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Encomendarse a la Contingencia o dilucidar la complejidad (la paja en el “maravilloso” granero de Stephen Jay Gould)

por Carlos Suchowolski

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Inicié la lectura de "La vida maravillosa" de Stephen Jay Gould (Editorial Crítica, Drakonos Bolsillo, 2000) con una expectativa que se fue desinflando progresivamente hasta convertirse en decepción. La información de detalle que aporta es sin duda interesante e instructiva para un lego, como en mi caso, aunque un tanto anecdótica en relación con el objetivo declarado y en cualquier caso insuficiente para sostenerlo. Una tesis que en cuanto intenta convencernos de que los accidentes (las “contingencias”, en el texto) son posibles, no pasa de ser obvia y tautológica, y que, tanto por su carácter oscurantista, ecléctico y oportunista, así como por las causas que explicaban que así fuera, la hacían de por sí merecedora de denuncia y desmantelamiento.

Lo cierto es que había acabado por acumular mucho más que simples peros (como mi virtual amigo Germánico auguró que pasaría) y, dado el carácter popular del personaje y de sus textos, es decir, su considerable influencia, me sentí obligado a no permanecer impávido. Con este libro, me había comprado “Acabo de llegar” con la idea de conocer también al último Gould, pero tras leer el primero preferí no abordar la lectura de este otro para no verme impulsado a ampliar más este artículo. Dudo ya que vaya a leer alguna vez esos ensayos. Debo reconocer, por otra parte, haber hallado algunos apuntes positivamente provechosos, particularmente aquellos en los que Gould explica su "pauta de máxima amplitud temprana" (Ídem, pág. 382), tesis que a primera vista me parece objetiva (y en la línea de la ciencia tradicional). Desde mi particular punto de vista interesado, considero que confirmarían ciertos efectos colaterales que yo atribuyo al proceso sistemático, aunque irregular, de complejización de la realidad que por mi parte venía observando en el campo de la sociedad humana y el pensamiento. Efectos que podrían ser característicos de los sistemas complejos en general, es decir, desde su base material más primaria (¿y primigenia?), la de la física de partículas. A fin de cuentas, Gould me ha dado una inmejorable justificación para ordenar y exponer mis propios puntos de vista sobre los varios temas involucrados. No obstante, no puedo agradecerle su esfuerzo.

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Una tesis “científica” o una cuestión ideológica

En primera instancia, se supone que Stephen Jay Gould va a ofrecernos un enfoque alternativo de La Evolución: “Una nueva concepción de la vida”, como titula uno de

los capítulos de su libro. Una “tercera alternativa”, como la califica, que se fundamentaría en la reclasificación que Whittington, Conway Morris y Briggs realizaron de la fauna de cuerpo blando del Cámbrico descubierta por Walcott en Burgess Shale y que nos debería resultar inmediatamente admisible mediante la “simple” descripción de sus especimenes más

significativos. Algo que, según él mismo confiesa, estuvo a punto de reducir, “tentado

por el diablo”, a una aún más “simple” sucesión de ilustraciones. Un procedimiento que reduciría el método científico “tradicional” a una mera exposición gráfica que Gould se atreve a llamar, sin desparpajo alguno, “la simple historia” y que, con más desvergüenza todavía, nos promete que con eso se resolverá todo. Lo que Gould no hace (pese a la proporción que dedica a sus descripciones sucesivas), es intentar explicar la aparición y posterior existencia de esos actores particulares de la Historia de la Vida (que al parecer se comportaban en lo fundamental como los bichos que conocemos hoy, ya que sin duda nacían, crecían, comían, se reproducían, y morían). Esto, al parecer, era demasiado darwiniano, evolucionista, progresivo y poco novedoso para Gould, quien pretenderá reducir su significación al mínimo e incluso ponerla parcialmente (mejor dicho, por momentos) en entredicho. Tampoco, ni mucho menos, establece concatenaciones en el tiempo, ni entre ellos y sus orígenes (la famosa “explosión”, que resume su aparición como si se tratara de algo intempestivo) ni con su futuro potencial (sea nuestro presente, el de los dinosaurios o el de los animales que los sucedieron en el tiempo). De algún modo, parece trasmitir que muchas cosas, y no sólo la extinción de esa maravillosa, extraña y “sagrada” fauna, nació de la casualidad.

Así, la indudable interrupción del proceso

evolutivo de muchos de los phylums o troncos que desfilan en la Parada organizada por Gould, proceso que decidió denominar diezmación extendiéndolo sin dudar en lo más mínimo a la inmensa mayoría de aquellos (aunque hoy en día, el número de los discontinuados se considera menor) vendría a demostrarnos, siempre según el autor de “La

vida maravillosa”, que no sólo ella sino toda la vida sobre la Tierra (al menos la

posterior) habría sido principalmente contingente. Es más, para Gould es prácticamente

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remota o en todo caso completamente marginal la posibilidad de que aquellos primitivos y extraños phylums, desaparecidas de la faz de la Tierra (estrictamente, de las profundidades de los océanos cámbricos), dejaran ni tan siquiera rastros de su paso en los posteriores seres vivientes de La Tierra, no siendo capaz de admitir seriamente que su conducta, o sea, su teleonomía, fuese la básica de todos los seres ni el cómo o el por

qué (las causas) de que esta indudable “ley básica de la naturaleza” continuase operando. Es de suponer que Gould, haya lamentado incluso que la “simple historia” no mostrara mucha más inestabilidad e irregularidad que la constitucional (taxonómica) o que su

narrador (el “tocador de cintas”, en su reiterada metáfora) no hubiese sido algún guionista de Hollywood de ciencia ficción de serie B de los 50, pobremente imaginativo y más pobremente informado desde el punto de vista científico. Pero no sólo se resistirá y evitará referirse a la presencia de relaciones causales, sino que, de entrada, Gould nos propone una fórmula inteligente y sutil para intentar neutralizar cualquier intento de ir al fondo de las cosas, a fin de cuentas un ruego encubierto para que demos por bueno su mensaje tras la consideración de los hechos: no "discutir eternamente sobre ideas abstractas", no "asumir posturas y hacer fintas", no de "probar a satisfacción de una generación, sólo para convertirnos en el hazmerreír de un siglo posterior (o, lo que es peor, para ser completamente olvidados)" (pág.56; en lo sucesivo sólo mencionaré la página siempre con referencia a la edición indicada. El paréntesis y la itálica eran de Gould.) Mensaje que apunta a un nuevo mito que, como todos, conlleva una llamada a la fe. Una novedosa concepción científica que, curiosamente o a pesar de todo, sería histórica, a pesar de que este término es inseparable de los de concatenación y de causalidad. Y en cualquier caso una perogrullada si consideramos que nadie en su sano juicio pondría en duda la existencia de accidentes, incluso catastróficos, es decir, capaces de desviar seriamente el curso natural de las cosas, del mismo modo que no habría nadie en su sano juicio que los privilegie al punto de transformarlos en Ley de la

Creación, algo que establecería un inverosímil determinismo de lo indeterminado e

indeterminable. Accidentes, contingencias, que sin la previa aceptación de existencia de un Curso Natural, (de unas tendencias, en este caso globales, sobre las que se edifican las leyes) obviamente no podrían ser considerados como tales; que sin tener esas tendencias entidad real, los primeros no podrían desbaratar nada ni tener significado. Mito al que, increíblemente en todos los sentidos, intenta dar un eventual carácter empírico ofreciéndonos virtualmente... un “experimento” (págs. 51-53) cuya “falta” (¡parece mentira...!) “lamentamos” como “experimento controlado” (pág. 375) (¡mentira... o brujería!, de ésa de la que nos hablara Feyerabend a propósito del valor del empirismo), un “experimento” cuya realización y resultados habría por tanto que imaginar para de aceptar luego como artículo de fe. Como si nada; bordeando la locura o burlándose del esfuerzo de la ciencia y del hombre. En el mejor de los casos, contradiciéndose en relación con sus propuestas para una superación de la ciencia

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“tradicional”, en el peor, intentando ridiculizarla burdamente como si ésta fuera “simplemente” empírica y fuera quien se lo exigiese. Porque efectivamente, Gould preconiza la sustitución de esa ciencia “tradicional” por una suerte de “Ciencia Histórica” sui generis que, como poco, debería ser situada en condiciones de igualdad con las demás; ésas que, según él, no serían históricas (la física, la química, ¿la astronomía?...) y llega a proponer su particular y novedoso

enfoque de la Evolución como una nueva metodología (que nos vuelve a recordar a Feyerabend a quien ni siquiera menciona, tal vez porque la suya no sería “anarquista” ni mucho menos pretende poner en cuestión a “las instituciones”, aunque parece querer, también a él, imitar) que todos los científicos según él deberían adoptar e inclusive promover junto con él (como se puede ver en pág. 354). Una invitación en toda regla para la fundación de un movimiento con manifiesto y todo (¡“La vida maravillosa” queda a su disposición desde ese mismo instante!) en donde se identifica convenientemente al enemigo, sin duda el determinismo evolucionista aunque, acaso para que sea verdaderamente rechazable, es asociado e identificado sin más con el antropocentrismo. Sólo le faltó añadir “los fantasmas que recorren...”, hoy por hoy, el mundo y aplicarles explícitamente la denominación mágica que la autodenominada izquierda sigue usando cuando quiere hablar de principales enemigos: La Reacción. Izquierda que más allá de las adaptaciones de rigor a la época (adaptaciones como la que le permiten a Gould incluir ufanamente al Progreso entre sus blancos), nunca admitirá, dicho sea de paso, que La Reacción engloba las experiencias propias, ni ante evidencias garrafales como, por nombrar sólo un puñado, el stalinismo, el régimen “democrático” de los jemeres rojos, el régimen “popular” coreano y todos los “movimientos de liberación nacional” que se sucedieron en el curso de este siglo. Es curioso observar que Monod, en su “El azar y la necesidad”, haya comenzado también con una crítica a los puntos de vista filosóficos que según él obstaculizaban la investigación científica en el campo de la biología y entre los que también situaba el antropocentrismo. Tal vez Gould quiso emularlo y quizá consideró que ello le sentaría bien a su discurso, tal vez pretendía dar su versión alternativa inversa sin el rigor adecuado, sutilmente, como quien no quiere la cosa... Sin embargo, como veremos poco a poco, en el caso de Gould se trata sobretodo de un revestimiento que su argumentación no demuestra y que incluso deja al desnudo los presupuestos ideológicos que subyacen al discurso. Lo cierto es que las contradicciones conceptuales, la inconsistencia, la falta de rigor, las referencias oportunistas, etc., reducirán por fin el tema científico al grado de mera justificación argumental. Sin lugar a duda, no pisamos un terreno científico, ni siquiera filosófico, sino un terreno ideológico. Sin lugar a duda, Gould no buscaba dilucidar la realidad objetiva a la que alude sino utilizar los hechos para consolidar conclusiones ideológicas

apriorísticas tras las que nos ha querido hacer marchar. Inclusive aplicándoles nombres

desconcertantes, mentirosos, en el mejor estilo de la vulgarmente llamada “clase

política”.

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Puede que todo tenga que ver con la psicología personal del personaje, puede que el recóndito deseo del ser humano de querer sobrevivir al tiempo subyazga, más o menos conscientemente, al objetivo de Gould, y puede que a la luz de estas explicaciones psicológicas se pueda comprender el mecanismo que lo aleja de la objetividad y lo lleva a transitar por las sendas del disimulo y del sofisma. Sin embargo (y aún admitiendo que la psicología personal –y en última instancia la neurociencia y la genética- explicaría las vocaciones y la orientación de las capacidades personales), quiero aquí poner de relieve el hecho sociológico, este sí indispensable, desde mi punto de vista, para comprender la vocación ideológica e inculcadora de Gould así como su recurso a los trucos oportunistas; esto es: la pertenencia de Gould a la burocracia cultural y en particular a la académica. Algo que se pone de manifiesto a través de sus consideraciones benévolas a el Sistema Universitario del que vive y que no parece considerar... contingente, como puede comprobarse en págs. 169 a 172, sino, por el contrario necesario, cuya reforma le "gustaría" aunque "ni siquiera sé qué sugerir". O cuando se pregunta: “... ¿dónde estaría la ciencia sin sus instituciones?” (pág. 299), que parece menos un diagnóstico de la realidad presente como un espaldarazo a esa

realidad. Os podrá parecer exagerado, pero sin este enfoque es imposible explicarse seriamente por qué (y de qué modo) Gould concentra los disparos en la figura del “architradicionalista” Walcott (pág. 315), como él lo denomina ampulosamente. Una figura que acaba convertido en el representante de La Reacción por excelencia y con ello en la más idónea para dar a sus objetivos una entidad revolucionaria (la bandera crucial de todo buen propagandista). Sin ese enfoque, cuesta menos comprender por qué conferirle el calificativo de conjura al largo silencio que habría mantenido oculta la

verdad sobre Burgess Shale (para mí un hecho “simplemente”, o principalmente, atribuible a la concienzuda y paciente labor en la que debieron sumirse Whittington y sus discípulos, y en todo caso a la natural inercia cultural sobre la que me detendré más adelante). Silencio e ignorancia (¿acaso también premeditada?) por parte del mundo

científico que, por lo visto, habría intentado evitar en todo lo posible el despertar de nuestra conciencia, precisamente la que Gould, obviamente, se ha dispuesto a

aportarnos a todos. Una conciencia que se alcanzaría, primero por revelación y luego por conversión al credo verdadero. Credo que Gould nos trae desde el fondo de lo tiempos y la sepultada incertidumbre que emergió del lodo y que propone el culto a esa maravillosa pléyade de dioses

menores de los que la inocente Opabinia habría sido, a título más

que póstumo y merced a sus cinco ojos cámbricos desaparecidos como las mujeres estrábicas consiguen novio, el animal más sagrado de entre todos los "sagrados", La

Reina Incuestionable de quienes con ella, “la Fortuna” ha sido su Suprema Hacedora.

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Una conciencia, por fin, que nos permitiría superar ese Drama atribuido a La Reacción y a su Conjura que, a criterio de Gould, habría sido casi-casi el más grave de nuestra Historia (casi-casi una especie de nueva Edad Media o poco menos); fenómeno, debo decirlo, que me resulta inaudito que alguien revista de tal envergadura y que, insisto, sólo se puede explicar en un marco donde la propaganda y la agitación son absolutamente centrales. Sin ese enfoque, insisto, no se puede comprender el juicio que Gould le reserva a Walcott (¡es todo un ejemplo de valentía ver cómo acusa en realidad a Walcott -el débil- de seguir a Darwin -la autoridad- sin criticar a éste en la misma medida y menos animarse a acusarlo de lo mismo que a aquel e incluso alabándolo con dulces adjetivos en busca de su apoyo paternal!) Un juicio que se centra indiscutiblemente en lo que a Gould principalmente le interesa, el objetivo ideológico de su trabajo, esto es, denunciar el supuesto interés ideológico de Walcott en defender a cualquier coste el antropocentrismo y el progreso (aquí por determinismo como ya he señalado e intentaré despejar más adelante), los componentes básicos del mal en concordancia con los parámetros de la mencionada izquierda de nuestros tiempos. Un Walcott al que se le encuentra, oportunamente, una conducta xenófoba, lo que, al margen de que fuese cierto, y estuviese o no condicionado a las circunstancias, indudablemente facilitan que los hombres de pro vacilen a la hora de admitirlo como un digno objetivo a acribillar (pese incluso a su manifiesto antirracismo que Gould, a la par y dando muestras de equilibrio y honestidad, tiene a bien mencionar –pág. 317-). Sin duda, Gould se trabajó muy bien el retrato para hacer de Walcott un ejemplar hoy en día prototípico de La Reacción. Y qué menos para sus propósitos que achacarle a Walcott una voluntad tergiversadora, “llena de oportunismo” (pág. 320), casi enfermiza, alienada y alienante (como sugiere de hecho). Una voluntad de mantenernos atados a la ignorancia a causa de algún temor freudiano o de un virulento conservadurismo militante (dos facetas de la famosa Alienación), capaz de llevarlo a forzar la máquina o a utilizar el calzador para que todo encajase con sus perversas convicciones y sus fobias y de meternos en el mencionado DRAMA, por lo cual, por fin, Walcott habría de ser, como poco, merecedor de terapia o de reeducación en el campo. Sin duda a Gould, ignorando sus propias y constantes recomendaciones de que la ciencia debería aprender de la literatura, prefirió decantarse por el camino de las acusaciones antes que considerar que Walcott, “simplemente”, como en las historias policíacas, hubiese actuado como el detective que no se permite tener dudas mientras

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cumple con su deber de perseguir al evadido para capturarlo, convencido de que es culpable hasta más allá de las evidencias que lo estarían exculpando. Y eso que Walcott era, como él mismo reconoce, un personaje “meticuloso” y “circunspecto” (pág.157). Y es que acusar a Walcott de utilizar “el calzador” es mucho más beneficioso para los objetivos de Gould. ¡Usarlo, por lo visto, induciría a pensar que Walcott era verdaderamente malo! A pesar de que hasta el propio Galileo tuvo que aplicarlo, como documentó Feyerabend en "Contra el método", aunque no como prueba de que sea conveniente un supuesto método “oportunista” (forzada calificación por parte de Feyerabend para hacer de ello una

consigna ideológica), sino a causa de la necesidad que la ciencia tiene de establecer pautas definidas a pesar y a causa de no conseguir experimentos fehacientes (¡para no callar, para satisfacer la intuición, para darse y dar la seguridad intelectual que requiere el cerebro!) A pesar, incluso, de que es exactamente lo que Gould hizo, aunque con el sentido contrario al que habría movido a Galileo en el Renacimiento y que por entonces dio lugar a la Ciencia Moderna: la sed de iluminar. ¡Menuda hipocresía! Aunque no es que el muerto se ría aquí del degollado... sino de algo mucho más grave: se trata, insisto, de una acusación indispensable para el objetivo verdadero del discurso de Gould y para la intencionalidad real del mismo. Algo que sólo puede significar auténtica mala intención. Y aquí, precisamente, tenemos una de las evidencias más claras y contundentes de la pertenencia de Gould a ese estamento social que globalmente llamo burocracia (un resultado específico del proceso de complejización de la sociedad que cada vez impone más su visión de las cosas y sus pautas de conducta al conjunto de le misma). Porque si algo caracteriza a sus miembros militantes es esa necesidad de disfrazar al enemigo principal (como lo habría llamado Mao), de enemigo de cuidado, de terrorífico lobo

feroz (de tigre y hasta... de dóberman). Un enemigo prototípico, simbólico, profundamente mítico. Un enemigo que sirva, sobretodo, para arrastrar a los incautos. Tergiversación real, ésta, que en los extremos termina dejando en la foto sólo el “gorro de Godwall” (en la impecable metáfora de Milan Kundera) y que, ya que hablamos de narrativa, lleva a Gould como poco y para mejor consecución de sus propósitos propagandísticos, al menoscabo de su indispensable causalismo interno, sin el cual y tanto como con la ciencia de la vida, resulta doblemente vaciada de contenido y de historicidad (y de ese modo, de verosimilitud y de lectores.) Así es como Walcott, el eslabón débil, es vapuleado sin la menor consideración salvo la necesaria para a Gould no se le vea demasiado el colmillo, mientras que Darwin es considerado “honesto” y es incluido entre los “científicos históricos” (entre los que Gould se cuenta) por su "desarrollo de una metodología distinta (?) pero igualmente (?) rigurosa para la ciencia histórica" (pág. 353); aunque también lo critique por momentos,

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siempre, eso sí, con suavidad, por haber sido un tanto inconsecuente o “ambiguo” (pág. 379). Y es que Darwin, pese a que "no tenemos evidencia alguna (ni una pizca) de que los perdedores fueran sistemáticamente inferiores en diseño adaptativo a los que sobrevivieron" (pág. 293), sigue siendo un valedor y sus adeptos una mayoría que hay que ganar para la causa y a quienes hay que decirles que “la contingencia rige (!) incluso en el mundo darwiniano” (pág. 349) o que Darwin habría rechazado “explícitamente (?) la noción ingenua (!), pero ampliamente extendida, de que debe verse directamente (?) una (?) causa para que se cumplan los requisitos de una explicación científica.” (pág. 354; los signos entre paréntesis son obviamente míos y los seguiré utilizando de ahora en adelante sin advertirlo en cada ocasión.) Siguiendo el mismo criterio ideológico, Gould juzga (interpreta) a su manera a los continuadores de Walcott convirtiéndolos hasta donde le es posible en cómplices suyos o por lo menos en colaboradores vacilantes siempre a punto de caer. Unos investigadores cuyas aptitudes menos creativas exagera y reivindica (¡reduciéndolos a meros recopiladores y solucionadores de rompecabezas!), aptitudes que deja para sí, y que simplemente habrían continuado una investigación abierta destinada a reclasificar las especies descubiertas por Walcott en cuanto (respetando, desde mi punto de vista, el método objetivo de la ciencia) tuvieron suficientes elementos de juicio para hacerlo. Y que en realidad, juzgaban a Walcott de modo muy diferente, considerando en todo caso que éste pudo equivocarse en los detalles pero no en cuanto a la visión determinista de la ciencia y las posiciones evolucionistas (véanse, por ejemplo, págs. 268, 274-275 y 283, donde Gould lo reconoce a regañadientes, llevando su estilo manipulador al estado del arte cuando da a entender que entre Walcott y sus sucesores se estableció una distancia de principios, -¡véase la pág. 213 donde considera que, tras el reconocimiento de la singularidad taxonómica de la fauna en cuestión por Whittington, su "conversión era completa"; es decir, abusando del lenguaje como quien no quiere la cosa!) Lo cierto es que Gould trata de apuñalar al darwinismo por la espalda mientras le prodiga falsas alabanzas (algo que por cierto hará también con su “amigo Kaufman” y la “teoría de la complejidad”). Eso sí, anteponiendo en cada ocasión delicada un "sospecho" o enredando la cuestión con rocambolescas aseveraciones complementarias, tal vez para poder pescar incautos entre los seguidores de unos y otros. La idiosincrasia, amigos míos, que se pone en evidencia; en este caso, la burocrática. Y consecuentemente, de todas las debilidades que Gould observa en Walcott, la principal y más enjundiosa es la de la alienación, algo que la tradición marxista ya ponía en primer plano cuando se trataba de explicar el fenómeno reaccionario, y más en concreto, las causas por las cuales las masas proletarias no abrazaban inmediatamente su propia conciencia. No por nada cita Gould en las primeras páginas a Freud y no por nada se equipara a Marx y a su vocación revolucionaria. Todo es parte de la misma comedia. Gould guiña el ojo a uno y otro lado sin comprender profundamente de qué habla o importándole ello muy poco. Al respecto, trata el fenómeno como si fuera infeccioso, ignorando que las influencias culturales, que son y habrán sido sin duda significativas, no deben ser consideradas como algo que viene desde fuera y puede ser “simplemente” aventado, sino como parte constitutiva del sistema (adaptativo, si se

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quiere) que se está considerando. La ideología y sus parámetros sociales que señalan lo que está bien y lo que está mal para que, entre otras cosas, nos mantengamos fieles a nuestro propio grupo o... nos convirtamos en leyenda, es un determinante poderosísimo de nuestras intuiciones y de nuestra imaginación y tienen un papel evolutivo primordial en el desarrollo de la cultura, pero se trata de algo mucho más profundo y complejo que los simples desvaríos o confusiones erradicables de la mente, que sin duda interfieren en la reflexión, aunque no marcando la tendencia decisiva. Y viene de maravilla a todo aquel que se proponga educar y crea que educando conseguirá cambiar la correlación de fuerzas. Como Rousseau, como Marx. Esto sirve a Gould y a todo el que pretenda liderar un movimiento detrás de su figura puesto que la supuesta alienación es algo de lo que otra supuesta conciencia (quizá de clase o poco menos) nos podría liberar, conciencia que, además, sería la respuesta definitiva. Porque a Gould no le interesa para nada comprender el grado de importancia que para todo científico tiene la información proporcionada en cada momento por las ciencias. ¿De qué le serviría a su discurso ideológico? Mucho más efectivo es acusar a Walcott por ceñirse a ella por razones más “simples”, más elementales, más digeribles por el público. Mucho más efectivo es tratar de dejar a Walcott lo más claramente posible en evidencia señalando que el instrumental tecnológico existente era más que suficiente para lo que había que observar (pág. 94 y siguientes), reduciendo la cuestión tan torticeramente como cuando denunció su xenofobia, siendo, como es obvio si se piensa bien, que los instrumentos sólo sirven para obtener información y que parte decisiva de ésta puede no estar disponible por muchas otras razones, sociales sin duda e históricas, es decir, porque aún no se hubiese alcanzado un determinado grado de acumulación cultural y de información. Y que a veces, puede ser rechazada más simplemente a causa del miedo a convertirse en una leyenda que a otra cosa, es decir, al temor a ser marginado o incluso rechazado por el propio grupo (es pertinente mencionar aquí el caso de Kant que abandonó algunas de sus posturas en cuanto fueron rechazadas por sus primeros lectores.) En una época, un geómetra llamado Saccheri hizo un descubrimiento intuitivo que lo llevó a él mismo a rechazar: se trataba de un axioma fundador de las geometrías no euclidianas pero... chocaba con la naturaleza de la línea recta. Esto, no obstante, tenía muchas más connotaciones y significados que la “simple” alienación social o personal, y quien quiera dilucidar seriamente estos fenómenos debe considerar muchos aspectos,

todos ellos objetivos. Otras veces hay hipótesis que ni siquiera pueden contemplarse porque para hacerlo son necesarios conocimientos que aún no se han alcanzado y resultan impensables. La deriva continental, por ejemplo, que ni Walcott ni Darwin imaginaron y que Gould menciona (pág. 347) como si no tuviera las consecuencias que muy bien conocía y que, ¡esto es lo delictivo!, no explicita ni extrae el menor correlato

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significativo, limitándose a reconocerlo (casi como si se tratase de un pecado o algo parecido) y a repetir y repetir por el contrario que los cambios fueron... "caprichosos", meramente... circunstanciales, y que pudieron producir... de todo (pág. 301). ¡A esto llamo yo desinformar, confundir, enredar, tergiversar...! Pero, claro, ¡cómo ir más allá de reflejar el dato (apuesto a que alguno de los colaboradores a los que les dedica los agradecimientos del prefacio se lo recordó, obligándolo) y debilitar de ese modo su teoría! Aunque ya sea reiterativo, ¿no es para preguntarse de nuevo cómo Gould puede tener la desfachatez de erigirse en juez para acusar a Walcott de manipulador? ¡Éstas son las cosas que me sacan de quicio, tengo que decirlo! Walcott, con todo, debió ser mucho menos malo, en todo caso tanto como muchos los científicos que se juegan el prestigio. Su calzador no puede compararse con la deshonestidad que exhibe Gould no diciendo ni una palabra de las variaciones climáticas que provocaron los desplazamientos continentales y la actividad geológica, de las nuevas condiciones marinas a instancias de la fractura y/o choque de masas continentales, de la elevación de cordilleras y de las mil y una diferencias sin duda acaecidas desde la explosión del Cámbrico. (Sobre el tema recomiendo la lectura de "La aparición del hombre", escrito por Josef H. Reichholf, Ed. Crítica, en donde se consideran seriamente los datos que le reprocho a Gould haber silenciado.) Gould tenía que ocultar todo cuanto pusiese al descubierto la existencia de leyes, concatenaciones y tendencias en un mundo de complejidad e interacciones; la “simple historia” habría quedado automáticamente en entredicho. Ocultar los detalles al menos en relación con su fauna maravillosa, ya que cuando menciona la desaparición de los dinosaurios deja caer que sabe algo de esas cosas y que continentes y mares diferentes provocaron, causaron, diferencias de hábitat a las que había que adaptarse o morir. Pero en general, es mejor englobar todo eso en una indefinida Contingencia. ¡Sin duda, insisto, esto y no las limitaciones históricas de Walcott es un phylum que merece ser archivado en el cajón de los mal intencionados! Sí, insisto (haciendo sonar de nuevo mi propia cinta...): yo creo que no ha habido más debilidad por parte de Walcott o de Darwin (significativa al menos) como no sea la de haber nacido en un mundo concreto diferente del actual en información y en predisposición psicosocial (lo que indudablemente está asociado a un determinado grado de desarrollo tecnológico o instrumental, pero también epistemológico, metodológico y filosófico). E insisto al mismo tiempo: la única explicación que cabe para el discurso de Gould es la que lo sitúa (idílicamente, y esto sí podría tener que ver un tanto con la alienación, pero mucho más con sus intereses sociales de estamento) a la cabeza de un combate ideológico que se encuentra por encima de todo sentido de la honestidad y es capaz de permitirle superar una mal disimulada timidez (pág. 356) que no le impide hacer todo un “alegato” a favor de su movimiento historicista (Ibíd.) La

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única explicación es, pues, la intencionalidad de Gould de situarse a sí mismo en el pedestal de la cultura, de la ciencia y de la filosofía, al que habría llegado por una superioridad... indudablemente ideológica, no sólo en relación con los animales que precedieron evolutivamente al hombre sino con respecto a todos los hombres, de todas las épocas, incluso del futuro, que estarían y estarán, “simplemente”, equivocados. Insisto (¡esto de la cinta rebobinable me ha gustado!): sólo por eso Gould merece mucho más que Walcott ser llamado oportunista y manipulador. Por eso reduce constantemente todo a expresiones elementales poco aclaratorias, como la referencia rudimentaria a la “influencia de la teoría sobre los datos” y, de hecho, a la alienación. Y eso, hilando fino, hace las cosas más graves. Stephen Jay Gould, alzando las banderas de la honestidad científica contra los mitos del antropocentrismo y del Progreso

Paulatino pretende imponernos como novedad un dogma con un mezquino fin ideológico. Un dogma con el que a fin de cuentas no consigue sino renovar el antropocentrismo sin conseguir sentar las bases de ninguna ciencia del indeterminismo capaz de hacer del homo sapiens, “simplemente”, un auténtico suertudo, un ganador eventual de la “lotería”, agradecido, si no de Dios por haber hecho trampas con los dados, sí a la “Diosa de la Fortuna” por haber permitido que Pikaia “simplemente” se librara de la diezmación. Un antropocentrismo, primitivo o precientífico, donde reinaría esa Diosa y vaya a saber qué otros ídolos menores (tal vez Opabinia, su predilecta, con Pikaia en el papel del ángel caído.) ¿O quizá un “simple” y novedoso teocentrismo? En fin, lo que haga falta para poner en marcha el Movimiento que sólo cabe calificar de gouldiano y egocéntrico. No es para nada sorprendente, por ello, que a Gould no le baste atribuir una importancia decisiva a la narración sino que considere positiva la mitología por la "poderosa ayuda” (pág. 95) que según él le prestaría, y que, en tanto ayude, se decante hasta por el “simple” cotilleo. Y tampoco sorprende que haga el uso oportunista y tergiversador de la literatura y de la ciencia ficción, no sólo amputando su indispensable causalismo sino prostituyendo la idea de que la buena literatura consigue, inevitablemente, hacer aflorar la realidad que subyace bajo la superficie de las cosas o, como decía Leavis y repetía Richard Ford con él, dando lugar a “una nueva conciencia”. Esto es, colocándose en las antípodas de todo auténtico narrador vocacional, que siente la verdad y se vanagloria de contarla, y del científico, que por sobre todo persigue la autoestima intelectual. que le depara el ponerla en evidencia, para los cuales la fidelidad al lenguaje, la asignación de las palabras con extrema propiedad y rigor, la precisión en fin de las descripciones, hechos y vínculos, son cuestiones lisa y llanamente prioritarias. Y aquí aflora la otra evidencia que nos permite perfilar la figura del burócrata político, en particular el de nuestros días: la sistemática degradación del contenido conceptual del lenguaje, en concreto, la subordinación de las palabras a las necesidades inmediatas, tácticas, del discurso. Signifiquen lo que signifiquen. Construyan o no una frase inteligible. Se sigan o se precedan de frases con contenidos opuestos.

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Curiosamente, algo que en cierto sentido, aunque más en referencia al lenguaje técnico (de “los especialistas”), denunciaba Feyerabend en “Contra el método”, y con lo que coincido salvando las distancias; él también, apoyándose como Gould en un marxismo no muy bien estudiado pero aceptado por ambos como la buena dirección aparente. Una ideología, por cierto, de las más idóneas que parió la “simple historia” para llevar a la intelectualidad hasta el Poder, es decir, para erigirse en burocracia gobernante. Una ideología que precisamente pretendió definirse y afirmarse a sí misma postulando que "el ser social determina(ba) la conciencia" a la vez que negaba la realidad social que determinaba realmente las conciencias reales. Que atribuía a cada una de las clases

imaginarias en que fragmentaba la sociedad interesadamente (para que su propio estamento se difuminara) una ideología de su invención que ellos mismos, como intelectuales, podían asumir según la clase que escogiesen representar. Se trataba de escamotear los intereses sociales reales, identificar socialmente al propio grupo. Y atribuirse el derecho de gobernar en nombre de otro mayor (nada que no se hiciera antes y ahora con el pueblo y la nación, y que el marxismo primigenio extendió, por un tiempo y hasta que se agotó virtualmente, a la clase social del futuro). Un error que tampoco puede ser considerado producto de alienación alguna, sino que debe ser explicado causal y materialmente con relación a la historia concreta, es decir, a la propia evolución histórica, que de “simple” no tiene nada de nada salvo para el pensamiento

elemental e inculcatorio. Es decir, quienes recurren un lenguaje tramposo para marchar hacia el Poder a costa de los otros, los que lo adoptan para erigirse en espejo de la humanidad, de un falso grupo que no es el de referencia sino del grupo del que éste quiere aprovecharse, al que el verdadero pretende engañar. Y de jugarretas con el lenguaje hay en Gould ejemplos constantes (como los que ya he señalado y seguiré señalando con signos de interrogación de tanto en tanto) que lisa y llanamente persiguen confundir o más bien desconcertar con la mentira. Algo que resulta especialmente irritante cuando uno espera encontrarse con un científico y termina topándose sólo con un representante astuto de ese estamento que puebla considerablemente las Universidades y Academias del mundo, donde cada vez más, o por lo menos en buena medida, la lucha, ya no se da por el saber sino por el poder y por el prestigio que lo posibilita. Académicos y especialistas que sostienen concepciones de cabecera cada vez más maquiavélicas en atención a la creciente actividad política que practican, generalmente en esos ámbitos más modestos del Estado (¡son parte del Estado!) aunque no menos pretenciosos ni estancos (como puede constatarse a la luz de algún Ministro o Secretario de Estado que otro, aquí y en el extranjero, en instituciones nacionales o internacionales). Por eso es cada vez más ridículo considerar filosóficas las “influencias” que afectan hoy a la mayoría de las teorías que se publican y propagan (como la que nos ocupa), y se deban atribuir, en cambio, sus contenidos a “simples” estrategias de poder que

permitirían afirmar o negar todo según convenga a cada paso, dando cuando toque de cal y cuando toque de arena. Estrategias de poder como la que, curiosamente, lleva a Gould a convocar a algo que suena mucho últimamente (propio de otra cinta que se repite también hasta el

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cansancio, ¡qué casualidad!, entre nosotros): ni más ni menos que a una especie de... Alianza de científicos Civilizados. Algo que, para mí, no deja de ser significativo. Textualmente: "No me gusta defender la ciencia histórica mediante la construcción de un búnker (...) Es mejor avanzar en asociación..." (pág. 390). Aunque esto viene de lejos, como ilustra muy bien Alain Finkielkraut en “La derrota del pensamiento” (Editorial Anagrama, 1987), ni más ni menos desde el giro de la

izquierda hacia el etnocentrismo y el nacionalismo. Algo que hay que ver como consecuencia del proceso que otorga, con ello, una justificación impecable a las burocracias modernas, cámbricamente explosionadas en la periferia del capitalismo desarrollado desde la revolución bolchevique y su posterior consolidación stalinista. En todo caso, más evidencias de discurso oportunista y ecléctico; un discurso y un lenguaje (¡insisto en esto y por ello lo subrayo!) que hoy por hoy aparece cada vez más instalado en todas partes, inclusive y notablemente en el ámbito académico, cenáculo actual por excelencia de la cultura burocratizada, pero incluso semillero del estamento burocrático global. Así, más allá de sus declaraciones ambiguas y cautelosas, lo que queda de "La vida maravillosa" es esa "simple historia", es decir, la alineación sobre la mesa, o en los

maravillosos estantes de esa vitrina de más de 400 páginas, de los miembros más "extraños" de la fauna blanda de Burgess Shale, sin duda ciertos. Extraños, sí, como puede verse... El caso de Halucigenia patas arriba, que denuncia Wangensteen en "La

peor página de Internet" es un buen ejemplo (que yo jamás atribuiría a premeditación y

alevosía, pero que sin duda tiene todo el aspecto de una involuntaria intervención del calzador de Gould.) Un buen trabajo (ameno aunque muy reiterativo) que no consigue fundamentar casi nada de nada, aunque, supongo, habrá sido bien remunerado (dado el número de páginas y el volumen de ventas que habrá alcanzado la obra) y, sobretodo, recompensado en consideración y estima en los círculos instituidos, objetivo principal y más preciado de cuantos pueda pretender toda burocracia cultural (y que gracias a ellos consigue casi cualquier cosa en usufructo además de una ampliación del presupuesto.) Un trabajo, además, que en lo filosófico y metodológico es falsamente desmitificador y contaminador, destinado a extrapolar una visión aparentemente novedosa y profundamente abstracta y plena de propaganda ideológica que como mucho daba para un artículo de cuarenta páginas y no para ese mamotreto donde la cinta de su leit motiv acaba rebobinándose demasiadas veces hasta sonar a música de tambores en torno a una olla donde Walcott es cocinado a fuego lento (y con él toda la ciencia empírica pasada) en honor a la Diosa de la Fortuna. Todo como parte de un culto a la incertidumbre y a

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un consagrado primitivismo que por lo visto fue puesto en cuestión (incluso hasta el "hazmerreír") demasiado tempranamente, según también indica Wangensteen (sea o no esa la última palabra) y también muy tempranamente aprovechado por el creacionismo. En fin, Stephen Jay Gould, que pretendió ir "más allá" (354) de Darwin (lo que, ciertamente, debe hacerse) aunque abandonando el postulado de objetividad (lo que no sirve para nada hacer), acabó escribiendo tan sólo "una historia plausible" (pág. 293) que "Cualquiera puede inventarse." (Ibíd.)

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2- La Cruzada historicista de Gould contra La Reacción Determinista

(algo más sobre la burocracia y el oportunismo militante) Montado sobre la incoherencia y el oportunismo, Gould sostiene que su determinismo de lo indeterminable, que como ya sabemos y nos llegará a sonar hasta el agotamiento, él prefiere llamar... "la simple historia”, tendría el poder de despejar El Drama por completo, es decir, acabar con el nocivo antropocentrismo que según él está su base y, de ese modo, con toda la miseria intelectual presente y futura que quedarían excluidos de la Nueva Ciencia.

A primera vista suena extraño e incoherente que Gould presente su peculiar historicismo como un relato de resultados fortuitos e imprevisibles al tiempo que sugiera un parentesco con el de Marx (y el de Engels), donde se llegó a extrapolar el evolucionismo natural hasta el terreno social, se defendía una idea determinista a ultranza y se reivindicaba una visión “simple” o lineal de progreso. ¿Un guiño, entre los muchos con los que nos tropezamos, a la vieja, querida y superada referencia del marxismo de la que no obstante Gould parece no querer quitar un pie? ¿Un guiño como de esos que dedica al darwinismo para mantenerse dentro sin que se

note mucho que lo ha abandonado por entero? No obstante, de nuevo, la comprensión es más completa si consideramos que la incoherencia de Gould es estratégica y no filosófica, ideológica y no científica, que responde, en fin, a unos objetivos sociales para los cuales la incoherencia y el oportunismo son indispensables. Incoherencia y oportunismo que se atribuyó a la necesidad de adaptación de la

izquierda para mantenerse en el Poder (como llegó a reconocer, ¡valorándolo positivamente!, Feyerabend, esa especie de Maquiavelo de la metodología de la ciencia) o a acusar a los herederos de Marx de traiciones conceptuales. Una adaptación que llevaría a esa izquierda traidora e inconsecuente por los senderos del anticolonialismo y el nacionalismo tercermundista bajo el nombre de antiimperialismo, a un pacifismo hipócrita, lleno matices, excepciones y justificaciones subordinado al anterior, a un pluralismo que por las mismas razones acepta como “simples” variantes culturales todos los remanentes periféricos de salvajismo y de barbarie que sus propios principios rechazan y que sólo el silencio cómplice puede conciliar con cualquiera de las idealizaciones imaginables del hombre que dice valorar, y, por fin, al culto puro y duro del primitivismo y del naturalismo del que el hombre es excluido. Una adaptación que, a fin de cuentas, justificará los peores totalitarismos y la subordinación ideológica absoluta a las necesidades tácticas y estratégicas del Poder Burocrático. Bueno... no deja de ser una aproximación a la verdad. Pero yo creo que se trata fundamentalmente de un diagnóstico insuficiente; un diagnóstico marcado también,

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aunque cueste admitirlo, aunque nos deje un tanto desprotegidos o nos acabe aislando, por la propia visión de grupo (de cada uno de los que pretenden disputarse la dirección intelectual del mundo), es decir, por la respectiva idealización del hombre, por la respectiva concepción antropocentrista. Sí, difícil de admitir que todo antropocentrismo (o humanismo) se manifieste como en Marx y en Rousseau, en Lenin y en Robespierre, en Napoleón y en Stalin, en Hitler, en Mao, en Pohl Pot... Tanto como que todos los personajes de la lista tienen un común

denominador. En “La derrota del pensamiento”, Alain Finkielkraut es de los que más se aproximan a

la verdad en el sentido antedicho, poniendo varias veces el hecho de fondo en evidencia a través de los sucesivos ejemplos de la historia del pensamiento moderno. La verdad, precisamente, se manifiesta no sólo allí donde la “universalidad” es mínima y los particularismos son más estrechos, sino donde parece manifestarse el concepto más amplio y abierto de humanidad hasta ahora imaginable en la teoría, en los postulados

(y al margen incluso de su uso justificativo, que lo acabará delatando, y de la inevitable deriva posterior). Me refiero, obviamente, al pensamiento democrático-liberal defendido en sus formas más sensibles y atractivas por Montesquieu, Diderot, Voltaire o Goethe ese humanismo por antonomasia de los derechos del hombre y del ciudadano y de la “literatura universal”. Un pensamiento del que el marxismo mejor intencionado así como las posiciones más democráticas y tolerantes de la historia se apropiaron, algunos con la idea de impulsarlo más

allá. Un pensamiento que mantiene la fuerza de los buenos sentimientos y sigue capaz de alzarse (su efectividad es otra cosa) contra los abusos de la burocracia, contra el

totalitarismo, contra la crueldad y el sufrimiento de nuestros semejantes del mismo modo que se alzó contra el Antiguo Régimen. Que quienes se sienten miembros reales del grupo universal de los que sufren, quienes los sienten como esos semejantes suyos, al menos parcial o temporalmente, tal vez con algún grado de hipocresía, en todo caso con vergüenza y más allá de su mala conciencia, por lo general valoran sin muchas contemplaciones. Tan aparente que es sencillo darlo por universal. Hasta que sus contestatarios, empezando por Claude Lévi-Strauss en la posguerra, pero como ya lo hiciera antes el romanticismo alemán con Herder a la cabeza, lo pusieran en evidencia (por supuesto, negando al mismo tiempo, como siempre e inevitablemente han hecho todos los ideólogos, la viga que llevan metida en el propio ojo):

“Embriagados a un tiempo por el desarrollo del conocimiento, el progreso técnico y el refinamiento de las costumbres que conocía la Europa del siglo XVIII... (convirtieron...) su condición presente en modelo, sus hábitos concretos en aptitudes universales, sus valores en criterios absolutos de

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juicio y al europeo en dueño y poseedor de la naturaleza, el ser más interesante de la creación.” (Lévi-Strauss según Finfielkraut, op. cit., págs. 58-59)

¡Pero ésa, ésa visión... describe mucho más a mi propio grupo: la de los intelectuales que sentimos más cerca de nosotros los rasgos de un idílico hombre universal, aquellos que, como el último Goethe, encontramos en todas partes y en todos los tiempos al leer lo mejor de la literatura universal, los que no aceptamos la ceguera ideológica de los etnocentrísmos y nacionalismos antiimperialistas ni tampoco el primitivismo y la barbarie de culturas que discriminan, torturan y eliminan a cuantos de sus propios congéneres se opongan, ni callamos, silenciamos o camuflamos nada por ninguna índole de imperativo ideológico! La de esos hombres que se ven impulsados a “llevar su reflexión más allá de ese estrecho ámbito” (el de “sus intereses concretos”; Finfielkraut, pág. 128). ¡Mi Grupo, pero no La Humanidad! ¡Un grupo que podrá ser en parte defectuoso, pero del que no me puedo sustraer! Y es que no es posible otro antropocentrismo (y otro humanismo) capaz de considerar otra cosa que la existencia de un único hombre verdadero: el pergeñado en la mente de los iluminados que se sienten inclinados a considerarlo universal (los intérpretes de los colonizados de cada una de las razas, a pesar de hacer prevalecer el exclusivismo de cada una, universalizaron su condición por encima de ello y de las demás; lo mismo hicieron y hacen los nacionalismos no limítrofes, como puede verse entre catalanes y vascos –y me refiero a sus representantes burocráticos-) incluso a pesar de los demás y se disponen de inmediato a obligarnos a todos a serlo o al menos a educarnos, como sea, para que lleguemos a serlo... so pena, en el extremo, que se nos deporte, encarcele o elimine como a enemigos de la humanidad. Un antropocentrismo, en fin, que nunca pasó de ser un humanismo del propio grupo (lo que Judith Rich Harris describe como grupismo en “El mito de la educación” y que yo ya he tratado de desarrollar en seis entradas de mi blog tituladas “Grupismo y complejidad”, la primera de las cuales enlazo aquí). En cuyo centro se sitúa un único aunque maleable hombre mítico, idealmente característico de un grupo real, un grupo, éste, formado por hombres para nada míticos y engañados y dirigido por hombres asimismo nada míticos, inconsecuentes y mentirosos dispuestos a alcanzar el poder para beneficio exclusivo, sí, del propio grupo, aunque en una proporción lógica y piramidal: más para los de arriba, menos para los de abajo, nada para los de fuera. Un humanismo que nunca pudo ser sino una cínica ocultación del grupismo; el único posible... (al margen de estar o no vinculado a la violencia y la práctica de la opresión y se alcance o no algún día un status diferente.) Un grupo que no es ni la clase social imaginada, ni la nación definida según convenga, ni la raza o el sexo perfilado al servicio del aglutinamiento forzoso. No, el grupo es el

próximo, el afín, el que, si está compuesto por intelectuales, se inclina por inventarlo todo... con el fin último de dirigir a los demás. Por eso, también, los grupos que

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construyen ideales humanistas así como los que los construyen etnográficos pertenecen a la misma clase de individuos y componen los diversos grupos de índole

burocrática, con fines objetivamente iguales, sujetos a las mismas traiciones a sus principios, a la misma hipocresía, a las adaptaciones sucesivas... Todo esto, en la persona de la burocracia contemporánea, ha hecho, hoy por hoy, las cosas cada vez más graves, más hipócritas y mentirosas, que nunca. Ésta es precisamente la particularidad, una particularidad cuantitativa, de grado si se quiere, pero distintiva que hay que destacar. Hoy en día, para los grupos burocráticos, ya ni siquiera hay ideal de ser humano. Hoy se fabrica tan precisa y predefinidamente como un nuevo grupo musical o un escritor de moda. Hoy no hay un ideal de ser humano sino un monigote con pinturas contrapuestas. Es un producto marketing, como se dice. Hoy es posible la libertad a la par que la doctrina, el progreso asociado a la barbarie, la historicidad con el indeterminismo... Hoy, cuando la deshonestidad es indispensable, cuando es normal (normalizado), inevitable y predominante el uso táctico del bagaje conceptual y lingüístico de la humanidad por parte de esa burocracia dirigente y de sus defensores, las ideologías dirigentes (en potencia o en acto) sólo pueden acumular miseria intelectual. Hoy, más allá de los componentes conservadores o revolucionarios que eufemísticamente contengan, incluso más allá de que se puedan o no identificar a sí mismos con algún monigote estable, se trata de una situación que apunta, y dramáticamente como sabemos por la experiencia histórica, al poder del propio grupo dirigente de

burócratas por sobre todas las cosas. Hoy la mentira es inseparable de la burocracia dirigente como estamento social específico y de su propaganda, conjuntamente con la absoluta reducción de sus sostenedores al rango de individuos que sólo esperan (y exigen; ¡en todo caso éste es el handycap del proceso, la contrapartida del acentuado proceso de burocratización de la sociedad, lo que tendencialmente amenaza su colapso... y en todo caso explican su sistemática inestabilidad, los constantes recambios en la cumbre, el estado de revolución permanente en que se vive!) ser sofisticadamente alimentados, modernamente vestidos, secularmente protegidos o subvencionados, y dotados de tiempo y material que les permita jugar... Y esto es algo indudablemente... antropocentrista, indudablemente humanista. No se puede hablar de burocracia con tanta anticipación, pero sus raíces (las del grupismo) ya se pueden encontrar en los clanes y las jefaturas, los reinos primitivos, para desarrollarse luego en las organizaciones religiosas más o menos autónomas y las primeros estados con sistemas representativos. Unos sirviéndose de métodos relativa y temporalmente más educativos que otros, algunos del puñal y la conspiración. Pregonar pues contra el antropocentrismo es pregonar contra el grupocentrismo de los otros. y a favor del propio. No ver las cosas de ese modo, sin duda histórico, es arrastrar las alforjas repletas de excepciones y justificaciones, que es lo que hace Gould o, mejor dicho, con lo que juega en nuestra contra. Así, el marxismo debe considerarse fracasado desde la óptica de lo

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que él mismo declamaba, o sea, si se lo toma al pie de la letra. Pero su espíritu, por así decirlo, del que él mismo sólo fue una manifestación específica, ha seguido adelante, adaptado a los nuevos tiempos (como decía Feyerabend defendiendo sin embargo esa conducta) y no ceja en su pretensión hegemónica original. El liberalismo recuperado, al reducir el burocratismo a los totalitarismos que se han derrumbado o a los que observa con aprensión surgir sin cesar en el tercer mundo, opta por dirigir sus pasos hacia el poder mediante una alianza con los más moderados, aquellos que en realidad trabajan con la paciencia del “topo” o sólo se han tomado un respiro necesario. Sin dudas, las ideologías basadas en el redistribucionismo (obviamente desde arriba) tienen, cualesquiera que sea su fraseología, mucho más juego real (aunque cada vez menos estabilidad ideológica) independientemente de quiénes sean los actores de cada nuevo acto. Lo cierto es que la sociedad global, a lo ancho y largo de la Tierra, ya es burocrática hasta sus entrañas. Está gobernada, en todas partes, por la burocracia. La burocracia decide dentro de una cierta racionalidad, en todos los ámbitos de la organización social (si se sale demasiado de esa racionalidad –un grupo, un líder en concreto-, colapsa... y otro grupo similar y más sensato sustituye al anterior, con o sin sangre.) Nerón, Calígula... en el límite, tuvieron que morir para que Roma continuase (y no eran burócratas salvo, abusando del término, de la propia nobleza gobernante.) La burocracia moderna, la que se erige no en representante de su propia familia sino de la masa, de la humanidad, del futuro, es más reciente. La sociedad que conocemos y en donde experimentamos ese fenómeno se fundó a partir de que las masas desposeídas y oprimidas por el “antiguo régimen” lo derriban, orientadas y por fin dirigidas por la intelectualidad ilustrada. A partir, en fin, de que los que la dirigen y van a gobernarla y oprimirla a su turno no en su propio nombre sino en el de ellas. Ofreciéndoles un objetivo de más largo aliento que el de conseguir que los de arriba atendiesen sus reclamos inmediatos (algo para lo que se hacía indispensable el recambio revolucionario y que es lo que evidentemente las movilizaba), es decir, engañándolas para la consecución positiva de ideales abstractos de sociedad que no querrán honrar. La burocracia moderna, nace pues de los intelectuales que ofrecen sus servicios a las fuerzas sociales poseedoras de capital y de trabajo, de tierra o de industria, en oposición a aquellos que no reconocían gobernar para sí mismos. De la intelectualidad que descubre, de ese modo, su camino hacia el poder: en su papel de representantes. Sobre esa base realiza su revolución burocrática en el límite de las opciones democráticas formales, y en primera instancia triunfa. Ése es el contexto en el que Gould se hace hombre, científico y narrador de historias, y explica, históricamente (evolutivamente si se prefiere el paralelo un tanto problemático), la argumentación ambigua, ecléctica, mentirosa y por fin desconcertante que puebla “La vida maravillosa”. Ello explica por qué comparte la esperanza de todos los líderes burocráticos de menor o mayor enjundia que han conseguido o sólo pretendido alcanzar la cima: esperanza en la educación, en la posibilidad de arrepentimiento, de curarse de la

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alienación, ¡en la libertad de limpiar la conciencia mediante la autocrítica! Y en la necesidad del poder para llevarlo a cabo. Así, mientras todos creíamos, con Monod o con Maynard Smith y por supuesto con Darwin, que el determinismo evolucionista había acabado con la idea del hombre como rey de la creación (ese teórico antropocentrismo al que todos nos referimos cuando no nos animamos a hilar demasiado fino) sobre la base de reducir al ser humano al carácter de mero resultado, Gould nos dice con un enorme exceso de fraseología que ese antropocentrismo al que acusa de todos los males y hace sinónimo de La Reacción por contraponerse en realidad a los valores ideológicos de moda: el primitivismo, preservación de la naturaleza no humana, la contemplación... estaría en el mismo corazón del evolucionismo, incluso en el de toda la ciencia que llama tradicional, en el del determinismo en suma. Un corazón que palpitaría con las nefastas ideas de progresividad, progreso y por último complejidad. Lo que Gould prefiere son los mencionados contenidos de la izquierda contemporánea (esa bastarda nacida del marxismo y el romanticismo anticolonialista, como hemos apreciado), inmejorables refugios para el pensamiento elemental de nuestros tiempos de desconceptualización creciente de los que no hay por qué avergonzarse dado lo políticamente correctos que han llegado a ser y que ya había enumerado sucintamente a propósito hace un momento: el primitivismo, el ecologismo, la contemplación, el pacifismo, etc. (todo en la justa medida de lo posible y evidentemente en las proclamas), algunas de cuyas variantes acabaron estando, ni más ni menos, que en los cimientos de la Kampuchea Democrática. Contenidos siempre y en todas partes inconsecuentes, meramente propagandísticos de lo que hay abundante material diario, como podemos observar con el ejemplo personal de Gore o el de ZP, y que, ¡oh, pena!, difícilmente encontraremos nada en los escritos de Marx, Engels, Lenin o Mao, que sólo iban más allá de la idea de Hegel de que el mal y la guerra eran los motores de la historia... a la vista de los avances emancipadores del imperialista Napoleón. Y que a ellos les prometía un proletariado industrial cada vez más numeroso y concienciable, aunque fuese el de la industria de la guerra, o que garantizara que se pudiera “cambiar de hombro el fusil” (Lenin dixit en el sentido de apuntar contra los gobiernos para su derrocamiento). Para eso, además, Gould debe reducir el determinismo al más “simple” de todos los posibles, en concreto al que sostendría que el hombre ya estaba en El Plan desde el caos primitivo o antes, por antonomasia en el Plan de un Gran Hacedor (con el que el suyo

y otros dioses primitivos equivalentes y más aceptables competirían) y que podría estar, me arriesgo a aventurarme, más cerca del Dios protestante sajón que del católico. Esa planificación sería la reflejada gráficamente en la “escala de la vida” y en el “cono de diversidad creciente”, es decir, en sus formas más estrechas o elementales (la de los “libros de texto” a los que hace referencia, y en todo caso la concebida por Spencer, a quien curiosamente no menciona) y a asimilarlo a la forma más excelsa que para Gould tiene hoy

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en día La Reacción, sin duda, la del materialismo y belicismo capitalistas e

imperialistas culpables del hoy tan denostado progreso humano. Algo casi más peligrosos para él que el que las propias religiones hipócritas del presente en realidad tan contaminadas como cualquier otra institución actual por ese mismo materialismo y hasta por un renovado burocratismo moderno intestino (¿quizá una de esas instituciones aliadas a las que tanto habría que agradecer su existencia y que menciona en general?, ¿acaso por esa espiritualidad y sentido de la impredecibilidad suya con la que se sentiría más a gusto, a tenor de sus notables menciones a lo sagrado, a los dioses y hasta al mismísimo Dios –como en pág. 56, sin ir más lejos-, y que parece corroborarse a la inversa, como he podido observado y el propio Gould deja ver, a la vista de la consideración con la que los creacionistas consideran favorablemente sus aportes? ¿Por su grado de primitivismo parcial? ¡Hum... todo puede ser!) Reducirlo y atribuírselo, por supuesto, a Walcott, cuya “... concepción (...) más antigua y diametralmente opuesta (a la suya, que “tiene sus raíces (?) en la contingencia”), localizaba firmemente la pauta de la historia de la vida en el otro (?) estilo (?), más convencional (?), de explicación científica: la predecibilidad directa (?) y la inclusión (?) de las leyes invariables (?) de la naturaleza” (pág. 362; la nota entre paréntesis es mía.) Así se explica su rechazo, de palabra, de la idea de progreso. De palabra, porque no imagino a Gould negando su apoyo a las medidas progresistas de ciertos gobiernos

amigos allá donde se realicen (es decir, donde haya algo que pueda llamarse redistribución real) ni renegando del sueño con una era de progreso a la medida de sus ilusiones. Ni de nuevos satélites, ni de nuevos telescopios, ni de aviones más veloces, etc. Sueño renovado a la luz de los tiempos y que obviamente le habrían permitido por una parte comprender pero por otra también superar a Marx. Y así se explica que Gould, sea de los que hayan desfilado por La Paz... contra el imperialismo (...y callan en los casos más... delicados)? Y es que la idea de progreso es una idea profundamente romántica que no tiene vínculos reales con la concepción evolutiva en sí misma, ni por supuesto con una concepción realista de la complejización creciente (no eterna, ni lineal tampoco, pero sistemática) que hoy podemos percibir casi como sinónimo de la flecha del tiempo, ni con una rigurosa, seria y concienzuda concepción determinista. El progreso sin embargo existe, sólo que no es lineal y sólo puede tener sentido en términos de la mencionada complejización, que ni es regular ni avanza siempre hacia arriba como un arbolito estereotipado. Más concretamente, no hay por qué dejar de llamar progreso al tecnológico, es decir, al incremento de poder del hombre sobre la naturaleza (incluyendo la suya y sea o no a través del mal y de la guerra y a costa de buena parte de los hombres, ni más ni menos porque es un proceso que se realiza mediante la lucha de unos hombres (grupos) contra otros (grupos) para asegurar esa supremacía sobre la naturaleza del único modo en que se ha podido hacer hasta la fecha y lo concibe el ser humano (sus grupos): el suyo, el que

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mejor encaje con sus intereses materiales, el que le de más garantías de supervivencia a través del grupo con el que se identifica por un proceso relativamente complejo y aparentemente aleatorio. Ni hay por qué considerarlo lineal o regular.

Hiroshima, a pesar de Gould y de su crueldad, de lo mucho que nos revuelva las tripas a la mayoría, etc., fue progreso. Los retrocesos, producto de los avatares de la lucha entre grupos, también. Incluso la revolución bolchevique que, a pesar de la ineptitud burocrática y su tremendo despilfarro de energía humana, situó a la Unión Soviética en la carrera espacial. Aunque fuese a la manera cosaca.

La idea de progreso nace en realidad de la viejísima extrañeza que afecta al hombre en tanto es consciente de la realidad del mundo y de sí mismo en él ("... la conciencia que posee el hombre del funcionamiento intensamente teleonómico de su propio sistema nervioso central", Monod, "El azar y la necesidad", Tusquets, 2000, pág. 39.) No es la Biblia la que impuso esa visión al hombre sino ella misma un resultado más de una visión inevitable, de una experiencia sensorial, visible. No es una visión equivocada en sí misma sino por ciertas idealizaciones que conlleva, como pasa de costumbre y como le pasaría a Gould. Es una visión intuitiva refrendada por la práctica humana, el aprendizaje y la genética (que una y otra vez impone el mismo esquema y las mismas capacidades de discernimiento) y que se va refinando o enriqueciendo con el tiempo; e incluso confirmando. Debido a su autoconciencia, el hombre experimentó cabalmente su diferencia con respecto a los demás animales y tras un largo proceso histórico alcanzó a reunir la información necesaria como para superar una visión que es a la vez de superioridad e inferioridad y descubrir que era un resultado de la no tan "simple historia" y que en todo estaba emparentado con aquellos. Pero un resultado necesario e inevitable a la luz de las leyes intrínsecas de la vida y no de las contingencias aleatorias que siempre y en el extremo podrían abortarlo todo o discontinuarlo (como incluso es posible contrarrestar la acción de la gravedad o una reacción química mediante algún artilugio) y por supuesto están constantemente interactuando con los demás elementos de la biosfera para provocar alguna modificación, es decir, alguna adaptación (que siempre será en cierta medida, biunívoca o mejor dicho, múltiple.) Enfrentado a todo esto, y en la más pura línea de los adoradores de la naturaleza de la que el hombre, esa "entidad", ese accidente, quedaría excluido por culpa de su conciencia perniciosa (otro parentesco, dicho sea de paso, con la visión teocrática cristiana), Gould se siente más proclive a comprender a los “simples” priapúlidos, esos "primeros caníbales", incluso a los salvajes caníbales también del Amazonas, que al hombre civilizado que renuncia de palabra a ser y que es como ha nacido (lo que no debe restringir su libertad pero sí al menos aventar su hipocresía). El hombre y su conciencia, por el contrario, serían culpables de producir "impactos" (pág. 73) como, por ejemplo, el sin duda penoso suceso Hiroshima, que es visto (pág. 322) como un retroceso en lugar de como una forma económica de contener al imperialismo japonés que bien merecía ese epíteto (ya se sabe, eso del vaso a medias y las dos ópticas que hay para juzgar su estado). Un

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suceso armónicamente inserto en una concepción históricamente establecida, la del capitalismo y el burocratismo imperante en ese año de 1945 (es decir, cuando la violencia y la guerra imperialista eran inherentes a la realidad histórica), cuando los actores en presencia no podrían haber actuado de otra manera regidos por sus propias concepciones, cuando muy pocos se habrían atrevido a pensar de un modo diferente, donde unos hacían la guerra y otros, aunque fuese contra la guerra, la hacían también. Y un suceso que Gould (para nada sorprendentemente) magnifica en detrimento de retrocesos más significativos, como el nazismo, el stalinismo, el propio imperialismo japonés y todos los que por más pequeños no han sido mejores. O la nunca suficientemente recordada Kampuchea Democrática de los jemeres rojos, y todos los regímenes nacidos precisamente de la lucha contra el “imperialismo yanki”. Todos ellos con resultados genocidas más prolongados, mucho más dignos de servir de ejemplo de los retrocesos de la humanidad con sus repercusiones globales mayores incluso que las de Hiroshima. Repercusiones, en fin, que hoy son evitadas mediante la disuasión nuclear, cuya sustitución por escudos americanos contra el posible ataque de algunos desquiciados así como cualquier otra medida preventiva (como librar una guerra localizada antes de dejar que avance la perspectiva de una más extendida) cuentan, para nada sorprendentemente, con la oposición militante u ofensiva de la izquierda. De este modo, es Gould (y yo debo seguirlo) quien va más allá de Burgess Shale y de la extinción de los dinosaurios, e incluso de las amenazas previsibles y no previsibles del espacio exterior, para llegar hasta la manida amenaza que representaría el propio hombre (¡incluso para el hombre!; aunque a saber para qué hombre, de qué grupo), como la mencionada de Hiroshima y, por supuesto, la del controvertido cambio

climático. Todo no sólo para demostrar que "Debe reinar la impredecibilidad" (pág. 390) sino, de paso, para hacer notar que la marcha de la humanidad, como la vida misma, tampoco ha contenido verdadero progreso. ¡Pero bueno!, ¿cómo no considerar sino progreso a la tecnología que le permitiría al hombre por primera vez en el ámbito de la vida evitar las posibles y muy factibles amenazas coyunturales y despedazar en el espacio al peligroso meteorito que se acercase demasiado o construir, con una obvia, inevitable y repetitiva visión antropocentrista, una increíble flota espacial de arcas de

Noe llenas de los animales y las plantas que nos serían útiles en la diáspora terraformada a donde podríamos huir? ¿Por qué esa dificultad (ese interés) por no considerar la tecnología como un resultado evolutivo superior indudablemente más complejo pero tan útil y más, más complejo y también más poderoso, que la capacidad de convertirse en esporas por parte de las diatomeas? ¿Porque, en manos precisamente de burócratas ávidos de poder, como en menor escala pero igual naturaleza Gould, podrían acabar con todo el género humano e incluso toda La Tierra? Posible, sin duda, ¡pero no para justificar una Tierra kampucheodemocrática ni nada por el estilo, ni siquiera para soportar a un Chávez, a un Sadam o a un Jomeini en el propio país! Lo cierto es que las evidencias sólo pueden ser argumentos de la interpretación. Y siempre pueden, en gran medida, como el mismo Gould reconoce y además demuestra

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desvergonzadamente contra sus oponentes, organizarse al servicio de una o de su contraria. Lo que sucede con las evidencias que en abundancia nos presenta en su libro. Tal vez, como todo ser humano, Gould debió sentir el progreso en carne propia, al menos en el avance de sus tesis y el de la posterior difusión de su libro. Pero dudo de que podamos hacerle comprender por qué nos gustaría aplicarle a su trabajo la misma vara de medir que él aplica a Hiroshima siendo como es una incidencia perturbadora de la conciencia humana... como tantas cosas que sentimos gracias a la evolución. ¡Pero cómo comparar, dirán muchos, con esa (aunque no más que formal) democracia capitalista y por añadidura primera potencia mundial (es decir, el famoso lobo feroz)! Evidentemente, muchos, con Gould, sólo tienen buenas palabras para las "transformaciones (...) manifiestas y heroicas" y más si pueden ser "tranquilas" que minen "el orden tradicional" (pág. 93), que nunca puede a ser el de los países liberados. Para los primeros casos, justificará sin duda la "llamada a las armas" (Ibíd.) En fin, nada que no hagan todos. Nada que no pretendan de una u otra forma todos los grupos burocráticos, propietarios del poder o aspirantes a serlo.

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Todo puede ser Como he señalado, Gould propone una ciencia apoyada en el indeterminismo, a pesar de que en una nota al pie, diga haber exagerado “para resaltar mi punto de vista” (pág. 267, nota 21), imagino que como cuando dijo que la causa por la que razonamos “reside tanto (y tan profundamente) en las sendas retorcidas de la historia contingente como en la fisiología de las neuronas” (pág. 352, el paréntesis es de Gould en este caso.) Sin embargo, lo denomina “la simple

historia” para sostener que, así de camuflado, ese indeterminismo sería el "principal determinante (!) de las direcciones de la vida" (pág. 362), es decir, propone como solución definitiva... una tautología. ¿O no es La Historia sino el registro de lo sucedido, la enumeración concatenada de los sucesos que para Gould serían impredecibles (aunque igualmente, no sé para qué fantasmas racionales del futuro, “razonables”) y que sólo se podrían conocer a

posteriori cuando sepamos admitir directamente las "simples" evidencias? Bueno, esta visto que Gould tiene muy poco de riguroso, ni parece haberle importado demasiado salvo por las apariencias. Y en la misma línea nos aclara (digamos, por ejemplo, que dando una de cal) que, por no caer en el ridículo o por cosas de la mencionada timidez, está dispuesto a dejar fuera de la indeterminación (es decir, del reino de lo “impredecible”) a la física y a la química (págs. 364 y 391) e incluso a parte (!) de la propia biología, la menos compleja por cierto y curiosamente la más primitiva y antigua, llegando a decir que ¡“la contingencia surge después, cuando la complejidad histórica entra en el cuadro de la evolución”! (pág. 391.) Y nuevamente (hay incontables a lo largo de la obrita) repite la jugada (una de cal, otra de arena...) cuando

en pág. 363 apunta ufano: “¿Estoy afirmando realmente que nada acerca de la historia de la vida puede predecirse...?” y se contesta: “Naturalmente que no (...) La vida exhibe una estructura que obedece a los principios físicos”, para reafirmarse luego: “Sospecho (?) que el origen de la vida fue prácticamente (?) inevitable. (...) “Pero estos fenómenos (...) se encuentran demasiado lejos de los detalles que nos interesan...” (pág. 364, los signos y paréntesis son míos.) No sabiéndolo "con seguridad" (págs. 295-297), pero inclinándose por "una verdadera lotería"... Y así sucesivamente.

Pero lo cierto es que Gould (aunque con cautela) acabará optando, cuando ya nos ha preparado suficientemente para asimilar sus mensajes, por "la contingencia afortunada en lugar de causa y efecto predecibles." (pág. 393). Sí: dejad aquí todo determinismo, toda deducción causal debe aquí ser abandonada, quiso esculpir Stephen J. Gould a las puertas de La Historia parafraseando a Dante. Y

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definitivamente. Y para Sir Walcott, para el manipulador de Sir Walcott, poco más que el limbo. Sí, mezclándolo o revolviéndolo todo, procurando mantenerse a flote sin hundirse (para decirlo en base a la genial metáfora de Jacques Prévert), Gould elabora una propuesta novedosa “de la vida”, para él incluso revolucionaria, con el determinismo cuestionado y al menos reducido a mínimos y con el “puro azar” como protagonista principal. Al respecto, todavía me cuesta saber qué científico ha defendido o defiende la opción en términos absolutos como para considerar real la “segunda alternativa” que necesita Gould para su jugada bonapartista, la que le permite situar su concepción como “tercera alternativa fuera de la línea" (pág. 55), o "fuera de la dicotomía". Lo cierto es que el suyo acaba siendo una suerte de neoindeterminismo dentro del historicismo que se caracterizaría por una suerte de azar determinante: “el devenir aleatorio de los acontecimientos” (Ibíd., nota al pie), cuyo “nombre es contingencia” (Ibíd.). Un azar

convertido en causa genérica de todo lo ocurrido y de todo lo que pudiese ocurrir. Una broma que da lugar a la ironía, como puede observarse en esta otra frase alambicada hasta la crispación: “...si una diezmación general de una panoplia mucho mayor de posibilidades (!) determinó (!) el modelo de la vida futura, incluyendo en él la probabilidad (!) de nuestro propio origen...” (pág.53), etc. ¡Sin duda, la ironía la suministra él mismo, y a carradas! ¡Qué lenguaje! Pero esto tiene, de nuevo debo remarcarlo, otras connotaciones. Esa tercera alternativa refleja el denodado intento de Gould de ponerse por encima de todos, incluso de los hombrecillos del futuro que no se atrevan a superar la alienación... mediante la adopción de su iluminador y clarividente punto de vista, una clarividencia que nos asegura que el futuro es “simplemente” impredecible, es decir, una mezcla de perogrullada y oscurantismo, de tautología y negación del intelecto... Claro, la jugada pretende ser perfecta, como las jugadas de un tramposo: saltando de la genérica aleatoriedad del futuro (donde sin duda no cabe predecir a largo plazo y donde sin duda se producen hechos que para el sistema considerado parecen aleatorios o podrían considerarse imprevistos, que en realidad son ingerentes y bien determinados en su propio sistema) al todo puede suceder, Gould ha logrado definir el futuro para siempre; sencillamente, ha vencido al futuro, ha vencido al tiempo, ha conseguido convertirse en infalible, en poco menos que en Dios (lo que, de paso, si esto no es una genial combinación de antropocentrismo y teocentrismo... que venga precisamente

Dios y lo vea.) En cuanto a la propuesta en sí, Gould trata de darle connotaciones científicas para consumo de los que crean que la tiene y pretende demostrarnos que esos hechos aleatorios desde el punto de vista del sistema considerado (en este caso, un meteorito, la deriva continental, etc., en relación con la vida) marginan en mayor o menor medida la concatenación existente entre los fenómenos que se producen en el seno del sistema.

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Pero él sabe que no puede decir eso taxativamente y se la pasa dando cal y arena a tramos. Para “no discutir” ni “probar” nada apela a la “simple historia”, a “la narrativa”, a “la mitología”, y sobretodo a la enumeración ferial de las rarezas "sagradas" (pág. 57) de Burgess Shale con la supuesta convicción de que "Dios habita entre los detalles" (pág. 56), es decir, supongo que será su propio Dios de la Historia, o la “Dama de la suerte” (pág. 53), como también la ha llamado haciendo un guiño quizás a “El Señor de los anillos”. Pero esas supuestas "evidencias" no son taxativas ni demostrativas de nada. Esas “rarezas” son un hecho, como la explosión y diezmación correspondientes, pero sólo pueden decir cosas a través de la interpretación humana temporal (y no me refiero al condicionamiento del espacio y del tiempo en sí mismos, sino al mencionado grado de acumulación alcanzado por la información disponible). Como bien señalara un positivista moderno como Warren Goldfarb en un alegato inapropiado contra Gödel aunque adecuado para aplicárselo a Gould: "el espectáculo de lo que pasa" no ayuda a captar conceptos o encontrar axiomas nuevos (citado y comentado por Palle Yourgrau en "Un mundo sin tiempo; el legado de Gödel y Einstein", Tusquets, pág. 218.) ¡Oh, sí, Gould declara ser formalmente fiel a esta postura (pág. 377) y dedica párrafos dispersos a la evolución determinista no pausada, no lineal y no progresiva, pero tanto antes como después de desdecirse. Como cuando tras rendir uno de los ya mencionados homenajes sibilinos a Darwin añade: "Pero los científicos históricos (?) deben ir entonces más allá de la simple (?) demostración de que sus explicaciones pueden ser verificadas..." (pág. 354) para que "... cuando hayamos establecido la simple (!) historia (?) como la única (!) explicación completa (!) y aceptable (!) para fenómenos que todos juzguen importantes (??)..." (Ibíd.); y acaba, como antes señalé, y en paralelo con Wittgenstein, diciendo solemnemente: "entonces habremos ganado" (Ibíd.) (Ah, además de los paréntesis con signos que son míos, he sustituido el entrecomillado que usa Gould por la itálica.) Lo cierto es que Gould, como haría en política un buen socialista, sobretodo si es de los democráticos que tanto conocemos (¿no nos recuerda lo que sigue a Blair?), inventa su “tercera vía” tan sólo para edulcorar su propuesta dogmática (“vía” que siempre necesita de dos falsos polos, que tal cual son pintados son inexistentes, son “simulacros”, como diría Baudrillard, son estereotipos), y es que hace tiempo que la llamada izquierda es bonapartista, incluso con Lenin que de ello acusaba a sus competidores. Sus jugadas siguen esa tónica, como no podía ser de otra manera, pero la apuesta de fondo sólo es una y se esboza desde el principio: la imprevisible "lotería". Lo dice muchas veces (por ejemplo en págs. 380-381) aunque justo antes (págs. 298-299) afirmara no saberlo "... con seguridad (...) Pero...(...)" parte de "una concepción radical". Lo dice a través de la permanente maraña de pequeñas trampas y "tretas pedagógicas", frases eclécticas llenas de adjetivos ambiguos, etc., proponiendo que el hombre sea "situado dentro del dominio de la contingencia" (pág. 367), definiéndolo como "encarnación de la contingencia" (pág.406) lo que no es sino corolario de lo ya sostenido antes sobre la equivalencia del

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azar y la “fisiología de las neuronas” (pág. 352, ya citada), todo lo que se parece demasiado a lo que la leyenda dice que sucedió el famoso sexto día como por arte de magia (o tal vez porque ese día Dios -"El divino tocador de cintas"- debió eliminar o diezmar a los neandertales o algo equivalente), es decir, por haber elegido al elegido de entre su "millón de escenarios, cada uno de ellos perfectamente razonable" (pág. 407) y simplemente "caprichosos" (pág. 391), es decir, impredecibles... salvo formalmente (o razonablemente), lo que no tiene nada que ver con la realidad ni la objetividad. En fin, trucos rocambolescos, en mi línea de análisis, que no tiene otra función que convertir a Gould en el último de los pensadores, en el pensador definitivo, en aquel que lisa y llanamente daría definitivamente cuenta de La Realidad, que habría descubierto... "la esencia de la historia" (Ibíd. pág. 55), solución definitiva con la que, según él mismo: "todos habremos ganado" (Ibíd., pág. 354). Y claro, en este punto no pude evitar recordar al mismísimo joven Wittgenstein y su pretensión de dar el caso (es decir, la filosofía o la metafísica si se quiere) por cerrado con una "...verdad (...) intocable y definitiva" con la que nos auto convencería "...de haber solucionado definitivamente, en lo esencial, los problemas." (Prólogo al citado Tractatus logico-philosophicus, de Ludwig Wittgenstein.) ¡Vaya!, me dije cuando lo leía, quedándome del todo de una pieza! ¿Eso es lo que nos propone Gould? ¿Eso es "dar cuenta de la realidad": no poder decir más nada porque, esta vez por razones objetivas, no podría decirse más nada? ¿Es ese el gran descubrimiento del profundísimo Sr. Gould, su gran propuesta para el hombre del futuro? Y de nuevo lo asocié al joven Wittgenstein cuya propuesta positivista había propuesto con el Círculo de Viena unos setenta años antes, bien que con mucho más rigor, al mandarnos “simplemente”... a "callar" (la frase lapidaria, para quienes no la conozcan, con la que Wittgenstein intentaba, infructuosamente por supuesto, reducir el futuro de la ciencia y sobre todo acabar con la filosofía, rezaba exactamente: "De lo que no se puede hablar hay que callar", Tractatus logico-philosophicus, Alianza Editorial, pág. 132.) Pues ahora, a pesar de todo lo que se debería haber progresado desde entonces, Gould nos propone una variante que podría expresarse como sigue: De lo que no se puede

hablar, permanezcamos, “simplemente”, a la espera de la próxima sorpresa... Sin duda, un aparente objetivismo (realmente subjetivo) que ya en su día pretendió resolver el futuro mediante la supresión de toda información no aceptable, es decir, reducirla a la que en exclusiva aportaran los sentidos (o la equivalente experiencia sensible), dejando así al cerebro la simple tarea de administrarla tal vez del mismo modo con el que Gould parece querer dejarles a los científicos la simple tarea de encontrar, determinar y catalogar las contingencias (a la manera de Álvarez y su meteorito diezmador a quien sin duda por ello elogia tan efusivamente -pág. 386-) y a los filósofos la divulgación de las mismas. En base a la filosofía de Gould, todos los científicos y filósofos después de él harán poco más que desenterrar objetos, seres y fenómenos del todo inesperados, especialmente aquellos que den lugar a la extrañeza y

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en todo caso a la monstruosidad, que contribuyan al circo ambulante que seguirá de gira para componer la "simple historia". Eso sí estaría determinado o... habría que determinarlo para siempre. De pronosticar, nada de nada... como no sea, una y otra vez, que "todo puede ser", que "todo puede ser", que "todo puede ser"... De dilucidar (por intuición) "leyes de la naturaleza", nada de nada... O sea, a callar, a callar, a callar... De todos modos, el paralelismo que establezco aquí con Wittgenstein no debe interpretarse como una acusación formal a Gould de positivismo ni nada parecido. ¡Eso sería demasiado “simple”! Tan sólo pretendo mostrar de dónde podrían salir los principales retales mal digeridos que Gould toma de aquí y allá sin seriedad alguna ni otro sentido que el de conseguir sus mezquinos objetivos según aquella mencionada filosofía maquiavélica. Y los provenientes del positivismo son considerables.

No obstante, ese paralelismo existe en más de un sentido y parecería mostrar la asunción por parte de la burocracia de las unas posturas que, alzadas inicialmente contra la Ilustración en forma de conservadurismo extremo, acabarían legitimadas precisamente por el positivismo que intentaría lapidar la perniciosa filosofía en general.

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Anatema pues para los que pronostiquen (o adivinen), porque pronosticar (o adivinar) será siempre algo que podría volver a producir un nuevo drama, falsamente oscurantista, artificialmente medieval. Según Gould, y al margen de declaraciones sueltas e inconexas (y políticamente correctas) hacer ciencia, lo que se dice ciencia, con las herramientas del presente y equivocarse desde el punto de vista del futuro, sería un error teatral. Al menos en el campo de la vida, sin duda de la sociedad... Porque claro, Gould no se moja con su método, y deja fuera de toda cuestión, como ya he apuntado, a la totalidad de la física y de la química. Incluso, con la cautela sibilina que lo caracteriza, al mismo "origen de la vida", ¡oh sí!, que al parecer, ella sí, habría sido "una necesidad" (pág. 391) lógicamente "química". O, para no llevar "... este argumento a extremos ridículos", declarando "... que, en algún punto en la historia de la evolución humana, las circunstancias conspiraron (!) para alentar la mentalidad a nuestro nivel moderno (?)" (pág. 404). Pero su tesis acaba saliendo al menos algunas veces de forma claro a la luz cuando afirma contundentemente: “...los acontecimientos históricos (!) no violan ningún principio general de la materia y el movimiento, pero su existencia reside (?) en un reino de detalle contingente (?)” (pág. 348, donde invito a encontrar, a renglón seguido, algo que no comprendo cómo es qué Einstein no trató en su Teoría de la Relatividad.) Lo que matiza, en una actitud un tanto vergonzante, que muestra que no se anima a salir del todo del armario, es "la impredecibilidad de las rutas evolutivas" (pág. 401) en nombre de cuyo dogma inamovible consigue desdeñar el mérito evolutivo de la pobre y en apariencia

solitaria Pikaia ("lo mejor para el final", dice con el cinismo acostumbrado), por supuesto nunca comparable a su “sagrada” Opabinia, es decir, desmerecer su capacidad para sobrevivir al Cámbrico y contribuir a nuestra realidad actual, desmerecerla hasta reducirla al significado de la consabida y archirrebobinada "contingencia de la simple historia",

es decir, a una simple contingencia... que también se queda sin explicación, es decir, a un suceso equivalente, en definitiva, a un meteorito, a algo que no pertenecería al sistema de la vida salvo que este haya dejado de existir, de ser coherente, de ser comprensible. Como concluye muy ufano: "No creo que pueda darse una respuesta superior..." (pág. 410).

Pero ni siquiera la certeza predicha por un Oráculo Infalible evitaría el trabajo reflexivo del hombre para desentrañar las leyes que vincularían el presente con ese futuro garantizado. ni que se lanzara a buscar respuestas no sé si superiores o sólo

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convincentes. Me atrevo a pensar que las formas básicas de pensamiento producidas por el hombre (incluida por supuesto la metafísica, es decir, la filosófica) no dejarán de

producir novedades, retornando y retornando, una y otra y otra vez... para dar respuesta a las mismas cuestiones aunque cada vez más enriquecidas. El cerebro, sigo atreviéndome a pensar, mientras no deje de ser lo que ha sido y lo que aún es, cuanto menos desde las primeras culturas sedentarias puestas en pie por el hombre, no podrá dejar de hacer su sempiterno trabajo ni dejará de maravillarse con el mundo dado (cada vez más complejo o, si se quiere, más rico y desarrollado al menos en la particular fase civilizada en la que nos hallamos; un mundo, además, en expansión constante gracias a la tecnología), ni dejará de suponer, concatenar y deducir, explorar y sostener, una y otra vez con la misma mirada del niño, haciéndose una y otra vez mayor, despidiéndose de nuevo y volviéndole a dejar su lugar a los siguientes. Tal vez por eso, el verdadero e imperfecto oráculo interno del hombre, la intuición, no puede sino realizar, limitar y orientar respectivamente esa búsqueda inducida por la incomodidad que el mundo le ocasiona. Lo que hace a partir de las certezas repentinas que captura; emergentes si se prefiere. Toda teoría (y todo mito) se basan en esas certezas repentinas capaces de suministrar seguridades psicológicas y gratificación potencial. No se trata de algo mágico o inmaterial sino de algo profundamente funcional, tendencialmente capaz de llevar al éxito al objetivo de asegurar la supervivencia a largo plazo. Ciencia y mito están emparentados precisamente por eso. Y por eso un enfoque o idea que se haya descubierto debe servir para sedimentar esa seguridad. Las intuiciones devienen andamios de las teorías y de la ciencia (y también así ayudan a los inventores de mitos), la intuición ilumina los posibles objetivos y nos fuerza a probar (como sea, incluso haciendo alguna que otra trampa) lo que nos comienza a parecer cada vez más verdadero. La ciencia debe hacerse y se seguirá haciendo en indisoluble convivencia con un punto de vista filosófico, incluso ideológico y mítico, sobre la base de la capacidad de predecir, es decir, de guiar, al ser humano en su particular y compleja conducta teleonómica, para lo cual éste se ha visto obligado a abandonar cada vez más el lastre de la ideología y del mito, es decir, a renunciar a todo lo que no le permita describir con verosimilitud y coherencia la realidad, a prescindir de todo lo que componga con lo descubierto una contraposición, todo lo que reduzca la economía de la reflexividad y el pensamiento aportando la necesidad de incontables excepciones a la regla, en fin... que contradiga las lúcidas reglas de Ockham. Desde las estructuras menos complejas de los animales la fiabilidad en la transmisión de datos fue crucial para la supervivencia, y esa necesidad se afianzó hasta nosotros y con nosotros se sofisticó dando lugar al lenguaje. Esto al menos se propagó a través de los tiempos, al menos hasta la reciente aparición de la burocracia en el seno de las sociedades humanas, la cual, a diferencia de los jefes de los grupos primitivos que velaban por el bienestar del suyo de modo inseparable del propio, cada vez reduce más, hasta el absurdo, hasta decir exactamente lo opuesto, la función vital de comunicación del mismo.

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De ahí que sean tan increíbles propuestas como las positivistas o como las de Gould a la vez que la idea misma de no buscar correlaciones, leyes, determinaciones, vínculos causales, regularidades. La idea de callar o la de dar todo por zanjado, la idea de callar y la de no volver a pensar. Aunque sólo lo parecen, porque en el fondo son ideas que responden a otros intereses, unos intereses que se realizan aprovechando el lenguaje no para informar sino para despistar. De nuevo: lo que sucede cuando el grupo necesario no es el verdadero grupo de referencia, cuando al grupo que se declara propio sólo se lo quiere engañar. En todo caso, nosotros no podemos contentemos con oír una y otra vez, "altérese..." esto o lo otro o "rebobínese..." sin más, como si de un juego de dados se tratara. La ciencia seguirá a pesar de Mr. Gould (él mismo lo habrá hecho a su manera y en alguna medida) estudiando y buscando concatenaciones reales, de detalle. La cabezonería del resultado que somos, del resultado que hemos devenido por culpa de la evolución y no del azar, nos lo impone (y porque, espero que siempre nazcan seres humanos desinteresados por la toma del Poder). Me gustaría saber qué diría Gould o alguno de sus seguidores si un día aparecieran más casos como el de los Priapúlidos, cuya "simple historia" nos relata, sin sacar más partido de ello que su propio cuento, que acaba en "las periferias espaciales y ambientales del océano" (págs. 369-372) y no con su diezmación absoluta, que fueron capaces de huir y encontrar un hábitat más propicio, incluso dando lugar a nuevas especies que allí estarían... al menos sobreviviendo tras más de 500 millones de años de posibles adaptaciones y cambios imprevisibles (imprevisibles sólo porque no tenemos datos suficientes... todavía, y sin duda literarios.) ¿Por qué no dejar un resquicio para suponer que, como las diatomeas (pág. 388), que el propio Gould menciona sin sacar más conclusiones que las de su calzador repetitivo, habrían podido aprovechar algunas de sus cualidades para evitar la extinción y sobrevivir... de haberlas tenido? En ese sentido, si Walcott no prestó atención a los detalles diferenciales que pudieran ir en contra de sus objetivos conservadores, hay que señalar que Gould hizo lo mismo al darle a la extinción o diezmación un grado de significación predominante y al mismo tiempo opuesto a la presencia indudable de la adaptación, de la invarianza y de la teleonomía de todos los seres vivos, incluyendo a los que se extinguieron sin dejar en principio descendencia a causa de un posible cataclismo o por un cambio significativo de las condiciones ambientales. Seres extraños y maravillosos, pero tanto como nosotros mismos, y también, por qué no, como lo habrían sido los que en las nuevas condiciones y a instancias de las características definitorias de la vida, habrían logrado huir del hábitat perturbado para hallar otro más apropiado, lográndolo gracias a habilidades que ya usaban para una función preservadora de la especie. Seres que, por no poder vivir en los hábitat actuales, no pueden poblar las redes de nuestros pescadores ni yacer en las mesas de nuestros restaurantes, pero que podrían haber evolucionado (siguiendo las pautas propias de los seres vivos) en busca de la decisiva y sofisticada inteligencia (ello también bajo leyes básicamente darwinianas), en todo caso compartiendo mesa con mis tietnitas inteligentes y curiosos....

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Las concatenaciones y las interacciones concurrentes, la materialidad donde un cierto número no infinito de posibilidades jugó y pereció siguiendo determinadas reglas mientras otras sobrevivieron... ¿por qué no habrían podido para dar de sí y de los modos más inverosímiles a nuevos seres taxonómicamente difíciles de asociar o perder partes y adquirir otras, o facilitar partes propias para que se integraran en nuevos seres, más complejos, como nos muestran las simbiosis ya estudiadas y otros mecanismos

evolutivos, o, simplemente, adaptándose y usando sus más insignificantes capacidades para buscar un nicho más idóneo donde permanecer, incluso modificando hasta donde pudiesen el hábitat próximo, todo para seguir cumpliendo los dictados de su programa de vida? ¿Por qué no pensar, con esa imaginación que Gould trata de mantener dentro de sus propios límites, que Opabinia pudiese terminar perdiendo algunos ojos para que sus

descendientes dedicasen su energía interna a órganos más equilibrados y nuevos, más apropiados para los cambios que sin duda debieron acaecer, más útiles en algún rincón de las profundidades a dónde aún no hemos llegado, y obviamente... producto de la “simple evolución”? Es obvio que personalmente no considero al hombre tal como lo conocemos un resultado absolutamente previsible de la evolución, está claro que mi postura a favor del determinismo y del causalismo están muy lejos del mecanicismo o de un Plan preconcebido por Alguien. También yo le asigno un cierto rol al azar y a la contingencia, considerados como tales desde el punto de vista del sistema observado (un asteroide es contingente a la vida de los dinosaurios, pero obviamente predecible en el campo de la astronomía). Pero si establezco una relación entre un estado concreto de la materia en un espacio-tiempo dado y su estado temporalmente siguiente: sí creo firmemente que existe una relación de causas y efectos que se van concatenando e influyendo en todos los sentidos en una línea de complejización creciente (aumento de las interacciones y de los elementos capaces de producirlas en un entorno cada vez más reducido para el grado de concentración de las mismas) que privilegia una cierta jerarquía de tendencias en donde en cada momento una predomina dentro de la línea global mencionada, y así sucesivamente. Por ello creo firmemente en la inevitabilidad tendencial de la teleonomía de los mamíferos en el Jurásico y de Pikaia, los Priapúlidos y las diatomeas del final del Cámbrico, cuyas conductas son para mí ejemplos claros del cumplimiento de las leyes evolutivas ya ampliamente comprobadas y que Gould trata de usar sólo para demostrar la suya -véanse págs. 388-390-, es decir, una vez más, "el papel de la contingencia". ... ni más ni menos que una nueva escucha (es decir, lectura) de "la cinta de..." Stephen Jay Gould, que repite hasta el agotamiento: "rebobínese la cinta de la vida y..." y "cualquier cosa pudo ser".

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Para Gould TODO puede suceder o dejar de suceder sin relación con casi nada. Para las formas elementales anteriores o incluso derivadas del darwinismo y las más primitivas del predeterminismo propias de la cultura religiosa y de la predestinación, TODO estaría definido por adelantado, estaría escrito... aunque sólo lo sabríamos a posteriori salvo por boca de algún acertado profeta (eso sí que fue y será una lotería). Ahora, con Gould, la tinta utilizada sería la indeleble. Previendo las acusaciones, insiste en tratar de escabullirse diciendo que no está hablando de “aleatoriedad” (pág. 355) sino “del principio fundamental de la historia: contingencia” (Ibíd., itálica suya.) Es obvio que lo “fundamental” es preservado. Y lo “fundamental” es que ya no habría pronóstico posible, o sería algo que no serviría sino para especular sin ton ni son o escribir del mismo modo textos de ficción (aunque no sean literarios, como el suyo). Unos textos en los que hay que reducir al mínimo las “leyes básicas de la naturaleza” o marginarlas, hablando de ellas en genérico en un sitio y no donde los hechos lo reclaman y las evidencias las fortalecen. Como en el caso de las diatomeas, por ejemplo. Porque, ¿acaso no hace eso cuando al comienzo del libro mencionaba, sin referencia clara y sutilmente, que "Puede (!) ser (...) debido a que un rasgo que apareció por evolución hace muchísimo tiempo para un uso distinto permitió fortuitamente (!!!) durante un súbito e impredecible cambio de las reglas (!!!)" (pág. 51; la negrita es obviamente mía), no sigue así la regla de dejar coartadas para que no se diga...? Porque sin duda estaba pensando en esas diabólicas diatomeas, una indudable espina clavada en su teoría. O cuando dice que las "explicaciones históricas toman la forma de una narración (¡oh, reconociendo de hecho que la causalidad es parte de la narrativa!): E, el fenómeno a explicar, surgió porque D ocurrió antes...", etc. (pág. 354), con lo que no se puede sino coincidir, pero, justamente por ello, al mismo tiempo oponerse a la simplificación con la que luego lo diluye todo hasta el punto de que debamos callar, a saber: "Pero ninguna (!) ley de la naturaleza ordenó (?) E...", etc., o el hecho de que "cualquier (!) variante (...) hubiera sido igualmente explicable (?)" (Ibíd.) Todo ello a pesar de que la "variante" real surgió en un contexto dado y fue precisamente E y no E', contexto que Gould apenas menciona de soslayo y que básicamente ignora o menosprecia siempre, precisamente evitando mostrar cómo, cuándo y en qué contexto lo casual tiene carácter de causa. Y dejando de lado la estupidez tautológica o, en todo caso, la falacia

idealista de que “hubiese sido igualmente explicable”. ¿Igualmente? ¿A qué viene pues esa coartada sutil que colocó anteriormente en donde reconoce que "Las variaciones no son aleatorias en el sentido literal de ser igualmente probables en todas direcciones" (pág. 281, nota 22)? ¡Pero precisamente... sí, señor: ahí está realmente la cuestión, y no en que caiga o no un tomahauk en la cabeza del último mohicano o una flecha en el talón de Aquiles!

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De todos modos, manifiesto mi coincidencia parcial con Gould sobre que la narración es vital en la ciencia y en el pensamiento y que una determinada visión histórica es capital para entender cada fenómeno manifiesto que a veces logramos intuir (¡algo que no es aceptado por el positivismo!) sirviendo esto para explicarnos las demás existencias similares que nos mostrarán la estabilidad de las cosas. Pero eso no es "la simple historia", sino una sucesión de concatenaciones concretas entre los fenómenos que nos demuestra precisamente que están determinados (por interacciones reales previas); algo muy complejo sin duda y sobre todo muy alejado de la simple... enumeración, insuficiente para explicar y para el objetivo último de nuestras habilidades todas: transmitir eficazmente.

Puesto que callar no sólo es contraproducente sino que es imposible, que dejar de filosofar sólo nos podría ser impuesto, deberíamos dedicarnos más bien a buscar el grado de certeza de las leyes mediante la comprensión del funcionamiento intelectual y reflexivo y no por medio de formulas epistemológicas y lógicas que nos dicten cómo se

debe pensar bien (paralelo sin duda del cómo se debe actual bien.) De lo que se debería tratar es pues de explicar cómo es real que el cerebro capture las leyes de funcionamiento de la realidad mundana, una captura que años de civilización, ciencia y tecnología demuestran que se produce, que es... simplemente una evidencia.

Por eso, más allá de psicoanalizar a Gould y a sus camaradas de ruta y además de situarlo en su contexto social explicativo, debemos aceptar el reto y acabar de desmantelar su propuesta indeterminista. Es decir, seguir apostando por el intento, que siempre será parcialmente victorioso, propio de Sísifo como diría tan felizmente Monod, de dilucidar la realidad.

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La Contingencia Mágica.

La lista de evidencias de la indiscutible diversidad, sumada a la evidencia de que sus componentes mayoritariamente se extinguieron o diezmaron, sería lo que llevaría a deducir a Gould LA EVIDENCIA por antonomasia, la obvia, la incontrovertible y lapidaria (pero en absoluta explicativa de nada) de... ¡cha chan!: LA

CONTINGENCIA; entronizada por fin como "principio esencial de la historia" y demiurgo del “orden”, al menos del “moderno”. En definitiva, la incertidumbre, la imprevisibilidad, la inoperancia, la imposibilidad o al menos la insensatez de practicar la Ciencia, sueño de la razón, juego de la inocencia “más antigua”, más “convencional”. Una Evidencia por fin Única para atarnos a todos a las tinieblas y amordazarnos allí... mientras él se las daba de inventor de la pólvora o de descubridos de la piedra filosofal. Ahora bien, como ya señalé en parte, para que La Evidencia tenga la entidad crucial que Gould quiere meternos en la cabeza, tuvo que darles a las suyas, los sagrados animales de Burgess Shale, una entidad grandilocuente a expensas de lo que significan las tendencias que también pululaban en los mares cámbricos y que condujeron la evolución por los caminos cuyos resultados podemos contemplar y estudiar hoy. Eso sí que es evidente. Oh, no me refiero a que toda la fauna de Burgess Shale ni siquiera la mayoría de sus miembros deba volver a las clasificaciones de Walcott y convertirse en nuestros antepasados. Ni niego que haya habido diezmaciones o extinciones en masa considerables, ni que no haya existido una prolongada y diversificada experimentación discontinuada sobre todo en los primeros tiempos de la vida y quizás, usando el término de Maynard Smith, en cada “hito de la evolución” (al menos a la vista de los hechos hoy considerables y en un sentido genérico; y al margen de que el concepto no me parezca el más apropiado dado que la vida no hace experimentos sino que sólo va produciendo seres que irremediablemente tenderán a vivir y sobrevivirán si pueden). Ni niego, por fin, sino todo lo contrario y salvo que se me demuestre que hubiesen razones fundadas para negarlo, “la pauta de máxima amplitud temprana” que Gould puso descubrió y que parece tan reveladora. A lo que me refiero es que todos los especimenes y toda forma de vida por transitoria que haya sido, sólo puede responder a las pautas de una teoría evolutiva avanzada, basada en las pautas generales descubiertas por

Darwin y desarrolladas luego por sus continuadores, al determinismo y a la objetividad con las que Monod o Maynard Smith las encaraban y hoy en día, a grandes rasgos, la mayoría de los estudiosos de la complejidad, como Gell-Mann y debo pensar que todos los investigadores del Santa Fe. Ello más allá del grado en que lo controlemos todo y de las diferencias de enfoque más o menos importantes que pudieran existir. Incluso, al margen de las

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influencias, dramáticas o no tanto, que hayan influido e influyan en esas teorías. A mi juicio (con Monod y Gell-Mann, con Maynard Smith y Pinker), lo profundo de la teoría de la evolución inaugurada por Darwin se mantiene al margen de las contingencias y al margen de las diezmaciones. Primero, porque la cuestión es cómo responder a las previsiones de lo que nos rodea, lo que vemos y lo que modificamos; segundo, porque es obvio que las cosas salen como pueden y no con referencia a Plan o Diseño previo alguno de un previsible Hacedor de precisión ("La Naturaleza es objetiva y no proyectiva", como bien señaló Monod en "El azar y la necesidad", pág. 15.) Gould nos dice que la discontinuidad entre la multitud de phylums durante el Cámbrico y el presente (o diezmación) es demostrativa del rol esencial de La Contingencia en la Historia de la Vida (la llama, como hemos visto, ni más ni menos que "principio histórico" -pág. 390-), un rol que sería tan Omnipresente y Creativo como el dedo del

Señor (pág. 405). Pero acerquémonos a esa evidencia de evidencias que hace que TODO, en definitiva, PUEDA SER, como, por más que intente mantenerse a flote sin hundirse, sostiene a lo largo de su repetitivo discurso hasta reafirmarlo en su apoteósico finale (pág. 410). ¿Se trata realmente de UNA EVIDENCIA o sólo es una conclusión, es decir, una deducción producida en condiciones standard, ya se sabe: cerebro, autoconciencia, sociedad, cultura...? Si la tratamos como un hecho cierto, como algo real, no parece ser sino una tautología... pero es en realidad una falacia; un producto de una doble o triple tergiversación. En primer lugar, porque ninguna contingencia deja de estar determinada en su propio sistema. En segundo lugar, que tengan lugar contingencias no invalida la existencia de leyes internas del sistema invadido (atropellado o colisionado), más allá de que esa contingencia sea tan grave que interrumpa su complejización o lo colapse por completo. Entiendo que no hace falta que a mis inteligentes lectores les suministre ejemplos de estas dos consideraciones. Sin embargo, Gould concluye con la atribución de un carácter de LEY a La

Contingencia y en particular a las desapariciones contingentes, como fórmula definitiva para "dar cuenta" de La Realidad, o sea, como consideración gnoseológica decisiva y definitiva. Está claro que Gould sólo inviste la ciencia de infalible para demoler el sentido y la función de su existencia. Repito: claro que las contingencias intervienen, que en cierto modo "modelan nuestro mundo" (pág. 379) si por ello se entiende que lo hacen eventualmente y en medio de infinidad de incontables cambios sistemáticos producidos por todos los agentes en presencia en activa interacción mutua

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y, sobretodo, respondiendo cada unidad a la aparición de esas variantes de algún modo (modo vinculado causalmente al todo entre un haz de posibilidades globalmente predecibles), con una conducta que por lo pronto también será telenómica y conservadora. En principio, tendiendo a adaptarse, pero incluso consiguiendo ciertos cambios del entorno o de parte de él a la medida de sus necesidades. Y en todo caso... huyendo y, de ser posible gracias a la Diosa de la Fortuna, pero principalmente porque hay bastantes probabilidades de que eso suceda dentro del mismo mundo que mantiene ciertas invarianzas, encontrar nichos donde sobrevivir y evolucionar, es decir, que hayan conservado o tengan similares características que las del mundo perdido. Pero, ¿las desapariciones? ¿Cómo podrían éstas determinar nada, y explicarlo? ¿Cómo se puede afirmar que "la contingencia establece las pautas básicas de la naturaleza" (pág. 356) y además referirse a las posibles catástrofes discontinuadoras como igualmente decisivas? Y especialmente después de aceptar tantas veces, indudablemente de palabra, estrictamente lo contrario? ¿Expulsó Gould, infructuosamente, todo eso de la naturaleza...? ¿O se desdijo y redijo a lo largo del proceso narrativo?

Gould llega incluso, en el climax de su perorata, a ridiculizar el evolucionismo diciendo que si los mamíferos se habrían comido o no todos los huevos de dinosaurios (pág. 403), pero ¿no es realmente ridículo suponer que la evolución haya seguido el camino que condujo hasta nosotros porque, rebobinando la propia cinta de Gould, el temible Anomalocaris no diera, por fortuna, descendientes

que hubiesen sido capaces de comerse todos los huevos de Pikaia? Pero si en cualquier caso, esos sucesos habrían debido y podido considerarse como una contingencia intermedia desde el punto de vista del sistema biológico propiamente

considerado y seguirían teniendo un orden de significación inferior en relación a la cuestión que se discute. Además de regirse, de haber ocurrido, por las “leyes básicas de la naturaleza”. No, sin duda ni La Contingencia ni Las Diezmaciones Contingentes, es decir, lo

impredecible, pueden tener entidad de leyes (mientras que, a esto me animo yo a apostar en clara oposición con Gould, la complejización de los sistemas sí la tiene, y creo incluso que es una buena base para una hipótesis de la diversidad inicial; asunto que dejo pendiente por ahora, como sé que a esta altura me agradeceréis.) No, sin duda, no son "fuerzas telúricas" (aunque sí intervinientes) ni una suerte de deus ex machina. No pueden, ni forzándolas como hace Gould, convertirse en una cuarta dimensión de la biología como el tiempo lo fue de la relatividad einsteiniana. No se pudo, no se puede convertir, como el tiempo, en algo material ya que están en el futuro, o sea, no están. La Contingencia que tanto menta Gould en relación con Burgess Shale y al Jurásico para generalizarla a la Historia entera, no sólo es evidente y, claro está, también en la literatura (en donde, como ya he dicho, reina por encima de ella la causalidad y la

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concatenación sin las cuales no habría ni relato ni intriga), pero cuyo papel se reduce, eventualmente, a redireccionar el curso de las cosas (y el de la investigación que sobre ella hace el hombre). Por supuesto que la contingencia estuvo presente en la diezmación del Cámbrico. Pudo producirse incluso, por qué no, aunque no podamos asegurarlo todavía, un auténtico cataclismo geológico, como lo fue el choque de un objeto extraterrestre con la Tierra en el Jurásico. Las contingencias, o los accidentes, no son extraños a la mente, pero eso no significa nada en particular al margen de las concepciones que pudieran haber sostenido o de las que sostengan que la realidad se mueva dentro de la linealidad, ascendente o no, o de las que piensen que los accidentes son obra del Altísimo o de los dioses en general. Lo que sí es decisivo para nuestra supervivencia es la detección de las leyes que permitan los pronósticos, que nos permitan progresar a ser posible, por qué no, lo más en línea recta posible (especialmente en la vida cotidiana, donde odiamos los sobresaltos y la inestabilidad). Ello nos permite la reconstrucción del pasado e incluso seguir una buena novela. Esas contingencias naturales siempre fueron una posibilidad real, y una posibilidad predecible (de haber estado presente allí la autoconciencia). La contingencia, en fin, para un sistema dado, es un resultado potencialmente previsible que viene del exterior al sistema considerado, que en otro (sistema) es un hecho sometido a leyes específicas que se cumplen y se tienden cumplir. Claro que la vida sobre la Tierra pudo pender de un hilo y pudo ser aún peor de lo que fue (Pikaia y sus descendientes pudieron no haber superado el Cámbrico, los mamíferos y la Tierra entera en el Jurásico pudieron haber quedado reducidos a cenizas...) En otras palabras, no habrá nadie que niegue que una catástrofe puede abortar la marcha de un sistema del mismo modo que un incendio acaba con un bosque o con un hormiguero y una explosión atómica con una ciudad. La contingencia está en nuestra experiencia cotidiana, pero también lo están las “leyes básicas”. En todo caso, precisamente, son éstas la cuestión para la ciencia; la que se puede y se debe formular, al menos en el campo que ahora nos ocupa, así: ¿qué tiene la vida para ser tan testaruda

y intentarlo todo con tal de permanecer y perdurar, qué hace que la química dé lugar a la vida y la física a la química, qué hace que la vida tienda a la autoconciencia, se trunque o no su marcha por culpa de un accidente; qué nos hace pensar que la vida, por las razones que componen las respuestas a las preguntas anteriores, volverá a desarrollarse, siempre hacia formas más complejas en lugar de quedarse anclada en una forma simple, aunque inicialmente intente conservar sus cinco ojos y no quiera saber nada de adquirir columna vertebral o cuerpo duro? En fin, ¿por qué la flecha del tiempo es recorrida obligatoriamente y por qué la indudable resistencia? Ni siquiera el más febril de los creyentes se animaría afirmar que Dios habría hecho nacer al hombre en cualquier parte, donde le hubiese dado la gana; en algún lugar completamente inhóspito, por ejemplo, sin agua o sin aire (¡en todo caso, habría debido crear estos primero, como supusieron bien los que redactaron al Antiguo Testamento!) Dios, para todos los creyentes, es racional, lógico y hasta un excelente científico de

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laboratorio; como que fue ideado a imagen del ser humano, extraños seres para sí mismos. Y, mucho antes de Descartes, completamente razonables... hasta donde les era posible. Gould, por el contrario, dice por un lado que no y por otro que sí. Dice: "La supervivencia es el fenómeno que hay que explicar, no la prueba, ipso facto, de que los que sobrevivieron estaban mejor adaptados que los que murieron" (pág. 292), pero todo depende de por qué murieron. No es lo mismo que el Dr. Dupont de Monod ("El azar y la necesidad", Tusquets Editores, Barcelona, 2000, pág. 121) caiga fulminado por el martillo del plomero Dubois que la paciente, a la que el Dr. no llega a asistir por ese motivo, tenga una clara tendencia a caer enferma de un mal temporalmente irremediable y del que podría morir igualmente aunque el Dr. se presentase. Una cosa es, en fin, un cataclismo que una incapacidad adaptativa. Pero más aún lo es la capacidad para sobrevivir en sí misma, al margen de los accidentes y contingencias aleatorias que se presenten... siguiendo sus propias leyes (porque, obviamente, un meteorito no colisiona con La Tierra porque sí!) ¿Cómo puede alguien como él acusar de circularidad al evolucionismo (Ibíd.), alguien que por lo visto lo pretende cuadrar? Gould llega incluso a apoyarse en Darwin cuando cita lo que éste le contestó a Gray, a saber, que "el Universo funciona según las leyes" mientras que "los detalles (están...) abandonados (...) al azar" (pág. 365), ¡justamente lo opuesto a lo que dice Gould! y que, además, no sirve como prueba en ningún sentido para dar por explicativa a la contingencia y a la

extinción. ¿O es que debemos suponer que los posibles descendientes de Anomalocaris habrían llegado a evitar la aparición del hombre y de cualquier forma de autoconciencia? Pues hagamos esa suposición, no seamos dogmáticos ni sectarios; “rebobinemos la cinta de la vida”. Pero, vaya, ¿cómo suponerlo sin basarnos en las leyes de la evolución; alguien es capaz de inventarse otras? Bueno, ¿pero serán leyes, no, y estarán elaboradas en base a lo que nos dice la repetibilidad que una y otra vez observamos, la presencia constatada de regularidades, la certeza de que entre las cosas hay concatenación, “leyes básicas” por fin, o no? Lo cierto es que la cuestión es ser capaz de superponerse a las propias ilusiones y ambiciones y contribuir a dilucidar el mundo, ya que su consecuencia es la felicidad o eso nos dice la experiencia, y no que "la contingencia domina y la predecibilidad (... sería) irrelevante" (pág. 364; paréntesis mío), por más que sea evidente que ella, bien entendida, o sea eventualmente desde el punto de vista del sistema considerado, intervenga.

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Dilucidar la Complejidad en lugar de encomendarnos al insondable

misterio de la vida En lo conceptual, Gould, ya lo hemos visto, comete la ligereza de hacer del progreso

lineal un concepto equivalente al de la complejización y decir que el evolucionismo en general viene a defender una idea de progreso como aquella (es decir, reduciéndolo en todo lo posible, como hacen los creacionistas, a su versión spenceriana). Ya sabemos que es otra maniobra para reafirmar su solución: entregarle el futuro de cada pasado al "divino tocador de cintas" ya que él "posee un millón de escenarios, cada uno de ellos perfectamente razonable." (pág. 407). En esto, como en los demás asuntos, Gould no desprecia el uso e incluso el abuso de los conceptos originales y, a pesar de dar algunos votos de confianza a su "amigo Kaufman" (pág. 286), arremete sutilmente contra el propio concepto de complejidad o procurando arrinconarlo con fraseología hueca, como cuando admite que "... la

contingencia surge después (?), cuando la complejidad histórica (?) entra (?) en el cuadro de la evolución" (pág. 391). ¡Como si dijéramos: iniciada la historia... aparece lo histórico! Además de que ya forzar las cosas negando la existencia de una Historia de la materia, del Universo, inclusive, por qué no con las salvedades correspondientes, de su evolución. ¿Es que le resultaba espinoso hablar de Historia donde admite la determinación y la predecibilidad?

Sin duda es trabajoso tergiversar las cosas. Pero para el pensamiento humano, que tiene su expresión más significativa en la reflexión científica, de lo que se trata, como ya he expuesto (en realidad de lo que inevitablemente se trató, se trata y se tratará) es de concatenar, vincular causalmente los fenómenos, servirnos así de la predictibilidad para avanzar. Sí, avanzar, hacernos cada vez más poderosos, capaces quizá algún día no muy lejano de evitar la colisión de un nuevo meteorito, de un colapso, de un abrupto cambio que convierta el mundo en inadecuado para nuestra vida, como ya he dicho. Se trata de seguir localizando hasta las más débiles determinaciones, leves y/o fugaces, que existen en el mundo, se trate de la vida, de la materia o de la autoconciencia. Lo contrario es proponer como solución la inoperancia, algo que no cundirá como no sea de modo especulativo (se dice pero no se hace), o sea, para nada como no sea encumbrarse a la cabeza de una secta. Y algo que por suerte podemos agradecer a nuestros violentos antepasados, desde los Priapúlidos carnívoros a los carnívoros egipcios, griegos, judíos, hunos y romanos entre los más famosos, e incluso a las primitivas y violentas células. Ya he señalado que considero inevitable el determinismo en ciencia, que la causalidad se hace indispensable. En este punto coincido con René Thom cuando dijo "no creo que se pueda eliminar la causalidad" ("Proceso al azar", Tusquets Editores, Barcelona, 1986,

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pág. 71) lo que no "excluye la contingencia y el azar" (Ibíd.), a lo que añado: desde el punto de vista de fuera del sistema. Sin duda el determinismo puede ser simplificador y reduccionista, puede ser simplemente extrapolado a todos los ámbitos imaginables a partir de la idea de causa y efecto que se puede observar en un experimento simple de mecánica (como hizo, por ejemplo, Engels), como en el caso de una colisión entre una bola en movimiento con otra en reposo. Pero, bien entendido, como herramienta de dilucidación verdadera de la realidad y como hecho obvio observable sin los cuales no habría ciencia ni avances (y retrocesos) humanos de ningún tipo, puede y debe ser tan sofisticado como lo ha llegado a ser hasta ahora de la mano de las Teorías de la Complejidad, donde se establecen interacciones en diversos planos y de diversa significación, tendencias jerarquizadas, subordinadas, influidas o predominantes, simultaneidad de ámbitos que a su vez interaccionan, con emergencias que desde un primer momento interaccionan con lo dado y lo que está emergiendo, etc. La cuestión en ciencia es y seguirá siendo formular y precisar hasta donde sea posible las leyes que rigen lo existente y buscar "el descubrimiento de las invariantes" (Monod, "El azar y la necesidad", ídem, pág. 108) o, si se prefiere, de “las regularidades” (Gell-Mann, “El quark y el jaguar”, Tusquets). Sean o no (que no lo pueden ser por principio) verdades intocables, leyes irrefutables, esos resultados basados en la observación, la experiencia (directa, indirecta, supuesta y deducida) y el particular modo en que el cerebro las procesa activando la intuición se hace igualmente inevitable. Obviamente, porque la casualidad no anula ni debilita la fuerza ni la significación de la necesidad; y ésta es precisamente la cuestión. Gould, coqueteando o buscando asociados, dice que hoy (por 1989) se está estudiando "la estructura causal de la supervivencia diferencial" (pág. 386), etc., y explica dos modelos, uno totalmente aleatorio y otro llamado de "las reglas diferentes", para por fin decir que sospecha, sí, y "fuertemente que en una gran mayoría de los casos los rasgos que aumentan la supervivencia durante una extinción (...) son incidentales" (págs. 387-388), evadiéndose de todo intento de dilucidar la realidad. Pero es claro que la divinidad no tiene lugar en este mundo, al menos en el sentido en que Leibniz mismo le atribuía a la combinación de una altísima capacidad reflexiva y lo

que su época había puesto al alcance de la misma. HOY se pueden comprender incluso los temas de la mismísima conciencia de la realidad sobre una base enteramente material (aún primitivamente dilucidada): la neurología cerebral humana, a su vez, uno de los más recientes y complejos resultados de la evolución en nuestro minúsculo planeta. A pesar de ello, el enfoque de Leibniz continua demostrando su aplicabilidad mientras que no así el "teórico" de Wittgenstein ni los apaños comprometidos de Kant.

En la línea de Leibniz, precisamente, me atrevo pues a suponer que toda nueva teoría nace de una certeza repentina, de una sensación de certeza que nos gratifica, que nos

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hace creer que nuestra reflexión a concluido con una verdad. Esto emparenta, por cierto, a los mitos con la ciencia tanto como se encuentran emparentados Pikaia y el ser humano. Porque, como reconoce Monod:

"Sea lo que sea, existe y existirá en la ciencia un elemento platónico que no se podrá eliminar sin arruinarla.", "El azar y la necesidad", ídem, pág. 109.)

Estoy convencido que los hombres primitivos ya sacaban conclusiones basadas no sólo en la observación sino también en su capacidad intuitiva, que aceleraba enormemente su poder de adaptación del mundo a sus necesidades. Se lo permitía una realidad fiable que debía dar por particularmente estable. De haber sido caótica como podría derivarse de la teoría de la contingencia y la indeterminación de Gould (que indudablemente no habrá aplicado a su vida), no habría logrado sobrevivir. Gracias a ello, nuestros ancestros africanos aprendieron a utilizar el fuego y los neandertales la congelación (véase Josef H. Reichholf, obra citada). Claro que ese mecanismo impulsa a una actitud conservadora (cultural y psíquicamente) que puede dar lugar incluso a la extinción (tal vez el caso de los neandertales que no supieron o no hallaron un camino alternativo al del hielo y la tundra –Ibíd.-, pero como lo indican también los estados depresivos). Sin duda, la conciencia y la capacidad reflexiva se desarrollaron en base a la repetibilidad de los fenómenos (y hasta sólo por ser el mundo así), aunque fuese por un cierto tiempo (los muy cambiantes aparecerían ante la mente humana como esporádicos o deberíamos decir... ¿aleatorios?) Esto permite la predecibilidad que nos garantizó la supervivencia, aunque también, su inercia, favorezca el error (como ya he dicho y repito para que se quede al menos tanto como la cantinela de Gould). Pero mientras Gould intenta ridiculizar el concepto de tendencia sin aportar nada a cambio ("Llamo a ese escenario la Teoría de la tendencia", dice en pág. 405), para mí se trata fundamentalmente de tendencias en un conjunto de tendencias en pugna por imponerse, pudiendo éstas debilitarse en el curso del tiempo, ser vencidas, extinguirse, e inclusive aletargarse hasta que otra "contingencia" más apropiada las despierte o les de otra oportunidad. Esas tendencias pueden o no imponerse a las demás, pero todas son reales e interactúan, recibiendo incluso la inclusión en su sistema de interacciones externas que pueden influir en ellas e incluso definir nuevas. En esa perspectiva, el cerebro seguirá buscando tendencialmente la verdad sin duda alguna. Lo hace automáticamente (y si se resiste a innovar suele ser por seguridad) y, con seguridad, la acaba encontrando. Lo hace porque tiene el imperativo genético de transmitirla. (A veces pienso que el lenguaje nos salvará de la burocracia mentirosa como el ajo de los vampiros.) Esa verdad, la que significa certeza de una realidad aprehendida y útil. Otra cosa es que calle y engañe, oculte y tergiverse para beneficio propio y de su grupo idílico y en contra de sus enemigos. Gould (con los positivistas) pretendió que dejásemos de intentarlo dejando a él y a otros especialistas la labor de contentarnos con algo. Una

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forma de que volviésemos a la fe ciega mediante la especulación. O, quizá, como demostraría esa tentación que tuvo de reducir la demostración de sus tesis a una “simple” galería de ilustraciones y fotos, a “vacia(r) las cabezas para poder llenar mejor

los ojos” y de esa manera tender “precisamente a la aniquilación de la significación”, como Fienkielkraut da por concluido su alegato contra la posmodernidad (ibíd., págs. 137-138). Una pena, Gould, habiéndolo intentado lo contrario, será un "hazmerreír" de los siglos venideros.