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Isaac Asimov / La Edad de Oro I -1- ISAAC ASIMOV LA EDAD DE ORO I Este volumen —compuesto de ocho relatos— es el primero de una antología en tres tomos que presenta, de forma cronológica, lo más destacado de las narraciones cortas de ciencia-ficción escritas por Isaac Asimov. El autor incluye en cada relato unos interesantes comentarios acerca de los detalles de su génesis y circunstancias de su publicación. A través de esta antología, pues, vamos siguiendo no sólo la vida de Asimov, sino también la evolución de la ciencia-ficción estadounidense. Estos relatos se publicaron originalmente en castellano con el título de Selección I.

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Isaac Asimov / La Edad de Oro I -1-

ISAAC ASIMOV

LA EDAD DE ORO I

Este volumen —compuesto de ochorelatos— es el primero de una antología entres tomos que presenta, de formacronológica, lo más destacado de lasnarraciones cortas de ciencia-ficciónescritas por Isaac Asimov. El autor incluyeen cada relato unos interesantescomentarios acerca de los detalles de sugénesis y circunstancias de su publicación.

A través de esta antología, pues, vamossiguiendo no sólo la vida de Asimov, sinotambién la evolución de la ciencia-ficciónestadounidense. Estos relatos se publicaronoriginalmente en castellano con el título deSelección I.

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Aunque he escrito más de ciento veintelibros, sobre casi todos los temas, desdeastronomía a Shakespeare y desdematemáticas a sátira, se me conoce sobretodo como autor de ciencia-ficción.

Comencé escribiendo relatos de cienciaficción, y durante los primeros once años demi carrera literaria y sólo parapublicaciones periódicas y por unaretribución insignificante. En realidad, laidea de publicar libros completos nuncapasó por mi mente esencialmente modesta.

Pero llegó el tiempo en que empecé aescribir libros, y entonces me dispuse areunir todo el material que antes habíapublicado en revistas. Entre 1950 y 1969aparecieron diez colecciones (todas fueronpublicadas por Doubleday). Conteníanochenta y cinco relatos (más cuatro obrascómicas en verso) originalmente destinadosa revistas de ciencia ficción y ya publicados.Casi una cuarta parte de ellos provenía deesos primeros once años.

Estos libros son:

Yo, robot (1950). Fundación (1951). Fundación e imperio (1952).

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Segunda fundación (1953). La senda marciana y otros relatos

(1955). Con la Tierra nos basta (1957). Nueve futuros (1959). El resto de los robots (1964). Misterios de Asimov (1968). Cae la noche y otros relatos (1969).

Puede afirmarse que eso era suficiente,pero al hacerlo, uno omite el voraz apetitode mis lectores (¡benditos sean!).Constantemente recibo cartas pidiendolistas de mis antiguos relatos para que lossolicitantes puedan acudir a las librerías desegunda mano en busca de revistas. Haygente que prepara bibliografías de mi obra(no me pregunten por qué) y quiere conocertoda clase de detalles medio olvidadossobre ella. Incluso se enfadan cuandodescubren que algunos de los primerosrelatos no se vendieron y ya no existen. Alparecer, también los quieren, yposiblemente crean que he destruido congran negligencia un recurso natural.

Así que cuando Panther Books, enInglaterra, y Doubleday me sugirieron queformara una compilación con aquellos de

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mis primeros relatos que no constaban enlos diez libros detallados arriba, con lahistoria literaria de cada uno, no puderesistir más. Cualquiera qué me conozcasabe lo sensible que soy a los halagos, y siustedes creen que soy capaz de resistir estaclase de lisonjas más de medio segundo(como un cálculo aproximado), estáncompletamente equivocados.

Por fortuna tengo un diario, que hellevado desde el día 1 de enero de 1938 (eldía antes de mi decimoctavo cumpleaños);él me proporcionará fechas y detalles1.

Empecé a escribir cuando era muyjoven... a los once años, me parece. Lasrazones son oscuras. Podría decir que fue elresultado de un impulso irracional, pero esono haría más que indicar que no se meocurría ninguna razón.

Quizá se debió a que era un lector ávidoen una familia demasiado pobre paracomprar libros, incluso los más baratos, y 1 El diario empezaba tal como podría esperarse de un adolescente, pero degenerabarápidamente en un simple registro literario. Es, para cualquiera menos para mí,mortalmente aburrido..., tan aburrido que lo dejo a todo el que desee leerlo. Nadie pasanunca de la segunda página. Ocasionalmente, alguien me preguntaba si nunca hepensado que mi diario debería contener mis sentimientos y emociones más íntimos, y mirespuesta es siempre: «No. ¡Nunca!». Al fin y al cabo, ¿para qué soy escritor si tengo quemalgastar mis sentimientos y emociones más íntimos en un simple diario?

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además, una familia que consideraba estoslibros como lectura inconveniente. Tuve queacudir a la biblioteca (mi primera tarjeta delector la obtuvo mi padre cuando yo teníaseis años) y contentarme con dos libros porsemana.

Pero eso no era suficiente, y mí ansiame condujo a los extremos. Al principio decada período escolar, leía impacientementetodos los libros de texto que me daban,yendo de cubierta a cubierta como unaconflagración personificada. Como estabadotado de una prodigiosa memoria y unainstantánea recordación, ése era todo elestudio que hacía durante aquel curso, perolo terminaba antes de que finalizara lasemana, y entonces ¿que?

Así que; cuando cumplí once años, seme ocurrió que si escribía mis propioslibros, podría releerlos cuando quisiera.Naturalmente, no llegué a escribir un librocompleto. Empezaba uno y lo llenaba dedivagaciones hasta que me cansaba yempezaba otro. Todos estos primerosescritos se han perdido, aunque recuerdoalgunos detalles con toda claridad.

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En la primavera de 1934 me matriculéen un curso especial de inglés que teníalugar en mi escuela superior (escuelasuperior de muchachos de Brooklyn) y dabaespecial importancia a la composición. Elprofesor también era asesor de ha revistaliteraria semestral realizada por losestudiantes, y tenía la intención de reunirmaterial. Seguí el curso.

Fue una experiencia humillante. Enaquel tiempo tenía catorce años, y bastanteverdes e inocentes. Escribí insignificancias,mientras que el resto de la clase (que debíatener dieciséis años) escribió complicadasobras trágicas. Ninguno de ellos mantuvo ensecreto su desprecio hacia mí, y aunque yolo sentí mucho, no pude hacer nada.

Hubo un momento en que creí haberlosvencido, cuando uno de mis productos fueaceptado para la revista literaria semestralmientras que muchos de los suyos fueronrechazados. Por desgracia, el profesor medijo, con despiadada insensibilidad, que elmío era el único tema humorístico de todoslos presentados y que, como necesitaba unaobra que no fuera trágica, se veía obligado atomarla

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Se llamaba Hermanitos, trataba de lallegada al mundo de mi propio hermanopequeño cinco años antes, y fue mi primeraobra publicada. Supongo que puedeencontrarse en los registros de la escuelasuperior de muchachos, pero yo no la tengo.

A veces me pregunto qué debe haberlesocurrido todos esos grandes trágicos de laclase. No recuerdo ni un solo nombre y notengo la intención de averiguarlo... pero aveces me lo pregunto.

Hasta el 29 de mayo de 1937 (segúnuna fecha que apunté... aunque fue antes deque empezara mi diario, así que no loafirmaría bajo juramento), no se me ocurrióla vaga idea de escribir algo para unapublicación profesional; ¡algo por lo que mepagaran! Naturalmente tenía que ser unrelato de ciencia-ficción, pues yo había sidoun ávido aficionado a este género desde1929 y no reconocía que ninguna otra formade literatura fuera digna de mis esfuerzos.

El relato que empecé a componer paratal propósito, el primero que escribí convistas a convertirme en "escritor", se titulabaTirabuzón cósmico.

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En él presentaba el tiempo como unahélice (es decir, algo parecido a un bastidorde muelles). Uno podía ir directamente deuna vuelta a la siguiente, o sea, introducirseen el futuro por un intervalo de tiempodeterminado, pero sin poder acortar laestancia ni un solo día. Mi protagonista hizoel viaje a través del tiempo y encontró laTierra desierta. Toda vida animal habíadesaparecido; sin embargo, todo indicabaque ésta había existido hasta hacía poco... yninguna indicación sobre lo que habíaproducido la desaparición. Estaba escrito enprimera persona desde un asilo delunáticos, porque el narrador, naturalmente,había sido internado en un manicomiocuando regresó e intentó contar su historia.

Sólo escribí unas cuantas páginas en1937, y después dejó de interesarme. Elmero hecho de pensar en publicarlo debióparalizarme. Mientras mis escritosestuvieron destinados sólo para mí, pudeser lo bastante despreocupado. La idea deotros posibles lectores caía pesadamentesobre cada palabra que escribía. Así que loabandoné

Después, en mayo de 1938, la revistamás importante en la especialidad,

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Astounding Science Fiction, cambió su fechade publicación del tercer miércoles del mesal cuarto viernes. Cuando el ejemplar dejunio no llegó él día que acostumbraba, mesumí en un gran decaimiento.

El 17 de mayo no pude aguantar más ytomé el Metro hasta el 79 de la SéptimaAvenida, donde se encontraba la editorialStreet & Smith Publications, Inc2. Allí, unfuncionario de la firma me informó sobre elcambio de fechas, y el 19 de mayo llegó elejemplar de junio.

El inminente golpe del destino, y elestático alivio que siguió, reactivaron mideseo de escribir y publicar. Volví aTirabuzón cósmico y el 19 de junio estabaacabado.

La siguiente cuestión era qué hacer conél. Yo no tenía ni la más mínima idea de loque debía hacerse con un manuscritodestinado a ser publicado, y las personasque yo conocía, tampoco. Lo comenté conmi padre, cuyo conocimiento del mundo

2 Relaté esta historia con toda clase de detalles en un artículo lo titulado “Retrato delescritor joven”, que fue incluido como capítulo 17 en mi libro de ensayos Ciencia,números y yo (Doubleday, 1968). En él, basándome sólo en la memoria, dije que habíatelefoneado a Street & Smith. Cuando recurrí a mi diario para comprobar fechas exactaspara este libro, me sorprendió descubrir que en realidad había hecho el viaje en Metro...una empresa tremendamente osada para mí en aquellos días, y una medida de midesesperación.

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real no era mucho mayor que el mío, y éltampoco tenía ni idea.

Pero entonces recordé que, el mesanterior, había ido al 79 de la SéptimaAvenida únicamente para informarme sobrela no aparición de Astounding. No me habíafulminado ningún rayo por hacerlo. ¿Por quéno repetir el viaje y entregar el manuscritoen persona?

La idea me aterraba. Y más aún cuandomi padre sugirió que eran necesarios ciertospreliminares como un afeitado y mi mejortraje. Eso significaba que tendría que tomarun tiempo adicional, y el día ya estaba muyavanzado y yo debía estar de vuelta atiempo para el reparto del periódicovespertino. (Mi padre tenía una pastelería yun puesto de periódicos, y en aquellos díasla vida era muy complicada para un escritorcreativo de inclinaciones artísticas ysensible como yo. Por ejemplo, vivíamos enun apartamento que tenía todas lashabitaciones en línea y la única forma de irdel salón al dormitorio de mis padres, o demi hermana, o de mi hermano, era a travésde mi dormitorio. Así pues, mi dormitorioera muy frecuentado, y el hecho de que yo

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pudiera hallarme en pleno esfuerzo creativono significaba nada para nadie.)

Me avine a ello. Me afeité, pero no memolesté en cambiarme de traje, y salí. Era el21 de junio de 1938.

Estaba convencido de que, por osarpedir una entrevista con el director deAstounding Science Fiction, me echarían deledificio, y que mi manuscrito sería roto enpedazos y lanzado tras de mí en una lluviade confeti. Sin embargo, mi padre (queposeía elevadas teorías) estaba convencidode que un escritor —término en el queincluía a cualquiera con un manuscrito—sería tratado con el respeto debido a unintelectual. Él no abrigaba ningún temor…,pero el que tenía que entrar en el edificioera yo.

Tratando de ocultar el pánico, pedí veral director. La muchacha que había detrásdel mostrador (ahora puedo ver la escenacon los ojos de la mente tal como pasó)habló brevemente por teléfono y dijo: "Elseñor Campbell le recibirá."

Me guió a través de una gran estanciaparecida a un desván, llena de inmensosrollos de papel y enormes pilas de revistasimpregnadas del celestial olor a imprenta

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(un olor que siempre me recordará mijuventud con doliente detalle y me reduciráa lágrimas de nostalgia). Y allí, en unapequeña habitación que había al otro lado,estaba el señor Campbell.

John Wood Campbell, Jr., hacía un añoque trabajaba en Street & Smith y sólo unpar de meses que había asumido la totaldirección de Astounding Stories (querápidamente volvió a bautizar comoAstounding Science Fiction). Entonces sólocontaba veintiocho años de edad. Bajo supropio nombre y bajo su seudónimo, Don A.Stuart, era uno de los autores de cienciaficción más famosos y altamenteconsiderados, pero se hallaba a punto deenterrar su fama de escritor para siemprebajo el renombre mucho mayor quealcanzaría como editor.

Continuaría como editor de AstoundingScience Fiction y su sucesora, AnalogScience Fact-Science Fiction, durante untercio de siglo. A lo largo de todo esetiempo, él y yo íbamos a convertirnos enamigos, pero a pesar de ir creciendo hastallegar a ser una estrella venerada y famosade nuestra mutua especialidad, nunca meacerqué a él mas que con el temor reverente

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que me inspiró en nuestro primerencuentro.

Era un hombre grande, obstinado, quefumaba y hablaba sin cesar, y al quegustaba, por encima de todo, inventar ideasextravagantes, que lanzaba a la cara de suinterlocutor y te impedía refutarlas. Eradifícil contradecir a Campbell inclusocuando sus ideas resultaban completa ylocamente ilógicas.

En aquel primer encuentro hablamosdurante más de una hora. Me enseñópróximos números de la revista (verdaderosejemplares futuros con carne de celulosa).Descubrí que había incluido una entusiastacarta mía en la edición próxima apublicarse, y otra en la siguiente... así queconocía la autenticidad de mi interés.

Me habló de sí mismo, de su seudónimoy de sus opiniones. Me dijo que su padrehabía enviado uno de sus manuscritos aAmazing Stories cuando él tenía diecisieteaños y que hubiera sido publicado, pero larevista lo extravió y él no tenía ningunacopia. (En esto yo le llevaba ventaja. Habíallevado el relato yo mismo y tenía unacopia.) Me prometió leer mi historia aquellanoche y enviarme una carta, fuera de

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aceptación o rechazo, al día siguiente.También me prometió que, en caso derechazo, me diría lo que estaba mal y asípodría mejorar.

Cumplió todas sus promesas. Dos díasmás tarde, el 23 de junio, recibí noticiassuyas. Era un rechazo. (Ya que este librotrata de hechos reales y no es unafantasía…, no pueden ustedes sorprendersede que mi primer relato fuerainstantáneamente rechazado.)

Esto es lo que escribí en mi diario sobreel rechazo:

"A las 9,30 me han remitido Tirabuzóncósmico con una amable carta de rechazo.No le gustó el principio lento, el suicidio alfinal."

A Campbell tampoco le gustó lanarración en primera persona ni el rígidodiálogo, y después señalaba que la longitud(nueve mil palabras) era inconveniente…demasiado largo para una historia corta,demasiado corto para una novela. Lasrevistas tenían que ordenarse comorompecabezas y algunas longitudes pararelatos eran más convenientes que otras.

Sin embargo, para entonces yo habíasalido y corría. La alegría de haber pasado

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más de una hora con John Campbell, laemoción de hablar cara a cara y en términosiguales con un ídolo, ya me había llenadocon la ambición de escribir otro relato deciencia-ficción, mejor que el primero, parapresentárselo de nuevo. La agradable cartade rechazo, dos páginas enteras, en la quediscutía mi relato seriamente, sin trazas depaternalismo o desdén, reforzó mi alegríaAntes de que el 23 de junio tocara a su fin,ya había escrito la mitad del primerborrador de otro relato.

Muchos años después pregunté aCampbell (con el cual, por entonces,sostenía las más estrechas relaciones) porqué se había molestado por mí, puesto queseguramente aquel relato era por completoimpublicable.

"Lo era —dijo con franqueza, ya quenunca adulaba—. Por otra parte, vi algo enti. Eras impaciente y escuchabas y yo sabíaque no renunciarías a pesar de cuantosrechazos te impusiera. Mientras tú quisierastrabajar de firme para mejorar, yo deseabatrabajar contigo."

Ese era John. Yo no era el único escritor,fuera novel o consagrado, con el quetrabajaría de esta forma. Pacientemente, y a

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costa de su enorme vitalidad y talento,construyó un grupo que incluía a losmejores escritores de ciencia ficción que elmundo nunca había visto.

Lo que ocurrió con Tirabuzón cósmicodespués de esto, no lo sé. Lo abandoné y novolví a ofrecerlo en ningún otro sitio. Nisiquiera lo rompí y tiré; simplementelanguideció en el cajón de algún escritoriohasta que un día perdí su pista. Encualquier caso, ya no existe.

Esta parece ser una de las principalescausas de aflicción entre los archivistas —creen que el primer relato que escribí parapublicar, por malo que pudiera ser, era undocumento importante—. Todo lo quepuedo decir, muchachos, es que lo siento,pero en 1938 yo no podía imaginarme quemi primera tentativa tendría algún díainterés histórico. Es posible que sea unmonstruo de vanidad y arrogancia, pero nohasta tal extremo.

Además, antes de que finalizara el mesyo había terminado mi segundo relato,Polizón, y estaba concentrado en él. El 18de julio de 1938 lo llevé a la oficina deCampbell, que tardó poco en devolvérmelo,

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pues el rechazo llegó el 22 de julio. Sobre lacarta que lo acompañaba escribí en midiario:

"...Era el rechazo más amable que sepueda imaginar. En efecto, algo casi tanbueno como una aceptación. Me decía quela idea era buena y la trama pasable. Eldiálogo y el desarrollo, continuaba, no eranni rígidos ni afectados (esto constituyó unadeliciosa sorpresa para mí) y no habíaninguna falta particular a excepción de unaire general de amateurismo, forzamiento ycompulsión. El relato no transcurríasuavemente. Esto, decía, lo eliminaría encuanto tuviera experiencia suficiente. Measeguraba que probablemente llegaría avender mis historias, pero que eso quizárequeriría un año de trabajo y una docenade relatos antes de tener éxito..."

No es de extrañar que tal "carta derechazo" me produjera un enormeentusiasmo por escribir, y me puserápidamente a trabajar en un tercer relato.

Lo que es más, me sentí lo bastanteanimado como para presentar Polizón enotro lugar. En aquellos días había tresrevistas de ciencia-ficción en los quioscos.Astounding era la aristócrata del grupo, una

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publicación mensual de cantos suaves ycierta apariencia de clase. Las otras dos,Amazing Stories y Thrilling Wonder Stories,tenían un aspecto algo más primitivo yeditaban relatos con más acción y tramasmenos complicadas. Envié Polizón aThrilling Wonder Stories, que, sin embargo,también lo rechazó rápidamente el 9 deagosto de 1938 (con una cartaconvencional).

Sin embargo, para entonces yo yaestaba muy ocupado con mi tercer relato, elcual, tal como ocurrió, debía ser mejor... Noobstante, en este libro incluyo mis relatosno en orden de publicación sino en el ordenque fueron escritos —lo que considero mássignificativo desde el punto de vista deldesarrollo literario—. Así pues continuemoscon Polizón.

En el verano de 1939, época en que yahabía obtenido mis primeros éxitos, volví adedicarme a Polizón, lo retoqué un poco, ylo envié de nuevo a Thrilling Wonder Stories.Indudablemente yo sospechaba que elnuevo lustre de mi nombre les impulsaría aleer con una actitud diferente a cuando yoera un desconocido. Estaba completamenteequivocado. Volvieron a rechazarlo.

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Entonces lo envié a Amazing, y fuerechazado de nuevo.

Eso significaba que el relato no servía, olo hubiera significado a no ser por el hechode que la ciencia ficción entró en una épocade auge al finalizar los años 30. Se fundaronnuevas revistas, y a el término de 1939 sepreparó la publicación de una que sellamaría Astonishing Stories, y cuyo preciode venta sería de diez centavos. (Astoundingcostaba veinte centavos el ejemplar.)

La nueva revista, junto con una gemela,Super Science Stories, sería editada conescasos recursos por un joven aficionado ala ciencia ficción, Frederik Pohl, queentonces aún no había cumplido los treintaaños (era aproximadamente un mes mayorque yo), y que, de esta forma, hizo suentrada en lo que iba a ser una notablecarrera profesional en el campo de laciencia ficción.

Pohl era un joven delgado, de voz suave,cabello que ya empezaba a escasear, rostrosolemne, y unos grandes dientes superioresque le daban cierto aspecto de conejo alsonreír. Los factores económicos de su vidano le permitieron asistir a la Universidad,pero era mucho más inteligente (y sabía

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más) que la mayoría de graduadosuniversitarios que he conocido.

Pohl era amigo mío (y todavía lo es), yquizá fue el que hizo más para a darme ainiciar mi carrera literaria excepto,naturalmente, el mismo Campbell.Habíamos asistido juntos a reuniones de unclub de aficionados. Había leído mismanuscritos y los había alabado… y ahoranecesitaba relatos con urgencia, y a bajoprecio, para sus nuevas revistas.

Solicitó volver a leer mis manuscritos.Empezó escogiendo uno de mis relatos parasu primer ejemplar. El 17 de noviembre de1939, casi un año y medio después de quePolizón fuera escrito por primera vez, Pohlseleccionó para incluirlo en el segundoejemplar de Astonishing. Sin embargo, solíavariar los títulos y mi relato se llamó Laamenaza de Calixto, y como tal fuepublicado.

Así que éste es el segundo relato que heescrito en mi vida y el primero que sepublicó en una revista profesional. El lectorpuede juzgar por si mismo si la critica deCampbell, facilitada antes, eraexcesivamente benévola o si estuvoacertado al predecirme una carrera de

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escritor profesional sobre la base de estahistoria

La amenaza de Calixto aparece aquí(como todos los relatos de este volumen) talcomo apareció en la revista, sólo con larevisión y arreglo requeridos para corregirerrores tipográficos.

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La Amenaza de Calixto

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1LA AMENAZA DE CALIXTO

—¡Maldito Júpiter! —gruñó AmbroseWhitefield malhumoradamente, y yo memostré conforme con él.

—He estado en la órbita del satélitejoviano —dije— quince años y he oídopronunciar estas dos palabras más de unmillón de veces. Probablemente es lamaldición más sincera de todo el sistemasolar.

Acabábamos de ser relevados denuestro turno en los mandos de la nave deexploración Ceres y bajamos los dos niveleshasta nuestra habitación con pasos lentos.

—Maldito Júpiter... y mil veces malditoinsistió Whitefield de mal talante—. Es

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La Amenaza de Calixto

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demasiado grande para el sistema. ¡Sigueahí detrás de nosotros y tira, tira y tira!Hemos de tener los átomos disparando todoel camino. Debemos comprobar nuestratrayectoria completamente todas las horas.¡Sin descansar, sin parar el motor, sintranquilidad! Sólo un trabajo de lo máshorrible.

Tenía la frente perlada de gotas desudor y se las limpió con el dorso de lamano. Era un hombre joven, de apenastreinta años, y en sus ojos podía verse queestaba nervioso, e incluso un pocoasustado.

Y no era Júpiter lo que le preocupaba, apesar de su imprecación. Júpiter era lamenor de nuestras preocupaciones. ¡EraCalixto! Era aquella pequeña luna quedespedía un fulgor azul pálido sobrenuestras visiplacas, lo que hacia sudar aWhitefield y lo que ya me había quitado elsueño durante cuatro noches. ¡Calixto!¡Nuestro punto de destino!

Incluso el viejo Mac Steeden, veteranode bigote gris que, en su juventud, habíanavegado con el gran Peewee Wilson enpersona, realizaba sus obligaciones conmirada ausente. Cuatro días de viaje —y

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diez días más frente a nosotros— y elpánico había hecho su aparición.

Todos éramos bastante valientes en elcurso normal de los acontecimientos. Losocho del Ceres nos habíamos enfrentadocon las purpúreas Lectrónicas y lospeligrosos Disintos de piratas y rebeldes ycon los ambientes hostiles de media docenade mundos. Pero se necesitaba más que unvalor corriente para enfrentarse con lodesconocido; para enfrentarse con Calixto,«el mundo misterioso» del sistema solar.

Se sabía una cosa acerca de Calixto...un siniestro y único hecho. Durante unperiodo de veinticinco años, habíanaterrizado siete naves, progresivamentemejor equipadas... y nunca se había sabidonada más de ellas. Los suplementosdominicales atribuían al satélite cualquierespecie de habitantes, desdesuperdinosaurios hasta fantasmas invisiblesde la cuarta dimensión, pero esto noresolvió el misterio.

Nuestra nave era la octava y, sin duda,mucho mejor que cualquiera de las que nosprecedieron. Eramos los primeros en llevarel recién descubierto casco deberilotungsteno, el doble de resistente que

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el viejo recubrimiento de acero. Poseíamosun armamento superpesado y los últimosmotores de propulsión atómica.

Aun así, nuestra nave no era más que laoctava, y todos sin excepción lo sabíamos.

Whitefield entró silenciosamente ennuestra habitación y se desplomó en sulitera. Tenía los puños cerrados debajo de labarbilla y sus nudillos estaban blancos. Mepareció que se hallaba próximo al límite desus fuerzas. Era un caso que requería unagran diplomacia.

—Lo que necesitamos —dije— es unabuena bebida muy cargada.

—Lo que necesitamos —contestóásperamente—, es una gran cantidad debebida buena y cargada.

—Bien, ¿qué nos lo impide? Me miró con recelo. —Sabes que no hay ni una gota de licor

a bordo de esta nave. ¡Va contra las reglas! —Espumosa agua verde de Jabra —dije

lentamente, dejando que las palabrassalieran despacio de mi boca—. Envejecidabajo los desiertos de Marte. Espeso jugoesmeralda. ¡Botellas llenas! ¡Cajas llenas!

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—¿Dónde? —Yo sé dónde. ¿Qué te parece? Unas

cuantas copas, sólo unas cuantas, nosanimarán.

Sus ojos centellearon un momento, yluego volvieron a apagarse.

—¿Y si el capitán nos descubre? Es muyrígido en cuestión de disciplina, y en unviaje como éste podría costarnos el puesto.

Yo parpadeé y sonreí. —Es la reserva del propio capitán. No

puede castigarnos sin destruirse él mismo...el viejo hipócrita. Es el capitán mejor que haexistido, pero le encanta el agua esmeralda.

Whitefield me miró larga y fijamente.—De acuerdo. Muéstrame el camino.Nos descolgamos hasta el cuarto de

provisiones que, naturalmente, estabadesierto. El capitán y Steeden seencontraban en los controles; Brock yCharney se hallaban en los motores; yHarrigan y Tuley roncaban en su habitación.

Moviéndome lo más silenciosamenteposible, gracias a una adquirida costumbre,separé varias cajas de comida y abrí unpanel oculto cerca del suelo. Metí la mano ysaqué una polvorienta botella, que, en la

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escasa claridad, despidió un centelleo verdemar.

—Siéntate —dije— y ponte cómodo. —Cogí dos copas pequeñas y las llené.

Whitefield bebió lentamente y congrandes muestras de satisfacción. Vació lasegunda copa de un sólo trago.

—¿Por qué te presentaste voluntariopara este viaje, Whitey? —pregunté—. Eresun poco joven para una cosa así.

Agitó la mano.—Ya sabes lo que ocurre. Las cosas se

vuelven monótonas después de un tiempo.Me dediqué a la zoología al salir de laUniversidad —un gran campo desde losviajes interplanetarios— y tuve un cómodocargo en Ganímedes. Sin embargo, eramonótono; me moría de aburrimiento. Asíque me enrolé siguiendo un impulso, ydespués me presenté voluntario para esteviaje. —Suspiró tristemente—. Estoy unpoco arrepentido de haberlo hecho.

—No hay que tomarlo así muchacho. Yotengo experiencia y lo sé. Cuando te dominael pánico, estás acabado. Al fin y al cabo,dentro de dos meses estaremos de vuelta enGanímedes.

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—No estoy asustado, si eso es lo quecrees —exclamó airadamente—. Es que...,es que... —Hubo una larga pausa en la quecon el ceño fruncido miró su tercera copallena—. Bueno, es sólo que estoy cansadode intentar imaginarme lo que nos espera.Mi mente trabaja excesivamente y tengo losnervios destrozados.

—Claro, claro —le consolé—. No teculpo. Supongo que a todos nos ocurre lomismo. Pero has de tener cuidado.Recuerdo que en un viaje Marte—Titántuvimos...

Whitefield interrumpió una de mishistorias favoritas —y yo las contaba mejorque cualquiera de las fuerzas armadas—con un golpe en las costillas que me cortó larespiración.

Dejó cuidadosamente su Jabra.—Dime, Jenkins —tartamudeó—, ¿acaso

he tragado bastante licor como paraimaginarme cosas?

—Eso depende de lo que te imagines.—Juraría que he visto algo que se movía

entre la pila de cajas vacías de aquel rincón.—Es una mala señal —dije mientras

bebía otro trago—. Los nervios te afectan lavista y ahora vuelven a dominarte. Deben

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ser fantasmas, o la amenaza de Calixto quenos vigila con anticipación.

—Te digo que lo he visto. Allí hay algovivo.

Se inclinó hacia mí —tenía los nerviosdesatados— y durante un momento, enaquella luz escasa y llena de sombras,incluso yo me estremecí.

—Estás loco —dije en voz alta, y el ecome tranquilizó un poco. Dejé mi copa vacíay me puse en pie con algo de inseguridad—.Acerquémonos y echemos una ojeada.

Whitefield me imitó y juntos empezamosa mover los ligeros cubículos de aluminiohacia uno y otro lado. No estábamoscompletamente sobrios e hicimos muchoruido. Por el rabillo del ojo, vi a Whitefieldtratando de mover la caja que había junto ala pared.

—Esta no está vacía —gruñó, mientrasla alzaba ligeramente del suelo.

Murmurando algo entre dientes, hizosaltar la tapa y miró al interior. Durantemedio segundo permaneció inmóvil ydespués se alejó, retrocediendo lentamente.Tropezó con algo y cayó sentado, mientrasseguía mirando fijamente la caja.

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Contemplé sus acciones con asombro, yluego di un rápido vistazo a la caja encuestión. El vistazo se convirtió en una largamirada, y emití un ronco alarido que resonóen cada una de las cuatro paredes.

Un muchacho asomaba la cabeza fuerade la caja; un joven pelirrojo de cara suciaque no tendría más de trece años.

—Hola —dijo el muchacho mientrassaltaba por la abertura. Ninguno denosotros dos encontró fuerza suficiente paracontestarle, así que prosiguió—: Me alegrode que me hayan encontrado. Me ha dadoun calambre en un hombro al tratar deacurrucarme ahí dentro.

Whitefield tragó saliva.—¡Buen Dios! ¡Un muchacho de polizón!

¡Y en un viaje a Calixto!—Y no podemos regresar —recordé con

voz quebrada— sin destrozarnos nosotrosmismos. La órbita del satélite es veneno.

—Mira —Whitefield se volvió hacia elmuchacho con súbita beligerancia—. ¿Quiéneres, jovenzuelo, y qué estás haciendo aquí?

El muchacho titubeó.—Me llamo Stanley Fields —contestó, un

poco atemorizado—. Soy de Nuevo Chicago,de Ganímedes. Me he escapado al espacio,

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como hacen en los libros. —Hizo una pausay después preguntó animadamente—: ¿Creeque lucharemos con piratas en este viaje,señor?

No había duda de que el muchachoestaba lleno a rebosar de Astronautas a diezcentavos. Yo solía leerlos cuando erajovencito.

—¿Qué hay de tus padres? —preguntóWhitefield, severamente.

—Oh, sólo tengo un tío. Supongo que nole importará mucho —había superado suprimitiva inquietud y seguía sonriéndonos.

—Bueno, ¿qué vamos a hacer? —dijoWhitefield, mirándome con completaimpotencia.

Yo me encogí de hombros.—Llevarlo al capitán. Dejar que él se

preocupe.—¿Y cómo lo tomará?—Del modo que prefiera. No es culpa

nuestra. Además, no se puede hacerabsolutamente nada.

Y agarrando un brazo cada uno, nosalejamos, llevando al muchacho entrenosotros.

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El capitán Bartlett es un competenteoficial y pertenece al tipo impasible que sólomuy raramente muestra alguna emoción.Pero en esas pocas ocasiones en que lohace, es como un volcán de Mercurio enplena erupción... y no has vivido hasta veruno de ellos.

Era un caso comprometido. El viaje a unsatélite siempre es agotador. La imagen deCalixto frente a nosotros era más intensapara él que para cualquier miembro de latripulación. Y ahora había aquel polizón.

¡Era intolerable! Durante media hora, elcapitán descargó salva tras salva de laspeores maldiciones. Empezó con el Sol yagotó la lista de planetas, satélites,asteroides, cometas, y de los mismísimosmeteoros. Estaba empezando con lasestrellas fijas más cercanas; cuando sedesplomó a causa de un completoagotamiento nervioso. Estaba tan excitadoque no se le ocurrió preguntarnos lo quehacíamos en el almacén, y Whitefield y yoestuvimos debidamente agradecidos.

Pero el capitán Bartlett no es tonto. Unavez hubo eliminado de su sistema la tensiónnerviosa, vio claramente que lo que nopuede curarse ha de soportarse.

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—Que alguien se lo lleve y lo lave —gruñó con agotamiento— y que no se pongaante mi vista por ahora. —Entonces,dulcificándose un poco, me atrajo hacia él—. No le asusten diciéndole adónde vamos. Seha metido en un mal sitio, el pobremuchacho.

Cuando salimos, el viejo tramposo decorazón blando se disponía a enviar unmensaje urgente a Ganímedes para tratarde ponerse en comunicación con el tío delmuchacho.

Naturalmente, entonces no lo sabíamos,pero aquel muchacho fue un enviado deDios... un verdadero regalo de la diosaFortuna. Desvió nuestros pensamientos deCalixto. Nos proporcionó algo más en quépensar. La tensión, que al término de cuatrodías casi había alcanzado su punto límite,cesó por completo.

Había algo refrescante en la naturalalegría del chico, en su radiante ingenuidadPaseaba por la nave preguntando las cosasmás absurdas. Insistía en esperar piratas encualquier momento. Y, sobre todo, seguía

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mirándonos a todos y cada uno de nosotroscomo héroes de Astronautas a diez centavos.

Como es natural, esto último halagabanuestro ego y nos daba nuevos bríosCompetíamos entre nosotros en jactancia yen narrar aventuras imaginarias, y el viejoMac Steeden, que a los ojos de Stanley eraun semidiós, batió todos los récords decaprichosas y fantásticas mentiras.

Recuerdo, particularmente, laconversación que tuvimos el séptimo día deviaje. Ya habíamos llegado a mitad decamino y debíamos iniciar una cautelosareducción de la velocidad. Todos nosotros(excepto Harrigan y Tuley, que se hallabanen los motores) estábamos sentados en lacabina de mando. Whitefield, sin perder devista el computador, iniciaba la maniobra, y,como de costumbre, hablaba de zoología.

—Es una cosa parecida a una babosapequeña —decía—, que no se haencontrado más que en Europa3. Se llama elCarolus Europis, pero siempre nos referimosa él como el Gusano Magnético. Tiene unosquince centímetros de longitud y es de uncolor gris pizarra... lo más desagradableque os podáis imaginar.

3 Se refiere al segundo planeta de Júpiter, que se llama Europa (N. del A.)

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»Pasamos seis meses estudiando esegusano y nunca había visto al viejoMornikoff tan excitado como entonces.Veréis, mata por medio de cierta clase decampo magnético. Pones el GusanoMagnético en un extremo de la habitación yuna oruga, por ejemplo, en el otro. Esperasunos cinco minutos y la oruga se enrosca ymuere.

»Y lo más curioso es esto. No matará auna rana... demasiado grande; pero si cogesa esa rana y la rodeas de una banda dehierro, ese Gusano Magnético la mata contoda facilidad. Por eso sabemos que es conuna especie de campo magnético como lohace... la presencia de hierro cuadruplica sufuerza.

Esta historia nos impresionó a todos. Seoyó la profunda voz de bajo de Joe Brock:

—Me alegro de que esos bichos notengan más que diez centímetros delongitud, si lo que dices es verdad.

Mac Steeden se desperezó y después seatusó el bigote gris con exageradaindiferencia.

—Dices que ese gusano es extraño. Noes nada comparado con las dos cosas queyo he visto en mis épocas...

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Movió la cabeza con lentitud yremembranza, y comprendimos que estabaa punto de contar un cuento largo yhorrible. Alguien lanzó un gemido sordo,pero Stanley se entusiasmó al ver que elviejo veterano estaba en vena de contarhistorias.

Steeden se fijó en los centelleantes ojosdel muchacho, y se dirigió al él.

—Me encontraba con Peewee Wilsoncuando ocurrió... Has oído hablar de PeeweeWilson, ¿verdad?

—Oh, sí —los ojos de Stanley revelabanclaramente su adoración por el héroe—. Heleído libros acerca de él. Fue el mejorastronauta que ha habido jamás.

—Puedes apostar todo el radio de Titána que lo era, muchacho. No era más altoque tú, y no pesaba mucho más decincuenta kilos, pero valía cinco veces supesó en diablos de Venus en cualquierlucha. Y él y yo éramos inseparables. Nuncaiba a ningún sitio si yo no estaba con él.Cuando las cosas se ponían difícilessiempre recurría a mí.

Suspiró lúgubremente.

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—Estuve con él hasta el final. No fuemás que una pierna rota lo que me impidióacompañarle en su último viaje...

Se interrumpió súbitamente y nosinvadió un silencio tenso. El rostro deWhitefield se volvió blanco, la boca delcapitán se torció en una extraña mueca, yyo sentí que el corazón me descendía, hastalas plantas de los pies.

Nadie habló, pero los seis pensamos lomismo. El último viaje de Peewee Wilsonhabía sido a Calixto. Fue el segundo... y noregresó. La nuestra era la octavaexpedición.

Stanley nos contempló uno a uno conasombro, pero todos evitamos su mirada.

El capitán Bartlett fue el que se recobróprimero.

—Dígame, Steeden, usted tiene un viejotraje espacial de Peewee Wilson, ¿verdad? —su voz era tranquila y reposada, pero vi quele costaba un gran esfuerzo mantenerla así.

Steeden levantó la vista con los ojosbrillantes. Había estado mascando laspuntas de su bigote (siempre lo hacía

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cuando estaba nervioso) y ahora le colgabande forma descuidada.

—Desde luego, capitán. Me lo dio élmismo, vaya si lo hizo. Fue antes del '23cuando los nuevos trajes de acero acababande salir. Peewee ya no necesitaba su viejoartefacto de vitri-caucho, así que me lo dio...y lo conservo desde entonces. Me da buenasuerte.

—Bueno, estaba pensando quepodríamos arreglar ese viejo traje para elmuchacho. No le irá bien ningún otro ynecesita uno.

Los apagados ojos del veterano seendurecieron y sacudió vigorosamente lacabeza.

—No señor, capitán. Nadie toca eseviejo traje. El mismo Peewee me lo dio. ¡Consus propias manos! Es..., es sagrado, eso eslo que es.

Los demás nos pusimosinmediatamente de parte del capitán, perola obstinación de Steeden persistió yaumentó. Repetía inexpresivamente una yotra vez: «Ese traje se quedará donde está.»Y recalcaba la afirmación con un golpe desu nudoso puño.

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Estábamos a punto de darnos porvencidos, cuando Stanley, que hastaentonces había guardado discretamentesilencio, intervino en la discusión.

—Por favor, señor Steeden —la voz letemblaba ligeramente. Por favor, déjemelo.Tendré mucho cuidado con él. Apuesto aque si Peewee Wilson viviera accedería aprestármelo —sus ojos azules seempañaron y el labio inferior le tembló unpoco. El muchacho era un actor perfecto.

Steeden parecía irresoluto y empezó amasticar su bigote de nuevo.

—Bueno... oh, diablos, todos os habéisconfabulado contra mí. Que el muchacho louse, pero ¡no esperéis que yo lo arregle!Vosotros podéis perder horas de sueño... Yome lavo las manos.

Y así el capitán Bartlett mató dospájaros de un tiro. Desvió nuestrospensamientos de Calixto en un momento enque la moral de la tripulación era muy bajay nos proporcionó algo en que pensardurante el resto del viaje... pues renovaraquella vieja reliquia suponía casi unasemana de trabajo.

Trabajamos en aquella antigualla conuna concentración totalmente

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desproporcionada respecto a la importanciade la tarea. Con esta insignificancia, nosolvidamos del orbe creciente de Calixto.Soldamos hasta la última grieta y cámarade aire de aquel venerable traje. Arreglamosel interior con una tupida red de alambre dealuminio. Restauramos la pequeña unidadcalorífica e instalamos nuevos depósitos deoxígeno y tungsteno. Incluso el capitán nosayudaba de vez en cuando, y Steeden,después del primer día, a pesar de sudiatriba del principio, se dedicó a la tareacon todo su empeño.

Lo acabamos el día antes del previstopara el aterrizaje, y Stanley, cuando se loprobó, resplandecía de orgullo, mientrasSteeden le contemplaba, sonriendo yretorciéndose el bigote

Y a medida que los días pasaban, elcírculo azul pálido que era Calixtoaumentaba de tamaño sobre la visiplacahasta ocupar la mayor parte del cielo. Elúltimo día fue inquietante. Realizamosabstraídamente nuestras tareas, y de unmodo deliberado evitamos mirar el cruel einclemente satélite que teníamos delante.

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Nos lanzamos... en una espiral larga ygradualmente contráctil. Por medio de estamaniobra, el capitán había esperado lograralgún conocimiento preliminar de lanaturaleza del satélite y sus eventualeshabitantes, pero la información queconseguimos fue casi totalmente negativa.El gran porcentaje de dióxido de carbono,presente en la delgada y fría atmósfera eracompatible con la vida de las plantas, asíque la vegetación era abundante y diversa.Sin embargo, el índice del tres por ciento deoxígeno parecía excluir la posibilidad decualquier clase de vida animal, excepto lasespecies más simples, y primitivas.Tampoco había ninguna evidencia deciudades o estructuras artificiales decualquier clase.

Dimos cinco vueltas alrededor deCalixto antes de divisar un gran lago, cuyaforma recordaba la cabeza de un caballo.Descendimos suavemente en direcciónhacia él, pues el último mensaje de lasegunda expedición —la de PeeweeWilson— habló de aterrizar cerca de dicholago.

Todavía nos hallábamos a unosochocientos metros del suelo, cuando

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localizamos el brillante ovoide de metal queera el Fobos, y cuando al fin nos posamossuavemente sobre el verde rastrojo devegetación, no nos separaban más dequinientos metros de la desafortunadaembarcación.

—Es extraño —murmuró el capitán,cuando todos nos hubimos congregado enla cabina de mandos, en espera de nuevasórdenes—, parece que no hay ninguna señalde violencia.

¡Era cierto! El Fobos estaba allí, alparecer intacto. Su anticuado casco deacero brillaba bajo la luz amarillenta de unconvexo Júpiter, pues el escaso oxígeno dela atmósfera no podía llegar a oxidar suresistente exterior.

El capitán salió de su ensimismamientoy se volvió hacia Charney, que estaba en laradio.

—¿Ganímedes ha contestado?—Sí, señor. Nos desean buena suerte. —

Lo dijo con sencillez, pero un escalofrío merecorrió la espina dorsal.

No se movió ni un solo músculo delrostro del capitán.

—¿Ha intentado establecercomunicación con el Fobos?

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—No contestan, señor.—Tres de nosotros investigarán el Fobos.

Algunas respuestas, por lo menos, debenestar allí.

—¡Palillos de cerillas! —gruñó Brock,con impasibilidad.

El capitán asintió gravemente.Puso ocho cerillas en la palma de su

mano, rompió tres por la mitad, y extendióel brazo hacia nosotros, sin decir ni unapalabra.

Charney dio un paso adelante y cogió elprimero. Estaba rota y se dirigió lentamentehacia el perchero del traje espacial. Tuley lesiguió y tras él Harrigan y Whitefield.Después yo, y saqué la segunda cerilla rota.Sonreí y seguí a Charney, y al cabo detreinta segundos, el viejo Steeden enpersona se reunió con nosotros.

—La nave les respaldará, muchachos —dijo el capitán tranquilamente, mientras nosestrechaba la mano—. Si ocurre algopeligroso, echen a correr. Nada deheroísmos ahora, no podemos permitirnosel lujo de perder hombres.

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Inspeccionamos nuestras Lectrónicas debolsillo y salimos. No sabíamos conexactitud lo que debíamos esperar y noestábamos seguros de que nuestrosprimeros pasos sobre suelo de Calixto nopudieran ser los últimos, pero ninguno denosotros vaciló un sólo instante. En losAstronautas a diez centavos, el valor es unamercancía muy barata, pero es mucho máscara en la vida real. Recuerdo conconsiderable orgullo los firmes pasos conlos que los tres abandonamos la proteccióndel Cenes.

Miré hacia atrás una sola vez y distinguíel rostro de Stanley pegado al grueso vidriode la portilla. Incluso a distancia, sunerviosismo era evidente. ¡Pobre chico!Durante los últimos dos días había estadoconvencido de que nos hallábamos encamino hacia una ciudadela de piratas ycasi se moría de impaciencia porque lalucha empezara. Naturalmente, ninguno denosotros se cuidó de desilusionarle.

El casco exterior del Fobos se levantabaante nosotros y nos dominaba con supresencia. La gigantesca embarcaciónreposaba sobre la hierba verde oscura,silenciosa como la muerte. Una de las siete

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que lo habían intentado y habían fracasado.Y la nuestra era la octava.

Charney rompió el inquieto silencio.—¿Qué son esas manchas blancas del

casco?Levantó un dedo forrado de metal y lo

paseó por la plancha de acero. Lo retiró ycontempló la blanda pulpa de color blancoque lo cubría. Con un involuntarioestremecimiento de repugnancia, se lolimpió restregándolo en la gruesa hierba delsuelo.

—¿Qué creéis que es?Toda la nave, excepto la parte cercana al

suelo estaba recubierta de una fina capa dela pulposa sustancia. Parecía espumaseca... parecía...

Dije:—Es como fango que una babosa

gigante hubiera dejado tras salir del lago ydeslizarse sobre la nave.

Naturalmente, no hice tal afirmación enserio, pero los otros dos lanzaron unaapresurada mirada a la superficie lisa comoun espejo del lago en la que se reflejaba conclaridad la imagen de Júpiter. Charney sacósu Lectrónica de mano.

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—¡Aquí! —gritó repentinamenteSteeden, cuya voz sonaba ronca y metálicaa través de la radio—. Es inútil seguirhablando. Hemos de encontrar algún mediode entrar en la nave; debe haber una grietaen alguna parte del casco. Tú irás hacia laderecha, Charney, y tú, Jenkins, hacia laizquierda. Yo intentaré llegar arriba dealguna forma.

Mirando cuidadosamente el cascoredondeado, retrocedió y dio un salto. EnCalixto, desde luego, sólo pesaba diez kiloso menos, con traje y todo, así que se elevóunos diez o doce metros. Golpeóligeramente el casco, y cuando empezaba adeslizarse hacia abajo, se agarró a lacabeza de un remache y gateó hasta laparte superior

En ese momento yo hice un gesto dedespedida a Charney, y me alejé.

—¿Todo va bien? —la voz del capitánsonó tenuemente junto a mi oído.

—Todo bien —repuse con aspereza—hasta ahora. —Y mientras lo decía, el Ceresdesapareció detrás del saliente convexo delfallecido Fobos y me encontrécompletamente solo en la misteriosa luna.

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A partir de entonces proseguí mi rondaen silencio. La «piel» de la nave espacial noestaba rota, a excepción de las oscurasportillas, las más bajas de las cuales sehallaban muy por encima de mi cabeza. Unao dos veces me pareció ver a Steedengateando como un mono sobre la superficiedel casco, pero quizá no fue más que unailusión.

Al final llegué a la proa, que aparecíabañada por la clara luz de Júpiter. Allí, lahilera inferior de portillas estaba lo bastantebaja como para ver el interior, y mientraspasaba de una a otra, me dio la impresiónde que estaba contemplando una nave llenade espectros, pues en aquella luz fantasmaltodos los objetos parecían sombrasoscilantes.

La última ventana de la línea resultó serde un interés irresistible. En el rectánguloamarillo de la luz de Júpiter estampada enel suelo, yacía lo que quedaba de unhombre. Su ropa le cubría con holgura y lacamisa estaba levantada, como si lascostillas le hubieran hecho adoptar estaposición. En el espacio entre el cuelloabierto de la camisa y el casco de ingeniero,se veía un sonriente cráneo sin ojos. El

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casco, reposando oblicuamente sobre lacalavera, parecía añadir el últimorefinamiento de horror a la escena.

Un grito penetrante hizo que mi corazónlatiera con fuerza. Era Steeden, que lanzabaexclamaciones irreverentes desde algúnlugar de la parte superior de la nave. Casien seguida, vi su torpe cuerpo recubierto deacero que resbalaba y se deslizaba por elcostado de la nave

Corrimos hacia él con largos y flotantessaltos y nos hizo señales de que lesiguiéramos, mientras avanzaba delantenuestro, hacia el lago. En la misma orilla, sedetuvo y se inclinó sobre un objeto medioenterrado. En dos saltos estuvimos junto aél, y vimos que el objeto era un hombrevestido con un traje espacial, tendido bocaabajo. Estaba recubierto por una gruesacapa de la misma sustancia viscosa quehabía en el Fobos.

—Lo he visto desde encima de la nave—dijo Steeden, sin aliento, mientras daba lavuelta a la figura.

Lo que vimos nos hizo lanzar a los tresun grito simultáneo. A través de la visera devidrio, se distinguía un semblante deleproso. Las facciones estaban putrefactas,

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caídas a pedazos, como si ladescomposición hubiera empezado ycesado a causa de la limitada provisión deaire. Aquí y allí aparecían pedazos de huesogris. Era la escena más repulsiva que hepresenciado en mi vida, a pesar de que hevisto muchas similares.

—¡Dios mío! —la voz de Charney eracasi un sollozo—. Sólo se murieron ydescompusieron.

Expliqué a Steeden que había visto unesqueleto vestido a través de la portilla.

—Maldita sea, esto es un rompecabezas—gruñó Steeden—, y la solución ha de estardentro del Fobos. —Hubo un silenciomomentáneo—. Os diré lo que haremos.Uno de nosotros puede regresar y pedir alcapitán que desmonte el Desintegrador.Debe ser lo bastante ligero como paramanejarlo en Calixto y, a baja intensidad,podemos conseguir la precisión suficientepara practicar un agujero sin hacer queexplote toda la nave. Ve tú, Jenkins. Charneyy yo intentaremos encontrar otros pobresdiablos.

Me dirigí hacia el Ceres sin necesidad deque me lo repitieran, cubriendo la distanciacon enormes saltos. Ya había recorrido tres

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cuartas partes del camino cuando un fuertegrito, que sonó metálicamente junto a mioído, me hizo parar en seco. Di media vueltacon desaliento y quedé petrificado ante laescena que se desarrollaba frente a misojos.

La superficie del lago se habíaconvertido en espuma hirviente, y de ellasalían las partes delanteras de lo queparecían ser orugas gigantes. Llegaronserpenteando a la orilla, con sus cuerpos deun color gris oscuro chorreando fango yagua. Tenían un metro de longitud, unostreinta centímetros de ancho, y su métodode locomoción era lento y reptante. Aexcepción de una protuberancia alargada ensu extremo anterior, cuya punta era de untenue color rojo, carecían de rasgoscaracterísticos.

Mientras yo las miraba, su númeroaumentaba, hasta que la orilla se convirtióen una compacta masa de nauseabundacarne gris.

Charney y Steeden corrían hacia elCeres, pero no habían cubierto la mitad dela distancia cuando dieron un traspié, y su

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carrera se convirtió en un tambaleo aciegas. Incluso eso cesó, y casi al mismotiempo cayeron de rodillas.

La voz de Charney sonó débilmentejunto a mi oído:

—¡Ve a buscar ayuda! Me duelemuchísimo la cabeza. ¡No puedo moverme!Me... —ahora los dos estaban inmóviles enel suelo.

Mi primer impulso fue dirigirme haciaellos, pero una súbita y aguda punzadajusto encima de las sienes me hizotambalear, y por un momento me sentídesconcertado.

Entonces oí un repentino gritosobrenatural de Whitefield.

—¡Vuelve a la nave, Jenkins! ¡Vuelve!¡Vuelve!

Me volví para obedecer, pues el dolor sehabía trocado en continuo e irresistiblesufrimiento. Avancé zigzagueando yhaciendo eses hacia la esclusa abierta, ycreo que estaba a punto de desmayarmecuando me caí en ella. Después de eso, loúnico que puedo recordar es una granconfusión.

Mi siguiente impresión clara fue de lacabina de mandos del Ceres. Alguien me

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había quitado el traje, y al mirar a míalrededor con desaliento presencié unaescena de la mayor confusión. Mi cerebrotodavía estaba algo embotado y vi doble laimagen del capitán Bartlett cuando éste seinclinó sobre mí.

—¿Sabe lo que eran esas malditascriaturas? —señaló hacia las orugasgigantes del exterior.

Moví la cabeza mudamente.—Son los bisabuelos del Gusano

Magnético del que nos habló Whitefield enuna ocasión. ¿Se acuerda del GusanoMagnético?

Yo asentí.—El que mata por medio de un campo

magnético reforzado por hierro a sualrededor.

—Maldita sea, sí —gritó Whitefield,interrumpiéndonos repentinamente—.Podría jurarlo. Si no fuera por la afortunadacasualidad de que nuestro casco es deberilotungsteno y no de acero —como elFobos y el resto—, a estas alturas todosestaríamos inconscientes y muertos dentrode poco.

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Así que ésa es la amenaza de Calixto —mi voz se alzó con súbita consternación—.Pero ¿qué hay de Charney y Steeden?

—Están perdidos —murmuró el capitánsombríamente—. Inconscientes... quizámuertos. Esos inmundos gusanos se dirigenhacia ellos y no podemos hacer nada paraevitarlo —fue contando los obstáculos conlos dedos—. No podemos ir a rescatarloscon el traje espacial sin firmar nuestrapropia muerte... Los trajes espaciales sonde acero, y nadie puede sobrevivir ahí fuerasin uno. No tenemos armas con un rayo lobastante fino como para destruir a losgusanos sin abrasar también a Charney ySteeden. Había pensado en acercar el Ceresy recogerlos rápidamente, pero no se puedemanejar una astronave en superficiesplanetarias como ésta... No, sin hacersepedazos. Nosotros...

—Abreviando—interrumpí sordamente—, tenemos que permanecer aquí y ver cómose mueren.

Él asintió y yo me alejé con amargura.Sentí un ligero estirón de mi manga, y

cuando me volví, encontré los dilatados ojosazules de Stanley mirándome fijamente. Con

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la excitación, me había olvidado de él, yahora le contemplé con mal humor.

—¿Qué hay? —pregunté conbrusquedad.

—Señor Jenkins —sus ojos estabanenrojecidos, y creo que hubiera preferidopiratas que Gusanos Magnéticos—. SeñorJenkins, quizá pudiera ir yo a rescatar alseñor Charney y al señor Steeden.

Suspiré, y di media vuelta paraalejarme.

—Pero, señor Jenkins, yo podría. Oí loque decía el señor Whitefield, y mi trajeespacial no es de acero. Es de vitri-caucho.

—El muchacho tiene razón —susurróWhitefield con lentitud, cuando Stanleyrepitió su oferta a los hombrescongregados—. El campo sin reforzar nonos afecta, eso es evidente. No correráningún peligro con un traje de vitri-caucho.

—¡Pero ese traje está destrozado! —objetó el capitán—. En realidad nunca tuvela intención de que el muchacho lo utilizara.—Se le veía vacilar y su comportamiento eraevidentemente irresoluto.

—No podemos abandonar a Neal y Macahí fuera sin intentarlo, capitán —dijo Brockimpasiblemente.

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El capitán se decidió de pronto y seconvirtió en un torbellino de actividad. Elmismo entró en el perchero de los trajesespaciales, en busca de la deterioradareliquia, y ayudó a Stanley a ponérsela.

—Primero trae a Steeden —dijo elcapitán, mientras aseguraba el últimocierre—. Es más viejo y tiene menosresistencia al campo. Que tengas buenasuerte, muchacho, y si lo consigues, regresainmediatamente. Inmediatamente, ¿meoyes?

Stanley se tambaleó al dar el primerpaso, pero la vida en Ganímedes le habíaacostumbrado a las gravedades por debajode lo normal y se recuperó con rapidez. Nodio muestras de vacilación mientras saltabahacia las dos figuras tendidas, lo cual nosanimó. Evidentemente, el campo magnéticoaún no le afectaba.

Ahora tenia uno de los cuerpos sobre loshombros y se disponía a regresar a la navea un paso ligeramente más lento. Aldesembarazarse de su carga en la esclusa,agitó el brazo frente a la ventana donde

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estábamos y nosotros le respondimos delmismo modo.

Apenas se había alejado, cuandotuvimos a Steeden dentro. Le quitamos eltraje y lo estiramos, macilento y pálidocomo estaba, sobre el diván.

El capitán acercó un oído a su pecho yde repente se echó a reír con súbito alivio.

—El viejo excéntrico sigue en plenaforma.

Al oír aquello nos arremolinamos a sualrededor con alegría, impacientes porcolocar un dedo sobre su muñeca yasegurarnos de que seguía con vida. Su carase crispó, y cuando una voz baja y confusamurmuró súbitamente: «Así se lo dije aPeewee, se lo dije...», nuestras últimasdudas se desvanecieron.

Fue un repentino y agudo grito deWhitefield lo que nos atrajo de nuevo a laventana.

—Algo malo le ocurre al muchacho.Stanley se encontraba a medio camino

de regreso hacia la nave con su segundacarga, pero ahora se tambaleaba...avanzando irregularmente.

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—No puede ser —susurró Whitefield,con voz ronca—. No puede ser. ¡El campono puede haberle afectado!

—¡Dios mío! —el capitán se mesaba elcabello con violencia—, esa malditaantigualla no tiene radio. No puede decirnosqué ocurre. —De repente hizo ademán dealejarse—. Me voy a buscarle. Con campo osin campo, me voy a buscarle.

—Espere, capitán —dijo Tuley,agarrándole por el brazo—, aún puedelograrlo.

Stanley corría de nuevo, pero de formacuriosa, en zigzag, revelando claramenteque no sabía adónde iba. Resbaló dos o tresveces y se cayó, pero cada vez logróponerse en pie de nuevo. Por último,tropezó contra el casco de la nave, y buscófrenéticamente a tientas la esclusa abierta.Nosotros gritamos y rezamos y sudamos,pero no podíamos ayudar en nada.

Y entonces desapareció. Habíatropezado con la esclusa y se había caídodentro.

Los tuvimos dentro en un tiempo récord,y los despojamos de sus trajes. Charneyestaba vivo, lo supimos a la primera mirada,y, enseguida le abandonamos muy poco

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ceremoniosamente por Stanley. El color azulde su rostro, la lengua hinchada, el reguerode sangre fresca que corría de la nariz a labarbilla nos contaron su propia historia.

—El traje se ha agrietado —dijoHarrigan.

—Apártense de él —ordenó el capitán—,denle aire.

Aguardamos. Finalmente, un débilgemido del muchacho nos indicó querecuperaba el conocimiento y todossonreímos a la vez.

—Un muchachito valiente —dijo elcapitán—. Ha recorrido los últimos cienmetros gracias a su temple y nada más —yrepitió—: Un muchachito valiente.Conseguirá una medalla por esto, aunquetenga que darle la mía.

Calixto no era más que una pequeñabola azul en el televisor —un mundocualquiera desprovisto de todo misterio—.Stanley Fields, capitán honorario de la grannave Ceres, le hizo gestos de burla, sacandola lengua al mismo tiempo. Un gesto muypoco elegante, pero que simbolizaba el

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triunfo del Hombre sobre el hostil sistemasolar.

Ahora que releo la historia (es la primeravez que lo hago desde que fue publicada) medivierte ver que el nombre de mi joven polizónes Stanley. Es el nombre de mi hermanopequeño, que sólo contaba nueve años cuandoescribí el relato (el mismo hermano pequeñoque protagonizó mi ensayo de la escuelasuperior de muchachos, y que ahora essubdirector del Newsday de Long Island). No sépor qué es necesario emplear «nombresreales», pero me parece que casi todos losescritores noveles lo hacen.

Observarán que no hay chicas en el relato.En realidad no es nada extraño. A los dieciochoaños yo estaba muy ocupado con mis estudiosde la Universidad, trabajando en la pasteleríade mi padre y ocupándome de repartirperiódicos a domicilio mañana y tarde, así quenunca había tenido tiempo de salir con unachica. No sabía absolutamente nada sobrechicas (excepto la biología que aprendí enlibros y de otra fuente, mejor informada que sonlos muchachos).

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Eventualmente tuve compromisos yeventualmente introduje chicas en mis relatos;pero la primera impresión tuvo su efecto. Hastael momento actual, el elemento romántico demis relatos es mínimo y el elemento sexual,casi nulo.

Por otro lado, me pregunto si la explicaciónanterior sobre la carencia de sexo en misrelatos no está demasiado simplificada. Al fin yal cabo, yo también soy abstemio y sinembargo, observo que mis personajes bebenagua de Jabra marciana (sea lo que eso fuere).

Mis conocimientos sobre astrología eranbastante respetables, pero me dejé influirdemasiado por las convenciones comunes de laciencia ficción de aquella época. Entonces,todos los mundos eran similares a la Tierra yestaban deshabitados, así que doté a Calixtode una atmósfera que sólo contenía unapequeña cantidad de oxígeno libre. También lodoté de agua corriente, y vida animal y vegetal.Todo esto es, naturalmente, por completoinverosímil, y las pruebas que tenemos nosinducen a creer que Calixto es un mundo sinaire y sin agua, igual que nuestra Luna (y,desde luego, yo lo sabía ya entonces).

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Retrocedamos a mi tercera historia,ahora...

El 30 de julio de 1938, después de sóloocho días del segundo rechazo de Campbell,había finalizado mi tercer relato, Abandonadoscerca de Vesta. Sin embargo, pensé que no eraconveniente ver a Campbell más de una vez almes, pues consideré que, de lo contrario,abusaría de su hospitalidad. Por lo tanto,guardé el manuscrito y me puse a escribir otrosrelatos. A final de mes tenía dos más: Esteplaneta irracional y Un anillo alrededor del sol.

Mis primeros tres relatos, incluidoAbandonados cerca de Vesta, fueronmecanografiados con una máquina de escribirUnderwood n.º 5, vieja, pero perfectamenteutilizable, que mi padre me había conseguidoen 1936 por diez dólares. Sin embargo, cuandohube presentado mi segundo relato aCampbell, mi padre juzgó que mi deseo de serescritor iba en serio, y considerando que mifracaso para vender era improcedente y, encualquier caso, temporal, se dispuso acomprarme una máquina de escribircompletamente nueva.

El 10 de agosto de 1938, entró en casauna Smith-Corona portátil, y fue con esta nueva

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máquina de escribir con la que mecanografiémi cuarto y quinto relatos.

De los tres, el que me pareció más flojo fueEste planeta irracional, así que no lo ofrecí aCampbell. Lo envié directamente a ThrillingWonder Stories el 26 de agosto, y no fuerechazado hasta el 24 de setiembre. Campbellme había malacostumbrado, y las cuatrosemanas que mediaron entre el envío y elrechazo me consternaron. Incluso acudí,durante el intervalo, a pedir una explicación...sin saber que una simple demora de cuatrosemanas era realmente breve para cualquiera,excepto Campbell.

Pero, por lo menos, el rechazo, cuandollegó, estaba mecanografiado y no era unaforma impresa. Lo que es más, incluía la frase:«Lo intentará de nuevo, ¿verdad?» Eso meanimó. Quizá había sobrestimado el relato. Losometí a Campbell, y lo rechazó al cabo de seisdías. A continuación lo rechazaron otras cincorevistas. No logré venderlo, y Este planetairracional tampoco existe en la actualidad. Nisiquiera recuerdo el tema, aunque estoytotalmente seguro de que el planeta del títuloera la misma Tierra. (El único otro dato quetengo sobre él es que era muy corto, sólocontenía tres mil palabras. De hecho, la

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mayoría de relatos de esos primeros erancortos. El más largo fue el primero, Tirabuzóncósmico.)

A los otros dos relatos escritos el mismomes les aguardaba un destino mejor, aunque alprincipio no lo pareció. El 30 de agosto de1938 visité a Campbell por tercera vez y leentregué Abandonados cerca de Vesta y Unanillo alrededor del sol... y ambos me fuerondevueltos el 8 de septiembre.

Al día siguiente envié Abandonados cercade Vesta, que consideré el mejor de los dos, aAmazing Stories. No supe nada de él hasta alcabo de un mes y medio, pero esta vez laespera valió la pena El 21 de octubre de 1938llegó una carta de aceptación de Raymond A.Palmer, que entonces era director de Amazing,y que desde aquella época ha alcanzado ungran renombre como la figura principal encuestión de Platillos volantes y otras formas deocultismo. Hasta ahora no he conocidoPersonalmente al señor Palmer.

Era mi primera aceptación, cuatro mesesjustos después de mi primera visita a JohnCampbell. Para entonces ya había escrito seisrelatos y recibido nueve rechazos de diversasrevistas. El cheque, de 64 dólares (un centavopor palabra), llegó el 31 de octubre, y éste fue

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el primer dinero que gané en mi vida comoescritor profesional4.

He guardado esta primera carta deaceptación, de Palmer, durante muchos años,enmarcada y colgada en la pared de mihabitación. Pero con las vicisitudes de la vidatambién ha desaparecido y confieso que lolamento.

El relato apareció en el ejemplar deAmazing Stories de marzo de 1939, que llegó alos quioscos el 10 de enero de 1939, justoocho días después de mi decimonovenocumpleaños. Era la primera ocasión en que yopublicaba profesionalmente; y todavía conservoun ejemplar intacto de aquel número de larevista. No guardé ninguno en aquel tiempo(mi sentido de la importancia histórica, comoya he explicado, es deficiente), sino que extrajemi relato para encuadernar y descarté el resto.Normalmente, no me importa hacerlo ysiempre lo he hecho así (el espacio es limitado,incluso en el mejor de los apartamentos,cuando se es tan prolífico como yo), pero un día

4 En este libro prestaré una atención considerable al dinero que recibí pormis relatos. No porque escriba primordialmente por dinero, ni porque loconsidere demasiado importante ni entonces ni ahora (mis editores loconfirmarán con mucho gusto). Sin embargo el dinero que recibí fuecrucial para determinar mi carreta Fue suficiente para costearme laescuela y no tanto como para tentarme a abandonarla. Lo verán másadelante.

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me arrepentí de no haber conservado aquelejemplar intacto. El conocido aficionado a laciencia ficción Forrest J. Ackerman oyó que lolamentaba y me envió amablemente unejemplar en excelente estado.

Este ejemplar, por cierto, contiene unpequeño pasquín autobiográfico escrito por míantes de los veinte años. Al volver a leerlo, añosmás tarde, se reveló como algo exquisitamentedesconcertante.

Abandonados cerca de Vesta no estáincluido aquí, puesto que apareció en Misteriosde Asimov. (Esto no significa que fuera unmisterio. La razón de su inclusión en aquellaserie particular está explicada allí. Bien,adelante, compren el libro y satisfagan sucuriosidad.)

En cuanto a Un anillo alrededor del sol, fuerechazado por Thrilling Wonder Stories, peroluego, el 5 de febrero de 1939, fue aceptadopor Future Fiction, una de las nuevas revistasde ciencia ficción que estaban surgiendo.

Apareció en el segundo número de larevista que, sin embargo, no llegó a losquioscos hasta casi un año después de laventa. El pago (teóricamente por su

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publicación, y no por su aceptación tal comoera el procedimiento más civilizado deCampbell) se retrasó más todavía y además,era por la cantidad de sólo medio centavo porpalabra, así que el cheque se elevó únicamentea veinticinco dólares. Astonishing Storiestampoco pagaba más de medio centavo porpalabra en aquel tiempo, pero La amenaza deCalixto fue el relato más largo —6.500palabras— así que me produjo una ganancia de32.50 dólares.

Sin embargo, me consideré bien pagado.Sabía muy bien que en la todavía tempranahistoria de las revistas de ciencia ficción, elpago de un cuarto de centavo por palabra era lousual, y no por publicación sino (como semurmuraba) tras entablar un pleito. Además,aquéllos eran tiempos de escasez, y para míveinticinco dólares significaban algo así comocinco meses de dinero de bolsillo (sinbromear).

En aquella época, el director de FutureFiction era Charles D. Hornig. Ocasionalmenteacudí a su oficina para preguntar cuándoaparecería un relato, o cuándo me enviarían elcheque, pero no recuerdo haberlo encontradonunca en ella. De hecho, que yo sepa, todavíano le conozco.

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2UN ANILLO ALREDEDOR DEL SOL

Jimmy Turner canturreaba alegremente,quizá con cierta estridencia, cuando entróen la sala de recepción.

—¿Está el viejo aguafiestas ahí dentro?—preguntó, acompañando la interrogacióncon un guiño que hizo sonrojar deagradecimiento a la bonita secretaria.

—Así es; y esperándole. —Le indicó unapuerta en la que estaba escrito en gruesasletras negras, «Frank McCutcheon, directorgeneral, Correos del Espacio Unido».

Jim entró.—Hola, capitán, ¿qué pasa ahora?—Oh, es usted. —McCutcheon levantó la

vista de su mesa, mordisqueando unmaloliente cigarro—. Siéntese.

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McCutcheon le miró fijamente pordebajo de sus tupidas cejas. Ni aún losresidentes más antiguos recordaban habervisto reír al «viejo aguafiestas», como ledesignaban todos los miembros de Corresdel Espacio Unido, aunque los rumoresaseguraban que había sonreído, cuando erapequeño, al ver caer a su padre de unmanzano. En aquel momento, su expresiónhacia creer que el rumor era exagerado.

—Ahora, escuche, Turner —bramó—.Correos del Espacio Unido piensa inaugurarun nuevo servicio y usted ha sido elegidopara abrir el camino. —Haciendo casoomiso de la mueca de Jimmy, continuó—:De ahora en adelante, el correo venusianofuncionará todo el año.

—¡Cómo! Siempre he creído que era laruina, desde el punto de vista financiero,repartir el correo venusiano, excepto cuandoVenus estaba a este lado del Sol.

—Claro —admitió McCutcheon—, siseguimos las rutas ordinarias. Peropodríamos cortar directamente a través delsistema sólo con aproximarnos lo bastanteal Sol. ¡Y aquí interviene usted! Se hafabricado una nueva nave que está equipadapara llegar a sólo treinta millones de

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kilómetros del Sol y que podrá mantenerseindefinidamente a esta distancia.

Jimmy le interrumpió con nerviosismo—No corra tanto, aguaf..., señor

McCutcheon, no acabo de comprenderlo.¿De qué clase de nave se trata?

—¿Cómo quiere que yo lo sepa? No mehe escapado de ningún laboratorio. Por loque me han dicho, emite una especie decampo magnético que encauza lasradiaciones del Sol alrededor de la nave. ¿Loentiende? Todo se desvía. El calor no tealcanza. Puedes permanecer allí parasiempre y estar más fresco que en NuevaYork.

—Oh, ¿de veras? —Jimmy se mostrabaescéptico—. ¿Ha sido comprobado, o quizáhan dejado ese pequeño detalle para mí?

—Naturalmente que ha sidocomprobado, pero no bajo las actualescondiciones solares.

—Entonces está descartado. He hechomucho por Correos, pero esto es el limite.No estoy loco, todavía.

McCutcheon se puso rígido.—¿Debo recordarle el juramento que

hizo al entrar en el servicio, Turner?«Nuestro vuelo a través del espacio...

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—«...nunca debe ser detenido por nadaexcepto la muerte. —terminó Jimmy—. Losé tan bien como usted y también me doycuenta de que es muy fácil citarlo desde uncómodo sillón. Si es usted idealista hastaeste punto, puede hacerlo usted mismo. Porlo que a mí respecta, está descartado. Y siquiere, puede echarme a patadas.Conseguiré otro trabajo así de pronto —chasqueó los dedos airadamente.

La voz de McCutcheon se transformó enun suave murmullo.

Vamos, vamos, Turner, no se apresure.Todavía no ha oído todo lo que tengo quedecirle. Roy Snead será su compañero.

—¡Uf! ¡Snead! Pero si ese fanfarrón notendría agallas para aceptar un trabajocomo éste ni dentro de un millón de años.Cuénteme algún otro cuento de hada

—Bueno, en realidad, ya ha aceptado. Amí se me ocurrió que usted podríaacompañarle, pero veo que él tenia razón.Insistió en que usted se echaría atrás. Alprincipio pensé que no lo haría.

McCutcheon le hizo un gesto dedespedida y se enfrascó de nuevo conindiferencia en el informe que estaba

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estudiando cuando Jimmy entró. Este diomedia vuelta, vaciló, y entonces regresó.

—Espere un poco, señor McCutcheon;¿quiere decir que Roy irá realmente? —ésteasintió, al parecer todavía absorto en otrosasuntos, y Jimmy explotó—: ¡Vamos, esetipo vil, zanquilargo y tramposo! ¡Así quecree que soy demasiado cobarde para ir!Bien, yo le enseñaré. Aceptaré el trabajo yapostaré diez dólares contra un níquelvenusiano a que se pone enfermo en elúltimo minuto.

—¡Estupendo! —McCutcheon se levantóy le estrechó la mano—. Sabia que entraríaen razón. El mayor Wade tiene todos losdetalles. Creo que partirán dentro de unasseis semanas, y como yo salgo hacia Venusmañana, probablemente nos veremos allí.

Jimmy salió, aún indignado, yMcCutcheon se puso en comunicación conla secretaria.

—Ah, señorita Wilson, póngame con RoySnead en el visor.

Al cabo de unos minutos de espera, seencendió una luz de señales roja. Seconectó el visor y el moreno y apuestoSnead apareció en la visiplaca.

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—Hola, Snead —gruñó McCutcheon—.Ha perdido la apuesta, Turner ha aceptadoel trabajo. Por poco se muere de risacuando le he dicho que usted no creía quefuese. Envíeme los veinte dólares, por favor.

—Espere un poco, señor McCutcheon —el rostro de Snead se congestionó de furia—. ¿Para qué decir a ese imbécil de remateque no iré? Seguro que lo ha hecho usted,traidor. Pues iré, pero vaya preparandootros veinte y le apuesto a que todavíacambiará de parecer. Pero yo sí que iré —Roy Snead seguía gesticulando cuandoMcCutcheon desconectó.

El director general se retrepó en elsillón, tiró el despedazado cigarro, yencendió uno nuevo. Su rostro conservabasu expresión agria, pero hubo una nota degran satisfacción en su tono cuando dijo:

—¡Ah! Ya sabia que eso los convencería.

Fue una pareja cansada y sudorosa laque dirigió la gran nave Helios a través de laórbita de Mercurio. A pesar de la amistadsuperficial impuesta por las semanas quellevaban solos en el espacio, Jimmy Turnery Roy Snead apenas se dirigían la palabra.

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Añadamos a esta hostilidad oculta el calordel hinchado Sol y la torturanteincertidumbre del resultado del viaje ytendremos a una pareja verdaderamentedesdichada.

Jimmy escudriñaba con cansancio lasnumerosas esferas que tenía frente a sí, y,apartando de un manotazo un húmedomechón de cabello que le caía sobre losojos, gruñó:

—¿Qué marca ahora el termómetro,Roy?

—Cincuenta y dos grados centígrados ysigue subiendo —fue el gruñido que recibiócomo respuesta.

Jimmy blasfemó con rabia.—El sistema de refrigeración trabaja al

máximo, el casco de la nave refleja el 95%de la radiación solar y sigue en loscincuenta. —Hizo una pausa—. El indicadorde la gravedad señala que todavía estamosa unos cincuenta y cinco millones dekilómetros del Sol. Veinticinco millones dekilómetros antes de que el campo deflectorsea efectivo. La temperatura todavía subiráa sesenta y cinco grados. ¡Es una bonitaperspectiva! Comprueba los desecadores. Si

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el aire no es completamente seco, noduraremos demasiado.

—¡Y pensar que estamos en la órbita deMercurio! —la voz de Snead era ronca—.Nadie se había acercado tanto al Sol hastaahora. Y nosotros vamos a acercarnos aúnmás.

—Ha habido muchos que han estado tancerca y todavía más —recordó Jimmy—,pero ellos perdieron el control y aterrizaronen el Sol: Friedländer, Debuc, Anton... —suvoz se desvaneció en un amargo silencio.

Roy se movió con desasosiego.—¿Hasta qué punto es efectivo este

campo deflector, Jimmy? Tus alegrespensamientos no son muy tranquilizadores,¿sabes?

—Bueno, ha sido experimentado bajo lascondiciones más adversas que los técnicosdel laboratorio pudieron idear. Yo lo hepresenciado. Ha sido bañado en unaradiación parecida a la solar a una distanciade veinte millones de kilómetros. El campofuncionó a la perfección. Enfocaron la luzhacia él para que la nave se tornarainvisible: Los hombres de dentro de la naveafirmaron que todo el exterior se habíatornado invisible y que el calor no les

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alcanzaba. Es curioso, sin embargo, que elcampo no funcione más que bajo ciertasintensidades de radiación.

—Pues espero que así ocurra —gruñóRon—. Si el viejo aguafiestas piensaasignarme este itinerario..., perderá sumejor piloto.

—Perderá sus dos mejores pilotos —corrigió Jimmy

Los dos guardaron silencio y el Heliossiguió su ruta.

La temperatura aumentaba: 54, 55. 56.Después, tres días más tarde, con elmercurio rozando los 65 grados, Royanunció que se estaban aproximando a lazona crítica, donde la radiación solaralcanzaba la intensidad suficiente paraexcitar el campo.

Los dos aguardaron, con la mentesumida en una concentración febril, y elpulso latiendo apresuradamente

—¿Ocurrirá de repente?—No lo sé. Tendremos que esperar.A través de las portillas, sólo se veían

las estrellas. El Sol, tres veces mayor acomo se ve desde la Tierra, lanzaba susrayos cegadores sobre metal opaco, pues enaquella nave, especialmente diseñada, las

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portillas se cerraban automáticamentecuando incidía una radiación potente.

Y entonces las estrellas empezaron adesaparecer. Lentamente, en primer lugar,las más mortecinas se desvanecieron...después las más brillantes: la estrella polar,Régulo, Arturo, Sirio. El espacio aparecía enla más completa oscuridad.

—Funciona —susurró Jimmy.Apenas había pronunciado estas

palabras, cuando las portillas que mirabanhacia el Sol se abrieron. ¡El Sol habíadesaparecido!

—¡Ah! Ya estoy más fresco —JimmyTurner dio rienda suelta a su júbilo—. Chico,ha funcionado a la perfección. Si pudieranadaptar este campo deflector a todas lasintensidades, disfrutaríamos de unainvisibilidad perfecta. Sería un arma deguerra muy efectiva. —Encendió uncigarrillo y se recostó sensualmente.

—Pero mientras tanto volamos a ciegas—insistió Roy.

Jimmy sonrió paternalmente.—No debes preocuparte por eso, niño

guapo. Ya me he ocupado de todo. Estamosen una órbita alrededor del Sol. Dentro dedos semanas, nos encontraremos en el lado

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opuesto y entonces los cohetes nosimpulsarán fuera de este anillo,encaminándonos rápidamente a Venus —estaba muy satisfecho de sí mismo—.Dejémoslo para Jimmy «Cerebro» Turner. Tellevaré en dos meses, en vez de los seisreglamentarios. Ahora estás con el mejorpiloto de Correos.

Roy se echó a reír maliciosamente.—Oyéndote, cualquiera diría que tú

haces todo el trabajo. Todo lo que haces esllevar la nave por la ruta que yo he trazado.Tú eres el mecánico; yo soy el cerebro.

—Oh, ¿de verdad? Cualquier estudiantepara piloto puede trazar una ruta. Pero senecesita un hombre para pilotar la nave.

—Bueno, ésa es tu opinión. Sinembargo, ¿quién está mejor pagado, elpiloto o el que traza las rutas?

Jimmy encajó aquella derrota y Roysalió triunfalmente de la cabina de mandos.Ajeno a todo esto, el Helios seguía su ruta.

Durante dos días, todo transcurrió a laperfección; pero el tercero, Jimmyinspeccionó el termómetro y movió lacabeza con desconfianza y preocupación.

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Roy entró, vigiló el curso de acción y levantólas cejas con asombro.

—¿Algo va mal? —se inclinó para leer laaltura de la fina columna roja—. Sólo 37grados. No es como para tener este aspectode pato mareado Por tu expresión, creía quealgo iba mal con el campo deflector y latemperatura volvía a subir. —Se alejó conun ostentoso bostezo.

—0h, cállate, mono insensato. —El piede Jimmy se levantó en una patadaindiferente—. Estaría mucho más tranquilosi la temperatura subiera. Este campodeflector funciona demasiado bien para migusto.

—¡Uh! ¿Qué quieres decir?—Te lo explicaré, y si me escuchas

atentamente quizá lo comprendas. Estanave está construida igual que un termo. Nose calienta más que con la mayor de lasdificultades y tampoco se enfría. —Hizo unapausa y dejó caer sus palabras—: Atemperaturas normales, esta nave no pierdemás de un grado al día si no existe ningunafuente de calor exterior. Es posible que, a laelevada temperatura que estábamos, eldescenso pudiera llegar a tres grados al día.¿Me entiendes?

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Roy estaba con la boca abierta y Jimmycontinuó:

—Pero esta maldita nave ha perdidoveintisiete grados en menos de tres días.

—Pero eso es imposible.Allí lo marca —señaló irónicamente

Jimmy—. Te diré lo que falla. Es el campo:Actúa como un agente repulsivo de lasradiaciones electromagnéticas y aumenta dealguna forma la pérdida de calor de nuestranave.

Roy se puso a pensar e hizo unosrápidos cálculos mentales.

—Si lo que dices es cierto— —dijo alfin—, dentro de cinco días alcanzaremos elpunto de congelación y después pasaremosuna semana en lo que corresponde al climainvernal.

Así es. Incluso teniendo en cuenta ladisminución del descenso térmico cuando latemperatura baje, probablementeterminaremos con el mercurio entre lostreinta y cinco y cuarenta grados bajo cero.

Roy tragó saliva.—¡Y a treinta millones de kilómetros del

Sol!—Eso no es lo peor —observó Jimmy—.

Esta nave, como todas las utilizadas para

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viajes dentro de la órbita de Marte, no tienesistema de calefacción. Con el Sol brillandofuriosamente y sin otra forma de perdercalor más que por radiaciones inútiles, lasnaves espaciales de Marte y Venus siemprese han caracterizado por sus sistemas derefrigeración. Nosotros, por ejemplo,tenemos un aparato de refrigeración muyeficaz.

—Así que nos encontramos en unaprieto de mil diablos. Ocurre lo mismo connuestro traje espacial.

A pesar de la temperatura, todavíaasfixiante, los dos empezaban a sentirescalofríos.

—Pues no voy a soportarlo —exclamóRoy—. Voto por salir de aquíinmediatamente y dirigirnos a la Tierra. Nopueden esperar más de nosotros.

—¡Adelante! Tú eres el teórico. ¿Puedestrazar un rumbo a esta distancia del Sol ygarantizarme que no caeremos en él?

—¡Diablos! No había pensado en eso.Ninguno de los dos sabia qué hacer. La

comunicación por radio no era posibledesde que habían pasado la órbita deMercurio. El Sol estaba demasiado cerca y

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su fuerte radiación habría anulado cualquiertentativa.

Así que decidieron esperar.Los días siguientes transcurrieron en

una continua vigilancia del termómetro,excepto los minutos en que uno de los dossoltaba una nueva maldición sobre lacabeza del señor Frank McCutcheon. Sepermitían comer y dormir, pero no lodisfrutaban.

Y mientras tanto, el Helios, indiferentepor completo al aprieto en que seencontraban sus ocupantes, seguía sucurso.

Tal como Roy había predicho, latemperatura sobrepasó la línea roja quemarcaba «Congelación» hacia el final delséptimo día en el anillo de desviación:Ambos se sintieron terriblementepreocupados cuando ocurrió, a pesar deque ya lo esperaban.

Jimmy había sacado unos cuatrocientoslitros de agua del depósito. Con ellos llenócasi todos los recipientes de a bordo.

—Quizá evitemos que las tuberíasestallen cuando el agua se congele —observó—. Y si lo hacen, como es probable,es mejor que tengamos una reserva de

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agua. Ya sabes que aún tenemos quepermanecer aquí otra semana.

Y al día siguiente, el octavo, el agua seheló. Los cubos, rebosantes de hielo,estaban fríos y relucientes. Ambos losmiraron con desesperación. Jimmy rompióuno para abrirlo.

—Completamente congelada —dijo,desolado y se envolvió en otra manta.

Ahora era difícil pensar en otra cosa queno fuera el frío, siempre en aumento. Roy yJimmy habían requisado todas las sábanasy mantas de la nave, tras haberse puestotres o cuatro camisas e igual número depantalones

Permanecían en la cama todo el tiempoposible, y cuando no tenían más remedioque levantarse, se acurrucaban cerca de lapequeña estufa en busca de calor. Inclusoeste dudoso placer les fue pronto denegado,pues, tal como Jimmy observó, «la reservade combustible es extremadamentelimitada, y necesitaremos la estufa paradescongelar la comida y el agua».

Los accesos de cólera eran cortos y loschoques frecuentes, pero la desgraciacomún impidió que siguieran discutiendo.Sin embargo, fue el décimo día cuando los

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dos, unidos por un odio común, se hicieronsúbitamente amigos.

La temperatura había descendido hastadiecisiete grados bajo cero, y, por lastrazas, continuaría bajando. Jimmy sehallaba acurrucado en un rincón pensandoen las veces que, en Nueva York, se habíaquejado del calor de agosto ypreguntándose cómo podía haberlo hecho.Mientras tanto, Roy había movido susateridos dedos las veces suficientes paracalcular que tendrían que soportar el fríodurante 6.354 minutos más.

Contemplaba las cifras con hastío y lasleía a Jimmy. Este frunció el ceño y gruñó

—Tal como me encuentro, no duraré ni54 minutos, así que olvídate de los 6.354.—Después añadió con impaciencia—: Megustaría que pensaras en un medio parasalir de esto.

—Si no estuviéramos tan cerca del Sol—sugirió Roy—, podríamos poner enmarcha los motores traseros y elevarnosrápidamente.

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—Sí, y si aterrizáramos en el Sol,estaríamos muy cómodos y calientes ¡Eresuna gran ayuda!

—Bueno, tú eres el que se llama a símismo «Cerebro» Turner. Piensa tú en algo.Por el modo como hablas, cualquieracreería que todo esto es culpa mía.

—¡Claro que lo es, mono vestido dehombre! Mi sano juicio me aconsejaba nohacer este viaje de locos. CuandoMcCutcheon me lo propuso, me neguécategóricamente. Sabía lo que hacía. —Eltono de Jimmy era mordaz—. ¿Y quéocurrió? Como loco que eres, tú aceptas y teprecipitas donde un hombre sensatotemería poner el pie. Y entonces,naturalmente, yo tuve que aceptar.

»¿Y sabes lo que debería haber hecho?—la voz de Jimmy subió de tono—.Tendríaque haberte dejado marchar solo para quete helaras, mientras yo estaba sentado juntoa un enorme fuego, regocijándome por tusuerte. Es decir, de haber sabido lo que ibaa suceder.

Una expresión de sorpresa y amorpropio ofendido apareció en el rostro deRoy.

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—¿De veras? ¿Conque ésas tenemos?Bueno, lo único que puedo decir es quetienes una habilidad indudable paradesvirtuar los hechos, pero para ningunaotra cosa. La cuestión es que tú fuiste lobastante estúpido como para aceptar, y yo,pobre de mí, fui arrastrado por la fuerza delas circunstancias.

La expresión de Jimmy revelaba eldesdén más absoluto.

—Evidentemente, el frío te ha vueltochiflado, aunque reconozco que no senecesita demasiado para acabar con el pocojuicio que posees.

—Escucha —contestó Royacaloradamente—. El 10 de octubre,McCutcheon me llamó por el visor y me dijoque tú habías aceptado, riéndose de mí amandíbula batiente porque me negaba a ir.¿Acaso lo niegas?

—Sí, lo niego rotundamente. El 10 deoctubre, el aguafiestas me dijo que túhabías decidido ir y le habías apostadoque...

La voz de Jimmy se desvaneciósúbitamente y una expresión de asombroapareció en su rostro.

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—Dime... ¿estás seguro de queMcCutcheon te dijo que yo había aceptado?

Un escalofriante presentimiento atenazóel corazón de Roy al oír la pregunta deJimmy, un presentimiento que le hizoolvidar todo el frío que sentía.

—Absolutamente —contestó—. Te lojuro. Por eso vine.

—Pero si me dijo que tú habíasaceptado y por eso me decidí...

De pronto Jimmy se sintió muyestúpido. Los dos cayeron en un largo yominoso silencio, que al fin fue roto porRoy, cuya voz temblaba de emoción.

—Jimmy, hemos sido víctimas de untruco desdeñable, sucio y bajo. —Sus ojosse dilataron de furia—. Hemos sidoestafados, engañados... —las palabras lefallaron, pero siguió emitiendo sonidoscarentes de sentido, que manifestaban todasu ira.

Jimmy era más tranquilo, pero no elmenos vindicativo.

—Tienes razón, Roy; McCutcheon nos hajugado una mala pasada. Ha sobrepasadolos limites de la iniquidad humana. Pero nosvengaremos. Cuando lleguemos, dentro de

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6.300 minutos exactos, tendremos queajustar las cuentas al aguafiestas.

—¿Qué liaremos? —los ojos de Royreflejaban una alegría sanguinaria.

—Por el momento, sugiero que ledespedacemos y no dejemos de él más quediminutos trocitos.

—No es lo bastante horrible. ¿Y si lometiéramos en aceite hirviendo?

—Es algo razonable, sí; pero podríallevar demasiado tiempo. Propinémosle unabuena paliza al estilo antiguo... conmanoplas.

Roy se frotó las manos.—Tenemos mucho tiempo para pensar

en alguna medida realmente adecuada. Elmuy vil, miserable, cobarde, leproso... —Elresto degeneró fluidamente hacia loimpublicable.

Y durante los cuatro días siguientes, latemperatura siguió bajando. Eldecimocuarto y último día, el mercurio secongeló, mientras el sólido líquido rojoindicaba con su dedo helado los cuarentagrados bajo cero.

Aquel horrible día habían encendido laestufa, empleando toda su escasa reservade petróleo. Temblando y completamente

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helados, se agazaparon uno junto a otro, enun intento por aprovechar hasta la últimagota de calor.

Hacía varios días que Jimmy habíaencontrado un par de orejeras en un rincónolvidado, y ahora se las turnaban cada hora.Ambos se hallaban enterrados bajo unapequeña montaña de mantas, frotándose lasmanos y los pies casi helados. A medidaque transcurrían los minutos, suconversación, que versaba casiexclusivamente sobre McCutcheon, se volvíamás violenta.

—Siempre recitando esa consigna, milveces maldita, de Correos del Espacio:«Nuestro vuelo a través del es... —Jimmy seinterrumpió con una furia impotente.

—Sí, y siempre desgastando sillas envez de salir al espacio y hacer un trabajo dehombre, el podrido... —convino Roy.

—Bueno, saldremos de la zona dedesviación dentro de dos horas. Al cabo detres semanas estaremos en Venus —dijoJimmy, estornudando.

—Nunca será demasiado pronto para mí—contestó Snead, que llevaba dos díasresollando sin cesar—. No volveré a hacerotro viaje espacial en mi vida, excepto quizá

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el que me devuelva a la Tierra. Después deesto, cultivaré plátanos en Centroamérica.Por lo menos allí se está caliente.

—Quizá no logremos salir de Venus,después de lo que vamos a hacerle aMcCutcheon.

—No, en eso tienes razón. Pero noimporta. Venus es aún más cálido queCentroamérica y eso es lo único que meinteresa.

Tampoco tenemos problemas legales —Jimmy volvió a estornudar—. En Venus, lapena máxima por asesinato en primer gradoes la cadena perpetua. Una bonita, cálida yseca celda para el resto de mi vida. ¿Quémás podría desear?

La segunda manecilla del cronómetroseguía su paso uniforme; los minutospasaban. Las manos de Roy se posabanamorosamente sobre la palanca queconectaría los cohetes traseros para alejaral Helios del Sol y de aquella horrible zonade desviación.

Y al fin:—¡Adelante! —gritó Jimmy con

ansiedad—. ¡Apriétala!Con un gran estrépito, los cohetes se

pusieron en marcha. El Helios tembló de

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proa a popa. Los pilotos notaron que laaceleración les apretaba contra el respaldode sus asientos, y se sintieron felices. Encuestión de minutos, el Sol volvería a brillary ellos dejarían de tener frío, sentirían denuevo el bendito calor.

Sucedió antes de que se dieran cuentade ello. Hubo un momentáneo destello deluz y después un crujido y un clic, alcerrarse las portillas que miraban al Sol.

—Mira —gritó Roy—, ¡las estrellas! ¡Yahemos salido! —lanzó una extática miradade felicidad hacia el termómetro—. Bueno,viejo amigo, de ahora en adelantevolveremos a subir —se envolvió mejor enlas mantas, pues el frío aún persistía.

Había dos hombres en el despacho deFrank McCutcheon en la sucursal de Venusde Correos del Espacio Unido: el mismoMcCutcheon y el anciano de cabello blancoZebulon Smith, inventor del campodeflector. Smith estaba hablando.

—Pero, señor McCutcheon, es realmentede la mayor importancia que sepa cómo hafuncionado mi campo deflector.Seguramente le habrán transmitido toda lainformación posible.

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El rostro de McCutcheon era la acritudpersonificada mientras mordía el extremode uno de sus enormes cigarros y loencendía.

—Eso, mi querido Smith —dijo—, esjusto lo qué no han hecho. Desde que sealejaron del Sol lo bastante como paraestablecer comunicación, he solicitadocontinuos informes sobre la eficacia delcampo. Pero se niegan a contestar. Dicenque funciona y que están vivos, añadiendoque nos proporcionarán todos los detallescuando lleguen a Venus. ¡Eso es todo!

Zebulon Smith suspiró, decepcionado.—¿No es eso un poco insólito;

insubordinación, para llamarlo de algúnmodo? Creía que estaban obligados afacilitar informes y dar todos los detallesque se les pidiera.

—Así es. Pero son mis mejores pilotos ybastante temperamentales. Tenemos queconcederles cierto margen. Además, lesengañé para que hicieran este viaje,bastante arriesgado por cierto, así que mesiento inclinado a ser indulgente..

—Bien, en este caso, supongo quetendré que esperar.

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—Oh, no demasiado tiempo —le aseguróMcCutcheon—. Les esperamos hoy mismo,y le aseguro que en cuanto me ponga encontacto con ellos le enviaré un informedetallado. Después de todo, han sobrevividodurante dos semanas a una distancia detreinta millones de kilómetros del Sol, asíque su invento es un éxito. Eso deberíasatisfacerle.

Smith acababa de irse cuando lasecretaria de McCutcheon entró, con unaexpresión preocupada en su rostro.

—Algo va mal con los dos pilotos delHelios, señor McCutcheon —le informó—.Acabo de recibir una comunicación delmayor Wade desde Pallas City, donde hanaterrizado. Se han negado a asistir a losfestejos que se les había preparado, pero encambio fletaron inmediatamente un cohetepara venir aquí, negándose a revelar larazón. Cuando el mayor Wade trató dedetenerlos, se pusieron violentos, según medijo.

La muchacha dejó la comunicaciónsobre la mesa. McCutcheon la mirósuperficialmente

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—¡Humm! Son demasiadotemperamentales. Bueno, hágalos entrar encuanto lleguen. Yo haré que dejen de serlo.

Unas tres horas más tarde, el problemade los dos rebeldes pilotos volvió sobre eltapete, esta vez a causa de una súbitaconmoción en la sala de espera.McCutcheon oyó las coléricas voces de doshombres y después las aterrorizadasprotestas de su secretaria. De repente, lapuerta se abrió de par en par y Jim Turner yRoy Snead irrumpieron en el despacho.

Roy cerró tranquilamente la puerta yapoyó la espalda contra ella.

—No permitas que nadie me molestehasta que haya terminado —le dijo Jimmy.

—Nadie atravesará esta puerta duranteun buen rato —repuso sombríamente Roy—,pero recuerda que prometiste dejar algopara mí.

McCutcheon todavía no habíapronunciado ni una palabra, pero cuandovio que Turner sacaba casualmente un parde manoplas del bolsillo y se las ponía conactitud resuelta, decidió que era hora dedetener la comedia.

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—Hola, muchachos —dijo, con unacordialidad desacostumbrada en él—. Mealegro de volver a verles. Tomen asiento.

Jimmy ignoró la oferta.—¿Tiene algo que decir, algún postrer

deseo, antes de que empiece lasoperaciones? —preguntó e hizo rechinar losdientes con un desagradable sonido.

—Bueno, si me lo ponen de este modo—dijo McCutcheon—, tendré quepreguntarles exactamente lo que significatodo esto... si no es demasiado pedir. Quizáel deflector ha sido ineficaz y han tenido unviaje caluroso.

La única respuesta que recibió fue unresoplido de Roy y una fría mirada por partede Jimmy.

—Primero —dijo éste—, ¿de quién fue laidea del odioso y repugnante engaño quenos perpetró?

Las cejas de McCutcheon se alzaron porla sorpresa.

—¿Se refiere a las mentiras piadosasque les conté para convencerles de quefueran? Pero si eso no fue nada. Simplepráctica del oficio, nada más. Todos los díashago cosas peores que ésa y la gente las

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considera como rutina. Además, ¿qué malles ha hecho?

—Cuéntale nuestro agradable viaje,Jimmy —apremió Roy.

—Eso es exactamente lo que voy a hacer—fue la respuesta. Se volvió haciaMcCutcheon y adoptó un aire de mártir—.Primero, en este maldito viaje, nos freímosen una temperatura que alcanzó los sesentay cinco grados, pero era de esperar y no nosquejamos; estábamos a media distanciaentre Mercurio y el Sol.

»Pero después, entramos en esa zonadonde la luz nos rodea y empezamos aperder calor, pero no un sólo grado al díatal como te enseñan en la escuela de pilotos—se interrumpió para soltar unas cuantasmaldiciones nuevas que se le acababan deocurrir, y luego continuó—: Al cabo de tresdías, estábamos a treinta y siete y despuésde una semana, habíamos bajado de cero.

»Entonces, durante una semana entera,siete largos días, seguimos nuestro curso auna temperatura muy inferior a cero. Elúltimo día hacía tanto frío que el mercuriose congeló.

La voz de Jimmy se elevó hastaquebrarse, y en la puerta, un acceso de

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compasión de sí mismo hizo que Roylanzara un fuerte suspiro. McCutcheonpermaneció inescrutable.

Jimmy prosiguió:—Allí estábamos sin un sistema de

calefacción, de hecho, sin calor de ningunaclase, ni siquiera ropa caliente. Noscongelamos, maldita sea. Teníamos quefundir la comida y derretir el agua.Estábamos rígidos, no podíamos movernos.Le aseguro que era un infierno, con latemperatura contraria. —Hizo una pausa,como si le faltaran las palabras.

Roy Snead le relevó de la carga.—Estábamos a treinta millones de

kilómetros del Sol y yo tenía las orejascongeladas. Congeladas, he dicho. —Sacudió amenazadoramente el puño debajode la nariz de McCutcheon—. Y fue culpasuya. ¡Usted nos convenció con engaños!Mientras nos helábamos, nos prometimosque volveríamos y le daríamos su merecido,y ahora vamos a cumplir nuestra promesa.—Se volvió hacia Jimmy—. Adelante,empieza, ¿quieres?

Jimmy gruñó un lacónico asentimiento.—¿Y se congelaron durante una semana

a causa de eso? —continuó McCutcheon.

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Un nuevo gruñido.Y entonces sucedió algo muy extraño e

insólito. McCutcheon, «el viejo aguafiestas»,el hombre sin el músculo de la risa, sonrió.Realmente mostró sus dientes en una mediasonrisa. Y lo que es más, la sonrisa seensanchó más y más hasta convertirse enverdadera risa, y la risa en un bramido. Conuna estentórea carcajada, McCutcheoncompensó toda una vida de triste acritud.

Las paredes retumbaron, los vidrios delas ventanas temblaron, y las homéricascarcajadas no cesaron, Roy y Jimmy,completamente estupefactos, no dabancrédito a sus ojos. Un desconcertadocontable asomó la cabeza por la puerta enun acceso de temeridad y se quedó inmóvilpor la sorpresa. Otros se agolparon junto ala puerta, hablando en asombradossusurros. ¡McCutcheon se había reído!

La hilaridad del viejo director general secalmó gradualmente. Terminó con un súbitoahogo y al fin volvió un rostro de colorpúrpura hacia sus dos mejores pilotos, cuyasorpresa hacía rato que se había trocado enindignación.

—Muchachos —les dijo—, ha sido elmejor chiste que he oído en mi vida. Pueden

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contar con una paga doble, los dos. —Seguía sonriendo con precisión y habíadesarrollado un buen ataque de hipo.

Los dos pilotos se quedaron fríos ante elatractivo ofrecimiento.

—¿Qué es tan sumamente divertido? —quiso saber Jimmy—, yo no encuentroningún motivo de risa.

La voz de McCutcheon se hizo melosa.—A ver, muchachos, antes de irme les di

a cada uno de ustedes varias hojasmimeografiadas con instruccionesespeciales. ¿Qué ha sido de ellas?

La atmósfera se llenó de un súbitodesconcierto.

—No lo sé. Debí perder las mías —murmuró Roy.

—No las leí; lo olvidé —Jimmy estabagenuinamente consternado.

—Ya lo ven —exclamó McCutcheon conaire de triunfo—, todo se ha debido a supropia estupidez.

—¿Cómo se le ocurrió? —quiso saberJimmy—. El mayor Wade nos dijo todo loque teníamos que saber acerca de la nave, ypor otra parte, me parece que usted nopuede decirnos nada nuevo sobre sufuncionamiento.

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—Oh, ¿así lo cree? Evidentemente Wadese olvidó de informarles sobre un pequeñodetalle que hubieran encontrado en misinstrucciones. La intensidad del campodeflector era ajustable. Dio la casualidad deque, cuando ustedes partieron, estaba en supunto máximo, eso es todo. —Ahoraempezaba a reír de nuevo débilmente—. Sise hubieran tomado la molestia de leer lashojas, se hubiesen enterado de que unsencillo movimiento de una pequeñapalanca —hizo el gesto apropiado con elpulgar— habría debilitado el campo en lacantidad deseada y permitido que penetraratanta radiación como se quisiera.

Y ahora la risa fue más fuerte.—Y se helaron durante una semana

porque no tuvieron el sentido común deempujar una palanca. Y después mismejores pilotos llegan aquí y me culpan.¡Qué divertido! —y empezó a reír de nuevo,mientras un par de jóvenes muyavergonzados se dirigían miradas desoslayo.

Cuando McCutcheon volvió a su estadonormal, Jimmy y Roy se habían marchado.

Abajo, en la calle contigua al edificio, unmuchacho de diez años contemplaba, con la

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boca abierta y abstracción intensa, a doshombres jóvenes que se hallabancomprometidos en la ocupación extraña ybastante sorprendente de darse patadasuno a otro alternativamente. ¡Y además,eran patadas con muy mala intención!

Cuando escribí Un anillo alrededor del solme gustaron mucho los dos protagonistas,Turner y Snead. Recuerdo que tuve la intenciónde escribir otros relatos sobre la pareja. Era unaidea natural, pues a finales de los años 30había muchas «series» de relatos acerca de unprotagonista, o varios, determinado. El propioCampbell había escrito unas deliciosashistorietas sobre dos hombres llamados Pentony Blake, y yo ansiaba realizar una imitación deestos personajes.

Escribir «series» tenía cierto interéspráctico. Por una parte, tenías un trasfondodeterminado que se proseguía de relato enrelato, así que la mitad del trabajo ya estabahecho. En segundo fugar, si la «serie» se hacíapopular, era difícil rechazar nuevos relatos queencajaran en ella.

No lo hice con Turner y Snead. De hecho, nisiquiera lo intenté. Llegaría un día, dos años

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más tarde, en que inventaría una pareja deprotagonistas muy similares, Powell yDonovan, que aparecerían en cuatro relatos yque realmente iban a formar parte de una«serie que tuvo mucho éxito.

A finales de agosto de 1938, había escritocinco relatos, de los cuales se publicaron tres.¡No está mal!

Sin embargo, siguió una temporada sininspiración. Estaba terminando mi tercer añode Universidad e intentaba, sin éxito, lograr miadmisión en la Facultad de Medicina. Lasituación en Europa era inquietante. Era laépoca de la capitulación de Munich, y para unadolescente judío haba algo de perturbador enlas rápidas y triunfales victorias de Hitler.

Los tres relatos siguientes no me llevaronun mes, como los tres precedentes, sino tresmeses. Y todos estaban muy por debajo de loslímites de una posible venta aun en el mercadomás indulgente. Eran El proyectil, El curso deldestino y Knossos en su esplendor. Campbelllos rechazó enseguida, y todos hicieron laronda sin éxito. Llegó un día, tres añosdespués, en que Astonishing parecióinteresarse por El proyectil, pero el intento

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fracasó y los otros dos ni siquiera llegaron aesto.

Ahora los tres relatos han desaparecidopara siempre. No recuerdo nada en absoluto delos dos primeros, pero Knossos en su esplendorera una ambiciosa tentativa por repetir el mitode Teseo en términos de ciencia ficción. Elminotauro era un extraterrestre que llegó a laantigua Creta con las mejores intenciones, yrecuerdo que escribí una prosa terriblementeampulosa al tratar de que mis cretenseshablaran tal como yo creía que debían hablarlos personajes de Homero. Campbell, siempreamable, dijo al rechazarlo que mi trabajo«estaba mejorando mucho, en especial cuandono me esforzaba en causar efecto».

Cuando estaba escribiendo Knossos en suesplendor acababa de recibir el cheque porAbandonados cerca de Vasta y ya era unprofesional. Mi animación aumentó en ladebida forma, y hacia finales de noviembreescribí, Amonio, que también era una tentativa(como Un anillo alrededor del sol) humorística.

Sin embargo, estaba seguro de que aCampbell no le gustaría y no llegué amostrárselo. En lugar de eso, lo envié aThrilling Wonder Stories. Cuando lo rechazaron,me desanimé y lo retiré. Sólo después de que

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Futura Fiction aceptara Un anillo alrededor delsol, pensé que también haría la prueba coneste otro.

El 23 de agosto de 1939, lo envié a FutureFiction, que lo aceptó, cambiando su nombrepor el de La magnífica posesión.

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La magnífica posesión

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3LA MAGNÍFICA POSESIÓN

Walter Sills estaba meditando, comohacía muy a menudo, que la vida era dura ytriste. Paseó una mirada por su sórdidolaboratorio químico y sonrió cínicamente...Trabajar en un sucio agujero como aquél,vivir de ocasionales análisis minerales cuyapaga apenas llegaba para comprar el equipoabsolutamente indispensable, mientrasotros, que valían mucho menos que él,trabajaban para grandes empresasindustriales y vivían con máscomodidades...

Contempló el río Hudson a través de laventana, bañado por la luz rojiza del solponiente, y se preguntó con mal humor silos últimos experimentos que había

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realizado le proporcionarían finalmente lafama y el éxito que perseguía, o si no eranmás que otra falsa alarma.

La puerta chirrió al ser abierta y elalegre rostro de Eugene Taylor hizo suaparición. Sills le hizo un gesto debienvenida y el cuerpo de Taylor siguió a sucabeza y entró en el laboratorio.

—Hola, viejo amigo —fue el alegre ydespreocupado saludo—. ¿Cómo van lascosas?

Sills meneó la cabeza ante laexuberancia del otro.

—Me gustaría poseer tu confianza en lavida, Gene. Para tu información, las cosasvan mal. Necesito dinero, y cuanto másnecesito, menos tengo.

—Bueno, yo tampoco tengo dinero —repuso Taylor—. Pero ¿por quépreocuparse? Tienes cincuenta años, y laspreocupaciones no te han aportado más queuna buena calvicie. Yo tengo treinta, yquiero conservar mi bonito cabello castaño.

El químico sonrió.—Aún conseguiré el dinero, Gene. Déjalo

de mi cuenta.—¿Acaso tus nuevas ideas están

tomando forma?

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—Casi no te he hablado de ellas,¿verdad? Pues acércate y te mostraré losprogresos que he realizado.

Taylor siguió a Sills hasta una mesapequeña, en la que había un soporte llenode tubos de ensayo, en uno de los cualeshabía unos diez milímetros de una brillantesustancia metálica.

—Mezcla de sodio y mercurio, oaleación de sodio, como se la denomina —explicó Sills señalándola.

Tomó una botella con la etiqueta«Cloruro de amonio Sol» y vertió un poco enel tubo. Inmediatamente, la aleación desodio empezó a convertirse en unasustancia esponjosa y suelta.

—Esto, —observó Sills— es aleación deamonio. El radical de amonio (NH4) actúaaquí como un metal y se une al mercurio.

Aguardó a que se consumara latransformación y entonces separó el líquidoflotante.

—La aleación de amonio no es muyestable —informó a Taylor—, así que he deactuar deprisa.

Cogió un frasco lleno de un líquido decolor paja y olor agradable y lo vertió en eltubo de ensayo. Al agitarlo, la suelta

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aleación de amonio se desvaneció y en sulugar apareció una pequeña bola de líquidometálico.

Taylor contemplaba el tubo de ensayocon la boca abierta.

—¿Qué ha pasado?—Este, líquido es un complejo derivado

de la hidrazina que yo he descubierto ydenominado amonalina. Todavía no hetrabajado en su fórmula, pero eso no tieneimportancia. Lo esencial es que tiene lapropiedad de disolver el amonio a partir dela aleación. Esas gotas del fondo sonmercurio puro; el amonio está en solución.

Taylor continuó silencioso y Sills seentusiasmó.

—¿No ves las implicaciones? ¡Estoy amedio camino de aislar el amonio puro, algoque nunca se había logrado hasta ahora!Una vez hecho, significará la fama, el éxito,el premio Nobel, y quién sabe qué más.

—¡Caramba! —la mirada de Taylor sehizo más respetuosa—. Esa sustanciaamarilla no me parecía tan importante. —Trató de agarrarla, pero Sills se lo impidió.

—No he terminado, en ningún aspecto,Gene. Tengo que convertirla en su estadometálico libre, y hasta ahora no he podido.

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Cada vez que intento evaporar la amonalina,el amonio se descompone en los eternosamoníaco e hidrógeno... Pero loconseguiré... ¡lo conseguiré!

Dos semanas después, tuvo lugar elepílogo de la escena anterior. Taylor recibióuna rápida y enfática llamada de su amigoquímico y apareció en el laboratorioinvadido por una gran curiosidad.

—¿Lo has conseguido?—Lo he conseguido— ¡y es aún más

importante de lo que creía!— Meproporcionará millones —los ojos de Sillsbrillaron de embeleso.

—Había estado trabajando desde unángulo equivocado —explicó—. Al calentarel disolvente siempre se descompone elamonio disuelto, así que lo he separado porcongelación. Ocurre lo mismo que con lassoluciones salinas, que al ser congeladaslentamente, se transforman en hielo, y la salse cristaliza. Por suerte, la amonalina secongela a 18 °C y no requiere muchoenfriamiento.

Señaló dramáticamente una pequeñacubeta, dentro de un recipiente de cristal.La cubeta contenía unos cristales sin brillo,de color paja y similares a una aguja y, en la

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parte superior, se distinguía una delgadacapa de una sustancia amarillenta y opaca.

—¿Para qué sirve el recipiente? —preguntó Taylor.

—Lo he llenado de argón para mantenerel amonio (que es la sustancia amarilla deencima de la amonalina) puro. Es tan activoque reacciona con cualquier cosa que nosea un gas similar al helio.

Taylor estaba maravillado y dio unosgolpecitos en la espalda de su sonrienteamigo.

—Espera, Gene, aún falta lo mejor.Taylor se vio arrastrado hasta el otro

extremo de la habitación y el temblorosodedo de Sills señaló otro recipienteherméticamente cerrado que contenía unamasa de metal de color amarillo brillante,que relucía y centelleaba.

—Esto, amigo mío, es óxido de amonio,formado al pasar aire absolutamente secosobre metal de amonio libre. Es inerte porcompleto (el recipiente sellado contiene unpoco de cloro, por ejemplo, y sin embargono hay reacción). Puede ser tan económicocomo el aluminio, si no menos, y sigueteniendo más aspecto de oro que el mismooro. ¿Te haces cargo de sus posibilidades?

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—¿Y cómo no? —explotó Taylor—.Arrasará el país. Se harán joyas de amonio,vajillas plateadas con amonio, y un millónde cosas más. ¿Quién sabe las innumerablesaplicaciones industriales que puede tener?Eres rico, Walt..., ¡eres rico!

—Somos ricos —corrigió amablementeSills. Se dirigió al teléfono—. Los periódicasvan a enterarse de esto. Voy a empezar ahacerme famoso en seguida.

Taylor frunció el ceño.—Quizá sería mejor que guardaras el

secreto, Walt.—Oh, no les diré nada sobre el proceso.

No les revelaré más que la idea general.Además, estamos a salvo; la solicitud de lapatente ya debe estar en Washington.

¡Pero Sills se equivocaba! El artículo delperiódico iba a ocasionarles dos días muy,muy agitados a los dos.

J. Throgmorton Bankhead es a quiencomúnmente conocemos como «rey de laindustria». Como director de la SociedadAnónima de Plateados y Cromados no hayduda de que merecía el título; pero para supaciente y resignada esposa, no era más

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que un marido dispéptico y gruñón, sobretodo a la hora de desayunar... y ahoraestaba desayunando.

Estrujando bruscamente el periódicomatinal, farfullando entre mordisco ymordisco a una tostada con mantequilla:

—Este hombre arruinará al país —señaló horrorizado los grandes titulares deletra negra—. Ya lo he dicho antes y lorepito ahora, que el hombre está más locoque una cabra. No estará satisfecho...

—Joseph, por favor —rogó su esposa—,tienes la cara congestionada. Acuérdate detu presión alta. Ya sabes que el médico tedijo que dejaras de leer las noticias deWashington si te trastornan tanto. Ahoraescucha, querido, se trata de la cocinera.Está...

—El médico es un tonto de remate y tútambién —gritó J. Throgmorton Bankhead—. Leeré todas las noticias que quiera ytendré la cara congestionada, si así meplace.

Se llevó la taza de café a la boca y tomóun sorbo. Mientras tanto, sus ojostropezaron con un titular más insignificantehacia el final de la página: «Un científicodescubre un sustituto del oro». La taza de

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café permaneció en el aire mientras recorríael artículo rápidamente. «Este nuevo metal»—leyó— está considerado por sudescubridor como superior al cromo, níquel,o plata para joyería económica. "Elfuncionario que cobre un sueldo de veintedólares por semana —dice el profesorSills— comerá en una vajilla de amonio quetendrá un aspecto más impresionante que lavajilla de oro de un nabab indio." No tiene...

Pero J. Throgmorton Bankhead habíadejado de leer. Visiones de una SociedadAnónima de Plateados y Cromadosarruinada danzaban ante sus ojos; ymientras lo hacían, la taza de café setambaleó en su mano, y el líquido calientecayó sobre sus pantalones.

Su esposa se levantó, alarmada—¿Qué ocurre Joseph? ¿Qué ocurre?—Nada —gritó Bankhead—. Nada, por

el amor de Dios, vete, ¿quieres?Salió a grandes zancadas de la

habitación, mientras su esposa buscaba enel periódico lo que le había perturbado deaquel modo.

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La Taberna de Bob de la calle quincesuele estar llena a todas horas, pero lamañana a la que nos referimos no habíamás que cuatro o cinco hombres bastantemal vestidos rodeando la corpulenta y dignafigura de Peter Q. Hornswoggle, eminente excongresista.

Peter Q. Hornswoggle hablaba, como decostumbre, con fluidez. Su tema, tambiéncomo siempre, era la vida de uncongresista.

—Recuerdo un caso parecido —estabadiciendo— que se presentó a discusión en laCámara, y sobre el que respondí losiguiente: «El eminente caballero de Nevadaha descuidado en su informe un aspectomuy importante del problema. No se dacuenta de que, en interés de toda la nación,los mondadores de manzanas del paísdeben ser atendidos rápidamente; porque,caballeros, de la prosperidad de losmondadores de manzanas depende el futurode toda la industria frutera y sobre laindustria frutera se basa toda la economíade esta gran y gloriosa nación, los EstadosUnidos de América.»

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Hornswoggle hizo una pausa, bebiómedia pinta de cerveza de un trago y luegosonrió triunfante.

—No vacilo en decirles, caballeros, queante dicha declaración, toda la Cámaraestalló en entusiásticos y tumultuososaplausos.

Uno de los oyentes allí congregadossacudió lentamente la cabeza en señal deadmiración.

—Debe ser fantástico poder hablar así,senador. Debía causar sensación.

—Sí —convino el camarero—, es unalástima que le derrotaran en las últimaselecciones.

El ex congresista hizo una mueca y enun tono muy digno comenzó:

—He sido informado, por fuentes detoda confianza, de que el uso del sobornoen esta campaña alcanzó proporciones in...

Su voz se extinguió súbitamente aldistinguir cierto artículo en el periódico deuno de sus oyentes. Se lo arrebató y lo leyóen silencio, mientras sus ojos brillaban conuna nueva idea.

—Amigos míos —dijo, volviéndose denuevo hacia ellos—, creo que debo dejarles.Tengo algo urgente que hacer en el

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Ayuntamiento. —Se inclinó hacia elcamarero para susurrarle—: ¿No tendríasveinticinco centavos por casualidad? Me heolvidado la cartera en el despacho delalcalde. Mañana te los devolveré sin falta.

Agarrando la moneda, entregada demala gana, Peter Q. Hornswoggle salió.

En una reducida y mal iluminadahabitación enclavada en el primer tramo dela Primera Avenida, Michael Maguire,conocido por la policía por el nombre máseufónico de Mike el Bala, limpiaba su fielrevólver y tarareaba una discordantemelodía. La puerta se abrió lentamente yMike levantó la vista.

—¿Eres tú, Slappy?—Sí —un tipo enjuto y de baja estatura

se introdujo en la habitación—. Te traigo eldiario de la noche. Los polis siguencreyendo que Bragoni hizo el trabajo.

—¿Sí? Eso es bueno. —Se inclinódespreocupadamente sobre el revólver—.¿Alguna otra cosa?

—¡No! Una mujer que se ha suicidado,pero nada más.

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Lanzó el periódico a Mike y se fue. Mikese recostó y hojeó el diario conaburrimiento.

Un titular le llamó la atención y leyó elcorto artículo que seguía. Al acabarlo, tiró elperiódico, encendió un cigarrillo y se puso apensar intensamente. Luego abrió la puerta.

—Eh tú, Slappy, ven aquí. Tenemos quehacer un trabajo.

Walter Sills era feliz, deliciosamentefeliz. Recorría su laboratorio como un reysus dominios, contoneándose como un pavoreal, complaciéndose en su recién adquiridagloria. Eugene Taylor estaba sentado y lemiraba, casi tan satisfecho como él mismo.

—¿Qué se siente al ser famoso? —quisosaber Taylor.

—Como si tuvieras un millón de dólares;y ésta es la cantidad por la que venderé elsecreto del metal de amonio. De ahora enadelante viviré en la opulencia.

—Déjame los detalles prácticos a mí,Walt. Hoy me pondré en contacto conStaples, de Aceros Aguila. Te ofrecerá unprecio decente.

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Sonó el timbre y Sills se levantó de unsalto. Corrió a abrir la puerta.

—¿Vive aquí Walter Sills? —El corpulentoy ceñudo visitante le contempló conarrogancia.

—Sí, yo soy Sills. ¿Quería verme?—Sí. Me llamo J. Throgmorton

Bankhead y represento a la SociedadAnónima de Plateados y Cromados Megustaría hablar un momento con usted.

—Entre. ¡Entre! Este es Eugene Taylor,mi socio. Puede hablar con toda libertaddelante de él.

—Muy bien. —Bankhead se sentópesadamente—. Supongo que se imaginanla razón de mi visita.

—Seguramente habrá leído lo del nuevometal de amonio en los periódicos.

—Así es. He venido para saber si lahistoria es cierta y comprarle el proceso, silo hay.

—Puede verlo por sí mismo, señor —Sills guió al magnate hasta donde se hallabael recipiente lleno de argón que contenía lospocos gramos de amonio puro— Ese es elmetal. Aquí encima, a la derecha, está elóxido, un óxido que es más metálico que el

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mismo metal. El óxido es lo que losperiódicos llaman «sustituto del oro».

El rostro de Bankhead no mostró ni unapizca de la consternación que sintió alcontemplar el óxido con desánimo.

—Sáquelo de ahí —dijo—, y déjemeverlo.

Sills movió negativamente la cabeza.—No puedo, señor Bankhead. Estas son

las primeras muestras de amonio y óxido deamonio que se han conseguido. Son piezasde museo. No me cuesta nada hacerle más,si lo desea.

—Tendrá que hacerlo, si espera queinvierta mi dinero en esto. Convénzame yestaré dispuesto a comprarle la patentehasta por... digamos, mil dólares.

—¡Mil dólares! —exclamaron al unísonoSills y Taylor.

—Un buen precio, caballeros.—Un millón seria mejor —gritó Taylor en

tono ultrajado—. Este descubrimiento esuna mina de oro.

—¡Nada menos que un millón! Ustedessueñan, caballeros. La cuestión es que micompañía hace años que está sobre la pista

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del amonio, y nos hallamos a punto deresolver el problema. Desgraciadamente,usted nos ha vencido por una semana, y yoquiero comprarle la patente para evitar a micompañía mayores molestias.Naturalmente, comprenderá que si rehusami precio, puedo seguir adelante y fabricarel metal, empleando mi propio proceso.

—Le demandaremos si lo hace —dijoTaylor.

—¿Acaso tienen dinero para un pleitolargo, lento y caro? —Bankhead sonrióaviesamente—. Yo sí que lo tengo. Noobstante, para demostrarles que soyrazonable, fijaré el precio en dos mil dólares

—Ya ha oído nuestro precio —contestóinflexiblemente Taylor—, y no tenemos nadamás que decir.

—De acuerdo, caballeros —Bankhead sedirigió hacia la puerta—, piénsenlo. Estoyseguro de que entrarán en razón.

Abrió la puerta y descubrió la simétricasilueta de Peter Q. Hornswoggle inclinadoante el ojo de la cerradura en extasiadaconcentración. Bankhead dejó oír una risitadespectiva y el ex congresista se puso enpie de un salto, saludando dos o tres veces

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con la cabeza, a falta de algo mejor quehacer.

El financiero pasó desdeñosamentejunto a él y Hornswoggle entró, dio unportazo y se encaró con los dos asombradosamigos.

—Ese hombre, queridos señores, es unmalhechor de gran riqueza, un realistaeconómico. Pertenece a ese tipo depersonas dominadas por el interés que sonla ruina de este país. Han hecho muy bienrechazando su oferta —se puso la manosobre el amplio pecho y les sonrió conafabilidad.

—¿Quién diablos es usted? —exclamóTaylor, recuperándose súbitamente de susorpresa inicial.

—¿Yo? —Hornswoggle se sintiódesconcertado—. Pues..., soy Peter QuintusHornswoggle. Seguramente me conocen.Formé parte del Congreso el año pasado.

—Nunca había oído su nombre conanterioridad. ¿Qué es lo que quiere?

—¡Válgame Dios! He leído en losperiódicos su magnífico descubrimiento yhe venido a ofrecerles mis servicios.

—¿Qué servicios?

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—Bueno, al fin y al cabo, ustedes dos noson hombres de mundo. Con su nuevoinvento, son una presa fácil para cualquierpersona egoísta y con pocos escrúpulos quese presente... como Bankhead, por ejemplo.Por lo tanto, un hombre de negociospráctico, como yo, con experiencia delmundo, sería una inestimable ayuda paraustedes. Podría ocuparme de sus asuntos,cuidar los detalles, procurar que...

—Todo por nada, naturalmente, ¿eh? —preguntó Taylor can sarcasmo.

Hornswoggle sufrió un ataque de tosconvulsiva.

—Pues, como es natural, había pensadoque podrían asignarme un reducido interésde su descubrimiento.

Sills, que había permanecido silenciosodurante toda la conversación, se pusorepentinamente en pie.

—¡Váyase de aquí! ¿Me ha oído? Váyase,antes de que llame a la policía.

—Pero, profesor Sills, no se excite. —Hornswoggle retrocedió hacia la puerta queTaylor había abierto. La traspasó, todavíaprotestando, y murmuró un juramentocuando la puerta se cerró de golpe tras él.

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Sills se dejó caer en la silla más cercanacon cansancio.

—¿Qué debemos hacer, Gene? No ofrecemás que dos mil. Hace una semana esohubiera superado todas mi esperanzas, peroahora...

—No pienses más en eso. Este tipo hapretendido engañarnos. Escucha, voy allamar a Staples inmediatamente. Se lovenderemos por lo que podamos conseguir(lo más posible), y si entonces haydificultades con Bankhead... bueno, seráasunto de Staples. —Le dio una palmada enla espalda—. Nuestras dificultadesprácticamente han terminado.

Sin embargo, por desgracia, Taylorestaba en un error; sus dificultades nohabían hecho más que comenzar.

Al otro lado de la calle, una figurafurtiva, de ojos pequeños y brillantes queasomaban tras el cuello levantado delabrigo, vigilaba cuidadosamente la casa. Unpolicía curioso lo hubiera identificado comoSlappy Egan si se hubiera molestado enmirarle, pero ninguno lo hizo y Slappycontinuó vigilando.

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—¡Caracoles! —murmuró para sí—, esova a estar chupado. Está en el piso de abajo,la ventana de atrás puede abrirse con unpico cualquiera, no hay alarma, ni nada —emitió una risita entre dientes y se alejó.

Slappy no era el único que tenía un plan.Peter Q. Hornswoggle, mientras se alejaba,maduraba las extrañas ideas que producíasu macizo cráneo..., ideas que implicabancierta cantidad de acciones poco ortodoxas.

Y J. Throgmorton Bankheaddesarrollaba igual actividad. Como miembrode esa clase de personas imperiosasconocidas como «trafagonas» y carente porcompleto de escrúpulos sobre el medio deconseguir lo que quería, sin la menorintención de pagar un millón de dólares porel secreto del amonio, consideró necesariorecurrir a uno de sus conocidos.

Este, aunque muy útil, era un pocodesagradable, y Bankhead creyóconveniente tener mucho cuidado yprudencia a lo largo de su entrevista. Sinembargo, la conversación que sobrevinoconcluyó de forma muy agradable paraambos.

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Walter Sills despertó de un sueñointranquilo con sorprendente brusquedad.Escuchó ansiosamente un momento y luegose inclinó para sacudir a Taylor. No recibiómás respuesta que unos sonidosincoherentes.

—Gene, Gene, ¡despiértate! ¡Vamos,levántate!

—¿Eh? ¿Qué pasa? ¿Por qué memolestas...?

—¡Calla! Escucha, ¿lo oyes?—No oigo nada. Déjame en paz,

¿quieres?Sills se puso un dedo sobre los labios y

Taylor calló. Se oía un ruido de pisadasabajo, en el laboratorio.

Los ojos de Taylor aumentaron detamaño y el sueño los abandonócompletamente.

—¡Ladrones! —susurró.Los dos se deslizaron fuera de la cama,

se pusieron la bata y las zapatillas, yavanzaron de puntillas hacia la puerta.Taylor llevaba un revólver y abrió la marchaescaleras abajo.

Quizá se hallaban a mitad del tramo,cuando oyeron un repentino grito desorpresa, seguido por una serie de ruidos

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estridentes. Esto duró unos momentos ydespués se oyó un gran estrépito decristales.

—¡Mi amonio! —gritó Sills con vozalarmada, y se precipitó escaleras abajo,evitando los brazos de Taylor, que tratabade detenerle.

El químico irrumpió en el laboratorio,seguido de cerca por su iracundo socio yencendió la luz. Dos personas que estabanluchando parpadearon, cegadas por lasúbita iluminación. y se separaron.

Taylor las apuntó con el revólver.—Bueno, es un bonito espectáculo —

dijo.Uno de los dos se puso

tambaleantemente en pie en medio de unmontón de cubetas y frascos rotos, y,apretándose un corte que tenía en lamuñeca, inclinó su grueso cuerpo en unsaludo todavía digno. Era Peter Q.Hornswoggle.

—No hay duda —dijo, mirando connerviosismo el arma de fuego— de que lascircunstancias parecen sospechosas, peropuedo explicarlo todo fácilmente. Verán, apesar del rudo trato que he recibido tras

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formular mi razonable proposición, sentíaun gran interés por ustedes dos.

»Por lo tanto, como hombre de mundo,y conociendo la maldad del género humano,decidí vigilar su casa esta noche, ya que vique no habían tomado precauciones contralos ladrones. Juzguen mi sorpresa al ver aesa sospechosa criatura —señaló al matónde nariz aplastada que aún continuaba en elsuelo, completamente aturdido—introduciéndose en la casa por la ventanaposterior.

»Inmediatamente, he arriesgado vida ymiembros en seguir al criminal, intentandosalvar su gran descubrimiento por todos losmedios. Realmente creo que lo que hehecho tiene mucho mérito. Estoy seguro deque verán que soy una persona útil y quereconsiderarán sus respuestas a misproposiciones.

Taylor escuchó todo esto con unasonrisa cínica.

—No hay duda de que miente conmucha facilidad, ¿verdad, P. Q.?

Hubiera proseguido largo rato y conmayor energía si el otro ladrón no hubieselevantado súbitamente la voz en unadecidida protesta:

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—Caracoles, jefe, ese gordo patán sólointenta meterme en un lío. Yo no hago másque obedecer órdenes, jefe. Un tipo me hacontratado para venir a robar la caja fuertey sólo estoy ganando un dinero honrado.Nada más que un pequeño robo de dinero,jefe, no pensaba hacer daño a nadie.

»Entonces, justo cuando iba a ponermea trabajar... entrando en calor, por asídecirlo... entra ese tipejo con un cincel y unsoplete y va hacia la caja. Bueno,naturalmente, no me gusta tenercompetencia, así que me lanzo sobre él yluego...

Pero Hornswoggle se había erguido conhelada arrogancia.

—Veremos si la palabra de un gángstervale más que la de alguien que, puedodecirlo sinceramente, fue, en su tiempo, unode los miembros más eminentes del gran...

—Callen los dos —gritó Taylor,moviendo amenazadoramente la pistola—.Voy a llamar a la policía y podránmolestarlos a ellos con sus historias. Dime,Walt, ¿está todo en orden?

—Creo que sí. —Sills regresó de suinspección por el laboratorio—. Sólo han

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destrozado cubetas vacías. Todo lo demásestá intacto.

—Perfectamente —empezó Taylor, yentonces se interrumpió, consternado.

Desde el pasillo, entró un individuotranquilo, con el sombrero muy tirado sobrelos ojos. Un revólver, sostenido conexperiencia, cambió considerablemente lasituación.

—O.K. —gruñó a Taylor—, ¡tira lapistola!

El arma de este último resbaló por susdedos recios y golpeó el suelo con un ruidoseco.

El nuevo intruso examinó a los otroscuatro con una mirada sardónica.

—¡Bueno! Así que había otros dostratando de adelantárseme. Este lugarparece muy concurrido.

Sills y Taylor permanecieroninmovilizados por la sorpresa, mientras losdientes de Hornswoggle castañeteabanenérgicamente. El primer gángsterretrocedió unos pasos con intranquilidad,mientras murmuraba:

—Por todos los diablos, es Mike el Bala.

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—Sí —gruñó Mike—, el mismo. Haymuchos tipos que me conocen y saben queno me asusta apretar el gatillo siempre quetengo ganas. Vamos, calvo, empieza atrabajar. Ya sabes... el material sobre tu orofalso. Vamos, antes de que cuente cinco.

Sills se dirigió lentamente hacia laantigua caja fuerte que había en un rincón.Mike retrocedió con negligencia para dejarlepaso y, al hacerlo, la manga de su abrigorozó un estante. Una botellita de solución desulfato de sodio se tambaleó y cayó.

Súbitamente inspirado, Sills gritó:—¡Dios mío, cuidado! ¡Es nitroglicerina!La botella golpeó el suelo con un gran

tintineo de cristales rotos, e,involuntariamente, Mike dio un grito y saltóa un lado con violenta consternación. Y alhacerlo, Taylor se abalanzó sobre él con unrápido movimiento. Al mismo tiempo, Sillsse apresuró a recuperar la caída arma deTaylor para apuntar a los otros dos. Sinembargo, ya no era necesario. Al iniciarse laconfusión, ambos habían desaparecidoapresuradamente en la oscuridad de lanoche de donde habían venido

Taylor y Mike el Bala rodaron por elsuelo del laboratorio, abrazados en una

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lucha desesperada mientras Sills les seguía,rogando por un momento de relativaquietud que le permitiera poner el revólveren súbito y agudo contacto con el cráneodel gángster.

Pero tal momento no llegó. De repenteMike se abalanzó, agarró por sorpresa aTaylor por debajo de la barbilla, y se liberó.Sills gritó con consternación y apretó elgatillo en dirección a la figura que huía. Eldisparo no dio en el blanco y Mike escapóileso. Sills no intentó seguirle.

Un chorro de agua fría devolvió elconocimiento a Taylor. Sacudió la cabezacon aturdimiento al contemplar el desordenreinante.

—¡Caramba! —dijo—.¡Vaya noche!Sills gruñó:—¿Qué vamos a hacer ahora, Gene?

Nuestras mismas vidas están en peligro.Nunca pensé en la posibilidad de unosladrones, si no, no hubiera comunicado eldescubrimiento a los periódicos.

—Oh, bueno, el mal ya está hecho. Nosirve de nada lamentarse. Ahora, escucha,lo primero que tenemos que hacer esacostarnos otra vez. No volverán amolestarnos esta noche. Mañana ve al

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banco y pon los papeles que esbozan losdetalles del proceso en la cámara acorazada(cosa que ya tendrías que haber hecho).Staples vendrá a las tres de la tarde;cerraremos el trato, y después, por fin,viviremos felizmente para siempre.

El químico movió la cabeza con tristeza.—Hasta ahora el amonio nos ha causado

muchos trastornos. Casi me gustaría nohaber conocido su existencia. Preferiríaseguir haciendo análisis minerales.

Mientras Walter Sills atravesabatraqueteando la ciudad hacia su banco, noencontraba ninguna razón para cambiar suanhelo. Ni siquiera el consolador yagradable bamboleo de su antiguo yabollado automóvil logró alegrarle. De unavida caracterizada por una pacíficamonotonía, había entrado en un periodo deagitación, y no estaba nada satisfecho coneste cambio.

«Los ricos, igual que los pobres, tienensus propios problemas específicos, se dijosentenciosamente a sí mismo mientrasdetenía el coche ante el edificio de mármolde dos pisos que era el banco. Salió concuidado, alargó sus piernas entumecidas, yse dirigió a la puerta giratoria.

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Sin embargo, no llegó a ella. Doscorpulentos ejemplares de la raza humanaaparecieron de repente junto a él, uno acada lado, y Sills sintió que un objetopesado le apretaba las costillas condolorosa intensidad. Abrióinvoluntariamente la boca, y fue retribuidocon una voz helada junto a su oído:

—Quieto, calvo, o recibirás lo que temereces por el sucio truco que me jugasteanoche.

Sills se estremeció y guardó silencio.Reconoció fácilmente la voz de Mike el Bala.

—¿Dónde está la fórmula? —preguntóMike—, y contesta deprisa.

—En el bolsillo de la americana —murmuró Sills con voz trémula.

El compañero de Mike metiódiestramente la mano en el bolsillo indicadoy sacó tres o cuatro hojas dobladas.

—¿Es esto, Mike?Este lanzó una rápida mirada e hizo un

gesto de asentimiento.—Sí, ya son nuestros. De acuerdo, calvo,

¡sigue tu camino!Después de propinarle un inesperado

empujón, los dos gángsters subieron a sucoche y se alejaron rápidamente, mientras

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el químico caía tendido en la acera. Unasmanos amables le levantaron.

—Estoy bien —logró articular—. Sólo hetropezado, nada más. No me he hechodaño.

Volvió a encontrarse solo, entró en elbanco y se desplomó en el sillón máspróximo, a punto de desmayarse. No existíaninguna duda: la nueva vida no era para él.

Pero debería habérselo imaginado.Taylor había entrevisto la posibilidad de queocurriera una cosa así. Incluso a él mismo lepareció que un coche le seguía. Sinembargo, con la sorpresa y el susto, habíaestado a punto de echarlo todo a perder.

Se encogió de hombros y, quitándose elsombrero, extrajo unas cuantas hojas depapel dobladas de la tira de tafilete. No serequerían más de cinco minutos paradepositarlas en la cámara acorazada, y vercómo se cerraba la resistente puerta deacero. Se sintió aliviado.

«Me pregunto lo que harán —se dijocuando regresaba a su casa— cuandointenten seguir las instrucciones del papelque tienen. —Frunció los labios y movió lacabeza—. Si lo hacen, habrá una explosióntremenda.

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Cuando Sills llegó a su casa, encontró atres policías paseando arriba y abajo de laacera frente a la casa.

—Protección policíaca —explicó luegoTaylor—, para que no se repita lo deanoche.

El químico relató los acontecimientosocurridos en el banco y Taylor asintióseveramente.

—Bueno, ahora les hemos hecho jaquemate. Staples vendrá dentro de dos horas, yla policía cuidará de todo hasta entonces.Después —se encogió de hombros—, seráasunto de Staples.

—Escucha, Gene —intervinorepentinamente el químico—, estoypreocupado por el amonio. No hecomprobado su facultad para dorar y yasabes que esto es lo más importante. ¿Y siviene Staples y vemos que no sirve paranada?

—Humm —Taylor se acarició labarbilla—, en esto tienes razón. Pero te dirélo que podemos hacer. Antes de que llegueStaples, doremos algo, una cuchara, porejemplo, para que te convenzas.

—Es muy desagradable —se quejó Sills,de mal humor—. Si no fuera por esos

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molestos matones, no hubiéramos tenidoque proceder de esta manera tandescuidada y poco científica.

—Bueno, comamos primero.

Comenzaron en cuanto hubieronterminado de comer. Dispusieron losaparatos con febril apresuramiento. En untanque cúbico, de unos treinta centímetrosde lado, se vertió una solución saturada deamonalina. Una cuchara vieja y abolladasirvió de cátodo y una masa de aleación deamonio (separada del resto de la soluciónpor una división de cristal perforado) sirvióde ánodo. Tres baterías en serieproporcionaron la corriente.

Sills explicó animadamente:—Funciona sobre el mismo principio del

dorado ordinario por medio de cobre. El ionde amonio, una vez ha pasado la corrienteeléctrica, es atraído hacia el cátodo, queestá en la cuchara. En caso normal sedisolvería, pues no es estable, pero esto nosucede cuando se ha disuelto en amonalina.Esta amonalina está ionizada muyligeramente y el oxígeno se evapora en elánodo.

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»Todo esto lo sé por la teoría. Veamos loque sucede en la práctica.

Cerró el interruptor mientras Taylorobservaba con inmenso interés. Durante unmomento, no se distinguió ningún efecto.Taylor pareció decepcionado.

Entonces Sills le agarró por la manga.—¡Mira! —siseó—. ¡Observa el ánodo!Burbujas de gas se formaban

lentamente sobre la esponjosa aleación deamonio. Centraron su atención en lacuchara.

Gradualmente, percibieron un cambio.El aspecto metálico se tornó opaco, alperder su blancura el color plateado. Seestaba formando una capa amarilla que,aunque opaca, era muy precisa. La corrientepasó durante quince minutos y entoncesSills rompió el circuito con un suspiro desatisfacción.

—Dora perfectamente —dijo.—¡Estupendo! ¡Sácala! ¡Veámosla bien!—¿Qué? —Sills estaba horrorizado—.

¡Sacarla! Pero si esto es amonio puro. Si loexpusiera al aire normal, el vapor del agualo disolvería en NH4 OH antes de que nosdiéramos cuenta. No podemos hacer talcosa.

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Arrastró un pesado aparato hasta lamesa.

—Esto —dijo— es un recipiente lleno deaire comprimido.

Lo pasó por secadores de cloruro decalcio y después mezcló directamente eloxígeno seco por completo (diluido concuatro veces su propio volumen denitrógeno) con el disolvente.

Introdujo la boquilla en la solución justopor debajo de la cuchara y dejó pasar unlento chorro de aire. Fue algo mágico. Conla rapidez del relámpago, la capa amarillaempezó a brillar y relucir, a centellear conuna belleza casi etérea

Los dos hombres lo contemplaban sinaliento, con el corazón latiendorápidamente. Sills cerró el paso del aire, ypermanecieron contemplando la cuchara ysin decir nada durante un rato.

Luego Taylor susurró con voz ronca:—Sácala. ¡Déjame tocarla! ¡Dios mío! ¡Es

preciosa!Con reverente admiración, Sills se

acercó a la cuchara, la cogió con unosfórceps, y la extrajo del liquido circundante.

Lo que ocurrió entonces no puede llegara describirse. Más tarde, cuando excitados

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periodistas de diversos periódicos lesapremiaban cruelmente, ni Taylor ni Sillsrecordaron en absoluto los hechos queocurrieron durante los siguientes minutos.

¡Lo que sucedió fue que cuando lacuchara dorada con amonio fue expuesta alaire libre, el olor más horrible que puedaconcebirse atacó sus fosas nasales! Un olorque no puede describirse, una terriblepestilencia que convirtió la habitación enuna horrible pesadilla.

Con un estrangulado jadeo, Sills dejócaer la cuchara. ¡Ambos tosían y sentíannáuseas; les acometió un tremendo dolor enla garganta y la boca, y gritaron, selamentaron, estornudaron!

Taylor se abalanzó sobre la cuchara ymiró desesperadamente a su alrededor. Elolor se hacía cada vez más fuerte y lo únicoque sus violentos esfuerzos por escaparlograron fue destruir el laboratorio y volcarel tanque de amonalina. Sólo había unacosa por hacer, y Sills la hizo. La cucharaatravesó volando la ventana abierta y cayóen medio de la Duodécima Avenida. Golpeócontra la acera justo a los pies de uno de lospolicías, pero a Taylor no le importó.

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—Quítate la ropa. Tenemos quequemarla —estaba balbuceando Sills—.Después pulveriza alguna cosa por ellaboratorio... cualquier cosa que huelafuerte. Quema azufre. Busca un poco debromo liquido.

Ambos estaban concentrados en la tareade arrancarse la ropa, cuando se dieroncuenta de que alguien había entrado por lapuerta sin cerrar. Había sonado el timbre,pero ninguno lo había oído. Era Staples,hombre de un metro noventa de estatura, alque llamaban el Rey del Acero.

Un sólo paso en dirección al vestíbuloarruinó completamente su dignidad. Se vinoabajo con un sollozo desgarrador y laDuodécima Avenida presenció elespectáculo de un caballero anciano,ricamente vestido, dirigiéndose hacia elnorte de la ciudad con toda la velocidad quele permitían sus pies, quitándose toda laropa que pudo por el camino.

La cuchara prosiguió su trabajomortífero. Los tres policías ya hacía ratoque se habían retirado en una poco dignahuida, y ahora llegó a los sentidos aturdidos

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y torturados de los dos inocentes y sufridacausa de todo el desastre un bramidoconfuso procedente de la calle.

Hombres y mujeres salían de las casasvecinas, los caballos se desbocaban.Camiones de incendios se acercaban conestrépito, sólo para ser abandonados porsus conductores. Escuadrones de policíasllegaron... y se fueron.

Por último, Sills y Taylor no resistieronmás, y sólo con sus pantalones, corrieronatropelladamente hacia el Hudson. No sedetuvieron hasta que el agua les cubrió elcuello, con el bendito aire puro encima deellos.

Taylor volvió unos ojos perplejos haciaSills.

—Pero ¿por qué emitía ese olor tanespantoso? Dijiste que era estable y lossólidos estables no huelen.

—¿Has olido almizcle alguna vez? —gruñó Sills—. Despide un aroma durante unperiodo indefinido sin perder un pesoapreciable. Nosotros nos hemos enfrentadocon algo parecido.

Los dos reflexionaron un rato ensilencio, sobresaltándose cada vez que elviento les llevaba una nueva corriente de

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vapor de amonio, y luego Taylor dijo en vozbaja:

—Cuando logren averiguar lo quesucede con la cuchara, y sepan quién lohizo, es posible que nos procesen... o nosencierren en prisión.

El rostro de Sills mostró la pesadumbreque sentía.

—¡Me gustaría no haber visto nunca esemaldito producto! No nos ha proporcionadonada más que problemas —se dejó llevarpor su torturado espíritu y prorrumpió ensollozos.

Taylor le dio tristemente unas palmadasen la espalda.

—No es tan malo como todo eso, desdeluego. El descubrimiento te hará famoso ypodrás exigir tu propio precio, trabajandoen cualquier laboratorio industrial del país.Además, no hay duda de que ganarás elpremio Nobel.

—Tienes razón —Sills volvía a sonreír—y también es posible que encuentre unamanera de contrarrestar el olor. Así loespero.

—Yo también lo espero —dijofervorosamente Taylor —. Regresemos. Creo

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que a estas horas ya habrán retirado lacuchara.

Para cualquiera que lea La magníficaposesión será evidente que, en aquella época,me estaba especializando en química en laUniversidad. Como relato supuestamentehumorístico, es mucho más embarazoso devolver a leer que Un anillo alrededor del sol.Imagínense a un diputado llamadoHornswoggle5 y a unos gángsters que hablanuna versión ridícula de la jerga de Brooklyn.

La magnifica posesión fue el único de losprimeros nueve relatos que escribí queCampbell no vio nunca, y me alegro de ello.

A finales de año escribí un relato llamadoAd Astra, y el 21 de diciembre de 1938 (el díaque mi padre cumplía cuarenta y dos años,aunque no recuerdo haberlo considerado comoun augurio, ni en uno ni en otro sentido) fui aenseñárselo a Campbell. Era mi séptima visitaa su oficina, pues aún no había faltado ningúnmes, y era el noveno relato que le presentaba.

Ad Astra es el primer relato que escribísobre el que recuerdo, incluso después de todoeste tiempo, las circunstancias exactas de la

5 Hornswoggle significa «embaucar» en inglés.

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naciente inspiración. Perdida ésta, solicité yrecibí un empleo de la National YouthAdministration (NYA), con vistas a costearmemis estudios en la Universidad. Ganaba quincedólares al mes, si la memoria no me falta, acambio de pasar unos escritos a máquinadurante varias horas. Trabajé para un sociólogoque estaba escribiendo un libro sobre el temade la resistencia social a las innovacionestecnológicas. Esto incluía desde la resistenciadel clero de Mesopotamia a la propagación dela lectura y la escritura entre la poblacióngeneral, hasta las objeciones hechas alaeroplano por los que decían que el vuelo de uncuerpo más pesado que el aire era imposible.

Naturalmente se me ocurrió escribir uncuento relativo a la resistencia social a losvuelos espaciales. Por esa razón utilicé el títulode Ad Astra. Provenía del proverbio latino Peraspera ad astra («A través de las dificultades,hasta las estrellas»).

Por vez primera, Campbell hizo más quelimitarse a enviar un rechazo. El 29 dediciembre, recibí una carta suya en la que mepedía que acudiera a verte para discutir lateoría con todo detalle.

El 5 de enero de 1939, fui a ver a Campbellpor octava vez, y por primera a solicitud suya.

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Resultó que lo que le gustaba del relato era laresistencia social ante los vuelos espaciales...;los vuelos espaciales requerían, naturalmente,una corrección a fondo.

Bastante atemorizado, pues hasta entoncesnunca había tenido que revisar un relato segúnlas normas editoriales, me puse a trabajar. El24 de enero le llevé el relato corregido y el 31de enero descubrí el sistema que empleabaCampbell para aceptar relatos. Mientras susrechazos solían ir acompañados de largas yútiles cartas, sus aceptaciones no consistíanmás que en un cheque, sin una sola palabra deacompañamiento. Seguramente pensaba queel cheque era lo bastante elocuente. En estecaso era de sesenta y nueve dólares puesto queel relato constaba de 6.900 palabras yCampbell pagaba, en aquel tiempo; un centavopor palabra

Fue mi primera venta a Campbell, despuésde siete meses de tentativas y ocho rechazosconsecutivos. El relato se publicó medio añodespués, y entonces vi que Campbell habíacambiado el título (algo muy justificable, meparece) por el de Opinión pública.

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4OPINIÓN PÚBLICA

Aquel día, John Harman estaba sentadoante su mesa, cavilando, cuando entré en sudespacho. Para entonces, ya era unespectáculo normal verle contemplando elHudson, con la cabeza apoyada en unamano, su rostro contraído por una expresiónceñuda... todo demasiado normal. Noparecía justo que aquel pequeño gallo depelea se corroyera así el corazón día trasdía, cuando por derecho debería estarrecibiendo las alabanzas y adulaciones delmundo.

Me dejé caer en una silla—¿Ha visto el editorial del Clarion de

hoy, jefe?

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Volvió hacia mí unos ojos cansados einyectados de sangre.

—No, no lo he visto. ¿Qué dicen?¿Vuelven a pedir que la venganza de Dioscaiga sobre mí? —su voz rezumaba unamargo sarcasmo.

—Ahora van un poco más lejos, jefe —contesté—. Escuche esto:

»Mañana es el día en que John Harmanintentará profanar los cielos. Mañana,desafiando la opinión y la concienciamundial, este hombre desafiará a Dios.

»El hombre no puede ir dondequiera quela ambición y el deseo le conduzcan. Haycosas que siempre le serán vedadas, y subira las estrellas es una de ellas. Como Eva,John Harman desea comer del frutoprohibido, y como ella sufrirá un merecidocastigo.

»Pero este simple comentario no essuficiente. Si permitimos que incurra en lasiras de Dios, el pecado será del génerohumano y no de Harman solo. Al permitirleque lleve a cabo sus diabólicos planes, noshacemos cómplices del crimen, y lavenganza de Dios caerá de igual modosobre todos nosotros.

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»Por lo tanto, es esencial que se tomenmedidas inmediatas para evitar que mañanaHarman despegue en su llamada naveespacial. El Gobierno, al negarse a tomartales medidas, puede originar una acciónviolenta. Si no hace nada para confiscar lanave espacial, o apresar a Harman, nuestrosfuriosos ciudadanos tendrán queintervenir...»

Harman saltó de su silla con ira y,arrebatándome el periódico de las manos, loarrojó furiosamente a un rincón.

—Es un llamamiento abierto para queme linchen —bramó—.¡Mire esto!

Lanzó cinco o seis sobres en midirección. Una mirada me bastó para saberlo que eran.

—¿Más amenazas de muerte? —pregunté.

—Sí, exactamente eso. He tenido quesolicitar un aumento de la protecciónpolicíaca del edificio y una escolta de policíamotorizada para cuando cruce el río endirección al campo de pruebas mañana.

Paseó arriba y abajo de la habitación agrandes zancadas.

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—No sé qué hacer, Clifford. Hetrabajado casi diez años en el Prometeo. Mehe esclavizado, he gastado una fortuna,renunciado a todo lo que vale la pena en lavida... ¿y para qué? Para que un puñado depredicadores locos excite la opinión públicaen contra mía hasta que peligre mi mismavida.

—Usted se ha adelantado a nuestraépoca, jefe.

Me encogí de hombros con un gesto deresignación que le impulsó a volversefuriosamente hacia mí.

—¿Qué quiere decir que me headelantado a nuestra época? Estamos en1973. Ya hace medio siglo que el mundoestá preparado para los viajes espaciales.Hace cincuenta años, la gente hablaba,soñaba con el día en que el hombre podríaliberarse de la Tierra y explorar laprofundidad del espacio. Durante cincuentaaños, la ciencia ha avanzado centímetro acentímetro hacia esta meta, y ahora... ahorayo la he alcanzado, y ¡mira por dónde!,usted dice que el mundo no está preparadopara mí.

—Los años 20 y 30 fueron años deanarquía, decadencia y confusión, si

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recuerda su historia —le recordéamablemente—. No puede aceptarlos comocriterio.

—Lo sé, lo sé. Va a hablarme de laPrimera Guerra de 1914 y de la Segunda de1940. Para mí es una historia vieja. Mipadre luchó en la segunda y mi abuelo en laprimera. Sin embargo, ésos eran los días enque florecía la ciencia. Entonces loshombres no tenían miedo; soñaron ytuvieron el valor suficiente. No existía elconservadurismo en cuanto se refería acuestiones mecánicas y científicas. No habíaninguna teoría que fuera demasiado radicalcomo para exponerse, ningúndescubrimiento demasiado revolucionariopara publicarse. Hoy día, la corrupción seha adueñado del mundo y una granaventura, como los viajes espaciales, sedefine como «desafío a Dios».

Bajó lentamente la cabeza, y se alejópara ocultar el temblor de sus labios y laslágrimas de sus ojos. Después se repuso demodo súbito y sus ojos brillaron.

—Pero yo les enseñaré. Seguiréadelante, a pesar del infierno, el cielo y laTierra. He invertido demasiado en ello paraabandonarlo ahora.

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—Tómeselo con calma, jefe —leaconsejé—. Esto no va a hacerle ningún bienmañana, cuando esté en aquella nave. Susposibilidades de salir con vida no sonmuchas, así que ¿en qué se convertirán sitiene los nervios destrozados por laspreocupaciones?

—Tiene razón. No pensemos más enello. ¿Dónde está Shelton?

—En el Instituto, disponiendo las placasfotográficas especiales que debenenviarnos.

—Hace mucho rato que se ha ido,¿verdad?

—No demasiado; pero escuche, jefe, hayalgo raro en él. No me gusta.

—¡Tonterías! Ha pasado dos añosconmigo, y no tengo quejas de él.

—Muy bien —extendí las manos conresignación—. Si no quiere escucharme, nolo haga. Pero le sorprendí leyendo uno deesos panfletos infernales que Otis Eldredgepuso en circulación. Ya sabe de qué tratan:«Prepárate, oh género humano, porque eljuicio se acerca. El castigo por tus pecadoses inminente. Arrepentíos y os salvaréis.» Ytodo el resto de disparates tradicionales.

Harman se rió con desprecio.

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—¡Predicadores de pacotilla! Supongoque el mundo nunca dejará deescucharles..., no, mientras existansuficientes retrasados mentales. Sinembargo, no puede condenar a Shelton sóloporque lea sus folletos. Yo mismo lo hice encierta ocasión.

—Él dice que lo recogió de la acera yque lo leyó por «mera curiosidad», pero yoestoy completamente seguro de que lo sacóde su cartera. Además, va a la iglesia todoslos domingos.

—¿Es eso un crimen? ¡Todo el mundo lohace, hoy en día!

—Sí, pero no todos van a la SociedadEvangélica del Siglo Veinte. Es la deEldredge.

Eso trastornó a Harman. Evidentemente,era la primera vez que oía algo por el estilo.

—Eso sí es significativo. Entonces,tendremos que vigilarle.

Pero, después de eso, losacontecimientos se sucedieron, y nosolvidamos completamente de Shelton...hasta que fue demasiado tarde.

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Apenas quedaba nada por hacer aquelúltimo día antes de la prueba, y yo mepaseaba por la habitación vecina, donderepasaba el informe final de Harman alInstituto. Yo debía corregir cualquier error oequivocación que hubiera, pero temo que nofui muy concienzudo.

En honor a la verdad, no podíaconcentrarme. A menudo caía en unensimismamiento profundo.

Resultaban extrañas todas aquellasprotestas acerca de los viajes espaciales.Cuando Harman anunció por primera vez lacercana puesta a punto del Prometeo, unosseis meses antes, los círculos científicos semostraron entusiasmados. Naturalmente,fueron cautelosos en sus declaraciones ymoderados en todo lo que dijeron, peroexistía un entusiasmo real.

Sin embargo, las masas no lo tomaronasí. Quizá les parezca extraño, a ustedes,hombres del siglo veintiuno, pero quizádebimos haberlo imaginado en aquellos díasdel año 1973. Entonces, la gente no eramuy progresista. Durante años había habidouna vuelta hacia la religión, y cuando lasiglesias se pronunciaron unánimemente

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contra el cohete de Harman... bueno, heaquí lo que ocurrió:

Al principio, la oposición se limitó a lasiglesias y nosotros pensamos que estoterminaría pronto. Pero no fue así. Losperiódicos se hicieron cargo de ella, yliteralmente difundieron el evangelio. Elpobre Harman se convirtió en poco tiempoen un anatema del mundo, y entoncescomenzaron sus dificultades.

Recibió amenazas de muerte, yadvertencias diarias de venganza divina. Nopodía caminar tranquilamente por la calle.Docenas de sectas, a ninguna de las cualespertenecía —era uno de los escasísimoslibrepensadores de la época, lo queconstituía otro cargo contra él—, leexcomulgaron y le colocaron en especialentredicho. Y, lo peor de todo, Otis Eldredgey su Sociedad Evangélica comenzaron aagitar a la población.

Eldredge era un tipo extraño... uno deesos genios, a su manera, que surgen devez en cuando. Dotado de una lengua locuazy un vocabulario de azufre, hipnotizabafácilmente a la multitud. Veinte milpersonas eran tan maleables en sus manos,que le bastaba con que le oyeran hablar. Y

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durante cuatro meses, tronó contraHarman; durante cuatro meses, uninacabable chorro de acusaciones vibró confrenesí oratorio. Y durante este tiempo, lacólera del mundo aumentó.

Pero Harman no se dejó atemorizar. Ensu reducido cuerpo de un metro sesenta deestatura, tenía toda la energía de cincohombres de un metro noventa. Cuanto másaullaban los lobos, más firme se mantenía,Con obstinación casi divina —decíandiabólicamente sus enemigos—, se negó aretroceder ni un sólo centímetro. Sinembargo, su firmeza exterior era para mí,que le conocía, un encubrimiento imperfectode la gran pena y amarga decepción que leacosaban.

En aquel punto, el timbre de la puertainterrumpió mis pensamientos y me hizolevantar con sorpresa. Los visitantes eranmuy escasos en aquellos días.

Miré por la ventana y vi a una figura altay corpulenta que hablaba con el sargento depolicía Cassidy. La reconocí inmediatamentecomo a Howard Winstead, director delInstituto. Harman se apresuraba asaludarle, y tras un corto intercambio defrases, los dos entraron en el despacho. Yo

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les seguí al interior, movido por lacuriosidad de saber lo que habría motivadola visita de Winstead, que era más políticoque científico.

Al principio, Winstead no se sintió muycómodo; no mostraba su naturaleza amablede siempre. Evitó los ojos de Harman deuna manera embarazosa y murmuró ciertasconsideraciones convencionales acerca delclima. Después fue derecho al grano, conbrusquedad directa y poco diplomática.

—John —dijo—, ¿y si pospusiéramos elintento durante algún tiempo?

—En realidad te refieres a abandonarloindefinidamente, ¿verdad? Pues no lo haré, yes mi última palabra.

Winstead levantó la mano.—Espera, John, no te excites. Déjame

exponer el caso. Sé que el Instituto convinoen darte carta blanca, y sé que tú hascosteado por lo menos la mitad de losgastos de tu propio bolsillo, pero... nopuedes seguir adelante.

—,¿De verdad, no puedo? —dijoirónicamente Harman.

—Escucha, John, conoces tu ciencia,pero no conoces tu naturaleza humana, y yosí. Este no es el mundo de los «años locos»,

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te des cuenta o no. Se han producidoprofundos cambios desde 1940.

Se sumergió en lo que evidentementeera un discurso preparado con cuidado.

—Después de la Primera Guerra Mundial—prosiguió—, ya sabes que el mundoentero se apartó de la religión para caer enuna total anarquía libre deconvencionalismos. La gente estabadisgustada y desilusionada, eran cínicos ysofisticados. Eldredge los llama «malvados ypecadores» A pesar de eso, la cienciafloreció… algunos dicen que siempreprospera más en períodos tan pococonvencionales. Desde su punto de vista fueuna «Edad de Oro».

»Sin embargo, conoces la historiapolítica y económica de la época. Fue untiempo de caos político y anarquíainternacional; un período suicida, insensatoe insano... y culminó en la Segunda GuerraMundial Así como la primera habíaconducido a una época de sofisticación, lade 1940 inició un retorno a la religión.

»La gente no estaba satisfecha de las"décadas locas". Ya habían tenido bastante,y temían, antes que cualquier otra cosa, unavuelta a ellas. Para eliminar esta

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posibilidad, desecharon las costumbres deaquellos tiempos. Ya ves que sus motivosfueron comprensibles y loables. Toda lalibertad, la sofisticación, la falta deconvencionalismo desaparecieron... fueronbarridos por completo. Ahora vivimos enuna segunda época victoriana; y de maneranatural, porque la historia humana avanzacon movimientos de péndulo y atravesamosun período de religión y convencionalismos.

»Sólo queda una cosa de aquelloslejanos días: el respeto de la humanidad porla ciencia. Tenemos prohibiciones: lasmujeres que fuman están fuera de la ley, loscosméticos están prohibidos, los vestidos ylas faldas cortas son inauditos, el divorciono está bien visto. Pero la ciencia no ha sidoconfinada... todavía.

»Así pues, a la ciencia le convienemostrarse circunspecta, para evitar que lagente se alce contra ella. Sería muy fácilhacerles creer, y Otis Eldredge se haacercado peligrosamente a ello en alguno desus sermones, que fue la ciencia la queprovocó los horrores de la Segunda GuerraMundial. Dirán que la ciencia aventajó a lacultura, la tecnología a la sociología, y quefue este desequilibrio lo que estuvo a punto

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de destruir el mundo. En cierto modo, mesiento inclinado a creer que no están tanequivocados en eso.

»Pero ¿sabes lo que ocurriría sillegáramos a eso? La investigación científicapodría ser prohibida; o, si no llegan tanlejos, no hay duda de que estaría tanestrictamente regulada que se ahogaría ensu propia decadencia. Sería una calamidadde la que la humanidad tardaría un milenioen recobrarse.

»Y tu vuelo de prueba es lo que puedeprecipitar todo esto. Estás soliviantando alpúblico hasta un nivel en que será muydifícil calmarlo. Te lo advierto, John. Lasconsecuencias caerán sobre tu conciencia

Durante unos momentos reinó unsilencio absoluto y después Harman esbozóuna sonrisa forzada.

—Vamos, Howard, te estás dejandoasustar por sombras reflejadas en unapared. ¿Tratas de decirme que creesseriamente que el mundo entero va ahundirse en una segunda Edad Media? Al finy al cabo, los hombres inteligentes están dellado de la ciencia, ¿verdad?

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—Si lo están, no quedan demasiadospor lo que veo. —Winstead sacó una pipadel bolsillo y la llenó lentamente mientrasproseguía—: Eldredge formó una Liga de losJustos hace dos meses (la llaman la L. J.) yha aumentado de forma increíble. Veintemillones de socios sólo en Estados Unidos.Eldredge alardea de que, después de lapróxima elección, el Congreso será suyo; yhay más verdad que fanfarronada en ello. Yaha habido una enérgica solicitud en favor deuna ley que prohiba los experimentosespaciales, y leyes de este tipo se hanaprobado en Polonia, Portugal y Rumania.Sí, John, corremos el peligro de provocaruna persecución de la ciencia. —Ahorafumaba en rápidas y nerviosas bocanadas.

—Pero si tengo éxito, Howard, ¡si tengoéxito! ¿Qué pasaría entonces?

—¡Bah! Ya sabes las posibilidades quehay. Tú mismo has estimado que sólo tienesuna posibilidad sobre diez de salir de estocon vida.

—¿Qué significa eso? El próximocientífico aprenderá gracias a misequivocaciones, y las posibilidadesaumentarán. Este es el método científico.

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—El populacho no sabe nada delmétodo científico; y no quiere saber. Bueno,¿qué decides? ¿Lo pospones?

Harman se puso en pie de un salto,derrumbando la silla en su arrebato.

—¿Sabes lo que pides? ¿Quieres queabandone el trabajo de toda mi vida, misueño, como si nada? ¿Crees que voy asentarme a esperar que tu querido públicose vuelva benevolente? ¿Crees quecambiarán de opinión mientras yo viva?

»Esta es mi respuesta: tengo el derechoinalienable de incrementar losconocimientos actuales. La ciencia debeprogresar y desarrollarse sin interferencias.El mundo, al oponerse a mí, se equivoca. Yotengo razón. Las cosas pueden empeoraraún más; pero yo no abandonaré misderechos.

Winstead movió tristemente la cabeza.—Estás equivocado, John, al hablar de

derechos «inalienables». Lo que tú llamasun derecho no es más que un privilegioreconocido por todos. Lo que la sociedadacepta está bien; lo que no acepta, no loestá.

—¿Estaría de acuerdo tu amigo Eldredgecon tal definición de la «rectitud»?

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—No, no lo estaría, pero eso esimprocedente. Observa el caso de esastribus africanas que eran caníbales. Fueroneducados así, tenían una larga tradición decanibalismo, y su sociedad aceptaba dichapráctica. Para ellos, esa costumbre estababien, ¿por qué no debería estarlo? Así que yaves lo relativa que es toda la concepción, ylo necia que es tu idea de los derechos«inalienables» de realizar experimentos.

—Sabes, Howard, equivocaste tucamino al no dedicarte a la abogacía. —Harman se ponía furioso por momentos—.Has expuesto todos los argumentos másanticuados que se te han ocurrido. Por elamor de Dios, hombre, ¿tratas de decirmeque es un crimen negarse a seguir lacorriente? ¿Eres partidario de la absolutauniformidad, ordinariez, ortodoxia ytrivialidad? La ciencia sucumbiría muchoantes bajo el programa que tú esbozas quebajo la prohibición gubernamental.

Harman se puso en pie y apuntó al otrocon un dedo acusador.

—Estás traicionando a la ciencia y latradición de estos gloriosos rebeldes:Galileo, Darwin, Einstein y otros por elestilo. Mi cohete partirá mañana, tal como

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está programado, a pesar tuyo y decualquier otra persona de Estados Unidos.Así es, y me niego a seguir escuchándote.De modo que ya puedes largarte.

El director del Instituto, con el rostrocongestionado, se volvió hacia mí.

—Usted es testigo, joven, de que headvertido a este obstinado papanatas, aeste... este estúpido fanático. —Tartamudeóun poco, y después salió precipitadamentede la habitación, dominado por una fieraindignación.

Harman se volvió hacia mí cuando sehubo ido.

—Bueno, ¿qué es lo que usted piensa?Supongo que está de acuerdo con él.

No existía más que una respuestaposible y fue la que di:

—Usted me paga para que obedezcaórdenes, jefe. Le apoyaré.

En aquel momento entró Shelton, yHarman nos mandó a los dos quecalculáramos la órbita de vuelo por enésimavez, mientras él se iba a dormir.

Al día siguiente, el 15 de julio, amaneciócon un esplendor incomparable, y Harman,Shelton y yo estábamos casi alegresmientras atravesábamos el Hudson hacia el

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lugar donde se hallaba el Prometeo —rodeado por suficientes policías deguardia—, que relucía con magnificencia.

A su alrededor, acordonada a unadistancia aparentemente segura, se agitabauna multitud de gigantescas proporciones.La mayoría se mostraba hostil, ásperamentehostil. De hecho, durante un fugazmomento, mientras la policía motorizadaque nos escoltaba nos abría paso entre elgentío, los gritos e imprecaciones quellegaron a nuestros oídos casi meconvencieron de que tendríamos que haberescuchado a Winstead.

Pero Harman no les hizo ningún caso yrespondió con un altanero ademándespectivo al grito de: «Ahí va John Harman,hijo de Satanás.» Serenamente, nos hizorealizar nuestra tarea de inspección. Yocomprobé las gruesa paredes exteriores ylas esclusas de aire en busca de algunaposible grieta, y después me aseguré de queel purificador de aire funcionara. Sheltoncomprobó la pantalla repelente y losdepósitos de combustible. Finalmente,Harman se probó el incómodo trajeespacial, lo encontró satisfactorio y anuncióque ya estaba listo.

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La multitud se agitó. Sobre unaplataforma de tablones de maderarápidamente erigida por alguien de la masa,se elevó una impresionante figura. Alto yenjuto, con aspecto ascético, ojos hundidosy ardientes, penetrantes y medio cerrados yuna espesa cabellera blanca cubriéndolotodo... era Otis Eldredge. La multitud lereconoció inmediatamente y muchosaplaudieron. El entusiasmo aumentó ypronto toda la turbulenta muchedumbre leaclamó con todas sus fuerzas.

Levantó una mano pidiendo silencio, sevolvió hacia Harman, que le contemplabacon asombro y aversión, y le señaló con undedo largo y huesudo:

—John Harman, hijo del diablo,engendro de Satanás, estás aquí para llevara cabo una empresa diabólica. Te disponesa realizar un intento blasfemo paradescorrer el velo que los hombres tenemosprohibido traspasar. Estás probando elfruto, prohibido del Edén, pero no intentescomerlo.

El gentío prorrumpió en aplausos y élprosiguió:

—El dedo de Dios te señala, JohnHarman. No permitirá que sus dominios

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sean profanados. Hoy morirás, JohnHarman. —Su voz aumentó de intensidad ylas últimas palabras fueron pronunciadascon fervor verdaderamente profético.

Harman dio media vuelta con desprecio.Con voz alta y clara se dirigió al sargento depolicía:

—¿Hay algún medio, oficial, de alejar aestos espectadores? El vuelo de pruebapuede provocar alguna destrucción a causade las explosiones del cohete, y estándemasiado cerca.

El policía respondió en un tono tajante ypoco amigable:

—Si lo que teme es que le linchen,dígalo, señor Harman. Sin embargo, nodebe preocuparse, les contendremos. Y encuanto al peligro... de ese artefacto... —husmeó fuertemente en dirección alPrometeo, provocando un torrente de burlasy alaridos.

Harman no dijo nada más, sino quesubió a la nave en silencio. Y al hacerlo, unaespecie de extraña inmovilidad se apoderóde la multitud; una tensión palpable. Nointentaron correr hacia la nave, cosa que yohabía creído inevitable. Por el contrario, el

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mismo Otis Eldredge les gritó queretrocedieran.

—Dejad al pecador con sus pecados —gritó—. «Mía es la venganza», dijo el Señor.

Cuando se acercaba el momento crítico,Shelton me dio un codazo.

—Vayámonos de aquí —murmuró convoz forzada—. Esas explosiones del coheteson veneno...

No bien lo hubo dicho, rompió a correr,haciéndome ansiosas señas para que lesiguiera.

Todavía no habíamos alcanzado loslímites de la multitud cuando, a mi espalda,hubo un tremendo estruendo. Una oleadade aire caliente me rodeó. Se oyó elalarmante silbido de un objeto que pasaba atoda velocidad junto a mi oído, y caíviolentamente al suelo. Permanecí aturdidounos momentos, mientras los oídos mezumbaban y la cabeza me daba vueltas.

Cuando volví a ponerme vacilantementeen pie, contemplé un espectáculo horrible.Al parecer, todo el abastecimiento decombustible del Prometeo había explotado ala vez, y donde se erguía la nave hacía un

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momento, ahora no había más que unenorme agujero. El suelo estaba lleno dedespojos. Los gritos de los heridos erandesconsoladores, y los cuerpos mutilados...pero no trataré de describirlos.

Un débil gemido a mis pies atrajo miatención. Miré hacia allí y lancé un grito dehorror, pues era Shelton, con la parteposterior de la cabeza convertida en unamasa sanguinolenta.

—Yo lo he hecho. —Su voz era ronca ytriunfante, pero sin embargo tan baja queapenas podía oírla— Yo lo he hecho. Heabierto los compartimentos del oxígenolíquido y cuando la chispa alcanzó la mezclade acetileno, todo el maldito aparatoexplotó. —Se quedó sin aliento y trató demoverse, pero no lo logró—. Alguna piezadebe haberme golpeado, pero no meimporta. Moriré sabiendo que...

Su voz no era más que un chirrido, y ensu rostro se veía la extática mirada delmártir. Entonces falleció, y mi corazón notuvo el valor de condenarle.

Entonces fue cuando pensé en Harman.Había muchas ambulancias de Manhattan yJersey City y una de ellas acudió a unbosquecillo a unos quinientos metros de

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distancia, donde, aprisionado en las copasde los árboles, se distinguía un fragmentodestrozado del compartimento anterior delPrometeo. Me arrastré hacia allí lo másrápidamente que pude, pero extrajeron aHarman y se alejaron haciendo sonar lasirena mucho antes de que yo lograraalcanzarles.

Después de eso, no permanecí allí. Lamultitud desorganizada ahora no pensabamás que en los muertos y heridos, perocuando se recobraran, y sus pensamientosse decantaran hacia la venganza, mi vida novaldría nada. Seguí los dictados de la mejorparte del valor y desaparecísilenciosamente.

La semana que siguió fue muy agitadapara mí. Durante ese tiempo, permanecíescondido en casa de un amigo, pueshubiera sido demasiado arriesgadoexponerme a que me vieran y reconocieran.Harman, por su parte, estaba en un hospitalde Jersey City. No sufría nada más quecortes superficiales y contusiones... graciasa la fuerza trasera de la explosión y aloportuno grupo de árboles que amortiguó lacaída del Prometeo. Sobre él caía el peso dela ira del mundo.

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Nueva York, y también el resto delmundo, enloqueció. Todos los periódicos deúltima hora de la ciudad salían congigantescos titulares: «Veintiocho muertos,setenta y tres heridos... el precio delpecado», impresos en letras rojas como lasangre. Los editoriales reclamaban la vidade Harman, solicitando que fuera arrestadoy procesado por asesinato en primer grado.

El horrible grito de «¡Linchémosle!» sealzaba por doquier, y miles de personascruzaron el río y se reunieron en Jersey City.A la cabeza de todas ellas estaba OtisEldredge, con las dos piernas entablilladas,dirigiéndose a la multitud desde unautomóvil descubierto mientras marchaba.Era un verdadero ejército.

Carson, el alcalde de Jersey City,movilizó a todos los policías disponibles ytelefoneó frenéticamente a Trenton endemanda de la milicia del estado. Secerraron todos los puentes y túneles quesalían de Nueva York pero no hasta quemiles de personas hubieron salido de laciudad.

Hubo batallas campales en la costa deJersey City aquel 16 de julio. La policía, congran desventaja numérica hizo uso de sus

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porras indiscriminadamente, pero fuerechazada poco a poco. La policía montadatrató de detener implacablemente a lamultitud, pero fue frenada y vencida por lafuerza de ésta. Hasta que recurrieron a losgases lacrimógenos, la muchedumbre no sedetuvo y ni siquiera entonces retrocedió.

Al día siguiente se declaró la ley marcialy la milicia del estado entró en Jersey City.Esto significó el fin para los linchadores.Eldredge tuvo que conferenciar con elalcalde, y después de la entrevista ordenó asus seguidores que se dispersaran.

En una declaración a los periódicos, elalcalde Carson dijo: «John Harman debepurgar su crimen, pero es necesario que lohaga legalmente. La justicia debe seguir sucurso, y el estado de Nueva Jersey tomarátodas las medidas necesarias.»

A finales de semana, se habíarestablecido la normalidad y Harman dejóde ser el centro de la atención pública. Dossemanas más tarde apenas se le nombrabaen los periódicos, exceptuando algunasreferencias casuales a su persona en ladiscusión del nuevo proyecto de ley

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anticohetes de Zittman, que acababa delograr unánimes votos en ambas cámarasdel Congreso.

Sin embargo, Harman continuaba en elhospital. No se había iniciado ningunaacción legal contra él, pero parecía que unaespecie de reclusión indefinida «para supropia protección» sería su destino eventual.Por lo tanto, decidí ponerme en acción.

El hospital del Temple está situado enun solitario barrio a las afueras de JerseyCity, y en una noche oscura y sin luna no meresultó nada difícil penetrarsubrepticiamente en el edificio. Con unafacilidad que me sorprendió, me introdujepor una ventana de la planta baja, reducí aun adormilado interno a la inconsciencia yme dirigí a la habitación 15E, que en elregistro constaba como la de Harman.

—¿Quién está ahí? —La sorprendidaexclamación de Harman sonó como músicaen mis oídos.

—¡Shh! ¡Silencio! Soy yo, Cliff McKenny.—¡Usted! ¿Qué está haciendo aquí?—Tratar de sacarle de este lugar. Si no

lo hago, es posible que se quede aquí elresto de su vida. Vamos, marchémonos.

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Le fui poniendo rápidamente su ropamientras hablábamos, y en un abrir y cerrarde ojos nos encontramos en el pasillo.Estuvimos a salvo en mi coche antes de queHarman recobrara totalmente sus cincosentidos para empezar a hacer preguntas.

—¿Qué ha ocurrido desde aquel día? —fue la primera pregunta—. No recuerdonada de lo que sucedió después de conectarlos arranques del cohete y hasta que medesperté en el hospital.

—¿No le dijeron nada?—Ni una maldita palabra —exclamó—. Y

eso que pregunté hasta volverme afónico.Así que le conté toda la historia desde la

explosión en adelante. Sus ojos seagrandaron con desagradable sorpresacuando le hablé de los muertos y heridos,llenándose de salvaje ira al enterarse de latraición de Shelton. El relato de losdisturbios y la tentativa de linchamientoprovocó un ahogado juramento por su parte.

—Naturalmente, los periódicos hablabande «asesinato» —concluí—, pero no puedenacusarle de eso. Quieren procesarle porhomicidio impremeditado, pero habíademasiados testigos presenciales queoyeron su solicitud de que apartaran a la

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gente y la absoluta negativa del sargento depolicía a hacerlo. Esto, desde luego, leabsolvió de toda culpa. El mismo sargentode policía murió en la explosión, y nopudieron hacérselo pagar.

»Así y todo, con Eldredge aullando porsu pellejo, usted sigue sin estar seguro.Sería mejor alejarnos mientras podamos.

Harman hizo un gesto de aquiescenciacon la cabeza.

—Eldredge sobrevivió a la explosión,¿verdad?

—Sí, mala suerte. Se rompió las dospiernas, pero se necesita más que eso parahacerle callar.

Transcurrió otra semana antes de queencontrara nuestro futuro refugio —la granjade mi tío en Minnesota—. Allí, en unacomunidad rural solitaria y apartada,permanecimos mientras el escándaloprovocado por la desaparición de Harmanse extinguía gradualmente y se abandonabala búsqueda. Por cierto que ésta fuerealmente corta, pues las autoridadesparecían más aliviadas que preocupadaspor la desaparición.

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La paz y la tranquilidad obraronmaravillas en Harman. Al cabo de seismeses parecía un hombre nuevo...completamente dispuesto a hacer unsegundo intento de viaje espacial. Alparecer, no había calamidad en el mundoque pudiera detenerle, cuando se proponíauna cosa.

—La primera vez, mi equivocación —medijo un día de invierno— consistió enanunciar el experimento. Debería habertomado en cuenta la opinión pública, talcomo dijo Winstead. Sin embargo, esta vez—se frotó las manos y miró pensativamentehacia lo lejos— voy a ganarles con astucia.El experimento se realizará en secreto...absoluto secreto.

Yo me eché a reír sombríamente.—Así tendrá que ser. ¿Sabe que todo

futuro experimento de naves espaciales,incluidas las investigaciones completamenteteóricas, es un crimen punible con lamuerte?

—¿Así que tiene miedo?—Claro que no, jefe. Me limito a exponer

un hecho.

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Y hay otra cosa muy clara: ya sabe queno podemos construir una nave pornuestros propios medios.

—He pensado en eso y se me haocurrido una solución, Cliff. Lo que es más,también puedo ocuparme de la cuestiónmonetaria. Sin embargo, usted tendrá queviajar un poco.

»Primero, tendrá que ir a Chicago,negociar con la casa Roberts & Scranton yretirar todo lo que quede de la herencia demi padre, que —añadió en un triste aparte—en su mayor parte fue empleada en laprimera nave. Después, localizará a todoslos antiguos colaboradores que pueda:Harry Jenkins, Joe O'Brien, Neil Stanton...todos ellos. Y regresen lo antes posible.Estoy cansado de esperar.

Dos días después, partí hacia Chicago.Obtener el consentimiento de mi tío paratodo el asunto fue muy sencillo.

—Tanto pueden colgarme por mil comopor mil quinientos —gruñó—, así queadelante. Ya estoy metido en un buen lío ysupongo que un poco más no importa.

Necesité viajar mucho más y utilizartoda mi persuasión y facilidad de palabrapara convencer a cuatro hombres: los tres

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mencionados por Harman y otro, un tal SaúlSimonoff. Con esta dotación básica y elmedio millón que aún quedaba a Harman delos muchos millones que le dejó su padre,empezamos a trabajar.

La construcción del Nuevo Prometeo esuna historia aparte... una larga historia decinco años de desaliento e inseguridad.Poco a poco, comprando vigas maestras enChicago, placas de berilo-acero en NuevaYork, una célula de vanadio en SanFrancisco y diversos artículos en distantesrincones de la nación, construimos la navegemela del desafortunado Prometeo.

Las dificultades que encontramos ennuestro camino fueron casi insuperables.Para no levantar sospechas sobre nosotros,tuvimos que espaciar mucho nuestrascompras, y para lograrlo, también tuvimosque formular los pedidos desde diversoslugares. Para ello requerimos la cooperaciónde varios amigos que, para mayorseguridad, no sabían exactamente para quése emplearían las compras.

Tuvimos que sintetizar nuestro propiocombustible, diez toneladas, y ésta fuequizá la tarea más difícil de todas; por lomenos la que requirió más tiempo. Y

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finalmente, a medida que el dinero deHarman se consumía, nos enfrentamos connuestro mayor problema: la necesidad deahorrar. Desde el principio supimos que nopodríamos hacer el Nuevo Prometeo tangrande ni tan perfecto como lo fuera laprimera nave; pero pronto nos dimos cuentade que deberíamos reducir suaprovisionamiento a un puntopeligrosamente cercano a la línea de granriesgo. La pantalla repelente apenas erasatisfactoria y todas las tentativas paralograr una comunicación radiofónicatuvieron que ser abandonadas.

Y mientras avanzábamos penosamente através de los años, allí en las remotasregiones del norte de Minnesota, el mundoprogresaba, y las profecías de Winstead serevelaron como asombrosamente acertadas.

Los sucesos de aquellos cinco años —desde 1973 hasta 1978— son bienconocidos por todos los escolares de hoy,ya, que el período alcanzó el clímax de loque ahora llamamos la «EdadNeovictoriana». Los acontecimientos de

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aquellos años parecen poco menos queincreíbles cuando ahora volvemos la vistaatrás.

La ley que prohibía toda investigaciónespacial fue promulgada al principio, perono tuvo importancia comparada con lasmedidas anticientíficas que se tomaron enlos años siguientes. Las siguienteselecciones del Congreso, las de 1974,dieron a Eldredge el control de la Cámara yel equilibrio del poder en el Senado.

Desde entonces no se perdió el tiempo.En la primera sesión del nonagésimo tercerCongreso, se aprobó el famoso proyecto deley Stonely-Carter. Establecía la AgenciaFederal Investigadora de ExperimentaciónCientífica —la AFIEC—, que poseía ampliospoderes para legalizar todas lasinvestigaciones del país. Todos loslaboratorios, industriales o escolásticos,tenían la obligación de informar a la nuevaagencia sobre cualquier investigación quetuvieran programada, con determinadotiempo de antelación, y la agencia podíaprohibir, y lo hizo, absolutamente todo loque desaprobara.

La inevitable apelación al TribunalSupremo tuvo lugar el 9 de noviembre de

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1974, en el caso de Westley contraSimmons, en la cual Joseph Westley, deStanford, defendió su derecho a proseguirsus investigaciones sobre la fuerza atómicasobre la base de que la ley Stonely-Carterera anticonstitucional

¡Cómo seguimos el caso nosotros cinco,aislados en medio de las ventisqueras delOeste Medio! Nos enviaban todos losperiódicos de Minneápolis y St. Paul —siempre llegaban con dos días de retraso—y devorábamos cualquier cosa que se dijerasobre él. Durante los dos meses de mayoransiedad, el trabajo en el Nuevo Prometeocesó completamente.

Al principio se rumoreó que el tribunaldeclararía la ley anticonstitucional, y seorganizaron monstruosas manifestacionesen todas las ciudades en contra de estaeventualidad. La Liga de los Justos ejerciótoda su poderosa influencia... e incluso elTribunal Supremo se sometió. La votaciónfue de cinco a cuatro por laconstitucionalidad. La ciencia se vioestrangulada por el voto de un solo hombre.

Y no hay duda de que fue estrangulada.Los miembros de la agencia eran hombresde Eldredge, en cuerpo y alma, y no se

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aprobaba nada que no tuviera un usoindustrial inmediato.

—La ciencia ha ido demasiado lejos —dijo Eldredge en un famoso discursopronunciado en aquella época—. Debemosdetenerla indefinidamente, y permitir que elmundo le dé alcance. Sólo así, y confiandoen Dios, podemos esperar el logro de unaprosperidad universal y permanente.

Pero ésta fue una de las últimasdeclaraciones de Eldredge. No logrórecuperarse totalmente de la fractura de suspiernas en aquel fatídico día de julio de1973 y, desde entonces, su agitada vidahabía perjudicado considerablemente susalud. El 2 de febrero de 1976 falleció enmedio de una explosión de duelo nuncaigualada desde el asesinato de Lincoln.

Su muerte no tuvo un efecto inmediatoen el curso de los acontecimientos. Dehecho, las normas de la AFIEC ganaron enseveridad a medida que pasaban los años.La ciencia llegó a tal grado de decadencia yrepresión que las universidades se vieronforzadas a reinstaurar la filosofía y losclásicos como estudios principales... y así,el estudiantado cayó en el punto más bajodesde el comienzo del siglo XX.

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Estas condiciones prevalecieron más omenos en todo el mundo civilizado,alcanzando incluso hasta el último rincón deInglaterra, y encontrando quizá mayordificultad en Alemania, que fue el últimopaís en caer bajo la influencia«neovictoriana».

El nadir de la ciencia tuvo lugar durantela primavera de 1978, apenas un mes antesde la terminación del Nuevo Prometeo, conla aprobación del «Edicto Pascual» —fuepublicado el día antes de Pascua—. Por él,toda investigación o experimentoindependiente estaba absolutamenteprohibido. En adelante, la AFIEC se reservóel derecho de autorizar sólo lasinvestigaciones que ella solicitabaespecíficamente.

John Harman y yo estábamos frente albrillante metal del Nuevo Prometeo aqueldomingo de Pascua; yo, completamenteabatido, y él, de un humor casi jovial.

—Bueno, Clifford, muchacho —dijo—,laúltima tonelada de combustible, los últimostoques, y estaré preparado para mi segundointento. Esta vez no habrá ningún Sheltonentre nosotros.

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Tarareó un himno. Era lo único quetransmitía la radio aquellos días, e inclusoles rebeldes como nosotros los cantábamospor la fuerza de su continua repetición.

Gruñí sombríamente:—Es inútil, jefe. Tiene diez posibilidades

contra una de acabar en algún lugar delespacio, e incluso, si regresa, lo másprobable es que le cuelguen. No podemosvencer. —Moví tristemente la cabeza de unlado a otro.

—¡Bah! Este estado de cosas no puededurar, Cliff.

—Creo que sí. Winstead tenía razón. Elpéndulo oscila, y desde 1945 ha osciladocontra nosotros. Nos hemos adelantado altiempo... o quizá hemos llegado tarde.

—No hable de ese loco. Está cometiendoél mismo error que él. Las corrientes deopinión pública son cosa de siglos ymilenios, no de años o décadas. Durantequinientos años nos hemos decantado haciala ciencia. No se puede destruir eso entreinta años.

—Así que, ¿qué vamos a hacer? —pregunté yo con sarcasmo.

—Estamos atravesando una reacciónmomentánea provocada por una época de

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locura. En la época del romanticismo seprodujo una reacción similar —el primerperiodo victoriano—, provocada por laanticipada Edad de la Razón del siglo XVIII.

—¿Realmente lo cree así? —me sentíimpresionado por su confianza en sí mismo.

—Claro que sí. Este período tiene unaanalogía perfecta en los espasmódicos«renacimientos» que solían florecer en laspequeñas ciudades eminentementereligiosas de América hace más o menos unsiglo. Durante una semana, era posible quetodos practicaran la religión, y la virtudreinaba triunfante. Después, uno por uno,iban reincidiendo en el pecado y el diabloreanudaba su dominio.

»De hecho, incluso ahora hay síntomasde reincidencia. La L. J. se ha permitido unadisputa tras otra desde la muerte deEldredge Ya ha habido media docena decismas Las mismas medidas extremas quese toman desde el poder nos estánayudando, pues el país empieza a cansarsede todo esto.

Y eso dio fin a la discusión... Yo,totalmente derrotado, como de costumbre.

Un mes más tarde, el Nuevo Prometeoestaba terminado. No era, ni con mucho,

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tan reluciente y bonito como el original, yostentaba muchas trazas de una mano deobra amateur, pero nosotros estábamosorgullosos de él... orgullosos y triunfantes.

—Voy a hacer una nueva tentativa,compañeros —la voz de Harman era ronca,y su pequeño cuerpo vibraba de felicidad—,y aunque es posible que fracase, no meimporta. —Sus ojos brillaban con laperspectiva—. Por fin hendiré el espacio, yel sueño de la humanidad se realizará. Daréuna vuelta alrededor de la Luna y regresaré;seré el primero en ver la otra cara denuestro satélite. Vale la pena intentarlo.

—No tendrá bastante combustible comopara aterrizar en la Luna, jefe, lo cual es unapena —le dije.

Mi comentario provocó un susurro depesimismo en el reducido grupo que lerodeaba, pero él no le prestó atención.

—Adiós —dijo—. Hasta pronto.Y con una alegre sonrisa subió a la nave.Quince minutos después, nosotros cinco

estábamos sentados alrededor de la mesadel salón, con el ceño fruncido, sumidos ennuestros pensamientos, con los ojos fijos enel lugar donde un trozo de tierra quemada

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marcaba el sitio donde se hallaba el NuevoPrometeo unos minutos antes.

Simonoff expresó en palabras elpensamiento de todos:

—Quizá sea mejor para él que no vuelva.Me parece que no le tratarían muy bien si lohiciera.

Y todos asentimos con sombríaaquiescencia.

¡Qué absurda me parece ahora estapredicción, desde la perspectiva de tresdécadas!

El resto de la historia no es realmentemía, pues no volví a ver a Harman hasta unmes después de que su memorable viajeconcluyera en un seguro aterrizaje:

Casi treinta y seis horas después deldespegue, un estridente proyectil pasó porencima de Washington y fue a enterrarse enel lodo del Potomac.

Había investigadores en el lugar delaterrizaje al cabo de quince minutos, ydespués de otros quince llegó la policía,pues se averiguó que el proyectil era unanave espacial. Contemplaron coninvoluntaria admiración al hombredespeinado y cansado que saliótambaleándose y a punto de desmayarse.

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Reinó un silencio absoluto mientraslevantaba un puño hacia los sorprendidosespectadores y gritaba:

—Adelante, ahórquenme, locos. Pero hellegado a la Luna y eso no pueden evitarlo.Avisen a la AFIEC. Quizá declaren el vueloilegal y, por lo tanto, inexistente. —Se echóa reír débilmente y de súbito perdió elconocimiento.

Alguien gritó:—Llévenle al hospital. No está bien.Totalmente inconsciente, Harman fue

trasladado en un coche de la policíamientras ésta formaba guardia junto alcohete.

Llegaron oficiales del Gobierno einvestigaron la nave, leyeron el diario,inspeccionaron los dibujos y fotografías dela Luna y finalmente se marcharon ensilencio. La multitud aumentó y corrió la vozde que un hombre había llegado a la Luna.

Cosa curiosa, el hecho no provocó sucólera. Los hombres estaban impresionadosy llenos de admiración; la multitudsusurraba y lanzaba inquisitivas miradashacia la mortecina luna en cuarto creciente,apenas visible bajo la radiante luz del sol. Y

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dominándolo todo, una nube de silenciointranquilo, el silencio de la indecisión.

Después, en el hospital, Harman revelósu identidad, y la veleidosa humanidad sevolvió loca. Incluso el mismo Harman quedóprofundamente sorprendido ante el rápidocambio operado en la opinión del mundo.

Parecía casi increíble, y sin embargo eracierto. Un descontento secreto, combinadocon el heroico relato del hombre que luchacontra una fuerza superior abrumadora —laclase de relato que ha conmovido el almadel hombre desde el comienzo de lostiempos— sirvió para sumir a todo el mundoen una exaltada corriente deantivictorianismo. Eldredge estaba muerto...y nadie más podía reemplazarle.

Vi a Harman en el hospital poco tiempodespués. Estaba recostado y medioenterrado entre periódicos, telegramas ycartas. Me sonrió e hizo un gesto afirmativocon la cabeza.

—Bueno, Cliff —murmuró—, el pénduloha vuelto a oscilar hacia el otro lado.

En realidad, a pesar de que Opinión públicafue el segundo relato que vendí, fue el tercero

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en publicarse. Se le adelantaron no sóloAbandonados cerca de Vesta, sino otro relato(que pronto mencionaré) que fue escrito yvendido después de Opinión pública, pero quese imprimió antes. Sin embargo, ambos relatosfueron publicados en Amazing y, de algúnmodo, me cuesta incluirlos aquí. Para mí, elprimer relato que vendí a Campbell y fuepublicado en Astounding es mi primer relatoimportante editado. Es algo bastante ingratopor mi parte hacia Amazing, pero no puedoevitarlo.

El ejemplar de Astounding de julio de 1939ha sido considerado por algunos aficionadosposteriores como el comienzo de la llamadaEdad de Oro de la ciencia ficción, un períodoque tuvo lugar entre 1940 y 1950. Durantedicho período, los puntos de vista de Campbelldominaban la revista, y los autores que adiestróy desarrolló escribían con todo el ardor de lajuventud. Me gustaría poder decir que Opiniónpública fue lo que marcó el comienzo de esaEdad de Oro, pero no puedo. Su inclusión enaquel ejemplar fue pura coincidencia.

Lo que realmente contó fue la novela cortaprincipal del ejemplar de julio de 1939,Destructor negro, escrita por A. E. van Vogt, unprimer relato de un autor nuevo, mientras que

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en el siguiente ejemplar, el de agosto de 1939,fue un relato corto, Línea vital, escrito porRobert A. Heinlein, otro primer relato de unnovel.

Más adelante, Van Vogt, Heinlein y yoseríamos universalmente considerados comolos mejores autores de la Edad de Oro, peroVan Vogt y Heinlein lo fueron desde elprincipio. Ellos brillaron como primerasestrellas desde el momento en que apareció suprimer relato, y su status nunca decayó durantetodo el resto de la Edad de Oro. Yo, por otraparte (no es falsa modestia), sólo progreségradualmente. Pasé casi desapercibidodurante cierto tiempo y llegué a serconsiderado un buen autor por etapas tangraduales que a pesar de la considerableporción de vanidad que poseo, fui el último ensaberlo.

Opinión pública es un relato divertido enalgunos aspectos. Se ajusta a los primerosvuelos espaciales a la Luna de los añossetenta. En aquel tiempo creí aventurarmemucho, pero resulta que retrasé toda unadécada la realidad eventual, puesto que lo quedescribí tuvo lugar, y con una sofisticaciónmucho mayor, en los años sesenta. Midescripción de los primeros intentos de vuelo

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espacial fue, desde luego, increíblementeingenua, vista desde ahora

Sin embargo, en un aspecto, el relato espoco corriente. Hace pocos años, Phil Klass(un escritor de ciencia ficción que publica bajoel seudónimo de William Tenn) me hizoobservar que éste fue el primer relato de lahistoria que predijo una resistencia decualquier clase a la idea de la exploraciónespacial. En todos los demás relatos, el públicoen general se mostraba indiferente oentusiasmado. Esto me hace parecerextraordinaria y singularmente clarividente,pero habiendo explicado la naturaleza del libroque estaba pasando a máquina para la NYA, nopuedo atribuirme el mérito de la brillantez.(¡Diablos!)

También hay que reparar en la referencia ala Segunda Guerra Mundial de 1940.Recuerden que el relato fue escrito dos mesesdespués de la capitulación de Munich. En aqueltiempo yo no creía que eso significara "paz ennuestro tiempo", como Neville Chamberlainhabía sostenido. Estimé que habría guerra alcabo de un año y medio, y en eso también fuidemasiado conservador.

Incidentalmente, Opinión pública es uno delos pocos relatos que he escrito en primera

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persona, y el narrador se llama CliffordMcKenny. (Nunca he logrado averiguar elporqué de mi afición a los apellidos irlandesesen aquella época.) Sin embargo, detrás delnombre propio existe una historia.

Después de mi susto de mayo de 1938sobre la desaparición de Astounding, empecé aenviar cartas mensuales a la revista,justipreciando cuidadosamente los relatos.(Dejé de hacerlo cuando lo mismo empecé avender relatos.) Todas fueron publicadas, y, dehecho, envié una carta a Astounding que fuepublicada ya en 1935. Dos consagradosescritores de ciencia ficción me escribieronpersonalmente en respuesta a lasobservaciones que hice sobre sus relatos. EranRussell R Winterbotham y Clifford D. Simak.

Con ambos mantuve correspondencia,bastante regular al principio, y con largosintervalos años más tarde. La amistad queresultó, a pesar de la considerable distancia,perduró. No vi personalmente a RussWinterbotham más que una vez, y eso durantela Convención Mundial de Ciencia Ficción quetuvo lugar en Cleveland en 1966. Él falleció en1971. He visto tres veces a Cliff Simak, laúltima en la Convención Mundial de Ciencia

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Ficción de Boston en 1971, en la cual fuehuésped de honor.

La primera carta que me dirigió Simak fueen respuesta a una mía, editada en Astounding,que daba una evaluación baja a su relato Regla18, aparecido en el número de julio de 1938.Simak me escribió para pedirme detalles que lepermitieran examinar mis críticas y quizábeneficiarse de ellas. (¡Me gustaría poderreaccionar tan amable y racionalmente antecríticas adversas!)

Volví a leer el relato para contestar demanera adecuada y encontré, sorprendido, queno había absolutamente nada que estuvieramal. Lo que había hecho Simak era escribir elrelato en escenas separadas sin pasajes detransición explícitos entre ellas. Yo no estabahabituado a esta técnica, así que el relato mepareció discontinuo e incoherente. La segundavez que lo leí, comprendí lo que estabahaciendo y me di cuenta de que no sólo elrelato no era nada incoherente, sino quetranscurría con una hábil velocidad que hubieraresultado imposible si todas las aburridas yprosaicas transiciones hubieran sido incluidas.

Escribí a Simak para explicárselo, y adoptéla misma técnica en mis propios retos.Además, intenté, en la medida de lo posible,

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hacer uso de algo similar al estilo frío y simplede Simak.

A veces he oído hablar a escritores deciencia ficción sobre la influencia que en suestilo han tenido figuras literarias de tan altoprestigio como Kafka, Proust y Joyce. Puede serpose o realidad, pero, en mi caso, no sostengotal afirmación. Aprendí a escribir cienciaficción gracias a una atenta lectura de obras deeste género, y entre las mayores influenciasque acusó mi estilo está la de Clifford Simak.

Simak fue particularmente alentador enaquellos meses de ansiedad en los queintentaba vender un relato. El día que realicémi primera venta, tenía una carta, cerrada,dirigida y timbrada, lista para enviarle. La abrípara añadir la noticia, y destruir un sobre consellos, lo que representaba una clara pérdidade varios centavos, no era algo que yo hicieracon ligereza en aquellos días.

Por lo tanto, siempre me ha gustado que miprimera venta a Campbell tuviera, como sunarrador en primera persona, a un personajecon el nombre en honor de Clifford Simak.

Otro detalle sobre Opinión pública...En mis primeras sesiones con Campbell,

éste había señalado ocasionalmente laimportancia de tener un nombre que no fuera

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raro ni difícil de pronunciar, y sugirió el uso deun nombre corriente anglosajón comoseudónimo. Sobre este punto, demostré unaclara intransigencia. Mi nombre era mi nombrey constaría en mis relatos.

Cuando vendí Opinión pública, mefortifiqué para lo que creía iba a ser unadiscusión con Campbell que incluso podríacostarme mi preciosa venta. Nunca ocurrió.Quizá fuera porque mi nombre ya habíaaparecido en dos relatos de Amazing, o quizáCampbell comprendiera que yo nunca meavendría al uso de un seudónimo; pero lacuestión es que no volvió a mencionar lacuestión.

Tal como ocurrió, mi aversión a unseudónimo fue bastante afortunada, pues elnombre de Isaac Asimov resultó altamentevisible. Nadie podía ver el nombre por primeravez sin sonreír ante su rareza; y cualquiera quelo viera por segunda vez se acordaríainstantáneamente de él. Estoy convencido deque por lo menos una parte de mi eventualpopularidad se debe a que los lectoresreconocían rápidamente el nombre y se fijabanen mis relatos como un conjunto.

En realidad, las cosas volvieron al punto departida. Al cabo de los años, he conocido

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frecuentemente a lectores que estabanconvencidos de que el nombre era unseudónimo concebido para lograr mayorostensibilidad y que mi nombre verdaderodebía ser algo así como John Smith. A vecesera difícil desengañarles.

Mientras corregía Opinión pública paraCampbell, también trabajaba en otro relato, Unarma demasiado terrible para emplear. Este nose lo presenté a él. Es posible que no quisierapresionarte demasiado inmediatamentedespués de haberle hecho una venta, o quepensara que el relato no era bastante buenopara él y no quisiera estropear la impresión queOpinión pública le había causado. En cualquiercaso (y realmente no me acuerdo del motivo)decidí presentarlo a Amazing primero. Tambiénpagaban un centavo por palabra y quizápensara que les debía otra oportunidad, ahoraque había logrado hacer una venta a Campbell.

El 6 de febrero de 1939 envié Un armademasiado terrible para emplear a Amazing, yel 20 de febrero recibí una carta de aceptación.Es posible que Amazing lo comprara porquenecesitara rápidamente un relato, puesapareció en el número de mayo, que llegó a los

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quioscos sólo tres semanas después de laventa. Esto lo convirtió en mi segundo relatopublicado, pues apareció dos meses antes queOpinión pública.

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5UN ARMA DEMASIADO TERRIBLE

PARA EMPLEAR

Karl Frantor encontró el panorama muydeprimente. De los espesos nubarrones,caía la eterna llovizna; una vegetación baja ysimilar al caucho con su empañado colormarrón-rojizo se extendía en todasdirecciones. De vez en cuando algún pájarorevoloteaba frenéticamente encima de suscabezas, emitiendo lastimosos graznidos ensu ir y venir.

Karl volvió la cabeza para contemplar ladiminuta cúpula de Afrodópolis, la ciudadmás grande de Venus.

—Dios mío —murmuró—, incluso lacúpula es mejor que este mundo espantosodel exterior. —Se envolvió mejor en el tejido

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impermeabilizado de su abrigo—. Mealegraré de regresar a la Tierra.

Se volvió hacia la frágil figura de Antil, elvenusiano.

—¿Cuándo llegaremos a las ruinas,Antil?

No hubo respuesta, y Karl observó lalágrima que resbalaba por las mejillasverdes y arrugadas del venusiano. Otrabrillaba en sus ojos dulces e increíblementehermosos, grandes como los de loslémures.

La voz del terrícola se dulcificó.—Lo siento, Antil, no pretendía decir

nada contra Venus.Antil volvió su rostro verde hacia Karl.—No es eso, amigo mío. Naturalmente,

no encontrarás mucho que admirar en unmundo extraño. Sin embargo, yo amo aVenus, y lloro porque me conquista subelleza.

Las palabras fueron pronunciadas confacilidad pero con la inevitable distorsióncausada por unas cuerdas vocalesinhabilitadas para lenguajes ásperos.

—Sé que te parece incomprensible —continuó Antil—, pero para mí Venus es unparaíso, una tierra dorada... No puedo

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expresar con exactitud los sentimientos queme produce.

—Sin embargo, algunos dicen que sólolos terrícolas pueden amar —la simpatía deKarl era fuerte y sincera.

El venusiano movió la cabezatristemente.

—Hay muchas otras cosas, aparte de lacapacidad de sentir emoción, que tu pueblonos niega.

Karl cambió apresuradamente de tema.—Dime, Antil, ¿acaso Venus no tiene un

aspecto monótono incluso para ti? Hasestado en la Tierra y debes saberlo. ¿Cómopuede compararse esta eternidad de marróny gris a los vivos y cálidos colores de laTierra?

—Para mí es mucho más hermoso. Teolvidas de que mi sentido del color estremendamente distinto del vuestro6. ¿Cómopuedo explicar las bellezas, la riqueza delcolor que abunda en este paisaje?

Guardó silencio, sumido en lasmaravillas de las que hablaba, mientras quepana el terrícola el absoluto y melancólicogris permanecía invariable. 6 El ojo venusiano puede distinguir entre dos tonos, cuya longitud de ondano difiere más que en cinco unidades Angstrom. Ven miles de colorespara los que los terrícolas son ciegos. (N. del A.)

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—Algún día —la voz de Antil era como lade una persona que sueña—, Venuspertenecerá una vez más a los venusianos.Los habitantes de la Tierra dejarán dedominarnos, y la gloria de nuestrosantepasados volverá a nosotros.

Karl se echó a reír.—Vamos, Antil, hablas como un

miembro de las bandas Verdes, que estáncausando tantos problemas al Gobierno.Pensaba que no creías en la violencia.

—Así es, Karl —los ojos de Antil erangraves y parecían bastante asustados—,pero los extremistas están ganando poder, ytemo lo peor. Y si... si se desatara unarebelión abierta contra la Tierra, yo tendríaque unirme a ellos.

—Pero si no estás de acuerdo con susideas.

—No, desde luego —se encogió dehombros, un gesto que había aprendido delos terrícolas—, no podemos lograr nadapor medio de la violencia. Vosotros soiscinco mil millones y nosotros apenas cienmillones. Tenéis recursos y armas, mientrasque nosotros no tenemos nada. Sería unaempresa de locos, y aunque ganáramos,dejaríamos tal secuela de odio que nunca

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podría haber paz entre nuestros dosplanetas.

—Entonces, ¿por qué te unirías a ellos?—Porque soy venusiano.El terrícola volvió a echarse a reír.—Parece ser que el patriotismo es tan

irracional en Venus como en la Tierra. Perovamos, dirijámonos a las ruinas de vuestraantigua ciudad. ¿Estamos cerca de ella?

—Sí —contestó Antil—. Ahora sólo faltaalgo más de un kilómetro terrestre. Sinembargo, recuerda que no debes perturbarnada. Las ruinas de Ash-taz-zor sonsagradas para nosotros, como el únicovestigio existente del tiempo en que tambiénnosotros éramos una gran raza, no losdegenerados restos de ella.

Siguieron caminando en silencio,avanzando sobre la tierra blanda del suelo,esquivando las contorsionadas raíces delárbol de la serpiente, y manteniéndoseapartados de las ocasionales parrasretorcidas.

Antil fue el que reanudó la conversación.—Pobre Venus. —Su voz tranquila y

melancólica era triste—. Hace cincuentaaños el terrícola llegó con promesas depaz... y le creímos. Le mostramos las minas

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de esmeralda y la hierba mágica y sus ojosbrillaron de deseo. Llegaron más y más, ysu arrogancia aumentó. Y ahora...

—Es horrible, Antil —dijo Karl—, perorealmente te lo tomas demasiado a pecho.

—¡Demasiado a pecho! ¿Estamosautorizados a votar? ¿Tenemos algunarepresentación en el Congreso Provincial deVenus? ¿Acaso no existen leyes que prohibena los venusianos ir en el mismoestratocoche que los terrícolas, o comer enel mismo hotel, o vivir en la misma casa?¿Acaso no están todos los colegios cerradospara nosotros? ¿Acaso los habitantes de laTierra no se han apropiado de las partesmejores y más fértiles del planeta? ¿Acasohay algún derecho cualquiera que losterrícolas nos reconozcan en nuestro propioplaneta?

—Lo que dices es totalmente cierto, y lodeploro. Pero hubo una época en que en laTierra existían las mismas condiciones conrespecto a ciertas razas llamadas«inferiores», y, con el tiempo, todos esosimpedimentos fueron desapareciendo hastaalcanzar la total igualdad que hoy reina.Recuerda, también, que la gente inteligentede la Tierra está de vuestra parte. ¿Acaso

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yo, por ejemplo, he demostrado alguna vezalgún prejuicio contra Venus?

—No, Karl, ya sé que no lo has hecho.Pero ¿cuántos hombres inteligentes hay? Enla Tierra, se requirieron largos y fatigantesmilenios, llenos de guerras y sufrimientos,para que la igualdad fuera establecida. ¿Y siVenus se niega a esperar esos milenios?

Karl frunció el ceño.—Tienes razón, naturalmente; pero

debéis esperar. ¿Qué otra cosa podéishacer?

—No lo sé... no lo sé. —La voz de Antilse apagó en el silencio.

De repente, Karl deseó no haber iniciadoaquel viaje a las ruinas de la misteriosa Ash-taz-zor. El terreno enloquecedoramentemonótono y hasta los comentarios de Antilhabían servido para deprimirle en granmanera. Estaba a punto de renunciar a suproyecto, cuando el venusiano levantó susdedos palmeados para señalar un montículode tierra que había frente a ellos.

—Esa es la entrada —dijo—. Ash-taz-zorha estado enterrada bajo la tierra desdeincontables miles de años, y sólo losvenusianos la conocen. Tú eres el primerterrícola que la ve.

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—Lo mantendré en absoluto secretoAntil. Te lo he prometido.

—Vamos, pues.Antil apartó la frondosa vegetación para

dejar al descubierto una estrecha entradaentre dos piedras grandes e hizo señas aKarl de que le siguiera. Entraroncautelosamente en un estrecho y húmedocorredor. Antil extrajo de su morral unapequeña lámpara de atomita, que lanzó sunacarado resplandor sobre las paredes depiedra, que goteaban.

—Estos pasillos y refugios —dijo—fueron excavados hace tres siglos pornuestros antepasados, que consideraban laciudad como un lugar sagrado. Sinembargo, últimamente, los hemosabandonado. Yo fui el primero en visitarlosdespués de muchísimo tiempo. Quizá éstesea otro signo de nuestra degeneración.

Siguieron en línea recta a lo largo deunos cien metros; entonces los pasillosdesembocaron en una amplia estanciaabovedada. Karl se quedó boquiabierto anteel espectáculo que se ofreció a sus ojos.Eran restos de edificios, maravillasarquitectónicas sin igual en la Tierra desdelos días de la Atenas de Pericles. Pero todo

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estaba en ruinas, así que sólo se conservabaun reflejo de la magnificencia de la ciudad.

Antil le condujo a través del espacioabierto y se internó en otro corredor queserpenteaba a lo largo de unos quinientosmetros a través de tierra y roca. Aquí y allídesembocaban otros pasillos y una o dosveces Karl avistó edificios en ruinas. Loshubiera investigado si Antil no le hubiesemarcado el camino.

Volvieron a surgir, esta vez ante unedificio bajo e irregular, construido conpiedra blanca y verde. El ala derecha estabacompletamente destruida, pero el restoparecía casi intacto.

Los ojos del venusiano brillaron; suinsignificante figura se enderezó conorgullo.

—Esto es lo que corresponde a unmoderno museo de artes y ciencias. En élobservarás la pasada grandeza y la culturade Venus.

Dominado por una gran emoción, Karlentró. Era el primer terrícola que veíaaquellas obras antiguas. Observó que elinterior estaba dividido en una serie de

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profundos nichos, que partían de la largacolumnata central. El techo era una granpintura que apenas se distinguía a la escasaluz de la lámpara de atomita.

Maravillado, el terrícola recorrió losnichos. Las esculturas y pinturas que lerodeaban poseían una extraña peculiaridad,una apariencia sobrenatural que aumentabasu belleza.

Karl comprendió que se le escapabaalgo vital del arte venusiano simplementeporque faltaba una base común entre supropia cultura y la de ellos, pero apreciabala excelencia técnica del trabajo. Admiróespecialmente el colorido de las pinturas,que superaba a todo lo que había visto en laTierra. A pesar de lo cuarteadas,descoloridas y opacas que estaban había enellas una combinación y una armoníasoberbias.

—Qué no hubiera hecho Miguel Argel —dijo a Antil— con la maravillosa percepcióncromática del ojo venusiano.

Antil rebosaba felicidad.—Cada raza tiene sus propios atributos.

A menudo he deseado que mis oídospudieran distinguir los tonos sutiles y losdiapasones del sonido tal como dicen que

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pueden hacerlo los habitantes de la Tierra.Quizá entonces entendería lo que hay de tanagradable en vuestra música. A mí, su ruidome parece terriblemente monótono.

Siguieron adelante, y a cada minuto laopinión de Karl sobre la cultura venusianamejoraba. Había largas y estrechas tiras deun metal delgado, atadas juntas, cubiertascon las líneas y óvalos de la escrituravenusiana..., miles y miles de ellas. Allí, Karllo sabía, se encerraban tales secretos quelos científicos de la Tierra hubieran dadomedia vida por conocerlos.

Entonces, cuando Antil señaló hacia undiminuto artefacto de unos quincecentímetros de altura, y dijo que, según lainscripción, era cierto tipo de convertidoratómico con una eficacia varias vecessuperior a la de cualquier modelo terrestrecorriente. Karl explotó.

—¿Por qué no reveláis estos secretos ala Tierra? Si conocieran los adelantos quealcanzasteis en épocas pasadas, losvenusianos ocuparían un lugar mucho másimportante que el actual.

—Harían uso de nuestros conocimientosde tiempos pasados, sí —repusoamargamente Antil—, pero nunca aflojarían

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su opresión sobre Venus y su pueblo.Espero que no hayas olvidado tu promesade guardar un secreto absoluto.

—No, no diré nada; pero creo que estáiscometiendo una equivocación.

—Creo que no. —Antil hizo ademán desalir del nicho, pero Karl le llamó.

—¿No entramos en esta pequeñahabitación de aquí? —preguntó.

Antil dio media vuelta, con la miradafija.

—¿Una habitación? ¿De qué habitaciónhablas? Aquí no hay ninguna.

Karl alzó las cejas en un movimiento desorpresa mientras señalaba mudamente unaestrecha rendija que se extendía por lapared posterior.

El venusiano murmuró algo para sí y searrodilló, palpando la rendija con susdelicados dedos.

—Ayúdame, Karl. Me parece que noscostará abrir esta puerta. Por lo menos norecuerdo que existiera, y conozco las ruinasde Ash-taz-zor mejor que cualquier otro demi pueblo.

Los dos ejercieron presión contra eltrozo de pared, que cedió crujiendo condesgana, abriéndose de repente como si

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quisiera catapultarlos en el diminuto y casivacío cubículo que había al otro lado. Sepusieron de nuevo en pie y miraron conasombro a su alrededor.

El terrícola señaló las marcas deherrumbre, rotas e irregulares, que cubríanel suelo, y el lugar donde la puerta se unía ala pared.

—Tu pueblo parece haber sellado estahabitación muy eficazmente. Sólo laherrumbre de los eones ha permitido que laabriéramos. Parece como si tuvieran unsecreto guardado aquí.

Antil movió su cabeza verde.—La última vez que estuve aquí no

había trazas de ninguna puerta. Sinembargo... —levantó la lámpara de atomitay examinó rápidamente la habitación—,parece que, de cualquier modo, aquí no haynada.

Tenía razón. Aparte de un indescriptiblecofre alargado que reposaba sobre seisgruesas patas, el lugar no contenía más queincreíbles cantidades de polvo y el sofocanteolor a moho de las tumbas cerradas durantelargo tiempo.

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Karl se acercó al cofre, e intentósepararlo del rincón donde estaba. No semovió, pero la tapa se deslizó bajo lapresión de sus dedos.

—La tapa es movible, Antil. ¡Mira!Señaló un compartimento interior poco

profundo, que contenía una gruesa láminacuadrada, de cierta sustancia cristalina ycinco cilindros de quince centímetros delongitud, parecidos a plumas estilográficas.

Antil prorrumpió en gritos deentusiasmo al ver estos objetos, y porprimera vez desde que Karl le conocía, seperdió en el sibilante idioma venusiano.Sacó la lámina de cristal y la examinódetalladamente. Karl, excitada sucuriosidad, hizo lo mismo. Estaba cubiertacon puntos de varios colores, muy pocoseparados entre sí, pero eso no parecíarazón suficiente para la extrema alegría deAntil.

—¿Qué es, Antil?—Es un documento completo en nuestro

antiguo lenguaje de ceremonial. Hasta ahoranunca habíamos conseguido más quefragmentos inconexos. Esto es un granhallazgo.

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—¿Puedes descifrarlo? —Karl contemplóel objeto con más respeto.

—Creo que sí. Es una lengua muerta yno tengo más que escasas nociones de ella.Verás, es una lengua de colores. Cadapalabra está designada por unacombinación de dos, y a veces tres puntoscoloreados. Sin embargo, los colores estánsutilmente diferenciados y un terrícola,aunque poseyera la clave del lenguaje,tendría que recurrir a un espectroscopiopara leerlo.

—¿Puedes descifrarlo ahora?—Creo que sí, Karl. La lámpara de

atomita se parece mucho a la luz del día, yno creo que tenga problemas con ella. Sinembargo, es posible que me lleve muchotiempo; así que quizá sea mejor que túcontinúes investigando. No hay peligro deque te pierdas, siempre que permanezcasdentro de este edificio.

Karl se fue, llevándose una segundalámpara de atomita, y dejando a Antil, elvenusiano, inclinado sobre el manuscrito ydescifrándolo lenta y penosamente.

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Transcurrieron dos horas antes de queel terrícola regresara. Cuando lo hizo, Antilapenas había cambiado de posición. Pero,ahora, había una mirada de horror en elrostro del venusiano que antes no existía. Elmensaje «de color» yacía a sus pies,abandonado. La ruidosa entrada delterrícola no hizo impresión en él. Como si sehubiera petrificado, permaneció inmóvil,con una mirada de espanto en sus ojos.

Karl corrió a su lado.—Antil, Antil, ¿qué ha sucedido?La cabeza de Antil se movió lentamente,

como si girara a través de un líquidoviscoso, y sus ojos se fijaron en su amigo sinverle. Karl le agarró por los delgadoshombros y le sacudió bruscamente.

El venusiano volvió a la realidad.Desasiéndose del abrazo de Karl, se puso enpie de un salto. Sacó los cinco objetoscilíndricos del cofre del rincón, cogiéndoloscon una especie de renuencia extraña ymetiéndolos en su morral. También cogió deigual forma la lámina que había descifrado.

Una vez hecho esto, volvió a colocar latapa sobre el cofre y precedió a Karl fuerade la habitación.

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—Ahora debemos irnos. Ya nos hemosquedado demasiado tiempo. —Su voz teníauna extraña entonación de miedo que hizosentirse incómodo al terrícola.

Retrocedieron silenciosamente sobre suspasos hasta pisar de nuevo la mojadasuperficie de Venus. Todavía era de día,pero el crepúsculo estaba cerca. Karl sentíaun hambre creciente. Tendrían queapresurarse si querían llegar a Afrodópolisantes de que se hiciera de noche. Karllevantó el cuello de su impermeable, secubrió la cabeza con la capucha y sepusieron en marcha.

Recorrieron kilómetro tras kilómetro y laciudad abovedada volvió a surgir en elhorizonte gris. El terrícola comía unoshúmedos bocadillos de jamón y deseabacon impaciencia el seco ambiente deAfrodópolis. A lo largo de todo el camino, elvenusiano, normalmente amigable, mantuvoun cerrado silencio, sin dignarse concederni una sola mirada a su compañero.

Karl aceptó la situación con filosofía.Profesaba hacia los venusianos unaconsideración mucho mayor que la de la

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gran mayoría de los terrícolas, pero seguíaexperimentando un débil desprecio hacia elcarácter hiperemotivo de Antil y los de suclase. Este amargo silencio no era más quela manifestación de sentimientos que enKarl sólo hubieran provocado un suspiro oun fruncimiento de cejas. Sabiendo esto, elhumor de Antil apenas le afectó.

Sin embargo, el recuerdo del inquietanteespanto reflejado en los ojos de Antildespertó en él una tenue intranquilidad. Suangustia se había producido al descifraraquella extraña lámina. ¿Qué secreto podíanhaber revelado aquellos antiguos científicosen aquel mensaje?

Con cierta timidez, Karl se decidiófinalmente a preguntar:

—¿Qué ponía en la lámina, Antil?Considero que debe ser interesante, puestoque te la has llevado.

La contestación de Antil fue un simplegesto de apresuramiento, y el venusiano seprecipitó en la creciente oscuridadapresurando el paso, Karl estabasorprendido y bastante ofendido. No hizoningún otro intento de entablarconversación durante el resto del viaje.

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Sin embargo, cuando llegaron aAfrodópolis, el venusiano rompió su silencio.Su rostro arrugado, ojeroso y demacrado, sevolvió hacia Karl con la expresión de alguienque ha llegado a una penosa decisión.

—Karl —dijo—, hemos sido amigos, demodo que deseo darte un consejo amistoso.La semana próxima te irás hacia la Tierra.Sé que tu padre ocupa un alto puesto juntoal presidente de los planetas.Probablemente, tú mismo serás unpersonaje de importancia en un futuro nomuy lejano. Por lo tanto, te ruego queemplees toda tu influencia para lograr unamoderación en la actitud de la Tierra haciaVenus. Yo, por mi parte, siendo un noblehereditario de la mayor tribu de Venus, harélo posible para reprimir todos los intentosde violencia.

El otro frunció el ceño.—Parece haber algo detrás de todo esto.

No he comprendido absolutamente nada.¿Qué intentas decirme?

—Sólo esto: a menos que lascondiciones sean mejoradas, y pronto,Venus se rebelará. En ese caso, yo notendré otra elección más que poner mis

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servicios a sus pies, y entonces Venusdejará de estar indefensa.

Estas palabras sólo sirvieron paradivertir al terrícola.

—Vamos, Antil, tu patriotismo esadmirable, y tus quejas justificadas, pero elmelodrama no va conmigo. Soy, por encimade todo, realista.

Había una terrible seriedad en la voz delvenusiano cuando dijo:

—Créeme, Karl, si te digo que no haynada más real que lo que te estoy diciendoahora. En caso de una revuelta venusiana,no puedo garantizar la seguridad de laTierra.

—¡La seguridad de la Tierra! —Laenormidad de esta afirmación aturdió aKarl.

—Sí —continuó Antil—,porque puedoverme forzado a destruir la Tierra. Ya losabes.

Con esto, dio media vuelta y se internóen la maleza para regresar al pobladovenusiano que había fuera de la grancúpula.

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Pasaron cinco años..., años deturbulenta inquietud, y Venus se despertóde su sueño como un volcán en actividad.Los poco perspicaces gobernantes deAfrodópolis, Venusia y otras ciudadesabovedadas hicieron casi omiso de todas lasseñales de peligro con inconsciente alegría.Cuando se dignaban pensar en los pequeñosvenusianos verdes, lo hacían con un gestode desdén que significaba: «¡Oh, esascosas!»

Pero «esas cosas» fueron tratadas másallá de lo soportable, y las nacionalistasBandas Verdes hicieron oír cada vez más suvoz. Después, en un día gris, no distinto delos precedentes, multitud de nativoscayeron sobre las ciudades en una rebeliónorganizada.

Las bóvedas más pequeñas, cogidaspor sorpresa, sucumbieron. En rápidasucesión, se tomaron Nueva Washington,Monte Vulcano y Saint Denis, junto con todoel continente oriental. Antes de que losaturdidos terrícolas se dieran cuenta de loque estaba sucediendo, la mitad de Venushabía dejado de pertenecerles.

Los habitantes de la Tierra,sobresaltados y sorprendidos por esta

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súbita emergencia —que, naturalmente,debía haber sido prevista— enviaron armasy suministros a los terrícolas de lasciudades que seguían sitiadas y comenzarona equipar una gran flota espacial para larecuperación del territorio perdido.

Los terrícolas estaban molestos, pero noasustados, pues sabían que el terrenoperdido por sorpresa podía recuperarsefácilmente con tiempo, y el que aún noestaba perdido nunca lo estarla. O, por lomenos, ésta era la creencia.

Es fácil de imaginar la estupefacción delos gobernantes de la Tierra cuando elavance de los venusianos prosiguió sincesar. La ciudad de Venusia había sidoampliamente abastecida de armas yalimentos; sus defensas exteriores estabanalzadas, los hombres en sus puestos. Undiminuto ejército de desnudos ydesarmados nativos se acercó y exigió unarendición incondicional Venusia rehusóaltivamente, y los mensajes a la Tierrafueron joviales al referirse a los nativosdesarmados que el éxito había vuelto tantemerarios.

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Después, repentinamente, no serecibieron más mensajes, y los nativosocuparon la ciudad.

Los sucesos de Venusia se repitieron,una y otra vez, en lo que debían haber sidofortalezas inexpugnables. Incluso la mismaAfrodópolis, con una población de mediomillón de habitantes, cayó ante el tristenúmero de quinientos venusianos. Esto, apesar de que todas las armas conocidas enla Tierra estaban a disposición de losdefensores.

El Gobierno terrícola ocultó los hechos, yla misma Tierra siguió sin recelar de losextraños acontecimientos ocurridos enVenus. Pero en los consejos interiores, loshombres de estado fruncían el ceño al oírlas extrañas palabras de Karl Frantor, hijodel ministro de Educación.

Jan Heersen, ministro de la Guerra, selevantó con ira al concluir el informe.

—¿Acaso pretende que tomemos enserio la impensada afirmación de unverdoso medio loco y firmemos la paz conVenus bajo sus propios términos? Esto esdefinitiva y absolutamente imposible. Lo

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que estos malditos animales necesitan es lafuerza bruta. Nuestra flota les borrará deluniverso, y ya es tiempo de hacerlo.

—Quizá borrarlos no sea tan fácil,Heersen —dijo el canoso y más anciano delos Frantor, apresurándose a defender a suhijo—. Muchos de nosotros siempre hemossostenido que la política del Gobierno hacialos venusianos estaba equivocada. ¿Quiénsabe los medios de ataque que handescubierto y lo que, para vengarse, haráncon ellos?

—¡Cuentos de hadas! —exclamóHeersen—. Usted habla de los verdososcomo si fueran personas. Son animales ydeberían estar agradecidos por las ventajasde la civilización que les hemos hechoconocer. Recuerde que los estamos tratandomucho mejor de lo que fueron tratadasalgunas razas de la Tierra en nuestraprimera historia, los indios americanos, porejemplo.

Karl Frantor volvió a interrumpir con vozagitada:

—¡Debemos investigar, señores! Laamenaza de Antil es demasiado grave comopara ignorarla, no importa lo absurda queparezca... y, a la luz de las conquistas

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venusianas, no parece nada absurda.Propongo que me envíen con el almiranteVon Blumdorff, en calidad de representante.Déjenme llegar hasta el fondo de todo estoantes de atacarles.

El taciturno presidente de la Tierra,Jules Debuc, hablé ahora por primera vez:

—Por lo menos, la proposición deFrantor es razonable. Debe realizarse. ¿Hayalguna objeción?

No hubo ninguna, aunque Heersenfrunció el ceño y resopló con indignación.Así pues, una semana más tarde, KarlFrantor acompañó a la armada espacial dela Tierra cuando ésta despegó hacia elplaneta interior.

Fue un extraño Venus el que dio labienvenida a Karl tras sus cinco años deausencia. Seguía teniendo su viejanaturaleza mojada, su vieja melancólicamonotonía de blanco y gris, susdiseminadas ciudades abovedadas... pero,sin embargo, ¡qué diferente!

Donde antes se habían movido losaltivos terrícolas con un esplendordesdeñoso entre los venusianos sometidos,

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ahora los nativos ejercían un dominioindiscutible. Afrodópolis era una ciudadenteramente nativa, y en el despacho delantiguo gobernador se encontraba... Antil

Karl le contempló dudosamente, sinsaber apenas qué decir.

—Nunca creí que pudieras convertirte ensu dirigente —articuló al fin—. Tú..., elpacifista.

—La elección no fue mía. Lascircunstancias me obligaron —repusoAntil—. ¡Pero tú! No esperaba que tú fuerasel portavoz de tu planeta.

—Fue a mí a quien lanzaste tu absurdaamenaza años atrás, y por eso yo era el máspesimista en cuanto a vuestra rebelión.Vengo, ya lo ves, pero no solo. —Su manose alzó vagamente hacia arriba, donde lasnaves espaciales permanecían inmóviles eintimidantes.

—¿Has venido para amenazarme?—¡No! Para oír tus propósitos y

términos.—Esto es fácil. Venus exige su

independencia y promete amistad, junto conun comercio libre e ilimitado.

—Y esperáis que aceptemos todo esosin luchar siquiera.

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—Espero que así lo hagáis... por elpropio bien de la Tierra.

Karl frunció el ceño y se recostó en elsillón con disgusto.

—Por el amor de Dios, Antil, el tiempode las insinuaciones y duendes ya hapasado. Descubre tu juego. ¿Cómolograsteis conquistar Afrodópolis y lasdemás ciudades tan fácilmente?

—Nos vimos forzados a hacerlo, Karl.No lo deseábamos. —La voz de Antil eraestridente a causa de la agitación—. Noaceptaron nuestras favorables condicionesde capitulación y empezaron a disparar suspistolas de tonita. Tuvimos... tuvimos queemplear... el arma. Después tuvimos quematar a la mayoría... sin misericordia.

—No te entiendo. ¿De qué arma estáshablando?

—¿Recuerdas aquella vez en las ruinasde Ash-taz-zor, Karl? La habitación secreta;la antigua inscripción; las cinco armas.

Karl asintió sombríamente.—Pensé que lo eran, pero no estaba

seguro.—Era un arma horrible, Karl. —Antil se

apresuró a continuar, como si no pudierasoportar pensar en ello—. Los antiguos la

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descubrieron... pero no la utilizaron nunca.En lugar de ello, la escondieron, y no sé porqué no la destruyeron. Me gustaría que lohubieran hecho; realmente me gustaría.Pero no fue así y yo la encontré y debousarla... por el bien de Venus.

Su voz se convirtió en un susurro, perocon un esfuerzo manifiesto recobró ánimospara continuar la explicación.

—Las pequeñas e inofensivas varillasque viste aquella vez, Karl, eran capaces deproducir un campo de fuerza de unanaturaleza desconocida (los antiguos senegaron sabiamente a mostrarse explícitosen este punto) que tiene el poder dedesconectar el cerebro de la mente.

¿Qué? —Karl estaba boquiabierto—. ¿Dequé estés hablando?

—Debes saber que el cerebro no es másque el asiento de la mente y no la mentemisma. La naturaleza de ésta es unmisterio, desconocido incluso para nuestrosantepasados; pero sea lo que fuere, empleael cerebro como su intermediario con elexterior.

—Comprendo. Y vuestra arma separa lamente del cerebro... convierte a la mente en

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algo desvalido... un piloto espacial sinmandos.

Antil asintió solemnemente.—¿Has visto alguna vez un animal sin

cerebro? —preguntó de repente.—Pues, sí, un perro... durante mis

estudios de biofísica en la Universidad.—Entonces, ven, te enseñaré a un ser

humano sin cerebro.

Karl siguió al venusiano hasta unascensor. Mientras descendía al nivel másbajo —el nivel de la prisión— su mente eraun torbellino. Atormentado por el horror y lafuria, tenía alternativos impulsos de unirrazonado deseo de escapar y un anhelocasi insuperable de matar al venusiano queestaba junto a él. Aturdido, salió delcubículo y siguió a Antil hasta un lóbregopasillo, que serpenteaba entre dos hilerasde diminutas celdas con rejas.

—Allí.La voz de Antil sobresaltó a Karl como si

se hubiera tratado de un súbito chorro deagua fría. Siguió la dirección indicada por lamano palmeada y contempló con

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repugnancia hipnótica la figura humana queseñalaba.

Era un ser humano, indudablemente,por la forma... pero inhumano, sin embargo.Aquello (Karl no podía denominarlo por «él»)estaba sentado silenciosamente en el suelo,con sus grandes ojos fijos en la pared lisaque había enfrente. Ojos que estabandesprovistos de alma, labios sueltos de losque se le escapaba la saliva, dedos que semovían sin un propósito determinado.Asqueado, Karl volvió rápidamente lacabeza.

—No es del todo exacto que carezca decerebro —la voz de Antil era baja—.Orgánicamente, su cerebro está perfecto eintacto. Sólo que... está desconectado.

—¿Cómo vive, Antil? ¿Por qué no semuere?

—Porque el sistema autónomo estáintacto. Ponlo en pie y mantendrá elequilibrio. Empújale y recuperará suposición. Su corazón late. Respira. Si ponescomida en su boca, tragará, aunque semoriría de hambre antes de realizar el actovoluntario de comer los alimentos que hansido colocados frente a él. Es vida..., una

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especie de vida; pero estaría mejor muerto,pues la desconexión es permanente.

—Es horrible... horrible.—Es peor de lo que crees. Estoy

convencido de que en algún lugar delcuerpo de este hombre, la mente, intacta,todavía existe. Prisionera e impotente en uncuerpo que no puede controlar. ¿Cuál debeser la tortura de esa mente?

Karl se puso súbitamente rígido.—No conquistarás la Tierra por medio

de esta horrible y atroz brutalidad. Es unarma increíblemente cruel, pero no másmortífera que una docena de las nuestras.Pagarás por esto.

—Por favor, Karl, no tienes ni la másremota idea del carácter mortífero delCampo de Desconexión. El campo esindependiente del espacio y quizá tambiéndel tiempo, así que su campo de acciónpuede extenderse casi indefinidamente.¿Sabes que no se requirió más que undisparo para incapacitar a todas lascriaturas de sangre caliente que había enAfrodópolis? —La voz de Antil subió de tonocon nerviosismo—. ¿Sabes que puedoenvolver TODA LA TIERRA con el campo...convertir a tus miles de millones de

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semejantes en el duplicado de esos cuerposmuertos en vida con UN SOLO DISPARO?

Karl no reconoció su propia voz almurmurar:

—¡Loco! ¿Eres tú el único que conoce elsecreto de este infame campo?

Antil prorrumpió en una risa hueca.—Sí, Karl, la culpa es sólo mía, nada

más que mía. Pero matarme no solucionaríanada. Si yo muero, hay otros que sabendónde encontrar la inscripción, otros que nosienten mi simpatía por la Tierra. No tengonada que temer de ti, Karl, pues mi muertesignificaría el fin de tu mundo.

El terrícola estaba deshecho...,deshecho por completo. En su interior ya nohabía ni la más pequeña duda en cuanto alpoder de los venusianos.

—Me rindo —murmuró—, me rindo.¿Qué debo decir a mi pueblo?

—Expónles mis condiciones y lo quepodría hacer si quisiera.

Karl se alejó del venusiano como si sumismo contacto fuera mortal.

—Se lo diré.—Diles también que Venus no es

vengativo. No deseamos utilizar nuestraarma, ya que es demasiado horrible para

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emplear. Si nos conceden la independenciaen nuestros propios términos, y nospermiten ciertas precauciones necesariaspara evitar una nueva esclavitud futura,lanzaremos cada una de nuestras cincoarmas y la inscripción explicativa hacia elSol.

La voz del terrícola siguió siendo unsusurro desentonado:

—Se lo diré.

El almirante Von Blumdorff era tanprusiano como su nombre, y su códigomilitar era la simple fuerza bruta. De modoque fue completamente natural que susreacciones ante el informe de Karl Frantorfueran explosivas dentro de su sarcásticaburla.

—Es usted un loco inconsciente —gritóal joven—. Esto es lo que resulta de lasconversaciones, las palabras, las tonterías.Ha osado venirme con ese cuento de viudasviejas sobre armas misteriosas, deincalculable fuerza. Sin una sola prueba,usted acepta todo lo que ese malditoverdoso le dice, y se rinde

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despreciablemente. ¿Acaso no podíaamenazar, no podía engañar, o mentir?

—El no amenazó, engañó ni mintió —contestó amablemente Karl—. Lo que dijofue una verdad indiscutible. Si usted hubieravisto al hombre sin cerebro...

—¡Bah! Esa es la parte más inexcusablede todo este maldito asunto. ¡Exhibir anteusted a un lunático, algún retrasado mentalcualquiera, y decir «¡Esta es nuestra arma!»,y usted creyéndolo todo!— ¿Hicieron algomás que hablar? ¿Hicieron unademostración del arma? ¿Se la enseñaronsiquiera?

—Naturalmente que no. El arma esmortal. No van a matar a un venusiano paradarme gusto. En cuanto a enseñarme elarma..., bueno, ¿enseñaría usted su cartabuena a su contrario? Ahora conteste usteda unas cuantas preguntas. ¿Por qué estáAntil tan seguro de sí mismo? ¿Cómoconquistó todo Venus tan fácilmente?

—Admito que no puedo explicármelo,pero, ¿prueba eso que su explicación sea lacorrecta? De cualquier modo, estoy harto detanto hablar. Vamos a atacar en seguida y¡al infierno todas las teorías! Me enfrentaréa ellos con proyectiles de tonita y usted

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podrá observar su engaño en sus horriblescaras.

—Pero, almirante, debe ustedcomunicar mi informe al presidente.

—Lo haré... cuando haya mandadoAfrodópolis al otro mundo.

Conectó la unidad central de emisión.—¡Atención, todas las naves! ¡Formación

de batalla! Dentro de quince minutos noslanzaremos sobre Afrodópolis con todas lassobrecargas de tonita. —Después se volvióhacia el ordenanza—. Diga al capitán Larsenque informe a Afrodópolis de que tienenquince minutos para izar la bandera blanca.

Los minutos que transcurrieron acontinuación fueron tensos y exasperantespara Karl Frantor. Permaneció sentado ensilencio, con la cabeza sepultada entre lasmanos; el débil clic del cronómetro al finalde cada minuto sonaba como un trueno ensus oídos. Contó esos clics en un susurro 8-9-10. ¡Dios!

¡Sólo faltaban cinco minutos para unamuerte segura! ¿O tendría razón VonBlumdorff? ¿Habían ideado los venusianosun atrevido engaño?

Un ordenanza penetró en la habitación ysaludó.

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—Los verdosos acaban de contestar,señor.

—Bien. —Von Blumdorff se inclinó haciadelante con impaciencia.

—Dicen: «Urgentemente solicitamos a laflota que no ataque. Si lo hacen, no seremosresponsables de las consecuencias.»

—¿Eso es todo? —dijo con un gritoultrajado.

—Sí, señor.El almirante prorrumpió en una

sulfurada sarta de maldiciones.—Vaya un descaro que tienen —gritó—.

Se atreven a mantener su engaño hasta elfinal.

Y cuando terminó de decirlo, los quinceminutos habían transcurrido, y la poderosaflota se puso en movimiento. En filas yordenada formación, descendieron hacia elnuboso velo del segundo planeta. VonBlumdorff sonreía entre dientes alcontemplar el pavoroso espectáculo que sereflejaba en el televisor... hasta que lamatemáticamente precisa formación debatalla se rompió de repente.

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El almirante siguió observando y se frotólos ojos. La mitad de la flota más distantese había vuelto repentinamente loca.Primero, las naves se tambalearon; despuéscambiaron de dirección y dispararon aobjetivos descabellados.

Entonces llegaron llamadas de la mitadsana de la flota... informes de que el alaizquierda había dejado de responder a laradio.

El ataque a Afrodópolis fueinmediatamente interrumpido al darse laorden de capturar las naves que volaban aciegas. Von Blumdorff paseaba furiosoarriba y abajo y se mesaba el cabello. KarlFrantor gritó: «Es su arma» y volvió asumirse en su anterior silencio.

De Afrodópolis no llegó ningún mensaje.Durante dos horas enteras, el resto de la

flota terrestre luchó con sus propias naves.Siguiendo los cursos sin rumbo de lasastronaves afectadas, se acercaban y lasagarraban. Atados entonces con rígidafuerza, se aplicaban los cohetes hasta queel loco vuelo de las otras se equilibrada ydetenía. Veinte naves de la flota no pudieronser recuperadas; algunas continuaron enórbita alrededor del Sol, otras se dirigieron

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hacia un espacio desconocido y unas pocasse estrellaron en Venus.

Cuando las restantes naves del alaizquierda fueron abordadas, los confiadosgrupos de rescate se quedaronhorrorizados. Setenta y cinco cuerposhumanos de mirada fija y estúpida en cadanave. Ni un sólo ser humano normal.

Algunos de los primeros en entrargritaron con horror y huyeron impulsadospor el pánico. Otros sólo sintieron náuseas ydesviaron la mirada. Un oficial se hizo cargode la situación de un rápido vistazo; cargósu pistola atómica lentamente e irradió atodos los seres sin cerebro que había a sualcance.

El almirante Von Blumdorff era unhombre deshecho, una sombra lastimosa yagotada de su antiguo orgullo y carácterfanfarrón, cuando supo lo peor. Le llevarona uno de los seres sin cerebro y retrocediócon pasos vacilantes.

Karl Frantor le miró con ojos inyectadosde sangre.

—Bueno, almirante, ¿está ustedsatisfecho?

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Pero el almirante no contestó. Sacó supistola, y antes de que nadie pudieraevitarlo, se disparó un tiro en la cabeza.

Una vez más, Karl Frantor se encontrabaante una reunión del presidente y sugabinete, ante un desalentado grupo dehombres asustados. Su informe fue claro yno dejó ninguna duda en cuanto a ladecisión que debía tomarse.

El presidente Debuc contempló al sersin cerebro que le llevaron como prueba.

—Estamos acabados —dijo—. Debemosrendirnos incondicionalmente, ponernos asu merced. Pero algún día... —Sus ojos seiluminaron al pensar en la venganza.

—¡No, señor presidente! —sonó la vozde Karl—, no debe haber un algún día.Tenemos que dar a los venusianos susencillo derecho: libertad e independencia.Lo pasado debe olvidarse... Nuestrosmuertos no han hecho más que pagar por elmedio siglo de esclavitud venusiana.Después de esto, debe haber un nuevoorden en el sistema solar... el nacimiento deun nuevo día.

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El presidente bajó la cabeza mientrasreflexionaba y después la levantó de nuevo,

—Tiene usted razón —contestó conenergía—; no habrá ideas de venganza.

Dos meses después se firmó el tratadode paz y Venus se convirtió en lo que hasido desde entonces: una potenciaindependiente y soberana. Y con la firma deltratado, se envió hacia el Sol una diminutapartícula que daba incesantes vueltas. Era...un arma demasiado terrible para emplear.

Amazing Stories se inclinaba, por aquelentonces, hacia la aventura y la acción,desaprobaba una exposición demasiadocientífica a lo largo del relato. Yo,naturalmente, incluso entonces escribía laclase de ciencia ficción que incluía unaextrapolación científica que eraespecíficamente descrita. Lo que RaymondPalmer hizo en este caso fue omitir algunos demis debates científicos y colocar, en notas apie de página, una versión condensada depasajes que no podía omitir sin dañar la trama.Era una medida extraordinariamente absurda,que en aquel tiempo me sublevó. Tomé elúnico desquite posible: coloqué a Amazing al

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final de la lista, en lo que a presentar relatos serefería.

Sin embargo, lo que mejor recuerdo sobreeste relato es la observación que sobre él hizoFred Pohl. La narración finaliza con la Tierra yVenus en paz, con la promesa de la Tierra derespetar la independencia de Venus, y ladestrucción del arma por parte de Venus. Freddijo, una vez hubo leído la historia publicada:«Y cuando el arma hubo sido destruida, laTierra borró a los venusianos de la faz de suplaneta.»

Tenía toda la razón. Entonces yo era lobastante ingenuo como para creer que laspalabras y las buenas intenciones eransuficientes. (Fred también comentó que elarma que era demasiado horrible para emplear;fue, de hecho, utilizada. En este caso tambiéntuvo razón, y eso me ayudó a acortar los títulosque eran demasiado argos y complicados.Desde entonces he tendido a utilizar títulosmás cortos, incluso de una sola palabra, algoque Campbell siempre me aconsejófirmemente, quizá porque los títulos cortosencajaban mejor en la portada y la página detítulos de una revista.)

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Si pensé que mi venta a Campbell mehabía convertido en un experto sobre lo quequería y en proporcionárselo, me equivoqué porcompeto. En febrero de 1939 escribí un relatollamado La decadencia y caída. El 21 de esemismo mes se lo entregué a Campbell, y mefue devuelto con enorme prontitud, el 25.Después hizo la ronda sin resultado y nunca sepublicó. Ya no existe y no recuerdoabsolutamente nada sobre él.

El 4 de marzo de 1939, comencé a escribirmi proyecto más ambicioso hasta la fecha. Erauna novela corta (en la cual uno de lospersonajes más importantes llevaba el nombrede Russell Winterbotham), que sería dos vecesmás larga que cualquiera de mis relatosprecedentes. La titulé Peregrinaje. Era miprimer intento de escribir «historia futura»; esdecir, un cuento sobre una época de un futurolejano escrita como si se tratara de una novelahistórica. También era la primera vez queintentaba escribir un relato a escala galáctica.

Estuve muy excitado mientras trabajé enella y sentía que era una «epopeya». (Noobstante, recuerdo que Winterbotham semostró bastante dudoso respecto a el cuando le

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describí la trama en una carta.) El 21 de marzode 1939 se la llevé a Campbell, lleno degrandes esperanzas, pero el 24 ya estaba devuelta con una carta que decía: «Tiene usteduna idea básica que puede convertirse en unrelato interesante, pero, tal como está, no tienela fuerza suficiente.»

Esta vez no me di por vencido. Volví a ver aCampbell el día 27 y le pedí que me permitierarevisarla para reforzar los puntos débiles quehabía encontrado en ella Le llevé la segundaversión el 25 de abril, también ésta la encontródefectuosa, pero esta vez fue Campbell el quesolicitó una revisión. Volví a intentarlo y latercera versión fue presentada el 9 de mayo yrechazada el 17. Campbell admitió que aúnhabía la posibilidad de salvarla, pero dijo que,después de tres intentos, debía dejarla unoscuantos meses de lado y entonces revisarladesde un nuevo punto de vista.

Hice lo que me aconsejó y esperé dosmeses (el tiempo mínimo que podía interpretarpor «algunos meses»), y el 8 de agosto lepresenté la cuarta versión.

Esta vez, Campbell dudó hasta el 6 desetiembre, y entonces la rechazódefinitivamente basándose en que Robert A.Heinlein acababa de presentar una importante

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novela corta (publicada después con el títulode Si esto prosigue...) que tenía un temareligioso. Puesto que Peregrinaje también teníaun tema religioso, John no podía utilizarla. Dosrelatos sobre un tema tan sensible en rápidasucesión eran demasiados.

Yo había escrito la historia cuatro veces,pero comprendí la posición de Campbell. Estedijo que el relato de Heinlein era el mejor de losdos y yo sabía que no puede esperarse de uneditor que escoja el peor y rechace el mejorsimplemente porque escribir el peor hasupuesto un trabajo tan grande.

Sin embargo, nada me impedía tratar devenderla en cualquier otro sitio. Estuve dosaños intentándolo, tiempo durante el cual volvía escribirla otras dos veces y la titulé Cruzadagaláctica.

Eventualmente, la vendí a otra de lasrevistas que estaban surgiendo a raíz del éxitologrado por Campbell con Astounding. EraPlanet Stories, que durante los años cuarentaiba a distinguirse por sus «óperas espaciales»,los cuentos sangrientos de la guerrainterplanetaria. Mi relato encajaba en este tipo,y el director de Planet, Malcom Reiss, se sintióatraído por él.

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Sin embargo, el aspecto religioso tambiénle preocupó. Quería que revisara el relato, medijo durante una comida el 18 de agosto de1941, que suprimiera toda referencia directa ala religión. Particularmente, quería que dejarade referirme a cualquiera de los personajescomo a «sacerdotes». Suspirando, acepté, yrevisé la novela por sexta vez. El 7 de octubrede 1941, la aceptó y, tras dos años y medio,que incluían diez rechazos, el relato fuefinalmente publicado.

Pero, tras haberme forzado a suprimir todosu aspecto religioso, ¿qué hizo Reiss? Pues lecambió el titulo (sin consultarme,naturalmente) y lo llamó Fraile negro de lallama.

Debo mencionar dos puntos de este relatoantes de presentarlo.

Primero, fue el único relato que vendí aPlanet.

Segundo, fue ilustrado por Frank R. Paul.Paul era el más prominente de todos losilustradores de ciencia ficción de la era pre-Campbell, y, que yo sepa, ésta fue la única vezque nuestros caminos se cruzaronprofesionalmente.

Le vi una vez, pero a cierta distancia. El 2de julio de 1939, asistí a la Primera

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Convención Mundial de Ciencia Ficción, quetuvo lugar en Manhattan. Frank Paul fue elinvitado de honor. Fue la primera ocasión enque me reconocieron públicamente como unprofesional, y no como un simple aficionado.Con tres relatos publicados en mi haber(Opinión pública acababa de aparecer), mehicieron subir a la plataforma para saludar.Recuerdo que Campbell estaba sentado en unasiento lateral y que me animó, encantado, asubir al estrado.

Pronuncié unas palabras, calificándomecomo «el peor escritor de ciencia ficción que nohabía sido linchado». Naturalmente, no lo creíaasí, y dudo de que cualquiera creyera por unmomento que así fuera.

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6FRAILE NEGRO DE LA LLAMA

Los ojos de Russell Tymball estabanllenos de lóbrega satisfacción, mientrascontemplaban las ruinas ennegrecidas de loque unas cuantas horas antes había sido uncrucero de la flota lasiniana. Las vigasmaestras retorcidas, diseminadas por todasdirecciones, atestiguaban ampliamente laextraordinaria fuerza de la caída.

El gordinflón terrícola volvió a entrar ensu propio y bruñido estrato-cohete yaguardó. Sus dedos retorcierondistraídamente un largo cigarro duranteunos minutos antes de encenderlo. A travésdel humo ascendente, sus ojos seentrecerraron y permaneció sumido en suspensamientos.

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Fraile negro de la llama

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Se levantó al oír una cautelosa llamada.Dos hombres entraron apresuradamentelanzando una última y fugitiva mirada haciaatrás. La puerta se cerró sin ruido, y uno sedirigió inmediatamente hacia los controles.El desolado paisaje desértico apareció muypor debajo de ellos casi en seguida, y laproa plateada del estrato-cohete apuntóhacia la antigua metrópoli de Nueva York.

Pasaron unos minutos antes de queTymball hablara.

—¿Todo claro?El hombre que estaba en los controles

asintió.—Ni una sola nave tiránica a la vista. Es

evidente que el Grahul no ha podido solicitarayuda por radio.

—¿Tienen el mensaje? —preguntóansiosamente el otro.

—Lo encontramos con bastantefacilidad. Está intacto.

—También encontramos —dijo elsegundo hombre, con amargura— otracosa..., el último informe de Sidi Peller.

Por un momento, la redonda cara deTymball se dulcificó y algo parecido al dolorse adueñó de su expresión. Y después volvióa endurecerse.

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—¡Murió! Pero fue por la Tierra, y por lotanto no fue muerte. ¡Fue martirio!

Calló un momento y después dijotristemente:

—Déjeme ver el informe, Petri.Cogió la única y doblada hoja que le

alargaron y la sostuvo ante sí. Lentamente,leyó en voz alta:

«El 4 de setiembre, entrada con éxito enel crucero Grahul de la flota tiránica. Memantuve escondido durante el viaje dePlutón a la Tierra. El 5 de setiembre,localicé el mensaje en cuestión y meapropié de él. Acabo de cerrar los reactores,del cohete. Cierro este informe junto con elmensaje. ¡Larga vida a la Tierra!»

La voz de Tymball sonaba curiosamenteemocionada al leer la última palabra.

—Los tiranos lasinianos nunca haninmolado a un hombre tan grande comoSidi Peller. Pero nos lo cobraremos, y coninterés. La raza humana aún no está encompleta decadencia.

Petri contemplaba el exterior por laventana.

—¿Cómo pudo Peller hacer todo eso? Unhombre... que viaja de polizón en un crucerode la flota sin ser descubierto y roba el

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mensaje en las narices de toda latripulación y destroza la nave. ¿Cómo lohizo? Y nunca lo sabremos; a excepción delos escasos hechos de su informe.

—Tenía sus órdenes —dijo Willums,bloqueando los controles y dando mediavuelta—. Yo mismo se las llevé a Plutón.¡Consiga el mensaje! ¡Destruya el Grahul enel Gobi! ¡Lo hizo! ¡Eso es todo! —se encogióde hombros con cansancio.

La atmósfera de depresión se hizo másintensa hasta que el propio Tymball larompió con un gruñido:

—Olvidémoslo. ¿Se han ocupado de todoen la nave destruida?

Los otros dos asintieron a la vez. La vozde Petri reflejó su espíritu práctico:

—Se eliminaron todas las pistas dePeller y fueron atomizadas. Nuncadetectarán la presencia de un ser humanoentre las ruinas. El mismo documento seremplazó por la copia que teníamospreparada, y se quemó cuidadosamentepara evitar cualquier sospecha. Incluso fueimpregnada con la cantidad exacta de salesde plata que contiene el sello oficial delemperador tirano. Me jugaría la cabeza aque ningún lasiniano sospechará que la

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caída no fue un accidente o que el mensajeno fue destruido a causa de ella.

—¡Bien! Por lo menos tardaránveinticuatro horas en localizar la navesiniestrada. Es un trabajo difícil. Ahoradenme el mensaje.

Cogió la funda metaloide casi conreverencia. Estaba ennegrecida y doblada,todavía un poco caliente. Y entonces, con unsalvaje movimiento de la muñeca, rompió latapa.

El documento que extrajo se desenrollócon un sonido crujiente. En la esquinainferior izquierda estaba el enorme sello deplata del propio emperador lasiniano —eltirano que, desde Vega, regía una terceraparte de la galaxia—. Iba dirigido al virreydel Sol.

Los tres terrícolas contemplaronsolemnemente la fina letra impresa. Ladesagradablemente angular escrituralasiniana brillaba con luz roja bajo los rayosdel sol poniente.

—¿Ven como yo tenía razón? —susurróTymball.

—Como siempre —asintió Petri.

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La noche no llegó completamente. Elcolor negro-púrpura del cielo se intensificóligeramente y las estrellas brillaronimperceptiblemente, pero aparte de eso laestratosfera no se diferenciaba entre laausencia y la presencia del Sol.

—¿Ha decidido cuál será el próximopaso? —preguntó Willums, vacilante.

—Sí..., hace mucho tiempo. Mañana iréa visitar a Paul Kane, con esto.

—¡El loara Paul Kane! —gritó Petri.—¡Ese... ese loarista! —exclamó

simultáneamente Willums.—El loarista —convino Tymball—. ¡Es

nuestro hombre!—Diga mejor que es el lacayo de los

lasinianos —gruñó Willums—. Kane, el jefedel loarismo, es por consiguiente el jefe delos traidores humanos que predicansumisión a los lasinianos.

—Así es. —Petri estaba pálido, pero máscalmado—. Los lasinianos son nuestrosenemigos declarados y debemosenfrentarnos a ellos en una lucha limpia...,pero los loaristas son sabandijas. ¡Granespacio! Preferiría encontrarme a la merceddel tirano virrey en persona que tenercualquier cosa que ver con esos

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repugnantes estudiantes de la historiaantigua, que ensalzan la pasada gloria de laTierra y son culpables de su degradaciónpresente.

—Les juzga con demasiada severidad. —Había una sombra de sonrisa en los labiosde Tymball—. Ya he tenido tratos con estedirigente del loarismo con anterioridad.Oh... —contuvo las exclamaciones desorprendida consternación que siguieron—,fui muy discreto en cuanto a ello. Nisiquiera ustedes dos lo supieron, y, comoven, Kane todavía no me ha delatado.Entonces no tuve éxito, pero aprendí unpoco. ¡Escúchenme!

Petri y Willums se acercaron, y Tymballprosiguió con entonación— tajante ydesapasionada.

—La primera campaña galáctica de loslasinianos concluyó hace dos mil años,inmediatamente después de la conquista dela Tierra. Desde entonces, no se hareanudado la agresión, y los planetashumanos independientes de la galaxia estánmuy satisfechos con el mantenimiento delstatu quo. Ellos mismos están demasiadodivididos como para desear una nuevalucha. El loarismo sólo está interesado en su

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propia supervivencia ante las intromisionesde nuevas corrientes de pensamiento, ypara ellos no tiene mucha importancia quesean los lasinianos o los humanos los quegobiernen la Tierra, siempre que el loarismoprospere. En realidad, nosotros —losnacionalistas— quizá representemos paraellos un peligro mucho mayor en esteaspecto que los lasinianos.

Willums sonrió tétricamente.—No hay duda de que así es.—Entonces, admitiendo esto, es natural

que el loarismo asuma el papel depacificador. Sin embargo, si conviniera asus intereses, se unirían a nosotros en unabrir y cerrar de ojos. Y esto —golpeó eldocumento que tenía delante— es lo que lesconvencerá de dónde residen sus intereses.

Los otros dos guardaron silencio.Tymball continuó:—Disponemos de poco tiempo. No más

de tres años, quizá no más de dos. Y sinembargo ya saben las posibilidades de éxitoque hoy día tendría una rebelión.

—Lo lograríamos —rezongó Petri, yprosiguió en tono apagado—, si los únicoslasinianos con los qué tuviéramos queenfrentarnos fueran los de la Tierra.

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—Exactamente. Pero pueden pedirayuda a Vega, y nosotros no podemospedirla a nadie. Ninguno de los planetashumanos acudiría en nuestra defensa, talcomo ocurrió hace quinientos años. Y ésa esla razón por la que debemos tener alloarismo de nuestra parte.

—¿Y qué hicieron los loaristas hacequinientos años durante la RebeliónSangrienta? —preguntó Willums, con unodio amargo reflejado en la voz—. Nosabandonaron para salvar su preciosopellejo.

—No nos encontramos en una posiciónadecuada para recordar aquello —dijoTymball—. Tendremos su ayuda ahora... ydespués, cuando todo haya concluido,nuestras cuentas con ellos...

Willums volvió a los controles.—¡Nueva York dentro de quince

minutos! —Y después—: Pero sigue singustarme. ¿Qué pueden hacer esosasquerosos loaristas? ¡Las cáscarasdesecadas no sirven más que paratraiciones y trivialidades!

—Constituyen la última fuerzaunificadora de la humanidad —replicó

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Tymball—. Bastantes débiles e indefensos,pero la única oportunidad de la Tierra.

Ahora estaban penetrando en la másespesa atmósfera inferior, y el silbido deaire que provocaban se hizo más estridente.Willums conectó los cohetes de frenaje alatravesar una capa de nubes grises. Allí, enel horizonte, se veía el gran resplandordifuso de la ciudad de Nueva York.

—Comprueben que sus pases estén enperfecto orden para la inspección lasinianay oculten el documento. De todos modos, nonos registrarán.

El loara Paul Kane se recostó en suornamentado sillón. Los delgados dedos deuna de sus manos jugaban con unpisapapeles de marfil que había sobre sumesa. Sus ojos evitaban los del hombre másbajo y grueso que tenía delante, y su voz,mientras hablaba, adquiría inflexionessolemnes.

—No puedo seguir protegiéndole,Tymball. Hasta ahora lo he hecho por el lazode una humanidad común que hay entrenosotros, pero... —Su voz se desvaneció.

—¿Pero? —apremió Tymball.

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Los dedos de Kane seguían manoseandoel pisapapeles.

—Este último año los lasinianos se hanvuelto más duros. Se muestran casiarrogantes. —De repente levantó la vista—.Usted ya sabe que no soy un agentecompletamente libre, y no poseo lainfluencia y el poder que usted parece creerque tengo.

Volvió a bajar los ojos, y una nota depreocupación se adueñó de su voz.

—Los lasinianos sospechan. Estánempezando a vislumbrar los trabajos de unaconspiración clandestina bien organizada, ynosotros no podemos permitirnos el lujo devernos envueltos en ella.

—Lo sé. En caso de necesidad, estándispuestos a sacrificarnos del mismo modoque sus predecesores sacrificaron a lospatriotas de hace cinco siglos. Una vez más,el loarismo representará su noble papel.

—¿Hasta qué punto son buenas susrebeliones? —fue la cansada repuesta—.¿Acaso los lasinianos son mucho peores quela oligarquía de humanos que dirigeSantanni o el dictador que gobierna Trántor?Si los lasinianos no son humanos, por lo

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menos son inteligentes. El loarismo puedevivir en paz con sus gobernantes.

Y ahora Tymball sonrió. No había nadahumorístico en ello, más bien una ironíaburlona. Extrajo una pequeña carta de sumanga.

—Lo cree así, ¿verdad? Tenga, lea esto.Es una copia fotostática reducida de... No,no la toque..., léala mientras yo la sostengo,y...

Sus demás comentarios se vieronahogados por el súbito alarido del otro. Elrostro de Kane se contrajo alarmantementeconvirtiéndose en una máscara de horror,mientras trataba de agarrar el duplicadoque mantenían fuera de su alcance.

—¿Dónde lo ha conseguido? —Apenasreconoció su propia voz.

—¿Qué importa eso? Lo tengo, ¿verdad?Y ha costado la vida de un hombre valiente,y una nave de la escuadra de Su ReptilescaEminencia. Creo que no puede usted abrigarninguna duda en cuanto a su autenticidad.

—¡No..., no! —Kane se llevó unatemblorosa mano a la frente—. Es la firma yel sello del emperador. Es imposiblefalsificarlos.

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—Ya ve, Excelencia —había sarcasmo enel tratamiento—, la renovación de lacampaña galáctica es una cuestión de dosaños, o tres, a partir de ahora. El primerpaso de la campaña se dará en el curso deeste mismo año... y a causa de este primerpaso —su voz adquirió una dulzuravenenosa—, se ha enviado esta orden alvirrey.

—Déjeme pensar un momento. Déjemepensar. —Kane se derrumbó en el sillón.

—¿Acaso tiene necesidad de hacerlo? —gritó Tymball, despiadadamente—. Esto noes más que la constatación de lo que lepredije hace seis meses, y a lo que usted noprestó atención. La Tierra, como mundohumano, será destruida; su población,diseminada por grupos en las porcioneslasinianas de la galaxia; cualquier resto deocupación humana, destruida.

—¡Pero la Tierra! La Tierra, el hogar dela raza humana; el principio de nuestracivilización...

—¡Exactamente! El loarismo se muere yla destrucción de la Tierra lo matará. Y unavez desaparecido el loarismo la últimafuerza unificadora habrá sido destruida, ylos planetas humanos, invencibles si

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estuvieran unidos, serán borrados, uno poruno, en la segunda campaña galáctica. Amenos que...

La voz del otro era monótona.—Sé lo que va a decirme.—No más de lo que le dije antes. La

humanidad debe unirse, y sólo puedehacerlo alrededor del loarismo. Necesitauna causa por la que luchar, y esa causadebe ser la liberación de la Tierra. Yoencenderé la chispa aquí en la Tierra yusted ha de convertir a la porción humanade la galaxia en un polvorín.

—Usted desea una guerra total..., unacruzada galáctica. —Kane hablaba en unsusurro—. Pero nadie sabe mejor que yoque una guerra total ha sido imposibledurante estos miles de años. —Se echó areír súbitamente, con amargura—. ¿Sabe lodébil que es hoy el loarismo?

—No hay nada tan débil que no puedareforzarse. Aunque el loarismo se hadebilitado desde sus grandes días, durantela primera campaña galáctica, sigueteniendo su organización y su disciplina; lasmejores de la galaxia. Y sus dirigentes son,en general, hombres capaces, y lo digo porusted. Un grupo de hombres inteligentes

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concienzudamente centralizado, que trabajea fondo, puede hacer mucho. Debe hacermucho, pues no tiene elección.

—Déjeme —dijo Kane, débilmente—,ahora no puedo hacer más. He de pensar. —Su voz se desvaneció, pero uno de susdedos señalaba hacia la puerta.

—¿Para qué sirven sus pensamientos? —gritó Tymball irritado—. ¡Necesitamoshechos!

Y con esto, se fue.

La noche había sido horrible para Kane.Su rostro estaba pálido y deshecho; susojos, vacíos y brillantes de fiebre. Sinembargo, habló en voz alta y firme.

—Somos aliados, Tymball.Tymball sonrió sombríamente, estrechó

durante un momento la mano que Kane letendía, y la soltó.

—Sólo por necesidad, Excelencia. Yo nosoy amigo suyo.

—Yo tampoco lo soy suyo. Pero hemosde trabajar juntos. Ya he dado las órdenesiniciales y el Consejo Central las ratificará.En esta dirección, por lo menos, no preveodificultades.

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—¿Cuándo se producirán los resultados?—¿Quién sabe? El loarismo aún dispone

de sus medios de propaganda. Todavía hayquienes escucharán por respeto, y otros portemor, e incluso algunos por la mera fuerzade la propaganda. Pero ¿quién puededecirlo? La humanidad se ha dormido y elloarismo también. Hay poco sentidoantilasiniano, y será difícil levantarlo de lanada.

—El odio nunca es difícil de levantar —yel mofletudo rostro de Tymball parecióextrañamente severo—. ¡Emocionalismo!¡Propaganda! E incluso en su estado dedebilidad, el loarismo es rico. Las masaspueden corromperse con palabras, pero losque ocupan puestos importantes requeriránun poco de metal amarillo.

Kane levantó una mano con cansancio.—No dice nada nuevo. Esa línea de

deshonor era la política humana ya en elconfuso amanecer de la historia, cuandosólo esta pobre Tierra era humana y aun asíse dividió en segmentos opuestos. —Después, amargamente—: ¡Pensar quehemos de volver a las tácticas de aquellabárbara edad!

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El conspirador se encogió cínicamentede hombros.

—¿Conoce alguna mejor?—E incluso así, con toda esa vileza,

podemos fracasar.—No, si nuestros planes están bien

hechos.El loara Paul Kane se puso en pie de un

salto y cerró las manos frente a él.—¡Loco! ¡Usted y sus planes! ¡Sus

sutiles, secretos, solapados y tortuososplanes! ¿Acaso cree que conspiración esrebelión, o rebelión, victoria? ¿Qué puedehacer usted? Puede descubrir información yllegar secretamente a las raíces, pero nopuede dirigir una rebelión. Yo puedoorganizar y preparar, pero no puedo dirigiruna rebelión.

Tymball parpadeó.—Preparación..., una preparación

perfecta...—...No es nada se lo digo yo. Se pueden

tener todos los ingredientes químicosnecesarios, y todas las condicionesadecuadas, y sin embargo es posible que nohaya reacción. En psicología,particularmente psicología del vulgo, como

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en química, es necesario tener uncatalizador.

—Por todos los espacios, ¿qué quieredecir?

—¿Puede usted dirigir una rebelión? —gritó Kane—. Una cruzada es una guerra deemoción. ¿Puede usted controlar lasemociones? Usted, un conspirador, nomantendría el fuego de una contiendaabierta ni un sólo instante. ¿Puedo yo dirigirla rebelión? ¿Yo, un viejo y un hombre depaz? Entonces, ¿quién ha de ser el líder, elcatalizador psicológico, que tome lainservible arcilla de su preciosa«preparación» y le insufle vida?

Los músculos de la barbilla de RusselTymball temblaron.

—¡Derrotismo! ¿Tan pronto?La respuesta fue cruel:—¡No! ¡Realismo!Hubo un silencio airado y Tymball giró

sobre sus talones y se fue.

Era medianoche, hora local de laastronave, y las festividades nocturnasalcanzaban su punto máximo. El gran salóndel trasatlántico Flaming Nova estaba lleno

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de figuras que danzaban, reían y brillaban,volviéndose más joviales a medida que lanoche transcurría.

—Esto me recuerda los asuntostriplemente malditos de los que me haráocupar mi mujer cuando vuelva a Lacto —murmuró Sammel Maronni a sucompañero—. Creí que me escaparía dealguno, por lo menos aquí en elhiperespacio, pero evidentemente no hasido así. —Dio un sordo gruñido ycontempló a la concurrencia con una miradade débil desaprobación.

Maronni iba vestido a la última moda,desde la cinta púrpura de la cabeza hastalas sandalias azul cielo, y parecíasumamente incómodo. Su corpulenta figuraestaba enfundada en una túnica de colorrojo brillante demasiado ajustada y losocasionales tirones a su ancho cinturóndemostraban que era consciente de su malaspecto.

Su compañero, más alto y delgado,llevaba el inmaculado uniforme blanco conla soltura que da una larga experiencia, y suimponente figura contrastaba fuertementecon el aspecto algo ridículo de SammelMaronni.

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El exportador lactoniano era conscientede este hecho.

—Maldito sea, Drake, tiene un buenempleo. Se viste como una personaimportante y no hace nada más que sonreíry contestar a los saludos. ¿Cuánto le paganpor ello?

—No lo bastante. —El capitán Drakelevantó una de sus cejas grises y miróirónicamente al lactoniano—. Me gustaríaque usted tuviera mi empleo por unasemana más o menos. Al cabo de esetiempo ya estaría harto. Si cree que cuidar agordas damiselas viudas y esnobs decabello rizado es un lecho de rosas, le invitoa que lo pruebe —murmurómalhumoradamente para sí durante unmomento, y después se inclinó cortésmentehacia una enjoyada vieja regañona que lesonreía—. Es lo que ha encanecido miscabellos y surcado de arrugas mi cara, ¡porRigel!

Maronni sacó un largo cigarro «Karen»de la bolsa que colgaba de su cintura y loencendió con placer.

Lanzó una nube de humo verdemanzana al rostro del capitán y sonriópícaramente.

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—Aún no he conocido a ningún hombreque hablara bien de su trabajo, aunque éstesea una ganga como el suyo, viejo pillo. Ah,si no me equivoco, la encantadora YlenSurat va a caer sobre nosotros.

—¡Oh, diablos rosas de Sirio! Casi nome atrevo a mirar. ¿Es esa vieja bruja queviene en nuestra dirección?

—Exactamente... ¡y vaya suerte quetiene usted! Es una de las mujeres másricas de Santanni, y viuda, también. Eluniforme las subyuga, supongo. ¡Lástimaque yo esté casado!

El capitán Drake contrajo el rostro enuna mueca horrible.

—Ojalá se le cayera una lámparaencima.

Y con esto se volvió, trocando suexpresión por una de dulce satisfacción ensólo un instante.

—Pero, señora Surat, creía que nuncatendría el placer de saludarla.

Ylen Surat, que ya hacía años habíapasado de los sesenta, se rió como unaniña.

—Repórtese, viejo galanteador, o mehará olvidar que he venido a regañarle.

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—Espero que no esté nada mal. —ADrake le dio un vuelco el corazón. No era laprimera vez que soportaba las quejas de laseñora Surat. Normalmente, todo solía estarmal.

—Hay muchas cosas que están mal.Acaban de decirme que dentro de cincuentahoras aterrizaremos en la Tierra..., si así escomo se pronuncia.

—Totalmente correcto —dijo el capitánDrake, algo más tranquilo.

—Pero es una escala que no estabaprevista cuando embarcamos.

—No, no lo estaba. Pero luego... verá, escuestión de rutina. Nos iremos diez horasdespués del aterrizaje.

—Pero esto es insoportable. Meretrasará un día completo. He de llegar aSantanni esta misma semana, y los días sonpreciosos. Además, nunca he oído hablar dela Tierra. Mi guía —extrajo un libro contapas de piel de su bolso y lo hojeófuriosamente— ni siquiera la menciona.Estoy segura de que nadie tiene interés enparar ahí. Si usted persiste en malgastar eltiempo de los pasajeros en una escalatotalmente inútil, tendré que hablar de ello

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con el presidente de la línea. Le recuerdoque tengo algo de influencia en casa.

El capitán Drake suspiróimperceptiblemente. No era la primera vezque le recordaban el «algo de influencia» deYlen Surat.

—Mi querida señora, tiene usted razón,toda la razón, absolutamente toda... pero nopuedo hacer nada. Todas las naves de laslíneas Sirio, Alpha Centauri y Cygni 61deben deténerse en la Tierra. Es un acuerdointerestelar, y ni siquiera el presidente de lalínea, por mucho que lamentara su protesta,podría cambiar la ruta.

—Además —interrumpió Maronni, quecreyó llegado el momento de acudir enayuda del acosado capitán—, creo quellevamos dos pasajeros que se dirigen a laTierra.

—Así es. Lo había olvidado. —El rostrodel capitán Drake se animó un poco—. ¡Ahítiene! Resulta que tenemos una razónconcreta para esta escala.

—¡Dos pasajeros entre más de milquinientos! ¡Vaya una razón!

—Es usted injusta —dijo Maronni consutileza—. Al fin y al cabo, la raza humana

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proviene de la Tierra. Supongo que ya losabía, ¿verdad?

Ylen Surat enarcó unas cejasevidentemente postizas.

—¿Sí?La desconcertada expresión de su rostro

se trocó en otra de desprecio.—Oh, bueno, eso fue hace miles y miles

de años. Ahora ya no tiene importancia.—La tiene para el loarismo y los dos

pasajeros que desean aterrizar sonloaristas.

—¿Pretende decirme —se burló laviuda— que, en esta era ilustrada, aún haygente que estudia «nuestra cultura antigua»?¿No es de eso de lo que siempre hablan?

—De eso es de lo que Filip Sanatsiempre habla —se rió Maronni—. Hacepocos días me lanzó un sermón sobre estemismo tema. Y fue interesante. La mayorparte de lo que dijo era verdad.

Asintió con ligereza y continuó:—Es muy inteligente, ese Filip Sanat.

Hubiera podido ser un buen científico uhombre de negocios.

—Habla de meteoros y se los oyezumbar —dijo el capitán, de repente, e hizouna inclinación de cabeza hacia la derecha.

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—¡Bueno! —balbuceó Maronni—. Allíestá. Pero... pero ¿qué diablos estáhaciendo aquí?

Realmente, Filip Sanat tenía un aspectobastante, incongruente mientraspermanecía enmarcado en el umbral másdistante. Su túnica larga y oscura —característica de los loaristas— era unamancha tétrica en un escenario alegre. Susmelancólicos ojos se volvieron haciaMaronni y levantó inmediatamente la manoen señal de reconocimiento.

Los asombrados bailarines, le abrieronpaso automáticamente, siguiéndole con unamirada larga y curiosa. Se podía oír laestela de susurros que dejaba tras de sí. Sinembargo, Filip Sanat no se dio cuenta deello. Con los ojos inflexiblemente fijosdelante de él y una expresión impasible,llegó junto al capitán Drake, SammelMaronni e Ylen Surat.

Filip Sanat saludó calurosamente a losdos hombres y después, en respuesta a unapresentación, se inclinó gravemente ante laviuda, que le contemplaba con sorpresa ymanifiesto desprecio.

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—Perdóneme por molestarle, capitánDrake —dijo el joven en voz baja—. Sóloquería saber a qué hora saldremos delhiperespacio.

El capitán extrajo de su bolsillo uncronómetro.

—Una hora a partir de este momento.—¿Y entonces estaremos...?—Fuera de la órbita del planeta IX.—Es decir, Plutón. Así que el Sol estará

a la vista cuando entremos en el espacionormal, ¿verdad?

—Así será, si mira en la direccióncorrecta... hacia la proa de la nave.

—Gracias.Filip Sanat hizo ademán de alejarse,

pero Maronni le detuvo.—Quédate, Filip. No pensarás

abandonarnos, ¿verdad? Estoy seguro deque la señora Surat está ansiosa por hacerteunas cuantas preguntas. Ha demostradogran interés por el loarismo. —En los ojosdel lactoniano se observaba una miradamaliciosa.

Filip Sanat se volvió atentamente haciala viuda, que, sorprendida por el momento,permanecía muda, y entonces se recobró.

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—Dígame, joven —exclamó—,¿quedanrealmente personas como usted? Loaristas,quiero decir.

Filip Sanat se sobresaltó y observó conbastante rudeza a su interlocutora, pero noperdió el don de la palabra. Con tranquilaclaridad, dijo:

—Todavía quedan personas que tratande mantener la cultura y la forma de vida dela antigua Tierra.

El capitán Drake no pudo evitar uncomentario irónico:

—¿Incluso bajo el dominio de la culturade los maestros lasinianos?

Ylen Surat lanzó un grito ahogado.—¿Quiere decir que la Tierra es un

mundo lasiniano? ¿Lo es? ¿Lo es? —Su vozse convirtió en un chillido asustado.

—Naturalmente —contestó elasombrado capitán, arrepentido de haberhablado—. ¿No lo sabía?

—Capitán —había histerismo en la vozde la mujer—, no debe usted aterrizar. Si lohace, le crearé dificultades... muchasdificultades. No me expondré a las hordasde esos horribles lasinianos... esosespantosos reptiles de Vega.

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—No tiene nada que temer, señora Surat—observó Filip Sanat, fríamente—. Lainmensa mayoría de la población terrestrees humana. Sólo el uno por ciento, quegobierna, es lasiniano.

—Oh... —hizo una pausa, y después, deforma hiriente, dijo—: Bueno, no creo que laTierra sea tan importante, si ni siquiera estágobernada por humanos. ¡El loarismo! ¡Unaestúpida pérdida de tiempo es como yo lollamo!

El rostro de Sanat enrojeciósúbitamente, y por un momento parecióluchar en vano por hablar. Cuando lo hizo,fue en un tono de gran agitación:

—Tiene usted un punto de vista muysuperficial. El hecho de que los lasinianoscontrolen la Tierra no tiene nada que vercon el problema fundamental del loarismo,que...

Giró sobre los talones y se fue.Sammel Maronni lanzó un largo suspiro

mientras contemplaba a la figura que sealejaba.

—Le ha dado en un punto doloroso,señora Surat, nunca le había visto renunciarde este modo a discutir o intentar explicaralgo.

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—No tiene mal aspecto —dijo el capitánDrake.

Maronni se rió entre dientes.—Ni por asomo. Ese joven y yo somos

del mismo planeta. Es un típico lactoniano,como yo.

La viuda se aclaró la garganta con malhumor.

—Oh, cambiemos de tema. Ese hombreparece haber lanzado una sombra sobretoda la habitación. ¿Por qué llevan esashorribles túnicas de color púrpura? ¡Tanpoco elegantes!

El loara Broos Porin levantó la vista alentrar su joven acólito.

—¿Bien?—Dentro de menos de cuarenta y cinco

minutos, loara Broos.Y dejándose caer en un sillón, Sanat

apoyó su rostro congestionado y ceñudo enun puño cerrado.

Porin contempló al otro con unaafectuosa sonrisa.

—¿Has vuelto a discutir con SammelMaronni, Filip?

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—No, no exactamente. —Se enderezó deun salto—. Pero ¿para qué sirve, loaraBroos? Allí, en el nivel superior, hay cientosde humanos, irreflexivos, vestidosalegremente, riendo, divirtiéndose; y ahíafuera está la Tierra, abandonada. Entretodos los viajeros de la nave, sólo nosotrosdos vamos allí para ver el mundo denuestros antiguos días.

Sus ojos evitaron los del hombre de másedad y su voz adquirió un matiz deamargura.

—Y hubo un tiempo en que miles dehumanos, procedentes de todos losrincones de la galaxia, aterrizaban cada díaen la Tierra. Los grandes días del loarismose han acabado.

El loara Broos se echó a reír. Nadiehubiera pensado que su ceñuda figuraabrigara una risa tan enérgica.

—Esta debe ser por lo menos lacentésima vez que te oigo decir esto.¡Tonto! Llegará un día en que la Tierravolverá a ser recordada. La gente aúnvolverá a acudir en tropel. Vendrán pormiles y millones.

—¡No! ¡Se ha acabado!

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—¡Bah! Los agoreros profetas de lafatalidad han dicho eso una y otra vez a lolargo de la historia. Pero todavía no se hademostrado que estuvieran en lo cierto.

—Esta vez se demostrará. —Los ojos deSanat brillaron súbitamente—. ¿Sabe porqué? Porque la Tierra ha sido profanada porlos conquistadores reptiles. Una mujeracaba de decirme, una mujer insustancial,estúpida y vacía, que no cree que la Tierrasea tan importante si ni siquiera estágobernada por humanos. Ha dicho lo quemillones deben decir inconscientemente, yyo no he tenido palabras para refutárselo.Ha sido un argumento que no podía refutar.

—¿Y cuál sería tu solución, Filip? Vamos,¿la has pensado?

—¡Expulsarlos de la Tierra! ¡Convertirlauna vez más en un planeta humano! Hacedos mil años luchamos con ellos durante laprimera campaña galáctica, y los detuvimoscuando parecía que iban a absorber lagalaxia. Hagamos una segunda campaña yles enviaremos de regreso a Vega.

Porin suspiró y movió la cabeza.—¡Vaya un exaltado que eres! Ningún

loarista ha dejado de serlo al hablar de estetema. El tiempo te curará y te apaciguará.

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¡Mira, muchacho! —el loara Broos selevantó y agarró al otro por los hombros—El hombre y el lasiniano son inteligentes, yson las dos únicas razas inteligentes de lagalaxia. Son hermanas en mente y enespíritu. Estad en paz con ellos. No odiéis,pues el odio es la emoción más irracional.En lugar de eso, esforzaos en comprender.

Filip Sanat miraba fijamente al suelo yno dio muestras de haber oído. Su mentorchasqueó la lengua en señal de amablereprobación.

—Bueno, cuando seas más viejo loentenderás. Ahora, olvídate de todo esto,Filip. Recuerda que estás a punto derealizar la ambición de todos los loaristasverdaderos. Dentro de dos días llegaremos ala Tierra —y su suelo estará bajo nuestrospies. ¿No es bastante para que te sientasfeliz? ¡Piénsalo! Cuando regreses, serásrecompensado con el título de «loara»:Serás alguien que ha visitado la Tierra. Teprenderán el sol dorado en el hombro.

La mano de Porin se deslizó hacia elllamativo círculo amarillo que llevaba sobresu propia túnica, mudo testigo de sus tresvisitas anteriores a la Tierra.

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—Loara Filip Sanat —dijo lentamenteSanat, con los ojos brillantes—. Loara FilipSanat. Suena bien, ¿verdad? Y ya está muycerca.

—Veo que te sientes mejor. Pero ven,dentro de pocos momentos dejaremos elhiperespacio y veremos el Sol.

Mientras hablaba, la gruesa capa dehipermateria que se adhería con tantafuerza a los costados del Flaming Nova yaexperimentaba los curiosos cambios quemarcaban el comienzo de la entrada en elespacio normal. La oscuridad se aclaró unpoco y anillos concéntricos de diversastonalidades de gris se persiguieron unos aotros con velocidad creciente. Era unafantástica y hermosa ilusión óptica que laciencia no había podido explicar.

Porin apagó la luz de la habitación, y losdos permanecieron inmóviles en laoscuridad, contemplando la débilfosforescencia de las veloces ondas quedesaparecían con gran rapidez. Después,con una precipitación terroríficamentesilenciosa, toda la estructura dehipermateria pareció arder en un torbellinode brillantes colores. Y entonces todo volvióa ser paz. Las estrellas centelleaban

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mudamente contra el curvado telón defondo del espacio normal.

Y sobre el extremo de la portilla refulgíael resplandor más brillante del cielo con unaluminosa llama amarilla que iluminó losrostros de los dos hombre,transformándolos en pálidas máscaras decera. ¡Era el Sol!

La estrella de nacimiento del hombreestaba tan distante que no era más que undisco perceptible, aunque no se veía otroobjeto tan brillante. Iluminados por su débilluz amarilla, los dos permanecieron enreflexión silenciosa, y Filip Sanat se calmógradualmente.

Al cabo de dos días, el Flaming Novaaterrizaba en la Tierra.

Filip Sanat olvidó la deliciosa emociónque le había embargado en el momento quesus sandalias entraron por primera vez encontacto con la firme hierba de la Tierra aldistinguir a un oficial lasiniano.

En realidad parecían humanos... ohumanoides, por lo menos.

A primera vista, las predominantescaracterísticas humanas borraban todo lo

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demás. El esquema del cuerpo no diferíaesencialmente del de los hombres. Elcuerpo bípedo y de cuatro extremidades, losbien proporcionados brazos y piernas, elcuello bien definido, eran pruebas patentes.Sólo al cabo de unos minutos los pequeñosdetalles que marcaban la diferencia entrelas dos razas se hacían evidentes.

El principal era las escamas que lescubrían la cabeza y una gruesa línea en laespina dorsal, a medio camino de lascaderas. La propia cara, con la nariz plana,ancha y ligeramente escamosa y los ojos sinpárpados, era bastante repulsiva, pero deningún modo bestial.

Porin observó la sorpresa de Sanat anteesta primera visión de los reptiles de Vegacon grandes signos de satisfacción.

—Ves —comentó—, su aspecto no esmonstruoso en absoluto. Entonces, ¿por quédebería existir el odio entre los humanos ylos lasinianos?

Sanat no contestó. Naturalmente, suviejo amigo tenía razón. La palabra«lasiniano» había estado tanto tiempoasociada en su mente a las de «extranjero» y«monstruo» que, contra todo conocimiento y

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razón, en su subconsciente había esperadover alguna fantástica forma de vida.

No obstante, aunque trató de sofocar elabsurdo sentimiento que causaba estasuposición, siguió experimentando el mismoodio persistente, que llegó a furia cuandopasaron la inspección ante un altivolasiniano que hablaba inglés.

A la mañana siguiente, los dos salieronhacia Nueva York, la ciudad más grande delplaneta. La histórica visita a laincreíblemente antigua metrópoli hizoolvidar a Sanat las dificultades de la galaxia,durante todo un día. Fue un gran momentopara él cuando finalmente se encontró anteuna altísima estructura y se dijo: «Esto es elMemorial.»

El Memorial era el mayor monumento dela Tierra, dedicado al lugar de origen de laraza humana, y era el miércoles, el día de lasemana que dos hombres «guardaban laLlama». Dos hombres, solos en el Memorial,vigilaban el vacilante fuego amarillo quesimbolizaba el valor y la iniciativa humana...y Porin ya se las había arreglado para queaquel día la elección recayera sobre él ySanat, en su calidad de loaristas reciénllegados.

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Así pues, a la débil luz del crepúsculo,los dos se encontraron solos en la espaciosaestancia de la llama del Memorial. En lasombría semioscuridad, iluminada tan sólopor el vacilante fulgor de una incierta llamaamarilla, una gran calma descendió sobreellos.

Había algo en la especial atmósfera dellugar que borraba toda alteración mental.Las vacilantes sombras que se abrían pasoa través de los pilares de la larga columnataque había en ambos lados, creaban unafascinación hipnótica.

Gradualmente, Filip Sanat sintió sueño,y con los ojos adormilados miró la llamaintensamente, hasta que se convirtió en unser viviente de luz que alzaba su mortecinay silenciosa figura junto a su débilresplandor

Pero los sonidos más insignificantes sonsuficientes para interrumpir unaensoñación, en especial cuando se oyendespués de un silencio profundo. Sanat sepuso súbitamente rígido, y agarró el codode Porin con fuerza.

—Escuche —murmuró con cautela.Porin se despertó sobresaltado de un

pacífico ensueño, contempló a su joven

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compañero con intranquila intensidad, ydespués, sin pronunciar una sola palabra,tendió el oído. El silencio era más profundoque nunca..., como una capa tangible.Después, el ruido más débil posible de unaspisadas sobre mármol, a lo lejos. Unsusurro, casi imposible de oír, y otra vez elsilencio.

—¿Qué es? —preguntó sorprendido alver a Sanat, que ya se había puesto en pie.

—¡Lasiniano! —exclamó Sanat, con elrostro convertido en una máscara deindignación llena de odio.

—¡Imposible! —Porin hizo un esfuerzopor mantener la voz serena, pero le temblóa pesar de él—. Sería un hecho inaudito. Loque pasa es que estamos imaginándonoscosas. Nuestros nervios están excitados poreste silencio, eso es todo. Quizá sea algúnoficial del Memorial.

—¿Después de la puesta del sol, unmiércoles? —dijo Sanat con voz estridente—. Sería tan ilegal como la entrada de esoslagartos lasinianos, y mucho másimprobable. Como guardián de la Llama,tengo el deber de investigarlo.

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Hizo ademán de dirigirse a la puerta ensombras, y Porin le agarró temerosamentepor la muñeca.

—No lo hagas, Filip. Olvidémonos de esohasta el amanecer. Nunca puede saberse loque ocurrirá. ¿Qué puedes hacer tú, inclusosuponiendo que los lasinianos hayanentrado en el Memorial? Si tú...

Pero Sanat había dejado de escucharle.Rudamente, se desasió del desesperadoapretón del otro.

—¡Quédese aquí! Alguien ha de vigilar laLlama. Volveré pronto.

Ya se encontraba a medio camino delespacioso vestíbulo de suelo de mármol. Seacercó con precaución a la puerta de cristalque daba a la oscura escalera de caracolque, medio en penumbras, conducía aldesierto rincón de la torre.

Quitándose las sandalias, trepó por lasescaleras, lanzando una última miradahacia la blanda suavidad de la Llama, yhacia la nerviosa y asustada figura quepermanecía junto a ella.

Los dos lasinianos estaban frente a lanacarada luz de la lámpara atómica.

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—Vaya un lugar viejo y melancólico —dijo Threg Ban Sola. La cámara que llevabaen la muñeca chasqueó tres veces. Bajaalgunos de esos libros que hay en lasparedes. Servirán como prueba adicional.

—¿Crees que es prudente? —preguntóCor Wen Hasta—. Esos monos humanospueden echarlos de menos.

—¡Qué importa! —fue la heladarespuesta—. ¿Qué pueden hacer ellos? —Lanzó una apresurada mirada a sucronómetro—. Ganaremos cincuentacréditos por cada minuto quepermanezcamos aquí, así que tambiénpodernos hacer un buen montón paradistraernos durante un rato.

—Pirat For está loco. ¿Por qué pensóque no aceptaríamos la apuesta?

—Creo —dijo Ban Sola— que oyó hablardel soldado que el año pasadodespedazaron por saquear un museoeuropeo. A los humanos no les gusta eso,aunque Vega sabe que el loarismo estápodrido a causa del dinero. Los humanosfueron castigados, desde luego, pero elsoldado estaba muerto. Sea como fuere; loque Pirat For no sabe es que el Memorial

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está desierto los miércoles. Esto va acostarle caro.

—Cincuenta créditos por minuto. Yahora hace siete minutos.

—Trescientos cincuenta créditos.Siéntate. Jugaremos a cartas y veremoscómo aumenta nuestro dinero.

Threg Ban Sola sacó de su bolsillo undesgastado paquete de cartas que, aunqueeran típica y esencialmente lasinianas,mostraban trazas inequívocas de suderivación humana.

—Pon la lámpara atómica sobre la mesay yo me sentaré entre ella y la ventana —continuó perentoriamente, barajando lascartas mientras hablaba—. Te garantizo queno hay ningún lasiniano que haya jugadoalguna vez en una atmósfera parecida.Bueno, eso triplicará el aliciente del juego.

Cor Wen Hasta se sentó, y despuésvolvió a levantarse.

—¿No has oído algo? —contempló lassombras que había detrás de la puertamedio abierta.

—No. —Ban Sola frunció el ceño y siguióbarajando—.No estarás poniéndotenervioso, ¿verdad?

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—Claro que no. Aun así, si nosatraparan aquí, en esta maldita torre, nosería nada agradable.

—Eso es imposible. Las sombras tevuelven aprensivo. —Dio las cartas.

—Sabes —dijo Wen Hasta, estudiandocuidadosamente sus cartas—, tampocosería nada divertido que el virrey llegara aenterarse de esto. Me imagino que notrataría ligeramente a los ofensores de losloaristas, por cuestión de política. Allí enSirio, donde serví antes de que metrasladaran, la escoria...

—Escoria, desde luego —gruñó BanSola—. Se reproducen como moscas yluchan unos con otros como toros locos.¡Mira qué criaturas! —Volvió las cartas haciaabajo y continuó argumentando—: Quierodecir, mirándolos científica eimparcialmente, ¿qué son? ¡Sólo mamíferos!Mamíferos que pueden pensar, en ciertomodo; pero mamíferos igualmente. Eso estodo.

—Lo sé. ¿Has visitado alguna vez uno delos mundos humanos?

Ban Sola sonrió. —Lo haré, dentro de muy poco.

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—¿De permiso? —Wen Hasta mostró uneducado asombro.

—¡De permiso! ¡Con mi nave! ¡Y con laspistolas disparando!

—¿Qué quieres decir? —Hubo un súbitodestello en los ojos de Wen Hasta.

La sonrisa de Ban Sola se hizo másmisteriosa.

—Suponen que no lo sabemos, nisiquiera los oficiales, pero ya sabes cómocorren las noticias.

Wen Hasta asintió. —Lo sé. —Ambos habían bajado la voz

instintivamente. —Bueno. La Segunda Campaña puede

comenzar en cualquier momento. —¡No! —¡Seguro! Y vamos a empezarla aquí

mismo. Por Vega, en el palacio virreinal nose habla de otra cosa. Algunos oficialesincluso hemos empezado una apuestaacerca de la fecha exacta del primermovimiento. Yo mismo he jugado ciencréditos al veinte por uno, pero sólo a lasemana próxima. Tú puedes apostar cientocincuenta por uno, si eres lo bastantevaliente como para escoger un día enparticular.

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—Pero ¿por qué en este planetaolvidado de la galaxia?

—Estrategia del Ministerio del Interior.—Ban Sola se inclinó hacia delante—.Nuestra posición actual nos enfrenta a unenemigo numéricamente superior, perodemasiado dividido. Si podemosmantenerlos así, los conquistaremos unopor uno. Los mundos humanos pereceríanantes que cooperar unos con otros.

Wen Hasta sonrió, asintiendo. —Es una conducta típicamente

mamífera. La evolución debió burlarse alconceder inteligencia a un mono.

—Pero la Tierra tiene un significadoespecial. Es el centro del loarismo, porquelos humanos se originaron aquí.Corresponde al mismo sistema de riega.

—¿Lo dices en serio? ¡No puede ser!¿Esta diminuta mancha de dos por cuatro?

—Es lo que ellos dicen. Yo no estabaaquí en aquella época, de modo que no losé. Pero sea como fuere, si podemosdestruir la Tierra, acabaremos con elloarismo, que tiene aquí su centro vital. Loshistoriadores dicen que fue el loarismo loque unió a los mundos en contra nuestra alfinal de la Primera Campaña. Sin el

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loarismo, el último temor a la unificacióndel enemigo desaparece, y la victoria essencilla.

—¡Muy inteligente! ¿Qué planseguiremos?

—Bueno, se dice que buscarán hasta elúltimo humano sobre la Tierra y losdiseminarán por los mundos dominados.Entonces podremos destruir todas lasdemás cosas de la Tierra que huelan amamíferos y convertir el planeta en unmundo totalmente lasiniano.

—Pero ¿cuándo?—No lo sabemos; de ahí la existencia de

la apuesta. Pero nadie se ha arriesgado másallá de un período de dos años.

—¡Hurra por Vega! Te apuesto dos a unoa que acribillo un crucero humano antesque tú, cuando llegue el momento.

—Hecho —exclamó Ban Sola—. Pongocincuenta créditos.

Se levantaron para unir sus puños enseñal de acuerdo y Wen Hasta sonrió alconsultar su cronómetro.

—Otro minuto y dispondremos de milcréditos. Pobre Pirat For. Protestará.Vayámonos ya; más, sería extorsionarle.

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Se oyó una risa ahogada mientras losdos lasinianos se marchaban, arrastrandosuavemente la capa tras de sí. No se fijaronen la sombra ligeramente más oscura queestaba adosada a la pared del descansillo, apesar de que casi la rozaron al pasar.Tampoco sintieron sus llameantes ojos, fijossobre ellos mientras descendían en silencio.

El loara Broos Porin se puso en pie deun salto con un sollozo de alivio, al veravanzar hacia él, con paso vacilante, a FilipSanat. Corrió ansiosamente hacia el joven,agarrándole las manos con fuerza.

—¿Qué te ha demorado, Filip? No sabestodos los terribles pensamientos que se mehan ocurrido durante esta última hora. Sihubieras tardado cinco minutos más, mehubiera vuelto loco de ansiedad eincertidumbre. Pero ¿qué te ocurre?

El aliviado loara Broos tardó unosmomentos en serenarse lo suficiente comopara percatarse de las manos temblorosasdel otro, su cabello revuelto, sus ojosbrillantes de fiebre; pero cuando lo hizo,todos sus temores renacieron.

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Miraba a Sanat con consternación, sinatreverse apenas a repetir su pregunta pormiedo a la contestación. Pero Sanat nonecesitaba que le apremiasen. En cortas yespasmódicas frases relató la conversaciónque había oído y sus últimas palabras seperdieron en un desesperado silencio.

La palidez del loara Broos era casialarmante, y por dos veces trató de hablarsin emitir más que unos roncos sonidosentrecortados. Después, finalmente:

—¡Pero eso será la muerte del loarismo!¿Qué vamos a hacer?

Filip Sanat se echó a reír, como ríen loshombres cuando por fin se convencen deque no queda nada digno de risa.

—¿Qué podemos hacer? ¿Podemosinformar al Consejo Central? Usted sabemuy bien lo débiles que están. ¿A losdiversos gobiernos humanos? Ya puedeimaginarse lo efectivos que serían esoslocos divididos.

—¡Pero no puede ser verdad! ¡No puedeserlo!

Sanat permaneció silencioso unosmomentos, y entonces su rostro se contrajoagónicamente y con voz preñada de pasión,gritó:

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—¡No lo permitiré! ¿Me oye? ¡No lopermitiré! ¡Les detendré!

Era fácil comprender que había perdidoel control de sí mismo; aquella violentaemoción era la causa. Porin, que tenía lafrente perlada de sudor, le rodeó la cinturacon un brazo.

—¡Siéntate, Filip, siéntate! ¿Vas avolverte loco?

—¡No! —Con un súbito empujón, hizoque Porin se tambaleara hacia atrás hastacaer sentado, mientras la Llama oscilaba yflameaba locamente con la corriente deaire—. Voy a volverme sensato. ¡El tiempodel idealismo, el compromiso y el servilismoha pasado! ¡Ha llegado el momento de lafuerza! ¡Lucharemos y, por el espacio,venceremos!

Abandonaba la habitación a paso lento.Porin cojeó tras de él.—¡Filip! ¡Filip! —Se detuvo en el umbral

con asustada desesperación. No podía irmás allá. Aunque los cielos se hundieran,alguien tenía que guardar la Llama.

Pero..., pero ¿qué iba a hacer FilipSanat? Y por la torturada mente de Porinpasaron visiones de una cierta noche,quinientos años antes, cuando una palabra

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descuidada, un golpe, un disparo, habíaencendido un fuego sobre la Tierra quefinalmente fue apagado con sangre humana.

El loara Paul Kane estaba solo aquellanoche. La oficina interior se encontrabavacía; la mortecina luz azul que había sobrela mesa, de una severa sencillez, era laúnica iluminación del cuarto. Tenía el rostrobañado por la pálida luz, y la barbillasepultada meditativamente entre las manos.

Y entonces hubo una crujienteinterrupción, cuando la puerta se abrió desúbito y un despeinado Russell Tymballapartó las amenazadoras manos de mediadocena de hombres y se precipitó en elinterior. Kane se volvió consternado ante laintrusión y se llevó una mano a la gargantamientras sus ojos se agrandaban por laaprensión. Su rostro era una asustada ymuda interrogación.

Tymball levantó el brazo en un gestotranquilizador.

—Está bien. Deje que recupere elaliento. —Jadeó un poco y se sentólentamente antes de continuar—: Haaparecido su catalizador, loara Paul..., y

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adivine dónde. ¡Aquí en la Tierra! ¡Aquí enNueva York! ¡A menos de un kilómetro dedonde estamos ahora!

El loara Paul Kane contemplóminuciosamente a Tymball.

—¿Se ha vuelto loco?—No tanto como para que usted lo note.

Se lo contaré, si no le importa encender unao dos luces. Parece un fantasma en el cielo.—La habitación se emblanqueció bajo elbrillo de una luz atómica, y Tymballprosiguió—: Ferni y yo volvíamos de lareunión. Pasábamos ante el Memorialcuando ocurrió, y puede usted dar gracias aldestino por la afortunada coincidencia quenos condujo al lugar adecuado en elmomento oportuno.

»Mientras pasábamos, una figura salióprecipitadamente por la puerta lateral, saltólos escalones de mármol y gritó: "¡Hombresde la Tierra!" Todos se volvieron a mirarle,ya sabe lo concurrido que está el sector delMemorial a las once, y al cabo de dossegundos, le rodeaba una verdaderamultitud.

—¿Quién era el que hablaba, y qué hacíadentro del Memorial? Es miércoles por lanoche, ya sabe.

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—Pues —Tymball hizo una pausa parareflexionar—, ahora que usted lo menciona,debía de ser uno de los dos guardianes. Eraun loarista... la túnica lo indicabaclaramente. ¡Pero no era un terrícola!

—¿Llevaba el círculo amarillo?—No.—Entonces ya sé quién era: el joven

amigo de Porin. Sinat.—¡Allí estaba! —Tymball se excedía en

su entusiasmo—. Se encontraba a unoscinco metros sobre el nivel de la calle. Notiene ni idea de lo impresionante que estabacon el fulgor de las luxitas iluminándole lacara. Era hermoso, pero no del tipo atléticoo musculoso. Pertenecía al tipo ascético, sicomprende a lo que me refiero. Pálido, derostro delgado, ojos llameantes, cabellolargo y castaño.

»¡Y cuando habló! Es inútil describirlo;para apreciarlo verdaderamente, tendríausted que haberle oído. Empezó explicandolos propósitos lasinianos a la multitud;gritando lo que yo había estadomurmurando. Era evidente que lo sabía debuena fuente, pues entró en detalles... ¡ycómo los contó! Hizo que sonaran reales yaterradores. Me asustó a mí con ellos; hizo

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que me quedara a escucharle muerto demiedo. Y en cuanto a la multitud, despuésde la segunda frase, estaba hipnotizada. Atodos y cada uno de ellos se les habíainculcado la «amenaza lasiniana»constantemente, pero ésta era la primeravez que escuchaban... que en realidadescuchaban.

»Entonces empezó a maldecir a loslasinianos. Agotó todas las formas posiblesde su bestialidad, su perfidia, sucriminalidad... no tenía más que unvocabulario que les sumía en el barro másprofundo del océano venusiano. Y cada vezque soltaba un epíteto, la multitud selevantaba sobre sus patas traseras yprorrumpía en aullidos. Ya parecía unaespecie de catecismo. "¿Permitiremos queesto continúe?", gritaba él. "¡Nunca!",respondía el gentío. "¿Debemos rendirnos?""¡Nunca!" "¿Resistiremos?" "¡Hasta el final!""¡Abajo los lasinianos!", gritaba."Matémosles", chillaban los demás.

»Yo grité tanto como cualquiera deellos... me olvidé enteramente de mí mismo.

»No sé cuánto tiempo pasó antes de queaparecieran unos guardias lasinianos. Lamultitud se volvió hacia ellos, mientras el

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loarista les apremiaba. ¿Ha oído alguna vezel grito de sangre de las turbas? ¿No? Es elsonido más horrible que pueda imaginarse.Los guardias también lo consideraron así,pues una mirada a lo que tenían delante leshizo dar la vuelta y correr para salvar elpellejo, a pesar de que iban armados. Paraentonces, la multitud había aumentado y yaeran miles y miles.

»Pero al cabo de dos minutos, sonó lasirena de alarma... por primera vez en cienaños. Volví a mis cabales y corrí hacia elloarista, que no había interrumpido sudiatriba ni un momento. Era evidente que nopodíamos permitir que cayera en manos delos lasinianos.

»El resto fue una confusión tremenda.Escuadrones de policía motorizadacargaban sobre nosotros, pero de algúnmodo, Ferni y yo logramos coger al loaristaentre los dos, escabullirnos, y traerle aquí.Lo tengo en la habitación de afuera,amordazado y atado, para que se estéquieto.

Durante la última parte de la narración,Kane había estado golpeando nerviosamenteel suelo con el pie, deteniéndose de vez en

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cuando para reflexionar. Pequeñas gotas desangre aparecieron en su labio inferior.

—¿No cree —preguntó— que el motínserá incontenible? Una explosiónprematura…

Tymball sacudió vigorosamente lacabeza.

—Ya debe estar sofocado. Una vezdesapareció el joven, la multitud perdió suvalor, de todos modos.

—Habrá muchos muertos y heridos,pero... bueno, haga entrar al jovenrevolucionario. —Kane se sentó detrás de lamesa y dio a su rostro una apariencia detranquilidad.

Filip Sanat tenía un triste aspectocuando se arrodilló ante su superior. Sutúnica estaba hecha trizas y su rostro,arañado y sanguinolento, pero el fuego de ladeterminación brillaba con la mismaimpetuosidad de siempre en sus ardientesojos. Russell Tymball le miraba sin aliento,como si la magia de las horas precedentestodavía subsistiera.

Kane extendió amablemente la mano.—Estoy al corriente de tu explosión de

violencia, hijo mío. ¿Qué fue lo que teimpulsó a realizar un acto tan imprudente?

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Podría muy bien haberte costado la vida,por no hablar de las vidas de miles de otros.

Por segunda vez aquella noche, Sanatrepitió la conversación que había oído...,dramáticamente y con los mínimos detalles.

—Perfecto, perfecto —dijo Kane, conuna torva sonrisa, al concluir el relato—, ¿ypensaste que no sabíamos nada de todoesto? Durante largo tiempo nos hemospreparado contra este peligro, y tú hasaparecido para trastornar todos nuestrosplanes, tan cuidadosamente trazados. Portu apelación prematura, puedes habercausado un mal irreparable a nuestra causa.

Filip Sanat enrojeció.—Perdone mi entusiasmo inexperto...—Exactamente —exclamó Kane—. Sin

embargo, dirigido adecuadamente, puedesser de gran utilidad para nosotros. Tuoratoria y el fuego de tu juventud puedenobrar maravillas si están bien manejados.¿Estás dispuesto a dedicarte a la tarea?

Los ojos de Sanat brillaron.—¿Necesita preguntarlo?El loara Paul Kane se echó a reír y lanzó

una alborozada mirada de soslayo a RussellTymball.

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—Lo estás. Dentro de dos días, iráshacia las estrellas exteriores. Contigo iránvarios de mis hombres. Y ahora, debes deestar cansado. Te llevarán donde puedaslavarte y curarte las heridas. Después, serámejor que duermas; pues necesitarás todatu energía en los días venideros.

—¿Pero... pero el loara Broos Porin... micompañero ante la Llama?

—Enviaré inmediatamente un mensajeroal Memorial. Dirá al loara Broos que estás asalvo y servirá como segundo guardiándurante el resto de la noche. ¡Ahora, vete! .

Pero cuando Sanat, aliviado y locamentefeliz, se levantaba para irse, Russell Tymballsaltó de la silla y agarró la muñeca delloarista de más edad con un apretónconvulsivo.

—¡Gran espacio! ¡Escuche!El agudo y penetrante gemido que llegó

hasta el santuario interior del despacho deKane contó su propia historia. El rostro deKane adquirió una palidez macilenta.

—¡Es la ley marcial!La sangre había huido de los labios de

Tymball.—Después de todo, hemos sido

derrotados. Aprovechan el desorden de esta

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noche para dar el primer golpe. Persiguen aSanat, y le atraparán. Ni un ratón podríapasar a través del cordón que ahora van atender alrededor de la ciudad.

—Pero no deben atraparle. —Los ojosde Kane centellearon—. Le llevaremos alMemorial por el pasadizo. No se atreverán aviolar el Memorial.

—Ya lo han hecho una vez —dijo Sanatcon voz apasionada—. No me ocultaré deesos lagartos. Déjenos luchar.

—Silencio —dijo Kane—, y sígueme sinhacer ruido.

Se había abierto un panel en la pared, yKane se dirigió hacia él.

Y mientras el panel se cerrabasilenciosamente detrás de ellos,sumiéndolos en el frío resplandor de unalámpara atómica de bolsillo, Tymballmurmuró para sí:

—Si están dispuestos, ni siquiera elMemorial constituirá un buen refugio.

Nueva York estaba en efervescencia. Laguarnición lasiniana había desplegado todassus fuerzas y había puesto la ciudad enestado de sitio. Nadie podía entrar ni salir.

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En las avenidas principales, rodaban loscarros del ejército, mientras que por encimase cernían los estratocoches que guardabanlas vías aéreas.

La población humana se agitabanerviosamente. Se infiltraban en las calles,uniéndose en pequeños grupos que sedeshacían al acercarse los lasinianos. Larevelación de Sanat se extendió, y aquí y allíhombres ceñudos intercambiaban furiosossusurros

La atmósfera estaba llena de tensión.El virrey de Nueva York se dio cuenta de

ello mientras estaba sentado ante su mesadel palacio, que levantaba sus verjas sobreWashington Heights. Se asomó a la ventanapara contemplar el río Hudson, que fluíaoscuramente, e interpeló al lasinianouniformado que había ante él.

—Debe haber una acción positiva,capitán. En eso tiene usted razón. Y sinembargo si es posible, debe evitarse unaruptura completa. Lamentablemente,disponemos de muy pocos hombres y notenemos más que cinco navíos de guerra detercera clase en todo el planeta.

—No es nuestra fuerza sino su propiomiedo lo que les debilita, Excelencia. Su

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valor ha sido minado a conciencia duranteestos últimos siglos. El populacho serendiría ante una sola unidad de guardias.Precisamente, ésta es la razón de que ahoradebamos atacar con fuerza. La población haretrocedido y deben sentir el látigoenseguida. La Segunda Campaña muy bienpodría empezar esta noche.

—Sí —el virrey sonrió con ironía—.Estamos en un callejón sin salida, pero el...el... agitador debe servir como ejemplo. Lehan cogido, naturalmente.

El capitán sonrió de modo tétrico.—No. El perro humano tiene poderosos

amigos. Es loarista, ya sabe. Kane...—¿Acaso Kane está contra nosotros? —

Dos manchas rojas brillaron en los ojos delvirrey—. ¡Y el muy loro se atreve! Las tropasarrestarán al rebelde a pesar suyo... y a éltambién, si se opone.

—¡Excelencia! —La voz del capitán sonómetálicamente—. Tenemos razones paracreer que los rebeldes pueden estarescondidos en el Memorial.

El virrey casi se puso en pie. Frunció elceño con indecisión y volvió a sentarse.

—¡En el Memorial! ¡Eso presentadificultades!

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—¡No necesariamente!—Hay ciertas cosas que esos humanos

no tolerarían. —Su voz se desvanecióvacilantemente.

El capitán habló con decisión:—La ortiga, cogida con fuerza, no pica.

Hecho con rapidez... podría sacarse a uncriminal hasta de la misma sala de laLlama... y borramos el loarismo de un sólogolpe. Es imposible que haya lucha despuésde este supremo desafío.

—¡Por Vega! Que me cuelguen si notiene usted razón. ¡Perfecto! ¡Asalten elMemorial!

El capitán se inclinó ceremoniosamente,giró sobre sus talones y salió del palacio.

Filip Sanat volvió a entrar en la sala dela Llama, con su rostro delgado alterado porla cólera.

—Todo el sector está controlado por loslagartos. Han cortado todas las avenidasque conducen al Memorial.

Russell Tymball se frotó la barbilla.—Oh, no son tontos. Nos han

arrinconado, y el Memorial no les detendrá.

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De hecho, pueden haber decidido que éstesea el Día.

Filip frunció el ceño y su voz revelabatoda la furia que sentía.

—Y nosotros tenemos que esperar aquí,¿verdad? Es mejor morir luchando queescondiéndose.

—Es mejor no morir de ningún modo,Filip —respondió Tymball con calma.

Hubo un momento de silencio. El loaraPaul Kane se contemplaba los dedos.

Finalmente, dijo:—Si ahora diera la señal de atacar,

Tymball, ¿cuánto tiempo resistiría?—Hasta que llegaran refuerzos

lasinianos en número suficiente como paraaplastarnos. La guarnición terrestre,incluyendo toda la patrulla solar, no esbastante para detenernos. Sin ayudaexterior, podemos luchar eficazmentedurante seis meses como mínimo. Pordesgracia, éste no es el caso. —Sucompostura era serena.

—¿Por qué no es el caso?Su rostro enrojeció de pronto, mientras

se ponía furiosamente en pie.—Porque no es cuestión de apretar unos

botones. Los lasinianos son débiles. Mis

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hombres lo saben, pero la Tierra no. Loslagartos poseen un arma, ¡el miedo! Nopodemos vencerlos, a menos que el puebloesté con nosotros, aunque sólo seapasivamente. —Contrajo la boca—. Ustedno sabe las dificultades prácticas que hay.Hace diez años que planeo, trabajo, lointento. Pero ¿de qué serviría? Tengo unejército; y una flota respetable en losApalaches. Podría poner simultáneamenteen marcha las ruedas en los cincocontinentes. Pero ¿de qué serviría? Seriainútil. Si tuviera Nueva York, es decir... sifuera capaz de demostrar al resto de laTierra que los lasinianos no soninvencibles...

—¿Si yo pudiera disipar el miedo quehay en el corazón de los humanos? —dijoKane suavemente.

—Tendría Nueva York al amanecer. Perosería necesario un milagro.

—¡Quizá! ¿Cree que podrá atravesar elcordón y reunirse con sus hombres?

—Lo haré. ¿Qué hará usted ahora?—Lo sabrá cuando ocurra —Kane

sonreía con fiereza—. Y cuando ocurra,¡ataque!

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De repente, apareció una pistola detonita entre las manos de Tymball, mientrasse alejaba. Su rostro gordinflón no era nadaamable.

—Correré el riesgo, Kane. ¡Adiós!

El capitán subió arrogantemente losdesiertos escalones de mármol delMemorial. Iba acompañado por dosayudantes armados.

Se detuvo un instante ante la enormepuerta doble que se levantaba ante él ycontempló los esbeltos pilares que seelevaban graciosamente a ambos lados.

Había algo de sarcasmo en su sonrisa.—Todo es muy impresionante, ¿verdad?—¡Sí, capitán! —fue la respuesta.—Y misteriosamente oscuro también, a

excepción del mortecino amarillo de suLlama. ¿Ven su luz? —señaló hacia losvitrales inferiores, que brillaban con unfulgor vacilante.

—¡Sí, capitán!—Es oscuro, misterioso e

impresionante... y está a punto de caer enruinas. —Sé echó a reír, y de repente golpeó

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las tallas de metal con la culata de supistola produciendo un estrepitoso sonido.

Repercutió en el interior vacío y sonósordamente en la noche, pero no huborespuesta.

El ayudante de su izquierda se llevó unreceptor a la oreja y escuchó las vagaspalabras que salían de él. Saludó.

—Capitán, los humanos están entrando.en el sector. El capitán hizo un ademándespectivo.

—¡Déjenlos! Ordene que preparen lasarmas y que apunten a lo largo de lasavenidas. Cualquier humano que intenteatravesar el cordón, debe ser irradiado sincompasión.

Su orden fue murmurada en eltransmisor, y unos cien metros más allá losguardias lasinianos dispusieron sus armas yapuntaron cuidadosamente. Un murmullobajo e incipiente se convirtió en unamanifestación de miedo. Los hombresretrocedieron un poco.

—Si no se abre la puerta —dijo elcapitán, sombríamente—, tendremos quetirarla abajo —Volvió a levantar la pistola yde nuevo se oyó el ruido de metal sobremetal.

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Lenta y silenciosamente, la puerta seabrió de par en par, y el capitán reconoció ala austera figura vestida de púrpura quetenía ante sí.

—¿Quién perturba el Memorial la nochede la custodia de la Llama? —preguntó elloara Paul Kane, solemnemente.

—Muy dramático, Kane. ¡Apártese!—¡Atrás! —Las palabras sonaban firme y

claramente—. Los lasinianos no puedenentrar en el Memorial.

—Entréguenos a nuestro prisionero, ynos iremos. Si se niega, nos lo llevaremospor la fuerza.

—El Memorial no entregará a nadie. Esinviolable. Ustedes no pueden entrar.

—¡Abra paso!—¡Retrocedan!El lasiniano gruñó roncamente y percibió

un débil bramido. Las calles que lerodeaban estaban vacías, pero a unamanzana de distancia en todas lasdirecciones se extendía la delgada línea delas tropas lasinianas, con sus armasdispuestas, y detrás estaban los humanos.Se hallaban apretujados en una masaruidosa, y la blancura de sus rostros brillabapálidamente bajo la iluminación nocturna.

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—Vamos —el capitán hizo rechinar losdientes—, ¿y aún siguen gritando? —Laáspera piel que cubría sus mandíbulas searrugó y las escamas de su cabeza seencresparon agudamente. Se volvió hada elayudante del transmisor—. Ordene unasalva sobre sus cabezas.

La noche fue partida en dos por laspúrpuras descargas de energía y loslasinianos rieron estrepitosamente ante elsilencio que siguió.

El capitán se volvió a Kane, quepermanecía en el umbral.

—Ya ve que si espera ayuda por partede su gente, se verá decepcionado. Lapróxima salva se disparará a nivel decabeza. ¡Si creé que le engaño,compruébelo!

Sus dientes rechinaron con un sonidoagudo.

—¡Abra paso! —Tenía una tonita en lamano, y el pulgar se apoyaba firmementesobre el gatillo.

El loara Paul Kane retrocediólentamente, con los ojos fijos en el arma. Elcapitán le siguió. Y al hacerlo, la puertainterior de la antesala se abrió y la sala dela Llama apareció al descubierto. Con la

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súbita corriente de aire, la Llama osciló y, alverla, los distantes espectadores lanzaronun enorme grito.

Kane se volvió hacia ella, con el rostrolevantado. El movimiento de una de susmanos fue casi imperceptible.

Y la Llama cambió súbitamente. Seelevó hacia el techo abovedado, como unbrillante haz de luz de quince metros dealtura. La mano del loara Paul Kane volvió amoverse, y, al hacerlo, la Llama adquirióuna tonalidad carmesí. El color se hizo másintenso y la rojiza luz de aquel pilar ardienteinvadió la ciudad y convirtió las ventanas delMemorial en ojos sanguinolentos.

Pasaron largos segundos y el capitánquedó inmovilizado por el asombro.Mientras, la distante masa de sereshumanos guardaba un reverente silencio.

Y después se oyó un murmullo confuso,que se reforzó y aumentó hasta convertirseen un vasto grito.

—¡Abajo los lasinianos!Se vio el destello púrpura de una tonita

procedente de algún lugar en lo alto, y elcapitán se dio cuenta un instantedemasiado tarde. Cogido por sorpresa, seinclinó lentamente herido de muerte; con su

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frío rostro reptil convertido en una máscarade desprecio hasta el final.

Russell Tymball bajó la pistola y sonriósardónicamente.

—Un blanco perfecto contra la luz. ¡Bienpor Kane! La transformación de la Llama eraprecisamente la conmoción quenecesitábamos. ¡Adelante!

Desde el tejado de la morada de Kane,apuntó al lasiniano que había debajo. Y alhacerlo, todo el infierno hizo erupción.Parecía que los hombres brotaran delmismo suelo, con las armas en la mano. Lastonitas disparaban desde todos los lados,antes de que los aturdidos lasinianospudieran apretar el gatillo.

Y cuando lo hicieron, era demasiadotarde, pues la multitud, dominada por unacreciente cólera, rompió sus ataduras.Alguien gritó: «¡Muerte a los lagartos!», y elgrito se convirtió en un aullido sordo que seelevó hasta el cielo.

Como un monstruo de muchas cabezas,la riada de seres humanos avanzó, sinarmas. Cientos de ellos sucumbieron bajo latardía furia de las armas defensivas, y

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muchos miles gatearon sobre los cadáveres,cargando hacia las mismas armas.

Los lasinianos no vacilaron. Sus filasdisminuyeron continuamente bajo lamortífera puntería de los timbalistas, y losque quedaron fueron atrapados por eltorrente de humanos que cayó sobre ellos yles infligió una muerte horrible.

El sector del Memorial brillaba a la luzrojiza de la sangrienta Llama y resonabanlos gritos de agonía de los moribundos, y laestrepitosa furia de los triunfadores.

Fue la primera batalla de la GranRebelión, pero en realidad no fue unabatalla, ni siquiera una locura.

Fue una anarquía concentrada.Por toda la ciudad, desde el extremo de

Long Island hasta las llanuras del centro deJersey, los rebeldes surgieron de todaspartes y los lasinianos encontraron lamuerte. Y con la misma rapidez que seextendían las órdenes de Tymball paralevantar a los francotiradores, así corrió deboca en boca la noticia de la transformaciónde la Llama y aumentó de importancia aldifundirse. Todo Nueva York se levantó, yunió sus vidas separadas en el único crisolgigante de la «multitud».

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Era incontrolable, incontestable,irresistible. Los timbalistas fueron conimpotencia adonde conducía, concentrandotodos sus esfuerzos, inútiles desde elprincipio.

Como un poderoso río, siguió su curso através de la metrópoli, y por donde pasabano quedaba ningún lasiniano con vida.

El sol de aquella fatídica mañana selevantó para ver a los dueños de la Tierraocupando un reducido círculo al norte deManhattan. Con el frío valor de soldadosnatos, enlazaron los brazos y resistieron lacarga, cayendo muchos. Lentamente,retrocedieron; en cada edificio, unaescaramuza; en cada manzana, una batalladesesperada. Se dividieron en gruposaislados; defendiendo primero un edificio, ydespués sus pisos superiores, y finalmentesu tejado.

Bajo el ardiente sol de mediodía, sóloquedaba el mismo palacio. Su últimaposición desesperada mantenía a loshumanos a raya. El débil círculo de fuegoque lo rodeaba sembraba el suelo decuerpos ennegrecidos. El virrey en personadirigía la defensa desde su sala del trono,

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mientras su propio dedo apretaba el gatillode una semiportátil.

Y entonces, cuando la multitud hizofinalmente una pausa, Tymball agarró suoportunidad al vuelo y tomó el mando.Armas pesadas fueron arrastradas hasta elfrente. Unidades atómicas y rayos delta,procedentes del almacén rebelde y de losarsenales capturados la noche anterior,apuntaban sus mortíferos cañones hacia elpalacio.

Un disparo contestaba a otro, y laprimera batalla organizada de máquinastranscurrió con desesperada furia. Tymballera una figura omnipresente. Gritaba,dirigía, se trasladaba desde unemplazamiento a otro, disparando su propiatonita de mano, desafiantemente, hacia elpalacio.

Bajo una barrera de apretado fuego, loshumanos cargaron de nuevo y atravesaronlos muros, mientras los defensores caían.Un proyectil atómico impidió su caminohacia la torre central y hubo un súbitoinfierno de fuego.

Aquel incendio fue la pira funeraria delos últimos lasinianos de Nueva York. Lasennegrecidas paredes del palacio se

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desmoronaron con gran estrépito; perohasta el mismo final, mientras la habitaciónardía en torno suyo, con el rostrohorriblemente herido, el virrey se mantuvofirme, apuntando, al grueso de la fuerzasitiadora. Y cuando su semiportátil gastó elúltimo vestigio de energía y expiró, la lanzópor la ventana en un postrer e inútil gestode desafío y se arrojó al ardiente infiernoque había a su espalda.

A la puesta del sol, sobre el terreno delpalacio, que aún seguía en llamas, ondeabala bandera verde de la Tierra independiente.

Nueva York volvía a ser humana.

Russell Tymball tenía un aspectolamentable cuando aquella noche entró denuevo en el Memorial Con la ropa hechajirones, y chorreando sangre de la cabeza alos pies a causa de una herida que tenía enla mejilla, contempló con ojos cansados elespectáculo sangriento que le rodeaba.

Equipos de voluntarios, ocupados ensacar a los muertos y curar a los heridos,aún no habían logrado hacer gran cosa en elmortal trabajo de la rebelión.

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El Memorial se transformó en unhospital improvisado. Había pocos heridos,pues las armas de energía causaban lamuerte; y de esos pocos, casi ningunopresentaba heridas superficiales. Era unaescena de indescriptible confusión, y losgemidos de los heridos y moribundos semezclaban horriblemente con los distantesgritos de los supervivientes que celebrabanla victoria.

El loara Paul Kane se abrió paso entrelos numerosos ayudantes en dirección aTymball.

—Dígame, ¿ya se ha terminado? —Surostro estaba demacrado.

—El principio, sí. La bandera terrestreondea sobre las ruinas del palacio.

—¡Ha sido horrible! El día ha... ha... —Se estremeció y cerró los ojos—. Si lohubiera sabido con anticipación, casihubiera preferido ver deshumanizada a laTierra y el loarismo destruido.

—Sí, ha sido desastroso. Pero elresultado podía haber sido mucho peor.¿Dónde está Sanat?

—En el patio... ayudando a curar a losheridos. Todos lo hacemos. Es... es... —Lavoz volvió, a fallarle.

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Había impaciencia en los ojos deTymball, y se encogió de hombros concansancio.

—No es que yo sea un monstruoinsensible, pero tenia que hacerse, y esto noes más que el principio. Losacontecimientos de hoy significan pocacosa. El levantamiento ha tenido lugar en lamayor parte de la Tierra, pero sin el fanáticoentusiasmo de la rebelión de Nueva York.Los lasinianos no están vencidos, ni siquierapróximos a estarlo. No lo olvide. En estemismo momento la guardia solar se dirigehacia la Tierra, y las fuerzas de los planetasexteriores reciben llamamientos de ayuda.Dentro de muy poco, todo el imperiolasiniano convergerá sobre la Tierra y larevancha será terrible y sangrienta.¡Debemos conseguir ayuda!

Agarró a Kane por los hombros y lesacudió violentamente.

—¿Lo entiende? ¡Debemos conseguirayuda! Incluso aquí, en Nueva York, elprimer ardor de la victoria puededesvanecerse mañana. ¡Debemos conseguirayuda!

—Lo sé —dijo Kane sin entonaciónalguna—. Llamaré a Sanat y podrá irse hoy

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mismo. —Suspiró—. Si la acción de hoy erauna prueba de su poder como catalizador,podemos esperar grandes acontecimientos.

Sanat subió al pequeño crucero de dosplazas media hora más tarde y tomó asientojunto a Petri, en los mandos.

Extendió la mano a Kane por última vez.—Cuando regrese, será con una flota

detrás de mí.Kane estrechó fuertemente la mano del

joven.—Dependemos de ti, Filip. —Hizo una

pausa y dijo lentamente—: ¡Buena suerte,loara Filip Sanat!

Sanat enrojeció de placer al oír el título,mientras tomaba asiento de nuevo. Petrihizo un ademán de despedida y Tymballgritó:

—¡Cuidado con la guardia solar!La escotilla se cerró con un ruido seco, y

después, con un trepidante rugido, eldiminuto crucero despegó hacia los cielos.

Tymball lo siguió hasta que se convirtióen una mota, y aun menos, y entonces sevolvió hacia Kane.

—Ahora todo está en manos del destino.Kane, ¿cómo se las arregló para transformar

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la Llama? No me diga que la Llama se volvióroja por sí misma.

Kane movió lentamente la cabeza.—¡No! Aquella llamarada carmesí se

obtuvo al abrir una cavidad secreta llena desales de estroncito, instalada originalmenteallí para impresionar a los lasinianos encaso de necesidad. El resto fue química.

Tymball se echó a reír sombríamente.—¿Quiere decir que el resto fue

psicología popular? Y me parece que loslasinianos quedaron impresionados... ¡yhasta qué punto!

El espacio no dio ninguna advertencia,pero el detector de masas zumbó y lo hizoperentoria e insistentemente. Petri seenderezó en su asiento y dijo:

—No estamos en ninguna zonameteórica.

Filip Sanat contuvo el aliento mientras elotro manipulaba la manivela que hacia girarel perirrotor. El campo estelar fuesucediéndose en el visor con lenta dignidad,y entonces lo vieron.

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Brillaba a la luz del sol como unadiminuta pelota de fútbol de color naranja, yPetri gruñó:

—Si nos han localizado, estamosperdidos.

—¿Una nave lasiniana?—¿Una nave? ¡Eso no es ninguna nave!

¡Es un crucero de batalla de cincuenta miltoneladas! No sé qué está haciendo aquí.Tymball dijo que la patrulla se dirigía haciala Tierra.

La voz de Sanat era tranquila..—Ese no lo ha hecho. ¿Podemos

despistarle?—¡Ni en sueños! —el puño de Petri

apretaba fuertemente la barra degravedad—. Están acercándose.

Estas palabras fueron como una señal.El audiómetro se movió y la áspera vozlasiniana empezó en un susurro y subió detono hasta la estridencia, a medida que laemisión de la radio se agudizaba:«¡Conecten motores posteriores yprepárense para el abordaje!»

Petri soltó los mandos y lanzó unamirada a Sanat.

—Yo no soy más que el chófer. ¿Quéquieres hacer? Tenemos menos

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probabilidades que un meteoro contra elSol... pero si quieres correr el riesgo...

—Bueno —dijo Sanat, simplemente—,no vamos a rendirnos, ¿verdad?

El otro sonrió entre dientes, mientrasdesconectaba los cohetes de aceleración.

—¡No está mal para un loarista! ¿Sabesdisparar una tonita armada?

—¡Nunca lo he hecho!—Bien, pues aprende. Coge la ruedecilla

de aquí arriba y pon el ojo en el visor deencima. ¿Ves algo?

La velocidad seguía disminuyendo y lanave enemiga se aproximaba.

—¡Sólo estrellas!—Muy bien, haz girar la rueda...

Adelante, más lejos. Intenta por la otradirección. ¿Ves la nave ahora?

—¡Sí! Allí está.—¡Perfecto! Ahora céntrala. Sitúala

donde se cruzan las rayitas y, por el Sol,manténla ahí. Ahora voy a dirigirme haciaesos asquerosos lagartos —los coheteslaterales se pusieron en marcha mientrashablaba— y tú la mantienes centrada.

La nave lasiniana aumentaba de tamañorápidamente, y la voz de Petri se convirtióen un tenso murmullo:

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—Bajaré la pantalla y arremeteré contraella. Si están suficientemente aturdidos, esposible que bajen su pantalla y disparen: ysi lo hacen con prisas, pueden fallar.

Sanat asintió en silencio.—En cuanto veas el destello púrpura de

la tonita, haz retroceder la rueda. Hazlo confuerza; y deprisa. Si te retrasas un poco,estamos perdidos. —Se encogió dehombros—. Hemos de correr el riesgo.

Entonces, apretó hacia delante lapalanca de la gravedad y gritó:

—¡Manténla centrada!La aceleración empujó a Sanat hacia

atrás, y la rueda que sostenía en sus manosllenas de sudor respondió de mala gana a lapresión. La pelota de fútbol naranja setambaleó en el centro del visor. Se diocuenta de que las manos le temblaban, yeso no le ayudó nada. La tensión le hizoparpadear.

La nave lasiniana ya se veíaenormemente grande, y entonces, undestello púrpura se dirigió hacia ella. Sanatcerró los ojos y se echó hacia atrás.

No oyó ningún ruido y permaneció asíun rato, hasta que escuchó la risa de Petri asu lado.

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—La suerte propia de un principiante —rió Petri—. Nunca había usado un arma conanterioridad y deja fuera de combate a uncrucero pesado con una perfección que nohabía visto en la vida.

—¿Di en el blanco? —balbuceó Sanat.—No exactamente, pero lo has

incapacitado. Es suficiente. Y ahora, encuanto nos alejemos lo bastante del Sol,entraremos en el hiperespacio.

La alta figura vestida de púrpura queestaba junto a la portilla centralcontemplaba pensativamente el silenciosoglobo que se divisaba a través de ella. Era laTierra, enorme, redonda, gloriosa.

Quizá sus pensamientos fueran un pocoamargos al considerar el período de seismeses que acababa de transcurrir. Habíacomenzado con un nuevo esplendor. Elentusiasmo prendió como una llamarada yse extendió, atravesando las simas estelaresde un planeta a otro, con la misma rapidezque un rayo hiperatómico. Los gobiernos,enfrentados súbitamente con el exaltadoclamor de sus pueblos, equiparon flotas.Enemigos de siglos firmaron

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repentinamente la paz y volaron bajo lamisma bandera verde de la Tierra.

Quizá hubiera sido demasiado optimistaesperar que esta amistad continuara.Mientras fue así, los humanos se mostraronirresistibles. Una de las flotas no seencontraba a más de dos parsecs de lamisma Vega; otra había capturado la Luna yse cernía a escasa distancia de la Tierra,donde los andrajosos revolucionarios deTymball seguían manteniéndose tenazmentefirmes.

Filip Sanat suspiró y se volvió al oír elruido de unos pasos. El canoso Ion Smitt,del contingente lactoniano, entró.

—Su rostro refleja lo ocurrido —dijoSanat.

Smitt movió la cabeza.—Parece imposible.Sanat volvió a alejarse.—¿Sabe que hoy hemos recibido noticias

de Tymball? Continúan luchando contra loslasinianos. Los lagartos han tomado BuenosAires y, al parecer, toda Sudamérica está ensu poder. Los timbalistas estándescorazonados y disgustados, igual que yo.—Dio media vuelta súbitamente—. Usteddice que nuestras nuevas nave aguja

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aseguran la victoria. Entonces, ¿por qué noatacamos?

—Pues por una razón —el canososoldado colocó una pierna embotada sobrela silla más cercana—;los refuerzos deSantanni no vienen.

Sanat se sobresaltó.—Pensaba que ya estaban en camino.

¿Qué ha sucedido?—El gobierno de Santanni ha decidido

que su flota es necesaria para la defensa desu propio planeta. —Una sonrisa irónicaacompañó estas palabras.

—¿Qué defensa? ¡Pero si los lasinianosestán a quinientos parsecs de ellos!

Smitt se encogió de hombros.—Una excusa es una excusa y no hace

falta que tenga sentido. No he dicho que ésafuera la verdadera razón.

Sanat se mesó los cabellos y sus dedosacariciaron el sol amarillo que había sobresu hombro.

—¡Aun así! Todavía podemos luchar, conmás de cien naves. El enemigo es dos vecesmás numeroso que nosotros, pero con lasnaves-aguja, la base lunar respaldándonos ylos rebeldes hostigándolos por

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retaguardia... —Se sumió en unaensoñación profunda.

—No querrán luchar, Filip. El escuadróntrantoriano desea retirarse. —Su vozadquirió un tono violento—. De toda la flota,sólo puedo confiar en las veinte naves de mipropio escuadrón... el lactoniano. Oh, Filip,no sabes la bajeza que hay en todo esto...nunca lo has sabido. Has ganado al pueblopara la causa, pero no has ganado a losgobiernos. La opinión popular les ha forzadoa entrar, pero ahora que lo han hecho, sólose quedan por los beneficios que puedanobtener.

—No puedo creerlo, Smitt. Con lavictoria en la mano...

—¿Victoria? ¿Victoria para quién? Sobreeste punto, exactamente, los planetas nologran ponerse de acuerdo. En unaconvención secreta de las naciones,Santanni exigió el control de todos losmundos lasinianos del sector de Sirio,ninguno de los cuales ha sido reconocidotodavía como tal, y se lo rehusaron. Ah, nolo sabías. En consecuencia, decide que hade cuidarse de la defensa de su planeta, yretira diversos escuadrones.

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Filip Sanat se alejó con pena, pero la vozde Ion Smitt siguió golpeándole, con fuerzadespiadadamente.

—Y entonces Trántor se da cuenta deque odia y teme a Santanni mucho más quea los lasinianos y cualquier día de estosretirará su flota para evitar que ladestrocen, mientras las naves de suenemigo están a salvo y tranquilas enpuerto. Las naciones humanas se estándesgarrando —el puño del soldado cayósobre la mesa— como un traje apolillado.Creer que los idiotas egoístas podían unirsedurante largo tiempo para un fin que valierala pena, era un sueño de locos.

Los ojos de Sanat se convirtieronsúbitamente en un par de calculadorasrendijas.

—¡Espere un poco! Todo saldrá bien, silogramos conservar el control de la Tierra.La Tierra es la clave de toda esta situación.—Sus dedos tamborilearon en el borde de lamesa—. Su captura nos proporcionaría lachispa vital. Levantaría el entusiasmohumano, ahora dormido, hasta el punto deebullición y los gobiernos... Bueno, tendríanque dejarse llevar por la corriente o serdestrozados.

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—Lo sé. Si ahora lucháramos, te doy mipalabra de soldado de que mañanaestaríamos en la Tierra. Ellos también losaben, pero no lucharán.

—Entonces..., entonces debemosobligarlos a luchar. Y la única manera dehacerlo es no dejarles ninguna alternativa.Ahora no lucharían, porque pueden retirarsesiempre que así lo deseen, pero si...

De pronto levantó la vista, con el rostroradiante.

—Sabe, hace años que no me quito latúnica loarista. ¿Cree que su ropa me irábien?

Ion Smitt examinó sus ampliasdimensiones y sonrió.

—Bueno, es posible que no te vaya a lamedida, pero por lo menos te cubrirá bien.¿Qué piensas hacer?

—Se lo diré. Es un gran riesgo, pero...Envíe inmediatamente las siguientesórdenes a la guarnición de la base lunar...

El almirante del escuadrón lunarlasiniano era un veterano endurecido por laguerra que odiaba dos cosas por encima detodo: a los humanos y a los civiles. La unión

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de ambas, en la persona del alto y esbeltohumano, cubierto por ropas que le sentabanmal, le hizo fruncir el ceño con disgusto.

Sanat se retorcía entre las garras de dossoldados lasinianos.

—Dígales que me suelten —gritó en lalengua de Vega—. No voy armado.

—Hable —ordenó el almirante eninglés—. No entienden su idioma.

Después, en lasiniano, se dirigió a lossoldados:

—Disparen cuando dé la orden.Sanat se serenó.—He venido para discutir las

condiciones.—Así lo imaginé cuando vi que

enarbolaba la bandera blanca. Sin embargo,viene en un crucero individual y aescondidas de su propia flota, como unfugitivo. Seguramente, no puede hablar porsu flota.

—Hablo por mí mismo.—Entonces le concedo un minuto. Si al

final de este tiempo no estoy interesado, lematarán. —Su expresión era dura.

Sanat intentó liberarse de nuevo, perocon poco éxito. Sus captores le agarraroncon más fuerza.

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—Su situación —dijo el terrícola— esésta. No pueden atacar al escuadrónhumano mientras controlen la base lunar,sin serio peligro para su propia flota, y nopuede usted arriesgarse a eso teniendo unaTierra hostil a sus espaldas. Al mismotiempo, me he enterado de que las órdenesde Vega son conducir a los humanos fueradel sistema solar a cualquier precio, y queal emperador no le gustan los fracasos.

—Le quedan diez segundos —dijo elalmirante, pero delatoras manchitas rojasaparecieron encima de sus ojos.

—Muy bien, pues —fue la apresuradarespuesta—. ¿Qué le parece si me ofrezco acapturar a toda la flota humana en unatrampa?

Hubo un silencio. Sanat prosiguió:—¿Y si le muestro cómo puede tomarla

base lunar y rodear a los humanos?—¡Continúe! —Fue el primer signo de

interés que el almirante se permitió. —Estoyal mando de uno de los escuadrones y tengociertos poderes. Si acepta nuestrascondiciones, podemos tener la base desiertadentro de doce horas. Dos naves —elhumano levantó dos dedosimpresionantemente— la conquistarían.

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—Interesante —dijo el lasiniano conlentitud—; pero ¿y sus motivos? ¿Por quéhace esto?

Sanat sacó un arrogante labio inferior.—Eso no le interesaría. He sido

maltratado y me han privado de misderechos. Además —sus ojos brillaron—, lahumanidad es una causa perdida, decualquier modo. Por esto espero dinero...mucho dinero. Júremelo, y la flota es suya.

El almirante expresó su desprecio con lamirada.

—Hay un proverbio lasiniano: «Elhumano no es constante mas que en latraición.» Disponga la suya, y yo le pagaré.Lo juro por la palabra de un soldadolasiniano. Puede regresar junto a sus naves.

Con un ademán, despidió a los soldadosy después los detuvo en el umbral.

—Pero recuérdelo, arriesgo dos naves.Significan poco en lo referente al poderío demi flota, pero, sin embargo, si la traiciónhumana hace daño a uno sólo de mishombres... -Las escamas de su cabezaestaban totalmente erectas, y Sanat bajó losojos ante la fría mirada del otro.

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Durante mucho rato, el almirantepermaneció solo e inmóvil. Despuésescupió.

—¡Esta carroña humana! ¡Incluso lucharcontra ellos es una deshonra!

La nave capitana de la flota humanavolaba a unos ciento cincuenta kilómetrossobre la Luna, y en su interior, los capitanesde los escuadrones estaban sentadosalrededor de la mesa y escuchaban lasacusaciones que les gritaba Ion Smitt.

—...Les digo que sus acciones llegan ala traición. La batalla contra Vega progresa,y si los lasinianos ganan, su escuadrón solarserá reforzado hasta tal punto que nosotrostendremos que retroceder. Y si los humanosvencen, esta traición nuestra pone su flancoen peligro y hace la victoria inútil. Podemosganar, se lo digo yo. Con esas nuevasnaves-aguja...

El adormilado líder trantoriano intervino:—Las naves-aguja todavía no han sido

probadas. No podemos arriesgar unabatalla importante en un experimento,cuando las probabilidades están en contranuestra.

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—Este no era su punto de vista original,Porcut. Usted, sí, y el resto de ustedestambién, son unos cobardes traidores.¡Cobardes! ¡Pusilánimes!

Una silla fue lanzada hacia atrás cuandouno de ellos se levantó impulsado por larabia y otros le siguieron. El loara FilipSanat, desde su posición ventajosa junto ala portilla central, a través de la cualcontemplaba el desolado paisaje lunar confervorosa concentración, se volvió conalarma. Pero Jem Porcut alzó una mano deprotuberantes nudillos para imponer orden.

—Dejémonos de evasivas —dijo—. Yorepresento a Trántor, y sólo obedezcoórdenes de allí. Tenemos once naves aquí, yel espacio sabe cuántas hay en Vega.¿Cuántas tiene Santanni? ¡Ninguna! ¿Por quélas conserva en casa? Quizá paraaprovecharse de la preocupación deTrántor. ¿Hay alguien que ignore suspropósitos contra nosotros? No vamos adestruir nuestras naves aquí para beneficiosuyo. ¡Trántor no luchará! ¡Mi división partemañana! Bajo las actuales circunstancias,los lasinianos se alegrarán de dejarnosmarchar en paz.

Otro tomó la palabra:

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—Y Poritta, también. El tratado deDraconis nos ha presionado sin compasióndurante estos veinte años. Los planetasimperialistas rechazan una revisión, y nolucharemos en una guerra que sólo convienea sus intereses.

Uno tras otro, repitieron insistentementeel mismo refrán:

—¡Nuestros intereses son contrarios aella! ¡No lucharemos!

Y, súbitamente, el loara Filip Sanatsonrió. Había vuelto la espalda a la Luna yse reía de los gruñones argumentadores.

—Caballeros —dijo—, nadie se irá.Ion Smitt suspiró con alivio y volvió a

apoyarse en su silla.—¿Quién nos detendrá? —preguntó

Porcut con desprecio.—¡Los lasinianos! Acaban de tomar la

base lunar y estamos rodeados.Un murmullo de consternación recorrió

la estancia. Los gritos y la confusiónaumentaban y una voz ahogó a las otras:

—¿Qué hay de la guarnición?—La guarnición ha destruido las

fortificaciones horas antes que loslasinianos llegaran. El enemigo no encontróresistencia.

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El silencio que siguió fue mucho másterrorífico que los gritos que lo habíanprecedido.

—Traición —murmuró alguien.—¿Quién está detrás de todo esto?Uno a uno se acercaron a Sanat. Los

puños se cerraron. Los rostros enrojecieron.—¿Quién lo hizo?—Yo lo hice —dijo Sanat,

tranquilamente.Hubo un momento de pasmada

incredulidad.—¡Perro! ¡Cerdo loarista! ¡Cortémosle el

cuello!Y entonces todos retrocedieron ante el

par de pistolas de tonita que aparecieron enmanos de Ion Smitt. El corpulentolactoniano se colocó frente al joven.

—Yo también estoy metido en esto —gruñó—. Ahora tendrán que luchar. A veceses necesario combatir el fuego con fuego, ySanat combatió la traición con la traición.

Jem Porcut contempló pensativamentesus nudillos y de pronto emitió una risaahogada.

—Bueno, ahora no podemosescaparnos, así que no nos queda másremedio que luchar. Excepto por las

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órdenes, no me importaría asestar un buengolpe a esos malditos lagartos.

La renuente pausa fue seguida portímidos gritos, prueba positiva de laaceptación de los demás.

Al cabo de dos horas, la exigencia decapitulación lasiniana fue desdeñosamenterechazada y las cien naves de la escuadrahumana se extendieron sobre la dilatadasuperficie de una esfera imaginaria —laformación de defensa estándar de una flotarodeada— y la batalla por la Tierracomenzó.

Una batalla espacial entre fuerzasaproximadamente iguales se parece en casitodos los detalles a un encuentro deesgrima, en el que rayos controlados demortal radiación son los floretes eimpermeables paredes de radiación etéreason los escudos.

Las dos fuerzas avanzan para entrar enbatalla y maniobran para situarse.Entonces, el haz púrpura de una tonita sedirige con una llamarada de ira hacia lapantalla de una nave enemiga, y al hacerloasí, su propia pantalla se despliega. Durante

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este único instante es vulnerable yconstituye un blanco perfecto para un rayoenemigo, el cual, al ser lanzado, expone asu nave a un ataque por el momento. Seextiende en círculos cada vez más grandes.Cada unidad de la flota, combinando lavelocidad del mecanismo con la velocidadde la reacción humana, intenta introducirseen el momento crucial para mantener supropia seguridad.

El loara Filip Sanat sabía esto y muchomás. Desde su encuentro con el crucero debatalla al salir de la Tierra, había estudiadola guerra espacial, y ahora, mientras lasflotas de batalla formaban en línea, sintióque sus dedos se crispaban para entrar enacción.

Se volvió y dijo a Smitt: —Iré abajo con las armas pesadas.

Smitt tenía el ojo puesto sobre el visorgrande y la mano sobre el emisor de ondas.

—Ve, si quieres, pero no te entrometas.Sanat sonrió. El ascensor particular del

capitán le llevó a los niveles de armas, ydesde allí ciento cincuenta metros de unadisciplinada multitud de artilleros eingenieros controlaban la tonita número 1.El espacio es muy difícil de conseguir en

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una nave de batalla. Sanat observó laestrechez de la habitación en la que latripulación realizaba cuidadosamente sutrabajo en aquella gigantesca máquina queera un acorazado gigante.

Subió los seis empinados escalones queconducían a la tonita número 1 y despidió alartillero. Este vaciló; su mirada cayó sobrela túnica púrpura, y entonces saludó y bajóde mala gana los escalones.

Sanat se volvió hacia el coordinador queestaba frente a la visiplaca del arma.

—¿Le importa trabajar conmigo? Mivelocidad de reacción ha sido probada yclasificada en el grupo 1—A. Tengo mitarjeta de clasificación, si quiere verla.

El coordinador enrojeció y balbució:—¡No, señor! Es un honor trabajar con

usted, señor.El sistema de altavoces tronó: «¡A sus

puestos!», y se hizo un profundo silencio, enel cual el frío zumbido de la maquinariapuso su ominosa nota.

Sanat se dirigió al coordinador en unsusurro:

—Este arma cubre un cuadrante deespacio completo, ¿verdad?

—Sí, señor.

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—Bien, vea si puede localizar unacorazado con la insignia de un sol doble eneclipse parcial.

Hubo un largo silencio. Las sensiblesmanos del coordinador manipulaban larueda, haciéndola girar hacia ambos ladoscon delicada presión, para que el campovisible en la visiplaca se desplazara. Unosojos penetrantes escrutaban la ordenadaformación de las naves enemigas.

—Ahí está —dijo—. ¡Pero si es la navecapitana!

—¡Exactamente! ¡Centre esa nave!A medida que la rueda giraba, el campo

espacial daba vueltas, y la nave capitanaenemiga se tambaleó hasta el punto dondelas líneas se cruzaban. La presión de losdedos del coordinador se hizo más ligera yexperta.

—¡Centrada! —dijo.El reducido globo ovalado se encontraba

justo donde las líneas se cruzaban.—¡Manténgala ahí! —ordenó Sanat,

sombríamente—. No la pierda ni unsegundo mientras esté en nuestrocuadrante. El almirante enemigo está en esanave y nosotros vamos a eliminarlo, usted yyo.

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Las naves pronto se hallarían en línea detiro y Sanat estaba tenso. Sabía que iba aser un combate reñido... muy reñido. Loshumanos llevaban ventaja en la velocidad,pero los lasinianos eran dos veces másnumerosos.

Dispararon un rayo, otro, diez más.¡Hubo un repentino y cegador destello

de purpúrea intensidad!—Primer acierto —jadeó Sanat. Se

relajó.Una de las naves enemigas perdió el

rumbo y se alejó impotentemente, con lapopa convertida en una masa de metalfundido e incandescente.

Las naves oponentes no estaban muycerca unas de otras. Los disparos seintercambiaban a velocidad cegadora. Pordos veces, se vio un rayo púrpura dentro delos límites de la visiplaca y Sanatcompendió, mientras un extraño escalofríole recorría la espina dorsal, que era una delas tonitas adyacentes de su propia nave laque estaba disparando.

El combate de esgrima se aproximaba asu punto álgido. Dos ráfagas centellearoncasi simultáneamente, y Sanat gruñó. Unade ellas había sido una nave humana. Y por

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tres veces se oyó el inquietante zumbido delos motores atómicos del nivel inferior queaumentaban su velocidad... y esosignificaba que un rayo enemigo, dirigidohacia su propia nave, había sido detenidopor la pantalla.

Y, siempre, el coordinador mantuvocentrada la nave capitana enemiga. Pasóuna hora; una hora en la que fuerondestruidas seis naves lasinianas y cuatrohumanas; una hora en la que la rueda girófracciones de grado hacia un lado y otro; enla que dio vueltas sobre su eje universal enmedia docena de direcciones.

El sudor cubría la frente del coordinadory le entraba en los ojos; sus dedos casihabían perdido toda sensación, pero aquellanave capitana no abandonó ni un momentoel lugar donde se cruzaban las líneas. YSanat observaba; con el dedo sobre elgatillo... observaba y esperaba. Por dosveces, la nave capitana había brillado conluminosidad púrpura, mientras sus armasdisparaban y su pantalla defensiva bajaba; ypor dos veces, el dedo de Sanat habíavibrado sobre el gatillo y se había refrenado.No fue lo bastante rápido. Y entonces Sanat

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lo apretó y se puso en pie violentamente. Elcoordinador lanzó un grito y soltó la rueda

En una gigantesca pira funeraria deenergía color púrpura la nave capitana, conel almirante lasiniano dentro, había dejadode existir.

Sanat se echó a reír. Extendió la mano, yel coordinador se acercó para estrecharlacon un firme apretón de triunfo.

Pero este éxito no duró lo bastantecomo para que el coordinador pronunciaralas primeras palabras de júbilo que leatenazaban la garganta pues la visiplaca seconvirtió en una bomba púrpura al tiempoque cinco naves humanas explotabansimultáneamente al ser alcanzadas pormortíferos rayos de energía.

Los altavoces tronaron: «¡Arriba laspantallas! ¡Alto el fuego! ¡En formación deaguja!»

Sanat sintió que una mortalincertidumbre se apoderaba de él. Sabia loque acababa de suceder. Los lasinianosfinalmente habían logrado montar susarmas pesadas sobre la base lunar; armaspesadas con tres veces el alcance de lasarmas más poderosas que había en las

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naves... armas pesadas que podían atacar alas naves humanas sin temor a represalias.

Y así concluyó el combate de esgrima, ycomenzó la verdadera batalla. Pero seríauna batalla de un tipo completamentenuevo, y Sanat sabía que éste era elpensamiento que ocupaba las mentes detodos los hombres. Lo observaba en susexpresiones sombrías y lo notaba en susilencio.

¡Podía dar resultado! ¡Y podía no darlo!

El escuadrón terrestre había vuelto a suformación esférica y se ensanchabalentamente hacia afuera. Los lasinianos seintroducieron en ella para el ataque final.Aislados de todo suministro de fuerza comoestaban los terrícolas, e incapaces dedesquitarse con las armas gigantescas delas baterías lunares que dominaban elespacio vecino, sólo parecía una cuestión detiempo su rendición o su aniquilación.

Los rayos de las tonitas enemigas eranlanzados en continuas ráfagas de energía ylas deterioradas pantallas de las naveshumanas despedían chispas y rayos de luz

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fluorescente bajo los crueles latigazos de laradiación.

Sanat oía aumentar el zumbido de losmotores atómicos hasta convertirse en unchillido de protesta. En contra de suvoluntad, sus ojos convergieron sobre elmarcador de energía, y la oscilante agujabajó mientras miraba, bajando el cuadrantea una perceptible velocidad.

El coordinador se lamió los labiosresecos.

—¿Cree que lo conseguiremos, señor?—¡Naturalmente! —Sanat estaba lejos

de sentir la confianza que aparentaba—.Tenemos que aguantar una hora... siempreque no se retiren.

Y los lasinianos no lo hicieron. Retirarsehubiera significado un debilitamiento de laslíneas, con una posible brecha y escapatoriapor parte de los humanos.

Las naves humanas avanzaban a pasode tortuga... apenas a ciento cincuentakilómetros por hora. A esta velocidad,aumentaron lentamente los rayos deenergía, mientras la imaginaria esfera crecíade tamaño y la distancia entre las fuerzasoponentes seguía disminuyendo.

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Pero en el interior de la nave, la agujadel marcador bajaba rápidamente, y elcorazón de Sanat se hundía con ella.Atravesó el nivel de las armas hasta el lugardonde aguerridos soldados aguardaban anteuna gigantesca y reluciente palanca, enespera de la orden que llegaría pronto... onunca.

La distancia que separaba a las fuerzasenemigas era mínima, no más de dos ocuatro kilómetros —casi contacto desde elpunto de vista de una guerra espacial— yentonces aquella orden se extendió sobrelos reforzados haces etéreos de una nave aotra.

Retumbó en el nivel de las armas:«¡Fuera las agujas!»Una veintena de manos se alargaron

hacia la palanca, las de Sanat entre ellas ysaltó hacia abajo. Majestuosamente, lapalanca se inclinó hasta el suelo en uncurvado arco, y entonces se oyó un granestruendo y un ruido sordo que sacudió lanave.

¡El acorazado se había convertido enuna «nave-aguja»!

En la proa, una sección de la plancha deblindaje se deslizó hacia un lado y una lanza

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de metal surgió violentamente haciadelante. De treinta metros de largo, seadelgazaba graciosamente a partir de unabase de tres metros de diámetro hastaconvertirse en una punta afilada y agudacomo la de un diamante. A la luz del sol, elcromo-acero de la lanza brillaba conllameante esplendor

Y todas las demás naves del escuadrónhumano estaban igualmente equipadas.Cada una de ellas se había convertido en unpoderoso florete de diez, quince, veinte,cincuenta mil toneladas.

¡Peces espada del espacio!En algún lugar de la flota lasiniana,

debieron darse frenéticas órdenes. Contraeste veterano de todas las tácticas navales—veterano incluso en el sombrío amanecerde la historia, cuando trirremes rivalesmaniobraron y se atacaron unas a otras consus puntiagudas proas— el equiposupermoderno de una flota espacial no teníadefensa.

Sanat se apresuró a llegar a la visiplacay se sujetó con correas a un asientopreparado contra la aceleración, sintiendoque los muelles absorbían el impulso hacia

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atrás que había provocado la nave alacelerar súbitamente.

Sin embargo, no le importó. ¡Queríacontemplar la batalla! Allí no había nadie, nitampoco en ningún lugar de la galaxia, quearriesgara lo que él. Ellos no arriesgabanmás que su vida; y él arriesgaba un sueñoque, casi sin ayuda, había creado de lanada.

Había convencido a una apática galaxiay la había inducido a rebelarse contra losreptiles. Había conocido una Tierra a puntode ser destruida y la había apartado delprecipicio, casi por sí solo. Una victoriahumana sería un triunfo para el loara FilipSanat y para nadie más.

Él, la Tierra, y la galaxia no eran ahoramás que uno solo y se encontraban en elmomento decisivo. Y tenían en contra elresultado de esta última batalla, una batalladesesperadamente perdida por su propiatraición, a menos que las agujas vencieran.

Y si perdían, la gigantesca derrota —laruina de la humanidad— también seria lasuya.

Las naves lasinianas saltaban hacia loslados, pero no con la suficiente rapidez.Mientras reunían lentamente ímpetu y se

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alejaban, las naves humanas acortaron ladistancia en tres cuartos. Sobre la pantalla,una nave lasiniana había aumentado detamaño hasta alcanzar colosalesproporciones. Su látigo púrpura de energíahabía desaparecido al concentrar toda lapotencia en una rápida aceleración.

Y, sin embargo, su imagen aumentó y elpunto brillante que se distinguía en elextremo inferior de la pantalla apuntaba asu corazón como una reluciente jabalina.

Sanat creyó que no podría soportar latensión. ¡Cinco minutos y ocuparía su lugarcomo el héroe más grande de la galaxia... oel más abominable traidor! Los latidos de lasangre que se agolpaba en sus sienes eranterribles e inaguantables.

Entonces ocurrió.¡¡Contacto!!La pantalla se volvió loca en una furia

caótica de metal retorcido. Los asientoscontra la aceleración chirriaron mientras losmuelles absorbían el choque. Pero todo sefue aclarando lentamente. La imagen de lapantalla osciló con violencia mientras lanave recuperaba su equilibrio poco a poco.La aguja de la nave se había roto, el resto

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estaba torcido, pero la nave enemiga quehabía traspasado estaba destrozada.

Sanat aguantó la respiración mientrasrecorría el espacio con la mirada. Era unvasto mar de naves destrozadas, y, a lolejos, volaban los restos del enemigo, conlas naves humanas en su persecución.

Oyó un sonido de colosal animación asus espaldas y sintió un par de enérgicasmanos sobre los hombros.

Se volvió. Era Smitt... Smitt, el veteranode cinco guerras con lágrimas en los ojos.

—Filip —dijo—, hemos ganado.Acabamos de recibir un mensaje de Vega.La flota lasiniana ha sido aniquilada... ytambién con las agujas. La guerra haterminado, y nosotros hemos ganado. ¡Túhas ganado, Filip! ¡Tú!

Su apretón le hacía daño, pero al loaraFilip Sanat no le importó.

¡La Tierra era libre! ¡La humanidadestaba salvada!

Por alguna razón, posiblemente a causa delhorrible título, por el cual declinoenfáticamente toda responsabilidad, Frailenegro de la Llama está considerado como laquintaesencia de mi incompetencia primitiva.

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Por lo menos, aficionados que se hallan enposesión de algún ejemplar creen que puedenavergonzarme al referirse a él.

Bueno, no es bueno, lo admito, pero tienesus puntos interesantes.

En un aspecto, es un evidente precursor demi famosa serie «Fundación». En Fraile negrode la Llama, como en la serie «Fundación», losseres humanos ocupan muchos planetas; y dosmundos mencionados en el primero, Trántor ySantanni, también juegan un papel importanteen el segundo. (En realidad, el primer relato dela serie «Fundación» aparecería sólo un par demeses después de Fraile negro de la Llama,gracias al retraso en la venta de este último.)

Además, en Fraile negro de la Llamatambién existe una acentuada similitud con miprimera novela larga, Un guijarro en el cielo,que aparecería ocho años más tarde. Enambos, la situación en que coloqué a la Tierraestaba inspirada en la de Judea bajo losromanos. Sin embargo, la batalla decisiva delprimer relato está inspirada en la batalla deSalamina, la gran victoria de los griegos sobrelos persas. (En los relatos de historia futurasiempre he considerado mejor guiarme por lahistoria pasada. Esto también reza para la serie«Fundación.»)

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Fraile negro de la Llama me curó parasiempre de hacer repetidas revisiones. Puedemuy bien existir una conexión entre el hecho deque el relato es bastante pobre y lacircunstancia de que lo revisé seis veces. Séque hay escritores que revisan, revisan yrevisan, puliéndolo todo hasta conseguir unbrillo completo, pero yo no puedo hacerlo.

Ahora tengo la costumbre demecanografiar un primer bosquejo sin haberescrito ningún borrador. Compongo librementeante la máquina de escribir, aunque confrecuencia soy interrogado sobre esto porlectores que creen que un bosquejo inicial sólopuede escribirse a lápiz. La verdad es queescribir a mano me produce dolor en la muñecaal cabo de unos quince minutos de hacerlo, esmuy lento, y difícil de leer. Por el contrario,mecanografío noventa palabras por minuto ypuedo hacerlo durante horas sin ningunadificultad. En cuanto a los borradores, una veztraté de hacer uno y fue desastroso, comointentar tocar el piano metido en una camisa defuerza.

Una vez he concluido el primer bosquejo, loleo y corrijo con pluma. Entonces vuelvo amecanografiarlo todo por última vez. No vuelvoa repasarlo, por mi propia voluntad. Si algún

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editor me pide que haga una revisiónclaramente definida y de naturaleza menor, concuya filosofía estoy de acuerdo, accedo. Lasolicitud de una corrección mayor del principioal final, o una segunda revisión después de laprimera, es una cuestión muy distinta.Entonces rehuso.

Esto no se debe a arrogancia otemperamento. Sólo se debe a que unacorrección demasiado amplia, o demasiadasrevisiones, indican que el relato es un fracaso.En el tiempo que necesitaría para salvar talfracaso, podría escribir una nueva obra ydivertirme infinitamente más en el proceso.(Hacer una revisión es, a veces, como mascarun chicle usado.) Por lo tanto, los fracasos seponen a un lado y aguardan una posible ventaen otra parte... pues lo que es un fracaso paraun editor, no lo es necesariamente para otro.

En la época que escribía Fraile negro de laLlama me vi envuelto en actividades deaficionado. Me había unido a una organizaciónllamada Los Futuristas, que incluía a un grupode ardientes lectores de ciencia-ficción, casitodos llamados a sobresalir en este campocomo escritores o editores, o ambas cosas.

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Entre ellos se contaban Frederik Pohl, DonaldA. Woltheim, Cyril Kornbluth, Richard Wilson,Damon Knight, y otros.

Tal como he tenido ocasión de decir antes,me hice particularmente amigo de Pohl.Durante la primavera y el verano de 1939, vinoa verme periódicamente, leyó mis manuscritosy anunció que tenía «el mejor puñado de relatosrechazados» que había visto en su vida.

Empezó a insinuarse la posibilidad de quefuera mi agente. No era mayor que yo, perotenía mucha más experiencia práctica con loseditores y sabía mucho más acerca del tema.Me sentí tentado, pero tuve miedo de que esosignificara no volver a ver a Campbell, y yovaloraba demasiado mis visitas mensuales paraarriesgarme.

En mayo de 1939 escribí un relato llamadoRobbie, y el 13 de aquel mes lo presenté aCampbell. Era mi primer relato de robots ycontenía el germen de lo que más tarde seconocería como las Tres leyes de la robótica.Fred leyó la copia que yo tenía y dijo enseguidaque era un buen relato, pero que Campbell lorechazaría porque tenía un final débil y otrasdeficiencias. Campbell lo rechazó el 6 de junio,por las mismas razones que Pohl me habíaapuntado.

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Esto me impresionó, y todas lasvacilaciones que tenía respecto a que merepresentara se desvanecieron, peroespecifiqué que su representación abarcaría atodos los editores menos a Campbell.

Le entregué Robbie después del rechazo,pero él tampoco logró venderlo, aunque inclusolo ofreció a una revista de ciencia-ficcióninglesa (algo que a mí nunca se me hubieraocurrido hacer). Sin embargo, en octubre de1939, se convirtió en director de AstonishingStories y de Super Science Stories, y por lotanto dejó de ser mi agente7.

No obstante, el 15 de marzo de 1940, hizocomo editor lo que no pudo hacer comoagente. Colocó el relato... aceptándolo élmismo.

Apareció en Super Science Stories bajo untítulo distinto (Pohl siempre cambiaba lostítulos). Denominó el relato Extraño compañerode juegos, una infeliz elección, a mi entender.La historia fue eventualmente incluida como laprimera de las nueve series de «robotspositrónicos» que constituyeron mi libro Yo,

7 Una década más tarde volvió a convertirse en mi agente por unoscuantos años. Sin embargo, nunca me ha gustado que me representaran,y excepto Pohl en estas dos ocasiones, nunca he tenido agente, a pesarde la vasta y complicada naturaleza de mis Compromisos de escritor.Pero sigo sin querer tener ninguno.

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Robot. En el libro, volví a darle su títulooriginal, Robbie, y desde entonces haaparecido con este nombre todas las veces queha sido publicado.

Quince años más tarde, tuve una hija. Sellamaba Robyn y yo la llamo Robbie. Me hanpreguntado más de una vez si existe algunaconexión. ¿Le puse deliberadamente unnombre parecido a «robot» a causa del éxitoobtenido por mis relatos de robots? Larespuesta es negativa. No es más que una puracoincidencia.

Otra cosa... En el curso de mi encuentrocon Campbell el 6 de junio de 1939 (durante elcual rechazó Robbie), conocí a un escritor deciencia-ficción bastante famoso por entonces,L. Sprague de Camp. Allí empezó una buenaamistad —quizá la mejor dentro de lafraternidad de la ciencia-ficción—, que hacontinuado hasta hoy.

En junio de 1939 escribí Mestizo y decidídar una buena oportunidad a Fred Pohl. No lopresenté a Campbell, sino que se lo didirectamente a Pohl para ver lo que lograbahacer con él. Lo ofreció a Amazing, que lorechazó. Así que volví a tomarlo y lo presenté a

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Campbell en la forma directa acostumbrada.Campbell también lo rechazó.

Sin embargo, cuando Pohl se convirtió eneditor, me lo anunció (el 27 de octubre de1939) diciendo que aceptaba Mestizo. Enmeses posteriores también aceptó Robbie ydespués La amenaza de Calixto. En total, mecompró siete relatos durante su ejercicio comoeditor.

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Mestizo

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7MESTIZO

Jefferson Scanlon se enjugó el sudor dela frente y tomó aliento. Alargó un dedotembloroso hacia el interruptor... y cambióde idea. Su último modelo, querepresentaba más de tres meses deininterrumpido trabajo, era casi su últimaesperanza. Una buena parte de los quincemil dólares que le habían prestado estabaen él. Y ahora la presión sobre uninterruptor demostraría si ganaba o perdía.

Scanlon se llamó a sí mismo cobarde yasió firmemente el interruptor. Lo bajó conun chasquido y volvió a subirlo con unrápido movimiento. Y no ocurrió nada... Susojos, por más que se esforzaron, novislumbraron ninguna chispa de energía. Se

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le contrajo la boca del estómago, y volvió acerrar el interruptor, salvajemente, y lo dejócerrado. No ocurrió nada: la máquina era,de nuevo, un fracaso.

Enterró su doliente cabeza entre lasmanos, y gimió: —¡Oh, Dios mío! Debíafuncionar..., debía. Los cálculos soncorrectos y he producido los campos quequería. Por todas las leyes de la ciencia,esos campos tenían que romper el átomo.—Se levantó, abriendo el inútil interruptor, ypaseó por la habitación sumido en suspensamientos.

Su teoría era correcta. Su equipo estabacortado exactamente sobre el patrón de lasecuaciones que había desarrollado. Si lateoría era correcta, el equipo debía estarequivocado. Pero el equipo era perfecto, asíque la teoría debía...

—Me voy de aquí antes de volverme loco—dijo a las cuatro paredes.

Arrancó el sombrero y el abrigo delgancho que había detrás de la puerta y alcabo de un momento, dando un portazo trassí en un arrebato de cólera estuvo fuera dela casa.

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Mestizo

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¡Energía atómica! ¡Energía atómica!¡Energía atómica!

Las dos palabras se repetían una y otravez, cantando una monótona yenloquecedora melodía en su cerebro. ¡Unasirena! Le estaba induciendo a ladestrucción. Por aquel sueño habíaabandonado un seguro y cómodo cargo deprofesor en el M.I.T. Por él, se habíaconvertido en un hombre mayor a los treintaaños —el primer ardor de la juventud yahacía tiempo que había desaparecido—, enun aparente fracaso.

Y ahora su dinero se desvanecíarápidamente. Si el amor al dinero es lacausa de todos los males, la necesidad delmismo es, con mucha más seguridad, laraíz de todas las desesperaciones. Scanlonsonrió ante esta idea... bastante cierta.

Naturalmente, existían hermosasperspectivas en depósito si algún díalograba cruzar el vacío que habíaencontrado entre la teoría y la práctica. Elmundo entero sería suyo... Marte también, eincluso los planetas no visitados. Todo suyo.Todo lo que tenía que hacer era averiguardónde residía la equivocación en loscálculos... No, ya lo había comprobado; era

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en el equipo. Aunque... Gimió en voz alta denuevo.

El sombrío curso de sus pensamientosfue interrumpido al darse cuentasúbitamente de que, no lejos de allí, habíaun tumulto de gritos juveniles. Scanlonfrunció el ceño. Odiaba el ruido, y de modoespecial cuando estaba deprimido.

Los gritos aumentaron de intensidad yse disolvieron en fragmentos de palabras:«¡Cógele, Johnnyl» «¡Atiza..., mira cómocorre!»

Una docena de muchachos salierondisparados detrás de un gran edificio demadera, a menos de doscientos metros dedistancia, y corrieron desordenadamente endirección a Scanlon.

A pesar suyo, Scanlon observó alruidoso grupo con curiosidad. Perseguían aalgo o a alguien, con la cruel alegría de lainfancia. En la oscuridad no distinguióexactamente de qué se trataba: Se protegiólos ojos y los entrecerró. Con un movimientorepentino, una figura solitaria se separó dela multitud y corrió frenéticamente.

Scanlon casi dejó caer su reconfortantepipa a causa del asombro, pues el fugitivoera un híbrido, un mestizo de terrícola y

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marciano. Aquel penacho de cabello fuerte yblanco que se levantaba con rigidez entodas direcciones como púas de puercoespín no dejaba lugar a dudas. Scanlon semaravilló... ¿Qué hacía una de aquellascosas fuera de un asilo?

Los muchachos habían vuelto a atraparal híbrido, y el fugitivo se perdió de vista.Los chillidos aumentaron de volumen yScanlon, sobresaltado, vio cómo selevantaba una tabla y caía con un golpesordo. Le acometió un profundo sentido dela enormidad de sus propias acciones alpermanecer allí ociosamente, mientras unacriatura indefensa era acosada por unapandilla de muchachos, y antes de que sediera cuenta de ello, estaba sobre ellos,blandiendo amenazadoramente los puños.—¡Largaos, salvajes! Alejaos de aquí antesde que... —la punta de su zapato entró enviolento contacto con el trasero del rufiánmás cercano, y sus brazos hicierondesplomar a otros dos.

La llegada de la nueva fuerza cambióconsiderablemente la situación. Losmuchachos, a pesar de su superioridadnumérica, tienen un miedo instintivo a losadultos..., sobre todo a un adulto tan cruel y

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feroz como parecía ser Scanlon. En menostiempo del que éste necesitó para darsecuenta, desaparecieron, dejándolo solo conel híbrido, que yacía boca abajo, y que entrejadeantes sollozos lanzaba temerosas einciertas miradas hacia su salvador.

—¿Te han hecho daño? —preguntóásperamente Scanlon.

—No, señor. —El híbrido se levantótambaleándose, con la cresta de cabelloplateado oscilando con incongruencia—. Mehe torcido un poco el tobillo, pero puedoandar. Me voy. Muchas gracias porayudarme.

—¡No te vayas! ¡Espera! —La voz deScanlon se dulcificó, pues se dio cuenta deque el híbrido, aunque desarrollado casi porcompleto, estaba increíblemente delgado;su traje era una masa de sucios jirones yhabía una mirada de completo cansancio ensu rostro enjuto, que ablandaba elcorazón—.Ven —dijo, cuando el híbrido sevolvió de nuevo hacia él—. ¿Tienes hambre?

El rostro del híbrido se contrajo como siestuviera dirimiendo una batalla en suinterior. Cuando habló, lo hizo en voz baja yavergonzada.

—Sí..., un poco.

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—Ya me lo parecía. Ven conmigo a micasa. —Dejó caer el pulgar sobre suhombro—. Tienes que comer. Me pareceque tampoco te iría mal un baño y uncambio de traje. —Se volvió y abrió lamarcha.

Permaneció en silencio hasta que huboabierto la puerta principal de su casa yentrado en el vestíbulo.

—Creo que será mejor que primerotomes un baño, muchacho. Allí está elcuarto de baño. Date prisa en entrar y cierrala puerta antes de que Beulah te vea.

Su advertencia llegó demasiado tarde.Una súbita exclamación de sorpresa hizoque Scanlon girara en redorado, conexpresión de culpabilidad, y que el híbridoretrocediera para esconderse detrás de unperchero.

Beulah, el ama de llaves de Scanlon,corrió hacia ellos, con su dulce rostroencendido de indignación y el rollizo cuerporezumando exasperación por todos susporos.

—¡Jefferson Scanlon! ¡Jefferson! —Contempló al híbrido con evidentedesagrado—. ¡Cómo puedes traer una cosa

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así a esta casa! ¿Has perdido el sentido dela moral?

El pobre híbrido se asustó ante elrepentino acceso de cólera, pero Scanlon,tras su momentáneo pánico inicial, serecobró.

—Vamos, vamos, Beulah. Esto no espropio de ti. Aquí tenemos a una pobrecriatura, muerta de hambre, cansada,golpeada por un grupo de muchachos, y notienes compasión de ella. La verdad es queme has decepcionado, Beulah.

—¡Decepcionado! —jadeó el ama dellaves, tocada en su punto flaco—. A causade esa cosa vergonzosa. ¡Tendría que estaren una de esas instituciones donde tienen alos monstruos como él!

—Muy bien, ya hablaremos de elloluego. Vamos, muchacho, ve a bañarte.Y, Beulah, mira a ver si encuentrasalguno de mis trajes viejos. Con una última mirada de

desaprobación, Beulah salió airadamente dela estancia.

—No le hagas caso, muchacho —dijoScanlon cuando se hubo marchado—. Fuemi niñera y todavía tiene hacia mí una

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especie de interés de propietario. No te harádaño. Ve a bañarte.

El híbrido era una persona muy distintacuando finalmente se sentó a la mesa delcomedor. Ahora que la capa de suciedadhabía desaparecido, su delgado rostromostraba una cierta belleza y la frentegrande y clara le confería un aspectomarcadamente intelectual. Continuabateniendo el cabello levantado, a una alturade treinta centímetros, a pesar de toda elagua que había recibido. A la luz, subrillante blancura adquiría una imponentedignidad, y a Scanlon le pareció que habíaperdido toda su fealdad.

—¿Te gusta el pollo frío? —preguntóScanlon.

—¡Oh, sí! —respondióentusiásticamente.

—Entonces empieza a comer. Y cuandolo acabes, puedes tomar más. Coge de todolo que hay en la mesa.

Los ojos del híbrido centellearon altiempo que sus mandíbulas se ponían enmovimiento; y, entre los dos, vaciaron lamesa a los pocos minutos.

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—Muy bien —exclamó Scanlon cuandoterminaron de comer—, creo que ahorapodrías responderme a unas cuantaspreguntas. ¿Cómo te llamas?

—Me llamaban Max. —¡Ah! ¿Y tu apellido? El híbrido se encogió de hombros.—Nunca me dieron otro nombre más

que Max... cuando me hablaban para algo.Creo que un mestizo no necesita apellido. —No había error posible en cuanto a laamargura de su voz.

—Pero ¿qué hacías corriendo como unloco por las calles? ¿Por qué no estás dondevives habitualmente?

—Estaba en casa. Cualquier cosa esmejor que estar en una casa... incluso elmundo de fuera, que no he visto nunca.Sobre todo desde que Tom murió.

—¿Quién era Tom, Max? —inquiriódulcemente Scanlon.

—Era el único que había igual que yo.Era más joven, quince años, pero murió. —Levantó la vista de la mesa, con la irareflejada en sus ojos—. Ellos le mataron,señor Scanlon. ¡Era tan joven y tanamigable! No podía resistir la soledad comoyo. Necesitaba amigos y diversión, y... no

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tenía a nadie más que a mí. Y cuando murióyo tampoco pude resistirlo más. Me fui.

—Ellos querían ser amables, Max. Notendrías que haber hecho eso. Vosotros nosois como las demás personas; no oscomprenden. Y deben de haber hecho algopor vosotros. Tú hablas como si fueras unapersona instruida.

—Podía asistir a las clases, es verdad —asintió él, sombríamente—. Pero tenía quesentarme en un rincón, lejos de los demás.Aunque me dejaban leer todo lo que queríay eso es algo que les agradezco.

—Bueno, Max. No te trataban tan mal,¿verdad?

Max levantó la cabeza y miró fijamenteal otro con desconfianza.

—No me hará volver, ¿verdad? —y seincorporó, como si estuviera dispuesto aechar a correr.

Scanlon tosió con desasosiego.—Desde luego, si tú no quieres volver,

yo no te obligaré. Pero sería lo mejor parati.

—No lo sería —gritó Max convehemencia.

—Bueno, ésta es tu opinión. Decualquier modo, creo que ahora es

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preferible que te vayas a dormir. Lonecesitas. Ya hablaremos por la mañana.

Condujo al todavía desconfiado híbrido ala segunda planta, y señaló un reducidodormitorio.

—Será el tuyo durante esta noche. Yoestaré en la habitación contigua más tarde,y si necesitas algo no tienes más que gritar.—Se volvió para marcharse, y entonces se leocurrió una idea—. Pero recuerda, no debestratar de escaparte durante la noche.

—Palabra de honor. No lo haré.Scanlon se retiró pensativamente a la

habitación que le servía de estudio.Encendió una lámpara de luz mortecina y sesentó en un gastado sillón. Estuvo diezminutos sin moverse, y por primera vez enseis años pensó en algo distinto a su sueñode energía atómica.

Se oyó un discreto golpe en la puerta, ytras su gruñido de asentimiento entróBeulah. Tenía el ceño fruncido y se mordíalos labios. Se plantó firmemente delante deél.

—¡Oh, Jefferson! ¡Pensar que ibas ahacer una cosa así! Si tu pobre madresupiera...

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—Siéntate, Beulah —Scanlon señalóotro sillón—, y no te preocupes de mimadre. No le hubiera importado.

—No. Tu padre también era un bobo debuen corazón. Tú eres como él, Jefferson.Primero gastas todo tu dinero en estúpidasmáquinas que cualquier día harán estallar lacasa... y ahora recoges a esa horriblecriatura de la calle... Dime, Jefferson —hubouna pausa solemne y temerosa—, ¿piensasquedártelo?

Scanlon sonrió malhumoradamente.—Creo que sí, Beulah. No puedo hacer

otra cosa.

Una semana más tarde, Scanlon seencontraba en su laboratorio. Durante laúltima noche, su cerebro, descansado por elcambio en la monotonía aportado por lapresencia de Max, había pensado en unaposible solución al misterio del fallo de sumáquina. Quizá algunas piezas estuvierandefectuosas. La más pequeña imperfecciónen cualquiera de ellas podía ser la causa desu ineficacia.

Se concentró en el trabajo conentusiasmo. Al cabo de media hora la

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máquina estaba desmontada sobre su mesade trabajo, y Scanlon la miraba condesconsuelo desde el alto taburete donde sehallaba sentado.

Apenas oyó cómo se abría y cerraba lapuerta con suavidad. Hasta que el intrusohubo tosido dos veces, el absorto inventorno se dio cuenta de su presencia.

—Oh... eres tú, Max —su abstraídamirada le reconoció—.¿Querías verme?

—Si está ocupado, puedo esperar, señorScanlon. —Aquella semana no habíaeliminado su timidez—. Pero había muchoslibros en mi habitación.

—¿Libros? Oh, haré que los saquen, sino los quieres. Supongo que no teinteresarán... Son libros de texto en sumayoría, si no recuerdo mal. Quizádemasiado adelantados para ti.

—Oh, no son muy difíciles —le aseguróMax. Señaló un libro que llevaba—. Sóloquería que me explicara una cosa de lamecánica cuántica. Hay unas operacionesdel cálculo integral que no acabo deentender. Me preocupa. Aquí..., espere aque lo encuentre.

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Pasó rápidamente algunas páginas, perose detuvo de repente al fijarse en lo que lerodeaba.

—Oh, dígame..., ¿está desmontando suinvento?

La pregunta recordó de nuevo a Scanlontodas sus dificultades. Sonrió conamargura.

—No, aún no. Pensé que podía haberalguna equivocación en el aislamiento o lasconexiones que le impidiera funcionar. No lahay... he cometido un error en alguna parte.

—¡Qué lástima, señor Scanlon! —Lasuave frente del híbrido se frunciótristemente.

—Lo peor de todo es que no se meocurre qué es lo que está mal. Estoy segurode que la teoría es perfecta... lo hecomprobado de todas las formas posibles.He repasado los cálculos matemáticos una yotra vez, y siempre da el mismo resultado.Unos campos con una distorsión espacial detanta intensidad, reducirían el átomo aañicos. Pero no ocurre así.

—¿Puedo ver las ecuaciones?Scanlon miró irónicamente a su pupilo,

pero no vio en su rostro más que el másprofundo interés. Se encogió de hombros.

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—Están allí... debajo de aquel montónde hojas amarillas que hay sobre la mesa.Pero no sé si podrás leerlas. No he tenidoganas de mecanografiarlas, y mi escrituraes muy mala.

Max las estudió cuidadosamente y volviólas páginas una a una.

—Me parece que son demasiadocomplicadas para mí.

El inventor esbozó una sonrisa.—Ya me lo parecía, Max.Scanlon paseó una mirada por la

iluminada estancia, y le acometió un súbitoacceso de ira. ¿Por qué no funcionabaaquello? Se levantó violentamente ydescolgó el abrigo.

—Voy a salir, Max —dijo—. Di a Beulahque no me haga nada caliente para comer.Estaría frío antes de que yo hubiera vuelto.

Era por la tarde cuando abrió la puertaprincipal, y el hambre que sentía no era lobastante aguda cómo para impedir que sediera cuenta, con un sobresalto de asombro,de que había alguien trabajando en sulaboratorio. Llegó a sus oídos un penetrantezumbido seguido por un momentáneosilencio y después otra vez el zumbido, que

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ahora se convirtió en un crujido que duró uninstante y desapareció.

Atravesó el vestíbulo en dos zancadas yabrió de par en par la puerta dellaboratorio. La imagen que vieron sus ojosle sumió en una actitud del más puroasombro..., de la más aturdidaincomprensión.

Lentamente, entendió el mensaje de sussentidos. Su precioso motor atómico habíavuelto a ser montado, pero esta vez deforma tan extraña que era absurdo, pues nisiquiera sus diestros ojos veían una relaciónrazonable entre las diversas partes.

Se preguntó estúpidamente si era unapesadilla o una broma, y entonces todo se leaclaró de pronto, pues en el otro extremo dela habitación estaba la inconfundibleimagen de una mata de cabello plateadoque sobresalía de un banco, oscilandolentamente de un lado a otro, a medida quesu oculto propietario se movía.

—¡Max! —gritó el aturdido inventor,dominado por la telera. Evidentemente, elinconsciente muchacho había permitido quesu interés le indujera a realizar inútiles ypeligrosos experimentos.

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Al oírlo, Max levantó un rostro pálidoque, a la vista de su tutor, se volvió rojooscuro. Se acercó a Scanlon con pasosreacios.

—¿Qué has hecho? —gritó Scanlon,contemplándole con furia—.¿Sabes con loque has estado jugando? Hay bastantepotencial en este aparato como paraelectrocutarte en un segundo.

—Lo siento, señor Scanlon. Tuve unaidea bastante tonta cuando miré lasecuaciones, pero no me atreví a decir nadaporque usted sabe mucho más que yo.Cuando se fue, no pude resistir la tentaciónde intentarlo, aunque no pretendía llegarhasta tan lejos. Creí que volvería a tenerlodesmontado cuando usted regresara.

Hubo un silencio que duró largo rato.Cuando Scanlon habló de nuevo, su voz eracuriosamente dulce:

—Bueno, ¿qué has hecho?—¿No se enfadará?—Es un poco tarde para eso. De

cualquier modo, no podías haberlo hechomucho peor.

—Pues, en sus ecuaciones, me he fijado—extrajo una hoja y después otra y señaló—que siempre que aparece la expresión

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representante de los campos de distorsiónespacial, se refiere a una función de x2 + y2

+ z2. Ya que los campos, por lo que hepodido ver, siempre aparecían comoconstantes, eso le proporcionaría laecuación de una esfera.

Scanlon asintió.—Ya me había fijado en eso, pero no

tiene nada que ver con el problema.—Bueno, yo pensé que eso podía indicar

el arreglo necesario de los camposindividuales, así que he desconectado losdistorsionadores y los he vuelto a fijar enuna esfera.

El inventor estaba con la boca abierta.La misteriosa disposición de su invento ya leparecía clara... y lo que es más,eminentemente sensata.

—¿Funciona? —preguntó.—No estoy completamente seguro. Las

piezas no han sido hechas para estadisposición, así que esto sólo es un burdoarreglo. Además, hay el error de laconstante...

—Pero ¿funciona? ¡Cierra el interruptor,maldita sea! —Scanlon volvía a ser fuego eimpaciencia.

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—Muy bien, retroceda. Disminuiré laenergía a un décimo de la normal para queno tengamos más potencia de salida de laque podemos soportar.

Cerró el interruptor con lentitud, y en elmomento del contacto, una brillante bola defuego blancoazulada surgió de lasprofundidades de la cámara central decuarzo. Scanlon entornó automáticamentelos ojos, y consultó el indicador de lapotencia. La aguja subía continuamente yno se detuvo hasta llegar al límite superior.La llama seguía ardiendo, aparentementesin desprender calor, aunque junto a su luz,de intensidad más brillante que un destellode magnesio, las luces eléctricas seconvirtieron en un mortecino resplandoramarillento.

Max volvió a abrir el interruptor y la bolade fuego enrojeció y se apagó, sumiendo laestancia en una luz comparativamenteoscura y roja. El indicador de potencia volvióa descender a cero y Scanlon sintió que lefallaban las rodillas al dejarse caer en unasilla.

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Contempló fijamente al confundidohíbrido y en su mirada había respeto yadmiración, y también algo más, puesreflejaba temor. Hasta ese momento no sehabía dado cuenta de que el híbrido no erade la Tierra ni de Marte, sino de una razaaparte. Entonces se fijó en la diferencia,pero no en los casi imperceptibles cambiosfísicos, sino en el profundo abismo mentalque sólo ahora comprendía.

—¡Energía atómica! —exclamóroncamente—. Y resuelta por un muchachoque aún no tiene veinte años.

La confusión de Max era penosa.—Usted ha hecho todo el trabajo, señor

Scanlon, durante años y años. Yo sólo mehe fijado en un pequeño detalle que ustedmismo podría haber visto cualquier día. —Su voz se desvaneció ante la mirada fija yresuelta del inventor.

—Energía atómica... el mayordescubrimiento del hombre hasta nuestrosdías, y la tenemos nosotros dos.

Ambos —tutor y pupilo— parecíanatemorizados ante la grandeza y poder de loque habían creado.

Y en aquel momento... la era de laelectricidad terminó.

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Jefferson Scanlon chupó su pipa consatisfacción. Fuera, caía la nieve y el frío delinvierno llenaba el aire, pero en el interiorde la casa, envuelto en un calor confortable,Scanlon fumaba y sonreía para sí. Enfrente,Beulah, con la misma felicidad tranquila,tarareaba en voz baja al tiempo quechasqueaba las agujas de tejer,deteniéndose sólo ocasionalmente cuandosus dedos tropezaban con una porción dedibujo insólitamente complicada. Maxestaba sentado en el rincón próximo a laventana, ocupado en su habitualpasatiempo de la lectura, y Scanlonreflexionaba con vaga sorpresa que,últimamente, Max había limitado suslecturas a novelas intrascendentes.

Habían ocurrido muchas cosas desdeaquel día de grata memoria de hacía unaño. En primer lugar, Scanlon era ahorafamoso en todo el mundo y un científicoadorado por todos, y hubiera sido muy raroque no fuera lo bastante humano como parasentirse orgulloso de ello. En segundo lugar,e igualmente importante, la energía atómicaestaba transformando el mundo.

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Scanlon daba gracias, una y otra vez, deque la guerra fuera algo que habíaterminado hacía dos siglos, pues, de locontrario, la energía atómica hubierasignificado la ruina final de la civilización.De hecho, la coalición de energía mundialque ahora controlaba la gran fuerza de laenergía atómica se reveló como unaverdadera bendición y la introducía en lavida del hombre en las etapas lentas ygraduales necesarias para prevenir uncataclismo económico.

Los viajes interplanetarios ya habíansido revolucionados. De peligrosos riesgos,los viajes a Marte y Venus se habíanconvertido en paseos de vacaciones que sellevaban a cabo en un tercio del tiempoprecedente, y los viajes a los planetasexteriores por lo menos eran factibles.

Scanlon se recostó más en el sillón, yponderó una vez más el único punto queestropeaba todo el maravilloso encanto delque estaba rodeado. Max había rehusadocualquier honor. Tempestuosa yviolentamente, se negó incluso a que sunombre fuera mencionado. La injusticia queello suponía irritaba a Scanlon, pero apartede una vaga mención a «inteligentes

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ayudantes» no había dicho nada; y pensarlotodavía le hacía sentirse como unsinvergüenza.

Un ruido penetrante y explosivo ledespertó de su ensoñación y dirigió haciaMax una mirada sorprendida, viendo queéste había cerrado súbitamente el libro conun golpe de mal humor.

—Pero —exclamó Scanlon— ¿quésucede ahora?

Max lanzó el libro hacia un lado y selevantó, con el labio inferior fruncido.

—Estoy solo, eso es todo.Scanlon bajó la cabeza, y se concentró

en una incómoda búsqueda de palabras.—Te comprendo, Max —dijo

dulcemente, al cabo de un rato—. Lo sientopor ti, pero las condiciones... son tan...

Max se aplacó, y animándose, colocócariñosamente un brazo sobre el hombro desu padre adoptivo.

—Ya sabes que no me refería a eso. Esque... bueno, no sé cómo decirlo, pero esque... llegas a desear tener a alguien de tuedad con quien hablar..., alguien de tumisma clase.

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Beulah levantó la vista y fijó unapenetrante mirada en el joven híbrido, perono dijo nada

Scanlon reflexionó.—Tienes razón, hijo, en cierto modo. Un

amigo y compañero es lo mejor que puedetener un muchacho, y temo que Beulah y yono sirvamos en este aspecto. Alguien de tuclase, como tú dices, sería la solución ideal,pero es difícil. —Se rascó la nariz con undedo y miró pensativamente al techo.

Max abrió la boca como si quisiera deciralgo más, pero cambió de opinión y seruborizó sin ninguna razón evidente.Entonces murmuró, no lo bastante altocomo para que Scanlon le oyera:

—¡Me he portado como un tonto!Dando bruscamente media vuelta salió

de la habitación, propinando un fuerteportazo al marcharse. Scanlon le contemplócon manifiesta sorpresa.

—¡Vamos! ¡Qué manera tan rara deactuar! Pero ¿qué le ha dado últimamente?

Beulah detuvo las agujas, que se movíanágilmente, el tiempo suficiente para decir:

—Los hombres habéis nacido ciegos, ytontos, por si fuera poco.

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—¿De verdad? —fue la irritadarespuesta—. ¿Y sabes lo que le pasa?

—Claro que lo sé. Es tan evidente comohorrible la corbata que llevas. Ya hacemeses que me he dado cuenta. ¡Pobremuchacho!

Scanlon movió la cabeza.—Hablas en clave, Beulah.El ama de llaves dejó su labor a un lado

y miró al inventor con paciencia.—Es muy sencillo. El muchacho tiene

veinte años. Necesita compañía.—Pero eso es justo lo que él ha dicho.

¿Es ésta tu maravillosa penetración?—Dios mío, Jefferson. ¿Tanto tiempo ha

transcurrido desde que tú mismo tuvisteveinte años? ¿Sinceramente quieres decirque crees que se refiere a una compañíamasculina?

—Oh —dijo Scanlon, y entonces se leiluminó súbitamente el rostro—. ¡Oh! —Serió de manera tonta.

—Bueno, ¿qué piensas hacer pararemediarlo?

—Pues... pues, nada. ¿Qué se puedehacer?

—Esa sí que es una bonita manera dehablar de tu pupilo, siendo lo bastante rico

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como para comprar quinientos orfanatosdesde los cimientos hasta el tejado y nodarte ni cuenta del gasto. Sería lo más fácildel mundo encontrar a una atractivaseñorita híbrida que le hiciera compañía.

Scanlon la miró fijamente, con unaexpresión de intenso horror en la cara.

—¿Hablas en serio, Beulah? ¿Tratas desugerirme que vaya a escoger a un híbridohembra para Max? Pero... pero si yo no sénada de mujeres..., especialmente demujeres híbridas. No conozco sus patrones.Estoy expuesto a elegir a una que élconsidere una bruja horrible.

—No inventes objeciones tontas,Jefferson. Aparte del cabello, tienen elmismo aspecto que nosotros, y estoy segurade que sabrás escoger a una guapa. Nuncaha existido un soltero lo bastante viejo yhuraño como para no poder hacer eso.

—¡No! No lo haré. De todas las ideashorribles...

—¡Jefferson! Eres su tutor. Se lo debes aMax.

Estas palabras impresionaronfuertemente al inventor.

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—Se lo debo a Max —repitió—. En esotienes razón, más razón de la que crees —suspiró—.Supongo que debo hacerlo.

Scanlon cambiaba desasosegadamenteel peso de su cuerpo de un pie al otro, bajola penetrante mirada de un oficial de rostroavinagrado cuya tarjeta proclamaba engrandes letras: Señorita Martin,superintendente.

—Siéntese, señor —dijo agriamente—.¿Qué desea?

Scanlon se aclaró la garganta. Habíaperdido la cuenta de los asilos visitadoshasta el momento y la tarea se le hacía cadavez más pesada. Hizo la promesa solemnede que éste sería el último... O tenían unhíbrido del sexo apropiado, la edad y elaspecto que buscaba, o abandonaría todo elproyecto.

—He venido a ver —empezó, en undiscurso cuidadosamente preparado,aunque balbuceante— si tienen algúnhíbri..., algún mestizo marciano en esteasilo. Es...

—Tenemos tres —interrumpió vivamentela superintendente.

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—¿Alguna hembra? —preguntó Scanloncon ansiedad.

—Todas hembras —replicó ella, y susojos brillaron con desaprobadora sospecha.

—Oh, estupendo. ¿Le importa que lasvea? Es...

La fría mirada de la señorita Martin novaciló.

—Perdóneme, pero antes de ir máslejos, quisiera saber si piensa adoptar a unmestizo.

—Me gustaría conseguir los documentosde tutela si se me autoriza a hacerlo. ¿Esalgo tan insólito?

—Desde luego que sí —fue la rápidacontestación—. Comprenderá usted que enun caso así, primero debemos realizar unaconcienzuda investigación del estado de lafamilia, tanto financiera como social. ElGobierno opina que estas criaturas estánmejor cuidadas bajo la supervisión delestado, y adoptarlas es bastante difícil.

—Lo sé, señorita, lo sé. Hace unosquince meses he pasado por unaexperiencia práctica sobre esta cuestión.Creo que puedo satisfacerla en cuanto a micondición financiera y social sin demasiadasdificultades. Me llamo Jefferson Scanlon...

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—¡Jefferson Scanlon! —su exclamaciónfue casi un chillido. En un abrir y cerrar deojos, su rostro se iluminó con una sonrisaservil—. Desde luego, tendría que haberlereconocido por todos los retratos suyos quehe visto. ¡Qué tonta he sido! Le ruego que nose moleste en darme más referencias. Estoysegura de que en su caso —dijo esto conuna entonación particularmente amable—no es necesario ningún expediente.

Hizo sonar furiosamente unacampanilla.

—Traiga a Madeline y las otras dospequeñas lo más rápidamente que pueda —ordenó a la asustada criada que apareció—.Que estén limpias y adviértales que seporten lo mejor posible.

Después, se volvió hacia el visitante.—No tardarán mucho, señor Scanlon. Es

un gran honor tenerle aquí con nosotros, yme avergüenzo del desagradable trato quele he dado antes. Al principio no le habíareconocido, aunque comprendíinmediatamente que era alguien importante.

Si Scanlon se había enfadado por elsevero desdén inicial de la superintendente,ahora estaba completamente desconcertadopor su efusiva amabilidad. Se enjugó una y

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otra vez la frente, que le transpiraba conprofusión, y respondió con incoherentesmonosílabos a las vivaces preguntas que leformulaban. Justo cuando había llegado a ladecisión de volver sobre sus talones yescapar volando de aquel dragón hechomujer, la criada anunció a las tres híbridas ysalvó la situación.

Scanlon inspeccionó a las tres mestizascon interés y súbita satisfacción. Dos noeran más que niñas, de unos diez años deedad, pero la tercera, que debía tener unosdieciocho, era elegible desde todos lospuntos de vista.

Su esbelta figura era ágil y graciosaincluso en la discreta actitud que habíaasumido, y Scanlon, «solterón acérrimo yapergaminado» como se consideraba, nopudo reprimir un ligero asentimiento deaprobación.

Su cara era ciertamente lo que Beulahllamaría «atractiva», y sus ojos, ahoradirigidos hacia el suelo en tímida confusión,eran de un color azul oscuro que gustómucho a Scanlon

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Incluso su extraño cabello era bonito.Sólo era moderadamente alto, mucho másbajo que la espléndida cresta masculina deMax, y su sedoso brillo blanco atraía losrayos del sol y los despedía en relucientesfulgores.

Las dos pequeñas agarraban confirmeza la falda de su compañera de másedad y miraban a los dos adultos con elmiedo reflejado en sus ojos, que aumentó amedida que el tiempo transcurría.

—Me parece, señorita Martin, que lamuchacha servirá —observó Scanlon—. Esexactamente lo que quería. ¿Puede decirmecuánto tardarán en estar preparados losdocumentos de tutela?

—Estarán mañana, señor Scanlon. En uncaso tan poco corriente como el suyo,puedo hacer fácilmente unos arreglosespeciales.

—Gracias. Entonces volveré... —fueinterrumpido por un fuerte sollozo. Una delas pequeñas híbridas, sin poder resistirmás, había empezado a llorar, seguidapronto por la otra.

—Madeline —gritó la señorita Martín ala mayor de las tres muchachas—. Haz el

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favor de hacer que Rose y Blanche se callen.Esto es una exhibición abominable.

Scanlon intervino. Le pareció queMadeline estaba muy pálida y, aunquesonreía y calmaba a las pequeñas, estabaseguro de que tenía lágrimas en los ojos.

—Es posible —sugirió— que la señoritano desee abandonar la institución.Naturalmente, no tengo intención dellevármela más que sobre una basepuramente voluntaria.

La señorita Martin sonrió con desdén.—No causará ningún problema —Se

dirigió a la joven—. Has oído hablar del granJefferson Scanlon, ¿verdad?

—Sí, señorita Martin —contestó la chica,en voz baja.

—Déjeme arreglar esto, señorita Martin—apremió Scanlon—. Dime, ¿prefieresrealmente quedarte aquí?

—Oh, no —replicó ella con viveza—, megustaría mucho irme, aunque —con unamirada de aprensión a la señorita Martin,continuó— me han tratado muy bien aquí.Pero verá..., ¿qué será de las dos pequeñas?Yo soy todo lo que tienen, y si yo me voy,ellas... ellas...

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Perdió toda su resistencia y las abrazócon un súbito y firme apretón.

—¡No quiero dejarlas, señor! —Las besódulcemente—. No lloréis, niñas. No osabandonaré. No se me llevarán.

Scanlon tragó saliva con dificultad ybuscó un pañuelo para sonarse. La señoritaMartin contemplaba la escena condesaprobadora altivez. —No haga caso aesta tonta, señor Scanlon —dijo—. Creo quelo tendré todo dispuesto mañana almediodía.

—Prepare documentos de tutela paralas tres —fue el gruñido que recibió comorespuesta.

—¿Qué? ¿Las tres? ¿Habla en serio?—Desde luego. Puedo hacerlo si lo

deseo, ¿verdad? —gritó.—Bueno, naturalmente, pero...Scanlon se marchó enseguida, dejando

petrificadas a Madeline y a la señoritaMartin, esta última completamenteestupefacta, la primera con un súbitoacceso de felicidad. Incluso las niñas dediez años percibieron el cambio de situacióny cesaron en sus sollozos.

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La sorpresa de Beulah cuando losrecibió en el aeropuerto y vio a tres híbridascuando sólo esperaba una, no puededescribirse. Pero, en conjunto, la sorpresafue agradable, pues las pequeñas Rose yBlanche conquistaron inmediatamente a laanciana ama de llaves. Su primer saludoconsistió en estampar unos grandes yhúmedos besos en las arrugadas mejillas deBeulah, a los que ésta correspondió conalegría y nuevos besos.

Con Madeline estuvo encantada ysusurró a Scanlon que sabía bastante másde aquellos asuntos de lo que él pretendía.

—Si tuviera un cabello decente —murmuró Scanlon al responderle—, mecasaría yo mismo con ella. Eso es lo queharía —y sonrió muy satisfecho de símismo.

La llegada a casa a media tardeocasionó una gran satisfacción a los dosmayores. Scanlon convenció a Max para quele acompañara a dar un largo paseo por elbosque, y cuando el confiado Max se fue,sorprendido pero encantado, Beulah seafanó en instalar cómodamente a las tresrecién llegadas.

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Visitaron la casa de arriba abajo y vieronlas habitaciones que les habían sidoasignadas. Beulah charlaba sin cesar,bromeando y riendo, hasta que las híbridasperdieron toda su timidez y se sintieroncomo si la hubiesen conocido toda la vida.

Después, ya que la tarde invernal eracorta, se volvió hacia Madeline bruscamentey dijo:

—Se hace tarde. ¿Quieres acompañarmeabajo y ayudarme a preparar la cena paralos hombres?

Madeline fue cogida por sorpresa.—¿Los hombres? ¿Así que hay alguien

además del señor Scanlon?—Oh, sí. Está Max. Todavía no le has

visto.—¿Es Max un pariente suyo?—No, pequeña. Es otro de los pupilos

del señor Scanlon.—Oh, comprendo. —Se ruborizó,

llevándose involuntariamente una mano alcabello.

Beulah adivinó enseguida lospensamientos que pasaban por su cabeza yañadió en voz más baja:

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—No te preocupes, querida. No leimportará que seas híbrida. Estará muycontento de verte.

Sin embargo, «contento» se reveló comoun adjetivo completamente inadecuado paraaplicarlo a la emoción de Max al ver porprimera vez a Madeline.

Entró en la casa antes que Scanlon,quitándose el abrigo y pisoteando confuerza al mismo tiempo para sacarse lanieve de los zapatos.

—Oh, chico —gritó al inventor que,medio helado, llegaba detrás de él—, no sépor qué tenías tantas ganas de dar un paseoen un día tan frío como hoy. —Olfateó elaire apreciativamente—. ¡Ah, me parece quehuelo a chuletas de cordero! y se dirigióhacia el comedor a toda prisa

Estaba en el umbral cuando se detuvosúbitamente, y jadeó como si se hallara apunto de ahogarse. Scanlon pasó—junto a ély se sentó.

—Vamos —dijo, disfrutando al ver surostro rojo como la grana—, siéntate. Hoytenemos compañía. Esta es Madeline, éstaes Rose y ésta, Blanche. Y él —se dirigió a

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las chicas, ya sentadas, y reparó consatisfacción en que la ruborizada Madelinehabía fijado una mirada llena de confusiónen el plato que tenía delante— es mi pupilo,Max.

—¿Qué tal? —murmuró Max, con los ojoscomo platos—. Me alegro de conoceros.

Rose y Blanche prorrumpieron enalegres saludos como respuesta, peroMadeline sólo levantó fugazmente los ojos yvolvió a bajarlos.

La comida fue singularmente tranquila.Max, a pesar de que había pasado toda latarde quejándose de estar hambriento, dejóque sus chuletas y puré de patata seenfriaran frente a él, mientras Madelinejugaba con su comida como si no supierapara qué servía. Scanlon y Beulah comieronbien y en silencio, intercambiando furtivasmiradas entre bocado y bocado.

Scanlon se escabulló después de lacena, pues pensó, muy acertadamente, queen estas cuestiones se necesitaba el toquelleno de delicadeza de una mujer, y cuandoBeulah se reunió con él en el estudio variashoras después, comprendió con una solamirada que había acertado.

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—He roto el hielo —dijo ellaalegremente—, ahora se están contando lahistoria de su vida y se llevan muy bien. Sinembargo, siguen asustados el uno del otro einsisten en sentarse en extremos opuestosde la habitación, pero esto pasará... ybastante pronto, por cierto.

—Hacen una pareja estupenda, ¿verdad,Beulah?

—La mejor que he visto. Y las pequeñasRose y Blanche son unos ángeles. Acabo demeterlas en la cama.

Hubo un corto silencio, y despuésBeulah continuó en voz baja:

—Aquélla fue la única ocasión en que tútuviste razón y yo no, cuando trajiste a Maxa casa y yo me opuse; pero aquella únicavez vale por todo lo demás. Eres digno de tuquerida madre, Jefferson.

Scanlon asintió con seriedad.—Me gustaría poder hacer igualmente

felices a todos los híbridos de la Tierra.¡Sería algo tan sencillo! Si los tratáramoscomo humanos, en vez de como criminales,y les proporcionáramos hogaresespecialmente construidos para ellos ycalculados para su felicidad...

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—Pues, ¿por qué, no lo haces tú? —interrumpió Beulah.

Scanlon miró con emoción a la viejaama de llaves.

—Ahí es exactamente adonde quería ir aparar. —Su voz se convirtió en un murmullosoñador—. Piensa en ello. Una ciudad dehíbridos, dirigida por ellos y para ellos, consus propios funcionarios gubernativos, suspropias escuelas, y sus propios serviciospúblicos. Un pequeño mundo dentro de unmundo donde los híbridos pudieranconsiderarse como seres humanos... en vezde monstruos cercados y mal mirados porenormes multitudes de pura sangre.

Cogió su pipa y la llenó lentamente.—El mundo tiene una deuda con un

híbrido que nunca podrá ser pagada... y yotambién la tengo. Voy a hacerlo. Voy a crearCiudad Híbrida.

Aquella noche no se acostó. Lasestrellas giraron en sus amplios círculos ypor fin palidecieron. El alba se insinuó yafirmó, pero Scanlon siguió inmóvil...soñando y planeando.

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A los ochenta años, Jefferson Scanlon seconservaba bien. Su paso había perdidoagilidad, y los hombros, su firmeza; pero surobusta salud no le fallaba, y la mente, bajosu mata de cabello, ahora tan blanco comoel de cualquier híbrido, seguía trabajandocon el mismo vigor.

Una vida feliz no envejece, y desde hacíacuarenta años, Scanlon había visto crecerCiudad Híbrida, y en la contemplación,había encontrado la felicidad.

Ahora podía verla frente a sí, como ungran y hermoso cuadro, al mirar por laventana Una ciudad como una joya, con unapoblación de poco más de mil habitantes,viviendo en quinientos kilómetros cuadradosde la fértil tierra de Ohio.

Casas pulcras y bien construidas, callesanchas y limpias, parques, teatros, colegios,almacenes... una ciudad modelo, reveladorade décadas de inteligente esfuerzo ycooperación.

La puerta se abrió a su espalda yreconoció los suaves pasos sin necesidad devolverse.

—¿Eres tú, Madeline?—Sí, padre —pues ningún habitante de

Ciudad Híbrida le conocía por otro

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nombre—. Max regresa con el señorJohanson.

—Estupendo. —Contempló a Madelinecon ternura—. Hemos visto crecer a CiudadHíbrida desde aquellas lejanas épocas,¿verdad?

Madeline asintió y suspiró.—No suspires, querida. Los años que le

hemos dedicado han valido la pena. ¡SiBeulah hubiera vivido para verla ahora!

Movió la cabeza al pensar en la viejaama de llaves, que había muerto hacia uncuarto de siglo.

—No pienses en cosas tan tristes —aconsejó Madeline por su parte—. Aquí llegael señor Johanson. Acuérdate de que es elcuadragésimo aniversario y un día feliz, notriste.

Charles H. Johanson era lo que seconoce como un hombre «musaraña». Esdecir, era una persona inteligente,previsora, comparativamente bien versadaen ciencias, pero que solía poner enpráctica estas buenas cualidades sólo paramejorar sus propios intereses. Porconsiguiente, llegó lejos en política y fue la

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primera persona designada para el reciéncreado Gabinete de Ciencia y Tecnología.

Su primer acto oficial era visitar almayor científico e inventor del mundo,Jefferson Scanlon, que, a su avanzada edad,no tenía igual en los numerosos y útilesinventos que cada año presentaba alGobierno. Ciudad Híbrida supuso unaconsiderable sorpresa para él. En el mundoexterior se sabía bastante vagamente que laciudad existía, y se consideraba como unhobby del anciano científico, unaexcentricidad inofensiva. Johanson encontróque era un proyecto muy bien realizado desiniestras implicaciones.

Sin embargo, cuando entró en lahabitación de Scanlon en compañía de suantiguo guía, Max, su actitud fue de francacordialidad y ocultó muy bien ciertospensamientos que pasaban por su mente.

—Ah, Johanson —saludó Scanlon—, havuelto. ¿Qué opina de todo esto? —Dibujóuna amplia curva con el brazo.

—Es sorprendente..., algo maravillosode ver —le aseguró Johanson.

Scanlon soltó una risita.—Me alegro de oírlo. Actualmente

tenemos una población de 1.154

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habitantes, que aumenta cada día. Ya havisto lo que hemos hecho hasta ahora, peroeso no es nada comparado con lo queharemos en el futuro... incluso después demi muerte. Sin embargo, hay una cosa quedeseo ver realizada antes de morir y paraeso necesito su ayuda.

—¿De qué se trata? —Inquiriócautelosamente el secretario del Gabinetede Ciencia y Tecnología.

—Sólo esto. Que usted garanticemedidas que proporcionen a estos híbridos,a estos mestizos despreciados desde hacedemasiado tiempo, una completa igualdad,política, legal, económica y social, con losterrícolas y los marcianos.

Johanson vaciló.—Sería algo muy difícil. Existe una

cierta cantidad de prejuicios, quizácomprensibles; contra ellos, y hasta quepodamos convencer a la Tierra de que loshíbridos se merecen la igualdad... —movióla cabeza dubitativamente.

—¡Se la merecen! —exclamó Scanloncon vehemencia—. Se merecen mucho más.Soy moderado en mis peticiones.

Al oír estas palabras, Max, sentadosilenciosamente en un rincón, levantó la

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mirada y se mordió el labio, pero no dijonada y Scanlon continuó:

—Ustedes no conocen el verdadero valorde estos híbridos. Reúnen lo mejor de laTierra y lo mejor de Marte. Poseen el poderracional frío y analítico de los marcianos,junto con el instinto emocional y lainagotable energía de los terrícolas. Encuanto a su inteligencia se refiere, sonsuperiores a usted y a mí, todos y cada unode ellos. Yo sólo pido igualdad.

El secretario sonrió de formaconciliadora.

—Es posible que su celo le engañe, miquerido Scanlon.

—No me engaña. ¿Cómo cree que heinventado tantos aparatos de éxito..., comoel campo gravitacional que creé hace unosaños? ¿Cree que hubiera podido hacerlo sinmis ayudantes híbridos? Fue Max, aquípresente —Max bajó los ojos ante larepentina mirada penetrante del miembrodel gabinete—, el que dio el último toque ami descubrimiento de la energía atómica.

Scanlon olvidó toda cautela, a medidaque se iba excitando.

—Pregúnteselo al profesor Whitsun deStanford y se lo dirá. Es una autoridad

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mundial en psicología y sabe lo que se dice.Estudió a los híbridos y le dirá que ellos sonla raza futura del sistema solar, destinada aarrebatarnos la supremacía a los purasangre con la misma seguridad que lanoche sucede al día ¿No cree usted que semerecen igualdad en ese caso?

—Sí, sí que lo creo... definitivamente —replicó Johanson. Había un extraño brillo ensus ojos y una sonrisa torcida en suslabios—. Esto tiene gran importancia,Scanlon. Me ocuparé de elloinmediatamente. Tan inmediatamente, dehecho, que me parece preferible irmedentro de media hora, para alcanzar elestratocoche de las 2.10.

Apenas se había ido Johanson, cuandoMax se aproximó a Scanlon y exclamó sinningún preámbulo:

—Hay algo que quiero enseñarte,padre..., algo que no has sabido hastaahora.

Scanlon le contempló con sorpresa.—¿A qué te refieres?

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Ven conmigo, por favor, padre. Te loexplicaré. —Su grave expresión era casiatemorizadora.

Madeline se unió a ellos en la puerta y, aun signo de Max, pareció hacerse cargo dela situación. No dijo nada, pero sus ojos sevolvieron tristes y las aneas de su frenteparecieron hacerse más profundas.

En el más completo silencio, los tresentraron en el cohecoche que les esperaba yatravesaron velozmente la ciudad endirección a la Colina de los Bosques.Cuando se encontraron sobre el lago Clare,descendieron de nuevo hasta el pie de lacolina.

Un híbrido alto y corpulento se cuadró alver aterrizar el automóvil, y se sobresaltó alver a Scanlon.

—Buenas tardes, padre —murmurórespetuosamente, y dirigió unainterrogadora mirada a Max al hacerlo.

—Buenas tardes, Emmanuel —contestócon distracción Scanlon. De pronto se fijóen una abertura sabiamente disimulada queconducía al interior de la colina.

Max le hizo señas de que le siguiera yentró en un pasadizo que, al cabo de cienmetros, se abría en una caverna hecha por

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el hombre. Scanlon se detuvo conestupefacción, pues ante él se hallaban tresgigantescas naves espaciales, de unreluciente blanco-plateado y equipadas, talcomo observó fácilmente, con los últimosadelantos de la energía atómica.

—Lamento, padre —dijo Max—, quetodo esto se haya hecho sin estar túenterado. Es el único caso en la historia deCiudad Híbrida. —Scanlon parecía oírleapenas; estaba completamente aturdido, yMax prosiguió—: La del centro es la navecapitana... la Jefferson Scanlon; la de laderecha es la Beulah Goodkin, y la de laizquierda, la Madeline.

Scanlon se recobró de su estupefacción.—Pero ¿qué significa todo esto y por qué

tanto secreto?—Estas naves se encuentran preparadas

desde hace cinco años, completamenteaprovisionadas y llenas de combustible,listas para una partida inmediata. Estanoche, dejaremos la ladera de la colina ynos dirigiremos a Venus... No te lohabíamos dicho hasta ahora porque noqueríamos perturbar tu paz de espíritu conuna calamidad que consideramos inevitabledesde hace tiempo. Pensamos que quizá —

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su voz se hizo casi inaudible— fuera posibleposponer su realización hasta que tú ya noestuvieras con nosotros.

—Explícate —gritó de repente Scanlon—. Quiero saber todos los detalles. ¿Por quéos vais cuando estoy seguro de obtener unacompleta igualdad para vosotros?

—Exactamente —contestó Max contristeza—. Tus palabras a Johanson hanprecipitado los acontecimientos. Mientraslos terrícolas y los marcianos nosconsideraban diferentes e inferiores, nosdespreciaban y toleraban, tú has dicho aJohanson que éramos superiores y quepronto superaríamos a la humanidad. Ahorano tienen otra alternativa más que odiarnos.Ya no habrá más tolerancia; esto puedoasegurártelo. Nos vamos antes de queestalle la tormenta.

Los ojos del anciano se fueronagrandando a medida que la verdad de lasafirmaciones de Max se le hacía evidente.

—Comprendo. He de ponerme encontacto con Johanson. Quizá podamosreparar esta horrible equivocación. —Se diouna palmada en la frente.

—Oh, Max —intervino Madeline,llorando—, ¿por qué no vas al grano?

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Queremos que vengas con nosotros, padre.En Venus, que está tan escasamentepoblado, encontraremos un lugar dondepodamos vivir en paz durante un tiempoilimitado. Estableceremos nuestra nación,libre y exenta de trabas, poderosa ennuestro propio derecho, y sin depender másde...

Su voz se desvaneció y miróansiosamente el rostro de Scanlon, queahora estaba demacrado y macilento.

—No —murmuró—, ¡no! Mi lugar estáaquí, con los míos. Id, hijos míos, yestableced vuestra nación. Al final, vuestrosdescendientes regirán el sistema. Pero yo...,yo me quedaré aquí.

—Entonces yo también me quedaré —insistió Max—. Tú eres viejo y alguien ha decuidarte. Te debo mi vida más de unadocena de veces.

Scanlon movió la cabeza firmemente.—No necesitaré a nadie. Dayton no está

lejos. Ya me cuidarán bien allí o encualquier otro sitio donde vaya. Tu raza tenecesita, Max. Eres su líder. ¡Marchaos!

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Scanlon vagaba sin rumbo por las callesdesiertas de Ciudad Híbrida y trataba dedominarse. Era duro. Ayer, había celebradoel cuadragésimo aniversario de sufundación... estaba en la cima de suprosperidad. Hoy, era una ciudadabandonada.

Sin embargo, cosa extraña, se sentíalleno de júbilo. Su sueño había sidodestrozado... pero sólo para dar paso a unsueño más brillante. Había recogido a unosniños abandonados y elevado a una raza ensu juventud, y por ello algún día se lereconocería como el fundador de la super-raza.

Su creación dominaría algún día elsistema. La energía atómica, los anuladoresde la gravedad, todo le parecióinsignificante. Esta era su verdaderaaportación al universo.

Así, pensó, era como debían sentirse losdioses.

Igual que en Un arma demasiado horriblepara emplear, el relato trataba de los prejuiciosraciales a escala interplanetaria. He insistidofrecuentemente sobre este tema... algo nada

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sorprendente en un judío que vivía en la era deHitler.

Una vez más, se revela mi ingenuidad,puesto que no sólo sostenía la existencia deuna raza inteligente en Marte, donde tal cosaes completamente inverosímil, y más en 1939,sino que los marcianos se parecían lo bastantea los terrícolas como para hacer posible uncruce entre ambos. (Sólo puedo sacudir lacabeza con fatiga. Sabía más en 1939;realmente sabía más. Pero me limité a adoptarlos gastados clichés de la ciencia-ficción, esoes todo. Eventualmente, cesé de hacerlo.)

Mi tratamiento de la energía atómicatambién fue primitivo en extremo, y tambiénsabía más que todo esto, a pesar de quecuando escribí el relato, la fisión del uranio aúnno había sido descubierta. La misteriosareferencia del híbrido a "una función de x2 + y2

+ z2" sólo significa que, poco tiempo antes,había estudiado geometría analítica enColumbia y alardeaba de saber la ecuación dela esfera.

Este fue el primer relato en el que traté deintroducir el elemento romántico, aunque conmoderación. Tenía que ser un fracaso. Cuandoescribí esta historia, aún no había salido nuncacon una chica.

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Y no obstante, la mayor confusión, en unrelato lleno de ellas, fue la siguiente línea en elséptimo párrafo: "...Por él, se había convertidoen un hombre mayor a los treinta años —elprimer ardor de la juventud ya hacía tiempo quehabía desaparecido—..."

Bueno, lo escribí a los diecinueve años.Entonces creía que el primer ardor de lajuventud desaparecía al llegar a los treinta.Desde luego, ahora pienso de otra forma, pues,más de treinta años después, creo que aúnestoy en el primer ardor de la juventud.

Sin embargo, existía una razón parafelicitarme a mí mismo en relación conMestizo. Mi cuarto relato publicado, fue el máslargo que había aparecido hasta entonces. Conuna extensión de nueve mil palabras, constó enel índice como una "novela corta", mí primerrelato de esta clase que fue publicado

Mi nombre también apareció en la portadade la revista. Era la primera vez que esoocurría.

Casi inmediatamente de terminar Mestizo,empecé El sentido secreto, sometiéndolo aJohn Campbell el 21 de junio de 1939, y

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volviéndolo a recibir el 28. Pohl tampoco pudovenderlo.

Sin embargo, hacia finales de 1940,aparecieron un par de revistas gemelas,Cosmic Stories y Stirring Science Stories, conDon Wollheim, un futurista, como editor. Noobstante, las revistas empezaban con unpresupuesto muy reducido y el único modo desacarlas adelante era consiguiendo relatosgratis… por lo menos en los primeros números.Para ello, Wollheim apeló a los futuristas y saliódel trance. Los primeros números consistieronenteramente (me parece) en relatos escritospor futuristas, bajo sus propios nombres oseudónimos.

También fue solicitada mi ayuda, y comoen aquel tiempo estaba convencido de que nolograría vender El sentido secreto en ningúnsitio, se lo regalé a Wollheim, que lo aceptóenseguida.

Eso fue todo, a excepción de que, enaquellos días, aún aparecería otra revista,Comet Stories, dirigida por F. Orlin Tremaine,que había sido el predecesor de Campbell enAstounding.

Fui a ver a Tremaine varias veces, puespensé que podría venderle uno o dos relatos. Enla segunda visita, el 5 de diciembre de 1940,

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Tremaine habló con cierto acaloramiento sobrelas revistas de Wollheim. Mientras él pagabaelevados precios, dijo, Wollheim conseguíarelatos gratis y con ellos publicaría unasrevistas que robarían lectores a las quepagaban. Cualquier autor que donara relatos aWollheim, y por lo tanto contribuyera a ladestrucción de revistas rivales que pagaban,pasarían a formar parte de una lista negra de laespecialidad.

Lo oí con horror, sabiendo que yo habíadonado un relato gratis. Pensé que aquellanarración no valía nada, pero no se me ocurrióque estaba socavando a otros autores alestablecer una competencia desleal.

No tuve el valor de decir a Tremaine que yoera uno de los culpables, pero en cuanto lleguéa casa, escribí a Wollheim pidiéndole queaceptara una de estas dos alternativas: opublicaba el relato bajo un seudónimo para quemi culpabilidad permaneciera oculta, o, siinsistía en usar mi nombre, tenía que pagarmecinco dólares a fin de que, si algún día surgía lacuestión, yo pudiera negar honestamente quehabía dado el relato gratis.

Wollheim decidió usar mi nombre y meenvió un cheque de cinco dólares, pero lo hizocon notables malos modos (y que conste que

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en aquellos días no se le conocía por lasuavidad de su carácter). Acompañó el chequecon una airada carta en la que, en parte, decíaque me pagaba un enorme precio por palabra,pues mi nombre era lo único que tenía valor ypor él recibía 2.50 dólares por palabra. Esposible que tuviera razón. En tal caso, el preciopor palabra fue realmente un récord, que no hesuperado hasta la fecha. Por otro lado, el pagototal también estableció un récord. Por ningúnotro relato he cobrado un precio tan bajo.

Años más tarde, el conocido historiador dela ciencia-ficción Sam Moskowitz escribió unacorta biografía mía, que apareció en elAmazing de abril de 1962. En ella describe unaversión de los sucesos antes relatados y declaraequivocadamente que fue John Campbell elque se encolerizó a causa de la donación derelatos gratis y que fue él quien me amenazócon la lista negra.

¡No fue así!Campbell no tuvo nada que ver con ello y,

lo que es más, hubiera sido incapaz de haceruna amenaza. Si hubiera sabido conanticipación que yo quería donar un relatogratis a la publicación rival, me hubiera hechover mi estupidez de forma totalmente amistosay la cuestión hubiera terminado ahí.

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De hecho, aunque traté de ocultar miculpabilidad a Tremaine, no intenté hacerlocon Campbell. En la próxima visita que le hice,el 16 de diciembre de 1940, se lo confesétodo, y él no concedió ninguna importancia a loocurrido.

Me imagino que Campbell estaba segurode que ninguna revista que dependiera dedonaciones gratis podría durar mucho, puestoque los relatos así conseguidos ya habían sidorechazados por todas las demás. Y tenía razón.Cosmic Stories sólo publicó tres números, yStirring Science Stories, cuatro. El sentidosecreto fue el único relato mío que publicaron.

En cuanto a Comet Stories, publicó cinconúmeros, y aunque Tremaine estuvo a unto deaceptar un par de mis relatos, no llegó acomprarme ninguno.

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El sentido secreto

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8EL SENTIDO SECRETO

Las rítmicas notas de un vals de Straussllenaban la estancia. La música crecía ydecrecía bajo los sensibles dedos de LincolnFields, y a través de sus ojos entornadoscasi veía a unas figuras que danzaban yevolucionaban sobre el suelo encerado dealgún lujoso salón.

La música siempre le afectaba de estemodo. Llenaba su mente con sueños de unaextraña belleza y transformaba suhabitación en un paraíso de sonido. Susmanos se deslizaron sobre el piano en lasúltimas y deliciosas combinaciones de tonosy después aminoraron la velocidad de malagana y se detuvieron.

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Suspiró y permaneció un momento enabsoluto silencio, como si intentara extraerla última esencia de belleza a los ecosdesfallecientes. Después, se volvió y sonriódébilmente al otro ocupante de lahabitación.

Garth Jan sonrió a su vez, pero no dijonada. Garth sentía un gran afecto haciaLincoln Fields, aunque no le comprendía.Eran mundos aparte —literalmente—, puesGarth procedía de las gigantescas ciudadessubterráneas de Marte y Fields era elproducto de la gran urbe terrestre de NuevaYork.

—¿Qué te ha parecido eso, Garth, viejoamigo? —inquirió Fields, dubitativamente.

Garth sacudió la cabeza. Habló con elesmero y precisión con que solía hacerlo.

—He escuchado atentamente y, enhonor a la verdad, he de decir que no hasido desagradable. Tiene un cierto ritmo,una cadencia de notas que, en realidad, estranquilizante. Pero ¿hermoso? ¡No!

Los ojos de Fields expresaron unacompasión intensamente dolorosa. Elmarciano vio la mirada y comprendió susignificado, pero no hubo ningún destello deenvidia como respuesta. Su huesuda y

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gigantesca figura siguió doblada en una sillaque era demasiado pequeña para élmientras una de sus delgadas piernas sebalanceaba hacia delante y hacia atrás.

Fields saltó impetuosamente de suasiento y agarró a su compañero por elbrazo.

—¡Ven! Siéntate tú en el banco.Garth obedeció jovialmente.—Veo que quieres llevar a cabo un

pequeño experimento.—Lo has adivinado. He leído trabajos

científicos que trataban de explicar lasdiferencias entre los sentidos de losterrícolas y los marcianos, pero nunca helogrado entenderlas del todo.

Tocó las notas do y fa en una solaoctava y miró interrogativamente almarciano.

—Si existe una diferencia —dijo Garthdubitativamente—, es muy ligera. De nohaber prestado mucha atención, hubieradicho que habías tocado dos veces la mismanota.

El terrícola se asombró.—¿Cómo es posible? —Tocó el do y el

sol.

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—Esta vez sí que he distinguido ladiferencia.

—Bueno, supongo que todo lo que dicensobre tu pueblo es cierto. Pobres devosotros... ¡Tener un sentido del oído tanimperfecto! No sabéis lo que os perdéis.

El marciano se encogió filosóficamentede hombros.

—No se echa de menos lo que nunca seha tenido.

Garth Jan rompió el corto silencio quesiguió:

—¿Te das cuenta de que este periodo dela historia es el primero en que dos razasinteligentes han podido comunicarse entresí? La comparación del aparato sensitivo esmuy interesante... y amplia mucho lasopiniones que uno tiene sobre la vida.

—Es verdad —convino el terrícola—,aunque, al parecer, nosotros tenemos todaslas ventajas de la comparación. El mespasado, un biólogo terrícola declaró suextrañeza ante el hecho de que una raza tanpobremente dotada en materia depercepción sensitiva hubiera podidodesarrollar una civilización tan adelantadacomo la vuestra.

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—Todo es relativo, Lincoln. Lo quetenemos es bastante para nosotros.

Fields sintió que le embargaba unaturbación creciente.

—Pero, Garth, si por lo menos supieraslo que te pierdes...

»Nunca has visto las bellezas de unapuesta de sol, o de un campo de flores. Nopuedes admirar el azul del cielo, el verde dela hierba, el amarillo del maíz tierno. Parati, el mundo consiste en sombras de luz yoscuridad —se estremeció al pensarlo—. Nopuedes oler una flor o apreciar su delicadoperfume. Ni siquiera puedes disfrutar dealgo tan simple como una buena y sabrosacomida. No tienes gusto, ni olfato, nidistingues los colores. Me compadezco detu mundo opaco.

—Lo que dices es absurdo, Lincoln. Nomalgastes tu compasión conmigo, porquesoy tan feliz como tú. Se levantó y cogió subastón, necesario en el campo gravitacionalmucho mayor de la Tierra.

—No debes juzgarnos con tantasuperioridad, ¿sabes?

Al parecer, aquél era el aspecto másimportante de la cuestión.

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—Nosotros —añadió— no alardeamosde ciertas perfecciones de nuestra raza,sobre las cuales no sabéis nada.

Y entonces, como si lamentaraprofundamente sus palabras, una mueca deironía distendió su rostro, y se dirigió haciala puerta.

Fields permaneció asombrado ypensativo durante un momento y despuésse levantó de un salto y corrió tras elmarciano, que avanzaba lentamente hacia lasalida. Asió a Garth por los hombros einsistió para que volviera.

—¿A qué te referías con tu últimaobservación?

El marciano volvió la cara, como si nofuera capaz de encararse con suinterrogador.

—Olvídalo, Lincoln. No ha sido más queun momento de indiscreción, cuando tupiedad me ha puesto nervioso.

Fields le lanzó una penetrante mirada.—Es verdad, ¿no? Es lógico que los

marcianos posean sentidos que losterrícolas no tengan, pero es irracional quetu pueblo quiera mantenerlo en secreto.

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—Es lo que debe ser. Pero ahora que mipropia estupidez me ha descubierto, quizáestés de acuerdo en no divulgarlo.

—¡Naturalmente! Seré tan discreto comouna tumba, aunque que me maten si puedohacer algo con este secreto. Dime, ¿de quénaturaleza es este sentido secreto vuestro?

Garth Jan se encogió de hombros conindiferencia.

—¿Cómo puedo explicártelo? ¿Acaso túpuedes definirme el color, a mí, que nisiquiera soy capaz de concebirlo?

—No te pido una definición. Dime quéusos tiene. Por favor —asió al otro por elhombro—, puedes hacerlo. Te he prometidoguardar el secreto.

El marciano suspiró fuertemente.—No te servirá de mucho. ¿Te satisfaría

saber que si me enseñaras dos recipientes,ambos llenos de un líquido claro, yo podríadecirte enseguida cuál de los dos eravenenoso? ¿O, si me enseñaras un alambrede cobre, podría decirte instantáneamentesi pasaba corriente eléctrica por él, aunquefuera tan pequeña como una milésima deamperio? ¿O que podría decirte latemperatura de cualquier sustancia, con unmargen de error de sólo tres grados,

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aunque la mantuvieras a cinco metros dedistancia? ¿O que podría...? Bueno, ya hedicho suficiente.

—¿Eso es todo? —preguntó Fields, conuna exclamación desilusionada.

—¿Qué más quieres?—Todo lo que has descrito es muy útil...

pero ¿qué belleza encierra? ¿Acaso esteextraño sentido vuestro no tiene valor parael espíritu así como para el cuerpo?

Garth Jan hizo un movimiento deimpaciencia.

—Realmente, Lincoln, hablas sin pensar.No he hecho más que contestar a lo que mehas preguntado..., los usos de este sentido.No pretendía explicar su naturaleza. Tomatu sentido del color. En lo que a míconcierne, el único uso que tiene es hacerciertas distinciones que yo no puedo. Porejemplo, tú puedes identificar ciertassoluciones químicas por medio de algo quellamas color, mientras que yo tendría querealizar un análisis químico. ¿Qué bellezaencierra?

Fields abrió la boca para hablar, pero elmarciano le hizo un irritado gesto para queguardara silencio.

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—Ya lo sé. Vas a balbucear tonteríassobre puestas de sol o algo parecido. Pero¿qué sabes tú de la belleza? ¿Has sabidoalguna vez lo que es presenciar la belleza delos alambres de cobre desnudos cuando seconecta una corriente alterna? ¿Haspercibido la delicada belleza de lascorrientes inducidas dentro de un selenoidecuando se pasa un imán a través de él? ¿Hasasistido alguna vez a un portwem marciano?

Los ojos de Garth Jan se habíanempañado al evocar estos pensamientos, yFields le contemplaba con la estupefacciónmás profunda. Ahora las cosas habíancambiado y su sentido de superioridad leabandonó de repente.

—Cada raza tiene sus propios atributos—murmuró con un fatalismo que encerrabaalgo de hipocresía—, pero no veo la razónde que los guardéis en un secreto tanabsoluto. Nosotros, los terrícolas, notenemos secretos para vuestra raza.

—No nos acuses de ingratitud —exclamó Garth Jan con vehemencia. Segúnel código marciano de la ética, la ingratitudera el supremo vicio, y ante la insinuación,la cautela de Garth se desvaneció—.Nosotros, los marcianos, nunca actuamos

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sin una razón. Y desde luego no es pornuestro propio bien por lo que ocultamosesta magnífica facultad.

El terrícola sonrió burlonamente. Sehallaba sobre la pista de algo —lo notaba ensus huesos— y la única forma de averiguarloera por medio de bromas.

—No dudo de que hay algún motivonoble detrás de todo esto. Tu raza posee elextraño atributo de encontrar siempre algúnmotivo altruista para sus acciones.

Garth Jan se mordió los labioscoléricamente.

—No tienes derecho a decir algo así.Por un momento pensó en alegar la

inquietud sobre la futura paz de espíritu deFields como una razón para guardarsilencio, pero la burlona referencia de ésteal «altruismo» lo hacía imposible. Unsentimiento de ira le dominó gradualmentey eso reforzó su decisión.

No existía equivocación posible sobre lanota de frígida enemistad que contenía suvoz.

—Te lo explicaré por analogía.

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El marciano mantuvo la vista fijaenfrente suyo mientras hablaba, con losojos medio cerrados.

—Me has dicho que vivo en un mundocompuesto tan sólo por sombras de luz yoscuridad. Tratas de describir un mundoexclusivo tuyo compuesto por infinitavariedad y belleza. Escucho, pero no meimporta demasiado. Nunca lo he conocido ynunca podré conocerlo. No se llora por lapérdida de algo que nunca se ha tenido.

»Pero... ¿qué pasaría si pudierasconferirme la facultad de ver el colordurante cinco minutos? ¿Qué pasaría si,durante cinco minutos, me deleitara enmaravillas con las que nunca había soñado?¿Qué pasaría si, después de estos cincominutos, tuviera que renunciar a ello parasiempre? ¿Compensarían esos cincominutos de paraíso la vida de pesar queseguiría... una vida de descontento a causade mis propias deficiencias? ¿No hubierasido mucho mejor no hablarme nunca delcolor, evitando así su tentación siemprepresente?

Fields se había puesto en pie durante laúltima parte del discurso del marciano y sus

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ojos se abrieron de golpe con una violentasuposición.

—¿Quieres decir que un terrícola podríaposeer el sentido marciano si así lodeseara?

—Durante cinco minutos en el curso dela vida —los ojos de Garth Jan eransoñadores—, y en estos cinco minutospercibiría...

Se interrumpió confundido y miróagriamente a su compañero.

—Tú sabes mejor lo que te conviene.Procura no olvidar tu promesa.

Se levantó apresuradamente y seescabulló con la mayor rapidez que le fueposible, apoyándose sobre el bastón confuerza. Lincoln Fields no trató de detenerle.Se limitó a permanecer donde estaba y areflexionar.

La gran altura de la caverna envolvía eltecho en una velada oscuridad en la que aintervalos determinados, flotaban luminososglobos de rayos. El aire, calentado por unestrato volcánico subterráneo, se esparcíasuavemente. Ante Lincoln Fields se extendíala ancha y pavimentada avenida de la

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principal ciudad de Marte, que sedesvanecía en la distancia.

Caminó torpemente hacia la entrada delhogar de Garth Jan, con el manifiestoestorbo de una capa de quince centímetrosde plomo unida a cada uno de sus zapatos.Pero esto era mucho mejor que losincontrolables saltos a que sometía lagravedad más ligera a los músculosterrestres.

El marciano se sorprendió al ver a suamigo de seis meses atrás, pero nodemostró alegría. Fields no dejó deobservarlo, pero se limitó a sonreírinteriormente. Una vez cumplidas lasprimeras formalidades y hechos loscomentarios convencionales, los dos sesentaron.

Fields aplastó el cigarrillo en un ceniceroy se enderezó en su asiento, repentinamenteserio.

—¡He venido a solicitar esos cincominutos que dices poder darme! ¿Puedotenerlos?

—¿Es una pregunta retórica? Por lomenos, no parece requerir ningunarespuesta. —El tono de Garth eraabiertamente despectivo.

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El terrícola lo consideró pensativamente.—¿Te importa que defina mi posición en

unas cuantas palabras?El marciano sonrió con indiferencia.—No servirá de nada —dijo.—Me arriesgaré. La situación es ésta: he

nacido y crecido rodeado de lujos y me hanconsentido de la manera más repugnante.Aún no he tenido un deseo razonable que nohaya podido realizar, y no sé lo que significano conseguir lo que quiero. ¿Lo entiendes?

No hubo respuesta y prosiguió:—He hallado la felicidad en vistas

hermosas, palabras hermosas y sonidoshermosos. He practicado un culto a labelleza. En una palabra, soy un esteta.

—Muy interesante —la pétrea expresióndel marciano no cambió ni un átomo—,pero ¿qué relación tiene todo esto con elproblema que tratamos?

—Es muy sencillo: harías de una nuevaforma de belleza, una forma desconocidapara mí hasta ahora e incluso totalmenteinconcebible, pero que podría conocerse siasí se desea. La idea me atrae. Más queatraerme... me domina. Vuelvo a recordarteque cuando una idea se apodera de mí, medoblego..., siempre lo hago.

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—No eres el amo en este caso —recordóGarth Jan, Es grosero por mi parterecordártelo, pero no puedes forzarme, ya losabes. De hecho, tus palabras son casiofensivas en sus implicaciones.

—Me alegro de que hayas dicho eso,pues así yo también puedo ser grosero sintener remordimientos de conciencia.

La única contestación de Garth Jan aesto fue una sonrisa de confianza en símismo.

—Te lo exijo —dijo Fields, lentamente—,en nombre de la gratitud.

—¿Gratitud? —El marciano sesorprendió violentamente.

Fields sonrió—Es una apelación a la que ningún

marciano honorable puede negarse... porvuestra propia ética. Y tú me debes gratitudporque a través de mí lograste entrar en lascasas de los hombres más importantes ynobles de la Tierra:

—Ya lo sé. —Garth Jan enrojeció deira—. Eres un mal educado al recordármelo.

—No tenía elección. Tú reconociste lagratitud que me debías, allí en la Tierra. Yosolicito la oportunidad de poseer estemisterioso sentido que mantenéis tan en

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secreto... en nombre de esta gratitudreconocida. ¿Puedes negarte ahora?

—Ya sabes que no —fue la sombríarespuesta—. No dudaba mas que por tupropio bien.

El marciano se levantó y alzó la manocon gravedad.

—Me tienes asido por el cuello, Lincoln.Está hecho. Pero, después, no te deberénada más. Esto saldará mi deuda degratitud. ¿De acuerdo?

—¡De acuerdo! —Ambos se estrecharonla mano y Lincoln Fields prosiguió en untono completamente distinto—: Sinembargo, seguiremos siendo amigos, ¿no?Este pequeño altercado no estropeará lascosas, ¿verdad?

—Espero que no. ¡Vamos! Reúneteconmigo a la hora de la cena y discutiremosel momento y el lugar para tus... en... cincominutos.

Lincoln Fields se esforzó en calmar lainquietud que le embargaba mientrasesperaba en la habitación «de conciertos»particular de Garth Jan. Experimentó unsúbito deseo de reír al ocurrírsele la idea deque solía sentirse exactamente igual en lasala de espera de un dentista.

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Encendió su décimo cigarrillo, dio doschupadas y lo tiró.

—Estás haciendo todo esto de formamuy complicada, Garth.

El marciano se encogió de hombros.—Sólo dispones de cinco minutos y yo

debo procurar que los emplees de la mejormanera posible. Vas a oír parte de unportwem, que para nuestro sentido es elequivalente a gran sinfonía (¿es ésta lapalabra?).

—¿Tenemos que esperar mucho más? Elsuspense, para decir una trivialidad, eshorrible.

—Estamos esperando a Novi Lon, quetocará el portwem, y a Done Vol, mi médicoparticular. Pronto llegarán.

Fields paseó la mirada sobre el estradode poca altura que ocupaba el centro de lahabitación y contempló el intrincadomecanismo que había encima con curiosointerés. La parte anterior estaba encerradaen brillante aluminio, dejando sólo aldescubierto siete hileras de relucientesbotones negros arriba y cinco grandespedales abajo. Sin embargo, por detrásestaba abierto, y dentro se cruzaban y

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entrecruzaban alambres finísimos ensenderos increíblemente complicados.

—Es una cosa muy curiosa —observó elterrícola.

El marciano subió también al estrado.—Es un instrumento muy caro. Me costó

diez mil créditos marcianos.—¿Cómo funciona?—Casi igual que un piano en la Tierra.

Cada uno de los botones superiores controlaun circuito eléctrico diferente. Manipulandolos botones, uno a uno, o juntos, un expertomúsico de portwem puede formar cualquierpatrón concebible de corriente eléctrica. Lospedales de debajo controlan la intensidadde la corriente.

Fields asintió distraídamente y deslizólos dedos, al azar, sobre el teclado. Viocómo el pequeño galvanómetro, localizadojusto encima de las teclas, oscilabaviolentamente cada vez que apretaba unbotón. Aparte de esto, no percibió nada.

—¿Es verdad que el instrumento estátocando?

El marciano sonrió.—Sí, así es. Y una serie de atroces

discordancias, además.

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Tomó asiento frente al instrumento ymurmuró:

—Se hace así.Sus dedos rozaron rápida y

expertamente los brillantes botones.El sonido de una chillona voz marciana

que gritaba con acentos estridentes leinterrumpió, y Garth Jan se detuvo consúbita confusión.

—Es Novi Lon —dijo apresuradamente aFields—. Como de costumbre, no le gustami forma de tocar.

Fields se levantó para saludar al reciénllegado. Tenía, los hombros encorvados y nohabía duda de que con taba una edadavanzada. Un fino trazado de arrugas,especialmente alrededor de los ojos y laboca, cubría su rostro.

—Así que éste es el joven terrícola —exclamó, en un inglés con marcadoacento—. Desapruebo su irreflexión, perosimpatizo con su deseo de asistir a unportwem. Es una lástima que no puedadisfrutar de nuestro sentido más que cincominutos. Sin él, nadie puede decirsinceramente que ha vivido.

Garth Jan se echó a reír.

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—Exagera, Lincoln. Es uno de losmejores músicos de Marte y cree quecualquiera que prefiera respirar a oír unportwem merece la condenación eterna. —Abrazó cariñosamente al anciano—. Fue miprofesor en mi juventud y pasó muchashoras esforzándose en enseñarme lasmejores combinaciones de circuitos.

—Y al final he fracasado, zopenco —dijoel viejo marciano—. He oído tus intentos alentrar. Aún no has aprendido lacombinación fortgass correcta. Estabasprofanando el alma del gran Bar Danin. ¡Mialumno! ¡Bah! ¡Es una vergüenza!

La entrada del tercer marciano, DoneVol, impidió a Novi Lon continuar con sudiatriba. Garth, satisfecho de aqueldescanso momentáneo, se apresuró aacercarse al médico.

—¿Todo listo?—Sí —gruñó Vol con mal humor— y será

un experimento particularmente interesante.Sabemos todos los resultados poradelantado. —Su mirada cayó sobre elterrícola, al que observó coléricamente—.¿Es éste el que quiere ser inoculado?

Lincoln Fields afirmó con impaciencia ysintió que de pronto se le secaban la

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garganta y la boca. Observó al reciénllegado con incertidumbre y se sintióintranquilo al ver una diminuta botella delíquido claro y una hipodérmica que élmédico había extraído del maletín quellevaba.

—¿Qué va usted a hacer? —inquirió.—Nada más que inocularte. Sólo tardará

un segundo —le aseguró Garth Jan—. Verás,en este caso los órganos sensitivos sonvarios grupos de células de la corteza delcerebro. Están activados por luna hormona,una preparación sintética que se empleapara estimular las células durmientes delocasional marciano que ha nacido... er...«ciego». Tú recibirás el mismo tratamiento.

—¡Oh...! ¿Así que los terrícolas poseenesas células corticales?

—En un estado muy rudimentario. Lahormona concentrada las activará, pero sólodurante cinco minutos. Después de estetiempo, literalmente se apagan comoresultado de su inusitada actividad. Luegoya no pueden ser reactivadas en ningunacircunstancia.

Done Vol terminó los preparativos deúltimo momento y se acercó a Fields. Sin

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una palabra, Fields extendió el brazoderecho y la hipodérmica se hundió en él.

Una vez concluida la operación, elterrícola esperó uno o dos minutos y soltóuna carcajada temblorosa.

—No siento ningún cambio.—No lo sentirás hasta dentro de diez

minutos —explicó Garth—. Lleva tiempo.Siéntate cómodamente y descansa. NoviLon ha empezado Canales en el desierto, deBar Danin, es mi favorito, y cuando lahormona empiece su trabajo, estarás en lagloria.

Ahora que la suerte estaba echada,Fields se sentía insensiblemente tranquilo.Novi Lon tocaba sin cesar, y Garth Jan, a laderecha del terrícola, se hallaba sumido enla composición. Incluso Done Vol, el irritablemédico había olvidado su mal genio por elmomento.

Fields sonrió disimuladamente para sí.Los marcianos escuchaban con atención,pero para él la habitación estabadesprovista de sonido y... casi de cualquierotra sensación. Pero —no, era imposible,desde luego— ¿y si todo aquello no fueramás que una broma? Se removió con

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inquietud en su asiento y desechó la idea desu mente.

Los minutos pasaban; los dedos de NoviLon volaban; la expresión de Garth Janrevelaba genuino placer.

Entonces Lincoln Fields parpadeórápidamente. Por un momento una aureolade color pareció rodear al músico y suinstrumento. No podía identificarlo... peroestaba allí. Aumentó y se extendió hasta quela estancia estuvo llena de aquello. Otrosmatices vinieron a sumársele y despuésotros. Se entrelazaban y ondeaban;dilatándose y contrayéndose; cambiandocon velocidad de relámpago ypermaneciendo igual. Se formabanintrincados patrones de brillante tintas paradesaparecer en seguida, estallando ensilenciosas explosiones de colorante los ojosdel joven. Simultáneamente, se produjo laimpresión de sonido. A partir de un susurro,creció hasta convertirse en un glorioso yresonante grito que recorrió la escala entodas direcciones en trepidantes trémolos.Creía oír todos los instrumentos, desde elflautín hasta el contrabajo,simultáneamente, y sin embargo,

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paradójicamente, cada uno de ellos sonabaen su oído con solitaria claridad.

Y junto a esto, se produjo la sensaciónaún más sutil del olor. Desde una sospecha,una simple sombra, se convirtió en unfantasmal campo de flores. Delicadosaromas de especias se sucedieron unos aotros, con una intensidad cada vez másfuerte; en sutiles emanaciones de placer.

Pero todo esto no era nada. Fields losabía. De alguna forma, sabía que lo queoía, veía y olía no eran más que ilusiones...,espejismos de un cerebro que tratabafrenéticamente de interpretar unaconcepción totalmente nueva de la mismaforma vieja y familiar.

Gradualmente, los colores, los sonidos ylos olores murieron. Su cerebro estabaempezando a comprender que seenfrentaba con algo nunca experimentadohasta el momento. El efecto de la hormonase hizo más fuerte, y de pronto —en unaexplosión— Fields supo lo que sentía.

No lo vio, ni lo oyó, ni lo saboreó, ni lopalpó. Sabía lo que era, pero no se leocurría el modo de describirlo. Lentamente,comprendió que no había ninguna palabraque lo designara. Aún más lentamente,

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comprendió que ni siquiera había ningúnconcepto para hacerlo.

Sin embargo, sabía lo que era.En su cerebro golpeaba algo que

consistía en ondas puras de placer... algoque le elevaba fuera de sí mismo y lesumergía de lleno en un universodesconocido para él hasta entonces. Sesumía en la interminable eternidad de...algo. No era sonido ni visión, sino que era...algo. Algo que le rodeaba y le ocultaba detodo lo que había a su alrededor..., eso es loque era. Era interminable e infinito en suvariedad, y con cada onda, avistaba unhorizonte más lejano, y la maravillosasensación se hacía más profunda y dulce, ymás hermosa.

Entonces llegó la discordancia. Primerocomo un ligero crujido... que desfiguró unabelleza perfecta. Después se extendió,ramificó y aumentó, hasta que, por último,se resquebrajó atronadoramente... aunquesin un sólo sonido.

Lincoln Fields, aturdido y perplejo, volvióa encontrarse en la habitación deconciertos.

Se puso tambaleantemente en pie y asióa Garth Jan por el brazo con violencia.

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—¡Garth! ¿Por qué ha parado? ¡Dile quecontinúe! ¡Díselo!

La asombrada expresión de Garth Jan setrocó en otra de piedad.

—Aún está tocando, Lincoln.La confundida mirada del terrícola no

demostró haberle entendido. Miró a sualrededor sin ver nada. Los dedos de NoviLon corrían a lo largo del teclado tanágilmente como antes; la expresión de surostro seguía igual de absorta. Lentamente,comprendió la verdad, y los ojos vacíos deLincoln se llenaron de horror.

Se sentó, emitiendo una exclamaciónahogada, y enterró la cabeza entre lasmanos.

¡Los cinco minutos habían pasado! ¡Nopodían volver!

Garth Jan sonreía... una sonrisa dedesagradable malicia.

—Hace un momento me compadecía deti Lincoln, pero ahora me alegro... ¡mealegro! Tú me obligaste a hacerlo..., meobligaste. Espero que estés satisfecho,porque sin duda yo lo estoy. Durante elresto de tu vida —su voz se convirtió en unmurmullo sibilante— te acordarás de estoscinco minutos y de lo que te pierdes... de lo

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que nunca volverás a tener. ¡Estás ciego,Lincoln..., ciego!

El terrícola alzó un rostro macilento ysonrió, pero no hizo otra cosa que enseñarlos dientes. Necesitó toda la fuerza devoluntad que poseía para mantener un airede compostura.

No fue capaz de hablar. Con pasosvacilantes, salió de la habitación, con lacabeza erguida hasta el fin.

Y en su interior, aquella minúscula yamarga voz, repetía una y otra vez:«¡Vuelves a ser un hombre normal! Te vasciego..., ciego..., CIEGO.»

El verano de 1939 estuvo para mí lleno dedudas e incertidumbre.

En junio me había graduado en Columbia,obteniendo el bachiller de ciencias. Hasta aquí,todo había ido bien. Sin embargo, mi segundatentativa para entrar en la Facultad deMedicina había fracasado, igual que la primera.Para ser sincero, en realidad no deseabaardientemente ingresar en la Facultad deMedicina y sólo me esforcé a medias, pero esome dejaba sin ocupación.

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¿Qué iba a hacer ahora? No quería solicitarningún empleo indefinido en el caso de que loencontrara, de modo que tenía que continuarmis estudios. Me había especializado enquímica, por lo que, al no poder entrar en laFacultad de Medicina, el próximo paso lógicoera lograr el diploma de doctor de estaespecialidad.

La primera cuestión era si podríapermitírmelo monetariamente. (Tambiénhubiera sido la primera cuestión, de haberentrado en la Facultad de Medicina.) Inclusome fue difícil costearme la escuela durantecuatro años, y los reducidos ingresos que meproducían mis escritos, unos doscientosdólares durante el último curso, fueron unaconsiderable ayuda.

Naturalmente, tendría que continuarescribiendo, y, muy naturalmente también, midepresión me lo impedía.

Logré hacer un relato durante aquel verano;se llamaba Vida antes de nacer.

Vida antes de nacer era mi primer intentoen un tema muy distinto a la ciencia-ficción. Sehallaba incluido en el campo aliado de lafantasía (tan imaginativo como la ciencia-ficción, pero sin las restricciones que supone laexigencia de una plausibilidad científica).

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La razón de que escribiera fantasía fue que,a principios de 1939, Street & Smith inició lapublicación de una nueva revista, Unknown, dela que Campbell era director.

Unknown me gustó enseguida. Secaracterizaba por los relatos que ahora sellaman de "fantasía adulta", y a mis diecinueveaños me pareció que el texto era todavía másavanzado y literato que el de Astounding. Comoes natural, deseaba desesperadamente incluirun relato en esta nueva y maravillosa revista.

Vida antes de nacer era una tentativa enesta dirección, pero aparte del mero hecho deque era fantasía, no recuerdo nada sobre ella.El 11 de julio sometí el relato a Campbell, queme lo devolvió el 19. No pude venderlo y ya noexiste.

Agosto fue incluso peor. Toda Europahervía con la horrible posibilidad de una guerra,y el 1 de setiembre empezó la Segunda GuerraMundial con la invasión de Polonia por losalemanes. Durante la crisis, no pude hacer otracosa que escuchar la radio. Hasta el 11 desetiembre no me apacigüé lo bastante comopara iniciar un nuevo relato, Los hermanos.

Los hermanos era ciencia-ficción, y todo loque recuerdo es que trataba de dos hermanos,uno bueno y otro malo, y de un invento

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científico que uno de los dos estabaconstruyendo. El 5 de octubre lo sometí aCampbell, y el 11 de ese mismo mes fuerechazado. Tampoco pude venderlo y ya noexiste.

De modo que el verano había pasadoinfructuosamente y ahora tenía queenfrentarme con otro problema. La Universidadde Columbia no tenía ningunas ganas deaceptarme como estudiante graduado.Creyeron que usaría mi posición para matar eltiempo hasta que pudiera volver a intentar miingreso en la Facultad de Medicina.

Juré que no era así, pero mi posición eravulnerable porque, como estudiante premédicoque era, no me habían hecho seguir un cursode físico-química y por lo tanto no lo hice. Sinembargo, la físico-química era requerida paralos estudios avanzados de química.

Insistí, y finalmente el tribunal deadmisiones formuló la siguiente sugerencia:tendría que hacer una selección de un añocompleto de cursos avanzados y al mismotiempo, tendría que estudiar físico-química ylograr, por lo menos, una B en dicha materia. Sino conseguía la B, me expulsarían y la beca,naturalmente, no sería renovada.

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Uno de los miembros del tribunal me dijo,años más tarde, que se me ofreció estaalternativa en la creencia de que no aceptaríauna serie de términos tan difíciles para mí. Noobstante, como nunca había tenido dificultaden aprobar los cursos, no se me ocurrió siquieraque una serie de requisitos que no exigían másque aprobar ciertos grados fuera tan difícil paramí.

Acepté, cuando a últimos del primersemestre sólo hubo tres A en físico-química enuna clase de sesenta, y yo fui uno de ellos, elperíodo de prueba se dio por terminado.

FIN DE LA EDAD DE ORO I