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Ut unum sint! N. 02/2014 Mensaje del Padre Giovanni Salerno, msp Queridos amigos: Laudetur Iesus Christus! En el pasado número de la Circular “Ut unum sint” he que- rido reflexionar sobre algunos aspectos característicos de nuestro servicio a los más po- bres, presentando en sus deta- lles nuestro logo. Retomo ahora el tema para subrayar algo que en estos largos años de vida misionera he siempre repetido a todos los que se han acercado a nuestro Movimiento, sintiendo sinceramente en su corazón el deseo de ponerse al servicio de los pobres, y también a aquellos que estaban simplemente en búsqueda de una bonita y exótica experiencia misionera. A todos ellos les decía que no podemos reducir nuestro servicio a los pobres a un mero asistencialismo. La experiencia de la Iglesia, en efecto, nos enseña que esto acaba por hacer a los pobres más pobres. Reconociendo que los pobres no tienen hambre sólo del pan material, sino también de Dios, del Pan Eucarístico y del Pan de su Palabra, nuestro servicio debe tener el objetivo de llevar el doble alimento, espiritual y material, allá donde normalmente los pobres no pueden ser atendidos a través de la pastoral ordinaria, más allá del asfalto. Nuestro Movimiento, como “Opus Christi” que es, quiere seguir un camino totalmente marcado por el auténtico servicio a los más desheredados, en el más completo olvido de sí, de las propias satisfacciones personales y de la constante tentación de buscar una llamativa realización personal también en el campo misionero: todo esto sobre la base de la convicción de que, en medio de tantos problemas, es más fácil sí dominar con el dinero y resolver ciertas situaciones también con el dinero, pero el dinero no redime. Y, aunque es verdad que los pobres del Tercer Mundo necesitan ayuda económica, no es ésta su principal necesidad. Lo que ellos necesitan más y con más urgencia es la vida entera de hermanos que los sirvan como siervos, dispuestos a ir hasta donde nadie se atreve, para llevarles las verdaderas y únicas riquezas de la humanidad, las que Cristo y su Iglesia dispensan. El misionero Siervo de los Pobres del Tercer Mundo, por la experiencia de todos los santos y los hombres de Dios, sabe que un corazón lleno de amor tiene mil iniciativas para testimoniar la grandeza y gratuidad de su entrega. Debemos estar llenos de Dios para poder servir a los pobres. Tenemos que estar convencidos de que a los pobres, a los niños huérfanos y abandonados y otros a quienes servimos, les debemos dar a Dios, haciendo todo lo posible a fin de que el servicio que les damos se convierta en un medio de santidad para nosotros mismos y para todos los que encontramos en nuestro camino. Nuestro servicio a los más pobres lo realizamos en el seguimiento de Cristo, amándolos como Él los amó, aliviando sus necesidades materiales y sobre todo dispensándoles a manos llenas las riquezas que Él confió a la Iglesia, su Esposa, haciendo de ellos la comunidad de “los pobres de Yahvé”. Hoy día, desafortunadamente, son una muchedumbre los pobres que se alejan de la Iglesia porque ésta no siempre muestra su rostro misionero, no siempre muestra su deseo de ponerse al servicio de los pobres. Muchos agnósticos no han leído ni escuchado nada del Evangelio y no saben nada de la Iglesia. Los pobres de cada raza y de cada religión intuyen, aun sin saber nada de la Iglesia, que solamente Ella puede hacerlos felices. Como contraparte, la Iglesia tiene el deber fundamental y principal de buscar a los pobres y de quererlos y servirlos, como han hecho los profetas y los Apóstoles y todos los Santos. El “Opus Christi”, con su silencio lleno de amor, quiere vivificar a la Iglesia, como el agua vivifica la tierra. Este compromiso de servicio a los pobres nos empuja a trabajar tanto en el “Tercer Mundo” como en el “Primer Mundo”, convencidos de la verdad de cuanto Juan Pablo II decía: “No hay servicio verdadero a los pobres si no brota de una verdadera conversión”. Y nosotros tenemos una gran preocupación y una gran responsabilidad: la de promover e impulsar la conversión de los corazones, tanto en el “Tercer Mundo” como en el “Primer Mundo”. Ayudar a los pobres sin reconocer en ellos el rostro de Cristo significa hacerlos más pobres moralmente. Por este motivo, los sacerdotes y los laicos del Movimiento dan retiros espirituales en muchos países, fomentando la conversión de los hombres hacia Dios y proponiendo el servicio a los pobres como un elemento importante de este camino. Decir que también en “Occidente” hay pobres y “¿para qué salir tan lejos para ayudar a los pobres?” es algo así como un cáncer que destruye a la Iglesia, un mal que avanza silencioso como la polilla que carcome la madera. En efecto, semejante actitud priva a la Iglesia local del espíritu misionero, así como del espíritu de sacrificio y de abnegación, fundamentales para todo cristiano y toda comunidad eclesial. Los Siervos de los Pobres del Tercer Mundo anuncian entonces a todos que no hay santidad sin servicio a los pobres, e intentan despertar en cada persona que encuentran la responsabilidad que tiene de amar a los pobres si quiere salvarse. Este anuncio no es simplemente un conjunto de palabras vacías, sino un testimonio viviente de intensa vida espiritual, en íntima unión con Cristo Eucaristía, en continua oración y conversión, abocados al cumplimiento de la voluntad de Dios en el servicio cotidiano a los hermanos más necesitados. Pues, nadie da lo que no tiene. Con estos presupuestos se puede entender nuestro deseo de ser libres en el servicio a los pobres, sin hacernos atar por nadie, sino tan sólo por Dios, confiando cada vez más en su infinita Providencia. Nuestro Movimiento en varios países, en cuanto civilmente reconocido como Organismo sin fines de lucro, podría recibir muchas ayudas del Gobierno, pero no lo hemos querido (y rezamos para que esto se mantenga como punto firme de nuestro carisma) por no correr el peligro de ser después dependientes en la forma de ayudar a los pobres. Fue la Madre Teresa de Calcuta quien, en los primeros años de vida de nuestro Movimiento, me aconsejó adoptar estas normas; y jamás me arrepentí de haberle escuchado. Dios nuestro Padre nos juzgará un día, no por las obras que hemos realizado, sino por la medida del amor con que hemos servido a los pobres. P. Giovanni Salerno, msp

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Ut unum sint!Ut unum sint!N. 02/2014Mensaje del Padre Giovanni Salerno, msp

Queridos amigos:

Laudetur Iesus Christus!En el pasado número de la

Circular “Ut unum sint” he que-rido reflexionar sobre algunos aspectos característicos de nuestro servicio a los más po-bres, presentando en sus deta-lles nuestro logo.

Retomo ahora el tema para subrayar algo que en estos largos años de vida misionera he siempre repetido a todos los que se han acercado a nuestro

Movimiento, sintiendo sinceramente en su corazón el deseo de ponerse al servicio de los pobres, y también a aquellos que estaban simplemente en búsqueda de una bonita y exótica experiencia misionera. A todos ellos les decía que no podemos reducir nuestro servicio a los pobres a un mero asistencialismo.

La experiencia de la Iglesia, en efecto, nos enseña que esto acaba por hacer a los pobres más pobres. Reconociendo que los pobres no tienen hambre sólo del pan material, sino también de Dios, del Pan Eucarístico y del Pan de su Palabra, nuestro servicio debe tener el objetivo de llevar el doble alimento, espiritual y material, allá donde normalmente los pobres no pueden ser atendidos a través de la pastoral ordinaria, más allá del asfalto.

Nuestro Movimiento, como “Opus Christi” que es, quiere seguir un camino totalmente marcado por el auténtico servicio a los más desheredados, en el más completo olvido de sí, de las propias satisfacciones personales y de la constante tentación de buscar una llamativa realización personal también en el campo misionero: todo esto sobre la base de la convicción de que, en medio de tantos problemas, es más fácil sí dominar con el dinero y resolver ciertas situaciones también con el dinero, pero el dinero no redime. Y, aunque es verdad que los pobres del Tercer Mundo necesitan ayuda económica, no es ésta su principal necesidad. Lo que ellos necesitan más y con más urgencia es la vida entera de hermanos que los sirvan como siervos, dispuestos a ir hasta donde nadie se atreve, para llevarles las verdaderas y únicas riquezas de la humanidad, las que Cristo y su Iglesia dispensan.

El misionero Siervo de los Pobres del Tercer Mundo, por la experiencia de todos los santos y los hombres de Dios, sabe que un corazón lleno de amor tiene mil iniciativas para testimoniar la grandeza y gratuidad de su entrega.

Debemos estar llenos de Dios para poder servir a los pobres. Tenemos que estar convencidos de que a los pobres, a los niños huérfanos y abandonados y otros a quienes servimos, les debemos dar a Dios, haciendo todo lo posible a fin de que el servicio que les damos se convierta en un medio de santidad para nosotros mismos y para todos los que encontramos en nuestro camino.

Nuestro servicio a los más pobres lo realizamos en el seguimiento de Cristo, amándolos como Él los amó, aliviando sus necesidades materiales y sobre todo dispensándoles a manos llenas las riquezas que Él confió a la Iglesia, su Esposa, haciendo de ellos la comunidad de “los pobres de Yahvé”.

Hoy día, desafortunadamente, son una muchedumbre los pobres que se alejan de la Iglesia porque ésta no siempre muestra su rostro misionero, no siempre muestra su deseo de

ponerse al servicio de los pobres. Muchos agnósticos no han leído ni escuchado nada del Evangelio y no saben nada de la Iglesia. Los pobres de cada raza y de cada religión intuyen, aun sin saber nada de la Iglesia, que solamente Ella puede hacerlos felices.

Como contraparte, la Iglesia tiene el deber fundamental y principal de buscar a los pobres y de quererlos y servirlos, como han hecho los profetas y los Apóstoles y todos los Santos. El “Opus Christi”, con su silencio lleno de amor, quiere vivificar a la Iglesia, como el agua vivifica la tierra.

Este compromiso de servicio a los pobres nos empuja a trabajar tanto en el “Tercer Mundo” como en el “Primer Mundo”, convencidos de la verdad de cuanto Juan Pablo II decía: “No hay servicio verdadero a los pobres si no brota de una verdadera conversión”. Y nosotros tenemos una gran preocupación y una gran responsabilidad: la de promover e impulsar la conversión de los corazones, tanto en el “Tercer Mundo” como en el “Primer Mundo”. Ayudar a los pobres sin reconocer en ellos el rostro de Cristo significa hacerlos más pobres moralmente.

Por este motivo, los sacerdotes y los laicos del Movimiento dan retiros espirituales en muchos países, fomentando la conversión de los hombres hacia Dios y proponiendo el servicio a los pobres como un elemento importante de este camino.

Decir que también en “Occidente” hay pobres y “¿para qué salir tan lejos para ayudar a los pobres?” es algo así como un cáncer que destruye a la Iglesia, un mal que avanza silencioso como la polilla que carcome la madera. En efecto, semejante actitud priva a la Iglesia local del espíritu misionero, así como del espíritu de sacrificio y de abnegación, fundamentales para todo cristiano y toda comunidad eclesial.

Los Siervos de los Pobres del Tercer Mundo anuncian entonces a todos que no hay santidad sin servicio a los pobres, e intentan despertar en cada persona que encuentran la responsabilidad que tiene de amar a los pobres si quiere salvarse. Este anuncio no es simplemente un conjunto de palabras vacías, sino un testimonio viviente de intensa vida espiritual, en íntima unión con Cristo Eucaristía, en continua oración y conversión, abocados al cumplimiento de la voluntad de Dios en el servicio cotidiano a los hermanos más necesitados. Pues, nadie da lo que no tiene.

Con estos presupuestos se puede entender nuestro deseo de ser libres en el servicio a los pobres, sin hacernos atar por nadie, sino tan sólo por Dios, confiando cada vez más en su infinita Providencia.

Nuestro Movimiento en varios países, en cuanto civilmente reconocido como Organismo sin fines de lucro, podría recibir muchas ayudas del Gobierno, pero no lo hemos querido (y rezamos para que esto se mantenga como punto firme de nuestro carisma) por no correr el peligro de ser después dependientes en la forma de ayudar a los pobres.

Fue la Madre Teresa de Calcuta quien, en los primeros años de vida de nuestro Movimiento, me aconsejó adoptar estas normas; y jamás me arrepentí de haberle escuchado.

Dios nuestro Padre nos juzgará un día, no por las obras que hemos realizado, sino por la medida del amor con que hemos servido a los pobres.

P. Giovanni Salerno, msp

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Reflexión Bíblica“Los fue enviando...”

P. Sebastián Dumont, msp (belga)

Querido lector:Al enviar a los Doce, Jesús les da unas recomendaciones que también para nosotros son muy valiosas…

¡Escucha! “En aquel tiempo llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto. Y añadió: -Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa-. Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban” (Mc 6, 7-13).

¡Medita! En la última meditación (sobre Mc 3, 13-19), veíamos que Jesús ha constituido al grupo de los Doce para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar los demonios. Ahora este envío se realiza…

“Jesús llamó (a sí) a los Doce”: Imaginemos la escena… Alrededor de Jesús hay mucha gente…, y Jesús, entre toda esta gente, llama a sí a algunos, elegidos para una misión particular. Ya nos dijo San Marcos (3,13) que Jesús “llamó a los que quiso”. Lo hermoso es que estos Doce están disponibles… Están al lado de Jesús como un instrumento dócil en sus manos. Escuchan la llamada y… se dejan enviar, sin poner trabas… Y tú, ¿estás disponible cuando Jesús te llama?

“Los fue enviando de dos en dos”: Para dar válidamente testimonio de algo que no era inmediatamente verificable, era necesario que hubieran dos o tres testigos (según Dt 19,15 y 17,6). Así, el testimonio de los testigos de Jesús debe ser creíble. “Los dos” traen no una opinión subjetiva, sino el mensaje divino, que se merece una escucha pronta. Ellos son “los enviados de Jesús”. Además, el ir “de dos en dos” obliga a unir las palabras con las obras, a poner por obra el amor fraterno que se predica. Esto también da credibilidad al testimonio…

“Les dio autoridad sobre los espíritus inmundos”: El bastón que deben llevar simboliza esa autoridad. Del mismo modo que Moisés separó las aguas del Mar Rojo extendiendo su bastón (cfr. Ex 14,16), así los apóstoles poseen la autoridad recibida de Jesús para echar demonios, para luchar contra el mal. Para su misión, ellos se han puesto totalmente al servicio de Jesús, se han puesto en total dependencia de Él. Precisamente

por ello poseen ahora su misma autoridad. Jesús confía en que ellos cumplirán este servicio con responsabilidad. Seguirá siendo el “patrón”, el que tiene la autoridad en plenitud, pero ahora hablará y actuará a través de ellos. Ellos seguirán la misma misión de Jesús…, parece incluso que con más éxito que Jesús… En efecto, el final de nuestro texto nos relata que “echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban”, mientras que Jesús, en Nazaret, había curado sólo a pocos (cfr. Mc 6,5). Es que en Nazaret había encontrado Jesús poca fe. Aunque menos sensacionales, los Sacramentos son también signos eficaces… ¡Recibámoslos con fe!

“Ni pan ni alforja, ni dinero suelto en la faja… ni una túnica de repuesto”: Totalmente disponibles para Dios y su obra… los Doce no deben preocuparse de su comodidad ni de sus ganancias. Deben ir ligeros, llenos sólo de Dios. Lo que tienen entre manos es demasiado precioso. “Sólo Dios basta”, dice Santa Teresa de Jesús. Todos deben poder experimentarlo: “Oíd, sedientos todos, acudid por agua también los que no tenéis dinero. Venid, comprad trigo; comed sin pagar vino y leche de balde” (Is 55,1). Aunque le es lícito recibir una ofrenda, el misionero debe estar desprendido de los bienes de este mundo, y con mayor razón cuando se trata de que anuncie el Evangelio y administre los Sacramentos (cfr. Hch 8,20).

“Que llevasen sandalias”: Sí, para poder caminar muchos kilómetros (cfr. Hch 12,8), ir a buscar la oveja perdida, predicar hasta los confines del mundo y -hoy diríamos- ir “más allá del asfalto”, necesitamos “sandalias”. ¿Qué “sandalias” nos permitirán realizar el “sueño misionero” de que “llegue a todos” el Evangelio, como nos invita el Santo Padre insistentemente (cfr. Evangelii Gaudium, nn. 20, 31, 43, 48)?

“Quedaos en la casa donde entréis”: Donde se acoge el Evangelio se instaura una comunión fraterna.

“Salieron a predicar la conversión”: Otra traducción podría decir “salieron a predicar, para que se convirtieran”. Lo importante es predicar, anunciar el Evangelio del amor de Dios manifestado en Cristo. La conversión es la consecuencia, es la respuesta a este amor una vez conocido.

¡Ora! Te invito a tomar el tiempo de volver a leer el texto sagrado y a orar con él.¡Vive! ¿Qué te ha dicho el Señor? Vívelo.Tu hermanito misionero.

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P. Walter Corsini, msp (italiano)

Reflexión PatrísticaÁquila y Priscila

Queridos amigos, con este artículo empezamos a entrar en contacto directo con aquellos que por sus escritos y su testimonio de vida los reconocemos como gigantes de la fe y del servicio a la Verdad y los llamamos Padres de la Iglesia.

Empezamos por conocer una pareja que no entra directamente en la lista “canónica” de los Padres de la Iglesia pero que, por su vida y su apostolado, representa emblemáticamente el humilde canal por el cual las verdades de la fe han sido transmitidas vitalmente desde los albores de la Iglesia.

Se trata de la pareja de “esposos misioneros” Áquila y Priscila, que se encuentran en la órbita de los numerosos colaboradores que gravitaban en torno al Apóstol san Pablo.

Los nombres de Áquila y Priscila son latinos, pero tanto el hombre como la mujer eran de origen judío: habían llegado desde Roma a Corinto, donde san Pablo los había encontrado al inicio de los años cincuenta y se había unido a ellos, dado que, como narra san Lucas, ejercía su mismo oficio de fabricantes de tiendas para uso doméstico; incluso había sido acogido en su casa (cf. Hch 18, 3). El motivo de su traslado a Corinto había sido la decisión del emperador Claudio de expulsar de Roma a los judíos que residían en la urbe, puesto que “provocaban tumultos a causa de un cierto Cresto” (cf. Vidas de los doce Césares: Claudio, 25). Resulta claro que no se conocía bien el nombre de Cristo, pero resulta igualmente claro que había discordias dentro de la comunidad judía en torno a la cuestión de si Jesús era el Cristo. Para el emperador estos problemas eran motivo suficiente para expulsar simplemente a todos los judíos de Roma. De ahí se deduce que estos dos esposos ya habían abrazado la fe cristiana en Roma, en los años cuarenta.

En un segundo momento se trasladaron a Asia Menor, a Éfeso.

Así conocemos el papel importantísimo que desempeñó esta pareja de esposos en el ámbito de la Iglesia primitiva: acogía en su propia casa al grupo de los cristianos del lugar cuando se reunían para escuchar la Palabra de Dios y para celebrar la Eucaristía. De este modo, podemos ver cómo

nace la realidad de la Iglesia en las casas de los creyentes. Posteriormente, al regresar a Roma, Áquila y Priscila

siguieron desempeñando esta función importantísima. La tradición hagiográfica posterior dio una importancia

muy particular a Priscila: en Roma tenemos una iglesia y una catacumba dedicadas a ella. Ciertamente, a la gratitud de las primeras Iglesias debe unirse también la nuestra; pues el cristianismo ha llegado a nuestra generación gracias a la fe y al compromiso apostólico no sólo de los Apóstoles, sino también de fieles laicos, de familias y de esposos misioneros como Priscila y Áquila.

Esta pareja demuestra, en particular, la importancia de la acción de los esposos cristianos: cuando están sostenidos por la fe y por una intensa espiritualidad, su compromiso valiente por la Iglesia y en la Iglesia resulta natural. La comunión diaria de su vida se prolonga y en cierto sentido se sublima al asumir una responsabilidad apostólica común en favor del Cuerpo místico de Cristo. Así sucedió en la primera generación, y ahora tenemos la gran dicha de ver que así sucede también en nuestras fraternidades de familias misioneras y en muchas maravillosas realidades en el corazón de la Iglesia.

Nos impresiona también la hospitalidad de Áquila y Priscila a favor de los llamados a predicar la Buena Nueva, desarrollando esta actividad como un verdadero servicio al Evangelio. Pensando en ello, nuestro corazón corre a las muchas personas que en diferentes países nos abren sus casas y donan su tiempo para acompañarnos en los diferentes encuentros, así como a las familias pobres de los pueblos de la Cordillera que nos brindan su hospitalidad. De veras Dios, tanto en los primeros años de la Iglesia de los orígenes como hoy, sigue suscitando este fundamental servicio “doméstico”.

¡Qué gran ejemplo representan Áquila y Priscila para nuestras familias cristianas de hoy! Ellos han sabido poner la Palabra de Dios al centro de su compromiso cristiano, de su vida de pareja, de su misma casa. Han sabido hacer de la fe el catalizador que ha unido cada vez más su matrimonio, haciéndolo verdaderamente la expresión de una sola carne, puesto que en Evangelio los vemos nombrados prácticamente siempre juntos.

Áquila y Priscila son los testigos de cómo el Evangelio puede llegar a trasformar una familia. Ellos se han consagrado plenamente a la difusión del Evangelio, aun manteniendo activas sus propias responsabilidades profesionales. Han abierto su casa a personas deseosas de conocer a Jesús y han sido un testimonio de fe también para los no creyentes.

¡Que su testimonio ayude y anime nuestras familias en su delicada y fundamental tarea de ser Iglesia doméstica, puesto que: “No es poca la virtud de hacer de su propia casa una iglesia” (San Juan Crisóstomo. In 1 Cor. hom. 54,2: PG 61,374).

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Reflexión EclesiológicaLa Iglesia, Sacramento universal de salvación (II)

En el artículo anterior observábamos que la Iglesia es “Sacramento” sólo gracias a Cristo, quien la llena de Su Espíritu, y no puede realizarse como tal independientemente de Él. Hemos también consignado las referencias más importantes que tiene al respecto el Concilio Ecuménico Vaticano II, sacadas de la Lumen Gentium (nn. 1, 9, 48) y de la Gaudium et Spes (nº 45).

Nos disponemos entonces a comentar tales referencias, como introducción al tema de la Iglesia “Sacramento”. Por este motivo, sería útil tener a la mano los textos citados en el anterior artículo (LG1, LG9, LG48 y GS45). Hechas estas premisas, de las referencias arriba consignadas deducimos lo que sigue:

• LaIglesianoesesencialmentesacramento,sinoquees“enCristo como un un sacramento”, dice LG1. Esto quiere decir que el concepto de sacramento es aplicado a la Iglesia de modo analógico, porque encuentra en Cristo mismo su plena realización: Cristo es el verdadero sacramento del Padre; es a través de su humanidad santísima, unida a la segunda Persona de la Santísima Trinidad, que la gracia alcanza al mundo, transfigurándolo.

Es en ella donde tienen su origen los siete sacramentos, gracias a los cuales la Iglesia es hecha como un sacramento en su ser y en su actuar. La semejanza de la Iglesia con los sacramentos consiste en el hecho de que es al mismo tiempo fruto de la gracia divina (signo de la acción de Dios) e instrumento para que esta gracia alcance a todos los hpmbres. La Iglesia es fruto de la iniciativa divina, gracias a Dios Padre que la reúne en un solo Espíritu alrededor de la Eucaristía, congregándola desde todos los pueblos. Pero, inscrito en la naturaleza misma del don recibido, está el hecho de que Dios envía la Iglesia al mundo entero, haciéndola así instrumento de la redención (LG9). LG1 considera esta grazia, de la que la Iglesia es signo e instrumento, sobre todo como unidad: en la Iglesia pueblos diferentes encuentran la unidad a través de una unión cada vez más íntima con el Padre misericordioso, a quien en Cristo tenemos acceso en un solo Espíritu (Ef 4,32). La Iglesia, familia de los hijos de Dios, es ya ahora el signo de lo que será en los siglos futuros: “Habrá un solo Rebaño y un solo Pastor” (Jn 10,16). Es importante también observar que el concepto de “Iglesia Sacramento” es propuesto por los Padres del Concilio al comienzo de la Lumen Gentium, como para señalar que es ésta la clave para comprender mejor la esencia de la Iglesia. La palabra “sacramento”, en efecto, describe al mismo tiempo lo que la Iglesia es (unida a Cristo, relativa a Cristo, llena del Espíritu) y su naturaleza dinámica y misionera (germen del pueblo de Dios, instrumento de unidad y de redención de la humanidad).

• LG9subrayaquelaIglesia,sacramentodeCristo,noesunarealidad imaginaria, espiritual o simplemente futura, sino una realidad ya presente y actuante en el hoy del mundo, porque es visible y tiene en el Sucesor de Pedro y Obispo de Roma el signo principal de esta visibilidad. La Iglesia sacramento universal de salvación es la Iglesia Católica gobernada por el

Sucesor de Pedro, hoy Papa Francisco. LG9 subraya además que la unidad a la que la Iglesia apunta

es salvífica. No es una simple unión social o moral. Es más bien una unión espiritual, realizada por el Espíritu Santo que, viviente y obrante en cada hijo de Dios, da vida y dinamismo a la Iglesia, como el alma da vida y dinamismo al cuerpo. Tal unidad puede por lo tanto ser expresada como unión del género humano en Dios y con Dios, por medio de Su Hijo Jesús, en un solo Espíritu.

• LG48subrayaexplícitamenteelcarácteruniversal y por ende misionero del influjo sacramental de la Iglesia orientado a unificar la humanidad. La Iglesia es sacramento para el mundo entero, para el universo creado (en el espacio y en el tiempo); la Iglesia está llena del Espíritu Santo, Espíritu del Resucitado, a fin de que el mundo entero sea transfigurado por su acción que transfigura al hombre haciendo de él a otro Cristo, dándole las facciones espirituales del Hijo de Dios. Este Espíritu transfigurante es dado a la Iglesia visible, guiada por los Apóstoles y por sus sucesores, los obispos bajo el liderazgo del obispo de Roma. Una vez más, a través de teste remontar a los Apóstoles, se pone en evidencia que no se trata de una metáfora: se está hablando de la Iglesia de Cristo operante en el mundo, la Iglesia Católica. Se indica además que es el Espíritu Santo el autor principal del carácter sacramental de la Iglesia y que tal “sacramentalidad” se realiza gracias a la unión de la Iglesia misma con Cristo. Únicamente por ser el Cuerpo de Cristo, vivificado por el Espíritu Santo, la Iglesia adquiere este carácter sacramental.

• EsinteresanteseñalarqueeslaacciónconjuntadeCristoydel Espíritu lo que constituye a la Iglesia como Sacramento; una acción que, considerada desde el punto de vista de Cristo, es llamada unificante; mientras, considerada desde el punto de viasta del Espíritu, es llamada salvifica. Unidad y salvación son por ello atribuidas a Cristo y al Espíritu, respectivamente, aunque en realidad la de ellos es siempre una acción conjunta: Cristo dona al Espíritu de salvación; y el Espíritu, a su vez, cristifica, nos reúne en un solo Cuerpo, a través de una acción conjunta que nos hace hijos del único Padre.

• La afirmación deGS45 es de tal envergadura teológica yespiritual que merece ser profundizada con mayor ateción, motivo por el cual volveremos a hablar de ella. De su comprensió depende la acción pastoral de la Iglesia y dependen también, en muchos aspectos, la vida espiritual del cristiano y la comprensión de la presencia de la Iglesia en el mundo. En efecto, el afirmar que todo lo que la Iglesia tiene por ofrecer al mundo depende de su ser sacramento universal de salvación pone en evidencia un hecho esencial: la Iglesia es portadora de Cristo y del Su Espíritu; la Iglesia, aún hoy igual que hace dos mil años, se dirige a la humanidad sufriente con las mismas palabras de Pedro: “No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en el nombre de Jesucristo de Nazaret, ¡levántate y camina!” (Hch 3,6).

P. Giuseppe Cardamone, msp (italiano)

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Reflexión Moral¡El pecado mata!

- Lo que llamamos “pecado” no debería ser objeto de mofa. Agradecemos a las empresas productoras de cigarrillos cuando nos avisan que “fumar mata”. Mucho más debemos agradecer a los que nos ayudan a desenmascarar la realidad del pecado, advirtiéndonos que el pecado mortal mata. ¡Valga la redundancia!

- La vida cristiana no es otra cosa que -una vez engendrados por la gracia de Dios que nos hace hijos en el Hijo único que es Jesús- pensar, hablar y obrar como haría Jesús si estuviera en nuestro lugar. Ciertas cosas Jesús nunca las haría. No pensemos, pues, que todo da igual y que el ser humano es un ser sin sentido en medio de la creación. Reconozcamos que necesitamos de la obediencia a la voz de Dios en nuestro corazón. Sin ella, nuestra libertad es ciega y nosotros no sabemos lo que nos conviene.

- Existen actos que no podemos cometer sin dar la espalda a Dios: los llamamos pecados mortales. “El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana, como lo es también el amor” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1861). Hablamos de ello cuando “la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la que estamos ordenados al fin último” (Allí mismo, nº 1856). Es un rechazo del plan amoroso de Dios sobre todas las cosas, en un tema particularmente grave, por medio de un acto consciente y libre, como veremos más detalladamente a continuación.

- El pecado mortal produce la muerte en nosotros y alrededor de nosotros, nos aparta de Dios que es la Vida, nos priva de su gracia y del don de la caridad. La Sagrada Escritura nos habla de pecados que producen la muerte (St 1, 15) y excluyen del Reino de los Cielos (Gal 5, 19-21; 1Cor 6, 9-10; Rom 1, 28-32). “Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1861).

- “El que recibe mis mandamientos y los cumple, ése es el que me ama” (Jn 14, 21). “El pecado mortal, que se opone a Dios, no se engendra sólo por la recusación formal y directa del precepto de la caridad” (Congregación para la Doctrina de la Fe. Declaración “Persona Humana”, nº 10). “Hay también pecado mortal cuando el hombre, sabiendo y queriendo, por cualquier razón elige algo gravemente desordenado. De hecho, en tal elección se contiene ya el desprecio del precepto divino, el rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y toda la creación” (Juan Pablo II. Exhortación Apostólica “Reconciliatio et Paenitentia”, nº 17). Amar a Dios significa cumplir los mandamientos.

- Ante la realidad del pecado mortal tenemos que ser vigilantes, pero no acontecerá que cometamos un pecado mortal como por distracción. Para que

cometamos un pecado mortal, se tienen que dar tres condiciones a la vez (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1857-1859):

1. Materia grave. No todo es grave, ni grave de la misma forma; pero tampoco da todo igual. En la maldad pueden darse diferentes grados de gravedad. Incluso hay actos cuya materia es grave siempre, independientemente de quien actúa y de las circunstancias en las cuales actúa. Y también existen pecados que revisten una gravedad extrema, siendo especialmente dañinos y peligrosos: son los pecados que claman venganza al Cielo (cfr. Gn 4, 10; Gn 19, 13; Ex 22, 22; Dt 24, 14 y St 5, 4) y los pecados contra el Espíritu Santo (cfr. Mt 12, 31-32 y Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1864). Así como los niños necesitan ayuda para descubrir que el fuego les puede hacer daño o que robar es malo, así nosotros necesitamos de la ayuda de la recta razón, de la Sagrada Escritura y del Magisterio eclesial para conocer lo que es grave. La guía básica la encontramos en los diez mandamientos (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1858).

2. Advertencia plena: hay que saber lo que se está haciendo. Esto no significa que hay que poder dar una explicación magistral de lo que se está haciendo. Basta conocer el carácter gravemente pecaminoso del acto, su radical oposición a la Ley de Dios (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1859).

3. Deliberado consentimiento: el pecado mortal siempre es el fruto de una voluntad que puede decidir con libertad y normalidad. Se trata siempre de una elección personal, aunque no requiere tampoco necesariamente una ponderación minuciosa (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1859). El pleno consentimiento no exige especial malicia de la voluntad, ni odio a Dios. Para cometer un pecado mortal basta que el hombre quiera un acto que objetivamente es grave.

- Cuando nos asomamos con humildad a la realidad del pecado mortal, en nuestro corazón brota esta oración: “Señor, ten misericordia de nosotros y del mundo entero”. El Evangelio nos enseña que el Corazón del Padre se estremece ante tal oración e incluso antes (cfr. la parábola del hijo pródigo en Lc 15, 11-31). Y Jesús instituyó el sacramento de la confesión, abriendo para cada uno la fuente de la misericordia. “El pecado mortal (…) necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1856). El que se arrepiente del pecado mortal desea recibir el sacramento de la confesión y no se acerca a la Sagrada Comunión antes de haberlo recibido. Cristo no justificó al fariseo, que presumía encontrarse sin culpa, sino al publicano, que confesaba sus pecados (cfr. Lc 18, 9-14).

P. Agustin Delouvroy, msp (belga)

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Reflexión EspiritualSeguimiento e imitación de Cristo:

I.- Llamada divina y respuesta humana

Por su naturaleza, la llamada universal y personal de Jesús al seguimiento y a la imitación supone y exige que se haga sentir en lo profundo del alma humana una voz “silenciosa”, la voz de Dios que invita: “¡Sígueme!” (Mt 9,9).

Son variadísimos los modos en que esta voz se manifiesta y se escucha. “Sin embargo, de ninguna manera se debe esperar que esta voz del Señor, al llamar, tenga que llegar a los oídos (…) de una forma extraordinaria. Hay más bien que conocerla y discernirla a partir de los signos ordinarios con los que Dios muestra a diario su voluntad a los cristianos” (Concilio Ecum. Vaticano II. “Decreto “Presbyterorum Ordinis”, nº 11).

Esto significa que Dios raramente llama por medio de signos extraordinarios, y hasta las mismas llamadas extraordinarias y desconcertantes están con frecuencia preparadas y se hacen posibles por la escucha y fidelidad a las indicaciones de la vida ordinaria.

Samuel fue diligente en prestar atención a la Palabra que Dios le dirigía, porque vivía en una disposición habitual de escucha y obediencia al sumo sacerdote Elí (1Sam 3,1-21). Lo mismo ocurrió con Abraham, cuando Dios se le apareció, vestido de peregrino, junto a la encina de Mamré (Gn 18,1-10): él lo recibió sencillamente, siguiendo su sentido común y tradicional de hospitalidad; esto le permitió encontrar a Dios, que pudo anunciarle el cumplimiento de su promesa: el nacimiento de su hijo Isaac.

Tampoco la llamada de san Pablo, que resulta una de las más extraordinarias e impresionantes, se libra de esta ley. Él, de hecho, perseguía a los cristianos por celo a la Ley, convencido de agradar así a Dios, y estaba ciertamente en actitud, al menos fundamental, de disponibilidad para escuchar su voz. Lo confiesa él mismo, aunque indirectamente: “Yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí, porque yo no era creyente y no sabía lo que hacía” (1Tim 1,13).

Según la doctrina paulina, la voz de Jesús que llama se manifiesta, ordinariamente, de dos maneras distintas, pero convergentes (cfr. Rom 10,14): una interior, la de la gracia, y otra exterior, sensible y concreta. Jesús llama a través de algún acontecimiento ordinario que suscita en nuestro interior una emoción privilegiada, la cual puede ser provocada material y exteriormente, por ejemplo, por una celebración litúrgica, un retiro o una lectura espiritual, una desgracia, una enfermedad, un duelo, etc. Normalmente esto pasa inadvertido a los

demás, pero no a uno mismo, que por medio de él se siente llamado, orientado y como empujado interiormente a seguir e imitar al Señor.

El seguimiento y la imitación de Cristo no son una obra simplemente nuestra. Son, ante todo, una obra del Espíritu Santo; son algo demasiado grande, porque divino, para nosotros, demasiado pequeños: este tesoro “lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros” (2Cor 4,7).

Pero la llamada de Dios, en un segundo momento, requiere de nuestra parte una respuesta. Y cuanto más generosa es nuestra respuesta, en tanta mayor medida los ejemplos y las palabras de Jesús se hacen vida en nosotros, se convierten en actitudes, opciones, gestos, testimonio. Se trata de ofrecerse a sí mismos como la arcilla para ser modelada, porque nuestro Dios es como el alfarero: “Como está el barro en manos del alfarero, así estáis vosotros en mi mano (…).Vuelvan de su mal camino, enmienden su conducta y sus acciones” (Jer 18,6.11).

En nuestra vida terrena, siempre Dios nos deja la posibilidad de escoger entre la respuesta positiva y la respuesta negativa a su llamada.

La respuesta positiva debe ser pronta, incondicional y exclusiva, aunque admite ciertas objeciones, porque el llamado conoce sus propias insuficiencias. Por ejemplo, Moisés recuerda su tartamudez (cfr. Ex 4,10); Gedeón alude a su modesta condición (cfr. Jue 6,15); Jeremías aduce su edad demasiado joven (Jr 1,6); Pedro confiesa su condición de pecador (cfr. Lc 5,8); pero, a fin de cuentas, todos acaban por responder positivamente.

La respuesta negativa es el rechazo explícito de Cristo y de su llamada. En el Evangelio, esta respuesta la encontramos tipificada en el episodio del joven rico: “El joven se fue triste, porque era rico” (Mt 19,22).

Pero, entre ambas respuestas (la positiva y la negativa), se da con cierta frecuencia y en ciertos cristianos una situación intermedia, es decir, una demora, un titubeo o una indecisión en responder. Fue el caso de los cristianos de la iglesia de Laodicea que no eran ni fríos ni calientes, sino tibios. Si no se sale de esta nefasta situación, el alma queda esclava de la tibieza, es decir, de la mediocridad. Hubo grandes santos que pasaron por esto: san Agustín (cfr. Confesiones, VIII, 11) y santa Teresa de Jesús (cfr. Libro de la Vida, 8 § 2), sólo para mencionar a dos de los más conocidos. Pero lograron superar esa situación.

P. José Carlos Eugénio, msp (portugués)

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Reflexión VocacionalLos Oblatos (IV)

Comenzamos por recordar que, con motivo de examinar las distintas categorías de miembros de los Misioneros Siervos de los Pobres del Tercer Mundo (MSPTM), a través de estos artículos de tema vocacional tratamos de profundizar en materias que, aunque relacionadas más directamente con la “categoría” que nos ocupa, sirven para todo bautizado. Ya explicamos que en la categoría de los “oblatos”, así sencillamente considerados, entran aquellas personas enfermas, ancianas, presas, etc., que ofrecen sus sufrimientos por nosotros los MSPTM y por los pobres a los que servimos. A raíz de esto, en los últimos artículos hemos hablado ya de la responsabilidad de colaborar en la obra de la Redención (cfr. artículo ‘Oblatos’-I), responsabilidad que, en virtud del sacerdocio común del que participamos todos los bautizados (cfr. art. ‘Oblatos’-II), hemos recibido de hacer de nuestras vidas una continua y total oblación a Dios por las necesidades de su Iglesia, ofreciéndole sobre todo nuestros sufrimientos (cfr. art. ‘Oblatos’-III).

En éste y el próximo artículo (IV y V) trataremos de reflexionar precisamente sobre el valor de este sufrimiento.

Nos damos cuenta de que el Evangelio está lleno de grandes paradojas que, si no son “digeridas” desde la pura fe, tienen el peligro de “indigestarnos”: para Vivir, hay que morir; si uno quiere ser grande, debe hacerse pequeño (cfr. Mt 18, 2-4); el que quiera ser el primero, que se quede el último (cfr. Mc 10, 44); para encontrarse uno tiene que olvidarse; para ganar la Vida uno tiene que perder la vida (cfr. Mc 8, 35); cuando soy débil, entonces soy fuerte (cfr. 2 Cor 12, 10)... Y entre éstas, una que resulta particularmente “indigerible” para las mentes más racionales: la alegría en el sufrimiento. Ejemplo de ello, aunque no el único, son la Bienaventuranzas (cfr. Mt 5, 3-12), que algunos no han dudado en calificar como el “resumen de todo el Evangelio”.

Es lógico que nuestra naturaleza tienda a rechazar el dolor. De hecho, el instinto de conservación ocupa uno de los primeros lugares entre nuestros instintos naturales más primarios. El gozo en el sufrimiento sería, por tanto, algo en sí “contra-Natural” (masoquismo, actitud enfermiza), pero no “contra-Sobrenatural”, y que sólo puede ser comprendido

y valorado desde la fe y el amor a Dios. Así, en la unión con Cristo, el sufrimiento se transforma en el tesoro más valioso; lo que lleva a San Pablo a asegurar que se alegra de sus padecimientos (cfr. 2 Cor 12, 9-10), reconociendo por eso también que la cruz es escándalo y locura para los no creyentes, mientras que para los creyentes es fuerza y sabiduría de Dios (cfr. 1 Cor 1, 23-25).

Y la mentalidad hedonista moderna (búsqueda desmesurada del bien-estar, del placer, evitando a toda costa cualquier sufrir) no ayuda para nada en este aspecto. Se instala -consecuente y contraproducentemente- un instrumento de muerte y destrucción: exterminar los fetos “Down”, los enfermos terminales, los ancianos… bajo la cínica máscara de una falsa piedad: “¡Para que no sufran”!... ¡Qué va!... ¡más bien, para que no me fastidien la vida!

Y lo peor es que a nosotros mismos, creyentes, se nos va adhiriendo (consciente o inconscientemente) esta tendencia a rechazar el sufrimiento, la cruz, quizás no en la teoría (ahí lo podemos tener claro), pero sí en la práctica. ¿Qué no? Te pongo a prueba (sólo una); contéstame sinceramente: ¿has preguntado alguna vez a Dios el “por qué” de algo que te hizo sufrir? (…o, incluso, ¿ha habido períodos en tu vida en que esta expresión ocupaba, y talvez sigue ocupando todavía, “la exclusiva” en tu relación con Él?). ¡Te cogí! Sí, pues, este “por qué” no es sino un modo disfrazado de rechazo a la Cruz.

Permíteme un consejo (aprendido con dolor “en carne propia”): NUNCA, NUNCA, NUNCA (la repetición no es error de imprenta), nunca preguntes a Dios “¿por qué?”. Como dice también San Pablo, al diablo le gusta disfrazarse de Ángel de luz (cfr. cfr. 2 Cor 11, 14) y muchas veces, si no sabemos ver inicialmente su sutil ataque, sí podemos discernir sus frutos (cfr. Mt 7, 20; Gal 5, 19-26): ansiedad, rechazo de Dios, desesperación (que según Santo Tomás de Aquino, quizás no es el pecado más moralmente grave, pero sí el más peligroso) a que nos lleva el “¿por qué?”. En cambio (segunda parte del consejo personal) si, en vez de estar reclamándole explicaciones (desconfiadas) a Dios, lo que haces es sustituir este “¿por qué, Señor?” con un “¡gracias, Señor!”, te aseguro que los frutos van a ser bien distintos (“este tío está loco”, me dirán algunos; bueno, ¡prefiero ser un loco feliz que no un cuerdo amargado!).

Es verdad que, al principio, los primeros frutos quizás van a ser dolor de cabeza y ardor de estómago, por la violencia que tengas que hacerte a ti mismo; pero, si en tu interior, junto a este “¡gracias, Señor!” añades que, aunque no comprendes lo que está pasando, te fías de Él, tienes la esperanza o más bien el convencimiento de que Él sabe sacar lo mejor de lo peor (cfr. Rom 8, 28), te aseguro que, por esta CONFIANZA absoluta en Dios, Él irá llenando tu corazón de un raudal de paz y serena alegría.

¡Que Dios te bendiga!Reza por mí.

P. Alvaro Gómez Fernández, msp (español)

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Ancianos, enfermos y encarcelados que ofrecen sus sufrimientos por los pobres del Tercer Mundo, así como todos aquellos que han acogido y hecho suyo en la vida el carisma de los Misioneros Siervos de los pobres del Tercer Mundo.