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Géneros y estilos en análisis del trabajo
Conceptos y métodos
por Yves Clot y Daniel Faïta
Texto traducido por María Teresa D'Meza y Rodrigo Molina-Zavalía
Material de uso exclusivo para la formación
UNIPE. 2012
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Resumen: En este artículo, a partir de una discusión sobre la distinción entre lo
prescripto y lo real, se propone una conceptualización del trabajo de organización
a cargo de los colectivos: el tipo de oficio. En relación con este último, el estilo de
la acción singular libera al sujeto, no porque niegue el oficio, sino gracias a su
desarrollo. Los autores proponen, por medio de la autoconfrontación cruzada, un
método clínico que pone a prueba este concepto.
El poder de acción
En este artículo deseamos plantear algunos problemas prácticos y teóricos
encontrados en el análisis del trabajo.1 En la perspectiva clínica de la actividad que
adoptamos, la intención de transformar las situaciones en el trabajo se halla en el
centro de las cuestiones presentadas. En este sentido, retomamos por cuenta
propia la tradición ergonómica en lengua francesa. Pero la evolución de la
ergonomía, como la de la psicología del trabajo y, más generalmente, de las ciencias
del trabajo nos lleva a una pregunta: ¿quiénes son los protagonistas del cambio que
se busca? A nuestro entender, un abordaje clínico de la transformación de las
situaciones de trabajo se diferencia de las estrategias clásicas de intervención que
conducen a recomendaciones. Cambiar una situación no puede ser el objeto de una
pericia “externa”. El abordaje discutido aquí propone la implementación de un
dispositivo metodológico destinado a convertirse en un instrumento para la acción
de los colectivos de trabajo en sí mismos. Propone un marco para que el trabajo
pueda convertirse o reconvertirse en un objeto de pensamiento para los interesados
que así lo soliciten. La contribución de una clínica de la actividad es, pues, en
primer lugar, metodológica. En efecto, en la actualidad puede considerarse que las
1 Agradecemos a todos nuestros colegas de la red “Sens et instruments”, apoyada
por el Ministerio de la Investigación, en la cual estas ideas pudieron ser
desarrolladas. En particular, a P. Pastré y a P. Rabardel.
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transformaciones se sostienen de forma duradera sólo por la acción de los propios
colectivos de trabajo. Por esta razón nos parece que el análisis del trabajo intenta
primero ayudar a estos colectivos en sus esfuerzos por volver a desplegar su poder
de acción en su ámbito. Dicho de otro modo, para ampliar sus círculos de acción.
La acción transformadora duradera no será entonces delegada a un especialista de
la transformación, la que no puede convertirse, sin graves decepciones para
quienes la solicitan, en un simple objeto de pericia.
Pero ¿de pronto el análisis del trabajo habría dejado de ser un “oficio”? Nos
gustaría mostrar en este artículo que el análisis del trabajo merece, por el contrario,
convertirse aún más en un oficio. Para eso creemos que es necesario un esfuerzo
colectivo y que ese esfuerzo debe concentrarse en las metodologías. Pero el
problema de los métodos es, sin dudas, el de aquellos que plantean la mayor
cantidad de problemas teóricos, precisamente debido al hecho de que la técnica –
tanto en la investigación como en la intervención– está siempre muy expuesta a las
sorpresas de lo real. La clínica de la actividad que nos sirve de referencia debe por
lo tanto ser objeto de investigaciones conceptuales específicas. A continuación, se
propondrá entonces definir los conceptos que nos sirven de referencia para
responder a la pregunta planteada antes: ¿en qué condiciones y con qué
instrumentos prácticos y teóricos alimentar o restablecer el poder de acción2 de un
colectivo profesional en su ámbito de trabajo y de vida?
Aquí se enfocan tres nociones: la de género, la de estilo y la de desarrollo.
Intentaremos asimismo someter esta serie nocional a la prueba de una
presentación metodológica de autoconfrontación cruzada.
De hecho, buscamos contribuir a la renovación de la tradición francófona del
análisis de la actividad. Sabemos que esta nos ha transmitido la identificación
2 Esta noción, utilizada por primera vez en 1997, se inscribe dentro de una
perspectiva ya recorrida por Spinoza y por Ricouer (Clot, 1999b). Unifica sin
eliminarlos los tres conceptos que nos servían para pensar los desarrollos posibles
o imposibles de la acción, la eficacia en relación con la eficiencia y con el sentido
(Clot, 1995).
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clásica de la brecha entre lo prescripto y lo real. Ahora bien, nos parece necesario ir
más allá de esta descripción tradicional del trabajo. A nuestro entender, no existe
por una lado la prescripción social y por el otro la actividad real; por un lado la
tarea, por el otro la actividad; o, más aún, por un lado la organización del trabajo y
por el otro la actividad del sujeto. Entre la organización del trabajo y el sujeto
mismo existe un trabajo de reorganización de la tarea por los colectivos
profesionales, una recreación de la organización del trabajo por el trabajo de
organización del colectivo.3 El objeto teórico y práctico que buscamos delinear es
precisamente ese trabajo de organización del colectivo en su ámbito, o más bien sus
avatares, sus equívocos, sus éxitos y sus fracasos, dicho de otro modo, su historia
posible e imposible. Existe, pues, entre lo prescripto y lo real un decisivo tercer
término que designamos como el género social del oficio, el género profesional, es
decir, las “obligaciones” que comparten quienes trabajan para llegar a trabajar, con
frecuencia a pesar de todo, a veces a pesar de la organización prescripta del trabajo.
Sin el recurso de estas formas comunes de la vida profesional, asistimos a un
desajuste de la acción individual, a una “caída” del poder de acción y de la tensión
vital del colectivo, a una pérdida de eficacia del trabajo y de la organización misma.
Géneros lingüísticos, géneros técnicos
Pero ¿por qué el uso de esta noción de “género”?4 La retomamos de Mijaíl Bajtín,
quien la propuso en otro contexto para pensar la actividad lingüística.5 Según él, las
3 En cierto sentido, el trabajo de organización del colectivo profesional ya ha sido
objeto de varias conceptualizaciones diferentes (Cru, 1995; Dejours, 1995; Leplat,
1997; Maggi, 1996; Terssac y Maggi, 1996). Pero, al vincular como nosotros
hacemos géneros y estilos profesionales, ponemos en el centro del análisis a la
historia del desarrollo de los ámbitos de trabajo y a los sujetos mismos.
4 No está dentro de nuestras posibilidades iniciar aquí una discusión acerca del uso
de este concepto en los estudios feministas. Sin embargo, debemos agradecer a P.
Molinier por llamar nuestra atención sobre los malentendidos que podría generar
5
relaciones entre el sujeto, la lengua y el mundo no son directas. Se manifiestan
dentro de los géneros del discurso disponibles que el sujeto entonces debe llegar a
tener para entrar en el intercambio. “Si tuviéramos que crear por primera vez en el
intercambio cada uno de nuestros enunciados, ese intercambio sería imposible”
(Bajtín, 1984, p. 285). Estos géneros fijan, en un ámbito dado, el régimen social de
funcionamiento de la lengua. Se trata de un stock de enunciados esperados,
prototipos de formas de decir o de no decir en un espacio-tiempo sociodiscursivo.
Puede hablarse, siguiendo a F. François, de protosignificaciones genéricas que
relacionan la lengua y el fuera-de-la-lengua (1998, p. 9). Estos enunciados
conservan la memoria impersonal de un ámbito social en el que tienen autoridad y
marcan el tono. Revelan los sobreentendidos que regulan las relaciones con los
objetos y entre las personas, tradiciones adquiridas que se expresan y se preservan
bajo la envoltura de las palabras. Previenen al sujeto contra un uso desplazado de
esta superposición del vocabulario. En el campo de los estudios feministas, se
caracteriza al sexo como lo que atañe a lo biológico, y al género como aquello que
atañe a lo social; P. Molinier nos brindó referencias útiles para identificar la
cuestión. El conocimiento de los textos de C. Delphy (1991) o N. C. Mathieu (1998)
completa útilmente las referencias más clásicas para nosotros a los trabajos sobre
las relaciones sociales de sexo de H. Hirata y D. Kergoat (1998), o aún mejor los de
la misma P. Molinier acerca de la construcción de la identidad sexual en
psicodinámica del trabajo (1996). Con todo y eso, si el género, en el sentido en que
nosotros lo comprendemos, busca identificar los componentes impersonales de la
actividad subjetiva, es claramente a través de la mediación de género que esta
última se lleva a cabo. Es incluso en las concordancias creativas o destructivas
entre género social y cuerpo subjetivo, y también en cada uno de ellos, que
podríamos encontrar los recursos de una historia posible del sujeto y de lo social.
5 Queremos manifestar desde el principio nuestro escepticismo respecto a todo
enfoque “sociologizante” de la obra de M. Bajtín. Para él, el diálogo es una relación,
en el intercambio vivo, entre lo esperado y lo inesperado, entre lo reiterable y el
evento. Sobre este punto, ver Faïta (1998).
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los signos en una situación dada. Un género siempre se encuentra conectado a una
situación en el mundo social.
Con esta noción, Bajtín critica la lingüística de Saussure, para quien, sabemos, la
lengua se opone al habla como lo social se opone a lo individual. Por una parte, la
lengua prescripta, el signo arbitrario; por otra, la iniciativa real del hablante en
situación. Bajtín se dedica a refutar esta bipolarización de la vida del lenguaje entre
el sistema de la lengua, por un lado, y el individuo, por el otro (Bajtín, 1978, p. 94;
François, 1998, p. 120; Peytard, 1995, pp. 34-36; Verret, 1997, p. 26). Bajtín
descubre, entre el flujo constante de la palabra real en situación y las formas de la
lengua normalizadas de Saussure, otras formas estables que se diferencian
profundamente de las estables de la lengua: las formas sociales del género del
enunciado donde el habla se ordena en enunciaciones tipo. El querer-decir de un
sujeto se realiza –más o menos bien– en la elección de un género. Hablamos en
varios géneros sin sospechar que existen. Moldeamos nuestra habla en formas
precisas de géneros estandarizados, estereotipados, más o menos flexibles,
plásticos o creativos.
Estos géneros, que son las hablas sociales en uso en una situación, casi nos son
dados tanto como nos es dada la lengua materna. Los géneros organizan nuestra
habla tanto como las formas gramaticales. En el mejor de los casos, el sujeto los
recrea, pero no los crea. Más que dados, le son prestados para poder hablar y
hacerse entender por los demás. No es posible aplicar un enunciado que no se
remita a otro enunciado del mismo género. El habla entonces no es un acto
puramente individual opuesto a la lengua como fenómeno social. Existe otro
régimen social del lenguaje organizado según las formas sociales catalogadas del
habla en un área de actividades. Bajtín habla del “diapasón lexical” propio de un
ámbito y de una época (1970, p. 279). Incluso sin él saberlo, “por lo tanto el
hablante recibe además de las formas prescriptivas de la lengua común
(gramática), las formas no menos prescriptivas de los géneros. Para una
inteligencia recíproca entre los hablantes, estos últimos son también tan
indispensables como las formas de la lengua” (1984, p. 287). Y agrega Bajtín: “para
usarlos libremente, es necesario un buen dominio de los géneros” (1984, p. 286).
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Puede considerarse que la crítica de la dicotomía lengua prescripta/habla real que
Bajtín dirige a las ciencias del lenguaje tiene un valor heurístico para las ciencias
del trabajo. En efecto, la oposición entre tarea prescripta y actividad real, a nuestro
entender, también debe volver a ser planteada en el trabajo. Y esto debido a que
existen formas prescriptivas que los trabajadores se imponen para poder actuar,
que son al mismo tiempo condicionantes y recursos. El trabajo sería imposible si
fuera necesario crear cada vez en la acción cada una de nuestras actividades. El
género de la actividad se asienta por lo tanto en un principio de economía de la
acción.
El género es de alguna manera la parte sobreentendida de la actividad, aquello que
los trabajadores de un ámbito dado conocen y ven, escuchan y reconocen, aprecian
o temen; lo que les es común y que los reúne bajo las condiciones reales de vida; lo
que saben que deben hacer merced a una comunidad de evaluaciones presupuestas,
sin que sea necesario volver a especificar la tarea cada vez que esta se presenta. Es
como una “contraseña” conocida solamente por aquellos que pertenecen al mismo
horizonte social y profesional. Estas evaluaciones sobreentendidas que se
comparten adquieren un significado particularmente importante ante situaciones
inesperadas. En efecto, para ser eficaces, estas son económicas y, muy a menudo, ni
siquiera son enunciadas. Se hacen carne en los profesionales, preorganizan sus
operaciones y sus conductas; de alguna manera están soldadas a las cosas y a los
fenómenos correspondientes. Es por eso que las evaluaciones no requieren
forzosamente de formulaciones verbales particulares. El género, como separador
social, es un cuerpo de evaluaciones compartidas que organizan la actividad
personal de forma tácita. Podríamos escribir que es “el alma social” de la actividad.
En el estudio del lenguaje, Bajtín (Bajtín, 1984; Clot, 1999a) considera a la palabra
como un nudo de significados. Encuentra al menos tres palabras en una, tres
palabras en discordancia más o menos creativa en la misma palabra: la palabra de
uno mismo, la palabra de los demás y la palabra del diccionario. Si la primera es
evidentemente personal, no es rigurosamente privada: es necesario entenderla
desde el comienzo –eso que hacemos en el intercambio lingüístico normal– como
un acento personal, una personalización del “habla social” de los grupos de
pertenencia del hablante, quienes hacen un cierto uso de la lengua en sus ámbitos.
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Es necesario entender la palabra en el enunciado que la conecta a un género
discursivo. Hemos propuesto (Clot, 1999a) considerar también como un género de
técnicas al régimen de utilización de técnicas en un determinado ámbito
profesional. En rigor, el gesto profesional de un sujeto es un ruedo de significados.
Es también la individuación y la estilización de las técnicas corporales y mentales,
eventualmente diferentes, en circulación en el oficio y que constituyen el “toque
social” de ese oficio. Dicho gesto no es otra cosa que la integral de las discordancias
y de los sostenes entre el gesto prescripto, mi propio gesto y el gesto de los colegas
de trabajo. Hay tantas maneras personales de utilizar un género social impersonal
que se alcanza a su modo en función de los objetivos que se buscan en tal acción,
como maneras de caer en lo preestablecido disponible para disponer de ello.
Los géneros de técnicas son el puente entre la operacionalidad formal y prescripta
de los equipamientos materiales y las maneras de actuar y de pensar de un ámbito.
No sólo se verifica la presencia de enunciados desplazados o, por el contrario,
convenidos en un medio social, sino también gestos y actos materiales y corporales
mal o bienvenidos. El alcance normativo de un género técnico6 no es menor que el
de un género lingüístico. Pero los recursos que les proporciona a los sujetos para
controlar sus actos hacia los objetos tampoco tienen nada que envidiarles a los que
conserva un género discursivo. Generalmente, encontramos una gama de
actividades impuestas, posibles o prohibidas. Los protosignificados y las
protooperaciones están, por lo demás, frecuentemente entrelazados y forman la
textura del género y sus variantes. Podría decirse que los géneros discursivos y los
géneros de técnicas forman juntos lo que puede denominarse géneros de
actividades.
Se trata de los antecedentes o los presupuestos sociales de la actividad en curso,
una memoria impersonal y colectiva que da su contenido a la actividad personal en
situación: maneras de comportarse, maneras de dirigirse, maneras de comenzar y
terminar una actividad, maneras de conducirla eficazmente a su objetivo. Dichas
6 Este concepto abarca también las técnicas del cuerpo, cuya importancia M. Mauss
(1950/1985) señaló tan pertinentemente.
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maneras de tomar las cosas y a las personas en un ámbito laboral dado forman un
repertorio de actos convenidos o desplazados que la historia de ese ámbito
conserva. Esta historia fija la parte esperada (o previsible) del género que permite
sustentar –en todos los sentidos del término– la parte inesperada (o imprevisible)
de lo real. Movilizar el género del oficio significa también introducirse en el
“diapasón profesional”. Es poder mantenerse dentro de él, en todos los sentidos del
término.
El género, entre condicionamiento y recurso
El género profesional puede ser presentado como una suerte de prefabricado, un
stock de “puestas en acto”, de “puestas en palabra”, pero también de
conceptualizaciones pragmáticas (Samurçay y Pastré, 1995), listas-para-servir. Es
también una memoria para pre-decir. Un pre-trabajado social. Esta memoria
puede definirse como un género que instala las condiciones iniciales de la actividad
en curso, condición previa de la acción. Preactividad. Compendio protopsicológico
disponible para la actividad en curso. Dadas por el género para recrear en la acción,
estas convenciones de acción para actuar son al mismo tiempo condicionamientos
y recursos. Tienen el carácter de una premeditación social en movimiento, que no
establece la prescripción oficial, sino que la traduce, la “refresca” y, si fuera
necesario, la delimita. Existen tipos más o menos estables de actividades
organizadas socialmente por un ámbito profesional, a través de los cuales el mundo
de la actividad personal se consuma, se precisa, en formas sociales que no son
casuales, ni siquiera por un instante, que tienen una razón de ser y una cierta
perpetuidad. “Existen” es una palabra muy amplia. Porque hasta cierto punto todo
el problema está allí. Efectivamente, la existencia de esos géneros que no sólo
definen el modo en que los miembros del colectivo deben comportarse en las
relaciones sociales, sino también los modos aceptables de trabajar, es en extremo
maltratada en las organizaciones contemporáneas. El trabajo de organización de
los colectivos mismos, aunque sólo fuera por el tiempo que le es acordado, está
lejos de ser alentado como debería ser, en vista de las exigencias de las tareas. Por
el contrario, no es extraño que sea desalentado en la organización oficial del trabajo
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bajo el efecto de variadas tiranías de corto plazo (Clot, 2000; Clot y Fernandez,
2000). El ejercicio de los oficios se ve considerablemente complicado por ellas, ya
que es imposible entonces llegar a un acuerdo sobre las obligaciones compartidas
para trabajar, imposible “comprenderse”; muy a menudo el único recurso que
queda es el uso patógeno y necrosado de las ideologías defensivas del oficio bien
descriptas por Dejours (1993).
Este punto es sin dudas decisivo para la movilización psicológica en el trabajo.
Porque los géneros momentáneamente estabilizados son un medio de saber
situarse en el mundo y de saber cómo actuar, recurso para evitar equivocarse uno
solo, frente a la extensión de las posibles torpezas (Darré, 1994). Marcan la
pertenencia a un grupo y orientan la acción, ofreciéndole, fuera de ella, una forma
social que la representa, la precede, la prefigura y, por ende, la significa. Diseñan
las viabilidades entramadas en maneras de ver y de actuar sobre el mundo
consideradas justas en el grupo de pares en un momento dado. Es un sistema ágil
de variantes normativas y de descripciones que comprende varios escenarios y un
juego de indeterminación que nos dice cómo funcionan aquellos con quienes
trabajamos, cómo actuar o abstenerse de actuar en situaciones concretas; cómo
llevar a buen puerto las transacciones interpersonales exigidas por la vida en
común que se organiza alrededor de los objetivos de acción.
En un ámbito profesional, jamás se abandona –sin que tenga consecuencias
deletéreas– la idea de compartir formas de vida en común, reguladas y reforzadas
por el uso y las circunstancias. Por otra parte, las tensiones entre las variantes que
se enfrentan son a menudo la mejor señal de que se busca estabilizar un género. La
renuncia al género, por todas las razones imaginables, es siempre el comienzo de
un desajuste de la acción individual. Tiene por lo tanto una función psicológica
irreemplazable. Sostendremos entonces esta tesis: es en lo que tiene de
esencialmente impersonal que el género profesional ejerce una función psicológica
en la actividad de cada cual, porque organiza las atribuciones y las obligaciones
definiendo estas actividades independientemente de las propiedades subjetivas de
los individuos que las realizan en determinado momento. No regula las relaciones
intersubjetivas, sino las relaciones interprofesionales, al fijar el espíritu de los
lugares como instrumentos de acción. Es por medio del género que los trabajadores
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se valoran y se juzgan mutuamente, que cada uno de ellos evalúa sus propias
acciones. Como Bruner, podríamos decir que cuando llegamos a un lugar de
trabajo, “es como si ingresáramos en un escenario teatral donde la representación
ya ha comenzado: la intriga ya está atada y ella determina el papel que allí podemos
jugar y el desenlace al que podemos dirigirnos. Aquellos que ya están sobre el
escenario tienen una idea de la pieza que se interpreta, una idea que alcanza para
hacer posible la negociación con el recién llegado” (Bruner, 1991, p. 48).
El estilo: liberarse para desarrollarse
Pero he aquí que el género no es amorfo: debido a que se trata del medio para
actuar con eficacia, su estabilidad es siempre transitoria. Si fuera una norma o un
simple sistema de pertenencia, estaría en su naturaleza el ser intangible. Pero no es
solamente organización, es asimismo instrumento, en el sentido en el que lo
entiende Rabardel (1995, 1999), constantemente expuesto a la prueba de lo real; no
son solamente un impedimento que debe ser respetado, sino también un recurso
por renovar y un método por ajustar. Quien o quienes trabajan obran por medio de
los géneros en cuanto responden a las exigencias de la acción. Como resultado,
cuando es necesario, adaptan y ajustan los géneros, al ubicarse también por fuera
de ellos mediante un movimiento, una oscilación tal vez rítmica que consiste en
alejarse, en solidarizarse, en pasar desapercibido conforme las continuas
modificaciones de distancia que pueden ser consideradas como creaciones
estilísticas. Por otra parte, es este trabajo del estilo el que produce una estilización
de los géneros susceptible de “mantenerlos en funcionamiento”, es decir, de
transformarlos al desarrollarlos. Los estilos no paran de metamorfosear a los
géneros profesionales a los que toman como objetos de trabajo, tan pronto como
estos últimos se “gastan” como medios de acción. Así que hay una recíproca
interioridad de estilos y de géneros profesionales que impide hacer del estilo un
simple atributo psicológico del sujeto, como se hace bastante sistemáticamente en
psicología (Amalberti, 1996; Huteau, 1987). El estilo participa del género, al cual
provee su aspecto. Los estilos son la reelaboración de los géneros en situación, y los
géneros, por consiguiente, son lo contrario de estados fijos. Más aún, son siempre
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inacabados. Incluso si el género es reiterable en cada situación de trabajo,
solamente adopta su forma final en los rasgos particulares, contingentes, únicos y
no reiterables que definen cada situación vivida. La terminación del género se
divide en dos momentos en el curso de la actividad que se inicia: la actividad del
sujeto que se compromete al dar por sentada la actividad del otro, el cual se
compromete a su vez usando un género adaptado a la situación. El estilo individual
es ante todo la transformación de los géneros en la historia real de las actividades
en el momento de actuar, en función de las circunstancias. Pero, como
consecuencia, quienes actúan deben poder jugar con el género o, más
rigurosamente, manejar con destreza las diferentes variantes que animan la vida
del género. Es este proceso de metamorfosis de los géneros promovidos al rango de
objetos de la actividad y de receptores de nuevas atribuciones y funciones para
actuar el que le conserva su vitalidad y su plasticidad al género. Los géneros
permanecen vivos gracias a las recreaciones estilísticas. Pero, inversamente, el no-
dominio del género y de sus variantes impide la elaboración del estilo. Tomarse
libertades con los géneros conlleva una sutil apropiación de estos últimos.
Cada sujeto interpone entre él mismo y el género colectivo que moviliza sus propios
retoques del género. Entonces el estilo puede ser definido como una metamorfosis
del género durante la acción. Por lo tanto, el diálogo entre profesionales al que
hemos recurrido en la autoconfrontación cruzada –volveremos a este punto– hace
al género visible y discutible. Lo hace aparecer al ponerlo a prueba en la
confrontación con su propia actividad y con la del otro. Cada autoconfrontación
hace revivir el género de una manera personal, ofreciendo al colectivo la
posibilidad de un perfeccionamiento del género o, en todo caso, la de un
cuestionamiento que puede desembocar en la validación colectiva de nuevas
variantes. El género de ese modo puede permanecer vivo, es decir, conservar las
cualidades de un instrumento para la acción, cuando las condiciones de la acción se
transforman. La historia de un ámbito laboral continúa si –y sólo si– se nutre de
las contribuciones estilísticas personales, capitalizadas en el curso de un filtrado
que siempre recomienza en el cruce de las generaciones. El género de un ámbito
laboral se fomenta. Sólo se materializa y se revela en las diversas variantes que se
crean a lo largo de su evolución. Mientras más puntos de contacto tiene un sujeto
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con estas variantes, más rico y ágil es su manejo del género. Si es puesto
regularmente a prueba, el género vive en el presente, recuerda su pasado y forma
una memoria para predecir. El colectivo, si hace propia esta dinámica del género,
está en condiciones de asegurarles a los sujetos una contención, una permanencia a
través de las evoluciones del trabajo que entonces permite “digerir” o anticipar.
La “doble vida” del estilo
Acabamos de referir el estilo al género, privilegiando de ese modo la función de la
memoria social impersonal de la actividad. El género social es parte constitutiva del
estilo, lo que excluye que pueda hacerse de este último un simple atributo
psicológico privado. Por ese motivo se hablará con mejor disposición acerca del
estilo de la acción pensando en el hecho de que la acción siempre es dirigida. Sin
embargo, al señalar hasta qué punto el género sólo se mantiene vivo mediante el
estímulo de sus variantes y de su heterogeneidad, se ha subrayado la función
creadora de los estilos individuales de la acción. Se trata de hecho de que la
distancia que tiene con los géneros sociales no es suficiente para definir los estilos
de la acción personal. Ahora es necesario dirigirse deliberadamente a ella. Para
cada profesional, el estilo no consiste solamente en liberarse del género social al
desarrollarlo. De ningún modo subestimamos el proceso de estilización que
acabamos de describir. Pero la liberación del sujeto para actuar no se dirige
únicamente al colectivo y sus obligaciones. También está dirigida hacia sí mismo.
El estilo es también la distancia que un profesional interpone entre su acción y su
propia historia cuando la ajusta, la retoca al ubicarse por fuera de ella a través de
un movimiento, una oscilación –quizás también allí rítmica– que consiste en
alejarse, en solidarizarse con ella, en confundirse con ella, pero también en
deshacerse de ella, de acuerdo con las continuas modificaciones de perspectivas
que pueden considerarse asimismo como creaciones estilísticas. Luego de la
“política exterior” del estilo en el seno del género, ya hemos alcanzado los límites
de su “política interior”, en la historia personal del desarrollo psicológico. Es
Vygotski quien nos ha permitido comprender mejor estos problemas (Clot, 1999a).
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Para él, la actividad conjunta del sujeto con los demás es el disparador de su
historia. Pero la historia personal del desarrollo justamente no para de proponerle
al sujeto otros destinos a sus conflictos intrapsicológicos, otros desenlaces a los
dilemas que retienen su historia o incluso nuevas ocasiones para posibilidades no
cumplidas. Tratamos aquí con la segunda base de recreación estilística. La
memoria personal del sujeto conlleva el juego. Esta inscribe su actividad en otro
campo de variantes diferente del campo de las variantes en interferencia en el seno
del género profesional.
El sujeto es siempre también “premeditado” por sus propios libretos: instrumentos
operativos, perceptivos, corporales, emocionales o incluso relacionales y subjetivos
sedimentados a lo largo de su vida, que pueden ser considerados asimismo como
una reserva de recetas-para-actuar en función de la evaluación de la situación, una
suerte de género interior que obliga, facilita y eventualmente desvía a su acción.
Allí está su experiencia. Busca jugar con ella. Al contacto de lo real, los esquemas de
esta experiencia interfieren entre ellos, convocando lo nuevo o repitiendo lo viejo.
En todo caso, se chocan, siempre haciendo renacer en él posibilidades e
imposibilidades que los separan y que él intenta asir o superar. Finalmente, el
estilo, tercer término entre género interior y exterior, vive en los fronteras de los
conflictos que alteran las dos memorias de la actividad. El estilo es un “mixto” que
marca la posible liberación de la persona cara a cara con su memoria singular, de la
que ella permanece sin embargo como sujeto, y con su memoria impersonal y social
de la que ella forzosamente permanece como agente. Habría pues una unidad
dinámica del estilo en la intersección de dos líneas de sentido opuesto: en la
primera, el estilo suelta o libera al profesional del género profesional, no negando a
este último, sino, por medio de su desarrollo, obligándolo a renovarse. En la
segunda, emancipa a la persona de sus invariantes subjetivas y operativas
incorporadas,7 ya no, tampoco, recusándolas, sino igualmente por medio de su
posible devenir, inscribiéndolas en una historia que las reconvierte. En esta
7 Tantas maneras personales de “tomar” las cosas y a los otros que podría diseñarse
como un género personal. Pero esta no más que una formulación prudente a la que
valdrá la pena regresar de manera sistematizada.
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intersección, el desarrollo es conflicto. Las encrucijadas son parte de los posibles
que allí se enfrentan.
Proponemos entonces considerar la actividad real como una actividad que se
cumple entre dos memorias, una personal, la otra impersonal. Podría decirse, para
regresar al oficio, que más allá del oficio “neutro” de la prescripción, este existe
simultáneamente como mi oficio para mí y como el oficio de los otros. El
vocabulario corriente refleja bien las cosas: se tiene oficio y se es oficio.
Indisociables, estas dos formulaciones explican bien en qué punto la pericia es sin
duda creada en el lugar de colisión entre las dos historias del oficio: la suya y la de
todos. El oficio tendría, pues, para cada profesional, una “doble vida”, donde cada
una toma un cariz en la acción por mediación de la otra, a prueba de la otra.
Si se sigue nuestra línea de pensamiento, la actividad sería entonces el teatro
permanente de un movimiento en direcciones opuestas: la estilización de los
géneros y la variación de sí mismo. Eso es lo que permitiría que lo dado sea
eventualmente recreado. Desde esta perspectiva, el estilo es lo que, en el interior de
la actividad misma, hace posible superar la actividad. El estilo es esa liberación de
las presuposiciones genéricas de la acción a través de la cual se lleva a cabo un
doble enriquecimiento de esas mismas presuposiciones: el enriquecimiento de los
contactos sociales con uno mismo y el de las relaciones personales entabladas con
los demás, es decir, contactos y relaciones por medio de los cuales podría, desde
una perspectiva vygotskiana, definirse la conciencia (Vygotski, 1925, p. 48). Por lo
tanto, no debería olvidarse sin riesgos la importancia de esta dimensión psicológica
en la vida del oficio. La existencia de un estilo en la acción muestra los respectivos
desarrollos en curso del hombre pensante y del ser viviente, dicho de otro modo, de
la conciencia y de la experiencia.
Puede considerarse que es el mal funcionamiento de la dinámica de las relaciones
entre estilos y géneros el que resulta estar en el origen de las situaciones patógenas
del trabajo. Porque entonces es el desarrollo de los sujetos el que se encuentra
“puesto en sufrimiento” por amputación del poder de acción. El análisis del trabajo,
al buscar –cuando se le requiere– reponer los géneros “en marcha” con la ayuda de
un análisis de los estilos de la acción, y gracias a métodos que procuran alimentar
los diálogos profesionales en el seno de los colectivos (Clot, 1999b; Clot y
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Fernandez, 2000; Faïta, 1997), podría encontrar él mismo un nuevo aliento:
trabajar en el desarrollo del radio de acción de los colectivos profesionales.
Simultáneamente sobre su ámbito laboral y sobre ellos mismos. Pero sólo puede
hacerlo a condición expresa de interesarse en los diálogos profesionales y no
solamente como objetos sino como método de investigación. Consideramos incluso
a la organización de los diálogos como el resorte principal de nuestro abordaje
metodológico. Por esta razón nos detendremos ahora para señalar el aporte de los
estudios lingüísticos a la materia.
El intercambio verbal: lugar y espacio del desarrollo
Al salir del marco exclusivo trazado por el análisis de los hechos y los estados de la
lengua para interesarse en los procesos y en los “funcionamientos” lingüísticos,
estos estudios han experimentado una considerable evolución. La frase como
unidad de análisis les ha dado paso al discurso, a la conversación y a la interacción.
Sin embargo, no es correcto que haya tomado plena medida de las dimensiones
comprendidas en el “intercambio verbal”. En efecto, incluso si la idea de una
dinámica lingüística ha ganado terreno, alimentada por las teorías que siguieron a
la etnometodología (Grosjean y Lacoste, 1999), esta se ha aplicado principalmente
al “espacio” circunscripto por los actos de los interlocutores.
Ahora bien, estos no son menos ricos, en grados diversos, en potenciales subjetivos
que transgreden en todos los sentidos los límites de las conductas inmediatamente
observables o narrables por los sujetos (Theureau, 1992). El análisis de estos
desbordamientos no puede encontrar lugar en problemáticas escindidas en las que
el proyecto se limita a concebir un modelo de análisis de la acción, aislando en
situación las producciones de sujetos anónimos aparentemente intercambiables: se
está aquí a contrapelo de la perspectiva delineada por Bajtín. Todavía se privilegian
demasiado fuertemente las formas de la lengua, en cuanto son compartidas por
hablantes múltiples e independientes, aunque nos preocupemos de las constantes
transformaciones que se les imprimen a los signos que son siempre cambiantes y
flexibles (Bajtín, 1984, p. 95) en la propia actividad lingüística de los sujetos.
Destacaremos estas observaciones tomadas del mismo Bajtín: “Es imposible asir al
17
hombre interior, verlo y comprenderlo convirtiéndolo en objeto de un análisis
neutro e imparcial, tampoco fusionándose con él, ‘sintiéndolo’. Podemos acercarnos
a él y descubrirlo o, más exactamente, forzarlo a descubrirse sólo por medio de un
intercambio dialógico. Igualmente sólo puede describirse al hombre interior […]
por la representación de sus comunicaciones con los demás. Solamente en la
interacción de los hombres se devela el ‘hombre en el hombre’, tanto para los otros
como para él mismo. […] El diálogo no es la antesala de la acción, sino la acción
misma. Tampoco es un procedimiento para descubrir, para poner al desnudo un
carácter humano ya terminado; en el diálogo, el hombre no solamente se
manifiesta al exterior, sino que se convierte, por primera vez, en quien es de verdad
y no únicamente a los ojos de los demás, repitámoslo, también a sus propios ojos.
Ser significa comunicarse dialógicamente” (1970, pp. 343-344). Para Bajtín, sólo se
habla de uno mismo y de los demás, cuando se habla con uno mismo y con los
demás (p. 331).
Para él, el “intercambio verbal”, cuyo enunciado constituye la unidad de base, por
el contrario, otorga todo su lugar, un lugar desmesurado, en el sentido etimológico,
que escapa entonces a las capacidades de medida ofrecidas por los métodos en
lingüística de la lengua, a esas potencialidades subjetivas. En Bajtín, desde la
interjección hasta la novela, pasando por el discurso científico, cada acto es, en su
calidad de enunciado, susceptible de manifestar con toda equidad la “posición” de
quien lo produce.
Por lo tanto, es necesario elegir entre decodificar, leer la información transmitida
por el texto de forma literal, o interpretar lo que el enunciado da a entender –
¡quizás ambos!–, haciendo justicia a los acontecimientos que resultan de las
elecciones que el hablante habría podido no hacer: “Conduzco un tren”, responde
un empleado de los Ferrocarriles Franceses a un colega que le hace una pregunta
completamente técnica, “hago como si mi mujer y mis hijos estuvieran en el primer
coche…” (Faïta, 1999, p. 129). En el mismo orden de ideas, un profesor de liceo que
se presta al procedimiento de las “instrucciones al colega” (Clot y Soubiran, 1999)
de ese modo rinde cuentas de su compromiso al mismo tiempo profesional y
sindical: “No vengo solamente a dar clases al liceo, sino también a ‘hacer el liceo’
donde vengo a dar clases… lo construyo…”.
18
Cambio de mundo8 espontáneo en un caso, procedimiento, en el otro, el
interlocutor hace elecciones cuyos criterios son ellos mismos enigmáticos por fuera
de las actividades recíprocamente orientadas de las que el diálogo es el marco y que
delimitan la diferencia entre el enunciado vivo y la proposición inerte. Si la
dimensión secuencial de los fenómenos no deja lugar a dudas en relación a la
comunicación verbal o a la producción de textos, la carga singular aportada por
todo sujeto al enunciado producido no sabría reducirse a lo que en él permite
interpretar el encadenamiento mecánico de los actos, con el agregado o no de las
marcas de evaluación de esos actos y de su adecuación al objetivo buscado.
Es más que probable que el enunciado dicho transmita en orden secuencial, bajo la
influencia de diversas inferencias y de múltiples dependencias condicionales,
mensajes construidos a lo largo de un desarrollo lineal del discurso –que conlleva
dudas, rupturas y regresos sobre sí mismo–, pero que al mismo tiempo abre
puertas por las que se manifiestan o emergen las huellas de los “por otra parte” y de
las “otra cosa” que coexisten.
La motricidad del diálogo
No es solamente en la conversación y en la interacción, provistas literalmente de su
propia dinámica pero necesariamente restringidas, que debe estudiarse el espacio
donde se articulan estas dimensiones paralelas. Es el diálogo, el orden dialógico los
que ofrecen la escena donde los sujetos se reencuentran, ellos mismos y los otros,
así como sus historias, entornos y circunstancias. Es sabido que para Bajtín todo
diálogo incluye una dramática intrínseca, se desenvuelve en un teatro donde una
pluralidad de voces se confrontan, mucho más allá que las voces de los actores.
Es menos fácil de admitir, porque es más difícil de problematizar, que esta
plurivocalidad9 del diálogo no se limita a la sola idea de una coloración del discurso
8 Se emplea la expresión en el sentido que le da F. François (1989).
9 Se preferirá “plurivocalidad” a polifonía, en la cual ciertos usos no se desmarcan
de la simple referencia a la polisemia social de las palabras.
19
bajo los efectos del uso que otros han hecho antes que yo de las categorías que yo
utilizo… El argumento profundo de la dramática implica el enfrentamiento, la
confrontación, ingenua o gravemente vividos, tácitamente admitidos, o
conscientemente asumidos, o mal experimentados, etc., entre otro y yo: un otro
explícito, pero que también resuena en mí, cuya parte no me es claramente
perceptible, sobre todo en su integralidad (François, 1998, p. 108).
Lejos del contrapunto secundario que embellece el desenvolvimiento lineal del
funcionamiento discursivo, estas dimensiones paralelas del diálogo no pueden ser
mostradas, sino solamente pueden revelarse. Debido a su incongruencia se vuelven
perceptibles, por ejemplo, se convertirán en un acontecimiento: este va a ser el caso
del capataz que cuenta historias de contenido lujurioso sobre el andamio de una
construcción al agente de riesgos del trabajo durante una inspección (Cru, 1994)
que, sin dudas, se considera inoportuna. Su intención no es mover a la risa o
conseguir una indecorosa complicidad, sino más bien provocarle incomodidad al
interlocutor. Por el contrario, una conducta neutra, una actitud impávida que se
manifiesta en un discurso conveniente, haciendo referencia estrictamente a los
asuntos pertinentes a la situación, contrasta con la urgencia de situaciones
fuertemente degradadas y hace patente la imposibilidad de manejar el problema
por el actor.
Es la interferencia de la relación del discurso en la realidad y en sus referencias la
que señala ese tipo de funcionalidades particulares; y es en la continuidad del
trabajo con los sujetos, en la sucesión de las situaciones vividas conjuntamente, que
puede diferenciarse entre lo que, por un lado, recurre a estereotipos conductuales,
al discurso del no-acontecimiento, y lo que por otro lado, se da a conocer en la
divergencia, la ruptura, el contratiempo o el contrasentido.
Es por esto que debe observarse a los trabajadores cuando actúan y cuando
comentan ese actuar, es decir, participar uno mismo, acompañar la puesta en
acción y la puesta en discurso por ellos de esa porción de experiencia que
construyen en conjunto. Las divergencias constatadas, las contradicciones generan
entonces, en cada ocasión, una respuesta clínica ajustada. Encontramos allí una
doble confirmación: primeramente, no se trata de investigar las correspondencias o
las correlaciones entre opiniones o cuerpos de conocimientos preestructurados y
20
las formas de expresión que les conferirían como contrapartida una existencia
reconocida. Luego, no sabríamos limitar a la situación actual la génesis de las
posiciones de los sujetos y sus manifestaciones.
No es, o no es verdaderamente el hecho para el discurso, la interacción, el estar
situados, o incluso el funcionar en situación, lo que explica las supuestas
relaciones entre el hacer y el decir, el decir y cómo es dicho, mediante qué
procedimientos, convocando cuáles recursos. En cambio, los movimientos
sucesivos de los actos entrecruzados en las actividades bosquejan el sentido de las
progresiones que, a su vez, se materializan por el cariz que toman los intercambios
en el movimiento dialógico. Si no se deja analizar en combinaciones estables de
palabras, pautadas y recurrentes en la lengua, este produce, mediante
agenciamientos y acumulaciones de signos y de relaciones entre esos signos, entre
esos signos y referencias más o menos identificables, figuras y configuraciones
portadoras de sentido que dan vida al significado.
El movimiento dialógico crea: crea relaciones renovadas de situación en situación
entre el hablante sujeto y los otros, pero también entre este mismo hablante y aquel
que él fue en la situación precedente, y también cómo fue. Al hacerlo, transforma,
desarrolla y revela, en el sentido fotográfico del término, las posiciones de los
interlocutores que se construyen a lo largo del movimiento, incluso se
desestructuran bajo los efectos de las contradicciones generadas por ese mismo
movimiento dialógico. Hablaremos entonces de una motricidad característica del
diálogo.
Muchas situaciones de hecho muestran cómo ese trabajo del sujeto sobre sí mismo
privilegia en un momento aquella de entre sus actividades que por lo general
consiste en reformular y evaluar –a menudo en él y por él– su propia acción. Puede
tener como resultado replanteos, nuevos cuestionamientos a sus criterios, incluso
malestar.
Nuestra hipótesis metodológica de la “revelación” por la acción incluye pues el
funcionamiento de los intercambios como parte de un conjunto, como fase actual y
observable de un proceso que solamente su propio desarrollo permite esclarecer.
21
Este proceso, transformador por naturaleza, pero también iniciado por la práctica
de la autoconfrontación cruzada que vamos a describir, implica una fase de
creación de condiciones adecuadas a ese desarrollo.
Género de discurso científico y diálogos
Diálogos, así en plural porque instauramos en la escena una doble relación
dialógica: entre el sujeto y el otro, o entre el sujeto y él mismo,10 pero también,
inicialmente, entre él y nosotros, coactores en la situación creada.
Es evidentemente necesario velar por que la relación instituida no sea desde el
principio desigual, y doblemente desigual: nosotros somos aquel que no sabe nada
o casi nada del trabajo, en todo caso del trabajo de este operador, también el que
desconoce totalmente el lenguaje: “lenguaje ferroviario”, “lenguaje” de las
cementeras, “lenguaje” de las oficinas de correos… Y, sin embargo, el modo por el
cual nuestro discurso suaviza las asperezas de lo real vivido por nuestro
interlocutor puede indisponerlo, inhibir sus iniciativas de forma duradera. Para
intentar poner en palabras con él, y no para él, un universo cuyas dimensiones se
nos escapan de buenas a primeras, así como se nos escapa su historia, conviene
jugar un papel de quien debe aprender el trabajo del otro, reprimir la tendencia a
cubrir con conceptos demasiado estabilizados por y para nosotros mismos
(Schwartz, 1997, p. 20) historias y una temporalidad industriosa extremadamente
versátil (ibídem).
Para ello es necesario cuidarse de imponer a pesar de todo un modo de
agenciamiento de formas verbales, de privilegiar tácitamente un régimen social de
funcionamiento de la lengua, como dijimos antes y, sobre todo, de transformar en
10 Relación que funda las reservas frecuentemente emitidas por F. François
respecto del empleo de esta palabra, y su preferencia por figuras del sujeto, que
aleja la idea de un concepto unívoco (1989, p. 83).
22
dominación –aunque sea inconscientemente– ciertas relaciones preestablecidas y
disponibles en el discurso científico entre la lengua y el fuera-de-la-lengua.11
Se trataría de la imposición de un doble género: un género del discurso y también
el género técnico propio de nuestra área de investigación. El segundo propone los
esquemas diferenciadores por los cuales los elementos y las relaciones se
distinguen y se valoran o, por el contrario, se rechazan o se tienen en menos.12
A esta altura, la reflexión y las prácticas metodológicas que intentamos promover,
en beneficio de una aguzada “profesionalidad” en análisis del trabajo, obligan a
hacer elecciones.
Es la relación dialógica, ya lo hemos dicho, la que ofrece las condiciones favorables
al desarrollo discursivo por el cual la actividad puede volver a ser trabajada, y así
revelarse. Pero de ese diálogo, aunque sea orientado hacia el conocimiento de la
actividad, las contradicciones, los enfrentamientos, los conflictos, las digresiones y
las concatenaciones sobre sí, no están prohibidas por ninguna regla de producción,
sino todo lo contrario. Los procesos de interacción orientados hacia la resolución
de los problemas forman parte de él, pero solamente una parte, sin perjuicio de
todo aquello que los sujetos le introducen de modalizaciones, actos singulares de
gestión de sus singulares temporalidades, de regulación y de evaluación de sus
propias conductas.
Finalmente, se trata de un diálogo en el que los interlocutores, el investigador y sus
pares están convencidos de que él participa en un trabajo sobre ellos mismos, en
una transformación continua de su posición de actores.
Las posturas arriba argumentadas no implican ninguna voluntad iconoclasta y
demagógica de hacer tabla rasa de los métodos anteriores en beneficio de una
verdad supuestamente natural y espontánea, que surge gracias a cualquier
11 Al respecto, J. Boutet ha formulado muchas veces (1995) hipótesis sobre la
ausencia de una “formación lingüística del trabajo”, dificultada por las relaciones
sociales desiguales y que dejan el campo libre a la hegemonía discursiva de lo
prescripto.
12 Ver al respecto la confrontación entre investigador y trabajador en torno a una
noción: sobrecarga de trabajo (Faïta, 1995).
23
“liberación de la palabra” de los actores. La hipótesis fundamental que
compartimos con Darré (1996, p. 109), él mismo lector de Bajtín, es que el diálogo,
como instancia del desarrollo, se nutre de otros diálogos anteriores y paralelos
existentes en el grupo profesional, cuyos temas retoma y reelabora, sobre los cuales
se articulan múltiples concatenaciones. Agregamos, por nuestra parte, que las
elecciones discursivas efectuadas por los participantes juegan un papel importante
en el proceso de desarrollo, así como otros elementos de ese potencial que se
discutió antes. Pero, en todo caso, lo esencial reside en el hecho de que por su
intervención en el diálogo hic et nunc con los trabajadores, el investigador corre el
riesgo de imponer un orden mediante sus preguntas y sus intervenciones (Darré,
ibídem). Corre el riesgo entonces de imponerle otras bases al desarrollo,
coyunturales ellas, que traban la reanudación y las nuevas circulaciones de temas, a
favor de las cuales los sujetos pueden involucrarse en la reelaboración de sus
anteriores posiciones.
La autoconfrontación: crear un espacio y un momento diferentes
Desde nuestra perspectiva, no se trata de crear de solamente prototipos de
situaciones experimentales con el fin de neutralizar un máximum de variables no
deseadas, a la manera en que se hace tal vez en las ciencias cognitivas, sino que, por
el contrario, se trata de abrir la puerta al surgimiento de los posibles que son
generalmente constreñidos por las contingencias de la expresión.
El objetivo es crear un espacio-tiempo diferente, donde las condiciones del
desarrollo, del movimiento dialógico no se confundan, o que al menos puedan no
confundirse con los otros contextos, aquellos en los que se aplican habitualmente
las reglas que distinguen lo verdadero de lo no verdadero, lo congruente de lo
incongruente, lo correcto de lo incorrecto, etc., contexto también en el que juegan
las constricciones sociales inmediatas, los efectos de los estatus sociales de los
actores, las relaciones jerárquicas, las inhibiciones ligadas a la situación. A
diferencia de los métodos de simulación practicados más a menudo, nosotros no
buscamos “simular” la situación habitual del trabajo, sino confrontarla con otra
situación, una situación de reconcepción (Béguin, Weill-Fassina, 1997).
24
Puede entonces esperarse una cierta liberación de estos potenciales subjetivos, o
más concretamente de las producciones discursivas a través de las cuales el
hablante, confrontado consigo mismo, sobrepasa los límites que habitualmente le
impone el control social bajo sus diferentes formas, incluso el que le es impuesto
por su propio jefe: la autoevaluación de la conformidad de sus actos en relación a lo
que los demás esperan, o por lo menos de aquello que la representa en él mismo, en
suma, en relación con las normas sociales, los géneros y el modo por los que esos
géneros autorizan también el uso o la transgresión de las normas con buen criterio.
La situación de autoconfrontación es aquella en la que los trabajadores, expuestos a
la imagen de su propio trabajo, desde el comienzo verbalizan, para uso del
compañero-espectador, aquello que piensan que son los elementos constantes de
aquel.
Dialogan así con el otro y con ellos mismos, se descubren en la pantalla y
verbalizan las conductas que observan, y descubren de paso la primera trampa de
esta nueva actividad: aun cuando el discurso producido se esfuerza por continuar
en paralelo el desarrollo y la sucesión de las acciones, de referirse estrechamente a
los componentes físicos de la situación, finalmente lo esencial no se ve, no consigue
verbalizarse en el orden de lo lineal.
Incluso si se librara a una lectura somera de los gestos sucesivamente realizados al
intentar una correspondencia biunívoca de los hechos y de los signos, de las
conductas y de las secuencias de signos, se llega inevitablemente a comprobar que
aquello que debe ser dicho no es necesariamente tan fácil de ver: todo aquello que
ha debido hacerse o elegirse para llegar allí y que justifique las apariencias. Sólo se
descubre que algunos de los principales actos tienen causas y se inscriben en las
historias en el momento en el que debe reclamarse el tiempo para decirlo:
interrumpir el flujo del comentario para el otro con el fin de justificarse, o
simplemente indicar que la actividad no se inscribe en el sumario esquema
temporal de la ejecución.
Sin dudas lo más importante es lo que el sujeto descubre de su actividad, sobre
todo cuando no puede expresarlo. Se halla entonces en la circunstancia de ponerse
forzosamente a distancia respecto de sí mismo, de considerarse como el actor en
parte extraño de su propia acción.
25
Es el momento crucial en el que faltan las referencias inmediatas, y cuando la
justificación de los actos y de su concatenación ya no se impone por sí misma. Se
sale entonces del simple proceso de verbalización –plagado de dificultades, de
imposibilidades que se han visto– para involucrarse en el proceso del
descubrimiento de sí. El hecho de ver aquello que se hace en el propio trabajo, sin
estar en condiciones de explicarlo al otro por el único medio de la verbalización de
ese mismo trabajo, induce de buenas a primeras una actividad que en el fondo es
nueva, de la que uno mismo es el objeto.
Luego de que se descubre y se reencuentra en concordancia con la imagen de sí,
luego de haber mensurado las disyunciones de todo orden, especialmente las
temporales, que se oponen al paralelismo de los actos filmados y de la
verbalización, se descubre también la necesidad de tomar posición con relación a
las elecciones efectivas cuyas razones ya no parecen, a posteriori, tan evidentes.
Virtudes y límites de la autoconfrontación: historia de un método
Los conductores del tren de gran velocidad (TGV) dan testimonio cada uno a su
manera. Uno de ellos, a pedido del investigador, recuerda que él se repite a sí
mismo en voz alta las instrucciones de partida para liberarse a sí mismo: “Es para
crearme un espacio en la cabina…”, agrega después. El otro admite, no sin
inquietud respecto a un acto anterior, que no comprende la elección de su conducta
y cuya imagen atestigua: “Es extraño… normalmente yo habría debido…”.
Entonces, el desarrollo es evidente: es en ese instante que se opera la más
frecuente disyuntiva entre dos fases, lo que calificaremos de construcción del “yo”;
en un primer momento de la autoconfrontación, el operador descubre su trabajo al
mismo tiempo que su condición de sujeto de su propia actividad. El “yo” del
discurso coincide con el “yo” de la imagen, no obstante, sin desmarcarse totalmente
de la variante “se”, sujeto de eso que “es necesario hacer” y de cómo debe ser hecho.
Por otra parte, bien puede producirse durante esta fase, que el “yo” integrado no
aparezca hasta después de varios minutos de predominio del “se” del discurso
26
genérico. Los trabajos recientes de un equipo de estudiantes lo atestiguan:13 al
haber realizado una autoconfrontación filmada en una empresa de mantenimiento
electrotécnico, ellos citan de forma extensa el discurso de un operador que comenta
su trabajo de bobinado: “nosotros”, “se” y “hace falta” constituyen casi totalmente
los embragues14 –o mejor, sus sustitutos– detrás de los cuales se esconde un “yo”
que no aparece hasta después de las incitaciones personalizadas de los
observadores, que justifican así la mención antes formulada de un doble diálogo.
Este discurso en “se”, o discurso genérico, se adapta de manera más o menos
estrecha a eso que antes calificamos de género como instrumento colectivo de la
acción. El operador repasa su trabajo punto por punto, secuencia por secuencia. La
imagen se reduce entonces a una simple ilustración. “Con la máquina que pasa por
nuestro horno de poscombustión se pudo desmontar el bobinado al desmontar las
partes. […] Con eso se pudo contar el número de espiras, medir el hilo y fabricar
exactamente la misma máquina que se tenía antes”.
Y es sólo más adelante, en el intercambio con el observador, que se produce la
ruptura discursiva que hace bascular la verbalización fuera del género convenido:
“–¿Usted decía que tenía su propia destreza? –[…] Yo, al trabajar como trabajo, yo
sé que no me molesta darle esa forma a mi aislante… pero otra persona que bobine
no está obligada a darle la misma forma a la bobina”.
La salida del “se” hacia el “yo… me… mi” manifiesta de varias maneras cómo el
mismo sujeto puede, en un primer momento, quedarse bajo la protección, bajo el
paraguas del género. En un procedimiento al comienzo caracterizado por la
completa homogeneidad entre el género técnico invocado y el género discursivo
utilizado, impregnado de una suerte de retórica técnica, a continuación él se aboca
a romper con uno y el otro, a producir un enunciado nuevo por la elección de sus
componentes –“yo sé que no me molesta” tiene pocas posibilidades de aparecer en
el mismo enunciado que “con eso se puede contar el número de espiras”– y se
reubica en un universo de actividad completamente diferente, en el que “se” ya no
13 Barone et al. (1997). Ver también el artículo de Duraffourg (1999).
14 Término usado en lingüística para designar palabras que necesitan de la
referencia a los actores efectivos y a las circunstancias de la acción.
27
existe, cediéndole el lugar a un “yo” que es parte activa de un colectivo homogéneo
y diversificado en el que cada uno de los miembros que cumplen la misma tarea no
está obligado a darle la misma forma a la bobina.
La ruptura, que tarda en delinearse, constituye el acontecimiento que produce
sentido por el solo hecho de que la singularidad se opone a lo genérico.
Al involucrarse en nuevas formas de explicitación, provocadas en un cierto estadio
de la autoconfrontación, el bobinador cambió simultáneamente de modo de
verbalización y en parte reelaboró algunas de las relaciones constitutivas de su
actividad.
Un ejemplo de este tipo tiene el mérito de subrayar –más aún que lo que lo hacen
las lagunas de la puesta en discurso de cara a los repliegues y penumbras del
trabajo filmado– cómo, enfrentado a la prueba, un trabajador puede desplegar los
recursos ofrecidos por los géneros disponibles, acomodarse a ellos o, por el
contrario, romper con ellos. Se ha visto, en efecto, cómo la autoconfrontación
dejaba entrever, por las fallas de la temporalidad discursiva y de la linealidad del
habla, el “espesor” y la densidad de la actividad. A partir de entonces, es el modo
por el cual los actores pueden entrar en el juego de lo genérico, de lo preconstruido
o, por el contrario, pueden liberarse de él, el que lo conduce cuando hacen
malabares con los géneros.
Una primera concepción del estilo del actor –distanciamiento y reapropiación–
antes desarrollada halla su confirmación en el “es extraño…” del conductor,
representativo de todas las manifestaciones de asombro o de desasosiego en ese
estadio de la autoconfrontación. Desde el punto de vista del método, la cercanía de
los géneros –por un lado, social, técnico; por el otro, discursivo– se afirma y se
marca a lo largo del mismo proceso: el yo del discurso le da voz al yo de la acción, y
por contraste, a los otros posibles actores, a las otras maneras de hacer, a lo que se
habría podido hacer.
La autoconfrontación cruzada: una renovación metodológica
Nos parece que es justamente en este estadio que la autoconfrontación que
calificamos como inicial reencuentra sus límites. La conquista del yo, de la cualidad
28
de sujeto y por lo tanto de su singularidad confirma las virtudes de la situación,
pero también el hecho de que esta recrea una nueva forma de equilibrio. Ese sujeto,
nuevo para sus ojos en cuanto tal, puede encontrar, una vez que pasa sus
interrogaciones y sus redescubrimientos, las mejores razones para actuar como él
se ve hacerlo, o para continuar evolucionando en el mismo sentido, elaborar y
formular los mejores argumentos para justificar sus conductas.
Ciertamente, es del mayor interés verificar así que el habla no mediatiza un
pensamiento previamente elaborado, y que tampoco se ofrece como contrapartida
servil a un real preorganizado, sino que está claro que la producción verbal
participa de manera progresiva en un tipo de intercambio que tiende de nuevo a
salirse del paraguas del género. La progresión no es inmutable, y el cambio puede
tomar la forma de un regreso contra el cual la actividad de los investigadores-
acompañantes no ofrece una garantía total. Es una situación dual, de cara a cara
entre lo prescripto, lo normalizado y lo subjetivo, la que vuelve a ponerse en escena.
En la estilización del género a la que procede, como en sus tomas de distancia y sus
manifiestas rupturas, el sujeto puede perfectamente instalarse en una continuidad
entre aquel que observa lo que hace y, por otra parte, aquello que él da a entender
que realmente hace, borrando las contradicciones de un modo del todo análogo a lo
que haría en un relato. El dominio estilístico se opondría entonces a los accidentes
del desarrollo.
Desde nuestro punto de vista, sólo la mirada del par es susceptible de permitir el
relanzamiento del movimiento dialógico en el sentido de la creatividad.
La metáfora de una política exterior del estilo parece funcionar. El trabajador a
quien acompañamos hacia el conocimiento de sus actividades nos ofrece en ciertos
momentos las acciones y reacciones que premedita para él el stock de recetas-
para-actuar que él reencuentra: ninguna razón a priori lo impulsa a privilegiar la
renovación de sus posiciones en el intercambio, en detrimento de la reproducción
del conocimiento adquirido.
Es para superar el obstáculo para lo que hemos llevado a cabo de manera
experimental las situaciones de “autoconfrontación cruzada”, durante las cuales la
mirada del par sobre su actividad conduce a cada sujeto a sustraerse de la relación
dicotómica del tipo “yo” y/o contra “los otros”. En estas nuevas circunstancias, es
29
conducido a dirigir hacia sí mismo la actividad de redescubrimiento que él había
limitado hasta entonces a diferenciar aquello que lo asemeja y aquello que lo
distingue del otro.
En este caso, buscamos materializar esa idea de Bajtín según la cual el diálogo
siempre asocia la tercera voz, la de los otros, contenida por las palabras que
utilizamos. Esta voz se encuentra en nosotros mismos, la nuestra, pues, porque es a
través de nuestros actos singulares de enunciación que ella se manifiesta, y la del
otro también, puesto que en parte retomamos las manifestaciones exteriores de
una alteridad difusa o identificada. Es eso lo que un lugar desproporcionado,
compacto, concedido al cara a cara, entre las prescripciones de la sociedad por una
parte y, por otra, las actividades y producciones del sujeto, corre el riesgo de
hacernos ignorar.
En ese marco metodológico, la tarea presentada a los sujetos consiste en elucidar
para el otro y para sí mismo las cuestiones que surgen en el desarrollo de
secuencias de actividad presentadas en los videos. Esas imágenes son el resultado
de un primer trabajo. Fue necesario elegir las situaciones que componen el objeto
del análisis. Estas decisiones son ellas mismas el objeto de una elaboración inicial
con un colectivo de profesionales –representativo de la situación– aceptados en
función de criterios elaborados con quienes solicitaron la intervención profesional.
Este colectivo que forma un “medio asociado” a la investigación es el interlocutor
privilegiado y duradero del equipo. Es con él que finalmente se retoman y vuelven a
trabajarse los materiales filmados en autoconfrontación cruzada. El análisis de la
actividad sigue entonces tres fases: en primer lugar, un largo trabajo de
“concepción compartida” de las situaciones por ser conservadas para el análisis.
Esta fase es también aquella en la que se realizan las observaciones de situaciones
por los mismos investigadores con el fin de alimentar la co-concepción evocada. La
segunda fase recoge la producción de los videos en autoconfrontación simple:
sujeto/investigador/imágenes; y los documentos de autoconfrontación cruzada:
dos sujetos/investigador/imágenes. Es el comienzo de un diálogo profesional entre
dos profesionales confrontados con la misma situación. La tercera fase es un
regreso ante el “medio asociado” que entonces vuelve a someterse al trabajo de
análisis y de coanálisis. En esta última fase se produce lo que podemos denominar
30
un filtrado de la experiencia profesional puesta en discusión acerca de situaciones
rigurosamente delimitadas. Se establece un ciclo entre aquello que los trabajadores
hacen, lo que dicen de eso que hacen y, para concluir, lo que ellos hacen con
respecto a lo que dicen. En ese proceso de análisis, la actividad dirigida15 “en sí” se
convierte en una actividad dirigida “para sí”. Los horizontes de la actividad se
desplazan con los sujetos al cambiar de género. La actividad “salta” de un género al
otro: del primer género de la actividad común al segundo género de la
experimentación cruzada, pasando por el género científico por el cual los
investigadores la hacen “atravesar”. Estos pasajes de la actividad de un género al
otro no son estrictamente cronológicos. Se dirá más bien que la actividad en esos
momentos corresponde a varios géneros al mismo tiempo. Interfieren. La actividad
es pues, en el momento del análisis, plurigenérica. Por sucesivas transformaciones,
se “decanta” y se “asienta” contribuyendo a reevaluar a los géneros que esta
atraviesa. Al hacer esto, la actividad se “despega” del género donde se lleva a cabo
de manera habitual y lo vuelve visible. Al igual que Bajtín, podemos pensar que
ninguno de los géneros reemplaza ni suprime a los otros. Cada uno tiene una
acción retroactiva sobre los otros: los hace más conscientes, los obliga a hacer un
recorrido por sus posibilidades y sus límites, a superar, por así decirlo, su
“ingenuidad” (1970, p. 365). Si el estilo es una reevaluación, una acentuación y un
retoque de los géneros en la acción y para actuar, el análisis del trabajo favorece
entonces la elaboración estilística para revitalizar el género. Es la enseñanza que
obtenemos de nuestras experimentaciones.
Hemos sido llevados a considerar que el análisis del trabajo requiere de un marco
que constituye una nueva actividad dirigida que se superpone a aquellas que
15 Se denomina actividad dirigida a la unidad de base del análisis (Clot, 1996b).
Todo trabajo es una actividad dirigida a la vez por el sujeto, por la tarea y hacia los
otros. La actividad de un sujeto en el trabajo –incluso solo– es dirigida
simultáneamente hacia su objeto y hacia la actividad de los otros, en relación con
ese objeto. La autoconftontación cruzada organiza el paso entre las actividades
dirigidas de la situación observada y las “réplicas” que les dan el o los sujetos
cuando las comentan y las reevalúan entre ellos.
31
queremos comprender. Es a este marco al que llamamos (Faïta, 1997) una
experimentación de campo en autoconfrontación cruzada. Está provista de una
constante: el comentario de los datos de video del operador en autoconfrontación
sobre su trabajo se dirige, de hecho, a otra persona diferente de él. La
autoconfrontación clásica en efecto es guiada por un investigador. Ahora bien, es
esa una actividad en sí en la que el trabajador describe y repiensa su situación de
trabajo para el investigador y para él mismo. Es pueta a prueba la potencia de un
fenómeno dado justamente cuando se practica una autoconfrontación cruzada, es
decir, cuando se retoma el análisis en común de la misma grabación de video con
otro experto del área, un colega de trabajo con el mismo nivel de pericia, por
ejemplo. El cambio de destinatario del análisis modifica el análisis. La actividad de
comentario o de verbalización diferida de los datos recogidos, según se realice para
el investigador o para los pares, brinda un acceso diferente a lo real de la actividad
del sujeto. En cada caso se redirige. Es que el habla del sujeto no se vuelve
solamente hacia el objeto –la situación visible–, sino también hacia la actividad de
aquel la recoge. Es una actividad dirigida –en el sentido en que la hemos definido–
en la cual el lenguaje, lejos de ser solamente para el sujeto un medio de explicar
aquello que hace o que ve, se convierte en un medio de llevar al otro a pensar, a
sentir y a actuar conforme a su propia perspectiva (Paulhan, 1929).
La verbalización en análisis del trabajo es un instrumento de acción
interpsicológico y social. Se trata, con toda seguridad, para quien se involucra en
ella, de hacer participar al investigador o al colega en sus actos y en sus
pensamientos, pero, asimismo, de hacer concordar la actividad de estos con la
suya, de inclinar a una hacia la otra. Las verbalizaciones sirven sin lugar a dudas
para actualizar las realidades del trabajo (Caverni, 1988). Pero esto se hace siempre
disponiendo de tal o cual manera el espíritu de aquel a quien estas se dirigen. La
verbalización es una actividad del sujeto en sí misma y no solamente un medio de
acceder a otra actividad. Por esta razón puede hablarse de coanálisis del trabajo. El
investigador o el colega, por ejemplo, en las sesiones de autoconfrontación cruzada
no tienen las mismas dudas, no le transmiten al sujeto involucrado, ni siquiera por
sus silencios, las mismas impaciencias, los mismos asombros, los mismos
entusiasmos en relación a la actividad observada y comentada. Ahora bien, lejos de
32
tratar estos fenómenos como un obstáculo, nos proponemos convertirlos en una
ventaja metodológica. El sujeto busca en el investigador y en el “colega-experto”
cómo actuar sobre ellos. Desde un comienzo no busca en sí mismo, sino en el otro.
De una manera o de otra, lucha contra una comprensión incompleta de su actividad
por parte de sus interlocutores, sospecha esta insuficiente incomprensión en ellos y
quiere prevenirla. Aspira a apropiarse para modificar sus respectivas
movilizaciones concernientes a su trabajo y, de resultas, ve su propia actividad “con
los ojos” de otra actividad. Prueba, descifra y a veces desarrolla sus emociones por
intermedio de las emociones del otro. Es de este modo que encuentra, sin
necesariamente buscarlo, algo nuevo en sí mismo. Pero, como resultado, las
diferencias entre los dos destinatarios se vuelven capitales. El sujeto no responde a
la movilización y al cuestionamiento distintos que le son presentados por el
investigador y el colega –ya sean formulados o supuestos– de una única manera.
Considera su actividad “con los ojos” de otras dos actividades, por otra parte,
discordantes. Nuestras investigaciones metodológicas han querido utilizar a pleno
los recursos de esta disonancia.
El desarrollo: transformar para comprender
Allí donde los métodos clásicos confrontan a un gran número de sujetos con una
situación, nosotros proponemos confrontar a un sujeto con varias situaciones
encadenadas. Porque para nosotros la investigación se refiere al desarrollo de la
actividad y no solamente a su funcionamiento. Desde ese punto de vista, no es
solamente necesario comprender para transformar, sino también transformar para
comprender. Comprender y explicar los mecanismos del desarrollo pasa entonces
por una justa valoración de la potencia de los diálogos en ese desarrollo.
En nuestra práctica, son el impulso mismo del desarrollo de la actividad, de su
historia.16 Nuestro propósito no es ciertamente tanto la actividad como tal como el
16 Para una crítica de la concepción clásica, genética, del desarrollo y un
acercamiento “histórico”, ver Y. Clot (dir.) (1999a).
33
desarrollo de esa actividad y sus impedimentos.17 La experiencia profesional no
debe ser solamente reconocida, sino transformada. Mejor aún: no puede ser
reconocida más que gracias a su transformación. No es vista hasta que cambia de
estatus: cuando se convierte en el medio para vivir otras experiencias. En nuestro
vocabulario, podemos decir que la transmisión de la experiencia, cuando
efectivamente se realiza, da una historia posible a esa experiencia. Reconocerla es
implicarla en una historia que la modifica. Es hacer que esté disponible para otra
historia que no sea aquella de la que proviene. Puesto que actuar, y sobre todo
ampliar su poder de acción, es lograr servirse de su experiencia para tener otras
experiencias.
Entonces nuestro abordaje no sabría definirse como un simple agregado o un
privilegio concedido a la experiencia vivida. Por el contrario, se trata de conseguir
distanciarse de su experiencia para que esta se convierta en un medio para
construir otras experiencias. Es un procedimiento que puede hacer disponible la
experiencia que ya se tuvo para construir otras experiencias. Vygotski definía así la
conciencia: la experiencia vivida de experiencias vividas (1925, p. 42). La
concientización no es, pues, el descubrimiento de un objeto mental antes
inaccesible, sino el redescubrimiento –la recreación– de ese objeto psíquico en un
nuevo contexto que lo “hace ver de otro modo”. Bajtín señala que comprender es
pensar en un contexto nuevo. Como delante de un tablero, escribe Vygotski: “veo
de otra manera, juego de otra manera” (1934, p. 317). Así, la concientización reposa
sobre una transformación de la experiencia psíquica. No es la captura de un objeto
17 Los impedimentos de la acción con frecuencia se encuentran al inicio de las
preguntas que se nos dirigen, ya se trate de disfunciones organizacionales y de los
efectos psicológicos asociados, o incluso, del malestar vivido por un colectivo
profesional cuya vida laboral se ve sacudida por una transformación técnica o
social. Trabajamos con nuestros propios recursos para secundar a los colectivos en
sus esfuerzos por retomar un desarrollo contrariado, “puesto en sufrimiento”.
Trabajamos, pues, para hacer de ese sufrimiento un medio de acción, encontrando
entonces, de una manera específica, la tradición de la psicopatología del trabajo
(Clot, 1999b; Billiard, 1998; Dejours, 1993; Le Guillant, 1984).
34
mental terminado sino su desarrollo: una reconversión que la inscribe en una
historia no consumada. La concientización no es un reencuentro con el pasado,
sino una metamorfosis del pasado. De objeto vivido ayer, es promovido al rango de
medio para vivir la situación presente o futura. Es en este tránsito entre dos
situaciones, en este desplazamiento de lo vivido –que de objeto se convierte en
medio– donde este mismo vivido se desprende de la actividad, se vuelve disponible
para la conciencia, se enriquece con las propiedades del nuevo contexto.
Concientizarse no consiste entonces en reencontrar por medio del pensamiento un
pasado intacto, sino más bien en revivirlo y hacerlo revivir en la acción presente,
para la acción presente. Es redescubrir lo que él fue como una posibilidad
finalmente realizada entre otras posibilidades no realizadas, pero que, sin embargo,
no han dejado de actuar. Y ello en la ocasión de otras realizaciones posibles; dicho
de otro modo, en la ocasión de un movimiento psicológico durante el cual la acción
vivida se metamorfosea en operación que permite vivir otra acción. La acción
vivida, que se me aparece bajo una nueva luz, al despegarse del fondo de mi
actividad, se desliga de ella y se re-presenta entonces a la conciencia en el
momento mismo en el que ella completa funciones nuevas. Es en este preciso
sentido que Vygotski pudo escribir: “Tener conciencia de sus experiencias vividas
no es otra cosa que tenerlas a su disposición” (1925, p. 42). O también: “Al
generalizar un proceso propio de mi actividad, adquiero la posibilidad de otra
conexión con él [...]. De este modo, la concientización reposa sobre una
generalización de los procesos psíquicos” (1934, p. 317).
Como resultado, en los diálogos profesionales que organizamos nunca está dicha la
última palabra, el último acto nunca se cumple. Es por ello que necesitamos de una
nueva conceptualización de la actividad, de otra gramática para conjugar sus
temporalidades rivales: la actividad ya no está limitada a lo que se hace. Lo que no
se hace, lo que querría hacerse, lo que debería hacerse, lo que habría podido
hacerse, lo que está por rehacerse e incluso lo que se hace sin querer hacerlo se
encuentra comprendido en el análisis de la actividad al esclarecer sus conflictos. Lo
realizado ya no tiene el monopolio de lo real. Lo posible y lo imposible forman
parte de lo real. Las actividades impedidas, suspendidas, diferidas, anticipadas o
incluso inhibidas forman con las actividades realizadas una unidad carente de
35
armonía. Sólo ella puede dar cuenta del rumbo inesperado de un desarrollo, pero
también de sus puntos muertos, eventualmente de sus “puestas en sufrimiento”.
Entonces se calcula en qué punto los diálogos profesionales son ejercicios
estilísticos que permiten tomar conciencia de lo que se hace en el momento mismo
o de lo que de ello se deshace para eventualmente “rehacerlo”.
¿Tiene este trabajo estilístico efectos en la vida de los géneros? Es justamente
debido a que los análisis llevados a cabo son aquellos de alguien y sólo de ese
alguien a propósito de los medios utilizados por todos que ellos pueden enriquecer
al mismo tiempo al sujeto y al colectivo. Este último no conserva una función para
el sujeto, excepto si le permite enfrentar la situación al desarrollar su poder de
acción personal. Inversamente, el sujeto ejerce una función en el colectivo cuando
le permite a este ampliar su radio de acción. Existiría pues una función psicológica
de los géneros sociales así como inversamente existiría una función social de los
estilos individuales. La creatividad, la salud y la eficacia del trabajo tendrían
entonces resortes comunes.
Liberarse de la carga de las dicotomías al crear una inestabilidad
creadora
Haría falta mucho trabajo para evaluar qué peso ha ejercido y cuál sigue ejerciendo
aún la cultura dicotómica en el desarrollo de las ciencias humanas. Ya se trate de la
lengua contra la palabra, de lo homogéneo contra lo heterogéneo, de lo normado
contra lo usual, de lo prescripto contra lo real, estas distinciones en un tiempo
fructíferas hoy ya concurren a enmascarar otras cuestiones teóricas y
metodológicas.
Para nosotros, el hecho sigue siendo que, en la óptica metodológica adoptada, la
capacidad de los operadores para poner a distancia los géneros materializados por
modos operativos socializados, para adaptar sus conductas a las condiciones reales
–y subjetivamente reales– de sus prácticas, no debe enmascarar el interés de una
segunda dimensión igualmente determinante: aquella en la cual cada uno pueda
interrogarse aún, bajo la presión del otro, sobre el sentido de las propias elecciones.
36
Esta problemática ha sido explorada desde hace varios años en trabajos dedicados
al acompañamiento de los candidatos a la validación de las adquisiciones
profesionales (Clot, Ballouard y Werthe, 1998). En ellos se encuentran ejemplos
elocuentes: una laboratorista, tras elaborar su dossier y de describir y comentar su
actividad –“Lo que yo hago es feo”–, relee después su propia producción y le
declara a la acompañante: “Al releer, me percaté de que yo había elegido un punto
de vista clínico para describir mi trabajo […] lo que me importa es el lugar de mi
trabajo para los enfermos y los médicos […]” (Magnier y Werthe, 1996). En un
segundo momento, ella descubre, pues, a partir del hecho de sus propias elecciones
enunciativas, las características de su actividad. En este caso, el otro no está física y
materialmente presente, sino que ha sido el texto el que ha devenido otro, el que
vive su vida y le impone a la autora una nueva mirada sobre ella misma.
Encontramos presente esta idea fundamental en Bajtín, para quien, en el texto, el
discurso del autor,18 o dialecto individual, autoriza solamente el reconocimiento de
la individualidad del hablante. El texto, por el contrario, es rico en múltiples
resonancias de las voces sociales, de sus lazos y correlaciones cada vez más o
menos dialogadas.
Las autoconfrontaciones cruzadas realizadas con los partenaires asociados a
nuestras actividades de análisis del trabajo ponen en escena eventos del mismo
tipo. Pensamos que hemos llegado a hacerlos más sistemáticamente legibles, al
precio de cooperaciones particularmente creativas y de larga duración. La
autoconfrontación “inicial”, estadio indispensable, le permite a cada uno de los
sujetos poner en dialecto su actividad y justificar ese acto haciendo para otro la
traducción que se impone.
En el estadio de la autoconfrontación cruzada, la repregunta por el par reaviva o
revela las resonancias, correlaciones y contradicciones de las que el diálogo es
portador.
18 Bajtín, M., Esthétique et théorie du roman, París, Gallimard, 1993, p. 89.
37
Ejercicio de estilo19
Con anterioridad, hemos afirmado que la actividad no se limita a lo que se hace, o
incluso que lo realizado no tiene el monopolio de lo real. Como la laboratorista que
descubre lo real de su trabajo en su diferencia con lo realizado, los conductores
(AdC)* del tren de gran velocidad con los que trabajamos en la puesta en escena
evocada jugaron el juego en dos tiempos de esas sucesivas construcción y
deconstrucción de sus referencias.
En el momento del diálogo inicial con su imagen, cada uno se vio, se sorprendió de
sí mismo y de no poder hacer concordar el espectáculo de su acción con la relación
de su actividad. Pero también es, en continuidad, el momento en que uno y otro
han puesto en el discurso sus respectivas especificidades:
1. “[…] no utilizo la VI20 porque encuentro esta sucesión de reglas… aburrida […]”.
2. “[…] yo aplico de inmediato la VI para liberarme de todas las obligaciones… me
gusta sentirme liberado…”.
Es una situación ciertamente creada por nosotros, pero cada uno de los coactores
puede encontrar en ella referencias, en la relación triangular entre él mismo, su
imagen y el acompañante que somos nosotros. Se procede a la estilización de un
género disponible o de la elección de una particular forma de despegarse de esta
memoria colectiva del ámbito de trabajo. Sin embargo, y esto es lo más importante,
este desprendimiento es relativo, se opera de modo que aún queda en supuesta
19 Conduite du TGV : exercises de style, filme realizado bajo la dirección de D.
Faïta, imágenes de G. Lambert, montaje de G. Lambert y L. Ritzenthaler,
producción CORELER-APST, 1996. Al respecto, ver los artículos publicados en
Champs visuels, nº 6, septiembre de 1997.
* Siglas de agent de conduite; en castellano, conductor o maquinista [N. de T].
20 La VI, siglas de “velocidad impuesta”, es un dispositivo automático de ayuda a la
conducción que tiene por efecto cortar la tracción de los motores cuando la
velocidad previamente fijada por el conductor ha sido alcanzada por el convoy.
38
armonía con valores cardinales del oficio, principios compartidos, criterios de
legitimidad.
Es la mirada del alter ego la que va a condicionar al propio operador a reubicarse
en un espacio intermedio, donde su potencial va a confundirse con el del otro,
renovando según las necesidades sus referencias. En la autoconfrontación cruzada,
cada uno está “una cabeza por encima de sí mismo”, retomando la fórmula
utilizada por Vygotski para esclarecer la noción de zona de desarrollo, a propósito
del juego en los niños (Vygotski, 1978).
El diálogo entre pares, iniciado a partir de las visiones recíprocas ofrecidas a uno
sobre el trabajo del otro, moviliza en efecto las referencias fijas y las estrategias de
representación. Cada sujeto debe hallar las palabras que resuenen justamente en el
oído de su homólogo y ya no solamente en el del investigador. Se retoma la idea del
diapasón de Bajtín, con esa particularidad de que el recurso al género lícito,
adaptado a las circunstancias, se sustrae. La autoconfrontación cruzada organizada
entre nuestros colegas ofrece desde este punto de vista un avance notable en la
reelaboración de un estilo dirigido al interior, de una política interior del estilo,
aparentemente presente de forma transversal en la mayoría de nuestras
experiencias.
En efecto, todos experimentan la necesidad –puesto que su lugar ya no es
defendible con respecto sólo a los criterios que regulan el cara-a-cara “yo”/cuerpo
social– de reconectarse por medio del discurso con una supuesta comunidad:
1. “[…] yo formo parte de una minoría que […]”.
2. “[…] yo soy de los que […]” (AdC – TGV).
“[…] Yo trabajo con cuerda, él trabaja con bandas elásticas” (carteros titulares,
correos de las afueras de París).
El desarrollo discursivo nos ofrece, pues, la progresión de conductas que hacen
alternar discurso genérico –búsqueda de nuevas referencias– y discurso netamente
polémico, donde la crítica de las posiciones expuestas por el otro se hace explícita.
Tienden a construirse enunciaciones tipo y a reiterarse ellas mismas en uno u otro
39
actor, pero estas son rápidamente compensadas por rupturas y cambios de temas
que restauran las condiciones de inestabilidad propicias al desarrollo:
1. “[…] yo [seguido de “yo soy de los que […]”], a mí me gusta mucho trabajar al
máximo de las posibilidades […] llegar antes del horario no me molesta”.
2. “[…] yo prefiero cuidar el material […]”.
1. “[…] no creo maltratar el material más que otro”.
Volvemos a encontrarnos en esa situación de desfase general en la que la mirada
del otro sobre sí a través de su actividad conduce a repreguntarse acerca de lo que
está verdaderamente presente en ese sí mismo.
Inestabilidad controlada: el regreso de las leyes del diálogo
Es evidente que la progresión del diálogo induce el riesgo de una sumisión más o
menos precoz a tendencias espontáneas: del mismo modo que no puede no
categorizarse lo que decimos, no puede no tenerse un lugar discursivo con
relación al otro y a lo que se ha dicho (François, 1990, p. 47). Ni la homología de
los estatus ni la densidad de sus potenciales respectivos anulan el proceso de
interacción y su dinámica intrínseca. El lugar se conquista y se estructura hacia y
contra el otro, en una tipificación de las conductas, de las que forma parte la
radicalización de las diferencias.
Más allá de esta primera dimensión, fuera de la relación interactiva, las opiniones y
los puntos de vista descubiertos durante la autoconfrontación pueden estructurarse
y consolidarse de ambas partes, sobre la base heterogénea de referencias
compartidas y de particularidades asumidas. Se corre entonces el riesgo de asistir –
no seamos ingenuos– a una “puesta en sufrimiento” de la creatividad dialógica, a la
profundización de las huellas estilísticas donde cada uno reafirma posiciones
eventualmente defendidas por la polémica.
La motricidad del diálogo antes evocada se transforma, pues, en una suerte de
patinaje, y les corresponde a los investigadores mantener la inestabilidad creativa
del espacio-tiempo creado por la circunstancia, o de saber ponerle un término al
40
proceso. Pero no son ellos solos los que tendrán a su cargo “hacer vivir” el diálogo:
ellos deberán contar con el compromiso construido por el ámbito profesional sin el
cual nada de lo que intentamos promover aquí es posible.
Yves Clot
Laboratorio de psicología del trabajo del CNAM
Daniel Faïta
Departamento de ergología, APST, Universidad de Provenza
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VYGOTSKI, L. (1934/1997), Pensée et langage (F. Sève, trad.), París, La Dispute,
3ª ed.
Summary. As a starting point, this article deals with the difference to be made
between the forecast and reality. A design for the organization of work is
suggested as a matter of responsability of the staff: the genre of job. Concerning
the latter one, the style of the particular action deals with the matter not by
denying the genre but by the way of its development. The authors suggest, by
crossed selfconfrontation, a clinical method trying to test these ideas.
44
Résumé. Dans cet article, à partir d’une discussion sur la distinction entre le
prescrit et le réel, est proposée une conceptualisation du travail d’organisation
pris en charge par les collectifs : le genre du métier. En rapport avec ce dernier, le
style de l’action singulière affranchit le sujet non pas en niant le genre mais par la
voie de son développement. Les auteurs proposent, avec l’autoconfrontation
croisée, une méthode clinique qui met ces concepts à l’épreuve.
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