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Víctor Barrera Enderle - Nadie me dijo que habría días como éstos

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Vista previa del último trabajo del Dr. Víctor Barrera Enderle.

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Nadie me dijo que habría días como éstos

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Víctor Barrera Enderle

Nadie me dijo que habría días como éstos

An.alfa.beta

Editorial

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El cuidado de esta edición estuvo a cargo de Maby Ochoa, Carlos Lejaim Gómez, Frank Blanco Wongy Daniel H. Kanó.

Portada:Composición a partir de Tageskalender, de Isabel Becker.

Primera edición© Víctor Barrera Enderle© Editorial An.alfa.betaVistas de la Villa #149Col. Vistas del Río, Benito Juárez, Nuevo León, 67267

Contacto:http://[email protected]@ed_an_alfa_beta

Impreso en Benito Juárez, Nuevo León, 2015

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People are crazy and times are strangeI’m locked in tight, I’m outta rangeI used to care, but things have changed.

Bob Dylan

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Umbral

La vida diaria, con la infinidad de posibilidades que lo cotidiano implica para cada cual, nos entrena para fa-

miliarizarnos con el entorno, por más estrafalario que éste pueda ser. El árbol que sombrea el camino a casa se vuelve presencia constante y termina por desaparecer de nuestra percepción; los rostros cercanos parecen escapar al paso del tiempo: están ahí, mirándonos de manera impasible, hasta que, súbitamente, notamos su envejecimiento; los horarios de trabajo, estudio y esparcimiento regulan nues-tras horas y nos imponen una cosmovisión segura, cómo-da. Incluso los deportes extremos o las aventuras intrépi-das, de cualquiera índole, terminan por volverse rutina.

En esa monotonía, sin embargo, surgen momentos, que van de instantes a días, en que todo cambia y contem-plamos nuestra realidad de manera diferente. Los muebles de casa adquieren un aspecto extraño, la luz del día se torna gris, el temperamento cambia: algo se revela y a la vez algo se oculta. Una sensación intermedia que nos hace sentir como si habitáramos en un lugar desconocido y nos colocáramos en el umbral de algo que puede pasar o no, y poco importa, pues su efecto ya nos ha alcanzado. Es algo más que arrobamiento y algo menos que el espanto. Tam-poco tiene que ver con la locura o con la fantasía, aunque se alimente de ambas. Puede ser producida por cualquier cosa. Más que con la estética, se vincula con la percepción. Peculiar forma de leer el mundo inmediato, para ser efec-tiva precisa de cierto grado de sensatez.

En estas páginas me he concentrado en rastrear, de ma-nera oblicua, esa sensación en la lectura y la escritura, en la

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contemplación y en la escucha, en el irse y en el quedarse. No fue algo intencional ni premeditado: este libro se fue ar-mando solo, y mientras más trataba de organizarlo como un libro de ensayos coherente, mayor resistencia percibía. De pronto me percaté que quizá debería dejarlo en ese ni-vel donde prima el extrañamiento y escasea el esfuerzo por darle sentido. Una imagen vino a mi mente: la de un paseo, a mitad de los años sesenta, de John Lennon y Bob Dylan en un taxi londinense. Refundidos en el asiento trasero, ocul-tando la celebridad tras los lentes oscuros, ambos hablan sin parar de todo, del rock al béisbol, de la fama a la infan-cia. Es un diálogo de locos, que no posee más sentido que el que cada de uno de sus interlocutores (y espectadores) qui-siera darle. Tal vez por ello, tanto el título como el epígrafe de este libro les pertenecen a ambos. Tal vez no…

Reconozco mi incapacidad para dejarle al azar comple-tamente todo el trabajo. Como sujeto anacrónico del siglo xx, tiendo a ser racional, o a aparentar serlo, así que traté de ordenar el material final y otorgarle algo de sentido. Dividí el libro en seis partes. En la primera agrupé los ensayos que tratan asuntos del pasado; la segunda es un guiño personal al existencialismo; ensayos misceláneos sobre la creación conforman la tercera parte; la cuarta reúne escritos cerca-nos a la crónica de viajes y la crítica musical (en rigor: son mis impresiones sobre esos temas); la relectura (otro ejer-cicio personal) de un diálogo de Óscar Wilde constituye la materia prima de la quinta parte; y la sexta se conforma con extractos de mi diario personal: seleccioné fragmentos que tenían que ver con el contenido del libro, omitiendo nom-bres y circunstancias personales que no venían a cuento.

Me parece que, en su conjunto, este libro es una tenta-tiva de respuesta a esos momentos peculiares, a esas sen-saciones indescriptibles: «nadie me dijo que habría días como éstos, realmente extraños», dice Lennon en una de sus canciones finales. Lo que viene luego ya no es materia de estas páginas.

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La extraña presencia del pasado

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Ensueños desde una cueva

Un martes cualquiera por la noche. Había llegado a la sala sin mucho entusiasmo; una larga fila hacia la taquilla no

contribuía a exaltar mis emociones ni a acrecentar mis ex-pectativas. Hay quien afirma, con la retórica de la medicina, que es un buen síntoma ver tal conglomerado de gente es-perando para asistir a lo que eufemísticamente se llama hoy cine de arte. No lo sé, ni podría afirmar nada, pero existen pocas cosas tan desesperantes como escuchar, mientras se llega a la ventanilla, los comentarios pseudointelectuales de algunos que alardean de su sapiencia cinematográfica para impresionar a sus acompañantes y de paso aburrir al resto de la fila. Recordé, ¿cómo no hacerlo?, la escena de Annie Hall en la que Woody Allen se saca de la manga a Marshall McLuhan para callarle la boca a una de esas plagas. Pero, ¡qué hago!, estoy cayendo en lo mismo que critico, suele pa-sarme… No hablaré de cine aquí, aunque sí confesaré que lo que impulsa estas líneas es resultado del extrañamiento que experimenté al mirar el documental de Werner Herzog, La cueva de los sueños olvidados.

Un maravilloso viaje, en tercera dimensión, a lo más remoto de nuestra condición humana (condición puesta permanentemente en duda). Herzog, cual consumado espe-leólogo, toma la cámara y emprende una excursión por las cuevas de Chauvet, descubiertas en 1994 al sur de Francia y que contienen las pinturas rupestres más antiguas de las que se tenga noticia: 33 mil años, según la datación del carbo-no-14 (con esta acción, Herzog calló los comentarios exper-tos que escuché en la fila: se lanzó a contracorriente del cine de vanguardia). A veces se avanza retrocediendo. Imaginar esa distancia implica salirnos de nuestras propias medicio-

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nes. No hay punto de referencia, estamos ante un abismo: la presencia total del olvido, salvo por esas pinturas que per-manecen en las paredes de la cueva: están aquí y están ahora (en esta cueva artificial donde se proyectan en tres dimensio-nes). Miro el rostro de esos caballos, el cuerno largo y afilado del rinoceronte, figuras que literalmente se mueven ante mis ojos, y luego, un poco más allá, la huella de una mano impre-sa sobre la roca: gesto casi infantil y milenario, dejar rastro de la existencia, registro personalísimo que se vuelve universal a fuerza de repetirse infinitamente. Y es en este punto donde todo se conecta: aquí se dispara mi ensoñación. El paso del tiempo cambia su ritmo y las distancias se acortan. Esa fir-ma nos relaciona inmediatamente con estas obras rupestres: es nuestro pase de entrada y la confirmación de que somos herederos directos de aquellos lejanos hombres y mujeres que enfrentaron, como nosotros, un mundo hostil y fueron capaces de soñarlo y recrearlo, de aprehenderlo de manera precaria (tal como lo hacemos hoy).

Herzog acertó completamente al llamar artistas a los au-tores de estas pinturas. No son otra cosa. Y no es otra cosa (ni mitología ni arqueología) la que nos une a ellos sino nuestra necesidad de expresión artística. El ensayista estadounidense Guy Davenport, en un libro excepcional titulado Objetos sobre una mesa, coloca el inicio de toda técnica artística en este tipo de pinturas. Los grabados de las cuevas anteceden y definen el desarrollo de las naturalezas muertas: esas composiciones milenarias que nos muestran alimentos y utensilios sobre una mesa, son el ejercicio de creación y de contemplación. Su pre-sencia va mucho más allá de la pintura, cubre la literatura, la música, la fotografía y el cine. Son la confirmación de la cultu-ra en el sentido de que patentan la adquisición de ciertas habi-lidades que nos distancian de la pasividad de la vida nómada y recolectora. Sobre la mesa descansan productos sembrados y cosechados, variedades infinitas de especies y todo tipo de herramientas: desde cuchillos y cubiertos hasta libros y velas. Dice Davenport: «Época tras época, la naturaleza muerta ha cumplido el ciclo de ser primero una innovación y después algo trivial, disipándose en lo familiar. Inevitablemente, se ha regenerado a sí misma, casi siempre como el heraldo estilísti-

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co de una nueva dirección en las artes, o como epítome de un estilo». La caverna como metáfora de la creación y su recep-ción crítica. Los sueños que soñaron esos ancestros caverna-rios nos persiguen y nos acompañan todavía. La ensoñación de la caverna es la representación del mundo, y nada más hu-mano que nuestras peculiares y deficientes ideologías: ima-ginarnos en un universo donde tiene sentido que existamos, y, si no lo tiene, empeñamos nuestros esfuerzos, materiales y simbólicos, en otorgárselo.

Cada cambio de paradigma, cada revuelta artística, trae consigo su propia reflexión (su propia ensoñación). Metalen-guaje en potencia. El instante en que la obra se convierte en arte y a su vez instaura una manera de abordarla, de pensarla en relación con una tradición más o menos abierta que la ab-sorbe o la rechaza. Ese artista anónimo que plasmó la figura de su mano en los muros de la oquedad de la cueva dejó de ser un fantasma y adquirió la consistencia de la memoria. Se convirtió también en el primer crítico de su propia obra (con-sideró digno su trabajo de ser relacionado con su persona); adquirió cierta conciencia de su existencia. Su obra comenzó a definirlo, a otorgarle un perfil, una forma, un estilo. Pero, so-bre todo, confirmó una tradición: el creador es siempre la pro-yección (directa o desviada) de quienes le antecedieron. En Poesía y represión, Harold Bloom, bajo las sombras tutelares de Nietzsche, Freud y Derrida, lo expone así: «El cavernícola que trazaba el contorno de un animal sobre la roca trazaba siempre siguiendo el contorno de un precursor».

Justo al centro de la caverna, donde se unen las diferentes cavidades, aparece la representación de un vientre femenino, y justo al lado, a muy poca distancia, un toro que busca fer-tilizarlo: ¿no estamos ya en el plano de la mitología? ¿Pasífae y Minos (a quien, por cierto, Dante coloca en el entrada del Infierno, en el segundo anillo, tal vez como el eco más lejano de su propia tradición cultural)? El trazo del artista cavernario resuena en los cantos de Homero, en las danzas dionisíacas, en los laberintos de Creta, en los trabajos eruditos de Apolo-doro. El poeta es el primero que canta a la tribu y el primero que se separa de ella. Y son el arte y la crítica las constantes aunque siempre estén cambiando. Se puede alegar que tanto

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la literatura como otras manifestaciones artísticas han esta-do al servicio de reyes, sacerdotes y tiranos, y es verdad: los mitos, las religiones y las propias naciones tienen su origen en el relato fundacional, en el himno bélico, en la profecía; sin embargo, este tipo de creaciones han estado subordinadas a los intereses del poder. Una cosa es Homero (o la serie de autores que conocemos hoy con ese nombre) que recogió e inventó las leyendas del ciclo de Troya, y otra es Virgilio can-tándole a Augusto en los salones del palacio. Esa otra litera-tura que intenta negar su condición de relato, de ficción, ha buscado imponer verdades, remarcar diferencias y alimentar el rechazo a lo ajeno (y no negaré que dentro de este universo discursivo existan piezas de gran valor estético, pienso nueva-mente en Virgilio y en su Eneida). Estas creaciones no buscan transmitir experiencias humanas (diversas, contradictorias), sino reglamentar conductas y justificar actos públicos, gene-ralmente violentos. Pretenden racionalizar la vida, volverla un reducto de conducta moral, y eso sólo ha impedido, como su-ponía Nietzsche en El origen de la tragedia, ver el desarrollo de esa otra serie de interpretaciones críticas y estéticas que a mí me interesan: «En efecto —apunta Nietzsche— nada es más completamente opuesto a la interpretación, a la justificación puramente estética del mundo, aquí expuesta, que la doctrina cristiana, que es y quiere ser sólo moral, y, con sus principios absolutos, por ejemplo, con su veracidad de Dios, relega el arte, todo arte, al recinto de la mentira».

El mito de Orfeo define esta posibilidad. El poeta como profeta de una verdad que está fuera de la ley y la oración. Apolo le dio la lira a Orfeo, pero fue él quien la usó para componer, para crear algo y difundirlo. En un ensayo juvenil de 1916 («Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos»), Walter Benjamin destacaba ese aspecto preci-samente: Dios creó todas las cosas pero al hombre lo nombró y le dio la capacidad de nombrar. El lenguaje comunica en el lenguaje y no por medio de él, sospechaba Benjamin. Cada lenguaje se transmite a sí mismo. Del famoso coloquio pla-tónico sobre el tema, no serían ni Cratilo ni Sócrates quienes tuvieran la razón, sino Hermógenes: las palabras tienen su origen en la ley del uso. En el caso de la literatura, y en esto

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concuerdo con Bloom, el lenguaje poético es siempre una re-visión del lenguaje precedente.

Homero no posee la capacidad de Orfeo para bajar al infra-mundo y tratar de rescatar muertos, pero sí tiene la posibilidad de salvar sensaciones y acontecimientos del olvido y de instau-rar la memoria (no el cuerpo de Eurídice, sino la evocación de su nombre). Dante, Orfeo renacido, lo supo mejor que nadie: el arte y la literatura no reflejan al mundo, lo resignifican. De nue-vo es otro de los interlocutores secundarios de la obras de Pla-tón quien acierta y da en el clavo: Ion. En su diálogo con Sócra-tes en torno a la naturaleza de la poesía, Ion defiende la utilidad del discurso literario en sí, y no en referencia a otros factores, llámense políticos, filosóficos, religiosos o militares. La discu-sión radica aquí en la oposición entre la realidad y el simulacro de la ficción. Platón minimiza la función del discurso ficcional por su carácter de artificio, de imitación de imitaciones; su utili-dad sólo es comprobable en la transmisión de sentimientos, no de conocimientos, decreta el filósofo a través de Sócrates. Pero no repara en que esa transmisión es ya una forma de conoci-miento. Un saber que está a la vez dentro y fuera del discurso jurídico y del pensamiento filosófico. Otra vez: moral versus la interpretación. No olvido la escena del Banquete en que, ya reu-nidos todos los comensales en la casa de Agatón para discutir la naturaleza del amor y de Eros, está a punto de hablar Aristófa-nes (se dispone a exponer su teoría genial acerca de la antiquí-sima condición dual de los seres humanos, una forma de unión poética entre géneros contrarios que luego fueron separados por los dioses en dos mitades —hombres y mujeres—; mitades que, a partir de entonces, se buscan de manera perpetua, anhe-lando esa vieja fusión) y Platón lo hace padecer un ataque de hipo, impidiéndole hablar y obligándolo a ceder el turno al mé-dico Erixímaco: ¿premonición sobre el castigo a los poetas por parte de los que ostentan el poder y la censura? La metáfora de la caverna opera de nuevo, pero esta vez de manera negativa: las sombras que se proyectan y los dibujos que se trazan en sus pa-redes no son sino deformaciones de la realidad y ésta es, según Platón y el subsiguiente idealismo occidental, trascendental y teleológica. Para ellos, la ensoñación estaba prohibida porque era peligrosa (contenía la semilla de la rebelión).

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Los trazos (las ensoñaciones) de las cuevas de Chauvet se conectan así con esta historia lateral de la cultura, con esta saga de personajes secundarios y sospechosos que se han sal-vado de caer en la rectificación apolínea del mundo ideal. Es Aristarco tratando de agrupar y dar sentido a los cantos de la Ilíada; es Lucrecio siguiendo a Epicuro y afirmando que todo se reduce al átomo; es Longino ponderando el estremecimien-to irracional de lo sublime; es Boccaccio juntando a siete da-miselas y tres caballeros a las afueras de Florencia para narrar la vida mientras la muerte pasa de lado; es Hamlet leyendo un libro y mentando su contenido: palabras, palabras, palabras; es Montaigne haciendo de la experiencia y la lectura la mate-ria de sus escritos. No son modelos sino posibilidades.

En estas posibilidades de lectura y percepción, la litera-tura y el arte son ilegales: consciente y concretamente se ins-talan fuera del razonamiento jurídico de la realidad, alejados de lo que debe ser y de la forma en que debe ser. Esa premisa, por cierto, la remarca el ensayista Claudio Magris en su obra Literatura y derecho. Ante la ley. Negar la obligación colectiva, generalmente impuesta por los poderosos, y apostar por la libertad individual. Hacer crecer la semilla de la rebelión en pos de la libertad, o mejor: de la liberación perpetua. No exis-te mayor ensoñación que ésa. Esa negatividad no implica, por supuesto, el caos: la creación y la crítica obedecen a su propia —secreta y cambiante— legislación, y ésta les reclama princi-palmente la fidelidad a la intangible e inestable circunstancia de la cultura en la cual nacen y se desarrollan (es esa angustia de las influencias de la que ha hablado Harold Bloom). El ca-rácter ilegal no sólo se manifiesta en la conducta heterodoxa, pública o privada, del quehacer literario y artístico, sino en su relación con el lenguaje, con la gramática (una suerte de legislación lingüística) y con las preceptivas artísticas. Ante la conducta rectora (y correctora) del poder en turno, la re-beldía individual del poema o la devastación de la virtudes morales de la novela o el aniquilamiento de las reglas de un cuadro cubista. Muchas veces crear significa darle la espalda al mundo y sus obligaciones.

He aquí la ensoñación que devela el documental de Her-zog: el debate sobre la ficción y su relación con la realidad es

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tan antiguo como el primer esbozo de canto o loa al mundo y sus dioses. Nació con el primer ser que pudo recordar el sue-ño de la noche anterior, con el primero que trazó una figura zoomorfa en las paredes de una cueva. Un delgado velo entre lo que es y lo que podría ser. La ficción, sin embargo, no fue asociada complemente a lo literario y lo artístico sino hasta mucho después, como he apuntado con respecto a las discu-siones platónicas. Más que la invención, el tratamiento. Para los antiguos, la idea de lo original era muy difusa. La fuente era el mito o la leyenda, es decir, el anonimato. El poeta sólo trabajaba con el material ya existente. Era artesano, agudo escucha del eco. Para los modernos, la ficción formaba, o debería formar, parte de las bellas artes. Era un oficio dig-no de mejores prebendas porque demostraba una condición inusual: la obsesión por la forma. El gran quiebre entre el arte antiguo y el moderno se basó, principalmente, en el peligroso estrechamiento entre la ficción y la realidad. De pronto, era imposible dilucidar si la página leída pertenecía a una obra literaria o era el registro preciso de un acontecimiento his-tórico. La ensoñación podía confundirse con la realidad (y ahí están don Quijote y Ema Bovary para recordárnoslo). El parto, apogeo, decadencia y resurrección del arte moderno han tenido que ver, de una u otra manera, con el tratamiento de la realidad. Porque, a partir de la modernidad, la ficción se convirtió casi en sinónimo de narrativa, lo cual sirvió para la profesionalización de los escritores, pero alejó el derecho a la fabulación del resto de los miembros de las sociedades ac-tuales. Y al no darnos cuenta de esto, hemos perdido espacio y libertades. La ensoñación debería ser parte de nuestra coti-dianidad como forma de productividad, y no como supuesta manifestación del ocio.

De la Antígona de Sófocles a la Antígona de Brecht, mu-chos personajes de la literatura han encarnado comporta-mientos opuestos a las leyes positivas, representando valores o ideales trascendentales. En una nueva vuelta de tuerca, lo literario ha partido de lo individual para llegar a lo universal. La acción de uno invoca —provoca— la liberación o la per-dición de muchos. En una segunda lectura, la ilegalidad lite-raria se vuelve sospechosa. Claudio Magris ha iluminado las

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constantes relaciones entre derecho y literatura, y lo ha hecho partiendo de una distinción anterior y tácita: la diferencia en-tre derecho y ley. En un arriesgado resumen, el primero sería la libertad para actuar o no actuar; y la segunda, una obli-gación determinada muchas veces por coyunturas que muy pronto pierden vigencia (la ley se instala donde ha habido o puede haber un conflicto). Buena parte de las grandes obras de la antigüedad (desde algunos de los relatos bíblicos hasta la literatura bucólica y las fantasías utópicas) se instala en un punto anterior al imperio de la ley. La poesía, sostiene el en-sayista italiano, rechaza la ley y busca —como la vida, como el amor— la gracia. Enemiga de la abstracción, la literatura antepone, vía la ficción, el derecho a la ley.

En la antigüedad, juristas y teólogos se basaron en textos literarios para escribir leyes, decálogos y parábolas, algunos de ellos, incluso, fueron grandes poetas. En la modernidad, la elaboración del concepto de Estado se basó en el rechazo al derecho natural de corte divino (que imponía leyes universa-les y atemporales) y en una complicada mezcla de abstracción e historicismo, sin poder llegar nunca a un término medio. Entre la idealización universalista de la Ilustración y el loca-lismo pasional del Romanticismo (que llegó, en su extremo, al nacionalismo de los regímenes totalitarios del siglo xx), algo se perdió o se tergiversó. Perdimos paulatinamente la capaci-dad de ensoñación.

En nuestra era, postmoderna y global, nos hemos inclina-do a censurar y reprimir la capacidad liberadora de la crea-ción y de la crítica. Nos hemos alejado (al reducir al arte y la literatura a bienes de consumo para una minoría) de la po-sibilidad de resignificar la realidad desde otros parámetros. La tendencia a anular la función del Estado vuelve aún más problemática la relación entre derecho y ley (y también entre ambos conceptos y la literatura y el arte: silenciados o con-dicionados muchos espacios para la creación y la reflexión, el quehacer creativo parece más cercano al espectáculo o la publicidad). El derecho parece difuminarse ante una multitud de gestos automatizados; la ley se impone globalmente, pero como sustento de procesos que cada vez dejan de tener rela-ción con lo público (intereses privados y especulativos).

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Una lectura heterodoxa nos revelaría que, en la actuali-dad, precisamos que la literatura y el arte vuelvan a ser ilega-les, que las nuevas creaciones encarnen conductas alternativas e insumisas ante el poder, el lenguaje y demás factores que de-terminan hoy nuestras vidas. Hay que trazar nuevas figuras en las paredes de nuestras modernas cuevas. Tal vez ese eslabón perdido entre la abstracción absoluta y el historicismo apasio-nado se encuentra en la fabulación (en la ensoñación creati-va). No sería novedad: la literatura y el arte revelan lo indivi-dual y proyectan lo universal; expresan la diferencia; apelan a ciertos derechos universales y denuncian la falencia de otros, en una actualización constante de sus definiciones; en ellos se vislumbra al otro, a la otra, y se presiente su cercanía. Tal vez esas figuras que han proyectado en la caverna a lo largo de los siglos no estén tan alejadas de la realidad…

La ensoñación concluye y me regresa a ese martes cual-quiera, mientras termino de ver el documental de Herzog. Una de las últimas escenas muestra la existencia de una terminal nuclear instalada a unos cuantos kilómetros de las cuevas. Dos historias que se entrecruzan y se confrontan: creación y des-trucción (¿acaso Stanley Kubrick no mostró esa relación en una de las primeras escenas de Odisea 2001 cuando, con músi-ca de Strauss como fondo, recrea la invención de la herramien-ta por parte de nuestros ancestros, los primates, y su inmediata transformación en arma de destrucción?). Dos posibles cami-nos a seguir: ¿por cuál de ellos terminaremos transitando?

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Índice

Umbral 9

La extraña presencia del pasadoEnsueños desde una cueva 13

Breve apunte sobre el vacío en la literatura 23El poema que volvió moderno al mundo 31

El libro más ambicioso jamás escrito 37

Díptico existencialistaLa existencia puesta al sol 45

La lucidez vertiginosa 53

El reverso del tapizEscritura y materia 61

Los libros fantasmas 65Literatura y maldad 69

La mala lectura 73La creación y lo cotidiano 77

El aquí y el ahora, distendidosLa correspondencia entre Paul Auster y J. M. Coetzee

81

Peregrinaciones salvajes 85Tageskalender 87

«Nadie me dijo que habría días como éstos» 91

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Cuando volví a la Habana Ensayo de una crónica

95

El concierto que tal vez no fue 99Estampa de un lector perdido

en un mercado de libros103

Como un canto que rueda 109

El crítico como crítico (Simulacro de diálogo)

113

Extractos de una tentativa de diario 133

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Nadie me dijo que habría días como éstos se terminó el 21 febrero de 2015 en el taller de Ed. An.alfa.beta, en Juárez, n.l. La portada, im-presa en serigraf ía, y la encuadernación se realizaron artesanalmente. En la composición se utilizaron caracteres Warnock Pro 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14 y 16. El tiraje es de 300 ejemplares numerados más sobrantes en papel cultural ahuesado de 90 gramos.

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