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Prologo
Por Tony Hill «Las palabras están llenas de falsedad o de arte;
la mirada es el lenguaje del corazón»
William Shakespeare.
No negarán que siempre resulta agradecido recurrir
a los clásicos a la hora de abordar un prólogo.
¿Quién mejor que el maestro Shakespeare para
sintetizar, en una sola frase, la esencia de una obra?
Por si fuera poco, sus palabras, convertidas en
sentencias firmes a través de siglos de admiración
sin fisuras, aportan a este breve texto introductorio
un sello de calidad incontestable y un punto de
partida magnífico que nos sirve para enlazar dicha
frase con los relatos gráficos que vienen a
continuación.
Bien, si la mirada es, como decía el gran
dramaturgo, el lenguaje del corazón, y por tanto, la
única verdad, las historias que les aguardan son de
una sinceridad apabullante. Porque en ellas, de
manera repetida y casi obsesiva, alguien mira su
entorno: lo describe, evalúa e interpreta. Sin
embargo, si nos fijamos un poco y hacemos el
ejercicio de disociar los dibujos del texto que los
acompaña, veremos que ese alguien, ese testigo a
través del cual se nos muestra el mundo, es capaz
de contemplar la realidad con ojos puros y al mismo
tiempo entregarnos unos pensamientos que no
concuerdan del todo con lo que vemos,
probablemente porque utiliza las palabras (esos
dardos cargados de mentira, de belleza, o de ambas
cosas, según nuestro apreciado William) para
decodificar lo que tiene delante y transformarlo en un
relato en el que pueda sobrevivir. Es decir, por
resumir la idea de algún modo, el lenguaje del
corazón, cargado de sinceridad, necesita de otro,
más maniqueo, para llegar a expresarse o,
simplemente, para sobrevivir.
Emilia, por ejemplo, la amable y tranquila
protagonista del primer relato, observa fijamente una
realidad hostil, pero en su monólogo interior
desmiente las imágenes que impactan en su retina,
acomodándolas a una historia ficticia en la que se
siente más cómoda. Más protegida. Más feliz.
Incluso los recuerdos de un gran amor que ya
terminó nos llegan bellamente envueltos de eso que
hemos dado en llamar nostalgia, esa especie de
pátina dorada que borra las amarguras, lima las
aristas y suaviza el pasado, redondeando sus
ángulos más cortantes. Claro que Emilia es una
vaca, y algunos dirán que su punto de vista es
demasiado inusual para ser tenido en cuenta. Pero
no, desde este prólogo afirmo que Emilia no es sólo
una vaca, sino una víctima. Un ser sometido a una
vida tan cruel que necesita del autoengaño para no
sucumbir a la desesperación. Y a uno se le ocurre
que, por mucho que nos esforcemos por mirar
nuestro presente de manera descarnada, la película
que vamos montando fotograma a fotograma está
teñida de deseos, de miedos, de palabras. De
esperanzas y, por lo tanto, también de mentiras.
Los autores de estos relatos nos animan a ver
el mundo desde perspectivas inusuales: el
susodicho rumiante, un bebé prodigio, una maceta a
punto de morir (sí, no es un error, en este mundo
surrealista y a la vez absolutamente verosímil, las
macetas hablan y también mueren), un asesino a
sueldo estrábico... Personajes poco comunes, es
verdad, pero con los que podemos jugar a
identificarnos. Observen la realidad retratada en los
relatos, contemplen la belleza cruel de los dibujos y
déjense mecer por la ingeniosa falsedad de las
palabras, y atrévanse a decirme que no es lo mismo
que hacen ustedes todos los días cuando besan a la
persona con quien se casaron muchos años atrás,
acuden a un trabajo que les encantaba cuando
empezaron o recuerdan al dulce bebé que se dormía
en sus brazos en los rasgos hostiles de un
adolescente que les desprecia. Ver, mirar y
engañarse a uno mismo. De hecho, creo que a este
proceso le hemos llamado madurar. Seguro que
Shakespearse también tiene alguna cita al respecto.
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