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León Trotsky – Mi vida – página 1 de333 Leon Trotsky MI VIDA (1930)

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  1. 1. Len Trotsky Mi vida pgina 1 de333 Leon Trotsky MI VIDA (1930)
  2. 2. Len Trotsky Mi vida pgina 2 de333 MI VIDA Para ofrecer al lector garantas de autenticidad, en una obra de la importancia de sta, hubo de hacerse la versin sobre el texto alemn, revisado por el autor. Damos las gracias a Frau Alejandra Ramm, traductora al alemn del original ruso, que desinteresadamente puso su trabajo a nuestra disposicin Prlogo Puede que nunca hayan abundado tanto como hoy los libros de Memorias. Es que hay mucho que contar! El inters que despierta la historia del da se hace ms apasionado cuanto ms dram- tica y ms accidentada es la poca en que se vive. En los desiertos del Sahara no pudo nacer la pintura paisajista. Nos hallamos en un momento de transicin entre dos pocas, y es natural que sintamos la necesidad de mirar a un ayer, que, con serlo, queda ya tan lejano, con los ojos de quienes lo vivieron activa y afanosamente. Tal es, a nuestro parecer, la causa del gran auge que ha tomado, desde la guerra para ac, la literatura autobiogrfica. Y en ello puede residir tambin, acaso, la justificacin del presente libro. Ya el mero hecho de que pueda publicarse obedece a una pausa en la vida poltica activa de su autor. En el proceso de mi vida, Constantinopla representa una etapa imprevista, aunque nada casual. Acampado en el vivac -y no es este el primer alto en m camino- espero sin prisa lo que ha de venir. La vida de un revolucionario sera inconcebible sin una cierta dosis de "fatalismo". De cualquier modo, ningn momento mejor que este entreacto de Constantinopla para volver la vista sobre lo andado, entretanto que las circunstancias nos permiten reanudar la marcha interrumpida. Mi primera idea fu limitarme a trazar, rpidamente, unos cuantos esbozos autobiogrficos, que vieron la luz en los peridicos. Advertir que, desde mi retiro, no me ha sido posible vigilar la forma en que esos ensayos llegasen a manos del lector. Mas, como todo trabajo tiene su lgica, cuando los artculos periodsticos iban tocando a su fin, era cabalmente cuando yo empezaba a ahondar en el tema. En vista de ello, decid escribir un libro, acometiendo de nuevo el trabajo so- bre una escala mucho mayor. Los primitivos artculos publicados en los peridicos y el presente libro de Memorias, no guardan ms afinidad que la del tema. Fuera de esto, tratase de obras per- fectamente distintas. Me he detenido especialmente en el segundo perodo de la revolucin de los Soviets, que se inicia con la enfermedad de Lenin y el comienzo de la campaa contra el "trotskismo". La lucha enta- blada por los epgonos en tomo al poder, no tiene, como pretendo demostrar aqu, un carcter pu- ramente personal, sino que revela una fase poltica: la reaccin contra el movimiento de Octubre y los primeros sntomas del giro termidoriano. Y as surge, casi espontneamente, la pregunta que tantas veces he escuchado: -Pero, cmo se las arregl usted para perder el Poder? La autobiografa de un poltico revolucionario tiene por fuerza que tocar una serie de problemas tericos, relacionados unos con la evolucin social de su pas, y otros con la marcha de la huma- nidad, y muy especialmente con esos perodos crticos a que damos el nombre de revoluciones. Como se comprende, estas pginas no eran el lugar ms adecuado para ahondar en problemas tericos tan complejos. La llamada teora de la revolucin permanente, que tanta influencia ha tenido en mi vida, y que est cobrando un inters tan grande en la Actualidad para los pases orientales, resuena a lo largo de las pginas de este libro como un remoto leitmotiv. El lector a quien esto no baste confrmese con saber que el anlisis detenido del problema de la revolucin ser objeto de otra obra, en la cual tratar de deducir y exponer las experiencias tericas ms im- portantes de estos ltimos decenios.
  3. 3. Len Trotsky Mi vida pgina 3 de333 Por estas pginas desfilarn buen golpe de personajes enfocados con una iluminacin un poco distinta de aquella en que a los propios interesados hubiera placido ver a su persona o a su partido. Y as, es natural que ms de uno tache mis Memorias de poco objetivas. Ha bastado que los pe- ridicos publicasen algunos fragmentos de esta obra, para que empezasen a sonar las protestas y refutaciones. Era inevitable. Un libro autobiogrfico como ste, aunque el autor hubiera consegui- do hacer de l -y no se lo propuso, ni mucho menos- un fro daguerrotipo de su vida, no poda menos de despertar, al publicarse ahora, un eco de aquellas polmicas que acompaaron en vivo a las colisiones en l relatadas. Pero estas Memorias no son una fotografa inanimada de mi vida, sino un trozo de ella. En sus pginas, el autor sigue librando el combate que llena su existencia. La exposicin es anlisis y es crtica; el relato es a la par defensa y ataque, y ms ste que aqulla. Creo sinceramente que es la nica manera de imprimir a una biografa una elevada objetividad; es decir, de darle una fisonoma en la que vivan los rasgos de una persona y de una poca. La objetividad no consiste en esa fingida imparcialidad e indiferencia con que una hipocresa ave- riada trata al amigo y al adversario, procurando sugerir solapadamente al lector lo que sera inco- rrecto decirle a la cara. De esta mentira y de esta celada convencional -que no otra cosa son- yo no pienso servirme. Ya que me he sometido a la necesidad de hablar de m mismo -hasta hoy no s que nadie haya conseguido escribir una autobiografa sin hablar de su persona-, no tengo por qu ocultar mis simpatas y mis antipatas, mis amores mis odios. He escrito un libro polmico. En l se refleja la dinmica de una sociedad cimentada toda ella sobre antagonismos y contradicciones. El estudiante que se insolente con su profesor; los aguijo- nes de la envidia escondidos entre las zalemas de los salones; en el comercio, una rabiosa compe- tencia, y como en el comercio en la tcnica, en la ciencia, en el arte, en el deporte; choques parla- mentarios bajo los que palpitan hondos conflictos de intereses; la furiosa guerra diaria de la Pren- sa; huelgas obreras; manifestantes ametrallados en las calles, maletas cargadas de gases asfixian- tes con que se obsequian mutuamente por los aires las naciones civilizadas; las lenguas de fuego de las guerras civiles, que no dejan de azotar un instante la superficie de nuestro planeta: he ah otras tantas formas y modalidades de "polmica" social, que van desde lo cotidiano, normal, con- suetudinario, y a fuerza de serlo, pese a su intensidad, casi imperceptible, hasta ese grado: mons- truoso, explosivo, volcnico de polmica que culmina en las guerras y las revoluciones. Es la imagen de nuestra poca. De la poca con la que nos criamos, en la que respiramos y vivimos. Imposible ser apolmicos sin hacerle traicin. Pero hay otro criterio, un criterio ms escueto y elemental, y es el que consiste en exponer con- cienzudamente los hechos. As como el revolucionario ms intransigente no puede volver la es- palda a las circunstancias de lugar y tiempo, el polemista ms fogoso tiene que guardar las pro- porciones de las personas y las cosas. A esta norma confo en que habr sabido mantenerme fiel en el conjunto de la obra y en sus detalles. A veces, pocas, reproduzco en forma dialogada antiguas conversaciones. A nadie se le ocurrir exigir una reproduccin literal, a la vuelta de tantos aos. No est tampoco en mi propsito asig- narles ese valor. Algunos de los dilogos tienen carcter puramente simblico. Pero hay ciertas conversaciones -todo el mundo lo sabe- que se graban con especial relive en la memoria. Las co- munica uno a los amigos y allegados. Y a fuerza de repetirlas, las palabras se quedan indelebles en el recuerdo. Me refiero, en primer trmino, naturalmente, a las conversaciones de carcter pol- tico. Yo soy hombre acostumbrado a fiar en la memoria. Cuantas veces he contrastado objetivamente sus recuerdos, los he encontrado justos. En efecto; aunque mi memoria topogrfica-y no hablemos de la musical-es harto endeble, y la plstica y la lingstica bastante mediocres, mi capacidad re- tentiva para las ideas descuella considerablemente sobre el nivel medio. Y las ideas, el desarrollo de las ideas y las luchas de los hombres en torno a ellas, llenan la parte principal de esta obra. Cierto que la memoria no es una mquina registradora cine funcione automticamente. Ni tiene nada de desinteresado. Tiende con frecuencia a descartar o dejar recatados en un rincn sombro aquellos episodios que no le parecen favorables al instinto vital que la vigila, y claro est que no
  4. 4. Len Trotsky Mi vida pgina 4 de333 lo hace generalmente por altruismo. Pero dejemos estas cuestiones al "psicoanlisis", ingenioso y divertido a ratos, aunque ms arbitrario y caprichoso que ameno casi siempre. Huelga decir que he procurado revisar celosamente los datos de la memoria sobre las piezas do- cumentales de que dispona. A pesar de todas las trabas y dificultades que se me ofrecieron para poder consultar las bibliotecas y los archivos, los datos ms importantes en que se basa este traba- jo han sido objeto de comprobacin. Desde 1897, he batallado casi siempre con la pluma en la mano. Gracias a esto, los episodios de mi vida han ido dejando, durante ms de treinta y dos aos, un rastro casi ininterrumpido en el papel impreso. Con el ao 1903, empiezan las luchas intestinas dentro del partido, ricas en duelos personales. Ni mis adversarios ni yo rehuimos nunca los golpes, y en la letra de imprenta han quedado las cicatrices. Desde el alzamiento de Octubre, la historia del movimiento revolucionario comienza a ocupar lugar preeminente en las investigaciones de los historiadores e institutos hist- ricos rusos. De los Archivos de la revolucin y del Departamento de polica de los zares van sa- liendo a la luz y entregndose a la imprenta, con notas y comentarios aclaratorios, todos los mate- riales que encierran algn inters. En los primeros aos, cuando an no haba por qu ocultar ni disfrazar nada, este trabajo llevbase concienzudamente. Las "Ediciones del Estado" han publica- do las obras completas de Lenin y parte de las mas, provistas de notas que llenan docenas de p- ginas de cada volumen y contienen los datos indispensables para situar la actividad de sus autores y los sucesos de la poca que abarcan. Esto me ha ayudado mucho, naturalmente, guindome con segura orientacin en la trama cronolgica de los hechos y librndome de incurrir, a lo menos, en errores de bulto. No niego que mi vida no ha discurrido por los cauces ms normales. Pero las causas de ello no hay que buscarlas en m mismo, sino en las condiciones de la poca en que mi vida se ha desarro- llado. Por supuesto, que para llevar a cabo la labor, buena o mala, que me cupo en suerte, hacan falta ciertas dotes personales. Pero, en otro ambiente histrico, estas dotes hubieran dormitado tranquilamente, como tantas y tantas capacidades y pasiones humanas que no tienen, salida en el mercado de la vida social. En cambio, es posible que hubiesen surgido en m otras condiciones, hoy anuladas o cohibidas. Por encima de la subjetividad se alza lo objetivo, que es siempre, en ltima instancia, lo que decide. El curso consciente de mi vida, que empieza hacia los diez y siete o los diez y ocho aos, ha sido una constante lucha por ideas determinadas. En mi vida personal no hay nada que merezca de por s la publicidad. Todo lo que en mi pasado pueda haber de ms o menos extraordinario, hllase asociado ntimamente a las luchas revolucionarias y recibe de stas su relieve y valor. Es la nica razn que, puede justificar el que salga a luz esta autobiografa. Pero, la razn es a la par la dificultad. Los sucesos de mi vida personal estn de tal manera pren- didos en la trama de los hechos histricos, que es punto menos que imposible arrancarlos a ella. Sin embargo, este libro no pretende hacer historia. No destaca los hechos por lo que en s objeti- vamente signifiquen, sino en lo que tienen de contacto con las vicisitudes de la vida del autor. Nada tendr, pues, de extrao, que en la pintura de momentos o etapas enteras falten las propor- ciones que seran de rigor en una obra histrica. Para trazar la lnea divisoria entre la autobiografa y el proceso de la revolucin, no hemos tenido ms remedio que proceder de un modo emprico. Sin convertir por ello el relato de una vida en un estudio de historia, haba que ofrecer al lector un punto de apoyo en los hechos que informaron el giro de aqulla. Dando por supuesto, naturalmen- te, que quien leyere estas pginas conoce las lneas generales de nuestra revolucin y que hasta con avivar rpidamente en su recuerdo los hechos histricos y sus consecuencias. Cuando este libro salga a luz, habr cumplido cincuenta aos. Mi cumpleaos cae en el da de la Revolucin de Octubre. Un pitagrico o un mstico argiran de aqu grandes conclusiones. La verdad es que yo no he venido a parar mientes en esta curiosa coincidencia hasta que ya haban pasado tres aos de las jornadas de Octubre. Hasta la edad de nueve aos, viv sin interrupcin en
  5. 5. Len Trotsky Mi vida pgina 5 de333 una aldea apartada del mundo. Pas ocho estudiando en el Instituto. Al ao de salir de sus aulas, fui detenido por vez primera. Mis Universidades fueron, como las de tantos otros en aquella po- ca, la crcel, el destierro y la emigracin. Dos veces estuve preso en las crceles zaristas, por es- pacio de cuatro1 aos en total; las deportaciones del antiguo rgimen me alcanzaron otras tantas veces, la primera dos aos poco ms o menos, la segunda unas semanas. Las dos veces pude huir de Siberia. He vivido emigrado, en junto, unos doce aos, en varios pases de Europa y Amrica: dos aos antes de estallar la revolucin de 1905 y hacia diez despus de su represin. Durante la guerra, fui condenado a prisin en rebelda en la Alemania de los Hohenzollers (1905); al siguien- te ao, expulsado de Francia a Espaa, donde, tras breve detencin en la crcel de Madrid y un mes de estancia en Cdiz bajo la vigilancia de la polica, me expulsaron de nuevo rumbo a Nor- teamrica. All, me sorprendieron las primeras noticias de la revolucin rusa de Febrero. De vuel- ta a Rusia, en marzo de 1917, fui detenido por los ingleses e internado durante un mes en un cam- po de concentracin del Canad. Tom parte activa en las revoluciones de 1905 y 1917, y ambos aos fui Presidente del Soviet de Petrogrado. Intervine muy de cerca en el alzamiento de Octubre y pertenec al Gobierno de los Soviets. En funciones de Comisario del pueblo para las relaciones exteriores, dirig en Brest-Litovsk las negociaciones de paz entabladas con Alemania, Austria- Hungra, Turqua y Bulgaria. Ocup el Comisariado de Guerra y Marina, y desde l dediqu cinco aos a la organizacin del Ejrcito rojo y la reconstruccin de la flota. En el ao 1920, me encar- gu, adems, de dirigir los trabajos de reorganizacin de los ferrocarriles, que estaban en el mayor abandono. Dejando a un lado los aos de la guerra civil, la parte principal de mi vida la llena mi actividad de escritor y militante dentro del partido. Las "Ediciones del Estado" emprendieron en 1923 la publi- cacin de mis obras completas. De entonces ac, han visto la luz, sin contar los cinco tomos en que se coleccionan mis trabajos sobre temas militares, trece volmenes. La publicacin fue sus- pendida en el 1927, cuando empez a agudizarse la campaa de persecucin contra el "trotskis- mo". En enero de 1928 me envi al destierro el actual Gobierno ruso, y hube de pasar un ao junto a la frontera china. En febrero de 1929 fui expulsado a Turqua, y escribo estas lneas en Constantino- pla. No puede decirse que mi vida, aun presentada en tan rpida sntesis, tenga nada de montona. Ms bien cabra afirmar, por el nmero de virajes bruscos, sbitos cambios y agudos conflictos, por los vaivenes que en ella tanto abundan, que es una vida pletrica de "aventuras". Y, sin em- bargo, permtaseme afirmar que nada hay que tanto repugne a mis naturales inclinaciones como una vida aventurera. Mi amor al orden y mis hbitos conservadores puede decirse que rayan en lo pedantesco. Amo y s apreciar el mtodo y la disciplina. No con nimo de paradoja, sino porque es verdad, dir que me indignan la destruccin y el desorden. Fui siempre un discpulo aplicado y puntual, dos condiciones que he conservado a lo largo de toda la vida. Durante los aos de la gue- rra civil, cuando en mi tren cubra distancias varias veces iguales al Ecuador, me recreaba ver, de trecho en trecho, una empalizada nueva de tablas de pino. Lenin, que me conoca esta pequea Debilidad, sola burlarse cariosamente de m a causa de ella. Para m, los mejores y ms caros productos de la civilizacin han sido siempre -y lo siguen siendo- un libro bien escrito, en cuyas pginas haya algn pensamiento nuevo, y una pluma bien tajada con la que poder comunicar a los dems los mos propios. Jams me ha abandonado el deseo de aprender, y cuntas veces, en me- dio de los ajetreos de mi vida, no me ha atosigado la sensacin de que la labor revolucionaria me impeda estudiar metdicamente! Sin embargo, casi un tercio de siglo de esta vida se ha consa- grado por entero a la revolucin. Y si empezara a vivir de nuevo, seguira sin vacilar el mismo camino. Vome obligado a escribir estas lneas en la emigracin, la tercera de la serie, mientras mis mejo- res amigos, que lucharon con denuedo decisivo por ver implantada la Repblica de los Soviets, pueblan sus crceles y sus estepas, presos unos y otros deportados. Algunos hay que vacilan, que 1 El "5" era la nota mejor, y el "1" la peor.
  6. 6. Len Trotsky Mi vida pgina 6 de333 retroceden y se rinden al adversario. Unos, porque estn moralmente agotados; otros, porque, con- fiados a sus solas fuerzas, son incapaces para encontrar una salida a este laberinto en que los colo- caron las circunstancias; otros, en fin, por miedo a las sanciones materiales. Es la tercera vez que presencio una desercin en, masa de las banderas revolucionarias. La primera fu tras el reprimi- do movimiento de 1905; la segunda, al estallar la guerra. Conozco harto bien, por experiencia, lo que son estas mareas y reflujos. Y s que estn regidos por leyes. No vale impacientarse, pues no han de cambiar de rumbo a fuerza de impaciencia. Y yo no soy de esos que acostumbran a enfocar las perspectivas histricas con el ngulo visual de sus personales intereses y vicisitudes. El deber primordial de un revolucionario es conocer las leyes que rigen lo sucesos de la vida y saber en- contrar, en el curso que estas leyes trazan, su lugar adecuado. Es, a la vez, la ms alta satisfaccin personal que puede apetecer quien no une la misin de su vida al da que pasa. L. TROTSKY Prinkipo, 14 de septiembre de 1929. I a n o v k a Tinese a la infancia por la poca ms feliz de la vida. Lo es, realmente? No lo es ms que para algunos, muy pocos. Este mito romntico de la niez tiene su origen en la literatura tradicional de los privilegiados. Los que gozaron de una niez holgada y radiante en el seno de una familia rica y culta, sin carecer de nada, entre caricias y juegos, suelen guardar de aquellos tiempos el recuer- do de una pradera llena de sol que se abriese al comienzo del camino de la vida. Es la idea perfec- tamente aristocrtica, de la infancia, que encontramos canonizada en los grandes seores de la literatura o en los plebeyos a ellos enfeudados. Para la inmensa mayora de los hombres, si por acaso vuelven los ojos hacia aquellos aos, la niez es la evocacin de una poca sombra, llena de hambre y de sujecin. La vida descarga sus golpes sobre el dbil, y nadie ms dbil que el ni- o. La ma no fu una infancia helada ni hambrienta. Cuando yo nac, mi familia haba conquistado ya el bienestar. Pero era ese duro bienestar de quienes han salido de la miseria a fuerza de priva- ciones y no quieren quedarse a mitad de camino. En aquella casa, todos los msculos estaban ten- sos, todos los pensamientos enderezados hacia una preocupacin: trabajar y acumular. Ya se comprende que, en tales condiciones, no quedaba mucho tiempo libre, para dedicarlo a los nios. Y si es verdad que no supimos lo que era la miseria, tampoco conocimos la abundancia ni las ca- ricias de la vida. Para m, los aos de la niez no fueron ni la pradera soleada de los privilegiados ni el infierno adusto, hecho de hambre, violencia y humillacin, que es la infancia para los ms. Fu la niez montona, incolora, de las familias modestas de la burguesa, soterrada en una aldea, en un rincn sombro del campo, donde la naturaleza es tan rica como mezquina y limitadas las costumbres, las ideas y los intereses. La atmsfera espiritual que envolvi mis primeros aos y aquella en que haba de discurrir mi vida desde que tuve uso de razn, son dos mundos distintos entre los que se alzan, aparte de las distancias y los aos, una cordillera de grandes acontecimientos y toda una serie de conmociones interiores, que no por quedar recatadas son menos decisivas para la vida de quien las experimenta. Cuando por vez primera me puse a abocetar estos recuerdos, cercbame, obstinada, la sensacin de que no era mi propia niez la que evocaba, sino un viaje ya casi olvidado por lejanas tierras. Y hasta llegu a pensar en poner el relato en tercera persona. Pero me abstuve de hacerlo, para que esta forma convencional no fuese a dar cierto aire "literario" a mis recuerdos, pues nada hay que tanto me preocupe como el huir de hacer en ellos literatura. Mas, aunque se trate de dos mundos antagnicos, hay no s qu sendas subterrneas por las que la unidad de persona se trasplanta del tino al otro. Es lo que explica, en general, el inters por las Memorias y autobiografas de hombres que, por una razn o por otra, llegaron a ocupar puestos destacados en la sociedad. Intentar, pues, referir con algn detalle lo que fueron mi niez y mis
  7. 7. Len Trotsky Mi vida pgina 7 de333 primeras letras, procurando no incurrir en anticipacin ni prejuicio; es decir, no dar a los hechos un enfoque predeterminado, sino exponerlos sencillamente, tal como fueron, o tal como, al me- nos, se han conservado en mi memoria. Ms de una vez me ha acontecido creer recordar hasta los tiempos en que andaba colgado del pe- cho de mi madre. Hay que suponer, sin embargo, que transpondra inconscientemente a mi pasado la sugestin de lo que ms tarde hube de observar en mis hermanos, pequeos. Guardo un recuer- do confuso de no s qu escena que debi de desarrollarse debajo de un manzano, en una huerta, teniendo yo unos diez y ocho meses. Mas tampoco este recuerdo es seguro. En cambio, se me fij bastante bien en la memoria el sucedido siguiente: Haba ido con mi madre de visita a casa de la familia Z. de Bobrnez, que tena una nia de dos o tres aos. Me dijeron que yo era su novio. Nos pusimos a jugar en una sala, sobre el piso encerado. A poco, desaparece la nena y el rapaz se que- da slo, arrimado a una cmoda: vive un momento de pasmo, como en un sueo. Entra mi madre con la seora de la casa. Mi madre se queda mirando para el chiquillo, luego para un charquito que hay junto a l, toma a mirar al chico, menea la cabeza con gesto de reproche, y dice: -No te da vergenza?... El chico mira para la madre, se mira a s y mira al charco, como a algo que nada tuviese que ver con l. -Por Dios, djalo; no tiene ninguna importancia!-dice la seora de la casa-. Los pobres, estaban distrados jugando... El nio no se siente avergonzado ni arrepentido. Qu edad poda tener? Unos dos aos, acaso tres. Fue por entonces cuando, paseando con la chacha por la huerta, vi la primera culebra. -Mira, mira, Liova -dijo la chica, apuntando para algo que brillaba entre la yerba-; mira dnde est enterrada una tabaquera! Y cogiendo un palito, se puso a escarbar. La niera era tambin una nia, pues no tendra ms de diez y seis aos. La tabaquera, al hurgarla, se desenroll y result ser una culebra, que se desliz silbando por entre la maleza del huerto. La niera, toda asustada, rompi a chillar, me cogi del brazo y salimos corriendo. A m, me costaba trabajo todava mover las piernas a prisa. Todo jadeante, les cont a los de casa cmo habamos credo encontrar entre la yerba una tabaquera y haba resultado ser una culebra. Me acuerdo tambin perfectamente de otra escena ocurrida por aquellos aos en la cocina "blan- ca". Mis padres han salido y en la cocina estn la criada, la cocinera y una visita. Est tambin Alejandro, mi hermano mayor, que ha venido a casa a pasar las vacaciones. Mi hermano se enca- rama con los dos pies en lo alto de una pala de madera, tomndola a guisa de zancos, y se pone a andar a saltitos por el piso de barro de la cocina. Le pido que me deje la pala, intento hacerlo yo tambin, caigo de bruces contra el suelo y me echo a llorar a gritos. Alejandro me levanta, me besa y, en brazos, me saca de la cocina. Acaso tuviese cuatro aos cuando me montaron en una yegua grande, de pelaje gris, mansa como un cordero; estaba a pelo, sin freno ni silla, con un ramal al pescuezo solamente. Abra las piernas cuanto pude y me aferr a la crin con las dos manos. La yegua me llev, con un andar muy suave, y acert a pasar por debajo de un peral, una de cuyas ramas me azot en el vientre. Sin darme cuenta de lo que pasaba, resbal por el lomo del animal y fui a dar con el cuerpo entre la yerba. No me doli, pero no saba cmo explicarme aquello. Juguetes de tienda, apenas tuve nunca ninguno. Unicamente un caballito de cartn y una pelota que mi madre me trajo un da de Kharkof. Mi hermana la pequea y yo jugbamos con muecas caseras de trapo, que nos hacan ta Fenia y ta Raisa, hermanas de mi padre, y a las que la ta Fe- nia pintaba con lpiz ojos, boca y nariz. Aquellas muecas me parecan a m algo extraordinario, y todava me parece estarlas viendo. Una tarde de invierno, Ivn Vasilievich, el mecnico de la fin- ca, me hizo un coche de cartn con ventanas y las ruedas pegadas con engrudo. Mi hermano, ma- yor, que estaba en casa pasando las Navidades, dijo que un coche como aquel lo haca l de dos guantadas. Como primera providencia lo desmont, armse de regla, lpiz y tijeras y se estuvo dibujando largo y tendido, pero luego, al recortar los dibujos, result que no casaban.
  8. 8. Len Trotsky Mi vida pgina 8 de333 Los parientes y conocidos que salan de viaje me solan preguntar: -Qu quieres que te traigamos de Ielisavetgrado o de Nikolaief? Los ojos se me saltaban. Qu les pedira? Alguien vena en mi auxilio, y me aconsejaba: un caba- llito o libros, o lpices de colores, o unos patines. -Unos patines!-conclua yo-. Pero que sean de tal marca- y deca una que le haba odo a mi her- mano. Mas los viajeros, apenas trasponan el umbral, se olvidaban de la promesa. Y yo viva das y se- manas enteras alimentando mi esperanza, para luego atormentarme con el desengao. En la huerta que haba delante de casa posse una abeja sobre una flor de girasol. Yo saba que las abejas picaban y que haba que andarse con precauciones. Arranqu, pues, una hoja de salvia y cog con ella el animalillo. De pronto sent una punzada horrible, y sal corriendo y chillando por el corral adelante hasta el taller en que trabajaba Ivn. Este me sac el aguijn y me unt el dedo con un lquido, que me quit los dolores. Ivn Vasilievich tena un vago con tarantelas puestas en aceite de girasol. Era el remedio que se consideraba ms eficaz contra las picaduras. Las tarantelas las habamos cazado Vitia Gertopanoff y yo, con un hilo que tena atado a uno de los extremos un pedacito de cera y que se meta en el agujero. La tarantela quedbase pegada con las patitas a la cera. Luego, la guardbamos en una caja de cerillas. Pero no aseguro que esto de andar a caza de tarantelas no ocurriese ya en una poca ms tarda. Me acuerdo de haber odo hablar en una de aquellas charlas con que se distraan las largas veladas invernales, de cmo y cundo haban comprado mis padres la finca de Ianovka, de la edad que tenamos entonces los nios y de cundo haba entrado al servicio de la casa Ivn. -A Liova -dijo m madre, mirndome con ojos de malicia- le trajimos ya listo de la alquera. Yo echo mis cuentas para m y digo luego, en voz alta: -Entonces, yo nac en la alquera? -No-me contestan-; naciste aqu, en Ianovka. -Pues, no dice mam que me trajeron listo de la alquera? -Lo ha dicho por decirlo, por gastar una broma... Sin embargo, la explicacin no me satisface del todo, y pienso que es una broma un poco extraa; pero nada digo. Me basta con leer en la cara de las personas mayores que me rodean esa sonrisa caracterstica e insoportable de los iniciados. Del recuerdo de aquella velada junto al t invernal, en que nadie tiene prisa, brota una cronologa. Pues habiendo yo nacido el 26 de Octubre, ello quiere decir que mis padres se debieron de trasladar de la alquera a la finca de Ianovka en la pri- mavera o en el verano de 1879. Fu el ao en que estallaron las primeras bombas de dinamita contra el zarismo. El 26 de agosto de 1879, dos meses antes de nacer yo el partido terrorista "Narodnaia Wolia2 ", que acababa de crearse, decret la muerte de Alejandro II. El 19 de noviembre estall la bomba al paso del tren real. Y comenz la cruzada de terror que el da 1. de marzo de 1881 haba de costarle la vida al Zar, a la vez que exterminaba al propio partido ejecutor. Un ao antes haba terminado la guerra ruso-turca. En agosto de 1879, Bismarck pona la primera piedra de la alianza germano-austriaca. Fu el mismo ao en que Zola public aquella novela "Nana" donde apareca el futuro organizador de la "Entente", a la sazn prncipe de Gales, lucien- do su talento de conquistador de artistas de opereta. El vendaval de la reaccin, que haba arrecia- do desde la guerra franco-prusiana y la represin de la Comuna de Pars, segua adueado de la poltica europea. En Alemania regan ya las leyes de excepcin dictadas por Bismarck contra el socialismo. En el mismo ao -1879- Vctor Hugo y Luis Blanc presentaban a la Cmara francesa la peticin de amnista a favor de los communards. Pero a la aldehuela donde yo vine al mundo y pas los nueve primeros aos de mi vida no llega- ban ni el eco de los debates parlamentarios, ni el de las transacciones diplomticas, ni aun siquiera el que levantaban las explosiones de la dinamita. En las estepas inmensas de la provincia de Kher- 2 "Voluntad del pueblo": es el nombre de un peridico y de una tendencia poltica de aquella poca.
  9. 9. Len Trotsky Mi vida pgina 9 de333 son y en toda Novorosia reinaban con reino indisputado y regido por sus propias leyes el trigo y las ovejas. Su dilatada extensin y la falta de comunicaciones tenanlas inmunizadas contra toda posible infeccin poltica. Innmeros montculos esteparios eran claro indicio de la gran emigra- cin de los pueblos derramada en tiempos sobre aquellas comarcas. Mi padre era un terrateniente que empez trabajando en condiciones muy modestas y fu agran- dando su hacienda poco a poco, a fuerza de sacrificios. Habase emancipado de chico con su fami- lia del suelo judo donde naciera, en la provincia de Poltava, para probar suerte en las estepas li- bres del Sur. En las provincias de Kherson y Iekaterinoslavia haba por entonces unas cuarenta colonias agrcolas judas, pobladas por veinticinco mil almas aproximadamente. Hasta el ao 1881, el agricultor judo hallbase equiparado al mujik, no slo en derechos, sino en pobreza. A fuerza de trabajar infatigable, dura e inexorablemente sobre la primera tierra adquirida, con sus brazos y los ajenos, mi padre fu saliendo adelante poco a poco. En la colonia de Gromokley no llevaban el Registro civil con gran rigor. Muchas partidas sent- banse a medida que iban conviniendo. Mis padres decidieron que ingresase en una escuela gra- duada, y como result que no tena edad legal, en la certificacin, hubo de anticiparse el naci- miento un ao, del 79 al 78. De modo que haba que llevar la cuenta de mis aos por partida do- ble: una para la edad oficial y otra para la autntica. Durante los nueve primeros aos de mi vida, puede decirse que apenas traspuse la raya de la aldea paterna. Esta tena su nombre, Ianovka, del anterior propietario Ianovky, a quien mi padre com- prara la tierra. De soldado raso haba llegado a Coronel, y como gozaba del favor de sus superio- res, le dieron a elegir, reinando Alejandro II, 500 desiatinas de tierra en las estepas, todava yer- mas, de la provincia de Kherson. El Coronel levant en la estepa una casuca de barro techada de paja y una granja igualmente primitiva. Pero no consigui sacar adelante la explotacin. Su fami- lia, al morir l, volvise a Poltava. M padre les compr unas cien desiatinas, tomando adems en arriendo hacia 200. Todava me acuerdo perfectamente de la Coronela, una vieja seca, que sola presentarse en nuestra casa una o dos veces al ao a cobrar la renta y a ver cmo andaban las co- sas. Haba que mandar el "coche" a buscarla a la estacin y ponerle una silla para que pudiera descender de l ms cmodamente. Era un carro al que le haban puesto muelles habilitndole para "coche", pues hasta mucho ms tarde no tuvimos faetn y un buen tiro de caballos. A la Co- ronela ponanle caldo de gallina y huevas blandas. La vieja sala a pasear a la huerta con mi her- mana, y an me parece verla araar con sus uas secas la resina cuajada en los troncos de los r- boles y comrsela, pues aseguraba que era una deliciosa golosina. Gradualmente iba dilatndose en nuestra posesin la superficie de tierra labranta y el nmero de yuntas y cabezas de ganado. Mi padre intent aclimatar en la finca las merinas, pero el ensayo no cuaj. En cambio, tenamos una piara grande de cerdos, que se movan a sus anchas por el corral, hozndolo todo y acabando con la huerta. La explotacin llevbase celosamente, pero a la antigua. All, nadie se preocupaba de averiguar ms que a ojo y por tanteo qu ramas rendan beneficios y cules prdidas. Por lo mismo, hacase tambin imposible de todo punto tasar la hacienda. Toda nuestra fortuna estaba en la tierra, en las espigas, en el trigo; y ste, amontonado en las paneras o camino del puerto. Muchas veces, mi padre acordbase de pronto a la hora del t o de la cena, y deca: -Apunta que hoy se han recibido 1.300 rublos del comisionista, 660 se mandaron a la Coronela y 400 se los di a Dembovsky. Y apunta, adems, que di cien rublos a Feodosia Antonovna la prima- vera pasada, cuando estuve en Ielisavetgrado. Ese era, poco ms o menos, el mtodo de contabilidad que se llevaba all. Y, a pesar de todo, mi padre iba saliendo adelante, lenta y porfiadamente. Vivamos en la misma casucha de barro que haba levantado nuestro antecesor. Estaba cubierta de paja, y debajo del alero albergaba innumerables nidos de gorriones. Por fuera, las paredes estaban todas agrietadas y eran nido de culebras. No nos cansbamos de echar en los resquicios agua hir- viendo del samovar. Cuando llova fuerte, el agua se colaba por el techo, que era muy bajo, sobre todo en el portal. Para recogerla, ponan en el suelo barreos y palanganas. Los cuartos eran pe-
  10. 10. Len Trotsky Mi vida pgina 10 de333 queos, los cristales de las ventanas turbios, los pisos de los dos dormitorios y del cuarto de los nios, de barro, donde anidaban a sus anchas las pulgas. El comedor estaba entarimado y todas las semanas fregaban el piso con arena. El del cuarto principal de la casa, que meda ocho pasos de largo y al que daban el pomposo nombre de "saln", estaba encerado. En esta sala era donde se alojaba, cuando vena, la Coronela. En el jardincillo que haba delante de casa se alineaban unas cuantas acacias amarillas y rosales blancos y colorados, y en el verano grandes matas de "habas de Espaa". El patio o corral no estaba cerrado con empalizada. En un pabelln grande de barro, techado con teja y construido ya por mi padre, se albergaban el taller, la cocina para el personal y el cuarto de la servidumbre. A continuacin estaba el granero "pequeo", de madera, y luego ve- na el granero "grande" y en seguida el "nuevo", todos con techumbre de caa. Para que no pudie- ra penetrar el agua y el trigo no se pudriese, los graneros estaban levantados sobre piedras. En la cancula y en la poca de los hielos se recogan aqu, entre el suelo y las tablas, los perros, los cerdos y las aves. Las gallinas buscaban, para poner, los rincones ms recatados. Muchas veces, tena que ir yo, arrastrndome por entre las piedras, a sacar los huevos del nido, pues el cuerpo de un adulto no hubiera podido colarse por all. Sobre la techumbre del granero grande venan a ani- dar todos los aos las cigeas, y levantando al cielo su pico colorado, se tragaban ranas y cule- bras. Era muy desagradable de ver. Se vea colgar el cuerpo de la culebra y pareca como si estu- viese devorando por dentro al pjaro. En el granero, dividido en varios compartimentos, se amon- tonaban el oloroso trigo candeal, la cebada, de speras aristas; las simientes del lino, suaves, escu- rridizas, casi fluidas; las negras perlas de la colza, con sus reflejos azulinos; la avena, delgada y ligera. Cuando en casa hay una visita de respeto, a los chicos nos es permitido ir a jugar al escondite a los graneros. Y heme aqu trepando por el tabique de uno de los compartimentos, tirndome a lo alto de un montn de trigo y dejndome resbalar por la otra vertiente. Los brazos se entierran hasta el codo y las piernas hasta la rodilla en la avalancha de trigo, los zapatos, no pocas veces agujerea- dos, y la camisa se llenan de granos. La puerta del granero est cerrada; alguien ha colgado por fuera el candado, para disimular, pero sin echar la llave, pues as lo requieren las reglas del juego. Me veo tumbado en el frescor del granero, enterrado entre el trigo, respirando el polvillo vegetal, y oigo a Senia W. o a Senia Ch. o a Senia S., a mi hermana Lisa o a cualquiera de los otros rondar por la corraliza y descubrir a los que se han escondido; pero conmigo, enterrado entre el trigo fresco, no consiguen dar. Las cuadras y los establos de los caballos, las vacas y los cerdos y las jaulas de las aves estn del otro lado de la casa. Todo construido primitivamente, con argamasa de barro, ramaje y paja. Co- mo a unos cien pasos de la casa est el pozo, y detrs una presa que riega los huertos de los cam- pesinos. Todas las primaveras la crecida rompa la presa, y haba que volver a reforzarla con paja, tierra y boigas secas. En un pequeo altozano, junto a la presa, levantbase el molino, una barra- ca de madera que daba albergue a una pequea mquina de vapor de diez caballos de fuerza, y a dos muelas. Aqu se pasaba mi madre la mayor parte de su afanosa vida, durante los primeros aos de mi niez. El molino no trabajaba slo para la finca, sino para cuantos quisieran venir a moler a l, en diez o quince vertstas a la redonda. Los campesinos acudan con sus sacos de trigo y pagaban un diezmo por la molienda. En tiempo de calor, antes de la trilla, el molino trabajaba las veinticuatro horas del da, y cuando yo supe ya escribir y contar, me mandaban muchas veces pesar el trigo de los campesinos y calcular lo que haba que separar por la maquila. Una vez reco- gida la cosecha, el molino se cerraba, emplendose la mquina para trillar. Ms adelante, instala- ron un motor fijo, y las paredes del nuevo molino eran de piedra y la techumbre de teja. La anti- gua casucha del Coronel cedi tambin el puesto a una casa grande de ladrillo con techumbre de chapa ondulada. Pero todo esto ocurra cuando yo tena ya cerca de diez y siete aos. Recuerdo que en las ltimas vacaciones haba intentado calcular la distancia entre las ventanas y la medida de las puertas, pero no lo consegu. Cuando volv a la aldea, ya estaban echados los cimientos, de piedra. No volvi a presentrseme ocasin de habitar la nueva morada, donde hoy tiene su hogar una escuela de los Soviets...
  11. 11. Len Trotsky Mi vida pgina 11 de333 Muchas veces, los labriegos tenan que estarse semanas enteras esperando la molienda. Los que vivan cerca, ponan los sacos en turno y se iban a sus casas. Pero los que tenan la casa lejos, se acomodaban en sus carros, y cuando llova dorman encima de los sacos, en el molino. A uno de estos aldeanos le desapareci un da una brida del aparejo. Alguien le dijo que haba visto a un muchacho, hijo de otro labriego, andar con su caballo. Revolviendo en el carro de su padre, apareci la brida escondida entre el heno. El padre del ladronzuelo, un aldeano barbudo de rostro sombro, santiguse vuelto hacia Oriente y jur que la culpa era toda del maldito mucha- cho, que era un pillo, que l no tena arte ni parte en el robo y que iba a arrancarle las entraas. Pero el otro no le crea. Entonces, el padre, cogiendo al chico por el pescuezo, le derrib en tierra y se puso a azotarlo despiadadamente con el cuerpo del delito. Yo observaba esta escena por entre las espaldas de los mayores, que hacan corro. El muchacho clamaba y juraba que no volvera a hacerlo. Y aquellas almas de Dios escuchaban impasibles los chillidos de la vctima, fumando tranquilamente los cigarrillos liados por su mano y mascullando para sus barbas que el otro daba de azotes al rapazuelo para descargar sobre l la culpa, pero que a quien haba que azotar era al padre. Detrs de los graneros y los establos alzbanse los cobertizos, techumbres gigantescas de ms de setenta pies de largo -unas de paja y otras de caa-, sostenidas sobre estacas, y sin muros. Bajo estos cobertizos se amontonaban grandes parvas de trigo, que luego, en los tiempos de lluvia o de tormenta, se aventaban o trillaban. Detrs de los cobertizos estaba la era, donde se haca la trilla. Y ms all, separado por una zanja, el aprisco, hecho todo de estircol seco. Mi niez se halla toda asociada a la casucha del Coronel y al viejo sof del comedor. En este sof, chapado de madera roja imitando caoba, era donde yo me sentaba para tomar el t, para comer, para cenar, donde jugaba con mi hermana a las muecas y donde, ms tarde, me entregaba a la lectura. La tela estaba rota por dos sitios. Tena un agujerito pequeo del lado donde se sentaba Ivn Vasilievich y otro, bastante mayor, donde yo tomaba asiento junto a mi padre. -Ya va siendo hora de ponerle otra tela al sof- dice Ivn. -S, ya va siendo hora -asiente mi madre-. No hemos vuelto a forrarlo desde el ao en que mataron al Zar. -No llevo otra cosa en el pensamiento -alega mi padre- cuando bajo a la villa. Pero, ya sabis lo que ocurre, se harta uno de correr de ac para all, el cochero le clava a uno, no se mira ms que salir de all cuanto antes, y todo se deja olvidado. Sosteniendo el techo achaparrado, corra a lo largo del comedor una viga pintada de blanco, en la que solan colocarse los objetos ms diversos: platos con comida, para que no los alcanzase el gato, clavos, cuerdas, libros, un tintero taponado con papel, un palillero con una pluma vieja, toda oxidada. En aquella casa, no abundaban las plumas. Haba semanas en que tena que cortar con un cuchillo de mesa una pluma de madera, para copiar los caballitos que venan en las ilustraciones de unos cuantos nmeros viejos de la "Niva". Arriba, en lo alto del techo, en un saliente hecho para recoger el humo, moraba el gato. All traa al mundo a sus cras, y, cuando apretaba el calor, bajaba con ellas entre los dientes, dando -un salto magnfico. Las visitas un poco altas tropezaban irremisiblemente con la cabeza contra la viga, al levantarse de la mesa, y era costumbre advertir- las del peligro, dicindoles: Cuidado!, a la par que se apuntaba con la mano hacia arriba. El mueble ms notable que haba en la salita, ocupando un espacio considerable, era el piano. Este piano haba entrado en casa en una poca de que yo me acuerdo ya perfectamente. Una propietaria arruinada que viva a unas 15 20 verstas de nuestra finca, se fue a vivir a la villa y puso en venta los muebles. Nosotros le compramos un sof, tres sillas vienesas y un piano viejo y averiado que llevaba ya la mar de tiempo arrinconado en el granero con las cuerdas rotas. Nos cost 16 rublos y lo trajeron a Ianovka en un carro. Al desarmarlo, aparecieron debajo de la caja de resonancia dos ratones muertos. Durante varias semanas de invierno, el taller no tuvo ms ocupacin que arreglar el piano. Ivn Vasilievich limpiaba, encolaba, brua, sacaba las cuerdas, las pona tensas, las afi- naba. Las teclas volvieron a ocupar su sitio, y a los pocos das el piano sonaba en la sala, con un timbre bastante quebrado, pero irresistible. Los maravillosos dedos de Ivn pasaron de los regis-
  12. 12. Len Trotsky Mi vida pgina 12 de333 tros del acorden a las teclas del piano, arrancando a sus cuerdas los acordes de la "Kamarins- kaia", un polka y el cupl de "Mi amado Agustn". Mi hermana mayor se puso a estudiar msica, y a veces cencerreaba tambin en el piano mi hermano Alejandro, que haba estudiado violn en Ielisavetgrado un par de meses. Al cabo de algn tiempo, yo me puse tambin a querer deletrear con un dedo las notas por las que haba estudiado mi hermano. Pero no tena odo, y el sentido de la msica se me qued dormido e impotente toda la vida. En la primavera, el corral convertase en un mar de lodo. Ivn andaba en zuecos de madera, que eran verdaderos coturnos, de su propia confeccin, y yo, por la ventana, veale entusiasmado, pues los zuecos aadan ms de media arquina a su estatura. A poco, presentse en la finca un talabar- tero viejo, cuyo nombre no conoca seguramente nadie. Tendra sus buenos ochenta aos. Haba servido veinticinco aos en el ejrcito, reinando el Zar Nicols I. De talla gigantesca, ancho de hombros, barba y pelo blancos, levantando con trabajo las piernas del suelo, iba camino del grane- ro, donde haba montado su taller ambulante... -Estas piernas ya no rigen! Hace diez aos que el viejo se lamenta con las mismas palabras. Pero, en cambio, sus manos, que huelen siempre a cuero, son recias como tenazas. Las uas, como puntas de marfil, duras y pun- tiagudas. -Quieres ver Mosc? -Pues claro que quera verlo! Y el viejo me coge con sus dedazos por debajo de las orejas y me levanta en vilo. Siento que las terribles uas se me clavan en la carne, y me echo a llorar. Me han engaado. Pataleo, y le mando que me baje. -Ah, no quieres?-torna a preguntar el viejo-. Pues bien, all t! Pero, a pesar, del engao de que me ha hecho vctima, no me voy de junto a l. -Sube por la escalera al granero, y mira a ver qu es aquello que se divisa all, tirado en el suelo. Yo sospecho que es una nueva aagaza y titubeo. Y resulta que "aquello" es Constantino, el moli- nero, un mozo joven y Katiuska, la cocinera. Los dos bellos y con ganas de retozar, los dos bue- nos peones. -Cundo vas a casarte con Katiuska?-le pregunta mi madre al molinero. -Para qu? Nos va bien as!-responde Constantino-. El casarse cuesta diez rublos, y por ese di- nero prefiero comprarle unos zapatos a Katia. Tras el ardoroso y fatigante verano de la estepa, que culmina en las faenas de la recoleccin en los lejanos campos, se acerca el temprano otoo, con su carga, en que se resume todo un ao de traba- jos forzados. La trilla est en su apogeo. Ahora, el centro de toda la actividad es la era, situada como a un cuarto de versta de la casa. Una nube de polvillo de paja se extiende sobre ella. El tam- bor de la mquina trilladora atruena el espacio. Felipe, el molinero, armado de gafas, lo alimenta. Tiene la barba negra cubierta de polvillo gris. Desde lo alto del carro le alargan las gavillas, que l toma sin levantar la vista, las desata, las desparrama un poco y las deja deslizarse tambor adentro. La mquina se ha tragado la gavilla y alla como perro que ha hecho presa en un hueso. Por los canales, va saliendo la paja trillada, mientras la manga vomita el tamo. La paja es arrastrada a la parva. Yo, de pie al borde de una tabla, me agarro a la cuerda. -Ten cuidado, no vayas a caer!-me grita mi padre. Pero es ya la dcima vez que caigo, ora contra la paja, ora entre el trigo. Una nube espesa de pol- vo gris se apelotona sobre la era, el tambor ruge, el tamo se le cuela a uno por la camisa y la nariz, provoca el estornudo. -Eh, t, Felipe, ms despacio!-ordena mi padre, desde abajo, cuando el tambor rompe a retumbar con demasiada furia. Me agarro a la correa, y sta se suelta de repente con toda su fuerza y me da en los dedos. Y es un dolor tan fuerte, que se me nubla la vista y no distingo nada. A rastras, me aparto a un lado para que no me vean llorar, y escapo corriendo a casa. Mi madre me lava la mano con agua fra y me venda el dedo. Pero el dolor no cede. Anduve con el dedo hinchado varios das, que fueron das de
  13. 13. Len Trotsky Mi vida pgina 13 de333 tortura. Los sacos, de trigo llenan los graneros y las eras, y se apilan debajo de un toldo, en el patio. Y no es raro ver al dueo de la finca plantado delante de la criba, entre las estacas, enseando a su gen- te cmo hay que dar al volante para que el aire se lleve el tamo y luego, con un golpe seco, caiga sobre la lona el trigo limpio, sin que se pierda un solo grano. En las eras y en los graneros, al abri- go del aire, trabajan las mquinas de aechar y clasificar. El trigo sale limpio, en disposicin de lanzarse al mercado. Presntanse los tratantes, con sus medidas y balanzas de metal en estuches de madera barnizada. Examinan el trigo, proponen un precio, hacen lo indecible por entregar una cantidad en seal. Los dueos de la finca los reciben cortsmente, los obsequian con t y rebanadas de pan untado de manteca, pero el trigo se queda sin vender. Estos traficantes ya no estn a la altura de nuestra ex- plotacin. Mi padre ha rebasado los mtodos tradicionales y tiene su agente propio en Nikolaief. -No me corre prisa vender-dice mi padre-. El trigo no va a pudrirse. A los ocho das llega una carta de Nikolaief, o tal vez un telegrama, anunciando que el precio del trigo ha subido en cinco copeques el pud. -As como as-comenta mi padre-, nos hemos ganado mil rublos, que no se los encuentra uno tira- dos en la calle... Claro que, a veces, aconteca tambin lo contrario, que los precios bajaban. Los misteriosos eflu- vios del mercado universal llegaban hasta Ianovka. De vuelta de la villa, mi padre vino diciendo un da, con gesto ensombrecido: -Dicen que... cmo se llama?... ah, s, la Argentina, ha lanzado este ao al mercado mucho trigo. En el invierno todo es quietud en la aldea. Slo el molino y el taller trabajan incansablemente. En las estufas se quema paja, que los criados traen en grandes brazadas, regndola por el camino, para recogerla luego. Da gusto meter la paja en el hogar y ver cmo arde. Un da, el to Grigory vino a sacarnos del comedor, que estaba todo lleno de humo azulado, a Ola, mi hermana peque- a, y a m. Yo no poda ya tenerme en pie. Andaba aturdido, sin distinguir los objetos, y ca des- mayado al or la voz del to, que me llamaba. Los das de invierno solamos quedamos solos en casa, sobre todo, cuando mi padre estaba de viaje, y todo el gobierno de la finca corra, d-- cuenta de mi madre. Yo me estaba muchas veces en la penumbra, apretado contra mi hermanilla pequea, recostados los dos en el sof con los ojos muy abiertos, sin atrevernos a respirar. De vez en cuando, irrumpa en el sombro comedor, de- jando entrar una bocanada de hielo, un coloso calzado con gigantescas botas de fieltro y forrado en una pelliza gigantesca, con un cuello imponente, gorro de piel y guantes voluminosos, con la barba cuajada de carmbanos y gritando en la sombra con voz de gigante: -Buenas tardes, muchachos! Acurrucados en una esquina del sof, llenos de miedo, no encontrbamos fuerzas para contestarle. El gigante encenda una cerilla y nos descubra escondidos en un rincn. Y, entonces, resultaba que el gigante era nuestro vecino. Cuando la soledad del comedor se nos haca ya intolerable, yo sala corriendo al portal, a pesar del fro que haca, abra la puerta, saltaba encima de la piedra-una piedra grande y lisa que haba delante del umbral-y me pona a gritar con todas mis fuerzas, en las tinieblas de la noche: -Maska, Maska, ven al comedor, ven al comedor! Gritaba muchas, muchsimas veces, sin conseguir que Maska acudiese en nuestro socorro, pues a aquella hora la muchacha estaba ocupada en la cocina, en el cuarto de la servidumbre o en otro sitio con sus quehaceres. Por fin, llegaba mi madre del molino, encenda la lmpara, y el samovar empezaba a echar humo. Por la noche, nos estbamos generalmente en el comedor hasta que, nos renda el sueo. Era un constante ir y venir, traer y llevar fuentes y platos, dar rdenes y hacer preparativos para el da siguiente. Durante estas horas, mis hermanas y yo, y a veces tambin la niera, vivamos en un mundo sujeto al de los mayores, oprimido por ellos. De vez en cuando, stos pronunciaban una palabra que evocaba en nosotros no s qu especiales sugerencias. Entonces, yo guiaba el ojo a
  14. 14. Len Trotsky Mi vida pgina 14 de333 la hermanilla, y sta echbase a rer disimuladamente, bajo las miradas distradas de los mayores. Le hago otra guisada, ella se esfuerza por esconder la risa debajo del tapete de hule, y se da con la frente contra la mesa. Esto me contagia y, a veces, contagia tambin a mi hermana mayor, que procura comportarse con la dignidad de una mujercita de trece aos y oscila entre los pequeos y las personas mayores. Acaso la risa se hace ya demasiado escandalosa, y, entonces, tengo que esconderme debajo de la mesa, deslizarme por entre las piernas de los grandes e ir a recatarme, despus de haber pisado el rabo al gato, al cuarto de al lado, que llamaban "el cuarto de los ni- os". A los pocos minutos volva a reproducirse la tempestad de risa. Los dedos, crispados, nos temblaban, y no haba manera de sostener un vaso. La cabeza, los labios, los brazos, las piernas, todo se desmadejaba y funda en aquel mar de risas. -Qu os pasa?-nos preguntaba mi madre, con un gesto de fatiga. Por un momento cruzbanse los dos mundos, el de arriba y el de abajo. Los mayores se quedaban mirando inquisitivamente para los nios, con mirada cariosa unas veces y otras, las ms, con ceo duro. En este instante, la risa, sbitamente sorprendida y contenida, volva a estallar. Olia tornaba a esconder la cabeza debajo de la mesa, yo me dejaba caer sobre el sof, Lisa se morda el labio y la niera desapareca. -Los nios a la cama!-deca la voz de los mayores. Pero no nos marchbamos, sino que nos escondamos por los rincones, temerosos de mirarnos a la cara. A la hermanilla pequea la cogan y se la llevaban; yo me quedaba, generalmente, dormido en el sof, hasta que vena alguien y me coga en brazos. A veces, medio en sueos, rompa a llo- rar a gritos. Veame cercado de perros o de serpientes que silbaban, o era una cuadrilla de ladro- nes que me asaltaban en despoblado. La pesadilla del nio invada por un instante el mundo de los mayores. Por el camino, tranquilizbanme, me acariciaban y me besaban. Tal era la cadena: de la risa al sueo, de ste a la pesadilla, de la pesadilla al despertar y vuelta al sueo, esta vez entre los edredones de la tibia alcoba. El invierno era la estacin en que se haca ms vida de familia. Haba das en que ni mi padre ni mi madre salan de casa. Los hermanos mayores venan a pasar con nosotros las vacaciones de Navidad. Los domingos sola presentarse Ivn armado de peine y tijeras, bien lavado y peinado, y nos cortaba el pelo, primero a mi padre, luego a Sacha, el que estudiaba en el Instituto, y, por fin, a m. -Sabe usted el corte de pelo la Capule?-pregunta el estudiante bisoo. Todos se quedan mirndole, y Sacha cuenta lo maravillosamente que le haba cortado el pelo un peluquero en Ielisavetgrado y cmo ello le vali al da siguiente una severa reprensin del inspec- tor del colegio. Despus de cortarnos el pelo, nos sentbamos a comer. Mi padre e Ivn ocupaban los dos sillones de las cabeceras de la mesa y los nios nos acomodbamos en el sof, con la mam enfrente. Ivn se sent siempre a la mesa con nosotros hasta que se cas. Las comidas, en invierno, discurran lentamente y con largas sobremesas. Ivn ponase a fumar y lanzaba al aire graciosos anillos de humo. A veces, mandaban a Sacha o a Lisa que leyesen en voz alta. Mi padre dormitaba en el banco de la estufa, y le molestaba que le sorprendisemos cabeceando. Por la noche, despus de cenar, alguno que otro da, se jugaba a las cartas, a un juego familiar muy gracioso, entre chanzas y risas, aunque ponamos en l mucha pasin, y no faltaban, de vez en cuando, las disputas. Lo que ms nos tentaba era hacerle trampas a mi padre, que jugaba sin poner atencin y se echaba a rer si perda; en cambio, mi madre jugaba mejor, se apasionaba por las jugadas y pona todos sus cinco sentidos en no dejarse engaar por el hermano mayor. De Ianovka a la oficina de Correos ms prxima habla 23 kilmetros, hasta la ms cercana esta- cin de ferrocarril, 35. Vivamos lejos de las autoridades, del comercio, de los centros urbanos, y mucho ms lejos todava de los grandes acontecimientos histricos. All, la vida estaba regida exclusivamente por el ritmo de las labores del campo. Todo lo dems era indiferente. Todo, me- nos los precios del mercado de granos. Por entonces an no llegaban a las aldeas peridicos ni revistas. Esto, aconteci mucho despus, cundo yo estudiaba ya en el Instituto. Y slo de tarde
  15. 15. Len Trotsky Mi vida pgina 15 de333 en tarde, cuando se presentaba la ocasin de mandarlas por mano de alguien, se reciban cartas. A lo mejor, un pariente o un vecino a quien entregaban en Bobrinez una carta para nosotros la traa en el bolsillo un par de semanas. En aquellos tiempos, recibir una carta era un acontecimiento, y recibir un telegrama no digamos, una catstrofe. Me haban asegurado que los telegramas iban por un alambre, pero yo vea por mis propios ojos que el despacho lo traa de Bobrinez un mandadero a caballo, a quien le daban por el servicio dos rublos y 50 copeques. Los telegramas eran papelitos con unas cuantas palabras escritas a lpiz. Cmo iba a pasar aquello por el alambre empujado por el viento? Es por electricidad, me expli- caron. Pero la explicacin lo pona todava ms oscuro. Mi to Abrahn se esforz un da por acla- rarme el misterio. -Mira, por el alambre pasa una corriente y marca signos en una cinta de papel. A ver, reptelo! -La corriente-torn a decir yo-pasa por el alambre y marca signos en una cinta papel. -Entendido? -Entendido... Pero entonces, de dnde sale la carta?-le pregunt, con el pensamiento puesto en el papelito azul del telegrama. -La carta viene aparte-me contest el to. Yo no me explicaba para qu la corriente, si la "carta" haba de traerla un propio a caballo. Mi to empez a enfadarse y a chillar. -Deja la carta estar, chiquillo. Estoy explicndole el telegrama, y l vuelta con la dichosa carta! Y el misterio se qued sin aclarar. Recuerdo que tenamos en casa de visita a una seora joven de Bobrinez, Polina Petrovna, con unos grandes pendientes y un mechn de pelo que le caa sobre la frente. Mi madre la acompa en su viaje de regreso a la villa y me llev con ella. Al doblar el alto, como a unas once verstas de la aldea, vimos los postes del telgrafo y los hilos empezaron a zumbar. -Cmo se pone un telegrama?-le dije a mi madre. -Pregntale a Polina Petrovna; ella te lo dir-me contest mi madre, un tanto perpleja. He aqu la explicacin de Polina: -Los signos que aparecen en la cinta representan letras, el telegrafista las escribe en un papel y el repartidor, a caballo, lo lleva al punto de destino. Esto ya se entenda. -Y por dnde va la corriente, que no se ve?-volv a preguntar, apuntando para los hilos. -La corriente va por dentro-me contest la seora-. Los alambres son una especie de tubitos que llevan por dentro la corriente. Tambin esto se entenda. Por algn tiempo, me qued tranquilo. Aquello de los fludos electro- magnticos de que, aos ms tarde, haba de hablarnos el profesor de Fsica, me pareci bastante menos fcil de comprender. Mis padres, de carcter tan distinto, se llevaban bastante bien, aunque en una vida de trajn como la suya no poda faltar, naturalmente, alguna que otra desavenencia. Mi madre descenda de una de esas modestas familias burguesas de las ciudades que miran con desdn a los aldeanos de ma- nos encallecidas. En sus aos mozos, mi padre haba sido un hombre hermoso, esbelto, de rostro enrgico y varonil. A fuerza de ahorros, consigui reunir algn dinero, con el que ms tarde ad- quiri la finca de Ianovka. Su mujer, trasplantada de pronto de la capital provinciana a la estepa, tard en adaptarse a las duras condiciones de la vida del campo, hasta que se entreg a ellas por entero, para no dejar ya, en cerca de cuarenta y cinco aos afanosos, el yugo del trabajo. De ya, en cerca de cuarenta y cinco aos afanosos, el yugo del trabajo. De los ocho hijos que tuvo slo vi- vieron cuatro. Yo era el quinto. Cuatro murieron de nios, unos de la difteria, otros de la escarla- tina, inadvertidos casi, como los que quedbamos. La tierra, el ganado, el molino, la recoleccin, absorban todas las energas y preocupaciones de aquella casa. Las estaciones se sucedan, y la rotacin de las faenas no dejaba tiempo ni humor para emplearlos en la vida de familia. All no haba -a lo menos, no las hubo en los primeros aos-caricias ni ternuras. Pero entre mis padres reinaba esa profunda unin que hace la comunidad en el trabajo.
  16. 16. Len Trotsky Mi vida pgina 16 de333 -Dale a tu madre una silla-sola decirnos mi padre, tan pronto como aqulla apareca en el umbral de vuelta del molino, toda cubierta de harina. -Prepara aprisa el samovar, Maska!-ordenaba ella, apenas entraba en casa- que tu padre va a lle- gar de un momento a otro. Los dos saban bien lo que era estarse trabajando de la maana a la noche y volver a casa agotados por la fatiga. Mi padre era, indudablemente, superior a mi madre, lo mismo en inteligencia que en carcter. Era ms profundo, ms ponderado, ms sociable. Tena un golpe de vista sorprendentemente certero, igual para las cosas que para las personas. En los primeros aos sobre todo, en mi casa se com- praban muy pocas cosas, pues all se conoca el valor del dinero; pero mi padre saba siempre lo que compraba. Lo mismo daba que se tratase de telas, de sombreros o de zapatos, que de un caba- llo o una mquina; acertaba siempre a elegir lo bueno. -No creas que amo el dinero-sola decirme aos ms tarde, disculpndose de su espritu ahorrati- vo-, lo que no me gusta es verme en falta. Hablaba una mezcla rara: de ruso y ukraniano, en la que predominaba el dialecto regional. A las personas las juzgaba por sus maneras, por la cara, por su modo de comportarse, y rara vez se equi- vocaba. Los muchos partos y trabajos acabaron por enfermar a mi madre, que hubo de irse a consultar con un mdico de Kharkof. Un viaje de estos constitua un acontecimiento magno para el que haba que prepararse con gran antelacin. Mi madre se estuvo varios das pertrechando de dinero, tarros de manteca, una saquita de bizcochos, pollos asados y qu s yo cuantas cosas ms. Se preparaban grandes desembolsos. El mdico cobraba tres rublos por la consulta. Era una cantidad inaudita, y nos lo contbamos unos a otros y se lo referamos a las visitas con gesto muy solemne; un gesto que expresaba el respeto que sentamos por la ciencia y el dolor de que costase tan cara, a la par que un cierto orgullo de poder resistir tarifas tan considerables. Todos esperbamos ansiosamente el regreso de la viajera. Esta presentse ataviada con un vestido nuevo, que puso una nota de gra- ve solemnidad en el comedor aldeano. De pequeos, mi padre nos trataba con ms dulzura, y de un modo ms igual que mi madre, la cual se senta muchas veces irritada, en ocasiones sin saber por qu, y descargaba sobre nosotros su cansancio o el malhumor que le causaban los reveses econmicos. A lo primero era ms cuerdo entenderse con mi padre que con ella. Pero con los aos, tambin l fu hacindose ms severo. Contribuan a ello las dificultades de los negocios, las preocupaciones, que aumentaban conforme se iba extendiendo la hacienda, y que se agudizaron especialmente al sobrevenir la crisis agraria del ltimo cuarto de siglo, y los disgustos y desengaos que le daban los hijos. En las largas horas del invierno, cuando la nieve de la estepa envolva por todas partes la aldea, llegando hasta el alfizar de las ventanas, mi madre gustaba de entregarse a la lectura. Sentbase en el banquito triangular de la estufa que haba en el comedor, con las piernas puestas en una silla, o se acomodaba en el silln de mi padre, junto a la ventana cubierta de hielo, ya atardecido, y se pona a leer, mascullando la lectura en voz alta, una novela toda manoseada, trada de la Bibliote- ca pblica de Bobrinez, y conforme lea, iba pasando por las lneas sus dedos encallecidos. Mu- chas veces, perda las palabras y detenase en las frases ms difciles. Y no era raro que alguno de sus hijos le interpretase de palabra lo ledo, aunque cambiando el sentido de raz. No importa; ella segua leyendo, obstinada e incansablemente, y en las horas libres de los tranquilos das inverna- les, oase ya desde la puerta el rtmico mascullar de su lectura. Mi padre aprendi a deletrear de viejo, para poder, cuando menos, descifrar los ttulos de mis li- bros. En 1910, estando en Berln, me emocionaba ver a aquel hombre que haca esfuerzos porfia- dos por entender el ttulo de mi obra sobre la Socialdemocracia alemana. Al estallar la revolucin de Octubre, mi padre gozaba ya de una posicin bastante holgada. Mi madre muri en 1910, pero l alcanz an a conocer el rgimen sovitico. En el apogeo de la guerra civil, tan furiosa y tan larga en las regiones del Sur, y acompaada de un eterno cambio de gobiernos, hubo de recorrer a pie, a los setenta y cinco aos, cientos de kilmetros, hasta encontrar refugio, por poco tiempo, en
  17. 17. Len Trotsky Mi vida pgina 17 de333 Odesa. Tena que huir de los rojos, que le perseguan por ser terrateniente, y de los blancos, que no podan olvidar que era mi padre. Cuando las tropas soviticas se aduearon del Sur y lo limpia- ron de blancos, pudo trasladarse a Mosc. La revolucin le despoj, naturalmente, de todo lo que tena. Estuvo dirigiendo ms de un ao una pequea fbrica de harinas del Estado, situada en las inmediaciones de la capital. Zuriupa, que rega entonces el Comisariado de Subsistencias, gustaba de departir con l sobre asuntos econmicos. Mi padre muri del tifus en la primavera de 1922, en el preciso momento en que yo desarrollaba un informe ante el Cuarto Congreso de la Internacio- nal comunista. El lugar ms importante de Ianovka era, sin duda alguna, el taller en que trabajaba Ivn Vasilie- vich Grebeni. Haba entrado a servir con mis padres a los veinte aos, precisamente en el ao en que nac yo. Nos tuteaba a todos los hermanos, aun a los mayores, y nosotros le tratbamos de usted y le llambamos Ivn Vasilievich. Cuando le lleg la edad de entrar en filas, se fue mi padre con l a la ciudad, soborn a no s quin y consigui que Ivn siguiese en la finca. Era hombre de gran valer y hermosa estampa; gastaba bigote de color castao y perilla. Sus conocimientos mec- nicos eran universales: lo mismo reparaba mquinas de vapor y limpiaba calderas que torneaba bolas de metal y de madre, o funda bronce y construa coches de muelles; arreglaba relojes, afi- naba pianos y tapizaba los muebles, y haba llegado a construir, pieza por pieza, una bicicleta, a la que slo faltaban los neumticos. En esta bicicleta aprend yo a montar durante las vacaciones que tuve entre la enseanza primaria y el ingreso en el Instituto. Los colonos alemanes de las inmedia- ciones traan al taller sus mquinas segadoras y agavilladoras para que Ivn se las arreglase, y tomaban su consejo antes de decidirse a comprar una mquina trilladora o de vapor. Mi padre servales de consejero en cuestiones econmicas; Ivn era su asesor tcnico. En el taller trabaja- ban oficiales y aprendices. Y en no pocas cosas, yo era aprendiz de los aprendices. Era entretenidsimo aquello de forjar tornillos y clavos, pues en seguida vea uno entre las manos, tangible, el fruto de su trabajo. A veces, poname a batir colores sobre una piedra bien pulida, pero me cansaba pronto y no se cesaba de preguntar si ya era bastante. Ivn, tocaba la mezcla grasa con la punta de los dedos y meneaba negativamente la cabeza. Y yo, que no poda ms, entregaba la tarea a uno de los aprendices. Algunos ratos, Ivn Vasilievich se sentaba en un rincn encima de la caja de la herramienta, de- trs del banco, y ponase a fumar con la mirada distrada, acaso pensativo o entregado a sus re- cuerdos, acaso simplemente descansando sin pensar en nada. Yo sola acercarme a l de lado y me pona a retorcerle suavemente una de las guas de su magnfico bigote, o me quedaba mirando con atencin para sus manos, aquellas manos extraas de maestro y de obrero. Tenan toda la piel sal- picada de puntitos negros: esquirlas casi invisibles que se quedaban, all enterradas. Los dedos, duros como races, pero sin ser speros, anchos en la yema y rapidsimos de movimiento; el pul- gar, bastante separado de los dems y un poco arqueado. Cada uno de aquellos dedos pareca po- seer una conciencia propia, viva y se mova a su manera, y todos juntos formaban un falansterio extraordinario. A pesar de ser tan pequeo, yo vea y comprenda que aquellas manos empuaban el martillo y las tenazas de modo distinto a las de los otros. Una cicatriz le cruzaba al sesgo el pulgar de la mano izquierda. El mismo da en que yo nac, Ivn se haba dado con el hacha en el dedo que le qued colgando, adherido nada ms por un trocito de piel. El maquinista, que era en- tonces muy joven, coloc la mano sobre una tabla, y ya se dispona a cortar el dedo del todo, cuando mi padre, que le vi desde lejos, le grit: -Eh, quieto, que el dedo se volver a unir! -Cree usted que se volver a unir?-preguntle el maquinista, dejando a un lado el hacha. Y en efecto, el dedo volvi a adherirse y trabajaba concienzudamente, aunque no alcanzaba a do- blarse tanto como el de la mano derecha. Ivn haba remontado para perdign la vieja carabina de chispa, y probaba la precisin del tiro. Todos fueron desfilando por turno; la prueba consista en apagar una vela encendida disparando a unos cuantos pasos. Pero no todos lo conseguan. Por casualidad, presentse mi padre y quiso
  18. 18. Len Trotsky Mi vida pgina 18 de333 probar tambin su puntera. Las manos le temblaban y sostena torpemente la escopeta. No obs- tante, apag la vela. Tena para todo un ojo certero, e Ivn lo saba. Entre ellos, no surgan nunca disputas ni diferencias, y eso que mi padre era de un carcter bastante ordenancista y dado a la crtica y a la censura. Yo no careca nunca de ocupacin en el taller. Unas veces tiraba del fuelle-era un sistema de ven- tilacin inventado por Ivn, en que el ventilador no estaba a la vista, sino que quedaba oculto en el suelo, cosa que causaba la admiracin de todos los visitantes-y otras veces daba hasta que no po- da ms al torno del banco, sobre todo cuando se trataba de tornear bolas de madera seca de acacia para jugar al crocket. En el taller escuchbanse conversaciones interesantsimas, en las cuales no siempre se respetaban los lmites de lo honesto. Al contrario, muchas veces se faltaba a ellos abiertamente. Mis horizontes iban dilatndose por das y por horas. Foma nos contaba las fincas en que haba servido e inacabables aventuras de sus seores y de sus seoras. Y no parece que sintiese gran simpata por ellos. Felipe, el molinero, enhebraba en este tema los recuerdos de sus tiempos de soldado. Ivn Vasilievich haca preguntas, mediaba, completaba. Yaska el fogonero, que a veces desempeaba tambin funciones de herrero, hombre rubio y seco como de unos treinta aos, no saba estarse quieto mucho tiempo en el mismo sitio. Cuando le acometa el arrebato, fuese en el otoo o en la primavera, desapareca, para reaparecer a la vuelta de medio ao. Beba pocas veces, pero cuando beba era a grandes dosis y alcohol muy fuerte. Senta una pasin ciega por la caza, pero haba convertido la carabina en aguardiente. Foma con- taba que un da se haba presentado en una tienda de Bobrinez descalzo, con los pies cubiertos de tierra negra, pidiendo pistones para cartuchos de caza. Dej caer la caja que estaba sobre el mos- trador, se agach a recoger los pistones cados, y como el que no quiere la cosa, puso el pie enci- ma de uno y se lo llev pegado a la tierra. -Es verdad eso?-pregunt Ivn. -Pues claro que lo es-contest Yaska-. Qu quera usted que hiciese, si no tena un cuarto? A m, este procedimiento para conseguir un objeto apetecido o necesario parecame plausible y diario de ser imitado. -Ha venido nuestro Ignacio-dijo Maska la criada-y Dunika se ha marchado a su casa a pasar las fiestas. Llamaba a Ignacio, el fogonero, el "nuestro" para distinguirlo de Ignacio el giboso, antecesor de Taras en la alcalda de la aldea. "Nuestro" Ignacio, que haba entrado en quintas, volva de la ciudad. Ivn midile el pecho antes de marchar y asegur que le daran por intil. La comisin de reclutamiento le tuvo un mes re- cludo en el hospital, en observacin. Aqu trab conocimiento con unos cuantos obreros y deci- di probar suerte en una fbrica. Ignacio volva ahora a la aldea, calzado con botas urbanas, en- vuelto en una pelliza con vueltas de color y hacindose lenguas de la ciudad, del trabajo, del or- den, de los tornos, de los jornales. -Claro, una fbrica!...-le interrumpi Foma, gruendo. -Has de saberte que una fbrica no es un taller-intervino Felipe. Y las miradas de todos vagaron distradamente por el taller adelante. -Muchos tornos?-pregunt codicioso Vctor. -Pareca un bosque. Y yo, que escuchaba sin pestaear aquella conversacin, imaginbame la fbrica como un tupido bosque de mquinas: mquinas arriba y abajo, a derecha e izquierda, delante y detrs, y movin- dose por entre ellas, Ignacio, ceido por un cinturn de cuero. Adems, Ignacio haba trado de su excursin un reloj, que pasaba de mano en mano, entre la admiracin de todos. Al atardecer, mi padre pasebase por las inmediaciones de la casa con el recin llegado, seguidos ambos por el inspector de la finca. Yo seguales afanoso, tan pronto al lado de mi padre como junto al fogonero. -Bien, y la comida? No tienes que comprarte el pan y la leche y pagar el cuarto? -S, es verdad-asenta Ignacio-, hay que pagarlo todo... pero el jornal da para ello.
  19. 19. Len Trotsky Mi vida pgina 19 de333 -Ya s, ya s que los jornales son mayores que en la aldea, pero todo lo que se gana se gasta en mantenerse. -Pues mire usted-debatase Ignacio con tesn-, a pesar de todo, en el medio ao que llevo ya me he hecho un poco de ropa y he comprado un reloj. Aqu lo tiene usted-y volva a sacar el meca- nismo. Este argumento era irrebatible. El patrn guardaba silencio un momento, para volver en seguida al ataque: -Y dime Ignacio, no te has aficionado a beber? No faltarn buenos maestros que te enseen... -No, no me da por el aguardiente. -Y qu, piensas llevar contigo a Dunika?-pregntale mi madre. Ignacio sonre, como si rehuyese la pregunta sabindose culpable, y no contesta. -Ah, ya veo-torna a decir mi madre-que te has echado otra por all! Confisalo, bribn! E Ignacio se fue definitivamente a trabajar a la ciudad. A los nios nos estaba prohibido entrar en el cuarto de la servidumbre. Pero cuando no nos vea nadie, nos introducamos all. Siempre haba alguna novedad interesante. Durante mucho tiempo, tuvimos de cocinera a una mujer de pmulos salientes y nariz medio en ruinas. Su marido, un vie- jo de cara casi paraltica, era pastor. Los llamaban "kazapos", porque eran oriundos de una pro- vincia del interior. Tenan una nia de unos ocho aos, muy bonita, rubia, de ojos azules, que es- taba acostumbrada a que sus padres anduviesen siempre a la grea. Los domingos, las muchachas se ocupaban en mirar la cabeza a los chicos y ellas entre s. Encima de un manojo de paja, en el cuarto de la servidumbre, descansaban una al lado de otra, las dos Tatianas, la grande y la pequea. Afanasy, el mozo de cuadra, hijo de Pud el inspector y hermano de Parasika, la cocinera, se sentaba atravesado entre las dos, con las piernas puestas encima de la pequea y la cabeza a poyada en la mayor. -Qu te parece, qu vago!-deca envidiosamente el inspector joven-No es hora de ir a dar de beber a los caballos? Este Afanasy, el rubio, y Mutusok, el moreno, eran los espritus malos que me atormentaban. Siempre que me presentaba all a la hora de repartir la sopa o la "kacha", sonaba inevitablemente la misma voz burlona: -Por qu no te sientas a comer con nosotros, Liova?-O bien: Vamos, Liovita, vete a decirle a tu mam que nos mande unos pollos... Yo me retiraba, perplejo. En Pascua, les ponan pasteles pascuales y huevos pintos. Mi ta Raisa era maestra en esto de pintar huevos. Un da, trajo varios de la colonia, y me dio dos. Detrs de la bodega en un poco de pendiente, estaban jugando a los huevos echndolos a rodar para que cho- casen y ver cual era el ms fuerte. Yo llegu ya al final; todos se haban ido, menos Afanasy. -Mira qu bonito!-le dije, ensendole uno de los huevos que me haba regalado la ta. -No est mal-replic el otro, en tono displicente-. Quieres que los echemos a reir a ver cul es ms fuerte? No me atrev a rechazar el reto. Afanasy ech los dos huevos a rodar, y el mo se descascar por la punta. -Ha vencido el mo-dijo mi contrincante-. Veamos ahora el otro. Sin atreverme a replicar, le entregu el segundo, y Afanasy repiti la prueba. -Tambin ste es mo. Y guardndose los dos huevos se alej muy tranquilamente sin mirar para atrs. Yo le segu con la vista, todo asombrado y a punto de romper a llorar; pero la cosa no tena remedio. Los obreros que trabajaban en la finca todo el ao eran pocos. La mayora de los que hacan las faenas de la recoleccin, que llegaban a cientos, eran obreros de temporada, de las provincias de Kier, Tchernigof y Poltava, a los que se ajustaba hasta el 1. de octubre. Cuando la cosecha vena buena, la provincia de Kherson ocupaba hasta 200 300 mil jornaleros de estos. Los segadores cobraban de 40 a 50 rublos por los cuatro meses del verano, y mantenidos, y las mujeres de 20 a 30 rublos. Dorman a campo raso, y en tiempo de lluvia en los pajares. Les daban de comer, a medio da una especie de pote, el "borchtch", y la "kacha", y para cenar una papilla de mijo. Car-
  20. 20. Len Trotsky Mi vida pgina 20 de333 ne, no la vean nunca, y la grasa era toda vegetal, y tampoco muy abundante. La comida daba lu- gar, a veces, a pequeos plantes. Los jornaleros abandonaban los campos, congregbanse en el patio, se tumbaban boca abajo a la sombra de los graneros con las piernas desnudas, todas picadas y araadas por la paja, y esperaban tranquilamente. Dbanles leche cuajada o melones, o medio saco de pescado seco, y se volvan al trabajo, a veces cantando. As ocurra en todas las fincas. Haba segadores viejos, nervudos, tostados por el sol, que llevaban diez aos viniendo a Ianovka, pues saban que para ellos nunca faltaba trabajo. Estos cobraban unos cuantos rublos ms que los otros y se les daba de vez en cuando un vasito de vodka, porque eran los que llevaban el ritmo del trabajo. Muchos traan detrs a sus numerosas familias. Venan a pie desde sus provincias, andan- do un mes entero muchas veces, alimentndose de pan y durmiendo al cielo raso. Un verano, to- dos los jornaleros se enfermaron de ceguera nocturna. Al trasponerse el sol perdan la vista y se movan lentamente, con los brazos extendidos. Un sobrino de mi madre, que estaba con nosotros pasando unos das, mand un artculo a un peridico sobre el caso, y no pas desapercibido, pues a los pocos das el "zemstvo" envi a un inspector. Mi padre y mi madre queran mucho al articu- lista, pero aquello no les gust. Tampoco l estaba contento. Sin embargo, la cosa no trajo conse- cuencias desagradables. De la inspeccin result que la enfermedad era debida a la falta de grasa en la alimentacin y que estaba extendida por casi toda la provincia, pues en todas partes se daba la misma comida a los jornaleros, y en algunos sitios todava peor. En el taller, en el cuarto de la servidumbre, en los rincones del patio, la vida me ofreca una faz distinta y ms gozosa que en el seno de la familia. La pelcula de la vida no tiene fin, y yo estaba empezando. Mi presencia, mientras fui pequeo, no estorbaba a nadie. Las lenguas se desataban, sobre todo cuando no estaban delante Ivn ni el administrador, pues estos dos pertenecan ya, en parte, al crculo de los seores. Iluminados por el resplandor de la fragua o de la cocina, mis pa- dre, familiares y vecinos cambiaban de aspecto. Muchas de las conversaciones escuchadas enton- ces se me han quedado grabadas para siempre en la memoria. Y no pocas de las cosas que all o echaron los cimientos sobre los que haba de levantarse ms tarde la actitud adoptada ante la so- ciedad. Nuestros vecinos. Mis primeras letras Situada a una versta, o acaso menos, de Ianovka, estaba la finca de los Dembovsky. Mi padre lle- vaba unas tierras suyas en renta y mantena con ellos relaciones de negocios desde haca mucho tiempo. La finca perteneca a Feodosia Antonovna, una vieja terrateniente polaca, que haba sido en tiempos ama de llaves. Al morir su primer marido, un hombre rico, se cas con su administra- dor, Casimiro Antonovich, al que llevaba veinte aos. Pero ya haca mucho tiempo que no viva con l, aunque el Casimiro segua administrando la finca como antes de casarse. Era un polaco alto, alegre y bullicioso, con grandes bigotes. Varias veces le habamos visto sentado a nuestra mesa tomando el t y contando ruidosamente historias insubstanciales, siempre las mismas, repi- tiendo varias veces algunas palabras y chasqueando los dedos. Casimiro Antonovich tena grandes colmenas, bastante alejadas de las cuadras del ganado, pues las abejas no toleran el olor a caballo. Aquellas abejas libaban de los rboles frutales, de las aca- cias blancas, de la colza, del trigo, hasta emborracharse. De vez en cuando, el propio Casimiro vena a traernos, en una servilleta, entre dos platos, un hermoso panal de miel, nadando en oro fluido. Un da, fuimos a su finca Ivn y yo, a recoger unas palomas para la cra. Casimiro nos obsequi con t en un cuartito de aquella casa espaciosa y vaca. En la mesa, haba varios platos hmedos con manteca cuajada y miel. Yo beb el t por el plato y me puse a escuchar la lenta conversacin. -No se nos har tarde?-le pregunt en voz baja a Ivn. -No, ten paciencia-contest Casimiro Antonovich-, hay que darles tiempo a que se apacigen en el palomar. No tiene cuenta las que all hay! Yo ansiaba marcharme cuanto antes. Por fin, nos arrastrbamos, linterna en mano, por el suelo del
  21. 21. Len Trotsky Mi vida pgina 21 de333 palomar. -Ahora, ten cuidado-me dijo el de la finca. Era un desvn largo, oscuro, cruzado por vigas en todas direcciones. Ola a ratn, a polvo, a telas de araa y a palomina. Apagaron la linterna. -Aqu estn, cheles usted mano!-dijo Casimiro, en voz baja. Apenas haba pronunciado estas palabras, ocurri algo indescriptible. En medio de aquella pro- funda tiniebla, comenz una zambra infernal; el desvn zumbaba y se agitaba como en un torbe- llino. Por un momento, me pareci que el mundo se estrellaba, que todo estaba perdido. Poco a poco, fui volviendo en m y o voces contenidas: -Todava hay ms, por aqu, por aqu... mtalas usted en el saco... Ea, ya tenemos bastantes! Ivn Vasilievich se ech el saco al hombro, y durante todo el camino de vuelta, la agitacin del desvn prosegua sobre sus espaldas. Instalamos el palomar debajo del tejado del taller. Yo suba, trepando, a visitar a las palomas mis buenas diez veces al da, les llevaba agua, mijo, trigo, migajas de pan. Como a la semana, apare- cieron dos huevecillos en un nido. Pero no habamos tenido tiempo a regocijarnos de este hecho, cuando ya las palomas haban vuelto volando, una pareja tras otra, a su viejo palomar. Slo se quedaron tres parejas que tenan las alas cortadas y que al cabo de otros ocho das, cuando haban vuelto a crecerles, abandonaron tambin el hermoso palomar nuevo, construido por el sistema de corredores. As acab el ensayo de criar palomas en nuestra finca. Mi padre tom en arriendo unas tierras cerca de Ielisavetgrado, de propiedad de una seora viuda, la T-skaia, de cuarenta aos, fuerte de carcter. Viva con ella un pope, tambin viudo, aficionado a la msica, al naipe y a muchas otras cosas. Un da, la propietaria se presenta con el "padrecito" en Ianovka, a examinar las condiciones del arriendo. Les instalan en la sala y en el cuarto de al lado. Para comer, les ponen un pollo asado y licor y pasteles de cereza. Yo permanezco en la sala despus de levantarse los manteles, y veo que el pope se acerca a la seora y le dice al odo una gracia. Luego, remangndose la sotana, saca del bolsillo del pantaln un estuche de plata con ini- ciales; enciende un cigarrillo, y dndole elegantes chupadas, se aprovecha de una breve ausencia de la seora a quien acompaa, para contar de ella que en las novelas no lee ms que los dilogos. Los presentes sonren todos por cortesa, pero se guardan de comentar, pues saben que el "padre- cito" se lo contara en seguida a la seora, aderezando el cuento a su manera. Mi padre tom unas tierras en renta a la T-skaia junto con Casimiro Antonovich. Por entonces, ya Casimiro haba enviudado, y su aspecto cambi de repente, como por ensalmo. Desapareci el color gris de su barba. Empez a ponerse cuellos duros y elegantes corbatas adornadas con alfile- res. En el bolsillo llevaba el retrato de una dama. Y aunque se rea un poco, como todos, del to Grigory, era el nico a quien haca confidencias de lo que pasaba en su corazn; un da le ense el retrato, sacndolo de un sobre: -Eh, qu le parece a usted la dama?-dijo el galn al to Grigory, que se derreta de entusiasmo. Y le cont que un da le haba dicho: Seora, vuestros labios se han hecho para besar y ser besados. Por fin, Casimiro Antonovich se cas con ella, pero al ao o ao y medio de estar casado, un buey le mat de una cornada en la finca de la T-skaia que llevaba en arriendo... Como a unas ocho verstas de distancia de la nuestra, estaba la finca de los hermanos F-ser, que abarcaba miles de desiatinas de tierra. La casa en que vivan los dueos tena forma de castillo, y estaba instalada lujosamente, con numerosos cuartos para los huspedes, una sala de billares y todo lo apetecible. Eran dos hermanos-Leu e Ivn-, que haban heredado la posesin de su padre Timofei y que, poco a poco, iban acabando con ella. La finca estaba por entero en manos de un administrador, y, a pesar de llevar la contabilidad por partida doble, no arrojaba ms que prdidas. -David Leontievich, aunque viva en una casucha de barro, es ms rico que yo-sola decir el her- mano mayor, refirindose a mi padre, que di muestras de agradarle mucho el dicho cuando se lo contaron. Un da se present en nuestra finca Ivn, el hermano menor, acompaado por dos cazadores con las carabinas a la bandolera y una trailla de perros blancos de caza. En Ianovka no se haba visto
  22. 22. Len Trotsky Mi vida pgina 22 de333 nunca nada semejante. -Pronto, pronto acabarn con cuanto tienen-deca mi padre, con gesto de reproche. Estas familias seoriales de la provincia de Kherson tenan los das contados. Todas caminaban rpidamente hacia la ruina, lo mismo las de la nobleza hereditaria y las de antiguos funcionarios recompensados por sus servicios, que las de los polacos, alemanes y judos a quienes haba sido dado adquirir tierras antes de 1881. Los fundadores de muchas de estas dinastas de la estepa eran, a su modo, hombres extraordinarios, caballeros de fortuna y, en rigor, verdaderos bandidos. Yo no alcanc a conocer personalmente a ninguno, pues en mi tiempo ya haban desaparecido todos del horizonte. Muchos de ellos haban empezado a vivir en la nada, llegando a hacerse con riquezas fabulosas mediante audaces golpes de mano, que no pocas veces caan de lleno dentro de la ley penal. La segunda generacin cribase ya en un ambiente de seoro recin fraguado, con sus conversaciones en francs, su billar y todo gnero de disipaciones. La crisis agraria que sobrevino en el ltimo cuarto de siglo, provocada por la competencia de Amrica, trajo su ruina, y cayeron todos, como cae la hoja seca del rbol. La tercera generacin no era ya ms que una muchedum- bre de estafadores arruinados, de vagos indolentes y de viejos prematuros y caducos. La familia Gertopanof era el prototipo del linaje noble arruinado. Su finca, Gertopanovka, haba dado nombre a una gran parroquia y a una comarca extensa, pertenencia toda ella, en otro tiempo, de la familia. Ahora, la antigua propiedad quedaba reducida a 400 desiatinas, y aun stas cargadas de hipotecas y gravmenes. Mi padre, que llevaba la tierra arrendada, tena que entregar las rentas a un Banco. Timofei Isaievich, el dueo de la finca, viva de escribir cartas, instancias y memoria- les para los labriegos. Cuando alguna vez vena de visita a nuestra casa, se llevaba escondido en las mangas tabaco y azcar. Y lo mismo su mujer. Esta, salpicando saliva, nos contaba sus re- cuerdos de juventud, de aquellos tiempo en que viva rodeada de esclavas, pianos, sedas y perfu- mes. De sus hijos, dos se criaban casi como analfabetos: el ms pequeo, Vctor, estaba de apren- diz en nuestro taller. A cinco o seis verstas de nuestra casa, viva un terrateniente judo llamado M-sky: Aquella era una familia fantstica y medio loca. El viejo, Moiss Kharitonovich, hombre de unos sesenta aos, haba sido educado a la manera noble; hablaba francs de corrido, saba tocar el piano y conoca algo de literatura. Apenas poda manejar la mano izquierda, pero le bastaba con la dere- cha, segn l, hasta para dar conciertos. Sus uas abandonadas sonaban como castauelas sobre las teclas del viejo piano. Empezaba por una polonesa de Oginsky, y de ella se pasaba impercepti- blemente a una rapsodia de Liszt, para acabar con la Oracin de una doncella. Y lo mismo era en la conversacin, saltaba constantemente de unos temas a otros. De pronto, dejaba de tocar, se iba al espejo y, si nadie le vea, con un cigarrillo encendido se quemaba la barba por todas partes, para darle forma. Fumaba incesantemente, jadeando y haciendo gestos de asco. Haca lo menos quince aos que no cambiaba palabra con su mujer, una vieja obesa. Tena un hijo de treinta y cinco aos, llamado David, que andaba siempre con una venda blanca en la cara, y un ojo convulso, todo inyectado, encima del vendaje; era un suicida fracasado. En el servicio le dijo no s qu inso- lencia, delante de la tropa, al oficial, y ste le peg. David, contestle con una bof