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Carlo Collodi Las aventuras de Pinocho Traducción y notas de Guillermo Piro Ilustraciones de Carlo Chiostri (1901) I De cómo maese Cereza, carpintero, encontró un pedazo de madera que lloraba y reía como un niño. (1) Había una vez… “¡Un rey!”, dirán enseguida mis pequeños lectores. No, muchachos, se han equivocado. Había una vez un pedazo de madera. No era una madera lujosa, sino un simple pedazo de leña, de esos que en invierno se meten en las estufas y en las chimeneas para encender el fuego y calentar las habitaciones. No sé cómo ocurrió, pero el hecho es que un buen día este pedazo de madera apareció en el taller de un viejo carpintero, cuyo nombre era maese Antonio, aunque todos lo llamaban maese Cereza, a causa de la punta de su nariz, que siempre estaba brillante y violácea, como una cereza madura. Apenas maese Cereza vio ese pedazo de madera, se alegró mucho; y fro- tándose las manos, satisfecho, murmuró a media voz: —Esta madera ha aparecido a tiempo: me serviré de ella para hacer la pata de una mesita (2). Dicho y hecho, tomó inmediatamente el hacha bien afilada para comen- zar a quitarle la corteza y a desbastarla, pero cuando estaba por atestar el primer hachazo se quedó con el brazo suspendido en el aire, porque oyó una vocecita muy suave que pidiendo clemencia decía: —¡No me golpees tan fuerte! ¡Imagínense (3) cómo quedó el buen viejo maese Cereza! Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria: http://www.imaginaria.com.ar

Pinocho ilustrado

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo PiroIlustraciones de Carlo Chiostri (1901)

IDe cómo maese Cereza, carpintero,

encontró un pedazo de maderaque lloraba y reía como un niño. (1)

Había una vez…“¡Un rey!”, dirán enseguida mis pequeños lectores.No, muchachos, se han equivocado. Había una vez un pedazo de

madera.No era una madera lujosa, sino un simple pedazo de leña, de esos que

en invierno se meten en las estufas y en las chimeneas para encender el fuego y calentar las habitaciones.

No sé cómo ocurrió, pero el hecho es que un buen día este pedazo de madera apareció en el taller de un viejo carpintero, cuyo nombre era maese Antonio, aunque todos lo llamaban maese Cereza, a causa de la punta de su nariz, que siempre estaba brillante y violácea, como una cereza madura.

Apenas maese Cereza vio ese pedazo de madera, se alegró mucho; y fro-tándose las manos, satisfecho, murmuró a media voz:

—Esta madera ha aparecido a tiempo: me serviré de ella para hacer la pata de una mesita (2).

Dicho y hecho, tomó inmediatamente el hacha bien afilada para comen-zar a quitarle la corteza y a desbastarla, pero cuando estaba por atestar el primer hachazo se quedó con el brazo suspendido en el aire, porque oyó una vocecita muy suave que pidiendo clemencia decía:

—¡No me golpees tan fuerte!¡Imagínense (3) cómo quedó el buen viejo maese Cereza!

Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en

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Con los ojos desencajados miró alrededor para ver de dónde podía pro-ceder esa vocecita, ¡y no vio a nadie! Miró debajo del banco, y nadie; miró en el cajón de las virutas y del aserrín, y nadie; abrió la puerta del taller para echar una mirada también a la calle, y nadie. ¿O tal vez…?

—Ya entiendo —dijo entonces riendo y rascándose la peluca—; se ve que esa vocecita me la imaginé yo. Volvamos al trabajo.

Y tomando nuevamente el hacha dio un solemnísimo golpe sobre aquel trozo de madera.

—¡Ay! ¡Me has hecho daño! —gritó quejándose la misma vocecita.Esta vez maese Cereza se quedó de piedra, con los ojos fuera de las órbi-

tas por el miedo, con la boca abierta y la lengua afuera, colgándole hasta el mentón, como el mascarón de una fuente.

Apenas recobró el uso de la palabra comenzó a decir, temblando y bal-buceando a causa del miedo:

—¿Pero de dónde habrá salido esa vocecita que ha dicho ay…? Y sin embargo aquí no hay nadie. ¿Será posible que este trozo de madera haya aprendido a llorar y a lamentarse como un niño? No lo puedo creer. La madera está aquí; es un trozo de madera de chimenea, como todos los otros, de los que se echan al fuego para hacer hervir una olla de porotos… ¿O tal vez…?

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¿Y si hay alguien escondido dentro? Si hay alguien escondido allí, peor para él. ¡Yo voy a arreglar esto!

Y diciendo eso agarró con las dos manos aquel pobre trozo de madera y se puso a golpearlo sin piedad contra las paredes del taller.

Después se puso a escuchar, para ver si oía el lamento de alguna vocecita. Esperó dos minutos, y nada; cinco minutos, y nada; diez minutos, ¡y nada!

—Ya entiendo —dijo entonces esforzándose por reír y rascándose la peluca—, ¡se ve que esa vocecita que dijo ay, me la imaginé yo! Volvamos al trabajo.

Y como el miedo le había entrado hasta los huesos, se puso a canturrear para darse un poco de ánimo.

Entretanto, dejando el hacha a un lado, tomó en su mano el cepillo, para cepillar y pulir el trozo de madera; pero mientras cepillaba de arriba abajo volvió a oír la misma voz que riendo le dijo:

—¡Basta ya! ¡Me estás haciendo cosquillas!Esta vez el pobre maese Cereza cayó al suelo como fulminado. Cuando

volvió a abrir los ojos se encontró sentado en el suelo.Su rostro parecía transfigurado, e incluso la punta de la nariz, que solía

tenerla siempre violácea, se le había puesto azul a causa del miedo.

IIMaese Cereza, regala el trozo de madera a su amigo Geppetto,el cual lo acepta para fabricar con él un maravilloso muñeco

que sepa bailar, practicar esgrima y dar saltos mortales.

En aquel momento llamaron a la puerta (4).—Adelante —dijo el carpintero, sin fuerzas para volver a ponerse de pie.Entonces entró en el taller un viejito muy vivaz que se llamaba Gep-

petto; pero los chicos del vecindario, cuando querían hacerlo enojar, lo lla-maban con el sobrenombre de Polentita, a causa de su peluca amarilla, que se parecía muchísimo a la polenta de maíz.

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Geppetto tenía muy mal genio, ¡Cuidado con llamarlo Polentita! De inmediato se ponía hecho una furia y no había modo de contenerlo.

—Buen día, maese Antonio —dijo Geppetto—. ¿Qué hace ahí en el suelo?

—Les enseño a contar a las hormigas (5).—¡Que le haga provecho!—¿Qué lo trajo a verme, compadre Geppetto?—Las piernas. Sabe, maese Antonio, vine a verlo para pedirle un favor.—Aquí me tiene, listo para servirlo —replicó el carpintero, alzándose

sobre sus rodillas.—Esta mañana se me ocurrió una idea.—Oigámosla.—Pensé en hacer un lindo muñeco de madera; pero un muñeco mara-

villoso, que sepa bailar, practicar esgrima y dar saltos mortales. Con este muñeco quiero dar la vuelta al mundo, para conseguir un trozo de pan y un vaso de vino; ¿qué le parece?

—¡Bravo, Polentita! —gritó la acostumbrada vocecita, que no se enten-día de dónde salía.

Al oír que lo llamaban Polentita, el compadre Geppetto se volvió rojo como un pimiento, y volviéndose al carpintero le dijo, furioso:

—¿Por qué me ofende?—¿Quién lo ofende?—¡Me llamó Polentita!...—Yo no fui.—¡Ahora resulta que fui yo! Yo digo que fue usted.—¡No!—¡Sí!—¡No!—¡Sí!Y acalorándose cada vez más pasaron de las palabras a los hechos, y,

agarrándose, se arañaron, se mordieron y se dieron de lo lindo.Acabado el combate, maese Antonio se encontró con la peluca amarilla

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de Geppetto en las manos, y Geppeto se dio cuenta de que tenía la peluca canosa del carpintero en la boca.

—Devuélvame la peluca —dijo maese Antonio.—Y usted devuélvame la mía, y hagamos las paces.Los dos viejitos, después de haber recuperado cada uno su propia peluca,

se estrecharon las manos y juraron que serían buenos amigos toda la vida.—Entonces, compadre Geppetto —dijo el carpintero en son de paz—,

¿cuál es el favor que quiere de mí?—Quisiera un poco de madera para fabricar mi muñeco; ¿me la da?Maese Antonio, muy contento, fue enseguida a tomar del banco aquel

pedazo de madera que le había dado tanto miedo. Pero cuando fue a entregár-selo a su amigo, el pedazo de madera dio una sacudida, y escapándosele vio-lentamente de las manos fue a golpear con fuerza en las descarnadas canillas del pobre Geppetto.

—¡Ah! ¿Es éste el bonito modo en que maese Antonio regala sus cosas? ¡Casi me ha dejado rengo!...

—¡Le juro que yo no fui!—¡Entonces fui yo!...—La culpa la tiene esta madera…—Por cierto que la culpa la tiene la madera: ¡pero ha sido usted quien

me la ha tirado a las piernas!—¡Yo no se la he tirado!—¡Mentiroso!—Geppetto, no me ofenda; ¡si no, lo llamo Polentita!...—¡Asno!—¡Polentita!—¡Burro!—¡Polentita! (6)—¡Mono feo!—¡Polentita!Al oír que lo llamaban Polentita por tercera vez, Geppetto perdió los

estribos y se arrojó sobre el carpintero; y allí volvieron a darse de lo lindo.

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Acabada la batalla, maese Antonio se encontró con dos arañazos más en la nariz, y el otro con dos botones menos en el chaleco. Saldadas de este modo las cuentas, se estrecharon la mano y juraron ser buenos amigos toda la vida.

Entretanto, Geppetto tomó el buen pedazo de madera y agradeciendo a maese Antonio (7) volvió rengueando a su casa.

Notas del traductor

(1) Los títulos de los capítulos, a modo de didascalia, aparecen en la primera edición en volumen.(2) El traductor es enemigo natural de los diminutivos, pero en las Aventuras son precisamente éstos los que indican una fuerte pertenencia psicológica al mundo inestable de lo efímero.(3) Primera de una larga serie de llamados al “pequeño lector” que pueblan las Aventuras, en los que el autor irrumpe en el relato para hacerlo partícipe de algún suceso particular o para llamar su atención con el fin de agilizar la comprensión de lo que ocurrirá, y que de ahora en más evitaremos destacar.(4) Cuando hace un instante maese Cereza abrió la puerta del taller y echó una mirada a la calle buscando alguien a quien atribuirle aquella “vocecita muy suave”, no había nadie. Y ahora resulta que ese “nadie” golpea a su puerta.(5) “Insegno l’abbaco alle formicole”. La respuesta retórica e irónica, proviene de un dicho popular: “Insegnare l’abbaco” significa: enseñar a contar.(6) Nótese que todos los insultos que Geppetto dirige a maese Cereza son de naturaleza animal: asno, burro, mono feo. Maese Cereza puede ser insultado de muchos modos, es un hombre, le corresponde cualquier insulto. Pero Geppetto puede ser insultado sólo con el ambiguo nombre de Polentita.(7) “Señoras y señores, quisiera que me fuese permitido despedir calurosamente a maese Cereza, que ha, no sin decoro y con la ineptitud que tiene en común con todos nosotros, llevado a cabo una tarea nada fácil ni halagüeña: no olvidemos que él es nuestro único representante, aquel cuyo único

destino es el error” (Manganelli, Giorgio; Pinocchio: un libro parallelo; Einaudi, Turín, 1982).

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

IIIGeppetto, una vez en casa,

comienza a fabricar su muñeco y le pone el nombre de Pinocho.Primeras travesuras del muñeco.

La casa de Geppetto era una pequeña habitación en planta baja que recibía luz de una claraboya. El mobiliario no podía ser más sencillo: una mala silla, una cama no muy buena y una mesa toda arruinada (1). En la pared del fondo se veía una chimenea con el fuego encendido; pero el fuego estaba pintado, y junto al fuego estaba pintada una olla que hervía alegre-mente y emanaba una nube de humo que parecía humo de verdad (2).

Apenas entró en la casa, Geppetto tomó las herramientas y se puso a tallar y a fabricar su muñeco.

—¿Qué nombre le pondré? —dijo para sí—. Lo llamaré Pinocho. Ese nombre le traerá suerte. He conocido una familia entera de Pinochos: Pinocho el padre, Pinocha la madre y Pinochos los niños, y todos lo pasaban bien. El más rico de ellos pedía limosna.

Una vez que encontró el nombre de su muñeco se puso a trabajar de lleno, y enseguida le hizo los cabellos, después la frente, después los ojos.

Hechos los ojos, imaginen su sorpresa cuando se dio cuenta de que los ojos se movían y lo miraban fijo.

Geppetto, sintiéndose observado por esos dos ojos de madera, casi se lo tomó a mal, y en tono quejoso les dijo:

—¿Por qué me miran, ojazos de madera? (3)Nadie respondió.Entonces, después de los ojos, le hizo la nariz; pero la nariz, apenas

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estuvo hecha, comenzó a crecer; y creció, creció y creció, volviéndose en pocos minutos un narizón que no terminaba nunca.

El pobre Geppetto estaba cansado de cortarla; pero más la cortaba y achicaba, más larga se hacía esa nariz impertinente.

Después de la nariz le hizo la boca.La boca todavía no estaba terminada cuando comenzó a reír y a bur-

larse de él.

Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

—¡Deja de reír! —dijo Geppetto, incómodo; pero fue como hablarle a la pared.

—¡Te lo repito: deja de reír! —gritó con voz amenazadora.Entonces la boca dejó de reír, pero sacó la lengua.Geppetto, para no estropear sus planes, fingió no advertir nada y

siguió trabajando.Después de la boca, le hizo la barbilla, después el cuello, después los

hombros, el vientre, los brazos y las manos.Apenas terminó las manos, Geppetto sintió que le sacaban la peluca de la

cabeza. Miró hacia arriba, ¿y qué vio? Vio su peluca amarilla en manos del muñeco.

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—Pinocho, ¡devuélveme enseguida la peluca!Y Pinocho, en vez de devolverle la peluca, se la puso en su propia

cabeza, quedándose medio ahogado debajo.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Ante aquel comportamiento impertinente y burlón, Geppetto se puso triste y melancólico, como nunca lo había estado en su vida; y dirigiéndose a Pinocho le dijo:

—¡Qué mal hijo! ¡Todavía no estás terminado y ya empiezas a faltarle el respeto a tu padre! ¡Esto está mal, hijo mío, eso está mal!

Y se secó una lágrima.Todavía quedaban por hacer las piernas y los pies.Cuando Geppetto terminó de hacerle los pies, sintió que le daban una

patada en la punta de la nariz.—¡Me lo merezco! —dijo para sí—. ¡Debí haberlo pensado antes!

¡Ahora es tarde!Después tomó al muñeco debajo del brazo y lo puso en el suelo para

hacerlo caminar.Pinocho tenía las piernas entumecidas y no sabía moverse, y Geppetto

lo conducía tomado de la mano para enseñarle a poner un pie delante del otro.

Cuando las piernas se le desentumecieron, Pinocho comenzó a cami-

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nar solo y a correr por la habitación; hasta que, atravesando la puerta de casa, saltó a la calle y se dio a la fuga.

Y el pobre Geppetto corría tras él sin poder alcanzarlo, porque aquel granuja de Pinocho andaba a los saltos, como una liebre, y golpeando sus pies de madera sobre el empedrado de la calle hacía tanto ruido como si fueran veinte pares de zuecos de los que usan los campesinos.

—¡Agárrenlo, agárrenlo! —gritaba Geppetto; pero la gente que estaba en la calle, viendo a ese muñeco de madera que corría como un caballo de carrera, se quedaba embelesada mirándolo, y reía, reía y reía como no se pueden imaginar.

Al final, por suerte, apareció un guardia, el cual, oyendo todo aquel alboroto y creyendo que se trataba de un potrillo que se le había encabri-tado a su dueño, se plantó resueltamente con las piernas abiertas en medio de la calle, con la decidida intención de detenerlo e impedir que ocurrieran desgracias mayores.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

Pero Pinocho, cuando vio de lejos al guardia que obstruía toda la calle,

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se las ingenió para pasarle por sorpresa entre las piernas; sin embargo la treta le falló.

Ilustración de Sergio Tofano (1921)

El guardia, sin siquiera moverse, lo agarró limpiamente por la nariz (era un narizón desproporcionado, que parecía hecho para ser agarrado por los guardias), y lo entregó en las propias manos de Geppetto; el cual, para modificar su comportamiento, quería darle enseguida un buen tirón de orejas. Pero imagínense cómo quedó cuando, al buscarle las orejas, no podía encontrarlas. ¿Y saben por qué? Porque, con el apuro de esculpirlo, se había olvidado de hacérselas.

Entonces lo agarró por el cogote, y mientras volvía a llevarlo a casa, meneando amenazadoramente la cabeza, le dijo:

—Vamos enseguida a casa. ¡Cuando estemos allí, no te quepa duda de que ajustaremos cuentas!

Pinocho, al oír esto, se tiró al suelo y no quiso seguir caminando. En tanto, los curiosos y los haraganes empezaban a pararse alrededor y a formar corro.

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Quien decía una cosa, quien otra.—¡Pobre muñeco! —decían algunos— ¡tiene razón en no querer

volver a casa! ¡Quién sabe cómo le pegará ese bruto de Geppetto!...Y los otros añadían con malicia:—¡Ese Geppetto parece una buena persona! ¡Pero con los niños es un

verdadero tirano! ¡Si le dejan ese pobre muñeco entre las manos, es capaz de hacerlo pedazos!... (4)

Ilustración de Luigi E. Maria Augusta Cavalieri (1924)

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En fin, tanto dijeron y tanto hicieron, que el guardia dejó en libertad a Pinocho y llevó al pobre Geppetto a la prisión. El cual, al no ocurrírsele ninguna palabra para defenderse, lloraba como un ternerito, y yendo hacia la cárcel (5), sollozando, tartamudeaba:

—¡Mal hijo! ¡Y pensar que he sufrido tanto para hacer de él un muñeco como es debido! (6) ¡Pero me lo merezco! ¡Debí haberlo pensado antes!...

Lo que sucedió después es una historia que no se puede creer, y la con-taré en los próximos capítulos.

IVLa historia de Pinocho con el Grillo parlante,donde se ve cómo los niños malos se enojancuando los corrige quien sabe más que ellos.

Les diré, muchachos, que mientras el pobre Geppetto era conducido sin culpa a la prisión, aquel bribón de Pinocho, que había quedado libre de las garras del guardia, corría a través de los campos para llegar antes a casa; y en su furiosa carrera saltaba riscos altísimos, setos espinosos y fosos llenos de agua, tal como hubiera podido hacerlo una cabra o una liebre perseguida por unos cazadores.

Ilustración de Charles Copeland (1904)

Cuando llegó a casa encontró la puerta de calle entornada. La empujó,

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entró, y apenas puso la traba se sentó en el suelo, lanzando un gran suspiro de alegría.

Pero su alegría duró poco, porque oyó en la habitación alguien que hacía:

—¡Cri-cri-cri!—¿Quién me llama? —dijo Pinocho, muy asustado.—¡Soy yo!Pinocho se volvió y vio un enorme grillo que subía lentamente por la pared.—Dime, Grillo, ¿y tú quién eres?—Yo soy el Grillo parlante, y vivo en esta habitación desde hace más

de cien años.—Pero hoy esta habitación es mía —dijo el muñeco— y si quieres

hacerme un favor, vete enseguida, sin siquiera mirar atrás.—No me iré de aquí hasta que no te haya dicho una gran verdad —

respondió el Grillo.—Dímela y acábala de una vez.—¡Ay de los niños que se rebelan contra sus padres y abandonan capri-

chosamente la casa paterna! No conseguirán nada bueno en este mundo; y tarde o temprano tendrán que arrepentirse amargamente.

—Canta, Grillo mío, todo lo que te de la gana, pero yo sé que mañana, al alba, me iré de aquí (7), porque si me quedo me pasará lo que a los demás niños, es decir, me mandarán a la escuela, y de buena gana o por la fuerza tendré que estudiar; y yo, para decírtelo en confianza, no tengo la más mínima gana de estudiar, y me divierto más persiguiendo mariposas y subiendo a los árboles para agarrar a los pajaritos en sus nidos.

—¡Pobre necio! ¿Pero no sabes acaso que, comportándote así, cuando seas mayor te volverás un grandísimo burro (8), y que todos se reirán de ti?

—¡Cállate, Grillo de mal agüero! —gritó Pinocho.Pero el Grillo, que era paciente y filósofo, en vez de tomarse a mal esta

impertinencia, siguió con el mismo tono de voz:—Y si no te agrada ir a la escuela, ¿por qué al menos no aprendes un

oficio, como para ganarte honestamente el pedazo de pan?

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—¿Quieres que te lo diga? —replicó Pinocho, que comenzaba a perder la paciencia—. Entre todos los oficios del mundo no hay más que uno que verdaderamente me gusta.

—¿Y ése qué oficio sería?...—El de comer, beber, dormir, divertirme y llevar, de la mañana a la

noche, la vida de un vagabundo.—Te advierto —dijo el Grillo parlante con su calma habitual— que

todos aquellos que tienen ese oficio casi siempre terminan en el hospital o en la prisión.

—¡Cállate, Grillo de mal agüero!... ¡Si me enojo, pobre de ti!—¡Pobre Pinocho! ¡Te compadezco!...—¿Por qué me compadeces?—Porque eres un muñeco, y, lo que es aun peor, porque tienes la

cabeza de madera.Al oír estas últimas palabras, Pinocho, enfurecido, se puso de pie de

un salto y tomando del banco un martillo de madera lo arrojó contra el Grillo parlante.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

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Quizá no tenía intención de golpearlo, pero desgraciadamente lo alcanzó justo en la cabeza, al punto que al pobre Grillo casi no le quedó aliento para decir cri—cri—cri, y después se quedó allí, tieso y aplastado contra la pared.

Notas del traductor

(1) “La comarca de Geppetto y [maese] Cereza parece estar poblada por mesitas imperfectas” (Manganelli, Giorgio; Pinocchio: un libro parallelo; Einaudi, Turín, 1982).(2) Un perfecto trompe l’oeil. Podemos suponer que la pintura sea obra de Geppetto. A lo largo del libro, sin embargo, lo veremos tallar, esculpir, modelar, pero nunca pintar. Esta singular pin-tura parece tener, como mínimo, una triple función. Por un lado indica que en esta casa todo es perenne, pero no se puede tocar; en segundo lugar puede ser que de la casa quiera darse una imagen de lo que la casa no es: un lugar de calidez y nutrición; en tercer lugar su “ficción” es tranquili-zadora: se opone al fuego que maese Cereza juzgaba el sitio ideal para un pedazo de madera que, quemándose, podía hacer hervir una olla de porotos. Este fuego es ficticio: no calienta y, por lo tanto, no quema. La olla no quiere el sacrificio de maderas parlantes. Como dice Giorgio Manga-nelli, “lo inexistente es a la vez evasivo y tranquilizador” (Manganelli, op. cit.)(3) Manganelli observa que en la pregunta “¿Por qué me miran, ojazos de madera?”, reside un “desafío autorizado”; en el “¡Deja de reír!”, que vendrá poco después, en cambio, una “prohibición fuertemente paternal” (Manganelli, op. cit.).(4) “No hay duda de que por un momento Geppetto es el hombre que debe ser linchado, el extranjero, el que viene de afuera, el que hace sufrir, que es capaz de hacer pedazos a un muñeco. Aquel que acaba de dar término a su creación es acusado de ser un torturador, un asesino. La acu-sación, socialmente, está en contradicción, pero filosóficamente no es más que la repetición de una denuncia que todos sufren; ha aceptado ser padre” (Manganelli, op. cit.).(5) “A un nivel, digamos, social, de la falsa sociabilidad de esta fábula, no sólo Geppetto es ino-cente, sino que la cárcel es el único modo de proclamarlo. Salvando que en las admoniciones de los pedagogos la cárcel sirve exclusivamente para acoger a los inocentes, robados y calumniados: hay allí una sutileza jurídica [...] ya que la cárcel no tiene nada que ver con la justicia, abstracta y enfática, sino con la ley, humilde y sabia torturadora” (Manganelli, op. cit.).(6) “un burattino per bene”. La aspiración de Geppetto se verá realizada al final de las Aventuras, cuando a causa de una metamorfosis suprema Pinocho se convertirá en “un ragazzino per bene”.(7) “domani, all’alba, voglio andarmene di qui”: “al alba”: la fuga tiene siempre un frío sabor a hora prehumana.(8) Preludio de lo que ocurrirá en los capítulos XXXII—XXXIII.

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

VPinocho tiene hambre

y busca un huevopara hacerse una tortilla;

pero, en lo mejor, la tortilla se vavolando por la ventana.

Entretanto empezó a anochecer, y Pinocho, recordando que no había comido nada, sintió un cosquilleo en el estómago que se parecía mucho al apetito.

Pero el apetito de los niños marcha muy aprisa, y en pocos minutos el apetito se volvió hambre, y el hambre, en un abrir y cerrar de ojos, se convir-tió en un hambre de lobo, un hambre que se podía cortar con el cuchillo.

El pobre Pinocho enseguida corrió al hogar, donde había una olla hir-viendo, e intentó destaparla para ver qué había adentro, pero la olla estaba pintada en la pared. Figúrense cómo quedó. La nariz, que ya era larga, se le alargó al menos cuatro dedos.

Entonces se dedicó a correr por la habitación hurgando en todos los cajones y en todos los escondrijos, en busca de un poco de pan, aunque fuera un poco de pan duro, una corteza, un hueso dejado por un perro, un poco de polenta enmohecida, una espina de pescado, un carozo de cereza, en fin, algo para masticar. Pero no encontró nada, nada, absolutamente nada.

Y entretanto el hambre aumentaba, cada vez más; y el pobre Pinocho no tenía otro consuelo que el de bostezar, y daba unos bostezos tan largos que a veces la boca le llegaba hasta las orejas. Y después de bostezar, escupía, y sentía que el estómago se le caía.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Entonces, llorando desesperado, decía:—El Grillo parlante tenía razón. He hecho mal rebelándome contra mi padre

y huyendo de casa... ¡Si mi padre estuviese aquí, ahora no me encontraría murién-dome a fuerza de bostezos! ¡Oh! ¡Qué enfermedad más mala es el hambre!

Cuando de pronto le pareció ver en el montón de los desperdicios algo redondo y blanco, que en todo se parecía a un huevo de gallina. Dar un salto y lanzarse encima de él fue una sola cosa. Era un huevo de verdad.

Es imposible describir la alegría del muñeco: hay que imaginársela. Casi creyendo que se trataba de un sueño, hacía girar al huevo entre las manos, y lo tocaba y lo besaba, y besándolo decía:

—¿Y ahora dónde debería cocinarlo? ¿Haré con él una tortilla?... ¡No, mejor hacerlo al plato!... ¿No estará más sabroso si lo frío en una sartén? ¿Y si lo cocinara pasado por agua? No, lo más rápido será hacerlo al plato o freírlo: ¡tengo demasiadas ganas de comérmelo!

Dicho y hecho, puso una pequeña cazuela sobre un brasero lleno de tizones encendidos; en la pequeña cazuela, en vez de aceite o manteca, puso un poco de agua; y cuando el agua empezó a echar humo, ¡tac!... rompió la cáscara del huevo y comenzó a echarlo dentro.

Pero en vez de la clara y la yema lo que salió fue un pichón muy alegre y educado, el cual, haciendo una reverencia, dijo:

—¡Mil gracias, señor Pinocho, por haberme ahorrado el trabajo de romper la cáscara! ¡Hasta la próxima, que le vaya bien, saludos a todos en casa!

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Dicho esto extendió las alas y, enfilando hacia la ventana, que estaba abierta, voló hasta perderse de vista.

El pobre muñeco se quedó allí, como embrujado, con los ojos fijos, la boca abierta y las cáscaras de huevo en la mano.

Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

Cuando se recuperó de su asombro comenzó a llorar, a chillar a patalear a causa de la desesperación, y llorando decía:

—¡El Grillo parlante tenía razón! ¡Si no me hubiese escapado de casa y si mi padre estuviese aquí, ahora no me encontraría muriéndome de hambre! ¡Oh! ¡Qué enfermedad más mala es el hambre!

Y como el cuerpo seguía sacudiéndose cada vez más y no sabía qué hacer para calmarlo, pensó en salir de casa y hacerse una escapada a la aldea vecina, con la esperanza de encontrar alguna persona caritativa que le diese la limosna de un poco de pan.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

VIPinocho se duerme

con los pies sobre el braseroy a la mañana siguiente se despierta

con los pies quemados.

Era una horrible noche de invierno. Tronaba muy fuerte, relampagueaba como si el cielo estuviese ardiendo y un viento frío y molesto, silbando rabio-samente y levantando una inmensa nube de polvo, hacía crujir y chirriar los árboles del campo.

Pinocho sentía mucho miedo de los truenos y los relámpagos, pero el hambre era más fuerte que el miedo. Motivo por el cual abrió la puerta de casa y echando a correr en un centenar de saltos llegó al pueblo, con la lengua afuera y el aliento entrecortado, como un perro de caza.

Pero encontró todo oscuro y desierto. Los negocios estaban cerrados; las ventanas cerradas; y en la calle ni siquiera se veía un perro. Parecía el país de los muertos.

Entonces Pinocho, presa de la desesperación y el hambre, se aferró a la campanilla de una casa y comenzó a hacerla sonar sin cesar, diciendo para sus adentros: “Alguien se asomará”.

Efectivamente, se asomó un viejito con el gorro de dormir en la cabeza, el cual, muy enfadado, gritó:

—¿Quién llama a estas horas?—¿Me haría el favor de darme un poco de pan?—Espera ahí que ahora vuelvo —respondió el viejito, creyendo que se

las estaba viendo con uno de esos muchachos traviesos que se divierten de noche haciendo sonar las campanillas de las casas para molestar a la gente buena, que duerme tranquilamente.

Medio minuto después volvió a abrirse la ventan y la voz del mismo viejito le gritó a Pinocho.

—¡Ponte debajo y prepara el sombrero! (1)Pinocho se quitó enseguida el sombrerito que llevaba; pero cuando iba

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

a alargarlo sintió que le echaban encima una enorme palangana de agua que lo mojó de pies a cabeza, como si él fuese una maceta de geranios marchitos. (2)

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Volvió a casa mojado como un pollo, agotado por el cansancio y el hambre; y como no tenía fuerzas ni para mantenerse en pie, se sentó, apoyando los pies empapados y embarrados sobre un brasero lleno de tizones encendi-dos.

Y allí se durmió; y mientras dormía, sus pies, que eran de madera, se pren-dieron fuego, y poco a poco se le carbonizaron y se volvieron cenizas. (3)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

Y Pinocho seguía durmiendo y roncando, como si sus pies fuesen de otro. Finalmente, al llegar el día se despertó, porque alguien había golpeado a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó, bostezando y restregándose los ojos.—Soy yo —contestó una voz.Aquella voz era la voz de Geppetto.

Notas del traductor

(1) “Fatti sotto e para il cappello”. En lo que respecta al sombrero, se objeta el hecho de que Pinocho recién será dotado de uno después (cuando, como se narra en el cap. VIII, Geppetto le hace un “gor-rito de miga de pan”). No se trata del primer “descuido” (en el cap. V, Pinocho demostró que “sabe” ponerle traba a la puerta y freír un huevo), que los críticos, nunca lo suficientemente habituados a apariciones y aprendizajes instantáneos, no han dejado de revelar (véase Franco Antonicelli, Note minime a Pinocchio: Le distrazioni di Collodi, en Omaggio a Pinocchio, Quaderni della Fondazione “Collodi”, N° 1, 1967).(2) “un vaso di giranio appassito”: extraña reaparición de una similitud vegetal; Pinocho tiene en común con las plantas el temor de una amenaza: el fuego.(3) Ahora comprendemos la alusión de maese Cereza y vemos realizado un presentimiento trágico: Pinocho es de madera y puede, quemándose, calentar a Pinocho.

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

VIIGepetto vuelve a casa

y le da al muñeco la comidaque el pobre hombre había traído para sí.

El pobre Pinocho, que aún tenía los ojos soñolientos, todavía no se había visto los pies, que los tenía quemados. De modo que apenas oyó la voz de su padre saltó de la silla para correr a quitar la traba; pero en cambio, des-pués de dos o tres tumbos, cayó cuan largo era en el piso.

Y al caer hizo el mismo ruido que hubiera hecho un montón de cacero-las cayendo desde un quinto piso.

—¡Ábreme! —gritaba mientras tanto Geppetto desde la calle.—Padre mío, no puedo —respondía el muñeco llorando y revolcán-

dose por el suelo.—¿Por qué no puedes?—Porque me han comido los pies.—¿Y quién te los ha comido?—El gato —dijo Pinocho, viendo al gato que se divertía haciendo bailar

entre sus zarpas delanteras unos trozos de viruta.—¡Ábreme te digo! —repitió Geppetto—. ¡Si no, cuando entre en casa,

el gato te lo daré yo!—No puedo tenerme en pie, debes creerme. ¡Oh, pobre de mí! ¡Pobre

de mí! ¡Tendré que andar toda la vida de rodillas!...Geppetto, creyendo que todos esos lloriqueos eran otra travesura del

muñeco, pensó en acabar todo en ese momento, y trepándose a la pared entró en la casa por la ventana.

Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en

forma gratuita por Imaginaria: http://www.imaginaria.com.ar

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Al principio quería hablar y actuar, pero cuando vio a Pinocho tirado en el suelo y verdaderamente sin pies, se enterneció. Y tomándolo en sus brazos se dedicó a besarlo y a prodigarle mil caricias y mil mimos, y con unos grandes lagrimones que le caían por las mejillas, sollozando, le dijo:

—¿Pinochito mío! ¿Cómo te has quemado los pies?—No lo sé, padre, pero créame que he pasado una noche infernal y

que la recordaré hasta que me muera. Tronaba, relampagueaba y yo tenía mucha hambre y entonces el Grillo parlante me dijo: “Te lo mereces; has sido malo y te lo mereces” y yo le dije: “¡Cuidado, Grillo!...” y él me dijo: “Eres un muñeco y tienes la cabeza de madera” y yo le tiré el mango del martillo y él murió, pero fue su culpa, porque yo no quería matarlo, y prueba de ello es que puse una cacerola sobre las brasas encendidas del brasero, pero el pollito se escapó y dijo: “Hasta la próxima, saludos a todos en casa”, el hambre aumentaba cada vez más, motivo por el cual el viejito con el gorro de dormir, asomándose a la ventana, me dijo: “Ponte debajo y prepara el sombrero”, y yo con aquella palangana de agua en la cabeza, porque pedir un poco de pan no es vergüenza, ¿no es verdad?, me volví a casa, y como tenía mucha hambre puse los pies en el brasero para calentarme, y tú volviste, y me los encontré quemados, y entretanto tengo mucha hambre ¡y los pies ya no los tengo más! ¡Ay!... ¡ay!... ¡ay!... ¡ay!...

Y el pobre Pincho comenzó a llorar y berrear tan fuerte que lo oían a cinco kilómetros de distancia.

Geppetto, que de todo aquel discurso enredado habían entendido una sola cosa, que el muñeco sentía que se estaba muriendo del hambre, sacó del bolsillo tres peras, y ofreciéndoselas dijo:

—Estas tres peras eran para mi almuerzo, pero yo te las doy de muy buena gana. Cómelas, y que te aprovechen.

—Si quiere que las coma, hágame el favor de pelarlas.—¿Pelarlas? —replicó Geppetto, maravillado—. Hijo mío, nunca

hubiese creído que tuvieras un paladar tan refinado y melindroso. ¡Eso está malo! En este mundo, desde niños conviene acostumbrarse a comer de todo, porque nunca se sabe lo que puede ocurrir. ¡Pasan tantas cosas!...

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Corrado Sarri (1929)

—Tendrá razón —agregó Pinocho—, pero yo nunca comeré una fruta que no esté pelada. No puedo soportar las cáscaras.

Y el buen Geppetto, sacando del bolsillo un cortaplumas y armándose de santa paciencia, peló las tres peras y puso las cáscaras en una esquina de la mesa.

Cuando Pinocho, de dos bocados, se comió la primera pera, hizo ademán de tirar el corazón; pero Geppetto le sujetó el brazo, diciéndole:

—No lo tires. En este mundo todo se puede aprovechar.—¡Pero yo el corazón no lo como! —gritó el muñeco, revolviéndose

como una víbora.—¡Quién sabe! ¡Pasan tantas cosas!... —repitió Geppetto sin acalo-

rarse.Y los tres corazones, en vez de ser tirados afuera por la ventana, fueron

depositados en la esquina de la mesa junto con las cáscaras.Comidas o, mejor dicho, devoradas las tres peras, Pinocho abrió la boca

en un larguísimo bostezo y, lloriqueando, dijo:—¡Sigo teniendo hambre!

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Pero yo, hijo mío, no tengo nada más para darte.—¿Nada, nada?—Tengo solamente estas cáscaras y estos corazones de peras.

Ilustración de Corrado Sarri (1929)

—¡Paciencia! —exclamó Pinocho—, si no hay otra cosa, me comeré una cáscara.

Y comenzó a masticar. Al principio torció un poco la boca, pero des-pués, una tras otra, se despachó todas las cáscaras en un momento; y después de las cáscaras, también los corazones, y cuando terminó de comerse todo, se golpeó muy contento el cuerpo con las manos y dijo, alborozado:

—¡Ahora sí que estoy bien!—Ya ves —observó Geppetto— que tenía razón cuando te decía que

no hay que ser demasiado escrupuloso ni delicado de paladar. Querido mío, nunca se sabe lo que puede pasar en ese mundo. ¡Pasan tantas cosas!...

VIIIGepetto rehace los pies a Pinocho

y vende su propia casacapara comprarle un Abecedario.

El muñeco, apenas se quitó el hambre, comenzó a refunfuñar y a llorar, porque quería un par de pies nuevos.

Pero Geppetto, para castigarlo por la travesura que había hecho, lo dejó

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

llorar y desesperarse durante medio día; después le dijo:—¿Y por qué debería rehacerte los pies? ¿Tal vez para ver de nuevo

como te escapas de tu casa?—Le prometo —dijo el muñeco sollozando— que de hoy en adelante

seré bueno...—Todos los niños —replicó Geppetto—, cuando quieren obtener algo,

dicen lo mismo.—Le prometo que iré a la escuela, estudiaré y me luciré...—Todos los niños, cuando quieren obtener algo, repiten la misma his-

toria.—¡Pero yo no soy como los otros niños! Yo soy el más bueno de todos y

siempre digo la verdad. Le prometo, padre, que aprenderé un oficio y seré el consuelo y el báculo de su vejez.

Geppetto, que por más que pusiese cara de tirano tenía los ojos llenos de lágrimas y el corazón partido por el dolor de ver a su pobre Pinocho en aquel estado, no contestó nada, pero tomó en sus manos las herramientas y dos pedacitos de madera seca y se puso a trabajar con gran empeño.

Y en menos de una hora los pies estaban hechos; dos piececitos ligeros, secos y nerviosos, como si hubieran sido modelados por un artista genial.

Entonces Geppetto le dijo al muñeco:—¡Cierra los ojos y duerme!Y Pinocho cerró los ojos y fingió que dormía. Y mientras fingía que

dormía, Geppetto, con un poco de cola disuelta en cáscara de huevo, pegó los pies en su sitio, y se los pegó tan bien que ni siquiera se notaba la señal de la juntura.

Apenas el muñeco se dio cuenta de que tenía pies, saltó de la mesa en la que estaba tendido y empezó a dar mil brincos y mil cabriolas, como si hubiera enloquecido de felicidad.

—Para recompensarlo por cuanto ha hecho por mí —dijo Pinocho a su padre— quiero ir enseguida a la escuela.

—¡Buen muchacho!—Pero para ir a la escuela necesito alguna ropa.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

Geppetto, que era pobre y no tenía en el bolsillo ni siquiera un céntimo, le hizo un trajecito de papel floreado, un par de zapatos de corteza de árbol y un gorrito de miga de pan.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Enseguida Pinocho corrió a mirarse en una palangana llena de agua, y quedó tan satisfecho de sí mismo que, pavoneándose, dijo:

—¡Parezco un auténtico señor!

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Sin duda —replicó Geppeto—, pero no te olvides, no es el buen traje lo que hace al señor, sino el traje limpio.

—A propósito —agregó el muñeco—, para ir a la escuela todavía me falta algo; más aún, me falta lo principal.

—¿Qué sería?—Me falta el Abecedario. (1)—Tienes razón. ¿Pero cómo podemos conseguirlo?—Es facilísimo: se va a una librería y se lo compra.—¿Y el dinero?—Yo no tengo.—Yo tampoco —agregó el buen viejo, poniéndose triste.Y Pinocho, aunque era un niño muy alegre, también se puso triste.

Porque la miseria, cuando es miseria de verdad, la entienden todos, hasta los niños.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

—¡Paciencia! —gritó Geppetto de pronto, poniéndose de pie; y colo-cándose sobre los hombros la vieja casaca de fustán, toda remendada y zur-cida, salió corriendo de la casa.

Poco después, volvió. Y cuando volvió llevaba en la mano un Abeceda-rio para su hijo, pero le faltaba la casaca. El pobre hombre estaba en mangas de camisa, y afuera nevaba.

—¿Y la casaca, padre?

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

—La vendí.—¿Por qué la ha vendido?—Porque me daba calor.Pinocho comprendió al vuelo esta respuesta, y no pudiendo frenar el

ímpetu de su corazón, se colgó del cuello de Geppetto y comenzó a besarlo en toda la cara.

Nota del traductor

(1) Abbecedario, “abecedario”, el primer libro, que se usa para aprender a leer.

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Carlo Collodi

Las aventuras de Pinocho Traducción y notas de Guillermo Piro

IX

Pinocho vende el Abecedario

para ir a ver el teatro de títeres.

Apenas dejó de nevar, Pinocho, con su lindo Abecedario nuevo bajo el brazo, tomó el camino que llevaba a la escuela, y, mientras caminaba, iba fantaseando en su cabeza mil razones y mil castillos en el aire, uno más bello que otro.

Ilustrador desconocido (1916)

Y discurriendo para sí, decía:

-Hoy, en la escuela, lo que primero quiero hacer es aprender a leer; mañana aprenderé a escribir y pasado mañana aprenderé los números. Después, con mi habilidad, ganaré mucho dinero, y con el primer dinero que me embolse le haré hacer a mi padre una bonita casaca de paño. ¿Qué digo de paño? Se la haré hacer toda de oro y plata, y con los botones de brillantes. Ese pobre hombre se la merece de verdad. Porque, en fin, para comprarme los libros y hacerme educar ha quedado en mangas de camisa… ¡y con este frío! ¡Sólo los padres son capaces de ciertos sacrificios!…

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Mientras todo conmovido hablaba de esta manera, le pareció oír en la lejanía una música de flautas y golpes de bombo: pi-pi-pi, pi-pi-pi, bum, bum, bum, bum.

Se detuvo a escuchar. Aquellos sonidos venían del fondo de una larguísima calle transversal que llevaba a un pequeño pueblito levantado a orillas del mar.

-¿Qué música es ésa? Lástima que tenga que ir a la escuela, si no…

Y se quedó allí, perplejo. De todos modos, había que tomar una resolución: o a la escuela, o a oír las flautas.

-Hoy iré a oír las flautas, y mañana iré a la escuela; para ir a la escuela siempre hay tiempo -dijo finalmente aquel pícaro encogiéndose de hombros.

Dicho y hecho. Tomó la calle transversal y comenzó a correr tan rápido como podía. Más corría, más claro oía el sonido de las flautas y los golpes de bombo: pi-pi-pi, pi-pi-pi, pi-pi-pi… bum, bum, bum, bum.

He aquí que se encontró en medio de una plaza toda llena de gente, la cual se agolpaba alrededor de un gran barracón de madera y telas pintadas de mil colores.

-¿Qué es ese barracón? -preguntó Pinocho, dirigiéndose a un niño del pueblo que estaba allí.

-Lee lo que está escrito en ese cartel y lo sabrás.

-De buena gana lo leería, pero, por ahora, no sé leer.

-¡Qué burro! Entonces te lo leeré yo. Has de saber que en ese cartel, escrito con letras rojas como el fuego, dice: GRAN TEATRO DE TÍTERES…

-¿Hace mucho que comenzó la comedia?

-Comienza ahora.

-¿Y cuánto cuesta la entrada?

-Cuatro monedas.

Pinocho, que tenía la fiebre de la curiosidad, perdió todo recato, y, sin avergonzarse, dio al niño con el que hablaba:

-¿Me prestarías cuatro monedas hasta mañana?

-Te las daría de buena gana -le respondió el otro, burlándose-, pero justamente hoy no te las puedo dar.

-Te vendo mi chaqueta por cuatro monedas -le dijo entonces el muñeco.

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-¿Para qué puede servirme una chaqueta de papel floreado? Si llegara a llover, no habría modo de sacármela de encima.

-¿Quieres comprarme los zapatos?

-Son buenos para encender el fuego.

-¿Cuánto me das por el gorro?

-¡Bonita compra! ¡Un gorro de miga de pan! ¡Sólo faltaría que los ratones vinieran a comérselo en mi cabeza!

Pinocho no sabía qué hacer. Estaba a punto de hacer una última oferta, pero le faltaba coraje; dudaba, vacilaba, sufría.

Al fin dijo:

-¿Quieres darme cuatro monedas por este Abecedario nuevo?

-Yo soy un niño, y no les compro nada a otros niños -le respondió su pequeño interlocutor, que tenía mucho más juicio que él.

-Por cuatro monedas el Abecedario te lo compro yo -gritó un revendedor de ropa usada que había oído la conversación.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Y el libro fue vendido de inmediato. ¡Y pensar que aquel pobre hombre, Geppetto, se había quedado en casa, temblando de frío, en mangas de camisa, para comprarle el Abecedario a su hijo!

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X

Los títeres reconocen a su hermano Pinocho

y le tributan un grandísimo recibimiento;

pero en lo mejor aparece el titiritero Comefuego

y Pinocho corre peligro de acabar mal.

Cuando Pinocho entró en el teatro de marionetas, tuvo lugar algo que casi provoca una revolución.

Hay que saber que el telón estaba levantado y que la comedia ya había comenzado.

En la escena se veía a Arlequín y Polichinela que discutían entre sí y, como de costumbre, se amenazaban con intercambiarse de un momento a otro un montón de bofetadas y garrotazos.

El público, muy atento, se moría de risa al oír las disputas de aquellos dos títeres, que gesticulaban y se insultaban con tanta naturalidad como si fuesen dos animales racionales o dos personas de este mundo.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Cuando al improviso Arlequín deja de actuar y, volviéndose al público y señalando con el dedo a alguien que se encontraba al final de la platea, comienza a gritar en tono dramático:

-¡Dioses del firmamento! ¿Sueño o estoy despierto? ¡Y sin embargo diría que ése que está allí es Pinocho!…

-¡Claro que es Pinocho! -grita Polichinela.

-¡Es él! -chilla la señora Rosaura desde el fondo del escenario.

-¡Es Pinocho! ¡Es Pinocho! -gritan a coro todos los títeres, saliendo a saltos desde bastidores-. ¡Es Pinocho! ¡Es nuestro hermano Pinocho! ¡Viva Pinocho!…

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-¡Pinocho, ven conmigo! -grita Arlequín-. ¡Ven a arrojarte a los brazos de tus hermanos de madera!

Ante tan afectuosa invitación Pinocho da un salto y desde el fondo de la platea pasa a las primeras filas de butacas; después da otro salto y de las primeras filas de butacas se sube a la cabeza del director de orquesta, y de allí trepa al escenario.

Es imposible figurarse los abrazos, las caricias, las señales de amistad y los cabezazos de verdadera y sincera fraternidad que Pinocho recibió en medio de tanto alboroto por parte de los actores y las actrices de aquella compañía dramático-vegetal. (1)

Ilustración de Maria L. Kirk (1916)

No hace falta decir que este espectáculo era conmovedor, pero el público, viendo que la comedia no continuaba, se impacientó y comenzó a gritar:

-¡Queremos la comedia, queremos la comedia!

Todo aliento perdido, porque las marionetas, en vez de continuar cada cual con su papel redoblaron el ruido y los gritos y cargando a Pinocho en hombros lo llevaron en triunfo ante las luces de las candilejas.

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Entonces salió el titiritero, un hombre tan feo que daba miedo de sólo mirarlo. Tenía una barba negra como una mancha de tinta, y tan larga que le llegaba al suelo; basta decir que, cuando caminaba, se la pisaba con los pies. Su boca era grande como un horno, sus ojos parecían dos linternas de vidrio rojo, con la luz encendida dentro, y con las manos hacía restallar una gruesa fusta hecha de serpientes y de colas de zorro entrelazadas.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

Ante la aparición inesperada del titiritero, todos enmudecieron. Se habría oído volar una mosca. Aquellas pobres marionetas, varones y mujeres, temblaban como hojas.

-¿Por qué has venido a sembrar semejante barullo en mi teatro? -preguntó el titiritero a Pinocho, con un vozarrón de ogro, como si tuviera un terrible catarro.

-¡Créame, ilustrísimo señor, que la culpa no fue mía!

-¡Basta! Esta noche arreglaremos cuentas.

Page 37: Pinocho ilustrado

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

En efecto, acabada la representación de la comedia, el titiritero fue a la cocina, donde se había hecho preparar para la cena un buen cordero, que giraba lentamente ensartado en el asador. Y como le faltaba leña para terminar de asarlo y de dorarlo, llamó a Arlequín y a Polichinela y les dijo:

-Tráiganme a ese muñeco que encontrarán colgando de un clavo. Me parece un muñeco hecho de leña muy seca y estoy seguro de que, si lo tiro al fuego, producirá un estupendo fuego para el asado.

Page 38: Pinocho ilustrado

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

Arlequín y Polichinela al principio vacilaron; pero atemorizados por la mirada de su amo, obedecieron. Y poco después volvieron a la cocina, trayendo entre los brazos al pobre Pinocho, el cual, sacudiéndose como una anguila fuera del agua chillaba desesperadamente:

-¡Padre mío! ¡No quiero morir!…

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

XIComefuego estornuda y perdona a Pinocho,

el cual, después, salva de la muerte a su amigo Arlequín.

El titiritero Comefuego (éste era su nombre) parecía un hombre espan-toso, no digo que no, especialmente con esa larga barba negra que, a modo de delantal, le cubría todo el pecho y las piernas, pero, en el fondo, no era un mal hombre. Prueba de ello es que cuando vio que le traían al pobre Pinocho, que se debatía sacudiéndose para todos lados gritando “¡No quiero morir, no quiero morir!”, comenzó a conmoverse y a enternecerse, y, después de haber resistido un buen rato, al final no pudo más y dejó escapar un sonorísimo estornudo.

Ante aquel estornudo, Arlequín, que hasta entonces había permanecido afligido y encorvado como un sauce llorón, se puso repentinamente alegre e, inclinándose hacia Pinocho, le susurró en voz baja:

—Buenas noticias, hermano. El titiritero ha estornudado, y esto es signo de que ha tenido compasión de ti, y ahora estás a salvo.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Porque hay que saber que mientras todos los hombres, cuando sienten misericordia por otro, lloran o por lo menos fingen que se restriegan los ojos, Comefuego, en cambio, cada vez que se enternecía de verdad tenía la manía de estornudar. Era un modo como cualquier otro de dar a conocer la sensibi-lidad de su corazón.

Después de haber estornudado, el titiritero, haciéndose el huraño, gritó a Pinocho:

—¡Deja de llorar! Tus lamentos me han producido un cosquilleo aquí en el estómago... siento una angustia que casi, casi... ¡Atchís, atchís! —y estor-nudó otras dos veces.

—¡Salud! —dijo Pinocho.—Gracias. ¿Viven tu padre y tu madre? —le preguntó Comefuego.—Mi padre sí; a mi madre nunca le he conocido.—¡Buen disgusto tendría tu viejo padre si yo ahora te hiciera arrojar a

esos tizones ardientes! ¡Pobre viejo! ¡Lo compadezco!... ¡Atchís, atchís, atchís! —estornudó otras tres veces.

—¡Salud! —dijo Pinocho.—¡Gracias! También hay que sentir compasión por mí, porque, como

ves, no tengo más leña para terminar de asar ese cordero; ¡y tú, la verdad, para esto me hubieras venido muy bien! Pero ya me he apiadado de ti y hay que tener paciencia. En tu lugar, echaré al fuego a una marioneta de mi Compa-ñía... ¡Eh, gendarmes!...

A esta orden aparecieron dos gendarmes de madera, altos, altos, flacos, flacos, con tricornios en la cabeza y el sable desenvainado en la mano.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Entonces el titiritero les dijo con vos ronca:—Agarren a ese Arlequín, átenlo bien y después arrójenlo al fuego para

que se queme. ¡Quiero que mi cordero esté bien asado!

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

¡Imagínense al pobre Arlequín! Fue tan grande su susto que las piernas se le doblaron y cayó de bruces al suelo.

Pinocho, ante aquel espectáculo desgarrador, fue a arrojarse a los pies del titiritero, y llorando a lágrima viva y mojando de lágrimas todos los pelos de su larguísima barba, comenzó a decir con voz suplicante:

—¡Piedad, señor Comefuego!...—¡Aquí no hay señores!... —replicó duramente el titiritero.—¡Piedad, señor Caballero!...—¡Aquí no hay caballeros!—¡Piedad, señor Comendador!...—¡Aquí no hay comendadores!—¡Piedad, Excelencia!...Al oírse llamar Excelencia, el titiritero esbozó una tenue sonrisa, y vol-

viéndose de pronto más humano y más tratable, le dijo a Pinocho:—Bien, ¿qué quieres de mí?—¡Le pido la gracia para el pobre Arlequín!

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

—Aquí no hay gracia que valga. Si te he perdonado a ti, es preciso que lo eche al fuego a él, porque quiero que mi cordero esté bien asado.

—En ese caso —gritó furiosamente Pinocho, enarbolando y arrojando su gorro de miga de pan—, en ese caso sé cuál es mi deber. ¡Adelante, señores gendarmes! Átenme y arrójenme a las llamas. ¡No, no es justo que el pobre Arlequín, mi gran amigo, deba morir por mí!...

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Estas palabras, pronunciadas con voz fuerte y acento heroico, hicieron llorar a todas las marionetas que presenciaban la escena. Los mismos gendar-mes, aunque eran de madera, lloraban como dos corderitos.

Al principio, Comefuego se quedó tan duro e inmóvil como un trozo de hielo, pero después, poco a poco comenzó también a conmoverse y a estor-nudar. Estornudó cuatro o cinco veces, abrió afectuosamente los brazos y le dijo a Pinocho:

—¡Eres un buen muchacho! Ven aquí y dame un beso.Pinocho corrió enseguida y trepando como una ardilla por la barba del

titiritero, le dio un bellísimo beso en la punta de la nariz.—¿Entonces la gracia está concedida? —preguntó el pobre Arlequín,

con un hilo de voz que apenas se oía.—¡La gracia ha sido concedida! —respondió Comefuego. Luego, suspi-

rando y moviendo la cabeza, añadió—: ¡Paciencia! ¡Esta noche me resignaré a comer el cordero medio crudo!, ¡pero la próxima vez, pobre de aquel al que le toque!...

Ante la noticia de la gracia obtenida, todas las marionetas corrieron al escenario y, encendidas las luces y las arañas como para una función de gala, comenzaron a saltar y a bailar. Amanecía y seguían bailando.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

XlIEl titiritero Comefuego regala cinco monedas de oro a Pinocho,

para que se las lleve a su padre Geppetto,pero Pinocho, en vez de hacer eso,

se deja embaucar por el Zorro y el Gatoy se va con ellos.

Al día siguiente Comefuego llamó aparte a Pinocho y le preguntó:—¿Cómo se llama tu padre?—Geppetto.—¿Y qué oficio tiene?—El de pobre.—¿Gana mucho?—Gana mucho, lo necesario para no tener nunca un céntimo en el

bolsillo. Imagínese que para comprarme el Abecedario de la escuela tuvo que vender la única casaca que tenía encima: una casaca que, entre remiendos y zurcidos, estaba hecha una lástima.

—¡Pobre diablo! Casi me da pena. Aquí tienes cinco monedas de oro. Ve enseguida a llevárselas y salúdalo de mi parte.

Pinocho, como es fácil imaginarlo, agradeció mil veces al titiritero; abrazó una a una a todas las marionetas de la Compañía, incluso a los gendar-mes, y fuera de sí de la alegría se puso en viaje para volver a su casa.

Pero todavía no había hecho medio kilómetro cuando encontró en el camino a un Zorro rengo de un pie y un Gato ciego de los dos ojos, que merodeaban por allí, ayudándose entre ellos, como buenos compañeros de desventura. El Zorro, que era rengo, caminaba apoyándose en el Gato; y el Gato, que era ciego, se dejaba guiar por el Zorro.

—Buen día, Pinocho —le dijo el Zorro, saludándolo cortésmente.—¿Cómo es que sabes mi nombre? —preguntó el muñeco.—Conozco muy bien a tu padre.—¿Dónde lo has visto?

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

—Lo he visto ayer en la puerta de su casa.—¿Y qué hacía?—Estaba en mangas de camisa y temblaba de frío.—¡Pobre papá! ¡Pero si Dios quiere, de hoy en adelante no temblará

más!...—¿Por qué?—Porque me he convertido en un gran señor.—¿Tú, un gran señor? —dijo el Zorro, y comenzó a reír con una risa

descarada y burlona; y el Gato también reía, pero, para que no se viera, se peinaba los bigotes con las patas de adelante.

—¡No veo motivo de risa! —gritó Pinocho, molesto—. Siento mucho que se les haga agua la boca, pero estas que tengo aquí, para que sepan, son cinco monedas de oro.

Y sacó a relucir las monedas que le había regalado Comefuego.Al oír el simpático sonido de aquellas monedas, el Zorro, en un ademán

involuntario, alargó la pata que parecía encogida, y el Gato abrió los ojos de par en par, como si fueran dos linternas verdes; pero los cerró inmediatamente y Pinocho no se dio cuenta de nada.

—Y ahora —le preguntó el Zorro—, ¿qué vas a hacer con esas monedas?—Primero —respondió el muñeco— quiero comprarle a mi padre una

linda casaca nueva, toda de oro y plata y con botones de brillantes; después quiero comprar un Abecedario para mí.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Roberto Innocenti (1988).

—¿Para ti?—Sí, porque quiero ir a la escuela y estudiar de verdad.—Mírame —dijo el Zorro—: por la tonta pasión de estudiar he perdido

una pierna.—Mírame —dijo el Gato—: por la tonta pasión de estudiar he perdido

la vista de los dos ojos.En ese momento, un mirlo blanco (1), que había anidado en un seto del

camino, se puso a cantar y dijo:—¡Pinocho, no hagas caso a los consejos de las malas compañías, si no,

te arrepentirás!¡Pobre Mirlo, nunca hubiese debido decir eso! El Gato, dando un salto,

se abalanzó sobre él, y sin darle siquiera tiempo a decir ay se lo comió y se limpió la boca, cerró los ojos otra vez y siguió haciéndose el ciego, como antes.

—¡Pobre Mirlo! —dijo Pinocho al Gato—, ¿por qué lo has tratado tan

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

mal?—Hice eso para darle una lección, así la próxima vez aprenderá a no

interrumpir la conversación de los demás.Habían hecho ya la mitad del camino cuando el Zorro, deteniéndose de

improviso, dijo al muñeco:—¿Quieres duplicar tus monedas de oro?—¿Qué?—¿Quieres convertir tus cinco miserables monedas en cien, mil, dos

mil?—¡Claro! ¿Y de qué manera?—La manera es facilísima. En vez de volver a tu casa, deberías venir con

nosotros.—¿Y a dónde me quieren llevar?—Al País de los Badulaques.Pinocho lo pensó un poco, y después, resueltamente, dijo:—No, no quiero ir. Ahora estoy cerca de casa, y quiero volver allí, donde

mi padre me espera. Quién sabe, pobre viejo, cuánto ha suspirado ayer al ver que no volvía. Lamentablemente he sido un mal hijo, y el grillo parlante tenía razón cuando decía: “Los chicos desobedientes no conseguirán anda bueno en este mundo”. Y lo he experimentado en carne propia, porque me sucedieron muchas desgracias; sin ir más lejos ayer por la noche, en casa de Comefuego, he corrido peligro... ¡Brr! ¡De sólo pensarlo me da escalofríos!

—Entonces —dijo el Zorro— ¿de verdad quieres ir a tu casa? ¡Ve, enton-ces, peor para ti!

—¡Peor para ti! —dijo el Gato.—Piénsalo bien, Pinocho, porque estás perdiéndote una oportunidad.—¡Una oportunidad! —repitió el Gato.—Tus cinco monedas, de hoy a mañana, se transformarían en dos mil.—¡Dos mil! —repitió el Gato.—¿Pero cómo es posible que se conviertan en tanto? —preguntó Pino-

cho, quedándose con la boca abierta por el estupor.—Enseguida te lo explico —dijo el Zorro—. Debes saber que en el País

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de los Badulaques hay un campo bendito, al que todos llaman el Campo de los milagros. En ese campo tú haces un pequeño agujero y pones dentro, por ejemplo, una moneda de oro. Después vuelves a cubrir de tierra el agujero, lo riegas con dos baldes de agua de la fuente, esparces encima un puñado de sal, y a la noche te vas tranquilamente a la cama. Durante la noche, la moneda germina y florece, y a la mañana siguiente, cuando te levantas, ¿qué es lo que encuentras? Encuentras un hermoso árbol cargado de muchas monedas de oro, tantas como granos puede tener una buena espiga en el mes de junio.

—Así que —dijo Pinocho, cada vez más aturdido—, si yo enterrase en ese campo mis cinco monedas, ¿a la mañana siguiente cuántas monedas encontraría?

—Es una cuenta muy fácil —respondió el Zorro—, una cuenta que se puede hacer con los dedos. Supón que cada moneda te dé un racimo de quinientas monedas; multiplica quinientos por cinco, y a la mañana siguiente te encuentras con dos mil quinientas monedas contantes y sonantes en el bolsillo.

—¡Oh, qué cosa estupenda! —gritó Pinocho, bailando de alegría—. Apenas recoja esas monedas, me guardaré dos mil para mí y las otras quinien-tas se las daré de regalo a ustedes dos.

—¿Un regalo para nosotros? —gritó el Zorro, desdeñoso y haciéndose el ofendido—. ¡Dios te libre!

—¡Te libre! —repitió el Gato.—Nosotros —continuó el Zorro— no trabajamos por el vil interés;

trabajamos únicamente para enriquecer a los demás.—¡Los demás! —repitió el Gato.“Qué buenas personas”, pensó Pinocho para sí; y olvidándose en el acto

de su padre, de la casaca nueva, del Abecedario y de todos los buenos propó-sitos que tenía, les dijo al Zorro y al Gato:

—Vámonos. Voy con ustedes.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

Nota del traductor:

(1) un merlo bianco: presencia surreal (en tanto los mirlos tienen plumaje oscuro), que,

como el Grillo parlante, parece encarnar la voz de la conciencia.

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

XIIILa Posada del Camarón Rojo.

Camina que te camina que te camina, al final, al caer la noche, llegaron muertos de cansancio a la Posada del Camarón Rojo.

—Detengámonos aquí un poco —dijo el Zorro—, para comer un bocado y descansar algunas horas. A medianoche nos pondremos otra vez en camino para estar mañana, al amanecer, en el Campo de los milagros.

Ilustración de Corrado Sarri (1929)

Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en

forma gratuita por Imaginaria: http://www.imaginaria.com.ar

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Entraron en la posada y se sentaron los tres ante una mesa; pero nin-guno de ellos tenía apetito.

El pobre Gato, sintiéndose gravemente indispuesto del estómago, no pudo comer más que treinta y cinco salmonetes con salsa de tomate y cuatro porciones de mondongo a la parmesana; y como el mondongo no le pareció bastante sazonado, ¡pidió tres veces manteca y queso rallado!

El Zorro también hubiese picado con gusto algo; pero como el médico le había prescrito una rigidísima dieta, tuvo que contentarse con una simple liebre guisada con una ligerísima guarnición de pollitos cebados y gallos jóve-nes. Después de la liebre, como aperitivo, se hizo servir un guiso de perdices, codornices, conejos, ranas, lagartijas y uvas moscatel; y ya no quiso nada más. La comida le daba tales náuseas, decía, que no podía llevarse nada a la boca.

El que menos comió fue Pinocho. Pidió una nuez y un trocito de pan y dejó ambas cosas en el plato. El pobrecito, con el pensamiento siempre fijo en el Campo de los milagros, había sufrido una indigestión anticipada de monedas de oro.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Cuando acabaron de cenar, el Zorro le dijo al posadero:—Denos dos buenas habitaciones, una para el señor Pinocho y otra

para mí y mi compañero. Antes de partir nos echaremos un sueñito. Pero no

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olvide que a medianoche tiene que despertarnos para que podamos seguir nuestro viaje.

—Sí, señores —respondió el posadero y guiñó el ojo al Zorro y al Gato, como diciendo: “¡He comprendido todo al vuelo! ¡Nos hemos entendido!...”

Apenas Pinocho se metió en la cama, se durmió y empezó a soñar. Y soñando le parecía estar en medio del Campo, y este campo estaba lleno de arbolitos cargados de racimos, y estos racimos estaban cargados de monedas de oro que, bamboleándose al viento, hacían zin, zin, zin, como diciendo: “Quien nos quiera, que venga por nosotras”. Pero cuando Pinocho estaba en lo mejor, es decir, cuando alargó la mano para agarrar a puñados todas aquellas monedas y metérselas en los bolsillos, lo despertaron de repente tres violentísimos golpes dados en la puerta de la habitación.

Era el posadero que venía a decirle que ya era medianoche.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

—¿Mis compañeros están listos? —le preguntó el muñeco.—¡Otra que listos! Se fueron hace dos horas.—¿Pero por qué tanta prisa?—Porque el Gato recibió el mensaje de que su gatito mayor, enfermo de

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

sabañones en los pies, corría peligro de muerte.—¿Y pagaron la cena?—¿Qué piensa usted? Son personas demasiado educadas para hacerle tal

afrenta a vuestra señoría.—¡Qué lástima! ¡Una afrenta de ese tipo me hubiera gustado mucho!

—dijo Pinocho rascándose la cabeza.Después preguntó:—¿Y dónde han dicho que me esperarán mis buenos amigos?—En el Campo de los milagros, mañana a la mañana, al despuntar el día.Pinocho pagó una moneda por su cena y la de sus compañeros y luego

partió.Pero puede decirse que partió a ciegas, porque fuera de la posada había

una oscuridad tan oscura que no se veía nada. En todo el campo no se oía moverse una hoja. Solamente algunos pájaros nocturnos, atravesando el camino de un seto a oro, golpeaban las alas contra la nariz de Pinocho, el cual, dando un salto hacia atrás a causa del miedo, gritaba: “¿Quién anda ahí?”, y el eco de las colinas circundantes repetía a lo lejos: “¿Quién anda ahí?... ¿Quién anda ahí?... ¿Quién anda ahí?...”

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Mientras caminaba, vio en el tronco de un árbol a un pequeño anima-lito que relucía con una luz pálida y opaca, como una mariposa dentro de una lámpara de porcelana trasparente.

—¿Quién eres? —le preguntó Pinocho.—Soy la sombra del Grillo parlante —respondió el animalito con una

vocecita tan débil que parecía venir del otro mundo.—¿Qué quieres de mí? —dijo el muñeco.—Quiero darte un consejo. Vuelve atrás y lleva las cuatro monedas que

te han quedado a tu pobre padre, que llora desesperado porque no te ha vuelto a ver.

—Mañana mi padre será un gran señor, porque estas cuatro monedas se convertirán en dos mil.

—No te fíes, muchacho mío, de aquellos que prometen hacerte rico de la mañana a la noche. ¡Por lo general, o son locos o embusteros! Hazme caso, vuelve atrás.

—Yo, sin embargo, quiero seguir adelante.—¡Ya es muy tarde!...—Quiero seguir adelante.—La noche es oscura...—Quiero seguir adelante...—El camino es peligroso...—Quiero seguir adelante.—Recuerda que los niños que obran según su capricho y su modo,

antes o después se arrepienten.—Las historias de siempre. Buenas noches, Grillo.—Buenas noches, Pinocho, ¡y que el cielo te salve del rocío y de los

asesinos!Apenas dijo estas últimas palabras, el Grillo parlante se apagó de golpe,

como se apaga una vela cuando la soplan, y el camino quedó más oscuro que antes.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Corrado Sarri (1929)

XIVPinocho, por no haber seguidolos consejos del Grillo parlante,

se topa con los asesinos.

—Verdaderamente —dijo para sí el muñeco continuando su viaje—, nosotros, los niños, somos muy desgraciados. Todos nos gritan, todos nos regañan, todos nos dan consejos. Si los dejáramos, a todos se les metería en la cabeza ser nuestros padres y nuestros maestros; a todos, hasta a los Grillos par-lantes. Eso es: como no quise hacerle caso a ese pesado de Grillo, ¡quién sabe cuántas desgracias, según él, me deberían suceder! ¡Hasta debería toparme con asesinos! Menos mal que en los asesinos no creo, ni he creído jamás. En mi opinión, los asesinos fueron inventados por los padres para darles miedo a los niños que quieren salir de noche. Y además, aunque los encontrara aquí, en el camino, ¿deberían darme miedo? Ni soñarlo. Les gritaría en sus propias caras: “Señores asesinos, ¿qué quieren de mí? ¡Les aviso que conmigo no se juega! Así que mejor, cada uno por un lado, ¡y calladitos!”. Ante estas palabras, dichas seriamente, me parece estar viendo a esos pobres asesinos escapando, rápidos como el viento. Y en el caso de que fueran tan mal educados como para no escapar, entonces escaparía yo, y asunto terminado...

Pero Pinocho no pudo terminar su razonamiento, porque en ese momento le pareció oír a sus espaldas un levísimo crujir de hojas.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

Se volvió para mirar, y en la oscuridad vio dos figuras negras completa-mente encapuchadas en dos sacos de carbón, que corrían detrás de él dando saltos en puntas de pie, como si fuesen dos fantasmas.

—¡Allí están! —dijo dentro de sí; y al no saber dónde esconder las cuatro monedas, se las escondió en la boca, precisamente debajo de la lengua.

Después intentó escapar. Pero todavía no había dado el primer paso cuando sintió que lo agarraban por los brazos y oyó dos voces horribles y cavernosas que le dijeron:

—¡La bolsa o la vida!Pinocho, al no poder responder con palabras, a causa de las monedas

que llevaba en la boca, hizo mil muecas y mil pantomimas para dar a entender a esos dos encapuchados, de quienes veía solamente los ojos a través de los agujeros de los sacos, que él era un pobre muñeco y que en los bolsillos no tenía siquiera un céntimo falso.

—¡Vamos, vamos! ¡Menos charla y saca el dinero! —gritaban amenaza-doramente los dos bandidos.

Y el muñeco hizo con la cabeza y con las manos un gesto como diciendo: “No tengo”.

—¡Saca el dinero o date por muerto! —dijo el asesino más alto.—¡Muerto! —repitió el otro.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¡Y después de haberte matado a ti, mataremos también a tu padre!—¡No, no, no, a mi pobre padre no! —gritó Pinocho con tono desespe-

rado; pero al gritar así, las monedas resonaron en su boca. (1)—¡Ah, farsante! ¿Conque has escondido el dinero debajo de la lengua?

¡Escúpelo enseguida!Y Pinocho, duro.—¡Ah! ¿Te haces el sordo? ¡Espera un poco, que nosotros nos encarga-

remos de que lo escupas!En efecto, uno de ellos aferró al muñeco por la punta de la nariz y el

otro lo tomó por la barbilla y comenzaron a tirar sin compasión, uno para acá y otro para allá, para obligarlo a abrir la boca; pero no hubo caso. La boca del muñeco parecía estar clavada y remachada.

Entonces el asesino más bajo, sacando un gran cuchillo trató de metér-selo, a modo de palanca y de cincel, entre los labios; pero Pinocho, rápido como un rayo, le atrapó la mano entre los dientes, y después de habérsela arrancado de un mordisco, la escupió; imagínense su sorpresa cuando se dio cuenta de haber escupido una zarpa de gato.

Envalentonado con esta primera victoria, a fuerza de uñas se liberó de los asesinos, y saltando el seto del camino comenzó a huir por el campo. Y los asesinos corrían detrás de él, como dos perros detrás de una liebre; y el que había perdido la zarpa corría sobre una sola pierna, y nunca se supo cómo se las arreglaba.

Después de una carrera de quince kilómetros, Pinocho no podía más. Entonces, viéndose perdido, se trepó al tronco de un altísimo pino y se sentó en una rama alta. Los asesinos también trataron de treparse, pero cuando llegaron a la mitad del tronco resbalaron y, cayeron al suelo, se pelaron las manos y los pies.

No por eso se dieron por vencidos; al contrario, juntaron leña seca al pie del pino y le prendieron fuego. En menos de lo que canta un gallo el pino comenzó a arder y a echar llamas como una vela agitada por el viento. Pinocho, viendo que las llamas subían cada vez más, y no queriendo terminar como un pichón asado, dio un buen salto desde la copa del árbol y se uso a

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

correr a través de los campos y los viñedos. Y los asesinos detrás, sin cansarse nunca.

Entretanto comenzaba a despuntar el día, y seguían persiguiéndolo; cuando de improviso Pinocho encontró cerrado el paso por un foso ancho y profundísimo, lleno de agua sucia, del color del café con leche. ¿Qué hacer? “¡Uno, dos, tres!”, gritó el muñeco, y tomando carrera saltó al otro lado. Y los asesinos saltaron también, pero al no haber calculado bien, ¡patapúfete!... cayeron en medio del pozo. Pinocho, que oyó la zambullida y las salpicaduras, gritó, riéndose y sin parar de correr:

—¡Buen baño, señores asesinos!

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

Y ya se figuraba que se habían ahogado cuando, al volverse y mirar, se dio cuenta de que ambos corrían detrás de él, siempre encapuchados en sus sacos y chorreando agua como dos cestas sin fondo.

Nota del traductor:

(1) Cuando, en sucesión lógica, el Zorro y el Gato amenazan de muerte al hijo y al padre, “Pinocho se traiciona a sí mismo, incapaz de traicionar el amor por su padre” (Martella, Sergio. Pinocchio, eroe anticristiano, Padova, Edizioni Sapere, 2000, op. cit.)

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

XVLos asesinos persiguen a Pinocho

y cuando lo alcanzanlo ahorcan en una rama de la Gran Encina.

Entonces el muñeco, desanimado, estaba a punto de arrojarse al suelo y darse por vencido, cuando al mirar alrededor, entre el verde oscuro de los árboles, vio, en la lejanía, una casita blanca como la nieve.

—Si me quedara aliento para llegar a aquella casa, quizás estaría a salvo —se dijo.

Y sin dudar un minuto volvió a correr por el bosque a la carrera. Y los asesinos siempre detrás.

Y después de una desesperada carrera de casi dos horas, finalmente, jadeante, llegó a la puerta de la casita y llamó.

Nadie respondió.Volvió a llamar con más violencia, porque oía el rumor de los pasos y

la respiración profunda y agitada de los perseguidores acercándose. El mismo silencio.

Viendo que llamar no servía para nada, desesperado, comenzó a dar patadas y cabezazos a la puerta. Entonces se asomó a la ventana una hermosa niña de cabellos azules y el rostro blanco como una imagen de cera, los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho, la cual, sin mover los labios, le dijo con una voz que parecía venir del otro mundo:

—En esta casa no hay nadie. Están todos muertos.—¡Ábreme tú, al menos! —gritó Pinocho, llorando y suplicando.—Yo también estoy muerta.

Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¿Muerta? ¿Y entonces qué haces en la ventana?—Espero el ataúd que vendrá a llevarme.

Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

Apenas dijo esto, la niña desapareció, y la ventana volvió a cerrarse sin hacer ruido.

—¡Oh, bella niña de cabellos azules —gritaba Pinocho—, ábreme, por favor! Ten compasión de un pobre niños perseguido por asesi...

Pero no pudo terminar la palabra, porque sintió que lo agarraban del cuello, y oyó las conocidas voces que le gruñeron amenazadoramente:

—¡Ahora ya no volverás a escaparte!El muñeco, viendo relampaguear la muerte delante de sus ojos, fue aco-

metido por un temblor tan fuerte que, al temblar, le sonaban las junturas de sus piernas de madera y las cuatro monedas que tenía escondidas debajo de la lengua.

—¿Entonces? —le preguntaron los asesinos—: ¿Vas a abrir la boca, sí o no? ¡Ah! ¿No respondes?... ¡Déjanos a nosotros, que esta vez te la haremos abrir!...

Y sacando dos grandes cuchillos, largos y afilados como navajas de afei-tar, ¡zas!... le encajaron dos cuchilladas entre los riñones.

Pero el muñeco, para su suerte, estaba hecho de una madera durísima,

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

motivo por el cual las dos hojas, partiéndose, saltaron en mil pedazos, y los asesinos se quedaron con los mangos de los cuchillos en la mano mirándose las caras.

—Ya entendí —dijo entonces uno de ellos—, ¡hay que colgarlo! ¡Col-guémoslo!

—¡Colguémoslo! —repitió el otro.Dicho y hecho, le ataron las manos detrás de la espalda y pasándole un

nudo corredizo alrededor del cuello lo colgaron de la rama de un gran árbol llamado la Gran Encina.

Luego se quedaron allí, sentados en la hierba, esperando que el muñeco estirase la pata; pero el muñeco, tres horas después, seguía teniendo los ojos abiertos, la boca cerrada, y pataleaba más que nunca.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Finalmente, aburridos de esperar, se volvieron hacia Pinocho y riendo le dijeron:

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Adiós, hasta mañana. Cuando volvamos mañana esperamos que tengas la amabilidad de hallarte bien muerto y con la boca abierta.

Y se fueron.Entretanto se había levantado un viento impetuoso, del norte, que

soplando y rugiendo con rabia, golpeaba de aquí para allá al pobre ahorcado, haciéndolo oscilar violentamente como el badajo de una campana que tocara a fiesta. Y aquel bamboleo le ocasionaba agudísimos espasmos, y el nudo corredizo, apretándose cada vez más a su garganta, le quitaba la respiración.

Poco a poco los ojos se le iban nublando; y aunque sentía que se acer-caba la muerte, seguía esperando que de un momento a otro pasara un alma caritativa y lo ayudara. Pero cuando, espera que te espera, vio que no aparecía nadie, le vino a la mente su pobre padre... y balbuceó, casi moribundo:

—¡Oh, padre mío! ¡Si estuvieras aquí!...Y no tuvo aliento para decir más. Cerró los ojos, abrió la boca, estiró las

piernas y, dando una gran sacudida, se quedó allí, tieso. (1)

XVILa hermosa Niña de los cabellos azules

hace recoger al muñeco,lo mete en la cama y llama a tres médicos

para saber si está vivo o muerto.

Mientras el pobre Pinocho, colgado por los asesinos a una rama de la Gran Encina, parecía ya más muerto que vivo, la hermosa Niña de los cabe-llos azules se asomó a la ventana y, apiadándose ante la visión de aquel infeliz que, suspendido por el cuello, bailaba el rigodón con el viento del norte, dio tres palmaditas.

A esta señal se oyó un gran ruido de alas que volaban impetuosamente, y un gran halcón vino a posarse en el alféizar de la ventana.

—¿Qué se le ofrece, mi graciosa Hada? —dijo el Halcón bajando el pico en acto de reverencia (porque hay que saber que la Niña de los cabellos azules

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

no era otra que una buenísima Hada que desde hacía más de mil años vivía en las cercanías de aquel bosque).

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

—¿Ves aquel muñeco que cuelga de una rama de la Gran Encina?—Lo veo.—Pues bien, vuela hacia allí de inmediato, rompe con tu fuerte pico el

nudo que lo tiene suspendido en el aire y pósalo delicadamente acostado en la hierba, al pie de la Encina.

El Halcón voló y dos minutos después volvió, diciendo:—Lo que ordenaste, ya fue hecho.—¿Y cómo lo has encontrado? ¿Vivo o muerto?—Al verlo parecía muerto, pero no debe de estar muerto todavía, porque

apenas desaté el nudo corredizo que le apretaba el cuello dejó escapar un sus-piro, balbuceando a media voz: “¡Ahora me siento mejor!”.

Entonces el Hada batió las palmas dos veces y apareció un magnífico Perro lanudo, que caminaba erguido sobre sus patas traseras, como si fuese un hombre.

El Perro lanudo estaba vestido de cochero, con librea de gala. Tenía en la cabeza un sombrero de tres picos con galones de oro, una peluca blanca con rizos que le caían por el cuello, una levita color chocolate con botones brillan-tes y dos grandes bolsillos para guardar los huesos que a la hora de comer le

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

regalaba su ama, con un par de calzones cortos de terciopelo carmesí, medias de seda y zapatos escotados, y detrás una especie de funda de paraguas, toda de raso azul, para meter dentro la cola cuando empezaba a llover.

—¡Rápido Medoro! —dijo el Hada al Perro lanudo—. Haz que de inmediato enganchen la más hermosa carroza de mi cuadra y toma el camino del bosque. Cuando hayas llegado a la Gran Encina, encontrarás recostado en la hierba a un pobre muñeco medio muerto. Cárgalo con cuidado, pósalo delicadamente sobre los almohadones de la carroza y tráemelo aquí. ¿Has entendido?

El Perro lanudo, para dar a entender que había entendido, meneó tres o cuatro veces la funda de raso azul, que tenía detrás, y partió veloz como un rayo.

Poco después se vio salir de la cuadra una hermosa carroza del color del aire, toda acolchada con plumas de canario y forrada en su interior con crema chantillí y bizcochuelo. Tiraban de la carroza cien pares de ratones blancos y el Perro lanudo, sentado en el pescante, hacía restallar el látigo a diestra y siniestra, como un cochero cuando teme llegar con retraso.

Todavía no había pasado un cuarto de hora cuando la carroza volvió, y el Hada, que estaba esperando en la puerta de la casa, tomó en sus brazos al pobre muñeco y, llevándolo a una habitación que tenía las paredes de nácar, mandó llamar inmediatamente a los médicos más famosos de la vecindad.

Ilustración de Charles Copeland (1904)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Los médicos, uno tras otro, llegaron enseguida. Llegó un Cuervo, una Lechuza y un Grillo parlante.

Ilustración de Charles Copeland (1904)

—Señores, quisiera saber por boca de ustedes —dijo el Hada, dirigién-dose a los tres médicos reunidos alrededor del lecho de Pinocho—, quisiera saber por boca de ustedes si este desgraciado muñeco está vivo o muerto...

Ante esta invitación, el Cuervo, adelantándose primero, tomó el pulso de Pinocho; después le tocó la nariz, después los dedos meñiques de los pies; y después de haber palpado todo bien, pronunció solemnemente estas pala-bras:

—A mi entender, el muñeco está bien muerto; pero si por desgracia no estuviese muerto, entonces sería un indicio seguro de que está vivo.

—Lamento tener que contradecir al Cuervo, mi ilustre amigo y colega —dijo la Lechuza—; para mí, en cambio, el muñeco está vivo; pero si por des-gracia no estuviese vivo, entonces sería un signo seguro de que está muerto.

—¿Y usted no dice nada? —preguntó el Hada al Grillo parlante.—Yo digo que un médico prudente, cuando no sabe algo, lo mejor que

puede hacer es callarse. En cuanto al resto, la fisonomía de ese muñeco no es nueva para mí. ¡Lo conozco desde hace mucho!...

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

Pinocho, que hasta ahora había permanecido inmóvil como un verda-dero trozo de madera, sufrió una especie de temblor convulsivo que hizo sacudir todo el lecho.

—Ese muñeco que ven allí —siguió diciendo el Grillo parlante— es un bribón de profesión...

Pinocho abrió los ojos y los cerró de inmediato.—Es un travieso, un perezoso, un vagabundo...Pinocho escondió la cara entre las sábanas.—¡Ese muñeco que ven allí es un hijo desobediente, que hace morir de

disgustos a su pobre padre!...En ese momento se oyó en la habitación un sonido ahogado de llantos y

sollozos. Figúrense cómo se quedaron todos cuando, levantando un poco las sábanas, advirtieron que quien lloraba y sollozaba era Pinocho.

—Cuando un muerto llora, es signo de que está en vías de curación —dijo solemnemente el Cuervo.

—Me duele contradecir a mi ilustre amigo y colega —agregó la

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Lechuza—, pero para mí, cuando un muerto llora, es señal de que ha muerto y la cosa no le agrada.

Ilustración de Luigi E. Maria Augusta Cavalieri (1924)

Nota del traductor:

(1) Con este capítulo terminaba la Storia di un burattino, aparecida en el Giornale per i Bambini entre el 7 de julio y el 27 de octubre de 1881. La publicación se retoma el 16 de febrero de 1882, con el título definitivo de Las aventuras de Pinocho.

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

XVIIPinocho come el azúcar,mas no quiere purgarse;

pero cuando ve a los enterradoresque quieren llevárselo,

entonces se purga.Después dice una mentira

y como castigo le crece la nariz.

Apenas salieron los tres médicos de la habitación, el Hada se acercó a Pinocho, y después de haberle tocado la frente, se dio cuenta de que tenía una fiebre altísima.

Entonces disolvió unos polvos blancos en medio vaso de agua y, ofre-ciéndoselo al muñeco, le dijo cariñosamente:

—Bebe esto, y en pocos días sanarás.Pinocho miró el vaso, torció un poco la boca y le preguntó con voz

quejosa:—¿Es dulce o amargo?—Es amargo, pero te hará bien.—Si es amargo, no lo quiero.—Hazme caso bébelo.—A mí lo amargo no me gusta.—Bébelo, y cuando lo hayas bebido te daré un terrón de azúcar para

que se te quite el mal sabor.—¿Dónde está el terrón de azúcar?—Aquí lo tengo —dijo el Hada, sacándolo de una azucarera de oro.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Primero quiero el terrón de azúcar y después beberé esa agua amarga...

—¿Me lo prometes?—Sí...El Hada le dio el terrón, y Pinocho, después de haberlo chupado y tra-

gado en un instante, dijo relamiéndose:—¡Qué bueno sería que el azúcar fuese un remedio!... Me purgaría todos

los días.—Ahora cumple la promesa y bebe estas gotitas de agua que te devol-

verán la salud.Pinocho, de mala gana, tomó el vaso y puso dentro la punta de la nariz;

después se lo acercó a la boca; después volvió a meter dentro la punta de la nariz; finalmente dijo:

—¡Es demasiado amargo! ¡Demasiado amargo! No puedo beber.—¿Cómo puedes decir eso si ni siquiera lo has probado?—¡Me lo imagino! Le sentí el olor. Primero quiero otro terrón de azúcar...

¡y después lo beberé!

Ilustración de Corrado Sarri (1929)

Entonces el Hada, con toda la paciencia de una buena madre, le puso en la boca otro poco de azúcar y después le ofreció el vaso.

—¡Así no lo puedo beber! —dijo el muñeco, haciendo mil muecas.—¿Por qué?—Porque me molesta ese almohadón que tengo allí, a los pies.El Hada le sacó el almohadón.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¡Es inútil! ¡Así tampoco lo puedo beber!—¿Qué te molesta ahora?—Me molesta la puerta de la habitación, que está abierta.El Hada fue y cerró la puerta de la habitación.—¡Basta! —gritó Pinocho, estallando en llanto—. ¡No quiero beber esa

agua amarga! ¡No, no, no!—Niño mío, te arrepentirás...—No me importa.—Tu enfermedad es grave.—No me importa...—La fiebre, en pocas horas, te llevará al otro mundo.—No me importa...—¿No tienes miedo de la muerte?—¡Nada de miedo!... Prefiero morir antes que beber ese remedio tan malo.En ese momento la puerta de la habitación se abrió de par en par y

entraron cuatro conejos negros como la tinta, llevando sobre los hombros un pequeño ataúd.

—¿Qué quieren de mí? —gritó Pinocho, sentándose en la cama, todo asustado.

Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Vinimos a llevarte —respondió el conejo más grande.—¿A llevarme?... ¡Pero si todavía no estoy muerto!...—Es cierto: todavía no, ¡pero habiéndote negado a tomar el remedio

que te hubiera curado la fiebre, te quedan pocos minutos de vida!...—¡Oh, Hada mía! ¡Oh, Hada mía! —comenzó entonces a chillar el

muñeco—, dame enseguida ese vaso... Deprisa, por favor, porque no quiero morir, no... no quiero morir...

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Y tomando el vaso con las dos manos lo vació de un trago.—¡Paciencia! —dijeron los conejos—. Esta vez hemos hecho el viaje en

vano.Y echándose de nuevo el ataúd a los hombros, salieron de la habitación

refunfuñando y murmurando entre dientes.El caso es que, a los pocos minutos, Pinocho saltó de la cama, ya curado;

porque hay que saber que los muñecos de madera tienen el privilegio de enfermarse raramente y de curarse muy pronto.

Y el Hada, al verlo correr y brincar por la habitación, ágil y alegre como un gallito joven, le dijo:

—Entonces la medicina te ha hecho bien, ¿no es cierto?

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¡Más que bien! ¡Me ha devuelto al mundo!...—¿Entonces por qué te has hecho rogar tanto para beberla?—¡Lo que ocurre es que nosotros, los niños, somos así! Tenemos más

miedo del remedio que de la enfermedad.—¡Debería darles vergüenza!... Los niños deberían saber que un buen

remedio tomado a tiempo puede salvarlos de una grave enfermedad e incluso de la muerte...

—¡Oh! ¡Pero la próxima vez no me haré rogar! Me acordaré de esos conejos negros, con ese ataúd en los hombros... y entonces tomaré enseguida el vaso y ¡adentro!...

—Ahora ven aquí a contarme cómo fue que te encontraste entre las garras de esos asesinos.

—Sucedió que el titiritero Comefuego me regaló unas monedas de oro y me dijo: “¡Toma, llévaselas a tu padre!”, y yo, en vez de hacer eso, me encon-tré en el camino con un Zorro y un Gato, dos personas muy buenas, que me dijeron: “¿Quieres que estas monedas se vuelvan dos mil? Ven con nosotros y te llevaremos al Campo de los milagros”. Y yo dije: “Vamos”; y ellos dije-ron: “Detengámonos aquí, en la Posada del Camarón Rojo, y después de medianoche continuaremos nuestro viaje”. Y yo, cuando me desperté, ellos ya no estaban, porque se habían ido. Entonces comencé a caminar de noche, y había una oscuridad que parecía imposible, por lo que en el camino encontré a dos asesinos metidos dentro de unos sacos de carbón, que me dijeron: “Saca el dinero”; y yo dije: “No tengo”, porque las cuatro monedas de oro me las había escondido en la boca, y uno de los asesinos intentó meterme la mano en la boca, y yo de un mordiscón le arranqué la mano y después la escupí, pero en vez de una mano lo que escupí fue una zarpa de gato. Y los asesinos empezaron a correrme, y yo corre que te corre, hasta que me alcanzaron, y me colgaron de un árbol de este bosque, diciéndome: “Mañana volveremos, y entonces estarás muerto y con la boca abierta, y así te sacaremos las monedas que te has escondido debajo de la lengua”.

—¿Y ahora dónde has puesto las cuatro monedas? —le preguntó el Hada.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¡Las he perdido! —respondió Pinocho; pero dijo una mentira, porque en realidad las tenía en el bolsillo.

Apenas dijo esa mentira, su nariz, que era larga, le creció de repente dos dedos más.

—¿Y dónde las has perdido?—En el bosque.Al decir esta segunda mentira la nariz siguió creciendo.—Si las has perdido en el bosque —dijo el Hada—, las buscaremos y

las encontraremos, porque todo lo que se pierde en el bosque se encuentra siempre.

—¡Ah! Ahora que me acuerdo bien —replicó el muñeco, embrollándose solo—, las cuatro monedas no las perdí, sino que sin darme cuenta me las tragué mientras bebía el remedio que me has dado.

Al decir esta tercera mentira, la nariz se le alargó de un modo tan extraor-dinario que el pobre Pinocho no podía volverse para ningún lado. Si se volvía hacia un lado, golpeaba con la nariz en la cama y en los vidrios de la ventana; si se volvía hacia el otro, la golpeaba contra las paredes o contra la puerta de la habitación; si alzaba la cabeza, corría el riesgo de metérsela en un ojo al Hada.

Y el Hada lo miraba y reía.—¿De qué te ríes? —le preguntó el muñeco, confundido y preocupado

por aquella nariz que crecía de un modo tan desmesurado.—Me río de las mentiras que has dicho.—¿Y cómo sabes que he dicho una mentira?—Las mentiras, niño mío, se reconocen enseguida, porque las hay de

dos clases: están las mentiras que tienen patas cortas y las mentiras que tienen la nariz larga. Las tuyas, justamente, son de las que tienen la nariz larga.

Pinocho, no sabiendo ya dónde esconder su vergüenza, trató de huir de la habitación; pero no lo consiguió, porque su nariz había crecido tanto que no pasaba por la puerta.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

XVIIIPinocho vuelve a encontrar al Zorro y al Gatoy se va con ellos a serrar las cuatro monedas

al Campo de los milagros.

Como podrán imaginarlo, el Hada dejó que el muñeco llorase y gritase una buena media hora, a causa de aquella nariz que no podía pasar la puerta de la habitación, y lo hizo para darle una buena lección, y para que se corri-giera de ese feo vicio de decir mentiras, el peor vicio que pueda tener un niño. Pero cuando lo vio transfigurado y con los ojos fuera de las órbitas por la desesperación, entonces, movida por la piedad, golpeó las manos y a aquella señal, por la ventana, entraron en la habitación mil pájaros grandes llamados carpinteros, los cuales, posándose sobre la nariz de Pinocho, comenzaron a picotearlo de tal forma que en pocos minutos aquella nariz enorme y despro-porcionada quedó reducida a su tamaño natural.

—Qué buena eres, Hada mía —dijo el muñeco, secándose los ojos—, cuánto te quiero.

—Yo también te quiero —respondió el Hada—, y si aceptas quedarte conmigo serás mi hermanito, y yo tu buena hermanita.

—Me quedaría encantado pero... ¿y mi pobre padre?—He pensado en todo. Tu padre ya está avisado, y antes de que se haga

de noche, estará aquí.—¿De verdad? —gritó Pinocho, saltando de alegría—. ¡Entonces, Hada

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

mía, si te parece bien, quisiera ir a su encuentro! ¡No veo la hora de darle un beso a ese pobre viejo, que ha sufrido tanto por mí!

—Ve entonces, pero ten cuidado de no perderte. Toma el camino del bosque y estoy segurísima de que lo encontrarás.

Pinocho partió, y apenas se introdujo en el bosque comenzó a correr como un cabrito. Pero en cuanto llegó a cierto sitio, casi enfrente de la Gran Encina, se detuvo, porque le pareció haber oído gente en medio del follaje. Efectivamente vio aparecer por el camino, ¿adivinen a quién?... Al Zorro y al Gato, o sea los dos compañeros de viaje con los que había cenado en la Posada del Camarón Rojo.

—¡Mira quién está aquí, nuestro querido Pinocho! —dijo el Zorro, abrazándolo y besándolo—. ¿Qué haces aquí?

—¿Qué haces aquí? —repitió el Gato.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

—Es una larga historia —dijo el muñeco—, se la contaré despacio. Sabrán que la otra noche, cuando me dejaron solo en la posada, encontré a los asesinos en el camino...

—¿Los asesinos? ¡Oh, pobre amigo! ¿Y qué querían?—Querían robarme las monedas de oro.—¡Infames!... —dijo el Zorro.—¡Infamísimos! —repitió el Gato.—Pero yo eché a correr —siguió diciendo el muñeco—, y ellos siem-

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

pre detrás; hasta que me alcanzaron y me colgaron de una rama de aquella encina...

Y Pinocho señaló la Gran Encina, que estaba allí cerca.—¿Se puede oír algo peor? —dijo el Zorro—. ¡En qué mundo estamos

condenados a vivir! ¿Dónde encontraremos un refugio seguro nosotros, las personas decentes?

Mientras decía eso, Pinocho se dio cuenta de que el Gato estaba rengo de la pata derecha de adelante, porque le faltaba por completo toda la zarpa con sus uñas, por lo que preguntó:

—¿Qué ha pasado con tu zarpa?El Gato quería responder algo, cualquier cosa, pero se embrolló. Enton-

ces el Zorro dijo enseguida:—Mi amigo es demasiado modesto; es por eso que no responde. Yo

responderé por él. Debes saber que hace una hora hemos encontrado en el camino a un viejo lobo, casi muerto de hambre, que nos pidió una limosna. Como no teníamos para darle ni siquiera una espina de pescado, ¿qué ha hecho mi amigo, que tiene un corazón de oro?... (1) Se arrancó con los dien-tes una zarpa de las patas de adelante y se la arrojó a ese pobre animal para que pudiera quitarse el hambre.

Y el Zorro, diciendo eso, se secó una lágrima.Pinocho, conmovido también, se acercó al Gato susurrándole al oído:—Si todos los gatos fuesen como tú, ¡qué suerte tendrían los ratones!...—¿Y ahora qué haces por estos lugares? —preguntó el Zorro al

muñeco.—Espero a mi padre, que debe llegar de un momento a otro.—¿Y tus monedas de oro?—Las tengo en el bolsillo, menos una que gasté en la Posada del Cama-

rón Rojo.—¡Y Pensar que en vez de cuatro monedas, mañana podrían convertirse

en dos mil! ¿Por qué no sigues mi consejo? ¿Por qué no vas a sembrarlas al Campo de los milagros?

—Hoy es imposible; iré otro día.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Otro día será tarde —dijo el Zorro.—¿Por qué?—Porque ese campo acaba de ser comprado por un gran señor, y a

partir de mañana no estará permitido a nadie sembrar dinero allí.—¿Cuán lejos de aquí queda el Campo de los milagros?—Apenas dos kilómetros. ¿Quieres venir con nosotros? En media hora

estarías allá; siembras rápido las cuatro monedas y después de pocos minutos recoges dos mil, y esta noche vuelves aquí con los bolsillos llenos. ¿Quieres venir con nosotros?

Ilustración de Nikolaus Heidelbach para el libro El nuevo Pinocho. Versión de Christine Nöstlinger (Valencia, Consorci d’Editors Valancians, 1988)

Pinocho dudó un rato antes de responder, porque se acordó de la buena Hada, del viejo Geppetto y de las advertencias del Grillo parlante; pero des-pués terminó haciendo lo mismo que hacen todos los niños que no tienen ni una pizca de juicio ni corazón, es decir, terminó sacudiendo la cabeza y diciendo al Zorro y al Gato:

—Vamos, voy con ustedes.Y partieron.Después de haber caminado durante medio día llegaron a una ciudad

que se llamaba Atrapachitrulos. Apenas entraron en la ciudad Pinocho vio todas las calles pobladas de perros pelados que bostezaban de hambre, ovejas esquiladas que temblaban de frío, gallinas sin cresta y sin barbas que pedían limosna de un grano de maíz, grandes mariposas que no podían volar porque

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

habían vendido sus bellas alas coloreadas, pavos reales sin cola, que se aver-gonzaban de dejarse ver, y faisanes que caminaban a pequeños pasos, echando de menos sus brillantes plumas de oro y plata, perdidas para siempre.

En medio de esta multitud de mendigos y de pobres vergonzantes pasa-ban cada tanto algunas carrozas señoriles llevando en su interior un zorro, una urraca o algún ave de rapiña.

—¿Y el Campo de los milagros dónde queda? —preguntó Pinocho.—Aquí cerca.Atravesaron la ciudad y dejando atrás las murallas se detuvieron en un

campo solitario que, a primera vista, era igual a cualquier otro campo.—Hemos llegado —dijo el Zorro al muñeco—. Ahora inclínate, cava

con las manos un pequeño agujero en el campo y mete dentro las monedas de oro.

Pinocho obedeció. Cavó el agujero, puso dentro las cuatro monedas de oro que le habían quedado y después recubrió el agujero con un poco de tierra.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Ahora —dijo el Zorro—, ve a la acequia que está aquí cerca, toma un balde de agua y riega el terreno que has sembrado.

Pinocho fue a la acequia, y como no había allí ningún balde, se quitó un zapato y, llenándolo de agua, regó la tierra que cubría el agujero. Después preguntó:

—¿Qué más hay que hacer?—Nada más —respondió el Zorro—. Ahora podemos irnos. Tú vuelve

aquí dentro de veinte minutos y encontrarás al arbolito ya crecido y con las ramas llenas de monedas.

El pobre muñeco, fuera de sí por la alegría, agradeció mil veces al Zorro y al Gato y les prometió un lindo regalo.

—Nosotros no queremos regalos —respondieron aquellos dos malean-tes—. A nosotros nos basta con haberte enseñado el modo de enriquecerte sin mucho esfuerzo, y estamos locos de contento.

Dicho esto saludaron a Pinocho y, deseándole una buena cosecha, se fueron.

Nota del traductor:(1) un cuore di Cesare, en sentido irónico: magnánimo, como los emperadores romanos.

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

XIXA Pinocho le roban sus monedas de oro

y en castigosufre cuatro meses de prisión.

El muñeco, una vez vuelto a la ciudad, empezó a contar los minutos uno a uno; y, cuando le pareció que había llegado la hora, tomó de nuevo el camino que llevaba al Campo de los milagros.

Y mientras caminaba a paso apresurado, el corazón le latía muy fuerte y le hacía tic, tac, tic, tac, como un reloj de pared cuando funciona bien. Y entretanto pensaba para sí:

—¿Y si en vez de mil monedas encontrase dos mil en las ramas del árbol?… ¿Y si en vez de dos mil encontrase cinco mil?… ¿Y si en vez de cinco mil encontrase cien mil?… ¡Oh, en qué gran señor me convertiría! Tendría un hermoso palacio, mil caballitos de madera y mil cuadras para poder jugar, y una bodega llena de licor de anís y alquermes, y una estantería llena de confi-turas, tortas, pan dulce, turrones y merengues.

Fantaseando así llegó cerca del campo y allí se detuvo a mirar si por casualidad distinguía algún árbol con las ramas llenas de monedas; pero no vio nada. Caminó otros cien pasos, y nada. Entró en el campo…, llegó hasta el agujero donde había enterrado sus monedas, y nada. Entonces se quedó pensativo y, olvidando las reglas de urbanidad y de la buena crianza, sacó una mano del bolsillo y empezó a rascarse la cabeza.

En ese momento llegó a sus oídos una gran risotada, y volviéndose vio sobre un árbol un gran papagayo que se despiojaba las pocas plumas que le quedaban.

—¿De qué te ríes? —le preguntó Pinocho enfadado.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Me río porque despiojándome me he hecho cosquillas debajo de las alas.El muñeco no respondió. Fue a la acequia y llenando de agua el zapato

se puso nuevamente a regar la tierra que recubría las monedas de oro.Otra risotada, todavía más impertinente que la anterior, se hizo oír en la

soledad silenciosa del campo.—Veamos —gritó Pinocho, enfurecido—, ¿se puede saber, Papagayo

mal educado, de qué te ríes?—Me río de esos bobos que creen en todas las tonterías que les dicen y

se dejan engañar por los que son más listos que ellos.—¿Estás hablando de mí?—Sí, hablo de ti, pobre Pinocho, de ti, que eres tan ingenuo que crees

que el dinero se puede sembrar y cosechar en los campos como se siembran porotos o zapallos. Yo también creí en eso una vez y hoy sufro las consecuen-cias. Hoy (¡demasiado tarde!) me he persuadido de que para reunir hones-tamente algún dinero hay que sabérselo ganar, con el trabajo de las propias manos o con el ingenio de la propia cabeza.

—No te entiendo —dijo el muñeco, que ya comenzaba a temblar de miedo.—¡Paciencia! Me explicaré mejor —agregó el Papagayo—. Debes saber

que, mientras estabas en la ciudad, el Zorro y el Gato volvieron a este campo, tomaron las monedas de oro que habías enterrado y huyeron como el viento. ¡Muy listo será quien les dé alcance!

Pinocho se quedó con la boca abierta, y no queriendo creer en las pala-bras del Papagayo, con las manos y las uñas comenzó a excavar el terreno que acababa de regar. Y excava, excava, excava, hizo un agujero tan profundo que en él hubiese cabido un pajar; pero las monedas no estaban.

Presa de la desesperación, volvió a la carrera a la ciudad y se fue derecho al tribunal para denunciar ante el juez a los dos malandrines que le habían robado.

El juez era un mono de la raza de los Gorilas, un viejo mono respetable por su edad, su barba blanca y, especialmente, por sus anteojos de oro, sin cristales, que estaba obligado a llevar continuamente a causa de una fluxión de ojos, que lo tenía a mal traer desde hacía muchos años.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de María L. Kirk (1916)

Pinocho, ante el juez, relató con lujo de detalles el inicuo fraude de que había sido víctima; dio los nombres, apellidos y señas de los malandrines, y terminó pidiendo justicia.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

El juez escuchó con gran benignidad; se interesó muchísimo por el relato; se enterneció, se conmovió; y cuando el muñeco no tuvo más nada que decir, alargó una mano e hizo sonar una campanilla.

A ese campanillazo acudieron de inmediato dos mastines vestidos de gendarmes.

Entonces el juez, señalándoles a Pinocho, dijo a los gendarmes:—A este pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro; así que

aprésenlo y llévenlo de inmediato a la cárcel.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

El muñeco, sorprendido por esta sentencia, se quedó estupefacto y quiso protestar; pero los gendarmes, evitando inútiles pérdidas de tiempo, le tapa-ron la boca y lo llevaron al calabozo.

Allí tuvo que permanecer cuatro meses, cuatro larguísimos meses; y se hubiese quedado allí más tiempo de no haber sido por una afortunada casua-lidad. Porque hay que saber que el joven Emperador que reinaba en la ciudad de Atrapachitrulos, que había obtenido una gran victoria sobre sus enemi-gos, ordenó grandes fiestas públicas, luminarias, fuegos artificiales, carreras de caballos y de bicicletas, y en señal de regocijo dispuso que se abrieran las cárceles y fueran puestos en libertad todos los malandrines.

—Si salen de la prisión los demás, yo también quiero salir —le dijo

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Pinocho al carcelero.—Usted no —respondió el carcelero—, porque no es de esos…—Lo siento —replicó Pinocho—, pero yo también soy un malandrín.—En ese caso tiene toda la razón —dijo el carcelero; y quitándose res-

petuosamente el gorro y saludándolo, le abrió las puertas de la prisión y lo dejó escapar.

XXLiberado de la prisión,

se dispone a volver a la casa del Hada;pero en el camino encuentra una horrible serpiente

y después queda aprisionado en un cepo.

Imagínense la alegría de Pinocho cuando se vio libre. Sin pensarlo dos veces salió rápidamente de la ciudad y retomó el camino que debía conducirlo a la casita del Hada.

A raíz del tiempo lluvioso, el camino se había vuelto un pantano y uno se hundía en él hasta la rodilla. Pero el muñeco no se daba por enterado. Ator-mentado por el deseo de volver a ver a su padre y a su hermanita de los cabe-llos azules, corría a saltos como un galgo y al correr las salpicaduras del barro le llegaban hasta el gorro. Mientras corría decía para sí: “Cuántas desgracias me han sucedido… ¡Y me las merezco! ¡Porque soy un muñeco testarudo y quisquilloso… y siempre quiero hacer las cosas a mi modo, sin atender a los que me quieren y tienen mil veces más juicio que yo! Pero de ahora en ade-lante me propongo cambiar de vida y convertirme en un niño juicioso y obe-diente… Tanto más cuanto que he visto que los niños desobedientes se dan la cabeza contra la pared y no hacen una bien. ¿Mi padre me habrá esperado?… ¿Lo encontraré en casa del Hada? ¡Pobre hombre, hace tanto tiempo que no lo veo que me consumen las ganas de acariciarlo y comérmelo a besos… Y el Hada, ¿me perdonará la mala jugada que le hice?… ¡Y pensar que he recibido de ella tantas atenciones y tantos cuidados amorosos!… ¡Y pensar que si hoy sigo vivo es gracias a ella!… ¿Existirá un niño más ingrato y sin corazón que yo?…

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Mientras se decía esto se detuvo de repente, espantado, y retrocedió cuatro pasos.

¿Qué había visto?

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

Había visto una gran serpiente atravesando el camino, de color verde, con los ojos de fuego y la cola apuntando hacia arriba, que humeaba como si fuera una chimenea.

Imposible imaginarse el miedo del muñeco; el cual, alejándose más de medio kilómetro, se sentó sobre un montón de piedras, esperando que la ser-piente se fuese de una buena vez y dejara libre el camino.

Esperó una hora; dos horas; tres horas; pero la serpiente seguía allí, e incluso de lejos se veían brillar sus ojos de fuego y la columna de humo que le salía de la punta de la cola.

Entonces Pinocho, armándose de valor, se acercó a pocos pasos de dis-tancia, y emitiendo una vocecita muy dulce, insinuante y sutil, le dijo a la

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

serpiente:—Disculpe, señora Serpiente, pero ¿me haría el favor de hacerse un

poquito a un lado para dejarme pasar?Fue lo mismo que hablarle a una pared. Nadie se movió.Entonces volvió a decir con la misma vocecita:—Señora Serpiente, debe usted saber que voy a casa, donde está mi

padre que me espera y al que hace tanto tiempo que no veo… ¿Me permite entonces que siga mi camino?

Esperó una señal de respuesta a esa pregunta, pero la respuesta nunca se hizo oír; por el contrario, la Serpiente, que hasta ese momento parecía llena de vigor y de vida, se volvió inmóvil y casi rígida. Los ojos se le cerraron y la cola dejó de echar humo.

—¿Estará muerta de verdad?… —dijo Pinocho fregándose las manos de contento; y sin perder más tiempo intentó pasarle por encima para ir al otro lado del camino. Pero no había terminado de levantar la pierna cuando la Serpiente se irguió de repente, como un resorte; y el muñeco, al echarse para atrás asustado, tropezó y cayó al suelo.

Cayó con tanta mala suerte que quedó con la cabeza enterrada en el barro del camino y con las piernas tiesas, suspendidas en el aire.

Ilustración de Roberto Innocenti (1988). Gentileza Kalandraka Editora

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Al ver a aquel muñeco que pataleaba cabeza abajo con una rapidez increíble, a la Serpiente le dio tal ataque de risa que rió, rió, rió, y al final, a fuerza de tanto reír, se le reventó una vena del pecho; y entonces murió de verdad. (1)

Entonces Pinocho empezó a correr para llegar a la casa del Hada antes de que anocheciera. Pero durante el camino, no pudiendo resistir los mordis-cones terribles del hambre, saltó a un campo con la intención de tomar unos pocos granos de uva moscatel. ¡Hubiera sido mejor que no lo hiciera!

Apenas estuvo debajo del viñedo, crac… sintió que le aprisionaban las piernas dos hierros filosos, que le hicieron ver todas las estrellas del cielo.

El pobre muñeco había caído en un cepo colocado por algunos campe-sinos para atrapar comadrejas, que eran el flagelo de todos los gallineros de la vecindad.

Nota del traductor:

(1) Los críticos han encontrado en este episodio el modelo literario de Margutte, que en el popular poema el Morgante (1842), del escritor florentino Luigi Pulci, sufre la misma muerte.

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

XXIPinocho es apresado por un campesino,

el cual lo obliga a hacer de perro guardián de un gallinero.

Pinocho, como podrán imaginarse, se puso a llorar, a gritar, a quejarse; pero eran llantos y gritos inútiles, porque allí alrededor no se veían casas, y por el camino no pasaba ni un alma.

Entretanto llegó la noche.En parte por el dolor del cepo, que le cortaba las canillas, en parte por el

miedo de encontrarse solo y en la oscuridad en medio del campo, el muñeco empezaba casi a desvanecerse; cuando de pronto, viendo pasar una luciérnaga sobre su cabeza, la llamó y le dijo:

—¡Oh, Luciernaguita! ¿Me harías el favor de liberarme de este suplicio?...—¡Pobre niño! —replicó la Luciérnaga, deteniéndose compasiva a

mirarlo—. ¿Cómo has hecho para quedar con las piernas metidas entre esos hierros afilados?

—Entré en el campo para tomar dos racimos de uva moscatel, y...—¿Pero las uvas eran tuyas?—No...—Y entonces, ¿quién te ha enseñado a llevarte las cosas de los

demás?...—Tenía hambre...—El hambre, niño mío, no es suficiente razón para apropiarse de lo que

no es nuestro...—¡Es verdad, es verdad! —gritó Pinocho, llorando—, pero no volveré

a hacerlo.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

En ese momento el diálogo fue interrumpido por un pequeñísimo ruido de pasos que se acercaban. Era el dueño del campo, que venía en puntas de pie para ver si alguna de aquellas comadrejas, que de noche le comían los pollos, había quedado atrapada en el cepo.

Y su asombro fue grande cuando al sacar la linterna de debajo de la capa descubrió que en vez de una comadreja lo que había atrapado era un niño.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

—¡Ah, ladronzuelo! —dijo el campesino, encolerizado—, ¿así que eres tú el que se lleva mis gallinas?

—¡Yo no, yo no! —gritó Pinocho, sollozando—. ¡Yo solamente entré en el campo para tomar dos racimos de uva!...

—Quien roba uva también es capaz de robar pollos. Déjame a mí, que te daré una lección que recordarás durante mucho tiempo.

Y abriendo el cepo aferró al muñeco por el cuello y se lo llevó colgando hasta su casa, como si lo que llevaba fuera un corderito de leche.

Llegado a la era, ante la casa, lo arrojó al suelo, y poniéndole un pie en el cuello le dijo:

—Ya es tarde y quiero irme a la cama. Mañana ajustaremos cuentas. Entretanto, como hoy se me ha muerto el perro que me hacía de guardia por la noche, tú ocuparás su puesto. Harás de perro guardián.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

Dicho y hecho. Le puso al cuello un grueso collar todo cubierto de púas de latón y se lo apretó de tal modo que no se lo pudiera quitar pasando la cabeza por dentro. El collar estaba sujeto a una larga cadena de hierro y la cadena estaba fijada a la pared.

—Si esta noche —dijo el campesino— empezara a llover, puedes meterte en esa cucha de madera, donde aún está la paja que durante cuatro años le sirvió de cama a mi pobre perro. Y si por desgracia vinieran ladrones, recuerda tener las orejas bien paradas y ladrar.

Después de esta última advertencia el campesino entró en la casa y cerró la puerta con varias vueltas de llave; y el pobre Pinocho se quedó acurrucado en la era, más muerto que vivo, a causa del frío, el hambre y el miedo. Y de tanto en tanto, metiendo rabiosamente las manos dentro del collar, que le apretaba la garganta, decía, llorando:

—¡Me lo merezco!... ¡Lamentablemente me lo merezco! He querido ser un perezoso, un vagabundo... hice caso a las malas compañías, y por eso la

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

mala suerte me persigue. Si hubiese sido un niño como es debido, como tantos otros, si hubiese tenido ganas de estudiar y trabajar, si me hubiese quedado en casa con mi pobre padre, a esta hora no me encontraría aquí, en medio del campo, haciendo de perro guardián en casa de un campesino. ¡Oh, si pudiera nacer otra vez!... ¡Pero ya es tarde y hace falta paciencia!

Después de este pequeño desahogo, que le salió del corazón, entró en la cucha y se durmió.

Ilustración de Luigi E. Maria Augusta Cavalieri (1924)

XXIIPinocho descubre a los ladrones y,

en recompensa por haber sido fiel, es puesto en libertad.

Hacía más de dos horas que dormía profundamente cuando hacia la medianoche fue despertado por un susurro y un cuchicheo de vocecitas extra-ñas que le pareció oír en la era. Sacó la punta de la nariz por el agujero de la cucha y vio reunidos en consejo a cuatro animales de pelaje oscuro que parecían gatos. Pero no eran gatos: eran comadrejas, animalitos carnívoros especialmente aficionados a los huevos y a los pollitos. Una de estas coma-drejas, separándose de sus compañeras, fue a la entrada de la cucha y dijo en voz baja:

—Buenas noches, Melampo.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Yo no me llamo Melampo —respondió el muñeco.—¿Y entonces quién eres?—Soy Pinocho.—¿Y qué haces aquí?—Hago de perro guardián.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

—¿Dónde está Melampo? ¿Dónde está el viejo perro que vivía en esta cucha?

—Murió esta mañana.—¿Murió? ¡Pobre animal! ¡Era tan bueno!... Pero a juzgar por tu apa-

riencia, tú también me das la impresión de ser un buen perro.—¡Perdona, pero yo no soy un perro!—¿Y qué eres?—Soy un muñeco.—¿Y haces de perro guardián?—Desgraciadamente: ¡es mi castigo!—Bien, yo te propongo el mismo pacto que teníamos con el difunto

Melampo, y verás que te conviene.—¿Qué pacto sería ese?—Nosotras vendremos una vez a la semana, como antes, a visitar por la

noche este gallinero, y nos llevaremos ocho gallinas. De estas gallinas, siete nos las comeremos nosotras, y una te la daremos a ti, a condición, claro está, de que tú finjas dormir y no se te ocurra jamás ladrar y despertar al campesino.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¿Melampo hacía eso? —preguntó Pinocho.—Hacía eso, y nosotras y él siempre hemos estado de acuerdo. Así que

duerme tranquilamente, y estáte seguro de que antes de irnos de aquí te deja-remos en la cucha una gallina bien pelada para el almuerzo de mañana. ¿Nos hemos entendido?

—¡Perfectamente!... —respondió Pinocho, y movió la cabeza de modo amenazador, como si hubiese querido decir: “¡Dentro de poco volveremos a hablar!”

Cuando las cuatro comadrejas se sintieron seguras, se fueron directo al gallinero, que estaba muy cerca de la cucha del perro; y abierta la puertecita de madera que cerraba la entradita a fuerza de uñas y dientes, se escurrieron adentro, una después de otra. Pero todavía no habían terminado de entrar cuando sintieron que la puertecita se cerraba con violencia.

Quien la había cerrado era Pinocho, el cual, no contento con haberla cerrado, puso delante una gran piedra, a modo de puntal.

Después comenzó a ladrar, y ladrando como si fuera un verdadero perro guardián hacía con la voz: ¡guau, guau, guau, guau!

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

Al oír aquellos ladridos, el campesino saltó de la cama, tomó el fusil y asomándose a la ventana preguntó:

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¿Qué pasa?—¡Hay ladrones! —respondió Pinocho.—¿Dónde están?—En el gallinero.—Enseguida bajo.Y efectivamente, en menos de lo que se dice amén el campesino bajó,

entró corriendo en el gallinero y después de haber atrapado y metido a las cuatro comadrejas en una bolsa, les dijo con verdadera satisfacción:

—¡Al fin cayeron en mis manos! ¡Podría castigarlas, pero no soy tan cruel! (1) Me contentaré con llevarlas mañana al posadero del pueblo cer-cano, el cual las desollará y las cocinará como si fuesen liebres. ¡Es un honor que no se merecen, pero los hombres generosos como yo no reparan en estas menudencias!...

Después, acercándose a Pinocho, comenzó a acariciarlo y, entre otras cosas, le preguntó:

—¿Cómo has hecho para descubrir el complot de estas cuatro ladronzue-las? ¡Pensar que Melampo, mi fiel Melampo, nunca se dio cuenta de nada!...

El muñeco, entonces, hubiese podido contar todo lo que sabía; hubiese podido contar el vergonzoso pacto que existía entre el perro y las comadrejas; pero recordando que el perro estaba muerto, pensó enseguida para sí: “¿De qué sirve acusar a los muertos?... Los muertos, muertos están, y lo mejor que podemos hacer con ellos es dejarlos en paz...”

—Cuando las comadrejas llegaron a la era, ¿estabas despierto o dor-mías? —siguió preguntándole el campesino.

—Dormía —respondió Pinocho—, pero las comadrejas me desper-taron con sus cuchicheos, y una vino hasta la cucha para decirme: “Si me prometes no ladrar ni despertar a tu amo, te regalaremos un pollito bien desplumado...” ¿Entiende? ¡Tener la desfachatez de hacerme a mí semejante propuesta! Porque hay que saber que yo soy un muñeco, que tendré todos los defectos del mundo, pero nunca el de tener las manos largas ni el de ser cómplice de la gente deshonesta.

—¡Muy bien, muchacho! —gritó el campesino, dándole unas palma-

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

ditas en el hombro—. Esos sentimientos te honran; y para demostrarte mi agradecimiento, desde este momento quedas libre y puedes irte a tu casa.

Y le quitó el collar de perro.

Nota del traductor:

(1) Gianni A. Papini, en Realtá e/o fantasia. Due note per Pinocchio (Ver-sants. Revue Suisse des Littératures, 7, 1985, op. cit.) afirma que ésta “es la expresión más melodramática de todas las Aventuras”, y recuerda un verso de Giovanni Fantoni, de la poesía Ad alcuni critici: “Potrei punirvi, ma sì vil non sono:/spezzo l’ultrice licambèa saetta./ Degni non siete della mia vendetta..../ Io vi perdono”. Dichos versos, puestos en boca de un campesino que se dirige a las comadrejas, denotan una ironía impertinente hacia la poesía laureada, de la alta cultura.

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

XXIIIPinocho llora la muerte de la hermosa Niña de los cabellos azules;

después encuentra a una Paloma que lo lleva a orillas del mary allí se tira al agua para acudir en ayuda de su padre Geppetto.

Apenas Pinocho dejó de sentir el peso durísimo y humillante de aquel collar alrededor del cuello, huyó a través de los campos y no se detuvo ni un solo minuto hasta haber llegado al camino que debía conducirlo a la casita del Hada.

Al llegar al camino se volvió para contemplar la llanura y divisó cla-ramente el bosque donde desgraciadamente había encontrado al Zorro y al Gato; vio, en medio de los árboles, la copa de aquella Gran Encina en la que lo habían colgado por el cuello; pero por más que miró aquí y allá, no le fue posible ver la pequeña casa de la hermosa Niña de cabellos azules.

Entonces tuvo una especie de triste presentimiento y se puso a correr con toda la fuerza que le quedaba en las piernas, y en pocos minutos se encon-tró en la pradera donde antes estaba la Casita blanca. Pero la Casita blanca ya no estaba. En su lugar había una pequeña lápida de mármol en la cual se leían, en letras mayúsculas, estas dolorosas palabras:

AQUÍ YACELA NIÑA DE CABELLOS AZULES

MUERTA DE DOLORTRAS HABER SIDO ABANDONADA

POR SU HERMANO PINOCHO

Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en

forma gratuita por Imaginaria: http://www.imaginaria.com.ar

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Dejo que se imaginen cómo quedó el muñeco cuando, mal que bien, consiguió descifrar aquellas palabras. Cayó de rodillas al suelo y cubriendo con mil besos aquel mármol funerario, estalló en llanto. Lloró toda la noche, y a la mañana siguiente, al despuntar el día, seguía llorando, aunque ya no le quedaban lágrimas en los ojos; y sus gritos y lamentos eran tan desconsolados y agudos que todas las colinas de los alrededores repetían el eco.

Ilustración de Charles Copeland (1904)

Y llorando decía:—¡Oh, Hadita mía! ¿Por qué has muerto?... ¿por qué no he muerto yo

en tu lugar, yo, que soy tan malo, mientras tú eras tan buena?... Y mi padre, ¿dónde estará? ¡Oh, Hadita mía, dime dónde puedo encontrarlo, que quiero vivir con él y no dejarlo nunca, nunca, nunca!... ¡Oh, Hadita mía, dime que no es verdad que estás muerta!... Si de verdad me quieres... si quieres a tu hermanito, revive... ¡vuelve a vivir como antes!... ¿No te da pena verme solo y abandonado por todos?... Si vuelven los asesinos, me colgarán otra vez de la rama del árbol... y entonces moriré para siempre. ¿Qué quieres que haga, solo en el mundo? Ahora que los he perdido a ti y a mi padre, ¿quién me dará de comer? ¿Dónde dormiré de noche? ¿Quién me hará la chaquetita nueva? ¡Oh, sería mejor, cien veces mejor, que muriese yo también! ¡Sí, quiero morir!... ¡bua, bua, bua!...

Y mientras se desesperaba de este modo, trató de arrancarse los cabellos; pero sus cabellos, al ser de madera, ni siquiera le permitieron darse el gusto de meter los dedos en ellos.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

En aquel momento pasó volando una gran Paloma, la cual, detenién-dose con las alas extendidas, le gritó desde una gran altura:

—Dime, niño, ¿qué haces allá abajo?—¿No lo ves? ¡Lloro! —dijo Pinocho alzando la cabeza hacia aquella voz

y restregándose los ojos con la manga de la chaqueta.—Dime —agregó entonces la Paloma—, ¿no conoces por casualidad,

entre tus compañeros, a un muñeco llamado Pinocho?—¿Pinocho?.... ¿Pinocho has dicho? —repitió el muñeco poniéndose

súbitamente de pie—. ¡Pinocho soy yo!La Paloma, al oír esta respuesta, bajó en picada y se posó en tierra. Era

más grande que un pavo.—¿Entonces conocerás también a Geppetto? —le preguntó al muñeco.—¿Si lo conozco? ¡Es mi pobre padre! ¿Acaso te ha hablado de mí? ¿Me

llevarás con él? ¿Está vivo? Respóndeme, por favor: ¿está vivo?—Hace tres días lo dejé en la orilla del mar.—¿Qué hacía allí?—Construía una pequeña barca para atravesar el océano. Ese pobre

hombre hace más de cuatro meses que da vueltas por el mundo buscándote, y al no haberte podido encontrar se le ha metido en la cabeza que tiene que buscarte en los lejanos países del Nuevo Mundo. (1)

—¿Qué distancia hay de aquí a la playa? —preguntó Pinocho ansioso.—Más de mil kilómetros.—¿Mil kilómetros? ¡Oh, Paloma mía, qué bueno sería que yo pudiera

tener tus alas!...—Si quieres ir, yo te llevo.—¿Y cómo?—A caballo sobre mi lomo. ¿Pesas mucho?—¿Si peso? ¡Todo lo contrario!... Soy ligero como una pluma.Y sin decir más Pinocho saltó sobre el lomo de la Paloma y poniendo

una pierna de un lado y la otra del otro, como hacen los jinetes, gritó, todo contento:

—¡Galopa, galopa caballito, que tengo prisa por llegar!...

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Ilustración de Maria L. Kirk (1916)

La Paloma levantó vuelo y en pocos minutos estuvo tan alto que casi tocaba las nubes. Al llegar a esa altura tan extraordinaria, el muñeco sintió curiosidad por mirar hacia abajo, y fue presa de tal miedo y tal vértigo que para evitar el peligro de caerse se agarró con los brazos muy fuerte al cuello de su cabalgadura emplumada.

Volaron todo el día. Al llegar la noche, la Paloma dijo:—¡Tengo mucha sed!—¡Y yo mucha hambre! —añadió Pinocho.—Detengámonos unos minutos en este palomar y después continuare-

mos el viaje, para estar mañana al alba a orillas del mar.Entraron en un palomar desierto, donde sólo había una palangana llena

de agua y una cesta repleta de algarrobas.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

El muñeco, que en su vida había podido tolerar las algarrobas, porque en su opinión le daban náuseas y le revolvían el estómago, esa noche comió algarrobas hasta reventar, y cuando casi las había terminado se dirigió a la Paloma y le dijo:

—¡Nunca hubiese creído que las algarrobas eran tan buenas!—¡Hay que persuadirse, niño mío —replicó la Paloma—, de que

cuando el hambre apremia y no hay otra cosa de comer, incluso las algarrobas se vuelven exquisitas! ¡El hambre no tiene caprichos ni glotonerías!

Tomado rápidamente ese pequeño refrigerio, reanudaron el viaje. A la mañana siguiente estaban a orillas del mar.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Sergio Tofano (1921)

La Paloma posó a Pinocho en la playa, y no queriendo oír siquiera que le diera las gracias por haber hecho una buena acción, reemprendió el vuelo enseguida y desapareció.

La playa estaba llena de gente que gritaba y hacía gestos mirando hacia el mar.

—¿Qué sucedió? —preguntó Pinocho a una viejita.—Sucedió que a un pobre padre, habiendo perdido a su hijo, se le ocu-

rrió subirse a una barca para ir a buscarlo al otro lado del mar; y hoy el mar está muy picado y la barca está a punto de hundirse...

—¿Dónde está la barca?—Allá, lejos, mira mi dedo —dijo la viejita señalando una pequeña

barca que, vista a la distancia, parecía una cáscara de nuez con un hombre pequeñito adentro.

Pinocho miró hacia allí, y después de haber mirado atentamente lanzó un grito desgarrador:

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¡Es mi padre! ¡Es mi padre! (2)Entretanto la barca, sacudida por la furia de las olas, ora desaparecía

entre ellas, ora volvía a emerger; y Pinocho, parado en lo alto de un escollo, no paraba de llamar a su padre y de hacer señales con las manos y con el pañuelo, y hasta con el gorro que tenía en la cabeza.

Y pareció que Geppetto, aunque estaba muy lejos de la playa, había reconocido a su hijo, porque él también se sacó el sombrero y lo saludó, y, a fuerza de gestos, le hizo entender que de buena gana volvería, pero que el mar estaba tan picado que le impedía maniobrar los remos y poder así acercarse a tierra firme.

De repente se alzó una ola terrible y la barca desapareció. Esperaron que la barca volviese a flote, pero la barca no volvió a aparecer.

—¡Pobre hombre! —dijeron entonces los pescadores que estaban reuni-dos en la playa; y murmurando en voz baja una plegaria comenzaron a volver a sus casas.

Cuando de pronto oyeron un grito desesperado, y volviéndose vieron a un niño que, desde la cima de un escollo, se arrojaba al mar gritando:

—¡Quiero salvar a mi padre!

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Pinocho, al ser todo de madera, flotaba fácilmente y nadaba como un pez. Ora se lo veía desaparecer bajo el agua, llevado por el ímpetu de la marea, ora reaparecía una pierna o un brazo, a grandísima distancia de la playa. Al final lo perdieron de vista y ya no lo vieron más.

—¡Pobre muchacho! —dijeron entonces los pescadores que estaban reunidos en la playa; y, murmurando en voz baja una plegaria, volvieron a sus casas.

XXIVPinocho llega a la isla de la Abejas industriosas

y encuentra de nuevo al Hada.

Pinocho, animado por la esperanza de llegar a tiempo para prestar ayuda a su padre, nadó toda la noche.

¡Y qué horrible noche fue aquella! Diluvió, granizó, tronó espantosa-mente y con tales relámpagos que parecía de día.

Cerca del amanecer consiguió ver a poca distancia una larga franja de tierra. Era una isla en medio del mar.

Entonces hizo de todo por llegar a esa playa; pero inútilmente. Las olas, persiguiéndose y encabalgándose, lo llevaban de aquí para allá, como si fuera un palito o una hebra de paja. Al final, y para su suerte, vino una ola tan potente e impetuosa que lo lanzó sobre la arena de la playa.

El golpe fue tan fuerte que, dando en el suelo, le crujieron todas las cos-tillas y todas las coyunturas; pero enseguida se consoló diciendo:

—¡También esta vez la saqué barata!Mientras tanto, lentamente, el cielo se serenó; el sol apareció en todo su

esplendor y el mar se volvió tan tranquilo y bueno como el aceite.Entonces el muñeco extendió sus ropas al sol para que se secaran y se

puso a mirar aquí y allá por si acaso hubiese podido distinguir en aquella inmensa extensión de agua una pequeña barca con un hombrecito dentro. Pero después de haber mirado bien, no vio ante sí más que cielo, mar y alguna vela de barco, pero tan lejana, tan lejana, que parecía una mosca.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¡Si al menos supiese cómo se llama esta isla! —decía—. Si al menos supiese si esta isla está habitada por gente amable, quiero decir, por gente que no tenga el vicio de colgar a los niños de las ramas de los árboles. Pero, ¿a quién puedo preguntárselo? ¿A quién, si no hay nadie?...

Esta idea de encontrarse solo, solo, solo, en medio aquella gran región deshabitada, le causó tal melancolía que estaba a punto de largarse a llorar; cuando de pronto vio pasar, a poca distancia de la orilla, un gran pez que andaba tranquilamente con toda la cabeza afuera del agua.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

No sabiendo cuál era su nombre, el muñeco le gritó en voz alta, para hacerse oír:

—¡Eh, señor pez! ¿Me permite una palabra?—Dos —respondió el pez, que era un Delfín tan amable como muy

pocos se pueden encontrar en todos los mares del mundo.—¿Me haría el favor de decirme si en esta isla hay pueblos donde se

pueda comer sin peligro de ser comido?—Seguramente los hay —respondió el Delfín—. Es más: encontrarás

uno no muy lejos de aquí.—¿Y qué camino debo tomar para ir allí?—Debes tomar ese sendero de ahí, a mano izquierda, y caminar siempre

siguiendo la dirección que te señala tu nariz. No puedes equivocarte.—Dígame otra cosa. Usted, que pasea todo el día y toda la noche por el

mar, ¿no se habrá encontrado por casualidad con una pequeña barca que lleva

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

adentro a mi padre?—¿Y quién es tu padre?—Es el padre más bueno del mundo, así como yo soy el hijo más malo

que pueda existir.—Con la tempestad que ha habido esta noche —respondió el Delfín—

la barca debe de haberse hundido.—¿Y mi padre?—A esta hora debe de habérselo comido el terrible Tiburón que desde

hace algunos días está sembrando el exterminio y la desolación en nuestras aguas.

—¿Es grande ese Tiburón? —preguntó Pinocho, que ya comenzaba a temblar de miedo.

—¿Si es grande?... —replicó el Delfín—. Para que puedas hacerte una idea, te diré que es más grande que una casa de cinco pisos, y tiene una bocaza tan ancha y profunda que se tragaría cómodamente un tren entero, con la locomotora funcionando.

—¡Madre mía! —gritó aterrado el muñeco, y volviendo a vestirse a toda prisa, se dirigió al Delfín y le dijo—: Hasta la vista, señor pez; disculpe las molestias y mil gracias por su amabilidad.

Dicho esto, tomó enseguida la senda y comenzó a caminar a paso rápido; tan rápido que casi parecía que corría. Y a cada pequeño rumor que sentía se giraba enseguida para mirar atrás, a causa del miedo de verse perseguido por ese terrible Tiburón grande como una casa de cinco pisos y con un tren en la boca.

Después de media hora de camino llegó a un pequeño pueblo llamado “el Pueblo de las Abejas industriosas”. Las calles hormigueaban de personas que corrían de aquí para allá atendiendo a sus asuntos; todos trabajaban, todos tenían algo que hacer. No se encontraba un ocioso o un vagabundo ni siquiera buscándolo con una lupa.

—Entiendo —dijo de pronto el perezoso de Pinocho—. ¡Este pueblo no es para mí! ¡Yo no nací para trabajar!

Entretanto el hambre lo atormentaba, porque ya había pasado veinti-cuatro horas sin comer nada, ni siquiera un plato de algarrobas.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

¿Qué hacer?No le quedaban más que dos modos de quitarse el hambre: buscar un

trabajo o pedir la limosna de alguna moneda o un pedazo de pan.Pedir limosna lo avergonzaba, porque su padre siempre le había dicho

que únicamente tienen derecho a pedir limosna los viejos y los enfermos. En este mundo, los verdaderos pobres, los que merecen asistencia y compa-sión, no son otros que aquellos que, por razones de edad o de enfermedad, se encuentran condenados a no poder ganarse el pan con el trabajo de sus pro-pias manos. Todos los demás tiene la obligación de trabajar, y si no trabajan y sufren el hambre, tanto peor para ellos. (3)

En aquel instante pasó por la calle un hombre muy sudoroso y jadeante, que tiraba con esfuerzo de dos carros cargados de carbón.

Pinocho, juzgando por su aspecto que era un buen hombre, se le acercó y, bajando los ojos avergonzado, le dijo en voz baja:

—¿Haría la caridad de darme alguna moneda, que me estoy muriendo de hambre?—No una moneda —respondió el carbonero— sino cuatro, a cambio

de que me ayudes a llevar hasta mi casa estos dos carros de carbón.—¡Me asombra! —respondió el muñeco, casi ofendido—. Para que

usted lo sepa, yo jamás he hecho de burro (4); ¡nunca he tirado de un carro!

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

—¡Mejor para ti! —respondió el carbonero—. Entonces, muchacho, si verdaderamente te sientes morir de hambre, cómete dos buenas fetas de tu soberbia y cuídate de no indigestarte.

Después de pocos minutos pasó por la calle un albañil que llevaba en los hombros un balde de cemento.

—Buen hombre, ¿haría la caridad de darle una moneda a un pobre niño que bosteza de hambre?

—Con mucho gusto; ven conmigo a cargar cemento —contestó el alba-ñil—, y en vez de una moneda te daré cinco.

—Pero el cemento es pesado —replicó Pinocho—, y yo no quiero can-sarme.

—Muchacho, si no quieres cansarte, diviértete bostezando, y que te haga provecho.

En menos de media hora pasaron otras veinte personas, y a todas Pino-cho les pidió una limosna, pero todas le respondieron:

—¿No te avergüenzas? ¡En vez de haraganear por las calles, ve a buscarte un trabajo y aprende a ganarte el pan!

Finalmente pasó una buena mujercita que llevaba dos cántaros de agua.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¿Me permitiría, buena mujer, que beba un sorbo de agua de su cán-taro? —dijo Pinocho, muerto de sed.

—¡Bebe, niño mío! —dijo la mujercita, posando los dos cántaros en el suelo.

Una vez que Pinocho bebió como una esponja, farfulló a media voz, mientras se secaba la boca:

—¡La sed ya me la he quitado! ¡Ojala pudiera quitarme el hambre!...La buena mujercita, oyendo estas palabras, agregó enseguida:—Si me ayudas a llevar a casa uno de estos cántaros de agua, te daré un

buen pedazo de pan.Pinocho miró el cántaro y no respondió ni que sí ni que no.—Y junto con el pan te daré un buen plato de coliflor condimentada

con aceite y vinagre —agregó la buena mujer.Pinocho miró otra vez el cántaro y no respondió ni que sí ni que no.—Y después de la coliflor te daré un buen bombón relleno de licor.Ante la seducción de esta última golosina, Pinocho no pudo resistir más

y, con ánimo resuelto, dijo:—¡Paciencia! ¡Le llevaré el cántaro hasta su casa!El cántaro era muy pesado, y el muñeco, no teniendo fuerzas para lle-

varlo en las manos, se resignó a llevarlo en la cabeza.Llegados a la casa la buena mujercita hizo sentar a Pinocho a una pequeña

mesa y le puso delante el pan, la coliflor condimentada y el bombón.Pinocho no comió, sino que devoró. Su estómago parecía un barrio que

hubiera quedado vacío y deshabitado durante cinco meses.Calmados poco a poco los rabiosos mordiscos del hambre, levantó la

cabeza para agradecerle a su benefactora; pero todavía no había terminado de clavar la mirada en su rostro cuando lanzó un larguísimo ¡ohhh!... de asombro y se quedó como encantado, con los ojos muy abiertos, con el tenedor en el aire y la boca llena de pan y coliflor.

—¿A qué se debe todo ese asombro? —dijo riéndose la buena mujer.—Usted es... —respondió balbuceando Pinocho—, usted es..., usted

es..., que usted se parece..., usted me recuerda..., sí, sí, sí, la misma voz...,

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

los mismos ojos..., los mismos cabellos..., sí, sí, sí..., también usted tiene los cabellos azules..., ¡como ella!... ¡Oh, Hada mía!... ¡Oh, Hada mía!... ¡Dime que eres tú, dime que eres tú!... ¡No me hagas llorar! ¡Si supieras!... ¡He llorado tanto, he sufrido tanto!...

Y mientras hablaba así Pinocho lloraba desconsoladamente, y arroján-dose de bruces al suelo, abrazaba las rodillas de aquella misteriosa mujercita.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

Notas del traductor

(1) ¿Una velada alusión al fenómeno de la emigración italiana de fines del siglo XIX?(2) Gli è il mi’babbo! gli è il mi’babbo!: Pinocho habla como un verdadero florentino.(3) “¡Esto es vida!”, acota Gerardo Deniz en su Adiós a Pinocho (Anticuerpos, Juan Pablos Editor y Ediciones Sin Nombre, México, 1998)(4) Segundo preludio de lo que ocurrirá en los capítulos XXXII—XXXIII.

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Carlo Collodi

Las aventuras de Pinocho Traducción y notas de Guillermo Piro

XXV

Pinocho promete al Hada ser bueno y estudiar,

porque está cansado de ser un muñeco

y quiere convertirse en un niño como es debido.

Al principio la buena mujercita empezó a decir que ella no era la pequeña Hada de los cabellos azules; pero después, viéndose descubierta y no queriendo prolongar más la comedia, terminó dándose a conocer y le dijo a Pinocho:

-¡Muñeco travieso! ¿Cómo te has dado cuenta de que era yo?

-Me lo ha revelado el amor que te tengo.

-¿Te acuerdas? Me dejaste niña y ahora me vuelves a encontrar convertida en una mujer, tan mujer que podría ser tu mamá.

-Me encanta, porque así, en vez de hermanita, te llamaré mamá. ¡Hace tanto tiempo que ansío tener una madre como todos los otros niños!… ¿Pero cómo has hecho para crecer tan rápido?

-Es un secreto.

-Enséñamelo; también yo quisiera crecer un poco. ¿No lo ves? Sigo siendo un enano.

-Pero tú no puedes crecer -replicó el Hada.

-¿Por qué?

-Porque los muñecos no crecen nunca. Nacen como muñecos, viven como muñecos y mueren como muñecos.

-¡Oh! ¡Estoy cansado de ser un muñeco -gritó Pinocho, dándose un coscorrón-. Ya es hora de que yo también me vuelva un hombre como los demás.

-Y lo serás, si sabes merecértelo…

-¿De verdad? ¿Y qué tengo que hacer para merecérmelo?

-Una cosa facilísima: acostumbrarte a ser un buen niño.

-¿Y qué soy, acaso?

Page 111: Pinocho ilustrado

-¡Todo lo contrario! Los niños buenos son obedientes, y tú en cambio…

-Yo no obedezco nunca.

-Los niños buenos le toman amor al estudio y al trabajo, y tú…

-Y yo, en cambio, holgazaneo y vagabundeo todo el año.

-Los niños buenos dicen siempre la verdad…

-Y yo siempre digo mentiras.

-Los niños buenos van de buena gana a la escuela…

-Y a mí la escuela hace que me duela todo el cuerpo. Pero de hoy en adelante quiero cambiar de vida.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

-¿Me lo prometes?

-Lo prometo. Quiero volverme un niño como es debido y quiero ser el consuelo de mi padre… ¿Dónde estará mi pobre padre a estas horas?

-No lo sé.

-¿Tendré la suerte de volver a verlo y abrazarlo?

-Creo que sí; mejor dicho: estoy segura.

Page 112: Pinocho ilustrado

Al oír esta respuesta fue tal la felicidad de Pinocho que tomó las manos del Hada y comenzó a besárselas con tanto entusiasmo que casi parecía estar fuera de sí. Después, alzando el rostro y mirándola amorosamente, le preguntó:

-Dime, mamita: ¿entonces no es verdad que estás muerta?

-Parece que no -respondió sonriendo el Hada.

-Si tú supieras qué dolor y qué nudo en la garganta tuve cuando leí aquí yace…

-Lo sé, y es por eso que te he perdonado. La sinceridad de tu dolor me hizo saber que tenías buen corazón; y de los niños de buen corazón, aunque sean un poco traviesos y malcriados, siempre se puede esperar algo; o sea, siempre se puede esperar que vuelvan a la buena senda. Es por eso que he venido hasta aquí a buscarte. Yo seré tu madre.

-¡Oh! ¡Qué buena noticia! -gritó Pinocho saltando de alegría.

-Tú me obedecerás y harás siempre lo que yo te diga.

-¡Encantado, encantado, encantado!

-A partir de mañana -agregó el Hada-, empezarás a ir a la escuela.

Pinocho se pudo se pronto un poco menos alegre.

-Después elegirás a tu parecer un arte o un oficio…

Pinocho se volvió serio.

-¿Qué es lo que murmuras entre dientes? -preguntó el Hada con acento dolido.

-Decía… -rezongó el muñeco a media voz-, que me parece un poco tarde para ir a la escuela…

-No, señor. Piensa que para instruirte y aprender nunca es tarde.

-Yo no quiero aprender ningún arte ni oficio…

-¿Por qué?

-Porque el trabajo me cansa.

-Niño mío -dijo el Hada-, los que dicen eso acaban siempre en la cárcel o en el hospital. El hombre, para que lo sepas, nazca rico o pobre, está obligado a hacer algo en este mundo, a tener una ocupación, a trabajar. ¡Ay de quien se deje atrapar por el ocio! El ocio es una enfermedad malísima, y hay que curarla enseguida, desde pequeños; si no, cuando nos volvemos grandes, ya no hay cura.

Page 113: Pinocho ilustrado

Estas palabras llegaron al alma de Pinocho, el cual, levantando vivazmente la cabeza, dijo al Hada:

-Yo estudiaré, trabajaré, haré todo lo que me digas, porque, en fin, ya estoy aburrido de la vida de muñeco y quiero a toda costa convertirme en un niño. Me lo has prometido, ¿no es verdad?

-Te lo he prometido y ahora depende de ti.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

XXVI

Pinocho va con sus compañeros de escuela

a la orilla del mar para ver al terrible Tiburón.

Al día siguiente Pinocho fue a la escuela pública.

¡Imagínense a aquellos traviesos niños cuando vieron entrar en la escuela a un muñeco! Fue una risotada que no terminaba nunca. Uno le hacía broma, y otro, otra; uno le sacaba el gorrito de la mano, otro le tiraba de la chaqueta por detrás; uno, con tinta, intentaba pintarle dos grandes bigotes debajo de la nariz, y otro trataba de atarle unos hilos a los pies y a las manos para hacerlo bailar.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

Page 114: Pinocho ilustrado

Durante un rato Pinocho se armó de paciencia y supo aguantar; pero finalmente, sintiendo que se le acababa la paciencia, se dirigió hacia los que más lo asediaban y se burlaban de él y les dijo muy serio:

-Miren, muchachos, no he venido aquí para ser el bufón de ustedes. Yo respeto a los demás y pido ser respetado.

-¡Bravo! ¡Has hablado como un libro! -gritaron aquellos bribones riendo como locos; y uno de ellos, más impertinente que los otros, alargó la mano con la idea de tomar al muñeco por la punta de la nariz.

Pero no consiguió hacerlo, porque Pinocho estiró la pierna por debajo de la mesa y le dio una patada en las canillas.

-¡Oh! ¡Qué pies duros! -gritó el niño restregándose el moretón que le había hecho el muñeco.

-¡Y qué codos!…. ¡Son más duros que los pies! -dijo otro que por sus bromas pesadas se había ganado un codazo en el estómago.

El hecho es que después de aquella patada y de aquel codazo Pinocho se ganó la estima y la simpatía de todos los niños de la escuela; y todos le hacían mil caricias y todos lo querían muchísimo.

También el maestro estaba satisfecho con él, porque lo veía atento, estudioso, inteligente, y porque era siempre el primero en entrar en la escuela y siempre el último en retirarse cuando acababan las clases.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Page 115: Pinocho ilustrado

El único defecto que tenía era el de frecuentar a demasiados compañeros; y entre éstos había muchos pillos, muy conocidos por sus pocas ganas de estudiar y portarse bien.

El maestro se lo advertía todos los días, y tampoco la buena Hada dejaba de decirle y repetirle muchas veces:

-¡Cuidado, Pinocho! Antes o después esos compañeros tuyos de la escuela terminarán por hacerte perder el amor al estudio, y, quizá, por ocasionarte alguna gran desgracia.

-¡No hay peligro! -respondía el muñeco, encogiéndose de hombros y tocándose la frente con el dedo, como diciendo: “¡Hay mucho juicio aquí dentro!”

Pero sucedió que un día, mientras caminaba hacia la escuela, encontró un grupo de estos compañeros, que yendo a su encuentro le dijeron:

-¿Sabes la gran noticia?

-No.

-Ha llegado al mar un Tiburón grande como una montaña.

-¿De verdad?… ¿Será el mismo Tiburón de cuando se ahogó mi pobre papá?

-Nosotros vamos a la playa a verlo. ¿Vienes también?

-No. Debo ir a la escuela.

-¿Qué importa la escuela? A la escuela iremos mañana. Con una lección más o menos, seguiremos siendo los mismos burros.

-¿Y qué dirá el maestro?

-Que diga lo que quiera. Le pagan para que esté gruñendo todo el día.

-¿Y mi madre?

-Las madres nunca saben nada -respondieron aquellos maleantes.

-¿Saben lo que voy a hacer? -dijo Pinocho-. Al Tiburón quiero verlo por varios motivos… pero iré a verlo después de la escuela.

-¡Pobre tonto! -exclamó uno de la pandilla-. ¿Crees que un pez de ese tamaño va a estar allí, esperándote? Apenas se haya aburrido, se irá a otra parte, y entonces si te he visto no me acuerdo.

-¿Cuánto se tarda de aquí a la playa? -preguntó el muñeco.

Page 116: Pinocho ilustrado

-En una hora podemos ir y volver.

-¡Vamos, entonces! ¡El último tiene cola de perro! -gritó Pinocho.

Dada la señal de partida, aquella pandilla de burros, con sus libros y cuadernos bajo el brazo, se pusieron a correr a través de los campos; y Pinocho iba siempre adelante; parecía que tenía alas en los pies.

De tanto en tanto, volviéndose para mirar atrás, se burlaba de sus compañeros, que habían quedado a una distancia considerable, y al verlos sin aliento, jadeantes, llenos de polvo y con la lengua afuera, se reía de buena gana. ¡El infeliz, en aquel momento, no sabía cuántos temores y qué horribles desgracias lo esperaban!

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

Page 117: Pinocho ilustrado

Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

XXVIIGran pelea entre Pinocho y sus compañeros;

al resultar uno herido,Pinocho es arrestado por los guardias.

Al llegar a la playa, Pinocho echó un gran vistazo al mar; pero no vio ningún Tiburón. El mar estaba tranquilo como un espejo.

—¿Dónde está el Tiburón? —preguntó, dirigiéndose a sus compañeros.—Se habrá ido a comer —respondió uno de ellos, riendo.—O se habrá ido a la cama a echarse un sueñito —agregó otro, riendo

más fuerte aún.Pinocho, por aquellas respuestas incongruentes y por aquellas risotadas

necias, comprendió que sus compañeros le habían jugado una mala pasada, haciéndole creer algo que no era cierto; se lo tomó muy a mal y les dijo, enfa-dado:

—¿Y ahora? ¿Qué gracia le encuentran a haberme hecho creer la historia del Tiburón?

—¡Mucha gracia!... —respondieron a coro aquellos pillos.—¿Y cuál sería?—El haberte hecho perder la escuela y hacerte venir con nosotros. ¿No

te avergüenza ser todos los días tan puntual y tan diligente en las lecciones? ¿No te avergüenza estudiar tanto?

—¿Y si yo estudio, a ustedes qué les importa?—A nosotros nos importa muchísimo, porque nos obligas a hacer un

mal papel ante el maestro...—¿Por qué?

Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Porque los alumnos que estudian hacen quedar mal a los que, como nosotros, no tienen ganas de estudiar. ¡Y nosotros no queremos quedar mal! ¡Tenemos también nuestro amor propio!...

—¿Y entonces qué debería hacer para darles el gusto?—Debes aburrirte tú también de la escuela, de las clases y del maestro,

que son nuestros grandes enemigos.—¿Y si yo quisiera seguir estudiando?—No te volveremos a mirar a la cara, ¡y a la primera ocasión, las pagarás!...—De verdad que casi me hacen reír —dijo el muñeco encogiéndose de

hombros.—¡Eh, Pinocho! —gritó entonces el más grande de aquellos mucha-

chos, acercándose—. No vengas a hacerte el bravucón, no te hagas el gallito!... ¡Porque así como tú no nos temes, nosotros no te tememos! Recuerda que estás solo y que nosotros somos siete.

—Siete, como los pecados capitales —dijo Pinocho con una gran risotada.—¿Oyeron? ¡Nos acaba de insultar! ¡Nos comparó con los pecados capitales!...—¡Pinocho! ¡Pídenos perdón por habernos ofendido... si no, tendrás

problemas!...—¡Cucú! —contestó el muñeco, tocándose la punta de la nariz con el

índice en señal de burla.—¡Pinocho! ¡Terminarás mal!...—¡Cucú!—Recibirás más palazos que un burro!...—¡Cucú!—¡Volverás a casa con la nariz rota!...—¡Cucú!—¡El cucú te lo voy a dar yo! —gritó el más atrevido de aquellos pillos—.

¡Toma esto a cuenta y guárdatelo para la cena de esta noche!Y diciendo esto le dio un puñetazo en la cabeza.Pero, como suele decirse, fue dar y recibir, porque el muñeco, como era

de esperar, respondió enseguida con otro puñetazo; y en un instante el com-bate se hizo general y encarnizado.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Pinocho, aunque estaba solo, se defendía como un héroe. Con sus pies de madera durísima trabajaba tan bien que tenía siempre a sus enemigos a respetuosa distancia. Allí donde sus pies conseguían llegar dejaban siempre un moretón a manera de recuerdo.

Entonces los muchachos, rabiosos al no poder medirse con el muñeco cuerpo a cuerpo, pensaron en echar mano a unos proyectiles y, desanudando las correas con que llevaban atados sus libros de escuela, comenzaron a tirarle con los Silabarios, las Gramáticas, los Giannetinos, los Minuzzolos, los Cuen-tos de Thouar, el Pollito de la Baccini y otros libros de escuela; pero el muñeco, que era rápido y avispado, los esquivaba a tiempo, y los libros, pasándole por encima de la cabeza, terminaba todos en el mar.

¡Imagínense los peces! Los peces, creyendo que los libros eran comes-tibles, corrían en bandadas a ras del agua, pero después de haber saboreado alguna página o alguna tapa escupían haciendo una mueca con la boca que parecía querer decir: “No es para nosotros: ¡estamos acostumbrados a comer cosas mejores!”

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

El combate se volvía cada vez más feroz, cuando de pronto un gran Cangrejo, que había salido del agua y poco a poco se había arrastrado por la playa, gritó con voz de trombón resfriado:

—¡Termínenla, bribones, que no son más que eso! Estas peleas entre muchachos raramente terminan bien. ¡Siempre sucede una desgracia!...

¡Pobre Cangrejo! Igual que si hubiese predicado en el desierto. El bribón de Pinocho, volviéndose y mirándolo con desprecio, le dijo groseramente:

—¡Cállate, Cangrejo de mal agüero! Más te valdría chupar dos pastillas de liquen para curarte ese resfrío que tienes. ¡Vete mejor a la cama, y procura sudar mucho!

Entretanto los muchachos, que ya habían terminado de tirar todos sus libros, vieron a poca distancia el atado de libros del muñeco y se apoderaron de ellos en menos de lo que canta un gallo.

Entre estos libros estaba uno encuadernado en cartón grueso, con el lomo y los bordes de pergamino. Era un Tratado de Aritmética. ¡Dejo que ustedes imaginen lo pesado que era!

Uno de aquellos bribones se apoderó del libro y, apuntando a la cabeza de Pinocho, lo lanzó con todas sus fuerzas, pero en vez de darle al muñeco le pegó en la cabeza a uno de sus compañeros, el cual se volvió blanco como un papel, y no dijo más que estas palabras:

—¡Oh, madre mía, ayúdame... que me muero!Y cayó cuando largo era sobre la arena de la playa.Al ver a aquel niño muerto, los muchachos, asustados, se dieron a la

fuga, y en pocos minutos se perdieron de vista.Pinocho se quedó allí, y aunque a causa del dolor y el susto él también

estaba más muerto que vivo, corrió a mojar su pañuelo en el agua del mar y se puso a mojar las sienes de su pobre compañero de escuela. Y mientras, deses-perado, lloraba a lágrima tendida, lo llamaba por su nombre y le decía:

—¡Eugenio!... ¡Pobre Eugenio mío!... Abre los ojos Eugenio... Si los mantienes cerrados harás que me muera yo también... ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo haré ahora para volver a casa?... ¿Qué será de mí?... ¡A dónde huiré?... ¿Dónde podré esconderme?... ¡Oh! ¡Cuánto mejor sería que hubiese ido a la escuela!...

Page 121: Pinocho ilustrado

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

¿Por qué les habré hecho caso a mis compañeros, que son mi condena?... ¡Y el maestro me lo había dicho!... Y mi mamá lo había repetido: “Cuídate de las mala compañías”. ¡Pero yo soy un testarudo... un cabeza dura... dejo hablar a todos y después hago lo que mejor me parece! Y luego me toca pagar... Y así es como, desde que vine al mundo, no tuve nunca ni un cuarto de hora de tran-quilidad. ¡Dios mío! ¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí?...

Y Pinocho seguía llorando, berreando, dándose golpes en la cabeza y lla-mando por su nombre al pobre Eugenio, cuando de golpe oyó el ruido sordo de unos pasos que se acercaban.

Se volvió: eran dos guardias.—¿Qué haces tirado en el suelo? —le preguntaron a Pinocho.—Asisto a mi compañero de escuela.—¿Está enfermo?—¡Parece que sí!...—¡Otra que enfermo! —dijo uno de los guardias, inclinándose y obser-

vando a Eugenio de cerca—. Este muchacho ha sido herido en la cabeza. ¿Quién lo ha hecho?

—Yo no —balbuceó el muñeco, casi sin aliento.—Si no fuiste tú, ¿quién lo hirió, entonces?—Yo no —repitió el muñeco.—¿Y con qué lo han herido?—Con este libro.Y el muñeco recogió del suelo el Tratado de Aritmética, encuadernado

en cartón y pergamino, para mostrárselo a los guardias.—¿Y este libro de quién es?—Mío.—Basta ya entonces. No hay nada más que decir. Levántate enseguida

y ven con nosotros.—Pero yo...—¡Ven con nosotros!—Pero yo soy inocente...—¡Ven con nosotros!

Page 122: Pinocho ilustrado

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Antes de partir los guardias llamaron a algunos pescadores que en ese momento pasaban con su barca cerca de la playa y les dijeron:

—Les confiamos este muchacho, que ha sido herido en la cabeza. Llé-venlo a vuestra casa y cuídenlo. Mañana iremos a verlo.

Entonces se dirigieron a Pinocho, y después de ponerlo en medio de los dos le ordenaron con acento militar:

—¡Adelante! ¡Y camina rápido! ¡Si no, será peor!

Ilustración de Charles Copeland (1904)

Sin hacérselo repetir, el muñeco comenzó a caminar por aquella senda que conducía al pueblo. Pero el pobre diablo ya ni siquiera sabía en qué mundo se encontraba. Le parecía estar soñando. ¡Y qué mal sueño! Estaba fuera de sí. Sus ojos veían todo doble. Las piernas le temblaban. La lengua se le había quedado pegada al paladar y no podía articular una sola palabra. Y sin embargo, en medio de aquella especie de estupidez y embotamiento, una espina agudísima le atravesaba el corazón: el pensamiento de tener que pasar bajo las ventanas de la casa de su buena Hada flanqueado por los guardias. Hubiese preferido la muerte.

Page 123: Pinocho ilustrado

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ya habían llegado y estaban por entrar en el pueblo cuando una jugue-tona ráfaga de viento arrebató el gorro de la cabeza de Pinocho, llevándoselo a una docena de pasos de allí.

—¿Me permiten —preguntó el muñeco a los guardias— que vaya a recoger mi gorro?

—Ve, pero vuelve enseguida.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

El muñeco fue, recogió el gorro... pero en vez de volver a ponérselo en la cabeza se lo puso entre los dientes, y después comenzó a correr a toda prisa hacia la playa. Corría como una bala.

Los guardias, juzgando que hubiese sido difícil alcanzarlo, largaron tras él un gran mastín que había ganado el primer premio en todas las carreras de perros. Pinocho corría, y el perro corría más que él, por lo que la gente se asomaba a las ventanas y se agolpaba en medio de la calle, ansiosa de ver cómo terminaba aquella feroz carrera. Pero no pudo darse el gusto porque el mastín y Pinocho levantaron en el camino tanta polvareda que después de pocos minutos no fue posible ver nada más.

Page 124: Pinocho ilustrado

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

XXVIIIPinocho corre peligro de que lo frían en una sartén,

como un pescado.

Durante aquella carrera desesperada hubo un momento terrible, un momento en que Pinocho se creyó perdido. Porque hay que saber que Ali-doro (1) (éste era el nombre del mastín) a fuerza de correr y correr casi lo había alcanzado.

Basta decir que el muñeco sentía a sus espaldas, a un palmo de distancia, el jadear anhelante de aquel animal, e incluso sentía el aliento cálido de sus resoplidos.

Por suerte la playa ya estaba cerca y el mar se veía a pocos pasos.Apenas pisó la playa, el muñeco dio un bellísimo salto, como el que

hubiese podido dar una rana, y fue a caer en medio del agua. Alidoro, en cambio, quería detenerse; pero llevado por el ímpetu de la carrera él también entró en el agua. Y aquel desgraciado no sabía nadar, por lo que enseguida comenzó a patalear para mantenerse a flote. Pero más pataleaba, más se le hundía la cabeza en el agua.

Cuando volvió a sacar la cabeza afuera, el pobre perro tenía los ojos aterrorizados y fuera de las órbitas, y, ladrando, gritaba:

Page 125: Pinocho ilustrado

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¡Me ahogo! ¡Me ahogo!—¡Muérete! —le dijo, desde lejos, Pinocho, que ya se veía fuera de peligro.—¡Ayúdame, Pinocho mío!... ¡Sálvame de la muerte!Al oír esos gritos desgarradores, el muñeco, que en el fondo tenía un

corazón de oro, se compadeció, y volviéndose hacia el perro le preguntó:—¿Me prometes que, si te ayudo a salvarte, no me molestarás más ni

volverás a perseguirme?—¡Te lo prometo! ¡Te lo prometo! Date prisa, por favor, porque si tardas

más de medio minuto no hay quien me salve.Pinocho dudó un poco; pero después, recordando que su padre le había

dicho muchas veces que uno nunca se arrepiente de una buena acción, nadó hasta Alidoro y tomándolo por la cola con las dos manos lo llevó sano y salvo hasta la arena seca de la playa.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

El pobre animal no se tenía en pie. Sin quererlo, había bebido tanta agua salada que estaba hinchado como un globo. Por otra parte el muñeco, no fiándose demasiado, estimó prudente volver a arrojarse al mar; y alejándose de la playa le gritó al amigo que acababa de salvar:

—¡Adiós, Alidoro, buen viaje y saludos a la familia!—Adiós Pinocho —respondió el perro—; mil gracias por haberme

librado de la muerte. Me has hecho un gran favor, y en este mundo todo tiene su recompensa: Si se presenta la ocasión, podrás comprobarlo.

Page 126: Pinocho ilustrado

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Pinocho siguió nadando, manteniéndose siempre cerca de la costa. Finalmente le pareció haber llegado a un lugar seguro, y echando una mirada a la playa vio sobre los escollos una especie de gruta, de la cual salía un larguí-simo penacho de humo.

—En aquella gruta —dijo entonces para sí— debe de haber un fuego. ¡Tanto mejor! Iré a secarme y calentarme. ¿Y después?... Después que pase lo que pase.

Tomada esta resolución, se acercó a la orilla; pero cuando estaba por treparse, sintió algo debajo del agua que subía, subía, subía y lo elevaba por los aires. Inmediatamente trató de huir, pero ya era tarde, porque para su gran sorpresa se encontró encerrado dentro de una gran red en medio de un montón de peces de todas formas y tamaños, que coleaban y se debatían como almas desesperadas.

Y al mismo tiempo vio salir de la gruta a un pescador tan feo, pero tan feo, que parecía un monstruo marino. En vez de cabellos tenía sobre la cabeza una espesa mata de hierba verde; verde era la piel de su cuerpo, verdes los ojos, verde la larguísima barba, que le llegaba hasta los pies. Parecía un enorme lagarto parado sobre las patas de atrás.

Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

Page 127: Pinocho ilustrado

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Cuando el pescador terminó de sacar la red del mar, gritó, loco de con-tento:

—¡Providencia bendita! ¡Hoy también podré darme un buen atracón de pescado!

—¡Menos mal que yo no soy un pez! —dijo Pinocho para sus adentros, recobrando un poco de valor.

La red llena de pescados fue llevada dentro de la gruta, una gruta oscura y llena de humo, en medio de la cual borboteaba una gran sartén llena de aceite, que exhalaba un olor que cortaba la respiración.

—¡Ahora veamos qué pescados tenemos hoy! —dijo el pescador verde; y metiendo en la red una manaza tan desproporcionada que parecía una pala de panadero, sacó un puñado de salmonetes.

—¡Qué buenos salmonetes! —dijo, mirándolos y oliéndolos con deleite. Y después de haberlos olido los echó en un recipiente sin agua.

Después repitió varias veces la misma operación, y a medida que iba sacando otros pescados, se le hacía agua la boca y alborozado decía:

—¡Qué buenas pescadillas!...—¡Qué exquisitos mújoles!...—¡Qué deliciosos lenguados!...—¡Qué espléndidos peces—araña!...—¡Qué lindas sardinas, con cabeza y todo!...Como pueden imaginar, las pescadillas, los mújoles, los lenguados, los

peces—araña y las sardinas terminaron todos mezclados en el recipiente, en compañía de los salmonetes.

Lo último que quedaba en la red era Pinocho.Apenas el pescador lo sacó, abrió maravillado sus ojazos verdes, gri-

tando, casi asustado:—¿Qué clase de pescado es éste? ¡No recuerdo haber comido nunca un

pescado así!Y volvió a mirarlo atentamente, y después de haberlo mirado bien por

todos los costados, dijo:—Entiendo: debe de ser un cangrejo de mar.

Page 128: Pinocho ilustrado

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Luigi E. Augusta Cavalieri (1924)

Entonces Pinocho, mortificado al ver que lo confundían con un can-grejo, dijo con resentimiento.

—¡Qué cangrejo ni ocho cuartos! ¡Mire cómo me trata! Yo, para que lo sepa bien, soy un muñeco.

—¿Un muñeco? —replicó el pescador—. Es como yo digo, ¡el pez—muñeco es algo nuevo para mí! ¡Mejor así! Te comeré con ganas.

—¿Comerme? ¿Pero puede entender que yo no soy un pescado? ¿No oye que hablo y que razono como usted?

—Es verdad —agregó el pescador—, y como veo que eres un pescado, que tienes la suerte de hablar y razonar, como yo, voy a tener contigo toda clase de consideraciones.

—¿Y estas consideraciones cuáles serían?...—En señal de amistad y de particular estima te dejaré elegir el modo en

Page 129: Pinocho ilustrado

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

que quieres ser cocinado (2). ¿Deseas ser freído en la sartén o prefieres que te cocine en la olla con salsa de tomate?

—A decir verdad —respondió Pinocho—, si tengo que elegir, prefiero que me deje libre para poder volver a mi casa.

—¡Estás bromeando! ¿Te parece que tengo ganas de perderme la ocasión de probar un pescado tan raro? No es común pescar un pez—muñeco en estos mares. Déjame a mí: te freiré en la sartén junto con los otros pescados y te sentirás a gusto. Ser freído en compañía siempre es un consuelo.

El infeliz Pinocho, al oír esto, comenzó a llorar, a gritar y a pedir cle-mencia, y llorando decía:

—¡Cuánto mejor sería que hubiese ido a la escuela!... ¡Les hice caso a mis compañeros y ahora lo estoy pagando!... ¡bua, bua, bua!...

Y como se retorcía como una anguila y hacía esfuerzos increíbles para escurrirse de las garras del pescador verde, éste tomó una vara de junco, y después de atarle las manos y los pies, como un salame, lo arrojó al recipiente con los demás.

Después, habiendo sacado un tarro de madera lleno de harina, se puso a enharinar todos los pescados; y a medida que los iba enharinando, los tiraba dentro de la sartén para que se frieran.

Los primeros que se pusieron a bailar en el aceite hirviendo fueron las pobres pescadillas, después les tocó a los peces—araña, después a los mújoles, después a los lenguados y a las sardinas, y después le tocó el turno a Pinocho. El cual, viéndose tan cerca de la muerte (¡y qué fea muerte!) fue presa de tal temblor y de tanto miedo que ya no tuvo ni voz para pedir clemencia.

¡El pobrecito pedía clemencia con los ojos! Pero el pescador verde, sin prestarle atención, le dio cinco o seis vueltas en la harina, enharinándolo tan bien de la cabeza a los pies que parecía haberse vuelto un muñeco de yeso.

Después lo tomó por la cabeza y... (3)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Notas del traductor

(1) “Alidoro”: Collodi atribuye al mastín el nombre de un protagonista del poema caballe-resco Amadigi (Amadís) (1560), de Bernardo Tasso (padre de Torcuato, el autor del poema épico Jerusalén liberada).

(2) Amable concesión que recuerda al gigante Polifemo que, en señal de hospitalidad, pre-tende comerse a Ulises en último lugar, después de haber hecho lo mismo con sus compa-ñeros (Odisea, cap. IX)

(3) Gerardo Deniz se pregunta: “¿Estaban en buenas relaciones los carabinieri con el espantoso pescador verde, capaz de antropofagia o, cuando menos titerofagia? ¿Pagaba este monstruo sus impuestos? O veámoslo de otra manera: al autor de aquel sesudo libraco de aritmética, ¿le parecería natural que, en las afueras de un puerto civilizado y ducho en números, viviera semejante troglodita? Singular vecindad del salvajismo y la cultura. Hace recordar viejos cuadros, como los de San Jorge de Carpaccio: el dragón no es vencido en un paraje agreste, sino entre casas medievales elegantes. Por el suelo, eso sí, hay pedazos de víctimas. La tensión naturaleza—cultura es extrema, insostenible (...). Luego, consumada la proeza, el heroico santo (...) reúne escasos admiradores. Se imagina uno a cualquier niño mirando casualmente por la ventana de alguna de las casas:“—Ven a ver, mamá, un señor está matando al dragón.“Y la señora, sin interrumpir por tan poca cosa los quehaceres domésticos.“—Qué bien, porque era una lata ese animal. Se comía a todo el mundo.”(Deniz, op cit.).

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

XXIXVuelve a la casa del Hada, la cual le promete

que al día siguiente ya no será un muñeco, sino un muchacho.

Gran desayuno de café con leche para festejar este gran aconteci-miento.

Mientras el pescador estaba a punto de arrojar a Pinocho en la sartén, entró en la gruta un gran perro atraído por el agudo y tentador olor de la fritura.

—¡Fuera de aquí! —gritó el pescador, amenazándolo sin soltar al muñeco enharinado.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

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Page 132: Pinocho ilustrado

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Pero el pobre perro tenía un hambre de locos, gimiendo y moviendo la cola parecía decir:

—Dame un bocado y te dejaré en paz.—¡Fuera de aquí, te digo! —le repitió el pescador, y levantó una pierna

para darle una patada.Entonces el perro, que cuando tenía hambre de verdad no se andaba con

bromas, se dirigió gruñendo al pescador, mostrándole sus terribles colmillos.En ese instante se oyó en la gruta una vocecita débil, muy débil, que decía.—¡Sálvame, Alidoro! ¡Si no me salvas, estoy frito!... (1)El perro reconoció enseguida la voz de Pinocho y con grandísima sor-

presa se dio cuenta de que la vocecita había salido de ese bulto enharinado que el pescador tenía en la mano.

¿Qué hizo entonces? Pegó un gran salto, tomó suavemente con los dien-tes aquel bulto enharinado y salió corriendo como un relámpago de la gruta.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

El pescador, enojadísimo porque le habían quitado de las manos un pes-cado que tantas ganas tenía de comerse, trató de perseguir al perro; pero dio unos pocos pasos, le dio un ataque de tos y tuvo que volver para atrás.

Mientras tanto Alidoro, encontrada la senda que conducía al pueblo, se detuvo y posó delicadamente a su amigo Pinocho en el suelo.

—¡Cuánto te agradezco! —dijo el muñeco.—No hay de qué —replicó el perro—: tú me salvaste a mí, y en este

mundo todo tiene su recompensa. Ya se sabe: en esta vida hay que ayudarse unos a otros.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¿Pero cómo fue que acabaste en aquella gruta?—Estaba tendido en la playa, más muerto que vivo, cuando el viento

me trajo de lejos un olorcito a fritura. Ese olorcito me despertó el apetito y le seguí el rastro. ¡Si hubiese llegado un minuto más tarde!...

—¡No me lo digas! —gritó Pinocho, que todavía temblaba del miedo—. ¡No me lo digas! Si hubieses llegado un minuto más tarde, a esta hora ya estaba bien frito, comido y digerido. ¡Brrr!... ¡Me vienen escalofríos de sólo pensarlo!...

Alidoro, riendo, extendió la pata derecha al muñeco, el cual se la estre-chó bien fuerte en señal de gran amistad. Y después se separaron.

El perro retomó el camino a su casa. Y Pinocho, solo, se fue a una cabaña no muy distante y le preguntó a un viejito que estaba en la puerta, calentándose al sol:

—Dígame, buen hombre, ¿sabe algo de un pobre muchacho herido en la cabeza que se llama Eugenio?...

—El muchacho fue traído por unos pescadores a esta cabaña, y ahora...

—¡Ahora está muerto!... —interrumpió Pinocho, con gran dolor.—No, todavía esta vivo, y ya volvió a su casa.—¿De verdad? ¿De verdad? —gritó el muñeco, saltando de alegría—.

¿Entonces la herida no era grave?—Pero podía haber sido gravísima, e incluso mortal —respondió el vie-

jito—, porque le tiraron en la cabeza un gran libro encuadernado en cartón.—¿Y quién se lo tiró?—Un compañero de escuela, un tal Pinocho...—¿Y quién es este Pinocho? —preguntó el muñeco, haciéndose el des-

entendido.—Dicen que es un mal chico, un vagabundo, un verdadero malvado...—¡Calumnias! ¡Son todas calumnias!—¿Tú lo conoces a este Pinocho?—¡De vista! —respondió el muñeco.—¿Y qué concepto tienes de él? —le preguntó el viejito.

Page 134: Pinocho ilustrado

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—A mí me parece un buen muchacho, lleno de ganas de estudiar, obe-diente, cariñoso con su padre y su familia...

Mientras el muñeco soltaba con total desfachatez todas estas mentiras, se tocó la nariz y se dio cuenta de que se le había alargado un palmo. Enton-ces, asustado, comenzó a gritar.

—No haga caso, buen hombre, a todo lo que le he dicho; ¡conozco muy bien a Pinocho y yo también puedo asegurarle que es un mal chico, desobe-diente y haragán, que en vez de ir a la escuela se va con sus compañeros a hacer travesuras!

Apenas terminó de pronunciar estas palabras su nariz se acortó y volvió a su tamaño natural, como antes.

—¿Y por qué estás todo blanco? —le preguntó de pronto el viejito.—Le diré... sin darme cuenta me restregué contra una pared que recién

había sido encalada —respondió el muñeco, avergonzándose de confesar que lo habían enharinado como un pescado, para después freírlo en una sartén.

—¿Y qué hiciste con tu chaqueta, tus pantalones y tu gorro?—Me encontré con unos ladrones y me desnudaron. Dígame, buen

viejo, ¿no tendría alguna ropa que pueda ponerme, tanto como para que pueda volver a mi casa?

—Muchacho mío, en cuestión de ropa no tengo más que esta pequeña bolsa, donde guardo los lupines. Si quieres, tómala, allí está.

Y Pinocho no se lo hizo decir dos veces; tomó enseguida la bolsa de los lupines, que estaba vacía, y después de haberse hecho con las tijeras un pequeño agujero en el fondo y dos agujeros a los lados, se la puso como si fuera una camisa. Y con esa ligera vestimenta se dirigió al pueblo.

Pero por el camino no estaba muy tranquilo. Tanto es así que daba un paso adelante y uno atrás, y, discurriendo consigo mismo, iba diciendo:

—¿Cómo me presentaré ante mi buena Hadita? ¿Qué dirá cuando me vea?... ¿Querrá perdonarme esta segunda fechoría?... ¡Apuesto a que no me la perdona!... ¡Oh! Seguro que no me la perdona... ¡Y me lo merezco, porque yo soy un bribón que siempre promete cambiar, pero nunca cumple sus prome-sas!

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Llegó al pueblo ya entrada la noche, y como hacía mal tiempo y el agua caía a cántaros, se fue directamente a la casa del Hada, decidido a golpear la puerta y pedir que le abriesen.

Pero cuando estuvo allí sintió que le faltaba el valor, y en vez de llamar se alejó corriendo una veintena de pasos. Después volvió por segunda vez a la puerta, y lo mismo. Después se acercó por tercera vez, y nada. La cuarta vez tomó, temblando, la aldaba de hierro, y dio un pequeño golpecito.

Espera que te espera, finalmente, después de media hora se abrió una ventana del último piso (la casa tenía cuatro pisos) y Pinocho vio asomarse a un gran Caracol que tenía una pequeña lámpara encendida en la cabeza, el cual le dijo:

—¿Quién es a esta hora?—¿El Hada está en casa? —preguntó el muñeco.—¡El Hada duerme y no quiere que la despierten! ¿Pero tú quién eres?—¡Soy yo!—¿Quién es yo?—Pinocho.—¿Qué Pinocho?—El muñeco, el que vive con el Hada.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¡Ah! Entiendo —dijo el Caracol—. Espérame, que ahora bajo a abrirte.

—Apúrate, por favor, que me muero de frío.—Hijo mío, soy un Caracol, y los Caracoles nunca están apurados.—Pasó una hora, pasaron dos, y la puerta no se abría. Por lo que Pino-

cho, que por el miedo y el agua que tenía encima temblaba de frío, se armó de valor y golpeó por segunda vez, y esta vez golpeó más fuerte.

A ese segundo golpe se abrió una ventana del piso de abajo y se asomó el mismo Caracol.

—Caracolito lindo —gritó Pinocho desde la calle— ¡hace dos horas que espero! Y dos horas, con esta noche, se hacen más largas que dos años. Por favor, apúrate.

—Hijo mío —le respondió aquel animal pacífico y flemático desde la ventana—, hijo mío, yo soy un Caracol, y los Caracoles nunca se apuran.

Y la ventana volvió a cerrarse.Poco después sonaron las doce. Después la una, después las dos, y la

puerta seguía cerrada.Entonces Pinocho, que ya había perdido la paciencia, aferró con rabia

la aldaba de la puerta para golpear de tal modo que temblara toda la casa; pero la aldaba, que era de hierro, se volvió de pronto una anguila viva, que escurriéndosele entre las manos desapareció en el reguero de agua que corría en medio de la calle.

—¡Ah! ¿Sí? —gritó Pinocho, cada vez más cegado por la cólera—. Si la aldaba desapareció, seguiré llamando a fuerza de patadas.

Y echándose un poco hacia atrás le dio una solemnísima patada a la puerta de la casa. El golpe fue tan fuerte que el pie penetró hasta la mitad la madera; y cuando el muñeco trató de sacarlo, fue inútil, porque el pie le había quedado adentro, como un clavo remachado.

¡Imagínense al pobre Pinocho! Tuvo que pasar el resto de la noche con un pie en el suelo y el otro en el aire.

A la mañana, al despuntar el alba, finalmente la puerta se abrió. A aquel buen animal, el Caracol, sólo le había tomado nueve horas bajar desde el

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

cuarto piso hasta la calle. ¡Hay que decir que había sudado de lo lindo!—¿Qué haces con el pie metido en la puerta? —le preguntó riendo al

muñeco.—Ha sido una desgracia. Caracol lindo, líbrame de este suplicio.—Hijo mío, para esto se necesita un leñador, y yo jamás lo he sido.—¡Ruégale al Hada de mi parte!...—El Hada duerme y no quiere ser molestada.—¿Pero qué quieren que haga clavado todo el día a esta puerta?—Diviértete contando las hormigas que pasan por la calle.—Tráeme, al menos, algo de comer, que estoy agotado.—¡Enseguida! —dijo el Caracol.

Ilustración de María L. Kirk (1916)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

En efecto, tres horas y media después Pinocho lo vio volver con una bandeja de plata en la cabeza. En la bandeja había un pan, un pollo asado y cuatro damascos maduros.

—Aquí tienes el desayuno que te manda el Hada —dijo el Caracol.A la vista de aquella gracia divina, el muñeco se consoló. ¡Pero cuál no

sería el desengaño cuando, al comenzar a comer, se dio cuenta de que el pan era de yeso, el pollo de cartón y los cuatro damascos de alabastro pintado!

Quería llorar, quería desesperarse, quería tirar la bandeja con todo lo que contenía; pero en vez de eso, tal vez a causa del gran dolor o el gran vacío de estómago, el caso es que cayó desvanecido.

Cuando volvió en sí, se encontró tendido en un sofá, y el Hada estaba junto a él.

—También por esta vez te perdono —le dijo el hada; ¡pero ay de ti si me haces otra de las tuyas!...

Pinocho prometió y juró que estudiaría y que siempre se portaría bien. Y mantuvo la palabra durante todo el resto del año. Efectivamente, en los exámenes de verano tuvo el honor de ser el mejor de la escuela; y su compor-tamiento, en general, fue juzgado tan digno de alabanza y tan satisfactorio que el Hada, muy contenta, le dijo:

—¡Mañana, al fin, tu deseo será cumplido!—¿Cuál sería?—Mañana dejarás de ser un muñeco de madera y te convertirás en un

niño como es debido.Quien no haya visto la alegría de Pinocho ante esta noticia tan anhe-

lada, nunca podrá imaginársela. Todos sus amigos y compañeros de la escuela debían ser invitados para el día siguiente a un gran desayuno en casa de Hada para festejar juntos el gran acontecimiento. Y el Hada había hecho preparar doscientas tazas de café con leche y cuatrocientos bollos untados con manteca por arriba y por abajo. Aquel día prometía ser muy lindo y alegre, pero...

Desgraciadamente, en la vida de los muñecos de madera siempre hay un pero que echa todo a perder.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

XXXPinocho, en vez de convertirse en un niño,

parte a escondidas con su amigo Mecha al País de los Juguetes.

Como es natural, Pinocho le pidió enseguida al Hada permiso para ir a dar una vuelta por la ciudad a hacer las invitaciones, y el Hada le dijo:

—Ve a invitar a tus compañeros para el desayuno de mañana, pero acuérdate de que debes volver a casa antes de que se haga de noche. ¿Has entendido?

—Prometo volver en una hora —replicó el muñeco.—¡Cuidado, Pinocho! Los niños prometen con mucha facilidad, pero la

mayoría de las veces no cumplen sus promesas.—Pero yo no soy como los demás; yo, cuando digo una cosa, la

cumplo.—Ya veremos. Total, si desobedeces, será peor para ti.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¿Por qué?—Porque los niños que no atienden a los consejos que les dan los que

saben más que ellos, siempre se encuentran con alguna desgracia.—¡Yo ya lo he experimentado! —dijo Pinocho—. Pero no volveré a caer

en eso otra vez.—Ya veremos si dices la verdad.Sin agregar más palabras, el muñeco saludó a su buena Hada, que era

para él una especie de mamá, y juiciosamente salió de la casa. (2)En poco más de una hora, todos sus amigos fueron invitados. Algunos

aceptaron enseguida y con agrado; otros, al principio, se hicieron rogar un poco; pero al saber que los bollos para mojar en el café con leche tendrían manteca también por la parte de afuera, terminaron diciendo: “También nosotros iremos, para darte el gusto”.

Ahora conviene saber que Pinocho, entre sus amigos y compañeros de escuela, tenía uno que era el predilecto y el más querido, el cual se llamaba Romeo, pero a quien todos llamaban con el sobrenombre de Mecha, por su aspecto seco, enjuto y enflaquecido, igual que la mecha nueva de una lámpara.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Mecha era el chico más perezoso y travieso de toda la escuela, pero Pinocho lo quería mucho. De hecho fue a buscarlo enseguida a su casa para invitarlo al desayuno y no lo encontró; volvió por segunda vez, y Mecha no estaba; volvió una tercera vez, e hizo el viaje en vano.

¿Dónde podía encontrarlo? Busca que te busca, finalmente lo encontró escondido bajo el pórtico de una casa de campesinos.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Pinocho, acercándose.—Espero a que se haga la medianoche, para partir...—¿A dónde vas?—¡Lejos, lejos, lejos!—¡Y yo que fui a buscarte tres veces a tu casa!...—¿Qué querías?—¿No sabes del gran acontecimiento? ¿No sabes la suerte que tengo?—No.—Mañana dejaré de ser un muñeco y me convertiré en un niño como

tú y como todos los demás.—¡Que te aproveche!—Mañana, entonces, te espero a desayunar en mi casa.—Pero si te he dicho que parto esta noche.—¿A qué hora?—¡A medianoche!—¿Y a dónde vas?—Me voy a vivir a un país... que es el mejor país del mundo, ¡una ver-

dadera jauja!...—¿Y cómo se llama?—Se llama el País de los Juguetes. ¿Por qué no vienes tú también?—¿Yo? ¡No, de ninguna manera!—¡Te equivocas, Pinocho! Créeme, si no vienes, te arrepentirás. ¿Dónde

piensas encontrar un país tan sano para nosotros como ése? Allí no hay escue-las ni maestros ni libros. En ese país bendito no se estudia nunca. Los jueves no se va a la escuela, y las semanas están compuestas de seis jueves y un domingo. Imagínate que las vacaciones de verano comienzan el primero de

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enero y terminan el último día de diciembre. ¡Ése es un país como a mí me gusta! ¡Así es como deberían ser todos los países civilizados!...

—¿Pero cómo se pasan los días en el País de los juguetes?—Se pasan jugando y divirtiéndose de la mañana a la noche. A la noche

se va a dormir, y a la mañana se vuelve a empezar. ¿Qué te parece?—¡Hum!... —dijo Pinocho, y movió ligeramente la cabeza, como

diciendo: “¡Es una vida que yo también llevaría de buena gana!”

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

—Entonces, ¿quieres venir conmigo? ¿Sí o no? ¡Decídete!—¡No, no, no y no! Le prometí a mi buena Hada que sería un niño

como es debido y quiero mantener mi promesa. Es más, como veo que el sol se está poniendo, te dejo y me voy corriendo. Así que adiós y buen viaje.

—¿A dónde vas con tanta prisa?—A casa. Mi buena Hada quiere que vuelva antes de que caiga la

noche.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Espera dos minutos más.—Se me hace tarde.—Sólo dos minutos.—¿Y si después el Hada me grita?—Deja que grite. Cuando haya gritado bastante, se callará —dijo aquel

bribón de Mecha.—¿Y cómo haces? ¿Te vas solo o acompañado?—¿Solo? Iremos más de cien chicos.—¿Y el viaje lo hacen a pie?—A medianoche pasará por aquí un carro que nos recogerá y nos llevará

dentro de los confines de ese dichoso país.—¡Lo que daría porque ahora fuese medianoche!...—¿Por qué?—Para verlos a todos juntos irse.—Quédate otro poco y nos verás.—No, no: quiero volver a casa.—Espera otros dos minutos.—Ya me he retrasado demasiado. El Hada estará preocupada por mí.—¡Pobre Hada! ¿De qué tiene miedo? ¿De que te coman los murciélagos?—Pero —agregó Pinocho—, ¿tú estás verdaderamente seguro de que en

ese país no hay escuelas?...—Ni sombra de una.—¿Y tampoco maestros?...—Ni uno siquiera.—¿Y no estás obligado a estudiar?—¡Nunca, nunca, nunca!—¡Qué lindo país! —dijo Pinocho, sintiendo que se le hacía agua la

boca— ¡Qué lindo país! ¡No estuve nunca allí, pero me lo imagino!...—¿Por qué no vienes tú también?—¡Es inútil que me tientes! Le prometí a mi buena Hada que sería un

niño juicioso y no quiero faltar a mi palabra.—Adiós, entonces, ¡y dale mis recuerdos a las escuelas!... y también a los

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

institutos, si los ves por el camino.—Adiós, Mecha, que tengas buen viaje, diviértete y acuérdate alguna

vez de los amigos.Dicho eso el muñeco dio dos pasos como para irse; pero después, dete-

niéndose y volviéndose hacia su amigo, le preguntó:—¿Pero estás seguro de que en ese país todas las semanas se componen

de seis jueves y un domingo?—Segurísimo.—¿Y estás seguro de que las vacaciones comienzan el primero de enero

y terminan el último día de diciembre?—¡Indudablemente!—¡Qué lindo país! —repitió Pinocho, escupiendo a modo de con-

suelo.Después, con ánimo resuelto, agregó apresurado:—Entonces, adiós de verdad, y buen viaje.—Adiós.—¿En cuánto tiempo partirán?—¡En dos horas!—¡Qué lástima! Si para la partida faltase sólo una hora, casi me atrevería

a esperar.—¿Y el Hada?...—¡De todos modos ya se me ha hecho tarde!... y volver a casa una hora

antes o una hora después, es lo mismo.—¡Pobre Pinocho! ¿Y si el Hada te grita?—¡Paciencia! Dejaré que grite. Cuando haya gritado bastante, se

callará.Entretanto ya se había hecho de noche, y noche cerrada. Cuando de

pronto vieron una lucecita que se movía en la lejanía... y oyeron el débil sonido de unos cascabeles y un sonar de trompeta, ¡tan débil y sofocado que parecía el zumbido de un mosquito!

—¡Aquí está! —gritó Mecha, poniéndose de pie.—¿Quién es? —preguntó en voz baja Pinocho.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Es el carro que viene a recogerme. Entonces, ¿quieres venir? ¿Sí o no?—¿Pero es verdad —preguntó el muñeco— que en ese país los chicos

no tienen nunca la obligación de estudiar?—¡Nunca, nunca, nunca!—¡Qué lindo país!... ¡Qué lindo país!... ¡Qué lindo país!...

Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

Notas del traductor

(1) “Son fritto”: modo de decir, frecuentemente también en castellano, que en este caso une la acepción metafórica con su significado literal.

(2) “cantanto e ballando, uscì dalla porta di casa”: la expresión no debe ser tomada al pie de la letra, sino que expresa un comportamiento juicioso. (Véase Luigi M. Reale, nota a Le Avventure di Pinocchio, Edizioni Guerra, 1995).

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

XXXIDespués de cinco meses de jauja, Pinocho, para su sorpresa,

siente que le brotan un buen par de orejas de burroy se convierte en un borrico, con cola y todo.

Finalmente el carro llegó. Y llegó sin hacer el más mínimo ruido, porque sus ruedas estaban cubiertas de estopa y trapos.

Tiraban de él doce parejas de borricos, todos del mismo tamaño, aunque de distinto pelaje.

Algunos eran pardos, otros blancos, otros grisáceos, y otros tenían gran-des rayas amarillas y azules.

Pero lo más singular era esto: aquellas doce parejas, o sea aquellos vein-ticuatro borricos, en vez de tener herraduras como todos los animales de tiro o de carga, llevaban en los pies unos zapatos de hombre, de cuero blanco.

¿Y el conductor del carro?...Imagínense un hombrecito más ancho que alto, tierno y grasoso como

una pelotita de manteca, con carita de manzana, una boquita que reía siempre y una voz sutil y acariciadora como la de un gato que se encomienda al buen corazón de la dueña de casa.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en

forma gratuita por Imaginaria: http://www.imaginaria.com.ar

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Todos los niños, apenas lo veían, quedaban hechizados y competían por subirse a su carro, para ser llevados por él a esa verdadera jauja conocida en los mapas con el seductor nombre de País de los Juguetes.

De hecho el carro ya estaba lleno de niños entre los ocho y los doce años, amontonados unos sobre otros, como sardinas enlatadas. Estaban incó-modos, apretados unos contra otros, casi no podían respirar, pero ninguno decía ¡ay! , ninguno se quejaba. El consuelo de saber que dentro de poco habrían llegado a un país donde no habría ni libros ni escuelas ni maestros, los ponía tan contentos y resignados que no sentían las molestias, ni los apretones ni el hambre ni la sed ni el sueño.

Ilustración de María L. Kirk (1916)

Apenas el carro se detuvo, el hombrecito se dirigió a Mecha, y con mil muecas y halagos le preguntó, sonriendo:

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Dime, buen muchacho, ¿tú también quieres ir a ese afortunado país?

—Claro que quiero ir.—Pero te advierto, querido mío, que en el carro no hay más lugar.

¡Como ves, está todo lleno!...—¡Paciencia! —replicó Mecha—. Si no hay lugar adentro, me resignaré

a sentarme en las varas del carro.Y dando un salto, se subió a las varas.—¿Y tú, querido mío... —preguntó el hombrecito, dirigiéndose afecta-

damente a Pinocho—, qué quieres hacer? ¿Vienes con nosotros o te quedas?—Yo me quedo —respondió Pinocho—. Quiero volver a mi casa,

quiero estudiar y sacarme buenas notas en la escuela, como hacen todos los niños buenos.

—¡Que te aproveche!—¡Pinocho! —dijo entonces Mecha—. Hazme caso, ven con nosotros

y lo pasaremos bien.—¡No, no, no!—Ven con nosotros y lo pasaremos bien.—¡No, no, no!—Ven con nosotros y lo pasaremos bien —gritaron otras cuatro voces

desde adentro del carro.—Ven con nosotros y lo pasaremos bien —gritaron al mismo tiempo

un centenar de voces desde adentro del carro.—Pero si voy con ustedes, ¿qué le diré a mi buena Hada? —dijo el

muñeco, que comenzaba a ablandarse y a ceder.—Deja de calentarte la cabeza con esas tonterías. ¡Piensa que vamos a

un país donde seremos dueños de hacer lío de la mañana a la noche!Pinocho no respondió: pero suspiró. Después suspiró otra vez. Después

suspiró por tercera vez. Finalmente dijo:—Háganme lugar, ¡yo también quiero ir!—Está todo lleno —replicó el hombrecito—; pero para demostrarte

cuán bienvenido eres, puedo cederte mi lugar en el pescante.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¿Y usted?—Yo haré el camino a pie.—No, de verdad, eso no lo puedo permitir. ¡Prefiero ir montado en

alguno de esos borricos! —gritó Pinocho.Dicho y hecho, se acercó al borrico derecho de la primera pareja e hizo

el gesto de querer montarlo. Pero el animal, volviéndose en seco, le dio un buen golpe en el estómago con el hocico y lo dejó patas para arriba.

¡Imagínense la risotada impertinente y estrepitosa de todos los niños que presenciaron la escena!

Pero el hombrecito no se rió. Se acercó lleno de amabilidad al borrico rebelde y haciendo el ademán de que le daba un beso le arrancó de una mor-dida la mitad de la oreja derecha.

Entretanto Pinocho, que se había levantado del suelo hecho una furia, de un salto se puso en la grupa de aquel pobre animal. Y el salto fue tan bello que los niños, dejando de reír, comenzaron a gritar: “¡Viva Pinocho!”, y pro-rrumpieron en unos aplausos que parecían no terminar nunca.

Cuando de pronto el borrico alzó las dos patas de atrás y con una for-tísima sacudida lanzó al pobre muñeco al medio de la calle, sobre un montón de grava.

Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

Entonces las carcajadas se repitieron. Pero el hombrecito, en vez de reír, sintió de golpe tanto amor por ese inquieto borrico que, con un beso, le

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

arrancó de cuajo la mitad de la otra oreja. Después le dijo al muñeco.—Vuelve a montarlo y no tengas miedo. Este borrico tenía algún paja-

rito en la cabeza, pero le he dicho un par de palabras al oído y espero haberlo vuelto manso y razonable.

Pinocho montó y el carro comenzó a moverse. Pero mientras los borri-cos galopaban y el carro corría sobre los guijarros del camino real, al muñeco le pareció oír una voz débil y apenas inteligible que le dijo:

—¡Pobre tonto! ¡Has querido hacer las cosas a tu modo, pero te arre-pentirás!

Pinocho, casi asustado, miró para todos lados, para saber de dónde pro-venían esas palabras. Pero no vio a nadie. Los borricos galopaban, el carro corría, los niños dentro del carro dormían. Mecha roncaba como un lirón y el hombrecito sentado en el pescante canturreaba entre dientes:

Todos de noche duermenY yo no duermo nunca...

Un kilómetro y medio después, Pinocho volvió a oír la misma voz débil, que le dijo:

—¡Métetelo en la cabeza, estúpido! ¡Los niños que dejan de estudiar y les dan la espalda a los libros, a la escuela y a los maestros para entregarse por completo a los juegos y a la diversión, no pueden esperar otra cosa que un fin desgraciado!... ¡Lo sé por experiencia! ¡Y te lo puedo decir! Ya llegará el día en que llores tú también, como yo ahora... ¡pero entonces será demasiado tarde!...

Ante estas palabras, susurradas dócilmente, el muñeco, más asustado que nunca, se bajó de la grupa del borrico y agarró a su cabalgadura por el hocico.

Imagínense cómo quedó cuando se dio cuenta de que su borrico llo-raba... ¡y lloraba como un niño!

—Eh, señor hombrecito —gritó entonces Pinocho al dueño del carro—. ¿Sabe una cosa? Este borrico llora.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Déjalo llorar, ya tendrá tiempo de reírse.—¿Acaso usted le enseñó a hablar?—No, sólo aprendió a balbucear algunas palabras, porque estuvo

durante tres años en compañía de perros amaestrados.—¡Pobre animal!—Vamos, vamos —dijo el hombrecito—, no perdamos el tiempo

viendo llorar a un burro. Vuelve a montar y sigamos: la noche está fresca y el camino es largo.

Pinocho obedeció sin chistar. El carro reanudó su carrera, y por la mañana, al despuntar el alba, llegaron felizmente al País de los Juguetes.

Este país no se parecía a ningún otro país del mundo. Su población estaba toda compuesta por niños. Los más viejos tenían catorce años, los más jóvenes apenas ocho. ¡En las calles había una alegría, un estrépito y un vocerío como para volverse loco! Bandas de niños por todas partes: unos jugaban a la mancha, otros al tejo, otros a la pelota, unos andaban en bicicleta, otros en caballitos de madera; unos jugaban al gallo ciego, otros a las escondidas; unos, vestidos de payasos, comían estopa encendida; otros actuaban; unos canta-ban, otros daban saltos mortales; unos se divertían caminando con las manos en el suelo y las piernas en el aire, otros jugaban con el aro; unos paseaban ves-tidos de generales con gorros de papel y sables de cartón, uno reía, el otro gri-taba, uno llamaba, el otro aplaudía, uno silbaba, el otro imitaba a una gallina cuando pone los huevos... En resumidas cuentas, era tal el pandemónium, tal el griterío, tal el bullicio endiablado que había que meterse algodón en los oídos para no quedar sordos. En las plazas se veían teatritos de lona, llenos de chicos de la mañana a la noche, y en todas la paredes de las casas, escritas con carbón, se leían cosas bellísimas como éstas: ¡Vivan los jugetes! (en vez de juguetes); no queremos más hescuelas (en vez de no queremos más escuelas); abajo Larin Metica (en vez de la aritmética) y otras joyas por el estilo.

Pinocho, Mecha y los otros niños, que habían hecho el viaje con el hom-brecito, apenas pusieron un pie en la ciudad se lanzaron enseguida en medio de aquella baraúnda, y en pocos minutos, como es fácil imaginar, se hicieron amigos todos. ¿Quién podía estar más feliz y más contento que ellos?

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Luigi E. Maria Augusta Cavalieri (1924)

En medio de tanto jolgorio y tanta diversión, las horas, los días, las semanas pasaban como relámpagos.

—¡Oh! ¡Qué buena vida! —decía Pinocho cada vez que por casualidad se encontraba con Mecha.

—¿Ves cómo yo tenía razón? —replicaba este último—. ¡Y pensar que tú no querías venir! ¡Y pensar que se te había metido en la cabeza volver a la casa de tu Hada, para perder el tiempo estudiando!... Si hoy te ves libre del fastidio de los libros y de las escuelas, me lo debes a mí, a mis consejos, a mi insistencia, ¿no es así? Sólo los grandes amigos pueden hacerte estos favores.

—¡Es verdad, Mecha! Si hoy soy un niño verdaderamente feliz te lo debo a ti. ¿Sabes lo que me decía el maestro refiriéndose a ti? Siempre me decía: “¡No te juntes con ese bribón de Mecha, porque Mecha es un mal compañero

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

y sólo puede aconsejarte mal!...”—¡Pobre maestro! —replicó el otro moviendo la cabeza—. ¡Sé que la

tenía conmigo y que siempre se divertía calumniándome, pero yo soy gene-roso y lo perdono!

—¡Qué bueno eres! —dijo Pinocho, abrazando afectuosamente a su amigo y dándole un beso en medio de los ojos.

Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

Ya hacía cinco meses que duraba esta buena vida jugando y divirtién-dose días enteros, sin verle nunca la cara a un libro, ni una escuela, cuando una mañana Pinocho, al despertarse, recibió, como se suele decir, una des-agradable sorpresa, que lo puso de mal humor.

XXXIIA Pinocho le salen orejas de burro y después

se vuelve un borrico de verdad y comienza a rebuznar.

¿Y cuál fue esa sorpresa?Se los diré yo, mis queridos y pequeños lectores: la sorpresa fue que

Pinocho, al despertarse, se le ocurrió, naturalmente, rascarse la cabeza; y al rascarse la cabeza se dio cuenta de que...

Adivinen: ¿de qué se dio cuenta?

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Para su sorpresa, se dio cuenta de que las orejas le habían crecido más de un palmo.

Ustedes saben que el muñeco, desde su nacimiento, tenía las orejas chiquitas chiquitas; tan chiquititas que, a simple vista, ¡ni siquiera se veían! Imagínense entonces cómo se quedó cuando se dio cuenta de que sus orejas, durante la noche, le habían crecido tanto que parecían dos escobillas.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Fue enseguida a buscar un espejo para poder verse, pero al no encon-trar un espejo llenó de agua la pileta y, reflejándose en ella, vio lo que nunca hubiese querido ver: esto es, vio su imagen embellecida por un magnífico par de orejas de burro.

¡Dejo que ustedes imaginen el dolor, la vergüenza y la desesperación del pobre Pinocho!

Comenzó a llorar, a chillar, a golpearse la cabeza contra la pared; pero cuanto más se desesperaba, más crecían sus orejas, crecían y se volvían peludas en la punta.

Al oír aquellos gritos agudísimos, entró en la habitación una linda Mar-motita que vivía en el piso de arriba; la cual, al ver al muñeco en semejante aprieto, le preguntó presurosamente:

—¿Qué tienes, mi querido vecino?—Estoy enfermo, Marmotita mía, estoy enfermo... ¡y enfermo de una

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

enfermedad que me da miedo! ¿Tú entiendes algo de cómo tomar el pulso?—Un poquito.—Mira a ver si por casualidad tengo fiebre.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

La Marmotita levantó la pata derecha, y después de haber tomado el pulso a Pinocho, le dijo, suspirando:

—¡Amigo mío, lamento tener que darte una mala noticia!...—¿Cuál sería?—¡Que tienes una fiebre muy alta!...—¡Y qué clase de fiebre es?—Es la fiebre del burro.—¡No conozco esa fiebre! —respondió el muñeco, que desgraciada-

mente había comprendido.—Yo te explicaré —agregó la Marmotita—. Debes saber que dentro de

dos o tres horas ya no serás ni un muñeco ni un niño...—¿Y qué seré?—Dentro de dos o tres horas te convertirás en un verdadero burro, como

esos que tiran de los carros y llevan los repollos y las lechugas al mercado.—¡Oh! ¡Pobre de mí! ¡Pobre de mí! —gritó Pinocho agarrándose las

dos orejas con las manos y tirando y estirándolas desesperadamente, como si fuesen las orejas de otro.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Querido mío —replicó la Marmotita para consolarlo—, ¿qué vas a hacer? Es el destino. Está escrito en los decretos de la sabiduría que todos los niños haraganes que, aburridos de los libros, las escuelas y los maestros, pasan los días entre juguetes, juegos y diversiones, antes o después terminan trans-formándose en pequeños burros.

—¿De verdad es así? —preguntó sollozando el muñeco.—¡Lamentablemente es así! Y ahora llorar es inútil. ¡Había que haberlo

pensado antes!—Pero no es mi culpa, créeme, Marmotita, ¡la culpa es toda de

Mecha!...—¿Y quién es ese Mecha?—Un compañero de escuela. Yo quería volver a casa; yo quería ser obe-

diente; yo quería seguir estudiando y sacar buenas notas... pero Mecha me dijo: “¿Para qué quieres aburrirte estudiando? ¿Para qué quieres ir a la escuela? Mejor ven conmigo al País de los Juguetes: allí no estudiaremos más; allí nos divertiremos de la mañana a la noche y siempre estaremos contentos”.

—¿Y por qué seguiste los consejos de ese falso amigo, de ese mal com-pañero?

—¿Por qué?... Marmotita mía, porque yo soy un muñeco sin juicio... y sin corazón. ¡Oh! ¿Si hubiese tenido una pizca de corazón nunca hubiera abandonado a la buena Hada, que me quería como una mamá y que había hecho tanto por mí... a estas horas ya no sería un muñeco... sino un niño cuerdo, como tanto otros! ¡Oh!... Pero si encuentro a Mecha, ¡ay de él! ¡Se las voy a decir todas juntas!...

E hizo ademán de salir. Pero cuando había llegado a la puerta se acordó de que tenía orejas de burro, y avergonzado de mostrarse así en público, ¿qué inventó? Tomó un gran gorro de algodón y, poniéndoselo en la cabeza, se lo metió hasta la punta de la nariz.

Después salió y se puso a buscar a Mecha por todos lados. Lo buscó en las calles, en las plazas, en los teatritos, en todos los lugares, pero no lo encontró. Preguntó por él a cuantos encontró por la calle, pero nadie lo había visto.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Entonces fue a buscarlo a su casa, y cuando llegó a la puerta, llamó.—¿Quién es? —preguntó Mecha desde adentro.—¡Soy yo!—respondió el muñeco.—Espera un poco, ya te abro.Después de media hora la puerta se abrió. Imagínense cómo quedó

Pinocho cuando, entrando en la habitación, vio a su gran amigo Mecha con un gran sombrero de algodón en la cabeza que le llegaba hasta la nariz.

Al ver ese gorro, Pinocho casi se sintió consolado, y pensó enseguida para sí: “¿Estará mi amigo enfermo de mi misma enfermedad? ¿Él también tendrá la fiebre del burro?...”

Y fingiendo que no se había dado cuenta de nada, le preguntó, son-riendo:

—¿Cómo estás, mi querido Mecha?—Muy bien, como un ratón dentro de una horma de queso parmi-

giano.—¿Lo dices en serio?—¿Y por qué te diría una mentira?—Perdóname amigo, pero entonces ¿por qué tienes en la cabeza ese

gorro de algodón que te cubre las orejas?—Me lo recetó el médico, porque me lastimé una rodilla. ¿Y tú, querido

muñeco, por qué llevas ese gorro de algodón metido hasta la nariz?—Me lo recetó el médico, porque me despellejé un pie.—¡Oh! ¡Pobre Pinocho!...—¡Oh! ¡Pobre Mecha!...A estas palabras siguió un larguísimo silencio durante el cual los dos

amigos no hicieron otra cosa que mirarse uno al otro con aire de burla.Finalmente el muñeco, con una vocecita melosa y aflautada, le dijo a su

compañero:—Quítame una curiosidad, mi querido Mecha: ¿sufriste alguna vez de

enfermedad en las orejas?—¡Nunca!... ¿Y tú?—¡Nunca! Pero desde esta mañana tengo una oreja que me hace sufrir mucho.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—A mí me pasa lo mismo.—¿A ti también?... ¿Y qué oreja te duele?—Las dos. ¿Y a ti?—Las dos. ¿Será la misma enfermedad?—Me temo que sí.—¿Quieres hacerme un favor, Mecha?—¡Encantado! De todo corazón.—¿Me dejas ver tus orejas?—¿Por qué no? Pero antes yo quiero ver las tuyas, querido Pinocho.—No. Tú tienes que ser el primero.—¡No, querido! ¡Primero tú, después yo!—Está bien —dijo el muñeco—. Hagamos un pacto de buenos

amigos.—Oigamos cuál es ese pacto.—Saquémonos los gorros los dos al mismo tiempo. ¿Aceptas?—Acepto.—Entonces, ¡atento!Y Pinocho comenzó a contar en voz alta:—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!A la voz de tres los dos niños agarraron sus gorros y los tiraron al aire.Y entonces tuvo lugar una escena que, si no fuera porque es verdad,

parecería increíble. Sucedió que Pinocho y Mecha, cuando se vieron atacados los dos por la misma enfermedad, en vez de sentirse mortificados y dolidos comenzaron a agitar sus orejas desmesuradamente grandes, y después de mil muecas terminaron con una buena risotada.

Y rieron, rieron, rieron hasta más no poder. Hasta que, en lo mejor de la risa, Mecha se detuvo de pronto y, bamboleándose y cambiando de color, le dijo a su amigo:

—¡Ayúdame, ayúdame, Pinocho!—¿Qué te pasa?—¡Ay! No puedo sostenerme sobre las piernas.—Yo tampoco —gritó Pinocho, llorando y tambaleándose.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de María L. Kirk (1916)

Y mientras decían esto se pusieron en cuatro patas y, caminando con las manos y los pies, comenzaron a dar vueltas y a correr por la habitación. Y mientras corrían, sus brazos se convirtieron en patas, y sus rostros se alarga-ron y se volvieron hocicos, y sus espaldas se cubrieron de pelaje gris claro con pintitas negras.

¿Pero saben cuál fue el peor momento para aquellos dos desafortunados? El peor y más humillante momento fue cuando sintieron que empezaba a despuntarles la cola. Vencidos entonces por la vergüenza y el dolor, trataron de llorar y lamentarse de su destino.

¡Hubiese sido mejor que no lo hicieran! En vez de gemidos y lamentos,

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

lanzaron rebuznos asnales. Y rebuznando sonoramente, decían, a coro: i—ho, i—ho, i—ho.

En ese momento llamaron a la puerta, y una voz desde afuera dijo:—¡Abran! Soy el Hombrecito, el conductor del carro que los trajo a este

país. Abran enseguida o ¡ay de ustedes!

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

XXXIIIConvertido en un burro de verdad es puesto a la ventay lo compra el Director de una compañía de payasos

para enseñarle a bailar y a saltar los aros;pero una noche se queda rengo y entonces

lo compra otro para hacer un tambor con su piel.

Viendo que la puerta no se abría, el Hombrecito la tiró abajo con una violentísima patada, y entrando en la habitación, con su habitual sonrisa, les dijo a Pinocho y a Mecha:

—¡Bien, muchachos! Han rebuznado tan bien que enseguida los reco-nocí por la voz. Y por eso estoy aquí.

Al oír esas palabras los dos borricos se sintieron muy disgustados, con la cabeza gacha, las orejas bajas y la cola entre las patas.

Al principio el Hombrecito los alisó, los acarició y les dio unas palma-ditas; después, sacando el cepillo, les dio una buena cepillada. Y cuando a fuerza de cepillarlos los había dejado lustrosos como dos espejos, entonces les puso el cabestro y los condujo a la plaza del mercado, con la esperanza de venderlos y sacar una buena ganancia.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en

forma gratuita por Imaginaria: http://www.imaginaria.com.ar

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Y los compradores, en efecto, no se hicieron esperar.Mecha fue comprado por un campesino, al que el día anterior se le

había muerto el borrico (1), y Pinocho fue vendido al Director de una compañía de payasos y saltimbanquis, el cual lo compró para amaestrarlo y hacerlo bailar y saltar junto con otros animales de su compañía.

Y ahora, mis pequeños lectores, ¿han comprendido cuál era el oficio del Hombrecito? Ese horrible monstruo, que aparentaba ser de leche y miel, iba de tanto en tanto con un carro por el mundo; con halagos y promesas, en el camino, recogía a todos los chicos haraganes que se aburrían con los libros y la escuela, y después de haberlos cargado en su carro los conducía al País de los Juguetes para que pasaran todo el tiempo entre juegos, algazara y diversiones. Cuando aquellos pobres niños ilusos, a fuerza de jugar todo el tiempo y no estudiar nunca, se volvían borricos, entonces él, alegre y con-tento, se adueñaba de ellos y los vendía en las ferias y en los mercados. Y así en pocos años había hecho mucho dinero y se había vuelto millonario.

Ignoro lo que le pasó a Mecha; pero sé que Pinocho llevó, desde el primer día, una vida triste y durísima.

Cuando fue llevado al establo su nuevo amo le llenó el pesebre de paja; pero Pinocho, después de haber probado un bocado, la escupió.

Entonces el amo, gruñendo, le llenó el pesebre de heno; pero el heno tampoco le gustó.

—¡Ah! ¿Tampoco te gusta el heno? —gritó el amo, irritado—. ¡Déjame a mí, borriquillo lindo, que si tienes caprichos yo me voy a encar-gar de quitártelos!...

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Y a modo de corrección le asestó un fustazo en las patas.Pinocho, a causa del gran dolor, comenzó a llorar y a rebuznar, y

rebuznando decía:—¡I-ho, i-ho, no puedo digerir la paja!...—¡Entonces come el heno! —replicó el amo, que entendí perfecta-

mente el dialecto asnal.—¡I-ho, i-ho, el heno me da dolor de barriga!...—¿Pretendes, entonces, que a un borrico como tú lo mantenga a base

de pollo y capón de gelatina? –agregó el amo cada vez más rabioso y asestán-dole un segundo fustazo.

Ante este segundo fustazo, Pinocho, por prudencia, se quedó quieto y no dijo nada más.

Entretanto, el establo fue cerrado y Pinocho se quedó solo; y como hacía muchas horas que no comía nada, empezó a bostezar del hambre que tenía.

Y al bostezar abría la boca, que parecía un horno.Al final, no encontrando otra cosa en el pesebre, se resignó a masticar

un poco de heno; y después de haberlo masticado bien, cerró los ojos y lo mandó adentro.

—Este heno no está tan mal —dijo para sí—, ¡pero cuánto mejor esta-ría si hubiese seguido estudiando!... A esta hora, en vez de heno, podría estar comiendo un pedazo de pan fresco y una buena feta de salame... ¡Pacien-cia!...

A la mañana siguiente, al despertarse, buscó enseguida en el pesebre otro poco de heno; pero no lo encontró, porque durante la noche se lo había comido todo.

Entonces tomó un bocado de paja triturada; pero mientras la masti-caba se dio cuenta de que el sabor de la paja triturada no se parecía en nada ni al arroz con azafrán ni a los macarrones a la napolitana.

—¡Paciencia! —repitió, mientras seguía masticando—. ¡Que al menos mi desgracia pueda servir de lección a todos los niños desobedientes que no tienen ganas de estudiar. ¡Paciencia!... ¡Paciencia!...

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¡Qué paciencia ni qué ocho cuartos! —gritó el amo, que en ese momento entraba en el establo—. ¿Crees acaso, mi lindo borrico, que yo te compré únicamente para darte de beber y de comer? Te compré para que trabajes, y para que me hagas ganar mucho dinero. ¡Así que, vamos, pórtate bien! Ven conmigo al circo, que allí te enseñaré a saltar el aro, romper con la cabeza barriles de papel y balar el vals y la polca parado sobre las patas de atrás.

El pobre Pinocho, de grado o por fuerza, tuvo que aprender a hacer todas esas bellísimas cosas; pero, para aprenderlas, fueron necesarias muchas lecciones y muchos fustazos.

Ilustración de Edna Potter (1925)

Finalmente llegó el día en que su amo pudo anunciar un espectáculo verdaderamente extraordinario. Los carteles, pegados en las esquinas, de muchos colores, decían así:

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

GRAN ESPECTÁCULODE

GALAEsta noche tendrán lugar

LOS HABITUALES SALTOSY EJERCICIOS SORPRENDENTES

EJECUTADOS POR TODOS LOS ARTISTASY TODOS LOS CABALLOS DE AMBOS SEXOS DE LA COMPAÑÍA

Y ademáspor primera vez será presentado

el famosoBORRICO PINOCHO

llamadoLA ESTRELLA DE LA DANZA

--0--EL TEATRO ESTARÁ ESPLÉNDIDAMENTE ILUMINADO

Aquella noche, como podrán imaginar, una hora antes de que comen-zase el espectáculo, el teatro estaba lleno a más no poder.

No se encontraba ni una butaca ni un asiento preferencial ni un palco ni siquiera pagándolos a precio de oro.

Por las gradas del Circo hormigueaban los niños, las niñas y los muchachos de todas las edades, ansiosos por ver bailar al famoso borrico Pinocho.

Terminada la primera parte del espectáculo, el Director de la compa-ñía, llevando levita negra, pantalón blanco y botas de cuero hasta las rodi-llas, se presentó ante el numerosísimo público y, haciendo una reverencia, recitó con mucha solemnidad el siguiente descabellado discurso:

—¡Respetable público, damas y caballeros!“El humilde servidor, estando de paso por esta ilustre metrópoli, he

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

querido procrearme el honor, además del placer, de presentar a este inte-ligente y conspicuo auditorio un célebre borrico, que ya tuvo el honor de bailar en presencia de Su Majestad el Emperador de todas las principales Cortes de Europa.”

“Y dándoles las gracias, ¡ayúdennos con vuestra animadora presencia y compadézcannos!”

Este discurso fue recibido con muchas risas y muchos aplausos; pero los aplausos se redoblaron y se volvieron una especie de huracán con la aparición del borrico Pinocho en el centro del Circo. Estaba todo enjaezado como para una fiesta. Tenía unas bridas nuevas de cuero brillante, con hebi-llas y broches de latón, dos camelias blancas en las orejas, la crin dividida en muchos rulos atados con lazos de seda roja, una gran faja de oro y plata a modo de cincha, y la cola toda trenzada con cintas de terciopelo amaranto y celeste. En resumidas cuentas, ¡era un borrico adorable!

El Director, al presentarlo al público, añadió estas palabras:“¡Mis respetables auditores! No estoy aquí para contarles mentiras

acerca de las grandes dificultades superadas por mí para comprender y sub-yugar a este mamífero, mientras pastaba libremente de montaña en montaña en las llanuras de la zona tórrida. Les ruego que observen cuánto salvajismo exudan sus ojos, o sea, es decir que habiéndose revelados vanidosos todos los medios para domesticarlo a la vida de los cuadrúpedos civiles, he tenido que recurrir muchas veces al afable dialecto de la fusta. Pero cada una de mis gentilezas, en vez de hacerme querer por él, le han maleado más el alma. Pero yo, siguiendo el sistema de Gales, encontré en su cráneo una pequeña cartilaginosidad ósea que la misma Facultad de Medicina de París reconoció que se trataba del bulbo regenerador de cabellos y de la danza pírrica. Y por esta razón quise amaestrarlo para el baile y en los relativos saltos al aro y de los toneles forrados de papel. ¡Admírenlo y después júzguenlo! Pero antes de consanguinearme de ustedes permítanme, oh señores, que los invite al diurno espectáculo de mañana a la noche; pero en la apoteosis de que el tiempo lluvioso amenaza agua, entonces el espectáculo, en lugar de mañana a la noche, será posticipado para mañana a la mañana, a las once horas ante-

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

meridianas de la tarde.”Y aquí el Director hizo otra profunda reverencia, y entonces dirigién-

dose a Pinocho le dijo.—¡Ánimo, Pinocho! ¿Pero antes de dar comienzo a nuestro ejercicios,

saluda a este respetable público, caballeros, damas y niños!

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Pinocho, obediente, dobló de inmediato las dos patas de adelante hasta llegar al suelo, y permaneció de rodillas hasta que el Director, haciendo restallar la fusta, le gritó:

—¡Al paso!Entonces el borrico se alzó sobre las cuatro patas y comenzó a dar vuel-

tas al Circo, caminando siempre al paso.Podo después el Director gritó:—¡Al trote!

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Y Pinocho, obediente a la orden, cambió el paso por el trote.—¡Al galope!Y Pinocho empezó a galopar.—¡A la carrera!Y Pinocho se puso a correr a toda velocidad. Pero mientras corría

como un desaforado, el Director, levantando el brazo, descargó un disparo de pistola al aire.

Al oír el disparo, el borrico, fingiéndose herido, cayó al suelo como si de verdad estuviese moribundo.

Levantándose, en medio de un estallido de aplausos, de gritos y de aullidos que llegaban hasta las estrellas, se le ocurrió levantar la cabeza y mirar hacia arriba... y al mirar, vio en un palco a una bella dama que llevaba en el cuello un grueso collar de oro, del que pendía un medallón. Y en el medallón estaba pintado el retrato de un borrico.

“¡Ese es mi retrato!... ¡Aquella dama es el Hada!”, dijo para sus aden-tros Pinocho, reconociéndola enseguida; y dejándose llevar por la alegría, trató de gritar:

—¡Oh, Hada mía! ¡Oh, Hada mía!Pero en lugar de estas palabras lo que salió de su garganta fue un

rebuzno tan sonoro y prolongado que hizo reír a todos los espectadores, sobre todo a los niños que estaban en la platea.

Entonces el Director, para enseñarle y hacerle entender que no es de buena educación rebuznar delante del público, le dio un golpe en la nariz con el mando de la fusta.

El pobre borrico, sacando un palmo de lengua, estuvo al menos cinco minutos lamiéndose la nariz, creyendo que así calmaría el dolor que sentía.

¡Pero cuál fue su desesperación cuando, mirando hacia arriba por segunda vez, vio que el palco estaba vacío y que el Hada había desapare-cido!...

Sintió que se moría; los ojos se le llenaron de lágrimas y comenzó a llorar desconsoladamente. Pero nadie se dio cuenta, y menos que nadie el Director, el cual, por el contrario, haciendo restallar la fusta, gritó:

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Roberto Innocenti (1988).Gentileza Kalandraka Editora

—¡Vamos, Pinocho! Ahora les mostrarás a estos señores con cuánta maestría sabes saltar los aros.

Pinocho lo intentó dos o tres veces, pero cada vez que llegaba ante el aro, en vez de atravesarlo pasaba cómodamente por debajo. Al final dio un salto y lo atravesó, pero las patas de atrás, desgraciadamente, quedaron atrapadas en el aro, motivo por el cual cayó al suelo del otro lado, como un fardo.

Cuando se levantó, estaba rengo, y a duras penas pudo volver a la cuadra.

—¡Que salga Pinocho! ¡Queremos al borrico! ¡Que salga el borrico!

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—gritaban los niños de la platea, apiadados y conmovidos por el tristísimo caso.

Pero el borrico no volvió a dejarse ver aquella noche.A la mañana siguiente el veterinario, o sea el médico de los animales,

cuando lo visitó, declaró que quedaría rengo para toda la vida.Entonces el Director le dijo a su peón de la cuadra:—¿Qué quieres que haga con un borrico rengo? Se comería gratis mi

pan. Llévalo a la plaza y véndelo.Llegados a la plaza, encontraron enseguida un comprador, el cual le

preguntó al peón de la cuadra:—¿Cuánto quieres por este borrico rengo?—Veinte liras.—Te doy veinte centavos. No creas que lo compro para hacerlo traba-

jar: lo compro únicamente por su piel. Veo que tiene una piel muy dura, y con su piel quiero hacer un tambor para la banda musical de mi pueblo.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

¡Dejo que ustedes, niños, imaginen el placer que sintió el pobre Pino-cho cuando oyó que estaba destinado a convertirse en un tambor!

El caso es que el comprador, apenas pagó los veinte centavos, condujo al borrico a un escollo que estaba en la costa del mar; y poniéndole una piedra al cuello y atándole a una pata una cuerda que sostenía en la mano,

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

repentinamente le dio un empujón y lo arrojó al agua.Pinocho, con aquel peso atado al cuello, se fue enseguida al fondo; y el

comprador, siempre con la cuerda en la mano, se sentó en el escollo, espe-rando a que el borrico muriese ahogado para después quitarle la piel.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

XXXIVPinocho, arrojado al mar, es devorado por los peces,

y vuelve a ser un muñeco como antes;pero mientras nada para salvarse

es engullido por el terrible Tiburón.

Habiendo pasado cincuenta minutos que el borrico estaba bajo el agua, el comprador dijo, hablando consigo mismo.

—A esta hora mi pobre borrico rengo debe de estar bien ahogado. Saquémoslo, entonces, y hagamos con su piel un lindo tambor.

Y comenzó a tirar de la cuerda con la cual le había atado una pata; y tira que te tira, al final vio aparecer a flor de agua... ¿adivinan? En vez de un borrico muerto lo que vio aparecer a flor de agua fue a Pinocho, que se retorcía como una anguila.

Viendo a aquel muñeco de madera, el pobre hombre creyó estar soñando, y quedó atontado, con la boca abierta y los ojos fuera de las órbitas.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Corrado Sarri (1929)

Repuesto un poco del primer estupor, dijo, llorando y balbuceando:—¿Y el borrico que arrojé al mar, dónde está?—¡Ese borrico soy yo! —respondió el muñeco, riendo.—¿Tú?—Yo.—¡Ah! ¡Tunante! ¿Pretendes acaso burlarte de mí?—¿Burlarme de usted? Todo lo contrario, querido amo; le hablo en

serio.—¿Pero cómo es posible que tú, que hasta hace poco tiempo eras un

borrico, ahora, estando en el agua, te hayas convertido en un muñeco de madera?...

—Será el efecto del agua de mar. El mar hace esas bromas.—¡Cuidado, muñeco, cuidado!... No pienses que puedes divertirte a

costa mía. ¡Ay de ti si se me acaba la paciencia!—Bueno, amo, ¿quiere conocer toda la historia? Suélteme esta pierna y

se la contaré.Aquel buen despistado que era el comprador, curioso de conocer la

verdadera historia, desató enseguida el nudo de la cuerda que lo mantenía atado; y entonces Pinocho, encontrándose libre como un pájaro en el aire, empezó a hablar así:

—Sepa que yo era un muñeco de madera como lo soy ahora; pero estaba a punto de convertirme en un niño, como en este mundo hay tantos;

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

sin embargo, por mis pocas ganas de estudiar y por hacer caso a las malas compañías, me escapé de casa... y un buen día, al despertarme, me encontré convertido en un borrico de largas orejas... ¡y una larga cola!... ¡Qué ver-güenza fue eso para mí!... Una vergüenza, querido amo, ¡qué ruego a San Antonio bendito que nunca se la haga sentir a usted! Puesto a la venta en el mercado de los burros, fui comprado por el Director de una Compañía ecuestre, al cual se le puso en la cabeza hacer de mí un gran bailarín y un gran saltador de aros; pero una noche, durante el espectáculo, tuve una mala caída y me quedé rengo de las dos patas. Entonces el Director, no sabiendo qué hacer con un borrico rengo, mandó a que me volvieran a vender, ¡y usted me compró!

—¡Por desgracia! Y pagué por ti veinte centavos. ¿Quién me devolverá ahora mis veinte centavos?

—¿Y para qué me compró? ¡Usted me compró para hacer conmigo una piel de tambor!... ¡un tambor!...

—¡Por desgracia! ¿Y dónde encontraré ahora otra piel?...—No se desespere, amo. ¡Hay tantos borricos en este mundo!—Dime, monigote impertinente, ¿tu historia termina aquí?—No —respondió el muñeco—, dos palabras más y termino. Después

de haberme comprado, me trajo a este lugar para matarme; pero después, cediendo a un sentimiento piadoso de humanidad, prefirió colgarme una piedra al cuello y tirarme al fondo del mar. Este sentimiento de delicadeza lo honra muchísimo, y yo le estaré siempre agradecido por eso. Por lo demás, querido amo, usted hizo sus cálculos sin el Hada...

—¿Y quién es esta Hada?—Es mi mamá, que se parece a todas las buenas mamás, que desean lo

mejor para sus niños y nunca les sacan el ojo de encima, y los asisten amoro-samente en todas las desgracias, incluso cuando estos niños, por sus trave-suras y su mala conducta, merecerían ser abandonados y que se los dejara valerse por sí mismos. Decía entonces que la buena Hada, apenas me vio en peligro de ahogarme, mandó a mí un cardumen infinito de peces, los cuales, creyéndome de verdad un borrico bien muerto, ¡comenzaron a comerme! ¡Y

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

qué bocados daban ¡Nunca hubiera creído que los peces fueran más glotones que los niños! Uno me comió las orejas, otro me comió el hocico, otro el pescuezo y las crines, otro la piel de las patas, otro la piel del lomo... y entre ellos había un pececito tan amable que se dignó comerme la cola.

—De hoy en adelante —dijo el comprador horrorizado—, juro que no volveré a probar la carne de pescado. ¡No me gustaría abrir un salmonete o una pescadilla frita y encontrar adentro la cola de un burro!

—Yo pienso lo mismo que usted —replicó el muñeco, riendo—. Por lo demás, debe saber que cuando los peces terminaron de comer toda aque-lla cáscara asnal que me cubría de la cabeza a los pies, llegaron, como es natural, a los huesos... o para decirlo mejor, llegaron a la madera, porque, como puede ver, yo estoy hecho de madera durísima. Pero después de haber dado las primeras mordidas, aquellos peces se dieron cuenta enseguida de que la madera no era bocado para sus dientes, y, asqueados por ese alimento indigesto, se fueron por aquí y por allá, sin volverse siquiera para darme las gracias... Y ya le he contado cómo usted, al tirar de la cuerda, encontró un muñeco vivo en vez de un borrico muerto.

—Yo me río de tu historia —gritó el comprador enfurecido—. Lo que sé es que gasté veinte centavos para comprarte y quiero que me los devuel-van. ¿Sabes qué haré? Te llevaré otra vez al mercado y te venderé a precio de leña seca para encender el fuego de la chimenea.

—Vuelva a venderme, entonces: por mí, encantado —dijo Pinocho.Y diciendo esto dio un buen salto y se arrojó al agua. Y nadando ale-

gremente y alejándose de la playa gritaba a su comprador:—Adiós amo; si necesita una piel para hacer un tambor, acuérdese de mí.Y después se reía y seguía nadando; y después de un rato, mirando

hacia atrás, gritaba más fuerte:—Adiós, amo; si necesita un poco de leña seca para encender la chi-

menea, acuérdese de mí.El caso es que en un abrir y cerrar de ojos se había alejado tanto que

ya casi no se lo veía; o sea, sobre la superficie del mar sólo se veía un puntito negro, que de tanto en tanto sacaba las piernas del agua y hacía cabriolas y

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

saltos, como un delfín de buen humor.Mientras Pinocho nadaba a la ventura, vio en medio del mar un esco-

llo que parecía de mármol blanco; y en la cima del escollo, una linda cabrita que balaba amorosamente y le hacía señas de que se acercara.

Lo más singular era esto: que la lana de la cabrita, en vez de ser blanca, o negra, o moteada de los dos colores, como la de las otras cabras, era de color azul, pero de un azul tan brillante que recordaba muchísimo al cabello de la hermosa Niña.

¡Dejo que ustedes imaginen cuán fuerte le latiría el corazón al pobre Pinocho! Redoblando sus fuerzas y sus energías se puso a nadar hacia el escollo blanco; y ya estaba a mitad de camino cuando salió del agua y fue a su encuentro una horrible cabeza de monstruo marino, con la boca abierta, como un abismo, y tres hileras de colmillos, que hubiesen dado miedo incluso viéndolos pintados.

¿Y saben quién era aquel monstruo marino?Aquel monstruo marino era ni más ni menos que aquel gigantesco

Tiburón, mencionado muchas veces en esta historia, que por sus estragos y su voracidad insaciable era llamado “el Atila de los peces y los pescadores”.

Imagínense el miedo del pobre Pinocho al ver al monstruo. Trató de esquivarlo, de cambiar de rumbo; trató de huir, pero aquella inmensa boca abierta iba a su encuentro con la velocidad de una flecha.

Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¡Apúrate, Pinocho, por favor! —gritaba balando la linda cabrita.Y Pinocho nadaba desesperadamente con los brazos, con el pecho, con

las piernas y con los pies.—¡Corre, Pinocho, que el monstruo se acerca!Y Pinocho, recurriendo a todas sus fuerzas, redoblaba la carrera.—¡Cuidado, Pinocho!... ¡El monstruo te alcanza!... ¡Ya está ahí!... ¡Ya

está ahí!... ¡Date prisa, por favor, o estás perdido!...Y Pinocho nadaba más aprisa que nunca, adelante, adelante, adelante,

como si fuera una bala de fusil. ¡Y ya estaba cerca del escollo, y ya la cabrita, inclinada sobre el mar, le alargaba las patitas de adelante para ayudarlo a salir del agua!...

¡Pero ya era tarde! El monstruo lo había alcanzado; el monstruo, absorbiendo el agua, se tragó al pobre muñeco, como se hubiera tragado un huevo de gallina. Y lo engulló con tanta violencia y con tanta avidez que Pinocho, cayendo dentro del cuerpo del Tiburón, se dio un golpe tan desco-munal que quedó aturdido durante un cuarto de hora.

Cuando volvió en sí de ese aturdimiento, ni siquiera podía recordar en qué mundo estaba. Todo alrededor no había más que oscuridad, pero una oscuridad tan negra y profunda que le parecía haber entrado en el cuerpo de un calamar lleno de tinta. Se detuvo a escuchar y no oyó ningún ruido; sólo, de tanto en tanto, sentía algunas grandes oleadas de viento golpeán-dole el rostro (2). Al principio no podía entender de dónde podría provenir ese viento, pero después entendió que salía de los pulmones del monstruo. Porque hay que saber que el Tiburón sufría muchísimo de asma, y cuando respiraba parecía que estuviese soplando el viento del norte.

Pinocho, al principio, trató de armarse de coraje; pero cuando probó y comprobó que se encontraba dentro del monstruo marino, comenzó a llorar y a chillar, y llorando decía:

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Oh, pobre de mí! ¿No hay nadie que venga a salvarme?

—¿Quién quieres que te salve, desgraciado?... —dijo en ese momento una vocecita cascada, como de guitarra desafinada.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¿Quién habla así? –preguntó Pinocho, helado de miedo.—¡Soy yo!: un pobre Atún, a quien el Tiburón tragó junto contigo. ¿Y

tú qué pez eres?—Yo no tengo nada que ver con los peces. Soy un muñeco.—Y entonces, si no eres un pez, ¿por qué te has dejado engullir por el

monstruo?—No soy yo quien se dejó engullir: ¡fue él quien me engulló! ¿Y ahora

qué haremos aquí, en la oscuridad?...—¡Resignarse y esperar a que el Tiburón nos haya digerido a los dos!...—¡Pero yo no quiero ser digerido! —gritó Pinocho, volviendo a llorar.—Yo tampoco quisiera ser digerido —agregó el Atún—, ¡pero soy bas-

tante razonable (3) y me consuelo pensando que, cuando se nace Atún, hay más dignidad en morir en el agua que frito en aceite!...

—¡Tonterías! —gritó Pinocho.—¡Lo mío es una opinión —replicó el Atún—, y las opiniones, como

dicen los Atunes políticos, deben ser respetadas!—En suma... yo quiero salir de aquí... yo quiero huir.—¡Huye, si puedes!...—¿Es muy grande este Tiburón que nos ha tragado? —preguntó el

muñeco.—Imagínate que su cuerpo mide más de un kilómetro, sin contar la

cola.Mientras sostenían esta conversación en la oscuridad, a Pinocho le

pareció distinguir a lo lejos una especie de claridad.—¿Qué será esa lucecita que se ve a lo lejos? —preguntó Pinocho.—¡Será algún compañero de desventura, que espera, como nosotros, el

momento de ser digerido!...—Quiero ir a verlo. Podría ser algún pez viejo capaz de enseñarme el

camino de huir.—Te lo deseo de corazón, querido muñeco.—Adiós, Atún.—Adiós, muñeco, y buena suerte.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¿Nos volveremos a ver?—¿Quién sabe?... ¡Mejor no pensarlo! (4)

Ilustración de Charles Copeland (1904)

Notas del traductor

(1) La mención de ese borrico muerto tiene algo de delictivo: nada impide pensar que este borrico tenga la misma proveniencia que Mecha. Recuérdese que cuando Pinocho había ido por la ciudad de las Abejas industriosas en busca de Mecha, lo había encontrado “escondido bajo el pórtico de una casa de campesinos”: el pobre Mecha tenía cierta voca-ción rural.(2) “Tragado por el Tiburón, Pinocho experimenta una condición de tinieblas viscerales (...). Inicialmente las tinieblas son totales, Pinocho está inmerso en un cuerpo, en sus humores viscosos; le ha sido impuesta una experiencia fetal, que debe sufrir y vivir en nocturna incertidumbre. El Tiburón aparece como una versión infinitamente profunda de la madre, algo casualmente grávido, gestatorio de los abismos, boca devoradora de naves, viejos y muñecos, orificio que, en los mismos sollozos de la decadencia, adormecido genera” (Manganelli, op. cit.) “Aunque no ha sido concebido por una mujer, ni siquiera

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Pinocho consigue escapar al destino de englobamiento. En la alegoría collodiana, padre e hijo se reencuentran en el vientre del Tiburón. De este modo la deuda de creación, con-traída por haber osado eludir el callejón fisiológico del parto, los une. Pero la perversidad optimista de Pinocho y su amor por el padre abrirán la vía de la evasión de la panza-útero-prisión. Nuestro héroe huye, a la manera de Eneas, con su viejo padre sobre los hombros” (Martella, op. cit.)(3) “ma io sono abbastanza filosofo”: tampoco debe tomarse al pie de la letra (Reale, op. cit.)(4) “La despedida del Atún tiene algo de lúgubre, pero ya se sabe cómo son los Atunes.” (Manganelli, op. cit.)

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Carlo Collodi

Las aventuras de PinochoTraducción y notas de Guillermo Piro

XXXVPinocho encuentra dentro del Tiburón... ¿a quién encuentra?

Lean este capítulo y lo sabrán.

Pinocho, apenas le dijo adiós a su buen amigo el Atún, se movió tam-baleándose en medio de aquella oscuridad, y comenzó a caminar a tientas dentro del cuerpo del Tiburón, yendo paso a paso hacia aquella pequeña claridad que divisaba a lo lejos.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en

forma gratuita por Imaginaria: http://www.imaginaria.com.ar

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Y al caminar sintió que sus pies chapoteaban en un charco de agua gra-sienta y resbaladiza, y esa agua tenía un olor tan fuerte a pescado frito que le pareció estar en plena cuaresma.

Y cuánto más andaba, más reluciente y perceptible se hacía la claridad; hasta que, anda que te anda, al final llegó; y cuando llegó... ¿qué encontró? No lo adivinarían ni aunque lo intentaran mil veces: encontró puesta una pequeña mesa, que tenía encima una vela encendida en una botella de cristal verde, y sentado a la mesa un viejito todo blanco, como si fuese de nieve o de crema batida, que estaba mordisqueando unos pececitos vivos, pero tan vivos, que a veces, mientras intentaba comerlos, se le escapaban de la boca.

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

Al ver esto, el pobre Pinocho sintió una alegría tan grande y tan ines-perada que poco faltó para que entrar en delirio. Quería reír, quería llorar, quería decir un montón de cosas; y en cambio mascullaba confusamente y balbuceaba palabras truncas y sin sentido. Finalmente consiguió lanzar un grito de alegría y abriendo los brazos y arrojándose al cuello del viejito, comenzó a gritar:

—¡Oh, papito mío! ¡Finalmente te he encontrado! ¡Ahora no te aban-donaré nunca, nunca, nunca!

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¿No me engañan mis ojos? —replicó el viejito, restregándose los ojos—. ¿Entonces de verdad eres mi querido Pinocho?

—¡Sí, sí, soy yo, soy yo! Tú ya me has perdonado, ¿no es cierto? ¡Oh, papito mío, qué bueno eres!... y pensar que yo, en cambio... ¡Oh, si supieras cuántas desgracias han llovido sobre mi cabeza y cuántas cosas me salieron torcidas! Imagínate que el día que tú, pobre papito, cuando vendiste tu casaca, me compraste el Abecedario para ir a la escuela, yo me escapé para ver a los títeres, y el titiritero quería echarme al fuego para cocer un carnero asado, que fue quien después me dio cinco monedas de oro para que te las llevase a ti, pero yo encontré al Zorro y al Gato, que me llevaron a la Posada del Camarón Rojo, donde comieron como lobos, y cuando salí solo en la noche me encontré con los asesinos que se pusieron a perseguirme, y yo corría, y ellos detrás, y yo corría, y ellos siempre detrás, y yo corría, hasta que me colgaron de una rama de la Gran Encina, de donde la hermosa Niña de los cabellos azules me mandó a recoger con una carroza, y los médicos, cuando me examinaron, dijeron enseguida: “Si no está muerto, es signo de que está vivo”, y entonces se me escapó una mentira, y la nariz empezó a crecerme y no podía pasar por la puerta de la habitación, motivo por el cual fui con el Zorro y el Gato a enterrar las cuatro monedas de oro, pues una ya la había gastado en la Posada. Y el Papagayo se puso a reír, y en lugar de dos mil monedas no encontré nada, lo cual el Juez, cuando supo que yo había sido robado, hizo que me metieran enseguida en prisión para darles una satisfacción a los ladrones, de donde, al salir, vi un hermoso racimo de uvas en el campo, que quedé preso en la trampa, y el campesino, por las buenas o por las malas, me puso el collar de perro para que cuidara el galli-nero, que reconoció mi inocencia y me dejó ir, y la serpiente con la cola que echaba humo comenzó a reír y se le reventó una vena del pecho, y así volví a casa de a Niña que estaba muerta, y la Paloma, al ver que lloraba, me dijo: “Vi a tu padre que se fabricaba una pequeña barca para ir a buscarte”, y yo le contesté: “¡Oh, si yo también tuviese alas!”, y ella me dijo: “¿Quie-res ir con tu padre?”, y yo le dije: “¡Claro! ¿Pero quién me llevaría?”, y ella me dijo: “Monta sobre mi grupa”, y así volamos toda la noche, y después a

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

la mañana todos los pescadores que miraban al mar me dijeron: “Hay un pobre hombre en una pequeña barca que está por hundirse”, y yo de lejos te reconocí enseguida, porque me lo decía el corazón, y te hice señas para que volvieses a la playa.

—Yo también te reconocí —dijo Geppetto—, y de buena gana hubiese vuelto a la playa, pero ¿cómo? El mar estaba furioso y una gran ola dio vuelta mi barca. Entonces un horrible Tiburón que andaba por allí, apenas me vio corrió enseguida hacia mí y, sacando la lengua, me atrapó y me tragó como si fuera un raviol.

—¿Y cuánto tiempo has estado aquí dentro? —preguntó Pinocho.—Desde aquel día, ya habrán pasado dos años; ¡dos años, Pinocho

mío, que me han parecido dos siglos!—¿Y cómo has conseguido sobrevivir? ¿Dónde has encontrado la vela?

Y los fósforos para encenderla, ¿quién te los ha dado?—Ahora te contaré todo. Debes saber que aquella misma borrasca que

dio vuelta mi barca hizo hundir también un barco mercante. Los marineros se salvaron todos, pero la nave se fue a pique y el mismo Tiburón, que ese día tenía un apetito excelente, después de haberme tragado a mí se tragó también la nave...

—¿Cómo? ¿Se la tragó toda de un bocado?... —preguntó Pinocho maravillado.

Ilustración de Corrado Sarri (1929)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Toda de un bocado; sólo escupió el palo mayor, porque se le había quedado entre los dientes como una espina. Para mi suerte, aquella nave estaba cargada de carne enlatada, galletas, o sea pan tostado, botellas de vino, pasas de uva, queso, café, azúcar, velas de estearina y cajas de fósforos de cera. Con toda esa gracia divina pude arreglármelas dos años: pero hoy estamos en las últimas: hoy, en la despensa, no queda nada, y esta vela que ves encendida es la última que me queda...

—¿Y después?...—Y después, querido mío, nos quedaremos los dos a oscuras.—Entonces, papito mío —dijo Pinocho—, no hay tiempo que perder.

Hay que pensar en huir enseguida...—¿En huir?... ¿Y cómo?—Escapando por la boca del Tiburón y echándonos al mar, a nadar.—Buena idea. Pero yo, querido Pinocho, no sé nadar.—¿Y qué importa?... Tú te subirás a caballo sobre mis hombros y yo,

que soy buen nadador, te llevaré sano y salvo hasta la playa.—¡Ilusiones, hijo mío!—replicó Geppetto, moviendo la cabeza y son-

riendo melancólicamente—. ¿Te parece posible que un muñeco como tú, que apenas mide un metro, pueda tener la fuerza de llevarme nadando sobre los hombros?

—¡Haz la prueba y verás! De cualquier modo, si está escrito en el cielo que debemos morir, al menos tendremos el consuelo de morir abrazados.

Y sin decir más Pinocho tomó la vela y yendo adelante para iluminar bien, dijo a su padre:

—Ven detrás de mí y no tengas miedo.Y así caminaron un buen rato, y atravesaron todo el cuerpo y todo el

estómago del Tiburón. Pero cuando llegaron al punto donde comenzaba la gran garganta del monstruo decidieron detenerse para echar una mirada y elegir el momento oportuno para la fuga. Ahora hay que saber que el tiburón, siendo muy viejo y sufriendo de asma y de palpitaciones, se veía obligado a dormir con la boca abierta; por lo que Pinocho, asomándose al principio de la garganta y mirando hacia arriba, pudo ver, afuera de esa

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

enorme boca, un bello trozo de cielo estrellado y la bellísima luz de la luna.—Éste es el momento de escapar —susurró entonces dirigiéndose a

su padre—. El Tiburón duerme como un lirón; el mar está tranquilo y se ve como si fuera de día. Ven entonces detrás de mí, papito, y dentro de poco estaremos a salvo.

Ilustración de Charles Copeland (1904)

Dicho y hecho, subieron por la garganta del monstruo marino y, habiendo llegado a aquella inmensa boca, comenzaron a caminar en puntas de pie por la lengua; una lengua tan ancha y tan larga que parecía el sendero de un jardín. Y ya estaban por dar el gran salto para arrojarse al mar a nadar cuando, en lo mejor, el Tiburón estornudó, y al estornudar dio una sacu-dida tan violenta que Pinocho y Geppetto se encontraron siendo empujados hacia atrás y lanzados nuevamente al fondo del estómago del monstruo.

Con el golpe de la caída la vela se apagó, y padre e hijo quedaron a oscuras.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—¿Y ahora?... —preguntó Pinocho, poniéndose serio.—Ahora, hijo mío, estamos totalmente perdidos.—¿Por qué perdidos? ¡Dame una mano, papito, y trata de no tropezar!...—¿A dónde me llevas?—Debemos intentar huir de nuevo. Ven conmigo y no tengas miedo.Dicho eso, Pinocho tomó a su padre de la mano; y caminando siempre

en puntas de pie, volvieron a subir por la garganta del monstruo; después atravesaron toda la lengua y atravesaron las tres hileras de dientes. Pero antes de dar el gran salto, el muñeco le dijo a su padre:

—Móntate a caballo sobre mis hombros y abrázame bien fuerte. De lo demás me ocupo yo.

Apenas Geppetto se acomodó bien sobre los hombros de su hijo, Pinocho, seguro de lo que hacía, se lanzó al agua y comenzó a nadar. El mar estaba tranquilo como si fuera de aceite, la luna brillaba con todo su esplen-dor y el Tiburón seguía durmiendo tan profundamente que ni el estallido de un cañón lo habría despertado.

Ilustración de Enrico Mazzanti (1883)

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

XXXVIFinalmente, Pinocho deja de ser un muñeco

y se convierte en niño.

Mientras Pinocho nadaba rápidamente para alcanzar la playa, se dio cuenta de que su padre, que estaba a caballo sobre sus hombros y tenía las piernas metidas en el agua, temblaba horriblemente, como si al pobre hombre lo hubiera atacado la fiebre terciana.

¿Temblaba de frío o de miedo? ¡Quién sabe!... A lo mejor un poco de las dos cosas.

Ilustración de Charles Copeland (1904)

Pero Pinocho, creyendo que ese temblor se debía al miedo, para con-fortarlo le dijo:

—¡Ánimo, padre! Dentro de unos minutos tocaremos tierra y estare-mos a salvo.

—¿Pero dónde está esa bendita playa? —preguntó el viejito, cada vez más inquieto y aguzando la vista, como hacen los sastres cuando enhebran una aguja—. Mire donde mire no veo más que cielo y mar.

—Pero yo veo también la playa —dijo el muñeco—. Para que sepa, yo soy como los gatos: veo mejor de noche que de día.

El pobre Pinocho fingía estar de buen humor; pero en vez de eso... En vez de eso comenzaba a perder las esperanzas: las fuerzas le faltaban, su

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

respiración se hacía difícil y fatigosa...Nadó mientras le quedó aliento; después se volvió hacia Geppetto y

con palabras entrecortadas dijo:—¡Padre mío, ayúdame... porque me muero!Y padre e hijo ya estaban a punto de ahogarse cuando oyeron una voz

de guitarra desafinada que dijo:—¿Quién se muere?—¡Soy yo y mi pobre padre!—¡Esa voz la conozco! ¡Tú eres Pinocho!...—Exacto. ¿Y tú?—Yo soy el Atún, tu compañero de prisión en el cuerpo del Tiburón.—¿Y cómo has hecho para escapar?—He imitado tu ejemplo. Tú eres quien me ha enseñado el camino, y,

después de ti, huí yo también.—¡Atún mío, llegas justo a tiempo! Te ruego, por el amor que sientes

por los Atuncitos, tus hijos: ayúdanos o estamos perdidos.—Encantado y de todo corazón. Agárrense los dos a mi cola y dejen

que yo los lleve. En cuatro minutos los llevaré a la orilla.Geppetto y Pinocho, como pueden imaginárselo, aceptaron inme-

diatamente la invitación. Pero en vez de agarrarse de la cola juzgaron más cómodo sentarse en la grupa del Atún.

—¿Pesamos mucho? —le preguntó Pinocho.—¿Si pesan? Ni por asomo: me parece estar llevando encima dos valvas

de almeja —respondió el Atún, el cual era tan grande y robusto que parecía un ternero de dos años.

Llegados a la orilla, Pinocho fue el primero en saltar a tierra, para ayudar a su padre a hacer lo mismo. Después se volvió al Atún y con voz conmovida le dijo:

—¡Amigo mío, tú has salvado a mi Padre! ¡Por lo tanto no tengo pala-bras para agradecértelo lo suficiente! ¡Permite al menos que te dé un beso en señal de reconocimiento eterno!...

El Atún sacó el hocico fuera del agua y Pinocho, poniéndose de rodi-

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

llas, le dio un afectuosísimo beso en la boca. Ante este rasgo de espontánea y vivísima ternura, el pobre Atún, que no estaba acostumbrado, se sintió tan conmovido que, avergonzándose de que lo vieran llorar como un niño, volvió a meter la cabeza en el agua y desapareció.

Ilustración de Alice Carsey (1916)

Entretanto se había hecho de día.Entonces Pinocho, ofreciendo su brazo a Geppetto, a quien apenas le

quedaba aliento para mantenerse en pie, le dijo:—Apóyate en mi brazo, querido papito, y vayamos. Caminaremos

despacio, como las hormigas, y cuando estemos cansados, haremos un alto en el camino.

—¿Y dónde debemos ir? —preguntó Geppetto.—En busca de una casa o de una cabaña donde por caridad nos den

un pedazo de pan y un poco de paja que nos sirva de cama.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

No habían recorrido aún cien pasos cuando vieron, sentados al borde del camino, a dos desgraciados, que estaban allí pidiendo limosna.

Eran el Gato y el Zorro, pero ya no había quién los reconociera. Ima-gínense que el Gato, a fuerza de fingir que era ciego, se había quedado ciego de verdad (1); y el Zorro, avejentado, tiñoso y sin pelos en partes del cuerpo, había perdido hasta la cola. Así son las cosas. Aquel pobre ladronzuelo, caído en la más horrible de las miserias, un buen día se vio obligado a vender hasta su bellísima cola a un mercader ambulante, que la compró para hacerse un mosqueador.

—¡Oh, Pinocho! —gritó el Zorro con voz plañidera—. ¡Ten piedad de estos dos pobres enfermos!

—¡Enfermos! —repitió el Gato.—¡Adiós, mascaritas! —respondió el muñeco—. Me engañaron una

vez, ahora no me vuelven a agarrar.—¡Créelo, Pinocho, que hoy somos pobres y desgraciados de verdad!—¡De verdad! —repitió el Gato.—Si son pobres, se lo merecen. ¿Recuerdan el proverbio que dice:

“Dinero robado nunca da fruto?” ¡Adiós, mascaritas!—¡Ten compasión de nosotros!...—¡De nosotros!...—¡Adiós, mascaritas! Recuerden el proverbio que dice: “Tanto va el

cántaro a la fuente, que al fin se rompe”.—¡No nos abandones!...—¡...dones! –repitió el Gato.—¡Adiós, mascaritas! Recuerden el proverbio que dice: “Quien roba el

abrigo del prójimo, suele morir sin camisa”.Y así Pinocho y Geppetto siguieron tranquilamente su camino; hasta

que, cuando habían hecho cien pasos, vieron al final de un sendero en medio del campo una bella cabaña toda de paja, con el techo cubierto de tejas y ladrillos.

—Esa cabaña debe de estar habitada por alguien —dijo Pinocho—. Vamos allá y llamemos.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Ilustración de Luigi E. Maria Augusta Cavalieri (1924)

En efecto, fueron y llamaron a la puerta.—¿Quién es? —dijo una vocecita desde adentro.—Somos un pobre padre y su pobre hijo, sin pan y sin techo —res-

pondió el muñeco.—Den vuelta la llave y la puerta se abrirá —dijo la misma vocecita.Pinocho dio vuelta la llave y la puerta se abrió. Apenas entraron, mira-

ron por aquí, miraron por allá, pero no vieron a nadie.—¿Y el dueño de la cabaña dónde está? —dijo Pinocho, maravillado.—¡Aquí arriba!Padre e hijo se volvieron de inmediato hacia el techo, y vieron sobre

una viga al Grillo parlante.—¡Oh!, mi querido Grillito —dijo Pinocho saludándolo amable-

mente.—Ahora me llamas “mi querido Grillito”, ¿no es cierto? Pero te

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

acuerdas de cuando, para echarme de tu casa, me lanzaste un martillo de madera?...

—¡Tienes razón, Grillito! Aplástame a mí... tírame a mí un martillo de madera, pero ten piedad de mi pobre padre...

—Yo tendré piedad del padre y también del hijo, pero quería recor-darte el mal trato recibido, para enseñarte que en este mundo, cuando se puede, hay que ser corteses con todos, si lo que queremos es que nos devuel-van la misma cortesía cuando tengamos necesidad.

—Tienes razón, Grillito, tienes razón de sobra y yo recordaré la lección que me has dado. ¿Pero me dices cómo has hecho para comprarte esta bella cabaña?

—Esta cabaña me ha sido regalada ayer por una graciosa cabra, que tenía la lana de un bellísimo color azul.

—¿Y la cabra a dónde fue? —preguntó Pinocho, con vivísima curiosi-dad.

—No lo sé.—¿Y cuándo volverá?...—No volverá nunca. Ayer partió, toda afligida, y, balando, parecía

decir: “¡Pobre Pinocho... ya no lo volveré a ver... el Tiburón, a esta hora, se lo habrá devorado!...”

—¿Eso ha dicho?... ¡Entonces era ella!... ¡Era ella!... ¡Era mi querida Hadita!... —comenzó a gritar Pinocho, sollozando y llorando a lágrima viva.

Cuando hubo llorado bien, se secó los ojos, y, preparando una buena camita de paja, acostó sobre ella al viejo Geppetto. Después le preguntó al Grillo parlante:

—Dime, Grillito: ¿dónde podré encontrar un vaso de leche para mi pobre padre?

—A tres campos de distancia de aquí está el hortelano Giangio, que tiene vacas. Ve allí y encontrarás la leche que buscas.

Pinocho fue corriendo a la casa del hortelano Giangio, pero el horte-lano le dijo:

—¿Cuánta leche quieres?

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

—Un vaso lleno.—Un vaso de leche cuesta un centavo. Dame primero el dinero.—No tengo un centavo —respondió Pinocho, mortificado y dolido.—Lo siento, muñequito mío —replicó el hortelano—. Si no tienes ni

un centavo, yo tampoco tengo ni un dedo de leche.—¡Paciencia! —dijo Pinocho e hizo ademán de irse.—Espera un poco —dijo Giangio—. Entre tú y yo podemos arreglar-

nos. ¿Puedes dar vuelta a la noria?—¿Qué es la noria?—Ese artefacto de madera que sirve para sacar agua de la cisterna, para

regar las hortalizas.—Lo intentare...—Entonces, sácame cien baldes de agua y yo, en compensación, te

regalaré un vaso de leche.—Está bien.Giangio condujo al muñeco al huerto y le enseñó el modo en que

debía hacer girar la noria. Pinocho se puso a trabajar enseguida, pero antes de haber sacado los cien baldes de agua, estaba todo empapado de sudor de la cabeza a los pies. Nunca había trabajado tanto (2).

—Hasta ahora este trabajo de dar vueltas a la noria —dijo el horte-lano— lo hacía mi borrico; pero hoy el pobre animal se está muriendo.

—¿Me permite verlo? —preguntó Pinocho.—Con mucho gusto.Apenas Pinocho entró en el establo vio un lindo borrico tendido sobre

la paja, agotado por el hambre y el trabajo excesivo. Después de mirarlo fijamente, dijo para sí, turbándose: “¡Pero yo a este borrico lo conozco! ¡No me resulta una cara nueva!”

E inclinándose sobre él, preguntó en dialecto asnal:—¿Quién eres?Al oír esta pregunta, el borrico moribundo abrió los ojos y respondió

balbuceando en el mismo dialecto:—Soy... Me... cha.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Y después cerró los ojos y expiró.

Ilustración de Carlo Chiostri (1901)

—¡Oh! ¡Pobre Mecha! —dijo Pinocho a media voz; y tomando un manojo de paja se enjugó una lágrima que le caía por la mejilla.

—¿Te conmueves tanto por un borrico que no te costó nada? —dijo el hortelano—. ¿Qué debería hacer yo entonces, que lo compré con dinero contante y sonante?

—Le diré... ¡era un amigo mío!...—¿Tu amigo?—¡Un compañero de clase!...—¡¿Cómo!? —gritó Giangio soltando una carcajada—. ¡¿Cómo!?

¿Tuviste borricos por compañeros de escuela? ¡Me imagino lo mucho que habrás aprendido!...

El muñeco, sintiéndose mortificado por estas palabras, no respondió; tomó su vaso de leche caliente y volvió a la cabaña.

Y desde aquel día continuó durante más de cinco meses levantán-dose todas las mañanas, antes del alba, para ir a dar vueltas a la noria, ganando así ese vaso de leche que tan bien le hacía a la salud quebran-tada de su padre. No contento con eso, en los ratos perdidos apren-dió a hacer canastos y cestas de mimbre; y con el dinero que ganaba proveía con muchísimo juicio a todos los gastos diarios. Entre otras cosas, construyó con sus propias manos un elegante carrito para sacar a

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

pasear a su padre los días que hacía buen tiempo, para que tomase un poco de aire.

Por la noche, se ejercitaba leyendo y escribiendo. Había comprado en el pueblo vecino, por pocos centavos, un grueso libro, al cual le faltaban la tapa y el índice, y eso leía. En cuanto a escribir, se servía de una brizna de paja suave a modo de pluma; y no teniendo ni tintero ni tinta, la mojaba en un frasquito lleno de jugo de moras y cerezas.

El caso es que con su buena voluntad para ingeniarse, trabajar y salir adelante, no sólo había conseguido mantener casi cómodamente a su padre siempre enfermo, sino también ahorrar cuarenta monedas para comprarse un trajecito nuevo.

Una mañana le dijo a su padre:—Voy al mercado cercano a comprarme una chaqueta, un gorro y

un par de zapatos. Cuando vuelva a casa —agregó riendo— estaré tan bien vestido que me confundirán con un gran señor.

Y apenas salió de casa comenzó a correr, alegre y contento. Cuando de pronto oyó que lo llamaban por su nombre; y volviéndose vio a un lindo Caracol que se asomaba por un matorral.

—¿No me reconoces? —dijo el Caracol.—No estoy seguro...—¿No te acuerdas de aquel Caracol que estaba al servicio del Hada

de los cabellos azules? ¿No te acuerdas de aquella vez, cuando bajé a alum-brarte, y tú te quedaste con un pie metido en la puerta de casa?

—Me acuerdo de todo —gritó Pinocho—. Dime enseguida, lindo Caracol: ¿dónde has dejado a mi buena Hada? ¿Qué hace? ¿Me ha perdo-nado? ¿Se acuerda siempre de mí? ¿Me sigue queriendo? ¿Está muy lejos de aquí? ¿Podría ir a verla?

A todas estas preguntas, hechas precipitadamente y sin tomar aliento, el Caracol respondió con su habitual lentitud:

—¡Pinocho mío! ¡La pobre Hada yace en su lecho en el hospital!...—¿En el hospital?—¡Por desgracia! Abrumada por mil desgracias, se enfermó gravemente

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

y no tiene ni para comprarse un pedazo de pan.—¿De verdad?... ¡Oh! ¡Qué mala noticia me has dado! ¡Oh! ¡Pobre

Hadita! ¡Pobre Hadita!... Si tuviese un millón, correría a llevárselo... Pero no tengo más que cuarenta monedas... aquí están; iba justo a comprarme un traje nuevo. Tómalas, Caracol, y llévaselas enseguida a mi buena Hada.

Ilustración de Luigi E. Maria Augusta Cavalieri (1924)

—¿Y tu traje nuevo?...—¡Qué me importa el traje nuevo! ¡Vendería incluso estos harapos

que llevo encima para poder ayudarla! Vete, Caracol, y date prisa; y en dos días vuelve aquí, que espero poder darte alguna otra moneda. Hasta ahora he trabajado para mantener a mi padre, pero de hoy en adelante trabajaré cinco horas más para mantener también a mi buena madre. Adiós, Caracol, y dentro de dos días te espero.

El Caracol, contra su costumbre, comenzó a correr como una lagartija bajo los grandes soles de agosto.

Cuando Pinocho volvió a casa, su padre le preguntó.—¿Y el traje nuevo?—No encontré ninguno que me quedara bien. ¡Paciencia!... Me lo

compraré en otra ocasión.

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Carlo Collodi - Las aventuras de Pinocho

Aquella noche Pinocho, en lugar de estar despierto hasta las diez, estuvo despierto hasta medianoche; y en vez de hacer ocho canastos de mimbre, hizo dieciséis.

Después se fue a la cama y se durmió. Y durmiendo, le pareció ver en sueños (3) al Hada, bella y sonriente, que, después de haberle dado un beso, le decía así:

—¡Muy bien, Pinocho! En premio a tu buen corazón, yo te perdono todas las travesuras que has hecho hasta hoy. Los niños que asisten cariñosa-mente a sus padres en la miseria y en la enfermedad merecen siempre ala-banza y afecto, aunque no puedan ser citados como modelos de obediencia y de buena conducta. De ahora en adelante sé juicioso y serás feliz.

En ese momento el sueño terminó, y Pinocho se despertó con los ojos fuera de las órbitas.

Ahora imagínense cuál fue su sorpresa cuando, al despertarse, se dio cuenta de que ya no era un muñeco de madera, sino que se había convertido en un niño como todos los demás. Echó una mirada en torno y en vez de las habituales paredes de paja de la cabaña, vio una bella habitación amueblada y adornada con una simplicidad casi elegante. Saltando de la cama encontró preparado un vestuario nuevo, un gorro nuevo y un par de botas de cuero que le quedaban como pintadas.

Apenas se vistió se le ocurrió meter las manos en los bolsillos, y sacó un pequeño monedero de marfil, en el que estaban escritas las siguientes palabras: “El Hada de los cabellos azules restituye a su querido Pinocho las cuarenta monedas y le agradece de todo corazón”. Abrió el monedero y en vez de cuarenta monedas de cobre encontró cuarenta cequíes de oro, brillan-tes y recién acuñados (4).

Después fue a mirarse al espejo, y le pareció ser otro. Ya no vio refle-jada la habitual imagen de un muñeco de madera, sino que vio la imagen vivaz e inteligente de un lindo niño con los cabellos castaños, los ojos celes-tes y un aire alegre y festivo como las pascuas.

En medio de todas esas maravillas, que se sucedían una después de otra, Pinocho ya ni siquiera sabía si de verdad estaba despierto o si seguía soñando con los ojos abiertos.

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—¿Y mi padre, dónde está? —gritó de pronto: y entrando en la habitación de al lado encontró al viejo Geppetto sano, vigoroso y de buen humor, como antes, el cual, habiendo retomado enseguida su profesión de tallador de madera, estaba en ese momento diseñando un bellísimo marco lleno de hojas, flores y cabecitas de diversos animales.

—Sácame esta duda, papito: ¿cómo se explica todo este cambio repen-tino? —le preguntó Pinocho saltándole al cuello y cubriéndolo de besos.

—Este cambio repentino en nuestra casa es todo mérito tuyo —dijo Geppetto.

—¿Por qué mérito mío?...—Porque cuando los niños malos se vuelven buenos, tienen la virtud

de dar un aspecto nuevo y sonriente también en el interior de su familia (5).—¿Y dónde se habrá escondido el viejo Pinocho de madera?—Allí está —respondió Geppetto; y le señaló un gran muñeco apo-

yado en una silla, con la cabeza vuelta para un lado, que parecía un milagro que se mantuviera de pie.

Pinocho se volvió para mirarlo; y después que lo hubo mirado un poco, dijo para sus adentros con gran satisfacción: “¡Qué cómico resultaba cuando era un muñeco! ¡Y qué contento estoy ahora que me he convertido en un niño como es debido!...” (6)

Ilustración de Attilio Mussino (1911)

FIN

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Notas del traductor

(1) “Pérfido gato que (...) habrá recibido un castigo lamarckiano-lysenkoísta, pues a fuerza de fingirse ciego, ¡se quedó ciego!” (Deniz, op.cit.)(2) “Así como el borrico Pinocho había sido llevado al circo para ‘saltar y bailar’, o sea, para llevar a cabo el antiguo proyecto del muñeco, ahora, muñeco otra vez, lleva a cabo un trabajo que lo coloca como ‘borrico’, como ya fue ‘perro’; y ésta, al igual que aquella otra degradación, forma parte de su reconocimiento de la realidad” (Manganelli, op. cit.)(3) Pinocho sueña —por primera vez: preciso preludio a la transformación radical que está sobreviniendo, de a que el sueño es, probablemente, la manifestación más inmediata, como si esta última metamorfosis se llevara a cabo de adentro hacia fuera.(4) Es necesario tener presente que ésta es la última intervención del Hada en el destino de Pinocho; ese “hijo falso y fatal”, como lo llama Manganelli, y su correspondiente madre no volverán a encontrarse nunca más.(5) Declaración moralista, que concluye una larga serie en la que cautamente no nos hemos detenido ni una vez, pero que al lector no deben de haber pasado inadvertidas. La inserción de frases como ésta rompe completamente el espacio y el tempo narrativos, “como si de improviso el autor sacase la cabeza desgarrando el papel de la página para espetarnos, casi oralmente, tal admonición” (Sánchez Ferlosio, Rafael, Prólogo a Las aven-turas de Pinocho, Alianza, Madrid, 1995)(6) Como dice Rafael Sánchez Ferlosio: las metamorfosis son peligrosas. Absolutamente contrario a esta última metamorfosis del muñeco, escribe: “Collodi quiso hacer de la del muñeco de madera en niño de carne y hueso corona y premio de la redención de su criatura. Observemos que ese niño de carne y hueso que aparece al final no es más que un niño, un espécimen del Bambino Qualunque, nivelado en anónimos caracteres por el rodillo de la pedagogía”. La prueba de la “intencionalidad pedagógica” de esa metamor-fosis se hace explícita, siempre según el español, “en el hecho de que el autor, en lugar de decir ‘un niño de carne y hueso’, diga siempre ‘un bambino per bene’, esto es, ‘un niño como es debido’. (...) Pinocho nace muñeco de madera; ésa es su prístina y, por lo tanto, auténtica figura. De que la pierda, hermosa o fea —sea por cirugía estética o por cirugía pedagógica— jamás podrá hacerse un premio. (...) Contra los fueros del arte no sirve querer. En la magia, para lograr una metamorfosis no basta la voluntad de producirla: hay que saber el arte. En la literatura tres cuartos de lo mismo: no bastan los más volun-tariosos empeños del autor. Hay que saber el arte. En vano el buen Collodi porfiará en decirnos que ese niño de carne y hueso que aparece al final sigue siendo Pinocho, porque replicamos: ‘Bueno, esto lo escribe usted porque le da la gana, pero no es así’. El autor miente: ese niño no es Pinocho, ¡qué va a serlo!, ese niño es un vil sustituto, un impostor. La musa no ha consentido que se logre y se cumpla el villano atropello pedagógico de semejante metamorfosis: nadie se la cree. No ha habido ninguna metamorfosis sino la más

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burda de las sustituciones, el más chapucero de los escamoteos. Si fuera de los dominios del arte la pedagogía logra a menudo el allanamiento, uniformación e integración del que no es según el mundo quiere, el arte se ha negado a hacerse cómplice de la discrimina-ción, segregación, expulsión o destrucción del niño diferente, implícita en esa malograda metamorfosis; haciéndola fracasar del modo más estrepitoso, sus fueros se han rebelado a la imposición y a la impostura de la pedagogía, y Pinocho sigue siendo aceptado, aco-gido, celebrado y amado entre nosotros, en toda su diferencia y su singularidad en toda su auténtica identidad de verdadero niño de madera”. (Sánchez Ferlosio, op. cit.) Para Edoardo Sanguineti, cuando el héroe de madera se vuelve ese “semivergonzoso fantasma que todos conocen, y lo vemos alli, inerte”, entonces todo “niño como es debido” debe mostrarse “contento” de la metamorfosis sufrida, “debe mirarse al espejo y sentirse ‘otro’, y no esa ‘habitual imagen de un muñeco de madera’, sino una ‘imagen vivaz e inteligente de un lindo niño con los cabellos castaños’, si es posible, con ‘los ojos celestes y un aire alegre y festivo como las pascuas’ —cuando se vuelve bueno, cuando adquiere incluso esa virtud ‘de dar un aspecto nuevo y sonriente’ también en el ‘interior’ de su familia—, entonces está de verdad listo para acceder, que finalmente es tiempo, a la lectura de Los novios (I promessi sposi, de Alessandro Manzoni)” (Sanguinetti, Edoardo, Esame di conscienza di un lettore del Manzoni, en Il Chierico organico, Feltrinelli, Milán, 2000).