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1 SOL Y TINIEBLAS 1
Santa María, sin pecado concebida, rogad por nosotros
que recurrimos a vos
Oh, mi Dios, yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido
perdón por todos aquellos que no creen, no adoran, no
esperan y no os aman
Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi
entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi
poseer. Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno.
Disponed a toda vuestra voluntad, dadme vuestro amor
y gracia, que esa me basta
Nada te turbe
Nada te espante
Todo se pasa
Dios no se muda
La paciencia
Todo lo alcanza
Quien a Dios tiene
Nada le falta
2 SOL Y TINIEBLAS 2
A María del Carmen Aparicio, mi tía favorita
Y, por encima de todo, dedico esto al cardenal Tarcisio
Bertone, secretario de Estado, un “tío” muy especial para
mí.
3 SOL Y TINIEBLAS 3
4 SOL Y TINIEBLAS 4
“Pertenezco a una tribu que, desde siempre, vive como
nómada en un desierto del tamaño del mundo. Nuestros
países son oasis de los que nos vamos cuando se seca el
manantial; nuestras casas son tiendas vestidas de
piedra; nuestras nacionalidades dependen de fechas y
de barcos. Lo único que nos vincula, por encima de las
generaciones, por encima de los mares, por encima de la
Babel de las lenguas, es el murmullo de un apellido”
AMIN MAALOUF, “Orígenes”
5 SOL Y TINIEBLAS 5
NOTA DEL AUTOR
Todos los personajes de esta novela son ficticios.
Cualquier semblanza o parecido con la realidad es pura
coincidencia
6 SOL Y TINIEBLAS 6
PRÓLOGO DEL AUTOR
Aquellos años en los que todo era sol
Desde que nuestros primeros padres cometieran el
pecado original al comer, allá en el Paraíso, el fruto del
árbol de la ciencia del bien y del mal, nuestra civilización
ha estado envuelta en un camino intermedio entre el sol
y las tinieblas, como refleja esta novela que trata de ser,
como decía Stendhal, un espejo que se refleja en un
ancho camino. Todos nosotros hemos vivido, durante
miles de años, con la certeza de la muerte, y de que, sea
lo que sea aquello que la traiga, siempre nos acabará
llegando.
Sin embargo, siempre ha habido años en los que
absolutamente todo lo que pasaba parecía estar bañado
por el sol.
Durante años, la Iglesia católica, que ha tenido a la
cabeza a doscientos sesenta y cinco hombres contando
desde el apóstol Pedro, ha intentado reflejar, en todas las
lenguas posibles, una palabra cuyo significado excede la
propia palabra, paradójicamente. ¿Y cuál es esta palabra
que en sí misma contiene la esencia de lo que todas las
religiones llevan años buscando y que hoy parece tan
difícil de alcanzar? Pues no es otra que la paz.
La palabra paz proviene del latín pax-pacis, del verbo
pacere, que significa apacentar. Pero no es ese el
verdadero significado de la palabra paz, la verdadera
etimología, porque la paz ya fue empleada en la primera
versión bíblica, dando testimonio de cómo fue la palabra
más usada en todo el mundo desde el principio de los
tiempos.
Si nos remontamos hasta las fuentes hebreas de la
Biblia, el Tanaj, el conjunto de los cinco primeros libros
sagrados que los católicos llamamos Pentateuco, nos
dice que la palabra paz viene de una palabra primordial,
Shalom, que a su vez viene de las palabras lo, que
7 SOL Y TINIEBLAS 7
significa “no” y Shem, que significa nombre. El que no
tiene nombre, o lo que no tiene nombre, eso significa la
palabra paz.
El cardenal Marco Marzoni, después Papa Alejandro IX,
se desvive para encontrar la paz a lo largo de los seis
cortos capítulos de esta novela, pero muy pocas veces,
viviendo con los recuerdos de una guerra que él no pudo
evitar, consigue llegar a conquistarla. Intenta pacificar
muchos escenarios, desde el pontificado a la muerte de
su predecesor Clemente XV, muerto en extrañas
circunstancias en la residencia pontificia de Castel
Gandolfo, hasta la guerra incipiente entre Estados
Unidos y Rusia que está a punto de estallar a los siete
meses de comenzar su reinado.
De madre libanesa y padre italiano, el cardenal siempre
ha crecido con el fantasma de la guerra presente en su
casa, desde la memoria de su madre, que escapó del
Líbano a los diecisiete años, cuando hacía dos años que
había empezado la contienda, hasta el conflicto entre
Estados Unidos y Rusia que él está llamado a evitar.
Es por la paz por lo que todos nosotros luchamos.
Oremos a Nuestra Señora de la Paz para que sepa
guiarnos por el camino que la paloma blanca le marcó a
Noé cuando regresó al arca con un ramo de olivo en el
pico, mostrando que ya había terminado el diluvio
universal. Amén.
8 SOL Y TINIEBLAS 8
I
Sobre Roma soplaba un viento que no daba esperanzas
de que el sol fuera a salir en aquella mañana de julio,
usualmente un mes lleno de luz y calor pero que esa
mañana parecía más propio de un lluvioso y melancólico
mes de febrero.
Roma estaba temblando aquella mañana, cuando debía
haberse despertado con un calor que sobrepasara en el
termómetro los treinta grados. Roma era una ciudad
calurosa, y usualmente era en julio cuando se
9 SOL Y TINIEBLAS 9
empezaban a notar los prolegómenos del calor legendario
que arrasaba la capital italiana.
Era, no obstante, un frío que se agradecía y que, dentro
de lo posible, era medianamente soportable. No estaban
todavía, con todo, en el ferragosto, el agosto de hierro,
aquel mes en el que los italianos, fueran de donde
fuesen, intentaban escapar de su país para, al mismo
tiempo, escapar de un calor que no se podía soportar.
Los peregrinos deambulaban por la Plaza de San Pedro
mirando a los ventanales a los que se asomaba el Papa
todos los domingos para rezar el Ángelus, costumbre
iniciada más de cien años antes por su ya remoto
antecesor Juan XXIII, que fue el mismo que, mediante
una política de renovación, había abierto la Iglesia a los
peregrinos procedentes de todo el mundo, posibilitando
que no sólo se dijera misa en latín, sino también en las
lenguas vernáculas propias de cada país.
Aquel Ángelus era especial, pues al día siguiente, el Papa
Clemente XV se trasladaría en helicóptero a la villa
pontificia de Castel Gandolfo, a veintisiete kilómetros al
sureste de Roma, para residir allí permanentemente
durante los meses de verano entre julio y noviembre, la
residencia de verano de los Papas desde hacía más de
cien años.
Clemente disfrutaría allí de sus vacaciones y del fervor y
el cariño de los habitantes del pueblo, pero no a todos
los que trabajaban con él en los despachos de la Curia
les gustaba el campo, sobre todo teniendo en cuenta que
el Papa hacía que todos los jefes de dicasterio1 le
acompañaran e hicieran de Castel Gandolfo su centro
neurálgico de operaciones durante cuatro meses.
1 Se llama dicasterio a una oficina de la Curia Romana, también llamada Congregación y usualmente presidida por un cardenal. En el Vaticano hay veintiún dicasterios: nueve Congregaciones y doce Pontificios Consejos, sin contar la Secretaría de Estado ni la Cámara Apostólica, que dependen directamente de la Prefectura de la Casa Pontificia.
10 SOL Y TINIEBLAS 10
En aquel mismo instante, la potente megafonía que los
técnicos del Vaticano se habían ocupado de instalar
transmitía la voz del bicentésimo sexagésimo sexto
hombre después del apóstol Pedro en ocupar el liderazgo
de la Iglesia. Concentrados como estaban en oír sus
palabras, los peregrinos no se percataron en modo
alguno de que alguien les observaba desde las ventanas
del primer piso del Palacio Apostólico.
En unas horas, el Papa abandonaría el Vaticano en un
helicóptero del trigésimo primer regimiento de la
Aeronáutica Militar italiana y volaría durante quince
minutos hasta aterrizar en el helipuerto de Castel
Gandolfo, desde donde un coche le llevaría al palacio
pontificio de la localidad, a cuyos pies se concentrarían
los habitantes de Castel Gandolfo, los “castellanos” como
les llamaba el Papa afectuosamente, para dar la
bienvenida a su vecino veraniego y escuchar sus
primeras palabras.
Al mismo tiempo que el helicóptero despegaba, veintiún
coches saldrían del patio de San Dámaso para recorrer
los veintisiete kilómetros que mediaban entre el Vaticano
y el lago Albano, a cuyas orillas se encontraba la
residencia de verano de los Papas, y quince de ellos se
dispersarían luego por las villas que poseían sus
respectivos detentadores en la campiña romana.
No volverían a recorrer el trayecto en coche hasta el
principio del veranillo de San Martín, a principios de
noviembre, ya que el Papa aprovechaba todo lo posible
hasta que los compromisos de invierno volvían a llamarle
a Roma.
El cardenal Marco Marzoni, secretario de Estado del
Vaticano y antiguo arzobispo de la archidiócesis de
Rávena, toqueteó nerviosamente la cruz pectoral de oro
que reposaba sobre su sotana roja, propia de los
cardenales, mientras miraba hacia abajo desde su
despacho en la primera planta del Palacio Apostólico,
11 SOL Y TINIEBLAS 11
donde se encontraban los despachos personales del
secretario de Estado2, y suspiraba, viendo a los
numerosos peregrinos que escuchaban al Papa francés
Clemente XV, nacido setenta y cuatro años antes con el
nombre secular de François Boulemier, como hormigas
a sus pies.
Él era uno de aquellos cardenales a los que no les
gustaba el campo, por la sencilla y única razón de que,
desde que naciera a mediados de la década de 1980,
había vivido únicamente en las ciudades, si bien la
familia acostumbraba a pasar largas temporadas en sus
residencias campestres o en un pueblo de la montaña, el
verdadero amor del cardenal.
Pertenecía a la familia más rica de su región, la quinta
más poderosa, económicamente hablando, de toda Italia,
en la cual al menos dos miembros de cada generación se
habían dedicado a la carrera eclesiástica y que había
dado al Vaticano varios obispos y dos cardenales.
Marco Marzoni era, además, diplomado en Dirección y
Administración de Empresas por la universidad
americana de Stanford y doctorado en ambos derechos
por la Universidad Católica del Sagrado Corazón de La
Haya, en Holanda, por lo cual era un políglota
aventajado que dominaba veinticinco lenguas además
del italiano.
Poseía para él solo, pues era hijo único, lo cual se había
revelado como una ventaja inmensa, un conglomerado
de empresas que se contaban entre las principales del
mundo, y no se había preocupado nunca del dinero, ya
2 El Palacio Apostólico está organizado del siguiente modo: en la primera planta se encuentran las salas Regia, Ducal y de Bolonia, así como el acceso a la Capilla Sixtina y a las dependencias superiores, que se encuentran en la segunda planta. Allí reside el secretario de Estado. En la segunda planta se encuentran la Sala Clementina, la Capilla Sixtina, la sala de las Lágrimas, que da acceso a la basílica por un transepto, el tesoro pontificio, la sacristía y la biblioteca del Papa y las dependencias personales del Prefecto de la Casa Pontificia, el sustituto de la Secretaría de Estado y el actual cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En la tercera planta, además de las habitaciones papales, ahora desocupadas, se encuentran las dependencias oficiales de la Secretaría de Estado. La cuarta planta, la azotea, incluye un jardín con tejado antibalas, un helipuerto y una pequeña capilla al aire libre.
12 SOL Y TINIEBLAS 12
que éste, como dice el refrán, prácticamente le llovía de
los árboles por obra y gracia de los negocios familiares.
Ferviente católico, había decidido que quería ser
sacerdote desde que cumplió los cinco años, y sus
padres, igualmente católicos fervientes, no habían
dudado en facilitarle las herramientas para llegar a lo
más alto por el camino más corto.
Era uno de los pocos cardenales, asimismo, que no había
tenido que pasar tragos amargos para llegar a ser lo que
quería ser. Su familia era rica y poseía residencias en
casi todas las ciudades importantes del mundo, entre las
cuales, por supuesto, se encontraba Roma, pero entre
las cuales estaban también París, Nueva York, Londres
o Ginebra.
Él, por su parte, había nacido y crecido en Rávena, la
ciudad del norte de Italia que, durante dos siglos, había
sido la capital del Imperio Romano de Oriente3, del siglo
VI al siglo VIII, llegando a introducir el culto a su santo
patrono, Apolinar, en la misma basílica de San Pedro.
Era, asimismo, uno de los pocos sacerdotes que podían
jactarse de haber vivido bajo los pontificados de cinco
papas diferentes y de conocer muy bien a tres de ellos,
los tres bajo cuyo pontificado había desempeñado su
labor pastoral.
Había sido ordenado sacerdote poco antes de morir Juan
Pablo II, el pontífice polaco que había instado al mundo
a abrir las puertas a Cristo y a no tener miedo de
llamarse cristiano, el único papa al que había venerado
de verdad porque era el único que, a sus ojos, encarnaba
el verdadero mensaje de Cristo y porque, en cierto modo,
a él le unía la experiencia de que varios miembros de su
familia habían vivido la guerra en sus propias carnes.
3 Ese período se conoce aún hoy en la historia de Italia como Exarcado.
13 SOL Y TINIEBLAS 13
Había vivido el pontificado continuador de su sucesor, el
alemán Benedicto XVI, que había simbolizado el resurgir
de los fastos de la época preconciliar, cuando el Vaticano
II, el infausto concilio que había cambiado la mentalidad
de la Iglesia, todavía no había sido convocado por Juan
XXIII.
Había atravesado con toda la Iglesia el período- la
vorágine, como a él le gustaba definirlo- en el que entró
aire nuevo en el organismo con el pontificado humilde
del papa argentino Francisco, que quiso vivir en la
residencia de Santa Marta, diseñada para acoger a los
cardenales en período de cónclave, en vez de en el lujoso
Palacio Apostólico, más preparado para que un papa
viviera allí, dando muchos problemas a los encargados
de su seguridad.
Tras su muerte, había sido durante dieciséis de los
veintitrés años que había durado su pontificado el asesor
áulico del papa Pío XIII, un norteamericano dócil que se
había dejado guiar por el camino aconsejado por sus
consejeros.
Marzoni había ganado la promoción al cardenalato en la
primera hornada del americano, que lo había nombrado
secretario de Estado dieciséis años antes, cuando tenía
cuarenta y cuatro.
Y ahora, cuatro años después de la muerte de Pío, que
se había marchado al Reino de Dios teniendo buen
cuidado de dejarle una carta de recomendación que le
sirvió de escudo para mantener el cargo, el cardenal de
Rávena seguía siendo el secretario de Estado de su
sucesor.
Era este, que había adoptado el nombre de Clemente XV,
nombre olvidado desde el siglo XVIII, un francés que le
había desilusionado porque en sus primeras palabras
desde la logia de las Bendiciones, tras haberse
presentado en el balcón revestido con los ornamentos
14 SOL Y TINIEBLAS 14
pontificales olvidados en los armarios de la sacristía
vaticana desde los tiempos de Benedicto XVI, había
dicho que quería “que los bienes materiales de la Iglesia
se pongan al servicio de quienes de verdad los necesitan”
lo que, a ojos del secretario de Estado, significaba una
vuelta demasiado peligrosa al tradicionalismo del papa
Francisco.
Marco Marzoni, que había arrastrado consigo el
sambenito de ser demasiado joven para hacer todas las
cosas que había hecho a lo largo de su vida- demasiado
joven para ser sacerdote, pese a lo cual había conseguido
ordenarse a los diecinueve años, demasiado joven para
ser obispo, cargo que había conseguido a los treinta y
siete, demasiado joven para ser arzobispo, cargo que
había conseguido a los cuarenta y cuatro, demasiado
joven para ser cardenal, como lo había acabado siendo a
los pocos meses de ser nombrado arzobispo, y
demasiado joven para ser secretario de Estado a los
cuarenta y cinco- tenía a su espalda el hecho de ser una
de las pocas personas del mundo a la que no le
importaban los comentarios maledicentes que sus
supuestos “hermanos” como el papa Clemente le
obligaba adrede, sabiendo que no le gustaba nada, a
llamar a los cardenales que trabajaban con él en el
Vaticano, hicieran sobre él.
La razón era que había desobedecido sistemáticamente
las órdenes que los papas daban a sus feligreses hasta
que había llegado al Vaticano por la sencilla razón de que
no las consideraba correctas, de modo que había hecho
o dicho lo contrario de lo que se recomendaba hacer o
decir.
En cierto modo, había sido el único obispo que tiraba a
la basura, sistemáticamente, todas las órdenes y
recomendaciones, porque, mientras que otros vivían en
constante temor de la reacción de Roma si desobedecían,
a él esa reacción le daba exactamente igual.
15 SOL Y TINIEBLAS 15
Hacía lo que quería, y si le decían algo por desobedecer,
que lo hicieran, él no era de esas personas que se
plegaban a los deseos de sus jefes.
De modo que, desde que el sucesor de Juan Pablo II
había subido al solio de San Pedro hasta que él mismo
fue llamado al Vaticano veinte años antes, Marzoni se
había dedicado a contravenir las órdenes y las palabras
llegadas de Roma, y lo mejor era que no le habían dicho
nada, no sabía por qué.
Si Benedicto XVI decía que la familia era el pan de la
vida, allí estaba Marzoni, desde el púlpito de su iglesia
en Rávena, instando a sus feligreses a buscar refugio en
el corazón de las iglesias y consuelo en la mirada del
Cristo sufriente, que, como dijo en una de sus homilías,
“nos dio el primer ejemplo de lejanía al decir las palabras
“Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”
Si el papa Francisco decía que necesitaba pastores con
“olor a oveja”, dispuestos a salir a las periferias y a los
barrios pobres, como había hecho él mismo en Argentina
durante los años de la dictadura de Videla o el represivo
régimen de los Kirchner, Marzoni hablaba claro diciendo
que los sacerdotes debían refugiarse en las iglesias y
limitarse a cumplir con sus deberes.
Después, había llegado al Vaticano como consejero del
papa Pío, que se había dejado guiar como un corderito
manso y al que no le había hecho ningún daño seguir las
recomendaciones de su elitista y joven nuevo secretario
de Estado en vez de continuar con el programa
transgresor de sus predecesores, que casi había llevado
al organismo establecido por Cristo en la Última Cena a
la ruina absoluta.
Allí, en el primer piso del Palacio Apostólico, donde
tradicionalmente residía el secretario de Estado, Marzoni
había dado rienda suelta a su creatividad hasta que llegó
Clemente XV, ya que sus padres le habían educado en el
16 SOL Y TINIEBLAS 16
fasto de las misas de la época preconciliar, que eran
oficiadas en latín y en las que el sacerdote decía las
oraciones con la cara vuelta al altar y no al pueblo, como
las misas que Marco experimentaba en su casa familiar,
porque había sido educado a la antigua, como él mismo
pensaba que se debía educar a los niños para que, desde
bien chiquitos, conocieran el latín como una lengua que
debía ser aprendida lo quisieran o no.
En la residencia de los Marzoni en pleno centro de
Rávena, Marco había crecido con un sacerdote que,
todos los días, decía misa según el canon antiguo, y,
nada más llegar al Vaticano, se había puesto sin demora
a implementar lo que había vivido de niño en el
organismo más anciano del mundo.
Y no había tenido malos resultados. Había conseguido
que en todas las capillas de la basílica de San Pedro se
dijera misa en latín al menos una vez al día, había
recuperado los oros y los fastos para las grandes
celebraciones que había conseguido frenar la renovación
del Concilio Vaticano II, ya demasiado anticuada.
Mientras los medios de comunicación se echaban
encima de Pío XIII cargándole con los calificativos (poco
apropiados, por otra parte) de anticuado y rompedor de
la tradición, Marzoni, obediente perro faldero, se
quedaba detrás de su amo frotándose las manos, ya que
por fin había conseguido aquello con lo que soñaba,
hasta que llegó Clemente XV y se ocupó de echar abajo
su sueño con el estilo desenfadado que había heredado
de su antecesor, el papa Francisco.
Y con Clemente XV, todo lo bueno que había hecho
Marzoni había resultado tener malas consecuencias.
Nadie pasaba ocho años en el dédalo de pasillos del
Palacio Apostólico, que muchos definían como “una zona
de opacidad dentro de uno de los Estados más opacos
del mundo”, sin hacerse enemigo de varias personas o
17 SOL Y TINIEBLAS 17
sin que esas mismas personas convirtieran a un
determinado cardenal u obispo en su enemigo, y rara era
la persona que, viviendo y trabajando en el Vaticano, no
tuviera ni un solo enemigo.
Marzoni, particularmente, los tenía a cientos , y era
totalmente consciente de ello, no le importaba en
absoluto, era lo suficientemente joven como para poder
llegar a ser Papa en un futuro próximo, con lo cual todos
los enemigos que tenía se irían al garete en menos de lo
que se tardaba en decir amén en un padrenuestro, y lo
suficientemente anciano y sabio como para saber que
todo pasa, con lo cual, de una manera u otra, los que
eran sus enemigos iban a acabarse yendo cuando
muriera su jefe.
Clemente XV, aunque había llevado consigo a su propia
camarilla de franceses pueblerinos, había optado por
seguir manteniéndole a él como su segundo de a bordo,
en parte porque Pío XIII había dejado una carta
asegurando la posición de su protegido y en parte por
conveniencia personal, ya que el emiliano-romañolo
había sido uno de los cardenales preciosos para que la
candidatura del francés llegase a buen puerto, pero
Marzoni, pese a tener ojos y oídos dentro y fuera de los
muros del Vaticano, no podía hacer nada para parar los
comentarios y las maledicencias que corrían sobre él por
los pasillos.
Todo acabaría pasando, se decía cuando su mente se
veía acosada por los pensamientos acerca de lo que sería
de su futuro cuando Clemente muriera y los cardenales
volvieran a encerrarse bajo los frescos de la Capilla
Sixtina.
Y tenía la sensación de que no sería muy tarde, aunque
el francés gozara de buena salud a los cuatro años
exactos de su elección al solio de Pedro.
18 SOL Y TINIEBLAS 18
Marco Marzoni se dio la vuelta resueltamente dejando a
los peregrinos absortos en escuchar por megafonía la
irritante voz de Clemente XV, atravesó un pasillo lateral
que desde su despacho llevaba directamente a la parte
privada de sus apartamentos, y entró en su biblioteca, la
habitación de sus apartamentos donde pasaba
deliberadamente la mayor parte de su tiempo, ya que allí
estaba el testimonio vivo de toda una historia, la suya, y
de toda una vida, la suya también.
Le gustaba tanto pasar el tiempo allí, rodeado de
aquellos tesoros manuscritos, que, pese a tener un
hermoso despacho en la sala donde había estado
observando a los peregrinos, había hecho que aquella
estancia se convirtiera en su centro de trabajo, llegando
incluso a recibir a los huéspedes importantes en aquella
sala tan querida para su corazón4.
A menudo, se quedaba despierto hasta altas horas de la
noche, leyendo, ya que esa era una pasión que no hacía
daño y que le encantaba fomentar. Aquella biblioteca era
su orgullo, y hacía todo lo que podía para mantenerla en
buen estado.
Los Marzoni siempre habían cultivado un amor
desmesurado por los libros, desde la época del abuelo de
Marco e incluso antes, cuando, debido a su oficio de
marinos, sus antepasados recorrían los cuatro confines
del mundo trayendo de vuelta a Rávena libros antiguos
entre otras valiosas mercancías, como clavo, especias
variadas, oro o plata.
El cardenal recordaba a su padre, un próspero
constructor de barcos que tenía contactos entre todas
las flotas mercantes de Europa, descalzo y con los pies
4 Habitualmente es el Papa quien recibe a los visitantes en su biblioteca del segundo piso, mientras que el cardenal secretario de Estado, a quien le rinden visita después, los recibe en una sala anexa a su despacho.
19 SOL Y TINIEBLAS 19
apoyados sobre un cojín, absorto en la lectura de alguna
novela americana de misterio, sus libros favoritos.
La biblioteca de la familia, en la casa de Rávena, según
recordaba el cardenal, era la estancia más grande de la
casa, sólo superada por el salón, y no había centímetro
de la gigantesca habitación en el que no estuviera
presente un libro. Desde que era un niño la biblioteca
también había sido su rincón favorito de la casa, pasión
que había heredado de su padre.
Al ser hijo único, había dispuesto siempre de la
biblioteca para él solo, y había descubierto allí su
vocación sacerdotal, por obra y gracia de su amor hacia
los libros, que ningún niño de cinco años era capaz de
desarrollar tan pronto.
La primera vez que Marco se aventuró en aquella
biblioteca y cogió un libro de teología, le impresionó
tanto que se quedó leyendo a la luz de la chimenea hasta
que el fuego se consumió bien entrada la mañana.
Todavía recordaba y podía oír en su cabeza los gritos
histéricos de su padre, Stefano, llamando a su esposa
para que viera el libro que el niño, sentado
tranquilamente en un sillón ante la chimenea, estaba
leyendo.
Desde entonces, más de dos veces por día, Marco iba a
la biblioteca para buscar nuevos libros con los que nutrir
su ansia de saber, que le había hecho convertirse, con el
paso de los años, en un ávido bibliófilo que andaba
siempre a la caza y captura de nuevas joyas con las que
engalanar su biblioteca, que él llamaba su “santuario del
saber”.
Había sido allí donde, por primera vez, a los cinco años,
leyó con detenimiento, comprendiendo lo que leía, ya que
era superdotado y estaba dotado especialmente para la
comprensión lectora, el estudio que del Cantar de los
Cantares hizo el teólogo alemán Romano Guardini, y le
20 SOL Y TINIEBLAS 20
dejó tan impresionado que, acto seguido, pasó a devorar
todas las obras de exégesis de los estantes de la
biblioteca familiar ante la mirada un tanto impresionada
de sus padres, que, sin embargo, le dejaron hacer,
encantados con tener un hijo que se interesase en serio
por la fe y la moral.
Y Marco no les decepcionó, dedicando en ocasiones más
de seis horas diarias a la lectura de textos que aún
ahora, más de medio siglo después, continuaba
recordando al dedillo, como el difícil Tratado de las
maneras en que debe ser interpretado y comprendido el
mensaje de Nuestro Señor, del cardenal y santo italiano
Roberto Belarmino, del cual era capaz de recitar
capítulos enteros y del cual había conseguido hacerse
con una dificilísima primera edición, impresa en
Amberes a mediados del siglo XVI, que ahora conservaba
celosamente en una caja fuerte cuyo código de nueve
dígitos no conocía nadie más que él, por miedo a que le
robaran el valiosísimo libro.
Se sumergió profundamente en el estudio de las vidas de
los grandes santos que habían sido los padres de la
Iglesia, como San Agustín, del que leyó hasta que se
cansó de ellas las Confesiones, el libro en el que quien
había sido un disoluto joven y padre de familia contaba
su conversión al catolicismo por obra y gracia de las
lágrimas de su madre, Santa Mónica.
Pero su estudio de los textos que hablaban de Cristo no
hizo más que suscitar en el pequeño Marco un ansia por
saber, por comprender más, de modo que llegó hasta el
fondo de la cuestión cristiana por la vía dura, que era
como a él le gustaba definir la vía del estudio, mediante
la cual devoró durante años varios miles de páginas
escritas en latín clásico y en griego antiguo, idiomas a
los cuales debía su erudición en historia antigua de la
Iglesia.
21 SOL Y TINIEBLAS 21
Leyó hasta la saciedad la Vida de Cristo, de Giovanni
Papini, y la obra magistral de la teología que, para él, era
la Vida y misterio de Jesús de Nazaret, del sacerdote
jesuita español José Luis Martín Descalzo, y profundizó
en el estudio y la comprensión de la figura de Cristo a
través de la magistral obra Camino de perfección, de
Santa Teresa de Jesús, además de leer en griego antiguo
los textos de Orígenes acerca de la difusión del
cristianismo en los primeros siglos.
Sobre todo la colección de cartas que había cruzado con
el obispo Eusebio de Cesarea, autor de la Historia de la
Cristiandad, había resultado para Marco muy
instructiva, porque le reveló la manera de pensar del
filósofo alejandrino que vivió en el siglo III después de
Cristo.
Siguió leyendo obras de cristología cuando sobrepasó los
diez años, sobre todo las tesis que los teólogos italianos
del siglo XIX habían escrito antes y después del Concilio
Vaticano I, aquel que se celebró entre 1869 y 1870 con
los invasores piamonteses a las puertas de Roma, el
único concilio, junto al de Trento y al de Nicea, por el que
el cardenal sentía algo de respeto, sobre todo porque en
él se había proclamado el dogma de la infalibilidad del
Papa en cuestiones teológicas.
Leyó bastante durante años, mientras investigaba sobre
la pervivencia de la figura primaria de Cristo entre los
primeros seguidores de su religión, acerca de las épocas
en las que el papado no sólo era una institución sin
importancia, sino el organismo más poderoso del
mundo, con poder temporal además de espiritual, y le
interesó sobremanera la cuestión de la familia Borgia,
aquella todopoderosa familia romana de origen español
que dio dos Papas y numerosos cardenales a la Iglesia,
además de ser una de las familias más influyentes de
Roma y de Europa durante los siglos XV y XVI.
22 SOL Y TINIEBLAS 22
Después, cuando hubo cumplido los doce años, gracias
a su conocimiento del griego antiguo y clásico, el que se
usaba en la redacción de los textos litúrgicos y
teológicos, Marco pudo leer los textos de la Iglesia
ortodoxa, separada de Roma por el Cisma de Occidente
en el año 1054 y que comportó la excomunión mutua
entre los líderes de las dos iglesias, excomunión que no
se levantó hasta después del encuentro entre Pablo VI y
el patriarca Atenágoras, en Jerusalén en 1964.
Le interesó sobremanera, después de dos o tres sesiones
de estudio en profundidad, el concepto del episteme5,
según el cual todos los episodios de la Biblia tienen
conceptos que no se deben discutir si no se conocen en
suficiente profundidad como para entrar en materia,
principio que muchos teólogos ortodoxos obviaban en su
ansia por darse notoriedad.
En otro texto ortodoxo fue donde leyó Marco una
afirmación de San Gregorio Nacianceno según la cual
“debe haber siempre la seguridad de que se tiene
suficiente capacidad de discernimiento como para
diferenciar los argumentos que se usen para contravenir
o apoyar una determinada Verdad” lo que se le pareció
en un primer momento al principio del nosce te ipsum de
los críticos latinos, sólo que aplicado a la religión. Según
ese principio, el hombre debía conocerse de una forma
exhaustiva antes de pasar a hablar de otros hombres.
Pero otros sabios santos griegos, tales como San Máximo
el Confesor, San Juan Crisóstomo, o San Basilio el
Grande, le abrieron las puertas hacia otro mundo que de
otro modo no hubiera podido conocer nunca, la rica
tradición litúrgica de la Iglesia ortodoxa, que había
podido apreciar en sus visitas a Turquía.
San Juan Crisóstomo, en un texto que Marco leyó poco
antes de cumplir los trece años, describía la liturgia
5 Concepto griego que significa “comprensión global” aplicado a los textos bíblicos.
23 SOL Y TINIEBLAS 23
como “un camino que se divide en tres ramas: hacia el
Reino de los Cielos en el que los ángeles celebran, hacia
el progreso de la liturgia a través de los siglos y hacia el
reino eterno y por venir de Dios” del mismo modo que
San Gregorio Nacianceno escribía que “la liturgia no es
sólo una mera recolección de las palabras y gestos de
Cristo, sino una interpretación viva del mensaje que nos
dio cuando dijo que estaba allí donde dos o tres personas
se reunieran en su nombre”.
El cardenal Marzoni se sentó a su mesa de trabajo,
recogiéndose los faldones de la capa roja, distintivo de
su condición de cardenal, que nunca se quitaba, pues
decía que era peor.
Además, según él, todos los cardenales debían dar
ejemplo de pureza y de orgullo, para lo cual era
indispensable llevar siempre las vestiduras rojas, el color
de la sangre de Cristo que manó de su costado en la
Cruz.
Otros cardenales optaban por vestir una sotana negra
con treinta y tres botones forrados de seda roja, pero él
quería vestirse con la magnificencia propia de un
príncipe de la Iglesia, por lo cual vestía siempre con los
atributos que le correspondía llevar cuando celebraba al
lado del Papa, con casulla, estola, alba y cíngulo.
Y todos los que le conocían le aseguraban que lucía
mejor así que si hubiera optado por la sobria sotana
negra de sus otros colegas, lo que, en vez de alimentar
su ego, le daba pie para aleccionar a todos aquellos que
le visitaban sobre la importancia del buen vestir, pues,
decía, “no se puede pretender que un visitante te vea en
mangas de camisa, ya que se destrozaría la imagen que
tiene de ti”.
En la mesa, además de los tomos sobre geopolítica que
había estado consultando la noche anterior para la
preparación de un trabajo que debía enunciar dos días
24 SOL Y TINIEBLAS 24
después en la universidad romana de La Sapienza, había
un antiguo mapa confeccionado en la época del Imperio
Otomano por un cartógrafo de Estambul especialmente
cuidadoso con las reseñas de los nombres de cada lugar.
El cardenal suspiró y sonrió mientras inclinaba la cara
para mirarlo más de cerca. Ese mapa llevaba en la
biblioteca familiar más de ciento cincuenta años, el
bisabuelo de Marco lo había adquirido en Estambul en
1890 durante uno de sus viajes a la ciudad del Bósforo
para entrevistarse con varios de sus contactos entre las
flotas mercantes, si bien la factura demostraba que era
bastante más antiguo, de mediados del siglo XVIII, razón
por la cual había que tratarlo con mucho cuidado.
El cardenal se había cansado de verlo expuesto en una
vitrina en la biblioteca de la casa sin que nadie excepto
él se acercara a consultarlo, ya que nadie de la familia
tenía interés en la geografía de las antiguas provincias
otomanas.
De modo que, cuando se ordenó sacerdote y compró su
primera casa, situada en un alto a las afueras de la
ciudad, le pidió a su padre que le dejara llevárselo, junto
con tres centenas de libros que no se usaban y que no
hacían más que ocupar espacio en el trastero del ala
norte de la casa, entre ellos varios textos de las diferentes
corrientes del Islam, como el sufismo, que el cardenal
había estudiado en su niñez para poder aprender árabe
coránico y clásico.
Como era lógico, su padre, que no era capaz de negarle
nada a su niño, como lo seguía llamando a pesar de que
cuando se fue de casa ya había cumplido los diecinueve,
le dio el permiso, igual que se lo había dado durante años
para hacer otras muchas cosas que no tenían nada que
ver con ese mapa.
Desde entonces, Marco Marzoni había llevado el mapa,
cuidadosamente envuelto en un rollo de plástico, a todos
25 SOL Y TINIEBLAS 25
los destinos que le había tocado ocupar, y ya hacía veinte
años que ornaba esa mesa de la biblioteca o bien una
vitrina situada un poco más atrás, junto a la puerta.
Muy a menudo, el cardenal lo sacaba de la vitrina y lo
extendía sobre la superficie de la mesa para, equipado
con unos guantes de látex, precaución que se debía
tomar siempre al manejar documentos antiguos, pasar
las manos por todos aquellos lugares que habían visto
pasar la historia de tantos pueblos.
Aquella mañana, el cardenal, después de ponerse los
guantes de látex que guardaba bajo siete llaves en un
cajón de su escritorio, fue directo a un punto situado en
la costa levantina mediterránea, en el país que
actualmente recibía el nombre de Líbano, al-Lubnan, en
árabe coloquial, o al-Jumhuriyah al-Lubnaniyah, la
República del Líbano, de manera más culta, el país que
había sido la cuna de la primera gran civilización
conquistadora de la historia, los fenicios.
Sus manos rastrearon el mapa hasta detenerse en un
dibujo que representaba una estribación montañosa
muy alta, el lugar que quería encontrar desde que había
abierto el mapa por primera vez con conciencia de lo que
tocaba.
La estribación aparecía rotulada en turco y árabe con el
nombre de un pueblo, el pueblo en que se originaba su
historia por parte de madre, el pueblo en el que habían
nacido sus abuelos, sus bisabuelos y sus antepasados
por parte de madre hasta donde podía recordar. El
pueblo, en definitiva, donde se había escrito una gran
parte de su historia.
-Ain Zalta- musitó, recordando la primera vez que había
ido allí con sus padres, a aquel pueblecito perdido de la
montaña libanesa, a ciento diez kilómetros de Beirut, en
un rincón tan recóndito que no se sabía llegar si no se
había nacido allí.
26 SOL Y TINIEBLAS 26
A Marzoni se le llenaron los ojos de lágrimas cuando lo
vio, como lo habían hecho cada vez que él había mirado
ese nombre desde que tuvo conciencia suficiente como
para que su madre le revelara la verdadera historia de
su familia.
Todas las veces que intentaba mirar aquel pueblo y se
proponía no llorar, sus sentimientos le traicionaban, por
la sencilla razón de que, en ese pueblo, se encontraba
una gran parte de su historia, una parte que, por más
que quisiera, no podía obviar así como así.
Allí era donde se había producido uno de los grandes
encuentros de su vida, aunque él no hubiera nacido
cuando se dio.
Allí se habían encontrado su padre y su madre, al poco
de comenzada la guerra civil en el Líbano, cuando el
padre de Marco, Stefano Marzoni, había viajado a Beirut
tras la muerte de su padre para retomar sus contactos
con las flotas de mercantes de la costa levantina.
La madre de Marzoni, Zahra, era la hija pequeña y, por
tanto, la más mimada, de una reputada y respetada
familia cristiana maronita de aquel pueblo, Ain Zalta,
cerca de Sidón, donde según la tradición católica se
había detenido Cristo en uno de sus viajes, el mismo
durante el cual aleccionó a las ciudades de Tiro y Sidón
por su mal comportamiento a los ojos de Dios.
Los libaneses que vivían en Ain Zalta eran muy
puntillosos con su herencia, y a cualquier persona que
visitara el pueblo, le hacían marcharse espantada
después de tres horas de charla acerca del verdadero
lugar de nacimiento del cristianismo, el verdadero lugar
donde Cristo le dijo a Pedro aquellas palabras que eran
el fundamento de la Iglesia católica.
Marzoni sonrió al recordarlas, eran dos de sus versículos
preferidos de la Biblia. Mateo, capítulo dieciséis,
versículos dieciocho al veinte.
27 SOL Y TINIEBLAS 27
“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y
las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti
te daré las llaves del reino de los Cielos, y todo aquello
que atares en la tierra quedará atado en el Cielo y todo
lo que desatares en la tierra quedará desatado en el
Cielo” palabras sobre las que Marco Marzoni había
centrado su primera homilía como sacerdote en aquel
lejano mes de marzo de 2004.
Zahra fue educada en la escuela americana de Beirut, la
American School for Girls, un internado muy selecto al
que sólo eran enviadas las chicas de la clase alta de la
ciudad o bien las hijas de los diplomáticos destinados en
el Líbano. Zahra no era ni lo uno ni lo otro.
Sin embargo, su padre, Ayman Zawir, que había sido
educado por los jesuitas en el colegio beirutí de Nuestra
Señora de Jamhour, quería para su hija la mejor
educación. Aparte, dos de las hermanas de Zahra,
Nazeera y Alice, estaban ya internas en el colegio, por lo
que la joven se sentiría como en casa.
No tuvo que hacer demasiados esfuerzos para conseguir
pagar las elevadas tarifas, ya que, debido al prestigio de
la familia Zawir, el apellido de soltera de la madre de
Marco, la directora del internado le permitió entrar
dándole la escolaridad prácticamente gratis.
Si había algo que les sobraba a los Zawir, pese a vivir en
un pueblo recóndito de la montaña libanesa, ese algo era
el dinero y la influencia política, pues el abuelo materno
de Marco Marzoni había llegado a ser, en el cargo de
ministro de Defensa, uno de los hombres fuertes
libaneses durante la guerra.
Su familia, que como ya se ha dicho era católica
maronita, era una de las más ricas del pueblo, y su padre
llegó a ser uno de los principales asesores políticos,
antes del comienzo de la guerra, del presidente Suleiman
Franjieh, asesinado nada más empezar la confrontación.
28 SOL Y TINIEBLAS 28
Ayman, por fortuna, gozaba de un prestigio muy grande
entre los sublevados, y consiguió salvar su vida y la de
su familia sin tener que huir al exilio.
Zahra acababa de cumplir los catorce años, sus
hermanas tenían dieciséis y dieciocho. La joven llevaba
seis años interna en el colegio, que era el único lugar
seguro de Beirut, el único lugar donde las jóvenes no
corrían peligro de ser interrogadas ni hechas prisioneras,
precisamente porque el internado se hallaba bajo
protección de la embajada norteamericana desde hacía
más de cincuenta años.
A medida que fueron acabando sus estudios, Nazeera y
Alice optaron por volver al pueblo, conscientes de que,
aunque el prestigio social de su padre las escudara
contra los peligros de la guerra, estaban cada día más en
peligro conforme avanzaban los enfrentamientos.
Además, decían, su madre les encontraría un buen
marido en el pueblo, y cuando volvieran a Beirut ya
estarían felizmente casadas y puede que hasta con hijos.
Estaban en la flor de la vida, y lo único que hacían, por
lo que nadie podía culparlas de nada, era soñar.
Ninguna de ellas llegó a subirse al autobús que les
llevaría a Ain Zalta. Un francotirador abatió a Nazeera
justo cuando cruzaba la puerta de salida del colegio, y
Alice fue asesinada a sangre fría unos meses después,
cuando la directora le dio permiso para ir al pueblo a ver
a sus padres.
Zahra estaba ante la puerta cuando su hermana cayó, y
durante muchas horas sostuvo su cuerpo
ensangrentado, rezando en árabe, en griego, en arameo,
en todas las lenguas que conocía, para que Dios
permitiera que su hermana volviera a vivir.
Fue inútil. La joven fue enterrada en Ain Zalta el día
después y nadie volvió a recordar su nombre, demasiado
doloroso para todos. La abuela de Marco, Sofiya, la
29 SOL Y TINIEBLAS 29
madre de Zahra, murió poco después que Alice, pero
Ayman siguió viviendo hasta pasada la primera década
del siglo XXI.
Murió en 2009, a los noventa y cinco años, con tiempo
suficiente de haber visto a su nieto convertirse en
sacerdote. Marco recordaba que había hecho el viaje, a
pesar de su avanzada edad, pocas semanas antes de
cumplir noventa años, para asistir a la ceremonia de
ordenación, y siempre se lo agradeció.
Como consecuencia de la muerte de dos de sus hijas,
Ayman decidió que su niña, su tesoro, como la llamaba,
no debía subir a la montaña en ningún momento, y
encargó a unos buenos amigos que, cuando se acabara
el internado en junio, la llevaran al extranjero para
distraerla. Pero nunca se recuperó.
Marco recordaba a su abuelo materno como un anciano
de largos cabellos blancos que vivía en Beirut cuando él
nació, ya que, cuando la guerra estaba en su punto
álgido, decidió arriesgar su vida trasladándose a vivir
entre el mar y la montaña, reclamado por el presidente
del Líbano en aquel entonces, el general Michel Aoun,
que después pasaría quince años en Francia. Trabajó
cerca de Aoun hasta que se jubiló en 1986, recién
cumplidos los setenta y dos años.
Fue él quien le enseñó a hablar árabe, pues su madre,
que había huido del país apenas concluidos sus estudios
en la Universidad Americana de la capital libanesa,
nunca hablaba de Beirut ni de sus tiempos jóvenes, ya
que le hacía demasiado daño recordar los tiempos felices
de antes de la guerra, porque todo lo que había sido su
vida se echó por tierra tras la muerte de su madre y de
sus hermanas.
Su abuelo también tenía su dosis de dolor, dos de sus
hijas habían muerto y la tercera había logrado escapar
del país, hecho por el que daba gracias infinitas a Dios
30 SOL Y TINIEBLAS 30
todos los días. A él también se le habían acabado los
tiempos felices, se había quedado sin esposa, su vida se
había echado a perder cuando Franjieh fue asesinado al
poco de empezar la guerra y cada vez tenía menos
esperanzas de que Aoun tuviera un gobierno bueno.
Zahra conoció a Stefano Marzoni cuando tenía dieciséis
años, en 1977. Su futuro marido, tres años mayor que
ella, estaba estudiando Arqueología, además de
continuar con el negocio marinero iniciado por su
bisabuelo y continuado después por su abuelo y por su
padre.
El cardenal Marzoni sabía, pues su padre se lo había
contado, que su abuelo paterno había sido marino de
guerra en los tiempos del rey Víctor Manuel III, y que se
había opuesto fervientemente al régimen de Mussolini,
pese a lo cual consiguió salvar la vida cuando el Duce fue
colgado por los pies en una plaza de Milán.
Como quiera que la embajada italiana estaba a media
calle del internado, en uno de sus desplazamientos,
Stefano, que se alojaba en el edificio diplomático, fue
tiroteado por un soldado apostado a la salida de la
biblioteca del distrito, adonde había acudido para
documentarse.
Ante el ruido de los disparos, las alumnas de la escuela
se habían congregado alrededor del guapo joven que
yacía en el suelo y corría peligro de desangrarse.
La directora de la escuela americana ordenó a dos de sus
alumnas que lo llevaran a un hospital, y una de las que
se ofrecieron voluntarias para hacerlo fue Zahra, que
siempre había sido la más valiente, la que nunca había
temido morir.
No sabía, mientras cargaba en sus brazos con el liviano
joven del cabello rubio cruzado por una cicatriz que ya
se le quedaría allí de por vida, que su destino se quedaría
unido al de ese joven ya hasta la muerte. “Nuestra
31 SOL Y TINIEBLAS 31
historia de amor” gustaba de decir Stefano Marzoni a sus
amigos, a menudo en presencia de su hijo, “se inició en
una calle de Beirut mientras yo me desangraba”.
Milagrosamente, en aquella salida no le pasó nada, ni a
ella ni a su compañera. Dejaron a Stefano a las puertas
del hospital armenio, que estaba regentado por católicos
maronitas, y regresaron a la escuela, donde continuaron
con sus estudios a la espera del día en que las bombas
cesaran y pudieran por fin recuperar su ritmo de vida
normal, lo que parecía cada vez más difícil, dado que
llegó un momento en que las bombas, los combates y las
guerras de guerrillas se hicieron omnipresentes,
“En el Líbano” recordaba el cardenal Marzoni que le
había dicho su abuelo uno de los veranos que fueron a
Ain Zalta durante tres meses, “nadie ha vuelto a vivir en
paz desde 1975”. Era verdad, y Marzoni lo sabía muy
bien, sabía que nadie estaba a salvo en el Líbano, sobre
todo en la montaña, tan parecida al maquis de los
combatientes de la Guerra Civil Española.
Los que no habían emigrado durante la guerra y habían
tenido bien el valor o bien la obligación de quedarse
siempre habían vivido atemorizados, porque, aunque la
guerra terminó en 1989, el Líbano había seguido
viviendo con un constante temor, sobre todo con motivo
de la cruenta y rápida guerra del verano de 2006 que los
libaneses conocían como la Guerra de Julio.
Stefano se recuperó rápido, y en diez días pudo volver a
trabajar de nuevo con la documentación que había
recopilado en la biblioteca del distrito, documentación
que, confiaba, le permitiría saber algo más acerca de los
asentamientos fenicios de aquella zona costera del
Líbano.
Sin embargo, por más que se enfrascaba en todos
aquellos complicados papeles llenos de grafías árabes
que le costaba mucho comprender, por más que visitaba
32 SOL Y TINIEBLAS 32
las excavaciones arqueológicas más conocidas del
Líbano cerca del mar para intentar encontrar el rastro
de los barcos que le decían que se habían hundido allí,
por más que hacía excursiones para intentar quitarse de
la cabeza el día en que lo habían tiroteado, no conseguía
olvidarse del fugaz destello de color castaño claro que
percibió cuando unos médicos se lo llevaron en brazos
hasta la sala donde le operaron.
Había abierto los ojos cuando lo dejaron ante la puerta
del hospital armenio y había visto por unos instantes el
rostro de Zahra. En cuanto le dieron el alta y le
permitieron ir a la embajada, le faltó tiempo para
averiguar todo lo que pudo y algo más sobre ella, lo que,
por otra parte, no fue difícil, ya que en Beirut todo el
mundo conocía, aunque viviera interna, a la hija del
coronel Ayman Zawir, que había perdido a dos de sus
hermanas en un tiroteo como aquel del que él mismo
había conseguido salir ileso.
Al enterarse de que Zahra había perdido a dos hermanas
en un tiroteo, Stefano, que ya tenía en la cabeza su cara
y que se había formado el secreto propósito de conseguir
su mano para poder casarse con ella y trasladarse a vivir
a su natal Rávena, encontró la excusa perfecta para
visitarla cuando estuviera libre o cuando estuviera
estipulado que fuera el día de visita.
Como consumado galán (en el instituto y en la
universidad había tenido tal cantidad de novias que se
había ganado el mote de Casanova) no estaba dispuesto
a dejar que se le pasara una oportunidad como aquella,
para una vez que se le presentaba Cupido y le daba con
una de sus flechas, viviendo como vivía a media calle del
internado.
Le daría el pésame y, de paso, le preguntaría si su padre
tenía algo en contra del matrimonio entre personas que
profesaran diferentes credos de una misma religión.
33 SOL Y TINIEBLAS 33
El día de visita en la American School for Girls era el
jueves, y la casualidad quiso que el día que Stefano se
propuso ir a visitar a Zahra para darle el pésame por la
muerte de sus hermanas fuera miércoles, de modo que
sólo tuvo que esperar un día.
Pero los italianos tenían un ansia irreprimible y no
podían esperar, de modo que Stefano no pudo dormir.
Cuanto más intentaba arrebujarse bajo las sábanas de
sus aposentos en la embajada italiana, cuanto más
intentaba olvidar el rostro de la joven que le había
salvado la vida, más se le clavaba en la mente el destello
que había conseguido percibir cuando le dejó a las
puertas de aquel hospital.
Pasó esa noche preparando un par de frases de
compromiso en árabe, las únicas que sabía decir, y a la
mañana siguiente, tras haber comprado un ramo con
doce rosas rojas y doce margaritas blancas, los colores
del Líbano, se encaminó a ver a su amada platónica, a la
que había mandado aviso con un correo diplomático de
la embajada de que quería darle las gracias además del
pésame.
Zahra, acostumbrada ya desde que, a los ocho años, sus
padres la enviaran a Beirut, a tratar con todo tipo de
personas, no sólo con mujeres, se arregló todo lo bien
que pudo, ya que era la primera vez que recibía una
visita que no fuera de sus padres.
Con la ayuda de la directora del internado, escogió un
vestido color azul cielo que realzaba todavía más, le dijo,
el color de sus ojos, se los delineó con kohl, el tinte que
las mujeres árabes se ponían en los ojos para parecer
todavía más hermosas, se mojó bien el pelo color caoba
con aceite de oliva y, cuando al fin creyó que estaba lo
suficientemente presentable como para no espantar a su
visitante, se fue al patio, donde ya las otras alumnas
departían animadamente con sus padres o con otros
visitantes.
34 SOL Y TINIEBLAS 34
Stefano, avergonzado porque era la primera vez que
sentía amor verdadero por una chica y no se sentía con
fuerzas para dejarla ir sin romperse el corazón y no poder
vivir por el resto de su vida, estaba en un rincón
apartado del patio, con el ramo de rosas y margaritas en
una mano, rezando para que su enamorada apareciera
de una vez y repitiendo una y otra vez las frases en árabe
que le iba a decir para darle el pésame y las gracias.
Su acento árabe era medianamente pasable, pero no
dejaba de corregirse a sí mismo porque no creía que la
manera en que pronunciaba las palabras fuera la misma
en que las pronunciaban los oficiales de la embajada, la
mayor parte de los cuales eran hablantes nativos de
árabe, por lo que era normal que las pronunciasen con
menor falta de acento.
Cuando Zahra se aproximó a él al ver que llevaba flores,
como le había anunciado en la carta que le habían
llevado desde la embajada italiana, a Stefano se le subió
la sangre a las mejillas y a la cabeza y se puso tan
nervioso que empezó a balbucear palabras sin sentido,
tanto en árabe como en italiano, francés e inglés.
Su enamorada era diez veces más hermosa de cuanto se
la había imaginado, aunque la verdad era que apenas la
había visto cuando lo dejó, junto a su amiga, a la puerta
del hospital armenio.
Para colmo, la primera pregunta que le dirigió Zahra, en
inglés, ya que no estaba segura de si su visitante hablaba
francés, terminó de hacerle ver las estrellas, pues no se
imaginaba que supiera tanto sobre él.
La joven, como era lógico, había preguntado al hombre
que había llevado la nota desde la embajada quién la
enviaba, y se había informado sobre Stefano, por lo que
sabía que era arqueólogo y marino.
-¿Qué buenos vientos le han traído hasta aquí?
35 SOL Y TINIEBLAS 35
Stefano se quedó mudo, sin saber qué decirle y con el
ramo de flores en la mano, indeciso acerca de si dársela
en ese momento, ante la mirada de todas las alumnas y
de sus familiares o enamorados, o retirarse a un rincón
un poco más apartado, pues había oído que los libaneses
eran extremadamente decorosos con lo que tenía que ver
con las declaraciones de amor o las peticiones
importantes.
Al ver que su visitante no hablaba y se debatía tragando
saliva e intentando hablar una y otra vez sin conseguirlo,
Zahra le hizo una de las preguntas que se le habían
ocurrido al saber que iría a visitarla:
-¿Es usted un ajnabi6?
Como es lógico, al no hablar árabe correctamente,
Stefano desconocía esa palabra que sólo conocían los
hablantes del dialecto libanés del árabe, de modo que se
limitó a musitar las palabras de condolencia que le
habían enseñado los funcionarios árabes de la
embajada.
Zahra sonrió tímidamente. Nunca había visto a un
extranjero que le hablara en árabe, aunque había que
reconocer que el acento de esa persona era bastante peor
el que tendría un hablante nativo como ella.
Pese a todo, lo agradeció con un sentido asentimiento de
cabeza y le dijo que le tendría en sus oraciones, como
acostumbraban a hacer los amigos de sus padres cada
vez que estos les daban una buena noticia o también una
mala.
Pasaron entonces a hablar de las cosas serias, porque a
la joven le habían enseñado que, cuando un hombre
fuera a visitarla con un propósito, cualquiera que este
6 Ajnabi (femenino ajnabieh, plural ajnabu´un) palabra del dialecto libanés levantino del árabe que designa a un extranjero venido del Lejano Occidente, que para los libaneses es la orilla del Mediterráneo que comprende España, Portugal, Francia e Italia. Los restantes países tienen su propio apelativo en árabe.
36 SOL Y TINIEBLAS 36
fuese, el verdadero propósito que albergaba era el de
casarse con ella, aunque lo escudara tras unas cuantas
frases corteses sin sentido, así que fue ella quien tuvo
que tomar la iniciativa.
Cuando le dijo un sí rotundo, Stefano, que no sabía que
Zahra tenía ya mucha experiencia en el arte de la
declaración amorosa por sus lecturas de novelas
románticas, se quedó paralizado, asombrado de que ella
hubiera sido capaz de adivinarle el pensamiento cuando
apenas había empezado a hablar, y le preguntó si era
una médium o una bruja que tenía contacto con los
espíritus.
Al oír eso, Zahra se rió y sonrió, conmovida por la
ingenuidad de su guapo pretendiente. La verdad era muy
otra, pero Stefano jamás la sabría, porque ella se cuidó
muy mucho de revelársela, pues no sabía nada de la
infinita sabiduría popular libanesa.
Ayman le había dicho muy seriamente cuando la mandó
al internado ocho años atrás que, si alguna vez se le
presentaba un pretendiente así, no importaba que
estuvieran en guerra, tendrían que ir los dos al pueblo a
pedir su bendición para el matrimonio. Era una tradición
popular libanesa, y según una leyenda, quien no la
cumplía abocaba la desgracia y traía las artes del diablo
sobre el matrimonio.
La joven no era supersticiosa, pero siempre le habían
enseñado que había que cumplir las tradiciones, y ya
había visto cómo las cumplían sus dos hermanos
menores, que tenían doce y trece años y a los que,
siguiendo la tradición del pueblo, habían casado con
chicas menores que ellos unos meses antes.
De modo que, tras asegurarle que su padre no opondría
al matrimonio, ya que al fin y al cabo ambos cónyuges
eran católicos, Zahra pidió permiso a la directora para
37 SOL Y TINIEBLAS 37
ausentarse por unos días y quizás, le reveló, para
siempre.
Cuando la buena mujer la miró con consternación sin
saber lo que quería decir, Zahra le confesó que quizás se
casaría en cuanto su padre le diese su bendición. La
directora, que seguía soltera a los cincuenta años, la
miró con una envidia sana, pero le dio el permiso para
viajar a su pueblo.
Cuando ambos se bajaron del autobús en Sidón,
renombrada por las autoridades, que querían borrar
toda referencia bíblica del suelo del Líbano, como Saida,
Ayman Zawir esperaba a su hija y al que pronto se
convertiría en su yerno, flanqueado por sus dos hijos
menores, Ahmad y Suleiman, al que le había puesto el
nombre en honor a su jefe asesinado dos años antes, que
había sido su padrino de bautismo.
Zahra no pudo reconocer al principio a aquel anciano de
cabello canoso flanqueado por dos mozos altos y fuertes,
y sólo cuando abrió los brazos para abrazarla se dio
cuenta de que aquel hombre al que miraba era realmente
su padre.
Tenía sólo sesenta y tres años, pero ya parecía un
anciano de ochenta. Las muertes de sus hijas y de su
esposa habían hecho mella en su alma, y aunque sus
hijos menores, sus dos varones, los que llevarían su
apellido y se lo transmitirían a sus descendientes,
estaban allí para cuidarle, acompañados de sus
respectivas esposas, Ayman ya no tenía ganas de vivir y
se sentía como un viejo amargado, sin nada que hacer,
relegado excepto para unos pocos actos en los que se le
hacía una única mención honorífica.
Su actividad política, que volvería a resurgir en los años
ochenta como consejero de Michel Aoun, parecía
acabada dos años después de comenzarla, por la sencilla
38 SOL Y TINIEBLAS 38
razón de que aquel al que Ayman había servido con
dedicación y fidelidad había muerto.
Hacía dos años que Suleiman Franjieh había caído
asesinado bajo las balas de un terrorista armenio y que
toda su familia había huido del país hacia el exilio, triste
realidad de la que él, por fortuna, había conseguido
salvar a los suyos, ya que, aparte de las dos hermanas
de Zahra que habían sido asesinadas en Beirut y de la
esposa de Ayman, la familia Zawir seguía entera y en pie,
reunida alrededor de su cabeza visible.
Ayman, sin embargo y pese a estar pletórico de energía
a los sesenta y tres años, no tenía ganas de hacer nada,
quería morir como había muerto su mentor y protector
político, que hacía ya dos años que yacía en una tumba
preparada especialmente para él en la ermita de San
Marón, en el claustro del monasterio maronita de Deir
Mar Maroun7, a ciento cincuenta kilómetros de Beirut.
Ni siquiera la noticia de que Zahra iba a contraer
matrimonio con un católico de rito romano le alegró. Lo
único que dibujó un esbozo de sonrisa en su ajado y
taciturno rostro fue la decisión que tomó Stefano, que en
un principio, para no desarraigar a su enamorada, había
pensado en pedir licencia a su padre para no continuar
con el negocio marinero iniciado por su abuelo e
instalarse en Beirut, donde tenía previsto que nacieran
los hijos que Dios quisiera darles a él y a su esposa.
Sin embargo, al ver que el Líbano no estaba en
condiciones de ser el país adecuado para que crecieran
unos niños y que Ayman quería que su tesoro estuviera
seguro en otro país, Stefano se concienció de que, si
quería tener un matrimonio feliz, lo mejor era trasladarse
a Italia inmediatamente después de la boda, que sin
7 El monasterio de Deir Mar Maroun está situado en el valle del río Orontes, que en la actualidad se conoce como al-Assi, uno de los cuatro ríos que, según la tradición bíblica, regaban el jardín del Edén. Es uno de los lugares más hermosos del Líbano, y sus monjes fabrican un vino autóctono que es uno de los más afamados de la zona.
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embargo, para su extrañeza, debía celebrarse, como dijo
Ayman, en Ain Zalta, el pueblo de donde era originaria
la novia.
Las tradiciones maronitas, le confesó Zahra una noche
después de cenar con su padre, sus hermanos menores
y sus cuñadas, exigían que tanto las mujeres como los
hombres de una familia permanecieran en el pueblo
hasta el día después del matrimonio, pues las mujeres
de la familia debían colgar las sábanas ensangrentadas
del balcón de la alcoba nupcial tras la primera noche de
cohabitación para demostrar que la novia seguía siendo
virgen.
El día 15 de diciembre de 1977, cuando Zahra acababa
de cumplir los diecisiete años y Stefano estaba a tres
semanas de celebrar su vigésimo cumpleaños, ambos
contrajeron matrimonio delante del obispo de Baalbek,
la ciudad adonde tenía pensado retirarse Ayman cuando
estuviera seguro de que su hija había abandonado el
país que la había visto nacer, en la iglesia parroquial de
Ain Zalta.
Al día siguiente, después de cumplir escrupulosamente
con la tradición, como ordenaban los cánones
maronitas, volvieron a coger el autobús para Saida y,
una vez allí, otro autobús para Beirut que les dejó
directamente en el aeropuerto. Tres horas después,
estaban a bordo del primer avión con destino a Roma,
desde donde cogieron un tren con destino a Rávena.
Cuando estuvo seguro por un contacto que había ido a
acompañarles al aeropuerto de que su hija y su yerno
habían abandonado Beirut, Ayman respiró tranquilo por
primera vez en dos años, sabiendo que había cumplido
lo que le prometió a su mujer cuando esta murió.
Al día siguiente, tras ponerles un telegrama deseando
que hubieran llegado bien a Italia, el anciano despidió a
sus hijos y nueras, cerró la casa del pueblo y, en vez de
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ir a Baalbek, bajó a Beirut, donde residiría hasta su
muerte, aunque continuara pasando los veranos en la
montaña.
Sería la última vez en doce años que Zahra vería el
Líbano, pues, a pesar de que Marco nació en 1985, su
madre no quiso regresar a Beirut hasta el final de la
guerra civil, en 1989, por miedo a que pasara algo
mientras se encontraban allí y a que no pudieran volver
a Italia por verse bloqueados por las fuerzas de la
guerrilla.
Por la misma razón, y aunque quería que su hijo
estuviese orgulloso de ser medio libanés y de llevar
sangre fenicia en las venas, no empezó a hablarle en
árabe hasta que su padre le dijo que no era peligroso
hacerlo.
Así, Marco, que a partir de ese momento desarrolló un
talento especial para los idiomas que se vio
incrementado después por sus estudios en el extranjero,
creció desde los cuatro años con el árabe como segunda
lengua, y le debía a su madre el hablarla sin acento. Al
mismo tiempo, Zahra alternaba el árabe con el francés y
el inglés, y así el niño aprendió ambas lenguas como si
fuera un nativo.
Justo cuando recibió la noticia de que los combates
habían cesado y el país volvía a estar en paz, Zahra pidió
a su marido que fueran al Líbano a ver a su padre para
que, de paso, el anciano conociera a su nieto y, al mismo
tiempo, Marco entrara en contacto con la cultura
levantina, la cual llevaba en la sangre.
Y así, Stefano, que ya era un hombre maduro, aunque
sólo tenía treinta y dos años cuando regresó al Líbano,
sacó los billetes encantado de poder complacer a su
mujer. Además, a él también le apetecía ver la tierra
donde se conocieron él y su mujer, y cuánto habría
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cambiado desde que la abandonaron aquella mañana de
doce años antes.
Aunque sólo tenía cuatro años en el momento de su
primer viaje a la tierra de su madre y de sus ancestros
maternos, el cardenal Marzoni recordaba como si
hubiera sido el día anterior cada detalle del viaje, desde
que despegaron de Roma en un avión de la BOAC, la
única aerolínea que cubría en aquellos años la ruta entre
Roma y Beirut, hasta que llegaron al pueblo, donde las
mujeres se habían reunido para dar la bienvenida a
aquella mujer que, pese a llevar doce años viviendo en el
extranjero, nunca dejaría de ser una de las suyas, una
levantina nacida y criada en Ain Zalta, en aquel remoto
pueblo de la montaña libanesa.
Recordaba el miedo transparentado en la mirada de su
madre mientras recorría con los ojos cada lugar del
pueblo, las miradas de las mujeres del pueblo
clavándose en aquel niño pequeño que no se soltaba de
la mano de su madre, vestida con una abaya8 negra,
pues había oído que, en su país, al menos desde 1977,
la gente se había vuelto mucho menos tolerante, la
primera pregunta que les dirigió a sus paisanos, mejor
dicho, la primera súplica, rogándoles que no
consideraran a su hijo como un ajnabi.
El ruido de la puerta de la biblioteca abriéndose, aunque
lo hizo suavemente, sacó al cardenal Marzoni de sus
recuerdos. El eclesiástico, siempre obsesionado con los
detalles y el buen vestir, se colocó bien la cruz pectoral
de oro sobre la sotana y miró hacia el quicio de la puerta,
donde ya le esperaba su secretario, el monseñor libanés
Nasrallah Maroun Maarkouf9, a quien había escogido 8 Abaya (plural abayieh): prenda de ropa muy usada en el mundo árabe que cubre todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los pies, con un cierre a la altura del cuello que se puede bajar. Es mucho más utilizada en la zona levantina que la burka, una prenda similar pero que cubre todo el cuerpo, con una rejilla a la altura de los ojos. 9 Habitualmente, los libaneses tienen tres nombres: el principal, por el que se les conoce en familia y que es el que usan para todos los propósitos oficiales, el segundo, que suele atribuirse a alguno de los santos locales, y el apellido. Algunas veces, sin embargo, el nombre del santo (Charbel, por ejemplo, o
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por recomendación de una de sus feligresas, que le hizo
notar que ellos dos eran de los pocos en Rávena que
tenían origen libanés.
Cuando se enteró de que Maarkouf había sido ordenado
sacerdote, Marco Marzoni lo hizo inmediatamente su
secretario, y ahora hacía doce años que el joven de
treinta y cinco vivía con él en Roma y se había convertido
en su mano derecha.
-Es la hora, Eminencia- musitó monseñor Maarkouf
entrando en la biblioteca, pero con cuidado de no sacar
a su jefe de la tarea en la que se hallaba inmerso.
-¿Tan pronto ha decidido Su Santidad salir hacia Castel
Gandolfo?-Marzoni miró su reloj de pulsera. Eran tan
sólo las dos. Muy a menudo, cuando se trasladaban a la
residencia de verano, no solían salir hasta las cuatro o
las cinco. No esperaba un cambio tan radical en el
horario de Clemente XV, un Papa de costumbres fijas.
-Todos los coches esperan ya en San Dámaso,
Eminencia. Maarkouf se inclinó y, rodilla en tierra, besó
el anillo de su superior en señal de respeto. Marzoni le
tocó la cabeza en señal de bendición y le ayudó a
levantarse.-Si a Vuestra Eminencia le parece bien,
podríamos ir marchando ya hacia el patio.
-Sea, pues- Marzoni cogió el mapa sin quitarse los
guantes de látex, que se había vuelto a poner después de
que su secretario le besase el anillo, lo enrolló
cuidadosamente y lo guardó en un tubo que monseñor
Maarkouf, siempre diligente y atento a sus necesidades,
cogió y se metió en uno de los bolsillos de la sotana.
Había hecho bien eligiendo a ese joven, pues era el único
con quien podía hablar en árabe y recordar los pueblos
de la cordillera montañosa del Sanino.
Maroun) es el único precediendo al apellido. Cuando hablemos de monseñor Maarkouf a partir de ahora, nos referiremos a él o por Nasrallah o por monseñor Maarkouf, ya que el segundo nombre se suele obviar y sólo consta en partidas de nacimiento.
43 SOL Y TINIEBLAS 43
Al contrario que él, Maarkouf sí era originario del Líbano,
donde había nacido en 2010, pero había emigrado a
Italia con sus padres, católicos de rito romano que, no
obstante, le habían puesto el nombre de Maroun, para
mostrar su respeto por el credo maronita, y el nombre de
Nasrallah, que en árabe quería decir “el elegido de Dios”
para mostrar también el respeto por el mundo
musulmán.
Marzoni salió a buen paso de la biblioteca y, atravesando
los pasillos de las oficinas de la Secretaría de Estado,
bajó junto a su secretario al patio donde lo esperaban
todos los demás cardenales y también el Papa.
En el patio de San Dámaso, tal como había dicho
monseñor Maarkouf, ya estaban todos los coches, y la
mayoría de los otros cardenales que trabajaban en el
Vaticano ya estaban montados en ellos. Sólo faltaba el
Papa.
Marzoni lo vio incluso antes de poner el pie en el patio
de San Dámaso. El robusto Clemente XV, a los setenta y
cuatro años, aparentaba poco más de cincuenta. Alto y
delgado, se mantenía enhiesto como un junco.
Marzoni, que había comido con él incontables veces
desde que, cuatro años antes, el francés se trasladara al
Palacio Apostólico, se asombraba de la calidad de la
mesa pontificia, comparada con la austeridad que
reinaba en tiempos de Pío XIII, que gustaba de bromear
con los invitados mientras comía.
Clemente, en cambio, gustaba de mortificarse con
frecuentes ayunos y penitencias, algo que Marzoni no
compartía, pero suponía que se debía a los diecisiete
años que el Papa había pasado como nuncio en Malawi,
una de las repúblicas más pobres de África, donde se
quitaba el pan de la boca para dárselo a los pobres que
pululaban por las calles o hacían guardia a las puertas
de la nunciatura, mendigando migajas, que era lo poco
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que tenían con el nuncio que había precedido a
Clemente.
Por fortuna, diecisiete años, aunque a algunos les
pudieran parecer toda una vida, no eran tanto, y Pío XIII,
que era muy inteligente pese a parecer un mono bien
amaestrado, había librado al Papa francés de ese
suplicio cuando Clemente llevaba tanto tiempo en
Malawi que ya se le había olvidado cómo hablar francés,
pues usualmente se comunicaba con sus subalternos en
swahili y los contactos con la Santa Sede los hacía en
inglés, lengua que había sido la oficial en Malawi hasta
la independencia del Imperio Británico en 1970 y que
aún ahora, casi ochenta años después, continuaba
siendo hablada, leída, escrita y entendida por más de
cuatro quintas partes de la población.
-Santidad- saludó Marzoni en francés, la lengua materna
de Clemente y también una de sus propias lenguas
maternas, inclinándose para besar el Anillo del
Pescador, la joya que simbolizaba el poder espiritual y
temporal del Papa.
-Levántese, levántese, mi buen y fiel cardenal Marzoni, y
dígame si prefiere acompañarme, como corresponde al
secretario de Estado del Santo Padre, o bien ocupar uno
de los coches que ya están dispuestos- le atajó Clemente
tomándole de manera campechana por el brazo para que
se levantara.
Marzoni se quedó atónito. Verdaderamente aquel Papa
francés tenía salidas de lo más incomprensibles. Nunca,
en los cuatro años que llevaba en el solio de Pedro,
nunca antes le había preguntado si quería acompañarle
en su viaje de veintisiete kilómetros al suroeste de Roma
en helicóptero, aunque cuando viajaban fuera de Roma
y era un viaje que requiriese su presencia10, Clemente
10 Habitualmente, el secretario de Estado sólo acompaña al Papa en sus viajes fuera de Italia, mientras que los que tienen lugar en la península itálica competen al sustituto de la Secretaría de Estado, a no ser
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sabía que tenía que dejarle ocupar su puesto en el
helicóptero.
Nunca había reclamado que ocupase el lugar que
correspondía al secretario de Estado, y a menudo la
tripulación del avión en que el Papa realizaba sus viajes
al extranjero ni siquiera reconocía su cara, porque
Marzoni era experto en deslizarse tras los otros
miembros del séquito papal.
Por eso, la pregunta de Clemente, que tan natural le
hubiera sonado en otras circunstancias, de no ser por la
desconcertante actitud del francés, le dejó pasmado.
-Pero, Santidad- reaccionó el emiliano-romañolo, que
sabía muy bien cómo y cuándo resultar confundido,- las
plazas del helicóptero de Vuestra Santidad están todas
completas ya. Quiero decir… el prefecto de la Casa
Pontificia y el regente tienen que viajar con vos, y a mí
jamás se me ocurriría despojarles de su puesto.
-No os preocupéis por eso, buen amigo- Clemente sonrió
y le tomó el brazo con gesto amable.-El trigésimo primer
regimiento de la Aeronáutica Militar italiana ha tenido a
bien proporcionarme un helicóptero de un tamaño algo
mayor a lo usual. De manera que, si no me equivoco-
reflexionó mirando a su propio secretario, un monseñor
de color que se había llevado de Malawi cuando Pío le
nombró prefecto de la Congregación para los Institutos
de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica-
todavía hay dos plazas más, que bien podrían servir para
que viajaseis conmigo vos mismo y vuestro secretario. De
modo que- volvió a interrumpirse- sólo tendréis que
recorrer kilómetro y medio para ir hasta el helipuerto, y
creo que hay suficiente espacio para hacerlo en el coche
del Papa.
que el propio Papa quiera estar acompañado por su segundo de a bordo o que el viaje en cuestión competa a los deberes del secretario de Estado.
46 SOL Y TINIEBLAS 46
La respuesta de Clemente, bien articulada y con
sustancia, dejó aún más atónito al antiguo arzobispo de
Rávena, que tenía fama de no asombrarse fácilmente,
pero la ocasión lo merecía más que nunca, porque
aquella era la primera vez que el Papa, habitualmente
tan conforme con las normas del protocolo, hacía varias
cosas que se salían de lo normal.
El anciano no sólo le invitaba a hacer con él el viaje en
helicóptero, sino que también le invitaba a compartir su
propio coche, el que tenía matrícula SCV 1 y estaba
diseñado y designado para uso exclusivo del Papa, para
recorrer los mil quinientos metros que mediaban entre el
patio de San Dámaso y el helipuerto. Nunca dejaría de
sorprenderle. Una ocasión así bien merecía ser
aprovechada, de modo que inclinó la cabeza servilmente.
-Si ese es vuestro deseo, Santidad, mi secretario y yo
estaremos encantados de acompañaros a vos y al séquito
de la Casa Pontificia- musitó con aquel tono servicial que
tan bien se había encargado de enseñarle Zahra después
de la primera visita que habían hecho al Líbano, país
donde las personas mayores eran consideradas dioses.
-¡Pues claro que ese es mi deseo, mi buen amigo!-
Clemente le agarró el brazo tan fuerte que Marzoni creyó
que le iba a estrujar el hombro.-Es mi deseo que, puesto
que apenas hemos compartido tiempo estos últimos
meses, aprovechemos los veinte minutos de vuelo para
que me pongáis al día de los asuntos que merecen
revisión en la Iglesia.
“Bueno, ya volvemos a ser normales” pensó el cardenal,
que se temía muy mucho que el Papa aprovechara la
veintena de minutos que duraba el vuelo para ponerse a
contar sin descanso sus batallitas africanas, cosa a la
que era muy aficionado.
El coche de Su Santidad iba en cabeza de la comitiva, y
era el único entre todos los demás que llevaba una
47 SOL Y TINIEBLAS 47
bandera vaticana que permitía identificarlo como el
vehículo del Papa. Marzoni nunca había montado en él,
prefería hacer uso de su vehículo personal, color azul
oscuro, proveniente del elegantísimo autoparco
vaticano11 , con matrícula SCV 2, el que sólo tenían
derecho a usar el secretario de Estado y su círculo
personal.
Por eso, cuando tomó asiento en la parte de atrás del
vehículo, le sorprendió que casi se diera con la cabeza en
el techo. Dado que medía más de metro ochenta, tenía
ese pequeño problema con los techos de los coches, pero
por lo general no eran tan graves como con ese coche en
particular. Tras él, monseñor Maarkouf resopló.
También él, midiendo más de metro ochenta, había
tenido un problema para meterse en aquel vehículo. Sin
embargo, el Papa se introdujo en el reducido espacio sin
problemas, Marzoni podría jurar que hasta lo hizo de
una manera muy ágil.
“Si este viejo puede entrar sin dificultades aquí y
Nasrallah y yo tenemos que hacer malabares para caber,
tiene que haber algo que yo esté haciendo mal” pensó el
cardenal mientras se ataba el cinturón de seguridad y
miraba cómo el patio de San Dámaso se alejaba
lentamente.
También miró hacia atrás, para cerciorarse de que el
resto de coches que transportaban a los demás
cardenales seguían al del Santo Padre. Era como se lo
había imaginado. Dieciocho coches, dos de los cuales
tenían matrícula diplomática del Vaticano mientras que
11 El autoparco vaticano provee de vehículos a los cardenales que residen en el Vaticano de forma permanente y a los ciudadanos vaticanos, y a menudo muchos cardenales poseen más de un vehículo. Los habitantes de Roma, ellos mismos muy dados al dispendio, han cambiado las siglas de la matrícula de los vehículos SCV (Estado de la Ciudad del Vaticano) por Se Cristo Vedesse, que en italiano significa “si Cristo lo viese”. Habitualmente los cardenales no usan esos coches, sino otros con matrícula de Roma. El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, por ejemplo, usa un coche con matrícula ROMA 70470.
48 SOL Y TINIEBLAS 48
los otros dieciséis tenían matrícula de la ciudad de
Roma, completaban la larga comitiva de automóviles.
Dos de los cardenales que faltaban, el cardenal Maurice
Roufel, prefecto de la Administración del Patrimonio de
la Sede Apostólica, y el cardenal Giuliano Vercellesi,
presidente del Governatorato del Estado de la Ciudad del
Vaticano, estaban ya en el helipuerto, desde donde
volarían en otro helicóptero hasta Castel Gandolfo. La
costumbre lo exigía así, también Pío XIII volaba con
Marzoni en el helicóptero principal mientras que otros
dos cardenales lo seguían en otro aparato próximo.
Marzoni se acordaba de aquellos días como de los más
infernales de su vida. Nunca le había gustado volar en
helicóptero, el ruido de las palas y de las aspas al
moverse hacía imposible todo tipo de conversación. Al
Papa, sin embargo, le encantaba ese aparato, decía que
era como volar en un molinillo de viento. A Marzoni no
le parecía tan gracioso, sobre todo cuando él había visto
muchos más aparatos de ese tipo que el francés y, si
debía permitirse la licencia, mucho más peligrosos.
Beirut, durante los años que siguieron a la guerra civil,
era patrullada día y noche por helicópteros de combate
norteamericanos que, de tanto en tanto, dejaban caer a
dos o tres soldados armados con pistolas que disparaban
con balas de goma para dispersar a la población.
Más de una vez, cuando visitaban al anciano Ayman
Zawir en Beirut durante el verano o el menor período de
vacaciones escolares del que se disfrutara en Italia,
Marco había tenido que correr por las calles, de la mano
de su madre cuando era pequeño y solo ya de más
mayor, para evitar que una de esas balas de goma le
alcanzase en cualquier parte de su cuerpo. Por eso el
recuerdo de los helicópteros le hacía tanto daño al
cardenal, y si podía permitírselo, esquivaba cualquier
oportunidad de volar en aquellos aparatos.
49 SOL Y TINIEBLAS 49
El coche del Papa bordeó la réplica de la gruta de
Lourdes que Juan XXIII había traído de Francia un año
antes del Concilio Vaticano II y se paró justo delante de
una superficie en forma de triángulo de color amarillo
que tenía grabada, también en amarillo, una gran letra
H.
Era el helipuerto vaticano, instalado justo detrás de la
muralla de León IV, y justo delante de la superficie del
lugar había una estatua a tamaño natural de la Virgen
Negra de Czestochowa, mandada colocar por Juan Pablo
II, que le tenía una gran devoción a la patrona de su país
y que siempre se despedía de ella o iba a visitarla cada
vez que iba o volvía de un viaje al extranjero.
Marco Marzoni también tenía una gran devoción a la
Madre de Cristo bajo esa advocación, aunque nunca
había estado el tiempo suficiente en Polonia como para
acabar de comprender la devoción de los polacos hacia
esa Virgen que era poco menos que un símbolo nacional.
Por supuesto, había visitado el santuario en varios viajes
a Polonia y había celebrado la misa en la gran explanada
fuera de la basílica, y hablaba polaco como un nativo
podía hacerlo, había aprendido el idioma antes de que le
comunicaran que, después de su ordenación sacerdotal,
sería recibido por Juan Pablo II, en una audiencia
privada.
El serio monseñor que le comunicó la noticia le advirtió
de que ese no era un privilegio del que muchos pudieran
alardear, y le aconsejó prepararse bien e ir vestido con
corrección, y Marzoni le tomó la palabra.
Aprendió polaco en apenas dos semanas, y el día
señalado por el monseñor, estaba en la puerta de Santa
Ana a la hora convenida, pues no sólo iba a tener el
privilegio de besar la mano del Papa junto a otros
muchos peregrinos después de una audiencia general,
como era la costumbre, sino que el Papa polaco le iba a
50 SOL Y TINIEBLAS 50
recibir como se recibe a un jefe de Estado, con todos los
honores debidos, en la biblioteca privada del segundo
piso.
Marzoni recordaba como si hubiera sido el día anterior
la primera vez que se había encontrado con Karol
Wojtyla, había sido un sueño hecho realidad, ya que, por
mucho que su padre había intentado conseguir una
audiencia para toda la familia, el Vaticano no se había
mostrado receptivo, y ahora, él solo se iba a encontrar
con la cabeza visible de la Iglesia.
Quizás por eso, cada detalle de la audiencia, que gozó de
la inusual duración de cuarenta minutos, toda una
heroicidad dado el estado de salud del Papa en aquellos
años, se le había quedado grabado a fuego en la mente.
El Papa tenía ochenta y cuatro años, estaba en la recta
final de la vida, pero todavía gozaba de una lucidez
extraordinaria. Ya no podía caminar, pero le recibió
sentado en un sillón y le dirigió una breve alocución,
como hacía con todos los que iban a visitarle.
Después, le invitó a sentarse a su lado y lo primero que
hizo fue tomarle la mano entre las suyas, en ese gesto
suyo tan característico que le hacía parecer más un
simpático abuelo que un líder religioso y espiritual.
Después, le pidió que le hablara de su vida, y por primera
vez Marzoni, que no había hablado de los horrores que
le había tocado vivir de niño, se abrió, lo que, con otra
persona que no fueran sus primos, sus tíos o sus padres,
dado su natural reservado, le hubiera costado mucho
hacer.
Le dijo que él también había visto la guerra, el dolor y la
segregación, le habló de su abuelo, que seguía vivo y
estaba en Roma en ese mismo momento, le habló de su
madre, una libanesa que había perdido a dos de sus
hermanas y que, tras haber escapado de su país dos
años después del comienzo de la guerra, se había negado
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a regresar a su país hasta que terminó el conflicto bélico,
y, sobre todo, le habló del tiroteo que había sufrido su
padre en una calle de Beirut y de que su madre le había
salvado de la muerte junto a otra amiga de su escuela
americana, los recuerdos que, a lo largo de diecinueve
años, sus padres y su abuelo le habían transmitido,
pues, al ser el hijo de aquel tesoro que había escapado
del fragor de la guerra, había sido el nieto, el sobrino y
el primo que había tenido preeminencia sobre todos los
otros, aunque sus primos, que no le sacaban casi años,
siempre se habían llevado bien con él.
Después de escuchar su historia, el Papa se mostró
conmovido, y aunque le costaba mucho hablar, dijo en
polaco una frase que a Marco se le había quedado
grabada y que todavía recordaba más de cuarenta años
después de haberla oído de labios del Santo Padre.
“Esto tiene que acabar” había dicho Juan Pablo II. “No
se puede pretender que haya un mundo bueno si a los
niños les toca vivir los horrores de la guerra”.
La voz de Nasrallah le sacó de sus cavilaciones. El Papa
ya estaba fuera del coche, pero todavía no había
saludado a los cardenales Roufel y Vercellesi, que sin
embargo estaban a pie de automóvil para saludarle.
-¿Por qué nos ha tenido que tocar viajar con el Papa?-
protestó monseñor Maarkouf, que a veces tenía una voz
muy infantil que a su jefe le encantaba.-Cuando
viajamos en nuestro coche no nos toca aguantar todo
este ceremonial.
-¿Acaso te incomoda, Nasrallah?- El cardenal Marzoni
siempre llamaba por su nombre de pila a su secretario,
en vez de dirigirse a él por el título de monseñor que le
correspondía.-No te preocupes, sólo serán veinte
minutos.
-No me incomoda, Marco- Cuando estaban solos, a pesar
de que en la biblioteca su secretario le había llamado
52 SOL Y TINIEBLAS 52
“eminencia” el cardenal y su secretario solían llamarse
por sus nombres de pila.-Es solo que me sentiría mejor
si viajáramos solos, en nuestro coche, sin preocuparnos
del tiempo.
-Aquí tampoco nos preocupamos- Marzoni, con un ágil
salto, salió del coche y apoyó los pies en el suelo muy
rápido, en menos de una décima de segundo. El Papa
estaba saludando al cardenal Vercellesi, como mandaba
el ceremonial, así que al secretario de Estado le tocaba
saludar al otro cardenal, el francés Roufel, miembro de
la camarilla del pontífice, que antes de llegar al Vaticano
había sido el número dos del episcopado francés en su
época de arzobispo de Marsella, nombramiento con el
que Pío XIII lo había recompensado después de diez años
de inútil vegetación de obispado en obispado en la
antigua zona cátara de la Galia.
Marzoni le había conocido en una visita que hizo a
Francia para presidir un congreso en Lourdes al que
asistían todos los obispos franceses, y no le había
parecido demasiado comunicativo.
Ahora, cuatro años después de que llegara al Vaticano,
el francés y él habían hecho amistad, y era uno de los
pocos miembros del Colegio Cardenalicio en los que el
secretario de Estado podía confiar sin preocuparse de
que le traicionaran.
-¿Cómo va todo, Raymond?- le preguntó Marzoni
mientras intercambiaban los ósculos de la paz.
-Bastante bien, a Dios gracias- sonrió el cardenal
presidente de la Administración del Patrimonio de la
Sede Apostólica- aunque con mucho trabajo debido a las
sesiones de control mensuales que le hacemos a la
banca. Parece que nuestro Santo Padre está obsesionado
con hacer llegar grandes sumas de dinero a los pobres
de Malawi y del resto de África.
53 SOL Y TINIEBLAS 53
Era cierto, y Marzoni lo sabía porque también a él el
asunto del dinero le daba frecuentes quebraderos de
cabeza, y no sólo en sentido figurado, sino que cada mes
perdía ochocientos euros de su sueldo personal por un
capricho del Papa.
El alma de Clemente había quedado tan tocada por el
drama que supusieron sus diecisiete años de nunciatura
en Malawi que, cada mes, desde que había ascendido al
solio de San Pedro, al Papa le había entrado la
cabezonería de instituir una colecta en todo el mundo
para los niños de aquel país y para sus familias, llegando
a donar un anillo pastoral de los que había usado
cuando era prefecto de la Congregación para los
Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida
Apostólica.
Marzoni, precisamente, había donado treinta y ocho mil
cuatrocientos euros en esos cuatro años, a razón de
ochocientos euros por mes, y el Papa se quitaba
literalmente el pan de la boca para dárselo a los pobres
de aquel recóndito país africano que les había obligado a
visitar a todos los miembros de la Curia Romana en un
viaje que había hecho a África a los pocos meses de ser
proclamado Sucesor de Pedro, para, según les había
dicho, “hacer que Sus Eminencias experimenten la
misma tristeza que pasé yo durante diecisiete años”.
Marzoni había viajado, como en cada ocasión en la que
tomaba parte en un viaje pontificio y gracias a un
privilegio otorgado por Pío XIII, acompañado por
monseñor Maarkouf, y pensaba, no sin razón, que ni a
él ni al joven libanés se les podría olvidar el hedor que
imperaba en las calles de Lilongwe, o los niños
arrojándose a los pies del antiguo nuncio y rogándole,
como hicieron cuando se marchó a Roma, que se
quedase con ellos para siempre.
Por fortuna, sólo estuvieron cinco días en Malawi,
porque si se hubieran quedado más tiempo, el ítalo-
54 SOL Y TINIEBLAS 54
libanés y su secretario no hubieran podido resistir las
ganas de salir por pies de allí. En cierto modo, Marzoni
veía en Clemente XV a una prolongación tanto del papa
Francisco como de su antecesor, Benedicto XVI, a quien
le daba por llamar a África, de forma no exenta de
ingenio, “el continente de la esperanza”.
El cardenal secretario de Estado, tras haber estrechado
la mano del cardenal Vercellesi y haberse despedido con
una inclinación de cabeza de su colega francés, subió la
pasarela del helicóptero y se introdujo en la aeronave,
donde el Papa y los miembros de su séquito ya estaban
cómodamente instalados.
Pero en vez de sentarse al lado del Santo Padre, a quien
le gustaba ocupar el sitio más cercano al frente para
poder disfrutar de las vistas, monseñor Maarkouf y su
superior se sentaron el uno al lado del otro en un sillón
de cuero blanco al fondo del helicóptero, para poder
hablar tranquilamente en árabe sin que nadie les
molestara, pues al cardenal le parecía que la excusa que
había puesto Clemente para invitarle a compartir con él
el viaje no era más que eso, una excusa.
Cuando los rotores empezaron a girar y las palas del
aparato empezaron a moverse, elevando el helicóptero en
el aire, Nasrallah y Marco cerraron los ojos a un tiempo,
pues ninguno de los dos podía soportar el ruido infernal
del aparato hasta que estabilizase su posición.
Cuando abrieron de nuevo los ojos, el cardenal Marzoni
y su secretario vieron los jardines del Vaticano
convertidos en una minúscula mancha verde en la
distancia. Nasrallah, después de un suspiro de alivio
porque no hubiera pasado nada malo, sacó el rosario y
propuso que empezaran a rezarlo. Así, el viaje pasó en
un santiamén.
55 SOL Y TINIEBLAS 55
II
A vista de pájaro, Castel Gandolfo no era más que otro
pueblo situado a las afueras de Roma, sin que nada lo
distinguiera de otros tantos pueblos que podrían parecer
gemelos a él, o al menos eso le parecía al cardenal
56 SOL Y TINIEBLAS 56
Marzoni, que era incapaz de distinguir unos de otros,
desde el aire y sin carteles, los pueblos de la campiña
romana.
Pero, a medida que el aparato blanco se iba aproximando
a tierra con un ruido infernal, se empezaban a distinguir
gritos y voces, parte de la algarabía que se montaba cada
vez que el Papa, el vecino más ilustre de la localidad, se
dignaba hacer una visita al campo del Lazio.
Desde Semana Santa, es decir, desde marzo pasado, el
Papa no iba a Castel Gandolfo a descansar, lo que
significaba que los castellanos le habían echado mucho
de menos. Ahora, el pontífice les iba a dar todo el
espectáculo que desearan.
Cuando el helicóptero se posó en la pista de aterrizaje
situada a dos kilómetros del palacio pontificio, los otros
vehículos todavía no habían llegado, pero el helicóptero
en el que viajaban los cardenales Roufel y Vercellesi
aterrizó unos segundos después. Marzoni y su secretario
respiraron a un tiempo, pero al mismo tiempo se
cruzaron una explícita mirada que quería decir:
“Estamos listos para afrontar el manicomio”.
Jamás les había gustado ese corto viaje que se veían
obligados a realizar cada vez que al Papa le daba la gana,
preferían el largo vuelo hasta Beirut y, una vez allí, el
paseo en coche de dos horas de duración, ascendiendo
por la montaña hasta llegar a Ain Zalta, el pueblo de la
familia materna del cardenal, donde cada año pasaban,
a ser posible, unas tres semanas de vacaciones que
aquel año se verían adelantadas si Dios quería y el Papa
podía prescindir de ellos.
Además de por las razones sentimentales, Marco
Marzoni tenía otro motivo para querer ir a Ain Zalta.
Desde la muerte de su padre dos años atrás, a la
envidiable edad de ochenta y seis años, su madre, que
ahora tenía ochenta y cinco, había decidido regresar al
57 SOL Y TINIEBLAS 57
pueblo que la vio nacer, habida cuenta de que el Líbano
había dejado hacía mucho tiempo de ser un país
peligroso. Desde siempre había dicho que, el día en que
su esposo muriera, ella regresaría a su país, donde
esperaba morir en paz, rodeada de sus sobrinos y de las
amigas que habían estudiado con ella en Beirut.
Dicho y hecho, después del entierro de Stefano Marzoni,
que, como era lógico, había sido presidido por su único
hijo, Zahra Zawir Marzoni había tomado el avión desde
Roma con destino a Beirut y una vez allí había ido en
autobús hasta lo más alto de la montaña, donde estaba
situado el pueblo en el que había nacido y en el que
reposaban sus padres, Ayman y Sofiya, y sus cuatro
hermanos, Alice, Nazeera, Suleiman y Amir.
De los cinco hermanos nacidos del matrimonio de sus
padres, sólo ella quedaba viva, y le había prometido a su
padre que regresaría para hacerles compañía cuando ya
nada la atara a la tierra en la que había vivido exiliada
desde 1977. Y sólo la muerte habría podido forzarla a
incumplir su promesa.
Cuando llegó al pueblo, había abierto la casa que Ayman
cerró al trasladarse a Beirut y vivía allí desde entonces,
aunque tomaba muchas veces el autobús para ir a ver a
sus sobrinos, los primos del cardenal, que vivían en la
capital libanesa con sus esposas, ya que sus hijos se
habían instalado en el extranjero con sus propios
retoños.
Pese a ser anciana, Zahra no había perdido ni un ápice
de la vitalidad que la caracterizaba, y a su único hijo le
encantaba pasar tiempo con ella, porque rescataba las
historias que ya le había contado un montón de veces y
daba largos paseos junto a él y a Nasrallah por los
jardines y por la montaña mientras rezaban el rosario en
árabe o en arameo, la lengua litúrgica de los católicos
maronitas.
58 SOL Y TINIEBLAS 58
Cuando estaba con su madre, Marco no tenía miedo de
hablar en árabe, porque sabía que, aunque había nacido
en Italia, en el Líbano estaba con su gente, no era un
ajnabi como lo eran otros que llegaban buscando la
magia de la antigua Fenicia. Pese a ser sólo libanés a
medias, el cardenal secretario de Estado, que tenía doble
nacionalidad, se sentía muy orgulloso de su sangre
árabe, y a menudo hablaba muy en serio sobre retirarse
a la tierra de sus mayores cuando le llegara la hora de la
jubilación, para vivir una vejez tranquila y sin
obligaciones, a menos que fuera elegido Papa, en cuyo
caso tendría que vivir en Roma hasta su muerte, ya que
a él no se le pasaría por la cabeza en ningún momento
renunciar, como había hecho Benedicto XVI a la misma
edad que ahora tenía su madre.
Se le había quedado grabada una frase que el antiguo
secretario de Juan Pablo II y arzobispo emérito de
Cracovia dijo cuando se avecinaba el cónclave que eligió
al papa Francisco, y la había hecho su lema personal, si
bien en su escudo figuraba otro.
Recordaba esas palabras treinta y dos años después de
que fueran dichas: “De la Cruz no se baja”, del mismo
modo que Juan Pablo II había dicho en una ocasión que,
para redimir a la humanidad, a Cristo no se le ocurrió
bajarse de la Cruz.
Marzoni tenía esa misma idea si se convertía en Papa.
Aunque sufriese de Alzheimer o de cualquier otra
enfermedad grave, se mantendría al frente de la barca de
Pedro hasta que Dios le diese vida, ayudado de su fiel
Nasrallah, a quien quería no como a un hijo, sino como
a un hermano mucho menor.
Marzoni y su secretario, que se habían quedado
rezagados mientras el Papa y su séquito caminaban
hacia el palacio pontificio para que el anciano pudiera
asomarse a la ventana y bendecir al pueblo, iban
acompañados del cardenal Roufel, que había vuelto a
59 SOL Y TINIEBLAS 59
unírseles al aterrizar, ya que ellos no tenían que
someterse al engorroso ritual de los saludos por parte de
las autoridades civiles y militares competentes.
El cardenal Vercellesi, en cambio, sí se había unido al
Papa para los saludos, su papel de presidente del
Governatorato exigía su presencia. Había sido otro
presidente del Governatorato el que, treinta y dos años
antes, había saludado al Papa Benedicto XVI a su llegada
a Castel Gandolfo pocas horas antes de su renuncia
definitiva.
En el helipuerto habían saludado al Santo Padre el
alcalde de Castel Gandolfo, el honorable Ruggiero
Scandolfini, el vicario de Roma, el cardenal Federico
Spartaglio, que se había trasladado allí desde el Vaticano
dos horas antes, para evitar la marabunta de coches
oficiales, y el obispo de la diócesis de Albano, a cuya
circunscripción estaba adscrito el pueblo de Castel
Gandolfo y a quien, por tanto, correspondía el honor de
dar la bienvenida al pontífice.
Todos ellos, siguiendo el estilo de Clemente, que Marzoni
conocía con los ojos cerrados, tendrían garantizada una
audiencia privada en la biblioteca pontificia en los
próximos días, y a buen seguro el Papa se acercaría a la
sede de la diócesis en visita pastoral, como había hecho
ya otros años.
El cardenal secretario de Estado odiaba el ritual de las
visitas y las audiencias con la gente que estaba en Castel
Gandolfo, pero si a algo se aprendía después de pasar
veinte años tras los muros del Vaticano, ese algo tenía
un nombre poco extraño, disimular. Y al Papa le
encantaba hacerse presente en medio de la gente. Todos
los domingos, al menos desde que Marzoni lo
acompañaba, el papamóvil panorámico tenía,
imperativamente, que estar listo en la entrada del
palacio para permitir a Clemente darse su baño semanal
de multitudes, un ritual que, al menos durante las
60 SOL Y TINIEBLAS 60
vacaciones de verano, no le podía faltar al Papa, si no lo
hacía se ponía huraño y no hablaba con nadie durante
dos días.
A veces, Marzoni y su secretario podían quedarse a salvo
de la marabunta de ancianos, hombres, mujeres y niños
de todas las edades que inundaban la plaza central de la
ciudad, pero otras veces no les quedaba más remedio
que acompañar a su jefe supremo en su paseo triunfal,
y entonces no quedaba más remedio que ponerse la
“máscara de la cordialidad” como llamaba Marzoni a la
expresión que se dibujaba en su cara siempre que tenía
que salir al exterior en Castel Gandolfo, y estrechar
manos y repartir besos de paz y besos en anillos a
discreción.
Y luego, cuando volvían, el Papa celebraba misa en una
capilla muy sencilla que había hecho instalar al aire libre
en los jardines del recinto del palacio y a ellos no les
quedaba más remedio que concelebrar. Las únicas dos
veces que Marco se había atrevido a cuestionar la
conveniencia de ese ritual semanal, el Papa le había
respondido con una larga charla llena de invectivas que
tenían que ver con el trabajo que había hecho en África
y los paseos de domingo entre el pueblo de las aldeas
pobres de Malawi y las misas en los barrios pobres de la
capital.
Cuando su superior se ponía a hablar del trabajo que
había desempeñado “sin ayuda de nadie y con el dinero
que Roma enviaba en sumas raquíticas” Marco y
Nasrallah, que sufrían de insomnio crónico, conseguían
adormecerse, porque la voz del Papa era tan monótona
que dormía a cualquiera.
Incluso en los discursos y homilías, Clemente no era
capaz de cambiar su voz de anciano cansado, que no
podía haber sido mejor en ninguna circunstancia,
porque sólo le cambiaba en los viajes, en los que de
repente tenía una voz potente, como por arte de magia.
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Marzoni conocía cientos de casos de personas que
habían estado roncando a pierna suelta durante una
audiencia papal o durante una misa al aire libre o en la
basílica, porque eran incapaces de mantenerse
despiertos.
Esa era otra de las cosas que el secretario de Estado, que
tenía una voz muy potente que no dejaba indiferente a
nadie, pensaba cambiar si tenía posibilidades de llegar
al trono de San Pedro.
Nadie podría dormirse en sus sermones, y si por
casualidad alguno o alguna lograban hacerlo, de seguro
les esperaría una severa reprimenda impartida por
Marzoni en persona. En todos sus viajes por el mundo,
y había viajado bastante, nunca nadie se había dormido
en sus homilías, sino que todos habían aguantado bien
despiertos hasta el final para darle las gracias por la
magnífica prédica que les había ofrecido.
El Palacio Apostólico de Castel Gandolfo era más
pequeño que su hermano del Vaticano. Benedicto XVI
había vivido allí durante dos meses mientras se
preparaba el monasterio donde se había retirado tras su
renuncia, y el papa Francisco, con su campechano estilo,
le había dicho que eran hermanos y no le había
permitido cederle el puesto de preferencia cuando
rezaron juntos, como mandaba el protocolo.
Marzoni, que entonces era un joven párroco en Rávena,
había anatematizado el comportamiento del Papa desde
el púlpito de su parroquia, y todos sus feligreses habían
estado de acuerdo con él en que ese no era el
comportamiento esperado de un pontífice.
La ventana a la que tradicionalmente se asomaba el Papa
para rezar el Ángelus durante su permanencia veraniega
en la campiña romana estaba abierta de par en par, e
incluso desde el pasillo que llevaba al despacho de
Clemente se oían las voces de los castellanos, que
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aclamaban a su Papa y reclamaban que saliera para
poder verle y darle la bienvenida.
Nasrallah Maarkouf miró a su superior con gesto de
fastidio mientras recorrían los últimos centenares de
metros detrás del Papa, que ya estaba abriendo las
manos en su universal gesto de abrazo antes incluso de
llegar a la ventana. Marzoni le devolvió la mirada y le
tranquilizó:
-Cuando yo llegue a Papa, si es que llego, todo este
espectáculo se acabará- sonrió. Era increíble cómo su
mente y la de su secretario parecían estar y de hecho
estaban de acuerdo en todo absolutamente.-El pueblo
me verá, sí, pero no como ven ahora a este pobre anciano
que ve en el mostrarse como en una feria una especie de
servicio a Cristo. Dejemos, pues, que disfrute de su
momento de gloria.
El Papa pidió que pusieran un micrófono a su altura,
antes de subir un escalón especialmente preparado para
él para que la gente pudiera verle. Incluso con la ventana
abierta, su metro sesenta y cinco de estatura no era
suficiente para dejarse ver.
A Benedicto XVI le pasaba lo mismo, recordó Marco al
ver la patética escena, otra de las muchas cosas que no
podía soportar cuando vivía allí, pero no a Juan Pablo II,
que no necesitaba de alzadores para dejarse ver, aunque
en los últimos tiempos había necesitado una silla de
ruedas hidráulica (aunque a los pocos que quedaban del
pontificado del Papa polaco les gustaba llamarla el “trono
rodante” de Su Santidad)
El metro ochenta y cinco de estatura de Marzoni no sería
problema una vez que pudiera llegar al trono de San
Pedro, aunque quizás tuviera que pedirle al sastre que
tradicionalmente confeccionaba las prendas pontificias
que hiciera un juego largo, porque le constaba que la
sotana larga le había quedado corta a Juan XXIII y a
63 SOL Y TINIEBLAS 63
Juan Pablo II, ambos pontífices de los más altos que
había tenido la Iglesia.
-Queridos hermanos, heme aquí un verano más, para
convertirme en vuestro humilde vecino y para recibir
vuestro cariño y vuestra fe- empezó a hablar el Papa, que
siempre se dirigía así, en plural y en masculino, a los
congregados, incluso si había mujeres entre la
asamblea, lo que era usual, pero tampoco frecuente,
porque Clemente había dejado dicho en la primera de
sus encíclicas que el papel de la mujer era demostrar su
fe en casa y en la iglesia, pero no en la calle.
Ese no era un texto que el cardenal Marzoni, que
reverenciaba a las mujeres por encima de todo, hubiera
podido redactar o ni siquiera aprobar. El machismo de
Clemente, que ningún Papa había llegado a exhibir en
tal cantidad, había llegado al límite de lo soportable
cuando, en medio de una homilía que había pronunciado
con ocasión de una de las Jornadas de la Vida
Consagrada, había dicho que las mujeres deberían
hacerse todas monjas para dedicar su vida a Cristo y
llegar vírgenes no sólo al matrimonio, sino a la vejez.
-Durante este verano, espero poder recibir vuestras
visitas, de las que me sentiré muy orgulloso puesto que,
con ellas, testimoniáis el amor que le tenéis al Sucesor
de Pedro- El acento francés que Clemente le imprimía a
su italiano nunca se había conseguido erradicar.
Marzoni odiaba el gangueo que el Papa disfrutaba
imprimiendo a cada una de sus frases.-Además, este
verano se intensificarán mis visitas a las diócesis
cercanas a esta residencia, de modo que ya podéis ir
preparando las basílicas, las catedrales y las parroquias
para recibir una visita del Papa.
“Al menos no ha mencionado quién le va a acompañar”
suspiró Marzoni, contento porque quizás ese verano se
vería libre de la tediosa ocupación que le suponía estar
64 SOL Y TINIEBLAS 64
al lado del Santo Padre en esas aburridas visitas.
“Espero que este verano designe un equipo diferente”.
-Espero que este anuncio os llene de alegría- continuó
diciendo el Papa, y Marzoni empezó súbitamente a
prestar atención.-El cardenal Marco Marzoni, mi fiel
secretario de Estado, devolverá a sus casas a los niños
libaneses que todos vosotros habéis cuidado con tanto
amor y dedicación durante estos últimos dos años.
Una sonrisa se dibujó en los rostros del cardenal
Marzoni y de monseñor Maarkouf. Por fin el Papa les
encomendaba una misión que tenía que ver con su
patria. También el programa de acogida de niños
libaneses había sido idea del Papa, aunque Marzoni
había tenido mucho que ver en ello. Cuando el Líbano se
había visto afectado por una invasión turca dos años
atrás, muchas familias libanesas habían sido
deportadas a Ankara para trabajar en diversos oficios, lo
que supuso que también los niños fueran trasladados a
Turquía.
Dos meses después de la invasión, el Papa, instigado e
influenciado por Marzoni, viajó a Ankara para tener
varias conversaciones con los líderes del gobierno. Fruto
de estas conversaciones fue el que más de cuatrocientos
cincuenta niños libaneses salieran de Turquía para
refugiarse en Castel Gandolfo, donde dieciséis familias
les dieron asilo.
Por fortuna, Turquía había liberado el Líbano después de
un año de invasión, y las familias habían reclamado, como era lógico, a sus hijos. Ahora el Papa consentía en
devolvérselos, acompañados por el secretario de Estado.
Marzoni casi se puso a dar saltos de alegría, pero se con-
tuvo. Algo le decía que, después de algo bueno como lo
que acababa de anunciar Clemente, iba a venir algo muy malo, que no le gustaría nada.
65 SOL Y TINIEBLAS 65
-Tenéis que saber, por si no lo sabíais ya- el Papa llevaba
diez minutos hablando con esa voz dulce y con un retin-
tín francés que Marzoni detestaba- que para que vues-tros hijos adoptivos puedan regresar al Líbano, vosotros
tenéis que ir a la embajada de su país a pedir un visado.
Mientras esas formalidades y otras se cumplimentan, el secretario de Estado os ayudará con todo lo que sea po-
sible.
Lo del visado era mentira, punto, y el cardenal no sabía
cómo los castellanos podían creérselo, aunque el Papa
siempre había tenido una extraña facilidad para que todo el mundo se creyera sus mentiras. Marzoni había
viajado al Líbano incontables veces desde 1989, y en nin-guna de esas ocasiones había sido necesario pedir un
visado en la embajada libanesa en Roma.
Lo que quería el Papa era retrasar la marcha de los niños para que las familias disfrutaran mucho más tiempo de
ellos. Marzoni estaba seguro de que, si los padres pedían
un visado, con todas las formalidades que eso conlle-vaba, podían pasar más de cuatro meses, cuatro meses
que él pasaría sin visitar a su madre.
"En fin, dejemos que disfrute de su mentira" dijo en su
mente el cardenal, cruzando una mirada explícita con su
secretario. "Tengo clara una cosa, con niños o sin niños yo me voy al Líbano en una semana"
*
Al día siguiente, mientras desayunaba junto a monseñor Maarkouf en el salón privado de sus aposentos en el Pa-
lacio Apostólico de Castel Gandolfo, al cardenal Marzoni le dieron una sorpresa poco agradable en forma de lla-
mada telefónica del Papa. Clemente XV le convocaba
para una reunión en sus propios aposentos en media hora.
Con él, precisó su secretario privado, el encargado de ha-cer la molesta llamada, estarían el cardenal Raymond
Roufel y el cardenal Heinrich Zulwinger, antiguo arzo-
bispo de Berlín y ahora visitador apostólico de las con-gregaciones de fieles maronitas de Roma, un cargo que
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a Clemente, en su infinita inteligencia, se le había ocu-
rrido crear para fastidiar a su secretario de Estado.
Según el Papa, que no sabía nada del Líbano ni de sus costumbres, no era de recibo que, mientras sus otros
hermanos sacerdotes católicos no se casaban, los sacer-
dotes maronitas no tuvieran impedimento para casarse antes de la ordenación, por lo cual había decidido emitir
un motu proprio restringiendo las libertades de los cató-licos maronitas residentes en Roma, y especialmente de
los sacerdotes. "Si viven aquí en Roma" había dicho Cle-
mente, "y si como dicen están en plena comunión con la Iglesia católica, no les quedará más remedio que some-
terse a mi autoridad".
Marzoni no había visto todavía el texto, pero estaba se-guro de que la exigua comunidad maronita de Roma, ya
castigada con un visitador apostólico, se volvería contra su pastor supremo y sólo reconocería la autoridad de su
líder en el Líbano, el patriarca maronita de Antioquía.
Marzoni, siendo de madre maronita, sabía demasiado bien los riesgos que comportaría para ambas partes el
que Beirut rompiera con Roma. Sería un cisma, y quién
sabe si Beirut acabaría arrastrando con ella a todas las demás iglesias, como la de Babilonia, con sede en el
siempre conflictivo Irak, o la de Alejandría, en Egipto, siempre mortificada por los atentados de los islamistas.
Debía evitar correr ese riesgo como fuera, y si para ello
tenía que hacerlo por la fuerza, no dudaría en emplear todas sus fuerzas. Él, de quien su madre se sentía tan
orgullosa, de quien presumía ante sus vecinas, se había
convertido en el segundo de a bordo de un Papa corrupto que amenazaba con destruir los cimientos de la Iglesia y
volver a crear una esposa de Cristo a su medida.
Justo cuando hubieron acabado de desayunar, sonaron
tres golpes en la puerta del salón. Marzoni, contrariado
porque había dado orden de que no le molestaran bajo ningún concepto, se preguntó si sería el cardenal Roufel,
que venía a acompañarle a la audiencia con el Papa.
67 SOL Y TINIEBLAS 67
Pese a ser francés, el antiguo arzobispo de Marsella, a
quien tantos años de inútil batalla con montañas de di-
nero habían curtido en otro tipo de diálogos, no se en-tendía bien con Clemente, a quien no le debía nada más
que el haberlo sacado de aquel vertedero infernal en el
que se había convertido Marsella cuando Clemente fue nombrado prefecto de la Congregación de los Institutos
de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica.
Si se daba un cónclave al año siguiente o en dos años,
Marzoni ya sabía a quién debía apoyar, pese a que cono-
cía muy bien los riesgos que supondría tener a dos papas franceses seguidos ocupando el solio de San Pedro. El
antiguo cardenal François Boulemier, que se había con-vertido después en Clemente XV, había sido un hombre
razonable con el que hasta parecía entretenido dialogar,
pero las vestiduras papales le habían hecho cambiar.
Marzoni se preguntó si alguna vez él también sería cam-
biado por las vestiduras blancas. Sólo conocía un caso
de Papa a quien la sotana blanca no le hubiera hecho cambiar su forma de pensar: Juan Pablo II, que siguió
siendo igual de abierto y comunicativo en Roma como lo era en Polonia.
Marzoni abrió la puerta del salón él mismo. Fuera quien
fuese el que le visitaba media hora antes de una audien-cia en la que podía prever fácilmente gruesas nubes de
tormenta, le despacharía en diez minutos y luego corre-
ría a los brazos del Santo Padre y de los cardenales Rou-fel y Zulwinger.
Se llevó una sorpresa considerable al ver que quien aguardaba en el umbral no era el cardenal Roufel, sino
uno de sus más viejos amigos en el Vaticano, el cardenal
croata Franjo Peric, que ya estaba jubilado pese a que sólo contaba setenta y tres años. Antes de retirarse para
una jubilación dorada en la residencia de verano de los Papas, Peric había sido uno de los pocos que se habían
mantenido fieles al estilo de Pío XIII cuando Clemente
subió al trono de San Pedro con sus innovaciones, desde
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el cargo de prefecto de la Congregación para el Culto Di-
vino y la Disciplina de los Sacramentos.
El Papa se lo quitó de en medio poco después de llegar a lo más alto, cansado de que el culto siguiera las mismas
directrices que en la época de su antecesor, y nombró al
frente de aquella congregación a un cardenal italiano de dudosa reputación cuyo único mérito había sido el de
votarle en el cónclave en el que había resultado elegido. Cuando Peric le pidió que le dejara retirarse a Castel
Gandolfo, el francés le miró como si se hubiera vuelto
loco, pero al final le dio permiso para que viviera una jubilación dorada en la villa de verano de los Papas,
siempre que estuviera alejado de él y de sus consejeros.
Al principio, cuando Clemente le había preguntado por
qué debería tomar ni siquiera en consideración la peti-
ción del cardenal croata, Marzoni se había abstenido de contestarle, porque sabía muy bien que Clemente XV no
se preocupaba por una familia que había dado un papa
a la iglesia durante cinco años a finales del siglo XVII, pero la verdad era que el cardenal Franjo Peric era des-
cendiente de la familia del papa Sixto V, nacido como Sretko Peric, nombre que luego se latinizó en Felice Pe-
retti, papa entre los años de 1585 y 1590.
Incluso tenía un patio dedicado en el Palacio Apostólico
Vaticano, el mismo que atravesaba Marzoni todos los
días para llegar a su casa. Sixto V, el mismo Papa que
había traído desde Egipto el obelisco que ahora se
alzaba en medio de la plaza de San Pedro, el Papa que
había renombrado la capilla de la Expiación como
capilla Paulina.
-Marco, me alegro mucho de volver a verte- El cardenal
croata intercambió con el secretario de Estado el ósculo
de la paz.-Espero que la visita de este viejo cascarrabias
no te distraiga de tus obligaciones, pero tenía necesidad
de hablar contigo. Ayer, cuando llegasteis, no estaba en
disposición de acudir, pero en cuanto he dispuesto de
algo de tiempo libre he venido a verte.
69 SOL Y TINIEBLAS 69
-Llega en mal momento, Eminencia- apostilló Marzoni
con un punto de conmiseración.-El Papa ha tenido a
bien llamarme a sus apartamentos para una audiencia
privada con los cardenales Roufel y Zulwinger.
-No debes fiarte de él, querido- Peric había vivido durante
los pontificados de siete papas, y había comenzado su
carrera durante el pontificado de Juan Pablo II, por lo
que el cardenal Marzoni le consideraba una de las pocas
autoridades, como se conocía en el Vaticano a aquellos
que conocían las maneras antiguas, y por eso le
escuchaba, aparte de porque era un verdadero pozo de
sabiduría.
El Papa Francisco le había creado cardenal por los
servicios prestados después de quince años de
episcopado en las archidiócesis de Dubrovnik y Djakovo-
Osijek antes de llamarle a Roma, y a menudo
aleccionaba a los cardenales más jóvenes, como
Marzoni, sobre los viejos tiempos y cómo la Iglesia era
mejor en los años de Benedicto XVI o del Papa polaco.
Si Peric decía que no debía fiarse de Clemente (cosa que
ya hacía) sus razones tendría, pues una persona anciana
y venerable como él no hablaba por hablar. Era una de
las personas que mejor conocía el Vaticano, y poco o
nada se le podía escapar de lo que sucedía en los
laberínticos y kilométricos pasillos del Palacio
Apostólico.
La verdad era que Marzoni sólo se fiaba de cuatro
personas en el Vaticano, y las cuatro eran cardenales,
Roufel, el italiano Sartorio, prefecto de la Congregación
de las Causas de los Santos, el polaco Smartzyn,
presidente del Consejo Pontificio para la Familia, y Peric.
Ni siquiera se había fiado de Clemente cuando el francés
no era más que el cardenal Boulemier, porque Pío XIII,
su amo, no se fiaba de él. "Demasiado influido por su
tiempo en África" recordaba Marzoni que destacaban los
70 SOL Y TINIEBLAS 70
informes sobre el cardenal francés que Pío tenía sobre su
mesa, "desearía regresar allí para ocuparse de lo que él
define como la verdadera Iglesia, la esposa pobre de
Cristo"
¿Por qué, pues, no le había pedido Boulemier
autorización al Papa para regresar a África cuando aún
estaba a tiempo? Marzoni había visto que en las
audiencias entre Pío y el francés se hacían cambalaches
de nombres para sucederle en su puesto en caso de un
hipotético regreso a África, e incluso se rumoreaba que
quien ahora era Papa tenía hechas las maletas la noche
antes de morir Pío para salir hacia Malawi en cuanto
terminara el cónclave.
¿Por qué a Pío le intrigaba tanto un cardenal francés
dedicado en cuerpo y alma a un espíritu misionero?
Marzoni jamás había mostrado demasiado interés en los
misioneros que se marchaban a otros países para
dedicar su vida al cuidado de los pobres, quizás porque
Pío, llegado de una gran archidiócesis americana como
lo era la de San Francisco, jamás había mostrado
predisposición hacia ellos.
Clemente XV, en África, se sentía como pez en el agua, y
había sido el único pontífice de la historia en hablar
swahili y los dialectos de Malawi, porque había dedicado
los meses previos a su traslado a metamorfosearse con
la cultura del país al que lo iban a destinar. Cuando le
confirmó como secretario de Estado, a Marzoni le dieron
ganas de preguntar si no quería prescindir de él, porque
sus batallitas africanas nunca hablaban del secretario
de la nunciatura en Lilongwe.
-¿Cree usted, eminencia, que este Papa va a continuar el
legado de alguno de sus predecesores?- preguntó
Marzoni haciendo que Peric se sentara en un sillón de
damasco rojo en el salón que usaba para recibir a las
autoridades cuando estaba en Castel Gandolfo.
71 SOL Y TINIEBLAS 71
-Nunca lo ha hecho y nunca lo hará, puedes estar seguro
con unos precedentes como los que tiene- constató el
croata, suspirando. Era demasiado viejo, había vivido
mucho y nadie le aventajaba en sabiduría sobre los
pasillos vaticanos y lo que en ellos se cocía.-Si Francisco
no lo hizo, este tampoco lo va a hacer. Le queda poco,
Marco, y debemos aprovechar el tiempo que nos dé para
preparar otro cónclave.
-Goza de buena salud, y no parece que vaya a darnos la
satisfacción de morirse en poco tiempo- Marzoni había
visto a Clemente hacer spinning en su bicicleta estática
y dar su paseo cotidiano por los jardines todos los días
desde que lo eligieran, y la verdad era que estaba muy
en forma para lo que se podía esperar de un anciano de
su edad.-Jamás había visto un Papa tan activo desde
Juan Pablo II.
-No te engañes, Marco, el viejo jamás ha sido tan activo
como nuestro querido polaco-El cardenal croata esbozó
una sonrisa de circunstancias, había entrado al servicio
del Papa polaco en 1990, cinco años después del
nacimiento de Marco, cuando sólo contaba dieciocho
años, y le había servido con toda la devoción de que
había sido capaz.-Sólo quiere dar la impresión de que no
sufre, de que va a ser un padre eterno como lo fue Pío,
pero jamás a un papa se le ha dado tan mal mentir.
-¿Usted cree?- Marzoni comenzó a reír a carcajadas, no
había imaginado que el cardenal Peric pudiera ser tan
sarcástico.- ¿No ha visto cómo les anunció ayer lo del
visado que supuestamente se tiene que pedir para ir al
Líbano? No creo que se le dé tan mal mentir como usted
dice.
-Una cosa es mentir en propio beneficio a unos iletrados-
constató Peric sonriendo como si estuviera hablando con
un niño de cuatro años- y otra cosa es mentir a ojos
vistas a gente que sabe de lo que se habla. Los
vaticanistas saben perfectamente que le queda poco
72 SOL Y TINIEBLAS 72
tiempo de vida, y ya se están cansando de tanta
fanfarronería. Hazme caso, Marco, tú que eres todavía
joven, se nos acerca un cónclave, y no quiero encerrarme
bajo los frescos de la Capilla Sixtina pensando en que no
hemos conseguido hacer nada para detener a ese francés
del demonio.
-¿Y a quién me sugiere?- Marzoni sabía que el cardenal
no se andaba con chiquitas, y a él también le vendría
bien hablar un poco de un cónclave, para hacer
estrategia.
-No quiero que te hagas falsas ilusiones, Marco- El
cardenal Peric sacó un paquete de cigarrillos y un
encendedor del bolsillo de su sotana, prendió el cigarro
y le dio una calada.-Cuando digo que se nos viene
encima un cónclave, no quiero decir que se nos venga
encima ya, nos pueden quedar dos o tres años. Lo que te
digo es que es importante empezar a hacer planes desde
el momento cero.
-Ya sé que usted no es hombre dado a bromas,
eminencia-Marco Marzoni, que tampoco tenía fama de
reírse muy a menudo, supo que había llegado el
momento de hablar en serio.-Pero, por favor, no fume,
que se le va a acortar la vida.
-Bah, yo ya soy viejo, para lo poco que importa, no tengo
ganas de vivir- Pese a bromear con eso, Peric apagó el
cigarrillo en un cenicero de plata.-Yo sugeriría un
cardenal de Italia, Vercellesi, por ejemplo. Es el
presidente del Governatorato, sabe cómo es el gobierno
interno del Estado.
-Pero está de parte del Papa- objetó Marzoni, que sabía
que Vercellesi se lo debía todo al Papa, desde un rescate
oscuro de un obispado sin nombre en el norte de Italia
hasta la elevación a la púrpura cardenalicia para
labrarse un nombre.-No le gustaría que empezáramos a
hablar de cónclave tan pronto, cuando sólo hace cuatro
73 SOL Y TINIEBLAS 73
años que elegimos a un pontífice nuevo tras el largo
pontificado del Papa Pío XIII.
-Marco, si llevaras tanto tiempo como yo en el Palacio
Apostólico te darías cuenta de que no bien se acaba de
elegir un Papa nuevo cuando ya se está pensando en
elegir a otro- Peric hablaba con conocimiento de causa,
había participado en dos cónclaves, los que habían
elegido a Pío XIII y a Clemente XV, y si el tiempo no se
volvía en su contra, quizás sería uno de los pocos que
habían participado en tres. Sólo Benedicto XVI y un
cardenal americano tenían el récord de haber
participado en tres cónclaves.-Hicimos mal en no pensar
en un Papa nuevo cuando Clemente subió al solio, de
haberlo hecho ahora tendríamos un programa definido
de actuación.
-Si el cardenal Vercellesi no quiere ser elegido Papa, lo
menos que podríamos hacer sería devolver el trono de
San Pedro a un italiano- Marzoni ya había tenido
suficientes papas extranjeros para lo que había vivido,
aunque el papa Francisco fuera de padre italiano.-Pero
apenas somos veinticinco en todo el Sacro Colegio. ¿A
quién deberíamos darle la oportunidad de gobernar a la
Iglesia sin que nos diera con la puerta en las narices?
-Si no queda otra, todo el Sacro Colegio deberá volverse
hacia la única persona que cuenta con el poder y las
fuerzas suficientes como para dar marcha atrás cuando
llegue al trono de San Pedro- Peric sonrió.-Y creo que esa
persona está sentada a mi lado.
-¿Yo, Papa?- Marzoni jamás había pensado en su
persona vestida de blanco, sencillamente porque lo veía
del todo imposible a corto plazo. Era verdad que le
gustaría salir a la logia de las Bendiciones y anunciar ya
desde el principio que daba marcha atrás, pero por otro
lado pensaba que todavía era demasiado joven. A veces
se pensaba que no importaba eso, ya que tenía
precedentes. A su edad, Juan Pablo II ya llevaba dos
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años sentado en un trono que a Clemente le venía
grande, pero la época de los Papas jóvenes, desde Pío
XIII, que había durado veintitrés años, había pasado.
-Marco- dijo monseñor Maarkouf, asomando la cara por
el resquicio de la puerta y saludando con una inclinación
de cabeza al cardenal Peric- deberías prepararte para la
audiencia con el Santo Padre, no le gustaría que llegaras
tarde.
-Tienes razón, Nasrallah- El cardenal Marzoni se levantó
del sillón, intercambió el ósculo de la paz con el cardenal
croata.-Por favor, quédate con su eminencia el cardenal
Peric y entretenle hasta que yo baje. Este mediodía
tenemos invitados para comer.
-No, gracias, no quiero molestar- Peric jamás había
querido ser huésped de nadie.-Prefiero comer en
compañía de mis tres monjas.
- Usted nunca molesta, eminencia, y menos a mí- El
cardenal Marzoni había hecho del viejo croata su
mentor, y por eso gustaba de invitarle a comer siempre
que iba a Castel Gandolfo.-Por favor, Nasrallah, ve con
su eminencia a dar un paseo por los jardines. No tardaré
más allá de una hora.
-Como ordenes, Marco- Aunque el cardenal Peric
estuviera presente, el secretario privado del secretario de
Estado no iba a dejar de tutearle, ya que el anciano
croata era uno de los pocos cardenales a los que
consideraba digno de confianza.
Mientras su secretario se sentaba en su lugar al lado del
cardenal Peric, el secretario de Estado subió por una
escalinata hasta el piso donde estaban las habitaciones
del Papa.
Usualmente, para una audiencia oficial con otros dos
cardenales, se usaba la biblioteca del segundo piso o la
sala de los Suizos, la que se usaba para recibir a todo el
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pueblo cuando iba a ver al Papa, pero Clemente, que se
parecía al papa Francisco en lo que se refería a no
mantener las costumbres, había optado por mantener la
audiencia en sus habitaciones. Jamás lo entendería.
El secretario privado de Su Santidad le esperaba a la
puerta del ascensor que se tenía que tomar una vez que
se subía la escalinata. Era un monseñor africano de
Malawi que a buen seguro se había visto muy
beneficiado cuando Clemente lo sacó de aquel vertedero
y se lo llevó a Roma, pero siempre estaba hablando de
su tierra con una nostalgia más que patente.
"La nostalgia de África es contagiosa entre nuestro Papa
y su secretario" pensó Marzoni, divertido, mientras se
dejaba guiar por el dédalo de pasillos hasta las
habitaciones del hombre que, esperaba, le tendría que
aclarar el asunto del visitador. "Quizás, si lo que dice su
eminencia el cardenal Peric es cierto y yo llego a Papa
antes de lo que me esperaba, tenga que enviar a este
molesto obispo de vuelta a África cuando su superior
muera" Pero eso todavía estaba lejos, y Marzoni podía
aguantar muy fácilmente otros cuatro años. Era fuerte,
característica heredada de la parte libanesa de su
sangre, y cabía esperar que llegara a ser muy anciano y
que todavía tuviera el mismo nivel de vida.
Antes de entrar en los aposentos de Su Santidad,
Marzoni pensó en dos cosas que le gustaría hacer si
llegaba a salir por la logia de las Bendiciones vestido con
el hábito blanco, cosas en las que llevaba pensando
desde que fuera Clemente quien, cuatro años antes,
saliese al balcón vestido con las ropas blancas de los
Papas, pues, aunque no tuviera en la mente ser elegido
en un futuro inmediato, siempre había que pensar en
una alternativa, como había dicho muy sabiamente
minutos antes el cardenal Peric .
La primera sería adoptar el nombre de Alejandro, en
memoria del Papa Alejandro VI Borgia, el último
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representante real del papado imperial, el último Papa
uno de cuyos hijos había llegado a renunciar al
cardenalato para después convertirse en capitán general
de los ejércitos pontificios.
La segunda sería levantar la moratoria que prohibía
votar en el cónclave a los cardenales de más de ochenta
años, una medida que Pablo VI había adoptado debido a
una momentánea falta de juicio en 1975, cuando él
mismo estaba a dos años de cumplir los ochenta pero
cuando también hacía doce años que había dejado de ser
el cardenal Montini, antiguo subsecretario de Estado de
Pío XII y arzobispo de Milán bajo Juan XXIII.
Desde entonces, los cardenales que sobrepasaran los
ochenta años no podían votar en un cónclave, aunque sí
podían participar en las reuniones preparatorias, en las
que prácticamente no tomaban ninguna decisión, ya que
el peso de aquellas decisiones recaía exclusivamente en
los cardenales electores.
A Marzoni, aquella decisión le parecía una soberana
tontería. ¿A qué cardenal no le gustaría participar en un
momento tan determinante como un cónclave, fuera cual
fuera su edad? Antiguamente, y eso era algo que le tenía
que reconocer a los antecesores de Clemente, sobre todo
a Sixto V, sólo setenta hombres de todas las edades
podían reunirse para elegir al Papa, pero Juan XXIII, el
Papa reformador que había convocado el desastroso
Concilio Vaticano II, había ampliado ese tope hasta
establecer que el Papa podía nombrar a cuantos
cardenales quisiera.
Una de las pocas cosas que no había hecho Juan XXIII
y que le había dejado a su sucesor había sido dictar
aquella infame moratoria que no tenía ni pies ni cabeza.
Pero también había abolido el beso en el pie, un ritual
que tenía tantos siglos de existencia como la propia
Iglesia y que, si Marzoni llegaba alguna vez a ser el Siervo
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de los Siervos de Dios, pensaba restablecer en cuanto
aceptara su elección canónica como Sumo Pontífice.
-¿Santidad?- El secretario de Clemente golpeó la puerta
suavemente, como si temiera distraer al Papa de una
obligación muy importante. Al menos tuvo la decencia de
hablar en francés, porque usualmente Clemente y su
secretario hablaban en swahili para que nadie les
entendiera.-El secretario de Estado acaba de llegar.
-Pase, pase, eminencia, y cierre la puerta- Clemente se
levantó de su escritorio y fue hasta la puerta para darle
la bienvenida a su segundo de a bordo.-Los cardenales
Roufel y Zulwinger, como puede ver, todavía no han
llegado- dijo cerrando la puerta tras él, no sin antes
hacer un gesto a su secretario para que fuera a atender
otros quehaceres- de modo que, si no le parece mal,
podríamos empezar a discutir el asunto del visitador sin
ellos. ¿Qué dice? ¿Está listo?
-Siempre estoy listo, Santidad- Marzoni se sentó ante el
escritorio del Papa y esperó a que Clemente hiciera lo
propio. Cuando ambos hombres estuvieron frente a
frente, el ítalo-libanés respiró hondo antes de lanzarse al
ataque, sabía que iba a ser una batalla dura.
-Permítame comenzar, eminencia, diciéndole que estoy
muy insatisfecho con el comportamiento de los fieles
maronitas residentes en Roma- Clemente cruzó las
manos sobre la faja que llevaba en torno a la cintura,
otro distintivo de los Papas.-No dejo de preguntarme por
qué los sacerdotes pueden casarse y tener hijos antes de
la ordenación, y pienso que si son católicos como
nosotros, tienen que someterse a las mismas normas
que nos humillan bajo su peso.
-Hay tradiciones, Santo Padre, que no se pueden
cambiar de la noche a la mañana- El secretario de
Estado no estaba dispuesto a que Clemente siguiera
diciendo obviedades y bobadas.-Los maronitas no son
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católicos como los de rito romano, tienen otras
tradiciones y otras costumbres que vos haríais bien en
respetar. Si los sacerdotes tienen hijos antes de la
ordenación, también lo pueden hacer nuestros
sacerdotes católicos, la única diferencia es que nosotros
deberíamos desentendernos de los frutos de nuestra
carne y ellos no tienen por qué hacerlo.
-¡Pero eso es incompatible con la moral y las enseñanzas
de Cristo!-Clemente casi se cayó de la silla.-Nuestro
Señor dijo en su momento que Pedro sería la piedra
sobre la que edificaría la Iglesia, y no mencionó a los
niños. Pedro dejó a su mujer y a sus hijos atrás cuando
se fue a Antioquía y después se vino a Roma. Ningún
evangelio, ninguna carta habla de ellos, están en el
anonimato y murieron hace mucho tiempo.
-Y sin embargo, eso no impidió a varios de vuestros
antecesores tener hijos y preocuparse por ellos- Si el
Papa jugaba sucio, estaba claro que no sabía con quién
se metía- ¿O acaso debo recordaros que muchos de los
grandes santos de nuestra historia, antes de sentir la
llamada de Dios, tuvieron esposa y engendraron hijos e
hijas? ¿Hace falta citar el ejemplo de San Agustín, que
engendró a su hijo Adeodato y lo cuidó hasta que las
lágrimas de Santa Mónica le hicieron volver al seno de la
Iglesia y hacerse sacerdote? ¿Hace falta citar el ejemplo
del Papa Esteban IV, que tenía una hija de cuatro años
cuando le eligieron Sumo Pontífice y que las instaló a ella
y a su madre en una lujosa villa en el Palatino? ¿Hace
falta enumerar a todos los pontífices que tuvieron
amantes e hijos, como Sergio III, Alejandro VI, Clemente
VII, Pablo V? - Marzoni había estudiado historia de la
Iglesia desde que tenía cinco años, y se podía poner muy
reivindicativo si le hacían sacar la artillería pesada.- ¿Os
recuerdo acaso, aunque no sé si servirá, que muchos
Papas auparon a sus hijos o a familiares a la cúpula del
poder mediante el sistema del nepotismo? Santo Padre,
la Iglesia nunca se ha tomado en serio la cuestión del
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celibato, ahí están los casos de abusos sexuales durante
los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Por un
centenar de mentes puras como nosotros, los cardenales
y las personas que trabajamos cerca de vos, la Iglesia y
el billón de personas que la forman no se van a salvar.
Incluso dudo de que algunos de los cardenales que os
circundan sean totalmente puros.
-¿Vos sois puro, Eminencia?- Clemente sonrió, mordaz.-
¿No me iréis a decir que no habéis sentido la tentación
de romper vuestros votos ni una sola vez?
-Santidad, han pasado cuarenta y un años desde que
celebré mi ordenación sacerdotal. He servido fielmente a
todos vuestros antepasados, sin faltarles al respeto ni
una vez, y estoy sirviéndoos a vos con todas las fuerzas
de mi alma, y seguiré haciéndolo durante el tiempo que
me quede de vida- Marzoni obvió todas las veces que, por
puro convencimiento de que eso no era lo que se tenía
que hacer, había desobedecido las reglas llegadas de
Roma.-Y no, ni una sola vez desde hace cuarenta y un
años ha pasado por mi mente el pensamiento impuro
que conlleve romper mis votos.
-Eminencia, mi padre era uno de los señores más ricos
de la región de la Costa Azul- Clemente cruzó las manos
sobre la mesa dejando a la vista el anillo del Pescador.-
Tenía el título de conde y yo era su hijo mayor, el
heredero de todas sus riquezas, de las tierras de la
familia, que no producían pocos bienes. Mi familia se
regía por las normas antiguas, por la manera antigua en
la que, en Francia, las familias destinaban al hijo mayor
a ser el heredero de las tierras y al segundón a la Iglesia
o al arte de la guerra. Mi padre tenía un concepto muy
alto del honor.
Ahí fue cuando Marzoni empezó a prestar atención de
verdad, porque se avecinaba la parte interesante. A lo
mejor, si hacía hablar al Papa más de lo conveniente,
80 SOL Y TINIEBLAS 80
descubría algún detalle que pudiera volverle a su favor,
manipularlo como ya lo había hecho con Pío XIII.
-No estaba destinado a ser sacerdote, no lo tenía en mis
pensamientos, aunque era un católico devoto y había
leído la Biblia como uno de mis textos de referencia, el
manual de instrucciones que deseaba seguir- reveló
Clemente girando su anillo episcopal para que su
escudo, seis conchas marinas sobre una superficie de
oro, quedara al descubierto.-Mi escudo de armas iba a
ser el que veis aquí, me casaría y tendría hijos, y quizás
lograría aumentar mi escalafón.
"Pero una mañana, cuando ya mis padres habían
apalabrado mi boda con una noble cuya familia estaba
muy encumbrada en los altos círculos de París, descubrí
a los administradores de los bienes de la familia
metiendo la mano en el arca de caudales más de lo que
deberían haber hecho.
"Como es lógico, los denuncié delante de mi padre, que
fue a ver si lo que yo había dicho era cierto. Cuando les
pilló in fraganti, sin embargo, se volvió hacia mí y, sin
mediar palabra, me dio una bofetada que me dejó en la
cara una marca que tardó mucho tiempo en borrarse y
me llamó mentiroso.
"Cuando le pregunté por qué lo había hecho, me
respondió que no eran malos administradores por
quitarle dinero, porque les había dado libertad para
gastar el excedente en aquello que quisieran, y que el
mal hijo era yo por delatarles sin motivo. De modo que,
aquella misma noche, decidí entrar en el seminario para
estar lejos de aquel padre ruin y deshonesto que el Señor
había tenido a mal darme. Me daba igual que el título
nobiliario fuera a morir con él. Escribí a mi prometida y
a sus padres renunciando al matrimonio, estudié para
convertirme en sacerdote y alimenté en el fondo de mi
corazón una esperanza secreta, ser elegido para
dedicarme a misiones.
81 SOL Y TINIEBLAS 81
"Me ordené a los veintiocho años, en 1998, y justo
después, Juan Pablo II me nombró nuncio en Malawi,
donde pasé los mejores diecisiete años de mi vida, entre
la gente pobre, los sin techo, los que no tenían nada que
dar porque no poseían nada. Eso era lo que quería, yo,
el hijo de noble que nunca había conocido la pobreza.
Era como vos, eminencia, solo que a mí me preocupaban
los pobres, no como a vos, que huís como un cobarde de
todo lo que huela a estiércol y a miseria.
"Durante diecisiete años, no recibí visita alguna de
Roma, por mucho que el papa Francisco hablase de
África como del continente donde residía la mayor
esperanza de la Iglesia. Nunca vino a Malawi, nunca hizo
una visita a los más pobres de los pobres. El dinero que
llegaba de Roma era escaso, y cuando mi padre murió
sin haberme desheredado, vendí la cuantiosa herencia
familiar para hacer frente a muchas de las necesidades
que atravesaba en aquel momento mi nunciatura. Me
quitaba literalmente el pan de mi boca para dárselo a los
más pobres, a los que no tenían nada.
"Y Roma, aunque tenía dinero a rebosar, tanto que se le
escapaba de los bolsillos al presidente de la Autoridad
del Patrimonio de la Sede Apostólica, no tenía nada, ni
siquiera una mención honorífica a aquel nuncio
abnegado que trabajaba por y para la gente sin techo.
¿Por qué? Porque no les importaba un comino. Porque
mientras en Malawi lo hiciera bien, en Roma yo no era
nadie.
"Incontables veces vine aquí, me senté en la biblioteca
frente a los Sucesores de Pedro, para que me dieran
soluciones para la pobreza, nunca lo hicieron.
"Benedicto XVI me despedía con palabras
tranquilizadoras y vino dos veces a ese continente de la
esperanza, pero nunca me hizo una visita, Francisco me
decía que iría a África, pero luego me nombró cardenal y
me trajo a este estercolero del que yo no quería saber
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nada. Quería retirarme a mi paraíso particular, volver a
mis obras buenas con los pobres.
"¿Cree que los pobres saben algo del mundo que se
extiende más allá de los mapas colgados en las escuelas
rurales? ¿Cree que les importa un comino a quién se elija
como pastor de la Iglesia si les va a seguir tratando igual
sea quien sea? África me espera, y allí quiero que
reposen mis huesos cuando muera. No quiero hablar de
reposar en un féretro triple bajo la basílica de San Pedro,
prefiero que me entierren en la capilla de la nunciatura
en Lilongwe, para que mi tumba pueda ser visitada por
miles de africanos al año. Allí sí se valora mi experiencia
y lo que yo hice por todos los pobres que vivían sin techo.
Cuando me eligieron, pensé en renunciar incluso antes
de aceptar, porque no quería vestir de blanco. Sabía que
las ropas del Papa cambian a los hombres, y no quería
cambiar por nada del mundo, ni aunque me rindiesen
pleitesía ciento treinta cardenales y toda la Iglesia
católica viviese pendiente de mis palabras.
Marzoni sabía perfectamente que Clemente había
querido renunciar justo después de que le eligieran, pero
había pesado más sobre él el peso del deber, de un deber
que le había inculcado su padre, un conde francés
educado a la manera antigua, que hubiera preferido
morir antes que desobedecer órdenes.
Cuando le preguntaron si aceptaba su elección canónica
como Sumo Pontífice, se hizo un silencio denso en la
Capilla Sixtina por algo más de cinco minutos. En ese
momento, Marzoni no supo en ese momento lo que
pasaba por la mente de quien, en diez minutos, se
convertiría en su líder supremo, ahora, después de
escuchar la historia de cómo había entrado en el
seminario de sus propios labios, lo sabía.
En aquel momento, con todos los cardenales electores
pendientes de sus palabras, Clemente estaba pensando
en toda la labor que había hecho en África durante
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diecisiete años, en cómo ese trabajo de poco menos de
dos decenios se iba al garete cuando lo llamaron a Roma
como prefecto de la Congregación para los Institutos de
Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica,
cargo que hubiera seguido manteniendo hasta los
setenta y cinco años si no hubiera sido elegido Sumo
Pontífice.
Había querido renunciar a todos sus cargos y volver a
África como simple sacerdote para dar a los pobres todo
lo que tenía, habría querido morir pobre como había
nacido rico, dando ejemplo de la pobreza evangélica
predicada por el mismo Cristo.
"Pedid el Reino de Dios y lo demás se os dará por
añadidura" decía Jesús en el Evangelio, lo mismo que
decía: "Cuando os envié por los caminos sin calzado, sin
comida y sin agua ¿os faltó algo?" Pero, incluso después
de escuchar la historia de cómo Clemente entró en el
seminario y dedicó su vida a los pobres en África, cómo
había vendido su fortuna familiar para comprar comida
y alimentos perecederos para hacer frente a las
necesidades por las que pasaban los pobres de Lilongwe,
el cardenal Marzoni seguía sin considerarle como un
modelo a seguir.
-Eminencia, vos nunca habéis vivido la pobreza en
vuestra carne- se lamentó Clemente, a quien le faltaba
relativamente poco para llorar.- Y sin embargo, ambos
nos parecemos más de lo que vos creéis. Ambos nacimos
ricos, yo he vivido como pobre toda mi vida y vos seguís
siendo rico. Vos sois el último descendiente de una
familia de navieros y arqueólogos, yo soy el último
descendiente de una noble familia francesa de la Costa
Azul. Ambos tenemos escudos de armas y títulos de
nobleza. En ambos casos, los títulos nobiliarios que
ostentamos morirán con nosotros.
-Santidad, puede que yo no haya vivido la pobreza en
mis carnes, pero he vivido la guerra- Marzoni nunca
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había hablado de su historia con Clemente, ni como
cardenal ni como Santo Padre, justamente porque
pensaba que no le importaba, absorto como estaba en
sus desvaríos africanos, pero ya no podía más.-Ahora os
toca a vos escucharme. ¿Queréis saber lo que yo he
vivido? Porque os aseguro que he vivido todavía más que
vos, pese a ser más joven. Mi abuelo fue el asesor político
de un hombre asesinado dos años después del comienzo
de la guerra civil. Dos de mis tías murieron asesinadas
por causa de la guerra cuando estaban en la flor de la
vida y se habían prometido con sus novios meses antes.
"Mi abuela murió de pena pocos meses después de la
muerte de mi tía Nazeera. Mi padre conoció a mi madre
después de un tiroteo en el barrio cristiano de Beirut, y
después de casarse, mi madre huyó aquí, a Italia, y no
quiso volver a su país en doce años.
"Mi abuelo fue también el consejero de un hombre de
guerra que fue presidente de su país durante quince
años antes de irse al exilio, y murió pocos meses después
del asesinato de Rafic Hariri y del comienzo de la
Revolución de los Cedros. Mi familia ha estado en el ojo
del huracán del Líbano durante más de setenta años.
Siempre hemos estado al lado del gobierno, y sufrimos
mucho con la guerra civil.
"En el Líbano, cada hombre, cada mujer y cada niño
perdieron a un pariente durante los catorce años de
guerra. Nuestra familia siempre defendió el principio de
la wahda wataniyya, la unidad nacional, y los principios
de hurriya, siyada, istiqlal y haqiqa, el levantamiento, la
defensa, la intifada y el llamamiento- Marzoni se había
puesto a intercalar términos árabes libaneses en su
francés, lo que hizo que Clemente torciera los labios en
un gesto que daba a entender claramente que no
entendía nada, por lo que se vio forzado a traducirlos.
-Durante catorce años, Santidad, mi familia estuvo en el
ojo del huracán de un país ensangrentado que no sabía
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vivir sin el miedo de estar muerto al día siguiente. Mi
abuelo no se fue al exilio porque le tenían respeto y podía
garantizar que su vida y la de su familia quedaran
impunes, pero muchos otros abandonaron el país por
miedo, Santo Padre, miedo a que su posición política les
hiciera caer en manos del gobierno revolucionario.
“Hoy en día, Santidad, en los países que una vez
acogieron a inmigrantes libaneses que huían de la
guerra civil, ya no quedan libaneses puros, nacidos en la
tierra de la antigua Fenicia, sino sólo residuos, gente
joven cuyos padres o abuelos abandonaron su solar
patrio para instalarse en Francia, en Brasil o en Estados
Unidos y que se negaron a enseñarle árabe a sus hijos o
a sus nietos para que se mentalizaran de que su sangre
no era la de aquel país del que tuvieron que marcharse
obligados por las circunstancias y de la que siempre
conservaron una nostalgia con la que murieron, a veces
treinta años después de abandonar su tierra y sin haber
vuelto nunca a ella.
"Yo, en cambio, soy el testimonio vivo de lo poco que
queda de la guerra en la época actual, nací cuatro años
antes de que terminara y visité la tierra de mi madre al
mes del fin de la guerra. Aprendí árabe de mi abuelo, que
quería que me sintiese orgulloso de no ser parte de los
ajnabu´un, los extranjeros que sólo venían al Líbano
buscando placer, y de mi madre, que se esforzó en
inculcarme el amor por su país.
“Hoy en día, la generación joven de hijos o nietos de
libaneses expatriados no habla árabe o sólo sabe unas
cuantas palabras sueltas. Yo, en cambio, hablo la lengua
de mi madre, la primera lengua que surgió en el mundo,
la lengua que dio origen a todas las otras, y me siento
orgulloso de hacerlo, ya que mi lengua, aparte del árabe,
es una mezcla de turco, de griego, de inglés y de francés.
"Hubo un poeta llamado Charles Corm que, en la época
del mandato francés, escribió un libro de poemas
86 SOL Y TINIEBLAS 86
titulado La montaña sagrada, al estilo de La montaña
mágica de Thomas Mann, sólo que veinte años antes.
"Entre otras cosas, habla de la lengua fenicia, que define
como la génesis de todos los alfabetos, la lengua de la
edad de oro. Habla también de los hermanos
musulmanes, y les insta a comprender su franqueza,
dice que es el verdadero Líbano, el sincero, el
practicante, tanto más libanés cuanto que su corazón
simbolizaba el del pelícano.
"Nunca he sabido cómo llegué a sentirme a partes
iguales occidental y oriental, cómo llegué a aunar mi
sangre italiana con la sangre heredada de mi madre, la
sangre que lleva entreveradas las sutilezas orientales y
las tradiciones libanesas. Supongo que el pasar casi la
mitad del año en el Líbano y la otra en Rávena me llevó
a sentirme árabe y emiliano-romañolo a partes iguales.
-¿Y por eso sois partidario de traidores, Eminencia?-El
Papa cruzó las manos sobre la pechera de su sotana
blanca.- ¿Por eso defendéis a capa y espada que los
maronitas mantengan unas tradiciones que no tienen ni
pies ni cabeza?
-Las tradiciones maronitas son justamente eso,
Santidad- Marzoni no sabía cómo hacérselo entender-
tradiciones que no se deben perder, que jamás deben
decaer, porque constituyen la identidad de un pueblo
que, de otro modo, moriría.
-He tomado una decisión- Clemente esbozó una sonrisa
de oreja a oreja, el gesto que Marzoni más se temía de su
poderoso jefe, pues cuando sonreía podía anunciar cosas
buenas o cosas malas.-Como hacéis tantas cosas en
defensa de los maronitas, he tomado una decisión que
no había querido comunicaros hasta que me dijerais lo
que opinabais del asunto del visitador. He decidido...
Marzoni contuvo la respiración. ¿Habría decidido
Clemente echarle de Roma cuando apenas acababa de
87 SOL Y TINIEBLAS 87
cumplir los sesenta y relegarle a un puesto oscuro y sin
repercusiones políticas? ¿Tendría que retirarse al Líbano
incluso antes de lo que pensaba hacerlo?
-He decidido que vayáis, investido de plenos poderes, a
visitar la eparquía maronita de San Charbel, en Buenos
Aires- Marzoni respiró hondo, empezando a calibrar lo
que eso significaba.-Pienso que puede ser, como vos
decís, una buena manera de hacerme entrar en razón.
Demostradme de alguna buena manera que los
maronitas están cumpliendo lo ordenado por Roma y
quizás os haga regresar antes de lo previsto.
El cardenal secretario de Estado empezó a calibrar las
opciones que tenía y pronto se dio cuenta de que
Clemente lo estaba castigando más que dándole un
premio, así que en realidad no iba a ser una forma de
hacer entrar en razón al pontífice más testarudo de la
historia. Había visitado la eparquía maronita de San
Charbel únicamente dos veces, las dos brevemente para
entrar en contacto con las comunidades maronitas de
toda América Latina. No conocía bien Argentina, no
hablaba bien el castellano y los fieles maronitas, si bien
hablaban árabe, usaban esa lengua como vehículo
habitual de comunicación.
-Santidad, mi castellano es prácticamente inexistente-
intentó justificarse Marzoni al mismo tiempo que
intentaba recordar las escasas nociones de español que
le había impartido un profesor particular. Hacía más de
cuarenta años que no lo practicaba, y no estaba
dispuesto a retomar unos estudios que no le llevarían a
ninguna parte.-Además, no conozco la Argentina lo
suficientemente bien como para que me confiéis una
misión de tal importancia, y tengo mucho trabajo aquí,
en Roma. Os lo ruego por lo que más queráis, Santo
Padre, enviad a otro que no sea yo y seguro que os traerá
mejores resultados.
88 SOL Y TINIEBLAS 88
-He decidido enviaros a vos, y no se hable más- Clemente
zanjó la cuestión con un golpe en la mesa.-Ninguno de
los otros cardenales conoce tan bien esas bárbaras
tradiciones, y la Curia puede apañarse sin vos durante
diez o doce días. Lo del idioma no es problema, el nuncio
en Argentina se ocupará de vos y de vuestro secretario y
os servirá de traductor para todo aquello que necesitéis.
-Pero yo no soy el más indicado para hacer de visitador,
Santo Padre- Marzoni lo decía con todo el corazón,
aunque le encantaba mezclarse con la gente todavía no
estaba preparado para hacerlo en el país que había dado
al mundo un Papa.-A buen seguro el nuncio apostólico
conoce mejor que yo la eparquía maronita y podrá
rendiros un informe más conciso.
-Iréis vos y vuestro secretario- Clemente tenía una
manera muy astuta de zanjar las conversaciones.-No
serán más de doce días, os lo aseguro, y a vuestro
regreso os estará esperando un avión oficial para llevaros
al Líbano junto con todos los niños a los que tendréis
que devolver a sus familias.
-¿Y qué pasará si me niego, Santidad?- Marzoni estaba
decidido a salir hacia el Líbano, con niños o sin ellos, no
dentro de una semana, sino a más tardar a la mañana
siguiente. No permitiría que aquel Papa francés le
chafase sus vacaciones en el Líbano por nada del
mundo, y ni aun así conseguía quitarse de encima la
lapa en la que se había convertido en pocos minutos la
petición de Clemente de ir a visitar San Charbel.
-No podéis negaros, eminencia- Clemente esbozó una
sonrisa cristalina e imprimió todavía más acento francés
a su manera de hablar italiano.-Si rehusáis, me veré
obligado a imponeros obediencia, y no me gustaría tener
que recordaros, porque seguro que vos ya lo sabéis de
sobra, que la obediencia al Sucesor de Pedro es uno de
esos preciosos votos que lleváis cuarenta y un años
manteniendo.
89 SOL Y TINIEBLAS 89
-Tengo mis propios planes, Santidad, y una cosa la tengo
clara: aunque eso implique romper mi voto de obediencia
por una vez, no estoy dispuesto a que vos me ordenéis
alejarme de Roma por un tiempo indeterminado para
que, cuando vuelva, me encuentre con que ya me habéis
sustituido- Marzoni era firme. No sabía si lo que acababa
de decir era verdad, pero se olía que detrás de la
intención de Clemente de mandarle a Argentina por un
tiempo había otra más oscura.
-¿Son esos planes acaso tan importantes como para
postergar por ellos el cumplimiento de vuestro deber?-
Clemente esbozó otra sonrisa, pero esta vez sibilina,
como si ya supiera lo que Marco iba a poner en su
contra.- ¿Qué creéis, que en cuanto os vayáis de aquí
destruiré o anularé la salvaguardia que os mantiene en
el cargo? Por si no lo sabéis, las órdenes de un Papa
anterior al actual no sólo se pueden cambiar cuando el
sujeto de dichas órdenes está fuera de la vista. Si
estuviéramos en el Vaticano y quisiera que esa
salvaguardia se acabara de una vez, no tendría más que
quemarla.
-¿Qué es lo que queréis hacer entonces, Santidad?-
Marzoni le dirigió a su superior una mirada burlona,
como un niño al que no le importaran los castigos
impuestos por su padre.- ¿Un promoveatur ut
amoveatur12 piadoso, según el cual me alejaréis por un
tiempo sin quitarme el puesto para que cuando vuelva
me encuentre mi despacho lleno de gusanos nombrados
por vos? ¿La oportunidad para alguno de vuestros
subalternos de escalar puestos en la jerarquía vaticana
sin el consentimiento de la Secretaría de Estado?
-Ni lo uno ni lo otro, y a vos no se os puede hacer más
promoveatur ut amoveatur porque, por si no os habéis
12 Principio vaticano según el cual a una persona que sirve en el Palacio Apostólico o en cualquier organismo dependiente de la Santa Sede, ante cualquier indicio de conducta sospechosa, se lo promueve a un cargo superior para alejarlo al mismo tiempo del centro del poder.
90 SOL Y TINIEBLAS 90
dado cuenta, estáis en el puesto más alto que se puede
alcanzar- Clemente movió la cabeza en un gesto de
desaprobación, seguro de que no se podía convencer a
Marzoni con artimañas.-Lo único que quiero conseguir
es que descanséis un poco.
-Ya descansaré en el Líbano, adonde partiré mañana por
la mañana, tanto si Vuestra Santidad consiente en que
los niños vayan conmigo como si no- Marzoni quería dar
por zanjado el asunto cuanto antes, no le gustaba
andarse con chiquitas en una cosa tan importante como,
para él, lo eran sus vacaciones.
-Así pues, ¿debo entender que no aceptaréis la misión
que os he encomendado en Argentina?- Clemente no
quitó la sonrisa de sus labios, sabía que con el testarudo
cardenal de la Emilia-Romaña no se podía bromear, pero
estaba seguro de que si reforzaba los tornillos, quizás
podría conseguir su objetivo.-Entonces, quizás deba
permitir que los niños se queden, aquí, en Castel
Gandolfo, durante algún tiempo más, para que sus
familias puedan disfrutar de ellos. Porque, claro está,
¿qué niño en su sano juicio querría volver a la tierra de
donde lo echaron?
-Con los niños podéis hacer lo que os venga en gana,
Santidad- Marzoni no se amilanó. Sabía cuál era el estilo
del Papa francés, casi tan bien como el suyo propio, y,
como buen secretario de Estado, conocía los puntos
débiles de su jefe.-Con ellos o sin ellos, yo me voy a ver
a mi madre mañana mismo.
-Está bien, eminencia, os doy libertad para partir, pero
rezad para que cuando volváis vuestro amado Pío XIII no
esté dando vueltas de un lado para otro en su féretro- lo
amenazó el Papa.-Ah, y otra cosa antes de que os retiréis,
el asunto del visitador sigue en pie. Cuando volváis de
Beirut me encargaré de que vos y los dos cardenales que
tenían que haber hecho acto de presencia aquí hoy os
encarguéis personalmente del asunto.
91 SOL Y TINIEBLAS 91
-Pido permiso para retirarme, Santidad- Marzoni iba ya
hacia la puerta de la biblioteca, sin esperar el
consentimiento. No tenía ganas de perder ni un minuto
más con ese pretencioso francés.
-Lo tenéis, eminencia- La voz de Clemente le llegó ya
distante, del otro lado de la puerta.
A la mañana siguiente, el cardenal Marco Marzoni
despegó del aeropuerto militar de Ciampino en un avión
especial de la línea Alitalia, acompañado de su
secretario, rumbo al aeropuerto internacional “Rafic
Hariri” de Beirut, dispuesto a olvidarse de Clemente y de
todas las preocupaciones que acarreaba su puesto
durante tres semanas.
92 SOL Y TINIEBLAS 92
III
Cuando Marco Marzoni bajó de un salto del coche oficial
que el gobierno libanés había puesto a su disposición en
Beirut para llevarles, a él y a su secretario, a Ain Zalta,
no pudo contener un suspiro de alivio al respirar el
tranquilo aire de la montaña libanesa.
Ya estaba en casa, lejos de Roma, de las reclamaciones
de Clemente, de las inútiles misiones que le
encomendaba el Papa francés, sólo con su madre y su
secretario, en una tierra que, a veces, consideraba la
suya más que Italia, donde muchas veces le acosaba el
trabajo, cosa que le hacía sentirse violento.
Era más de lo que podía pedir, pero en la montaña, en
Ain Zalta, se sentía libre, se sentía en casa, sin ninguna
preocupación. ¡Y pensar que Clemente había pensado
enviarle a Argentina para privarle de aquel merecido
descanso que llevaba casi un año esperando! Si había
pensado eso, es que no le conocía lo suficiente. Ya de
niño era lo más terco que se podía imaginar cuando
93 SOL Y TINIEBLAS 93
quería conseguir una cosa, la que fuera. Y le alegraba
ver que no había perdido la terquedad.
Ain Zalta estaba tal y como lo recordaba, un pueblo con
unas cuantas casas blancas de tejado de pizarra,
enclavado en el rincón más profundo de aquella
montaña que era la casa de todos los libaneses que iban
o volvían, ya fueran o no emigrantes, ya hubieran
decidido volver para siempre o soñaran con ella desde
los destinos en los que habían encontrado refugio
durante la guerra.
Y especialmente para él, que era emigrante porque su
madre había huido del país, cada vuelta a la tierra de
sus antepasados era todavía más emocionante que la
última, no sólo porque su madre estaría esperándole en
su casa en lo más alto de la montaña, sino porque, cada
vez que tocaba la tierra que había sido la de su
bisabuelo, la de su abuelo y la de su madre antes que
suya, se sentía libre, sin coacciones y con todo el tiempo
que quisiera para disfrutar del aire limpio y puro de la
montaña o del aire salado del mar cuando quisiera
acercarse a Saida o bajar a Beirut.
Nasrallah Maarkouf, que se había apeado del coche justo
después que él, echó la cabeza hacia atrás e inspiró una
bocanada de aire limpio, feliz también por haber podido
escapar de la vorágine de Roma un año más y haber
podido encontrar refugio en aquel enclave idílico que era
su país, entre las cordilleras montañosas del Sanino y el
aire que venía del mar Mediterráneo. En aquellas
ocasiones, también él se sentía verdaderamente libanés,
lo que era de nacimiento y de cultura pero no de alma.
Había emigrado a Italia con sus padres, huyendo de los
crecientes asesinatos en las calles de la capital y de la
inestabilidad política del país, cuando tenía tres años,
por lo cual no se acordaba casi de Beirut, la ciudad en
la que había nacido, por sí mismo, pero las frecuentes
visitas de todos los años con su superior a la tierra de
94 SOL Y TINIEBLAS 94
los fenicios le habían hecho conocer más en profundidad
la tierra de la que venían sus padres y de la que
rehusaban hablar.
En eso, sus padres se parecían a Zahra en los primeros
años de su exilio en Italia, ya que la bella joven había
rehusado hablar del Líbano durante los primeros doce
años de su matrimonio, hasta que pudo volver al país
tras el final de la guerra civil. Entonces fue cuando le
perdió el miedo a hablar de su país, de su tierra, y a
hacerlo, sobre todo, en su lengua.
Sus padres, sin embargo, vivían encerrados en un
hermetismo que nadie rompía, y cuando alguien les
preguntaba sobre su vida antes de emigrar, se
encerraban en un silencio que nadie era capaz de
romper. Eran muy conscientes de que habían dejado
atrás todo lo que les importaba para tratar de labrarse
una vida mejor en un país que no estuviera afectado por
la guerra y que tuviera una situación económica
aceptable, por lo cual optaban por olvidar la tierra que
les había visto nacer, la tierra, por otra parte, de la que
estaban orgullosos, como todo libanés debería estarlo.
La única concesión que aceptaban hacer era que habían
emigrado por él, por su único hijo, para que no tuviera
que vivir aterrado por las bombas y la amenaza de una
guerra constante, y que habían impedido que tuviera
contacto con otros miembros de su familia que tenían su
misma edad por miedo a que le contagiasen el fervor por
la patria y, a la larga, el deseo de volver.
Pero sus padres, por mucho que lo hubieran hecho por
él, no le habían puesto ningún impedimento cuando se
convirtió en secretario de Marco Marzoni, un cardenal
italiano de origen libanés por parte de madre que
acostumbraba a pasar su período de vacaciones en la
montaña libanesa.
95 SOL Y TINIEBLAS 95
Cuando les dijo por primera vez que iba a volver al
Líbano con su jefe, lo único que hizo su madre fue
trazarle una cruz en la frente y bendecirle, pero cuando
regresó no le preguntó nada. Ahora, su madre y su padre
seguían en Rávena, de donde se negaban a salir si no era
para algo estrictamente necesario, y aún más a viajar al
extranjero.
-¿No es precioso, Nasrallah?-dijo el cardenal mientras el
chófer que les habían asignado en Beirut sacaba las
maletas del maletero del coche.-Hace un año que no
vengo y sin embargo me parece que haya sido un mes
desde que vi esta tierra por última vez.
-Mi corazón se alegra por ti, Marco- dijo su secretario
repitiendo una fórmula propia del Líbano con la que se
felicitaban los habitantes tanto de pueblos como de
grandes ciudades.-A mí me ocurre lo mismo, esta tierra
mía se me revela como un tesoro escondido que llevara
mucho tiempo esperando ser descubierta.
-Disculpadme, eminencia- se oyó la voz del chófer, que
no sabía qué hacer después de dejar las maletas en el
suelo cerca de la falda de la montaña.- ¿No se supone
que tendría que venir alguien a buscar el equipaje para
subirlo a la montaña?
-No, amigo mío- El cardenal Marzoni rió como no lo había
hecho en meses, desde la última vez que había estado en
aquel lugar.- ¿Es que acaso no sabéis cómo hay que
subir a la cima aquí, en la montaña?
-Eminencia, yo presto mis servicios en la ciudad, como
bien habréis podido comprobar- El pobre conductor se
puso rojo como una remolacha.-Soy italiano, y jamás
había visto unas montañas tan altas como estas antes
de venir a servir a monseñor el nuncio apostólico.
-“¿Porque me has visto has creído, Tomás? Beatos
aquellos que han creído sin haber visto”- citó Marzoni,
desconcertado ante la ignorancia del joven conductor.-
96 SOL Y TINIEBLAS 96
Os aseguro que jamás volveréis a ver unas montañas ni
la mitad de altas que estas, una vez que os marchéis de
aquí.
-¿No va a venir nadie a buscar el equipaje?- El conductor
hizo un gesto de incomprensión, incapaz de ver a dónde
quería llegar el cardenal secretario de Estado con esa
diatriba sobre el equipaje.
-Tendremos que llamar a alguien, sí, pero no para que
suba el equipaje, sino…- Marzoni esbozó una sonrisa
pícara, lo que venía ahora no le iba a hacer la menor
gracia al chófer- para que nosotros podamos subir.
-¿Hay que subir a la montaña dejando aquí el equipaje?-
El conductor parecía estar más preocupado por las
maletas que por él mismo.- ¿Y si viene alguien y nos lo
roba? Preferiría no tener que responder de eso ante el
nuncio, me echaría la culpa a mí por desatender mis
obligaciones.
-Mi querido amigo, nadie nos va a robar el equipaje
porque quien va a bajar también se hará cargo de él- dijo
Marzoni divertido ante los signos de desconocimiento del
pobre conductor, que enrojecía por momentos.-Lo que
pasa es que ningún coche puede bajar ni subir de ni a la
montaña.
-¿Y entonces como vamos a poder subir nosotros?- El
conductor ni se imaginaba cómo iba a poder hacerlo.-
¿Va a bajar un ángel del cielo para poder transportarnos
bajo sus alas hasta la cima?
-No, mi querido amigo, ni mucho menos- El cardenal ya
no podía ni contener las carcajadas, el diálogo que
estaba manteniendo con su chófer era tan absurdo que
de buena gana hubiera llamado a un mozo de cordel… si
tuviera uno cerca.-Somos nosotros los que vamos a tener
que subir, y lo vamos a hacer en burro.
97 SOL Y TINIEBLAS 97
En la orilla del Mediterráneo que iba desde Grecia a
Egipto, los burros eran considerados unos medios de
transporte como cualquier otro, y a menudo los
libaneses de la montaña, que o bien no consideraban
práctico tener un coche o bien no podían permitirse
tener uno, usaban el burro para poder trasladarse de un
pueblo a otro o bajar a la ciudad cuando lo necesitaban.
Marzoni disfrutaba como un niño montando en un asno,
y lo mismo le pasaba a su secretario, pero, a juzgar por
el tono de rojo que había adquirido la cara del pobre
conductor, él no tenía la misma opinión. Pero claro ¿qué
sabían los italianos puros de montar en burro, si la única
cosa para la que se usaban esos animales en Italia era
para tirar de los carros?
Tuvieron que esperar una hora más para que los burros
a los que habían llamado con silbidos bajaran
renqueando de la montaña, con el paso que les era
propio, pues algo que no se podía discutir sobre los
burros era su tendencia a la lentitud y a la tardanza,
pero los burros siempre habían sido lentos, de modo que
eso no se podía cambiar de ninguna manera.
Normalmente, a los burros los guiaba un mozo de unos
doce o trece años, a quien se pagaba por el paseo al llegar
a su destino, pero muchas veces los burros acudían a la
llamada de los que querían montar a sus lomos por sus
propias patas, no bien habían acabado de dejar a su
último jinete en el lugar al que quería llegar.
En cuanto Nasrallah y el cardenal vieron aparecer a los
pollinos, les faltó tiempo para montar a sus lomos. El
conductor, que había cogido las maletas por las asas,
dudó un momento mientras un tercer burro se acercaba
hacia él con paso renqueante. Cuando le animal le dio
una coz con toda la fuerza de la que pudo hacer acopio,
el conductor soltó tal grito que Marzoni estuvo seguro de
que lo habían oído los que vivían en diez casas a la
redonda.
98 SOL Y TINIEBLAS 98
En sus ojos, el cardenal podía leer la pregunta: “¿No hay
otra manera?” pero la verdad era que no la había, y
Marzoni no tenía ganas de perder su equipaje por la
ineptitud de un chófer cuya única aptitud notable, al
parecer, era la de conducir coches, y que se ponía rojo
como una remolacha en cuanto le pedían que hiciera
otra cosa.
De modo que no le quedó más remedio que bajarse del
burro, ir hasta el conductor, quitarle las maletas de las
manos y atarlas a la silla del burro que le había dado la
coz. Después, volvió a montar a lomos de su propio burro
y picó espuelas. El chófer se quedó atrás, con una
mirada tonta en los labios, incapaz de comprender por
qué le habían dejado tirado.
Conforme iban ascendiendo por la ladera de la montaña
hasta la casa de Zahra, el cardenal recordó, como si se
hubiera visto envuelto en una espiral de retroceso, lo
grande que le había parecido el pueblo la primera vez,
hacía ya cincuenta y seis años, que había ido allí con sus
padres, y lo pequeño que le parecía ahora que ya lo
conocía de palmo a palmo.
A Zahra, precisamente, se le había iluminado la mirada
al ver su pueblo natal después de doce años de exilio, y
a Stefano le había ocurrido otro tanto al ver el pueblo
donde se había casado con el amor de su vida, pero a
Marco le pareció una morada de gigantes. Entonces,
como a todo niño de cuatro años, hasta un pueblo de
poco más de dos mil habitantes le parecía grande.
El sendero por el que subían los burros estaba bordeado
de cedros, los árboles que eran el emblema vivo del
Líbano, tan conocido que ondeaba en su bandera
nacional, roja y blanca con un cedro verde en el medio,
y la expresión coloquial “más hermoso que un cedro del
Líbano” era de sobra conocida y se usaba sobre todo
como cumplido para los jóvenes.
99 SOL Y TINIEBLAS 99
Marco había leído muchas veces todos los versículos de
la Biblia donde se hacía referencia a los cedros del
Líbano, orgulloso vástago del pueblo fenicio allí donde
los hubiera. Porque la familia de Marco era de las pocas
que podían vanagloriarse de tener la sangre de los
fenicios en las venas. Habían llegado al Líbano de un
lugar que no estaba muy claro, enrolados en las tropas
de un señor sin nombre dedicado al comercio, y desde
entonces se habían dedicado a echar raíces.
La casa de Zahra estaba en la cima de la montaña, por
encima de todas las otras casas, como signo de su
preeminencia sobre todas las familias del pueblo, y los
burros tuvieron fácil el subir hacia la casa, porque el
sendero bordeado de cedros se ampliaba hasta la misma
puerta.
Zahra Zawir, que a los ochenta y cinco años gozaba
todavía de una perfecta salud, señal de que se cuidaba
bien, estaba en la puerta de su casa, vestida con una
larga abaya negra de cuello cerrado que apenas dejaba
ver su cara y una sonrisa luminosa de oreja a oreja,
como siempre que su hijo subía la montaña para visitarle
cada verano.
Cuando Marco empezó a ver su silueta mientras subía
por el camino de cedros picando espuelas al burro, se
acordó de la segunda parte de la promesa de Zahra a su
anciano padre: cuando volviera a su país se vestiría
como sus connacionales. Sin embargo, las otras veces en
las que había ido a visitar a su madre, el secretario de
Estado siempre la había visto vestida a la manera
occidental.
Le extrañaba mucho que hubiera optado por vestirse así,
sabiendo como sabía que, después de más de sesenta
años viviendo en Europa antes de volver al Líbano, su
madre se había occidentalizado. La abaya representaba
para su madre no sólo la prisión a la que estaban
100 SOL Y TINIEBLAS 100
condenadas las mujeres de todo Oriente Medio, sino el
retroceso del pueblo más avanzado del mundo.
Marco bajó del burro a la puerta de la casa de su madre
y fue directo hacia ella, que no se quitaba la sonrisa de
la cara. Hacía un año que no la veía y no parecía haber
cambiado, es más, parecía más joven que la última vez
que la estrechó entre sus brazos.
-Eminencia- dijo Zahra inclinándose ante su hijo y
tomando su mano entre las suyas para depositar un
suave beso en la superficie de oro de su anillo
cardenalicio.-Bienvenido de nuevo al Líbano.
-Madre- Marco le tocó la cabeza en señal de bendición,
luego la cogió por los hombros y la abrazó.- ¿Está bien?
-Dios me ha dado salud, y yo estoy en condiciones de
disfrutarla, hijo- Zahra le devolvió el abrazo, pero Marco
notó que algo andaba mal cuando se apartó de él
después de un corto estrechamiento.-Aquí se te ha
echado mucho de menos.
-¿Sabía que venía?- Marco siempre trataba de usted a su
madre desde que cumplió los dieciocho años.-No le dije
nada, no di comunicación a la nunciatura apostólica.
¿Cómo supo cuándo debía ponerse en la puerta a
esperarme?
-Una madre siempre sabe cuándo viene su hijo- Zahra
decía la verdad. Para el parto de Marco había sido igual.
Estaba leyendo en el salón de su casa cuando le
empezaron a llegar los dolores del parto, y ella empezó a
gritar en árabe como una salvaje, siendo esa la única vez
que quiso hablar en su lengua desde que había llegado
al país.
Stefano, que iba siempre a la zaga de las nuevas
tecnologías (había sido, lógicamente, el primer habitante
de Rávena que había tenido un ordenador personal en
su casa) quería que su hijo naciera en un hospital,
101 SOL Y TINIEBLAS 101
símbolo de la modernidad, pero no había dado tiempo a
trasladarse a uno, de modo que Zahra dio a luz en el
mismo salón donde le habían empezado a venir los
dolores.
-Vamos a dar un paseo, por favor, hijo. Necesito
moverme y quiero que me cuentes muchas cosas de
cómo va la vida en Roma- dijo la anciana después de
haber saludado al secretario de su hijo y de haberle
indicado que dejara las maletas en la habitación que
siempre estaba destinada a él, la que había pertenecido
al anciano Ayman.
-No hay mucho que contar, madre, de verdad- Marco
siempre aguardaba ese momento para llevar a cabo su
particular confesión con su madre, de modo que la
obedeció sin rechistar.-El Papa sigue como siempre,
igual de irritante y cabezón.
-Allá en Roma todos son irritantes y cabezones, señora
Zawir- dijo Nasrallah, que se había unido al paseo,
mientras bajaban por una colina cerca de la casa.-Su
hijo es el único cardenal cuerdo de todos los que hay
trabajando para el Santo Padre.
-Hiciste voto de obediencia, hijo mío, y eso incluye
obedecer a aquellos con los que no te lleves bien- sonrió
Zahra poniéndole un brazo en los hombros a su hijo.-Yo
te traje al mundo, y fui la primera en quien tuviste
confianza. Aún recuerdo cómo viniste aquí, a este
mundo lleno de traiciones y guerras, llorando, lleno de
vida y gritando. Diste muestras de tu fuerza desde el
primer momento en el que saliste de mi vientre.
-Madre, a veces ese voto de obediencia a Su Santidad me
pierde- Marzoni rodeó a su madre con el brazo.- ¿Se
puede creer que me quiso mandar a visitar la eparquía
de San Charbel antes de poder venir aquí a visitarla?
-Deberías haberle obedecido- Zahra era una devota
católica maronita que obedecía la palabra de su
102 SOL Y TINIEBLAS 102
patriarca y del Papa por encima de todo, incluso de la
palabra de su hijo.-Él sabe lo que es mejor para ti.
-El Papa no sabe nada sobre mí, lo único que le importa
es la vuelta a África con la que ya lleva tanto tiempo
soñando- Marzoni estaba cada vez más convencido de
que lo que le había dicho el Papa el día anterior sobre
que quería ser enterrado en la capilla de la nunciatura
apostólica de Lilongwe era verdad, y a él era a quien iba
a competer esa decisión cuando Clemente yaciera en su
lecho de muerte, ya que, además de ser secretario de
Estado, era también camarlengo de la Santa Iglesia
Romana, y, en calidad de tal, debía ocupar la función del
Papa en tanto el cónclave no eligiese un nuevo sucesor
de San Pedro.
Pío XIII le había nombrado para ese cargo poco antes de
que él mismo muriera, y el rito de recognitione mortis que
había tenido que realizar cuando Pío yacía en su lecho
de muerte había sido la experiencia más bonita de su
vida, aunque también la más triste, ya que sintió los ojos
de todos sus compañeros de la Curia clavados en él y no
tuvo la presencia de Pío para reconfortarle y darle
ánimos.
Después de dieciséis años sirviendo al segundo Papa
americano de la historia, compartiendo con él los viajes
y los momentos de la vida diaria, había acabado por
cobrarle afecto, y de hecho, la noche que el Papa murió,
Marzoni había llorado amargamente pidiendo a Dios una
guía fiel para la Iglesia, un pastor que supiera lo que
tenía que hacer para guiar a Su grey por el camino
correcto.
Pero en vez de darles un pastor cualificado que conociera
los usos de la Iglesia a las mil maravillas, el Señor les
había enviado a François Boulemier, el francés hijo de
un noble de la Costa Azul que había vendido su herencia
familiar para beneficio de los pobres de Malawi. Marco
no había querido ser Papa entonces, pese a que había
103 SOL Y TINIEBLAS 103
cosechado treinta votos, pero al final el Espíritu Santo se
acabó decantando por el humilde nuncio en África. Sólo
el Señor sabía lo que le iba a pasar.
*
Dos días después, Marco estaba ahíto de comida, bebida
y atenciones por parte de su madre. El Líbano se le
estaba revelando como el país de los sueños, un país que
su madre, de no ser por la guerra, no habría abandonado
jamás. Aunque estaba claro que, si no lo hubiera hecho,
él no estaría allí en ese momento.
Aquella mañana, después de tomar un abundante
desayuno compuesto por casi todas las especialidades
culinarias por las que Líbano era conocido en el mundo,
Marco Marzoni decidió ir a dar un paseo solitario por la
montaña, cerca de la casa de su madre, con la idea de
preparar un pequeño texto para los ejercicios
espirituales que, si todo iba bien, tenía intención de
predicar al mes siguiente, en la iglesia romana del
Espíritu Santo en Sassia, a un tiro de piedra del
Vaticano, la iglesia patrimonial de la congregación
jesuita en la capital italiana.
El secretario de Estado solía ir allí a menudo a rezar,
pues si bien estaba cerca de la algarabía del Vaticano, al
mismo tiempo estaba cerca del centro de Roma, y los
pocos jesuitas que vivían de forma permanente en el
recinto eclesiástico tenían buen cuidado de apartarse
cuando el antiguo arzobispo de Rávena solicitaba un
poco de tiempo a solas para rezar en diálogo con el
Señor.
En esa iglesia encontraba toda la paz que necesitaba
desde que Clemente XV asumiera el pontificado, porque
desde que el francés asumiera el legado de Pedro sobre
sus espaldas, Marco no había podido volver a rezar en la
basílica en paz. Todo el aire mágico, el fasto y el incienso
104 SOL Y TINIEBLAS 104
que tanto impresionaban a la gente en tiempos de Pío
XIII se habían vuelto a ver relegados en la sacristía.
Aunque Marzoni estuviera en la montaña libanesa y de
vacaciones, eso no quería decir que estuviera
desconectado del mundo, pues Stefano le había
enseñado una cosa valiosísima: aunque tus enemigos
crean que te pueden pillar por sorpresa, nunca les des
esa satisfacción y ve siempre un paso por delante. Y
Marco había seguido esa recomendación al pie de la
letra.
Se sentó en una roca al lado de un hilillo de agua que
corría paralela a la montaña (la casa de su madre estaba
en un risco del que Marzoni había bajado apenas
minutos antes) y abrió el pequeño ordenador portátil que
siempre llevaba encima para mantenerse al día de las
noticias que llegaban de Roma y de otras partes del
mundo. El primer titular que se echó a la cara le dejó de
piedra, máxime porque no se lo había esperado cuando
partió hacia Beirut.
EL PAPA CLEMENTE XV HA MUERTO
El Pontífice murió la pasada noche en sus aposentos
del Palacio Apostólico de Castel Gandolfo. Se ha
mandado buscar al camarlengo, el secretario de
Estado Marco Marzoni, que se encuentra ilocalizable.
ROMA (ITALIA) 6 de julio
El Papa Clemente XV murió la pasada noche en el Palacio
Apostólico de Castel Gandolfo, de un ataque al corazón,
según han informado los medios vaticanos.
El Pontífice, de setenta y cuatro años, había cenado ya en
compañía de su secretario particular y de dos cardenales
con los que había tenido audiencia esa misma tarde, y se
retiró a su habitación hacia las diez y media de la noche
para descansar. Veinte minutos más tarde, un grito alertó
105 SOL Y TINIEBLAS 105
a su secretario, que se lo encontró muerto sobre una
alfombra, desplomado y con los ojos abiertos.
El Vaticano ha establecido que la causa de la muerte fue
un ataque al corazón que se produjo repentinamente, si
bien algunos expertos especulan con la posibilidad de un
asesinato. No obstante, el que debe tomar la decisión de
constatar cómo se produjo la muerte es el cardenal
camarlengo, el italiano Marco Marzoni, que se encuentra
ahora mismo ilocalizable en algún punto de Oriente
Próximo y a quien han mandado a buscar los servicios de
inteligencia vaticanos. Marzoni deberá regresar
inmediatamente a Roma para asumir sus funciones como
camarlengo de la Iglesia romana y dirigirla durante el
tiempo que el cónclave tarde en elegir un nuevo Papa.
El Papa difunto expresó en más de una ocasión su deseo
de ser enterrado en Malawi, país donde desarrolló una
fecunda actividad pastoral durante diecisiete años, y se
espera que el cardenal Marzoni respete su decisión una
vez se haya completado el rito de recognitione mortis que
el camarlengo deberá realizar apenas regrese a Roma.
Hasta ese momento, el cuerpo del Papa permanecerá
insepulto, a la espera de un dictamen oficial.
Marzoni se quedó de piedra por las coincidencias que
parecían estarse manifestando a su favor aun sin que él
lo pidiera, pero debía reconocer que era providencial. El
Papa había muerto apenas noventa y seis horas después
de anunciarle que pensaba enviarle a Argentina como
supervisor y visitador de una eparquía maronita y de
amenazarle con quemar la salvaguardia que le mantenía
desde hacía más de veinte años en el cargo de secretario
de Estado.
Y, lo que era más importante, había muerto justo cuatro
días después de que el cardenal Peric y él mismo
hubieran estado hablando de posibles candidaturas a
presentar para que le sucedieran en el solio de San
Pedro. Marzoni no lo podía creer, el Papa gozaba de
106 SOL Y TINIEBLAS 106
buena salud cuando lo había visto antes de partir hacia
Beirut, cuatro días antes, el día de su agria discusión.
¿Cómo era posible, pues, que un anciano de setenta y
cuatro años que gozaba de buena salud tuviera un
ataque repentino al corazón?
Se levantó inmediatamente de la roca y emprendió el
camino risco arriba, a paso rápido. Había muchos
interrogantes que debía resolver, pero eso tendría que
esperar hasta que llegara a Roma. Algo le decía que ese
tranquilo pueblo del Líbano pronto se iba a ver agitado
por algo más que por terremotos. No había podido prever
que el Papa moriría tan pronto desde que se fuera, pero
sí podía ver claramente que la candidatura que defendía
el cardenal Peric, la suya propia, era la única viable.
Y debía defenderla con uñas y dientes, pero sin que nadie
se diera cuenta de que hacía campaña por él mismo.
Debía dejar que otros la hiciesen por él y mantenerse
discretamente al margen, cumpliendo con su función de
camarlengo y no mostrándose demasiado interesado en
quién podría salir elegido: a fin de cuentas, según dijeron
los medios de comunicación en el último cónclave, el
camarlengo no podía ser elegido papa, pero Marzoni se
iba a encargar de sacarles de su error muy pronto.
Zahra se alarmó cuando lo vio volver a toda prisa. Había
visto las noticias, y supuso que su hijo debería volver de
un momento a otro para coger sus maletas, llamar a su
secretario y salir hacia Beirut para coger, dos horas
después, el primer vuelo hacia Roma, pero había
pensado que se tomaría al menos media hora para
serenarse ante la noticia.
En vez de eso, cuando Marco llegó con la capa roja
tableteando tras de él como si fuera un pájaro rebelde,
Zahra supo que su hijo quería marcharse en seguida. Se
le notaba en los ojos que estaba muy preocupado, pero
no el por qué. El cardenal secretario de Estado tenía la
mirada perdida y hablaba entre dientes, como si, en vez
107 SOL Y TINIEBLAS 107
de estar preocupado por la muerte del Papa, lo estuviera
por los cardenales que iban a tomar parte con él en el
cónclave.
-Serénate, hijo- le conminó su madre agarrándole de las
solapas de la sotana.-Vienes sofocado. Al menos entra
en casa para descansar un poco antes de salir hacia
Roma.
-Madre, el Papa ha muerto-Marzoni hablaba con voz
tranquila, como si no le importara la muerte de
Clemente, pero Zahra le notó en la voz un punto de
acritud.-No puedo descansar, debo volver
inmediatamente a Roma para ocuparme de mis deberes
como camarlengo.
-Ya me he enterado de lo sucedido, Marco- Monseñor
Maarkouf llegó corriendo sin resuello, estaba claro que
había hecho las maletas a contrarreloj, la sotana estaba
llena de motas de polvo y a él le corrían gruesas gotas de
sudor por la frente olivácea, su mayor atractivo junto con
sus ojos.- Lo tengo todo listo para salir de forma
inminente para Italia.
-Admiro tu presteza, Nasrallah- El cardenal Marzoni tocó
en el hombro a su secretario para recompensarlo y se
volvió hacia su madre para abrazarla.-Puede que no
vuelva por aquí, madre, al menos no en un tiempo largo.
-Si no vuelves, manda a por mí tan pronto como tengas
tiempo- le pidió Zahra.-Mi promesa ya está cumplida, tu
abuelo descansa en paz y aquí no estoy a gusto. Hazlo
cuando tengas tiempo. Me gustaría morir en Roma, o en
Rávena, en casa, donde murió tu padre.
-Le juro que cuando todo esto haya acabado mandaré a
buscarla, madre- Marzoni la estrechó entre sus brazos,
consciente de que podía pasar mucho tiempo antes de
que ese juramento se cumpliera.-Ahora, deme su
bendición.
108 SOL Y TINIEBLAS 108
Zahra le trazó una cruz en la frente y el cardenal, tras
hacer una somera inclinación de cabeza en su dirección,
salió de la casa para bajar de la montaña hacia donde ya
esperaba el mismo coche de la nunciatura que les había
llevado hasta ese mismo punto tres días antes.
El conductor no se mostró tan estupefacto como lo había
hecho tres días antes cuando les vio bajar en burro. En
vez de eso, en cuanto el cardenal bajó del burro fue hacia
él para darle un rollo de pergamino.
-Ahórrese los comentarios sagaces, ya me enteré de lo
que ha pasado anoche- dijo Marzoni con gesto desdeñoso
tirando el telegrama a un lado. No necesitaba que sus
compañeros le recordasen desde el Vaticano que tenía
que acudir a Roma.
Mientras el coche oficial de la nunciatura de Beirut daba
la vuelta para dirigirse de nuevo al aeropuerto
internacional Rafic Hariri, el cardenal Marzoni miró por
la ventanilla blindada la tierra de su madre, la tierra que
algo le decía que iba a tardar mucho en volver a ver.
El destino que había anticipado para sí mismo estaba a
menos de tres semanas de cumplirse si lo gestionaba
bien y tenía los recursos que necesitaba.
“Alea jacta est” pensó el cardenal mientras la montaña
donde pensaba que nada malo podía llegar a pasarle se
perdía en la distancia. La suerte estaba echada.
109 SOL Y TINIEBLAS 109
IV
Marzoni entró en el Palacio Apostólico de Castel
Gandolfo con paso mesurado, tres horas después de
haber salido de Beirut y de que el nuncio le hubiera
dicho lo que ya esperaba desde que leyó la noticia en la
montaña, que se le esperaba para tomar decisiones
importantes sobre el cadáver de Clemente.
Ya se había tranquilizado lo bastante durante el vuelo
como para cumplir su cometido de camarlengo sin que
nadie se diese cuenta de que ya lo tenía todo pensado en
su cabeza, desde las alianzas que tendría que forjar para
que su candidatura llegara a lo más alto hasta las
mentiras que tendría que destapar para descubrir que
otros cardenales no eran dignos del puesto.
El cardenal Federico Spartaglio, vicario de Roma, uno de
los cardenales más jóvenes de toda la Curia con
cuarenta y siete años, se acercó al secretario de Estado
a paso rápido en cuanto le vio entrar en la sala donde él
esperaba, antes de subir la escalinata que, desde la sala
de los Suizos, llevaba directamente al apartamento del
Papa.
-Eminencia, desde ayer por la noche todos los otros
cardenales esperan vuestra llegada para el rito de
recognitione mortis- le comunicó Spartaglio, obviando a
monseñor Maarkouf, que caminaba discretamente dos
pasos por detrás de los dos purpurados, mientras subían
por la escalinata a paso reposado, conscientes de que a
110 SOL Y TINIEBLAS 110
quienes les esperaban no les importaría esperar unos
minutos más.
-¿El Papa murió de un ataque al corazón, o se baraja
acaso otra posibilidad?- Era una de las primeras dudas
de Marzoni, que veía venir una avalancha de preguntas
de los periodistas cuando se emitiera el comunicado
definitivo de la Sala de Prensa, aquel que no admitiría
discusión.
-Murió de un ataque al corazón, eminencia, eso os lo
puedo confirmar yo mismo- Spartaglio se llevó las manos
a la cabeza, se veía que estaba visiblemente nervioso.-
Estaba cenando ayer con él y con el cardenal Zulwinger
cuando de repente se marchó sin esperar al postre, aun
sabiendo cuánto le gustan los dulces, y nos indicó que
continuáramos cenando. Veinte minutos después, el
Santo Padre gritó, pero para cuando llegamos a su
habitación ya era demasiado tarde.
“Bueno, al menos me ahorró la molestia de morir de
forma lenta y dolorosa” pensó el secretario de Estado
mientras intentaba imaginarse la muerte del anciano
que tantos problemas le había causado.
-¿Qué se hará con el secretario del Santo Padre,
eminencia?- le preguntó Spartaglio, consciente de que,
mientras no hubiera Papa, la palabra del camarlengo era
ley.
-¿Ha expresado ya su voluntad?- Marzoni también era
consciente de algo: el secretario del Papa era el único,
después de él, que estaba al tanto de los planes de
Clemente de mandarlo a Argentina, aunque esos planes
habían quedado invalidados desde el mismo momento en
que él había partido hacia el Líbano. Si ese monseñor
negro decía algo de lo que les había oído cuatro días
antes en la biblioteca, la candidatura de Marzoni correría
serio peligro.
111 SOL Y TINIEBLAS 111
-Eminencia, el secretario del difunto Santo Padre ha
expresado efectivamente su voluntad de que se le
permita volver a África…-Spartaglio hizo una pausa,
consciente de que lo que venía después no le iba a hacer
ninguna gracia al camarlengo- llevando el cuerpo del
Santo Padre consigo.
-Está bien, el cuerpo le será confiado después del
dictamen oficial- En Malawi, Clemente era muy querido,
y hacerles entrega de su cuerpo a los habitantes de ese
país sería visto como un gesto de misericordia, además
de como una oportunidad de librarse de un cuerpo que
daba más problemas de los deseados. Además, así se
cumplía la voluntad del Papa.
En la habitación que hasta la noche anterior había sido
la de Clemente esperaban cuatro cardenales armados
con hisopos de agua bendita para asperjar la cámara
cuando salieran haciendo un gesto de bendición.
Marzoni comprobó con un suspiro de alivio que eran los
cuatro cardenales de los que más se fiaba en la Curia:
Roufel, Sartorio, Smartzyn y Peric. Se preguntó si
alguien les habría hecho llamar para darle la bienvenida
a propósito o si se encontraban allí por azar.
-Marco, gracias al Señor que has llegado a tiempo- Peric
corrió hacia él en cuanto lo vio.-Fue horrible lo de
anoche. Dios en su infinita misericordia quiso que no
presenciaras la muerte del Papa porque te habrías
muerto de asco tú también.
-Eminencias, por favor, tendremos tiempo de entrar en
detalles más tarde- A Marzoni no le preocupaban lo más
mínimo los detalles de la muerte de Clemente, lo que
más le interesaba ahora mismo era cumplir el rito que el
camarlengo debía asumir sobre sus espaldas.
Fue hacia el lecho donde las monjas que trabajaban en
la residencia pontificia de verano habían depositado el
cuerpo de Clemente, después de lavarlo y vestirlo con
112 SOL Y TINIEBLAS 112
toda la magnificencia propia de un Sumo Pontífice. Al
acercarse a la cama, Marzoni notó el fuerte olor de algún
tipo de medicamento, usado para limpiar el cadáver
después de la muerte.
-Es formalina, eminencia- le indicó discretamente el
secretario del difunto Papa, que no se sabía bien cómo
había conseguido acercarse al lecho del cadáver.-Se usa
para embalsamar.
-Ya me he dado cuenta, monseñor, sé perfectamente qué
tipo de medicamento es éste- Marzoni se dio la vuelta y
miró a los ojos al sacerdote de color.-Me han informado
de que deseáis regresar a Malawi lo más pronto posible,
¿es así?
-Sí, eminencia, exactamente como os han informado- El
secretario unió las manos en un gesto de súplica,
consciente de que, una vez muerto su protector, en el
Vaticano su vida ya no valía nada.-Y ruego que se me
permita llevar conmigo el cuerpo del Santo Padre, que en
África es venerado realmente como un santo.
-Vuestro deseo se verá cumplido, monseñor- aseveró
Marzoni, deseoso más que nunca de librarse de la
amenaza del monseñor de color y del cuerpo de
Clemente, que en sí mismo, aunque ya frío, suponía una
amenaza.-Sólo tendréis que esperar unos minutos, a lo
sumo una hora más, y antes de lo que creéis habrá un
avión especial listo para devolveros a vos y al cadáver de
nuestro amado Papa a Lilongwe.
-¿Estáis sugiriendo, eminencia, que ni siquiera se
celebrará un funeral en la plaza de San Pedro?- El
cardenal Smartzyn le miró con una sonrisa sibilina, era
uno de sus más fieles aliados en la carrera por el trono
de San Pedro, y sólo hacía esa pregunta por tratar de
parecer discordante.-Al pueblo de Roma no le parecería
bien que se les arrebatara el cuerpo de su obispo sin
siquiera darles la oportunidad de despedirse de él.
113 SOL Y TINIEBLAS 113
-Está decidido- Marzoni le echó una mirada al serio
cardenal Roufel, que permanecía al lado de la cama con
las manos unidas, esperando a que se cumpliera el rito.-
Traed la caja con el martillo de plata que se guarda en
esa estantería- ordenó dirigiéndose al francés.
En cuanto Roufel hubo depositado lo que Marzoni le
había pedido en sus manos, el cardenal camarlengo sólo
tuvo que hacer una cosa antes de cumplir el rito. Se
colocó bien el anillo cardenalicio, se quitó el solideo,
como siempre se debía hacer en presencia del Santo
Padre, y se dispuso a cumplir el rito que muchos
cardenales antes que él habían realizado desde que, en
1274, se instituyera el organismo de la Cámara
Apostólica.
El cardenal secretario de Estado sacó el martillo de plata
que se usaba para constatar las defunciones de los
Papas de su envoltorio de terciopelo en el interior de la
caja del mismo metal y lo levantó, preparado para hacer
la pregunta ritual por primera vez.
-François Boulemier, ¿estás muerto?
El martillo propinó un suave golpe en la frente helada
del cadáver. Los cardenales contuvieron el aliento,
aunque ya sabían que no iba a haber ninguna respuesta,
como en efecto no la hubo. Marzoni respiró tranquilo. El
peligro había quedado ya conjurado, aunque todavía
tenía que repetir la pregunta otras dos veces.
-François Boulemier, ¿estás muerto?
El Papa, yaciente y con el cuerpo ya frío después de poco
menos de diez horas desde su muerte, no respondió,
como era lógico que lo hiciera. Una imperceptible sonrisa
apareció en los labios del secretario de Estado y duró
apenas cinco segundos, por lo que nadie la vio, como no
estaba previsto que lo hicieran.
114 SOL Y TINIEBLAS 114
Los cardenales seguían conteniendo la respiración,
conscientes de que, una vez que el martillo de plata
golpease por última vez la frente del cadáver y acto
seguido volviera a depositarse en la caja, Marzoni tendría
poder absoluto para controlar los destinos de la Iglesia
hasta que un nuevo Papa saliese al balcón de San Pedro
vestido de blanco más o menos veinte días después.
-François Boulemier, ¿estás muerto?- preguntó Marzoni
por tercera vez, dejando caer el martillo para asestar el
último de los tres suaves golpes sobre la frente del
cadáver que ya no sentía nada y no podía decir nada.
El Papa no respondió.
“Sí” se dijo Marzoni a sí mismo mientras, con un gesto
que pretendía pasar por piadoso, dibujaba una cruz en
la frente del muerto con dos dedos extendidos, le
bendecía también los labios y le cerraba los ojos. “Ahora
sólo me faltan las cuatro palabras que son la llave del
poder y nadie se interpondrá entre yo y el trono de San
Pedro”.
El cardenal Marzoni se volvió hacia sus cinco
compañeros con los ojos llenos de lágrimas, en un gesto
teatral muy logrado que no se parecía ni de lejos a lo que
había sentido cuando murió su propio protector cuatro
años antes, dispuesto a que el monseñor de color y aquel
cuerpo frío que seguía yaciendo, impasible, sobre la
cama, salieran de su vida para siempre.
Y así, tras haberse limpiado las lágrimas con el dorso de
la mano, abrió la boca y de ella, en el cuidadísimo latín
eclesiástico que había pasado años aprendiendo con los
mejores profesores posibles y perfeccionando como
monaguillo en las misas en la capilla de su casa, salieron
por segunda vez en su vida las cuatro palabras que
cerraban una época y servían como preludio a otra.
-Vere Papa mortuus est
115 SOL Y TINIEBLAS 115
Al oír estas palabras, los cardenales se santiguaron y se
acercaron al lecho para bendecir una vez más, la última,
el cadáver del Papa, que, ya con los ojos cerrados, dormía
su sueño eterno.
*
El cónclave se inició exactamente dos semanas después
de que el Papa muriera, habiendo respetado los
novendiales, las nueve jornadas de luto durante cada
una de las cuales se decía una misa en una iglesia
representativa de Roma, y habiéndose tomado la
decisión en las congregaciones generales, a las que
acudieron ciento ochenta cardenales, de los cuales
ciento diecinueve tenían derecho a voto.
El cardenal Marco Marzoni había celebrado la primera
de las misas que se tenían que decir en los novendiales,
y lo había hecho precisamente en la parroquia de su
santo patrón, la iglesia romana de San Marco in Agro
Laurentino de la que fue titular hasta que el papa Pío lo
nombró, diez años antes de su muerte, cardenal obispo
de Frascati, una diócesis suburbicaria al suroeste de
Roma y una de las siete que constituían la “primera
división” dentro del orden de los cardenales: obispos,
presbíteros y diáconos.
Los otros ciento dieciocho cardenales con derecho a voto,
que habían llegado a Roma antes de que él mismo llegara
de Beirut, pasaron los días antes del inicio del cónclave
deambulando por la Ciudad Eterna, haciendo cábalas y
cambalaches para conseguir contraponer un adversario
al cardenal de Emilia-Romaña cuyo poder estaba tan
extendido que se temía que jamás pudiera ser
controlado.
En cuanto a Marzoni y a monseñor Maarkouf, habían
optado por no residir en el Vaticano durante el período
de sede vacante, viviendo, por el contrario, en la
residencia romana del cardenal, cuya familia tenía una
116 SOL Y TINIEBLAS 116
casa-palacio en el número 57 de la via Monterone. Eso
sí, el día que regresó de Beirut, nada más sellar con cinco
sellos de lacre rojo los apartamentos pontificios en el
Vaticano, el cardenal Marzoni pidió ver a un equipo de
restauradores y les ordenó que comenzaran a hacer
obras en el tercer piso justo el día que empezara el
cónclave. Quería tenerlo todo preparado para no tener
que pasar en la residencia de Santa Marta ni un minuto
más del previsto.
Durante los días en la via Monterone, de donde sólo salía
para asistir a las congregaciones generales en el Palacio
Apostólico, el cardenal se mantuvo al día de las noticias
en el mundo a través de los periódicos y de la televisión.
Supo así que el secretario del fallecido Clemente XV
había sido recibido entre gritos de “¡Bienvenido,
Santidad!” en Lilongwe, adonde había llegado a la misma
hora en que Marzoni sellaba los apartamentos de su
predecesor.
También se enteró de que el nuncio apostólico en el país
africano, sucesor de Clemente, había pronunciado una
rimbombante homilía exaltándole más de lo necesario y
pidiendo a su sucesor que le elevara pronto a los altares
o que al menos permitiera que se abriera su causa de
canonización. “No tengo en mi lista de prioridades para
el pontificado hacer eso” pensó mientras apagaba el
aparato con gesto desdeñoso.
Los periódicos también hablaban de Clemente en un
tono más grandilocuente del que se merecía ese
aristócrata francés que dilapidó su fortuna para ayudar
a unos pobres que no dejaron de ser pobres porque él les
entregara su dinero. A cada titular que el secretario de
Estado se echaba a la cara, monseñor Maarkouf
apartaba otro, asqueado.
Claro que también de él se decían maravillas, y sin que
se hubiera tenido que preocupar lo más mínimo de
comprar con dinero o con promesas a los editores. Le
117 SOL Y TINIEBLAS 117
llamaban “el principal impulsor del diálogo en el
pontificado” o “aquel que, teniendo el poder de cerrar
puertas, las abrió para que el amado Santo Padre
pudiera tener aún más contacto con la gente a la que
tanto amaba”
Pero, mientras los periódicos se debatían entre
panegíricos al Papa fallecido y especulaciones sobre el
que estaba por venir, llegó el día del cónclave, y con él,
el momento en el que las miradas de todo el mundo
estarían puestas en una vieja y oxidada chimenea fuera
de la Capilla Sixtina. O, dicho de otro modo, el momento
en que Marco Marzoni dejaría de ser cardenal para, si
Dios lo quería, salir vestido de blanco en un límite de
cuarenta y ocho horas.
La procesión de cardenales, vestidos con la
magnificencia que caracterizaba a los príncipes de la
Iglesia en las ocasiones solemnes, salió de la Capilla
Paulina cantando estrofas del Veni Creator Spiritus y las
letanías de los santos para implorar la ayuda del Espíritu
Santo en el cónclave que se avecinaba, aunque era una
técnica de despiste, ya que en un cónclave lo que más se
usaba eran las artimañas diplomáticas para garantizar
votos, pero el resto de la gente que no estaba dentro de
la habitación donde se elegiría al Papa quería creer que
era el Espíritu Santo, con su presencia, quien inspiraba
a los cardenales para elegir al sucesor de San Pedro.
Marzoni, como camarlengo y secretario de Estado, iba el
primero de la procesión, y su bello latín resonaba en las
bóvedas y en los techos de las diferentes estancias por
las que iban pasando los ciento diecinueve purpurados,
vestidos de maneras muy diferentes, unos con birretes
normales, otros con capelos rojos bajo sombreros negros
o simplemente con la cabeza baja musitando las estrofas
del canto como quien no quiere la casa.
El cardenal de Rávena, consciente de que, si jugaba bien
las bazas de las que disponía, podría salir de la Capilla
118 SOL Y TINIEBLAS 118
Sixtina vestido de blanco en menos de dos días,
disfrutaba de su momento de gloria. Nadie podía saber
que, en su mente, estaba haciendo cuentas para ver
cuántos cardenales le podían apoyar en la primera
votación para, de ese modo, poder asegurarse de que
sólo necesitaba una o dos votaciones más para poder
salir de Papa.
Bastaría con una votación ese mismo día, o dos si era
necesario, y con una al día siguiente. Aunque, si Dios
era misericordioso con él y le otorgaba el beneficio de que
algunos de los cardenales que aparecían en las listas de
papables se descartaran incluso antes de empezar las
votaciones, bien podía ser que alcanzara el quórum de
ciento dieciocho votos en la segunda votación.
Lo único de lo que estaba seguro Marzoni era de que
saldría de blanco aunque para hacerlo tuviera que
proferir amenazas. No sería la primera vez que un
cardenal compraba votos para aligerar la elección, pero
preferiría no tener que llegar a ese extremo. Al fin y al
cabo, siempre era mejor dejar a la voz de la conciencia
decidir por cada uno de sus compañeros.
En la Capilla Sixtina todo estaba ya dispuesto para
empezar con la ceremonia del juramento que se debía
llevar a cabo antes de cerrar las puertas, y Marzoni,
como cardenal obispo, sería el segundo en jurar, ya que
el primero debía ser el decano del Colegio Cardenalicio y
después de los cardenales obispos todos empezarían a
jurar por orden de consistorio hasta llegar a los más
recientes.
Pero primero debería llevarse a cabo la recitación de la
orden por la cual los electores prometían no dar
información a nadie externo al cónclave del desarrollo de
las votaciones y guardar secreto sobre las mismas hasta
que el elegido decidiera si levantar el secreto o
mantenerlo.
119 SOL Y TINIEBLAS 119
Los periodistas apostados en el exterior de la Capilla
Sixtina intentaron captar las opiniones de algunos
cardenales mientras pasaban a su lado, pero ninguno les
dio más que sonrisas vacías de significado, pues, aunque
el deber de secreto no empezaba hasta que se cerraban
las puertas, muchos preferían no revelar sus secretos
sobre cómo conducirían la votación.
Marzoni no quiso ser menos, aunque le reconcomían el
alma las ganas de explicarles a los periodistas todas sus
maniobras, pero algo le decía que ya iban a tener tiempo
de escuchar sus palabras a partir del día siguiente. Si
Dios era propicio a que el cónclave acabase pronto, la
interinidad de la Iglesia estaría acabada en dieciséis
días, y después ya tendría libertad para hacer lo que
quisiera y hablar otro tanto.
El cardenal secretario de Estado, consciente de su deber
como camarlengo, fue el último en entrar, y esperó hasta
que el último de sus hermanos en el episcopado hubo
ocupado su puesto para volverse hacia la muchedumbre
de periodistas con una sonrisa en los labios, una sonrisa
que quería decir “esta es la mía”. Estos apuntaron sus
cámaras hacia él, sabiendo lo que se iba a hacer de un
momento a otro.
Antiguamente, era el Maestro de las Celebraciones
Litúrgicas Pontificias el encargado de cerrar las puertas
de la capilla al mundo, pero gracias a una norma
instaurada por el papa Pío (otra de las muchas
ocurrencias de Marzoni) ahora era el camarlengo el
encargado de cerrarlas.
Marzoni, concentrado en los preparativos de la
ceremonia del cerrado de las puertas besó la cruz de un
rosario de plata que había llevado consigo durante todo
el camino hacia la capilla, murmuró en silencio un
Gloria al Padre en árabe, la lengua en la que rezaba
cuando nadie le oía, y sólo entonces estuvo listo.
120 SOL Y TINIEBLAS 120
Se volvió hacia los periodistas que seguían apuntándole
con sus cámaras y retransmitiendo minuto a minuto
cada uno de sus gestos, agarró las puertas de la estancia
suavemente y, con su voz profunda y dulce, pronunció
en latín las dos palabras que condenarían al mundo a la
inopia sobre la elección del Papa durante el tiempo que
durasen las deliberaciones.
-Extra omnes
*
Una vez dentro de la capilla y aislados de los ojos del
mundo, los cardenales procedieron a la lectura del
juramento de confidencialidad, recitado por el cardenal
decano y que luego todos, poniendo la mano sobre los
Evangelios, tendrían que refrendar, y después a la
lectura de una meditación por parte de uno de los
cardenales no electores, que, una vez concluida su tarea,
abandonó la capilla, junto con el Maestro de las
Celebraciones Litúrgicas Pontificias, por una puerta
semioculta en uno de los lados.
Entonces se procedió a las cosas serias. A partir de ese
momento, el cónclave empezaba a jugarse en serio, y el
cardenal secretario de Estado estaba decidido a jugar
todas y cada una de las bazas que le fueran otorgadas.
Marzoni, como ya se ha dicho, fue el segundo en jurar.
Cuando el cardenal decano hubo pronunciado la
fórmula correspondiente y se hubo apartado para dejarle
paso, recorrió los escasos dos pasos que le separaban del
libro de los Evangelios, colocó su mano en una página y
declamó en latín, la lengua que más estaba usando ese
día, con una voz firme y clara, de modo que todos sus
compañeros pudieran oírle:
-Y yo, Marco cardenal Marzoni, prometo, me obligo y
juro. Así me ayude Dios y estos santos Evangelios, que
toco con mi mano.
121 SOL Y TINIEBLAS 121
Siguieron otros ciento dieciséis cardenales, que
declamaron el juramento como pudieron, algunos con
voz fuerte, otros, los más de los cardenales, con voz débil,
algunos en un latín desprovisto de acento y otros en un
idioma que más parecía una mezcla de dialectos
indígenas. Marzoni, quieto en su asiento, se juró para
sus adentros que cuando vistiera el hábito blanco lo
primero que haría sería seleccionar a los cardenales que
hablaran mal el latín y ponerlos de nuevo a estudiar.
Cuando el último de los cardenales hubo jurado,
Marzoni se levantó de su asiento para llevar a cabo el
primer acto de la tarde, que él juzgaba decisivo para
decantar la balanza a su favor, porque, si no podía
inclinarla en esa tarde, tendría que empezar a jugar sus
bazas antes incluso de lo que había previsto, y ese juego
tenía cartas muy peligrosas.
Esta vez, cuando estuvo seguro de que todos sus
compañeros le miraban, habló en italiano para que todos
le entendieran, aunque lo que formuló fue una simple
pregunta:
-¿Deseáis votar ahora?
Todos los cardenales respondieron con un sí rotundo.
Era de esperar, ellos también tenían ganas de salir de
ese encierro cuanto antes, y no había manera de hacerlo
si no elegían Papa, pero algo le decía a Marzoni que no
le iba a ser posible conseguir el quórum tan fácilmente.
Sus enemigos a buen seguro habrían contrapuesto un
candidato, y la liza se dividiría entre ellos dos.
Para llevar a cabo el proceso de la votación, primero se
eligió a tres infirmarii, los que se encargarían de llevar
las papeletas a los cardenales enfermos, y a otros tres
escrutadores, que se encargarían de contar los votos y
de quemar las papeletas después del recuento, por lo
cual serían los responsables, en último término, de que
el mundo supiera que había fumata blanca o negra.
122 SOL Y TINIEBLAS 122
Marzoni, siempre previsor y al mismo tiempo caballeroso
para con sus compañeros, eligió para el puesto de
escrutadores a tres cardenales que sabía de sobra que
no eran partidarios suyos, pero siempre que había
elegido a alguien que no fuera partidario suyo para ser
escrutador se le había venido encima una lluvia de votos,
así que no veía por qué no iba a repetirse la lluvia esa
vez. Tenía garantizados treinta de los setenta y nueve
votos que había que conseguir para ser elegido, y si Dios
era misericordioso quizás esa cifra se incrementaría
después de dos horas.
El cardenal obispo de menor edad, un español partidario
de Marzoni que llevaba ocho años en Roma como
presidente del Pontificio Consejo para el Diálogo
Interreligioso, inició el proceso de meter las papeletas en
la urna dispuesta a tal efecto. Después de él, otros
cincuenta cardenales fueron musitando las palabras del
juramento mientras depositaban las papeletas en la
urna delante de los escrutadores.
Cuando le llegó el turno, Marzoni, deseoso de acabar con
la farsa del cónclave de una vez por todas para que el
pueblo viera cualquier cara sonriente en la logia de las
Bendiciones, escribió el nombre del cardenal Sartorio en
la papeleta, se santiguó, rezó una jaculatoria en árabe y
sólo entonces se adelantó hacia el altar para que sus
compañeros vieran cómo votaba.
Sabía cómo había que hacer las cosas para que salieran
bien en la Capilla Sixtina, y estaba dispuesto a darles
una lección a todos esos advenedizos de tres al cuarto
que votaban como si les fuera la vida en ello.
El secretario de Estado se adelantó hacia el altar,
sostuvo la papeleta con la mano izquierda, la colocó
hacia arriba, quitó el platillo de plata que cubría el cáliz
y la urna en los que debían ser depositadas las
votaciones, y pronunció en latín, con voz fuerte y clara,
123 SOL Y TINIEBLAS 123
las palabras que debían decirse cuando se depositaba un
voto:
-Pongo por testigo a Cristo Nuestro Señor, el cual me
juzgará, de que doy mi voto a quien, en presencia de
Dios, creo que debe ser elegido.
Retiró el platillo de plata y la papeleta cayó dentro del
cáliz. Después siguieron otras sesenta y siete papeletas,
que Marzoni contó tranquilamente desde detrás de su
escaño esbozando sonrisas a cada cardenal que pasaba
por su lado después de votar. Estaba contento, muy
contento, porque ni siquiera Clemente había tenido al
alcance de la mano lo que él estaba a punto de conseguir
por arte de birlibirloque.
Estaba seguro de que sería el primer Papa elegido en
primera votación en la historia, y todo porque había visto
a los cardenales que eran sus partidarios depositar su
voto en escalonamiento después de él, lo que significaba
que tenía sesenta y ocho votos de los setenta y nueve que
constituían los dos tercios necesarios para la elección.
Ni siquiera Karol Wojtyla, que había sido una revelación
desde el primer día de votaciones, había podido ser
elegido Sumo Pontífice en una sola votación, por lo que
Marco Marzoni añadiría otro hito a la colección de cosas
que le hacían único en el mundo si los once votos que
necesitaba para coronar su ascensión se le daban en
primera votación.
Si no, pediría una segunda inmediatamente después, y
no se saldría de la Capilla Sixtina hasta que su cara
sonriente apareciera en el balcón de las Bendiciones.
Porque, si había algo a lo que Marco Marzoni estaba
decidido antes incluso de entrar en la capilla cuatro
horas antes, era a que esa noche dormiría a salvo en las
habitaciones del tercer piso del Palacio Apostólico, y no
en la residencia de Santa Marta, que le traía malos
124 SOL Y TINIEBLAS 124
recuerdos de la otra vez que estuvo hospedado allí para
elegir a Clemente.
Los escrutadores empezaron a declamar los votos no
bien el último cardenal votante se hubo sentado tras su
escaño. Fue el primero de ellos, un armenio de barba
poblada y blanca que era el prefecto de la Congregación
para las Iglesias Orientales, el que, con una tremenda
voz de barítono, dijo el nombre de Marzoni por primera
vez.
El cardenal, seguro ya de que apenas tardaría una hora
más en salir de aquel encierro que sería el más breve de
la historia de la Iglesia ni siquiera se molestó en ir
contando los votos, ya que su nombre se sucedió por
cuarenta y cinco veces más sin interrupción. Después se
sucedieron dos votos para Sartorio, el de Marzoni y el de
otro cardenal al que no le habían prestado atención, y a
continuación, empezaron a sonar los votos de los
partidarios del cardenal secretario de Estado.
Conforme las votaciones iban repitiendo de forma
monótona el nombre de Marzoni, los cardenales que sí
hacían cuentas murmuraban oraciones sin sentido y
algunos hasta maldecían al ver cómo las rayitas que
indicaban cada voto recibido se iban multiplicando
rápidamente a favor del cardenal de Rávena.
Marzoni sólo miró su reloj una vez en todo el proceso de
la votación, cuando su nombre sonó en la bóveda de la
Capilla Sixtina por septuagésimo novena vez, lo que
significaba que ya había sido elegido Papa. Eran las ocho
y cuarto de la tarde del 21 de julio y Marco Marzoni había
sido elegido para el puesto de más responsabilidad del
mundo, el de Sucesor de San Pedro y Siervo de los
Siervos de Dios. Pero no notó los aplausos hasta que los
escrutadores dictaminaron su elección con cien votos, lo
que dejaba los otros diecinueve repartidos entre
candidatos sin nombre y Sartorio.
125 SOL Y TINIEBLAS 125
Un aplauso atronador, coreado por ciento dieciocho
pares de manos menos las del antiguo cardenal
secretario de Estado, resonó sobre las bóvedas de la
Capilla Sixtina mientras los cardenales escrutadores
iban hacia la vieja chimenea para anunciar al mundo
que ya había Papa apenas siete horas después de
comenzado el encierro.
Marzoni se sintió incómodo de pronto con la vestidura
roja que tan bien le había sentado hasta entonces. Hasta
el solideo rojo que se negaba a quitarse en ningún
momento del día, ni siquiera para dormir, le resultaba
incómodo. Achacó esa incomodidad a que, como ya era
Papa, los atributos de cardenal le quedaban
extraordinariamente pequeños.
El cardenal decano, el de cabello plateado y manos
nervudas, que había abierto siete horas antes la
procesión de camino a la capilla, se le acercó con paso
renqueante, debido al Párkinson que padecía, ya en fase
muy avanzada, como atestiguaba el hilo de baba incolora
que le caía por el borde del labio inferior.
El Papa se tragó las ganas de llamar a otro cardenal para
que efectuara la tarea que le competía al decano, en
parte porque pensaba que el anciano disfrutaba
sobremanera caminando lentamente para atemperar su
sí, pero aguantó estoicamente, sentado en su escaño de
cardenal, pues el trono no estaría listo hasta que se
hubiese vestido adecuadamente.
No importaba, para eso podía esperar. ¿Qué eran diez
minutos más comparados con el esfuerzo de toda una
vida? Nadie podía quitarle el haber sido elegido, y cuando
lo hiciera según la manera antigua, seguramente dejaría
estupefacto a más de un cardenal que no sabía cómo se
hacían las cosas de otra manera que de la moderna.
En el momento en que el decano llegó junto a su escaño
para plantearle la primera de las dos preguntas que lo
126 SOL Y TINIEBLAS 126
cambiarían todo en la historia de la Iglesia a partir de
ese momento, el Papa alzó tres dedos, en señal de las
tres veces que tendría que hacer la pregunta para que
aceptara. El decano lo miró un momento con expresión
confundida, pero al captar lo que quería decir asintió con
la cabeza y procedió a enunciar la primera vez que se
planteaba la pregunta en los tiempos antiguos.
-¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?
-Renuncio- sonó la voz potente del Papa, amplificada
ahora por el silencio total que reinaba en la capilla.
Al oír las palabras que salían de los labios del nuevo
pontífice, los demás cardenales se miraron
escandalizados, pero el decano los tranquilizó con un
gesto vago de la cabeza. Acto seguido, volvió a plantear
la pregunta:
-¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?
-Renuncio- volvió a repetir el Papa, que ya se estaba
cansando de la lentitud de la que hacía gala el decano.
-¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?-
volvió a preguntar el decano, esta vez con voz más fuerte
y consciente de que era la definitiva.
-Acepto.
Otro aplauso atronador recibió la decisión del Papa, que
miró en derredor a sus antiguos compañeros del Colegio
Cardenalicio, los más de los cuales tenían una expresión
confundida en la cara, y otros intercambiaban susurros
entre ellos.
Estaba claro que ninguno de ellos conocía la antigua
costumbre de renunciar dos veces antes de aceptar, que
se había anulado con Pío XII hacía ya más de cien años.
Pero él, como primer gesto simbólico de su pontificado,
había vuelto a resucitar esa costumbre. Aunque cuando
él muriera sus gestos pudieran ser invalidados por otro
127 SOL Y TINIEBLAS 127
pontífice, de momento quedaban muchos años para que
eso pudiera pasar.
-¿Cómo deseáis llamaros, Santo Padre?- le preguntó el
decano, a mucha más velocidad que la que había
empleado en preguntarle si aceptaba. Era evidente que
deseaba librarse de aquella farragosa tarea cuanto
antes, para dejar de sentir los ojos interrogantes de todos
sus hermanos sobre su espalda.
El Papa vio acercarse la primera decisión que había
tomado incluso antes de saber que le iban a elegir a él
como Sumo Pontífice. Ya la había pensado incluso antes
de que muriera Clemente, por lo cual la tenía afianzada
en su mente, mucho más de lo que otros la habían tenido
en su lugar años antes.
De modo que, cuando consideró oportuno responder a la
pregunta, lo hizo con voz fuerte, para que todos supieran
que no había vuelta atrás, que ese nombre significaba la
vuelta del papado imperial, de la silla gestatoria, de la
Guardia Palatina y de la Guardia Noble de Su Santidad,
de las ceremonias de coronación con triples tiaras de oro,
diamantes, perlas y demás piedras preciosas, de la
vuelta del príncipe de Dios, del papado distante y
reverenciado en el cual el Sucesor de Pedro era venerado
como el verdadero Vicario de Cristo en la tierra.
-Me llamaré Alejandro.
El cardenal decano se santiguó e inclinó la cabeza ante
el nuevo Papa, como lo exigía el ceremonial antes de que
el pontífice se retirase a la sala de las Lágrimas para
vestirse con la sotana blanca. Los cardenales repitieron
el gesto, pero tendrían que esperar a que el Papa saliera
de la sala de las Lágrimas para poder acercarse a
saludarle y a besarle el anillo.
Precedido por el vice camarlengo de la Iglesia, visto que
él había sido el elegido, el papa Alejandro IX se dirigió
hacia la sala de las Lágrimas, no sin antes musitar una
128 SOL Y TINIEBLAS 128
oración de acción de gracias ante el altar mayor de la
Capilla Sixtina, con una sonrisa en los labios que sólo él
podía atisbar.
A esas alturas, la fumarada blanca ya estaría saliendo a
borbotones por la vieja y oxidada chimenea de la capilla,
pero todavía quedaba tiempo antes de que el cardenal
protodiácono saliera a proclamar el nombre del elegido.
Y sería tiempo suficiente para poder resucitar otros dos
de los antiguos rituales que, en esta ocasión, habían sido
anulados por Juan XXIII.
Pero primero tenía que quitarse las molestas prendas de
cardenal y vestirse con la ropa de pontífice, mucho más
cómoda, a su parecer, cuando se había sido ya elegido
Papa. Por si acaso se cumplía lo que se había cumplido
en ese momento, días antes del comienzo del cónclave le
había pedido al sastre Gammarelli que se encargaría de
las ropas para esa elección que se asegurara de hacer un
juego largo, y el sastre, encantado de servir a la Santa
Sede y al secretario de Estado, le había asegurado que
las prendas estarían listas a tiempo.
Y eso estaba bien, porque en un momento de gloria, lo
único que le faltaba era que algo se descosiera y tuvieran
que retocarlo retrasando la salida del Pontífice al balcón.
De modo que, antes de que el vice camarlengo pudiera
darle alcance, se metió en la sala de las Lágrimas para
encontrarse cara a cara con un joven sacerdote que se
inclinó ante él para besarle la mano.
-Santo Padre- musitó mientras detenía los labios el
tiempo suficiente para que llegaran a tocar el oro del
anillo cardenalicio que todavía le tocaría llevar hasta la
misa de entronización.
-¿Dónde está monseñor Maarkouf?- preguntó Alejandro
mientras se sentaba en el sillón rojo donde, a través de
los siglos, los Papas habían estado a solas con sus
sentimientos, habían llorado y gritado por el
129 SOL Y TINIEBLAS 129
inconmensurable peso que se les venía encima. Ahora no
iba a ser así, porque este Papa no tenía miedo de su
trabajo.
-Aquí, Santidad, justo aquí- Nasrallah, su fiel secretario,
entró por una puerta lateral en la sala y se precipitó
hacia él en cuanto lo vio.-Dios guarde a Vuestra
Santidad.
-¿Lo sabías?- le preguntó Alejandro en árabe a su
secretario para que nadie les entendiera, pese a que los
únicos que había allí, el sacerdote y el sastre, tenían
buen cuidado de mantenerse callados, mientras el
sastre le sacaba la sotana escarlata por los hombros y la
guardaba en un cajón.-¿Sabías que yo iba a ser Papa?
-Su Santidad no me dejó otra opción que creerlo-
Nasrallah seguía arrodillado, con las manos del Pontífice
entre las suyas.-Ahora sois el Sumo Pontífice de la Iglesia
Católica, Apostólica y Romana. Vuestros deseos serán
atendidos hasta el día en que muráis y vuestras órdenes
serán obedecidas como si de mandatos divinos se
tratase.
-Y tú, mi fiel amigo, estarás a mi lado- Alejandro le tocó
la cabeza en señal de bendición y le puso la mano en el
hombro para ayudarle a levantarse.-Encontrad una faja
púrpura para monseñor Maarkouf, al instante- ordenó
al otro sacerdote, el que le había dado la bienvenida.
-Como ordenéis, Santidad- dijo el joven sacerdote
mientras se precipitaba fuera de la habitación para
cumplir la orden.
El sastre le puso las medias blancas y los zapatos rojos
propios de la condición de Papa mientras Alejandro
pensaba en su recorrido profesional, que sería analizado,
discutido, comentado y vuelto a analizar antes de que
pasaran dos horas, por prácticamente todas las
televisiones del mundo, lo que, en cierto modo, le
producía algo de vanidad.
130 SOL Y TINIEBLAS 130
Reunía todas las cualidades que se podían esperar de un
Papa, era joven, demasiado según los criterios de edad
de los vaticanistas, tenía experiencia pastoral al haber
sido primero obispo auxiliar y luego arzobispo de su
ciudad natal, por lo que no sería un desconocido para
los acostumbrados a las misas en iglesias y no al papeleo
de los despachos de la Curia, y al mismo tiempo había
sido secretario de Estado durante veinte años bajo el
reinado de dos Papas, por lo que tampoco les resultaría
desconocido a los que estaban más habituados al trabajo
de despacho.
El juego largo que había pedido al sastre, miembro de la
quinta generación que se dedicaba a vestir a Papas,
cardenales y monseñores, estaba listo, tal como le
habían asegurado antes de entrar en cónclave, por lo que
el Papa no tuvo mayor problema con la ropa mientras le
vestían. Alejandro se quedó quieto como una estatua
mientras le metían la sotana por la cabeza, y no se movió
hasta que le cubrió por entero.
El sastre le pasó en torno al cuello la cruz pontifical de
oro que tanto Clemente como el papa Francisco habían
rehusado llevar, y monseñor Maarkouf le echó por
encima de los hombros la estola roja, la mantellina y la
muceta, todos signos del poder del Papa. Ya estaba casi
listo.
Después, él mismo, se colocó el solideo blanco propio de
los Papas en la cabeza, de modo que ocultara sus
poblados cabellos castaños, que no habían empezado
siquiera a ralear. Estaba listo para el primer acto que
debería llevar a cabo antes incluso de salir sonriente a
bendecir a la multitud.
Pero antes, se volvió hacia el pequeño altar que los Papas
usaban para rezar cuando se vestían y, acompañado por
monseñor Maarkouf, al que ya le habían ajustado la faja
púrpura propia de su cargo, dijo las palabras propias de
131 SOL Y TINIEBLAS 131
la introducción del Padrenuestro en árabe, en la lengua
materna de su fe:
-Como lo aprendimos de Jesucristo Nuestro Señor, y
conforme a sus mandatos, osamos decir…
Y los dos, Pontífice y monseñor, unieron sus voces en un
padrenuestro que era la confesión de todos los pecados
de Alejandro hasta ese momento.
*
Cuando salieron de la sala de las Lágrimas, ante el altar
ya estaba dispuesto el trono en el que Alejandro debía
sentarse a menos que dijera lo contrario. Pero el Papa
estaba dispuesto a señalar por todos los medios que
había llegado el tiempo de volver a las tradiciones
antiguas. De manera que, sin esperar apenas a que el
resto de los cardenales le recibieran con un aplauso, fue
directo hacia el trono, tomó asiento, y esperó diez
segundos.
-Sentaos- dijo pasado ese prudencial período de tiempo.
Todos obedecieron la orden. Alejandro le indicó al
cardenal decano que iniciara un proceso ya olvidado, que
consistía en adelantarse, ponerse de rodillas, besar el pie
del nuevo Papa y luego el anillo, antes de abrazarle para
desearle buena suerte en su pontificado y ponerse
enteramente a su disposición para cualquier cosa que
deseara.
Juan XXIII había suprimido el ritual del beso en el pie
por considerarlo de mal gusto y anticuado, pero el Papa
había decidido implantar tantos signos del papado
imperial como le fuera posible desde el primer momento.
Quería dejar claro que él era el nuevo príncipe de Dios,
alguien que debía ser reverenciado y temido. Y para
hacerlo no debía mostrar cercanía hacia nadie más que
las personas estrictamente necesarias.
132 SOL Y TINIEBLAS 132
Todo el ritual duró más de una hora, al final de la cual
el Papa se levantó del sillón y se dirigió a la salida de la
capilla con paso mesurado, seguido por los demás
cardenales, que iban tras él ansiando situarse en los
balcones de los lados para ser testigos del anuncio y de
las primeras palabras de aquel hombre al que todos
habían elegido y en el que habían depositado su
confianza.
Había llegado el momento de que el cardenal
protodiácono presentase al mundo al nuevo elegido,
apenas cincuenta meses después de que Clemente XV se
asomase a ese mismo balcón. Sólo que, en tiempos de
Clemente, los cardenales no habían celebrado el ritual
que acababa de tener lugar en la Capilla Sixtina y por
tanto el pueblo había satisfecho su curiosidad sobre el
elegido mucho más pronto.
Alejandro miró su reloj, más por rutina que por
preocupación, pues sabía que la gente de abajo no se iba
a mover hasta que él les bendijera en unos minutos.
Eran casi las diez de la noche de un día lleno de
emociones para él y para todos. Pronto cenaría y se
pondría a trabajar en algunas reformas que necesitaban
hacerse incluso antes de la misa de coronación.
El protodiácono era un croata, como el cardenal Peric,
pero mucho más joven, que apenas había cumplido los
cincuenta y cinco años. A él le correspondía salir al
balcón en primer lugar, de modo que el Papa se quedó
respetuosamente a un lado mientras el cardenal salía
acompañado de dos ceremonieros para anunciar el
nombre del elegido mediante la tradicional fórmula del
Habemus Papam.
-Annuntio vobis gaudium ac magnum
Habemus Papam
Emminentissimum ac Reverendissimum Dominum
133 SOL Y TINIEBLAS 133
Dominum Marcum Sanctae Romanae Ecclesiae
Cardinalem Marzoni
Qui sibi nomen imposuit Alexander IX
La multitud prorrumpió en aplausos al oír el anuncio en
latín, y Alejandro IX pudo oír los comentarios de los
corresponsales de los diferentes medios de
comunicación incluso desde antes de salir al balcón,
gracias a su conocimiento de idiomas, daba igual que
fuera en inglés, que en francés, que en alemán, que en
árabe.
Muchos de aquellos corresponsales ya daban por segura
su elección después de un cónclave tan corto, otros
hacían cambalaches de lo que podía haber sucedido si
otro hubiera sido el elegido, otros simplemente
repasaban los logros de su biografía.
Pero la mayoría de ellos se centraban en dos aspectos de
esa biografía, que era el primer Papa italiano desde 1978
y que era de madre libanesa, por lo que el diálogo con las
otras confesiones católicas y con los musulmanes se
vería pronto acelerado. El Papa sonrió. ¿Quién lo habría
dicho apenas cincuenta meses antes, cuando fue
Clemente el que se asomó a aquella ventana? Ahora, el
francés yacía bajo tierra en la capilla de la nunciatura de
Lilongwe, a miles de kilómetros de distancia, y no le
podía hacer ningún daño. “Vaya, vaya” se dijo el Papa,
“veamos ahora quién manda aquí, si el francés o yo”
-Es la hora, Santidad- le dijo Nasrallah, que esperaba
respetuosamente detrás de él a que se decidiera a salir
al mundo.-El pueblo os espera para que le deis vuestra
bendición.
El diácono que portaba la cruz fue el primero en salir, y
el Papa y su secretario fueron dos pasos por detrás de él,
como marcaba la tradición. A Alejandro no le sorprendió
en modo alguno la ovación que le tributaron cuando
salió a la noche, levantando los brazos en ese gesto
134 SOL Y TINIEBLAS 134
propio de Benedicto XVI que ya había sido casi olvidado,
pero en cuanto hubo pasado un tiempo prudencial y le
hubieron acercado el micrófono a los labios, consideró
que ya estaba bien.
-¡Silencio!- dijo en italiano con voz firme, para que todos
le entendieran y supieran que el tiempo de la algarabía y
de la celebración ya había terminado.
Todos enmudecieron.
-Mis queridos hijos e hijas- comenzó a hablar el Papa, en
italiano para hacerse entender mejor.-Nos sentimos
especialmente honrados porque los señores cardenales,
nuestros hermanos, hayan depositado sobre nuestros
pobres hombros la pesada carga que en su momento
soportó el querido Papa Clemente XV- Había decidido,
como modo de implantar de nuevo otro signo del
imperialismo papal, resucitar el “nos” mayestático para
dirigirse a la gente hablando de sí mismo.- Y también nos
sentimos honrados y felices por esta acogida vuestra,
que nos muestra el fervor que tributáis al Papa. Pero
hemos de anunciaros algunas cosas que sin duda
acrecentarán ese fervor.
“Durante muchos años, Nos hemos visto cómo la Sede
de Pedro se veía vilipendiada y vejada por las muchas
gentes que esperaban a que el Papa viajara a sus países
para poder verle y tributarle el mismo afecto que ahora
Nos congratulamos de ver aquí.
“De ahora en adelante, no será el Papa quien vaya al
encuentro de la gente, sino que será la gente la que
vendrá aquí, a Roma, a ver al sucesor de San Pedro y a
pedir su bendición. Hijos míos, esto no significa que el
Papa no continúe viajando, sino sólo que Nos agradaría
mucho recibir nuestras visitas en esta Ciudad Eterna,
donde nuestro amado antecesor fue crucificado.
“El Papa quiere convertirse, con este discurso que ahora
os dirigimos, no en un pastor, no en un padre atento que
135 SOL Y TINIEBLAS 135
vigila a sus hijos y los reprende cuando incurren en el
mal comportamiento, sino en la verdadera encarnación
del Pastor Angélico, del príncipe de Dios, del paladín de
Cristo. Os hablamos, queridos hijos, con la sabiduría
propia del Romano Pontífice, y os pedimos, no que recéis
por Nos y por nuestros colaboradores, sino que pidáis al
Señor que el Papa, el Vicario de Cristo en la Tierra, pueda
al fin convertirse en la guía a la que las ovejas conocen y
que conoce a sus ovejas. Nos seremos un Padre que
interceda ante el Padre del Cielo por las almas de quienes
lo pidan.
“Y, antes de daros Nuestra bendición, os pedimos sobre
todo, amados hijos, que siempre tengáis presente que el
Papa no es padre, no es pastor, no es diplomático, sino
que es, ante todo, un guerrero de la fe, comisionado por
Cristo para comandar sus milicias. Amén”
El Papa abrió de nuevo las manos para bendecir al
pueblo que le aclamaba, mientras los corresponsales de
las distintas televisiones enviadas a Roma para cubrir el
cónclave y la elección del nuevo pontífice comentaban
sus primeras palabras, tan diferentes de las primeras
que pronunció el papa Francisco, en las que dijo que sus
hermanos cardenales habían ido a buscarlo al fin del
mundo, tan diferentes de las primeras palabras de
Clemente, en las que pidió que los bienes de la Iglesia se
pusieran al servicio de los que más los necesitaban.
Eran palabras que llevaba pensando mucho tiempo
antes de que supiera que él iba a ser el Papa, palabras
con las que pensaba silenciar a la opinión pública desde
mucho antes de salir al balcón. Pero había pasado algo
bueno, había dejado muy claro que el Papa no
escucharía las quejas de un pueblo que, durante sesenta
y siete años, no había hecho más que correr a pedirle
que fuera a sus países para confirmarles en la fe.
El Papa no era un padre, no era un pastor y sobre todo,
no era un viejecito amable de barba blanca que se
136 SOL Y TINIEBLAS 136
preocupase por todos sus hijos, pensó Alejandro
mientras caminaba por los pasillos del Palacio Apostólico
rumbo a sus nuevos apartamentos del tercer piso. No,
con él el pontificado no iba a seguir el curso de los de
Benedicto XVI, del desenfadado reinado del Papa
Francisco, de Clemente y sus ayudas a la Iglesia en
África.
Los cardenales ya se habían dispersado por los pasillos
de la basílica y del Palacio Apostólico nada más acabar
Alejandro de pronunciar sus primeras palabras y de
impartir la bendición Urbi et Orbi, de modo que ya no
había nadie junto a él, excepto el vice camarlengo, que
se ocuparía de quitar los precintos de lacre rojo que el
mismo Alejandro había colocado dos semanas antes, y
Nasrallah, que se mantenía dos pasos por detrás de él,
como un fiel mameluco.
Mientras el Papa caminaba por el Palacio Apostólico
rumbo a sus nuevas dependencias, muchos oficiales de
la Secretaría de Estado que habían trabajado con él
hasta dos semanas atrás se acercaron a él por los
pasillos para que los bendijera y les diera ánimos para
proseguir con su trabajo. Alejandro repartió signos de
bendición a diestro y siniestro, porque, por mucho que
fuera a ser el príncipe de Dios, también había que
mostrarse misericordioso.
El vice camarlengo le precedió por los pasillos del tercer
piso, a mitad de camino entre la luz y la oscuridad
incluso a esas alturas de julio cuando ya el sol empezaba
a declinar más pronto, hasta las puertas selladas con
lacre rojo que eran las de los apartamentos papales,
unas dependencias que Alejandro conocía demasiado
bien por haberlas visitado durante veinte años como un
extraño.
Ahora, nadie le impediría tomar posesión de ellas como
su legítimo propietario. El Papa se paró frente a las
puertas, esperando a que el vice camarlengo cortara los
137 SOL Y TINIEBLAS 137
lazos sellados con lacre y a que el regente de la Casa
Pontificia, que se les había unido al terminar la primera
alocución desde el balcón, le tendiera las llaves para
abrir las puertas.
-Santidad- dijo de pronto el vice camarlengo, que sudaba
visiblemente a través de su sotana de color violeta-
quizás fuera mejor esperar a mañana para quitar los
precintos. Al fin y al cabo ya es tarde y todos estamos
cansados de lo que ha pasado en este día.
-¡Abre las puertas de inmediato!- gritó el Papa con un
trémolo de barítono que hizo que los pocos eclesiásticos
que se le habían unido se estremecieran y se echaran a
un lado.- ¡Nadie va a esperar ni un minuto más, y Nos
no seremos una excepción!
-Pero, Santidad…- balbuceó el pobre prelado, que ya
estaba buscando las llaves y las tijeras para cortar los
sellos.
-¡Nada de peros!- Alejandro estaba harto de que siempre
le pusieran trabas a todo lo que hacía o decía. Ahora era
el Papa, y tendría que ser obedecido tanto si se quería
como si no.- ¡Abrid esas puertas o si no os veréis fuera
del Vaticano esta misma noche!
Cuando el obispo vio que la amenaza iba en serio, le faltó
tiempo para sacar las tijeras y cortar los sellos de lacre
que el cardenal Marzoni había anudado dos semanas
atrás, nada más llegar de Castel Gandolfo, adonde
pensaba regresar a la mañana siguiente para celebrar la
misa de entronización a mediados de noviembre, una vez
hubiera regresado al Vaticano dando por concluido su
período de vacaciones.
Después, le llegó el turno al propio Alejandro de,
teniendo en la mano las llaves que le tendió su
secretario, abrir las puertas de unos apartamentos que
esperaba encontrar con las necesarias renovaciones ya
llevadas a cabo. Más les valía a los obreros haber
138 SOL Y TINIEBLAS 138
trabajado a contrarreloj aquella mañana, porque si no se
encontrarían con algo muy desagradable.
Teniendo buen cuidado de mirar por dónde pisaba, el
Papa entró con paso seguro en aquellos apartamentos
que habían sido ocupados por cuatro papas antes que
por él y que ahora eran suyos por derecho. ¡Cuántas
veces había entrado en aquellos apartamentos, con
Francisco, con Pío, con Clemente, no sabiendo nunca lo
que se iba a encontrar cada vez que cruzaba las puertas!
Y ahora era él mismo el que, tras haberse ganado al
pueblo con su estilo directo y lejano, el que debía haber
sido propio del príncipe de los Apóstoles cuando llegó a
Roma más de dos mil años antes, entraba en aquellos
apartamentos dispuesto a tomarlos como suyos.
-Santo Padre, los papeles que mandó preparar ya están
aquí- le indicó Nasrallah, haciéndose a un lado para que
el Papa se sentase a una robusta mesa de madera color
burdeos que había pertenecido antes que él a cinco
pontífices, Juan Pablo II, Benedicto XVI, Francisco, Pío
XIII y Clemente XV. Los pocos cardenales que le habían
acompañado al apartamento le observaron sin decir
nada.
Encima de la mesa había una copia del motu proprio que
Pablo VI había aprobado en 1975 acerca de la edad
máxima a la que los cardenales podían votar, pues una
de las cosas en las que había innovado el papa Montini
era en que, según él, los cardenales dejaban de ser útiles
para votar y tomar decisiones a los ochenta años, cosa
que no era ni remotamente verdad.
Alejandro había jurado que esa sería la segunda cosa
que haría después de la elección de su nombre, anular
ese documento para que también los cardenales mayores
de ochenta años, todos, no sólo el decano, el vice decano
y el proto sacerdote, pudieran ostentar cargos efectivos
y votar en futuros cónclaves.
139 SOL Y TINIEBLAS 139
-Santidad- preguntó el cardenal Peric, que había sido
uno de los pocos que había encontrado el valor necesario
para acompañar al Papa hasta sus apartamentos,
dejando atrás a sus otros compañeros- ¿realmente
queréis hacer esto? Quiero decir ¿no os parece una
barbaridad anular tan de seguido a vuestra elección un
documento de más de setenta años de antigüedad?
-Nos ordenaremos al Prefecto de la Congregación de la
Doctrina de la Fe y al Presidente del Tribunal de la Rota
Romana que elaboren un nuevo documento en el que se
regulen las circunstancias en las que un cardenal podrá
renunciar al privilegio que le viene conferido después de
su elevación al Sagrado Colegio- dijo Alejandro con voz
firme mientras tomaba la pluma estilográfica que le
tendía su secretario para firmar el documento de
denegación.-Entretanto, Nos ordenamos al dicho
Presidente y al Presidente del Pontificio Consejo para la
Interpretación de los Textos Legislativos que esta
anulación entre en vigor desde esta misma hora. Nos
sancionamos y denegamos este documento, desde ahora
y por siempre. Así sea.
-Santidad, así les será comunicado a los cardenales a
quienes habéis mencionado- aseguró el cardenal Peric,
que volvió a besar el anillo cardenalicio que el Papa
todavía llevaba en su mano derecha.- ¿Cuáles serán
vuestros primeros pasos a seguir?
-Nos regresaremos mañana mismo a Nuestra residencia
de verano en Castel Gandolfo, desde donde
gobernaremos nuestra Iglesia con la ayuda de nuestros
más cercanos colaboradores.-Alejandro señaló con la
mano al cardenal Spartaglio, que también se había unido
al grupo.
“Ordenamos a Nuestro cardenal vicario que se diga una
misa de acción de gracias en la basílica de Santa María
la Mayor mañana a las nueve de la mañana, en la que
Nos intervendremos mediante un mensaje televisado.
140 SOL Y TINIEBLAS 140
Deberán tomar parte en ella todos los cardenales
electores en el cónclave. Asimismo, fijamos la fecha de
Nuestra ceremonia de entronización para el próximo día
16 de octubre, fiesta de Santa Eduvigis reina de Polonia,
colocándonos, así, bajo el auspicio del Santo Padre Juan
Pablo II, de venerada memoria.
-Así se hará, Santidad- Spartaglio se inclinó y repitió el
gesto de Peric, aunque, además de eso, besó el pie del
Vicario de Cristo en actitud reverente.-Procederé de
inmediato a dar las instrucciones al respecto.
-Asimismo, nombramos como Nuestro sucesor al frente
de la Secretaría de Estado al cardenal Franjo Peric,
presidente emérito del Pontificio Consejo para la
Interpretación de los Textos Legislativos, aquí presente,
encomendándole que sepa dirigir con sabiduría y fe la
Iglesia Católica en colaboración con Nos y Nuestra
venerable autoridad- Alejandro estampó su firma en un
documento que le tendía su secretario, con la vigorosa
rúbrica ALEXANDER PP. IX que apenas había empezado
a usar.
-Santidad, os agradezco la confianza que depositáis en
mí y os aseguro que jamás os arrepentiréis de haberme
elegido-Peric se sentía verdaderamente honrado de que
el nuevo Papa le hubiera elegido para sustituirle, pese a
su avanzada edad, pero ahora que había invalidado el
documento de Pablo VI, eso ya no importaba.
-Es Nuestro deseo también que monseñor Nasrallah
Maroun Maarkouf, hasta ahora oficial de la Secretaría de
Estado y Nuestro secretario particular- Alejandro paró
de hablar para ver cómo reaccionaba monseñor
Maarkouf, que sólo le devolvió una sonrisa- sea elevado
por la presente al cargo de prelado de honor de Su
Santidad, con el título de monseñor, y pueda continuar
así con su tarea para con Nos, que con este
nombramiento le damos una prueba de Nuestro cariño y
confianza en él.
141 SOL Y TINIEBLAS 141
-Así sea, Santidad- Monseñor Maarkouf se arrodilló
devotamente y tomó las manos del pontífice entre las
suyas.-Podéis contar con mi adhesión incondicional
para lo que necesitéis.
-El papado imperial ha vuelto con Nos y Nuestro equipo
personal- Alejandro se moría de ganas de decir aquellas
palabras desde hacía cuatro años.-Comienza una nueva
era.
142 SOL Y TINIEBLAS 142
V
Alejandro IX, acompañado por su secretario personal y
por el cardenal vicario de Roma, se encontraba en las
grutas vaticanas rezando con las manos unidas en
actitud de profunda oración ante el sepulcro del apóstol
Pedro, el hombre del que él era en ese momento y desde
hacía cuatro meses el sucesor número doscientos
sesenta y siete.
Desde que se había convertido en Papa el 21 de julio
pasado, Alejandro había implantado su estilo en las dos
residencias pontificias, tanto en el Palacio Apostólico
Vaticano, adonde había regresado apenas once días
antes, tras concluir sus vacaciones de verano, como en
Castel Gandolfo, el pueblo donde había pasado aquellos
cuatro meses de vacaciones que tan beneficiosos habían
resultado para su estado de ánimo, que, aunque no lo
demostraba, había tardado bastante en calmarse desde
que fue elegido al trono de San Pedro.
Hacía tres meses y medio que Alejandro había
conseguido el objetivo de toda su vida, aquel por el que
había respirado cada momento de cada día de los
cuarenta y un años que habían transcurrido desde su
ordenación sacerdotal. Ya no tenía que pedir permiso a
143 SOL Y TINIEBLAS 143
nadie para llevar a cabo sus tan temidas reformas, ahora
era a él a quien los otros pedían permiso para no incurrir
en su ira.
Desde el día siguiente a su elección, cuando aterrizó en
el helipuerto de Castel Gandolfo a bordo del mismo
helicóptero que le había llevado allí junto a Clemente a
principios de julio, Alejandro se había ganado, con su
estilo distante y augusto, la reverencia y el temor de
todos sus fieles, a los cuales no perdía ocasión de
aleccionar en tono grandilocuente sobre los peligros que
comportaría el que la Iglesia volviera a los tiempos de la
familiaridad con el Sucesor de Pedro.
-La Iglesia- había dicho en uno de sus primeros Ángelus
dominicales desde la Plaza de la Libertad con ciento
cincuenta mil personas escuchándole- no es un
organismo donde cada uno pueda acercarse a su cabeza
y contarle sus miserias para que él les alivie, sino una
familia en la que todos debemos actuar conjuntamente y
desde una distancia prudencial por el bien del Papa.
Alejandro tampoco había perdido el tiempo en reformar
los cuerpos de seguridad del Vaticano, y a la Guardia
Suiza y a la Gendarmería Vaticana les había sumado la
Guardia Noble de Su Santidad, con sus
correspondientes camareros secretos, notarios,
protonotarios, príncipes del Solio y camareros de Capa y
Espada, así como la Guardia Palatina, con los abogados
consistoriales y la guardia personal del Papa,
alabarderos que marchaban en formación tras él adonde
quiera que iba.
Y se acabaron las salidas en papamóvil descubierto, eso
lo había dejado bien claro desde el primer momento en
que el obispo de Albano, la diócesis a la que estaba
adscrita la residencia pontificia de verano, había ido a
Castel Gandolfo a pedirle que hiciera una visita pastoral
a su diócesis. Fue entonces cuando Alejandro le recordó
144 SOL Y TINIEBLAS 144
el tema estrella de su pontificado, que el resto de sus
colaboradores tenían muy claro:
-Monseñor, a partir del comienzo de Nuestro pontificado
dijimos claramente que el Papa no iría al encuentro de la
Iglesia, sino que sería la misma Iglesia la que tendría que
venir a pedir la bendición del Papa.
-Santidad, os ruego que reconsideréis vuestra postura-
le había pedido el obispo con las manos unidas en un
gesto de súplica.-Vuestros predecesores siempre
consideraron un honor muy grande venir a mi diócesis
para confortar a sus fieles con sus respectivas palabras.
Vuestro predecesor inmediato, el Papa Clemente…
-Nos no toleraremos que se invoque la memoria de
Nuestro antecesor- le había zanjado Alejandro, con lo
cual el obispo se había callado como si tuviera puesta
una mordaza en la boca.-Sabemos lo que acostumbraba
a hacer.
-Entonces seguid su ejemplo, Santidad, y os ganaréis no
sólo el cariño de la gente de la diócesis, sino de todo el
mundo- había aconsejado el obispo, sin caer en la
cuenta de que estaba hablando con el único capacitado
para tomar decisiones sobre sí mismo.
-La conducta escandalosa de Nuestro predecesor fue
motivo de vergüenza suprema para Nuestra Iglesia-
había zanjado el Papa.-Nos dijimos en su momento y
repetimos ahora delante de vos, monseñor, que no
seguiremos el ejemplo de tamaño advenedizo petulante
que ensució el nombre de una Iglesia que, antes de su
llegada, estaba tan pura e inmaculada como Cristo la
creó.
-Vuestro predecesor, Santidad, era muy amado por el
pueblo de mi diócesis, y no me cabe duda de que vos
también lo seríais si os atrevierais a venir a la catedral y
predicar para ellos- había intentado el obispo por última
vez antes de desistir.
145 SOL Y TINIEBLAS 145
-Nos dejamos muy claro que no seríamos los
protagonistas de un espectáculo de circo la primera vez
que Nos dirigimos a los fieles desde el balcón de la
basílica de San Pedro- El Papa ya se estaba cansando de
aquel hombre, que más que un Escipión, como su
nombre indicaba, parecía un Catón contraviniendo una
y otra vez las palabras del victorioso general.-Si los fieles
de la diócesis quieren venir aquí, a Castel Gandolfo, claro
queda que serán muy bienvenidos y se les garantizará
una audiencia privada. No se hablará más de este
asunto.
Al final, Alejandro había aceptado visitar la diócesis de
Albano, si bien lo había hecho a bordo de un coche
blindado para protegerse de posibles bombas, en clara
discontinuidad con el aperturismo de Clemente, que iba
a todas partes en un coche descubierto sin preocuparse
de si corría peligro de que le dispararan o de que la
multitud le aplastara, como ya le había pasado a uno de
sus antecesores durante un viaje internacional.
Precisamente en la catedral de la diócesis fue donde
dirigió una de sus prédicas más incendiarias contra “la
internacionalización de la Santa Madre Iglesia, con el
Papa convertido en el centro de un espectáculo sin par”
-Nuestra Santa Madre Iglesia- había dicho el Papa con
voz firme, mientras miles de personas le escuchaban con
el corazón en un puño- no tiene por qué verse convertida
en el centro de un espectáculo de circo, y menos con el
Santo Padre yendo de un lado para otro y atrayendo a
las multitudes como si fuera una estrella del mundo de
la canción.
“El Papa tiene que saber cuándo es necesaria su
presencia en un lugar y cuándo no lo es. No se puede ir
a cualquier lugar sin tener cuidado de quién quiere y
quién no que esté allí. Nos mismo tenemos que estar bien
informado, antes de emprender algún viaje sobre las
dificultades que se pueden presentar en el lugar de
146 SOL Y TINIEBLAS 146
destino, no podemos coger un avión e ir a ese lugar sin
preparación”
Como es lógico, aquella homilía, en la que el Papa habló
libremente del peligro de mostrarse públicamente sin
ningún tipo de protección, levantó ampollas entre los
principales medios de comunicación mundiales. Los
periódicos de todo el mundo se llenaron de titulares tales
como “El Papa renuncia a la libertad de su cargo” o
“Alejandro cierra las puertas a sus fieles” lo que no era
nada comparado con un titular de un periódico español
que rezaba “El Papa dice adiós a la libertad al cerrar las
posibilidades de que el Santo Padre vaya libremente a
cualquier lugar”.
Además de su negación a trasladarse en un coche
descubierto, que además había dado un respiro a la
seguridad vaticana, acostumbrada a perseguir por las
calles a un coche blanco descubierto, Alejandro se había
concentrado, desde que llegó al trono de San Pedro, en
cerrar las puertas a las innovaciones introducidas por el
Concilio Vaticano II, volviendo a celebrar la misa en latín
y de cara al altar en vez de al pueblo.
Las únicas ocasiones en las que se volvía hacia el pueblo
eran las homilías. Esas homilías eran también la llave
del llenado de la catedral de Albano o de cualquier iglesia
de los contornos, porque eran de una factura impecable,
propias de un profesor de Teología que se hubiera
pasado toda su vida adulta dando clases en
universidades y no de un administrador de Empresas o
un teólogo, las dos carreras que había estudiado el joven
Marco Marzoni en Estados Unidos y Holanda.
Resultaba increíble ver al Papa, que había sido
sacerdote, obispo, arzobispo y cardenal, pero nunca
profesor universitario, hablando de asuntos que
concernían a las universidades con la misma soltura con
que hablaba de teología o de filosofía con los miembros
de su equipo personal.
147 SOL Y TINIEBLAS 147
No en vano, los vaticanistas ya le habían puesto el apodo
de “Boca de Oro” porque cada una de sus palabras, no
sólo de sus frases, eran analizadas, discutidas,
comentadas y vueltas a discutir por un ejército de
comentaristas que la mayoría de las veces no tenían ni
idea sobre las cosas de las que había hablado.
Alejandro apretó las manos tanto que casi se trituró los
nudillos. Incluso delante del sepulcro de San Pedro,
delante de la tumba del príncipe de los Apóstoles, con la
coronación papal tan cerca de sus manos, la oración no
le salía. No era porque no fuera devoto, sino porque
aquella mañana estaba más nervioso de lo que intentaba
aparentar.
Por fin aquella mañana iba a tener el poder de decir lo
que quisiera sin que nadie lo discutiera ya. Hasta ese
momento, su papado había sido tomado como una farsa,
algo que el Papa había llevado a cabo para meterles
miedo a los fieles, pero siempre se había creído que
Alejandro recapacitaría y volvería a abrir la Iglesia al
mundo y a abandonar las maneras antiguas que, desde
hacía cuatro meses, eran una presencia constante en el
seno del organismo instituido por Cristo en la Última
Cena.
Pero esa mañana, Alejandro no estaba de humor para
bromas, e iba a demostrarles a los que tanto habían
especulado sobre la proyectada vuelta de la modernidad
que no estaba por la labor de volver a emprender la labor
aperturista de sus predecesores, sino de retornar a las
maneras antiguas abandonadas por Juan Pablo I y hasta
antes, por Pablo VI.
Tenía preparada la homilía, Nasrallah la tenía en un
cartapacio con las armas papales, las mismas que el
escudo del cardenal Marco Marzoni sólo que con una
cruz de oro en vez de ser de plata y el lema OMNIBUS IN
CHRISTO QUIESCENTIBUS bajo el escudo, porque todos
tenían que ser conocedores de Cristo, como había
148 SOL Y TINIEBLAS 148
defendido tantas veces Marco Marzoni cuando era un
joven sacerdote.
Se había pasado dos noches enteras preparándola, sin
ayuda de nadie, ni siquiera de los correctores de la
Secretaría de Estado, y estaba seguro de que era su
mejor texto, uno ante el cual todos los presentes en su
misa de entronización se darían cuenta de que no se
andaba con chiquitas cuando hablaba de volver a los
tiempos antiguos.
-Ayúdame- rezó, sorprendiéndose de que la oración le
saliera ahora tan fácilmente.-Ayúdame a hacerles
comprender que una nueva era ha llegado para la Iglesia,
que ahora yo estoy al mando. Tú que seguiste a Cristo,
tú que fuiste la piedra sobre la que se asentó su génesis,
ayúdame ahora a poder hacérselo entender.
Después de rezar ante el sepulcro del apóstol, llegó la
hora de entrar en acción. Alejandro caminó por las
grutas vaticanas hasta llegar a las escalinatas que
subían hacia la luz, todavía rezando para que Cristo y
San Pedro iluminaran su camino.
Una vez en el exterior, los silleros, que llevaban a
hombros la silla gestatoria, se inclinaron para besar el
anillo del Papa, que se lo alargó mecánicamente. Ese
anillo era todavía el distintivo de su dignidad
cardenalicia, no sería hasta después de la misa de
entronización cuando podría recibir de manos del
cardenal protodiácono el Anillo del Pescador.
La silla gestatoria era más cómoda de lo que recordaba
la última vez que había montado en ella para la
audiencia general del día después de su regreso de
Castel Gandolfo, que había contado con la nada
desdeñable afluencia de más de doscientas cincuenta
mil personas, que se empujaban las unas a las otras
para poder ocupar un lugar en el recorrido de la silla.
149 SOL Y TINIEBLAS 149
A Alejandro le gustaba la panorámica desde encima de
los silleros, le daba la impresión de estar por encima de
todo el mundo. La silla no se usaba desde los tiempos
del efímero Juan Pablo I, el primer Papa que había
sumido en el olvido la tiara papal, que Pablo VI había
tenido la decencia de aceptar aunque luego la vendió a
un cardenal americano, del mismo modo que vendió uno
de sus coches para ayudar a la madre Teresa a comprar
leche y harina para los pobres de Calcuta.
Mientras la silla pasaba por entre las filas de fieles, que
se mantenían respetuosamente con la cabeza baja, pues
el tiempo de las fotografías con dispositivos digitales
había pasado, Alejandro, sonriente y vestido con todos
los paramentos pontificales menos el palio, la tiara y el
anillo del Pescador, que recibiría durante la celebración,
alzaba la mano para bendecir a los presentes, en un
gesto que era propio del Papa, lo sintiera o no.
También había intentado quitarlo del ceremonial, pero
en ese momento había intervenido el Maestro de las
Celebraciones Litúrgicas Pontificias y le había dicho que,
si no los bendecía, los jóvenes y el resto de los presentes
se sentirían ofendidos. Alejandro podía ser muchas
cosas, pero no era de aquellas personas que hacían que
otras personas se sintieran ofendidas, de modo que
aceptó bendecir a la gente.
La Guardia Noble de Su Santidad, con las espadas en
alto, formó un pasillo para que la silla gestatoria pudiera
atravesarlo y llegar sin problemas hasta el lugar donde
tendría que ser situada para aguantar después cuatro
horas de ceremonia, con los cardenales situados a la
derecha y los obispos a la izquierda, y el Papa en el
centro siguiendo el orden de preferencia.
Alejandro había ordenado que los poderosos (líderes
políticos, reyes y jefes de Estado y de Gobierno) que
acudieran a la ceremonia fueran acomodados de
inmediato en un palco encima del lugar donde se
150 SOL Y TINIEBLAS 150
colocaría la silla para que fueran los que mejor vista
pudieran tener de la ceremonia, y su orden había sido
ejecutada de inmediato. En cuanto a los representantes
de las otras confesiones religiosas, habían sido
discretamente acomodados en una tribuna detrás de los
obispos, donde nadie pudiera darse cuenta de su
presencia. Alejandro no era tan ecumenista como sus
predecesores, pero eso no quería decir que no concediera
importancia a que los líderes religiosos estuvieran
presentes en su ceremonia de entronización.
La ceremonia se desarrolló, en su primera parte, según
lo previsto, siguiendo el esquema de las anteriores cinco
entronizaciones papales, pero al mismo tiempo siendo
muy diferente, pues el nuevo Papa había introducido de
nuevo la modalidad de la misa ad orientem, con la cara
vuelta al altar en vez de al pueblo, por lo cual los
presentes no vieron la cara del Papa hasta la
pronunciación de la homilía.
El vicario de Roma, el cardenal Spartaglio, dirigió unas
palabras de agradecimiento al Papa, tras lo cual se dio
inicio a la celebración, con la lectura de dos partes de la
Biblia muy especiales para Alejandro, los versículos 1 al
16 del capítulo 47 del Génesis, que contaban la
presentación de Israel al Faraón y las consecuencias del
hambre en Canaán, y el Salmo 122, la ascensión a
Jerusalén, que cantó monseñor Maarkouf en el arameo
que era la lengua litúrgica de los maronitas. Después, en
la segunda lectura, se leyeron los versículos 14 al 25 del
segundo capítulo de la Carta de San Pablo a los
Romanos, que trataban de las leyes.
Como parte final de la liturgia de la Palabra, se declamó
el evangelio, que estaba centrado en el tú eres Pedro de
Cristo en Cesarea, la parte favorita de la Biblia para el
Papa, en griego y latín, siguiendo la tradición, y a
continuación, el cardenal protodiácono, antes de la
homilía, le entregó el palio y el Anillo del Pescador y le
151 SOL Y TINIEBLAS 151
coronó con la triple tiara, símbolo del poder espiritual,
temporal y religioso del Santo Padre.
Alejandro pasó después a la parte seria de la celebración,
la lectura de la homilía. Monseñor Maarkouf le tendió le
cartapacio de piel con los folios que llevaban escrito el
texto. El Papa se sentó, abrió la carpeta y sacó los folios,
veinte en total.
-“¿Y vosotros, quién decís que soy yo?”- empezó a leer.-
Esta pregunta de Cristo, queridos hijos e hijas, nos
transporta al interrogante más grande de la historia de
la Iglesia. ¿Quién se dice que es Jesús? Algunos le
consideran Mesías, otros lo llaman simplemente el hijo
del carpintero, otros ni siquiera saben quién es Jesús.
Pero he aquí que Pedro, imbuido de Espíritu Santo,
revela la verdad al mismo Jesús, que hace la pregunta.
“Tú eres el Cristo, el hijo del Dios vivo”.
“Con esta respuesta se resumen miles de años de
patrología, de cristología y de soteriología, miles de
páginas escritas, miles de días perdidos en la búsqueda
de una respuesta, tanto en el mundo religioso como en
el científico. El Hijo de Dios es Cristo, el “ungido por
Dios”, como nos dice su nombre en griego. Y acto seguido
Cristo dice una de las cosas más importantes de la
historia de nuestra Iglesia, porque es el fundamento
sobre el cual se asientan todos los dogmas, todas las
verdades, todos los cuerpos de doctrina.
“Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Jonás, porque
esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi
Padre que está en los Cielos. Y en verdad te digo que tú
eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las
puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. A ti te
daré las llaves del Reino de los Cielos, y todo aquello que
atares en la tierra quedará atado en el Cielo, y todo
aquello que desatares en la tierra quedará desatado en
el Cielo”
152 SOL Y TINIEBLAS 152
“¡Tú eres Cristo, tú eres Pedro! El eco de la voz de los dos
amigos, Jesús y Pedro, resuena aún hoy, más de dos mil
años después, en todos los lugares del mundo. El
fundamento de la Iglesia está contenido en estas dos
frases. Sin Cristo, no hay Iglesia, del mismo modo que,
sin Dios, no hay futuro alguno. Pero ahora hay que
reflexionar, queridos hijos e hijas, sobre aquello en lo
que se ha convertido la Iglesia en estos dos mil años
desde su fundación.
“Nos estamos verdaderamente agradecidos a todos
vosotros por vuestra numerosa presencia, que nos
testimonia el afecto y el cariño de todos vosotros al
Sucesor del Apóstol. Sin embargo, es Nuestro deber
recordar que aquello en lo que se ha convertido la Iglesia
en estos últimos noventa años, desde que Juan XXIII
convocó el Concilio Vaticano II, ha degenerado hasta tal
punto que se ha convertido en un organismo donde al
Papa, al Vicario de Cristo, se lo trata como si fuera
alguien cercano a todos nosotros.
“El Papa, acercándose a la gente, cumple con el mandato
de Cristo en el Evangelio: “Dejad que los niños se
acerquen a mí, y no se lo impidáis, porque de ellos es el
Reino de los Cielos”. Pero el Papa tiene que ser
consciente de que su misión no es ser querido por la
gente, no es tampoco estar en medio de la multitud
estrechando manos, consolando enfermos, dando
ánimos a gente necesitada. Así, estando en medio de la
gente para otra cosa que no sea lo puramente necesario,
el Papa se degrada, poniéndose al nivel de la gente que
no tiene nada que darle.
“El Papa tiene muchos títulos. En estos últimos años,
sobre todo durante el pontificado del llorado Papa
Francisco, se ha dado demasiada importancia, a Nuestro
humilde parecer, a un título en particular: Siervo de los
Siervos de Dios. Cierto es que Cristo comisionó a Pedro
para ser Siervo de los Siervos, y que él mismo vino para
153 SOL Y TINIEBLAS 153
servir, no para ser servido. Pero el Papa tiene poder,
poder para hacer el bien entre la gente, para promulgar
dogmas de fe, tiene el invaluable privilegio de la
infalibilidad, que le supone siempre tener razón en
cuestiones derivadas de la fe. Y siendo Siervo de los
Siervos de Dios, corre peligro de olvidarse de sus otros
títulos, que conllevan otras tantas responsabilidades.
“El Papa no tiene que ser tratado jamás con familiaridad,
sino con reverencia y temor, con respeto y deferencia. A
Nos mismo nos educaron en esos principios, pero parece
que en los últimos años se ha ido incurriendo poco a
poco en el salvajismo. Poco a poco, queridos hijos, el
papado se ha convertido en un espectáculo de circo en
el que el Sucesor de Pedro es el figurante principal.
“Todas esas grandes aglomeraciones de gente luchando
por estrechar la mano del Santo Padre, por tocar su
sotana, como la hemorroísa que tocó la orla del manto
de Cristo, producen en Nos un franco desagrado. ¿En
qué se ha convertido el papado si lo único por lo que
gusta el Santo Padre es porque allá donde va todo se
convierte en una gigantesca atracción mediática? Se
tiene que querer al Papa no por lo que haga, no por
adónde vaya, sino por lo que es y por lo que representa.
“No se puede desempeñar el papel de Vicario de Cristo
en la Tierra si lo único que se busca es confortar a los
que no tienen voz ni nada con lo que vivir, mis queridos
hijos e hijas, si fuera así Nos estaríamos constantemente
desatendiendo nuestras otras obligaciones. El Papa no
sólo debe preocuparse de los pobres, debe también
prestar atención a otros muchos asuntos de
importancia.
“Es por eso que el ser Papa no sólo implica ocuparse de
los que no tienen nada de que vivir, de ser la voz de los
que no tienen voz. Implica también oír las voces de los
poderosos, de los que tienen voz y voto en el mundo, de
los que se ocupan de la política y de los asuntos
154 SOL Y TINIEBLAS 154
importantes. Ellos también, no sólo los pobres, son hijos
de Dios, y del mismo modo que el Papa debe estar
enterado de lo que ocurre en las casas de los pobres,
también debe oír la voz de los que tienen más que
suficiente para vivir. No sólo se debe pedir
concienciación sobre el asunto de los pobres, que, si bien
constituyen una gran parte del mundo actual, no son el
mundo íntegramente. Se debe pedir también
concienciación hacia los ricos, los poderosos, por ellos
también debemos rezar y preocuparnos.
“A menudo en el mundo actual se habla mucho de querer
una Iglesia pobre para los pobres, de que no se puede
tener mucho dinero porque se corre el riesgo de llegar a
rezarle al dios dinero más que al verdadero Dios. Pero
Nos preguntamos ahora, delante de todos vosotros, ¿de
qué sirve una Iglesia pobre si no es para ser motivo de
risa entre los que están acostumbrados a ver el boato, la
pompa y los fastos? ¿De qué sirve que los cardenales
tengan el título de príncipes de la Iglesia si no pueden
demostrar que realmente son príncipes?
“El ejemplo de la viuda pobre que echa dos monedas en
el tesoro del Templo porque era todo lo que tenía nos
sirve de escarmiento a los ojos de Jesús. Pero también
debemos darnos cuenta de que los que echan a manos
llenas, los sacerdotes cuyos bolsillos están rebosantes de
dinero, piensan asimismo en el bienestar de la gente.
Según Cristo, quien echa de lo que le sobra será el último
en el Reino de los Cielos. Ser el último, queridos hijos e
hijas, es mejor que no ser y no llegar nunca a las puertas
de ese Reino. Al menos los ricos tienen la seguridad de
que llegarán a las puertas y se encontrarán cara a cara
con Dios.
“Otro ejemplo que, a ojos del Señor, debería servirnos de
escarmiento es el del joven rico. A la pregunta de qué
debe hacer para alcanzar la vida eterna, Jesús responde:
Cumple los mandamientos, honra a tu padre y a tu
155 SOL Y TINIEBLAS 155
madre, guarda el sábado. Cuando el joven rico le dice
que sigue los preceptos, Jesús pasa al ataque y se
convierte en el Maestro duro e inflexible que a todos nos
da un miedo terrible, y le dice: Vende todos tus bienes a
los pobres, después ven y sígueme. ¿No sería posible que
Jesús estuviese diciendo sígueme a los ricos pero, en vez
de haberlo dicho vendiendo las riquezas, se lo hubiese
dicho conservándolas? La riqueza, queridos, puede
servir para muchas cosas si se sabe usar con
conocimiento. No queremos una Iglesia vestida con
harapos, sino una Iglesia deslumbrante, que dé una
lección a todos aquellos que la llaman ladrona
abrazando contra su pecho de madre todas sus riquezas
y posesiones, para demostrar que no tiene miedo de las
invectivas.
“Mis queridos hijos e hijas, para terminar esta reflexión,
quisiéramos recordar lo que Nos dijimos en Nuestro
primer discurso desde la Logia de las Bendiciones. El
Papa quiere convertirse no en un pastor, no en un padre
atento que cuida de sus hijos y los reprende cuando
incurren en el mal comportamiento, sino en la verdadera
encarnación del Pastor Angélico, del príncipe de Dios, del
paladín de Cristo. El Papa no es un pastor, ni un
diplomático, ni un padre, sino, ante todo, un guerrero de
la fe, comisionado por Cristo para comandar sus
milicias. Amén.
Alejandro había puesto el cronómetro de su reloj en
marcha justo un minuto antes de empezar a pronunciar
la homilía, y lo paró justo en el momento en que dijo la
última palabra. Era una manía suya porque
normalmente hacía las homilías muy largas, y le gustaba
saber durante cuánto tiempo hablaba para luego hacer
un ránking de los mejores tiempos.
No le sorprendió saber que en esa ocasión había hablado
únicamente durante catorce minutos, porque pese a que
se había pasado horas preparándola, esa homilía no era
156 SOL Y TINIEBLAS 156
uno de sus más brillantes trabajos, pero en ella había
desmontado punto por punto lo que había sido la Iglesia
desde los tiempos del inicio del pontificado de Clemente
XV: el dinero debía ser empleado como salvaguardia de
la Iglesia, el Papa no debía mezclarse con la gente porque
se rebajaba al nivel de los que no tenían nada que darle,
no había que preocuparse únicamente de los que no
tenían voz ni nada para vivir, sino también de los
poderosos, había que rezar por ellos, había que dejar que
los cardenales demostrasen que eran príncipes de la
Iglesia.
Llevaba tiempo pensando en esa homilía, no sólo desde
que había sido elegido Papa, sino desde antes incluso de
ser cardenal. En Rávena, muchos de los sermones que
ofrecía estaban fundamentados en el tema del papado
moderno, e incluso había llegado a publicar un libro con
sus sermones más célebres, pero en esa homilía estaba
contenido todo lo que quería haber dicho durante los
años del pontificado de su predecesor.
También había desmoronado uno de los puntales
principales del pontificado del Papa Francisco que
todavía perduraba en las mentes de las personas que
habían vivido bajo su reinado: el hecho de que tener
mucho dinero condicionaba para que se alabara más a
las monedas que a Dios. Y lo mejor era que todos le
habían escuchado sin atreverse a interrumpirle.
El resto de la ceremonia transcurrió sin otros
particulares, salvo el atronador aplauso con el que los
asistentes a la misa ovacionaron a Alejandro después de
que transcurriera un tiempo prudencial al final de su
homilía, que resonó en todas las calles de Roma y fue
transmitida en directo para treinta y siete países.
El patriarca de Constantinopla leyó un discurso en el
que agradeció la invitación transmitida por Alejandro
para ir a Roma a presenciar la ceremonia y le invitó
también a devolverle la visita en Estambul cuando
157 SOL Y TINIEBLAS 157
quisiera, invitación a la que Alejandro respondió con un
complaciente gesto de asentimiento.
Siguieron los discursos de agradecimiento del
metropolita encargado de las relaciones exteriores del
patriarcado de Moscú, comedido como siempre, que
habló en francés, lengua de la diplomacia, agradeciendo
que el Papa se mostrase tan dispuesto a colaborar con el
patriarcado y con las distintas iglesias ortodoxas para la
unión entre los tres ejes de la rueda cristiana, del rabino
jefe de Roma, que habló en hebreo, por lo cual la mayoría
de los asistentes a la misa necesitaron traductores
automáticos, instando a la reunificación de todas las
religiones en un mismo credo, y del jefe de la comunidad
de católicos maronitas, que habló en árabe agradeciendo
al Papa la oportunidad de darles una mayor libertad de
expresión.
-Ha sido un trabajo magistral, Santidad- le dijo horas
más tarde monseñor Maarkouf, en la privacidad de sus
apartamentos, cuando el Papa hubo acabado de saludar
a las más de doscientas delegaciones que habían
acudido a Roma.-Esa lección no se olvidará en mucho
tiempo.
-No es uno de nuestros mejores trabajos, Nasrallah, y tú
lo sabes- El Papa hablaba con conocimiento de causa,
porque cuando se ponía a escribir algo que de verdad le
interesaba que saliera a la luz, eso sí que resultaba ser
un trabajo magistral.-Esta mañana, Nos hemos estado
entre el sol y las tinieblas con esa homilía. Sólo catorce
minutos, ¿te has dado cuenta? El Papa jamás ha
hablado durante tan poco tiempo, y Nos jamás lo
habíamos hecho.
-Peor era el Papa Francisco, que decía lo que quería decir
sin ahondar y en la mitad de tiempo lo tenía todo listo-
Nasrallah se atrevió a ponerle una mano en el hombro a
su jefe, pues, cuando estaban a solas, a excepción del
uso del “nos”, prescindían de todas las reglas del
158 SOL Y TINIEBLAS 158
protocolo.-En Rávena erais así, lo recuerdo muy bien, y
jamás dejasteis indiferente a nadie.
-Cuando tú llegaste a Rávena Nos ya éramos sacerdote
desde hacía nueve años, y todavía éramos joven- recordó
el Papa.-Todavía teníamos labia suficiente para cautivar
a la gente con nuestras palabras, pero ahora, después
de haber pasado cuatro años bajo la luz mortecina y
enfermiza de Clemente XV, nuestra boca ha empezado a
agrietarse, nuestras palabras se han hecho más agrias y
hemos perdido poder de convencimiento.
-Si lo hubierais hecho, la multitud no os habría saludado
con ese aplauso atronador al final de la homilía, ni os
habría ovacionado cuando entrasteis en la plaza-
Nasrallah sabía cuándo su jefe se ponía depresivo, y
aquel, si no lo atajaba pronto, podía llegar a ser uno de
aquellos momentos.
-Nos aclamaban, sí, pero ¿aclaman acaso al hombre o
aclaman a la institución?- se preguntó Alejandro
mientras se sentaba en su mesa de trabajo y cogía una
pluma estilográfica y un par de folios de papel egipcio
para empezar a escribir.-Durante mucho tiempo Nos
hemos madurado en Nuestra mente la idea de escribir
una encíclica para dirigirnos al pueblo de Dios, y ahora
que hemos llegado al puesto que ansiábamos desde
hacía tanto tiempo, sentimos que ha llegado el momento.
Pero no sabemos si deberíamos hacerlo, ya que el pueblo
se toma tan a la ligera las palabras que emanan de la
boca del Sucesor de Pedro.
-Pues entonces escribid, Santidad, y decid al pueblo de
Dios, al que tanto amáis, aquello que pensáis y que os
carcome el alma- Nasrallah pasó un brazo por encima de
la mesa y volvió a tocar el hombro del Papa.-Decid al
pueblo de Dios que no se tome tan a la ligera lo que
emana de vuestra boca, haced uso del poder de la
infalibilidad tanto como podáis, pero decidle al pueblo
que jamás os daréis por vencido.
159 SOL Y TINIEBLAS 159
Aquella misma noche, siguiendo el consejo de su
secretario, Alejandro, que todavía tenía labia más que
suficiente y que se maldecía por aquel momentáneo
decaimiento que había sufrido, decidió empezar a volcar
todas sus energías en un proyecto que llevaba tiempo
queriendo realizar, una encíclica sobre el verdadero
sentido del papado.
160 SOL Y TINIEBLAS 160
VI
-Santidad, acaba de llegar el cardenal Peric para la
audiencia semanal- le avisó monseñor Maarkouf desde
el quicio de la puerta, teniendo buen cuidado de no
perturbar el trabajo de su jefe, que estaba por aquellos
días muy concentrado en la preparación de su primera
encíclica, que ya iba muy avanzada.
-Haced que entre, Nos lo recibiremos con gusto-
Alejandro estaba de pie ante las ventanas de su
despacho, en la tercera planta del Palacio Apostólico, con
una taza de café bien cargado en la mano, tomándose
una breve pausa antes de seguir trabajando en el
proyecto de su primera encíclica, que había ocupado la
mayoría de sus noches hasta ese momento.
-Santidad- saludó el cardenal croata, penetrando en la
estancia justo detrás de su secretario.-Espero que
vuestro trabajo vaya viento en popa y que pronto nos
obsequiéis con un documento precioso que resuma todo
el magisterio que habéis prodigado hasta ahora.
-Haremos lo posible por no defraudaros, Eminencia-
Alejandro se apartó de la ventana, apuró de un trago su
café y volvió a sentarse tras su mesa de trabajo.-
Nasrallah, podéis dejarnos a solas con su eminencia. Os
llamaremos cuando sea necesaria vuestra presencia.
-Bien, Santidad, pero no olvidéis que todavía tenéis que
revisar el programa de audiencias para mañana y acabar
de corregir los discursos que dejasteis a medio escribir
esta mañana- Nasrallah se retiró, no sin antes
intercambiar una sonrisa cómplice con su jefe.
-Vuestra Santidad trabaja mucho- observó el anciano
croata cuando se quedaron a solas.- ¿Habéis pensado en
tomaros un descanso? Estoy seguro de que lo
agradeceríais. Retiraos a Castel Gandolfo durante una
quincena y reducid allí vuestro ritmo de trabajo.
161 SOL Y TINIEBLAS 161
Después de Navidades, todos los Papas suelen hacerlo
para descansar.
-Hay mucho que hacer, no se puede dejar a medias lo
empezado- Clemente XV, al momento de su muerte,
había dejado inconclusos varios proyectos, y ahora, siete
meses después de su elección, Alejandro todavía
trabajaba a destajo para completarlos antes de ponerse
a trabajar en sus propios proyectos.-Además, si Nos
vamos a Castel Gandolfo, los medios de comunicación
empezarán pronto a especular sobre por qué hemos
abandonado el Vaticano sin avisar y pronto tendremos a
los periodistas a las puertas de los Sagrados Palacios.
-Aquí en el Vaticano hay muchas personas que son igual
de capaces que Vuestra Santidad para llevar a cabo el
trabajo que les encomendéis- Peric estaba sinceramente
preocupado por su amigo. Desde que había sido elegido,
a excepción de los días de descanso que se concedía de
tiempo en tiempo en Castel Gandolfo, Alejandro no
dejaba de trabajar, y dormía una media de cuatro horas
y media por noche.
-El trabajo del Papa no puede ser dejado en manos de
sus subalternos sin que otros empiecen a considerarle
débil- Alejandro estaba decidido a ser el pontífice más
activo de la historia, y no habría nadie capaz de
disuadirle de eso.-Nunca hemos tenido necesidad de
más de tres semanas de reposo absoluto al año, y ahora
aún las necesitamos menos.
-Santidad, sé que la barca de Pedro no se gobierna sola,
pero en vuestros primeros siete meses de pontificado
apenas habéis descansado lo suficiente. Además, el viaje
a Cuba os ha bajado las defensas- Peric, a los setenta y
cuatro años, apenas había podido soportar las trece
horas en un avión de Alitalia que mediaban entre Roma
y La Habana, y aun así, en cuanto aterrizaron en el
aeropuerto de la capital cubana, Alejandro se fue directo
162 SOL Y TINIEBLAS 162
a la Plaza de la Revolución a declamar una de sus
mejores homilías hasta la fecha.
-Cuba era uno de Nuestros sueños desde hacía tiempo,
eminencia, así que cuando por fin pudimos realizarlo, no
dudamos ni un instante.
Alejandro había viajado a Cuba poco antes de
comenzado el mes de diciembre, para no tener que
luchar con las fiestas con motivo de la octava de
Navidad, en el que había sido su primer viaje
internacional y, por tanto, un acontecimiento muy
esperado por las televisiones y los periódicos de medio
mundo.
Allí, pese a que sólo podía leer en español con un acento
aceptable, había cosechado uno de sus mejores éxitos
con la homilía en la Plaza de la Revolución, ante el
retrato del segundo líder del levantamiento cubano, el
Che Guevara.
“Aquí, en esta plaza, que se levantó para conmemorar el
asalto al cuartel de Moncada” había dicho en un
momento determinado “siempre se ha menospreciado
mucho más de lo deseable la dignidad humana,
rebajándola hasta límites insospechados. En el nombre
de la Revolución se han cometido auténticas atrocidades
mientras ladrones viles que se hacen llamar patriotas
asesinan, exilian, mutilan y desmembran familias
enteras para defender un ideal que no tiene fundamento.
Es Nuestro deber, el deber de todos los católicos del
mundo, clamar al Cielo por esta injusticia”.
Pese a las palabras incendiarias de Alejandro en el
centro de la capital, el gobierno cubano se había volcado
en atenciones con el Papa y con su séquito, pues,
después de las visitas de Juan Pablo II y Benedicto XVI,
Cuba se había convertido en un país habituado a que los
Papas lo visitaran. Francisco, Pío XIII y Clemente XV se
habían abstenido de visitar la perla de las Antillas por
163 SOL Y TINIEBLAS 163
las duras críticas a las que habían sometido a la
dictadura, pero Alejandro no era tan débil como sus
predecesores y había puesto rumbo a la isla repitiendo
las palabras de Juan Pablo II, que seguían vivas en la
mente de los cubanos más de cincuenta años después
de la primera visita de un Papa a La Habana.
“¡Que Cuba se abra al mundo y que el mundo se abra a
Cuba! Nuestra visita quiere contribuir a
internacionalizar el prestigio de este país tan querido por
Nuestros predecesores y, con el tiempo, llegar a levantar
los cuantiosos embargos que pesan desde hace casi
noventa años sobre el querido pueblo cubano, que
merece ser libre de nuevo, del mismo modo que otros
pueblos gozan de una incomparable libertad que Cuba
ansía desde muchos años atrás” había dicho Alejandro
en el aeropuerto de La Habana al poco de aterrizar,
palabras que habían sido recibidas con un fuerte
aplauso por parte de los cubanos congregados en el
aeropuerto, a los que el gobierno, en un alarde de
generosidad, había permitido viajar después a Roma a
darle las gracias.
Habiendo vivido en Estados Unidos cuando estudiaba en
la universidad de Stanford, y teniendo muchos amigos
en el país, el Papa no se había atrevido a condenar
explícitamente el embargo que América había puesto
sobre Cuba cuando los castristas llegaron al poder en
1959, porque eso habría atraído la ira de Washington
sobre la Santa Sede, y habría conllevado la ruptura de
relaciones diplomáticas entre los dos países.
-Precisamente traigo aquí los titulares de los periódicos
de mayor tirada en los países aliados del comunismo
cubano- El cardenal Peric depositó sobre la mesa un
buen fajo de periódicos con titulares en diferentes
idiomas.-Todos y cada uno hacen referencia a la visita
de Vuestra Santidad… aunque me temo que no lo hacen
en términos demasiado halagüeños.
164 SOL Y TINIEBLAS 164
-Sea lo que sea lo que dicen de Nos, no puede ser peor
de lo que ya han dicho- Alejandro cogió el primer
periódico, un ejemplar de Izvestia, el diario de mayor
tirada de Moscú, que llevaba escrito, en letras
gigantescas, un titular no muy halagüeño con una
noticia aún menos buena.
El cardenal Peric lo miró extrañado, al ver cómo la
mirada del Papa recorría rápidamente los titulares del
periódico, pues no tenía ni idea de que el ruso fuera uno
de los idiomas dominados por el Santo Padre.
-¿Habla ruso, Santidad?
-Claro, eminencia- El Papa se encogió de hombros, como
si hablar el idioma de los zares fuera lo más fácil del
mundo.-Nos lo aprendimos en nuestros tiempos de
estudiante en la Universidad Católica del Sagrado
Corazón. El ruso era entonces el idioma que se debía
aprender si se quería entrar en el mundo de los espías.-
Lo dijo con tono normal, porque había aprendido ruso
para poder leer la Biblia ortodoxa y compararla con su
homóloga católica escrita en latín.
-El artículo ha sido traducido por el departamento ruso
de la Secretaría de Estado, Santidad- Peric tendió al
Papa una carpetilla de piel con las armas de la Santa
Sede.-Han hecho también un resumen sobre la opinión
que se tiene acerca de Vuestra Santidad en los países del
bloque del Este.
-Después de leer estas rastreras informaciones, Nos ya
no precisamos de resumen alguno- Alejandro,
enfadadísimo, tiró el periódico sobre la mesa.- ¿Hay
quien se atreve todavía a calificarnos de Papa de
transición, de puente entre dos generaciones?
-No sólo eso, Santo Padre- El anciano croata habría
preferido no tener que darle esa noticia a su viejo amigo,
pero se vio obligado a hablar.-Os llaman el “Papa de los
gulags” y dicen que encerráis a los católicos en las
165 SOL Y TINIEBLAS 165
iglesias y les obligáis a seguir ritos antiguos que ya no
tienen correspondencia con los ritos modernos de las
otras iglesias.
-Nos no somos un carcelero- aseveró Alejandro, rojo
como una remolacha. Estaba lleno de ira, no podía
entender cómo Moscú, que había sido tan complaciente
cuando inició su pontificado, enviando a toda una
autoridad como lo era el primer ministro para
representar al país, se volvía ahora contra él con un nivel
tal de crudeza.-Los católicos a los que pastoreamos son
libres de ir adonde quieran, y no los obligamos a
participar en las celebraciones.
-El nuncio en la Federación Rusa os suplica que deis un
paso más, Santidad, no importa lo que tengáis que
sacrificar para eso- explicó el cardenal, yendo con
cuidado porque sabía que caminaba en terreno
quebradizo.
-¿Escribir al presidente para pedir disculpas?- preguntó
Alejandro, que mantenía una correspondencia bastante
amigable con Vladimir Krasimov, un ex agente del FSB
que había llegado muy alto en las redes del poder ruso
después de pasar una decena de años en la cárcel, en un
penal de Novosibirsk donde, al decir de muchos, se volvió
loco y acabó sacándose un ojo, razón por la cual ahora
estaba tuerto.-Eso no hay ni que pedirlo. Nos con gusto
escribiremos al Kremlin para disculparnos por nuestras
supuestas faltas de respeto.
-Romper las relaciones diplomáticas con Rusia y con el
patriarcado de Moscú de inmediato- dijo el croata
depositando un sobre que también llevaba las armas
papales sobre la mesa.-Esta es una comunicación oficial
de la embajada rusa ante la Santa Sede, en la que el
embajador dice estar dispuesto a viajar a Moscú para
interceder por el Vaticano ante su gobierno. Debéis dar
vuestro consentimiento a la misión.
166 SOL Y TINIEBLAS 166
-¿Desde cuándo ha necesitado el Sucesor de Pedro de
mercachifles diplomáticos para hacer lo que sabe muy
bien llevar a cabo por sí mismo?- El Papa se sentía
ultrajado, no sólo no podía actuar por él mismo y hablar
en nombre de su estado sino que tenía que recurrir a un
representante diplomático ruso para que los propios
rusos lo dejaran en paz.
-Desde que Rusia ha dicho que, si no nos disculpamos
con el gobierno cubano por las declaraciones que
Vuestra Santidad llevó a cabo en La Habana,
interpondrá una protesta diplomática ante el Tribunal de
La Haya- Peric había maniobrado con discreción para
que Alejandro no tuviera que enterarse de sus gestiones,
pero le urgía comunicar al Papa esa noticia.
-Defendimos al pueblo cubano contra los Estados
Unidos aun a riesgo de perder nuestras relaciones
diplomáticas con la Casa Blanca- reflexionó el Papa, que
no le encontraba explicación a aquellas supuestas
declaraciones hostiles.-Moscú no tiene motivo para creer
que somos hostiles a Cuba. Es más, condenamos el
embargo tanto como nos fue posible sin incurrir en
franco desacuerdo con Estados Unidos. ¿Qué tiene
Rusia que decir en contra de Nos a ese respecto?
-Según los rusos, la propia relación que mantenemos
con Estados Unidos es ya insultante-matizó Peric, que,
habiendo vivido bajo la bota de un régimen comunista
como era el de Tito en sus últimos años, conocía
bastante bien la situación detrás del Telón de Acero.-No
pueden entender que un Papa que se dedica en cuerpo y
alma a condenar un embargo no rompa las relaciones
con el país que lo lleva a cabo.
-¿Han dicho los estadounidenses algo al respecto?-
preguntó Alejandro, lanzado como una bala y temeroso
de que Washington también le presionara para romper
unas relaciones que tan preciosas le serían en un futuro
si las cosas no se torcían aún más.
167 SOL Y TINIEBLAS 167
-Se ofrecen a mediar en nuestro favor a través de su
propia embajada en Moscú, siempre que no tengamos
ningún interés en su contra.
-Bien, debemos dar gracias a la Divina Providencia por
tener un amigo tan fiel como el presidente de los Estados
Unidos. Nos le daremos a la muy cristiana Rusia un
escarmiento que no va a olvidar en toda su historia-
Alejandro curvó los labios en un gesto que podía parecer
una sonrisa si no se lo conocía bien, pero que en realidad
era una mirada de circunstancias.-Ahora, salid de aquí,
eminencia, y aguardad hasta ser llamado. Tenemos
mucho que escribir, mucho que pensar, y poco tiempo
para hacerlo.
-Así lo haré, Vuestra Santidad- El cardenal Peric salió de
la estancia caminando hacia atrás, a la manera antigua,
no sin antes hacer una genuflexión ante el Papa y besar
su anillo pastoral.
Alejandro quedó a solas en la vaciedad de su
apartamento sin dejar de pensar en las consecuencias
de lo que haría si se decantaba de un lado o de otro. Por
ambos lados perdería unas amistades que más le valdría
conservar, la de Rusia por el ansia de unir los tres ejes
de la rueda, la de Estados Unidos porque era la puerta
de Occidente.
Si se decantaba por Rusia y rompía las relaciones con
Estados Unidos, Washington pediría explicaciones, y si
se las daba, el presidente, que tan amistoso se había
mostrado durante los años en los que estudiaba
Administración y Dirección de Empresas en Stanford y
que era uno de sus mejores amigos, no querría volver a
saber de él.
Si, por el contrario, rompía las relaciones con Rusia y
con el patriarcado de Moscú, cuyo encargado de las
relaciones exteriores se había mostrado tan obsequioso
en la ceremonia de su entronización, podía dar por
168 SOL Y TINIEBLAS 168
muertas las esperanzas de unir los tres ejes de la rueda,
y aunque volviera a restablecer la unión con
Constantinopla, eso no sería suficiente para enfrentarse
a los poderes de las otras religiones.
Se decidió, después de rezar al Señor y a la Virgen para
que le iluminaran en su camino. No iba a ser una tarea
fácil, tendría que escribir un quirógrafo a cada uno de
los líderes implicados en el conflicto, pero si sacaba
fuerza de voluntad podría llegar a hacerlo. Había vivido
la guerra del Líbano y había aprendido de su madre a
evitar las oportunidades en las que se podía
desencadenar una guerra.
Él había vivido los últimos cuatro años de una guerra
que resultó no tener motivos, si no eran los puramente
raciales, una guerra que, de haber sido más mayor en el
momento en que estalló, él hubiera podido evitar de
algún modo. No en vano, en Guerra y paz, uno de sus
libros favoritos, el mariscal Kutuzov decía al príncipe
Andrés: “Me hicieron por la guerra y por la paz tantos
reproches… Pero todo llega cuando tiene que llegar para
quien sabe esperar”.
-Todo lo que he hecho lo he hecho por la paz- se dio
cuenta mientras se sentaba en su escritorio para
empezar a escribir los mensajes que enviaría al día
siguiente a Moscú y a Washington.
Y así, Alejandro IX, que había sido el cardenal Marco
Marzoni, sacerdote, obispo auxiliar y arzobispo de
Rávena y cardenal secretario de Estado, tuvo claro el
título de las cartas que tenía que escribir aquella noche,
la paz en un mundo donde el sol y las tinieblas luchaban
constantemente por ser las ganadoras de una pugna que
no podían ganar ni el uno ni las otras.
Terminado el 26 de julio de 2013, fiesta de San Joaquín
y Santa Ana, padres de la Santísima Virgen María
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