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shakespeareversion del teatro librebogota 2014
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LA COMEDIA DE LAS EQUIVOCACIONES
(THE COMEDY OF ERRORS)
DE
WILLIAM SHAKESPEARE
(VERSIÓN AL VERSO CASTELLANO DE JORGE PLATA)
(2014)
1
I,1
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
(Éfeso. Sala en el palacio de Duque.)
Entran el Duque, Egeonte, Alcaide, Oficiales y otras personas del acompañamiento.
EGEONTE - Adelante, gran Duque, precipita mi ruina;
tu sentencia de muerte terminará mis penas.
DUQUE - No insistas, mercader. Vienes de Siracusa
y es para mí imposible quebrantar nuestras leyes.
El odio y el rencor entre nuestras ciudades,
- exacerbado ahora por el cruel proceder
del dux de Siracusa con compatriotas nuestros,
honrados mercaderes, que al no tener el oro
para salvar sus vidas, sellaron con su sangre
sus rigurosas leyes - excluyen la piedad
2
que podría asomar a nuestros fieros ojos.
Debido a las contiendas continuas y mortales
entre nuestras ciudades, Consejos muy solemnes
decidieron cortar contactos comerciales
con todas las ciudades que nos muestran inquina.
Si un natural de Éfeso es visto en Siracusa
o si a un siracusano se le sorprende en Éfeso,
se le confiscarán sus pertenencias todas
y deberá morir, a menos que consigne
la suma de mil marcos con la que salvará
su vida. Mas tus bienes no llegan a cien marcos.
Es claro, por lo tanto, que tu sentencia es: muerte.
EGEONTE - Es ella mi consuelo. Cumpliendo tu sentencia
a la puesta del sol terminarán mis cuitas.
DUQUE - Pues bien, siracusano, quisiéramos saber
por qué dejaste tu tierra natal
y cuál fue la razón que te condujo a Éfeso.
EGEONTE - Hablar de mis desdichas…Penosa es la tarea
que me ha impuesto, señor. Sin embargo hablaré
para que el mundo sepa que mi fin se debió
a afectos naturales y no por viles crímenes.
Hablaré de ellas mientras mi dolor no me calle.
3
Nací en Siracusa, casé con mujer buena
y todo prometía un feliz matrimonio.
Los lucrativos viajes que a Epidamno yo hacía
con frecuencia, aumentaron la suma de mis bienes.
En uno de estos viajes mi esposa, embarazada,
quiso estar a mi lado y vino a visitarme.
Pocos días después de habérseme reunido
dio a luz, muy felizmente, a dos niños hermosos,
de tan gran parecido que sólo por sus nombres
podíamos distinguirlos. En ese mismo día
y en la misma posada una pobre mujer
dio a luz dos gemelos. Su miseria era grande;
compré a la infeliz madre los niños y los crié,
para que ya crecidos, sirvieran a mis hijos.
A instancias de mi esposa consentí en retornar
con toda mi familia de nuevo a Siracusa.
Al poco tiempo, luego de embarcarnos, el mar
nos hizo presentir un trágico accidente.
A la difusa luz que nos prestaba el cielo,
las almas aterradas sólo podían ver
la fatal certidumbre de la inmediata muerte.
Al borde del naufragio, buscando salvación
los marinos tomaron el bote salvavidas
y escaparon dejándonos en manos de los vientos.
El llanto de los niños, que nada comprendían,
4
la quejas de mi esposa, me hicieron reaccionar
y buscar cualquier medio que pudiera salvarnos.
Encontramos un mástil, de los que los marinos
tienen como reserva. Mi mujer, abrazando
a su hijo más pequeño, agarró por la mano
a uno de los gemelos que tenía más cerca,
y con ellos se ató a un extremo del mástil.
También yo hice lo mismo con los otros dos niños
en el extremo opuesto. Flotamos a merced
de las olas, con rumbo, según lo creí entonces,
al puerto de Corinto. Al fin el sol esquivo
mostrándose a la tierra, disipó la calígine
y el mar volvió a la calma. En lontananza vimos
a dos embarcaciones que por opuestos lados
venían hacia nosotros, la una de Epidamno,
la otra de Corinto… Pero, ¡ah! No me obligues
a continuar hablando.
DUQUE - Sigue adelante, anciano. Tendrás nuestra piedad
aunque sea imposible concederte el perdón.
EGEONTE - Piedad que no tuvieron los despiadados dioses…
Antes de que los barcos pudieran acercarse
nuestro mástil chocó con afilada roca,
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partiose por el centro…Divorcio tan injusto
por la fortuna impuesto, dejó a cada grupo,
para bien o para mal, en manos del destino.
Del mástil, la mitad que llevaba a mi esposa
se alejó más veloz, y yo pude ver cómo
mi esposa y los dos niños pudieron ser salvados
por unos pescadores, que juzgué de Corinto.
Finalmente otra nave nos rescató a nosotros,
y su tripulación, al saber quiénes éramos,
generosa nos dio benévola acogida.
Quisieron alcanzar al barco que llevaba
a mi esposa y los niños, pero nuestro navío
era lento de velas, y viéronse obligados
a continuar su ruta… Ya saben con detalle
cómo fui separado de mi felicidad,
y cómo, con dolor, se prolongó mi vida
para poder contarles mis múltiples desdichas.
DUQUE - Por los seres que lloras, cuéntanos, por favor,
qué les ha deparado hasta hoy la fortuna.
EGEONTE - El menor de mis hijos, mayor en mi cariño,
al cumplir los dieciocho me habló de su deseo
de averiguar la suerte que le tocó su hermano,
y con gran insistencia me rogó permitiera
6
que en su investigación viajara con su esclavo,
quien también deseaba conocer el destino
de su hermano gemelo. Yo esperando encontrar
al retoño perdido, me aventuré a perder
al hijo que tenía. Durante cinco años
he estado recorriendo los sitios más lejanos
de todo el mundo griego, los confines de Asia.
De regreso a mi patria desembarqué en Éfeso,
sin esperanzas ya de encontrarlos con vida.
Sabía del peligro, pero yo no podía
dejar sin explorar cualquier lugar del mundo
donde habiten los hombres. Señor, hasta aquí llega
la historia de mi vida, y feliz moriría
teniendo la certeza de que mis hijos viven.
DUQUE - ¡Infeliz Egeonte! Te señaló el destino
la senda del dolor y, créeme, mi alma
ayudaría a tu causa. Pero no puede un príncipe
por su dignidad, su juramento, su corona.
irrespetar las leyes. Has sido condenado
a la pena de muerte, y no me es posible
revocar la sentencia. Sin embargo yo puedo
favorecerte en algo: postergaré tu muerte.
Mercader, te concedo lo que resta del día
para que te procures la suma necesaria
7
para salvar tu vida. Recurre a los amigos
que se encuentren el Éfeso, solicítales préstamos,
mendiga si es preciso, porque si no lo logras
serás ejecutado. ¡Alcaide, el comerciante
quedará a tu custodia!
ALCAIDE - Así se hará, señor.
EGEONTE - Por demorar un poco las horas mi muerte
lo haré sin esperanzas contra mi mala suerte.
(Salen todos)
___________________________________________
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ESCENA SEGUNDA
(El mercado)
Entran Antífolo de Siracusa, Dromio de Siracusa y un Mercader.
MERCADER- Por tanto te aconsejo deben dar la noticia
de que son de Epidamo, si quieren evitar
que todos su haberes les sean confiscados.
Hoy mismo capturaron a un viejo mercader
cuyo delito fue venir de Siracusa
y debe perecer poco antes de que el sol
cansado de su viaje se ponga en occidente.
Le devuelvo el dinero que me entregó en depósito.
ANTIF. de Sir.- Dromio, ve de inmediato y llévalo al Centauro
donde nos hospedamos. No te muevas de allí
y espera a que yo vaya. Falta una hora aún
para tomar almuerzo. La emplearé conociendo
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un poco esta ciudad, sus calles y mercados.
Luego iré a la posada, dormiré un buen rato
pues me siento molido por nuestro largo viaje.
DRO. de Sir.- Yo sé de una persona que al oír sus palabras
se metería en la cama para desentiesarse. (Sale.)
ANTIF. de Sir.- Es, señor, un buen pícaro que con su humor me alegra;
sus chanzas me distraen de mi melancolía.
Señor, ¿quisiera usted andar conmigo un rato
por las calles y plazas y acompañarme luego
a mi posada en donde podríamos comer?
MERCADER- Le ruego que me excuse, ya estoy comprometido
para ir a almorzar con unos comerciantes,
pero, si le parece, nos podemos reunir
a las cinco en la plaza de mercado y podré
estarme con usted hasta entrada la noche.
ANTIF. de Sir.- Nos vemos a las cinco. Voy a perderme ahora
Recorriendo las calles, viendo la ciudad.
MERCADER- Entonces lo encomiendo a su propio contento. (Sale.)
ANTIF. de Sir.- Aquel que me encomienda con mi propio contento
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me encomienda a una cosa que no puedo alcanzar.
Para el mundo yo soy como una gota de agua
que a otra gota busca en medio del océano,
sin poder encontrarla y, cual fantasma errante,
se encuentra muy perdida. De la misma manera,
yo que busco encontrar la madre y el hermano
me perderé a mí mismo tratando de encontrarlos.
(Entra Dromio de Éfeso.)
Pero aquí está de nuevo quien me marca la hora.
¿Qué ocurre, qué ha pasado? ¿Por qué has vuelto tan pronto?
DRO. De Éfeso- ¿De vuelta tan pronto? Al contrario, ya es tarde:
el capón se requema; lamido por las llamas
el lechón se deshace, el tilín del reloj
ha dado ya las doce, mi patrona me ha dado
la “una” en la mejilla. Se muestra acalorada
por la comida fría; la comida está fría
porque no vas a casa; no acudes a la casa
porque no tienes hambre; no tienes apetito
porque; seguramente, quebrantaste el ayuno,
mas nosotros sabemos lo que cuesta ayunar
y por su culpa estamos haciendo penitencia.
ANTIF. de Sir.- ¡Hecha el freno, bergante! Y dime, por favor,
en dónde está el dinero que te entregué hace poco
11
DRO. De Éfeso- ¡Ah, sí! ¿Los seis peniques que me entregó este miércoles
para darle al sillero lo que costó la silla
que regaló a mi ama? Él los tiene, señor,
yo no los he guardado
ANTIF. de Sir.- Calla, no estoy de humor
para tus tontas bromas. ¿En dónde está el dinero
pues veo que no lo tienes. ¿Cómo, siendo extranjero,
dejaste en otras manos una suma tan grande?
DRO. De Éfeso - Señor, hagamos bromas cuando estemos comiendo.
El ama me ha mandado con prisa a que lo busque;
Si vuelvo sin usted seguro se da prisa
En marcarme su ausencia sobre mi pobre hocico.
Su estómago, señor, debiera como el mío
servirle de reloj y llevarlo a la casa
sin que necesite hambriento mensajero.
ANTIF. de Sir.- Dromio, por favor, no seas inoportuno.
Resérvate las chanzas para horas más alegres.
¿En dónde está el dinero que puse a tu cuidado?
DRO. De Éfeso - Señor, ¿a mi cuidado?... Si nada he recibido.
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ANTIF. de Sir.- ¡Basta de tonterías, badulaque! Confiésame
qué has hecho con el oro que te entregué aquí mismo
DRO. De Éfeso - Sólo tengo el encargo de llevarlo hasta El Fénix
- su comercio, su casa – donde para almorzar,
muy hambrientas, lo esperan mi patrona y su hermana.
ANTIF. de Sir.- ¡Respóndeme ahora mismo! ¿En dónde está el oro?
Como que soy cristiano te romperé la crisma
si sigues con tus chanzas. ¿Dónde están los mil marcos
que de mí has recibido?
DRO. De Éfeso - Pues tengo en mi cabeza
algunas cuantas marcas de golpes que me ha dado,
pero sumadas otras, que por la espalda tengo
por golpes de mi ama, no alcanzan a mil marcas.
Si yo las devolviera creo que usted, señor,
no las recibiría con similar paciencia
ANTIF. de Sir.- ¡Las marcas de tu ama! ¿De qué ama estás hablando?
DRO. De Éfeso - Mi ama que es su esposa, mi ama la del Fénix,
que esperándolo ayuna mientras usted no vaya
a comer, y le ruego que lo haga lo más pronto
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ANTIF. de Sir.- ¡Pero, estúpido, sigues burlándote de mí! (Le pega.)
DRO. de Éfeso - Tenga quietas sus manos, señor, o no podré
aquietar mis talones. (Sale corriendo.)
ANTIF. de Sir.- Para desgracia mía, de una u otra forma,
este imbécil perdió los marcos que le di.
Dicen que esta ciudad es horrible guarida
de truhanes y rateros, de oscuros nigromantes
que trastornan el juicio, de brujas asesinas
que deforman el cuerpo, de hipócritas, farsantes
y otros sinvergüenzas. Parece que así es
y debo abandonarla lo más pronto que pueda.
Me voy para El Centauro tras el siervo bribón.
Me temo que le dinero se encuentra en gran peligro.
_____________________
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ACTO SEGUNDO
PRIMERA ESCENA
Casa de Antífolo de Éfeso.
ADRIANA - ¡Ni marido ni esclavo, Luciana, han regresado!
Ya deben ser las dos.
LUCIANA - Comamos, hermanita,
seguro un comerciante lo convidó a almorzar
en un lugar cualquiera. Desecha la inquietud.
Los hombres son los amos, pero tan solo un poco,
porque el tiempo los manda: a su capricho van,
a su capricho vienen. Total: ¡paciencia, hermana!
ADRIANA - ¿Por qué su libertad es mayor que la nuestra?
LUCIANA - Pues porque sus negocios son fuera del hogar.
ADRIANA - Si yo hiciera lo mismo se pondría furioso.
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LUCIANA - Acepta que es la brida para tu voluntad.
ADRIANA - ¡Pues no! Sólo a los asnos se les embrida así.
LUCIANA - La libertad sin freno lleva a la desventura.
Hay leyes bajo el sol, en la tierra y el mar,
en todo el universo que todo lo dirigen:
las aves y los peces, los animales todos
se inclinan a sus machos, su autoridad aceptan.
Patrón de todos ellos, los hombres son los dioses.
Dueños del ancho mundo y de los vastos mares,
dotados con un alma de inteligencia clara
en grado superior a las aves y los peces
son dueños de sus hembras y son sus soberanos.
Somete tu voluntad, paciente a sus reclamos.
ADRIANA - Por esa servidumbre te niegas a casarte.
LUCIANA - No, no. Son las molestias del tálamo nupcial
ADRIANA - Pero si te casaras te gustaría tener
alguna autoridad.
LUCIANA - Pero antes de aprender
a amar yo debería saber qué es la obediencia
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ADRIANA - ¿Pero y si tu marido saltara a otra cama?
LUCIANA - Esperaría paciente que volviera a la mía.
ADRIANA - ¡Esa imbécil paciencia que te hace tan serena!
Cuando oímos gemir a un pobre ser que es víctima
de infausta adversidad, le decimos: ¡paciencia!
Mas si nosotros fuéramos la desgraciada víctima,
nuestros gritos serían más fuertes que los suyos.
Así, tú, que no tienes ningún marido infiel
pretendes consolarme diciéndome: ¡paciencia!
LUCIANA - Sí, tal vez algún día acepte un matrimonio
sólo para probar de qué se trata eso.
Aquí llega tu siervo, ya está cerca tu esposo.
(Entra Dromio de Éfeso.)
ADRIANA - ¿Ya viene? ¿Qué has oído? ¿Qué disculpas te ha dado?
DRO. de Éfeso - Por mis culpas me ha dado en mis pobres oídos.
ADRIANA - ¿Por qué se tarda tanto? ¿Conoces sus razones?
DRO. de Éfeso - Sí, sí, me ha razonado con tan bruscas razones que mi doliente oído
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no pudo comprenderlas.
ADRIANA - Disculpas, ya te entiendo; oscuras disculpas con las que te enredó.
DRO. de Éfeso - No señora, por el contrario, ha sido tan claro y contundente con sus
duras razones que no he comprendido nada.
ADRIANA - ¡Oh, que locura!...¿Pero se preocupa por mí?
DRO. de Éfeso - Con perdón, mi señora, pero debo decirlo:
está loco de atar.
ADRIANA - ¿Loco de atar, bellaco?
DRO. de Éfeso - No loco de atar, pero sí bien chiflado.
Le suplique viniera a comer, y me dijo:
“¿Dónde están los mil marcos de oro que te dí ?”
“Es hora de almorzar”, le dije y contestó: “¡Mi oro!”
“¿Quiere venir a casa?”, le pregunté. “¡Bellaco!
¿Qué hiciste con mis marcos?”, me gritó enfurecido.
“Que se quema el lechón”, “¡Mi oro!”, replicó
“Pero mi ama, señor…”, procuré que entendiera…
“¡Que ahorquen a tu ama! ¡No conozco a tu ama!
¡A diablo con tu ama!”
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LUCIANA - ¿Pero quién dijo eso?
DRO. de Éfeso – Lo dijo mi señor: “Yo no conozco esposa,
ni casa, ni patrona”… De modo que mi lengua
no trae razón alguna, las traen mis espaldas.
Las imprimió sobre ellas.
ADRIANA - Vuelve a buscarlo, idiota,
y arrástralo a la casa.
DRO. de Éfeso – ¡Volver de nuevo a él
Para que me devuelva golpeado y aturdido!
Señora, envíe, por dios, a otro mensajero.
ADRIANA - ¡Haz lo que te digo o te cruzo la cara!
DRO. de Éfeso – Pues él bendeciría tu cruz con otros golpes
y así tendría yo bien santa mi cabeza.
ADRIANA - ¡Vete a buscar a tu amo!
DRO. de Éfeso - Señora, me han tomado
por un balón de futbol y conmigo hacen pases
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que van de uno a otro. Deben forrarme en cuero.
(Sale Dromio de Éfeso.)
LUCIANA - Caramba, tu impaciencia te hace arder el rostro
ADRIANA - Sus barraganas pueden gozar de su presencia,
mientras yo me consumo, prisionera en la casa,
suspirando por una mirada de cariño.
¿Acaso mis mejillas han sido lesionadas
por el tiempo injurioso perdiendo su belleza?
Si mi conversación ya no le es agradable
y nada sugestiva, pues él es el culpable;
con una indiferencia, que es más dura que el mármol.
le ha quitado su brillo. ¿Es que esas mujerucas
acaso lo deslumbran con sus costosos lujos?
¿Y yo qué puedo hacer?... Él es el dueño único
de todo lo que tengo. ¿Qué estragos hay en mí
que él no haya producido? Es él quien ha dañado
mi original belleza. Con solo una mirada
de amor me devolviera mi agostada hermosura.
Pero él, igual a un ciervo totalmente indomable,
se salta las barreras y va a pastar en prados
lejanos de su hogar… No soy para mi esposo
sino un trasto inservible.
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LUCIANA - Tú haces de tus celos
tu propio victimario. ¡Olvídate de ellos!
ADRIANA - ¡Pues sólo los estúpidos soportan se les haga
semejantes agravios! Sus ojos, yo lo sé,
a otro lado se llevan a su amor.
Y si no fuera así, hermana tontarrona,
di, ¿cuál es la razón de que no haya venido?
Además, te lo cuento, prometió regalarme
una cadena de oro; si falta a su promesa,
y fuera sólo eso lo que el señor me niega -
no dejaría por ello de acudir a su lecho.
Mas yo sé que la joya de mejor esmaltado
termina por perder del todo su hermosura.
El oro aunque resiste durante tiempo el roce
acaba por gastarse. Lo mismo les ocurre
a todos esos hombres, porque no hay uno solo
al que la corrupción y la usada mentira
no lo haya desgastado. Puesto que mi belleza
ya no logra encantar a sus volubles ojos,
de ahora en adelante voy a llorar sin pausa
hasta que la destruya y moriré llorando. (Sale.)
21
LUCIANA - ¡Cuántas locas amantes se convierte en siervas
al dejarse arrastrar por celos insensatos! (Sale.)
_____________________
SEGUNDA ESCENA
Una plaza pública
Entra Antífolo de Siracusa.
ANTIF. de Sir.- Pues el oro está a salvo. El muy pícaro Dromio,
según se lo ordené, lo puso a buen cuidado
donde nos alojamos, la posada El Centauro.
De seguro el tunante se ha ido a recorrer
las calles en mi busca; pero no entiendo cómo
el tiempo le ha alcanzado para ir a la posada,
dejar allí el dinero y regresar tan pronto
a bromear conmigo. Aquí viene de nuevo. (Entra Dromio de Siracusa)
¿Qué hay de nuevo, granuja? Si te gustan los golpes
repite tus bromitas. ¿No sabes de El Centauro?
¿No recibiste el oro? ¿Por orden de tu ama
me llevas a comer? ¿Mi casa es El Fénix?
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¿Qué locura te hizo decir tantas sandeces?
DRO. de Sir. - ¿De qué sandeces habla? ¿Cuándo dije esas cosas?
ANTIF. de Sir.- Hace treinta minutos y en este mismo sitio.
DRO. de Sir. - Pero si no lo he visto desde que fui al Centauro
con su orden de poner a buen recaudo el oro.
ANTIF. de Sir.- Villano mentiroso, tú mismo me dijiste
que no sabías del oro; que una tal ama tuya
me esperaba a comer, lo cual me enfureció
y como prueba están los golpes que te di.
DRO. de Sir. - Me alegro enormemente de verlo tan bromista.
Pero amo, le suplico: ¿de qué se trata esto?
ANTIF. de Sir.- De modo que aún sigues tratando de burlarte
de mí en mi propia cara. ¿Crees que estoy de humor
para seguir tu juego? ¡Pues no, palurdo imbécil!
Y ahora aguanta esto. (Lo golpea.)
DRO. de Sir. - ¡Basta, señor, por dios!
Su broma ya va en serio. ¿Por qué me trata asi?
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ANTIF. de Sir.- La familiaridad que hay entre nosotros,
el hecho de que a ratos me sirvas de bufón,
no te autoriza, esclavo, a usar una insolencia
que abusa de mi afecto y que irrumpe sin tacto
en mis momentos serios. Cuando el sol brilla, locos
mosquitos zumbadores alegremente juegan.
Mas cuando el sol se oculta deben agazaparse
dentro de los resquicios de muros y paredes.
Si quieres bromear conmigo debes antes
estudiar mi semblante. Si no aprendes el método
haré que lo comprendas a golpes en tus sesos
(Del verso 35 al 111, todo está en prosa. Todo este pasaje lo reduje bastante, Sh. se puso a jugar con el lenguaje y se salió de foco.)
DRO. de Sir. - ¿En mis sesos, señor? Yo preferiría que fuera en mi cabeza que es la
fortaleza de mis sesos, porque, señor, ninguna cabeza sin sesos se-
sos-tiene. Si continúa golpeándome los sesos mis entendederas
pasarán a mi espaldas. Pero, señor ¿por qué me golpea?
ANTIF. de Sir.- ¿No lo sabes?
DRO. de Sir. - No sé nada, sino que recibo golpes.
ANTIF. de Sir.- ¿Quieres que te diga el por qué?
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DRO. de Sir. - Sí, señor. Se dice que todo tiene sus porqués.
ANTIF. de Sir.- Porque, en primer lugar, te has atrevido a burlarte de mí; y, en
segundo lugar, el otro “por qué”, porque te atreviste a burlarte de mí
otra vez.
DRO. de Sir. - Jamás se ha golpeado a alguien tan injustamente, porque entre
los dos “porqués” no hay concordancia ni razón. Pues bien, señor,
le doy las gracias.
ANTIF. de Sir.- ¡Gracias a mí, bellaco! ¿Y por qué?.
DRO. de Sir. - Porque me ha dado algo por nada y por eso estoy en deuda.
ANTIF. de Sir.- Pues ya me las pagarás cuando te de nada por algo. Pero dime, ¿ya
es hora de almorzar?
DRO. de Sir. - No, ya pasó, y la carne que nos darán en la posada la encontrará
algo seca, sin algo que yo tengo.
ANTIF. de Sir.- ¿Qué cosa?
DRO. de Sir. - La gracia y el salero. Estará seca, sin grasa y sin salsero. Le ruego:
no la pruebe.
25
ANTIF. de Sir.- ¿Y por qué?
ANTIF. de Sir.- Porque se sabe que la comida seca produce ira; si usted, señor, la
come se pondrá iracundo y me pegará otra vez.
ANTIF. de Sir.- Bueno, buscaremos comida en otra parte. Pero bribón. Aprende a
bromear oportunamente. Cada cosa a su tiempo… ¡Calla! …
¿Quién nos hace señas y se acerca?
(Entran Adriana y Luciana)
ADRIANA - Sí, claro, sí, Antífolo, pones cara distante
y adusta al verme, pero te reservas
miradas de amor para otra mujer.
No soy Adriana, yo no soy tu esposa.
Hubo una vez un tiempo, en el que sin yo rogártelo
jurabas por los dioses y por tu propia vida
que ninguna palabra gustaba a rus oídos
que ningún objeto tus ojos agradaba,
que ningún roce gustaba a tu mano,
que en ningún manjar encontrabas gusto,
a menos que yo hablara, me mostrara,
me tocaras o me saborearas.
Ahora ¿qué ha pasado, esposo mío?
Si te apartas de mí, te apartas de ti mismo
porque yo estoy en ti como tú estás en mí
26
de modo inseparable. Yo soy la mejor parte
de lo que hay en ti. De mí no te deshagas,
pues créeme, amor mío, tan absurdo sería
arrojar una gota de agua en el vasto mar
y recobrarla luego sin mácula ni mezcla,
como que te alejaras de mí sin arrastrarme.
Si tú escuchas decir que yo te he sido infiel,
que este cuerpo que es tuyo, se encuentra maculado
por la sensualidad, te dolería en el alma
y lleno de iracundia me escupirías gritando
que he manchado tu honor , rasgarías la piel
de mi frente marcándola con señal meretriz;
sacarías con ira de mi pálida mano
el anillo nupcial y lo harías pedazos,
jurando divorciarte. Pues entonces disponte
a proceder así: ¡me cubre mancha adúltera,
mi sangre se ha infectado por la sexual lujuria!...
Si los dos no formamos sino una sola carne,
Y tú por ser infiel estas envenenado,
pues tu veneno ha pasado a mi cuerpo;
así que soy impura por contagio.
Si has comprendido esto, debes salvaguardar
el noble compromiso con tu lecho legítimo,
pues tu fidelidad me mantendrá sin mancha
27
y no serás marcado por deshonrosa afrenta.
ANT. de SIR. - ¿Acaso me habla a mí, hermosa dama?
Yo no la conozco, pues no hará más de dos horas
que he llegado a Éfeso. Su discurso es extraño,
como extraña me es toda la ciudad,
y por más que me esfuerce no puedo comprender
ni una sola palabra de todas las que ha dicho.
LUCIANA - Pero, cuñado mío, ¿qué cambio se ha operado
en tu modo de ser? ¿Por qué tratas así
a tu abnegada esposa? ¿Tanto te ha molestado
que hubiera enviado a Dromio para que te buscara?
ANT. de SIR. - ¿A Dromio?
DRO. De SIR - ¿A mi persona?
ADRIANA - Por supuesto que a ti.
Y además me dijiste que te dio bofetadas
y que había afirmado que yo no era su esposa
ni mi casa su casa.
ANT. de SIR. - ¡Bribón! ¿Hablaste con esta señora?
¿Qué pretenden con esta componenda?
28
DRO. De SIR - ¿Yo, señor? Pero si jamás la he visto.
ANTIF. de Sir.- ¡Es falso, miserable! ¡Acaba de decir
idénticas palabras a las que me dijiste
ha poco en el mercado!
DRO. de Sir. - Pero, señor, lo juro: nunca he hablado con ella.
ANTIF. de Sir.- ¿Cómo, entonces, conoce nuestros nombres?
¿Por adivinación?
ADRIANA - Señor, muy mal le sienta
a tu serio prestigio fingir groseramente
con tu esclavo, incitándolo a decir que yo miento.
Sea mía la culpa, te descargo de ella,
pero no cargues más con desprecios mi culpa.
Te tomaré del brazo; ven, eres tú el olmo
y yo la frágil vid que amorosa te abrasa
tomando de tu fuerza vigor que necesito.
Y si algo te desliga de mi abraso será
la hiedra usurpadora, basura, musgo vil
carente de cultivo que penetra en tu savia,
la envenena y pelecha a expensas de tu ruina.
ANTIF. de Sir.- ¿Pero es a mí a quien habla? ¡Me toma por su tema!
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¿Me habré casado en sueños o estoy dormido ahora
y me imagino esto?¿Qué confusión encanta
mis ojos, mis oídos?...Mientras se me aclaran
gocemos el encanto que esto nos ofrece.
LUCIANA - Dromio, dile a los criados que sirvan la comida.
DRO. de Sir. - (Aparte.) Me falta mi rosario. Por mi alma perdida
podría santiguarme. ¡Misterio! ¿Acaso entiendes?
Es un país de hadas y hablamos con los duendes,
los búhos, los espíritus. Si no estamos de acuerdo
nos chuparán la sangre, nos pincharán el cuerpo
hasta que nos llenen de azules y de negros.
LUCIANA - ¿Y por qué no obedeces? ¿Qué es lo que refunfuñas,
estando ahí, pasmado, comiéndote las uñas?
¡Dromio, holgazán, babosa, caracol borrachín.!
DRO. de Sir. - Amo, dime una cosa: ¿qué cosa soy al fin?
ANTIF. de Sir.- Tu espíritu ha cambiado, como también el mío.
DRO. de Sir. - ¿Mi cuerpo ha cambiado? ¿No soy acaso un mico?
ANTIF. de Sir.- Sí, Dromio, estás cambiado: te transformaste en burro.
30
DRO. de Sir. - Sí. Ella me tasca el freno, pero yo me le escurro.
En verdad soy muy bruto porque no soy capaz
de entender quién es ella, en cambio, ella sagaz,
supo que yo era un burro sin dudarlo un minuto.
ADRIANA - ¡Adelante, adelante! No seré más la tonta
Que se tapa los ojos para cubrir sus lágrimas
Mientras el amo y criado se burlan de sus penas.
A comer ya, señor. ¡Dromio, cuida la puerta!
Hoy comeré en privado contigo, esposo mío.
Te obligaré a contarme tus muchas travesuras.
Si alguien viene, pícaro, a preguntar por tu amo
le dices que no está. No debes permitir
que entre nadie vivo. Vamos contigo, Luciana.
¡Y Dromio, cumple bien tu papel de portero!
ANTIF. de Sir.- (Aparte.) ¿Es la tierra, el infierno o es el cielo?
¿Estoy cuerdo o chiflado? ¿Despierto estoy, o sueño?
¿Soy real para ellas o disfraz de mí mismo?
Diré lo que ellas digan aunque sea locura.
¡Y en este plan sigamos la aventura!
DRO. de Sir. - ¿Amo, seré el cancerbero de la fortaleza?
ANTIF. de Sir.- ¡Si alguien entra, te rompo la cabeza!
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LUCIANA - ¡Vamos, vamos, Antífolo, que se enfría la mesa!
__________________
ACTO III
Primera escena.
Ante la casa de Antífolo de Éfeso.
Antífolo de Éfeso, Dromio de Éfeso, Ángelo (platero), Baltazar (mercader).
ANT. de ÉFESO - Mi buen amigo, Ángelo, le ruego que nos sirva
a todos de disculpa. Mi mujer se enfurece
cuando yo me retardo. Le pido que le diga
que me quedé en su tienda contemplando
el trabajo que hacían en la hermosa cadena
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que voy a regalarle, y que mañana mismo
usted se la traerá. Mi señor Baltazar,
parece preocupado, pero nuestro banquete
- con la ayuda de Dios - a usted le hará patente
mi buena voluntad y la amable acogida.
BALTAZAR - Lo que sea el banquete, señor, es poca cosa
comparado a la amable bienvenida que ofrece.
ANT. de ÉFE. - Sean platos exquisitos de carne o de pescado,
es lo más importante la alegre bienvenida.
BALTAZAR - Tiene razón, señor, una buena comida
es algo muy común en una mesa rústica.
ANT. de ÉFE. - Pero es más especial una buena acogida
donde sólo se gastan palabras como música.
BALTAZAR - Economía en la mesa, conversación muy lúcida:
es eso suficiente para una cena única.
ANT. de ÉFE. - Si el huésped es avaro y el invitado, frugal.
Pero si la comida que le ofrezco es exigua,
estará satisfecho, como buen comensal,
33
con palabras amables servidas por mi boca.
Comida más palabras harán un gran festín.
¿Pero qué es lo que ocurre? ¡Mi puerta está cerrada!
¡Ve a decir que nos abran, locuelo parlanchín!
DRO. de ÉFE. - ¡Ah de la casa! ¡Magdalena! ¡Brígida!
¡Juana! ¡ Juliana! ¡Mariana! ¡Cecilia!
DRO. de SIR. - (Dentro.) ¡Memo! ¡Enano! ¡Eunuco! ¡Idiota! ¡Payaso!
¡Quítate de la puerta , siéntate en las gradas
y pon tu culo en el umbral !
¿Estás reclutando mujeres para crear un batallón
cuando con una sola es demasiado?
¡Vamos, vamos, quítate de la puerta!
DRO. de ÉFE. - ¿Qué bellaco está haciendo de portero
Cuando el patrón está esperando afuero?
Perdón quise decir que está esperando afuera.
DRO. de SIR. - ¡Pues que se regrese por donde vino!
Aquí no encontrará carne vi vino.
ANT. de ÉFE. - ¿Qué estúpido nos habla?
¡Que me abran el portón!
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DRO. de SIR. - De acuerdo, si me dice cuál es su intención.
ANT. de ÉFE. - ¡Imbécil, almorzar, como acostumbro hacerlo!
DRO. de SIR. - Pues cambia de costumbre y encuentra otra ocasión.
ANT. de ÉFE. - ¿Pero quién eres tú para impedirme entrar?
DRO. de SIR. - Señor, soy el portero, se me apellida Dromio.
DRO. de ÉFE. - ¡Bandido, me has robado el nombre y el oficio!
El nombre no me ha dado jamás ningún honor
y el oficio me ha dado más golpes que otra cosa.
Si hoy hubieras sido el Dromio que soy yo,
con mucho gusto habría cedido mi persona,
tendrías en tu espalda la firma de tu amo.
LUCÍA - (Dentro.) ¿Dromio, qué pasa? ¿Cuál es el escándalo?
¿Quiénes son los que gritan en la calle?
DRO. de ÉFE. - ¡Lucía, ábrele la puerta al patrón!
LUCÍA - ¡Dile que viene demasiado tarde!
DRO. de ÉFE. - ¡Dios, me produces risa! Te clavaré un refrán:
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¿Quieres en tu cerradura mi bastón?
LUCÍA - Te respondo con otro: “¡Jamás caerá esa breva!”
DRO. de SIR. - (Dentro.) Si tu nombre es Lucía tu respuesta es muy lúcida.
ANT. de ÉFE. - ¡Escucha tú, tontaina! ¿No vas a abrir la puerta?
LUCÍA - ¡Con la puerta cerrada no entran moscas!
DRO. de SIR. - (Dentro.) ¡Lúcida, muy buen golpe!
DRO. de ÉFE. - ¡Y mi otro yo la apoya!
Pues por su “muy buen golpe” recibirá sus golpes.
ANT. de ÉFE. - ¡Ramera, abre de inmediato la puerta!
LUCÍA - ¡Pues no se la abriré! ¡Si quiere tírela!
DRO. de ÉFE. - ¡Tíresela, señor, que ella lo está pidiendo!
LUCÍA - ¡Si puede, que tire hasta que se pele!
ANT. de ÉFE. - ¡Ya verás, prostituta, echaré la puerta abajo!
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LUCÍA - ¡Abajo, encima, como más le guste!
ADRIANA - ¿Quiénes hacen tanto ruido en la calle?
DRO. de SIR. - (Dentro.) Su ciudad está llena de gentes turbulentas.
ANT. de ÉFE. - ¿Estás ahí, esposa? ¡Finalmente apareces!
ADRIANA - ¿Esposa, señor pícaro? ¡Vete de mi portón!
DRO. de ÉFE. - Mi señor, ese “pícaro” desbordará su cólera.
ANGELO - (A Baltazar.) Señor, aquí es muy claro, no vamos a encontrar
comida ni acogida como era lo esperado.
BALTAZAR - Después de discutir por cuál era el mejor,
quedamos como el gato: sin pan y sin pescado.
DRO. de Éfe. - Mi señor, los señores invitados esperan.
ANT. de Éfe. - En esta situación hay algo sospechoso.
Ve a buscar una tranca, romperemos la puerta.
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DRO. de SIR. - (Dentro.) ¡Sí, sí, rompa la puerta
y le rompo la cabeza, bribón!
DRO. de Éfe. - ¡Basta ya de cháchara,
Deja que te vea!
Te escondes, cobarde,
pero ven afuera
y de un solo golpe
te abro la cabeza!
DRO. de SIR. - ¡Vete ya, patán,
no me trago esa!
DRO. de Éfe. - ¡Pután serás tú!
¡Abre ya la puerta!
DRO. de SIR. - ¡Lo haré en el momento en que el mundo crea
en aves sin plumas,
peces sin aletas!
ANT. de Éfe. - ¡Ya no aguanto más!
Tumbaré la puerta.
Busca que te presten
una barra gruesa.
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DRO. de Éfe. - Pues con una barra
sin plumas ni aletas
le daremos guerra
a ese majareta.
ANT. de Éfe. - ¡Vamos, vamos, pronto,
trae la herramienta!
BALTAZAR - Señor, tenga paciencia, no vaya a los extremos.
Un escándalo público propiciará sospechas
sobre el inmaculado proceder de su esposa.
Y una palabra más: usted, señor, conoce,
por ya larga experiencia, que ella es sensata
modesta y muy virtuosa. Su actual comportamiento
debe ser motivado por alguna razón
aún desconocida. Pero, señor, sin duda,
ella le aclarará porque se encuentran hoy
cerradas para usted las puertas de su casa.
Acoja mi consejo, tranquilice su espíritu.
Vamos a comer a la hostería del Tigre
y cuando se haga noche regresa y le pregunta
por qué razón actuó de forma tan extraña.
Entrar a viva fuerza con plena luz del día
suscitará en el vulgo comentarios innobles,
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palabras injuriosas que empañarán su honor,
entrarán en la vida privada de su hogar
y luego flotarán sobre su propia tumba.
La calumnia perdura y se transmite igual
que si fuera una herencia; donde penetra
eternamente arraiga.
ANT. de Éfe. - Seguiré su consejo.
Me iré tranquilamente. Borraré esta molestia
alegrando la tarde. Sé de una damisela
de ingenio encantador, bonita, inteligente;
un poco montaraz pero muy complaciente.
Comeremos allí. Mi esposa me ha celado
y ha dado cantaleta por culpa de esta “dama”…
Por supuesto que sin motivo alguno.
(A Ángelo.) Mi estimado Ángelo, regrese a su taller
y traiga al Puerco Espín, que es casa de mi amiga,
el collar que me hizo. Se lo regalaré
a mi gentil amiga, aunque no sea sino
para hacer rabiar más a mi celosa esposa.
Dese prisa, señor. Puesto que mi señora
me ha cerrado la puerta voy a tocar a otra.
ÁNGELO - En una hora, o menos, iré a donde me ordena. (Sale.)
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ANT. de Éfe. - Esta leve venganza me va a costar dinero.
________________
SEGUNDA ESCENA
Casa de Antífolo de Éfeso.
(Entran Luciana y Antífolo de Siracusa.)
LUCIANA - ¿Por Dios, te has vuelto loco? No sigas adelante,
cuñado mío, Antífolo. ¿Los deberes de esposo
han sido abandonados? ¿Hasta en su nacimiento
ya los primeros brotes de tu amor son corruptos?
¿Creando su morada crea el amor su ruina?
Si fueron las riquezas de mi hermana la causa
de tu boda con ella, pues por esa razón
deberías tratarla con un mayor cariño.
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Si acaso amas a otra deberás comportarte
con mayor disimulo. ¿Por qué es necesario
que ella sufra al saber tu pérfido cariño?
¿Qué ladrón hay tan torpe que revele orgulloso
sus propios desafueros? Hay que cubrir al vicio
con máscara virtuosa porque es un doble insulto
traicionar y decirlo con miradas aviesas
durante la comida. Las acciones perversas
duplican su maldad con las palabras crueles.
¡Mujeres desdichadas! Si se puede engañarnos
con tal facilidad, que al menos se nos haga
creer que todavía se nos otorga amor.
Para los hombres somos como unos pobres trompos,
y nos hacen girar a su propio capricho.
ANT. de SIR. - Admirable señora, no conozco tu nombre
y no comprendo cómo tú conoces el mío,
pero tu inteligencia y tu gracia sorprendente
dan testimonio que eres portento en este mundo.
Si, acaso, eres un ángel te ruego que me digas
cómo he de comportarme; lo que debo decir,
lo que debo pensar. Que mi rudo talento
comprenda qué se oculta detrás de tus palabras.
Ya sé: eres una diosa que pretende crearme
de nuevo de la nada. Procede como quieras,
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de nuevo hazme nacer y yo seré tu esclavo.
Pero en tanto yo crea que soy éste que soy
seguiré convencido de que tu triste hermana
no ha sido ni será mi esposa consentida,
ni tengo yo deberes en su lecho nupcial.
Es un contrasentido, más todavía ahora,
después de haber tenido la dicha insuperable
de haberte conocido. No pretendas ahogarme
en el río de lágrimas de tu adorada hermana.
¡Canta, sirena, canta! ¡Cántame con tu voz!
Que esa voz encantada cubra las blancas olas
y en ellas me ahogaré feliz de perecer
bajo las dulces ondas que me otorga tu amor.
LUCIANA - ¡Persiste en su locura!
ANT. de SIR. - No loco; subyugado.
¿Cómo ha sido posible? Yo mismo no lo entiendo.
LUCIANA - La culpa está en tus ojos.
ANT. de SIR. - Tu luz me ha deslumbrado.
LUCIANA - Si miras donde debes tu vista será clara.
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ANT. de SIR. - Amado amor, cerrar mis ojos es abrirlos
para ver las estrellas de la noche magnífica.
LUCIANA - ¿Por qué amor me dices? Eso es para mi hermana
ANT. de SIR. - Sí, sí, para la hermana de tu hermana.
LUCIANA - Que es mi misma hermana.
ANT. de SIR. - No, no, eres tú misma,
tú, la mitad que hace falta a mi ser,
radiante pupila de mis pupilas,
el centro amado de mi corazón,
mi fortuna, alimento, paraíso
para poder vivir sobre la tierra.
LUCIANA - Mi hermana es todo eso…O al menos, debe serlo.
ANT. de SIR. - Si tu nombre es hermana, pues es a ti a quien quiero,
Con quien vivir deseo mi vida entera, toda.
Tú no tienes esposo, yo carezco de esposa,
concédeme tu mano.
LUCIANA - Poco a poco, señor.
Antes es necesario que le pida a mi hermana
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un permisito para casarme con su esposo, (Sale.)
(Entra Dromio de Siracusa apresuradamente.)
ANT. de SIR. - ¿Qué pasa, Dromio? ¿De quién huyes a la carrera?
DRO. de SIR. - ¿Me reconoce, señor? ¿Le parece que soy Dromio? ¿Qué soy su
mismo criado’ ¿Soy yo, yo mismo?
ANT. de SIR. - ¡Pues claro que eres Dromio, mi criado! Eres tú mismo.
DRO. de SIR. - Soy un asno, un asno casado con esposa y, lo peor, soy yo mismo.
ANT. de SIR. - ¿Cómo es eso? Un asno, esposado, y Dromio, mi criado, son la
misma cosa. ¿A qué horas te esposaron?
DRO. de SIR. - ¡Ay, mi señor! Ya no me pertenezco. Sin saber cómo ni cuándo soy
propiedad de una mujer que me persigue, me reclama, de una mujer
decidida a poseerme.
ANT. de SIR. - Pero ¿qué derecho alega sobre ti?
DRO. de SIR. - El mismo que usted, señor, puede alegar sobre su caballo. Me
reclama como a una bestia y no porque yo sea un asno, sino porque
ella es un ser bestial que quiere bestializarme.
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ANT. de SIR. - ¿Quién es ella?
DRO. de SIR. - Un cuerpo reverendísimo como un obispo de Roma, al que hay que
saludar con un: “reverendo escatófago” (come estiércol). ¡Hay, flaco
hallazgo hice! Y, sin embargo, puede decirse que hice un matrimonio
muy gordo.
ANT. de SIR. - ¿Un matrimonio muy gordo?
DRO. de SIR. - Con la gorda cocinera. Su piel apenas le alcanza para envolver toda
su grasa. Tendré que hacer con ella una vela de cebo para a su luz
escaparme de sus oscuros abrazos. Le aseguro, señor, que los
harapos con que se viste, mezclados con toda esa grasa, si se
encendieran, podrían calentar el invierno de Polonia o arderían una
semana después de que se apagaran las llamas del Juicio Final.
ANT. de SIR. - ¿Y de qué color es tu dama?
DRO. de SIR. - Oscura como el cuero de mis zapatos, pero suda de tal manera que
mis zapatos no podrían caminar sobre ese barro sin hundirse, habría
que usar zuecos.
ANT. de SIR. - El barro se puede limpiar con agua.
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DRO. de SIR. - No, mi señor, imposible; sudor y barro están bajo su piel. Ni el diluvio
de Noé podría llegar a limpiarlo.
ANT. de SIR. - ¿Cómo se llama?
DRO. de SIR. - Ana, señor, y con tres anas no se alcanzaría a medir de una cadera a
otra.
ANT. de SIR. - ¿Tan ancha es?
DRO. de SIR. - La distancia de la cabeza a los pies es igual a la de una a otra cadera.
Es una esfera, un globo como el mundo. En él cabrían todos los
países.
ANT. de SIR. - Vamos a verlo. ¿En dónde pondrías a Irlanda?
DRO. de SIR. - Pues seguro que en sus nalgas, por sus humedales.
ANT. de SIR. - ¿Dónde Escocia?
DRO. de SIR. - En la palma de la mano, por aridez y aspereza.
ANT. de SIR. - ¿Y Francia?
DRO. de SIR. - En su frente, por los cuernos; usted sabe, cómo los usan los
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franceses.
ANT. de SIR. - ¿E Inglaterra?
DRO. de SIR. - Creo que sobre su labio porque le agua salada que sale de sus
narices es como el Canal de la Mancha.
ANT. de SIR. - ¿Y España?
DRO. de SIR. - No la he visto, pero creo que en su boca por el mal aliento.
ANT. de SIR. - ¿Y América?
DRO. de SIR. - Seguro que en su nariz por la cantidad de granos y verrugas como
rubís y zafiros que recargan los galeones de sus fosas nasales.
ANT. de SIR. - ¿Y Bélgica y los Países Bajos?
DRO. de SIR. - ¡Oh, señor, no he ido tan abajo! Para terminar, esta sirvienta
embrujada asegura tener derechos sobre mí; me ha llamado Dromio,
ha jurado que yo estoy comprometido con ella, ha descrito las señas
que tengo en sitios privados de mi cuerpo: que tal mancha, que tal
lunar, que tal verruga. Aterrado y confuso escapé de ella como de
una bruja. De no ser por mi fe de acero, creo que ella me habría
convertido en un sapo, un perro o me habría hecho dar vueltas en rl
asador.
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ANT. de SIR. - Pues sigue tu carrera, llega al puerto.
Indaga si hay un barco para irnos.
No quiero pasar una noche más
en esta ciudad. Si encuentras un barco
que esté listo a zarpar, ve hasta el mercado,
para darme noticia,
allá estaré esperándote.
Todos dicen aquí conocernos muy bien,
y nosotros a nadie conocemos.
Yo creo que es prudente hacer nuestras maletas
y desaparecer lo más pronto posible.
DRO. de SIR. - Como el hombre que corre salvándose de un oso,
huiré para salvarme de esta terrible esposa. (Sale.)
ANT. de SIR. - Es una ciudad de brujas y de encantamientos.
Detesto a esa señora que me llama su esposo,
pero su linda hermana merece mis afectos.
Su rostro, sus palabras, su ingenio encantador
estuvieron a punto de encadenar mi ser,
perdiéndome a mí mismo. Para no serme infiel
taparé mis oídos a cantos de sirena.
(Entra Ángelo.)
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ÁNGELO - ¡Señor Antífolo!
ANT. de SIR. - Sí, ese es mi nombre.
ÁNGELO - ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Muy bien lo sé, señor!
Aquí está la cadena. Fue duro terminarla,
por eso mi demora, pero aquí está en sus manos.
ANT. de SIR. - ¿Y qué pretende que haga yo con esto?
ÁNGELO - ¡Ah, eso no lo sé! Yo cumplo su pedido.
ANT. de SIR. - Pues yo no la he encargado.
ÁNGELO - ¡Je, je, je! ¡Tan bromista el señor!
Si más de veinte veces me repitió el encargo.
Diríjase a su hogar y désela a su esposa.
Yo, por la tardecita, lo buscaré, seguro
de que me ha de pagar el precio de la joya.
ANT. de SIR. - Pero puedo pagársela en este mismo instante,
no sea que después no encuentre la cadena
ni tampoco el dinero.
ÁNGELO - No hay afán, no hay afán. Usted es hombre honesto.
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(Se va dejándole la cadena.)
ANT. de SIR. - Todo esto es muy extraño. Pero sé que sería
negarse a recibir -una gran tontería-
esta joya estupenda. Por este hecho entiendo
que aquí no hay que luchar para ganar sustento,
pues en la misma calle cualquiera te regala
objetos tan hermosos, o también te apuñala
de amor el corazón, hurtándote la vida.
Si hay un buque que zarpe me embarcaré en seguida.
Voy en busca de Dromio y a preparar la huida. (Sale.)
____________________________________
ACTO IV
Primera escena.
(Una plaza pública.)
(Entran Ángelo, el 2° Mercader y un oficial de Justicia.)
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MERCADER - Usted sabe, señor, que me debe esa suma
desde la Pascua de Pentecostés.
Desde entonces jamás lo he presionado
para que me cancele dicha suma,
y no lo haría ahora si no fuera
porque la necesito para un viaje
que he de emprender a Persia.
Le ruego, por lo tanto, me pague de inmediato
y si se niega a hacerlo pediré a este oficial
que al punto lo detenga.
ÁNGELO - No seré necesario llegar hasta ese punto.
Antífolo me debe dinero, cuyo monto
iguala al que le debo. Poco antes de encontrarnos
le entregué por mis manos una cadena a Antífolo.
Su precio he de cobrar hoy mismo, a las cinco.
Si usted, señor, se aviene, podrá venir conmigo
a la casa de Antífolo. Cancelará él su deuda,
yo pagaré la mía, y todos tan contentos.
(Entran Antífolo de Éfeso y Dromio de Éfeso.)
OFICIAL - Parece que se evitan el trabajo,
pues aquí llega Antífolo.
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ANT. de ÉFE. - (A Dromio de Éfeso.)
Mientras yo voy a casa del platero
cómprame un buen látigo.
Con él voy a premiar
a mi esposa y sus cómplices
por habernos cerrado
las puertas de mi casa.
¡Pero aquí está el platero!
¡Ve, ve, compra ese látigo
y llévalo a la casa!
DRO.de ÉFE. - Si no son para mí los latigazos
tendré gratis muy buena diversión. (Sale.)
ANT. de ÉFE. - Señor Ángelo, me dejó esperando
en casa de mi amiga su presencia
y la cadena que ella ya esperaba.
Tal vez usted pensó que mi encadenamiento
entre brazos y piernas de mi amiga
demoraría más tiempo, y su cadena
carecía de oficio, por eso no acudió.
ÁNGELO - Se encuentra muy alegre. Perdóneme mi ausencia.
Tengo aquí los papeles que registran el peso
en quilates de ley hasta el último gramo,
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y el precio de la hechura, lo cual asciende
a tres ducados más de lo que debo a este hombre.
Yo le agradecería con infinitas gracias
si me paga ya mismo, pues mi acreedor se embarca
y solamente espera mi pago para irse.
ANT. de ÉFE. - No tengo en mis bolsillos esa suma
y mis negocios me ocupan ahora.
Mas vayan a mi casa ustedes dos.
Entréguele a mi esposa la cadena
y dígale que pague este recibo.
Si apuro mis negocios quizá alcance
a encontrarme en mi casa con ustedes.
ÁNGELO - En ese caso es bueno que a su esposa
Usted mismo le entregue la cadena.
ANT. de ÉFE. - No, hágalo usted por si no llego a tiempo.
ÁNGELO - Se hará como usted dice, mas deme la cadena.
ANT. de ÉFE. - ¡Pero yo no la tengo! Usted es quien la tiene,
Y si no se la lleva no tendrá su dinero.
ÁNGELO - Vamos, señor, mi humor no está de bromas.
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Le ruego que me entregue la cadena.
El hombre tiene prisa de embarcarse.
El viento y la marea son propicios,
Me apena demorarlo tanto tiempo.
ANT. de ÉFE. - ¡Por Dios, ahora entiendo! Te vales de este hombre,
como tonta disculpa por haber incumplido
la cita concertada en casa de mi amiga.
No enviaste la cadena, me hiciste quedar mal,
y como las mujeres, cuando meten la pata,
al ataque te lanzas echándome la culpa.
MERCADER - ¡El tiempo pasa aprisa! Les imploro, señores
que dejen sus rencillas.
ÁNGELO - Mire su afán, señor.
Deme ya la cadena.
ANT. de ÉFE. - Dásela a mi mujer
y tendrás tu dinero.
ÁNGELO - Pero usted es consciente
de que yo se la di con toda seriedad,
en este mismo sitio, pocos minutos hace.
Envíe la cadena ya mismo a su esposa
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o mándele decir el fin de mi visita.
ANT. de ÉFE. - Sus enredos, señor, van demasiado lejos.
¿Dónde está la cadena? ¡Le exijo me la muestre!
MERCADER - Mi urgencia no permite soportar por más tiempo
esta burda comedia. (A Antífolo.) Le ruego que me diga,
señor, si va a pagar, pues si no quiere hacerlo
pondré al señor Ángelo con la Justicia a cuestas.
ANT. de ÉFE. - ¿Pero pagarle yo? ¿Y qué debo pagarle?
ÁNGELO - Lo que me está debiendo por hacer la cadena.
ANT. de ÉFE. - Cuando yo la reciba comenzaré a deberte.
ÁNGELO - ¡Se la entregué en sus manos, en este mismo sitio,
no hace más de una hora!
ANT. de ÉFE. - ¿A mí? ¡Estás completamente loco!
Y sostener tal cosa es insultarme.
ÁNGELO - Al negarlo me llama mentiroso
y con ello destruye mi crédito y mi honor.
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MERCADER - Señor oficial, pido que se arreste,
sin demora y disculpa a este señor.
OFICIAL - (A Ángelo.) Por el poder del Duque, señor, yo lo detengo.
Le ruego me acompañe sin protestar siquiera.
ÁNGELO - (A Antífolo.) Esto destruye mi reputación.
Dele al señor la suma que me debe
o pido al oficial que a usted también lo arreste.
ANT. de ÉFE. - ¡Pagar por algo que no he recibido!
Hazme arrestar, idiota, si te atreves.
ÁNGELO - (Al oficial dándole unas monedas.)
Aquí tiene el valor de las costas.
De acuerdo con la Ley yo solicito
que arreste a este señor por no pagar sus deudas.
OFICIAL - (A Antífolo.) Con todo mi respeto, señor, yo lo detengo.
Acaba de oír el requerimiento
ANT. de ÉFE. - Obedezco a la Ley, ya pagaré la fianza.
(A Ángelo.) Pero con usted, pícaro,
nos veremos las caras. Lo demandaré.
Todo el metal que tiene en su taller
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se le irá respondiendo a mi demanda.
ÁNGELO - La Justicia de Éfeso me favorecerá
sin duda. La humillación será suya.
(Entra Dromio de Siracusa.)
DRO. de SIR. - (A Antífolo de Éfeso.)
Mi señor, hay un buque en Epidamno
listo para zarpar. Mandé llevar a bordo
todas nuestras maletas. Además he comprado
aceite suficiente, bálsamo y aguardiente.
En la alegre ribera soplan vientos amables
para darse a la mar. Sólo están a la espera
de que nos embarquemos
el capitán, usted, señor, y yo.
ANT. de ÉFE. - ¿Qué es esto? ¿Estás chiflado?
¿Qué buque espera en Epidamno, imbécil?
DRO. de SIR. - El buque que me mandó a buscar para embarcarnos.
ANT. de ÉFE. - ¡Borracho miserable!
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Te ordené que compraras un buen látigo.
DRO. de SIR. - ¿De qué látigo me habla? Usted sólo me dijo:
“Indaga si hay un barco para irnos”.
ANT. de ÉFE. - Discutiremos eso con más calma,
tus orejas aprenderán a oír.
Ahora mismo buscarás a Adriana;
entrégale esta llave, dile que en mi bufete
hay una bolsa grande con ducados.
Dile que te la entregue porque estoy arrestado
y preciso dinero para pagar mi fianza.
¡Vete ya, idiota! Búscame en la cárcel.
(Al Oficial.) Estoy listo a seguirlo.
(Salen Mercader, Ángelo, Antífolo y el Oficial.)
DRO. de SIR. - ¿Ir a casa de Adriana, allí donde comimos?
¡Allí donde me espera la Maritornes esa,
esa que me reclama por esposo!
¡Es horrible pensar en otro abrazo suyo!
No tengo salvación, es el deber de un criado:
obedecer sin rechistar al amo. (Sale.)
________________________
59
Segunda Escena
Entran Adriana y Luciana.
ADRIANA - ¿Pero cómo es posible que mi amo haya vertido
esas crueles palabras en tu oído?
¿Observaste sus ojos cuando hablaba?
¿Sus labios eran firmes o temblaban?
¿Luchaban las pasiones en su rostro?
¿Su semblante era cruel o era benigno?
LUCIANA - Dijo que no tenías derechos sobre él.
ADRIANA - ¡Pues es una mentira que muestra que es indigno!
LUCIANA - Y después me ha jurado que él estaba de paso.
ADRIANA - El hombre es un perjuro que busca hacerme daño.
LUCIANA - Luego hablé en tu favor.
ADRIANA - ¿Y qué te contestó?
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LUCIANA - Pedí que te quisiera pero él pidió mi amor.
ADRIANA - ¿Qué te decía para conquistarte?
LUCIANA - Palabras que si hubieran contenido verdad
es posible que hubieran podido conmoverme.
Alabó mi hermosura…y mi conversación.
ADRIANA - ¿No fue que lo trataste con tu coquetería?
LUCIANA - Pero no te enfurezcas. Te lo suplico, cálmate.
ADRIANA - ¡Calma! No quiero, no puedo calmarme.
Mi corazón atónito está mudo,
mas soltaré mi lengua como látigo:
viejo, marchito, vicioso y ridículo.
Si su cuerpo es deforme, realmente
es más deforme lo que tiene en mente.
LUCIANA - ¿Y cómo sentir celos de hombre semejante?
No se debe llorar por un mal que nos deja.
ADRIANA - ¡Ah, es que siento por él amor y no lo digo!
Sin embargo quisiera que ante los ojos de otros
apareciera como un mal amigo.
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Por él mi corazón suspira, mas mi lengua
furiosa lo maldice.
(Entra Dromio de Siracusa corriendo con la llave en la mano.)
DRO. de SIR.- ¡Deprisa, el escritorio, mi señora,
la bolsa de la llave con ducados!
LUCIANA - ¿Pero qué dices? Vienes sin aliento.
DRO. de SIR.- Es por la carrera, me hace falta viento.
ADRIANA - ¿Dromio, dónde está tu amo? ¿Está bien, está sano?
DRO. de SIR.- Lo de sano, bien, pero bien guardado
en los Limbos del Tártaro,
que es peor que el infierno.
Guardado por un bárbaro
que tiene el corazón
revestido de acero,
un lobo muy feroz
que cierra los caminos
y en los pasos angostos
atrapa peregrinos
que se pasan de bobos.
Un sabueso gendarme
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que no pierde la pista
de los pobres deudores
y los mete a la cárcel
antes de que el juez
haga sus labores.
ADRIANA - ¿Pero qué estás diciendo?
DRO. de SIR.- Ni yo mismo lo entiendo.
Yo sólo entiendo esto:
que mi amo está muy preso.
ADRIANA - ¿Y cuál es el motivo?
DRO. de SIR. - Pues yo no lo conozco, sólo sé
que está muy detenido
y que pide de afán
los ducados que están
bajo un trapo escondidos
en su propio bufate.
con ellos pagará
al punto su rescate.
ADRIANA - Toma la llave, hermana, búscame los ducados. (Sale Luciana.)
Yo no estaba enterada de que tuviera deudas.
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¿Por eso es la condena?
DRO. de SIR.- Es por una cadena.
…¿Si oye cómo suena?
ADRIANA - ¿Qué suena? ¿La cadena?
DRO. de SIR.- ¡No, suena la campana
marcando ya la una!
Cuando deje al patrón
marcaba ya las dos,
pero es que en este sitio
el tiempo va al revés.
ADRIANA - Pero es una locura,
¿Dices que está retrocediendo el día?
DRO. de SIR.- Señora, no hay cordura
y el tiempo retrocede
con temor cuando llega
de pronto un policía.
(Entra Luciana con la bolsa de ducados.)
ADRIANA - Aquí están los ducados, llévalos, corre, vuela
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y tráete a tu amo de inmediato. (Dromio sale.)
Acompáñame, hermana, me siento descompuesta.
En mi mente combaten mi dicha y mi suplicio.
TERCERA ESCENA
Una plaza pública.
(Entra Antífolo de Siracusa )
ANT. de SIR. - La gente me saluda tal como si yo fuera
antiguo conocido. Me llaman por mi nombre,
me invitan a comer y me ofrecen dinero.
Unos me dan las gracias por dones que yo he dado,
hay otros que me ofrecen en venta muchos géneros.
Un sastre me hizo entrar en su negocio
me tomó medidas para un traje
con paños que ha comprado para mí.
Seguro esta ciudad es un lugar de hechizos
y está lleno de brujas como las de Laponia.
(Entra Dromio de Siracusa.)
DRO. de SIR. - Aquí están los ducados que me pidió trajera.
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¿Mas cómo se ha librado del perro cancerbero?
ANT. de SIR. - ¿De qué ducados me hablas? ¿Quién es el cancerbero?
DRO. de SIR. - No del que cuida las puertas del Infierno,
sino del que vigila las puertas de la cárcel,
ese que va vestido con pieles de becerro
y como un ángel malo lo agarró con sus garras
y lo llevó, señor, de pronto prisionero.
ANT. de SIR. - No te entiendo nada.
DRO. de SIR .- Pero, señor, si hablo claramente. A usted se lo llevó ese individuo
que se hincha como un globo cuando se acerca a uno, lo toma por el
codo y luego por el cuello y dice: “Usted no paga sus deudas, usted
está arruinado, pero yo, generoso, le doy posada gratis por toda su
vida”.
ANT. de SIR. - ¡Déjate ya de bufonadas! ¿Qué noticias me tienes de un barco que
pueda zarpar esta tarde?
DRO. de SIR. - Hace una hora le informé, señor, de un barco que sólo esperaba a
que nosotros nos embarcáramos para levar anclas, Pero el alguacil, a
ese me refería, nos obligó a cambiar de rumbo, y vez de al barco lo
mando, de bote en bote, al calabozo. Pero aquí le traigo los ducados
66
angélicos que le abrirán las puertas de la cárcel y lo llevarán afuera…
Pero…si ya está afuera
ANT. de SIR. - Este cretino se ha chiflado, y parece que yo también. Alucinados
deambulamos entre fantasmas ilusorios. ¡Que un dios propicio nos
saque de estas tierras!
(Entra una cortesana.)
CORTESANA - ¡Señor Antífolo, qué grato encuentro!
Veo que pudo encontrar al platero.
¿Es esa la cadena que me prometió?
ANT. de SIR. - ¡Vade retro, Satanás! ¡Te prohíbo que me tientes!
DRO. de SIR. - Señor, ¿esta madama es Satanás?
ANT. de SIR. - Es el Demonio.
DRO. de SIR.- Peor aún, es la mujer del diablo. Se nos presenta con figura de mujer
liviana, porque cuando una doncella dice: “¡Dios me condene!” es
como si dijera: “Que Dios haga de mí una mujer liviana. Está escrito
que ellas se aparecen a los hombres como ángeles de luz, de luz que
produce un fuego, el fuego quema: ergo, una liviana debe quemar
67
como el infierno, ergo: no te acerques a ella.
CORTESANA - Amigos míos, ustedes dos forman
Una pareja muy chistosa, siempre
haciendo bromas. Pero vengan conmigo,
tomaremos los postres del almuerzo.
DRO. de SIR. - ¡Señor, cuidado! Si va a comer con ella, seguro le servirá una papilla
como a los niños y por eso usted debe llevar una cuchara larga.
ANT. de SIR. - ¿Una cuchara larga, para qué?
DRO. de SIR.- Dice el refrán: “Quien cena con el diablo debe tener una cuchara
larga”.
ANT. de SIR. - ¡Atrás demonio! ¡Atrás hechicera!
¡Te conjuro y te ordeno que nos dejes
y que desparezcas!
CORTESANA - Basta ya de bromas. Devuélvame el anillo que le di cuando
almorzamos o, a cambio, deme la cadena que me prometió y me
evaporaré dejándolos en paz.
DRO. de SIR.- Hay diablos que sólo piden un uña, una paja, un mechón de pelo,
una gota de sangre, un alfiler, un corozo, pero esta es ambiciosa
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y le pide, ni más ni menos, que una cadena de oro. Pero, señor,
cuidado; si le da la cadena nos encadenará con ella.
CORTESANA - Señor Antífolo, se lo ruego, devuélvame el anillo o deme la cadena.
Yo sé que usted es incapaz de robarme.
ANT. de SIR. - ¡Vete, endriago! ¿Dromio, vámonos!
DRO. de SIR.- “Desaparece orgullo. Cuando el pavo real se voltea se le ve el culo”.
(Salen Antífolo de Siracusa y Dromio de Siracusa.)
CORTESANA - Ya no hay ninguna duda, Antífolo está loco,
porque solo eso explica que se comporte así.
Le entregué una sortija de cuarenta ducados
y me prometió a cambio la tal cadena de oro.
Ahora se desdice, se niega a concederme
la una ni la otra. Todo ese actuar furioso
que acaba de tener demuestra su locura.
Todo ese cuento absurdo de que su misma esposa
no le permitió entrar a su propia morada
confirma mis sospechas: es claro que la esposa
sabiendo sus accesos de locura furiosa
se negó a recibirlo. Pues lo que debo hacer
es ir hasta su casa, decirle a la señora
que en un acceso de esos se introdujo en mi casa,
de manera violenta me arrebató el anillo.
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Sí, esto es lo mejor, no puedo perder
debido a su locura mis cuarenta ducados. (Sale.)
Cuarta Escena.
Una calle.
(Entran Antífolo de Éfeso y el oficial de justicia.)
ANT. de ÉFE. - No se ponga nervioso, amigo mío,
no voy a huir, tranquilo.
Le daré como fianza
una suma igual a esa que me cobra
quien le pidió mi arresto.
Hoy mi esposa está de mal humor
y tal vez no ha creído,
de buenas a primeras,
que yo estaba arrestado.
Es algo no creíble.
Por eso la demora.
(Entra Dromio de Éfeso con un látigo.)
Pero aquí está mi criado
y con él el dinero.
¡Por fin te dejas ver, mi buen Dromio!
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¿Traes lo que te ordené que me trajeras?
DRO. de ÉFE. - Mi señor, le aseguro que con esto podrá cobrar todas las cuentas de
los que lo ofendieron. (Le entrega el látigo.)
ANT. de ÉFE. - ¿Pero qué es esto? ¿En dónde está el dinero?
DRO. de ÉFE. - ¿El dinero? Pues lo gasté en el látigo.
DRO. de ÉFE. - ¡Qué! ¿Quinientos ducados por una simple soga?
ANT. de ÉFE. - Por esa suma le compro quinientas.
DRO. de ÉFE. - ¿Para qué te envié a casa, cretino deslenguado?
ANT. de ÉFE. - Me envió a que comprara un látigo y aquí lo traigo.
DRO. de ÉFE. - Pues siente como sirve. (Lo golpea con la “soga” .)
OFICIAL - ¡Deténgase, señor! Debe ser más paciente.
ANT. de ÉFE. - El paciente soy yo por esto que padezco.
OFICIAL - ¡Tú, ten tu lengua quieta!
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DRO. de ÉFE. - ¡Pídale a él quietud en sus furiosas manos!
ANT. de ÉFE. - ¡Tú, hijo de la gran puta, has perdido el sentido!
DRO. de ÉFE. - Si lo hubiera perdido no sentiría los golpes.
ANT. de ÉFE. - Lo sientes como el asno que sólo así obedece
DRO. de ÉFE. - Si soy un poco asno, señor, es culpa suya:
desde que era chiquito jaló de mis orejas.
(Al Oficial.) Desde que nací he sido su sirviente y sólo he recibido
golpes como pago. Cuando tengo frío me calienta pegándome;
cuando tengo calor me refresca con golpes; con golpes me despierta
cuando duermo; con golpes me para cuando estoy sentado, cuando
me saca de la casa y cuando vuelvo. Es la suerte que llevo a mis
espaldas como el mendigo carga su miseria y que seguiré cargando
cuando anciano tenga que mendigar mi pan de puerta en puerta.
(Entran Adriana, Luciana, la Cortesana, Pinch y ayudantes.)
ANT. de ÉFE. - ¡Aquí llega mi esposa!
DRO .de ÉFE. - Señora, cuidado; réspice finem, piense en el final de su vida. O mejor
como profetizaba el loro: “Cuidado con la soga”.
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ANT. de ÉFE. - ¡Cállate de una vez por todas! (Lo golpea.)
CORTESANA - (A Adriana.) ¿Qué piensa? ¿No está loco?
ADRIANA - Sí, y su grosería conmigo lo confirma.
Querido doctor Pinch, usted es exorcista,
expúlsele el demonio que lo perturba así.
Y si lo logra, pídame lo que usted considere
en pago a sus servicios que yo se lo daré.
LUCIANA - ¡Dios santo! ¡Su semblante de cólera es feroz!
CORTESANA - ¡Su cuerpo tiembla con su locura insana!
PINCH - (A Antífolo.) Señor, deme la mano. Su pulso estimaré.
ANT. de ÉFE. - (Lo golpea en la mano.)
¡Ya probarás mi mano también en tus orejas!
PINCH - (Con grave entonación.)
¡Inmundo Satanás, abandona este cuerpo
que has hecho tu morada! ¡Te ordeno que ya salgas,
que huyas aterrado por santas oraciones!
¡Te conjuro, demonio: regresa a las tinieblas
ardientes de tu reino! ¡ Sal fuera, te lo ordeno
73
por la voz de los santos que moran junto a Dios!
ANT. de ÉFE. - ¡Cállate tú, vejestorio inservible!
¡Yo no estoy poseído por ningún Satanás!
ADRIANA - ¡Ay, quisieran los cielos que eso fuera verdad!
ANT. de ÉFE. - ¿Son estos, preciosa, los que estaban contigo?
¿Este tipejo de pálido rostro
devoraba en mi mesa, divertido, mis viandas,
mientras tú me cerrabas, de manera insolente,
las puertas de mi casa?
ADRIANA - Esposo, tu bien sabes que comiste en tu casa
y si hubieras permanecido en ella
no estarías en esta situación oprobiosa.
ANT. de ÉFE. - ¿Qué he comido en mi casa? Dromio, imbécil,
tú eres mi testigo. ¿Qué dices a todo esto?
DRO. de ÉFE. - Para ser verdadero debo decir que mi señor
no ha comido en su casa.
ANT. de ÉFE. - ¿No es acaso verdad
que me cerró la puerta y me negó la entrada?
DRO.de ÉFE. - Sí, ciertamente le cerró las puertas
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ANT. de ÉFE. - ¿Y que me rechazo con lenguaje insultante?
DRO.de ÉFE. - Sans fable, sí, con lenguaje insultante.
ANT. de ÉFE. - ¿De mí no se ha burlado su gorda cocinera?
DRO.de ÉFE. - Certes, ella lo hizo, mas sin embargo se trata
de la vestal purísima que guarda la cocina.
ANT. de ÉFE. - ¿Y no me fui de allí con gran indignación?
DRO.de ÉFE. - Sí, con terrible cólera; de ella pueden dar fe
mis huesos que han sentido sus iracundos golpes.
ADRIANA - Doctor Pinch, me parece que para controlar
su chifladura es bueno llevarle la corriente.
PINCH - Ese es un buen dictamen. Observen como el criado
ha acertado en el quid: pues ha calmado al hombre
respondiéndole que sí a todas sus preguntas.
ANT. de ÉFE. - (A Adriana.) Y tú, seguro diste dineros al platero
para que el miserable pidiera mi captura.
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ADRIANA - ¡Ay, no! Te envié el dinero que mandaste pedirme
Para pagar tu fianza. Te lo mandé con Dromio.
DRO. de ÉFE. - ¿Qué usted me dio dinero, señora? A lo sumo
me dio buenas palabras, pero lo que es dinero
ni siquiera el olor. Créame, mi señor.
ANT. de ÉFE. - ¿Acaso no te mandé que fueras de mi parte
para que te entregara la bolsa con ducados?
ADRIANA - Y yo se lo entregué.
LUCIANA - De ello soy testigo.
DRO. de ÉFE. - Pues tomo por testigo a Dios y al vendedor de sogas
de que usted, señor, sólo me envió a comprar un látigo.
PINCH - Amo y criado, señora, por muy malignas fuerzas
han sido poseídos. Se nota en sus semblantes
amarillos, mortuorios. Es necesario atarlos
y encerrar a los dos en una oscura celda.
ANT. de ÉFE. - (A Adriana.) ¿Por qué me has impedido el acceso a mi casa?
(A Dromio.) ¿Y tú, vil, por qué niegas el haber recibido
la bolsa con ducados?
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ADRIANA - ¡Por Dios, esposo mío,
jamás yo te he negado que entraras a tu casa!
DRO. de ÉFE. - Y yo jamás, señor, recibí bolsa alguna,
pero sí soy testigo de que hoy mi señora
le prohibió la entrada.
ADRIANA - ¡Esclavo repugnante! ¡En las dos cosas mientes!
ANT. de ÉFE. - ¡Y tú mientes en todo, prostituta asquerosa!
¡Te has confabulado con toda esta canalla
para hacer de mí objeto de burla y de desprecio!
¡Pero con estas uñas arrancaré tus ojos
que pérfidos se alegran de verme sometido
a tan indignos tratos!
ADRIANA - ¡Por Dios, auxilio, átenlo!
¡No dejen que me toque!
PINCH - ¡Socorro, más ayuda!
¡Socorro, hay que vencer la fuerza del demonio!
LUCIANA - ¡Ay, ay, pobre infeliz, qué demudado está!
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(Entran varios hombres y atan a Antífolo de Éfeso.)
ANT. de ÉFE. - ¡Ya sé, quieren matarme, quedarse con mis bienes!
¡Oficial, su deber: yo soy su prisionero
y debe protegerme!
OFICIAL - En efecto. Señores: ordeno que al instante
dejen libre al señor, él es mi prisionero
y no pueden llevárselo.
PINCH - (Señalando al Oficial.) ¡Amarren a este hombre!
¡También es poseído por fuerzas infernales!
ADRIANA - Oficial insensato, ¿está feliz de ver
cómo un hombre, mi esposo, se degrada a sí mismo
y a la vista de todos se deshonra y se mata?
OFICIAL - Con todos mis respetos, mi señora, el señor
ha sido detenido por deudas no pagadas.
Si dejo que se vaya yo seré el responsable
de la suma que debe.
ADRIANA - Yo pagaré la deuda.
Que el acreedor diga cuánto debo pagarle.
Querido doctor Pinch, le encargo a mi marido;
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condúzcalo a mi casa, vean que esté seguro.
¡Ah, tristísimo día!
ANT. de ÉFE. - ¡Ah, tristísima puta!
DRO. de ÉFE. - Mi señor, estas cuerdas estrechan nuestros lazos
y le sirvo en con-fianza.
ANT. de ÉFE. - ¡Miserable, ya cállate!
¿Por qué me has vuelo loco con groseras mentiras?
DRO. de ÉFE. - Ya que está maniatado se debe aprovechar.
¡Siga loco, señor, y como loco grite:
“¡El diablo me ha endiablado!”.
LUCIANA - Que el cielo nos ayude. ¡Qué disparates dicen!
ADRIANA - ¡Que se los llevan ya! Hermana, ven conmigo.
(Salen Pinch y sus ayudantes llevando a Antífolo de Éfeso y a Dromio
de Éfeso.)
Ahora, Oficial, dígame ¿por instancias de quién
lo tenía arrestado?
OFICIAL - A instancias de un orfebre, cuyo nombre es Ángelo.
¿Lo conoce, señora?
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ADRIANA - Sí señor, lo conozco.
¿Qué suma se le adeuda?
OFICIAL - Son doscientos ducados.
ADRIANA - ¿Y cuál es la razón?
OFICIAL - Una cadena de oro
que ha entregado a su esposo.
ADRIANA - En efecto, mi esposo
le encargó una cadena para regalármela,
pero yo, hasta el momento no he recibido nada.
CORTESANA - Ya le dije señora: su esposo entró a mi casa
hoy mismo, a medio día; con furiosa locura
me arrebató un anillo, que ahora mismo he visto
colocado en su mano. Un poquito más tarde
me lo encontré en la calle, de su cuello colgaba
una cadena de oro.
ADRIANA - Usted lo está afirmando,
pero yo no la he visto. Oficial, acompáñeme
al taller del orfebre, deseo de inmediato
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aclarar este asunto.
(Entran Antífolo de Siracusa y Dromio de Siracusa con las espadas desenvainadas.)
LUCIANA - ¡Socórrenos, oh Dios!
¡Se soltaron y vienen!
ADRIANA - ¡Desnudas las espadas!
Hay que pedir refuerzos
para atarlos de nuevo.
OFICIAL - ¡Carajo, ya no hay tiempo.
Huyamos que nos matan! (Todos salen corriendo.)
ANT. de SIR. - Parece que a las brujas no gustan las espadas.
DRO. de SIR. - Y la que se empeñaba en ser su esposa
se escapó sin escoba ya mismo en un revuelo.
ANT. de SIR. - Vamos a la posada por nuestros equipajes.
DRO. de SIR. - Me gustaría quedarme, señor por esta noche. Es seguro que esta
caterva brujeril no se atreverá a hacernos daño. De resto, todo el
mundo nos trata con mucha cortesía; hasta le han regalado una
cadena de oro. Le aseguro, señor, que es una ciudad de buena gente;
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si no fuera por esa señora de culo tan grande como el mundo que en
la cocina me exige ser su marido, contento me quedaría a vivir aquí, y
hasta me volvería hechicero.
(Salen.)
ACTO V
Única Escena.
Calle delante de una abadía.
(Entran Ángelo y el segundo mercader.)
ÁNGELO - Señor, lamento mucho causarle este retraso
para iniciar su viaje, pero yo le aseguro
que entregué la cadena al caballero Antífolo,
así él, desvergonzado, le diga lo contrario.
MERCADER 2 - ¿De qué reputación goza ese señor en Éfeso?
ÁNGELO - Excelente, su crédito no tiene ningún límite.
Él es tan apreciado como el que más en Éfeso
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Con sólo su palabra le hubiera fiado antes
todo lo que poseo.
MERCADER 2 - Hable más bajo, creo que es él el que se acerca.
ÁNGELO - ¡Sí, es el mismo y lleva la cadena!
Voy a hablarle para aclarar las cosas.
(Entran Antífolo de Siracusa y Dromio de Siracusa.)
¡Salud, signor Antífolo, quisiera
comprender la razón de su conducta,
con la cual ha causado grave daño
a mi buen nombre y a su reputación.
Cuando negó, con juramento y cólera,
el haber recibido de mis manos
esa cadena de oro que ahora lleva
tan ostentosamente, ocasionó,
además de los gastos, el escándalo
y el vergonzoso arresto, gran perjuicio
a este señor que es muy amigo mío,
pues por su conducta, señor, no pudo
embarcarse hoy cual lo tenía pensado.
¡La cadena la recibió de mí!
¿Se atreve aún a continuar negándolo?
ANT. de SIR. - De usted la recibí.
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¿Ante quién lo he negado?
MERCADER 2 - ¡Ante mí, señor, y lo hizo jurando!
ANT. de SIR. - Señor, no lo conozco. Desvaría.
MERCADER 2 - ¡Miserable farsante! ¡Vergüenza de lo humano!
No debes convivir con los hombres honrados.
ANT. de SIR. - Es un granuja al ofenderme así.
estoy dispuesto a defender mi honor
en este mismo instante si se atreve
a repetir sus infames palabras.
MERCADER 2 - ¡Pues me atrevo y acepto el desafío!
(Desenvainan sus espadas.)
(Entran Adriana, Luciana, la Cortesana y otros.)
ADRIANA - ¡Por Dios, deténganse, no le hagan daño!
Está loco. Con precaución desármenlo,
átenlo de nuevo, también a Dromio,
y llévenlos de vuelta, con cuidado, a mi casa.
DRO. de SIR. - ¡A correr, patrón! ¡Busquemos refugio
en esa abadía o nos dejan fritos!
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(Antífolo de Siracusa y Dromio de Siracusa entran a la abadía . Aparece la Abadesa .)
ABADESA - ¡Paz, paz! Apacígüense, buenas gentes.
¿Por qué el tropel delante de mi casa?
ADRIANA - Para sacar de allí a mi pobre esposo;
La razón se le ha ido. Deseamos
atarlo fuertemente y conducirlo
a mi casa, donde lo atenderemos.
Permítanos entrar, buena señora.
ÁNGELO - Lo sospechaba: ese hombre está chiflado.
MERCADER 2 - Siento pena de haberlo amenazado.
ABADESA - ¿Desde cuándo se encuentran perturbado?
ADRIANA - Durante la semana se ha mostrado
muy triste, melancólico, sombrío,
pero sólo hasta hoy su enfermedad
se ha mostrado con todo su furor.
ABADESA - ¿Tuvo alguna gran pérdida en el mar?
¿Llevó su amor por sendas pecadoras,
peligro al que se exponen hoy en día
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los jóvenes que dan a sus miradas
la libertad que excede todo límite?
Di: ¿cuál de esas desgracias ha sufrido?
ADRIANA - ¡Ninguna! …
Pero, ahora que lo pienso puede ser
una infiel amistad que lo alejaba
de sus sagrados nexos conyugales.
ABADESA - Debiera usted haberlo reprendido.
ADRIANA - Lo hice.
ABADESA - Bien. ¿Pero severamente?
ADRIANA - Tanto cuanto mi natural pudor
me ha permitido hacerlo.
ABADESA - ¿Pero sólo en privado?
ADRIANA - No. Algunas veces también lo hice en público.
ABADESA - Pero no con la frecuencia debida.
ADRIANA - Era el tema constante de la vida
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conyugal: en la cama mis reproches
le espantaban el sueño, y en la mesa
cerraban su apetito. Estando solos
ese era el tema: su infidelidad.
Solos o acompañados siempre hacía
alusión a su vil comportamiento.
ABADESA - Ahí está, justamente la razón
de que haya enloquecido el caballero.
Una mujer celosa y sus lamentos
contienen más veneno que un mordisco
de un perro poseído por la rabia.
Tus constantes sarcasmos le han quitado
el refugio reparador del sueño,
por eso se ha dañado su cerebro.
Sus comidas has sido sazonadas
por una mala leche que produce
indigestiones, pesadillas, fiebre,
y la fiebre es un signo de locura.
Tus quejas y reclamos han turbado
los momentos ansiados de descanso.
La falta de placeres origina
negra melancolía que es la madre
de una angustia inconsolable que arrastra
tras de sí la desordenada turba
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de los tristes pesares, enemigos
de la vida. No existe ser viviente.
hombre o bestia que, privado del sueño
- bálsamo del alma – del alimento,
de la diversión, no se vuelva loco.
Sus ataque de celos son culpables
de que su esposo haya perdido el juicio.
LUCIANA - Siempre lo ha reprendido blandamente,
aún en medio de sus arrebatos
brutales y groseros. ¿Por qué, hermana,
sin responder aguantas las censuras
que injustamente te hace esta señora?
ADRIANA - Es que escucho la voz de mi conciencia…
Señores, entren a la casa y tráiganlo.
ABADESA - ¡No! ¡Nadie podrá entrar en la abadía.
ADRIANA - Entonces que sean sus servidores
los que traigan afuera a mi marido.
ABADESA - Tampoco. Él se ha acogido a este santuario
buscando protección. Se lo daré
cuando haya recobrado la razón,
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o resulten fallidos mis esfuerzos.
ADRIANA - Debo ser la enfermera de mi esposo.
Permita que a mi casa me lo lleve.
ABADESA - Calma, señora. No saldrá de aquí
sin que intente curarlo con remedios
que tenemos: bebedizos mezclados
con santas y eficientes oraciones.
Es un deber caritativo propio
de la Orden a la que pertenezco.
Retírense, pues, déjenlo conmigo.
ADRIANA - No voy a abandonar a mi marido.
No está bien que usted, como religiosa
pretenda separar a los esposos.
ABADESA - Calma. Vete. No puedes convencerme. (Sale la Abadesa.)
LUCIANA - De este atropello, pon la queja al duque.
ADRIANA - Me arrojaré a sus pies y con mis lágrimas
le rogaré ordene a la abadesa
que me entregue, sin más, a mi marido.
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MERCADER 2 - Ya van a ser las cinco de la tarde.
El Duque pasará por este sitio
en camino hacia el Valle del Dolor.
ÁNGELO - ¿Y para qué?
MERCADER 2 - Según lo he oído
van a decapitar a un siracusano
que, irrespetando nuestras leyes, tuvo
la mala suerte de llegar aquí.
ÁNGELO - ¡Pero miren: el Duque ya se acerca!
LUCIANA - Hermana, de rodillas ante el Duque.
(Entran el Duque con su séquito; Egeonte con la cabeza descubierta; el Verdugo y otros oficiales de justicia,)
EL DUQUE - Léase de nuevo el bando que anuncia
que este reo podrá salvar su vida
si hay algún hombre que pague la multa
que le impuso la ley. Esto demuestra
la buena voluntad que le tenemos.
ADRIANA - (Arrodillándose a los pies del Duque.)
¡Venerado Duque, imploro justicia!
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Justicia contra Emilia, la Abadesa.
EL DUQUE - La Abadesa es persona virtuosa y respetable.
Me parece imposible que le haya dado a usted
motivo suficiente para una justa queja.
ADRIANA - Permítame, señor , hablar. Antífolo,
mi esposo, ha sido víctima, en este aciago día
de un ataque furioso de locura.
Seguido por su criado, tan loco como él,
se ha lanzado a la calle maltratando a la gente;
violentando sus casas ha tomado sus joyas
y sortijas, y cuanto su furor codiciaba.
Logré hacer que lo ataran y llevaran a casa;
pero mientras yo iba por diferentes sitios
reparando los daños que él había producido,
no sé de qué manera burló la vigilancia
al igual que su criado. Cegados de furor,
con las espadas en mano, llegaron a nosotros
y nos acometieron haciéndonos huir.
Asustadas, pedimos refuerzos y vinimos
para atarlos de nuevo. Al verse rodeados
entraron precipitadamente en la abadía.
Quisimos perseguirlos. Entonces la Abadesa
nos impidió la entrada cerrándonos las puertas,
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y aduciendo curarlo, se niega a entregármelo.
Muy poderoso Duque, dígnese ordenarle
que me entregue a mi esposo con el fin de que pueda
llevarlo a nuestro hogar, donde lo cuidaremos
y le administraremos correctos exorcismos.
EL DUQUE - El caballero Antífolo me ha prestado servicios
notables en la guerra. Que llamen a la puerta.
Díganle a la Abadesa que venga a hablar conmigo.
Arreglare este asunto. Después continuaremos
con el penoso oficio que estaba programado.
(Entra un criado.)
CRIADO - ¡Mi señora, huya, escape! ¡Mi patrón y su criado
furiosos andan sueltos! Primero le pegaron
a todos en la casa.
Después ataron con sus propias sogas
al sabio doctor Pinch y le quemaron
su barba con tizones, y cada vez que ardía
apagaban el fuego lanzándole agua sucia.
Mi amo le decía: ”Paciencia, doctor Pinch”,
mientras que el criado Dromio, con filosas tijeras,
riendo, se ocupaba en cortarle el pelo,
igual a como lo hacen con los locos.
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Si no mandan auxilio, seguro acabarán
con la vida de ese sabio exorcista.
ADRIANA - ¡Cállate, imbécil! Tu amo, lo mismo que su criado,
se encuentran escondidos en aquella abadía.
CRIADO - ¡Por mi vida, señora, muy cierto es lo que digo
pues acabo de verlos! Apenas tuve tiempo
de venir a avisarle. Con grandes gritos mi amo
la busca por la casa, jura que si la agarra
le arrancará toda la piel del rostro. (Se escuchan gritos.)
¡Mi señora, escape que ahí viene!
ADRIANA - ¡Ayyy! ¡Ese es mi marido! Duque, usted es testigo:
Satán le dio del don de estar en dos partes;
hace un instante entró en esa abadía
y ahora aparece por el otro lado.
(Entran Antífolo de Éfeso y Dormio de Éfeso.)
ANT. de ÉFE. - ¡Pido justicia, bondadoso Duque!
Por todas las heridas y la sangre
Qque derrame por ti en pasadas guerras,
te suplico justicia.
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EGEONTE - (Aparte.) ¿El horror a la muerte me enloquece
o es verdad lo que veo? ¿Acaso ese hombre
no es mi hijo Antífolo … y su esclavo Dromio?
ANT. de ÉFE. - Querido soberano, que Justicia
castigue a esa mujer que, en tu poder,
me diste por esposa, pues maligna
me ha llenado de ultrajes y deshonras,
hasta un punto insufrible para un hombre.
EL DUQUE - Explica cómo y se te hará justicia.
ANT. de ÉFE. - Hoy me cerró las puertas de mi casa
porque estaba a manteles con hombres disolutos.
EL DUQUE - ¡Falta grave! (A Adriana.) Contesta: ¿es cierto lo que dice?
ADRIANA - ¡Mentira, mi señor! Al medio día
ha comido conmigo y con mi hermana.
Por mi alma yo le juro que es falso lo que afirma.
LUCIANA - Que no vean mis ojos más la luz,
que el sueño no visite más mi lecho,
si hay algo de mentira en sus palabras.
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ÁNGELO - Mienten las dos, y haciéndolo perjuran.
En esto, verdad dice el pobre loco.
ANT. de ÉFE. - Mi señor, no estoy loco. En lo que digo
no me perturba el vino ni la cólera,
aunque las ignominias que me han hecho
hubieran vuelto loco a cualquier hombre.
Hoy, cuando fui a almorzar, esa mujer
me prohibió la entrada. Hay testigos,
pues Ángelo, el orfebre, estaba ahí.
Él podría respaldar lo que yo digo,
mas sé que no lo hará, pues se volvió
de esa mujer infame, torpe cómplice.
Él fue a buscar una cadena de oro
que yo le había encargado;
acordamos que me la llevaría
al Puerco Espín, en donde Baltasar
y yo comimos. Viendo que el orfebre
no cumplía la cita fui a buscarlo.
Me lo encontré en la calle. Falaz, juró
que ya me había dado la cadena.
Lo acompañaba este señor (Por el Comerciante.) testigo
de los hechos. El pérfido joyero
me pidió que le diera de inmediato
el costo del collar y, como es lógico,
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no acepté su exigencia. Llamó entonces
a un gendarme y, de forma perentoria,
le pidió que me llevara a la cárcel.
No me rebelé; le pedí a mi criado
que trajera de mi casa una bolsa
con ducados para pagar mi fianza.
Pero volvió, el imbécil, con un látigo.
Supliqué al oficial me acompañara
hasta mi casa, pero en el camino
encontré a mi mujer y a mi cuñada,
seguidas por una cuadrilla infame.
Un tal “doctor” Pinch, un brujo charlatán,
de rostro blanco y cuerpo de esqueleto,
que se precia de adivinar la suerte,
un típico cadáver ambulante
que haciendo payasadas de exorcista
dictaminó patético que yo
estaba poseído por el diablo.
La turba se arrojó sobre nosotros,
nos amarró, - ¡qué afrenta! - y nos condujo
a una lóbrega celda de mi casa.
Allí, desesperado, con mis dientes
rompí las cuerdas que me sujetaban,
desamarré a mi criado y escapamos.
Presuroso he venido ante Su Gracia
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para implorarle se me haga justicia
por las afrentas e indignos ultrajes
de los que he sido inocente víctima.
ÁNGELO - Magnánimo Señor, puedo dar fe
de dos cosas de todo lo que él dice:
lo primero: él no comió en su casa.
Y segundo: se le negó la entrada.
EL DUQUE - ¿Pero usted le entregó la tal cadena?
ÁNGELO - Se la entregué, señor; y la llevaba
colgando de su cuello cuando entró
en la abadía. Todos vimos eso.
MERCADER 2 - Además, y puedo jurarlo, usted
aceptó que tenía la cadena
después de haber jurado lo contrario.
Fue entonces cuando yo, enfurecido
por tanta desvergüenza, desenvainé
y usted, señor, corrió a la abadía.
ANT. de ÉFE. - ¡Jamás he entrado allí ni he visto la cadena,
ni usted me ha amenazado con su espada!
Pongo a Dios por testigo de que todo
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de lo que aquí se me acusa es mentira.
EL DUQUE - ¿Qué enredo laberíntico formaron!
Me parece que todos han bebido
de la copa de Circe, la hechicera
que todo lo transmuta. Si él hubiera
entrado a la abadía, allí estaría;
y si estuviera loco, no podría
alegar por su causa de manera
tan sensata. (A Adriana.) Usted, señora, dice
que él sí comió en su casa. Sin embargo,
el platero, aquí presente, lo niega.
(A Dromio.) ¿Usted qué dice, pícaro?
DRO. de Éfe. - Señor, él comió en la posada del Puerco Espín
con aquella… persona. (Señalando a la Cortesana.)
CORTESANA - Es cierto, y me ha quitado de mi dedo
la sortija que ahora tiene en su mano.
ANT. de ÉFE. - Es verdad, monseñor; me la dio ella.
EL DUQUE - (A la Cortesana.) ¿Usted vio cuando entraba en la abadía?
CORTESANA - Sí, monseñor. Tan claro como ahora
veo a su Señoría.
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EL DUQUE - Todo esto es muy extraño…
¡Hagan que se presente la Abadesa!
Todos ustedes me parecen locos. (Sale un servidor del Duque.)
EGEONTE - Muy poderoso Duque,
permita que yo hable.
Creo que, si mis ojos no me engañan
estoy viendo a un amigo que podrá,
espero, pagar por mi rescate
salvándome la vida.
EL DUQUE - Habla, siracusano.
EGEONTE - (A Antífolo de Éfeso.)
¿No es, acaso, señor, su nombre el de Antífolo?
¿Y ese, su esclavo, no se llama Dromio?
DRO. de Éfe. - Pues hace unos momentos
era un esclavo amarrado;
mas mi amo, libertario,
¡y con sus propios dientes!
cortó mis ataduras.
Ahora yo soy Dromio,
esclavo liberado.
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EGEONTE - ¿No recuerdas haberme visto antes?
DRO. de Éfe. - El verlo atado me hace recordar
los lazos que tuvimos hace poco.
¿Usted es paciente del doctor Pinch?
EGEONTE - Me observas como si fuera un extraño,
y, sin embargo, me conocen bien.
ANT. de ÉFE. - Buen hombre, nunca antes lo había visto.
EGEONTE - ¡Ah! ¿Tanto me han cambiado los pesares
desde la última vez en que nos vimos?
Es posible que la mano del tiempo
que todo lo transforma, haya cambiado
de tal modo mi rostro. Sin embargo,
dime: ¿no reconoces esta voz?
EGEONTE - En verdad, no, señor.
EGEONTE - ¿Ni tú tampoco, Dromio?
DRO. de Éfe. - Lo mismo le respondo.
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EGEONTE - ¡Pero sí, tienes que reconocerla!
DRO. de Éfe. - ¿Y por qué yo, señor?
Cuando un esclavo niega alguna cosa,
aunque mienta, se le debe creer.
EGEONTE - ¡No reconocen mi voz! ¡Ah, tiempo despiadado¡
En el exiguo lapso de siete años
has roído mi voz de manera tan fiera
que ni mi propio hijo puede reconocerla.
El imbatible y cruel invierno de los años
ha secado mi faz, ocultando en su nieve
arrugas de mi cara, congelado en mis venas
el río de mi sangre; pero, a pesar de todo,
en mi vejez oscura persiste todavía
un rayo de memoria. Mi lámpara se extingue
pero débil, alumbra. Mis oídos escuchan
con claridad lejana. Estos viejos testigos,
que sé que no me engañan, me dicen con certeza
que eres tú, Antífolo, mi hijo recobrado.
ANT. de ÉFE. - Jamás en mi vida he visto a mi padre.
EGEONTE - Recuerda, mi muchacho: siete años nos separan
de aquel triste momento cuando nos despedimos
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en Siracusa… pero, tal vez ya lo comprendo:
te sientes deshonrado al verme en este estado.
ANT. de ÉFE. - El Duque y todos los que me conocen
pueden atestiguar de que jamás
he puesto yo mis pies en Siracusa.
DUQUE - Desgraciado señor, desde hace ya veinte años
he sido protector del caballero Antífolo.
En todos estos años no estuvo en Siracusa.
Es claro que tus años y el peligro de muerte
han perturbado mucho tu razón y tu juicio.
(Entra la Abadesa. La siguen Antífolo de Siracusa y Dromio de Siracusa.)
ABADESA - Muy poderoso Duque, puede ver aquí a un hombre
que ha soportado ultrajes por él no merecidos.
(Todas las miradas se dirigen a Antífolo de Siracusa.)
ADRIANA - ¡¨Según mis ojos tengo dos maridos!
DUQUE - Alguno de estos hombres
debe ser el espíritu del otro.
(Señalando a los dos Dromios.)
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Lo mismo sucede con estos dos.
¿En dónde está el espíritu? ¿En dónde, la materia?
DRO. de SIR. - ¡Monseñor, Dromio soy yo!
Ordene, por favor, que aquel desaparezca.
DRO. de ÉFE. - ¡Monseñor, yo soy Dromio!
Permite que me quede.
ANT. de SIR. - ¿Y tú eres Egeonte, amado padre,
o eres su fantasma?
DRO. de SIR. - ¡Mi querido patrón!
¿Pero quién lo ha cargado de cadenas?
ABADESA - Quienquiera lo haya atado, yo voy a liberarlo.
Su libertad será recobrar lo perdido. (Lo desata.)
Ahora, anciano, habla. Dime si eres
aquel que en otro tiempo fue mi esposo,
que casó con mujer llamada Emilia,
cuyo fecundo seno te entregó
a dos gemelos. Si eres Egeonte,
háblame y reconoce en mí a tu esposa.
EGEONTE - Y si esto no es un sueño…¡Eres Emilia!...
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Y si tú eres Emilia, dime entonces
¿dónde está el hijo que abrazado a ti
quedó flotando en el fatal madero?
ABADESA - Al niño y a mí, como al otro Dromio,
nos rescataron gente de Epidamno.
Poco tiempo después,
violentos pescadores de Corinto
a la fuerza raptaron a los niños.
Nunca volví a saber de ellos nada.
La Fortuna me puso en este sitio.
DUQUE - Bien, ya comienza a confirmarse el cuento
Que esta mañana nos narró Egeonte…
Sí, dos Antífolos tan parecidos,
Esos dos Dromios de una sola cara,
El naufragio que en varias ocasiones
Me ha contado con llanto la Abadesa…
No cabe duda alguna de que ustedes
Son el padre y la madre de estos hijos.
Ahora casualmente se reencuentran…
Antífolo, cuando llegaste a Éfeso
¿venías de Corinto?
ANT. de SIR. - No señor,
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no, yo provenía de Siracusa.
DUQUE - ¡Bueno! Ustedes vayan a la derecha,
Y ustedes dos colóquense a la izquierda.
Creo que así podre diferenciarlos.
ANT. de EFE. - Yo soy el que venía de Corinto.
DRO. de EFE. - ¡Y yo llegué con él!
ANT. de EFE. - Arrivé a esta ciudad acompañando
a ese glorioso guerrero, su tío,
el duque Menafón.
ADRIANA - ¿Cuál de ustedes comió conmigo hoy?
ANT. de SIR. - Fui yo, hermosa señora.
ADRIANA - ¿Y no eres mi marido?
ANT. de EFE. - Él no. Lamento así desengañarte.
ANT. de SIR. - También yo debo hacerlo con pesar
porque fue usted, señora, quien me dio
tan amoroso título. (A Luciana.) Lo mismo
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pasó con esta bella dama, quien
me tituló cuñado. Ahora espero,
si lo que está ocurriendo no es un sueño,
que me permita sostener lo que antes
le dije con pasión de amor sincero.
ÁNGELO - (A Antífolo de Siracusa:)
Veo que tiene puesta la cadena
que le entregué yo mismo.
ANT. de SIR. - Sí señor.
¿Pero por qué lo dice? No lo niego.
ANT. de ÉFE. - Y usted, señor, me hizo arrestar por ella.
ÁNGELO - Así fue, no lo niego.
ADRIANA - (A Antífolo de Siracusa.) Yo, con Dromio
te envié los ducados que me pedías
para pagar la fianza, pero creo
que el pícaro no te los entregó.
DRO. de ÉFE. - ¡A mí no me dio nada!
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ANT. de SIR. - Yo recibí,
de manos de este Dromio, los ducados
que usted le entregó para entregármelos.
Todos nos hemos confundido a un tiempo
tomando a un Dromio por el otro Domio
y a un hermano por el otro hermano.
Todo este enredo podría llamarse
Comedia de las equivocaciones.
(Entrega a Antífolo de Éfeso la bolsa con ducados.)
ANT. de ÉFE. - Mo noble Duque, entrego estos ducados
que salvarán la vida de mi padre.
DUQUE - No son necesarios. Su vida no peligra.
Al ser tu padre no es un extranjero.
CORTESANA - Mi señor, se lo ruego, devuélvame el anillo.
ANT. de ÉFE. - Con muchísimo gusto, aquí lo tienes.
Gracias por la comida que esta otra me negaba.
ABADESA - Mi muy ilustre Duque, concédame el honor
de entrar en la abadía. Podremos escuchar,
en detalle, la historia de nuestras aventuras
y de los desacuerdos que ha traído este día.
Yo los convido a todos, y todos obtendrán
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claras explicaciones. Durante veinticinco
inacabables años, diariamente he sufrido,
hijos míos, la carga de su terrible ausencia.
Ahora me veo libre de esa penosa carga.
Gran Duque, esposo mío, mis hijos extrañados
y ustedes los dos Dromios, que son como almanaques
que señalan la fecha de su venida al mundo,
vengan todos conmigo, hagamos todos parte
de una festiva charla que da fin para siempre
a las calladas penas. ¡Es un final feliz!
DUQUE - De todo corazón contribuiré a la fiesta.
(Salen todos hacia la abadía, excepto los dos Antífolos y los dos Dromios.)
DRO. de SIR. - Señor debo ir corriendo para bajar del buque
sus maletas y trapos..
ANT. de ÉFE. - ¿De qué maletas hablas?
DRO. de SIR. - De todo el equipaje que estaba en la posada
y que embarqué tan pronto como usted me lo dijo.
ANT. de SIR. - Es a mí a quien tú debes ahora dirigirte.
Yo soy tu amo, Dromio. Pero ven con nosotros,
después el equipaje. Reconoce a tu hermano
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y abrázate con él.
(Salen los dos Antífolos hacia la abadía.)
DRO. de SIR. - En la casa de tu amo reside una mujer
redonda como el mundo que hoy, en el almuerzo
or poco me cocina tomándome por ti.
De ahora en adelante no seré su cerdito,
mas seré su cuñado.
DRO. de ÉFE. - No pareces mi hermano sino mi propio espejo,
y veo en esa imagen que soy un joven guapo.
¿Te parece si entramos a oír el comadreo?
DRO. de SIR. - De acuerdo, pero pasa tú abriendo la vanguardia
pues eres el mayor.
DRO. de ÉFE. - Eso hay que discutirlo,
¿Mas cómo lo sabremos?
DRO. de SIR. - Echaremos los dados
y ellos nos dirán que tú eres el más viejo.
Como eso va a pasar, pues pasa tú primero
DRO. de ÉFE. - No, no, reflexionemos y hagamos lo correcto.
Nacimos como hermanos con igual calendario,
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entramos en el mundo gemelos, sin sumario.
Por lo tanto propongo: salgamos, sin notario,
los dos al mismo tiempo de este loco escenario.
(Salen hacia la abadía.)
FIN
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