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ÁLEX GRIJELMO

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ÁÁlleexx GGrriijjeellmmoo (Burgos, 1956) es un divulga-dor de la historia, las reglas y la sociología dellenguaje. Periodista de profesión, formó partede la redacción de El País durante dieciséisaños, como redactor jefe y luego responsabledel Libro de Estilo. Desde 2004 preside laAgencia Efe, y bajo su mandato se ha creadola Fundación del Español Urgente (Fundéu).Ha escrito los libros El estilo del periodista,Defensa apasionada del idioma español, Laseducción de las palabras, La punta de la len-gua y El genio del idioma (Taurus, 2004). Enenero de 1999 recibió el premio nacional deperiodismo Miguel Delibes. Su último libro, Lagramática descomplicada (2006) es un autén-tico éxito de ventas.

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Título: La seducción de las palabras© 2000, Álex Grijelmo© Santillana Ediciones Generales, S.L.© De esta edición: julio 2007, Punto de Lectura, S. L.Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España) www.puntodelectura.com

ISBN: 978-84-663-6991-6Depósito legal: B-31.249-2007Impreso en España – Printed in Spain

Diseño e ilustración de portada: © Pep Carrió y Sonia SánchezDiseño de colección: Punto de Lectura

Impreso por Litografía Rosés, S.A.

Todos los derechos reservados. Esta publicaciónno puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,ni registrada en o transmitida por, un sistema derecuperación de información, en ninguna formani por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia,o cualquier otro, sin el permiso previo por escritode la editorial.

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“Mis títulos no son de sabio,son de enamorado.”

PEDRO SALINAS

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A mis padres, Ana María García y José María Grijelmo; y a todos cuantos

me regalaron las palabras

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Índice

I. EL CAMINO DE LAS

PALABRAS PROFUNDAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

II. PERSUASIÓN Y SEDUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . 37

III. LOS SONIDOS SEDUCTORES . . . . . . . . . . . . . . . . 43

IV. LAS PALABRAS DEL AMOR . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69

V. LOS SÍMBOLOS DE LA PUBLICIDAD . . . . . . . . . 107

VI. EL PODER DE LAS PALABRAS, LAS PALABRAS DEL PODER . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137

La contradicción eficaz . . . . . . . . . . . . . . . . 147Las palabras grandes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159Las palabras largas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169La fuerza del prefijo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175Las metáforas mentirosas . . . . . . . . . . . . . 187Los posesivos y nosotros . . . . . . . . . . . . . . 195Las ideas suplantadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201Las palabras que juzgan . . . . . . . . . . . . . . . 205Los transmisores poseídos . . . . . . . . . . . . 251

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VII. LA INCURSIÓN EN EL ÁREA AJENA . . . . . . . . . 263

VIII. LA DESAPARICIÓN DE LA MUJER . . . . . . . . . . . . 279

IX. EL VALOR DE LAS PALABRAS VIEJAS . . . . . . . . . 295

X. LA SEDUCCIÓN DE LAS PALABRAS . . . . . . . . . . 311

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 325Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 331

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I

El camino de laspalabras profundas

Nada podrá medir el poder que oculta una palabra.Contaremos sus letras, el tamaño que ocupa en un papel,los fonemas que articulamos con cada sílaba, su ritmo,tal vez averigüemos su edad; sin embargo, el espacio ver-dadero de las palabras, el que contiene su capacidad deseducción, se desarrolla en los lugares más espirituales,etéreos y livianos del ser humano.

Las palabras arraigan en la inteligencia y crecen conella, pero traen antes la semilla de una herencia cultural quetrasciende al individuo. Viven, pues, también en los senti-mientos, forman parte del alma y duermen en la memoria.Y a veces despiertan, y se muestran entonces con más vigor,porque surgen con la fuerza de los recuerdos descansados.

Son las palabras los embriones de las ideas, el germendel pensamiento, la estructura de las razones, pero sucontenido excede la definición oficial y simple de losdiccionarios. En ellos se nos presentan exactas, milimé-tricas, científicas… Y en esas relaciones frías y alfabéti-cas no está el interior de cada palabra, sino solamente supórtico. Nada podrá medir el espacio que ocupa una pa-labra en nuestra historia.

Al adentrarnos en cada vocablo vemos un campoextenso en el que, sin saberlo, habremos de notar el olor

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del que se impregnó en cuantas ocasiones fue pronun-ciado. Llevan algunas palabras su propio sambenito col-gante, aquel escapulario que hacía vestir la Inquisición alos reconciliados mientras purgasen sus faltas*; y con élnos llega el almagre peyorativo de muchos términos, in-cluida esa misma expresión que el propio san Benito de-testaría. Tienen otras palabras, por el contrario, un aromaradiante, y lo percibimos aun cuando designen realidadestristes, porque habrán adquirido entonces la capacidad deperfumar cuanto tocan. Se les habrán adherido todos losusos meliorativos que su historia les haya dado. Y conellos harán vivir a la poesía.

El espacio de las palabras no se puede medir porqueatesoran significados a menudo ocultos para el intelectohumano; sentidos que, sin embargo, quedan al alcancedel conocimiento inconsciente.

Una palabra posee dos valores: el primero es personaldel individuo, va ligado a su propia vida; y el segundo se in-serta en aquél pero alcanza a toda la colectividad. Y este se-gundo significado conquista un campo inmenso, donde ca-ben muchas más sensaciones que aquéllas extraídas de supreciso enunciado académico. Nunca sus definiciones (susreducciones) llegarán a la precisión, puesto que por fuerzahan de excluir la historia de cada vocablo y todas las vocesque lo han extendido, el significado colectivo que condi-ciona la percepción personal de la palabra y la dirige.

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* Explica muy bien la historia de esta expresión José María Ro-mera en Juego de palabras, Pamplona, Gobierno de Navarra, Depar-tamento de Educación y Cultura, 1999.

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Hay algo en el lenguaje que se transmite con unmecanismo similar al genético. Sabemos ya de los cro-mosomas internos que hacen crecer a las palabras, y co-nocemos esos genes que los filólogos rastrean hasta lle-gar a aquel misterioso idioma indoeuropeo, origen detantas lenguas y de origen desconocido a su vez. Las pa-labras se heredan unas a otras, y nosotros también here-damos las palabras y sus ideas, y eso pasa de una genera-ción a la siguiente con la facilidad que demuestra elaprendizaje del idioma materno. Lo llamamos así, peroen él influyen también con mano sabia los abuelos, quetraspasan al niño el idioma y las palabras que ellos here-daron igualmente de los padres de sus padres, en unsalto generacional que va de oca a oca, de siglo a siglo,aproximando los ancestros para convertirlos casi en coe-táneos. Se forma así un espacio de la palabra que atraecomo un agujero negro todos los usos que se le hayandado en la historia. Pero éstos quedan ocultos por la raízque conocemos, y se esconden en nuestro subconscien-te. Desde ese lugar moverán los hilos del mensaje subli-minal, para desarrollar de tal modo la seducción de laspalabras *.

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* El lector encontrará con frecuencia la palabra “subliminal”en esta obra. Procede de “sub” (por debajo) y “límina” (umbral).“Subliminal” se aplica a las ideas, imágenes o conceptos que se per-ciben en el cerebro por debajo del umbral de la consciencia; sin dar-nos cuenta. Es decir, que llegan al subconsciente de la persona sinintermediación del cerebro consciente, de manera inadvertida parala razón. (A veces se ha escrito, incluso por especialistas, con la gra-fía “subliminar”.)

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El niño percibe antes la lógica del lenguaje que supropio sonido completo. Por eso dice “yo no cabo” enlugar de “yo no quepo”, porque ha averiguado en su mi-núscula experiencia las relaciones sintácticas y las aplicacon rigor a todo el sistema sin dominar todavía sus ex-cepciones. Esa facilidad de la inteligencia del ser huma-no, capaz de deducir unas reglas que nadie le explicóaún, se extiende después a su competencia para acumularen el inconsciente los valores de cada término, de modoque los cajones que forman las letras unidas, las palabras,se van llenando de ideas, de sugestiones, de historia, desensaciones intransferibles. El más inteligente de los mo-nos es incapaz de hablar, pero el más estúpido de los hu-manos podrá hacerlo aunque sea analfabeto, porque elhabla forma parte de una esencia innata, y la adquisicióndel lenguaje, el primer aprendizaje, no tiene relacióndirecta con la inteligencia. Salvo deformaciones excep-cionales, todos los niños aprenden casi por igual a pro-nunciar sus primeras palabras y a construir sus frases ini-ciáticas, y construyen una gramática creativa, en absolutode imitación. Si imitaran a sus mayores, no dirían “el va-so se ha rompido”; y si pronuncian “ahí viene el altobús”o “el tiempo ha rebuenecido” es porque están desarro-llando su capacidad innata de aplicar las normas grama-ticales y morfológicas que empiezan a intuir. La capaci-dad del habla se debe a la dotación genética del serhumano y, como explican los psicolingüistas, en lo esen-cial está impresa en el genotipo de nuestra especie. Y sedesarrolla mucho o nada, o poco, sí, pero se transmitecomo un legado que acumula experiencias seculares ylas agranda y las enriquece a medida que se heredan.

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Los contextos de las palabras van sumándoles así la his-toria de todas las épocas, y sus significados impregnannuestro pensamiento. Cualquiera que hable una len-gua, como explicó el lingüista norteamericano NoamChomsky, interioriza una gramática generativa que ex-presa el conocimiento de ese idioma; capaz de crear unaeternidad de frases pese a contar con recursos limitados.

Pero igual que se adquieren las herramientas paraconstruir las oraciones, y así como se asumen involunta-riamente las conjugaciones y las concordancias, tambiénse interiorizan los significados; y las palabras consiguenperpetuarse, sumando lentamente las connotaciones decuantas culturas las hayan utilizado.

La competencia lingüística consiste paradójicamen-te en no saber por qué se habla como se habla; en ser ha-blado por la propia lengua de manera inconsciente*. Lasleyes del idioma entran en el hablante y se apoderan deél, para ayudarle a expresarse. Nadie razona previamen-te sobre las concordancias y las conjugaciones cuandohabla, nadie programa su sintaxis cuando va a empezaruna frase. Si acaso, puede analizarla después de haberhablado. Así también las palabras se depositan en el in-consciente, sin razonamientos, y poco a poco adhieren asus sílabas todos los entornos en que los demás las usan.

La palabra “acorde”, por ejemplo, tan inocente enapariencia, nos remite a la música, y ahí tendrá quien oiga

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* Augusto Ponzio y otros en Lingüística y sociedad, México, Si-glo XXI Editores, 1976, citando a Rossi-Landi: “El sujeto no sabepor qué habla como habla, y es hablado por sus mismas palabras”.

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sus fonemas o lea sus letras una referencia clara de signi-ficado. “Acorde” es igual a música: “se escucharon losacordes del himno nacional”, suelen contar las crónicasen una metáfora fosilizada que toma la fracción por eltodo, puesto que los acordes constituyen solamente unaparte de los rudimentos musicales. Y el receptor resumi-rá en su cerebro este mensaje preferente: “se escuchó elhimno nacional”, expresión en la cual la palabra “acor-des” parece no tener misión, puesto que ya damos el va-lor “música” al concepto “himno”, porque la palabra“himno” contiene un espacio amplio para el significado“música”. Pero la voz “acordes” añade un matiz de signi-ficado que se oculta en cualquier análisis somero y queno figurará expresamente en ningún diccionario: si al-guien ha empleado la fórmula “se escucharon los acor-des del himno nacional” habrá querido significar, tal vezsin tener conciencia de ello al pensar las palabras, que setrataba de una ejecución instrumental, porque “los acor-des” remite a tubas, trompetas, clarinetes, la caja del re-doblante, los platillos con los que se arma ese intérpreteque se sitúa en escorzo para ver a sus compañeros desdela esquina… Pese a que las voces humanas de una agru-pación musical también pueden formar acordes, nadiehabrá deducido que aquel himno nacional fuera inter-pretado por un coro.

El receptor descodificará sólo de este modo “losacordes”: oirá por un instante el concepto música, sedu-cido por la historia de la palabra, y también imaginará elhimno que interpretó aquella banda presente en el actooficial. Pero el cien por cien del concepto “los acordes”implica otras connotaciones, que también percibimos en

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su herencia, en los genes que lo han conformado. Los“acordes” musicales los forman las notas que están “deacuerdo” entre sí. Y que, por tanto, son “acordes”. Do,Mi y Sol forman el acorde de Do mayor. Re, Fa y Laconstruyen el acorde de Re menor. Y así sucesivamente,las notas se integran en familias bien avenidas cuyas vi-braciones congenian. Los acordes llevan, pues, el con-cepto subliminal de la música elaborada, de la afinacióncorrecta; y así deducimos sin razonarlo que en aquel ac-to oficial se escuchó un sonido armonioso donde el rit-mo y las notas formaron un conjunto eufónico, acordeconsigo mismo. Ese “se escucharon los acordes del him-no nacional” que utilizan a menudo los cronistas excluyela posibilidad de recibir como mensaje que los intérpre-tes desafinaran. Y si lo hubieran hecho, el narrador difí-cilmente habría escrito de manera espontánea “se escu-charon los acordes”. La fórmula más sencilla “se escuchóel himno nacional” (que unas líneas más arriba presentá-bamos como equivalente a la otra, en su significado desuperficie, puesto que el concepto “himno” ya valía pararepresentar que se trataba de música) difiere de “se escu-charon los acordes del himno nacional” en que aquélla sípuede admitir la hipótesis subliminal de que la orquestilladesafinara. La frase “se escuchó el himno nacional” ha-bría descrito el hecho con distancia, sin dar valor a la ca-lidad de la ejecución artística. Simplemente, se pudoescuchar el himno, y no importa mucho el sonido queofrecieran los músicos, tal vez incluso desafinaron. Otal vez quien lo escribe no estaba presente para saber-lo. En cambio, “se escucharon los acordes del himnonacional” traslada al cerebro receptor, en su significado de

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profundidad, la idea de que ese hecho produjo placer enlos presentes, sin posibilidad alguna de desatino en losinstrumentistas.

Porque ése es el valor profundo de la expresión.Acorde: acuerdo, con armonía entre sus partes.

Aún cabría una inmersión mayor en el espacio espi-ritual de esta sencilla palabra. Porque “acorde” no valesólo por sí misma, no ocupa el lugar de sus propios lími-tes, toma también las referencias y los significados de susvecinas y de sus orígenes, el valor de “acordar”, y de“acuerdo”, por ejemplo; se contagia de ellos en un movi-miento simpático y simbiótico de sus tesoros profun-dos… los que derivan de aquella unión primitiva en eltérmino kerd del idioma indoeuropeo. Y a su vez el con-cepto de “acuerdo” lo percibimos con un perfume posi-tivo porque arranca de cor, cordis, corazón. El acorde mu-sical aúna los corazones de los sonidos, el acuerdo entredos personas las aproxima, logra un trato cordial (de co-razón), busca la concordia y rechaza el incordio. Tambiénun individuo puede adoptar él solo un “acuerdo”, unadeterminación… Pero únicamente alcanzará su valor realy profundo esa expresión, su valor histórico, si se refierea un acuerdo tomado tras deliberación, en conciencia:con el corazón. Y haremos un favor a la persona a quienconsideremos por sí misma capaz de tomar acuerdos, oal juez que los dicta, porque el aroma y la historia del vo-cablo, su poder, la perfumarán con un sentido profundo,inaprehensible al intelecto del ser humano pero que es-talla en su intimidad. Como haremos un favor a la bandamusical a la que hayamos atribuido esos acordes que yasiempre creeremos afinados.

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“Acorde”, pues, se ha ido rebozando en cuantos sig-nificados reunió su raíz, “cordis: corazón”, y los mantieneaunque algunas de sus acepciones cayeran en desuso;porque el verbo “acordar” también significó en otrotiempo “hacer que alguien vuelva a su juicio”, que reen-cuentre su corazón, metáfora antigua de la conciencia. Y,como sucede con las estrellas muertas, habrá desapareci-do la acepción, pero no su reflejo.

El verbo “acordarse” nos muestra a su vez una con-torsión del concepto que toma un valor reflexivo (la ac-ción que se refleja hacia uno mismo) porque aquello delo que nos acordamos es lo que nuestro corazón guarda yhace latir, y nos envía a la memoria.

“Acuerdo” evoca también “concordia”, y el viajepor el túnel del tiempo de su etimología conduce denuevo al corazón, a su raíz; y “concordia” nos sugiere“concordancia”, voces ambas que tienen sus antónimosen “discordia” y “discordancia”… expresión ésta que asu vez forma un concepto musical para amenazar al mástradicional de los “acordes”…

Las palabras que oímos desde niños, que escucha-mos a nuestros abuelos, que leemos y acariciamos, soncerezas anudadas siempre a otras, y aunque las separe-mos con un leve tirón de nuestros dedos mantendránel sabor de sus vecinas, nos enriquecerán la boca con lasavia que han compartido y que se han disputado. Lospsicoanalistas han estudiado muy bien el valor de lapalabra en cada individuo, y la importancia de los lapsus en los que aparece de rondón un término veci-no. José Antonio Marina ha sugerido que las palabrastienen su propio inconsciente y pueden ser también

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psicoanalizadas*. Y con ese psicoanálisis estaríamos exa-minando el subconsciente colectivo de toda una comu-nidad hablante. Porque las palabras se han ido formandodurante los siglos de una manera inteligente y fría, perohan acumulado también un significado emocional queacompañará siempre a sus étimos.

Dice el diccionario que “terrenal” es lo “pertene-ciente a la tierra, en contraposición de lo que perteneceal cielo”; y dice de “terrestre”: “perteneciente o relativoa la tierra. Terrenal. Perteneciente o relativo a la tierraen contraposición del cielo y del mar”. Dice el dicciona-rio, pues, que terrenal y terrestre coinciden en gran par-te de su campo semántico, puesto que ambos términosindican algo que pertenece a la tierra y se contrapone alo que pertenece al cielo. “Comunicación terrestre” fren-te a “comunicación marítima”, frente a “comunicaciónaérea” o “comunicación celeste”. Sin embargo, cómo re-sultaría posible separar todas estas cerezas sin tener encuenta que “terrenal” ha acompañado tantas veces a “pa-raíso”, para formar ambas (contaminándose entre sí) unlugar inventado, un lugar que no se contrapone a celestesino a celestial, un lugar que, pese a corresponder a unadefinición que lo liga con la Tierra, no existe en ningunode sus lugares. Cómo no ver al fondo ese significado de“paraíso terrenal” cada vez que alguien nombrase “co-municación terrenal”, y cómo no apreciar la diferenciaentre “bienes terrestres” y “bienes terrenales” a pesar de

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* José Antonio Marina, Elogio y refutación del ingenio, Barcelo-na, Anagrama, 1996.

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que, con el diccionario en la mano, ambas expresionespuedan resultar sinónimas…

No existen los sinónimos completos. ¿Por qué, si aveces parece que sí? Porque las palabras no sólo signifi-can: también evocan. Y dos palabras de conceptos igua-les no evocan lo mismo si son dos palabras diferentes.

Ni siquiera dos verbos tan iguales, tan indistingui-bles, como “empezar” y “comenzar” se equiparan en suvalor profundo. Se hace difícil hallar diferencias entre“comenzó a llorar” y “empezó a llorar”; pero las hay. Dellatín vulgar comintiare el uno y de las propias raíces cas-tellanas “en” y “pieza” el otro, ya parten de unos oríge-nes muy diferentes, que dan a este último (empezar) mu-cha mayor ductilidad. “No empieces…” le podemosespetar a alguien que se aproxima a la reiteración de al-guna inconveniencia. Jamás “no comiences…”. “Niño, noempieces con eso” no significará lo mismo que “niño,no comiences con eso”. En el primer caso pronunciamosuna admonición; y en el segundo, un consejo. “Por algose empieza”, disculparemos a quien haya resuelto coninsuficiente destreza su primer paso en alguna materia; yeso carecería de equivalencia en “por algo se comienza”,expresión ésta que sonaría artificial y cursi. “El lenguajeno es un producto, sino un proceso psíquico; y estudiareste proceso es estudiar la psiquis humana”, escribe laespecialista Yolanda Fernández*. Analizar por qué se hanpreferido esos usos de “empezar” que no tienen parangón

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* Yolanda Fernández Acevedo en la revista Claves, Buenos Ai-res, mayo de 1999.

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en su casi equivalente “comenzar” supondrá una inmer-sión en los gustos, las manías, las querencias y los deli-rios del cerebro humano que han dado paso a nuestramanera de ser. Y una entrada en el mundo de los resor-tes que conducen a las seducciones humanas.

Tienen las palabras su propio significado y un pocodel significado de cuantas las acompañaron, y mucho delsignificado que fueron adquiriendo en su lugar dentrode las frases, los dichos, los refranes. Comprobamos asícómo se potencian, se vinculan y se amplían en sus pro-fundidades algunos vocablos que se relacionan en su his-toria, en cuanto han sido juntos y han nacido el uno delotro, o se han separado en biológica bipartición: comoestricto y estrecho, de modo que una persona estrecha demiras suele coincidir en nuestra apreciación con alguiensevero en sus juicios; dirigir y derecho, porque el derechoes lo que dirige a la sociedad, la dirige derecha, directa,dirigida; desprecio y despecho, puesto que el despecho semueve al final de su camino con un aire de desdén haciaquien nos ha zaherido; ligar y obligar, voces que compar-ten la raíz de lo que ata, ya sea por voluntad o por obe-diencia; espejo y espejismo, los reflejos que muestran unairrealidad en sí misma; angustia y angosto, el ahogamien-to que sentimos ante una desgracia y que nos cierra lagarganta para convertirla en un pasadizo; lanza y lanzar,agüero y augurio, casa y casado, soltero y solitario, soldado ysolidario, signo y seña, raudo y rápido, pie y peatón, concilioy concejo, veda y veto, peso y pesar, punta y apuntar… Losejemplos resultarían inabarcables, tan inabarcables co-mo las relaciones electrónicas que se producen en lamente entre todas las palabras del diccionario de cada

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cual, y que abarcan incluso a los prefijos, sufijos y afijos.No es casualidad que “nostalgia” muestre la terminaciónmédica del dolor (como lumbalgia o fibromialgia), por-que el dolor siempre estará implícito en la pérdida de lapropia tierra.

Ese valor profundo de las palabras, la historia quehan acumulado en sus miles de millones de usos, los la-zos que mantienen entre sí, las hace cambiar muy lenta-mente. Evolucionan con el ser humano y adquieren nue-vos sentidos, trasladan nuevos temores, llevan a euforiasdiferentes. Hoy en día, por ejemplo, algunos adverbiosvan dejando su sitio a los adjetivos, y eso tiene una razónen el uso, pero el uso tiene una razón… ¿en qué? Cadavez decimos más “esto hay que hacerlo rápido” frente ala opción de las generaciones anteriores que expresaban“esto hay que hacerlo rápidamente” o bien “esto hay quehacerlo deprisa”. Según la gramática normativa, laspalabras adecuadas para esa idea son, en efecto, “rápida-mente” o “deprisa”, puesto que ambas complementan aun verbo (y para complementar a un verbo se necesita unadverbio) y no a un sustantivo (función que correspondea los adjetivos). Pero los adverbios que se forman sobreun adjetivo al que se añade el sufijo “mente” tienden hoyen día a resumirse en la palabra base cuando ésta no chi-rría en exceso según el contexto: “aquí se trabaja duro”en vez de “aquí se trabaja duramente” (un adjetivo en ellugar que corresponde al adverbio), como “hay que ha-blar claro”, en lugar de “hay que hablar claramente”;“ganó fácil” por “ganó fácilmente”; “lo apretaron fuerte”,en vez de “lo apretaron fuertemente” o “lo apretaroncon fuerza”; o “perfecto distingo el negro del blanco”,

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como dice la canción, en lugar de “perfectamente distin-go”… Y “llegaron rápido” en lugar de “llegaron rápida-mente”. Se ve sin dificultad que la economía del lengua-je impera en esta tendencia que quizá algún día se instaleen la gramática normativa una vez que se haya generali-zado entre los hablantes; pero algo de esa teoría falla enla alternativa rápido-deprisa, palabras distintas con lasmismas sílabas. Alguna razón nos hace preferir “lo hizorápido” frente a “lo hizo deprisa”, aunque se trate de si-nónimos y no se produzca economía alguna.

Tal vez la razón estriba en que “rápido” tiene dosbuenas armas para progresar en nuestras memorias lin-güísticas: su brevedad frente a “rápidamente” y, después,la historia negativa que ha acumulado el término “depri-sa”. Hacer las cosas “deprisa” se connota con rematarlasmediante apremio, con improvisación. El diccionario se-ñala, por el contrario, que acometer algo deprisa equiva-le a hacerlo “con celeridad, presteza o prontitud”, sinningún matiz peyorativo. Pero la cereza adherida quetrae esa palabra consigo nos lleva al concepto “con pri-sas”, que entendemos hoy en día como una crítica. Asíque muchos prefieren decir y escribir que el trabajo lohan hecho rápido, aunque eso vulnere una de las estruc-turas en que se basa nuestro idioma y aunque les puedanreconvenir los puristas de la gramática.

Las herencias, pues, no se detienen; siguen progre-sando en la lengua, oponiéndose a la situación de cadamomento. He aquí la verdadera evolución del idioma,la que se impregna de millones de experiencias y de usosque confluyen en una costumbre, decisiones democráti-cas de los pueblos que actúan por su cuenta y enriquecen

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su lengua pese a la influencia de las cúpulas sociales y delos medios de masas, de los que generalmente emananefluvios empobrecedores. Las palabras tienen una vidalarga y amplia, las palabras pronunciadas por los abuelospueden sobrevivir a todas las influencias, porque se in-crustaron en nuestra gramática universal cuando estába-mos adquiriendo las herramientas del lenguaje, las quesiempre anidarán en nuestra inteligencia. Y nuestrosabuelos ya veían con malos ojos que los trabajos se hicie-ran deprisa y corriendo, sin pensar, sin organizarse. De-jaron el terreno abonado para que nosotros, en uso dellenguaje generativo que nos ha sido dado, modifiquemospoco a poco su sentido y cambiemos la gramática.

“El idioma no se inventa, se hereda”, escribe el co-lombiano Fernando Vallejo*. En un libro esclarecedor,este ensayista y novelista muestra (y demuestra) cómo ellenguaje literario de cualquier novela contemporánea esheredero de la Odisea, la Ilíada o la Divina Comedia…aunque el autor del que se trate ni siquiera haya leído estasobras; cómo las fórmulas del estilo y la belleza se trans-miten entre los novelistas al través de los siglos, en unamultitud de influencias y conexiones. Y si se diseminan

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* Fernando Vallejo, Logoi. Una gramática del lenguaje literario,México, Fondo de Cultura Económica, 1998. La frase completa esésta: “El idioma no se inventa: se hereda. Y lo hereda el hombre co-rriente bajo su forma hablada como el escritor bajo su forma litera-ria: en un vocabulario, una morfología, una sintaxis y una serie deprocedimientos y de medios expresivos. En un conjunto, incluso, defrases hechas y refranes, de comparaciones y metáforas ya estableci-das en que abundan la literatura y la vida”.

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por todas las vidas del género humano incluso las fór-mulas estilísticas inconscientes (aposiciones, omisiones,repeticiones, uniones insólitas de palabras, el léxico li-terario…), cómo no vamos a ser también herederos in-conscientes de las propias palabras y de sus recursos, sususos, sus pensamientos implícitos, cuando éstas adquie-ren sus formulaciones más sencillas. Así van acumulandopoder, ampliando su espacio.

El poeta Luis Rosales dibujó esa misma idea, perocon estas letras hermosas: “La palabra que decimos / vie-ne de lejos, / y no tiene definición, / tiene argumento. /Cuando dices: ‘nunca’, / cuando dices: ‘bueno’, / estáscontando tu historia / sin saberlo”*.

Una multitud de vocablos que ahora empleamoshabrá cumplido ya más de dos mil años, tal vez tres mil,y así nuestra “rosa” es la misma rosa que pronunciabanlos invasores romanos en latín, y nuestro “candor” hallegado también con las mismas letras desde allí. Y sonpalabras prerromanas, más longevas aún, “galápago”,“barro”, “berrueco”… Algunas se nos muestran todavíaen ese estado puro, otras se han ido transformando…Unas cambiaron en su camino desde la lengua del impe-rio de Roma, otras hicieron un recorrido tal vez más largoy sinuoso para llegar con el griego; unas cuantas pervi-vieron desde la conquista de los godos, y aún quedan las

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* Luis Rosales, Poesía reunida, Seix Barral, Barcelona, 1981.Citado por Manuel Casado Velarde en Aspectos del lenguaje en los me-dios de comunicación social, lección inaugural del curso 1992-1993 dela Universidade da Coruña.

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que guardan en sus sílabas un origen incierto, y muchasotras se vistieron con la fonética peninsular, pero abriga-da en ella aún se ve su estirpe árabe, algunas navegarondesde América hasta la península Ibérica para establecer-se en el español de los dos lados del mar… No todas laspalabras han evolucionado por igual, ni acumulan las mis-mas experiencias, ni disponen del mismo espacio en losconfines del pensamiento, aun siendo su lugar casisiempre inconmensurable; pero todas han establecidoentre sí durante cientos de años unos vínculos inasibles,que exceden sus definiciones particulares y sólo puedentransferirse al completo cuando se comunican las con-ciencias.

El lenguaje, como ya se ha demostrado en la psico-logía, procede de un encadenamiento de la razón; y nadaresulta casual en él, puesto que “el hablar es condiciónnecesaria del pensar” (W. Humboldt). Y qué mejor refe-rencia de esa imbricación que el hecho de que el vocablologos (“palabra”, en griego) lo hayamos heredado parausarlo en tantas raíces que nos llevan al concepto depensamiento.

El que dicta un texto habla en voz alta para que losdemás obren en consecuencia, y no es otra la imagen quenos viene a la mente cuando oímos la palabra dictador,que asimilamos enseguida con alguien que vocea paradar instrucciones precisas que han de cumplirse a rajatabla.

Todo el idioma está integrado por un cableado for-midable del que apenas tenemos consciencia, y que, sinembargo, nos atenaza en nuestro pensamiento. Pensa-mos con palabras; y la manera en que percibimos estosvocablos, sus significados y sus relaciones, influye en

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nuestra forma de sentir. Y así se extienda nuestro campode palabras, así estarán lejanos o próximos entre sí los lí-mites de nuestra capacidad intelectual. “El lenguaje formaparte de la estructura de nuestra inteligencia”, escribe elensayista español José Antonio Marina, “nos pone en co-municación con nosotros mismos”*. Y la manera en quenos comunicamos con nosotros mismos es la manera enque pensamos y razonamos, la forma en que hacemosuso de una herramienta que adquirimos sin esfuerzo du-rante la infancia y que aún puede crecer y desarrollarseen la madurez.

En esa larga historia de los términos que ahora pro-nunciamos, determinadas palabras se han impregnadode un poder seductor: hacia los demás y también ante lapropia conciencia (es decir: ante la propia inconscien-cia). Son fuerzas de la naturaleza que alcanzaremos a do-minar como el agua embalsada o el fuego de la chime-nea, pero que también pueden desatarse sin que antespercibamos el peligro. El poder del agua, el calor delfuego, la seducción de la voz.

En un principio existieron los conceptos sin pala-bras. Los seres primitivos acomodaron las sílabas de susprimeros rugidos a ideas anteriores al idioma: el peligro,el miedo, el hambre… tal vez los primeros términos lin-güísticos de aquellas tribus dieron nombre a esas sensa-ciones de la supervivencia. Un mono al que se enseñe elconcepto “abrir” podrá aplicarlo después a situaciones

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* José Antonio Marina, La selva del lenguaje, Barcelona, Ana-grama, 1998.

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muy distintas del ejemplo que se haya empleado paraque adquiriese tal palabra. Abrirá puertas, cajones… supropia jaula, cuando se le ordene “abrir”. Por tanto, dis-ponía de esta idea antes de recibir ese término que, sinembargo, no puede pronunciar. Así sucede con los con-ceptos más básicos de nuestra lengua, más intuitivos. Pe-ro después son las palabras las que nos aportan las ideasen nuestros caminos por el aprendizaje intelectual. Lapalabra “abrir” nos sirve también a nosotros para identi-ficar todas las puertas. Pero la primera vez que cada unooyó “escepticismo” pudo incorporar a su catálogo deideas un concepto que no tenía hasta entonces. La pala-bra y la curiosidad por ella le habrán adentrado inclusoen un terreno filosófico y desconocido. Primero aplica-mos palabras (rugidos, gritos) a los conceptos. Y a medi-da que crecemos en el idioma, son los conceptos los querellenan las palabras que hemos oído. Y las relacionan.Porque ya disponen de unas palabras previas que lopermiten.

Más adelante sentiremos en nuestra profundidadlos significados, como dominadores de nuestra propialengua que somos. Tomamos todo el valor que la histo-ria les ha dado, heredamos también lo que supusieronpara las civilizaciones pasadas. Una sola palabra del dic-cionario escogida al azar nos podría llevar por el espaciointerminable de apenas una pequeña parte de nuestrospensamientos.

Las conciencias del mundo actual tienen a la voz“gordo” como peyorativa, generalmente, cuando se apli-ca a un adulto. Quién sabe si ese valor negativo de lagordura guarda más relación con el original gurdus (de

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origen prerrománico, cuyo significado era “estólido” y“necio”*), que con los conocimientos sobre los peligrosde la obesidad.

Apozéke, en griego, llegó a convertirse con los siglosen el español “bodega”, a través del latín apothéca; perotambién derivó en “botica”, al desdoblarse la etimologíacomo ha sucedido en centenares de casos: lidiar y litigar,frígido y frío, caldo y cálido, circo y círculo, ave yavión… Y en español hemos recibido de nuestros ances-tros la expresión “aquí hay de todo, como en botica”,que empleamos para dar idea de la variedad de objetos quese almacenan o se pueden hallar en algún sitio. Pero…“hay de todo, como en botica”… o ¿“como en bodega”?En una farmacia no hay de todo, pero sí en la bodega deun barco o en sus casi sinónimos “despensa”, o “alma-cén”. Todo indica que en la palabra “botica” y en el di-cho donde se ha fosilizado se resiste a desaparecer suconcepto más primitivo, la savia común de dos cerezasde la misma collera transportadas en la misma comporta,llegadas desde cientos y cientos de años atrás, como laraíz indoeuropea apo nos muestra: “lejos de”. Llegadadesde lejos de nuestra tierra y de nuestro tiempo.

“Inteligente” tiene la connotación de inter-ligare:reunir, relacionar. Y consideramos inteligente a la perso-na capaz de extraer conclusiones con el cotejo de hechosaparentemente distintos; y “chabola” es adopción re-ciente del vasco txabola, cuya raíz parece proceder del

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* Rafael Lapesa, Historia de la lengua española, Madrid, Gredos,reimp. de 1997.

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francés jaole (jaula o cárcel); y hoy en día en la jerga car-celaria se le llama “chabolo” a la prisión. Las palabras, enefecto, se heredan a sí mismas pero acumulan la riquezaque lega cada generación, siempre encadenadas por unvínculo resistente.

El éxito del cristianismo tras la dominación romanatuvo su repercusión en el lenguaje: su influencia espiritualalentó, por ejemplo, la formación de los adverbios ter-minados en “mente”: buenamente, sanamente: lo que esbueno o es sano para la mente; y eso lo asumieron miles ymiles de personas, constituyendo un fenómeno masivode evolución de la lengua, como fruto de la obsesión porel análisis de la propia conciencia y el afán por ver en losactos sus intenciones*.

Las palabras tienen, pues, un poder oculto porcuanto evocan. Su historia forma parte de su significadopero queda escondida a menudo para la inteligencia. Ypor eso seducen. Y esa capacidad de seducción no resideen su función gramatical (verbos, sustantivos, adverbios,adjetivos… todos por igual pueden compartir esa fuerza)ni en el significado que se aprecia a simple vista, a simpleoído, sino en el valor latente de su sonido y de su histo-ria, las relaciones que establece cada término con otrosvocablos, la evolución que haya experimentado durantesu larguísima existencia o, en otro caso, el vacío y la fal-sedad de su corta vida. Nietzsche dijo que toda palabraes un prejuicio, y que toda palabra tiene su olor. Sí. Porque

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* R. Lapesa, op. cit.

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toda palabra es previa a sí misma, existía antes de pro-nunciarla. Y en eso reside su poder.

No hablamos aquí del poder evidente del lenguaje.“Sí” y “no” son probablemente las palabras que mayorpoder acumulan por fonema. La autorización y la prohi-bición, la tolerancia y la condena, la libertad y el impedi-mento se resumen en esas dos sílabas tan opuestas en susemantema y que constituyen la contestación más tajan-te y más simple que se pueda conocer. Pero no queremosreferirnos a ese poder intrínseco de las palabras, sino alque puede pasar inadvertido en una comunicación. Esesentido subliminal, subyacente, oculto o semiocultoconstituye el elemento fundamental de su fuerza: eloyente no la conoce.

Quien emplea las palabras de esa forma puede bus-car, con intención encomiable, un efecto literario o qui-zá un endulzamiento amoroso, pero también esta fuerzainterior del lenguaje sirve a quienes intentan manipulara sus semejantes y aprovecharse de ellos. Entre un extre-mo y otro se hallan el uso inconsciente, el ardid comer-cial, la argucia jurídica y la mentira piadosa.

La capacidad de seducción que guardan las palabrasparte de ciertas claves sobre las que podemos reflexionar.Ya nos hemos referido a la fuerza que otorga a cada vo-cablo su historia oculta, el enriquecimiento progresivoque se produce en su estructura semántica; y cuánto va-lor adquiere lo que millones de personas hayan pensadocon él. Y la pureza o las evoluciones (nunca rupturas)con que se transmita de generación en generación. Todo

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eso conforma una potentísima capacidad de seducir,porque esos términos esconden al oído consciente granparte de su significado. También constituye un elementode primera magnitud el sonido de cada término: las con-notaciones que impliquen sus sílabas.

A veces podemos dejarnos llevar, conscientemente,por la música y el valor propio de las palabras. Admirare-mos el talento de un poeta que nos envuelve, o la elegan-cia de un amante que habla a su pareja con frases eleva-das para pedirle lo que, expresado de otro modo, podríaconstituir una bajeza. Y con el mismo gusto con que noshundimos en el ritmo de un poema podremos desentra-ñar la retahíla mentirosa de un pelagallos. Cómo se eligecada palabra para el momento adecuado, cómo se expre-sa con música lo que en realidad es un ruido, cómo se to-can los lugares sensibles de nuestra memoria… Eso es laseducción de las palabras. Un arma terrible.

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II

Persuasión y seducción

Las palabras tienen un poder de persuasión y un po-der de disuasión. Y tanto la capacidad de persuadir comola de disuadir por medio de las palabras nacen en un ar-gumento inteligente que se dirige a otra inteligencia. Supretensión consiste en que el receptor lo descodifique olo interprete; o lo asuma como consecuencia del poderque haya concedido al emisor. La persuasión y la disua-sión se basan en frases y en razonamientos, apelan al in-telecto y a la deducción personal. Plantean unos hechosde los que se derivan unas eventuales consecuencias ne-gativas que el propio interlocutor rechazará, asumiendoasí el criterio del emisor. O positivas, que el receptor de-seará también. Pero todos los psicólogos saben que cual-quier intento de persuasión provoca resistencia. Por pe-queña que parezca, siempre se produce una desconfianzaante los intentos persuasivos, reacción que se hará mayoro menor según el carácter de cada persona. Y según laintensidad del mensaje.

En cambio, la seducción de las palabras, lo que aquínos ocupa, sigue otro camino. La seducción parte de unintelecto, sí, pero no se dirige a la zona racional de quienrecibe el enunciado, sino a sus emociones. Y sitúa en unaposición de ventaja al emisor, porque éste conoce el valor

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completo de los términos que utiliza, sabe de su perfumey de su historia, y, sobre todo, guarda en su mente losvocablos equivalentes que ha rechazado para dejar paso alas palabras de la seducción. No se basa tanto la seduc-ción en los argumentos como en las propias palabras,una a una. No apela tanto a la construcción razonada co-mo a los elementos concretos que se emplean en ella. Suvalor connotativo ejerce aquí una función sublime.

La seducción de las palabras no necesita de la lógi-ca, de la construcción de unos argumentos que se dirijana los resortes de la razón, sino que busca lo expresivo,aquellas “expresiones” que se adornan con aromas dis-tinguibles. Convence una demostración matemática pe-ro seduce un perfume. No reside la seducción en lasconvenciones humanas, sino en la sorpresa que se oponea ellas. No apela a que un razonamiento se comprenda,sino a que se sienta. Lo organizado subyuga, atenaza conargumentos; pero seduce lo natural, lo que se liga al serhumano y a su entorno, a sus costumbres, a la historia,seduce así la naturaleza de las palabras.

Algunas palabras cumplen la función de un olor. Se-duce un aroma que relaciona los sentidos con el lugar odo-rífero más primitivo, el nuevo olor llega así al cerebro sen-sible y activa la herencia que tiene adherida desde la vidaen las cavernas; y le hace identificar esa percepción y susignificado más profundo, más antiguo, con aquellos indi-cios que permitían al ser humano conocer su entorno me-diante las sensaciones que hacían sentirse seguro al caza-dor porque los olores gratos anunciaban la ausencia depeligros; es decir, la inexistencia de olores peligrosos. Laseducción de las palabras, su olor, el aroma que logran

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despertar aquellas percepciones prehistóricas, reside en losafectos, no en las razones. Ante determinadas palabras (es-pecialmente si son antiguas), los mecanismos internos delser humano se ponen en marcha con estímulos físicos quedesatan el sentimiento de aprecio o rechazo, independien-temente de los teoremas falsos o verdaderos. No repara laseducción en abstracciones, en nebulosas generalizantes,sino en lo concreto: es lo singular frente a lo general.

Las palabras denotan porque significan, pero conno-tan porque se contaminan. La seducción parte de lasconnotaciones, de los mensajes entre líneas más que delos enunciados que se aprecian a simple vista. La seduc-ción de las palabras no busca el sonido del significante, quellega directo a la mente racional, sino el significante delsonido, que se percibe por los sentidos y termina, portanto, en los sentimientos.

Todo esto nos lleva a saber que en cada contextoexisten unas palabras frías y unas palabras calientes. Laspalabras frías trasladan precisión, son la base de las cien-cias. Las palabras calientes muestran sobre todo la arbi-trariedad, y son la base de las artes.

Como nos muestra el semiólogo Pierre Giraud,“cuanto más significante es un código, es más restringi-do, estructurado, socializado; e inversamente. Nuestrasciencias y técnicas dependen de sistemas cada vez más co-dificados; y nuestras artes, de sistemas cada vez más des-codificados”*.

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* Pierre Giraud, La semiología, México, Siglo XXI Editores, 1972.

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La historia del concepto “seducir” da a este vocabloun cierto sentido peyorativo, condenado desde su propioregistro oficial. El diccionario de 1739 lo definía sólo conestas frases: “Engañar con arte y maña, persuadir suave-mente al mal”.

Por tanto, la seducción no se ha entendido históri-camente como algo positivo: se ocultaba en la palabra eltemor religioso por tantas veces como se habrá retratadola seducción de un hombre a una doncella, la seducciónde una doncella a un hombre, la seducción del demonioal hombre y a la doncella… Pero no se reflejaba en elaserto del diccionario la seducción que puede ejercerun paisaje, o la seducción de un vendedor ambulanteque proclamaba la eficacia de sus remedios. Y el adverbio“suavemente” de esa definición (que permanece en nues-tro concepto actual: el modo se mantiene) ilustra la tesisque aquí traemos: con dulzura; con el sonido de las pala-bras o la belleza de las imágenes, con recursos que van di-rectos al alma y que vadean los razonamientos.

Aquella idea que identificaba engaño y seducción—dos formas de designar el pecado— en el primer léxi-co de la Academia se matiza en el diccionario actual, queañade una segunda acepción, más conforme con nues-tros tiempos: “Embargar o cautivar el ánimo”. No hayya en esta segunda posibilidad ninguna palabra que des-califique moralmente la seducción; pero se acentúa laidea de que el efecto se busca en las zonas más etéreas dela mente: embargar, cautivar, ánimo. La abstracción de lossentimientos.

Lo mismo ocurre con un verbo de significado muycercano: “fascinar”. No en su primera acepción (hoy

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apenas empleada) que define este concepto como “hacermal de ojo”. Sino como se explica después, en sentido fi-gurado: “engañar, alucinar, ofuscar”. Finalmente, la ter-cera posibilidad (igualmente en sentido figurado) es laque consideramos aquí: “atraer irresistiblemente”.

La seducción y la fascinación (la primera precede ala segunda), pueden servir, pues, tanto para fines positi-vos como negativos, y así las entendemos ahora. Pero, encualquier caso, se producen dulcemente, sin fuerza niobligación, de modo que el receptor no advierta que es-tá siendo convencido o manipulado, para que no opongaresistencia.

A veces la seducción de las palabras no trasluce unainvestigación intelectual sobre el léxico —siquiera fueserudimentaria— a cargo de quien la utiliza, sino una me-ra intuición del hablante. Es decir, el emisor ejerce suherencia lingüística de una manera tan inadvertida comoun novelista de hoy copia sin saberlo las estructuras dealgunas frases de Quevedo, o como el niño comprende lasreglas de la sintaxis. Sin embargo, siempre habrá enquien intente seducir con las palabras un atisbo de cons-ciencia cuando las emplee para la seducción. Las habrádescubierto intuitivamente, siendo hablado por el idioma,pero las pronunciará con plena responsabilidad. Con laintención de manipular a los incautos.

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