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste»? (Mt 14,31). La tempestad no ha hecho más que desvelar su falta de confianza.

Sigue diciendo el padre Liberman, que la gente plantea a su director problemas de tempestad o de «no tempestad», de fatiga o de «no fatiga». Creen que es posible en ciertas circunstancias e imposible en otras. En los momentos en que todo va bien, tienen confianza. En los momentos de fa­tiga o de depresión, todo se viene abajo. Dios les quita sus ilusiones. Así en nuestra vida, descubrimos, gracias a cier­tos acontecimientos, que es muy exigente el fiarse de Cris­to. Entonces, confesamos nuestra poca confianza. Como el

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padre del hijo poseso, nos sentimos empujados a gritar a Jesús: «¡Creo! ¡Ayuda a mi poca fe!» (Me 9,24).

Cuando empezamos a comprender esto, ya no es posi­ble dejarse «poseer» por otros problemas. La astucia del de­monio consiste en hacer creer que las dificultades o debili­dades vienen de una causa exterior y no de la falta de con­fianza, sobre todo cuando todo marcha bien y uno confía en sí. En este momento es cuando hay que estar vigilante. Me dan ganas de decir que no nos conocemos. En el mo­mento en que no nos sentimos pecadores —porque Dios está ahí— es cuando tenemos más peligro de serlo. Y en el momento en que sentimos más pesadamente el peso de nuestro pecado, es cuando a los ojos de Dios, somos me­nos pecadores porque Dios tiene piedad de nosotros, mien­tras que está lejos de los orgullosos y de los soberbios.

Tenemos que estar atentos a lo que hacemos cuando todo va bien, pues podemos complacernos en ello, disgus­tar a Dios y no llegar hasta el final del don de nosotros mis­mos. San Alfonso de Ligorio dice en cierta ocasión que de­bemos orar intensamente en los períodos de calma pues, en el momento en que seamos asaltados por la tentación, no tendremos ni ganas, ni fuerzas para orar. La confianza en nosotros nos ciega en los períodos de buen tiempo, en­tonces nos instalamos confortablemente en el sentimiento de ser amados por Dios y no nos damos prisa en ser gene­rosos para darlo todo, sobre todo ese pequeño milímetro que guardamos siempre para nosotros. Están los demonios encadenados y conocemos una verdadera libertad interior que nos permitirá darlo todo, pero nos adueñamos de la gracia. Entonces es cuando hay que inquietarse para no per­der ninguna ocasión de ir hasta el final de la oración y del don de sí mismo. Luego ya no podremos pues estaremos atados por nuestras tendencias y miedos. En el momento del juicio, Dios nos dirá: «En aquel momento pudiste fiarte del todo, y no lo has hecho», ya que no tendremos excusas.

Creer para recibir el Espíritu Santo

Por eso se nos propone la gran conversión de pasar de la confianza en sí a la confianza en Cristo. San Pedro lo dice claramente en los Hechos, en su discurso de Pentecostés:

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«Convertios y hacéos bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo». (Hch 2,38). Es preciso, pues, que nuestro yo se descentre para consagrarse a Jesús, creer en él y recibir el bautismo. Consagrarse a Jesús, no es tan sólo escuchar sus palabras, seguirle o imitarle, es sobre todo encontrarle personalmente invocando su nombre (Hch 8,16; 10,48; 19,5; 22,16). La fórmula de Pedro, «recibir el bautismo en el nom­bre de Jesús», indica que el bautizado se encuentra en es­trecha relación con el nombre, es decir con la persona mis­ma de Jesús resucitado.

No hay que engañarse sobre este encuentro personal con Cristo resucitado hoy que es un acontecimiento espiri­tual y totalmente interior. El rostro de Cristo nunca se ma­nifiesta desde fuera. No podemos ver «este rostro invisible de Cristo más que volviéndonos hacia nuestras propias pro­fundidades y viéndole emerger de ellas» (A. Bloom: Certi­tude de la foi). «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mi» (Ga 2,20). «Cristo habita en nuestros corazones por la fe» (Ef 3,17), pero no cesamos de esperarle fuera para en­contrarle dentro. En el fondo, es preciso estar habitado in­conscientemente por este rostro de Cristo para reconocerle cuando se presente fuera, y bajo todas las formas posibles. Como dice un monje desconocido del siglo xm comentando la aparición del Resucitado a María Magdalena: «Me apare­ceré a ti también fuera, y así te haré volver sobre ti misma, para hacerte encontrar en lo íntimo de tu ser a aquél a quien buscas fuera». (P.L., 184,766).

Esta presencia interior de Cristo resucitado en las pro­fundidades del corazón es obra del Espíritu Santo que resu­citó a Jesús de entre los muertos y que mora en nuestros corazones. En el capítulo 8 de la carta de los romanos, san Pablo dice en cuatro ocasiones que el Espíritu (v. 9 y 11) y Cristo (v. 10) habitan en nosotros: «Y si el Espíritu de aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en voso­tros, aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros». (Rm 8,11). Así, la característica pro­pia del Espíritu es el poder y la fuerza que resucitó a Jesús de entre los muertos, haciéndole pasar a una vida nueva. Ahora bien, sabemos que la muerte es el supremo obstácu­

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lo del hombre. Si ha sido vencida por la fuerza extraordina­ria del Espíritu, hay que creer que éste es capaz de hacer también en nosotros las mismas maravillas. Del mismo modo, cada vez que Pablo habla de anunciar la buena noti­cia del Reino que penetra en los corazones, la asocia al po­der del Espíritu: «Que no está en la palabrería el Reino de Dios sino en el poder». (1 Cor 4,20). ¿Creemos que el Espí­ritu Santo es capaz de hacer en nosotros obras humana­mente imposibles a nuestras propias fuerzas? En la Iglesia la oración sería incomprensible sin esta confianza en la fuer­za de Cristo que actúa por el Espíritu a través de sus miem­bros. La Iglesia es el lugar de encuentro perceptible entre nuestra oración y el poder de Dios. Cuando un hombre ad­quiere conciencia de esta realidad del Espíritu que vive en él y se hace dócil a sus inspiraciones, es capaz de realizar lo imposible porque pone su confianza en este Espíritu que ha resucitado a Jesús de entre los muertos.

La Iglesia aparece así como la comunidad orante de los que saben que por la oración reciben el poder transforman­te del espíritu de Cristo, de los que se han hecho sensibles a este poder, capaces de hacer esta experiencia: «La Iglesia es el lugar espiritual en el que el poder de Dios se experi­menta constantemente en la oración, es el lugar donde el Espíritu se experimenta como poder, y esta sensibilidad es­piritual de los fieles a la presencia y a la acción de Dios es provocada por el Espíritu» (Dimitru Staniloaé: Oración de Jesús y experiencia del Espíritu Santo). Experimentar el po­der del Espíritu no quiere decir necesariamente realizar obras extraordinarias, aunque esto puede ocurrir gratuita­mente pues nunca sabemos lo que va a hacer el Espíritu, ya que a él le toca decirlo, pero nos dará sobre todo el va­lor apostólico, la alegría interior, la mansedumbre y la ter­nura de los que creen y viven su presencia. En una palabra, los siete dones prometidos realizan en nosotros los frutos del Espíritu y nos llenan de gozo y alegría: «El fruto del es­píritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fi­delidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos se­gún el Espíritu, obremos también según el Espíritu». (Gal 5,22-25).

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La última frase de san Pablo da a Pedro, andando sobre las aguas, la única respuesta válida que no puede descubrir a causa de su falta de fe: «Si vivimos según el Espíritu, obra­mos también según el Espíritu». (Ga 5,25). Pedro quiere an­dar sobre las aguas sin la vela de la confianza y el viento del Espíritu Santo, por eso fracasa lamentablemente. Habría que leer aquí lo que diremos en el capítulo 15 sobre la ta­bla a vela1. Pedro se ha olvidado simplemente de la vela, la tabla y el viento o más bien ha querido ignorarlo porque contaba sobre todo con la fuerza de sus piernas. Si hubiera desplegado las velas de la confianza, habría logrado andar bajo el impulso del Espíritu Santo y habría podido franquear las distancias que le separaban de Cristo. Prefiere desple­gar una energía humana considerable que no dará ningún resultado pues se hunde.

No hay que creer que la fe en el poder del Espíritu es una solución fácil que nos dispensa del esfuerzo. El manejo de la tabla a vela exige un esfuerzo de aprendizaje y agili­dad para aprender a mantener el equilibrio en el mar, pero este esfuerzo es de otro orden que el de Pedro, es una ener­gía secreta y ágil, en las antípodas de la rigidez del orgullo para colarse bajo la moción del soplo del Espíritu. Los vo- luntaristas no hacen ningún esfuerzo y sólo piensan en el viento. El esfuerzo que se propone aquí es el que Teresa aconseja a Sor María de la Trinidad, en la parábola de la es­calera: «Hay que levantar el pie», esperando que un día Aquél que nos mira con amor desde lo alto de la escalera vendrá a tomarnos en sus brazos, como en un ascensor.

Dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse

Es muy cierto que hay que hacer un esfuerzo de cons­tancia y perseverancia, pero estamos tentados de decir: ¿Para qué sirve levantar el pie o tensar la vela? Si el ascen­sor o el viento son los que deben llevarnos, vale más des­cansar y esperar. Y aquí aparece el veneno del voluntaris­mo tanto como el del quietismo, pues este esfuerzo aparen-

1 Por tabla a vela traducimos la palabra inglesa windsurfing y el de­porte del mismo nombre consistente en sostenerse de pie en el agua so­bre una tabla provista de una vela que utiliza el deportista para equilibrar­se y avanzar.

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temente inútil produce un resultado, el de agotar la preten­sión de nuestro orgullo que quiere prescindir de Dios para andar sobre las aguas. Dios nos salvará no por nuestros es­fuerzos, sino como respuesta a nuestros esfuerzos de con­fianza. Para llegar ahí, hay que atravesar un paso, un test; la desesperación de no llegar a dar a Dios la confianza que espera de nosotros. El hombre que no ha sido tentado de desesperación no sabe nada, pues no ha caído suficiente­mente hondo para dar un salto en la esperanza y la confian­za. Como veremos más adelante, se la proporcionará la ora­ción de súplica, como a Abraham: «Esperar contra toda es­peranza (Rm 4,8), ante la promesa divina, no cedió a la duda con incredulidad: más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido. Por eso le fue reputado como justicia». (Rm 4, 20-22). La confianza es algo inaudito y completamente imposible, que nos hace avanzar por don­de el camino está humanamente bloqueado. La fe tiene este privilegio: nos es dada por Dios, pero nosotros podemos también devolvérsela.

Por eso, la fe nos justifica y nos santifica, no sin las obras, sino porque la confianza es tan poderosa que nos hace realizar obras imposibles cuando nos vemos abando­nados a nuestras propias fuerzas. Para eso hay que tener la valentía de temblar y de esperarlo todo de Dios pidiéndo­selo: «Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece». (Flp 2,12). En este sentido, Dios re­compensa nuestra constancia y nos concede al mismo tiem­po la salvación final. (Ultima estrofa del Vertí Sánete Spi- ritus). La santidad no se realiza sin nuestra cooperación, pero no es obra nuestra, es una respuesta a nuestra fe y a nuestra oración pues en el mundo de Dios, «todo es gracia» (Santa Teresa de Lisieux). La salvación es gratuita pero no arbitraria pues Dios no «siembra su gracia a todos los vien­tos». Espera nuestra colaboración, y la única manera de co­laborar a la gracia es creer en ella y pedirla. Por eso Cristo no cesa de repetir en el evangelio: «Lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre». (Jn 16,23).

Por eso en su oración al Espíritu Santo, la Iglesia no di­socia nunca el mérito y la recompensa. En la tabla a vela,

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merece uno ser transportado por el viento, si se hacen es­fuerzos para ello. Se merece por el deseo: el deseo que fra­casa conduce un día al deseo que triunfa. Más aún, el mis­mo deseo que inspira perseverar en el tiempo de los esfuer­zos estériles, inspira también la acción fecunda que es la re­compensa. Merecer es aprender a conseguir la recompen­sa: el gran problema de la vida cristiana es el de la recom­pensa, es decir el cielo, y no el de la tierra, a pesar de las apariencias. «Lo que nos conduce al misterio de Cristo es a la vez el Salvador y la recompensa, el camino del cielo es el cielo mismo. Dejarse salvar por él, es entrar en el cielo». (M.D. Molinié: Adoration ou désespoir, pág. 203). En el fon­do necesitamos un Salvador y no una solución para conse­guir la salvación. Cristo es el único que puede sacarnos de ese estado descrito por san Pablo en el que «no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero». (Rm 7,19). Tenemos que aprovecharnos de esta salvación. ¿Y cómo podremos si no experimentamos, o al menos presentimos, que somos pecadores incapaces de elevarnos por nosotros mismos?

Por eso, si aceptamos gritar a Dios, él nos enviará el Sal­vador, la recompensa y la salvación. El que comienza a com­prender esto se libra de dos tentaciones que amenazan con­tinuamente a la virtud de la esperanza: la presunción de creer que lo puede todo él sólo, sin el socorro de Cristo y la desesperación del que lo cree todo perdido. El que com­prende esto construye su vida sobre roca. Lo que interesa a Dios como sabio arquitecto, dice Pablo, son los cimien­tos, es decir la roca de la confianza en Jesucristo (1 Cor 3, 10-15). Las obras no son un problema para Dios, él nos las puede dar todas y por añadidura la santidad y aun el mar­tirio, pero lo que le plantea problemas, es encontrar quien le dé el subsuelo de la confianza. Por eso, cuando Ignacio enrola al ejercitante en los ejercicios de treinta días, le pide en primer lugar que edifique el «fundamento» sobre el que va a edificar su vida, es decir el deseo de buscar únicamen­te lo que agrada a Dios, su voluntad.

«El gran medio de la oración»

Es el título de un librito escrito por san Alfonso de L¡- gorio, a propósito del cual decía que era el libro más im-

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portante que había escrito y que deseaba verlo en las ma­nos de todos los cristianos. En este libro, explica que el cre­yente, enfrentado a las exigencias de la ley moral y del evan­gelio, es radicalmente incapaz de obedecer con la sola ayu­da de la gracia ordinaria y que necesita una gracia especial que no le puede ser dada sino por una oración intensa, con­fiada, humilde y perseverante. Es el gran medio, añade, para salvarse. «El que ora se salva, el que no ora se condena». En el fondo, expresa de una manera concreta lo que hemos estado diciendo en todo este capítulo. La oración es la prue­ba más segura de que hemos puesto nuestra confianza en Dios, esperando de él sólo la gracia de obedecerle.

En este sentido, se podría prolongar de otra manera la reflexión del padre Liberman citada al comienzo. Dice que el padre espiritual debe asegurarse de que su discípulo ha puesto en Dios toda la confianza posible. Lo que equivale a decir que el director espiritual debe de tener un don de za­hori para detectar y sentir, a menudo de una manera incons­ciente, si está tratando con uno que «está de rodillas» o con uno que no lo está. En este sentido, impresiona ver a algu­nos santos, como Serafín de Sarov por ejemplo, que rehu­saban hablar o responder a las preguntas que les hacían, si el que acudía a ellos no oraba. En el fondo, es grave poner­se de rodillas y es todavía más grave no quererse poner. Santo Tomás de Aquino decía que la conversión de un hom­bre que se pone a orar de verdad es un acontecimiento más extraordinario que la resurrección de un muerto. Por la sen­cilla razón de que quien está de rodillas es un signo de es­peranza y de confianza.

Se puede decir que no existe otra resolución práctica que orar. Los que tienen experiencia de situaciones límites —pienso en los minusválidos del amor— saben muy bien que hay momentos en los que el único consejo que se pue­de dar es la súplica. Si alguno nos dice, por ejemplo, que no puede amar, ser casto o soportar una prueba, no se le puede decir más que: «Pídelo». Puede ocurrir incluso que sea incapaz de ello. Uno dijo un día a un sacerdote que le aconsejaba la súplica: «No comprende que al decirme eso, me desespera, pues no lo sé hacer. Y mi desesperación es ésa». Entonces, sólo queda saber si alguien pide por noso­

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tros. Al decir a otro «pido por ti», debemos hacerlo de ver­dad y brotando del corazón.

La resolución de suplicar es mucho más importante que todo lo demás. Hay mucha gente que hace meditación tras­cendental, concentración, yoga o zen y no suplican. Algu­nos incluso recitan plegarias y participan en la misa, sin arrodillarse o inclinarse. Cristo podría decirles: «Todavía no has pedido nada en mi nombre». (Jn 16,24). Puede que has­ta haya religiosos que no hayan pedido nunca nada; no sa­ben ni siquiera lo que es eso, y se afanan por decir «gra­cias» sin haber dicho «todavía». Isaac de Nínive dice que en una generación, «es raro encontrar entre un gran número un solo hombre que haya alcanzado la oración pura» (Trai­té pág. 156). La mayoría de los hombres quieren obtener por su esfuerzo lo que no quieren pedir como mendigos.

La súplica choca en nosotros con un rechazo que nos impide la comunicación. Para entrar en comunicación con otro, hay que tender la mano y salir de sí. Mientras no ha­gamos este gesto —al que podrán seguir otros muchos, a saber la acción de gracias, la alabanza, el abrazo— hay una parte de nosotros que discute y contesta. Decimos que ama­mos pero, ¿a qué profundidad de nuestro ser está compro­metido este amor? Sin embargo en la petición, salimos de nosotros mismos para ir hacia el otro.

A nivel metafísico no hay otra salida que la súplica. Lo cual hace decir al padre Molinié que «la cima de la perfec­ción cristiana, es saber pedir». Basta mirar la vida de los san­tos; cuando se encuentran acorralados en situaciones lími­te, hay un cliché que se repite sin cesar: «Recurrió a su re­curso habitual que era pedir socorro». En el fondo, un san­to es quien no tiene otra solución que la súplica. Nuestra si­tuación es diferente: queremos pedir, pero también tener soluciones de recambio para el caso en que la súplica no marche. Esto es precisamente lo que hace que la súplica no tenga esa fuerza desesperada que trasvasa los montes y los hace precipitarse en el mar. Guardamos soluciones de re­cambio y no nos entregamos del todo a esta oración de petición.

Algunos dirán: «La santidad no está en la oración de sú­plica, sino en el amor, la súplica es una etapa que hay que superar para entrar en la etapa de la alabanza y de la ac­

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ción de gracias». Podríamos responder: «¿Qué clase de amor es aquél que no suplica? ¿Habéis visto acaso un amor que no mendiga?» Yo por lo menos no lo conozco. Aun el amor de Dios para con nosotros es una súplica pues él nos ha amado primero (Jn 4,10). Dios es aquél que está volca­do hacia el otro en un deseo de comunicación y no teme su­plicar: «¿Quieres escucharme, darme tu corazón, tu liber­tad?» Cuando suplicamos, no hacemos más que responder a una súplica de Dios. Por eso la súplica no es una actitud que hay que superar pues pertenece a las costumbres divi­nas. En el corazón de la Trinidad, las personas se piden re­cíprocamente el amor unas a otras y se lo devuelven en un movimiento de acción de gracias.

Si no existiese la revelación trinitaria, no podríamos ha­blar así de la súplica. Ya entre amigos, nos mendigamos el amor y lo hacemos con una fórmula que es una oración: «Dame tu amistad, por favor». Dios no nos mendiga otra cosa; ni siquiera se puede decir que nos pide el amor pues nos lo da. Mendiga nuestra miseria, es decir nuestro vacío y nuestra aptitud para recibir el amor: es la única cosa que nos pertenece en propiedad y que podemos darle. Dios es el único que ha resuelto el problema de la comunicación pues, en el corazón de la Santísima Trinidad, las relaciones son perfectas. Lo que marcha menos bien, es la relación del hombre con Dios y de los hombres entre sí, hasta el punto de que muchos están sepultados en su soledad. Si quere­mos reemprender los caminos de la comunicación, tenemos que aprender a tender la mano hacia el Otro o los otros y por tanto aprender a suplicar. No superaremos nunca la sú­plica, pues en la cima de la perfección, seguiremos supli­cando a Dios que no nos abandone. Aun en la eternidad el hombre suplica a Dios y este responde «sí» a su súplica eter­na. Es la danza trinitaria de las súplicas de Lewis en el que por un momento la eternidad tiene un espesor eterno.

¿Qué hacer para entrar en la súplica? «Tomad el tren, no importa para dónde, ni cómo, y precisamente sobre lo que no marcha en vuestra vida. Si todo fuese bien, no po­dría daros este consejo, pero tengo cierta esperanza de que no todo vaya demasiado bien. Aprovechad entonces esta ocasión para decir: «Señor, ten misericordia de mí». Al co­mienzo, os costará trabajo, como a una locomotora aban­

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donada desde hace cientos de años a la que le cuesta em­pezar a andar. Luego, después de dos o tres años, bajo la acción de las tribulaciones y de la gracia, vuestro corazón enmohecido lanzará un segundo grito que le recordará el primero. Después la locomotora arrancará y vuestra súplica se hará cotidiana».

Esta actitud puede con vertirse, en una respiración per­manente, la de los santos que ya no pueden dejar de supli­car. En ellos, el grito se dispara a una velocidad que roza el infinito y les transforma en «oración viva», como dice To­más de Celano a propósito de san Francisco de Asís. Reco­nozco que un momento crítico en la vida espiritual es aquél en que uno se da cuenta de que ya no va a poder dejar de suplicar. De hecho, resulta fácil suplicar de vez en cuando y aún muy a menudo cuando el corazón ha arrancado, pero cuando se siente que la presión del Señor va a hacerse tal que ya no se podrá detener ni un sólo instante, entonces se dice en voz baja: «¿Hay otras cosas que hacer en la vida?» Pues bien, no, no hay ninguna otra cosa que hacer más que suplicar según la palabra de Cristo en la parábola de la viu­da importuna: «Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer». (Le 18,1). Deseo que al leer estas líneas, algunos comprendan que han sido elegidos por el Padre, mucho antes de la fecundación del mundo para ser «oración ante su faz» y que esta misión no terminará el día de su muerte sino que continuará en la eternidad.

Señor, enséñanos a orar Consagración a la oración continua

Bar 2,16-17 Señor, mira desde tu morada santa, y piensaBar 2, 8-10 en nosotros; acerca el oído y escucha; abre los

ojos. Señor y mira: no hemos suplicado a tu ros­tro. Cada uno se ha vuelto a los pensamientos de su perverso corazón; no hemos escuchado tu voz ni andado de acuerdo con las órdenes que

Bar 2,14-19 nos habías dado. Escucha, Señor, nuestra ora­ción y nuestra súplica; no nos apoyamos en nuestros méritos ni en los de nuestros padres para depositar nuestras súplicas ante tu rostro. Señor, contamos únicamente con tu mansedum-

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Perseverantes en la oración 171

Bar 3, 2-4

Le 11,13

Me 18,10

Rm 8,26

Jn 16,24

Hb 5,7

Lc 11,1

Mt 6, 7-10

Lc 18,1

Me 9,24

Me 14, 36-38

bre y tu misericordia. Escucha, Señor, ten pie­dad, porque hemos pecado contra ti; escucha, pues, la súplica de los hijos que han pecado con­tra ti y que no han escuchado la voz del Señor su Dios.

Sí, Señor, somos malos y sin embargo sabe­mos dar cosas buenas a nuestros hijos. Padre santo, sólo tú eres bueno, da el Espíritu Santo a los que te lo piden, en el nombre de tu hijo Je­sús. Sólo él puede enseñarnos a pedir lo que hay que pedir y cómo hay que pedirlo, pues ora en nosotros con gemidos demasiado profundos para las palabras. Hasta ahora, no hemos pedi­do nada en nombre de tu Hijo, te suplicamos nos concedas el don de la oración continua, para que nuestra alegría sea perfecta.

En los días de su carne mortal, Jesús, tu hijo, te presentó oraciones y súplicas, con grandes gritos y lágrimas, y fue escuchado por causa de su piedad. Sus discípulos se impresionaron tan­to ante esta oración que le dijeron: «Señor, en­séñanos a orar... Haznos entrar en esta relación que tú, tienes con tu Padre». El les reveló el pa­drenuestro haciéndoles participar de su existen­cia filial. Señor resucitado, envía tu Espíritu a nuestros corazones, para que podamos orar en lo secreto, bajo la mirada atenta del Padre. Con­tinúa en nosotros el diálogo que tienes con tu Padre sobre los hombres. Enséñanos a decir al Padre, en nombre de todos nuestros hermanos: santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.

Señor, tú has mandado a tus discípulos que orasen sin cesar y sin desanimarse. Sabes muy bien que la oración continua es el trabajo más di­fícil de nuestra vida. Rehusamos ponernos de ro­dillas para pedirte lo imposible, porque nos fia­mos más de nosotros que de ti. Creemos, Señor, pero ven en ayuda de nuestra poca fe. Desvéla­nos el verdadero combate de la oración de Je­sús en la agonía: «Todo es posible para ti. Pa­dre... pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú». Danos la fuerza para velar y orar una hora contigo, para que no caigamos en la tenta-

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172 Jean Lafrance

Lc 11,9

Mt 7, 9-11

Lc 18,7

Ap 2,17

Ef 6, 18-19

Flp 4, 4-7

Hch 1, 13-14

Hch 1,4

ción. Enséñanos a pedir, a buscar y a llamar a la puerta, educadamente con gracia, sin cansarnos nunca, pues el Padre no puede dar una piedra al que le pide pan. Danos las cosas buenas que el Padre promete a los que oran con confianza, hu­mildad y perseverancia. Te pedimos que nos in­cluyas en el número de tus elegidos que claman a ti, día y noche.

En la Iglesia, Señor, algunos reciben la voca­ción y la misión de ser oración viva ante tu ros­tro. Danos esa piedra blanca, que lleva grabada el nombre que nadie conoce. Queremos consa­grar nuestra existencia a vivir en la oración y la súplica, orando en el Espíritu. Queremos apor­tar una vigilancia incansable e interceder por to­dos los santos, especialmente para que los após­toles puedan anunciar audazmente el evangelio, con una seguridad absoluta. En las necesidades, enséñanos a rechazar toda preocupación y a re­currir a la oración y a la plegaria, penetradas de acción de gracias, al presentar nuestras peticio­nes a Dios. Y que la paz de Dios que supera todo entendimiento, tome bajo su cuidado nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús.

Con María, madre de Jesús, con los apósto­les, queremos subir a la cámara alta, para espe­rar el Espíritu prometido por el Padre. Tú, San­tísima Virgen, eres la que nos enseñas el miste­rio de la constancia en la oración y la fuerza de la invocación humilde y discreta. Madre del Se­ñor, hija del Padre, templo del Espíritu Santo, es­tamos ante ti, esclavos de nuestros pensamien­tos e incapaces de orar siempre. Después de ha­ber recibido el consejo del padre espiritual y su bendición, quisiéramos entrar en el camino de la santidad pertrechados con la santa decisión de orar sin cesar. Por eso, ayúdanos a asegurar­nos en la invocación incesante del nombre de Jesús y cantaremos: Alégrate esposa no despo­sada, madre de la oración continua.

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14Te llaman consejero,

don del Dios altísimo, fuente viva, llama, caridad

y unción de la gracia.

En su Diario, Julien Green dice de la oración: «No en­tiendo gran cosa», pero añade una observación que resu­me la experiencia universal de los que oran, y que no suele aparecer en los libros dedicados a la oración: «No se apren­de a orar con los libros, como tampoco se aprende en los libros a hablar el inglés o el alemán. Se puede sin embargo constatar algo, que se les escapa a muchos autores, y es que hay un momento en que el que ora pierde pie. Hasta en las oraciones recitadas. ¿Qué significa no hacer pie? Sig­nifica que ya no se sabe lo que se hace y que esto no tiene ya importancia. Es un poco como el,segundo en que uno cae en el sueño. Cuántas veces he acechado este instante de la caída en el sueño. Pero viene sin que se sepa; Pienso que sucede lo mismo con la oración, con o sin palabras». (Julien Green: Vers l'invisible. Journal, 1958-1967, pági­na 111).

No es fácil evocar esta irrupción de la oración en el co­razón, «sin causa precedente», como diría san Ignacio. Pero basta hacer la experiencia para captar la fundamentación de esta observación. Tú que lees estas líneas en este momen­to, detente, deja toda actividad mental y haz callar las ideas que rebullen en tu cabeza. Lentamente, murmura con tus la­bios y tu corazón esta oración: «Ven, Espíritu Santo, a nues-

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tros corazones, y enciende en ellos el fuego de tu amor». Puedes usar otra fórmula que concuerde con tu nombre pro­pio y tu vocación. Lo esencial es permanecer aferrado a esta fórmula, sin abandonarla ni cambiarla nunca; repítela du­rante un cuarto de hora.

Vuelve luego a la lectura o a tu trabajo, pero en cuanto tengas un momento libre, aunque no sea más que cinco mi­nutos, entra en tu corazón con esta oración. Puedo asegu­rarte que un día, dejarás de hacer pie, sin saber ya lo que haces. No aceches este momento para captarlo, se te esca­pará como el soplo impalpable del viento. Del mismo modo, no lo retengas cuando se desvanece. Esto es «sorprender el corazón en flagrante delito de oración». (Dom André Louf: El Espíritu ora en nosotros. Narcea, Madrid). Sucede algo inesperado e indefinible, de lo que no se puede hablar más que por alusiones pues cada uno tiene su experiencia pro­pia en este terreno de la oración. Es un secreto incomuni­cable del que no se puede hablar a nadie. Unicamente po­demos invitar a acercarse al umbral del misterio. Es como el vino o el chocolate, que hay que probarlos para conocer su sabor.

En una conferencia a jóvenes, el padre Molinié compa­raba a los que buscan a Dios en la oración con los radioa­ficionados. Tantean para encontrar la longitud de onda, para entrar en contacto con una persona invisible, y la mayoría del tiempo, no lo consiguen, pero el día en que aciertan, se sienten compensados de todos sus trabajos. «En el fondo, la oración, es esto. Con o sin palabras con alegría o con pena, se busca el contacto durante horas... y el contacto vie­ne como un ladrón, el tiempo de un relámpago; en el fon­do poco importa que venga o no, es la búsqueda lo que cuenta..., pero todavía no podéis comprender esto».

Para el padre Molinié como para Julien Green, los ca­racteres son los mismos. En la raíz, está el deseo de orar con fórmulas o sin ellas; la búsqueda es lo que cuenta y el resultado viene como un relámpago. Cuando la oración sur­ge así en el corazón, no se debe ya hacer nada. Además, no se encuentra uno en situación de hacerlo. Serafín de Sarov recomienda que entonces se deje de recitar la fórmula: ¿Para qué llamar al Espíritu Santo si está ya ahí?

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Perseverantes en la oración »

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La oración es un don del Altísimo

De todo lo que acabamos de decir, se deduce por lo me­nos una cosa: la oración no está a nuestra disposición o a nuestro alcance como cierta literatura espiritual podría dar a entender. Aquí está el punto neurálgico de la revelación cristiana, sigue diciendo el padre Molinié: «Orar, en el fon­do, es imposible. No digo que sea difícil ya que ocurre al­gunas veces, y entonces se comprende claramente que no es en absoluto difícil, pero cuando no viene, ya no es difícil, es imposible» (Lettre 4, pág. 2). Otro tanto se podría decir del amor de Dios y del amor fraterno: está a nuestro alcan­ce desearlo, pero no está a nuestro alcance realizarlo. En este sentido, podemos experimentar la nostalgia de la ora­ción continua y tener un vivo deseo, pero si Dios no nos da la gracia, permaneceremos en el atrio del santuario. Es como en el circo —perdonad la comparación— donde hay algunos artistas que hacen alardes en la puerta para incitar­nos a entrar bajo la carpa, pero lo que sucede dentro no guarda proporción con el alarde.

Desde el momento en que un hombre es admitido al in­terior del santuario de la oración, se siente pagado de to­dos sus esfuerzos y trabajos, pero durante años tiene que realizar el esfuerzo desanimante y aparentemente estéril de suplicar horas enteras para gritar su sed de contacto con Dios. Previamente, hay que hacer una constatación muy do­lorosa: la de nuestra imposibilidad de orar debidamente, dice san Pablo (Rm 8,25). Precisamente en este punto neu­rálgico aparece la necesidad de la irrupción de los dones del Espíritu Santo, sin la cual la oración es prácticamente im­posible. En su relación con Dios, el hombre no puede con­tar únicamente con su voluntad, su inteligencia y su afec­tividad.

Es preciso ir aun más lejos y decir que el entendimien­to transformado por la fe desnuda y la voluntad informada por la caridad no bastan por sí solas a hacernos perseverar en la oración. Dicho de otra manera: ¿Puede un cristiano lle­var una vida de oración auténtica y duradera si no tiene, aunque no sea más que un poco, experiencia de su relación filial con el Padre? Es preciso que en un momento dado de

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nuestra vida esta relación con el Padre en la oración y en la vida se haga consciente; de otro modo abandonaremos pronto o tarde la oración. Juan de Santo Tomás que fue a la vez teólogo y verdadero espiritual dice claramente que no se puede uno contentar con la razón y la contemplación en la fe desnuda para contemplar, si no divagamos y nos adormecemos pues los cielos y las cosas celestiales nos es­tán ocultas más bien que abiertas. No se puede entender la fe desnuda en el sentido en que habla de ella san Juan de la Cruz pues evoca siempre la fe unida a los dones de inte­ligencia y de sabiduría.

Los dones vienen por decirlo así a pulir y dosificar, y ha­cer resplandecer las virtudes en las cosas en que las virtu­des no alcanzan por sí mismas. Pues la fe sola y desnuda nos deja en la oscuridad; y en consecuencia aquellos que en la contemplación proceden en sola fe caen rápidamente en el aburrimiento, y no pueden perseverar mucho tiempo. Por eso, a los contemplativos que se esfuerzan en penetrar los misterios de la fe les es necesario el don de inteligencia, y deben usar de él (Juan de Santo Tomás).

Estoy cada vez más persuadido de que el cristiano no se puede contentar con obedecer a Dios y reverenciarle, sino que está llamado a entrar en su santuario. Como dice Dionisio Aeropagita, en el capítulo II de los Nombres divi­nos: «Hieroteo, perfecto en las cosas divinas, no sólo por­que las había aprendido sino porque las padecía en sí mis­mo». Así, el hombre de Dios no se contenta con amar las cosas de Dios y conocerlas, sino que las sufre y las padece. Debe tener cierta experiencia de ellas, quitando a esta pa­labra su coloración de psicología experimental y sobre todo de iniciativa del hombre. «No es el hombre el que hace una experiencia de Dios, es Dios quien quiere hacer una expe­riencia, y poniéndolo a prueba establecer experimentalmen­te (peirazesthai) si el hombre a quien ha encargado una mi­sión camina bien por la vía que se le ha indicado». (Hans Urs von Balthasar).

La palabra «experiencia» no tiene buena prensa, estos últimos tiempos. Evoca entre algunos teólogos y directores espirituales, tales desviaciones —falsos misticismos colec­tivos o individuales— que la hacen sospechosa. Aun hay al-

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gunos sacerdotes que oponen experiencia a la fe desnuda. En este sentido, la expresión no deja de ser equívoca cuan­do pone el acento sobre lo pasivo o lo sufrido. Prefiero la expresión de M. Mouroux: «Por eso prescindiendo de las apariencias, lo activo está en la experiencia más seguro que lo pasivo; lo querido más seguro que lo vivido; lo puesto más seguro que lo sentido; se puede verificar esta ley, a pro­pósito del acto libre, que es la cima de lo dado; porque veo, quiero y elijo tengo experiencia de la libertad. No puedo te­ner experiencia de ella más que en el acto puesto por mí» (M. Mouroux).

La imagen bíblica más sugestiva para evocar esta expe­riencia que Dios hace ejecutar al hombre es la del combate de Jacob en el que se enfrenta cuerpo a cuerpo con Dios, en la suprema actividad de abandonarse, después de haber intentado apoderarse de Dios con toda su fuerza. La tradi­ción espiritual atribuirá esta «experiencia» de Dios a los do­nes del Espíritu Santo y más concretamente a los de inteli­gencia, sabiduría y ciencia sobre los que volveremos más adelante: «Estos hábitos, dicen Juan de Santo Tomás, se lla­man espíritus y dones. Espíritu, en cuanto proceden del amor espirativo, y por el peso del amor. Don, porque el amor es comunicativo, y el primer don del amor es el cora­zón mismo del amigo, unido al amado presente dentro del que le ama».

Para evitar despersonalizar la experiencia suprimiendo la parte de libertad del hombre, Juan de Santo Tomás pre­cisa: «Así aquellos en los que actúa el Espíritu son movi­dos, no como esclavos, sino como hombres libres, como se­res dotados de libertad y que quieren realmente; y se incli­nan a estas operaciones por principios que les son inheren­tes y sin embargo procedentes del Espíritu, operaciones que exceden en su regulación y medida el modo humano y co­mún». La imagen que emplea para designar el equilibrio en­tre la acción de Dios y la del hombre es la del águila, toma­da de Isaías: «Subirán con alas como de águilas, correrán sin fatigarse, y andarán sin cansarse». (Is 40,31). Y añade: «Aquellos en los que actúa el Espíritu son transportados por alas de águila infladas por el soplo de arriba; y corren por el camino del Señor sin ningún trabajo». Por eso, en la ora­ción como en la vida ordinaria, el cristiano tiene necesidad

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de los dones del Espíritu para vivir las virtudes de fe y de caridad con un grado de incandescencia y de poder que ex­cede los actos ordinarios.

El cielo debe entreabrirse un poco

Para comprender mejor esto, volvamos a nuestro pun­to de partida de la oración, en el momento en que el Espí­ritu hace irrupción en nosotros para sumergirnos en la ora­ción pura. Hasta ahora, habíamos actuado con el corazón, el espíritu y los labios para ejercitarnos en la oración, pero desde que el Espíritu Santo toma el relevo, el corazón se siente invadido por un calor y una dulzura semejantes a la que se apoderó del corazón de los discípulos de Emaús: «¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escri­turas?» (Lc 24,32). Es cierto que las expresiones «dulzura» y «calor» están lejos de la realidad de lo que sucede y que escapan a toda conceptualización, pero expresan, en cuan­to es posible, una experiencia celestial. Es el don del Dios altísimo que se nos comunica sin intermediario. San Igna­cio dirá a este propósito que el Creador abraza directamen­te a su criatura, y trata con ella sin mediación. En este sen­tido, la experiencia es trascendental, pues desborda las ca­tegorías del entendimiento y de la sensibilidad, no recae so­bre ningún objeto particular y se traduce en gran paz y si­lencio. Esta alegría y paz inefables, como dice Serafín de Sa- rov a su discípulo Motovilov, no es provocada por nada y más bien se confunde con el punto cero del silencio.

Es un ante-gusto de la experiencia del cielo, es decir un desvelamiento del secreto de Dios. Pensamos aquí natural­mente en los signos operados por Cristo a lo largo de su vida pública y que tenían por objeto poner a sus oyentes en contacto con el Invisible. Del mismo modo, cuando el buen ladrón le pide que se acuerde de él en su Reino, Jesús le entreabre el cielo: «Hoy, estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Comprendemos entonces que necesitamos, para no desfallecer, que el cielo se nos entreabra un poco, y esto es lo que hace el Espíritu Santo por los dones de sabiduría, in­teligencia y ciencia. Tenemos una señal de ello en el bau-

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tismo de Cristo: «En cuanto salió del agua, vio que los cie­los se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, ba­jaba a él (Me T,10)». (Juan de Santo Tomás).

Y añade en el mismo párrafo: «Cuanto más progresa el alma en los dones, más ampliamente se le abren los cielos, y mejor contempla la gloria de Dios: y la mejor señal de la presencia de estos dones de ella, y de la apertura de los cie­los, es que tiene una gran alegría y cierta inteligencia de esta gloria. Por eso se escribe de san Esteban: «Lleno de Es­píritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios...» Y dijo: «Estoy viendo los cielos abiertos». (Hch 7, 55- 56)».

En el fondo, la predicación cristiana proclama que esta­mos destinados a iniciar desde la tierra la vida del cielo que existe en germen en nuestro corazón. Conocemos tan solo las primicias en la gracia. Para devolvernos la vida eterna —y por tanto el cielo— Cristo vino a la tierra, se encarnó y sufrió. Sin saberlo, como a tientas, los hombres buscan esta vida de Dios: «En algunos momentos, dice Lewis, he pen­sado que no deseamos el cielo pero muy a menudo, me sor­prendo con la pregunta de si en lo más hondo de nuestros corazones, no hemos deseado otra cosa». De hecho, cuan­do se lee el evangelio de la multiplicación de los panes en el que Jesús promete el pan del cielo (Jn 6,32), siente uno ganas de decir: el cielo no nos interesa y no puede intere­sarnos sin una gracia excepcional. «Nadie puede venir a mí, si mi Padre no lo atrae» (Jn 6,44). Y sin embargo en el fon­do de su corazón, el hombre nunca ha deseado otra cosa. Preguntad a alguien que se drogue por qué lo hace, y os res­ponderá que busca un paraíso.

Se puede anunciar el cielo o la vida eterna de diferen­tes maneras, pero no se puede transmitir su sabor, si el Es­píritu Santo no se mete por medio para hacernos gustar una realidad que escapa totalmente a nuestra capacidad. Los hombres en estado de gracia están habitados por Dios y esa habitación no es nunca estática. Dios habita en nosotros para ejercer una actividad intensa y devoradora —es el gra­no que crece solo (Me 4, 26-29) o la levadura en la masa— insuflando sus costumbres divinas en nuestra psicología y en nuestra actividad. Es una ley de dinamismo y progresión.

Es pues normal que esta progresión se haga conscien-

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te, sin que por eso se den fenómenos extraordinarios. Una anciana puede tener conciencia de estar habitada por Dios, sin ser capaz de expresarlo con palabras porque no tiene la cultura necesaria para decirlo. Pero el día en que oye a su párroco hablar de la alegría y de la paz de Dios, siente que algo se mueve dentro de ella. Para ella se cumple la pala­bra de Cristo antes de la Transfiguración: «De verdad os digo que hay algunos entre los aquí presentes, que no gus­tarán la muerte hasta que vean el Reino de Dios». (Lc 9,27). Es lo que le sucedió al anciano Simeón y a la profetisa Ana: «Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor». (Lc 2,26).

Hay pues en la tierra hombres que hacen la experiencia del cielo. Teresa de Avila decía: «Vivimos la misma vida que los ciudadanos del cielo: ellos en la luz, nosotros en la os­curidad; ellos en la alegría, nosotros en el sufrimiento; ellos en el descanso, nosotros en la lucha». Hay una frase de san Bernardo que expresa muy bien esta anticipación del cielo vivida por los monjes: «Dichosos los que son llevados por el Espíritu, más dichosos los que son guiados por el Espíri­tu, pero mucho más dichosos, sin comparación, los que son arrebatados (raptados) por el Espíritu». Aunque no es priva­tivo de los monjes, sí es especial en ellos tomar ciertos me­dios, para conseguirlo (consejos evangélicos, vida monás­tica, soledad, etc.).

La experiencia mística, es la toma de posesión de nues­tro ser por Dios que trae consigo una modificación de nues­tra psicología, de nuestra conciencia y de nuestra conducta, de manera verificable, aunque no seamos capaces de sa­berlo ni de expresarlo. Un padre espiritual reconocerá que hay una experiencia mística en una persona que se queja de ausencia de Dios. El hecho de que sufra esta ausencia es señal de que Dios le está trabajando pues, para sentir su au­sencia, hay que saber lo que es su presencia. Cuando al­guien es invadido, aunque sólo sea un poco, por la caridad, e imposible que no sea transformado. Puede ocurrir que su vida esté demasiado volcada al exterior para que perciba esta toma de posesión que padece, pero en cuanto tenga un poco de descanso, se encontrará de nuevo con esta experiencia.

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Fuente viva, llama, caridad

Tratemos de subir a la fuente de esta experiencia tal como viene anunciada en el evangelio y evocada en la litur­gia del Espíritu en la que se le designa con el nombre de lla­ma y de fuente viva. Aludiendo al Reino que ha venido a es­tablecer en la tierra y que mora en nosotros, Jesús dice: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y cuánto desearía que ya estuviese encendido» (Lc 12,49). Este fuego de la zar­za ardiendo, si viene del cielo, no espigo natural y si es un fuego hay probabilidades de darse cuenta de su existencia. Cristo dice también: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que crea en mí, de su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado». (Jn 7,37-39). Es una invitación de Cristo a venir a él y a gustar que es fuente de agua viva: «Gustad y ved qué bueno es el Señor». (Sal 34,9). Antes de ver que el Señor es fuente de ternura hay que saborearlo. Es evidente que todos estos símbolos evo­can una experiencia.

«El Reino de los cielos es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es más pequeña que cualquier semilla, pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas». (Me 4, 30-32). Durante me­ses, la semilla de la Palabra de Dios permanece en nosotros en estado de incubación, su germen es demasiado peque­ño para que podamos experimentarlo, pero en cuanto cre­ce, hace sentir su presencia. Se pueden vivir años sin ser consciente de la presencia de este germen. Un cristiano adulto es aquél que ha conocido el combate de Jacob y el ángel y ha permitido que la semilla de la Palabra le llene totalmente.

Juan de Santo Tomás atribuye al don de sabiduría esta puesta a fuego del amor de Dios en nuestro corazón. Desde nuestro bautismo, este fuego se incuba en nosotros bajo la ceniza, y es preciso que la llama del amor venga a iluminar la oscuridad de la fe. «Por eso es preciso que los dones de sabiduría, de inteligencia y de ciencia procedan del amor y estén fundados en él. Por eso se atribuyen especialmente

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al amor o al Espíritu Santo que es amor». Este fuego de Dios se llama también agua viva porque consuela y refresca a los que toca. Quema en nosotros todo lo que contradice a la esencia del amor, pero en lo más profundo del corazón este fuego se convierte en un agua viva que purifica, refres­ca y quita la sed.

El fuego material es una pálida imagen de lo que el fue­go de la zarza ardiendo quiere hacer con nosotros. Decía san Agustín de san Lorenzo: «Como ardía del deseo de Cris­to, no sentía los tormentos de los perseguidores. El mismo ardor que le quemaba por dentro enfriaba las llamas de fue­ra». Evidentemente esto supone que esta llama no era or­dinaria. El fuego del Espíritu es pues más fuerte, cuando se desencadena, que las llamas exteriores. Por tanto, no hay que extrañarse de que sea tan doloroso. Sólo existe una di­ferencia con las llamas exteriores: es que por naturaleza el fuego del Espíritu es un aceite, es la unción de la gracia que nos hace rezar el Veni Creator.

Teresa había experimentado esta dulzura de la unción del Espíritu que la penetraba hasta la médula de los huesos y decía: «Hay como un fuego en mi alma, pero este fuego no llega al centro; en el centro hay un aceite». Esta unción hace que el fuego del martirio interior sea dulce, a pesar de los sufrimientos. Por eso dice Cristo: «Mi yugo es suave y mi carga ligera». (Mt 11,30). Creemos muy poco en esto por­que somos hombres de poca fe. Lo que explica que sea dul­ce, es que el fuego divino no destruye la naturaleza, destru­ye sólo al hombre viejo, los complejos, los lazos y las cris- paciones. Pero a nuestra naturaleza inocente, creada por Dios, la llena de unción, y esta unción permite soportar los sufrimientos de la muerte del hombre viejo. Los santos dan testimonio de que esta unción endulza todas las cosas: «Los no creyentes ven la cruz, decía san Bernardo, pero no ven la unción».

En el sermón 57 del Cántico, san Bernardo repite: «Pero el fuego que es Dios consume y no aflige, quema suave­mente y hace feliz afligiendo. Es de verdad un fuego que destroza, pero es para llenar de unción el alma a la que pu­rifica. Pero eso, en la fuerza que te transforma y en el amor que te abraza, reconoce presente al Señor. Por eso el don de sabiduría informa la virtud de la caridad como el don de

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inteligencia ilumina la fe para ayudarnos a realizar cierta ex­periencia interior de Dios y de las realidades espirituales en el gustar mismo de la delectación, o el tacto interior de la voluntad». Y Juan de Santo Tomás continúa: «Digamos pues que la razón formal pór la cual el don de sabiduría al­canza la causa superior es el conocimiento experimental de Dios, en tanto que él no está unido e inviscerado, y él mis­mo se da a nosotros; hay en ello un saber totalmente espi­ritual, que no viene de una luz o de un razonamiento que muestra la realidad de las cosas, sino de la afección que ex­perimenta la unión».

Oración de san Simeón Metafrasto

Esta oración la recitan nuestros hermanos de Oriente an­tes de la comunión.

Espero en ti temblando. Comulgo con fuego. De mí mis­mo no soy más que paja, pero, oh milagro, me siento de pronto abrazado como en otro tiempo la zarza ardiendo de Moisés. Señor, todo tu cuerpo brilla con el fuego de tu divi­nidad, inefablemente unido a ella. Y tú me concedes que el templo corruptible de mi carne se una a tu carne santa, que mi sangre se mezcle con la tuya. Desde ahora soy tu miem­bro transparente y luminoso.

Tú que me das tu carne en alimento, tú que eres un fue­go que consume a los indignos, no me quemes, sino más bien deslízate en mis miembros, en mis articulaciones, en mis riñones y en mi corazón. Consume las espinas de mis pecados, purifica mi alma, santifica mi corazón, fortifica mis piernas y mis huesos, ilumina mis cinco sentidos y establé­ceme todo entero en tu amor.

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Tú eres el Espíritu de los siete dones, el dedo de la mano del Padre,

el Espíritu de verdad prometido por el Padre. Tú eres quien inspiras nuestras palabras.

1Cuando Juan de Santo Tomás trata explícitamente de

los dones del Espíritu santo, siguiendo a Santo Tomás, uti­liza una comparación que se repetirá a menudo en la tradi­ción espiritual: la de las velas de la barca. En su viaje hacia Dios, el cristiano está provisto de una barca con remos que son las virtudes adquiridas y aun las infusas; para hacer avanzar la barca, debe desplegar su actividad remando, pero puede también izar las velas disponiéndolas a recibir el viento del Espíritu, y enfilar a gran velocidad hacia el cie­lo. «Las velas disponen a la barca dice el padre Garrigou- Lagrange, para que reciba normalmente y como conviene el soplo del viento, y para avanzar de manera mucho más rápida que a fuerza de remos».

Para Juan de Santo Tomás, como para el mismo santo Tomás y san Agustín, los siete dones del Espíritu Santo son necesarios para la salvación y al mismo tiempo guardan co­nexión con la caridad (Cfr. la, Mae, q.68.a.2 y 5). Los dones se distinguen de las virtudes adquiridas e infusas en el sen­tido de que somos más pasivos que activos, pues están en los justos de una manera permanente para recibir dócil y prontamente la inspiración del Espíritu Santo que nos hace obrar según un modo suprahumano, no precisamente ex­traordinario como lo sería la profecía, sino eminente.

Los dones son, pues, necesarios en la experiencia de la

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salvación. Santo Tomás lo muestra con claridad en el artí­culo segundo de la cuestión de la Suma dedicada a los do­nes en general: «Aquél que no posee todavía más que im­perfectamente un principio de acción, no puede obrar como conviene sin ser ayudado por un agente superior... Así, el estudiante de medicina y cirugía no puede hacer una ope­ración sin ser guiado por el maestro que le forma... Ahora bien, el justo no posee más que imperfectamente la vida de la gracia, aun cuando su razón esté informada, elevada, por las virtudes teologales; es necesario, pues, para que cami­ne como conviene hacia su fin sobrenatural, que sea ayu­dado de una manera especial por el Espíritu Santo, según las palabras de san Pablo a los romanos, 8,14: Todos los que son guiados por el espíritu de Dios son hijos de Dios».

Las siete velas de la barca

Sin los dones del Espíritu Santo, el creyente permane­cería en un estado de inmadurez espiritual, no conseguiría superar la tosquedad espiritual, no comprendería lo que Dios hace en su vida, y sobre todo no estaría suficientemen­te estructurado para afrontar los combates. No tenemos in­tención de acometer en este capítulo un estudio teológico particular de cada uno de los siete dones, enumerados por Isaías (son seis) y que reposarán sobre el Mesías: «Reposa­rá sobre él el espíritu de Yavé; espíritu de sabiduría e inte­ligencia, espíritu-de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yavé». (Is 11, 2-3). Basta simplemente con refe­rirse al Tratado de los dones escrito por Juan de Santo To­más. Cuando los carmelitas de Salamanca comentaban los artículos de la Suma relativos a los dones, renunciaban siempre a explicarlos, porque decían que Juan de Santo To­más lo había hecho de manera tan magistral, que no había más que leer lo que él había escrito, meditándolo delante de Dios. Del mismo modo, el dominico Vallgornera que compuso en latín una teología mística según santo Tomás, no encontró nada mejor, cuando tuvo que hablar de los do­nes del Espíritu Santo, en general y en particular, que trans­cribir una veintena de páginas de Juan de Santo Tomás.

No podríamos hacerlo mejor que este gran teólogo que

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fue al mismo tiempo un gran contemplativo. Si los lectores se encontrasen algo desorientados por el lenguaje escolás­tico de este autor que emplea una «contemplación circular», volviendo sin cesar sobre las mismas cosas, podemos acon­sejarles un comentador más moderno, el padre Philipon que ha tratado admirablemente los dones en la vida espiritual de Sor Isabel de la Trinidad (La doctrina espiritual de Sor Isa­bel de la Trinidad).

Quisiéramos situarnos en un nivel más concreto y más práctico, partiendo de la vida cristiana normal con sus in­terrogantes, sus deseos, alegrías, pruebas y tentaciones para comprender cómo el Espíritu Santo debe iluminar nuestra fe y volver incandescente nuestra caridad. No hare­mos más que enunciar estos problemas indicando el capí­tulo del trabajo en el que se estudian. Y para terminar to­maremos del padre Molinié la comparación más actual de la tabla a vela para indicar cómo nuestra marcha hacia Dios se dirige y simplifica por el abandono a la acción del Espí­ritu, lo que no suprime en nada nuestra responsabilidad y nuestra colaboración personal.

Vivimos en una época en la que no podemos utilizar en nuestra marcha hacia Dios una «estrella polar» que nos guíe sólo con mirarla, sin error. En otras palabras, los problemas personales o colectivos no los podemos afrontar por medio de una sabiduría operante, pues no tenemos respuestas para todas nuestras preguntas. ¿Ha existido alguna vez una época en la que esto haya sido posible? Basta consultar el evangelio para darse cuenta de que Jesús no responde nun­ca directamente a las preguntas que le hacen. Dice a menu­do que sus apóstoles recibirán el Espíritu que les guiará a la verdad, pero tendrán que arreglárselas ellos mismos con sus problemas. Sin embargo, Dios no nos puede abando­nar a nuestras propias luces, nos ha prometido enviarnos el Espíritu para guiarnos en nuestra vida (Jn 16,12). Hay pues en nuestra existencia puntos de referencia que se mue­ven y constelaciones que se desplazan en el espacio espiri­tual de nuestra vida. El discernimiento espiritual que pone a la obra el don de consejo (capítulos V, VI y VII), es el me­dio de expresar la demanda en una dirección incierta, para descubrir los puntos de referencia y tener en cuenta las coordenadas. Por eso el discernimiento exige una serie de

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operaciones, aparentemente complejas, pero que no son di­fíciles de llevar a la práctica cuando se cumplen una serie de condiciones, tanto en nuestra vida personal como en la vida de la comunidad cristiana, sobre los carismas.

Vivimos también en una época —un nuevo Pentecostés (Juan XXIII), un nuevo Adviento (Juan Pablo II)— que re­descubre el dinamismo del Espíritu, lo que Pablo llama el poder de Dios. Importa pues comprender y profundizar de manera experimental la acción de Dios en el corazón de nuestras vidas y de la vida del mundo. El papel del don de inteligencia es (capítulo XVI) iluminar nuestro espíritu para darnos la clara visión del designio de Dios y la fuerza de cumplirlo. ¿Cómo, sin una inspiración del don de sabiduría, (capítulo XIV) llevar una vida de oración y de unión con Dios que no sea solamente intelectual, sino que nos haga gustar y experimentar de una manera misteriosa, la presencia de la Santísima Trinidad en nosotros? Otro tanto se podría de­cir para los que se comprometen en la castidad y el celiba­to: ¿Cómo es posible renunciar al amor humano sin haber experimentado, al menos de una manera incoativa, la pro­fundidad del amor trinitario o al menos haberlo sospe­chado?

Del mismo modo, es necesaria la inspiración superior del don de consejo para armonizar la prudencia de la ser­piente y la sencillez de la paloma, la fuerza y la mansedum­bre, la justicia y la misericordia, la vista constante de nues­tra vocación y la atención a los detalles y a las circunstan­cias concretas con las que está tejida nuestra existencia. ¿Cómo tocar como conviene el teclado de las potencialida­des más diferentes de nuestro ser, sin dar notas falsas? Es preciso para esto tener la inspiración del trozo que hay que tocar.

En este terreno, los dones del Espíritu Santo son parti­cularmente necesarios para responder a la llamada a la san­tidad que nos hace escuchar Cristo: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial». (Mt 5,47). El que se toma un poco en serio el sermón del monte o el consejo de Cristo de renunciar a sí mismo y llevar su cruz, descubre más pronto o más tarde su impotencia para amar al Padre con todo su corazón, con toda su alma y todas sus fuerzas. Este descubrimiento es fruto del don de ciencia (capítulo II)

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que no sólo nos hace comprender la santidad de Dios, sino también la pobreza de la criatura que se recibe a sí misma de Dios en cada momento. Cuando hablamos de pobreza, no pensamos tan sólo en nuestra miseria moral, resultante del pecado, sino en nuestra pobreza metafísica, en nuestra indigencia del ser, que es una miseria sustancial y que hace posibles todos los pecados. Más aún, el don de ciencia nos revela el encanto de esta miseria para el corazón de Dios que se siente atraído por ella y, según la bella expresión de santa Teresa de Lissieux a su hermana Celina, nos enseña a «amar suavemente nuestra miseria».

Entonces es cuando puede intervenir el don de fortale­za que se despliega a través de nuestra miseria y nuestra de­bilidad: «Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuer­za de Cristo, pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte». (2 Cor 12, 9-10). El cristiano adulto es aquél que ha atravesado estas tentaciones y estas pruebas para tocar los límites de su fe consciente a las puertas del desierto. En el momento en que iba a ceder a todas estas tentaciones, el Dios amigo de los hombres le ha dado su fuerza para su­perarlas (capítulos IV y X). Se podría creer que una vez re­conocida y aceptada esta debilidad se transforma en fuer­za; no hay nada de eso, esta pobreza no dejará de ser una debilidad y hasta el fin de su vida, el hombre deberá recurrir a Dios por la súplica. El mismo temor de Dios (capítulo XVII) le dará la valentía de tener miedo y gritar a Dios. En efecto, en la tentación nos vemos forzados a pedir socorro y a re­cibir de Dios una respuesta magnífica, de acuerdo con la pa­labra de Cristo: «Para los hombres es imposible, mas para Dios todo es posible». (Mt 19,26). Pero si nos apartamos de esta tentación, nos apartaremos, a! mismo tiempo, de lo que puede darnos la salvación y la santidad.

El Espíritu prometido por el Padre

En el fondo, el cristiano experimenta que no se puede apoyar en sí mismo sino en Dios. Pone entonces su fe en el Espíritu Santo y se confía a su omnipotencia. Entonces el don de piedad filial (capítulo XII) le empuja a recurrir al Pa-

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dre que ve y sabe (Mt 6,6), cada vez que se encuentra en un callejón sin salida. Comprende entonces que la cima de la santidad está en la oración de súplica, pues no tiene ningu­na otra solución de recambio que pueda utilizar. En este sen­tido, se siente empujado a la oración continua, de acuerdo con la palabra de Cristo en el evangelio: «Es preciso orar siempre sin desfallecer». (Le 18,1). El don de piedad es por eso fuente de la oración continua (capítulo XIII).

Como los apóstoles en la tarde de la Resurrección, el cristiano vive pendiente de la promesa de Cristo y del Pa­dre: «Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre. Permaneced en la ciudad hasta que seáis reves­tidos de poder desde lo alto». (Le 24,49). De este modo, Cris­to manda a sus apóstoles que no se alejen de Jerusalén sino que esperen lo que ha prometido el Padre, lo que, dice, ha­béis oído de mi boca. «Juan bautizó con agua, pero voso­tros seréis bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días» (Hch 1, 4-5). Cristo insiste mucho en el poder de este Espíritu que reviste a los apóstoles de la fuerza de lo alto. La condición para recibir el Espíritu Santo es creer en esta promesa y esperarle en oración. Esperar el Espíritu prome­tido por el Padre, deseándole interiormente, es la única cosa que podemos hacer hoy con certeza y en esto consiste la oración.

Debemos renunciar a apoderarnos del Espíritu, pero de­bemos desearlo. Esta es la paradoja. Es necesario orar y ve­lar; a la espera de recibir el Espíritu Santo, se limpia la lám­para, pero no demasiado para no apagar el aceite del de­seo, pues nuestro deseo es nuestra oración. Hay que dor­mirse conservando la lámpara encendida esperando que el esposo venga a llamar a la puerta para abrirle: «Mi amado metió la mano por la hendidura; y por él se estremecieron mis entrañas. Me levanté para abrir a mi amado, y mis ma­nos destilaron mirra, mirra fluía de mis dedos en el pestillo de la cerradura». (Ct 5, 4-5).

Al Espíritu Santo se le llama aquí el dedo del Padre por­que trabaja sin cesar en el corazón de nuestras vidas y de la historia: «Mi Padre trabaja hasta ahora y yo también tra­bajo». (Jn 5,17). También los dones del Espíritu trabajan en nosotros porque están conexos con la caridad, por la que el Espíritu Santo habita en nosotros (la, Mae,q.68,a.5). Están

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por supuesto, en todo hombre en gracia, como funciones normales de nuestro organismo espiritual. Por eso, lo mis­mo que las virtudes infusas, dice santo Tomás, crecen con la caridad como los cinco dedos de la mano se desarrollan juntos (la, llae,q.66,a.1). No es concebible que un hombre espiritual tenga un alto grado de caridad, sin tener los do­nes de sabiduría, inteligencia, fortaleza y los demás dones en un grado proporcionado, aunque en san Juan de la Cruz la sabiduría aparece sobre todo bajo forma contemplativa y, en otros, como en san Vicente de Paúl, bajo una forma práctica orientada hacia las obras de misericordia.

Santo Tomás ha enseñado muy bien que el don de sa­biduría es a la vez especulativo y práctico (la, Ila3,q.45,a.3); en unos aparece sobre todo bajo la primera forma, en otros bajo la segunda; pero sigue siendo una auténtica contem­plación, verdaderamente infusa, que un Vicente de Paúl con­servase fuera del claustro, asistiendo a los pobres, los pre­sos y los niños abandonados, para hacer de ellos miembros cada vez más vivos de Cristo. Se podría decir otro tanto del don de discernimiento en san Ignacio que «contemplaba la Trinidad en todas las cosas», recibiendo luces muy concre­tas para su conducta en la vida de cada día.

Tú, inspiras nuestras palabras

Finalmente, el Espíritu se encuentra en la fuente de toda la predicación cristiana. Jesús había ya prevenido a sus dis­cípulos que el Espíritu Santo les asistiría cuando fuesen con­vocados ante los tribunales: «Cuando os lleven a las sina­gogas ante los magistrados y las autoridades, no os preo­cupéis de cómo y con qué os defenderéis, o qué diréis, por­que el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momen­to lo que conviene decir». (Le 12, 11-12). Esta palabra de Cristo se verificará en los Hechos cuando Pedro y Juan sean convocados ante el sanedrín. Lleno de Espíritu Santo, Pe­dro dará cuenta del milagro que acaba de operarse por su mano y a partir de este signo anunciará a Cristo resucitado: «Ha sido por el nombre de Jesucristo, el nazareno, a quien vosotros crucificastéis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre y no por ningún otro se presenta

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éste aquí sano delante de vosotros. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos». (Hch 10 y 12). Juan de Santo Tomás dirá: «El que ha nacido de verdad del Espíritu, todos sus ac­tos, su voz y su palabra proceden del Espíritu y respiran el Espíritu, y apenas se ocupa de otra cosa que de Dios o de lo que toca a Dios».

Sigue diciendo: «El que ha nacido del Espíritu y ha sido madurado por el Espíritu habla también bajo la influencia del Espíritu, pues de la abundancia del corazón habla la boca». Sobre todo en la predicación de Pablo explotará el poder de Dios, lo que él llama la dynamis tou théou. Cuan­do Pablo anuncia a Cristo resucitado, no utiliza los artificios del lenguaje o de la sabiduría humana, sino que pone a sus oyentes en presencia del poder de Dios, un poco como Cris­to en la multiplicación de los panes. Comienza por hacer algo extraordinario, no sólo por el resultado, sino por la puesta en presencia del cielo o del poder de Dios. He aquí cómo se expresa Pablo: «Pues yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabi­duría a anunciaros el misterio de Dios, pues no quise saber entre vosotros sino a Cristo, y este crucificado. Y me pre­senté ante vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi pala­bra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fundara, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios». (1 Cor 2, 1-5).

Lo que resulta extraordinario en san Pablo, es que su pa­labra nos pone en presencia de lo invisible para que nues­tra fe se enraíce en la roca del poder de Dios que ha resu­citado a Jesús de entre los muertos (Col 2,12). Desde que Pablo tuvo la revelación en el camino de Damasco, no cesó de ocuparse de Cristo, de escucharle y a menudo de pre­guntarle. Así se explica el poder extraordinario de convic­ción con que sacudió a todas las Iglesias de Dios. Aun hoy, basta leer sus cartas para experimentar el fuego de ese po­der: antes de comprender los detalles y sobre todo de ha­cer la exégesis, es preciso en primer lugar sentirlo. Si no, no merece la pena tratar de comprender su pensamiento que es a menudo desconcertante. He venido a traer fuego

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a la tierra, dice Jesús, y cómo deseo que arda. Si antes de todo y sin comprender nada, no sentimos la evidencia de este fuego que brota de las cartas de Pablo, es inútil can­sarse en comprenderlas. Las verdaderas preguntas sólo pueden hacerlas los que tienen esta evidencia, los demás no tienen todavía los oídos necesarios para entender. Es preciso que esperen y oren para que reciban el Espíritu pro­metido por el Padre y experimenten que «el evangelio os fue predicado no sólo con palabras sino también con el po­der y con el Espíritu Santo en plena persuasión». (1Ts 1,5).

Pablo insiste también en otra fuerza del poder del Espí­ritu; es la que da alegría y seguridad en medio de las tribu­laciones y persecuciones: «Os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la palabra con gozo del Espíritu San­to en medio de muchas tribulaciones». (1 Ts 1,6). Hay un epi­sodio en los Hechos en el que se ve con qué seguridad ac­túan los apóstoles en la persecución. En cuanto Pedro y Juan fueron liberados por los miembros del sanedrín, vol­vieron a los suyos e hicieron subir hacia Dios la oración que os invitamos a recitar al terminar este capítulo. En una pri­mera apreciación, se podría creer que los apóstoles van a pedir a Dios que haga cesar la persecución; nada de eso. El primer movimiento de su oración es reconocer que Dios es el dueño del cielo y de la tierra, es él también el que guía los acontecimientos de la historia y los ha determinado de antemano en su sabiduría: todas las oraciones de los He­chos parten de un movimiento de adoración a Dios creador. En este plan de Dios hay que leer la muerte de Jesús y en la misma línea la persecución vivida por la Iglesia de Jeru- salén. No queda más que pedir a Dios que extienda su mano para operar milagros y curaciones para que los apóstoles puedan seguir anunciando la Palabra con toda seguridad (la parresía):

Señor, tú que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, tú que has dicho por el Espíritu Santo, por boca de nuestro padre David, tu siervo: «¿A qué esta agita­ción de las naciones, estos vanos proyectos de los pueblos? Se han presentado los reyes de la tierra y los magistrados se han aliado contra el Señor y contra su Ungido».

Porque verdaderamente en esta ciudad se han aliado Herodes y Poncio Pilato con las naciones y los pueblos de

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Israel, contra tu santo siervo Jesús, a quien has ungido, para realizar lo que en tu poder y en tu sabiduría habías prede­terminado que sucediera. Y ahora, Señor, ten en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu Pa­labra con toda valentía, extendiendo tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús. «Acababa su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu San­to y predicaban la Palabra de Dios con valentía». (Hch 4, 24-31).

Windsurfing o tabla a vela

Para concluir, volvamos a nuestra comparación del prin­cipio. En nuestra marcha hacia Dios, disponemos de una barca que puede avanzar a remo; es la actividad de la fe, de la esperanza y de la caridad: «Tenemos presente ante nuestro Dios y Padre la obra de vuestra fe, los trabajos de vuestra caridad y la tenacidad de vuestra esperanza». (1 Ts1,3). Podemos también disponer de velas en la barca, y que reciben el soplo del viento para avanzar más rápido y con menos fatiga: son los dones que disponen permanentemen­te para recibir la inspiración del Espíritu Santo. En la vida espiritual, se da un momento en el que experimentamos nuestra impotencia para avanzar hacia Dios y en el que se abandonan todas las palancas de mando al Espíritu Santo. Los navegantes que atraviesan el canal de Suez saben muy bien el momento en que el capitán del barco debe ceder el timón al piloto.

Para ayudarnos a comprender esto, disponemos de una comparación, tomada del padre Molinié; es el nuevo depor­te de la tabla a vela, capaz de soportar el peso de un hom­bre sobre el mar, con una vela que éste debe manejar para captar el viento y recorrer unos kilómetros dejándose lle­var; es como caminar sobre las aguas, igual que Pedro en el evangelio. Ciertas formas de espiritualidad o de moral, basadas en la generosidad o en la sola voluntad pretenden andar sobre las aguas sin vela y sin viento. O más bien, tra­tan de franquear a braza, nadando, la misma distancia, y a la misma velocidad que el hombre que dispone de una vela. Evidentemente esto es una locura que conduce a la deses­

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peración: la salvación no consiste en nadar, sino en mante­nerse de pie de tal manera que el viento nos lleve.

Los que quieren una vida espiritual bien construida con planes realizados a fuerza de puños, olvidan que hay tam­bién una tabla, viento, agua y kilómetros recorridos. Los que se dejan llevar realizan en verdad una hazaña, la única que tiene éxito; primero porque atraviesan distancias conside­rables, y después porque tienen que hacer esfuerzos no me­nos considerables para mantenerse en el viento. Sencilla­mente sus esfuerzos son de un orden distinto que los de la natación: son esfuerzos para hacerse pasivo bajo el soplo del viento. Es lo que Pablo llama obediencia de la fe (Rm 1,6), o la fidelidad a las mociones del Espíritu. En otras pa­labras: no es cuestión de records o de esfuerzos, sino de Dios que tiene misericordia. (Rm 9,16).

Hay que hacer un acto de fe en el poder del Espíritu que nos enseña a practicar lo imposible y a andar sobre las aguas, y un acto de esperanza en la ayuda cotidiana de Dios. Ahí es donde hay que calcular el gasto y poner el esfuerzo, pues, adoptando esta actitud, hay resultados espectacula­res. Es en cierto modo un esfuerzo al revés. Habitualmente cuando se hace un esfuerzo, uno se crispa y tiende hacia el objetivo; aquí hay que luchar para hacerse dócil, no opo­nerse a la acción del viento y dejarse llevar.

Los que aprenden a manejar la tabla a vela saben algo de esto. Durante muchas semanas, se pasan horas colocan­do los pies para encontrar la posición buena, con el único resultado de hundirse continuamente, sin avanzar ni un me­tro. Es exactamente lo que Teresa llama levantar el pie es­perando el ascensor, ante una escalera de la que no se pue­de subir ni un sólo peldaño, pero que sin embargo se inten­ta. Cfr. págs. 43 y ss.

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16Enciende tu caridad en nuestras almas,

llena de amor nuestros corazones, fortifica nuestros débiles cuerpos

con tu vigor eterno.

Cuando evocamos la acción del Espíritu Santo en el hombre, estamos tentados de relegarla, a menudo, a esa parte superior de la persona, separada del cuerpo que lla­mamos espíritu. Cuando san Pablo habla del Espírítu, hace alusión tanto al «pneuma», es decir al Espíritu Santo, como al espíritu del hombre, el «nous», y más a menudo evoca el espíritu del hombre transformado por el Espíritu de Cris­to resucitado. Pablo nunca da a entender que la experiencia del Espíritu Santo interese únicamente a nuestro espíritu, sin repercutir también en el resto de la persona. El sujeto de la experiencia espiritual es el hombre entero, cuerpo y espíritu, en su relación al mundo y a los hombres. Por eso escribe a los corintios: «¿No sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido bien comprados. Glorificad por tanto a Dios en vuestro cuerpo». (1 Cor 6, 10-20).

Decía Guillermo de Saint-Thierry que es el hombre, en­tero, cuerpo y alma, el que se abre a la verdad de Dios, por medio de los sentidos: «Convenía, dice, que estos últimos no fuesen excluidos de nuestra iniciación a ia vida divina; que todo el hombre —y no sólo este espíritu emparentado con las cosas de arriba— participase en nosotros en la ex­periencia de las cosas de Dios». Por eso, según la palabra

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de Pablo, el hombre debe glorificar a Dios en su cuerpo. Lo que equivale a decir que la oración habita en las profundi­dades misteriosas del cuerpo, santificado por la presencia del Espíritu.

Fortifica nuestros cuerpos con tu vigor eterno

Para comprender lo que es un cristiano habitado por la gloria, hay que contemplar a Cristo en quien habita la ple­nitud de la divinidad, a la cual estamos todos asociados (Col 2, 9-10). Antes de Cristo, los hombres estaban ya salvados por la gracia, en virtud de la fe en la vida divina que les se­ría dada en Cristo, pero en el momento de la Encarnación, algo absolutamente nuevo sucede en el mundo y en el co­razón del hombre. Jesucristo estaba habitado por la gloria y conoció un estado misterioso en el que la gloria se en­frentaba con las tinieblas. Hablando de los testigos de la fe, el autor de la carta a los hebreos dice que todos los creyen­tes, antes de Cristo, tuvieron que esperar a la Resurrección para ser habitados por la gloria: «Y todos ellos, aunque ala­bados por su fe, no consiguieron el objeto de las promesas. Dios tenía ya dispuesto algo mejor para nosotros, de modo que no llegaran ellos sin nosotros a la perfección». (Hb 11, 39-40).

Esta gloria resplandecerá en Cristo en el momento de la Resurrección. Pero a lo largo de su peregrinación terre­na, estaba ya habitado por ella, aunque estuviese oculta en lo profundo de su ser. De hecho, la Transfiguración no es más que una manifestación de esta gloria que desgarra la persona de Cristo para irradiar sobre su rostro. Desde el pri­mer milagro, realizado en Caná, Jesús manifiesta su gloria y sus discípulos creen en él (Jn 2,11 ) pero es al mismo tiem­po la hora del enfrentamiento con las tinieblas. (Jn 2,4). Por eso Jesús vive en la encrucijada de una doble presión: la de la gloria y la de la cruz. Lo dirá claramente en el momen­to en que anuncie el misterio de su glorificación por su muerte en cruz. La transcripción joánica del relato de la ago­nía en los sinópticos,dice: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo.

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pero si muere, da mucho fruto. Ahora mi alma está turba­da. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora!... Pa­dre glorifica tu nombre. Vino entonces una voz del cielo: «Le he glorificado y de nuevo le glorificaré.» (Jn 12, 13-28). De este modo Cristo ha experimentado un desgarrón entre la gloria y las tinieblas, y la muerte cuyo aguijón era el pe­cado fue devorada por la muerte cuyo aguijón es la gloria. (1 Cor 15, 54-57). Vio las tinieblas del pecado y el infierno, a través de la gloria del Padre; los Padres de Oriente dirán que fue crucificado por la gloria y glorificado por la cruz.

A los que entran en contacto con él por el bautismo, Cristo les concede ser habitados por la misma gloria que destruye la muerte del hombre viejo: «Fuimos, pues, con él, sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por me­dio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva». (Rm 6,4). Y esta resurrección es obra del Espí­ritu que ha resucitado a Jesús de entre los muertos y que da la vida a nuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en nosotros. (Rm 8,11). A todos los que entran en contacto físico con Cristo, comiendo su cuerpo y bebiendo su sangre, les concede completar en su carne lo que falta a su Pasión. (Col 1,24).

Hay que comprender bien lo que es la gloria de Cristo en la cruz que no se parece en nada a la gloria contempla­da por Moisés en la zarza ardiendo. Es la gloria del amor mi­sericordioso, infinitamente herido por el endurecimiento del corazón humano: «Los estigmas del Cordero, dice santo To­más, aumentan la belleza del cuerpo de Cristo en cuanto que son heridas de amor, que reflejan la herida infinita del amor misericordioso, de las que son fruto al mismo tiempo que señal». Por eso la gloria del Dios tres veces santo se ha como replegado en Jesús traspasado y se nos presenta como amor misericordioso y mansedumbre. En la eucaris­tía, no se trata tan sólo de recibir la vida trinitaria, sino de contemplar por la fe la carne de Cristo crucificado por el pe­cado y glorificado por el fuego de la misericordia infinita. Al comer su cuerpo y beber su sangre, el cristiano es a su vez devorado por la gloria de Cristo, reflejo y canal de la glo­ria espiritual, pero distinta de esta gloria puramente divina. Esto es lo que hacía decir al cura de Ars: «Si supiéramos lo

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que es la Misa, moriríamos». Una ciencia así es obra del Es­píritu Santo en nosotros, pero al menos podemos sospe­char por qué no morimos; es que la gloria se ha hecho dul­zura en nosotros, aunque no por ello deja de ser menos pe­ligrosa. Si dejamos que obre en nosotros, seremos transfor­mados como Cristo en amor misericordioso.

Si pudiésemos hacer una radiografía espiritual de un cristiano, veríamos que está crucificado por la gloria y glo­rificado por la cruz: forma un mismo ser con Cristo (Rm 6,5), hasta en lo profundo de su cuerpo y no tan sólo en su es­píritu pues ha sido enteramente despojado de su cuerpo car­nal: «Sepultados con él en el bautismo, con él habéis tam­bién resucitado por la fe en la acción Dios, que resucitó de entre los muertos». (Col 2,12). Para Pablo esta fuerza de Dios es siempre el poder del Espíritu Santo. En cada bautizado, la gloria del Resucitado entra en conflicto con las tinieblas de un corazón de piedra, pero la última palabra de la lucha vuelve siempre a Cristo, el gran triunfador que, al morir, ha devorado la muerte, como dice la secuencia Victimae Pas- chali: «Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muer­to el que es Vida, triunfante se levanta».

Es lo que nos hace cantar la noche de Pascua: «Feliz cul­pa que nos ha merecido tal Redentor». No se trata de mirar las tinieblas para complacerse en ellas, sino de contemplar a la luz de la gloria la miseria radical del hombre y las tinie­blas de su corazón: «Esta enfermedad no es de muerte, es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». (Jn 11,4). Para comprender bien esto, hay que es­tar habitado por la gloria y tener la mirada transformada por la luz, para contemplar la miseria del hombre en la cruz gloriosa.

Aunque el cristiano no tenga quizás conciencia de ello, desde su bautismo, un germen de gloria se introdujo en lo profundo de su ser. Durante años, este germen permanece en estado de incubación pero en cuanto el creyente se pone a orar, a comulgar, a amar a sus hermanos y sobre todo si penetra en la humildad de la cruz está amenazado por una explosión de la gloria. El cristiano puede trampear con este germen, tratar de desactivarlo o evitar que crezca, pero en­tonces actuará contra naturaleza. Aun sin caer en pecado, está amenazado de endurecerse si no alimenta cada día este

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germen. Cada vez que comulgamos, la gloria invade un poco más nuestro ser.

Después de la Encarnación y la Pasión gloriosa, la glo­ria de la zarza ardiendo se ha escondido en la humanidad del Verbo encarnado y abrazó los contornos de su humani­dad, de tal manera que se podía pasar junto a ella sin notar nada. Así, los judíos pasaban junto a Cristo pensando que era el hijo de María o del carpintero. Este rostro infinitamen­te temible e imperceptible es el que se hace presente en la Eucaristía. Cristo es la encarnación de Dios en su rostro más inaccesible de gloria, pero también en su rostro de manse­dumbre y dulzura. En la Eucaristía, nos acoge humanamen­te, fraternalmente y se pone a nuestro alcance, pero al mis­mo tiempo nos lleva al corazón de Dios que no se parece a nada. No es fácil hablar de la gloria de Dios: son las lágri­mas de María Magdalena, la fiebre de san Agustín, la humil­dad de Silvano o la dulzura de Francisco de Asís. Es un tor­bellino de paz y de dulzura.

Existe un vínculo misterioso entre lo que sucedió en la Encarnación y la Pasión y lo que sucede en la Eucaristía: la gloria de Dios se ha hecho fluida y se ha licuado para cam­biar nuestros corazones de piedra en corazones de carne: «En su Pasión, su sustancia se ha hecho «fluida» para po­der penetrar en los hombres. Licúa los pecados de los hom­bres, y los disuelve en su propio abandono, en el cual exis­ten secretamente. En la Eucaristía, el Creador consiguió ha­cer fluida la estructura finita, creada, sin romperla y sin for­zarla (Nadie me quita la vida. Jn 10,18), hasta el punto de hacer de él, el portador de la vida trinitaria. Esta fluidez de la sustancia terrestre de Jesús en la sustancia eucarísti- ca no dura hasta el fin de los tiempos, sino que es más bien el centro incandescente alrededor del cual el cosmos se cris­taliza (según la visión de juventud de Teilhard de Chardin, en el corazón del mundo) o major, a partir del cual es irra­diado, y llevado a la incandescencia» (Urs von Salthasar).

Por eso, para comprender bien la situación de un cris­tiano habitado por ¡a gloria, hay que contemplar siempre a Cristo crucificado y glorificado; lo que tuvo lugar en lo más profundo de su ser se reproducá también en el corazón del cristiano, con la diferencia de que la gloria choca con ia du­reza de nuestro corazón. En Jesús, ias tinieblas del pecado

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crucificaron la dulzura y la mansedumbre, y ése fue el ob­jeto de su sufrimiento, pues era el único que conocía el co­razón del Padre; se comprende que haya sudado sangre por el sufrimiento: «Comenzó a sentir pavor y angustia». Les dijo: «Mi alma está triste hasta el punto de morir». (Me 14,33).

Cristo experimentó la angustia de la muerte en la ago­nía, pero sobre todo tuvo miedo del pecado que puede cau­sar la muerte. Más allá de la angustia de la agonía, ocurrió algo más profundo. Al encarnarse como cabeza del género humano rebelde, se unió a los hombres pecadores. Se hizo pecado por nosotros, dice la carta a los hebreos. Jesús su­frió no solamente del pecado, sino a causa del pecado. Por muy grandes que sean los horrores del viernes santo, son mucho menos profundos que el sufrimiento de Cristo ante el pecado de los hombres. EL misterio de la Encarnación que hace entrar al Verbo en contacto con el pecado de los hombres era peor que los sufrimientos de la agonía y de la cruz.

Si no existiese la dulzura de Dios, no se podría hablar del sufrimiento de Cristo pues es el exceso de alegría y de amor lo que le atormenta y le hace sufrir. En cierto sentido, es el Tabor y el Calvario al mismo tiempo y cuanto más in­tenso es el amor, más profundo es el sufrimiento. El con­flicto entre la santidad infinitamente dulce de Dios y el pe­cado construye la cruz. Es una mansedumbre divina traspa­sada por la dureza del corazón de piedra. Sin embargo, se­ría absurdo despojar a la cruz de cierta paz e incluso de ale­gría. El cristiano completa en él este sufrimiento de Cristo crucificado por la alegría, pero su situación está agravada, podríamos decir, por el hecho de que este misterio de glo­ria lo vive un pecador.

Derrama el amor del Padre en nuestros corazones

Algo extraordinario pasa en el corazón del hombre, que continúa siendo un pecador y al mismo tiempo hijo de Dios, cuyo corazón arde como el de los discípulos de Emaús, cuando Cristo resucitado les explica el sentido de las Escri­

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turas. Se podría esperar que una vez seducidos por Cristo, dejáramos de ser pecadores: pero no hay nada de eso. En el fondo del desaliento más abrumador es cuando el cora­zón de los discípulos de Emaús, es decir, el nuestro, comien­za a arder sin que nosotros lo sepamos. Adquirimos con­ciencia de ello, damos gracia a Jesucristo y comprendemos que le amamos por gracia: El nos ha amado el primero.

En este sentido, el cristiano continúa la psicología de Cristo, desgarrado entre la gloria y la tiniebla. Pero al co­mienzo no siente nada, sino la desesperación de ser un pe­cador, al mismo tiempo que sostenido por una confianza os­cura e imperceptible, hasta el momento en que Cristo se ma­nifiesta de una manera o de otra: comprende entonces que su desgracia viene precisamente de que arde de amor al mismo tiempo que sigue siendo un pecador. Jesús le libera inflamando su corazón. Como este proceso es largo, nece­sita toda su confianza para entregarle un corazón de carne. Los que se dejan conmover por el espectáculo de Cristo cru­cificado y glorificado muestran que han recibido un corazón de carne, aunque sea muy débil, en su corazón de piedra. Si son fieles, este corazón de carne arderá, aunque en el in­terior del corazón de piedra. Esto es muy doloroso; es el purgatorio en la tierra, que nos preserva del otro.

Por eso, de lo más profundo del corazón de piedra, sur­ge la fuente del Espíritu Santo que podrá regar nuestro ser. La gloria del Resucitado nos santifica del interior al exterior y no a la inversa. En general vivimos a nivel de las activi­dades llamadas espirituales para «obrar bien» o «desarro­llar las virtudes», o vivimos en la «razón razonable» o en las decisiones morales para tomar decisiones. Este trabajo es­piritual permanece muy fuera de nosotros mismos. La difi­cultad viene de que no nos hacemos presentes a ese lugar de donde brota el Espíritu. Lo llevamos en nosotros, pero nuestra mirada no alcanza esas profundidades.

Es algo más profundo que nuestro entendimiento, que nuestra intuición, e incluso que nuestra voluntad; está mu­cho más allá de nuestro amor. A menudo, vivimos, al lado de nosotros mismos, en la dispersión y el desmenuzamien­to, distraídos. En general, vivimos lejos de nosotros mis­mos, a nivel de las ideas o de los sentimientos, separados de ese abismo interior. Bastaría que nos dejásemos caer en

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este abismo para ser devorados por Dios. Es un abismo de paz, de quietud, de dulzura, de plenitud, de felicidad y tam­bién de soledad. En el momento en que un hombre descu­bre este lugar, descubre también el centro de su vida y esta fuente puede empapar su entendimiento, su voluntad y su afectividad. Es capaz de conservar la paz en las complica­ciones de su vida y de ofrecer a sus hermanos un rostro pa­cífico. Este hombre ha encontrado la intimidad con Dios que vive en él: es feliz y vive en paz y por eso es capaz de amar a los demás. Sólo las personas felices pueden no ser malos y enseñar a los demás a amarse.

Desde ese momento, actúa en nosotros la fuente del Es­píritu: ya no somos nosotros solos los que nos afanamos por nuestra santificación. Cuando se libera esta fuente, hay que abandonarse a ella para que impregne todo nuestro ser. Es ciertamente el vigor eterno del Espíritu el que fortifica nuestros débiles cuerpos (Vertí Creator). Hay que comenzar por este centro divinizado por el Espíritu para que luego nuestro entendimiento se transforme por la luz de la fe y nuestro corazón por el amor trinitario. Es una obra de cura­ción desde el interior que se realiza sin que nosotros nos de­mos cuenta, si aceptamos abandonarnos al poder transfor­mante del Espíritu.

Se habla de una fuente, pero podríamos hablar también de un fuego de acuerdo con la palabra de Cristo: «He veni­do a arrojar un fuego sobre la tierra y cuánto desearía que ya estuviese encendido» (Le 12,49). Este fuego está en el in­terior de nosotros mismos y bastaría liberarlo para que transfigure incluso nuestro rostro. La verdadera luz está en el interior y a fuerza de suplicar, conseguirá transformarnos completamente. A menudo, estamos ocupados trabajando en nuestra perfección de manera laudatoria, intentando ad­quirir virtudes o transformar el carácter. Hay que realizar este esfuerzo —aunque sólo fuese por caridad para con los demás— pero no es lo más importante, y si nos contenta­mos con eso, sin escuchar lo más profundo de nosotros mis­mos, correremos el peligro de conformarnos con los peque­ños progresos realizados. El verdadero esfuerzo es interior, pertenece a Dios y es obra del Espíritu Santo: «El Espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada». (Jn 6,63). El Espíritu Santo, presente en lo más íntimo del corazón, es la

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fuente de la santidad. Las obras exteriores vendrán después suscitadas por el fuego que llevamos en nosotros.

A partir del momento en que un hombre ha adquirido verdadera conciencia de que lleva en él el fuego de la zarza ardiendo o el agua viva prometida por Jesús a la samarita- na, está «amenazado» por la santidad, incluso en su cuer­po. En definitiva, sólo eso puede decidirle a amar la humil­dad, la pureza de corazón y del cuerpo, la pobreza y la mi­sericordia; en una palabra, el ser seducido por las biena­venturanzas. Si no hemos experimentado la felicidad y la alegría de ser habitados por la Santísima Trinidad, las exi­gencias morales del cristianismo nos parecerán insoporta­bles. Cuando Cristo dice: «Bienaventurados los pobres, bie­naventurados los mansos, bienaventurados los corazones puros», no habla sólo de una dicha venidera, sino que afir­ma que desde ahora todas estas personas son felices.

Hay un lenguaje que las personas, y sobre todo los jó­venes, soportan cada vez menos en la Iglesia; se les dice que hay que amarse los unos a los otros y a Dios por enci­ma de todo, lo cual es evidente y nadie puede decir lo con­trario: es la moral cristiana, igual que cuando hoy se dice que el evangelio consiste en construir un mundo mejor, con más justicia y fraternidad. Todo esto es cierto y hermoso, pero Cristo no habría subido a la cruz para decir esto que muchos otros sabios lo han dicho antes y hasta mejor. Es­tas realidades no son el agua viva, ni el fuego de la zarza ardiendo.

Por eso, yo no puedo hacer más que invitaros a desear, a buscar y orar para recibir este «algo» que no se parece a nada y que es «el aire del país», como dice el padre Moli- nié. San Juan de la Cruz habla de «un no sé qué», que per­manece indefinible, un sublime conocimiento de Dios total­mente inefable. Cuando estamos cerca del mar, respiramos el aire del océano. Si nunca hemos respirado el aire del cie­lo, no podremos comprender el evangelio y menos aun la moral cristiana. En cierto modo, es como si, al conectar dis­traídamente el transistor, escuchásemos de pronto una mú­sica extraordinaria; entonces diríamos como la esposa del Cantar de los Cantares: «Lo tengo y no lo soltaré más». Cuando consigamos esta longitud de onda, descubriremos que las bienaventuranzas son verdaderamente bienaventu-

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ranzas, y comprenderemos que la alegría del cielo puede arrebatar a un hombre y conservarle en la pureza de cora­zón y de cuerpo.

No hay nada más importante que esta música que es también un perfume, una belleza, en una palabra el fuego del Espíritu Santo. No puedo transmitírosla, ni comunicaros su gusto, si no tan sólo conduciros al umbral del misterio de la oración, de la eucaristía o del evangelio o invitaros a encontrar un hombre invadido por Dios. Tal vez se encien­da la llama y comprendáis todo. Lo que puedo deciros es: orad, orad intensamente ante la cruz, ofreciendo a Jesús crucificado vuestras penas más secretas y recibiréis esta he­rida del Espíritu. La vida trinitaria se enciende de pronto, bajo la acción del Espíritu Santo. Esta intensa circulación de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu pasa a nosotros. Ha­blando de esta vida, el padre Molinié dice que no se puede explicar geografía a uno que no sea del país, y ¿qué hay que hacer para que la Trinidad sea nuestro país?

«Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros». Ser invadido por este amor, es volverse loco por Jesucristo. Entre el Padre, el Hijo y Otro reina un Amor in­finito, un torrente que no puedo describir. Podría ofreceros imágenes, elevaciones líricas, pero de hecho, estoy comple­tamente desarmado.

Sé que si un rayo de la Trinidad llega a tocar un cora­zón humano, este corazón es repentinamente y totalmente invadido. Así le sucedió a María Magdalena, al buen ladrón y a Zaqueo.

Hablando de la Trinidad, quiero que conservéis cons­tantemente los ojos en María Magdalena, regando con sus lágrimas los pies de Cristo: pues la Trinidad, es esto.

Cuando el centurión al pie de la cruz dice: «Verdadera­mente este hombre era el Hijo de Dios (en el mismo mo­mento en que los fariseos lanzaban un suspiro de alivio, y en el que los apóstoles no sabían ya si tenían fe), ahí esta­ba la Triaidad; un mar de fondo que brota de la Trinidad tocó su corazón y como el buen ladrón comprendió todo. Una ola igual nos mojó el día de vuestro bautismo y nos su­mergió en la vida trinitaria». (M.D. Molinié).

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El beso del Espíritu

Para ayudarnos a adivinar esta llamada de aire miste­riosa, esta fuente de agua viva o esta música que es capaz de hacernos presentir el cielo y abandonar todo para seguir a Cristo, los místicos acuden a la experiencia del amor hu­mano y utilizan un lenguaje que apenas nos atrevemos a usar por estar tan devaluado por la canción, el cine y la te­levisión. Además hay tantos hombres que no han conocido nunca la dulzura y la fuerza de ser amados y de amar, que uno se queda boquiabierto ante la audacia de los santos. Pero en el interior de las experiencias humanas, parece ser que la del amor es la más apta para hacernos presentir lo que Dios quiere hacer con nosotros, cuando Jesús nos in­vita a permanecer en su amor: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros». (Jn 15,9). Los místicos evocan lo más sublime de este amor que es el beso que el esposo da a la esposa.

Como corremos el peligro de detenernos en la realidad carnal del beso —la única que perciben los sentidos— los místicos hacen un tratamiento analógico para purificarlo: «El beso de la boca del Señor es totalmente espiritual y puro. No es el beso de la pasión; este último,en efecto, si se hace con la boca, no procede de la boca, sino de la con­cupiscencia y de la carne. Mientras que el beso de la boca (alusión al Ct 1,1) es el beso de la voz y de la palabra, el beso del entendimiento y del Verbo, el beso del esplendor. Los cielos se consolidan por la palabra del Señor, y toda su virtud está adornada por el espíritu que procede de su boca». (Juan de Santo Tomás).

San Bernardo alude también al beso diciendo que «este conocimiento mutuo del Padre y del Hijo, este amor recí­proco, no es otra cosa que el más dulce de los besos, pero a la vez el más secreto. El hombre que recibe el Espíritu, re­cibe este beso y entra en el abrazo trinitario», Y añade: «Juan bebió en el seno del Hijo único lo que éste había be­bido en el seno de su Padre. Todo hombre puede por eso escuchar en él el Espíritu del Hijo, que llama: «¡Abbal ¡Pa­dre!». Si el matrimonio carnal une a dos seres en una sola

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carne, con mayor razón la unión espiritual los une en un solo espíritu». (Ser. VIII).

El teólogo Juan de Santo Tomás, que fue también un gran místico, utiliza la misma comparación cuando evoca la acción de los dones del Espíritu Santo en el alma del cris­tiano. Lo hará con un realismo al que no estamos acostum­brados cuando nos referimos a la experiencia de las cosas de Dios. Así, hablando de los dones escribe: «El alma los re­cibe como el aliento mismo de Dios cuando la engalana con sus dones, la abraza como un esposo y por el beso de su boca le insufla su Espíritu, para que todas las virtudes del alma se perfeccionen y eleven a un modo superior de ope­ración. Por su palabra fueron hechos los cielos, y el soplo de su boca... Este soplo de la boca del Señor que da firme­za a las virtudes es el espíritu de los dones que Dios nos co­munica por su beso, que es tan eficaz cuando se imprime en un alma ávida de los deseos celestes, que aspira y bebe por decirlo así el soplo, y la transporta toda en Dios, y la arranca tan violentamente de las cosas terrenas que se si­gue de ello la muerte corporal algunas veces».

Para que el hombre se haga apto para recibir este so­plo del Espíritu, es preciso que el corazón esté suficiente­mente ahondado en profundidad para aspirar a la vida de arriba. La aspiración del corazón hacia Dios es necesaria para acoger los dones del Espíritu Santo: cuanto más el de­seo profundiza el corazón más apto es para recibir el Espí­ritu. El deseo ensancha la capacidad de Dios como dice muy bien san Gregorio de Nisa: «Porque la visión de Dios no es otra cosa sino el deseo incesante de Dios». (Vida de Moi­sés, P.G. 44,404A). El deseo es como un gas en expansión que ahonda y nos atrae el poder del Espíritu: «Abre amplia­mente tu boca y la llenaré». Un padre espiritual me decía un día que esta palabra del salmo era para él el test del paso de una vida de oración predominantemente activa a una vida de unión con Dios dirigida por el Espíritu Santo.

Siguiendo a los Padres, Juan de Santo Tomás habla a menudo del beso del Espíritu refiriéndose a la palabra del Deuteronomio en la que se dice que Moisés murió por or­den del Señor, que se traduce así: «Murió del beso del Se­ñor (Dt 34,5), por eso el mandamiento de la boca del Señor fue como el beso de Dios. Beso que se imprimió tan fuer-'

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temente sobre el alma de Moisés que bebió y aspiró el so­plo de vida y la arrancó del cuerpo por el poder del amor espiritual».

Cuando se evoca el beso del Señor a su criatura, se cita a menudo el libro misterioso del Cantar de los Cantares: «¡Que me bese con los besos de su boca!» (Ct 1,1). El amor humano aparece aquí como una imagen visible de lo que Dios quiere hacer con nosotros. Tenemos que ser desposa­dos por el fuego del amor trinitario y estos esponsales son más devoradores que el amor humano, aunque éste nos ayuda a adivinar de lo que se trata. Por eso, el matrimonio es un sacramento, pues es el signo eficaz de los esponsales de Cristo con su Iglesia, en el fuego del Espíritu de Pente­costés». (Ef 5,25).

«Los amores de la santa Iglesia empiezan donde Moi­sés empezó su vida: murió del beso del Señor. En efecto cuando termina la ley de Moisés comienza la ley de amor espiritual con el beso que es el Espíritu Santo y que proce­de de la boca de Dios, uniendo al Padre y al Hijo y derra­mándose sobre la Iglesia en el día de Pentecostés a través de los siglos. La Iglesia fue juzgada digna de una gloria ma­yor que la de Moisés, por eso el Señor le envió su Espíritu con tal abundancia que se embriagó totalmente, de tal ma­nera que al ver a los apóstoles muchos decían burlándose: están llenos de mosto». (Juan de Santo Tomás).

El día de Pentecostés se le comunica a la Iglesia el beso secreto que el Padre y el Hijo se dan mutuamente en el co­razón de la Santísima Trinidad. Todo hombre que recibe el Espíritu, por los sacramentos y la oración de la Iglesia, en­tra en este abrazo del Padre y el Hijo, que es una habitación recíproca de los Tres el uno en el otro, según la palabra de Jesús: «Que sean uno como nosotros somos uno». (Jn17,11). Es el misterio de la circumincesión que los orienta­les llaman la danza de la pericoresis. Los Tres son uno con una unidad de circulación recíproca: en la visión, el amor y el abrazo de las personas entre sí. Es el fuego de dos mira­das que se devoran por amor y producen una tercera persona.

Hacerse cristiano por el bautismo, es entrar en esta dan­za trinitaria en la que cada persona dice a la otra mirándo-

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la: «Todo lo mío es tuyo». (Jn 17,10). Si nos pudiéramos acercar a la relación fundamental que une recíprocamente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en el corazón de la Tri­nidad, podríamos decir que es de una dulzura infinita. Cuan­do Jesús trata de decir lo que él es para sus discípulos, afir­ma: «Yo soy manso y humilde de corazón». (Mt 11,29). Se puede también afirmar que el Padre es de una mansedum­bre infinita puesto que el «que ve al Hijo, ve también al Pa­dre» (Jn 14,9). La mansedumbre se parece más a la ternura que a la bondad, consiste en dejarse invadir y penetrar por el otro, no oponiéndole ninguna resistencia, ni dureza.

Para expresar esta relación, no veo una expresión más hermosa que la que utiliza Urs von Baltasar cuando habla de la «fluidez»: «El acto por el cual el Padre se da y derra­ma al Hijo a través de todos los espacios y todos los tiem­pos, es la apertura definitiva del acto trinitario mismo, en el cual las «personas» divinas son «relaciones», es decir, for­mas de don absoluto y de fluidez amorosa». (Nouveaux points de repère, pág. 326). Es el mismo movimiento de flui­dez que se opera en la Pasión y la Eucaristía.

Del mismo modo, el creyente podrá participar de este abrazo trinitario y experimentar el beso recíproco del Padre y del Hijo en la medida en que acepte dejarse fluidificar por la Eucaristía. No se trata de una experiencia sentimental sino de una conversión del corazón que se desprende de su rigidez y de su dureza para entregarse a la dulzura de Dios. Ante un corazón así, la chispa de la cólera de Dios se muda en hoguera de ternura. Dios se hace entonces un «fuego de- vorador» (Dt 4,42). El silencio de Dios en nuestra vida ocurre porque nos resistimos y discutimos. Durante su Pasión, Cristo callaba ante sus verdugos y su mansedumbre era tan insoportable que se hacía desgarradora. Mientras nuestro corazón sea duro, no podremos escuchar a Dios. El día en que tengamos el corazón quebrantado y machacado, podrá hacerse líquido y entrar en la fluidez de los Tres. Es la bie­naventuranza de las lágrimas que reduce a migajas el cora­zón y lo licúa. No se trata forzosamente de derramar lágri­mas, sino de esa dulzura de Jesús que viene del corazón y hace encenderse una mirada.

Por eso, necesitamos contemplar la actitud de Cristo en su Pasión en la que se deja fluidificar por el amor. En el re­

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lato de la muerte de Jesús en la Cruz, referida por san Lu­cas, hay un eco del beso que Jesús da al Padre en el cora­zón de la Trinidad. Al morir, Jesús desemboca en el amor y lanza un gran grito en el cual entrega su espíritu al Padre (Le 23,46). De este modo, devuelve a Dios su propio espíri­tu, es decir su soplo de vida. Al expirar, Jesús devuelve al Padre, en un último abrazo, lo que un hombre comunica a otro hombre en un beso de amor. (André Louf: El Espíritu ■ora en nosotros. Narcea, Madrid).

De un solo golpe, encuentra respuesta a la declaración de amor del Padre: «Tú eres mi Hijo muy amado, en ti está todo mi amor». A lo largo de su vida de hombre, Jesús pe­netró en el corazón de estas palabras. En la Cruz, oró de ver­dad. Sólo en la muerte pronunció el «sí» largamente madu­rado de su propio amor por el Padre. Jesús lo dirá en paz, en su plenitud, más allá de la desesperación y de la duda. Su última oración es un beso de amor con el que exhala su último suspiro. Su sustancia se ha hecho fluida en el amor del Padre. Puede entonces decir con toda verdad: «Todo está cumplido. E inclinando la cabeza entregó el espíritu». (Jn 19,30).

Lo mismo sucede con el creyente que recibe el beso del Espíritu. Tendrá que poner entre las manos del Padre todo su ser en un último beso de amor. Lo que equivale a decir que en lo más profundo de su ser, tendrá que ofrecer al Se­ñor su espacio interior para que la Eucaristía pueda fluidifi­car en él su sustancia. Deben caer todas las fronteras como en Jesús que declaró: «No se haga mi voluntad sino la tuya». Jesús revela así la ley fundamental de su existencia: «He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la vo­luntad del que me ha enviado». (Jn 6,38).

Si el creyente quiere entrar en el abrazo trinitario, ten­drá que vivir la misma ley: aceptar no disponer de sí mis­mo, sino dejar a Dios que disponga de él, como le parezca. Es la frontera en la que se renuncia a la libre decisión sobre las cosas o los actos, para someterse definitivamente a la voluntad de Dios. Incluso a veces hay que renunciar a co­sas buenas, pues todo movimiento del Espíritu en nosotros no es forzosamente voluntad de Dios. Dejar que esto suce­da en uno por la presencia del Señor en lo íntimo, es comu­nicarse de verdad. Sólo en la muerte el creyente podrá orar

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realmente. Y su oración será un beso de amor en el cual ex­halará en el corazón de la Trinidad su último aliento.

Acto de oblación al Espíritu Santo

Espíritu Santo, amor unitivo del Padre y del Hijo, fuego sagrado que Jesucristo nuestro Señor trajo a la tierra, para abrazarnos a todos, en la llama de la eterna caridad; te ado­ro, te bendigo y aspiro con toda mi alma a darte gloria.

Con este fin, y por esta oblación que te hago con todo mi ser, cuerpo y alma, espíritu, corazón, voluntad, fuerzas fí­sicas y espirituales, me doy a ti y me entrego tan plenamen­te como sea posible a vuestra gracia, a las operaciones di­vinas y misericordiosas de este amor que tú eres en la uni­dad del Padre y del Hijo.

Llama ardiente e infinita de la Santísima Trinidad, de­posita en mi alma la chispa de tu amor para que la llene has­ta desbordar de ti mismo; para que transformada por la ac­ción de este fuego en «caridad viva», pueda, con mi sacrifi­cio, irradiar la luz y el calor a todas las almas que se me acer­quen. Que de este modo, por mi humilde parte coopere con todos aquellos que te aman en este mundo atormentado por el odio, al retorno de la caridad que eres tú, y para cuya glo­ria, quiero vivir y morir. Amén.

(Dom Vandeur: A la Trinité par l'hostie. Ed. de Mared- sous, 1925, citado en Les plus beaux textes sur le Saint-Es­prit, recogidos por Madame Arsène-Henry, Lethielleux p. 325).

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17Repele lejos al enemigo, danos sin retraso tu paz,

bajo tu guía y consejo, evitaremos todo error.

Cuando Pablo habla del combate de la fe, dice que no sólo nos enfrentamos con fuerzas humanas sino con los po­deres del mundo de las tinieblas, es decir con los espíritus del mal que están en los cielos. Por eso, hay que empuñar el escudo de la fe para apagar los proyectiles inflamados del maligno: «Por lo demás, fortalecéos en el Señor y en la fuerza de su poder. Revestios de las armas de Dios para po­der resistir a las asechanzas del diablo». (Ef 6, 10-20). Pablo no dice que tenemos que librar un combate, pues el asalto viene en primer lugar de las potencias del mal, sino que de­bemos soportarle resistiendo, permaneciendo en pie y po­niendo por obra todo para que no seamos vencidos por el enemigo. El escudo de la fe nos protege contra todas las fle­chas del perverso. Concretamente hay que utilizar la espa­da del Espíritu, es decir la palabra de Dios para aplastar las sugerencias del demonio y derrotarle en la oración.

«Siempre en oración y súplica, sigue diciendo Pablo, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos». (Ef 6,18). Me impresiona la insistencia de Pablo en la necesidad de la oración para resistir a las tentaciones: hay que orar en toda ocasión, utilizar todas las formas de oración y so­bre todo consagrar las noches a una infatigable intercesión; es al comienzo de la noche o de la mañana, cuando el de-

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monio vela a la puerta de nuestro corazón para tentarnos. El cristiano armado con el nombre de Jesús estrella la mul­titud de sus pensamientos contra la roca de este nombre, el único que puede salvarle. (Hb 4,12). En una palabra, tene­mos que agotar todas las ocasiones.

Hay que comprender bien la naturaleza del combate que nos enseña san Pablo, siguiendo al de Cristo, que nos man­da orar sin cesar, sin cansarnos nunca (Le 18,1). No se tra­ta, en modo alguno, de luchar sólo con nuestra voluntad para rechazar las sugerencias de la tentación, pues no tene­mos la estatura suficiente como para enfrentarnos a la «tác­tica del diablo» (Lewis), astuto y mentiroso, que se infiltra hasta en nuestras mejores intenciones para pervertirlas. Hay que luchar en la oración y con la oración para resistir hasta el fin. La oración del apóstol no es una solución fácil, una especie de retirada ante las dificultades de la vida, sino un verdadero combate de la fe: «Os suplico, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu Santo, que luchéis juntamente conmigo en vuestras oraciones ro­gando a Dios por mí».(Rm 15,30). Hay que orar continua­mente y en toda ocasión; en este punto Pablo es tajante. En dos ocasiones dice: «Dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucris­to». (Ef 5,20). «Estad siempre alegres. Orad constantemen­te. En todo dad gracias pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros». (1 Ts 5, 16-17).

Expulsa al enemigo lejos de nosotros

Si no se agarra con toda su fuerza a Dios, el cristiano no podrá sostenerse en la tentación: es un asunto de vida o muerte. Este combate, no lo vive solo sino en comunión con todos los hermanos que pasan las mismas pruebas, so­bre todo con el apóstol que está encargado de anunciar a los paganos el misterio de Cristo: «Sed perseverantes en la oración, velando en ella con acción de gracias; orad al mis­mo tiempo también por nosotros para que Dios nos abra una puerta a la Palabra, y podamos anunciar el misterio de Cristo, por cuya causa estoy yo encarcelado, para darlo a co­nocer anunciándolo como debo hacerlo». (Col 4, 2-4).

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Para Pablo es preciso orar siempre (2 Ts 1,11; Flp 1,4; Rm 1,10; Col 1,13; Flm 4) y sobre todo no desarnimarse, aun cuando el resultado de la oración se haga esperar (2Ts 3,13; 2 Cor 4,1 y 16; Ga 6,9; Ef 3,13). Lo más importante de la oración no es la «cosa» pedida sino el lazo que se esta­blece entre Dios y nosotros; la oración hace posible este vín­culo. No tiene por objeto informar al Señor y hacerle que­rer lo que no hubiera querido, sino cambiarnos a nosotros mismos para que nos abramos a lo que Dios quiere darnos. Orar, es comenzar a escuchar a Dios, a este Dios que nos suplica sin cesar diciéndonos: «¿Quieres?»

Si Pablo insiste tanto en la necesidad de la vigilancia y de la perseverancia en la oración, sobre todo en la lucha desencadenada por las fuerzas del mal, es porque se en­cuentra anegado en el clima de oración de la Iglesia primi­tiva. Los acontecimientos de la Pasión están todavía muy cercanos y los apóstoles conservan profundamente en el co­razón el recuerdo de la oración de Getsemaní. A la luz del don del Espíritu en la Resurrección, descubren lo poco glo­riosa que ha sido su actitud. Basta leer el episodio de Mar­cos, en el que la influencia de Pedro es tan evidente, para comprender que el reproche de Cristo a Pedro está todavía presente en su memoria, pues ha penetrado en su corazón como una espada de doble filo: «Simón, ¿duermes? ¿ni una hora has podido velar?» (Me 14,38). Marcos subraya que en tres ocasiones Cristo deja su oración para suplicar a los su­yos que velen con él. (Me 14, 38-39-40).

En el relato de Getsemaní que tiene una longitud desa­costumbrada en Marcos (diez versículos) el evangelista in­siste en la intensidad y violencia de la oración de Jesús: «Sentaos aquí, mientras yo hago oración» (14,32). Y adelan­tándose un poco, caía en tierra y suplicaba que a ser posi­ble, pasara de él aquella hora. (14,35)... Y alejándose de nue­vo, oró diciendo las mismas palabras (14,39). Cristo ora in­tensamente para no caer en el poder de la tentación. Y de­cía: «¡Abbá, Padre! todo es posible para ti, aparta de mí esta copa, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras tú». (Me 14,36). Esta tentación con la que se enfrenta Jesús, se refiere a su trato con el Padre: ¿Va a fiarse del Padre has­ta el fin de su vida y abandonarse entre sus manos?

Cuando Jesús escuchó a su Padre que le decía en el

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Bautismo y en la Transfiguración: «Tú eres mi Hijo; hoy te he engendrado». (Le 3,22), marchó al desierto para ser ten­tado por el diablo que intentó cercarlo en un mundo cerra­do. Una y otra vez, Cristo rompe el círculo en el que Satán quiere encerrarle para confesar el primado de Pedro al es­cuchar su palabra, la adoración y la confianza. Tentar a Dios es desobedecerle para ver hasta dónde llega su paciencia o abusar de su bondad con un fin interesado. Jesús rompe siempre el círculo infernal con la palabra de Dios y con su oración: «No sólo de pan vive el hombre, sino que el hom­bre vive de todo lo que sale de la boca de Yavé». (Dt 8,3). «No tentaréis a Yavé vuestro Dios». (Dt 6,16). «Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto». (Mt 4,10). De este modo Jesús proclama que su vida no tiene sentido más que con relación a su Padre de donde viene y al cual vuelve.

Pero con la victoria de Jesús en el desierto, la tentación no se ha cerrado de una vez para siempre y Lucas anota: «Acabada toda la tentación, el diablo se alejó de él hasta un tiempo oportuno». (Le 4,13). Ciertamente, este tiempo fija­do es el de la Pasión en el que Satán entra en Judas (Le22,3).«Esta es vuestra hora, dice Jesús, y el poder de las ti­nieblas». (Le 22,53). Satán nunca se considera vencido y cuando encuentra la casa barrida, busca otros siete demo­nios peores que él para que le ayuden en su trabajo. Jesús invita a sus discípulos a estar vigilantes en la oración por los riesgos de recaída y por el carácter obsesivo de la ten­tación. (Le 11, 24-26).

Durante la Pasión, pero más especialmente en la ago­nía en la que Jesús presiente los acontecimientos que se van a desarrollar esa noche y el día siguiente, Satanás vuel­ve a la carga y le tienta precisamente sobre su relación con el Padre. Esta tentación culminará con el grito de Jesús so­bre la Cruz: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has aban­donado?» (Me 15,34). En el desierto, Satanás invita a Jesús a valerse por sí mismo y para sí mismo; en la agonía, deja infiltrarse la duda en su relación de confianza con el Padre. Satanás es siempre el padre de la mentira: desde el comien­zo se las ingenió para hacer morir al hombre mediante la duda en la palabra de Dios. (Gn 3,4; Jn 8,44). No actúa de manera diferente con Jesús; su único objetivo es hacerle dudar del amor de benevolencia del Padre. En la Cruz, los

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sumos sacerdotes orquestan esta tentación diciendo en voz alta lo que el demonio le sugiere por lo bajo en Getsemaní: «Igualmente los sumos sacerdotes junto con los escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo: «A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. Rey de Israel es, que baje aho­ra de la cruz y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere, ya que dijo: «Soy hijo de Dios». (Mt 27, 41-43).

Bajo la prueba de la Cruz, Jesús deja escapar un grito que brota de sus entrañas: ¿Por qué me has abandonado? ¿Quién soy yo? ¿El hijo o el reprobado? Todos los que me ven menean la cabeza. ¿Salvador de los hombres o más bien, como dice el salmo, gusano y no hombre? ¿La luz o las barreduras del mundo? Y sin embargo ahí estuvo su vic­toria nacida de la oración. El abismo de tortura en el que hu­biera podido aniquilarse para siempre su nombre y su con­ciencia se convirtió en el crisol en el que recibió su temple definitivo y en el que su nombre de hijo recibió su consa­gración suprema, pues se convirtió en Señor.

Orad para que no caigáis en tentación (Me 14,38)

A este grito de angustia sin fondo de Jesús, referido por Mateo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandona­do?» (27,46), responde en san Lucas un grito de confianza total: «Padre en tus manos pongo mi espíritu». (23,46). El «porqué» lanzado a Dios, aun cuando brota del abandono más absoluto, no puede ser un grito de desesperación pues se lanza a Dios y cuestiona más allá del abismo, a aquél que puede responder. El «porqué» de Jesús tiene algo único, puesto que brota de quien no ha conocido jamás entre Dios y él la sombra de una distancia, que ha sido siempre delan­te de los hombres la expresión inmediata y cierta de lo que Dios hacía y quería.

Nadie escuchó la respuesta de Dios al grito de Jesús, y sus enemigos pudieron volver a sus casas tranquilos; pues­to que Dios le había dejado morir, sin desatarlo de la Cruz, es que evidentemente no era el mesías de Israel, no era el Hijo de Dios. (Me 15,32). Sin embargo es el grito de aban­dono y la muerte en el silencio de Dios lo que determina la

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declaración de fe del centurion romano. Marcos dice expre­samente: «Al ver el centurión, que estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios». (Me 15,39). La confesión de fe del centurión, es por haber visto a Jesús morir de esta manera. Para permanecer fiel a Dios en este silencio y abandono, para agarrarse a él cuando todo en el mundo no es más que horror y vanidad, cuando ya no se percibe nada de sus do­nes, hay que estar unido a él por un vínculo que nada, ni nadie puede destruir, hay que estar totalmente desnudo ante él, viviendo sólo de su amor, hay que ser su Hijo. Pero ¿de qué puede estar hecho este vínculo cuando se vive en el abandono total, en la desnudez de la muerte, sino de con­fianza sacada de la oración?

Para seguir creyendo hasta el extremo en el amor del Padre para con él, Jesús tuvo que orar una noche entera en Getsemaní para no caer en el poder de la tentación de creer­se abandonado de Dios. Por eso invitará a sus discípulos a la misma oración intensa y prolongada. El relato de Lucas está encuadrado por la misma frase de Jesús a los suyos, repetida dos veces: «Orad para no caer en la tentación». (Le 20,40.46). Este consejo de Jesús corresponde a la última pe­tición del padrenuestro: «Y no nos dejes caer en la tenta­ción» (Mt. 6,13). Lo mismo que Jesús (Mt 4,1), el hombre puede ser inducido a una situación crítica de tentación. El discípulo de Jesús pide a Dios, no el no ser tentado, sino para que se le evite una prueba tal que esté en peligro de no poder superarla, y entrar en las intenciones del tentador.

La oración de Jesús en Getsemaní es del mismo orden —del orden de la confianza— que la nuestra, aunque nues­tra poca fe nos impide captar la suya. Pero sabemos tam­bién que Jesús pidió para que no desapareciese la fe de Pe­dro (Le 22,32) y al mismo tiempo oró por nosotros. Por eso, no debemos nunca orar por nosotros mismos, sino entrar en la oración de Jesús que intercede sin cesar por nosotros. En Getsemaní, su oración es anterior al acontecimiento de la Pasión que presenta, para tratar de prevenirlo o apre­surarlo.

Esta oración de Jesús supone la confianza pues propo­ne dos salidas posibles: «¡Abba! ¡Padre! Todo es posible para ti; aparta de mí esta copa, pero no sea lo que yo quie-

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ro, sino lo que quieras tú». (Me 14,36). Si Jesús sabe ya que la única salida real es la segunda, si ve desarrollarse las ho­ras que se van a seguir, su oración en todo caso pierde su sentido. Jesús no manifiesta solamente su repugnancia a entrar en esa hora, piensa que, efectivamente, depende de Dios encontrar otra solución y que esta solución es todavía posible.

Sabe evidentemente que esta intervención trastocaría el proceso ya en marcha, sabe sobre todo que por nada del mundo consentiría en otra cosa que en el cumplimiento de la voluntad del Padre. Ahí está la roca a la que él se agarra: «La copa que me ha dado el Padre ¿no la voy a beber?» (Jn18,11). Los sinópticos dicen que Dios hubiera podido deci­dir otra cosa y que Jesús se encontró desgarrado entre la angustia ante lo que le espera y la adhesión sin condicio­nes a la voluntad del Padre.

El discípulo tiene que revivir el mismo combate que Je­sús, sobre todo en el momento de la prueba, cuando el si­lencio de Dios se deje sentir. Estará tentado de decir como Cristo: «Dios mío, de día clamo y no respondes, también de noche hay silencio para mí» (Sal 22,2), pero sabe también que nuestros padres tenían confianza en Dios y él les libra­ba. «A ti clamaron y salieron salvos, en ti esperaron y nun­ca quedaron confundidos».(Sal 22,6). El discípulo tendrá que orar noches enteras, con humilde perseverancia, para no dejarse aplastar por el desaliento: «Fijaos en aquél que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis faltos de ánimo. No habéis resistido to­davía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pe­cado». (Hb 12, 3-4).

Danos sin tardanza tu paz

¿Quién puede sospechar la paz profunda que se da en el corazón de Cristo en la agonía y durante la Pasión? Se la presiente al leer el relato de la Pasión de san Juan en el que Jesús aparece, desde el comienzo, como el Señor de la glo­ria, guiando todos los acontecimientos. Así, cuando Cristo dice a los soldados que fueron a arrestarle al otro lado del Cedrón: «¡Soy yo!», retrocediendo, cayeron (Jn 18,6). Se vieron obligados a besar el polvo ante el Mesías humillado

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que es ya el Rey de la gloria, como Moisés se prosternó en tierra ante la zarza ardiendo. Jesús es verdaderamente el «Yo soy», fuera del cual nada existe. (Jn 8,28).

En lo más profundo de su ser, Jesús conoce la paz del que se abandona a Dios, aunque en las regiones inferiores, confiesa que siente terror y angustia: «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad». (Me 14,34). Me atrevería a decir que cuanto más profunda es esta paz, más crucificada está por las tinieblas del pecado y la dureza del corazón de los hombres, hasta el punto de que tal paz es al mismo tiempo alegría y que se traduce fuera en un pro­fundo silencio. Ante sus verdugos, Jesús callaba (Le 23,9). Frente a aquéllos que tienen el corazón duro, el silencio es la única manera de expresar el amor que rompe el corazón de piedra. Es el Tabor y el Calvario al mismo tiempo, dicen los que han experimentado esta clase de pruebas.

Nos cuesta mucho imaginar que la paz cristiana pueda cohabitar con el sufrimiento pues la paz es a menudo para nosotros sinónimo de falta de combates o de pruebas. Per­seguimos la paz de los cementerios que se parece a la cal­ma chicha de un mar sin rizos ni olas. En una perspectiva así, las personas no tienen conflictos por la sencilla razón de que ya no viven: sea porque los hayan eliminado con el esfuerzo de una voluntad estoica o que rehúsen vivirlos re­fugiándose en el sueño. En este sentido hay que entender las palabras de Cristo: «¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división». (Le 12,52). Se trata de la espada de la palabra de Dios que alcanza lo más profundo del alma y criba los pensamientos y los movimien­tos del corazón. (Hb 4,12).

Cuando la vida nueva de Cristo habita en el corazón de un hombre, se enfrenta en él con las raíces del hombre vie­jo lo que acarrea muchas complicaciones: luchas, conflictos y tentaciones. En este sentido dice Cristo que él no trae la paz carnal de los compromisos, sino la guerra entre el hom­bre viejo y el hombre nuevo, el orgullo y la humildad, la du­reza y la mansedumbre.

Si la paz alcanza su tope en nosotros, es sencillamente porque es una paz de compromiso. El hombre viejo hace concesiones al hombre nuevo y éste las hace al hombre vie­jo: no demasiado orgullo, egoísmo, impureza. Pero inrne-

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diatamente el hombre viejo gruñe: «Cuidado, no demasia­do amor, humildad, renuncia o oración, si no me desato». Es, por otra parte, lo que sucede en la Pasión: el mundo y el príncipe de las tinieblas pueden tolerar la presencia de Je­sús mientras se oculta, pero a la hora de la verdad, la con­denación se hace inevitable.

En cuanto Jesús manifiesta su gloria en Caná, es con­ducido infaliblemente a la muerte, según la lógica de una alergia despiadada entre esta gloria y el orgullo de los po­deres temporales. Si Jesús manifiesta su gloria con poder es el fin del mundo; si la manifiesta en la mansedumbre y la humildad de una carne enferma, es la condenación a muerte. Por eso, el hombre viejo se desata en nosotros en cuanto comulgamos u oramos, sobre todo si al mismo tiem­po vivimos la humildad y el amor fraterno.

Jesús soportará las fuerzas que le estorban en nosotros, pero no negociará jamás con ellas; por eso nuestro cora­zón es el lugar de un combate, de una prueba y de una ten­tación. El Espíritu gime en nosotros con gemidos inefables para permitir el alumbramiento del hombre nuevo en nues­tro corazón (Rm 8, 23-26). Hablando de la tentación a la que está sometido el cristiano, Pablo la compara a una correc­ción que el Padre da a su hijo y añade que es para su san­tificación y para instaurarnos en la paz: «Cierto que ningu­na corrección es de momento agradable sino penosa; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella». (Hb 12, 11).

La paz no viene de la supresión de conflictos o tenta­ciones, sino de la muerte del hombre viejo. Querer suprimir las tentaciones en nosotros, luchando simplemente a nivel externo o utilizando técnicas, es querer borrar los síntomas de una enfermedad antes de haber curado la infección que los provoca. Cuanto más el poder del Espíritu haga crecer en nosotros la vida trinitaria tanto más nos invadirá, aho­gando al hombre viejo que terminará un día muriendo por asfixia. Pero no morirá sin haber antes forcejeado y provo­cado en nosotros crispaciones y problemas. A este nivel profundo hay que buscar la raíz de los problemas y de las dificultades de la vida que no son más que una emergencia exterior de otra enfermedad que no lleva a la muerte sino a la vida y a la gloria de Dios. (Jn 11,4). El hombre no está

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pasivo en esta lucha; no es solamente espectador sino ac­tor y debe hacer un esfuerzo real para colaborar en la muer­te del hombre viejo que no es obra suya sino de Cristo resucitado.

Es decir, que debe luchar únicamente con la oración asi­dua y perseverante para que el Espíritu Santo le sea comu­nicado en plenitud lo mismo que invadía el alma del Salva­dor. La paz no vendrá de una supresión de conflictos, sino de la presencia del Resucitado. Cuando Cristo se aparece a sus discípulos, les dice: «La paz esté con vosotros». (Jn 20,21). Y desde ese momento, la paz del Resucitado invadió su corazón y barrió sus dudas y conflictos.

Es, al mismo tiempo, una alegría real que no radica en una naturaleza optimista sino únicamente en Cristo resuci­tado: «Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado». (Jn 15,11). Lo mismo sucede con la paz que da Jesús; no es la paz de los hombre sino la suya, que expulsa todo temor del corazón: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde». (Jn 14,24). Por eso, la paz está siempre ligada a la persona de Cristo y a su presencia en nuestro corazón.

El día que san Ignacio ve a la Virgen, se ve libre de las tentaciones de la carne. El día en que Teresa del Niño Je­sús (julio 1899) experimenta de una manera intensa la pre­sencia continua de María, queda envuelta en su manto y du­rante una semana experimenta un estado de intenso reco­gimiento y de paz que le hace exclamar: «Sólo Dios puede ponernos ahí y basta algunas veces para despegar para siempre un alma de la tierra» (Carnet amarillo, 11,7, 2). Nues­tro mayor pecado es resignarnos a esta paz de compromi­so creyendo que la liberación total no es cosa de aquí aba­jo. Este es el momento de lanzarse a la oración pidiendo al Padre que nos envíe el Espíritu Santo, en el nombre de su Hijo resucitado. Sólo el Espíritu puede darnos la verdadera paz y la alegría en plenitud.

Bajo tu dirección, evitaremos todo error

Para conseguir esto, hay que ponerse de verdad bajo la dirección del Espíritu Santo aceptando abrazar la vida real

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que el Señor nos propone en las condiciones concreta^ de nuestra historia. El secreto de tal paz se apoya siempre en dos polos: la fe en el poder del Espíritu y la aceptación hu­milde y alegre de nuestra condición de criaturas. Hay per­sonas que no conocerán jamás la verdadera paz porque tra­tan de evadirse de las tareas que deben cumplir o huyer, de los demás. En la vida, hay que evitar lamentarse o soñar con algo distinto de lo que nos toca vivir. Hay que perma­necer sumergidos en lo cotidiano, tal como es, pues es ahí, en el corazón de nuestra vida, en el combate de redención» donde el Espíritu Santo obra y modela nuestro rostro de santidad, a partir de la masa misma de nuestra existencia real.

En este momento necesitamos mociones finas y de|¡cg- das del Espíritu Santo para navegar a través de los escolios y evitar los errores. Uno de los principales errores que ae­chan al que aspira a una auténtica santidad es el sueño del idealismo. Queremos llevar a cabo cierto tipo de perfecc¡5n que Dios no qutere para nosotros pues no corresponde a las condiciones concretas de nuestra vida o de nuestra rea­lidad psicológica. Tenemos entonces mala conciencia y n0s reprochamos por no hacerlo ya que las dificultades que en­contramos en nuestro camino nos parecen insuperables; di­ficultades que vienen del carácter, de las deficiencias psico­lógicas, de carencias afectivas o de limitaciones corpor^|eg.

El principal error es enrolarse en el camino de las solu­ciones simplistas. La razón nos engaña cuando nos arrastra a luchar a nivel de los síntomas. Por una parte, nos ¡m^de reconocer la dificultad real; por otra, hace creer que todo de­pende del razonamiento y de la voluntad, mientras que el curso de nuestra vida se orienta por sí mismo desde e| in­terior. Esto no significa que la inteligencia y la energía sean los ejecutores pasivos de un destino; nada se realiza sir-, su vigilancia, su discernimiento y su perseverancia. Pero no son tampoco los maestros encargados de labrar nuestro porvenir, según una idea de hombre perfecto. El sentidç, de nuestra historia es la acción diaria del Espíritu Santo abra­zando nuestra vida real, lo mismo las profundidades de nuestra psicología que nuestros actos conscientes. Se trata de volverse hacia ella, comprenderla y servirla.

Las resoluciones del sentido común pasan por alto una

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interrogación esencial. ¿La función que tiene por objeto es­tablecer el diagnóstico tiene también la carga de fijar el tra­tamiento? Esta es la ilusión racionalista o voluntarista, en la cual la razón y la voluntad ocupan el lugar de la realidad viva que guía nuestra vida desde dentro y le comunica su ritmo y su sentido. La reflexión y el juicio auscultan el terre­no, nos permiten ser conscientes y nos ofrecen una imagen de lo que sucede, pero su papel se detiene ahí. No les per­tenece el concluir que hay que salir de la dificultad de ésta o de aquélla manera pues no sabemos si debemos salir, ni cómo podemos salir.

Solamente el sentido oculto de la dificultad contiene los gérmenes de su evolución. Allí, y no en el raciocinio, se en­cuentra el principio de la conducta. El Espíritu Santo que nos ilumina por la inteligencia, nos guía también por otro sentido, pues está presente en lo más íntimo de nuestro ser y su presencia en nosotros es esencialmente dinámica. No se trata, pues, de decidir, sino de escuchar lo que el Espíri­tu Santo nos dice a través de nuestra vida concreta. Tratar de salir de una dificultad, de liberarse de una situación pe­nosa, consiste en primer lugar en interiorizarla, es decir, en abrazarla desde lo interior y padecerla. No en rechazarla, ni en tratar de refabricarla uno mismo fuera. Sino aceptarla y vivirla, porque es nuestra realidad actual y contiene el sen­tido oculto de nuestro porvenir.

Es preciso pues que nos sentemos, nos calmemos, abra­cemos el presente tal como es, con sus fracasos, sus sufri­mientos, sus riesgos; entonces tendremos alguna posibili­dad de saber lo que el Espíritu Santo quiere de nosotros. A cada uno nos dice el Señor: «No temas tomar tu vida por esposa: lo que ha sido engendrado en ella viene del Espíri­tu Santo». La experiencia muestra que no se elude una di­ficultad. Si se consigue apartarla del plano psicológico, re­torna bajo forma de una enfermedad orgánica o por medio de acontecimientos exteriores. No sirve de nada salir fuera pues la dificultad significa que una cara de la realidad pide ser aceptada e integrada. Hay que mantener esta realidad tal como es, adentrarse en ella, sufrirla hasta el extremo. En general se sale de ella por el fondo.

Existen puntos de referencia que nos permiten verificar la rectitud de nuestro caminar bajo la dirección del Espíritu.

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Si la vida espiritual, a lo largo de los años, no favorece en nosotros el sentido de la realidad y el crecimiento de nues­tra libertad interior, está guiada al revés. Pues lo normal es que, en una vida impregnada de Espíritu Santo, las criatu­ras adquieran mayor consistencia ante nuestros ojos, que las gentes y las cosas adquieran como una densidad de exis­tencia; es normal que la belleza de un paisaje, los rasgos de un rostro, la singularidad de cada persona se nos hagan más sensibles. Esta percepción de lo real no es incompati­ble con un desprendimiento radical. Si nuestra vida espiri­tual no conserva este contacto con lo real, corre peligro de perder su equilibrio. Cuanto más la vida del Espíritu abraza nuestra vida humana más se dilata esta en la alegría y la dul­zura. El verdadero espiritual es capaz de amar con ternura y fuerza.

Del mismo modo si la vida espiritual, en vez de enca­minarnos hacia nuestra madurez, contribuyese a mantener­nos en un infantilismo psicológico,no se edificaría según el Espíritu. La larga y lenta búsqueda de Dios debe normal­mente ayudarnos a liberarnos de nuestros temores religio­sos, y en cuanto es posible, de nuestras trabas psicológicas. El ir formándonos poco a poco a imagen de Dios, debe pro­gresivamente hacernos más sinceros y más libres en me­dio de los hombres. Nos conduce, en el tiempo de la ma­durez, a situarnos como hombres libres delante del mismo Dios, capaces de decir no a Dios que nos ha dado poder para ello, y sí, no por coacción, sino por reciprocidad para con el amor conmovedor de nuestro Dios. Sentido de la rea­lidad y libertad interior, son dos señales de la realidad de nuestra marcha; la experiencia muestra que no son su- pérfluas.

Invocación al santo nombre de Jesús

Señor Jesús, creemos que la fe en el poder Hch 3,16 de tu nombre santísimo es capaz de curar nues­

tros corazones y nuestros cuerpos, como curó Hch 4,12 un día al cojo de la Puerta Hermosa en el Tem­

plo de Jerusalén pues no hay bajo el cielo nin­gún otro nombre necesario para la salvación de

1 Cor 12,3 los hombres. Pero creemos también que nadie

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226 Jean Lafrance

Jn 6,44

Rm 10,9; Flp 2,11

Col 2,12

Col 1,19

1 Cor 1,24

Col 1,27

Col 3, 16-17

Hch 3,6

Rm 1,5

Hch 10, 40-43

Dt 4,12

puede decir: «Jesús es Señor», si no es bajo la influencia del Espíritu Santo. Padre misericordio­sísimo, envíanos el poder de tu Espíritu, y atráe- nos hacia tu hijo Jesús. En nuestros corazones, creemos que le has resucitado de entre los muertos; concédenos confesar con la boca que Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre.

Señor, creemos en la fuerza de Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos. En ade­lante este poder habita en la Eucaristía y en el santo nombre de tu hijo Jesús. El es la sabidu­ría y el poder de Dios: Cristo en medio de noso­tros, la esperanza de la gloria. Que el nombre de Cristo habite en nosotros en toda su riqueza, para que podamos cantar en nuestros corazo­nes, salmos, himnos y cantos inspirados por el Espíritu. Sobre todo a los enfermos y a los hom­bres con el corazón herido por el pecado y el su­frimiento, enséñanos a decir como san Pedro: «No tengo ni oro ni plata; pero te doy lo que ten­go: en el nombre de Cristo, el Nazareno, cami­na». Contemplando así el poder de Dios que ac­túa en la Resurrección de Jesús, podremos anunciar la buena nueva de su nombre salvador, que nos conduce con todos nuestros hermanos a la obediencia de la fe. Todo lo que podamos hacer o decir, con el poder del Espíritu, quere­mos hacerlo en el nombre del Señor Jesús, dan­do gracias por medio de él al Padre.

Después de tu Resurrección, Señor Jesús, te has mostrado, no a todo el pueblo, sino a los tes­tigos que Dios había elegido de antemano y que han comido y bebido contigo. Nuestra fe des­cansa en su testimonio pues a ellos has entre­gado tu nombre como Yavé lo hizo a Moisés. Es el fundamento de la Alianza y de la intimidad en la que quieres introducirnos. En el Deuterono- mio se repite constantemente: «Vosotros oíais rumor de palabras, pero no percibíais figura al­guna, sino sólo una voz». Lo único que nos per­mite morar en ti es tu cuerpo y tu nombre. No tenemos ninguna otra cosa más que este nom­bre. Es la riqueza y la pobreza de la alianza y de la adoración del único Señor.

Riqueza y pobreza: es tan poca cosa un nom­

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P. Bernard o.p.

P. Juan de la Cruz o.s.b.

Me 20,21

Ef 3,17

Juan de la Cruz

Teresa de Lisleux

bre. Hay días en que tengo la impresión de que eres mudo. Hay días en los que repetir el nom­bre de Jesús y el nombre del Padre, ¡abba!, es un ejercicio inútil. Y sin embargo este nombre es el tuyo, tú no tienes otro con el que podamos llamarte. Por eso el que adora al Padre se aterra a tu nombre, Jesús, que resume toda su oración. La repetición incesante de tu nombre es como una exhalación de nuestro corazón en la que en­trega todo su ser.

Señor, todo mi deseo está delante de ti y para ti mi suspiro no está oculto; el amor desea el nombre del que ama para poder llamarle. Cuan­do uno ama a otro, desea conocer su nombre ín­timo. Señor Jesús, me has amado y me has mi­rado como al joven rico. Desde que sellaste tu amistad conmigo, me gusta decirte: «¿Cómo te llamas? No tu nombre de familia para todos, sino el nombre para los íntimos». Desde que volcaste sobre mí tu rostro de ternura, me gusta murmurar tu nombre que habita mi corazón por la fe y sin el cual no habría para mí seguridad, felicidad y vida. Cuando tu nombre habita, nues­tro corazón echa raíces en él, lo invade de ter­nura, de luz y de alegría, trae consigo la certeza de amar y de ser amado. En nuestra vida huma­na, es la más dulce, la más fuerte y la más in­dispensable de las certezas. Sin tu presencia, no hay felicidad ni alegría. Unicamente los hombres felices son capaces de amar a sus hermanos y ¿cómo podría hacerlo yo si no vivo una gran in­timidad contigo?

Señor, al mirarme con ternura, has impreso en mi corazón un esbozo de tu rostro, pero es preciso que no deje de fijar mi mirada en ti. Por eso, espero con impaciencia tu vuelta y nada me consolará de tu ausencia. Se puede vivir muy le­jos del ser amado, se pueden soportar largas se­paraciones: tu nombre, presente en lo secreto del corazón, sostiene la esperanza y la vida. Tu nombre que yo guardo es el nombre que me sal­va. Me salva de la desesperación y de la rebe­lión: es la defensa de mi vida. Tu nombre es el huésped de mi silencio interior y, en mí, no se calla. Como una fuente de ternura, murmura en

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lo más profundo de mí mismo el dulce mensaje de una presencia y de una fidelidad.Señor, no quiero pensar en ti o evocar tu recuer­do, con una costosa concentración, sino que quiero dirigirme a ti de persona a persona, pues creo que estás ahí, resucitado y vivo. Cuando un

Sai 34,7 pobre grita e invoca tu nombre, tú te acercas a él y le respondes. Creo que estás ahí, en el grito de mi súplica, para escucharme y responderme, aunque estés lejos y no residas ya en la tierra. Sé por experiencia que al pronunciar tu nombre, te harás inmediatamente presente de una mane­ra siempre nueva y profunda.

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Conclusion

Nada hay imposible para Dios

La última palabra que quisiera deciros es la que el án­gel Gabriel dirige a María en la Anunciación: «Ninguna cosa es imposible para Dios». (Me 9,23). El único reproche que Cristo hace a sus discípulos es su falta de fe y su poca con­fianza. Esta actitud le hace sufrir terriblemente, pues es el único obstáculo capaz de limitar el poder del amor del Pa­dre en el corazón de los hombres. Cuando Cristo evoca el poder de la oración, piensa siempre en la súplica que ob­tiene del Padre el don del Espíritu, como la fe de María con­siguió que el Espíritu del Padre viniese sobre ella y la cu­briese con su sombra (Le 1,35): «Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pi­dan». (Le 11,13).

En oposición a los discípulos, María es la creyente por excelencia pues accede y consiente a la propuesta de Dios. A propósito de Isabel, la estéril, el ángel afirma: «Ninguna cosa es imposible para Dios». Señala el contraste entre la respuesta de Zacarías ante el anuncio del nacimiento de Juan Bautista y la humilde aceptación de María. Zacarías pertenece a la raza de dura cerviz que duda del poder de Dios, como los hebreos en el desierto que se preguntaban si Yavé podría alimentarlos y pedían un milagro: «¿En qué lo conoceré? Porque yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad». (Le 1,18).

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Por su falta de fe no recibirá milagro alguno; aun más, será condenado al silencio total: «Mira, te vas a quedar mudo y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, porque no diste crédito a mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo». (Le 1,20). Por el contrario, María no pide ningún milagro y cree a Dios por su palabra; sin em­bargo Dios le dará uno: «Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el sexto mes de aquélla que llamaban estéril, porque ninguna cosa es im­posible para Dios». (Le 1, 36-37).

El colmo del humor en el evangelista san Lucas consis­te en hacer decir por Isabel que María es la verdadera cre­yente mientras que su marido Zacarías ha sido reducido a silencio por haber dudado de la palabra de Dios. «Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron di­chas de parte del Señor». (Le 1,45). Zacarías no ha creído. María en cambio puede proclamar su hermosa confesión de fe en las palabras del Magnificat: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador». (Le 1, 46-47).

Pero antes de confesar el poder de Dios que opera ma­ravillas en el corazón de los humildes y de los pobres, Ma­ría había dado su consentimiento de fe diciendo: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». (Le 1,38). Es difícil conjeturar lo que sucedió en el corazón de María en este momento pues no dejó manifestar sus senti­mientos interiores, pero el evangelista Lucas nos dice en otras dos ocasiones que ella meditaba estos acontecimien­tos en su corazón (2,20 y 2,52) y que no comprendía su al­cance (2,51). Si Isabel proclamó bienaventurada a María por su fe, era porque no tenía evidencia humana de lo que sucedía.

El concilio Vaticano II dice de María que creció en la fe a lo largo de su peregrinación terrena (L.G. VIII), lo que equi­vale a decir que dio preferencia permanente al pensamien­to de Dios sobre el suyo. Cada vez que Dios le dirigió la pa­labra, reaccionó como Abraham, en el momento del sacri­ficio de Isaac. Hubiera podido decir que si Dios le había con­cedido un hijo, no era para ofrecerlo en sacrificio, tanto más que tenía que asegurar la descendencia, pero prefirió fiarse de Dios: «Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presen­

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tó a Isaac como ofrenda, y el que había recibido las prome­sas, ofrecía a su unigénito respecto del cual se le había di­cho: «Por Isaac tendrán descendencia». Pensaba que pode­roso era Dios aun para resucitar de entre los muertos. Por eso le recobró para que Isaac fuera también figura». (Hb 11, 17-19).

Para María, no se trata sencillamente de resignación o de heroísmo como si aceptara pasivamente una «voluntad de Dios» exterior a la suya; consiente no sólo a la palabra que le pide aceptar ser madre permaneciendo virgen, sino que cree que «nada es imposible para Dios» y que él puede hacer de una virgen la madre de su Hijo, como hizo de una mujer estéril la madre de Juan Bautista. Este es el sentido de su respuesta: «Hágase en mí según tu palabra». (Le 1, 38).

María consiente en creer que todo es posible a aquél de quien se ha fiado. Entre las palabras del ángel afirmando que no hay nada imposible para Dios y el fíat de María, hay un espacio de libertad que puede parecer a algunos como un abismo de incertidumbre y que la Virgen atraviesa ten­diendo entre ella y Dios el puente de la confianza. No es un salto a ciegas, en el vacío, sino un abandono en los brazos del Padre. Si María puede fiarse así de Dios, es porque ha tenido la revelación de que el Padre había «puesto los ojos en la humildad de su esclava». (Le 1,48) y la había revestido de la mansedumbre de su gracia (Le 1,28). Conserva sin ce­sar ante sus ojos la mirada atónita y llena de ternura del Pa­dre: «Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso». (Mt 6,32).

La confianza en el Padre del cielo es la fuente del dina­mismo de la oración de María. Ya hemos dicho que a Lucas le gusta presentarnos a la Virgen orando y meditando en su corazón la palabra de Dios y los acontecimientos de la vida de Jesús. Según Isabel, escucha la palabra de Dios en la ora­ción y se adhiere a ella por la fe. Cuando Jesús define lo que es para él su madre, dice: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen». (Me 8,21). Sin duda alguna, en este momento preciso, Je­sús tiene ante sus ojos el retrato de la Virgen María, su ma­dre, en oración. Igual que con la oración de Jesús, el evan­gelio es muy discreto sobre la oración de María y no preci-

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sa su contenido, aunque nos transmite el Magnificat; pode­mos pensar que escuchó la enseñanza de Jesús sobre la oración y la puso en práctica.

Retirada en lo secreto de su corazón, dirigía su oración al Padre que ve en lo secreto (Mt 6,6). Como para cada uno de nosotros, su oración tuvo una doble fuente: un movi­miento de respiración y de aspiración. En primer lugar, un maravillarse ante el Todopoderoso que obra en ella gran­des cosas (Le 1,49). Entonces exhala de su corazór, una ora­ción de bendición, de alabanza y de acción de gracias: «En­grandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador». (Le 1, 46-47). Es una respiración de abandono en las manos del Padre: «Descarga en Yavé tu peso y él te sustentará». (Sal 55,23).

Pero hay otra fuente de oración de María: su confianza en Dios, dueño de lo imposible. Su oración de súplica, es como Cristo la enseña en el evangelio: «Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre se os concederá». (Jn 15,16). El evan­gelista san Juan que recibió en su casa a María en calidad de madre y que fue, por tanto, testigo de su oración pone en labios de María en Caná una frase muy significativa so­bre su oración de petición: «Haced lo que él os diga». (Jn 2,5). La confianza de María que le empuja a suplicar, es tam­bién la que sostendrá a los discípulos en el cenáculo, ayudándoles a permanecer asiduos a la oración. (Hch 1,14).

A partir del momento en que comprenda que Dios le pide lo imposible, invitándole a consentir en una misión que supera sus posibilidades humanas, comprende que tiene que pedir luz y fuerza para responder a su proposición. Po­díamos pensar que si Dios le pedía tal cosa, le daría al mis­mo tiempo la fuerza para cumplirla y que entonces la ora­ción sería inútil. Algunos piensan que todo se nos ha dado en la Pasión gloriosa y que Dios sabe muy bien lo que ne­cesitamos, ¿por qué entonces tenemos que pedírselo? No sucede así en el mundo de la gracia. Ciertamente, los do­nes de Dios son gratuitos, pero no son arbitrarios y Dios pide al hombre que colabore, primero creyendo y luego pi­diendo. De aquí la invitación apremiante de Cristo en el evangelio para que pidamos y supliquemos: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá». (Le 11,9).

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María suplicó como nosotros y continúa hoy intercediendo por todos los que se confían a ella.

Por eso, la oración de María es una oración de súplica, penetrada de alabanza y de abandono. Sabe que no hay nada imposible para Dios, le pide la gracia de ser fiel, de avanzar por los caminos aparentemente bloqueados y al mismo tiempo abandonarse a su beneplácito para que se haga en ella según su palabra. Es interesante señalar que la oración de Cristo en la Pasión y más especialmente en la agonía, no lleva otro movimiento. Suplica al Padre que apar­te la copa pues todo le es posible y al mismo tiempo se abandona a él diciendo: «No se haga lo que yo quiero sino lo que quieras tú». (Me 14,36). Bastaría poner en paralelo las dos frases de la Anunciación (Le 1, 37-38) y la de la ago­nía (Me 14, 35-36) para descubrir su semejanza. Urs von Bal­tasar dirá que la Virgen educó en la oración a Cristo ense­ñándole a decir: «¡Hágase según tu voluntad!»

Lo mismo sucede en el crecimiento de nuestra fe y de nuestra vida de oración. María nos educa para que ponga­mos nuestra confianza únicamente en Dios, enseñándonos concretamente a desconfiar de nosotros mismos. San Luis María Grignion de Monfort dice que el discípulo de María, «si es fiel, pone gran confianza y abandono en la Santísima Virgen su buena maestra. No pone, como antes, su apoyo en sus disposiciones, intenciones, méritos, virtudes y bue­nas obras, porque habiendo hecho un sacrificio total a Je­sucristo por medio de esta buena madre, ya no tiene más que un tesoro en el que están todos sus bienes, y que ya no está en él, y este tesoro es María» (Tratado de la verda­dera devoción, n° 145). Y añade (n°216) que la Virgen le co­munica gran parte de su confianza, de manera que puede decir a Dios con fe lo mismo que María en la Anunciación: «He aquí a tu sierva María: hágase en mí según tu palabra».

El verdadero hijo de la Virgen entra en una oración cada vez más sencilla. Se abandona entre las manos del Padre alabándole por sus maravillas y sabiendo que no hay nada imposible para Dios; su oración se convierte en un grito como Bernardita que al fin de su vida sufría atrozmente y decía: «Santa María, madre de Dios, ruega por mí, pobre pe­cadora, ahora y en la hora de mi muerte». Para terminar, in­vitamos a todos los que han tenido la bondad y la pacien-

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cia de leernos, a consagrarse por entero a la Virgen. El día que lo hagan, no sólo con la boca, sino desde el fondo del corazón, constatarán, como el que ha escrito estas páginas, que el Señor puede obrar en su vida cosas grandes.

Consagración a Jesucristo, sabiduría encarnada, por medio de María

Oh sabiduría eterna encarnada. Oh amabilísimo y ado­rable Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, hijo único del Padre eterno y de María siempre Virgen.

Te adoro profundamente en el seno y esplendor de tu Padre en la eternidad y en el seno virginal de María tu dig­nísima madre, en el momento de tu Encarnación.

Te doy gracias por haberte anonadado, tomando forma de esclavo, para librarme de la cruel esclavitud del demo­nio; te alabo y glorifico porque has querido someterte a Ma­ría tu santísima madre, en todas las cosas, para hacerme por medio de ella tu fiel hijo.

Pero, yo ingrato e infiel, no he guardado los votos y pro­mesas que tan solemnemente hice en mi bautismo; no he cumplido mis obligaciones; no merezco ser llamado hijo tuyo ni tu esclavo; como no hay nada en mí que no merezca repulsa y cólera, no me atrevo por mí mismo a acercarme a tu santísima y soberana majestad.

Por eso, recurro a la intercesión y a la misericordia de tu Santísima madre, que me has dado por mediadora; por ella espero obtener la contrición y el perdón de mis pe­cados, la adquisición y la conservación de la sabiduría.

Te saludo pues, oh María inmaculada, tabernáculo vivo de la divinidad, en el que la sabiduría eterna oculta quiere ser adorada de los ángeles y de los hombres.

Te saludo, reina del cielo y de la tierra, a cuyo imperio todo está sometido: todo lo que está debajo de Dios.

Te saludo, refugio seguro de los pecadores, cuya mise­ricordia no ha faltado jamás a nadie.

Escucha los deseos que tengo de la divina sabiduría, y recibe los votos y ofrendas que presenta mi bajeza.

Yo, pecador infiel, renuevo y ratifico hoy, en vuestras manos las promesas de mi bautismo.

Renuncio para siempre a las seducciones de Satanás y a sus obras, y me entrego por entero a Jesucristo, la sabi­duría encarnada, para llevar mi cruz en su seguimiento, to-

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dos los días de mí vida, para que le sea más fiel de lo que he sido hasta ahora.

Te eligo, María, en presencia de la corte celestial por mi madre y mi reina. Entrego y consagro con toda sumisión y amor, mi cuerpo, mi alma, mis bienes interiores y exterio­res, el valor mismo de mis buenas obras, pasadas, presen­tes y futuras, dejándote el pleno derecho de disponer de ellas, de mí y de todo lo que me pertenece, sin excepción, según tu beneplácito, a la mayor gloria de Dios en el tiempo y la eternidad.

Recibe, dulce Virgen María, esta ofrenda de mi esclavi­tud de amor, en honor y unión de la sumisión que la sabi­duría eterna quiso tener con tu maternidad; en vasallaje del poder que tenéis los dos sobre este miserable pecador, y en acción de gracias por los privilegios con que te ha favoreci­do la Santísima Trinidad.

Proclamo que en adelante quiero, como verdadero hijo, buscar tu honra y obedecerte en todo.

Madre admirable, preséntame a tu querido hijo en cali­dad de esclavo eterno para que, rescatado por ti me reciba también por ti.

Madre de misericordia, dame la gracia de conseguir la verdadera sabiduría de Dios y de estar en el número de los que amas, enseñas, guías, alimentas y proteges como ver­daderos hijos.

Virgen fiel, hazme en todo un discípulo tan perfecto, imi­tador y esclavo de la sabiduría encarnada, Jesucristo, hijo tuyo que llegue, por tu intercesión y a tu ejemplo, a la ple­nitud de su edad sobre la tierra y de su gloria en los cielos. Amén.

(San Luis María Grignion de Montfort: Tratado de la ver­dadera devoción).

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