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TEXTOS DE POESÍA ÉPICA OVIDIO LAS METAMORFOSIS 1. ORFEO ... Se presentó ante Perséfone y ante el soberano, que gobierna el repulsivo reino de las sombras, y pulsando las cuerdas en acompañamiento a su canto dijo así: "Oh divinidades del. mundo situado bajo tierra, el motivo de mi viaje es mi esposa, en la que una víbora, al ser pisada, introdujo su veneno, y le arrebató sus años en crecimiento. Yo quise ser capaz de soportarlo, y no negaré que lo he intentado; el Amor ha vencido. Es un dios bien conocido en las regiones de arriba; yo no sé si también lo es aquí, pero sospecho que sí lo es también, y si la fama del antiguo rapto no ha mentido, también a vosotros os unió el Amor. ... (Libro X, 15 y ss.) Y ni la regia consorte ni el que gobierna los abismos fueron capaces de decir que no al suplicante, y llaman a Eurídice ... Orfeo la recibió, al mismo tiempo que la condición de no volver atrás los ojos hasta que hubiera salido de los valles de Averno; en otro caso quedaría anulada la gracia. Emprenden la marcha a través de parajes de silenciosa quietud y siguiendo una senda empinada, abrupta, oscura, preñada de ne- gras tinieblas, y llegaron cerca del límite de la tierra de arriba. Allí, por temor a que ella desfalleciese, y ansioso de verla, volvió el enamorado los ojos, y en el acto ella cayó de nuevo al abismo. ... y diciéndole un último adiós, que apenas pudieron percibir los oídos de Orfeo, descendió de nuevo al lugar de donde partiera. (Libro X, 45 y ss.) 2. DAFNE

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TEXTOS DE POESÍA ÉPICA OVIDIO LAS METAMORFOSIS 1. ORFEO

... Se presentó ante Perséfone y ante el soberano, que gobierna el repulsivo reino de las sombras, y pulsando las cuerdas en acompañamiento a su canto dijo así: "Oh divinidades del. mundo situado bajo tierra, el motivo de mi viaje es mi esposa, en la que una víbora, al ser pisada, introdujo su veneno, y le arrebató sus años en crecimiento. Yo quise ser capaz de soportarlo, y no negaré que lo he intentado; el Amor ha vencido. Es un dios bien conocido en las regiones de arriba; yo no sé si también lo es aquí, pero sospecho que sí lo es también, y si la fama del antiguo rapto no ha mentido, también a vosotros os unió el Amor. ...

(Libro X, 15 y ss.)

Y ni la regia consorte ni el que gobierna los abismos fueron capaces de decir que no al suplicante, y llaman a Eurídice ... Orfeo la recibió, al mismo tiempo que la condición de no volver atrás los ojos hasta que hubiera salido de los valles de Averno; en otro caso quedaría anulada la gracia. Emprenden la marcha a través de parajes de silenciosa quietud y siguiendo una senda empinada, abrupta, oscura, preñada de ne- gras tinieblas, y llegaron cerca del límite de la tierra de arriba. Allí, por temor a que ella desfalleciese, y ansioso de verla, volvió el enamorado los ojos, y en el acto ella cayó de nuevo al abismo. ... y diciéndole un último adiós, que apenas pudieron percibir los oídos de Orfeo, descendió de nuevo al lugar de donde partiera.

(Libro X, 45 y ss.) 2. DAFNE

.. así corren veloces el dios y la muchacha, él por la esperanza, ella por el temor. Sin embargo el perseguidor, ayudado por las alas del amor, es más rápido, se niega el descanso, acosa la espalda de la fugitiva y echa su aliento sobre los cabellos de ella que le ondean sobre el cuello. Agotadas sus fuerzas, palideció; vencida por la fatiga de tan acelerada huída, mira a las aguas del Peneo y dice: "Socórreme, padre; si los ríos tenéis un poder divino, destruye, cambiándola, esta figura por la que he gustado en demasía" . Apenas acabó su plegarla cuando un pesado entorpecimiento se apodera de sus miembros; sus suaves formas van siendo envueltas por una delgada corteza, sus cabellos crecen transformándose en hojas, en ramas sus brazos; sus pies un momento antes tan veloces quedan inmovilizados en raíces fijas; una arbórea copa posee el lugar de su cabeza; su esplendente belleza es lo único que de ella queda.

(Libro I, 539 y ss.)

3. NARCISO

Fueron muchos los jóvenes y muchas las muchachas que lo desearon; pero -tan dura soberbia había en aquella tierna belleza - no hubo jóvenes, no hubo muchachas que tocaran su corazón. Perseguía él un día hacia las redes a los espantados ciervos, cuando lo vio la ninfa de la voz, la que no ha aprendido ni a callar cuando se le habla ni a hablar ella la primera, Eco, la resonadora. Un cuerpo era todavía Eco, y no sólo una voz; pero, charlatana ya entonces, no tenía para el uso de su boca otras facultades que las que ahora tiene, las de poder repetir, de entre muchas palabras, sólo las últimas.

(Libro III, 353 y ss.)

Alguna esperanza me ofreces con tu semblante amistoso, y cuando yo te tiendo los brazos

también tú me los tiendes; cuando te sonrío me devuelves la sonrisa. Muchas veces he observado lágrimas en ti al derramarlas yo; con tus señas de cabeza respondes también a las mías; y, por lo que puedo colegir del movimiento de tu hermosa boca, me contestas con palabras que no llegan a mis oídos. ¡Ese soy yo¡ Ya me he dado cuenta y ya no me engaña mi imagen; ardo en amor de mí mismo, a la vez provoco y sufro las llamas

(Libro III, 452 y ss.)

Y ni tiene ya aquel color en que a lo sonrosado se unía la blancura, ni su vigor, sus fuerzas y lo que poco antes le gustaba ver, ni subsiste el cuerpo que en otro tiempo había amado Eco. Cuando ésta lo vio, sin embargo, y aunque irritada y rencorosa, lo sintió, y cuantas veces el desdichado muchacho decía ¡ay¡, ella repetía ¡ay! con sus voces resonadoras... Sus últimas palabras al contemplarse en las aguas habituales fueron éstas: -“¡Ay, muchacho a quien en vano he querido!” y otras tantas respondió el paraje; y al decir adiós, "¡adiós!" dijo también Eco. El dejó caer en la verde hierba la cabeza fatigada; la muerte cerró aquellos ojos que admiraban la belleza de su dueño. Aun entonces, recibido ya en la mansión infernal, seguía mirándose en las aguas de la Estige..

(Libro III, 498 y ss.)

4. PÍRAMO Y TISBE

Al nombre de Tisbe levantó Píramo los ojos, sobre los que gravitaba ya la muerte, y después de verla a ella los volvió a cerrar. Cuando ella reconoció su prenda, y vio el marfil desprovisto de su espada, exclamó: "¡Tu propia mano te ha dado muerte y tu propio amor, infortunado! Para esto sólo tengo yo también una mano fuerte, y tengo también amor que me dará fuerzas para herirme. Iré tras de ti que ya has perecido, y de tu

muerte se dirá que he sido yo trágica causa y compañera; y tú, a quien sólo la muerte ¡ay! podía arrancarme, ni aun la muerte podrá arrancarte de mí.

(Libro IV, 145 y ss.)

... Y tú, árbol que con tus ramas das sombra ahora al pobre cuerpo de uno sólo, pero pronto la darás a los de los dos, conserva las señales de nuestra ruina, y ten siempre frutos negros y propios para el luto, en memoria de nuestra doble sangre". Dijo, y colocando la punta de la espada bien por debajo de su pecho, se dejó caer sobre el hierro que aun estaba tibio de la otra sangre

(Libro IV, 157 y ss.) 5. PROSÉRPINA

Mientras en aquella espesura está entretenida Prosérpina y coge violetas y blancos lirios, y mientras con juvenil ardor llena cestas y regazo, y se esfuerza en superar en la tarea a las compañeras de su edad, casi al mismo tiempo fue vista, amada y raptada por Dis; hasta ese extremo es impaciente el amor. Aterrorizada la diosa y con desmayado semblante grita llamando a su madre y a sus acompañantes, pero más veces a su madre, y habiéndose desgarrado el vestido desde el borde superior, los manojos de flores se le cayeron al quedar suelta la túnica; y, tan extraordinaria era la sencillez de sus pocos años, incluso esta pérdida causó dolor a la doncella.

(Libro V, 391 y ss.)

Entretanto la hija es inútilmente objeto de las búsquedas de su angustiada madre por todos los rincones de la tierra y por todos los mares ... y mientras todo lo recorre, en sus andanzas llegó también junto a Cíane ... mostrándole en la superficie de las aguas el cinturón de Perséfone, bien conocido de su madre y que por casualidad se le había caldo en aquel paraje en medio del sagrado abismo ... por fin se enteraba de que su

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hija había sido raptada... Aún no sabe dónde está ... Entonces Aretusa ... dijo ... “ mientras me deslizaba bajo tierra por el abismo de la Estige, vi allí con mis ojos a tu Prosérpina. Estaba ella triste, si, y con el rostro aún no libre de terror, pero reina es en todo caso, y la más grande del mundo oscuro, y la consorte augusta del soberano de abajo"

(Libro V, 439 y ss.)

“He venido a suplicarte, Júpiter, en favor de mi propia sangre y también de la tuya. Si no hay atención para la madre, que al menos una hija conmueva a su padre...” Júpiter repuso... “si es tan grande tu anhelo de lograr la separación, volverá Prosérpina al cielo, mas con una estricta condición, la de no tocar allí con la boca alimento alguno, pues así está prevenido por la ley de las Parcas.” No lo permiten así los hados porque la doncella había roto el ayuno, y mientras en su ingenuidad andaba errante por un huerto de frutales, había cogido de un árbol que se inclinaba por el peso una granada, y arrancando de la amarilleante corteza siete granos, los había exprimido en su boca; ... Por su parte Júpiter, mediando entre su hermano y su afligida hermana, divide el año en dos mitades; y en la actualidad, la diosa, ... pasa con su madre un número de meses igual al que pasa con su esposo.

(Libro V, 514 y ss.) 6. EUROPA

Abandonando la gravedad de su cetro, el ilustre padre y soberano de los dioses, cuya diestra está armada de los fuegos de tres puntas, que con una cabezada sacude el mundo, se viste la apariencia de un toro, muge mezclado a los novillos y va de un lado para otro, espléndido, por la blanda hierba. Y en efecto, su color es el de la nieve que ni han pisado las plantas de un duro pie ni ha

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fundido el lluvioso Austro. En su cuello sobresalen los músculos sobre los brazos le cae la papada,- sus cuernos son pequeños, sí pero se podría asegurar que son obra de artesanía y son más luminosos que una perla sin tacha. No hay en su testuz amenaza alguna ni inspira terror su mirada. Su semblante es de paz. Se maravilla la hija de Agénor de que sea tan hermoso, de que no amenace con ataque alguno; pero, con todo lo manso que era, al principio no se atreve a tocarlo.

(Libro II, 845 y ss.)

Después se acerca y le ofrece flores en la blanca boca.... Tan pronto retoza y salta en la verde hierba, como apoya el costado de nieve en la rojiza arena; y habiéndole quitado el miedo poco a poco, ya le ofrece el pecho para que le dé golpecitos su mano de virgen, ya los cuernos para que en ellos le entrelace guirnaldas de frescas flores. Se atrevió también la regia doncella, sin saber a quién montaba, a sentarse en la espalda del toro, y a partir de entonces el dios se va alejando insensiblemente de la tierra y de la parte seca de la playa, poniendo primero en el borde del agua las falsas plantas de sus patas y progresando después hasta llevarse su botín a través de las líquidas llanuras del mar abierto. Ella está asustada, mira atrás a la playa que ha dejado al ser raptada, y con la mano derecha se agarra a los cuernos mientras apoya la otra en el lomo; sus ropas trémulas ondulan al soplo de la brisa..

(Libro V, 561 y ss.)

7. ARACNE

Aracne, sin embargo se había ganado con su esfuerzo un nombre célebre en las ciudades lidias ... Y no sólo los vestidos ya hechos, sino que también era agradable ver cómo los hacía (tanta elegancia tenía su trabajo); ... bien se veía que Palas la había enseñado. Y sin embargo ella lo niega y, disgustándole maestra tan excelsa, dice: “ Que compita conmigo. Si me vence no me

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opondré a nada.” Palas toma la figura de una vieja, ... “ Aspira tú a una gloria que entre los mortales sea la máxima en el trabajo de la lana; pero declárate inferior a la diosa y con palabras suplicantes pide perdón, temeraria, por tus pretensiones. Si tú se lo pides, ella te otorgara su perdón” Arace la mira ferozmente, abandona las hebras empezadas, y conteniendo apenas las manos y manifestando en su semblante su cólera, contesta a la enmascarada Palas con estas frases: “ Privada de inteligencia vienes y agotada por larga vejez... ¿Por qué no viene ella en persona? ¿Por qué rehusa esta competición?” Entonces dijo la diossa:”Ya ha venido”

(Libro VI, 11 y ss.) No podía Palas, no podría la Envidia poner reparos a aquella obra; ... Y golpeó tres o cuatro veces a en la frente a la Idmonia Aracne. No lo resistió la infeliz y tuvo el coraje de atarse la garganta con un lazo. Colgaba ya cuando Palas, compadecida, la sostuvo, y le dijo así: “ Vive, sí, pero cuelga, malvada, y que el mismo tipo de penalidad, para que no estés libre de angustia por el futuro, esté sentenciado para tu linaje incluso hasta tus remotos descendientes.” Tras estas palabras se apartó y la regó con los jugos de una hierba de Hécate, e inmediatamente sus cabellos tocados por la droga siniestra, se consumieron, y al mismo tiempo la nariz y los ojos; la cabeza se le torna diminuta, y también es pequeña Aracne en el conjunto de su cuerpo; en el costado tiene incrustados, en lugar de piernas, unos dedos finísimos; lo demás lo ocupa el vientre, del que, a pesar de todo, hace ella brotar el hilo, y como araña trabaja sus antiguas telas.

(Libro VI, 129 y ss.)

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TEXTOS DE POESÍA ÉPICA

VIRGILIO ENEIDA Traducción de Javier Echave-Sustaeta LA CAÍDA DE TROYA ENEAS COMIENZA EL RELATO DE LA CAÍDA DE TROYA Todos enmudecieron y atentos mantenían el rostro fijo en él. Entonces desde su alto diván el padre Eneas comenzó a hablar así: "Imposible expresar con palabras, reina, la dolorosa historia que me mandas reavivar: cómo hundieron los dánaos la opulencia de Troya y aquel reino desdichado, la mayor desventura que llegué‚ a contemplar y en que tomé yo mismo parte considerable. ¿Qué mirmidón o dólope o soldado de Ulises, el del alma de piedra, contando tales cosas lograría poner freno a sus lágrimas? Además ya va la húmeda noche bajando con presura desde el cielo y las estrellas que se van poniendo nos invitan al sueño. Pero si tantas ansias sientes por conocer nuestras desgracias y escuchar en contadas palabras la agonía de Troya, por más que recordarlo me horroriza y rehuye su duelo, empezaré:

(Libro II, 1-13) CONSTRUCCIÓN DEL CABALLO Los jefes de los dánaos, quebrantados al cabo por la guerra, patente la repulsa de los hados - son ya tantos los años transcurridos -, construyen con el arte divino de Palas un caballo del tamaño de un monte y entrelazan de planchas de abeto su costado. Fingen que es una ofrenda votiva por su vuelta. Y se va difundiendo ese rumor. A escondidas encierran en sus flancos tenebrosos la flor de sus intrépidos guerreros y llenan hasta el fondo las enormes cavernas de su vientre de soldados armados. A la vista de Troya está la isla de Ténedos, sobrado conocida por la fama. Abundaba en riquezas mientras estuvo en pie el reino de Príamo,

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hoy sólo una ensenada, fondeadero traidor para las naves. Hasta allí se adelantan los dánaos y se ocultan en la playa desierta.

(Libro II, 13-25) CONSEJO DE LAOCONTE Entonces Laoconte, adelantado a todos -va seguido de un espeso tropel-, baja corriendo airado de lo alto del alcázar y de lejos: "¿Qué enorme insensatez, desventurados ciudadanos? ¿Pensáis que se ha alejado el enemigo? ¿O suponéis que hay dádiva alguna de los dánaos que carezca de insidia? ¿Esa es la idea que tenéis de Ulises? 0 en ese leño ocultos encubren los aqueos su celada, o es ingenio de guerra fabricado contra nuestras murallas para tender la vista a nuestras casas y lanzarse de lo alto a la ciudad, o cela alguna treta. No os fiéis, troyanos, del caballo. Sea ello lo que fuere, temo en sus mismos dones a los dánaos". Dijo y girando su imponente lanza con poderoso impulso la disparó al costado y al armazón combado del caballo. Quedó hincada temblando y sacudido por el golpe el vientre, resonaron rompiendo en un gemido sus huecas cavidades. Y a no haberlo estorbado el designio divino, a no estar obcecada nuestra mente, ya nos había instado Laoconte a destrozar a punta de hierro los argivos escondrijos y Troya aún estaría en pie y tú te mantendrías todavía, alto alcázar de Príamo.

(Libro II, 40-57) ENEAS BUSCA A SU ESPOSA CREÚSA EN LA TROYA INCENDIADA Me vuelvo a la ciudad y me ciño mis armas centelleantes. Tomo la decisión de volver a correr todos los riesgos, a andarme toda Troya y exponerme otra vez a los peligros. Comienzo por volver a la muralla, a la sombría entrada de la puerta, allá por donde había hallado paso, y sigo atento hacia atrás mis pisadas, entre la oscuridad que escudriñan mis ojos bien abiertos. Por todas partes el terror me angustia. Hasta el mismo silencio me amedrenta. Desde allí¡ me encamino hacia mi casa por si ella por fortuna hubiera dirigido allí sus pasos.

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La habían invadido los griegos y llenaban su espacio por completo. De pronto el fuego asolador trepa a favor del viento hasta la altura misma del tejado. Lo remontan las llamas. Yerguen su hirviente furia hacia los cielos. Sigo adelante. Veo el palacio de Príamo y el alcázar de nuevo. En los desiertos pórticos del santuario de Juno estaba Fénix en compañía del funesto Ulises elegidos por guardas vigilando el botín. Allí de todas partes se apilaba el tesoro de Troya robado de los templos incendiados. Las mesas de los dioses, jarros de oro macizo, vestiduras sagradas. En derredor están niños y madres temblando de pavor en largo corro. No, no dudé en dar voces por las sombras y con mis gritos atesté las calles. Desolado repetía "Creúsa", y volvía y volvía a llamarla sin cesar. Mientras iba buscándola y por entre las casas de la ciudad corría sin parar enloquecido, se apareció a mis ojos la imagen de Creúsa. Era su misma sombra dolorida, en figura mayor de la que ella tenía Quedé aterrado. Se me erizó el cabello, se me pegó la voz a la garganta. Entonces me habló así y con estas palabras alivió mi ansiedad: "¿De qué te sirve abandonarte así, mi dulce esposo, a ese loco dolor? No acontece esto sin voluntad expresa de los dioses. No te es dado llevarte a Creúsa contigo de aquí. No lo permite el poderoso dueño del Olimpo celeste. Largo exilio te espera. Un dilatado espacio de mar has de surcar. Arribarás a Hesperia en donde el lidio Tíber entre fértiles tierras de labriegos va fluyendo en la paz de su corriente. Allí te aguardan días de ventura, un reino y una regia consorte dispuestos para ti. Deshecha ya tus lágrimas por tu amada Creúsa. No seré yo quien vea las altivas mansiones de mirmidones o dólopes, Ni tendré que servir como esclava a matrona alguna griega, Yo, troyana y esposa del que es hijo de la divina Venus. Aquí en esta ribera me detiene la poderosa madre de los dioses. ¡Ahora adiós! Guarda en tu alma el cariño al hijo tuyo y mío!. Cuando así había hablado y yo lloraba y quería decirle muchas cosas, me dejó y alejándose fue a perderse entre las tenues auras. Tres veces allí mismo quise tender mis brazos en torno de su cuello y asida en vano tres veces se me fue la imagen de las manos como soplo de brisa, en todo parecido a sueño alado.

(Libro II, 749-794)

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ENCUENTRO DE DIDO Y ENEAS Dido unas veces lleva consigo a Eneas por el centro de la ciudad. Le muestra la riqueza sidonia y la urbe ya dispuesta. Empieza a hablarle y se le cortan las palabras. Ya al caer de la tarde le invita a otro banquete como aquél y pide una vez más en su delirio oir los infortunios de Ilión. Y mientras habla, está pendiente de nuevo, embebecida, de su boca. Después al separarse, cuando va reduciendo en su giro la luna su luz palidecida y ya invitan al sueño las estrellas que van cayendo, sola en la mansión vacía se entristece y de pechos se echa sobre el diván que él ha dejado. Ausente de él está escuchando y está viendo al ausente. 0 retiene en su regazo a Ascanio prendada su alma del parecido con su padre por si logra engañar así un amor imposible de expresar con palabras.

(Libro IV, 74-85) JUNO PROPICIA LA UNIÓN AMOROSA ENTRE DIDO Y ENEAS Proyectan salir juntos de caza al bosque Eneas y la desventurada Dido mañana mismo, cuando despunte el sol y desvele la tierra con sus rayos. En tanto corretean los monteros y acordonan los sotos con sus redes, yo arrojaré sobre ellos un negro turbión de aguas cargado de granizo y haré que el cielo entero retumbe al estampido de los truenos. Huirá la comitiva envuelta en sombras de noche. Juntos Dido y el caudillo troyano irán a refugiarse en una misma cueva. Estaré yo presente y si puedo contar con tu aquiescencia, uniéndolos allí con lazo estable se la daré al troyano por esposa. Será éste el himeneo".

(Libro IV, 117-126)

Sale al cabo la reina rodeada de una amplia comitiva. Viste un manto sidonio con cenefa recamada. La aljaba es de oro,

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de oro las cintas con que anuda sus cabellos y de oro el prendedor que recoge en el cuello la túnica de púrpura. Se adelanta también la comitiva frigia y Julo alborozado. Y avanza a acompañarla el mismo Eneas que a todos aventaja en gallardía.

(Libro IV, 136-142)

El niño Ascanio disfruta en la hondonada incitando al galope a su fogoso potro; ya logra adelantar a unos en la carrera, ya aventaja a los otros. Pide ansioso que irrumpa entre la tímida manada un espumeante jabalí o que un fulvo león baje de la montaña. En tanto empieza el cielo a estremecerse en confuso zumbido fragoroso. Le sigue un turbión de agua mezclado de granizo. La comitiva tiria y los mozos troyanos y el dardanio nieto de Venus, todos desbandados van huyendo a través de los campos en busca cada cual de amparo a su terror. Los torrentes irrumpen desatados de los montes. En una misma cueva buscan refugio Dido y el caudillo troyano. Dan la señal la Tierra, la primera, y Juno, valedora de las nupcias. Brillaron luminarias en el cielo, testigo de la unión: Ulularon las ninfas en las cumbres de los montes. Fue aquél el primer día de muerte, fue la causa de los males. Dido ya no se cuida de apariencias ni atiende a su buen nombre, ni se imagina el suyo amor furtivo. Lo llama matrimonio.

(Libro IV, 155-170)

SÚPLICAS DE DIDO ANTE LA INMINENTE MARCHA DE ENEAS Por ti me odian los pueblos de Libia y los jefes númidas y los tirios me son hostiles, por ti he perdido el honor, mi fama de antes, aquella que me alzaba a las estrellas. ¿En qué manos me dejas en trance ya de muerte, huésped mío, sólo este nombre ya me queda de mi esposo? ¿A qué aguardo? ¿A que venga mi hermano Pigmalión a arrumbar mi ciudad o a que el getulo Jarbas se me lleve cautiva?

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Si antes que me abandones a lo menos me hubiera nacido un hijo tuyo, si viera en mis salones retozar un Eneas pequeñuelo, que a pesar de todo reflejase en su rostro los rasgos de tu rostro, no, no me sentiría burlada, abandonada por entero". Le habla así. Él siguiendo el consejo de Júpiter mantiene inmóviles los ojos y acalla a duras penas su dolor en lo hondo de su pecho.

(Libro IV, 320-332) ENEAS CUMPLE LA VOLUNTAD DE LOS DIOSES Al cabo, le da breve respuesta: "Nunca negaré, reina, que mereces mi gratitud por todos los favores, cuya lista podrías tú misma enumerarme, y no me pesará acordarme de Elisa mientras pueda acordarme de mí, mientras aliente un soplo de vida en este cuerpo. De mi conducta poco voy a decir. Ni he pretendido, no te lo imagines, ocultarte mi huida con amaños, ni te he ofrecido las antorchas de boda ni he llegado a tal pacto contigo. Si los hados me dejaran amoldar a mi gusto mi vida y resolver mis desdichas conforme a mis deseos, mi primer cuidado hubiera sido la ciudad de Troya y los queridos restos de los míos, y quedaría en pie el soberbio palacio del rey Príamo y hubiera alzado con mi mano una nueva Pérgamo a los vencidos. Pero ahora Apolo me manda ir a la gran Italia, a Italia me mandan los oráculos de Licia. En ella centro mi amor; mi patria es ella. Si tú que eres fenicia estás prendada de las torres de Cartago y te encanta la vista de una ciudad de Libia, ¿a qué estorbar que acampen los teucros en la tierra de Ausonia? También nosotros tenemos el derecho a buscarnos un reino en país forastero. A mí siempre que cubre la noche con el húmedo velo de sus sombras la tierra, cuando afloran su lumbre las estrellas, entre sueños el espíritu acongojado de mi padre Anquises me amonesta y me deja aterrado. Y se me representa mi hijo Ascanio y el daño que le causo al objeto de mi amor privándole del reino de Hesperia y las campiñas que le están predestinadas. Además, ahora mismo el mensajero de los dioses que acaba de mandarme el mismo Júpiter, lo juro por tu vida y por la mía, ha bajado a transmitirme su orden a través de las auras volanderas. Yo mismo he visto al dios a plena luz del día entrar por las paredes y he aspirado con mis mismos oídos sus palabras. Deja de consumirte y consumirme con tus quejas. No voy a Italia por propia voluntad.

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(Libro IV, 333-361)

ENFURECIMIENTO Y DESMAYO DE DIDO ANTE LA RESPUESTA DE ENEAS "¡Traidor, tú no has tenido por madre diosa alguna, ni provienes de la estirpe de Dárdano! Te ha engendrado el horrendo Cáucaso entre los filos de sus riscos. Tigres hircanas te han criado a sus ubres. Pero ¿a qué disimulo? ¿O qué ofensa mayor espero todavía? ¿Ha tenido un gemido siquiera ante mi llanto? ¿Ha vuelto a mí los ojos? ¿Acaso se ha ablandado y ha vertido una lágrima o se ha compadecido de quien le ama? ¿Qué maldad ponderaré primero? Ya ni la excelsa Juno ni el hijo de Saturno contemplan esto ecuánimes. No hay lugar donde la lealtad esté a seguro. Arrojado a la playa desprovisto de todo lo he acogido. Con él he compartido mi trono. He salvado su flota perdida, he arrancado sus hombres a la muerte. Las Furias ¡ay! me abrasan, me arrebatan. Ahora el augur Apolo, ahora son los oráculos de Licia, es ahora el mensajero de los dioses mandado por el mismo Júpiter quien le trae por los aires la horrible orden. Es ésa, por lo visto, la tarea de los dioses de lo alto, ese cuidado turba su sosiego. No te retengo más ni rebato tus palabras. Vete, sigue a favor del viento a Italia. Ve en busca de tu reino por las olas. Espero, por supuesto, si tiene algún poder la justicia divina, que hallarás tu castigo, ahogado entre las rocas. Y que invoques entonces el nombre de Dido muchas veces. Aunque ausente, he de seguirte con las llamas de las negras antorchas. Y cuando arranque el alma de mis miembros el hielo de la muerte, mi sombra en todas partes ha de estar a tu lado, pagarás tu crimen, malvado. Lo sabré, me llegará la nueva, allá a lo hondo del reino de las sombras". Corta aquí bruscamente. Huye angustiada de la luz. Se va y se hurta a su vista y le deja medroso y vacilante a punto de decirle muchas cosas. Recogen las sirvientas su cuerpo desmayado, la llevan a su tálamo de mármol y la acuestan en el lecho.

(Libro IV, 364-392) SOMETIMIENTO DE ENEAS A LA VOLUNTAD DIVINA

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Pero Eneas, sumiso a la divinidad, aunque ansía consolarla y aliviar su dolor y hablándole ahuyentar sus sufrimientos, cumple la orden divina entre gemidos con el alma rendida a su hondo amor, y se vuelve hacia las naves.

(Libro IV, 392-395)

DIDO DECIDE MORIR La infortunada Dido, aterrada ante su hado, entonces sí que pide morir. Ya mira con hastío la bóveda del cielo y se afirma aún más en su propósito de abandonar la luz, cuando mientras impone en los altares humeantes de incienso sus ofrendas, ve -horroriza decirlo- cómo el agua sagrada se ennegrece y el vino derramado se torna sangre impura. A nadie le da cuenta de lo visto, ni siquiera a su hermana. Aún más. Tenía en su palacio un templete de mármol dedicado a su primer esposo, todo orlado de níveos vellones y festivo follaje. De allí dentro oía salir voces -así le parecía-, llamadas de su esposo cuando la oscura noche cubría ya la tierra, y las quejas incesantes del búho solitario que emitía en su alero su canto funeral diluyendo sus notas en un largo lamento.

(Libro IV, 450-463)

MUERTE DE DIDO Cuando vencida del dolor las Furias le enloquecen el alma y decide morir, fija en su mente el momento y el modo; va hacia su desolada hermana.

(Libro IV, 474-476)

Tú, dentro de palacio, al aire libre, alza una pira en secreto y encima pon las armas que dejó ese despiadado

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colgadas sobre el muro de mi cámara y pon todas sus prendas y ese lecho nupcial que me ha perdido. Es mi gusto acabar con todos los recuerdos de ese hombre abominable.

(Libro IV, 494-499)

Prepara, pues, lo que le manda Dido. Ésta cuando ya se alza al aire libre en medio de palacio la ingente pira de haces de pino y de leños de encina, engalana el recinto de guirnaldas y la corona de follaje fúnebre. Sobre el lecho coloca las prendas del vestido, la espada que se dejó olvidada y la imagen del ingrato, bien segura del fin que se propone.

(Libro IV, 502-508)

En tanto, Dido temblando, arrebatada por su horrendo designio, revirando los ojos inyectados en sangre, jaspeadas las trémulas mejillas, pálida por la muerte ya inminente, irrumpe por la puerta en el patio del palacio y sube enloquecida a lo alto de la pira y desenvaina la espada del troyano, prenda que no pidió con ese fin.

(Libro IV, 642-646)

Y hundiendo rostro y labios en su lecho: "Moriré‚ sin venganza, pero muero. Así, aún me agrada descender a las sombras. ¡Que los ojos del dárdano cruel desde alta mar se embeban de estas llamas y se lleve en el alma el presagio de mi muerte!" Fueron sus últimas palabras. Hablaba todavía cuando la ven volcarse sobre el hierro sus doncellas y ven la espada espumando sangre que se le esparce por las manos.

(Libro IV, 658-664) CARONTE Moran allí otras muchas variadas trazas de monstruosas fieras. Acampan a sus puertas los Centauros, las Escilas biformes, Briáreo, el gigante de cien brazos, la hidra de Lerna, de silbidos horribles, la Quimera, arbolada de llamas, las Gorgonas, las Harpías,

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y la traza de sombra con tres cuerpos, Briáreo. En esto Eneas, invadido de súbito terror, echa mano a la espada y hace frente con su punta desnuda a los que a él vienen. Y si no le advirtiera la Sibila bien sabedora de ello, que eran sutiles almas sin cuerpo las que veía volar bajo apariencia de vacíos fantasmas, contra ellas se lanzara y acuchillara en vano las sombras con su espada. De allí parte el camino que lleva al Aqueronte, vasta ciénaga hirviente que en turbio remolino va eructando oleadas de arena en el Cocito. Guarda el paso y las aguas de este río un horrendo barquero, Caronte; espanta su escamosa mugre. Tiende por su mentón cana madeja su abundante barba. Inmóviles las llamas de sus ojos. Cuelga sórdida capa de sus hombros prendida con un nudo. Él solo con su pértiga va impulsando la barca y maneja las velas y transporta a los muertos en su sombrío esquife. Es ya anciano, pero luce la lozana y verdecida ancianidad de un dios. A su barca agolpábase la turba allí esparcida por la orilla: madres, esposos, héroes magnánimos cumplida ya su vida, y niños y doncellas y mozos tendidos en la pira ante los mismos ojos de sus padres; tantos como las hojas que en el bosque a los primeros fríos otoñales se desprenden y caen o las bandadas de aves en vuelo sobre el mar que se apiñan en tierra cuando el helado invierno las ahuyenta a través del océano en busca de países soleados. En pie pedían todas ser las primeras en pasar el río y tendían las manos en ansia viva de la orilla opuesta. Pero el hosco barquero va acogiendo en su barca ahora a éstos, ahora a aquellos y rechaza a los demás y los mantiene lejos de la orilla. Eneas asombrado, turbada su alma por aquel tumulto: "Dime, virgen -pregunta-, ¿qué‚ significa esa afluencia al río? ¿Qué quieren esas almas? Y ¿por qué razón se retira a las unas de la orilla mientras pasan las otras con los remos que barren la lívida corriente?" Le responde con brevedad la anciana profetisa: "¡Hijo de Anquises, verdadero descendiente

[de dioses, ves los hondos remansos del Cocito y la laguna Estigia, cuyo alto poder temen los dioses invocar con falso juramento. Todos esos que tienes a la vista son turba desvalida a la que se ha negado sepultura. El barquero es Caronte, los que va llevando por las ondas han sido sepultados. No le es dado pasarlos de esta ribera horrenda ni atravesar las olas

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de su ronca corriente sin que encuentren primero sus huesos el descanso del [sepulcro.

(Libro VI, 285-328)

DESCRIPCIÓN DE CÉRBERO El enorme Cérbero ensordece este reino con el ladrido de sus tres gargantas, descomunal, tendido en su cubil frente a la entrada. La Sibila, advirtiendo que se erizan las sierpes de su cuello, le arroja una torta amasada con miel y adormideras. Él con hambre voraz abriendo sus tres fauces la arrebata, estira su monstruoso lomo y se tiende en tierra y llena corpulento todo el antro.

(Libro VI, 417-422)

ENCUENTRO DE DIDO Y ENEAS EN LOS INFIERNOS Sumido en sueño su guardián, gana Eneas la entrada y se aleja veloz de la orilla y las ondas de las que nadie vuelve... No lejos aparecen extendidos en todas direcciones los campos de las lágrimas... Entre ellas iba la fenicia Dido vagando por un bosque espacioso con su herida abierta todavía. Así que el héroe troyano estuvo cerca de ella y conoció su sombra velada entre las sombras, lo mismo que se ve o parece verse la luna nueva alzarse entre las nubes, dejó correr las lágrimas y su amor le habló así con dulce acento: "¡Infortunada Dido, con que era cierta la noticia que me había llegado de tu muerte, que te habías quitado la vida con la espada! ¿He sido yo, ¡ay!, la causa de esa muerte? Por los astros te lo juro, por los dioses de lo alto, por lo que hay de sagrado -si algo existe- en lo hondo de la tierra, contra mi voluntad, reina, dejé tus playas. El mandato divino que me obliga a caminar ahora por estas sombras, por entre un abrojal hediondo en el abismo de la noche, me forzó a someterme a su imperio. Mas no pude pensar que iba a causarte tan profundo dolor con mi partida. Detén el paso. No esquives mi mirada. ¿De quién huyes? Es la vez última que me concede el hado hablar contigo". Así trataba Eneas de apaciguar la cólera de su alma y su torva mirada.

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Ella le vuelve el rostro y mantiene los ojos clavados en el suelo y no le mueve mas toda su plática que a un duro pedernal o al mismo mármol de marpesia roca. Se aparta brusca al fin y se va huyendo hostil de su presencia y se acoge a la umbría en que Siqueo, su esposo de otro tiempo, comparte su ternura y con el mismo amor le corresponde. Eneas, no menos apenado de su duro infortunio, la sigue largo trecho con la vista, bañada en llanto y en piedad el alma. Después a duras penas continúa el camino asignado.

(Libro VI, 423-424; 439; 449-477)

EL TÁRTARO Y ALGUNOS DE LOS CONDENADOS EN ÉL Mira Eneas de pronto hacia atrás y ve al pie de una roca, a mano izquierda, un enorme recinto envuelto en triple muro. Lo ciñe en borbollones de llamas el Flegetonte del Tártaro, cuya rauda corriente va rodando peñascos resonantes. En frente hay una puerta gigantesca con columnas de sólido adamante, tales que ni los hombres ni los mismos habitantes celestes lograrían descuajar con su embate. Una torre de hierro se alza firme a los aires. Tisífone sentada allí, ceñida de sanguinoso manto guarda la entrada en vela noche y día. Desde allí oyen gemidos y el hórrido restallo de las vergas Y el rechinar de hierros y arrastrar de cadenas. Eneas frena el paso y aterrado va escuchando su estruendo. "¿Oué crímenes son esos?, dime, virgen. ¿Con qué castigos los torturan, qué grito tan horrendo hiere el aire?" La adivina comienza a hablar así: "¡Afamado caudillo de los teucros, le está vedado al puro de corazón poner pie en este umbral del crimen! Pero a mí cuando me confió Hécate la custodia del bosque del Averno me instruyó en los castigos impuestos por los dioses y me guió en persona por todo este recinto. Radamanto de Gnosos es el que ejerce aquí su férreo mando. Ya castiga, ya escucha los delitos, ya fuerza a confesar las culpas que cada uno allá arriba celaba entre vana alegría y relegó expiar hasta el momento demasiado tardío de la muerte. Tisífone al instante, látigo en mano, salta vengadora y azota a los culpables, y azuzando con la izquierda el manojo de sus horrendas sierpes llama en su ayuda a la tropa feroz de sus hermanas. Se descorren entonces

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con hórrido chirrido sobre sus goznes las sagradas puertas. ¿Ves qué traza de monstruo está velando sentado en el zaguán? ¿Qué‚ horrible catadura la del que monta guardia en el umbral? Pues una hidra monstruosa, aún más horrible, mora dentro abiertas sus cincuenta negras fauces. Desde allí abre su sima en lo hondo el mismo Tártaro y penetra en las sombras dos veces el espacio que desde el suelo la vista mide hasta el etéreo Olimpo. Allí los viejos hijos de la Tierra, la raza de Titanes, derrocados de lo alto por el rayo, ruedan en lo más hondo del abismo. Allí vi a los dos hijos de Aloeo, de estatura gigante que osaron con sus manos desgarrar en su asalto el vasto cielo y derribar a Júpiter de lo alto del empíreo. Vi también el castigo cruel de Salmoneo. Por imitar el rayo del padre de los dioses y el trueno del Olimpo sobre un carro de cuatro corceles -agitaba en su mano una antorcha- iba triunfal por los pueblos de Grecia y su ciudad del centro de la Élide reclamando para sí los honores de los dioses. ¡Insensato! Creía remedar la tempestad y el rayo inimitable con el bronce batido por los cascos de sus caballos. Pero el padre omnipotente vibró su dardo entre apiñadas nubes -no antorchas ni relumbres de humeantes tizones-, y de bruces lo hundió con su turbión arrollador. También allí podía verse a Ticio, vástago de la Tierra, madre de todos. Cubre nueve yugadas enteras con su cuerpo. Un monstruoso buitre que mora en lo hondo de su pecho le va royendo con su corvo pico su hígado siempre vivo y las entrañas que crecen sin cesar para el castigo y las horada en busca de alimento sin dar tregua a las fibras que renacen. ¿A qué hablar de los lápitas Ixión y Pirítoo? Pende amenazadora sobre ellos negra roca. Parece que ya va a deslizarse, va a caer. Brillan respaldos de oro en los altos divanes suntuosos y ante los mismos ojos la mesa aderezada con aparato regio. Está echada a su lado la mayor de las Furias y prohíbe alargar las manos a la mesa, o salta antorcha en mano lanzando gritos con su voz de trueno. Allí están los que en vida no dejaron de odiar a sus hermanos; los que alzaron la mano contra su padre; el que prendió en engaños al cliente, o aquellos que empollaron a solas los caudales adquiridos sin dar parte a los suyos -éstos son incontables-;

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los que sufrieron muerte por adúlteros; los alzados en armas a favor de una causa malvada, traicionando la fe jurada a sus señores: todos estos esperan encerrados su castigo. No inquieras cuál ni qué traza de crimen ni qué hado llegó a hundirlos allí. Unos hacen rodar un enorme peñasco, otros penden tendidos y atados a los radios de una rueda. Sentado está Teseo y ha de seguir sentado sin esperanza alguna eternamente. Y Flegias en su inmensa desdicha advierte a todos atestiguando a voces en las sombras: "Escarmentad en mí y aprended a ser justos y a no mofaros de los dioses". Éste vendió por oro a su patria y le impuso el yugo de un tirano; ese otro, sobornado, hizo y deshizo leyes a su antojo; aquél forzó el tálamo de su hija en nefando himeneo. Todos ellos emprendieron algún monstruoso empeño y acabaron realizándolo.

(Libro VI, 548-625)

DESCRIPCIÓN DE LOS CAMPOS ELÍSEOS Gana Eneas la entrada, purifica su cuerpo en agua viva y prende el ramo en el dintel frontero. Hecho este menester, cumplido su deber con Prosérpina, llegan a la región del gozo, a las praderas verdecidas de sotos venturosos, donde tiene la dicha su morada. Un ancho haz de aire puro viste de luz de púrpura estos campos que ven lucir su sol y sus estrellas. Los unos se ejercitan en la herbosa palestra de estos prados, se enfrentan y combaten en la rojiza arena. Otros pulsan la tierra con los pies danzando en coros y entonando cánticos. El sacerdote tracio de larga veste les va dando consonante respuesta en las siete notas de su lira, que tañe con los dedos unas veces y pulsa otras su plectro de marfil.

(Libro VI, 635-647)

LA TRANSMIGRACIÓN DE LAS ALMAS Estaba a la sazón su padre Anquises en el fondo de un valle verdegueante, afanado en pasar revista pensativo a unas almas encerradas allí, que un día subirían a gozar de la luz. Entonces casualmente recontaba todos sus descendientes, los que serían sus amados nietos. Pensaba en su destino, en su fortuna, en sus personas, en sus lances de guerra. Al punto en que vio a Eneas avanzando a su encuentro sobre el césped

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tendió a él enardecido sus dos manos, inundadas en llanto las mejillas, y prorrumpió en un grito: "¡Has venido por fin! Tu amor filial en que tu padre tenía puesta el alma, triunfó de los rigores del camino. Me es dado ver tu rostro, hijo, y oír tu voz que conozco tan bien y hablar [contigo. Sí, mi alma lo esperaba. Me imaginaba que habías de venir y contaba los días. No me engañó mi afán. ¿Qué tierras, qué anchos mares has cruzado antes de que pudiera yo acogerte? ¿Qué riesgos, hijo mío, has arrostrado? ¡Cuánto temí que el poderío de Libia te llegara a dañar!" Pero él: "Tu imagen, padre, tu entristecida imagen, que acudía a mi mente tantas veces me ha impelido a este umbral. Anclada está la flota en aguas del Tirreno. Dame a estrechar tu mano, padre mío, y no esquive tu cuello mis abrazos". Diciendo esto, las lágrimas le iban regando el rostro en larga vena. Tres veces porfió en rodearle el cuello con sus brazos y tres veces la sombra asida en vano se le fue de las manos lo mismo que aura leve, en todo parecida a un sueño alado. En esto, avista Eneas en un valle apartado un bosque solitario, resonante su fronda de susurros, y ve el río Leteo que fluye por delante de aquel lugar de paz. En tomo a su corriente revolaban las almas de tribus y de pueblos incontables, como por las praderas en el claro sosiego del estío las abejas van posando su vuelo en cada flor y se derraman en torno a la blancura de los lirios. Resuena su zumbido por toda la campiña. Eneas a su vista inesperada, ignorando lo que es, pregunta por su causa, qué río es el que tiene allí delante y quiénes son aquellos que llenan apiñados sus riberas. A esto su padre Anquises: "Son las almas a que destina el hado a vivir otra vez en nuevos cuerpos. A orillas del Leteo están bebiendo el agua que libra de cuidados e infunde pleno olvido del pasado. Por cierto que hace tiempo estaba deseando hablarte de ellos, mostrarlos a tu vista y recontar la serie completa de los míos para que todavía te alegres más conmigo de haber llegado a Italia". "Pero, ¿es posible, padre, creer que hay almas que remonten el vuelo desde ahí hasta la altura de la tierra y vuelvan otra vez a la torpe envoltura de los cuerpos? ¿A qué‚ ese loco afán de los desventurados por volver a la luz?" "Te lo voy a aclarar, no te tendré suspenso, hijo" -replica Anquises-. Y le revela todos los secretos por su orden. "Ante todo sustenta cielo y tierra y los líquidos llanos y el luminoso globo de la luna y los titánicos astros

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un espíritu interno y un alma que penetra cada parte y que pone su mole en movimiento y se infunde en su fábrica imponente. En él tienen su origen los hombres y los brutos y las aves y cuantos monstruos cría el mar bajo su lámina de mármol. Conservan estos gérmenes de vida ígneo vigor de su celeste origen en tanto no les traba la impureza del cuerpo ni embota su terrena ligadura, y sus miembros destinados a la muerte. De aquí nace en las almas su temor y ansiedad, sus duelos y sus gozos. Encerradas en las tinieblas de su ciega cárcel, no logran percibir las libres auras. Ni aun el día postrero, cuando la vida ha abandonado el cuerpo, alejan todo el mal de sí los desgraciados ni todas las escorias de la carne. Y es forzoso que muchas por misteriosa traza perduren arraigadas en lo hondo de las almas. Por eso las someten a castigos con que pagan las penas de las culpas pasadas. Unas penden tendidas al soplo inconsistente de los vientos, otras lavan la mancha de su culpa abajo, en el enorme regolfo borboteante, otras se purifican por el fuego. Cada uno de nosotros sufre su expiación entre los muertos. Después se nos envía allá, a través del espacioso Elisio. Pero pocos logramos permanecer en los rientes campos. Sólo el lapso de días y de días, cuando el ciclo del tiempo está cumplido, acaba por borrar la mancha inveterada y vuelve a su pureza del etéreo principio y la centella de impoluta lumbre. A todas esas almas, cuando gira la rueda del tiempo un millar de años, llama un dios en nutrido tropel a orillas del Leteo, por que, perdido todo recuerdo del pasado, tornen a ver la bóveda celeste y comience a aflorar en ellas el deseo de volver a los cuerpos".

(Libro VI, 678-751)

ANQUISES PREDICE LA GLORIA DE SU DESCENDENCIA Y LA DE ROMA Te voy a revelar tu destino. Aquel joven, ¿lo ves? -va apoyado en su lanza sin hierro- que la suerte ha emplazado más cercano a la luz, será el primero en subir a las auras de la altura llevando ya mezclada sangre itálica. Es Silvio, nombre albano, hijo tuyo postrero

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que te dará tu esposa Lavinia, don tardío, avanzada tu edad, y criará en los bosques, rey y padre de reyes. Nuestra raza por él mandará en Alba Longa. El que le sigue de cerca es Procas, gloria de la nación troyana. Y Capis y Númitor, que renovará tu nombre, Silvio Eneas, excelso como tú por la piedad de su alma y por las armas si llegara a ganar un día el trono de Alba... Mira también a aquel, Rómulo, hijo de Marte, que se unirá a su abuelo y seguirá a su lado, a quien Ilia, su madre, dará vida de la sangre de Asáraco. ¿Ves cómo el doble airón se alza en su frente, y cómo le designa desde ahora con su emblema su padre para el mundo de allá arriba?... Ahora vuelve los ojos y contempla a este pueblo, tus romanos. Éste es César, ésta es la numerosa descendencia de Julo destinada a subir a la región que cubre el ancho cielo. Éste es, éste el que vienes oyendo tantas veces que te está prometido, Augusto César, de divino origen, que fundará de nuevo la edad de oro en los campos del Lacio en que Saturno reinó un día y extenderá su imperio hasta los garamantes y los indios, a la tierra que yace más allá de los astros, allende los caminos que en su curso del año el sol recorre, en donde Atlante, el portador del cielo, hace girar en sus hombros la bóveda celeste tachonada de estrellas rutilantes. Ya ahora ante su llegada empavorecen oráculos divinos el reino del mar Caspio y la región del lago Meotis. Los repliegues de las siete bocas del Nilo se estremecen de terror.

(Libro VI, 759-770; 777-782; 787-800)

EXALTACIÓN DE AUGUSTO EN EL ESCUDO CINCELADO POR VULCANO Pero César Augusto, cruzando en su carroza el recinto de Roma con los honores de su triple triunfo, les dedica su inmortal don votivo a los dioses de Italia y consagra por toda la ciudad tres centenares de grandiosos templos. Estallan de alegría, de festejos y vítores las calles. En cada templo un coro de matronas, en todos sus altares, y ante ellos los novillos inmolados cubriendo todo el suelo. El mismo Augusto sentado en el umbral blanco de nieve del radiante Febo va mirando los dones de los pueblos y los cuelga de sus soberbias puertas.

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Pasan en larga hilera los vencidos, tan diversos en su atuendo y sus armas como en su habla. Había allí Vulcano modelado la tribu de los nómadas, los africanos de flotante veste, los léleges, los carios, los gelonos armados de saetas. El Éufrates fluía mansa ya la altivez de su corriente. Pasaban los morinos que pueblan los remotos confines de la tierra, el Rin bicorne, los indómitos dahas, el río Araxes, resentido por su puente. Eneas asombrado contempla estas escenas del broquel de Vulcano, don materno. Desconoce los hechos, pero goza mirando las figuras y carga a sus espaldas la gloria y los destinos de sus nietos.

(Libro VIII, 714-731)

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