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LIBERACIÓN

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3º de la serieJuntos

Ally Condie

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ARGUMENTO

¿Es posible elamor sin libertadpara amar? Cassia yKy creen que no. Porello, tras tantotiempo luchando porestar juntos, cuandopor fin lo logran...vuelven a separarse.Y es que, ahora,deben combatir porun fin superior: la

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libertad. Cassia y Ky

abandonaron laSociedad tras lapromesa de unmundo más libre enel que poder estarjuntos, lejos de lasAutoridades y de sustiránicas normas.Pero ahora que lohan encontradodeben volver asepararse: a Cassiael Alzamiento le haasignado un puesto

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como infiltrada en elcorazón de laSociedad; mientrasque Ky deberátrabajar en larebelión desde elotro lado de lafrontera.Sin embargo, nadasaldrá como estabaprevisto y pronto sedarán cuenta de quela libertad es unapeligrosa arma dedoble filo...

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LA HISTORIA DELPILOTO

Un hombre empujó una piedra colinaarriba. Cuando llegó a la cima, la piedra rodóhasta abajo y él volvió a empezar. En el pueblocercano, la gente lo vio. «Un castigo», dijo.Nadie lo acompañó ni trató de ayudarle, porquetemían a quienes habían impuesto el castigo. Elhombre siguió empujando. La gente continuómirando.

Años después, una nueva generación sedio cuenta de que la colina estaba engullendo alhombre y su piedra igual que la noche engulle al

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día. Ya solo se veía parte de la piedra y delhombre mientras la empujaba por la cima.

Una niña sintió curiosidad y, un buendía, subió a la colina. Cuando se halló máscerca, le sorprendió ver que la piedra teníagrabados nombres, fechas y lugares.

—¿Qué son todas esas palabras? —preguntó.

—Las penas del mundo —respondió elhombre—. Las cargo hasta la cima, una y otravez.

—Las utilizas para desgastar la colina—dijo la niña al ver el hondo surco que habíaabierto la piedra.

—Construyo una cosa —contestó elhombre—. Cuando termine, tú ocuparás mi

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lugar. La niña no tuvo miedo. —¿Qué construyes? —Un río —respondió el hombre. La niña bajó de la colina, extrañada de

que alguien pudiera construir un río. Pero nomucho después, cuando llegaron las lluvias y elagua inundó el largo surco y se llevó al hombre aalgún lugar lejano, vio que él tenía razón y ocupósu lugar : empujó la piedra y cargó con las penasdel mundo.

Así es como nació el Piloto. El Piloto es un hombre que empujó una

piedra y el agua se lo llevó. Es una mujer queatravesó el río y miró el cielo. El Piloto es joveny viejo, y tiene los ojos de todos los colores y el

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pelo de todos los tonos; vive en desiertos, islas,bosques, montañas y llanuras.

El Piloto encabeza el Alzamiento, larebelión contra la Sociedad, y no muere nunca.Cuando el tiempo de un Piloto se agota, otroocupa su lugar.

Y así sucesivamente, una y otra vez,como una piedra cuando rueda.

En un lugar que no sale en los mapas dela Sociedad, el Piloto vivirá y gobernarásiempre.

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PRIMERA PARTE

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EL PILOTO

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CAPÍTULO 1Xander

«Todas las mañanas, el sol sale ytiñe la tierra de rojo, y yo pienso: “estepuede ser el día en que todo cambie”.Quizá hoy caiga la Sociedad. Vuelve ahacerse de noche y todos seguimosesperando. Pero sé que el Piloto existe.»

Tres funcionarios se dirigen a lapuerta de una casita al atardecer. La casaes como todas las otras de la calle: dospostigos en las tres ventanas de la

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fachada, cinco escalones hasta la puerta yun pequeño arbusto espinoso plantado ala derecha del camino.

El funcionario de más edad, unhombre de pelo cano, levanta la manopara llamar a la puerta.

«Un. Dos. Tres.»Los funcionarios están tan cerca del

cristal que veo la insignia circular cosidaal bolsillo derecho del uniforme del másjoven. El círculo es rojo y parece una gotade sangre.

Sonrío, y también lo hace él.Porque el funcionario soy yo.

Antes la ceremonia del funcionariose celebraba por todo lo alto. La Sociedad

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organizaba una cena de gala en elAyuntamiento, y los candidatos podíanllevar a sus padres y a su pareja. Pero, alno tratarse de una de las tres grandesceremonias (la ceremonia de bienvenida,el banquete de emparejamiento y elbanquete final), ya no es lo que era. LaSociedad ha comenzado a recortar gastosy supone que los funcionarios son losuficientemente leales para no quejarse deque su ceremonia ya no sea tan lujosa.

Asistimos otros cuatro candidatos yyo, todos con nuestro nuevo uniformeblanco. El funcionario superior meprendió la insignia al bolsillo: el círculorojo que representa al Ministerio Médico.Después prometimos no defraudar a la

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Sociedad, y nuestras voces resonaron bajola bóveda del Ayuntamiento casi vacío.Eso fue todo. A mí no me importó que laceremonia no tuviera nada de especial.Porque, de hecho, no soy funcionario. Esdecir, lo soy, pero en realidad soy leal alAlzamiento.

Una chica que lleva un vestidovioleta pasa por detrás de nosotros a buenpaso. Veo su reflejo en la ventana. Llevala cabeza gacha, como si no quisiera quereparáramos en ella. Va seguida de suspadres, y los tres se dirigen a la parada deltren aéreo más cercana. Hoy es díaquince, de manera que el banquete deemparejamiento se celebra esta noche. Nisiquiera ha trascurrido un año desde que

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subí las escaleras del Ayuntamiento conCassia. Ahora los dos estamos muy lejosde Oria.

Una mujer abre la puerta de la casa.Lleva en brazos a su hijo recién nacido, elniño al que hemos venido a ponernombre.

—Pasen, por favor —nos dice—.Les esperábamos.

Parece cansada, incluso este día,que debería ser uno de los más felices desu vida. La Sociedad prefiere eludir eltema, pero la situación es más cruda enlas provincias exteriores. Parece que losrecursos partan de Central y vayanmenguando conforme se alejan de la urbe.En la provincia de Camas, todo está sucio

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y deslucido.Cuando la puerta se cierra detrás de

nosotros, la mujer nos enseña a su hijo.—Hoy cumple siete días —dice,

aunque, naturalmente, nosotros ya losabemos. Por eso estamos aquí. Laceremonia de bienvenida siempre secelebra una semana después del parto.

El niño tiene los ojos cerrados,pero sabemos, gracias a nuestros datos,que son muy azules. Y que tiene el pelocastaño. También sabemos que nació atérmino y que, bajo la manta que lo ciñe,tiene diez deditos en las manos y diez enlos pies. La primera muestra de tejido quele extrajeron en el centro médico parecía

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excelente.—¿Están todos listos para

empezar? —pregunta el funcionarioBrewer. Al ser el funcionario más antiguode nuestro comité, es el que está almando. Su voz tiene el equilibrio justo debenevolencia y autoridad. Ha hecho estomiles de veces. En determinado momentome pregunté si no sería el Piloto. Desdeluego lo parece. Y es muy organizado yeficiente.

Naturalmente, el Piloto podría sercualquiera.

Los padres asienten.—Según nuestros datos, falta el

hermano mayor —declara Lei, la segunda

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en la cadena de mando, con su dulzurahabitual—. ¿Quieren que esté presente enla ceremonia?

—Estaba cansado después de cenar—responde la madre, con aire de disculpa—. Se le cerraban los ojos. Lo heacostado temprano.

—No se preocupe —dice lafuncionaria Lei. Como el niño solo tienedos años prácticamente recién cumplidos(una diferencia de edad casi ideal entrehermanos), no se requiere su presencia.Además es poco probable que recuerde laceremonia.

—¿Qué nombre han decididoponerle? —El funcionario Brewer seacerca al terminal del recibidor.

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—Ory —responde la madre.Brewer introduce el nombre en el

terminal, y la madre cambia al niño depostura.

—Ory —repite Brewer—. ¿Y desegundo nombre?

—Burton —responde el padre—.Un apellido.

La funcionaria Lei sonríe.—Es un nombre precioso.—Vengan a ver cómo queda —les

invita el funcionario Brewer.Los padres se acercan al terminal

para leer el nombre de su hijo: OryBurton Farnsworth. Debajo de las letras,

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aparece el código de barras que laSociedad ha asignado al niño. Si Ory llevauna vida ideal, la Sociedad utilizará elmismo código de barras para identificar lamuestra de tejido que le extraerán en subanquete final.

Pero la Sociedad no va a durartanto.

—Voy a mandarlo —dice elfuncionario Brewer—, si no hay ningúncambio o corrección que deseen hacer.

Los padres se acercan más paracomprobar el nombre por última vez. Lamadre sonríe y sostiene a su hijo cerca dela pantalla, como si él pudiera leer sunombre.

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Brewer me mira.—Funcionario Carrow —dice—,

hora de la pastilla.Es mi turno.—Tenemos que administrarle la

pastilla delante del terminal —recuerdo alos padres.

La madre levanta a Ory todavía máspara que el terminal pueda grabarle bienla cabeza y la cara.

Siempre me ha gustado el aspectode las pastillitas inmunizantes queadministramos en la ceremonia debienvenida. Son redondas y parecencompuestas por tres pedacitos de tarta:uno azul, uno verde y uno rojo. Aunque

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su contenido es completamente distintode las tres pastillas que el niño llevaráconsigo más adelante, el uso de losmismos colores simboliza la vida quetendrá en la Sociedad. Las pastillasinmunizantes tienen un aire infantil ymucho colorido. Siempre me recuerdanlas paletas de pinturas de los terminalesde nuestro centro de primera enseñanza.

La Sociedad administra la pastillainmunizante a todos los niños reciénnacidos para protegerlos de enfermedadese infecciones. Los bebés la toman sinproblemas porque se disuelve de formainstantánea. El procedimiento es muchomás humano que las vacunasadministradas por las sociedades

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anteriores, que se inyectaban con unaaguja. Incluso el Alzamiento planeaseguir administrando la pastillainmunizante cuando suba al poder, perocon una serie de modificaciones.

El niño se despierta cuandodesenvuelvo la pastilla.

—¿Le importaría abrirle la boca?—pido a la madre.

Cuando ella lo intenta, Ory vuelvela cabeza en busca de alimento y trata demamar. Todos nos reímos y, mientrastiene la boca abierta, le introduzco lapastilla. Se le disuelve por completo en lalengua. Solo queda esperar a que traguesaliva, y el niño lo hace en el momentojusto.

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—Ory Burton Farnsworth —diceel funcionario Brewer—, te damos labienvenida a la Sociedad.

—Gracias —responden los padresal unísono.

«Como siempre, nadie ha notado elcambio.»

La funcionaria Lei me mira ysonríe. La larga melena negra le cae sobreel hombro. A veces pienso que tambiénforma parte de la rebelión y sabe lo quehago: cambiar las pastillas inmunizantespor las que me ha dado el Alzamiento.Casi todos los niños que han nacido enlas provincias en estos dos últimos añoshan tomado pastillas inmunizantes del

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Alzamiento, no de la Sociedad. Otrospartidarios del Alzamiento como yo hanestado sustituyéndolas.

Gracias al Alzamiento, este bebé nosolo será inmune a la mayoría de lasenfermedades. También lo será a lapastilla roja, para que la Sociedad nopueda robarle los recuerdos. Alguien hizoeso por mí cuando nací. Y también porKy. Y probablemente por Cassia.

Hace años el Alzamiento se infiltróen los laboratorios donde la Sociedadconfecciona las pastillas inmunizantes.Por ese motivo, además de las pastillaselaboradas según la fórmula de laSociedad, hay otras confeccionadas parael Alzamiento. Nuestras pastillas, aparte

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de utilizar todos los ingredientes de laSociedad, tienen, entre otras cosas, lapropiedad de inmunizar contra la pastillaroja.

Cuando nosotros nacimos elAlzamiento no disponía de suficientesrecursos para confeccionar y administrarpastillas a todo el mundo. Tuvo que elegirsolo a algunos, basándose en quién creíaque podría serle útil más adelante. Ahorapor fin tiene suficientes pastillas paratodos.

El Alzamiento es para todos.Y no va… no vamos a fracasar.

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Como la acera es estrecha, caminodetrás de los funcionarios Brewer y Leicuando regresamos al automóvil aéreo.Otra familia con una hija vestida para elbanquete de emparejamiento se apresuracalle abajo. Van con retraso, y la madreno está nada contenta.

—Mira que te lo he dicho veces —reprocha al padre. Entonces nos ve y separa en seco.

—Hola —digo al cruzarme conellos—. Enhorabuena.

—¿Cuándo verás a tu pareja? —mepregunta la funcionaria Lei.

—No lo sé —respondo—. LaSociedad aún no ha fijado nuestra

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próxima comunicación por terminal.La funcionaria Lei es un poco

mayor que yo. Al menos tiene veintiúnaños, porque ya ha formalizado sucontrato matrimonial. Desde que laconozco, su marido está destacado con elejército en algún lugar próximo a lasprovincias fronterizas. No puedopreguntarle cuándo va a regresar. Esinformación confidencial. Creo que nisiquiera ella lo sabe.

A la Sociedad no le gusta quedemos demasiados detalles cuandohablamos de nuestra profesión. Cassiasabe que soy funcionario, pero no tieneuna idea precisa de lo que hago. Hayfuncionarios en todos los ministerios de

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la Sociedad.La Sociedad forma a trabajadores

de muchos tipos en el centro médico.Todo el mundo conoce a los médicosporque realizan diagnósticos y ayudan alas personas. También hay quirurgos, queoperan, farmacólogos que confeccionanmedicamentos, enfermeros, que atiendena los pacientes, y doctores como yo.Nuestro cometido consiste en supervisaraspectos del ámbito médico, por ejemplo,gestionar centros médicos. O, si nosnombran funcionarios, a menudo nospiden que trabajemos en comités, que eslo que hago yo. Nos ocupamos de ladistribución de pastillas a los bebés ycolaboramos en la extracción de muestras

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de tejido en los banquetes finales. Segúnla Sociedad, este es uno de los cometidosmás importantes que puede tener unfuncionario.

—¿Qué color eligió? —mepregunta la funcionaria Lei cuandoestamos cerca del automóvil aéreo.

Por un instante, no sé a qué serefiere, pero enseguida comprendo quepregunta por el vestido de Cassia.

—El verde —respondo—. Estabapreciosa.

Oímos un grito y nos volvemos a lavez. Es el padre del bebé. Se acercacorriendo con todas sus fuerzas.

—¡No puedo despertar a mi hijo

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mayor! —grita—. He ido a ver si seguíadormido y… le pasa algo.

—¡Póngase en contacto con losmédicos por el terminal! —grita elfuncionario Brewer, y los tres echamos acorrer hacia la casa.

Entramos sin llamar y nosdirigimos a la parte de atrás, dondesiempre están las habitaciones. Lafuncionaria Lei se apoya en la pared conuna mano antes de que el funcionarioBrewer abra la puerta de la habitación.

—¿Te encuentras bien? —lepregunto. Ella asiente.

La madre nos mira, blanca como elpapel. Aún tiene al bebé en brazos. El

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otro niño yace inmóvil en la cama.Está acostado de lado y nos da la

espalda. Respira, pero despacio, y la ropade diario le queda un poco holgadaalrededor del cuello. Parece tener buencolor. Le veo una pequeña marca rojaentre los omóplatos y siento lástimacombinada con exultación.

«Ya está aquí.»El Alzamiento dijo que tendría este

ascepto.Tengo que contenerme para no

mirar a nadie. «¿Quién más lo sabe?» ¿Hayalgún otro rebelde aquí? ¿Han visto lamisma información que yo sobre cómotendrá lugar la rebelión?

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«Aunque el período de incubaciónpuede variar, una vez que la enfermedadse manifiesta, el paciente empeora conrapidez. Comienza a balbucear y sufre undeterioro que lo sume en un estado casicomatoso. El signo más revelador delvirus vivo de la Plaga es una o máspequeñas marcas rojas en la espalda delpaciente. Cuando la Plaga se hayaextendido entre la población general y laSociedad ya no pueda seguir ocultándola,comenzará el Alzamiento.»

—¿Qué es? —pregunta la madre—.¿Está enfermo?

Una vez más, los tres nos movemosa un tiempo. La funcionaria Lei toma elpulso al niño en la muñeca. El

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funcionario Brewer se vuelve hacia lamujer. Yo trato de colocarme entre ella yel niño que yace inmóvil en la cama.Mientras no tenga la certeza de que elAlzamiento ha comenzado, deboproceder como de costumbre.

—Respira —dice el funcionarioBrewer.

—Tiene buen pulso —añade lafuncionaria Lei.

—Los médicos llegarán enseguida—informo a la madre.

—¿No pueden hacer nada por él?—pregunta—. Darle alguna medicina otratamiento…

—Lo siento —se disculpa el

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funcionario Brewer—. Necesitamos ir alcentro médico antes de poder hacer nadamás.

—Pero está estable —le aseguro.«No se preocupe», quiero añadir. «ElAlzamiento tiene una cura.» Espero queperciba la esperanza en mi voz, ya que nopuedo explicarle cómo sé que todo irábien.

«Ya está aquí. El comienzo delAlzamiento.»

Una vez que el Alzamiento suba alpoder, todos podremos decidir. ¿Quiénsabe lo que sucederá entonces? Cuando labesé en el distrito, Cassia se quedó sinaliento debido a lo que creo que fuesorpresa. No por el beso: eso ya se lo

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esperaba. Creo que le asombró lo quesintió.

En cuanto tenga ocasión, quierovolver a decírselo, en persona: «Cassia,estoy enamorado de ti y te deseo. ¿Quéhace falta para que tú sientas lo mismo?¿Un mundo nuevo?».

Porque es lo que vamos a tener.La madre se acerca un poco más a

su hijo.—Es solo —dice, y se le entrecorta

la voz— que está muy quieto.

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CAPÍTULO 2Cassia

Ky dijo que se reuniría conmigoesta noche, junto al lago.

Cuando lo vea le besaré primero yoa él.

Él me abrazará tan fuerte que lospoemas que guardo bajo la camisa, cercadel corazón, crujirán, un sonido tan tenueque solo lo oiremos los dos. Y la músicade sus latidos, su respiración, la cadenciay el timbre de su voz me harán cantar.

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Él me explicará dónde ha estado.Yo le diré adónde quiero ir.Estiro los brazos para asegurarme

de que no me asoma nada por los puñosde la camisa. El vestido rojo de seda quellevo debajo queda bien disimulado por elcorte poco favorecedor de mi ropa dediario. Es uno de los Cien Vestidos,posiblemente robado, que apareció en unintercambio. Tener una prenda de colorcomo esta para ponerla a contraluz ypasármela por la cabeza, poder sentirmeasí de radiante, bien vale el precio quepagué: un poema.

Clasifico para la Sociedad enCentral, su capital, pero el Alzamiento meha encargado un trabajo, y también

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colaboro con los archivistas.Externamente soy una chica de laSociedad que viste ropa de diario. Pero,debajo, llevo seda y papel sobre la piel.

He descubierto que este es el mejormodo de llevar los poemas; me losenrollo alrededor de las muñecas, me loscoloco sobre el corazón. Por supuesto, nollevo todas las páginas conmigo. Heencontrado un lugar donde esconder lamayoría. Sin embargo, hay unos pocospoemas de los que nunca me desprendo.

Abro el pastillero. Dentro veo lastres pastillas: la azul, la verde y la roja. Yotra cosa. Un papelito en el que he escritola palabra «recuerda». Si la Sociedadalguna vez me obliga a tomar la pastilla

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roja, me lo meteré en la manga y así sabréque me ha borrado la memoria.

No puedo ser la primera persona enhacer una cosa como esta. ¿Cuánta gentesabe algo que no debería, no lo que haolvidado, sino el hecho de que haolvidado?

Y también es posible de que noolvide nada, que sea inmune como Indie,Xander y Ky.

La Sociedad cree que la pastilla rojame hace efecto. Pero no lo sabe todo.Según ella, nunca he estado en lasprovincias exteriores. Nunca heatravesado cañones ni navegado río abajobajo un cielo cuajado de estrellas envueltaen una lluvia de espuma plateada. Que

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ella sepa, nunca me he ido.

—Esta es tu historia —me dijo elmilitar del Alzamiento antes de que meenviaran a Central—. Esto es lo que diráscuando te pregunten dónde has estado.

Me entregó una hoja de papel. Leílas palabras impresas: «Los militares meencontraron en el bosque de Tana, cercade mi campo de trabajo. No recuerdonada de la última tarde y noche que paséallí. Lo único que sé es que terminé en elbosque».

Lo miré.

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—Tenemos a un militar que estádispuesto a corroborar tu historia y adecir que te encontró en el bosque —añadió.

—Y la idea es que me dieron unapastilla roja —dije—. Para que meolvidara de que los vi llevarse a las otraschicas en aeronaves.

Él asintió.—Al parecer una de ellas armó

alboroto. Tuvieron que dar pastillas rojasa varias chicas que se despertaron y lavieron.

«Indie», pensé. Ella es la que echó acorrer y se puso a gritar. Sabía lo que ibaa suceder.

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—Diremos que desaparecistedespués de eso —prosiguió el militar—.Te perdieron de vista durante unmomento, y tú te alejaste mientras lapastilla roja te hacía efecto. Teencontraron al cabo de varios días.

—¿Cómo sobreviví? —pregunté.Puso un dedo en la hoja de papel.«Tuve suerte. Mi madre me había

explicado cómo identificar las plantasvenenosas, así que busqué plantas. Ennoviembre, aún hay algunas que soncomestibles.»

En cierto modo, esa parte eracierta. Las palabras de mi madre meayudaron a sobrevivir, pero fue en la

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Talla, no en el bosque.—Tu madre trabajaba en un

arboreto —dijo el militar—. Y tú ya hasestado en el bosque.

—Sí —respondí. Era el bosque dela Loma, no el de Tana, pero, con unpoco de suerte, se parecerían lo suficiente.

—Así todo cuadra —concluyó.—A menos que la Sociedad me

interrogue demasiado a fondo —objeté.—No lo hará —me aseguró—.

Aquí tienes una caja plateada y unpastillero para reponer los que hasperdido.

Los cogí y abrí el pastillero. Unapastilla azul, una verde. Y una roja, para

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sustituir la que supuestamente habíatomado por orden de un funcionario enTana. Pensé en las otras chicas que sí latomaron; la mayoría no recordarían aIndie ni sus gritos. Ella habríadesaparecido. Igual que yo.

—Recuerda —dijo—. Puedesacordarte de que estabas sola en el bosquey del tiempo que pasaste alimentándote abase de plantas. Pero se te ha olvidadotodo lo que pasó doce horas antes de quesubieras a la aeronave.

—¿Qué quieren que haga cuandoesté en Central? —le pregunté—. ¿Porqué me han dicho que donde más útilseré al Alzamiento es dentro de laSociedad?

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Vi que trataba de formarse unaopinión de mí, de decidir si me veía capazde desempeñar lo que estaba a punto deencargarme.

—La Sociedad planeaba darte tupuesto de trabajo definitivo en Central —respondió. Yo asentí—. Eresclasificadora. Y buena, según los datos dela Sociedad. Ahora que creen que te hasrehabilitado en el campo de trabajo, terecibirán con los brazos abiertos, y elAlzamiento puede sacar partido de eso.—Entonces me explicó a qué clase declasificación debía estar atenta y qué debíahacer cuando apareciera—. Tendremosque ser pacientes —añadió—. Puedetardar.

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Al parecer fue un buen consejo,porque, de momento, todavía no heclasificado nada fuera de lo normal. Almenos que yo recuerde. Pero me da igual.No necesito que el Alzamiento me digacómo luchar contra la Sociedad.

Siempre que tengo ocasión, escriboletras. Las he hecho de muchas maneras:una «K» con briznas de hierba; una «X»con dos palos cruzados cuya negracorteza mojada contrastaba con laplateada superficie metálica de un bancodel espacio verde próximo al trabajo.Dibujé una «O» con un circulito depiedras que parecía una boca abierta. Y,por supuesto, también escribo como Kyme enseñó.

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A dondequiera que voy, buscoletras. De momento nadie más escribe o,si lo hace, yo no lo he visto. Perosucederá. Puede que, ahora mismo,alguien esté chamuscando un palito comoKy me explicó que hacía él,disponiéndose a escribir el nombre de unser querido.

Sé que no soy la única que haceestas cosas, que comete pequeños actos derebelión. Hay personas que nadancontracorriente, y sombras que avanzanlentamente por el fondo. Yo fui la quemiró arriba cuando algo oscuro pasó pordelante del sol. Y he sido la propiasombra, apenas visible en el lugar dondela tierra y el agua se juntan con el cielo.

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Día tras día empujo colina arriba lapiedra que me ha dado la Sociedad, una yotra vez. Dentro de mí llevo todo lo queme da fuerza, mis ideas, las piedrecitasque elijo. Me ruedan por la cabeza,algunas ya lisas de tanto girar, otrastodavía irregulares, y las hay que cortan.

Segura de que llevo los poemasbien escondidos bajo la ropa, recorro elpasillo de mi minúsculo piso y llego alrecibidor. Estoy a punto de salir cuandoalguien llama a la puerta. Me sobresaltoun poco. ¿Quién puede ser a estas horas?Como muchos de los ciudadanos que ya

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tienen un puesto de trabajo definitivopero todavía no han formalizado sucontrato matrimonial, yo vivo sola. Y, aligual que ocurre en los distritos, laSociedad no nos anima a visitarnos ennuestros domicilios.

Hay una funcionaria en la puertaque me sonríe con amabilidad. Está sola,y eso me llama la atención. Losfuncionarios casi siempre van en gruposde tres.

—¿Cassia Reyes? —pregunta.—Sí —respondo.—Necesito que vengas conmigo —

dice—. Tienes que hacer horas extra en elcentro de clasificación.

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«Pero esta noche tengo quereunirme con Ky.» Parecía que finalmentela suerte comenzaba a sonreírnos: Ky porfin tiene un vuelo a Central, y el mensajeque me mandó diciendo dónde podíamosvernos llegó justo a tiempo. A veces,nuestras cartas tardan semanas en llegar,no días, aunque esta lo hizo enseguida.Me inunda la impaciencia mientras miro ala funcionaria, con su uniforme blanco, surostro impasible y su pulcra insignia.«Dejadnos en paz —pienso—. Utilizadlos ordenadores. Que hagan ellos todo eltrabajo.» Pero eso es contrario a uno delos principios clave de la Sociedad, unprincipio que nos inculcan desde quesomos pequeños: «La tecnología puede

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fallarnos, igual que les ocurrió a lassociedades que nos precedieron».

Entonces comprendo que lapetición de la funcionaria podría ocultaralgo más: ¿habrá llegado el momento deque haga lo que me ha pedido elAlzamiento? La expresión de lafuncionaria sigue tranquila. Es imposiblesaber qué datos tiene y para quién trabaja.

—Los demás se reunirán connosotras en la parada del tren aéreo.

—¿Tardaremos mucho? —pregunto.

No me responde.

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Mientras viajamos en el tren aéreo,pasamos por delante del lago, ahorasumido en la oscuridad.

En Central nadie va al lago. LaSociedad aún no ha conseguidodescontaminarlo, y no es seguro bañarseen él ni beber su agua. La Sociedad haderribado casi todo los embarcaderosdonde los ciudadanos amarrabanantiguamente sus barcos. Pero, cuando esde día, se ven los tres que quedan en unaparte. Parecen tres dedos que se adentranen el agua, todos de la misma longitud,todos extendidos hacia la otra orilla. Hacemeses, cuando llegué a Central, hablé aKy de este sitio y le dije que sería un buen

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lugar para reunirnos, un enclave que élvería desde arriba que a mí me ha llamadola atención desde abajo.

Ahora, por las ventanillas del otrolado del tren aéreo, veo aparecer la cúpuladel Ayuntamiento, una luna demasiadopróxima que nunca se oculta. Muy a mipesar, cada vez que veo su familiar silueta,siento una pizca de orgullo y oigo loscompases del himno de la Sociedadsonándome en la cabeza.

Nadie va al Ayuntamiento deCentral.

Hay un alto muro blanco alrededordel Ayuntamiento y los edificios aledaños.Ya estaba construido cuando llegué.«Reformas —dice todo el mundo—. La

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Sociedad volverá a abrir la zona inerteenseguida.»

Estoy fascinada por la zona inerte,y por su nombre, que nadie parece capazde explicarme. También estoy intrigadapor lo que hay al otro lado de la barrera y,a veces, cuando regreso a casa después deltrabajo, doy un pequeño rodeo paracaminar junto a su lisa superficie blanca.Siempre pienso en cuántas pinturaspodría haber pintado la madre de Ky enel muro, que se curva en lo que yoimagino como un círculo perfecto. Nuncalo he rodeado del todo, de manera que noestoy segura.

Las personas a las que hepreguntado no saben a ciencia cierta

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cuánto tiempo lleva en pie. Todas dicenque se construyó el año pasado. Noparecen recordar cuál es su verdaderafunción y, si lo hacen, no lo dicen.

Quiero saber qué hay detrás de esapared.

Quiero tantas cosas: felicidad,libertad, amor. Y también quiero algunasque son tangibles.

Como un poema, y una microficha.Aún espero dos intercambios. Cambiédos de mis poemas por el final de otro,un poema cuyo comienzo es «No tealcancé» y narra un viaje. Encontré elprincipio en la Talla y supe que tenía queconseguir el final.

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Y el otro intercambio es inclusomás caro y arriesgado: di siete poemaspara que trajeran a Central la microfichade mi abuelo desde la casa de mis padresen Keya. Pedí al archivista que primeroabordara a Bram con una nota en clave.Estaba segura de que sabría descifrarla.Al fin y al cabo, había resuelto todos losjuegos que inventé para su calígrafocuando era pequeño. Y pensé que seríamenos reacio a mandarme la microfichaque mis padres.

Bram. Me gustaría regalarle un relojplateado para reponer el que le arrebatóla Sociedad. Sin embargo, hasta ahora, elprecio ha sido demasiado alto. Estamañana, camino del trabajo, he rechazado

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un reloj en el tren aéreo. Pagaré un preciojusto, pero no excesivo. Quizá sea esto loque aprendí en los cañones: qué soy, quéno soy, qué estoy dispuesta a dar, y quéno.

El centro de clasificación seencuentra al completo. Somos de losúltimos en llegar, y una funcionaria nosacompaña a nuestros cubículos vacíos.

—Por favor, comiencen deinmediato —dice, y apenas he tomadoasiento cuando aparecen palabras en lapantalla: «Siguiente clasificación:correlación exponencial por pares».

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Mantengo los ojos fijos en lapantalla y la expresión neutra.Interiormente me embarga el entusiasmo,y el corazón me da un vuelco.

Esta es la clase de clasificación parala que el Alzamiento me pidió ayuda.

Los trabajadores que me rodean nomuestran ninguna señal de que laclasificación signifique algo para ellos.Pero estoy segura de que hay otraspersonas en la sala que miran estaspalabras y se preguntan: «¿Por fin hallegado el momento?».

«Espera a ver los datos» merecuerdo. No solo debo estar atenta a unadeterminada clasificación; también debo

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estarlo a una serie concreta de datos, quedebo correlacionar mal.

En la correlación exponencial porpares, cada elemento se puntúa asignandouna importancia a cada una de suspropiedades y, después, se correlacionacon otro elemento cuya puntuaciónglobal de sus propiedades es similar. Esuna clasificación compleja y tediosa, eltipo de clasificación que exige totalatención y concentración.

La pantalla parpadea y aparecen losdatos.

«Esta es.»La clasificación que esperaba. Los

datos que esperaba.

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¿Es el comienzo del Alzamiento?Por un breve instante, vacilo.

¿Estoy segura de que los rebeldes hanintroducido un virus en el algoritmo quecomprueba los errores? ¿Y si no lo hanhecho? Mis fallos se detectarán. Saltará laalarma, y un funcionario vendrá a ver quéhago.

Los dedos no me tiemblan cuandodesplazo un elemento por la pantallacontra mi impulso natural de colocarlodonde sé que debería ir. Despacio, lo guíohacia su nueva ubicación y levanto eldedo, sin atreverme a respirar.

No salta ninguna alarma.El virus del Alzamiento ha hecho

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su trabajo.Me parece oír un suspiro de alivio,

una minúscula exhalación en alguna otraparte de la sala. Y tengo la sensación deque algo pasa por delante de mí, un vagorecuerdo tan liviano como una semilla deálamo de Virginia arrastrada por elviento.

«¿He hecho esto antes?»Pero no tengo tiempo para seguir

este hilo de memoria. Debo clasificar.A estas alturas de mi vida, casi me

resulta más difícil clasificar de formaincorrecta. Llevo tantos meses y añostratando de hacer bien las cosas que estoparece atentar contra el sentido común.

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Sin embargo, es lo que quiere elAlzamiento.

En general los datos nos llegan conrapidez y sin interrupción. Pero, en undeterminado momento, tenemos queesperar a que el programa cargue más.Eso significa que parte son externos.

El hecho de que realicemos laclasificación en tiempo real parece indicarque corre prisa. ¿Puede haber comenzadoel Alzamiento?

¿Estaremos juntos Ky y yo cuandolo haga?

Por un momento, imagino lasaeronaves negras cerniéndose sobre lacúpula blanca del Ayuntamiento y siento

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el aire fresco en los cabellos mientrascorro a su encuentro. Después la cálidapresión de sus labios en los míos, y estavez no es un adiós, sino un nuevocomienzo.

—Estamos formando parejas —dice un hombre en voz muy alta.

Me desconcentra. Despego los ojosde la pantalla y parpadeo.

¿Cuánto tiempo llevamos aquí? Heestado empleándome a fondo, tratando dehacer lo que me pidió el Alzamiento. Enalgún momento, me he quedado absortaen los datos, en la clasificación.

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Con el rabillo del ojo, veo algoverde: militares de uniforme acercándoseal hombre que acaba de hablar.

He visto a los funcionarios cuandohemos entrado, pero ¿cuánto tiempollevan aquí los militares?

—Para el banquete —continúa elhombre. Se ríe—. Ha pasado algo.Estamos formando parejas para elbanquete. La Sociedad ya no da abasto.

Pese a que mantengo la cabezagacha y continúo clasificando, cuando losmilitares pasan por mi lado con él arastras, alzo la vista. Lleva una mordazaque le impide hablar y, por un instante,nuestras miradas se cruzan cuando se lo

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llevan.Me tiemblan las manos sobre la

pantalla. ¿Tiene razón?¿Estamos emparejando a gente?Hoy es día quince. El banquete se

celebra esta noche.La funcionaria de mi distrito me

explicó que las parejas se forman unasemana antes del banquete. ¿Hanmodificado el procedimiento? ¿Qué hasucedido para que la Sociedad tenga tantaprisa? Los datos correlacionados elmismo día del banquete presentarán máserrores porque apenas habrá tiempo paraverificarlos.

Y, además, el Ministerio de

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Emparejamientos cuenta con sus propiosclasificadores. Las parejas son de sumaimportancia para la Sociedad. Tendríaque haber personas de mayor categoríaque nosotros para ocuparse de losemparejamientos.

Puede que la Sociedad no dispongade más tiempo. Puede que no cuente consuficiente personal. Algo ocurre. Casiparece que las parejas ya estuvieranformadas pero hubiera que repetir laclasificación a última hora.

Puede que los datos hayancambiado.

Si estamos formando parejas, losdatos hacen referencia a personas: colorde ojos, color de pelo, carácter, actividad

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de ocio preferida. ¿Qué puede habercambiado en tantas personas en tan pocotiempo?

«A lo mejor no han cambiado. A lomejor ya no están.»

¿Qué ha podido diezmar de estaforma los datos de la Sociedad? ¿Habrátiempo para confeccionar las microfichaso esta noche las cajas plateadas estaránvacías?

Un dato aparece en la pantalla y searchiva casi antes de que alcance a verlo.

Como la cara de Ky en mimicroficha.

«¿Por qué intentan celebrar elbanquete así? ¿Cuando el margen de error

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es tan grande?»Porque el banquete es la ceremonia

más importante de la Sociedad. Sinemparejamientos no habría ninguna otraceremonia; las parejas son el mayor logrode la Sociedad. Si el banquete deja decelebrarse, aunque solo sea un mes, losciudadanos sabrán que sucede algo grave.

Por eso ha introducido elAlzamiento el virus, advierto, para quealgunos de nosotros podamos formarparejas incorrectas sin que nadie se décuenta. Estamos sembrando más caos enunos datos que ya son cuestionables.

—Levántense, por favor —dice lafuncionaria—. Saquen los pastilleros.

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Me levanto, y también lo hace elresto. Veo asomar sus caras por encimade las mamparas: tienen mirada dedesconcierto, cara de preocupación.

«¿Sois inmunes? —me gustaríapreguntarles—. ¿Vais a recordar esto?»

¿Voy a recordarlo yo?—Saquen la pastilla roja —

continúa la funcionaria—. Por favor,esperen a tomársela en presencia de unfuncionario. No hay nada de quepreocuparse.

Los funcionarios se despliegan porla sala. Están preparados. Cuando alguientoma una pastilla roja, la reponen deinmediato.

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Sabían que esta noche tendrían queutilizarlas.

Manos llevadas a la boca, recuerdosrelegados al olvido, gargantas manchadasde rojo.

El recuerdo vuelve a revolotear pordelante de mí. Tengo la molesta sensaciónde que está relacionado con estaclasificación. Ojalá pudiera recordar…

«Recuerda.» Oigo pasos. Se acercan.Antes no me habría atrevido a hacer esto,pero colaborar con los archivistas me haenseñado a ser sigilosa, hábil con lasmanos. Abro el pastillero y me escondoen la manga el papelito con la palabra«recuerda».

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—Tómate la pastilla, por favor —me ordena el funcionario.

Esta vez no es como en el distrito.El funcionario que me observa no va ahacerse el distraído, y no tengo hierbabajo los pies para pisotear la pastilla ymezclarla con sus briznas.

No quiero tomar la pastilla. Noquiero olvidar mis recuerdos.

Pero quizá sea inmune a la pastillaroja, como Ky, Xander e Indie. Puede quelo recuerde todo.

Y, pase lo que pase, recordaré a Ky.Ya no están a tiempo de arrebatármelo.

—¡Ahora! —me ordena elfuncionario.

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Me meto la pastilla en la boca.Sabe a sal. Una gota de sudor me

baja por la garganta, o una lágrima, oquizá un sorbo del mar.

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CAPÍTULO 3Ky

El Piloto vive en la provinciafronteriza de Camas.

El Piloto no vive en ninguna parte.No tiene domicilio fijo.

El Piloto está muerto.El Piloto es inmortal.Son rumores que corren por el

campamento. No sabemos quién es elPiloto, ni siquiera si es hombre o mujer,

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joven o viejo.Nuestros comandantes nos dicen

que el Piloto nos necesita y no puedehacer esto solo. Nosotros somos la fuerzaque utilizará para derribar a la Sociedad, yserá pronto.

Naturalmente los reclutas nopueden evitar hablar de él a la menorocasión. Algunos creen que el pilotomayor, el militar que supervisa nuestrainstrucción, es el Piloto, el líder delAlzamiento.

La mayoría de los reclutas tienentantas ganas de complacer al piloto mayorque su entusiasmo es casi palpable. A míme da igual. No estoy en el Alzamientopor el Piloto. Estoy aquí por Cassia.

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Cuando llegué a este campamento,me preocupaba que el Alzamiento nosutilizara como señuelos igual que habíahecho la Sociedad, aunque la rebelión hainvertido demasiado en nuestrainstrucción. No creo que nos hayaadiestrado para morir.

No obstante, tampoco sé para quéclase de vida nos ha preparado. Si elAlzamiento triunfa, ¿qué vendrá después?Los rebeldes rara vez abordan ese tema.Afirman que todos dispondremos de máslibertad y que ya no habrá aberrantes nianómalos. Pero apenas dicen nada más.

La Sociedad no se equivoca con losaberrantes. Somos peligrosos. Yo soy la

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clase de persona a la que un buenciudadano imagina acechando en lanoche, una sombra negra con los ojosvacíos. Pero, por supuesto, la Sociedadcree que ya he muerto en las provinciasexteriores, otro aberrante eliminado.

«Soy un muerto que pilota unaaeronave.»

—Ejecuta un par de virajescerrados —me ordena el comandante porel altavoz del cuadro de instrumentos—.Quiero que hagas un giro a la izquierdaen dirección sur y otro a la derecha endirección norte, los dos de ciento ochentagrados.

—Sí, señor —respondo.

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Está poniendo a prueba micoordinación y mi dominio de laaeronave. Un giro coordinado de sesentagrados de inclinación multiplica por dosla fuerza de gravedad que se ejerce en elaparato y en mí. No puedo realizarninguna corrección ni cambio brusco,porque la aeronave podría pararse ohacerse pedazos.

Mientras ejecuto los giros, noto quela cabeza, los brazos, el cuerpo entero, seme hunden en el asiento, y tengo quehacer un esfuerzo por mantener laespalda recta. Cuando termino tengo elcorazón desbocado y me noto el cuerpoextrañamente liviano al verse liberado detanta presión.

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—Magnífico —opina micomandante.

Dicen que el piloto mayor nosobserva. Algunos reclutas creen que hanviajado con él, que iba disfrazado deinstructor. Yo no lo creo. Pero es ciertoque podría estar observándonos.

Finjo que también lo hace ella.Trazo un giro en el cielo. La

primera vez que monté en aeronavellovía, aunque todo eso ya ha quedadoatrás.

Ella está lejos ahora mismo. Perosiempre espero que nuestro deseo acortemágicamente la distancia y que, cuandomire el cielo, vea un punto negro y sepa

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que soy yo por mi modo de pilotar. Cosasmás raras se han visto.

Y pronto terminaré este vuelo deprácticas y partiré a mi destino de estanoche. Cuando distribuyeron las misionesla semana pasada, no podía dar crédito ami buena suerte. Central. Por fin. Estanoche puede que ella me vea volar, simira el cielo cuando debe.

Vuelvo a ladear la aeronave ycomienzo a ganar altura. Únicamentepilotamos en solitario en los vuelos deprácticas. En general operamos en gruposde tres: un piloto, un copiloto y unmensajero que viaja en la bodega y seocupa de penetrar en las líneas enemigascon el mayor sigilo posible. Cuando más

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disfruto es cuando permiten que lospilotos y los copilotos ayudemos a losmensajeros y recorremos furtivamente lascalles de una ciudad en misión para elAlzamiento.

Esta noche, no debo abandonar laaeronave, pero hallaré la manera deescabullirme. No pienso quedarme abordo estando tan cerca de Cassia.Encontraré algún pretexto para apearme ycorrer al lago. Puede que no regrese,aunque, en ciertos aspectos, elAlzamiento parece hecho a mi medida.

He recibido la educación ideal paraservir perfectamente a la rebelión.Dediqué años a perfeccionar el arte depasar inadvertido en la Sociedad, y tuve

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un padre que no aceptaba cómo eran lascosas. Lo comprendo mejor aquí arriba,donde él no estuvo jamás, de lo quenunca lo hice en tierra. A veces me vienena la mente dos versos del poema deThomas:

Y tú, padre mío, allá en tu cima

triste,maldíceme o bendíceme con tus

fieras lágrimas, lo ruego. Si pudiera hacer lo que

verdaderamente deseo, reuniría a todas laspersonas a las que quiero y me las llevaríaa otro lugar. Primero recogería a Cassia

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en Central y después iría en busca detodas las demás, dondequiera queestuvieran. Encontraría a mis tíos, Patricky Aida. Recogería a los padres de Cassia ya su hermano Bram. Y a Xander, a Em y amis otros amigos del distrito donde crecí.Encontraría a Eli. Y, después, volvería aalzar el vuelo.

Sería imposible transportar a tantaspersonas en esta aeronave. No cabrían.

Pero, si pudiera, me iría con ellas aun lugar seguro. Todavía no sé dónde,aunque lo sabría cuando lo viera. Puedeque sea una isla rodeada de agua, dondeIndie creyó una vez que podría encontrarel Alzamiento.

Pese a que no creo que la Talla siga

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siendo segura, pero estoy convencido deque, en el territorio que antes ocupaba elenemigo, debe de existir algún otro lugarrecóndito al que podríamos escapar.Quien visite un museo en este momento,verá que la Sociedad ha modificado lasprovincias exteriores, que ha reducido suextensión en el mapa. Si el Alzamiento noconsigue derrocarla, es posible que,dentro de una generación, las provinciasexteriores ya no aparezcan en los mapas.Eso me hace pensar que tiene que haberalgo más al otro lado de la frontera, que,con el paso de los años, la Sociedad hamodificado los mapas en más de unsentido. Debe de existir todo un mundomás allá del país enemigo. ¿Qué más ha

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borrado y nos ha arrebatado la Sociedad?No me importaría lo pequeño que

se volviera el mundo siempre que Cassiacontinuara siendo el centro del mío. Meuní al Alzamiento para que pudiéramosestar juntos. Pero los rebeldes ladestinaron a Central y, desde entonces, nohe dejado de volar, porque no se meocurre mejor forma de llegar hasta ella,siempre que la Sociedad no me derribe.

Siempre cabe esa posibilidad. Perotengo cuidado. No corro riesgosinnecesarios como algunos de los reclutasque quieren impresionar al piloto mayor.Si muero, no le serviré de nada a Cassia.Y quiero encontrar a Patrick y a Aida. Noquiero que piensen que han perdido a

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otro hijo. Con uno basta.Ellos me consideran suyo, aunque

siempre supieron quién era. Ky. No suhijo Matthew, el cual murió antes de queyo fuera a vivir con ellos.

No sé mucho de Matthew. Nollegamos a conocernos. Pero sé que suspadres lo querían mucho, y que Patrickpensaba que un día sería clasificador. Séque Matthew había ido a visitarlo altrabajo cuando un anómalo los atacó.

Patrick sobrevivió. Matthew no.Solo era un niño. Aún no tenía edad paraque lo emparejaran. Ni para que leasignaran un puesto de trabajo definitivo.Ni, por supuesto, para morir.

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No sé qué sucede cuandofallecemos. No me parece posible quehaya mucho más después de la muerte.Pero supongo que puedo imaginar quenuestros actos perduran cuando ya noestamos. Quizá en otro lugar, en un planodistinto.

Así pues, tal vez querría llevarnos atodos bien arriba, muy por encima delmundo. El frío aumenta con la altitud.Puede que, si ascendiera lo suficiente,todas las pinturas de mi madre nosestuvieran aguardando, congeladas.

«Soy un muerto que respira.»Recuerdo la última vez que vi a

Cassia, a orillas de un río. La lluvia se

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había tornado nieve, y ella me dijo queme quería.

«Soy un muerto que revive.»Me poso con rapidez y suavidad. El

suelo viene a mi encuentro, y el cielo dejade ocupar todo mi campo visual hastaquedar reducido a una línea en elhorizonte. Ya es casi de noche.

No estoy muerto en absoluto.Jamás he estado tan vivo.

Esta noche hay mucho ajetreo enel campamento. «Ky», dice alguien alcruzarse conmigo. Yo le saludo con la

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cabeza, pero no dejo de mirar lasmontañas. No he cometido el error deencariñarme con mis compañeros. Heaprendido la lección, por segunda vez.Los dos amigos que tenía en los camposde señuelos ya no están. Vick ha muerto,y Eli se encuentra en alguna parte de esasmontañas. No sé qué ha sido de él.

Es este campamento solo hay unapersona de quien me considero amigo, yla conozco de la Talla.

La veo cuando abro la puerta delcomedor. Como de costumbre, aunqueestá cerca de algunos compañeros, laenvuelve un halo de soledad, y losreclutas la miran con cara de admiración yperplejidad. En general todos la

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consideran una de los mejores pilotos delcampamento. Pero sigue habiendoespacio entre ella y el resto del mundo.No sé si lo nota ni si le importa.

—Indie —digo, y me acerco.Siempre me alivia ver que sigue viva.Aunque es piloto de transporte como yo,no piloto de combate, siempre pienso quepodría no regresar. La Sociedad aún nosacecha. Y ella sigue igual de imprevisible.

—Ky —dice, sin más preámbulos—, hemos estado hablando. ¿Cómo creestú que vendrá el Piloto? —Tiene la vozpotente, y los reclutas se vuelven paramirarnos—. Yo pensaba que el Pilotovendría del mar —continúa—. Es lo quesiempre me decía mi madre. Pero ya no lo

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pienso. Seguro que viene del cielo. ¿Nocrees? El agua no está en todas partes. Elcielo sí.

—No lo sé —respondo. Cuandoestoy con ella, siempre siento esta mismamezcla de diversión, admiración yexasperación.

Los pocos reclutas que no se hanalejado mascullan algún pretexto y nosdejan solos.

—¿Vuelas esta noche? —lepregunto.

—Esta noche no —contesta—. ¿Tútambién libras? ¿Te apetece ir al río?

—Hoy trabajo —digo.—¿Adónde vas?

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No debemos desvelar nuestrodestino, pero me acerco más a ella, tantoque veo las motas azules más oscuras desus ojos celestes.

—A Central —respondo. Heesperado hasta ahora para infringir lasnormas y decírselo porque no quería queintentara convencerme de que no vaya.Sabe que, una vez que esté en Central, esposible que decida quedarme.

No pestañea.—Llevabas mucho tiempo

esperando ese destino —dice. Separa lasilla de la mesa, se levanta y se dispone amarcharse—. Asegúrate de volver —añade.

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No le prometo nada. Jamás hepodido mentirle.

Acabo de empezar a comer cuandosuena la sirena.

«Un simulacro no, por favor. Estanoche no. No puede pasarme esto.»

Me levanto con el resto de losreclutas y salgo afuera. Figuras, raudas yoscuras como yo, corren a las aeronaves.Al parecer se trata de un simulacro entoda regla. Las pistas de despegue y loscampos de aterrizaje están atestados deaeronaves y reclutas. Todos siguen elprocedimiento y se preparan para el

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momento en que nuestro ejército invadala Sociedad. Enciendo mi miniterminal.«Preséntate en la pista 13 —reza elmensaje—. Grupo tres. Aeronave C-5.Copiloto.»

Creo que nunca he pilotado esaaeronave, aunque, de hecho, da igual.Habré pilotado una similar. Pero ¿porqué soy el copiloto? Suelo ser el piloto,no importa con quién vuele.

—¡A las aeronaves! —ordenan loscomandantes. Las sirenas continúansonando.

Cuando estoy cerca de la aeronave,veo que ya tiene las luces encendidas yque hay alguien moviéndose en la cabina.

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El piloto ya debe de estar a bordo.Subo la escalera y abro la escotilla.Indie se vuelve y, al verme, pone los

ojos como platos.—¿Qué haces? —pregunta.—Soy el copiloto —digo—. ¿Eres

tú la piloto?—Sí —responde.—¿Sabías que iban a ponernos

juntos?—No. —Se concentra en el cuadro

de instrumentos para encender losmotores, un sonido familiar y a la vezdesconcertante. Luego vuelve la cabezahacia mí y su larga trenza azota el aire.

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Parece enfadada—. ¿Por qué nos ponenen la misma aeronave? Es un desperdicio.Los dos somos buenos.

Oímos la voz del comandante denuestro grupo en el altavoz de la cabina.

—Haced las últimascomprobaciones antes de despegar.

Maldigo entre dientes. Se trata deun simulacro en toda regla. Estamos apunto de despegar. Siento que mioportunidad de viajar a Central seesfuma.

A menos que sea el destino de estesimulacro. Aún hay una posibilidad.

Indie se acerca al altavoz.—Nos falta el mensajero.

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La puerta se abre y entra otra figuravestida de negro. Por un momento, novemos quién es, y pienso: «A lo mejor esVick, o Eli». ¿Por qué no? Me hanemparejado con Indie, lo cual parece casiigual de improbable.

Pero Vick ha muerto, y Eli no está.—¿Eres el mensajero? —pregunta

Indie.—Sí —responde el chico. Es más o

menos de nuestra edad, quizá uno o dosaños mayor. Creo que es la primera vezque lo veo, pero cada día llegan reclutasnuevos al campamento. Cuento unascuantas muescas en sus botas cuando sedirige a la escotilla de la bodega.

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—Has estado en los campos deseñuelos —digo. Muchos de los reclutashemos sido señuelos en un momento uotro.

Su tono de voz es monótono.—Sí —contesta—. Me llamo

Caleb.—Creo que no te conozco —digo.—No me conoces —afirma, antes

de bajar a la bodega.Indie enarca las cejas.—Quizá lo hayan puesto con

nosotros para compensar —dice—. Doslistos y un tonto.

—¿Transportamos carga? —

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pregunto.—Suministros médicos —responde

Indie.—¿De qué clase? —pregunto—.

¿Son auténticos?—No lo sé —responde—. Los

maletines están cerrados con llave.

Momentos después de que Indiehaya despegado, el ordenador de la cabinacomienza a imprimir nuestro código devuelo.

Arranco el papel y lo leo.—¿Qué pone? —pregunta Indie.

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—Ciudad de Grandia —respondo.«No Central.»

Pero Grandia está más o menos enla misma dirección. Quizá podríamospasar de largo y seguir hasta Central.

No digo nada a Indie, aún no.Dejamos atrás las zonas sin luz

próximas a las montañas donde estáninstalados nuestros campamentos ysobrevolamos los distritos que circundanla ciudad de Camas. Luego pasamos porencima de la propia ciudad. Veo el ríoque la atraviesa y los edificios más altos,como el Ayuntamiento.

Están rodeados por un círculo decolor blanco.

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—¿Desde cuándo está eso ahí? —pregunto. Hace casi una semana que nosobrevolaba la ciudad.

—No lo sé —responde Indie—.¿Ves qué es?

—Parece un muro —contesto—.Construido alrededor del Ayuntamiento yvarios edificios más.

Mi inquietud aumenta. Mantengo lavista clavada en el cuadro de mandos parano ceder al impulso de mirar a Indie. ¿Porqué hay un muro en torno al centro de laciudad de Camas? E Indie y yo jamáshabíamos formado equipo. ¿Por quéahora?

¿Es así como Cassia o Xander se

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sintieron al descubrir que los habíanemparejado? «Tiene que ser unaequivocación. Parece imposible.Entonces, ¿por qué está pasando?»

Indie debe de pensar lo mismo queyo.

—El Alzamiento nos ha puestojuntos —dice y, cuando dejamos atrás laciudad de Camas, se acerca más a mí parasusurrarme—: Esto no es un simulacro.Es el principio.

Creo que tiene razón.

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CAPÍTULO 4Xander

El médico termina de explorar alniño y se pone de pie.

—Su hijo está estable —comunicaa los padres—. Ya hemos visto estaenfermedad. Los afectados se aletargan yse quedan como dormidos. —Hace ungesto a sus compañeros, que entran conuna camilla—. Lo trasladaremos al centromédico de inmediato, donde podremosatenderlo como es debido.

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La madre asiente, blanca como elpapel. El padre se levanta para echar unamano, pero los camilleros lo sortean.

—Tendrán que acompañarnos —dice el médico a los padres. También nosseñala a los tres funcionarios—.Tendremos que ponerles a todos encuarentena por precaución.

Lanzo una ojeada a la funcionariaLei. Está mirando por la ventana, en ladirección de las montañas. La gente queha nacido en esta provincia lo hace. Me hefijado. Siempre mira hacia las montañas.A lo mejor sabe algo que yo no sé. ¿Esahí donde se encuentra el Piloto?

Ojalá pudiera decir a los padres del

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niño que todo irá bien. El miedo que veoen sus caras me indica que no formanparte del Alzamiento. No saben que hayun Piloto o una cura.

Sin embargo, la hay. Yo lo sé. ElAlzamiento lo tiene todo planeado.

«La Plaga lleva meses penetrandoen las provincias. Hasta ahora, laSociedad ha conseguido contenerla, peroun día estallará, y la Sociedad ya no podráfrenar su propagación. En ese momento,los ciudadanos sabrán lo que yasospechaban: hay una enfermedad que laSociedad no puede curar.

»Cuando la Plaga estalle, empezarála rebelión.»

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Yo formo parte de la segunda fasedel Alzamiento, lo que significa que,antes de actuar, debo esperar a oír la vozdel Piloto. Cuando él hable, tengo quepresentarme en el centro médico principallo antes posible. No sé qué voz tiene,pero mi contacto del Alzamiento me haasegurado que la reconoceré cuandollegue el momento.

Esto va a ser incluso más fácil de loque creía. La Sociedad va a ponerme encuarentena. Estaré preparado cuando elPiloto por fin hable.

Los médicos nos dan mascarillas yguantes a todos antes de que subamos alautomóvil aéreo. Me pongo la mascarilla,pese a saber que, en mi caso, ninguna de

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las precauciones es necesaria. No puedocontraer la Plaga.

Esa es la otra propiedad de laspastillas del Alzamiento. No soloinmunizan contra la pastilla roja, sinotambién contra la Plaga.

El bebé llora cuando le ponen lamascarilla y yo lo miro con preocupación.Podría caer enfermo, ya que ha estadoexpuesto al virus antes de tomar lapastilla inmunizante.

«Pero, si cae enfermo —merecuerdo—, el Alzamiento tiene unacura.»

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Un río serpentea por el centro dela ciudad de Camas. De día, el agua esazul. Esta noche parece una ancha callenegra. Sobrevolamos un tramo de suoscura superficie camino del centrourbano.

Los principales edificios de laciudad, incluido el mayor centro médicode Camas, están circundados por unmuro blanco.

—¿Cuándo lo han construido? —pregunta el padre, pero los médicos noresponden.

El muro es nuevo. La Sociedad loha erigido para contener la Plaga. Es unode los muchos muros que el Alzamiento

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tendrá que echar abajo.—No me digan que no lo saben —

insiste el padre—. Los funcionarios losaben todo. —Ahora habla con dureza eirritación. Mira al funcionario Brewer,después a la funcionaria Lei y por últimoa mí.

Le sostengo la mirada.—Les hemos dicho cuanto

podemos —contesta el funcionarioBrewer—. Su familia ya está sufriendobastante. Preferiría no agravar susproblemas con una citación.

—Lo siento —dice la funcionariaLei al padre. Percibo una empatía casiperfecta en su voz. Ojalá sea así la voz del

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Piloto.El padre se vuelve y mira de nuevo

al frente, con los hombros tensos. Nodice nada más. Estoy deseando quitarmeeste uniforme. Promete más de lo quepuede dar, y representa algo en lo que nocreo desde hace tiempo. Hasta Cassiacambió de cara la primera vez que me viocon él.

—¿Qué te parece? —le pregunté.Me puse delante del terminal, levanté losbrazos, di una vuelta y sonreí, tal como laSociedad esperaba que hiciera, porquesabía que me observaba.

—Pensaba que estaría contigo

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cuando pasara —respondió ella, con losojos como platos. Supe, por su vozforzada, que ocultaba algo. ¿Sorpresa?¿Enfado? ¿Tristeza?

—Lo sé —dije—. La ceremonia hacambiado. Mis padres tampocoestuvieron.

—Oh, Xander —se lamentó—. Losiento.

—No te preocupes —dije, contono jocoso—. Estaremos juntos cuandoformalicemos nuestro contratomatrimonial.

No lo negó: no con la Sociedadobservándonos. Nos miramos. Yo soloquería tocarla y no podía, porque ella

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estaba en Central y yo en Camas, yhablábamos por los terminales denuestros pisos.

—Tu turno debe de haberterminado hace horas —dijo—. ¿Significaeso que te has dejado el uniforme puestopara presumir? —Me había devuelto labroma y me relajé.

—No —repliqué—. Las reglas hancambiado. Ahora tenemos que llevar eluniforme siempre. No solo en el trabajo.

—¿Incluso cuando dormís? —preguntó.

Me reí.—No —contesté—. Entonces no.Ella asintió y se ruborizó un poco.

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Me pregunté en qué estaría pensando.Ojalá estuviéramos juntos: uno frente alotro en la misma habitación. Cara a cara,es mucho más fácil comunicar a alguienlo que en verdad queremos decirle.

Todo lo que quería preguntarle seme agolpaba en la mente.

«¿De verdad estás bien? ¿Qué pasóen las provincias exteriores?»

«¿Te fueron bien las pastillasazules? ¿Leíste mis mensajes? ¿Hasdeducido mi secreto? ¿Sabes que formoparte del Alzamiento? ¿Te lo dijo Ky?¿También estás en el Alzamiento?»

«¿Amabas a Ky cuando entraste enlos cañones? ¿Seguías amándolo cuando

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saliste?»No odio a Ky. Lo respeto. Sin

embargo, eso no significa que crea quedeba estar con Cassia. Creo que Cassiadebe estar con quien ella quiera, y aúnpienso que al final podría ser yo.

—Es agradable, ¿verdad? —dijo, yse puso seria—, formar parte de algo quees más grande que tú.

—Sí —respondí, y nos miramos alos ojos. Pese a la distancia que nosseparaba, lo supe. No se refería a laSociedad. Se refería al Alzamiento. «Losdos estamos en el Alzamiento.» Depronto, tuve ganas de gritar y cantar, perono pude hacer ninguna de las dos cosas—. Tienes razón —añadí—. Lo es.

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—Me gusta la insignia roja —observó, cambiando de tema—. Tu colorfavorito.

Sonreí. Había leído los papelitosque introduje en las pastillas azules. Nome había olvidado mientras estuvo conKy.

—Quería comentarte una cosa —añadió—. Sé que siempre he dicho quemi color preferido es el verde. Es lo quepone en mi microficha. Pero he cambiadode idea.

—¿Y ahora cuál es? —le pregunté.—El azul —respondió—. Como

tus ojos. —Se acercó un poco más a lapantalla—. Fueron una sorpresa.

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Pese a que me habría gustadotomármelo como un cumplido, no lo era.Cassia quería decirme algo más. Supe quesus palabras tenían un doble sentido, pero¿cuál? ¿Por qué había hablado en plural?¿Por qué no había dicho «Fue unasorpresa»?

Creo que se refería a las pastillasazules que le di en el distrito. ¿Trataba dedecirme que la salvaron, como siemprehabíamos creído? Todos sabíamos que laspastillas debían mantenernos con vida siocurría una catástrofe. Yo quería quetuviera todas las posibles cuando semarchara, solo por si acaso.

Cuando le di las pastillas, no le dijecómo las había conseguido. Traté de darle

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la explicación que menos la preocupara.No me arrepiento en absoluto de lo quetuve que hacer para obtener los papelitosy las pastillas. Me lo digo continuamentey, la mayoría de las veces, me lo creo.

No veo ningún indicio de rebelióncuando aterrizamos detrás de la barricadablanca. La Sociedad parece tener lasituación bajo control. Una enorme carpablanca señala la zona de recepción deenfermos, y han instalado lucesprovisionales en todo el recinto.Funcionarios con trajes protectores losupervisan todo. Otros automóviles

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aéreos repletos de médicos y pacientesaterrizan cerca de nosotros.

No estoy preocupado. Sé que elAlzamiento está a punto de empezar. Y,sin saberlo, la Sociedad casi me ha traídoal lugar donde tendré que presentarme.Me gustaría que Cassia y yo estuviéramosjuntos para ver cómo sucede todo y oírpor primera vez la voz del Piloto. Mepregunto qué piensa ella de todo esto.Forma parte del Alzamiento. Tambiéndebe de tener conocimiento de la Plaga.

—Infectados a la derecha —nosdice un funcionario que lleva un trajeprotector—. Cuarentena a la izquierda.

Miro a la izquierda para ver dóndeseñala. El Ayuntamiento de la ciudad de

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Camas.—Deben de haberse quedado sin

sitio en el centro médico —me susurra lafuncionaria Lei.

Es buena señal: muy buena señal.La Plaga avanza deprisa. Solo es cuestiónde tiempo que el Alzamiento tenga queintervenir. La mayoría de los funcionariosya parecen desbordados mientras dirigenel trasiego de gente.

Subimos la escalera delAyuntamiento. Por un instante imaginoque Cassia me acompaña y nos dirigimosal banquete de emparejamiento.

La funcionaria Lei abre las puertas.—No se detengan —nos ordena

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alguien desde dentro, y comprendo porqué puede quedarse parada la gente. ElAyuntamiento ha cambiado.

El vasto espacio que hay bajo labóveda está ocupado por incontableshileras de diminutas celdas transparentes.Sé lo que son: centros de contenciónprovisionales que pueden instalarse encualquier lugar en caso de epidemia opandemia. Los estudié durante miformación, pero es la primera vez que losveo con mis propios ojos.

Las celdas se pueden separar y uniren distintas configuraciones, como laspiezas de un puzle. Tienen su propiosistema de fontanería y evacuación debajodel suelo, y los sistemas pueden

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conectarse a la instalación de un edificiomás grande. Cada celda está provista deun camastro, una ranura para pasar labandeja de la comida y un espacio en laparte de atrás separado por una mamparadonde cabe una letrina. Más allá deltamaño, las paredes, en su mayor partetransparentes, son el rasgo más distintivode las celdas.

«Transparencia en la asistencia», lollama la Sociedad. Todo el mundo ve loque les sucede a los demás, y losfuncionarios del Ministerio Médicopueden observar a los pacientes a todashoras.

Corre el rumor de que la Sociedadperfeccionó este sistema en los tiempos

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en que los funcionarios recorrían lasprovincias en busca de anómalos. A vecesla Sociedad tenía que montar centros paracontener a los anómalos que encontrabacon el fin de evaluarlos, y fue entoncescuando desarrolló las celdas. Cuando losfuncionarios del Ministerio de Seguridadterminaron de localizar a la mayoría delos individuos a los que considerabanpeligrosos, cedieron las celdas alMinisterio Médico para que lasaprovechara. La versión oficial reza que laSociedad siempre las ha utilizadoexclusivamente para la cuarentena médicay la contención de enfermedades.

Antes de unirme al Alzamiento,apenas sabía nada de cómo la Sociedad

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eliminó metódicamente a los anómalos,pero sí creo que lo hizo. ¿Por qué iba aser de otro modo? Volvió a hacer algoparecido años después, con Ky y otrosaberrantes.

Realizo un rápido cálculo mentalmientras miro todas las celdas. Más de lamitad están ocupadas. Sé que no tardaránmucho en llenarse todas.

—Usted se queda aquí —dice unfuncionario, y señala a Brewer.

Él se despide de nosotros con ungesto de la cabeza, entra y se sientaobedientemente en la cama.

Pasamos junto a varias celdas vacíasantes de volver a detenernos. Imagino que

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no quieren poner juntas a personas que seconocen, lo cual es lógico. Ya es bastantealarmante ver cómo la enfermedad mina aun desconocido, aunque se sepa quemejorará.

—Aquí —dicen a la funcionariaLei, y ella entra en la celda.

Le sonrío cuando cierran la puerta,y ella también me sonríe. Lo sabe. Tieneque formar parte del Alzamiento.

Unas cuantas celdas más y me tocaa mí. La celda parece incluso más pequeñadesde dentro. Cuando estiro los brazos,toco las dos paredes. De ellas sale un hilomusical. Nos ponen las Cien Cancionespara que el aburrimiento no nosdesquicie.

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Yo tengo suerte. Sé que el Piloto vaa salvarnos, y también sé que no voy acontraer la Plaga. Y, cuando se tienesuerte, como mi familia ha tenidosiempre, también se tiene laresponsabilidad de hacer lo correcto. Noslo decían mis padres. «La Sociedad nosconsidera buenos ciudadanos —solíacomentar mi padre—, pero bien podríahaber sido al revés. El mundo no es justo.Nuestro deber es hacer todo lo posiblepara cambiar eso.»

Cuando mis padres descubrieronque mi hermano Tannen y yo éramosinmunes a la pastilla roja, adoptaron unaactitud más protectora porquecomprendieron que íbamos a recordar

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cosas que ni tan siquiera ellosrecordarían. Sin embargo, también nosdijeron que nuestra inmunidad eraimportante. Gracias a ella sabríamos quésucedía realmente, y ese conocimiento nospermitiría mejorar las cosas.

Por eso, cuando el Alzamiento sepuso en contacto conmigo, supe deinmediato que quería participar.

Oigo un golpe sordo en la pared dela celda contigua y me vuelvo. Es otropaciente, un chico de unos trece o catorceaños. Ha perdido el conocimiento y se hadesplomado contra la pared sin poderagarrarse a nada. Se da un fuerte golpecontra el suelo.

Los médicos aparecen casi de

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inmediato. Abren la puerta de la celda yentran, provistos de mascarillas y guantes.Lo levantan del suelo, lo sacan de la celday se lo llevan fuera del Ayuntamiento,deduzco que al centro médico. Una capalíquida recubre las paredes y un vaporquímico emana del suelo. Estánesterilizando la celda para el próximopaciente.

Pobre chico. Ojalá hubiera podidoayudarle.

Vuelvo a estirar los brazos ypresiono contra las paredes. Vuelvo ahacer fuerza para notar cómo se metensan los músculos de los brazos. Novoy a tener que sentirme impotentedurante mucho más tiempo.

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CAPÍTULO 5Cassia

Hay una chica sentada cerca de míen el tren aéreo. Lleva un bonito vestidolargo, pero no parece contenta. Suexpresión perpleja refleja mi propiodesconcierto. Sé que regreso a casadespués del trabajo; sin embargo, ¿porqué lo hago tan tarde? Me noto la mentenublada y muy cansada. Y estoy nerviosa,crispada. Tengo una sensación parecida ala mañana en que se llevaron a Ky deldistrito. El aire es frío, y el viento parece

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transportar el eco de un grito.—¿Te han emparejado esta noche?

—le pregunto a la chica y, en cuanto lodigo, pienso: «Qué pregunta más tonta».Claro que sí. Nadie se pondría un vestidoasí para asistir a una ceremonia que nofuera el banquete. El suyo es amarillo, elmismo color que mi amiga Em llevó a subanquete de emparejamiento.

La chica me mira con cara deincertidumbre. Después se mira las manosen busca de una respuesta. Y la encuentra,en forma de cajita plateada.

—Sí —dice, y se le iluminan losojos—. Claro.

—El banquete no ha podido

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celebrarse en el Ayuntamiento —observo,al recordar otra cosa—. Porque lo estánreformando.

—Así es —responde, y su padre memira con cara de preocupación.

—Entonces, ¿dónde ha sido? —pregunto.

La chica no me contesta; abre ycierra la caja plateada.

—Todo ha pasado muy deprisa —aduce—. Voy a tener que ver lamicroficha otra vez cuando llegue a casa.

Le sonrío.—Recuerdo esa sensación —digo, y

es cierto.

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«Recuerda.»Oh, no.Meto la mano en la manga y toco

un papelito que es demasiado pequeñopara ser un poema. No me atrevo asacarlo en el tren aéreo delante de tantosojos, pero creo que sé qué ha sucedido.

En el distrito, cuando el resto de mifamilia tomó la pastilla roja y yo no, todosestaban como yo me siento ahora.Confundidos, pero no totalmente. Sabíanquiénes eran y comprendían casi todo loque hacían.

El tren aéreo se detiene. La chica ysu familia se apean. En el últimomomento, me levanto y me cuelo entre las

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puertas. Aunque no es mi parada, ya noaguanto más tiempo sentada.

El aire de Central es húmedo y frío.Aún no es de noche, pero veo un gajo deluna en las oscuras aguas del cielovespertino. Respiro hondo, bajo laescalera metálica y me aparto para dejarpasar al resto de los pasajeros. Me saco elpapelito de la manga, procurandoesconder las manos y sus movimientos enlas sombras que proyecta la escalera.

En él leo «recuerda».He tomado la pastilla roja. Y me ha

hecho efecto.No soy inmune.Una parte de mí, la que esperaba y

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deseaba serlo, se disuelve y desaparece.—No —susurro.No puede ser cierto. Soy inmune.

Tengo que serlo.En mi fuero interno, estaba

convencida de mi inmunidad. Pensabaque sería como Ky, como Xander e Indie.Al fin y al cabo, he ganado la batalla a lasotras dos pastillas. Neutralicé el efecto dela azul en la Talla, aunque tendría quehaberme quedado paralizada. Y nunca hetomado la verde.

La faceta clasificadora de mi menteme dice: «Estabas equivocada. No eresinmune. Ahora ya lo sabes».

Si no soy inmune, ¿qué he

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olvidado? ¿Qué es lo que he perdido parasiempre?

La boca me sabe a lágrimas. Mepaso la lengua por los dientes para ver siquedan restos de la pastilla.

«Cálmate. Piensa en lo querecuerdas.»

Lo último que recuerdo antes deltren aéreo es que he salido del centro declasificación. Pero ¿qué hacía allí tantarde? Cambio de postura y noto algobajo la ropa de diario, algo que no son lospoemas. «El vestido rojo.» Lo llevopuesto. ¿Por qué?

Porque esta noche viene Ky. De esome acuerdo.

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Pongo la mano sobre mi corazónpalpitante y noto un murmullo de papel.

Y recuerdo que tengo poemas paraintercambiar y que los llevo pegados a lapiel.

Sé cómo los obtuve, poco despuésde mi llegada. Lo recuerdo perfectamente.

Cuando llevaba unos días enCentral, caminé por el borde de la barrerablanca que circunda la zona inerte. Porun momento fingí que volvía a estar en laTalla; que el muro era una de las paredesdel cañón y las ventanas de los altosbloques de pisos eran las cuevas de las

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provincias exteriores; fisuras en la rocadonde las personas podían esconderse,vivir, pintar.

«Pero —pensé mientras caminaba— las paredes de los edificios son tanlisas y regulares que ni siquiera Indiepodría encontrar un asidero paraescalarlas.»

El césped de los espacios verdesestaba nevado. El aire era tan denso y fríocomo el de Oria en invierno. La fuenteque ocupaba el centro de un espacioverde tenía una bola de mármol colocadasobre una peana. «Una fuente de Sísifo —pensé, y me dije—: Tengo que habermeido antes de la primavera, antes de que elagua vuelva a correr por ella.»

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Pensé en Eli. «Esta es su ciudad, sulugar de origen. ¿Sentirá por ella lo queyo siento por Oria, que, pese a todo loque ha pasado, sigue siendo mi hogar?»Me acordé de cuando lo vi marcharse alas montañas en compañía de Hunter,ambos con la esperanza de encontrar a loslabradores que llevaban tanto tiempoeludiendo a la Sociedad.

Me pregunté si la barricada yaestaba construida cuando Eli vivió aquí.

Y lo eché de menos casi tanto comoa Bram.

Las ramas de los árboles estabansecas, muertas, con los brotes pelados,desprovistos de hojas. Alcé la mano y

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rompí una.Agucé el oído, atenta a cualquier

sonido que me indicara que había vida enaquel círculo de silencio. Sin embargo, nooí ninguno, aparte de los sonidos que nopueden acallarse, como el viento entre losárboles.

Pero comprendí que eso nosignificaba nada.

En la Sociedad nuestros gritosjamás rebasan los confines de nuestrocuerpo, las paredes de nuestra habitación.Cuando gritamos, solo lo hacemos ensueños, y nunca he estado segura de quiénnos oye.

Miré atrás para asegurarme de que

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nadie me observaba, me agaché y escribíla «E» de Eli en la nieve, cerca del muro.

Cuando terminé quise más.«Estas ramas serán mis huesos —

pensé—, y el papel será mi corazón y mipiel, las partes que todo lo sienten.»Rompí más ramas: una tibia, un fémur, unhúmero. Las partí en segmentos para quese movieran cuando lo hiciera yo. Me lasmetí en las perneras del pantalón y en lasmangas.

Luego me erguí y eché a andar.«Es una sensación extraña —pensé

—, como si tuviera los huesos por fueradel cuerpo.»

—Cassia Reyes —dijo alguien

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detrás de mí.Me volví, sorprendida. Una mujer

me miraba. Tenía un rostro muycorriente, llevaba un abrigo grisreglamentario, como el mío, y sus ojoseran castaños o grises; costabadistinguirlo. Parecía aterida. No supecuánto tiempo llevaba observándome.

—Tengo algo que te pertenece —añadió—. Nos ha llegado de lasprovincias exteriores.

No respondí. Ky me habíaenseñado que a veces el silencio era lamejor estrategia.

—No puedo garantizar tuseguridad —continuó la mujer—.

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Solamente puedo garantizar laautenticidad de los artículos. Pero, si meacompañas, te conduciré hasta ellos.

Se puso de pie y echó a andar.Pronto la perdería de vista.

Decidí seguirla. Cuando oyó queme acercaba, aflojó el paso y dejó que laalcanzara. Caminamos, sin hablar, porcalles y junto a edificios, más allá de loscharcos de luz vertidos por las farolas,hasta llegar a una cerca de alambreenmarañado que rodeaba un vasto pradoherboso sembrado de hoyos y cascotes. Elviento hinchaba y deshinchaba losfantasmales plásticos blancos que loscubrían.

La mujer se coló por una abertura

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de la cerca, y yo la seguí.—No te separes de mí —dijo—.

Este campo es un proyecto derestauración abandonado. Hay hoyos portodas partes.

Mientras la seguía, comprendí,entusiasmada, adónde me dirigía. Alverdadero escondrijo de los archivistas,no al museo donde se realizaban losintercambios menos importantes. Mellevaba al lugar donde los archivistasguardaban sus tesoros, a donde acudíanpara intercambiar poemas, documentos,información y quién sabía qué más.Mientras rodeaba los hoyos y escuchabalos chasquidos de los plásticos azotadospor el viento, supe que tendría que estar

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asustada y, muy en el fondo, lo estaba.—Vas a tener que ponértela —me

indicó la mujer cuando estuvimos enmitad del campo. Sacó un trozo de telanegra—. Necesito que te vendes los ojos.

«No puedo garantizar tuseguridad.»

—Está bien —convine, y le di laespalda.

Cuando me hube atado la venda,me cogió por los hombros.

—Voy a darte unas vueltas —meinformó.

Se me escapó una risita. No pudeevitarlo.

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—Igual que en el centro de primeraenseñanza —dije, al recordar la época enla que nos tapábamos los ojos con lasmanos y jugábamos en los espacios verdesdel distrito durante nuestras horas deocio.

—Parecido —convino.Empezó a darme vueltas, y el

mundo giró a mi alrededor, oscuro, frío ysusurrante. Pensé en la brújula de Ky,cuya flecha siempre señalaba el norte pormuchas vueltas que le dieran, y sentí elfamiliar dolor punzante que me atenazacada vez que pienso en su regalo y encómo lo intercambié.

—Eres muy confiada —dijo la

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mujer.No respondí. En Oria Ky me había

dicho que los archivistas no eran nimejores ni peores que nadie, así que noestaba segura de poder fiarme de ella,pero me parecía que debía arriesgarme.Me cogió del brazo y eché a andar,levantando torpemente los pies, tratandode no tropezar con nada. El suelo quepisaba estaba frío y duro, aunque, de vezen cuando, notaba la blandura de lahierba, de plantas marchitas.

La mujer se detuvo y le oí apartaralgo. «Plástico —pensé—. El plásticoblanco que cubre las ruinas.»

—Está bajo tierra —dijo—.Bajaremos unas escaleras y llegaremos a

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un largo pasillo. Ve muy despacio.Esperé, pero ella no se movió.—Tú primera —añadió.Alcé las manos para tocar las

paredes, que estaban muy próximas entreellas, y palpé ladrillos viejos tapizados demusgo. Arrastré un pie hacia delante ybajé un peldaño.

—¿Cómo sabré que me acerco alfinal? —le pregunté, y las palabras y mimodo de decirlas me hicieron pensar en elpoema de la Talla, el que más me gustó delos que encontré en la biblioteca de lacueva, el que siempre parecía hablar de miviaje hacia Ky:

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No te alcancé,pero mis pies se acercan día a día.Tres ríos y una loma que cruzarun desierto y un mar.No llamaré viaje al viajecuando a ti te lo cuente. Cuando llegué al último peldaño,

pisé un charco de agua y me pareció quecruzaba el primer río del poema.

—Sigue —me dijo la mujer detrásde mí—. Utiliza la pared para guiarte.

Pasé la mano derecha por losladrillos y noté tierra desmenuzándose

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entre mis dedos. Al cabo de un rato, lasparedes terminaron y entramos en unespacio más amplio. Oí el eco de mispasos, mezclado con otros ruidos; piescaminando, personas respirando. Supeque no estábamos solas.

—Detente —ordenó la mujer—.Cuando te quite la venda —añadió—,verás los artículos que te han mandado.Descubrirás que faltan algunos. Fueron elpago por el envío, convenido por elremitente.

—De acuerdo —dije.—Tómate el tiempo que necesites

para mirarlo todo bien —me aconsejó—.Cuando termines vendrá alguien paraacompañarte a la entrada.

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Me costó un poco situarme: estabadesorientada, y apenas había luz en elsótano. Al cabo de un momento, descubríque me flanqueaban dos largas hileras deestantes metálicos vacíos. Estabanimpecables, como si alguien cuidara deellos y limpiara el polvo, pero, aun así, merecordaron la cripta de una tumba queuna vez vimos en una de las CienLecciones de Historia, donde habíacuevecitas llenas de huesos y cajas conpersonas esculpidas en la tapa. «Tantamuerte —nos dijo la Sociedad—, sinninguna posibilidad de vida futura. Poraquel entonces no se conservabanmuestras de tejido.»

Delante de mí, en el centro del

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estante, vi un voluminoso paqueteenvuelto en recio plástico. Cuando retiréla parte de arriba del plástico, hallé papel.«Las páginas que me llevé de la Talla.» Mepareció que las páginas olían a agua y atierra, a piedra.

«Ky. Ha conseguido mandármelas.»Puse las manos extendidas sobre

ellas, inspiré y retuve el aire. «Él tambiénlas ha tocado.»

Imaginé un río, y nieve cayendo.Recordé nuestra despedida en la orilla.Me vi navegando y lo vi corriendo juntoal agua, transportando estas palabrashasta la desembocadura del río.

Pasé las páginas, las miré una a una.

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Y sola en aquel frío pasillo metálico, lodeseé. Deseé notar sus manos en miespalda y sentir sus labios en los míos,recitándome poemas. Y deseé que nuestroviaje para reunirnos terminara, que loskilómetros que nos separaban seconsumieran y la distancia se disipara.

Apareció una figura al final de losestantes. Sujeté los papeles contra mipecho y retrocedí unos pasos.

—¿Va todo bien? —me preguntó, ysupe que se trataba de la misma la mujerque me había llevado allí. Al acercarse,me dirigió a los pies el pálido círculoamarillo de la linterna para no cegarme—.¿Te ha dado tiempo a mirarlo todo?

—Parece que no falta nada —

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respondí—. Excepto tres poemas, quesupongo que son el precio delintercambio que ha mencionado.

—Sí —dijo—. Si no necesitas nadamás, puedes irte. Llega al final de losestantes y cruza la sala. Solo hay unapuerta. Sube las escaleras y sal.

¿Sin venda?—Pero sabré dónde estamos —

aduje—. Sabré volver.La mujer sonrió.—Exacto. —No despegó los ojos

de mis papeles—. Puedes realizar tusintercambios aquí, si quieres. Con un alijocomo este, no hace falta que vayas almuseo.

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—¿Me convertiría eso enarchivista? —pregunté.

—No —respondió—. Teconvertiría en colaboradora.

Por un momento, me pareció quehabía dicho «traidora», y yo lo era, porsupuesto, para la Sociedad. Pero siguióhablando.

—Los archivistas trabajamos conlos colaboradores. Pero somos distintos.Hemos tenido una formación específica yreconocemos falsificaciones que uncolaborador corriente no detectaríanunca. —Se calló, y yo asentí parademostrar que comprendía la importanciade lo que decía—. Si tratas con un

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colaborador, no tienes ninguna garantíade autenticidad. Los archivistas somos losúnicos con suficientes conocimientos yrecursos para determinar si unainformación o un artículo son auténticos.Hay quien dice que la facción de losarchivistas es más antigua que laSociedad.

Lanzó una ojeada a los papeles queyo sujetaba y volvió a mirarme.

—A veces, nos llega unintercambio de especial interés —explicó—. Tus papeles, por ejemplo. Puedesintercambiarlos por separado, si quieres.Pero tendrán más valor si los agrupas.Cuanto mayor es la colección, más sepuede obtener por ella. Y, si vemos

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potencial en ti, te dejaremos negociar losintercambios de otras personas en nuestronombre y quedarte con parte de lacomisión.

—Gracias —dije. Pensé en losversos del poema de Thomas, el que Kysiempre creyó que yo podría intercambiar,y le pregunté—: ¿Y los poemas que nossabemos de memoria?

—¿Te refieres a poemas sin ningúndocumento en papel que los certifique?—preguntó.

—Sí.—Antiguamente los aceptábamos,

aunque valían menos —dijo—. Peroahora ya no.

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Debería haberlo supuesto, por lareacción que tuvo el archivista de Tanacuando traté de intercambiar el poema deTennyson. Pero pensaba que el poema deThomas, que nadie conocía aparte de Kyy yo, podía ser una excepción. Aun así,tenía infinitas posibilidades, gracias a Ky.

—Puedes guardar tus artículos aquí—me informó la archivista—. Vale muypoco.

Me aparté de forma instintiva.—No —dije—. Encontraré otro

sitio.Ella enarcó las cejas.—¿Estás segura de que conoces un

buen sitio? —preguntó, y yo pensé en la

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cueva que había protegido las páginasdurante tanto tiempo, y en la polvera enla que mi abuelo tuvo escondidos losprimeros poemas durante años. Y supedónde podía guardar mis papeles.

«Quemé palabras y las enterré —pensé—, pero aún no he probado elagua.»

En cierto sentido, creo que fueIndie la que me dio la idea de dóndeesconder los papeles. Ella siemprehablaba del mar, aunque, más que eso,quizá fuera su forma poco ortodoxa depensar, su enfoque indirecto y creativo, sumodo de plantearlo todo desde ángulosque no eran los habituales.

—Quiero hacer un intercambio,

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esta noche —dije a la archivista, y ellapareció decepcionada, como si yo fuerauna niña a punto de gastar todas aquellaspalabras frágiles y hermosas en oropeles.

—¿Qué necesitas? —preguntó.—Una caja —respondí—. Una caja

que el fuego no pueda quemar, y en laque no entre agua, aire ni tierra. ¿Tienealgo así?

Su expresión cambió un poco, setornó más aprobatoria.

—Por supuesto —contestó—.Espera aquí. No tardaré. —Volvió aperderse de vista entre los estantes.

Aquel fue nuestro primerintercambio. Más adelante descubrí la

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identidad de la mujer y supe que era laarchivista mayor de la ciudad de Central,quien supervisa y dirige los intercambiospero rara vez los realiza. Aunque, desdeel principio, ha mostrado un interésespecial en las páginas que Ky me envió.Colaboro con ella desde entonces.

Cuando salí del sótano aquellanoche, con la caja llena de papeles en lasmanos congeladas, me detuve unmomento en la linde del campo. La hierbaplateada estaba sembrada de cascotesgrises y negros. Distinguí el plásticoblanco que cubría las otras excavacionespara protegerlas de una restauración quese interrumpió y ya no se reanudó. Mepregunté qué había sido aquel lugar y por

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qué decidió la Sociedad abandonarcualquier intento de revivirlo.

«¿Y qué pasó luego? —mepregunto—. ¿Dónde puse las páginascuando me las llevé del escondrijo de losarchivistas?»

Por un momento el recuerdointenta escurrírseme como un pezplateado en un riachuelo, pero consigoagarrarlo.

«Escondí los papeles en el lago.»Aunque la Sociedad nos ha dicho

que el lago está muerto, me atreví a

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meterme en el agua porque vi señales devida. La orilla se parecía a los ríos deaguas limpias de la Talla, no al río juntoal que Vick murió envenenado. Vi restosde la hierba que había crecido laprimavera anterior; en una parte dondeun manantial templaba el agua, incluso vipeces desplazándose con lentitud,invernando en las profundidades del lago.

Caminé sigilosa entre la maleza quecrecía hasta la orilla del lago y enterré lacaja bajo el embarcadero central, bajo elagua y las piedras ajedrezadas de la partepoco profunda, donde el lago lame laorilla.

Y entonces recupero un recuerdomás reciente.

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«El lago. Ky dijo que se reuniríaconmigo allí.»

En cuanto llego al lago, enciendola linterna que tengo escondida entre lamaleza de las afueras de la ciudad, dondeterminan las calles y comienza el pantanal.

No creo que Ky haya llegado ya.Cuando vengo, siempre tengo un

momento de pánico: ¿habrándesaparecido los papeles? Pero respirohondo, meto las manos en el agua, apartolas piedras y saco una caja mojada ypreñada de poesía.

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Cuando intercambio páginas, casisiempre lo hago para costear los mensajesque Ky y yo nos enviamos.

No sé por cuántas ni por quémanos pasarán las notas antes de que Kylas reciba. Por ese motivo, mandé miprimer mensaje en clave, una clave queinventé durante largas horas declasificaciones que no exigían toda miatención. Ky la descifró y la modificóligeramente cuando me respondió. Cadavez mejoramos un poco la clave original,la variamos y desarrollamos para quecueste más leer los mensajes. No es unsistema ideal (estoy segura de que la clavepuede descifrarse), pero no sabemoshacerlo mejor.

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Cuanto más me acerco al agua, másclaro tengo que algo va mal.

Hay un grupo de pájaros negrosapiñados al borde del primerembarcadero, y otro se ha reunido unpoco más adelante junto a la orilla. Segraznan entre ellos y picotean el suelo,que está tapizado de algo que no alcanzoa ver. Los enfoco con la linterna.

Los pájaros negros vuelan y megraznan. Me quedo petrificada.

Hay peces muertos en la orilla,enredados en los juncos. Están bocaarriba y tienen los ojos vidriosos. Yrecuerdo lo que Ky dijo sobre Vick y sumuerte; recuerdo el turbio riachuelo

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envenenado de las provincias exteriores yotros ríos que la Sociedad contaminóporque fluían hacia el país enemigo.

«¿Quién está envenenando lossuministros de agua de la Sociedad?»

Tirito un poco y me abrazo elcuerpo con más fuerza. Los papeles quellevo bajo la ropa crujen. Debajo de todaesta muerte, dentro del agua, hay máspapeles sepultados. La primavera ya haempezado, pero el agua está congelada. Sime meto para sacar la caja, no podréesperar a Ky durante tanto tiempo.

¿Y si llega y ya me he ido por culpadel frío?

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CAPÍTULO 6Ky

Cada vez estamos más cerca deGrandia. Es hora de que explique a Indielo que quiero hacer.

Hay altavoces en la cabina ytambién abajo, en la bodega. Elcomandante de nuestra flota puede oírtodo lo que digo, y también Caleb. Por lotanto, voy a tener que escribírselo. Memeto la mano en el bolsillo y saco unabarra de carboncillo y una servilleta del

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comedor del campamento. Siempre llevoambas cosas encima. Nunca se sabecuándo puede surgir una oportunidad deenviar un mensaje a Cassia.

Indie me mira y enarca las cejas. Mepregunta, articulando para que le lea loslabios:

—¿A quién escribes?La señalo, y la cara se le ilumina.Trato de pensar en el mejor modo

de pedírselo. «En la Talla, dije quedeberíamos intentar huir de todo esto, ¿teacuerdas? Escapemos ahora.»

Si Indie accede a acompañarme,quizá encontremos la forma de recoger aCassia y huir juntos en la aeronave. Solo

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consigo escribir una palabra, «En», antesde que una voz inunde la cabina.

—Os habla el piloto mayor.Aunque es la primera vez que lo

oigo hablar, tengo la extraña sensación dehaber reconocido su voz. Indie contienela respiración, y yo vuelvo a meterme labarra de carboncillo y la servilleta en elbolsillo, como si el piloto mayor pudieravernos. Su voz es sonora y musical,agradable pero firme. Proviene del cuadrode mandos, pero la calidad de latransmisión es mucho mejor que decostumbre. De hecho, parece que estédentro de la aeronave.

—También soy el Piloto delAlzamiento.

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Indie y yo nos miramos. Ella teníarazón, aunque no veo triunfo en su cara,sino solo convicción.

—Pronto me dirigiré a loshabitantes de todas las provincias —continúa el Piloto—, pero los queformáis parte de esta avanzadilla tenéisderecho a ser los primeros en saber de mí.Estáis aquí gracias a vuestra decisión deuniros al Alzamiento y a vuestros propiosméritos como participantes de estarebelión. Y también lo estáis gracias aotra importante característica por la queno podéis atribuiros el mérito.

Miro a Indie. Su cara irradiahermosura, luz. Tiene fe en el Piloto. ¿La

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tengo yo, ahora que he oído su voz?—La pastilla roja no os hace efecto

—dice el Piloto—. Vosotros recordáis loque la Sociedad os haría olvidar. Comomuchos sospecháis desde hace tiempo,eso es obra del Alzamiento: nosotros oshicimos inmunes a la pastilla roja. Y haymás. También sois inmunes a unaenfermedad que en este momento se estápropagando por las ciudades y distritosde todas las provincias.

Nunca han dicho nada de unaenfermedad. Me pongo tenso. ¿Cómoafecta eso a Cassia?

—Algunos ya habéis oído hablar dela Plaga.

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Indie me mira.—¿Tú? —me pregunta,

mudamente.Casi digo «no», pero entonces caigo

en la cuenta de que tal vez lo haya hecho.«La misteriosa enfermedad que mató a lospadres de Eli.»

—Eli —respondo, sin voz, e Indieasiente.

—La Sociedad creó la Plaga paravencer al enemigo —prosigue el Piloto—.Envenenó algunos de sus ríos y liberó laPlaga en otros. Eso, combinado conconstantes ataques aéreos, aniquiló porcompleto al enemigo. Pero la Sociedad hafingido que el enemigo todavía existe.

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Necesitaba un chivo expiatorio para lasmuertes que siguieron produciéndoseentre los habitantes de las provinciasexteriores.

»Algunos de vosotros habéis estadoen esos campos. Sabéis que la Sociedadquería acabar con todos los aberrantes yanómalos. Y que utilizaba vuestrasmuertes para recoger datos e información.

Silencio. Todos sabemos que lo quedice es cierto.

—Nos habría gustado intervenir yrescataros antes —continúa el Piloto—,sin embargo, no estábamos preparados.Tuvimos que esperar un poco más. Perono os olvidamos.

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«Ah, ¿no?», quiero replicar. Meembarga parte de mi antiguo rencorcontra el Alzamiento. Me agarro a losmandos de la aeronave y me quedo con lamirada fija en la noche.

—Cuando la Sociedad creó la Plaga—dice el Piloto—, había personas querecordaban que todo acto tieneconsecuencias. Sabían que, de algúnmodo, la enfermedad se volvería contranosotros, por muchas precauciones que setomaran. Eso provocó un cisma entre loscientíficos de la Sociedad, y muchos seunieron al Alzamiento en secreto.Algunos de nuestros científicosdescubrieron la forma de inmunizar a laspersonas contra la pastilla roja y también

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la Plaga. Al principio, no contábamos consuficientes recursos para inmunizar atodo el mundo. Por eso tuvimos queelegir. Y os elegimos a vosotros.

—Él nos eligió —susurra Indie.—Vosotros no habéis olvidado las

cosas que la Sociedad quería queolvidarais. Y no podéis contraer la Plaga.Os hemos protegido de ambas cosas. —El Piloto se calla un momento—.Siempre habéis sabido que os estábamospreparando para la misión másimportante de todas: iniciar elAlzamiento. Pero no sabíais qué cargaibais a transportar.

»Transportáis la cura —anuncia—.En este momento las aeronaves de

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transporte, respaldadas por las aeronavesde combate, lleváis la cura a las ciudadesmás afectadas: a Central, Grandia, Oria,Arcadia.

«Central es una de las ciudades másafectadas.» ¿Está Cassia enferma? Nuncasupimos si era inmune a la pastilla roja.Yo creo que no lo es.

¿Y por qué está tan extendida laPlaga? ¿Todas las grandes ciudadesafectadas al mismo tiempo? ¿No deberíatardar más en propagarse, en lugar deestallar en todos los sitios a la vez?

Es una pregunta para Xander.Ojalá se la pudiera hacer.

Indie me mira.

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—No —dice. Sabe qué quierohacer. Sabe que, a pesar de todo, quierotratar de reunirme con Cassia.

Tiene razón. Eso es lo que quierohacer. Y si estuviera solo, me arriesgaría.Intentaría dar esquinazo al Alzamiento.

Pero no estoy solo.—Muchos de vosotros —añade el

Piloto— viajáis con alguien al queconocéis. Lo hemos hecho a propósito.Sabíamos que, para los que aún tenéisseres queridos en la Sociedad, sería difícilresistiros a llevar la cura a vuestrosfamiliares y amigos. No podemos poneren peligro la eficacia de esta misión ytendremos que derribaros si intentáis

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desviaros de la ruta que os hemosasignado.

El Alzamiento es inteligente. Mehan emparejado con la única persona delcampamento a la que aprecio. Lo quedemuestra que apreciar a alguien nos hacevulnerables. Lo sé desde hace años, pero,a pesar de ello, no puedo evitarlo.

—Tenemos curas suficientes —diceel Piloto—. Pero no nos sobran. Porfavor, no malgastéis los recursos que noshan costado tantos sacrificios.

Todo está perfectamente calculado:su forma de emparejarnos, el hecho deque solo hayan elaborado la cantidadjusta de cura.

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—Esto me recuerda a la Sociedad—digo en voz alta.

—Nosotros no somos la Sociedad—replica el Piloto—, pero reconocemosque tenemos que salvar a la gente antes dehacerla libre.

Indie y yo nos miramos. ¿Me harespondido a mí? Indie se tapa la bocacon la mano, y yo, sin saber por qué,tengo que hacer un esfuerzo por noreírme.

—La Sociedad ha construidobarricadas y muros para intentar contenerla enfermedad —prosigue el Piloto—. Haconfinado a la gente en los centrosmédicos y, cuando se ha quedado sin

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espacio, en edificios del gobierno.»Los últimos días han sido

decisivos. Hemos confirmado que elnúmero de personas afectadas haalcanzado una masa crítica. Esta noche,los banquetes de emparejamiento hanfracasado en toda la Sociedad: en Camas,en Central y en muchas otras ciudades. LaSociedad ha estado intentandoreconfigurar los datos hasta el últimomomento, pero no ha sido lo bastanterápida. Y nosotros nos hemos infiltradoen los centros de clasificación paraagravar el problema. En todas lasprovincias se han entregado cajasplateadas sin microficha, y las pantallasdonde debían aparecer las parejas se han

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quedado en blanco.»Muchas personas han tomado la

pastilla roja esta noche, pero no todas vana olvidar. El banquete de emparejamientoes la ceremonia que define a la Sociedad,la ceremonia de la que dependen todas lasdemás. Su desmoronamiento representa laincapacidad de la Sociedad para velar porsus ciudadanos. Incluso los que sí hanolvidado pronto descubrirán que notienen pareja y que algo va mal.Descubrirán que personas a las queconocen, demasiadas personas, handesaparecido detrás de barricadas y ya novuelven. La Sociedad está agonizando, yha llegado nuestro momento.

»El Alzamiento es para todos. —El

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Piloto habla más bajo, con la voz veladapor la emoción—. Pero vosotros soisquienes lo iniciaréis. Vosotros soisquienes los salvaréis.

Aguardamos. Sin embargo, elPiloto ha terminado de hablar. Laaeronave parece más vacía sin su voz.

—Nosotros los salvaremos —diceIndie—. A todos. ¿Te lo puedes creer?

—Me lo tengo que creer —respondo. Porque, si no creo en elAlzamiento y la cura, ¿qué esperanza haypara Cassia?

—No le pasará nada —dice Indie—. Está en el Alzamiento. Cuidarán deella.

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Espero que Indie tenga razón.Cassia quiso unirse al Alzamiento y yo laseguí. Pero ahora lo único que meimporta es encontrarla y dejar todo estoatrás, la Sociedad, el Alzamiento, elPiloto, la Plaga, lo antes posible.

Desde arriba, la rebelión contra laSociedad parece una fotografía en blancoy negro. La noche negra envuelve labarricada blanca que circunda el centrode la ciudad de Grandia.

Indie desciende y se dispone aaterrizar.

—Sed los primeros —nos ordena

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el comandante—. Enseñad al resto cómose hace. —Indie tiene que tomar tierradentro de la barricada, en la calle quediscurre por delante del Ayuntamiento.Hay muy poco sitio.

El suelo se aproxima. Cada vezmás. El mundo viene a nuestroencuentro. Desde algún lugar el Pilotonos observa.

Aeronaves negras, edificios demármol blanco.

Indie se posa con tanta suavidadque apenas parece que haya aterrizado.Observo su expresión. El triunfo quetrata de contener se desborda en unasonrisa de pura alegría cuando la

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aeronave detiene motores, me mira ypulsa el botón que abre la escotilla.

—Pilotos, quedaos en la aeronave—ordena el comandante—. Copilotos ymensajeros, bajad las curas.

Caleb sube los maletines de labodega, y cogemos dos cada uno.

—Tú primero —dice.Bajo y echo a correr en cuanto piso

el suelo. El Alzamiento ha abierto uncamino entre la gente que va directo alcentro médico. Apenas se oye nada,aparte del ruido de las aeronaves decombate que nos cubren desde arriba.Mantengo la cabeza gacha, pero, con elrabillo del ojo, veo a militares del

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Alzamiento vestidos de negro queretienen a funcionarios vestidos deblanco.

«No te pares.» Eso no es solo loque nos ha pedido el Alzamiento;también es mi norma personal. Por esosigo adelante, incluso cuando oigo lo queestán retransmitiendo los terminales delcentro médico.

Ahora que conozco la voz delPiloto, sé que el que canta es él. Yconozco la melodía. Es el himno de laSociedad. Sé, por su modo de cantarlo,que se ha convertido en un réquiem, enuna canción para los muertos.

«Me encuentro otra vez en lasprovincias exteriores. Tengo las manos

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negras, y las piedras son rojas. Vick y yointentamos encontrar una forma dedisparar las pistolas. Los otros señuelosnos ayudan recogiendo pólvora. Tarareanel himno de la Sociedad mientrastrabajan. Es la única canción queconocen.»

—Por aquí —nos indica unarebelde vestida de negro, y Caleb y yo laseguimos por el vestíbulo del centromédico, que está atestado de personaspostradas en camillas. La mujer abre lapuerta de un almacén y nos indica queentremos.

—Dejadlos en la mesa —ordena, ynosotros obedecemos.

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La militar del Alzamiento pasa suminiterminal por uno de los maletinesque hemos traído, y el aparato emite unpitido. Introduce la combinación de lacerradura, y el aire atrapado en su interiorsilba al escapar cuando la tapa se abre.

Dentro hay montones de tubosrojos con dosis de la cura.

—Qué preciosidad —dice. Nosmira—. Traed el resto —añade—. Pediréa algunos de mis soldados que os ayuden.

Cuando salgo me atrevo a mirar aun paciente a la cara. Tiene los ojosvidriosos y no se mueve.

Está ausente, con la caradescompuesta. ¿Sigue siquiera aquí? ¿O

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ya está muy lejos? ¿Y si sabe qué sucedepero está atrapado en su cuerpo,esperando?

Me estremezco. Yo no sería capaz.Yo tengo que moverme.

Preferiría morir a estar postrado deese modo.

Por primera vez siento ciertalealtad hacia el Alzamiento. Si me hasalvado, puede que sí le deba algo. No mivida, pero sí unos cuantos viajes paradistribuir curas. Y ahora que he visto alos enfermos, no puedo poner en peligrosu acceso a lo único capaz de ayudarles.

La mente se me dispara. ElAlzamiento debería hacerse con el

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control de los trenes y transportar la curatambién por esa vía. Más vale que tenga auna persona capaz al frente de sudistribución. A lo mejor es el cometidode Cassia.

Y este es el mío.He cambiado desde que escapé a la

Talla y abandoné a los señuelos a susuerte. He cambiado por todo lo que hevisto desde entonces, y por Cassia. Nopuedo volver a abandonar a nadie. Tengoque seguir distribuyendo esta malditacura aunque eso retrase mi reencuentrocon Cassia.

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En la aeronave ocupo mi puesto decopiloto, y Caleb sube a bordo detrás demí.

—Un momento —dice Indie—.¿Qué es eso?

Caleb ha regresado con un maletín.—Necesitan todas las curas —

arguye Indie.—Esto es cargamento que tenemos

que llevar a la base —explica él. Nosenseña el maletín, pero eso no demuestranada. Es idéntico a los que acabamos debajar—. Es parte de la misión.

—No sabía nada —dice Indie,recelosa.

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—¿Por qué ibas a saberlo? —pregunta Caleb. Percibo cierto desdén ensu tono—. Eres la piloto. No elmensajero.

—Indie —nos interrumpe elcomandante—. Subid.

—Ya estamos todos —dice ella—,pero no vamos vacíos. Nuestro mensajeroha vuelto con un maletín.

—Tiene mi autorización —afirmael comandante—. ¿Alguna otra cosa?

—No —responde Indie—.Estamos listos. —Me mira, y yo meencojo de hombros. Al parecer no van adarnos detalles sobre la segunda misiónde Caleb.

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Esperamos a que las otrasaeronaves despeguen una a una de la calleque discurre por delante de los edificios.El ordenador vuelve a mandarnos uncódigo con nuestro destino. Indie coge lahoja.

—Y ahora, ¿adónde? —lepregunto, aunque creo que sé larespuesta.

—Volvemos a Camas —dice—, arecoger más curas.

—¿Y luego?—Luego venimos otra vez aquí. Es

nuestra ruta, de momento. —Percibo undejo de compasión en su voz—. Otrosllevarán las curas a Central.

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—Más les vale —replico. Me daigual que el Piloto me oiga. De hecho,espero que lo haga. ¿Por qué no? Hacemucho tiempo, la gente decía lo quequería en voz alta y esperaba que se loconcedieran. Lo llamaban rezar.

No obstante, Cassia tiene algotangible: los papeles de la Talla. Solo hautilizado unos pocos para mandarmemensajes. Aún deben de quedarle muchospara utilizarlos en lo que necesite, quizáincluso en conseguir la cura. Ella saberealizar intercambios.

Comenzamos a rodar por la pistade despegue improvisada.

Los uniformes blancos y negros van

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alejándose. Despegamos. Los edificiostampoco tardan en perderse de vista.Luego todo desaparece.

Aún oigo al Piloto cantando elhimno de la Sociedad.

«Estoy cavando una tumba paraVick. Se pasa todo el día hablándome. Séque eso significa que estoy loco, pero nopuedo evitar oír su voz.

»Me habla mientras Eli y yosacamos esferas del río. Vick cuenta suhistoria sobre Laney, la chica a la quequería, una y otra vez. Lo imaginoenamorándose de una anómala ydeclarándole su amor. Viendo la truchaarcoíris y corriendo a hablar con lospadres de su amada. Poniéndose en pie

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para celebrar su contrato matrimonial ysonriendo al cogerle la mano, decidido aser feliz pese a la Sociedad.Descubriendo, a su regreso, que ella noestá.»

¿Va a sucederme lo mismo a mícuando por fin vaya en busca de Cassia?

Cassia me ha cambiado. Soy mejorpersona gracias a ella, pero también va acostarme más que nunca volver a verla.

Indie nos lleva más alto.Algunas personas creen que las

estrellas deben de parecer más próximasdesde aquí.

Se equivocan.

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Cuando estoy aquí arriba, me doycuenta de lo lejos que están en realidad,de lo imposible que es alcanzarlas.

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CAPÍTULO 7Xander

Algo sucede. Pero, como las celdasde confinamiento están insonorizadas, nooigo nada aparte de las manidas notas delas Cien Canciones.

A través de las paredes de mi celda,veo que los funcionarios miran susminiterminales y los terminales másgrandes distribuidos por todo elAyuntamiento. Durante unos segundos,todos parecen paralizados, atentos a lo

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que sea que retransmiten los terminales, ydespués algunos se mueven. Un militar sedirige a una celda de confinamiento eintroduce una clave. El hombre que laocupa sale y se dirige a la entrada delAyuntamiento. Otro militar le cierra elpaso y trata de impedir que escape, pero,en ese momento, las puertas delAyuntamiento se abren de golpe. Figurasvestidas de negro irrumpen en tropel.

El Alzamiento ha comenzado. ElPiloto está hablando, y yo no puedo oírlo.

El militar libera a la ocupante deotra celda. La mujer también se dirige a laentrada, y los militares vestidos de negrodel Alzamiento retienen a los quepretenden impedir que salga. Algunos

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trabajadores parecen desconcertados. Lamayoría levanta las manos y se rindecuando ve a los rebeldes.

Pronto me tocará a mí.«Vamos.»Un militar del Alzamiento se

detiene delante de mi celda.—Xander Carrow —dice. Asiento.

Levanta su miniterminal, comprueba quemi cara se corresponda con la fotografía eintroduce una clave en el teclado de lacelda. La puerta se abre y salgo.

Oigo la voz del Piloto en losterminales.

—Esta rebelión —afirma— esdistinta. Comenzará y terminará

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salvándoos la vida, no derramandovuestra sangre.

Cierro los ojos un instante.Sí me parece la voz del Piloto.Este es el Piloto, y esto es el

Alzamiento.Ojalá Cassia y yo estuviéramos

juntos para verlo comenzar.Me dirijo a la puerta. Lo único que

tengo que hacer es salir delAyuntamiento, atravesar el espacio verdey entrar en el centro médico. Pero medetengo. La funcionaria Lei sigueatrapada dentro de la celda. Nadie la hasacado.

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Me mira.¿Es un error que siga encerrada?

Me detengo un momento en la puerta desu celda. Pero ella mueve la cabeza. «No.»

—Vamos —dice un militar, y meseñala la puerta. Tengo que irme. ElAlzamiento ha comenzado.

Fuera reina el caos. Los militaresdel Alzamiento han despejado el caminoentre el Ayuntamiento y el centro médico,pero están haciendo retroceder afuncionarios, algunos de los cuales handecidido pelear. Una aeronave ruge sobrenosotros, aunque no estoy seguro de si es

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nuestra hasta que la veo disparar unaráfaga de advertencia en una parte vacíapróxima a la barricada. La gente grita y seecha atrás.

El Alzamiento se ha infiltrado entodo el ejército a lo largo de los años. Esmás fuerte en Camas, donde estáestacionada la mayor parte del ejército.Aquí todo debería ir sobre ruedas. Es enel seno de la Sociedad donde podríamostoparnos con cierta resistencia. Pero, si elPiloto es el único que habla por losterminales, todos deberían seguirle muypronto.

Otra aeronave de combate se abatepara proteger una aeronave de aspectomás pesado que se dispone a aterrizar.

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Cuando llego a la puerta del centromédico, la vigilan militares delAlzamiento. Ya deben de haber tomadoel edificio.

—Xander Carrow, doctor —digo auno.

El militar echa un vistazo a suminiterminal para comprobar mis datos.Mensajeros vestidos de negro vienencorriendo desde el campo donde haaterrizado la aeronave. Llevan maletinescon la insignia médica.

¿Es lo que creo?¡La cura!El militar me indica que pase.—Los doctores deben presentarse

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en el despacho de la planta baja —señala.Cuando entro, vuelvo a oír la voz

del Piloto en los terminales de todo eledificio. Canta el himno de la Sociedad.«¿Cómo sería —me pregunto— oír lamúsica en la cabeza y conseguir que suenebien cuando la sacamos?»

Dos militares pasan por mi ladoarrastrando a un funcionario. El hombrellora y apoya una mano sobre el corazónmientras mueve los labios al compás delhimno. Me da lástima: ojalá supiera queno es el fin del mundo. Comprendo porqué puede parecerlo.

Cuando llego al despacho, meentregan un uniforme negro y me lo

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pongo en el mismo pasillo, como losdemás. Me remango, porque es hora detrabajar, y arrojo mi uniforme blanco defuncionario al conducto de incineraciónmás cercano. No volveré a ponérmelonunca.

—Dividimos a los pacientes engrupos de cien —me explica el doctorresponsable. Sonríe—. Como ha dicho elPiloto, de momento conservaremosalgunos de los antiguos sistemas de laSociedad. —Señala las hileras depacientes, a quienes el personal delAlzamiento se ha venido refiriendo como

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a los «inertes»—. Tú te asegurarás de quereciben la atención adecuada ysupervisarás la administración de la cura.En cuanto se recuperen, te mandaremospacientes nuevos.

Los terminales han enmudecido. Enlas pantallas, empiezan a aparecerimágenes de los inertes de Central.

Central: donde está Cassia. Porprimera vez, siento una ciertapreocupación. ¿Y si no se ha unido a larebelión y está viendo esto? ¿Y si tienemiedo?

Estaba convencido de que lafuncionaria Lei formaba parte delAlzamiento.

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¿Podría haberme equivocado conCassia?

No. Ella me lo insinuó el día quehablamos por el terminal. No pudodecírmelo abiertamente, pero lo percibíen su voz. Sé escuchar, y supe que lohabía hecho.

—Estamos esperando másenfermeros y médicos —continúa eldoctor responsable—. De momento, ¿teimporta administrar la cura tú mismo?

Esto no es como la Sociedad. Loslímites ya han empezado a difuminarse.La Sociedad jamás me habría permitidodesempeñar el cometido de un médicodespués de haberme ascendido a doctor.

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—En absoluto —respondo.Me lavo las manos y saco un tubo

del maletín. A mi lado, una enfermerahace lo mismo.

—Son preciosos —dice, sin volverla cabeza, y tengo que darle la razón.

Retiro el envoltorio de la jeringuillae inyecto la cura en la vía para que fluya ala vena del paciente. Vuelvo a oír la vozdel Piloto en los terminales del centromédico y tengo que sonreír porque suspalabras no podían ser más oportunas.

—La Sociedad está enferma —nosdice, repitiendo su mensaje—, y nosotrostenemos la cura.

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CAPÍTULO 8Cassia

No puedo seguir esperando. Estoyaterida.

¿Dónde está Ky?Ojalá pudiera recordar lo que ha

sucedido hace unas horas. ¿Ha llegado laclasificación del Alzamiento? ¿He hecholo que ellos necesitaban?

Por un momento, tiemblo de ira yno solo de frío. Yo no quería venir aCentral. Quería que el Alzamiento me

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destinara a Camas, como a Ky y a Indie.Pero no me consideró apta para pilotar nicombatir, sino solo para clasificar.

No me importa. Estoy aliada con elAlzamiento, no definida por él. Tengopoemas, y sé realizar intercambios. Talvez sea hora de que utilice los papeles dela Talla para irme de aquí. Ya he esperadosuficiente.

Miro los pececillos muertos que seagolpan en la orilla. Sus ojos vidriosos einertes me estremecen; sus cuerposresbaladizos y escamosos apestan. Merozarán las manos cuando las meta en elagua para sacar la caja. Huelen tan fuerteque noto el sabor de su carne en la boca.Se me quedará adherido a la piel cuando

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termine.«No mires. Hazlo.»Debajo del embarcadero, apoyo la

linterna en una piedra, me saco lospapeles de las muñecas y los dejo en elsuelo. Me bajo las mangas hasta que mecubren las manos para tener una barreraentre la piel y el agua. Cuando entro en ellago, trato de ignorar los peces que merozan las piernas, el constante golpeteo desus cuerpecillos sin vida en un lago queantes era un lugar seguro. Espero que laropa baste para protegerme de lasustancia tóxica que hayan vertido en él.

El hedor es fortísimo, y no puedorespirar cuando meto las manos en elagua. Tengo que esforzarme para no

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vomitar cuando noto escamas, aletas, ojosy colas rozándome los brazos.

La caja aún está. La saco lo másdeprisa posible, y los peces, empujadospor el agua, se me arremolinan alrededorde las pantorrillas. Cuando regreso a laorilla, sus cuerpecillos sin vida se separande mí y me siguen.

Llevo la caja a la hierba y me quedoun momento agazapada, escondida entrela maleza. Cuando me enjugo las manosen una parte seca de la camisa, measeguro de no mojar los papeles que hedejado en el suelo.

¿Conocería el valor de estas frágilespáginas si no hubiera visto el lugar donde

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estaban escondidas? ¿Si no pudieraimaginar a Hunter hojeándolas en buscade un poema que grabar en la lápida de suhija? Quizá por eso las llevo pegadas a lapiel. No solo para ocultarlas, sino parasentirlas, para recordar qué son.

Pienso en confeccionarme unaprenda de palabras; algo laminado eimbricado, como las escamas de los pecesque flotan en el lago. Cada página meprotegería; cuando me moviera, lospárrafos y oraciones se reordenarían paracubrirme.

Sin embargo, al final, las escamasno han protegido a estos peces y, cuandoabro la caja, descubro una cosa de la quedebería haberme dado cuenta al sacarla.

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Pero estaba demasiado distraída por lospececillos muertos.

La caja está vacía.Alguien se ha llevado mis poemas.Alguien se ha llevado mis poemas, y

Ky no ha acudido a la cita. Y hace frío.Sé que ya es demasiado tarde, pero

ojalá no hubiera venido al lago estanoche. Así no sabría todo lo que heperdido.

Cuando estoy cerca de la ciudad,miro los bloques de pisos y comprendoque algo más va mal, no solo el lago.

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Es plena noche. Pero la ciudadsigue despierta.

El color de las luces me pareceextraño (son azules en lugar de doradas) ytardo un momento en comprender larazón. Todos los pisos tienen el terminalencendido. Ya he visto retrasmisiones aescala nacional como estas en invierno,cuando el sol se pone temprano ypasamos despiertos parte de la noche.

Pero nunca había visto losterminales encendidos tan tarde.

Al menos que recuerde.¿Qué puede ser tan importante para

que la Sociedad despierte a todo elmundo?

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Paso por varios espacios verdes,que ahora son azules y grises, llego a mibloque de pisos y entro con mucho sigilodespués de introducir la clave que abre lapesada puerta metálica. La Sociedadtomará nota de mi retraso, y sé quealguien querrá hablar conmigo sobre elasunto. Una o dos horas sin justificar sonuna cosa; pero esto es media noche,tiempo suficiente para hacer un sinfín decosas no permitidas.

El ascensor, tan silencioso como untren aéreo, me lleva hasta mi planta, ladiecisiete, y no veo a nadie en el pasillo.Las puertas de los pisos encajan bien, y laluz de los terminales no se cuela porninguna rendija, pero, cuando abro la

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mía, el terminal aguarda en el recibidor,como de costumbre.

Me llevo las manos a la boca, puesmi cuerpo ha anticipado mi necesidad degritar antes de que mi mente hayaasimilado lo que tengo ante mí.

Incluso después de estar en la Talla,jamás habría podido imaginarme esto.

En la pantalla del terminal aparecencadáveres.

Son incluso peores que loscadáveres quemados y marcados de azulabandonados en lo alto de la Talla. Peoresque las hileras de losas del caserío en elque Hunter dijo su último adiós a suquerida hija. La cantidad de muertos es

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tan atroz que mi mente apenas puedeasimilarla. La cámara recorre las filas dearriba abajo para que veamos cuántoscadáveres hay. De arriba abajo. De arribaabajo.

¿Por qué miramos?Porque nos enseñan las caras. La

cámara se detiene en cada persona, losuficiente para que tengamos tiempo dereconocerla o sentirnos aliviados. Luegosigue adelante, y volvemos a tener miedo.

Me asalta otro recuerdo, los tubosde la Caverna de la Talla a la que Hunternos llevó.

«¿Se trata de eso? ¿Acaso hanencontrado otra manera de

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almacenarnos?»Pero reparo en que las personas de

la pantalla están vivas, si bien demasiadoquietas y calladas. Tienen los ojosvidriosos, aunque respiran. Y la piel deuna extraña tonalidad azul.

Esto no es la muerte, aunque es casiigual de horrible. Están aquí y en otraparte. Con nosotros y ausentes. Lasvemos, pero están fuera de nuestroalcance.

Cada persona está conectada a unabolsa transparente mediante un tubitoinsertado en el brazo. ¿Recorren los tubostodo el sistema venoso de los pacientes?¿Se han quedado sin sus verdaderas venasy ahora las tienen únicamente de plástico?

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¿Es este un nuevo plan de la Sociedad?¿Primero nos arrebata los recuerdos yluego nos desangra, hasta que solo somospiel frágil y ojos ausentes, una sombra delo que fuimos?

Recuerdo el panal del que Indie enningún momento se separó mientrasestuvimos en la Talla, las delicadasceldillas que habían estado brevementehabitadas por hacendosas criaturas decorta vida que zumbaban y picaban.

Muy a mi pesar, me siento atraídapor los ojos vacuos y ciegos de lospacientes. No parece que sientan dolor.Aunque tampoco parece que sientanninguna otra cosa.

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La perspectiva cambia, y creo queahora miramos desde los terminalesempotrados en las paredes del edificioque alberga a estas personas. El ángulo esdistinto, pero la cámara sigue enfocando alos enfermos.

Hombre, mujer, niño, niño, mujer,hombre, hombre, niño.

No se acaba nunca.¿Cuánto llevan los terminales

retransmitiendo esto? ¿Toda la noche?¿Cuándo ha empezado?

Veo la cara de un hombre de pelocastaño.

«Lo conozco —pienso, consternada—. Clasifiqué con él, aquí en Central.

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¿Están en Central estas personas?»El terminal sigue retransmitiendo

secuencias de forma implacable, imágenesde personas que no pueden cerrar losojos. Pero yo sí puedo cerrar los míos. Lohago. No quiero seguir mirando. Piensoen salir huyendo y me vuelvo hacia lapuerta, sin abrir los ojos.

Y entonces oigo una voz masculina,sonora, melódica y clara.

—La Sociedad está enferma —declara—, y nosotros tenemos la cura.

Me vuelvo despacio. Pero no hayninguna cara que poner a la voz; solo elsonido. Los terminales siguen enfocandoa las personas postradas en sus camas.

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—Esto es el Alzamiento —dice—.Yo soy el Piloto.

En el minúsculo recibidor, laspalabras rebotan en las paredes y mellueven desde todos los ángulos, todas lassuperficies de la habitación.

«Piloto.»«Piloto.»«Piloto.»Llevo meses preguntándome qué se

sentiría al oír la voz del Piloto.Pensaba que a lo mejor sentiría

miedo, sorpresa, alegría, emoción,aprensión.

No pensaba que sentiría esto.

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«Decepción.»Es tan honda que me acongoja. Me

froto los ojos con el dorso de la mano.Hasta ahora, no me había dado

cuenta de que esperaba reconocer la vozdel Piloto. «¿Creía que se parecería a lavoz de mi abuelo? ¿Creía que, de algúnmodo, el Piloto sería mi abuelo?»

—Llamamos a esta enfermedad laPlaga —continúa el Piloto—. LaSociedad la creó y la propagó al paísenemigo a través del agua.

Sus palabras llenan el silencio comosemillas o bulbos escogidos con cuidado ydepositados en espacios huecos del suelo.«El Alzamiento ha abierto esos espacios

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—pienso—, y ahora los está llenando.Este es el momento en que sube alpoder.»

La perspectiva cambia; ahoraestamos fuera, siguiendo a alguien quesube por la escalera del Ayuntamiento deCentral. La imagen es clara, incluso denoche, y, aunque el edificio no tiene elalumbrado de las ocasiones especiales, laescalera de mármol y las puertas cerradasdel final me recuerdan el banquete deemparejamiento. Hace menos de un año,subí por una escalera muy similar enOria. ¿Qué hay ahora detrás de laspuertas de los Ayuntamientos de laSociedad?

La cámara entra.

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—El enemigo ya no existe —dice elPiloto—. Pero la Plaga que la Sociedad lecontagió pervive en nosotros. Mirad quéha ocurrido en la capital de la propiaSociedad, la primera ciudad que se vioafectada por la Plaga. La Sociedad ya nopuede contener la Plaga en los centrosmédicos. Ha tenido que alojar a losenfermos en otros edificios y pisos delgobierno.

El Ayuntamiento está lleno arebosar de más pacientes si cabe.

La cámara vuelve a salir y nosofrece una vista aérea de la barricadablanca que circunda el Ayuntamiento deCentral.

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—Han construido barricadas comoesta en todas las provincias —explica elPiloto—. La Sociedad ha intentadoimpedir que la Plaga se propague, pero nolo ha conseguido. Hay tantos enfermosque ni siquiera puede seguir celebrandosus ceremonias más importantes. Estanoche, los banquetes de emparejamientohan sido un fracaso. Algunos de vosotroslo recordaréis.

Cuando me acerco a la ventana, veomovimiento.

El Alzamiento está aquí, ya no seesconde. Sus partidarios nos sobrevuelanen aeronaves; se encuentran entrenosotros vestidos de negro. ¿Cuántos hanbajado del cielo? ¿Cuántos se han

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limitado a cambiarse de ropa? ¿Hasta quépunto y con qué eficacia se habíainfiltrado el Alzamiento en Central? ¿Porqué sé tan poco de lo que estásucediendo? ¿Es culpa de la Sociedad, porobligarme a olvidar, o del Alzamiento,por no contarme lo suficiente?

—Cuando la Plaga se desarrolló —prosigue el Piloto—, algunos de losnuestros anticiparon lo que iba ocurrir.Pudimos vacunar a algunos de vosotros.Para el resto, tenemos una cura. —La vozdel Piloto se torna más emotiva, máspersuasiva, más grande; colma nuestrovacío, nos inunda el corazón—.Conservaremos todas las cosas buenas dela Sociedad, las mejores partes de nuestro

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estilo de vida. No perderemos todo loque habéis construido con tanto esfuerzo.Nos desharemos de los males de laSociedad.

»Esta rebelión —continúa— esdistinta de todas las demás. Comenzará yterminará salvándoos la vida, noderramando vuestra sangre.

Despacio, me dirijo a la puerta.Necesito correr. Ir en busca de Ky. Estanoche no ha acudido al lago; quizá seapor esto. No ha podido escabullirse. Perotal vez siga en Central, en alguna parte.

—Lo único que lamentamos —diceel Piloto— es no haber podido intervenira tiempo para que no muriera nadie. LaSociedad era más fuerte que nosotros,

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hasta este momento. Ahora podemossalvaros a todos.

En la pantalla, un hombre vestidode negro abre un maletín. Está lleno detubitos rojos.

«Como los tubos de la Caverna —vuelvo a pensar—, solo que esos parecíanazules.»

—Esta es la cura —afirma el Piloto—. Y ahora, por fin, hemos elaboradosuficiente para todos.

El hombre de la pantalla saca untubo del maletín y quita el capuchón a laaguja del extremo. Con la seguridad de unmédico, inyecta el contenido en una víaintravenosa. Respiro hondo.

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—Esta enfermedad puede parecerindolora, pero os aseguro que es mortal.Sin atención médica, el organismo notarda en fallar. Los pacientes sedeshidratan y mueren. Puede haberinfección. Si os encontramos a tiempo,podemos curaros, si intentáis huir, encambio, no hay garantía de que osrecuperéis.

El terminal se queda oscuro.Aunque no mudo.

Probablemente hay muchas razonespara que hayan escogido a este Piloto.Pero una tiene que ser la voz.

Porque, cuando empieza a cantar,yo dejo de oír.

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Es el himno de la Sociedad, unacanción que conozco desde que erapequeña, que me siguió hasta los cañones,que no olvidaré jamás.

La versión del Piloto es lenta ytriste.

La Sociedad está muriendo, estámuerta.

Me corren lágrimas por las mejillas.Muy a mi pesar, comprendo que lloro porla Sociedad, por su final. Por la muerte delo que nos ha protegido durante tantotiempo.

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El Alzamiento me ha dicho queespere.

Pero eso ya no se me da bien.Avanzo a tientas por el largo

pasillo subterráneo. El musgo de lasparedes se desprende cuando paso lasmanos y me asombro de cuánto crece lavegetación aquí abajo. De algún modoapenas me cruzo con nadie, aunque nodejo de temer que, al alargar la mano,palpe piel en vez de piedra.

Como no he podido encontrar aKy, he venido a preguntar a losarchivistas qué saben. Puede que tomenpartido en uno u otro sentido, queapoyen a la Sociedad o al Alzamiento,

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pero me parece que, ante todo, sonarchivistas.

Hoy no hay nadie escondido entrelos estantes, absorto en sus intercambios.Los archivistas y colaboradores se hanreunido en la sala central y conversan engrupos. Por supuesto, el grupo másnumeroso se ha congregado alrededor dela archivista mayor. Puede que tenga queesperar mucho tiempo para hablar conella. Para mi sorpresa, en cuanto me ve, sesepara del grupo y se acerca a mí.

—¿Es la Plaga real? —pregunto.—Esa información es bastante

valiosa —responde, con una sonrisa—.Debería pedirte algo a cambio.

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—Mis papeles han desaparecido —digo.

Le cambia la cara. Su pena parecesincera.

—No —se lamenta—. ¿Cómo?—Me los han robado —contesto.Dulcifica la expresión. Me entrega

un papelito enrollado impreso por uno delos terminales ilegales de los archivistas.Cuando miro a mi alrededor, veo quemuchas otras personas sostienen papelitossimilares.

—No eres la única que quiere sabersi la Plaga es real —dice—. Lo es.

—¡No! —exclamo.

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—Ya sospechamos de su existenciaincluso antes de que levantaran el murode la zona inerte —explica—. LaSociedad ha podido contenerla durantemucho tiempo, pero ahora se estápropagando. Y, además, deprisa.

—¿Quién te lo ha dicho? —lepregunto—. ¿Ha sido el Alzamiento?

Sonríe.—Los archivistas obtenemos

información del Alzamiento y de laSociedad. Pero hemos aprendido adesconfiar de ambos. —Señala el papelitode mi mano—. Tenemos una clave paramomentos como este. La utilizamosdesde hace mucho tiempo para avisarnos

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unos a otros de que hay una enfermedad.Los versos pertenecen a un poema muyantiguo.

Miro el papel y lo leo. El doctor fenecer debe,pues toda vida es breve.La plaga, cruel enemigo,a mí me llevará consigo. Estrujo el papelito.—¿Quién es el doctor? —pregunto,

y pienso en Xander.—Nadie —responde—. Nada. La

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palabra que importa es «plaga». El doctorno es nadie concreto. —Ladea la cabeza—. ¿Por qué? ¿Quién pensabas que podíaser?

—El líder de la Sociedad —respondo, con evasivas. Aunque ya llevotiempo colaborando con la archivistamayor, todavía no me he decidido ahablarle de Xander o Ky.

Sonríe.—La Sociedad no tiene líder —dice

—. Los que gobiernan son los comités defuncionarios de los diversos ministerios.Ya debes de haberlo deducido, ¿no?

Tiene razón. Lo he deducido. Peroes extraño oír confirmadas mis sospechas.

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—¿Y qué se sabe de la Plaga? —pregunto—. Debe de mencionarse másveces en vuestros archivos.

—Oh, sí —repone—. Semencionan plagas en todas partes, enestudios, historias, incluso poemas, comohas visto. Pero todas las fuentescoinciden. La gente muere hasta quealguien encuentra una cura.

—Si mis papeles aparecen —digo—, si alguien los trae paraintercambiarlos, ¿me lo dirás?

Ya conozco la respuesta, pero meresulta difícil oírla.

—No —contesta—. Nuestrocometido solo consiste en certificar la

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autenticidad de los artículos y no perderde vista a nuestros colaboradores. Nuncapedimos explicaciones de lo que nostraen.

Naturalmente, yo ya lo sabía. De locontrario habría tenido que explicar elorigen de mis papeles. En cierto sentidoyo también los robé.

—Podría escribir algunos poemas—sugiero—. Ya los tengo en la cabeza…

La archivista mayor me interrumpe.—No hay demanda de eso —

observa, con pragmatismo—. Nosotroscomerciamos con artículos antiguos devalor reconocido. Y con algunos artículosnuevos cuyo valor es obvio.

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—Un momento —digo.Mi idea cobra forma y me torna

audaz. No puedo evitar imaginármelo:nos veo a todos reuniéndonos pararealizar intercambios. Por alguna razón,sitúo la escena en un Ayuntamiento, bajola bóveda, solo que en vez de llevarcoloridos vestidos portamos coloridaspinturas, sostenemos palabras de colores,tarareamos retazos de nuevas melodías,sin temor a que nos descubran,preparados para que nos pregunten:«¿Qué cantas?».

—¿Y si —pregunto—comenzáramos a realizar intercambios deotra clase, utilizando artículos nuevosconfeccionados por nosotros? A mí

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podría interesarme el cuadro de otrapersona. Ella quizá querría mi poema.O…

La archivista niega con la cabeza.—No hay demanda de eso —repite

—. Pero lamento lo de tus papeles. —Ensu voz percibo el vacío que solo unexperto puede sentir. Conoce el valor demis papeles. Ha visto las palabras, haolido el tenue aroma a piedra y tierra quelas impregna.

—Y yo —contesto.Y mi vacío es mucho más hondo,

más interno y esencial. He perdido loúnico que podría llevarme hasta Ky, mibaza para reunirme con él y mi familia si

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algún día dejara de creer en el Alzamientoo todo saliera terriblemente mal. Ahoraapenas me queda nada, y el poema deThomas, que nadie más conoce, nunca meservirá de nada sin el documentopropiamente dicho.

—Por supuesto, tienes dosartículos en tránsito —dice la archivista—. Te los entregaremos en cuanto losrecibamos, dado que ya los has pagado.

Claro. El poema que comienza «Note alcancé». La microficha de mi abuelo.¿Aún llegarán?

—Y puedes seguir colaborando connosotros —añade—, siempre que nosdemuestres que eres digna de confianza.

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—Gracias —digo. Algo es algo. Lareducida comisión que obtenga por cadaintercambio no será mucho, pero quizápueda empezar a ahorrar.

—Algunas cosas seguirán siendovaliosas gobierne quien gobierne —afirma la archivista—. Otras cambiarán.Los precios cambiarán. —Sonríe—.Siempre —añade— resulta sumamenteinteresante presenciarlo.

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SEGUNDA PARTE

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LA POETA

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CAPÍTULO 9Xander

—Me muero —dice el paciente.Abre los ojos—. No es tan duro.

—No se muere —le aseguromientras saco una cura del maletín. Cadavez veo más casos como este conformepasan las semanas. Los ciudadanos yaconocen los síntomas de la Plaga y amenudo se presentan antes de quedarseinertes—. ¿Y este color rojo? Es por eltubo, no por la cura. Pronto le hará

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efecto. —El hombre es mayor y, cuandole doy una palmadita en la mano, su pielme parece muy frágil. En la Sociedad,habría podido contar con morir en losaños siguientes. Ahora, ¿quién sabe? A lomejor le queda mucha vida por delante.Nosotros solo debemos asegurarnos deque sobreviva a la Plaga.

—Prométamelo —pide, y me miraa los ojos—. Deme su palabra de doctor.

Se lo prometo.Lo conecto a un monitor de signos

vitales para que el aparato nos avise si elcorazón le falla o deja de respirar. Luegome dedico al siguiente paciente. Novamos retrasados, pero no podemos pararni un segundo.

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La Plaga ha estallado antes de loque había previsto el Alzamiento. Engeneral, la toma de poder ha ido bien,aunque no ha sido perfecta. La gente haaceptado al Alzamiento porque quiere lacura. De momento nos es leal. Perotodavía hay partidarios de la Sociedad, ypersonas que simplemente están asustadaspor lo que pasa. No se fían de nadie. Esoes lo que tratamos de cambiar. Cuantamás gente llegue enferma y salga curada,mejor. Entonces todos verán que estamosaquí para ayudar.

—Carrow. —Oigo la voz deldoctor responsable en mi miniterminal—.Se está reuniendo un grupo nuevo en lasala de actos para la charla de bienvenida.

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—Claro —contesto. Esto tambiénforma parte de mi cometido—. Voyahora mismo.

De camino a la puerta, me despidode los enfermeros con un gesto de lacabeza. Cuando dé la charla debienvenida, habré acabado mi turno, porlo que esta noche ya no vuelvo, a menosque haya una emergencia.

—Hasta mañana —digo.Me uno al resto de la gente que se

dirige a la sala de actos. Apenas he dadounos pasos cuando alguien exclama minombre:

—¡Carrow!El pasillo está atestado de personas

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vestidas de negro, y tardo un momento ensaber quién me ha llamado, pero entoncesla veo.

—Funcionaria Lei —digo, antes derecordar que ahora es Lei a secas. ElAlzamiento ha eliminado los títulos. Soloutilizamos los apellidos. La última vezque la vi fue hace casi dos meses, cuandola Plaga empezó y Lei se quedó en sucelda de confinamiento. Seguro que saliópronto: el Alzamiento mandó a casa atodos los ocupantes de las celdas encuanto los distritos y las ciudades fueronlugares seguros. De todos modos, yo mefui y la dejé allí.

—Lo siento —comienzo a decir,pero ella niega con la cabeza.

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—Hiciste lo que tenías que hacer—afirma—. Me alegro de verte.

—Lo mismo digo —respondo—.Sobre todo aquí. ¿Significa esto que tehas unido al Alzamiento?

—Sí —contesta—, pero, paraquedarme, voy a necesitar tu ayuda.

—Claro. ¿Qué puedo hacer?—Esperaba que respondieras por

mí —explica—. Si no lo haces, no podréquedarme.

Cada miembro del Alzamientopuede responder únicamente por otrastres personas. Con el tiempo, claro está,queremos que todos se unan a nosotros,pero, ahora mismo, debemos ser cautos.

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Responder por otra persona no es unadecisión que pueda tomarse a la ligera.Siempre he dado por supuesto que mistres personas serían mis padres y Cassia,si a ella le hiciera falta, por si yo estuvieraequivocado y ella no formara parte delAlzamiento.

Si respondes por alguien queresulta ser un traidor, también teinvestigan a ti. Así pues, ¿cuánto confíoen Lei?

Estoy a punto de preguntarle si nose lo puede pedir a nadie más, pero, porsu forma de apretar los dientes y poner laespalda recta (su postura es incluso másimpecable que de costumbre), comprendoque no tiene a nadie más. No me rehúye

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la mirada. Había olvidado que casi somosde la misma estatura.

—Claro —digo. Aún me quedandos personas. Si ocurre algo y estoyequivocado con Cassia, Tannen, mihermano, puede responder por uno demis padres. Probablemente ya tieneintención de hacerlo. No por primera vez,pienso en que ojalá hubiera podido hablarcon él sobre el Alzamiento.

Lei me pone la mano en el brazo,un instante.

—Gracias —dice. Su voz espreciosa y parece sincera, y también unpoco sorprendida. Creía que iba anegarme.

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—De nada —respondo.

—Si estáis aquí —explico a losnuevos trabajadores—, significa quereunís los tres requisitos fundamentalespara trabajar en un centro médico. Enprimer lugar, habéis recibido formaciónmédica. En segundo lugar, estáisprotegidos porque contrajisteis la Plagaenseguida y ya estáis curados o porque osvacunasteis cuando solicitasteisreincorporaros al trabajo. En tercer lugar,os habéis unido al Alzamiento.

Dejo que se haga un silencio antesde continuar.

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—Ahora formáis parte de estarebelión. Es posible que no supierais queel Alzamiento existía hasta que oísteishablar al Piloto, o que solo hayáisempezado a creer en él ahora que habéisvisto y conocéis nuestra cura, o porquequeréis nuestra vacuna. No os loreprochamos, por supuesto. Agradecemosvuestra ayuda. Nuestro objetivoinmediato es salvar a todas las personasque han contraído la Plaga.

Les sonrío, y casi todos medevuelven la sonrisa. Les alegra volver atrabajar y formar parte de la solución.Algunos parecen muy ilusionados.

Entonces, una mujer pregunta:

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—Si eso es cierto, ¿por qué novacunasteis, es decir, por qué novacunamos a todos antes de que cayeranenfermos? ¿Por qué esperar a quenecesiten la cura?

Uno de los militares apostados alfinal de la sala da un paso al frente, peroyo levanto la mano. El Alzamiento me haproporcionado toda la información quenecesito para responder a una preguntacomo esta. Y es una buena pregunta.

—¿Por qué no nos dedicamos aelaborar vacunas además de curas? —pregunto—. Lo que quieres saber es eso,¿no?

—Sí —responde—. Habría sido

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más fácil y eficaz impedir que la gentecayera enferma.

—Los recursos del Alzamientoeran limitados —arguyo—. Decidimosque la mejor forma de utilizarlos eracentrarse en la cura. No podíamosadvertir a la población de una posiblePlaga antes de que estallara sin sembrar elpánico. Y el Alzamiento no queríavacunar a nadie sin su permiso. No somosla Sociedad.

—Pero vacunasteis… vacunamos alos bebés —señala la mujer—. Sin supermiso.

—Es cierto —reconozco—. AlAlzamiento le parecía que vacunar a losbebés era tan importante que desviamos

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parte de los recursos en esa dirección.Como todos sabéis, los bebés son los quemás sufren con las enfermedades y, enniños tan pequeños, ninguna cura eseficaz al cien por cien. En ese caso setomó la decisión de vacunar sin permiso.Y el resultado es que ningún niño menorde dos años ha caído enfermo. —Dejoque mis oyentes asimilen la información—. Ahora que el Alzamiento se haasentado en el poder, hemos podidodestinar más recursos a elaborar vacunas.De una forma u otra, al final salvaremos atodo el mundo.

La mujer asiente y parece satisfecha.Hay otra razón, por supuesto, pero

no la digo en voz alta: si el Alzamiento

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hubiera vacunado a todo el mundo ensecreto, la gente no sabría a quién dar lasgracias por librarla de la muerte. Nisiquiera sabría que se había librado. ElAlzamiento no empezó esta Plaga. La haresuelto. Y el pueblo tiene que saberlo.No puede valorar la solución a menosque sepa que había un problema.

Por ese motivo el Alzamiento hatenido que permitir que algunas personasenfermen. Pero en la mayoría de lasrevoluciones mueren muchas personas.

Esto es infinitamente mejor.—Es mi deber recordaros —digo, y

miro a todo el grupo— que estáis aquíporque miembros del Alzamiento hanrespondido por vosotros. Se han

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arriesgado porque creen que merecía lapena. Os pido que no los defraudéis, ni aellos ni a nosotros, intentando sabotear loque hacemos aquí. Nuestro cometido essalvar vidas.

No sé dónde está Lei y me alegro.Les hablo a todos, no solo a ella.

—Y ahora —continúo—, permitidque os describa los procedimientosbásicos para atender a los enfermos. Osdarán instrucciones más precisas yvuestro horario de trabajo cuando salgáisde la sala. Algunos os incorporaréis deinmediato, y otros iréis a descansar yempezaréis más tarde.

Reviso los pasos básicos del

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protocolo y recuerdo a los trabajadoresprocedimientos y técnicas de desinfecciónnecesarios como lavarse las manos yesterilizar el material y el instrumental.Estas prácticas son de especialimportancia, porque el virus puedecontagiarse por contacto con los fluidoscorporales. Describo el sistema deadmisión y las exploraciones médicasiniciales. Explico que disponemos depocos colchones neumáticos y, por tanto,tenemos que cambiar manualmente depostura a algunos pacientes para evitarque se llaguen. Describo las ventosas queutilizamos para aislar las lesiones eintentar que no se infecten.

No se oye ni una mosca cuando

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llego a la parte que a todos les parece másinteresante: la cura.

—Administrar la cura es muyparecido a lo que visteis en los terminalescuando el Piloto nos habló por primeravez —digo—. Rara vez se produce unareacción adversa, pero, si ocurre, lo harádurante la primera media hora después desu administración.

—¿En qué consiste la reacciónadversa? —pregunta un hombre.

—Los pacientes dejan de respirar—respondo—. Hay que intubarlos.Aunque la cura sigue siendo eficaz. Solonecesitan ayuda para respirar durante untiempo. Obviamente solo los médicospueden intubar.

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—¿Has visto alguna vez unareacción adversa? —me pregunta elhombre.

—Tres veces —contesto—. Ytrabajo en este centro médico desde queel Alzamiento lo tomó. —En ciertosaspectos, me parece que fue ayer y, enotros, que ya ha pasado una eternidad.

—¿Cuánto tarda en hacer efecto?—pregunta otro trabajador.

—A menudo los pacientes estánlúcidos al cabo de tres o cuatro días —explico—, y hacia el sexto los trasladamosal área de recuperación. Permanecen ahíunos días más antes de volver con susfamilias y amigos. La cura es

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extremadamente potente.Algunos ponen los ojos como

platos, y todos se miran sorprendidos. Yahan visto salir a gente de los centrosmédicos, por supuesto, pero no sabíanque la cura actuara con tanta rapidez.

—Eso es todo —digo. Sonrío algrupo—. Bienvenidos al Alzamiento.

Todos se ponen a aplaudir, yalguien da fuertes vivas. La sala rebosaentusiasmo. Todos se alegran de podercontribuir en lugar de quedarse cruzadosde brazos fuera de la barricada. Locomprendo. Cuando administro la cura,sé que hago lo correcto.

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Clavo la vista en el techo de lahabitación donde descansamos y escucholas respiraciones de todos.

En alguna parte del centro médico,Lei atiende a los pacientes. Me alegro deque se haya unido al Alzamiento: cuidarábien de los inertes. Me pregunto por quéno lo hizo antes. Puede que, simplemente,no supiera que existía. De hecho nadiehablaba de la rebelión en público.

Estoy seguro de que Tannen formaparte del Alzamiento. Al igual que yo,debió de reconocer que la rebelión eraresponsabilidad nuestra en cuanto oyóhablar de ella, y también es inmune a la

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pastilla roja. Es el candidato ideal.Nunca he sabido por qué Ky no se

unió a los rebeldes la primera vez que noslo pidieron. Ellos podrían haberleayudado. Pero él no lo hizo, y se negó aexplicarme el motivo.

Incluso antes de que Cassia partieraa las provincias exteriores en busca de Ky,ya se veía que podía hacer algo arriesgado.Como el día que por fin se decidió atirarse a la piscina: saltó al agua sin miraratrás. Por eso no debería habermesorprendido su forma de enamorarse deKy, porque así era como yo quería que seenamorara de mí: hasta el tuétano.

La única vez que estuve tentado dedejar el Alzamiento fue cuando me

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emparejaron con Cassia. Durante unosmeses, jugué a dos bandas, sirviendo alAlzamiento y fingiéndome leal a laSociedad para seguir emparejado con ella.Pero enseguida lo comprendí: quería quefuera ella la que me eligiera. En ciertossentidos, nuestro emparejamiento ha sidomi peor enemigo. ¿Cómo se suponía queiba a amarme cuando la Sociedad leordenaba que lo hiciera?

Cuando Cassia me dijo que estabaenamorándose de Ky, comprendí que, siél se marchaba, también lo haría ella. Setiraría a la piscina. No era difícil suponerque la Sociedad no iba a permitir que Kyse quedara en el distrito de los Arces deforma indefinida, y dondequiera que fuera

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podía ser peligroso.Cassia tenía que llevarse algo mío al

viaje: algo que pudiera serle útil y lerecordara a mí.

Imprimí el cuadro y salí a buscarlos pétalos de neorrosas. Pero ambascosas le recordarían el pasado. No erasuficiente. Quería darle algo que pudieraayudarla en el futuro y le hiciera pensaren mí.

Paradójicamente fue Ky quien mehabló de los archivistas. Sin él tal vez nohabría sabido tratar con ellos.

Lo único que tuve que darles fue lacaja plateada de mi banquete. A cambiome entregaron un papel impreso en uno

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de sus terminales: toda la informaciónque les había dado de mi microfichaoficial, junto con una serie de cambios yadiciones de mi cosecha.

«Color preferido: rojo.»«Tiene un secreto que contar a su

pareja cuando vuelva a verla.»Esa fue la parte fácil. Conseguir las

pastillas me costó más. Cuando accedí alintercambio, no tenía una idea clara de loque me pedían los archivistas.

Pero no me arrepiento. Las pastillasazules protegieron a Cassia. Ella me lodijo cuando hablamos por el terminal.«Me dieron una sorpresa.»

Me vuelvo en la cama y miro la

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pared.La noche del banquete, mientras

estaba en la parada del tren aéreo con mispadres y mi hermano, esperaba que Cassiay yo cogiéramos el mismo tren. Así almenos podríamos viajar juntos alAyuntamiento antes de que todocambiara. Y ella subió la escalera,agarrándose la falda del vestido verde.Primero le vi la coronilla, seguida de loshombros, y después vi el verde de la sedasobre su piel. Finalmente, alzó la vista y levi los ojos.

La conocía entonces y la conozcoahora. Estoy casi seguro de eso.

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CAPÍTULO 10Cassia

Camino a buen paso junto al muroblanco, que se extiende cerca del museo.Antes de que el Alzamiento tapiara lasventanas del edificio, los restos decristales rotos parecían estrellas. La gentetrató de entrar a robar la noche que elPiloto nos habló por primera vez. No séqué esperaban encontrar allí. La mayoríacomprendimos hace tiempo que el museono alberga nada de valor. Salvo para losarchivistas, claro está, pero ellos siempre

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saben cuándo es hora de esconderse.En las semanas que han

transcurrido desde que el Alzamientosubió al poder, tenemos más que antes ytambién tenemos menos.

Todos los días llego tarde a casaporque siempre voy a realizarintercambios después del trabajo. Aunqueun militar del Alzamiento puede decirmeque me apresure, no me mandará unacitación ni me amonestará, así que tengoun poco más de libertad. Y ahoradisponemos de más información sobre laPlaga. El Alzamiento ha revelado queinmunizó a determinadas personas contrala Plaga y la pastilla roja desde quenacieron. Eso explica la capacidad de Ky

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y Xander para recordarlo todo pese ahaber tomado la pastilla roja. Tambiénsignifica que, tiempo atrás, el Alzamientono me eligió.

Por otra parte tenemos menosseguridad. ¿Qué va a suceder?

El Piloto dice que el Alzamientonos salvará a todos, pero nosotrostenemos que colaborar. Nada de viajes:debemos intentar que la Plaga no sepropague y centrarnos en curar a losenfermos. Según el Piloto, eso es lo másimportante: poner fin a la Plaga para quepodamos volver a empezar de verdad.Ahora estoy vacunada contra la Plaga,como la mayoría de los partidarios delAlzamiento, y pronto, de un modo u

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otro, todos estaremos protegidos.Entonces, promete el Piloto, podremoscomenzar a cambiar las cosas.

Cuando el Piloto nos habla, su vozes tan perfecta como el día que la oímospor primera vez en los terminales y, ahoraque también lo vemos, resulta difícilapartar la vista de sus ojos azules y laconvicción que trasmiten. «El Alzamiento—dice— es para todos», y se nota que locree.

Sé que mi familia está bien. Hehablado con ellos unas cuantas veces porel terminal. Bram contrajo la Plaga alprincipio, pero se ha recuperado, talcomo prometió el Alzamiento, y mispadres estuvieron en observación y

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recibieron la vacuna. Pero no me atrevo apreguntar a Bram qué sintió mientrasestaba enfermo: aún somos cautelososcuando conversamos; sonreímos y nodecimos mucho más que cuandogobernaba la Sociedad. No estamos muyseguros de quién podría estar escuchando.

Quiero hablar sin que haya nadieescuchando.

El Alzamiento solo ha puesto encontacto a los familiares más cercanos. Ensu opinión las parejas jóvenes que todavíano han formalizado su contratomatrimonial ya no existen. Además nodispone de tiempo para localizar a losamigos de todo el mundo. «¿Preferís quenos dediquemos a restablecer las

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comunicaciones? —nos pregunta elPiloto—. ¿O deberíamos emplearnuestros recursos en salvar vidas?»

Así pues, no he podido preguntar aXander cuál es su secreto, el quemencionó en uno de los papelitos que leíen la Talla. En ocasiones creo que ya losé, que solo se refería a su adhesión alAlzamiento. En otras no estoy segura.

No me cuesta imaginar cómo debende sentirse los enfermos cuando Xanderse acerca a ayudarlos. Se agacha paraescucharles. Les coge la mano. Les hablacon la misma franqueza y dulzura que amí cuando me dijo que tenía que abrir losojos en mi sueño de la Talla. Lospacientes deben de sentirse curados con

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solo verlo.Cuando estalló la Plaga, mandé un

mensaje a Xander y a Ky para quesupieran que estoy bien. Ese intercambiome costó más de lo que podía permitirmedespués del robo del lago, pero tuve querealizarlo. No quería que se preocuparan.

No he tenido noticias de ningunode los dos. Ni una sola palabra escrita enuna hoja o impresa en un trocito depapel. Y sigo sin recibir el final del poemaque comienza con «No te alcancé» y lamicroficha de mi abuelo. Ha pasadomucho tiempo.

A veces pienso que la microfichadebe de estar en manos de uncolaborador que yace inerte en un lugar

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remoto; que se ha perdido para siempre.Porque Bram me la habría enviado. Esolo sé.

Cuando estuve trabajando en laprovincia de Tana, antes de escapar a laTalla, mi hermano me mandó un mensajesobre la microficha, y a mí me entraronganas de volver a verla. En su mensaje,describía parte de lo que había visto esasegunda vez: «Al final de todo, hay unalista de sus recuerdos preferidos. Teníauno de cada uno de nosotros. Surecuerdo preferido de mí era cuando dijemi primera palabra y fue “más”. Surecuerdo preferido de ti era lo que élllamaba “el día del jardín rojo”.».

En Tana, me convencí de que mi

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abuelo había cometido un pequeño error,de que había querido decir «los días deljardín rojo», en plural. Los días deprimavera, verano y otoño que estuvimossentados conversando fuera de su bloquede pisos.

Pero, últimamente, estoyconvencida de que no es así. Mi abueloera inteligente y meticuloso. Si mencionóel día del jardín rojo, en singular, como surecuerdo preferido de mí, se refería a undía concreto. Y yo no me acuerdo.

¿Me obligó la Sociedad a tomarmela pastilla roja el día del jardín rojo?

Mi abuelo siempre tuvo fe en mí.Fue el primero en decirme que no tomarala pastilla verde, que no la necesitaba. Fue

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quien me dio los dos poemas, el deThomas que exhorta a la lucha y el deTennyson sobre cruzar el rompiente y veral Piloto. Aún no sé cuál quería quetomara como ejemplo, pero me confió losdos.

Hay alguien fuera del museo, unamujer de aspecto triste que aguarda bajoel cielo gris de esta tarde de primaveraque anuncia lluvia.

—Quiero saber más cosas de lagloriosa historia de Central —me dice.Tiene una cara interesante, unas faccionesque yo reconocería si volviera a verlas. Me

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recuerda un poco a mi madre. Pareceesperanzada y asustada, como casi todaslas personas que vienen aquí por primeravez. Se ha corrido la voz sobre losarchivistas.

—No soy archivista —explico—.Pero estoy autorizada a realizarintercambios en su nombre. —Ahora, loscolaboradores acreditados llevamos unafina pulsera roja debajo de la manga paraenseñarla a las personas que acuden anosotros. Los colaboradores que nollevan pulsera no duran mucho, al menosen este punto de reunión. La gente queviene al museo busca seguridad yautenticidad. Sonrío a la mujer e intentoque se relaje. Luego, doy un paso hacia

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ella y le enseño la pulsera.—¡Para! —exclama, y yo me quedo

petrificada.»Lo siento —añade—. Pero he

visto… que estabas a punto de pisar esto.—Señala el suelo.

Es una letra escrita en el barro; noes mía. Me da un vuelco el corazón.

—¿La ha escrito usted? —pregunto.

—No —responde—. ¿Tú tambiénla ves?

—Sí —digo—. Parece una «E».En la Talla tuve la sensación de que

veía mi nombre en todas partes, lo cual

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no fue cierto hasta que encontré el árboldonde Ky lo había grabado para mí. Peroesto también es real, una letra escrita en elbarro con trazo firme y vehemente, comosi su autor quisiera comunicar intención,propósito.

«Eli.» Pienso en su nombre, aunque,que yo sepa, él no sabe escribir. Y no estáen Central, pese a haberse criado aquí.Ahora está en las montañas, más allá delas provincias exteriores.

«Hay personas atentas —pienso—.Puede que también ellas se decidan aempujar la piedra.»

—Alguien sabe escribir —observala mujer. Parece asombrada.

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—Es fácil —digo—. Solo tiene quedibujar lo que ve.

Ella mueve la cabeza; no entiende aqué me refiero.

—No lo he escrito yo, pero séhacerlo —aclaro—. Hay que mirar lasletras. Dibujarlas. Solo se necesitapráctica.

La mujer parece preocupada ytriste. Tiene ojeras y está cohibida, tensa.

—¿Va todo bien? —le pregunto.Ella sonríe; me da la respuesta a la

que nos habituó la Sociedad.—Sí, claro.Miro la cúpula del Ayuntamiento y

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espero. Si quiere decir algo puede hacerlo.Aprendí esta estrategia observandoprimero a Ky y luego a los archivistas: sino rehuimos el silencio de una persona, esposible que hable.

—Es mi hijo —dice, en voz baja—.Desde que estalló la Plaga, no ha pegadoojo. No me canso de repetirle que hayuna cura, pero tiene miedo de ponerseenfermo. Se despierta continuamente.Aunque está vacunado, sigue asustado.

—Oh, no —me lamento.—Estamos agotados —continúa—.

Necesito pastillas verdes, todas las quepuedas darme por esto. —Me enseña unasortija con una piedra roja. ¿Cómo ydónde la ha encontrado? No debo

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preguntárselo. Pero, si es auténtica, tendrávalor—. Tiene miedo. No sabemos quémás hacer.

Cojo la sortija. Cada vez vemosmás casos como este desde que elAlzamiento retiró las pastillas y lospastilleros que nos proporcionaba laSociedad. Aunque me alegra ver que yano hay pastillas rojas ni azules, sé que haypersonas que necesitan las verdes y tienendificultades para pasar sin ellas. Inclusomi madre tuvo que tomar una en unaocasión.

Pienso en ella, la veo inclinadasobre mi cama cuando me desvelaba, y laimagen me desgarra el corazón y merecuerda cómo me describía flores para

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ayudarme a conciliar el sueño.«Pendientes de la reina —decía en vozbaja, despacio—. Fucsias. Les gustan lasombra y el agua. Y son de un rosa muyvivo. Parecen pendientes.»

En una ocasión, la Sociedad lamandó a ver flores de otras provincias.Quería que investigara unos cultivosextraños que sospechaba que la genteutilizaba para alimentarse, como parte deuna rebelión. Mi madre me explicó que enla provincia de Grandia había un campoentero de zanahorias y que, en otraprovincia, vio un campo de unas floresblancas distintas incluso más bonitas.Habló con los cultivadores de amboscampos. Percibió en sus ojos el temor a

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que los descubrieran, pero cumplió consu deber y los delató porque queríaproteger a su familia. La Sociedadpermitió que se acordara de lo que habíahecho. No le robó ese recuerdo.

Mi madre lleva toda la vidacultivando plantas. ¿Es posible que el díadel jardín rojo que mencionó mi abueloguarde alguna relación con ella?

El viento me envuelve y arranca lasúltimas hojas que se aferran a las ramasde los arbustos. Me azota la ropa eimagino que, si me la quitara, los últimospapeles que me quedan alzarían el vuelocamino del ancho mundo, y sé que eshora de desprenderme de determinadascosas.

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La mujer se ha vuelto para mirar ellago, esa larga extensión de agua quereluce bajo el sol.

«Agua, río, piedra y sol.»Tal vez sea lo que la madre de Ky

le habría cantado mientras pintaba sobrelas piedras en las provincias exteriores.

Devuelvo la sortija a la mujer.—No le dé pastillas verdes —digo

—. No aún. Puede cantarle. Pruebe antescon eso.

—¿Qué? —pregunta, y me miracon franca sorpresa.

—Podría cantarle —insisto—. A lomejor da resultado.

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Se le agrandan un poco los ojos.—Sí, podría cantarle. Llevo música

dentro. Siempre la he llevado. —Su tonoes casi vehemente—. Pero ¿qué palabrasle canto?

¿Qué habría cantado Hunter a suhija Sarah, que murió en el caserío? Sarahtenía fe, y él carecía de ella. ¿Qué habríapodido decir él para salvar esa brecha?

¿Qué cantaría Ky? Pienso en todoslos lugares en los que hemos estadojuntos, en todo lo que hemos visto.

Viento en la loma y agua que corremás allá del último confín

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conocido. Aquí, junto a la madre del niño

insomne, vuelvo a hacerme la mismapregunta de otras veces: cuando Sísifollegaba arriba, ¿había alguien en lo alto dela colina? ¿Intercambiaba alguna fugazcaricia antes de volver a encontrarse al piede la colina con la piedra que debía subir?¿Sonreía para sus adentros cuandoempezaba, otra vez, a empujarla por lacuesta?

Nunca he escrito una canción, perosí he comenzado un poema, un poemaque no pude terminar. Era para Ky, yempezaba así:

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Escalo en la oscuridad por ti.¿Me esperas tú en las estrellas? —Espere —digo, y me saco un

palo calcinado de la manga y un papel dela muñeca.

Escribo con cuidado. Las palabrasjamás me habían fluido con tantafacilidad, pero no puedo cometer ningúnerror al anotarlas o tendré que ir a buscarmás papel al escondrijo de los archivistas.Y tengo todo el poema en la cabeza,ahora mismo, de modo que escribodeprisa por temor a que se me olvide unaparte.

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Siempre había creído que miprimer poema completo sería para Ky.Pero esto me parece bien. Este poema esde los dos, pero también es para otraspersonas. Trata de todos los lugaresdonde reside el amor.

Neorrosa, fucsia, protorrosa.Agua, río, piedra y sol. Viento en la loma y agua que corremás allá del último confín

conocido. Escalo en la oscuridad por ti.

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¿Me esperas tú en las estrellas? He convertido uno de los poemas

que comencé para Ky en el final de otro.He escrito algo de principio a fin. Trasvacilar un momento, firmo con minombre al pie de la página.

—Tenga —le ofrezco—. Puedeponerle música y será todo suyo. —Y medoy cuenta de que escribir consisteprecisamente en esto. Es unacolaboración entre quien regala laspalabras y quien las toma y les confiere unsentido, les pone música o las apartaporque no son lo que necesita.

Al principio la mujer no coge el

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papel. Cree que tiene que ofrecerme algoa cambio.

En este momento comprendo quemi idea de intercambiar arte es unaequivocación.

—Es un regalo, para su hijo —leindico—. Un regalo mío. No de losarchivistas. No quiero nada a cambio.

—Gracias —dice—. Eres muyamable. —Parece sorprendida yagradecida, y se esconde el papel en lamanga, imitándome—. Pero si no daresultado… —añade.

—Entonces vuelva —sugiero—. Leconseguiré pastillas verdes.

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Cuando me separo de la mujer, medirijo al escondrijo de los archivistas paraver si me encargan algún otrointercambio y echar un vistazo a miscosas. Después del robo pedí a losarchivistas que me guardaran la caja. Estáen una cámara secreta que no he visto.Solo unos pocos archivistas tienen lallave.

Me traen la caja y miro en suinterior. Antes estaba llena de páginasvaliosísimas, pero ahora solo contiene unrollo de papel de terminal, un par dezapatos reglamentarios de la Sociedad, lacamisa blanca del uniforme de algúnfuncionario y el vestido rojo de seda que

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me puse cuando creía que vería a Ky en ellago. Los poemas que me quedan los llevosiempre conmigo. No es mucho, aunquees un comienzo. Solamente han pasadounas semanas. Y si el Alzamiento no melleva junto a las personas a las que quiero,encontraré el modo de hacerlo yo misma.

—Está todo —digo al archivistaque me ayuda—. Gracias. ¿Me necesitáispara algún otro intercambio?

—No —responde—. Aunque yasabes que puedes esperar fuera del museopor si alguien te aborda.

Asiento. Si no hubiera disuadido ala madre del niño de que realizara elintercambio, estaría camino de conseguir

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otro artículo para mi colección.Arranco una larga tira de papel de

terminal y me la enrollo en la muñeca,debajo de mi ropa de diario.

—Ya estoy —le explico alarchivista—. Gracias.

Veo a la archivista mayor al salir.Hace un gesto negativo con la cabeza.«Todavía no.» Aún no han recibido mipoema ni la microficha.

A veces me pregunto si la archivistamayor no será el verdadero Piloto, lapersona que nos guía por las aguas denuestras necesidades y carencias y nosayuda a salir de ellas indemnes enbarquitos llenos de los objetos que cada

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uno necesita para comenzar a vivir comole corresponde.

No es imposible.¿Qué mejor lugar para dirigir una

rebelión que estas cámaras subterráneas?

Cuando subo la escalera y salgo alexterior, huelo a hierba reverdecida, y unmanto de noche me envuelve.

Una vez en la ciudad no sé si serécapaz de hacerlo. Llevo tanto tiempoaferrándome al poema que esto quizá seademasiado derroche, demasiada entrega.

Pero, si de algo me arrepiento en

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esta vida, es de no haber sidosuficientemente desprendida. Guardé lospoemas durante demasiado tiempo y melos robaron; nunca enseñé a escribir ni aXander ni a Bram. ¿Por qué no se meocurrió hacerlo? Ambos son inteligentes;podían aprender solos, pero a veces vienebien tener un poco de ayuda al principio.

Avanzo con cautela en la oscuridady saco el papel que llevo enrollado en lamuñeca. Lo extiendo sobre la superficielisa y fresca de uno de los bancosmetálicos del espacio verde y me pongo aescribir, sin apenas apretar, con una barrade carboncillo. Es muy fácil fabricarlas, sise sabe cómo: basta con meter una ramitaen el incinerador. Cuando termino, tengo

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las manos negras y frías, y me noto elcorazón rojo, caliente.

Los árboles tienen los brazosextendidos, y yo los cubro con el papel.Sopla un viento suave, y parece que lasramas acunen las palabras con el mismocuidado que una madre sostendría a suhijo. Con el mismo cuidado que Huntersostuvo a Sarah cuando la llevó a sutumba en la Talla.

Bañado por la luz blanca de lasfarolas, este espacio verde parece fruto deun sueño o de la imaginación. Mepregunto si podría despertar y descubrirque no existe. Estos árboles de papel, estanoche blanca. Mis palabras oscuras, a laespera de que alguien las lea.

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Sé que Ky comprenderá por quétengo que escribir esto, por qué ningunaotra cosa sería suficiente.

No entres dócil en esa buena noche.Enfurécete, enfurécete por la

muerte de la luz. Aunque sea un partidario de la

Sociedad quien descuelgue el papel de losárboles, verá las palabras mientras lo hace.Aunque las queme, se le habrán escapadode las manos camino del fuego. Sea comofuere las palabras se compartirán.

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Llorando los hombres buenos, alllegar la última ola,

por el brillo con que sus frágilesobras pudieron haber danzado en unaverde bahía,

se enfurecen, se enfurecen ante lamuerte de la luz.

El mundo está repleto de hombres

y mujeres buenos con sus frágiles obras,pienso, que se preguntan cómo podríahaber sido su vida, cómo podrían haberdanzado sus obras, si nos hubiéramosatrevido a brillar.

Yo he sido una de ellos.

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Sigo desenrollando más papel y leoel verso.

Y los locos, que al sol cogieron al

vuelo en sus cantares. Paso el papel entre las ramas. Una

larga estela de palabras. Me agacho yvuelvo a erguirme. Levanto los brazospor encima de la cabeza, como las chicasa las que vi una vez en la pintura de unacueva. Me muevo con ritmo, sigo elcompás.

¿Estoy bailando?

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CAPÍTULO 11Ky

—¿Vas a saltar hoy? —mepregunta uno de los pilotos.

Nuestro escuadrón camina junto ala orilla del río que serpentea por laciudad de Camas. En un tramo próximoal Ayuntamiento y la barricada, el río seconvierte en una serie de cascadas. Unagarza real corta el agua a unos metros denosotros.

—No —respondo, sin molestarme

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en disimular mi irritación—. No le veosentido.

—Es un signo de unión —dice.Me vuelvo para mirarlo con un

poco más de atención.—Todos servimos al Alzamiento,

¿no? —replico—. ¿No es esa suficienteunión?

El piloto, Luke, se queda callado.Aprieta un poco el paso, y yo me quedosolo a la cola del grupo. Nos han dadounas horas libres, y todos hemos queridoir a pasarlas a la ciudad. A muchos paseara nuestras anchas por las calles de unaciudad que antes pertenecía a la Sociedadsigue pareciéndonos una experiencia

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peligrosa y emocionante, aunque elAlzamiento tiene pleno control de Camasdesde hace varias semanas. Como era deesperar, esta fue la primera provincia quetomó y la que opuso menos resistencia:aquí viven y trabajan muchísimosinsurgentes.

Indie se rezaga para caminar a milado.

—Deberías saltar —dice—. Todosquieren que lo hagas.

Algunos de los otros escuadroneshan empezado a tirarse al río. Aunqueoficialmente ya es primavera, el agua bajade las montañas y está helada. No tengoninguna intención de meterme en el río.No soy cobarde, pero tampoco soy

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imbécil. Esto no es la segura piscina deagua tibia y azul del distrito. Después delrío Sísifo y lo que sucedió cuando Vickmurió…

Ya no me fío del agua.Hoy veo a mucha gente paseando

por la orilla del río. El sol nos caldea laespalda. El Alzamiento ha pedido quenadie deje el trabajo que desempeñabapara la Sociedad hasta que la Plaga estécompletamente bajo control, de modoque casi todo el mundo está trabajando.Pero, aun así, hay canguros que hantraído a niños para que arrojen piedras alrío y trabajadores con bandejas de papelde aluminio que disfrutan de la nuevalibertad de almorzar donde les apetezca.

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Todas estas personas deben de estarvacunadas o curadas para pasearse contanta tranquilidad. Son como nosotros.Saben que no corren peligro.

Miro la barricada, que discurrecerca del río. Aunque el Alzamiento yaestá firmemente al mando, aún nopodemos ir y venir a nuestras anchas. Losmédicos y trabajadores que viven detrásdel muro no pueden salir. Comen,duermen y respiran la Plaga.

Cassia me dijo que Xander fuedestinado a Camas. Me resulta extrañopensar que está al otro lado de labarricada, trabajando en el centro médico.Nuestros caminos no se han cruzado niuna sola vez, aunque ambos llevamos

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varios meses en Camas. Ojalá lo hubieravisto. Me gustaría hablar con él. Meinteresaría saber qué opina delAlzamiento, si es lo que esperaba.

No me pregunto si aún quiere aCassia. Sé que lo hace.

No he tenido noticias de ella desdeque estalló la Plaga, pero han vacunado atodos los partidarios del Alzamiento queno eran inmunes. Por tanto, creo que, deuna u otra forma, no corre peligro.Aunque no lo sé con certeza.

Le mandé un mensaje en cuantopude para decirle cuánto sentía no haberpodido reunirme con ella en el lago esanoche. Le preguntaba si estaba bien y ledecía que la quería.

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A cambio tuve que dar cuatro demis bandejas de comida. Mereció la pena,pero no puedo hacerlo muy a menudo otendré problemas.

El silencio de Cassia me estávolviendo loco. Cada vez que despego,tengo que contener las ganas dearriesgarlo todo para tratar de reunirmecon ella. Aunque consiguiera robar unaaeronave, el Alzamiento me derribaría.«Muerto, no vas a servirle de mucho», merecuerdo.

Pero tampoco le sirvo de muchovivo. No sé cuánto tiempo más voy apoder esperar antes de correr riesgos.

—¿Por qué no saltas? —pregunta

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Indie, pinchándome—. Sabes nadar.—¿Y tú? ¿Vas a meterte? —le

pregunto.—Puede —responde. Pese a que

todos siguen un poco desconcertados conella, también la respetan cada vez más. Esdifícil no hacerlo después de verla volar.

Estoy a punto de hablar cuandoreconozco una cara entre la multitud.Una de las colaboradoras que solíatraerme notas de Cassia. Llevo muchotiempo sin verla. ¿Tiene algo para mí?

Ahora los archivistas trabajan deotra forma. El Alzamiento ha cerrado losmuseos de la Sociedad porque, a su juicio,no contenían nada aparte de propaganda.

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Así pues, para entrar en contacto conellos, tenemos que esperar fuera de losmuseos o buscarlos entre la multitud.

La entrega es rápida, como decostumbre. La archivista camina hacia mísin dejar de mirar al frente y me roza alpasar, algo perfectamente normal en unsendero tan concurrido. Por fuera, estoyseguro de que todo parece normalísimo,pero me ha entregado algo, un mensaje.

—Lo siento —dice, y me mira uninstante a los ojos—. Llego tarde.

Pese a que actúa como si hubierachocado conmigo porque tiene prisa porllegar a algún sitio, sé a qué se refiere. Elmensaje ha llegado tarde, probablementeporque ella ha tenido la Plaga. ¿Cómo ha

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logrado conservar el papel? ¿Lo leyóalguien más mientras estaba inerte?

El corazón me late a la velocidad ala que correría un conejo en busca decobijo. La nota tiene que ser de Cassia.Nadie más me ha enviado nunca nada.Ojalá pudiera leerla ahora. Pero tendréque esperar a estar solo.

—Si pudieras volar a cualquierparte, ¿adónde irías? —pregunta Indie.

—Creo que ya sabes la respuesta —contesto. Me meto el papel en el bolsillo.

—Central —deduce—. Irías aCentral.

—Iría a donde estuviera Cassia.

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Caleb se vuelve para mirarnos, y mepregunto si ha visto la entrega. Lo dudo.La colaboradora ha sido rápida. No tengocalado a Caleb. Es el único que regresacon un maletín cuando distribuimoscuras. El resto de los mensajeros vuelvencon las manos vacías. El comandantesiempre dice que está autorizado, perocreo que hay cosas que no sabemos. Ycreo que lo han asignado a nuestraaeronave para vigilarnos a uno de los dos,aunque no sé a cuál. Quizá a ambos.

—¿Y tú? —pregunto a Indie, contono alegre—. Si pudieras volar acualquier parte, ¿adónde irías? ¿Volveríasa Sonoma?

—¡No! —responde, como si mi

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sugerencia fuera absurda—. No volvería ami lugar de origen. Iría a algún sitio queno conozco.

Estrujo el papel que tengo en elbolsillo. Cassia me dijo una vez que llevaalgunos poemas pegados a la piel. En estemomento esto es lo más cerca que puedoestar de tocarla o verla.

Indie me observa. Luego, como amenudo hace, dice algo desconcertante.Inesperado. Se acerca más a mí y baja lavoz para que el resto no pueda oírnos.

—Te lo quiero preguntar desdehace tiempo. ¿Por qué no robaste ningúntubo cuando estuvimos en la Caverna? Vique Cassia y Eli se llevaban uno cada uno.Pero tú no.

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Indie tiene razón. Yo no me llevéningún tubo. Cassia y Eli, sí. Cassia cogióel de su abuelo. Eli robó el tubo de Vick.Más adelante ambos me confiaron lostubos para que los pusiera a buenrecaudo. Los escondí en el nudo de unárbol cerca del río que conducía alcampamento del Alzamiento.

—No necesitaba ninguno —digo.Indie y yo nos detenemos. Nuestros

compañeros se ponen a dar gritos. Hanencontrado el lugar en el que quierentirarse, una honda poza situada debajo deuna de las cascadas. Es donde los otrosescuadrones suelen saltar y está lobastante cerca del camino para que la

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gente se pare a mirar.—¡Vamos! —grita Connor, uno de

los pilotos. Nos mira de hito en hito.»¿Os da miedo? —pregunta.No me molesto en contestar.

Connor es arrogante y mediocre. Se creeun líder. Yo sé que no lo es.

—No —responde Indie, einmediatamente se quita el uniforme, echaa correr y salta al río, vestida únicamentecon la ceñida camiseta y el apretadopantalón corto que todos llevamos. Yocontengo la respiración al pensar en lofría que debe de estar el agua.

Y, acto seguido, estoy pensando enCassia, recordando el día ya lejano en que

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saltó a la tibia piscina azul de Oria.Indie sale a la superficie, mojada,

riéndose, tiritando.Aunque es hermosa, con la mirada

un tanto salvaje, no puedo evitar pensar:«Ojalá estuviera aquí Cassia».

Indie se da cuenta. El brillo de susojos se apaga un poco cuando deja demirarme y sale del agua. Recoge suuniforme y se pone a chocar esos cincocon los demás. Otro piloto salta y elgrupo vuelve a gritar.

Indie tirita mientras se escurre lalarga melena.

Y pienso: «Tengo que parar esto.No hace falta que ame a Indie como amo

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a Cassia, pero tengo que dejar de pensaren Cassia cuando miro a Indie». Sé lo quese siente cuando alguien nos mira sinvernos o, peor aún, cuando nos ve comoalgo o a alguien distinto de lo que somos.

Una formación de aeronaves nossobrevuela, y todos miramos el cielo, unreflejo ahora que pasamos tanto tiempoen él.

Indie se encarama a una rocapróxima al río y mira cómo saltan losdemás. Apoya la cabeza en la roca y cierralos ojos. Me recuerda las lagartijas de lasprovincias exteriores. Pueden parecerperezosas, pero, si alguien intentaatraparlas, escapan veloces como el rayoque escinde el cielo del desierto antes de

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una tormenta estival.Me siento a su lado y observo el río

y todo lo que flota y surca sus aguas: aves,madera de las montañas. En una o doshoras, podrían construirse montones debarcos con todo lo que arrastra la rápidacorriente, sobre todo en primavera.

—¿Creéis que van a dejaros volarseparados alguna vez? —preguntaConnor. Por supuesto, lo ha dicho en vozmuy alta para que todos lo oigan. Seacerca más, en actitud intimidatoria. Esun gigante de casi metro noventa. Yo solomido metro ochenta, pero soy mucho másrápido, de modo que no me preocupapelearme con él. No nos alcanzará siIndie y yo decidimos echar a correr—.

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Parece que el Piloto siempre os ponejuntos. Como si pensara que soisincapaces de volar el uno sin el otro.

Indie se ríe a carcajadas.—Vaya estupidez —afirma—. El

Piloto sabe que puedo volar sola.—A lo mejor os pone juntos —

repone Connor, y es tan previsible quetodos sabemos la cochinada que está apunto de decir incluso antes de que lasuelte—, porque sois…

—Los mejores —lo interrumpeIndie—. Desde luego. Lo somos.

Connor se ríe. Sigue empapadodespués de saltar al río. Parece un ridículopollo mojado, no un hermoso cisne como

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Indie.—Eres una presuntuosa —espeta

Connor—. ¿Crees que un día serás elPiloto? —Vuelve la cabeza para ver si elresto también se ríe de lo ridículo que espensar eso. Pero nadie lo hace.

—Pues claro —replica Indie, comosi la mera pregunta le extrañara.

—Todos tenemos esa esperanza —observa una chica llamada Rae—. ¿Porqué no? Ahora podemos soñar.

—Pero tú no —dice Indie aConnor—. Tú no puedes soñar con eso.No das la talla para ser el Piloto. Ni ladarás nunca.

—Ah, ¿no? —pregunta él. Se

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acerca más a Indie, con cara de desprecio—. ¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque he volado contigo —responde ella—, y nunca te entregas alcielo. —Connor se ríe y empieza aprotestar, pero Indie sigue hablando—.Solo piensas en ti mismo. En la impresiónque das. En quién va a fijarse en lo quehaces.

Connor se aleja de Indie. Vuelve lacabeza y le dice otra cochinada: qué leharía y qué haría con ella si no estuvieraloca. Me dispongo a encararme con él.

—Da igual —dice Indie, sininmutarse.

Quiero decirle que es peligroso

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mostrarse tan indiferente con personascomo Connor. Pero ¿serviría de algo?

Se ha acabado la diversión. Es horade regresar al campamento para ponernosropa seca. Algunos pilotos y mensajerossiguen tiritando. Casi todos se han tiradoal río.

Mientras caminamos Indiecomienza a trenzarse el largo cabellomojado.

—¿Y si pudieras recuperar aalguien que ya no está? —me pregunta,retomando el hilo de la conversación—.Y no digas Cassia —añade, con un leveresoplido de impaciencia—. Ella nocuenta. No está muerta.

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Es agradable oírselo decir, a pesarde que no pueda saberlo a ciencia cierta.Aunque, si Cassia me ha enviado unmensaje, es buena señal. Vuelvo a estrujarel papel y sonrío.

—¿A quién resucitarías tú? —digo—. ¿Por qué me preguntas una cosa así?

Indie aprieta los labios. Creo queno va a responder, si bien, al cabo de unmomento, dice:

—Ahora todo es posible.—¿Crees que el Alzamiento puede

conseguir lo que la Sociedad no logrónunca? —pregunto—. ¿Crees que hadescubierto la forma de resucitar a losmuertos?

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—Todavía no —me responde—,pero ¿no crees que algún día lo hará? ¿Note parece que ese es el fin último delPiloto? Todas las historias y cancionesantiguas cuentan cómo nos salva. Esposible que no solo se refieran a laSociedad o a la Plaga, sino a la propiamuerte…

—No. —Hablo en voz baja—. Túviste las muestras de la Talla. ¿Te pareceposible revivir a alguien a partir de eso? Yaunque las muestras pudieran utilizarsepara crear individuos muy parecidos a losoriginales, nunca serían la misma persona.Nadie puede volver de la muerte, nunca.¿Entiendes a qué me refiero?

Indie niega tercamente con la

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cabeza.En ese momento me empujan por

detrás. Pierdo el equilibrio y caigo al río.Apenas tengo tiempo de meter la manoen el bolsillo y sacar el papel antes dezambullirme. Mantengo el puño en alto y,cuando toco el fondo, me doy un fuerteimpulso con los pies.

Pero sé que el papel se ha mojado.Los demás interpretan mi puño

alzado como una especie de saludomilitar y responden dando gritos dejúbilo y levantando también el puño.Tengo que disimular, de manera quegrito:

—¡El Alzamiento! —Y todos

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repiten la consigna.Estoy seguro de que ha sido

Connor quien me ha empujado. Meobserva desde la orilla, cruzado debrazos.

El río Camas también pasa por lasproximidades del campamento y, encuanto todos entran en los barraconespara cambiarse de ropa, corro a laspiedras planas de la orilla y despliego elpapel. «Como Connor haya estropeado elmensaje de Cassia…»

La tinta del final se ha corrido. Seme encoge el corazón. Sin embargo,

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puede leerse casi todo, y está manuscritopor Cassia. Reconocería su letra encualquier parte. Ha modificado un pocola clave, como siempre hacemos, pero notardo en descifrarla.

Estoy bien, aunque me han robado

casi todos los papeles.Así que no te preocupes si no

tienes noticias mías tan a menudo. Mereuniré contigo en cuanto pueda. Tengoun plan. Ky, sé que querrás venir abuscarme, que querrás salvarme. Peronecesito que confíes en que puedosalvarme yo.

Llega la primavera. Lo noto. Pese a

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que sigo clasificando y esperando, escriboletras en todos los lugares que puedo.

Yo estaba en lo cierto. Este mensaje

es viejo. Con la Plaga, algunas cosas vanmás rápido, y otras, más lento. Losintercambios ya no son tan fiables comoantes. ¿Cuándo escribió esto? ¿Unasemana después de que estallara la Plaga?¿Dos? ¿Le ha llegado mi mensaje o aúnestá en el bolsillo de un archivista queyace inerte en un centro médico?

A veces, cuando pienso que no es

justo que otra vez nos estemos contandola vida a retazos, me recuerdo que somos

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más afortunados que la mayoría porquetenemos la posibilidad de escribirnos.Este regalo, el primero de los muchos queme has hecho, significa más para mí día adía. Tenemos una forma de seguir encontacto hasta que podamos volver aestar juntos.

Te amo, Ky. Así es como siempre nos

despedimos. Aunque esta vez hay más. No me puedo permitir mandar dos

mensajes a Camas. Nunca te había pedidoesto; he tratado de comunicarme con élpor distintas vías para que no tuvierais

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que compartir el mismo mensaje. Pero¿puedes encontrar una forma de queXander lea esto? La parte que sigue espara él y es importante.

Veo que la clave cambia de letras a

números a mitad de página. Parece unaclave numérica sencilla y, hacia el final, latinta se emborrona en la parte que se hamojado cuando me han arrojado al río.

Estoy tentado de descifrarla. Cassiasabe que podría hacerlo, pero piensa quepuede confiar en mí.

No se equivoca. Nunca olvidarécómo me miró en la casita de la Tallacuando descubrió que le había ocultado el

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mapa del Alzamiento. En ese momentome prometí que no permitiría que elmiedo me convirtiera en alguien que noquería ser. Ahora puedo confiar y puedenconfiar en mí.

Tengo que encontrar una forma deentregar este mensaje a Xander, aunqueesté incompleto. Aunque, al recibirlo, élpueda pensar que no soy de fiar porqueuna parte está estropeada.

Sujeto el papel con una piedrecitapara que el viento se lleve el agua. Elmensaje no tardará en secarse. Con unpoco de suerte, mis compañeros no meecharán de menos.

Cuando me vuelvo, veo a Indiecaminando por las piedras. Se ha puesto

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un uniforme seco y se sienta a mi lado.Sujeto el papel por una esquina paraevitar que vuele si el viento arrecia. Poruna vez Indie no dice nada. No hacepreguntas.

Decido hacerlas yo.—¿Cuál es el secreto? —digo.Me mira y enarca las cejas. «¿A qué

te refieres?»—¿Cuál es el secreto para volar

como tú? —aclaro—. Como esa vez queel tren de aterrizaje se atascó y aterrizastesin problemas. —Nos deslizamos por elasfalto de la pista y el vientre de laaeronave despidió chispas, pero Indie nopareció ponerse nerviosa en absoluto.

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—Sé cómo encajan los espacios —responde—. Cuando miro las cosas,tienen sentido para mí.

Es cierto. Siempre ha tenido buensentido de la proporción y el espaciocuando se trata de objetos concretos.Llevaba el panal consigo porque legustaba cómo encajaban las celdillas.Cuando escaló las paredes del cañón, hizoque pareciera fácil. Pero, incluso así, unrazonamiento espacial óptimo, aunque ensu caso sea casi intuitivo, no justifica porsí solo su facilidad para pilotar ni lorápido que ha aprendido. A mí no se meda mal, pero no puedo compararme conella.

—Y sé cómo se mueven las cosas

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—añade—. Así.Señala otra garza que sobrevuela el

río. Esta se desliza muy cerca de lasuperficie del agua, con las alasextendidas, impulsada por una corrientede aire. Miro a Indie y se me parte elcorazón al percibirla tan sola, como sifuera la garza. Sabe cómo encajan y semueven las cosas, pero muy pocaspersonas la comprenden. Es la personamás solitaria que he conocido jamás.

¿Ha sido siempre así?—Indie —le digo—, ¿te llevaste tú

algún tubo de la Caverna?—Claro —responde.—¿Cuántos? —pregunto.

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—Solo uno.—¿De quién?—De nadie en concreto —

responde.—¿Dónde lo escondiste?—No me duró mucho. Se perdió

en el río que nos condujo al campamentodel Alzamiento.

No dice toda la verdad. No sé enqué miente, pero es imposible hacerlehablar de lo que ha decidido mantener ensecreto.

—Tú y Hunter fuisteis los únicosque no lo hicisteis —observa—. Merefiero a coger un tubo.

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Claro. Porque Hunter y yoaceptamos la verdad sobre la muerte.

—He visto a personas muertas —digo—. Tú también. Cuando mueren sevan. Es imposible revivirlas.

Somos nosotros los que estamosvivos. Aquí. Con todo que perder.

—¿Y si tuvieras que llevar algo alotro lado de la barricada? —le pregunto,cambiando de tema—. ¿Dirías que esimposible?

—Claro que no —contesta. Justocomo sabía que haría—. Hay muchasformas de hacerlo.

—¿Por ejemplo? —pregunto, ysonrío. No puedo evitarlo.

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—Podemos escalar el muro —responde.

—Nos verán.—No, si somos rápidos —dice—.

O podríamos ir en aeronave.—Así seguro que nos pillarían.—No si nos envía el Piloto —

aclara.

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CAPÍTULO 12Xander

Siempre reina un clima deanimación en el centro médico cuandorecibimos las curas. Es una de las pocasocasiones que tenemos de ver a personasque son verdaderamente del otro lado dela barricada. Los médicos y pacientes nodejan de llegar, pero los pilotos ymensajeros que traen las curas sondistintos. No están vinculados al centromédico, ni siquiera a Camas.

Y cabe la posibilidad de que

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veamos al Piloto. Corre el rumor de quetrae personalmente parte de las curas dela ciudad de Camas. Al parecer, solo losmejores pilotos son capaces de aterrizardentro de nuestra barricada.

La primera aeronave baja del cielo yse posa en la calle que sirve de pista deaterrizaje. El piloto la detiene a unosmetros de la escalinata del Ayuntamiento.

—No sé cómo lo hacen —dice unadoctora, moviendo la cabeza.

—Ni yo —reconozco. La aeronavegira y rueda hacia nosotros. Se desplazamucho más despacio por tierra que poraire. Mientras la miro, me pregunto sialgún día tendré la posibilidad de viajar

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en una. Son tantas las cosas quepodremos hacer cuando hayamos curadoa todo el mundo…

Los doctores abrimos los maletinesen el almacén del centro médico yescaneamos los tubos con losminiterminales. Bip. Bip. Bip. Losmensajeros de las aeronaves traen unmaletín tras otro.

Termino de escanear los tubos delprimer maletín. Al momento aparece otrodelante de mí.

—Gracias. —Alargo la mano paracogerlo y alzo la vista hacia el mensajero.

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Es Ky.—Carrow —dice.—Markham —respondo—. Me

resulta extraño utilizar su apellido—.Estás en el Alzamiento.

—Por supuesto —declara—.Siempre. —Me sonríe, porque los dossabemos que es mentira. Quieropreguntarle miles de cosas, pero no haytiempo. El reparto de curas no puedeinterrumpirse.

De pronto eso deja de parecerme lomás importante del mundo. Quieropreguntarle cómo y dónde está ella, y sitiene noticias suyas.

—Me alegro de verte —dice Ky.

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—Yo también —respondo. Y escierto. Ky me estrecha la mano con fuerzay noto que me pone un papelito en lapalma.

—Es suya. —Habla en voz baja,para que nadie le oiga.

Antes de que alguien puedadecirnos que volvamos al trabajo, sedirige a la puerta. Cuando lo pierdo devista, me fijo en las otras personas quetraen curas y veo a una chica pelirroja queme está mirando.

—Tú no me conoces —afirma.—No —convengo.Ladea la cabeza y me escruta.

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—Me llamo Indie —dice.Cuando sonríe, veo lo guapa que es.Le sonrío a mi vez y, después,

también ella se marcha.Me meto el papel en el bolsillo. Ky

no regresa, al menos que yo vea. Nopuedo evitar sentir que volvemos a estarjugando en el centro recreativo deldistrito, el día que perdió a propósito ysolo yo me di cuenta. Ahora tenemos otrosecreto. ¿Qué pone en el papel? Ojalápudiera leerlo ya, pero mi turno no haterminado. Cuando trabajamos no haytiempo para nada más.

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Ky y yo nos hicimos amigos pocodespués de que llegara al distrito. Alprincipio tuve celos de él. Lo desafié aque robara las pastillas rojas, y él las robó.Después de aquello ambos nosrespetamos.

Recuerdo otra época de nuestravida. Debíamos de tener unos trece años ylos dos estábamos enamorados de Cassia.Nos quedábamos charlando cerca dedonde vivía y fingíamos que nosinteresaba lo que decíamos, pero, enrealidad, hacíamos tiempo para verlacuando regresara a casa.

Llegó un momento en el quedejamos de fingir.

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—No viene —dije.—A lo mejor ha ido a ver a su

abuelo —sugirió Ky.Asentí.—Acabará viniendo —añadió—.

Así que no sé por qué importa tanto queahora no esté.

En ese momento supe quesentíamos lo mismo. Supe que amábamosa Cassia, si no exactamente del mismomodo, sí en igual medida. Por completo,al cien por cien.

La Sociedad sostenía que esa clasede cifras no existe, pero a Ky y a mí nosdaba lo mismo. También respetaba eso deél. Y siempre admiré su forma de no

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quejarse ni disgustarse nunca por nada,pese a lo difícil que tuvo que ser para élvivir en el distrito. Allí casi todo elmundo lo consideraba el sustituto de otrapersona.

Es una cuestión en la que pienso amenudo. ¿Qué le sucedió realmente aMatthew Markham? La Sociedad nos dijoque murió, pero, a veces, no estoy segurode que sea así.

La noche en que Patrick Markhamsalió a la calle en pijama, fue mi padrequien le convenció para que regresara acasa antes de que algún vecino llamara alos funcionarios.

—Estaba trastornado —le susurróa mi madre en la entrada de casa después

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de acompañar a Patrick a la suya. Yoescuché a través de la puerta—. Decíacosas que no pueden ser ciertas.

—¿Qué cosas? —preguntó mimadre.

Mi padre se quedó callado un buenrato. Justo cuando yo creía que no se loiba a explicar, dijo:

—Patrick no hacía más quepreguntarme: «¿Por qué lo he hecho?».

Mi madre respiró hondo. Yotambién. Los dos se volvieron y mevieron detrás de la mosquitera.

—Vuelve a la cama, Xander —dijomi madre—. No hay por quépreocuparse. Patrick ya está en su casa.

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Mi padre nunca contó a losfuncionarios lo que Patrick había dicho.Y los vecinos sabíamos que Patrick salióesa noche a la calle porque estaba afligidopor la muerte de su hijo: no hacía faltadar a nadie una pastilla roja para queolvidara lo sucedido. Además, el dolor dePatrick nos recordaba la necesidad demantener a los anómalos alejados delresto de la Sociedad.

Pero yo recuerdo lo que mi padresusurró a mi madre esa noche cuandoecharon a andar por el pasillo.

—Me ha parecido ver otra cosa enlos ojos de Patrick aparte de dolor —dijo.

—¿El qué? —preguntó mi madre.

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—Culpa —respondió él.—¿Porque todo pasó en su trabajo?

—razonó ella—. No debería echarse laculpa. No podía saberlo.

—No —dijo mi padre—. Eraculpa. Culpa real, fundada.

Entraron en su dormitorio, y ya nopude oír nada más.

No creo que Patrick matara a suhijo. Pero sucedió algo que sigo sincomprender.

Cuando mi turno por fin termina,me dirijo al patio. Hay uno en cada

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pabellón, y son los únicos espacios al airelibre del centro médico. Tengo suerte:solo hay un hombre y una mujerenfrascados en una conversación. Voy alotro extremo para que tengan intimidad yme coloco de forma que no me veandesplegar el papel, de espaldas a ellos.

Al principio, lo único que hago esmirar la letra de Cassia.

Es bonita. Ojalá supiera escribir.Ojalá me hubiera enseñado. Siento unrencor repentino, como si alguien me lohubiera inyectado directamente en lasvenas. Pero sé cómo sobreponerme alsentimiento: me recuerdo que no me haceningún bien. Ya he sentido rencor porhaberla perdido y nunca me conduce a

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nada. Además, esa no es la clase depersona que llevo toda la vida queriendoser.

Solo tardo un momento endescifrar la clave: una sustituciónnumérica básica como las queaprendíamos cuando éramos pequeños yla Sociedad evaluaba nuestras dotes parala clasificación. Me pregunto si la hadescifrado alguien más antes de que elmensaje haya llegado a mis manos. ¿Lo haleído Ky?

Xander, quería decirte que estoy

bien, y también varias cosas más. Enprimer lugar, nunca tomes una pastillaazul. Sé que el Alzamiento ha retirado

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todas las pastillas, pero si, de algún modo,cae alguna azul en tus manos, deshazte deella. La pastilla azul puede matar.

Un momento. Vuelvo a leerlo. Eso

no puede ser. ¿Verdad? Supuestamente,las pastillas azules nos salvan la vida. Sino fuera cierto el Alzamiento me lohabría dicho. ¿No? ¿Lo saben ellos? Lafrase siguiente me despeja la duda.

Al parecer en el Alzamiento todos

saben que las pastillas azules son tóxicas,pero prefiero asegurarme de que lo sabesa dejar que lo descubras por tu cuenta.Traté de decírtelo por el terminal y creía

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que lo habías captado, pero últimamenteme preocupaba que no fuera así. LaSociedad nos decía que las pastillas nossalvarían, pero mentía. Las azules teparalizan. Si alguien no te socorre,mueres. Lo vi en la Talla.

Lo vio. Lo sabe por experiencia.«Me dio una sorpresa.» Trató de

decírmelo. Me entran náuseas. ¿Por quéno me dijo nada el Alzamiento? Laspastillas podrían haberla matado. Yhabría sido culpa mía. ¿Cómo pudecometer semejante error?

La pareja del patio ha levantado lavoz. No me vuelvo y continuó leyendo,

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con la mente disparada. Las frasessiguientes me producen cierto alivio: almenos, no me equivocaba en que Cassiaforma parte del Alzamiento.

Estoy en el Alzamiento.También intenté decirte eso.Debería haberte escrito antes, pero

eras un funcionario. No queríaarriesgarme a meterte en líos. Y noconoces mi letra. ¿Cómo sabrías que elmensaje era mío, aunque los archivistas telo aseguraran? Entonces se me ocurrióque había una forma de hacerte llegar unmensaje: a través de Ky. Él conoce miletra. Puede asegurarte que esto lo he

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escrito yo.Sé que estás en el Alzamiento. Te

entendí cuando trataste de decírmelo porel terminal. Tendría que haberme dadocuenta: siempre has sido el primero denosotros en hacer lo correcto.

Hay otra cosa que quería decirtepersonalmente, que no quería escribir enuna carta. Quería hablar contigo cara acara. Aunque al final he pensado quedebería escribirte, por si todavía tardamosun tiempo en vernos.

Sé que me quieres. Yo te quiero, ysiempre te querré, pero…

El mensaje acaba ahí. El agua ha

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dañado el papel, y el resto es ilegible. Meexaspero. ¿Es casualidad que se hayaemborronado precisamente en este puntotan decisivo? ¿Qué iba a decirme Cassia?Asegura que siempre me querrá, pero…

Una parte de mí querría que elmensaje terminara justo antes de esaúltima palabra.

¿Qué ha sucedido? ¿Ha estropeadoKy el papel sin querer? ¿O lo ha hecho apropósito? En el centro recreativo,siempre jugaba limpio. Más vale quetambién lo haga ahora.

Vuelvo a doblar el papel y me lometo en el bolsillo. En los minutos quehe pasado leyendo la nota, ha anochecido.El sol ha debido de ponerse detrás de la

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barricada. La puerta del patio se abre yentra Lei, justo cuando la pareja semarcha.

—Carrow —dice—. Te buscaba.—¿Pasa algo? —pregunto. Llevo

varios días sin verla. Como tardó untiempo en unirse al Alzamiento, en vez detrabajar como doctora lo hace comoauxiliar médica general, en el equipo y elturno que más la necesitan.

—No. Estoy bien. Me gustatrabajar con los pacientes. ¿Y tú?

—También —digo.Me mira, y veo en sus ojos la misma

pregunta que sé que había en los míoscuando tuve que decidir si respondía o no

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por ella. Se pregunta si puede confiar enmí, y si me conoce de verdad.

—Quería preguntarte —dice porfin— por la marca roja que los pacientestienen en la espalda. ¿Qué es?

—Es una infección localizada enlos nervios —le explico—. Se presenta enlos dermatomas de la espalda o el cuellocuando se activa el virus. —Me callo,pero Lei ya forma parte del Alzamiento,de manera que puedo contárselo todo—.El Alzamiento nos dijo a algunos queestuviéramos atentos a su aparición,porque es una señal inconfundible de laPlaga.

—Y solo la tienen las personas quehan pasado la enfermedad.

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—Así es —contesto—. La formamuerta del virus que se utiliza en lasvacunas es prácticamente asintomática.Pero, cuando el virus vivo de la Plagainfecta a una persona, los nervios se venafectados, y el resultado es esa marquitaroja.

—¿Has visto algo anómalo? —mepregunta—. ¿Alguna variación del virusbásico? —Trata de entender elmecanismo de la Plaga por sí misma y noda por hecho lo que dice el Alzamiento.Su actitud debería incomodarme porhaber respondido por ella, pero no lohace.

—De hecho, no —confieso—. De

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vez en cuando hay algún paciente queviene antes de quedarse inerte. Unoestuvo hablando conmigo mientras leadministraba la cura.

—¿Qué dijo? —inquiere.—Quería que le prometiera que se

pondría bien —respondo—. Y yo se loprometí.

Cuando Lei asiente, me doy cuentade que parece agotada.

—¿Te toca descansar ahora? —lepregunto.

—Aún me quedan unas horas —contesta—. De todas maneras, dabastante igual. No he dormido bien desdeque él se fue. No puedo soñar. En

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algunos sentidos eso es lo más duro deque no esté.

La comprendo.—Porque, si no puedes soñar, no

puedes fingir que sigue aquí —razono—.Es lo que yo hago cuando sueño: vuelvo aestar con Cassia en el distrito.

—No —dice—. No puedo. —Memira y oigo lo que se calla.

«Su pareja no está, y ya nada esigual.»

Se acerca un poco más y, para misorpresa, me apoya la mano en la cara, uninstante. Es la primera vez que alguien lohace después de Cassia y tengo queresistirme para no pegar la mejilla a su

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palma.—Tienes los ojos azules —dice.

Retira la mano—. Él también. —Percibosoledad en su voz, y también nostalgia: deél.

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CAPÍTULO 13Cassia

Al principio el exterior del museoparece vacío, y aprieto los dientes confrustración. ¿Cómo se supone que voy airme de Central si no encuentro a nadieinteresado en realizar intercambios?Necesito las comisiones.

«Ten paciencia —me recuerdo—.Nunca sabemos cuándo puede haberalguien observando, decidiendo si quiereromper o no el silencio.»

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En este momento soy la únicacolaboradora que hay, lo cual no durarámucho. Vendrán otros.

Percibo movimiento con el rabillodel ojo, y veo que una chica rubia con elcabello corto y unos ojos preciosos rodeala esquina del museo. Lleva algo en lasmanos. Por un instante pienso en Indie yen su panal, y recuerdo el cuidado con elque siempre lo transportaba en loscañones.

La chica se acerca.—¿Puedo hablar contigo? —

pregunta.—Por supuesto —respondo.

Últimamente, casi nadie utiliza ya la

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contraseña de preguntar por la historia dela Sociedad. Ya no es tan necesaria comoantes.

La chica abre las manos y,acurrucado en ellas, veo un pajarillopardo y verde.

La situación es tan extraña que, porun momento, me quedo mirando elpájaro. Está inmóvil, salvo por el vientoque le desordena un poco las plumas.

Son de un tono verde quereconozco.

—Lo he hecho yo —me explica—,para agradecerte lo que escribiste para mihermano. Ten.

Me da el pajarillo. Es minúsculo y

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está hecho de arcilla. Noto su peso en lapalma, su textura terrosa, y las plumas,diminutos jirones de seda verde, solo lecubren las alas.

—Es precioso —digo—. Lasplumas…, ¿son…?

—Del retal de seda que la Sociedadme envió hace unos meses después de mibanquete —responde—. He pensado queya no lo necesitaría.

También fue vestida de verde.—No cojas el pájaro demasiado

fuerte —añade—. Podrías cortarte. —Meaparta de la sombra del árbol y las partesdel pájaro que carecen de plumas secuajan de estrellas. Brillan bajo el sol.

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—Tuve que romper el cristal parasacar el retal —continúa— y se meocurrió aprovecharlo. Lo trituré y,después de modelar el pájaro, lo hicerodar por encima de los trocitos. Erancasi tan pequeños como granos de arena.

Cierro los ojos. Yo hice algoparecido, en el distrito, cuando regalé aKy el retal de mi vestido. Recuerdoclaramente el chasquido del cristalcuando saqué la seda.

El pájaro brilla y parece moverse.Centelleo de cristal, plumas de seda.

Parece tan cerca de cobrar vida queme entran ganas de lanzarlo al aire paraver si alza el vuelo. Pero sé que solo oiré

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un golpetazo y veré el suelo sembrado deverde, que solo lograré destruir la formaque lo convertía en «pájaro», en «criaturavoladora». Por eso prefiero seguiracunándolo, oír la melodía de mispensamientos.

«No soy la única que escribe.»«No soy la única que crea.»Pese a que la Sociedad nos ha

arrebatado muchas cosas, todavía oímosmurmullos de música, susurros de poesía;todavía vemos vestigios de arte en elmundo que nos rodea. Nunca hanlogrado apartarnos de él por completo.Lo hemos asimilado, a veces sin saberlo, ymuchos aún suspiramos por hallar unmodo de expresarlo.

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Comprendo, otra vez, que nonecesitamos «intercambiar» nuestro arte:podríamos regalarlo, compartirlo. Unapersona podría aportar un poema, otra uncuadro. Aunque no nos lleváramos nada,todos tendríamos más después de habercontemplado algo hermoso u oído algoverdadero.

La brisa desordena las plumasverdes del pájaro.

—Es demasiado bonito —sostengo—, para quedármelo yo.

—Con tu poema me pasó lo mismo—dice la chica, con entusiasmo—. Meentraron ganas de enseñárselo a todo elmundo.

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—¿Y si tuviéramos una forma dehacerlo? —pregunto—. ¿Y si pudiéramosreunirnos para enseñarnos lo que hemoscreado?

«¿Dónde?»El museo es el primer lugar que se

me ocurre. Me vuelvo y miro sus puertastapiadas. Si encontráramos la forma deentrar, tiene vitrinas y brillantes lucesdoradas. Están rotas, pero quizápodríamos repararlas. Me imaginoabriendo una de las vitrinas, colgando mispoemas dentro y retirándome paramirarlos.

Siento un leve escalofrío. «No.» Noes el sitio adecuado.

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Cuando me vuelvo la chica meescruta con la mirada.

—Soy Dalton Fuller —se presenta.Los colaboradores no debemos

revelar nuestros nombres, pero esto no esningún intercambio.

—Yo me llamo Cassia Reyes —digo.

—Lo sé —observa Dalton—.Firmaste el poema que escribiste. —Sequeda callada—. Creo que conozco unsitio que servirá.

—Aquí no viene nadie —me

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explica Dalton—, por culpa del olor.Pero ya no huele tan mal.

Estamos al borde de la vegetaciónque circunda el lago. Desde aquí,alcanzamos a ver el agua, aunque no loque lleva a la orilla.

He reflexionado sobre aquellospeces muertos arrastrados contra elembarcadero, mis pantorrillas, mis manos:¿fue una última maniobra desesperada dela Sociedad para envenenar más agua, talcomo hizo en las provincias exteriores yel país enemigo? Pero ¿qué razón podíatener para contaminar uno de sus propioslagos?

A medida que cura la Plaga, elAlzamiento va reduciendo la zona inerte.

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He visto aeronaves izando tramos debarricada y acercando más los quequedan. Algunos de los edificiosencerrados por el muro vuelven a estarfuera de él.

El Alzamiento trae los trozos debarricada sobrantes a este terreno baldíopróximo al lago. Por separado, lossegmentos blancos parecen piezas de artecurvas y colosales, como plumas arrojadasal suelo por seres gigantescos que se hantransformado en mármol, como huesossurgidos del suelo que se han convertidoen piedra. Son un cañón hecho pedazos,con espacios entre los que caminar.

—Lo he visto desde las paradas deltren aéreo —digo—, pero no sabía cómo

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era de cerca.En una parte, hay dos trozos de

barricada que están más próximos entre síque el resto. Forman una especie de largopasillo y se inclinan el uno hacia el otro,aunque no se juntan en la parte de arriba.Entro y el espacio que cobijan es fresco yun poco oscuro, con una definida línea decielo azul por la que entra luz. Apoyo lamano en una pared y miro arriba.

—La lluvia seguirá entrando —diceDalton—. Pero creo que estásuficientemente protegido.

—Podríamos colgar los cuadros ylos poemas en las paredes —sugiero, yella asiente—. Y construir alguna clase deplataforma para colocar objetos como tu

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pájaro.Y, si alguien supiera cantar, podría

hacerlo aquí y nosotros podríamosescucharle. Por un momento, imaginoque la música resuena en las paredes yflota sobre el solitario lago envenenado.

Sé que tengo que continuarcolaborando con los archivistas parareunirme con mi familia y debo conservarmi puesto de clasificadora para seguir enel Alzamiento, pero esto también meparece importante. Creo que mi abuelo loentendería.

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TERCERA PARTE

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EL DOCTOR

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CAPÍTULO 14Xander

—Te mando a otro grupo depacientes —me informa el doctorresponsable por el miniterminal.

—Bien —contesto—. Estamoslistos para recibirlos.

Ahora tenemos camas libres. Tresmeses después del brote epidémico, lacifra de infectados por fin ha comenzadoa menguar, gracias, en gran parte, a lamayor producción de vacunas. Los

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científicos, pilotos y trabajadoressanitarios han hecho todo lo posible yhan salvado cientos de miles de vidas. Esun honor formar parte del Alzamiento.

Abro la puerta al equipo móvil demédicos.

—Parece que hemos tenido unbrote poco importante en uno de losbarrios residenciales —comenta unmédico cuando entra empujando unacamilla. El sudor le corre por la cara yparece agotado. Admiro a estos médicoscasi más que a cualquier otro miembrodel Alzamiento. Su trabajo es físico yagotador—. Supongo que, de algúnmodo, se nos pasó vacunarlos.

—Podéis ponerlo ahí —indico.

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Pasan al paciente a una cama. Unaenfermera comienza a desvestirlo paraponerle una bata y suelta una exclamaciónde sorpresa.

—¿Qué pasa? —pregunto.—La erupción —responde. Señala

al paciente y veo que tiene el pechosurcado de listas rojas—. Es grave en estepaciente.

Aunque la marquita roja es másfrecuente, de vez en cuando tenemoscasos en los que la erupción se haextendido al torso.

—Vamos a darle la vuelta paraverle la espalda.

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Lo hacemos. La erupción estáextendida por toda la espalda. Medispongo a escribir una nota en miminiterminal.

—¿Están los demás así?—No, que nosotros hayamos visto

—contesta el médico.Los médicos y yo examinamos al

resto de los pacientes nuevos. Ningunopresenta esta erupción aguda o tienesiquiera la marca roja.

—Probablemente, no es nada —digo—, pero llamaré a uno de losvirólogos.

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El virólogo no tarda mucho envenir.

—¿Qué tenemos? —pregunta, contono confidencial. Aunque no hemoshablado nunca, lo conozco de vista y séque es uno de los mejores médicosinvestigadores del Alzamiento—. ¿Unavariación?

—Eso parece —respondo—. Laerupción vírica aguda, antes pequeña ylocalizada, afecta ahora a los dermatomasde todo el torso.

El virólogo me mira con cara desorpresa, como si le extrañara mi dominiode la jerga médica. Pero llevo aquí tres

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meses. Sé qué términos debo utilizar y,sobre todo, sé qué significan.

Llevamos guantes y mascarilla,como dicta el protocolo. El virólogo sacauna cura del maletín.

—Tráeme un monitor de signosvitales —dice a un médico—. Y tú —Sedirige a mí—, extráele una muestra desangre y ponle una vía.

»Esto no es ninguna sorpresa —añade mientras inserto la aguja en la venadel paciente. El doctor responsable nosobserva por el terminal empotrado en lapared—. Los virus mutan continuamente.Es posible ver distintas mutaciones de unsolo virus en diferentes tejidos, incluso enel mismo organismo.

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Cuelgo la bolsa de suero y abro elgotero.

—Para que una mutación prospere—continúa el virólogo—, tendría quehaber alguna clase de presión selectiva.Algo que volviera la mutación más viableque el virus original.

Advierto que me está aleccionando,lo cual no es necesario. Y creo que sé aqué se refiere.

—¿Como una cura? —pregunto—.¿Podría ser esa la presión selectiva? ¿Esposible que este nuevo virus hayaprosperado gracias a nosotros?

—No te preocupes —contesta—.Lo más probable es que tengamos un

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sistema inmunitario que estámanifestando una reacción excepcional alvirus.

Mira al paciente y escribe unaanotación en su miniterminal. Como soyel doctor de turno, también aparece en elmío. «Cambiar al paciente de postura cadados horas para que no se llague.Esterilizar y aislar las heridas paracontener la infección.» Las instruccionesson las mismas que para el resto de lospacientes.

—Pobre hombre —dice—. Quizásea mejor que pase un tiempo inerte. Va adolerle antes de que se le cure.

—¿Crees que deberíamos aislar alos pacientes de este grupo en una zona

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aparte del centro? —pregunto al doctorresponsable por el terminal.

—Solo si prefieres no tenerlos entu pabellón —responde.

—No —digo—. Podemos hacerlomás adelante si es necesario.

El virólogo asiente.—Te informaré en cuanto

tengamos los resultados de la muestra —asegura—. Tardaremos una o dos horas.

—Entretanto empieza aadministrarles la cura —me instruye eldoctor responsable.

—Una extracción de sangreimpecable —observa el virólogo al salir

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—. Se diría que aún eres médico.—Gracias —respondo.—Carrow —dice el doctor

responsable—, hace rato que tendrías queestar descansando. Para ahora, mientrasanalizan la muestra.

—Estoy bien —protesto.—Esta es la segunda vez que

alargas el turno —insiste—. Losenfermeros y médicos pueden ocuparsede esto.

Ahora, siempre que dispongo deun descanso, salgo al patio. Incluso me

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llevo la comida para tomármela allí. Es unrinconcito con árboles y flores que hanempezado a marchitarse porque nadietiene tiempo de cuidarlas, pero, al menos,cuando estoy aquí sé si es de día o denoche.

Además, calculo que, si frecuento elmismo sitio, es más probable que Lei y yonos veamos y podamos hablar del trabajoy lo que hemos observado.

Al principio creo que no tengosuerte, porque no está en el patio. Pero,cuando casi he terminado de comer, lapuerta se abre, y es ella.

—Carrow. —Parece contenta deverme. También debía de querer verme,lo cual es agradable. Sonríe y señala a los

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otros ocupantes del patio—. Todo elmundo ha descubierto este sitio.

Tiene razón. Cuento al menos otrascatorce personas sentadas al sol.

—Quería hablar contigo —digo—.Ha pasado una cosa interesante en elúltimo grupo de pacientes que han traído.

—¿Qué es? —pregunta.—Un paciente ha ingresado con

una erupción más aguda.—¿Qué aspecto tiene?Le describo las lesiones y le cuento

lo que ha dicho el virólogo. Trato deexplicarle el concepto de presiónselectiva, pero no lo hago nada bien. Aun

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así capta la idea.—Entonces es posible que la cura

haya causado la mutación —deduce.—Si es que se trata de una

mutación —preciso—. Ningún pacientemás tiene una erupción como esa.Naturalmente, es posible que todavía nose haya manifestado.

—Ojalá pudiera verlas —dice. Alprincipio creo que se refiere a las lesiones,pero después veo que señala el lugardonde estarían las montañas si las paredesno le impidieran verlas—. Solíapreguntarme cómo podía vivir la gentesin montañas que le indicaran dóndeestaba. Ahora supongo que lo sé.

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—Yo nunca las he echado demenos —reconozco.

Lo único que había en Oria era laLoma, y jamás me interesó. Prefería losespacios pequeños, como el césped delcentro de primera enseñanza o el vivocolor azul de la piscina. Y me gustabanlos arces del distrito antes de que lostalaran. Quiero volver a construir todasesas cosas, pero sin la Sociedad.

—Mi nombre es Xander —digo, derepente, y ambos nos sorprendemos—.No creo que te lo haya dicho nunca.

—Yo me llamo Nea —responde.—Es bueno saberlo —comento. Y

lo es, aunque no vamos a violar el

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protocolo y llamarnos por nuestrosnombres de pila mientras trabajamos.

—Lo que más me gusta de él —dice Lei, casi cortante en su cambio detono y tema— es que nunca tiene miedo.Excepto cuando se enamoró de mí. Peroni siquiera entonces se echó atrás.

Tardo más de lo habitual en saberqué decir y, antes de que se me ocurraalgo apropiado, Lei vuelve a hablar.

—¿Qué te gusta de ella? —pregunta—. ¿De tu pareja?

—Todo —respondo—. Toda ella.—Extiendo los brazos. Una vez más mefaltan las palabras. Es una sensaciónextraña, y no estoy seguro de por qué me

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cuesta tanto hablar de Cassia.Creo que Lei va a impacientarse

conmigo, aunque me equivoco. Asiente.—Lo entiendo —constata.Mi descanso ha terminado.—Tengo que volver —digo—. Es

hora de ver cómo evolucionan.—Esto no te supone ningún

esfuerzo, ¿verdad? —observa Lei.—¿A qué te refieres?—A cuidar de las personas. —

Vuelve a mirar en la dirección de lasmontañas—. ¿Dónde vivías el veranopasado? —añade—. ¿Ya te habíandestinado a Camas?

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—No —respondo. Entonces estabaen Oria, mi hogar, intentando que Cassiase enamorara de mí. Parece que hayapasado mucho más tiempo—. ¿Por qué?

—Me recuerdas a una clase depeces que vienen al río en verano —responde.

Me río.—¿Debería sentirme halagado?Pese a que Lei sonríe, parece triste.—Vienen del mar, nada menos.—Parece imposible —digo.—Lo es —responde—. Pero ellos

lo hacen. Y cambian por completodurante el trayecto. Cuando viven en el

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mar, son azules con el lomo plateado. Encambio, cuando llegan aquí, tienen unoscolores vivísimos. Son rojos con la cabezaverde.

No estoy seguro de qué relacióncree que tiene eso conmigo.

Trata de explicarse.—Lo que quiero decir es que has

encontrado el camino a casa. Has nacidopara ayudar a las personas y siempreencontrarás una manera de hacerlo, estésdonde estés. De igual forma que los pecesrojos han nacido para encontrar elcamino que los lleva del mar al río.

—Gracias —digo.Por un momento me planteo

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contárselo todo, incluso lo que realmentehice para conseguir las pastillas azules.Pero me contengo.

—Es hora de que vuelva al trabajo—arguyo. Vacío el agua de la cantimploraen las neorrosas próximas a nuestrobanco y me dirijo a la puerta.

Camino por la parte trasera de lascasas del distrito de los Arces, junto a lasvías de las carretas que reparten lacomida. Aunque es tarde y están paradas,me parece oír su traqueteo. Cuando pasopor delante de la casa de Cassia, quieroalargar la mano para tocar un postigo o

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llamar a una ventana, pero, naturalmente,no lo hago.

Llego a la zona comunitaria deldistrito, donde se apiñan los centrosrecreativos, y antes incluso de que puedapreguntarme dónde está el archivista, élaparece a mi lado.

—Estamos detrás de la piscina —me informa.

—Lo sé —contesto.Este es mi distrito y sé exactamente

dónde me encuentro. Veo el borde deltrampolín blanco delante de nosotros. Elmurmullo de nuestras voces en esta nochehúmeda me recuerda al zumbido de lascigarras.

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El archivista salta rápidamente lacerca, y yo lo sigo. Casi digo «La piscinaestá cerrada. No podemos entrar», pero esevidente que hemos entrado.

Un grupo de personas aguarda bajoel trampolín.

—Lo único que tienes que hacer essacarles sangre —me instruye elarchivista.

—¿Por qué? —pregunto, y se mehiela la sangre.

—Estamos recogiendo muestraspara conservarlas —me responde—.Todos queremos ser dueños de nuestraspropias vidas. Eso ya lo sabías.

—Creía que recogeríamos las

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muestras de la forma habitual —objeto—. Con bastoncillos de algodón, no conagujas. Hace falta muy poco tejido.

—Así es mejor —sostiene elarchivista.

—No vas a robarnos como hace laSociedad —me dice una de las mujeres,con serenidad—. Vas a sacarnos sangrepara dárnosla. —Me enseña el brazo—.Estoy lista.

El archivista me entrega un maletín.Cuando lo abro veo tubos esterilizados yjeringuillas con envoltorios de plástico.

—Adelante —me indica—. Todoestá resuelto. He traído las pastillas y telas daré cuando acabes. No necesitas

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saber nada más.Tiene razón. No quiero intentar

comprender el complejo sistema deintercambios y compensaciones. Y, desdeluego, no quiero saber qué han pagadoestas personas para estar aquí. ¿Se tratasiquiera de un intercambio autorizadopor el resto de los archivistas o es unatransacción prohibida? ¿En qué me hemetido? No era consciente de que estasangre para el mercado negro sería elprecio de las pastillas azules.

—Van a descubrirte —digo.—No —responde el archivista—.

No lo harán.—Por favor —me suplica la mujer

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—. Quiero volver a casa.Me pongo unos guantes y preparo

una jeringuilla. Ella no abre los ojos enningún momento. Le clavo la aguja en lacara interna del codo. Ella emite unsonido de sorpresa.

—Ya casi está —le informo—.Aguanta un poco. —Saco la jeringuilla yla levanto. La sangre es oscura.

—Gracias —dice, y el archivista leda un algodón con el que ella se aprieta elpinchazo.

Cuando he terminado, el archivistame da las pastillas azules. Luego se dirigeal grupo.

—Volveremos a estar aquí la

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semana próxima. Traed a vuestros hijos.¿No queréis aseguraros de tener tambiénmuestras suyas?

—Yo no estaré aquí la semanapróxima —digo al archivista.

—¿Por qué? —me pregunta—. Leshaces un favor.

—No —objeto—. No se lo hago.Todavía no existe un método científicopara resucitar a los muertos.

Si existiera estoy seguro de que lagente lo utilizaría. Como Patrick y AidaMarkham. Si hubiera un modo deresucitar a su hijo, ellos lo revivirían.

En casa, con un pequeño bisturíque he robado del centro médico, realizo

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la única operación que es probable quepractique nunca. Hago un fino corte en elreverso de los envases de pastillas, cortoel papel de los archivistas en tiras, lasintroduzco en los compartimientos ycaliento los envases en el incinerador paraque el adhesivo se derrita y vuelva asoldarse.

Me lleva casi toda la noche y, por lamañana, me despiertan los gritos dePatrick y Aida cuando los funcionarios sellevan a Ky. No mucho después, Cassiatambién se va y, gracias a mí, tienepastillas azules que llevarse.

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Entro en mi pabellón para vercómo siguen los pacientes.

—¿Alguna reacción adversa a lacura? —pregunto.

La enfermera niega con la cabeza.—No —contesta—. Cinco

responden bien. Pero el resto no, incluidoel paciente que tiene la erupción. Porsupuesto, todavía es pronto.

No necesita decir en voz alta lo queambos sabemos: habitualmente, ya hemosobservado alguna clase de reacción enesta fase. No es buena señal.

—¿Se ha manifestado la erupciónen algún otro paciente?

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—No lo hemos comprobado desdeque han ingresado —responde—. Hapasado menos de una hora.

—Lo haremos ahora —digo.Volvemos a uno de los pacientes

con cuidado. Nada. Pasamos al siguiente.Nada.

Pero la tercera paciente tieneronchas en todo el cuerpo. Aún no estántan rojas como las del primer paciente,aunque se trata, sin duda, de una reacciónatípica.

—Llama al virólogo —pido a unmédico.

Cuando ponemos a la mujer bocaarriba, se me corta la respiración. Le

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sangran la boca y la nariz.—Tenemos una paciente con

síntomas distintos —informo al doctorresponsable por el terminal.

Antes de que me responda, oigootra voz en mi miniterminal. Es elvirólogo.

—Carrow, he analizado el genomavírico del paciente con la erupción aguda—dice—. Revela una copia adicional delgen de la envoltura de la proteína deinserción nerviosa. ¿Sabes qué significa?

Sí.Tenemos una mutación entre

manos.

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CAPÍTULO 15Cassia

Al atardecer la luz dora labarricada blanca y el cielo adquiere unaintensa tonalidad azul excepto en el lugardonde el sol se consume más allá delhorizonte. Es entonces cuando nosreunimos, y cada vez somos más. Unapersona se lo cuenta a dos, dos se locuentan a cuatro, y la cifra aumenta deforma exponencial hasta que, unassemanas después de haber comenzado,tenemos lo que yo considero nuestro

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propio estallido.No sé quién empezó a referirse a

este lugar como a «la Galería», pero elnombre ha cuajado. Me alegro de que lagente se haya interesado tanto como paraponerle nombre. Lo que más me gusta esoír los murmullos de las personas quevisitan la Galería por primera vez, verlasparadas delante de la pared con la manoen la boca y lágrimas en los ojos. Aunquepodría estar equivocada, creo que muchasde ellas se sienten como yo siempre quevengo aquí.

«No estoy sola.»Si tengo tiempo y puedo quedarme

un rato, enseño a escribir a todos los quequieran aprender. Una vez que ven cómo

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lo hago, ellos dibujan sus propios signos,al principio bastante toscos, y despuésmás claros, seguros.

Les enseño la letra de molde, no laflorida letra ligada que me enseñó Ky. Laletra de molde es más fácil por suscaracteres separados. Ligar las letras,escribir sin interrumpir el trazo, es lo quemás cuesta aprender, lo que parece tanimpropio de nuestras manos. De vez encuando, escribo en letra ligada para noperder el sentido de conexión con laspalabras y, sobre todo, con Ky. Cuandoescribo sin levantar el palo del suelo o elcarboncillo del papel, me acuerdo deHunter y los labradores, de cómo sedibujaban líneas azules en la piel y las

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continuaban en la persona de su lado.—Eso es más difícil —observa un

hombre mientras ve cómo escribo en letraligada—. Pero la forma normal… no estan difícil.

—No —digo.—Entonces, ¿por qué no lo hemos

hecho siempre? —pregunta.—Creo que hay personas que sí lo

han hecho —respondo, y él asiente.Tenemos que ser cautelosos.

Todavía hay partidarios de la Sociedadcon sed de lucha y destrucción quepueden resultar peligrosos. ElAlzamiento no nos ha prohibidoreunirnos, pero el Piloto nos ha pedido

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que nos concentremos en trabajar y ponerfin a la Plaga. Sostiene que salvar vidas eslo más importante, y yo opino como él,aunque creo que, a su manera, la Galeríatambién salva vidas. Son muchas laspersonas que llevan tiempo esperando apoder crear o han tenido que esconder losfrutos de su creatividad.

Traemos a la Galería todo lo quehacemos. Hay muchos cuadros y poemaspegados con savia a la pared. Parecenbanderas hechas jirones: papel determinal, servilletas, incluso retales.

Hay una mujer que graba dibujosen planchas de madera, los espolvoreacon ceniza y los transfiere a papel paraestampar su mundo en el nuestro.

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Hay un hombre que debió de serfuncionario y ha encontrado la forma deteñir sus uniformes blancos de diversoscolores. Corta patrones y confeccionaropa de un estilo distinto de todos losque he visto, con ángulos, adornos ylíneas que sorprenden por su originalidad.Cuelga sus creaciones en lo alto de laGalería y sus prendas parecen un presagiode cómo seremos en el futuro.

Está Dalton, que siempre aparececon objetos bonitos e interesantes,fabricados a partir de otras cosas. Hoy hatraído a una persona hecha con trocitosde ropa y papel que tiene piedras por ojosy semillas por dientes. Me parece tanbonita como temible.

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—Oh, Dalton —exclamo.Ella sonríe, y yo me inclino para

mirar su estatuilla con más detenimiento.Percibo el fuerte olor de la savia queutiliza como adhesivo en todas sus obras.

—Se rumorea —dice, en voz baja— que, cuando se haga de noche, alguienva a cantar.

—¿Es seguro esta vez? —pregunto—. Ya ha corrido ese rumor. Pero nuncase materializa. Con los poemas y losobjetos artísticos, es más fácil; notenemos que colocarnos delante de losdemás y verles la cara mientras leshacemos la ofrenda de nuestro don.

Antes de que Dalton responda,

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alguien me toca el codo. Me vuelvo y veoa un archivista que conozco. Por unmomento, siento pánico: ¿cómo haencontrado la Galería? Entonces recuerdoque los archivistas no son la Sociedad yque nosotros no competimos con ellos.Aquí compartimos, no realizamosintercambios.

El hombre se saca algo blanco delabrigo y me lo da. Un papel. ¿Puede serun mensaje de Ky? ¿O de Xander?

¿Qué pensó Xander de mi mensaje?Es la nota más difícil que he tenido queescribir nunca. Comienzo a desplegar elpapel.

—No lo leas —dice el archivista,como si le diera vergüenza—. No

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mientras estoy aquí. Me preguntaba…¿podrías colgarlo? ¿Cuando me haya ido?Es un relato que he escrito…

—Claro —prometo—. Lo colgaréesta noche. —No debería haber supuestoque solo es archivista. Naturalmente,también puede tener algo que aportar a laGalería.

—Hay personas que vienen apreguntarnos si las cosas que han hechotienen algún valor —explica—. Yo tengoque decirles que para nosotros no. Lasmando aquí. Pero no sé cómo llamáis aeste sitio.

Vacilo un momento, pero merecuerdo que la Galería no es un secreto

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que pueda ocultarse.—Lo llamamos «la Galería» —

respondo.El archivista asiente.—Deberíais tener cuidado con

reuniros en grupo —me advierte—. Serumorea que la Plaga ha mutado.

—Hace semanas que oímos esosrumores —objeto.

—Lo sé —contesta—, pero un díapueden ser ciertos. Por eso he venido estanoche. Tenía que poner esto por escrito,por si se nos acaba el tiempo.

Lo comprendo. He aprendido que,incluso sin una Plaga o una mutación,siempre tenemos poco tiempo. Por eso

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me vi obligada a escribir el mensaje aXander, aunque casi me resultóimposible. Debía decirle la verdad,porque el poco tiempo que tiene nodebería pasarlo esperando:

Sé que me quieres. Yo te quiero, y

siempre te querré, pero no podemosseguir así. Esta situación debe terminar.Tú dices que no te importa, que meesperarás, pero yo creo que te importa, ydebería hacerlo. Porque ya hemosesperado demasiado en la vida, Xander.No me esperes más.

Te deseo todo el amor de mundo.

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Lo deseo más que ninguna otracosa, quizá incluso más que mi propiafelicidad.

Y, en cierto sentido, eso quizásignifique que quiero a Xander más que anadie.

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CAPÍTULO 16Ky

—¿Adónde vamos? —mepregunta Indie cuando subimos a laaeronave.

Hoy me toca pilotar a mí. Por esoocupo el asiento del piloto.

—Ni idea —contesto—. Comosiempre.

Desde que gobierna, el Alzamientoha dejado de informarnos con antelaciónde nuestros destinos. Empiezo a

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comprobar los mandos. Indie me ayuda.—La aeronave de hoy es más vieja

—dice—. Bien.Asiento. Indie y yo preferimos las

aeronaves antiguas. Aunque pueden sermás caprichosas que las nuevas, lasensación de pilotarlas es muy distinta.Con las nuevas a veces me parece que sonellas las que me llevan y no al revés.

Todo está en orden, de manera queaguardamos instrucciones. Vuelve allover, e Indie canturrea. Verla contentame hace sonreír.

—Me alegro de que formemosequipo —digo—. Ya no te veo nunca, nien los barracones ni en el comedor.

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—He estado ocupada —aduce. Seinclina hacia mí—. Cuando acabe la Plaga—pregunta—, ¿vas a pedir que teadiestren como piloto de combate?

¿Por eso la veo menos? ¿Se estáplanteando cambiar de profesión? Lospilotos de combate, los que nos cubrencuando transportamos cargamentos,tienen que adiestrarse durante años. Y,por supuesto, aprenden a combatir y amatar.

—No —contesto—. ¿Y tú?Antes de que pueda responderme,

el terminal comienza a imprimir nuestroplan de vuelo. Indie se dispone a coger elpapel, pero yo me adelanto y me saca la

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lengua como si fuéramos niños. Miro laruta y me da un vuelco el corazón.

—¿Qué pasa? —Indie estira elcuello para leer el papel.

—Vamos a Oria —respondo,aturdido.

—Qué raro —dice.Lo es. Al Alzamiento no le gusta

que viajemos a provincias en las quehemos vivido. Cree que intentaremosrepartir las curas entre las personas a lasque conocemos en lugar de permitirledistribuirlas según sea necesario. «Latentación es demasiado fuerte», arguyenlos comandantes.

—Puede ser interesante —opina

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Indie—. Dicen que Oria y Central son lossitios donde hay más partidarios de laSociedad.

Me pregunto si queda en Oriaalguien a quien yo conozca. A la familiade Cassia la trasladaron a Keya, y a mispadres se los llevaron. ¿Sigue viviendo allíla familia de Em? ¿Y los Carrow?

No he visto a Xander desde que leentregué la nota de Cassia. Unos díasdespués de que hablara con Indie sobrecómo franquear la barricada de la ciudadde Camas, el Alzamiento nos mandó allícon un cargamento de curas. Creo queella tuvo algo que ver con la misión, pero,siempre que se lo pregunto, se encoge dehombros. «Seguramente solo querían ver

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si éramos capaces de realizar el aterrizaje—arguye—, porque es uno de los másdifíciles dentro de una ciudad.» Sinembargo, por cómo le brillan los ojos, séque no me lo dice todo. Eso mepreocupa, pero, si Indie no quiere contaralgo, es inútil insistir.

No obstante, franqueamos el muro,ayudamos a Caleb con el reparto de lascuras y yo entregué a Xander el mensajede Cassia. Me gustó verlo. Y él también sealegró de verme a mí. Me preguntocuánto le duró la alegría después dedescubrir que parte del mensaje erailegible.

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Como de costumbre, durante casitodo el trayecto solo vemos cielo.

Después, iniciamos el descenso.Pongo rumbo a la barricada. Aunqueestas barreras blancas fueron erigidas porla Sociedad, de momento, el Alzamientoha decidido dejarlas en pie para separar alos enfermos de los sanos.

—Oria es como cualquier otro sitio—dice Indie, decepcionada.

Jamás me lo había planteado así.Pero tiene razón. Esa siempre fue lacaracterística más importante de Oria: eratan representativa de la Sociedad queapenas tenía identidad propia. No comoCamas, que se distingue por las montañas,

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o Arcadia, que tiene el mar Oriental y unacosta rocosa, o Central, que está repletade lagos. Las provincias intermedias,Oria, Grandia, Bria y Keya, son muyparecidas.

Salvo en una cosa.—Tenemos la Loma —contesto—.

La verás cuando nos acerquemos más.Estoy impaciente por ver el

promontorio boscoso con sus verdesárboles. Siento que, si no puedo ver aCassia, ver la Loma es lo más parecido.Estuvimos allí juntos. Nos escondimosentre los árboles y nos dimos el primerbeso. Casi noto el viento en la piel y sumano en la mía. Trago saliva.

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No obstante, cuando trazamos uncírculo sobre Oria para iniciar elaterrizaje, no logro localizar la Loma.

Indie es la primera en atisbarla.—¿Es eso marrón de ahí? —

pregunta.Así es.Ese sitio pelado y marrón es la

Loma.Inicio el descenso. Cada vez

estamos más cerca de las calles. Losárboles que las bordean crecen. El sueloviene a nuestro encuentro. Los edificios,antes anónimos, se tornan familiares.

En el último momento remonto.

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Noto los ojos de Indie clavados enmí. Nunca había hecho esto en los mesesque llevamos distribuyendo curas.

—He calculado mal —explico a losaltavoces. Sucede. Quedará registrado enmi historial como un fallo. Pero tengoque ver la Loma otra vez, de cerca.

Hemos remontado en la direccióncontraria y pongo rumbo a la Loma. Meabato más de lo debido para verla bien.

—¿Pasa algo? —inquiere uno delos pilotos por el altavoz.

—No —respondo—. Voy aaterrizar.

He visto lo que necesitaba ver. LaLoma está pelada. La han apisonado.

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Quemado. Masacrado. Es como si jamáshubiera tenido árboles. La tierra de lasladeras, al no estar ya sujeta por las raícesde seres vivos, se ha desprendido enalgunas partes.

El retal de seda verde del vestido deCassia ya no está atado a un árbol en lacima de la Loma, blanqueándose a causadel viento, la lluvia y el sol. Los trocitosde poemas que ocultamos bajo tierra hansido desenterrados y vueltos a enterrar,más hondo si cabe.

Han matado la Loma.

Aterrizo. Detrás de mí, oigo que

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Caleb abre la bodega y comienza a sacarlos maletines. Me quedo sentado y sigomirando al frente.

Quiero volver a estar en la Loma,con Cassia. Lo anhelo tanto que creo queel deseo podría consumirme. Hantranscurrido meses y seguimos separados.Me llevo las manos a la cabeza.

—¿Ky? —pregunta Indie—. ¿Estásbien? —Me pone la mano en el hombro,pero enseguida la retira. Sin mirarme, bajaa la bodega para ayudar a Caleb.

Le agradezco tanto la caricia comola soledad, pero ninguna de las dos cosasdura mucho.

—¿Ky? —me grita—. Ven a ver

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esto.—¿Qué? —pregunto, y bajo a la

bodega.Indie señala un punto próximo al

suelo, antes tapado por los maletines.Alguien ha rayado el metal y grabadoimágenes en las paredes de la aeronave.Me recuerdan las pinturas de la Talla.

—Están bebiéndose el cielo —dice.Tiene razón. No es lluvia lo que

representan los dibujos, no como la queyo dibujé una vez en el distrito. Es otracosa: el cielo derrumbándose y personasrecogiendo los pedazos y bebiendo elagua que contienen.

—Me da sed —añade.

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—Mira —digo, y señalo una figuraque baja del cielo—. ¿Quién crees que es?

—El Piloto, por supuesto —responde.

—¿Los has hecho tú? —pregunto aCaleb, que ha aparecido en la escotilla dela bodega, listo para descargar másmaletines.

—¿El qué? —repone.—Los dibujos de la pared.—No —contesta—. Deben de ser

de otro mensajero. Yo nunca dañaría unapropiedad del Alzamiento.

Le entrego otro maletín.Terminamos el reparto y nos

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dirigimos a la aeronave. Mientrascaminamos Indie se rezaga. Al volvermela veo hablando con Caleb. Él niega conla cabeza. Ella se acerca más a él. Halevantado el mentón, y sé cuál debe de serla expresión de sus ojos.

Lo está desafiando.Caleb vuelve a negar con la cabeza.

Parece tenso.—Dímelo —oigo ordenar a Indie

—. ¡Ahora! Deberíamos saberlo.—No —replica Caleb—. Ni

siquiera eres la piloto de este vuelo.Déjame en paz.

—Ky es quien pilota —aduce Indie—. Ha tenido que venir hasta aquí, la

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provincia en la que se crió. ¿Sabes lo duroque debe de ser eso? ¿Y si tuvieras quevolver a Keya, o a donde sea que hayasnacido? Al menos debería saber quéhacemos.

—Traemos curas —dice Caleb.—Eso no es todo —objeta Indie.Caleb la sortea.—Si el Piloto quisiera que lo

supierais —arguye, con la cabeza vueltahacia ella—, lo sabríais.

—Sabes que no eres más que unmensajero, incluso para el Piloto —diceIndie—. Él no tiene ningún lazo contigo.

Caleb da un paso atrás, y veo en sucara cuánto la odia.

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Porque Indie tiene razón. Sabe loque él desea. Es el sueño de todos lostrabajadores huérfanos del Alzamiento:conseguir que el Piloto se sienta tanorgulloso de ellos que los considere unode los suyos. También es el sueño deIndie.

Más tarde Indie viene a verme alcampo próximo al campamento. Se sientay respira hondo. Al principio creo que vaa tratar de animarme hablando de cosassin importancia, pero eso nunca se le hadado muy bien.

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—Podríamos intentarlo —dice—.Podríamos huir a Central si quieres.

—Ni hablar —declaro—. Lospilotos de combate nos derribarían.

—De no ser por mí, lo intentarías—arguye.

—Sí —reconozco—. Y por Caleb.Ya he dejado atrás el egoísmo que

me permitió abandonar a todos miscompañeros y huir a la Talla solo conVick y Eli. Caleb forma parte del grupo.Cuando piloto está a mi cargo. No puedoponerlo en peligro. Cassia no querría queotras personas murieran solo para que yopudiera ir a buscarla.

Y, si el Piloto dice la verdad, eso ya

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no es necesario. La Plaga está bajocontrol. Pronto todo se habrá arreglado.Entonces podré ir en busca de Cassia ypodremos estar juntos. Quiero creer en elPiloto. A veces lo consigo.

—En el campamento donderecibimos la instrucción —digo—,¿volaste alguna vez con él?

—Sí —responde Indie—. Así fuecomo supe que era el Piloto, incluso antesde que nos lo dijeran. Su forma depilotar… —Le faltan las palabras, pero, alcabo de un momento, la cara se le ilumina—. Fue como el dibujo que hemos vistoen la aeronave —dice—. Me pareció queme bebía el cielo.

—Entonces, ¿confías en él? —

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pregunto.Indie asiente.—Y, aun así, te arriesgarías a ir

conmigo a Central.—Sí —asegura—, si es lo que

quieres.Me mira como si tratara de ver

dentro de mí. Me gustaría que sonriera.Ver su sonrisa ancha, sabia, cándida,astuta.

—¿En qué piensas? —pregunta.—Quiero verte sonreír —

respondo.Y entonces sonríe, de golpe, con

gusto, y también lo hago yo.

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La hierba susurra mecida por elviento. Indie se acerca más a mí. Tiene elrostro radiante, esperanzado, vulnerable.Noto un vacío que me desgarra elcorazón.

—¿Qué nos impide huir juntos? —me susurra—. ¿Tú y yo? —El murmullodel viento entre la hierba casi ahoga suspalabras, pero sé cuál es la pregunta quesale de sus labios. Ya me ha preguntadoalgo parecido.

—Cassia —respondo—. Estoyenamorado de Cassia. Lo sabes. —No hayninguna indecisión en mi voz.

—Lo sé —dice, y no hay ningúntono de disculpa en la suya.

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Cuando Indie desea algo losuficiente, su instinto es saltar.

«Como Cassia.»Indie respira y se mueve.Se mueve hacia mí.Me acaricia el pelo, me besa en los

labios.«Nada que ver con Cassia.»Me aparto, sin aliento.—Indie —digo.—Tenía que hacerlo —declara—.

No me arrepiento.

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CAPÍTULO 17Cassia

Alguien entra en el escondrijo delos archivistas; oigo sus pasos en laescalera. Estoy esperando en la salaprincipal junto con todos los demás, asíque levanto la linterna igual que ellos. Lafigura se detiene, sin sorprenderse.

Cuando veo quién es, unacolaboradora a la que conozco de vista,bajo la linterna. Pero casi nadie más lohace. La chica se queda quieta, como una

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polilla atrapada por la luz. Un archivistapróximo me indica que vuelva a levantarla linterna. Lo hago y pestañeo, aunque lachica detenida en la escalera es la que estádeslumbrada, no yo.

—Samara Rourke —dice laarchivista mayor—, no deberías estaraquí.

La chica se ríe con nerviosismo.Lleva un voluminoso paquete y sedispone a dejarlo en el suelo.

—No te muevas —le ordena laarchivista—. Te acompañaremos fuera.

—Estoy autorizada para realizarintercambios aquí —aduce Samara—. Metrajo usted misma.

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—Ya no eres bienvenida —declarala archivista mayor. Se halla oculta entrelas sombras, pero se adelanta y le enfoca alos ojos con la linterna. Esta es la guaridade los archivistas. Ellos deciden quién sequeda entre las sombras y quién tiene queexponerse a la luz.

—¿Por qué? —le pregunta Samara,y por fin le tiembla un poco la voz.

—Tú ya sabes la razón —respondela archivista—. ¿Quieres que todos seenteren?

La chica se humedece los labios.—Debería ver lo que he

encontrado —insiste—. Le prometo queva a interesarle… —Se dispone a abrir el

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paquete.—Samara nos ha estafado —dice la

archivista, cuya voz es tan potente comola del Piloto. Resuena en toda la sala.Ninguna linterna vacila y, cuando cierrolos ojos, sigo viendo sus haces y laexpresión nerviosa y cegada de la chica—.Alguien le confió un artículo para que lointercambiara por ella. Ella lo trajo aquí.Nosotros calculamos su valor, loaceptamos y le dimos un artículo acambio, junto con otro más pequeñocomo comisión. Y ella se ha quedado conlos dos.

Hay muchos colaboradores sinescrúpulos en el mundo. Pero rara vez seatreven a trabajar con los archivistas.

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—Ustedes no han perdido nada —arguye Samara—. Han recibido su pago.—Su intento de desafiarla me parte elalma. ¿Qué le ha inducido a hacer esto?Sabía que la descubrirían, ¿no?—. Sialguien debe castigarme, es la persona a laque he robado.

—No —dice la archivista mayor—.Los robos nos perjudican.

Tres de los archivistas bajan lalinterna y echan a andar.

El corazón me palpita y doy unpaso atrás. Aunque vengo aquí a menudo,no soy archivista. En cualquier momento,mis privilegios, que son más de los quegoza la mayoría de los colaboradores,

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podrían revocarse.Oigo un tijeretazo, y la archivista

mayor retrocede con la pulsera de Samaraen la mano. La chica está pálida peroincólume y, a la luz de las linternas quetodavía la enfocan, veo que tiene la mangasubida y ya no lleva nada en la muñeca.

—La gente debe saber —dice laarchivista, dirigiéndose a toda la sala—que puede fiarse de nosotros. Lo que hasucedido aquí lo trastoca todo. Ahoratendremos que pagar el precio delintercambio nosotros. —Todos hemosbajado las linternas y ya no le vemos lacara. La reconocemos sobre todo por lavoz—. Y no nos gusta tener que pagar unprecio que no nos corresponde. —Luego

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cambia de tono y el incidente quedazanjado, resuelto—. Ya podéis volver avuestro trabajo.

No me muevo. ¿Quién dice que yono haría lo mismo que Samara si cayeraen mis manos un artículo que necesitarapara otra persona? Porque creo que eso eslo que ha sucedido. No creo que Samarahaya obrado en su propio beneficio.

Noto una mano en el codo y mevuelvo para ver quién es.

Es la archivista mayor.—Ven conmigo —me indica—.

Tengo que enseñarte una cosa.

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Me lleva entre los estantes y porun largo pasillo, sin soltarme el brazo enningún momento. Por fin entramos enotra vasta sala repleta de estantesmetálicos, pero veo que no están vacíos,sino atestados de todo lo que cualquierapodría llegar a desear, cada retazoperdido de un pasado, cada fragmento deun futuro.

Otros archivistas deambulan entrelos estantes mientras algunos montanguardia. Esta sala está iluminada de otraforma, con lucecitas colgantes por todo eltecho que apenas dan luz. Veo maletines,cajas y recipientes de diversos tamaños.Haría falta un mapa para orientarse en un

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lugar como este.Sé dónde estamos antes de que la

archivista mayor me lo diga, aunquenunca había entrado aquí. Los archivos.En cierto modo es como ver al Piloto porprimera vez; siempre he sabido que estelugar existía, pero, al tenerlo delante, meentran ganas de cantar, llorar o echar acorrer; no estoy segura de qué.

—Los archivos están llenos detesoros —explica la archivista—, y yo losconozco todos.

Bañados por esta luz, sus cabellosparecen dorados, como si fuera uno delos tesoros que ella misma custodia. Sevuelve y me mira.

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—Pocas personas entran aquí —añade.

«¿Y por qué yo?», me pregunto.—Hay muchos cuentos que han

pasado por mis manos —continúa—.Siempre me ha gustado el que trata deuna niña que debía convertir la paja enoro. Un cometido imposible, pero loconsiguió más de una vez. Este trabajo esasí.

Se adentra en un pasillo y coge unmaletín de un estante. Cuando lo abre,veo que contiene montones de tabletasenvueltas en papel. Coge una y me laenseña.

—Si pudiera —dice—, me pasaría

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el día aquí. Es donde comencé a trabajarcomo archivista. Clasificaba los artículosy los catalogaba. —Cierra los ojos einspira. Me descubro haciendo lo mismo.

El olor que emana del maletín esfamiliar, evocador, pero, al principio, nologro identificarlo. El corazón me late unpoco más aprisa y, de pronto, me embargauna ira antigua, inesperada, inexplicable.Entonces lo sé.

—Es chocolate —digo.—Sí —conviene—. ¿Cuándo fue la

última vez que tomaste chocolate?—En mi banquete de

emparejamiento —respondo.—Claro —dice. Cierra el maletín,

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coge otro y lo abre.Veo unos objetos plateados que me

parecen las cajitas de los banquetes deemparejamiento, pero que son, encambio, tenedores, cuchillos y cucharas.Abre un tercer maletín, incluso con máscuidado que los anteriores, y advierto quecontiene una vajilla de porcelana, colorhueso y frágil como el hielo. Enfilamos enotro pasillo donde me enseña sortijas conpiedras rojas, verdes, azules y blancas, yen otro más, de cuyos estantes saca libroscon ilustraciones tan coloridas y hermosasque tengo que entrelazar las manos parano tocarlos.

«Aquí hay muchísimas riquezas.»Aunque yo no cambiaría nada por plata o

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chocolate, comprendo por qué otros loharían.

—Antes de la Sociedad —mecuenta la archivista mayor—, las personasutilizaban dinero. Había monedas,algunas de oro, y unos papelesrectangulares. La gente se losintercambiaba y representaban distintascosas.

—¿Cómo funcionaba? —pregunto.—Pongamos que yo tuviera

hambre —dice—. Daría a una personauno o dos papeles, y ella me daría comida.

—Pero, luego, ¿qué haría ella conlos papeles?

—Utilizarlos para conseguir otra

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cosa —contesta.—¿Escribían algo en los papeles?—No —responde—. Nada que se

parezca a tus poemas.Niego con la cabeza.—No entiendo por qué lo hacían.

—Los intercambios que realizan losarchivistas me parecen mucho máslógicos.

—Se fiaban unos de otros —responde—. Hasta que dejaron dehacerlo.

Aguarda. No estoy segura de quéespera que diga.

—Lo que te estoy enseñando —

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continúa— son las cosas que la mayoríade las personas consideraba valiosas. Ytambién tenemos montones de maletinesllenos de artículos más específicos paragustos más excéntricos. Llevamos muchotiempo haciendo esto. —Volvemos sobrenuestros pasos hasta los estantes de lasjoyas. La archivista se detiene unmomento para bajar un maletín. En lugarde abrirlo, se lo lleva cuando reanudamosla marcha—. Todo el mundo tiene unprecio —sentencia—. Uno de los másinteresantes es el afán de conocimiento,de saber cosas, no de poseerlas. Porsupuesto, aquello que quieren saber laspersonas es un asunto igual de variado ycomplejo. —Se detiene cerca del final deun estante—. ¿Qué quieres saber tú,

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Cassia?«Quiero saber si mi familia, Ky y

Xander están bien. Qué quiso decir miabuelo cuando mencionó el día del jardínrojo. Qué recuerdos he perdido parasiempre.»

Una pausa, en esta sala silenciosa ydecadente.

El haz de su linterna se refleja enlos estantes y crea extraños juegos de luz.Su rostro, cuando alcanzo a verlo, parecepensativo.

—¿Sabes qué es extremadamentevalioso en este momento? —me pregunta—. Los tubos que tenía la Sociedad, losque eran secretos. ¿Has oído hablar de

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ellas? ¿De las muestras que extraen antesdel banquete final?

—He oído hablar de ellas —respondo. También las he visto.Dispuestas en filas y almacenadas en unacueva en mitad de un cañón. Cuandoestuvimos en esa cueva, Hunter rompióvarios tubos y Eli y yo robamos uno cadauno.

—No eres la única —dice laarchivista mayor—. Algunas personasharán lo que sea para conseguir esasmuestras.

—Los tubos no son importantes —arguyo—. No son personas de carne yhueso. —Repito las palabras de Ky yespero que la archivista no se dé cuenta

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de que miento. Porque, de hecho, robé eltubo de mi abuelo y se lo confié a Kypara que lo escondiera, dado que noparezco capaz de renunciar a la idea deque los tubos podrían ser importantes.

—Tal vez —contesta—. Pero haypersonas que no opinan como tú.Quieren tener sus muestras, y las de susparientes y amigos. Si pierden a un serquerido en la Plaga, querrán los tubosincluso más.

«Si pierden a un ser querido en laPlaga.»

—¿Es eso posible? —me preguntoen voz alta, pero, en cuanto lo digo, séque lo es. La muerte siempre es posible.

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Lo aprendí en la Talla.Casi como si me leyera el

pensamiento, la archivista dice:—Has visto los tubos, ¿verdad?

Cuando estuviste en las provinciasexteriores.

Por alguna razón, me entran ganasde reír.

«La Caverna por la que mepreguntas, sí, la he visto, con montonesde tubos ordenados en filas yalmacenados bajo tierra. También he vistouna cueva llena de papeles, y manzanasdoradas en árboles negros que hancrecido retorcidos por culpa del viento yla escasez de lluvia, y mi nombre grabado

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en un árbol, y pinturas rupestres.»Y, en la Talla, he visto cadáveres

quemados bajo el sol y a un hombrecantando a su hija junto a su sepultura,dibujándole marcas azules en los brazos ypintándoselas en los suyos. He sentido lavida en ese lugar, y he visto la muerte.»

—No has traído ningún tubo paraintercambiarlo, ¿verdad? —me preguntala archivista.

¿Cuánto sabe?—No —respondo.—Es una lástima —dice.—¿Qué da la gente a cambio de un

tubo? —inquiero.

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—Todo el mundo tiene algo —contesta—. Por supuesto, nosotros sologarantizamos que el tubo pertenece a unadeterminada persona. No que es posiblerevivirla.

—Pero se sobreentiende —replico.—Con unos pocos tubos, podrías ir

a donde quisieras —dice—. A laprovincia de Keya, por ejemplo. —Aguarda, para ver si muerdo el anzuelo.Sabe dónde está mi familia—. O a Oria,tu tierra natal.

—¿Y a un sitio completamentedistinto? —le pregunto, pensando enCamas.

Nos quedamos mirándonos la una a

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la otra, esperando.Para mi sorpresa, ella habla

primero, y es entonces cuandocomprendo lo desesperada que está porobtener las muestras.

—Si lo que me pides es un pasaje alas Tierras Ignotas —dice, en voz muybaja—, eso ya no es posible.

Nunca he oído hablar de las TierrasIgnotas. Solo conozco las TierrasRemotas. Las vi señaladas en un mapa enOria y se correspondían con el paísenemigo. No obstante, por la forma enque la archivista habla de las TierrasIgnotas, sé que se refiere a un lugarremoto completamente distinto, y meinvade la emoción. Ni siquiera Ky, que

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vivió en las provincias exteriores, las hamencionado nunca. ¿Qué son? Por unmomento estoy tentada de decirle que sí,de intentar averiguar más cosas sobreunas tierras tan lejanas que no aparecenen ninguno de los mapas que he visto, nisiquiera en los que tenían los labradoresde la Talla.

—No —respondo—. No tengoningún tubo.

Nos quedamos calladas hasta queella vuelve a romper el silencio.

—He observado que últimamentelos intercambios han dejado de ser tuprioridad —dice—. He visto la Galería.Es todo un logro.

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—Sí —convengo—. Todo elmundo tiene algo que merece la penacompartir.

Me mira con una mezcla de lástimay asombro.

—No —responde—. Todo lo quehacéis en la Galería ya se ha hecho, ymejor. Pero, de todas formas, es un logroextraordinario.

La archivista no es el Piloto. Ahoralo sé. Me recuerda a mi funcionaria deOria. Ambas tienen en común elconvencimiento de que aún aprenden, deque siguen evolucionando, cuando, enrealidad, hace tiempo que perdieron esacapacidad.

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Es un alivio salir de los archivos eir a la Galería, que rebosa vida y no estábajo tierra. Cuando me acerco, oigo unavoz.

Está cantando.No conozco la canción; no es una

de las Cien. No distingo las palabrasporque estoy demasiado lejos, pero oigola melodía. Una voz de mujer sube y baja,sufre y cura, y, en el estribillo, un hombrese une a ella.

Me pregunto si la mujer sabía queel hombre iba a cantar, si es algo que hanplaneado o si le ha sorprendido descubrir

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que no está sola en su canción.Cuando terminan se hace un

silencio. Al cabo de un momento, alguienaplaude en las primeras filas, y el resto notardamos en sumarnos. Me abro pasoentre la gente para tratar de ver las carasde quienes nos han traído la música.

—¿Otra? —pregunta la mujer, ynosotros gritamos la respuesta.

—¡Sí!Esta vez canta otra cosa, una

tonada breve y ligera. La melodía esrápida, pero fácil de seguir:

Yo, piedra que rueda,

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a la más alta colina. Tú, amor, me llamasentre la fría neblina. Ahora ya nada nos para,te espero bajo la encina. ¿Podría ser esta una de las

canciones de las provincias exteriores? Merecuerda la historia de Sísifo, y Ky meexplicó que los habitantes de lasprovincias exteriores conservaron suscanciones durante más tiempo. Pero todasesas personas ya no están. Quizá por eso

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las palabras debieran ser tristes, pero,apoyadas por la música, no me lo parecen.

Me sorprendo tarareando lacanción y, antes de darme cuenta, me hepuesto a cantar junto con todos los queme rodean. Repetimos la canción hastaque nos sabemos la letra y la melodía. Alprincipio, cuando me sorprendomoviéndome, me da vergüenza, peroluego ya no me importa, me da igual, y loúnico que querría es que Ky estuvieraaquí y pudiera verme, cantando ybailando delante de todos.

O Xander. Ojalá estuviera aquí. Kyya sabe cantar. ¿Sabe hacerlo Xander?

Pisamos el suelo con fuerza y ya noolemos ni rastro de los peces muertos que

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en otro tiempo chocaban contra la orillaporque ya se han descompuesto,transformados en meras espinas, su olordisuelto en la fragancia de nuestra vida,nuestra carne, la sal de nuestras lágrimas ynuestro sudor, la frescura de la hierba ylas plantas reverdecidas que pisamos.Respiramos el mismo aire, cantamos lamisma canción.

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CAPÍTULO 18Xander

A lo largo de la noche ingresanotros cincuenta y tres pacientes. No todospresentan erupción y hemorragia, peroalgunos sí lo hacen. El doctor responsableordena que los confinemos a todos ennuestro pabellón y me nombra doctorencargado de la mutación. Atenderé a lospacientes en planta mientras él observadesde el terminal.

—Quiere salvar el pellejo —me

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susurra una enfermera.—No pasa nada —digo—. Quiero

llegar al fondo de esto. Pero eso no quieredecir que tengas que arriesgarte tú. Puedopedirle que te asigne a otro pabellón.

Ella niega con la cabeza.—Estaré bien. —Me sonríe—.

Además, lo has convencido para queincluya el patio en el área deconfinamiento. Eso cambia las cosas.

—También tenemos la cafetería —arguyo, y ella se ríe. Ya no vamos casinunca, excepto para recoger las bandejasde comida.

El virólogo entra para examinar alos pacientes. También está intrigado.

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—Hay hemorragia porque el virusdestruye plaquetas —me explica—. Enconsecuencia, es probable que a lospacientes afectados se les hinche el bazo.

Una médica próxima a nosotrosasiente. Está realizando una exploración auno de los primeros pacientes.

—Tiene el bazo hinchado —dice—. Se lo palpo por debajo del margencostal.

—Y los pacientes están perdiendola capacidad para expectorar lassecreciones de los bronquios y las víasrespiratorias —añade otro médico—. Laneumonía y las infecciones pronto seránun problema si no conseguimos que

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mejoren.Unas camas más allá, oímos un

grito.—¡Tenemos una rotura de bazo! —

exclama un médico—. Creo que hayhemorragia interna.

Pido un quirurgo por elminiterminal. Todos nos agrupamosalrededor del paciente, que ha palidecido.El monitor de signos vitales nosensordece cuando el hombre sufre undescenso de la presión arterial y unaumento de la frecuencia cardíaca. Losmédicos y los quirurgos gritaninstrucciones.

Este paciente, y todos los demás,

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yacen completamente inertes.

No podemos salvarlo. Ni tansiquiera tenemos tiempo de trasladarlo alquirófano antes de que fallezca. Miro alos pacientes de las camas próximas.Espero que no hayan visto demasiado.¿Qué pueden ver? El peso de esta muerteme aplasta cuando cojo el miniterminal,que no deja de pitar para avisarme de quehe recibido un mensaje privado deldoctor responsable. Lo ha observadotodo desde el terminal.

«Te estoy enviando datos sobre lospacientes. Revísalos de inmediato.»

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¿Quiere que me ponga a revisardatos ahora? ¿Cuándo acabamos deperder a un paciente? Todo el equipoparece desconcertado. El propósito delcentro médico, y del Alzamiento, es quesalvemos a las personas. No que lasperdamos de este modo.

Me dirijo a un lado de la sala paraleer los datos. Al principio no comprendola urgencia. Son datos de los pacientesque han ingresado enfermos, al parecersobre exploraciones médicas básicas. Noestoy segura de qué deben indicarme.

Entonces lo comprendo. Todas lasexploraciones son recientes, del día que seadministró la vacuna. «Los pacientesfueron vacunados y aun así tienen la

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mutación. Eso significa que un gransegmento de la población corre peligro.»

—Voy a tener que confinaros en elpabellón —me dice el doctor responsablepor el miniterminal.

—Lo comprendo —respondo. Nopuede hacer otra cosa—. Van aconfinarnos aquí —informo a miscompañeros.

Ellos asienten, agotados. Loentienden. Ya hemos pasado por esto unmillón de veces en los simulacros.Estamos aquí para salvar vidas.

Oigo pasos detrás de mí, de alguienque ha echado a correr. Giro sobre mistalones.

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El virólogo se dirige a las puertasdel pabellón. ¿Han tenido tiempo decerrarlas? ¿O va a exponer a todo unnuevo grupo de personas a la Plagamutada?

Echo a correr entre las camas atoda velocidad. El virólogo es mayor queyo. No me cuesta nada alcanzarlo yderribarlo.

—No vas a huir —digo, sinmolestarme en disimular mi indignación—. Vas a quedarte aquí para ayudar a losenfermos. Es parte de tu trabajo.

—Escucha —farfulla, y trata deincorporarse. Se lo permito, pero no lesuelto el brazo—. Puede que no seamos

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inmunes a esta mutación. Puede que lavacuna no sirva de nada.

—Por eso precisamente no puedesponer en peligro a nadie más —arguyo—.Y tú lo sabes mejor que nadie. —Lolevanto agarrándolo por la espalda deluniforme y lo conduzco a uno de losarmarios donde guardamos el material.Pese a que no quiero encerrarlo, no se meocurre otro modo de proceder en estemomento.

—A menos —dice y, por su tono,me parece un loco o un genio— que lospacientes con cicatrices estén protegidos.Las cicatrices de la espalda.

Sé a qué se refiere.

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—Las primeras personas quecontrajeron la Plaga —convengo.

El Alzamiento nos pidió queestuviéramos atentos a las marcas, y Lei yyo hablamos de ellas: las pequeñascicatrices de la espalda, entre losomóplatos.

—Sí —contesta, con entusiasmo—.Podrían haber contraído una versiónligeramente mutada del virus original, ysu variante es lo bastante parecida a laforma mutante para no contraerla. Pero,en la vacuna que nos administraron a ti ya mí, solo había fragmentos del virusoriginal. No se parece lo suficiente a estanueva forma mutante para protegernos.

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Sigo sin soltarlo, aunque asientopara indicarle que escucho.

—Nosotros no nos pusimosenfermos con la versión original de laPlaga —continúa—. Pero, de todasformas, estuvimos expuestos a ella. Apesar de que la vacuna nos protegió delos síntomas más graves, aun así, pudimoscontraer el virus original. Así actúan lasvacunas. Enseñan al organismo cómoreaccionar a un virus para que loreconozca la próxima vez. No es que nose vea afectado por él, pero sabe cómohacerle frente.

—Lo sé —digo—. Ya lo habíadeducido.

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—¡Escúchame bien! —exclama—.Si pasó eso, si contrajimos la versiónoriginal de la Plaga, la que había cuandoel Piloto habló por primera vez, tenemosla marca roja y no corremos peligro. Noenfermamos, aunque sí nos contagiamos.Nuestro organismo simplemente vencióal virus. Pero si no contrajimos el virusoriginal durante ese período —Abre lasmanos—, estamos expuestos a lamutación. Y quizá no tengamos una curaeficaz para esa versión del virus.

Por un momento me parece unloco que solo farfulla, sin embargo,entonces ato cabos y creo que puede tenerrazón.

Se suelta el brazo y comienza a

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desabrocharse la camisa del uniformenegro. Luego se baja el cuello.

—Mira —dice—. No tengo lamarquita, ¿verdad?

No la tiene.—No —le respondo. Me contengo

para no bajarme el cuello del uniforme eintentar comprobar si la tengo yo. Nuncase me ha ocurrido hacerlo—. Aquí tenecesitamos. Y, si sales, podrías contagiara otras personas. Ya has estado expuesto ala mutación, como todos nosotros.

—Iré al bosque. Los habitantes delas provincias fronterizas siempre hansabido sobrevivir. Hay sitios a los quepuedo ir.

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—¿Qué sitios? —pregunto.—Los pueblos de las piedras —

responde.Enarco las cejas. ¿Está ofuscado?

No conozco esos lugares. Nunca he oídohablar de ellos.

—¿Y tienen suero en esos pueblos?—pregunto—. ¿Tienen lo que necesitaspara seguir con vida hasta que haya unacura? ¿Y no te importa exponerlos a laenfermedad?

Me mira con los ojos desorbitadospor el pánico.

—¿No lo has visto? —replica—.¿Al paciente? Ha muerto. No puedoquedarme aquí.

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—¿Es la primera vez que ves morira alguien de verdad? —pregunto.

—En la Sociedad no moría nadie—dice.

—Sí moría —objeto—, pero laSociedad lo escondía mejor. —Comprendo su temor. A mí también seme pasa por la cabeza salir huyendo,aunque solo fugazmente.

El doctor responsable decidemandarnos más pacientes y más personalantes de confinar el pabellón. Ha oídotodo lo que me ha dicho el virólogo porel miniterminal y será él quién informe al

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Piloto de la situación. Me alegro de queno sea cometido mío.

Pero tengo una petición para eldoctor responsable.

—Cuando mandes al personalnuevo —digo—, asegúrate de que todossaben que esta nueva forma del virustodavía no ha reaccionado a la cura. Nonecesitamos más intentos de fuga.Queremos que todos sepan dónde semeten.

Poco después, varios militares delAlzamiento, protegidos con trajesaislantes, entran en el pabellón con elnuevo personal. Los militares se llevan alvirólogo. No sé dónde van a confinarlo,

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en una habitación vacía, quizá, pero se haconvertido en una carga y no puedequedarse aquí siendo tan imprevisible.Estoy tan centrado en asegurarme de quese lo llevan que tardo un momento enadvertir que Lei es uno de los nuevossanitarios.

Voy a verla al patio en cuantotengo ocasión.

—No deberías haber venido —ledigo, en voz baja—. No podemosgarantizar que esto sea seguro.

—Lo sé —responde—. Me lo handicho. No saben si la cura es eficaz con lamutación.

—Es más que eso —le respondo

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—. ¿Recuerdas cuando hablamos de lamarquita roja que tienen las personas quecontrajeron el virus original?

—Sí.—El virólogo al que se han llevado

tiene una teoría sobre eso.—¿Cuál?—Cree que, si una persona tiene la

marca roja, significa que ha contraído elvirus, como pensábamos, y también creeque eso significa que está protegida de lamutación.

—¿Cómo es posible? —pregunta.—El virus cambia —contesto—.

Como los peces de los que me hablaste.Antes era una cosa y ahora otra.

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Lei niega con la cabeza.Vuelvo a intentarlo.—Los que recibimos la vacuna al

principio habíamos estado expuestos auna forma del virus, una forma muerta.Entonces estalló el primer brote de laPlaga. Algunos pudimos contraer el virus,pero no nos pusimos enfermos porque yahabíamos estado expuestos a su formaatenuada. La vacuna hizo su trabajo ynuestro organismo combatió laenfermedad. Aun así estuvimos expuestosal virus vivo, lo que significa quepodríamos estar protegidos de estamutación. A pesar de que el virus muertono era lo bastante parecido a la mutación

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para protegernos, nuestra exposición a laversión viva original de la Plaga podríaserlo, siempre que contrajéramos el virus.

—Sigo sin entenderlo —dice.Vuelvo a intentarlo.—Según su teoría los que tienen la

marca roja han tenido suerte —explico—.Han estado expuestos a las versionescorrectas del virus en el momentooportuno. Y, en consecuencia, estánprotegidos de la mutación.

—Como las piedras del río —arguye, y sé, por su expresión, que lo hacomprendido—. Para cruzarlo y llegar ala otra orilla sin percances, hay quepisarlas en un determinado orden.

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—Supongo —digo—. O como lospeces de los que me hablaste. Cambian.

—No —objeta—. Los peces siguensiendo los mismos. Se adaptan; tienen unaspecto completamente distinto, pero, enlo esencial, no han cambiado.

—Está bien —concedo, aunqueahora el desconcertado soy yo.

Lei se da cuenta.—Supongo —dice— que hay que

verlos.—¿Tienes la marca? —le pregunto.—No lo sé —contesta—. ¿Y tú?Niego con la cabeza.—Tampoco estoy seguro —

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respondo—. No es que esté en un sitiofácil de ver.

—Te lo miro yo —se ofrece y,antes de que pueda reaccionar, se colocadetrás de mí y me baja el cuello deluniforme. Noto su respiración en la nuca.

»Si el virólogo tiene razón, tú nocorres peligro —dice y, por el sonido desu voz, sé que sonríe—. Tienes la marca.

—¿Estás segura? —pregunto.—Sí —responde—. Lo estoy. La

tienes justo aquí. —Cuando retira lamano, sigo notando su dedo en la piel.

Sabe lo que estoy a punto depreguntarle.

—No —dice—. No me lo mires.

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Quiero seguir haciéndolo todo comohasta ahora.

Más tarde, cuando nosdisponemos a salir del patio, Lei sedetiene y me mira. En ese momento medoy cuenta de que no hay muchaspersonas con su color de ojos: negroazabache.

—He cambiado de idea.Al principio no sé muy bien a qué

se refiere, pero se aparta la larga melena yañade:

—Creo que quiero saberlo. —Le

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tiembla un poco la voz.«La marca. Quiere saber si la tiene.»—De acuerdo —digo y, de pronto,

me siento cohibido. Una reacciónabsurda, porque he explorado muchoscuerpos que solo son cuerpos. Sé que sonpersonas, y quiero ayudarles, pero, hastacierto punto, son anónimas, todas iguales.

Sin embargo, su cuerpo… serásuyo.

Se pone de espaldas a mí, sedesabrocha el uniforme y aguarda. Vaciloun momento y me quedo con la manosuspendida a poca distancia de su ropa.Respiro hondo y le bajo el cuello.Procuro no rozarle la piel.

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No tiene ninguna marca.Y entonces, sin pensar, la toco.

Apoyo la base de la mano en su nuca ysubo los dedos por su cabello. Como sipudiera ocultarle esto.

Respiro y retiro la mano. «Imbécil.»Que yo sea inmune no significa que nopueda ser portador de alguna forma de laPlaga mutada.

—Lo siento —farfullo.—Lo sé —dice. Sin mirarme, me

coge la mano y nos quedamos un instantecon los dedos entrelazados.

Luego me suelta, abre la puerta delpatio y entra en el edificio sin mirar atrás.Sin saber por qué, pienso: «Así que esto

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es lo que se siente al borde de unabismo».

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CUARTA PARTE

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LA PLAGA

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CAPÍTULO 19Ky

La ciudad de Oria tiene aspecto deque le hayan arrancado los dientes apatadas. Su barricada ya no forma uncírculo perfecto, sino que está acribilladade agujeros. El Alzamiento debe dehaberse quedado sin paredes blancas paracercar la zona inerte y ha tenido queutilizar tela metálica. La veo centellearbajo el sol primaveral cuandosobrevolamos la ciudad. Trato de nomirar en la dirección de la Loma.

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Abajo militares del Alzamientovestidos de negro nos saludan con lamano. Cuando descendemos, veo apersonas armando alboroto y empujandocontra la tela metálica. Están a punto dederribar la barricada. Incluso desde aquí,percibo el pánico.

—La situación ha empeoradodemasiado para aterrizar —nos indicanuestro comandante—. Soltaremos losvíveres en paracaídas.

Debo reconocer que algunas veceshe deseado que a los habitantes de losdistritos de Oria les ocurriera algunadesgracia. Eso sentí cuando la Sociedadme apresó y nadie excepto Cassia corriópara alcanzarme. O cuando la gente se

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reía durante las proyecciones porque nosabía qué era la muerte. Nunca deseéverles morir, pero me habría gustado quesupieran qué era tener miedo. Quería quesupieran que su cómodo estilo de vidatenía un precio. Pero es terrible ver esto.En las últimas semanas, el Alzamiento yano tiene el control ni del pueblo ni de laPlaga. Se niega a dar explicaciones, perosabemos que ha sucedido algo. Inclusolos archivistas y los colaboradoresparecen haberse esfumado. No tengomodo de mandar un mensaje a Cassia.

Uno de estos días, no voy a poderresistir el impulso de viajar a Central.

—La zona más segura está situadadelante del Ayuntamiento —declara el

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comandante—. Soltaremos los víveresahí.

—¿Vamos a soltarlos todos en elAyuntamiento? —le pregunto—. ¿Quépasa con los distritos?

—Soltaremos todo el cargamentodelante del Ayuntamiento —insiste—. Eslo más seguro.

No estoy de acuerdo. Si norepartimos los víveres, habrá un baño desangre. La gente ya está tratando dederribar la barricada. Cuando nos veasoltar el cargamento, querrá entrarincluso más y no sé cuánto tiempo puedeaguantar el Alzamiento sin recurrir a laviolencia en una situación como esta.¿Mandará las aeronaves de combate,

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como tuvo que hacer en Arcadia?Indie y yo cerramos la formación,

por lo que damos otra vuelta mientras lasdemás aeronaves sueltan el cargamento.

Nos alejamos de la ciudad y,cuando sobrevolamos los distritos, veo apersonas que salen de sus casas paravernos pasar. Han obedecido la orden delAlzamiento de quedarse esperando en vezde ir a la barricada.

Y eso significa que probablementepasarán hambre, mientras susconciudadanos se pelean en la barricadapor los víveres que hemos traído.

De pronto siento por ellos unalástima y una lealtad que no me esperaba.

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Tratan de acatar órdenes y hacer locorrecto. ¿Es culpa suya que se hayadesatado el caos?

No.Sí.—Preparaos para soltar la carga —

señala el comandante. Es la primera vezque vamos a repartir víveres sin aterrizar,pero nos han adiestrado para estaeventualidad. Hay una escotilla en la parteinferior de la aeronave por la quepodemos soltarlos.

—Caleb —digo, tras encender elaltavoz que comunica con la bodega—,¿estás listo?

No hay respuesta.

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—¿Caleb?—Estoy listo —contesta, pero su

voz parece ahogada.Esta vez soy yo el piloto, de manera

que estoy al mando.—Ve a ver qué le pasa —le pido a

Indie.Ella asiente y se dirige a la bodega,

sin perder el equilibrio lo más mínimopese al movimiento de la aeronave. Laoigo abrir la escotilla y bajar la escalera.

—¿Algún problema? —pregunta elcomandante.

—Creo que no —respondo.—Caleb no tiene buen aspecto —

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dice Indie un momento después, cuandosale de la bodega—. Creo que estáenfermo.

—Me encuentro bien —sostieneCaleb, pero todavía le cuesta un pocohablar—. Creo que es una reacción aalguna cosa.

—No soltéis la carga —ordena elcomandante—. Volved de inmediato a labase.

Indie me mira y enarca las cejas.«¿Habla en serio?»

—Repito —insiste el comandante—, no soltéis la carga. Presentaos deinmediato en la base de Camas.

Miro a Indie, y ella se encoge de

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hombros. Doy media vuelta y volvemos apasar por encima de los habitantes de losdistritos. Como estaba descendiendo parasoltar los víveres, puedo ver sus carasalzadas hacia nosotros. Parecen polluelosesperando comida.

—Ten —le digo a Indie. Leseñalo los mandos de la aeronave y bajo aver a Caleb.

Se ha desabrochado el cinturón deseguridad. Está de pie al fondo de labodega, con las manos apoyadas en lapared, la cabeza gacha, el cuerpo rígido dedolor. Cuando me mira, veo temor en sus

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ojos.—Caleb —digo—, ¿qué pasa?—Nada —responde—. Estoy bien.

Vuelve arriba.—Estás enfermo —afirmo—. Pero

¿qué tienes? No podemos contraer laPlaga.

A menos que algo haya salido mal.—Caleb —repito—, ¿qué pasa?Él niega con la cabeza. No me lo

quiere decir. La aeronave se mueve unpoco, y él se tambalea.

—Sabes qué pasa —insisto—, perono me lo vas a decir. ¿Cómo quieres quete ayude?

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—Tú no puedes hacer nada —arguye—. Además, no deberías estar aquísi estoy enfermo.

Tiene razón. Doy media vuelta ysalgo. Cuando relevo a Indie, ella me miracon las cejas alzadas.

—Cierra bien la bodega —le indico—. Y no vuelvas a bajar ahí.

Casi hemos llegado a Camascuando Caleb habla de nuevo. Estamossobrevolando los llanos campos de Tana,y yo, por supuesto, estoy pensando enCassia y en su familia cuando oímos suvoz en el altavoz.

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—He cambiado de opinión —dice—. Sí puedes hacer una cosa por mí.Necesito que escribas algo.

—No tengo papel —arguyo—.Estoy pilotando.

—No hace falta que lo escribasahora —repone—. Puedes hacerlodespués.

—De acuerdo —convengo—. Peroprimero dime qué pasa.

El comandante está callado. ¿Nosescucha?

—No lo sé —responde Caleb.—Entonces, yo no sé escribir —

replico.

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Silencio.—Dime una cosa —insisto—, ¿qué

había en los maletines que siempre traíascuando distribuíamos la cura?

—Tubos —responde de inmediato,para mi sorpresa—. Nos llevábamostubos.

—¿Qué tubos? —pregunto, perocreo que ya sé la respuesta. Cabríanperfectamente en los maletines. Tienenmás o menos el mismo tamaño que lascuras. Debería haberlo deducido hacemucho.

—Los tubos que contienen lasmuestras de tejido —contesta.

He acertado. Pero no comprendo la

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lógica.—¿Por qué? —pregunto.—El Alzamiento se apoderó de las

instalaciones donde la Sociedad guardabalos tubos —responde—, pero algunosmiembros quisieron tener las muestras desus familias bajo su control personal. ElPiloto les proporcionó ese servicio.

—Eso no es justo —protesto—. Siel Alzamiento es para todos, tendría quehaber devuelto todas las muestras.

—Piloto Markham —dice elcomandante—, estás especulando sobretus superiores, y eso es insubordinación.Te ordeno que no sigas por ese camino.

Caleb no dice nada.

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—Entonces, ¿cree el Alzamientoque puede revivirnos? —pregunto.

El comandante empieza a hablar,pero, esta vez, también lo hacemos Caleby yo.

—No —replica Caleb—. Sabe queno puede. Sabe que la Sociedad tampocopodía. Solo quiere las muestras. Comouna póliza de seguros.

—No lo comprendo —digo—. ElPiloto debería haber visto suficientesmuertos para saber que los tubos novalen nada. ¿Qué razón podía tener paramalgastar recursos en algo tan absurdo?

—El Piloto sabe que es imposiblerevivir a las personas con las muestras —

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responde Caleb—. Pero no todos losdemás lo saben. Él se beneficia de eso. —Exhala—. Todo esto te lo cuento —añade— para que creas en el Piloto. Si nolo haces, estará todo perdido.

—No sabía que yo fuera tanimportante —arguyo.

—No lo eres —dice—. Pero Indiey tú sois dos de los mejores pilotos. ElPiloto va a necesitar a todas las personasque pueda conseguir antes de que estotermine.

—¿A qué te refieres con «esto»? —pregunto—. ¿A la Plaga? ¿AlAlzamiento? Tienes razón. El Pilotonecesita toda la ayuda que puedaconseguir. De momento no ha logrado

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tener nada bajo control.—Tú ni siquiera lo conoces —

replica. Parece enfadado. Es buena señal.Su voz tiene un poco más de vida.

—No —admito—. Pero tú sí,¿verdad? Lo conociste antes de que elAlzamiento subiera al poder.

—Los dos somos de Camas —explica—. Me crié en la base militardonde estaba destinado. Era uno de lospilotos que hacía viajes a las TierrasIgnotas. Llevó más gente a los pueblos delas piedras que cualquier otro piloto. Ynunca lo cogieron. Era el candidato idealpara encabezar el Alzamiento cuandollegó la hora de relevar al Piloto anterior.

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—He vivido en las provinciasexteriores —comento— y nunca he oídohablar de los pueblos de las piedras ni delas Tierras Ignotas.

—Pues existen —declara—. LasTierras Ignotas están mucho más allá delpaís enemigo. Y los pueblos de las piedrasfueron construidos por anómalos portodas las provincias exteriores cuando laSociedad comenzó a gobernar. Son comolas piedras por las que se atraviesa un río.Por eso se llaman así. Discurren de nortea sur, y todos están construidos a unajornada de viaje del siguiente. Cuando sellega al último, hay que cruzar el paísenemigo para seguir hasta las TierrasIgnotas. ¿De verdad no has oído hablar

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nunca de los pueblos de las piedras?—No con ese nombre —respondo,

aunque tengo la mente disparada. Loslabradores de la Talla estaban lejos decualquier otro anómalo, pero, en el mapa,tenían otro pueblo señalado en lasmontañas. Ese pueblo podría ser elpueblo de las piedras situado más al sur,el primero. Es posible—. ¿Y qué hacía elPiloto? —pregunto.

—Salvaba a gente —responde—.Él y algunos pilotos más sacaban apersonas de la Sociedad y las llevabanhasta el primer pueblo de las piedras. Losciudadanos tenían que pagar, pero losaberrantes y los anómalos viajaban gratis.

—Son ellos los que hicieron los

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dibujos, ¿verdad? —digo, al comprender—. Los pasajeros que iban escondidos enla bodega cuando el Piloto los sacaba.

—Fue una estupidez —declara, conun deje de enfado—. Podrían habermetido a los pilotos en un lío.

—Creo que fue su forma derendirles homenaje —sugiero, al recordarel grabado de una de nuestras aeronavesmás viejas que representaba al Pilotodando agua a la gente—. Eso me parecióa mí.

—Aun así fue una estupidez —insiste.

—¿Siguen habitados los pueblos?—pregunto.

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—No lo sé —contesta—. Puedeque ya se hayan ido todos a las TierrasIgnotas. El Piloto intentó que se unieranal Alzamiento, pero no quisieron.

Esto me recuerda a los anómalosque vivían en la Talla. Ellos tampocoquisieron unirse al Alzamiento. Mepregunto qué fue de Anna y los suyoscuando llegaron al pueblo que vimosseñalado en el mapa. ¿Lo encontraronhabitado? ¿Tenían los grupos suficientescosas en común como para poderconvivir? ¿Les ayudaron los habitantes delpueblo o los expulsaron… o algo peor?¿Qué ha sido de Hunter y Eli?

—Otros niños crecieron oyendohablar del Piloto —dice Caleb—. Sin

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embargo, yo crecí viéndolo volar. Sé quees el único que puede sacarnos de esto.

Caleb está muy mal. El dolor loestá venciendo. Lo noto en su vozpastosa. Y sé qué le sucede.

Se está quedando inerte.Se suponía que era inmune. Algo

ha ocurrido con la Plaga. ¿Es esta unanueva versión de la enfermedad? ¿Unaversión de la que no nos protege lavacuna?

—Quiero que escribas todo lo quehe dicho sobre el Piloto —dice Caleb—,incluso que creí en él hasta el final.

—¿Es este el final? —pregunto.Silencio.

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—¿Caleb?Nada.—¿Se ha quedado inerte? —

pregunta Indie—. ¿O ha decidido que noquiere decir nada más?

—No lo sé —respondo.Se levanta como si se dispusiera a

bajar a la bodega.—No —digo—. Indie, no puedes

exponerte a contagiarte, tenga lo quetenga.

—No te ha contado gran cosa —observa ella cuando vuelve a sentarse—.Seguro que había mucha gente que yasabía eso sobre los tubos y el Piloto.

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—Nosotros no lo sabíamos —lerecuerdo.

—Crees a Caleb porque tienemuescas en las botas —arguye—, aunqueeso no es garantía de que estuviera en loscampos. Cualquiera podría haberse hechomuescas como esas.

—Yo creo que estuvo allí —digo.—Pero no lo sabes.—No.—Pero lo del Piloto es cierto —

añade Indie.—Entonces le crees —digo—. En

lo que respecta al Piloto, al menos.—Me creo a mí en lo que respecta

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al Piloto —declara—. Sé que existe. —Seinclina hacia mí y, por un instante, creoque puede volver a besarme, como hizovarias semanas atrás—. Los pueblostambién existen —añade—. Y las TierrasIgnotas. Todo.

Su tono es tan apasionado como elde Caleb. Y la comprendo. Indie me ama,pero la guía su instinto de supervivencia.Cuando le dije que no escaparía con ella,buscó otra razón para seguir adelante. Yocreo en Cassia. Indie cree en elAlzamiento y en el Piloto. Ambos hemosencontrado un motivo para no darnospor vencidos.

—Podría haber sido distinto —digo, casi para mis adentros. Si yo hubiera

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vuelto a besarla después de aquel primerbeso. Si la hubiera conocido antes que aCassia.

—Pero no lo es —declara, y tienerazón.

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CAPÍTULO 20Cassia

El mundo está enfermo.

Miro por la ventana de mi piso yapoyo la mano en el cristal. Haanochecido. Hay montones de personascongregadas junto a la barricada, como amenudo ocurre ahora por las noches, ypronto acudirán los militares delAlzamiento vestidos de negro y lasdispersarán a todas, pétalos llevados porel viento, hojas arrastradas por la

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corriente.El Alzamiento no nos ha explicado

qué ha sucedido, pero, en las últimassemanas, hemos tenido que quedarnosrecluidos en nuestras viviendas. Los quepodemos trabajamos desde casa. Lascomunicaciones con el resto de lasprovincias se han suspendido. ElAlzamiento asegura que es una medidatemporal. El propio Piloto promete quetodo se arreglará pronto.

Ha comenzado a llover.Me pregunto cómo habría sido ver

una de las crecidas de la Talla desde unlugar tan alto como este. Me habríagustado estar asomada al borde del cañóny notar la vibración; cerrar los ojos para

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oír mejor el estruendo del agua; volver aabrirlos y ver el mundo devastado, laspiedras y los árboles arrancados yarrastrados por la corriente. Habría sidoextraordinario contemplar lo que parecíael fin del mundo.

A lo mejor lo estoy presenciandoahora.

Suena una campana en la cocina.Ha llegado la cena, pero no tengohambre. Sé qué habrá en la bandeja: unaración para emergencias. Ahora solocomemos dos veces al día. Algún día,también se les agotarán las raciones paraemergencias. Y entonces no sé qué harán.

Si empezamos a sentirnos enfermos

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y cansados, tenemos que mandar unmensaje por el terminal. Ellos vendrán ynos ayudarán. «Pero ¿y si nos quedamosinertes mientras dormimos?», mepregunto. Pensar en eso me mantienetoda la noche en vela. Ahora me cuestamucho descansar.

Saco la comida de la ranura. Comosiempre está fría insípida y es anodina: lasreservas de la Sociedad servidas por elAlzamiento.

Me he enterado de unas cuantascosas por los archivistas. Los alimentos seestán agotando; por tanto, son valiosos. Yyo los utilizo para salir de mi piso. Llevola bandeja al guardia del Alzamientoapostado en la entrada de nuestro

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edificio. Como es joven y tiene hambre,accede.

—Ten cuidado —dice. Me abre lapuerta y yo me interno en la noche.

Bajo la escalera a ciegas, palpandolas paredes, y noto en las manos elfamiliar olor del musgo y su frescatextura. La reciente lluvia lo ha vueltotodo resbaladizo, y tengo queconcentrarme para alumbrar bien con lalinterna.

Cuando llego al final del pasillo, nome quedo deslumbrada como decostumbre. Ninguna linterna me enfoca,

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ningún haz oscila en mi dirección cuandome oyen entrar.

Los archivistas no están.Me estremezco al acordarme de que

este sitio me recordó la cripta de las CienLecciones de Historia. Cierro los ojos eimagino a los archivistas tendiéndose enlos estantes, cruzando los brazos sobre elpecho, aguardando, completamenteinmóviles, a que la muerte los visite.

Despacio, enfoco los estantes con lalinterna.

Están vacíos. Claro. De una formau otra, los archivistas siempre sobreviven.Pero no me han avisado de que se iban, yno tengo la menor idea de dónde pueden

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estar. ¿Han dejado algo en los archivos?Me dispongo a echar un vistazo

cuando oigo pasos en la escalera. Me doyla vuelta y alzo la linterna para cegar aquien haya entrado.

—¿Cassia? —pregunta una voz. Esella. La archivista mayor. Ha regresado.Bajo la linterna para que pueda verme.

»Esperaba encontrarte aquí —dice—. Central ya no es segura.

—¿Qué ha pasado? —pregunto.—Los rumores sobre la Plaga

mutada —responde— han resultado serciertos. Y hemos confirmado que lamutación se ha propagado a Central.

—Y habéis huido —digo.

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—Hemos decidido seguir vivos —precisa—. Tengo una cosa para ti. —Sacaun papel de la mochila que lleva—. Alfinal ha llegado.

El papel es viejo, con letras oscurasbien grabadas en la página, no lossuperficiales caracteres negros impresospor los terminales. Hay dos estrofas; lasque me faltan. Aunque tengo pocotiempo y el mundo está enfermo, nopuedo evitar leer los primeros versos,ávida de poesía.

El sol se pone, la noche cae.Mas antes de que se esconda,

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un mar habremos cruzado.Y casi deseamos que el finalno llegue; tan inaudito parece,tan cerca de Él hallarse. Quiero leer el resto, pero noto los

ojos de la archivista mayor clavados en míy alzo la vista. El sol se ha puesto; lanoche cae. ¿Me hallo cerca del final? Casime lo parece. Casi tengo la sensación deque no puede quedarme mucho caminodespués de haber llegado tan lejos. Y, noobstante, nada me parece terminado.

—Gracias —digo.—Celebro que haya llegado a

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tiempo —declara—. Nunca he dejado unintercambio a medias.

Vuelvo a doblar el poema y me loescondo en la manga. Mantengo laexpresión neutra, pero sé que ella captaráel desafío de lo que voy a decir:

—Te agradezco el poema, aunqueel intercambio sigue a medias. Mimicroficha no ha llegado.

Suelta una risita que resuena en losarchivos vacíos.

—También ha llegado —dice—. Tela darán en Camas.

—No tengo suficiente parapagarme el viaje a Camas —protesto.«¿Cómo se ha enterado de adónde quiero

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ir?» ¿Tiene una forma de mandarme aCamas o solo me ha gastado una bromacruel? Se me acelera el corazón.

—El viaje no va a costarte nada —afirma—. Si vas a tu Galería y esperas, iráa buscarte alguien del Alzamiento.

La Galería. Nunca la he mantenidoen secreto, pero me parece mal utilizarlapara esto.

—No comprendo —contesto.La archivista mayor tarda un rato

en hablar.—Tus artículos —explica, con

mucha cautela— han despertado elinterés de algunos de nosotros.

Es como mi funcionaria, otra vez.

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Yo no le interesaba, sin embargo, misdatos sí.

Cuando mi funcionaria me dijo quela Sociedad había introducido a Ky en laclasificación de parejas, vi en sus ojos quementía. No sabía quién había sido.

Creo que la archivista mayor meoculta algo.

Tengo tantas preguntas…«¿Quién introdujo a Ky en la

clasificación?»«¿Quién me ha pagado el viaje a

Camas?»«¿Quién me robó los poemas?»Creo que eso lo sé. «Todo el

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mundo tiene un precio.» Me lo dijo lapropia archivista. A veces es posible queni siquiera sepamos cuál es hasta que lotenemos delante. La archivista pudoresistirse a todos los otros tesoros de losarchivos, pero mis papeles, que olían atierra y agua y no eran suyos, le resultaronirresistibles.

—Ya me he pagado el viaje —digo—, ¿verdad? Con las páginas del lago.

Cuánto silencio hay aquí, bajotierra.

¿Lo reconocerá? Estoy segura deque no me equivoco. Su pétreaimpasibilidad no se parece en nada a lavacilación que percibí en la cara de lafuncionaria cuando me mintió. Pero, en

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ambos casos, capto la verdad. Lafuncionaria no lo sabía. La archivista merobó los papeles.

—Mi compromiso contigo haterminado —dice, y se vuelve paramarcharse—. Ya sabes que tienes unpasaje a Camas. Es cosa tuya si lo usas ono. —Se aparta del haz de mi linterna—.Adiós, Cassia —añade.

Y se pierde en la oscuridad.¿Quién irá a buscarme a la Galería?

¿Es real el pasaje a Camas o ha vuelto atraicionarme? ¿Lo ha tramitado ella, quizápara paliar su sentimiento de culpa porhaberme robado? No lo sé. Ya no puedofiarme de ella. Me arranco la pulsera roja

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que me identificaba como colaboradorade los archivistas y la dejo en el estante.Ya no la necesito, porque no significa loque yo creía.

Encuentro mi caja, sola en suestante. Cuando la abro y veo los objetosque contiene, comprendo que no quieroninguno. Forman parte de las vidas deotras personas, y ya no me parece quequepan en la mía.

Pero me quedaré con el poema queme ha dado la archivista. «Porque esto —pienso— es auténtico.» Aunque me hayarobado, no la creo capaz de falsificar algo.El poema es auténtico. Lo sé.

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Nieve cual felpa pisamos… Me detengo en ese verso y recuerdo

cuando estuve al borde de la Talla,buscando a Ky en la llanura mientras lanieve caía. Y recuerdo cuando nosdijimos adiós a orillas del río…

Las aguas murmuran,tres ríos y la loma cruzados,¡Dos desiertos y el mar!Mas la Muerte me usurpa el premiode ser yo quien te mire.

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No.No puede ser. Releo los dos

últimos versos. Mas la Muerte me usurpa el premiode ser yo quien te mire. Apago la linterna y me digo que,

después de todo, el poema no importa.Las palabras tienen el significado quenosotros queremos darles. ¿Es que no losé ya?

Por un momento, estoy tentada dequedarme aquí, escondida en estelaberinto de estantes y salas. Podría salir

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al exterior de vez en cuando para reuniralimento y papel, ¿y no es eso suficientepara subsistir? Podría escribir relatos;ocultarme del mundo y construirme unoen vez de intentar cambiarlo o vivir en él.Podría inventarme personas y también lasquerría; casi me parecerían reales.

En un relato podemos regresar alprincipio para volver a empezar, y todo elmundo vive otra vez.

Eso no sucede en la vida real. Y loque yo más quiero son las personas de mivida real. Bram. Mi madre. Mi padre. Ky.Xander.

¿Puedo confiar en alguien?Sí. En mi familia, por supuesto.

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En Ky.En Xander.Ninguno de nosotros nos

traicionaríamos jamás.Antes de que me destinaran a

Central, Indie y yo descendimos por unrío sin saber si nos envenenaría o nosconduciría a nuestro destino. Nosarriesgamos a morir en sus turbias aguas;incluso ahora, aún me parece notar elagua salpicándome, la corriente del fondocuando volcamos.

En aquel momento mereció lapena.

Vuelvo a recordar la Caverna de laTalla. La cueva y los archivos se

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confunden en mi mente, aquellos fósilesenfangados y limpios tubitos, estosestantes desnudos y salas vacías. Ycomprendo que jamás podría quedarmeen estos lugares subterráneos durantemucho tiempo antes de tener que salir arespirar.

«El viaje a Camas —me digo— esun riesgo que estoy dispuesta a correr.»No podemos cambiar de rumbo si nosmostramos reacios a movernos.

Me escondo en los callejones,detrás de los árboles. Cuando me agarroal tronco de un pequeño sauce plantado

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en un espacio verde, palpo letras reciéngrabadas en la corteza y sé que no formanmi nombre. El árbol está pegajoso por lasavia que mana de sus heridas. Meentristezco. Ky nunca apretaba tantocuando grababa mi nombre en un servivo. Me limpio la mano en la ropa negrade diario y pienso en que ojalá hubierauna manera de dejar huella sin llevarsenada.

No estoy ni a medio camino dellago cuando oigo y veo las aeronaves.

Pasan por encima de mí, cargadascon pedazos de barricada que vuelven allevar a Central.

«No —pienso—, la Galería no.»

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Echo a correr por las calles.Rehúyo las luces y a la gente, y trato deno contar cuántas veces oigo pasar lasaeronaves. Alguien me llama, pero noreconozco la voz y no me detengo. Esdemasiado peligroso pararse. Hay unarazón para que no salgamos de casa: lagente está enfadada, y asustada; y elAlzamiento cada vez tiene másdificultades para salvar vidas y mantenerla paz.

Me abro camino entre la vegetaciónque rodea el lago. Militares delAlzamiento se encaraman a los bloquesde barricada para enganchar los cablesmientras las aeronaves permanecensuspendidas sobre ellos, cortando el aire

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con las hélices. Alcanzo a ver lo queocurre gracias a las luces de esasaeronaves y los faros más fijos de las quehan aterrizado junto al lago.

La Galería continúa en pie, delantede mí. Ojalá la alcance a tiempo.

Me pego a un muro, jadeando. Yaestoy cerca. Huelo el agua del lago.

Una de las paredes de la Galería sesepara del suelo, y sofoco un grito. Si laGalería desaparece, será mucho lo que seperderá. Todos nuestros papeles, todo loque hemos creado, ¿y cómo voy aencontrar a la persona que debe llevarmea Camas si el punto de reunión ya noexiste?

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Echo a correr, tan aprisa como lavez que hui a la Talla para ir en busca deKy.

Izan la otra pared de la Galería.«¡No, no, no!»Llego un momento después. Me

quedo sin saber qué hacer, mirando loshondos surcos del suelo, donde lospapeles flotan en charcos de agua comovelas sin cascarón. Pinturas, poemas,relatos, todo ahogado. ¿Qué será de laspersonas que se reunían aquí y aún tienenpalabras y canciones que expresar? ¿Ycómo viajaré yo a Camas?

—Cassia —dice alguien—, casillegas demasiado tarde.

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Sé quién es al instante, aunque llevomeses sin oírla hablar. Jamás olvidé la vozde la persona que me llevó por el río.

—¡Indie! —exclamo, y entonces laveo, vestida de negro, saliendo de suescondrijo entre las plantas y helechoslacustres.

—Te han mandado a ti para queme lleves a Camas —digo, y me río,porque ahora sé que llegaré, pase lo quepase. Indie y yo corrimos a la Talla,navegamos por el río y ahora…

—Iremos volando —me informa—. Pero tenemos que irnos ya.

Echo a correr detrás de ella haciasu aeronave.

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—No vas a tener que viajar conningún otro piloto o mensajero —medice sin detenerse—. Soy la única quepuede volar sola. Pero no podremoshablar a bordo. Las otras aeronavespodrían oírnos. Y tienes que ir en labodega.

—De acuerdo —convengo, sinaliento. Me alegro de no tener ningunacaja que me estorbe; ya me cuesta seguir aIndie así, sin llevar nada aparte de livianospapelitos.

Llegamos a la aeronave, e Indie seencarama con rapidez. Yo la sigo y medetengo un momento, sorprendida de quehaya tantas luces en la cabina. Nosmiramos y las dos sonreímos. Luego me

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apresuro a bajar a la bodega. Indie cierrala escotilla y me quedo sola.

Esta aeronave es más pequeña yligera que las aeronaves que nostransportaron a los campos. Hay unahilera de lucecitas en el suelo, pero labodega está prácticamente a oscuras ycarece de ventanillas. Qué cansada estoyde volar a ciegas.

Paso las manos por las paredes paraintentar distraerme descubriendo todo loposible de donde estoy.

Ahí. Creo que he encontrado algo.Una rayita, grabada en la pared cerca delsuelo.

«l»

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¿Una ele, minúscula?Sonrío para mis adentros, por

cómo quiero encontrar letras en todo.Podría ser una raya fortuita, como las quese producen al subir y mover la carga. Sinembargo, cuanto más la toco, más meconvenzo de que está hecha a propósito.Trato de encontrar más, pero, con elcinturón de seguridad abrochado, elbrazo no me llega.

Lanzo una mirada a la escotilla yme desato. Avanzo sin hacer ruido y sigopalpando la pared.

Hay muchas rayas, grabadas en fila.«lllll»«Esta letra debe de significar algo

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—pienso— para escribirla tantas veces», yentonces lo comprendo; no son letras,sino muescas. Como las que Ky meexplicó que los señuelos se cortaban enlas botas para llevar la cuenta del tiempoque habían sobrevivido en los campos detrabajo.

Recuerdo lo que Ky me dijo sobresu amigo Vick, para quien cada díaseñalado era un día que pasaba sin lachica a la que quería.

Ky y yo también hemos estadollevando la cuenta del tiempo. Con telasrojas en la Loma. Con poemas de otros ycon nuestras propias palabras.Quienquiera que grabó estas marcascontaba los días y aguantaba.

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Yo hago lo mismo: paso los dedospor cada minúsculo surco del metal ypienso en las paredes de la Galería izadaspor las aeronaves. Me pregunto si, cuandoel Alzamiento vuelva a depositarlas en elsuelo para construir un muro, algunos delos papeles habrán soportado el viaje.

La escotilla de la bodega se abre eIndie me hace un gesto para que suba.

No sé cómo, pero la aeronave vuelasola. Indie vuelve a ocupar su asiento. Meindica que me siente a su lado, y yoobedezco, con el corazón palpitante.Hasta ahora siempre he volado a ciegas y,

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al mirar abajo, la sensación de ligerezaque me invade casi me da vértigo.

«¿Es esto lo que me he perdido?»Las estrellas han bajado a la tierra, y

el mar ha removido el suelo; oscuras olasse juntan con el cielo. No se mueven y, deno ser por la luz del sol que asoma pordetrás, apenas se verían.

«Montañas», advierto. El mar sonmontañas. Las olas son picos. Las estrellasson luces de casas y calles. La tierra reflejael cielo, y el cielo se junta con la tierra y,de vez en cuando, si tenemos suerte, nosda tiempo a ver lo pequeñas que somos.

«Gracias —quiero decirle a Indie—. Gracias por dejarme ver mientras

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vuelo. Llevaba mucho tiempo deseandohacerlo.»

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CAPÍTULO 21Xander

«El paciente 73 presenta poca oninguna mejoría.»

«La paciente 74 presenta poca oninguna mejoría.»

Un momento, hay un error… Aúnno he explorado a la paciente 74. Borro laanotación y la conecto al monitor designos vitales. Aparecen números en lapantalla. Como tiene el bazo hinchado, lamuevo con mucho cuidado durante la

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exploración. Cuando le enfoco los ojoscon una linternita, no reacciona.

«La paciente 74 presenta poca oninguna mejoría.»

Paso al siguiente paciente.—Estoy volviendo a medirle los

signos vitales —le explico—. Es purarutina.

Han transcurrido semanas, yninguno de los pacientes presentaninguna mejoría. Las erupciones queafectan a los nervios infectados dan pasoa furúnculos, que serían extremadamentedolorosos si los inertes tuvieran algunasensibilidad. Creemos que no la tienen.Aunque no estamos seguros.

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Solo unos cuantos de nosotrosseguimos sin contraer la enfermedad.Continúo siendo doctor, pero, al estar tanfaltos de personal, dedico casi todo elturno a cambiar el suero y las sondas a lospacientes, medirles los signos vitales yexplorarlos. Luego duermo unas horas yvuelvo a empezar.

Ya no suelen ingresar pacientes,aparte de los trabajadores del pabellónque caen enfermos. No tenemos espaciopara nadie más, porque los inertes noregresan a casa. Antes me preciaba de larapidez con la que se recuperaban lospacientes. Ahora, mi satisfacción reside entenerlos aquí el mayor tiempo posible,porque, últimamente, si un paciente sale

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del centro, significa que ha muerto.Cuando acabe la ronda, podré

descansar. Creo que me dormiréenseguida. Estoy agotado. Si no supieraque es imposible, pensaría que hecontraído la Plaga mutada. Pero es elmismo cansancio que tengo desde hacedías.

Casi todos los trabajadores delcentro médico han deducido ya que laspersonas con la marquita roja son unaexcepción entre aquellos a los que elAlzamiento decidió inmunizar desde unprincipio. La teoría del virólogo parececorrecta. Si alguno tuvo la suerte de verseexpuesto a la Plaga original (al virusvivo), ahora es inmune y tiene una marca

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roja en la espalda. El Alzamiento no hahablado a la población de la marcaporque le preocupan las consecuencias. Yestá tratando de encontrar una cura parala mutación.

Todo esto es demasiado para unsolo Piloto.

Una vez más he tenido suerte. Lomenos que puedo hacer es quedarme. Sonlas personas como Lei las que me parecenadmirables. Saben que no son inmunes,pero, aun así, se han quedado para ayudara los pacientes.

Exploro a los pacientes hasta quellego a la última cama, donde el paciente100 tiene la respiración entrecortada yflemosa. Intento no pensar demasiado en

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que la cura puede haber sido la causa dela mutación o en dónde puede estar mifamilia o Cassia. A ellos ya les he fallado.Pero no puedo fallar a estos cienpacientes.

No veo a Lei en el patio cuandotermino, de manera que me salto elprotocolo y miro en el dormitorio.Tampoco está ahí.

Ella no habría huido. Entonces,¿adónde ha ido?

Cuando paso por delante de lacafetería, veo una luz que parpadea en la

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oscuridad. El terminal está encendido.¿Quién puede haber entrado? ¿Nos estáhablando el Piloto? Normalmente,cuando lo hace, lo vemos en uno de losterminales más grandes. Abro la puerta dela cafetería y distingo la silueta de Leirecortada contra el terminal. Cuando meacerco,veo que está revisando los CienCuadros.

Estoy a punto de decir algo, perome contengo y la observo un momento.Nunca he visto a nadie mirar las pinturascomo hace ella. Se inclina hacia delante.Retrocede varios pasos.

Cuando aparece un determinadocuadro, contiene el aliento y pone lamano en la pantalla. Se queda tanto

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tiempo mirándolo que me aclaro lagarganta. Ella gira sobre sus talones. Laluz del terminal apenas le alumbra la cara.

—¿Aún te cuesta dormir? —pregunto.

—Sí —responde—. Este es elmejor remedio que he encontrado.Intento recordar las escenas cuando estoyacostada.

—Veo que no tienes ninguna prisa—digo, con intención de hacer unabroma—. Nadie diría que ya has visto loscuadros.

Por un momento, creo que va aconfiarme algo. Pero solo dice:

—Este no lo había visto. —Se

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aparta para dejarme ver la pantalla.—Es el cuadro número noventa y

siete —observo. Retrata a una chica conun vestido blanco, rodeada de agua y luz.

—Supongo que no me había fijadoen él hasta ahora —arguye, y lo dice concontundencia, como si cerrara una puerta.No sé qué he dicho que la ha disgustado.Por alguna razón estoy desesperado porvolver a abrir esa puerta. Aquí hablo contodo el mundo, a todas horas, seanpacientes, médicos o enfermeros, pero Leies distinta. Ella y yo trabajamos juntosantes del Alzamiento.

—¿Qué te gusta del cuadro? —lepregunto, para intentar que siga hablando—. A mí me gusta que no se sepa si está

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dentro o fuera del agua. Pero ¿qué hace?Nunca lo he sabido.

—Pesca —responde—. Lo quelleva es una nasa.

—¿Ha pescado algo? —pregunto, yme fijo mejor.

—Es difícil saberlo —contesta.—Por eso te gusta —digo, al

recordar lo que me explicó sobre lospeces que regresan al río de Camas—.Por los peces.

—Sí —confiesa—. Y por esto. —Toca una mancha blanca en la partesuperior del cuadro—. ¿Es un barco? ¿Elreflejo del sol? Y mira. —Me señala unasmanchitas más oscuras—. No sabemos

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qué proyecta estas sombras. Pasan cosasfuera del cuadro. Te deja con la sensaciónde que hay algo que no ves…

Creo que la entiendo.—Como el Piloto —digo.—No —responde.A lo lejos oímos gritos. Una

aeronave de combate surca el cielo.—¿Qué pasa ahí? —pregunta.—Me parece que es lo de siempre

—contesto—. Gente fuera de la barricadaque quiere entrar. —La luz anaranjada delas fogatas encendidas al otro lado delmuro resulta fantasmal, pero no es nueva—. No sé durante cuánto tiempo máspodrán contenerles los militares.

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—No querrían entrar si supieran loque pasa —repone.

Ahora que los ojos se me hanadaptado a la penumbra, veo que, enrealidad, su cansancio es dolor. Estádemacrada y parece que las palabras lepesen.

Se está poniendo enferma.—Lei —digo. Casi la cojo por el

codo para sacarla de la cafetería, pero noestoy seguro de cómo le sentaría el gesto.

Me sostiene la mirada un momento.Luego, despacio, se da la vuelta y selevanta la camisa. Tiene listas rojas en laespalda.

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—No hace falta que digas nada —declara. Vuelve a meterse la camisa pordentro del pantalón y me mira—. Ya losé.

—Deberíamos ponerte una víaintravenosa y empezar a administrartesuero —propongo—. Ahora mismo. —Los pensamientos se me agolpan en lacabeza. «No tendrías que habertequedado. Tendrías que haberte ido comohan hecho los demás hasta queestuviéramos seguros de que teníamosuna cura eficaz…»

—No quiero tumbarme —declara.—Ven conmigo —digo, y esta vez

sí la cojo del brazo. Noto el calor de su

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piel bajo la manga de su camisa.—¿Adónde vamos? —me pregunta.—Al patio —respondo—. Puedes

esperar sentada en el banco mientras voya buscar suero y una vía intravenosa. —Así no tendrá que estar dentro cuando sequede inerte. Puede quedarse fuera elmayor tiempo posible.

Me mira con sus ojos fatigados yhermosos.

—Date prisa —me suplica—. Noquiero estar sola cuando me pase.

Cuando regreso con la vía y el

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suero, Lei aguarda en el banco con laespalda encorvada, vencida por elagotamiento. Es extraño verla en unapostura que no sea impecable. Extiende elbrazo, y yo le clavo la aguja.

El suero comienza a circular. Mesiento junto a ella y sostengo la bolsa porencima de su brazo para que el flujo no seinterrumpa.

—Cuéntame un cuento —dice—.Necesito oír algo.

—¿Cuál de los Cien Relatosprefieres? —pregunto—. Me acuerdo decasi todos.

Percibo un deje de asombro en suvoz, quebrada por el cansancio.

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—¿No sabes nada más?Guardo silencio. De hecho, no. El

Alzamiento no ha tenido tiempo dedarnos relatos nuevos, y yo no sé crear.Yo solo trabajo con lo que tengo.

—Sí —respondo, y trato de pensaren algo. Decido basarme en mi propiavida—. Hace más a menos un año,cuando aún gobernaba la Sociedad, habíaun chico que estaba enamorado de unachica. Llevaba mucho tiempoobservándola. Tenía la esperanza de quelo emparejaran con ella. Y ocurrió. Y fuefeliz.

—¿Ya está? —pregunta.—Ya está —respondo—.

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¿Demasiado corto?De repente se echa a reír y, por un

momento, parece la misma de siempre.—Eres tú —afirma—. Salta a la

vista. Eso no es ningún cuento.También me río.—Lo siento —digo—. Esto no se

me da muy bien.—Pero quieres a tu pareja —

arguye, ya sin reírse—. Sé eso de ti. Y túlo sabes de mí.

—Sí —reconozco.Me mira. El suero sigue circulando

por la vía.—Conozco una vieja historia de

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dos personas que no podían ser pareja —dice—. Él era un aberrante. Ella era unaciudadana y piloto. La suya fue la primerade las fugas.

—¿Las fugas? —pregunto.—Había gente que quería

marcharse de la Sociedad —aclara—. Osacar a sus hijos. Y había pilotos que lohacían a cambio de otras cosas.

—Es la primera noticia que tengo—digo.

—Pues pasaba —afirma—. Lo vicon mis propios ojos. Algunos padres lodaban todo, lo arriesgaban todo, porquecreían que sacar a sus hijos era la mejormanera de protegerlos.

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—Pero ¿adónde los llevaban? —pregunto—. ¿Al país enemigo? Eso notiene sentido.

—Los llevaban hasta la frontera delpaís enemigo —responde—. A lospueblos de las piedras. Después ellosdecidían si se quedaban en los pueblos ointentaban atravesar el país enemigo hastaun lugar conocido como las TierrasIgnotas. Ninguno de los fugados quedecidió ir a las Tierras Ignotas haregresado nunca.

—No lo entiendo —digo—.¿Cómo podía ser más seguro que laSociedad un lugar perdido más próximoal enemigo?

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—A lo mejor conocían la existenciade la Plaga —sugiere—. Aunque es obvioque tus padres no pensaban eso. Ni losmíos. —Me mira—. Casi parece quedefiendas a la Sociedad.

—No la defiendo —replico.—Lo sé —conviene—. Lo siento.

No quería hablar de historia. Sino de unahistoria.

—Adelante —digo—. Soy todooídos.

—Muy bien. —Levanta el brazo ymira el suero que circula por la vía—. Lapiloto quería al hombre, pero se debía asu familia, y también a sus superiores. Sise marchaba sufrirían demasiadas

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personas. Llevó al hombre al que queríahasta las Tierras Ignotas, una proeza quenadie había logrado.

—¿Qué pasó luego? —pregunto.—El enemigo la derribó cuando

volvía —responde—. No llegó a explicara nadie lo que había visto en las TierrasIgnotas. Pero había salvado a la persona ala que amaba. Eso lo sabía. Lo demás noimportaba.

Cuando termina la historia, seapoya en mí. Creo que ni siquiera se dacuenta. Se está quedando inerte.

—¿Crees que podrías hacerlo? —pregunta.

—¿Pilotar un avión? —repongo—.

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Quizá.—No —dice—. ¿Crees que podrías

dejar marchar a una persona si creyerasque es lo mejor para ella?

—No —le respondo—. Tendríaque estar seguro de que es lo mejor.

Asiente, como si se esperara mirespuesta.

—Casi todo el mundo podría hacereso —dice—. Pero ¿y si no lo supieras ysolo lo creyeras?

No sabe si es cierto. Pero quiereque lo sea.

—Esta historia nunca podría seruno de los Cien Relatos —añade—. Esuna historia de las provincias fronterizas.

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La clase de historia que solo puedetranscurrir allí.

¿Ha sido Lei piloto? ¿Es allí dondeestá su marido? ¿Lo sacó de la Sociedad yahora está cayendo enferma? ¿Es verídicala historia? ¿Lo es una parte?

—Nunca he oído hablar de lasTierras Ignotas —declaro.

—Lo has hecho —dice, y yo niegocon la cabeza.

»Sí —repite, con aire desafiante—.Aunque no hubieras oído nunca elnombre, tenías que saber que existían. Elmundo no puede limitarse a lasprovincias. Y no es plano, como en losmapas de la Sociedad. ¿Cómo explicarías

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el movimiento del sol? ¿Y el de la luna?¿Y el de las estrellas? ¿No has miradoarriba? ¿No te has fijado en que cambian?

—Sí —respondo.—¿Y nunca te has preguntado cuál

puede ser la razón?Me arden las mejillas.—Claro —dice, en voz baja—.

¿Por qué iban a enseñártelo? Teprepararon para ser funcionario. Y eso nosale en las Cien Lecciones de Ciencias.

—¿Cómo lo sabes tú? —pregunto.—Me lo enseñó mi padre —

contesta.Hay muchas cosas que quiero

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preguntarle. ¿Cómo es su padre? ¿De quécolor fue vestida a su banquete deemparejamiento? ¿Por qué no lo he hechoantes? Ya no nos queda tiempo paranimiedades.

—Tú no apoyabas a la Sociedad —digo, en cambio—. Siempre lo supe. Pero,al principio, tampoco apoyaste alAlzamiento.

—Yo no apoyo ni al Alzamiento nia la Sociedad —declara.

El suero gotea despacio. Su flujo esdemasiado lento para la enfermedad.

—¿Por qué no crees en elAlzamiento? —pregunto—. ¿Ni en elPiloto?

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—No lo sé —responde—. Ojalápudiera.

—¿En qué crees? —pregunto.—Mi padre también me enseñó que

la tierra es una piedra gigantesca —dice—. Que rueda por el cielo. Y todosestamos juntos en ella. Creo en eso.

—¿Por qué no nos caemos? —pregunto.

—No podríamos aunque nosempeñáramos —contesta—. Hay unafuerza que nos mantiene sujetos al suelo.

—Entonces, ahora mismo, elmundo se está moviendo bajo nuestrospies —digo.

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—Sí.—Pero yo no lo noto.—Lo harás —asegura—. Algún

día. Si te tumbas y te quedas muy quieto.Me mira. Los dos somos

conscientes de que ella va a quedarse muyquieta.

—Esperaba volver a verlo antes deque me pasara esto —añade.

Casi digo «Estoy aquí». Pero, almirarla, sé que eso no va a bastarle,porque no es a mí a quien quiere. No esla primera persona que me mira de esaforma. No sin verme, pero sí viendo aotro.

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—Esperaba —dice— que élpudiera encontrarme.

Cuando Lei se ha quedado inerte,voy a buscar una camilla que se handejado los médicos. La acuesto y cuelgo labolsa de suero. Uno de los médicosresponsables pasa por delante del patio.

—No tenemos sitio en estepabellón —dice.

—Es una de las nuestras —arguyo—. Le haremos sitio.

Él también tiene la marca roja, porlo que no vacila en agacharse para verla

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mejor. Pone cara de haberla reconocido.—Lei —dice—. Una de las

mejores. Trabajasteis juntos antes de laPlaga, ¿cierto?

—Sí —respondo.Su expresión es compasiva.—Parece que eso fue en otro

mundo, ¿verdad?—Sí —convengo. Tengo una

extraña sensación de distanciamiento,como si estuviera observándome mientrascuido de Lei. Aunque sé que solo se debeal agotamiento, me pregunto si es asícomo se sienten los inertes. Su cuerpo sequeda en un solo lugar, pero ¿va su mentea algún otro sitio?

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Quizá haya una parte de Leiflotando por todo el centro médico,visitando los lugares que conoce. Seencuentra en las habitaciones,supervisando la atención de los pacientes.Se encuentra en el patio, respirando elaire nocturno. Se encuentra delante delterminal, estudiando el cuadro de la chicaque pesca. O quizá haya salido del centromédico para ir en su busca. En estemomento incluso podrían estar juntos.

La llevo con el resto de lospacientes. Ahora son ciento uno y todosmiran fijamente el techo o hacia uncostado.

—Es hora de que vayas a dormir—me informa el doctor responsable por

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el terminal.—Voy enseguida —contesto—.

Deja que acabe de instalarla.Llamo a una médica para que me

ayude a explorarla.—Está bien, de momento —dice

—. No tiene ningún órgano hinchado, ysu presión arterial es aceptable. —Metoca la mano antes de irse—. Lo siento —añade.

Miro a Lei a los ojos, fijos en eltecho. He hablado a muchos otrospacientes, pero a ella no sé muy bien quédecirle.

—Lo siento —digo, repitiendo laspalabras de la médica. No es suficiente:

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no puedo hacer nada por ella.Entonces se me ocurre una idea y,

antes de que pueda arrepentirme, salgo alpasillo y me dirijo a la cafetería y alterminal en el que miraba los cuadros.

—Por favor, ten papel, por favor,ten papel —suplico al terminal. Si hablo apacientes que no pueden responder, ¿porqué no hablarle también al terminal?

Él me escucha. Imprime los CienCuadros cuando le doy la orden. Reúnolas páginas rebosantes de luz y color, y melas llevo. Esto es lo que hice por Cassiacuando ella me dejó: traté de darle algoque sabía que adoraba para que se lollevase.

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Casi todos mis compañeros creenque estoy loco, pero una de lasenfermeras coincide en que mi idea puedeayudar.

—Al menos me permitirá mirarotra cosa a mí —arguye. Encuentra cintaadhesiva e hilo de sutura en el armario delmaterial y me ayuda a colgar los cuadrosdel techo, por encima de los pacientes.

—El papel de terminal se deteriorabastante rápido —digo—, así que habráque volver a imprimirlos dentro de unosdías. Y tendríamos que ir rotándolos, paraque los pacientes no se harten de

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ninguno. —Doy un paso atrás para ver elresultado—. Sería mejor si tuviéramoscuadros nuevos. No quiero que lospacientes crean que ha vuelto la Sociedad.

—Podríamos pintarlos nosotros —sugiere otra enfermera—. Siempre heechado de menos dibujar, como hacíamosen el centro de primera enseñanza.

—¿Con qué? —pregunto—. Notenemos pinturas.

—Ya se me ocurrirá algo —responde—. ¿No has querido siempretener esa oportunidad?

—No —contesto. Creo que mirespuesta la sorprende, de manera quesonrío para suavizar la situación. Si

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hubiera querido tener esa oportunidad,¿sería otra clase de persona, la clase depersona de la que Lei y Cassia podríanenamorarse?

—El doctor responsable no va adejarte hacer el turno siguiente si no teacuestas ahora mismo —me dice laenfermera.

—Lo sé —convengo—. Lo he oídopor el terminal.

Pero hay una persona con la quetengo que hablar antes de irme.

—Lo siento —le digo a Lei. Laspalabras son tan inadecuadas como laprimera vez, de modo que vuelvo aintentarlo—. Encontrarán una cura, ¿no

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crees? —Señalo los cuadros colgados porencima de ella—. Tiene que haber unabrinza de luz en algún rincón. —Yo nohabría visto la luz si ella no me la hubieraseñalado, pero, en cuanto lo ha hecho, yano he podido ignorarla.

Camino del dormitorio la puertadel patio se abre y una persona vestida denegro entra y me cierra el paso en elpasillo. Me paro en seco. Es una chica a laque he visto antes, pero estoy tan agotadomentalmente que no logro situarla. Aunasí sé que no debería estar en nuestropabellón aislado. El doctor responsable

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no me ha dicho que viniera nadie nuevo,e incluso si lo hiciera, tendría que entrarpor la puerta principal.

—Menos mal —dice la chica,aliviada—. Aquí estás. Te estababuscando.

—¿Cómo has venido? —pregunto.—Volando —responde. Sonríe y

entonces sé quién es: Indie, la chica quetrajo las curas con Ky—. Puede quetambién tenga algunos códigos de acceso—añade.

—No deberías estar aquí —digo—.Este sitio está lleno de gente enferma.

—Lo sé —conviene—. Pero tú noestás enfermo, ¿verdad?

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—No —respondo—. No lo estoy.—Necesito que vengas conmigo —

declara—. Ahora.—No —replico. Eso no tiene

sentido—. Soy uno de los doctores. —Nopuedo abandonar a los inertes y, desdeluego, no puedo abandonar a Lei. Medispongo a coger el miniterminal.

—Pero he venido para llevarte conCassia —arguye Indie, y yo bajo la mano.¿Dice la verdad? ¿Es posible que Cassia seencuentre cerca de aquí? De pronto,tengo miedo.

—¿Está en un centro médico? —lepregunto—. ¿Ha caído enferma?

—Oh, no —responde Indie—. Se

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encuentra bien. Está afuera. En miaeronave.

Llevo muchos meses queriendo vera Cassia, y esta podría ser mioportunidad. Pero no puedo hacerlo. Haydemasiados inertes, y uno de ellos es Lei.

—Lo siento —digo—. Estospacientes están a mi cargo. Y tú acabas deexponerte a la mutación. Tendrías quequedarte. Hay que ponerte en cuarentena.

Indie suspira.—Él ya se imaginaba que sería

difícil convencerte. Por eso debo decirteque, si me acompañas, podrás ayudarle aencontrar la cura.

—¿De quién hablas? —pregunto.

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—Del Piloto, por supuesto. —Lodice con tanta naturalidad que la creo.

El Piloto quiere que le ayude aencontrar la cura.

—Sabe que tienes experienciadirecta con la Plaga mutada —añade—.Te necesita.

Miro el pasillo.—¡Ahora! —exclama—. Te

necesita ahora. No hay tiempo paradespedidas. —Su tono de voz es sincero yresuelto—. Además, ¿crees que alguno teoye?

—No lo sé —respondo.—Tú confías en el Piloto —dice.

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—Sí.—Pero ¿lo conoces?—No —replico—. Pero tú sí.—Sí —conviene. Introduce un

código y abre la puerta. Ya casi haamanecido—. Y haces bien en creer en él.

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CAPÍTULO 22Ky

—Ky —me susurra—. Ky.

Noto su mano suave en la mejilla.No parezco capaz de despertarme. Quizásea porque no quiero. Hace demasiadotiempo que no sueño con Cassia.

—Ky —repite. Abro los ojos.Es Indie.Sabe, por mi cara, que estoy

decepcionado. Su expresión vacila un

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poco, pero, aunque es de madrugada yapenas hay luz, percibo triunfo en sumirada.

—¿Qué haces? —pregunto—.Tendrías que estar en cuarentena. —Cuando trajimos a Caleb enfermo, se lollevaron y a nosotros nos encerraron enceldas de confinamiento aquí en la base.Al menos no nos trasladaron alAyuntamiento—. ¿Cómo has entrado? —añado, y miro alrededor. La puerta de micelda está abierta. El resto de las personasa las que veo están dormidas.

—Lo he conseguido —responde—.Tengo una aeronave. Y la tengo a ella. —Sonríe—. Mientras dormías he ido aCentral.

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—¿Has ido a Central? —inquieromientras me incorporo—. ¿Y la hasencontrado?

—Sí —responde—. No estáenferma. Se encuentra bien. Ahora podéishuir juntos.

«Ahora podemos huir juntos.»Podemos salir de aquí. Sé que espeligroso, pero me siento capaz de todo sies cierto que Cassia está en Camas.Cuando me levanto, me siento mareado ypongo una mano en la pared de la celdapara apoyarme. Indie se queda callada.

—¿Te encuentras bien? —mepregunta al cabo de un momento.

—Claro —le contesto. Cassia ya no

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está en Central. Está aquí, a salvo.Indie y yo salimos juntos de la celda

y nos dirigimos a los campos. Las hierbasse susurran unas a otras en lasemioscuridad y yo echo a correr. Indiesigue a mi lado, sin rezagarse.

—Tendrías que haber visto misaterrizajes. Han sido perfectos. Mejor queperfectos. Algún día la gente contaráhistorias sobre ellos. —Casi pareceeufórica. Nunca la había visto así, y escontagioso.

—¿Cómo está Cassia? —pregunto.—Como siempre —responde.Me echo a reír, dejo de correr y

alargo la mano para agarrarla, hacerle

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volverse, besarla en la mejilla y darle lasgracias por conseguir lo imposible, peroentonces lo recuerdo.

Podría estar enfermo. Y ellatambién.

—Gracias —digo—. Ojalá noestuviéramos en cuarentena.

—¿Importa eso? —pregunta, y seacerca un poco más a mí. Su rostrorebosa felicidad, y yo vuelvo a sentir aquelbeso en los labios.

—Sí —respondo—. Sí importa. —De pronto, siento miedo—. Te hasasegurado de no exponer a Cassia alnuevo virus, ¿verdad?

—Ha ido casi todo el viaje en la

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bodega —dice—. La aeronave estádesinfectada. De hecho ni siquiera hehablado con ella.

Intentaré tener cuidado. Llevarémascarilla, no bajaré a la bodega ni meacercaré a Cassia… pero, al menos, podréverla. «Esto es demasiado bueno para serreal —me advierte mi instinto—. ¿Cassiay tú huyendo juntos, tal comoimaginabas? Tú no tienes esa suerte.»

Si le abrimos la puerta, la esperanzanos invade. Se alimenta de nuestrasvísceras y se nos encarama por los huesos.Crece tanto que, al final, se convierte ennuestra osamenta, en el sostén de nuestraexistencia. Nos mantiene en pie hasta queya no sabemos vivir sin ella. Sacárnosla de

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dentro nos mataría.—Indie Holt —digo—. Eres

demasiado buena para ser real.Ella se ríe.—Nadie me había dicho que soy

buena.—Seguro que sí —replico—.

Cuando vuelas.—No —declara—. Entonces me

dicen que soy increíble.—Es cierto —convengo—. Eres

increíble. —Echamos de nuevo a correrhacia las aeronaves, que están apiñadasbajo el cielo como una bandada depájaros metálicos.

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—Es esta —me indica, y la sigo—.Tú primero —añade.

Subo a la cabina y me vuelvo parapreguntarle:

—¿Quién va a pilotarla?—Yo —responde una voz familiar.El Piloto surge de las sombras que

envuelven el fondo de la cabina.—No te preocupes —me dice Indie

—. Él es quien va a ayudaros a huir. Osllevará a las montañas.

Ni el Piloto ni yo decimos nada. Meresulta extraño no volver a oír su voz.Tan habituado estoy a que nos hable porlos terminales.

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—¿De verdad la has traído? —susurro a Indie, con la esperanza de queme haya mentido y Cassia no esté abordo. Aquí hay gato encerrado. ¿Es queno se da cuenta?

—Ve a ver —responde, y me señalala bodega. Sonríe.

Entonces lo sé. Indie no cree queesto sea una trampa, y Cassia está aquí.Eso lo veo claro, aunque sea lo único.Algo me sucede. No puedo pensar conclaridad y, cuando bajo a la bodega, casipierdo el equilibrio.

Aquí está. Después de tantos meses,estamos en la misma aeronave. Todo loque quiero, justo delante de mí.

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«Echemos al Piloto, huyamos, vayamosjuntos a las Tierras Ignotas.» CuandoCassia me mira, su expresión es decidida,sabia, hermosa.

Pero no está sola.Xander la acompaña.¿Adónde va a llevarnos el Piloto?

Indie confía en él, pero yo no.«Indie, ¿qué has hecho?»—No quisiste huir conmigo —dice

—. Así que te la he traído. Ahora, podéisiros juntos a las montañas.

—Tú no vienes —deduzco.—Si las cosas fueran distintas, lo

haría —dice y, cuando me mira, me

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cuesta sostener su mirada, franca yanhelante—. Pero no lo son. Y yo quieroseguir volando. —Luego, rauda, como unpez o un pájaro, se aparta de la escotilla.Nadie puede alcanzarla cuando decideque es hora de cambiar.

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CAPÍTULO 23Cassia

Teníamos que vernos hace meses,una noche de principios de primaverajunto al lago, donde podríamos estarsolos.

Ky está demacrado y huele a salvia,tierra y hierba, a naturaleza. Conozco esaexpresión pétrea, esa tensión en lamandíbula. Tiene la piel curtida. Y lamirada profunda.

Empezamos con su mano

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envolviendo la mía, enseñándome formas.El amor y el deseo de sus ojos son

tan completos que me atraviesan como elgorjeo de un pájaro de la Talla, una claranota aguda que me resuena en todo elcuerpo. Siento que me ve y me conoce,aunque aún no me ha tocado.

La música cesa, y el tiempo vuelve acorrer.

—No —dice Ky, y retrocede haciala escalerilla—. Lo había olvidado. Nopuedo estar aquí con vosotros.

Reacciona demasiado tarde; elPiloto ya ha cerrado la escotilla. Ky lagolpea con los puños mientras él enciendelos motores y nos habla por los altavoces.

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—Preparaos para despegar —ordena.

Me agarro a una de las correas quecuelgan del techo. Xander también lohace. Ky sigue aporreando la escotilla.

—No puedo quedarme aquí —insiste—. Hay otra enfermedad, peor quela Plaga, y podría haberme contagiado. —Tiene los ojos desorbitados.

—No te preocupes —le diceXander, pero el rugido de los motores ylos fuertes golpes de Ky contra la escotillaahogan sus palabras.

—¡Ky! —grito, lo más fuerte quepuedo, entre cada puñetazo que asesta almetal—. No. Te. Preocupes. No. Puedo.

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Contagiarme.Ahora sí se vuelve.—Ni tampoco Xander —añado.—¿Cómo lo sabéis? —pregunta.—Los dos tenemos la marca —

responde Xander.—¿Qué marca?Xander se da la vuelta y se baja el

cuello de la camisa para enseñársela.—Las personas que la tienen, son

inmunes a la Plaga mutada.—Yo también la tengo —digo—.

Xander me lo ha mirado hace un rato.—Trabajo con la mutación desde

hace semanas —explica él.

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—¿Y yo? —pregunta Ky. Se vuelvey se saca rápidamente la camisa por lacabeza. Apenas hay luz, pero veo loshuesos y músculos de su espalda tersa ybronceada.

Y nada más.Se me hace un nudo en la garganta.—Ky —digo.—No la tienes —afirma Xander,

sin ambages, pero con tono compasivo—.No deberías acercarte a nosotros, por sino te has contagiado. Podríamos serportadores.

Ky asiente y se pone la camisa.Cuando se vuelve hacia nosotros, veo

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resignación y alivio en sus ojos. Noesperaba ser inmune; nunca ha tenidosuerte. Pero se alegra de que yo lo sea.Lloro de rabia. ¿Por qué siempre tieneque ser así para él? ¿Cómo lo soporta?

«Nunca se queda parado.»El Piloto nos habla por el altavoz

de la pared.—El vuelo no es largo —dice.—¿Adónde vamos? —pregunta Ky.Él no responde.—A las montañas —digo, al mismo

tiempo que Xander—. Para ayudar alPiloto a encontrar una cura.

—Eso es lo que Indie os ha dicho

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—arguye Ky, y nosotros asentimos.Él enarca las cejas, como diciendo:

«Pero ¿qué trama el Piloto?».—Hay una cosa para Cassia en la

bodega —indica el Piloto—. En elmaletín del fondo.

Xander es el primero enencontrarlo y me lo acerca. Él y Ky meobservan mientras lo abro. Dentro haydos cosas: un miniterminal y un papelitoblanco doblado.

Saco primero el miniterminal y selo doy a Xander. Ky se queda en el otroextremo de la bodega. Después cojo elpapelito. Es liso papel blanco de terminal.Pesa más de lo debido y está

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laboriosamente doblado para esconderalgo dentro. Cuando lo despliego veo quese trata de la microficha de mi abuelo.

Después de todo Bram la envió.También mandó otra cosa. Del

centro del papelito irradian renglones deletras negras. Un texto cifrado.

Enseguida reconozco el dibujo:Bram quiere que parezca uno de losjuegos que inventé para su calígrafocuando era pequeño. «Esta es su letra.» Mihermano ha aprendido solo a escribir y,en vez de limitarse a descifrar mi mensaje,ha inventado una sencilla clave propia. Locreíamos incapaz de prestar atención a losdetalles, pero, cuando le interesa, puedehacerlo. Al final habría sido un

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clasificador increíble.Las lágrimas me empañan la vista

cuando imagino a mi familia exiliada ensu casa de Keya. Pese a que solo les pedíala microficha, ellos me han enviado máscosas. El texto cifrado de Bram, el papelde mi madre: creo ver su mano en losminuciosos dobleces. El único que no hamandado nada es mi padre.

—Por favor —dice el Piloto—,ponte a ver la microficha. —Me habla coneducación, pero su tono es autoritario.

Inserto la microficha en elminiterminal. Es un modelo antiguo, perola primera imagen solo tarda unossegundos en cargarse. Y ahí está. Mi

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abuelo. Su rostro afable, inteligente ymaravilloso. Llevo casi un año sin verlo,excepto en sueños.

—¿Funciona el miniterminal? —pregunta el Piloto.

—Sí —respondo, con la gargantaseca—. Sí, gracias.

Por un momento olvido que buscoalgo específico, el recuerdo preferido quemi abuelo tenía de mí, y me distraigo conlas imágenes de su vida.

Mi abuelo, de pequeño, un niñoque posa con sus padres. Unos añosmayor, con ropa de diario, y, después, conel brazo alrededor de una mujer joven. Miabuela. Vuelven a aparecer los dos juntos,

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mi abuelo con un bebé en brazos, mipadre, y mi abuela riéndose a su lado. Ydespués esa imagen también se desvanece.

Bram y yo aparecemos con miabuelo en la pantalla.

Y nos desvanecemos.La pantalla se detiene en un primer

plano de mi abuelo al final de su vida. Subello rostro y sus ojos oscuros miran a lacámara con humor y fortaleza.

«Al partir, como es costumbre,Samuel Reyes hizo una lista de surecuerdo preferido de cada uno de losmiembros de la familia que lo sobreviven—dice el historiador—. El que escogióde su nuera, Molly, es del día en que se

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conocieron.»Mi padre también se acuerda de ese

día. En el distrito, me explicó que él y suspadres fueron a recibir a mi madre a laparada del tren aéreo. Dijo que todos seenamoraron de ella ese día, que jamáshabía visto a nadie tan cálido y lleno devida.

«Su recuerdo preferido de su hijo,Abran, es del día que tuvieron su primeraverdadera discusión.»

Debe de haber una historia detrásde ese recuerdo. Tendré quepreguntársela a mi padre cuando lo vea.Él casi nunca discute con nadie. Meentristezco un poco. ¿Por qué no me hamandado nada? Pero seguro que estuvo

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de acuerdo con el envío de la microficha.Mi madre jamás habría hecho nada a susespaldas.

«Su recuerdo preferido de su nieto,Bram, es la primera palabra que dijo —continúa el historiador—. Fue “más”.»

Me toca a mí. Me descubroinclinándome hacia delante, como hacíacuando era pequeña y mi abuelo meexplicaba cosas.

—«Su recuerdo preferido de sunieta, Cassia —explica el historiador—,es el día del jardín del rojo.»

Bram tenía razón. Oyócorrectamente al historiador. Dice «día».No días. ¿Cometió un error? Ojalá

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hubieran permitido que mi abuelohablara en su nombre. Me gustaría oírestas palabras de sus propios labios. Perono es así como la Sociedad hacía las cosas.

Esto no me ha dicho nada aparte deque mi abuelo me quería, un datoimportante, pero que ya conocía. Y el díadel jardín rojo puede hacer referencia acualquier estación del año. Hojas rojas enotoño, flores rojas en verano, yemas rojasen primavera. Y a veces, cuando nossentábamos al aire libre en invierno, elfrío nos enrojecía la nariz y las mejillas yel sol poniente teñía el cielo de rojo. Díasde jardines rojos. Hubo muchos.

Y estoy agradecida por ello.—¿Qué pasó el día del jardín rojo?

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—pregunta el Piloto, y yo alzo la vista.Por un momento, había olvidado

que estaba escuchando.—No lo sé —respondo—. No me

acuerdo.—¿Qué pone en el papel? —

pregunta Xander.—Todavía no lo he descifrado —

respondo.—Te ahorraré tiempo —dice el

Piloto—. Pone: «Cassia, quiero que sepasque estoy orgulloso de ti por acabar loque empiezas y por ser más valiente queyo». Es de tu padre.

¡Mi padre me mandó un mensaje!

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Bram lo cifró, y mi madre lo envolvió.Miro el texto de mi hermano para

asegurarme de que el Piloto lo hainterpretado bien, pero él me interrumpe.

—Este intercambio no llegó hastahace poco —dice—. Parece que elcolaborador que trató con tu familia sepuso enfermo. Cuando por fin llegó, lamicroficha nos intrigó, y también elmensaje.

—¿Quién se lo dio? —pregunto.—Cuento con personas atentas a

todo lo que saben que puede interesarme—responde—. La archivista mayor deCentral es una.

La archivista ha vuelto a

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traicionarme.—Se supone que los intercambios

son secretos —digo.—En guerra, todo cambia —

arguye.—No estamos en guerra —objeto.—Estamos perdiendo una guerra

—declara— contra la mutación. Notenemos ninguna cura.

Miro a Ky, que no tiene la marca,que corre peligro, y comprendo laurgencia de sus palabras. No podemosperder esta guerra.

—No ayudarnos a encontrar yadministrar la cura —añade— esentorpecer nuestros esfuerzos.

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—Queremos ayudarle —intervieneXander—. Por eso nos lleva a lasmontañas, ¿verdad?

—Os llevo a las montañas, sí —dice el Piloto—. Pero aún no he decididoqué hacer con vosotros cuandolleguemos.

Ky se ríe.—Si dedica tanto tiempo a decidir

qué hacer con nosotros tres cuando hayun virus incurable propagándose por lasprovincias, o es tonto o está desesperado.

—La situación —dice el Piloto—es desesperada desde hace tiempo.

—Entonces, ¿qué espera que

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hagamos nosotros? —pregunta Ky.—Ayudaréis —responde—, de una

forma u otra.La aeronave vira, y me pregunto

dónde debemos de estar.—No hay muchas personas de las

que pueda fiarme —continúa—. Ycuando dos se contradicen, me preocupo.Uno de mis confidentes cree que los tressois traidores y debería encarcelaros einterrogaros fuera de las provincias, en unlugar donde sé que todos me son leales.El otro cree que podéis ayudarme aencontrar una cura.

«La archivista mayor es la primerapersona —pienso—. Pero ¿quién es la

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segunda?»—Cuando la archivista me habló de

este intercambio —prosigue el Piloto—,me interesaron, tal como ella suponía, elnombre de la microficha y el mensaje delpapelito doblado. Tu padre no se unió alAlzamiento. ¿Qué hiciste tú que él no seatrevió a hacer? ¿Diste un paso más yconspiraste contra el Alzamiento?

»Y, después, cuando me fijé mejor,me llamaron la atención más cosas.

Comienza a recitarme nombres deflores. Al principio creo que se ha vueltoloco, pero después sé a qué se refiere.

«Neorrosa, fucsia, protorrosa.»—Escribiste eso y lo distribuiste —

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dice—. ¿Es un texto cifrado?No es ningún texto cifrado. Solo

son las palabras de mi madre,transformadas en poesía. ¿Dónde loencontró? ¿Alguien se lo dio? Miintención era compartirlo, aunque no así.

—¿A qué loma y a qué río terefieres? ¿Qué hay más allá del últimoconfín conocido?

Planteado así, parece complicado,una suerte de acertijo. Y tenía que sersencillo, una mera canción.

—¿Con quién te reunías allí? —pregunta el Piloto, sin alterar la voz. PeroKy tiene razón. Está desesperado.Aunque logra disimular el miedo, las

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preguntas que hace, su modo dededicarnos parte de su precioso tiempo,me da escalofríos. Si él no sabe cómolibrarnos de esta nueva Plaga, ¿quién lohace?

—Con nadie —respondo—. Es unpoema. No necesita tener un sentidoliteral.

—Pero los poemas a menudo lotienen —declara—. Y tú lo sabes.

Es cierto. He pensado en el poemaque menciona al Piloto, en si puede ser elque mi abuelo quería que tomara comoejemplo. Él me dio la polvera, me hablóde sus caminatas por la Loma, de sumadre, que le cantaba poemas prohibidos.Siempre me he preguntado qué quería

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que hiciera.—¿Por qué reunías a gente en la

Galería? —pregunta el Piloto.—Para que pudieran llevar lo que

habían creado.—¿De qué hablabais allí?—De poesía —respondo—. De

canciones.—Y ya está —dice.Advierto que su voz puede ser tan

fría o tan cálida como la piedra. Enocasiones, es grata y acogedora, como laroca arenisca calentada por el sol, y enotras es tan dura como el mármol de laescalinata del Ayuntamiento.

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Yo también tengo una preguntapara él.

—¿Por qué no se ha interesado pormi nombre hasta ahora? —pregunto—.La gente del Alzamiento ya debía dehaberlo visto. Y no les llamó la atención.

—Han pasado cosas desde que teuniste al Alzamiento hace varios meses—responde—. Lagos envenenados.Claves misteriosas. La construcción deuna Galería donde la gente podía reunirsee intercambiar textos que había escrito.Al parecer, valía la pena echar otrovistazo a tu nombre. Y, cuando se loechamos, encontramos muchas cosas. —Ahora, su voz es heladora.

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—Cassia no conspira contra elAlzamiento —declara Xander—. Esparte del Alzamiento. Yo respondo porella.

—Y yo —añade Ky.—Eso podría significar algo para

mí —arguye el Piloto—, si no fuera porcómo convergen los datos sobre vosotros.Hay suficiente para que los tres seáissospechosos.

—¿A qué se refiere? —pregunto—.Hemos hecho todo lo que nos ha pedidoel Alzamiento. Yo vivía en Central. Kypilotaba aeronaves. Xander salvaba vidas.

—Sin duda, vuestra aparenteobediencia sirvió para ocultar vuestros

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otros actos a miembros del Alzamientocon menos autoridad e información queyo —replica el Piloto—. Al principio notenían ningún motivo para advertirmesobre vosotros. Pero, cuando lo hicieron,pude ver más cosas y establecer másconexiones que ellos. Como Piloto quesoy, tengo acceso a más información.Cuando indagué más, descubrí la verdad.Dondequiera que ibais, moría gente. Losseñuelos del campo de trabajo, porejemplo, muchos de los cuales eranaberrantes.

—A los señuelos no los matamosnosotros —objeta Ky—. Sino ustedes.Cuando la Sociedad los mandó a loscampos para que murieran allí, ustedes se

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cruzaron de brazos.El Piloto continúa, implacable:—Un río próximo a la Talla fue

envenenado mientras vosotros estabais enla zona. Detonasteis dinamita en la Talla yderribasteis parte de un pueblo que habíaestado habitado por anómalos.Destruisteis tubos en una cueva de loscañones, en la que se había infiltrado elAlzamiento. Conspirasteis para conseguirpastillas azules. Incluso matasteis a unchico con ellas. Encontramos su cadáver.

—Eso no es cierto —protesto,aunque, en cierto modo, lo es. Yo notenía intención de matarlo cuando le dilas pastillas, pero lo hice. Y entoncescomprendo las preguntas de la archivista

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mayor sobre las muestras de tejido—. Esusted quien quería averiguar cuánto sabíayo de los tubos —añado—. ¿De verdadlos intercambia?

—¿Intercambia los tubos? —pregunta Ky.

—Por supuesto —responde elPiloto—. Haré lo que sea para obtener lalealtad y los recursos que exige encontraruna cura. Casi todo el mundo daría lo quefuera por una muestra de tejido.

Ky niega con la cabeza, indignado.No puedo evitar alegrarme de habersacado el tubo de mi abuelo de laCaverna. Quién sabe qué uso le habríadado el Piloto.

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—Hay una cosa más —dice—. Lasdos ciudades en las que vivíais tienen elagua contaminada.

El lago. Recuerdo los pecesmuertos. Pero no sé qué significa. Lostres nos miramos. ¡Tenemos que resolveresto!

—La Plaga se ha propagado condemasiada rapidez —interviene Xander, yde pronto se le ilumina la mirada—.Estuvo circunscrita a Central durantemucho tiempo y luego, de repente, seextendió. Hasta que el virus infectó elagua, se trataba de una epidemia: secontagiaba de una persona a otra. Cuandoel agua se contaminó, se convirtió enpandemia.

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De inmediato, Ky y yo nosponemos a atar cabos con Xander.

—Es una Plaga que se transmite através del agua —dice Ky—. Como laPlaga con la que la Sociedad aniquiló alenemigo.

Las cifras de la Plaga cobransentido para mí.

—El brote repentino que hubo alprincipio del Alzamiento, el que aparecióen varias ciudades y provincias a la vez,indica que alguien infectó el agua potablecon el virus para acelerar el proceso. —Niego con la cabeza—. Tendría quehaberme dado cuenta. Por eso, de pronto,la enfermedad estaba en todas partes.

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—Y por eso casi no dábamosabasto en el centro médico —razonaXander—. El Alzamiento no se esperabael sabotaje. Pero, aun así, conseguimossalir adelante. Todo se habría resuelto deno ser por la mutación.

—¿No creerá que todo esto lohemos coordinado los tres solos? —pregunta Ky.

—No —responde el Piloto—. Perohabéis formado parte de ello. Y es horade que contéis todo lo que sabéis. —Guarda silencio—. Hay otra cosa paraCassia en el miniterminal.

Vuelvo a mirar la pantalla y veo unsegundo archivo. Contiene dos

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fotografías, una de mi madre y otra de mipadre. La pantalla va alternándolas.

—No —digo—. ¡No! —Mis padrestienen los ojos vidriosos. Ambos estáninertes.

—Han contraído la mutación —meinforma el Piloto—. No hay cura. Estáningresados en el centro médico de Keya.—Y al instante se adelanta a mi pregunta—. No hemos podido encontrar a tuhermano.

«Bram.» ¿Ha caído enfermo en unlugar donde nadie puede encontrarlo?¿Está muerto como el chico de la Talla?No. No lo está. Me niego a creerlo. Nopuedo imaginármelo inerte.

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—Ahora —declara el Piloto—tenéis un incentivo para decirnos todo loque sabéis. ¿Para quién trabajáis? ¿Soispartidarios de la Sociedad? ¿De otrafacción? ¿Ha introducido vuestro grupola mutación? ¿Tenéis una cura?

Por primera vez, le oigo perder elcontrol mientras habla. Solo se aprecia enla última palabra, «cura», pero se nota lodesesperado y resuelto que está. Quiere lacura. Hará lo que sea para conseguirla.

Sin embargo, nosotros no latenemos. Pierde el tiempointerrogándonos. ¿Qué deberíamos hacer?¿Cómo podemos convencerle?

—Sé que puedes hacer lo correcto

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—continúa. Ha recuperado el dominio dela voz, y su tono se ha vuelto seductor,dulce—. Tu padre puede que tomarapartido por la Sociedad y se negara aformar parte del Alzamiento, pero tuabuelo trabajó para nosotros. Eres,naturalmente, la biznieta de la PilotoReyes. Ya nos has ayudado, aunque tú note acuerdes.

Apenas oigo las últimas palabrasporque…

Mi bisabuela. Fue el Piloto.Fue la que cantó poemas a mi

abuelo, aunque la Sociedad le hubieradicho que solo podía escoger un centenar.Fue la que conservó la página que yoquemé.

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—No conocí a la Piloto Reyes enpersona —continúa el Piloto—. A ella lasustituyó mi predecesor. Pero, debido ami posición, soy una de las pocaspersonas que sabe los nombres de losanteriores Pilotos. Y la conozco por susescritos. Fue el Piloto idóneo para suépoca. Conservó documentos y reunió lainformación que necesitábamos paratomar medidas más adelante. Noobstante, todos los Pilotos compartimosuna característica: tenemos quecomprender qué significa ser el Piloto. Tubisabuela comprendía que, si no salvabavidas, fracasaba. Y sabía que el rebeldemás humilde es tan grande como elpropio Piloto. No solo lo creía. Lo sabía.

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—Nosotros no hemos hechonada… —comienzo a decir, pero laaeronave se inclina bruscamente parainiciar el descenso.

Ky pierde el equilibrio y se estampacontra los maletines apoyados en la pared.Xander y yo hacemos ademán deayudarlo.

—Estoy bien —dice.Apenas le oigo con el estruendo de

los motores y, un momento después,aterrizamos. El impacto es tan fuerte queme crujen todos los huesos del cuerpo.

—Cuando abra la bodega —declaraKy—, echaremos a correr. Nosescaparemos.

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—Ky —digo—, espera.—Podemos esquivarlo —insiste—.

Somos tres contra uno.—Sois dos —replica Xander—. Yo

no voy.Ky lo mira, atónito.—¿Has prestado alguna atención?—Sí —responde—. El Piloto

quiere encontrar una cura. Y yo también.Lo ayudaré en todo lo que pueda. —Memira, y veo que aún cree en el Piloto. Loelige por encima de todo lo demás, almenos en esto.

¿Por qué no habría de hacerlo? Kyy yo lo abandonamos; yo nunca le enseñé

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a escribir. Nunca le pregunté por suhistoria porque ya creía conocerla.Cuando lo miro comprendo que nunca lasupe toda y que ahora todavía la conozcomenos. Él ha atravesado sus propioscañones y ha salido de ellos transformado.

Y tiene razón. Lo único queimporta es la cura. Ahora nuestra batallaes esa.

Mi voto inclinará la balanza.Ambos esperan a que me decida. Y estavez elijo a Xander o, al menos, elijo subando.

—Hablemos con el Piloto —digo aKy—. Solo un poco más.

—¿Estás segura? —pregunta.

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—Sí —contesto, y el Piloto abre laescotilla de la bodega. Subo la escalerilladetrás de Ky, seguida de Xander, yentrego al Piloto el miniterminal con lasfotografías de mis padres.

—La Galería era un lugar dereunión y poesía —explico—. Lo queocurrió con las pastillas azules fue unaccidente. No sabíamos que mataban. Enla Talla utilizamos la dinamita para taparla cueva de los labradores e impedir quela Sociedad se lo llevara todo. Envenenarríos y el agua, eso lo hace la Sociedad. Ynosotros no formamos parte de ella nitampoco la apoyamos.

Por un momento reina todo elsilencio que puede haber dentro de una

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aeronave rodeada de montañas. Fuera, elviento azota los árboles, y su murmullo semezcla con las respiraciones de los queno estamos inertes, todavía.

—No queremos boicotear elAlzamiento —continúo—. Creíamos enél. Lo único que queremos es una cura.—Y entonces comprendo quién debe deser su otro confidente: la piloto a la queha pedido que nos reúna para ganartiempo y no ponerse en peligro—.Debería hacer caso a Indie —añado—.Podemos ayudarle.

El Piloto no parece sorprenderse deque lo haya deducido.

—Indie —dice Ky—. ¿Tiene lamarca?

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—No —responde él—. Peroharemos todo lo posible para que sigabien.

—Le ha mentido —protesta Ky—.La ha utilizado para juntarnos en laaeronave.

—Removeré cielo y tierra —declara el Piloto— con tal de encontrar lacura.

—Podemos ayudarle —repito—.Yo sé clasificar datos. Xander hatrabajado con los enfermos y ha visto lamutación. Y Ky…

—Puede ser el más útil de los tres—arguye el Piloto.

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—Yo seré un cuerpo —dice Ky—.Igual que en las provincias exteriores. —Se aleja de mí para bajar de la aeronave.Se mueve más despacio que decostumbre, pero con la misma fluidez quesiempre he asociado con él: es más dueñode su cuerpo que la mayoría y me afligepensar que pueda verse obligado aquedarse parado, inerte.

—Eso aún no lo sabes —arguyo,con el corazón en un puño—. A lo mejorno estás enfermo. —Pero su expresión esresignada. ¿Sabe más de lo que dice?¿Nota la mutación en su interior,corriéndole por las venas, minándole lasalud?

—En cualquier caso, Ky ha estado

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expuesto al virus —dice Xander—. Ustedno quiere correr el riesgo de que la genteque tiene trabajando en la cura secontagie.

—No hay ningún riesgo —aclara elPiloto—. Los lugareños son inmunes.

—Por eso busca una cura aquí —razona Xander, y sonríe. Su voz rebosaesperanza—. Existe una posibilidad deque la encontremos.

—Pero, si sabía lo de la marca roja,¿por qué no ha traído ya aquí a algunosde los que la teníamos? —pregunto alPiloto—. Nuestros datos quizá podríanser útiles. Si soy inmune mis datospodrían correlacionarse con los de lagente que vive aquí.

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En cuanto acabo de hablar, niegocon la cabeza.

—No funcionaría —digo,respondiendo a mi pregunta—, porquenuestros datos no sirven. Estamosvacunados, y hemos sufrido variasexposiciones. Hace falta un grupo decontrol puro para encontrar la cura.

—Sí —admite, y me escruta con lamirada—. Solo podemos utilizar aindividuos que viven fuera de la Sociedaddesde que nacieron. Los demás podéisayudarnos a investigar la cura, perovuestros datos no nos sirven.

—Y hay que dar más peso a losdatos de la gente que lleva más tiempo

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viviendo fuera de la Sociedad —razono—. A la segunda y tercera generación delugareños. Su información tendrá másimportancia.

—Recientemente hemos adquiridoalgunos datos adicionales —dice—. Hayotro grupo que también es inmune,aunque hace poco que llegó.

Los labradores de la Talla. Tienenque ser ellos. Recuerdo la casita oscura, elsímbolo de «caserío» que vimos en lasmontañas del mapa de los labradores.Ellos no sabían el nombre del pueblo nisi todavía estaba habitado, pero fue allíadonde huyeron cuando la Talla dejó deser segura.

Ky me está mirando. Piensa lo

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mismo que yo. «¿Y si podemos ver a Eli?¿O a Hunter?»

—Cuando llegó el grupo de laTalla, los lugareños de Última Piedra lespermitieron construir un caserío en losalrededores —explica el Piloto—. Alprincipio no estábamos seguros de sitambién serían inmunes a la mutación. Elclima era muy distinto donde vivían, yhacía muchos años que no tenían ningúncontacto con la gente de Última Piedra.Pero eran inmunes. Y fue una suerte,porque…

—… pudieron correlacionar susdatos —digo, entendiéndolo al instante—. Pudieron buscar similitudes entreambos grupos. Les ahorró tiempo.

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—¿Cuánto han avanzado? —pregunta Xander.

—Menos de lo que querríamos —responde el Piloto—. Hemos encontradomuchas coincidencias en la dieta y loshábitos de ambos grupos. Estamosdescartando cada posibilidad lo másrápido posible, pero el proceso llevatiempo, y necesitamos enfermos para losensayos clínicos.

Nos mira a los tres. ¿Le hemosconvencido?

Xander también me observa.Cuando lo miro y me sonríe, vuelvo a veral Xander de siempre, al que lucía esamisma sonrisa cuando quería

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convencerme de que saltara a la piscina ojugara con él. Cuando me vuelvo haciaKy, veo que las manos le tiemblan unpoco, sus bonitas manos, que meenseñaron a escribir, que me tocaroncuando atravesamos los cañones.

Hace mucho tiempo, en la Loma,Ky me previno sobre la posibilidad deque nos viéramos atrapados en unasituación como esta. Me habló del dilemadel prisionero y de cómo tendríamos queprotegernos el uno al otro. ¿Pensó algunavez que podríamos ser tres en lugar dedos?

Aquí, entre la sonrisa de Xander ylas manos de Ky, comprendo que la únicamanera de protegernos entre los tres es

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encontrar una cura.—Podemos ayudarle —repito al

Piloto, con la esperanza de que esta vezme crea.

Mi abuelo creyó en mí. En la palmade la mano, tengo la microficha. Estáenvuelta en un papel de mi madre quelleva las palabras de mi padre escritas porel puño de mi hermano.

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QUINTA PARTE

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EL DILEMA DELPRISIONERO

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CAPÍTULO 24Xander

Fuera de la aeronave, Ky caminade un lado a otro mientras esperamos enel claro a que lleguen los lugareños.

—Deberías descansar —le aconsejo—. No hay pruebas de que el movimientocontinuado retrase el inicio de laenfermedad.

—Pareces un funcionario —dice.—Lo era —respondo.

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—Si no tenéis pruebas —replica—,es porque nunca le habéis pedido a nadieque lo pruebe.

Hablamos y bromeamos, con elmismo tono que cuando jugábamos en elcentro recreativo. Una vez más, Ky va aperder, y no es justo. No debería tenerque quedarse inerte.

Pero no ha perdido a Cassia. Semiran como si se tocaran. Y yo estoy enmedio de los dos.

Ahora no hay tiempo de pensar eneso. Un grupo de personas sale delbosque. Son nueve. Cinco llevan armas, yel resto, camillas.

—Hoy no os traigo pacientes —les

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informa el Piloto—. Ni provisiones. Soloa estos tres.

—Me llamo Xander —digo, pararomper el hielo.

—Yo soy Leyna —responde una delas mujeres. Lleva el largo cabello rubiorecogido en una trenza y parece joven,aproximadamente de nuestra edad.

Ninguno de sus compañeros avanzapara presentarse, pero todos parecensanos. No veo ningún síntoma deenfermedad en ellos.

—Yo me llamo Cassia —diceCassia.

—Ky —añade Ky.—Somos anómalos —explica

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Leyna—. Probablemente los primeros alos que veis. —Aguarda nuestra reacción.

—Conocimos a otros anómalos enla Talla —repone Cassia.

—Ah, ¿sí? —pregunta Leyna,interesada—. ¿Cuándo?

—Justo antes de que vinieran aquí—responde Cassia.

—Entonces conocéis a Anna —dice uno de los hombres—, su líder.

—No —contesta Cassia—. Cuandollegamos ya se había ido. Solo conocimosa Hunter.

—Cuando los labradores llegaron aÚltima Piedra, fue una sorpresa para

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todos —dice Leyna—. Creíamos que enla Talla ya no quedaba nadie. Estábamosconvencidos de que, entre la Sociedad y elresto del mundo, solo estábamosnosotros.

Esto se le da muy bien. Tiene la vozafable pero fuerte, y trata de calarnosmientras nos mira. Sería una buenadoctora.

—¿Qué pueden hacer ellos pornosotros? —pregunta al Piloto. No sedirige a él como a su líder, sino como aun igual.

—Yo soy un cuerpo —respondeKy—. Tengo la mutación. Solo quetodavía no me he quedado inerte.

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Leyna enarca las cejas.—No hemos visto a nadie

consciente —le dice al Piloto—. Losotros pacientes ya estaban inertes.

—Ky es piloto —interviene Cassia.Se nota que no le gusta la forma en la queLeyna habla de Ky—. Uno de losmejores.

Leyna asiente, pero no quita ojo aKy. Tiene la mirada sagaz.

—Xander es médico —añadeCassia—, y yo sé clasificar.

—Un médico y una clasificadora —dice Leyna—. Magnífico.

—De hecho, ya no soy médico —

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preciso—. He estado trabajando en ladirección. Pero he visto a muchosenfermos y he ayudado a atenderlos.

—Eso será útil —replica Leyna—.Siempre viene bien hablar con alguienque ha visto el virus y cómo actúa en lasciudades y distritos.

—Volveré lo antes posible —interviene el Piloto—. ¿Hay algunanovedad?

—No —responde Leyna—, peropronto la habrá. —Señala una camilla—.Podemos llevarte si lo necesitas. —Se hadirigido a Ky.

—No —contesta él—. Seguiré enpie hasta que me caiga.

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—Te fías mucho del Piloto —digo a Leyna mientras ascendemos por elcamino que conduce al pueblo. Cassia yKy van delante, a un paso constante perolento. Sé que Leyna y yo los observamos.Y el resto del grupo también mira a Ky.Todos esperando el momento en que sequede inerte.

—El Piloto no es nuestro líder —responde Leyna—, pero nos fiamos losuficiente para colaborar con él, y élpiensa lo mismo de nosotros.

—¿De verdad sois inmunes? —pregunto—. ¿Incluso a la mutación?

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—Sí —responde—. Pero notenemos la marca. El Piloto nos ha dichoque algunos de vosotros la tenéis.

Asiento.—¿Y por qué esa discrepancia? —

me pregunto. Aunque he visto sus efectosdevastadores, el mecanismo de la Plaga yla mutación me fascina.

—No estamos seguros —contestaLeyna—. Nuestro experto dice que elfuncionamiento de los virus y lainmunidad es tremendamente complejo.Su mejor explicación es que lo que noshace inmunes impide que la infección seinstaure, lo que significa que nodesarrollamos la marca.

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—Y también significa que más valeque no modifiquéis demasiado vuestradieta y entorno antes de descubrir qué eso podríais poneros enfermos —digo.

Ella asiente.—Ha debido de hacer falta valor

para exponeros voluntariamente a lamutación —observo.

—Sí.—¿Cuánta gente vive en el pueblo?

—pregunto.—Más de la que parece —responde

—. Los cantos nunca dejan de rodar.¿Qué quiere decir?—Cuando la Sociedad comenzó a

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mandar a los aberrantes y a los anómalosa los campos de señuelos —explica—,cada vez hubo más gente que escapó aestos pueblos, los pueblos de las piedras.¿Has oído hablar de ellos?

—Sí —contesto, al recordar a Lei.—Ahora nos estamos reuniendo

todos en un solo pueblo, el último —continúa Leyna—. Se llama ÚltimaPiedra. Estamos juntando nuestrosrecursos para convertir nuestrainmunidad en vuestra cura.

—¿Por qué? —pregunto—. ¿Quéhemos hecho por vosotros los habitantesde las provincias?

Ella se ríe.

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—No mucho —me responde—.Pero el Piloto nos ha prometido algo acambio si lo conseguimos.

—¿Qué es? —pregunto.—Si encontramos una cura —

responde—, nos llevará a las TierrasIgnotas en sus aeronaves. Es lo que másqueremos, y la cura es lo que más quiereél, así que el intercambio es justo. Y, siresulta que al macharnos dejamos de serinmunes, vamos a querer llevarnos curas alas Tierras Ignotas por precaución.

—Entonces las Tierras Ignotasexisten —digo.

—Claro —afirma.—Si dejarais morir a todos los

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habitantes de las provincias, podríaiscoger vosotros mismos las aeronaves delPiloto —especulo—. O podríais esperar aque no quedara nadie e instalaros en suscasas y ciudades.

Por primera vez su máscara decordialidad deja entrever el desdén quedisimula.

—Sois como ratas —dice, y su vozcontinúa siendo agradable—. Aunquemuráis la mayoría, sois demasiados paranosotros. Estamos dispuestos a dejaros atodos y marcharnos a algún sitio que nohayáis tocado.

—¿Por qué me explicas todo esto?—pregunto. Acabamos de conocernos.Todavía no puede fiarse de mí.

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—Quiero que entiendas lo muchoque tenemos que perder —responde.

Y lo entiendo. Con tanto en juego,Leyna no va a tolerar nada que puedaponer en peligro su objetivo. Tendremosque ir con cuidado.

—Tenemos el mismo objetivo —afirmo—. Encontrar una cura.

—Bien —resuelve. Baja la voz ymira a Ky—. Dime —añade—, ¿cuándova a quedarse inerte?

Ky ha apretado un poco el paso.—Ya falta poco —respondo. Cassia

está electrizada, encendida por el merohecho de tener a Ky cerca, aunque le

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preocupa que pueda estar enfermo. «¿Mecompensaría tener la mutación si supieraque ella me quiere? —me pregunto—. Sipudiera cambiarme por él en estemomento, ¿lo haría?»

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CAPÍTULO 25Cassia

Cuando sucede me parece a la vezrepentino y lento.

Estamos andando por el estrechocamino cuando Ky se arrodilla.

Me agacho a su lado, lo cojo por loshombros.

Sus ojos, al principio desenfocados,me encuentran.

—No —dice—. No quiero que

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veas esto.Pero yo no aparto la mirada y

resisto. Le ayudo a tenderse en la hierba ydejo las manos debajo de su cabeza. Tieneel cabello suave y tibio; la hierba estáfresca y tierna.

—Indie —dice—. Me besó. —Veodolor en sus ojos.

Debería estar consternada, lo sé.Aunque no me importa. Lo que importaes esto, sus ojos mirándome, mis dedosaferrándose a él y tocando la tierra. Estoya punto de decirle que no me importa,pero comprendo que para él esimportante, o no me lo habría dicho.

—No te preocupes —contesto.

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Ky suspira, aliviado y exhausto.—Como la Talla —susurra.—Sí —aseguro—. Atravesaremos

esto.Xander también se arrodilla. Nos

miramos los tres; mis ojos se cruzanbrevemente con los de Xander antes devolver a Ky.

¿Podemos confiar los unos en losotros? ¿Podemos protegernos?

Cerca del borde del camino, crecenflores silvestres, rosas, azules y rojas. Elviento mece la hierba que pisamos eimpregna el aire de un refrescante olor aflores y tierra.

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Ky sigue mi mirada. Alargo lamano, arranco una flor y le doy vueltas enla mano. Es tan carnosa y colorida quecasi espero verme la palma teñida de rojo,pero no lo está. La flor conserva su color.

—Una vez me dijiste —Le enseñola flor roja y se la pongo en la mano—que el rojo era el color de los comienzos.

Sonríe.«El color de los comienzos. —Un

recuerdo fugaz me cruza el pensamiento—. Es un día de primavera, uno de lospocos en los que tanto las yemas de losárboles como las flores del suelo son decolor rojo. El aire es fresco y, a la vez,cálido. Mi abuelo me observa, con la

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mirada brillante y resuelta.»Primavera, entonces. El día del

jardín rojo que mi abuelo mencionó en lamicroficha fue en primavera, para tener ala vez yemas rojas en los árboles y floresrojas en el suelo, para que me haya dejadoesa sensación. De eso estoy segura. Pero¿de qué hablé con mi abuelo?

Eso todavía no lo sé. Sin embargo,mientras noto la mano de Ky apretandola mía, pienso que él siempre es asíconmigo, que siempre me da algo inclusocuando la mayoría pensaría que ya no haynada que hacer.

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CAPÍTULO 26Ky

—Ky —dice Cassia. Me preguntosi esta será una de las últimas veces queoiré el sonido de su voz. ¿Pueden losinertes oír algo en absoluto?

Me he dado cuenta de que estabaenfermo cuando no he podido mantenerel equilibrio en la aeronave. Mi cuerpo nose ha movido cuando se lo ha dictado elinstinto. Parece que los músculos se mehayan aflojado y los huesos me tiren.

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Xander se arrodilla a mi lado.Vislumbro su cara. Cree que va aencontrar una cura. No está ciego. Soloesperanzado. Verlo me parte el alma.

Miro de nuevo a Cassia. Sus ojosverdes están serenos. Cuando loscontemplo, me siento mejor. Por unsegundo, el dolor se desvanece.

Pero enseguida regresa.Ahora sé por qué los enfermos

pueden no tardar mucho en abandonar lalucha.

Si dejara de luchar contra el dolor,el cansancio me vencería, y eso parecemejor que esto. Preferiría estar dormido asentir este dolor. Me doy cuenta de que la

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Plaga era mucho más benévola que lamutación. No causaba las yagas que se meestán formando en el torso y se meextienden a la espalda.

Veo lucecitas rojiblancas cuandolos lugareños me colocan en una camilla.Se me pasa otra idea por la cabeza. «¿Y sicedo al agotamiento y me quedo inertepero el dolor no se va?»

Cassia me toca el brazo.Fuimos libres en la Talla. No por

mucho tiempo. La piel le sabía a tierra, yel cabello le olía a agua y a piedra. Por elaroma del aire, me parece que va a llover.Cuando lo haga, ¿estaré demasiadoenfermo para recordar?

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Me alegra que Xander esté connosotros. Así, cuando me quede inerte,ella no estará sola.

—Tú atravesaste la Talla paraencontrarme —digo a Cassia—. Yoatravesaré esto para volver a estarcontigo.

Me coge una mano. En la otratengo la flor que me ha dado. El airemontano es fresco. Noto cuándo pasamospor debajo de los árboles. Luz.Oscuridad. Luz. Casi es agradable queotras personas carguen conmigo. Elcuerpo me pesa muchísimo.

Y entonces el dolor se recrudece.Me inunda como una marea roja y,

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cuando cierro los ojos, rojo es lo únicoque veo.

Cassia me suelta la mano.«¡No! —quiero gritar—. ¡No te

vayas!»Pero es Xander quien acude.—Lo importante —dice su voz—

es que te acuerdes de respirar. Si losbronquios se taponan, hay riesgo deneumonía. —Se queda un momentocallado antes de añadir—: Lo siento, Ky.Encontraremos una cura. Te lo prometo.

Xander se va y vuelve Cassia.Apenas noto su mano en la mía.

—Lo que ha recitado en laaeronave el Piloto —dice— es un poema

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que escribí para ti. Por fin lo acabé.Me habla con ternura, casi

cantándome. Respiro. Neorrosa, fucsia, protorrosa.Agua, río, piedra y sol. Viento en la loma y agua que corremás allá del último confín

conocido. Escalo en la oscuridad por ti.¿Me esperas tú en las estrellas?

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Sí.Y, pase lo que pase, ella me

recordará. Ni la Sociedad, ni elAlzamiento ni nadie pueden arrebatarleeso. Han sucedido demasiadas cosas. Y hatranscurrido demasiado tiempo.

Sabrá que estuve aquí. Y que laamé.

Siempre sabrá eso, a menos quedecida olvidarlo.

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CAPÍTULO 27Xander

El pueblo está todo menos inerte.Hay gente por doquier. Veo niñoscorriendo por los caminos y jugandoalrededor de una gran piedra que ocupa elcentro del pueblo. A diferencia de lasesculturas que adornan los espaciosverdes de la Sociedad, la piedra no estáalisada. Es áspera y desigual en la parteque se desgajó de la montaña. Resultaevidente que el pueblo está construidoalrededor de ella. Los niños nos miran

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cuando pasamos, y me reconforta ver quelo hacen con curiosidad y no con miedo.

La enfermería es un largo edificiode madera erigido delante de la piedra delpueblo. Una vez dentro trasladamos a Kycon cuidado a una cama.

—Tenemos que llevaros allaboratorio de investigación yentrevistaros —nos dice Leyna. A nuestroalrededor, los médicos y los enfermerosatienden a los inertes. Realizo un rápidorecuento y veo que Ky es el paciente 52—. Nos hace falta la información deXander sobre la Plaga y su mutación, y

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necesitamos que Cassia eche un vistazo alos datos que hemos recopilado. Seréis demás utilidad allí. —Sonríe para disminuirel impacto de lo que va a decir—. Losiento. Sé que es amigo vuestro, pero, dehecho, la mejor forma de ayudarlo…

—Es trabajar en la cura —diceCassia—. Lo entiendo. Aunque podremosparar de vez en cuando, ¿no? Así vendríaa visitarlo.

—Eso depende de Sylvie —responde Leyna, y señala a una mujerpróxima a nosotros—. Yo me ocupo de lasupervisión general de la cura, pero ella seocupa de la enfermería.

—No me importa siempre que telaves las manos antes de entrar y te

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pongas mascarilla y guantes —dice Sylvie—. Puede ser interesante verlo. Ningunode los otros pacientes ha tenido visitas. Alo mejor se recupera antes.

—Gracias —susurra Cassia, y laesperanza le ilumina la cara.

Prefiero no decirle: «De hecho, noparece que hablarles y acompañarloscambie nada». Lo sé porque yo siemprehablaba a mis pacientes. Es instintivo.Aunque quizá dependa de si lo hace lapersona idónea. ¿Quién sabe? Espero que,en el centro médico, Lei tenga a alguienque le hable. ¿Habría sido mejor que mehubiera quedado?

La puerta se abre de golpe. Cassia y

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yo nos volvemos, alarmados, y vemos queentra un hombre. Es alto y muy delgado.Tiene las cejas canas y pobladas, los ojososcuros y sagaces, y la cabeza lisa ybronceada, sin un solo pelo.

—¿Dónde está? —pregunta—.Colin me ha dicho que hay un pacienteque no lleva ni una hora inerte.

—Aquí —responde Leyna, y señalaa Ky.

—Ya era hora —dice el hombre. Seacerca rápidamente a nosotros—. ¿Quéllevo diciendo al Piloto desde elprincipio? Traédmelos cuando todavíaestán frescos y quizá tenga algunaposibilidad de recuperarlos.

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Cassia no se separa de Ky. Se quedaa su lado, con actitud protectora.

—Soy Oker —dice el hombre, perono hace ademán de estrecharnos la mano.Lleva una bolsa de suero en sus manosnervudas y la aprieta con tanta fuerza queparece a punto de reventar—. Maldita sea—se lamenta, al darse cuenta, y se laofrece a Sylvie—. Ten —añade—. Meestoy agarrotando. No me rompas losdedos.

Sylvie le arranca la bolsa de lasmanos.

—Empezad a administrárselo —ordena Oker, y señala a Ky con la cabeza—. Acabo de prepararlo. Está fresco. Tan

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fresco como él. —Se echa a reír.—Un momento —interviene

Cassia—. ¿Qué es?—Un suero mejor que el que les

administra el Alzamiento —respondeOker—. Vamos —dice a Sylvie—. Dateprisa.

—Pero ¿qué lleva? —insiste Cassia.Oker resopla y fulmina a Sylvie con

la mirada.—Ocúpate tú. Yo no tengo tiempo

para decirle todos los ingredientes. —Abre la puerta con el hombro y sale de laenfermería. Oigo sus pasos en el caminoantes de que la puerta se cierre. Andadeprisa. Aunque tenga las manos

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retorcidas, a sus piernas no les pasa nada.—Oker tiene razón —explica

Sylvie—. Al principio, utilizábamos elsuero que nos traía el Piloto de lasprovincias, pero un día se nos acabó antesde reponerlo. Oker preparó su propiosuero para que los pacientes no murierany pareció funcionar mejor, así que loutilizamos desde entonces.

—Pero ¿no comprometerá esonuestra investigación de una cura? —pregunto—. Es un suero distinto al quereciben los pacientes de las provincias.

—Eso quizá cambie —respondeSylvie—. Hace poco Oker dio al Piloto lafórmula del suero. Si puede va a intentarque también lo administren en las

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provincias.—¿Qué opinas? —me pregunta

Cassia en voz baja.—Tienen mejor aspecto, sin duda

—respondo—. Su color es bueno. Esperaun momento. —Escucho la respiraciónde un paciente. No parece tener líquidoen los bronquios. Le palpo la regióncostal: el bazo no está hinchado.

»Creo que Oker dice la verdad —concluyo. Ojalá hubiéramos tenido antesesta fórmula. Quizá habría supuesto uncambio para nuestros pacientes.

Cassia se arrodilla junto a Ky. Estámás demacrado que el resto de lospacientes, pese a ser el que lleva menos

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tiempo inerte. Ella lo ve.—De acuerdo —dice.Sylvie asiente y conecta a Ky a la

bolsa de suero que ha traído Oker. Cassiay yo le miramos la cara para ver si hayalgún cambio, lo cual es absurdo. Pocascosas surten efecto tan rápido.

Pero el suero de Oker es una.Después de solo unos minutos, el aspectode Ky es un poco mejor. Esto merecuerda la rapidez con la que actuaba lacura de la Plaga original.

—Parece demasiado bueno para serreal —susurra Cassia. Tiene cara depreocupación—. ¿Y si lo es?

—No perdemos nada intentándolo

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—respondo—. El Alzamiento no estáconsiguiendo resultados en las provincias.

—¿Nunca has visto recuperarse anadie? —pregunta Cassia.

—No —respondo—. De lamutación, no.

Nos quedamos un rato más, viendocómo gotea el suero en la vía de Ky. Nosrehuimos la mirada.

Cassia respira hondo, y mepregunto si va a ponerse a llorar. Peroveo que sonríe.

—Xander —dice.Ni siquiera trato de contenerme. La

cojo para abrazarla y ella me lo permite.La sensación es agradable y, por un

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momento, no digo nada. Cassia me rodeacon los brazos y noto cómo respira.

—¿Estás bien? —pregunta.—Sí —contesto.—Xander —repite—, ¿dónde has

estado? ¿Qué te ha pasado mientras yoestaba en los cañones y en Central?

No estoy muy seguro de cómoexplicárselo. «Yo no he atravesado ningúncañón, pero he administrado pastillas abebés en su ceremonia de bienvenida. Yhe extraído muestras de tejido a personasancianas en su banquete final. He hechouna buena amiga, pese a que no hepodido evitar que se quedara inerte.Ninguno de mis pacientes se ha

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recuperado.»—Tenemos que irnos —declara

Leyna—. Colin está reuniendo a loslugareños para que os hagan preguntas.No quiero hacerles esperar.

—Luego te lo cuento —digo aCassia, y sonrío—. Ahora mismo tenemosque encontrar una cura.

Ella asiente. No quiero que parezcaque pretendo desquitarme por todas lasveces que me ha ocultado qué pasaba.Pero me resulta extraño darme cuenta deque, en este momento, Cassia sabe tanpoco de mí como yo he sabido de ella entodos estos meses. Ahora es ella la quetiene preguntas.

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No quiero que ninguno de los dossiga teniendo preguntas sobre el otro. Megustaría que ambos supiéramos lo quepasa porque hemos estado juntos. Esperoque encontrar esta cura nos permitaempezar a hacerlo.

—¿Puedes darnos cifras concretas—me pregunta un lugareño— sobrecómo tratabais a los inertes?

La sala está al completo. A primeravista, no he sabido quiénes podían serpersonas como nosotros, traídas aquí porel Piloto para investigar la cura, y quiénespodían ser los anómalos del pueblo. Pero,

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al cabo de unos minutos, creo que sédistinguir quién ha vivido en la Sociedaden un momento u otro.

Oker está sentado en una silla cercade la ventana, con los brazos cruzados,escuchándome. Algunos clasificadores delpueblo han venido para tomar nota detodo. Oker es el único aparte de mí queno tiene un terminal portátil.

Leyna ve que me he fijado en losterminales.

—Nos los trajo el Piloto —explica—. Son muy útiles, pero no tanpeligrosos como los miniterminales, queestán prohibidos en el pueblo. —Asiento.Aunque los terminales portátilesalmacenan información, a diferencia de

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los miniterminales, no pueden rastrearse.—Tengo datos sobre tratamientos y

pacientes tanto de la Plaga original comode la mutación —informo al grupo—. Hetrabajado en el centro médico desde lanoche que el Piloto anunció la Plaga enlos terminales.

—¿Hasta cuándo? —pregunta otrapersona.

—Hasta esta madrugada —respondo.

Todos se inclinan hacia delante.—¿En serio? —dice uno—. ¿Has

trabajado en la mutación hasta hace tanpoco?

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Asiento.—Perfecto —afirma otro, y Leyna

sonríe.Los médicos quieren saber todo lo

que pueda recordar de los pacientes: suaspecto, su edad, su grado de infección,cuánto tardaron en quedarse inertes, quécasos se deterioraron con más rapidez.

Cuando no estoy seguro, me cuidode decírselo.

Pero lo recuerdo casi todo, así quehablo y ellos escuchan, aunque ojalá fueraLei la que estuviera aquí investigando lacura conmigo. Ella siempre sabía quépreguntas hacer.

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Hablo durante horas. Todostoman notas, excepto Oker, y me doycuenta de que, con sus manos, no puedemanejar el terminal portátil con la mismasoltura que ellos. Espero que meinterrumpa como ha hecho cuandoestábamos en la enfermería, pero no abrela boca. En un determinado momento,apoya la cabeza en la pared y da laimpresión de que se ha quedado dormido.La voz comienza a fallarme justo cuandoestoy hablando de la mutación y la marcaroja.

—Eso ya lo sabemos —intervieneLeyna—. Nos lo ha explicado el Piloto.—Se levanta—. Dejemos que Xander

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descanse unos minutos.La sala se vacía. Algunas personas

vuelven la cabeza y me miran, como sitemieran que fuera a esfumarme.

—No os preocupéis —dice Leyna—. Él no va a ninguna parte. ¿Puedetraerle alguno algo de comer? Y más agua.—Hace rato que me he terminado lajarra.

Oker sigue dormido en el fondo dela sala.

—Le cuesta descansar —explicaLeyna—. Echa una cabezada siempre quepuede. Mejor no lo despertamos.

—¿Eres médico? —le pregunto.

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—Oh, no —responde—. No sécuidar a las personas enfermas. Perodirijo muy bien a las vivas. Por eso estoyal frente de la investigación. —Retira unpoco la silla y se inclina hacia mí. Merecuerda a un oponente en un centrorecreativo de la Sociedad. Estállevándome a su terreno, preparándosepara mover ficha—. Debo reconocer —añade, con una sonrisa— que esto esbastante cómico.

—¿El qué? —pregunto. Tambiénme inclino hacia ella, hasta casi rozarla.

Se le ensancha la sonrisa.—Esta situación. La Plaga. Su

mutación. Que estés aquí.

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—Explícate —digo—. Meencantaría coger el chiste. —Hablo contono informal, relajado, pero he visto ademasiados inertes para que algo de loque les ha sucedido me parezca gracioso.

—Vosotros nos llamabaisanómalos —responde—. No nosconsiderabais aptos para vivir o casarnoscon vosotros. Y ahora nos necesitáis parasalvaros.

Le devuelvo la sonrisa.—Es verdad —admito. Bajo la voz.

No estoy seguro de que Oker duerma—.Vosotros me habéis hecho muchaspreguntas —añado—. Deja que yo tehaga un par.

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—Por supuesto —dice, con losojos chispeantes. Disfruta con esto.

—¿Hay alguna posibilidad de quepodáis encontrar una cura?

—Por supuesto —repite, sintitubear—. Solo es cuestión de tiempo.Tú nos vendrás muy bien. No lo niego.Pero también la habríamos encontradosin ti. Tú solo nos ayudarás a acelerar elproceso, lo cual es muy valioso, porsupuesto. El Piloto no nos llevará a lasTierras Ignotas si muere demasiada genteantes de que podamos salvarla.

—¿Y si vuestra inmunidad noaporta ninguna pista? —le pregunto—.¿Y si resulta que la base es genética?

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—No lo es —declara—. Eso losabemos. Los lugareños tienenprocedencias muy distintas. Algunosllegaron hace generaciones; otros, hacemenos tiempo. El Piloto no quiere queincluyamos a los recién llegados en elestudio, de manera que no lo hacemos,pero somos todos inmunes. Tiene que serambiental.

—Aun así —objeto—, inmunidady cura no son lo mismo. Puede que nodescubráis cómo curar a la gente, quesolo descubráis cómo impedir quecontraiga el virus.

—Si es así —arguye—, siguesiendo un descubrimientoextremadamente valioso.

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—Pero solo si lo hacéis a tiempo—replico—. No podéis vacunar a lagente si ya se ha contagiado. Así que, dehecho, os venimos muy bien.

Oigo un resoplido en el rincón.Oker se levanta y se acerca.

—Enhorabuena —me dice—. Veoque no eres el típico funcionario de laSociedad. No las tenía todas conmigo.

—Gracias —contesto.—En la Sociedad eras doctor,

¿verdad? —me pregunta.—Sí —respondo.Mueve una mano agarrotada en mi

dirección.

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—Mándamelo al laboratoriocuando terminéis —dice a Leyna.

Sé que ella no está de acuerdo, peroasiente.

—Está bien —concede. Un buenlíder sabe cuál es el jugador másimportante de la partida y, si es Oker,Leyna debe asegurarse de que tiene lo quenecesita para intentar ganar.

Los lugareños se pasan casi toda lanoche haciéndome preguntas.

—Deberías descansar —dice Leynacuando terminamos—. Te enseñaré

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dónde dormirás.Cruza el pueblo conmigo, y oigo el

canto de los grillos. Su música me suenadistinta aquí que en el distrito, como sifuera más importante. No hay muchosotros ruidos que la ahoguen, de maneraque es imposible no oírla.

—¿Te has criado en este pueblo?—pregunto a Leyna—. Es muy bonito.

—No —responde—. Antes vivíaen Camas. Los habitantes de lasprovincias fronterizas fuimos los últimosen irnos. A veces nos dejaban trabajar enla base militar. Escapamos a las montañascuando la Sociedad intentó agrupar a losúltimos anómalos y aberrantes quequedaban.

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Mira a lo lejos.—El Piloto fue quien nos dijo que

debíamos irnos —continúa—. LaSociedad nos quería a todos muertos.Capturó a los que no se marcharon y losmandó a morir a las provincias exteriores.

—Por eso te fías del Piloto —digo—. Os avisó.

—Sí —contesta—. Y habíacolaborado en las fugas. No sé si has oídohablar de ellas.

—Sí —digo—. Hubo gente que sefugó de la Sociedad y terminó aquí o enlas Tierras Ignotas.

Leyna asiente.

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—¿Y nunca ha vuelto nadie de lasTierras Ignotas?

—Todavía no —responde. Sedetiene delante de un edificio conbarrotes en las ventanas. El guardia de lapuerta le saluda con la cabeza—. Losiento, pero es la cárcel —añade—.Todavía no te conocemos lo suficientepara fiarnos de dejarte solo. Por eso habráveces que tendrás que quedarte aquí,sobre todo de noche. Algunas de laspersonas a las que ha traído el Piloto nose han mostrado tan colaboradoras comotú. Están aquí de forma permanente.

Es lógico. Yo haría lo mismo, siestuviera en su situación.

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—¿Y Cassia? —pregunto—.¿Dónde va a vivir?

—También tendrá que dormir aquí—responde—. Pero vendremos abuscarte dentro de un rato. —Hace unaseña al guardia para que me lleve dentro.

—Espera —digo—. No acabo deentenderlo.

—Pensaba que estaba claro —arguye—. No te conocemos. No podemosfiarnos de dejarte solo.

—No me refiero a eso —digo—.Me refiero a las Tierras Ignotas, y a porqué queréis ir allí. Ni siquiera estáisseguros de que existan.

—Existen —declara.

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¿Sabe algo que yo desconozco? Esposible que no me lo haya contado todo.¿Por qué habría de hacerlo? Tal como haseñalado, no me conoce y todavía nopuede fiarse de mí.

—Pero nunca ha vuelto nadie.—Para las personas como tú, eso es

una prueba de que las Tierras Ignotas noexisten —dice—. Para las personas comoyo, es una prueba de que son un lugar tanmaravilloso que nadie quiere volver.

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CAPÍTULO 28Cassia

«¿Adónde has ido, Ky?»

Aquí está: mi peor miedo. Lo quetemo desde que vi a los muertos de laTalla, yertos bajo el cielo. Un ser queridome está dejando.

La clasificadora responsable,Rebecca, tiene una edad parecida a mimadre. Me pide que ejecute unas cuantasclasificaciones de prueba. Cuando lasrevisa, sonríe y me dice que puedo

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empezar de inmediato.—Verás que aquí funcionamos de

otra forma a la que estás habituada —meexplica—. En la Sociedad losclasificadores trabajabais solos. Aquítendrás que hablarlo todo con Oker y losmédicos. —Deja el terminal portátil en lamesa—. Si cometemos un error y se nospasa algo, alguna pauta, podría ser muygrave.

No me cabe duda de que estaclasificación va a ser distinta de todas lasque he ejecutado hasta ahora. En laSociedad no debíamos saber a qué sereferían los datos, cuál era la visión deconjunto; todo estaba codificado.

—He creado un conjunto de datos

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con las personas de nuestro pueblo y de laTalla que no han vivido nunca en laSociedad.

Quiero decirle que conozco a dospersonas que vivían en la Talla: quieropreguntarle por Hunter y Eli. Pero, eneste momento, tengo que centrarme en lacura, y en Ky y mi familia.

—Tenemos información sobre ladieta, la edad, los hábitos recreativos, laprofesión, el historial familiar —continúaRebecca—. Algunos de los datos estánconfirmados por otras fuentes, pero lamayoría los remiten los sujetos.

—De modo que no es un conjuntode datos especialmente fiable —digo.

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—No —reconoce—. Pero es loúnico que tenemos. Por supuesto, haymuchísimas cosas que coinciden. Aunquehemos podido reducir la listaextrapolando a partir de lo que tenemos.Por ejemplo, nuestros datos apuntan auna exposición ambiental o alimentaria.

—¿Quieres que me ponga atrabajar en encontrar los elementos de lacura? —pregunto, esperanzada.

—Más adelante sí —responde—,pero antes tengo otro trabajo para ti.Necesito que resuelvas un problema deoptimización con restricciones.

Creo que ya sé a qué se refiere. Esel problema que no me he quitado de la

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cabeza desde que supe que la mutaciónno tenía cura.

—Quieres que averigüe cuántotiempo falta para que el Alzamientoempiece a desconectar a los pacientes —digo—. Necesitamos saber de cuántotiempo disponemos.

—Sí —conviene—. El Piloto nonos sacará de aquí si ya no quedan vidasque salvar. Quiero que trabajes en esomientras yo sigo analizando datos para lacura. Luego podrás ayudarme. —Meacerca un terminal portátil—. Aquí estánlas notas de la entrevista de Xander. Hayinformación sobre el grado de infección,el ritmo al que se consumían los recursosy las características de los pacientes.

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Tenemos datos adicionales del Pilotosobre estos mismos aspectos.

—Sigue faltándome información—digo—. No conozco la cantidad inicialde recursos ni la población total de laSociedad.

—Tendrás que extrapolar lacantidad inicial de recursos a partir de lavelocidad a la que se consumen —explica—. En lo que respecta a la población detodas las provincias, el Piloto nos ha dadola cifra aproximada de dos millonesseiscientos mil.

—¿Solo? —pregunto, atónita. Creíaque la Sociedad era mucho más grande.

—Sí —responde.

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El Alzamiento estará tratando dedeterminar la mejor manera de distribuirsus recursos materiales y humanos.Obviamente hay que atender a los inertes.También hay que seguir repartiendo lacomida y suministrando electricidad yagua a los edificios de las ciudades ydistritos. Y, aunque hay un pequeñosector de la población que está protegidopor haber contraído la Plaga inicial, laspersonas que lo forman no van a sersuficientes para cuidar de todas las demás.

Necesito saber cuántas son, cuántaspersonas tienen probabilidades de serinmunes. Tendré que determinar cuántaspersonas tienen probabilidades dequedarse inertes, a qué porcentaje de esas

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personas inertes pueden mantener convida las que son inmunes y la rapidez conque disminuirá ese porcentaje.

—Oker calcula que entre un cincoy un diez por ciento de la población esinmune a cualquier Plaga —explicaRebecca—. Ese será un grupo, y el otrolo formarán las pocas personas que, comotu amigo Xander, fueron vacunadas ydespués contrajeron el virus vivo en elmomento apropiado. Deberás tener encuenta esos dos grupos.

—De acuerdo —contesto. Y, comoya he tenido que hacer muchas otrasveces, cuando clasifico los datos, debodejar de pensar en Ky. En un momentode debilidad, quiero abandonar esta tarea

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imposible, dejar que los números secombinen al azar, ir a la pequeñahabitación donde yace Ky y abrazarlo,estar juntos en las montañas después dehaber atravesado los cañones.

«Es posible —me digo—. Ya quedapoco.» Como el viaje del poema quecomienza con «No te alcancé»:

Nieve cual felpa pisamos…Las aguas murmuran,tres ríos y la loma cruzados,¡dos desiertos y el mar!Mas la Muerte me usurpa el premiode ser yo quien te mire.

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Pero reescribiré los dos últimos

versos. La muerte no se llevará a laspersonas a las que quiero. Nuestro viajeterminará de otra forma.

Tardo mucho tiempo, porquequiero hacerlo bien.

—¿Has terminado? —me preguntaRebecca en voz baja.

Por un momento no puedo dejar demirar el resultado que he obtenido. En laTalla, me habría gustado tener unaoportunidad como esta, poder colaborar

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con personas que habían vivido en losconfines de la Sociedad. Pero, en cambio,encontramos un caserío vacío en unparaje hermoso, habitado únicamente porpáginas y papeles dejados en una cueva,un patrimonio atesorado y luegoabandonado.

Ninguno de nosotros quieredócilmente, sin luchar.

—Sí —respondo.—¿Y? —pregunta—. ¿Cuánto falta

para que empiecen a dejar morir a lagente?

—Ya habrán empezado.

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CAPÍTULO 29Ky

Alguien entra en la habitación.Oigo cómo se abre la puerta y, después,pasos que se acercan.

¿Es Cassia?Esta vez no. Quienquiera que sea

no tiene su olor a flores y a papel. Estapersona huele a sudor y a humo. Y surespiración es distinta. Más grave y fuerte,como si hubiera venido corriendo ytratara de contener el aliento.

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Le oigo coger la bolsa de suero.Sin embargo, no necesito más

suero. Alguien acaba de cambiármelo.¿Dónde está? ¿Sabe qué sucede?

Noto un tirón en el brazo. Lapersona ha separado la bolsa de mi víaintravenosa y ha comenzado a vaciarla. Elsuero gotea en algún tipo de cubo enlugar de fluir a mis venas.

El intruso me vuelve hacia laventana y oigo todavía más la vibracióndel viento en los cristales.

¿Les está ocurriendo esto a todos?¿O solo a mí? ¿Alguien quiere asegurarsede que no me recupere?

Oigo que el corazón me late cada

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vez más lento.Me sigo hundiendo en el abismo.El dolor remite.Cada vez me cuesta más acordarme

de respirar. Repito un verso del poema deCassia para mis adentros y respiro concada palabra.

«Agua. Río. Piedra. Y. Sol.»Inspiro. Espiro. Inspiro. Espiro.

Inspiro.Espiro.

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CAPÍTULO 30Xander

Debo de haberme quedadodormido, porque me sobresalto cuandoabren la puerta de la cárcel.

—Sácalo —dice alguien al guardia.Luego Oker aparece delante de mi celda yobserva al guardia mientras abre la puertade mi celda.

—Vamos —me indica—. Es horade volver al trabajo.

Miro la celda de enfrente. Cassia no

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ha llegado. ¿Ha velado por Ky toda lanoche? ¿O ha tenido que trabajar?Ninguno de los otros prisioneros semueve. Les oigo respirar, pero no pareceque haya nadie más despierto.

Cuando salimos de la cárcel,advierto que aún es de noche; ni siquieraha clareado.

—Trabajas para mí —prosigueOker—, así que harás el mismo horarioque yo. —Señala hacia el laboratorio deinvestigación construido enfrente de lacárcel—. Es mío —añade—. Haz lo queyo te digo y podrás pasar la mayor partedel tiempo ahí en vez de estar encerrado.

Si Leyna es la doctora de estepueblo, creo que Oker es el piloto.

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—Sigue mis instrucciones al pie dela letra —continúa—. Lo único quenecesito son tus manos, porque las míasno me sirven.

—A Oker no le van laspresentaciones —dice un ayudantecuando Oker se va—. Soy Noah. Trabajocon él desde que llegó. —Noah aparentaunos treinta y cinco años—. Esta es Tess.

Tess me saluda con la cabeza. Es unpoco más joven que Noah y tiene unadulce sonrisa.

—Yo soy Xander —me presento—. ¿Qué es todo esto?

Una pared del laboratorio estácubierta de retratos de personas a las que

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no conozco. Algunos son viejasfotografías y páginas arrancadas de libros,pero la mayoría parecen dibujos. ¿Loshizo Oker antes de que las manos se leagarrotaran? Es impresionante. Me hacenpensar en la enfermera del centro médico.Quizá soy el único que no sabe crearcosas, cuadros, poemas, sin ningunapreparación.

—Oker los llama los héroes delpasado —responde Noah—. Piensa quedeberíamos conocer el trabajo de la genteque nos ha precedido.

—Se formó en la Sociedad,¿verdad? —pregunto.

—Sí —contesta Tess—. Vino hacediez años, justo antes de su banquete

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final.—¿Tiene noventa años? —

pregunto. Nunca he conocido a nadie tanmayor.

—Sí —dice Noah—. Es la personamás vieja del mundo, que nosotrossepamos.

La puerta del despacho se abre degolpe, y todos volvemos al trabajo.

Unas horas después, Oker ordenaa sus ayudantes que se tomen undescanso.

—Tú no —me dice—. Tengo que

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preparar una cosa y puedes quedarte aayudarme.

Noah y Tess me lanzan miradascompasivas.

Oker deja en la mesa un montón decajas y botes cuidadosamente etiquetadosy me entrega una lista.

—Prepara esta fórmula —pide, yyo comienzo a medir las cantidades. Okerregresa al armario y se pone a buscar másingredientes.

Oigo un tintineo de cristales.Entonces, para mi sorpresa,

empieza a hablarme.—Has dicho que viste a unos dos

mil pacientes mientras trabajabas en el

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centro médico de Camas —dice—. En unperíodo de cuatro meses.

—Sí —respondo—. Por supuesto,había muchos más pacientes, a los que notrataba yo, en otros pabellones del centroy en otros edificios de Camas.

—De todos los que viste, ¿cuántostenían mejor aspecto que mis pacientescuando estaban inertes? —pregunta.

—Ninguno —digo.—Has respondido enseguida —

observa—. Piénsalo bien.Pienso en todos mis pacientes. No

recuerdo las caras de todos, aunque sí lasdel último centenar. Y, por supuesto,recuerdo a Lei.

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—Ninguno —repito.Oker se cruza de brazos y se

recuesta en la silla, satisfecho. Me observamientras mido unos cuantos ingredientesmás.

—Bueno —dice tras una pausa—.Ahora puedes hacerme una pregunta tú.

No esperaba tener estaoportunidad, pero voy a aprovecharla.

—¿Qué diferencia hay entre elsuero que usted prepara y el queadministra el Alzamiento? —pregunto.

Oker me acerca un recipiente.—¿Has oído hablar del mal de

Alzheimer?

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Eso es una pregunta, no unarespuesta. Pero le sigo el hilo.

—No —respondo.—Claro —conviene—. Porque yo

lo curé antes de que nacieras.—Lo curó —digo—. Usted solo.

¿Nadie más?Oker señala dos de los retratos

colgados de la pared.—Yo solo no. En la Sociedad

formaba parte de un equipo deinvestigación. Esa enfermedad colapsabael cerebro al producir un exceso deproteínas. Ya se había investigado, peronosotros descubrimos el modo decontrolar el grado de expresión de esas

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proteínas. Las aislamos. —Se acerca paraexaminar la fórmula que he preparado—.Así pues, en respuesta a tu primerapregunta, la diferencia es que yo sé lo meque hago cuando preparo la medicación.A diferencia del Alzamiento. Sé cómoevitar que algunas proteínas de lamutación se acumulen porque su acciónes muy similar a las del mal de Alzheimer.Y sé cómo impedir que las plaquetas seacumulen en el bazo para evitar que lospacientes sufran una rotura y hemorragiainterna. La otra diferencia es que noincluyo tantos narcóticos en el suero. Mispacientes sienten algo de dolor. No es undolor fuerte, sino un malestar. Eso lesrecuerda que deben respirar. Así lasprobabilidades de que se recuperen son

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mayores.—Pero ¿eso es bueno? —pregunto

—. ¿Y si pueden sentir el dolor de losfurúnculos?

Oker resopla.—Si sienten algo luchan —dice—.

Si no tuvieras ningún dolor, ¿por qué ibasa esforzarte por recobrarte?

Me acerca una bandejita de polvospor la mesa.

—Mide esto y disuélvelo en lasolución.

Leo las instrucciones y añado dosgramos de polvos al líquido.

—A veces esto me parece inaudito

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—masculla Oker. No sé si está hablandosolo, pero entonces me mira—. Aquí metienes, trabajando otra vez en una curapara la dichosa Plaga.

—Un momento —digo—. ¿Ustedtrabajó en la primera cura?

Asiente.—La Sociedad conocía nuestro

trabajo sobre la expresión de lasproteínas. Puso a mi equipo a investigarla cura de la Plaga. Antes de contagiar alenemigo, quería asegurarse de tener unacura, por si la Plaga volvía.

—Entonces el Alzamiento miente—arguyo—. La Sociedad ya tenía unacura.

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—Claro que la tenía —conviene—.No en cantidad suficiente para unapandemia, por lo que el mérito deproducir más sí corresponde alAlzamiento. Pero la Sociedad descubrióla cura primero. Seguro que vuestroPiloto no lo mencionó.

—No —admito.—Pagué bastante para escapar —

dice—. El Piloto actual es el que me trajoaquí. —Se dirige al armario para cogerotra cosa—. Lo hizo cuando todavía eraun piloto normal y corriente —añade,con la cabeza metida en el armario—.Cuando el Alzamiento le pidió queliderara la rebelión, yo le dije que nomordiera el anzuelo. «No son rebeldes.

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Son la Sociedad, con otro nombre, y soloos quieren a ti y a tus partidarios», leadvertí. Pero él estaba convencido de quesaldría bien. —Regresa a la mesa—.Puede que no lo estuviera tanto —dice—.Tomó nota de que me había quedadoaquí en Última Piedra.

Así que Oker fue uno de losfugados de los que me habló Lei.

—¿Le molestó? —pregunto—.¿Que lo tuviera tan localizado?

—No —responde—. Yo queríaestar fuera de la Sociedad, y lo estaba. Nome molesta sentirme útil de vez encuando. Ten. —Me da el terminal portátil—. Desplaza esta lista por la pantalla.

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Cuando lo hago refunfuña.—¿No pueden restringirlo más?

Todos suponemos que es un factorambiental. Como nos comemos todo loque encontramos y cultivamos, la lista eslarga. Encontraremos algo que les ayude.Pero quizá no lleguemos a tiempo.

—¿Por qué no le ha llevado elPiloto a Camas o a Central? —pregunto—. Serían mejores sitios para investigar lacura. Podrían llevarle alimentos y plantasde las montañas. En las provincias tendríaacceso a todos los datos, al equipo…

Oker ha tensado las facciones.—Porque accedí a colaborar con él

con una sola condición —contesta—:

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quedarme aquí.Asiento.—Cuando se sale —dice—, ya no

se vuelve.Tiene las manos tan avejentadas

que parecen huesos recubiertos de papel,pero las venas sobresalen, rebosantes desangre y vida.

—Sé que tienes otra pregunta —continúa, con un tono a la vez irritado einteresado—. Adelante.

—El Piloto nos dijo que alguiencontaminó el agua —le explico—. ¿Creeque también creó la mutación? Las doscosas pasaron con mucha rapidez. Da laimpresión de que la mutación pudo ser

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manipulada, igual que la Plaga.—Es una buena pregunta —arguye

—, aunque estoy seguro de que lamutación ocurrió de forma espontánea.En la naturaleza a menudo se producenpequeños cambios genéticos, pero, amenos que una mutación represente unaventaja, no prospera porque las versionesno mutadas predominan. —Me señalaotro bote. Lo bajo del estante y lo abro—.Sin embargo, si una mutación se vefavorecida por algún tipo de presiónselectiva, acaba proliferando ysobreviviendo a las formas no mutadas.

—Eso me dijo un virólogo deCamas —repongo.

—Tiene razón —asegura—. Al

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menos en mi opinión.—También me dijo que

probablemente fue la propia cura la queejerció la presión selectiva y provocó lamutación.

—Es posible —conviene—, pero,aun así, no creo que fuera intencionado.Fue, como a veces decimos los quevivimos fuera de la Sociedad, mala suerte.Una de las mutaciones era inmune a lacura. Por eso prosperó y se estableció.

Oker lo ha confirmado. La cura hasido la causa de la pandemia.

—Me he adelantado —continúa—.Todavía no te he explicado cómo actúa elvirus. Tú ya has deducido una parte solo.

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Pero la mejor forma de explicarlo —dice,y su tono es seco— es con un relato. Unode los Cien, de hecho. El tercero. ¿Lorecuerdas?

—Sí —respondo, y es cierto.Nunca se me olvida porque el nombre dela niña, Xanthe, se parece un poco al mío.

—Cuéntamelo —dice.La última vez que intenté contar un

cuento fue a Lei y no salió nada bien.Ojalá lo hubiera hecho mejor. Pero ahoravolveré a intentarlo, porque me lo hapedido Oker y creo que la cura va aencontrarla él. Tengo que contenermepara no sonreír. «Es posible. Vamos aconseguirlo.»

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—El relato trata de una niñallamada Xanthe —comienzo—. Un díadecidió que no quería tomarse su comida.Cuando repartieron las bandejas a sufamilia, se comió las gachas de su padre.Pero estaban demasiado calientes, y sepasó todo el día con fiebre. Al díasiguiente se tomó las gachas de su madre,pero estaban demasiado frías y se pasótodo el día tiritando. Al tercer día secomió sus gachas y estaban perfectas. Esedía se encontró bien. —Me interrumpo.Es un relato bastante absurdo, concebidopor la Sociedad para recordar a los niñosque deben ser obedientes—. Hay unmontón de ejemplos más —observo—.La niña termina con tres citaciones por

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conducta indebida antes de comprenderque la Sociedad sabe lo que más leconviene.

Para mi sorpresa, Oker asiente.—No está mal —dice—. Solo se te

ha olvidado lo del pelo.—Es verdad —admito—. Lo tenía

como el oro. Es lo que significa elnombre «Xanthe».

—De todos modos da igual —agrega—. Lo importante es la idea de queuna cosa puede estar demasiado caliente,demasiado fría o perfecta. Eso es lo quedebes tener presente para entender cómoactúan los virus. Emplean lo que yo llamola estrategia de Xanthe. A un virus no le

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interesa quedarse sin dianas demasiadorápido. Mata al organismo que infecta,pero no puede hacerlo demasiado deprisa.Necesita poder trasladarse a otroorganismo a tiempo.

—Entonces, si el virus lo matatodo demasiado rápido —digo—, estádemasiado caliente.

—Y si no se traslada a otroorganismo lo bastante rápido, muere —añade—. Está demasiado frío.

—Pero, entre los dos extremos —concluyo—, está perfecto.

Oker asiente.—Esta mutación —dice— estuvo

perfecta. Y no solo gracias a la Sociedad y

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al Alzamiento y a lo que hicieron. Amboscontribuyeron a algunas de lascondiciones, sí. Pero el virus mutó por sísolo, como los virus han hecho duranteaños. La historia está sembrada de Plagas,y la nuestra no será la última.

—Entonces nunca estamosverdaderamente seguros —digo.

—No, hijo, no —responde, casicon ternura—. Esa quizá fuera la mayorvictoria de la Sociedad: que tantos denosotros llegáramos a creer que loestábamos.

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CAPÍTULO 31Cassia

Tendría que ir a ver a Ky.

Tendría que quedarme aquítrabajando en la cura.

Cuando me permito pensar, no séqué camino tomar, y la preocupación meaturde. Con eso no consigo nada ni ayudoa nadie, por lo que no pienso, no de esaforma. Pienso en plantas, curas ynúmeros, analizo los datos e intentoencontrar algo que reviva a los inertes.

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Las listas no son tan fáciles decomparar como parece. No solo incluyenlos nombres de los alimentos que hancomido los lugareños y los labradores,sino también la frecuencia con que lo hanhecho; el tipo de suelo en el que se hancultivado, si son productos vegetales oanimales y muchísima más informaciónpertinente. Que un alimento se hayaconsumido a menudo no significa quetenga que causar la inmunidad; por elcontrario, es poco probable que estéinducida por un alimento que solo se haconsumido una vez.

Hay gente entrando y saliendo.Entran médicos para darnos el partedespués de explorar a los pacientes; Oker

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y Xander van y vienen mientras hacen tutrabajo; salen clasificadores a tomarse unrespiro; entra Leyna para ver nuestrosavances. Me acostumbro al trasiego degente y, al final, ni siquiera miro la puertacuando oigo que alguien la abre y luego lacierra; apenas noto el viento montano quese cuela en la sala y me desordena elcabello.

Una voz de mujer medesconcentra.

—Se nos han ocurrido varias cosasmás —anuncia—. Quiero asegurarme deque las hemos incluido todas en la lista.

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—Claro —conviene Rebecca.La voz me resulta familiar. Miro a

la mujer.Es mayor de lo que sugiere su voz.

Tiene el pelo cano recogido en un moñotrenzado, la piel curtida y una forma muydelicada de mover las manos. En unalleva un papelito con una lista. Inclusodesde mi silla, veo que está manuscrita,no impresa.

—Anna —digo en voz alta.Ella se vuelve y me mira.—¿Nos conocemos? —pregunta.—No —respondo—. Lo siento.

Pero he visto su caserío y conozco a

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Hunter y a Eli. —Quiero ver a Eli. Sinembargo, entre las visitas a Ky y mitrabajo, no he tenido tiempo de buscar elnuevo caserío de los labradores, aunquesé que no está lejos del pueblo. Meatenaza la culpa, si bien no sé si Leyna ysus compañeros me dejarían ir si se lopidiera. Estoy aquí para trabajar en lacura.

—Tú debes de ser Cassia —diceAnna—. Eli siempre habla de ti.

—Sí —contesto—. Dígale que hevenido con Ky. —¿Le ha hablado Eli deKy? Por cómo le brillan los ojos, creo quesí—. Pero Ky es uno de los pacientes.

—Lo siento mucho —repone.

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Me agarro bien a la mesa y merecuerdo que no debo pensar mucho enKy o me desmoronaré y ya no le serviréde nada.

—¿Hunter y Eli están bien?—Sí —responde.—Quería ir a verlos… —comienzo

a explicar.—Tranquila —dice—. Lo

entiendo.Rebecca cambia ligeramente de

postura, y Anna capta la indirecta. Mesonríe.

—Cuando termine iré a decirle aEli que te he visto. Querrá verte. Y

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Hunter también.—Gracias —contesto, sin acabar de

creerme que la he conocido. Esta esAnna, la mujer de la que Hunter mehabló y cuyos escritos vi en la cueva.Cuando comienza a leer la lista, meresulta imposible no escucharla.

—Lirios mariposa —dice aRebecca—. Flores pincel, pero solo enpequeñas dosis. Si no son tóxicas.Utilizábamos salvia como aderezo, yefedra en infusión…

Palabras tan bellas como canciones.Y sé por qué he reconocido su voz. Esidéntica a la de mi madre.

Cojo un papelito y anoto los

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nombres que recita. Es posible que mimadre ya sepa algunos, y le encantaráconocer el resto. Se los cantaré cuando lelleve la cura.

—Es hora de que te tomes undescanso. —Rebecca me da un pan planoenvuelto en un trapo. Aún está caliente y,al olerlo, me ruge el estómago. Aquíelaboran los alimentos ellos mismos.¿Cómo sería eso? ¿Y si tuviera tiempopara aprender?—. Toma —añade, y meentrega una cantimplora—. Deberíascomer mientras lo visitas.

Sabe adónde voy, por supuesto.

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Enfilo el camino de la enfermería yrespiro el aire del bosque. Hay flores entodos los lugares por los que no camina lagente; moradas, rojas, azules y amarillas.Las nubes, de un color rosa deslumbrante,se arremolinan por encima de los árbolesy los picos de las montañas. Es entoncescuando lo sé: «Podemos encontrar unacura». Jamás había estado tan convencida.

Cuando llego me siento al lado deKy y lo miro, le acaricio la mano.

Las víctimas de la Plaga no cierranlos ojos. Ojalá lo hicieran. Ky los tienevidriosos y grises; no azules o verdes, loscolores a los que estoy habituada. Le tocola frente y noto bajo la mano su piel tersay su hueso frontal. Me parece que está

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caliente. ¿Puede haber desarrollado unainfección?

—No tiene buen aspecto —digo auna médica—. Se le ha acabado el suero.¿Le habéis regulado bien el flujo?

Ella consulta sus notas.—El paciente aún debería tener

suero.No me muevo. No es culpa de Ky

que alguien haya cometido un error. Alcabo de un momento, la médica se levantay va a buscar más suero. Parecedesbordada. Solo hay dos médicos deguardia.

—¿Necesitáis ayuda? —pregunto.—No —repone, con aspereza—.

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Leyna y Oker quieren que solo nosocupemos de los inertes los que tenemosformación médica.

Cuando termina me siento al ladode Ky, pongo mi mano sobre la suya ypienso en lo vivo que estaba en la Loma,en los cañones y, por un momento, en lasmontañas. Y después ya no estuvo. Piensoen todo el tiempo que pasé tratando desaber de qué color tenía los ojos cuandoempecé a enamorarme de él. Loencontraba voluble y difícil de encasillar,imposible de describir en pocas palabras.

La puerta se abre y me vuelvo,pensando que será alguien que viene adecirme que mi descanso ha terminado yes hora de que vuelva al trabajo. Y no

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quiero irme. Es extraño. Cuando estabaclasificando tenía la certeza de que nohabía nada más importante que eso.Cuando vengo aquí sé que estar con losinertes es lo que más importa.

Sin embargo, no es nadie dellaboratorio de investigación. Es Anna.

—¿Se puede? —pregunta.Después de desinfectarse las manos

y ponerse una mascarilla, se acerca a mí.Me levanto, dispuesta a ofrecerle mi silla,pero ella niega con la cabeza y se sienta enel suelo, cerca de la cama. Me resultaextraño mirarla desde arriba.

—Así que este es Ky —dice. Kyestá tendido de lado, y Anna lo mira a los

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ojos y le toca la mano—. Eli quiere verlo.¿Crees que es buena idea?

—No lo sé —respondo. Para Kypodría ser beneficioso que Eli lo visitara,porque, de ese modo, oiría algo másaparte de mi voz hablándole, llamándolo.Pero ¿sería conveniente para Eli?—.Usted lo conoce mejor que yo. —Es durodecirlo, pero es cierto. Yo solo estuveunos días con él. Ella lo conoce desdehace meses.

—Eli me explicó que el padre deKy trabajó como colaborador —cuentaAnna—. No sabía cómo se llamaba, perose acordaba de que Ky le había dicho queaprendió a escribir en nuestro caserío.

—Así es —convengo—. ¿Se

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acuerda de él?—Sí —contesta—. Es imposible

que me olvide de él. Se llamaba SioneFinnow. Yo le enseñé a escribir. Porsupuesto, lo primero que quiso escribirfue el nombre de su mujer. —Sonríe—.Realizaba intercambios para ella siempreque podía. Le llevaba pinceles, inclusocuando no podía conseguirle pintura.

Me pregunto si Ky la oye.—Sione también realizó un

intercambio para Ky —continúa.—¿Qué quiere decir? —pregunto.—Algunos de los colaboradores

solían trabajar con los pilotos rebeldes —explica—. Los que sacaban a gente de la

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Sociedad. Sione colaboró con ellos, unavez.

—¿Intentó sacar a Ky? —pregunto,sorprendida.

—No —responde—. Sione realizóun intercambio en nombre de otraspersonas para traer a alguien, su sobrino,a los pueblos de las piedras. Loslabradores nunca nos mezclamos en eso.Pero Sione me lo contó.

Me da vueltas la cabeza. «MatthewMarkham. El hijo de Patrick y Aida. ¿Noestá muerto?»

—Sione no se llevó ningunacomisión por ese intercambio porque lorealizó para una persona de su familia. La

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hermana de su mujer. Su marido sabíaque la Sociedad estaba corrompida.Quería sacar a su hijo. Fue unintercambio extremadamente delicado ypeligroso.

Anna se queda con la miradaausente, recordando al padre de Ky, unhombre al que no conocí. «¿Cómo era?»,me pregunto. Me resulta imposible noimaginármelo como a una versión másmadura e intrépida de Ky: inteligente,audaz.

—Sin embargo —continúa Anna—, Sione lo consiguió. Pensó que laSociedad preferiría anunciar una muerte ainformar de una fuga, y así fue. LaSociedad se inventó una historia para

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justificar la desaparición del chico. Noquería que se difundieran rumores acercade las fugas, como las llamaban. Noquería que la gente creyera que podíahuir.

—Se arriesgó mucho por susobrino —digo.

—No —precisa—. Lo hizo por suhijo.

—¿Por Ky?—Sione no podía dejar de ser

quien era. No podía reclasificarse. Peroquería una vida mejor para su hijo de laque él podía darle.

—Pero el padre de Ky fue unrebelde —arguyo—. Él creía en el

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Alzamiento.—Y, al final, creo que también fue

realista —dice—. Sabía que lasprobabilidades de que una rebelióntriunfara eran remotas. Y se ocupó deasegurar el futuro a Ky. Si algo salía mal yél moría, Ky tendría un lugar en laSociedad. Podría irse a vivir con sus tíos.

—Y lo hizo —convengo.—Sí —dice—. Ky no corrió

peligro.—No —preciso—. Al final lo

mandaron a los campos de señuelos. Yolo mandé allí.

—Pero lo habrían mandado muchoantes —arguye—. Probablemente no

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habría vivido tanto si se hubiera quedadoatrapado en las provincias exteriores.

—¿Dónde está ese chico ahora? —le pregunto—. ¿Matthew Markham?

—No tengo ni idea —respondeAnna—. No lo conocí, ¿sabes? Solo supede él por Sione.

—Yo conocí al tío de Ky —digo—. Patrick. Me parece increíble queenviara a su hijo aquí, donde no conocíanada ni a nadie.

—Los padres hacen lo indeciblecuando saben que sus hijos están enpeligro —repone.

—Pero Patrick no hizo lo mismopor Ky —observo, enfadada.

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—Sospecho —dice— que quisorespetar lo que los padres de Ky le habíanpedido, que era dar a su hijo laoportunidad de salir de las provinciasexteriores. Y al final estoy segura de quesus tíos no quisieron renunciar a él.Separarse de un hijo casi debió de acabarcon ellos. Y luego, cuando no sucediónada terrible durante años, debieron depreguntarse si habían hecho bienmandándolo aquí. —Respira hondo—.Hunter debió de explicarte que losabandoné a él y a su hija. Mi nieta Sarah.

—Sí —contesto. Vi a Hunterenterrar a Sarah. Vi el verso de su tumba:«De pronto por junio un viento condedos avanza».

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—Hunter nunca me culpó —continúa Anna—. Sabía que tenía quellevar a los labradores a las montañas.Había poco tiempo. Los que se quedaronmurieron. En eso tuve razón.

Me mira. Tiene los ojos muyoscuros.

—Pero yo sí me culpo —dice.Alarga la mano y, cuando mueve losdedos, me parece verle restos de marcasazules en la piel, o quizá sean venas. Esdifícil saberlo con la poca luz que hay enla enfermería.

Se levanta.—¿Cuándo tendrás el próximo

descanso? —pregunta.

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—No lo sé —respondo.—Intentaré que Eli y Hunter

vengan a verte. —Se inclina y toca elhombro a Ky—. Y a ti —añade.

Cuando se ha ido, me apoyo en Ky.—¿Lo has oído todo? —le

pregunto—. ¿Has oído cuánto te queríantus padres?

Él no responde.—Y yo te amo —digo—. Seguimos

buscando tu cura.No se mueve. Le recito poemas y le

digo que lo amo. Una y otra vez. Mientraslo miro me parece que el suero que lecorre por las venas le hace bien; parece

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que la cara se le haya entibiado, como unapiedra al sol cuando llega el día.

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CAPÍTULO 32Ky

Su voz es lo primero que perturbami letargo. Hermosa y dulce. Me recitapoesía.

Luego lo hace el dolor, pero ahoraes distinto. Antes lo notaba en losmúsculos y los huesos. Ahora es todavíamás hondo. ¿Se ha extendido la infección?

Cassia quiere que sepa que mequiere.

El dolor quiere devorarme.

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Ojalá pudiera sentir lo uno sin lootro, pero ahí radica el problema de estarvivos.

En general, no podemos elegircuánto sufrimiento o cuánta alegríasentimos.

No merezco ni su amor ni estaenfermedad.

Qué idea tan absurda. Las cosassuceden se merezcan o no.

De momento soportaré el dolorconcentrándome en la melodía de su voz.No pensaré en qué sucederá cuando tengaque marcharse.

Ahora está aquí y me quiere. Nodeja de decírmelo.

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CAPÍTULO 33Cassia

Xander me encuentra sentadajunto a Ky.

—Leyna me ha pedido que venga abuscarte —explica—. Tienes que volveral trabajo.

—Ky se había quedado sin suero—digo—. Quería quedarme hasta quetuviera mejor aspecto.

—No tendría que haber pasado —observa Xander—. Informaré a Oker.

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—Bien —contesto. Los líderes delpueblo se tomarán mucho más en serio elenfado de Oker que el mío.

»Volveré —le prometo a Ky, por siacaso me oye—. Lo antes posible.

Fuera de la enfermería, los árbolescrecen hasta la misma linde del pueblo.Las ramas se rozan y se susurran entreellas cuando el viento las mece. Cuántavida hay aquí. Hierba, flores, hojas ypersonas que caminan, hablan, viven.

—Siento lo de las pastillas azules—dice Xander—. Podrías… habermuerto. Habría sido culpa mía.

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—No —afirmo—. No lo sabías.—No te tomaste ninguna, ¿verdad?—Sí —respondo—. Pero estoy

bien. No me quedé parada.—¿Cómo? —pregunta.«No me quedé parada porque

pensaba en Ky.» Pero ¿cómo voy a decirleeso a Xander?

—Lo conseguí, no sé cómo —leexplico—. Y los papelitos de las pastillasme ayudaron.

Xander sonríe.—El secreto que mencionabas en

uno —continúo—, ¿cuál es?

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—Que estoy en el Alzamiento —contesta.

—Pensé que podía ser eso. Me lodijiste por el terminal. ¿Verdad? No enpalabras, lo sé, pero creí que intentabasdecirme eso…

—Así es —confirma—. Te lo dijeese día. No tenía mucho de secreto. —Sonríe, pero después se pone serio—.Hace tiempo que quiero preguntarte porla pastilla roja.

—No soy inmune —respondo.—¿Estás segura?—Tuve que tomármela en Central

—digo—. Estoy segura.

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—El Alzamiento me prometió queeras inmune a la pastilla roja, y a la Plaga—insiste.

—Pues o te mintieron o seequivocaron —afirmo.

—Eso significa que eras vulnerablea la versión original de la Plaga —dice—.¿Te contagiaste? ¿Te administraron lacura?

—No. —Sé qué es lo que ledesconcierta—. Si la pastilla roja me haceefecto, significa que no me vacunaroncuando nací. En consecuencia tendría quehaberme puesto enferma al contraer laPlaga original. Pero no enfermé. Solo mesalió la marca.

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Xander niega con la cabeza y tratade entenderlo. Yo también analizo losdatos.

—La pastilla roja me hace efecto —digo—. Nunca he tomado la verde. Y hesobrevivido a la azul.

—¿Ha sobrevivido alguien más a laazul? —pregunta.

—No que yo sepa —respondo—.Indie estaba conmigo y me ayudó a noquedarme parada. A lo mejor fue por eso.

—¿Qué más pasó en los cañones?—pregunta.

—Estuve mucho tiempo sin Ky —respondo—. Nos llevaron a un campo detrabajo lleno de aberrantes. Luego, tres de

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nosotros huimos a la Talla; Indie, el chicoque murió y yo.

—Indie está enamorada de Ky —declara.

—Sí —digo—. Creo que ahora sí.Aunque primero se enamoró de ti. Solíarobar cosas. Me quitó la microficha y,siempre que podía, miraba tu cara en unminiterminal que no era suyo.

—Pero, al final, se ha quedado conKy —insiste. Detecto un deje deamargura en su voz; no es un tono que lehaya oído a menudo.

—Pilotaban aeronaves en el mismocampamento —digo—. Lo veíacontinuamente.

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—No pareces enfadada con ella —observa.

Y no lo estoy. Cuando me enteré deque había besado a Ky, me sorprendió, ytambién me dolió, pero se me pasó encuanto él se quedó inerte.

—Indie va a la suya —arguyo—.Siempre hace lo que quiere. —Niego conla cabeza—. Cuesta enfadarse con ella.

—No lo entiendo —replica.No creo que pueda. De hecho, no

conoce a Indie; nunca le ha visto mentir yengañar para salirse con la suya, ni sabeque, bajo esa fachada, anida una honradezpeculiar e inexplicable que nadie mástiene. No la ha visto cortar las aguas

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plateadas y llevarnos a buen puerto contratodo pronóstico. No sabe qué pensaba delmar ni cuánto le habría gustado tener unvestido azul de seda.

Hay cosas que no se puedencompartir. Aunque le explicara todo loque sucedió en la Talla, él no ha estadoallí conmigo.

Y a él le ocurre lo mismo. Aunqueme lo explicara todo sobre la Plaga, lamutación y lo que ha visto, yo no estabaallí.

Al observar su expresión, veo quetambién se ha dado cuenta. Traga saliva.Está a punto de preguntarme algo.Cuando lo hace no es lo que imagino.

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—¿Has escrito alguna vez algo paramí? Aparte del mensaje.

—Lo recibiste —digo.—Todo excepto el final —precisa

—. Se estropeó.Se me cae el alma a los pies.

Entonces no sabe lo que le decía, que lepedía que dejara de pensar en mí en esesentido.

—Me preguntaba —continúa—, sialguna vez me habías escrito un poema.

—Espera —digo. Aquí no haypapel, pero hay un palo, y tierra oscura enel suelo. Además, así es como aprendí aescribir. Me vuelvo para mirar laenfermería y vacilo un momento, aunque

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enseguida lo comprendo. «La época paramantener esto en secreto ha pasado. Y, siintenté compartirlo con todo el mundoen Central, ¿por qué no voy a hacerlo conXander?»

De todas maneras, escribir para élme parece íntimo. Significa más.

Cierro los ojos un momento parainspirarme. No tardo en componer losversos, una continuación del poema conuna palabra que me hizo pensar enXander. Comienzo a escribir.

—Xander —digo, y me quedocallada.

—¿Qué? —pregunta. No despegalos ojos de mis manos, como si fueran

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capaces de obrar un milagro y él por finpudiera presenciarlo.

—En la Talla también pensé en ti—respondo—. Soñé contigo.

Me mira a los ojos, y soy incapaz desostenerle la mirada; siento algo muyhondo que me obliga a bajar la vista.Escribo:

Todo era negra oscuridadsalvo la mano del doctor.Él curaría la enfermedady nos ayudaría a volar. Xander lo lee. Mueve los labios.

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—Doctor —dice, en voz baja.Parece preocupado—. Crees que puedocurar a la gente —añade.

—Sí.En ese momento, algunos niños del

pueblo se acercan por el camino próximoa nosotros. Como si fuéramos una solapersona, nos levantamos al mismo tiempopara verlos pasar.

Es la primera vez que veo un juegocomo este en el que se juega a ser otracosa. Todos van disfrazados de un animal.Algunos han utilizado hierba para elpelaje, otros han empleado hojas para lasplumas y aun otros se han fabricado alascon ramas y las mantas que los abrigan

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por las noches. Crear a partir de lanaturaleza y objetos inanimados merecuerda la Galería y me pregunto si loshabitantes de Central habrán encontradootro lugar para reunirse o si ya notendrán tiempo para eso con unamutación arrasando y sin ninguna cura ala vista.

—¿Cómo habríamos sido sihubiéramos podido hacer eso? —pregunta Xander.

—¿El qué? —digo.—Ser lo que quisiéramos —aclara

—. ¿Y si nos hubieran dejado hacer esocuando éramos pequeños?

Ya he reflexionado sobre ello, sobre

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todo cuando estuve en la Talla. «¿Quiénsoy? ¿Qué quiero ser?» Pienso en loafortunada que soy, pese a la Sociedad,por haber tenido tantos sueños, y tanlocos. Por supuesto, en parte es gracias ami abuelo, quien siempre me desafiaba.

—¿Te acuerdas de Oria? —mepregunta Xander.

Sí. Sí. Me acuerdo. De todo. Pareceque fue ayer; los dos, emparejados,cogidos de la mano en el tren aéreocamino de casa después del banquete. Mimano en su nuca cuando le metí labrújula de Ky por el cuello de la camisapara que los funcionarios no laencontraran. Incluso entonces, los treshicimos todo lo posible por cumplir

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nuestra palabra.—¿Te acuerdas del día que

plantamos neorrosas? —pregunta.—Sí —respondo, y pienso en aquel

beso, el único que nos hemos dado, y elcorazón se me encoge por los dos. En lasmontañas, el aire es crudo incluso enverano. Nos azota, nos despeina, nos hacellorar. Estar con Xander entre estasmontañas es igual y distinto de estar conKy al borde de la Talla.

Voy a cogerle la mano. El palo quehe utilizado para escribir me ha dejado lapalma llena de tierra y, cuando me la miroy pienso en él y en las raíces de lasneorrosas que plantamos, se levanta aire ylos niños se alejan danzando hacia la

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piedra del pueblo. Entonces, tan livianocomo una semilla de álamo de Virginiaarrastrada por el viento, veo pasar otrofragmento de recuerdo:

Mi madre tiene las manos negrasde tierra, pero le veo las líneas blancas delas palmas cuando levanta las plántulas.Estamos en el invernadero del arboreto.Por el vaho condensado en el techo decristal, nadie diría que fuera hace fresco yes primavera.

—Bram ha llegado puntual a clase—digo.

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—Gracias por la información —señala, y me sonríe. Los pocos días quetanto ella como mi padre empiezan atrabajar temprano, yo me ocupo de dejara Bram en el tren aéreo que lo lleva alcentro de primera enseñanza—. ¿Adóndevas ahora? Tienes unos minutos antes deentrar a trabajar.

—A lo mejor hago una visita alabuelo —respondo. Ahora puedoapartarme un poco de mi rutina habitual,porque el banquete de mi abuelo está alcaer. Y también el mío. Tenemos muchascosas de que hablar.

—Claro —dice. Está sacando lasplántulas de las bandejas de germinaciónpara trasladarlas a su nuevo hogar, unas

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macetitas llenas de tierra. Levanta una.—No tiene muchas raíces —digo.—Aún no —confirma—. Todo

llegará.Me apresuro a darle un beso y me

marcho. No debo entretenerme en sulugar de trabajo, y tengo que coger untren. Levantarme temprano con Bram meha dado cierto margen de tiempo, pero nomucho.

El viento juguetea conmigo y mezarandea. Cuando levanta un torbellinode hojarasca, me pregunto si la espiral deviento me recogería y me haría girar en elaire si saltara al vacío desde el andén deltren aéreo.

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No puedo pensar en caer sin pensaren volar.

Creo que me atrevería a hacerlo, sihallara el modo de fabricarme unas alas.

Alguien me alcanza cuando pasopor delante del frondoso mundo de laLoma camino del tren aéreo.

—¿Cassia Reyes? —me pregunta latrabajadora.

Tiene las rodillas del pantalón dediario manchadas de tierra, como mimadre cuando regresa del arboreto. Esjoven, solo unos años mayor que yo, ylleva una planta en la mano, también conraíces. ¿La ha arrancado o va a plantarla?

—¿Sí?

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—Tengo que hablar contigo —responde.

Detrás de ella, un hombre sale de laLoma. Tiene su misma edad y, al verlosjuntos, pienso: «Harían buena pareja».Nunca me han dado permiso para entraren la Loma, y observo la maraña deplantas y árboles que se alza detrás de lostrabajadores. ¿Cómo debe de ser estar enun sitio tan agreste?

—Necesitamos que realices unaclasificación —dice el hombre.

—Lo siento —me excuso, y echode nuevo a andar—. Solo clasifico en eltrabajo. —No son funcionarios, ni missuperiores o supervisores. No han

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seguido el protocolo, y yo no me salto lasreglas por personas desconocidas.

—Es para ayudar a tu abuelo —dice la chica.

Me detengo.

—Cassia… —pregunta Xander—, ¿estás bien?

—Sí —respondo.Aún me miro la mano: ojalá

pudiera cerrarla para apresar el resto delrecuerdo. Sé que pertenece al día deljardín rojo que he olvidado. Estoy segura,aunque no sabría decir por qué.

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Xander parece a punto de deciralgo más, pero los niños regresan despuésde haber dado la vuelta completa a lapiedra del pueblo. Arman escándalo y seríen, como es propio de la infancia. Unaniña sonríe a Xander y él también lo hace.Alarga la mano para tocarle un alacuando ella pasa por delante de nosotros,aunque la niña gira antes de lo previsto yél no llega a hacerlo.

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CAPÍTULO 34Xander

Oker está tan motivado que resultacasi inhumano. Yo opino como él —hayque encontrar la cura—, pero superseverancia es única. No me llevamuchos días habituarme a la rutina dellaboratorio de investigación, que consisteen trabajar cuando Oker lo ordena ydescansar cuando él decide que es hora deparar. A veces veo fugazmente a Cassia enlas salas de clasificación, pero me pasocasi todo el día preparando fórmulas

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según las instrucciones de Oker.Oker come en el laboratorio. Ni

siquiera se sienta. Y eso es lo que tambiénhacemos los demás: nos quedamos de piey nos vemos masticar. A mí siempre meentran ganas de reírme a la hora decomer, aunque, probablemente, se deba ala tensión y a la falta de sueño. Lasconversaciones que tenemos entonces sonun indicador de nuestros progresos con lacura. Oker es distinto de la mayoría de lagente porque, cuando nos va bien, no diceuna palabra y, cuando nos va mal, estámás hablador.

—¿Qué tienen las Tierras Ignotas—le pregunto hoy—, que todos estándeseando ir?

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Oker resopla.—Nada —responde—. Yo soy

demasiado viejo para volver a empezar.Me quedaré aquí. Y no soy el único.

—Entonces, ¿por qué investigas lacura si no vas a disfrutar del premio? —pregunto.

—Por el altruismo que mecaracteriza —dice.

No puedo evitar reírme, y él mefulmina con la mirada.

—Quiero ganar a la Sociedad —explica—. Quiero encontrar la cura antesque ellos.

—La Sociedad ya no existe —le

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recuerdo.—Claro que existe —replica, y

bebe de la cantimplora. Se enjuga la bocacon el dorso de la mano y vuelve afulminarme con la mirada—. Solo losnecios creen que algo ha cambiado. ElAlzamiento y la Sociedad están tanmezclados que ya no saben quién esquién. Son como una serpiente que semuerde la cola. Esto, este pueblo, es laúnica verdadera rebelión.

—El Piloto cree en el Alzamiento—sostengo—. Él no es un fraude.

Oker me mira.—Quizá no —reconoce—.

Aunque no por eso debes creer en él. —

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Me mira con perspicacia—. O en mí.No digo nada, porque los dos

sabemos que ya creo en ambos. Creo queel Piloto hará posible la revolución yOker hará posible la cura.

Los pacientes aún tienen muchomejor aspecto que los enfermos de lasprovincias. Oker ha curado todos lossíntomas secundarios de la Plaga mutada,como la acumulación de plaquetas y lassecreciones bronquiales. Sin embargo, sepasa el día murmurando sobre proteínas yel cerebro, y sé que no ha descubiertocómo prevenir o invertir el efecto de lamutación en el sistema nervioso. Pero loconseguirá.

Oker suelta un taco. Se ha

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derramado parte del agua de lacantimplora en la camisa.

—La Sociedad tenía razón en unacosa —dice—. Estas dichosas manosdejaron de funcionarme uno o dos añosdespués de cumplir los ochenta. Lacabeza, claro, aún me funciona mejor quea la mayoría.

Cassia ya está en su celda cuandollego, pero me ha esperado despierta. Nola veo muy bien porque es de noche, perola oigo cuando me habla. Alguien nosgrita que nos callemos desde el fondo delpasillo, aunque parece que todos los otros

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presos duermen.—Rebecca dice que caes bien a los

médicos investigadores —explica—.También dice que eres el único que llevala contraria a Oker.

—A lo mejor tendría que dejar dehacerlo —repongo. No quiero molestar amis compañeros. Tengo que quedarme enel laboratorio, investigando la cura.

—Rebecca dice que eso es bueno—arguye Cassia—. Cree que a Oker lecaes bien porque le recuerdas a él.

¿Es eso cierto? Yo no creo que seatan orgulloso como Oker, ni taninteligente. Naturalmente, siempre me hepreguntado si yo podría ser el Piloto

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algún día. Me gustan las personas. Quieroestar con ellas y mejorar su situación.

—Nos estamos acercando —diceCassia—. Seguro. —Su voz se aleja unpoco. Debe de haberse apartado de lapuerta de la celda para sentarse en la cama—. Buenas noches, Xander —añade.

—Buenas noches —respondo.

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CAPÍTULO 35Cassia

En ocasiones, cuando estoycansada, me parece que nunca he vividoen otro lugar. Que nunca he hecho nadaaparte de esto. Ky siempre ha estadoinerte, y Xander y yo siempre hemostrabajado en encontrar una cura. Mispadres y Bram están lejos de mí, y tengoque encontrarlos, y lo que hago me pareceuna tarea ingente, excesiva para cualquierpersona o grupo de personas.

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—¿Qué haces? —me pregunta unaclasificadora. Señala los papelitos y labarra de carboncillo que utilizo paratomar notas.

He descubierto que, en ocasiones,tengo que apuntar los datos que veo en lapantalla del terminal para poderentenderlos. Escribir me aclara las ideas.Y, últimamente, trato de dibujar todo loque describen las listas, porque, de locontrario, soy incapaz de imaginármelocomo un posible componente de la cura.La clasificadora entrecierra los ojos y seríe de mi intento de dibujar una flor. Meacerco el papelito.

—No hay dibujos en el terminalportátil —arguyo—. Solo descripciones

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escritas.—Eso es porque ya sabemos cómo

es todo —afirma un clasificador, alparecer enfadado.

—Lo sé —digo, sin levantar la voz—, pero yo no. Y eso afecta a nuestrasclasificaciones. Están mal.

—¿Estás diciendo que no hacemosbien nuestro trabajo? —pregunta laprimera clasificadora, con frialdad—.Sabemos que los datos pueden tenererrores. Sin embargo, los clasificamos contoda la eficacia que podemos.

—No —digo, y niego con la cabeza—. No me refiero a eso. No se trata delprincipio ni del final de la clasificación,

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no son los datos ni cómo los clasificamos.Algo falla en la mitad, en la correlaciónde las listas. Es como si hubiera unfenómeno subyacente que no observamos,una variable latente que no está incluidaen los datos. —Estoy segura de que nocomprendemos bien la relación entre losdos conjuntos de datos. Tanto como loestoy de que me falta la parte intermediadel recuerdo del jardín rojo.

—Lo importante —sostiene elclasificador— es que Oker sigarecibiendo listas. —Todos los días, lemandamos una lista con posiblescomponentes de la cura, basada eninformación detallada sobre los pacientesy todo lo que no ha dado resultado.

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—De todas formas, no sé si Okernos hace mucho caso —repongo—. Creoque no se fía de nadie que no sea élmismo. Pero si podemos ponernos deacuerdo en cuáles deberían ser losingredientes más importantes y le damoseso, es más probable que nos tenga encuenta si nuestro análisis coincide.

Leyna me observa.—Es lo que estamos haciendo —

protesta otro clasificador.—Pues yo tengo la sensación de

que no lo hago bien —digo.Frustrada, separo la silla de la mesa

y me levanto, con el terminal portátil enla mano.

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—Creo que voy a tomarme undescanso.

Rebecca asiente.—Te acompaño a la enfermería —

se ofrece Leyna, para mi sorpresa. Se estádejando la piel en esto, y sé que lasTierras Ignotas son para ella lo que Ky espara mí, el lugar más hermoso que existe,aún por alcanzar, pero rico en promesas.

Atravesamos la plaza del pueblo ypasamos junto a la inmensa piedra queocupa el centro. Delante tiene dosabrevaderos.

—¿Para qué sirven? —pregunto aLeyna.

—Para votar —responde—. Los

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labradores también votan así. Cadalugareño tiene una piedrecita con sunombre. Las piedras se echan a estosabrevaderos. El que tiene más piedrasgana la votación.

—¿Y siempre votáis entre dosopciones? —pregunto.

—Por lo general, sí —responde.Me hace una señal para que la siga y rodeala piedra—. Mira.

Hay nombres grabados en la piedra,dispuestos en columnas. Comienzan en laparte superior y llegan casi hasta la base.

—Esta columna —dice— es unalista de todos los que han muerto en estepueblo, en Última Piedra. Y esta —Señala

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otra parte de la piedra— es la lista de laspersonas que continuaron hasta lasTierras Ignotas. Este es el punto departida, por así decirlo. Por esocualquiera que haya ido a las TierrasIgnotas, viniera de donde viniera, tuvoque pasar por aquí y dejar su nombregrabado.

Me pongo a mirar la columna de lasTierras Ignotas, con la esperanza deencontrar un nombre. Al principio lopaso de largo, sin atreverme a creer que lohe visto, pero, cuando vuelvo a mirar,sigue ahí.

«Matthew Markham.»—¿Lo conocías? —le pregunto,

ilusionada. Pongo la mano sobre el

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nombre.—No mucho —responde—. Era

de otro pueblo. —Me mira con interés—.¿Y tú?

—Sí —contesto, exaltada—. Vivíaen mi distrito. Sus padres lo sacaron de laSociedad. —Tendría que habérsemeocurrido preguntarlo antes. Estoydeseando explicar a Ky que su primoestuvo aquí, que puede estar vivo, aunquesea en un lugar del que nadie regresa.

—Muchos fugados continuaronhasta las Tierras Ignotas —dice Leyna—.Algunos, y no recuerdo si Matthew eraasí, decidieron que, si sus padres no losquerían en la Sociedad, se irían todavía

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más lejos de lo que esperaba su familia.Para algunos casi fue una especie devenganza. —También coloca la manosobre el nombre—. Pero ¿has dicho queutilizaba este nombre en el distrito?

—Sí —repongo—. Es suverdadero nombre.

—Eso es importante —apunta—.Muchos se cambiaron el apellido. Él no.Eso significa que no quiso borrar surastro por si alguien decidía buscarlo.

—No tenían aeronaves —digo—.Así que tuvieron que ir a pie.

—Por eso no vuelven —explicaLeyna—. El trayecto es demasiado largo.Sin aeronaves, se tardan años en llegar. —

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Señala la base de la piedra—. Solo hayespacio para los nombres de los quequedamos —añade—. Es una señal deque debemos irnos.

—Entiendo —digo. Los riesgosson grandes, casi insuperables, para todosnosotros.

Cuando llego a la enfermería,hablo de la piedra a Ky.

—Es una prueba de que Anna tienerazón, de que no murió en Oria —digo—, a menos que exista otro MatthewMarkham, pero esa probabilidad es… —Dejo de hacer cálculos y respiro—. Creo

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que es él. Lo intuyo.Trato de recordar a Matthew. Pelo

moreno, mayor que yo, guapo. Guardabasuficiente parecido con Ky para que seapreciara su parentesco, pero erandistintos. Matthew era menos callado queKy; tenía una risa más sonora, máspresencia en el distrito. Aunque era igualde amable que él.

—Ky —digo—, cuandoencontremos la cura, te llevaré a ver lapiedra. Y después podemos volver paraexplicárselo a Patrick y a Aida.

Voy a contarle otra cosa cuandoabren la puerta. Anna por fin ha traído aEli.

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Pese a que Eli ha crecido, aún medeja que lo abrace como espero que hagaBram cuando lo vea: contra mi pecho,bien fuerte.

—Lo conseguiste —digo. Huele anaturaleza, a pino y a tierra, y me alegrotanto de ver que está bien que lloro alágrima viva, aunque también sonrío.

—Sí —conviene.—Viví en tu ciudad —le explico—.

En Central. Pensaba en ti continuamente,en si pasaba por las calles donde viviste, yvi el lago.

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—A veces lo echo de menos —admite—. Pero esto es mejor.

—Sí —digo—. Es verdad.Cuando Eli se separa de mí, veo a

Hunter. Aún lleva marcas azules en losbrazos y tiene la mirada hastiada.

—Quiero ver a Ky —dice Eli.—¿Estás segura de que es inmune?

—pregunto a Anna.—Sí. No tiene la marca —explica

—, pero ninguno la tenemos.Me aparto para que Eli pueda

colocarse al otro lado de la cama. Seagacha junto a Ky y lo mira a los ojos.

—Ahora vivo en las montañas —le

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cuenta, y yo tengo que apartar la mirada.Anna señala mi terminal portátil.—¿Estáis más cerca de encontrar la

cura? —me pregunta.Niego con la cabeza.—No les sirvo de nada —respondo

—. No sé suficiente sobre loscomponentes de las listas. Leo lasdescripciones, pero no sé cómo son lasplantas y los animales que coméis.

—¿Y crees que es importante? —pregunta.

—Sí —respondo.—Puedo dibujártelos —sugiere—.

Hazme una lista de las cosas que no has

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visto nunca.Saco un papel y se las escribo. La

lista es larga y me da vergüenza.—Me pondré ahora mismo —dice

—. ¿Por dónde empiezo?—Por las flores —le respondo. Se

trata de una intuición—. Gracias, Anna.—Me alegro de poder ayudarte —

observa.—Y gracias por venir a ver a Ky —

digo a Hunter.Él mueve la cabeza, como diciendo

«No es nada». Quiero preguntarle cómoestá, saber cómo es su vida aquí en lasmontañas, pero él inclina la cabeza paradespedirse y se marcha. Yo también

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debería irme. Tengo que seguirclasificando, sin pausa, hasta queencontremos una cura.

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CAPÍTULO 36Ky

Siempre que se marcha Cassiapromete que regresará.

Tengo la sensación de que hacemucho tiempo que se ha ido, pero, dehecho, no lo sé. Ahora que no está, oigootras voces, igual que oí la voz de Vickdespués de que muriera junto al río.

Esta vez es Indie la que me habla,aunque eso es imposible, porque ella noestá aquí.

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—Ky —dice—, llevé a Cassia aCamas por ti.

—Lo sé —concedo—. Lo sé, Indie.No la veo. Sin embargo, su voz es

tan clara que me cuesta creer que, enrealidad, sea yo, inventándomelo todo.Porque no es posible que Indie me estéhablando, ¿verdad?

—Estoy enferma —dice—. Por esotuve que escapar. Todavía no hay cura.

—¿Adónde vas? —pregunto.—Lo más lejos posible antes de

quedarme inerte —responde.—No —digo—. No, Indie. Vuelve.

Encontrarán una cura. Y quizá tengas laPlaga original. A lo mejor pueden

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ayudarte.No me puedo creer que le esté

diciendo esto, pero ¿qué otra opcióntiene?

No va a hacerme caso.—No —dice—. Es la mutación.—No puedes estar segura —objeto.—Lo estoy —replica—. Tengo

marcas rojas en la espalda. Me duelen, Ky.Por eso corro. —Se ríe—. O, mejordicho, vuelo. He cogido una aeronave delPiloto.

Repito su nombre, varias veces,para tratar de detenerla.

—Indie, Indie, Indie.

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—Incluso cuando te odiaba, tu vozme gustaba —dice.

—Indie… —repito, pero ella nome deja continuar.

—¿Soy la mejor piloto que hasvisto? —pregunta.

Lo es.—Lo soy —dice y sé, por su voz,

que sonríe. Se pone muy guapa cuandosonríe.

»¿Te acuerdas de cuando creía queel Piloto vendría del mar? —pregunta—.Porque mi madre me cantaba aquellacanción. —Empieza a tarareármela, convoz fuerte y clara. «Llegará el día en queun farol / por fin la lleve a la orilla.» —Se

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queda un momento callada—. Pensé quea lo mejor quería decirme que yo sería elPiloto algún día. Por eso construí unabarca e intenté escapar.

—Da media vuelta —insisto—.Vuelve. Deja que te administren sueropara seguir con vida.

—No es que quiera morir —dice—. O me derribarán o encontraré un sitiodonde pueda aterrizar. Y luego voy acorrer hasta que ya no pueda más. ¿No loentiendes? No me estoy rindiendo. Soloquiero correr hasta el final. No puedovolver.

Y yo no sé qué decir.—Él no es el Piloto —continúa—.

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Ahora estoy segura. —Respira de formaentrecortada—. ¿Te acuerdas de cuandocreí que el Piloto eras tú?

—Sí —respondo.—¿Sabes quién es el verdadero

Piloto? —pregunta.—Claro —digo—. Tú también.Contiene la respiración y, por un

momento, creo que puede estar llorando.Cuando habla, lo hace con voz llorosa,pero también sé que vuelve a sonreír.

—Soy yo —declara.—Sí —convengo—. Por supuesto.Hay un breve silencio.—Creo que tú también me besaste

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—dice.—Así es —admito.Ya no me arrepiento.Cuando Indie me besó, percibí

todo su dolor, anhelo y necesidad. Medesgarró saber cómo se sentía y darmecuenta de cuánto la amaba yo también,pero no de un modo que pudierafuncionar. Lo que siento por Indie es unaafinidad tan dolorosa y profunda que meharía pedazos.

Lo extraño es que lo que ella sentíapor mí le permitía seguir entera.

Yo podría hacer por ella lo queCassia hace por mí. Lo sé, y por eso ledevolví el beso.

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Me parece estar corriendo con ella:veo momentos de su vida. Una barca quese llena de agua en Sonoma cuando losfuncionarios la hunden delante de ella. Sutriunfal descenso por el río para unirse alAlzamiento que no la ha salvado. Nuestrobeso. Un vuelo, un aterrizaje, una carrera,pasos que se suceden. Indie corriendocuando cualquier otra persona sequedaría paralizada…

Luego todo se torna oscuro.O quizá rojo.

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CAPÍTULO 37Xander

—Oker —dice Leyna—, losclasificadores han elaborado una nuevalista.

—¿Otra? —pregunta él—. Deja elterminal ahí. —Señala una esquina de lamesa.

En teoría Oker necesita las listasporque aportan información valiosa. Losclasificadores tratan de descubrir cuálesson los factores con más probabilidades

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de causar la inmunidad. Y Oker tiene quededucir qué significa eso en el mundoreal. Si un posible factor es comer unadeterminada planta, ¿cuál de suscomponentes es importante? ¿Cómopuede incorporarse a la cura? ¿En quéconcentración? La colaboración deberíaahorrarnos tiempo a todos y aumentar lasprobabilidades de encontrar una curaeficaz cuanto antes.

Pero Oker nunca parece dispuestoa dejar lo que está haciendo para leer laslistas. Sé cuánto se ha esforzado Cassia enanalizar la información. Su aportación esvaliosa. Me aclaro la garganta paraintervenir, pero Leyna se me adelanta.

—Tienes que echarle un vistazo —

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dice—. Los clasificadores lo han revisadotodo incorporando los últimos datos de laenfermería y tus propias observaciones.Han partido del supuesto de que todosestos ingredientes podrían tratareficazmente la enfermedad.

—Bien —concede Oker—. No mecuentas nada nuevo. —Echa a andar haciasu despacho con su terminal portátil bajoel brazo.

—¡Oker! —exclama Leyna—.Como supervisora de la cura, deboinsistir en que leas la lista. O te relevaréde tus funciones.

—Ya —dice él—. No hay ningúnotro farmacólogo cualificado.

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—Tus ayudantes estánperfectamente capacitados —objetaLeyna.

Oker rezonga y vuelve sobre suspasos. Coge el terminal portátil de lamesa.

—Me mandan listas continuamente—arguye—. ¿Por qué es tan urgente esta?

—Ahora hay otra clasificadora —lerecuerda Leyna—. Y no te quepa ningunaduda de que el Alzamiento estáutilizando clasificadores para investigar lacura.

—Por supuesto que lo estáhaciendo —dice Oker—. Antes era laSociedad. Es incapaz de tener una sola

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idea original. No sabe hacer nada sinnúmeros.

Leyna vuelve a intentarlo.—La clasificadora nueva, Cassia…Oker agita la mano.—No necesito saber nada de los

clasificadores. Ahora le echo un vistazo.—Vuelve a dirigirse a su despacho, con elterminal portátil de la lista bajo el brazo,y cierra de un portazo.

Solo un momento después, oigocómo se abre la puerta del despacho deOker. Espero que haga algún comentario

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mordaz sobre el hecho de que Leyna yatendría que haberse marchado, y, encambio, parece haberse quedadopetrificado. Está concentrado, con losojos entrecerrados.

—Camasia —dice.—Es Cassia —comienzo a decir,

pensando que, por alguna razón, trata derecordar los nombres de losclasificadores, pero me interrumpe.

—No —replica—. ¡Camasia! Esuna planta. Apenas la hemos investigadotodavía. —Habla entre dientes, como side pronto no recordara que podemosoírlo—. Es comestible. Incluso nutritiva.Tiene un sabor parecido al de la patata,pero es más dulce. La flor es morada. La

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provincia de Camas se llama así por ella.—Vuelve a enfocar la vista y me mira dehito en hito—. Iré a recoger unos cuantosespecímenes.

—La camasia no aparece muyarriba en la lista de los clasificadores —objeta Leyna.

—¡Esto no es la Sociedad! —refunfuña Oker—. No necesitamosceñirnos a los números. En este pueblohay cabida para la intuición y lainteligencia, ¿no? Podemos encontrar unacura antes que la gente de las provincias,pero solo si dejamos de pensar comoellos.

Leyna mueve la cabeza. Sé que

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intenta decidir cuál es el mejor modo deenfocar esto y se está haciendo las mismaspreguntas que ya habrá tenido quehacerse antes: ¿es la contribución de Okertan valiosa como para dejarle hacer lo quequiere, aunque sea justo lo contrario de loque ella considera mejor?

—Tengo una idea —dice Oker—.Tráeme los otros ingredientes y tambiénprepararé esas curas. —Mira a Noah y aTess—. Vosotros quedaos y encargaos delsuero.

—Tenemos de sobra.—Vamos a necesitar mucho más

—declara Oker, con impaciencia—. Nodejéis que se le acabe a ningún paciente,sobre todo al último. —Me mira—.

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Vamos. Tú me ayudarás a recoger plantas.—Ahora mismo solo contamos con

siete pacientes para probar las curas —arguye Leyna mientras Oker me señalatodo lo que quiere que meta en una bolsa:tiras de arpillera, cantimploras y dos palaspequeñas—. Los otros todavía necesitantiempo para que su organismo expulse laúltima cura que hemos probado.

—Entonces solo utilizaremos sietepacientes —dice Oker, apenas capaz dedominar su frustración.

—El Piloto necesitará más pruebasque unos cuantos pacientes curados… —comienza a decir Leyna.

—Entonces adminístrales mi cura a

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todos —le propone Oker. Abre la puerta—. Así no avanzamos. Prepararé lascuras. Tú decide a qué pacientes se lasadministras. Solo asegúrate de quealgunos reciben la mía. Y de que uno deellos sea el último paciente que hallegado. —Se vuelve y la mira—.Deberías pedir a los clasificadores quecalculen las probabilidades de queresolvamos esto antes que el Alzamiento.No somos la mejor baza del Piloto. Estálanzándolo todo al aire por si algo echa avolar. Y nosotros somos su pajarillo másdébil.

—Tu medicación ha supuesto unamejora —arguye Leyna—. El Piloto losabe.

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—No he dicho que no vayamos aser los que resolvamos esto —declaraOker—. Pero solo si me dejas hacer loque necesito.

—Tenemos camasias en el almacén—dice Leyna, antes de desistir—. Nohace falta que vayáis a buscar más.

—Las quiero recién cogidas —arguye Oker.

—En ese caso mandaré a alguien—sugiere Leyna—. Será más rápido quesi vas tú.

—¡No! —exclama Oker—. No, deningún modo. —Respira hondo—. Noquiero que nada ponga en peligro la cura.Haré esto de principio a fin.

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Esas sí parecen las palabras de unauténtico Piloto. Salgo del laboratoriodetrás de él.

No caigo en el error de pensar queOker me ha elegido como acompañanteporque soy la persona en quien másconfía. Sabe que Noah y Tess prepararánbien el suero, pero todavía no puedefiarse de que yo sepa hacerlo sinsupervisión.

Además, le gusta hablarme de lamutación porque soy la persona que hatrabajado con los inertes hasta hacemenos tiempo. He visto la mutación con

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mis propios ojos. Es lógico que todo esole interese. Él fue quien descubrió la curade la Plaga original. Y uno de losprimeros en conocer su existencia.

—¿Está lejos? —pregunto.—A unos kilómetros —responde

—. El campo que me interesa está unpoco alejado, más cerca del próximopueblo de las piedras, en dirección aCamas.

Lo sigo. Todo me parece piedra yhierba. No distingo ningún camino.

—Ya no debéis de ir a los otrospueblos a menudo —digo.

—No después de reunirnos enÚltima Piedra —responde—. A veces sale

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gente a recoger plantas silvestres, pero lavegetación enseguida invade el camino.

De vez en cuando, pasamos junto apiedras redondas que apenas sobresalendel suelo. Oker me explica que señalan elcamino.

—Yo vine a pie —dice. Su voz esserena, contemplativa, pero camina tanrápido como puede—. En mi época, lospilotos solían llevar a los fugados hasta elprimer pueblo de las piedras. Despuéscada uno decidía adónde quería ir. Yo medecidí por Última Piedra porque era elpueblo que estaba más lejos. Creía que nolo conseguiría, porque, según la Sociedad,ya tenía edad de morirme, pero no meparé. —Se ríe—. El día de mi banquete

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final me lo pasé andando.—Es lo que intentó hacer mi amigo

—digo—. Intentó neutralizar el efecto dela mutación andando. Estaba convencidode que, si no se paraba, no se quedaríainerte.

—¿De dónde sacó esa idea? —pregunta.

—Creo que lo hizo porque Cassiasobrevivió así a la pastilla azul. Despuésde tomársela, siguió andando.

Me figuro que dirá que eso esimposible, pero, en cambio, declara:

—Puede que tus amigos tenganrazón. Cosas más raras se han visto. —Sonríe—. Cassia es un nombre poco

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común. Es botánico. La corteza se utilizacomo especia.

—¿Tiene algo que ver con la plantaque buscamos? —pregunto—. Losnombres se parecen mucho.

—No —responde—. Que yo sepa.—Ha colaborado en la lista —digo

—. Deberías echarle otro vistazo cuandohayamos recogido las camasias. —No lemenciono, todavía, que ella, no él, deberíaser quien decidiera qué cura recibe Ky.

Oker se detiene para orientarse. Yopodría ir más rápido, pero, para la edadque tiene, su forma es magnífica.

—Las camasias tienen que estar poraquí —dice—. Este es el prado al que

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vienen a recogerlas los lugareños. Pero nolas habrán arrancado todas. Siempre dejanalgunas para que crezcan al año siguiente,aunque tengan la esperanza de no estaraquí. —Abandona el camino y echa aandar entre los árboles.

Le sigo. En la ladera de la montañacrecen pinos y algunos otros árboles queno conozco. Tienen la corteza blanca yfinas hojas verdes. Me gusta cómosusurran cuando pasamos por debajo.

Oker señala el suelo.—¿Las ves?Tardo un momento, aunque

enseguida veo las flores. Están un pocomarchitas, pero son moradas, tal como ha

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dicho.—Ponte a cavar aquí —dice—. No

las cojas todas. Desentierra una de cadados. No necesitamos las flores, sino solola raíz. Envuélvelas en tiras de arpillera ymójalas en el arroyo. —Señala unminúsculo riachuelo que serpentea entrela hierba y la encharca—. Date prisa.

Me arrodillo y comienzo a cavaralrededor de la planta. Cuandodesentierro el bulbo, es marrón, está sucioy tiene las raíces enmarañadas. Me hacepensar en Cassia y en cómo plantamosneorrosas juntos en el distrito el día quenos besamos. Ese beso es lo que me hapermitido seguir adelante durante todosestos meses.

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Mojo las tiras de arpillera en elarroyo y envuelvo los bulbos uno a uno.Cuando me pongo de nuevo a cavar, notoel calor del sol y decido que me gusta elolor a tierra. Me duele un poco la espalday me levanto para estirarla. Ya casi noqueda espacio en la bolsa.

Oker está impaciente por quetermine. Se agacha a mi lado y comienza atirar torpemente de la planta. Las flores sebambolean y oscilan. Desentierra lasraíces con sus manos agarrotadas y me dala planta.

—No puedo envolverla —dice—.Tendrás que hacerlo tú.

Envuelvo la camasia de Oker y

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termino de llenar las bolsas. Cuando voya echarme la suya al hombro junto con lamía (debería cargarla yo ahora que estállena), Oker niega con la cabeza.

—Puedo llevarla yo.Asiento y se la doy.—¿Crees de verdad que estas

camasias son la cura?—Creo que es muy probable —

responde—. Vamos.

En el camino de regreso, Okertiene que detenerse a descansar.

—Esta mañana se me ha olvidado

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comer —me cuenta.Es la primera vez que lo veo

agotado. Se apoya en una roca con elentrecejo fruncido y espera conimpaciencia a que el corazón vuelva alatirle con normalidad.

—Hay una cosa que me intriga —digo. Oker refunfuña, pero no me ordenaque me calle, de modo que sigo adelante—. ¿Cómo supieron los lugareños queeran inmunes a la Plaga original, antes deque surgiera la mutación?

—Saben que son inmunes desdehace años —responde—. Cuando laSociedad propagó la Plaga al paísenemigo, uno de los pilotos que soltaba el

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virus escapó de su base militar y llegó alprimer pueblo de las piedras, el máspróximo a Camas.

Se toma un momento para recobrarel aliento.

—Lo que ese idiota no sabíacuando huyó —continúa— es que habíacontraído la Plaga. Creía que solo setransmitía a través del agua, porque asíera como él la había propagado en losríos y arroyos del país enemigo. Perotambién se contagia por contacto directo,y él lo había tenido con algunosenemigos. Al parecer intentó ayudarlosantes de escapar al pueblo de las piedras.

—¿Por qué huyó allí? —pregunto.

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—Era uno de los pilotos que tomóparte en las fugas —responde—. Así queconocía a la gente del pueblo, y ellos loconocían a él. Una semana después de quese refugiara allí, cayó enfermo. —Sesepara de la roca—. Vamos.

Los pájaros cotorrean en losárboles alrededor de nosotros, y la hierbadel camino está tan crecida que nos azotalas perneras de los pantalones.

—Naturalmente la Sociedad teníacuras para todos los trabajadores que secontagiaran —continúa—. Pero, como elpiloto no regresó, no recibió tratamiento.Vino a los pueblos de las piedras y murió.

—¿Porque los lugareños no tenían

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una cura —pregunto— o porque lomataron?

Oker me mira con perspicacia.—Lo dejaron en el bosque, con

comida y agua, aunque sabían quemoriría.

—No tuvieron más remedio —arguyo—. Pensaban que contagiaría atodo el pueblo.

Oker asiente.—Cuando el piloto cayó enfermo,

les habló de la Plaga y el enemigo y de loque había ocurrido. Les suplicó quevolvieran a la Sociedad para conseguirleuna cura. Para entonces ya había expuestoa la mayor parte del pueblo. Toda la

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comunidad creía que iba a morir, y todossabían que nunca conseguirían la cura atiempo. Tenían que protegerse. —Se ríe—. Por supuesto, en ese momento notenían ni idea de que eran inmunes.

—¿Echaron a alguien más? —pregunto.

—No —responde—. Pusieron encuarentena a los que podían habersecontagiado, pero ninguno de ellos cayóenfermo.

Respiro, aliviado.—Por supuesto, la Sociedad no

habría dado ninguna importancia a suinmunidad, dado que ya tenía una cura.Para ellos, sin embargo, sí era importante.

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Sabían que, si la Sociedad intentabacontaminar sus ríos, ellos no contraeríanla Plaga. En su mayor parte, mantuvieronsu inmunidad en secreto. Alguien se loexplicó al Piloto, pero él no hizo nadacon esa información hasta que surgió lamutación.

—Y se preguntó si los lugareñostambién podían ser inmunes a lamutación.

—Exacto —confirma—. Vino parapreguntarnos si había gente dispuesta aexponerse al virus mutado, y paraaveriguar si podíamos ayudarle aencontrar una cura.

—Sé que hubo voluntarios —digo—. ¿Por qué?

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—Comidas envasadas en papel dealuminio —contesta, con repugnancia—.Nos trajo un cargamento entero y nosdijo que podía traer más.

—¿Por qué iba a quererlas alguien?—pregunto—. Vuestra alimentación esmucho mejor.

—Para el viaje a las Tierras Ignotas—aclara—. Esas comidas duran años.Serían ideales para el trayecto. El Pilotoprometió que podría conseguir suficientespara todos los viajeros si unos pocoslugareños se exponían voluntariamente alvirus. Les inyectaron la mu-tación y les pidieron que se quedaran enotro pueblo por si acaso. Pero ninguno se

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puso enfermo. —Sonríe de oreja a oreja—. Tendrías que haber visto la cara delPiloto. No daba crédito. Fue entoncescuando nos ofreció las aeronaves siencontrábamos una cura.

Sortea unas matas de flores azulesque han crecido en mitad del camino.

—Tus dos amigos, los queintentaron sobrevivir a la enfermedadandando, están más cerca de la verdadsobre el virus y las pastillas azules de loque crees. Las pastillas no son un veneno.Son un activador.

—¿Un activador? —pregunto.—Cuando la Sociedad creó la Plaga

para utilizarla contra el país enemigo —

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explica—, experimentó con varios virusmás. Uno de ellos actuaba de un modomuy parecido a la Plaga; dejabaparalizado, pero no se transmitía de unapersona a otra. Solo afectaba a la queentraba en contacto directo con lapastilla. La Sociedad decidió que, en vezde utilizarlo contra el país enemigo, loreservaría para su propia gente.

Vuelve la cabeza y me mira.—La Sociedad puso nombre a los

virus —continúa—. A ese lo llamó viruscerúleo.

—¿Por qué?—«Cerúleo» significa «azul» —

aclara—. En el laboratorio, lo

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distinguieron del resto de los virusutilizando etiquetas de color azul. Aveces me pregunto si los funcionariossacarían de ahí la idea de la pastilla azul.La Sociedad modificó el virus cerúleo y loincorporó a las vacunas de los reciénnacidos. De ese modo, si lo necesitaba,podría activarlo más adelante con lapastilla azul.

—Muy propio de la Sociedad —digo—. Por un lado nos protege y porotro nos implanta un virus para poderseguir controlándonos si le hace falta.Pero ¿por qué no se ha quedado másgente inerte hasta ahora?

—Porque el virus está latente —mecomunica—. Se integra en el ADN, pero

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no se despierta sin el activador, que es lapastilla azul. Si alguien la toma se quedainerte hasta que la Sociedad interviene, silo encuentra a tiempo. Si no muere. LaSociedad también tenía una cura para elvirus cerúleo. Pero, hasta la fecha, no haencontrado ninguna para la mutación.

—¿Por qué me cuentas todo esto?—Porque podría caerme muerto en

cualquier momento —responde—.Alguien tiene que saber lo que pasa.

—¿Y por qué me has elegido a mí?—pregunto—. Ni siquiera me conoces.

—Tú conoces a personas que hancontraído la mutación —repone—.Tienes familiares y amigos en las

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provincias, y a ese amigo tuyo aquí.Quieres que las personas se curen pormotivos personales. Y sabes que, si nosalvas a tu amigo, siempre te preguntarása cuál de los dos habría escogido ella.

Naturalmente Oker tiene razón. Seha percatado de más cosas de las que yocreía, aunque eso no deberíasorprenderme. Un verdadero Pilototendría que ser así.

No hablamos durante el resto delcamino.

Cuando llegamos al laboratorio,dejamos los bulbos en la mesa.

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—Lavadlos —ordena Oker a Tess ya Noah—. Pero no los frotéis. Solo hayque quitarles la tierra.

Ellos asienten.—Yo elegiré los mejores bulbos —

me dice, y empieza a moverlos con losnudillos—. Tú ve a buscar el material.Necesitamos cuchillos, una tabla de cortary un mortero. Asegúrate de desinfectarlotodo.

Corro a buscar el material. Oker yaha terminado cuando regreso. Toca unmontoncito de bulbos.

—Estos son los mejores —señala—. Comenzaremos por ellos. —Empujauno hacia mí—. Pártelo en dos. Vas a

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tener que hacerlo tú. Yo no puedo.Corto el bulbo por la mitad.

Cuando lo abro, contengo la respiración.Tiene capas, como una cebolla, y unbonito color: perlado, casi blanco.

Oker me da el mortero.—Pulverízalo —me indica—. Hay

que hacer suficiente para todos.La puerta del laboratorio se abre de

golpe.—Estáis aquí —dice Leyna,

demudada—. Han ido a buscaros alprado.

—Acabamos de llegar —aclaro—.Hemos debido de cruzarnos.

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—¿Qué pasa? —pregunta Oker.—Son los inertes —responde

Leyna—. Uno ha muerto ya.Nos quedamos mudos.—¿Es uno de los pacientes del

primer grupo que trajo el Piloto? —pregunta Oker.

—Sí —responde Leyna.Respiro aliviado. Eso significa que

no es Ky.—Solo era cuestión de tiempo —

dice Oker—. El primer grupo lleva variassemanas aquí. Vamos a ver qué podemoshacer.

Leyna asiente. Pero, antes de salir,

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Oker me pide que envuelva los bulbos,los meta en el armario y eche la llave.

—Seguid preparando suero —pidea Noah y a Tess—. Pero no quiero quenadie trabaje en la cura a menos que yoesté presente.

Ambos asienten. Oker me coge lallave. Solo entonces seguimos a Leyna a laenfermería. En la entrada hay genteapiñada que se separa para dejar paso aOker y a Leyna. Yo los sigo y actúo comosi este fuera mi sitio. Como de costumbretengo suerte, porque nadie me detiene nime pregunta qué hago. Si alguien lohiciera sería sincero. Le diría que heencontrado a mi verdadero Piloto y nopienso perderlo de vista hasta que

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tengamos la cura.

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CAPÍTULO 38Cassia

Estaba en la enfermería cuando hafallecido el primer paciente. No ha tenidouna muerte dulce. Ni tampoco tranquila.

He oído un alboroto en el otroextremo de la enfermería.

—Neumonía —ha dicho unmédico a otro—. La infección se haextendido a los bronquios.

Alguien ha corrido una cortina ytodos se han apiñado alrededor de la

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cama para tratar de salvar al paciente,cuya respiración era tan entrecortada yflemosa que parecía que se hubieratragado el mar. Después ha tosido y haescupido sangre. La he visto incluso desdelejos. Una mancha roja en su limpiasábana blanca.

Todos estaban demasiado ocupadospara pedirme que me marchara. Me hanentrado ganas de correr, pero no podíaabandonar a Ky. Y no quería que oyeralos esfuerzos del personal por salvar alhombre ni su propia respiración fatigosa.

Por eso me he agachado delante deél y le he tapado un oído con una manotemblorosa. Después he pegado los labiosa su otro oído y le he cantado. Ni siquiera

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sabía que fuera capaz de hacerlo.

Aún canto cuando Leyna trae aOker y a Xander. No puedo parar,porque otro paciente ha comenzado aasfixiarse.

Un médico se acerca a Oker y seencara con él.

—Esto es culpa suya, pormantenerlos lúcidos —dice—. Venga aver lo que ha hecho. Se da cuenta detodo. No hay paz en sus ojos.

—¿Ha vuelto en sí? —inquiereOker, y percibo entusiasmo en su voz. Me

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repugna.—Solo lo suficiente para saber que

se está muriendo —responde el médico—. No está curado.

Xander se agacha a mi lado.—¿Estás bien? —pregunta.Asiento. Sigo cantando. Por cómo

lo miro, sabe que no he perdido el juicio.Me toca el brazo, muy brevemente, y seune a Oker y al resto.

Comprendo que necesite saber quéles sucede a los pacientes. Y haencontrado a un Piloto en Oker. Si yotuviera que elegir un Piloto, escogería aAnna.

Pero también sé que no podemos

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esperar que otra persona venga arescatarnos. Tenemos que hacerlonosotros mismos. No puede haber ningúnPiloto. Todos debemos tener la suficientefortaleza para salir adelante sin creer quealguien puede bajar a salvarnos. Pienso enmi abuelo.

—¿Recuerdas lo que dije una vezsobre la pastilla verde? —me pregunta.

—Sí —le contesto—. Dijiste queera lo bastante fuerte para pasar sin ella.

—Espacio verde, pastilla verde —recita, como aquel otro día ya lejano—.

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Verde muchacha de ojos verdes.—Siempre recordaré ese día —

sostengo.—Pero este te está costando

recordarlo —dice. Veo complicidad en sumirada, compasión.

—Sí —admito—. ¿Por qué?Él no responde, al menos de forma

directa.—Antes un día rojo en el

calendario —dice, en cambio— era undía digno de recordar. ¿Te acuerdas deeso?

—No estoy segura —respondo. Meaprieto la cabeza con las manos. Mesiento confusa, aturdida. Mi abuelo tiene

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el semblante triste, pero resuelto. Eso meinfunde valor.

Me vuelvo para mirar otra vez lasyemas rojas, las flores.

—Un día rojo —repito, y se meenciende una luz—, como el día deljardín rojo.

—Así es —dice—. El día del jardínrojo. Un día memorable.

Se inclina hacia mí.—Va a costarte mucho recordar —

añade—. Incluso esto se te va adifuminar. Sin embargo, eres fuerte. Séque puedes rememorarlo todo.

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He recordado otro fragmento deldía del jardín rojo. Y sé que puedorememorarlo todo. Lo ha dicho miabuelo. Aprieto la mano de Ky con másfuerza y sigo cantando.

Viento en la loma y agua que correhasta el último confín conocido. Le cantaré hasta que los pacientes

dejen de morir y luego encontraré la cura.

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CAPÍTULO 39Ky

Hasta el último confín conocido.

Estoy en el mar.Entro y salgo. Emerjo y me hundo.

Cada vez más hondo.Veo a Indie en el mar.—Tú no tendrías que estar aquí —

dice, enfadada. Justo como yo recuerdo—. Este sitio es mío. Lo he descubierto

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yo.—Toda el agua del mundo no

puede ser tuya —arguyo.—Sí —dice—. Y el cielo. Ahora

todo lo que es azul me pertenece.—Las montañas son azules —digo.—Entonces son mías.Subimos y bajamos, sobre las olas,

uno al lado del otro. Me echo a reír. Indietambién. El cuerpo ya no me duele. Mesiento liviano. A lo mejor ya ni siquieratengo cuerpo.

—Me gusta el mar —afirmo.—Siempre he sabido que te

gustaría —dice—. Pero no puedes venir

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conmigo. —Sonríe. Se sumerge bajo lasolas y desaparece.

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CAPÍTULO 40Cassia

—Cassia —dice Anna desde lapuerta de la enfermería—, ven connosotros.

—No puedo —arguyo, y hojeo misnotas en busca de las flores que ellamencionó. «Lirio mariposa. Efedra. Florpincel.» Se ofreció a dibujármelas. ¿Lo haolvidado? Estoy a punto de preguntárselocuando vuelve a hablar.

—¿Ni para ver la votación? —Los

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lugareños y los labradores se han reunidofuera para decidir qué hacer con las curasque han preparado Oker, Xander y losotros dos ayudantes. No se ponen deacuerdo en cuál probar primero y cómoproceder.

—No —replico—. Tengo queseguir pensando. Hay algo que se me pasapor alto. Y tengo que hacerlo aquí.Alguien le ha estado quitando suero a Ky.Me quedo.

—¿Es verdad eso? —preguntaAnna a un médico.

Él se encoge de hombros, contristeza.

—Es posible —le responde—.

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Aunque no imagino cómo. Siempre haymédicos de guardia. ¿Y qué persona delpueblo tendría algún motivo para hacerdaño a los pacientes? Todos queremosencontrar una cura.

Ni Anna ni yo afirmamos lo que esobvio. Puede que en el pueblo no todosopinen como él.

—Te he hecho la piedra yo misma—dice ella. Me enseña una piedrecita quelleva escrito mi nombre. «Cassia Reyes.»Cuando alzo la vista y la miro, veo quetiene marcas azules en la cara y en losbrazos. Se percata de mi sorpresa—.Siempre me pinto las marcasceremoniales cuando hay una votación —explica—. Es una tradición de la Talla.

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Cojo la piedra.—¿Puedo votar? —pregunto.—Sí —responde—. El concejo del

pueblo ha decidido que Xander y túpodíais tener una piedra cada uno, comotodos los demás.

El gesto me conmueve. Loslugareños han acabado confiando ennosotros.

—No me gusta dejar a Ky sinvigilancia —digo—. ¿Puede votar alguienen mi lugar?

—Sí —responde—, pero creo quedeberías ver la votación. Ningún líderdebería perderse un acontecimiento así.

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¿Qué quiere decir? Yo no soy unalíder.

—¿Estarías tranquila si Hunter sequeda vigilando? —pregunta—. ¿Solo unmomento, para que puedas votar?

Miro a Hunter. Recuerdo laprimera vez que lo vi. Enterró a su hija yseñaló su sepultura con aquel hermosopoema.

—Sí —respondo. Será poco rato, yasí podré preguntar a Anna por las flores.

Hunter entrega su piedra a Anna.—Voto a favor de Leyna —dice.Ella asiente.—Votaré en tu lugar.

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Anna tenía razón.

Lo que veo es extraordinario. Casime olvido de respirar.

Todos han venido con una decisiónen la mano. Algunos, como Anna, llevandos piedras porque otra persona les hapedido que voten en su lugar. Para queesto funcione, tiene que haber muchaconfianza.

Oker y Leyna aguardan cerca de losabrevaderos, y otros lugareños, Colinentre ellos, vigilan para asegurarse de quenadie cambia las piedras de sitio. Esta vezhay dos opciones: votar a favor de Oker o

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de Leyna. Algunos están indecisos, perocasi todos dejan su piedra en elabrevadero más próximo a Oker. Piensanque deberíamos administrar su cura abase de camasia a todos los pacientes. Losmás cautos votan a favor de Leyna, quequiere probar varias curas distintas.

El abrevadero de Oker está casilleno.

La decisión se toma a la sombra dela gran piedra del pueblo y, mientrastodos asen la piedrecita con su nombre,pienso en Sísifo y en la historia del Piloto,la que obtuve hace meses a cambio de labrújula de Ky. El vínculo entre mitos ycreencias es tan estrecho que nunca seestá seguro de qué tienen de cierto y qué

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de ficción.Pero es posible que eso no importe.

Ky lo dijo una vez, después de contarmela historia de Sísifo en la Loma. «AunqueSísifo no viviera su historia, muchos denosotros hemos tenido vidas como esa.Así que es cierta de todos modos.»

Xander se abre camino entre lagente para reunirse conmigo. Pareceagotado y, a la vez, iluminado. Cuando lecojo la mano, él aprieta la mía con fuerza.

—¿Ya has votado? —pregunto.—Todavía no —responde—.

Quería preguntarte cuánto te fías de laúltima lista que nos habéis entregado.

Estamos lo bastante cerca de Oker

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para que nos oiga, pero, de todos modos,respondo con sinceridad.

—Nada en absoluto —digo—. Seme ha pasado algo por alto. —Perciboalivio en su cara; mi respuesta le hafacilitado la decisión. Ahora ya no escomo si tuviera que elegir entre Oker yyo.

—¿Qué crees que es? —añade.—Aún no estoy segura —

reconozco—, pero creo que estárelacionado con las flores.

Echa su piedra al abrevaderopróximo a Oker.

—¿Qué vas a hacer tú? —pregunta.Todavía no estoy lista para votar.

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No tengo suficiente información. Quizálo esté en la próxima votación, si sigoaquí. Me meto la mano en el bolsillo, sacoel papel que me mandó mi madre yenvuelvo la piedrecita en él, junto con lamicroficha.

—No voy a votar. —Procuroconservar la forma del papel, doblarlo porlos pliegues de mi madre. Cuando alzo lavista, me tropiezo con la mirada de Oker.Está concentrado, pensativo, y suexpresión me desconcierta un poco.Vuelvo a mirar a Xander.

—¿Qué crees que habría votadoKy? —me pregunta.

—No lo sé —contesto.

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—El plan es administrarle la curaque gane —susurra—. Porque es elpaciente que lleva menos tiempo inerte.

—No —replico—. Puedenprobarla antes en los otros pacientes. —Pero ¿cómo voy a detenerlos?

—Creo que esta cura será eficaz —arguye Xander—. Oker está tan seguroque creo…

—Xander —dice Oker,interrumpiéndonos—, vamos.

—¿No te quedas al anegamiento?—le pregunta Leyna, sorprendida.

—No —responde.—Ofenderás a los labradores —

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aduce ella—. Esta es su parte de laceremonia.

Oker agita una mano y echa aandar.

—No hay tiempo —declara—. Loentenderán.

—¿Estarás en la enfermería? —mepregunta Xander.

—Sí —contesto. Me quedaré conKy, protegiéndolo, hasta que sepa quetenemos una cura eficaz. Aunque no mesiento capaz de irme. Tengo que vercómo termina la ceremonia.

Colin se adelanta y levanta la manopara acallar a los asistentes.

—Ya ha votado todo el mundo —

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dice.Es obvio que ha ganado Oker. Hay

muchas más piedras en su abrevadero queen el de Leyna. Pero Colin no lo anunciatodavía. Se retira, y algunos labradores seadelantan con cubos de agua. Llevanmarcas azules en los brazos. Anna lossigue.

—Los labradores también votancon piedras —me susurra Eli—, pero,además, emplean el agua. El pueblo haincorporado esa parte a sus votaciones.

Anna se vuelve y se dirige a todosnosotros.

—Como las crecidas queinundaban nuestra tierra de cañones —

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dice—, reconocemos el poder del agua ennuestras decisiones.

Los labradores arrojan el agua enlos dos abrevaderos.

El agua corre por ellos como unacrecida. Parte se cuela entre las piedrasque taponan el extremo, incluso en elabrevadero de Oker. Pero es el quecontiene más piedras y el que retiene másagua.

—La votación ha terminado —declara Colin—. Probaremos antes lacura de Oker.

Me abro paso entre la gente tanaprisa como el agua entre las piedras ycorro a la enfermería para proteger a Ky

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de la cura.Cuando abro la puerta, no

comprendo qué sucede. Llueve, ¡dentrode la enfermería! Oigo un ruido queparece agua cayendo al suelo de madera.

Todas las bolsas estándesconectadas, y el suero se derrama alsuelo.

Todas ellas, no solo la de Ky. Voyrápidamente a verlo. Su respiración essuperficial y flemosa.

Le han quitado la vía y la hananudado al gotero que tiene junto a lacama. El suero gotea al suelo. Plop. Plop.Plop.

Y lo mismo les ocurre a todos los

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demás. Por un momento, no sé qué hacer.¿Dónde están los médicos? ¿Han ido avotar? Y no sé cómo volver a conectar aKy.

Oigo movimiento en el otroextremo de la enfermería y me vuelvo. EsHunter. Está cerca de los primerospacientes que el Piloto trajo al pueblo,envuelto en sombras, inmóvil.

—Hunter —digo, y me acercodespacio—, ¿qué ha pasado?

Alguien entra en la enfermería y mevuelvo para ver quién es.

Es Anna.Está demudada. Se detiene a unos

pasos de mí y mira a Hunter. Él no aparta

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los ojos. Los tiene cargados de dolor.Entonces veo a los médicos

desplomados cerca de Hunter. ¿Estánmuertos?

—Has intentado matarlos a todos—le reprocho, pero, nada más decirlo, séque no es así. Si hubiera queridomatarlos, le habría resultado más fácilmientras todos estábamos en la votación.

—No —repone—. He queridohacer justicia.

No comprendo a qué se refiere.Creía que podía confiar en él y estabaequivocada. Hunter se sienta y se lleva lasmanos a la cabeza. Oigo el llanto deAnna, y el goteo del suero en el suelo.

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—No dejes que se acerque a Ky —digo a Anna, con aspereza.

Ella asiente. Hunter es mucho másfuerte, pero, en este momento, parecedestrozado. Sin embargo, no sé cuántotiempo va a seguir así, y necesito ir abuscar ayuda para los inertes. Necesito aXander.

Él y Ky son las dos únicas personasdel pueblo en las que puedo confiar.¿Cómo he podido olvidarlo?

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CAPÍTULO 41Xander

Oker echa la llave cuandoentramos en el laboratorio.

—Necesito que hagas una cosa pormí —dice. Coge la misma bolsa en la queha traído los bulbos de camasia y se laecha al hombro.

—¿Adónde vamos? —pregunto.Él mira por la ventana.—Tengo que marcharme ahora.

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Aún están todos distraídos.—Un momento —replico—. ¿No

vas a necesitar mi ayuda? —No puededesenterrar los bulbos solo. ¿Es eso loque pretende?

—Quiero que te quedes —declara.Se introduce la mano en el bolsillo y sacala llave del armario en el que ha guardadolas curas a base de camasia—. Destruyetodas las curas. Volveré con otroingrediente.

—Pero has ganado la votación —arguyo.

—Esta cura no surtirá efecto —declara—. Aunque ahora sé qué lo hará.

—No es necesario destruirlas todas

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—digo.—Sí lo es —insiste—. El pueblo ha

votado a favor de esta cura. No va aconformarse con menos. Hazlo. Tíralastodas por el fregadero. Deshazte tambiénde las curas que Leyna me ha hechopreparar. No sirve ninguna.

No me muevo porque no puedodar crédito a lo que dice.

—Esta vez estabas muy seguro.Podemos seguir probando la cura a basede camasia.

—No surtirá efecto —espeta—.Perderemos tiempo. Perderemospacientes. Ya han empezado a morir. Hazlo que te digo.

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No sé si puedo. Hemos trabajadomucho en esta cura, y Oker estaba segurode que sería eficaz.

—Crees que soy el Piloto, ¿verdad?—pregunta, y me escruta—. ¿Quieressaber quién es el verdadero Piloto?

Ahora ya no estoy seguro desaberlo.

—Cuando investigábamos para laSociedad, nos reíamos de las historias quese contaban sobre el Piloto —dice—.¿Cómo podían creer las personas quealguien bajaría del cielo para salvarlas? ¿Oque vendría del mar? Eran historiasabsurdas. Disparates. Solo los imbécilesnecesitarían creer algo así. —Me da la

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llave del armario—. Ya te he dicho que laSociedad ponía nombres a los virus.

Asiento.—Cuando supimos que la Sociedad

la soltaría desde el cielo y la propagaríapor el agua, nos pareció gracioso poner ala Plaga el nombre de esas historias. Asíque la llamamos el «Piloto».

«La Plaga es el Piloto.»Oker no solo contribuyó a

encontrar la cura. Primero contribuyó acrear la Plaga. La Plaga que ahora hamutado y está dejando inerte a todo elmundo.

—¿Lo entiendes? —me pregunta—. Debo encontrar una cura.

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Lo entiendo. Es lo único que puederedimirlo.

—Destruiré la cura a base decamasia —prometo—. Pero, antes de irte,dime: ¿qué planta vas a buscar?

Oker no responde. Se dirige a lapuerta y me mira. Me doy cuenta de queno puede renunciar a ser el único pilotode la cura.

—Volveré —dice—. Cierra conllave cuando salga.

Y se va.Oker está seguro de que haré lo

que me ha pedido. Confía en mí. ¿Confíoyo en él? ¿No es eficaz esta cura? ¿Nosretrasaría demasiado si la probáramos?

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Tiene razón en que no quedatiempo.

Meto la llave en la cerradura delarmario. ¿Sabía el Alzamiento que laSociedad había puesto a la Plaga elnombre de Piloto? ¿Cómo íbamos a teneréxito con eso en contra?

El Alzamiento no podía triunfarnunca.

«No sé si puedo hacer esto», pienso.«¿Qué es lo que no puedes hacer,

Xander?», me pregunto.«No puedo seguir adelante.»«Ni siquiera estás inerte. Tienes que

seguir adelante.»

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Hago lo correcto. No me doy porvencido. Lo hago todo con una sonrisa.Siempre me he tenido por una buenapersona.

¿Y si no lo soy?Ahora no hay tiempo para pensar

así. Confío en Oker y, en definitiva,también confío en mí: sé que mi decisiónserá la correcta.

Abro el armario y saco una bandejade curas. Cuando destapo la primera y lavacío en el fregadero, me muerdo el labiocon tanta fuerza que noto sabor a sangreen la boca.

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CAPÍTULO 42Ky

Llueve. Así que debería recordar.

Algo.A alguien.El agua se acumula dentro de mí.¿A quién recuerdo?No lo sé.Me ahogo.Me acuerdo de respirar.

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Me acuerdo de respirar.Me acuerdo.Me…

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CAPÍTULO 43Cassia

La gente sigue congregada en laplaza del pueblo, comentando elresultado de la votación, de manera queecho a correr por detrás de las casas quebordean el pueblo para reunirme conXander lo antes posible. Esta parte estáoscura y húmeda, ceñida por árboles ymontaña. Cuando aparezco detrás dellaboratorio, casi tropiezo con algoretorcido en el barro. No es algo, sinoalguien…

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Es Oker.Está tendido en el suelo, con una

mueca o una sonrisa congelada en la cara.Tiene la piel tan tirante y la cara tanhuesuda que es difícil saberlo.

—No, no —digo. Me detengo y meagacho para tocarlo. No le sale aire de laboca y, cuando pego el oído a su pecho,no le oigo el corazón, aunque todavía estácaliente.

—Oker —susurro, y le miro losojos abiertos. Me fijo en que tiene unamano manchada de barro y me pregunto,sin ninguna lógica, «¿Por qué?». Entoncesveo que ha dibujado algo en el suelo, unaforma que me resulta familiar.

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Parece que haya hundido tres veceslos nudillos en el suelo para dibujar unaespecie de estrella.

Cuando me pongo en cuclillas,tengo las rodillas sucias y me tiemblan lasmanos. No hay nada que pueda hacer porél. Pero, si alguien puede ayudarle, esXander.

Me levanto y me dirijo allaboratorio tambaleándome, suplicando:«Xander, Xander, que estés dentro, porfavor».

La puerta trasera tiene la llaveechada. La aporreo y grito su nombre.Cuando paro para recobrar el aliento,oigo que los lugareños se acercan por el

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camino de la parte delantera. ¿Me hanoído?

—¡Xander! —vuelvo a gritar, y élabre la puerta trasera.

—Te necesito —digo—. Oker estámuerto. Y Hunter ha desconectado atodos los inertes. —Antes de que puedadecir nada más, Leyna y sus compañerosrodean el laboratorio y se paran en seco.

—¿Qué ha pasado? —pregunta ella,con la vista clavada en Oker. La cara no lecambia en absoluto y sé por qué: esto esincomprensible, Oker no puede estarmuerto.

—Parece un paro cardíaco —interviene un médico, blanco como el

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papel. Se arrodilla en el barro al lado deOker. Trata de reanimarlo respirando porél y presionándole el pecho para que elcorazón vuelva a latirle.

Nada da resultado. Leyna seacuclilla, se pasa la mano por la cara y sela llena de barro. Coge la bolsa que Okerlleva al hombro y mira dentro. Está vacía,salvo por una pala sucia y vestigios detierra.

—¿Qué hacía? —pregunta aXander.

—Iba a buscar algo —responde él—. No me ha dicho qué era. No me hadejado acompañarle.

Por un momento reina el silencio.

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Todos miramos a Oker.—Los inertes de la enfermería —

digo—. Los han desconectado a todos.El médico me mira.—¿Ha muerto alguno? —pregunta.—No —respondo—. Pero no sé

volver a conectarlos. ¡Por favor! Y nodeberías ir solo. Han atacado a losmédicos de la enfermería.

Colin hace una señal a varioscompañeros, y ellos se marchan con elmédico. Leyna se queda. Mira a Xandercon la misma expresión neutra que tienedesde que ha visto a Oker.

Quiero irme con Ky. Pero, derepente, tengo la angustiosa sensación de

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que ahora es Xander el que más peligrocorre. No puedo dejarlo solo.

—No está todo perdido —diceLeyna—. Oker nos ha dejado la cura. —La situación se me antoja cómica, aunquenada debería serlo en un momento comoeste. Hace unos minutos Leyna estaba endesacuerdo con Oker, pero ahora piensaque deberíamos hacer lo que él proponía.Su muerte ha hecho que cambie deopinión.

Tengo que aclarar qué ha ocurridocon Xander y descubrir qué puede curar aKy. Debo averiguar por qué estabaHunter dejando morir a los pacientes yqué trataba de decirnos Oker con laestrella dibujada en el barro que los

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lugareños ya han borrado por completocon sus pisadas y nadie ha visto aparte demí.

—Vamos a buscar la cura —diceLeyna a Xander.

Yo me agarro a su mano cuando élentra en el laboratorio de investigación.Xander no me rehúye, pero le ocurrealgo. No se aferra a mí como antes, ytiene los músculos tensos.

—¿Qué has hecho? —preguntaLeyna. Por primera vez desde que laconozco, se le quiebra la voz y parececonsternada.

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—Oker me ha pedido que medeshiciera de las curas —respondeXander.

El fregadero está repleto de tubosvacíos.

—Me ha dicho que se habíaequivocado con la cura a base de camasia—continúa—. Iba a preparar otra y noquería que perdiéramos el tiempoprobando nada más antes de que latuviera lista.

—¿Con qué ingredientes iba aprepararla? —pregunta Colin. Quieresaber. Él, al menos, parece escuchar, envez de suponer que Xander ha destruidolas curas por motivos que solo él conoce.

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Anna también escucharía, si estuvieraaquí. «¿Qué está haciendo? ¿Qué va apasarle a Hunter? ¿Cómo se encuentraKy?»

—Se lo he preguntado —respondeXander—, pero no ha querido decírmelo.

Y, con esa respuesta, Xander pierdeel respaldo de Colin.

—¿Dices que Oker sí se fiaba de tipara pedirte que te deshicieras de todaslas curas pero no para decirte qué iba abuscar? ¿O cómo pensaba preparar lanueva cura?

—Sí —reconoce Xander—. Esodigo.

Leyna y Colin lo miran durante un

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buen rato. En el fregadero, uno de lostubos tintinea al rodar.

—No me creéis —dice Xander—.Creéis que he matado a Oker y hedestruido la cura. ¿Por qué iba a hacerlo?

—No necesito saber por qué lo hashecho —declara Colin—. Lo único quesé es que nos has robado un tiempo queno tenemos.

Leyna se dirige a los otros dosayudantes.

—¿Podéis preparar más cura a basede camasia?

—Sí —responde Noah—. Perotardaremos un poco.

—Empezad —ordena Leyna—. Ya.

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Los lugareños se llevan a Xander ya Hunter a la cárcel. Los médicos de laenfermería no estaban muertos, sino soloinconscientes. No ha fallecido ningúninerte más, pero el pueblo pedirá cuentasa Hunter por los dos que han muerto ypor desconectar al resto y poner enpeligro su salud.

Y Xander, por supuesto, hadestruido la cura a base de camasia, lamejor oportunidad, y la última, quetenían los lugareños de viajar a las TierrasIgnotas. Pese a que algunos creen que hamatado a Oker, como no hay pruebas que

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lo demuestren, solo tendrá que rendircuentas por la destrucción de la cura. Loslugareños lo miran como si fuera unasesino, y supongo que para ellos lo es,aunque solo haya destruido la cura y no asu creador. Es cierto que la posibilidad desalvar a los inertes parece mucho másremota ahora que Oker no está.

—¿Qué vais a hacer con Xander yHunter? —pregunto a Leyna.

—Celebraremos otra votacióncuando hayamos tenido tiempo de reunirpruebas —contesta—. El pueblo decidirá.

En la plaza, veo que los lugareños ylos labradores han empezado a recogersus piedras. El agua de los abrevaderos sederrama al suelo.

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CAPÍTULO 44Ky

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CAPÍTULO 45Cassia

Las sospechas van impregnandopoco a poco el pueblo, frías y persistentescomo la lluvia en invierno. Los labradoresy los lugareños murmuran entre ellos.«¿Tuvo Hunter ayuda para desconectar alos inertes? ¿Sabía Cassia que Xanderdestruiría la cura?»

Los jefes del pueblo decidenencarcelar a Xander y a Hunter mientrasse reúnen pruebas. Su suerte se decidirá

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en la próxima votación.Yo estoy dividida en tres partes,

como la estrella que Oker dibujó en elbarro. Debería velar por Ky en laenfermería. Debería hacer compañía aXander en la cárcel. Debería estarclasificando para encontrar una cura. Solopuedo tratar de hacerlo todo y esperarque estas tres facetas de mí se integrenpara hallar una solución.

—Vengo a ver a Xander —digo alcarcelero.

Hunter me mira cuando paso pordelante de su celda y me detengo. Me

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parece mal no hacerlo. Además, megustaría hablar con él, así que lo miro através de los barrotes. Tiene los hombrosfuertes y las manos pintadas de azul,como de costumbre. Recuerdo cómotrituró los tubos en la Caverna. «Parececapaz de romper estos barrotes», pienso.

Entonces comprendo que ya notiene fuerzas para nada. Parecedestrozado, más incluso que en la Tallacuando Sarah acababa de morir.

—Hunter —digo, en voz muy baja—. Solo quiero saberlo. ¿Eras tú el quedesconectaba a Ky?

Asiente.—¿Solo se lo hacías a él? —

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pregunto.—No —responde—. Los

desconectaba a todos. Pero Ky era elúnico que recibía visitas, y tú te distecuenta.

—¿Cómo eludías a los médicos? —pregunto.

—Era más fácil de noche —dice.Recuerdo cómo seguía rastros,

cazaba y se ocultaba para sobrevivir enlos cañones e imagino que la enfermería yel pueblo han sido un juego de niños paraél. Pero, al exponerse a la luz del día, seha desmoronado por completo.

—¿Por qué Ky? —pregunto—.Salisteis juntos del cañón. Creía que os

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comprendíais.—Tenía que ser justo —arguye—.

No podía desconectar a todos y dejartranquilo a Ky.

Detrás de mí la puerta de la cárcelse abre y entra luz. Me vuelvo un poco.Ha entrado Anna, pero se queda fuera dela vista de Hunter. Quiere escuchar.

—Hunter —digo—, algunosinertes han muerto. —Ojalá consiga queme responda, que me dé una razón.

Él estira los brazos. Me preguntocon cuánta frecuencia se repasa las líneaspara tenerlas tan marcadas.

—La gente muere cuando no setienen medicinas para salvarla —declara.

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Ahora lo comprendo.—Sarah —digo—. No pudiste

conseguir medicinas para ella.Cierra los puños.—Todos, la Sociedad, el

Alzamiento, incluso la gente de estepueblo, nos estamos desviviendo porayudar a estos pacientes de la Sociedad.Nadie hizo nada por Sarah.

Tiene razón. Nadie movió un dedo,salvo él, y no fue suficiente para salvarla.

—Y si encontramos la cura, ¿qué?—pregunta—. ¿Nos iremos todos a lasTierras Ignotas? Ya he visto demasiadoséxodos.

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Anna se acerca un poco más paraque Hunter la vea.

—Es cierto —admite.Hunter tiene lágrimas en los ojos.

Baja la cabeza y solloza.—Lo siento —susurra.—Lo sé —dice Anna.Yo no puedo hacer nada. Los dejo

solos y voy a ver a Xander.

—Has dejado a Ky solo en laenfermería —dice él—. ¿Estás segura deque no corre peligro?

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—Hay médicos y guardiasvigilando —respondo—. Y Eli no seaparta de su lado.

—¿Te fías de Eli? —pregunta—.¿Como te fiabas de Hunter? —Hay untono de crispación en su voz que no esnada propio de él.

—Volveré enseguida —digo—.Pero tenía que verte. Voy a intentaraveriguar cuál es la cura. ¿Tienes idea dequé buscaba Oker?

—No —responde—. No quisodecírmelo. Pero creo que era una planta.Se llevó lo mismo que cuando recogimoslos bulbos.

—¿Cuándo cambió de idea sobre la

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cura? —pregunto—. ¿Cuándo decidióque se había equivocado con la camasia?

—Durante la votación —responde—. Pasó algo que le hizo cambiar deopinión.

—Y no sabes qué es.—Creo que fue algo que dijiste tú

—apunta—. Comentaste que te parecíaque se te había pasado algo por alto, yque creías que estaba relacionado con lasflores.

Niego con la cabeza. ¿Cómo pudoayudar eso a Oker? Meto la mano en elbolsillo para asegurarme de que aún llevoel papel de mi madre. Sigue ahí, junto conla microficha y la piedrecita. Me pregunto

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si los lugareños todavía me dejarán votar.—Estamos solos —dice Xander.—¿Quiénes? —le pregunto. ¿Se

refiere a que ya no tenemos a nadie ahoraque Oker ha muerto?

—Todos. Cuando morimos —mecontesta—. Aunque estemosacompañados, morimos solos.

—Sí —convengo.—Estamos solos siempre —añade

—. A veces me siento solo contigo.Nunca pensé que pudiera pasarme.

No sé qué decir. Nos miramos,apenados, anhelosos.

—Lo siento —digo, por fin, pero él

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niega con la cabeza. De algún modo, nohe entendido qué quería decirme; fuera loque fuera, no he sabido escucharle comoél esperaba.

La luz que entra por las ventanasde la enfermería es etérea, gris. Ky tieneuna expresión muy plácida. Muyabstraída. El suero fluye a sus venas. Él yXander están atrapados. Tengo queencontrar el modo de liberarlos.

Y no sé cómo.Vuelvo a mirar las listas. Las he

repasado muchísimas veces. Los demásestán preparando más cura a base de

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camasia. Pero yo creo que Oker teníarazón y todos estábamos equivocados.Hay algo que no vemos ni losclasificadores ni los farmacólogos.

Estoy agotada.Hace meses me pregunté cómo

sería contemplar una crecida, estarasomada al borde de un cañón y ver elagua pasar desde un lugar que fueraseguro pero vibrara. «Me gustaría vercómo arranca los árboles y lo anega todo—pensé—, aunque solo desde un sitio enel que no pudiera alcanzarme.»

Ahora pienso que casi podría serun alivio estar en el suelo del cañón y vercómo se acerca la pared de agua, saber

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que «Ya está. Es el fin», y ser engullidapor el agua, entera, antes siquiera deasimilar ese pensamiento.

Cuando anochece Anna se sienta ami lado en la enfermería.

—Lo siento —dice, y mira a Ky—.No pensaba que Hunter…

—Lo sé —convengo—. Ni yo.—La votación será mañana —

añade. Por primera vez su voz me parecela de una anciana.

—¿Qué van a hacer? —pregunto.—A Xander probablemente lo

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exiliarán —responde—. También podríandeclararlo inocente, pero no lo creo. Lagente está enfadada. No cree que Oker leordenara que destruyera la cura.

—Xander es de las provincias —digo—. ¿Cómo esperan que sobreviva silo exilian? —Xander es listo, sin embargonunca ha vivido en el monte, y no tendránada cuando lo echen. Yo tenía a Indie.

—No creo que esperen quesobreviva —arguye Anna.

Si exilian a Xander, ¿qué haré yo?Me iría con él, pero no puedo abandonara Ky. Y lo necesito para la cura. Aunquelogre encontrar la planta apropiada, no sécómo preparar una cura ni el mejor modo

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de administrársela a Ky. Para que esto déresultado, hacemos falta los tres. Ky,Xander y yo.

—¿Y Hunter? —pregunto a Anna,en voz baja.

—En el mejor de los casos —contesta, apesadumbrada—, lo exiliarán.—Aunque sé que tiene otros hijos quevinieron con ella de la Talla, está tan tristeque parece que Hunter sea su propio hijo,el último que le queda.

Entonces me tiende algo. Un papel,auténtico, la clase de papel que debió detraer de la cueva próxima a su caserío.Huele como los cañones, aquí en lasmontañas. Me invade la nostalgia y mepregunto cómo Anna fue capaz de

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abandonar su tierra.—Son los dibujos de las flores que

querías —dice—. Siento haber tardadotanto. He tenido que preparar los colores.Acabo de terminarlos, así que procuraque no se te corra la pintura.

Me deja estupefacta que lo hayahecho, con todas las otras cosas que debíade tener en la cabeza esta noche, y meconmueve que aún me crea capaz deencontrar la cura.

—Gracias —digo.Debajo de las flores, ha escrito los

nombres.«Efedra, flor pincel, lirio mariposa.»

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Y, por supuesto, hay más. Plantas yflores.

Me echo a llorar, incapaz decontenerme. Compuse aquella nana paramuchas personas. Y ahora es posible quelas perdamos a casi todas. Hunter. Sarah.Ky. Mi madre. Xander. Bram. Mi padre.

«Efedra», ha escrito Anna. Encima,ha dibujado un arbusto de aspectoespinoso con florecillas cónicas. Lo hapintado de amarillo y verde.

«Flor pincel.» Roja. La he visto, enlos cañones.

«Lirio mariposa.» Es una hermosaflor blanca con un reborde rojo y amarilloen la base de sus tres pétalos.

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Mis manos saben lo que veo antesque mi mente; me saco del bolsillo elpapel que me mandó mi madre yreconozco la figura. Recuerdo el panal deIndie, su interior hueco. Tiro de lasesquinas del papel y entonces lo sé.

Tengo una flor de papel en lamano. La hizo mi madre. Cortó o rasgó elpapel de tal forma que se despliega desdeel centro para formar tres pétalos.

Es idéntica a la flor del dibujo;blanca, de tres pétalos, con los bordesarrugados y puntiagudos como unaestrella. Me percato de que también la hevisto grabada en el barro.

Es la flor que Oker iba a buscar.

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Me vio sacar la flor de papelcuando envolví la piedrecita de lavotación en ella.

Según el dibujo de Anna, esta florse denomina «lirio mariposa». Pero yonunca oí a mi madre llamarla por esenombre. Y no es una neorrosa, nitampoco una protorrosa ni una fucsia.¿De qué otras flores me habló?

«Vuelvo a estar en la habitación denuestra casa de Oria, donde ella meenseñó el retal del vestido azul de saténque llevó en su banquete deemparejamiento. Hace poco que haregresado de un viaje por diversasprovincias para investigar una serie decultivos sospechosos. “El segundo

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cultivador tenía una planta que yo noconocía, con unas flores blancas inclusomás bonitas que las primeras —dice—.Las llaman ‘azucenas’. El bulbo se puedecomer.”»

—Anna —digo, con el corazóndesbocado—, ¿tiene otro nombre el liriomariposa? —De ser así eso podríaexplicar el problema de los datos. Hemosconsiderado esta flor como dos variablesdistintas, cuando, en realidad, es una.

—Sí —responde, al cabo de unrato—. Hay gente que la llama «azucena».

Cojo el terminal portátil y busco elnombre. Lo encuentro. Las propiedadesson las mismas. Una flor, con dosnombres. Cuando los combino, pasa a ser

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el primer posible ingrediente de la lista.Ha sido un error grave y elemental dequienes han recopilado los datos, perotendríamos que haberlo detectado antes.¿Cómo es posible que se nos hayapasado? ¿Cómo es posible que yo no hayareconocido el nombre, cuando mi madreya me lo había dicho? «Solo lo oíste unavez —me recuerdo—, y fue hace muchotiempo.»

—¿Dónde crece? —pregunto.—Tiene que haber azucenas en los

alrededores —responde—. Es un pocopronto, pero puede que hayan florecido.—Mira la flor de papel que tengo en lamano—. ¿La has hecho tú?

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—No —respondo—. La hizo mimadre.

Ya casi ha oscurecido cuando porfin las encontramos, en un pequeño pradoalejado del pueblo y del camino.

Me arrodillo para examinarlas.Jamás había visto una flor tan hermosa.Es blanca, con tres sencillos pétaloscóncavos que parten de un tallo sinapenas hojas. Es una banderita blanca,igual que mis escritos, un símbolo no derendición, sino de supervivencia. Saco laarrugada flor de papel.

Aunque me tiemblan las manos,

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veo que coinciden. Esta flor que creceentre la hierba es la misma que mi madreconfeccionó antes de quedarse inerte.

La flor auténtica es mucho másbonita. Pero eso no importa. Pienso en lamadre de Ky, que pintaba con agua en laspiedras, que pensaba que lo importanteera crear, no reproducir. Aunque laazucena de papel no sea una versiónperfecta, continúa siendo un homenaje demi madre a su belleza.

No sé si su intención era mandarmeun objeto bonito o un mensaje, perodecido que mi flor es ambas cosas.

—Creo —digo— que estas florespodrían ser la cura.

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CAPÍTULO 46Xander

No veo a Cassia, pero las lámparassolares proyectan su sombra en la paredde la cárcel. Oigo su voz en la entrada.

—Creemos que hemos encontradouna posible cura —explica a los guardias—. Necesitamos la ayuda de Xander.

Uno se echa a reír.—Me parece que no va a ser

posible —dice.

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—No les pido que lo suelten —insiste Cassia—. Solo necesitamos llevarleel material para que prepare la cura.

—Y después, ¿qué vais a hacer conella? —pregunta el otro.

—Se la administraremos a unpaciente —responde Cassia—. A nuestropaciente. Ky.

—No podemos desobedecer aColin —arguye un guardia—. Es el jefe.Y si lo hiciéramos perderíamos nuestraoportunidad de ir a las Tierras Ignotas.

—Esta es su oportunidad de ir a lasTierras Ignotas —insiste Cassia. Hablabajo, con tono grave, con convicción—.Esto era lo que Oker iba a buscar. —Saca

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algo de la bolsa—. Lirios mariposa. —Por la sombra, sé que sostiene una flor—.Os coméis el bulbo, ¿verdad? Lo coméiscuando la planta florece en verano y loalmacenáis para el invierno.

—¿Ya están en flor? —pregunta unguardia—. ¿Cuántos has arrancado?

—Solo unos cuantos —respondeCassia.

Aparece otra sombra, y oigo la vozde Anna.

—En la Talla también teníamosestas flores —explica—. Y también lasutilizábamos para alimentarnos. Sé cómorecogerlas para que al año siguienterebroten.

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—Además, ¿qué importa si lasarrancan todas? —pregunta un guardia alotro—. Si estamos en las Tierras Ignotas,ya no nos harán falta.

—No —declara Anna—. Aunqueno quede nadie, la flor debe rebrotar. Nopodemos llevárnoslo todo y no dejarnada.

—Los bulbos son diminutos —diceun guardia, dubitativo—. Me pareceimposible que puedan ser la cura.

Por fin veo a Cassia. Sostiene la florauténtica y la flor de papel que le mandósu madre. Son idénticas.

—Oker me vio sacar esta flor, la depapel, durante la votación. Creo que esta

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es la flor que iba a buscar. —Parece muysegura de lo que dice. Podría tener razón:Oker cambió de opinión justo después deverle sacar el papel.

»Por favor —insiste Cassia—.Dejen que lo intentemos. —Su tono devoz es dulce, persuasivo—. Lo notan,¿verdad? —pregunta, con tristeza—. LasTierras Ignotas cada vez están más lejos.

Nos quedamos callados,conscientes de que Cassia tiene razón. Yotambién noto que las Tierras Ignotas sealejan de mí, como debió de ocurrirles aLei y a Ky con el mundo real cuando sequedaron inertes. Tengo la sensación deque todo se me escapa de las manos. Heseguido al Piloto, a Oker y a Cassia, pero

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nada ha salido como yo esperaba. Creíaque vería una rebelión, encontraría unacura y mi amor sería correspondido.

¿Y si todos se marcharan? ¿Y si losdemás se fueran a las Tierras Ignotas o sequedaran inertes y yo estuviera aquí solo?¿Seguiría adelante? Sí, sin duda. Noparezco capaz de tratar esta vida quetengo como nada que no sea lo único.

—Está bien —dice un guardia—.Pero daos prisa.

Anna ha pensado en todo. Hatraído todo lo necesario del laboratorio:una jeringuilla, un mortero, agua limpia

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que ha sido hervida y tratada, y algunas delas mezclas base de Oker, con una lista delos ingredientes de cada una.

—¿Cómo sabías qué íbamos anecesitar? —le pregunto.

—Yo no lo sabía —responde—.Pero Tess y Noah sí. Creen que es posibleque Oker cambiara de opinión. No tienenclaro que digas la verdad, pero tampocotienen claro que mientas.

—¿Te han dado todo esto? —pregunto.

Anna asiente.—Pero, si nos preguntan, lo hemos

robado. No quiero meterlos en un lío.

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Cassia me alumbra con la linternamientras me lavo las manos con el líquidodesinfectante. Utilizo el canto de la manodel mortero para partir el bulbo por lamitad.

—Es precioso —dice Cassia.Por dentro, es blanco y brillante

como los bulbos de camasia. Lo machacoen el mortero. Cuando lo he reducido auna pasta homogénea, Anna me da untubo. Cassia me observa y, para misorpresa, comienzo a vacilar. Quizá sea elrecuerdo de la noche que obtuve laspastillas azules en Oria. Extraje sangre deforma clandestina y, al prestarme a ello,hice promesas implícitas que nadie estabaen situación de cumplir. Obré igual que la

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Sociedad y el Alzamiento: me aprovechédel miedo de la gente para conseguir algoque quería.

¿Vuelvo a obrar así preparando estacura? Miro a Cassia. Confía en mí. Y nodebería hacerlo. Maté al chico de la Tallacon las pastillas azules. No fue apropósito, pero, de no ser por mí, ellanunca las habría llevado encima.

No me he permitido pensar en esto,aunque lo sé desde que el Piloto nos trajoaquí. Noto el sabor amargo del miedo enla garganta y me entran ganas de salircorriendo, de evadir esta responsabilidad.Soy incapaz de preparar una cura: hetomado demasiadas decisionesequivocadas.

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—Sabes que no puedo garantizarque esto vaya a funcionar —digo a Cassia—. No soy farmacólogo. Puede que meequivoque con la dosis, o que la basetenga un agente reactivo que noconozco…

—Esto podría salir mal en muchossentidos —conviene—. Yo podríahaberme equivocado con el ingrediente.Pero no lo creo. Y sé que tú eres capaz depreparar la cura.

—¿Por qué? —pregunto.—Porque, cuando alguien te

necesita, te desvives por ayudarle —responde, y parece triste. Como si supieraque lo que me pide va a salirme caro pero

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aun así me lo pidiera y eso le rompiera elcorazón.

»Por favor —dice—. Una vez más.

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CAPÍTULO 47Cassia

En la enfermería, Anna distrae alos médicos mientras yo inyecto la cura enla vía de Ky. No me lleva mucho tiempo;Xander me ha explicado cómo se hace.Antes podría haberme dado miedointentarlo, pero, después de ver a Xanderpreparar una cura en una celda y a Kyafanarse por seguir respirando, mismiedos dejan de tener fundamento.

Vuelvo a poner el capuchón a la

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aguja y me la escondo en la manga juntocon el tubo que contenía la cura y lospoemas que siempre llevo conmigo.

Cuando me siento al lado de Ky,cojo el terminal portátil y finjo queclasifico, aunque no aparto los ojos de él.Observo y espero. Él se arriesga más queninguno; es por sus venas por las quecircula la cura. Pero los tres tenemosmucho que perder.

A veces nos he concebido comotres puntos separados en el espacio y,naturalmente, lo somos, cada uno unindividuo distinto. Pero Ky, Xander y yotenemos que confiar los unos en los otrospara protegernos. Al final yo he confiadoen que Xander podría preparar la cura de

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Ky; Ky ha confiado en que nosotrospodríamos curarlo, y Xander ha confiadoen mis clasificaciones. Formamos uncírculo indisoluble que nunca deja degirar, siempre conectados por los lazos denuestras promesas cumplidas.

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CAPÍTULO 48Ky

Ya no estoy en el agua

por qué noadónde ha ido Indielucecitas parpadean en la oscuridad.Oigo la voz de Cassia.Me ha estado esperando en las

estrellas.

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CAPÍTULO 49Cassia

—Ky —digo. No es la primeravez que veo cómo se le ilumina la cara,pero, en esta ocasión, la luz no cesa dellegar, cada vez más intensa, conformeretorna al mundo de los vivos.

No te alcancé,pero mis pies se acercan día a día.Tres ríos y una loma que cruzar,

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un desierto y un mar.No llamaré viaje al viajecuando a ti te lo cuente. Ky y yo realizamos el viaje en

nuestro propio orden. Comenzamos en laLoma, juntos. Cruzamos un desierto parallegar a la Talla, y ríos y arroyos dentro yfuera de los cañones. No hubo ningúnmar, ningún océano, pero sí un lago quetuvimos que atravesar el uno sin el otro.Creo que eso lo convierte en un viaje.

Y creo, mientras lo miro, que elpoema se equivoca. Él sí llamará viaje alviaje, y también lo haré yo.

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Más tarde Anna me trae variascuras más de Xander.

—Dice que hará falta más de unadosis —me susurra—. Esto es todo loque ha podido preparar por ahora. Diceque le administres la próxima dosis loantes posible.

Asiento.—Gracias —digo, y Anna se

marcha. Al salir se despide de los médicoscon un gesto de la cabeza.

Ellos han comenzado la rondamatutina. Uno coloca a Ky boca arriba

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para que no se llague.—Tiene mejor aspecto —observa, y

parece sorprendido.—Yo también lo creo —digo y, en

ese momento, oímos ruido fuera. Miropor la ventana y veo que los guardiasconducen a Hunter y a Xander a la plazadel pueblo.

Hunter.¡Xander!Pese a que ambos se dirigen solos a

los abrevaderos, están maniatados yflanqueados por guardias. Ojalá pudieraver los ojos de Xander desde aquí, peroúnicamente alcanzo a ver su forma deandar y lo cansado que parece. Se ha

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pasado la noche despierto, preparandocuras.

—Es hora de votar —dice unmédico.

—Abre la ventana —sugiere otro—. Así lo oiremos.

Aprovecho esta breve distracciónpara vaciar la jeringuilla en el gotero deKy. Cuando me he escondido las pruebasen la manga, alzo la vista y descubro queuno me está mirando. No sé qué ha visto,pero mantengo la calma. Xander estaríaorgulloso.

—¿Por qué celebran tan pronto eljuicio? —le pregunto.

—Colin y Leyna deben de pensar

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que ya tienen suficientes pruebas —responde, y deja de mirarme.

Cuando el aire fresco y fragante dela mañana entra por la ventana, Kyrespira hondo. Tiene los bronquios másdespejados. Aún no está aquí, pero yafalta menos. Lo noto. Percibo supresencia, más que antes; sé que escuchaaunque todavía no pueda hablar.

Los lugareños se congregan en laplaza. A pesar de que estoy demasiadolejos para ver las piedrecitas que llevan enlas manos, oigo que Colin grita:

—¿Va a defender alguien a Hunter?—Yo —contesta Anna.—El reglamento dice que solo se

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puede defender a una persona —meexplica el médico. Y sé a qué se refiere: siAnna defiende a Hunter, no podrádefender a Xander.

Anna asiente. Se dirige al centro dela plaza y se vuelve hacia los asistentes.Mientras habla, los veo acercarse más aella.

—Lo que Hunter ha hecho está mal—dice—, pero su intención no era matara nadie. Si lo hubiera sido, le habríaresultado fácil matar y escapar. Lo queHunter quería era hacer justicia. Pensabaque, como las provincias siempre nos hannegado el acceso a sus medicamentos,nosotros deberíamos hacer lo mismo consus pacientes.

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Anna no manipula a sus oyentes.Expone los hechos y deja que ellos lossopesen. Naturalmente todos sabemosque el mundo no es justo. Perocomprendemos la sensación de quererque lo sea. Muchas de estas personassaben demasiado bien cómo es que laSociedad las margine o, peor, las mande amorir a los campos de señuelos. Anna nomenciona todas las pérdidas de Hunterque podrían justificar su actuación. No lehace falta. Él las lleva escritas en losbrazos y en los ojos.

—Sé que podemos ser más duros—dice—, pero pido el exilio para Hunter.

La menor de las dos penas. ¿Lafallará el pueblo?

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Sí.La gente echa las piedras al

abrevadero próximo a los pies de Anna, yel otro se queda vacío. Los labradores seacercan con los cubos y arrojan el agua.La votación ha concluido.

—Hunter —dice Colin—, debesmarcharte ahora.

Él hace un gesto afirmativo con lacabeza. No me parece que sienta nada.Alguien le da una mochila, y Eli provocaun alboroto cuando se arroja a sus brazospara despedirse. Anna los abraza a los dosy, por un momento, son una familia, tresgeneraciones, no solo unidas por lazos desangre, sino por viajes y despedidas.

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Eli se retira. Se quedará con Anna,que debe permanecer en el pueblo con elresto de los labradores. Hunter se adentraen el bosque, sin enfilar el camino, sinmirar atrás. ¿Adónde irá? ¿A la Talla?

La gente se pone a murmurar, yXander da un paso adelante. En esemomento comprendo que nadie va atener piedad de él. Los lugareños hanconvivido y trabajado con Hunterdurante varios meses. Conocían suhistoria.

Sin embargo, no conocen a Xander.Él aguarda delante de la piedra,

solo.Xander hará lo que sea por las

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personas a las que quiere, cueste lo quecueste. Pero, al mirarlo, creo que ya hapagado un precio demasiado alto. «Separece a Hunter —pienso—. A alguienque ha estado sometido a demasiadapresión y ha visto demasiado.» Hunteraguantó el tiempo suficiente para traer aEli a las montañas sin percances. Duranteaños hizo todo lo necesario para ayudar alos demás, pero después se desmoronó.

No puedo permitir que a Xander leocurra lo mismo.

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CAPÍTULO 50Xander

—¿Quién va a defender aXander? —pregunta Colin.

Nadie responde.Anna me mira. Sé que lo lamenta,

pero la comprendo. Es lógico que se hayaempleado a fondo con Hunter. Para ellaes como un hijo, y ha hecho bien en darlotodo por él.

Pero no hay nadie más. Cassia tieneque quedarse en la enfermería con Ky

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para administrarle la cura y asegurarse deque recobra la conciencia. Ky medefendería: pero está inerte.

Los asistentes cambian de postura ymiran a Colin. Les impacienta que alarguetanto este momento. Yo también querríaque acabara. Cierro los ojos y escucho micorazón, mi respiración y el viento en lascopas de los árboles.

Alguien grita; conozco la voz.—¡Lo haré yo! —Abro los ojos y

veo a Cassia abriéndose paso entre lagente. Al final ha venido. Tiene la cararadiante. La cura debe de estar surtiendoefecto.

¿Qué me pasa? Tendría que

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alegrarme de que esté aquí y de que lacura pueda ser viable. Pero solo soy capazde pensar en los pacientes de lasprovincias, en Lei cuando se quedó inerte,y me preocupa que sea demasiado tarde.¿Podremos curar a suficientes pacientes?¿Volverá a surtir efecto la cura? ¿Dedónde vamos a sacar suficientes bulbos?¿Quién decidirá por qué pacientesempezamos? Hay muchas preguntas, y noestoy seguro de que podamos hallar lasrespuestas a tiempo.

Nunca me había sentido tanexhausto como ahora.

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CAPÍTULO 51Cassia

Los asistentes recogen las piedrascon las que han votado en el juicio deHunter. Aún están mojadas y les dejanmanchitas oscuras en la ropa. Algunos lasmanosean mientras esperan.

—Este abrevadero —dice Colin, yseñala el más próximo a él— es para lapena máxima. El otro —El que está juntoa los pies de Xander— es para penamenor.

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No especifica cuáles son las penas.¿Lo sabe ya todo el mundo? Anna suponeque el peor castigo que puede recibirXander es el exilio, porque su delito noha sido tan grave como el de Hunter.Nadie ha muerto.

Sin embargo, para Xander el exiliosignificaría la muerte. No tiene adónde ir.No puede sobrevivir solo en el bosque, yel camino de regreso a Camas es largo yescabroso. Quizá podría ir en busca deHunter.

Pero después, ¿qué?Lo miro. El sol se ha colado entre

los árboles y le dora los cabellos. Nuncahe tenido que preguntarme de qué color

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tenía los ojos, como me ocurrió con Ky:siempre he sabido que eran azules, que sumirada era bondadosa y transparente.Ahora, en cambio, aunque el color no hacambiado, sé que él lo ha hecho.

«A veces me siento solo contigo —me ha dicho en la enfermería—. Nuncapensé que pudiera pasarme.»

¿Te sientes solo ahora, Xander?Ni siquiera me hace falta

preguntárselo.Hay pájaros en los árboles; hay

gente moviéndose, y el viento sopla entrela hierba y en el camino, pero lo únicoque percibo es su silencio, y su fortaleza.

Xander se vuelve hacia los

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asistentes. Pone la espalda recta y se aclarala garganta. Puede hacer esto, pienso. Loscautivará con su sonrisa, y su vozresonará entre ellos como el Piloto quealgún día podría ser. Y todos percibiránsu bondad y ya no querrán destruirlo.Querrán acercarse para dar vueltas a sualrededor y sonreírle. Xander siempre hatenido ese efecto en la gente. Las chicasdel distrito lo adoraban; los funcionarioslo querían para sus ministerios; losenfermos querían que fuera él quien lescurara.

—Juro —dice— que solo hice loque Oker me pidió. Él quiso quedestruyera las curas porque se dio cuentade que había cometido un error.

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«Por favor —pienso—. Por favor,creedle. Dice la verdad.»

Pero habla sin convicción y, cuandome mira, veo que su sonrisa no es la desiempre. No es porque mienta. Esporque, ahora mismo, no le queda nada.Cuidó de los inertes durante meses, sinun momento de respiro. Vio cómo sequedaba inerte su amiga Lei. Creyó en elPiloto y luego en Oker, y ambos lepidieron cosas imposibles. «Encuentrauna cura», dijo el Piloto. «Destruye lacura», ordenó Oker.

Y yo no soy menos culpable.«Prepara otra cura —le pedí—. Vuelve aintentarlo.» Yo deseaba una cura tantocomo cualquiera, a cualquier precio.

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Todos le hemos pedido, y él nos ha dado.En los cañones vi cómo sanó Ky. Aquí enlas montañas, veo a Xanderdesmoronado.

Una piedra repica en el abrevaderopróximo a Colin.

—Un momento —dice él, y seagacha a recogerla—. No le hemos dejadoterminar de hablar.

—Da igual —masculla alguien—.Oker ha muerto.

Querían a Oker, y él ya no está.Necesitan achacarle la culpa a alguien.Cuando la votación termine, es posibleque la condena de Xander no sea el exilio,sino algo peor. Miro a los guardias que lo

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han traído y le han permitido preparar lascuras. Me rehúyen la mirada.

De repente veo el lado negativo depoder decidir. De que todos podamoshacerlo.

«A veces nos equivocaremos.»—No —intervengo. Meto la mano

en la manga para sacar una de las curasque ha preparado Xander. Si se la enseñoa todos, junto con la flor de mi madreque vio Oker, seguro que lo comprenden.Tendríamos que haber hecho esto antesde que comenzara el juicio—. Por favor—suplico—, escuchad…

Otra piedra rebota en el abrevaderoy, al mismo tiempo, una sombra

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gigantesca oculta el sol.Es una aeronave.—¡El Piloto! —grita alguien.Pero, en lugar de seguir montaña

abajo para aterrizar en el prado, laaeronave planea sobre el pueblo y poneen marcha las hélices para quedarsesuspendida en el aire. Eli se estremece, yalgunos lugareños se agachan de formainstintiva. Están recordando los ataquesaéreos de las provincias exteriores. Oigogimoteos entre la multitud.

La aeronave desciende unos metrosy vuelve a elevarse. Su intención estáclara, incluso para mí. El Piloto quiereque nos apartemos para aterrizar en la

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plaza del pueblo.—Dijo que nunca intentaría

aterrizar aquí —asegura Colin, con lacara lívida—. Lo prometió.

—¿Es la plaza lo bastante grande?—pregunto.

—No lo sé —responde.Todo el mundo echa a correr.

Xander y yo nos miramos, y él me agarrade la mano. Nos alejamos del centro de laplaza sin apenas rozar el suelo con lospies. Por encima de nosotros, las hélicesazotan el aire: el Piloto está posándose.Quizá no sobreviva al aterrizaje, nitampoco nosotros.

«¿Qué sería lo que empujaría al

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Piloto a actuar así? El prado está muycerca del pueblo. ¿Por qué tiene tantaprisa? ¿Qué ocurre en las provincias?»

La aeronave desciende y se ladea; enlas montañas siempre sopla aire. Lashélices giran a toda velocidad y levantanaire a nuestro alrededor. Su estruendoahoga nuestros gritos mientras el Pilotodesciende, derribando árboles, tratandode enderezar la aeronave.

«No va a conseguir aterrizar»,pienso, y me vuelvo hacia Xander.Estamos apretujados contra la pared deuna casa, y él tiene los ojos cerrados,como si no soportara ver lo que va asuceder.

—Xander —digo, pero no me oye.

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La aeronave se ladea, vira y oscilaen su descenso, demasiado próxima a lascasas. Cada vez la tenemos más cerca. Nopodemos movernos. No nos da tiempo arodear la casa, y tampoco hay espacio parahacerlo. Todo eso se me cruza por lacabeza como un relámpago.

También cierro los ojos y mearrimo a Xander como si pudiéramosprotegernos el uno al otro. Él me abraza,y su cuerpo me parece acogedor y firme,un buen lugar donde esperar a que llegueel final. Imagino metal, piedra y maderasaltando por los aires, fuego, calor y unfinal tan repentino como una crecida.

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CAPÍTULO 52Ky

—Cassia ya no está —digo. Mivoz es un susurro. Débil y ronco.

No me siento como cuando medespierto después de dormir. Sé que hatranscurrido tiempo. Sé que he estadoaquí y que, durante un tiempo, tambiénhe estado ausente. Trato de mover lamano. ¿Lo consigo?

—Cassia —repito—. ¿Puede iralguien a buscarla?

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Nadie me responde.«A lo mejor va Indie», pienso, y

entonces me acuerdo.Indie se ha ido.Pero yo he regresado.

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CAPÍTULO 53Xander

Cuando abro los ojos, la aeronaveocupa toda la plaza del pueblo. Cassiaestá en mis brazos, aferrada a mí.Ninguno de los dos nos movemos cuandoel Piloto se apea y se queda prácticamenteen el mismo lugar que ocupaba yo haceun momento, junto a los abrevaderos.

Colin va a su encuentro.—¿Se puede saber qué haces? —

pregunta, furioso—. Casi has destruido

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una parte del pueblo. ¿Por qué no hasaterrizado en el prado?

—No hay tiempo para eso —responde el Piloto—. En las provinciascunde el caos, y no puedo perder ni unminuto. ¿Tenéis una cura?

Colin no contesta. El Piloto mira ellaboratorio de investigación.

—Id a buscar a Oker —dice—.Dejad que hable con él.

—No puedes —interviene Leyna—. Ha muerto.

El Piloto suelta un taco.—¿Qué?—Creemos que fue un paro

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cardíaco —explica Colin.Todos me miran. Aún me

consideran responsable de lo que lesucedió a Oker.

—Entonces no hay cura —selamenta el Piloto, con la voz apagada—.Ni ninguna posibilidad de encontrarla. —Echa a andar hacia la aeronave.

—Oker nos dejó una cura —diceLeyna—. Estamos a punto de probarla…

—Necesito una cura que sea eficazahora —declara el Piloto, y se da la vuelta—. No sé si podré volver. Esto es el final.¿Lo entiendes?

—Te refieres… —comienza a decirLeyna.

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—Hay una facción del Alzamientoque quiere destituirme de mi cargo —explica el Piloto—. Sus partidarios yacontrolan la desconexión de pacientes y elreparto de comida. Si consiguendestituirme, y van a conseguirlo, notendré acceso a las aeronaves ni formaalguna de llevaros a las Tierras Ignotas.Necesitamos una cura. ¡Ahora! —Sequeda callado—. El Alzamiento haordenado la desconexión de undeterminado porcentaje de inertes.

—¿Qué porcentaje? —preguntaCassia. Entra en la plaza como si tuvieratodo el derecho a hacerlo. Leyna la miracon los ojos entrecerrados, pero deja quehable—. Proyectamos que empezarían

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desconectando a alrededor del dos porciento de los inertes para tener más manode obra con una pérdida mínima de vidas.

—Así empezaron —explica elPiloto—. Pero han aumentado elporcentaje. Ahora recomiendan un veintepor ciento, y pronto habrá otroincremento.

«Uno de cada cinco.» ¿Por quiénhabrán empezado? ¿Por los primeros quese quedaron inertes? ¿O por los últimos?¿Qué le ha sucedido a Lei?

—Son demasiados —arguye Cassia—. No hace falta.

—El algoritmo suponía que lagente querría ayudar —dice el Piloto—.

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Que no querría abandonar a los inertes.Por eso el Alzamiento ha comenzado adistribuir las muestras de tejido. Las da sila gente accede a que desconecten a susseres queridos para ahorrar espacio.

—Nadie está accediendo a eso,¿verdad? —pregunta Cassia.

—Hay gente que sí —responde elPiloto.

—Pero no pueden revivir a nadie—objeta Cassia—. Nadie dispone de esatecnología. Ni la Sociedad ni elAlzamiento.

—El objetivo de las muestrasnunca ha sido resucitar a los muertos —arguye el Piloto—. Sino controlar a los

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vivos. Así que volveré a preguntarlo:¿tenéis una cura?

—Necesitamos más tiempo —replica Leyna—. No mucho.

—No hay más tiempo —declara elPiloto—. La comida empieza a escasear.Los habitantes de las ciudades estánhuyendo a los distritos, donde atacan alos que quedan, o se van al campo, dondemueren a causa de la mutación porque nopodemos atenderlos a tiempo. Se nosacaban los ingredientes que Okerrecomendó incluir en el suero, y ningúncientífico de las provincias ha encontradouna cura.

—Hay una cura —dice Cassia—.Xander puede mostrar a sus farmacólogos

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cómo se prepara. —Ofrece un tubo alPiloto. Esta es nuestra única baza, y ellava a jugarla.

Por un instante creo que Leyna yColin no van a dejar que se salga con lasuya, pero ninguno de los dos dice nada.Todo el mundo está pendiente de cuál vaa ser la siguiente jugada de Cassia.

—¿A cuántos pacientes se la habéisadministrado? —pregunta el Pilotodespués de coger el tubo.

—Solo a uno —responde Cassia—,Ky. Pero podemos preparar más.

El Piloto se echa a reír.—Una sola persona —dice—. ¿Y

cómo sé que Ky se ha curado? La última

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vez que lo vi ni siquiera estaba inerte.—Pero estaba enfermo —arguye

Cassia—. Usted lo vio. Aquí todos se loasegurarán.

—Claro —admite el Piloto—.Quieren que los lleve a las TierrasIgnotas. Estarán de acuerdo con todo loque digas.

—Si esta es su última oportunidadde venir al pueblo —insiste Cassia—, almenos debería ver lo que tenemos. Nonos llevará mucho tiempo.

Leyna se aproxima, con una sonrisaen los labios, como si estuviera alcorriente de todo. Pero, cuando está lobastante cerca de Cassia para que el

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Piloto no la oiga, susurra:—¿Quién? ¿Quién te ha ayudado?Cassia no responde a la pregunta.

Protege a los que hemos colaborado en lacura: los guardias, Anna, Noah, Tess y yo.

—Es la base de Oker —explica, envoz muy alta. Mira al Piloto, aunque sedirige a todos los lugareños. Trata deganarse su confianza—. Y es elingrediente que él quería añadir. Esta esla verdadera cura de Oker, y es eficaz. —Echa a andar hacia la enfermería—. Seríauna lástima —añade, volviendo la cabezapara mirar al Piloto— que usted vinierahasta aquí y se fuera con las manos vacías.

El Piloto atraviesa la plaza del

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pueblo detrás de ella, y los demás leseguimos. Cassia abre la puerta de laenfermería como si estuvieracompletamente segura de que dentrotodo va bien. Pero veo cómo le tiemblanlos labios cuando Ky la mira, con los ojoslúcidos y brillantes. Cassia no sabía que lacura le estaba haciendo efecto, al menosno con esta eficacia. Por un instanteparece que todos los demás nos hayamosdesvanecido. Solo están ellos en elmundo.

—Ky —dice Cassia.—¿Podemos escaparnos ya? —le

pregunta él. Su voz no es más que unsusurro.

Todos, incluso Leyna y Colin, nos

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agachamos para oírle, aunque lo que diceno va dirigido a ninguno de nosotros.

—No —responde Cassia—.Todavía no.

—Lo sé —contesta Ky, con unamedia sonrisa.

Cassia se inclina para besarlo, y éltrata de alargar la mano hacia ella, pero letiembla y apenas puede moverla todavía.Por eso se la levanto yo, y se la colocosobre la mano de Cassia. Le ayudo atocarla. Por un momento formo parte detodo. Aunque enseguida vuelvo aquedarme aparte.

El Piloto mira a Ky y después a mí.¿Nos cree? Su cara no revela nada.

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—¿Oker dijo que había que usaresto? —Me lo pregunta a mí.

Ha llegado mi turno deconvencerlo. Cassia y Ky ya han hechotodo lo que podían.

—Oker me habló de susinvestigaciones para la Sociedad —explico—. Sé que formó parte del equipoque originó los virus. Sé cuánto queríaencontrar una cura. Y creo que lo hizo.

—Si lo que dices es cierto —arguyeel Piloto—, tendríamos que probar lacura en otro sitio con una muestrarepresentativa de pacientes.

—¿El centro médico de Camas alque fue a buscarme Indie es seguro?

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—Aún está bajo nuestro control —responde.

Me produce una sensación extrañaque alguien en quien he creído estédecidiendo si cree en mí. Lo tengo delantey le sostengo la mirada. Pese a que sabeque no se lo he explicado todo, decideque es suficiente.

—Puedo llevarme a los tres ahora—dice—. Si ven a Ky, los farmacólogos ylos médicos estarán más dispuestos aprobar la cura. ¿Dónde podemosencontrar la planta que habéis utilizado?¿Tenéis más?

—Sí —responde Anna—. Me hepasado toda la noche recogiendo plantas.

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—Y puede que yo sepa dóndeconseguir más —añade Cassia—. Mimadre vio un campo de esas flores unavez. La Sociedad lo destruyó y reclasificóal cultivador, pero a lo mejor queda algo.Si curamos a mi madre, ella se acordaráde dónde vio las flores.

—Entonces vámonos —declara elPiloto—. Subid a Ky a la aeronave. —Gira sobre sus talones y sale de laenfermería sin volver a mirarnos.

—Gracias —me dice Ky cuandoCassia y yo lo subimos a la aeronave.

—Tú habrías hecho lo mismo —arguyo.

Cassia mira alrededor, como si

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esperara ver a alguien más, pero el Pilotono va acompañado.

—¿Dónde está Indie? —preguntoal Piloto cuando nos sentamos—. ¿Estábien?

—No —contesta—. Contrajo lamutación y voló hasta que se quedó sincombustible. Su aeronave cayó en elantiguo país enemigo. No pudimosmandar a nadie a recuperar su cadáver.

Indie ha muerto. Miro primero aKy para ver cómo se lo ha tomado, y sucara rebosa dolor; sin embargo, no estásorprendido. De algún modo, ya lo sabía.Cassia parece consternada, como si nopudiera creer que sea cierto. Aunque,naturalmente, lo es. Yo sé que un virus no

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piensa ni siente, pero, aun así, da laimpresión de que este disfrute llevándosea los que estaban más vivos.

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CAPÍTULO 54Cassia

Han sucedido dos cosasimposibles. Ky, curado.

E Indie, ¿muerta?Tengo la cabeza llena de imágenes

suyas. La veo escalando las paredes de laTalla, pilotando la barca río abajo,acunando el panal en las manos. ¿Cómopuede haberse ido? No puede. Esimposible.

Pero Ky lo cree.

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¡Ky ha vuelto!No hay tiempo para que me recree

en el milagro, para ver cómo regresa, paraquedarme sentada a su lado, cogerle lamano y hablar con él.

Solo hay prisa y premura para quesubamos a bordo y, unos minutosdespués de que el Piloto haya aterrizadoen el pueblo, estamos despegando. Notengo tiempo de dar las gracias a Annapor los bulbos, de despedirme de Eli, devolverme para mirar a Leyna, a Colin y alos otros lugareños mientras nos venpartir, esperando que un día regresemos,esa vez con aeronaves que podránllevarles hasta las Tierras Ignotas.

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Xander ocupa el asiento delcopiloto, y nosotros amarramos la camillade Ky en la bodega, donde irá mejorsujeta. Xander ha explicado a Tess y aNoah qué ingrediente ha añadido a lacura, y ellos le han dado la fórmula deOker para la base que hemos utilizado.Así nosotros podremos explicar a losexpertos de la provincias qué hemosempleado y los lugareños podráncomenzar a curar a los inertes que se hanquedado en el pueblo. Una colaboración,de nuevo: si no estuviéramos juntos enesto, todo nos llevaría muchísimo mástiempo.

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«Será otra prueba de que la cura eseficaz —ha dicho Leyna al Piloto—.Cuando vuelvas para sacarnos de aquí,habremos curado a todos estos pacientesy podrás llevarlos con sus familias.»Parecía que nunca hubiera dudado deXander; que nunca hubiera tenidointención de condenarlo al exilio o a algopeor por destruir la cura a base decamasia. Sin embargo, es cierto que lacura pertenece al pueblo. Anna y Oker,Colin y Leyna, Tess y Noah, los guardias:ellos también son los pilotos de la cura.

Ocupo el asiento del mensajerodurante el despegue, pero, en cuanto laaeronave se estabiliza, me desabrocho elcinturón, me arrodillo al lado de Ky y le

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cojo la mano con fuerza. Él mira una delas paredes, y veo que tiene algo dibujado,un verdadero dibujo, no muescas nimarcas. Son personas que miran el cielo,el cual parece estar derrumbándose sobreellas. Aunque algunas, no todas, hanrecogido los pedazos y beben de ellos.

—Están bebiéndose el cielo —explica Ky—. Es lo que Indie dijo quehacían. Había un dibujo como este en unade nuestras aeronaves. —Respira hondo.Ya tiene la voz más fuerte—. Es undibujo de usted llevando agua al enemigopara ayudarle a sobrevivir a la Plaga —dice al Piloto—, ¿verdad?

El Piloto tarda un momento enresponder. Cuando nos habla por el

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altavoz, lo hace en voz queda y triste, ycreo que es la primera vez que oímos suverdadera voz.

—La Sociedad nos dijo que laPlaga debilitaría a nuestros enemigos ysería fácil vencerlos —cuenta—. Nos dijoque los trasladaría a nuestras cárceles.Pero, cuando la Plaga comenzó apropagarse, nos ordenó que los dejáramosdonde estaban.

—Y usted los vio morir —añadeXander.

—Sí —reconoce el Piloto—.Cuando unos cuantos pilotos nosarriesgamos a llevarles agua, casi todos senegaron a beberla pese a la sequía. No sefiaban de nosotros. ¿Por qué iban a

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hacerlo? Llevábamos años matándonoslos unos a los otros.

Pienso en aquellas personassedientas y moribundas, que no podíanbeber nada aparte de una lluviainexistente.

—Entonces hubo un verdaderoenemigo —interviene Ky—. Pero,cuando fue aniquilado, el Alzamientoocupó su lugar y se hizo pasar por él.¿Mataron ustedes a los labradores de laTalla porque les habían descubierto?

—No —responde el Piloto—. Fuela Sociedad. Durante años utilizó a loshabitantes de las provincias exteriorescomo parachoques entre las provincias

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centrales y el país enemigo. —Se aclara lagarganta—. Tendría que habercomprendido que ya no éramos unaverdadera rebelión cuando dejamos quelos labradores, y muchos otros anómalosy aberrantes, murieran. Pese a que nosdijimos que no era un buen momentopara destaparlo todo, aun así, tendríamosque haberlo intentado.

La mano de Ky, cálida en laoscuridad, aprieta la mía. Si elAlzamiento hubiera intervenido, muchaspersonas se habrían salvado. Sus padres,Vick, el chico que tomó la pastilla azul.

—Deberíais saber que elAlzamiento era real —dice el Piloto—.Los científicos que descubrieron la

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vacuna para la pastilla roja eranverdaderos rebeldes. Tu bisabuelatambién lo era. Y muchos otros, sobretodo militares como yo. Pero, un buendía, la Sociedad se dio cuenta de queperdía poder y descubrió que habíarebeldes infiltrados entre susfuncionarios. Al principio trató derecuperar el control deshaciéndose de losaberrantes y los anómalos. Despuéscomenzó a infiltrarse en el Alzamientocomo habíamos hecho nosotros. Ahora yano sé quién es quién.

—Entonces ¿quién introdujo laPlaga en el agua que abastecía lasciudades? —pregunto—. ¿Quién intentósabotear al Alzamiento, si no fueron los

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partidarios de la Sociedad?—Al parecer —contesta el Piloto

— la contaminaron partidarios delAlzamiento bien intencionados quepensaban que la rebelión iba demasiadolenta y decidieron acelerarla.

Durante un rato nadie dice nada.Cuando suceden cosas como esta, cuandolo que se ha hecho para ayudar soloperjudica, cuando un bálsamo causa doloren vez de curar, está claro lo desacertadasque pueden ser incluso las decisiones quepretenden ser justas.

—Pero, si sabía que el Alzamientoexistía, ¿por qué no lo destruyó laSociedad? —Xander es el primero enromper el silencio—. Podría haber

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curado a todo el mundo sin ayuda. Okerme dijo que siempre había tenido la cura.Podría haber elaborado suficiente cura,dejar que la Plaga se extendiera y ser ellala que administrara la cura, ¿no?

—La Sociedad decidió que seríamás fácil convertirse en el Alzamiento —arguye Ky—. ¿No es así?

En cuanto lo dice, sé que tienerazón. Por eso ha sido tan fluido eltraspaso de poder, sin apenas oposición.

—Porque, si se convertía en elAlzamiento —añado—, podría predecirel resultado.

«Habría sido interesante observaroshasta el final que he predicho.» Eso dijo

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mi funcionaria en el museo de Oria. Esoera lo que quería ver en mi caso, y lo quela Sociedad siempre tuvo en cuenta.

—La Sociedad había descubiertoque inmunizábamos a la gente contra lapastilla roja —explica el Piloto.

—Por lo que cada vez había máspersonas que no olvidaban —digo, alcomprenderlo—. La gente daba muestrasde querer un cambio, una rebelión. Deesa forma la tendrían, y la Sociedadseguiría en el poder sin que nadie,incluidos muchos de los partidarios delAlzamiento, se diera cuenta de nada.Habría algunos cambios, pero, en general,todo seguiría igual.

La Sociedad ya debía de saber que

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el pueblo acaba impacientándose. Esposible que incluso lo hubiera predicho.¿Por qué no tener una rebelión, si podíacalcular el resultado y seguir gobernandocon otro nombre? ¿Por qué no utilizar elAlzamiento, una verdadera rebelión ensus inicios, para que todo parecieraauténtico? La Sociedad sabía que elpueblo creía en el Piloto y se aprovechóde ello.

Sin embargo nada ha salido comoplaneaba la Sociedad. La Plaga hamutado. Y la gente sabe más y quiere másde lo que creía la Sociedad, incluso lagente que no fue elegida para ser inmunea la pastilla roja. La gente como yo.

La Sociedad está muerta, aunque

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todavía no lo sepa.Creo en un nuevo comienzo. Y

también lo hacen muchos otros: los queescribían en trocitos de papel paracolgarlos en la Galería, los que continúanesforzándose por atender a los enfermos,los que se atreven a creer que todospodemos ser los pilotos de un mundonuevo y mejor.

Nieve cual felpa pisamos.Las aguas murmuran,tres ríos y la loma cruzados,¡dos desiertos y el mar!

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Miro a Ky y reescribo mentalmenteel final del poema.

Pero llamaré viaje al viaje,pues me ha llevado hasta ti. La escotilla de la bodega se abre y la

luz de la cabina entra a raudales cuandoXander baja.

—He pensado que debería venir aver cómo está Ky —dice.

Le sonrío, él me devuelve la sonrisay, por un momento, todo es como antes.Xander me mira con anhelo y dolor;volamos sin control por un mundo que

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podría pertenecer a cualquiera, y sé porqué Ky también besó a Indie.

Pero el momento pasa y entonces sécon certeza que ya es demasiado tardepara nosotros, para Xander y yo, en esesentido. No porque no pueda seguiramándolo, sino porque ya no está a mialcance.

—Gracias —le digo y, para mí,estas palabras significan tanto como «tequiero», tanto como cualquier otra cosaque he dicho. Y me invade un pesar gravey nostálgico. Pues, al final, no le hedefraudado por no corresponderle,porque sí le correspondo. Le hedefraudado porque no puedo hacer por éllo que Ky hace por mí. No puedo

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ayudarle a cantar.

Cuando aterrizamos en Camas,descubro que enseguida volveré a volar.Solo nos detenemos el tiempo suficientepara que Xander prepare las curas quellevaré a Keya. Y, aunque estoy deseandorealizar este viaje, me cuesta separarme deKy y Xander.

—Volveré pronto —les prometo, ylo haré, dentro de unas horas, no dentrode días o semanas. Pero veo preocupaciónen los ojos de Ky y sé que tambiéninunda los míos. Nos atormentan otrosadioses. Demasiados.

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También a Xander. Hunter teníarazón en una cosa. Ya hemos vistodemasiados éxodos.

Aterrizamos en un campo alargadoque ni siquiera es una pista, cerca de lapequeña ciudad de Keya, en la que vivíanmis padres. Cuando el Piloto, el médico yyo nos apeamos, veo varias figuras entierra que se acercan a la aeronave. Unade ellas, más menuda que el resto, echa acorrer, y también yo me lanzo a la carrera.

Me abraza. Ha crecido, aunquetodavía soy más alta, y la mayor, y no heestado aquí para protegerlo.

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—Bram —digo, pero noto taldolor en la garganta que no puedo seguirhablando.

Un militar del Alzamiento aparecedetrás de mi hermano.

—Lo hemos encontrado justo antesde que aterrizarais.

—Gracias —consigo contestar.Doy un paso atrás para verlo bien.

Bram me sostiene la mirada. Estámuy sucio y delgado, y tiene los ojoscambiados y más oscuros. Pero aún loconozco. Le doy la vuelta y suspiroaliviada cuando veo que tiene la marcaroja.

—Se pusieron enfermos los dos —

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dice—. A pesar de la vacuna.—Creemos que hemos encontrado

una cura —explico. Respiro hondo—.¿Es demasiado tarde? ¿Sabes dónde están?

—Sí —responde, y después niegacon la cabeza. Los ojos se le llenan delágrimas y sé que me suplica que no digamás, que no le pregunte a cuál de lascosas ha respondido.

—Sígueme —dice, y echa de nuevoa correr, como siempre quiso hacer, a lavista de todos, por las calles de la ciudad.

Ningún funcionario nos detiene, nia él ni al resto, cuando nos apresuramospor las calles vacías bajo el sol indiferente.

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Para mi sorpresa Bram me lleva aldiminuto museo de la ciudad, no alcentro médico. Dentro han forzado todaslas vitrinas y han barrido los cristales delsuelo. Ya no queda ninguna de lasreliquias que debían de contener; el mapade la Sociedad está rayado, modificado.Me gustaría mirarlo con más atenciónpara ver qué tiene señalado, pero nodisponemos de tiempo.

Hay muchos inertes, tendidos en elsuelo por toda la sala. Varias personasnos miran cuando entramos y laexpresión se les relaja un poco al ver aBram. Aquí lo conocen.

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—Ya no había sitio en el centromédico —me explica—. Por eso la trajeaquí. Tuve suerte, porque tenía artículospara intercambiar. Otra gente tuvo quehacer lo que pudo en sus casas. Aquí almenos les administran suero de vez encuando.

«La traje.» A mi madre. Pero ¿y a él?¿Qué ha sido de mi padre?

Bram se arrodilla.Mi madre está muy desmejorada.

Trato de no dejarme llevar por el pánico.Tiene la tez pecosa muy pálida, y máscanas de las que recuerdo. Pero parecejoven, con los ojos tan abiertos, joven yausente.

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—La vuelvo cada dos horas talcomo me dijeron —me cuenta Bram—, ylas llagas se le han curado. Aunque lastenía muy mal. —Habla muy deprisa—.Pero, mira, ahora mismo le estánadministrando suero. Eso es bueno,¿verdad? El suero es caro.

—Sí —respondo—. Es muy bueno.—Vuelvo a abrazarlo—. ¿Cómo lo hasconseguido? —pregunto.

—He colaborado con losarchivistas —contesta.

—Creía que se habían ido todos —digo.

—Algunos volvieron —aclara—.Los que tenían la marca roja empezaron a

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realizar intercambios otra vez.No debería sorprenderme.

Naturalmente algunos de los archivistasno pudieron resistirse a regresar al ver elvacío que podían llenar con sustrapicheos y cachivaches.

Me acerco más a Bram para podersusurrarle.

—Nos la llevamos —digo.—¿Es seguro? —me susurra.—Sí —responde el médico del

Alzamiento—. Se la puede trasladar. Estáestable, y no tiene ningún síntoma deinfección.

—Bram —Hablo con dulzura—,todavía no tenemos muchas curas. El

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Alzamiento piensa que mamá puedeayudarles. Por eso ha accedido a que seauna de las primeras en recibirla. —Contemplo a mi madre, cuyos ojos fijosmiran al frente—. Y también heintercedido por él, aprovechando queveníamos. Pero ¿dónde está? ¿Dónde estápapá?

Mi hermano no responde a mipregunta. Me rehúye la mirada.

—Bram —repito—, ¿dónde estápapá? ¿Lo sabes? Podemos llevárnoslopara administrarle la cura. Me lo hanprometido, pero hay poco tiempo.Tenemos que ir a buscarlo ya.

Bram empieza a sollozar, con

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hipidos y suspiros.—Llevan a los muertos a los

campos —explica—. Solo los que somosinmunes podemos ir a ver dónde están.—Me mira con los ojos anegados enlágrimas—. Eso es lo que he estadohaciendo para los archivistas —añade—.Puedo salir a buscar caras.

—No —digo, horrorizada.—Es mejor que vender muestras

—arguye—. Es el otro trabajo que dadinero. —Sus ojos son distintos, muchomás sabios, después de haber visto tanto,pero también son los mismos, con esebrillo obstinado que conozco tan bien—.Me niego a hacer eso. Vender muestras esuna mentira. Decir a la gente que sus

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amigos o familiares han muerto es laverdad.

Se estremece.—Los archivistas me dieron a elegir

—continúa—. Siempre va a verlos genteque quiere información, muestras o saberdónde están sus seres queridos. Así quecolaboré con ellos. Podía encontrar agente, si tenía una fotografía. Y, a cambio,ellos me daban lo que necesitaba para mí.Y para ella.

Ha hecho todo lo posible paracuidar de nuestra madre y me alegro deque la haya salvado, pero lo ha pagadocaro. ¿Qué es lo que ha visto?

—Con él no llegué a tiempo —

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dice.Casi le pregunto si está seguro; casi

digo que a lo mejor se equivoca, pero losabe. Lo ha visto.

Mi padre se ha ido. La cura llegademasiado tarde para él.

—Tenemos que marcharnos —meindica el médico mientras ayuda al militara colocar a mi madre en una camilla—.Ya.

—¿Adónde se la llevan? —pregunta alguien desde el otro extremo dela sala, pero nosotros no respondemos.

—¿Ha muerto? —grita otrapersona. Percibo su desesperación.

Pasamos entre los inertes y las

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personas que los cuidan. Nos vamos sinellos, y se me encoge el corazón.«Volveremos —quiero decirles—. Consuficientes curas para todos, la próximavez.»

—¿Qué tienen? —inquiere alguien,abriéndose paso a empujones. Es unarchivista—. ¿Tienen otra clase demedicina? ¿Cuánto cuesta?

El militar se ocupa de él mientrasnosotros salimos a toda prisa del museo.

En la aeronave Bram baja a labodega conmigo y con el médico, quepone una vía intravenosa a mi madre.Abrazo a mi hermano, y él llora, y llora, yllora. Se me rompe el corazón y creo que

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sus lágrimas no van a cesar, pero lo haceny entonces es peor, unos temblores yestremecimientos que le sacuden elcuerpo entero. No sé cómo puedo sentirtanto dolor y soportarlo y, a la vez, sabercuánto me queda por vivir. «Por favor —pienso—, que Bram también sienta esasegunda parte, pese a su desesperación,porque seguimos juntos, aún nos tenemosel uno al otro.»

Cuando Bram se queda dormido,cojo la mano a mi madre. En lugar decantarle nombres de flores, como teníapensado, digo su nombre, porque es lo

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que habría hecho mi padre.—Molly, estamos aquí.Le pongo la flor de papel en la

palma de la mano, y los dedos se lecrispan de forma involuntaria. ¿Sabía ellaque esta azucena nos curaría? ¿Que, dealgún modo, era importante? ¿O solo fuesu forma de enviarme un objetohermoso?

Sea como fuere, ha dado resultado.Pero no a tiempo para mi padre.

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CAPÍTULO 55Xander

«Esto no te supone ningúnesfuerzo, ¿verdad?», me dijo Lei en unaocasión. Me pregunto si los médicos queme observan mientras inyecto la cura enla vía intravenosa opinan lo mismo. Elpaciente al que estamos tratando se quedóinerte en el mismo período que Ky: unrequisito para este primer ensayo clínico.

—Es lo único que tenéis que hacer—les indico—. Inyectar la solución y

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esperar a que surta efecto.Los médicos asienten. Ya han

hecho esto antes. Y también yo, durantela Plaga original, cuando administrétratamientos y di charlas en el centromédico. Ya no quedamos muchos.

—El ensayo clínico solo incluye aestos cien pacientes —explico—.Estamos intentando encontrar másplantas, aunque no seguirán en flormucho más tiempo. Conocemos laestructura del compuesto original, por loque tenemos a personas que trabajan día ynoche para encontrar el modo desintetizarlo en un laboratorio. Perovosotros solo tenéis que preocuparos deatender a los pacientes.

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»Tendréis que administrarles otradosis cada dos horas. —Señalo el armarioque contiene las curas. Está cerrado conllave y vigilado por varios militaresarmados. No sé a quién son leales. Solo séque sirven al Piloto—. Es posible queobservéis alguna mejoría cuando lesadministréis la segunda dosis. Si serecuperan tan deprisa como nuestroprimer sujeto, empezarán a hablar al cabode solo unas horas y andarán en menos dedos días. Pero aquí no preveo unarecuperación tan rápida. Aseguraos de nodesperdiciar ni una gota de cura.

Como si necesitaran que se lorecordara. Lo que necesitamos son másflores, y que la madre de Cassia se

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recupere. Lleva inerte varias semanas,mucho más que Ky, y le está llevando mástiempo curarse. El Alzamiento todavía noha encontrado su informe sobre loscultivos sospechosos en la base de datosde la Sociedad, de manera quenecesitamos su ayuda con urgencia.

Entretanto el Piloto ha organizadobatidas en todos los campos y pradospróximos a la ciudad de Camas, coninstrucciones de no arrancar todas lasflores para que puedan rebrotar sivolvemos a necesitarlas.

Me pregunto si serán capaces decontenerse. No es nada fácil preservarcosas para el futuro cuando el presente estan incierto.

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—Pareces seguro de que la curaserá eficaz —dice un médico.

Tienen los uniformes sucios yparecen agotados. A algunos los recuerdode cuando estuve aquí. Parece que hagaaños de eso, no semanas.

—No sé si hubiera aguantadomucho más —añade otro—. Ahora hayuna razón para seguir con esto.

Ojalá pudiera quedarme aayudarles, pero tengo que regresar allaboratorio para supervisar a losfarmacólogos del Alzamiento quepreparan más cura.

—Volveré más tarde para ver cómosiguen los pacientes —digo.

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Los médicos comienzan a inyectarlas curas. Aquí ya he terminado, por elmomento, y creo que tengo el tiempojusto para visitar mi antiguo pabellón.

Lei tiene los ojos vidriosos y huelea infección. No obstante la han cambiadode postura hace poco y le han trenzado ellargo cabello negro para apartárselo de lacara. Y los cuadros siguen colgados deltecho. Los médicos del pabellón hanhecho todo lo posible.

«A veces sí me supone un esfuerzo—quiero decirle mientras inyecto la curaen su vía intravenosa—. Como ahora. Por

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favor, reponte. Me ayudaría tenerteconmigo.»

Esta es una de las curas que preparéen el pueblo. No se las entregué todas alequipo de investigación que trata desintetizar los ingredientes en ellaboratorio. He guardado una parte paraella. No se quedó inerte mucho antes queKy, de modo que hay una posibilidad.Aunque no le hayan administrado elsuero de Oker.

Oigo pasos detrás de mí y mevuelvo. Es uno de los médicos quetrabajaban aquí cuando lo hice yo.

—No sabía que administraríamosla cura nueva —dice.

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—No lo haréis —aclaro—. Lospacientes del ensayo tenían que habersequedado inertes en un períododeterminado. Ella no entra por muy poco.—Termino de vaciar la jeringuilla y lomiro—. Pero yo tenía unas cuantas curasde sobra. —Le enseño varios tubos—.Quizá no pueda venir en un buen rato.Tendría que volver para ponerme apreparar más.

El médico se mete los tubos en elbolsillo del uniforme.

—Ya se la administro yo —seofrece.

—Cada dos horas —digo. Noparezco capaz de dejarla aquí sola. Sé

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cómo se sintió Cassia en la enfermería.¿Puedo fiarme del médico? Seguro quehay alguien más a quien querría curar sipudiera.

—No voy a inyectársela a otro —declara—. Primero quiero ver si surteefecto.

—Gracias —contesto.—¿Surte efecto?—En el primer ensayo clínico, su

eficacia fue del cien por cien —respondo.Omito el hecho de que la cura solo seadministró a un paciente.

—Te lo tengo que preguntar —dice—. ¿Eres el Piloto?

—No —respondo.

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Me detengo un instante en la puertay miro a Lei. No habría que hacer lo quenosotros hemos hecho con esta cura y Kyy permitir que un único paciente adquieratanta importancia. Es solo una persona.Por supuesto, una persona puede ser unmundo.

Obtenemos los primeros datos: «Seestán recuperando. Tienen mejoraspecto».

Según las cifras cincuenta y siete delos cien pacientes pueden seguir elmovimiento con los ojos. Tres han

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hablado. Ochenta y tres presentan algunaclase de mejoría: si no es hablar o ver, esmejor color, un incremento de lafrecuencia cardíaca y una frecuenciarespiratoria más próxima a los valoresnormales. Han tardado el doble que Kyen presentar estas primeras mejorías, peroal menos la cura surte efecto.

—Diecisiete no reaccionan —meinforma el médico responsable—.Creemos que pueden llevar inertes mástiempo del que pensábamos. Es posibleque haya un error en los datos.

—Seguid intentándolo —le indico—. Tratadlos dos días completos.

El médico asiente. Cojo elminiterminal e informo al Piloto de las

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novedades.—¿Qué opinas? —me pregunta.—No creo que debamos esperar

más —le contesto—. He enseñado atodos los médicos del centro a preparar lacura. Si montamos laboratorios en otrasciudades, podrán supervisarlos. Pero aúnno hemos descubierto la forma desintetizarla. ¿Tenéis suficientes bulbos?

—Hemos encontrado suficientespara empezar —responde—.Necesitamos más.

—Has visto los datos que estamosobteniendo —digo—. El tiempo esimportante.

—¿Qué crees que deberíamos hacer

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primero? ¿Llevar la cura a otras ciudadeso ir avanzando desde aquí?

—No lo sé —repongo—.Pregúntaselo a Cassia. Ella lo analizarámejor. Yo me vuelvo al centro médicopara ver cómo siguen los pacientes.

—Bien —dice.Me dirijo al centro médico. Hay

otra paciente a la que necesito ver cuyosdatos no están incluidos en el informeinicial. No se le ha hecho ningúnseguimiento porque desconocen suexistencia. Los otros médicos me saludancon la cabeza cuando entro, pero medejan tranquilo, y me alegro.

El cuadro colgado encima de su

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cama es el mismo, la pintura de la chicaque pesca. Lei tiene los ojos fijos en elagua y yo sonrío, solo por si acaso.

—Lei —susurro. Es lo único queconsigo decir antes de que ella muevamínimamente los ojos y los enfoque enmí.

¡Está aquí!Me ve.

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CAPÍTULO 56Cassia

«No preguntes a tu madre por tupadre ni por las flores enseguida —me hadicho Xander—. Dale un poco detiempo. Ya sé que todos dicen que no lotenemos, pero lleva inerte mucho mástiempo que Ky. Tenemos que sercuidadosos.»

Decido seguir su consejo. No lehago preguntas. Me limito a hacerlecompañía, con Bram. Le cogemos la

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mano y le decimos que la queremos. Y lacura le hace efecto. Parece alegrarse deque yo esté aquí, y de ver a Bram, peropasa de la consciencia a la inconsciencia.Su recuperación es distinta de la de Ky.Llevaba inerte más tiempo que él.

Sin embargo, es fuerte. Al cabo deunos días, habla, su voz un susurro,liviano como una semillita.

—Estáis los dos bien —dice, yBram apoya la cabeza junto a la suya ycierra los ojos.

—Sí —respondo.—Te mandamos una cosa —me

explica—. ¿La recibiste? —Mira almédico que ha venido a cambiar el suero

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y comprendo que prefiere no hablar en supresencia. Y no menciona a mi padre. ¿Leda miedo preguntar porque no quieresaberlo?

—No te preocupes —sostengo—.Aquí podemos hablar. Y, sí, la recibí.Gracias por mandarme la microficha. Y laflor… —Me interrumpo, porque noquiero presionarla, pero me parece elmomento oportuno. Ella ha sacado eltema del regalo—. Es una azucena,¿verdad?

Sonríe.—Sí. Te acordabas.—He visto azucenas silvestres —

digo—. Son tan bonitas como tú decías.

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Mi madre se aferra a estaconversación sobre flores, como hice yocuando estaba asustada y sola. Sicantamos y hablamos de flores y pétalosque reviven después de un largo letargoinvernal, no tenemos que pensar en loque no lo hace.

—¿Estuviste en Sonoma? —pregunta—. ¿Cuándo?

—No fue allí —contesto—. Las vien otro sitio. ¿Fue en Sonoma donde vistetú las flores?

—Sí —responde, sin vacilación niinseguridad—. En los territorios agrariosde Sonoma, justo a las afueras de unaciudad llamada Vale.

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Miro al médico, que asiente antesde salir para transmitir la información. Mimadre se acordaba.

Quiero contarle muchísimas cosas,pero es suficiente por ahora.

—Me alegro de que hayas vuelto —digo. Apoyo la cabeza en su hombro, ylos tres estamos juntos sin él

—¿Aún tienes la microficha? —me pregunta más tarde mi madre—.¿Puedo volver a verla?

—Sí. —Acerco más la silla a lacama y levanto el terminal portátil para

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que vea la pantalla.Ahí están otra vez. Las fotografías:

mi abuelo con sus padres, con mi abuela,mi padre.

«Al partir, como es costumbre,Samuel Reyes hizo una lista de surecuerdo preferido de cada uno de losmiembros de la familia que losobreviven», dice el historiador.

«El que escogió de su nuera, Molly,es del día que se conocieron.» La voz delhistoriador está henchida de orgullo,como si esto fuera una confirmación de lavalidez del sistema de emparejamientos,lo cual, en cierto sentido, supongo que es.Pero también es una confirmación delamor. De la libertad que mi abuelo

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concedió a mi padre para que decidierapor sí mismo.

Mi madre tiene lágrimas en lasmejillas. Aparte de ella ya no quedaninguna de las personas que asistieron aaquel encuentro. Mi abuelo, quien dijoque mi madre aún tenía el sol en la cara.Mi abuela. Mi padre.

«Su recuerdo preferido de su hijo,Abran, es del día que tuvieron su primeraverdadera discusión.»

Esta vez encuentro el botón parapausar la microficha. ¿Qué pudo impulsara mi abuelo a escoger un recuerdo comoese? Yo tengo muchísimos recuerdos demi padre: su risa, el brillo de sus ojos

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cuando hablaba de su trabajo, cuántoquería a mi madre, los juegos que nosenseñó. Mi padre era, por encima de todo,un hombre de carácter dulce y, aunque elpoema de Thomas aconseja lo contrario,espero que su muerte fuera dulce.

—¿Por qué? —pregunto en vozbaja—. ¿Por qué elegiría el abuelo eserecuerdo de papá?

—Es raro, ¿verdad? —dice mimadre. Cuando la miro, veo lágrimascorriéndole por las mejillas. Sabe que mipadre ya no está, aunque no me lo hapreguntado ni yo se lo he dicho.

—Sí —corroboro.—Es un recuerdo de antes de que

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tu padre y yo nos conociéramos —meexplica—. Pero él me lo contó. —Sequeda callada y se lleva la mano al pecho.Creo que le cuesta respirar sin él, que elvacío de su pérdida aún la ahoga—. Tupadre me contó que tu abuelo te dio lospoemas, Cassia —añade—. Tambiénintentó dárselos a él.

Ahora soy yo la que no puederespirar.

—¿De veras? —susurro—. ¿Losleyó papá?

—Solo una vez —responde—.Después se los devolvió. No los quería.

—¿Por qué?Mi madre mueve la cabeza.

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—Él siempre me decía que eraporque tenía una vida feliz. Quería lamáxima seguridad posible. Quería lo quela Sociedad podía ofrecerle. Era sudecisión.

—¿Qué hizo el abuelo? —pregunto. Imagino hacer un regalo así yque lo rechacen. Los padres a menudodan cosas que los hijos no aceptan. Miabuelo intentó dar los poemas a mi padrey hablarle de la rebelión. Mis padresintentaron darme seguridad.

—Fue cuando tuvieron la discusión—contesta—. Tu bisabuela habíaconservado los poemas, que tenían unacierta vinculación con la rebelión. PeroAbran pensaba que era demasiado

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peligroso, que tu abuelo corríademasiados riesgos. Al final tu abueloacabó aceptando la decisión de tu padre.—Se quita la mano del pecho y respiramás hondo.

—¿Sabíais que el abuelo me daríalos poemas a mí? —pregunto.

—Lo imaginábamos —contesta.—¿Por qué no se lo impedisteis?—Queríamos que decidieras tú —

responde.—Pero el abuelo no me habló

nunca del Alzamiento —objeto.—Creo que quería que encontraras

tu propio camino. —Sonríe—. En esesentido era un verdadero rebelde. Creo

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que por eso eligió esa discusión con tupadre como su recuerdo preferido de él.Aunque se disgustó cuando se pelearon,más adelante comprendió que tu padretenía suficiente carácter para elegir supropio camino y lo admiró por ello.

Comprendo por qué mi padre tuvoque respetar la última voluntad de miabuelo (destruir su muestra de tejido),aunque no estuviera de acuerdo con ladecisión. Era su turno de corresponderle,de ser quien respetara y honrara unadecisión. Y también me hizo ese regalo amí. Recuerdo lo que escribió en su nota:«Cassia, quiero que sepas que estoyorgulloso de ti por acabar lo queempiezas y por ser más valiente que yo».

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—Por eso no nos inmunizó elAlzamiento contra la pastilla roja —diceBram—. Porque pensaba que nuestropadre era débil. Pensaba que era untraidor.

—¡Bram! —exclamo.—No he dicho que yo opinara lo

mismo —arguye—. El Alzamiento seequivocaba.

Miro a mi madre. Tiene los ojoscerrados.

—Por favor —dice—. Pon el restode la microficha.

Pulso el botón del terminal portátil,y el historiador vuelve a hablar.

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«Su recuerdo preferido de su nieto,Bram, es la primera palabra que dijo —explica—. Fue “más”.»

Mi hermano hace un amago desonrisa.

«Su recuerdo preferido de su nieta,Cassia —continúa el historiador, y yo meinclino hacia delante para escuchar—, esel día del jardín rojo.»

Ya está. La pantalla se queda enblanco.

Mi madre abre los ojos.—Tu padre se ha ido —dice, con

los labios temblorosos.—Sí —confirmo.

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—Murió mientras tú estabas inerte—explica Bram. Ya no sonríe, y tiene lavoz cargada de tristeza, cansada de daresta terrible noticia.

—Lo sé —dice mi madre. Sonríe apesar de las lágrimas—. Vino a despedirsede mí.

—¿Cómo? —pregunta Bram.—No lo sé —responde—. Pero lo

hizo. Cuando estaba inerte lo vi. Vino yse fue.

—Yo lo vi muerto, pero no comolo viste tú —explica Bram—. Encontrésu cadáver.

—Oh, Bram, ¡no! —dice mi madre,su voz un susurro desgarrado—. No, no

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—repite, y lo arrima a ella—. Lo siento—añade—. Lo siento mucho.

Mi madre estrecha a Bram entre susbrazos. Yo respiro de forma entrecortada,como hacemos cuando el dolor esdemasiado hondo para llorar, cuando nopodemos llorar porque solo somos dolory, si lo dejamos salir, podríamos cesar deexistir. Quiero hacer algo para aliviarnuestro sufrimiento, aunque sé que nadapuede cambiar el hecho de que mi padreestá muerto y enterrado.

Mi madre me mira con airesuplicante.

—¿Puedes traerme algo que crezca—dice—, lo que sea?

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—Por supuesto —respondo.

No conozco las plantas tan biencomo mi madre, por lo que ni siquieraestoy segura de qué desentierro en elpequeño jardín del centro médico. Podríaser una mala hierba o una flor. Pero creoque ella estará contenta con cualquiera delas dos: solo quiere, necesita, algo quecombata la asepsia de su habitación y elvacío de un mundo sin mi padre.

Formo una especie de taza con elrecipiente de papel de aluminio que hetraído, meto tierra y arranco la planta.

Las raíces cuelgan, algunas gruesas,

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otras tan finas que la brisa se cuela entreellas como si fueran hojas. Cuando mepongo de pie, tengo las rodillas sucias ylas manos embadurnadas de tierra oscura.Llevo una planta a mi madre porque nopuedo devolverle a mi padre. Comprendopor qué la gente quiere las muestras; yotambién estoy desesperada por encontraralgo a lo que aferrarme.

Y entonces, mientras la tierra quese desprende de las raíces me cae en lospies, rememoro la parte intermedia delrecuerdo del jardín rojo. Mi madre, mipadre, mi abuelo, su muestra de tejido,semillas de álamo de Virginia, floressilvestres y flores de papel, apretadasyemas rojas, la pastilla verde, los ojos

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azules de Ky y, de pronto, siento quepuedo seguir la pista que mi abuelo medio sobre el día del jardín rojo, puedoapresarla y seguirla por las hojas y lasramas hasta alcanzar las raíces.

Y se me corta la respiración alrecordar…

Toda la escena.

Mi madre tiene las manos negrasde tierra, pero le veo las líneas blancas delas palmas cuando levanta las plántulas.Estamos en el invernadero del arboreto.Por el vaho condensado en el techo decristal, nadie diría que fuera hace fresco y

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es primavera.—Bram ha llegado puntual a clase

—digo.—Gracias por la información —

señala, y me sonríe. Los pocos días quetanto ella como mi padre empiezan atrabajar temprano, yo me ocupo de dejara Bram en el tren que lo lleva al centro deprimera enseñanza—. ¿Adónde vasahora? Tienes unos minutos antes deentrar a trabajar.

—A lo mejor hago una visita alabuelo —respondo. Ahora puedoapartarme un poco de mi rutina habitual,porque el banquete de mi abuelo está alcaer. Y también el mío. Tenemos muchas

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cosas de que hablar.—Claro —dice. Está sacando las

plántulas de las bandejas de germinaciónpara trasladarlas a su nuevo hogar, unasmacetitas llenas de tierra. Levanta una.

—No tiene muchas raíces —digo.—Aún no —confirma—. Todo

llegará.Me apresuro a darle un beso y me

marcho. No debo entretenerme en sulugar de trabajo, y tengo que coger untren. Levantarme temprano con Bram meha dado cierto margen de tiempo, pero nomucho.

El viento juguetea conmigo y mezarandea. Cuando levanta un torbellino

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de hojarasca, me pregunto si la espiral deviento me recogería y me haría girar en elaire si saltara al vacío desde el andén deltren aéreo.

No puedo pensar en caer sin pensaren volar.

Creo que me atrevería a hacerlo, sihallara el modo de fabricarme unas alas.

Alguien me alcanza cuando pasopor delante del frondoso mundo de laLoma camino del tren aéreo.

—¿Cassia Reyes? —me pregunta latrabajadora. Tiene las rodillas delpantalón de diario manchadas de tierra,como mi madre cuando regresa delarboreto. Es joven, solo unos años mayor

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que yo, y lleva una planta en la mano,también con raíces. ¿La ha arrancado o vaa plantarla?

—¿Sí?—Tengo que hablar contigo —

responde.Detrás de ella, un hombre sale de la

Loma. Tiene su misma edad y, al verlosjuntos, pienso: «Harían buena pareja».Nunca me han dado permiso para entraren la Loma, y observo la maraña deplantas y árboles que se alza detrás de lostrabajadores. ¿Cómo debe de ser estar enun sitio tan agreste?

—Necesitamos que lleves a cabouna clasificación —me informa el

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hombre.—Lo siento —me excuso, y echo

de nuevo a andar—. Solo clasifico en eltrabajo. —No son funcionarios, ni missuperiores o supervisores. No hanseguido el protocolo, y yo no me salto lasreglas por personas desconocidas.

—Es para ayudar a tu abuelo —dice la chica.

Me detengo.—Ha habido un problema —añade

—. Es posible que, al final, no loconsideren apto para conservar sumuestra de tejido.

—Eso no puede ser verdad —digo.—Lo siento, pero lo es —afirma el

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hombre—. Hay pruebas de que ha estadorobando a la Sociedad.

Me río.—¿Robando qué? —pregunto. Mi

abuelo apenas tiene nada en su piso.—Los robos ocurrieron hace

mucho tiempo —aclara la mujer—,cuando tu abuelo trabajaba en obras derestauración.

El hombre me enseña un terminalportátil. Es viejo, pero las imágenes seven bien. Mi abuelo, más joven, conreliquias en las manos. Mi abuelo,enterrándolas en una zona boscosa.

—¿Dónde es eso? —pregunto.

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—Aquí —responden—. En laLoma.

Las imágenes abarcan un períodode muchos años. Mi abuelo envejececonforme las paso. Lo hizo durantemuchísimo tiempo.

—¿Y la Sociedad no ha descubiertoestas imágenes hasta ahora? —pregunto.

—La Sociedad no lo sabe —replicala mujer—. Nos gustaría que no seenterara. Así tu abuelo podrá celebrar subanquete y le extraerán la muestra detejido. A cambio necesitamos que nosayudes. Si te niegas lo delataremos.

Hago un gesto negativo con lacabeza.

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—No os creo —digo—. Estasimágenes podrían estar modificadas.Podríais habéroslo inventado todo. —Sinembargo, el corazón se me acelera unpoco. No quiero que mi abuelo tengaproblemas. Y saber que conservarán sumuestra de tejido es lo único que meayuda a soportar el dolor de su inminentebanquete.

—Pregunta a tu abuelo —sugiere elhombre—. Él te contará la verdad. Perono disponemos de mucho tiempo. Laclasificación para la que necesitamos tuayuda se ejecuta hoy.

—Habéis acudido a la personaequivocada —repongo—. Yo solo estoyen prácticas. Ni siquiera me han asignado

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un puesto de trabajo definitivo.Debería ignorarlos por completo, o

denunciarlos. Pero me han inquietado. ¿Ysi se lo cuentan todo a la Sociedad, sea ono verdad? Me agarro a un clavoardiendo: si lo hacen, ¿pospondrá laSociedad el banquete de mi abuelomientras investiga? ¿Tendríamos un pocomás de tiempo? Pero sé que eso no va asuceder. La Sociedad celebrará elbanquete y extraerá la muestra de tejidosegún lo previsto y, más adelante, si haypruebas suficientes, quizá decidadestruirla.

—Necesitamos añadir datos a laclasificación —dice el hombre.

—Eso es imposible —objeto—.

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Cuando trabajo, solo clasifico datos queya existen. No introduzco nada nuevo.

—No hace falta que introduzcasnada —aclara la mujer—. Lo único quetienes que hacer es acceder a otroconjunto de datos y transferir una parte.

—Eso también es imposible —aseguro—. No tengo las contraseñas. Laúnica información que veo es la que medan.

—Tenemos una clave que tepermitirá manejar más datos —explica elhombre—. Te permitirá accedersimultáneamente al ordenador central dela Sociedad mientras clasificas lainformación.

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Me quedo clavada en mi sitio,escuchando, mientras ellos me explicanqué quieren que haga. Cuando terminan,me siento extraña e ingrávida, como si alfinal una espiral de viento me hubierarecogido y me hubiera hecho girar en elaire. ¿Es esto real? ¿Haré lo que mepiden?

—¿Por qué me habéis elegido a mí?—pregunto.

—Cumples los criterios —responde el hombre—. Te han asignado ala clasificación de hoy.

—Además, eres una de las másrápidas —añade la mujer—. Y la mejor.—Luego me parece oírle decir—: Y

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olvidarás. Cuando terminan de explicarme

qué quieren que haga, me queda muypoco tiempo. Aun así, me apeo del trenaéreo en la parada más próxima al piso demi abuelo. Tengo que hablar con él antesde decidir qué hago. Y los trabajadoresdel arboreto tienen razón. Mi abuelo mecontará la verdad.

Él está en el espacio verde y, alverme, su cara refleja sorpresa y felicidad.Yo también le sonrío, aunque no tengotiempo que perder.

—Tengo que ir a trabajar —le digo—. Pero necesito saber una cosa.

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—Claro. ¿Qué es? —Tiene lamirada aguda y perspicaz.

—¿Alguna vez has cogido algo queno te pertenecía? —le pregunto.

No me responde. Percibo sorpresaen sus ojos. No sé si le sorprende lapregunta o imaginar que ya sé larespuesta. Asiente.

—¿De la Sociedad? —susurro, tanquedo que apenas me oigo.

No obstante, él me entiende. Lee laspalabras en mis labios.

—Sí —contesta.Y, al mirarlo, sé que tiene más que

contarme. Pero yo no quiero saberlo. Ya

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he oído suficiente. Si admite esto, lo quehan dicho los trabajadores del arboretopodría ser cierto. La Sociedad podríadecidir no extraerle una muestra detejido.

—Volveré más tarde —le prometo.Doy media vuelta y echo a correr por elcamino, bajo los árboles repletos deyemas rojas.

Hoy el trabajo es distinto. No veoa Norah, nuestra supervisora habitual,por ninguna parte ni reconozco a muchasde las personas del centro de clasificación.

Un funcionario asume el mando en

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cuanto todos hemos ocupado nuestrospuestos.

—La clasificación de hoy seráligeramente distinta —dice—. Es unaclasificación exponencial por pares, quemaneja datos personales de unsubconjunto de la Sociedad.

Los trabajadores del arboretotenían razón. Han dicho que hoyejecutaríamos este tipo de clasificación. Yme han dado más información de la queahora me da la Sociedad. La mujer me haexplicado que los datos son para elpróximo banquete de emparejamiento.¡Mi banquete! La Sociedad no deberíaejecutar una clasificación cuando falta tanpoco para un banquete. Además, los

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trabajadores del arboreto me han dichoque la Sociedad ha excluido de laclasificación, a propósito, a varios de loscandidatos aptos para formar pareja. Susdatos existen en la base de datos de laSociedad, pero no van a incluirse en laclasificación. Si hago lo que lostrabajadores me piden, cambiaré eso.

Ellos me han dicho que soncandidatos aptos, que es injustoexcluirlos. Tan injusto como excluir a miabuelo de la extracción de muestras detejido.

Hago esto por él, aunque tambiénlo hago por mí. Quiero tener a miverdadera pareja, con todas lasposibilidades incluidas.

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Cuando accedo al subconjunto dedatos y no sucede nada, no salta ningunaalarma, doy un levísimo suspiro de alivio.Por mí, dado que no me han pillado, ypor las personas a las que he vuelto aincluir en la clasificación.

Como los datos son numéricos, nosé sus nombres ni a qué corresponden losnúmeros; solo sé qué es lo ideal, quiénesdeberían formar pareja, porque elfuncionario nos ha dicho qué debemosbuscar. No modifico el procedimiento dela clasificación; solo añado datos.

La Sociedad debería disponer declasificadores especiales para esto, enCentral. Pero no ha recurrido a ellos, sinoa nosotros. Me pregunto por qué. Pienso

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en los criterios que los trabajadores delarboreto han dicho que me convertían enla persona ideal para esta tarea. ¿Puede laSociedad haberse regido por esos mismoscriterios? ¿Soy rápida, soy la mejor y…olvidaré? ¿Qué significa eso?

—¿No me relacionarán con laclasificación? —he preguntado a lostrabajadores del arboreto.

—No —me ha respondido la mujer—. Tenemos acceso a los archivos de laSociedad y podemos redirigir tusselecciones para asignarles un númeroidentificativo falso en lugar del tuyo. Sialguien decide investigar más adelante,será como si nunca hubieras estado ahí.

—Pero mi supervisora me conoce

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—he protestado.—Tu supervisora no estará

presente en esta clasificación —ha dichoel hombre.

—Y los funcionarios…La mujer me ha interrumpido.—Los funcionarios no se acordarán

de las caras ni de los nombres —haasegurado—. Vosotros sois máquinaspara ellos. Si introducimos una claveidentificativa falsa y una fotografía falsa,no se acordarán de quién estaba y quiénno.

Y he comprendido que por eso nose fía la Sociedad de la tecnología. Sepuede invalidar y manipular. Igual que las

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personas, de quienes la Sociedad tampocose fía.

—Pero los otros clasificadores…—he comenzado a decir.

—Confía en nosotros —me hainterrumpido el hombre—. No lorecordarán.

Por fin termino de clasificar.Despego los ojos de la pantalla. Por

primera vez me tropiezo con las miradasdel resto de las personas que hanparticipado en esta clasificación. Y meentra miedo. Los trabajadores delarboreto se equivocan. Este día ha sidodistinto, fuera de lo corriente, para todoslos clasificadores de esta sala. Pase lo que

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pase, recordaré a mis compañeros, laspecas de esa chica, los ojos cansados deese hombre. Y ellos me recordarán a mí.

Van a descubrirme.—Por favor —dice uno de los

funcionarios que aguardan al principio dela sala—, saquen la pastilla roja. No se latomen hasta que pasemos para ver cómolo hacen.

La sala entera contiene larespiración. Sin embargo, todosobedecemos. Me pongo la pastilla en lapalma de la mano. Llevo años oyendorumores sobre la pastilla roja. Pero nuncapensé que tendría que tomarla. ¿Quésucederá cuando lo haga?

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El funcionario se detiene delante demí. Titubeo, al borde del pánico.

—Ahora —dice. Me meto lapastilla en la boca y me la trago mientrasél me observa.

Tengo un ligero sabor a lágrimasen la boca y voy sentada en el tren aéreocamino de casa sin recordar cómo hellegado aquí ni qué ha sucedido hoy.

Me siento extraña. Pero sé quetengo que ir a casa de mi abuelo. Tengoque verlo. Es en lo único que pienso. Miabuelo. ¿Se encuentra bien?

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—¿Dónde has estado? —mepregunta, cuando llego.

—En el trabajo —respondo,porque sé que vengo de allí. No obstante,estoy descentrada. No sé qué ha ocurridoexactamente. Pero aquí me siento bien. Elespacio verde está precioso.

Es un día de primavera, uno de lospocos en los que tanto las yemas de losárboles como las flores del suelo son decolor rojo. El aire es fresco y, a la vez,cálido. Mi abuelo me observa, con lamirada brillante y resuelta.

—¿Recuerdas lo que dije una vezsobre la pastilla verde? —pregunta.

—Sí —le contesto—. Dijiste que

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era lo bastante fuerte para pasar sin ella.—Espacio verde, pastilla verde —

recita, como aquel otro día ya lejano—.Verde muchacha de ojos verdes.

—Siempre recordaré ese día —sostengo.

—Pero este te está costandorecordarlo —dice. Veo complicidad en sumirada, compasión.

—Sí —admito—. ¿Por qué?Él no responde, al menos de forma

directa.—Antes un día rojo en el

calendario —dice, en cambio— era undía digno de recordar. ¿Te acuerdas deeso?

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—No estoy segura —respondo. Meaprieto la cabeza con las manos. Mesiento confusa, aturdida. Mi abuelo tieneel semblante triste, pero resuelto. Eso meinfunde valor.

Me vuelvo para mirar otra vez lasyemas rojas, las flores.

—Un día rojo —repito, y se meenciende una luz—, como el día deljardín rojo.

—Así es —dice—. El día del jardínrojo. Un día memorable.

Se inclina hacia mí.—Va a costarte recordar —añade

—. Incluso esto se te va a difuminar. Sin

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embargo eres fuerte. Sé que puedesrememorarlo todo.

Y lo he hecho. Gracias a mi abuelo.Él ató el día del jardín rojo a mi memoriacomo una bandera, igual que Ky y yoatamos retales rojos a los arbustos paraseñalar obstáculos en la Loma.

Mi abuelo no podía devolvermetodo el recuerdo, porque yo nunca leexpliqué lo ocurrido, pero sí podía darmeuna parte, ayudarme a saber qué habíaolvidado. Una pista. «El día del jardínrojo.» Yo he podido construir el resto enretrospectiva, como si atravesara piedra a

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piedra el río del olvido para encontrar elrecuerdo en la otra orilla.

Mi abuelo creía en mí y en quepodía rebelarme. Y yo siempre cometípequeños actos de rebeldía, aunquetambién creyera en la Sociedad. Pienso enel juego que inventé para el calígrafo deBram cuando él era pequeño. En loenfadada que estaba cuando me traguéaquel último trozo de tarta en mibanquete de emparejamiento. En el díaque Xander y yo ocultamos a losfuncionarios que él había perdido elpastillero en la piscina. En cómotransgredimos las normas por Em cuandole dimos la pastilla verde.

Por lo que ahora sé, creo que los

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trabajadores del arboreto debían de serrebeldes del Alzamiento. Hice lo que mepidieron porque amenazaron a mi abuelo.Añadí candidatos a la clasificación de losemparejamientos. No conocía suidentidad. No sabía que eran aberrantes.

Tanto el Alzamiento como laSociedad me utilizaron porque sabían queyo olvidaría. La Sociedad sabía queolvidaría la clasificación y su proximidadal banquete de emparejamiento, y elAlzamiento sabía que no podríatraicionarle si no recordaba lo que habíahecho. El propio Piloto lo mencionócuando nos llevó a Última Piedra. «Yanos has ayudado —dijo—, aunque no teacuerdes.»

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Pero ahora me acuerdo.¿Por qué me obligó el Alzamiento a

añadir aberrantes a la clasificación?¿Esperaba que eso sirviera parareclasificarlos? ¿O solo trataba desembrar la confusión?

¿Y por qué nos utilizó la Sociedadese día a mí y al resto de losclasificadores? ¿Ya habían empezado losclasificadores de Central a caer enfermospor culpa de la Plaga?

Otro recuerdo aflora a la superficie,de la mano del anterior.

Ejecuté otra clasificación para un

banquete de emparejamiento, en Central.

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Sucedió el día que encontré en la

manga de mi ropa de diario el papelito enel que había escrito una sola palabra:«recuerda». La Sociedad estaba en apurospor culpa de la Plaga; no daba abasto contantos inertes. ¿Durante cuánto tiempoutilizó a personas como yo para clasificarparejas y después nos dio una pastilla rojapara que olvidáramos las prisas, lasintervenciones de última hora?

Mi funcionaria no sabía quién habíaintroducido a Ky como candidato.

Pero yo sí. Al menos puedoanalizar los datos y deducirlo.

Fui yo.

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Lo introduje sin saber qué hacía. Ydespués, alguien, algún otro clasificador oyo, los emparejó a él y a Xander conmigo.

¿Llegó a descubrirlo mifuncionaria? ¿Pudo haber predicho esefinal? ¿Ha sobrevivido siquiera a la Plagay a la mutación?

De todas las personas de laSociedad, ¿son realmente Ky y Xander lasdos con las que mejor me compenetro?¿No habría la Sociedad detectado que yotenía dos parejas o dispondría de algúnmétodo para evitar esa clase de errores?¿O ni siquiera tenía un procedimientopara esa eventualidad porque no creía quepudiera ocurrir, ya que confiaba en susdatos y en su convicción de que solo

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podía haber una pareja ideal para cadapersona?

Son muchas preguntas, y es posibleque nunca conozca las respuestas.

No quiero hacer demasiadaspreguntas a mi madre, ahora que acaba derecobrarse, pero ella es fuerte. Mi padretambién lo era. Ahora comprendo cuántovalor hace falta para escoger la vida quequeremos, sea cual sea.

—El abuelo —digo—. Estaba en elAlzamiento. Robaba a la Sociedad.

Mi madre coge la planta que le

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ofrezco y asiente.—Sí —responde—. Cogía reliquias

de las obras de restauración dondetrabajaba. Pero no robaba a la Sociedaden nombre del Alzamiento. Esa era sumisión personal.

—¿Era un archivista? —pregunto,con el corazón en un puño.

—No —responde—, pero sírealizaba intercambios con ellos.

—¿Por qué? ¿Qué quería?—Nada para él —contesta—. Lo

hacía para sacar de la Sociedad a losanómalos y a los aberrantes.

No me extraña que mi abuelo sesorprendiera tanto cuando le hablé de la

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microficha y le dije que me habíanemparejado con un aberrante. Confiabaen que todos estarían a salvo.

Me resulta imposible pasar por altola paradoja. Mi abuelo trató de ayudarlessacándolos de la Sociedad; yo losintroduje en la clasificación de losemparejamientos. Los dos pensábamosque hacíamos lo correcto.

La Sociedad y el Alzamiento mehan utilizado cuando les hacía falta y hanprescindido de mí cuando no menecesitaban. Pero mi abuelo siempre supoque yo era fuerte, siempre creyó en mí.Me creyó capaz de pasar sin la pastillaverde, de recobrar los recuerdos borradospor la roja. ¿Qué pensaría si supiera que

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también sobreviví a la azul?

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CAPÍTULO 57Ky

—Tenemos una pista —dice elPiloto.

No me hace falta preguntar «¿Sobrequé?». La pista siempre es sobre lomismo: un posible campo de la flor con laque se prepara la cura.

—¿Dónde? —pregunto.—Ahora te mando las coordenadas

—responde. La impresora de mi cuadrode mandos comienza a escupir

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información.—Es una ciudad de Sonoma.Indie era oriunda de esa provincia.—¿Está cerca del mar? —pregunto.—No —contesta—. Cerca del

desierto. Pero nuestra informadora estátotalmente segura de la ubicación. Seacuerda del nombre de la ciudad.

—Y la informadora es… —digo,aunque ya creo saberlo.

—La madre de Cassia. Se harecuperado.

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Al abatirme desde el este, veo unalarga franja de campos alejados de laciudad, donde la tierra está todaremovida. Es por la mañana. Una capa derocío cubre los campos y, según cómoincidan los rayos del sol, su superficie casibrilla como el mar.

«No te hagas ilusiones —me digo—. No es la primera vez que creemoshaber encontrado un campo entero deazucenas y después solo hay unas cuantasflores.»

Me vienen a la mente los versos delpoema de Thomas:

Llorando los hombres buenos, al

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llegar la última ola,por el brillo con que sus frágiles

obras pudieron haber danzado en unaverde bahía,

se enfurecen, se enfurecen ante lamuerte de la luz.

Esta podría ser la última ola que

llegue, nuestra última oportunidad decurar a un número significativo de inertesantes de perderlos para siempre. Estasobras, mis viajes en aeronave, lasclasificaciones de Cassia, la cura deXander, puede que sean frágiles o tal vezbrillarán.

Hay dos aeronaves posadas cerca

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del campo.Externamente no vacilo: inicio el

aterrizaje. Pero, en mi fuero interno,siempre me inquieto cuando veo otrasaeronaves esperando. ¿Quién las tripula?En este momento parece que la Sociedadestá inactiva y el Piloto y su rebelión sehan afianzado en el poder, gracias a lacura que él trajo de las montañas. Suspartidarios mantienen el orden; bajo susupervisión, hay trabajadoresdistribuyendo las reservas de alimentosque quedan. Las personas que no estánenfermas permanecen en sus casas, lasinmunes colaboran en la atención de losinertes, y reina un orden frágil yprovisional. De momento el Piloto tiene

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el suficiente respeto de todos los pilotos ymilitares para seguir al mando, y laSociedad se ha retirado, lo que hapermitido al Alzamiento dedicarse abuscar más flores para la cura. Pero algúndía volverá. Y, algún día, el pueblo va atener que decidir qué es lo quiere.

Solo hace falta que antes curemos asuficientes personas.

Aterrizo en la larga carreteradesierta donde se han posado las otrasaeronaves.

El Piloto se reúne conmigo y, a lolejos, veo un automóvil aéreo que vienede la ciudad.

—Los militares creen que han

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encontrado a alguien que puedeayudarnos —me explica—. Un hombreque conoció al cultivador que sembróestos campos y está dispuesto a hablar deello.

Los dos atravesamos la cunetainvadida por la hierba entre el campo y lapolvorienta carretera. Espirales dealambre de espino cercan el terreno.Aunque ya veo las azucenas.

Asoman sin orden ni conciertoentre los surcos y caballones de la tierraremovida, pero ahí están: flores blancasque ondean como banderas de esperanza.Meto la mano por la alambrada y vuelvouna hacia nosotros; su forma es perfecta.La corola está compuesta por tres pétalos

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cóncavos, todos con una pizca de rojo enel anverso.

—La Sociedad removió la tierra elaño pasado para enterrarlas —dice elhombre de la ciudad al acercarse pordetrás—. Pero esta primavera hanrebrotado. —Niega con la cabeza—. Conla Plaga no sé cuántos nos hemos dadosiquiera cuenta o se nos ha ocurridovenir.

—El bulbo es comestible —asegura el Piloto—. ¿Lo sabían?

—No —responde el hombre.—¿Quién sembró los campos antes

de que la Sociedad los removiera? —pregunta el Piloto.

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—Un hombre que se llamaba JacobChilds —contesta el hombre—. Notendría que acordarme de que removieronlos campos, pero me acuerdo. Nitampoco de que se llevaron a Jacob. Perose lo llevaron.

—Tenemos que organizar larecogida de estos bulbos —dice el Piloto—. ¿Puede ayudarnos? ¿Conoce apersonas dispuestas a colaborar?

—Sí —responde el hombre—. Nomuchas. La mayoría están enfermas oescondidas.

—También traeremos a nuestragente —añade el Piloto—. Pero hay queempezar cuanto antes.

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Un viento suave agita las flores.Son pequeñas olas que danzan en unaverde bahía de hierba.

Días después, en el vuelo deregreso tras haber transportado otrocargamento de curas a Central, el Pilotome habla por el altavoz. Su voz mesobresalta, y también lo hace el momentoque ha elegido para comunicarseconmigo: ¿sabe qué pienso hacer? Mi rutano debería haberle dado ninguna pistatodavía. El plan de vuelo que me haasignado es ideal: pasa lo bastante cercadel lugar al que necesito ir para

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permitirme seguir cumpliendo con mideber.

—No hay ninguna constancia de unhombre que se llame Jacob Childs —meinforma—. Se ha esfumado.

—No me sorprende —digo—.Estoy seguro de que la Sociedad loreclasificó y lo envió a los campos deseñuelos en cuanto lo descubrió.

—También les he pedido quebusquen a Patrick y a Aida —añade—.No aparecen en ninguna base de datos, nide la Sociedad ni del Alzamiento.

—Gracias por tu interés —digo.Muchos de nosotros queremos

conocer el paradero de nuestras familias,

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pero los recursos de que disponemos parabuscarlas, incluso en las bases de datos,son limitados.

—Ahora no puedo dejar que losbusques tú —arguye—. Aún osnecesitamos a ti y a tu aeronave paradistribuir la cura.

—Lo comprendo —replico—. Losbuscaré en mi tiempo libre.

—Ahora mismo no tienes tiempolibre —declara—. Tus horas de descansoson para descansar. No podemos permitirque vueles agotado.

—Tengo que encontrarlos —digo.Se lo debo todo. Por Anna sé que Patricky Aida realizaron intercambios y se

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sacrificaron incluso más de lo que yocreía en un principio. Le hago unapregunta que antes me habría parecidoinconcebible plantearle—. ¿No hay nadiea quien aún tengas que encontrar?

Me he pasado de la raya. El Pilotono responde.

Miro abajo. La tierra está sumida enla oscuridad hasta que aparecen unasluces brillantes justo donde deberían.

En las semanas que llevodistribuyendo curas, he aterrizado variasveces en todas las provincias de laSociedad.

Excepto en Oria.El Piloto no nos permite aterrizar

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en las provincias de las que somosoriginarios porque sabe que conoceremosa demasiadas personas y tendremos latentación de modificar la distribución dela cura.

—Había gente a la que tenía queencontrar —dice por fin el Piloto—, perosabía dónde buscar. Esto es comointentar encontrar una piedra en el ríoSísifo. No sabrías ni por dónde empezar.Te llevaría demasiado tiempo. Ahora. Sinembargo, más tarde, podrás.

No le respondo. Los dos sabemosque «más tarde» a menudo significa«demasiado tarde».

La cura es eficaz, y también losanálisis de Cassia, que nos indican cómo

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debemos proceder. Estamos salvando lasmáximas vidas posibles. Ella nos dice loque cree que deberíamos hacer, y losordenadores y el resto de losclasificadores lo corroboran: tiene lamente más precisa y clara que conozco.

Pero no podemos salvarlos a todos.En torno al once por ciento de los inertesno se recupera. Y otros sucumben ainfecciones.

Inicio el descenso.—Creía que te había dejado claro

que no los puedes buscar ahora —precisael Piloto.

—Así es —digo—. No voy a dejarque muera gente mientras busco algo que

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a lo mejor no encuentro.—Entonces, ¿qué haces? —me

pregunta.—Necesito aterrizar aquí —

respondo.—No están en Oria —arguye—.

Según Cassia es extremadamenteimprobable que estén en esa provincia.

—Ella determinó que lo másprobable es que murieran en lasprovincias exteriores —digo—, ¿verdad?

Se queda un momento callado.—Sí —contesta.Vuelo en círculos hasta que veo un

buen lugar para aterrizar. Al pasar por

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encima de la Loma, me pregunto dóndeestará ahora el retal del vestido verde deCassia, una banderita hecha jironesenterrada bajo tierra. O blanqueada por elsol, desteñida por la lluvia o transportadapor el viento.

—Oria todavía es inestable, y túeres un recurso —dice—. Da mediavuelta.

—No tardaré —repito. Viro einicio el descenso. Esta aeronave no escomo la del Piloto. Carece de las hélicesque permiten aterrizar en tan pocoespacio.

La calle apenas tiene la longitudsuficiente, pero me la sé de memoria. Dimuchos paseos por ella. Con Patrick y

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Aida, y ellos solían ir cogidos de la mano.Las ruedas tocan el firme, y los

alerones se levantan para frenar el avancede la aeronave. Las casas pasan a todavelocidad y, cuando la calle se acaba,detengo la aeronave justo a tiempo.Desde mi ventana veía el interior de lashabitaciones que tenía enfrente si susocupantes no tenían los postigoscerrados.

Me apeo y aprieto el paso. Mi casaestá un poco más adelante. Las malashierbas pueblan los jardines, donde lasflores crecen en descuidados matojos. Medetengo en la puerta de la casa dondevivía Em. Tiene las ventanas rotas. Mirodentro, pero está vacía, y lleva así el

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tiempo suficiente para tener hojas en elsuelo. Debe de haberlas traído el vientode otro distrito, porque en el nuestro yano hay árboles.

Sigo adelante.Mientras estaba inerte, oí lo que

Anna explicó sobre mis padres y sobrePatrick, Aida y Matthew. Mis padres nopudieron alejarme de la Sociedad. Poreso, cuando murieron, intentaronacercarme todo lo posible a ella yesperaron que diera resultado. Y Patrick yAida me acogieron y me quisieron comoa su propio hijo.

Jamás olvidaré los gritos de Aida nila cara de Patrick cuando los funcionariosfueron a buscarme, ni cómo trataron de

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abrazarme y abrazarse.La Sociedad sabía lo que hacía

cuando emparejó a Patrick y a Aida.Si me hubieran emparejado a mí

con Cassia, si hubiera sabido que podríavivir ochenta años con buena salud y quela mayoría los pasaría con ella, mepregunto si habría tenido la fortaleza deintentar derrocar a la Sociedad.

Xander la ha tenido.Enfilo el camino y llamo a la puerta

de la casa donde vivíamos.

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CAPÍTULO 58Xander

En las últimas semanas, hemoshecho varios grandes avances en laadministración de la cura. Primero loscampos de los que nos habló la madre deCassia nos permitieron elaborar máscantidad de cura y distribuirla con másrapidez. Después descubrimos cómosintetizar las proteínas de la azucena en ellaboratorio. Los mejores cerebros quequedan en el Alzamiento y la Sociedadhan aunado esfuerzos para intentar

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conseguir que esto funcione.Hasta ahora lo hace. Los pacientes

mejoran. Y, si la mutación vuelve aaparecer, tenemos una cura. A menos,naturalmente, que el virus vuelva a mutar.Pero por ahora los datos indican que lopeor ha pasado. Yo no me fiaría de losdatos si no fuera porque la clasificadoraque los analiza es Cassia.

Ahora nos encaminamos a unaépoca distinta: cuando todos se hayanrecuperado, tendremos que decidir en quéclase de mundo queremos vivir. No sé sisuperaremos ese reto tan bien comohemos superado la Plaga.

—Has salvado el mundo —le gustadecir a mi padre.

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—Ha sido suerte —arguyo—.Siempre hemos tenido suerte.

Y es cierto. Solo hay que echar unvistazo a mi familia. Mi hermano regresóal distrito desde la ciudad de Oria cuandola Plaga estalló, y todos evitaroncontagiarse casi hasta al final. E inclusocuando cayeron enfermos, Ky llegó justoa tiempo de traerlos al centro médicopara que pudiéramos curarles.

—Intentamos mantener el distritounido —dice mi padre.

Y lo consiguieron. Racionaron ycompartieron la comida, y cuidaron losunos de los otros el mayor tiempoposible.

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No es que no merezcan su suerte.Ellos siempre han creído que, si unapersona se esfuerza y hace lo correcto, esprobable que todo le vaya bien. Y no sonestúpidos. Saben que no siempre es así.Han visto suceder calamidades y se les hadesgarrado el corazón. Pero ese ha sidotodo su sufrimiento.

Además, soy un hipócrita, porque,de hecho, a mí tampoco me ha ocurridonada malo. La familia de Ky hadesaparecido. Cassia ha perdido a supadre. Sin embargo, nosotros, los Carrow,no. Nosotros estamos todos bien. Inclusomi hermano, que nunca se unió alAlzamiento. Estaba equivocado con él.Estaba equivocado en muchas cosas.

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Pero la cura que preparamos eseficaz.

Cuando tengo un descanso, salgodel centro médico y me dirijo al río quefluye por el centro de la ciudad de Camas.Ahora que han derribado la barricada y lamutación está bajo control, la gente havuelto a pasear por la orilla. No lejos delcentro médico, hay un dique de hormigóncon unas escaleras que llegan al agua.

Ky y Cassia se ven ahí algunasveces, cuando él regresa de una misión, yuna vez lo encontré solo, contemplandoel agua.

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Me senté a su lado.—Gracias —dije. Era la primera

vez que lo veía desde que había traído ami familia a Camas para que leadministráramos la cura.

Él asintió.—No podía traer a mi propia

familia —arguyó—. Esperaba poderencontrar a la tuya.

—Y lo hiciste —contesté, y traté dehablar sin resentimiento—. Justo dondela Sociedad la dejó.

Ky enarcó las cejas.—Me alegro de tenerlos aquí —

añadí—. Siempre estaré en deuda contigo

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por haberlos traído. Quién sabe cuántotiempo habrían tardado en administrarlesla cura.

—Era lo menos que podía hacer —dijo—. Tú y Cassia sois los que mecurasteis.

—¿Cómo supiste que la querías? —le pregunté—. Cuando te enamoraste, ellano te conocía de verdad. No sabía nadade tu pasado.

Ky no respondió enseguida.Contempló el agua.

—Una vez tuve que dejar uncadáver en un río —dijo por fin—, antesde que estallara la Plaga. En el campo detrabajo murió un aberrante, antes de lo

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que había previsto la Sociedad, y losmilitares nos obligaron a deshacernos dela prueba. Fue entonces cuando conocí ami amigo Vick.

Asentí. Les había oído hablar deVick.

—Vick estaba enamorado dealguien a quien no podía tener —continuó Ky—. Al final murió por eso.—Me miró—. Yo quise seguir vivodespués de que mi familia muriera —añadió—. Pero no volví a sentirme asíhasta que conocí a Cassia.

—Pero no sentiste que te conocíade verdad, ¿no? —vuelvo a preguntarle.

—No —respondió—, aunque sentí

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que podía hacerlo.

Comienzo a bajar los anchosescalones que conducen al agua. Ky noestá, pero veo a otra persona queconozco. Es Lei, con su larga melenanegra.

Hace días que no nos vemos, nisiquiera por los pasillos. Cuando serecuperó, se reincorporó al trabajo y,desde entonces, nuestros caminos apenasse han cruzado. Cuando lo han hecho,nos hemos sonreído y saludado.Probablemente sabe que trabajo en lacura, pese a que no he tenido ocasión de

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hablar con ella.Vacilo, pero Lei me mira, sonríe y

me hace una seña para que me acerque.Tomo asiento a su lado y me sientoestúpido. No sé por dónde empezar.

Ella, sin embargo, sí.—¿Adónde fuiste? —me pregunta.—A las montañas —respondo—.

El Piloto nos llevó a varios. Allí es dondeencontramos la cura.

—Y tú fuiste quien la encontró —dice.

—No —admito—. Fue Cassia.—Tu pareja —dice.—Sí. Está viva, y bien. Está aquí.

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—Creo que la he visto —observa—, hablando contigo. —Me escruta conla mirada, trata de descubrir lo que no hedicho.

—Está enamorada de otro —explico.

Por un momento, pone la manosobre la mía con mucha suavidad.

—Lo siento —dice.—¿Qué hay de tu pareja? —

pregunto—. ¿Has dado con él?Vuelve la cara y, cuando su larga

melena oscila y le roza la espalda y lanuca, recuerdo la vez que comprobamossi teníamos la marca durante los días quepasamos en el centro médico.

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—Murió —responde—. Antes deque estallara la Plaga.

—Lo siento —digo.—Creo que lo supe antes de que

me lo dijeran —explica—. Creo que pudesentir su ausencia. —Su voz vuelve asorprenderme. Es preciosa. Me gustaríaoírle cantar—. A ti debe de parecerteabsurdo.

—No —repongo—. En absoluto.Algo salta en el río, y me sobresalto

un poco.—Un pez —dice, y vuelve a

mirarme.—¿Uno de los que me hablaste? —

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pregunto.—No —contesta—. Este era

plateado, no rojo.—¿Adónde fuiste tú? —pregunto.Sabe bien a qué me refiero:

«¿Adónde fuiste cuando te quedasteinerte?».

—Estuve nadando casi todo eltiempo —responde—. Como uno de lospeces de los que te hablé. Y tenía otrocuerpo. Sabía que en realidad no era pez,pero era más fácil que pensar en lo queestaba pasando.

—Me pregunto por qué piensatodo el mundo en el agua —digo.

Ky hizo lo mismo. Nos contó que

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estuvo en el mar con la chica que murió.Indie.

—Yo creo que es porque el cielonos parece demasiado alejado —arguye—. Nos parece que no podrá sostenernoscomo hace el agua.

O porque los pulmones se llenande un líquido que no siempre se puedeexpectorar. Pero ninguno de los dosmenciona la explicación médica, aunqueambos la conocemos.

No sé qué decir. Cuando la miro,pienso que quizá es la clase de personacapaz de hacer lo que ha dicho que haceel agua: sostener a otro. Me imaginoabrazándola y besándola, y puedo verme

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abandonándome, hundiéndome, con ella.Lei cambia la cara. Debe de

haberme leído el pensamiento.Me levanto, indignado conmigo

mismo. No estoy en condiciones dequerer a nadie, y ella acaba de perder a supareja y recuperarse de la mutación. Losdos estamos solos.

—Tengo que irme —digo.

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CAPÍTULO 59Cassia

Vacilo un momento al principio delos escalones, escondida detrás de uno delos árboles que bordean el embarcadero.Espero a que pase Xander. No me ve.

Me armo de valor y bajo, hacia elagua y la chica. Me siento a su lado, y ellase vuelve y me mira.

—Soy Cassia —digo—. Creo quelas dos conocemos a Xander.

—Sí —responde—. Yo soy Lei.

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Nea Lei.Le escruto el rostro con todo el

disimulo de que soy capaz. No es muchomayor que nosotros, aunque parece mássabia. Habla con mucha claridad, pero sutono no es seco, sino dulce. Es hermosa,con una belleza muy particular, el pelomuy oscuro, la mirada profunda.

—Las dos conocemos a Xander —dice—, pero tú estás enamorada de otro.

—Sí —respondo.—Xander me habló un poco de ti

—continúa—. Cuando trabajamos juntos.Siempre hablaba de su pareja, y yosiempre hablaba de la mía.

—Tu pareja, ¿ha…? —No me

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atrevo a terminar la frase.—Mi pareja se ha ido —dice. Le

resbalan lágrimas por las mejillas y se lasenjuga con la palma de la mano—.Perdona —añade—. Lo sospechaba desdehacía meses. Pero, ahora que lo sé,parezco incapaz de no llorar siempre quehablo de él. Sobre todo aquí. El agua leencantaba.

—¿Hay alguien a quien puedaayudarte a encontrar? —pregunto—.¿Algún pariente…?

—No —responde—. No tengofamilia. Todos han muerto. Soy unaanómala.

—¿De veras? —pregunto,

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estupefacta—. ¿Cómo te escondiste de laSociedad?

—Ante sus propios ojos —responde—. Los datos pueden falsificarse,si conoces a la persona apropiada, y mispadres la conocían. Ellos creían en elPiloto, pero, después de ver a cuántosanómalos había dejado morir, al finaldecidieron que la Sociedad sería mássegura. Dieron todo lo que tenían paracomprarme una identidad falsa impecable.Entré en la Sociedad y, poco después, mehicieron funcionaria. —Hace un amagode sonrisa—. La Sociedad se llevaría unasorpresa si supiera que nombrófuncionaria a una anómala en tan pocotiempo. —Se levanta—. Si ves a Xander,

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¿podrás decirle adiós de mi parte?—Deberías despedirte de él en

persona —digo, pero ella sigue.»¡Espera! —exclamo. Hay una cosa

que no entiendo—. Si no fuiste unaciudadana hasta hace poco, es imposibleque fueras a un banquete deemparejamiento. Así que ¿cómo…?

—Nunca necesité a la Sociedad —responde— para encontrar a mi pareja.

Mira el agua. Y, en ese momento,creo saber quién es.

—Tu nombre —digo—. ¿Era elmismo o te lo cambiaste cuando entrasteen la Sociedad?

—No lo cambié del todo —

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responde—. Solo lo invertí.

Voy corriendo al centro médico enbusca de Xander. Lo encuentrotrabajando en el laboratorio y aporreo laventana para captar su atención.

El padre de Xander, que tambiéntrabaja en el laboratorio, me ve primero.Me sonríe, pese a que también veo receloen su cara. No quiere que hiera a su hijo.

Y sabe que Xander está herido.«No todo es culpa mía —quiero

decir al señor Carrow—. Pero Xander hacambiado. Ha sufrido mucho: su

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decepción con el Alzamiento, su duroperíodo en el centro médico, el tiempoque pasó en las montañas.»

—Tu amiga —digo a Xander encuanto me abre—. Se va. Me ha pedidoque te diga adiós.

«Y tienes que ir a su encuentro.Porque ella ya ha perdido demasiado, y tútambién.» He atado cabos junto a la orilladel río cuando Lei ha dicho que nonecesitó a la Sociedad para encontrar a supareja. Cuando ha dicho que ni tansiquiera tuvo que cambiarse el nombre,que solo lo invirtió. Nea Lei. Si sepronuncia con el orden cambiado, «leini»,suena igual que Laney. Ky nunca lo habíavisto escrito cuando grabó el nombre de

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la chica a la que Vick quería en un trozode madera. Y puede que Vick tampoco.

Xander da un paso hacia delante.—¿Ha dicho adónde iba? —En su

cara veo todo lo que necesito saber.Y lo que iba a decirle ya no tiene la

importancia que yo pensaba. Porque lahistoria de Lei, con Vick, no mecorresponde contarla a mí. Lecorresponde a ella hacerlo, a Lei. Y puedeo no convertirse en una parte de suhistoria con Xander; sin embargo, esotampoco lo decido yo.

—No —respondo—. Pero,Xander, puedes alcanzarla. Puedesaveriguarlo.

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Por un momento creo que lo hará.Pero él se sienta a su mesa de trabajo. Seinclina sobre ella, con la espalda recta, yse pone una máscara de seguridad ydeterminación.

¿Cómo es posible que sepaentender tan bien a los demás pero no seescuche a sí mismo?

Porque no quiere que vuelvan aherirlo.

—Eso no es todo —continúo. Meacerco más, para que nadie nos oiga—. ElPiloto ha decidido que es hora de llevar alos lugareños a las Tierras Ignotas.

—¿Por qué ahora? —pregunta.—El día de la votación se acerca —

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respondo—. Entonces no podráprescindir de las aeronaves. Las necesitarátodas para mantener el orden. Correnrumores de que los partidarios de laSociedad van a intentar hacerse con elcontrol.

—Tampoco puede prescindir de lasaeronaves ahora —protesta Xander—.Las necesitamos para distribuir las curas.

—No va a utilizar muchas —digo—. Solo unas pocas aeronaves detransporte, no las de combate.Aterrizarán en Última Piedra y llevarán alos lugareños lo más lejos posible. Ky yyo también vamos al pueblo para hablarcon Anna y traerla a Camas, si ella accede.Quería que lo supieras.

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—¿Por qué?—No quería que te preocuparas —

respondo. «No quería que sintieras que hevuelto a abandonarte.»

—¿Va a dejar el Piloto que vayamás gente a las Tierras Ignotas aparte delos lugareños? —pregunta.

—Si hay sitio imagino que sí —respondo.

—Puede que los lugareños medejen ir con ellos —dice. Sonríe y veouna pizca del Xander que era. ¡Y cuántolo echo de menos!—. A lo mejor se fíande mí ahora que saben que no mentía.

—No —protesto, aturdida—.Xander, tú no puedes irte a las Tierras

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Ignotas. Te necesitamos.—Lo siento —dice—, pero ya no

puedo dejar que eso me ate.

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CAPÍTULO 60Ky

Cassia y yo esperamos la orden delPiloto.

No hay nadie más en la aeronave.Esta vez viajamos solos. Llevamosprovisiones al pueblo y espero podersacar a algunos lugareños de él. Cassia hadecidido que necesitamos que Anna sepresente como candidata en la votación.«Es una buena líder —me ha dicho—.Lleva años demostrándolo.»

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—¿Cuántas aeronaves tienen quedespegar antes que nosotros? —mepregunta Cassia.

—Diez —respondo—. Somos delos últimos.

—Entonces tenemos un poco detiempo —dice.

«Tiempo.» Es lo que siempre hemosquerido, lo que rara vez tenemos.

Cassia ocupa el asiento del copilotoy se vuelve hacia mí. Veo malicia en susbrillantes ojos verdes y contengo larespiración.

Me coge por la nuca con ambasmanos y yo me inclino hacia ella.

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Cierro los ojos y la recuerdo,hermosa como la nieve, cuando salió delos cañones. La recuerdo sosteniendo elretal verde de seda junto a su mejilla en laLoma. Recuerdo su piel y la tierra de loscañones, y su cara mirándome desdearriba en las montañas, ayudándome aregresar.

—Te quiero —susurra.—Te quiero —digo.La elijo otra vez, y otra, y otra.

Hasta que el Piloto nos interrumpe y eshora de despegar.

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Subimos al cielo. Los dos juntos.Cuando pasamos entre jirones de nubes,finjo que son las pinturas de mi madre,evaporadas de la superficie de las piedras,camino de un mundo nuevo.

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CAPÍTULO 61Cassia

Él nos lleva más alto, y la aeronavese estremece y protesta. El corazón melate deprisa, y no tengo miedo.

Veo las montañas, una enormesilueta verde y azul recortada sobre elcielo, que va menguando y alejándosehasta que todo lo que nos envuelve esazul.

El azul está salpicado de blanco ydorado, jirones de nubes que flotan en el

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cielo como la semilla de álamo deVirginia que una vez di a mi abuelo.«Desgarradas nubes de fuego», susurro, alacordarme, y me pregunto dónde leyóesas palabras y si este es un viaje querealizó después de morir, si subió hastaaquí para que el sol lo calentara, si cogióestos pedazos de cielo entre los dedos yluego los soltó.

«Y después, ¿dónde? —mepregunto—. ¿Puede haber mejor lugarque este?»

A lo mejor es ahí adonde iban losángeles cuando subían al cielo. Puede quesea donde mi padre está ahora,calentándose al sol. Quizá sería cruelrevivirlo y tomarlo pesado. O, quizá,

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cuando son ingrávidos, se sienten solos.Miro a Ky. Su cara irradia una

honda serenidad que rara vez he visto enél.

—Ky —digo—, el Piloto eres tú.Sonríe.—Lo eres —insisto—. Mira cómo

vuelas. Igual que Indie.La sonrisa se le tiñe de tristeza.—Debes de pensar en ella cuando

vuelas —añado y, aunque lo entiendo,noto una punzada de dolor. Hay lugares,momentos, en los que siempre pensaré enXander. Cada vez que vea una piscinaazul, una neorrosa roja, las raíces de unaplanta arrancada del suelo.

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—Sí —responde—. Pero en tipienso siempre.

Me acerco a él y le pongo la manoen la mejilla. No quiero distraerlodemasiado de lo que hace.

El vuelo, con el hombre al quequiero, es sublime, glorioso. Pero abajohay muchas personas atrapadas.

Descendemos y, cuandoatravesamos las nubes, las montañas nosaguardan. La luz vespertina que las bañatorna rosa la nieve blanca y dora la rocagris. Árboles oscuros e hilos de agua,

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planos al principio pero cada vez másbrillantes y tridimensionales a medida quenos acercamos, se aferran a las laderas;piedras desprendidas abren hondossurcos en las colinas más bajas.

Cogidos de la mano, nos alejamosdel prado donde hemos aterrizado parahablar con Anna y Eli en el pueblo.«Espero que vuelvan con nosotros —pienso—. Los necesitamos en lasprovincias.» Aunque quizá quieran ir a lasTierras Ignotas, o quedarse en lasmontañas, o ir en busca de Hunter, oregresar a la Talla. Ahora hay muchasposibilidades.

Ky se para en seco.—Escucha —dice—. Música.

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Al principio solo oigo el murmullodel viento entre los altos pinos. Pero, alcabo de un momento, oigo cantar en elpueblo.

Apretamos el paso. Cuandollegamos, Ky señala a una persona.

—Xander —dice.Tiene razón. Xander está más

adelante: veo su pelo rubio, su perfil.Debe de haber viajado en una de las otrasaeronaves.

Va a intentar ir a las TierrasIgnotas.

Debe de saber que estamos aquí, enalguna parte, pero no nos busca. En este

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momento lo único que hace es escuchar.Los lugareños no solo cantan, sino

que también danzan alrededor de lapiedra del pueblo, como despedida.También danza el fuego y, de algúnmodo, con instrumentos hechos demadera y provistos de cuerdas, loslugareños hacen música.

Uno de los militares se adelantapara parar la celebración, pero Ky se loimpide.

—Nos han salvado —le recuerda—. Deles un poco de tiempo.

El militar asiente.Ky me mira. Yo le paso los dedos

por los labios. «Está tan vivo.»

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—Y ahora, ¿qué?—Baila conmigo —sugiere—. Te

dije que te enseñaría.—Ya he aprendido —digo, y

pienso en la vez de la Galería.—No me sorprende —susurra Ky.Me coge por la cintura. Oigo

música dentro de mí y comenzamos amovernos. No le pregunto si lo hagobien. Sé que sí.

—Cassia. —Ky dice mi nombrecomo una canción. Su voz siempre hatenido música.

Repite mi nombre, sin cesar,mientras nos movemos juntos, hasta que

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estoy atrapada en un lugar extraño entrela vulnerabilidad y la fortaleza, entre laconfusión y la claridad, la necesidad y lasaciedad, dar y recibir y…

—Ky —digo.Durante mucho tiempo, nos ha

preocupado quién nos veía. Quién podíaestar observando, a quién podíamos hacerdaño. Pero, en este momento, solobailamos.

Vuelvo a la realidad cuandotermina la canción, cuando losinstrumentos de cuerda emiten un sonidoque parece corazones desgarrándose.

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Entonces no puedo evitar buscar aXander. Cuando lo encuentro, veo quenos mira, pero no hay celos en su mirada.Solo hay nostalgia, aunque ya no es pormí.

«Encontrarás el amor, Xander»,quiero decirle. La luz del fuego danza enel rostro de Leyna. Es muy bella, muyfuerte. ¿Podría llegar a amarla Xander?¿Algún día? ¿Si partieran juntos a lasTierras Ignotas?

—Podríamos quedarnos aquí —medice Ky al oído—. No hace falta quevolvamos.

Ya hemos tenido esta conversación.Sabemos la respuesta. Nos queremos,

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pero también debemos pensar en otraspersonas. Ky tiene que buscar a Patrick ya Aida, por si siguen vivos. Yo tengo queestar con mi familia.

—Antes, cuando volaba —dice Ky—, solía imaginarme que bajaba arecogeros a todos y nos íbamos muy lejos.

—A lo mejor podemos hacerloalgún día —señalo.

—Es posible que no tengamos queir tan lejos para buscar un mundo nuevo—repone—. Es posible que la votación sísea un comienzo.

Nunca lo había visto tanesperanzado como ahora.

Anna se acerca a Xander, le dice

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algo y ambos vienen a nuestro encuentro.El fuego llamea y vacila y, cuando vuelvea avivarse, veo que Anna lleva una tizaazul en la mano.

—Lo habéis conseguido —nos dicea los tres—. Habéis encontrado la cura, ytodos habéis desempeñado un papel. —Le coge la mano a Ky y le pinta una rayaazul repasándole una vena—. El piloto—afirma. Me levanta la mano y continúala raya—. La poeta. —Por último, coge lamano a Xander y termina la raya en subrazo—. El doctor —concluye.

La noche de las montañas, con susaromas a pino y madera de leña, sus lucesy su música, nos envuelve cuando Annase retira. Estoy agarrada a Xander y a Ky

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al mismo tiempo, y los tres formamos unpequeño círculo al filo del mundoconocido. Y, aunque el momento todavíaexiste, me descubro lamentando su paso.

La niña a la que Xander y yo vimosla otra vez se acerca bailando. Lleva lasmismas alas de entonces y nos mira. Estáclaro que quiere bailar con uno de loschicos. Ky permite que se lo lleve y medeja a solas con Xander para que nosdespidamos.

La música, esta vez animada, nosacompaña, nos envuelve, nos impregna, yXander está conmigo.

—Sabes bailar —dice—. Y cantar.—Sí —respondo.

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—Yo no —se lamenta.—Aprenderás —declaro, y le cojo

las manos.Él se mueve con fluidez. A pesar de

lo que cree, tiene la música dentro. Nuncale han enseñado a bailar y, no obstante,me lleva. No se da cuenta porque estádemasiado concentrado en lo que le falta,en lo que cree que no sabe hacer.

—¿Puedo preguntarte por unacosa?

—Por supuesto —responde.—Recuerdo algo que no debería —

digo—. De un día que tomé la pastillaroja.

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Le explico cómo desenterré elrecuerdo del día del jardín rojo.

—¿Cómo he podido recuperarparte de la memoria? —pregunto.

—Quizá tenga que ver con lapastilla verde —responde. Su voz meparece muy tierna y cansada—. Es posibleque, al no haberla tomado, ni una solavez, puedas recuperar tus recuerdos dealguna forma. Y sobreviviste a la azul.Oker me explicó que la pastilla azul y laPlaga están relacionadas. A lo mejorcontribuiste a volverte inmune. —Niegacon la cabeza—. La Sociedad creó laspastillas como un puzle. Cada una es unapieza. Gracias a los farmacólogos y loscientíficos, estoy empezando a

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comprender lo complejo que es todo.Cómo interaccionan los medicamentos, ycómo surten un efecto distinto según laspersonas. Podría pasarme la vidaintentando entenderlo.

—Entonces, según tú —digo—, esposible que no lo sepa nunca.

—Sí —responde—. Puede quesiempre te hagas esa pregunta.

—«Hacerse preguntas está bien» —digo. Aparte de las palabras de lamicroficha, eso fue lo último que me dijomi abuelo antes de morir. Me dio lospoemas. Y me dijo que estaba bienhacerse preguntas. Por tanto, no debepreocuparme no saber qué poema queríaque tomara como ejemplo. Puede incluso

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que su intención fuera esa. No pasa nadasi no puedo entenderlo todo aquí y ahora.

—O a lo mejor simplemente erestú… —arguye Xander. Creo que sonríe—. Siempre has sido una de las personasmás fuertes que conozco.

Eli se ha puesto a bailar con Ky y laniña. Están cogidos de las manos y se ríenmientras el fuego parpadea en las alas dela niña. Me recuerda a Indie en elabandono con que se mueve, en lo rojosque el fuego le torna los cabellos. «Ojaláestuviera Indie aquí ahora —pienso—, ymi padre, y todas las otras personas a lasque hemos perdido.»

Xander y yo dejamos de bailar. Nos

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quedamos muy juntos y quietos, rodeadosde gente en movimiento.

—En el distrito —dice—, te hiceuna pregunta: si pudiéramos elegir, ¿mehabrías elegido a mí en algún momento?

—Me acuerdo —convengo—. Tedije que sí.

—Así es. Pero no podemos volveratrás.

—No —reconozco.Los viajes de Xander acontecieron

en las habitaciones y largos pasillos delcentro médico mientras trabajó allí conLei. Cuando volví a verlo en la aeronavedel Piloto, ya había estado en lugares a losque yo no iría nunca y se había

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convertido en otra persona. Pero yo no lopresencié. Yo lo creía inalterable, unaroca en el buen sentido de la palabra,firme, digno de confianza, un pilar en elque apoyarse. Sin embargo, es comotodos nosotros: ligero como el viento,pasajero como jirones de nubes delantedel sol, hermoso y fugaz, y, si alguna vezejercí alguna influencia sobre él, eso haterminado.

—Xander —digo, y él me da unúltimo abrazo.

Las aeronaves despegan y, en suascenso, tapan las estrellas. La fogata

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sigue encendida; algunos habitantes delpueblo, en su mayoría labradores, handecidido quedarse en las montañas.

Xander parte con rumbo a un lugardiferente, un lugar lejano del que nisiquiera tengo la certeza de que hayaretorno.

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CAPÍTULO 62Xander

Parece que un millón de pájarosbata las alas a la vez, pero solo son lasaeronaves surcando el cielo. En el últimomomento, he comprendido que no puedomarcharme a las Tierras Ignotas. Sinembargo, tampoco he sido capaz deregresar a Camas. Como de costumbre,estoy estancado, en medio.

Se hace de día. Rodeo el pueblopara no tener que hablar con nadie y me

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dirijo al riachuelo próximo al pradodonde Oker y yo recogimos las camasias.Dentro de un rato, regresaré y preguntaréa los labradores si puedo hacer algo porellos: quizá pueda trabajar en el antiguolaboratorio de Oker.

Las raíces de los árboles que crecenjunto al riachuelo están parcialmentesumergidas en el agua. Son minúsculas yrojas. No sabía que hubiera raíces de estecolor.

Y entonces veo un manchón rojomás grande. Y otro. Y otro más. Son casigrotescos, con la mandíbula extraña y losojos redondos, pero el color esimpresionante.

Son los peces rojos de los que me

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habló Lei. Por fin los veo.Me duele la garganta y me escuecen

los ojos. Me acerco más al agua.Oigo un ruido detrás de mí. Me

vuelvo, cambio de cara y sonrío,preparado para saludar a quienquiera quehaya encontrado el camino hasta aquí.

—Xander —dice.Es Lei.—¿Han vuelto? —me pregunta—.

¿Los peces rojos?—Sí —respondo.—No sabía que estabas aquí. No te

vi en las aeronaves que vinieron deCamas.

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—Debimos de viajar en unadistinta —arguyo—. Pensaba irme a lasTierras Ignotas.

—Yo también —contesta—. Perono he podido marcharme.

—¿Por qué? —pregunto, y pese aque no sé qué deseo que responda, elcorazón me palpita y oigo un sonido enlos oídos que parece agua corriendo o elrumor de las aeronaves al despegar.

Lei no responde, sino que mirahacia el riachuelo. Por supuesto. Lospeces.

—¿Por qué vuelven desde tan lejos?—le pregunto.

—Para reunirse. —Me mira a los

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ojos—. Solíamos venir juntos al río —dice—. Se parecía un poco a ti. Tenía losojos muy azules.

Los oídos dejan de pitarme. Todoparece haberse quedado en silencio. Leiha regresado porque no ha podidoabandonar la tierra donde lo conoció. Notiene nada que ver conmigo.

Me aclaro la garganta.—Me explicaste que estos peces

son azules en el mar —digo—. Como sifueran otro animal.

—Sí y no —precisa—. Hancambiado. Todos podemos cambiar. —Esmuy dulce conmigo. Me habla con muchaternura.

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Se acerca hasta quedarse justodelante de mí.

Quiero decir una cosa que no hedicho nunca, y no va a ser a Cassia, comosiempre había creído.

—Te quiero —declaro—. Sé queaún amas a otro, pero…

—Te quiero —contesta.No está todo perdido. Ella ha

querido a otra persona, y yo también. LaSociedad, el Alzamiento y el mundosiguen ahí, presionando contra nosotros.Lei, sin embargo, los mantiene alejados.Ha conseguido hacer sitio para que dospersonas quepan juntas, lo autorice o nola Sociedad o el Alzamiento. Ya lo ha

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hecho antes. Lo asombroso es que no ledé miedo volver a hacerlo. Cuando nosenamoramos por primera vez, nosabemos nada. Arriesgamos muchomenos que cuando decidimos volver aquerer.

La sensación de enamorarse porprimera vez es increíble.

Pero la sensación de estar en tierrafirme con una persona que me sostiene,me ancla, y saber que yo hago lo mismopor ella, es incluso mejor.

—¿Te acuerdas de la historia que teconté? —pregunta Lei—. ¿Sobre la pilotoy el hombre al que quería?

—Sí —respondo.

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—¿Quién crees que tuvo que sermás valiente? —continúa—. ¿La piloto,que lo dejó marchar, o el hombre, quetuvo que volver a empezar en un mundonuevo?

—Los dos fueron valientes.Tiene los ojos a la altura de los

míos. Por eso veo cuando los cierra y seabandona a mí: justo cuando nuestroslabios se encuentran.

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CAPÍTULO 63Cassia

Ky y yo estamos juntos en lo altode la escalera del Ayuntamiento deCamas. Vamos cogidos de la mano, y elfuerte sol de finales de verano nos obligaa parpadear. Nadie repara en nosotros.Las personas que suben la escalera tienenotras cosas en la cabeza. Algunas parecenindecisas; otras, ilusionadas.

Una anciana se detiene al llegararriba y me mira.

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—¿Cuándo escribo mi nombre? —pregunta.

—Cuando vote, dentro —respondo.

La mujer asiente y entra en eledificio.

Miro a Ky y sonrío. Nosotrosacabamos de escribir nuestros nombrespara elegir a la persona que queremos quegobierne.

—Cuando el pueblo eligió a laSociedad, casi supuso el fin de todosnosotros —comento—. A lo mejorvuelve a serlo, esta vez para siempre.

—A lo mejor —conviene Ky—. Oa lo mejor elegimos otra cosa.

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Hay tres posibles candidatos paragobernar el país. El Piloto representa alAlzamiento. Una funcionaria representa ala Sociedad.

Y Anna representa a todos losdemás. Ella y Eli regresaron a Camas connosotros. «¿Y Hunter?», le preguntó Ky.Anna respondió: «Sé adónde ha ido», ysonrió con una mezcla de tristeza yesperanza, un sentimiento que conozcodemasiado bien.

Esta votación es una tarea ingente eimposible, un experimento hermoso yformidable, y podría salir mal en muchossentidos. Pienso en todos los papelitosblancos que hay dentro delAyuntamiento, en todas las personas que

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han aprendido a escribir, al menos sunombre. ¿Qué votarán? ¿Qué será denosotros y de nuestras tierras de cieloazul, piedra roja y verde hierba?

«Sin embargo —me recuerdo—, laSociedad no puede volver aarrebatárnoslo todo a menos que se lopermitamos. Podemos recuperar nuestrosrecuerdos, aunque tendremos quecomunicarnos y fiarnos unos de otros. Silo hubiéramos hecho antes, quizáhabríamos tardado menos en encontrar lacura. ¿Quién sabe por qué sembróazucenas aquel cultivador? A lo mejorsabía que necesitaríamos las flores paraelaborar una cura. O puede que solo leparecieran bonitas, como a mi madre.

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Pero casi siempre la belleza nos da larespuesta.»

El porvenir no se presenta nadafácil. No obstante, todos juntos, hemossobrevivido a la Plaga y a su mutación.Los partidarios del Alzamiento, lossimpatizantes de la Sociedad y los quetenían convicciones completamentedistintas trabajaron hombro con hombropara ayudar a los inertes. Algunos no lohicieron. Otros huyeron o mataron. Peromuchos trataron de salvar vidas.

—¿A quién has votado? —susurroa Ky mientras bajamos la escalera.

—A Anna —responde. Me sonríe—. ¿Y tú?

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—A Anna —digo.Ojalá gane.Es hora de que gobiernen los

anómalos y los aberrantes.«Pero ¿se lo permitiremos?»En los debates retransmitidos por

los terminales, la funcionaria fue clara yconcisa, estadística. «¿No creéis que yahemos visto esto antes? —inquirió—.Todo lo que hacéis ya se ha hecho.Deberíais dejar que la Sociedad volviera aayudaros. Por supuesto, esta vez habrámás libertad de expresión. Os daremosmás opciones. Pero, si todo el mundohiciera lo que se le antojara, ¿quépasaría?»

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«Escribiríamos. Cantaríamos»,pensé yo.

«Sí —continuó la funcionaria,como si me hubiera leído el pensamiento,como si nos lo hubiera leído a todos—.Exacto. Escribiríais los mismos libros quehan escrito otras personas. Compondríaislos mismos poemas: tratarían de amor.»

Tiene razón. Compondríamospoemas de amor y no contaríamosninguna historia nueva. Aunque sería laprimera vez que nosotros los sintiéramosy contáramos.

Recuerdo cómo nos llamó Anna alos tres.

«El piloto. La poeta. El doctor.»

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Ellos están en cada uno denosotros. Sé a ciencia cierta que todostenemos una forma de volar, un verso queescribir para que otros lo lean, una manocon la que curar.

Xander nos envió un mensaje paradecirnos dónde está. Lo escribió él. Fue laprimera vez que vi su letra y se mesaltaron las lágrimas al leer los ordenadosrenglones manuscritos.

«Sigo en las montañas. Con Lei. Porfavor, decid a mi familia que estoy bien.Soy feliz. Y algún día volveré.»

Espero que sea cierto.Mi madre y Bram nos esperan en

los escalones del dique.

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—Ya habéis votado —dice mihermano—. ¿Cómo ha sido?

—Silencioso —respondo, alrecordar el Ayuntamiento atestado degente y el sonido de los lápices sobre elpapel, de personas escribiendo su nombredespacio y con esmero.

—Debería poder votar —replicaBram

—Sí —convengo—. Pero handecidido que sea a los diecisiete.

—La edad del banquete —precisaél—. ¿Crees que voy a tener un banquete?

—Puede —contesto—. Aunqueespero que no.

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—Tengo algo para ti —dice Ky.Abre la mano y veo el tubo de mi abuelo,el que encontramos en la Caverna, el queKy escondió en el nudo de un árbolporque yo se lo pedí.

—¿Desde cuándo lo tienes? —pregunto.

—Desde ayer —responde—.Estuvimos en las provincias exterioresotra vez, buscando supervivientes. —Cuando la Plaga mutada se controló, elPiloto permitió que Ky y varios pilotosmás trataran de encontrar a las personasque siguen en paradero desconocido,como Patrick y Aida. Puede que algunasconsiguieran llegar al antiguocampamento del Alzamiento, el que había

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junto al lago.De momento seguimos buscando.—También he traído este —dice

Ky—. Es el que cogió Eli. —Me enseñael tubo y leo la etiqueta. «Roberts, Vick.»

—Pensaba que no creías en lostubos —dice Bram.

—Y no creo —declara Ky—. Perocreo que este se lo tendríamos que dar aalguien que lo quiso para que decida quéhacer con él.

—¿Crees que lo querrá? —pregunto a Ky. Por supuesto, se refiere aLei.

—Creo que sí —responde—,aunque no se lo quedará.

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Porque ahora Lei quiere a Xander.Ha decidido volver a amar.

En ocasiones me enfurecía que miabuelo no me hubiera dicho qué poemaquería que tomara como ejemplo. Peroahora sé lo que me dio. Me dio laposibilidad de elegir. Ese fue su regalo.

—Cuesta hacer esto —digo, con eltubo de mi abuelo en la mano—. Ojaláhubiera guardado los poemas. Eso loharía más fácil. Me quedaría algo suyo.

—A veces el papel es solo papel —observa mi madre—. Las palabras sonsolo palabras. Modos de reflejar larealidad. No te dé miedo recordar eso.

Sé a qué se refiere. Escribir, pintar,

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cantar, no puede detenerlo todo. Nopuede parar en seco la muerte. Pero sípuede impregnar de belleza las pausasentre cada paso que da, convertir laespera en un lugar donde podamosquedarnos sin tanto temor. Porque todosnos acompañamos en nuestro caminohacia la muerte, y el viaje que trascurreentre sus pasos constituye nuestra vida.

—Adiós —digo a mi abuelo, y a mipadre. Acerco el tubo al agua y vacilo.Tenemos las decisiones de nuestrospadres en nuestras manos y, cuando lasasimos o dejamos que se nos escurranentre los dedos, esas decisiones seconvierten en las nuestras.

Abro el tubo y lo sumerjo para que

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la corriente se lleve el último pedacito demi abuelo, tal como él quería y pidió a mipadre que hiciera.

Ojalá pudieran ver todo esto losdos: un campo verde sembrado con curaspara el futuro; un cielo azul; una banderaroja en la cúspide del Ayuntamiento queseñala que ha llegado la hora de decidir.

—Como en la Loma —asegura Ky.Cuando lo miro, me señala la bandera.

—Sí —confirmo, y recuerdo sumano en la mía mientras atábamos losretales a los arbustos para señalar pordónde pasábamos.

Más allá de la ciudad de Camas, lasmontañas se alzan a lo lejos, azules,

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moradas y blancas.Ky y yo subimos a la Loma juntos.

Xander se ha marchado a las montañas.Aunque Xander no esté, aunque no

todo pueda ser como todos querríamos,me satisface saber que hemos formadoparte de algo bueno, justo y genuino. Quehemos tenido la bendición, el regalo, labuena fortuna, la suerte, de conocer aalguien así, de atravesar el fuego, el agua,la piedra y el cielo juntos y salir, todosnosotros, con la fortaleza suficiente parasaber cuándo resistir y cuándo abandonarla lucha.

Ya he empezado a sentir quealgunas cosas se me escurren entre losdedos como la tierra y el agua, como

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reliquias y poemas, como todo a lo quequeremos aferrarnos y no podemos.

Pero lo hemos conseguido. Pase loque pase ahora, hemos ayudado aencontrar una cura y a celebrar unavotación.

El río alterna el color azul con elverde según refleje la hierba o el cielo, yveo una fugaz forma roja surcándolo.

Ky se inclina para besarme y yocierro los ojos para saborear la espera y eldeseo antes de que nuestros labios seencuentren.

Hay flujo y reflujo. Partidas yllegadas. Vuelos y caídas.

Canciones y silencios.

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Manos tendidas y manosestrechadas.