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UNA HISTORIA JAMÁS CONTADA

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RELATO COLECTIVO LIPE

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Ilustración de portada Búsqueda Encáustica / Carmen Navajas

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UNA HISTORIA JAMÁS CONTADA

(Relato colectivo)

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El calor invadía las calles de Buenos Aires. Las tardes pertenecían a los niños inquietos de rodillas raspadas que de noche desaparecían dentro de sus casas para dar paso a una juventud ansiosa de sabores, pieles y perfumes, desesperada por ver el arte en el cuerpo de sus compañeros al bailar. Era enero de 1995. La esperanza flotaba por los aires. El olor a muerte había quedado atrás y la libertad volvía a imponerse. En los patios de las casas, en los parques y hasta en los balcones más chiquitos, el aroma a jazmines en flor indicaba un optimismo que se dibujaba en el cambio de actitud de la gente. Por tercera vez en dos horas, Mario levantó el tubo del teléfono para ver si funcionaba. Sí, tenía tono. Por fin, la campanilla del teléfono lo sacó de su aburrimiento. Escuchó la voz de una mujer que hubiera querido no volver a oír nunca. Mario Lizárraga, de él estamos hablando, era detective y en veinte años se había convertido en un experto cazador de información oculta en la oscuridad. Si bien el país pagaba muy bien por ese tipo de servicios, Mario no tenía vida, ni casa, ni familia. Era Carla que lo llamaba, esta vez por sus cualidades detectivescas. Necesitaba a Mario para que descubriera quién había sido su asesino. O mejor dicho, el asesino de su identidad. Hacía sólo horas, por un comentario fortuito en el gimnasio, Carla había descubierto que antes había sido otra. Una compañera de Aerobics, una doctora, le vio cara conocida y en medio de las charlas superficiales de vestuario, le comentó que había tenido una paciente muy parecida a ella.

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- Era igual a vos, pero por supuesto, no podés ser vos porque esa mujer estuvo en coma, dijo la médica. Mario escuchó la historia en el teléfono mientras tomaba notas, pero una parte de su atención iba directo a la entrepierna. No la había olvidado. ¿Conservaría, a pesar de los años, su talle esbelto y elegante, la mirada viva, los ojos oscuros? Por teléfono, la voz seguía sonando cálida y amable y su conversación segura y atenta. Media hora más tarde, cuando se encontraron, Carla comprobó, una vez más, que aquellos rasgos que la impresionaron cuando lo conoció, años atrás en una oficina de la Municipalidad, mantenían su fuerza. Mario aceptó el caso. Por atracción o por el dinero que le pagaría, se haría cargo de la investigación. Cuando se despidieron, la miró alejarse con paso seguro y decidido. Sentía aún su beso en la mejilla; sus labios suaves le dejaron una huella. Ahora, tenía que pensar, definir un plan de acción.

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El calor invadía las calles de Buenos Aires Acuarela / Nuria Navajas

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Se dirigió hacia el Café Fénix, su centro de operaciones, el típico bar, sobreviviente de tiempos mejores. Detrás de la barra de roble y estaño estaba el encargado del local, el Gordo Adrián, secundado por sus lugartenientes, los mozos Pedro y Vicente. Mesas y sillas de estilo indefinido, pisos gastados, fotos de viejas glorias del deporte nacional por aquí y por allá. Desde su mesa de la esquina, Mario observó a los clientes: una pareja en la mesa junto a la ventana, el estudiante de siempre, el pelado de la verdulería, una rubia... ¿la había visto antes? Carla caminó a su casa, se abrochó el saco mirando para ambos lados como para disimular. Se sabía observada, mirada, casi deseada. Llegó a su casa y sus pensamientos se entremezclaban. Mario le resultaba atractivo aún pero ¿realmente le serviría para la investigación? Intentó despejarse de los temas personales e ir directa a buscar las pruebas que le había indicado. Se sirvió un trago de vodka, su compañero para cualquier tarea que requiriera de valor. El trago la inundó con una sensación de seguridad y recién entonces se dignó a mirar agendas y libretas del pasado. Todos eran jóvenes, adultos jóvenes. Nada era anterior a los veinticinco o treinta años…

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Mario encendió un cigarrillo y volvió a mirar las pocas fotos y los números de teléfonos que le había dado la mujer. Con decisión, pero sin plan alguno, marcó el primero. Era el del párroco de la iglesia en la que Carla se había casado cinco años antes de su muerte, o mejor dicho de la muerte de quien ella había sido, antes de ser la Carla que hoy reconoce. Quedaron en encontrarse al día siguiente. Tuvo con el cura un extraño diálogo, casi onírico. - Padre, ¿goza usted de buena memoria visual? El clérigo asintió levemente. - No en todos los casos, pero una novia sin ramo ni rosario es difícil de olvidar. - ¿Al novio lo recuerda? - Vagamente, traje oscuro, con chaleco. Parecía chapado a la antigua, quizá era ropa prestada, pero buen muchacho, algo mayor que la novia. -¿Se los veía felices? A los novios, digo. - Nerviosos como ladrones en interrogatorio. El novio tosía y sudaba; y a la novia, incómoda, con ese vestido de muñeca. Me llamó la atención la falta de público. Una boda sin padrinos. Dos o tres familiares. -¿Y a la mejor amiga de la novia? ¿La recuerda, padre? Ella solía acompañarla como si fuese su sombra. Los amigos más cercanos sospechaban de ese vínculo. Padre, es importante todo lo que pueda decirme.

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- No recuerdo más de lo que le conté. Debo seguir con la preparación de la próxima boda. Diciendo esto, el padre se retiró tras sus espaldas. Cuando estaba yéndose pisó un objeto que lo hizo patinar. Era una peineta. La tomó y la guardó en su bolsillo mientras, pasmado, se preguntaba por qué lo interrogaron. Tuvo ansiedad por participar de la investigación, ayudando al detective. Quizá lo sacaría de la rutina, de tanto sermón aburrido. Miró de nuevo la peineta. Era de nácar y le recordó a unos ojos negros. Mario volvió a la calle. El sol lo encegueció un momento. Se puso los anteojos negros y caminó hacia la avenida. A mitad de cuadra paró a comprar cigarrillos. Abrió el paquete con parsimonia. Le indicó al conductor secamente la dirección del Fénix. El cura no había aportado demasiado, aunque al despedirse le dio a entender que lo llamaría si recordaba algo más. La próxima llamada que haría, según la lista, sería a los Arias, la familia política de Carla. Cuando los mencionó, Carla se había mostrado seca y aseguró que había interrumpido toda relación con ellos luego de separarse de su marido. Respondió una voz de mujer. - Diga. - Buenas tardes. Quisiera hablar con Luis Arias, por favor. - Luis no se encuentra. Tendría que llamarlo después de las ocho. A no ser que vaya a verlo al trabajo.

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Mario encendió un cigarrillo Dibujo / Horacio Petre

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Se tomó el 15, siempre lleno, siempre lento, y se bajó en el Hospital Fernández. Luis Arias, era enfermero o ese era su rol. Su lenguaje no daba cuenta de su paso por la universidad ni por la escuela de enfermería. Intentó, sin éxito, sacarle algo de información. - ¿Carla Peláez? Sí, fue mi esposa, pero yo no sé nada de su pasado. Yo me casé con ella cuando era Carla y luego nos separamos. Yo di todo por ella, pero la cosa no funcionó. De su vida anterior no sé nada. ¿Por qué tendría que saber algo de su vida pasada? Para mí es Carla y siempre lo fue. Déjeme trabajar. ¿No ve que estoy en mi trabajo? Además, ¿a usted quién lo manda? ¿Por qué me vino a buscar? Mario salió aturdido del hospital. El ruido, el olor, la mugre, el calor sofocante, la confusión de pensamientos… todo contribuía a que su mente anduviera errática y confusa. Sus pasos se dirigieron, casi sin pretenderlo, al Fénix, su lugar de orden mental. Pidió un café y le tiró un buen chorro de coñac, para aclarar mejor la mente. El cura mentía, estaba seguro. Titubeó, se confundió con las fechas e incluso le pareció ver un brillo en su mirada al darse la vuelta, como de ganas de decir más, de participar en esta búsqueda. Arias también ocultaba algo. No negó su relación con Carla Peláez, pero el miedo le impidió hablar con claridad. Algo estaba pasando… pero ¿qué? Finalmente se fue a la pensión. Tomo un álbum viejo una de las pocas reliquias que viajaban con él. Y allí, en sepia, vio una foto, aquélla que le había robado a Carla en una de las pocas noches que compartieron en su departamento.

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Junto a ella, estaba su amiga, Conchita, siempre sonriente (todavía recordaba alguna que otra salida al cine los tres), pero con esa cosa imperativa y dominante en la mirada. Se derrumbó sobre la cama sumido por el cansancio.

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Sabía que siempre amanecía mal cuando a los sucesivos cafés con coñac que tomaba en el Fénix, les sumaba los vasos de whisky barato que ingería antes de acostarse. Había soñado con alcohol; él tenía alrededor de diez años y era monaguillo –cosa que nunca había sido en la vida real – y aprovechaba esa función para beber vino de misa a escondidas, a pesar de que el sabor del vino le provocaba, en el sueño, náuseas. Mientras se afeitaba, se dio cuenta de que el olor a alcohol que había en el hospital cuando se entrevistó con Luis Arias lo perseguía y así, mitad oficio, mitad olfato, asoció libremente alcohol, enfermero, enfermedad, ocultamiento. Algo había entre el enfermero, la identidad nueva de Carla y su amiga, la de la mirada extraña de la foto. Mientras desayunaba, –el café por las mañanas, siempre con leche y nada más– se le ocurrió que era una paradoja que ninguna de las personas con las que había hablado tuviera la lengua un poco más floja. O quizás, al contrario: esa reticencia a hablar podía ser algo elocuente. Mario llegó una vez más a la iglesia y golpeó la puerta de la sacristía con la esperanza de hallar al cura. Mientras esperaba en la puerta sintió una gran soledad; el silencio, la frialdad del mármol y la hermeticidad de aquella puerta avivaron su sentimiento de soltería. Por fin, la puerta se abrió; el párroco al verlo apenas se sorprendió de su visita y lo invitó a entrar. Tras varios minutos de charla, le informó que la mejor amiga de Carla, Conchita Crisol, era maestra en el Colegio de las Carmelitas y que seguramente algo le diría.

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Se tomó el 15, siempre lleno, siempre lento, y se bajó en el Hospital Fernández

Dibujo digital sobre fotografía / Carmen Navajas

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Volvió a la pensión y se tumbó en la cama para ver si veía algo de luz en todo el asunto. Se disponía a buscar la guía telefónica, cuando sonó el teléfono. - Diga. - Hola, Mario. Soy Conchita Crisol. - Vaya, qué casualidad. Precisamente estaba buscando cómo localizarte. - No te llamo para hablar de mí. He oído que andas preguntando por ahí sobre el pasado de Carla. Te pido por favor que no sigas. Hazlo por ella, si aún te importa algo. - Debes saber que ha sido ella quien me ha pedido que investigue. Ella asegura que antes de ser Carla, había sido otra; que alguien le robó la identidad, que su vida es una ficción. - Pues déjalo. Busca una excusa o dale un resultado falso que le quite de la cabeza esa idea. Pero, por favor, no remuevas el pasado. - Ella descubrió un registro donde su nombre, Carla Peláez, pertenece a una mujer asesinada en 1954. -En el registro se cometen muchos errores. Además, hay muchas personas con el mismo nombre. -¿Y qué me dices de su ex marido? ¿No sabe nada? Ella no puede haber inventado todo esto para hacerme perder el tiempo. - Mario, no insistas. Déjalo todo como está. Él la cuidó cuando ella estuvo en coma y luego se casaron. Cuando ella se repuso, vio que ya no funcionaba la relación y lo dejó. No intentes volver a ponerte en contacto conmigo, ni con Luis. Carla no se portó bien con ninguno de los dos.

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Caminando hacia el Fénix para pensar todo el asunto, decidió pasar en limpio lo que sabía o creía saber. Se sentó en su mesa de siempre y luego de pedir un cortado y una media luna, sacó su libreta y escribió:

� Carla o una mujer con su cuerpo, está grave. � Se casa con Luis, enfermero del hospital Fernández, pero cuando ella

está mejor, lo deja. � Su mejor amiga es testigo en el casamiento, pero ahora no la ve más y

me llama luego de que yo hablo con Luis y el cura. � ¿Quién era Carla? � ¿Con quién la confundió la doctora?

Mario se dirigió al hospital donde al parecer Carla había entrado en coma. Curiosamente era el mismo donde trabajaba Luis como enfermero. Eso facilitaba mucho las cosas, porque seguramente él habría podido manipular los papeles para que ella apareciera muerta. Claro; él podría haber hecho fallecer la verdadera identidad de Carla y revivirla -burocráticamente hablando- con otra identidad. Al haber perdido la memoria, nadie sospecharía. Pero ¿por qué lo haría? ¿Su poder podría llegar a tal punto de cambiar el nombre de una paciente? ¿Tal era el desquicio reinante en los archivos del nosocomio? Mario cita a Carla en el Fénix para contarle sus tribulaciones. Intentó decirle, pero ella se niega a escuchar. -No tengo capacidad para entender lo que me estás diciendo. No sé, no sé. Por favor, olvídate de todo. Hacé como que nunca te pedí nada.

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Sola en la mesa, se queda en silencio. No sabe qué pensar, no entiende que su viejo amigo, su eterno admirador, haya tomado tan a la ligera su solicitud. Él no entendía lo que para ella significaba encontrar esa verdad. Ella esperaba una minuciosa y profunda investigación, alguna certeza que la condujera a la verdad, pero lo que estaba haciendo Mario tenía sólo una especulación. No podía sacar conclusiones de meras conjeturas, no había obtenido ni una sola prueba, no había buscado en el pasado como ella lo esperaba. Esos testimonios no eran suficientes, ella también los habría podido buscar. ¿Qué hacía que Mario se mostrara tan superficial en su investigación? Se debatía entre el coraje y la desolación. Se preguntaba cuál sería el camino que debía seguir. Porque sólo una cosa tenía clara en este momento de su vida. ¡Necesitaba su verdad!

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Recostado, Mario mira la televisión. El timbre suena. Abre sin ganas la puerta. Si no esperaba a nadie ¿quién podría ser a esta hora? Conchita, en un escotado vestido rojo, se le tira encima apenas lo ve y lo aprieta felinamente contra la pared. Intenta besarlo. Instintivamente, sin siquiera saber quién es, la empuja y la mujer cae contra un mueble. -Perdoná. Es defecto profesional, se disculpó. Pensé que era algún delincuente. -No te gusto, dice mientras se acomoda la ropa. Nunca te gusté, dice mientras se recompone y acomoda el vestido. Pensé que me recibirías de otro modo. No soy Carla, lo sé, pero imaginé que me darías alguna oportunidad. Es verdad. A Mario nunca le gustaron las comehombres como Conchita y si bien estaba más viejo, sus gustos no se habían modificado. - ¿Querés un vaso de agua, algo?, le dijo por compromiso.

-No, ya me voy, deja. Hacé como que nunca vine. Qué coincidencia, pensó Mario, Carla y Conchita se fueron ofendidas diciendo lo mismo. ¿Y si fuera Conchita quien había tomado la identidad de Carla? Eso lo investigaría el día siguiente cuando estuviera más relajado. A Conchita le irritaba que todos los hombres se fijaran en su amiga. ¿Qué tenía Carla que ella no?

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Tal vez le envidiaba el nombre. Carla era un nombre seductor. Pero ella no tenía de qué quejarse, aunque tuvo que usar el apellido de su madre, Crisol, porque el de su padre era Riva. De modo que Conchita Riva tenía cierta cacofonía. De niña tenía que soportar las burlas de sus compañeros en la escuela. De adolescentes era el blanco seguro de bromas. Entonces decidió ocultar el Riva y usar Crisol que era el apellido de su madre. Desde hacía cinco años venía tramando el modo de arrebatarle la identidad a Carla. Ella quería llamarse Carla Peláez. Fue por eso que buscó un cómplice, para que se casara con ella, el enfermero del Fernández.

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Carla Óleo / Sandra De Raedemaeker

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Conchita llega a su casa. Abre la puerta de vidrios biselados que da al amplio living-comedor. Sólo huellas de cuadros en las paredes blancas. Techos altos con molduras y arañas de bronce. En el living, una mesa ratona con tapa de mármol sobre la que descansan seis portarretratos con dos fotos cada uno. La que más se destacaba era la de Carla, tan hermosa, pensó Conchita… y qué hermoso nombre. Quiero ese nombre para mí, pensó, y lo voy a conseguir pese a las investigaciones de Mario. Todo está cubierto de polvo. Hacía un tiempo que le había dicho a la mucama que dejara de ir. A un costado se encuentra su escritorio, la sorpresa fue ver los cajones dados vuelta, todos desordenados. Evidentemente, estaban buscando las pruebas para acusarla de robo de identidad. Inmediatamente, verificó si habían logrado abrir el cajón secreto donde ella, fiel a su nombre y apellido, guardaba sus más modernos sex-toys. Para su alivio no lo habían conseguido. Se dirigió a su habitación, se recostó en su cama y fue cayendo en un profundo sueño. Antes de dormirse, repasó una y otra vez su dolorosa conversación con Mario. Respiró profundamente buscando relajarse. Estaba molesta y despechada y, al contrario de lo que esperaba al recordarse rechazada por él, una catarata de lágrimas comenzó a caer por sus mejillas convirtiendo su rostro en una paleta de colores. Su maquillaje se arruinaba y también su sueño de amor. Ya conocía esta sensación, la había vivido muchas veces. Tras un día agotador, su mente sigue buscando una respuesta a la pregunta más recurrente de su vida: ¿Por qué no me eligió?

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Despertó sobresaltada como por una pesadilla. El sol entraba por las ventanas de cortinas descorridas y él la mira fijamente. Como de costumbre, parece no verla, se siente transparente, fantasmal. Alonso levanta con su fina mano de uñas pulidas la foto de Carla y sonríe apenas, ¿cómo es posible que su marido siga pareciendo tan joven si tienen la misma edad? Apenas unas leves señales en los fríos ojos azules, apenas una leve sombra en los hermosos labios tan bien delineados que parecen femeninos… - Querida, tenemos la cena con los consejeros, ¿no lo habrás olvidado? Ponte tan atractiva como tú sabes hacerlo, te recogeré a las cinco. Su característica frivolidad la convertía en reina en el mundo de las apariencias, así que se dispuso a acicalarse para la ocasión. No escatimó esfuerzos para quedar reluciente, impactante y deseable. Alonso jamás apreciaba verdaderamente la belleza de su mujer pero sabía que llevarla del brazo le sumaba puntos ante la sociedad, especialmente celando a los más poderosos que él. Ella venía a ser apenas un trofeo. De todas maneras, cuando Conchita la recordó que debían regresar temprano porque al día siguiente ella debía ir al Fernández a retirar unas muestras, él sospechó inmediatamente. - ¿Justo mañana? ¿No es el día que hace guardia tu amiguito el enfermero?

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Conchita espera en vano que Alonso vuelva a buscarla, como le prometió, para ir a la reunión con los consejeros. Su hermosura –natural y producida- va decayendo a medida que pasan las horas y él no aparece ni responde sus llamadas. A las diez suena el teléfono. Llaman del hospital Fernández. Le avisan que Luis fue atacado a balazos por dos hombres en la calle. Agoniza en el mismo hospital. Conchita cuelga confundida y horrorizada. Se pregunta si su esposo acaba de mandar a matar a ¿su otro esposo? En ese momento y, como si fuera poco, un hombre toca la puerta. Conchita pensó que debería medir alrededor de uno noventa y que su pelo hasta la cintura y sus ojos punzantes la estremecían. - Hola Conchita, soy Christian el mejor amigo de Luis. Como te habrás enterado, Luis tuvo un accidente y creo saber quién tiene parte de la culpa. Básicamente, poco antes de que me entere del accidente, vi a Mario caminando por la calle con una escopeta. Lo noté muy iracundo y lo seguí. Pude confirmarlo con mis propios ojos. Conchita quería creerlo pero ¿cómo Mario iba a ser capaz de asesinar a Luis? ¿Con qué motivo? ¿Podía confiar en éste extraño? Y además, ¿dónde estaba Alonso entonces? - Señora, quiero que sepa que voy a encontrar a Mario y voy a hacerlo sufrir hasta que muera. Pero para eso necesito que usted me ayude.

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Sentado en su lugar acostumbrado del Fénix

Fotografía tratada digitalmente / Luis Alfonso Martín

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Sentado en su lugar acostumbrado del Fénix, Mario recapacitó sobre lo acontecido esa tarde. Todo le resultaba extraño; la nota que le dio el Gordo Adrián, en la que alguien le avisaba de que fuera urgentemente al hospital Fernández para hablar con Luis Arias; la recomendación de que fuese armado; el ataque al enfermero; la extraña figura de un hombre alto y de pelo largo que corría calle abajo escapando de algo o de alguien... Todo lo iba anotando en su cuaderno de notas. También las preguntas que le surgían:

� ¿Quién escribió la nota? � ¿Por qué le habían pedido ir al hospital armado? � ¿Quién había atacado a Luis Arias y por qué? � ¿Querrían implicarlo a él?

Empezaba a sospechar que se encontraba metido en una trama peligrosa y que estaba siendo objeto de una manipulación. Pero ¿quién movía los hilos? Conchita siempre había envidiado a Carla. Codiciaba su poder de seducción, su clase, su entorno, su apellido, su marido, hasta su guardarropa y pertenencias, incluso los mínimos accesorios, como la simple peineta de nácar. En la boda se la veía débil, fantasmagórica, erguida frente al cura. El pronóstico del médico decía que la amnesia iba a ser progresiva. Necesitaba ver a Carla. Sentía que había cometido un error al tomar el caso. Lo que no imaginó Mario fue que al aceptarlo, su nombre quedaría para siempre unido a la historia política más oscura y patética del país.

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- No se asuste Lizárraga, llegamos y le sacamos esa venda, espero que no le incomode, fue todo lo que escuchó por excusa en el largo viaje en auto desde que lo sacaron a tirones y a medio vestir de su departamento. Cuando el auto se detuvo y por fin pudo ver, estaba parado frente a una tumba, en el cementerio de Timote, provincia de Buenos Aires. Sobre el mármol, un nombre y unas fechas:

CARLA PELÁEZ 1925 – 1995.

- Usted es bueno Lizárraga, pero hay cosas que no hay que mezclar, me extraña… Una cosa es el trabajo y otra la cotorra… dijo socarrón el capitán Menéndez. - Mire, la cosa es así, se lo voy a decir una sola vez y se deja de joder. Margarita Amudsen era la mujer de Lonardi, si, ése que le suena, el general Lonardi, el del golpe del 55. A mí, Edelmiro Menéndez, me llamo, capitán de fragata, me encomiendan mis superiores esconder el cuerpo para que los peronistas no lo encuentren ¿me entiende? Cosas del pasado, viejos rencores. Y lo que pensé fue hacerlo al estilo clásico, como con Ella en el cementerio de Milán, tomar un nombre prestado unos años, de ésos que nadie va a reclamar ni a notar que no están y chau. No lo tuve en los cálculos Lizárraga, me metió en un lío, sepa… Un estruendo ensordecedor interrumpió el monólogo del capitán, seguido por el destello de la bomba que anunciaba el ingreso del grupo de choque de la policía capitalina. Mario cayó al piso aún maniatado y maltrecho. El resto de los presentes, pseudo paramilitares pasados de época, fueron rápidamente reducidos y apresados.

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El detective se encontraba desconcertado, imposibilitado de procesar en su mente tanta información contradictoria. Carla era la simpática mujer que conoció, y con quien había compartido algunos de los mejores y más interesantes momentos de su triste existencia. Pero algo le llamaba la atención con un gran magnetismo ¿Qué fue lo que motivó a la joven a contactarse con el cura antes de su encuentro? ¿A qué respondían los conocidos de Carla actuando en forma reticente y poco colaborativa? ¿Cómo lo había contactado Conchita antes de que él mismo se activase en ese sentido? Los hechos se repetían en su conciencia como partes histéricas de un extraño montaje. Con el correr de los días recordó a quién pertenecía esa peineta que observó en la iglesia aquel día. Alguna vez la había tenido en sus manos. Su encuentro con la impactante belleza del vestido rojo le ayudó rememorar. El nombre en la tumba, los rastros esparcidos por Carla que distorsionaban y teñían de incoherencia su pensamiento, lo atormentaban. La boda había sido una cobertura poco convincente de lo que Carla seguramente intentaba ocultar. Evidentemente ocultaba algo, pero ¿por qué recurrir a él? La respuesta sólo la encontraría en ella misma.

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Con ayuda del teniente de la policía citó a todos los implicados en esta historia en la sede del precinto distrital; uno por uno los interrogó, intimidante, logrando quebrar a Luis, el enfermero y ex marido. Así que, decidido, se propuso abordar a Carla definitivamente, acorralarla y obligarla a confesar. Recorrió la sala con la vista y no la vio. Al ingresar en la sala de interrogación, sorprendido, a primera vista no la vio; avanzó unos pasos y percibió algo detrás suyo. Giró sobre sí y espantado descubrió el cuerpo de esa mujer que aún lo conmovía. Desde su cuello rasgado comenzaba a surgir con brío tenebroso un hilo de sangre. La hermosa peineta fue útil para un fin para lo que no había sido concebida. El cuerpo aún convulsionaba en un estertor de muerte, el aliento aún se esfumaba por sus labios. Sus ojos parecían transmitirle un inequívoco acto de amor perdido. Sólo una cosa era verdad en ese momento: Carla Peláez moría por segunda y definitiva vez y con ella el secreto de una mujer intrigante y hermosa.

Argentina / España Enero de 2014

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Esta historia, nunca antes contada, es el resultado del desvarío mental colectivo de unos

individuos pertenecientes al grupo facebuquiano denominado LO IMPORTANTE POR ESCRITO,

que siguen de manera enajenada las consignas dictadas por su gurú particular, la conocida periodista Silvina Scheiner,

secundada por el no menos conocido mercadista Horacio Tort.