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SOL Y TINIEBLAS 1 Santa María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a vos Oh, mi Dios, yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido perdón por todos aquellos que no creen, no adoran, no esperan y no os aman Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno. Disponed a toda vuestra voluntad, dadme vuestro amor y gracia, que esa me basta Nada te turbe Nada te espante Todo se pasa Dios no se muda La paciencia Todo lo alcanza Quien a Dios tiene Nada le falta

Sol y tinieblas

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Page 1: Sol y tinieblas

1 SOL Y TINIEBLAS 1

Santa María, sin pecado concebida, rogad por nosotros

que recurrimos a vos

Oh, mi Dios, yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido

perdón por todos aquellos que no creen, no adoran, no

esperan y no os aman

Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi

entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi

poseer. Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno.

Disponed a toda vuestra voluntad, dadme vuestro amor

y gracia, que esa me basta

Nada te turbe

Nada te espante

Todo se pasa

Dios no se muda

La paciencia

Todo lo alcanza

Quien a Dios tiene

Nada le falta

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2 SOL Y TINIEBLAS 2

A María del Carmen Aparicio, mi tía favorita

Y, por encima de todo, dedico esto al cardenal Tarcisio

Bertone, secretario de Estado, un “tío” muy especial para

mí.

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3 SOL Y TINIEBLAS 3

Page 4: Sol y tinieblas

4 SOL Y TINIEBLAS 4

“Pertenezco a una tribu que, desde siempre, vive como

nómada en un desierto del tamaño del mundo. Nuestros

países son oasis de los que nos vamos cuando se seca el

manantial; nuestras casas son tiendas vestidas de

piedra; nuestras nacionalidades dependen de fechas y

de barcos. Lo único que nos vincula, por encima de las

generaciones, por encima de los mares, por encima de la

Babel de las lenguas, es el murmullo de un apellido”

AMIN MAALOUF, “Orígenes”

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5 SOL Y TINIEBLAS 5

NOTA DEL AUTOR

Todos los personajes de esta novela son ficticios.

Cualquier semblanza o parecido con la realidad es pura

coincidencia

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6 SOL Y TINIEBLAS 6

PRÓLOGO DEL AUTOR

Aquellos años en los que todo era sol

Desde que nuestros primeros padres cometieran el

pecado original al comer, allá en el Paraíso, el fruto del

árbol de la ciencia del bien y del mal, nuestra civilización

ha estado envuelta en un camino intermedio entre el sol

y las tinieblas, como refleja esta novela que trata de ser,

como decía Stendhal, un espejo que se refleja en un

ancho camino. Todos nosotros hemos vivido, durante

miles de años, con la certeza de la muerte, y de que, sea

lo que sea aquello que la traiga, siempre nos acabará

llegando.

Sin embargo, siempre ha habido años en los que

absolutamente todo lo que pasaba parecía estar bañado

por el sol.

Durante años, la Iglesia católica, que ha tenido a la

cabeza a doscientos sesenta y cinco hombres contando

desde el apóstol Pedro, ha intentado reflejar, en todas las

lenguas posibles, una palabra cuyo significado excede la

propia palabra, paradójicamente. ¿Y cuál es esta palabra

que en sí misma contiene la esencia de lo que todas las

religiones llevan años buscando y que hoy parece tan

difícil de alcanzar? Pues no es otra que la paz.

La palabra paz proviene del latín pax-pacis, del verbo

pacere, que significa apacentar. Pero no es ese el

verdadero significado de la palabra paz, la verdadera

etimología, porque la paz ya fue empleada en la primera

versión bíblica, dando testimonio de cómo fue la palabra

más usada en todo el mundo desde el principio de los

tiempos.

Si nos remontamos hasta las fuentes hebreas de la

Biblia, el Tanaj, el conjunto de los cinco primeros libros

sagrados que los católicos llamamos Pentateuco, nos

dice que la palabra paz viene de una palabra primordial,

Shalom, que a su vez viene de las palabras lo, que

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7 SOL Y TINIEBLAS 7

significa “no” y Shem, que significa nombre. El que no

tiene nombre, o lo que no tiene nombre, eso significa la

palabra paz.

El cardenal Marco Marzoni, después Papa Alejandro IX,

se desvive para encontrar la paz a lo largo de los seis

cortos capítulos de esta novela, pero muy pocas veces,

viviendo con los recuerdos de una guerra que él no pudo

evitar, consigue llegar a conquistarla. Intenta pacificar

muchos escenarios, desde el pontificado a la muerte de

su predecesor Clemente XV, muerto en extrañas

circunstancias en la residencia pontificia de Castel

Gandolfo, hasta la guerra incipiente entre Estados

Unidos y Rusia que está a punto de estallar a los siete

meses de comenzar su reinado.

De madre libanesa y padre italiano, el cardenal siempre

ha crecido con el fantasma de la guerra presente en su

casa, desde la memoria de su madre, que escapó del

Líbano a los diecisiete años, cuando hacía dos años que

había empezado la contienda, hasta el conflicto entre

Estados Unidos y Rusia que él está llamado a evitar.

Es por la paz por lo que todos nosotros luchamos.

Oremos a Nuestra Señora de la Paz para que sepa

guiarnos por el camino que la paloma blanca le marcó a

Noé cuando regresó al arca con un ramo de olivo en el

pico, mostrando que ya había terminado el diluvio

universal. Amén.

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8 SOL Y TINIEBLAS 8

I

Sobre Roma soplaba un viento que no daba esperanzas

de que el sol fuera a salir en aquella mañana de julio,

usualmente un mes lleno de luz y calor pero que esa

mañana parecía más propio de un lluvioso y melancólico

mes de febrero.

Roma estaba temblando aquella mañana, cuando debía

haberse despertado con un calor que sobrepasara en el

termómetro los treinta grados. Roma era una ciudad

calurosa, y usualmente era en julio cuando se

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9 SOL Y TINIEBLAS 9

empezaban a notar los prolegómenos del calor legendario

que arrasaba la capital italiana.

Era, no obstante, un frío que se agradecía y que, dentro

de lo posible, era medianamente soportable. No estaban

todavía, con todo, en el ferragosto, el agosto de hierro,

aquel mes en el que los italianos, fueran de donde

fuesen, intentaban escapar de su país para, al mismo

tiempo, escapar de un calor que no se podía soportar.

Los peregrinos deambulaban por la Plaza de San Pedro

mirando a los ventanales a los que se asomaba el Papa

todos los domingos para rezar el Ángelus, costumbre

iniciada más de cien años antes por su ya remoto

antecesor Juan XXIII, que fue el mismo que, mediante

una política de renovación, había abierto la Iglesia a los

peregrinos procedentes de todo el mundo, posibilitando

que no sólo se dijera misa en latín, sino también en las

lenguas vernáculas propias de cada país.

Aquel Ángelus era especial, pues al día siguiente, el Papa

Clemente XV se trasladaría en helicóptero a la villa

pontificia de Castel Gandolfo, a veintisiete kilómetros al

sureste de Roma, para residir allí permanentemente

durante los meses de verano entre julio y noviembre, la

residencia de verano de los Papas desde hacía más de

cien años.

Clemente disfrutaría allí de sus vacaciones y del fervor y

el cariño de los habitantes del pueblo, pero no a todos

los que trabajaban con él en los despachos de la Curia

les gustaba el campo, sobre todo teniendo en cuenta que

el Papa hacía que todos los jefes de dicasterio1 le

acompañaran e hicieran de Castel Gandolfo su centro

neurálgico de operaciones durante cuatro meses.

1 Se llama dicasterio a una oficina de la Curia Romana, también llamada Congregación y usualmente presidida por un cardenal. En el Vaticano hay veintiún dicasterios: nueve Congregaciones y doce Pontificios Consejos, sin contar la Secretaría de Estado ni la Cámara Apostólica, que dependen directamente de la Prefectura de la Casa Pontificia.

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En aquel mismo instante, la potente megafonía que los

técnicos del Vaticano se habían ocupado de instalar

transmitía la voz del bicentésimo sexagésimo sexto

hombre después del apóstol Pedro en ocupar el liderazgo

de la Iglesia. Concentrados como estaban en oír sus

palabras, los peregrinos no se percataron en modo

alguno de que alguien les observaba desde las ventanas

del primer piso del Palacio Apostólico.

En unas horas, el Papa abandonaría el Vaticano en un

helicóptero del trigésimo primer regimiento de la

Aeronáutica Militar italiana y volaría durante quince

minutos hasta aterrizar en el helipuerto de Castel

Gandolfo, desde donde un coche le llevaría al palacio

pontificio de la localidad, a cuyos pies se concentrarían

los habitantes de Castel Gandolfo, los “castellanos” como

les llamaba el Papa afectuosamente, para dar la

bienvenida a su vecino veraniego y escuchar sus

primeras palabras.

Al mismo tiempo que el helicóptero despegaba, veintiún

coches saldrían del patio de San Dámaso para recorrer

los veintisiete kilómetros que mediaban entre el Vaticano

y el lago Albano, a cuyas orillas se encontraba la

residencia de verano de los Papas, y quince de ellos se

dispersarían luego por las villas que poseían sus

respectivos detentadores en la campiña romana.

No volverían a recorrer el trayecto en coche hasta el

principio del veranillo de San Martín, a principios de

noviembre, ya que el Papa aprovechaba todo lo posible

hasta que los compromisos de invierno volvían a llamarle

a Roma.

El cardenal Marco Marzoni, secretario de Estado del

Vaticano y antiguo arzobispo de la archidiócesis de

Rávena, toqueteó nerviosamente la cruz pectoral de oro

que reposaba sobre su sotana roja, propia de los

cardenales, mientras miraba hacia abajo desde su

despacho en la primera planta del Palacio Apostólico,

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donde se encontraban los despachos personales del

secretario de Estado2, y suspiraba, viendo a los

numerosos peregrinos que escuchaban al Papa francés

Clemente XV, nacido setenta y cuatro años antes con el

nombre secular de François Boulemier, como hormigas

a sus pies.

Él era uno de aquellos cardenales a los que no les

gustaba el campo, por la sencilla y única razón de que,

desde que naciera a mediados de la década de 1980,

había vivido únicamente en las ciudades, si bien la

familia acostumbraba a pasar largas temporadas en sus

residencias campestres o en un pueblo de la montaña, el

verdadero amor del cardenal.

Pertenecía a la familia más rica de su región, la quinta

más poderosa, económicamente hablando, de toda Italia,

en la cual al menos dos miembros de cada generación se

habían dedicado a la carrera eclesiástica y que había

dado al Vaticano varios obispos y dos cardenales.

Marco Marzoni era, además, diplomado en Dirección y

Administración de Empresas por la universidad

americana de Stanford y doctorado en ambos derechos

por la Universidad Católica del Sagrado Corazón de La

Haya, en Holanda, por lo cual era un políglota

aventajado que dominaba veinticinco lenguas además

del italiano.

Poseía para él solo, pues era hijo único, lo cual se había

revelado como una ventaja inmensa, un conglomerado

de empresas que se contaban entre las principales del

mundo, y no se había preocupado nunca del dinero, ya

2 El Palacio Apostólico está organizado del siguiente modo: en la primera planta se encuentran las salas Regia, Ducal y de Bolonia, así como el acceso a la Capilla Sixtina y a las dependencias superiores, que se encuentran en la segunda planta. Allí reside el secretario de Estado. En la segunda planta se encuentran la Sala Clementina, la Capilla Sixtina, la sala de las Lágrimas, que da acceso a la basílica por un transepto, el tesoro pontificio, la sacristía y la biblioteca del Papa y las dependencias personales del Prefecto de la Casa Pontificia, el sustituto de la Secretaría de Estado y el actual cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En la tercera planta, además de las habitaciones papales, ahora desocupadas, se encuentran las dependencias oficiales de la Secretaría de Estado. La cuarta planta, la azotea, incluye un jardín con tejado antibalas, un helipuerto y una pequeña capilla al aire libre.

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que éste, como dice el refrán, prácticamente le llovía de

los árboles por obra y gracia de los negocios familiares.

Ferviente católico, había decidido que quería ser

sacerdote desde que cumplió los cinco años, y sus

padres, igualmente católicos fervientes, no habían

dudado en facilitarle las herramientas para llegar a lo

más alto por el camino más corto.

Era uno de los pocos cardenales, asimismo, que no había

tenido que pasar tragos amargos para llegar a ser lo que

quería ser. Su familia era rica y poseía residencias en

casi todas las ciudades importantes del mundo, entre las

cuales, por supuesto, se encontraba Roma, pero entre

las cuales estaban también París, Nueva York, Londres

o Ginebra.

Él, por su parte, había nacido y crecido en Rávena, la

ciudad del norte de Italia que, durante dos siglos, había

sido la capital del Imperio Romano de Oriente3, del siglo

VI al siglo VIII, llegando a introducir el culto a su santo

patrono, Apolinar, en la misma basílica de San Pedro.

Era, asimismo, uno de los pocos sacerdotes que podían

jactarse de haber vivido bajo los pontificados de cinco

papas diferentes y de conocer muy bien a tres de ellos,

los tres bajo cuyo pontificado había desempeñado su

labor pastoral.

Había sido ordenado sacerdote poco antes de morir Juan

Pablo II, el pontífice polaco que había instado al mundo

a abrir las puertas a Cristo y a no tener miedo de

llamarse cristiano, el único papa al que había venerado

de verdad porque era el único que, a sus ojos, encarnaba

el verdadero mensaje de Cristo y porque, en cierto modo,

a él le unía la experiencia de que varios miembros de su

familia habían vivido la guerra en sus propias carnes.

3 Ese período se conoce aún hoy en la historia de Italia como Exarcado.

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Había vivido el pontificado continuador de su sucesor, el

alemán Benedicto XVI, que había simbolizado el resurgir

de los fastos de la época preconciliar, cuando el Vaticano

II, el infausto concilio que había cambiado la mentalidad

de la Iglesia, todavía no había sido convocado por Juan

XXIII.

Había atravesado con toda la Iglesia el período- la

vorágine, como a él le gustaba definirlo- en el que entró

aire nuevo en el organismo con el pontificado humilde

del papa argentino Francisco, que quiso vivir en la

residencia de Santa Marta, diseñada para acoger a los

cardenales en período de cónclave, en vez de en el lujoso

Palacio Apostólico, más preparado para que un papa

viviera allí, dando muchos problemas a los encargados

de su seguridad.

Tras su muerte, había sido durante dieciséis de los

veintitrés años que había durado su pontificado el asesor

áulico del papa Pío XIII, un norteamericano dócil que se

había dejado guiar por el camino aconsejado por sus

consejeros.

Marzoni había ganado la promoción al cardenalato en la

primera hornada del americano, que lo había nombrado

secretario de Estado dieciséis años antes, cuando tenía

cuarenta y cuatro.

Y ahora, cuatro años después de la muerte de Pío, que

se había marchado al Reino de Dios teniendo buen

cuidado de dejarle una carta de recomendación que le

sirvió de escudo para mantener el cargo, el cardenal de

Rávena seguía siendo el secretario de Estado de su

sucesor.

Era este, que había adoptado el nombre de Clemente XV,

nombre olvidado desde el siglo XVIII, un francés que le

había desilusionado porque en sus primeras palabras

desde la logia de las Bendiciones, tras haberse

presentado en el balcón revestido con los ornamentos

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pontificales olvidados en los armarios de la sacristía

vaticana desde los tiempos de Benedicto XVI, había

dicho que quería “que los bienes materiales de la Iglesia

se pongan al servicio de quienes de verdad los necesitan”

lo que, a ojos del secretario de Estado, significaba una

vuelta demasiado peligrosa al tradicionalismo del papa

Francisco.

Marco Marzoni, que había arrastrado consigo el

sambenito de ser demasiado joven para hacer todas las

cosas que había hecho a lo largo de su vida- demasiado

joven para ser sacerdote, pese a lo cual había conseguido

ordenarse a los diecinueve años, demasiado joven para

ser obispo, cargo que había conseguido a los treinta y

siete, demasiado joven para ser arzobispo, cargo que

había conseguido a los cuarenta y cuatro, demasiado

joven para ser cardenal, como lo había acabado siendo a

los pocos meses de ser nombrado arzobispo, y

demasiado joven para ser secretario de Estado a los

cuarenta y cinco- tenía a su espalda el hecho de ser una

de las pocas personas del mundo a la que no le

importaban los comentarios maledicentes que sus

supuestos “hermanos” como el papa Clemente le

obligaba adrede, sabiendo que no le gustaba nada, a

llamar a los cardenales que trabajaban con él en el

Vaticano, hicieran sobre él.

La razón era que había desobedecido sistemáticamente

las órdenes que los papas daban a sus feligreses hasta

que había llegado al Vaticano por la sencilla razón de que

no las consideraba correctas, de modo que había hecho

o dicho lo contrario de lo que se recomendaba hacer o

decir.

En cierto modo, había sido el único obispo que tiraba a

la basura, sistemáticamente, todas las órdenes y

recomendaciones, porque, mientras que otros vivían en

constante temor de la reacción de Roma si desobedecían,

a él esa reacción le daba exactamente igual.

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Hacía lo que quería, y si le decían algo por desobedecer,

que lo hicieran, él no era de esas personas que se

plegaban a los deseos de sus jefes.

De modo que, desde que el sucesor de Juan Pablo II

había subido al solio de San Pedro hasta que él mismo

fue llamado al Vaticano veinte años antes, Marzoni se

había dedicado a contravenir las órdenes y las palabras

llegadas de Roma, y lo mejor era que no le habían dicho

nada, no sabía por qué.

Si Benedicto XVI decía que la familia era el pan de la

vida, allí estaba Marzoni, desde el púlpito de su iglesia

en Rávena, instando a sus feligreses a buscar refugio en

el corazón de las iglesias y consuelo en la mirada del

Cristo sufriente, que, como dijo en una de sus homilías,

“nos dio el primer ejemplo de lejanía al decir las palabras

“Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”

Si el papa Francisco decía que necesitaba pastores con

“olor a oveja”, dispuestos a salir a las periferias y a los

barrios pobres, como había hecho él mismo en Argentina

durante los años de la dictadura de Videla o el represivo

régimen de los Kirchner, Marzoni hablaba claro diciendo

que los sacerdotes debían refugiarse en las iglesias y

limitarse a cumplir con sus deberes.

Después, había llegado al Vaticano como consejero del

papa Pío, que se había dejado guiar como un corderito

manso y al que no le había hecho ningún daño seguir las

recomendaciones de su elitista y joven nuevo secretario

de Estado en vez de continuar con el programa

transgresor de sus predecesores, que casi había llevado

al organismo establecido por Cristo en la Última Cena a

la ruina absoluta.

Allí, en el primer piso del Palacio Apostólico, donde

tradicionalmente residía el secretario de Estado, Marzoni

había dado rienda suelta a su creatividad hasta que llegó

Clemente XV, ya que sus padres le habían educado en el

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fasto de las misas de la época preconciliar, que eran

oficiadas en latín y en las que el sacerdote decía las

oraciones con la cara vuelta al altar y no al pueblo, como

las misas que Marco experimentaba en su casa familiar,

porque había sido educado a la antigua, como él mismo

pensaba que se debía educar a los niños para que, desde

bien chiquitos, conocieran el latín como una lengua que

debía ser aprendida lo quisieran o no.

En la residencia de los Marzoni en pleno centro de

Rávena, Marco había crecido con un sacerdote que,

todos los días, decía misa según el canon antiguo, y,

nada más llegar al Vaticano, se había puesto sin demora

a implementar lo que había vivido de niño en el

organismo más anciano del mundo.

Y no había tenido malos resultados. Había conseguido

que en todas las capillas de la basílica de San Pedro se

dijera misa en latín al menos una vez al día, había

recuperado los oros y los fastos para las grandes

celebraciones que había conseguido frenar la renovación

del Concilio Vaticano II, ya demasiado anticuada.

Mientras los medios de comunicación se echaban

encima de Pío XIII cargándole con los calificativos (poco

apropiados, por otra parte) de anticuado y rompedor de

la tradición, Marzoni, obediente perro faldero, se

quedaba detrás de su amo frotándose las manos, ya que

por fin había conseguido aquello con lo que soñaba,

hasta que llegó Clemente XV y se ocupó de echar abajo

su sueño con el estilo desenfadado que había heredado

de su antecesor, el papa Francisco.

Y con Clemente XV, todo lo bueno que había hecho

Marzoni había resultado tener malas consecuencias.

Nadie pasaba ocho años en el dédalo de pasillos del

Palacio Apostólico, que muchos definían como “una zona

de opacidad dentro de uno de los Estados más opacos

del mundo”, sin hacerse enemigo de varias personas o

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sin que esas mismas personas convirtieran a un

determinado cardenal u obispo en su enemigo, y rara era

la persona que, viviendo y trabajando en el Vaticano, no

tuviera ni un solo enemigo.

Marzoni, particularmente, los tenía a cientos , y era

totalmente consciente de ello, no le importaba en

absoluto, era lo suficientemente joven como para poder

llegar a ser Papa en un futuro próximo, con lo cual todos

los enemigos que tenía se irían al garete en menos de lo

que se tardaba en decir amén en un padrenuestro, y lo

suficientemente anciano y sabio como para saber que

todo pasa, con lo cual, de una manera u otra, los que

eran sus enemigos iban a acabarse yendo cuando

muriera su jefe.

Clemente XV, aunque había llevado consigo a su propia

camarilla de franceses pueblerinos, había optado por

seguir manteniéndole a él como su segundo de a bordo,

en parte porque Pío XIII había dejado una carta

asegurando la posición de su protegido y en parte por

conveniencia personal, ya que el emiliano-romañolo

había sido uno de los cardenales preciosos para que la

candidatura del francés llegase a buen puerto, pero

Marzoni, pese a tener ojos y oídos dentro y fuera de los

muros del Vaticano, no podía hacer nada para parar los

comentarios y las maledicencias que corrían sobre él por

los pasillos.

Todo acabaría pasando, se decía cuando su mente se

veía acosada por los pensamientos acerca de lo que sería

de su futuro cuando Clemente muriera y los cardenales

volvieran a encerrarse bajo los frescos de la Capilla

Sixtina.

Y tenía la sensación de que no sería muy tarde, aunque

el francés gozara de buena salud a los cuatro años

exactos de su elección al solio de Pedro.

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18 SOL Y TINIEBLAS 18

Marco Marzoni se dio la vuelta resueltamente dejando a

los peregrinos absortos en escuchar por megafonía la

irritante voz de Clemente XV, atravesó un pasillo lateral

que desde su despacho llevaba directamente a la parte

privada de sus apartamentos, y entró en su biblioteca, la

habitación de sus apartamentos donde pasaba

deliberadamente la mayor parte de su tiempo, ya que allí

estaba el testimonio vivo de toda una historia, la suya, y

de toda una vida, la suya también.

Le gustaba tanto pasar el tiempo allí, rodeado de

aquellos tesoros manuscritos, que, pese a tener un

hermoso despacho en la sala donde había estado

observando a los peregrinos, había hecho que aquella

estancia se convirtiera en su centro de trabajo, llegando

incluso a recibir a los huéspedes importantes en aquella

sala tan querida para su corazón4.

A menudo, se quedaba despierto hasta altas horas de la

noche, leyendo, ya que esa era una pasión que no hacía

daño y que le encantaba fomentar. Aquella biblioteca era

su orgullo, y hacía todo lo que podía para mantenerla en

buen estado.

Los Marzoni siempre habían cultivado un amor

desmesurado por los libros, desde la época del abuelo de

Marco e incluso antes, cuando, debido a su oficio de

marinos, sus antepasados recorrían los cuatro confines

del mundo trayendo de vuelta a Rávena libros antiguos

entre otras valiosas mercancías, como clavo, especias

variadas, oro o plata.

El cardenal recordaba a su padre, un próspero

constructor de barcos que tenía contactos entre todas

las flotas mercantes de Europa, descalzo y con los pies

4 Habitualmente es el Papa quien recibe a los visitantes en su biblioteca del segundo piso, mientras que el cardenal secretario de Estado, a quien le rinden visita después, los recibe en una sala anexa a su despacho.

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19 SOL Y TINIEBLAS 19

apoyados sobre un cojín, absorto en la lectura de alguna

novela americana de misterio, sus libros favoritos.

La biblioteca de la familia, en la casa de Rávena, según

recordaba el cardenal, era la estancia más grande de la

casa, sólo superada por el salón, y no había centímetro

de la gigantesca habitación en el que no estuviera

presente un libro. Desde que era un niño la biblioteca

también había sido su rincón favorito de la casa, pasión

que había heredado de su padre.

Al ser hijo único, había dispuesto siempre de la

biblioteca para él solo, y había descubierto allí su

vocación sacerdotal, por obra y gracia de su amor hacia

los libros, que ningún niño de cinco años era capaz de

desarrollar tan pronto.

La primera vez que Marco se aventuró en aquella

biblioteca y cogió un libro de teología, le impresionó

tanto que se quedó leyendo a la luz de la chimenea hasta

que el fuego se consumió bien entrada la mañana.

Todavía recordaba y podía oír en su cabeza los gritos

histéricos de su padre, Stefano, llamando a su esposa

para que viera el libro que el niño, sentado

tranquilamente en un sillón ante la chimenea, estaba

leyendo.

Desde entonces, más de dos veces por día, Marco iba a

la biblioteca para buscar nuevos libros con los que nutrir

su ansia de saber, que le había hecho convertirse, con el

paso de los años, en un ávido bibliófilo que andaba

siempre a la caza y captura de nuevas joyas con las que

engalanar su biblioteca, que él llamaba su “santuario del

saber”.

Había sido allí donde, por primera vez, a los cinco años,

leyó con detenimiento, comprendiendo lo que leía, ya que

era superdotado y estaba dotado especialmente para la

comprensión lectora, el estudio que del Cantar de los

Cantares hizo el teólogo alemán Romano Guardini, y le

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20 SOL Y TINIEBLAS 20

dejó tan impresionado que, acto seguido, pasó a devorar

todas las obras de exégesis de los estantes de la

biblioteca familiar ante la mirada un tanto impresionada

de sus padres, que, sin embargo, le dejaron hacer,

encantados con tener un hijo que se interesase en serio

por la fe y la moral.

Y Marco no les decepcionó, dedicando en ocasiones más

de seis horas diarias a la lectura de textos que aún

ahora, más de medio siglo después, continuaba

recordando al dedillo, como el difícil Tratado de las

maneras en que debe ser interpretado y comprendido el

mensaje de Nuestro Señor, del cardenal y santo italiano

Roberto Belarmino, del cual era capaz de recitar

capítulos enteros y del cual había conseguido hacerse

con una dificilísima primera edición, impresa en

Amberes a mediados del siglo XVI, que ahora conservaba

celosamente en una caja fuerte cuyo código de nueve

dígitos no conocía nadie más que él, por miedo a que le

robaran el valiosísimo libro.

Se sumergió profundamente en el estudio de las vidas de

los grandes santos que habían sido los padres de la

Iglesia, como San Agustín, del que leyó hasta que se

cansó de ellas las Confesiones, el libro en el que quien

había sido un disoluto joven y padre de familia contaba

su conversión al catolicismo por obra y gracia de las

lágrimas de su madre, Santa Mónica.

Pero su estudio de los textos que hablaban de Cristo no

hizo más que suscitar en el pequeño Marco un ansia por

saber, por comprender más, de modo que llegó hasta el

fondo de la cuestión cristiana por la vía dura, que era

como a él le gustaba definir la vía del estudio, mediante

la cual devoró durante años varios miles de páginas

escritas en latín clásico y en griego antiguo, idiomas a

los cuales debía su erudición en historia antigua de la

Iglesia.

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21 SOL Y TINIEBLAS 21

Leyó hasta la saciedad la Vida de Cristo, de Giovanni

Papini, y la obra magistral de la teología que, para él, era

la Vida y misterio de Jesús de Nazaret, del sacerdote

jesuita español José Luis Martín Descalzo, y profundizó

en el estudio y la comprensión de la figura de Cristo a

través de la magistral obra Camino de perfección, de

Santa Teresa de Jesús, además de leer en griego antiguo

los textos de Orígenes acerca de la difusión del

cristianismo en los primeros siglos.

Sobre todo la colección de cartas que había cruzado con

el obispo Eusebio de Cesarea, autor de la Historia de la

Cristiandad, había resultado para Marco muy

instructiva, porque le reveló la manera de pensar del

filósofo alejandrino que vivió en el siglo III después de

Cristo.

Siguió leyendo obras de cristología cuando sobrepasó los

diez años, sobre todo las tesis que los teólogos italianos

del siglo XIX habían escrito antes y después del Concilio

Vaticano I, aquel que se celebró entre 1869 y 1870 con

los invasores piamonteses a las puertas de Roma, el

único concilio, junto al de Trento y al de Nicea, por el que

el cardenal sentía algo de respeto, sobre todo porque en

él se había proclamado el dogma de la infalibilidad del

Papa en cuestiones teológicas.

Leyó bastante durante años, mientras investigaba sobre

la pervivencia de la figura primaria de Cristo entre los

primeros seguidores de su religión, acerca de las épocas

en las que el papado no sólo era una institución sin

importancia, sino el organismo más poderoso del

mundo, con poder temporal además de espiritual, y le

interesó sobremanera la cuestión de la familia Borgia,

aquella todopoderosa familia romana de origen español

que dio dos Papas y numerosos cardenales a la Iglesia,

además de ser una de las familias más influyentes de

Roma y de Europa durante los siglos XV y XVI.

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22 SOL Y TINIEBLAS 22

Después, cuando hubo cumplido los doce años, gracias

a su conocimiento del griego antiguo y clásico, el que se

usaba en la redacción de los textos litúrgicos y

teológicos, Marco pudo leer los textos de la Iglesia

ortodoxa, separada de Roma por el Cisma de Occidente

en el año 1054 y que comportó la excomunión mutua

entre los líderes de las dos iglesias, excomunión que no

se levantó hasta después del encuentro entre Pablo VI y

el patriarca Atenágoras, en Jerusalén en 1964.

Le interesó sobremanera, después de dos o tres sesiones

de estudio en profundidad, el concepto del episteme5,

según el cual todos los episodios de la Biblia tienen

conceptos que no se deben discutir si no se conocen en

suficiente profundidad como para entrar en materia,

principio que muchos teólogos ortodoxos obviaban en su

ansia por darse notoriedad.

En otro texto ortodoxo fue donde leyó Marco una

afirmación de San Gregorio Nacianceno según la cual

“debe haber siempre la seguridad de que se tiene

suficiente capacidad de discernimiento como para

diferenciar los argumentos que se usen para contravenir

o apoyar una determinada Verdad” lo que se le pareció

en un primer momento al principio del nosce te ipsum de

los críticos latinos, sólo que aplicado a la religión. Según

ese principio, el hombre debía conocerse de una forma

exhaustiva antes de pasar a hablar de otros hombres.

Pero otros sabios santos griegos, tales como San Máximo

el Confesor, San Juan Crisóstomo, o San Basilio el

Grande, le abrieron las puertas hacia otro mundo que de

otro modo no hubiera podido conocer nunca, la rica

tradición litúrgica de la Iglesia ortodoxa, que había

podido apreciar en sus visitas a Turquía.

San Juan Crisóstomo, en un texto que Marco leyó poco

antes de cumplir los trece años, describía la liturgia

5 Concepto griego que significa “comprensión global” aplicado a los textos bíblicos.

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23 SOL Y TINIEBLAS 23

como “un camino que se divide en tres ramas: hacia el

Reino de los Cielos en el que los ángeles celebran, hacia

el progreso de la liturgia a través de los siglos y hacia el

reino eterno y por venir de Dios” del mismo modo que

San Gregorio Nacianceno escribía que “la liturgia no es

sólo una mera recolección de las palabras y gestos de

Cristo, sino una interpretación viva del mensaje que nos

dio cuando dijo que estaba allí donde dos o tres personas

se reunieran en su nombre”.

El cardenal Marzoni se sentó a su mesa de trabajo,

recogiéndose los faldones de la capa roja, distintivo de

su condición de cardenal, que nunca se quitaba, pues

decía que era peor.

Además, según él, todos los cardenales debían dar

ejemplo de pureza y de orgullo, para lo cual era

indispensable llevar siempre las vestiduras rojas, el color

de la sangre de Cristo que manó de su costado en la

Cruz.

Otros cardenales optaban por vestir una sotana negra

con treinta y tres botones forrados de seda roja, pero él

quería vestirse con la magnificencia propia de un

príncipe de la Iglesia, por lo cual vestía siempre con los

atributos que le correspondía llevar cuando celebraba al

lado del Papa, con casulla, estola, alba y cíngulo.

Y todos los que le conocían le aseguraban que lucía

mejor así que si hubiera optado por la sobria sotana

negra de sus otros colegas, lo que, en vez de alimentar

su ego, le daba pie para aleccionar a todos aquellos que

le visitaban sobre la importancia del buen vestir, pues,

decía, “no se puede pretender que un visitante te vea en

mangas de camisa, ya que se destrozaría la imagen que

tiene de ti”.

En la mesa, además de los tomos sobre geopolítica que

había estado consultando la noche anterior para la

preparación de un trabajo que debía enunciar dos días

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24 SOL Y TINIEBLAS 24

después en la universidad romana de La Sapienza, había

un antiguo mapa confeccionado en la época del Imperio

Otomano por un cartógrafo de Estambul especialmente

cuidadoso con las reseñas de los nombres de cada lugar.

El cardenal suspiró y sonrió mientras inclinaba la cara

para mirarlo más de cerca. Ese mapa llevaba en la

biblioteca familiar más de ciento cincuenta años, el

bisabuelo de Marco lo había adquirido en Estambul en

1890 durante uno de sus viajes a la ciudad del Bósforo

para entrevistarse con varios de sus contactos entre las

flotas mercantes, si bien la factura demostraba que era

bastante más antiguo, de mediados del siglo XVIII, razón

por la cual había que tratarlo con mucho cuidado.

El cardenal se había cansado de verlo expuesto en una

vitrina en la biblioteca de la casa sin que nadie excepto

él se acercara a consultarlo, ya que nadie de la familia

tenía interés en la geografía de las antiguas provincias

otomanas.

De modo que, cuando se ordenó sacerdote y compró su

primera casa, situada en un alto a las afueras de la

ciudad, le pidió a su padre que le dejara llevárselo, junto

con tres centenas de libros que no se usaban y que no

hacían más que ocupar espacio en el trastero del ala

norte de la casa, entre ellos varios textos de las diferentes

corrientes del Islam, como el sufismo, que el cardenal

había estudiado en su niñez para poder aprender árabe

coránico y clásico.

Como era lógico, su padre, que no era capaz de negarle

nada a su niño, como lo seguía llamando a pesar de que

cuando se fue de casa ya había cumplido los diecinueve,

le dio el permiso, igual que se lo había dado durante años

para hacer otras muchas cosas que no tenían nada que

ver con ese mapa.

Desde entonces, Marco Marzoni había llevado el mapa,

cuidadosamente envuelto en un rollo de plástico, a todos

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25 SOL Y TINIEBLAS 25

los destinos que le había tocado ocupar, y ya hacía veinte

años que ornaba esa mesa de la biblioteca o bien una

vitrina situada un poco más atrás, junto a la puerta.

Muy a menudo, el cardenal lo sacaba de la vitrina y lo

extendía sobre la superficie de la mesa para, equipado

con unos guantes de látex, precaución que se debía

tomar siempre al manejar documentos antiguos, pasar

las manos por todos aquellos lugares que habían visto

pasar la historia de tantos pueblos.

Aquella mañana, el cardenal, después de ponerse los

guantes de látex que guardaba bajo siete llaves en un

cajón de su escritorio, fue directo a un punto situado en

la costa levantina mediterránea, en el país que

actualmente recibía el nombre de Líbano, al-Lubnan, en

árabe coloquial, o al-Jumhuriyah al-Lubnaniyah, la

República del Líbano, de manera más culta, el país que

había sido la cuna de la primera gran civilización

conquistadora de la historia, los fenicios.

Sus manos rastrearon el mapa hasta detenerse en un

dibujo que representaba una estribación montañosa

muy alta, el lugar que quería encontrar desde que había

abierto el mapa por primera vez con conciencia de lo que

tocaba.

La estribación aparecía rotulada en turco y árabe con el

nombre de un pueblo, el pueblo en que se originaba su

historia por parte de madre, el pueblo en el que habían

nacido sus abuelos, sus bisabuelos y sus antepasados

por parte de madre hasta donde podía recordar. El

pueblo, en definitiva, donde se había escrito una gran

parte de su historia.

-Ain Zalta- musitó, recordando la primera vez que había

ido allí con sus padres, a aquel pueblecito perdido de la

montaña libanesa, a ciento diez kilómetros de Beirut, en

un rincón tan recóndito que no se sabía llegar si no se

había nacido allí.

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26 SOL Y TINIEBLAS 26

A Marzoni se le llenaron los ojos de lágrimas cuando lo

vio, como lo habían hecho cada vez que él había mirado

ese nombre desde que tuvo conciencia suficiente como

para que su madre le revelara la verdadera historia de

su familia.

Todas las veces que intentaba mirar aquel pueblo y se

proponía no llorar, sus sentimientos le traicionaban, por

la sencilla razón de que, en ese pueblo, se encontraba

una gran parte de su historia, una parte que, por más

que quisiera, no podía obviar así como así.

Allí era donde se había producido uno de los grandes

encuentros de su vida, aunque él no hubiera nacido

cuando se dio.

Allí se habían encontrado su padre y su madre, al poco

de comenzada la guerra civil en el Líbano, cuando el

padre de Marco, Stefano Marzoni, había viajado a Beirut

tras la muerte de su padre para retomar sus contactos

con las flotas de mercantes de la costa levantina.

La madre de Marzoni, Zahra, era la hija pequeña y, por

tanto, la más mimada, de una reputada y respetada

familia cristiana maronita de aquel pueblo, Ain Zalta,

cerca de Sidón, donde según la tradición católica se

había detenido Cristo en uno de sus viajes, el mismo

durante el cual aleccionó a las ciudades de Tiro y Sidón

por su mal comportamiento a los ojos de Dios.

Los libaneses que vivían en Ain Zalta eran muy

puntillosos con su herencia, y a cualquier persona que

visitara el pueblo, le hacían marcharse espantada

después de tres horas de charla acerca del verdadero

lugar de nacimiento del cristianismo, el verdadero lugar

donde Cristo le dijo a Pedro aquellas palabras que eran

el fundamento de la Iglesia católica.

Marzoni sonrió al recordarlas, eran dos de sus versículos

preferidos de la Biblia. Mateo, capítulo dieciséis,

versículos dieciocho al veinte.

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27 SOL Y TINIEBLAS 27

“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y

las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti

te daré las llaves del reino de los Cielos, y todo aquello

que atares en la tierra quedará atado en el Cielo y todo

lo que desatares en la tierra quedará desatado en el

Cielo” palabras sobre las que Marco Marzoni había

centrado su primera homilía como sacerdote en aquel

lejano mes de marzo de 2004.

Zahra fue educada en la escuela americana de Beirut, la

American School for Girls, un internado muy selecto al

que sólo eran enviadas las chicas de la clase alta de la

ciudad o bien las hijas de los diplomáticos destinados en

el Líbano. Zahra no era ni lo uno ni lo otro.

Sin embargo, su padre, Ayman Zawir, que había sido

educado por los jesuitas en el colegio beirutí de Nuestra

Señora de Jamhour, quería para su hija la mejor

educación. Aparte, dos de las hermanas de Zahra,

Nazeera y Alice, estaban ya internas en el colegio, por lo

que la joven se sentiría como en casa.

No tuvo que hacer demasiados esfuerzos para conseguir

pagar las elevadas tarifas, ya que, debido al prestigio de

la familia Zawir, el apellido de soltera de la madre de

Marco, la directora del internado le permitió entrar

dándole la escolaridad prácticamente gratis.

Si había algo que les sobraba a los Zawir, pese a vivir en

un pueblo recóndito de la montaña libanesa, ese algo era

el dinero y la influencia política, pues el abuelo materno

de Marco Marzoni había llegado a ser, en el cargo de

ministro de Defensa, uno de los hombres fuertes

libaneses durante la guerra.

Su familia, que como ya se ha dicho era católica

maronita, era una de las más ricas del pueblo, y su padre

llegó a ser uno de los principales asesores políticos,

antes del comienzo de la guerra, del presidente Suleiman

Franjieh, asesinado nada más empezar la confrontación.

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28 SOL Y TINIEBLAS 28

Ayman, por fortuna, gozaba de un prestigio muy grande

entre los sublevados, y consiguió salvar su vida y la de

su familia sin tener que huir al exilio.

Zahra acababa de cumplir los catorce años, sus

hermanas tenían dieciséis y dieciocho. La joven llevaba

seis años interna en el colegio, que era el único lugar

seguro de Beirut, el único lugar donde las jóvenes no

corrían peligro de ser interrogadas ni hechas prisioneras,

precisamente porque el internado se hallaba bajo

protección de la embajada norteamericana desde hacía

más de cincuenta años.

A medida que fueron acabando sus estudios, Nazeera y

Alice optaron por volver al pueblo, conscientes de que,

aunque el prestigio social de su padre las escudara

contra los peligros de la guerra, estaban cada día más en

peligro conforme avanzaban los enfrentamientos.

Además, decían, su madre les encontraría un buen

marido en el pueblo, y cuando volvieran a Beirut ya

estarían felizmente casadas y puede que hasta con hijos.

Estaban en la flor de la vida, y lo único que hacían, por

lo que nadie podía culparlas de nada, era soñar.

Ninguna de ellas llegó a subirse al autobús que les

llevaría a Ain Zalta. Un francotirador abatió a Nazeera

justo cuando cruzaba la puerta de salida del colegio, y

Alice fue asesinada a sangre fría unos meses después,

cuando la directora le dio permiso para ir al pueblo a ver

a sus padres.

Zahra estaba ante la puerta cuando su hermana cayó, y

durante muchas horas sostuvo su cuerpo

ensangrentado, rezando en árabe, en griego, en arameo,

en todas las lenguas que conocía, para que Dios

permitiera que su hermana volviera a vivir.

Fue inútil. La joven fue enterrada en Ain Zalta el día

después y nadie volvió a recordar su nombre, demasiado

doloroso para todos. La abuela de Marco, Sofiya, la

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29 SOL Y TINIEBLAS 29

madre de Zahra, murió poco después que Alice, pero

Ayman siguió viviendo hasta pasada la primera década

del siglo XXI.

Murió en 2009, a los noventa y cinco años, con tiempo

suficiente de haber visto a su nieto convertirse en

sacerdote. Marco recordaba que había hecho el viaje, a

pesar de su avanzada edad, pocas semanas antes de

cumplir noventa años, para asistir a la ceremonia de

ordenación, y siempre se lo agradeció.

Como consecuencia de la muerte de dos de sus hijas,

Ayman decidió que su niña, su tesoro, como la llamaba,

no debía subir a la montaña en ningún momento, y

encargó a unos buenos amigos que, cuando se acabara

el internado en junio, la llevaran al extranjero para

distraerla. Pero nunca se recuperó.

Marco recordaba a su abuelo materno como un anciano

de largos cabellos blancos que vivía en Beirut cuando él

nació, ya que, cuando la guerra estaba en su punto

álgido, decidió arriesgar su vida trasladándose a vivir

entre el mar y la montaña, reclamado por el presidente

del Líbano en aquel entonces, el general Michel Aoun,

que después pasaría quince años en Francia. Trabajó

cerca de Aoun hasta que se jubiló en 1986, recién

cumplidos los setenta y dos años.

Fue él quien le enseñó a hablar árabe, pues su madre,

que había huido del país apenas concluidos sus estudios

en la Universidad Americana de la capital libanesa,

nunca hablaba de Beirut ni de sus tiempos jóvenes, ya

que le hacía demasiado daño recordar los tiempos felices

de antes de la guerra, porque todo lo que había sido su

vida se echó por tierra tras la muerte de su madre y de

sus hermanas.

Su abuelo también tenía su dosis de dolor, dos de sus

hijas habían muerto y la tercera había logrado escapar

del país, hecho por el que daba gracias infinitas a Dios

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30 SOL Y TINIEBLAS 30

todos los días. A él también se le habían acabado los

tiempos felices, se había quedado sin esposa, su vida se

había echado a perder cuando Franjieh fue asesinado al

poco de empezar la guerra y cada vez tenía menos

esperanzas de que Aoun tuviera un gobierno bueno.

Zahra conoció a Stefano Marzoni cuando tenía dieciséis

años, en 1977. Su futuro marido, tres años mayor que

ella, estaba estudiando Arqueología, además de

continuar con el negocio marinero iniciado por su

bisabuelo y continuado después por su abuelo y por su

padre.

El cardenal Marzoni sabía, pues su padre se lo había

contado, que su abuelo paterno había sido marino de

guerra en los tiempos del rey Víctor Manuel III, y que se

había opuesto fervientemente al régimen de Mussolini,

pese a lo cual consiguió salvar la vida cuando el Duce fue

colgado por los pies en una plaza de Milán.

Como quiera que la embajada italiana estaba a media

calle del internado, en uno de sus desplazamientos,

Stefano, que se alojaba en el edificio diplomático, fue

tiroteado por un soldado apostado a la salida de la

biblioteca del distrito, adonde había acudido para

documentarse.

Ante el ruido de los disparos, las alumnas de la escuela

se habían congregado alrededor del guapo joven que

yacía en el suelo y corría peligro de desangrarse.

La directora de la escuela americana ordenó a dos de sus

alumnas que lo llevaran a un hospital, y una de las que

se ofrecieron voluntarias para hacerlo fue Zahra, que

siempre había sido la más valiente, la que nunca había

temido morir.

No sabía, mientras cargaba en sus brazos con el liviano

joven del cabello rubio cruzado por una cicatriz que ya

se le quedaría allí de por vida, que su destino se quedaría

unido al de ese joven ya hasta la muerte. “Nuestra

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31 SOL Y TINIEBLAS 31

historia de amor” gustaba de decir Stefano Marzoni a sus

amigos, a menudo en presencia de su hijo, “se inició en

una calle de Beirut mientras yo me desangraba”.

Milagrosamente, en aquella salida no le pasó nada, ni a

ella ni a su compañera. Dejaron a Stefano a las puertas

del hospital armenio, que estaba regentado por católicos

maronitas, y regresaron a la escuela, donde continuaron

con sus estudios a la espera del día en que las bombas

cesaran y pudieran por fin recuperar su ritmo de vida

normal, lo que parecía cada vez más difícil, dado que

llegó un momento en que las bombas, los combates y las

guerras de guerrillas se hicieron omnipresentes,

“En el Líbano” recordaba el cardenal Marzoni que le

había dicho su abuelo uno de los veranos que fueron a

Ain Zalta durante tres meses, “nadie ha vuelto a vivir en

paz desde 1975”. Era verdad, y Marzoni lo sabía muy

bien, sabía que nadie estaba a salvo en el Líbano, sobre

todo en la montaña, tan parecida al maquis de los

combatientes de la Guerra Civil Española.

Los que no habían emigrado durante la guerra y habían

tenido bien el valor o bien la obligación de quedarse

siempre habían vivido atemorizados, porque, aunque la

guerra terminó en 1989, el Líbano había seguido

viviendo con un constante temor, sobre todo con motivo

de la cruenta y rápida guerra del verano de 2006 que los

libaneses conocían como la Guerra de Julio.

Stefano se recuperó rápido, y en diez días pudo volver a

trabajar de nuevo con la documentación que había

recopilado en la biblioteca del distrito, documentación

que, confiaba, le permitiría saber algo más acerca de los

asentamientos fenicios de aquella zona costera del

Líbano.

Sin embargo, por más que se enfrascaba en todos

aquellos complicados papeles llenos de grafías árabes

que le costaba mucho comprender, por más que visitaba

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32 SOL Y TINIEBLAS 32

las excavaciones arqueológicas más conocidas del

Líbano cerca del mar para intentar encontrar el rastro

de los barcos que le decían que se habían hundido allí,

por más que hacía excursiones para intentar quitarse de

la cabeza el día en que lo habían tiroteado, no conseguía

olvidarse del fugaz destello de color castaño claro que

percibió cuando unos médicos se lo llevaron en brazos

hasta la sala donde le operaron.

Había abierto los ojos cuando lo dejaron ante la puerta

del hospital armenio y había visto por unos instantes el

rostro de Zahra. En cuanto le dieron el alta y le

permitieron ir a la embajada, le faltó tiempo para

averiguar todo lo que pudo y algo más sobre ella, lo que,

por otra parte, no fue difícil, ya que en Beirut todo el

mundo conocía, aunque viviera interna, a la hija del

coronel Ayman Zawir, que había perdido a dos de sus

hermanas en un tiroteo como aquel del que él mismo

había conseguido salir ileso.

Al enterarse de que Zahra había perdido a dos hermanas

en un tiroteo, Stefano, que ya tenía en la cabeza su cara

y que se había formado el secreto propósito de conseguir

su mano para poder casarse con ella y trasladarse a vivir

a su natal Rávena, encontró la excusa perfecta para

visitarla cuando estuviera libre o cuando estuviera

estipulado que fuera el día de visita.

Como consumado galán (en el instituto y en la

universidad había tenido tal cantidad de novias que se

había ganado el mote de Casanova) no estaba dispuesto

a dejar que se le pasara una oportunidad como aquella,

para una vez que se le presentaba Cupido y le daba con

una de sus flechas, viviendo como vivía a media calle del

internado.

Le daría el pésame y, de paso, le preguntaría si su padre

tenía algo en contra del matrimonio entre personas que

profesaran diferentes credos de una misma religión.

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33 SOL Y TINIEBLAS 33

El día de visita en la American School for Girls era el

jueves, y la casualidad quiso que el día que Stefano se

propuso ir a visitar a Zahra para darle el pésame por la

muerte de sus hermanas fuera miércoles, de modo que

sólo tuvo que esperar un día.

Pero los italianos tenían un ansia irreprimible y no

podían esperar, de modo que Stefano no pudo dormir.

Cuanto más intentaba arrebujarse bajo las sábanas de

sus aposentos en la embajada italiana, cuanto más

intentaba olvidar el rostro de la joven que le había

salvado la vida, más se le clavaba en la mente el destello

que había conseguido percibir cuando le dejó a las

puertas de aquel hospital.

Pasó esa noche preparando un par de frases de

compromiso en árabe, las únicas que sabía decir, y a la

mañana siguiente, tras haber comprado un ramo con

doce rosas rojas y doce margaritas blancas, los colores

del Líbano, se encaminó a ver a su amada platónica, a la

que había mandado aviso con un correo diplomático de

la embajada de que quería darle las gracias además del

pésame.

Zahra, acostumbrada ya desde que, a los ocho años, sus

padres la enviaran a Beirut, a tratar con todo tipo de

personas, no sólo con mujeres, se arregló todo lo bien

que pudo, ya que era la primera vez que recibía una

visita que no fuera de sus padres.

Con la ayuda de la directora del internado, escogió un

vestido color azul cielo que realzaba todavía más, le dijo,

el color de sus ojos, se los delineó con kohl, el tinte que

las mujeres árabes se ponían en los ojos para parecer

todavía más hermosas, se mojó bien el pelo color caoba

con aceite de oliva y, cuando al fin creyó que estaba lo

suficientemente presentable como para no espantar a su

visitante, se fue al patio, donde ya las otras alumnas

departían animadamente con sus padres o con otros

visitantes.

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34 SOL Y TINIEBLAS 34

Stefano, avergonzado porque era la primera vez que

sentía amor verdadero por una chica y no se sentía con

fuerzas para dejarla ir sin romperse el corazón y no poder

vivir por el resto de su vida, estaba en un rincón

apartado del patio, con el ramo de rosas y margaritas en

una mano, rezando para que su enamorada apareciera

de una vez y repitiendo una y otra vez las frases en árabe

que le iba a decir para darle el pésame y las gracias.

Su acento árabe era medianamente pasable, pero no

dejaba de corregirse a sí mismo porque no creía que la

manera en que pronunciaba las palabras fuera la misma

en que las pronunciaban los oficiales de la embajada, la

mayor parte de los cuales eran hablantes nativos de

árabe, por lo que era normal que las pronunciasen con

menor falta de acento.

Cuando Zahra se aproximó a él al ver que llevaba flores,

como le había anunciado en la carta que le habían

llevado desde la embajada italiana, a Stefano se le subió

la sangre a las mejillas y a la cabeza y se puso tan

nervioso que empezó a balbucear palabras sin sentido,

tanto en árabe como en italiano, francés e inglés.

Su enamorada era diez veces más hermosa de cuanto se

la había imaginado, aunque la verdad era que apenas la

había visto cuando lo dejó, junto a su amiga, a la puerta

del hospital armenio.

Para colmo, la primera pregunta que le dirigió Zahra, en

inglés, ya que no estaba segura de si su visitante hablaba

francés, terminó de hacerle ver las estrellas, pues no se

imaginaba que supiera tanto sobre él.

La joven, como era lógico, había preguntado al hombre

que había llevado la nota desde la embajada quién la

enviaba, y se había informado sobre Stefano, por lo que

sabía que era arqueólogo y marino.

-¿Qué buenos vientos le han traído hasta aquí?

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35 SOL Y TINIEBLAS 35

Stefano se quedó mudo, sin saber qué decirle y con el

ramo de flores en la mano, indeciso acerca de si dársela

en ese momento, ante la mirada de todas las alumnas y

de sus familiares o enamorados, o retirarse a un rincón

un poco más apartado, pues había oído que los libaneses

eran extremadamente decorosos con lo que tenía que ver

con las declaraciones de amor o las peticiones

importantes.

Al ver que su visitante no hablaba y se debatía tragando

saliva e intentando hablar una y otra vez sin conseguirlo,

Zahra le hizo una de las preguntas que se le habían

ocurrido al saber que iría a visitarla:

-¿Es usted un ajnabi6?

Como es lógico, al no hablar árabe correctamente,

Stefano desconocía esa palabra que sólo conocían los

hablantes del dialecto libanés del árabe, de modo que se

limitó a musitar las palabras de condolencia que le

habían enseñado los funcionarios árabes de la

embajada.

Zahra sonrió tímidamente. Nunca había visto a un

extranjero que le hablara en árabe, aunque había que

reconocer que el acento de esa persona era bastante peor

el que tendría un hablante nativo como ella.

Pese a todo, lo agradeció con un sentido asentimiento de

cabeza y le dijo que le tendría en sus oraciones, como

acostumbraban a hacer los amigos de sus padres cada

vez que estos les daban una buena noticia o también una

mala.

Pasaron entonces a hablar de las cosas serias, porque a

la joven le habían enseñado que, cuando un hombre

fuera a visitarla con un propósito, cualquiera que este

6 Ajnabi (femenino ajnabieh, plural ajnabu´un) palabra del dialecto libanés levantino del árabe que designa a un extranjero venido del Lejano Occidente, que para los libaneses es la orilla del Mediterráneo que comprende España, Portugal, Francia e Italia. Los restantes países tienen su propio apelativo en árabe.

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36 SOL Y TINIEBLAS 36

fuese, el verdadero propósito que albergaba era el de

casarse con ella, aunque lo escudara tras unas cuantas

frases corteses sin sentido, así que fue ella quien tuvo

que tomar la iniciativa.

Cuando le dijo un sí rotundo, Stefano, que no sabía que

Zahra tenía ya mucha experiencia en el arte de la

declaración amorosa por sus lecturas de novelas

románticas, se quedó paralizado, asombrado de que ella

hubiera sido capaz de adivinarle el pensamiento cuando

apenas había empezado a hablar, y le preguntó si era

una médium o una bruja que tenía contacto con los

espíritus.

Al oír eso, Zahra se rió y sonrió, conmovida por la

ingenuidad de su guapo pretendiente. La verdad era muy

otra, pero Stefano jamás la sabría, porque ella se cuidó

muy mucho de revelársela, pues no sabía nada de la

infinita sabiduría popular libanesa.

Ayman le había dicho muy seriamente cuando la mandó

al internado ocho años atrás que, si alguna vez se le

presentaba un pretendiente así, no importaba que

estuvieran en guerra, tendrían que ir los dos al pueblo a

pedir su bendición para el matrimonio. Era una tradición

popular libanesa, y según una leyenda, quien no la

cumplía abocaba la desgracia y traía las artes del diablo

sobre el matrimonio.

La joven no era supersticiosa, pero siempre le habían

enseñado que había que cumplir las tradiciones, y ya

había visto cómo las cumplían sus dos hermanos

menores, que tenían doce y trece años y a los que,

siguiendo la tradición del pueblo, habían casado con

chicas menores que ellos unos meses antes.

De modo que, tras asegurarle que su padre no opondría

al matrimonio, ya que al fin y al cabo ambos cónyuges

eran católicos, Zahra pidió permiso a la directora para

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37 SOL Y TINIEBLAS 37

ausentarse por unos días y quizás, le reveló, para

siempre.

Cuando la buena mujer la miró con consternación sin

saber lo que quería decir, Zahra le confesó que quizás se

casaría en cuanto su padre le diese su bendición. La

directora, que seguía soltera a los cincuenta años, la

miró con una envidia sana, pero le dio el permiso para

viajar a su pueblo.

Cuando ambos se bajaron del autobús en Sidón,

renombrada por las autoridades, que querían borrar

toda referencia bíblica del suelo del Líbano, como Saida,

Ayman Zawir esperaba a su hija y al que pronto se

convertiría en su yerno, flanqueado por sus dos hijos

menores, Ahmad y Suleiman, al que le había puesto el

nombre en honor a su jefe asesinado dos años antes, que

había sido su padrino de bautismo.

Zahra no pudo reconocer al principio a aquel anciano de

cabello canoso flanqueado por dos mozos altos y fuertes,

y sólo cuando abrió los brazos para abrazarla se dio

cuenta de que aquel hombre al que miraba era realmente

su padre.

Tenía sólo sesenta y tres años, pero ya parecía un

anciano de ochenta. Las muertes de sus hijas y de su

esposa habían hecho mella en su alma, y aunque sus

hijos menores, sus dos varones, los que llevarían su

apellido y se lo transmitirían a sus descendientes,

estaban allí para cuidarle, acompañados de sus

respectivas esposas, Ayman ya no tenía ganas de vivir y

se sentía como un viejo amargado, sin nada que hacer,

relegado excepto para unos pocos actos en los que se le

hacía una única mención honorífica.

Su actividad política, que volvería a resurgir en los años

ochenta como consejero de Michel Aoun, parecía

acabada dos años después de comenzarla, por la sencilla

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38 SOL Y TINIEBLAS 38

razón de que aquel al que Ayman había servido con

dedicación y fidelidad había muerto.

Hacía dos años que Suleiman Franjieh había caído

asesinado bajo las balas de un terrorista armenio y que

toda su familia había huido del país hacia el exilio, triste

realidad de la que él, por fortuna, había conseguido

salvar a los suyos, ya que, aparte de las dos hermanas

de Zahra que habían sido asesinadas en Beirut y de la

esposa de Ayman, la familia Zawir seguía entera y en pie,

reunida alrededor de su cabeza visible.

Ayman, sin embargo y pese a estar pletórico de energía

a los sesenta y tres años, no tenía ganas de hacer nada,

quería morir como había muerto su mentor y protector

político, que hacía ya dos años que yacía en una tumba

preparada especialmente para él en la ermita de San

Marón, en el claustro del monasterio maronita de Deir

Mar Maroun7, a ciento cincuenta kilómetros de Beirut.

Ni siquiera la noticia de que Zahra iba a contraer

matrimonio con un católico de rito romano le alegró. Lo

único que dibujó un esbozo de sonrisa en su ajado y

taciturno rostro fue la decisión que tomó Stefano, que en

un principio, para no desarraigar a su enamorada, había

pensado en pedir licencia a su padre para no continuar

con el negocio marinero iniciado por su abuelo e

instalarse en Beirut, donde tenía previsto que nacieran

los hijos que Dios quisiera darles a él y a su esposa.

Sin embargo, al ver que el Líbano no estaba en

condiciones de ser el país adecuado para que crecieran

unos niños y que Ayman quería que su tesoro estuviera

seguro en otro país, Stefano se concienció de que, si

quería tener un matrimonio feliz, lo mejor era trasladarse

a Italia inmediatamente después de la boda, que sin

7 El monasterio de Deir Mar Maroun está situado en el valle del río Orontes, que en la actualidad se conoce como al-Assi, uno de los cuatro ríos que, según la tradición bíblica, regaban el jardín del Edén. Es uno de los lugares más hermosos del Líbano, y sus monjes fabrican un vino autóctono que es uno de los más afamados de la zona.

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39 SOL Y TINIEBLAS 39

embargo, para su extrañeza, debía celebrarse, como dijo

Ayman, en Ain Zalta, el pueblo de donde era originaria

la novia.

Las tradiciones maronitas, le confesó Zahra una noche

después de cenar con su padre, sus hermanos menores

y sus cuñadas, exigían que tanto las mujeres como los

hombres de una familia permanecieran en el pueblo

hasta el día después del matrimonio, pues las mujeres

de la familia debían colgar las sábanas ensangrentadas

del balcón de la alcoba nupcial tras la primera noche de

cohabitación para demostrar que la novia seguía siendo

virgen.

El día 15 de diciembre de 1977, cuando Zahra acababa

de cumplir los diecisiete años y Stefano estaba a tres

semanas de celebrar su vigésimo cumpleaños, ambos

contrajeron matrimonio delante del obispo de Baalbek,

la ciudad adonde tenía pensado retirarse Ayman cuando

estuviera seguro de que su hija había abandonado el

país que la había visto nacer, en la iglesia parroquial de

Ain Zalta.

Al día siguiente, después de cumplir escrupulosamente

con la tradición, como ordenaban los cánones

maronitas, volvieron a coger el autobús para Saida y,

una vez allí, otro autobús para Beirut que les dejó

directamente en el aeropuerto. Tres horas después,

estaban a bordo del primer avión con destino a Roma,

desde donde cogieron un tren con destino a Rávena.

Cuando estuvo seguro por un contacto que había ido a

acompañarles al aeropuerto de que su hija y su yerno

habían abandonado Beirut, Ayman respiró tranquilo por

primera vez en dos años, sabiendo que había cumplido

lo que le prometió a su mujer cuando esta murió.

Al día siguiente, tras ponerles un telegrama deseando

que hubieran llegado bien a Italia, el anciano despidió a

sus hijos y nueras, cerró la casa del pueblo y, en vez de

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40 SOL Y TINIEBLAS 40

ir a Baalbek, bajó a Beirut, donde residiría hasta su

muerte, aunque continuara pasando los veranos en la

montaña.

Sería la última vez en doce años que Zahra vería el

Líbano, pues, a pesar de que Marco nació en 1985, su

madre no quiso regresar a Beirut hasta el final de la

guerra civil, en 1989, por miedo a que pasara algo

mientras se encontraban allí y a que no pudieran volver

a Italia por verse bloqueados por las fuerzas de la

guerrilla.

Por la misma razón, y aunque quería que su hijo

estuviese orgulloso de ser medio libanés y de llevar

sangre fenicia en las venas, no empezó a hablarle en

árabe hasta que su padre le dijo que no era peligroso

hacerlo.

Así, Marco, que a partir de ese momento desarrolló un

talento especial para los idiomas que se vio

incrementado después por sus estudios en el extranjero,

creció desde los cuatro años con el árabe como segunda

lengua, y le debía a su madre el hablarla sin acento. Al

mismo tiempo, Zahra alternaba el árabe con el francés y

el inglés, y así el niño aprendió ambas lenguas como si

fuera un nativo.

Justo cuando recibió la noticia de que los combates

habían cesado y el país volvía a estar en paz, Zahra pidió

a su marido que fueran al Líbano a ver a su padre para

que, de paso, el anciano conociera a su nieto y, al mismo

tiempo, Marco entrara en contacto con la cultura

levantina, la cual llevaba en la sangre.

Y así, Stefano, que ya era un hombre maduro, aunque

sólo tenía treinta y dos años cuando regresó al Líbano,

sacó los billetes encantado de poder complacer a su

mujer. Además, a él también le apetecía ver la tierra

donde se conocieron él y su mujer, y cuánto habría

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cambiado desde que la abandonaron aquella mañana de

doce años antes.

Aunque sólo tenía cuatro años en el momento de su

primer viaje a la tierra de su madre y de sus ancestros

maternos, el cardenal Marzoni recordaba como si

hubiera sido el día anterior cada detalle del viaje, desde

que despegaron de Roma en un avión de la BOAC, la

única aerolínea que cubría en aquellos años la ruta entre

Roma y Beirut, hasta que llegaron al pueblo, donde las

mujeres se habían reunido para dar la bienvenida a

aquella mujer que, pese a llevar doce años viviendo en el

extranjero, nunca dejaría de ser una de las suyas, una

levantina nacida y criada en Ain Zalta, en aquel remoto

pueblo de la montaña libanesa.

Recordaba el miedo transparentado en la mirada de su

madre mientras recorría con los ojos cada lugar del

pueblo, las miradas de las mujeres del pueblo

clavándose en aquel niño pequeño que no se soltaba de

la mano de su madre, vestida con una abaya8 negra,

pues había oído que, en su país, al menos desde 1977,

la gente se había vuelto mucho menos tolerante, la

primera pregunta que les dirigió a sus paisanos, mejor

dicho, la primera súplica, rogándoles que no

consideraran a su hijo como un ajnabi.

El ruido de la puerta de la biblioteca abriéndose, aunque

lo hizo suavemente, sacó al cardenal Marzoni de sus

recuerdos. El eclesiástico, siempre obsesionado con los

detalles y el buen vestir, se colocó bien la cruz pectoral

de oro sobre la sotana y miró hacia el quicio de la puerta,

donde ya le esperaba su secretario, el monseñor libanés

Nasrallah Maroun Maarkouf9, a quien había escogido 8 Abaya (plural abayieh): prenda de ropa muy usada en el mundo árabe que cubre todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los pies, con un cierre a la altura del cuello que se puede bajar. Es mucho más utilizada en la zona levantina que la burka, una prenda similar pero que cubre todo el cuerpo, con una rejilla a la altura de los ojos. 9 Habitualmente, los libaneses tienen tres nombres: el principal, por el que se les conoce en familia y que es el que usan para todos los propósitos oficiales, el segundo, que suele atribuirse a alguno de los santos locales, y el apellido. Algunas veces, sin embargo, el nombre del santo (Charbel, por ejemplo, o

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42 SOL Y TINIEBLAS 42

por recomendación de una de sus feligresas, que le hizo

notar que ellos dos eran de los pocos en Rávena que

tenían origen libanés.

Cuando se enteró de que Maarkouf había sido ordenado

sacerdote, Marco Marzoni lo hizo inmediatamente su

secretario, y ahora hacía doce años que el joven de

treinta y cinco vivía con él en Roma y se había convertido

en su mano derecha.

-Es la hora, Eminencia- musitó monseñor Maarkouf

entrando en la biblioteca, pero con cuidado de no sacar

a su jefe de la tarea en la que se hallaba inmerso.

-¿Tan pronto ha decidido Su Santidad salir hacia Castel

Gandolfo?-Marzoni miró su reloj de pulsera. Eran tan

sólo las dos. Muy a menudo, cuando se trasladaban a la

residencia de verano, no solían salir hasta las cuatro o

las cinco. No esperaba un cambio tan radical en el

horario de Clemente XV, un Papa de costumbres fijas.

-Todos los coches esperan ya en San Dámaso,

Eminencia. Maarkouf se inclinó y, rodilla en tierra, besó

el anillo de su superior en señal de respeto. Marzoni le

tocó la cabeza en señal de bendición y le ayudó a

levantarse.-Si a Vuestra Eminencia le parece bien,

podríamos ir marchando ya hacia el patio.

-Sea, pues- Marzoni cogió el mapa sin quitarse los

guantes de látex, que se había vuelto a poner después de

que su secretario le besase el anillo, lo enrolló

cuidadosamente y lo guardó en un tubo que monseñor

Maarkouf, siempre diligente y atento a sus necesidades,

cogió y se metió en uno de los bolsillos de la sotana.

Había hecho bien eligiendo a ese joven, pues era el único

con quien podía hablar en árabe y recordar los pueblos

de la cordillera montañosa del Sanino.

Maroun) es el único precediendo al apellido. Cuando hablemos de monseñor Maarkouf a partir de ahora, nos referiremos a él o por Nasrallah o por monseñor Maarkouf, ya que el segundo nombre se suele obviar y sólo consta en partidas de nacimiento.

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Al contrario que él, Maarkouf sí era originario del Líbano,

donde había nacido en 2010, pero había emigrado a

Italia con sus padres, católicos de rito romano que, no

obstante, le habían puesto el nombre de Maroun, para

mostrar su respeto por el credo maronita, y el nombre de

Nasrallah, que en árabe quería decir “el elegido de Dios”

para mostrar también el respeto por el mundo

musulmán.

Marzoni salió a buen paso de la biblioteca y, atravesando

los pasillos de las oficinas de la Secretaría de Estado,

bajó junto a su secretario al patio donde lo esperaban

todos los demás cardenales y también el Papa.

En el patio de San Dámaso, tal como había dicho

monseñor Maarkouf, ya estaban todos los coches, y la

mayoría de los otros cardenales que trabajaban en el

Vaticano ya estaban montados en ellos. Sólo faltaba el

Papa.

Marzoni lo vio incluso antes de poner el pie en el patio

de San Dámaso. El robusto Clemente XV, a los setenta y

cuatro años, aparentaba poco más de cincuenta. Alto y

delgado, se mantenía enhiesto como un junco.

Marzoni, que había comido con él incontables veces

desde que, cuatro años antes, el francés se trasladara al

Palacio Apostólico, se asombraba de la calidad de la

mesa pontificia, comparada con la austeridad que

reinaba en tiempos de Pío XIII, que gustaba de bromear

con los invitados mientras comía.

Clemente, en cambio, gustaba de mortificarse con

frecuentes ayunos y penitencias, algo que Marzoni no

compartía, pero suponía que se debía a los diecisiete

años que el Papa había pasado como nuncio en Malawi,

una de las repúblicas más pobres de África, donde se

quitaba el pan de la boca para dárselo a los pobres que

pululaban por las calles o hacían guardia a las puertas

de la nunciatura, mendigando migajas, que era lo poco

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44 SOL Y TINIEBLAS 44

que tenían con el nuncio que había precedido a

Clemente.

Por fortuna, diecisiete años, aunque a algunos les

pudieran parecer toda una vida, no eran tanto, y Pío XIII,

que era muy inteligente pese a parecer un mono bien

amaestrado, había librado al Papa francés de ese

suplicio cuando Clemente llevaba tanto tiempo en

Malawi que ya se le había olvidado cómo hablar francés,

pues usualmente se comunicaba con sus subalternos en

swahili y los contactos con la Santa Sede los hacía en

inglés, lengua que había sido la oficial en Malawi hasta

la independencia del Imperio Británico en 1970 y que

aún ahora, casi ochenta años después, continuaba

siendo hablada, leída, escrita y entendida por más de

cuatro quintas partes de la población.

-Santidad- saludó Marzoni en francés, la lengua materna

de Clemente y también una de sus propias lenguas

maternas, inclinándose para besar el Anillo del

Pescador, la joya que simbolizaba el poder espiritual y

temporal del Papa.

-Levántese, levántese, mi buen y fiel cardenal Marzoni, y

dígame si prefiere acompañarme, como corresponde al

secretario de Estado del Santo Padre, o bien ocupar uno

de los coches que ya están dispuestos- le atajó Clemente

tomándole de manera campechana por el brazo para que

se levantara.

Marzoni se quedó atónito. Verdaderamente aquel Papa

francés tenía salidas de lo más incomprensibles. Nunca,

en los cuatro años que llevaba en el solio de Pedro,

nunca antes le había preguntado si quería acompañarle

en su viaje de veintisiete kilómetros al suroeste de Roma

en helicóptero, aunque cuando viajaban fuera de Roma

y era un viaje que requiriese su presencia10, Clemente

10 Habitualmente, el secretario de Estado sólo acompaña al Papa en sus viajes fuera de Italia, mientras que los que tienen lugar en la península itálica competen al sustituto de la Secretaría de Estado, a no ser

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sabía que tenía que dejarle ocupar su puesto en el

helicóptero.

Nunca había reclamado que ocupase el lugar que

correspondía al secretario de Estado, y a menudo la

tripulación del avión en que el Papa realizaba sus viajes

al extranjero ni siquiera reconocía su cara, porque

Marzoni era experto en deslizarse tras los otros

miembros del séquito papal.

Por eso, la pregunta de Clemente, que tan natural le

hubiera sonado en otras circunstancias, de no ser por la

desconcertante actitud del francés, le dejó pasmado.

-Pero, Santidad- reaccionó el emiliano-romañolo, que

sabía muy bien cómo y cuándo resultar confundido,- las

plazas del helicóptero de Vuestra Santidad están todas

completas ya. Quiero decir… el prefecto de la Casa

Pontificia y el regente tienen que viajar con vos, y a mí

jamás se me ocurriría despojarles de su puesto.

-No os preocupéis por eso, buen amigo- Clemente sonrió

y le tomó el brazo con gesto amable.-El trigésimo primer

regimiento de la Aeronáutica Militar italiana ha tenido a

bien proporcionarme un helicóptero de un tamaño algo

mayor a lo usual. De manera que, si no me equivoco-

reflexionó mirando a su propio secretario, un monseñor

de color que se había llevado de Malawi cuando Pío le

nombró prefecto de la Congregación para los Institutos

de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica-

todavía hay dos plazas más, que bien podrían servir para

que viajaseis conmigo vos mismo y vuestro secretario. De

modo que- volvió a interrumpirse- sólo tendréis que

recorrer kilómetro y medio para ir hasta el helipuerto, y

creo que hay suficiente espacio para hacerlo en el coche

del Papa.

que el propio Papa quiera estar acompañado por su segundo de a bordo o que el viaje en cuestión competa a los deberes del secretario de Estado.

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46 SOL Y TINIEBLAS 46

La respuesta de Clemente, bien articulada y con

sustancia, dejó aún más atónito al antiguo arzobispo de

Rávena, que tenía fama de no asombrarse fácilmente,

pero la ocasión lo merecía más que nunca, porque

aquella era la primera vez que el Papa, habitualmente

tan conforme con las normas del protocolo, hacía varias

cosas que se salían de lo normal.

El anciano no sólo le invitaba a hacer con él el viaje en

helicóptero, sino que también le invitaba a compartir su

propio coche, el que tenía matrícula SCV 1 y estaba

diseñado y designado para uso exclusivo del Papa, para

recorrer los mil quinientos metros que mediaban entre el

patio de San Dámaso y el helipuerto. Nunca dejaría de

sorprenderle. Una ocasión así bien merecía ser

aprovechada, de modo que inclinó la cabeza servilmente.

-Si ese es vuestro deseo, Santidad, mi secretario y yo

estaremos encantados de acompañaros a vos y al séquito

de la Casa Pontificia- musitó con aquel tono servicial que

tan bien se había encargado de enseñarle Zahra después

de la primera visita que habían hecho al Líbano, país

donde las personas mayores eran consideradas dioses.

-¡Pues claro que ese es mi deseo, mi buen amigo!-

Clemente le agarró el brazo tan fuerte que Marzoni creyó

que le iba a estrujar el hombro.-Es mi deseo que, puesto

que apenas hemos compartido tiempo estos últimos

meses, aprovechemos los veinte minutos de vuelo para

que me pongáis al día de los asuntos que merecen

revisión en la Iglesia.

“Bueno, ya volvemos a ser normales” pensó el cardenal,

que se temía muy mucho que el Papa aprovechara la

veintena de minutos que duraba el vuelo para ponerse a

contar sin descanso sus batallitas africanas, cosa a la

que era muy aficionado.

El coche de Su Santidad iba en cabeza de la comitiva, y

era el único entre todos los demás que llevaba una

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47 SOL Y TINIEBLAS 47

bandera vaticana que permitía identificarlo como el

vehículo del Papa. Marzoni nunca había montado en él,

prefería hacer uso de su vehículo personal, color azul

oscuro, proveniente del elegantísimo autoparco

vaticano11 , con matrícula SCV 2, el que sólo tenían

derecho a usar el secretario de Estado y su círculo

personal.

Por eso, cuando tomó asiento en la parte de atrás del

vehículo, le sorprendió que casi se diera con la cabeza en

el techo. Dado que medía más de metro ochenta, tenía

ese pequeño problema con los techos de los coches, pero

por lo general no eran tan graves como con ese coche en

particular. Tras él, monseñor Maarkouf resopló.

También él, midiendo más de metro ochenta, había

tenido un problema para meterse en aquel vehículo. Sin

embargo, el Papa se introdujo en el reducido espacio sin

problemas, Marzoni podría jurar que hasta lo hizo de

una manera muy ágil.

“Si este viejo puede entrar sin dificultades aquí y

Nasrallah y yo tenemos que hacer malabares para caber,

tiene que haber algo que yo esté haciendo mal” pensó el

cardenal mientras se ataba el cinturón de seguridad y

miraba cómo el patio de San Dámaso se alejaba

lentamente.

También miró hacia atrás, para cerciorarse de que el

resto de coches que transportaban a los demás

cardenales seguían al del Santo Padre. Era como se lo

había imaginado. Dieciocho coches, dos de los cuales

tenían matrícula diplomática del Vaticano mientras que

11 El autoparco vaticano provee de vehículos a los cardenales que residen en el Vaticano de forma permanente y a los ciudadanos vaticanos, y a menudo muchos cardenales poseen más de un vehículo. Los habitantes de Roma, ellos mismos muy dados al dispendio, han cambiado las siglas de la matrícula de los vehículos SCV (Estado de la Ciudad del Vaticano) por Se Cristo Vedesse, que en italiano significa “si Cristo lo viese”. Habitualmente los cardenales no usan esos coches, sino otros con matrícula de Roma. El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, por ejemplo, usa un coche con matrícula ROMA 70470.

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48 SOL Y TINIEBLAS 48

los otros dieciséis tenían matrícula de la ciudad de

Roma, completaban la larga comitiva de automóviles.

Dos de los cardenales que faltaban, el cardenal Maurice

Roufel, prefecto de la Administración del Patrimonio de

la Sede Apostólica, y el cardenal Giuliano Vercellesi,

presidente del Governatorato del Estado de la Ciudad del

Vaticano, estaban ya en el helipuerto, desde donde

volarían en otro helicóptero hasta Castel Gandolfo. La

costumbre lo exigía así, también Pío XIII volaba con

Marzoni en el helicóptero principal mientras que otros

dos cardenales lo seguían en otro aparato próximo.

Marzoni se acordaba de aquellos días como de los más

infernales de su vida. Nunca le había gustado volar en

helicóptero, el ruido de las palas y de las aspas al

moverse hacía imposible todo tipo de conversación. Al

Papa, sin embargo, le encantaba ese aparato, decía que

era como volar en un molinillo de viento. A Marzoni no

le parecía tan gracioso, sobre todo cuando él había visto

muchos más aparatos de ese tipo que el francés y, si

debía permitirse la licencia, mucho más peligrosos.

Beirut, durante los años que siguieron a la guerra civil,

era patrullada día y noche por helicópteros de combate

norteamericanos que, de tanto en tanto, dejaban caer a

dos o tres soldados armados con pistolas que disparaban

con balas de goma para dispersar a la población.

Más de una vez, cuando visitaban al anciano Ayman

Zawir en Beirut durante el verano o el menor período de

vacaciones escolares del que se disfrutara en Italia,

Marco había tenido que correr por las calles, de la mano

de su madre cuando era pequeño y solo ya de más

mayor, para evitar que una de esas balas de goma le

alcanzase en cualquier parte de su cuerpo. Por eso el

recuerdo de los helicópteros le hacía tanto daño al

cardenal, y si podía permitírselo, esquivaba cualquier

oportunidad de volar en aquellos aparatos.

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49 SOL Y TINIEBLAS 49

El coche del Papa bordeó la réplica de la gruta de

Lourdes que Juan XXIII había traído de Francia un año

antes del Concilio Vaticano II y se paró justo delante de

una superficie en forma de triángulo de color amarillo

que tenía grabada, también en amarillo, una gran letra

H.

Era el helipuerto vaticano, instalado justo detrás de la

muralla de León IV, y justo delante de la superficie del

lugar había una estatua a tamaño natural de la Virgen

Negra de Czestochowa, mandada colocar por Juan Pablo

II, que le tenía una gran devoción a la patrona de su país

y que siempre se despedía de ella o iba a visitarla cada

vez que iba o volvía de un viaje al extranjero.

Marco Marzoni también tenía una gran devoción a la

Madre de Cristo bajo esa advocación, aunque nunca

había estado el tiempo suficiente en Polonia como para

acabar de comprender la devoción de los polacos hacia

esa Virgen que era poco menos que un símbolo nacional.

Por supuesto, había visitado el santuario en varios viajes

a Polonia y había celebrado la misa en la gran explanada

fuera de la basílica, y hablaba polaco como un nativo

podía hacerlo, había aprendido el idioma antes de que le

comunicaran que, después de su ordenación sacerdotal,

sería recibido por Juan Pablo II, en una audiencia

privada.

El serio monseñor que le comunicó la noticia le advirtió

de que ese no era un privilegio del que muchos pudieran

alardear, y le aconsejó prepararse bien e ir vestido con

corrección, y Marzoni le tomó la palabra.

Aprendió polaco en apenas dos semanas, y el día

señalado por el monseñor, estaba en la puerta de Santa

Ana a la hora convenida, pues no sólo iba a tener el

privilegio de besar la mano del Papa junto a otros

muchos peregrinos después de una audiencia general,

como era la costumbre, sino que el Papa polaco le iba a

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50 SOL Y TINIEBLAS 50

recibir como se recibe a un jefe de Estado, con todos los

honores debidos, en la biblioteca privada del segundo

piso.

Marzoni recordaba como si hubiera sido el día anterior

la primera vez que se había encontrado con Karol

Wojtyla, había sido un sueño hecho realidad, ya que, por

mucho que su padre había intentado conseguir una

audiencia para toda la familia, el Vaticano no se había

mostrado receptivo, y ahora, él solo se iba a encontrar

con la cabeza visible de la Iglesia.

Quizás por eso, cada detalle de la audiencia, que gozó de

la inusual duración de cuarenta minutos, toda una

heroicidad dado el estado de salud del Papa en aquellos

años, se le había quedado grabado a fuego en la mente.

El Papa tenía ochenta y cuatro años, estaba en la recta

final de la vida, pero todavía gozaba de una lucidez

extraordinaria. Ya no podía caminar, pero le recibió

sentado en un sillón y le dirigió una breve alocución,

como hacía con todos los que iban a visitarle.

Después, le invitó a sentarse a su lado y lo primero que

hizo fue tomarle la mano entre las suyas, en ese gesto

suyo tan característico que le hacía parecer más un

simpático abuelo que un líder religioso y espiritual.

Después, le pidió que le hablara de su vida, y por primera

vez Marzoni, que no había hablado de los horrores que

le había tocado vivir de niño, se abrió, lo que, con otra

persona que no fueran sus primos, sus tíos o sus padres,

dado su natural reservado, le hubiera costado mucho

hacer.

Le dijo que él también había visto la guerra, el dolor y la

segregación, le habló de su abuelo, que seguía vivo y

estaba en Roma en ese mismo momento, le habló de su

madre, una libanesa que había perdido a dos de sus

hermanas y que, tras haber escapado de su país dos

años después del comienzo de la guerra, se había negado

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51 SOL Y TINIEBLAS 51

a regresar a su país hasta que terminó el conflicto bélico,

y, sobre todo, le habló del tiroteo que había sufrido su

padre en una calle de Beirut y de que su madre le había

salvado de la muerte junto a otra amiga de su escuela

americana, los recuerdos que, a lo largo de diecinueve

años, sus padres y su abuelo le habían transmitido,

pues, al ser el hijo de aquel tesoro que había escapado

del fragor de la guerra, había sido el nieto, el sobrino y

el primo que había tenido preeminencia sobre todos los

otros, aunque sus primos, que no le sacaban casi años,

siempre se habían llevado bien con él.

Después de escuchar su historia, el Papa se mostró

conmovido, y aunque le costaba mucho hablar, dijo en

polaco una frase que a Marco se le había quedado

grabada y que todavía recordaba más de cuarenta años

después de haberla oído de labios del Santo Padre.

“Esto tiene que acabar” había dicho Juan Pablo II. “No

se puede pretender que haya un mundo bueno si a los

niños les toca vivir los horrores de la guerra”.

La voz de Nasrallah le sacó de sus cavilaciones. El Papa

ya estaba fuera del coche, pero todavía no había

saludado a los cardenales Roufel y Vercellesi, que sin

embargo estaban a pie de automóvil para saludarle.

-¿Por qué nos ha tenido que tocar viajar con el Papa?-

protestó monseñor Maarkouf, que a veces tenía una voz

muy infantil que a su jefe le encantaba.-Cuando

viajamos en nuestro coche no nos toca aguantar todo

este ceremonial.

-¿Acaso te incomoda, Nasrallah?- El cardenal Marzoni

siempre llamaba por su nombre de pila a su secretario,

en vez de dirigirse a él por el título de monseñor que le

correspondía.-No te preocupes, sólo serán veinte

minutos.

-No me incomoda, Marco- Cuando estaban solos, a pesar

de que en la biblioteca su secretario le había llamado

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52 SOL Y TINIEBLAS 52

“eminencia” el cardenal y su secretario solían llamarse

por sus nombres de pila.-Es solo que me sentiría mejor

si viajáramos solos, en nuestro coche, sin preocuparnos

del tiempo.

-Aquí tampoco nos preocupamos- Marzoni, con un ágil

salto, salió del coche y apoyó los pies en el suelo muy

rápido, en menos de una décima de segundo. El Papa

estaba saludando al cardenal Vercellesi, como mandaba

el ceremonial, así que al secretario de Estado le tocaba

saludar al otro cardenal, el francés Roufel, miembro de

la camarilla del pontífice, que antes de llegar al Vaticano

había sido el número dos del episcopado francés en su

época de arzobispo de Marsella, nombramiento con el

que Pío XIII lo había recompensado después de diez años

de inútil vegetación de obispado en obispado en la

antigua zona cátara de la Galia.

Marzoni le había conocido en una visita que hizo a

Francia para presidir un congreso en Lourdes al que

asistían todos los obispos franceses, y no le había

parecido demasiado comunicativo.

Ahora, cuatro años después de que llegara al Vaticano,

el francés y él habían hecho amistad, y era uno de los

pocos miembros del Colegio Cardenalicio en los que el

secretario de Estado podía confiar sin preocuparse de

que le traicionaran.

-¿Cómo va todo, Raymond?- le preguntó Marzoni

mientras intercambiaban los ósculos de la paz.

-Bastante bien, a Dios gracias- sonrió el cardenal

presidente de la Administración del Patrimonio de la

Sede Apostólica- aunque con mucho trabajo debido a las

sesiones de control mensuales que le hacemos a la

banca. Parece que nuestro Santo Padre está obsesionado

con hacer llegar grandes sumas de dinero a los pobres

de Malawi y del resto de África.

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53 SOL Y TINIEBLAS 53

Era cierto, y Marzoni lo sabía porque también a él el

asunto del dinero le daba frecuentes quebraderos de

cabeza, y no sólo en sentido figurado, sino que cada mes

perdía ochocientos euros de su sueldo personal por un

capricho del Papa.

El alma de Clemente había quedado tan tocada por el

drama que supusieron sus diecisiete años de nunciatura

en Malawi que, cada mes, desde que había ascendido al

solio de San Pedro, al Papa le había entrado la

cabezonería de instituir una colecta en todo el mundo

para los niños de aquel país y para sus familias, llegando

a donar un anillo pastoral de los que había usado

cuando era prefecto de la Congregación para los

Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida

Apostólica.

Marzoni, precisamente, había donado treinta y ocho mil

cuatrocientos euros en esos cuatro años, a razón de

ochocientos euros por mes, y el Papa se quitaba

literalmente el pan de la boca para dárselo a los pobres

de aquel recóndito país africano que les había obligado a

visitar a todos los miembros de la Curia Romana en un

viaje que había hecho a África a los pocos meses de ser

proclamado Sucesor de Pedro, para, según les había

dicho, “hacer que Sus Eminencias experimenten la

misma tristeza que pasé yo durante diecisiete años”.

Marzoni había viajado, como en cada ocasión en la que

tomaba parte en un viaje pontificio y gracias a un

privilegio otorgado por Pío XIII, acompañado por

monseñor Maarkouf, y pensaba, no sin razón, que ni a

él ni al joven libanés se les podría olvidar el hedor que

imperaba en las calles de Lilongwe, o los niños

arrojándose a los pies del antiguo nuncio y rogándole,

como hicieron cuando se marchó a Roma, que se

quedase con ellos para siempre.

Por fortuna, sólo estuvieron cinco días en Malawi,

porque si se hubieran quedado más tiempo, el ítalo-

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54 SOL Y TINIEBLAS 54

libanés y su secretario no hubieran podido resistir las

ganas de salir por pies de allí. En cierto modo, Marzoni

veía en Clemente XV a una prolongación tanto del papa

Francisco como de su antecesor, Benedicto XVI, a quien

le daba por llamar a África, de forma no exenta de

ingenio, “el continente de la esperanza”.

El cardenal secretario de Estado, tras haber estrechado

la mano del cardenal Vercellesi y haberse despedido con

una inclinación de cabeza de su colega francés, subió la

pasarela del helicóptero y se introdujo en la aeronave,

donde el Papa y los miembros de su séquito ya estaban

cómodamente instalados.

Pero en vez de sentarse al lado del Santo Padre, a quien

le gustaba ocupar el sitio más cercano al frente para

poder disfrutar de las vistas, monseñor Maarkouf y su

superior se sentaron el uno al lado del otro en un sillón

de cuero blanco al fondo del helicóptero, para poder

hablar tranquilamente en árabe sin que nadie les

molestara, pues al cardenal le parecía que la excusa que

había puesto Clemente para invitarle a compartir con él

el viaje no era más que eso, una excusa.

Cuando los rotores empezaron a girar y las palas del

aparato empezaron a moverse, elevando el helicóptero en

el aire, Nasrallah y Marco cerraron los ojos a un tiempo,

pues ninguno de los dos podía soportar el ruido infernal

del aparato hasta que estabilizase su posición.

Cuando abrieron de nuevo los ojos, el cardenal Marzoni

y su secretario vieron los jardines del Vaticano

convertidos en una minúscula mancha verde en la

distancia. Nasrallah, después de un suspiro de alivio

porque no hubiera pasado nada malo, sacó el rosario y

propuso que empezaran a rezarlo. Así, el viaje pasó en

un santiamén.

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55 SOL Y TINIEBLAS 55

II

A vista de pájaro, Castel Gandolfo no era más que otro

pueblo situado a las afueras de Roma, sin que nada lo

distinguiera de otros tantos pueblos que podrían parecer

gemelos a él, o al menos eso le parecía al cardenal

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56 SOL Y TINIEBLAS 56

Marzoni, que era incapaz de distinguir unos de otros,

desde el aire y sin carteles, los pueblos de la campiña

romana.

Pero, a medida que el aparato blanco se iba aproximando

a tierra con un ruido infernal, se empezaban a distinguir

gritos y voces, parte de la algarabía que se montaba cada

vez que el Papa, el vecino más ilustre de la localidad, se

dignaba hacer una visita al campo del Lazio.

Desde Semana Santa, es decir, desde marzo pasado, el

Papa no iba a Castel Gandolfo a descansar, lo que

significaba que los castellanos le habían echado mucho

de menos. Ahora, el pontífice les iba a dar todo el

espectáculo que desearan.

Cuando el helicóptero se posó en la pista de aterrizaje

situada a dos kilómetros del palacio pontificio, los otros

vehículos todavía no habían llegado, pero el helicóptero

en el que viajaban los cardenales Roufel y Vercellesi

aterrizó unos segundos después. Marzoni y su secretario

respiraron a un tiempo, pero al mismo tiempo se

cruzaron una explícita mirada que quería decir:

“Estamos listos para afrontar el manicomio”.

Jamás les había gustado ese corto viaje que se veían

obligados a realizar cada vez que al Papa le daba la gana,

preferían el largo vuelo hasta Beirut y, una vez allí, el

paseo en coche de dos horas de duración, ascendiendo

por la montaña hasta llegar a Ain Zalta, el pueblo de la

familia materna del cardenal, donde cada año pasaban,

a ser posible, unas tres semanas de vacaciones que

aquel año se verían adelantadas si Dios quería y el Papa

podía prescindir de ellos.

Además de por las razones sentimentales, Marco

Marzoni tenía otro motivo para querer ir a Ain Zalta.

Desde la muerte de su padre dos años atrás, a la

envidiable edad de ochenta y seis años, su madre, que

ahora tenía ochenta y cinco, había decidido regresar al

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57 SOL Y TINIEBLAS 57

pueblo que la vio nacer, habida cuenta de que el Líbano

había dejado hacía mucho tiempo de ser un país

peligroso. Desde siempre había dicho que, el día en que

su esposo muriera, ella regresaría a su país, donde

esperaba morir en paz, rodeada de sus sobrinos y de las

amigas que habían estudiado con ella en Beirut.

Dicho y hecho, después del entierro de Stefano Marzoni,

que, como era lógico, había sido presidido por su único

hijo, Zahra Zawir Marzoni había tomado el avión desde

Roma con destino a Beirut y una vez allí había ido en

autobús hasta lo más alto de la montaña, donde estaba

situado el pueblo en el que había nacido y en el que

reposaban sus padres, Ayman y Sofiya, y sus cuatro

hermanos, Alice, Nazeera, Suleiman y Amir.

De los cinco hermanos nacidos del matrimonio de sus

padres, sólo ella quedaba viva, y le había prometido a su

padre que regresaría para hacerles compañía cuando ya

nada la atara a la tierra en la que había vivido exiliada

desde 1977. Y sólo la muerte habría podido forzarla a

incumplir su promesa.

Cuando llegó al pueblo, había abierto la casa que Ayman

cerró al trasladarse a Beirut y vivía allí desde entonces,

aunque tomaba muchas veces el autobús para ir a ver a

sus sobrinos, los primos del cardenal, que vivían en la

capital libanesa con sus esposas, ya que sus hijos se

habían instalado en el extranjero con sus propios

retoños.

Pese a ser anciana, Zahra no había perdido ni un ápice

de la vitalidad que la caracterizaba, y a su único hijo le

encantaba pasar tiempo con ella, porque rescataba las

historias que ya le había contado un montón de veces y

daba largos paseos junto a él y a Nasrallah por los

jardines y por la montaña mientras rezaban el rosario en

árabe o en arameo, la lengua litúrgica de los católicos

maronitas.

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58 SOL Y TINIEBLAS 58

Cuando estaba con su madre, Marco no tenía miedo de

hablar en árabe, porque sabía que, aunque había nacido

en Italia, en el Líbano estaba con su gente, no era un

ajnabi como lo eran otros que llegaban buscando la

magia de la antigua Fenicia. Pese a ser sólo libanés a

medias, el cardenal secretario de Estado, que tenía doble

nacionalidad, se sentía muy orgulloso de su sangre

árabe, y a menudo hablaba muy en serio sobre retirarse

a la tierra de sus mayores cuando le llegara la hora de la

jubilación, para vivir una vejez tranquila y sin

obligaciones, a menos que fuera elegido Papa, en cuyo

caso tendría que vivir en Roma hasta su muerte, ya que

a él no se le pasaría por la cabeza en ningún momento

renunciar, como había hecho Benedicto XVI a la misma

edad que ahora tenía su madre.

Se le había quedado grabada una frase que el antiguo

secretario de Juan Pablo II y arzobispo emérito de

Cracovia dijo cuando se avecinaba el cónclave que eligió

al papa Francisco, y la había hecho su lema personal, si

bien en su escudo figuraba otro.

Recordaba esas palabras treinta y dos años después de

que fueran dichas: “De la Cruz no se baja”, del mismo

modo que Juan Pablo II había dicho en una ocasión que,

para redimir a la humanidad, a Cristo no se le ocurrió

bajarse de la Cruz.

Marzoni tenía esa misma idea si se convertía en Papa.

Aunque sufriese de Alzheimer o de cualquier otra

enfermedad grave, se mantendría al frente de la barca de

Pedro hasta que Dios le diese vida, ayudado de su fiel

Nasrallah, a quien quería no como a un hijo, sino como

a un hermano mucho menor.

Marzoni y su secretario, que se habían quedado

rezagados mientras el Papa y su séquito caminaban

hacia el palacio pontificio para que el anciano pudiera

asomarse a la ventana y bendecir al pueblo, iban

acompañados del cardenal Roufel, que había vuelto a

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59 SOL Y TINIEBLAS 59

unírseles al aterrizar, ya que ellos no tenían que

someterse al engorroso ritual de los saludos por parte de

las autoridades civiles y militares competentes.

El cardenal Vercellesi, en cambio, sí se había unido al

Papa para los saludos, su papel de presidente del

Governatorato exigía su presencia. Había sido otro

presidente del Governatorato el que, treinta y dos años

antes, había saludado al Papa Benedicto XVI a su llegada

a Castel Gandolfo pocas horas antes de su renuncia

definitiva.

En el helipuerto habían saludado al Santo Padre el

alcalde de Castel Gandolfo, el honorable Ruggiero

Scandolfini, el vicario de Roma, el cardenal Federico

Spartaglio, que se había trasladado allí desde el Vaticano

dos horas antes, para evitar la marabunta de coches

oficiales, y el obispo de la diócesis de Albano, a cuya

circunscripción estaba adscrito el pueblo de Castel

Gandolfo y a quien, por tanto, correspondía el honor de

dar la bienvenida al pontífice.

Todos ellos, siguiendo el estilo de Clemente, que Marzoni

conocía con los ojos cerrados, tendrían garantizada una

audiencia privada en la biblioteca pontificia en los

próximos días, y a buen seguro el Papa se acercaría a la

sede de la diócesis en visita pastoral, como había hecho

ya otros años.

El cardenal secretario de Estado odiaba el ritual de las

visitas y las audiencias con la gente que estaba en Castel

Gandolfo, pero si a algo se aprendía después de pasar

veinte años tras los muros del Vaticano, ese algo tenía

un nombre poco extraño, disimular. Y al Papa le

encantaba hacerse presente en medio de la gente. Todos

los domingos, al menos desde que Marzoni lo

acompañaba, el papamóvil panorámico tenía,

imperativamente, que estar listo en la entrada del

palacio para permitir a Clemente darse su baño semanal

de multitudes, un ritual que, al menos durante las

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60 SOL Y TINIEBLAS 60

vacaciones de verano, no le podía faltar al Papa, si no lo

hacía se ponía huraño y no hablaba con nadie durante

dos días.

A veces, Marzoni y su secretario podían quedarse a salvo

de la marabunta de ancianos, hombres, mujeres y niños

de todas las edades que inundaban la plaza central de la

ciudad, pero otras veces no les quedaba más remedio

que acompañar a su jefe supremo en su paseo triunfal,

y entonces no quedaba más remedio que ponerse la

“máscara de la cordialidad” como llamaba Marzoni a la

expresión que se dibujaba en su cara siempre que tenía

que salir al exterior en Castel Gandolfo, y estrechar

manos y repartir besos de paz y besos en anillos a

discreción.

Y luego, cuando volvían, el Papa celebraba misa en una

capilla muy sencilla que había hecho instalar al aire libre

en los jardines del recinto del palacio y a ellos no les

quedaba más remedio que concelebrar. Las únicas dos

veces que Marco se había atrevido a cuestionar la

conveniencia de ese ritual semanal, el Papa le había

respondido con una larga charla llena de invectivas que

tenían que ver con el trabajo que había hecho en África

y los paseos de domingo entre el pueblo de las aldeas

pobres de Malawi y las misas en los barrios pobres de la

capital.

Cuando su superior se ponía a hablar del trabajo que

había desempeñado “sin ayuda de nadie y con el dinero

que Roma enviaba en sumas raquíticas” Marco y

Nasrallah, que sufrían de insomnio crónico, conseguían

adormecerse, porque la voz del Papa era tan monótona

que dormía a cualquiera.

Incluso en los discursos y homilías, Clemente no era

capaz de cambiar su voz de anciano cansado, que no

podía haber sido mejor en ninguna circunstancia,

porque sólo le cambiaba en los viajes, en los que de

repente tenía una voz potente, como por arte de magia.

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61 SOL Y TINIEBLAS 61

Marzoni conocía cientos de casos de personas que

habían estado roncando a pierna suelta durante una

audiencia papal o durante una misa al aire libre o en la

basílica, porque eran incapaces de mantenerse

despiertos.

Esa era otra de las cosas que el secretario de Estado, que

tenía una voz muy potente que no dejaba indiferente a

nadie, pensaba cambiar si tenía posibilidades de llegar

al trono de San Pedro.

Nadie podría dormirse en sus sermones, y si por

casualidad alguno o alguna lograban hacerlo, de seguro

les esperaría una severa reprimenda impartida por

Marzoni en persona. En todos sus viajes por el mundo,

y había viajado bastante, nunca nadie se había dormido

en sus homilías, sino que todos habían aguantado bien

despiertos hasta el final para darle las gracias por la

magnífica prédica que les había ofrecido.

El Palacio Apostólico de Castel Gandolfo era más

pequeño que su hermano del Vaticano. Benedicto XVI

había vivido allí durante dos meses mientras se

preparaba el monasterio donde se había retirado tras su

renuncia, y el papa Francisco, con su campechano estilo,

le había dicho que eran hermanos y no le había

permitido cederle el puesto de preferencia cuando

rezaron juntos, como mandaba el protocolo.

Marzoni, que entonces era un joven párroco en Rávena,

había anatematizado el comportamiento del Papa desde

el púlpito de su parroquia, y todos sus feligreses habían

estado de acuerdo con él en que ese no era el

comportamiento esperado de un pontífice.

La ventana a la que tradicionalmente se asomaba el Papa

para rezar el Ángelus durante su permanencia veraniega

en la campiña romana estaba abierta de par en par, e

incluso desde el pasillo que llevaba al despacho de

Clemente se oían las voces de los castellanos, que

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62 SOL Y TINIEBLAS 62

aclamaban a su Papa y reclamaban que saliera para

poder verle y darle la bienvenida.

Nasrallah Maarkouf miró a su superior con gesto de

fastidio mientras recorrían los últimos centenares de

metros detrás del Papa, que ya estaba abriendo las

manos en su universal gesto de abrazo antes incluso de

llegar a la ventana. Marzoni le devolvió la mirada y le

tranquilizó:

-Cuando yo llegue a Papa, si es que llego, todo este

espectáculo se acabará- sonrió. Era increíble cómo su

mente y la de su secretario parecían estar y de hecho

estaban de acuerdo en todo absolutamente.-El pueblo

me verá, sí, pero no como ven ahora a este pobre anciano

que ve en el mostrarse como en una feria una especie de

servicio a Cristo. Dejemos, pues, que disfrute de su

momento de gloria.

El Papa pidió que pusieran un micrófono a su altura,

antes de subir un escalón especialmente preparado para

él para que la gente pudiera verle. Incluso con la ventana

abierta, su metro sesenta y cinco de estatura no era

suficiente para dejarse ver.

A Benedicto XVI le pasaba lo mismo, recordó Marco al

ver la patética escena, otra de las muchas cosas que no

podía soportar cuando vivía allí, pero no a Juan Pablo II,

que no necesitaba de alzadores para dejarse ver, aunque

en los últimos tiempos había necesitado una silla de

ruedas hidráulica (aunque a los pocos que quedaban del

pontificado del Papa polaco les gustaba llamarla el “trono

rodante” de Su Santidad)

El metro ochenta y cinco de estatura de Marzoni no sería

problema una vez que pudiera llegar al trono de San

Pedro, aunque quizás tuviera que pedirle al sastre que

tradicionalmente confeccionaba las prendas pontificias

que hiciera un juego largo, porque le constaba que la

sotana larga le había quedado corta a Juan XXIII y a

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63 SOL Y TINIEBLAS 63

Juan Pablo II, ambos pontífices de los más altos que

había tenido la Iglesia.

-Queridos hermanos, heme aquí un verano más, para

convertirme en vuestro humilde vecino y para recibir

vuestro cariño y vuestra fe- empezó a hablar el Papa, que

siempre se dirigía así, en plural y en masculino, a los

congregados, incluso si había mujeres entre la

asamblea, lo que era usual, pero tampoco frecuente,

porque Clemente había dejado dicho en la primera de

sus encíclicas que el papel de la mujer era demostrar su

fe en casa y en la iglesia, pero no en la calle.

Ese no era un texto que el cardenal Marzoni, que

reverenciaba a las mujeres por encima de todo, hubiera

podido redactar o ni siquiera aprobar. El machismo de

Clemente, que ningún Papa había llegado a exhibir en

tal cantidad, había llegado al límite de lo soportable

cuando, en medio de una homilía que había pronunciado

con ocasión de una de las Jornadas de la Vida

Consagrada, había dicho que las mujeres deberían

hacerse todas monjas para dedicar su vida a Cristo y

llegar vírgenes no sólo al matrimonio, sino a la vejez.

-Durante este verano, espero poder recibir vuestras

visitas, de las que me sentiré muy orgulloso puesto que,

con ellas, testimoniáis el amor que le tenéis al Sucesor

de Pedro- El acento francés que Clemente le imprimía a

su italiano nunca se había conseguido erradicar.

Marzoni odiaba el gangueo que el Papa disfrutaba

imprimiendo a cada una de sus frases.-Además, este

verano se intensificarán mis visitas a las diócesis

cercanas a esta residencia, de modo que ya podéis ir

preparando las basílicas, las catedrales y las parroquias

para recibir una visita del Papa.

“Al menos no ha mencionado quién le va a acompañar”

suspiró Marzoni, contento porque quizás ese verano se

vería libre de la tediosa ocupación que le suponía estar

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64 SOL Y TINIEBLAS 64

al lado del Santo Padre en esas aburridas visitas.

“Espero que este verano designe un equipo diferente”.

-Espero que este anuncio os llene de alegría- continuó

diciendo el Papa, y Marzoni empezó súbitamente a

prestar atención.-El cardenal Marco Marzoni, mi fiel

secretario de Estado, devolverá a sus casas a los niños

libaneses que todos vosotros habéis cuidado con tanto

amor y dedicación durante estos últimos dos años.

Una sonrisa se dibujó en los rostros del cardenal

Marzoni y de monseñor Maarkouf. Por fin el Papa les

encomendaba una misión que tenía que ver con su

patria. También el programa de acogida de niños

libaneses había sido idea del Papa, aunque Marzoni

había tenido mucho que ver en ello. Cuando el Líbano se

había visto afectado por una invasión turca dos años

atrás, muchas familias libanesas habían sido

deportadas a Ankara para trabajar en diversos oficios, lo

que supuso que también los niños fueran trasladados a

Turquía.

Dos meses después de la invasión, el Papa, instigado e

influenciado por Marzoni, viajó a Ankara para tener

varias conversaciones con los líderes del gobierno. Fruto

de estas conversaciones fue el que más de cuatrocientos

cincuenta niños libaneses salieran de Turquía para

refugiarse en Castel Gandolfo, donde dieciséis familias

les dieron asilo.

Por fortuna, Turquía había liberado el Líbano después de

un año de invasión, y las familias habían reclamado, como era lógico, a sus hijos. Ahora el Papa consentía en

devolvérselos, acompañados por el secretario de Estado.

Marzoni casi se puso a dar saltos de alegría, pero se con-

tuvo. Algo le decía que, después de algo bueno como lo

que acababa de anunciar Clemente, iba a venir algo muy malo, que no le gustaría nada.

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65 SOL Y TINIEBLAS 65

-Tenéis que saber, por si no lo sabíais ya- el Papa llevaba

diez minutos hablando con esa voz dulce y con un retin-

tín francés que Marzoni detestaba- que para que vues-tros hijos adoptivos puedan regresar al Líbano, vosotros

tenéis que ir a la embajada de su país a pedir un visado.

Mientras esas formalidades y otras se cumplimentan, el secretario de Estado os ayudará con todo lo que sea po-

sible.

Lo del visado era mentira, punto, y el cardenal no sabía

cómo los castellanos podían creérselo, aunque el Papa

siempre había tenido una extraña facilidad para que todo el mundo se creyera sus mentiras. Marzoni había

viajado al Líbano incontables veces desde 1989, y en nin-guna de esas ocasiones había sido necesario pedir un

visado en la embajada libanesa en Roma.

Lo que quería el Papa era retrasar la marcha de los niños para que las familias disfrutaran mucho más tiempo de

ellos. Marzoni estaba seguro de que, si los padres pedían

un visado, con todas las formalidades que eso conlle-vaba, podían pasar más de cuatro meses, cuatro meses

que él pasaría sin visitar a su madre.

"En fin, dejemos que disfrute de su mentira" dijo en su

mente el cardenal, cruzando una mirada explícita con su

secretario. "Tengo clara una cosa, con niños o sin niños yo me voy al Líbano en una semana"

*

Al día siguiente, mientras desayunaba junto a monseñor Maarkouf en el salón privado de sus aposentos en el Pa-

lacio Apostólico de Castel Gandolfo, al cardenal Marzoni le dieron una sorpresa poco agradable en forma de lla-

mada telefónica del Papa. Clemente XV le convocaba

para una reunión en sus propios aposentos en media hora.

Con él, precisó su secretario privado, el encargado de ha-cer la molesta llamada, estarían el cardenal Raymond

Roufel y el cardenal Heinrich Zulwinger, antiguo arzo-

bispo de Berlín y ahora visitador apostólico de las con-gregaciones de fieles maronitas de Roma, un cargo que

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66 SOL Y TINIEBLAS 66

a Clemente, en su infinita inteligencia, se le había ocu-

rrido crear para fastidiar a su secretario de Estado.

Según el Papa, que no sabía nada del Líbano ni de sus costumbres, no era de recibo que, mientras sus otros

hermanos sacerdotes católicos no se casaban, los sacer-

dotes maronitas no tuvieran impedimento para casarse antes de la ordenación, por lo cual había decidido emitir

un motu proprio restringiendo las libertades de los cató-licos maronitas residentes en Roma, y especialmente de

los sacerdotes. "Si viven aquí en Roma" había dicho Cle-

mente, "y si como dicen están en plena comunión con la Iglesia católica, no les quedará más remedio que some-

terse a mi autoridad".

Marzoni no había visto todavía el texto, pero estaba se-guro de que la exigua comunidad maronita de Roma, ya

castigada con un visitador apostólico, se volvería contra su pastor supremo y sólo reconocería la autoridad de su

líder en el Líbano, el patriarca maronita de Antioquía.

Marzoni, siendo de madre maronita, sabía demasiado bien los riesgos que comportaría para ambas partes el

que Beirut rompiera con Roma. Sería un cisma, y quién

sabe si Beirut acabaría arrastrando con ella a todas las demás iglesias, como la de Babilonia, con sede en el

siempre conflictivo Irak, o la de Alejandría, en Egipto, siempre mortificada por los atentados de los islamistas.

Debía evitar correr ese riesgo como fuera, y si para ello

tenía que hacerlo por la fuerza, no dudaría en emplear todas sus fuerzas. Él, de quien su madre se sentía tan

orgullosa, de quien presumía ante sus vecinas, se había

convertido en el segundo de a bordo de un Papa corrupto que amenazaba con destruir los cimientos de la Iglesia y

volver a crear una esposa de Cristo a su medida.

Justo cuando hubieron acabado de desayunar, sonaron

tres golpes en la puerta del salón. Marzoni, contrariado

porque había dado orden de que no le molestaran bajo ningún concepto, se preguntó si sería el cardenal Roufel,

que venía a acompañarle a la audiencia con el Papa.

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67 SOL Y TINIEBLAS 67

Pese a ser francés, el antiguo arzobispo de Marsella, a

quien tantos años de inútil batalla con montañas de di-

nero habían curtido en otro tipo de diálogos, no se en-tendía bien con Clemente, a quien no le debía nada más

que el haberlo sacado de aquel vertedero infernal en el

que se había convertido Marsella cuando Clemente fue nombrado prefecto de la Congregación de los Institutos

de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica.

Si se daba un cónclave al año siguiente o en dos años,

Marzoni ya sabía a quién debía apoyar, pese a que cono-

cía muy bien los riesgos que supondría tener a dos papas franceses seguidos ocupando el solio de San Pedro. El

antiguo cardenal François Boulemier, que se había con-vertido después en Clemente XV, había sido un hombre

razonable con el que hasta parecía entretenido dialogar,

pero las vestiduras papales le habían hecho cambiar.

Marzoni se preguntó si alguna vez él también sería cam-

biado por las vestiduras blancas. Sólo conocía un caso

de Papa a quien la sotana blanca no le hubiera hecho cambiar su forma de pensar: Juan Pablo II, que siguió

siendo igual de abierto y comunicativo en Roma como lo era en Polonia.

Marzoni abrió la puerta del salón él mismo. Fuera quien

fuese el que le visitaba media hora antes de una audien-cia en la que podía prever fácilmente gruesas nubes de

tormenta, le despacharía en diez minutos y luego corre-

ría a los brazos del Santo Padre y de los cardenales Rou-fel y Zulwinger.

Se llevó una sorpresa considerable al ver que quien aguardaba en el umbral no era el cardenal Roufel, sino

uno de sus más viejos amigos en el Vaticano, el cardenal

croata Franjo Peric, que ya estaba jubilado pese a que sólo contaba setenta y tres años. Antes de retirarse para

una jubilación dorada en la residencia de verano de los Papas, Peric había sido uno de los pocos que se habían

mantenido fieles al estilo de Pío XIII cuando Clemente

subió al trono de San Pedro con sus innovaciones, desde

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68 SOL Y TINIEBLAS 68

el cargo de prefecto de la Congregación para el Culto Di-

vino y la Disciplina de los Sacramentos.

El Papa se lo quitó de en medio poco después de llegar a lo más alto, cansado de que el culto siguiera las mismas

directrices que en la época de su antecesor, y nombró al

frente de aquella congregación a un cardenal italiano de dudosa reputación cuyo único mérito había sido el de

votarle en el cónclave en el que había resultado elegido. Cuando Peric le pidió que le dejara retirarse a Castel

Gandolfo, el francés le miró como si se hubiera vuelto

loco, pero al final le dio permiso para que viviera una jubilación dorada en la villa de verano de los Papas,

siempre que estuviera alejado de él y de sus consejeros.

Al principio, cuando Clemente le había preguntado por

qué debería tomar ni siquiera en consideración la peti-

ción del cardenal croata, Marzoni se había abstenido de contestarle, porque sabía muy bien que Clemente XV no

se preocupaba por una familia que había dado un papa

a la iglesia durante cinco años a finales del siglo XVII, pero la verdad era que el cardenal Franjo Peric era des-

cendiente de la familia del papa Sixto V, nacido como Sretko Peric, nombre que luego se latinizó en Felice Pe-

retti, papa entre los años de 1585 y 1590.

Incluso tenía un patio dedicado en el Palacio Apostólico

Vaticano, el mismo que atravesaba Marzoni todos los

días para llegar a su casa. Sixto V, el mismo Papa que

había traído desde Egipto el obelisco que ahora se

alzaba en medio de la plaza de San Pedro, el Papa que

había renombrado la capilla de la Expiación como

capilla Paulina.

-Marco, me alegro mucho de volver a verte- El cardenal

croata intercambió con el secretario de Estado el ósculo

de la paz.-Espero que la visita de este viejo cascarrabias

no te distraiga de tus obligaciones, pero tenía necesidad

de hablar contigo. Ayer, cuando llegasteis, no estaba en

disposición de acudir, pero en cuanto he dispuesto de

algo de tiempo libre he venido a verte.

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69 SOL Y TINIEBLAS 69

-Llega en mal momento, Eminencia- apostilló Marzoni

con un punto de conmiseración.-El Papa ha tenido a

bien llamarme a sus apartamentos para una audiencia

privada con los cardenales Roufel y Zulwinger.

-No debes fiarte de él, querido- Peric había vivido durante

los pontificados de siete papas, y había comenzado su

carrera durante el pontificado de Juan Pablo II, por lo

que el cardenal Marzoni le consideraba una de las pocas

autoridades, como se conocía en el Vaticano a aquellos

que conocían las maneras antiguas, y por eso le

escuchaba, aparte de porque era un verdadero pozo de

sabiduría.

El Papa Francisco le había creado cardenal por los

servicios prestados después de quince años de

episcopado en las archidiócesis de Dubrovnik y Djakovo-

Osijek antes de llamarle a Roma, y a menudo

aleccionaba a los cardenales más jóvenes, como

Marzoni, sobre los viejos tiempos y cómo la Iglesia era

mejor en los años de Benedicto XVI o del Papa polaco.

Si Peric decía que no debía fiarse de Clemente (cosa que

ya hacía) sus razones tendría, pues una persona anciana

y venerable como él no hablaba por hablar. Era una de

las personas que mejor conocía el Vaticano, y poco o

nada se le podía escapar de lo que sucedía en los

laberínticos y kilométricos pasillos del Palacio

Apostólico.

La verdad era que Marzoni sólo se fiaba de cuatro

personas en el Vaticano, y las cuatro eran cardenales,

Roufel, el italiano Sartorio, prefecto de la Congregación

de las Causas de los Santos, el polaco Smartzyn,

presidente del Consejo Pontificio para la Familia, y Peric.

Ni siquiera se había fiado de Clemente cuando el francés

no era más que el cardenal Boulemier, porque Pío XIII,

su amo, no se fiaba de él. "Demasiado influido por su

tiempo en África" recordaba Marzoni que destacaban los

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70 SOL Y TINIEBLAS 70

informes sobre el cardenal francés que Pío tenía sobre su

mesa, "desearía regresar allí para ocuparse de lo que él

define como la verdadera Iglesia, la esposa pobre de

Cristo"

¿Por qué, pues, no le había pedido Boulemier

autorización al Papa para regresar a África cuando aún

estaba a tiempo? Marzoni había visto que en las

audiencias entre Pío y el francés se hacían cambalaches

de nombres para sucederle en su puesto en caso de un

hipotético regreso a África, e incluso se rumoreaba que

quien ahora era Papa tenía hechas las maletas la noche

antes de morir Pío para salir hacia Malawi en cuanto

terminara el cónclave.

¿Por qué a Pío le intrigaba tanto un cardenal francés

dedicado en cuerpo y alma a un espíritu misionero?

Marzoni jamás había mostrado demasiado interés en los

misioneros que se marchaban a otros países para

dedicar su vida al cuidado de los pobres, quizás porque

Pío, llegado de una gran archidiócesis americana como

lo era la de San Francisco, jamás había mostrado

predisposición hacia ellos.

Clemente XV, en África, se sentía como pez en el agua, y

había sido el único pontífice de la historia en hablar

swahili y los dialectos de Malawi, porque había dedicado

los meses previos a su traslado a metamorfosearse con

la cultura del país al que lo iban a destinar. Cuando le

confirmó como secretario de Estado, a Marzoni le dieron

ganas de preguntar si no quería prescindir de él, porque

sus batallitas africanas nunca hablaban del secretario

de la nunciatura en Lilongwe.

-¿Cree usted, eminencia, que este Papa va a continuar el

legado de alguno de sus predecesores?- preguntó

Marzoni haciendo que Peric se sentara en un sillón de

damasco rojo en el salón que usaba para recibir a las

autoridades cuando estaba en Castel Gandolfo.

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71 SOL Y TINIEBLAS 71

-Nunca lo ha hecho y nunca lo hará, puedes estar seguro

con unos precedentes como los que tiene- constató el

croata, suspirando. Era demasiado viejo, había vivido

mucho y nadie le aventajaba en sabiduría sobre los

pasillos vaticanos y lo que en ellos se cocía.-Si Francisco

no lo hizo, este tampoco lo va a hacer. Le queda poco,

Marco, y debemos aprovechar el tiempo que nos dé para

preparar otro cónclave.

-Goza de buena salud, y no parece que vaya a darnos la

satisfacción de morirse en poco tiempo- Marzoni había

visto a Clemente hacer spinning en su bicicleta estática

y dar su paseo cotidiano por los jardines todos los días

desde que lo eligieran, y la verdad era que estaba muy

en forma para lo que se podía esperar de un anciano de

su edad.-Jamás había visto un Papa tan activo desde

Juan Pablo II.

-No te engañes, Marco, el viejo jamás ha sido tan activo

como nuestro querido polaco-El cardenal croata esbozó

una sonrisa de circunstancias, había entrado al servicio

del Papa polaco en 1990, cinco años después del

nacimiento de Marco, cuando sólo contaba dieciocho

años, y le había servido con toda la devoción de que

había sido capaz.-Sólo quiere dar la impresión de que no

sufre, de que va a ser un padre eterno como lo fue Pío,

pero jamás a un papa se le ha dado tan mal mentir.

-¿Usted cree?- Marzoni comenzó a reír a carcajadas, no

había imaginado que el cardenal Peric pudiera ser tan

sarcástico.- ¿No ha visto cómo les anunció ayer lo del

visado que supuestamente se tiene que pedir para ir al

Líbano? No creo que se le dé tan mal mentir como usted

dice.

-Una cosa es mentir en propio beneficio a unos iletrados-

constató Peric sonriendo como si estuviera hablando con

un niño de cuatro años- y otra cosa es mentir a ojos

vistas a gente que sabe de lo que se habla. Los

vaticanistas saben perfectamente que le queda poco

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72 SOL Y TINIEBLAS 72

tiempo de vida, y ya se están cansando de tanta

fanfarronería. Hazme caso, Marco, tú que eres todavía

joven, se nos acerca un cónclave, y no quiero encerrarme

bajo los frescos de la Capilla Sixtina pensando en que no

hemos conseguido hacer nada para detener a ese francés

del demonio.

-¿Y a quién me sugiere?- Marzoni sabía que el cardenal

no se andaba con chiquitas, y a él también le vendría

bien hablar un poco de un cónclave, para hacer

estrategia.

-No quiero que te hagas falsas ilusiones, Marco- El

cardenal Peric sacó un paquete de cigarrillos y un

encendedor del bolsillo de su sotana, prendió el cigarro

y le dio una calada.-Cuando digo que se nos viene

encima un cónclave, no quiero decir que se nos venga

encima ya, nos pueden quedar dos o tres años. Lo que te

digo es que es importante empezar a hacer planes desde

el momento cero.

-Ya sé que usted no es hombre dado a bromas,

eminencia-Marco Marzoni, que tampoco tenía fama de

reírse muy a menudo, supo que había llegado el

momento de hablar en serio.-Pero, por favor, no fume,

que se le va a acortar la vida.

-Bah, yo ya soy viejo, para lo poco que importa, no tengo

ganas de vivir- Pese a bromear con eso, Peric apagó el

cigarrillo en un cenicero de plata.-Yo sugeriría un

cardenal de Italia, Vercellesi, por ejemplo. Es el

presidente del Governatorato, sabe cómo es el gobierno

interno del Estado.

-Pero está de parte del Papa- objetó Marzoni, que sabía

que Vercellesi se lo debía todo al Papa, desde un rescate

oscuro de un obispado sin nombre en el norte de Italia

hasta la elevación a la púrpura cardenalicia para

labrarse un nombre.-No le gustaría que empezáramos a

hablar de cónclave tan pronto, cuando sólo hace cuatro

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73 SOL Y TINIEBLAS 73

años que elegimos a un pontífice nuevo tras el largo

pontificado del Papa Pío XIII.

-Marco, si llevaras tanto tiempo como yo en el Palacio

Apostólico te darías cuenta de que no bien se acaba de

elegir un Papa nuevo cuando ya se está pensando en

elegir a otro- Peric hablaba con conocimiento de causa,

había participado en dos cónclaves, los que habían

elegido a Pío XIII y a Clemente XV, y si el tiempo no se

volvía en su contra, quizás sería uno de los pocos que

habían participado en tres. Sólo Benedicto XVI y un

cardenal americano tenían el récord de haber

participado en tres cónclaves.-Hicimos mal en no pensar

en un Papa nuevo cuando Clemente subió al solio, de

haberlo hecho ahora tendríamos un programa definido

de actuación.

-Si el cardenal Vercellesi no quiere ser elegido Papa, lo

menos que podríamos hacer sería devolver el trono de

San Pedro a un italiano- Marzoni ya había tenido

suficientes papas extranjeros para lo que había vivido,

aunque el papa Francisco fuera de padre italiano.-Pero

apenas somos veinticinco en todo el Sacro Colegio. ¿A

quién deberíamos darle la oportunidad de gobernar a la

Iglesia sin que nos diera con la puerta en las narices?

-Si no queda otra, todo el Sacro Colegio deberá volverse

hacia la única persona que cuenta con el poder y las

fuerzas suficientes como para dar marcha atrás cuando

llegue al trono de San Pedro- Peric sonrió.-Y creo que esa

persona está sentada a mi lado.

-¿Yo, Papa?- Marzoni jamás había pensado en su

persona vestida de blanco, sencillamente porque lo veía

del todo imposible a corto plazo. Era verdad que le

gustaría salir a la logia de las Bendiciones y anunciar ya

desde el principio que daba marcha atrás, pero por otro

lado pensaba que todavía era demasiado joven. A veces

se pensaba que no importaba eso, ya que tenía

precedentes. A su edad, Juan Pablo II ya llevaba dos

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74 SOL Y TINIEBLAS 74

años sentado en un trono que a Clemente le venía

grande, pero la época de los Papas jóvenes, desde Pío

XIII, que había durado veintitrés años, había pasado.

-Marco- dijo monseñor Maarkouf, asomando la cara por

el resquicio de la puerta y saludando con una inclinación

de cabeza al cardenal Peric- deberías prepararte para la

audiencia con el Santo Padre, no le gustaría que llegaras

tarde.

-Tienes razón, Nasrallah- El cardenal Marzoni se levantó

del sillón, intercambió el ósculo de la paz con el cardenal

croata.-Por favor, quédate con su eminencia el cardenal

Peric y entretenle hasta que yo baje. Este mediodía

tenemos invitados para comer.

-No, gracias, no quiero molestar- Peric jamás había

querido ser huésped de nadie.-Prefiero comer en

compañía de mis tres monjas.

- Usted nunca molesta, eminencia, y menos a mí- El

cardenal Marzoni había hecho del viejo croata su

mentor, y por eso gustaba de invitarle a comer siempre

que iba a Castel Gandolfo.-Por favor, Nasrallah, ve con

su eminencia a dar un paseo por los jardines. No tardaré

más allá de una hora.

-Como ordenes, Marco- Aunque el cardenal Peric

estuviera presente, el secretario privado del secretario de

Estado no iba a dejar de tutearle, ya que el anciano

croata era uno de los pocos cardenales a los que

consideraba digno de confianza.

Mientras su secretario se sentaba en su lugar al lado del

cardenal Peric, el secretario de Estado subió por una

escalinata hasta el piso donde estaban las habitaciones

del Papa.

Usualmente, para una audiencia oficial con otros dos

cardenales, se usaba la biblioteca del segundo piso o la

sala de los Suizos, la que se usaba para recibir a todo el

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75 SOL Y TINIEBLAS 75

pueblo cuando iba a ver al Papa, pero Clemente, que se

parecía al papa Francisco en lo que se refería a no

mantener las costumbres, había optado por mantener la

audiencia en sus habitaciones. Jamás lo entendería.

El secretario privado de Su Santidad le esperaba a la

puerta del ascensor que se tenía que tomar una vez que

se subía la escalinata. Era un monseñor africano de

Malawi que a buen seguro se había visto muy

beneficiado cuando Clemente lo sacó de aquel vertedero

y se lo llevó a Roma, pero siempre estaba hablando de

su tierra con una nostalgia más que patente.

"La nostalgia de África es contagiosa entre nuestro Papa

y su secretario" pensó Marzoni, divertido, mientras se

dejaba guiar por el dédalo de pasillos hasta las

habitaciones del hombre que, esperaba, le tendría que

aclarar el asunto del visitador. "Quizás, si lo que dice su

eminencia el cardenal Peric es cierto y yo llego a Papa

antes de lo que me esperaba, tenga que enviar a este

molesto obispo de vuelta a África cuando su superior

muera" Pero eso todavía estaba lejos, y Marzoni podía

aguantar muy fácilmente otros cuatro años. Era fuerte,

característica heredada de la parte libanesa de su

sangre, y cabía esperar que llegara a ser muy anciano y

que todavía tuviera el mismo nivel de vida.

Antes de entrar en los aposentos de Su Santidad,

Marzoni pensó en dos cosas que le gustaría hacer si

llegaba a salir por la logia de las Bendiciones vestido con

el hábito blanco, cosas en las que llevaba pensando

desde que fuera Clemente quien, cuatro años antes,

saliese al balcón vestido con las ropas blancas de los

Papas, pues, aunque no tuviera en la mente ser elegido

en un futuro inmediato, siempre había que pensar en

una alternativa, como había dicho muy sabiamente

minutos antes el cardenal Peric .

La primera sería adoptar el nombre de Alejandro, en

memoria del Papa Alejandro VI Borgia, el último

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76 SOL Y TINIEBLAS 76

representante real del papado imperial, el último Papa

uno de cuyos hijos había llegado a renunciar al

cardenalato para después convertirse en capitán general

de los ejércitos pontificios.

La segunda sería levantar la moratoria que prohibía

votar en el cónclave a los cardenales de más de ochenta

años, una medida que Pablo VI había adoptado debido a

una momentánea falta de juicio en 1975, cuando él

mismo estaba a dos años de cumplir los ochenta pero

cuando también hacía doce años que había dejado de ser

el cardenal Montini, antiguo subsecretario de Estado de

Pío XII y arzobispo de Milán bajo Juan XXIII.

Desde entonces, los cardenales que sobrepasaran los

ochenta años no podían votar en un cónclave, aunque sí

podían participar en las reuniones preparatorias, en las

que prácticamente no tomaban ninguna decisión, ya que

el peso de aquellas decisiones recaía exclusivamente en

los cardenales electores.

A Marzoni, aquella decisión le parecía una soberana

tontería. ¿A qué cardenal no le gustaría participar en un

momento tan determinante como un cónclave, fuera cual

fuera su edad? Antiguamente, y eso era algo que le tenía

que reconocer a los antecesores de Clemente, sobre todo

a Sixto V, sólo setenta hombres de todas las edades

podían reunirse para elegir al Papa, pero Juan XXIII, el

Papa reformador que había convocado el desastroso

Concilio Vaticano II, había ampliado ese tope hasta

establecer que el Papa podía nombrar a cuantos

cardenales quisiera.

Una de las pocas cosas que no había hecho Juan XXIII

y que le había dejado a su sucesor había sido dictar

aquella infame moratoria que no tenía ni pies ni cabeza.

Pero también había abolido el beso en el pie, un ritual

que tenía tantos siglos de existencia como la propia

Iglesia y que, si Marzoni llegaba alguna vez a ser el Siervo

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77 SOL Y TINIEBLAS 77

de los Siervos de Dios, pensaba restablecer en cuanto

aceptara su elección canónica como Sumo Pontífice.

-¿Santidad?- El secretario de Clemente golpeó la puerta

suavemente, como si temiera distraer al Papa de una

obligación muy importante. Al menos tuvo la decencia de

hablar en francés, porque usualmente Clemente y su

secretario hablaban en swahili para que nadie les

entendiera.-El secretario de Estado acaba de llegar.

-Pase, pase, eminencia, y cierre la puerta- Clemente se

levantó de su escritorio y fue hasta la puerta para darle

la bienvenida a su segundo de a bordo.-Los cardenales

Roufel y Zulwinger, como puede ver, todavía no han

llegado- dijo cerrando la puerta tras él, no sin antes

hacer un gesto a su secretario para que fuera a atender

otros quehaceres- de modo que, si no le parece mal,

podríamos empezar a discutir el asunto del visitador sin

ellos. ¿Qué dice? ¿Está listo?

-Siempre estoy listo, Santidad- Marzoni se sentó ante el

escritorio del Papa y esperó a que Clemente hiciera lo

propio. Cuando ambos hombres estuvieron frente a

frente, el ítalo-libanés respiró hondo antes de lanzarse al

ataque, sabía que iba a ser una batalla dura.

-Permítame comenzar, eminencia, diciéndole que estoy

muy insatisfecho con el comportamiento de los fieles

maronitas residentes en Roma- Clemente cruzó las

manos sobre la faja que llevaba en torno a la cintura,

otro distintivo de los Papas.-No dejo de preguntarme por

qué los sacerdotes pueden casarse y tener hijos antes de

la ordenación, y pienso que si son católicos como

nosotros, tienen que someterse a las mismas normas

que nos humillan bajo su peso.

-Hay tradiciones, Santo Padre, que no se pueden

cambiar de la noche a la mañana- El secretario de

Estado no estaba dispuesto a que Clemente siguiera

diciendo obviedades y bobadas.-Los maronitas no son

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78 SOL Y TINIEBLAS 78

católicos como los de rito romano, tienen otras

tradiciones y otras costumbres que vos haríais bien en

respetar. Si los sacerdotes tienen hijos antes de la

ordenación, también lo pueden hacer nuestros

sacerdotes católicos, la única diferencia es que nosotros

deberíamos desentendernos de los frutos de nuestra

carne y ellos no tienen por qué hacerlo.

-¡Pero eso es incompatible con la moral y las enseñanzas

de Cristo!-Clemente casi se cayó de la silla.-Nuestro

Señor dijo en su momento que Pedro sería la piedra

sobre la que edificaría la Iglesia, y no mencionó a los

niños. Pedro dejó a su mujer y a sus hijos atrás cuando

se fue a Antioquía y después se vino a Roma. Ningún

evangelio, ninguna carta habla de ellos, están en el

anonimato y murieron hace mucho tiempo.

-Y sin embargo, eso no impidió a varios de vuestros

antecesores tener hijos y preocuparse por ellos- Si el

Papa jugaba sucio, estaba claro que no sabía con quién

se metía- ¿O acaso debo recordaros que muchos de los

grandes santos de nuestra historia, antes de sentir la

llamada de Dios, tuvieron esposa y engendraron hijos e

hijas? ¿Hace falta citar el ejemplo de San Agustín, que

engendró a su hijo Adeodato y lo cuidó hasta que las

lágrimas de Santa Mónica le hicieron volver al seno de la

Iglesia y hacerse sacerdote? ¿Hace falta citar el ejemplo

del Papa Esteban IV, que tenía una hija de cuatro años

cuando le eligieron Sumo Pontífice y que las instaló a ella

y a su madre en una lujosa villa en el Palatino? ¿Hace

falta enumerar a todos los pontífices que tuvieron

amantes e hijos, como Sergio III, Alejandro VI, Clemente

VII, Pablo V? - Marzoni había estudiado historia de la

Iglesia desde que tenía cinco años, y se podía poner muy

reivindicativo si le hacían sacar la artillería pesada.- ¿Os

recuerdo acaso, aunque no sé si servirá, que muchos

Papas auparon a sus hijos o a familiares a la cúpula del

poder mediante el sistema del nepotismo? Santo Padre,

la Iglesia nunca se ha tomado en serio la cuestión del

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79 SOL Y TINIEBLAS 79

celibato, ahí están los casos de abusos sexuales durante

los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Por un

centenar de mentes puras como nosotros, los cardenales

y las personas que trabajamos cerca de vos, la Iglesia y

el billón de personas que la forman no se van a salvar.

Incluso dudo de que algunos de los cardenales que os

circundan sean totalmente puros.

-¿Vos sois puro, Eminencia?- Clemente sonrió, mordaz.-

¿No me iréis a decir que no habéis sentido la tentación

de romper vuestros votos ni una sola vez?

-Santidad, han pasado cuarenta y un años desde que

celebré mi ordenación sacerdotal. He servido fielmente a

todos vuestros antepasados, sin faltarles al respeto ni

una vez, y estoy sirviéndoos a vos con todas las fuerzas

de mi alma, y seguiré haciéndolo durante el tiempo que

me quede de vida- Marzoni obvió todas las veces que, por

puro convencimiento de que eso no era lo que se tenía

que hacer, había desobedecido las reglas llegadas de

Roma.-Y no, ni una sola vez desde hace cuarenta y un

años ha pasado por mi mente el pensamiento impuro

que conlleve romper mis votos.

-Eminencia, mi padre era uno de los señores más ricos

de la región de la Costa Azul- Clemente cruzó las manos

sobre la mesa dejando a la vista el anillo del Pescador.-

Tenía el título de conde y yo era su hijo mayor, el

heredero de todas sus riquezas, de las tierras de la

familia, que no producían pocos bienes. Mi familia se

regía por las normas antiguas, por la manera antigua en

la que, en Francia, las familias destinaban al hijo mayor

a ser el heredero de las tierras y al segundón a la Iglesia

o al arte de la guerra. Mi padre tenía un concepto muy

alto del honor.

Ahí fue cuando Marzoni empezó a prestar atención de

verdad, porque se avecinaba la parte interesante. A lo

mejor, si hacía hablar al Papa más de lo conveniente,

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80 SOL Y TINIEBLAS 80

descubría algún detalle que pudiera volverle a su favor,

manipularlo como ya lo había hecho con Pío XIII.

-No estaba destinado a ser sacerdote, no lo tenía en mis

pensamientos, aunque era un católico devoto y había

leído la Biblia como uno de mis textos de referencia, el

manual de instrucciones que deseaba seguir- reveló

Clemente girando su anillo episcopal para que su

escudo, seis conchas marinas sobre una superficie de

oro, quedara al descubierto.-Mi escudo de armas iba a

ser el que veis aquí, me casaría y tendría hijos, y quizás

lograría aumentar mi escalafón.

"Pero una mañana, cuando ya mis padres habían

apalabrado mi boda con una noble cuya familia estaba

muy encumbrada en los altos círculos de París, descubrí

a los administradores de los bienes de la familia

metiendo la mano en el arca de caudales más de lo que

deberían haber hecho.

"Como es lógico, los denuncié delante de mi padre, que

fue a ver si lo que yo había dicho era cierto. Cuando les

pilló in fraganti, sin embargo, se volvió hacia mí y, sin

mediar palabra, me dio una bofetada que me dejó en la

cara una marca que tardó mucho tiempo en borrarse y

me llamó mentiroso.

"Cuando le pregunté por qué lo había hecho, me

respondió que no eran malos administradores por

quitarle dinero, porque les había dado libertad para

gastar el excedente en aquello que quisieran, y que el

mal hijo era yo por delatarles sin motivo. De modo que,

aquella misma noche, decidí entrar en el seminario para

estar lejos de aquel padre ruin y deshonesto que el Señor

había tenido a mal darme. Me daba igual que el título

nobiliario fuera a morir con él. Escribí a mi prometida y

a sus padres renunciando al matrimonio, estudié para

convertirme en sacerdote y alimenté en el fondo de mi

corazón una esperanza secreta, ser elegido para

dedicarme a misiones.

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81 SOL Y TINIEBLAS 81

"Me ordené a los veintiocho años, en 1998, y justo

después, Juan Pablo II me nombró nuncio en Malawi,

donde pasé los mejores diecisiete años de mi vida, entre

la gente pobre, los sin techo, los que no tenían nada que

dar porque no poseían nada. Eso era lo que quería, yo,

el hijo de noble que nunca había conocido la pobreza.

Era como vos, eminencia, solo que a mí me preocupaban

los pobres, no como a vos, que huís como un cobarde de

todo lo que huela a estiércol y a miseria.

"Durante diecisiete años, no recibí visita alguna de

Roma, por mucho que el papa Francisco hablase de

África como del continente donde residía la mayor

esperanza de la Iglesia. Nunca vino a Malawi, nunca hizo

una visita a los más pobres de los pobres. El dinero que

llegaba de Roma era escaso, y cuando mi padre murió

sin haberme desheredado, vendí la cuantiosa herencia

familiar para hacer frente a muchas de las necesidades

que atravesaba en aquel momento mi nunciatura. Me

quitaba literalmente el pan de mi boca para dárselo a los

más pobres, a los que no tenían nada.

"Y Roma, aunque tenía dinero a rebosar, tanto que se le

escapaba de los bolsillos al presidente de la Autoridad

del Patrimonio de la Sede Apostólica, no tenía nada, ni

siquiera una mención honorífica a aquel nuncio

abnegado que trabajaba por y para la gente sin techo.

¿Por qué? Porque no les importaba un comino. Porque

mientras en Malawi lo hiciera bien, en Roma yo no era

nadie.

"Incontables veces vine aquí, me senté en la biblioteca

frente a los Sucesores de Pedro, para que me dieran

soluciones para la pobreza, nunca lo hicieron.

"Benedicto XVI me despedía con palabras

tranquilizadoras y vino dos veces a ese continente de la

esperanza, pero nunca me hizo una visita, Francisco me

decía que iría a África, pero luego me nombró cardenal y

me trajo a este estercolero del que yo no quería saber

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82 SOL Y TINIEBLAS 82

nada. Quería retirarme a mi paraíso particular, volver a

mis obras buenas con los pobres.

"¿Cree que los pobres saben algo del mundo que se

extiende más allá de los mapas colgados en las escuelas

rurales? ¿Cree que les importa un comino a quién se elija

como pastor de la Iglesia si les va a seguir tratando igual

sea quien sea? África me espera, y allí quiero que

reposen mis huesos cuando muera. No quiero hablar de

reposar en un féretro triple bajo la basílica de San Pedro,

prefiero que me entierren en la capilla de la nunciatura

en Lilongwe, para que mi tumba pueda ser visitada por

miles de africanos al año. Allí sí se valora mi experiencia

y lo que yo hice por todos los pobres que vivían sin techo.

Cuando me eligieron, pensé en renunciar incluso antes

de aceptar, porque no quería vestir de blanco. Sabía que

las ropas del Papa cambian a los hombres, y no quería

cambiar por nada del mundo, ni aunque me rindiesen

pleitesía ciento treinta cardenales y toda la Iglesia

católica viviese pendiente de mis palabras.

Marzoni sabía perfectamente que Clemente había

querido renunciar justo después de que le eligieran, pero

había pesado más sobre él el peso del deber, de un deber

que le había inculcado su padre, un conde francés

educado a la manera antigua, que hubiera preferido

morir antes que desobedecer órdenes.

Cuando le preguntaron si aceptaba su elección canónica

como Sumo Pontífice, se hizo un silencio denso en la

Capilla Sixtina por algo más de cinco minutos. En ese

momento, Marzoni no supo en ese momento lo que

pasaba por la mente de quien, en diez minutos, se

convertiría en su líder supremo, ahora, después de

escuchar la historia de cómo había entrado en el

seminario de sus propios labios, lo sabía.

En aquel momento, con todos los cardenales electores

pendientes de sus palabras, Clemente estaba pensando

en toda la labor que había hecho en África durante

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83 SOL Y TINIEBLAS 83

diecisiete años, en cómo ese trabajo de poco menos de

dos decenios se iba al garete cuando lo llamaron a Roma

como prefecto de la Congregación para los Institutos de

Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica,

cargo que hubiera seguido manteniendo hasta los

setenta y cinco años si no hubiera sido elegido Sumo

Pontífice.

Había querido renunciar a todos sus cargos y volver a

África como simple sacerdote para dar a los pobres todo

lo que tenía, habría querido morir pobre como había

nacido rico, dando ejemplo de la pobreza evangélica

predicada por el mismo Cristo.

"Pedid el Reino de Dios y lo demás se os dará por

añadidura" decía Jesús en el Evangelio, lo mismo que

decía: "Cuando os envié por los caminos sin calzado, sin

comida y sin agua ¿os faltó algo?" Pero, incluso después

de escuchar la historia de cómo Clemente entró en el

seminario y dedicó su vida a los pobres en África, cómo

había vendido su fortuna familiar para comprar comida

y alimentos perecederos para hacer frente a las

necesidades por las que pasaban los pobres de Lilongwe,

el cardenal Marzoni seguía sin considerarle como un

modelo a seguir.

-Eminencia, vos nunca habéis vivido la pobreza en

vuestra carne- se lamentó Clemente, a quien le faltaba

relativamente poco para llorar.- Y sin embargo, ambos

nos parecemos más de lo que vos creéis. Ambos nacimos

ricos, yo he vivido como pobre toda mi vida y vos seguís

siendo rico. Vos sois el último descendiente de una

familia de navieros y arqueólogos, yo soy el último

descendiente de una noble familia francesa de la Costa

Azul. Ambos tenemos escudos de armas y títulos de

nobleza. En ambos casos, los títulos nobiliarios que

ostentamos morirán con nosotros.

-Santidad, puede que yo no haya vivido la pobreza en

mis carnes, pero he vivido la guerra- Marzoni nunca

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84 SOL Y TINIEBLAS 84

había hablado de su historia con Clemente, ni como

cardenal ni como Santo Padre, justamente porque

pensaba que no le importaba, absorto como estaba en

sus desvaríos africanos, pero ya no podía más.-Ahora os

toca a vos escucharme. ¿Queréis saber lo que yo he

vivido? Porque os aseguro que he vivido todavía más que

vos, pese a ser más joven. Mi abuelo fue el asesor político

de un hombre asesinado dos años después del comienzo

de la guerra civil. Dos de mis tías murieron asesinadas

por causa de la guerra cuando estaban en la flor de la

vida y se habían prometido con sus novios meses antes.

"Mi abuela murió de pena pocos meses después de la

muerte de mi tía Nazeera. Mi padre conoció a mi madre

después de un tiroteo en el barrio cristiano de Beirut, y

después de casarse, mi madre huyó aquí, a Italia, y no

quiso volver a su país en doce años.

"Mi abuelo fue también el consejero de un hombre de

guerra que fue presidente de su país durante quince

años antes de irse al exilio, y murió pocos meses después

del asesinato de Rafic Hariri y del comienzo de la

Revolución de los Cedros. Mi familia ha estado en el ojo

del huracán del Líbano durante más de setenta años.

Siempre hemos estado al lado del gobierno, y sufrimos

mucho con la guerra civil.

"En el Líbano, cada hombre, cada mujer y cada niño

perdieron a un pariente durante los catorce años de

guerra. Nuestra familia siempre defendió el principio de

la wahda wataniyya, la unidad nacional, y los principios

de hurriya, siyada, istiqlal y haqiqa, el levantamiento, la

defensa, la intifada y el llamamiento- Marzoni se había

puesto a intercalar términos árabes libaneses en su

francés, lo que hizo que Clemente torciera los labios en

un gesto que daba a entender claramente que no

entendía nada, por lo que se vio forzado a traducirlos.

-Durante catorce años, Santidad, mi familia estuvo en el

ojo del huracán de un país ensangrentado que no sabía

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85 SOL Y TINIEBLAS 85

vivir sin el miedo de estar muerto al día siguiente. Mi

abuelo no se fue al exilio porque le tenían respeto y podía

garantizar que su vida y la de su familia quedaran

impunes, pero muchos otros abandonaron el país por

miedo, Santo Padre, miedo a que su posición política les

hiciera caer en manos del gobierno revolucionario.

“Hoy en día, Santidad, en los países que una vez

acogieron a inmigrantes libaneses que huían de la

guerra civil, ya no quedan libaneses puros, nacidos en la

tierra de la antigua Fenicia, sino sólo residuos, gente

joven cuyos padres o abuelos abandonaron su solar

patrio para instalarse en Francia, en Brasil o en Estados

Unidos y que se negaron a enseñarle árabe a sus hijos o

a sus nietos para que se mentalizaran de que su sangre

no era la de aquel país del que tuvieron que marcharse

obligados por las circunstancias y de la que siempre

conservaron una nostalgia con la que murieron, a veces

treinta años después de abandonar su tierra y sin haber

vuelto nunca a ella.

"Yo, en cambio, soy el testimonio vivo de lo poco que

queda de la guerra en la época actual, nací cuatro años

antes de que terminara y visité la tierra de mi madre al

mes del fin de la guerra. Aprendí árabe de mi abuelo, que

quería que me sintiese orgulloso de no ser parte de los

ajnabu´un, los extranjeros que sólo venían al Líbano

buscando placer, y de mi madre, que se esforzó en

inculcarme el amor por su país.

“Hoy en día, la generación joven de hijos o nietos de

libaneses expatriados no habla árabe o sólo sabe unas

cuantas palabras sueltas. Yo, en cambio, hablo la lengua

de mi madre, la primera lengua que surgió en el mundo,

la lengua que dio origen a todas las otras, y me siento

orgulloso de hacerlo, ya que mi lengua, aparte del árabe,

es una mezcla de turco, de griego, de inglés y de francés.

"Hubo un poeta llamado Charles Corm que, en la época

del mandato francés, escribió un libro de poemas

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86 SOL Y TINIEBLAS 86

titulado La montaña sagrada, al estilo de La montaña

mágica de Thomas Mann, sólo que veinte años antes.

"Entre otras cosas, habla de la lengua fenicia, que define

como la génesis de todos los alfabetos, la lengua de la

edad de oro. Habla también de los hermanos

musulmanes, y les insta a comprender su franqueza,

dice que es el verdadero Líbano, el sincero, el

practicante, tanto más libanés cuanto que su corazón

simbolizaba el del pelícano.

"Nunca he sabido cómo llegué a sentirme a partes

iguales occidental y oriental, cómo llegué a aunar mi

sangre italiana con la sangre heredada de mi madre, la

sangre que lleva entreveradas las sutilezas orientales y

las tradiciones libanesas. Supongo que el pasar casi la

mitad del año en el Líbano y la otra en Rávena me llevó

a sentirme árabe y emiliano-romañolo a partes iguales.

-¿Y por eso sois partidario de traidores, Eminencia?-El

Papa cruzó las manos sobre la pechera de su sotana

blanca.- ¿Por eso defendéis a capa y espada que los

maronitas mantengan unas tradiciones que no tienen ni

pies ni cabeza?

-Las tradiciones maronitas son justamente eso,

Santidad- Marzoni no sabía cómo hacérselo entender-

tradiciones que no se deben perder, que jamás deben

decaer, porque constituyen la identidad de un pueblo

que, de otro modo, moriría.

-He tomado una decisión- Clemente esbozó una sonrisa

de oreja a oreja, el gesto que Marzoni más se temía de su

poderoso jefe, pues cuando sonreía podía anunciar cosas

buenas o cosas malas.-Como hacéis tantas cosas en

defensa de los maronitas, he tomado una decisión que

no había querido comunicaros hasta que me dijerais lo

que opinabais del asunto del visitador. He decidido...

Marzoni contuvo la respiración. ¿Habría decidido

Clemente echarle de Roma cuando apenas acababa de

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87 SOL Y TINIEBLAS 87

cumplir los sesenta y relegarle a un puesto oscuro y sin

repercusiones políticas? ¿Tendría que retirarse al Líbano

incluso antes de lo que pensaba hacerlo?

-He decidido que vayáis, investido de plenos poderes, a

visitar la eparquía maronita de San Charbel, en Buenos

Aires- Marzoni respiró hondo, empezando a calibrar lo

que eso significaba.-Pienso que puede ser, como vos

decís, una buena manera de hacerme entrar en razón.

Demostradme de alguna buena manera que los

maronitas están cumpliendo lo ordenado por Roma y

quizás os haga regresar antes de lo previsto.

El cardenal secretario de Estado empezó a calibrar las

opciones que tenía y pronto se dio cuenta de que

Clemente lo estaba castigando más que dándole un

premio, así que en realidad no iba a ser una forma de

hacer entrar en razón al pontífice más testarudo de la

historia. Había visitado la eparquía maronita de San

Charbel únicamente dos veces, las dos brevemente para

entrar en contacto con las comunidades maronitas de

toda América Latina. No conocía bien Argentina, no

hablaba bien el castellano y los fieles maronitas, si bien

hablaban árabe, usaban esa lengua como vehículo

habitual de comunicación.

-Santidad, mi castellano es prácticamente inexistente-

intentó justificarse Marzoni al mismo tiempo que

intentaba recordar las escasas nociones de español que

le había impartido un profesor particular. Hacía más de

cuarenta años que no lo practicaba, y no estaba

dispuesto a retomar unos estudios que no le llevarían a

ninguna parte.-Además, no conozco la Argentina lo

suficientemente bien como para que me confiéis una

misión de tal importancia, y tengo mucho trabajo aquí,

en Roma. Os lo ruego por lo que más queráis, Santo

Padre, enviad a otro que no sea yo y seguro que os traerá

mejores resultados.

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88 SOL Y TINIEBLAS 88

-He decidido enviaros a vos, y no se hable más- Clemente

zanjó la cuestión con un golpe en la mesa.-Ninguno de

los otros cardenales conoce tan bien esas bárbaras

tradiciones, y la Curia puede apañarse sin vos durante

diez o doce días. Lo del idioma no es problema, el nuncio

en Argentina se ocupará de vos y de vuestro secretario y

os servirá de traductor para todo aquello que necesitéis.

-Pero yo no soy el más indicado para hacer de visitador,

Santo Padre- Marzoni lo decía con todo el corazón,

aunque le encantaba mezclarse con la gente todavía no

estaba preparado para hacerlo en el país que había dado

al mundo un Papa.-A buen seguro el nuncio apostólico

conoce mejor que yo la eparquía maronita y podrá

rendiros un informe más conciso.

-Iréis vos y vuestro secretario- Clemente tenía una

manera muy astuta de zanjar las conversaciones.-No

serán más de doce días, os lo aseguro, y a vuestro

regreso os estará esperando un avión oficial para llevaros

al Líbano junto con todos los niños a los que tendréis

que devolver a sus familias.

-¿Y qué pasará si me niego, Santidad?- Marzoni estaba

decidido a salir hacia el Líbano, con niños o sin ellos, no

dentro de una semana, sino a más tardar a la mañana

siguiente. No permitiría que aquel Papa francés le

chafase sus vacaciones en el Líbano por nada del

mundo, y ni aun así conseguía quitarse de encima la

lapa en la que se había convertido en pocos minutos la

petición de Clemente de ir a visitar San Charbel.

-No podéis negaros, eminencia- Clemente esbozó una

sonrisa cristalina e imprimió todavía más acento francés

a su manera de hablar italiano.-Si rehusáis, me veré

obligado a imponeros obediencia, y no me gustaría tener

que recordaros, porque seguro que vos ya lo sabéis de

sobra, que la obediencia al Sucesor de Pedro es uno de

esos preciosos votos que lleváis cuarenta y un años

manteniendo.

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89 SOL Y TINIEBLAS 89

-Tengo mis propios planes, Santidad, y una cosa la tengo

clara: aunque eso implique romper mi voto de obediencia

por una vez, no estoy dispuesto a que vos me ordenéis

alejarme de Roma por un tiempo indeterminado para

que, cuando vuelva, me encuentre con que ya me habéis

sustituido- Marzoni era firme. No sabía si lo que acababa

de decir era verdad, pero se olía que detrás de la

intención de Clemente de mandarle a Argentina por un

tiempo había otra más oscura.

-¿Son esos planes acaso tan importantes como para

postergar por ellos el cumplimiento de vuestro deber?-

Clemente esbozó otra sonrisa, pero esta vez sibilina,

como si ya supiera lo que Marco iba a poner en su

contra.- ¿Qué creéis, que en cuanto os vayáis de aquí

destruiré o anularé la salvaguardia que os mantiene en

el cargo? Por si no lo sabéis, las órdenes de un Papa

anterior al actual no sólo se pueden cambiar cuando el

sujeto de dichas órdenes está fuera de la vista. Si

estuviéramos en el Vaticano y quisiera que esa

salvaguardia se acabara de una vez, no tendría más que

quemarla.

-¿Qué es lo que queréis hacer entonces, Santidad?-

Marzoni le dirigió a su superior una mirada burlona,

como un niño al que no le importaran los castigos

impuestos por su padre.- ¿Un promoveatur ut

amoveatur12 piadoso, según el cual me alejaréis por un

tiempo sin quitarme el puesto para que cuando vuelva

me encuentre mi despacho lleno de gusanos nombrados

por vos? ¿La oportunidad para alguno de vuestros

subalternos de escalar puestos en la jerarquía vaticana

sin el consentimiento de la Secretaría de Estado?

-Ni lo uno ni lo otro, y a vos no se os puede hacer más

promoveatur ut amoveatur porque, por si no os habéis

12 Principio vaticano según el cual a una persona que sirve en el Palacio Apostólico o en cualquier organismo dependiente de la Santa Sede, ante cualquier indicio de conducta sospechosa, se lo promueve a un cargo superior para alejarlo al mismo tiempo del centro del poder.

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dado cuenta, estáis en el puesto más alto que se puede

alcanzar- Clemente movió la cabeza en un gesto de

desaprobación, seguro de que no se podía convencer a

Marzoni con artimañas.-Lo único que quiero conseguir

es que descanséis un poco.

-Ya descansaré en el Líbano, adonde partiré mañana por

la mañana, tanto si Vuestra Santidad consiente en que

los niños vayan conmigo como si no- Marzoni quería dar

por zanjado el asunto cuanto antes, no le gustaba

andarse con chiquitas en una cosa tan importante como,

para él, lo eran sus vacaciones.

-Así pues, ¿debo entender que no aceptaréis la misión

que os he encomendado en Argentina?- Clemente no

quitó la sonrisa de sus labios, sabía que con el testarudo

cardenal de la Emilia-Romaña no se podía bromear, pero

estaba seguro de que si reforzaba los tornillos, quizás

podría conseguir su objetivo.-Entonces, quizás deba

permitir que los niños se queden, aquí, en Castel

Gandolfo, durante algún tiempo más, para que sus

familias puedan disfrutar de ellos. Porque, claro está,

¿qué niño en su sano juicio querría volver a la tierra de

donde lo echaron?

-Con los niños podéis hacer lo que os venga en gana,

Santidad- Marzoni no se amilanó. Sabía cuál era el estilo

del Papa francés, casi tan bien como el suyo propio, y,

como buen secretario de Estado, conocía los puntos

débiles de su jefe.-Con ellos o sin ellos, yo me voy a ver

a mi madre mañana mismo.

-Está bien, eminencia, os doy libertad para partir, pero

rezad para que cuando volváis vuestro amado Pío XIII no

esté dando vueltas de un lado para otro en su féretro- lo

amenazó el Papa.-Ah, y otra cosa antes de que os retiréis,

el asunto del visitador sigue en pie. Cuando volváis de

Beirut me encargaré de que vos y los dos cardenales que

tenían que haber hecho acto de presencia aquí hoy os

encarguéis personalmente del asunto.

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91 SOL Y TINIEBLAS 91

-Pido permiso para retirarme, Santidad- Marzoni iba ya

hacia la puerta de la biblioteca, sin esperar el

consentimiento. No tenía ganas de perder ni un minuto

más con ese pretencioso francés.

-Lo tenéis, eminencia- La voz de Clemente le llegó ya

distante, del otro lado de la puerta.

A la mañana siguiente, el cardenal Marco Marzoni

despegó del aeropuerto militar de Ciampino en un avión

especial de la línea Alitalia, acompañado de su

secretario, rumbo al aeropuerto internacional “Rafic

Hariri” de Beirut, dispuesto a olvidarse de Clemente y de

todas las preocupaciones que acarreaba su puesto

durante tres semanas.

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92 SOL Y TINIEBLAS 92

III

Cuando Marco Marzoni bajó de un salto del coche oficial

que el gobierno libanés había puesto a su disposición en

Beirut para llevarles, a él y a su secretario, a Ain Zalta,

no pudo contener un suspiro de alivio al respirar el

tranquilo aire de la montaña libanesa.

Ya estaba en casa, lejos de Roma, de las reclamaciones

de Clemente, de las inútiles misiones que le

encomendaba el Papa francés, sólo con su madre y su

secretario, en una tierra que, a veces, consideraba la

suya más que Italia, donde muchas veces le acosaba el

trabajo, cosa que le hacía sentirse violento.

Era más de lo que podía pedir, pero en la montaña, en

Ain Zalta, se sentía libre, se sentía en casa, sin ninguna

preocupación. ¡Y pensar que Clemente había pensado

enviarle a Argentina para privarle de aquel merecido

descanso que llevaba casi un año esperando! Si había

pensado eso, es que no le conocía lo suficiente. Ya de

niño era lo más terco que se podía imaginar cuando

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93 SOL Y TINIEBLAS 93

quería conseguir una cosa, la que fuera. Y le alegraba

ver que no había perdido la terquedad.

Ain Zalta estaba tal y como lo recordaba, un pueblo con

unas cuantas casas blancas de tejado de pizarra,

enclavado en el rincón más profundo de aquella

montaña que era la casa de todos los libaneses que iban

o volvían, ya fueran o no emigrantes, ya hubieran

decidido volver para siempre o soñaran con ella desde

los destinos en los que habían encontrado refugio

durante la guerra.

Y especialmente para él, que era emigrante porque su

madre había huido del país, cada vuelta a la tierra de

sus antepasados era todavía más emocionante que la

última, no sólo porque su madre estaría esperándole en

su casa en lo más alto de la montaña, sino porque, cada

vez que tocaba la tierra que había sido la de su

bisabuelo, la de su abuelo y la de su madre antes que

suya, se sentía libre, sin coacciones y con todo el tiempo

que quisiera para disfrutar del aire limpio y puro de la

montaña o del aire salado del mar cuando quisiera

acercarse a Saida o bajar a Beirut.

Nasrallah Maarkouf, que se había apeado del coche justo

después que él, echó la cabeza hacia atrás e inspiró una

bocanada de aire limpio, feliz también por haber podido

escapar de la vorágine de Roma un año más y haber

podido encontrar refugio en aquel enclave idílico que era

su país, entre las cordilleras montañosas del Sanino y el

aire que venía del mar Mediterráneo. En aquellas

ocasiones, también él se sentía verdaderamente libanés,

lo que era de nacimiento y de cultura pero no de alma.

Había emigrado a Italia con sus padres, huyendo de los

crecientes asesinatos en las calles de la capital y de la

inestabilidad política del país, cuando tenía tres años,

por lo cual no se acordaba casi de Beirut, la ciudad en

la que había nacido, por sí mismo, pero las frecuentes

visitas de todos los años con su superior a la tierra de

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94 SOL Y TINIEBLAS 94

los fenicios le habían hecho conocer más en profundidad

la tierra de la que venían sus padres y de la que

rehusaban hablar.

En eso, sus padres se parecían a Zahra en los primeros

años de su exilio en Italia, ya que la bella joven había

rehusado hablar del Líbano durante los primeros doce

años de su matrimonio, hasta que pudo volver al país

tras el final de la guerra civil. Entonces fue cuando le

perdió el miedo a hablar de su país, de su tierra, y a

hacerlo, sobre todo, en su lengua.

Sus padres, sin embargo, vivían encerrados en un

hermetismo que nadie rompía, y cuando alguien les

preguntaba sobre su vida antes de emigrar, se

encerraban en un silencio que nadie era capaz de

romper. Eran muy conscientes de que habían dejado

atrás todo lo que les importaba para tratar de labrarse

una vida mejor en un país que no estuviera afectado por

la guerra y que tuviera una situación económica

aceptable, por lo cual optaban por olvidar la tierra que

les había visto nacer, la tierra, por otra parte, de la que

estaban orgullosos, como todo libanés debería estarlo.

La única concesión que aceptaban hacer era que habían

emigrado por él, por su único hijo, para que no tuviera

que vivir aterrado por las bombas y la amenaza de una

guerra constante, y que habían impedido que tuviera

contacto con otros miembros de su familia que tenían su

misma edad por miedo a que le contagiasen el fervor por

la patria y, a la larga, el deseo de volver.

Pero sus padres, por mucho que lo hubieran hecho por

él, no le habían puesto ningún impedimento cuando se

convirtió en secretario de Marco Marzoni, un cardenal

italiano de origen libanés por parte de madre que

acostumbraba a pasar su período de vacaciones en la

montaña libanesa.

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95 SOL Y TINIEBLAS 95

Cuando les dijo por primera vez que iba a volver al

Líbano con su jefe, lo único que hizo su madre fue

trazarle una cruz en la frente y bendecirle, pero cuando

regresó no le preguntó nada. Ahora, su madre y su padre

seguían en Rávena, de donde se negaban a salir si no era

para algo estrictamente necesario, y aún más a viajar al

extranjero.

-¿No es precioso, Nasrallah?-dijo el cardenal mientras el

chófer que les habían asignado en Beirut sacaba las

maletas del maletero del coche.-Hace un año que no

vengo y sin embargo me parece que haya sido un mes

desde que vi esta tierra por última vez.

-Mi corazón se alegra por ti, Marco- dijo su secretario

repitiendo una fórmula propia del Líbano con la que se

felicitaban los habitantes tanto de pueblos como de

grandes ciudades.-A mí me ocurre lo mismo, esta tierra

mía se me revela como un tesoro escondido que llevara

mucho tiempo esperando ser descubierta.

-Disculpadme, eminencia- se oyó la voz del chófer, que

no sabía qué hacer después de dejar las maletas en el

suelo cerca de la falda de la montaña.- ¿No se supone

que tendría que venir alguien a buscar el equipaje para

subirlo a la montaña?

-No, amigo mío- El cardenal Marzoni rió como no lo había

hecho en meses, desde la última vez que había estado en

aquel lugar.- ¿Es que acaso no sabéis cómo hay que

subir a la cima aquí, en la montaña?

-Eminencia, yo presto mis servicios en la ciudad, como

bien habréis podido comprobar- El pobre conductor se

puso rojo como una remolacha.-Soy italiano, y jamás

había visto unas montañas tan altas como estas antes

de venir a servir a monseñor el nuncio apostólico.

-“¿Porque me has visto has creído, Tomás? Beatos

aquellos que han creído sin haber visto”- citó Marzoni,

desconcertado ante la ignorancia del joven conductor.-

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96 SOL Y TINIEBLAS 96

Os aseguro que jamás volveréis a ver unas montañas ni

la mitad de altas que estas, una vez que os marchéis de

aquí.

-¿No va a venir nadie a buscar el equipaje?- El conductor

hizo un gesto de incomprensión, incapaz de ver a dónde

quería llegar el cardenal secretario de Estado con esa

diatriba sobre el equipaje.

-Tendremos que llamar a alguien, sí, pero no para que

suba el equipaje, sino…- Marzoni esbozó una sonrisa

pícara, lo que venía ahora no le iba a hacer la menor

gracia al chófer- para que nosotros podamos subir.

-¿Hay que subir a la montaña dejando aquí el equipaje?-

El conductor parecía estar más preocupado por las

maletas que por él mismo.- ¿Y si viene alguien y nos lo

roba? Preferiría no tener que responder de eso ante el

nuncio, me echaría la culpa a mí por desatender mis

obligaciones.

-Mi querido amigo, nadie nos va a robar el equipaje

porque quien va a bajar también se hará cargo de él- dijo

Marzoni divertido ante los signos de desconocimiento del

pobre conductor, que enrojecía por momentos.-Lo que

pasa es que ningún coche puede bajar ni subir de ni a la

montaña.

-¿Y entonces como vamos a poder subir nosotros?- El

conductor ni se imaginaba cómo iba a poder hacerlo.-

¿Va a bajar un ángel del cielo para poder transportarnos

bajo sus alas hasta la cima?

-No, mi querido amigo, ni mucho menos- El cardenal ya

no podía ni contener las carcajadas, el diálogo que

estaba manteniendo con su chófer era tan absurdo que

de buena gana hubiera llamado a un mozo de cordel… si

tuviera uno cerca.-Somos nosotros los que vamos a tener

que subir, y lo vamos a hacer en burro.

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97 SOL Y TINIEBLAS 97

En la orilla del Mediterráneo que iba desde Grecia a

Egipto, los burros eran considerados unos medios de

transporte como cualquier otro, y a menudo los

libaneses de la montaña, que o bien no consideraban

práctico tener un coche o bien no podían permitirse

tener uno, usaban el burro para poder trasladarse de un

pueblo a otro o bajar a la ciudad cuando lo necesitaban.

Marzoni disfrutaba como un niño montando en un asno,

y lo mismo le pasaba a su secretario, pero, a juzgar por

el tono de rojo que había adquirido la cara del pobre

conductor, él no tenía la misma opinión. Pero claro ¿qué

sabían los italianos puros de montar en burro, si la única

cosa para la que se usaban esos animales en Italia era

para tirar de los carros?

Tuvieron que esperar una hora más para que los burros

a los que habían llamado con silbidos bajaran

renqueando de la montaña, con el paso que les era

propio, pues algo que no se podía discutir sobre los

burros era su tendencia a la lentitud y a la tardanza,

pero los burros siempre habían sido lentos, de modo que

eso no se podía cambiar de ninguna manera.

Normalmente, a los burros los guiaba un mozo de unos

doce o trece años, a quien se pagaba por el paseo al llegar

a su destino, pero muchas veces los burros acudían a la

llamada de los que querían montar a sus lomos por sus

propias patas, no bien habían acabado de dejar a su

último jinete en el lugar al que quería llegar.

En cuanto Nasrallah y el cardenal vieron aparecer a los

pollinos, les faltó tiempo para montar a sus lomos. El

conductor, que había cogido las maletas por las asas,

dudó un momento mientras un tercer burro se acercaba

hacia él con paso renqueante. Cuando le animal le dio

una coz con toda la fuerza de la que pudo hacer acopio,

el conductor soltó tal grito que Marzoni estuvo seguro de

que lo habían oído los que vivían en diez casas a la

redonda.

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98 SOL Y TINIEBLAS 98

En sus ojos, el cardenal podía leer la pregunta: “¿No hay

otra manera?” pero la verdad era que no la había, y

Marzoni no tenía ganas de perder su equipaje por la

ineptitud de un chófer cuya única aptitud notable, al

parecer, era la de conducir coches, y que se ponía rojo

como una remolacha en cuanto le pedían que hiciera

otra cosa.

De modo que no le quedó más remedio que bajarse del

burro, ir hasta el conductor, quitarle las maletas de las

manos y atarlas a la silla del burro que le había dado la

coz. Después, volvió a montar a lomos de su propio burro

y picó espuelas. El chófer se quedó atrás, con una

mirada tonta en los labios, incapaz de comprender por

qué le habían dejado tirado.

Conforme iban ascendiendo por la ladera de la montaña

hasta la casa de Zahra, el cardenal recordó, como si se

hubiera visto envuelto en una espiral de retroceso, lo

grande que le había parecido el pueblo la primera vez,

hacía ya cincuenta y seis años, que había ido allí con sus

padres, y lo pequeño que le parecía ahora que ya lo

conocía de palmo a palmo.

A Zahra, precisamente, se le había iluminado la mirada

al ver su pueblo natal después de doce años de exilio, y

a Stefano le había ocurrido otro tanto al ver el pueblo

donde se había casado con el amor de su vida, pero a

Marco le pareció una morada de gigantes. Entonces,

como a todo niño de cuatro años, hasta un pueblo de

poco más de dos mil habitantes le parecía grande.

El sendero por el que subían los burros estaba bordeado

de cedros, los árboles que eran el emblema vivo del

Líbano, tan conocido que ondeaba en su bandera

nacional, roja y blanca con un cedro verde en el medio,

y la expresión coloquial “más hermoso que un cedro del

Líbano” era de sobra conocida y se usaba sobre todo

como cumplido para los jóvenes.

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99 SOL Y TINIEBLAS 99

Marco había leído muchas veces todos los versículos de

la Biblia donde se hacía referencia a los cedros del

Líbano, orgulloso vástago del pueblo fenicio allí donde

los hubiera. Porque la familia de Marco era de las pocas

que podían vanagloriarse de tener la sangre de los

fenicios en las venas. Habían llegado al Líbano de un

lugar que no estaba muy claro, enrolados en las tropas

de un señor sin nombre dedicado al comercio, y desde

entonces se habían dedicado a echar raíces.

La casa de Zahra estaba en la cima de la montaña, por

encima de todas las otras casas, como signo de su

preeminencia sobre todas las familias del pueblo, y los

burros tuvieron fácil el subir hacia la casa, porque el

sendero bordeado de cedros se ampliaba hasta la misma

puerta.

Zahra Zawir, que a los ochenta y cinco años gozaba

todavía de una perfecta salud, señal de que se cuidaba

bien, estaba en la puerta de su casa, vestida con una

larga abaya negra de cuello cerrado que apenas dejaba

ver su cara y una sonrisa luminosa de oreja a oreja,

como siempre que su hijo subía la montaña para visitarle

cada verano.

Cuando Marco empezó a ver su silueta mientras subía

por el camino de cedros picando espuelas al burro, se

acordó de la segunda parte de la promesa de Zahra a su

anciano padre: cuando volviera a su país se vestiría

como sus connacionales. Sin embargo, las otras veces en

las que había ido a visitar a su madre, el secretario de

Estado siempre la había visto vestida a la manera

occidental.

Le extrañaba mucho que hubiera optado por vestirse así,

sabiendo como sabía que, después de más de sesenta

años viviendo en Europa antes de volver al Líbano, su

madre se había occidentalizado. La abaya representaba

para su madre no sólo la prisión a la que estaban

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100 SOL Y TINIEBLAS 100

condenadas las mujeres de todo Oriente Medio, sino el

retroceso del pueblo más avanzado del mundo.

Marco bajó del burro a la puerta de la casa de su madre

y fue directo hacia ella, que no se quitaba la sonrisa de

la cara. Hacía un año que no la veía y no parecía haber

cambiado, es más, parecía más joven que la última vez

que la estrechó entre sus brazos.

-Eminencia- dijo Zahra inclinándose ante su hijo y

tomando su mano entre las suyas para depositar un

suave beso en la superficie de oro de su anillo

cardenalicio.-Bienvenido de nuevo al Líbano.

-Madre- Marco le tocó la cabeza en señal de bendición,

luego la cogió por los hombros y la abrazó.- ¿Está bien?

-Dios me ha dado salud, y yo estoy en condiciones de

disfrutarla, hijo- Zahra le devolvió el abrazo, pero Marco

notó que algo andaba mal cuando se apartó de él

después de un corto estrechamiento.-Aquí se te ha

echado mucho de menos.

-¿Sabía que venía?- Marco siempre trataba de usted a su

madre desde que cumplió los dieciocho años.-No le dije

nada, no di comunicación a la nunciatura apostólica.

¿Cómo supo cuándo debía ponerse en la puerta a

esperarme?

-Una madre siempre sabe cuándo viene su hijo- Zahra

decía la verdad. Para el parto de Marco había sido igual.

Estaba leyendo en el salón de su casa cuando le

empezaron a llegar los dolores del parto, y ella empezó a

gritar en árabe como una salvaje, siendo esa la única vez

que quiso hablar en su lengua desde que había llegado

al país.

Stefano, que iba siempre a la zaga de las nuevas

tecnologías (había sido, lógicamente, el primer habitante

de Rávena que había tenido un ordenador personal en

su casa) quería que su hijo naciera en un hospital,

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101 SOL Y TINIEBLAS 101

símbolo de la modernidad, pero no había dado tiempo a

trasladarse a uno, de modo que Zahra dio a luz en el

mismo salón donde le habían empezado a venir los

dolores.

-Vamos a dar un paseo, por favor, hijo. Necesito

moverme y quiero que me cuentes muchas cosas de

cómo va la vida en Roma- dijo la anciana después de

haber saludado al secretario de su hijo y de haberle

indicado que dejara las maletas en la habitación que

siempre estaba destinada a él, la que había pertenecido

al anciano Ayman.

-No hay mucho que contar, madre, de verdad- Marco

siempre aguardaba ese momento para llevar a cabo su

particular confesión con su madre, de modo que la

obedeció sin rechistar.-El Papa sigue como siempre,

igual de irritante y cabezón.

-Allá en Roma todos son irritantes y cabezones, señora

Zawir- dijo Nasrallah, que se había unido al paseo,

mientras bajaban por una colina cerca de la casa.-Su

hijo es el único cardenal cuerdo de todos los que hay

trabajando para el Santo Padre.

-Hiciste voto de obediencia, hijo mío, y eso incluye

obedecer a aquellos con los que no te lleves bien- sonrió

Zahra poniéndole un brazo en los hombros a su hijo.-Yo

te traje al mundo, y fui la primera en quien tuviste

confianza. Aún recuerdo cómo viniste aquí, a este

mundo lleno de traiciones y guerras, llorando, lleno de

vida y gritando. Diste muestras de tu fuerza desde el

primer momento en el que saliste de mi vientre.

-Madre, a veces ese voto de obediencia a Su Santidad me

pierde- Marzoni rodeó a su madre con el brazo.- ¿Se

puede creer que me quiso mandar a visitar la eparquía

de San Charbel antes de poder venir aquí a visitarla?

-Deberías haberle obedecido- Zahra era una devota

católica maronita que obedecía la palabra de su

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102 SOL Y TINIEBLAS 102

patriarca y del Papa por encima de todo, incluso de la

palabra de su hijo.-Él sabe lo que es mejor para ti.

-El Papa no sabe nada sobre mí, lo único que le importa

es la vuelta a África con la que ya lleva tanto tiempo

soñando- Marzoni estaba cada vez más convencido de

que lo que le había dicho el Papa el día anterior sobre

que quería ser enterrado en la capilla de la nunciatura

apostólica de Lilongwe era verdad, y a él era a quien iba

a competer esa decisión cuando Clemente yaciera en su

lecho de muerte, ya que, además de ser secretario de

Estado, era también camarlengo de la Santa Iglesia

Romana, y, en calidad de tal, debía ocupar la función del

Papa en tanto el cónclave no eligiese un nuevo sucesor

de San Pedro.

Pío XIII le había nombrado para ese cargo poco antes de

que él mismo muriera, y el rito de recognitione mortis que

había tenido que realizar cuando Pío yacía en su lecho

de muerte había sido la experiencia más bonita de su

vida, aunque también la más triste, ya que sintió los ojos

de todos sus compañeros de la Curia clavados en él y no

tuvo la presencia de Pío para reconfortarle y darle

ánimos.

Después de dieciséis años sirviendo al segundo Papa

americano de la historia, compartiendo con él los viajes

y los momentos de la vida diaria, había acabado por

cobrarle afecto, y de hecho, la noche que el Papa murió,

Marzoni había llorado amargamente pidiendo a Dios una

guía fiel para la Iglesia, un pastor que supiera lo que

tenía que hacer para guiar a Su grey por el camino

correcto.

Pero en vez de darles un pastor cualificado que conociera

los usos de la Iglesia a las mil maravillas, el Señor les

había enviado a François Boulemier, el francés hijo de

un noble de la Costa Azul que había vendido su herencia

familiar para beneficio de los pobres de Malawi. Marco

no había querido ser Papa entonces, pese a que había

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103 SOL Y TINIEBLAS 103

cosechado treinta votos, pero al final el Espíritu Santo se

acabó decantando por el humilde nuncio en África. Sólo

el Señor sabía lo que le iba a pasar.

*

Dos días después, Marco estaba ahíto de comida, bebida

y atenciones por parte de su madre. El Líbano se le

estaba revelando como el país de los sueños, un país que

su madre, de no ser por la guerra, no habría abandonado

jamás. Aunque estaba claro que, si no lo hubiera hecho,

él no estaría allí en ese momento.

Aquella mañana, después de tomar un abundante

desayuno compuesto por casi todas las especialidades

culinarias por las que Líbano era conocido en el mundo,

Marco Marzoni decidió ir a dar un paseo solitario por la

montaña, cerca de la casa de su madre, con la idea de

preparar un pequeño texto para los ejercicios

espirituales que, si todo iba bien, tenía intención de

predicar al mes siguiente, en la iglesia romana del

Espíritu Santo en Sassia, a un tiro de piedra del

Vaticano, la iglesia patrimonial de la congregación

jesuita en la capital italiana.

El secretario de Estado solía ir allí a menudo a rezar,

pues si bien estaba cerca de la algarabía del Vaticano, al

mismo tiempo estaba cerca del centro de Roma, y los

pocos jesuitas que vivían de forma permanente en el

recinto eclesiástico tenían buen cuidado de apartarse

cuando el antiguo arzobispo de Rávena solicitaba un

poco de tiempo a solas para rezar en diálogo con el

Señor.

En esa iglesia encontraba toda la paz que necesitaba

desde que Clemente XV asumiera el pontificado, porque

desde que el francés asumiera el legado de Pedro sobre

sus espaldas, Marco no había podido volver a rezar en la

basílica en paz. Todo el aire mágico, el fasto y el incienso

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104 SOL Y TINIEBLAS 104

que tanto impresionaban a la gente en tiempos de Pío

XIII se habían vuelto a ver relegados en la sacristía.

Aunque Marzoni estuviera en la montaña libanesa y de

vacaciones, eso no quería decir que estuviera

desconectado del mundo, pues Stefano le había

enseñado una cosa valiosísima: aunque tus enemigos

crean que te pueden pillar por sorpresa, nunca les des

esa satisfacción y ve siempre un paso por delante. Y

Marco había seguido esa recomendación al pie de la

letra.

Se sentó en una roca al lado de un hilillo de agua que

corría paralela a la montaña (la casa de su madre estaba

en un risco del que Marzoni había bajado apenas

minutos antes) y abrió el pequeño ordenador portátil que

siempre llevaba encima para mantenerse al día de las

noticias que llegaban de Roma y de otras partes del

mundo. El primer titular que se echó a la cara le dejó de

piedra, máxime porque no se lo había esperado cuando

partió hacia Beirut.

EL PAPA CLEMENTE XV HA MUERTO

El Pontífice murió la pasada noche en sus aposentos

del Palacio Apostólico de Castel Gandolfo. Se ha

mandado buscar al camarlengo, el secretario de

Estado Marco Marzoni, que se encuentra ilocalizable.

ROMA (ITALIA) 6 de julio

El Papa Clemente XV murió la pasada noche en el Palacio

Apostólico de Castel Gandolfo, de un ataque al corazón,

según han informado los medios vaticanos.

El Pontífice, de setenta y cuatro años, había cenado ya en

compañía de su secretario particular y de dos cardenales

con los que había tenido audiencia esa misma tarde, y se

retiró a su habitación hacia las diez y media de la noche

para descansar. Veinte minutos más tarde, un grito alertó

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105 SOL Y TINIEBLAS 105

a su secretario, que se lo encontró muerto sobre una

alfombra, desplomado y con los ojos abiertos.

El Vaticano ha establecido que la causa de la muerte fue

un ataque al corazón que se produjo repentinamente, si

bien algunos expertos especulan con la posibilidad de un

asesinato. No obstante, el que debe tomar la decisión de

constatar cómo se produjo la muerte es el cardenal

camarlengo, el italiano Marco Marzoni, que se encuentra

ahora mismo ilocalizable en algún punto de Oriente

Próximo y a quien han mandado a buscar los servicios de

inteligencia vaticanos. Marzoni deberá regresar

inmediatamente a Roma para asumir sus funciones como

camarlengo de la Iglesia romana y dirigirla durante el

tiempo que el cónclave tarde en elegir un nuevo Papa.

El Papa difunto expresó en más de una ocasión su deseo

de ser enterrado en Malawi, país donde desarrolló una

fecunda actividad pastoral durante diecisiete años, y se

espera que el cardenal Marzoni respete su decisión una

vez se haya completado el rito de recognitione mortis que

el camarlengo deberá realizar apenas regrese a Roma.

Hasta ese momento, el cuerpo del Papa permanecerá

insepulto, a la espera de un dictamen oficial.

Marzoni se quedó de piedra por las coincidencias que

parecían estarse manifestando a su favor aun sin que él

lo pidiera, pero debía reconocer que era providencial. El

Papa había muerto apenas noventa y seis horas después

de anunciarle que pensaba enviarle a Argentina como

supervisor y visitador de una eparquía maronita y de

amenazarle con quemar la salvaguardia que le mantenía

desde hacía más de veinte años en el cargo de secretario

de Estado.

Y, lo que era más importante, había muerto justo cuatro

días después de que el cardenal Peric y él mismo

hubieran estado hablando de posibles candidaturas a

presentar para que le sucedieran en el solio de San

Pedro. Marzoni no lo podía creer, el Papa gozaba de

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106 SOL Y TINIEBLAS 106

buena salud cuando lo había visto antes de partir hacia

Beirut, cuatro días antes, el día de su agria discusión.

¿Cómo era posible, pues, que un anciano de setenta y

cuatro años que gozaba de buena salud tuviera un

ataque repentino al corazón?

Se levantó inmediatamente de la roca y emprendió el

camino risco arriba, a paso rápido. Había muchos

interrogantes que debía resolver, pero eso tendría que

esperar hasta que llegara a Roma. Algo le decía que ese

tranquilo pueblo del Líbano pronto se iba a ver agitado

por algo más que por terremotos. No había podido prever

que el Papa moriría tan pronto desde que se fuera, pero

sí podía ver claramente que la candidatura que defendía

el cardenal Peric, la suya propia, era la única viable.

Y debía defenderla con uñas y dientes, pero sin que nadie

se diera cuenta de que hacía campaña por él mismo.

Debía dejar que otros la hiciesen por él y mantenerse

discretamente al margen, cumpliendo con su función de

camarlengo y no mostrándose demasiado interesado en

quién podría salir elegido: a fin de cuentas, según dijeron

los medios de comunicación en el último cónclave, el

camarlengo no podía ser elegido papa, pero Marzoni se

iba a encargar de sacarles de su error muy pronto.

Zahra se alarmó cuando lo vio volver a toda prisa. Había

visto las noticias, y supuso que su hijo debería volver de

un momento a otro para coger sus maletas, llamar a su

secretario y salir hacia Beirut para coger, dos horas

después, el primer vuelo hacia Roma, pero había

pensado que se tomaría al menos media hora para

serenarse ante la noticia.

En vez de eso, cuando Marco llegó con la capa roja

tableteando tras de él como si fuera un pájaro rebelde,

Zahra supo que su hijo quería marcharse en seguida. Se

le notaba en los ojos que estaba muy preocupado, pero

no el por qué. El cardenal secretario de Estado tenía la

mirada perdida y hablaba entre dientes, como si, en vez

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107 SOL Y TINIEBLAS 107

de estar preocupado por la muerte del Papa, lo estuviera

por los cardenales que iban a tomar parte con él en el

cónclave.

-Serénate, hijo- le conminó su madre agarrándole de las

solapas de la sotana.-Vienes sofocado. Al menos entra

en casa para descansar un poco antes de salir hacia

Roma.

-Madre, el Papa ha muerto-Marzoni hablaba con voz

tranquila, como si no le importara la muerte de

Clemente, pero Zahra le notó en la voz un punto de

acritud.-No puedo descansar, debo volver

inmediatamente a Roma para ocuparme de mis deberes

como camarlengo.

-Ya me he enterado de lo sucedido, Marco- Monseñor

Maarkouf llegó corriendo sin resuello, estaba claro que

había hecho las maletas a contrarreloj, la sotana estaba

llena de motas de polvo y a él le corrían gruesas gotas de

sudor por la frente olivácea, su mayor atractivo junto con

sus ojos.- Lo tengo todo listo para salir de forma

inminente para Italia.

-Admiro tu presteza, Nasrallah- El cardenal Marzoni tocó

en el hombro a su secretario para recompensarlo y se

volvió hacia su madre para abrazarla.-Puede que no

vuelva por aquí, madre, al menos no en un tiempo largo.

-Si no vuelves, manda a por mí tan pronto como tengas

tiempo- le pidió Zahra.-Mi promesa ya está cumplida, tu

abuelo descansa en paz y aquí no estoy a gusto. Hazlo

cuando tengas tiempo. Me gustaría morir en Roma, o en

Rávena, en casa, donde murió tu padre.

-Le juro que cuando todo esto haya acabado mandaré a

buscarla, madre- Marzoni la estrechó entre sus brazos,

consciente de que podía pasar mucho tiempo antes de

que ese juramento se cumpliera.-Ahora, deme su

bendición.

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108 SOL Y TINIEBLAS 108

Zahra le trazó una cruz en la frente y el cardenal, tras

hacer una somera inclinación de cabeza en su dirección,

salió de la casa para bajar de la montaña hacia donde ya

esperaba el mismo coche de la nunciatura que les había

llevado hasta ese mismo punto tres días antes.

El conductor no se mostró tan estupefacto como lo había

hecho tres días antes cuando les vio bajar en burro. En

vez de eso, en cuanto el cardenal bajó del burro fue hacia

él para darle un rollo de pergamino.

-Ahórrese los comentarios sagaces, ya me enteré de lo

que ha pasado anoche- dijo Marzoni con gesto desdeñoso

tirando el telegrama a un lado. No necesitaba que sus

compañeros le recordasen desde el Vaticano que tenía

que acudir a Roma.

Mientras el coche oficial de la nunciatura de Beirut daba

la vuelta para dirigirse de nuevo al aeropuerto

internacional Rafic Hariri, el cardenal Marzoni miró por

la ventanilla blindada la tierra de su madre, la tierra que

algo le decía que iba a tardar mucho en volver a ver.

El destino que había anticipado para sí mismo estaba a

menos de tres semanas de cumplirse si lo gestionaba

bien y tenía los recursos que necesitaba.

“Alea jacta est” pensó el cardenal mientras la montaña

donde pensaba que nada malo podía llegar a pasarle se

perdía en la distancia. La suerte estaba echada.

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109 SOL Y TINIEBLAS 109

IV

Marzoni entró en el Palacio Apostólico de Castel

Gandolfo con paso mesurado, tres horas después de

haber salido de Beirut y de que el nuncio le hubiera

dicho lo que ya esperaba desde que leyó la noticia en la

montaña, que se le esperaba para tomar decisiones

importantes sobre el cadáver de Clemente.

Ya se había tranquilizado lo bastante durante el vuelo

como para cumplir su cometido de camarlengo sin que

nadie se diese cuenta de que ya lo tenía todo pensado en

su cabeza, desde las alianzas que tendría que forjar para

que su candidatura llegara a lo más alto hasta las

mentiras que tendría que destapar para descubrir que

otros cardenales no eran dignos del puesto.

El cardenal Federico Spartaglio, vicario de Roma, uno de

los cardenales más jóvenes de toda la Curia con

cuarenta y siete años, se acercó al secretario de Estado

a paso rápido en cuanto le vio entrar en la sala donde él

esperaba, antes de subir la escalinata que, desde la sala

de los Suizos, llevaba directamente al apartamento del

Papa.

-Eminencia, desde ayer por la noche todos los otros

cardenales esperan vuestra llegada para el rito de

recognitione mortis- le comunicó Spartaglio, obviando a

monseñor Maarkouf, que caminaba discretamente dos

pasos por detrás de los dos purpurados, mientras subían

por la escalinata a paso reposado, conscientes de que a

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110 SOL Y TINIEBLAS 110

quienes les esperaban no les importaría esperar unos

minutos más.

-¿El Papa murió de un ataque al corazón, o se baraja

acaso otra posibilidad?- Era una de las primeras dudas

de Marzoni, que veía venir una avalancha de preguntas

de los periodistas cuando se emitiera el comunicado

definitivo de la Sala de Prensa, aquel que no admitiría

discusión.

-Murió de un ataque al corazón, eminencia, eso os lo

puedo confirmar yo mismo- Spartaglio se llevó las manos

a la cabeza, se veía que estaba visiblemente nervioso.-

Estaba cenando ayer con él y con el cardenal Zulwinger

cuando de repente se marchó sin esperar al postre, aun

sabiendo cuánto le gustan los dulces, y nos indicó que

continuáramos cenando. Veinte minutos después, el

Santo Padre gritó, pero para cuando llegamos a su

habitación ya era demasiado tarde.

“Bueno, al menos me ahorró la molestia de morir de

forma lenta y dolorosa” pensó el secretario de Estado

mientras intentaba imaginarse la muerte del anciano

que tantos problemas le había causado.

-¿Qué se hará con el secretario del Santo Padre,

eminencia?- le preguntó Spartaglio, consciente de que,

mientras no hubiera Papa, la palabra del camarlengo era

ley.

-¿Ha expresado ya su voluntad?- Marzoni también era

consciente de algo: el secretario del Papa era el único,

después de él, que estaba al tanto de los planes de

Clemente de mandarlo a Argentina, aunque esos planes

habían quedado invalidados desde el mismo momento en

que él había partido hacia el Líbano. Si ese monseñor

negro decía algo de lo que les había oído cuatro días

antes en la biblioteca, la candidatura de Marzoni correría

serio peligro.

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111 SOL Y TINIEBLAS 111

-Eminencia, el secretario del difunto Santo Padre ha

expresado efectivamente su voluntad de que se le

permita volver a África…-Spartaglio hizo una pausa,

consciente de que lo que venía después no le iba a hacer

ninguna gracia al camarlengo- llevando el cuerpo del

Santo Padre consigo.

-Está bien, el cuerpo le será confiado después del

dictamen oficial- En Malawi, Clemente era muy querido,

y hacerles entrega de su cuerpo a los habitantes de ese

país sería visto como un gesto de misericordia, además

de como una oportunidad de librarse de un cuerpo que

daba más problemas de los deseados. Además, así se

cumplía la voluntad del Papa.

En la habitación que hasta la noche anterior había sido

la de Clemente esperaban cuatro cardenales armados

con hisopos de agua bendita para asperjar la cámara

cuando salieran haciendo un gesto de bendición.

Marzoni comprobó con un suspiro de alivio que eran los

cuatro cardenales de los que más se fiaba en la Curia:

Roufel, Sartorio, Smartzyn y Peric. Se preguntó si

alguien les habría hecho llamar para darle la bienvenida

a propósito o si se encontraban allí por azar.

-Marco, gracias al Señor que has llegado a tiempo- Peric

corrió hacia él en cuanto lo vio.-Fue horrible lo de

anoche. Dios en su infinita misericordia quiso que no

presenciaras la muerte del Papa porque te habrías

muerto de asco tú también.

-Eminencias, por favor, tendremos tiempo de entrar en

detalles más tarde- A Marzoni no le preocupaban lo más

mínimo los detalles de la muerte de Clemente, lo que

más le interesaba ahora mismo era cumplir el rito que el

camarlengo debía asumir sobre sus espaldas.

Fue hacia el lecho donde las monjas que trabajaban en

la residencia pontificia de verano habían depositado el

cuerpo de Clemente, después de lavarlo y vestirlo con

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112 SOL Y TINIEBLAS 112

toda la magnificencia propia de un Sumo Pontífice. Al

acercarse a la cama, Marzoni notó el fuerte olor de algún

tipo de medicamento, usado para limpiar el cadáver

después de la muerte.

-Es formalina, eminencia- le indicó discretamente el

secretario del difunto Papa, que no se sabía bien cómo

había conseguido acercarse al lecho del cadáver.-Se usa

para embalsamar.

-Ya me he dado cuenta, monseñor, sé perfectamente qué

tipo de medicamento es éste- Marzoni se dio la vuelta y

miró a los ojos al sacerdote de color.-Me han informado

de que deseáis regresar a Malawi lo más pronto posible,

¿es así?

-Sí, eminencia, exactamente como os han informado- El

secretario unió las manos en un gesto de súplica,

consciente de que, una vez muerto su protector, en el

Vaticano su vida ya no valía nada.-Y ruego que se me

permita llevar conmigo el cuerpo del Santo Padre, que en

África es venerado realmente como un santo.

-Vuestro deseo se verá cumplido, monseñor- aseveró

Marzoni, deseoso más que nunca de librarse de la

amenaza del monseñor de color y del cuerpo de

Clemente, que en sí mismo, aunque ya frío, suponía una

amenaza.-Sólo tendréis que esperar unos minutos, a lo

sumo una hora más, y antes de lo que creéis habrá un

avión especial listo para devolveros a vos y al cadáver de

nuestro amado Papa a Lilongwe.

-¿Estáis sugiriendo, eminencia, que ni siquiera se

celebrará un funeral en la plaza de San Pedro?- El

cardenal Smartzyn le miró con una sonrisa sibilina, era

uno de sus más fieles aliados en la carrera por el trono

de San Pedro, y sólo hacía esa pregunta por tratar de

parecer discordante.-Al pueblo de Roma no le parecería

bien que se les arrebatara el cuerpo de su obispo sin

siquiera darles la oportunidad de despedirse de él.

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113 SOL Y TINIEBLAS 113

-Está decidido- Marzoni le echó una mirada al serio

cardenal Roufel, que permanecía al lado de la cama con

las manos unidas, esperando a que se cumpliera el rito.-

Traed la caja con el martillo de plata que se guarda en

esa estantería- ordenó dirigiéndose al francés.

En cuanto Roufel hubo depositado lo que Marzoni le

había pedido en sus manos, el cardenal camarlengo sólo

tuvo que hacer una cosa antes de cumplir el rito. Se

colocó bien el anillo cardenalicio, se quitó el solideo,

como siempre se debía hacer en presencia del Santo

Padre, y se dispuso a cumplir el rito que muchos

cardenales antes que él habían realizado desde que, en

1274, se instituyera el organismo de la Cámara

Apostólica.

El cardenal secretario de Estado sacó el martillo de plata

que se usaba para constatar las defunciones de los

Papas de su envoltorio de terciopelo en el interior de la

caja del mismo metal y lo levantó, preparado para hacer

la pregunta ritual por primera vez.

-François Boulemier, ¿estás muerto?

El martillo propinó un suave golpe en la frente helada

del cadáver. Los cardenales contuvieron el aliento,

aunque ya sabían que no iba a haber ninguna respuesta,

como en efecto no la hubo. Marzoni respiró tranquilo. El

peligro había quedado ya conjurado, aunque todavía

tenía que repetir la pregunta otras dos veces.

-François Boulemier, ¿estás muerto?

El Papa, yaciente y con el cuerpo ya frío después de poco

menos de diez horas desde su muerte, no respondió,

como era lógico que lo hiciera. Una imperceptible sonrisa

apareció en los labios del secretario de Estado y duró

apenas cinco segundos, por lo que nadie la vio, como no

estaba previsto que lo hicieran.

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114 SOL Y TINIEBLAS 114

Los cardenales seguían conteniendo la respiración,

conscientes de que, una vez que el martillo de plata

golpease por última vez la frente del cadáver y acto

seguido volviera a depositarse en la caja, Marzoni tendría

poder absoluto para controlar los destinos de la Iglesia

hasta que un nuevo Papa saliese al balcón de San Pedro

vestido de blanco más o menos veinte días después.

-François Boulemier, ¿estás muerto?- preguntó Marzoni

por tercera vez, dejando caer el martillo para asestar el

último de los tres suaves golpes sobre la frente del

cadáver que ya no sentía nada y no podía decir nada.

El Papa no respondió.

“Sí” se dijo Marzoni a sí mismo mientras, con un gesto

que pretendía pasar por piadoso, dibujaba una cruz en

la frente del muerto con dos dedos extendidos, le

bendecía también los labios y le cerraba los ojos. “Ahora

sólo me faltan las cuatro palabras que son la llave del

poder y nadie se interpondrá entre yo y el trono de San

Pedro”.

El cardenal Marzoni se volvió hacia sus cinco

compañeros con los ojos llenos de lágrimas, en un gesto

teatral muy logrado que no se parecía ni de lejos a lo que

había sentido cuando murió su propio protector cuatro

años antes, dispuesto a que el monseñor de color y aquel

cuerpo frío que seguía yaciendo, impasible, sobre la

cama, salieran de su vida para siempre.

Y así, tras haberse limpiado las lágrimas con el dorso de

la mano, abrió la boca y de ella, en el cuidadísimo latín

eclesiástico que había pasado años aprendiendo con los

mejores profesores posibles y perfeccionando como

monaguillo en las misas en la capilla de su casa, salieron

por segunda vez en su vida las cuatro palabras que

cerraban una época y servían como preludio a otra.

-Vere Papa mortuus est

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115 SOL Y TINIEBLAS 115

Al oír estas palabras, los cardenales se santiguaron y se

acercaron al lecho para bendecir una vez más, la última,

el cadáver del Papa, que, ya con los ojos cerrados, dormía

su sueño eterno.

*

El cónclave se inició exactamente dos semanas después

de que el Papa muriera, habiendo respetado los

novendiales, las nueve jornadas de luto durante cada

una de las cuales se decía una misa en una iglesia

representativa de Roma, y habiéndose tomado la

decisión en las congregaciones generales, a las que

acudieron ciento ochenta cardenales, de los cuales

ciento diecinueve tenían derecho a voto.

El cardenal Marco Marzoni había celebrado la primera

de las misas que se tenían que decir en los novendiales,

y lo había hecho precisamente en la parroquia de su

santo patrón, la iglesia romana de San Marco in Agro

Laurentino de la que fue titular hasta que el papa Pío lo

nombró, diez años antes de su muerte, cardenal obispo

de Frascati, una diócesis suburbicaria al suroeste de

Roma y una de las siete que constituían la “primera

división” dentro del orden de los cardenales: obispos,

presbíteros y diáconos.

Los otros ciento dieciocho cardenales con derecho a voto,

que habían llegado a Roma antes de que él mismo llegara

de Beirut, pasaron los días antes del inicio del cónclave

deambulando por la Ciudad Eterna, haciendo cábalas y

cambalaches para conseguir contraponer un adversario

al cardenal de Emilia-Romaña cuyo poder estaba tan

extendido que se temía que jamás pudiera ser

controlado.

En cuanto a Marzoni y a monseñor Maarkouf, habían

optado por no residir en el Vaticano durante el período

de sede vacante, viviendo, por el contrario, en la

residencia romana del cardenal, cuya familia tenía una

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116 SOL Y TINIEBLAS 116

casa-palacio en el número 57 de la via Monterone. Eso

sí, el día que regresó de Beirut, nada más sellar con cinco

sellos de lacre rojo los apartamentos pontificios en el

Vaticano, el cardenal Marzoni pidió ver a un equipo de

restauradores y les ordenó que comenzaran a hacer

obras en el tercer piso justo el día que empezara el

cónclave. Quería tenerlo todo preparado para no tener

que pasar en la residencia de Santa Marta ni un minuto

más del previsto.

Durante los días en la via Monterone, de donde sólo salía

para asistir a las congregaciones generales en el Palacio

Apostólico, el cardenal se mantuvo al día de las noticias

en el mundo a través de los periódicos y de la televisión.

Supo así que el secretario del fallecido Clemente XV

había sido recibido entre gritos de “¡Bienvenido,

Santidad!” en Lilongwe, adonde había llegado a la misma

hora en que Marzoni sellaba los apartamentos de su

predecesor.

También se enteró de que el nuncio apostólico en el país

africano, sucesor de Clemente, había pronunciado una

rimbombante homilía exaltándole más de lo necesario y

pidiendo a su sucesor que le elevara pronto a los altares

o que al menos permitiera que se abriera su causa de

canonización. “No tengo en mi lista de prioridades para

el pontificado hacer eso” pensó mientras apagaba el

aparato con gesto desdeñoso.

Los periódicos también hablaban de Clemente en un

tono más grandilocuente del que se merecía ese

aristócrata francés que dilapidó su fortuna para ayudar

a unos pobres que no dejaron de ser pobres porque él les

entregara su dinero. A cada titular que el secretario de

Estado se echaba a la cara, monseñor Maarkouf

apartaba otro, asqueado.

Claro que también de él se decían maravillas, y sin que

se hubiera tenido que preocupar lo más mínimo de

comprar con dinero o con promesas a los editores. Le

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117 SOL Y TINIEBLAS 117

llamaban “el principal impulsor del diálogo en el

pontificado” o “aquel que, teniendo el poder de cerrar

puertas, las abrió para que el amado Santo Padre

pudiera tener aún más contacto con la gente a la que

tanto amaba”

Pero, mientras los periódicos se debatían entre

panegíricos al Papa fallecido y especulaciones sobre el

que estaba por venir, llegó el día del cónclave, y con él,

el momento en el que las miradas de todo el mundo

estarían puestas en una vieja y oxidada chimenea fuera

de la Capilla Sixtina. O, dicho de otro modo, el momento

en que Marco Marzoni dejaría de ser cardenal para, si

Dios lo quería, salir vestido de blanco en un límite de

cuarenta y ocho horas.

La procesión de cardenales, vestidos con la

magnificencia que caracterizaba a los príncipes de la

Iglesia en las ocasiones solemnes, salió de la Capilla

Paulina cantando estrofas del Veni Creator Spiritus y las

letanías de los santos para implorar la ayuda del Espíritu

Santo en el cónclave que se avecinaba, aunque era una

técnica de despiste, ya que en un cónclave lo que más se

usaba eran las artimañas diplomáticas para garantizar

votos, pero el resto de la gente que no estaba dentro de

la habitación donde se elegiría al Papa quería creer que

era el Espíritu Santo, con su presencia, quien inspiraba

a los cardenales para elegir al sucesor de San Pedro.

Marzoni, como camarlengo y secretario de Estado, iba el

primero de la procesión, y su bello latín resonaba en las

bóvedas y en los techos de las diferentes estancias por

las que iban pasando los ciento diecinueve purpurados,

vestidos de maneras muy diferentes, unos con birretes

normales, otros con capelos rojos bajo sombreros negros

o simplemente con la cabeza baja musitando las estrofas

del canto como quien no quiere la casa.

El cardenal de Rávena, consciente de que, si jugaba bien

las bazas de las que disponía, podría salir de la Capilla

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118 SOL Y TINIEBLAS 118

Sixtina vestido de blanco en menos de dos días,

disfrutaba de su momento de gloria. Nadie podía saber

que, en su mente, estaba haciendo cuentas para ver

cuántos cardenales le podían apoyar en la primera

votación para, de ese modo, poder asegurarse de que

sólo necesitaba una o dos votaciones más para poder

salir de Papa.

Bastaría con una votación ese mismo día, o dos si era

necesario, y con una al día siguiente. Aunque, si Dios

era misericordioso con él y le otorgaba el beneficio de que

algunos de los cardenales que aparecían en las listas de

papables se descartaran incluso antes de empezar las

votaciones, bien podía ser que alcanzara el quórum de

ciento dieciocho votos en la segunda votación.

Lo único de lo que estaba seguro Marzoni era de que

saldría de blanco aunque para hacerlo tuviera que

proferir amenazas. No sería la primera vez que un

cardenal compraba votos para aligerar la elección, pero

preferiría no tener que llegar a ese extremo. Al fin y al

cabo, siempre era mejor dejar a la voz de la conciencia

decidir por cada uno de sus compañeros.

En la Capilla Sixtina todo estaba ya dispuesto para

empezar con la ceremonia del juramento que se debía

llevar a cabo antes de cerrar las puertas, y Marzoni,

como cardenal obispo, sería el segundo en jurar, ya que

el primero debía ser el decano del Colegio Cardenalicio y

después de los cardenales obispos todos empezarían a

jurar por orden de consistorio hasta llegar a los más

recientes.

Pero primero debería llevarse a cabo la recitación de la

orden por la cual los electores prometían no dar

información a nadie externo al cónclave del desarrollo de

las votaciones y guardar secreto sobre las mismas hasta

que el elegido decidiera si levantar el secreto o

mantenerlo.

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119 SOL Y TINIEBLAS 119

Los periodistas apostados en el exterior de la Capilla

Sixtina intentaron captar las opiniones de algunos

cardenales mientras pasaban a su lado, pero ninguno les

dio más que sonrisas vacías de significado, pues, aunque

el deber de secreto no empezaba hasta que se cerraban

las puertas, muchos preferían no revelar sus secretos

sobre cómo conducirían la votación.

Marzoni no quiso ser menos, aunque le reconcomían el

alma las ganas de explicarles a los periodistas todas sus

maniobras, pero algo le decía que ya iban a tener tiempo

de escuchar sus palabras a partir del día siguiente. Si

Dios era propicio a que el cónclave acabase pronto, la

interinidad de la Iglesia estaría acabada en dieciséis

días, y después ya tendría libertad para hacer lo que

quisiera y hablar otro tanto.

El cardenal secretario de Estado, consciente de su deber

como camarlengo, fue el último en entrar, y esperó hasta

que el último de sus hermanos en el episcopado hubo

ocupado su puesto para volverse hacia la muchedumbre

de periodistas con una sonrisa en los labios, una sonrisa

que quería decir “esta es la mía”. Estos apuntaron sus

cámaras hacia él, sabiendo lo que se iba a hacer de un

momento a otro.

Antiguamente, era el Maestro de las Celebraciones

Litúrgicas Pontificias el encargado de cerrar las puertas

de la capilla al mundo, pero gracias a una norma

instaurada por el papa Pío (otra de las muchas

ocurrencias de Marzoni) ahora era el camarlengo el

encargado de cerrarlas.

Marzoni, concentrado en los preparativos de la

ceremonia del cerrado de las puertas besó la cruz de un

rosario de plata que había llevado consigo durante todo

el camino hacia la capilla, murmuró en silencio un

Gloria al Padre en árabe, la lengua en la que rezaba

cuando nadie le oía, y sólo entonces estuvo listo.

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120 SOL Y TINIEBLAS 120

Se volvió hacia los periodistas que seguían apuntándole

con sus cámaras y retransmitiendo minuto a minuto

cada uno de sus gestos, agarró las puertas de la estancia

suavemente y, con su voz profunda y dulce, pronunció

en latín las dos palabras que condenarían al mundo a la

inopia sobre la elección del Papa durante el tiempo que

durasen las deliberaciones.

-Extra omnes

*

Una vez dentro de la capilla y aislados de los ojos del

mundo, los cardenales procedieron a la lectura del

juramento de confidencialidad, recitado por el cardenal

decano y que luego todos, poniendo la mano sobre los

Evangelios, tendrían que refrendar, y después a la

lectura de una meditación por parte de uno de los

cardenales no electores, que, una vez concluida su tarea,

abandonó la capilla, junto con el Maestro de las

Celebraciones Litúrgicas Pontificias, por una puerta

semioculta en uno de los lados.

Entonces se procedió a las cosas serias. A partir de ese

momento, el cónclave empezaba a jugarse en serio, y el

cardenal secretario de Estado estaba decidido a jugar

todas y cada una de las bazas que le fueran otorgadas.

Marzoni, como ya se ha dicho, fue el segundo en jurar.

Cuando el cardenal decano hubo pronunciado la

fórmula correspondiente y se hubo apartado para dejarle

paso, recorrió los escasos dos pasos que le separaban del

libro de los Evangelios, colocó su mano en una página y

declamó en latín, la lengua que más estaba usando ese

día, con una voz firme y clara, de modo que todos sus

compañeros pudieran oírle:

-Y yo, Marco cardenal Marzoni, prometo, me obligo y

juro. Así me ayude Dios y estos santos Evangelios, que

toco con mi mano.

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121 SOL Y TINIEBLAS 121

Siguieron otros ciento dieciséis cardenales, que

declamaron el juramento como pudieron, algunos con

voz fuerte, otros, los más de los cardenales, con voz débil,

algunos en un latín desprovisto de acento y otros en un

idioma que más parecía una mezcla de dialectos

indígenas. Marzoni, quieto en su asiento, se juró para

sus adentros que cuando vistiera el hábito blanco lo

primero que haría sería seleccionar a los cardenales que

hablaran mal el latín y ponerlos de nuevo a estudiar.

Cuando el último de los cardenales hubo jurado,

Marzoni se levantó de su asiento para llevar a cabo el

primer acto de la tarde, que él juzgaba decisivo para

decantar la balanza a su favor, porque, si no podía

inclinarla en esa tarde, tendría que empezar a jugar sus

bazas antes incluso de lo que había previsto, y ese juego

tenía cartas muy peligrosas.

Esta vez, cuando estuvo seguro de que todos sus

compañeros le miraban, habló en italiano para que todos

le entendieran, aunque lo que formuló fue una simple

pregunta:

-¿Deseáis votar ahora?

Todos los cardenales respondieron con un sí rotundo.

Era de esperar, ellos también tenían ganas de salir de

ese encierro cuanto antes, y no había manera de hacerlo

si no elegían Papa, pero algo le decía a Marzoni que no

le iba a ser posible conseguir el quórum tan fácilmente.

Sus enemigos a buen seguro habrían contrapuesto un

candidato, y la liza se dividiría entre ellos dos.

Para llevar a cabo el proceso de la votación, primero se

eligió a tres infirmarii, los que se encargarían de llevar

las papeletas a los cardenales enfermos, y a otros tres

escrutadores, que se encargarían de contar los votos y

de quemar las papeletas después del recuento, por lo

cual serían los responsables, en último término, de que

el mundo supiera que había fumata blanca o negra.

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122 SOL Y TINIEBLAS 122

Marzoni, siempre previsor y al mismo tiempo caballeroso

para con sus compañeros, eligió para el puesto de

escrutadores a tres cardenales que sabía de sobra que

no eran partidarios suyos, pero siempre que había

elegido a alguien que no fuera partidario suyo para ser

escrutador se le había venido encima una lluvia de votos,

así que no veía por qué no iba a repetirse la lluvia esa

vez. Tenía garantizados treinta de los setenta y nueve

votos que había que conseguir para ser elegido, y si Dios

era misericordioso quizás esa cifra se incrementaría

después de dos horas.

El cardenal obispo de menor edad, un español partidario

de Marzoni que llevaba ocho años en Roma como

presidente del Pontificio Consejo para el Diálogo

Interreligioso, inició el proceso de meter las papeletas en

la urna dispuesta a tal efecto. Después de él, otros

cincuenta cardenales fueron musitando las palabras del

juramento mientras depositaban las papeletas en la

urna delante de los escrutadores.

Cuando le llegó el turno, Marzoni, deseoso de acabar con

la farsa del cónclave de una vez por todas para que el

pueblo viera cualquier cara sonriente en la logia de las

Bendiciones, escribió el nombre del cardenal Sartorio en

la papeleta, se santiguó, rezó una jaculatoria en árabe y

sólo entonces se adelantó hacia el altar para que sus

compañeros vieran cómo votaba.

Sabía cómo había que hacer las cosas para que salieran

bien en la Capilla Sixtina, y estaba dispuesto a darles

una lección a todos esos advenedizos de tres al cuarto

que votaban como si les fuera la vida en ello.

El secretario de Estado se adelantó hacia el altar,

sostuvo la papeleta con la mano izquierda, la colocó

hacia arriba, quitó el platillo de plata que cubría el cáliz

y la urna en los que debían ser depositadas las

votaciones, y pronunció en latín, con voz fuerte y clara,

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123 SOL Y TINIEBLAS 123

las palabras que debían decirse cuando se depositaba un

voto:

-Pongo por testigo a Cristo Nuestro Señor, el cual me

juzgará, de que doy mi voto a quien, en presencia de

Dios, creo que debe ser elegido.

Retiró el platillo de plata y la papeleta cayó dentro del

cáliz. Después siguieron otras sesenta y siete papeletas,

que Marzoni contó tranquilamente desde detrás de su

escaño esbozando sonrisas a cada cardenal que pasaba

por su lado después de votar. Estaba contento, muy

contento, porque ni siquiera Clemente había tenido al

alcance de la mano lo que él estaba a punto de conseguir

por arte de birlibirloque.

Estaba seguro de que sería el primer Papa elegido en

primera votación en la historia, y todo porque había visto

a los cardenales que eran sus partidarios depositar su

voto en escalonamiento después de él, lo que significaba

que tenía sesenta y ocho votos de los setenta y nueve que

constituían los dos tercios necesarios para la elección.

Ni siquiera Karol Wojtyla, que había sido una revelación

desde el primer día de votaciones, había podido ser

elegido Sumo Pontífice en una sola votación, por lo que

Marco Marzoni añadiría otro hito a la colección de cosas

que le hacían único en el mundo si los once votos que

necesitaba para coronar su ascensión se le daban en

primera votación.

Si no, pediría una segunda inmediatamente después, y

no se saldría de la Capilla Sixtina hasta que su cara

sonriente apareciera en el balcón de las Bendiciones.

Porque, si había algo a lo que Marco Marzoni estaba

decidido antes incluso de entrar en la capilla cuatro

horas antes, era a que esa noche dormiría a salvo en las

habitaciones del tercer piso del Palacio Apostólico, y no

en la residencia de Santa Marta, que le traía malos

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124 SOL Y TINIEBLAS 124

recuerdos de la otra vez que estuvo hospedado allí para

elegir a Clemente.

Los escrutadores empezaron a declamar los votos no

bien el último cardenal votante se hubo sentado tras su

escaño. Fue el primero de ellos, un armenio de barba

poblada y blanca que era el prefecto de la Congregación

para las Iglesias Orientales, el que, con una tremenda

voz de barítono, dijo el nombre de Marzoni por primera

vez.

El cardenal, seguro ya de que apenas tardaría una hora

más en salir de aquel encierro que sería el más breve de

la historia de la Iglesia ni siquiera se molestó en ir

contando los votos, ya que su nombre se sucedió por

cuarenta y cinco veces más sin interrupción. Después se

sucedieron dos votos para Sartorio, el de Marzoni y el de

otro cardenal al que no le habían prestado atención, y a

continuación, empezaron a sonar los votos de los

partidarios del cardenal secretario de Estado.

Conforme las votaciones iban repitiendo de forma

monótona el nombre de Marzoni, los cardenales que sí

hacían cuentas murmuraban oraciones sin sentido y

algunos hasta maldecían al ver cómo las rayitas que

indicaban cada voto recibido se iban multiplicando

rápidamente a favor del cardenal de Rávena.

Marzoni sólo miró su reloj una vez en todo el proceso de

la votación, cuando su nombre sonó en la bóveda de la

Capilla Sixtina por septuagésimo novena vez, lo que

significaba que ya había sido elegido Papa. Eran las ocho

y cuarto de la tarde del 21 de julio y Marco Marzoni había

sido elegido para el puesto de más responsabilidad del

mundo, el de Sucesor de San Pedro y Siervo de los

Siervos de Dios. Pero no notó los aplausos hasta que los

escrutadores dictaminaron su elección con cien votos, lo

que dejaba los otros diecinueve repartidos entre

candidatos sin nombre y Sartorio.

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125 SOL Y TINIEBLAS 125

Un aplauso atronador, coreado por ciento dieciocho

pares de manos menos las del antiguo cardenal

secretario de Estado, resonó sobre las bóvedas de la

Capilla Sixtina mientras los cardenales escrutadores

iban hacia la vieja chimenea para anunciar al mundo

que ya había Papa apenas siete horas después de

comenzado el encierro.

Marzoni se sintió incómodo de pronto con la vestidura

roja que tan bien le había sentado hasta entonces. Hasta

el solideo rojo que se negaba a quitarse en ningún

momento del día, ni siquiera para dormir, le resultaba

incómodo. Achacó esa incomodidad a que, como ya era

Papa, los atributos de cardenal le quedaban

extraordinariamente pequeños.

El cardenal decano, el de cabello plateado y manos

nervudas, que había abierto siete horas antes la

procesión de camino a la capilla, se le acercó con paso

renqueante, debido al Párkinson que padecía, ya en fase

muy avanzada, como atestiguaba el hilo de baba incolora

que le caía por el borde del labio inferior.

El Papa se tragó las ganas de llamar a otro cardenal para

que efectuara la tarea que le competía al decano, en

parte porque pensaba que el anciano disfrutaba

sobremanera caminando lentamente para atemperar su

sí, pero aguantó estoicamente, sentado en su escaño de

cardenal, pues el trono no estaría listo hasta que se

hubiese vestido adecuadamente.

No importaba, para eso podía esperar. ¿Qué eran diez

minutos más comparados con el esfuerzo de toda una

vida? Nadie podía quitarle el haber sido elegido, y cuando

lo hiciera según la manera antigua, seguramente dejaría

estupefacto a más de un cardenal que no sabía cómo se

hacían las cosas de otra manera que de la moderna.

En el momento en que el decano llegó junto a su escaño

para plantearle la primera de las dos preguntas que lo

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126 SOL Y TINIEBLAS 126

cambiarían todo en la historia de la Iglesia a partir de

ese momento, el Papa alzó tres dedos, en señal de las

tres veces que tendría que hacer la pregunta para que

aceptara. El decano lo miró un momento con expresión

confundida, pero al captar lo que quería decir asintió con

la cabeza y procedió a enunciar la primera vez que se

planteaba la pregunta en los tiempos antiguos.

-¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?

-Renuncio- sonó la voz potente del Papa, amplificada

ahora por el silencio total que reinaba en la capilla.

Al oír las palabras que salían de los labios del nuevo

pontífice, los demás cardenales se miraron

escandalizados, pero el decano los tranquilizó con un

gesto vago de la cabeza. Acto seguido, volvió a plantear

la pregunta:

-¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?

-Renuncio- volvió a repetir el Papa, que ya se estaba

cansando de la lentitud de la que hacía gala el decano.

-¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?-

volvió a preguntar el decano, esta vez con voz más fuerte

y consciente de que era la definitiva.

-Acepto.

Otro aplauso atronador recibió la decisión del Papa, que

miró en derredor a sus antiguos compañeros del Colegio

Cardenalicio, los más de los cuales tenían una expresión

confundida en la cara, y otros intercambiaban susurros

entre ellos.

Estaba claro que ninguno de ellos conocía la antigua

costumbre de renunciar dos veces antes de aceptar, que

se había anulado con Pío XII hacía ya más de cien años.

Pero él, como primer gesto simbólico de su pontificado,

había vuelto a resucitar esa costumbre. Aunque cuando

él muriera sus gestos pudieran ser invalidados por otro

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127 SOL Y TINIEBLAS 127

pontífice, de momento quedaban muchos años para que

eso pudiera pasar.

-¿Cómo deseáis llamaros, Santo Padre?- le preguntó el

decano, a mucha más velocidad que la que había

empleado en preguntarle si aceptaba. Era evidente que

deseaba librarse de aquella farragosa tarea cuanto

antes, para dejar de sentir los ojos interrogantes de todos

sus hermanos sobre su espalda.

El Papa vio acercarse la primera decisión que había

tomado incluso antes de saber que le iban a elegir a él

como Sumo Pontífice. Ya la había pensado incluso antes

de que muriera Clemente, por lo cual la tenía afianzada

en su mente, mucho más de lo que otros la habían tenido

en su lugar años antes.

De modo que, cuando consideró oportuno responder a la

pregunta, lo hizo con voz fuerte, para que todos supieran

que no había vuelta atrás, que ese nombre significaba la

vuelta del papado imperial, de la silla gestatoria, de la

Guardia Palatina y de la Guardia Noble de Su Santidad,

de las ceremonias de coronación con triples tiaras de oro,

diamantes, perlas y demás piedras preciosas, de la

vuelta del príncipe de Dios, del papado distante y

reverenciado en el cual el Sucesor de Pedro era venerado

como el verdadero Vicario de Cristo en la tierra.

-Me llamaré Alejandro.

El cardenal decano se santiguó e inclinó la cabeza ante

el nuevo Papa, como lo exigía el ceremonial antes de que

el pontífice se retirase a la sala de las Lágrimas para

vestirse con la sotana blanca. Los cardenales repitieron

el gesto, pero tendrían que esperar a que el Papa saliera

de la sala de las Lágrimas para poder acercarse a

saludarle y a besarle el anillo.

Precedido por el vice camarlengo de la Iglesia, visto que

él había sido el elegido, el papa Alejandro IX se dirigió

hacia la sala de las Lágrimas, no sin antes musitar una

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128 SOL Y TINIEBLAS 128

oración de acción de gracias ante el altar mayor de la

Capilla Sixtina, con una sonrisa en los labios que sólo él

podía atisbar.

A esas alturas, la fumarada blanca ya estaría saliendo a

borbotones por la vieja y oxidada chimenea de la capilla,

pero todavía quedaba tiempo antes de que el cardenal

protodiácono saliera a proclamar el nombre del elegido.

Y sería tiempo suficiente para poder resucitar otros dos

de los antiguos rituales que, en esta ocasión, habían sido

anulados por Juan XXIII.

Pero primero tenía que quitarse las molestas prendas de

cardenal y vestirse con la ropa de pontífice, mucho más

cómoda, a su parecer, cuando se había sido ya elegido

Papa. Por si acaso se cumplía lo que se había cumplido

en ese momento, días antes del comienzo del cónclave le

había pedido al sastre Gammarelli que se encargaría de

las ropas para esa elección que se asegurara de hacer un

juego largo, y el sastre, encantado de servir a la Santa

Sede y al secretario de Estado, le había asegurado que

las prendas estarían listas a tiempo.

Y eso estaba bien, porque en un momento de gloria, lo

único que le faltaba era que algo se descosiera y tuvieran

que retocarlo retrasando la salida del Pontífice al balcón.

De modo que, antes de que el vice camarlengo pudiera

darle alcance, se metió en la sala de las Lágrimas para

encontrarse cara a cara con un joven sacerdote que se

inclinó ante él para besarle la mano.

-Santo Padre- musitó mientras detenía los labios el

tiempo suficiente para que llegaran a tocar el oro del

anillo cardenalicio que todavía le tocaría llevar hasta la

misa de entronización.

-¿Dónde está monseñor Maarkouf?- preguntó Alejandro

mientras se sentaba en el sillón rojo donde, a través de

los siglos, los Papas habían estado a solas con sus

sentimientos, habían llorado y gritado por el

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129 SOL Y TINIEBLAS 129

inconmensurable peso que se les venía encima. Ahora no

iba a ser así, porque este Papa no tenía miedo de su

trabajo.

-Aquí, Santidad, justo aquí- Nasrallah, su fiel secretario,

entró por una puerta lateral en la sala y se precipitó

hacia él en cuanto lo vio.-Dios guarde a Vuestra

Santidad.

-¿Lo sabías?- le preguntó Alejandro en árabe a su

secretario para que nadie les entendiera, pese a que los

únicos que había allí, el sacerdote y el sastre, tenían

buen cuidado de mantenerse callados, mientras el

sastre le sacaba la sotana escarlata por los hombros y la

guardaba en un cajón.-¿Sabías que yo iba a ser Papa?

-Su Santidad no me dejó otra opción que creerlo-

Nasrallah seguía arrodillado, con las manos del Pontífice

entre las suyas.-Ahora sois el Sumo Pontífice de la Iglesia

Católica, Apostólica y Romana. Vuestros deseos serán

atendidos hasta el día en que muráis y vuestras órdenes

serán obedecidas como si de mandatos divinos se

tratase.

-Y tú, mi fiel amigo, estarás a mi lado- Alejandro le tocó

la cabeza en señal de bendición y le puso la mano en el

hombro para ayudarle a levantarse.-Encontrad una faja

púrpura para monseñor Maarkouf, al instante- ordenó

al otro sacerdote, el que le había dado la bienvenida.

-Como ordenéis, Santidad- dijo el joven sacerdote

mientras se precipitaba fuera de la habitación para

cumplir la orden.

El sastre le puso las medias blancas y los zapatos rojos

propios de la condición de Papa mientras Alejandro

pensaba en su recorrido profesional, que sería analizado,

discutido, comentado y vuelto a analizar antes de que

pasaran dos horas, por prácticamente todas las

televisiones del mundo, lo que, en cierto modo, le

producía algo de vanidad.

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130 SOL Y TINIEBLAS 130

Reunía todas las cualidades que se podían esperar de un

Papa, era joven, demasiado según los criterios de edad

de los vaticanistas, tenía experiencia pastoral al haber

sido primero obispo auxiliar y luego arzobispo de su

ciudad natal, por lo que no sería un desconocido para

los acostumbrados a las misas en iglesias y no al papeleo

de los despachos de la Curia, y al mismo tiempo había

sido secretario de Estado durante veinte años bajo el

reinado de dos Papas, por lo que tampoco les resultaría

desconocido a los que estaban más habituados al trabajo

de despacho.

El juego largo que había pedido al sastre, miembro de la

quinta generación que se dedicaba a vestir a Papas,

cardenales y monseñores, estaba listo, tal como le

habían asegurado antes de entrar en cónclave, por lo que

el Papa no tuvo mayor problema con la ropa mientras le

vestían. Alejandro se quedó quieto como una estatua

mientras le metían la sotana por la cabeza, y no se movió

hasta que le cubrió por entero.

El sastre le pasó en torno al cuello la cruz pontifical de

oro que tanto Clemente como el papa Francisco habían

rehusado llevar, y monseñor Maarkouf le echó por

encima de los hombros la estola roja, la mantellina y la

muceta, todos signos del poder del Papa. Ya estaba casi

listo.

Después, él mismo, se colocó el solideo blanco propio de

los Papas en la cabeza, de modo que ocultara sus

poblados cabellos castaños, que no habían empezado

siquiera a ralear. Estaba listo para el primer acto que

debería llevar a cabo antes incluso de salir sonriente a

bendecir a la multitud.

Pero antes, se volvió hacia el pequeño altar que los Papas

usaban para rezar cuando se vestían y, acompañado por

monseñor Maarkouf, al que ya le habían ajustado la faja

púrpura propia de su cargo, dijo las palabras propias de

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131 SOL Y TINIEBLAS 131

la introducción del Padrenuestro en árabe, en la lengua

materna de su fe:

-Como lo aprendimos de Jesucristo Nuestro Señor, y

conforme a sus mandatos, osamos decir…

Y los dos, Pontífice y monseñor, unieron sus voces en un

padrenuestro que era la confesión de todos los pecados

de Alejandro hasta ese momento.

*

Cuando salieron de la sala de las Lágrimas, ante el altar

ya estaba dispuesto el trono en el que Alejandro debía

sentarse a menos que dijera lo contrario. Pero el Papa

estaba dispuesto a señalar por todos los medios que

había llegado el tiempo de volver a las tradiciones

antiguas. De manera que, sin esperar apenas a que el

resto de los cardenales le recibieran con un aplauso, fue

directo hacia el trono, tomó asiento, y esperó diez

segundos.

-Sentaos- dijo pasado ese prudencial período de tiempo.

Todos obedecieron la orden. Alejandro le indicó al

cardenal decano que iniciara un proceso ya olvidado, que

consistía en adelantarse, ponerse de rodillas, besar el pie

del nuevo Papa y luego el anillo, antes de abrazarle para

desearle buena suerte en su pontificado y ponerse

enteramente a su disposición para cualquier cosa que

deseara.

Juan XXIII había suprimido el ritual del beso en el pie

por considerarlo de mal gusto y anticuado, pero el Papa

había decidido implantar tantos signos del papado

imperial como le fuera posible desde el primer momento.

Quería dejar claro que él era el nuevo príncipe de Dios,

alguien que debía ser reverenciado y temido. Y para

hacerlo no debía mostrar cercanía hacia nadie más que

las personas estrictamente necesarias.

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132 SOL Y TINIEBLAS 132

Todo el ritual duró más de una hora, al final de la cual

el Papa se levantó del sillón y se dirigió a la salida de la

capilla con paso mesurado, seguido por los demás

cardenales, que iban tras él ansiando situarse en los

balcones de los lados para ser testigos del anuncio y de

las primeras palabras de aquel hombre al que todos

habían elegido y en el que habían depositado su

confianza.

Había llegado el momento de que el cardenal

protodiácono presentase al mundo al nuevo elegido,

apenas cincuenta meses después de que Clemente XV se

asomase a ese mismo balcón. Sólo que, en tiempos de

Clemente, los cardenales no habían celebrado el ritual

que acababa de tener lugar en la Capilla Sixtina y por

tanto el pueblo había satisfecho su curiosidad sobre el

elegido mucho más pronto.

Alejandro miró su reloj, más por rutina que por

preocupación, pues sabía que la gente de abajo no se iba

a mover hasta que él les bendijera en unos minutos.

Eran casi las diez de la noche de un día lleno de

emociones para él y para todos. Pronto cenaría y se

pondría a trabajar en algunas reformas que necesitaban

hacerse incluso antes de la misa de coronación.

El protodiácono era un croata, como el cardenal Peric,

pero mucho más joven, que apenas había cumplido los

cincuenta y cinco años. A él le correspondía salir al

balcón en primer lugar, de modo que el Papa se quedó

respetuosamente a un lado mientras el cardenal salía

acompañado de dos ceremonieros para anunciar el

nombre del elegido mediante la tradicional fórmula del

Habemus Papam.

-Annuntio vobis gaudium ac magnum

Habemus Papam

Emminentissimum ac Reverendissimum Dominum

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133 SOL Y TINIEBLAS 133

Dominum Marcum Sanctae Romanae Ecclesiae

Cardinalem Marzoni

Qui sibi nomen imposuit Alexander IX

La multitud prorrumpió en aplausos al oír el anuncio en

latín, y Alejandro IX pudo oír los comentarios de los

corresponsales de los diferentes medios de

comunicación incluso desde antes de salir al balcón,

gracias a su conocimiento de idiomas, daba igual que

fuera en inglés, que en francés, que en alemán, que en

árabe.

Muchos de aquellos corresponsales ya daban por segura

su elección después de un cónclave tan corto, otros

hacían cambalaches de lo que podía haber sucedido si

otro hubiera sido el elegido, otros simplemente

repasaban los logros de su biografía.

Pero la mayoría de ellos se centraban en dos aspectos de

esa biografía, que era el primer Papa italiano desde 1978

y que era de madre libanesa, por lo que el diálogo con las

otras confesiones católicas y con los musulmanes se

vería pronto acelerado. El Papa sonrió. ¿Quién lo habría

dicho apenas cincuenta meses antes, cuando fue

Clemente el que se asomó a aquella ventana? Ahora, el

francés yacía bajo tierra en la capilla de la nunciatura de

Lilongwe, a miles de kilómetros de distancia, y no le

podía hacer ningún daño. “Vaya, vaya” se dijo el Papa,

“veamos ahora quién manda aquí, si el francés o yo”

-Es la hora, Santidad- le dijo Nasrallah, que esperaba

respetuosamente detrás de él a que se decidiera a salir

al mundo.-El pueblo os espera para que le deis vuestra

bendición.

El diácono que portaba la cruz fue el primero en salir, y

el Papa y su secretario fueron dos pasos por detrás de él,

como marcaba la tradición. A Alejandro no le sorprendió

en modo alguno la ovación que le tributaron cuando

salió a la noche, levantando los brazos en ese gesto

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134 SOL Y TINIEBLAS 134

propio de Benedicto XVI que ya había sido casi olvidado,

pero en cuanto hubo pasado un tiempo prudencial y le

hubieron acercado el micrófono a los labios, consideró

que ya estaba bien.

-¡Silencio!- dijo en italiano con voz firme, para que todos

le entendieran y supieran que el tiempo de la algarabía y

de la celebración ya había terminado.

Todos enmudecieron.

-Mis queridos hijos e hijas- comenzó a hablar el Papa, en

italiano para hacerse entender mejor.-Nos sentimos

especialmente honrados porque los señores cardenales,

nuestros hermanos, hayan depositado sobre nuestros

pobres hombros la pesada carga que en su momento

soportó el querido Papa Clemente XV- Había decidido,

como modo de implantar de nuevo otro signo del

imperialismo papal, resucitar el “nos” mayestático para

dirigirse a la gente hablando de sí mismo.- Y también nos

sentimos honrados y felices por esta acogida vuestra,

que nos muestra el fervor que tributáis al Papa. Pero

hemos de anunciaros algunas cosas que sin duda

acrecentarán ese fervor.

“Durante muchos años, Nos hemos visto cómo la Sede

de Pedro se veía vilipendiada y vejada por las muchas

gentes que esperaban a que el Papa viajara a sus países

para poder verle y tributarle el mismo afecto que ahora

Nos congratulamos de ver aquí.

“De ahora en adelante, no será el Papa quien vaya al

encuentro de la gente, sino que será la gente la que

vendrá aquí, a Roma, a ver al sucesor de San Pedro y a

pedir su bendición. Hijos míos, esto no significa que el

Papa no continúe viajando, sino sólo que Nos agradaría

mucho recibir nuestras visitas en esta Ciudad Eterna,

donde nuestro amado antecesor fue crucificado.

“El Papa quiere convertirse, con este discurso que ahora

os dirigimos, no en un pastor, no en un padre atento que

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135 SOL Y TINIEBLAS 135

vigila a sus hijos y los reprende cuando incurren en el

mal comportamiento, sino en la verdadera encarnación

del Pastor Angélico, del príncipe de Dios, del paladín de

Cristo. Os hablamos, queridos hijos, con la sabiduría

propia del Romano Pontífice, y os pedimos, no que recéis

por Nos y por nuestros colaboradores, sino que pidáis al

Señor que el Papa, el Vicario de Cristo en la Tierra, pueda

al fin convertirse en la guía a la que las ovejas conocen y

que conoce a sus ovejas. Nos seremos un Padre que

interceda ante el Padre del Cielo por las almas de quienes

lo pidan.

“Y, antes de daros Nuestra bendición, os pedimos sobre

todo, amados hijos, que siempre tengáis presente que el

Papa no es padre, no es pastor, no es diplomático, sino

que es, ante todo, un guerrero de la fe, comisionado por

Cristo para comandar sus milicias. Amén”

El Papa abrió de nuevo las manos para bendecir al

pueblo que le aclamaba, mientras los corresponsales de

las distintas televisiones enviadas a Roma para cubrir el

cónclave y la elección del nuevo pontífice comentaban

sus primeras palabras, tan diferentes de las primeras

que pronunció el papa Francisco, en las que dijo que sus

hermanos cardenales habían ido a buscarlo al fin del

mundo, tan diferentes de las primeras palabras de

Clemente, en las que pidió que los bienes de la Iglesia se

pusieran al servicio de los que más los necesitaban.

Eran palabras que llevaba pensando mucho tiempo

antes de que supiera que él iba a ser el Papa, palabras

con las que pensaba silenciar a la opinión pública desde

mucho antes de salir al balcón. Pero había pasado algo

bueno, había dejado muy claro que el Papa no

escucharía las quejas de un pueblo que, durante sesenta

y siete años, no había hecho más que correr a pedirle

que fuera a sus países para confirmarles en la fe.

El Papa no era un padre, no era un pastor y sobre todo,

no era un viejecito amable de barba blanca que se

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136 SOL Y TINIEBLAS 136

preocupase por todos sus hijos, pensó Alejandro

mientras caminaba por los pasillos del Palacio Apostólico

rumbo a sus nuevos apartamentos del tercer piso. No,

con él el pontificado no iba a seguir el curso de los de

Benedicto XVI, del desenfadado reinado del Papa

Francisco, de Clemente y sus ayudas a la Iglesia en

África.

Los cardenales ya se habían dispersado por los pasillos

de la basílica y del Palacio Apostólico nada más acabar

Alejandro de pronunciar sus primeras palabras y de

impartir la bendición Urbi et Orbi, de modo que ya no

había nadie junto a él, excepto el vice camarlengo, que

se ocuparía de quitar los precintos de lacre rojo que el

mismo Alejandro había colocado dos semanas antes, y

Nasrallah, que se mantenía dos pasos por detrás de él,

como un fiel mameluco.

Mientras el Papa caminaba por el Palacio Apostólico

rumbo a sus nuevas dependencias, muchos oficiales de

la Secretaría de Estado que habían trabajado con él

hasta dos semanas atrás se acercaron a él por los

pasillos para que los bendijera y les diera ánimos para

proseguir con su trabajo. Alejandro repartió signos de

bendición a diestro y siniestro, porque, por mucho que

fuera a ser el príncipe de Dios, también había que

mostrarse misericordioso.

El vice camarlengo le precedió por los pasillos del tercer

piso, a mitad de camino entre la luz y la oscuridad

incluso a esas alturas de julio cuando ya el sol empezaba

a declinar más pronto, hasta las puertas selladas con

lacre rojo que eran las de los apartamentos papales,

unas dependencias que Alejandro conocía demasiado

bien por haberlas visitado durante veinte años como un

extraño.

Ahora, nadie le impediría tomar posesión de ellas como

su legítimo propietario. El Papa se paró frente a las

puertas, esperando a que el vice camarlengo cortara los

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137 SOL Y TINIEBLAS 137

lazos sellados con lacre y a que el regente de la Casa

Pontificia, que se les había unido al terminar la primera

alocución desde el balcón, le tendiera las llaves para

abrir las puertas.

-Santidad- dijo de pronto el vice camarlengo, que sudaba

visiblemente a través de su sotana de color violeta-

quizás fuera mejor esperar a mañana para quitar los

precintos. Al fin y al cabo ya es tarde y todos estamos

cansados de lo que ha pasado en este día.

-¡Abre las puertas de inmediato!- gritó el Papa con un

trémolo de barítono que hizo que los pocos eclesiásticos

que se le habían unido se estremecieran y se echaran a

un lado.- ¡Nadie va a esperar ni un minuto más, y Nos

no seremos una excepción!

-Pero, Santidad…- balbuceó el pobre prelado, que ya

estaba buscando las llaves y las tijeras para cortar los

sellos.

-¡Nada de peros!- Alejandro estaba harto de que siempre

le pusieran trabas a todo lo que hacía o decía. Ahora era

el Papa, y tendría que ser obedecido tanto si se quería

como si no.- ¡Abrid esas puertas o si no os veréis fuera

del Vaticano esta misma noche!

Cuando el obispo vio que la amenaza iba en serio, le faltó

tiempo para sacar las tijeras y cortar los sellos de lacre

que el cardenal Marzoni había anudado dos semanas

atrás, nada más llegar de Castel Gandolfo, adonde

pensaba regresar a la mañana siguiente para celebrar la

misa de entronización a mediados de noviembre, una vez

hubiera regresado al Vaticano dando por concluido su

período de vacaciones.

Después, le llegó el turno al propio Alejandro de,

teniendo en la mano las llaves que le tendió su

secretario, abrir las puertas de unos apartamentos que

esperaba encontrar con las necesarias renovaciones ya

llevadas a cabo. Más les valía a los obreros haber

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138 SOL Y TINIEBLAS 138

trabajado a contrarreloj aquella mañana, porque si no se

encontrarían con algo muy desagradable.

Teniendo buen cuidado de mirar por dónde pisaba, el

Papa entró con paso seguro en aquellos apartamentos

que habían sido ocupados por cuatro papas antes que

por él y que ahora eran suyos por derecho. ¡Cuántas

veces había entrado en aquellos apartamentos, con

Francisco, con Pío, con Clemente, no sabiendo nunca lo

que se iba a encontrar cada vez que cruzaba las puertas!

Y ahora era él mismo el que, tras haberse ganado al

pueblo con su estilo directo y lejano, el que debía haber

sido propio del príncipe de los Apóstoles cuando llegó a

Roma más de dos mil años antes, entraba en aquellos

apartamentos dispuesto a tomarlos como suyos.

-Santo Padre, los papeles que mandó preparar ya están

aquí- le indicó Nasrallah, haciéndose a un lado para que

el Papa se sentase a una robusta mesa de madera color

burdeos que había pertenecido antes que él a cinco

pontífices, Juan Pablo II, Benedicto XVI, Francisco, Pío

XIII y Clemente XV. Los pocos cardenales que le habían

acompañado al apartamento le observaron sin decir

nada.

Encima de la mesa había una copia del motu proprio que

Pablo VI había aprobado en 1975 acerca de la edad

máxima a la que los cardenales podían votar, pues una

de las cosas en las que había innovado el papa Montini

era en que, según él, los cardenales dejaban de ser útiles

para votar y tomar decisiones a los ochenta años, cosa

que no era ni remotamente verdad.

Alejandro había jurado que esa sería la segunda cosa

que haría después de la elección de su nombre, anular

ese documento para que también los cardenales mayores

de ochenta años, todos, no sólo el decano, el vice decano

y el proto sacerdote, pudieran ostentar cargos efectivos

y votar en futuros cónclaves.

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139 SOL Y TINIEBLAS 139

-Santidad- preguntó el cardenal Peric, que había sido

uno de los pocos que había encontrado el valor necesario

para acompañar al Papa hasta sus apartamentos,

dejando atrás a sus otros compañeros- ¿realmente

queréis hacer esto? Quiero decir ¿no os parece una

barbaridad anular tan de seguido a vuestra elección un

documento de más de setenta años de antigüedad?

-Nos ordenaremos al Prefecto de la Congregación de la

Doctrina de la Fe y al Presidente del Tribunal de la Rota

Romana que elaboren un nuevo documento en el que se

regulen las circunstancias en las que un cardenal podrá

renunciar al privilegio que le viene conferido después de

su elevación al Sagrado Colegio- dijo Alejandro con voz

firme mientras tomaba la pluma estilográfica que le

tendía su secretario para firmar el documento de

denegación.-Entretanto, Nos ordenamos al dicho

Presidente y al Presidente del Pontificio Consejo para la

Interpretación de los Textos Legislativos que esta

anulación entre en vigor desde esta misma hora. Nos

sancionamos y denegamos este documento, desde ahora

y por siempre. Así sea.

-Santidad, así les será comunicado a los cardenales a

quienes habéis mencionado- aseguró el cardenal Peric,

que volvió a besar el anillo cardenalicio que el Papa

todavía llevaba en su mano derecha.- ¿Cuáles serán

vuestros primeros pasos a seguir?

-Nos regresaremos mañana mismo a Nuestra residencia

de verano en Castel Gandolfo, desde donde

gobernaremos nuestra Iglesia con la ayuda de nuestros

más cercanos colaboradores.-Alejandro señaló con la

mano al cardenal Spartaglio, que también se había unido

al grupo.

“Ordenamos a Nuestro cardenal vicario que se diga una

misa de acción de gracias en la basílica de Santa María

la Mayor mañana a las nueve de la mañana, en la que

Nos intervendremos mediante un mensaje televisado.

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140 SOL Y TINIEBLAS 140

Deberán tomar parte en ella todos los cardenales

electores en el cónclave. Asimismo, fijamos la fecha de

Nuestra ceremonia de entronización para el próximo día

16 de octubre, fiesta de Santa Eduvigis reina de Polonia,

colocándonos, así, bajo el auspicio del Santo Padre Juan

Pablo II, de venerada memoria.

-Así se hará, Santidad- Spartaglio se inclinó y repitió el

gesto de Peric, aunque, además de eso, besó el pie del

Vicario de Cristo en actitud reverente.-Procederé de

inmediato a dar las instrucciones al respecto.

-Asimismo, nombramos como Nuestro sucesor al frente

de la Secretaría de Estado al cardenal Franjo Peric,

presidente emérito del Pontificio Consejo para la

Interpretación de los Textos Legislativos, aquí presente,

encomendándole que sepa dirigir con sabiduría y fe la

Iglesia Católica en colaboración con Nos y Nuestra

venerable autoridad- Alejandro estampó su firma en un

documento que le tendía su secretario, con la vigorosa

rúbrica ALEXANDER PP. IX que apenas había empezado

a usar.

-Santidad, os agradezco la confianza que depositáis en

mí y os aseguro que jamás os arrepentiréis de haberme

elegido-Peric se sentía verdaderamente honrado de que

el nuevo Papa le hubiera elegido para sustituirle, pese a

su avanzada edad, pero ahora que había invalidado el

documento de Pablo VI, eso ya no importaba.

-Es Nuestro deseo también que monseñor Nasrallah

Maroun Maarkouf, hasta ahora oficial de la Secretaría de

Estado y Nuestro secretario particular- Alejandro paró

de hablar para ver cómo reaccionaba monseñor

Maarkouf, que sólo le devolvió una sonrisa- sea elevado

por la presente al cargo de prelado de honor de Su

Santidad, con el título de monseñor, y pueda continuar

así con su tarea para con Nos, que con este

nombramiento le damos una prueba de Nuestro cariño y

confianza en él.

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141 SOL Y TINIEBLAS 141

-Así sea, Santidad- Monseñor Maarkouf se arrodilló

devotamente y tomó las manos del pontífice entre las

suyas.-Podéis contar con mi adhesión incondicional

para lo que necesitéis.

-El papado imperial ha vuelto con Nos y Nuestro equipo

personal- Alejandro se moría de ganas de decir aquellas

palabras desde hacía cuatro años.-Comienza una nueva

era.

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142 SOL Y TINIEBLAS 142

V

Alejandro IX, acompañado por su secretario personal y

por el cardenal vicario de Roma, se encontraba en las

grutas vaticanas rezando con las manos unidas en

actitud de profunda oración ante el sepulcro del apóstol

Pedro, el hombre del que él era en ese momento y desde

hacía cuatro meses el sucesor número doscientos

sesenta y siete.

Desde que se había convertido en Papa el 21 de julio

pasado, Alejandro había implantado su estilo en las dos

residencias pontificias, tanto en el Palacio Apostólico

Vaticano, adonde había regresado apenas once días

antes, tras concluir sus vacaciones de verano, como en

Castel Gandolfo, el pueblo donde había pasado aquellos

cuatro meses de vacaciones que tan beneficiosos habían

resultado para su estado de ánimo, que, aunque no lo

demostraba, había tardado bastante en calmarse desde

que fue elegido al trono de San Pedro.

Hacía tres meses y medio que Alejandro había

conseguido el objetivo de toda su vida, aquel por el que

había respirado cada momento de cada día de los

cuarenta y un años que habían transcurrido desde su

ordenación sacerdotal. Ya no tenía que pedir permiso a

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143 SOL Y TINIEBLAS 143

nadie para llevar a cabo sus tan temidas reformas, ahora

era a él a quien los otros pedían permiso para no incurrir

en su ira.

Desde el día siguiente a su elección, cuando aterrizó en

el helipuerto de Castel Gandolfo a bordo del mismo

helicóptero que le había llevado allí junto a Clemente a

principios de julio, Alejandro se había ganado, con su

estilo distante y augusto, la reverencia y el temor de

todos sus fieles, a los cuales no perdía ocasión de

aleccionar en tono grandilocuente sobre los peligros que

comportaría el que la Iglesia volviera a los tiempos de la

familiaridad con el Sucesor de Pedro.

-La Iglesia- había dicho en uno de sus primeros Ángelus

dominicales desde la Plaza de la Libertad con ciento

cincuenta mil personas escuchándole- no es un

organismo donde cada uno pueda acercarse a su cabeza

y contarle sus miserias para que él les alivie, sino una

familia en la que todos debemos actuar conjuntamente y

desde una distancia prudencial por el bien del Papa.

Alejandro tampoco había perdido el tiempo en reformar

los cuerpos de seguridad del Vaticano, y a la Guardia

Suiza y a la Gendarmería Vaticana les había sumado la

Guardia Noble de Su Santidad, con sus

correspondientes camareros secretos, notarios,

protonotarios, príncipes del Solio y camareros de Capa y

Espada, así como la Guardia Palatina, con los abogados

consistoriales y la guardia personal del Papa,

alabarderos que marchaban en formación tras él adonde

quiera que iba.

Y se acabaron las salidas en papamóvil descubierto, eso

lo había dejado bien claro desde el primer momento en

que el obispo de Albano, la diócesis a la que estaba

adscrita la residencia pontificia de verano, había ido a

Castel Gandolfo a pedirle que hiciera una visita pastoral

a su diócesis. Fue entonces cuando Alejandro le recordó

Page 144: Sol y tinieblas

144 SOL Y TINIEBLAS 144

el tema estrella de su pontificado, que el resto de sus

colaboradores tenían muy claro:

-Monseñor, a partir del comienzo de Nuestro pontificado

dijimos claramente que el Papa no iría al encuentro de la

Iglesia, sino que sería la misma Iglesia la que tendría que

venir a pedir la bendición del Papa.

-Santidad, os ruego que reconsideréis vuestra postura-

le había pedido el obispo con las manos unidas en un

gesto de súplica.-Vuestros predecesores siempre

consideraron un honor muy grande venir a mi diócesis

para confortar a sus fieles con sus respectivas palabras.

Vuestro predecesor inmediato, el Papa Clemente…

-Nos no toleraremos que se invoque la memoria de

Nuestro antecesor- le había zanjado Alejandro, con lo

cual el obispo se había callado como si tuviera puesta

una mordaza en la boca.-Sabemos lo que acostumbraba

a hacer.

-Entonces seguid su ejemplo, Santidad, y os ganaréis no

sólo el cariño de la gente de la diócesis, sino de todo el

mundo- había aconsejado el obispo, sin caer en la

cuenta de que estaba hablando con el único capacitado

para tomar decisiones sobre sí mismo.

-La conducta escandalosa de Nuestro predecesor fue

motivo de vergüenza suprema para Nuestra Iglesia-

había zanjado el Papa.-Nos dijimos en su momento y

repetimos ahora delante de vos, monseñor, que no

seguiremos el ejemplo de tamaño advenedizo petulante

que ensució el nombre de una Iglesia que, antes de su

llegada, estaba tan pura e inmaculada como Cristo la

creó.

-Vuestro predecesor, Santidad, era muy amado por el

pueblo de mi diócesis, y no me cabe duda de que vos

también lo seríais si os atrevierais a venir a la catedral y

predicar para ellos- había intentado el obispo por última

vez antes de desistir.

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145 SOL Y TINIEBLAS 145

-Nos dejamos muy claro que no seríamos los

protagonistas de un espectáculo de circo la primera vez

que Nos dirigimos a los fieles desde el balcón de la

basílica de San Pedro- El Papa ya se estaba cansando de

aquel hombre, que más que un Escipión, como su

nombre indicaba, parecía un Catón contraviniendo una

y otra vez las palabras del victorioso general.-Si los fieles

de la diócesis quieren venir aquí, a Castel Gandolfo, claro

queda que serán muy bienvenidos y se les garantizará

una audiencia privada. No se hablará más de este

asunto.

Al final, Alejandro había aceptado visitar la diócesis de

Albano, si bien lo había hecho a bordo de un coche

blindado para protegerse de posibles bombas, en clara

discontinuidad con el aperturismo de Clemente, que iba

a todas partes en un coche descubierto sin preocuparse

de si corría peligro de que le dispararan o de que la

multitud le aplastara, como ya le había pasado a uno de

sus antecesores durante un viaje internacional.

Precisamente en la catedral de la diócesis fue donde

dirigió una de sus prédicas más incendiarias contra “la

internacionalización de la Santa Madre Iglesia, con el

Papa convertido en el centro de un espectáculo sin par”

-Nuestra Santa Madre Iglesia- había dicho el Papa con

voz firme, mientras miles de personas le escuchaban con

el corazón en un puño- no tiene por qué verse convertida

en el centro de un espectáculo de circo, y menos con el

Santo Padre yendo de un lado para otro y atrayendo a

las multitudes como si fuera una estrella del mundo de

la canción.

“El Papa tiene que saber cuándo es necesaria su

presencia en un lugar y cuándo no lo es. No se puede ir

a cualquier lugar sin tener cuidado de quién quiere y

quién no que esté allí. Nos mismo tenemos que estar bien

informado, antes de emprender algún viaje sobre las

dificultades que se pueden presentar en el lugar de

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146 SOL Y TINIEBLAS 146

destino, no podemos coger un avión e ir a ese lugar sin

preparación”

Como es lógico, aquella homilía, en la que el Papa habló

libremente del peligro de mostrarse públicamente sin

ningún tipo de protección, levantó ampollas entre los

principales medios de comunicación mundiales. Los

periódicos de todo el mundo se llenaron de titulares tales

como “El Papa renuncia a la libertad de su cargo” o

“Alejandro cierra las puertas a sus fieles” lo que no era

nada comparado con un titular de un periódico español

que rezaba “El Papa dice adiós a la libertad al cerrar las

posibilidades de que el Santo Padre vaya libremente a

cualquier lugar”.

Además de su negación a trasladarse en un coche

descubierto, que además había dado un respiro a la

seguridad vaticana, acostumbrada a perseguir por las

calles a un coche blanco descubierto, Alejandro se había

concentrado, desde que llegó al trono de San Pedro, en

cerrar las puertas a las innovaciones introducidas por el

Concilio Vaticano II, volviendo a celebrar la misa en latín

y de cara al altar en vez de al pueblo.

Las únicas ocasiones en las que se volvía hacia el pueblo

eran las homilías. Esas homilías eran también la llave

del llenado de la catedral de Albano o de cualquier iglesia

de los contornos, porque eran de una factura impecable,

propias de un profesor de Teología que se hubiera

pasado toda su vida adulta dando clases en

universidades y no de un administrador de Empresas o

un teólogo, las dos carreras que había estudiado el joven

Marco Marzoni en Estados Unidos y Holanda.

Resultaba increíble ver al Papa, que había sido

sacerdote, obispo, arzobispo y cardenal, pero nunca

profesor universitario, hablando de asuntos que

concernían a las universidades con la misma soltura con

que hablaba de teología o de filosofía con los miembros

de su equipo personal.

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147 SOL Y TINIEBLAS 147

No en vano, los vaticanistas ya le habían puesto el apodo

de “Boca de Oro” porque cada una de sus palabras, no

sólo de sus frases, eran analizadas, discutidas,

comentadas y vueltas a discutir por un ejército de

comentaristas que la mayoría de las veces no tenían ni

idea sobre las cosas de las que había hablado.

Alejandro apretó las manos tanto que casi se trituró los

nudillos. Incluso delante del sepulcro de San Pedro,

delante de la tumba del príncipe de los Apóstoles, con la

coronación papal tan cerca de sus manos, la oración no

le salía. No era porque no fuera devoto, sino porque

aquella mañana estaba más nervioso de lo que intentaba

aparentar.

Por fin aquella mañana iba a tener el poder de decir lo

que quisiera sin que nadie lo discutiera ya. Hasta ese

momento, su papado había sido tomado como una farsa,

algo que el Papa había llevado a cabo para meterles

miedo a los fieles, pero siempre se había creído que

Alejandro recapacitaría y volvería a abrir la Iglesia al

mundo y a abandonar las maneras antiguas que, desde

hacía cuatro meses, eran una presencia constante en el

seno del organismo instituido por Cristo en la Última

Cena.

Pero esa mañana, Alejandro no estaba de humor para

bromas, e iba a demostrarles a los que tanto habían

especulado sobre la proyectada vuelta de la modernidad

que no estaba por la labor de volver a emprender la labor

aperturista de sus predecesores, sino de retornar a las

maneras antiguas abandonadas por Juan Pablo I y hasta

antes, por Pablo VI.

Tenía preparada la homilía, Nasrallah la tenía en un

cartapacio con las armas papales, las mismas que el

escudo del cardenal Marco Marzoni sólo que con una

cruz de oro en vez de ser de plata y el lema OMNIBUS IN

CHRISTO QUIESCENTIBUS bajo el escudo, porque todos

tenían que ser conocedores de Cristo, como había

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148 SOL Y TINIEBLAS 148

defendido tantas veces Marco Marzoni cuando era un

joven sacerdote.

Se había pasado dos noches enteras preparándola, sin

ayuda de nadie, ni siquiera de los correctores de la

Secretaría de Estado, y estaba seguro de que era su

mejor texto, uno ante el cual todos los presentes en su

misa de entronización se darían cuenta de que no se

andaba con chiquitas cuando hablaba de volver a los

tiempos antiguos.

-Ayúdame- rezó, sorprendiéndose de que la oración le

saliera ahora tan fácilmente.-Ayúdame a hacerles

comprender que una nueva era ha llegado para la Iglesia,

que ahora yo estoy al mando. Tú que seguiste a Cristo,

tú que fuiste la piedra sobre la que se asentó su génesis,

ayúdame ahora a poder hacérselo entender.

Después de rezar ante el sepulcro del apóstol, llegó la

hora de entrar en acción. Alejandro caminó por las

grutas vaticanas hasta llegar a las escalinatas que

subían hacia la luz, todavía rezando para que Cristo y

San Pedro iluminaran su camino.

Una vez en el exterior, los silleros, que llevaban a

hombros la silla gestatoria, se inclinaron para besar el

anillo del Papa, que se lo alargó mecánicamente. Ese

anillo era todavía el distintivo de su dignidad

cardenalicia, no sería hasta después de la misa de

entronización cuando podría recibir de manos del

cardenal protodiácono el Anillo del Pescador.

La silla gestatoria era más cómoda de lo que recordaba

la última vez que había montado en ella para la

audiencia general del día después de su regreso de

Castel Gandolfo, que había contado con la nada

desdeñable afluencia de más de doscientas cincuenta

mil personas, que se empujaban las unas a las otras

para poder ocupar un lugar en el recorrido de la silla.

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149 SOL Y TINIEBLAS 149

A Alejandro le gustaba la panorámica desde encima de

los silleros, le daba la impresión de estar por encima de

todo el mundo. La silla no se usaba desde los tiempos

del efímero Juan Pablo I, el primer Papa que había

sumido en el olvido la tiara papal, que Pablo VI había

tenido la decencia de aceptar aunque luego la vendió a

un cardenal americano, del mismo modo que vendió uno

de sus coches para ayudar a la madre Teresa a comprar

leche y harina para los pobres de Calcuta.

Mientras la silla pasaba por entre las filas de fieles, que

se mantenían respetuosamente con la cabeza baja, pues

el tiempo de las fotografías con dispositivos digitales

había pasado, Alejandro, sonriente y vestido con todos

los paramentos pontificales menos el palio, la tiara y el

anillo del Pescador, que recibiría durante la celebración,

alzaba la mano para bendecir a los presentes, en un

gesto que era propio del Papa, lo sintiera o no.

También había intentado quitarlo del ceremonial, pero

en ese momento había intervenido el Maestro de las

Celebraciones Litúrgicas Pontificias y le había dicho que,

si no los bendecía, los jóvenes y el resto de los presentes

se sentirían ofendidos. Alejandro podía ser muchas

cosas, pero no era de aquellas personas que hacían que

otras personas se sintieran ofendidas, de modo que

aceptó bendecir a la gente.

La Guardia Noble de Su Santidad, con las espadas en

alto, formó un pasillo para que la silla gestatoria pudiera

atravesarlo y llegar sin problemas hasta el lugar donde

tendría que ser situada para aguantar después cuatro

horas de ceremonia, con los cardenales situados a la

derecha y los obispos a la izquierda, y el Papa en el

centro siguiendo el orden de preferencia.

Alejandro había ordenado que los poderosos (líderes

políticos, reyes y jefes de Estado y de Gobierno) que

acudieran a la ceremonia fueran acomodados de

inmediato en un palco encima del lugar donde se

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150 SOL Y TINIEBLAS 150

colocaría la silla para que fueran los que mejor vista

pudieran tener de la ceremonia, y su orden había sido

ejecutada de inmediato. En cuanto a los representantes

de las otras confesiones religiosas, habían sido

discretamente acomodados en una tribuna detrás de los

obispos, donde nadie pudiera darse cuenta de su

presencia. Alejandro no era tan ecumenista como sus

predecesores, pero eso no quería decir que no concediera

importancia a que los líderes religiosos estuvieran

presentes en su ceremonia de entronización.

La ceremonia se desarrolló, en su primera parte, según

lo previsto, siguiendo el esquema de las anteriores cinco

entronizaciones papales, pero al mismo tiempo siendo

muy diferente, pues el nuevo Papa había introducido de

nuevo la modalidad de la misa ad orientem, con la cara

vuelta al altar en vez de al pueblo, por lo cual los

presentes no vieron la cara del Papa hasta la

pronunciación de la homilía.

El vicario de Roma, el cardenal Spartaglio, dirigió unas

palabras de agradecimiento al Papa, tras lo cual se dio

inicio a la celebración, con la lectura de dos partes de la

Biblia muy especiales para Alejandro, los versículos 1 al

16 del capítulo 47 del Génesis, que contaban la

presentación de Israel al Faraón y las consecuencias del

hambre en Canaán, y el Salmo 122, la ascensión a

Jerusalén, que cantó monseñor Maarkouf en el arameo

que era la lengua litúrgica de los maronitas. Después, en

la segunda lectura, se leyeron los versículos 14 al 25 del

segundo capítulo de la Carta de San Pablo a los

Romanos, que trataban de las leyes.

Como parte final de la liturgia de la Palabra, se declamó

el evangelio, que estaba centrado en el tú eres Pedro de

Cristo en Cesarea, la parte favorita de la Biblia para el

Papa, en griego y latín, siguiendo la tradición, y a

continuación, el cardenal protodiácono, antes de la

homilía, le entregó el palio y el Anillo del Pescador y le

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151 SOL Y TINIEBLAS 151

coronó con la triple tiara, símbolo del poder espiritual,

temporal y religioso del Santo Padre.

Alejandro pasó después a la parte seria de la celebración,

la lectura de la homilía. Monseñor Maarkouf le tendió le

cartapacio de piel con los folios que llevaban escrito el

texto. El Papa se sentó, abrió la carpeta y sacó los folios,

veinte en total.

-“¿Y vosotros, quién decís que soy yo?”- empezó a leer.-

Esta pregunta de Cristo, queridos hijos e hijas, nos

transporta al interrogante más grande de la historia de

la Iglesia. ¿Quién se dice que es Jesús? Algunos le

consideran Mesías, otros lo llaman simplemente el hijo

del carpintero, otros ni siquiera saben quién es Jesús.

Pero he aquí que Pedro, imbuido de Espíritu Santo,

revela la verdad al mismo Jesús, que hace la pregunta.

“Tú eres el Cristo, el hijo del Dios vivo”.

“Con esta respuesta se resumen miles de años de

patrología, de cristología y de soteriología, miles de

páginas escritas, miles de días perdidos en la búsqueda

de una respuesta, tanto en el mundo religioso como en

el científico. El Hijo de Dios es Cristo, el “ungido por

Dios”, como nos dice su nombre en griego. Y acto seguido

Cristo dice una de las cosas más importantes de la

historia de nuestra Iglesia, porque es el fundamento

sobre el cual se asientan todos los dogmas, todas las

verdades, todos los cuerpos de doctrina.

“Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Jonás, porque

esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi

Padre que está en los Cielos. Y en verdad te digo que tú

eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las

puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. A ti te

daré las llaves del Reino de los Cielos, y todo aquello que

atares en la tierra quedará atado en el Cielo, y todo

aquello que desatares en la tierra quedará desatado en

el Cielo”

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152 SOL Y TINIEBLAS 152

“¡Tú eres Cristo, tú eres Pedro! El eco de la voz de los dos

amigos, Jesús y Pedro, resuena aún hoy, más de dos mil

años después, en todos los lugares del mundo. El

fundamento de la Iglesia está contenido en estas dos

frases. Sin Cristo, no hay Iglesia, del mismo modo que,

sin Dios, no hay futuro alguno. Pero ahora hay que

reflexionar, queridos hijos e hijas, sobre aquello en lo

que se ha convertido la Iglesia en estos dos mil años

desde su fundación.

“Nos estamos verdaderamente agradecidos a todos

vosotros por vuestra numerosa presencia, que nos

testimonia el afecto y el cariño de todos vosotros al

Sucesor del Apóstol. Sin embargo, es Nuestro deber

recordar que aquello en lo que se ha convertido la Iglesia

en estos últimos noventa años, desde que Juan XXIII

convocó el Concilio Vaticano II, ha degenerado hasta tal

punto que se ha convertido en un organismo donde al

Papa, al Vicario de Cristo, se lo trata como si fuera

alguien cercano a todos nosotros.

“El Papa, acercándose a la gente, cumple con el mandato

de Cristo en el Evangelio: “Dejad que los niños se

acerquen a mí, y no se lo impidáis, porque de ellos es el

Reino de los Cielos”. Pero el Papa tiene que ser

consciente de que su misión no es ser querido por la

gente, no es tampoco estar en medio de la multitud

estrechando manos, consolando enfermos, dando

ánimos a gente necesitada. Así, estando en medio de la

gente para otra cosa que no sea lo puramente necesario,

el Papa se degrada, poniéndose al nivel de la gente que

no tiene nada que darle.

“El Papa tiene muchos títulos. En estos últimos años,

sobre todo durante el pontificado del llorado Papa

Francisco, se ha dado demasiada importancia, a Nuestro

humilde parecer, a un título en particular: Siervo de los

Siervos de Dios. Cierto es que Cristo comisionó a Pedro

para ser Siervo de los Siervos, y que él mismo vino para

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153 SOL Y TINIEBLAS 153

servir, no para ser servido. Pero el Papa tiene poder,

poder para hacer el bien entre la gente, para promulgar

dogmas de fe, tiene el invaluable privilegio de la

infalibilidad, que le supone siempre tener razón en

cuestiones derivadas de la fe. Y siendo Siervo de los

Siervos de Dios, corre peligro de olvidarse de sus otros

títulos, que conllevan otras tantas responsabilidades.

“El Papa no tiene que ser tratado jamás con familiaridad,

sino con reverencia y temor, con respeto y deferencia. A

Nos mismo nos educaron en esos principios, pero parece

que en los últimos años se ha ido incurriendo poco a

poco en el salvajismo. Poco a poco, queridos hijos, el

papado se ha convertido en un espectáculo de circo en

el que el Sucesor de Pedro es el figurante principal.

“Todas esas grandes aglomeraciones de gente luchando

por estrechar la mano del Santo Padre, por tocar su

sotana, como la hemorroísa que tocó la orla del manto

de Cristo, producen en Nos un franco desagrado. ¿En

qué se ha convertido el papado si lo único por lo que

gusta el Santo Padre es porque allá donde va todo se

convierte en una gigantesca atracción mediática? Se

tiene que querer al Papa no por lo que haga, no por

adónde vaya, sino por lo que es y por lo que representa.

“No se puede desempeñar el papel de Vicario de Cristo

en la Tierra si lo único que se busca es confortar a los

que no tienen voz ni nada con lo que vivir, mis queridos

hijos e hijas, si fuera así Nos estaríamos constantemente

desatendiendo nuestras otras obligaciones. El Papa no

sólo debe preocuparse de los pobres, debe también

prestar atención a otros muchos asuntos de

importancia.

“Es por eso que el ser Papa no sólo implica ocuparse de

los que no tienen nada de que vivir, de ser la voz de los

que no tienen voz. Implica también oír las voces de los

poderosos, de los que tienen voz y voto en el mundo, de

los que se ocupan de la política y de los asuntos

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154 SOL Y TINIEBLAS 154

importantes. Ellos también, no sólo los pobres, son hijos

de Dios, y del mismo modo que el Papa debe estar

enterado de lo que ocurre en las casas de los pobres,

también debe oír la voz de los que tienen más que

suficiente para vivir. No sólo se debe pedir

concienciación sobre el asunto de los pobres, que, si bien

constituyen una gran parte del mundo actual, no son el

mundo íntegramente. Se debe pedir también

concienciación hacia los ricos, los poderosos, por ellos

también debemos rezar y preocuparnos.

“A menudo en el mundo actual se habla mucho de querer

una Iglesia pobre para los pobres, de que no se puede

tener mucho dinero porque se corre el riesgo de llegar a

rezarle al dios dinero más que al verdadero Dios. Pero

Nos preguntamos ahora, delante de todos vosotros, ¿de

qué sirve una Iglesia pobre si no es para ser motivo de

risa entre los que están acostumbrados a ver el boato, la

pompa y los fastos? ¿De qué sirve que los cardenales

tengan el título de príncipes de la Iglesia si no pueden

demostrar que realmente son príncipes?

“El ejemplo de la viuda pobre que echa dos monedas en

el tesoro del Templo porque era todo lo que tenía nos

sirve de escarmiento a los ojos de Jesús. Pero también

debemos darnos cuenta de que los que echan a manos

llenas, los sacerdotes cuyos bolsillos están rebosantes de

dinero, piensan asimismo en el bienestar de la gente.

Según Cristo, quien echa de lo que le sobra será el último

en el Reino de los Cielos. Ser el último, queridos hijos e

hijas, es mejor que no ser y no llegar nunca a las puertas

de ese Reino. Al menos los ricos tienen la seguridad de

que llegarán a las puertas y se encontrarán cara a cara

con Dios.

“Otro ejemplo que, a ojos del Señor, debería servirnos de

escarmiento es el del joven rico. A la pregunta de qué

debe hacer para alcanzar la vida eterna, Jesús responde:

Cumple los mandamientos, honra a tu padre y a tu

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155 SOL Y TINIEBLAS 155

madre, guarda el sábado. Cuando el joven rico le dice

que sigue los preceptos, Jesús pasa al ataque y se

convierte en el Maestro duro e inflexible que a todos nos

da un miedo terrible, y le dice: Vende todos tus bienes a

los pobres, después ven y sígueme. ¿No sería posible que

Jesús estuviese diciendo sígueme a los ricos pero, en vez

de haberlo dicho vendiendo las riquezas, se lo hubiese

dicho conservándolas? La riqueza, queridos, puede

servir para muchas cosas si se sabe usar con

conocimiento. No queremos una Iglesia vestida con

harapos, sino una Iglesia deslumbrante, que dé una

lección a todos aquellos que la llaman ladrona

abrazando contra su pecho de madre todas sus riquezas

y posesiones, para demostrar que no tiene miedo de las

invectivas.

“Mis queridos hijos e hijas, para terminar esta reflexión,

quisiéramos recordar lo que Nos dijimos en Nuestro

primer discurso desde la Logia de las Bendiciones. El

Papa quiere convertirse no en un pastor, no en un padre

atento que cuida de sus hijos y los reprende cuando

incurren en el mal comportamiento, sino en la verdadera

encarnación del Pastor Angélico, del príncipe de Dios, del

paladín de Cristo. El Papa no es un pastor, ni un

diplomático, ni un padre, sino, ante todo, un guerrero de

la fe, comisionado por Cristo para comandar sus

milicias. Amén.

Alejandro había puesto el cronómetro de su reloj en

marcha justo un minuto antes de empezar a pronunciar

la homilía, y lo paró justo en el momento en que dijo la

última palabra. Era una manía suya porque

normalmente hacía las homilías muy largas, y le gustaba

saber durante cuánto tiempo hablaba para luego hacer

un ránking de los mejores tiempos.

No le sorprendió saber que en esa ocasión había hablado

únicamente durante catorce minutos, porque pese a que

se había pasado horas preparándola, esa homilía no era

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156 SOL Y TINIEBLAS 156

uno de sus más brillantes trabajos, pero en ella había

desmontado punto por punto lo que había sido la Iglesia

desde los tiempos del inicio del pontificado de Clemente

XV: el dinero debía ser empleado como salvaguardia de

la Iglesia, el Papa no debía mezclarse con la gente porque

se rebajaba al nivel de los que no tenían nada que darle,

no había que preocuparse únicamente de los que no

tenían voz ni nada para vivir, sino también de los

poderosos, había que rezar por ellos, había que dejar que

los cardenales demostrasen que eran príncipes de la

Iglesia.

Llevaba tiempo pensando en esa homilía, no sólo desde

que había sido elegido Papa, sino desde antes incluso de

ser cardenal. En Rávena, muchos de los sermones que

ofrecía estaban fundamentados en el tema del papado

moderno, e incluso había llegado a publicar un libro con

sus sermones más célebres, pero en esa homilía estaba

contenido todo lo que quería haber dicho durante los

años del pontificado de su predecesor.

También había desmoronado uno de los puntales

principales del pontificado del Papa Francisco que

todavía perduraba en las mentes de las personas que

habían vivido bajo su reinado: el hecho de que tener

mucho dinero condicionaba para que se alabara más a

las monedas que a Dios. Y lo mejor era que todos le

habían escuchado sin atreverse a interrumpirle.

El resto de la ceremonia transcurrió sin otros

particulares, salvo el atronador aplauso con el que los

asistentes a la misa ovacionaron a Alejandro después de

que transcurriera un tiempo prudencial al final de su

homilía, que resonó en todas las calles de Roma y fue

transmitida en directo para treinta y siete países.

El patriarca de Constantinopla leyó un discurso en el

que agradeció la invitación transmitida por Alejandro

para ir a Roma a presenciar la ceremonia y le invitó

también a devolverle la visita en Estambul cuando

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157 SOL Y TINIEBLAS 157

quisiera, invitación a la que Alejandro respondió con un

complaciente gesto de asentimiento.

Siguieron los discursos de agradecimiento del

metropolita encargado de las relaciones exteriores del

patriarcado de Moscú, comedido como siempre, que

habló en francés, lengua de la diplomacia, agradeciendo

que el Papa se mostrase tan dispuesto a colaborar con el

patriarcado y con las distintas iglesias ortodoxas para la

unión entre los tres ejes de la rueda cristiana, del rabino

jefe de Roma, que habló en hebreo, por lo cual la mayoría

de los asistentes a la misa necesitaron traductores

automáticos, instando a la reunificación de todas las

religiones en un mismo credo, y del jefe de la comunidad

de católicos maronitas, que habló en árabe agradeciendo

al Papa la oportunidad de darles una mayor libertad de

expresión.

-Ha sido un trabajo magistral, Santidad- le dijo horas

más tarde monseñor Maarkouf, en la privacidad de sus

apartamentos, cuando el Papa hubo acabado de saludar

a las más de doscientas delegaciones que habían

acudido a Roma.-Esa lección no se olvidará en mucho

tiempo.

-No es uno de nuestros mejores trabajos, Nasrallah, y tú

lo sabes- El Papa hablaba con conocimiento de causa,

porque cuando se ponía a escribir algo que de verdad le

interesaba que saliera a la luz, eso sí que resultaba ser

un trabajo magistral.-Esta mañana, Nos hemos estado

entre el sol y las tinieblas con esa homilía. Sólo catorce

minutos, ¿te has dado cuenta? El Papa jamás ha

hablado durante tan poco tiempo, y Nos jamás lo

habíamos hecho.

-Peor era el Papa Francisco, que decía lo que quería decir

sin ahondar y en la mitad de tiempo lo tenía todo listo-

Nasrallah se atrevió a ponerle una mano en el hombro a

su jefe, pues, cuando estaban a solas, a excepción del

uso del “nos”, prescindían de todas las reglas del

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158 SOL Y TINIEBLAS 158

protocolo.-En Rávena erais así, lo recuerdo muy bien, y

jamás dejasteis indiferente a nadie.

-Cuando tú llegaste a Rávena Nos ya éramos sacerdote

desde hacía nueve años, y todavía éramos joven- recordó

el Papa.-Todavía teníamos labia suficiente para cautivar

a la gente con nuestras palabras, pero ahora, después

de haber pasado cuatro años bajo la luz mortecina y

enfermiza de Clemente XV, nuestra boca ha empezado a

agrietarse, nuestras palabras se han hecho más agrias y

hemos perdido poder de convencimiento.

-Si lo hubierais hecho, la multitud no os habría saludado

con ese aplauso atronador al final de la homilía, ni os

habría ovacionado cuando entrasteis en la plaza-

Nasrallah sabía cuándo su jefe se ponía depresivo, y

aquel, si no lo atajaba pronto, podía llegar a ser uno de

aquellos momentos.

-Nos aclamaban, sí, pero ¿aclaman acaso al hombre o

aclaman a la institución?- se preguntó Alejandro

mientras se sentaba en su mesa de trabajo y cogía una

pluma estilográfica y un par de folios de papel egipcio

para empezar a escribir.-Durante mucho tiempo Nos

hemos madurado en Nuestra mente la idea de escribir

una encíclica para dirigirnos al pueblo de Dios, y ahora

que hemos llegado al puesto que ansiábamos desde

hacía tanto tiempo, sentimos que ha llegado el momento.

Pero no sabemos si deberíamos hacerlo, ya que el pueblo

se toma tan a la ligera las palabras que emanan de la

boca del Sucesor de Pedro.

-Pues entonces escribid, Santidad, y decid al pueblo de

Dios, al que tanto amáis, aquello que pensáis y que os

carcome el alma- Nasrallah pasó un brazo por encima de

la mesa y volvió a tocar el hombro del Papa.-Decid al

pueblo de Dios que no se tome tan a la ligera lo que

emana de vuestra boca, haced uso del poder de la

infalibilidad tanto como podáis, pero decidle al pueblo

que jamás os daréis por vencido.

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159 SOL Y TINIEBLAS 159

Aquella misma noche, siguiendo el consejo de su

secretario, Alejandro, que todavía tenía labia más que

suficiente y que se maldecía por aquel momentáneo

decaimiento que había sufrido, decidió empezar a volcar

todas sus energías en un proyecto que llevaba tiempo

queriendo realizar, una encíclica sobre el verdadero

sentido del papado.

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160 SOL Y TINIEBLAS 160

VI

-Santidad, acaba de llegar el cardenal Peric para la

audiencia semanal- le avisó monseñor Maarkouf desde

el quicio de la puerta, teniendo buen cuidado de no

perturbar el trabajo de su jefe, que estaba por aquellos

días muy concentrado en la preparación de su primera

encíclica, que ya iba muy avanzada.

-Haced que entre, Nos lo recibiremos con gusto-

Alejandro estaba de pie ante las ventanas de su

despacho, en la tercera planta del Palacio Apostólico, con

una taza de café bien cargado en la mano, tomándose

una breve pausa antes de seguir trabajando en el

proyecto de su primera encíclica, que había ocupado la

mayoría de sus noches hasta ese momento.

-Santidad- saludó el cardenal croata, penetrando en la

estancia justo detrás de su secretario.-Espero que

vuestro trabajo vaya viento en popa y que pronto nos

obsequiéis con un documento precioso que resuma todo

el magisterio que habéis prodigado hasta ahora.

-Haremos lo posible por no defraudaros, Eminencia-

Alejandro se apartó de la ventana, apuró de un trago su

café y volvió a sentarse tras su mesa de trabajo.-

Nasrallah, podéis dejarnos a solas con su eminencia. Os

llamaremos cuando sea necesaria vuestra presencia.

-Bien, Santidad, pero no olvidéis que todavía tenéis que

revisar el programa de audiencias para mañana y acabar

de corregir los discursos que dejasteis a medio escribir

esta mañana- Nasrallah se retiró, no sin antes

intercambiar una sonrisa cómplice con su jefe.

-Vuestra Santidad trabaja mucho- observó el anciano

croata cuando se quedaron a solas.- ¿Habéis pensado en

tomaros un descanso? Estoy seguro de que lo

agradeceríais. Retiraos a Castel Gandolfo durante una

quincena y reducid allí vuestro ritmo de trabajo.

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161 SOL Y TINIEBLAS 161

Después de Navidades, todos los Papas suelen hacerlo

para descansar.

-Hay mucho que hacer, no se puede dejar a medias lo

empezado- Clemente XV, al momento de su muerte,

había dejado inconclusos varios proyectos, y ahora, siete

meses después de su elección, Alejandro todavía

trabajaba a destajo para completarlos antes de ponerse

a trabajar en sus propios proyectos.-Además, si Nos

vamos a Castel Gandolfo, los medios de comunicación

empezarán pronto a especular sobre por qué hemos

abandonado el Vaticano sin avisar y pronto tendremos a

los periodistas a las puertas de los Sagrados Palacios.

-Aquí en el Vaticano hay muchas personas que son igual

de capaces que Vuestra Santidad para llevar a cabo el

trabajo que les encomendéis- Peric estaba sinceramente

preocupado por su amigo. Desde que había sido elegido,

a excepción de los días de descanso que se concedía de

tiempo en tiempo en Castel Gandolfo, Alejandro no

dejaba de trabajar, y dormía una media de cuatro horas

y media por noche.

-El trabajo del Papa no puede ser dejado en manos de

sus subalternos sin que otros empiecen a considerarle

débil- Alejandro estaba decidido a ser el pontífice más

activo de la historia, y no habría nadie capaz de

disuadirle de eso.-Nunca hemos tenido necesidad de

más de tres semanas de reposo absoluto al año, y ahora

aún las necesitamos menos.

-Santidad, sé que la barca de Pedro no se gobierna sola,

pero en vuestros primeros siete meses de pontificado

apenas habéis descansado lo suficiente. Además, el viaje

a Cuba os ha bajado las defensas- Peric, a los setenta y

cuatro años, apenas había podido soportar las trece

horas en un avión de Alitalia que mediaban entre Roma

y La Habana, y aun así, en cuanto aterrizaron en el

aeropuerto de la capital cubana, Alejandro se fue directo

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162 SOL Y TINIEBLAS 162

a la Plaza de la Revolución a declamar una de sus

mejores homilías hasta la fecha.

-Cuba era uno de Nuestros sueños desde hacía tiempo,

eminencia, así que cuando por fin pudimos realizarlo, no

dudamos ni un instante.

Alejandro había viajado a Cuba poco antes de

comenzado el mes de diciembre, para no tener que

luchar con las fiestas con motivo de la octava de

Navidad, en el que había sido su primer viaje

internacional y, por tanto, un acontecimiento muy

esperado por las televisiones y los periódicos de medio

mundo.

Allí, pese a que sólo podía leer en español con un acento

aceptable, había cosechado uno de sus mejores éxitos

con la homilía en la Plaza de la Revolución, ante el

retrato del segundo líder del levantamiento cubano, el

Che Guevara.

“Aquí, en esta plaza, que se levantó para conmemorar el

asalto al cuartel de Moncada” había dicho en un

momento determinado “siempre se ha menospreciado

mucho más de lo deseable la dignidad humana,

rebajándola hasta límites insospechados. En el nombre

de la Revolución se han cometido auténticas atrocidades

mientras ladrones viles que se hacen llamar patriotas

asesinan, exilian, mutilan y desmembran familias

enteras para defender un ideal que no tiene fundamento.

Es Nuestro deber, el deber de todos los católicos del

mundo, clamar al Cielo por esta injusticia”.

Pese a las palabras incendiarias de Alejandro en el

centro de la capital, el gobierno cubano se había volcado

en atenciones con el Papa y con su séquito, pues,

después de las visitas de Juan Pablo II y Benedicto XVI,

Cuba se había convertido en un país habituado a que los

Papas lo visitaran. Francisco, Pío XIII y Clemente XV se

habían abstenido de visitar la perla de las Antillas por

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163 SOL Y TINIEBLAS 163

las duras críticas a las que habían sometido a la

dictadura, pero Alejandro no era tan débil como sus

predecesores y había puesto rumbo a la isla repitiendo

las palabras de Juan Pablo II, que seguían vivas en la

mente de los cubanos más de cincuenta años después

de la primera visita de un Papa a La Habana.

“¡Que Cuba se abra al mundo y que el mundo se abra a

Cuba! Nuestra visita quiere contribuir a

internacionalizar el prestigio de este país tan querido por

Nuestros predecesores y, con el tiempo, llegar a levantar

los cuantiosos embargos que pesan desde hace casi

noventa años sobre el querido pueblo cubano, que

merece ser libre de nuevo, del mismo modo que otros

pueblos gozan de una incomparable libertad que Cuba

ansía desde muchos años atrás” había dicho Alejandro

en el aeropuerto de La Habana al poco de aterrizar,

palabras que habían sido recibidas con un fuerte

aplauso por parte de los cubanos congregados en el

aeropuerto, a los que el gobierno, en un alarde de

generosidad, había permitido viajar después a Roma a

darle las gracias.

Habiendo vivido en Estados Unidos cuando estudiaba en

la universidad de Stanford, y teniendo muchos amigos

en el país, el Papa no se había atrevido a condenar

explícitamente el embargo que América había puesto

sobre Cuba cuando los castristas llegaron al poder en

1959, porque eso habría atraído la ira de Washington

sobre la Santa Sede, y habría conllevado la ruptura de

relaciones diplomáticas entre los dos países.

-Precisamente traigo aquí los titulares de los periódicos

de mayor tirada en los países aliados del comunismo

cubano- El cardenal Peric depositó sobre la mesa un

buen fajo de periódicos con titulares en diferentes

idiomas.-Todos y cada uno hacen referencia a la visita

de Vuestra Santidad… aunque me temo que no lo hacen

en términos demasiado halagüeños.

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164 SOL Y TINIEBLAS 164

-Sea lo que sea lo que dicen de Nos, no puede ser peor

de lo que ya han dicho- Alejandro cogió el primer

periódico, un ejemplar de Izvestia, el diario de mayor

tirada de Moscú, que llevaba escrito, en letras

gigantescas, un titular no muy halagüeño con una

noticia aún menos buena.

El cardenal Peric lo miró extrañado, al ver cómo la

mirada del Papa recorría rápidamente los titulares del

periódico, pues no tenía ni idea de que el ruso fuera uno

de los idiomas dominados por el Santo Padre.

-¿Habla ruso, Santidad?

-Claro, eminencia- El Papa se encogió de hombros, como

si hablar el idioma de los zares fuera lo más fácil del

mundo.-Nos lo aprendimos en nuestros tiempos de

estudiante en la Universidad Católica del Sagrado

Corazón. El ruso era entonces el idioma que se debía

aprender si se quería entrar en el mundo de los espías.-

Lo dijo con tono normal, porque había aprendido ruso

para poder leer la Biblia ortodoxa y compararla con su

homóloga católica escrita en latín.

-El artículo ha sido traducido por el departamento ruso

de la Secretaría de Estado, Santidad- Peric tendió al

Papa una carpetilla de piel con las armas de la Santa

Sede.-Han hecho también un resumen sobre la opinión

que se tiene acerca de Vuestra Santidad en los países del

bloque del Este.

-Después de leer estas rastreras informaciones, Nos ya

no precisamos de resumen alguno- Alejandro,

enfadadísimo, tiró el periódico sobre la mesa.- ¿Hay

quien se atreve todavía a calificarnos de Papa de

transición, de puente entre dos generaciones?

-No sólo eso, Santo Padre- El anciano croata habría

preferido no tener que darle esa noticia a su viejo amigo,

pero se vio obligado a hablar.-Os llaman el “Papa de los

gulags” y dicen que encerráis a los católicos en las

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165 SOL Y TINIEBLAS 165

iglesias y les obligáis a seguir ritos antiguos que ya no

tienen correspondencia con los ritos modernos de las

otras iglesias.

-Nos no somos un carcelero- aseveró Alejandro, rojo

como una remolacha. Estaba lleno de ira, no podía

entender cómo Moscú, que había sido tan complaciente

cuando inició su pontificado, enviando a toda una

autoridad como lo era el primer ministro para

representar al país, se volvía ahora contra él con un nivel

tal de crudeza.-Los católicos a los que pastoreamos son

libres de ir adonde quieran, y no los obligamos a

participar en las celebraciones.

-El nuncio en la Federación Rusa os suplica que deis un

paso más, Santidad, no importa lo que tengáis que

sacrificar para eso- explicó el cardenal, yendo con

cuidado porque sabía que caminaba en terreno

quebradizo.

-¿Escribir al presidente para pedir disculpas?- preguntó

Alejandro, que mantenía una correspondencia bastante

amigable con Vladimir Krasimov, un ex agente del FSB

que había llegado muy alto en las redes del poder ruso

después de pasar una decena de años en la cárcel, en un

penal de Novosibirsk donde, al decir de muchos, se volvió

loco y acabó sacándose un ojo, razón por la cual ahora

estaba tuerto.-Eso no hay ni que pedirlo. Nos con gusto

escribiremos al Kremlin para disculparnos por nuestras

supuestas faltas de respeto.

-Romper las relaciones diplomáticas con Rusia y con el

patriarcado de Moscú de inmediato- dijo el croata

depositando un sobre que también llevaba las armas

papales sobre la mesa.-Esta es una comunicación oficial

de la embajada rusa ante la Santa Sede, en la que el

embajador dice estar dispuesto a viajar a Moscú para

interceder por el Vaticano ante su gobierno. Debéis dar

vuestro consentimiento a la misión.

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166 SOL Y TINIEBLAS 166

-¿Desde cuándo ha necesitado el Sucesor de Pedro de

mercachifles diplomáticos para hacer lo que sabe muy

bien llevar a cabo por sí mismo?- El Papa se sentía

ultrajado, no sólo no podía actuar por él mismo y hablar

en nombre de su estado sino que tenía que recurrir a un

representante diplomático ruso para que los propios

rusos lo dejaran en paz.

-Desde que Rusia ha dicho que, si no nos disculpamos

con el gobierno cubano por las declaraciones que

Vuestra Santidad llevó a cabo en La Habana,

interpondrá una protesta diplomática ante el Tribunal de

La Haya- Peric había maniobrado con discreción para

que Alejandro no tuviera que enterarse de sus gestiones,

pero le urgía comunicar al Papa esa noticia.

-Defendimos al pueblo cubano contra los Estados

Unidos aun a riesgo de perder nuestras relaciones

diplomáticas con la Casa Blanca- reflexionó el Papa, que

no le encontraba explicación a aquellas supuestas

declaraciones hostiles.-Moscú no tiene motivo para creer

que somos hostiles a Cuba. Es más, condenamos el

embargo tanto como nos fue posible sin incurrir en

franco desacuerdo con Estados Unidos. ¿Qué tiene

Rusia que decir en contra de Nos a ese respecto?

-Según los rusos, la propia relación que mantenemos

con Estados Unidos es ya insultante-matizó Peric, que,

habiendo vivido bajo la bota de un régimen comunista

como era el de Tito en sus últimos años, conocía

bastante bien la situación detrás del Telón de Acero.-No

pueden entender que un Papa que se dedica en cuerpo y

alma a condenar un embargo no rompa las relaciones

con el país que lo lleva a cabo.

-¿Han dicho los estadounidenses algo al respecto?-

preguntó Alejandro, lanzado como una bala y temeroso

de que Washington también le presionara para romper

unas relaciones que tan preciosas le serían en un futuro

si las cosas no se torcían aún más.

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167 SOL Y TINIEBLAS 167

-Se ofrecen a mediar en nuestro favor a través de su

propia embajada en Moscú, siempre que no tengamos

ningún interés en su contra.

-Bien, debemos dar gracias a la Divina Providencia por

tener un amigo tan fiel como el presidente de los Estados

Unidos. Nos le daremos a la muy cristiana Rusia un

escarmiento que no va a olvidar en toda su historia-

Alejandro curvó los labios en un gesto que podía parecer

una sonrisa si no se lo conocía bien, pero que en realidad

era una mirada de circunstancias.-Ahora, salid de aquí,

eminencia, y aguardad hasta ser llamado. Tenemos

mucho que escribir, mucho que pensar, y poco tiempo

para hacerlo.

-Así lo haré, Vuestra Santidad- El cardenal Peric salió de

la estancia caminando hacia atrás, a la manera antigua,

no sin antes hacer una genuflexión ante el Papa y besar

su anillo pastoral.

Alejandro quedó a solas en la vaciedad de su

apartamento sin dejar de pensar en las consecuencias

de lo que haría si se decantaba de un lado o de otro. Por

ambos lados perdería unas amistades que más le valdría

conservar, la de Rusia por el ansia de unir los tres ejes

de la rueda, la de Estados Unidos porque era la puerta

de Occidente.

Si se decantaba por Rusia y rompía las relaciones con

Estados Unidos, Washington pediría explicaciones, y si

se las daba, el presidente, que tan amistoso se había

mostrado durante los años en los que estudiaba

Administración y Dirección de Empresas en Stanford y

que era uno de sus mejores amigos, no querría volver a

saber de él.

Si, por el contrario, rompía las relaciones con Rusia y

con el patriarcado de Moscú, cuyo encargado de las

relaciones exteriores se había mostrado tan obsequioso

en la ceremonia de su entronización, podía dar por

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168 SOL Y TINIEBLAS 168

muertas las esperanzas de unir los tres ejes de la rueda,

y aunque volviera a restablecer la unión con

Constantinopla, eso no sería suficiente para enfrentarse

a los poderes de las otras religiones.

Se decidió, después de rezar al Señor y a la Virgen para

que le iluminaran en su camino. No iba a ser una tarea

fácil, tendría que escribir un quirógrafo a cada uno de

los líderes implicados en el conflicto, pero si sacaba

fuerza de voluntad podría llegar a hacerlo. Había vivido

la guerra del Líbano y había aprendido de su madre a

evitar las oportunidades en las que se podía

desencadenar una guerra.

Él había vivido los últimos cuatro años de una guerra

que resultó no tener motivos, si no eran los puramente

raciales, una guerra que, de haber sido más mayor en el

momento en que estalló, él hubiera podido evitar de

algún modo. No en vano, en Guerra y paz, uno de sus

libros favoritos, el mariscal Kutuzov decía al príncipe

Andrés: “Me hicieron por la guerra y por la paz tantos

reproches… Pero todo llega cuando tiene que llegar para

quien sabe esperar”.

-Todo lo que he hecho lo he hecho por la paz- se dio

cuenta mientras se sentaba en su escritorio para

empezar a escribir los mensajes que enviaría al día

siguiente a Moscú y a Washington.

Y así, Alejandro IX, que había sido el cardenal Marco

Marzoni, sacerdote, obispo auxiliar y arzobispo de

Rávena y cardenal secretario de Estado, tuvo claro el

título de las cartas que tenía que escribir aquella noche,

la paz en un mundo donde el sol y las tinieblas luchaban

constantemente por ser las ganadoras de una pugna que

no podían ganar ni el uno ni las otras.

Terminado el 26 de julio de 2013, fiesta de San Joaquín

y Santa Ana, padres de la Santísima Virgen María

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