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Page 1: Semana l 905

■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 8 de julio de 2012 ■ Núm. 905 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver

RibeyRoy la tentación

del fracasoEsther Andradi

La invasión de la irrelevancia, Fabrizio andreella • El jardín de los Finzi-Contini, M. A. CAMpos

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Hugo Gutiérrez Vega

Directora General: C a r m e n L i r a S a a d e , Director : H u g o g u t i é r r e z V e g a , Je fe de Redacción: L u i S t o Va r , Edic ión : FranCiSCo torreS CórdoVa, Corrección: aLeyda aguirre, Coordinador de arte y diseño: FranCiSCo garCía noriega, Diseño Original: marga Peña, Diseño: Juan gabrieL Puga, Iconografía: arturo Fuerte, Relaciones públicas: VeróniCa SiLVa; Tel. 5604 5520. Retoque Digital: aLeJandro PaVón, Publicidad: eVa VargaS y rubén HinoJoSa, 5688 7591, 5688 7913 y 5688 8195. Correo electrónico: [email protected], Página web: www.jornada.unam.mx

La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauh témoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cui­tláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jor nada Semanal núm. 04­2003­081318015900­107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores.

La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor. Títulos y subtítulos de la redacción.

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Comentarios y opiniones:

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Portada: El lúcido escrutinio de lo diarioFoto de tomada de: esquina.com.pe

bazar de asombros 8 de julio de 2012 • Número 905 • Jornada Semanal

UN ENCUENtro CoN FUENtES

Una tarde de otoño inauguramos, en el Palazzo Ruspoli de Roma, la Semana de la Cultura Me xi­cana. La organizaba la embajada de México con el apoyo del naciente Instituto de Estudios Lati­noamericanos de la Universidad de Roma. Las exposiciones de cuadros, esculturas, libros y re­vistas, las proyecciones de películas y de docu­mentales, así como las conferencias y colo­quios, daban a los visitantes una idea inicial de algunos aspectos de la cultura variadísima de un país latino con fuertes y definitorias raíces in­dígenas. Recuerdo los cuadros y las esculturas de Claudio Favier, jesuita tapatio y pintor muy original; las reproducciones de piezas arqueo­lógicas, las ediciones de libros prestados por el Fondo de Cultura Económica, las revistas y su­plementos culturales; películas como Los olvi-dados, Raíces, La mujer del puerto, El compa-dre Mendoza y Los caifanes que más tarde lo gré que se incluyera en una sección del Festival de Venecia. Nuestro embajador era don Rafael Fuentes y asistió a la inauguración el padre Ig­nacio Gómez Robledo, maestro de Teología moral de la Universidad Gregoriana. Guardo una foto en la que un querido amigo, el embaja­dor Fuentes, corta el listón inaugural. A su lado se encuentra nuestro cónsul en Roma, el dis­tinguido diplomático Alfonso Herrera Salcedo. Entre las conferencias que se dictaron figuraba la que yo di sobre la novela de Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz , que había sido publicada en México en 1962. Mi amiga Elena Mancuso, traductora de El señor presidente, de Asturias y de Pedro Páramo, de Rulfo, se en­contraba leyendo La muerte de Artemio Cruz y estaba entusiasmada. Así se lo hice saber a los señores de Feltrinelli, la casa editora más inte­

resada en los autores del entonces incipiente boom de la novela latinoamericana. Mi confe­rencia fue breve (cosa rara) y muy entusiasta. Para mí, La muerte de Artemio Cruz era la gran novela sobre las secuelas y consecuencias del movimiento revolucionario. La prosa de su au­tor ratificaba el valor de una nueva forma de novelar en México que él mismo había iniciado unos años antes con La región más transparen-te. Al terminar la charla, el embajador me abra­zó y, con una emoción bien controlada por su larga experiencia diplomática, me dijo: “Ya sabía que la novela de Carlos es muy buena, pero usted me lo ha confirmado. Estoy orgu­lloso de mi querido hijo.” En ese momento el exjefe de Protocolo de la Secretaria de Relacio­nes Exteriores, dejó que se le escaparan las lágrimas y prolongó el abrazo.

Unos mes más tarde llegó Carlos Fuentes a Roma y le organicé un aquelarre literario en la casa de Rafael Alberti. Asistieron Alfonso Gatto, Vittorio Sereni, Gassman, Guttusso, As­turias, Moravia, Elena Mancuso, Pasolini y Bassani. Alberti y María Teresa León nos reci­bieron con alegría y generosidad. Carlos, como siempre, estuvo brillante y Gassman nos obse­quió con un monólogo muy gracioso de Alberti. Este fue mi primer encuentro con Carlos Fuen­tes. La vida nos depararía otros encuentros en diferentes latitudes y en diversas épocas. El primero se ubica junto a su padre, un hombre bueno, un diplomático de una escuela ya ida y un lector orgulloso de su hijo.

Conforme pasa el tiempo, la

figura del escritor peruano Julio

Ramón Ribeyro va engrandecién-

dose o, en palabras más precisas,

va dejando la sombra en la cual, y

sin justicia, ha permanecido a

consecuencia del resplandor de

otras figuras peruanas de las

letras, como es bien sabido

sucede con sus paisanos Mario

Vargas Llosa y César Vallejo.

Aunque autor de tres novelas, es

en el género cuentístico donde

Ribeyro legó a las letras hispáni-

cas una extensa obra de primerí-

simo nivel, como lo sabe quien lo

ha leído y podrá verificarlo quien

se acerque a La palabra del mudo,

las Prosas apátridas o La tenta-

ción del fracaso, primer tomo de

su Diario personal, mismos que

vieron la luz en 1992, auténtico

annus mirabilis para Ribeyro,

quien falleciera solamente dos

años más tarde. El artículo de

Esther Andradi rememora a este

autor fundamental e invita a su

gozosa lectura o relectura.

Publicamos además un ensayo de

Andreas Kurz sobre el austríaco

Adalbert Stifter, autor de Verano

tardío, novela que “compite con

las escritas por Joyce, Musil y

Proust”, es decir, las célebres

Ulises, El hombre sin atributos y

En busca del tiempo perdido.

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bitácora bifronteJornada Semanal • Número 905 • 8 de julio de 20123

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Francisco torres Córdova

Monólogos coMpartidos

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trES DiStANCiAS

Tocar para decir. De la distancia que se tiende y

alarga en las cosas, que descansa en ellas y de

ellas parece que se nutre, llegar a la piedra y tra­

zar la figura de bisontes, leones, panteras, búhos

o hienas, un grupo de caballos y el impulso de las

huellas en hematita terrosa de una sola y múlti­

ple mano, para decir una presencia, para acercar­

la a otras. Hace 32 mil años en la Cueva de Chau­

vet como ahora frente al contorno de la propia

mano en el vaho incierto del espejo, el tacto rojo

sangre cruzando esa distancia, templando su ho­

rizonte, leyendo sus arcillas y relieves mucho an­

tes de la primera letra erguida en el silencio. En

el vértigo de la más pura infancia de la voz –y de

los ojos–, poner las manos en el mundo para ser

su resonancia, para hacerlo una criatura y alcan­

zar sus bordes con la punta de los dedos y así de­

cir su nombre impronunciable, en un acto –acaso

un arrebato de conciencia– que entonces inau­

gura la tosca, quebradiza intimidad de toda una

especie encandilada frente al fuego lento del

asombro primigenio.

Decir para ver. Es el borde de la tarde; es la tibia hu­

medad de su distancia que desciende al mar, la cur­

va sonora de sus múltiples orillas ya cerca de la noche.

Es la habitación de techos altos y paredes blancas

detenida un instante en una luz que ya trama sus

sombras de seda en los rincones. Es el tiempo así de

pronto hilado todo junto, sostenido en la cima de

uno de sus vuelos. A un lado de la pequeña venta na,

ala de ángel o cresta de ave vigorosa, despunta un

arpa su altura milenaria. Sentada frente a ella, la es­

palda desnuda y firme, una joven mujer despierta una

a una las notas ovilladas en las cuerdas, y en racimos

de ritmos y pausas en el aire las congrega. Es la sinuo­

sa y dilatada oscuridad de su cabello; es la luz que se

desteje por sus hombros bajando a la cintura, y son

sus ingles y su nuca ocultas y perladas de un sudor

que abre sus aromas, que incita la sed que abrigan

sus caderas. Es el arpa que avanza entre sus brazos

y rodillas, y es el viento tomado por el roce de las no tas

en los dedos y las suaves honduras de la pelvis.

Decir para tocar. Porque la distancia no siempre la

salva el afán de la caricia, la palabra se empeña en

ocuparla, en despertar en sus amplias espirales de

vacío el roce del sentido entre las manos y las co­

sas, entre las cosas y el silencio que las piensa. Dejar

que las palabras tañan la textura de la vida y con­

muevan las fibras de sus nombres, aunque sepamos

que al final “queda rota la lengua”, como dice Safo

todavía. Y sin embargo, en esa soledad el poema

tiende sus palabras como manos memoriosas: “A

veces, solo en la calma/ de la alcoba, me estremece/

la evocación. En la palma,/ como entonces, me pare­

ce/ sentir el trémulo peso/ de tus pechos, que en el

beso/ me ofrecen, para que muerda,/ todo el bulto

de la vida./ ¿Ves tú? La memoria olvida,/ pero la car­

ne se acuerda.” (Tomás Segovia.) •

ENtrE LA iGLESiA y EL EStADo

Hace algunas semanas asistí a una conferencia del

teólogo y especialista en temas de fe, política y Esta­

do laico, fray Julián Cruzalta, quien participó recien­

temente como experto en Estado laico en la Asam­

blea Constituyente de Bolivia y en la de Ecuador.

Durante su intervención comenzó por decir qué

cosa no es el Estado laico, ya que se dice que es un

Estado sin valores, sin ética. Y sí tiene valores, lo que

no tiene es una moral religiosa, que es diferente. Es

una ética de mínimos, y estos mínimos valores son

un conjunto que forma el patrimonio común de una

sociedad, independientemente de su religión; por

eso la República se construye con una ética pública

que va más allá de las morales religiosas; no va con­

tra ninguna de éstas, pero el Estado laico no se basa

en moral religiosa alguna sino en una ética pública.

Al mencionarle que se ha dicho que es un Estado

anárquico y ultra libertino, dijo que eso no tiene sus­

tento, ya que sujeta al marco de la ley a todas las per­

sonas y a todos los grupos. Recordemos, dijo, que

el Estado es una abstracción jurídica, por lo tanto

no puede tener creencias; son las personas las que

tienen creencias; tampoco va a misa, van las per­

sonas; el Estado laico respeta la libertad religiosa y

la libertad de conciencia. No es un Estado antirre li­

gioso. Las Iglesias tienen derecho a participar propo­

niendo leyes, pueden opinar pero no pueden im­

poner su visión. Esto me parece interesante, pues es

un clérigo quien lo dice.

Al tratar el tema de los derechos humanos, que

a México le hace mucha falta, Cruzalta amplió su

exposición al afirmar que el Estado trata de respe­

tar todas las interpretaciones de la verdad, por eso

las democracias son regímenes deliberativos don­

de se respetan todos y cada uno de los derechos

humanos. Ahí está precisamente el asunto de la

libertad de pensamiento, de expresión, de asocia­

ción, que son valores democráticos. El Estado laico

tiene neutralidad e imparcialidad ante los conte­

nidos rel igiosos, no opina en asuntos rel igiosos,

como nos lo han querido endosar con la reforma al

24 constitucional.

En el cierre de su intervención, se me ocurrió pre­

guntar por el desprestigio de la Iglesia, que resumió

como una serie de problemas que traen un grave

deterioro a la imagen pública de la Iglesia católica

romana. Hay una relación entre el desprestigio de

esta Iglesia y los derechos humanos: hoy la gente no

quiere caridad sino respeto a sus derechos (cosa que

me parece más que cierta), una institución que se

proclama maestra en la defensa de la dignidad hu­

mana está siendo golpeada porque resulta que es

incoherente, hay una incongruencia entre lo que di­

ce y lo que hace. Por desgracia son muchas Iglesias

las que la acompañan en esta incongruencia del bien

común, de la búsqueda de la verdad. Hay intereses

de parte de todas las Iglesias, y el Estado debe ser el

garante en esta separación entre él mismo y la Igle­

sia, porque aún en esto hay diversidad •

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as grandes novelas del siglo xx desesperan a los lectores profesionales y aficionados. Me refiero a las realmente grandes por su influen­cia, renombre, valor estético y –quizás el fac­

tor decisivo‒ extensión. Me refiero al trío infer­nal formado por Ulises, de James Joyce, À la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, y Der Mann ohne Eigenschaften, de Robert Musil. Cito los títulos en sus idiomas originales para que de antemano que­de claro que, para leerlos adecuadamente, habría que manejar a la perfección lingüística por lo menos tres diferentes lenguas.

En realidad son más de tres idiomas. El alemán de Musil se bifurca una y otra vez. Es el alemán de los últimos años de la monarquía austrohúnga­ra: un idioma digno de la grandiosa decadencia del Imperio de Francisco José. Es el alemán de Ulrich y Agathe, los hermanos sin atributos: matizado, sim­bólico y poético, artificial y tradicional, irónico y matemático. Las necesidades psicológicas y coti­dianas de los hermanos generan un lenguaje siem­pre ad hoc y siempre inefable. Es también el alemán ensayístico de la Viena finisecular: un idioma auto­destructivo que cuestiona y niega lo que acaba de afirmar. El idioma que aman y odian los filósofos del Círculo de Viena, al que Wittgenstein ordenará que se calle.

El francés de Proust es la novela y es el prota­gonista. El tiempo perdido no sólo se refiere al pasado escondido entre las brumas de la memoria de Marcel, sino también al lenguaje perdido del realismo decimonónico, a la ilusión de la mímesis literaria definitivamente destruida por Proust. Si la novela realmente pretende “reflejar” algo, la ridiculez es inevitable. Lo sabe Roland Barthes: traten de seguir las instrucciones balzacianas pa­ra abrir una puerta. Algunos moretones no podrán evitarse. Lo único que una novela copia es un sub­texto invisible y tan ficticio como el texto princi­pal. En el caso de Proust este subtexto es el len­guaje mismo.

Joyce destruye el lenguaje y de antemano destie­rra el sueño mimético de su grandiosa e indigerible construcción. No sólo destruye el inglés de comien­zos del siglo xx mediante tergiversaciones y agra­maticalidades, sino pretende –indeed‒ ahorcar la lengua verbal como tal: su arrogante linealidad, su decepcionante base en un convenio entre millo­nes de hablantes anónimos que no han formulado ni conocen sus términos. Me acuerdo de un examen

profesional en el que el candidato –hoy promesa literaria poblana‒ afirmó que Finnegans Wake, la ilegible radicalización de Ulises, está escrito en gaé­lico (¿o irlandés?). Joyce murió una segunda vez en ese examen. Su obra se resiste a la verbalización y de­codificación, es un idioma sin país.

Leer las tres novelas no es placentero; escribir sobre ellas es absurdo y grotescamente ambicioso; la afirmación de haberlas entendido una mentira descabellada; la exigencia de leerlas muchas veces para acercarse a la comprensión, irrealizable, sádi­ca y bastante trillada, como la de leer por lo menos una vez al año el Quijote. Para decir algo que valga la pena sobre el trío infernal hay que dedicar toda una vida a la lectura de Ulises, En busca…, y El hom-bre sin atributos, hay que ser un especialista aferra­do, el que posiblemente sepa, pero complica tanto las cosas que necesitará a otro exégeta para que ex­plique la exégesis. Un círculo vicioso, sin duda, un círculo que aclara la paradoja de que las novelas más elogiadas del siglo xx sean las menos leídas y las siempre odiadas por estudiantes y profesores de letras. Un círculo vicioso que también desenmas­cara a los creadores de cánones cuyos criterios prin­cipales son la complejidad y el hermetismo de los textos que afirman, más que el valor de las obras, la superioridad intelectual de los canonizadores, y garantizan que su elitismo cultural permanezca im­permeable.

He leído las obras y su lectura equivalió a sufri­miento y frustración. No he releído ninguna, excep­to los pasajes paródicos de El hombre sin atributos, y dudo de que antes de cumplir los ochenta me pon­ga a la relectura. Sobra decir que no entiendo ni a Proust ni a Joyce ni a mi paisano Musil. Sin embargo, me propuse escribir sobre ellos. Hay tres explica­ciones: 1. Soy impresionantemente ambicioso. 2. No encuentro otro tema. 3. Acabo de leer una novela de­cimonónica extensa que aparentemente no tiene nada que ver con las tres obras maestras del siglo xx y por eso me remitió a ellas. ¡Ya no más paradojas! Procuro explicar.

La novela en cuestión consta de 836 páginas, ca­da una de treinta y cinco renglones. Si calculo ocho palabras por renglón (se trata de palabras alema­nas, pueden ser largas), obtengo como resultado final unas 234 mil palabras. Es decir: las páginas de Der Nachsommer (Verano tardío), de Adalbert Stifter (1805­1868) compiten con las escritas por Joyce, Mu­sil y Proust.

La lectura de una novela extensa genera un me­canismo perceptivo comparable al principio estruc­tural de La montaña mágica (otro ladrillo intermina­ble): al comienzo la cantidad de páginas vírgenes agobia, el final sólo se vislumbra en medio de una bruma mítica. Pero en el transcurso de los días el ojo lector parece acelerar, la cabeza ya no sigue las lí­neas a la manera de un espectador de un partido de tenis, sino se acerca a la velocidad­testa de un en­frentamiento de ping pong. Hans Castorp vive tres semanas en 250 páginas, siete años en quinientas. Una novela larga anula el tiempo regular y restable­ce los derechos de una percepción temporal mítica que permite al lector vivir dentro de un vacío cro­nológico que el tic tac del reloj llena despiadada­mente al final de la última página (la 836 en el caso de Stifter).

La anarquía lingüística de Joyce, la manía deta­llista de Proust, la acumulación de disparates prac­ticada por Musil y el furor mimético de Stifter logran

Andreas Kurz

un Ulises sin atributos en busca del tiempo

AdalbertStifter:

L

James Joyce

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58 de julio de 2012 • Número 905 • Jornada Semanal

el mismo efecto. Sorprende más, sin embargo, que la novela decimonónica comparta también la reduc­ción de la trama con las tres obras maestras del siglo xx. ¿De qué trata Verano tardío? Pregunta vana, su­perflua, muletilla de maestros de literatura, tautolo­gía innecesaria: el Ulises narra la historia de Ulises, La búsqueda… la de una búsqueda y El hombre sin atri-butos es una novela sin atributos. Verano tardío trata del verano tardío, de la época del año, en los países con un ciclo estacional marcado, que aún no hace temblar de frío y ya no sudar de calor, la época toda­vía lejos de vejez y muerte, aunque las señales ya están presentes; en la novela, una época de felicidad y equilibrio vital. La obra describe esta época y nada más. Hay un protagonista que cada año viaja entre la ciudad (Viena) y el campo (los Alpes austríacos). Se educa, aprende, observa, su gusto estético se refina al lado de un maestro que goza de su verano tardío. El protagonista prepara y halla su propia felicidad sin que tenga que pasar por las tragedias que la dicha del maestro esconde en el pasado. No pasa nada, no hay acción, ni sorpresas narrativas. El protagonista encuentra a su mujer ideal (la protegida de su maes­tro e hija de su amor juvenil), se casa con ella y vivi­rán una vida armoniosa sin irrupciones pasionales, dedicada a la utilidad social que sólo se logra me­diante la satisfacción individual. El verano tardío será la apoteosis de esas existencias en paz consigo y la historia, les permitirá vivir el placer puro. Que nadie piense mal: el placer en Stifter no tiene nada que ver con el erotismo; su placer es la contempla­ción profunda y desinteresada, una vida estética que se convierte en obra de arte; una vida, sin embargo, útil y consciente de la historia, porque pretende con­vencer sutilmente a los demás de los resultados va­liosos de la contemplación, pretende educar en el sentido más dócil de la palabra.

LA CoPiA Como ArtE

Quizás el verdadero tema de la novela sea una mí­mesis potenciada. Stifter dedica cientos de pági­nas a la descripción de edificios, jardines, paisajes y obras de arte. Dedica otro tanto a la descripción de las copias de edificios, paisajes y obras de arte. El maestro opera un taller en el que procura resuci­tar lo viejo: griego, clásico y alemán medieval. Se acumulan réplicas minuciosas y dibujos detallistas de iglesias enteras, altares, estatuas, cuadros y mue­bles contemplados anteriormente en la comarca. En el taller se repara lo viejo, objetos demasiado daña­dos se reconstruyen. Poco se crea y siempre en aras de un respeto inquebrantable frente a la tradición, intentando al mismo tiempo armar un entorno ade­cuado para lo viejo nuevo y para que no aparezca el fantasma de una ruptura con la armonía. Copias de copias, mímesis de la mímesis: a Barthes le hubiera gustado Verano tardío.

Copia es también la vida del protagonista: repe­tirá las existencias del maestro y de su propio padre, pero mejoradas, sobre todo sin la tragedia amorosa del primero y sin la necesidad del segundo de ga­narse la vida con un negocio que muy en el fondo detesta, aunque elogie su gran utilidad social.

La historia parece estar ausente en la novela de Stifter. Se asoma, sin embargo, gracias a la concien­cia del narrador de que el idilio sólo es posible si hay dinero y una educación eficaz. Los negocios, por ende, no se desprecian: son una herramienta algo fea para labrar un objeto hermoso. La política no se rechaza: si hombres aptos la practican, da el respal­do imprescindible para esas existencias desapasio­nadas y dedicadas a la paulatina perfección indivi­dual. En otras palabras: narrador y lector siempre saben que se encuentran ante una utopía irrealiza­ble, ante una ficción herméticamente cerrada en la que la realidad sólo tiene permiso de acceso si apo­ya la prosperidad del taller. Cualquier intromisión nefasta se encierra en el pasado superado o, simple­mente, es inconce bible. Más que el diagnóstico de cáncer, este hermetismo ficticio podría ser el móvil para el suicidio de Stifter.

Verano tardío, para asegurar la posición pri vi­legiada de sus personajes, tiene que encarcelar el tiempo. Una técnica tan nimia como eficiente es el uso agramatical de la coma, su no uso. Enumeraciones de hasta diez elementos renuncian a la “y” copula­tiva y a la separación gráfica. Un ejemplo modera­do: “las características de cabras borregos vacas…”. Surge un animal mitológico, la presencia simultá­nea de tres criaturas observadas en lugares y épocas distantes.

Antes de la boda, el protagonista lleva a cabo un viaje pedagógico por varios países. Stifter narra es­te viaje en poco más de una página: dos años re­ducidos a unas trescientas palabras. Insisto: dos años de ausencia, separación de los amantes. El reencuentro es parco: un abrazo tímido, unas pa­labras sencillas que reafirman el pacto. Narrar, por otro lado, el perfeccionamiento de la mirada artística del protagonista requiere todo un largo capítulo. El tiempo no cuenta: dos años no son nada, la revelación estética de un momento es una eternidad.

El exceso de mímesis en Stifter produce un efec­to paradójico; y creo que el autor austríaco había buscado este efecto deliberadamente: construye una escenografía cerrada mediante la reproducción de la mímesis, una tautología perfecta que acerca la novela decimonónica a los grandes proyectos na­rrativos del siglo xx. Proust encierra el tiempo y el discurrir histórico en un salón de fiestas; Joyce en un día cualquiera de la ciudad de Dublín, Musil en el nunc stans de los últimos meses de la monarquía k y k (Kakania, kaiserlich und königlich: imperial y real). Los tres copian textos preexistentes, nunca la realidad, ni siquiera uno de sus fragmentos histó­ricos; copian lenguaje y así aseguran la impe­netrabilidad del espacio literario. Son novelas in­novadoras, revolucionarias, piezas obligatorias dentro del canon, enigmáticas a veces, ilegibles otras. Sin embargo, siguen siendo literatura que opera de la misma manera que una novela escrita en el siglo realista por un autor sólo localmente cono­cido. Es decir: literatura que escoge una partícula de un gran texto dado de antemano y le da la forma tentadora de un contra­mundo. Nihil novi…, pero sí mucha complicación fascinante •

“ “

Leer las tres novelas no es placentero; escribir sobre ellas es absurdo y grotescamente ambicioso; la afirmación de haberlas entendido una mentira descabellada.

“ “

He leído las obras y su lectura equivalió a sufrimiento y frustración. No he releído ninguna, excepto los pasajes paródicos de El hombre sin atributos, y dudo de que antes de cumplir los ochenta me ponga a la relectura.

Adalbert Stifter

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6 Jornada Semanal • Número 905 • 8 de julio de 2012

I

ace muchos años adopté deliberadamente un truco para tratar de estimular la participa­ción activa en unas reuniones de redacción que transcurrían entorpecidas y sin chispa.

La mañana del lunes entré al salón y dije a los redac­tores aletargados: “Según un estudio de la universi­dad de no sé dónde, las reuniones son más eficientes si se hacen de pie, sin sillas.” El efecto fue que frente al shock provocado por mi afirmación, la legitima­ción científica me hizo el paro y nadie pudo quejarse como deseaba. ¿Quién podía ir en contra de las pala­bras de unos insignes catedráticos?

Desde entonces, siempre me llaman la atención esas palabras que se encuentran muy a menudo en muchos medio de comunicación: “Según un estudio de la universidad de…” Al leer esa frasecita me pre­paro por instinto a una tontería envuelta en lujoso pa­pel de la ciencia. (Dicho sea de paso: el problema de las reuniones soñolientas se resolvió y después de dos semanas las sillas regresaron a hacer su trabajo.)

Acontecimientos triviales, estadísticas exhibidas como verdad, relatos sobre personajes freaks, chis­mes, rarezas, encuestas inútiles, fisgoneos: todo este montón de datos es parte del paisaje informativo que nos toca vivir. Durante el día acumulamos en la ca­beza de manera distraída una cantidad impresionan­te de insignificancias. Bobadas que se hacen pasar por noticias, armas de “distracción masiva” que cau­san el holocausto de los hechos.

Hoy en día, tener una opinión es más importan­te que estar informado. Todo mundo habla sobre cualquier cosa. Es suficiente con tener fama para ser un todólogo. Sin reflexionar, cualquier celebridad contesta a preguntas sobre los grandes temas de la vida o sobre los problemas de la humanidad. En un desfile de banalidades legitimadas por el nombre famoso que las pronuncia con experimentada sonri­sa o con estudiada tristeza, asistimos al crepúsculo churrigueresco de la idea de que los medios masivos son un instrumento de socialización del saber y de los valores que identifican a un pueblo.

La realidad se rinde así al gran espectáculo de los asertos discordantes, en un sistema de medios masi­vos donde la verdad es el cuento más reiterado o más llamativo. Sí, es cierto, nos quedamos cada quien con su versión, porque la sofisticación es tal que en el universo de la comunicación no existe una sola verdad absoluta. La abundancia de mercadería in­formativa y la competencia entre diferentes interpre­taciones legitiman la versión oficial y el poder que la sustenta.

I I

Vivimos en sociedades libres y democráticas porque permiten que diferentes voces puedan expresarse y que cada quien elija su información. Esa es la his­toria oficial. ¿Podemos contentarnos con este aserto? Yo creo que no. Creo que esta afirmación es una ver­

dad que esconde una ilusión, porque habla de una libertad formal y no sustancial. Sin embargo, cuatro deliberadas equivocaciones la tornan creíble. Vamos a verlas.

1. Comunicación es sinónimo de información e incluso de cultura

La gran equivocación escondida entre las alegres burbujas de la web 2.0 (350 millones de twits al día sólo en Twitter) es pensar que comunicar quiere decir necesariamente informar y que, entonces, se trata de una práctica de libertad. En realidad, la única liber­tad sustancial que hemos logrado gracias a los social media es la de poder decir o gritar, con o sin públi­co, que existimos. El consuelo evidente que nos dan esos instrumentos de comunicación es la sensación de pertenecer a una tribu.

Pero la información, en el sentido profundo, noble y cívico de la palabra, es otra cosa. Hemos tomado las premisas de un proceso por los resultados del proceso mismo. La comunicación no origina automá­ticamente un razonamiento, la expresión no genera automáticamente la libertad, el intercambio de sig­nos no ocasiona automáticamente la construcción de una comunidad. Todas son condiciones necesa­rias, pero al confundirlas con la finalidad, las trans­for mamos en trampas.

El valor cultural de la comunicación digital es otro asunto que se presta a desaciertos. La cantidad des­proporcionada de datos que tendríamos que proce­sar y la casi simultaneidad entre hecho y noticia que caracteriza el mundo informativo actual son las dos armas que tienen paralizada la cultura. La cultura aquí es aquel gesto reflexivo, crítico, indagador, que se desarrolla gracias al tiempo y que toma fuerza dia­logando con el tiempo. Es claro entonces que los ins­trumentos de comunicación o socialización no ne­cesariamente sirven para crear cultura, sobre todo cuando prescinden o limitan el papel del tiempo.

2. La abundancia informativa quiere decir automáticamente libertad de elección

El crecimiento hiperbólico de los datos que nos ro­dean y nos hacen guiños está fuera de la posibilidad humana de control. Además, el sacrosanto derecho a la información ha sido traicionado de manera muy astuta y sutil con una operación de canalización de la curiosidad hacia el sensacionalismo y la vacuidad. El paseo que a diario nos toca hacer entre las estan­terías del súper de la irrelevancia nos obliga a llenar nuestra despensa mental con alimentos poco nutri­tivos y estimulantes para el cerebro. El problema es que a nivel mental no hay la posibilidad de comer chatarra y limpiarse la conciencia (más que la sangre) con píldoras o cápsulas de suplementos dietéticos inteligentes.

La metástasis informativa contemporánea pone en duda el asunto filosófico de que cada mirada es una elección. Sin los instrumentos para una discer­nimiento consciente, el exceso de mensajes, que se presenta como democratización de los medios, es una de las causas de la desinformación. Obligado a perseguir a la carrera las noticias que surgen ince­santemente, el consumidor de información no puede

Fabrizio [email protected]

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H

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desarrollar una reflexión, un razonamiento. Como nos enseñan los políticos, para encubrir un escánda­lo hay que ofrecer de inmediato otro más grande a la prensa, esperando con tranquilidad zen, sentados a la orilla del río del olvido.

El resultado está asegurado, porque para impedir la capacidad cognitiva de un ser humano la censura no sirve. Hay que bombardearlo con datos hasta que la organización mental resulte imposible o simple­mente casual, y la memoria sucumba ante la veloci­dad y la cantidad de información.

3. Los hechos que llegan a ser noticias son los acontecimientos más importantes

En la sociedad del populismo mediocrático, hay un elemento que influye en todo el sistema informativo. No hablo de la notoria contaminación entre medios y política, sino más bien de la vinculación entre con­tenidos y publicidad en los medios. El objetivo de cualquier medio masivo que tenga que vivir en la arena del mercado es la rentabilidad económica. El dinero importante no lo aporta el usuario sino los anunciantes. La cantidad de público es un número mágico que decide el destino de los medios comer­ciales porque determina el valor de sus páginas pu­blicitarias.

¿Cuál será entonces el criterio selectivo de las no­ticias para un director editorial? La respuesta correc­ta es: depende. Depende del target o público objeti­vo. Por ejemplo, si el producto es un periódico y el público es de izquierda, es más fácil que se pue­da publicar una noticia sobre un golpe de Estado en Malí, mientras que en un semanario que se dirige a la clase alta y empresarial es más probable que se escoja la noticia de la adquisición de un banco por parte de un ente financiero.

Sin embargo, estos son targets específicos, es de­cir, los más fáciles de administrar porque el consu­midor tiene una idea clara de lo que espera y no es simplemente un potencial pasivo de impulsos y una mina de curiosidad donde extraer atención para los productos.

Los medios generalistas son, al contrario, los ám­bitos menos definidos, donde el perfil ideal del con­sumidor es ese hombre medio que existe solamente en los modelos científicos y que no tiene pasiones, intereses y proyectos, sino instintos, antojos y pul­siones. Es allí donde la elección de las noticias y de los contenidos acude mayormente al conformismo, al sensacionalismo y al morbo, porque sirven para entretener al público mientras llega la publicidad, en la página o en el comercial siguiente. La vieja ley de la prensa populista y conservadora –sexo, sangre, dinero– sigue funcionando hasta hoy (adicionada con deporte y celebridades) en todos los medios que necesiten aumentar su público.

Supongamos, por ejemplo, que llegando a tener un público más numeroso un medio masivo pue­da cobrar unos precios más altos para la publicidad. Para lograrlo, se ofrece al director editorial un pre­mio monetario importante. ¿El golpe de Estado en Malí y el banco adquirido por un grupo financiero serán noticias esenciales para ese respetable se­ñor, que puede ganar mucho dinero con un poquito

de irrelevancia morbosa? Al hablar de acontecimien­tos importantes hay que preguntarse: ¿importantes para quién?

4. Conocer los acontecimientos que se presentan como “los más importantes” permite al

ciudadano relacionarse con su contexto social, participar e influir.

La posibilidad de acceder a cualquier crónica de cual quier acontecimiento, cualquier interpretación de cualquier evento, es agitada como la bandera de la democratización. A esto se agrega la posi bi lidad de ser creadores, en primera persona, de narracio­nes e interpretaciones para divulgarlas en la blogos­fera. La plaga informativa ya no es responsabilidad sólo de los profesionales de la información porque hoy, gracias a los blogs y a las redes sociales, la es­critura es utilizada por cientos de millones de per­sonas que quieren “conversar” o simplemente pro­clamar su existencia. La escritura como simple medio de trasporte y suplente de la palabra.

Pero en la web circulan discursos, ideas y palabras sin ninguna verificación de autenticidad y trascen­dencia. El proceso de selección se hace a menudo por azar. Así, muchas palabras deambulan sin decir nada y estimulan la producción en cadena de los “me gus­ta” y “no me gusta” con un clic. El aspecto participa­tivo de las redes sociales torna obscura la calidad del intercambio y hallar cosas interesantes es un trabajo duro y lento, a veces infructífero. La posibilidad de crear en una red social el cuento autobiográfico del proprio ego utópico y romántico, o ser el autor de un blog donde exhibir un mundo contemplado por los demás parece influir en la realidad offline solamen­te por promover una estructura psíquica neurótica. Freud diría que son indicios de neurosis, porque el principio del placer, es decir la consecución inmedia­ta de los apetitos, instintos y pulsiones, no es tempe­rado y organizado por el principio de realidad que, a través de la memoria, el razonamiento y el proyec­to, permite al sujeto conocer el ambiente real donde vive y realizar de manera concreta sus deseos.

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La elefantiasis mediática eterniza el presente y olvi­da lo que sólo ayer era la noticia del día. El flujo con­tinuo de información –el flujo, no la información– es lo único que se queda en un paisaje aluvial de datos donde nada sedimenta, todo resbala. Como lo seña­la El roto en una de sus viñetas en El País, “nos quieren entretener con la actualidad para que nos olvide­mos del presente”. Esta confusión entre actualidad y presente, tiempo real y tiempo vivido, representa­ción y experiencia, brota del ingenuo entusiasmo que acompaña la abundancia informativa actual.

Denunciar la invasión de la irrelevancia como ins­trumento de parálisis cultural no quiere decir añorar los tiempos de escasez de información; más bien sig­nifica aspirar a la construcción de una sociedad que proporcione a sus ciudadanos los instrumentos para moverse en medio del mar de melaza que hoy se ha formado por el encuentro entre información y co­municación •

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Para impedir la capacidad cognitiva de un ser humano la censura no sirve. Hay que bombardearlo con datos hasta que la organización mental resulte imposible o simplemente casual, y la memoria sucumba ante la velocidad y la cantidad de información.

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n 1992 el escritor peruano Julio Ramón Ribe­yro (1929­1994) realizaba su gran anhelo de volver a vivir en Lima después de más de tres décadas de residencia en Europa. “Tener una casa frente al mar, donde pueda pasar tar­

des tranquilas, interminables, mirando al ponien­te, escribiendo si me provoca, con uno o dos amigos, buenos discos, un buen vino, mi pequeña familia, un gato y la esperanza de sufrir poco.” Así había regis­trado ese deseo en su Diario personal en 1974. Y aun­que no llegó a reunirse con la familia en Lima, porque su mujer y su hijo permanecieron en París, donde él los visitaba periódicamente, fue en ese departamen­to del malecón Souza donde el escritor disfrutó del máximo reconocimiento a su obra. En 1992 se suce­dieron numerosas publicaciones, entre ellas el cuar­to tomo de sus cuentos La palabra del mudo, y la quin­ta edición de sus Prosas apátridas. Pero nada podía alegrarlo más que la publicación de La tentación del fracaso, el primer tomo de su Diario personal. El segundo tomo se iba a publicar en 1993 y el tercero en 1995, poco después de la muerte del escritor. Es de esperar que próximamente continúe la edición de los restantes tomos.

“Al publicar este primer volumen –de los diez o doce que comprenderá bajo el título general de La ten-tación del fracaso‒, creo inaugurar una forma de ex­presión literaria nunca utilizada en nuestro medio, al menos bajo la forma específica del Diario del Escri­tor”, escribe Ribeyro en Mayo de 1992, en el prólogo.

Atento lector de diarios íntimos, de correspon­dencias y de memorias, Julio Ramón Ribeyro consta­tó, siendo muy joven, que la literatura latinoameri­cana carecía prácticamente de ese género literario, cultivado tan profusamente por los europeos. Eran otras épocas y no existía ni sombra de internet ni blogs ni el yoísmo literario que suele abrumar estos tiempos de exposición permanente. Cierto que ya en 1942 la editorial Espasa Calpe había publicado en Buenos Aires Lo íntimo, el asombroso registro de vida y literatura de la escritora argentina Juana Manuela Gorriti, fallecida en 1892. Aunque una vez publicado desapareció de circulación hasta el día de hoy, en que la editorial Buenavista está a punto de reeditarlo. Ni tampoco podía conocer Ribeyro el diario de su com­patriota, la escritora peruana Zoila Aurora Cáceres (1877­1958), cuyo Mi vida con Enrique Gómez Carrillo iba a publicarse en Guatemala en 2008. Una excep­ción constituye el dramático testimonio de otro pe­ruano, el escritor José María Arguedas, (1911­1969), que intercala su diario desgarrado y violento en su novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), y registra la inevitabilidad del suicidio del autor a medida que se van volteando las páginas.

Esther Andradi

tENtACioNES y FrACASoS

El tiempo se traga lo anecdótico, disuelve lo ditirám­bico, plancha el barroco y al final sobrevive lo esen­cial. La obra de este peruano, contemporáneo de Manuel Scorza, Alfredo Bryce Echenique y Mario Vargas Llosa, se va agrandando a medida que pa­san los años. Julio Ramón Ribeyro estudió Letras y Derecho en Lima, y en 1950 se fue a Madrid con una beca. Fue entonces que comenzó a escribir siste­máticamente su diario. Vivió más de tres décadas en París, donde realizó los más variados trabajos, has­ta que se empleó en la agencia de noticias France Presse, y por último fue consejero cultural y emba­jador frente a la Unesco.

Se definía como un “escritor de clase media”. Na­die como él pintó, en los relatos de La palabra del mu-do, los deslizamientos de ese sector social, sus aspi­raciones frente a la aristocracia blanca y poderosa, su ambigüedad con el mestizaje, su desprecio por lo indígena. No coincidía este Perú que él escribía con el que esperaban encontrarse los europeos de los años sesenta y setenta. En su literatura no había su­ficientes indios, ni color local, ni se sucedían ma­ravillas. Si fue tímido, como dicen quienes lo co­nocieron y frecuentaron, hasta creerse “de tercera división” frente a los que él definía como los “gran­des” de la narrativa latinoamericana, Ribeyro es sin embargo el gran innovador de la literatura del con­tinente. Dudoso de su capacidad literaria, auto­destructivo, contradictorio, este escritor se aventuró por los caminos de lo inclasificable. En momentos en que la novela se imponía como única señora y reina de las letras, él escribió ficción mínima, fragmentos, cuentos... y se jugó en la escritura del Diario personal.

La tentación del fracaso es el registro metódico, doloroso, festivo y profundamente vinculado al oficio de su autor, del combate diario por la vida y la escritura. De sus dolores y amores, de sus fracasos, de sus dudas. Ni una sola línea de autoconmisera­ción, ni una pizca de piedad para el sufriente de úl­cera y demás disturbios que analiza descarnadamen­te después de cada operación, de cada hemorragia. Pocas veces se detiene frente a ese cáncer crónico que lo invade, aunque controladamente. No se priva de nada este flaco tenaz y autocrítico.

“¿Por qué la tentación del fracaso, Julio?”, le pre­guntan una y otra vez los periodistas. Y el paciente Ribeyro responde que la escritura del diario a veces intenta sustituir la obra, y que esa es la tentación. “El diario íntimo es una ocupación peligrosa que puede cerrar la comunicación con los otros y confinarnos a un soliloquio estéril y secreto”, escribe en el prólo­go al primer tomo, en mayo de 1992. “Puede también

servirnos para, en caso de los escritores, no escribir lo que debiéramos escribir y escribir solamente acer­ca de los problemas y perplejidades que nos plantea nuestra vocación, de modo que el diario termina por suplantar a la obra potencial que conteníamos.”

Pero también el diario puede convertirse en el lu­gar donde se origina la obra. Una observación de lo cotidiano puede ser el germen de una prosa apátrida, o de un relato, o de un ensayo, de una reseña. El dia­rio es el registro de lecturas de Ribeyro, sus preocu­paciones, sus anhelos con el Perú, el hilo de Ariadna con los vaivenes del oficio de escribir.

EL DiNEro

Tres temas se mantienen en La tentación del fracaso: La escritura, el amor, la enfermedad. Y por encima de los tres, la nube negra del dinero que nunca le alcan­za. El escritor vive en la pobreza más absoluta y, cuando lo recibe, sea de su beca, de su familia o de sus eventuales trabajos, se lo gasta de golpe, en dos o tres días, y a veces hasta en una noche.

En agosto de 1954 ya había expirado su beca y su familia de Lima dejó de enviarle remesas de dinero, de modo que la situación no parecía tener salida. Fue entonces que el dueño del hotel donde se hospedaba, y al que ya no podía pagar, le ofreció un trabajo de conserje. Recibía un mínimo sueldo y tenía asegu­rada la habitación y en parte la comida. A cambio se encargaba del “monopolio de las funciones adminis­trativas” y de limpiar diariamente las ocho habita­ciones. Y una vez por semana baldear la escalera. “De modo que soy gerente y al mismo tiempo camarero.”

En una ocasión, la basura no fue recogida ya que el reloj no sonó, y sacó los cubos a la calle demasiado tarde. ¿Qué hacer? “Es curioso que tenga yo ahora que ocuparme de cubos de basura cuando estoy es­cribiendo precisamente ‘Los gallinazos sin plumasʼ. Espero que esto le otorgue a mi cuento un poco más de exactitud sicológica”, escribe, refiriéndose a su emblemático relato sobre la lucha por la sobreviven­cia de dos niños que viven de los desechos, publi­cado en 1955.

En 1955, durante su estadía en Madrid, necesitaba diez dólares (!) para un pasaje de tren a París. El due­ño de la pensión se los prestó. Como garantía, el es­critor le dejó una maleta llena de libros que nunca pudo recuperar. Y conste que entonces los libros eran un preciado tesoro.

En 1956 consiguió un subsidio para estudiar ale­mán en Munich. En agosto de ese año consignó en su diario: “Noche catastrófica. Reeditando una de mis viejas y estúpidas salidas nocturnas he perdido ano­che 150 marcos (el monto mensual de mi beca). Pro­

RibeyRoy la tentación del fracaso

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bablemente me los robaron en algún bar. Recuerdo haber terminado la noche en una comisaría, ebrio, discutiendo con una mujer de vida alegre. Única con­clusión: no puedo seguir soltero.”

En noviembre de 1956, de regreso en París, regis­tra: “Yo solamente pido paz, el tiempo suficiente para escribir, dinero para libros y cigarrillos. Ahora en el Jardín de Luxemburgo pasé un día horrible ba­jo el más hermoso sol de otoño: mi única preocupa­ción era escaparme antes que llegara la mujer que cobra por el derecho de ocupar una silla. No tenía ni un céntimo en el bolsillo.”

ViDA y LitErAtUrA

El primer tomo de La tentación del fracaso abarca la década de 1950 a 1960. Son los años de formación del escritor, sus dudas acerca de si vale la pena lo que es­cribe, qué es la vida, la felicidad, la juventud que se va. El deseo de escribir, de “escribir algo importan­te”, y sin embargo “yo, yo, yo estoy aquí frente a este cuaderno, luchando contra el estilo, contra el pen­samiento, contra la belleza, sin poder hacer nada, vencido...” Páginas donde disecciona la obra que va publicando, y sobre todo, el proceso de creación de esa obra. ¡Y cuánto, pero cuánto sufrimiento detrás de esos cuentos perfectos!

“Quién dios mío, quién comprenderá que cada palabra que he escrito he tenido que pensarla la­boriosamente y la he puesto sin dejarme vencer casi nunca por la facilidad”, porque según Ribeyro, “la duración de una obra reside en gran parte en sus cua­lidades literarias. Por ‘literariasʼ entiendo el estilo, las metáforas, la armonía de la frase y de la construc­ción, elementos en suma sensoriales, sensuales, que muchos escritores negligen. Las ideas pasan, la ex­presión queda”, resumía.

Aunque escribió tres novelas, su relación con el género es contradictoria. Lo aburría el naturalismo, deseaba inventar lo que no existe, fuera de todo lo

conocido. “La novela es un producto social, no in­dividual. Brota del genio colectivo, de la herencia cultural asimilada durante siglos”, escribe. “Fran­çoise Sagan (que con 18 años acaba de escribir una obra maestra) no hace más que recoger el rédito del vasto capital almacenado por el genio narrativo francés en el curso de su historia. Yo, detrás mío, só­lo tengo leyendas, tradiciones y sainetes. Para un sudamericano es más fácil hacer una revolución que escribir una novela”, concluye.

Ribeyro no conocía términos medios: “Uno de los caracteres esenciales de mi temperamento es la avidez, la vehemencia, la voracidad. Me fumo en la mañana los cigarrillos de todo el día [...] Previsión, economía, método, son palabras que no tienen sentido para mí. Jamás he podido distribuir mis bienes en proporción a mis necesidades. Mis apetitos no tienen otro lími­te que la fatiga y no se extinguen sino con el abuso. Cuando bebo es para emborracharme, cuando hago el amor hasta quedarme dormido, cuando leo hasta que mis ojos inflamados no distinguen las letras.”

LA ENFErmEDAD

En 1973, luego de una hemorragia que lo puso al bor­de de la muerte, fue operado de una úlcera. La ope­

ración le significó casi un mes en el hospital, más tiempo de recuperación... Desahuciado por el per­sonal médico porque no aumentaba de peso, roba­ba las cucharitas de metal del desayuno para ponér­selas en los bolsillos antes de subirse a la báscula, y así demostrar que había subido algunos gramos. Se deprimió tanto, hasta que su madre le dijo: “Si tie­nes que morirte, pues acéptalo.” Entonces comen­zó a comer de a poco, y para su cumpleaños, el 31 de agosto, se dio cuenta de que “ya nada iba a ser como antes pero que estaba salvado.”

Por esos días escribió: “Al nacer se nos dan unas cuantas fichas y es al vivir que debemos encontrar las restantes para recomponer el rompecabezas de la realidad. Ignoro si son pocos o muchos los que logran reconstruirlo, pero yo pertenezco a aquellos que se irán del mundo sin haber visto el dibujo escondido.” Como el personaje de su cuento “Silvio en el Rose­dal”, publicado en 1977, el escritor buscaba descifrar los códigos escritos en las huellas de las cosas. Acaso Julio Ramón Ribeyro intuía que la respuesta se ocul­taba en la trama tejida entre el diario y su literatura. A los lectores nos toca el privilegio de descubrirla •

RibeyRoy la tentación del fracaso

“ ““El diario íntimo es una ocu-pación peligrosa que puede cerrar la comunicación con los otros y confinarnos a un soliloquio estéril y secreto”

Julio Ramón Ribeyro, París, 1986

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10leer 8 de julio de 2012 • Número 905 • Jornada Semanal

El viaje literario,

v.s. Pritchett,

fce,

México, 2011.

AMOR QUE NO EMPALAGA

JORGE ALBERTO GUDIÑO HERNÁNDEZ

Amor y otros suicidios,

Ana Clavel,

Ediciones b,

México, 2012.

CRÍTICO DE LIBROS

RAÚL OLVERA MIJARES

La labor de acercar al público grandes libros cono-ce diversas restricciones. En primer lugar, está la cuestión del poco espacio. La mayor parte de las veces no es posible explayarse como ameritaría el interés que ofrecen ciertos autores, debido al número de palabras o caracteres con espacios que asignan los editores para las colaboraciones. En segundo lugar, viene el problema de la calidad intrínseca del texto, la diferencia entre un texto bien escrito, de manera sugerente y sutil, y otro que meramente repasa los hitos más destaca-bles. Mientras más alta sea la calidad, aumenta la probabilidad de recoger algún día en un futu-ro ese texto aislado en un libro de ensayos. En tercer lugar, y por último, viene lo que decía Montaigne: “Ensayamos siempre acerca de noso-tros mismos”; en otras palabras, es la subjetivi-dad particular de cada comentarista, con una historia personal, rica y profunda en experien-cias como lector, la que se proyecta en cada texto, confiriéndole un sello característico.

La presente colección de ensayos –acerca de libros y autores– se desprendió de la pluma de un hombre de letras británico, Sir Victor Sawdon Pritchett (1900-1997). La selección de cincuenta piezas, más un estudio preliminar, es del profe-sor y escritor Hernán Lara Zavala. Volumen denso en conceptos y variado en pormenores, puede cuestionarse no obstante la selección y el tino de incluir ciertos nombres con la exclusión de muchos otros. A grandes rasgos, se desbro-zaron tres secciones: autores británicos, autores europeos y autores españoles y latinoamerica-nos. Las secciones, en cuanto a la extensión y número de autores cubiertos, se presentan en orden decreciente: con veinticuatro la primera; diecisiete la segunda, y únicamente cinco la terce-ra. Era difícil en medio millar de páginas hacer algo que no resultara necesariamente fragmenta-rio. Ahí quedan editados en inglés The Complete Essays (1991), para quien desee una visión más abarcadora.

Pritchett pasa revista a las filas de algunos autores ibéricos y su descendencia en América. Benito Pérez Galdós (1843-1920), el gran novelis-ta español del realismo, le parece de un aliento y una prolijidad comparables solamente con Tols-toi. Fuera del mundo hispánico, sin embargo, es apenas conocido, pues la sociedad española que retrata es un tanto anticuada respecto del resto de Europa. Su dominio absoluto del lenguaje, el cabal control de las atmósferas y la fiel pintura de los personajes lo coloca, no obstante, a la altura de Stendhal. El argentino Jorge Luis Borges (1889-1986), por un lado, y el colombiano Gabriel

García Márquez (1928), por otro, se abordan como dos de los representantes más señeros de las letras hispanoamericanas, altamente contrastantes entre sí, pero que guardan en su gusto por la desmesura, las historias cruentas y la fe inquebrantable en las virtudes del estilo, ciertas afinidades. Federico García Lorca (1898-1936) es el único nombre de poeta cobijado en este volumen •

Escribir en torno al amor es tan problemático como inevitable. Por un lado, parece que ya todo está dicho. Se puede elegir un punto de partida o pensar, ingenuamente, que la experiencia propia es el más fuerte de los acicates a la hora de perse-guir la originalidad. A la larga, conforme más leamos en torno, nos daremos cuenta de que las historias de amor tienden a lo cursi o a la trage-dia. De lo contrario, se precisa ampliar el concep-to, llevarlo hasta nuevas latitudes. Por el otro, no existe nada más atractivo que colaborar con la formación de ese referente universal que es la lite-ratura. Es probable, mucho, en verdad, que noso-tros hayamos aprendido a amar gracias a la narración del propio amor. Entonces se vuelve necesario sumarnos a ella. Aún más, centrados en nuestras propias emociones exacerbadas, perse-

guimos lo imposible: narrar el absoluto del amor.Ana Clavel (México, 1961) se deja tentar por el

tema pero no cae en sus engaños. En Amor y otros suicidios presenta dieciocho cuentos variopintos en los que, sin duda, no se deja ganar por el melo-drama fácil. Tampoco entra la tragedia estreme-cedora ni el empalagamiento propio del tema.

Lograr que un libro de cuentos sobre el amor no se vuelva lugar común, por un lado, y que sea consistente, por el otro, no es tarea fácil. La clave reside en las tres décadas que le llevó escribir estos cuentos. En ellos es fácil encontrar un esti-lo que va madurando. La prosa es seductora, atrapa de inmediato. También son variados. Se puede ir del cansancio abrumador de un hombre con un matrimonio a cuestas que fantasea en un vagón del metro, a un planteamiento incestuoso y perverso al más puro estilo de Lolita, pasando por una receta fantástica para hacer un rico caldo, con sólo dar vuelta a la página.

A lo largo de estos treinta años también hay muchas coincidencias, más allá de la temática. Ana Clavel se ha ocupado de trazar un acento en lo que a la corporalidad se refiere. A ella no le resulta extraño hablar al respecto. Se sabe acorra-lada por el tema y lo celebra. Sus personajes van mirando el mundo a partir de su propia sexuali-dad para darles una dimensión diferente, que les permite ilusionarse y fantasear ya no sólo con el amor sino con ese componente que suele apunta-larlo: el deseo. Así pues, fantasía y deseo conviven

en estos cuentos donde la piel evita la presencia de melodramas inocuos y que los personajes se desga-rren las vestiduras.

Los libros de cuentos son difíciles. Requieren mucho trabajo para resultar homogéneos. Amor y otros suicidios lo consigue. Ya sea porque la auto-ra demuestra una gran madurez narrativa, ya porque juntos forman una suerte de collage que funciona en su conjunto pero también en cada una de sus piezas •

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11 leer

en nuestro próximo número

Jornada Semanal • Número 905 • 8 de julio de 201211

SELIGSON ENSAYISTA

ALEJANDRA ATALA

LA INVENCIÓN DE VILLASECA

MIGUEL MALDONADO

Escritos a máquina. Ensayos y reflexiones,

Esther Seligson,

Textos de Difusión Cultural unam,

México, 2011.

Este México triste,

Juan Bautista Villaseca,

Taller Ditoria,

México, 2011.

próximo número

PARA RELEER A GIDEIgnacio Padilla y Annunziata Rossi [email protected]

Entrevista con Dolores CastroActualidad poética centroamericana

Vasta, por decir poco, es la obra del francés e.m. de Montaigne (1533- 1592), sobre todo la que concierne a sus Ensayos, obra en la que vertió su vida, que concluye hasta su muerte y que repre-senta la cumbre del pensamiento humanista fran-cés del siglo xvi. Esther Seligson (1941 -2010) dejó, como el también alcalde de Burdeos, una no igual de amplia pero sí nutritiva compilación de ensa-yos y reflexiones que van cayendo a cuenta desde ese sonido metálico que hacían los tipos de la máquina de escribir sobre el papel e iban coadyu-vando o haciendo franca comparsa a su pensa-miento rítmico, ordenado y lleno de armonía en la voz alta de los tipos que iban dando en el rodi-llo de caucho, que fue la piedra de toque de sus

reflexiones acerca de todos los elementos, joyas de la creación artística, que fueron llegando a sus manos, a sus yemas, a la razón de una realidad que sólo denota sentido al entrar en la feria de los libros de los otros. Cuarenta y cinco son los textos, los mundos que se abren en múltiples miradas de la autora de la novela Otros son los sueños y que nos deja como fin de su legado literario y como ejemplar principio de quien inició con estos artí-culos, allá en las mocedades de su pluma y de un alma criada en la finura de lo exquisito.

Interlocución y elocuencia van marcando las señas cifradas de Seligson en este libro, en el que vamos notando, en el hilar fino de la considera-ción de los textos y obras de los otros, la abundo-sa capacidad de asociación e imaginación que la autora prodigaba en sus páginas; probablemen-te de esta capacidad de mirar y enriquecer haya nacido aquello que Montaigne dijo: “Es a mí a quien pinto”, pues, aunque de cierto Seligson no habla de sí misma, sí habla desde lo que ella misma es a través de los universos creados y cultivados desde una inteligencia aguda y capaz tanto de la síntesis como de la abstracción.

Hugo Argüelles, Juan José Arreola, Federico García Lorca, Cioran y Beckett son sólo algunos de los personajes con quienes Seligson dialogó a través de su escritura, que va revelando su interés, instrucción y conocimiento de modo elocuente

y, sobre todo, sentencioso, sin dejar a un lado la capacidad sensitiva de la también ganadora de los premios Villaurrutia y Magda Donato, de ir respi-rando la cultura de los países en los que vivió (Francia, España, Portugal, Israel), que rezuman sus temperamentos en las páginas de Escritos a máquina.

Poeta, narradora, dramaturga y ensayista, Esther Seligson nos deja la voz de un alma que se pinta a sí misma a través de sus reflexiones y que enriquece, en mucho, la visión de lo que otros han escrito, sentido y vivido.

Principio, fin, principio; en uno de los ensayos, Seligson responde, a propósito de para qué escri-bir: “Para medir constantemente el anhelo de libertad y ensanchar sus límites” •

Villaseca es un poeta conocido por muy pocos; tan pocos, que podría incluso ser una invención. No lo es, por supuesto, pero la sola idea nos hace pensar en lo que falta por conocerlo: un poeta no sólo se descubre, también se inventa. En La inven-ción de América, Edmundo O´Gorman muestra que no basta con descubrir un hecho –América por ejemplo–, para que exista es necesario que también se le invente. Todo creador necesita ser recreado.

Hugo Gutiérrez Vega cuenta en alguno de sus poemas que trabajar como diplomático enseña la desposesión, tener lo mínimo de bienes y de equi-paje para, en cualquier momento, emprender el viaje. Juan Bautista Villaseca siguió esta misma enseña, vivió y escribió desde la desposesión, pero ésta no fue absoluta –ninguna lo es. Sabía

eso que los poetas han intuido desde siempre: que son unos poseídos. Villaseca hizo suyos los versos del poeta y capitán español Fernández de Andra-da –muerto por cierto en México en 1648–: “Una mediana vida yo posea/ un estilo común y mode-rado/ que no lo note nadie que lo vea.” Igual que el capitán, abrazó la vida modesta; también como él, escribió versos luminosos: “Mañana será lunes./ El sordo lunes de los pobres/ en los que amanecemos debiéndole hasta el martes.”

La paradoja poseído/ desposeso recorre la historia de la poesía. Baudelaire y Pessoa la encar-nan en los últimos dos siglos. Ambos habían deci-dido la “mediana vida” y, sin embargo, estuvie-ron a la altura de su tiempo, rebasaron la media y su voz se alza como el testimonio más verdadero de su época. Acaso el mito fundacional sea Edipo rey, Edipo mendigo: “No quisiera escribir este poema./ No quisiera esta gloria de estar compro-metido/ siempre con las rosas.” No quisiera y, sin embargo, Villaseca lo quiere. Fernando Pessoa prefería las rosas a la patria, la patria como alego-ría de la vida afanada en los asuntos del dinero y del poder. Ambos prefirieron la gloria de las rosas, alegoría del hombre con conciencia histórica: “Yo no tengo importancia,/ esa importancia déjala a los ríos,/ a la sabiduría de la libertad,/ al hombre que se queja/ y que se alegra y que se queja,/ déja-sela a los niños.”

En el poema “Diurno para una visita” –sobre-saliente en la poesía mexicana– se resuelven las aristas que tranzan la obra de Juan Bautista Villa-seca: la asombrosa y sencilla combinación de las imágenes, las revelaciones del día a día, el sentido lúdico de las cosas y, sobre todo, el hecho de ser un poseído al que le pesa pensar lo que pasa: “Las diez y media./ Como todos los días, hoy me quie-ro buscar,/ y estoy tan solo/ que hasta los auto-buses van vacíos./ Quiero portarme mal,/ y a un millonario ilustre romperle la vajilla,/ Pero qué voy a hacer./ Me arrepiento de verme otra vez./ De estar sentado siempre caminando./ De no hacer nada sino la palabra./ […] Cómo golpea pensar,/ en dónde me hallaré cuando me necesite un beso./ En qué teléfono/ hoy me pondré de acuer-do con la vida” •

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AVerónica Murguía

arte y pensamiento ........ 8 de julio de 2012 • Número 905 • Jornada Semanal

Raúl Olvera Mijares

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Distopías

Las distopías, tan de moda ahora después del resonante éxito de Los juegos del hambre, de Suzanne Collins, suelen atinar. Es una idea melancólica, pero una rápida mirada sobre este género que conoció su esplendor en el siglo xx, lo comprueba. Algunos escritores se die-ron cuenta de que el drama que determinaría la fisonomía de nues-tras tragedias se presentaría en un escenario novedoso, y que el gran villano, el exterminador de hombres, ya no eran el Diablo, el Destino o la Pasión. Descubrieron que el Mal, en la peor de sus facetas, estaba contenido en el Estado y su séquito de horrores.

Pienso en Nosotros, de Yevgeny Zamyatin, publicada en 1921 y que prefiguró tanto al gobierno totalitario que encabezó Stalin, como al Gran Hermano, ubicuo y abrumador representante del po-der en 1984 y presentido por George Orwell. Zamyatin, escritor lú-cido y temerario, fue reprendido, arrestado y enviado a Siberia por “burlarse de las políticas del Zar”. Después de la Revolución de oc-tubre, este bolchevique ejemplar descubrió que la censura del ré-gimen comunista podía ser tan férrea como la del Zar y escribió Nosotros, la feroz alegoría que le valió el exilio fuera de la Unión Soviética para siempre.

Obviamente Nosotros fue prohibido y, puesto que hablamos de los rusos, fue transcrito a máquina, se hicieron copias con papel carbón, ejemplares manuscritos y mimeografiados. Circuló de mano en mano, clandestina e ininterrumpidamente durante dé-cadas, ejemplo perfecto del curioso fenómeno llamado samizdat. Este heroico método de edición y distribución consistía, simple-mente, en copiar los libros prohibidos de forma doméstica y se-creta para repartir entre conocidos, con la esperanza de que al-guien tuviera tiempo y energías para crear más transcripciones y aumentar el “tiraje”.

Nosotros fue leído con un fer vor at izado por el miedo y por la certeza de que esa lectura era un acto libertario, que los momen-tos que el lector pasara su-mergido en la historia eran un auténtico escape de la represión.

Lo s h a b i t a nte s d e l a distopía creada por Zam-yatin viven en casas de vi-drio, lo cual hace imposible que exista la vida privada. Prefiguró al Gran Hermano orwelliano y la sociedad homogénea de Un mundo feliz, de Al-dous Huxley. Orwell, quien aceptaba con naturalidad la influencia de Zamya-tin, afirmó que Huxley se había inspira-do en Nosotros, pero éste lo negó hasta el final, argumentando que Un mundo feliz era, sencillamente, la refutación del optimismo implícito en la obra tempra-na de h. g. Wells.

Huxley, Orwell, Vonnegut, Bradbury, Bulgákov… La lista de los padres de la distopía es larga, cosmopolita y brillan-te. A pesar de su heterogeneidad, todos coinciden en que el proyecto de los Es-tados es la creación de sociedades atur-didas por la propaganda, el miedo y, en el caso de los críticos del capitalismo, el consumo. Estados Unidos, la Unión So-viética, la China de Mao, el Khmer Rojo y los países musulmanes gobernados por las formas ortodoxas de la Sharia, han hecho, todos, apariciones más o menos disimuladas en estos libros. Una ojeada a los periódicos demostrará has-ta qué punto estos escritores han sido visionarios, en el sentido más estricto del término.

Ahora, naturalmente, en la literatu-ra distópica el Estado comparte su lu-

gar de Mal mayor con las compañías del mundo capitalista. En Neuromante, de William Gibson, mordaz padre del ci-berpunk (y creador del término ciberes-pacio), ya las zaibaztu, las corporaciones japonesas, sustituyen al Estado. Y así en Mujer al borde del tiempo, Ella él y eso, de Marge Piercy; Orix y Crake y El año del diluvio, de Margaret Atwood; La mucha-cha de cuerda, de Paolo Bacigalupi, en la que el gigante Monsanto, con el nombre de Agrigen, ha destruido todos los ce-reales y las frutas no modificadas ge-néticamente del mundo y un largo et-cétera. Las constantes serían, quizás, el amargo presentimiento de que el di-nero mueve al universo y de que no es-tamos hechos para ser felices. Ni libres.

En todas estas novelas los pobres son cada día más pobres y los ricos son obscenos y poderosos. La naturaleza está al borde del colapso, las mujeres son tan maltratadas como siempre y la propaganda más burda satura los cere-bros de la mayoría. La guerra no varía, aunque el enemigo cambia constante-mente. Los presidentes no son más que voceros, la verdad nunca se sabe, la tele es veneno.

Para los mexicanos, la verdad, esto ni es tan difícil de imaginar •

George Orwell

Los frutos tardíos de Luisa Josefina Hernández

Luisa Josefina Hernández (Ciudad de México, 1928) ha obtenido un doble reconocimiento, como narradora y dramaturga. Su novela Apocalipsis cum figuris (1982) le valió el aún entonces prestigiado Premio Villaurrutia.

El teatro representa, sin embargo, la veta que con más provecho y abundancia ha explorado la autora. Su labor pedagógica, junto a la de Emilio Carballido, se halla entre las más notables en México durante la segunda mitad del siglo xx. Discípula de Rodolfo Usigli y su sucesora en la cátedra de Teoría y Composición Dramática en la Universidad Nacional, Luisa Josefina Hernández, formada en la es-cuela realista de Eugene O’Neill, fue maestra y entrañable colega de Jorge Ibargüengoitia, Juan García Ponce, José Luis Ibáñez y Juan Tovar, por mencionar a sus discípulos más egregios. Primera mujer de Alejandro Rossi, por aquel entonces joven promesa intelectual, con quien se uniría en fugaz matrimonio, pronto conocería el éxi-to con su obra Los frutos caídos (puesta en escena de Seki Sano, 1957) y partiría a Nueva York en un viaje de estudios gracias a la beca Rockefeller. Pasó por la Universidad de Columbia y se doctoró en México con una tesis sobre estudios medievales. Galardonada con diversos premios, la maestra Hernández es, con todo, poco conoci-da fuera del ámbito escénico y universitario. Sus piezas recorren una amplia gama de géneros y recursos, donde la experimentación y los hallazgos se suceden. En la última parte de su labor creadora se observa una vuelta a un realismo de raigambre costumbrista y de exaltación de la figura de la mujer emancipada.

En Los Buddenbrook, además del retrato de una época a través de tres generaciones al menos, se trazan elementos claramente autobiográficos e incluso de Bildungsroman o novela de formación, que en la obra de la maestra Hernández están ausentes y se suplen

con cuadros melodramáticos y costum-bristas bien logrados y bastante vivos. La división en ciclos de estas once pie-zas propone una tetralogía inicial (El galán de ultramar, La amante, Fomento y sueño, Tres perros y un gato), una trilogía media (La sota, Los médicos, Mondo y li-rondo) y probablemente una tetralogía final (El demonio chino, Capítulo apar-te, Los dos mundos, La naturaleza), pues-to que estas obras aparecen en el libro en dos secciones distintas. Perfecta-mente ambientadas en el tiempo y el espacio, grandes haciendas no distintas del puerto de Veracruz durante casi tres décadas, las dos últimas del siglo xix y la primera del xx, las piezas presentan un reto de producción en cuanto al vestua-rio, utilería y demás elementos esceno-gráficos; de ahí que cada director deba decidir qué es más conveniente, si abor-darlas como teatro pobre o más bien pobre teatro, hecho con lo que hay. Qui-zá esta demanda casi cinematográfica de recursos hable más a favor del carác-ter de teatro para ser leído de estas pie-zas, en las que se dejan sentir de manera profunda las obsesiones de la autora, quien en cierto modo sabía que estas obras difícilmente llegarían a la escena, al menos en conjunto como fueron con-cebidas. Los grandes muertos , cabría preguntar quiénes, ¿los de las obras, los de Luisa Josefina y su trasfondo familiar con las malas experiencias con los varo-nes, o bien los de los grandes nombres del teatro nacional, de los que ella es la última representante? Libro fresco, sa-bio, que va al grano, obra decantada que realizara una autora mexicana de seten-ta y cinco años, lección magistral de có-mo debe abordarse el melodrama de época, sobre todo en un país célebre por sus teledramas vacíos y altamente redi-

tuables, aún los que pretenden ser his-tóricos, que han diseminado la peor imagen en el exterior del México de las clases burguesas, que representan por cierto menos del quince por ciento de la población. Conflictos sociales, la rudeza de los hacendados, los últimos españo-les en hacer la América, más los ingleses, alemanes e italianos (se fueron varias erratas en el toscano macarrónico de ciertos personajes) que se les sumaron, los esclavos negros importados tantas veces de la vecina Cuba, los esclavos ma-yas huidos de las haciendas yucatecas productoras de henequén, la división en castas entre peninsulares, criollos, mestizos, mulatos e indios, el espíritu levantisco de los ricos contra el gobier-no central y la consiguiente anarquía, el carácter gazmoño y el disimulo moral, las licencias de algunos clérigos con sus barraganas, eso y más encontrará el cu-rioso e intrépido lector de esta obra •

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[email protected] Arreola Luis Tovar

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........ arte y pensamientoJornada Semanal • Número 905 • 8 de julio de 2012

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[email protected] Arreola Luis Tovar

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Geddy Lee

Rush, el regreso de la relojería

Escoger el momento es ahorrar tiempoFrancis Bacon

Hace casi dos años el trío canadiense Rush lanzo las piezas “Cara-van” y “bu2b”, anticipo del disco Clockwork Angels, recién salido del fogón y vigésimo en estudio. Producido por Nick Raskulinecz (Foo Fighters, Evanescence, Deftones), quien ya había colaborado en Snakes & Arrows, tiene muchas cosas buenas que Geddy Lee, Alex Lifeson y Neil Peart no consiguieron del todo con sus tres últimas obras, cuando enfocaron la energía en una propuesta unidireccio-nal. Nos referimos a que finalmente se reconciliaron con los mejores y más variados descubrimientos de su pasado, ésos que los situaron como la banda de culto más exitosa de la historia.

Es así que hoy podemos aseverar, felizmente, que la retórica del grupo no busca el onanismo de quienes suelen empalagarse con las matemáticas del instante. Al revés, sabe que todo lo que ocurre en una canción es pasajero y que no por detallado debe dejar el círculo inconcluso. Para ellos lo que importa es llegar a algo concre-to y que la compleja relojería a la que han retornado ofrezca espa-cios de juego e improvisación. Esta característica se suma a una idea lírica conceptual que exige escuchar el disco completo, pues Cloc-kwork Angels propone el germen de una novela de viaje (desarro-llada entre Peart y el escritor de ciencia ficción Kevin j. Anderson), en la que un joven héroe combate al malvado Watchmaker para conseguir un balance entre orden y caos.

Entrando en materia, “Caravan”, la pieza inaugural del álbum, manifiesta casi seis minutos de un despliegue técnico estremece-dor. Tal vez sea la mejor de la docena entera, pues contiene cambios de tiempo, variaciones dinámicas, contrastes de textura y melancó-

lica energía. “bu2b”, segundo corte, reúne lo mejor del viejo discurso del grupo, teclados incluidos, así como la fuerza de unas distorsiones que ni en los más lo-grados momentos de Vapor Trails consi-guieron. Cur iosamente, ambas son versiones distintas a las que lanza-ron previamente. La homónima “Cloc-kwork Angels”, obviamente, es una de las piezas más arriesgadas. Siete minu-tos y medio convidan un extraño ritmo ternario que pasa de las guitarras acús-ticas, ecualizadas con obsesiva claridad, a un sonido de ensayo cutre, eviden-ciando que el engranaje por el que sus seguidores esperaron tanto tiempo vale mucho la pena.

“The Anarchist” otra vez regresa a los pasajes tipo Permanent Waves y 2112. Líneas melódicas de bajo y guitarra en paralelo, baterías surcadas por patrones de toms y platillos giratorios. “Carnies” se mantiene en la misma vena. “Halo Effect” regala algo de calma. Su sección de cuerdas, nada común en el trío, con-sigue llevarnos a una situación poética hermanada con baladas de Test for Echo . “Seven Cities of Gold”, la séptima canción, abre con una línea de bajo rim-bombante. Luego, cuando parece per-derse en una perorata repetitiva, rompe con un interludio de notables y agresi-vas texturas en estacato. Sí, Geddy Lee es un dios.

“The Wreckers” conquista la belleza. Es una de las mejores melodías vocales. Llegando al minuto tres alcanza un cambio de ruta que se inclina por las cuerdas y la densidad. “Headlong Flight” deja en claro que Clockwork Angels es una faena bajística y baterística. Si en el pasado reciente Rush había elevado la jerarquía de las guitarras, ahora vuelve el liderazgo de Lee y Peart a la prioridad

sónica. “bu2b”, continuación de la segun-da fracción del disco, sólo dura un minu-to y medio. Voz y cuerdas son suficientes para completar su mensaje. Algo nunca escuchado en el trío.

Finalmente tenemos “ Wish Them Well” y “The Garden”. La primera retorna a la tesis general: la recuperación del so-nido de finales de los setenta. La última se despide con cuerdas, guitarras acús-ticas y una cuidada grandilocuencia que nos deja rendidos, con ganas de más y, sobre todo, esperanzados en que otros grandes del rock también deduzcan que los mejores dividendos estéticos se pue-den conseguir viendo hacia adelante, pero reconociendo sus orígenes.

En Vivo// De los conciertos que suce-derán próximamente en el d f , l lama nuestra atención el del virtuoso guita-rrista estadunidense Alex Skolnick, co-nocido por su trabajo en Testament, Attention Deficit y Trans-Siberian Or-chestra. De visita al Auditorio Blas Ga-lindo el jueves 12, sonará con un trío heterodoxo que presenta Sonidos Del Metal En Jazz, prueba de que muchos iconos de músicas extremas están lo-grando puentes extraordinarios con otros géneros.

En la red// En un nuevo afán por se-ñalar oasis en la red, recomendamos al lector el sitio www.gramophone.co.uk, donde podrá conocer noticias, premia-ciones, blogs, festivales y reseñas de música clásica. Verbigracia: las mejores grabaciones de la Novena sinfonía, de Mahler en sus cien años de existencia, entre las que subrayamos las de Simon Rattle y Herbert von Karajan •

Tijuana es lo de menos

Algunos sinónimos del vocablo “sutil” son fino, ingenioso, perspicaz y agudo, y ninguno de los cinco puede aplicarse a la forma, mucho menos al contenido, de Get the Gringo (2012), la más reciente plata-forma de lucimiento personal del bien conocido actor, guionista, productor y director estadunidense Mel Gibson.

Correctamente rebautizado como Atrapen al gringo y dirigido por Adrian Grinberg –aunque tratándose del otrora Letal Weapon esto sea sólo un decir–, el filme corrobora lo anterior secuencia por secuencia, escena por escena, remachando así una muy poco agra-dable sensación de déjà vu: la que se produce, puntual como cliché de película palomitera, cada vez que se asiste a ver una-cinta-más-de-Gibson.

Si ya el título constituye una firme promesa, luego ampliamente cumplida, de originalidad menos que mediana, el contenido argu-mental se erige catálogo cuasi exhaustivo de fórmulas, recetas y recursos manidos pero, sobre todo, de estereotipos en ausencia de los cuales, al parecer, una cinta de esta naturaleza vería amenazada su existencia misma. Algunos ejemplos:

Como se trata de atrapar al gringo, todo comienza con la más que típica secuencia de persecución en automóvil: muchos encua-dres –como hay pingüe presupuesto, inclúyase uno cenital–; edi-ción vertiginosa que no ha de soslayar, sino todo lo contrario, el imprescindible y reiterado primer plano al rostro; cámara lenta para que luzca el consabido desastre automotriz…

Como el atrapable gringo da con sus huesos en una cárcel tijua-nense, satúrese aquello de “color local”: cientos y cientos de presos tan morenos, tatuados y malencarados como sea posible; mucha música estridente –de la que el casi sexagenario muchacho de la película habrá de quejarse–; mucha droga corriendo libremente;

muchas armas de fuego y de las otras; mucho de todo, pues…

Como todo consiste en remarcar que lo blanco es blanco y lo prieto es prieto y que arriba queda muy lejos de abajo, déjese constancia de que los gringos son más chingones también para delinquir y, ya encarrerados, en cualquier otro rubro: que nomás en-trar al penal, el atrapable le tumbe su lana a dos de los internos más cabro-nes y luego acabe matando a éstos y a sus jefes prácticamente él solito, a pesar de que a esas alturas el penal está siendo tomado por montones de poli-cías federales; que el personaje clave, un niño que no hablaba con nadie, con él sí lo haga; que la madre del niño sienta por el gringo una confianza que en largos quince años no le hizo sentir ningún paisano y, tan pronto como en la tercera escena que comparten, ya quiera atra-parlo pero no por afanarle los muchos millones de dólares que –cómo si no– andan por ahí bailando, sino por afanes no pecuniarios…

Como una cinta “de acción” tiene por dogma la hechura de escenas que justi-fiquen el calificativo, y como “acción” es pobremente asimilado a movimientos rápidos de actores, cámaras y montaje, distribúyanse convenientemente –es decir, según el manual indica que debe hacerse para que el grueso del público no salga diciendo que la película era lenta– los momentos hiperquinéticos: de la primera secuencia ya referida, con inverosímil brinco automovilístico de muro fronterizo incluido, síganse un par de secuencias que “establezcan situa-ción” y lléguese rapidito a la siguiente retahíla de gritos y sombrerazos con olor a plomo y sangre; despáchense de volada las escenas de escarceo roman-

ticoso que den pábulo a lo que, ineluc-table y previsiblemente, habrá de ser el final feliz él-ella-hijo de ella, para que antes de eso haya chance de regodearse sin pudor en otra secuencia “activa”, pe-ro esta vez con granadas de mano que pueden atraparse al vuelo como si se tratara de pases largos de futbol ameri-cano –vaya uno a saber si esta chambo-nada tuvo intenciones autoparódicas–, para devolverlas al agresor y que sea él quien explote…

Finalmente, como para aliviar la indi-gestión que necesariamente genera tal saturación, y vía voz en off del omnipro-tagonista, hágase que sea éste quien cuente el cuento desde un a posteriori de relajación, casi aburrido de tan habi-tuado a eludir lo ineludible, a sabérselas de todas todas, a los balazos y a matar adversarios, así como a vivir entre asesi-nos, narcotraficantes y autoridades ve-nales, de modo que no haya dudas res-pecto de lo que acaba de ser visto: otro filme con aires de videojuego, jugado por alguien que hace mucho llegó al úl-timo nivel y habla de ello como de una costumbre para él inveterada.

Es decir, exactamente lo único que Gibson sabe y suele hacer. Que sea en Tijuana es lo de menos •

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Felipe Garrido

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arte y pensamiento .......

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8 de julio de 2012 • Número 905 • Jornada Semanal

Sonia PeñaGALERÍA

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Roberto Arlt, el escritor rabioso

El 26 de julio de 1942 murió en Buenos Aires el autor de El juguete rabioso. Roberto Arlt nació en esa misma ciudad en abril de 1900, al inicio de un siglo “problemático y febril”. Hijo de inmigrantes, creció en el proletario barrio de Flores y fue un autodidacta nutrido de lo que Beatriz Sarlo llama “los saberes del pobre”, adquiridos en bibliotecas populares, en clásicos de dudosa traducción y en manuales del tipo “hágalo usted mismo”.

Caminando por la Buenos Aires actual es fácil descubrir la ciudad de Erdosain, el Astrólogo y El Rufián Melancólico, sus voces surgen de las caso-nas, los pasajes y adoquines de Avenida de Mayo, Rivadavia, Maipú y Diagonal Sáez Peña, tararean-do en caló arrabalero: “Cuando estén secas las pilas de todos los timbres que vos apretás/Cuan-do estés bien en la vía/sin rumbo, desesperao/La indiferencia del mundo que es sordo y es mudo recién sentirás”. El tango de Discépolo es con el que identifico a Roberto Arlt, porque nadie me-jor que él supo de “la indiferencia del mundo”.

El contacto con la ciudad de Arlt, tan lejos de la real pero la misma en el fondo (sigue siendo la ciudad-cáncer), deja la sensación de haber pene-trado una fachada en cuyo interior se ocultan personajes de carne y hueso a los que, hace más de medio siglo, les infundió vida un inventor de apellido impronunciable. Roberto Arlt se siente atraído por la historia del jorobado y la prostituta, le interesa ponerse del lado del galeote y del ré-probo, del que no tiene nada que perder. Pero no por eso es un santo, ni un mártir; es un hacedor cuyo ojo penetra una real idad que lejos se encuentra de la mirada miope de quienes no ve-mos más allá de nuestras propias narices, ese

es su cross a la mandíbula. La percepción y recreación del acontecer humano es la base de un estilo que incomoda a las buenas con-ci encias. Pese a la adversidad, el héroe arltia-no repite una y otra vez “pero yo te amo vida, te amo a pesar de todo lo que te afearon los hombres”, se cuestiona constantemente so-bre el porqué de su angustia, intenta salir del lodo, apela a un Dios sordo y como último recurso acude al suicidio. Escribe Beatriz Sar-lo que la literatura de Arlt es “hiperbólica” y que a través de la exageración y la radicalidad el escritor “busca llenar esa falta original de la cual habló tantas veces: no tener capital en dinero, ni capital cultural”.

Arlt escribió su obra en las redacciones de los diarios mientras se encargaba de la pági-na roja; trazó con rabia los caracteres de per-sonajes llenos de angustia y desesperación y creó una literatura que escandalizó a sus pai-sanos. Si la hipérbole es la figura retórica pre-ferida de los niños, él amasó con ella su vida y su prosa: jugó a ser el autor de una obra in-mortal mientras se ganaba el pan vendiendo libros usados; puso sabiduría en boca de los desquiciados y pintó cabeza de jabalí a los poderosos; enalteció a las prostitutas y abo-rreció a las esposas; inventó mil proyectos para ganar mucho, mucho, pero mucho dine-ro y con su prosa nos enseñó “a encontrar fe-licidad en las lágrimas”. La estética de Rober-to Arlt parte del margen, irrumpe en el centro y logra su cometido: la mirada del otro, efíme-ra tal vez, porque finalmente –como Erdo-sain– unos y otros estamos “absolutamente solos, entre tres mil millones de hombres y en el corazón de una ciudad" •

Más valePara Saúl Juárez

–No hay nadie, jefe –me dice el velador; aprieta la mandíbula y

algo alza la cabeza frente a mí, de manera que yo puedo ver los

pliegues que la piel le forma en el cuello.

–¿No lo oyes? –le pregunto y trato de verlo a los ojos, pero el

hombre conserva la mirada fija en algún lugar de la bóveda de

ladrillo que techa la oficina.

–Es tarde, jefe –dice. Yo veo lo que me falta y pienso que de

perdida voy a pasarme allí un par de horas más. Algo marco en el

oficio y entonces vuelvo a oír las notas del violín. El corredor de

piedra está en sombras y no se alcanza a ver el final.

–Es tarde, jefe –me dice el velador–, déjelo para mañana.

–Vamos a ver quién es –le propongo y me pongo de pie, pero

el hombre esquiva mi mirada.

–No es nadie, jefe –insiste–. No le haga caso, ya váyase.

–¿Cómo entró? Vamos a verlo.

–No se moleste, jefe. Si usted se queda él lo va a encontrar.

–Me alegro, quiero ver quién es.

–No diga eso, jefe. Más vale que no lo vea •

Los pasos recobrados

Uno a veces olvida, algún día impreciso, sus pasos. Los deja ahí descalzos

a mitad del naufragio, en alguna calle o país, y no los vuelve a ver. Uno cree

que esos pasos, como todo en la vida, murieron de inanición o angustia o

tal vez algún distraído les pasó las dos llantas de su bicicleta por encima.

Lo cree uno ingenuamente: que todas las cosas que nacen, mueren. Pero

no: hay cosas, como los pasos (un amor, un recuerdo), que no mueren.

Quedan extraviados nomás, rebotando entre las cuatro paredes de un

olvido aparente. Yo, por ejemplo, dejé unos extraviados en los pasillos de

la Nogales High School, allá en California, donde estudié hace más

de veinte años. Hace poco hice un descanso en el camino y pensé que sería

bueno ir a buscarlos. Estaba seguro de no encontrar ni un solo rastro de

lo que fue alguna vez aquel recorrido, pero no: no sólo estaban mis pasos

en pie sino también los mismos pájaros, los árboles, las calles pobladas

de hojarasca y, por encima de todo, ese claroscuro que se levantaba como

una polvareda entre todo eso que había vivido y todo aquello que me

faltaría por vivir •

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Jorge [email protected]

Twitter: @JorgeMoch

....... arte y pensamientoMiguel Ángel

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LA OTRA ESCENA

Jornada Semanal • Número 905 • 8 de julio de 20121515

De un señor muy puerco

El señor muy puerco ajusta sonrisa, maquillaje y corbata, revisa en el monitor su encuadre. Se gusta siempre. Se ama. Carraspea, observa de reojo, pero siempre atento a cámara, al floor manager, que lleva la cuenta (¿cuántas veces, queri-do Yo, hemos hecho esto?, ¿cuántos años de fértil experien-cia tenemos?): “en tres, dos, un…”, y el señor muy puerco, rutilante como lucero de la tarde, se lanza a lo suyo. Da las buenas noches, se vuelve ameno, interesante, poseedor eterno de La Verdad. Está contento, y ese tirón casi imper-ceptible de las comisuras no lo delata del todo pero permi-te verlo de manera casi subliminal: inocula una vaga noción de bienestar. El señor muy puerco juguetea con el aforis-mo de Gertrude Stein y se dice satisfecho porque sus patro-nes estarán satisfechos porque el patrón de todos ellos satisfecho estará. Es noche para celebrar, aunque sea una celebración anticipada. Su discurso oculta, en los dobleces de noticias prefabricadas, inferencias que dispara a blan-cos específicos: saetas entre renglones, dardos implícitos: en los ademanes, en el esbozo de sonrisa que desmiente su gravedad presunta, en la materia y el contenido de lo que postula e imprime en millones de cabezas de vaca que ru-mian, ahora mismo y en vivo, para seguirle inflando el ego, el torrente verbal que entrega a cuadro. Bendita fibra ópti-ca. Benditos satélites. Pero los venablos más poderosos son de lo que calla, la deliberada omisión de lo que no se de-be decir, lo que no se debe recontar, lo que no se debe in-formar a nadie. En parte, y el señor muy puerco esto lo sabe muy bien, porque la omnisciente firma a la que le entrega dignidad, vida y prestigio diarios precisamente forma par-te de todo eso que no se debe contar. En parte porque la

pesada lápida del silencio, entretener al respetable, diferir su atención a otras cosas, otros asuntos, otros rumbos es un imperativo de la Gran Operación de la que el patrón de sus patrones está tan al pendiente, de la que dependen tantas cosas, tantos jugosos contratos, tantas futuras adquisicio-nes, pero sobre todo la preservación del natural estado de las cosas sin cuyo concierto él mismo, el señor muy puerco, difícilmente tendría acceso a las cúpulas, ni una cuenta bancaria que se respete, ni el exquisito pero adictivamente placentero regusto del poder en el paladar cada noche, como ahora mismo que, según él, hace historia en lugar de retorcerla. Y saborea.

No para en mientes. Pondera cómo algunos hacen gala de sumisión y endurece gesto y palabras cuando se refiere a los inconformes. Repetirá hasta la saciedad, porque el ca-non del servilismo así lo exige, que el proceso electoral ha sido limpio. Tiene a mano una resma de pruebas en contra-

rio, pero el señor muy puerco, con su mejor cara de señor muy serio, nunca las va a mencionar. Y si lo hace será para pulverizar las pruebas de las porquerías del patrón de sus patrones, para atomizar la protesta social, para decir, en fin, que apenas se trata de incidentes menores, de pequeñeces sin importancia, aunque en la resma se cuente de gente muerta, de gente amenazada, de gente golpeada; aunque conste en video y en fotografías el extravío de urnas elec-torales en Tijuana, del robo de otras urnas a mano armada en Tuxtla Gutiérrez, de la injerencia de soldados en las ca-sillas para intimidar a los votantes en un rincón de Chia-pas, de que en Colima quemaron urnas y papelería elec-toral, de que en Arandas, antes de las elecciones, se sor-prendió a gente que manipulaba paquetes electorales, de que en Veracruz un ejército de “mapaches” estuvo re-partiendo dinero…

No: el señor muy puerco lleva en el oficio muchos años. Ante las evidencias de comicios viciados él hablará a buche lleno de “una jornada ejemplar”. Repetirá la frase tanto co-mo se lo manden. Tanto como sea necesario para que la mastique le gente. La regurgite. La vuelva a masticar. Sabe lo que debe callar. Que lo que no se informa podría trans-formar el país, redistribuir la riqueza, evitar cochupos y chanchullos que son excelente plataforma de inversión para sus patrones. No. El señor muy puerco se quiere dema-siado a sí mismo como para querer a su país. Le viene bien el orden de las cosas, porque se sabe privilegiado y posee-dor de una sinecura, de contactos eficientes, de una posi-ción desde la que puede contemplar, a veces con un fugaz matiz de conmiseración, al descamisado peladaje que abajo, allá abajo, muy abajo, prende la televisión todas las noches y, en arrobado, inexplicable silencio, lo idolatra •

La Rueca, pedagogía e imaginación

Hace casi tres décadas, Susana Frank y Aline Menassé se habían propuesto una práctica teatral tan exigente como rigurosa a través de los trabajos que desarrollaron en su incipiente compañía, La Rueca, hoy convertida en una po-tente escuela de teatro que supera con mucho los logros institucionales que ha conseguido el estado de Morelos y los propios programas federales a través de Conaculta.

Cómo podría ser de otro modo si su manera de trabajar es con la guía de un laboratorio teatral que desconoce los avatares sexenales de lo estatal, lo municipal y lo federal, para concentrarse en un arte que desde sus inicios se pro-puso plural, polifónico, múltiple, donde las tradiciones más ricas del siglo xx convergían en el trabajo de dirección y con un acento especial en el actor, que concebían al modo de Gordon Craig, una marioneta con vida propia, capaz de can-tar, de ejecutar acrobacias y colocar la voz como si fuera un personaje más sobre la escena.

El arte de laboratorio implica encierro, horas de inves-tigación, discusión e interpretación grupal; sin embargo, desde hace más de una década se propusieron documentar académicamente los logros de los participantes de su taller laboratorio y crearon una licenciatura que avaló la Secreta-ría de Educación Pública. Esto entra en el orden de lo histó-rico, porque abona a una historia de las pedagogías artísti-cas y reconoce una trayectoria sostenida en la experiencia y el estudio.

La historia no empezó así. En sus inicios, estos artistas de la flexibilidad, la innovación y el sueño querían oponer-se a los cinturones asfixiantes de la academia y, tal vez sin darse cuenta, en ese momento estaban formando una. Cuando miraron atrás se dieron cuenta de que estaban en la misma órbita creadora que Cuatrotablas de Perú, el Odin

Teatret de Dinamarca, Tascabille de Italia, Teatro Vivo de España, Yuyashkani del Perú.

Richard Armstrong y Kozana Luka, del Roy Hart Thea-tret, Grotowski y Stanieski, de Polonia, Mario Delgado y Eugenio Barba, también fueron ejemplares por su capaci-dad de construir nuevos métodos de trabajo y hacer que el teatro/laboratorio fuera capaz de sobrevivir gracias a la fi-delidad que el estudio y el aprendizaje permanente gene-raba entre sus miembros, una especie de comunidad del conocimiento y el goce de crear.

En la página web que han desarrollado para documen-tar su trabajo y promover sus actividades hay una larga lista de talleres que seguramente muchos profesionales del teatro hubieran deseado tomar y que forman parte de un espíritu totalmente empático con la necesidad de forma-ciones diversas. Por ejemplo, las artes circenses que ahora enseña con maestría Anatoli Lockachpuk, en tres módulos

con la validez de un diplomado, todos los sábados por la mañana. La presencia del Tai Chi ha sido otra preocupación cuyo ejercicio ocupa cada vez más la escena y es paradigma en el pensamiento de numerosos coreógrafos. Ese taller está a cargo de Claudio Romanini, que lo coloca en las fron-teras de la “utilidad” teatral.

Este conjunto reconoce e incorpora en sus saberes las experiencias de otros trabajos igualmente ricos de institu-ciones que no han prosperado como lo merecen y necesi-tamos, como es el caso de cei Voz, representado en La Rueca por la profesora Indira Pensado, quien enseña a los actores a hacerse oír con múltiples significados. Como parte de la licenciatura en teatro pero también con el formato de taller, Manuel Lavaniegos y Manuel Cruz imparten historia y teo-ría del teatro.

Sin dejar de pensar en lo atractivo de las actividades que este centro de imaginación propone, la licenciatura me parece el espacio de mayor rigor y alcance para propiciar la aparición del teatro en la región cultural en la que está inscrito el estado de Morelos (la licenciatura arranca en agosto y al parecer ahora es tiempo de inscribirse) y repre-senta una alternativa a las que ofrece la unam, a través del Colegio de Teatro y del Centro Universitario que cumplió cincuenta años y cuya impronta podemos ver en práctica-mente todos los escenarios de rigor, así como los talleres en el Teatro Casa de la Paz de la uam y la formación que ofre-ce cadac, el espacio que fundó Héctor Azar, todavía en peli-gro de extinción como lo documentamos en este espacio.

Vale la pena continuar la revisión de su propuesta teó-rica y de su repertorio, pero mientras tanto hay que asomar-se a su página si se quiere mayor información sobre la licen-ciatura, dado que el tiempo para su inscripción es limitado (www.larueca.edu.mx) •

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10 de junio de 2012 • Número 905 • Jornada Semanal 16

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Dcon Tatiana Huezo

ensayo

amor inalcanzable del joven protagonista central (presumiblemente el mismo Giorgio Bassani) y Micòl Finzi-Contini, una bella joven, espigada y rubia, “de ojos claros y magnéticos” –los dos judíos, los dos estudiantes de letras–, una de esas historias que casi todo adolescente o joven ha sufrido alguna vez hasta el extremo más doloroso.

Micòl es tal vez el único personaje femenino inolvidable en la obra de Bassani. En su psico-logía laberíntica, henchida de verdades, de verda-des a medias, de juegos que aparentan no serlo, de mentiras crueles o piadosas, Micòl es una de esas jóvenes que, quizá sin percibirlo a menudo ni ella misma, van tejiendo una telaraña donde, si cae, el hombre queda atrapado e inerme.

Pero lo más desolador desde el principio de la novela es que el lector adivina que hay un juego de posposiciones y sabe que hay una condenación. En cuanto a lo primero: desde el inicial e inven-cible deslumbramiento, cuando un día de 1929, desde un puente sobre el Po, el joven protagonis-ta oye la voz de la treceañera Micòl que lo llama desde el jardín, el lector anhela saber si logra-

rá al fin fidanzarsi con la mucha-cha, o al menos tener un mínimo

de compensación amorosa. Como Marcel Proust, Franz Kafka o Sandor Márai, Bassani es habilísimo en la manera de dar rodeos e ir demorando los asuntos para al fin definir los hechos trágicos o humillantes. Respecto a la condenación –lo escribe Bassani en el prólo-go-, sabemos que Micòl, sus padres y su abuela materna (su hermano Alberto habría muerto un año antes) terminarán en un campo de exter-minio alemán, es decir, serán liquidados en las cámaras de gas probablemente a fines de 1943.

Miembros prominentes de la alta burguesía ferrarese, “dueños de miles de hectáreas”, antes de 1938 parecen vivir lejos de todo en su aisla-miento palaciego y feudal. Al sentir excluida a la familia a causa de las leyes raciales, Ermanno Finzi-Contini abre la casa, el jardín inmenso y sobre todo la cancha de tenis, para que jueguen todos los días los amigos y conocidos judíos y alguno no judío de sus hijos Alberto y Micòl. En esos primeros tiempos, gb y Micòl pasean de manera cont inua, pero en un determinado momento, cuando la relación parece darse, Micòl marca una sorpresiva y angustiosa distancia. Dejan de verse. Se siguen hablando por teléfono a diario, y un día el joven se entera que Micòl partió a Venecia a terminar su tesis. En los seis meses de ausencia, el profesor Ermanno Finzi-Contini, cuando a gb le cierran de manera humi-llante la Biblioteca Comunal, le abre a su vez la riquísima biblioteca de la casa para que continúe su tesis, lo convida a cenar a menudo, y con el ambiguo Alberto y el gran amigo de éste, el impe-tuoso e impositivo Giampiero Malnate –joven químico milanés que trabaja en una fábrica en Ferrara y que es también un férvido comu-nista–, forma una tertulia en la que sobre todo él y Malnate discuten de manera incendiaria, ante todo de política, y mucho también de gustos literarios.

Cuando Micòl, la dominante e involuntaria-mente cruel Micòl, vuelve de Venecia, luego de laurearse en letras, g b intenta por todos los medios enamorarla, pero las cosas empeoran hasta volverse imposibles. Ella logra al fin alejar-lo y él acaba, con el corazón ulcerado, por deser-tar triste y categóricamente. All lost, nothing lost, escribiría Stendhal y repite Bassani. Al final, gb descubre algo que le hace deducir, aun si nunca podrá comprobarlo, que Micòl y Malnate son amantes.

Cincuenta años han pasado de la primera publicación de Los jardines de los Finzi-Contini. Releyéndola ahora, me causa el mismo ahogo y tristeza que cuando la leí a fines de los agitados s e s e n t a . E n M é x i c o l a a t e n c i ó n a l a o b r a bassaniana ha sido escasa, si escasa no es ya una exageración •Marco Antonio Campos

El jardín de los Finzi-Contini

entro de la narrativa italiana del siglo xx, que tantas bellezas ha dado, pocas obras me provocan tanto desasosiego y melancolía

como la de Giorgio Bassani (1916-2000). Nacido en Bolonia (donde también estudió la univer-sidad), habiendo vivido la mayoría de su vida en Roma, a Bassani, el hierro candente que le quedó en el cuerpo y el alma son los años de adolescencia y primera juventud vividos en Ferrara, y quizá sus mejores obras son aquellas donde indaga minuciosamente –proustianamente– sus recuerdos lejanos. Tengo la impresión de que Bassani quiso desahogar en sus novelas y cuentos un pasado de pena y de tristezas, no exento de humillaciones y horror, pero también de súbitas y variadas alegrías, y explorar en especial los años finales de las déca-das de los veinte y de los treinta, en especial el año de 1938, cuando se publica, el 5 de agosto, el manifiesto In difesa della razza –luego vendrían una serie de decretos–, es decir, las leyes raciales, que causaron aislamiento y con ello iniquidades y agravios sin cuento a los judíos italianos.

Sin su condición de judíos, con los enigmá-ticos laberintos históricos y religiosos que eso significa, no se explican las complejas y fasci-nantes obras de Kafka, Isaac Bashevis Singer o Imre Kertész; lo mismo puede decirse en gran medida de la obra narrativa de Giorgio Bassani. La pequeña y cerrada ciudad de Ferrara, que es cuadro y escenario, fue para él la Gran Aldea y una representación del mundo. De Ferrara, cerca-na al mar, cuenta ante todo, o al menos lo cuenta mejor, vidas de hombres y mujeres de la burgue-sía y de la alta burguesía, en especial judías, prin-cipiando por la de él mismo. No en balde al reunir su obra narrativa la tituló Il romanzo di Ferrara (La novela de Ferrara).

Como Cesare Pavese, Bassani empieza su carrera literaria como poeta, y sus ficciones, como las del piamontés, tienen a menudo un tono melancólico y un hondo lirismo. Bassani, o quien suponemos Bassani, suele aparecer en varias de sus novelas como protagonista-narrador, ya sea como personaje principal (Los jardines de los Finzi-Contini y Detrás de la puerta) o como testigo ubicuo de los hechos (Los anteojos de oro), pero con alguna frecuencia en él se confunden actor y testigo. ¿Cuánto hay de autobiográfico en sus páginas? No lo sabemos, pero como lectores sole-mos creer que mucho.

Con alguna frecuencia, al describir el físico o la personalidad de buen número de sus protago-nistas, los ridiculiza o minimiza hasta desfigu-rarlos, sin excluirse él mismo. No pocas veces el yo-narrador se dibuja como inseguro, inestable, culposo, en ocasiones torpe. Como ha repetido la crítica, Bassani desarrolla las historias con senci-llez; la complejidad está en la psicología y en los hechos dramáticos que viven algunos persona-jes. Si hay una corriente en la que se inscribiría su narrativa, si la hay, es el realismo psicológico.

Dentro del ciclo ferrarese, Bassani publica en 1962 una de las más bellas y hondas novelas del siglo xx italiano (Il giardino dei Fionzi-Contini), donde narra ante todo la desdichada historia de


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