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Revista trimestral publicada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura con la colaboración de la Comisión Española de Cooperación con la U N E S C O y del Centre U N E S C O de Catalunya. Vol. XLIV, núm. 3, 1992 Condiciones de abono en contraportada interior.
Director: Ali Kazancigil Redactor jefe: David Makinson Maquetista: Jacques Carrasco Ilustraciones: Florence Bonjean Realización: Jaume Huch
Corresponsales Bangkok: Yogesh Atal Beijing: Li Xuekun Belgrado: Balsa Spadijer Berlín: Oscar Vogel Budapest: György Enyedi Buenos Aires: Norberto Rodríguez
Bustamante Canberra: Geoffroy Caldwell Caracas: Gonzalo Abad-Ortiz Colonia: Alphons Silbermann Dakar: T. Ngakoutou Delhi: André Béteille Estados Unidos de América: Gene M . Lyons Florencia: Francesco Margiotta Broglio Harare: Chen Chimutengwende Hong Kong: Peter Chen Londres: Chris Caswill Madrid: José E. Rodríguez-Ibáñez México: Pablo Gonzalez Casanova Moscú: Marien Gapotchka Nigeria: Akinsola Akiwowo Ottawa: Paul Lamy Seúl: Chang Dal-joong Singapur: S. H . Alatas Tokyo: Hiroshi Ohta Túnez: A. Bouhdiba
T e m a s de los próximos números América: 1492-1992 L a innovación
ilustraciones: Portada: «On Touch of Nature Makes the Whole World Kin», cuadro de N . R . Omell, 1867. (DR.. colección particular).
A la derecha: Guillermo de Normandia (a la izquierda) agradece a Harold de Inglaterra los servicios prestados y le da las armas que le convertirán en su «vasallo». Detalle del tapiz de la reina Matilde, Bayeux. (D.R.)
REVISTA INTERNACIONAL DE CIENCIAS SOCIALES
Septiembre 1992
L a sociología histórica 133
Bertrand Badie
Charles Tilly
G u y Hermet
Philip McMichael
Michael Hechter
Pierre Birnbaum
S . N . Eisenstadt
Jean Leca
Editorial
Análisis comparado y sociología histórica
Prisioneros del Estado
Sobre la obstinación histórica
Repensar el análisis comparado en un contexto posdesarrollista
La teoría de la opción racional y la sociología histórica
Nacionalismos: la comparación Francia-Alemania
El marco de las grandes revoluciones: cultura, estructura social, historia e intervención humana
Epílogo: la sociología histórica /regresa a la
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infancia? O «cuando la sociología claudica ante la historia» 429
Paul Ghils
Li Peilin
Tribuna Libre
La sociedad civil internacional: las organizaciones internacionales no gubernamentales en el sistema internacional
China en un período de transformación social
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RICS 133/Septiembre 1992
Editorial
Hace alrededor de veinticinco años, la sociología y las ciencias políticas redescubrieron la historia, recuperando así una de las mayores tradiciones de su pasado, aquella que recrearon antaño M a x Weber y Otto Hintze. Anteriormente, bajo la influencia del funcionalism o y del behaviorismo, esas disciplinas habían desatendido su vocación m á s importante: analizar el cambio social y la transformación histórica de las sociedades. Georges Balandier, en Francia, o Robert Nisbet, en Estados Unidos, fueron de los primeros en llamar la atención sobre el empobrecimiento teórico inducido por tal ahistoricidad. Paulatinamente, diferentes corrientes de la sociología y de las ciencias políticas, desde los partidarios del funcionalismo como S . N . Eisenstadt, hasta los neomarxistas como B . Moore, P. Anderson, M . Hechter, T . Skocpol e I. Wallerstein, pasando por los weberianos y durkhemianos c o m o R . Bendix y C h . Tilly, restituyeron la historia a un lugar de honor en el marco de sus respectivos ámbitos teóricos.
Este número de la RICS, si bien quisiera subrayar la importancia del reencuentro entre las aproximaciones histórica y comparada, no pretende presentar la situación pormenorizada, ni un balance de esta cuestión. En cambio, quiere esbozar las grandes líneas de un debate sobre el método de la sociología histórica, lo que nos parece necesario para que esa disciplina, después de veinticinco años de madurez y habiendo aportado investigaciones de gran valor, pueda dotarse de los medios para progresar hacia una mayor operatividad y establecer sus reglas metodológicas; de esta manera, reducirá la distancia entre el análisis de procesos concretos, protagonista de las investigaciones fundamentales de la historia, y el análisis c o m parado, que pretende poner de relieve las proposiciones generales.
Este número de la RICS tiene su origen en una sesión sobre «La sociología comparada: teoría, método y contenido», organizada por quien firma este editorial, en el marco del XII Congreso Mundial de Sociología, que tuvo lugar en julio de 1990, en Madrid. Bertrand Badie, en la comunicación que presentó en el Congreso, y que ha sido reproducida en primer lugar de este volumen de la RICS, sin dejar de subrayar que la perspectiva sociohis-tórica no puede ser sustituida en el campo de las ciencias sociales, planteó el problema de la debilidad metodológica de la disciplina y lamentó la ausencia, con algunas excepciones, de una reflexión en profundidad sobre esta cuestión. E n aquella ocasión, aceptó la propuesta de la RICS de dedicar un número a la cuestión y envió su texto a algunos de los principales representantes de la sociología histórica, con el fin de suscitar sus respuestas y comprometerles así a un debate sobre metodología. P. Birnbaum, S . N . Eisenstadt, M . Hechter, G . Hermet, Ph. McMichael y C h . Tilly aceptaron la propuesta y vertieron sus reflexiones en los artículos que publicamos a continuación. Finalmente, Jean Leca tuvo la a m a bilidad de redactar, en el corto espacio de tiempo entre la recepción de los trabajos y las exigencias del calendario de edición, un epílogo en donde comenta estos textos y nos ofrece sus propias reflexiones.
La Redacción de la RICS da las gracias a todos los autores que tuvieron a bien participar en este número, empezando por Bertrand Badie, cuyas reflexiones metodológicas han sido el origen de este número y que también ha participado activamente en su preparación. Formulamos votos para que el debate iniciado aquí encuentre eco entre los especialistas de la sociología histórica y que éstos lo continúen.
A . K .
RICS 133/Septiembre 1992
Análisis comparado y sociología histórica
Bertrand Badie
El hecho de que las ciencias sociales en general, y la ciencia política en particular, vuelvan a descubrir la historia es ya en sí una paradoja: puede sorprender la exclusión de la duración en una ciencia que, por definición, reflexiona sobre el cambio social. Por ello, debemos tratar de distinguir las ideologías que hasta hace poco justificaban tal exclusión. Estas pueden clasificarse en tres categorías que ponen de manifiesto la ambigüedad y la conciencia poco tranquila de los sociólogos que arremeten contra Clío.
La primera de esas ideologías pertenece a lo que se ha dado en llamar comúnmente el historicis-m o : la historia queda marginada en nombre de la Historia. C o m o esta últim a tiene un sentido conocido de antemano y que escapa al control de los h o m bres y al efecto de sus prácticas sociales, el historiador no tiene gran cosa que enseñarle al sociólogo y puede incluso extraviarlo en el conocimiento de lo detallado y lo accesorio que, en su opinión, no pueden m á s que crear interferencias molestas. Esta es la actitud de un sociólogo marxista, en su versión más rudimentaria, pero también la comparten los paradigmas evolucionistas y desarrollistas: conocido de antemano, el polo de la modernidad orienta la dinámica de las estructuras sociales y políticas, pero también de las culturas y las creencias. En este caso, la historia no introduce un efecto de interferencia, sino que designa, de
Betrand Badie es profesor en el Instituto de Estudios Políticos, 27 rue Saint-Guillaume, 75341 París Cedex 07, Francia, y autor de varias obras sobre política comparada, entre ellas Sociologie de l'Etat (con P. Birnbaum, 1979), Culture et politique (1986), Les deux Etats ( 1987) y Politique comparée (con Guy Hermet, 1990).
hecho, unas supervivencias tradicionales destinadas a desaparecer. Paradójicamente, esta construcción aparece también en las sociologías «hiperculturalistas», en las que cada cultura es portadora de una historia, que también se conoce de antemano y escapa al control de los hombres: la representación islamista de la historia o, en general, la que se desprende de todo mesianismo, supone a priori una realización cuya única incógnita es la determina
ción de su advenimiento. La segunda de esas
ideologías de exclusión asume la postura contraria: la sociología y la historia ocupan ámbitos distintos y están separadas por fronteras perfectamente delimitadas. La función del sociólogo es asimilable a la del «fotógrafo» que fija un orden social en un m o m e n t o determinado del tiempo que, por consiguiente, queda excluido en su propia dinámica. La
ideología subyacente es claramente identifica-ble y corresponde a un supuesto ya aplicado por los críticos del behaviorismo: es legítimo analizar el orden tal c o m o es y, por lo tanto, mostrar su capacidad de persistencia y reducir sus posibilidades de descomposición conflicti-va y de transformación.
La tercera de esas ideologías es de factura más reciente y parece m á s desconcertante aún, ya que proclama sencillamente el final de la historia'. El contexto de estos últimos años, en particular las transformaciones ocurridas en
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Europa oriental, ha contribuido a reactivar el mito de una cultura occidental portadora de universalidad y, por ende, productora de un modelo de sociedad, de sistema político, de sistema filosófico y de estética extensibles al resto del m u n d o . La realización completa de este proceso supondría el final de la historia, o más precisamente el triunfo de una historia destinada a unlversalizarse. En tales condiciones, el conocimiento de las historias no rebasaría el ámbito del folklore y de las supervivencias. El análisis comparativo no sacaría del conocimiento histórico sino la evidencia de trayectorias muertas o moribundas. La postura es a todas luces ideológica: justifica, bajo el pretexto del universalismo y la razón, la pretensión hegemónica del modelo occidental y legitima las estructuras de dependencia que dominan el sistema internacional.
En los últimos años, esas tres posturas se han impugnado enérgicamente. El redescubrimiento de la historia se inició a finales de los años sesenta, a raíz de las críticas formuladas contra el desarrollismo, cuyo fracaso era ya imputable a los efectos nefastos de un universalismo ingenuo. Robert Nisbet fue quien tomó la iniciativa cuando exhortó a preferir el estudio de lo concreto singular a la especulación sobre lo universal abstracto2). Su planteamiento, por cierto, había sido anunciado y precedido por el de varios sociólogos, c o m o Balandier, que instaban, desde los años cincuenta, a elaborar una sociología de la diferencia3). Sin embargo, lo que m á s llama la atención es la reclasificación que marcó el ámbito de la sociología política comparada cuando por entonces ascendía el posdesarrollismo. E n efecto, el recurso a la historia interesó tanto a los defensores de un desarrollismo de inspiración funcionalista (Einsenstadt, Apter) c o m o a los herederos más o menos directos de Durk-heim o Weber (Tilly, Bendix), de Parsons (como S. Rokkan) o c o m o a una escuela, que devino así neomarxista, a la que pertenecen Barrington Moore, Perry Anderson, Michael Hechter o Theda Skocpol").
N o hay tradición sociológica que se haya mantenido apartada de esta obra de reconciliación de la historia y de la comparación y que no haya intentado acabar con esta ignorancia recíproca. Esta convergencia podría considerarse, de entrada, c o m o una primera prueba de la necesidad de semejante empresa.
Por desgracia, su punto débil es su incapacidad de producir una epistemología capaz de organizar, al menos en forma mínima, la investigación que inspira. A pesar de algunas obras demasiado escasas sobre esta cuestión, sobre todo las de T . Skocpol y C . Tilly, el método sociohistórico parece carecer por ahora de definición: se sabe que la empresa es necesaria, pero al mismo tiempo se piensa, sin confesarlo, que aún no se ha conseguido su funcionalidad. Esto no es sorprendente. La sociología histórica comparada adolece de dos puntos débiles: lo singular es, por esencia, reacio al análisis y sobre todo a la comparación; el «desorden macrosociológico» es demasiado pronunciado para poder reconciliarlo con las reglas del método.
I. La búsqueda de la singularidad
La historia se presta mal a la comparación porque es singular por naturaleza. Esta singularidad resiste al análisis de dos maneras, por lo menos: en primer lugar, la historia es cultura, o sea, es indisociable de la concepción de la duración propia de cada universo cultural; en segundo lugar, las historias son incomparables por esencia ya que cada una de ellas produce su propio sistema conceptual y sus variables significativas.
1. La pluralidad de las duraciones y de los tiempos históricos vuelve delicada la utilización de la sociología histórica en análisis c o m parativo. Cada cultura es portadora, ante todo, de su representación del tiempo que, por ello mismo, afecta a su propia ciencia política. Resulta evidente que el desarrollismo proviene directamente de la concepción lineal del tiempo, sustentada por la cultura occidental y ya realizada a través de los diferentes paradigmas del evolucionismo. Se podría aplicar la misma observación a las distintas sociologías de influencia organicista que se inspiran en una problemática del crecimiento y desatienden, por ello, los fenómenos de ruptura y los procesos de cambio cíclico. H a y algo más significativo todavía: las sociologías de la movilización y de la revolución se han reconstituido sistemáticamente, en las ciencias sociales occidentales, sobre la base del postulado de la evolución unilineal. Así, H o b s b a w m postula una evolución en los modos de impugnación y
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Buenos Aires celebra la victoria con la C o p a del m u n d o de fútbol. Jorge del Pedregai/imapress
asimila la revuelta del siglo X I X a una prehistoria de una forma más acabada e institucionalizada de impugnación5. El propio Obers-chall, en su empeño comparativo, elabora su tipología de los movimientos sociales a partir de la hipótesis de una transformación de las estructuras comunitarias en estructuras asociadas y distingue incluso una evolución en los modos de impugnación que lleva al tipo C encontrado frecuentemente en las sociedades occidentales6. En cuanto a Marx , su concepción de la revolución se deriva de una concepción igualmente lineal de la evolución de las sociedades, según la cual la evolución de las fuerzas productivas crea las condiciones de su incompatibilidad con las relaciones sociales de producción.
Esta concepción de la duración no se puede reducir en absoluto a la que prevalece en otras culturas: se opone categóricamente al tiempo cíclico que se suele encontrar en las sociologías inscritas en la cultura islámica, como lo demuestra la concepción de la comunidad políti
ca sustentada por Fârâbi, que se centra en la hipótesis de la entropía (fitna), o la de la asablyya de Ibn Khaldun que describe ciclos en los que alternan el poder de las solidaridades comunitarias y su descomposición7. Asimismo, se sabe que la palabra desarrollo, en su traducción en lenguas extraoccidentales c o m o el swahili, remite a significados totalmente diferentes de los de progreso y evolución8. Si se hace el balance de las interpretaciones socio-históricas de las trayectorias correspondientes al m u n d o musulmán, se advierte precisamente que la duración remite a paradigmas enteramente originales, como por ejemplo, la permanencia de la tensión entre el Orden de lo segmentario y el Orden de la comunidad política en Gellner9.
Esta diversidad de las representaciones del tiempo vuelve particularmente delicada la identificación de las rupturas. Desde Tonnies y Durkheim, al menos, el paso de la tradición a la modernidad entraña la conversión de las solidaridades comunitarias en solidaridades
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societales y de las solidaridades mecánicas en solidaridades orgánicas. Además , se ha simplificado excesivamente la tensión entre comunidad y sociedad, aunque al mi smo tiempo se ha propiciado, por cierto, un mejor conocimiento de las condiciones de edificación de las sociedades occidentales modernas y de las crisis que dichas condiciones podían suscitar, c o m o lo demuestran elocuentemente los trabajos de Kornhauser sobre la sociedad de masas, de Lederer o de N e u m a n sobre el fascismo y de Deutsch o de Lerner sobre las crisis de desarrollo10. Transpuesta a otras culturas, esta ruptura pierde su sentido: las obras recientes sobre el Oriente Medio, el Africa del Norte, el Africa Negra o el Lejano Oriente rechazan totalmente esta doble idea de paso y de ruptura eventualmente dramática que lo acompaña: las solidaridades comunitarias se reconstituyen en vez de deshacerse y el tiempo no equivale ya a una evolución de una forma a otra, sino a una recomposición o reorganización". Postular una concepción única de la duración equivale entonces a interpretar éstos fenómenos c o m o supervivencias o retrasos. Además , la ruptura en una historia puede no serlo en otra: la historia del paso al individuo tiene sentido en la trayectoria política occidental, pero probablemente no en otras.
El sociólogo podría superar probablemente estas dificultades si las sociedades extraoccidentales - c o m o sociedades dependientes- no estuviesen marcadas por la superposición de dos historias y, además, de dos construcciones del tiempo: la suya y la del m u n d o occidental. La dinámica social de las sociedades dependientes está profundamente marcada por esa dualidad: la importación de prácticas y m o d e los políticos, económicos y sociales equivale, al m i s m o tiempo, a la importación de otra historia y también conduce a la coexistencia de dos historias. Economía informal y economía organizada no corresponden a la misma concepción de la duración y menos aún del cambio o de la ruptura. La economía de asignación experimenta, asimismo, un m o d o de estructuración y un ritmo de cambio que difieren de los de la agricultura comercial que coexiste dentro de la misma sociedad12. Se podrían formular las mismas observaciones con respecto a la política: la competencia de varios sectores políticos corresponde a historias y ritmos diferentes, lo cual vuelve especialmente
delicada la conceptualización de una sola trayectoria histórica de desarrollo propia de las sociedades dependientes.
El problema se complica cuando se tiene en cuenta la lógica de la apropiación de los m o d e los exógenos importados por parte de las élites de la sociedad receptora. Es indudable, en primer lugar, que los modelos y las prácticas endógenas y los de índole exógena no corresponden a la misma concepción de la duración: hay una clara diferencia entre las fórmulas de legitimación que parten de la tradición y que, por ello mismo , pertenecen a una historia larga y casi inmemorial y las fórmulas ajenas que pertenecen, por ello, a la historia breve, incluso voluble y que pueden sufrir transformaciones bruscas. Además , las lógicas de la apropiación son, a su vez, complejas y remiten a estrategias de actor que distan mucho de ser uniformes. Esos mecanismos de apropiación se modulan con arreglo a las utilidades de cada quien y producen, así, una pluralidad de duraciones en los modos de construcción del Or den político: el Estado extraoccidental incluye diferentes componentes que corresponden a ritmos de apropiación deliberadamente distintos. El derecho, lo simbólico, lo personal, las políticas públicas, los modos de articulación entre gobernantes y gobernados no remiten a la misma concepción de la duración y se encuentran en situación de desincronización. Desde este punto de vista, el ejemplo de los acontecimientos del otoño de 1988 en Argelia resulta m u y significativo: la manera en que las autoridades les hicieron frente revela una capacidad de acción y de transformación a corto plazo limitada a las estructuras políticas m á s exógenas, es decir, a las instituciones constitucionales modificadas de inmediato por referéndum.
En realidad, esta desmultiplicación de las lógicas de la apropiación, aunada a esa pluralidad de las duraciones en el interior mismo de las sociedades, reduce al mero estado de ilusión las visiones extremadamente ideológicas que proclaman el final de la historia. Estas pueden, a lo sumo, aplicarse a los fenómenos superficiales y a la impresión de occidentaliza-ción que se desprende de algunos procesos de importación. Bajo este barniz, se disimula en realidad un juego complejo de importaciones y de apropiaciones, aunque también de resurgimientos de antiquísimos modos populares de
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acción política y de cultura que el comparatis-ta debe tener en cuenta: las trayectorias china, india o japonesa están hechas en igual medida de simples transposiciones, de apropiaciones mesuradas y de actualizaciones de tradiciones culturales milenarias. Así pues, el comparatis-ta se encuentra frente a una doble dificultad: su objeto se inscribe en una pluralidad de duraciones y éstas no corresponden -tratándose de problemas aparentemente idénticos- a la misma concepción de la duración que la que prevalece en las sociedades occidentales. C o n siderar el Estado argelino -entre otros ejemplos posibles- c o m o la realización paulatina de una concepción de lo universal racional equivale a transponer al actor argelino -profesional de la política o n o - una concepción que seguramente le es completamente ajena.
2. Algunas de esas dificultades podrían superarse por poco que el sociólogo comparatista las analice detenidamente. Ahora bien, la m a yor parte de los trabajos que invocan la sociología histórica omiten este análisis. Theda Skocpol, en particular, le presta poca atención en su estudio comparado de las revoluciones, cuando es evidente que la Revolución Francesa, la Revolución Rusa y la Revolución China no corresponden a la misma concepción de la duración, aunque sólo fuera, entre otras cosas, porque la primera, m u y anterior, pudo servir a las otras dos de modelo acabado. La misma crítica podría hacerse a Barrington Moore, ya que la duración de la invención democrática en Francia no es comparable en absoluto a la de Inglaterra. E n cambio, resulta mucho m á s difícil resolver otra dificultad planteada, una vez más , por aquella epistemología de la singularidad: si las historias son comparables, ¿en qué nivel lo son? Si la historia es una aventura, ¿no se corre el peligro de destruir su identidad reduciéndola a un juego de variables c o m u nes? ¿Las trayectorias históricas están realmente destinadas a mostrar los sucesivos ava-tares de un m i s m o fenómeno social universal? ¿Es su propósito alimentar y trivializar el análisis multivariado?
Todos estos interrogantes tropiezan con lo esencial: ¿las variables explicativas son acaso independientes de las culturas a las que pertenecen los objetos sometidos al análisis? La mayor parte de los trabajos de sociología histórica han respondido, demasiado apresuradamente, en forma afirmativa, cuando tales va
riables pertenecen también a una historia, una cultura y una aventura. Someter a todas las historias a un m i s m o juego de variables explicativas equivale a traducir las otras historias según el código de una historia elegida. Polan-yi nos había advertido del riesgo que se corría al erigir la variable económica en categoría universal de pensamiento de acción y, por ende, de explicación13. Comparar unas trayectorias explicando las diferencias con referencia a este tipo de variable plantea, de entrada, un problema. Asimismo, conviene desconfiar de las numerosas ilusiones de universalidad: al explicar las trayectorias revolucionarias con referencia al Estado agrario, Theda Skocpol postula que el Estado absolutista francés, 6el Estado imperial ruso» y «el Estado imperial chino» comparten suficientemente la misma identidad sociopolítica para reproducir, por su colusión con las élites agrarias dominantes, la misma potencialidad revolucionaria14. Por m á s atractiva que sea, esta explicación niega triplemente los principios de la sociología histórica: al postular una idea universal del Estado (ahora bien, ¿en qué se parecían el emperador Tsing y el Rey de Francia?), una idea universal de élite agraria y una idea universal de articulación de lo político con lo social. La misma ambigüedad se encuentra en Perry A n derson que basa su explicación de la génesis del Estado en la crisis de la sociedad feudal, sin haber evidenciado previamente la singularidad histórica de la variable explicativa y de la variable por explicar15. E n el momen to de elaborar su m a p a conceptual de Europa, Stein Rokkan no tiene más remedio que admitir a priori que la variable religiosa, la variable político-territorial y la variable económica tienen el mismo efecto en el conjunto de las sociedades del continente europeo16.
Así el comparatista tiene que elegir: o bien recurre a la historia para explicar, c o m o lo propone T . Skocpol en Vision and Method in Historical Sociology11, y se arriesga entonces a reconstruir implícitamente un sentido universal de la Historia, o bien respeta rigurosamente la irreductible singularidad de las historias y no puede entonces concebir la sociología histórica más que c o m o instrumento interpretativo. En ese caso, el conocimiento de las trayectorias históricas remite, en efecto, a la descripción de un m o d o de transformación y al intento de comprender en qué consiste su es-
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pecificidad y de interpretar el comportamiento y la estrategia de los actores sociales. Esa es la actitud de un Geertz o de un Bendix y, por lo tanto, la orientación de trabajos con pretensiones explicativas m á s modestas que, en vez de construir una variable explicativa, asignan en realidad a la sociología histórica una función descriptiva por yuxtaposición de sistemas de significados distintos.
II. Los efectos del desorden macrosociológico
El recurso sociológico a la historia tiene c o m o efecto singularizar, pero también globalizar, lo cual suscita un desorden en el análisis cuyas consecuencias no se han medido bien todavía. La historia singulariza, porque rompe con lo universal y distingue entre varios modos de desarrollo, pero globaliza al sugerir la existencia de trayectorias, por lo tanto de identidades duraderas, y también al destacar la formación social con respecto a la acción social, por consiguiente al preferir un enfoque estructuro-funcionalista a un enfoque accionalista.
1. El análisis en términos de trayectoria aparece en prácticamente todos los trabajos de sociología histórica, aun si su paternidad puede atribuirse a Perry Anderson en su obra Lineages of the Absolutist State: si los m o d o s de desarrollo son plurales, esto se debe a que cada uno de ellos pertenece a una historia; si las sociedades no están sometidas a una ley universal de la evolución y del progreso, son en cambio dependientes de su historia pasada. El postulado es m u y manido: ya Tocqueville veía en la centralización estatal una característica permanente de la historia de la sociedad francesa; Anderson explica la expansión de un Estado fuerte y centralizado por los antecedentes feudales; A . Brown y J. Gray diferencian a los Estados comunistas según sus respectivos pasados: el marxismo no se aplicó del m i s m o m o d o en la Rusia zarista y en la China imperial18. E n seméjate contexto, la ruptura es forzosamente accesoria, marginal y periférica: se supone que Francia no podrá romper con su tradición estatal y que le resultará imposible instaurar la regionalización; que el Estado siempre será débil en Gran Bretaña; que el sistema político ruso o soviético siempre se caracterizará por un autoritarismo político y
una sociedad civil escasamente autónoma; que las sociedades del m u n d o musulmán vivirán en perpetua tensión entre el monismo islámico y la adopción ilegítima de modelos extranjeros.
Resulta evidente, ante todo, que el postulado no puede desmantelarse por completo. R e nunciar a la idea de las trayectorias específicas significaría reducir a nada la sociología histórica, quitándole no sólo todo valor explicativo sino también todo valor interpretativo. E n el mejor de los casos, este método permitiría esclarecer parcialmente el objeto social, pero sin que esta parte pueda articularse con las demás: de ese m o d o , el discurso del historiador saldría nuevamente del ámbito del sociólogo y se restablecería la separación entre a m bas disciplinas.
Por consiguiente, es inevitable el uso hipotético del concepto de trayectoria y del método resultante. N o obstante, ninguno de los partidarios de la sociología histórica ha sabido combinarlo con la toma en consideración de las rupturas. ¿ C ó m o se podría combinar, por ejemplo, la construcción de la trayectoria británica, caracterizada por la debilidad del Estado, con la expansión en ese país del welfare Stated La dificultad es tanto mayor cuanto que el sociólogo está supeditado a su elección epistemológica: o bien opta por una sociología histórica deductiva, y entonces se ve inevitablemente obligado a recalcar la índole falsamente estatal del welfare State británico, o sea todo lo que lo distingue del Estado ideal y prototípico; o bien, por el contrario, opta por una actitud empírica y utiliza los datos de la observación c o m o fuente de ruptura con respecto a la representación que se había formado inicialmente de la trayectoria de desarrollo y rechaza, por ende, la pertinencia sociológica de los datos de la historia.
Además , la idea de trayectoria presupone de manera m á s o menos marcada la índole endógena del cambio social: c o m o el pasado es portador de futuro, el desarrollo o la transformación de las sociedades sólo pueden explicarse recurriendo a su propio pasado. Esta postura es insostenible en un contexto que m u e s tra que lo interno y lo externo son indisocia-bles y que la estrategias de reactivación del pasado se combinan con las importaciones -deliberadas o derivadas- de bienes y modelos políticos exógenos. La trayectoria inglesa de
Análisis comparado y sociología histórica 347
La maternidad: relación biológica, conducta social. Abigail Heyman/Rapho.
desarrollo se vio afectada por la importación -desigual según las coyunturas- de tradiciones estatales francesas. Por su parte, la trayectoria francesa ha recibido constantes influjos de modelos importados de Gran Bretaña y de los Estados Unidos. Las sociedades de Europa oriental viven, en la actualidad, una crisis de transformación alimentada por una interacción sumamente compleja entre su trayectoria propia y la imitación de los modelos europeos occidentales. El fenómeno es aún más amplio al tratarse de sociedades dependientes en las que la adopción de los modelos es algo impuesto y, a la vez, activamente deseado por élites que hacen de ella su sello distintivo. Así, la disociación de lo endógeno y lo exógeno se pierde en arenas cada vez más movedizas. Su búsqueda activa no puede sino convertirse en un mal método que implica la inserción del concepto de trayectoria en una sociología de la acción que permita designar claramente las estrategias de importación y de exportación y mostrar c ó m o se organizan, c ó m o llevan a dis
tintos modos de apropiación de los bienes y de los modelos importados. El desplazamiento de la idea de trayectoria colectiva hacia la de estrategias individuales resulta algo más que un correctivo: es la condición de una verdadera viabilidad de la sociología histórica. La articulación acción-trayectoria adquiere el m i s m o estatuto que la articulación acción-cultura aunque con la misma incertidumbre, cuando menos: ¿hasta dónde puede la primera reconstituir la segunda? Dicho con otras palabras: ¿qué comportamiento debe adoptar el investigador, desgarrado entre la designación de un punto fijo (trayectoria, cultura, etc.) que le permite interpretar las estrategias y la renuncia a todo punto fijo que condena a la sociología histórica a erigirse en método de análisis de los modos de construcción improvisada, de las trayectorias?
2. En un obra de título evocador, Big Structures, Large Processes, Huge Comparisons*9, Charles Tilly critica severamente la preferencia de la sociología histórica por la formación
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social en detrimento de la acción social. El autor muestra m u y acertadamente que la sociología histórica, al ser básicamente macroso-ciológica, conduce a descuidar la acción y a atribuir m á s importancia no sólo al sistema con respecto al actor, sino también al orden frente al desorden, a la continuidad frente a la ruptura, a la integración frente al conflicto, a la legitimidad frente a sus m o d o s de impugnación, etc. El argumento es sensato: cuanto m á s amplio es el objeto del sociólogo, más impelido se ve éste a acogerse, explícitamente o no, a las metáforas del organismo; cuanto más se pone a comparar trayectorias, m á s obligado se ve a reificar el orden social. El cambio m i s m o se interpreta como un "amplio proceso", esto es, no ya c o m o una composición de acciones sino c o m o una misteriosa mecánica del sistem a : así concibe las revoluciones Barrington Moore, al igual que la construcción resultante de los regímenes de masas; así concibe W a -llerstein, asimismo, la mutación que experimenta el sistema capitalista internacional; así concibe también Reinhard Bendix el proceso de construcción de la idea y de la práctica de la soberanía20.
Por consiguiente, la aportación comparativa de la sociología histórica queda triplemente fragilizada: al comparar sistemas, cae en la trampa del sistemo-funcionalismo cuyos endebles postulados la debilitan; al considerar "macroobjetos", reduce la comparación a una reconstrucción efectuada a priori por el investigador; al remitir a "variables pesadas", tiende a "pulir" -de hecho, a unlversalizar- las variables explicativas sin poder proceder a su reconstrucción cultural y produce modos de explicación que no se prestan del todo a la verificación. Todo el problema consiste entonces en averiguar si, por un lado, esta deriva macrosociológica es inevitable y si, por otro, puede subsanar sus propios defectos.
Charles Tilly parece haber sido el primero en zanjar el problema exhortando a dirigirse resueltamente hacia las riberas de la historia a fin de precaverse de los riesgos de simplificación sociológica. Esta postura equivale a rechazar la macrosociología c o m o tal y, por lo tanto, todo proyecto de sociología comparada, pues es imposible establecer cualquier tipo de comparación a partir de la microsociología: comparar sin tener en cuenta la totalidad, el efecto de contexto y el parámetro cultural des
virtuaría de entrada el análisis. Carecería de sentido comparar dos partidos políticos pertenecientes a dos sociedades distintas sin apoyar esta comparación en los parámetros sociológicos circundantes.
Concebir, en cambio, una macrosociología comparada que no sucumba ante tales escollos es mucho m á s problemático. Los trabajos que aspiran a ello adolecen a todas luces de los defectos denunciados por Tilly, especialmente la reificación y, por añadidura, el postulado de la " m a n o invisible" que, sin embargo, han sido denunciados a menudo por las reglas del método sociológico. Para Anderson, la invención del "Estado absolutista" es una solución encontrada misteriosamente por las sociedades aquejadas por una crisis de la autoridad feudal. Para Immanuel Wallerstein, el Estado moderno responde, c o m o por encanto, a las necesidades de un capitalismo apenas naciente. Asimismo, todos los trabajos asociados a la sociología histórica desembocan en la elaboración de variables explicativas tan "pesadas" como limitadas en número y universales. Así, Rokkan reduce la construcción de los sistemas políticos europeos al juego de las tres variables: económica, político-territorial y cultural. Así, por ejemplo, la Reforma o la Contrarreforma tienen, por definición, el mismo efecto, esto es, m á s aún, la misma función en el conjunto de las sociedades del m u n d o europeo. Desaparece la distinción entre alvinismo y lu-teranismo, del mismo m o d o que se ignora el juego divergente de las sectas o el peso de acontecimientos estructurantes, como la revolución puritana en Inglaterra. Además , no se precisa cuál es el m o d o de articulación entre esas variables, o, a lo sumo, se da a entender que es idéntico. En consecuencia, no queda más remedio que reconocer que la sociología histórica no ha encontrado el m o d o de sortear tales peligros, señal suplementaria de sus dificultades para dotarse de un verdadero método.
3. Todos esos límites se concretan en un problema fundamental que los críticos de la sociología histórica han solido destacar: la imposibilidad de verificar las hipótesis formuladas. La diferencia con respecto a algunas otras sociologías es manifiesta: la sociología electoral, por ejemplo, gracias al análisis multivaria-do y a la cuantificación, ha conseguido establecer un inicio - o al menos una presunción
Análisis comparado y sociología histórica 349
seria- de verificación. Demostrar, en cambio, el nexo causal que existe entre el cristianismo romano y la invención del Estado occidental, o entre el Estado agrario y la revolución social constituye una empresa m u y aventurada. Es evidente que de nada serviría aplicar el método de las variaciones concomitantes: las variables construidas son demasiado pesadas y compuestas y los objetos analizados son d e m a siado extensos para que este recurso tenga sentido.
La pertinencia de la crítica obliga a los partidarios de la sociología histórica a abandonar una gran parte del terreno que creían haber conquistado. A pesar de la contraofensiva de Theda Skocpol, ha quedado prácticamente demostrado que la sociología histórica no puede ya pretender ser causal y debe fundar de otro m o d o , y m á s modestamente, su ambición explicativa. Heurística al menos, interpretativa y extensa a lo sumo, la sociología histórica analiza sociológicamente las historias: compararlas equivale entonces a mostrar su pluralidad, su m o d o de distinción e indicar, precisamente, por qué no son réductibles a las mismas variables explicativas.
M á s allá de esta "revisión a la baja" de la pretensión explicativa de la sociología histórica, se sigue planteando, de una u otra forma, el problema de la verificación. ¿ C ó m o verificar la pertinencia de los niveles de una comparación que aspira a ser descriptiva? ¿ C ó m o verificar, por ejemplo, que el concepto de diferenciación constituye un factor de discriminación
útil y pertinente que permite evidenciar diferencias en las «trayectorias» o en los m o d o s de desarrollo? ¿Por qué la falta de aparición de una función pública es m á s reveladora de las diferencias de modelos de desarrollo entre Francia e Inglaterra que su historia c o m ú n de edificación de un Welfare State?
Es m u y probable que ése sea el defecto fundamental de metodología de que adolece la sociología histórica. N o es m u y seguro que ésta esté preparada para salvar pronto este obstáculo. Es inquietante la ausencia de reflexión e incluso de preocupación a este respecto. Tal vez sea necesaria una pausa en la labor de producción para que los especialistas puedan plantearse este tipo de problema y traten de resolverlo. Sin embargo, la magnitud de estas dificultades metodológicas no debería impedir el florecimiento de la perspectiva sociohistóri-ca: su utilización no tiene sustituto en ciencias sociales y no se ha igualado el esclarecimiento comparativo que es capaz de aportar. Sigue siendo vigente la metáfora del hombre que busca un objeto perdido bajo la débil luz de una lámpara de gas: las sombras que se ciernen todavía sobre la sociología histórica no deben interrumpir las labores del investigador, pues son m u y ricas las potencialidades comparativas de que es portadora. Quien recurra a ella no debe, empero, ignorar los límites de este enfoque ni la fragilidad de sus hipótesis y de sus conclusiones.
Traducido del francés
Notas
1. Véase por ejemplo, F. Fukuyama, «La fin de l'histoire?», Commentaire, n. 47, otoño de 1989.
2. Véase R . Nisbet, Social Change and History, Nueva York, Oxford University Press, 1969.
3. G . Balandier, Sens et puissance, París, P . U . F . , 1971.
4. Para una presentación de esta corriente, véase B . Badie, Le Développement politique, Paris, Económica, 1988, pág. 139 y siguientes.
5. E . Hobsbawm, Les Primitifs de la révolte, Paris, Fayard, 1966.
6. A . Oberschall, Social Conflicts and social movements. Prentice Hall, Englewood Cliffs, 1973.
7. Véase en particular, A . K . Lambton, State and Government in Medieval Islam, Oxford, Oxford University Press, 1981.
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8. Véase D . C . Martin, Tanzanie: l'invention d'une culture politique, Paris, P .F .N .S .P . , 1988, pág. 244.
9. Véase E . Gellner, Muslim Society, Cambridge, Cambridge University Press, 1979.
10. Véase B . Badie, «Communauté, individualisme et culture», in Birnbaum P., Leca J., ed., Sur l'individualisme, Paris, PFNSP, 1986.
11. «The distinctiveness of the muslim state», in E. Gellner, J.C. Vatin dir., Islam et politique au Maghreb, Paris, C N R S , 1981.
12. G . Hyden, Beyond Ujamaa, Londres, Heineman, 1980.
13. K . Polanyi, La grande transformation, Paris, Gallimard, 1983.
14. T . Skocpol, Etats et révolutions sociales, París, Fayard, 1985.
15. P. Anderson, L'Etat absolutiste, Paris, Maspero, 1978.
16. S. Rokkan, «Cities, states and nations: a dimensional model for the study of contrasts in development», in S. Eisenstadt, S. Rokkan, Building States and Nations, Beverly Hills, Sage, 1973.
17. T . Skocpol, Vision and Method in Historical Sociology, Cambridge, Cambridge University Press, 1984.
18. A . Brown, J. Gray, ed., Political Culture and Political Change in Communist States, Londres, The MacMillan Press, 1977.
19. C . Tilly, Big Structures, Large Processes, Huge Comparisons, Nueva York, Russell Sage fn., 1985.
20. R . Bendix, Kings or People, Berkeley, University of California Press, 1978.
Prisioneros del Estado
Charles Tilly
Así c o m o los europeos subvierten inconscientemente el Estado a la vez que afirman su conveniencia, los especialistas en sociología histórica comparada están reduciendo involuntariamente el Estado a un papel secundario, mientras afirman su carácter central. Las recientes reivindicaciones independentistas que nos han llegado de Georgia, Estonia o Croacia podrían fortalecer la ilusión de que entramos por fin en la era en que cada pueblo va a disponer de un Estado propio; de que vamos a asistir a la apoteosis del Estado-nación, al fin de la historia. Sin embargo, son muchos los indicadores importantes que muestran que, más allá del torrente actual de reivindicaciones nacionalistas, vamos hacia un hundimiento generalizado del tipo de Estado grande, consolidado, centralizado, con fronteras netamente definidas, que empezó a extender su dominio en Europa en el siglo XVIII y se convirtió en modelo para el m u n d o entero después de la segunda guerra mundial. La fluidez cada vez mayor del capital, el trabajo, las mercancías, el dinero y las prácticas culturales va socavando la posibilidad, para todo Estado en concreto, de controlar lo que ocurre en el interior de sus fronteras. La intervención internacional concertada en situaciones de conflicto como las de Yugoslavia, Sudáfrica, la antigua Unión Soviética o Irak, han significado el principio del fin para las pautas de soberanía
del Estado tan difícilmente elaboradas después de 1750.
Añádase a esto que los propios europeos están creando una comunidad económica, cuya estructura interna destruirá la capacidad de cualquier Estado miembro de aplicar una política fiscal, de empleo, de asistencia social o militar independiente y que se enfrentan, además, con una enorme presión destinada a obtener la apertura de esta comunidad -con
los consiguientes intercambios destructores del Estad o - a los miembros de la Asociación Europea de Libre Cambio y a sus vecinos de Europa oriental. Seguramente, en otras partes del m u n d o , sin exceptuar las regiones de Europa Oriental que no encuentran acogida en la Comunidad Europea, surgirán uniones económicas no menos opuestas a la estructura estatal independiente.
N o hay que olvidar tampoco que la mayoría de los pequeños nacionalismos que han surgido con la desintegración de la antigua Unión Soviética están auto-destruyéndose, al provocar, a su vez, nuevas reivindicaciones de autonomía a escala cada vez menor, aún antes de que hayan podido ser satisfechas las reivindicaciones anteriores. Al mismo tiempo, las redes internacionales de capitales, que ponen fácilmente en relación los más diversos centros, los extensos sistemas internacionales de migraciones laborales (tanto «legales» c o m o «ilegales» desde el punto de
Charles Tilly es profesor en la N e w School for Social Research, 66 University Place, N e w York 10003-4520, en donde dirige el Centro de Investigaciones de Cambios Sociales. Sus obras más recientes son Big Structures, Large Processes, Huge Comparisons (1984), The Contenious French ( 1986), Strikes, Wars and Revolutions (1989, en colaboración con Leopold Haimson), Coercion, Capital and European States AD 990-1990 (1990) y European Révolutions 1492-1992 (en prensa).
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352 Charles Tilly
vista de Estados particulares), los mercados transnacionales creados ex profeso con sus correspondientes autoridades, las coaliciones que se forman en los campos de los derechos humanos y la vigilancia del medio ambiente y hasta las Naciones Unidas, ineficaces durante tantos años, se apropian de muchos de esos poderes que los Estados nacionales fueron acumulando sin dificultades durante doscientos años y consideraron c o m o prerrogtivas propias. Salvo contadas excepciones, c o m o N o ruega e Irlanda, la idea del Estado-nación cul-turalmente homogéneo fue siempre un mito, pero un mito utilizado de m o d o eficaz en Estados heterogéneos c o m o Francia y España para que predominaran en los asuntos nacionales una sola fracción de la nación y una sola perspectiva. H o y en día, la posibilidad de que un Estado europeo llegue a controlar de manera efectiva el movimiento de capitales, trabajadores, mercancías, dinero, ideas o prácticas culturales a través de sus fronteras, de que un Estado llegue a salvaguardar su homogeneidad cultural, está desapareciendo rápidamente. Y las ideas, pretensiones y prácticas de los sedicentes Estados-nación van a desaparecer también. Las naciones, en el sentido de poblaciones con determinadas características culturales comunes, podrán sobrevivir, prosperar o hasta volverse a formar de nuevo, pero vivirán independientemente de una estructura estatal poderosa.
Mientras tanto, los sociólogos especializados en historia comparada, guiados únicamente por el deseo de ampliar su territorio, están saliendo actualmente de la cárcel en que su propio concepto del Estado les mantuvo durante mucho tiempo encerrados. Hace diez o quince años, centrar las investigaciones sociológicas en el Estado tenía ciertas ventajas: era un m o d o de oponerse al estructuralismo mar-xista, que hacía derivar las características del Estado, de m o d o directo, total y simplista, de las exigencias de la producción; permitía hacer revivir versiones del marxismo más ricas, más historicistas, después del triste intervalo del estructuralismo marxista; representaba un estímulo para investigaciones históricas y comparadas serias; situaba a los Estados contemporáneos en perspectivas a largo plazo; representaba un ataque contra las teleologías de la teoría del desarrollo; y obligaba a los macroso-ciólogos a preguntarse de m o d o más pertinen
te en qué medida, y cómo , el pasado determina el presente y el futuro.
Sin embrago, esta aparición del tema del Estado en el campo de la teoría sociológica tuvo consecuencias intelectuales perniciosas, que algunos de los que favorecimos esta evolución esperábamos evitar, o hasta combatir. Permítaseme ocuparme ahora de dos ideas erróneas, relacionadas entre sí, venerables en su origen, que llegaron a extenderse aún m á s con la m o d a de los análisis centrados en el Estado: 1) la idea de que a cada Estado correspondía una «sociedad» distinta, coherente y con continuidad, cuya historia se desarrollaba en interacción con la del Estado; 2) el supuesto de que la principal tarea de la sociología c o m parada consistía, pues, en comparar las historias divergentes de distintas sociedades. A m bas ideas derivaban de la mitología de la nación-Estado y tropezaron con dificultades manifiestas al tener que ocuparse de casos como los de Indonesia, India, Brasil, Sudáfri-ca. Bélgica, Canadá o la Unión Soviética. E n todos estos casos, y en muchos más , el suponer la existencia de una sociedad distinta, coherente y con continuidad que correspondiera al Estado causó casi tanto daño intelectual c o m o la hipótesis conexa de que cada una de ellas era el resultado de un proceso de modernización lineal y orientado con arreglo a un fin.
Desde luego, no pongo en duda ni un solo momento que los Estados existen y cambian; creo que es perfectamente legítimo intentar explicar sus formas, sus acciones y transformaciones y que también es conveniente buscar y poner a prueba esas explicaciones mediante la comparación histórica. Lo erróneo es suponer que vamos a encontrar esa explicación en el estudio de la situación de una sociedad coherente a la que el Estado está vinculado y en la que el Estado desempeña una determinada función. H o y en día casi todos los hombres de Estado creen en dicha teoría y la proponen; la mitología de la nación-Estado hace que parezca aún m á s verosímil.
Ahora bien, conscientes de las conexiones transnacionales, la segmentación social y los incesantes conflictos, los que intentan analizar las transformaciones del Estado deberían ser más prudentes que los hombres de Estado..., al menos a este respecto.
Así pues, ¿qué es lo que nos hace creer que los sociólogos especializados en historia c o m -
Prisioneros del Estado 353
Estatuas de un policía, un ingeniero y un obrero, erigidas en los años setenta y fotografiadas en 1991, en Budapest. G Zarand/Rapho
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parada están empezando a poner en tela de juicio los supuestos dañinos de la «sociedad» y de la modernización lineal?
En primer lugar, las manifestaciones de desesperación de especialistas tan bien informados como Bertrand Badie, cuando intentan elaborar un modelo lógico de c o m paración causal para sociedades enteras y para los Estados relacionados con ellas. En segundo lugar, el interés renovado que suscitan los problemas de las estructuras y los agentes, ya sea en el individualismo metodológico elaborado de Margaret Levi o en la reinterpretación del marxismo de Alex Callinicos. El tercer motivo, es la proliferación de m o delos c o m o los de Michael M a n n o, aún más claramente, Immanuel Wallerstein, en los que desempeñan un papel causal decisivo determinadas conexiones que se sitúan en un plano superior al de cualquier Estado nacional. El cuarto es la maduración de una «sociología estructural» que es capaz -irónicamente- de trabajar sin la postulación a priori de estructuras amplias y autosostenidas c o m o los Estados y las sociedades (véase, por ejemplo, Breiger, 1990; Burt, 1982; Wellman y Berkowitz, 1988). Y , por último, la proliferación de investigaciones históricas válidas y con un buen fundamento sociológico que no se sitúan en el marco convencional nación/Estado/ sociedad (véase, por ejemplo, Barfield, 1989; Blockmans y Tilly, 1989; Chase-D u n n , 1989, 1990; Curtin, 1984; McNall, Levine y Fantasia, 1991; Wolf, 1982; Zunz, 1985).
Evidentemente, Bertrand Badie ha presentado un punto de vista categóricamente opuesto en este número de la RICS (Badie, 1992). Según él, la sociología histórica comparada ha llegado a un callejón epistemológico sin salida. N o quiero ni mucho menos desentenderme de la preocupación que manifiesta Bertrand Badie. Al quedar desacreditados los grandes m o delos de desarrollo, los especialistas de la historia comparada a gran escala se han encontrado sin fundamentos sólidos para explicar las variaciones de estructura y los cambios de trascendencia. El problema de c ó m o conciliar
la particularidad histórica y las leyes generales de transformación sigue siendo crítico. D e m a nera justificada, Badie hace hincapié en esas dificultades de la comparación histórica a gran escala. Añádase a esto -y este punto Badie no lo menciona- que una parte importante de la producción histórica y en ciencias sociales ha caído en un escepticismo filosófico del que no parece poder escapar (véase, por ejemplo, A c ker, 1990; Mitchell, 1990; Scott, 1988, 1989). Los analistas de la historia comparada se aventuran en un terreno disputado.
Sin embargo, como otros que comparten su pesimismo, Badie se equivoca al deducir de esa situación de disputas y confusión que es menester limitar los esfuerzos en el campo de la sociología histórica comparada a un simple ejercicio heurístico sin posibilidad de verificación. El temor de que el carácter variable de las escalas de tiempos y los períodos históricos de las distintas «culturas» pueda falsear de hecho toda comparación, por ejemplo, es una consecuencia directa del supuesto de que las unidades que han de compararse son culturas o sociedades (Badie acaba por identificar a m bas cosas) y no procesos, acontecimientos o estructuras. Lo mismo ocurre con la afirmación de que: «Renunciar a la idea de las trayectorias específicas significaría reducir a nada la sociología histórica, quitándole no sólo todo valor explicativo, sino también todo valor interpretativo» (Badie 1992). Y también con ésta: «Es imposible establecer cualquier tipo de comparación a partir de la microsocio-logía» (Badie, 1992). A fin de cuentas, el argumento de Badie es epistemológico: aunque en los procesos históricos pueda existir un orden, la variabilidad de las escalas de tiempos y de los períodos históricos hace que ese orden sea insondable. Badie observa un malestar, pero a partir de ahí llega a conclusiones erróneas. Para él, el investigador que analiza la historia debe renunciar forzosamente a la búsqueda de relaciones causales y contentarse con poner de manifiesto sus diferencias.
La conclusión acertada es totalmente distinta. Toda vida social es histórica en dos sentidos: sólo podemos observar lo que ya ha ocurrido y lo que ocurrió antes condiciona de manera importante lo que puede ocurrir hoy; los procesos sociales no sólo se repiten con arreglo a las mismas secuencias, sino que, además suelen no apartarse del camino seguido.
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D e ahí que las trayectorias nacionales no sean ni idénticas ni estrictamente comparables. E n la medida, sin embargo, en que toda vida social es histórica, su condición epistemológica fundamental es la misma; las principales variaciones en lo que puede saberse del pasado y del presente dependen de la magnitud de los residuos de esa vida social accesibles a los observadores de hoy en día, de la medida en que es posible hacer nuevas observaciones para poner a prueba lo deducido de observaciones anteriores y del grado en que estamos hoy familiarizados con los códigos que inform a n esos residuos de vida social pasada.
Cuando admitimos que la vida social no se presenta en forma de «sociedades» con continuidad, tenemos la posibilidad de estudiar procesos, configuraciones, secuencias y relaciones sociales de tipo recurrente y también sus conexiones contingentes con sus contextos. En una primera fase, podemos caracterizar épocas y regiones del m u n d o mediante la descripción empírica de los procesos que allí prevalecen y se llevan a cabo -mercantilización, desindustrialización, formación de imperios, etc.- y formular entonces proposiciones c o m probables sobre las relaciones de otros cambios sociales con dichos procesos predominantes; esta etapa nos ahorrará tener que esperar la formulación de proposiciones verdaderas y comprobadas referente a todos los lugares y períodos históricos. En principio, sin embargo, proposiciones de tipo m u y general pueden permitir explicar situaciones m u y particulares; es algo que los geólogos y biólogos hacen continuamente. Los que se atreven a formular generalizaciones transhistóricas tienen la posibilidad de ponerlas a prueba en el marco de la historia.
C o m o en el campo de la geología y la biología, no debemos esperar a encontrar uniformidades en grandes secuencias históricas, ni siquiera la repetición de acontecimientos c o m plejos, sino m á s bien en los vínculos entre acontecimientos, procesos y estructuras. Las migraciones a larga distancia nos proporcionan una buena analogía: cada modelo de m i gración entre Turquía y Berlín, entre Argelia y París, entre Jamaica y Londres, tiene características únicas y, sin embargo, dichos flujos están sometidos a variaciones de tipo sistemático en la medida en que crean redes de patrocinio y monopolios de empleo, se mantienen
mediante un aporte continuo de nuevos m i e m bros e inciden colectivamente en la vida política de su lugar de destino (Baily, 1983; Barton, 1975; Bodnar, 1985; Grieco, 1987; Morokva-sic, 1987; Piore, 1979; Reitz, 1980, 1988, 1990; Sturino, 1978). Cada experiencia individual de la migración es única y, sin embargo, nos encontramos con variantes familiares de patrocinio, ayuda mutua y agrupación en casi todas las vidas de emigrantes. Las regularidades se encuentran en los vínculos entre patrocinio y actividad profesional, segregación y solidaridad política, monopolio y prosperidad y no en la repetición mecánica de la secuencias.
Los investigadores que llevaban a cabo una labor de comparación histórica a gran escala no sólo centraban -equivocadamente- la c o m paración en las «sociedades», sino que además esperaban que las uniformidades se presentaran c o m o secuencias recurrentes. Lo que deberían haber buscado eran los principios en que se basan las secuencias variables.
¿Qué principios? Disponemos de por lo menos dos métodos clásicos de explicación social que se aplican, sin demasiado esfuerzo, a los procesos y estructuras históricos. U n o consiste en reconstituir las decisiones y sus móviles; la idea de la «opción racional» es su versión actual m á s corriente. El segundo es la reconstitución de relaciones sociales constri-ñentes, un método que ya conocía Simmel, pero que ha vuelto a aparecer con el nombre de «sociología estructural». Voy a explicar ahora por qué creo que la idea de la «opción racional» tiene un valor limitado y por qué, a mi entender, la sociología estructural podría permitirnos mitigar efectivamente el escepticismo paralizador de Bertrand Badie.
A su vez ¿constituye la teoría de la opción racional una elección racional para los investigadores que se ocupan del análisis histórico? ¿Tiene acaso ventajas específicas que la hacen preferible a otras: funcional, interpretativa o estructural-causal? En toda lógida podríamos suponerlo, si tenemos en cuenta que los individuos son los únicos actores reales que podem o s observar, que en una disciplina, la economía, se han obtenido buenos resultados al explicar una gran variedad de estructuras y acciones sociales mediante la elección racional, y que en el modelo intervienen explícitamente la estructura y los agentes, al presentar-
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se en él procesos de toma de decisiones conscientes con limitaciones estructurales (Colem a n , 1990; Hechter, 1983; Levi, 1988; Little, 1991 ; Wittman, 1991). En el modelo clásico de la opción racional nos encontramos con soldados en casamatas, conscientes y calculadores, que apuntan con mucho cuidado a los objetivos que pueden ver a través de la mirilla, pero que están considerablemente limitados por la situación de la casamata, la forma de la mirilla, las características de sus armas, su aptitud para el combate y las municiones de que disponen. En muchas situaciones sociales, un m o delo c o m o éste tiene validez desde un punto de vista intuitivo. Sin embargo, teniendo en cuenta las pretensiones subrepticiamente a m biciosas que han anunciado recientemente Edgar Kiser y Michael Hechter para la teoría de la opción racional, hay que insistir aquí en que ésta tiene -al menos en su forma corriente-serios defectos si queremos utilizarla c o m o base del análisis histórico a gran escala. Si construimos todo un edificio sobre esos cimientos, tenemos buenos motivos para temer un derrumbe.
Empecemos por lo más evidente: la teoría de la opción racional consiste en un conjunto de afirmaciones extremadamente generales sobre c ó m o los individuos eligen entre las diversas acciones posibles, con limitaciones impuestas por las preferencias y los recursos. En sus formas de teoría de la elección del público, o de teoría de los juegos o de las probabilidades, se trata de una teoría relativamente coherente, tanto más coherente y profunda cuanto que está estrechamente asociada con la economía neoclásica y también, aunque de m o d o más indirecto, con la economía institucionalis-ta. Se trata de una teoría transhistórica, y hasta antihistórica, en tres sentidos: primero, porque no se refiere a ningún proceso histórico identificable; segundo, porque el tiempo no cuenta entre sus conceptos fundamentales; y tercero, porque en ningún momento se dice en ella que las regularidades que observa cambian al pasar de una era histórica a otra. M á s aún, las teorías de la opción racional suelen hacer gala de su antihistoricismo, de ser aplicables con independencia del tiempo y del lugar.
La teoría de la opción racional, para ser satisfactoria, ha de explicar de m o d o adecuado situaciones en las que se dan las siguientes condiciones:
- individuos conscientes y determinados eligen de m o d o deliberado;
- al elegir, seleccionan entre acciones posibles de forma que tanto los eventuales observadores c o m o los individuos en cuestión pueden identificar;
- los individuos eligen ateniéndose a reglas de decisión que, o bien son dadas a priori, o pueden de algún m o d o observarse con independencia de la acción que ha de explicarse;
- las decisiones se toman teniendo en cuenta limitaciones que pueden ser también evaluadas con independencia de la acción que ha de explicarse;
- por último, los valores de las opciones o de sus resultados pueden tratarse c o m o factores variables, comparables y permanentes.
Así pues, el concepto de opción racional tiene validez en todos los casos más o menos aislados en que se encuentran reunidas todas estas condiciones. En el análisis a corto plazo de la acción colectiva popular, por ejemplo, puede ser útil considerar que grupos previamente relacionados, que tienen en común intereses bien determinados, llevan a cabo una selección de líneas de acción en un repertorio ya establecido por una interacción estratégica previa: manifestar tal día, presentar una petición al día siguiente, etc. (Aya, 1990; Giugni y Kriesi, 1990; Hardin, 1983; McPhail, 1991; Tarrow, 1989).
En casos excepcionales c o m o éste, los investigadores que se ocupan del análisis histórico encontrarán probablemente que la teoría puede ser útil, no tanto porque explica una decisión particular, sino porque permite un cálculo de los efectos acumulados de numerosas decisiones. Los biógrafos no suelen necesitar modelos de conducta de actores racionales. Debemos entonces identificar también otro elemento: el mecanismo de la acumulación de las decisiones. N o pretendo, claro está, que el que desee llevar a cabo un análisis de un fenóm e n o histórico desde el punto de vista de la opción racional debe probar primero que se reúnen efectivamente todas esas condiciones. Lo que sí afirmo es que, de ser poco probable la presencia de una de ellas, daría mejor resultado otro tipo de explicación. Y añadiré que esas condiciones m u y pocas veces se encuen-
Prisioneros del Estado 357
Soldado croata, Osijek, diciembre de 1991. J r. Bourcan/Rapho.
tran reunidas cuando se analizan problemas históricos importantes; los casos aislados de que hablábamos antes son m u y poco frecuentes en la historia. Debemos reservar el análisis efectuado desde el punto de vista de la opción racional a casos especiales.
¿Por qué? Por tres razones de peso y m u chas razones secundarias. Primera razón de peso: en los principales procesos de transformación histórica, las limitaciones, los valores y las alternativas posibles cambian continua
mente (aunque ello no afecte las reglas de decisión); esos cambios constituyen ya, en sí mismos , buena parte de lo que hemos de explicar. Esto ocurre con todos los procesos de «iza-ción» que estudiamos: capitalización, urbanización, industrialización, secularización, m o vilización y todas sus consecuencias. Si hemos aprendido algo sobre los cambios de la fecundidad, por ejemplo, es justamente que las preferencias por lo que atañe al número de hijos varía continuamente en función de la mortali-
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dad infantil (Coale y Watkins, 1986; Dupâ-quier, 1984; Leasure, 1983; Levine, 1987; Weir, 1984). Y la modificación de la fecundidad se ajusta en mayor medida que la mayoría de los otros procesos sociales a los requisitos lógicos que supone el análisis de «opción racional».
Segunda razón importante: en buena medida, esos cambios no dependen de tomas de decisión conscientes, son consecuencias de interacciones mecánicas y residuos no intencionales de otras acciones. E n el caso de la migración en cadena, por ejemplo, los trabajadores expatriados suelen enviar una cantidad considerable de fondos, bienes e información a familiares del lugar de origen (Bodnar, 1985; MacDonald y MacDonald, 1964; Portes y Manning, 1986). A corto plazo, este conjunto de acciones se presta fácilmente a algún tipo de explicación desde el punto de vista de la opción racional. Sin embargo, la transmisión de fondos, bienes e información transforma la relación misma entre punto de partida y punto de destino, altera la organización social en los dos cabos de la cadena, establece lo que Alland Pred llama un «campo de información deformado», en vez del conjunto uniforme de oportunidades del que tanto hablan los economistas que teorizan sobre las migraciones, contribuye a determinar quién va a emigrar ulteriormente y en qué circunstancias, influye en la importancia relativa de las poblaciones vinculadas en los puntos de origen y destino, modifica el atractivo relativo de los puntos de origen y destino como lugares de residencia definitiva y desempeña un papel decisivo en la creación de una identidad étnica en el punto de destino (Pred, 1980). H e ahí los procesos de transformación social que debemos explicar; y ello, a mi entender, nos aleja del campo de las explicaciones de tipo «opción racional».
La tercera razón impórtate, y la más seria, es ésta: por lo común, el individuo es un punto de partida erróneo para el análisis social. En nuestra propia cultura y en el campo cultural sociológico, nos convencemos fácilmente de que los únicos puntos de partida posibles son el individuo y la sociedad, sea cual fuere el que consideremos prioritario. Tanto los teóricos de la opción racional c o m o los partidnos de la interpretación han abandonado, justificadamente, el determinismo social de Durkheim o de Parsons; pero han vuelto a un individualis
m o radical, sin querer considerar otra solución más fecunda: hacer de la interacción social la unidad fundamental de la observación, el análisis y la teoría. Los principales modelos, entre los teóricos clásicos, podrían ser en este caso Simmel, M e a d y Marx, aunque en algunas páginas de Weber -en su análisis de los grupos étnicos, por ejemplo- la interacción desempeña un papel importante.
Debemos a analistas de redes y especialistas de los procesos económicos, como Harrison White, Ronald Burt, Mark Granovetter y Viviana Zelizer, los intentos m á s serios realizados en estos últimos tiempos de elaboración de un programa coherente de investigaciones desde un punto de vista interaccionista. La aportación de los especialistas de los procesos políticos ha sido más desigual, en parte porque los enfoques interpretativo y hermenéutico han acaparado su atención y también, en cierta medida, porque siguen considerando instructivos algunos modelos de interacción estratégica - y también, por lo tanto, algunas versiones de la teoría de la opción racional. Creo que, en el futuro, vamos a asistir a una confluencia de las distintas corrientes interac-cionistas en lo relativo a procesos económicos y políticos, a un florecimiento de la teoría interaccionista, a la creación en último término de un pequeño espacio reservado a los m o delos de opción racional en ese marco.
En el plano de las comparaciones mundiales, se han realizado ya considerables progresos en el trabajo de elaboración de una teoría interaccionista. Tras los esbozos de Fernand Braudel, las obras recientes de Janet A b u -Lughod, Robert Cox, Alfred Crosby, Philip Curtin y William McNeill nos muestran que es perfectamente posible examinar conexiones a gran escala de manera comparada y sistemática sin hacer referencia a sociedades y sin aferrarse a la idea de que las unidades observadas han de ser Estados. Además , numerosos investigadores que estudian Estados están efectuando comparaciones que tiende a limitar la reifi-cación de los modelos centrados en el desarrollo político (Alapuro, 1988; Anderson, 1986; Barkey y Parikh, 1991; Bulst y Genet, 1988; Caporaso, 1989; Font, 1990; Gallo, 1991; G e net, 1990; Gledhill, Bender y Larsen, 1988; Glodstone, 1991; Gurr, Jaggers y Moore , 1990; Harff y Gurr, 1988; Kirby y W a r d , 1991; Krasner, 1984; Lachmann, 1989; Lee,
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1988; M a n n , 1986, 1988; Modelski y T h o m p son, 1988; North, 1990; Poggi, 1990; Rasier y Thompson, 1990; Schutz y Slater, 1990; Thompson, 1988; Thomson , 1989; Tilly, 1990; Zolberg, 1980, 1987). Los analistas partidarios de la teoría del sistema mundial no han producido una teoría realmente convincente de la formación del Estado, pero han mostrado, desde luego, algunas maneras de situar a los Estados en contextos totalmente distintos del de la sociedad individual (Bos-well, 1989a, 1989b; Boswell y Dixon, 1990; Burke, 1988; Chase-Dunn, 1989, 1990; D u -plessis, 1987; Schaeffer, 1989; Wallerstein, 1974-1988). En todos estos casos, y en muchos
más, lo que realmente importa es encontrar una definición específica y no ideológica de lo que ha de explicarse, buscar mecanismos causales precisos y estudiar seriamente las conexiones entre grupos, organizaciones, localidades y acontecimientos, en vez de buscar secuencias típicas o una lógica de los sistemas sociales. Este tipo de análisis nos muestra, a mi entender, cómo elaborar explicaciones políticas a gran escala que sobrevivirán tras el hundimiento del sistema de la nación-Estado, que nos ayudarán de hecho a explicar ese hundimiento inminente.
Traducido del inglés
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Sobre la obstinación histórica
Guy Hermet
Cuando el director de la Revista Internacional de Ciencias Sociales m e pidió que añadiera mis propias consideraciones sobre la sociología histórica a las de Bertrand Badie (véase su artículo en este número de la revista), en el primer instante m e desanimé. ¿Qué queda por decir que no sea demasiado pesimista? Las insuficiencias metodológicas de esta rama del análisis político m e parecen tan evidentes que m e daba por vencido de antemano, aunque por prudencia académica nunca hubiera declarado mi dedicación a ese ámbito. Lo que equivalía a renegar de ella al mismo tiempo que la practicaba. Había una circunstancia agravante: además del m a lestar que m e representaba el hecho de que la historia m e gustara, se añadía que no creía tampoco en la posibilidad de que el sociólogo aporte la prueba de sus hipótesis. A m i juicio, este reconocimiento de impotencia científica valía tanto para el historiador-sociólogo c o m o para el sociólogo-historiador.
Quiere decirse que he tenido que esforzarm e mucho para liberarme de mi desánimo inicial. En un primer m o m e n t o conseguí tal cosa acudiendo al recuerdo de mi sorpresa, no tanto por el m o d o de proceder de la escuela del desarrollo político en general, como por los paradigmas -incluidos los m á s refinados- que todavía hoy se aplican a la determinación de los requisitos previos de la democracia. En
efecto, todos los indicadores económicos, sociales, educativos e incluso culturales, artísticamente organizados a tal fin, m e conducían a una sola conclusión: la de la imposibilidad absoluta de la democracia allí donde nació y en la época en que nació. Es decir, en aquella Europa del siglo pasado en la que reinaban la miseria y el analfabetismo y dominaban las masas rurales apáticas, pero al mi smo tiempo con tensiones sociales explosivas en las ciuda
des, en una época en que la Gran Bretaña seguía caracterizada por la gran propiedad c o m o el Brasil de hoy día, en que Francia se debatía en convulsiones revolucionarias m u y ajenas a los imperativos del pluralismo, de la - tolerancia y del espíritu de compromiso y en que Alemania hallaba también su identidad en el nacionalismo germánico y no en la universalidad de los derechos h u m a nos. Ninguno de los pará
metros acostumbrados de los analistas de la mutación democrática se daba entonces en Europa. Así pues, era la ignorancia de la realidad lo que confería belleza a los esquemas históricos actuales, no su pertinencia científica.
Pero dos nimios acontecimientos m u y recientes m e han empujado a escribir el artículo solicitado, ocurra lo que ocurra. El primero tuvo lugar durante un examen final celebrado en un prestigioso centro universitario de París. Disertando profusamente y con cantidad de
G u y Hermet es director de investigaciones en la Fundación Nacional de Ciencias Políticas y profesor en el Instituto de Estudios Políticos de París. Sus trabajos se centran básicamente en la formación de los regímenes d e m o cráticos en Europa y América Latina. Sus obras más recientes son Le peuple contre la démocratie (1985) y Politique comparée (con Bertrand Badie, 1990).
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368 Guy Hermet
referencias teóricas sobre la actualidad de los conflictos étnicos o culturales en Yugoslavia, una candidata vino a descubrirme, más bien de paso, que los eslovenos eran cristianos y los serbios musulmanes (!). La palabra ortodoxo no entraba para nada en todo ello; el detalle carecía de interés científico, tanto más cuanto que la candidata se inclinaba por una explicación sincrónica en términos de disparidades económicas. Todos sabemos que la historia no tiene importancia, bien -entre los científicos-porqué Karl Popper ha escrito desafiadoramen-te que no tiene sentido1, bien simplemente -entre los demás- porque la ignoran y casi se vanaglorian de ignorarla.
Así, m e reprochaba a mí mismo la erudición fútil que m e llevaba a afirmar con machaconería que los serbios son ortodoxos y que sobre todo por esa razón, pertenecen a una tradición política m u y distinta de la de los eslovenos, cuando en esos mismos días se produjo el otro pequeño acontecimiento. La prensa daba cuenta del éxito de la estrategia de democratización prudente del presidente Ayl-win en Chile y de su popularidad creciente, pero también de las dificultades que para la estabilidad democrática entrañaban las impaciencias y el espíritu de desquite de los ultra-demócratas de la izquierda. D e golpe, esto m e llevó a replantearme el problema tantas veces repetido y tan bien expresado por Alexis de Tocqueville de los «amigos excesivos» de la libertad o de la democracia y de los riesgos que representan para ciertos regímenes todavía frágiles, cuya necesidad fundamental consiste en consolidar su autoridad más que en llevar a cabo reformas inmediatas. D e golpe, también, m e entraban ganas de parafrasear a Cari Schmitt y de aplicar a la historia su definición de lo político como «discriminación del amigo y del enemigo»2, pero aplicándola a los amigos y a los enemigos interiores de la democracia y no ya a los del exterior. Se perfilaba así un hilo conductor, un comienzo de hipótesis, casi el esbozo de un elemento de paradigma. Pero, ¿qué hacer con él? Todo esto m e venía de mi afición a la historia. Patricio Aylwin no ha conversado nunca con monsieur Thiers ni con Hipólito Irigoyen, ni siquiera, probablemente, con Rómulo Betancourt. Y si hubiera querido ejercer el espíritu científico, habría tenido que olvidar las complejidades sugestivas de los comienzos de la Tercera República en Francia,
los mecanismos del fracaso de la primera democratización en Argentina y el aplastamiento estratégico de la izquierda venezolana en n o m bre de la democracia.
U n callejón sin salida
En efecto, no cabe duda de que la macrosocio-logía histórica a la manera de Tocqueville, Barrington Moore, Theda Skocpol, Charles Tilly, Hobsbawn o, aún más , Arnaldo M o m i -gliano3 tiende hacia las grandes metáforas de estilo organicista, que sólo arrojan una luz discutible sobre configuraciones presentes que, de otro m o d o , no puede explicar -en el sentido exacto de la palabra- ningún método, sea el que sea. Tampoco cabe duda de que esa macrosociología subestima con demasiada frecuencia la repercusión a veces capital de agentes decisivos que especifican las visicitudes de un proceso político haciendo que sea distinto en cada sociedad. En último término, y aunque el contenido de su obra sea tan rico, Norbert Elias puede aparecer sólo como un ensayista de talento cuando, en su Dynamique de l'Occident4, basa en la idea de «curialización» -influencia o no de una sociedad de corte- la evolución que conduce al nacimiento de un espíritu de autolimitación -el self-control- en el m u n d o europeo. Y realmente desconcierta cuando, en La société des individus5, afirma que son esas múltiples limitaciones entrecruzadas de la que es víctima la persona en Europa las que, por reacción, han dado nacimiento al individualismo, c o m o respuesta a una presión comunitaria excesiva. Todo se vuelve del revés, Mannheim ya no está en Mannhe im, Gemeinschaft und Gesellschaft (comunidad y sociedad) debe leerse en sentido contrario, toda vez que la sociedad se vuelve m á s c o m u nitaria y la comunidad lo es menos.
Así pues, más vale que volvamos a los esquemas seguros; por ejemplo, a leer a Roberto D a Mata6 repudiando toda imaginación dia-crónica, para afirmar que las sociedades «ho-listas» -según la expresión de Louis D u m o n t - , como la de Brasil, constituyen un dato sincrónico totalmente ajeno a la lógica europea de esta época. Y , simétricamente, sería improcedente aprovechar un artículo de Maurice G o -delier7 sobre los baruya de Nueva Guinea para dar a entender tímidamente que la supresión
Sobre la obstinación histórica 369
«Desembarco de emigrantes chuanes de la revolución de 1789», cuadro de G . Bourgain, presentado en el Salón de París, 1 9 1 3 . Rogcr-Viollct
370 Guy Hermet
de las guerras tribales, que en esa etnia ha dislocado las jerarquías tradicionales, ejerció un efecto bastante semejante en Gran Bretaña a fines de la Edad Media (en este caso se trataría de las incursiones bélicas de los ingleses por el continente). D e este m o d o , basándose en la sincronía y en el carácter incomparable de los fenómenos, puede uno convertirse en un buen especialista del Tercer M u n d o o de cualquier otra región, en el buen entendido de que tal opción no es exclusiva.
Es más , aunque autores como Barrington Moore, Skocpol, H o b s b a w m , Tilly y algunos otros no sean sospechosos de inclinaciones reaccionarias, el hecho de recurrir a la macro-sociología histórica suscita en general una duda sobre la filantropía y casi diría sobre la moralidad de sus adeptos. El velado reproche no atañe sólo a la atracción indiscutible que ejerce el pasado, sobre ellos, atracción que en definitiva parece ser prueba de una fascinación por lo inútil y de un amor excesivo por lo que ha sido y ya no es; en un palabra, de conservadurismo. La idea es en realidad más compleja, más antigua y Marc Abeles la resum e m u y bien6. La manzana de la discordia consiste en que el método histórico globaliza-dor se opone al de la filosofía normativa. En efecto, el primero tiende a concebir la política únicamente como una relación de fuerzas permanente, por consiguiente como una especie de eterno recomenzar. El dicho de Lampedu-sa, «todo debe cambiar para que nada cambie», podría ser su divisa, que ilustra particularmente Tocqueville en El antiguo régimen y la revolución (donde se hace hincapié en la continuidad centralizadora del Estado a la francesa). Así pues, aunque no sea conservador, el «sociólogo histórico» es cuando menos un pesimista y un escéptico, lo que significa aproximadamente lo mismo . Y sólo puede escapar a esta forma suave de maldad postulando con o como Marx el fin de la historia; dicho de otro m o d o , el advenimiento de una sociedad y de un hombre nuevos para los que ya no existirán esas relaciones de fuerza, en un universo liberado de la política.
E n cambio, el talante de la filosofía normativa se caracteriza, al menos desde Locke, por el hincapié que hace en la libertad natural u original del hombre y por su postulado de un contrato concertado voluntariamente entre gobernados y gobernantes. Y aunque parta de un
origen claramente mítico, el del estado de naturaleza, esta concepción que fundamenta la legitimidad democrática está m u y generalizada c o m o presupuesto latente entre quienes tienen por oficio analizar la política: los sociólogos y politólogos. Hace casi tres siglos, a Filmer y a Bossuet se les reprochaba su afirmación de que el poder real deriva del patriarca. En nuestros días, otros análisis resultan no menos irritantes para quienes admiten por convicción o por comodidad éste o el otro postulado de la legitimidad.
Pero la escapatoria o la alternativa ante esta sospecha existen para la sociología histórica. Escapatoria o alternativa cada vez m á s practicadas que consisten en pasar de lo « m a cro» a lo «micro», en renunciar a los largos desarrollos y a los vastos panoramas en favor de objetos más limitados en el tiempo y en el espacio y en esquivar así el debate filosófico o normativo sobre la «buena legitimidad» ateniéndose exclusivamente a los hechos. Se trata ahora de analizar detenidamente una crisis o un cambio fundamental en un único país, dejando a otros la tarea de yuxtaponer sus estudios, supuestamente comparativos, sobre los países vecinos. O bien hay que aprehender la dinámica corta de un cambio de actitud en una localidad, una región, una categoría de población, o descubrir el origen más probable de una orientación actual en un terreno no menos circunscrito. La obra dirigida por G a briel A l m o n d , Scott Flanagan y Robert Mundt 9 , ya relativamente antigua, ilustra respecto de Europa la mejor manera de proceder en relación con determinadas mutaciones decisivas de los sistemas de gobierno. Por su parte, el trabajo aún más antiguo de Paul Bois sobre los Paysans de l'Ouest[0 es un excelente modelo de investigación sobre las fuentes históricas de la sensibilidad política de un medio, en este caso el formado por algunos departamentos del oeste de Francia en la época de la sublevación de los chuanes, en la última década del siglo XVIII. Esta reorientación resulta indispensable, habida cuenta del retraso que durante largo tiempo ha tenido la microsocio-logía en relación con la macrosociología histórica, cuyos campos de aplicación se han cubierto ya ampliamente, pero se enfrenta con un peligro: el de desviarse hacia la historia a secas, que sería preferible reservar a los auténticos historiadores.
Sobre la obstinación histórica 371
La reina de Inglaterra y el principe Felipe contemplan un partido de kamari, un jugo de fútbol japonés tradicional, en el Palacio Imperial de Kyoto, 1975. coim DavCy/imaprcss.
La microsociología histórica se justifica plenamente cuando se construye en torno a una hipótesis en la que el invetigador fija su atención y se basa sobre todo en el acopio de los datos pertinentes a esa perspectiva. E n cambio, pierde su sentido esencial cuando el investigador se deja atrapar en la inmensa m a teria que descubre, cuando la pasión del relato se apodera de él y cuando su argumentación científica aparece sólo como un leit-motiv que se salmodia en medio de los dédalos de una cronología. El sociólogo renuncia entonces a su código para adoptar el del historiador, que consiste en una cronología y en la determinación de una frecuencia. Pero no por ello se convierte en historiador; simplemente, se contenta con imitarle. Para colmo, le es imposible escapar a las cuestiones que le planteaba la macrosociología histórica y de las que sigue sin conseguir desembarazarse. El historicismo. ¿Cuál? ¿Hay que comprenderlo a la manera de
Popper, que postula la imposibilidad de «predecir el curso futuro de la historia»"? ¿O conviene más seguir a Terence Marshall cuando, refiriéndose a Leo Strauss, escribe que «la lógica del historicismo exige que toda idea sea determinada por su época y que ninguna tenga realidad transhistórica»12? La afirmación de Popper no resulta demasiado inquietante, en la medida en que el sentido c o m ú n afirma la imposibilidad de predecir el futuro, y en la medida también en que el autor añade más adelante, a propósito de la historia: «aunque carezca de sentido, podemos darle un significado»13. En cambio, más inquietantes resultan Marshall y Strauss cuando postulan la incomunicabilidad de cada período respecto de los que le siguen y la incapacidad del historiador para aprehender toda lógica pasada... U n historiador sólo puede serlo del presente, a condición de que reconozca que sus propios hijos ya no podrán comprenderle.
372 Guy Hermet
La obstinación
Aunque descorazonadora y prácticamente irrefutable, esta conclusión facilita paradójicamente las razones de mi propia obstinación en utilizar lo que puede conocerse - m a l - de la historia, si no de la sociología histórica, c o m o disciplina de investigación codificable. En primer lugar, nos recuerda que sólo el historiador se enfrenta con el obstáculo insuperable de restituir suficientemente los hechos en su significación auténtica en el momen to en que se producen. La historia que aquél escribe no es más que esa verdad que sale del tintero. Se trata siempre de un relato contingente alimentado con los elementos que el historiador conoce, tendencioso a causa de los hechos que éste privilegia y empobrecido por los que ignora y quiere ignorar. E n cambio, el sociólogo, que no tiene por oficio (oficio no despreciable en general) escribir la historia, escapa a ese obstáculo por lo menos cuando no pretende sustituir al historiador con unas cuantas c o m petencias de menos. E n efecto, el uso que puede hacer de la historia es diferente; consiste no en fabricarlas con m á s o menos verosimilitud, sino en extraer de ella las ideas o las hipótesis que alimenten su imaginación sociológica. Dicho m á s exactamente, o bien el sociólogo, basándose en el conocimiento aproximativo que puede obtener del pasado, matiza los conceptos y las variables que aplica a la interpretación del presente, o bien somete lo que puede percibir del pasado a unos marcos de análisis que hasta ahora acostumbraba a referir al presente, en caso necesario adaptándolos dentro de los límites de su propia subjetividad histórica. D e este m o d o , sobre la base del trabajo previo del historiador, la sociología se vuelve interpretación de la historia y la historia interpretación de la sociología, en el entendimiento de que la segunda perspectiva parece m á s prudente que la primera para el sociólogo. Quizá sea mejor dejar que el historiador se arme de sociología cuando lo consigue en el c a m p o que le es propio.
Este enfoque histórico, modesto porque se orienta hacia la interpretación más que hace la demostración, sólo se justifica, sin embargo, en función de ciertas cautelas que, aunque sin elevarle a la categoría de método, le confieren cuando menos un sentido heurístico. Esas cautelas atañen, por un lado, al alcance del enfo
que y, por otro, a lo que podríamos llamar las condiciones del recurso a la historia. Porque no se trata aquí de dar por buenas ese tipo de banalidades que, por ejemplo, establecen sin más un vínculo entre la tradición protestante y la sensibilidad ecologista, entre la influencia de la Revolución francesa y la extensión del sufragio universal o entre los partidos religiosos y la resistencia a la democracia. Y aún menos se trata de afirmar sucesivamente una cosa y su contraria. Q u e es lo que ocurre cuando A d a m Przeworski considera irrelevante la «sociología equiparada macrohistórica», para añadir dos páginas m á s adelante que la cuestión fundamental relativa al cambio político «exige la identificación de las formas políticas de las sociedades que son estables, habida cuenta de la forma de la organización económica y de las condiciones culturales, sociales y económicas m á s concretas»14. Porque ¿cómo descubrir esos elementos estables sin tomar en consideración la larga duración, es decir, sin recurrir a la historia y sin interpretarla?
En lo que atañe a su alcance heurístico, el recurso a la historia facilita en principio la supresión de este tipo de presupuestos que sería mejor dejar para las conversaciones de sobremesa m á s anodinas. Así, el uso hoy generalizado del término -¿del concepto?- de Estado por parte de comentaristas a los que se considera profesionales hace caso omiso de su polisemia en el tiempo y en el espacio. Todavía hoy ¿cuántos politólogos europeos, defensores de la idea de que los anglosajones son reticentes ante el Estado, tienen en cuenta el hecho de que los australianos adoran tanto la palabra c o m o la cosa, de que los habitantes de Ontario la aprecian igualmente con otros dos nombres -la corona u Ottawa-, mientras que los habitantes de Quebec lo ven de manera diferente pero sin rechazarlo? D e manera similar, y siempre en relación con las sociedades industriales, esos politólogos ¿saben sustraerse cuando es necesario a la dicotomía derecha/ izquierda de las diferencias partidistas en Europa, para acordarse de las huellas todavía presentes de otras divisiones: urbanas-rurales, campesinas-industriales, religiosas o lingüísticas, derivadas del ritmo de la alfabetización o de la industrialización? ¿Tienen en cuenta las tradiciones administrativas de cada país, el significado distinto de palabras semejantes (el soberano, el due process, el liberalismo, o el
Sobre la obstinación histórica 373
radicalismo, la siempre «secularización» o la imperialista «laicidad», a la izquierda con o sin mayúsculas); dicho brevemente, aquello que gracias a la historia tiene más o menos eco? Si no, el trabajo del investigador se asemeja a la tarea de descifrar un mensaje invisible cuya clave ignora, escrito con tinta simpática en una hoja transparente en la que sólo lee el encabezamiento escrito en una lengua que quizá no es la suya. El investigador desemboca así, y sólo se trata de un caso nimio, en esos estudios sobre la irrupción en América Latina de las sectas «fundamentalistas» protestantes, estudios que no vacilan en hacer tabla rasa del contexto que permitiría aclarar el fenómeno. Las comparaciones con los «integrismos» islámicos, cristianos o judíos son m á s fáciles de establecer, aunque resulten bastante gratuitas.
Además , el recurso a la historia presenta otro aspecto, que consiste en que esclarece las paradojas de la acción política. Esto se ha dicho ya a propósito del significado extensivo e interno que debe darse a la definición que Carl Schmitt formula del poder y de su ejercicio. La curiosidad histórica, incluso la del principiante, puede preservar de las racionalizaciones ex post factum, permitiendo poner de realce los múltiples ejemplos precedentes en que los efectos perversos de la lucha por la conquista o la conservación del poder han sido los factores determinantes, en que los enemigos se han convertido en amigos y viceversa y en que lo inesperado y lo irregular se han producido con tanta frecuencia que casi se han transformado en regla (por desgracia indemostrable). Así, por ejemplo, al final hemos podido ver -es decir, en nuestros días- que el modelo «bismarckiano» del Estado benefactor le había ganado la partida al modelo «Beverid-ge», lo que no ha dejado de irritar al análisis clásico purista. En un sentido m á s amplio, el valor que hoy se concede al enfoque centrado en el individualismo metodológico supone una puesta en perspectiva y unos parámetros de referencia que debe proporcionar el historiador. Y , aún m á s generalmente, la historia sugiere conceptos que son sólo imágenes, pero de las que no puede prescindir la ciencia política. Prueba de ello es la manera c o m o Samuel Eisenstadt trata la palabra patrimonialismo. Lo mismo ocurre con el término populismo, cuya riqueza histórica por desgracia suele desdeñarse, o en un nivel de divulgación menos
elevado, con la dicotomía tan esclarecedora de la dinámica política de Francia que Georges Bourdeau establece entre la tendencia «directorial» y la tendencia «convencional» en la historia republicana de este país.
Quedan por enumerar por lo menos unas cuantas de las precauciones de utilización cuya necesidad se impone en este momento de reactivación histórica de la imaginación sociológica. La primera se refiere a la materia utili-zable. En este punto, la exegesis del pensamiento político, filosófico o religioso -lo que solía llamarse historia de las ideas- reviste sobre todo el interés de proporcionar algunas indicaciones sobre la naturaleza de un lenguaje en un m o m e n t o dado, y luego, sobre su evolución o la de los temas considerados por los doctrinarios. En cambio, puede resultar engañosa en varios aspectos si se toma más o menos literalmente el corpus estudiado. C o m o es bien sabido, el primer escollo radica en la imposibilidad de que el lector de nuestra época aprehenda un significado en el contexto de otra época o compare textos cronológicamente bastante simultáneos, pero distantes en el espacio. Sin necesidad de remontarnos hasta una fecha demasiado lejana, los tipos de legitimidad, según M a x Weber, no significaban lo mismo para el intelectual falangista Francisco Javier Conde, en 1942, que para un universitario norteamericano de los años cincuenta. Otro ejemplo: en relación con el final de la Edad Media europea, resulta m u y difícil separar lo explícito de lo no explícito, o lo que corresponde al propósito fundamental y al oportunismo político del Emperador en la obra del teólogo inglés Guillermo de Occam. Por otro lado, la tarea del exégeta, aunque sea perfecto, no se confunde con la del sociólogo. Es m u y grande el desfase entre el cambio de sensibilidad de una población y su traducción en doctrinas que no hacen sino reflejarlo a su debido tiempo o que, por el contrario, se anticipan m u c h o a ese cambio. El material del sociólogo se sitúa sobre todo en la realidad del movimiento social y mucho menos en los escritos de los profesionales del pensamiento. Sólo por comodidad finge a veces que está persuadido de lo contrario, simplemente porque los escritos son más accesibles y le proporcionan la ilusión de un comienzo de prueba con documentos en la m a n o .
U n segundo escollo radica en los peligros
374 Guy Hermet
del nominalismo. Éste posee varios rostros que pueden ilustrarse haciendo referencia a la variable religiosa. Por ejemplo, acostumbram o s a afirmar que los partidos islamistas contemporáneos se caracterizan como partidos fundamentalistas y religiosos, mientras que los antiguos partidos de base confesional de la Europa de comienzos de siglo no se nos aparecen c o m o tales. Sin embargo, al igual que en los países musulmanes de hoy, en la Alemania, los Países Bajos o la Bélgica de hace aproximadamente un siglo, esos partidos son o eran ante todo portadores de una identidad religiosa, opuesta a las identidades nacionales, políticas y secularizadas. N o cabe la menor duda de que son diferentes pero, aún así, no hasta el punto de que no sea necesaria ninguna reflexión histórica sobre las trayectorias de la m o vilización democrática en medios sociales aún fuertemente sometidos a la idea de una soberanía divina última.
Paralelamente, el nominalismo en estado puro tiende hoy a ocultar una variable de análisis en los países industrializados donde la práctica religiosa ha desaparecido casi por completo. Ahora bien, si siguen existiendo comportamientos diferentes más allá de esa desaparición de la fe observable o explícita, lo más probable es que tal variable continue actuando aun cuando el investigador dude en
seguir aplicándole la misma etiqueta. En resumidas cuentas, la cuestión primordial no atañe pues al nombre del fenómeno considerado, sino a su complejidad, que es la de todo mecanismo cultural. Por lo demás, esa complejidad de lo religioso se revelaba de manera ya m u y palpable sobre todo en el caso de los campesinos de la Francia occidental, a fines del siglo XVIII, tal c o m o ha mostrado Paul Bois.
E n cuanto al escollo ya señalado de la historia, que el sociólogo ávido de territorios m á s favorables adopta como nueva finalidad, sigue siendo el m á s peligroso tanto para el análisis político c o m o para la disciplina histórica. Si tuviera que darse una norma ética en este punto, el sociólogo podría inspirarse en la fórmula de Benedetto Croce cuando escribía que «toda historia es contemporánea». Y , en efecto, la historia tiene que abordarla el sociólogo liberándose del complejo de historiador reprimido, no para disfrazarse sino para alimentar a su manera la creatividad conceptual y la sensibilidad con las paradojas de la realidad que constituyen la razón de ser de la sociología. Pero, cuando se aplica a la política, la historia que prosigue su camino cada día hace posible el cuestionamiento y la revisión.
Traducido del francés
Notas
1. Karl Popper, La société ouverte et ses ennemis, Paris, Ed. du Seuil, 1979. vol. 7, pág. 179.
2. Carl Schmitt, La notion de politique. Paris, Calmann-Lévy, 1989. pág. 66.
3. La storiagrafica greca, Torino, Einaudi, 1982.
7. Maurice Godelier, «¿Es Occidente el modelo universal de la humanidad?», en Revista Internacional de ciencias sociales, 128, junio de 1991, págs. 411 -423.
8. Marc Abeles, Anthropologie de l'Etat, París, Armand Colin. 1990, págs. 11-33 en particular.
11. Karl Popper, Misère de l'historicisme, París, Pion. 1956, pág. IV.
12. Terence Marshall, «Leo Strauss, la philosophie et la science politique», en Revue française de science politique, 35 (4), agosto de 1985, pág. 617.
4. Norbert Elias, La dynamique de l'Occident, Paris, Calmann-Lévy, 1975.
5. Id, La société des individus, Paris, Fayard, 1987.
6. Roberto D a Matta, Carnavals, bandits et héros, Paris, Le Seuil, 1983.
9. Gabriel A . Almond, Scott C . Flanagan y Robert J. Mundt (comp.), Crisis, Choice and Change. Historical Studies of Political Development, Boston, Little, Brown and Co, 1973.
10. Paul Bois, Paysans de l'Ouest, París-La Haya, Mouton, 1960.
13. Karl Popper, Op. cit.,
pág. 184.
14. A d a m Przeworski, « C o m o e onde se bloqueiam as transiçoes para a democracia», págs. 20 y 22, en A . Przeworski, y otros, Dilemas da construçao da democracia, Sào Paulo, Paz et Terra, 1989.
Repensar el análisis comparado en un contexto posdesarrollista
Philip McMichael
Introducción
A juzgar por las preocupaciones contemporáneas, la sociología histórica pasa por una fase de calma chicha en medio de un mar de inquietudes metodológicas. Recientemente, se ha hecho un esfuerzo por evaluar el encuentro entre historia y sociología (véase, por ejemplo, Taylor, 1987; Ragin, 1988; Badie, 1992; Sztompka, 1990; Abbott, 1991), sobre todo en relación con la cuestión de la causalidad. C u a n d o A b r a m s (1982) alegaba que la historia y la sociología compartían la problemática de la «estructuración» c o m o relación temporal entre acción y estructura, hacía hincapié en la pluralidad de los tiempos sociales en una explicación causal. Esto implica que se diferencien los niveles o velocidades de temporalidad, así c o m o los tiempos sociales en términos sujeto/analista desde un punto de vista cognoscitivo. Al poner de realce tanto el acceso empírico c o m o la distancia analítica que explican el cambio social, Abrams afirmaba la importancia del diálogo entre el campo cognoscitivo tanto del sujeto como del analista. Así, cuando afirmaba que «lejos de hablar por sí misma, la realidad del pasado habla únicamente cuando la interpela el historiador» (Abrams , 1982:332), planteaba la idea de que superponemos una «estructura a la historia a fin de averiguar el m o d o c o m o la historia nos su
perpone una estructura» (Abrams, 1982:335). El método comparado se ha sometido a
examen precisamente porque en la búsqueda de la regularidad causal no ha encontrado, por una u otra razón, el tipo de síntesis que se expresa, por ejemplo, en la visión de Abrams respecto de la sociología histórica. Así, Badie identifica, en este número de la Revista, un problema clave en la contradicción que existe entre las escalas diferenciales del tiempo en
culturas diferentes y la concepción lineal del tiempo en los supuestos desa-rrollistas que informan la sociología histórica c o m parada (1992). Abbott considera que la temporalidad en niveles múltiples de un contexto particular presta a los acontecimientos una significación tal que «no es posible abstraer las causas de su entorno narrativo; la noción de causas analíticamente similares que producen resultados diferen
tes [...] es un espejismo» (1991:228). Y Sztompka identifica el problema de la inconmensurabilidad en el discurso social y sociológico c o m o la falla más importante de la investigación comparada (formal), preguntándose si existen las significaciones transociales y transteóricas (1990:50).
En la perspectiva de este balance quisiera analizar otra línea de investigación, siguiendo la sugerencia de Abrams de que la sociología histórica se rige necesariamente por las preocupaciones del momento , expresadas en la
Philip McMichael es Profesor Adjunto al departamento de Sociología Rural y del Desarrollo en la Universidad Cornell. Sus investigaciones se centran en la sociología histórica y, actualmente, en las relaciones internacionales y los sistemas alimentarios. Su libro Settlers and the Agrarian Question: Foundations of Capitalism in Colonial Australia (Cambridge University Press, 1984) mereció el Allan Sharlin Memorial Award, otorgado por la Asociación de Historia de fas Ciencias Sociales. H a publicado artículos en American Sociological Review, Theory and Society, Sociología Ruralis, Capital & Class Review, entre otras revistas.
RICS 133/Septiembre 1992
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concepción de estructura que el investigador aporta a su tarea. M i idea es que el método comparado floreció después de la segunda guerra mundial, período caracterizado por la teoría y la práctica del «desarrollismo»; la certeza y legitimidad del método comparado han disminuido.
El orden del m u n d o actual se caracteriza por una unidad contradictoria: una tendencia a la planetarización, por una parte, y otra a la desintegración y el pluralismo. La planetarización se expresa conceptualmente en la teoría de los sistemas mundiales (Wallerstein, 1990) y prácticamente en la exigencia repetida de una mayor «competencia internacional» en la educación superior, mediante la implantación de planes de estudios internacionalizados (Tir-yakian, 1990). La manifiesta tendencia contraria hacia el localismo se evidencia en el discurso antidesarrollista, c o m o ocurre con la «investigación sobre la acción participativa» (Fais Borda, 1990) y en las tendencias a la «indige-nización» o «nativización», que tratan de recuperar la «autenticidad» en el discurso y la práctica culturales locales (véase Abaza y Stauth, 1990). Tal vez en un punto intermedio se encuentre el justo equilibrio que rechaza el carácter ahistórico de polaridades como plane-tarismo y localismo, entendiéndolos c o m o á m bitos sociales que se condicionan mutuamente. En efecto, Sztompka ha sostenido que la planetarización del m u n d o social ha invertido la «situación cognoscitiva», pasando de la de hace un siglo, cuando la heterogeneidad y el aislamiento de las sociedades eran la regla (lo que planteaba el problema de dar con los elementos comunes), a la actual, cuya problemática es «preservar los enclaves de lo que es único en medio de una creciente homogeneidad y uniformidad». Así pues, desde el punto de vista cognoscitivo, el hincapié que se hace en la investigación comparada «busca lo único dentro de lo uniforme y no la uniformidad dentro de la variedad» (1990:55).
Desde la perspectiva de una sociología del conocimiento puede argüirse, alternativamente, que las tendencias planetarizadoras de hace un siglo llevaron al reconocimiento de la variedad en un sentido diferente. En esa época, la teoría social, informada por el movimiento nacional emergente, clasificó simultáneamente esa variedad entre las sociedades del «perímetro» c o m o un continuo evolutivo. Y esto ha
influido en la investigación comparada hasta el período actual en que, a todos los efectos, el movimiento nacional ha seguido su curso y el discurso del desarrollismo está en plena confusión (Booth, 1988; Hettne, 1990; Büttel y McMichael, 1991). La unidad nacional se ha vuelto cada vez más problemática en un m u n do caracterizado por vastos movimientos de población que zapan el ideal de solidaridad étnico-lingüística (Hobsbawn, 1991:555), por grandes movimientos de capital que resquebrajan la soberanía económica nacional y por la creciente importancia de las instituciones mundiales, todo lo cual trastorna los procedimientos formales de la investigación histórica comparada en la medida en que ésta toma la unidad nacional como unidad de análisis.
El lugar de la sociología histórica contemporánea
La sociología histórica contemporánea ha tenido dos corrientes tributarias que es importante distinguir si se quieren entender los problemas metodológicos actuales de la investigación comparada. La primera fue la del desarrollism o de la posguerra, mientras que la segunda marcó la desaparición de ese discurso y se mantiene desde los años setenta hasta hoy. Cada corriente era la expresión de umbrales de la historia moderna que han influido en los especialistas en ciencias sociales y cada una ha contribuido a producir una verdadera riada de investigaciones comparadas. Sin embargo, el hecho de enmarcar estas contribucions en supuestos teóricos particulares sobre unidades de análisis comparado ha creado serios problemas de comparabilidad, respecto de la selección de unidades analíticas y, en consecuencia, de la adecuación de las variables.
En el presente artículo expongo en primer lugar la convergencia de la sociología histórica en la investigación comparada. Examino luego los límites del método comparado, explicando que su formalización produce una separación injustificada entre la teoría y el método que se expresa en supuestos apriorísticos acerca de las unidades de análisis. Estos supuestos se amplifican con la construcción de variables como indicadores de los procesos atribuidos a las unidades de análisis seleccionadas. En otras palabras, las variables (o predicados) en-
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trañan por sí mismas supuestos apriorísticos en términos de significación y alcance. Abogo por una estrategia de investigación que permita un enfoque formativo, y no estructural, de la selección de unidades de análisis y de variables. Esto entraña una relación reflexiva entre teoría y método. En otras palabras, requiere que se reintegre el método comparado (y sus unidades y variables) en la propia investigación histórica y se subordine a ésta.
La separación entre teoría y método surgió en parte porqué en cada forma de sociología histórica comparada se tomaba la configuración general c o m o un supuesto histórico básico y no c o m o un momento histórico. El primer umbral de la sociología histórica comparada fueron las trayectorias profundamente diferentes que tomaron las naciones-Estados en el período de entreguerras. El paradigma desarrollista entendió este hecho c o m o una desviación del rumbo anglosajón. C o m o alternativa1, Polanyi (1957) sostuvo que la «gran transformación» implicaba una respuesta diferencial al colapso del sistema liberal mundial de los Estados creado bajo la Pax Britannica gracias al patrón oro. Influido por configuraciones netamente diferentes de las fuerzas sociales y políticas dentro de los Estados metropolitanos, el proteccionismo nacional adoptó diversas formas: socialismo nacional, c o m u nismo y providencialismo social. Esta inquietante cristalización de regímenes políticos autoritarios, formados contra la democracia social anglonorteamericana, indujo a los sociólogos a explorar el origen social de tal variación en los regímenes (véase Moore, 1957; Bendix, 1964; Lipset, 1967). El método empleado era el comparado, que tal vez alcanzó su apogeo en la obra de Moore Social Origins of Dictatorship and Democracy. A diferencia de Polanyi, que situaba este variado proceso de transformación en un contexto histórico mundial (Goldfrank, 1990), Moore optó por identificar las diferencias con las distintas trayectorias nacionales de los Estados, seleccionados por su tamaño relativo. C o m o han observado otros comentaristas (Skocpol, 1973; Johnson, 1980), el límite de este enfoque radicaba en que las variables escogidas por Moore y sus conclusiones eran desvirtuadas por dos supuestos: la independencia de los casos y un modelo implícito constituido por el itinerario inglés hacia la modernidad. Esto manifestaba
los supuestos evolutivos en que se fundaba el discurso del «desarrollismo».
La segunda corriente tributaria apareció con la crisis del desarrollismo, asociada al resquebrajamiento del orden mundial occidental establecido bajo la hegemonía de los Estados Unidos y la particular ideología de la guerra fría. En el m u n d o de la posguerra, el «desarrollo» o la modernización se concebía sobre la base de un conjunto de universales evolutivos en el que el modelo implícito de modernidad eran los Estados Unidos, o m á s concretamente, las «variables del modelo» (Parsons, 1973) que evocaban los principios de la sociedad estadounidense. A medida que ese modelo perdía legitimidad con el debilitamiento del poder económico (el dólar c o m o moneda internacional de reserva) y del poder político (el conflicto indochino) de los Estados Unidos, empezaba la era del «posdesarrollismo». Este tenía dos ramas: ciertas concepciones del «subdesarrollo» en las que los Estados eran los mediadores de las relaciones político-económicas del m u n d o ; y una sociología histórica centrada en el Estado que esquivaba el evolucionismo. En ambos casos las reformulaciones empezaban con críticas de la particular concepción occidental de la modernización, para terminar con una nueva forma de un viejo problema: la reificación de la estructura. Esto era consecuencia del intento de superar el apartado conceptual difuso de las teorías evolutivas, en las que el Estado era casi inexistente, y de afirmar la centralidad del Estado en el proceso histórico (por ejemplo, Wallerstein, 1974a; Skocpol, 1979).
El rasgo c o m ú n de estas sociologías históricas era su convergencia en el análisis comparado. Para la comparación entre naciones, las unidades nacionales de análisis se consideraban obvias e independientes respecto de la estrategia estatal de desarrollo, pero lo bastante similares c o m o para justificar el análisis de variables comparadas. En cuanto a la perspectiva mundial, la unidad de análisis era una economía mundial desigual de Estados definidos por sus relaciones mutuas en los que estas relaciones eran constantes sistémicas. Los analistas de la dependencia comparaban implícitamente el «subdesarrollo» periférico con el «desarrollo» metropolitano y este último era un modelo apriorístico (véase Warren, 1980; Phillips, 1977). Los analistas del sistema m u n -
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dial empleaban la comparación c o m o ilustración para confirmar la universalidad y la desigualdad de la particular división mundial del trabajo. En una palabra, en ambas corrientes de la nueva sociología histórica las unidades de análisis comparado eran construcciones apriorísticas y se consideraba que las variables eran universales en cuanto al alcance y a la aplicabilidad. El deductivismo que se manifiesta en toda esta variedad de perspectivas resulta sorprendente, y es precisamente esta utilización de universales lo que está poniendo en entredicho la sociología histórica.
La construcción de universales y su utilización en la investigación comparada resultan problemáticas precisamente porque en la actualidad se está poniendo en tela de juicio el pensamiento universalista. Esto parece paradójico dada la creciente importancia de las fuerzas mundiales. El planetarismo puede unir a las sociedades según muchas dimensiones, pero al mismo tiempo pone de relieve la diversidad cultural (Smith, 1991) de la que dimanan los movimientos que podrían desafiar el hegemonismo de los universales occidentales (Robertson y Lechner, 1988)2. El planetarismo no es ni m u c h o menos una tendencia lineal, y el aparente agotamiento de los modelos desa-rrollistas occidentales (incluidas las formas de desarrollismo socialista en Europa oriental) corre parejas con la aparición de movimientos alternativos de carácter religioso, político y etnonacional, por una parte (por ejemplo, Skocpol, 1982; Touraine, 1988; A m i n y otros, 1990) y un renacimiento retórico, dirigido por Occidente, de la ficción del mercado autorregulador por otra (Bienefeld, 1989). Si bien esa ficción puede albergar pretensiones universales, las resistencias se manifiestan en todo el m u n d o : desde los agricultores minifundistas de Europa y Asia Oriental, pasando por los habitantes de las ciudades de América Latina (Walton, 1990), hasta los campesinos de África que practican una retirada silenciosa del Estado y de su desarrollismo dirigido por el F M I (Cheru, 1990). Es precisamente en este discutido crisol mundial donde surge la actual deslegitimación de las categorías planetarias.
Esas categorías son un trasunto de los rasgos propios de las respuestas locales político-culturales a los procesos planetarios. En las páginas que siguen sostengo que la sociología histórica debe mostrarse m á s flexible respecto
de los orígenes y el empleo del método comparado, sobre todo en la época actual de planetarismo. En consecuencia, examino los límites de la investigación comparada formal y expongo una forma alternativa de investigación comparada que procura tener en cuenta las fuerzas sociales situándolas planetariamente, pero tratándolas con una perspectiva local3.
El método de la sociología histórica
La sociología histórica no es sólo comparada (véase, por ejemplo, Abrams, 1982). Sin e m bargo, hay una fuerte presunción de que la legitimidad del análisis histórico c o m o parte de una investigación sociológica depende de una perspectiva comparada4. Puede sostenerse que esta presunción tiene dos fuentes principales. En primer lugar, está la posición adoptada, entre otros, por Skocpol: entre las tres estrategias de investigación de la sociología histórica, es decir, comprobación de teorías, interpretación y explicación de los modelos causales, la última ofrece el método comparativo-analítico más riguroso (1984, pág. 376). Para elaborar ese método, emplea ciertas estrategias lógicas derivada de J.S. Mill, que se aproximan al rigor de la investigación estadística o basada en variables: «el investigador se compromete no con una o varias teorías existentes, sino con el descubrimiento de configuraciones causales concretas capaces de explicar importantes modelos históricos» (Skocpol, 1984, pág. 375). El supuesto fundamental subyacente es que la interpretación de datos de observación entraña tantas dificultades que, «por lo general, conviene disponer de un tercer elemento de comparación para decidir si tienen importancia determinadas observaciones formuladas en un momen to y un lugar determinados» (Scheuch, 1990, pág. 19).
El enfoque comparativo-analítico surgió c o m o resultado del desarrollismo, cuando el objetivo principal era superar el evolucionism o excesivo, dar a conocer mejor los conceptos sociológicos metateóricos y pasar a una forma posdesarrollista más adecuada de investigación que, sin embargo, exigiera un rigor analítico similar al atribuido a las ciencias naturales (véase Abbott, 1991). La combinación explícita y rigurosa de una práctica más antigua de investigación (política) comparada
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(véase Scheuch, 1990) con la investigación histórica afianzó aparentemente la legitimidad de la sociología histórica, conforme iban perdiendo importancia el desarrollismo y el funcionalismo de liberalismo y del marxismo. Sin e m bargo, la adopción rigurosa de la investigación comparada heredó su bagaje epistemológico en relación con la diferenciación social: la otra operación legitimadora.
En segundo lugar, se trata de establecer la comparabilidad seleccionando una unidad adecuada de análisis. E n la investigación comparada, la teoría y los conceptos sólo pueden «generalizarse» y convertirse en invariantes, yuxtaponiendo dos o m á s unidades «particulares» entendidas c o m o «casos» configuraciona-les (Ragin y Zaret, 1983, pág. 744). Se suponía que las sociedades nacionales eran sistemas autónomos con modelos ontogénicos comunes. E n efecto, era precisamente esta característica de las sociedades nacionales lo que las conectaba conceptualmente con la teoría evolutiva (Bock, 1956, pág. 90). En este caso, la «sociedad nacional» aparecía históricamente como una construcción comparativa, categóricamente distinta de las sociedades tradicionales y, en cierto m o d o , de sus vecinas modernas, según una trayectoria evolutiva. Nisbet observa a este respecto: «Para el método comparado y su supuesta validez como cuerpo de pruebas, son fundamentales los preconceptos mismos -en realidad, las conclusiones también- de la teoría de la evolución social, que supuestamente verifica el método comparado» (1969, pág. 190). Así, en la formalización del método comparado iba implícito el concepto ideal de sociedades nacionales en evolución, cada una de las cuales repite independientemente un proceso sistémico común y confirma colectivamente la uniformidad de esas unidades de comparación (véase Zelditch, 1973, pág. 262).
¿Había un medio de comparación mejor que la sociedad nacional? En el m u n d o de la posguerra existían por lo menos dos tipos de sociedades nacionales; formalmente, se afirmaba la soberanía nacional en un creciente número de países miembros de las Naciones Unidas; y los imperativos institucionales de la economía mundial, c o m o el régimen de ayuda (véase W o o d , 1986), obligaban a los Estados miembros a someterse a ciertos objetivos y principios operativos comunes. Así pues, en la
práctica había sobrada razón para identificar la nación-Estado c o m o marco de referencia comparada. D e hecho, esta conceptualización de la sociedad nacional gobernaba además la teoría del desarrollo, que es un pariente intelectual de la sociología histórica por lo que atañe a la sociología del conocimiento. D e la misma manera que la sociología comparada suele identificar la nación-Estado c o m o unidad de comparación, los teóricos y los rectores del desarrollo tienden también a identificar la nación-Estado c o m o unidad de desarrollo (véase Büttel y McMichael, 1991).
Mientras se consideraba a la sociedad nacional c o m o producto de la evolución social y, por consiguiente, c o m o construcción comparativa que informaba la teoría de la modernización, institucionalmente se afirmaba su importancia en el m u n d o de la posguerra, a medida que la teoría del desarrollo adoptaba el «desarrollo nacional» c o m o resultado deseado. Dada la vigencia del patrón-oro, esto requería un comercio nacional estable que mantuviera un tipo bajo de interés y, por ende, un entorno favorable al capital (véase Phillips, 1977). A su vez, la estabilidad del comercio dependía del éxito nacional en el mercado mundial. Así, las condiciones ideales de «desarrollo» eran las elaboradas en la nación-Estado sobre la base del sistema estatal. Mientras que el análisis de Polanyi (1957) sobre la organización de la base monetaria del sistema estatal presagiaba esta configuración internacional, Keynes aportaba una teoría de la regulación nacional para hacer frente a este problema. En principio, un desarrollo capitalista viable (o incluso un desarrollo socialista, dadas las circunstancias) dependía en último término de la nación-Estado.
La extensión del sistema estatal, gracias al movimiento de descolonización de posguerra y a raíz de las condiciones institucionales del sistema de Bretton W o o d s (en el que el dólar norteamericano era la moneda de reserva internacional), fue el medio de que proliferaran ciertas prescripciones, reales e ideales, relativas al desarrollo nacional (véase Friedman y McMichael, 1989). Esta combinación de regulación nacional e internacional caracteriza lo que Ruggie ha denominado «liberalismo implícito», en el que «el multilateralismo se basaría en el intervencionismo nacional» (1982, pág. 393) para respaldar a electorados sectoriales del país (como campesinos, trabajado-
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res, industrias clave, etc.). Así, la organización nacional de la economía y la sociedad era la noción básica de la época de posguerra y, por lo tanto, no es de extrañar que el método comparado expresara ese ideal.
Las consecuencias de adoptar el método comparado de la sociología histórica son tanto de carácter teórico como epistemológico. Teóricamente, la correspondencia entre los requisitos formales del método comparado en relación con casos uniformes e independientes y la estructura «sociedad nacional» ha limitado la gama de procesos sociales observables al ámbito nacional. D e otro m o d o , interpreta de m o d o erróneo procesos observados calificándolos de nacionales por su origen y sus consecuencias. Es decir, dado su supuesto de la «nacionalidad» de los «casos», el método gobierna la investigación teórica. Así, el estudio comparado de Skocpol sobre Francia, Rusia y China (1979) clasifica las revoluciones sociales aislando su modelo configurativo común y tratando a esos tres Estados c o m o casos relativamente independientes5 con condiciones y destinos comunes. Mientras que un análisis de esas revoluciones, que no se lleve a cabo dentro de los parámetros de un estudio nacional comparado, puede interpretarlas como ejemplos de un proceso acumulativo histórico mundial que se manifiesta en contextos nacionales, el estudio de Skocpol se ve forzado a centrarse en una generalización más limitada e ideal de las condiciones de aparición del Estado burocrático moderno prototipo. A mi parecer, esto circunscribe la teoría social imponiendo un marco nacional a un proceso que podría situarse mejor en un contexto internacional. Tal cosa no significa que la nación-Estado no sea importante, sino más bien que es una construcción históricamente contingente y, por tanto, mucho más fluida y circunstancial de lo que permiten pensar los supuestos formales del método comparativo.
Desde el punto de vista epistemológico, este método, que presupone una relativa uniformidad de casos, se ve forzado a abstraer los acontecimientos y sus «variables», prescindiendo de sus contextos de lugar y tiempo, en aras de la generalización comparada. Esto equivale a reformular el sentido del problema de la verificación, según Badie (1990) (es decir, ¿qué se va a comparar? ¿Con qué mecanism o conceptual, que evite reducir la diferencia
fundamental a una variable común?). La falla del método comparativo no consiste en que no pueda verificar o justificar satisfactoriamente sus dimensiones comparativas (el «impulso comercial» de Moore es tal vez el ejemplo más escandaloso de la variable planetaria común) . Dicho de una manera más precisa, el método comparado, elimina por definición la posibilidad de reconocer la especificidad local, ya que por su manera de proceder subordina los casos a la condición examinada, lo que lleva a la abstracción tanto de los casos como de las condiciones6. Por consiguiente, impide examinar las interpretaciones locales de los procesos que son comunes precisamente por ser planetarios, así c o m o las respuestas a los mismos. Puede tratarse de procesos universales (en el marco de referencia del estudio), pero se producen o expresan de distinta manera dentro de cada contexto local. C o m o escribe Hopkins: «Centrarse en ciertas condiciones aparentemente similares de distintos lugares en tiempos diferentes, abstraer esas condiciones de su contexto de tiempo y lugar, e inquirir de m a nera abstracta por las causas o consecuencias de las condiciones es proceder precisamente de la única manera suprimida claramente por la [...] perspectiva mundial histórica del cambio social» (1978, pág. 212).
El problema de la verificación no está simplemente cargado de relativismo sino que además podría resolverse apelando a una forma alternativa de investigación comparada. En tal investigación, la sociedad nacional no es la base analítica de partida, aunque podría ser una unidad de observación del proceso social que trascienda las barreras nacionales. Dada la realidad mundial contemporánea, la capacidad de comprender la «sociedad nacional» como una entidad histórica en movimiento y no como una finalidad natural (o punto de llegada) de la evolución social, es digna de loa. Por consiguiente, un método comparado adecuado no supondría a priori su unidad de análisis y procuraría situar los procesos sociales (incluida la formación del Estado) en un movimiento o coyuntura históricos más amplios.
La comparación integrada
H e sostenido más arriba que un análisis c o m parado más satisfactorio reintegraría la teoría
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y el método de manera reflexiva. Esto significa que la comparación sería parte inseparable de la selección del objeto de investigación. N o seguiría dicha selección c o m o instrumento metodológico aparte, destinado a determinar la no variación en las configuraciones de variables causales. Es así c o m o funciona el método formal cuasiexperimental, en el que se supone que las unidades comparadas no tienen prácticamente relación de tiempo y espacio y, con todo, repiten un proceso universal c o m o el «desarrollo nacional». Supone, a priori, los límites y contornos del cambio social.
D e otro m o d o , si estimamos que el cambio social a nivel nacional adopta formas diversas y no repetibles, sea porque las naciones-Estados surgieron históricamente y de forma relacionada, sea debido al creciente sentido de diversidad entre las naciones-Estados contemporáneos (véase, por ejemplo, Harris, 1987), necesitamos un orden diferente de análisis comparado. En el caso de trayectorias nacionales diversas, en las que las unidades de comparación no están separadas ni son uniformes, la estrategia comparativa debe abordar tanto los contextos desiguales (mundiales) como las distintas composiciones (locales) de las naciones-Estados. N o puede suponerse que ninguno de esos elementos sea constante y uniforme y ambos están interrelacionados. En una palabra, la comparación debe emplearse para iluminar procesos históricos que genera y explican la diversidad.
U n intento de sortear las trampas del análisis comparado formal a nivel nacional es la teoría del sistema mundial, que desafía explícitamente el objetivo de la generalización comparativa: «Lo que el enfoque del sistema mundial descarta es la eliminación apriorística de lo característico de cada caso, no la reivindicación de que hay elementos comparables o similares» (Hopkins, 1978, pág. 213). Esta teoría, que tal vez fue el desafío más poderoso al discurso del desarrollismo7, se propone relacionar teóricamente los procesos generales y los resultados particulares desde el punto de vista histórico (Hopkins y Wallerstein, 1981). En este caso, el sistema mundial moderno se mueve en una antinomia entre una economía mundial única (con una división axial de la fuerza de trabajo) y una multiplicidad de Estados, estructurados según su posición en la jerarquía mundial de la fuerza de trabajo que
produce bienes de consumo (Wallerstein, 1974b). Los Estados se forman dentro de la dinámica expansiva y competitiva de la economía mundial (por ejemplo, la formación de Estados durante la época colonial y poscolo-nial tuvo lugar en el contexto de la competencia por los mercados y los recursos entre m e trópolis). Por definición, la lógica competitiva de la división jerárquica de la fuerza de trabajo elimina la repetición de un proceso c o m ú n de desarrollo (nacional) a través de los Estados tomados aisladamente, ya que no son unidades comparables como tales. Sin embargo, son comparables como unidades sistémicas, ya que encarnan la dinámica sistémica de la competencia jerárquica, es decir, pueden compararse como miembros de zonas sistémicas (centro, periferia, semiperiferia) y c o m o manifestaciones de procesos sistémicos.
Ahora bien, aunque esta nueva dimensión de comparabilidad permite la diferenciación entre Estados y descarta todo supuesto de repetición, reemplaza una unidad a priori de análisis por otra. El «sistema mundial» reemplaza a la nación-Estado y la diversidad entre Estados se conforma a las exigencias sistémicas. El comportamiento funcional de cada una de las partes demuestra esencialmente (y puede hacer poco más que demostrar) la existencia de «el sistema» (Bonnell, 1980, pág. 165). En esta estrategia, que Tilly denomina «comparación amplia», las comparaciones «seleccionan los emplazamientos dentro de una estructura o un proceso (amplios) y explican las similitudes o diferencias entre los emplazamientos c o m o consecuencias de su relación con el todo» (1984, pág. 123). Adoptar esta estrategia es continuar con el «sistema m u n dial» como unidad indiscutible de análisis, cuyos orígenes siguen siendo completamente a m biguos (véase, Brenner, 1976). Por una parte, la «economía mundial capitalista» es un prototipo ideal construido para distinguir el sistem a mundial moderno de imperios mundiales anteriores (Wallerstein, 1974a). Por otra parte, la economía mundial capitalista se entiende c o m o un sistema histórico (Wallerstein, 1974b, 1983) «cuyo futuro se inscribe en su concepción» (Howe y Sica, 1980, pág. 255). Según esto, se supone que la unidad de análisis es a la vez un dato histórico, al menos para la época en que aparece la teoría social. Por consiguiente, la teoría del cambio social encarna-
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da en la perspectiva del sistema mundial repite el deductivismo del desarrollismo suponiendo un todo. D e m o d o análogo, la estrategia comparada sigue siendo parcial, en este caso orientada a la generalización respecto de procesos sociales sistémicos (y no nacionales).
Para resolver este problema propongo que se utilice la comparación de m o d o que se evite reificar las unidades nacionales y las globales (véase McMichael, 1990). Así c o m o la teoría del sistema mundial emplea un todo preconcebido, los procedimientos formales comparativo-analíticos presuponen «casos c o m o un todo, y comparan casos completos entre sí» (Ragin, 1987, pág. 3). Este procedimiento com ú n descarta la unidad de análisis del debate teórico, limitando así el alcance y las posibilidades de la explicación histórica. Tal investigación comparada produce una relación «externa» entre el(os) caso(s) de la unidad y la teoría, en la que el todo es históricamente abstracto (sea una configuración constante del sistema mundial, sea naciones-Estados des-contextualizadas). En un método alternativo la comparación se convierte en sustancia, y no en marco, de la investigación. E n otras palabras, está integrada en la definición misma del problema que se investiga. Y esto se lleva a cabo de manera reflexiva, de m o d o que los ejemplos comparados son parte integrante, individual e interaccionalmente, de la comprensión del proceso histórico que se examina, y no simples vehículos de una «condición».
Este método supone un doble condicionamiento: en primer lugar, garantizar que las unidades de análisis sean conceptos históricos y, por lo tanto, fluidos; y en segundo lugar, utilizar un todo8 emergente y no uno a priori, para establecer el contexto histórico. Las unidades de análisis, utilizadas de m o d o comparativo, son los elementos de este procedimiento conceptual. N o son ni «partes» subordinadas de un «todo» preconcebido, ni tampoco entidades independientes. Expresan, constituyen y modifican el todo, que aparece en las partes y mediante éstas, sin privilegiar ni a uno ni a otras. En esta operación, la totalidad es un procedimiento conceptual y no una premisa conceptual, precisamente porque la con-ceptualización de los ejemplos o unidades comparadas es relacional.
El aspecto relacional de las unidades de análisis en la «comparación integrada» puede
entenderse en términos tanto temporales c o m o espaciales. Si bien el tiempo y el lugar son partes integrantes de toda comparación integrada, ésta puede subdividirse analíticamente en esos términos, de m o d o que podem o s describir una forma diacrónica y una sincrónica. La forma diacrónica significa comparar a través del tiempo múltiples ejemplos de un proceso histórico único. Por ejemplo, podrían compararse en el tiempo y a través del tiempo los Estados como miembros de una configuración (en continua evolución) del sistema de Estados. Ilustra este punto el estudio comparado de Walton sobre la revolución, que reconcibe las revueltas nacionales (los Huks en las Filipinas, los M a u M a u en Kenya y la violencia en Colombia) c o m o «partes integrantes de luchas continuas que empezaron a adoptar rasgos definibles a comienzos del siglo (y algunos definitivos en los años veinte) en respuesta a las desigualdades y dislocaciones socioeconómicas, que se produjeron al incorporar en la economía global sociedades locales y en gran parte precapitalistas» (1984, pág. 169). En este procedimiento comparado varía entre los analistas la selección del «lugar» y el «tiempo mundial», su contenido y su interacción. Compárese, por ejemplo, la concepción de Roxborough de la «revolución burguesa» c o m o «proceso continuo en una América Latina [dependiente]» (1979, pág. 147), pero variable en cuanto a contenido y cumplimiento en cada uno de los Estados, con la concepción de Bendix (1978) de «ciudadanía» c o m o acontecimiento cumulativo propio de la historia mundial, difundido a través de culturas particulares yuxtapuestas en el tiempo. En ambos casos, el predicado («revolución burguesa», «ciudadanía») se realiza c o m o variante nacional de un proceso internacional.
La forma sincrónica de «comparación integrada» entraña la comparación a través del espacio dentro de una única coyuntura histórica mundial. En este caso, por ejemplo, los Estados podrían compararse c o m o unidades diferenciadas dentro de una coyuntura m u n dial competitiva, en la que la variación existe en el espacio y a través de éste, por una parte, y está incluida en las distintas historias de los Estados, por otro. Es esencialmente una c o m paración «trans-seccional» de segmentos de un todo contradictorio, en el que éstos (creencias, sectores económicos, unidades políticas) en-
Repensar el análisis comparado en un contexto posdesarrollista 385
carnan «tiempos sociales» distintos e imbricados9. Los segmentos son comparables porque se interrelacionan mediante un proceso c o m ú n competitivo, o contencioso, sea económico, político, cultural o normativo. Es decir, la coyuntura se define c o m o una yuxtaposición de segmentos históricamente distintos, c o m o el encuentro contradictorio entre la economía campesina y la de mercado, el sistema de esclavos y el de fuerza de trabajo asalariada, la cultura metropolitana y la colonial. La relación de Tomich (1990) sobre la esclavitud en las plantaciones de la colonia francesa de M a r tinica ejemplifica esta estrategia. Sirviéndose de la metáfora de una «matrëshka» rusa, el análisis multiestratigráfico de Tomich demuestra c ó m o la propia relación del esclavo era el producto de la economía mundial del siglo X I X basada en una fuerza de trabajo metropolitana asalariada y estaba estructurada en torno a la rivalidad entre el colonialismo británico y el francés. A su vez, la relación de los esclavos coadyuvó a determinar el resultado de ese conflicto. Tomich afirma lo siguiente: «Según esto, la historia de la esclavitud en Martinica no puede entenderse solamente c o m o un particularismo local, sino c o m o parte de un proceso global del desarrollo capitalista. Este enfoque revela el carácter histórico m u n dial de los procesos locales, dando un contenido histórico específico al concepto de economía mundial mediante el análisis concreto de fenómenos particulares» (Tomich, 1990, pág. 6). Así pues, la comparación de estos segmentos conectados revela la dinámica contradictoria (según las dimensiones parte/parte y parte/ todo) que da una contextura y una interpretación histórica tanto a los segmentos c o m o al todo10.
Mientras que la forma diacrónica de la «comparación integrada» tiene un aspecto principal generalizador (la época) y la forma sincrónica uno particularizante (la conyuntu-ra), esto no excluye la posibilidad de combinaciones creativas de estas dos estrategias metodológicas. Por ejemplo, en The Great Transformation (1957), Polanyi incorpora una comparación en ambas formas al puntualizar su crítica de la ideología del liberalismo económico. El siglo X I X viene caracterizado coyuntu-ralmente c o m o un intento de institucionalizar el ideal contradictorio de «mercado autorregulador», contraponiendo la economía interna
cional de mercado a los mercados y sectores económicos locales (como las granjas). Al mism o tiempo, una comparación, efectuada durante toda una época, de la concepción utilitaria de la «economía» con una concepción sustantivista (precapitalista) sirve de marco a su crítica y a su explicación del crecimiento de la oposición a los mercados no regulados.
En su obra Hierarchical Structure and Social Values (1990), Williams considera la con-trucción de las relaciones raciales/étnicas en los Estados Unidos desde un contexto histórico original y también emplea ambas formas de «comparación integrada». Yuxtapone la entrada de trabajadores africanos e irlandeses en los Estados Unidos como una comparación de dos procesos distintos, definidos en términos temporales y espaciales del sistema mundial. Las conyunturas históricas de la «entrada» de trabajadores africanos e irlandeses representaban relaciones mundiales y necesidades laborales en los Estados Unidos bastante diferentes. Así, Williams organiza el estudio principalmente en torno a dos «momentos» coercitivos, particulares durante la formación de la economía mundial (combinando la generación del tráfico de esclavos de África Occidental y el desposeimiento de los campesinos irlandeses, con períodos del desarrollo estadounidense definidos por la necesidad de esclavos y de fuerza de trabajo asalariada). El aspecto principal del análisis revela que la «ubicación» histórica de los estadounidenses de origen africano y los de origen irlandés dentro de la economía política del países se basaba en un proceso social singular, pero con resultados políticos coyunturales diferentes (por ejemplo, privilegiar a los de origen irlandés), relativos a los diferentes modelos temporales y espaciales. Williams concluye que la actual comprensión de las relaciones raciales y étnicas en los Estados Unidos oblitera esos procesos sociohistóri-cos en la medida en que reifica la dimensión física y la cultural que le es inherente. La combinación de momentos coercitivos en una economía mundial en revolución que culmina en una sociedad estratificada racial y étnicamente ilustra de m o d o contundente la utilidad de combinar ambas estrategias de comparación.
Esos estudios ilustran las diferentes formas en las que puede utilizarse la «comparación integrada», subordinando el análisis compara-
386 Philip McMichael
do al examen de un problema histórico clave. E n este caso, la comparación ya no es un rasgo «externo» (formal) del plan de una investigación, sino que más bien ha sido incorporada como estrategia conceptual «interna» que relaciona procesos aparentemente separados (en el tiempo o el espacio) como componentes de un proceso histórico mundial de tipo conectivo". Al mismo tiempo, se elimina la relación externa entre teoría y método ya que el investigador renuncia a la generalización que yuxtapone casos expuestos (abstractamente) como unidades de comparación manifiestas.
Conclusión
H e sostenido que las fallas de la sociología histórica comparada se originan en los supuestos apriorísticos del propio método comparado que son de dos clases. En primer lugar, supone unidades analíticas a priori; y en segundo lugar, su principal expresión, en la investigación comparada transnacional, separa la teoría del método. A m b o s supuestos c o m prometen la investigación histórica porque imponen a los procesos históricos esquemas uniformes, generalizados y deductivos. Las categorías sociales, entre ellas las unidades analíticas, son históricamente fluidas en cuanto a forma y contenido y son, por tanto, parte integrante de la propia investigación; es decir, no son «variables» evidentes, ni independientes, ni repetibles. Afirmo que las tendencias «experimentales» de la investigación comparada medraron gracias a una fácil identificación, en el m u n d o de la posguerra, de la sociedad nacional como el sitio, la fuente y el objeto del cambio social. Ese «desarrollismo» situaba al modelo anglo-americano de democracia capitalista comparativamente a la vanguardia de un continuo evolutivo, influyendo en la teoría y la práctica del desarrollo en esa época.
Según esto, al desgastarse el paradigma de-sarrollista, se puso en tela de juicio la propia investigación macrocomparativa. Se ha cuestionado la pertinencia del método comparativo (Wallerstein, 1974a; Hopkins, 1978; Walton, 1984; Taylor, 1987; Burawoy, 1989; McMichael, 1990; Badie, 1990), al tiempo que se planteaban interrogantes sobre la dimensión adecuada del cambio social y el evolucionismo (y eurocentrismo) del paradigma de de
sarrollo. Tanto implícitamente c o m o explícitamente el método comparado se ha sometido a examen desde distintas perspectivas. En primer lugar, en la teoría de la dependencia se puso en entredicho (sobre todo en relación con los Estados del Tercer M u n d o ) la supuesta autonomía de la sociedad nacional; en segundo lugar, la teoría del sistema mundial sentó la idea de que todos los Estados son subunidades de un sistema histórico más amplio; más recientemente, el colapso de los dogmas de la guerra fría y la desintegración (de una concepción unificada) del Tercer M u n d o han centrado la atención en las trayectorias político-económicas m u y diversas y no repetibles de los Estados contemporáneos; y por último, se considera que la nación-Estado está perdiendo relevancia c o m o foro de cuestiones relativas a la soberanía (véase, por ejemplo, Held, 1991) y como la forma institucional clave de la regulación económica (véase, por ejemplo, W o o d , 1986, Cox, 1987, McMichael y Myhre, 1991, Friedmann, 1991).
Al mismo tiempo que se ha cuestionado la validez de la nación-Estado c o m o unidad a priori de análisis, se ha sometido a un examen crítico la aplicación transnacional de las categorías mundiales. Están en tela de juicio tanto los procedimientos metodológicos derivados de los supuestos evolutivos del desarrollismo c o m o la legitimidad de ese paradigma. Por lo tanto, no es sorprendente que se planteen serios interrogantes sobre la situación epistemológica del método comparado formal empleado por los sociólogos de la historia. Esto no significa, sin embargo, que adoptemos la diversidad y la idiografía por sí mismas. Por el contrario, deberíamos abordar la diversidad utilizando la comparación de m o d o reflexivo para situarla precisamente en el punto de encuentro de las fuerzas mundiales y locales. El objetivo es entender cómo se interpretan, expresan y realizan localmente los procesos mundiales. Esto permite a su vez una comprensión aún más concreta (desreificada) y abierta de los procesos mundiales. Se trata de evitar tanto la individualidad c o m o la generalidad abstractas.
El condicionamiento mutuo de lo local y lo mundial vuelve más concreto cada uno de esos elementos desde una perspectiva histórica. Tal vez no sea aventurado decir que la mejor form a de lograr esto es comprendiendo la unidad
Repensar el análisis comparado en un contexto posdesarrollista 387
en la diversidad mediante un análisis compa- histórica sea formativo, y no formal, rado que en su aplicación a la investigación
Traducido del inglés
Notas
1. En realidad, Polanyi impugna esta obsesión con el modelo angloamericano, sugiriendo que el intento de institucionalizar en el plano mundial el ideal (inglés) de «mercado autorreguladora produjo una fuerte reacción contra ese modelo (y sus limitaciones) en los países recientemente industrializados.
2. Quisiera anotar en este punto la tendencia «kenbei» del Japón: el Director General de Asuntos Culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores del Japón declaró recientemente que un japonés experimenta «cierta desazón» si un estadounidense le pide que luche y muera por conceptos c o m o «la libertad, la democracia y la economía de mercado», ya que esos valores no están arraigados en ese país y para la mayoría de los japoneses podrían compararse con «un nuevo conjunto de vestidos occidentales». (The N e w York Times, 16 de octubre de 1991).
3. Reconozco que c o m o toda comparación requiere ciertos referentes comunes, hay contextos sociales que no entran (fácilmente) dentro de esos referentes (véase, por ejemplo, Shanin, 1988). Afirmaría, sin embargo, que la subordinación de la comparación a la investigación histórica tiene mayores probabilidades de abordar esos contextos «marginales» que no la comparación formal, que tiende a marginalizarlos, imponiendo precisamente categorías universals a los procesos variables examinados.
4. Es interesante observar que la Sección de la Asociación Estadounidense de Sociología a la que pertenecen los especialistas
que realizan investigación sobre sociología histórica se llama «Sociología comparada e histórica». La Newsletter (2:1) de 1990 presentaba un debate pendiente «sobre las complejas tensiones inherentes a la elección de una metodología híbrida».
5. Digo «relativamente independiente» porque Skocpol incorpora en su estudio la noción de «contextos transnacionales» concebidos c o m o «presiones de modernización» (1979, pág. 286), que interfieren con las tres organizaciones estatales, pero que, a m i juicio, siguen siendo m á s bien abstractas desde un punto de vista histórico, sobre todo por cuanto no hay una dimensión importante ni correctiva ni acumulativa a través de esos «contextos transnacionales».
6. Hopkins describe este procedimiento perfectamente cuando dice: «...casi sin pensar, (el analista) invierte el sujeto y el predicado: se pasa de este «caso» que presenta esta «condición» a esta «condición» que tiene un «caso» c o m o ejemplo. Ahora bien, al hacer esto se ha «abstraído» la condición y se la ha convertido, en su nueva forma categórica, en el centro de atención e investigación (1978, pág. 211-2).
7. La crítica del desarrollismo formulada por Wallerstein comenzó con la distinción entre Estado y sociedad, que surgió en el pensamiento de la Ilustración. Sostenía que, al suponer la legitimidad de los Estados existentes, esta antinomia suponía lógicamente la existencia de «sociedades» que correspondían (aunque imperfectamente) a esos Estados. Esto tenía dos
consecuencias filosóficas: la noción de «universalización», que suponía el paralelismo de todas las «sociedades» (sea c o m o entidades similares [generalización] o c o m o entidades distintas [idiográficas]) y la de «sectorialización», que subdividía las ciencias sociales en disciplinas, con lo que se reforzaba la epistemología desarrollista. Esto tuvo una expresión concreta en la formulación de una historiografía liberal durante la Pax Britannica, que ha venido estructurando el pensamiento social desde entonces: «El legado más profundo que nos dejó ese grupo de pensadores en su lectura de la historia moderna. Las cuestiones que debían explicarse eran: 1) la «supremacía» de Gran Bretaña sobre Francia; 2) la «supremacía» de Gran Bretaña y Francia sobre Alemania e Italia; y 3) la «supremacía» de Occidente y sobre Oriente. La respuesta básica a la primera cuestión era «la revolución industrial», a la segunda «la revolución burguesa» y a la tercera «la
institucionalización de la libertad individual» (Wallerstein, 1984:109).
8. La idea de un «todo» emergente o «autoformado» se refiere a la concepción dialéctica de totalidad según la cual «las partes no sólo interactúan internamente y se interconectan entre sí y con el todo, sino que además el todo no puede anquilosarse en una abstracción superior a los hechos, ya que es precisamente en la interacción de sus partes» (Kosik, 1976, pág. 23).
9. H e intentado esta clase de ejercicio comparado en estudios sobre sectores de exportación de productos agrícolas en el siglo
388 Philip McMichael
X I X : Australia (lana) y el sur de los Estados Unidos (algodón). En ambos casos las luchas políticas de mediados de siglo por la posesión de tierras manifestaban el conflicto entre las fuerzas mercantilistas derivadas del sistema colonial y las fuerzas liberales que se identificaban con la cultura poscolonial del capitalismo industrial y marcaban un profundo cambio en la organización y la dinámica de la economía mundial de ese momento (McMichael, 1984, 1991).
10. Otro ejemplo de esta estrategia es la obra de Cardoso y Faletto sobre «dependencia», en la que el concepto mismo obtiene coherencia (unidad en la diversidad c o m o condición global) mediante la comparación
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11. La noción de crear una «relación interna entre teoría e historia», que subtiende el aspecto epistemológico de este artículo, se refiere a la conceptualización de la historia a partir de las relaciones formativas de los hechos sociales observados. Es un procedimiento dialéctico en el que «la investigación lógica indica dónde empieza la investigación histórica y ésta a su vez complementa y presupone lo lógico» (Kosik, 1976, pág. 29). Esto distingue al método de investigación del método de exposición, en el cual «aquello
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La teoría de la opción racional y la sociología histórica
Michael Hechter
U n espectro, el de la teoría de la opción racional, ha empezado a vagar por la sociología histórica. La opción racional, pese a que es frecuente que los críticos la rechacen por considerarla utilitarismo recalentado o conservadurismo reduccionista, ha hecho progresos lentos pero constantes a lo largo del último decenio en algunos aspectos, c o m o mínimo, de la investigación sociológica histórica. Evidentemente, buena parte de la investigación histórica en sociología es expresamente descriptiva y, por consiguiente, tiene especiales pretensiones teóricas. Destacados especialistas en la materia han hecho recientemente diversos manifiestos en los que sostienen que los sociólogos históricos deben distanciarse de las teorías generales de todo tipo (para un debate sobre este tema, véase Kiser y Hechter, 1991).
Ahora bien, si hay alguna teoría general que goce hasta cierto punto de la estima de los sociólogos históricos, es sin duda la estructuralista. E n este artículo se comenta la relación entre la opción racional y las explicaciones estructuralistas y se sostiene que estos dos tipos de teoría general no tienen por qué ser irreconciliables, sino que la vía para mejorar la investigación en la sociología histórica explicativa consiste en combinar los análisis propios de cada una de ellas.
A riesgo de una simplificación algo excesiva, las investigaciones en sociología histórica
Michael Hechter es profesor de sociología en la Universidad de Arizona, Tucson, Arizona 85721, U S A . Es autor de Internal Colonialism: the Celtic Fringe in British National Development, 1536-1966 (1975) y Principles of Group Solidarity (1987). H a escrito numerosos artículos sobre la teoría de la opción racional, la sociología histórica y el nacionalismo. Actualmente, ha centrado sus investigaciones en los determinantes sociales de los valores individuales.
tienden a agruparse en uno de dos polos opuestos. E n uno de ellos se encuentran los estudios interpretativos que sitúan las texturas intersubjetivas de la vida social en un espacio y lugar concretos, con detalles novelísticos de los que son buen ejemplo las monografías de Clifford Geertz (1971), que recurren a la «descripción densa». Los interpretativistas, que se basan en el método de Verstehen de Weber y en las tradiciones fenomenológicas y herme
néuticas, sostienen argumentos holísticos que insisten en la complejidad, singularidad y contingencia de los hechos históricos. Ahora bien, su interés por la complejidad y su rechazo de la separación analítica de las partes de los conjuntos no es coherente con el quehacer de la historia comparada, ya que sociedades únicas son inconmensurables.
E n el otro polo se encuentran los estudios expli
cativos que buscan causas necesarias y suficientes de hechos y situaciones complejas comparando distintas sociedades y sus elementos constituyentes. Este artículo versa exclusivamente sobre este último tipo de sociología histórica.
Lo primero que hay que decir sobre la sociología histórica explicativa es algo que suele pasarse por alto y en lo que, por consiguiente, nunca se insistirá bastante. Aunque muchos eminentes especialistas en la materia han adoptado un inductismo entusiasta del que se
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enorgullecerían los historiadores m á s tradicionales y conservadores, este tipo de sociología no puede desarrollar su potecial sin tener en cuenta las teorías generales de uno u otro tipo, esto es, universales, omnitemporales y contingentes, en lugar de las teorías lógicamente necesarias. Desde luego, esta clase de teoría se precisa no sólo para este tipo de sociología histórica, sino para toda ciencia social explicativa y, según algunos, para toda labor científica. El difunto bioquímico húngaro Albert Szent-Györgyi solía contar una anécdota que explica uno de los motivos por el que los investigadores tienen que basarse en teorías generales:
U n joven teniente de un pequeño destacamento húngaro en los Alpes m a n d ó una patrulla de reconocimiento al páramo helado. Inmediatamete empezó a nevar, estuvo nevando durante dos días y el pelotón no regresó. El teniente estaba abatido porque había enviado a su propia gente a la muerte. Pero al tercer día el pelotón regresó. ¿Dónde habían estado? ¿ C ó m o habían encontrado el camino? Según explicaron, se habían considerado perdidos y abocados a la muerte, hasta que uno de ellos se encontró un mapa en el bolsillo. Ese descubrimiento los tranquilizó. Montaron un campamento, esperaron a que parara la nevada y entonces, gracias al mapa, pudieron orientarse. Y allí estaban. El teniente tomó en sus manos aquel extraordinario m a p a y lo estuvo examinando detenidamente. N o era un mapa de los Alpes, sino de los Pirineos.
Esta anécdota de Szent-György demuestra c ó m o el empleo de teorías generales contribuye a reducir la inevitable ansiedad del investigador, ese perpetuo explorador de territorios desconocidos, y remite al famoso argumento de Francis Bacon según el cual la verdad surge con m á s facilidad del error que de la confusión.
En un artículo reciente, Edgard Kiser y yo (Kiser y Hechter 1991) presentamos unos principios distintos en relación con la importancia de la teoría general en la sociología histórica explicativa. El éxito de esos estudios depende en última instancia de hasta qué punto cumplan los requisitos de un encadena
miento causal correcto. Esos requisitos son fundamentalmente dos: en primer lugar, tienen que convencernos de que nuestras variables independientes predilectas tienen una relación causal con el resultado que nos interesa y, en segundo lugar, debe aportar un guión o mecanismo que nos indique c ó m o esas supuestas causas actúan para producir el resultado observado.
El gran inconveniente de los mecanismos causales en las ciencias sociales es que, por su propia naturaleza, son inobservables. Esto significa que la investigación sociológica basada exclusivamente en la inducción no puede indicar ninguno de esos mecanismos. N o podemos echarnos a la calle para recoger los datos y confiar en descubrir así el mecanismo correspondiente; ahora bien, es para esto para lo que necesitamos las teorías generales.
Sin embargo, esta afirmación no equivale a sostener que la inducción no tiene nada que hacer en nuestras investigaciones. La inducción es fundamental para decidir entre mecanismos causales antagónicos que producen el mismo resultado en determinadas condiciones. C o m o regla general, la plausibilidad, la reducción del lapso de tiempo entre la causa y el efecto y las implicaciones empíricas singulares de los antagonistas pueden servir para distinguir entre los mejores y los peores mecanism o s causales.
Pero, ¿qué teoría general hay que emplear? Sería útil, aunque agotador, enumerar todas las teorías generales que sirven c o m o principios de los mecanismos causales en las ciencias sociales y que, por tanto, podrían ser can-didatas a la aplicación de los problemas históricos. N o obstante, para bien o para mal son m u y pocas las teorías generales que se han popularizado entre los estudiosos de la sociología histórica. El estructuralismo y la opción racional son tal vez las dos orientaciones teóricas m á s destacadas en este campo hoy por hoy.
El estructuralismo está bien arraigado en la teoría sociológica y entre sus m á s famosos progenitores se encuentran Marx, Durkheim y Simmel. Aunque dentro del estructuralismo hay una variedad sorprendente, en una disertación reciente (Wellman 1989:2) sostiene que todas las versiones tienen en común dos características definitorias. El estructuralismo explica la conducta por imposiciones estructura-
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Espejismo sahariano: el reflejo del azul del cielo provoca la aparición de u n estanque, ID.R., colección particular).
les en la actividad y no en términos de estados internos, y considera que las relaciones entre unidades se caracterizan por sus propios atributos c o m o elementales en lugar de estimar que son elementales las propias unidades.
Del m i s m o m o d o que existe toda una diversidad de estructuralismos, también el universo de la opción racional se encuentra dividido en varios campos principales. Para los objetivos de este artículo, hay una división especialmente importante entre los formalistas, cuyos modelos de equilibrio general generan pronunciamientos sobre la optimidad social basándose en suposiciones comportamen-talistas no realistas combinadas con el descuido de las variaciones sociales estructurales, y los informalistas, cuyos modelos verbales incorporan supuestos comportamentalistas m á s realistas y una apreciación más rica de la estructura social, pero cuyas ambiciones normativas se ven reducidas en correspondencia. C o m o estimo que la opción racional informal tiene más que aportar a la sociología histórica,
limitaré mis observaciones a esta rama de la teoría. Contrariamente al estructuralismo, los análisis de la opción racional (Friedman y Hechter 1988) consideran a los individuos (esto es, «unidades caracterizadas por sus atributos internos») c o m o las unidades elementales de análisis. Se estima que esos individuos son agentes deliberados e intencionales, dotados de determinadas preferencias, valores o provechos. Esos individuos actúan para alcanzar fines coherentes con sus preferencias, valores y provechos. Ahora bien, la acción individual no es únicamente imputable a la intención, sino que está sometida también a las imposiciones derivadas de la escasez de recursos (que afectan a los costos de oportunidad del individuo) y de las instituciones sociales existentes (que comprenden las normas sociales, pero no se limitan a ellas). Así pues, todos los modelos de opción racional explican las variaciones de los resultados por diferencias de preferencia, costos de oportunidad y/o imposiciones institucionales.
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A m i juicio, el intento de dejar estos planteamientos aparte c o m o competidores en el conjunto de una gran teoría general es fundamentalmente erróneo, y no precisamente porque sean las dos caras de una misma moneda . La opción racional sociológica permite incorporar íntegramente las relaciones causales que los análisis estructuralistas no cubren y c o m plementarlas con mecanismos plausibles obtenidos en parte de supuestos psicológicos sociales. T o d o modelo que se base en la opción racional sociológica debe interesarse por las consecuencias de la acción de individuos que están a la vez sometidos a las imposiciones de las estructuras sociales e institucionales (es así c o m o puede incorporar los resultados de los análisis estructurales) y dotados de determinados valores, preferencias o provechos (y es aquí donde entra en juego la psicología social). A partir de esta formulación puede verse con claridad que no hay nada inherentemente reduccionista o individualista en la opción racional sociológica, excepto su estrategia de tener en cuenta al individuo m á s que a la relación social duradera c o m o unidad elemental de análisis (véase Tilly 1991:1008).
La utilización de la opción racional tampoco tiene por qué ocultar necesariamente al analista la existencia del comportamiento irracional (la opción racional sirve muchas veces para predecir resultados que son colectivamente irracionales o subóptimos, a causa de la libertad de movimientos y otros problemas). Desde luego, c o m o M a x Weber estimaba hace más de setenta años, únicamente podemos estar convencidos de la importancia de las motivaciones no racionales utilizando los supuestos de la opción racional c o m o punto de partida teórico:
Para los objetivos de un análisis científico tipológico, conviene tratar todos los elementos irracionales, afectivamente determinados de la conducta, c o m o factores de desviación de un tipo conceptualmente puro de acción racional... Únicamente de este m o d o es posible evaluar la importancia causal de los factores irracionales responsables de las desviaciones de este tipo. E n tales casos, la elaboración de una línea de acción estrictamente racional sirve al sociólogo c o m o tipo (tipo ideal) que tiene la ventaja de ser claramente comprensible
y de carecer de ambigüedad. Por comparación con él, es posible comprender de qué manera la acción real está influida por factores irracionales de todo tipo, por ejemplo, los afectos y los errores, en la medida en que explican la desviación de la línea de conducta que cabía esperar basándose en la hipótesis de que la acción fuera puramente racional (Weber [1922] 1968:6).
Hasta aquí m e he referido al estructuralis-m o c o m o un tipo de explicación que puede integrarse en la opción racional sociológica, pero hay ocasiones, desde luego, en que los análisis estructuralistas son radicalmente distintos de los de la opción racional, cosa que puede suceder, sobre todo, cuando en el análisis de la opción racional se postula algo original sobre los valores (o provechos) de los agentes.
H a y al menos tres razones distintas que abonan la elección del individuo y no de la relación social c o m o unidad elemental de análisis.
E n primer lugar, si se considera a los individuos c o m o entidades irreductibles, pueden entenderse en principio las condiciones, tanto estructurales c o m o psicológicas, en las que llegan a establecerse o no unas relaciones sociales duraderas. Ahora bien, si se empieza por la relación social duradera c o m o unidad elemental de análisis, nunca podrán explicarse las variaciones de las relaciones sociales a partir de unas premisas teóricamente coherentes.
E n segundo lugar, recurrir a los individuos c o m o unidades elementales de análisis tiene la ventaja suplementaria de permitirnos incorporar a nuestras explicaciones, sin por ello obligarnos, algunos supuestos psicológicos sociales. U n principio fundamental del estructura-lismo, que rara vez se menciona en público y que muchos de sus partidarios menos polémicos rechazarían probablemente (aunque no Wellman), es que no deja el menor espacio para ese tipo de suposiciones. Al dar por sentado que la estructura de las relaciones sociales es causa suficiente de los resultados sociales, los estructuralistas presumen en esencia que los distintos individuos reaccionan de m o d o uniforme ante las mismas condiciones estructurales. Esta presunción conlleva la premisa de que los individuos deben tener valores y preferencias idénticos (esto es, que no existen varia-
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Elección de Gondebrando, autoproclamado hijo de Clotario I, 582-583. ( D . R . , colección particular).
ciones entre las clasificaciones de provecho de las personas), afirmación m á s que discutible, ya que si fuera cierta, los psicólogos no tendrían m á s que dedicarse a otra cosa. La teoría de la opción racional, por el contrario, permite introducir algo de psicología en la explicación histórica, incluso si se da por sentado que, utilizada por la mayoría de los especialistas, se trata de una psicología m u y rudimentaria. Ahora bien, incluso los supuestos psicológicos sociales excesivamente simples pueden servir m u c h o mejor para explicar la conducta agregada que la conducta individual (Hechter 1987:32).
Por último, muchas veces se critica a los teóricos de la opción racional por tener poco que decir sobre la génesis de los valores y las preferencias que motivan la conducta de los agentes. Estas críticas son justas, pero también están fuera de lugar. Hay que reconocer, por
desgracia, que no existe una explicación general coherente de la génesis de los valores individuales en la ciencia social actual, ni se ven perspectivas claras de que la haya en un futuro próximo (Hechter, de próxima publicación). Dicho esto, es difícil no coincidir con la conclusión de M a x Weber según la cual:
«Es un enorme error pensar que un método individualista debe conllevar algo que en cualquier sentido imaginable sea un sistem a individualista de valores. Es importante evitar este error al igual que otro, relacionado con él, por el que se confunde la inevitable tendencia de los conceptos sociológicos a dar por supuesto un carácter racionalista con la creencia en el predominio de los motivos racionales o incluso una valoración positiva del racionalismo. Incluso una economía socialista debería en-
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tenderse desde el punto de vista sociológico exactamente en el m i s m o tipo de términos individualistas, esto es, en términos de la acción de los individuos, los tipos de funcionarios que actúan, como sucedería con un sistema de libre intercambio analizado en función de la teoría del provecho marginal o una teoría mejor pero similar en este sentido. La auténtica investigación sociológica empírica empieza preguntándose qué motivos determinan y conducen a cada uno de los miembros y participantes individuales de esa comunidad socialista a comportarse de manera que la comunidad exista, en primer lugar, y siga existiendo. Toda forma de análisis funcional que vaya del todo a las partes únicamente podrá efectuar los preparativos de esa investigación, preparativos cuya utilidad y necesidad, si se hacen adecuadamente son, a todas luces, indiscutibles (Weber [1922] 1968:18).
Algunos críticos sostienen que la opción racional no puede explicar la génesis ni la transformación de las instituciones y, por consiguiente, el cambio social en términos m á s generales. Tal vez lo primero que se pueda objetar c o m o respuesta es que hay alguna literatura prometedora, basada en la opción racional, sobre la aparición de normas y otras instituciones sociales (por ejemplo Hechter, O p p y Wippler, 1990).
Aunque eran antaño m u y raros, existen también hoy en día estudios explícitos basados en la opción racional sobre las causas de las. transformaciones institucionales, por ejemplo, las que se producen en las revoluciones (Taylor 1988) y la de la presunción de la custodia paterna en custodia materna de los hijos de padres divorciados en las sociedades occidentales (Friedman 1991). Existen análisis de opción racional sobre la dinámica del absolutism o (Kiser 1987, Root 1987, Levi 1988), sobre la transición del autoritarismo a la democracia en la Europa Oriental contemporánea (Preze-worski 1991) y sobre los obstáculos que se oponen al desarrollo agrícola en el Africa sub-sahariana (Bates 1988). E n varios análisis de la acción colectiva fundamentados en la opción racional se ha tratado de explicar temas tan distintos c o m o la movilización política en Viet N a m (Popkin 1979; véase también Little
1991) y la lucha por los derechos civiles en América (Chong 1990). Por último, la opción racional ha servido para explicar el desarrollo del fascismo en Italia (Brustein 1991) y la persistencia de la estratificación por sexos en el Japón contemporáneo (Brinton, de próxima publicación).
Evidentemente, no todos los mecanismos que proponen esas obras son idénticos. A veces, los especialistas en opción racional ofrecen explicaciones distintas de esos mismos fenómenos. Así, Edgar Kiser (1987) sostiene que cuanto m á s autónomo sea el dirigente de un Estado absolutista mayor será su libertad para dictar la política estatal, en tanto que Hilton Root (1991) señala que la autonomía puede producir el efecto contrario. Los dirigentes autónomos no pueden dar credibilidad a las promesas que hacen a sus acreedores y, por tanto, no tienen m á s remedio que recurrir a menos recursos que los que han renunciado a parte de su autonomía en favor de instituciones representativas. Desde luego, este tipo de debate intelectual es característico de todo buen programa de investigación, pero con demasiada frecuencia los sociólogos, cuando piensan en la opción racional, tienen una imagen de ella hasta cierto punto monolítica.
Ahora bien, resulta que la opción racional puede dar explicaciones del cambio social. Además, c o m o esas explicaciones tienden a utilizar un lapso mínimo de tiempo entre la causa y el efecto, pueden resultar metodológicamente superiores a las explicaciones estruc-turalistas en este sentido.
Por último, los principios de la opción racional suelen encontrarse inmediatamente debajo de la superficie de las investigaciones que practican los auténticos estructuralistas que una y otra vez se declaran adversarios implacables del individualismo metodológico. Veamos las explicaciones de uno de los más destacados sociólogos históricos estructuralistas, Charles Tilly. U n o de los principales temas estudiados en su obra m á s reciente, «Coercion, Capital and European States» (Tilly 1990) es el motivo por el que los dirigentes absolutistas han aceptado instituciones representativas que permitían expresarse a sus principales rivales, la nobleza provinciana. La respuesta de Tilly es la siguiente:
«Los monarcas jugaban el mi smo juego -el juego de la guerra y de la rivalidad por el
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territorio- en condiciones m u y distintas. Cuanto más cara y difícil era la guerra, m á s tenían que negociar para obtener los m e dios de llevarla a cabo. La negociación producía o fortificaba instituciones representativas en forma de Estados, Cortes y, a veces, legislaturas nacionales. La negociación iba desde el nombramiento con privilegios hasta la represión masiva armada, pero producía acuerdos entre el soberano y sus subditos. Aunque los dirigentes de Estados c o m o Francia y Prusia lograron soslayar durante varios siglos la mayoría de las antiguas instituciones representativas, éstas o sus sucesoras llegaron a adquirir más poder frente a la corona a medida que los impuestos, el crédito y el pago de la deuda nacional iban resultando fundamentales para la producción constante de una fuerza armada» (Tilly 1990:188).
Ahora bien, independientemente de cuál sea la pertinencia empírica de esta respuesta, lo interesante de ella es que bien podría haber sido escrita por un defensor acérrimo de la opción racional. Es éste un ejemplo de algo que pasa desapercibido en la investigación sociológica americana contemporánea. Al igual
que el famoso personaje del Burgués Gentilhombre de Molière, que se asombraba al descubrir que hablaba en prosa, muchos críticos sociológicos de la opción racional utilizan sin saberlo mecanismos de la opción racional en sus propias explicaciones sociales.
La sociología histórica explicativa debe basarse en teorías generales para proponer los mecanismos causales a los que es imputable la producción de los resultados que hay que explicar. Entre las teorías generales existentes que se han aplicado a la explicación histórica, la de la opción racional es actualmente la fuente m á s prometedora de esos mecanismos plausibles. La teoría de la opción racional puede incorporar en sus mecanismos casi todo aquello que los análisis estructurales pueden revelar y, además, puede complementarlos con supuestos sociales y psicológicos elementales que sirven para motivar la acción individual. Esto significa que las explicaciones estructurales y las de la opción racional son muchas veces complementarias. Cuando estos dos tipos de explicaciones difieren, la mayor riqueza de la opción racional le confiere una ventaja heurística decisiva.
Traducido del inglés
En la Reunión Anual de la American Sociological Association (Cincinnati, Ohio, 1991) se presentó una primera versión de este artículo.
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Nacionalismos: la comparación Francia-Alemania
Pierre Birnbaum
En una sorprendente fórmula, Ernest Gellner postula que el plebiscito cotidiano que, según Renan, constituye el acto fundador de la nación, no se realiza quizá con esta regularidad, pero no deja de tener lugar en «cada vuelta a clases»'. Mediante estos términos enunciados en francés en el texto original, el autor considera que el nacionalismo adopta ante todo una forma cultural de creación artificial de una unidad simbólica que es urgente reforzar en la medida en que la modernización económica deja a los individuos sin puntos de referencia colectivos, ante la súbita ausencia de la memoria de antaño cargada de dimensión religiosa y de tradiciones. Añade que «sólo el Estado puede cumplir esta función, incluso en las sociedades donde la educación depende en gran medida del sector privado... el Estado y la cultura deben estar vinculados entre sí... Tal es la naturaleza del nacionalismo, y la razón por la cual vivimos en una era de nacionalismo»2. En tales circunstancias, según Gellner, «la presencia del Estado es inevitable... pues el problema del nacionalismo no se plantea en las sociedades sin Estado». Aunque matiza esta afirmación observando sin embargo que «se plantea sólo en algunos Estados»3, esta reserva, a decir verdad, no es más que una diacronía evolucionista pues supone que se refiere menos a los Estados de las sociedades agrarias que a los de las sociedades industrializadas.
Pierre Birnbaum es profesor de ciencias políticas en la Universidad de París I, 17 rue de la Sorbonne, 75231 París Cedex 05, Francia. H a escrito varias obras sobre teoría del Estado y el rol de las élites y actualmente trabaja sobre la presencia de los judíos en las actividades públicas y el rechazo que esta cuestión provocó.
En su afán de oponerse a las teorías del nacionalismo concebido como el despertar de identidades étnicas adormecidas, Gellner fecha por lo tanto el momen to del nacionalismo en el advenimiento de una modernidad inevitablemente destructora de los antiguos valores comunitarios; a su m o d o de ver, sólo en ese momen to nacen las «comunidades imaginarias», según la hermosa expresión de Benedict Anderson4, que se alzan dirigidas por el caya
do vigilante y firme del Estado. Esta completa inversión de la teoría del nacionalismo, por una parte demasiado evolucionista, tiene el mérito de trastocar las difundidas concepciones tradicionales, atentas sobre todo a la búsqueda de una auténtica etnicidad y por lo tanto vueltas únicamente hacia el pasado. También presenta el interés de situar de entrada el Estado en el núcleo de la teoría del nacionalismo en
la medida en que, contra lo que podría esperarse, sería incluso su instigador. N o obstante, tiene un evidente defecto respecto de la sociología comparada; dado que no se basa en una tipología del Estado, lleva a un auténtico callejón sin salida pues no toma en cuenta la historia propia de cada Estado para estudiar a continuación sus relaciones con la movilización nacionalista. E . Gellner, tomando reiteradamente -sin decirlo- el caso francés c o m o paradigma del Estado dispensador de la ideología nacionalista, guarda al m i s m o tiempo silencio
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sobre el caso de naciones comparables pero cuyo Estado no otorga doctorados ni controla verdaderamente el aparato escolar, y donde la «vuelta a clases» adopta así las formas más variadas. Q u é decir, por ejemplo, de sociedades tales como Suiza o los Estados Unidos, cuyos Estados son completamente diferentes; en circunstancias normales, más allá de la adhesión a principios comunes, no emana de ellos ninguna veleidad nacionalista interna que pudiera producir una acción colectiva extremista5.
Afirmar además que el Estado produce el nacionalismo es insuficiente e incluso discutible, tanto más cuando Gellner, sin formularlo explícitamente, se refiere al caso francés puesto que, en una bella expresión, sostiene que «no es la guillotina sino el -justamente denominado- doctorado de Estado el mejor instrumento y el símbolo m á s notable del Estado»6. Este Estado se construye mucho antes del advenimiento de la modernidad económica en función de una historia propia, de un feudalism o anterior extremo, de un conflicto constante con la Iglesia Católica, etc. Es el único que inventa la fórmula del doctorado de Estado que será imitada o, por el contrario, rechazada hasta nuestros días por otros tipos de Estado que no desean ejercer un control tan severo y uniforme sobre el sistema de educación. Esta función de socialización del intelecto es por tanto desempeñada por el tipo de Estado surgido en Francia, y el dominio que pretende ejercer sobre sus ciudadanos no tiene nada que ver con el nacionalismo sino con un afán de legitimación del Estado-nación. Preferimos sostener, invirtiendo la perspectiva propuesta por Ernest Gellner, que el nacionalismo no es un producto del Estado sino que, en cambio, se subleva cada vez contra un cierto tipo de Estado en nombre de una identidad colectiva presuntamente atropellada y negada.
Por lo tanto, es menester comparar. Si se considera que el nacionalismo rechaza un cierto tipo de Estado, resulta indispensable comparar Estados surgidos de historias disímiles a fin de comprender el surgimiento del nacionalismo o, por el contrario, su cuasi inexistencia. A fin de limitar las variables explicativas, seleccionemos ejemplos en el seno de un espacio económico grosso m o d o idéntico, el de las sociedades capitalistas occidentales que además comparten, más allá de las diferencias a menu
do esenciales, una pertenencia cristiana com ú n . Por otro lado, se trata más bien de acentuar las diferencias que de arrancar ejemplos tan contrastados que la comparación pierde una parte de su función. Por ejemplo, cuando Robert Nisbet compara no los nacionalismos sino los modos de construcción de la ciudadanía, problemáticas que, según veremos, están estrechamente vinculadas entre sí, lo hace de manera tan macrosociológica que casi inmediatamente se ve obligado a abandonar esta amplia comparación entre el «Estado en Occidente» y el «Estado asiático», el que sería poco propicio al nacimiento de la ciudadanía, para adentrarse a continuación en una comparación interna limitada únicamente al m u n d o occidental; según este autor, la concepción de la ciudadanía que aparece con la revolución francesa surge «al m i s m o tiempo que emerge el nacionalismo en su forma moderna»; en cambio, la teoría de la ciudadanía configurada por la revolución americana no favorecería la aparición del nacionalismo, pues estaría m á s orientada hacia la dimensión localista7. V e m o s así que, mediante una comparación -en lo sucesivo más limitada- de la clásica pareja Francia-Estados Unidos, Nisbet confronta las teorías divergentes de la ciudadanía y del nacionalismo, es decir, como lo hace Gellner, pero esta vez observando las diferencias internas en la relación Estado-nacionalismo. Por lo tanto, se trata claramente de comparar esta configuración integrando el Estado, la ciudadanía y el nacionalismo, evitando los contrastes demasiado absolutos, como lo hace por ejemplo John Plamenatz entre el nacionalism o , el nacionalismo «occidental» y el nacionalismo del «Este» que según él se manifiesta tanto en los países eslavos como en Africa, en Asia y en América Latina, con el pretexto que este último sería m á s autoritario que liberal; a tal punto que, a fuerza de manipular comparaciones tan gigantescas, se llega a guardar silencio sobre las comparaciones internas en la configuración global que forma el nacionalismo occidental aprehendido uniformemente c o m o la simple realización por el Estado de una cultura común 8 .
C o m o se ve, estas «inmensas comparaciones»9 no son siempre íntegramente satisfactorias ya que, al acentuar de este m o d o las diferencias, pasan también a veces sin detenerse en lo esencial, alejándose de la construcción
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Niñas turcas juegan en Kreuzberg, Alemania, 1986. Jacques Windenbergcr/Rapho
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histórica de lo político propia de cada una de las sociedades del m u n d o occidental, en función de la cual se trata de aprehender la cuestión del nacionalismo. N o se trata de hallar en una comparación m á s limitada un deus ex machina que baste por sí m i s m o para evitar cualquier pregunta sobre el método aplicado10. N o sostenemos que este método, aún correctamente utilizado, permita llegar a auténticas explicaciones, similares a las derivadas de un análisis multivariado realizado en situación de laboratorio o de control máx imo de los datos; sin embargo, se puede tratar de establecer correlaciones que, aunque queden en este plano en el orden de la casi metáfora, permitan no obstante comprender lo que en el caso presente distingue la variable dependiente, a saber, el tipo de nacionalismo, de la variable considerada independiente, es decir, el tipo de Estado. Es poco probable que se pueda en este ámbito realizar un análisis riguroso en términos de causalidad" pero es posible adherirse a Reinhard Bendix cuando anota que «los estudios comparados... no pueden sustituir el análisis causal, ya que sólo abarcan un número limitado de ejemplos y no logran aislar fácilmente las variables (como lo exige el método causal)»12. En este sentido, el método ideal -típico weberiano se impone en el ámbito del análisis comparado, con su cortejo de vacilaciones sobre las variables seleccionadas que forman un cuadro provisional de la realidad13.
Por consiguiente, ¿qué ocurre con el análisis comparativo del nacionalismo? D e manera provisional y deliberada, sostenemos que el nacionalismo constituye una acción colectiva específica constituida en reacción a un tipo particular de Estado; los movimientos nacionalistas aparecen así como respuestas diferentes pero dignas de comparación, cuyas características diferentes pueden atribuirse al tipo de Estado al que se encuentran confrontados14. Se trata por lo tanto de comprender el tipo de nacionalismo, su amplia radicalización o su organización, en función del tipo de Estado al que se opone. Sin embargo, esta comparación no puede ser elaborada de manera puramente estática; en toda comparación se deben tomar en cuenta los elementos «prestados» y las influencias, las adaptaciones y las limitaciones, los «trasp'antes» mediante los cuales se ponen en relación las sociedades comparadas15. En este sentido, emprender un análisis compara
do de los nacionalismos supone la búsqueda de las múltiples influencias que se ejercen, en diferentes momentos, en un sentido o en otro, de una sociedad hacia la otra. Las importaciones y las exportaciones no son unidireccionales, se cruzan y entrecruzan en diversos m o mentos, modificando a veces, hasta cierto punto, el curso de la historia propio de cada sociedad.
En el sentido limitado del término según el cual proponemos concebir el nacionalismo16, su inventor es indiscutiblemente Herder, que propone un enfoque organicista de la nación con un fundamento étnico, rechazando el universalismo individualista de las Luces; oponiéndose a la influencia francesa, reivindica la legitimación de la cultura propia del Volk alem á n . En su panfleto Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad, publicado en 1774, defiende una perspectiva holística favorable a la reconstitución de una comunidad alemana estructurada por una cultura propia17. Rechazando todas las formas de poder político, considera que la cultura constituye por sí sola la base de la identidad colectiva, patrimonio que se transmite con ayuda de una lengua materna que es su indispensable mediación y mediante la cual se expresan, en el plano de la emoción, los mitos y- las creencias del pasado. Esta primera versión del nacionalismo tuvo un gran éxito, convirtiéndose en uno de los capítulos centrales de la historia de las ideas. Sin embargo, presenta un aspecto particular que puede parecer m á s esencial: el punto de vista de Herder, constituye, c o m o hemos dicho, una de las primeras impugnaciones del Estado. A su juicio, «esos nombres de padre y de madre, de esposo y de mujer, de hijo y de hermano, de amigo y de hombre, designan otras tantas relaciones naturales en las cuales podemos ser felices. El Estado sólo nos ofrece instrumentos artificiales que, desgraciadamente, pueden sustraernos algo que nos es mucho m á s esencial, pueden sustraernos a nosotros mismos»18. Su hostilidad hacia el Estado es absoluta y desea ardientemente su desaparición, combatiendo m u y en particular la burocracia prusiana centralizada. El Estado puede desaparecer sin dificultades mientras el pueblo transmita intacta su propia cultura; debe incluso fundirse en el organismo social, en la comunidad cultural, a fin de que «el espíritu del pueblo» pueda alcanzar natural-
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mente su plenitud19. En este sentido, su obra anuncia el ámbito de un romanticismo político cuyo organicismo será por su parte más explícitamente biológico y cuyo autoritarismo difiere radicalmente de la interpretación universalista de cada cultura postulada por Herder; éste comparte algunas de sus opiniones pero no acepta idealizar la Edad Media. Pese a estas diferencias, este romanticismo, que floreció en varias regiones alemanas c o m o reacción al Estado napoleónico, rechaza también el Estado de tipo francés exportado por la fuerza de las armas a tierras alemanas. Sólo la Prusia racionalista y algunos de sus pensadores admiran este Estado, en su afán de constituirse a su imagen. E n cambio, la mayor parte de los pensadores alemanes, en nombre del cristianismo, se oponen al Estado, identidad fundadora de la comunidad orgánica que llega precisamente a quebrar el Estado de tipo francés y su prolongación prusiana. Por ejemplo, según F. Schlegel, el Estado debe, por el contrario, descansar «en la fe», perdiendo su pretensión universalista y convirtiéndose así en un auténtico Estado cristiano cuyo legítimo teórico será Stahl20. La fusión del romanticismo y del nacionalismo da lugar a una reacción hostil tanto al Estado francés como al prusiano; el retorno a la religión constituye el núcleo de una identidad comunitaria y cultural que se considera pisoteada por la predominancia de un poder político de tendencia racionalista y universalista. Desde su origen, el nacionalismo constituye efectivamente una reacción hostil a un Estado fuerte exportado mediante la violencia o importado por imitación voluntaria. En este sentido, el nacionalismo se combina, c o m o en Herder, con un populismo antiestatal profundamente movilizador21.
Empero, este intercambio no funciona en un solo sentido; en un curioso movimiento compensatorio, el nacionalismo herderiano es a su vez importado en Francia por quienes no ocultan su propio rechazo deliberado de un Estado cada vez más alejado del catolicismo. En este sentido, el Estado francés suscita en Alemania, una vez exportado, una reacción nacionalista, la que exporta a continuación sus propias recetas hacia Francia. D e esta manera se comprende mejor la oposición que se esboza entre Herder y el Renan de Qu 'est-ce qu 'une nation?, texto esencial en el que rehusa, al igual que en la Nouvelle Lettre à M . Strauss,
dar crédito a las teorías étnicas de la nación ni a la utilización de una lengua particular, entiende que sólo la voluntad común y el consentimiento pueden ser el fundamento de la nación. Sin embargo, cabe destacar que Renan comparte con Herder un rechazo c o m ú n del Estado, aunque en una primera fase sus conclusiones sean divergentes. Además, se ignora con demostrada frecuencia la ilimitada admiración que abiertamente profesa a Herder el otro Renan, el adepto del determinismo que razona en términos de «raza» y de «carácter nacional», el partidario de las teorías aristocráticas que considera la democracia individualista c o m o una «enfermedad». «Renan el germanista» recoge sus tesis y «adopta de ellas, así c o m o de la de Schlegel, los elementos de una psicología de las razas primitivas»22. En sus Souvenirs d'enfance et de jeunesse, exclama: «¡Ah!, mi ejemplo sublime, ¿dónde estás, m i estrella? Herder, mi soberano pensador, que reina sobre todas las cosas» y añade: «Mis lecturas alemanas cultivaban en m í este pensamiento. Herder era el escritor alemán que yo mejor conocía»23. Por su parte, Maurice Barrés, el príncipe del nacionalismo al estilo francés, con el fin de oponerse mejor al pensamiento racionalista de la nación propuesto por Renan adhiriéndose al m i s m o tiempo a su determinismo culturalista, retorna lógicamente al nacionalismo romántico alem á n y reencuentra implícitamente, a su vez, la reivindicación organicista de un Herder. C o m o este último, el propagandista de la Tierra y los muertos atribuye una función esencial a la lengua materna, considerando incluso que sólo ella permite a un francés comprender el espíritu de Racine y hacer suyo el drama de Berenice.
A fin de impugnar el tipo de comunidad cuyo fundamento es ahora esencialmente político, constituida en Francia debido a la función predominante del Estado, el movimiento nacionalista francés importa a su vez el cemento cultural que da cohesión a la comunidad alemana. La cultura propia de la identidad francesa debe sustituir el pedestal estatal considerado como mutilador; tal es el contenido del mensaje nacionalista que se difunde ahora ampliamente en Francia, como un eco apenas amortiguado del romanticismo nacionalista antiestatal alemán. Prolongando el pensamiento de Renan cuando éste deja el
404 Pierre Birnbaum
I M * JÛ13
Alarico II, octavo rey de los visigodos, instituyó el breviario de Alarico de 506, una colección de leyes aplicadas a la población galorromana. ID.R . colección particular )
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ámbito de la voluntad para adoptar, bajo la influencia de Herder, una óptica determinista de la nación en términos de cultura, Barres sólo conserva este aspecto de su obra. C o m o discípulo de Renan, Barres guarda silencio sobre la dimensión intencional de su teoría de la nación y hace hincapié únicamente en el peso del pasado común; en las antípodas de un E . Gellner, afirma que «con una cátedra docente y un cementerio se tiene lo esencial de una patria», estimando que no corresponde al Estado poner en práctica la cultura mediante la educación sino a la propia nación, con su tierra y sus muertos. A su entender, «este sentido histórico, este alto sentimiento naturalista, esta aceptación de un determinismo, eso es lo que entendemos por nacionalismo»24. La importancia del romanticismo alemán organicis-ta herderiano refuerza el nacionalismo francés en su hostilidad hacia el Estado; m á s allá de este Estado artificial impuesto, se trata de retornar a la identidad nacional, de ajustarse nuevamente a un determinismo natural en este caso propio de Francia.
Observamos pues que, en épocas diferentes, estos dos tenores del nacionalismo romántico tienen en común un rechazo del Estado y una ardiente hostilidad hacia una concepción de la ciudadanía que rehusa la cultura propia de los actores integrados en este espacio público que ignora las adhesiones culturales de los individuos en nombre de una lógica normativa propia del Estado e impuesta por su sistem a de enseñanza. Este es, ni más ni menos, el sentido de la protesta de los Déracinés. E n nombre de una fidelidad cultural y, en particular, del cristianismo, el nacionalismo se construye cada vez contra el Estado. Simplemente, la comparación de los tipos de Estado aclara la respectiva índole de cada movimiento nacionalista. E n Alemania, durante m u c h o tiempo no logra impedir el triunfo del Estado prusiano que extiende su control al conjunto del Reich sin recurrir verdaderamente a un nacionalismo etnocultural25; y sin embargo, tomando un atajo discutible y demasiado rápido, se puede considerar que el nacionalsocialismo que consigue finalmente erradicar las estructuras estatales impuestas por Prusia en nombre de un retorno al Volk constituye la continuación lógica del romanticismo nacionalista anterior; de Herder al nazismo surgen aparentemente rebeliones idénticas26. La preocupación
esencial del nazismo es liquidar el Estado a fin de reconstruir la comunidad de raza fracturada tanto por la ciudadanía c o m o por la burocracia establecidas por un Estado hegeliano al que se acusa de negar la especificidad cultural del Volk11.
En este sentido, nos hallamos ante el célebre problema de la continuidad o la discontinuidad de la historia alemana que anima las querellas académicas contemporáneas. N o entraremos en este complejo debate28, pero necesariamente hemos de abordar el problema del excepcionalismo alemán aprehendido, no a la manera de Fritz Stern, a partir de la «Cultura de la desesperación» o de Barrington Moore a partir de una relación de clase específica favorable al desarrollo del autoritarismo, sino simplemente destacando, en la perspectiva de Stein Rokkan, el carácter decisivo de la imposibilidad de construcción de un Estado-nación en esta parte central de Europa. U n a vez m á s la comparación es saludable pues revela la rapidez de la unificación política inglesa, o subraya la realidad de la construcción rápidamente impuesta del Estado-nación francés; en ambos casos la comparación pone de manifiesto excepcionalismo, lógicas históricas que conservan durante mucho tiempo su eficacia en la historia.
Así lo prueba la derrota del nacionalismo a la francesa: apoyándose en una larga tradición contrarrevolucionaria que ya rechaza la ascensión de un Estado revolucionario así c o m o el tipo de ciudadanía totalmente orientada hacia lo cívico que éste se propone imponer, reforzado sin cesar por todos los grupos sociales apegados a los particularismos regionales, respaldado durante mucho tiempo por una Iglesia Católica también hostil a la centralización estatal que le disputa el control de sus fieles y les inculca otros valores, este movimiento exhibió un considerable vigor y supo encontrar portavoces brillantes y apasionados, capaces, de Drumont a Maurras, de suscitar el entusiasmo de actores que participaban sin vacilar en incesantes acciones colectivas contra los poderes públicos. La invención del nacionalismo en término de tipo-ideal se produce en Francia hacia fines del siglo X I X , c o m o un movimiento de relegitimación de una identidad colectiva cultural, el catolicismo, que expresaba al mismo tiempo el alma y el cuerpo de la sociedad francesa que supuestamente no estaba re-
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presentada por este Estado de los positivistas abocado a imponer, mediante el laicismo, sus propias normas universalistas. Enfrentado a violentas movilizaciones nacionalistas que alcanzaban su punto culminante con motivo de las guerras franco-francesas pero que también tenían lugar fuera de ellas, el Estado consigue imponer su propio orden. E n ocasiones se inclina pero no se quiebra; el nacionalismo no obtendrá la victoria29. En medio de una agitación general opuesta al Estado, la doctrina del nacionalsocialismo es inventada en Francia por un Barres deseoso de reconciliar el pueblo y el Catolicismo, que hizo suyo el lejano m e n saje organicista de Herder, radicalizando igualmente el compromiso de los tradicionalis-tas franceses tales c o m o La Tour du Pin, que durante m u c h o tiempo rechazarán cualquier «Ralliement»; sólo en Alemania esta doctrina pudo imponerse eliminando el Estado. Frente a Estados en muchos aspectos idénticos en la medida en que el Estado prusiano es el resultado de una imitación del francés, pero que difieren absolutamente en cuanto a la fuerza que ejercen así c o m o en cuanto a su propia legitimidad, la pujanza nacionalista de los años treinta alcanza en Alemania sus fines, en tanto que la desarrollada en Francia en tiempos de las Ligas y de la Acción Francesa, probablemente m u c h o m á s poderosa, fracasa en su intento de desestabilización del Estado.
El hecho de que Alemania sea ante todo una comunidad cultural y Francia una c o m u nidad política30 explica por lo tanto el lugar distinto que ocupa el Estado en cada caso y también el tipo de nacionalismo a que da lugar, así c o m o su destino, su fracaso o su éxito final. M á s allá de las influencias recíprocas, subsisten lógicas diferentes que la comparación pone de manifiesto. Incluso en nuestros días, estos pedestales propiamente culturales o, por el contrario, políticos, suscitan distintas percepciones de la cuestión de los inmigrantes. C o m o portadores de otras culturas, se les supone incapaces de integrarse a la cultura alem a n a que se transmite de una manera casi biológica; esta es la razón por la cual los inmigrantes turcos o yugoslavos sólo obtienen la nacionalidad alemana en casos m u y excepcionales, incluso después de haber residido en Alemania durante dos generaciones. Desde el siglo X I X , esta aprehensión orgánica, cultural,
lingüística o racial de la nación impide la integración de los inmigrantes ya que presupone la casi imposibilidad de asimilación cultural. Incluso en la actualidad se evoca de inmediato explícitamente la filosofía culturalista de Herder cuando se desea hacer comprender la lógica de este rechazo31. En cambio, en Francia, la comunidad política instaurada por el Estado confió durante m u c h o tiempo en las virtudes de la integración para asimilar a los inmigrantes, reducir su cultura original y hacerles c o m partir, gracias a las instituciones públicas, una cultura considerada c o m o únicamente h u m a nista y universalista; rechazando la legitimidad de las culturas particulares, durante m u cho tiempo el Estado-nación de tipo francés restó legitimidad al pluralismo cultural en nombre de normas estatales positivistas y universalistas que, c o m o tales, no constituirían un modelo cultural propio. En este sentido, aún con numerosos obstáculos, la adquisición de la nacionalidad francesa, que supone el ingreso en un Estado-nación y no el acceso a un Volk etnocultural, resulta incomparablemente m á s sencilla32.
¿Se producen todavía en la actualidad y c o m o en el pasado movimientos nacionalistas de distinta amplitud? Sólo en Francia tiene lugar la imponente movilización política y social del Front national que toma el relevo de los movimientos nacionalistas anteriores en nombre de la preservación de la identidad cultural católica francesa; en Alemania, los actos de hostilidad para con los inmigrantes son individuales y no han suscitado la creación de una acción colectiva nacionalista organizada, c o m o en Francia, a nivel de toda la sociedad33. C o m o si lógicas distintas siguieran produciendo distintos nacionalismos, la no integración de los inmigrantes en Alemania induciría una movilización incomparablemente m á s débil que la producida entre las dos guerras contra los judíos integrados a la nación alemana, acusados por ello de amenazar desde el interior el alma y la cultura del Volk, en tanto que en Francia el acceso más fácil a la nacionalidad, facilitando la integración en el Estado-nación, provocaría en reacción una movilización nacionalista radical en nombre de una identidad que se considera amenazada.
Traducido del francés
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Notas
1. Ernest Gellner, Culture, Identity and Politics, Cambridge University Press, Cambridge, 1987, pág. 17.
2. Ernest Gellner, Nations and Nationalism, Cornell University Press, Londres, 1983, pág. 38.
3. ídem, págs. 4-5.
4. Benedict Anderson, Imagined Communities, Verso, Londres, 1983.
5. Véase, por ejemplo, Hans Kohn, Nationalism and Liberty. The Swiss example. Allen and Unwin, Londres, 1956; Hans Kohn, American Nationalism. Nueva York, Mcmillan, 1957; Yehoshua Arieli. Individualism and Nationalism in American Ideology, Harvard University Press, Cambridge, 1964; Wilbur Zelinsky, Nation into State. The Shifting Symbolic of American Nationalism, University of North Carolina, Chapell Hill, 1988.
6. Ernest Gellner, Nations and Nationalism, op. cit. pág. 34.
7. Robert Nisbet, «Citizenship: T w o Traditions», Social Research, Invierno de 1974, n ú m . 4, págs. 613-616.
8. John Plamenatz. « T w o Types of Nationalism», en Eugen Kamenka (dir. publ.), Nationalism, the Nature and Evolution of an Idea, Londres; 1976, págs. 23-28.
9. Charles Tilly, Big Structures, Large Processes, Huge Comparisons, Russell Sage Foundation, Nueva York, 1984.
10. Sobre el problema de la legitimidad de la comparación a partir de una crítica específica del trabajo de Theda Skocpol, Etats et révolutions sociales, véase Alexander Moty, «Concepts and Skocpol: Ambiguity and
Vagueness in the Study of Revolution», Journal of Theoretical Politics, enero de 1992, pág. 107. En el mismo sentido, Giovanni Sartori critica violentamente los supuestos del método comparativo, al que acusa de ser incapaz de controlar sus variables y de probar sus afirmaciones de manera estadística y experimental, en «Comparing and Miscomparing», Journal of Theoretical Politics, julio de 1991.
11. Tal es la posición sobre el análisis comparado adoptada por Theda Skocpol en Vision and Method in Historical Sociology, Cambridge, Cambridge University Press, 1984, págs. 375-376. La discusión más reciente y completa de la sociología comparada se halla en la obra de D . A . Rustow y K . P . Erickson (Dirs. de la Publ.), Comparative Political Dynamics: Global Research Perspectives, Nueva York, Harper and R o w , 1991.
12. Reinhard Bendix, King or People, Berkeley, University of California Press, 1978, pág. 15.
13. Charles Ragin y David Zaret, «Theory and Method in Comparative Research: T w o Strategies», Social Forces, 1983, pág. 3. En el mismo sentido, Pierre Birnbaum, States and Collective Action: The European Experience, Cambridge, Cambridge University Press, 1988, págs. 4 y ss.
14. John Breuilly es uno de los pocos autores que sostiene también, de manera m u y notable, esta orientación; subraya que «el nacionalismo no es la expresión de la nacionalidad... un nacionalismo se constituye cuando resulta políticamente viable representar a la nación contra el Estado... el nacionalismo es particularmente apropiado para ciertas clases de oposición al
Estado moderno». Breuilly demuestra a continuación la manera en que este nacionalismo expresa la cultura «privada» de un grupo dirigido contra el Estado en su dimensión «pública»; según este autor, el movimiento nacionalista se esfuerza entonces por borrar esta distinción público-privado. Nationalism and the State, University of Chicago Press, Chicago, 1992, págs. 383 y ss. Véase también Thomas Hylland Eriksen, «Ethnicity versus Nationalism», Journal of Peace Research, agosto de 1991.
15. Así lo hace explícitamente Reinhard Bendix en su comparación de Alemania y Japón en Nation-Building and Citizenship, University of California Press, Berkeley, 1977, pág. 212. Véase también Bertrand Badie, «Análisis comparado y sociología histórica», en este número de la RICS.
16. Q u e podría aplicarse también a los nacionalismos tercermundistas en su sublevación contra el Estado colonizador acusado de destruir una identidad cultural específica. Sin embargo, a menudo su consecuencia es la creación de un nuevo estatismo que, paradójicamente, se supone en este caso ajustado al código cultural particular. Esto es algo contradictorio con la diferenciación del Estado. Véase James Mayall, Nationalism and International Society, Cambridge, University Press, Cambridge, 1990. Observemos también que este enfoque del nacionalismo puede convenir también para examinar los nacionalismos de izquierda expresados no en el m o d o de irredentismo étnico sino a partir de la legitimación del sentimiento nacional. En este sentido, hay que señalar que los teóricos marxistas que por vez primera reconocieron la permanencia del sentimiento
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nacional conformado también en este caso por la cultura, son los marxistas austríacos c o m o Karl Renner u Otto Bauer. Estos autores teorizaban en el marco particular del imperio austro-húngaro dotado de una burocracia estatal particularmente estructurada, formulando al mismo tiempo no sólo un rechazo del capitalismo sino sobre todo una negación del Estado. Véase George Haupt, Michael Lowy y Claude Weill, Les marxistes et la question nationale, Paris, Maspero, 1974, así c o m o más recientemente, Christian Merlin, «La dynamique nationale en Europe centrale. Les modèles théoriques». Relation Nationales et stratégiques. 1991, N 2.
17. Sobre este punto, véase Isaie Berlin, Vico and Herder. Two Studies in the History of Ideas. Londres, 1976, y Louis Dumont , Essais sur l'individualisme, París, Le Seuil, 1983. cap. 3.
18. Herder, Idées sur la philosophie de l'histoire de l'humanité. Press Pocket, Agora, 1991, pág. 135. Véase Carlton Hayes, «Contributions of Herder to the Doctrine of Nationalism», American Historical Review, 31, 1927. Sobre Herder, el romanticismo alemán y el nacionalismo cultural entendido como religión, véase Carlton Hayes, Nationalism: A Religion, Macmillan, Nueva York, 1960, págs. 66 y ss. Sobre Herder y sus relaciones complejas con los nacionalistas románticos, véase F . M . Barnard, JG. Herder on Social and Political Culture. Cambridge, Cambridge University Press, 1969.
19. Véase F . M . Barnard, Herder's Social and Political Thought. From Enlightenment to Nationalism. Clarendon Press, Oxford, 1965, págs. 62 y ss.
20. Véase Edmond Vermeil, L'Allemagne, du congrès de Vienne à la révolution hitlérienne, Paris. Ed. de Clunny, 1934, págs. 47 y ss.. y sobre todo, Jacques
Droz, Le romantisme allemand et l'Etat, Paris, Payot, 1966.
21. Ronald M a c Rae subraya esta dimensión populista en la teoría nacionalista de Herder en «Populism as an Ideology», en Ghit Ionescu y Ernest Gellner, Populism. Its Meaning and National Characteristics, Weidenfeld y Nicolson, Londres, 1969, pág. 156.
22. Gaston Strauss, La politique de Renan, París, Calmann-Lévy, págs. 46-47.
23. Citado por Gaston Strauss, ibid., pág. 45.
24. Maurice Barres, Scènes et doctrines du nationalisme. Edition du Trident, Paris, 1987, T.l, págs. 52 y 118. Véase, sobre los vínculos Barrés-Renan, Zeev Sternell, Maurice Barrés et le nationalisme français, Bruselas, Complexe, 1985, págs. 285 y ss.. Según Z . Sternell, «los padres intelectuales y los jefes del nuevo nacionalismo -y de su corolario, el socialismo nacional-Déroulède, Barres, Maurras o Sorel, no se equivocan al considerar al autor de la "Réforme intellectuelle et morale" su mentor intelectual», en La droite révolutionnaire, Paris, Le Seuil, 1978, pág. 84. Véase también T . Todorov, Nous et les autres. La reflexion française sur la diversité humaine. Paris, Le Seuil, 1989.
25. Hojo Holborn, A History of Modem Germany 1840-1945, Princenton Uiversity Press, Princenton, 1969, págs. 212-222.
26. Para Eue Kadourie, «los nazis simplificaron y degradaron las ideas implícitas en los escritos de Herder y otros», Nationalism, Hutchinson, Londres, 1961, pág. 72. Véase también G . Iggers, The German Conception of History: the National Tradition of Historical thought from Herder to the Present. Middletown, 1968.
27. Véase Martin Broszat, L'Etat hitlérien, Paris, Fayard, 1984.
Sobre este punto, Pierre Birnbaum, Dimensions du pouvoir, Paris, P U F , 1984, cap. 9.
28. U n análisis reciente se encuentra en David Blackborn y Geoff Eley, The Peculiarities of German History, Oxford, Oxford University Press, 1984.
29. Pierre Birnbaum, «Nationalisme à la française», Pouvoirs, 1991, 57.
30. Véase, por ejemplo, Jean Leca, «Une capacité d'intégration défaillante?», Esprit, junio de 1985. D e manera más sistemática, Louis Dumont , L'idéologie allemande. France-Allemagne et retour, Paris, Gallimard, 1991. Dominique Schnapper compara también los modelos francés y alemán de construcción de la nación, La France de l'intégration, Paris, Gallimard, 1991, págs. 34 y ss.
31. Véase, por ejemplo, Rudolf von Thaden, «Allemagne, France: comparaisons», Le genre humain, febrero de 1989, pág. 64.
32. William Brubaker, «Citizenship and Naturalization: Policies and Politics», en William Brubaker (Dir. de la Publ.), Inmigration and the Politics of Citizenships in Europe and North Africa, United Press of America. Ladham, 1989. Del mismo autor, «Inmigration, citoyenneté et Etat-nation, en France et en Allemagne. U n e analyse historique comparative», Les Temps Modernes, julio-agosto de 1991. En la obra colectiva citada dirigida por William Brubaker, Kay Haibronner defiende la concepción alemana de la asimilación cultural, que considera poco favorable a la adquisición de la nacionalidad alemana por inmigrantes que no comparten la cultura alemana, en «Citizenship and Nationhood in Germany». Sobre la integración de los inmigrantes según el modelo del Estado republicano francés, véase Patrick Weil, La France et ses étrangers, París, Calmann-Lévy, 1991.
Nacionalismos: la comparación Francia-Alemania 409
33. Abundan los textos sobre este punto. Señalaremos solamente Wolfgang Benz (Dir. de la Publ.),
Rechtsextremismus in der Bundesrepublik, Fisher, Francfort, 1984, así como Thomas Asshever
y Hans Sarkowicz, Rechtsradikale in Deutschland, Beck, Munich, 1990.
El marco de las grandes revoluciones: cultura, estructura social, historia e intervención humana
S . N . Eisenstadt
I
E n los dos últimos decenios, tras un período de olvido relativo, han resurgido los estudios de sociología histórica comparada. En ellos se han planteado algunas de las cuestiones fundamentales del análisis macrosociológico, especialmente las de las relaciones entre estructura e historia y entre estructura social, historia y acción h u m a n a , entre cultura y estructuras sociales y acerca de los problemas de la validez de las perspectivas evolucionistas que predominan en muchos de los estudios clásicos y en los centrados en el modernismo y las consecuencias de las sociedades industriales que se hicieron en los años cincuenta.
L o esencial de este gran debate es resolver si las actividades h u m a n a s y el curso de la historia obedecen a reglas «profundas» que regulan la actividad h u m a n a , ya se trate de las de la mente h u m a n a (como sostienen los estructuralistas) o de las que rigen las relaciones sociales y las formas de producción (como sostienen los marxistas). Si así es, se plantea el interrogante de la creatividad h u m a n a , del individuo c o m o agente autónomo. U n problema estrechamente relacionado con éste es si existen leyes o patrones de cambio que sean c o m u nes a todas las sociedades o si las diferentes sociedades o civilizaciones evolucionan cada una a su manera.
M á s recientemente, algunos estudios de las relaciones entre acción h u m a n a y estructura y entre estructura e historia se han centrado en la controversia entre el interés por la estructura profunda frente al orden negociado c o m o la clave para entender la interacción social y la formación institucional.
Esta cuestión surge de las controversias teóricas de la sociología contemporánea, especialmente las que guardan relación con la es
cuela funcional estructural. Estas controversias han puesto de relieve que no deben darse por sentados los perfiles institucionales de ningún grupo social ni de ningún marco de interacción social o formación institucional, ni interpretarse en función de necesidades sistémicas o grados de diferenciación estructural, sino que habría que indagar cuáles son las condiciones y los procesos a partir de los que dichos
perfiles surgen, funcionan, se reproducen y cambian1.
Estas polémicas han dado lugar a dos orientaciones teóricas principales. La primera trata de analizar c ó m o se construyeron dichos marcos, ya sea mediante las actividades de diferentes agentes sociales (mediante algún proceso de negociación, lucha y conflicto entre ellos) o, utilizando el término Anthony Giddens, mediante la «estructuración» m á s que la «estructura»2.
El segundo enfoque -que elimina al sujeto
S.N. Eisenstadt es profesor de sociología en la Universidad judía de Jerusalén, Monte Scopus, Jerusalén 91905, Israel, en donde trabaja desde 1946. H a sido profesor visitante e investigador en numerosas universidades e instituciones de Estados Unidos y Europa, y es miembro de la Academia de Ciencias de Israel y miembro honorario de la Academia Americana de Ciencias y Humanidades. Entre sus obras más recientes, se pueden citar The Early African State in Perspective (con M . Abital y N . Chazan, 1988), Order and Transcendence (1988) y Japanese Models of Conflict Resolution (ed. con E . Ben-Ari, 1990).
RICS 133/Septiembre 1992
412 S.N. Eisenstadt
activo- ha prosperado sobre todo entre los estructuralistas, c o m e n z a n d o por Levi-Strauss3, y se ha mantenido en otros planteamientos, especialmente los marxistas, c o m o en la obra de Althusser y los autores semióticos y semiólogos. En todos estos planteamientos se insistía en que toda institución o no rma de conducta deben entenderse c o m o manifestación de algún principio de estructura profunda de la mente h u m a n a , de fuerzas productivas o algo parecido.
Estrechamente relacionado con ello, encontramos el problema de c ó m o concebir las relaciones entre la cultura y la estructura social. Tenía que ver, sobre todo, con el problema clásico del mantenimiento del orden frente a las funciones transformadoras de la cultura y el grado en que la estructura social determina la cultura o viceversa, es decir, el grado de determinación recíproca entre cultura, estructura social y comportamiento social. C o m o afirma Renato Rosaldo (1985)5, se trata de averiguar hasta qué punto la cultura es un mecanismo de retroalimentación cibernética que controla el comportamiento y la estructura social, o si hay posibilidades de elección e inventiva en el uso de los recursos culturales.
También aquí se pueden distinguir dos tendencias opuestas: una, m á s frecuente entre los estructuralistas, tiende a insistir en una visión estática y homogénea m u y cerrada de estas relaciones, con gran énfasis en la cultura c o m o factor programador del comportamiento hum a n o o de la organización social.
Por otra parte, el reciente discurso de las ciencias sociales ha dado lugar a la opinión contraria, según la cual las relaciones entre cultura y estructura social son un proceso de reconstrucción y reinterpretación casi infinitas de las percepciones culturales y los símbolos de significado, junto con las normas cambiantes de comportamiento, estructura, poder y otros recursos.
E n su formulación extrema, se puede interpretar que esta concepción presenta la cultura de una sociedad - c o m o sugiere, por ejemplo, A n n Swindler- c o m o depósito o caja de herramientas de estrategias de acción6 que pueden verse activadas en diferentes situaciones, según los intereses -«materiales» e «ideales»- de los distintos agentes sociales.
E n los años cuarenta y cincuenta surgieron una serie de problemas diferentes, pero estre
chamente relacionados, arraigados en la perspectiva evolucionista de buena parte de la sociología clásica y de los estudios de la modernización y la emergencia de las sociedades industriales. Aquí, el problema m á s importante era decidir si en el desarrollo de las sociedades hay orientaciones inherentes de cambio, hasta qué punto esas orientaciones pueden ser comunes a todas las sociedades humanas , y qué función cumplen las contingencias históricas, las diferentes condiciones ecológicas, las relaciones intersocietales y los agentes h u m a nos.
II
Todos estos problemas han informado los estudios comparados y de sociología histórica recientes y la mayoría de los trabajos comparten muchos temas analíticos comunes, derivados de las principales polémicas teóricas recientes, al m i s m o tiempo que se distinguen entre sí en algunos problemas teóricos esenciales7.
E n primer lugar, ninguno de estos trabajos acepta una visión evolucionista simple, y ésta es una crítica dirigida con frecuencia a los estudios anteriores sobre la modernización y la convergencia de las sociedades industriales, aunque algunos de los problemas planteados por esa concepción (especialmente lo que cabría denominar las capacidades de expansión, ya sea en las esferas culturales, políticas o económicas de las sociedades o las civilizaciones) se abordan en m u c h o s de ellos. E n segundo lugar, en la mayoría de estos trabajos no se acepta la visión «sistémica cerrada» de las sociedades en las que tanto hincapié hace la escuela funcional estructuralista. E n tercer lugar, en todos ellos se insiste sobremanera en las civilizaciones c o m o campos importantes de análisis macrosociológico y en las relaciones intersociales o entre civilizaciones. Esos estudios no tratan solamente de analizar las diferentes sociedades aisladamente, sino que intentan combinar también ese análisis con el de algunas normas principales de la dinámica intersocial en la medida en que las sociedades se interrelacionan a través de movimientos de población, guerras y conquistas, encuentro de pueblos nómadas con otros sedentarios, m i graciones, comercio y movimientos culturales
El marco de las grandes revoluciones: cultura, estructura social, historia e intervención humana 413
U n o s niños contemplan la ciudad desde el Ayuntamiento de Tokyo. Ben simmons/sipa Press.
y religiosos. Además , esos trabajos insisten m u c h o en la importancia de unidades o marcos m á s amplios de civilización -el judaismo, el Islam, la Europa medieval-, y no sólo de sociedades (políticas) aparentemente centradas en sí mismas como campo principal del análisis sociológico comparado. En la mayoría de estos trabajos, la combinación de una actitud antievolucionista con un gran énfasis en las perspectivas históricas, institucionales e in-tercivilizaciones se combina con un gran interés por la importancia de diversas tendencias históricas contingentes para explicar la evolución de formaciones institucionales diferentes.
Las principales diferencias teóricas o analíticas entre estos trabajos se centran en la relación existente entre cultura y sociedad o, c o m o se ha dicho con frecuencia pero no m u y acertadamente, en la «función de las ideas» en la dinámica institucional.
Ill
E n la exposición que sigue, se abordarán estos problemas en su relación con el análisis histórico y comparado volviendo a examinar las características y las condiciones de las «grandes» revoluciones «clásicas», la «Guerra Civil» inglesa, la revolución estadounidense y la Revolución francesa, después la china y la rusa, y también otras c o m o la turca o la vietnamita. Estas revoluciones guardaban estrecha relación con la emergencia del m u n d o moderno, de la civilización moderna. Desde entonces, las ideologías revolucionarias, la imagen y los movimientos revolucionarios se han convertido en un componente fundamental de la perspectiva moderna8.
Las revoluciones o el cambio revolucionario, han pasado a ser el compendio del cambio social «real», y el fenómeno revolucionario se ha convertido en tema central, objeto de gran interés y fascinación en el discurso intelectual, ideológico y académico moderno.
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E n gran parte de la literatura sobre las revoluciones y el cambio social se ha dado por sentado que las revoluciones son el cambio social verdadero, prístino y «real», y otros procesos se consideran o se miden según su proximidad a algún tipo ideal de revolución. Así, se ha perdido muchas veces la especificidad de esas «grandes» revoluciones y de otros procesos y tipos de cambio.
Por consiguiente, vamos a tratar primero de señalar las características propias de estas revoluciones que las distinguen de otros procesos de cambio, especialmente de los cambios drásticos de regímenes políticos. En segundo lugar, abordaremos la sempiterna cuestión de las «causas» de las revoluciones y volveremos a examinar la abundante literatura sobre el tema. E n todo este análisis trataremos de comprender la especificidad de las revoluciones comparándolas con otros casos, sobre todo con algunos relativamente similares de cambio político y social.
IV
Por supuesto, las revoluciones denotan ante todo un cambio radical del régimen político, m u c h o más allá de la destitución de los gobernantes o incluso de la sustitución de los grupos en el poder. Ponen de relieve una situación en la que esa destitución y ese cambio -generalmente m u y violentos- dan c o m o resultado una transformación radical de las reglas del juego político y de los símbolos y las bases de legitimación, cambio estrechamente relacionado con nuevas concepciones del orden político y social9. Es esta combinación lo que distingue las revoluciones. Dicho de otro m o d o , esas revoluciones tienden a engendrar ciertas «cosmologías» bien definidas (según la expresión de Said Arjomand) y determinados programas culturales y políticos claramente diferenciados10.
La combinación de cambios violentos de régimen junto con una concepción ontológica y política m u y marcada no sólo se han dado en las «grandes» revoluciones. La cristalización del califato de los abasidas, conocida a m e n u do c o m o la revolución abasida, es una ilustración m u y importante -pese a su posible parcialidad- de esa combinación en un período histórico anterior. Lo que caracteriza a las re
voluciones modernas es la naturaleza de sus ontologías o cosmologías: algunos aspectos centrales del proceso revolucionario que se han desarrollado en su interior y las relaciones entre los cambios y los regímenes y en las principales palestras institucionales de las sociedades afectadas".
Las cosmologías promulgadas en estas revoluciones se caracterizaban en primer lugar por el énfasis en los temas de igualdad, justicia, libertad y participación de la comunidad en el centro político. Estos temas se combinaban con otros «modernos», c o m o la creencia en el progreso, y con las demandas de pleno acceso a los centros políticos y la participación en ellos. En segundo lugar, la novedad era la combinación de todos estos temas con una visión utópica global de la reconstrucción de la sociedad y del orden político, no sólo con visiones milenarias de protesta.
En tercer lugar, en todas estas revoluciones la sociedad se consideraba una entidad que se debía remodelar mediante la acción política en función de esas visiones, que conllevaban también la reconstrucción de la sociedad -comprendidos el cambio institucional de gran alcance, la reestructuración radical de las relaciones de clase y condición, la supresión de los criterios tradicionales de estratificación, la destitución o eliminación de las viejas clases y las clases altas y el traspaso de la relativa hegemonía a las clases nuevas, ya se tratara de la burguesía o del proletariado.
En cuarto lugar, estas visiones ponían de relieve la disociación de los antecedentes históricos de las sociedades, el rechazo del pasado, la aspiración a un nuevo comienzo y la combinación de esa discontinuidad con la violencia.
La quinta característica importante de esas revoluciones era su visión universalista y mi sional. Aunque cada una instituía un nuevo régimen en el país correspondiente, régimen que, sobre todo en sus etapas posteriores, proclamaba temas marcadamente patrióticos, y aunque dichos regímenes siempre llevaban una impronta indeleble de nacionalismo, las visiones revolucionarias se proyectaban en diferentes grados c o m o universales y, teóricamente, extrapolables a toda la humanidad. Este mensaje universal llegó a estar s u m a m e n te vinculado con un celo misional que recordaba, c o m o ha mostrado Maxine Rodinson, la
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expansión del Islam. Al igual que éste, la propagación de esa concepción se apoyaba en ejércitos revolucionarios dispuestos a llevarla al extranjero. C o m o en el caso del Islam, ese celo misional no contribuía necesariamente a una mayor tolerancia o un mayor «liberalism o » , pero tenía sin duda un sello inequívocamente universalista12.
Los temas revolucionarios específicamente «nacionales», primordiales o patrióticos solían ser secundarios de los m á s generales y universalistas, que constituían el núcleo de la visión revolucionaria y de las naciones c o m o portadoras del mensaje universalista.
V
El cambio institucional central, c o m o señalaba Michael Walzer, consistía en que en las primeras revoluciones (la inglesa y la francesa y, en forma diferente y menos personal, la estadounidense) a los gobernantes no se los expulsaba, exiliaba o ejecutaba simplemente, sino que se los destituía mediante un procedimiento legal13. Inclusive si los propios gobernantes no aceptaban su legalidad o legitimidad, el hecho de que ese procedimiento legal se iniciara tenía ya una significación inmensa e indicaba un intento m u y serio de hallar una nueva base institucional para responsabilizar a los gobernantes.
La idea en sí no era nueva; formaba parte de las premisas básicas de las civilizaciones axiales, dentro de cuyos marcos ocurrieron esas revoluciones. Pero la idea experimentó enormes transformaciones.
También guardaban estrecha relación las características distintivas del proceso político que surgió de tales revoluciones, entre las que figura en primer lugar, según Eric Hobs-bawn 1 4 , la repercusión directa en la lucha política central de los levantamientos populares merced a su movimiento centrípeto.
En segundo lugar viene el entrelazamiento constante de diversos tipos de acción política, c o m o las rebeliones, los movimientos de protesta y las luchas en el centro, que anteriormente se daban en muchas sociedades y, a veces, en todas, dentro de algunos marcos comunes de acción política e ideología c o m ú n , por frágiles e intermitentes que fueran. Esas corrientes dependían de un tipo nuevo de lide-
razgo, que atraía a diferentes sectores de la población.
En tercer lugar, quizá la característica m á s distintiva de los procesos políticos revolucionarios era la función que cumplían ciertos grupos autónomos culturales, religiosos o intelectuales, religiosos heterodoxos o seglares, c o m o los puritanos ingleses (y quizá, en mayor medida aún, los puritanos estadounidenses y los círculos intelectuales franceses, analizados por A . Cochin y m á s tarde por F. Furet, la intelectualidad rusa y similares15).
Éstos constituían el elemento esencial que, en buena medida, dio forma a todo el proceso político revolucionario. Es imposible c o m prender estas revoluciones sin tener en cuenta las capacidades ideológicas, propagandísticas y organizativas de esos intelectuales o minorías culturales. Sin ellos, probablemente, no habría existido todo el movimiento revolucionario tal c o m o cristalizó.
Otro aspecto m á s de este proceso revolucionario era la transformación de los aspectos y símbolos liminales, especialmente de los m o vimientos periféricos de protesta. E n la m a y o ría de casos, el foro político central llegó a ser, por períodos relativamente largos, liminal. El centro mi smo llegó a convertirse, quizá temporalmente, en una situación o un foro casi liminales, en una serie de dichas situaciones, o en el foro en que se desplegaba dicha liminali-dad. Lo liminal está estrechamente relacionado con la centralidad de la violencia, con su sacralización misma, c o m o se observa en la aparición y la sacralización del terror.
VI
Así, estas revoluciones se caracterizaban no sólo por tres características distintas (sus cosmologías y sus programas políticos, toda su nueva programación cultural, y todos los procesos políticos que se desarrollaron dentro de ellas), sino quizá sobre todo por su combinación, que no se produce, ni siquiera de m o d o incipiente, en todas las transformaciones sociales.
Tal vez la mejor manera de ilustrar esto sea examinar brevemente un cambio radical, que se ha comparado muchas veces con las «grandes» revoluciones, la denominada restauración Meiji de 1868 en Japón16, porque, al igual
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que ellas, dio lugar a vastos procesos de transformación social, económica y política y generó un nuevo programa cultural y político que, por todos sus componentes «tradicionalistas», constituía una ruptura radical con respecto al Shogunato Tokugawa anterior.
Sin embargo, la restauración Meiji difería mucho de las «grandes» revoluciones en algunos elementos esenciales, especialmente en la ideología revolucionaria y la naturaleza de los procesos políticos que generó.
C o m o antes de las revoluciones, tres tipos de movimiento político -las rebeliones (especialmente campesinas), los movimientos de protesta y la lucha política del centro- abundaron en el contexto anterior a la restauración, en el proceso que llevó a ella y en los dos primeros decenios del nuevo régimen.
Muchas relaciones unívocas se forjaron naturalmente entre estos grupos y entre ellos y algunos grupos urbanos y campesinos en rebelión, y todos ellos constituyeron antecedentes m u y importantes del derrocamiento del régim e n Tokugawa, pero sin ser un componente básico del aspecto político de la restauración.
Sin embargo, no deja de ser significativo que, en el proceso que culminó con el derrocamiento del régimen Tokugawa, no cristalizaron nuevas formas de organización política en las que esos grupos se combinaran en una acción política c o m ú n . Tampoco hubo ningún liderazgo político que tratara de movilizar las fuerzas sociales dispares para una lucha política más central.
La restauración Meiji, a diferencia de las «grandes» revoluciones, se caracterizó por una ausencia casi total de grupos autónomos, religiosos o seglares intelectuales diferenciados que participaran activamente en política.
Ante todo, fueron los samurais, algunos de ellos educados en la tradición confuciana y los shishi los que m á s se movieron en la restauración, pero no actuaron c o m o intelectuales autónomos con una visión nueva del confucia-nismo, sino c o m o miembros de sus respectivos grupos sociales y políticos con sendas concepciones políticas.
Ahora bien, esta visión era m u y distinta de la de las «grandes» revoluciones y fue en cierto m o d o un reflejo de ellas. La restauración se presentó c o m o una renovación de un sistema anterior arcaico, que de hecho nunca existió y no c o m o una revolución destinada a orientar
el orden social y político en una dirección completamente nueva. N o había casi ningún elemento utópico en esta visión. La vuelta misma al emperador podía considerarse, según señala Hershel W e b b , c o m o una «utopía invertida». El mensaje de la restauración Meiji se orientaba a la renovación de la nación japonesa y carecía de connotaciones básicas universalistas o misionarías17.
Procesos similares de cambio radical en los tiempos modernos han tenido lugar en la India, Tailandia o Filipinas, y la mayoría de países latinoamericanos han evolucionado de una manera bastante distinta de las revoluciones clásicas, y sólo con algunas de las características distintivas de las «grandes» revoluciones.
Vil
¿ C ó m o explicar esta combinación específica de características en las «grandes» revoluciones clásicas? Corresponde aquí analizar las causas de la revolución, problema de importancia capital para la sociología histórica y comparada.
E n la literatura se han examinado varios tipos globales de causas. El primer tipo son las condiciones estructurales; el segundo, los requisitos sociopsicológicos de las revoluciones; y el tercero, las causas históricas concretas.
Se han determinado varias condiciones estructurales. U n a de ellas son los aspectos de las luchas intestinas, c o m o las que se producen entre las principales clases que predominan en las sociedades prerrevolucionarias o las luchas entre minorías, entre componentes de la clase dirigente o alta, c o m o factores que conducen a la revolución18.
U n a subcategoría especial de estos análisis se centra (como la obra de Theda Skocpol y otros investigadores, basada en el trabajo previo de Barrington Moore) en las relaciones m á s generales entre el Estado y los principales estratos sociales, en particular la aristocracia y el campesinado19.
A continuación, y estrechamente relacionadas con esas explicaciones, están las que recalcan el debilitamiento o la decadencia de los regímenes políticos prerrevolucionarios, por causas internas c o m o las tendencias económicas o demográficas o por la repercusión de
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fuerzas internacionales como las tendencias económicas, por las guerras o alguna combinación de todos estos factores.
Algunos estudios anteriores se centraron también en la contribución a las situaciones revolucionarias de factores económicos o tendencias generales c o m o las fluctuaciones económicas y la inflación galopante, con el consiguiente empobrecimiento de amplios sectores de la sociedad, no sólo de las capas más bajas sino también de grandes sectores de la clase media e incluso de las más altas.
En parte de la literatura marxista, esas explicaciones económicas junto con las basadas en la lucha de clases, llegaron a contradicciones ineluctables entre las viejas formas de producción y las fuerzas de producción emergentes.
Estos estudios se han relacionado muchas veces con el tercer tipo de explicación, la so-ciopsicológica. Siguiendo con frecuencia el brillante análisis de Tocqueville, han hecho hincapié en la importancia de la privación y la frustración relativas que surgen en los tiempos difíciles después de épocas de prosperidad, cuando las aspiraciones de amplios sectores de la población se hallaban en alza, generando un descontento generalizado que podría originar sediciones o predisposiciones revolucionarias.
Así las luchas entre clases y entre minorías, la expansión demográfica, la debilidad interna (sobre todo fiscal) e internacional del Estado, los desequilibrios económicos y las frustraciones sociopsicológicas relacionadas con el e m peoramiento de las condiciones económicas fueron los elementos causales m á s importantes de las revoluciones.
El análisis de c ó m o se combinaron todas esas «causas», su importancia relativa y su verdadera configuración en las diferentes revoluciones ha de proseguir y proseguirá, pero esos análisis en sí, por importantes que sean, no darán una respuesta suficiente a la pregunta por las «causas» de la revolución.
N o es que las respuestas a los interrogantes planteados en esta literatura sean a veces deficientes o discutibles, lo que es, por supuesto, inherente a todo trabajo de investigación, sino que lo más importante es que las preguntas planteadas no bastan para analizar algunos de los aspectos más importantes del problema. Por una sencilla razón: esas causas no son específicas de las revoluciones, y las mismas
causas, en diferentes contextos, aparecen en la abundante literatura sobre la decadencia de los imperios.
El hecho de que esas causas puedan darse en todas la sociedades prerrevolucionarias, pero no sólo en ellas, nada tiene de sorprendente, puesto que las revoluciones, en definitiva, son ante todo y sobre todo sinónimo de decadencia o hundimiento de regímenes y de las consecuencias resultantes.
Recientemente, Jack Goldstone ha sintetizado de manera m u y acertada la combinación de esos procesos que llevan al derrumbamiento de los regímenes: «Las cuatro tendencias críticas relacionadas eran las siguientes: 1) Las presiones aumentaron en las finanzas del Estado a medida que la inflación iba erosionando sus ingresos y que el crecimiento demográfico hacía aumentar los gastos reales; los Estados trataron de mantenerse aumentando los ingresos de diferentes formas, pero esos intentos alienaron a las minorías, los campesinos y los consumidores urbanos, sin lograr impedir el aumento de la deuda y, en últim instancia, la bancarrota. 2) Los conflictos internos de la minoría cobraron m á s importancia a medida que el crecimiento de la familia y la inflación hacían m á s difícil para algunas familias poder mantener su situación, al mismo tiempo que el crecimiento demográfico y el alza de los precios elevó a otras, creando nuevos aspirantes a situaciones privilegiadas. Con la debilidad fiscal del Estado limitando su capacidad de ocuparse de todos los que pretendían tales situaciones, se produjo un número considerable de cambios y desplazamientos en toda la jerarquía de la élite, originando facciones a medida que distintos grupos minoritarios trataban de defender o mejorar su posición. Cuando la autoridad central se vino abajo de resultas de la bancarrota o de la guerra, las divisiones entre la élite pasaron al primer plano de las luchas por el poder. 3) La agitación popular aumentó a medida que la competencia por la tierra, la migración a la ciudad, la saturación de los mercados de trabajo, la baja de los salarios reales y el mayor número de jóvenes favorecían el potencial de movilización general de las masas populares. Se producían disturbios en las zonas urbanas y rurales que adoptaron diversas formas: saqueos de alimentos, ataques contra terratenientes y agentes del Estado y apropiaciones de tierras y
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cereales, según la autonomía de los grupos populares y los recursos de las élites. El mayor potencial de movilización facilitó que las élites que se hallaban en liza introdujeran en sus conflictos la acción popular, aunque muchas veces, debido a su propia motivación y su propio impulso, resultó más fácil de fomentar que de controlar. 4) Las ideologías de rectificación y transformación fueron cobrando cada vez m á s predominio»21.
Estas causas de decadencia y caída de los regímenes, especialmente de los imperiales o de los imperios feudales, son también necesariamente causas o requisitos de las revoluciones, pero no explican el resultado revolucionario concreto del fracaso de los regímenes. Sin duda, constituyen condiciones necesarias de las revoluciones, pero no son causas suficientes en sí mismas, que deben buscarse más allá de la descomposición de los regímenes.
VIII
U n a posible orientación de la búsqueda de tales condiciones suficientes es el desarrollo temporal histórico concreto o los contextos históricos de las revoluciones. Todas ellas (aunque cronológicamente varíen) se han reducido al comienzo de las fases modernas de las sociedades, en el marco de autocracias m o dernizantes, de regímenes absolutistas modernos que crearon los primeros Estados modernos territoriales, frecuentemente burocráticos (Poggi) y dieron un fuerte impulso a la modernización de la economía, el inicio del mercantilismo e incluso el comienzo de las economías industriales capitalistas y el surgimiento de la economía política de mercado.
Fueron las contradicciones internas de los sistemas políticos de comienzos del absolutism o , que se sitúan entre las corrientes monárquicas tradicionales, la legitimación semiaris-tocrática y las nuevas corrientes económicas, culturales e ideológicas que se oponían a esa legitimación, y las contradicciones entre estos grupos y los m á s tradicionales, las que aportaron las fuerzas motrices para derribar esos regímenes. Los componentes ideológicos o simbólicos de las revoluciones se alimentaban en buena medida de las contradicciones que existían en la legitimación ideológica de las monarquías absolutistas, sobre todo entre la
legitimación tradicional o semitradicional y los factores de la Ilustración portadores del germen de un nuevo programa cultural22.
Y , con todo, ni siquiera esta combinación no supone el término de la indagación de las causas de las revoluciones. N o todas esas c o m binaciones causantes de la decadencia de los regímenes en el marco histórico de los comienzos de la modernidad han originado revoluciones ni han tenido desenlaces revolucionarios. La India o, con ciertas diferencias, Tailandia, y muchas provincias del imperio otomano, con la posible excepción de la propia Turquía, donde la instauración del régimen de Kemal era denominada a veces «revolución» (pese a venir de arriba), y tal vez Argelia, figuran entre los ejemplos de desenlaces no revolucionarios de situaciones de principios de la modernidad. Otra ilustración «negativa» es la que brindan los países latinoamericanos, donde las guerras de independencia no fueron revolucionarias en el sentido de promulgar un orden sociopolítico totalmente nuevo y donde m u chos de los aspectos cruciales del proceso revolucionario fueron m u y débiles, especialmente el entrelazamiento continuo entre los agentes políticos y las características liminales de la lucha revolucionaria central23.
Pero quizás el caso más importante sea una vez más el de Japón: la caída del régimen Tokugawa y la Meiji Ishin24.
El régimen Tokugawa se caracterizaba por algunos de los principales rasgos estructurales de principios de la modernidad y de sus contradicciones: la aparición de pujantes fuerzas económicas nuevas (comerciantes y campesinos), la erosión de las antiguas fuerzas aristocráticas «tradicionales» y el derrumbamiento de las políticas económicas reguladoras de los antiguos regímenes. También se caracterizó por una amplísima difusión de la educación, que hizo del Japón la sociedad preindustrial m á s alfabetizada del m u n d o , y por la emergencia de un discurso político m u y intenso.
El régimen Tokugawa se vio debilitado por estos procesos internos y por la repercusión de fuerzas externas. También tuvo que afrontar una crisis de legitimación, pero que no se expresaba en los términos ideológicos característicos de los «antiguos regímenes» prerrevolu-cionarios de Europa y China.
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IX
H a y que tener en cuenta que todas estas explicaciones no consideran el que probablemente sea el elemento distintivo más importante de los procesos revolucionarios: las nuevas concepciones ontológicas o cosmologías y los portadores de las mismas: los grupos autónomos culturales o intelectuales que, c o m o se ha visto, constituyen una de las m á s importantes canteras de nuevo liderazgo político y nuevas organizaciones que mejor caracterizan las revoluciones. Ciertamente, en buena parte de la literatura rara vez se han analizado los factores ideológicos (las nuevas ideologías, las creencias religiosas, etc.) como causas de la revolución. Generalmente, incluso entre los historiadores no marxistas, con la excepción de Albert Cochin y François Furet25, esos factores se consideran m á s como epifenómenos de procesos sociales «más profundos» o c o m o un telón de fondo general de los procesos revolucionarios.
Por lo tanto, puede ser importante indagar en qué condiciones o en qué sociedades dichas ideologías y cosmologías y los grupos que las sostienen, y que a diferencia de las rebeliones, los movimientos de protesta, las luchas de clases y de minorías, no se encuentran en todas las sociedades, llegan a ser tan primordiales. Tienden a darse en civilizaciones m u y concretas, las denominadas civilizaciones axiales26. Por «civilizaciones axiales» se entiende las que cristalizaron entre el año 500 a.C. y los primeros siglos de la era cristiana, dentro de las cuales surgieron nuevas visiones ontológicas, entre ellas concepciones de tensión básica entre los órdenes trascendente y mundano , que se institucionalizaron en muchas partes del m u n d o : en el antiguo Israel, posteriormente en la segunda confederación del judaismo y la cristiandad, en la antigua Grecia, m u y parcialmente en el Irán de Zoroastro, en la antigua China imperial, en el hinduismo y el budismo, y m á s allá de la era axial en sí, en el Islam.
Estas concepciones fueron desarrolladas y articuladas por un elemento social relativamente nuevo, las minorías portadoras de m o delos de un orden cultural, particularmente las minorías intelectuales, desde los profetas y sacerdotes judíos, los filósofos griegos, los literatos chinos y los brahmans hindúes, hasta los
sanha budistas o los ulema islámicos. Sus actividades se centraban en la creencia en la creación del m u n d o según alguna visión o alguna orden trascendentes.
La institucionalización de esas concepciones y visiones tuvo c o m o resultado la reestructuración interna de esa sociedades y de las interrelaciones entre ellas.
Se desarrollaron así, en primer lugar, un alto grado de diferenciación del centro societal y su percepción c o m o entidades simbólicas y organizativas y una continua interacción entre el centro y la periferia. M á s tarde surgieron colectividades distintas, sobre todo culturales o religiosas, con un enorme componente simbólico y cierta estructuración ideológica de las jerarquías sociales.
En tercer lugar, se produjo una vasta reestructuración de la relación entre el orden político y el trascendente, que es el factor más importante para nuestro análisis. El orden político, c o m o lugar central o marco del orden mundano , solía entenderse como subordinado al orden trascendente, razón por la que tenía que reestructurarse en función de los preceptos de éste, sobre todo según la percepción de la forma correcta de superar la tensión entre el orden trascendente y el orden m u n d a n o de la «salvación». A los gobernantes solía corresponder la estructuración del orden político.
Al m i s m o tiempo, la naturaleza de los gobernantes experimentó una gran transformación. El rey-dios, encarnación a la vez del orden cósmico y del terrenal, desapareció, surgiendo en su lugar un dirigente seglar, responsable en principio ante algún orden superior, por lo que existía la posibilidad de pedirle que rindiera cuentas ante una autoridad m á s alta, ya fuera Dios o la ley divina. La primera aparición y la más espectacular, de esta concepción se produjo en el antiguo Israel, en los pronunciamientos sacerdotales, especialmente profé-ticos. U n a concepción diferente de esa respon-sabilización ante la comunidad y sus leyes se dio en la ribera septentrional del Mediterráneo oriental, en la antigua Grecia. La noción de responsabilización se dio de diferentes maneras en todas las civilizaciones. Ocupa el cuarto lugar la aparición de élites primarias y secundarias relativamente autónomas, en particular culturales, intelectuales y religiosas, que pugnaban continuamente entre sí y con las élites políticas.
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Fueron esas élites en general, las religiosas o las intelectuales sobre todo, muchas de las cuales sostenían visiones sumamente utópicas con orientaciones universalistas, las que constituyeron los elementos m á s decisivos de las diferentes heterodoxias y de las luchas políticas y los movimientos de protesta.
X
Estos componentes ideológicos y estructurales propios del proceso político característico de las civilizaciones axiales generaron, dentro de los regímenes en que se desarrollaron, una dinámica política m u y específica en la que se observan numerosos gérmenes de las «grandes revoluciones», pero no originaron revoluciones en sí.
Las orientaciones culturales básicas y las premisas de civilización predominantes en ellas inspiraron visiones de órdenes sociales nuevos con orientaciones utópicas y universalistas m u y marcadas, en tanto que las características organizativas y estructurales brindaron el marco en el que pudieron institucionalizarse algunos aspectos de tales concepciones. Unas y otras se combinaron en las actividades de las diferentes élites antes analizadas27.
La combinación de todas estas características originó en estos regímenes, por lo general imperiales o imperio-feudales, un grado relativamente m á s alto de aglutinación que en otras civilizaciones de la época axial entre movimientos de protesta, establecimiento de instituciones, articulación y niveles idelógicos de lucha política y cambios en el sistema político.
E n algunos casos extremos, por ejemplo, en la transición del período de los omeyas al califato abasí, todo ello pudo combinarse en lo que podría parecer una serie de procesos revolucionarios; en los estudios modernos, el establecimiento del califato abasí se ha calificado a veces de revolución. El califato llegó impulsado por un fuerte movimiento sectario y tribal que insistía en el componente universalista de los ideales islámicos y en nombre de esta ideología, junto con los intereses de sectores m á s amplios, derrocó a los gobernantes omeyas. Pero las ideologías de estos movimientos de protesta y levantamiento político no tenían los componentes que caracterizaban a las modernas, sino que solían orientarse hacia visiones
pasadas y no a determinados programas primordiales para el futuro. T a m p o c o daban lugar a formaciones constitucionales e institucionales m u y estables. Las revoluciones de los abasíes pueden verse en muchos sentidos c o m o un punto de los ciclos de Khaldoun de la dinámica política islámica28.
Al m i s m o tiempo, aunque evidentemente con grandes diferencias de detalle, se podrían hallar también aspectos distintivos del proceso político en otras civilizaciones axiales, en comparación con regímenes políticos aparentemente similares que surgieron en civilizaciones no axiales o a veces en su proximidad.
Ahora bien, sólo cuando coincidieron estos componentes ideológicos y estructurales en períodos de modernidad incipiente, llegaron a generar procesos revolucionarios en el sentido que aquí se le da. Sólo en estos contextos históricos, en los que se dieron las afinidades electivas entre el proceso político que se desarrolló en las civilizaciones axiales y las características ideológicas y organizativas centrales de las revoluciones, los principales componentes del cambio en general y del proceso político en particular se transformaron adoptando una orientación revolucionaria.
Esa transformación de los componentes ideológicos y de los temas culturales o simbólicos no se produjo, en general, al principio m i s m o de las rebeliones y levantamientos para derrocar a los diversos «antiguos» regímenes, especialmente en las primeras revoluciones, la inglesa, la estadounidense y la francesa. Sólo al intensificarse la dinámica revolucionaria se produjo esa transformación, lo que no significa, c o m o propone Goldstone, que la ideología cobrara importancia únicamente al final de las revoluciones. La comparación entre la dinámica revolucionaria de las civilizaciones axiales y de las no axiales y entre Japón y China, por un lado, y las revoluciones de la cristiandad, por otro, indica que los elementos ideológicos, combinados con su marco institucional, fueron de capital importancia desde fases relativamente tempranas en la transformación del proceso ideológico y del político en una dirección revolucionaria29.
Algunas de las características de la restauración Meiji que la distinguieron de las «grandes» revoluciones, en particular sus c o m p o nentes predominantemente «inversos y utópicos», la restricción de la visión Ishin al Japón
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PÓrticO, Peshawar, PaquiStán. Frances Mommer/Rapho.
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y la ausencia de componentes misionales universalistas están, evidentemente, m u y estrechamente relacionados con algunos aspectos de la experiencia histórica japonesa. Es especialmente notable que, a lo largo de su historia, hayan surgido en Japón formaciones y una dinámica estructurales e institucionales entre las que figuran, por ejemplo, el feudalismo y ciudades m u y fuertes semiautónomas, similares a las de Europa oriental, junto con concepciones ontológicas básicas no axiales. Por otra parte, no había grupos religiosos e intelectuales autónomos, ya que los monjes budistas y otros sacerdotes e intelectuales confucianos estaban integrados en pequeños grupos «familiares», lo que explica que no actuaran c o m o factor en la restauración Meiji30.
XI
La estrecha afinidad electiva entre el proceso político de muchas de las civilizaciones axiales y las características centrales de las revoluciones no significa que, c o m o indican claramente los casos de la India, Asia Meridional o la mayoría de las sociedades islámicas, las revoluciones se produjeran al empezar la modernidad en todas las civilizaciones axiales. ¿ C ó m o puede explicarse esto?
H a y que tener en cuenta dos factores más . U n o , que se aplica especialmente a India y a los países budistas de Asia Meridional, es la naturaleza de las visiones ontológicas básicas, especialmente de la concepción de la salvación en las civilizaciones axiales31. El segundo factor, que se refiere a la mayoría de los países islámicos (e incluso a algunos europeos), pero que también es válido para la India y las sociedades budistas Theravada, es la naturaleza de sus regímenes políticos y su economía política.
C o n respecto al primer factor, la principal distinción estriba -por utilizar la terminología de W e b e r - entre las concepciones de salvación «en este m u n d o » y «en el otro m u n d o » . En las civilizaciones en que prima la concepción del otro m u n d o , el foro político no constituía un foco básico de salvación, de realización de la visión de la civilización, y las formas propias de la salvación religiosa no eran el centro de la lucha política. Hecho bastante significativo, en la India no se produjo ninguna guerra de religión hasta la época de las civilizaciones de
la edad axial, ni en los países budistas hasta la era contemporánea. Las múltiples sectas y heterodoxias potenciales de esas civilizaciones no buscaban reconstruir los centros políticos sino m á s bien volver a delimitar las fronteras entre las colectividades básicas atributivas32.
XII
E n esas civilizaciones axiales fue principalmente donde la ontología básica de la salvación se centraba «en este m u n d o » , o bien era una mezcla de orientaciones hacia «este m u n do» y hacia el «otro», de manera que los recursos libres generados en los sectores sociales podían ser canalizados por las minorías a los foros políticos y económicos de «este m u n d o » . Pero la generación de dichos recursos libres no siempre se lograba naturalmente en esos regímenes, sino que, con mucha frecuencia, lo impedían las condiciones históricas, políticas y ecológicas, c o m o el relativo aislamiento de los principales mercados internacionales. E n esos casos, tendían a establecerse regímenes m á s patrimoniales (ya se tratara de reinos tribales o centralizados).
A veces, los regímenes patrimoniales podían llegar hasta regiones distantes, c o m o en el caso del Islam, pero también, c o m o sucedió con la cristiandad, a sociedades relativamente «no diferenciadas» gracias a la expansión mism a de una civilización axial.
Así, por lo que respecta al Islam, sólo en el núcleo del Imperio otomano -e incluso en éste hasta cierto punto nada m á s - surgió el germen de una sociedad civil autónoma con su correspondiente potencial revolucionario33.
Pero al m i s m o tiempo, dadas las premisas básicas de la tradición islámica, en todo el ámbito del Islam, después del establecimiento de los primeros califatos y, sobre todo, tras la caída del Imperio abasí, se observó una marcada predisposición a las ideologías revolucionarias y al auge de minoría autónomas, frecuentemente basadas en tradiciones tribales, aunque esas minoría rara vez lograron organizar un proceso plenamente revolucionario o fundar un régimen revolucionario34.
Existe una diferencia m u y importante entre las civilizaciones axiales con sistemas políticos y economías políticas patrimoniales, debido principalmente a las características bási-
El marco de las grandes revoluciones: cultura, estructura social, historia e intervención humana 423
cas de las minorías y a las concepciones ontológicas que sustentaban, y en las que esas tendencias patrimoniales obedecían ante todo a condiciones históricas, estructurales o ecológicas contingentes.
En el primer caso la estructura y las orientaciones básicas de las minorías limitaron los movimientos sociales que pretendían reconstruir el foro político, aunque ciertamente no la participación de las minorías religiosas en el foro político patrimonial.
En el segundo tipo de regímenes patrimoniales había orientaciones m u y marcadas, aunque durante mucho tiempo sólo latentes, hacia la reconstrucción del foro político, de m o d o que, c o m o en el Islam, pudieron surgir tendencias protorrevolucionarias o, como en Rusia o China, prerrevolucionarias.
Así pues, hay una estrecha afinidad electiva entre las civilizaciones axiales «mundanas» (o con una combinación de lo m u n d a n o y lo extramundano) y los regímenes imperiales e imperiales-feudales. Si bien sólo rara vez los regímenes feudales o feudales-imperiales se convierten en civilizaciones, algunas veces sucedió así. El ejemplo m á s importante es, una vez más , Japón, donde, c o m o se ha visto, surgió un régimen feudal absolutista dentro de una civilización no axial. Ahora bien, a diferencia de los regímenes feudales-imperiales de las civilizaciones axiales, sobre todo los regímenes absolutistas de Europa a comienzos de la edad moderna no había en Japón, c o m o ya se ha dicho, grupos religiosos o intelectuales autónomos que promulgaran una visión utópica universal. Esta es la diferencia primordial entre la restauración Meiji y las «grandes» revoluciones.
XIII
N o todos los intentos revolucionarios en condiciones similares a las de las revoluciones llevadas a término se han visto coronados por el éxito. España, Italia y Alemania ofrecen, probablemente, los ejemplos más representativos de revoluciones abortadas, junto con Europa centro-oriental en 1848. ¿ C ó m o pueden explicarse esos fracasos?35).
Algunos investigadores los imputan al predominio de muchos componentes patrimoniales en los «antiguos regímenes» de España,
Italia y los países de Europa oriental que explican la relativa escasez de recursos libres y la debilidad de las minorías autónomas.
Pero esto no lo explica todo, ya que no es aplicable a Alemania. H a y que tener en cuenta al menos dos series m á s de factores para abordar las revoluciones «fracasadas». El primero es el mero hecho de que todas las revoluciones son fruto de una guerra civil con múltiples elementos antagónicos y numerosos participantes, y que su éxito depende del comportamiento coherente o eficiente de los grupos revolucionarios y de la relativa debilidad de los gobernantes, de que pierdan la sangre fría o la voluntad. Ninguna de estas condiciones se produce naturalmente en una situación revolucionaria. En algunos casos, c o m o en Europa orienta] en 1848, donde los gobernantes auto-cráticos daban pruebas de una gran fuerza de voluntad reforzada por las circunstancias internacionales, fracasaron unos intentos revolucionarios de tipo «internacional autocrático».
El fracaso fue aún mayor por las divisiones que había entre las fuerzas potencialmente revolucionarias, sobre todo en Alemania, entre la burguesía en auge y la clase más baja, ya que la primera temía a la segunda tras la experiencia de la Revolución francesa. Ulteriores divisiones se produjeron en sectores de la intelectualidad o de las minorías culturales que sustentaban visiones diferentes, especialmente entre «liberales» y constitucionalistas, entre diferentes grupos de «patriotas» y nacionalistas y socialistas incipientes.
Otro factor que hay que tener presente era que ni Alemania ni Italia eran Estados unificados, sin aspiraciones m u y marcadas a la creación de tal Estado por parte de movimientos nacionales en muchos sectores de la sociedad alemana o la italiana. A diferencia de Inglaterra, Francia o Rusia, esas entidades nacionales estaban todavía por construir, lo que era incompatible con todo programa revolucionario. Sobre todo, esas ideas podían ser recogidas, c o m o en el caso de Alemania y en menor grado, de Italia, por algunos grupos y dirigentes políticos (como Bismarck) estrechamente aliados con el antiguo régimen.
424 S.N. Eisenstadt
XIV
Se cierra así el círculo de este análisis de las causas o condiciones de las revoluciones. C o m o , por definición, las revoluciones equivalen a la caída de los regímenes, son las causas de las mismas (las diversas luchas entre minorías y clases, el auge de nuevos grupos sociales y nuevas fuerzas económicas que no tienen acceso al poder, el debilitamiento de los regímenes socavados por esas luchas, mediante las alteraciones económicas y la repercusión de fuerzas internacionales) las que constituyen las condiciones necesarias para el desencadenamiento de las revoluciones.
Pero sólo en la medida en que dichos procesos se dan en unas circunstancias históricas concretas y en el marco de determinadas premisas de civilización, régimen político y economías políticas determinadas pueden originar condiciones y resultados revolucionarios.
Las circunstancias históricas específicas son las de principios de la modernidad, cuando los regímenes autocráticos modernizantes tuvieron que afrontar las contradicciones inherentes a su propia legitimización y sus propias políticas y la aparición de nuevos estratos económicos e ideologías «modernas».
Los marcos de civilización son los basados en la concepción «de este m u n d o » o las civilizaciones axiales con una combinación del enfoque m u n d a n o y extramundano y los regímenes imperiales o feudales-imperiales. Si, por diferentes razones históricas, dichos regímenes son derrocados en estos marcos de civilización, los procesos de cambio tienden a desviarse de la senda revolucionaria, c o m o sucedió.
A d e m á s , el resultado concreto de estos procesos depende en gran medida del equilibrio de poder entre fuerzas revolucionarias y contrarrevolucionarias y de su respectiva cohesión.
XV
La combinación de las condiciones de civilización y estructurales y de las contingencias históricas que generaron las «grandes» revoluciones ha sido bastante rara en la historia de la humanidad. C o n toda su dramática importancia, esas revoluciones no constituyen cierta
mente el único tipo de cambio, ni siquiera el principal o el de m á s repercusiones, ya sea en los tiempos premodernos o en los modernos. Allá donde se dan otras combinaciones de factores estructurales e institucionales, por ejemplo en Japón, India, Asia meridional o América Latina, generan otros procesos de cambio y nuevos regímenes políticos. N o se trata de simples revoluciones potenciales que hayan fracasado, ni se pueden medir según los criterios de las «grandes» revoluciones, sino que m á s bien representan patrones diferentes de transformación social, igualmente «legítimos» y significativos, y deben analizarse en sus propios términos.
Por consiguiente, este análisis facilita también algunas indicaciones sobre las relaciones entre cultura y estructura social, historia y estructura, acción h u m a n a y estructura, y entre los factores culturales que mantienen el orden establecido y los que favorecen su transformación.
Las ciencias y concepciones culturales son elementos básicos del orden social, de capital importancia en la configuración de su dinámica institucional. Esas creencias o concepciones se convierten en elementos constitutivos por asimilación de su contenido en las premisas básicas de las normas de interacción social, es decir, los conjuntos de principios reguladores que rigen los principales aspectos de las funciones sociales. Éstas fueron clasificadas así por los «padres fundadores de la sociología»: división social del trabajo, establecimiento de la confianza (o de la solidaridad), regulación del poder y elaboración de significado36.
U n o de los procesos m á s importantes de transformación de las creencias o concepciones en esos principios reguladores es la cristalización de los modelos de orden cultural y social y de códigos. Esto se parece m u c h o al concepto de W e b e r de «ética económica» que especifica c ó m o regular los marcos de organizaciones sociales y medios institucionales concretos, las normas de conducta y la g a m a de las principales estrategias de acción apropiadas a diferentes foros37.
Esas transformaciones de creencias religiosas y culturales en «códigos» o «ética» de un orden social se efectúan mediante las actividades de visionarios, ellos mismos transformados en minorías, que forman entonces coaliciones y contracoaliciones con otras minorías.
El marco de las grandes revoluciones: cultura, estructura social, historia e intervención humana 425
Esta dinámica no se limita al ejercicio del poder en el sentido político estricto o coercitivo. C o m o han recalcado hasta los marxistas menos puros, en especial Gramsci38, esos procesos no son herméticos, sino que incorporan muchos aspectos simbólicos relativamente autónomos y representan diferentes combinaciones de intereses «ideales» y «materiales». Esas medidas de control y los desacatos a ellas entre las minorías y estratos m á s amplios han configurado las relaciones de clase y los modos de producción.
La institucionalización de esas visiones culturales mediante los procesos y mecanism o s sociales de control y su «reproducción» en el espacio y el tiempo genera necesariamente tensiones y conflictos, movimientos de protesta y procesos de cambio que brindan algunas oportunidades para reconstruir las propias premisas.
Así, en principio, los dos aspectos de la cultura de mantenimiento y transformación del orden no son sino las dos caras de una misma moneda. N o sólo no hay contradicción básica entre uno y otro, sino que son parte integrante de las dimensiones simbólicas de la construcción del orden social.
La capacidad de cambio y transformación no es accidental ni exterior al campo de la cultura, sino inherente al entrelazamiento básico de la cultura y la estructura social c o m o elementos gemelos de la construcción del orden social. Precisamente porque los c o m p o nentes simbólicos son inherentes a la construcción y al mantenimiento del orden social, llevan también en sí el germen de la transformación social.
Es evidente que ese germen es c o m ú n a todas la sociedades. Sin embargo, las formas efectivas en que actúa, las consultas de situaciones liminales, de diferentes orientaciones y movimientos de protesta, de formas de c o m portamiento colectivo y su efecto en las sociedades en que se dan, varían grandemente entre las sociedades y dan origen a dinámicas sociales y culturales distintas.
Pero las creencias básicas de la religión no engendran «naturalmente» nuevos contextos de civilización y organización social, ya se trate de las civilizaciones axiales, las que introdujeron el capitalismo en Occidente, o de las grandes revoluciones. Su origen se encuentra m á s bien en una diversidad de tendencias económicas y políticas y de condiciones ecológicas, interrelacionadas todas ellas con premisas de civilización básicas y con instituciones concretas.
Muchos cambios históricos generales, sobre todo la construcción de nuevos órdenes institucionales, se debieron probablemente a los factores que enumeran J .G. March y John Olsen (1984)39. Esos factores son la combinación de formas institucionales y normativas básicas, los procesos de aprendizaje y acomodación y los tipos de adopción de decisiones por los individuos en los foros correspondientes de acción como respuesta a una gran variedad de acontecimientos históricos.
C o m o ha señalado Said Arjomand, la cristalización de cualquier modelo de cambio es resultado de la historia, la estructura y la cultura, con la acción del hombre c o m o agente que los reúne40. También es la acción del h o m bre, c o m o se manifiesta sobre todo en las actividades de los empresarios institucionales y culturales, y su influencia en diferentes sectores de la sociedad, lo que configura las formaciones institucionales. El potencial de cristalización de esas formaciones se debe a ciertas condiciones sociales generales, c o m o los grados de diferenciación estructural o los tipos de economía política, pero se trata sólo de potenciales, cuya concreción se produce al intervenir la acción humana.
Son las agrupaciones o configuraciones reales de estos factores las que constituyen los temas principales del análisis y el discurso his-tórico-sociológico comparado.
Traducido del inglés
426 S.N. Eisenstadt
Notas
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4. Véase Rossi, From the Sociology of Symbols to the Sociology of Signs: Towards a Dialectical Sociology, Nueva York, Columbia University Press, 1983.
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6. Swidler, A . «Culture in Action: Symbols and Strategies», en American Sociological Review, 1986, 51:273-286.
7. Para más detalles consúltese Eisenstadt, S . N . «Macro-Sociology and Sociological Theory - Some N e w Directions» en Contemporary Sociology, septiembre de 1987, vol. 16, n u m . 2, págs. 602-609.
8. (6) Eisenstadt, S . N . , Revolutions and the Transformation of Societies, Free Press, Nueva York, 1978. Acerca de la imagen de la revolución en el pensamiento social moderno, se puede consultar: Lasky, M . , «The Birth of a Metaphor: O n the Origins of Utopia and Revolution», en Encounter, 34, n u m . 2 (1970), 35-45 y n u m . 3 (1970), 30-42. Idem, Utopia and Revolution (Chicago), University of Chicago Press, 1976: Marx, K . On Revolution, Ed. Padover, S .K .
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9. Eisenstadt, S . N . , 1978, op.cit.
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16. Respecto a la Restauración Meiji y sus antecedentes, véase: Akamatsu, P., Meiji, 1868 (Nueva York, Harper and R o w , 1972); Norman , H . , Japan's Emergence as a Modern State (Nueva York, Institute of Pacific Relations, 1940); Craig, A . M . , Choshu in the Meiji Restoration (Cambridge, Harvard University Press, 1961). Arnasson, J., Paths to Modernity. The Peculiarities of Japanese Feudalism, G . McCormack and Y . Sugimoto (eds.), The Japanese Trajectory: Modernization and Beyond, Cambridge, The Cambridge University Press, 1988. Haroutounian, H . D . , «Late Tokugawa Culture and Thought», en M . Jansen, Cambridge History of Japan, vol. 5, The Nineteenth
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17. W e b b , H . The Japanese Imperial Institution in the Tokugawa Period. N . Y . , Columbia University Press, 1968.
18. La literatura sobre las causas de las revoluciones es demasiado abundante para poder citarla aquí. Se puede tener una buena visión general en las lecturas indicadas en la nota 4 y en L . Stone, «Theories of Revolution», en World Politics, 18, n u m . 2 (1966): 159-176; Kramnick, L . , «Reflections on Revolution: Definition and Explanation in Recent Scholarship», en History and Theory, 11, n u m . 1 (1972):26-63; y K u m a r , K . , Introduction to K u m a r , Revolution, págs. 1-90.
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19. Skocpol, Th . , 1985, op.cit. Moore, Barrington, The Social Origins of Dictatorship and Democracy. Boston, Beacon, 1960.
20. Skocpol, Th . , 1985, op.cit. Gillis, J.B., «Political Decay and the European Revolutions 1789-1818»; en World Politics, 22, 3, 1970, págs. 344-370.
21. Goldstone, J.A., Revolution and Rebellion in the Early Modern World, Berkeley y Los Angeles, University of California Press, 1991.
22. Eisenstadt, S . N . , 1978, op.cit. Furet, F., 1981, op.cit.
23. Halprín Donghi, T . , Hispanoamérica después de la independencia, Madrid, Alianza, 1971. Malloy, J. (ed.), Authoritarianism and Corporation in Latin America, Pittsburgh, P . A . , University of Pittsburgh Press, 1977. Wiarda, H.J . Politics and Social Change in Latin America: The Distinct Tradition (Amherst, University of Massachusetts Press, 1974).
24. Véanse las referencias de la nota 16.
25. Cochin, A . , 1979, op.cit. Furet, F., 1981, op.cit. Nahirny, V . , op.cit.
26. Eisenstadt, S . N . , (ed.), The Origins and Diversity of Axial Age Civilizations, Albany, N . Y . , State University of N e w York Press, 1986.
27. Seligman, A . , 1989, op.cit
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29. Véase Goldstone, 1991, op.cit. Eisenstadt, S . N . , 1978, op.cit. capítulo 9.
30. Jansen, M . , «The Meiji Restoration», en idem (ed.). The Cambridge History of Japan,
428 S.N. Eisenstadt
op.cit., págs. 308-361; y Haroutounian, H . D . , «Late Tokugawa Culture and Thought», en Jansen, M . (ed.). Cambridge Historv of Japan, op.cit., págs. 168-258.
31. Eisenstadt, S . N . , 1986, op.cit. Sobre ciertos elementos básicos de la política india, véase: Dumont , L. , Religion, Politics and History in India; Heesterman. J.C., The Ancient Indian Royal Consecration: The Rajasuya Described According to the Yajus Texts and Annotated by J.C. Heesterman (Paris, Mouton 1957). ídem, The Inner Conflict of Tradition, Chicago, University of Chicago Press, 1985. Ingalls, D . C . C . , «Authority and Law in Ancient India», en Journal of the American Oriental Society (supp.), 74 (1954):34-45; H . N . Sinha, Sovereignty in Ancient Indian Polity (Londres, Luzac, 1938).
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35. Véase: M a n n , G . , The History of Germany since 1783. Londres, Chatto and Windus. Valentin, V . , Geschichte der Revolution von ¡948-1949, Berlin. Herder Dorpalen, A . , Die Revolutionen von 1848. Schneider, T . (ed.), Revolution der Gesellschaft, Friburgo, 1973, págs. 97-116. Salomone, A . W . (ed.), Italy from the Risorgimento to Fascism, Garden City, Doubleday. 1970. Carr, R . , Spain 1808-1939, Nueva York, Oxford University Press, 1966.
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40. Arjomand, S., History, Structure and Revolutions, op.cit.
Epílogo: la sociología histórica ¿regresa a la infancia? o «cuando la sociología claudica ante la historia»
Jean Leca
«El gran riesgo es que m u y pocos sociólogos acepten pasar de la simple recopilación de los estudios históricos ya publicados a un análisis sistemático de los propios materiales históricos; así es como los sociólogos consolidan los errores de los historiadores en los que se inspiran» (Tilly 1970, 466).
Érase una vez (en Europa occidental y central, hace mucho, mucho tiempo) una pequeña familia feliz, aunque sus miembros riñeran con bastante frecuencia, c o m o suele suceder en todas las familias. M a m á Durkheim había demostrado de una vez por todas que algunos procesos sociales específicos podían ser comprendidos sin necesidad de asignar al individuo un papel activo preponderante, con intenciones y objetivos, y considerarlo el creador de un orden social artificial, basado en las interacciones de los cálculos de utilidad, y sin que hubiera que recurrir tampoco a una teleología social, basada en una división de la historia universal en etapas o edades (como Augusto Comte). La pareja tradicional de libre albedrío y la providencia, la libertad y la gracia, quedaría sustituida por procesos evolutivos de densificación social y moral, desarrollo de la división del trabajo, paso de la solidaridad mecánica a la solidaridad orgánica, individualización, etc.. Papá Marx había demostrado, al mismo tiempo, que era posible entender los procesos sepa
rados analíticamente, «observables desde afuera», la historia en su integridad, como acumulación constante de esos procesos, que puede comprenderse y dominarse «desde dentro»; si bien es cierto que «los hombres hacen la historia sin saber qué historia hacen», algunos pueden superar esta aporía: aunque los conceptos y teorías del hombre (histórico) están, en principio, sujetos a los límites materiales y morales que aprisionan su conocimiento
en la caverna, el individuo se encuentra (o puede ponerse) en la situación (histórica) de tener una «visión clara», no sólo de lo ocurrido en una etapa anterior, sino también de la lógica que rige la etapa siguiente. Las «fuerzas de producción», las «relaciones de producción», el «valor del trabajo», la «explotación» y la «lucha de clases» permiten llegar al primer término de entendimiento, mientras que
«los modos de producción» y su sucesión, el «capitalismo», la «revolución» y la «dictadura del proletariado» conducen al segundo.
Desde su cómoda posición conceptual, los hombres de la sociedad burguesa (o, m á s bien, los que eran miembros de la familia) podían examinar los hechos sociales «como cosas», distinguir entre la descripción de las instituciones y el análisis de la función que cumplen e indicar, de este m o d o , que el sentido (para los actores) nunca coincide con la función (a ojos del observador). Ello permitía compren-
Jean Leca es profesor de ciencias políticas en el Instituto de Estudios Políticos de París y primer vicepresidente de la Asociación Internacional de Ciencias Políticas. Sus trabajos se centran en la teoría política y la política comparada en relación con el m u n d o árabe, así c o m o los problemas de pluralismo cultural en Europa. Es autor de Traite de science politique (1985), «Nationalité et citoyenneté dans l'Europe des immigrations», en J. Costa-Lacoux y P. Well (ed.), Logiques d'Etat et immigration (1992). Su dirección: Instituto de Estudios Políticos de Paris, 27 rue Saint-Guillaume, 75341 Paris Cedex 07, Francia.
R I C S 133/Septiembre 1992
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der los procesos religiosos y económicos, los comportamientos serenos o apasionados, los suicidios o los matrimonios. Luego podían despojarse de su filtro conceptual, situarse ellos mismos en perspectiva histórica y medir la historicidad de sus conceptos. Así podían evitar la objetividad y considerar a sí mismos c o m o construcciones sociales, sin caer por ello en el relativismo del conocimiento (propiciado por el historicismo y según el cual cualquier concepto, al ser producto de su contexto histórico, sólo puede validarse en relación con ese contexto), puesto que la propia historia podía aprehenderse de forma absoluta c o m o aplicación de leyes históricas (historicismo en el sentido de Karl Popper), perceptibles para quienes ocupaban un lugar concreto y desempeñaban un papel práctico específico en su desarrollo (la burguesía y sus intelectuales, y más tarde, el proletariado y sus intelectuales). U n hijo natural, llamado Karl Mannhe im, descontento con esta limitación que vinculaba el intelectual histórico a una clase social determinada, había inventado «el intelectual sin amarras sociales», capaz de tomar la antorcha de la inteligencia histórica global sin necesidad de responder a la embarazosa pregunta de por qué y c ó m o los hombres históricos pueden, a la vez, tener el punto de vista correcto y justifi-ciar la posición histórica que les permite fundar el punto de vista correcto.
Los demás hijos, en su mayoría, no habían seguido el mismo camino y estaban agrupados en dos clanes. Unos , que habían ido a América en busca de fortuna, habían reducido la historia a procesos, cada uno de los cuales admitía una explicación causal o funcional, c o m o diferenciación, división del trabajo, adaptación, selección, que transformaba la sociología en una «ciencia natural intemporal de la sociedad» (Tilly 1981, 38). Sobre esta base evaluaban las sociedades históricas contemporáneas «descendiendo» hacia conceptos m á s próxim o s del análisis histórico, c o m o la «individualización» o la «secularización», y unían los dos tipos de conceptos mediante teorías de modernización y desarrollo político, a la vez que concedían gran importancia a la noción de exigencia funcional para explicar la aparición probable de instituciones y normas. Luego, satisfechos con esta visión que les permitía comprender lo que había producido su sociedad contemporánea, se limitaron a estudiar el
presente, mostrándose cada vez menos dispuestos a reconocer la importancia de la historia, bien c o m o conjunto de influencias sobre los procesos sociales contemporáneos, o c o m o ámbito de estudio digno de atención sociológica (Tilly, íbid). La clave de la articulación con la historia era, según Tilly, el concepto de evolución; el cotejo decisivo con los trabajos de los historiadores, m á s que verificar las hipótesis evolucionistas, permitía determinar regularidades y demostrar la aplicabilidad de los conceptos evolucionistas a casos interesantes. N o se estudiaban las hipótesis de evolución regresiva: el material histórico así utilizado servía para excluir la historia real (Tilly, 1970)1.
Los otros hijos, m á s fieles al padre, y con alguna inclinación por el tío M a x Weber, a quien los hijos legítimos llamaban el «Marx de la burguesía», trataban de explicar «nuestro orden social en transformación» {Studies of our changing social order, subtítulo del famoso libro de Reinhart Bendix, Bendix, 1964). Siguiendo a Otto Hintze y Norbert Elias, analizaban conceptos c o m o Estado, civilidad, ciudadanía, nación y «nation building» marcados m á s claramente por la historia, es decir, m á s saturados por la autocomprensión de los protagonistas y su forma de construir socialmente la realidad. Desde allí «ascendían» a conceptos abstractos lo m á s alejados posible del sentido que los actores históricos le conferían en su vocabulario, por ejemplo, los tipos de acciones, la oposición comunalización-sociación de Weber, la oposición de Elias entre «residentes» y «extraños» (insiders, outsiders). Así, eran conscientes de la imposibilidad de aislar con facilidad las variables, c o m o exige el m é todo causal (Bendix 1978, 15, citado por Pierre Birnbaum en este número) y de obtener de manera abstracta una explicación funcional basada en un postulado de «coherencia lógica» atribuida a las sociedades históricas reales (Bendix 1964, 15). N o es que se rechazaran en sí los métodos causales o funcionales, pero se recordaba que la inferencia causal, sin reconocimiento preciso de los contextos, puede adoptar un nivel de generalidad inadmisible y que el funcionalismo sólo puede ser una problemática que, desde el principio, se centra en el interés del investigador por la interdependencia de los atributos en una estructura social determinada2. E n el mismo sentido, podemos
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El peso de la historia: D e s m o n d John Villiers Fitz-Gerald, 29.° Caballero de Glin, posa ante el castillo familiar de Glin, en las orillas del Shannon. La familia Fitz-Gerald se instaló en Irlanda en 1171, y vive en Glin desde hace Casi Ochocientos añOS. Shm Aarons/Imapress
observar la crítica de Popper quien, sin afirmar la imposibilidad de conocer científicamente totalidades históricas, señalaba por lo menos la fragilidad de las teorías aplicables a conjuntos que no podían identificarse verdaderamente, puesto que toda descripción es selectiva (Popper 1961, 23 y 77), había contribuido a un distanciamiento más o menos discreto del padre Marx, sospechoso ahora de maltratar al mismo tiempo la historia real y a
los primos de América. El tío M a x Weber era m á s presentable; con todo, ni siquiera él podía satisfacer a los historiadores del singular en su estado puro, preconizadores de que «el documento habla por sí mismo» (Elton 1967 y 1991).
D e estas dos ramas derivaban dos estrategias comparativas de investigación (Ragin, Za-ret, 1983); una partía de Durkheim, y tendía a precisar elementos regulares transhistóricos
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vinculando variables abstractas, según una lógica de la continuidad realista (la causa y el efecto son entidades reales, con nexos permanentes y las variaciones en la causa singular producen siempre variaciones en el efecto singular)3. La otra, de origen weberiano, tiende a formular modestas generalizaciones históricas habida cuenta de la diversidad de los casos concretos. Esta estrategia articula la investigación de procesos de causalidad o correlación abstractos aislados de sus contextos históricos (por ejemplo, el debate y la crítica de M a x Weber de la teoría del resentimiento c o m o modelo para vincular las éticas religiosas a determinaciones de clase generales y abstractas (Weber 1958, 270-276), a una lógica de la combinación y la discontinuidad (causas específicas se combinan para producir efectos específicos en una constelación histórica determinada). Sería demasiado largo detenerse en las versiones refinadas y críticas que han suscitado estas dos estrategias de investigación. Es obvio que la sociología histórica se sitúa firmemente en la segunda; la contribución de Charles Tilly es especialmente representtiva en este sentido. Tilly, siguiendo un modelo típico de Weber, articula propuestas m u y generales (uniformidades esperadas en «los encadenamientos entre hechos, procesos y estructuras») sobre «sus conexiones contingentes a sus contextos». Observemos, de paso, la discreta lección que imparte no sólo a los sociólogos evolucionistas («la vida social no nos llega empaquetada en «sociedades» continuas»), sino también a los propios historiadores, pues los sociólogos no son los únicos en creer que estudian algo continuo denominado «sociedad» o «Estado». Pueden distinguirse cuatro tipos de debates: los debates internos de cada una de las dos estrategias, los debates comunes a ambas, los debates que oponen cada una a críticas externas dirigidas a las dos (por ejemplo, el debate entre la historia y la sociología histórica, el debate entre la sociología de Durkheim y el enfoque económico de la sociedad) y por último, el debate entre las dos estrategias. Este número de la Revista Internacional de Ciencias Sociales está dedicado m á s bien al primer tipo de debates dentro de la sociología histórica, pero c o m o en una controversia concreta no siempre es fácil separar los cuatro tipos, conviene abordar brevemente determinados problemas de conjunto.
I
El debate m á s conocido se centra en la formación de los conceptos. Desde hace m u c h o , Giovanni Sartori aparece c o m o el paladín de la lucha contra el «conceptual stretching» (Sartori 1970). La polisemia de términos c o m o constitución, pluralismo, movilización o ideología lleva a quienes los utilizan sin precauciones a enunciar conceptos contradictorios, es decir, que por abarcar caracteres tan incompatibles no permiten nunca una comparación generadora de experiencias demostrables, puesto que la palabra que supuestamente expresa el concepto carece de validez heurística (Sartori 1991). También Alexander Motyl ha procedido a un examen riguroso de los conceptos utilizados por Theda Skocpol, es decir, estructura, Estado, autonomía potencial, crisis, revolución (Motyl 1992). En esta avalancha de críticas, destaca la tendencia a absorber causas y efectos en el m i s m o concepto, con lo que éste se transforma en una explicación au-torreferente que hace la demostración irrefutable. Skocpol, al incorporar en su definición la idea de que las revoluciones que debe explicarse «están acompañadas y se materializan parcialmente por rebeliones de clases procedentes de abajo» (Skocpol 1979, 4), impone su teoría desde la definición y transforma así una narración en explicación. Su concepto, que toca tres campos semánticos {«Upheaval, change, turmoil», levantamiento, cambio, agitación) le impide analizar sistemáticamente las relaciones entre esos tres términos. El modelo causa-efecto se convierte en el disfraz científico de una narración histórica particular. Tal vez podría sostenerse que, c o m o los conceptos derivan solamente de una experiencia histórica concreta, una precisión excesiva ocultaría la ausencia de comprensión histórica (Goldstone 1991) y que, además, los acontecimientos históricos complejos exigen un planteamiento ho-lístico que no distinga las causas de los efectos (Outhwaite 1983); con todo, en este caso Skocpol debería renunciar a su pretensión de formular causas históricas y estructurales de las revoluciones y determinarlas mediante comparaciones en el espacio (cross space)4.
Puede observarse que el debate c o m ú n sobre la precisión conceptual pone también de relieve la profunda diferencia entre las estrategias de investigación, pues si la crítica de Sar-
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tori a la primera estrategia es prácticamente irrebatible, la crítica de Motyl a la segunda sólo tiene sentido si renuncia a cualquier pretensión de explicación causal (e incluso funcional) y se vuelve a «conjuntos», «climas», «fenómeos globales» producidos por una m e -tahistoria que produce también al historiador (y que forma parte de una metasociología de la «gran transformación» de la realidad y del m o d o de percibirla), es decir, una revolución en el «discurso», en el sentido de la arqueología del saber (Foucault 1969) o en la «apercepción» en el sentido que le da D u m o n t (Du-mont 1977). Ahora bien, para que esta meta-historia sea válida, debe limitarse a una región homogénea, lo que excluye cualquier comparación transcultural. Es, al parecer, el enfoque de Badie en el presente número, que «pone en un aprieto» a Skocpol con una crítica simétrica a la de Motyl; si éste reprochaba la imprecisión de los conceptos, por ser ambiguos, vagos y autoexplicativos, Badie reprocha la excesiva precisión de algunos (por ejemplo, Estado, élite agraria), por estar impregnados de la historia europea y haberse extendido arbitrariamente a otras culturas. Las dos críticas no son incompatibles; según Motyl, para expicar es necesario elaborar conceptos que puedan abarcar los diferentes casos sin ofrecer una preex-plicación ni excluir la refutación; Motyl desea esta operación y acusa a Skopol de no haberla llevado a cabo, mientras que Badie la considera imposible y acusa a Skocpol de haber pretendido efectuarla, al tiempo que recomienda reducir la función de la sociología histórica y asignarle solamente un objetivo descriptivo por la yuxtaposición de sistemas de significación diferentes.
II
Cabe preguntarse si la operación deseada por Motyl es realmente incompatible con la sociología histórica, y si ésta debe limitarse a mos trar la pluralidad de las historias y la forma de distinguirlas, e indicar precisamente por qué no son réductibles a las mismas variables explicativas. Charles Tilly lo niega y señala, a mi juicio acertadamente, que la posición de Badie deriva directamente de la presunción de que las unidades sujetas a comparación son las culturas, más que los procesos, los hechos o las
estructuras. Queda entonces por determinar c ó m o pueden compararse unidades con límites tan vagos, y sobre todo, cuya característica esencial es que tienen en sí mismas las condiciones de validez para su autocomprensión (como lo demuestra la identificación permanente que realiza Badie entre «duración» y «concepto de la duración», entre «tiempo» y «representación del tiempo» o «historia». La maldición de Wittgenstein, «mi lengua tiene los límites de mi m u n d o » , se abate nuevamente con todo su peso, para gran alegría de los relativistas, los desconstruccionistas y otros subjetivistas preconizadores de que el discurso de la ciencia social sólo es una narración de un orden similar al del discurso histórico que, a su vez, se aproxima al del discurso novelesco. Al fin y al cabo, puede ser, siempre que en ese caso se añade que, incluso «la yuxtaposición de sistemas de significación diferentes» resulta imposible, pues la propia diferencia supone que exista una norma de comparación posible5.
A continuación recapitulamos las respuestas habituales que puede oponerse a esta nueva ofensiva del romanticismo de la autenticidad:
1. Las culturas no son estancas y Badie es el primero en reconocerlo cuando critica la noción de «trayectoria» que presupondría que «el desarrollo o la transformación de las sociedades sólo puede explicarse recurriendo a su propio pasado»; aún así, ¿por qué debería interpretarse sólo de esta manera? La noción de «estrategias individuales» con la que Badie propone sustituir la de las «trayectorias colectivas» (propuesta juiciosa, a condición de que no remita todo a la interacción de estrategias individuales) presupone, al menos, rechazar la tesis de que en algunas culturas la noción de estrategia no tiene ningún sentido y, por el contrario, afirmar que, para comprender m e jor los tipos de racionalidad y las estrategias, las culturas deben aprehenderse y objetivarse con independencia de lo que digan sus m i e m bros.
2. Así pues, para analizar las condiciones de la producción de las representaciones sin reducirse a un idealismo autorreferente, no se puede hacer caso omiso de las condiciones en que se producen las relaciones materiales entre los que producen o comparten las representaciones.
3. La prisión de la historia impide tener
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una visión más sobria de las comparaciones en el tiempo, combinadas con comparaciones en el espacio, que a su vez sirven para controlarlas. Tal vez convendría sustituir la noción de historia por la de tiempo en la vida social; es cierto que en tal caso la historia perdería su potencial imaginario y quedaría reducida a una simple «dimensión temporal», a lo largo de la cual se trataría de observar la variedad de propiedades de unidades (poblaciones, grupos, instituciones), observadas en diferentes puntos de una secuencia temporal. Con todo, lo que se perdería con la desaparición de las oposiciones canónicas historia individuante/ ciencia social generalizante, interpretación/ explicación, podría recuperarse combinando la comparación en el tiempo con la comparación en el espacio (Bartolini 1991). Tilly añadiría seguramente que conviene, sin embargo, tener cuidado con la comparación en el espacio cuando se presume que las unidades seleccionadas para recopilar datos significan lo mismo en cualquier contexto; el número de «leyes» promulgadas por un «parlamento», el número de «partidos», incluso el número de «asesinatos» pueden utilizarse prácticamente para cualquier cosa (Tilly 1975 y 1984), lo que demostraría, según Badie, la vanidad de cierta sociología histórica prisionera del sentido atribuido a los conceptos y las variables por un universo occidental etnocentrista y con pretensiones de dominación; el problema es que su posición, al menos a mi entender, no ofrece tampoco ninguna garantía contra el etnocen-trismo.
4. En efecto, cabe preguntarse de qué m a nera los principios de Badie contribuirían a obtener las «analogías profundas» que son el fundamento de la sociología histórica (Stinch-combe 1978; Tilly 1981). La «analogía profunda» es una analogía entre situaciones tomadas de diferentes contextos que, puestas en relación, permiten dilucidar mejor los mecanism o s de probabilidad de que, en presencia de determinados «factores», se produzcan otros factores determinados, sin que por ello las secuencias históricas globales o los acontecimientos complejos se parezcan nunca, ya que las historias singulares resultan de la combinación de procesos que pueden estudiarse separadamente c o m o sustancialmente análogos, aunque la combinación de esos procesos no lo sea plenamente jamás6. Tilly alude a estas ana
logías en su artículo, señalando la regularidad de los encadenamientos entre segregación y solidaridad política, monopolio y prosperidad; son las mismas analogías que utilizan tanto Pierre Birnbaum, en su artículo, c o m o Ernest Gellner, a quien critica, en su esfuerzo por establecer un nexo entre los nacionalismos y los Estados; son también las que están presentes en la posición de Philip McMichael, cuando enuncia sus «comparaciones incorporadas» en su forma sincrónica o diacrónica. Por otra parte, si se reflexiona al respecto, las ciencias sociales, ya sea dentro o al margen de la sociología histórica, sólo pueden funcionar de esta manera, cuando tratan de elaborar un concepto (como lo hizo Peter Worsley con el concepto de populismo, Worsley 1969) o de descubrir la lógica de procesos abstractos (Olson 1965, Hirschman 1971, Riker 1986).
Ill
Los únicos problemas que se plantean -aunque, desde luego, sean considerables- son los de la justificación argumentada de estas analogías y de la teoría sociológica o económica en que se fundan, y de ahí la discusión entre Tilly y Hechter sobre las ventajas respectivas de la elección racional y la teoría de los juegos, frente a las teorías funcionales o estructúrales-causales; en este caso, el peligro de caer en el etnocentrismo, o de añadir artificialmente un sentido, sigue siendo grande, aunque ya no haya investigadores serios que defiendan una teoría evolucionista global en la que las sociedades occidentales modernas y «posmoder-nas» constituirían una meta provisionalmente definitiva c o m o sociedades modernas y d e m o cráticas7. La sociología histórica, sin embargo, cuenta con medios para controlar mejor las consecuencias de estos intentos de generalización, o al menos de tener cuidado para no caer en sus trampas, mientras que numerosos historiadores no consiguen salir nunca del marco impuesto por sus conceptos o sus teorías, justamente porque no los ven c o m o lo que son, sino c o m o la única presentación adecuada de lo que los documentos les dicen: «La historia propone conceptos que son sólo imágenes, pero de los que la ciencia política no puede prescindió), dice G u y Hermet al confesar, de m o d o subjetivo pero con matices, su interés
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por esa búsqueda obstinada de la historia. La historia, desde luego (se trata al fin y al cabo de la vida social en el tiempo), pero tal vez no los historiadores, y que no son ellos quienes han inventado muchos conceptos que utilizan a veces, c o m o por ejemplo el de patrimonialis-m o y además, precisamente cuando la sociología histórica vuelve a poner en tela de juicio un concepto polisémico del Estado (punto éste que G u y Hermet, probablemente obnubilado por Skocpol, minimiza, en tanto que para Tilly es el centro de su texto), afirman que «el Estado» es la única unidad de análisis central que permita redactar un manual que abarque varios siglos de una «sociedad» determinada (Elton 1991)8. Es lícito considerar que el «Estado» no es tanto una unidad como un conjunto de lugares de análisis, con tal de que no salga de allí solapadamente un concepto de Estado que falsee la comparación en vez de aclararla. Es lícito considerar que el «Estado» no es tanto una unidad como un conjunto de lugares de análisis, con tal de que no salga de allí solapadamente un concepto de Estado que falsee la comparación en vez de aclararla9.
Si tuviera que presentar aquí una conclusión provisional, diría que la sociología histórica, en su proyecto inicial, sigue siendo imprescindible no sólo si queremos hacer una ciencia social mejor, sino también si queremos hacer una historia mejor; no se trata de someter ésta a lo que Philip Abrams llamó el «fetichismo ahistórico de la teoría c o m o sabere, sino de proporcionar a los historiadores que han emprendido una labor de narración(es) singular(es) medios de defenderse contra «el fetichismo antiteórico de la historia como prueba» (Abrams 1982, 333). N o sólo no hay que decir que la sociología no es m á s que un conjunto de modelos sin concepción de la historia, o que la historia no es m á s que una sociología frustrada (Tilly 1981, 214, cita estas fórmulas para criticarlas); es menester ahora desentrañar los presupuestos históricos ocultos en la sociología (esa teoría de la historia escondida en la raíz misma de la sociología, de la que hablaba Tilly hace más de diez años) y descubrir además los supuestos sociológicos ocultos en los trabajos históricos. N o pretendo que haya actualmente una concepción única de la historia (ya sea c o m o concepto global del m u n d o , disciplina profesional instituida o técnica de tratamiento de materiales) entre los
sociólogos (o entre los historiadores), c o m o no hay tampoco una única concepción de las ciencias sociales entre los historiadores. Razón de m á s para emprender la realización de esta doble tarea de la sociología histórica, tanto en el plano epistemológico (crítica de los conceptos, las teorías y los métodos), c o m o en el plano de las investigaciones empíricas. N o estoy m u y seguro de que, entendido c o m o proyecto positivo, el proyecto de Philips Abrams, que quiere llegar a la «fusión de la historia y la sociología en un discurso único» (Lloyd, 1986, 311), sea realmente factible; y no hay que olvidar, además, que las delimitaciones o las fusiones entre disciplinas se efectúan de todas form a s con arreglo a procesos que sus protagonistas distan de dominar, puesto que éstos no controlan sus contextos sociales (asignación de recursos por los mercados o las burocracias, intereses y demanda expresados por públicos distintos), ni tienen la clave del resultado final. Lo que sí sigue siendo, sin embargo, una exigencia de actualidad, es el control cruzado de sus planteamientos (prefiero este término «neutro» al de «discurso», que supone a mi entender demasiadas cosas). Y así podrá la sociología histórica no darse por aludida ante la pregunta abrumadora de Peter Laslett: « ¿ C ó m o es posible que en el campo de la sociología histórica intentemos tan a menudo echar a correr antes de saber andar?»10.
IV
Tal vez convenga decir unas palabras, c o m o conclusión, sobre el debate Hechter-Tilly. Los argumentos han quedado claramente expuestos por ambas partes y nos hacen pensar de algún m o d o en el debate de hace diez años (en Political Theory 1982) entre dos «marxistas analíticos», partidario uno del individualismo metodológico (Jon Elster), funcionalista el otro (G. Cohen), con intervenciones de J. Roe-mer y Ph. Van Parijs y el arbitraje un tanto distanciado de Anthony Giddens (sólo este último ha sido mencionado en el debate actual, con lo cual mi comparación podrá parecer no del todo pertinente). Aunque estas dos posturas sean bastante moderadas en su forma, y hasta conciliadoras (puesto que ninguna de ellas excluye totalmente a la otra), no por ello dejan de oponerse netamente. Los dos prota-
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gonistas se enfrentan con los dos problemas que tan bien conoce el sociólogo que estudia el cambio social: i) ¿cómo discernir, en las interacciones interindividuales de cada día (en las que se expresan los cálculos cruzados, las «jugadas» y los «juegos») y en las experiencias subjetivas (en las que se originan los motivos, las intenciones y las satisfacciones), los efectos de las macrotransformaciones de los ámbitos técnicos, jurídicos y económicos?, y ii) ¿cómo crear modelos aceptables para explicar o exponer c ó m o contribuye la composición de acciones individuales a la producción de las macrotransformaciones? A m b o s problemas, y su conexión, que siempre se intentó establecer sin obtener nunca un éxito completo, nos remiten a la célebre dualidad del m u n d o social, que obliga a sus miembros y hace de ellos sus «criaturas», pero es al mismo tiempo el producto de las acciones de los hombres, «creadores» de ese m u n d o . Así pues, la «sociedad» del sociólogo viene «dada» y objetivada como tal, y es «construida», al mismo tiempo, sin que ellos mismos sepan, por individuos que intentan alcanzar sus objetivos propios y [tratan de] «hacer lo que quieren», sin que puedan estar nunca seguros, sin embargo de que «quieren lo qu quieren», puesto que están ellos mismos «socialmente construidos». Hechter busca la solución intentado hacer del individuo la unidad elemental de análisis, mientras que Tilly prefiere la interacción social (de la que la interacción estratégica constituye únicamente un caso particular), con lo cual logra sustraerse a la dicotomía individuo-sociedad y al dilema individualismo radical-determinismo social. Tal vez hubiéramos deseado que elaborara algo más su posición, y podemos también soñar con lo que podrían ser los resultados de un debate imaginario (aunque tal vez no sea tan imaginario) entre sociólogos que, por lo general, no se han interesado por la sociología histórica, como por ejemplo J. Coleman y P . Bourdieu. El «political scientist» va a ser aquí modesto, contentándose con tres observaciones «minimalistas».
1. Puesto que las ciencias sociales, por ser ciencias de la cultura, no pueden limitarse al estudio de la physis, por fuerza han de tener en cuenta los distintos modos que tienen los hombres de dar sentido, de orientar sus conductas y explicárselas. C o m o las sociedades nunca hablan, ni por lo demás actúan, tendre
m o s que pasar necesariamente si queremos observarlas, por la mediación de los individuos que hacen que «hable» y «actúe». Esto tiene una ventaja considerable, la de permitirnos comprobar los límites de la validez de representaciones, demasiado fáciles, de sociedades completamente comunitarias o completamente individualizadas, completamente estructuradas o completamente «desestructuradas» («desarraigo», cuántos crímenes se han cometido en tu nombre... tanto, al menos, c o m o en nombre de las «sociedades sin historia»). Hay, desde luego, estadísticas, c o m o hay mitos, pero lo que registran las estadísticas, producidas por los hombres, es el producto de acciones y comportamientos de individuos; y éstos pueden no ser -por lo general, no lo son-conscientes de los efectos de la agregación y composición de sus actos, como tampoco les preocupa conseguir una explicación científica de las causas de sus motivos e intenciones, ni de las funciones que cumplen sus prácticas. Esto no debe hacernos olvidar, empero, que lo que se agrupa en las ciencias sociales son ante todo individuos, sus productos o las consecuencias en ellos de fuerzas que les dominan, por ejemplo las catástrofes naturales, y ello aunque lo que estemos contando sean flujos financieros o los avances de una epidemia. Asimismo, los mitos han sido producidos para individuos concretos (dejamos aquí de lado la cuestión metafísica de saber si han sido producidos por ellos), han sido transmitidos por ellos, los han informado y han sido deformados a su vez por ellos. Por consiguiente, los textos, como las estadísticas, deben remitirse a las prácticas de los individuos. «La tarea del exegeta, por efecto que éste sea, no ha de confundirse con la del sociólogo», afirma m u y atinadamente Hermet. N o quiere esto decir, sin embargo, que el investigador tenga derecho a dar cualquier sentido a los textos y a las prácticas con arreglo a su propia subjetividad, c o m o quisiera hacérnoslo creer la m o d a des-construccionista.
2. Ningún «social scientist», c o m o individuo de carne y hueso, estará dispuesto a admitir que no existe c o m o individuo autónomo capaz de efectuar elecciones y de [intentar] justificarlas racionalmente, es decir, explicarlas. Esto supone que, para él mismo, y aunque i) la estructura de sus elecciones sea explicable «desde fuera» y ii) la gama disponible de éstas
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no sea ilimitada, iii) puede, sin embargo, al menos en determinadas situaciones, decidir; por consiguiente, iv) todos los individuos que pertenecen a su clase y que se encuentran en la misma clase de situación no van a efectuar la misma elección. Lo demás es ya asunto de probabilidad estadística y de «probabilidades» de que en determinada situación, y ante determinadas «reglas del juego», un individuo determinado, localizado socialmente y dotado de un determinado tipo de capital, se conducirá probablemente de un m o d o determinado; la sociología de los «social scientist» no es m á s difícil (ni más fácil) de hacer que la de los militares de carrera o la de los pequeños comerciantes, pero el «social scientist» considera sin embargo que no por ello es menos autónom o en su condición de hombre concreto que formula opciones, cualidad que tendrá tal vez tendencia a negar al militar o al comerciante. Esto le pone sin embargo en una situación un tanto embarazosa, que nos recuerda la entretenida paradoja del cretense.
El objeto de su investigación está constituido, en efecto, por seres humanos o grupos humanos concretos que no tienen ni su formación, ni tal vez, sus capacidades intelectuales, ni su vocación, ni su condición de clase, ni su cultura cuando trabaja sobre «sociedades diferentes», pero que son, en lo esencial, tan humanos como él. A partir de aquí, y a menos que se imagine que está solo (con su grupo) en una condición que le permite sustraerse a la combinación de necesidad y de caracteríticas sociales que es propia de todos los hombres en sociedad (se trataría en este caso del intelectual fabuloso de que hablaba M a n n h e i m ) " , se encontrará ante... la siguiente alternativa: sea declarar que los demás no son individuos autónomos de derecho, que sólo él lo es por elección, como un héroe, un filósofo-rey o un intelectual marxista con la visión clara («un cretense m e ha dicho que todos los cretenses menos él mentían»), sea renunciar a su autonomía y a su facultad de decidir y admitir que está enteramente determinado por estructuras; pero, en este último caso, pierde toda legitimidad para decir algo desde el punto de vista de la ciencia social, puesto que, por confesión propia, sus enunciados no pertenecen a una clase distinta de la racionalización (o los delirios) de los hombres corrientes («un cretense m e ha dicho que todos los cretenses m e n
tían»). C o m o ambas posiciones son insostenibles, forzoso es admitir la posibilidad de construir una ciencia social a partir de unidades de observación y análisis entendidas c o m o individuos capaces de manifestar su autonomía, es decir, de innovar y elegir, sometidos a diversas limitaciones y en situaciones de mayor o m e nor incertidumbre; éste es, precisamente, el punto de vista del individualismo metodológico.
3. La política, c o m o actividad concreta, supone con frecuencia, si no siempre, una opción entre distintas orientaciones de la acción [consideradas] posibles. Si todo, en cada m o mento, está determinado por estructuras que sólo permiten una orientación, la política se convierte en pura ilusión, campo de (pequeñas) anécdotas, indigna de estudio científico. Si no hay opciones, no hay estrategias, todo depende entonces de las «grandes estructuras» y si se habla todavía de «estrategias», se trata sólo de una metáfora destinada a expresar respuestas a exigencias funcionales12. A d a m Prze-worski explica así el enfoque escogido para los volúmenes de 1986 sobre la transición hacia la democracia (O'Donell, Schmitter et al. 1986), enfoque que daba especial importancia a las estrategias de los distintos actores y veía en el resultado al que se llegaba la consecuencia de esas estrategias: «tal vez el motivo de la elección de este enfoque haya sido el que muchos de los que participaron en el proyecto participaban en las luchas en pro de la democracia y necesitaban comprender las consecuencias de la opción entre distintas acciones posibles» (Przeworski 1991, 97). La perspectiva de la macrosociología histórica era, sencillamente, demasiado determinista c o m o para permitir orientar las actividades de actores políticos, que no podían renunciar a la idea de que el éxito de la democratización podía depender de sus estrategias y de las de sus enemigos, sin haber estado determinado inexorablemente por las condiciones pasadas. «El resultado fue un enfoque microsociológico intuitivo traducido en un lenguaje macrosociológico» {ídem 96-97). Przeworski llega a la conclusión de que el análisis de las transiciones supone que se tenga en cuenta «de donde se viene», «a dónde se va» (ya que, en cada momento , los objetivos dependen tanto de lo que es pensable en el universo de los repertorios institucionales disponibles como de las estructuras y las situacio-
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nés que forman aquello «de donde se viene») y, por último, los cálculos que intervienen en los procesos que vinculan el lugar de donde se viene al lugar a donde se va. Para no caer en las trampas del «sentido lineal obligatorio» (un punto de partida, una intención, un punto de llegada), basta con tener siempre presente que no hay nunca una historia natural de los procesos sociales, no sólo porque los hombres [inter] actúan, sino también porque no son sujetos lúcidos con una visión perfectamente clara de un entorno social que podría considerarse como algo situado fuera de ellos (tal vez sea eso lo que quiere decir Tilly, cuando toma la interacción c o m o unidad de análisis y es, sin
duda, lo que quiere decir Przeworski cuando observa que el conocimiento de que disponen los protagonistas es siempre únicamente «local») y en el que no habría nunca combinaciones entre toda una variedad de procesos.
H e aquí, a mi entender, un programa de sociología histórica bastante satisfactorio, pero con tal de que ésta no abandone la partida y caiga en la tentación de la especificidad, con tal de que se libere del complejo del «historiador reprimido» (Guy Hermet) y no deje a los historiadores el uso exclusivo del material histórico primario (Tilly 1970, frase citada c o m o epígrafe).
Traducido del francés
Notas
1. Por consiguiente, no es causal que un libro de texto que ejerció gran influencia durante tanto tiempo situara también este primer clan dentro de la «sociología histórica» (Bottomore 1972, 52 y siguientes), en la que distinguía a los evolucionistas y weberianos, opuestos a los funcionalistas (durkhimenianos), los formalistas (Simmel) y los estructuralistas (Levi Strauss). La diferencia con mi exposición radica en que Bottomore procuraba distinguir métodos y no paradigmas sociológicos (tema de otro capítulo), por lo que en la sociología histórica percibía, antes que nada, los métodos sociológicos para abordar el pasado («la sociología histórica necesita siempre datos que sólo los historiadores pueden facilitar» (íbid., 76). Tilly, por el contrario, estima que la sociología histórica es un paradigma que se aplica también al presente y que la otra sociología (¿ahistórica?) es otro paradigma, que se aplica también al pasado. Lo que sucede es que ésta última se considera m á s eficaz para el presente, pues el pasado aparece en ella c o m o una
cuestión resuelta, que sirve de poco para comprender el presente desde el punto de vista sociológico, económico o psicológico y vehiculiza problemas derivados de distancia cultural y de interpretación que milagrosamente no afectan al presente, en el que naturalmente nos encontramos...
2. En este aspecto se aconseja una nueva lectura íntegra de la excelente introducción de Reinhard Bendix a Nation-Building and Citizenship, punto de partida indispensable para las reflexiones epistemológicas y metodológicas de la sociedad histórica (Bendix 1964, 1-29).
3. Neil Smelser es quien, a m i juicio, ha expuesto de forma m á s articulada esta matriz (Smelser 1976, 152-154). C o n anterioridad, este autor había tratado detalladamente las relaciones entre un modelo causal del cambio social y los procesos históricos reales (Smelser 1967 y 1968). Puede consultarse un análisis reciente y excelente de la
percepción del tiempo en una matriz «durkheimiana» en Bartlini, 1990.
4. Ésta es, a mi juicio, la posición de Roger Chartier que, en su libro m u y moderado (no se cita ni una sola vez a Skocpol ni a ningún otro sociólogo histórico, y sólo se hace referencia a N . Elias y R . Hoggart) no habla en absoluto de causas sino, por ejemplo, de «vínculos que no son directos ni indispensables» entre los procesos materiales y las imágenes y representaciones (Chartier 1991, 104) o de «determinación» de la conciencia mediante una práctica, aunque inmediatamente señala que «detrás de los gestos unánimes aparecen contrastes profundos en la relación con la Iglesia c o m o institución» (ídem, 120). E n una situación de «multicolinearidad histórica» (Bartolini 1990, 560) caracterizada por series temporales asociadas estrechamente entre sí, no es posible aislar variables dependientes e independientes y, desde el m o m e n t o en que se descarta una comparación
Epilogo: la sociología histórica 439
sincrónica en el espacio con otras unidades (que pueden ser macrounidades determinadas por la historia, por ejemplo, Gran Bretaña, o unidades construidas y tomadas de macrounidades, como la condición de los intelectuales, la urbanización, etc..) es normal que, dentro de una unidad singular determinada, un fenómeno de desarrollo general sólo pueda explicarse adecuadamente en términos causales por otros fenómenos de desarrollo general (ídem 562). Por consiguiente, debe impugnarse cualquier relación de causa a efecto entre la Ilustración y la Revolución, en beneficio de «la idea de una dependencia c o m ú n de un fenómeno histórico más vasto, más completo que el suyo propio» (ídem 238, citando a Dupront 1964, 21). Este fenómeno es, para gran sorpresa, «la aparición de una sociedad moderna, es decir, una sociedad sin pasado ni tradición, una sociedad del presente y totalmente orientada hacia el futuro». El estereotipo m á s socorrido de la teoría sociológica, el paso de la tradición a la modernidad es, por consiguiente, la ultima ratio de la historia intelectual. Es la gran revancha para Durkheim, Marion Levy y Talcott Parsons; la generalización sociológica, en lugar de verificarse, se utiliza simplemente c o m o generalización histórica intuitiva aplicada a una sola unidad; al negarse a explicar, se termina explicando demasiado por medio de interpretaciones abusivas.
5. C o m o lo demuestra la posición de un sociólogo histórico, hace más de veinticinco años que, a primera vista, parece un «anticipo» de las críticas de Badie (Eberhard 1968, 16-28): los dos rechazan la idea universal de Estado y de sistema social, los dos critican igualmente la utilización descontrolada del concepto de «sociedad tradicional», en el que todo tiene cabida y del vocabulario de la estratificación social y política
(«no tiene ningún sentido considerar a los granjeros del H o - n a n y a los campesinos del Kan-su como partes de un «sistema social» chino y c o m o miembros de «la clase inferioo> o c o m o «conciudadanos»), y ambos manifiestan el m i s m o recelo hacia las comparaciones sin fundamento serio («por lo menos un "sociólogo histórico" se siente incómodo ante estudios en los que, por ejemplo, se compara el movimiento obrero del Japón del decenio de 1960 con el movimiento obrero de Inglaterra del decenio de 1860, sobre todo si estos estudios llevan a generalizaciones y nuevas teorías. Si la comparación entre las dos series de acontecimientos sólo tiene como objeto situarlos en clases o tipos de secuencias de acontecimientos, no hay ninguna objeción, pero en cuanto los procesos se comparan para descubrir formas generales de comportamientos o actitudes, el asunto cobra gravedad» Eberhard 1968, 25). C o n todo, del contexto surge claramente que Eberhard no se opone a la idea de comparar procesos específicos, o incluso grupos, en el tiempo («cuando los sociólogos recurren a la comparación tienden a reproducir los errores de Levy-Bruhl, es decir, comparan las minorías cultivadas de la sociedad occidental moderna con las clases inferiores de la sociedad tradicional. Si comparasen las clases inferiores en ambos casos, sus resultados serían realmente sorprendentes», íbim 28). Por consiguiente, es necesario que exista siempre una posibilidad de comparación para objetivos determinados, lo que conlleva un «universalismo mínimo» (que tanto molesta a Badie; véase también Badie 1989), pues en sentido estricto lo que es interpretable sólo en sus propios términos es en realidad incomparable.
6. En este número, S . N . Eisenstadt adopta, a mi juicio, una posición en algunos aspectos m á s radical y en otros menos. Por
un lado establece una categoría única de «grandes revoluciones» c o m o tipos de acontecimientos globales, que supera la noción de analogía profunda. Por otro, al mencionar (en la sección X V ) los factores de cambio en las organizaciones enunciadas por March y Olsen, se queda corto, por cuanto esos factores sumamente generales (formas institucionales y normativas; procesos de aprendizaje, diferentes tipos de adopción de decisión) son sólo los ingredientes básicos para construir las situaciones que pueden ser objeto de analogías.
7. La sección X V del artículo de S . N . Einsenstadt es interesante al respecto: este autor, al que Tilly llamaba hace veintidós años (por lo demás, con respeto) neoevolucionista, comparándole en este sentido con Parsons y al que reprochaba que viera en las revoluciones (o en las involuciones) casos de adaptación fracasada (Tilly 1970, 450 y 452-453), nos dice hoy en día, hablando de los otros procesos de cambio en Japón, India, Asia meridional o América Latina: « N o se trata simplemente de supuestas revoluciones que han fallado. N o han de ser medidas con el mismo rasero que las revoluciones; nos remiten a otras pautas de cambio, de transformación de las sociedades, tan legítimas y significativas c o m o ellas, y que han de ser analizadas por derecho propio». Ahora bien, ni siquiera es menester expresar, c o m o G u y Hermet, dudas sobre el sentido ambiguo del adjetivo «legítimo» desde el punto de vista de las exigencias de la filosofía normativa (lo que puede llevar a justificar cualquier tipo de régimen, oponiéndose así al sentido común de los que están sometidos a su poder), para preguntarnos si no se corre entonces el riesgo de volver a caer en la «revisión a la baja de la sociología histórica» deseada (a m i entender, equivocadamente) por Badie, o sea en la
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yuxtaposición de sistemas de significaciones distintos. En este caso, la referencia a los procesos globales que hacen Tilly y sobre todo McMichael, no sólo no constituye una evasión ilusoria hacia unidades de imposible manejo, sino que puede resultar un antídoto útil contra la ponzoña de la especificidad.
8. Bien es verdad que el ilustre historiador de Cambridge tal vez no sea totalmente representativo cuando afirma que el trabajo del historiador consiste en «decir a las ciencias sociales que cierren la boca». Convencido por su parte de que los historiadores incorporan también teorías sociales a sus obras, su compatriota de Princeton sigue mirando, sin embargo, con cierta desconfianza las nociones teóricas de aplicación universal, sin referencia al tiempo y al espacio (Stone 1976), y ha seguido interesándose por una historia narrativa e interpretativa de lo singular (ídem 1976 y 1979). Sin embargo, está de acuerdo con Elton, cuando éste manifiesta su interés por «el Estado c o m o la única característica central... Ni la historia social o económica, ni la historia cultural nos convendrán en este caso» (Times Literary Supplement, 31 de enero de 1992, 3). Este tipo de afirmación es grato al oído del «.political scientist», pero no por ello lo dispensa de examinar con cuidado ese nuevo remedio milagroso: el «Estado» tiene desde luego un carácter más histórico que «la lucha de clases» o la «diferenciación», pero puede llevar a la misma generalidad abstracta.
9. La construcción histórica del concepto de Estado por la sociología histórica (Badie, Birnbaum 1979, Kazancigil 1985) o por la historia intelectual (Skinner 1988) representa indiscutiblemente un punto de partida, con tal de que no se convierta en la única unidad observada (como lo señala aquí Tilly) y que no se excluya lo que no ha sido absorbido por esa forma (véase, al respecto, Bayart 1989).
10. Times Literary Supplement, 28 de febrero, 1992. 15. Lo que sigue es realmente feroz («¿No se tratará simplemente de que nuestros productos, convenientemente aderezados, se introducen m u y fácilmente en los salones del mundo?») y tanto el contexto como el libro criticado (la lujosa edición del último volumen de la Histoire de la vie privée, en su traducción inglesa) muestra que el blanco de la crítica es aquí una «historia social» desprovista de las precauciones de la sociología histórica.
11. Bien es verdad que algunos objetarán que la falta de autonomía del militar o del comerciante es, no ya la de un hombre de carne y hueso, sino la de un miembro del m u n d o social objetivado por el sociólogo, mientras que la autonomía del sociólogo como individuo es la de un miembro del « m u n d o de la vida». C o m o cada uno de ellos es miembro de ambos mundos , el equilibrio se restablece y no es preciso recurrir a la idea del intelectual sin vínculos sociales para afirmar a un tiempo la posibilidad de objetivación y la
experiencia preintelectual de la posibilidad de elección. Buen resultado, pero ahora hay que tender un puente entre la experiencia del m u n d o de la vida y la construcción de las reglas que rigen la comprensión y la explicación del m u n d o objetivado; es éste precisamente el objeto del debate sobre los paradigmas, las teorías y las unidades de análisis.
12. Hay que señalar que la concepción de las elecciones racionales puede llevar al m i s m o resultado: basta con afirmar que un proceso (la guerra y la lucha por el territorio, la comercialización de la agricultura, la lucha por la distribución del excedente, etc..) determina todos los demás, que en ese proceso hay una conducta racional posible y sólo una y que el producto de la multiplicación de esa conducta por otras idénticas dará un resultado y sólo uno. N o pretendo que esa idea sea absurda (de hecho, es la que se suele aceptar con m á s frecuencia porque satisface nuestra experiencia de «sentido común», que nos dice que sólo ha habido una historia), y sé que algunos la utilizan a veces con éxito, en particular los críticos del «rational choice», que utilizan su lenguaje c o m o el señor Jourdain hablaba en prosa sin saberlo, que es lo que Hechter recuerda un tanto maliciosamente a Tilly. M e limito a afirmar que es tan determinista c o m o el planteamiento «sociologista» y «funcionalista», puesto que supone resuelto ya de antemano (y tanto más fácilmente cuanto que se ocupa de cosas del pasado) el problema de los efectos emergentes.
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La sociedad civil internacional: las organizaciones internacionales no gubernamentales en el sistema internacional
Paul Ghils
Introducción
U n a de las consecuencias de la aparición, en las ciencias humanas, de las nociones de c o m plejidad e interacción entre los fenómenos ha sido el interés cada vez mayor que suscitan hoy en día en el campo de los estudios de política internacional, como unidades de análisis, los actores que no son Estados u organizaciones intergubernamentales.
El retorno a la geopolítica mostró ya el interés de los investigadores por una distribución de los factores y los actores que rebasara el marco tradicional de los Estados soberanos territoriales, y permitió esbozar la imagen de un m u n d o multipolar, en cuya superficie coinciden parcialmente diversas «cuencas de captación», constituidas por fuerzas sociopolíti-cas en las que predominan el factor económico, étnico o religioso. La concepción geopolítica del m u n d o , sin embargo, sigue situándose en un marco esencialmente espacial y bidimensio-nal; tener en cuenta a los actores transnacionales permite superar ese marco, mediante la creación de otro marco que ya sólo es espacial en un sentido puramente metafórico. Esa invasión de las relaciones internacionales por las fuerzas transnacionales -esto es, por entidades no estatales de naturaleza social, ecológica, tecnocientífica, ideológica, religiosa o de otra índole- no sólo consiste en una modificación
o traspaso de fronteras, representa la introducción de un método original, esencialmente pluralista.
Sin anunciar la muerte del Estado, c o m o se ha escrito un tanto apresuradamente, esta perspectiva transnacional permite relativi-zar el papel que se suele asignar tradicional-mente a éste, evita la reducción a lo espacial sin negar las realidades territoriales, introduce un punto de vista global sin subestimar los
aportes del método analítico.
En el estudio que presentamos aquí sólo vamos a ocuparnos de una de las categorías que componen las fuerzas transnacionales, o sea las entidades a las que suele llamarse «organizaciones internacionales no gubernamentales» ( O I N G ) o «asociaciones transnacionales». Y nos limitaremos, además, a poner de manifiesto algunas de las líneas maestras más
significativas de las relaciones internacionales contemporáneas.
El pasado del hecho transnacional
Si bien la comprobación del hecho transnacional es algo relativamente reciente, el hecho en sí es cosa vieja, y hasta anterior a la institución estatal. Por ejemplo, pueden incorporarse a esa categoría transnacional los movimientos religiosos descritos por los historiadores, m o -
Paul Ghils es profesor en el Instituto Superior de Traductores e Intérpretes (Bruselas) y redactor de la revista Associations transnationales de la Union des Associations Internationales, rue Washington 40, 1050 Bruselas, Bélgica. Es autor de numerosos libros y artículos sobre cuestiones de ciencia del lenguaje y relaciones internacionales, c o m o Language and Thought ( 1980) y Language et contradiction (previsto para 1993).
R I C S 133/Septiembre 1992
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vimientos cuya influencia puede durar m u chos siglos. Baste con recordar aquí el Tratado de Tordesillas, de 1494, en el que el papa Alejandro VI Borgia concedió a España y Portugal los territorios del Nuevo M u n d o situados a cada lado de un meridiano que dividía A m é rica del Sur en dos partes, operación geopolítica de la que queda todavía huella en el continente. O esas órdenes religiosas que han sido el nervio mismo de las «fuerzas profundas» de la evolución social en la Edad Media; por ejemplo, el medievalista Léo Moulin considera que la orden cisterciense es «una prefiguración casi perfecta de lo que ha de ser una organización transnacional, capaz de durar hasta hoy en día», si bien es verdad que tras haber conocido una fase de apogeo entre los siglos XII y X I V , la orden fue víctima -debido, precisamente, a su carácter transnacional-de las consecuencias del nacimiento de los Estados nacionales (Moulin, 1980).
E n otra región del m u n d o , y m á s o menos en la mi sma época, los intercambios interculturales que trajo consigo la expansión del Islam permitieron, sobre todo en los siglos IX-X I V , la creación de órdenes y cofradías transnacionales «no estatales», que representaban un contrapeso frente al poder del príncipe. Ibn Jaldún ha descrito, estudiando sus componentes culturales, sociológicos, económicos y políticos, los equilibrios sutiles a que ha dado lugar la constitución de esas redes.
E n el orden económico y social, la anterioridad de lo transnacional queda ilustrada por las actividades desplegadas por las compañías comerciales privadas al crearse las primeras colonias de lo que llegó a ser, m á s tarde, el Imperio británico. Al contrario de lo sucedido con las colonias españolas -nacidas del encuentro entre un Estado absolutista creado recientemente a partir de una sociedad feudal y Estados americanos poderosos, que procedían de un sistema estatal doblemente absolutista-, las colonias inglesas han nacido gracias a iniciativas no estatales. Los fines de dichas iniciativas fueron a veces lucrativos, c o m o en el caso de la Compañía de las Indias Orientales o de la Compañía de Virginia, pero también podían ser político-religiosos, por ejemplo cuando los colonizadores formaban parte de movimientos nacidos en el seno de una sociedad civil que se rebelaba contra la moral o el régimen político de la época, c o m o los purita
nos en Nueva Inglaterra o, más tarde, los cuáqueros en Australia (Lloyd, 1984). L o cual no significa, claro está, que a veces, el estatismo no haya creído también ser instrumento de una misión religiosa e histórica, misión impregnada, tras la victoria sobre los moros y la expulsión de los judíos de España, de un espíritu de intolerancia, de la creencia en un destino nacional, la certidumbre de la verdad absoluta y la voluntad de extirpar la herejía.
Igualmente podemos ver en la historia de las fundaciones c ó m o el origen de esta otra forma de institución no estatal se sitúa en una época de la Edad Media anterior a la aparición de los Estados, en la que sólo a través de las corporaciones urbanas y la Iglesia católica podía ejercerse una actividad filantrópica en beneficio de los m á s desamparados (Hodson, 1986).
Sin embargo, de este pasado histórico del hecho transnacional, que hemos ilustrado aquí con algunos ejemplos, no ha de deducirse una superioridad intrínseca del modelo estatal, c o m o podría suponerse si se adopta una concepción lineal y progresista de la historia. La antropología política ha mostrado con creces que las formaciones estatales no representan un elemento constante de la historia de las sociedades humanas, ni son la conclusión necesaria de una evolución unilineal de éstas (Balandier, 1984; Bayart, 1985; H a m e r , 1984; Bratton, 1989).
El que no dispongamos todavía de un paradigma capaz de sustituir la interpretación de las relaciones internacionales, centrada en las relaciones interestatales, no es tampoco motivo suficiente para que nos aferremos al m o d e lo interestatal (Braillard, 1984). Bien es verdad que hay divergencias entre los modelos explicativos, y que la concepción funcionalista de las relaciones internacionales, fundada en la interdependencia y la cooperación internacionales y favorable a la multiplicación de estructuras de cooperación c o m o las organizaciones intergubernamentales (OIG), permite explicar de m o d o más satisfactorio la aparición de los actores transnacionales que la concepción hobbesiana de un sistema internacional de tipo anárquico, conflictivo y exclusivamente interestatal. Pero el primer paradigma sigue siendo insuficiente, en la medida en que representa una visión esencialmente «armonista» (Dupuy, 1986) de las relaciones entre los acto-
La sociedad civil internacional: las organizaciones internacionales no gubernamentales en el sistema internacional 445
El rey Felipe Augusto (1165-1223) ordena pavimentar la ciudad de París. Crónica anónima francesa de finales del siglo X I V o principios del X V . Biblioteca Municipal de Besançon. Edimcdia.
res transnacionales, visión que no integra la dimensión antagónica de las relaciones transnacionales, aun cuando el conflicto no desempeñe aquí ese papel decisivo que tiene en la teoría del Estado natural de T h o m a s Hobbes.
En las sociedades contemporáneas, ese papel predominante del Estado no es siempre tan indiscutible c o m o pudiera hacerlo suponer la aceptación que encuentra el modelo. Y a observó Jean-François Bayart (1985) que en la m a yor parte de las sociedades africanas y latinoamericanas se veía al Estado c o m o algo exterior a la sociedad civil, ya se tratara de un Estado impuesto por la colonización o el producto de un movimiento revolucionario. En estos casos, la sociedad civil lleva a cabo un trabajo de zapa que mina los proyectos de un poder estatal, que a veces, le impone la movilización (en muchos casos, contra las redes de asociación tradicionales, como bajo los regímenes africa
nos de partido único) y, a veces, la lleva a la desmovilización (como en numerosos países de América Latina). A menudo, esa labor de resistencia de las sociedades civiles se apoya en tradiciones culturales, étnicas o religiosas que rebasan las fronteras estatales y nos remiten a ese elemento esencial para la comprensión del fenómeno que es la dimensión imaginaria de lo político. Mencionemos aquí, entre otros investigadores, a Alain Labrousse (1986) para la América andina, Bernard Badie (1986) para el m u n d o árabe-musulmán, o John H . H a m e r (1984) y Michael Bratton (1989) para África, que han sabido mostrar c ó m o la percepción del poder estatal relativiza y particulariza a éste, hasta el punto que cabe preguntarse si el objeto «Estado» corresponde efectivamente a ese concepto claro y distinto cuya universalidad postula la ciencia política.
D e lo que no cabe duda es de que, aunque
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el modelo interestatal siga siendo referencia inexcusable, basta con observar la heterogeneidad de los flujos transnacionales que recorren la esfera internacional para poner en entredicho la validez del modelo; un modelo que excluye algunos actores y olvida los componentes socioculturales del fenómeno, con sus connotaciones imaginarias o hasta míticas, de acuerdo con un planteamiento reduccionista que empobrece considerablemente el objeto estudiado.
Las O N G , sujetos y «factores» de derecho
La situación jurídica de las O I N G puede estudiarse desde dos puntos de vista: ya sea como sujetos del derecho internacional, ya sea como actores en la formación de dicho derecho, o hasta en la formación de un eventual orden jurídico no estatal.
La multiplicación sin precedentes de las O I N G en todos los continentes -casi 23.000 hoy en día- parece indicar que los Estados y las O I G han sido tolerantes para con ellas. El derecho internacional privado intenta, desde hace ya tiempo, llegar a una forma de reconocimiento de la personalidad de las O I N G , ya que todavía no se ha determinado para éstas un régimen jurídico digno de ese nombre. Se han alcanzado ya algunos resultados, en particular en el marco de la colaboración de las asociaciones internacionales con los órganos de las Naciones Unidas y con el Consejo de Europa, y también, aunque en menor grado, en otros contextos.
El reconocimiento, por ejemplo, de determinadas organizaciones como «entidades consultivas», de que se habla en el artículo 71 de la Carta de las Naciones Unidas y que han efectuado también otras organizaciones internacionales gubernamentales, ha sido extendido hoy en día por el Consejo Económico y Social ( E C O S O C ) a más de 600 O I N G y O N G con actividades preferentemente internacionales; en 1990, 201 de éstas estaban agrupadas en la Conferencia de las O N G reconocidas como entidades consultivas por E C O S O C (CONGO).
H o y en día, la importancia que se reconoce a las O I N G en el plano internacional plantea a éstas problemas de índole contradictoria. Con
actividades que suelen ser, por definición, no territoriales y, en muchos casos, universalistas, han de someterse a arreglos con Estados particulares para el establecimiento de su sede, viéndose así enmarcadas en reglamentos y jurisdicciones nacionales. Éstos pueden ser más limitativos para las O I N G «extranjeras» que para las asociaciones nacionales, como por ejemplo en Francia hasta 1981. Pueden darles también, no obstante, un trato preferente, como por ejemplo en Bélgica, que es el único país, por el momento, que reconoce derechos específicos a una entidad extraterritorial de carácter privado. C o m o señaló Marcel Merle (1983), la ventaja de este reconocimiento unilateral es que en cierto m o d o , anuncia una transnacionalidad multilateral, pero sus límites consisten en que no puede garantizar su ejercicio fuera del territorio nacional.
Entre los efectos perversos causados por el reconocimiento de las O N G como «entidades consultivas», cabe mencionar los siguientes:
- la discriminación que se introduce así entre las que han sido reconocidas como tales entidades y las demás organizaciones;
- la dependencia cada vez mayor con respecto a las organizaciones internacionales gubernamentales, habida cuenta del poder discrecional que conservan éstas de reconocerlas (o dejar de reconocerlas) como tales; de ahí que, a veces, se haya acusado a algunas O I N G de ser simples instrumentos de las OIG;
- las sospechas que suscitan algunas O I N G en referencia a los motivos por los que desean ser reconocidas como entidades consultivas, y a las ventajas que esperan sacar de esa situación.
N o hay que olvidar, sin embargo, que el único derecho que tienen las O I N G al ser reconocidas como entidades consultivas -además de poder obtener subvenciones en determinadas condiciones- es el de ser (eventualmente) consultadas, sin que pueda hablarse en m o d o alguno de un auténtico régimen jurídico. D e ahí que algunas asociaciones sigan pidiendo que se determine dicho régimen, mientras que otras, que estiman que la eficacia de su acción exige una total independencia, defienden un derecho y un deber de injerencia humanitaria que está en contradicción con la reserva que
La sociedad civil internacional: las organizaciones internacionales no gubernamentales en el sistema internacional 447
impone su reconocimiento por los Estados. Las reservas de los gobiernos con respecto
a la definición de un régimen jurídico internacional de las O I N G es fácil de entender si tenemos en cuenta la voluntad de preservar la soberanía y defender intereses de todo tipo. Hay también otro motivo más profundo, que es la diversidad de las concepciones relativas a la esencia y significado del fenómeno asociativo en las diversas sociedades, esto es, en un plano más general, la naturaleza del vínculo entre el Estado y la sociedad civil. Si bien es verdad que la universalidad de ese vínculo parece problemática, el acuerdo tanto de los Estados como de los actores civiles podría ser m á s fácil en el marco de organismos que, c o m o el Consejo de Europa, están fundados en principio en concepciones políticas y sociales convergentes. A decir verdad, los progresos realizados por la organización europea, por lo que hace al reconocimiento del hecho asociativo transnacional, son alentadores y han experimentado un salto cualitativo al adoptarse, el 24 de abril de 1986, el convenio relativo al reconocimiento de la personalidad jurídica de las organizaciones no gubernamentales, que ha entrado en vigor el 1 de enero de 19911.
Es interesante observar aquí que el campo de aplicación del convenio podría rebasar los límites del territorio de los veinticuatro Estados miembros, puesto que queda estipulado que el comité de los ministros podría invitar a cualquier Estado no miembro a adherirse al convenio. Sin duda alguna, se trata de elementos que confirman el papel que desempeñan las O N G en el plano internacional, aunque no resuelvan de antemano todos los problemas que podrán plantear su implantación y sus actividades en los Estados participantes en el convenio. Éste, que se atiene a una fórmula flexible y pragmática, deja por el momento de lado el problema del eventual régimen jurídico internacional independiente que sustituiría en este caso a lo estipulado por los derechos nacionales.
El ámbito de acción de las OING
Las esperanzas que ha creado en la comunidad asociativa internacional la búsqueda de un orden transnacional humanitario se deben, c o m o observa François Rigaux, a la compro
bación de las deficiencias de un derecho que no abarca la totalidad de los fenómenos jurídicos internacionales (Rigaux, 1989). Y a hemos visto que algunos agentes jurídicos individuales o agrupados en asociaciones internacionales llevan a cabo una labor creadora de derecho. A los ejemplos mencionados anteriormente, podríamos añadir la contribución humanitaria de Henri Dunant, y de la Cruz Roja Internacional después, a la aprobación por los Estados de numerosos convenios sobre la protección de los enfermos y heridos en tiempo de guerra o tras catástrofes naturales, y hoy en día, de los refugiados o las personas desplazadas. O la acción de Amnesty International, que ha llevado a que las Naciones Unidas aprobaran, primero la resolución y luego la Convención contra la Tortura, o la de la C o misión Internacional de Juristas que ha contribuido a la elaboración de un Convenio del Consejo de Europa sobre el mismo asunto.
H e ahí algunas de las intervenciones de asociaciones internacionales que han llevado a la adopción de nuevas normas internacionales.. Sin embargo, la complejidad de los problemas contemporáneos hace que las intervenciones de este tipo no sean nada fáciles. Son más frecuentes las intervenciones de las O I N G que intentan modificar la acción de los gobiernos en un sentido cuyo alcance moral es claramente entendido por la opinión pública, o que impugnan la conducta de los Estados cuando no creen en la legitimidad de su acción.
U n segundo tipo de intervención de las O I N G es la acción directa de éstas en el plano transnacional, ya sea a favor de sus miembros (asociaciones económicas y profesionales), ya sea a favor de grupos sociales particulares (desarrollo económico y social, ayuda a los refugiados, investigaciones científicas y técnicas, actividades de divulgación ideológica, cultural y religiosa).
U n a tercera categoría de iniciativas se tom a n en ámbitos en los que los gobiernos no intervienen o son impotentes. Los grupos asociativos se ven entonces obligados a desafiar abiertamente el orden estatal o interestatal, a veces en forma de movimientos sociales m u y poco estructurados (movimientos estudiantiles, pacifistas, femeninos, etc.) y a veces, en formas encaminadas a modificar las estructuras estatales (movimientos reformistas o revolucionarios como la Carta 77 en Checoslova-
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quia, Solidaridad en Polonia, la Organización de Liberación de Palestina (OLP), las organizaciones religiosas en numerosas regiones del mundo) . En algunos casos, menos frecuentes, los movimientos asociativos lograrán la creación de nuevas estructuras interestatales o llegarán a influir en la adhesión de determinados Estados (Consejo de Europa, U N E S C O , A C -NUR).
La proliferación de iniciativas no gubernamentales en cada uno de estos planos2 es tal, que sólo vamos a poder poner de relieve ahora algunos ejemplos significativos, sin que se puedan reseñar todas las formas de acción existentes.
Las OING, «fuerzas creadoras de opinión»
El primer tipo de iniciativa, el único que corresponda realmente a la idea de «grupo de presión» o «fuerza creadora de opinión», está relacionado ante todo con campos c o m o el de la educación para el desarrollo, la protección del medio natural y humano, o los derechos humanos y la paz. En muchos casos, estos diversos objetivos coinciden parcialmente, al manifestarse un deseo evidente de integración de las actividades e investigaciones llevadas a cabo por las O N G que se dedican a tal o cual sector; la paz y la protección del medio a m biente, por ejemplo, son temas comunes de numerosos movimientos sociales, ya se trate de movimientos no organizados o de movimientos estructurados en asociaciones, expresándose así tendencias culturales profundas (Westing, 1988); el desarrollo y los derechos humanos se han convertido en temas inseparables en las manifestaciones del tercermundis-m o que han suscitado las repercusiones políticas de la ayuda suministrada a determinados países asolados por el hambre (la situación en Etiopía desempeñó un papel decisivo al respecto). En efecto, tras la expulsión de «Médecins sans frontières» (MSF) de Etiopía, en 1985, y la Conferencia internacional de París sobre «derecho y moral humanitaria» de 1986, la relación entre soberanía internacional, ayuda de emergencia y derechos humanos ha sido planteada con arreglo a nuevos supuestos. La Conferencia de 1986 aprobó, desde este punto de vista, una resolución en la que se proclamaba «el derecho y el deber de injerencia humanitaria», resolución cuyo alcance sólo puede
ser debidamente apreciado si recordamos cuál es el marco jurídico de la acción humanitaria de las O I N G , como el Comité Internacional de la Cruz Roja, al cual los cuatro convenios de Ginebra (1949) sólo autorizan a proponer sus servicios a los Estados en la medida en que, justamente, no constituyen una injerencia.
Estos pocos ejemplos nos permiten ilustrar una vez más la complejidad de los problemas abordados y el carácter multidimensional de las iniciativas que exigen. En el campo de la educación para el desarrollo, que conviene distinguir de los proyectos de desarrollo propiamente dichos, algunos actores y evaluadores intentan hacer el balance de cuatro decenios de desarrollo a partir de los resultados obtenidos tanto por los organismos multilaterales c o m o por las O N G . Éstas utilizan estas evaluaciones para informar a la opinión pública sobre los problemas de desarrollo, intentar influir en la política de los gobiernos y los organismos multilaterales y justificar al mism o tiempo las orientaciones de sus propios proyectos.
En efecto, desde hace algunos años, las O N G han criticado severamente la asistencia oficial bilateral y multilateral; estiman que es demasiado poco flexible, que no se adapta a las necesidades reales de las poblaciones, que se distribuye de m o d o burocratizado y que está supeditada a la integración de las economías locales en el sistema económico mundial; por consiguiente, se trata de una forma de ayuda cuyo balance es, a su entender, global-mente negativo.
El fracaso de la concepción «universalista» que prevaleció entre 1950 y 1970, es decir, de la idea de un desarrollo fundado en un crecimiento económico lineal, había suscitado ya bastantes dudas. Siguieron a éstas la difusión de las tesis del llamado «nuevo desarrollo», que François Perroux resumió en tres grandes criterios: el desarrollo ha de ser global, integrado y endógeno. Los métodos preconizados desde este punto de vista por las O N G suponen una pluralidad de soluciones y, por consiguiente, distan mucho de constituir una estrategia homogénea, transferible y superdetermi-nada por la economía mundial.
Este m o d o de ver se debe también a un fenómeno que ha surgido recientemente en el m u n d o de las asociaciones: la evaluación de los proyectos, en la que el evaluador no puede
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Refugiado en Uganda. Se necesita una enorme ayuda por parte de las organizaciones no gubernamentales. Ruef Nelwork/Rapho.
conformarse con abordar el asunto desde el punto de vista del «proyecto» y utiliza un método más sistémico, capaz de dar cuenta a la vez del proyecto, del sistema agrario en el que se sitúa, de los ecosistemas, del sistema social y de las relaciones mutuas entre todos estos componentes, y no sólo en el espacio sino también en el tiempo. Los especialistas están de acuerdo hoy en día en que, puesto que los proyectos de desarrollo son específicos, hay que adoptar instrumentos de evaluación específicos, que integren los parámetros cualitativos y no se limiten al proyecto considerado c o m o sistema cerrado, separado artificialmente del m u n d o exterior (de Crombrugghe, 1987; B o w m a n , 1989; Smyke, 1990).
N o cabe duda de que probablemente sería m u y prematuro, c o m o ya hemos señalado en otra ocasión (Ghils, 1985), presentar ahora un balance del movimiento asociativo en este campo. Forzoso es reconocer, sin embargo, que la transformación social que el movimien
to ha iniciado se lleva a cabo en una situción de desconcierto teórico y práctico sin precedentes. En ese contexto, una de las ventajas de las asociaciones consiste, tal vez, no tanto en las respuestas ya preparadas de que dispondrían -respuestas que, por lo general, no dan-, c o m o en la abundancia misma de las investigaciones e interrogantes que suscitan.
H o y en día, las propias O I G comprueban que, pese a algunos progresos realizado en la lucha contra la pobreza en el m u n d o , los resultados de las políticas aplicadas desde hace cuarenta años son más bien poco satisfactorios (Associations transnationales, 2/1990). Desde hace unos diez años, en los programas de asistencia oficial se da una importancia cada vez mayor a diversas formas de colaboración con las O N G , cuyas ventajas -y desventajas- han sido presentadas en una serie de análisis minuciosos (Helmich, 1990). Tanto las Naciones Unidas y sus organismos especializados (Banco Mundial, P N U D ) , como la C E E y algunas
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organizaciones intergubernamentales regionales, han creado comités de enlace con las O N G . En un informe del Banco Mundial, que es el organismo especializado que desempeña sin duda alguna el papel más importante en materia de desarrollo, se reconocía en 1987 la competencia de las O N G en lo referente a «asuntos tan decisivos como la evaluación de los efectos sobre el medio ambiente, el desarrollo comunitario, la deuda del Tercer M u n do, las microempresas y el ajuste estructural» (Salmón y Paige, 1989). En 1989, las O N G han aportado una contribución a 202 proyectos del Banco, esto es, 5 % del total. La contribución pública a las actividades de las O N G , en el conjunto de los paíse de la O C D E , representó ese mismo año el 4,5 % de la asistencia oficial para el desarrollo, o sea 2.300 millones de dólares de los Estados Unidos (cifra equivalente a los compromisos de la O P E P , y apenas inferior a los del difunto C O M E C O N ) .
Sin embargo, el interés que suscitan los proyectos de las O N G no se debe únicamente a esas cifras, sino que refleja además una influencia más profunda en el plano de las metodologías, con resultado a veces contradictorios. Observamos así, por ejemplo, que en el mismo momento en que los organismos de la Naciones Unidas o la C E E invitan a las O N G a incrementar su grado de participación en los proyectos de desarrollo, en particular en forma de cofinanciación (Dichter, 1989), la concepción participativa que preconizan éstas, a petición de las O N G del sur, llevaría más bien a las O N G del norte a limitar su papel de ejecución y a incrementar las funciones de información, de apoyo logístico y financiero, y de representación ante sus asociados, públicos y privados, del norte. Esta nueva orientación de las modalidades de la cooperación no se limita pues únicamente a los aspectos cuantitativos y económicos, sino que corresponde a una nueva percepción de los factores cualitativos y culturales.
U n ejemplo m u y reciente de esta evolución nos viene dado por la modificación considerable de algunos proyectos del Banco Mundial -en buena medida ante la presión de movimientos asociativos locales y transnacionales-para que en esos proyectos se tomen en cuenta de m o d o más adecuado los factores ecológicos y la gestión de los recursos naturales (Aufder-heidey Rich, 1988).
Los problemas relativos a la guerra y la paz figuran también entre los que han suscitado estudios e investigaciones, con frecuencia a iniciativa de las propias O N G , e intervenciones encaminadas a modificar el curso de la diplomacia internacional. Aunque se trate de un fenómeno que se ha dejado de lado en los estudios universitarios, el movimiento asociativo transnacional en favor de la paz ha interesado a historiadores como Elly Hermon (1985 y 1987), que ha mostrado su evolución frente a la acumulación de amenazas para la paz que llevó la segunda guerra mundial. El Comité de Entendimiento de las Grandes Asociaciones Internacionales desempeñó, entre 1936 y 1939, ante la Organización Técnica de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones un papel análogo al que desempeña hoy en día el Comité Mixto U N E S C O - O N G . Y conviene destacar aquí que la fase de decadencia de la Sociedad de Naciones correspondió a una fase de intensificación considerable de las actividades del Comité de Entendimiento y al aumento de su prestigio y su fuerza moral ante la opinión pública. N o sólo el movimiento transnacional en pro de la paz no se desmoronó, sino que logró extender su acción en la medida en que el hundimiento del «orden» interestatal llegó a ser previsible.
El pacifismo volvió a surgir con ímpetu en el escenario político después de la segunda guerra mundial, en formas extremadamente variables, inspirándose en la utopía mundialis-ta, en el socialismo anarquizante, en las aspiraciones de numerosas sectas e Iglesias o en la objeción de conciencia laica. T o m ó la forma, según las circunstancias, de movimientos sociales espontáneos, de campañas estructuradas en el plano nacional (la Campaña para el D e sarme Nuclear británica), de posturas adoptadas por partidos políticos (sobre todo de izquierdas) o de iniciativas de asociaciones transnacionales (como la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear I P P N W , que agrupa a 200.000 médicos en 60 países). Según Pierre Hassner (1989), el pacifismo en su punto culminante (1981-1983) ha sido uno de los tres movimientos sociales (con M a y o de 1968 y Solidaridad) que han tenido mayor influencia directa en la política de los gobiernos y en las relaciones internacionales. Hasta Chernobil, los pacifistas, en sus esfuerzos por «olvidar
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Yalta», intentaron también llegar a una convergencia con los movimientos en pro de los derechos humanos en Europa del este; es lo que se desprende claramente de las reacciones de las O N G en la reunión de la C S C E , en Madrid, en 1980 (García Vilar, 1983).
En un período lleno de incertidumbres c o m o el nuestro, no hay que creer que las asociaciones que obran en pro de la paz se quedan con los brazos cruzados. Son numerosas las iniciativas, coordinadas por O I G c o m o la «Conferencia permanente de autoridades locales y regionales de Europa» (CPLRE) , o por O I N G c o m o la Federación Mundial de Ciudades Unidas ( F M C U ) , encaminadas a obtener la readaptación a actividades civiles de las industrias militares o a continuar el proceso de desnuclearización de localidades, ciudades o regiones enteras: 150 municipios que representan el 60 % de la población sólo en Gran Bretaña y 2.003 localidades o regiones en 16 países, en 1989 (Alger, 1990). A estas iniciativas de asociaciones de autoridades locales hay que añadir otras, cada vez más numerosas, de asociaciones internacionales (médicos, ingenieros, científicos, periodistas...) que denuncian determinadas amenazas, ya sean inmediatas c o m o los desequilibrios ecológicos, o bien potenciales, c o m o la guerra nuclear, que ponen en peligro la vida del planeta (Westing, 1988, Apéndice 4.IV). Es fácil percatarse aquí de la influencia de un conjunto de actitudes culturales que tienden a poner en entredicho - a veces, dicho sea de paso, cayendo en ciertas amalgamas o simplificaciones-las normas de las relaciones sociales, de la difusión de las tecnologías modernas y del ius belli al que sigue aferrándose al poder estatal.
Las OING como actores autónomos
U n a de las causas directas del interés cada vez mayor por las O I N G de los gobiernos y las organizaciones internacionales gubernamentales ha de buscarse en esos principios técnicos y metodológicos de la acción asociativa internacional en materia de desarrollo que hemos tratado anteriormente. La influencia de las O I G , empero, no sería lo que ha llegado a ser si no intervinieran también otros criterios, c o m o por ejemplo:
- la capacidad de llegar a los sectores m á s desamparados de la población de m o d o m á s
eficaz que los poderes públicos, que han demostrado tener las O N G ;
- la fuerte disminución de los recursos públicos dedicados a la cooperación, y la correspondiente búsquda de soluciones sustituti-vas menos costosas por parte de los gobiernos;
- el importe de los recursos efectivos obtenidos por las O N G en el sector privado;
- la profesionalización y los medios de determinadas O N G , capaces de llevar a cabo programas a escala nacional e influir en las políticas e instituciones nacionales;
- la posibilidad que tienen también los gobiernos de evitar críticas referentes a determinados gastos gubernamentales considerados c o m o ineficaces y generadores de despilfa-rros, al ser proporcionados esos recursos sin intervención de la competencia del sector privado (Helmich, 1990).
La descripción y la clasificación de los proyectos de las asociaciones pueden efectuarse en función de criterios sumamente numerosos, y los centros de investigación suelen crear en general su propio marco analítico, combinando algunos de los criterios que consideran más pertinentes en el marco de sus actividades. Así pues, puede preferirse describir las asociaciones y sus actividades en función de su ámbito geográfico, su estructura jurídica, sus dimensiones, su grado de autonomía, su grado de participación (miembros y personal de dirección) en la gestión/decisión/realización/evaluación. O bien en función de su sector de actividad (agricultura, industria, comercio, transportes, salud, habitat y arquitectura, ahorro y crédito, recuperación de los productos, investigación pura, tecnología aplicada, piscicultura, lingüística descriptiva), del sector de la población (mujeres, hombres, niños, minus-válidos), de su función (realización de proyectos, envío de voluntarios, órgano de enlace o de coordinación, apoyo técnico financiero, evaluación, formación, enseñanza, información) o de sus objetivos y estrategias (participatives, directivos, caritativos, morales, sociales, políticos, científicos, religiosos).
Al parecer, las iniciativas de las O N G no dejan de tener influencia en los gobiernos, o al menos es lo que se desprende de las orientaciones de programas c o m o el Plan de Lagos, aprobado por los gobiernos de la O U A en 1980, en
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el que se reconoce la prioridad de la autosuficiencia alimentaria y la integración regional, o el Plan de Lucha contra el Hambre de la C E E (1982), a favor de las estrategias alimentarias nacionales. M á s recientemente, la Carta Africana de Participación Popular en el Desarrollo y la Transformación («Carta de Arusha»), aprobada conjuntamente en 1990 por algunas asociaciones africanas e internacionales, por los gobiernos africanos y los organismos de las Naciones Unidas, ha representado el reconocimiento y la consagración del papel que han de desempeñar, en el renacimiento de África, las O N G locales, internacionales y transnacionales. Digna ya de interés por ese concepto, la Carta lo es también porque en ella se propone un desarrollo que pasa a la vez por la democratización de las instituciones africanas y por la participación activa de la sociedad civil, en particular a través de las redes asociativas.
E n términos m á s generales, el acercamiento entre las organizaciones internacionales gubernamentales ( F A O , P N U D , O I T , Banco Asiático de Desarrollo, C E E ) y las O N G ha llevado, por un lado, a las O I G a crear servicios adecuados encargados de este nuevo tipo de colaboración, y también por otra parte, a las O N G a federarse y coordinar su acción en los planes nacional e internacional, a fin de incrementar su representatividad y su poder de negociación.
Las tendencias que pone de manifiesto este rápido bosquejo están caracterizadas, según T . W . Dichter (1989), por dos grandes orientaciones. Durante los años 1990-2000 van a seguir funcionando las O N G del norte sectoriales y de dimensiones medias que hayan sabido confirmar su eficacia operacional; y también, por otro lado, las grandes asociaciones internacionales capaces de llevar a cabo una acción concertada y fecunda, de establecer una programación a largo plazo e informar a la opinión pública y los gobiernos. Las primeras, según este autor, optarán por una actividad en función de proyectos, profesionalizada, a veces no m u y ortodoxa, de tipo experimental o «quirúrgica», y podrán constituir grupos regionales; las segundas van a ser polivalentes e intentarán ante todo establecer proyectos y administrarlos, acopiar, organizar y difundir la información, servir de intermediarios entre las instituciones interesadas en mayor o menor grado por el desarrollo.
Las O N G podrán ser instituciones de servicios o intentar reestructurar el tejido social; pero, sea c o m o fuere, la importancia del movimiento asociativo, m á s allá de sus incidencias sobre el desarrollo -relativamente limitadas habida cuenta de los imperativos macroeconó-micos-, va a seguir consistiendo en una labor de estructuración de la sociedad civil y de las relaciones que ésta establezca con el poder político.
E n el campo de la acción humanitaria, «no basta con decir - c o m o nos lo recuerda Gilbert Jaeger (1982, págs. 171-178)- que el papel de las O N G es importante: a decir verdad, es un papel decisivo.» Y lo es hoy en día m á s que nunca, puesto que, según cifras del propio Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, la importancia y los recursos del sector asociativo (unas 2.000 O N G ) son tal vez superiores actualmente a las del órgano de las Naciones Unidas. Bien es verdad que el presupuesto de la A C N U R está disminuyendo constantemente, y ello en un m o m e n t o en que se espera la llegada de nuevas oleadas de refugiados de Europa central y oriental en los años noventa. La colaboración entre actores públicos y privados es aquí particularmente notable, c o m o nos lo muestra el caso particular de la Cruz Roja Internacional que, aun siendo no gubernamental, está vinculada con los Estados a través de un organismo oficial, la Liga de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja, y actúa por mandato de los Estados de acuerdo con los convenios de Ginebra.
Y a hemos señalado que a la intervención de las O N G dedicadas a la ayuda humanitaria le es m u y difícil conservar su carácter de independencia política, habida cuenta de los vínculos que se establecen directamente entre las O N G y beneficiarios que se convierten así, bruscamente, en actores del escenario internacional, aunque el 90 % de los refugiados se encuentren en esa situación debido a conflictos armados no internacionales (Smyke, 1990). Los problemas políticos e ideológicos, pero también culturales en un sentido amplio, que plantea la ayuda humanitaria muestran a las claras el carácter poroso de los espacios geopo-líticos, y son buena muestra de los problemas singulares que entraña este tipo de ayuda (Jourdan, 1988).
E n el plano metodológico, y al contrario de lo que ocurre con los proyectos de desarrollo,
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se han efectuado m u y pocas evaluaciones de la ayuda humanitaria que han proporcionado ya hoy en día las O N G locales e internacionales a unos 13 millones de personas. E n una encuesta realizada para el Instituto noruego de asuntos internacionales, R a y m o n d J. Smyke (1990) observa que el papel de las O N G c o m o «defensoras» o «portavoces» de los refugiados es particularmente difícil, debido a las presiones que ejercen directamente los gobiernos, o hasta de los ataques de grupos armados protegidos por éstos, como en América Latina o en Asia sudo-riental.
E n esas condiciones, la idea de evaluación no parece tener mucho sentido, teniendo en cuenta el carácter de extrema urgencia de las actividades realizadas y las tensiones psicológicas que entrañan para los que se encargan de ellas.
Puede observarse aquí, sin embargo, una relación que es inversa de la que se establece entre O I G y O N G en el campo del desarrollo: en este caso, son los organismos intergubernamentales los que dependen cada vez más de las O N G , cuya actividad no pueden controlar y que, por lo demás, prefieren no criticar.
Los otros ámbitos de actividad de las O I N G son extremadamente diversos, y aquí sólo podemos dar algunos ejemplos. Sin e m bargo, hay un campo en el que pueden verse claramente las grandes tendencias que subya-cen en las relaciones transnacionales, aunque no se suela pensar en él cuando se habla del m u n d o asociativo: el de la «comunidad científica internacional», campo inseparable por lo demás del de los intercambios y la difusión tecnológicos producidos por los adelantos científicos. La comunidad científica es sin duda alguna la parte más visible de ese conjunto, aunque se haya podido decir de ella que se trata de un «colegio invisible». E n un plano más general, la comunidad científica participa en la génesis de las nuevas ideas y en los flujos de intercambios tecnocientíficos. Sin embargo, la circulación de la información y de los descubrimientos depende m u y estrechamente de la solidez de las redes en las que se apoyan, y de una correspondencia adecuada entre esas redes y la solidez de los datos que elaboran. El movimiento de las nuevas ideas, teorías y conocimientos teje hoy en día una trama que rebasa las esferas científicas y técnicas, ingenuamente consideradas autónomas.
A las conexiones recíprocas entre formaciones sociales que se establecen en torno al hecho científico corresponden grandes proyectos de investigación. U n o de lo m á s conocidos es el Programa Internacional sobre la Geosfera y la Biosfera, que permite, por intermedio de la U N E S C O , la participación fundamental de asociaciones m u y diversas agrupadas en el seno del Consejo Internacional de Uniones Científicas (CIUC) y, desde 1986, de asociaciones miembros del Consejo Internacional de Ciencias Sociales (CICS), tratándose en ambos casos de organismos no gubernamentales.
Este programa es una de las expresiones m á s enérgicas de la voluntad de comprender las incidencias de las actividades del hombre sobre el sistema planetario en sus interacciones, no sólo en el plano biofísico, sino también desde el punto de vista, más reciente, de la ecología humana y las ciencias sociales. La dimensión transnacional de estas iniciativas es perfectamente clara para sus animadores, ya que para éstos la superación del marco del Estado nacional representa la empresa más importante que han de acometer las ciencias hoy en día (Jakobson y Price, 1990).
Las OING, en competencia con los Estados
La tercera modalidad de acción de las O I N G en el escenario internacional consiste en una impugnación del funcionamiento de las instituciones estatales o interestatales, en propuestas de modificaciones estructurales o hasta de creación de nuevas instituciones (estatales o no) y hasta, en su versión más radical, en una impugnación directa de los fundamentos y la legitimidad de los Estados y de sus organizaciones.
U n a primera forma de crítica, referente al funcionamiento de las O I G , pone en tela de juicio la representatividad de éstas con respecto a «Nosotros los pueblos...» y a las organizaciones de la sociedad civil.
E n 1973, los universitarios canadienses MacDonald, Morris y Johnson propusieron la creación de dos cámaras de las Naciones Unidas: una, compuesta por un ejecutivo de tec-nócratas provistos de computadoras; y otra, que sería una asamblea en la que estarían representados los grupos sociales desamparados de los países ricos y los movimientos «antiimperialistas» de los países pobres. La idea fue
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retomada en 1982 por un grupo de asociaciones e individuos, reunidos en una Red internacional para una segunda asamblea de las N a ciones Unidas ( INFUSA). La estructura bicameral preconizada se establecería en aplicación del Artículo 22 de la Carta, que permite a la Asamblea General crear un órgano subsidiario sin tener que modificar por ello el contenido mismo de la Carta.
U n a propuesta semejante ha sido presentada por Marc Nerfin, Secretario General de la Fundación Internacional para Alternativas de Desarrollo (FIPAD), que estima que las N a ciones Unidas deberían adoptar una representación tricameral que correspondería al Príncipe (gobierno), al Mercader (sociedades multinacionales) y al Ciudadano (fuerzas transnacionales sin ánimo de lucro).
Evidentemente, estas diversas propuestas, cuyo objetivo es en muchos casos la introducción de cuerpos intermedios entre los Estados y los individuos, pueden ser consideradas utópicas en la situación actual. Algunas iniciativas no gubernamentales han desembocado, no obstante, en resultados concretos, permitiendo una cierta interferencia en asuntos que son de la competencia de las organizaciones interestatales (OIT) o, de no ser ello posible, favoreciendo la creación de O I G cuyas metas corresponden a objetivos determinados por sus iniciadores privados ( U N E S C O , O A C N U R , Consejo de Europa).
El origen de la O I T es sumamente instructivo al respecto. H a de buscarse, en efecto, en los movimientos sindicales transnacionales que, en la Conferecia de Zurich de 1897 sobre la protección de los trabajadores, invitaron a los gobiernos a elaborar una legislación internacional del trabajo y a crear una «oficina internacional sobre la protección obrera». Tras otros congresos en los que participaron representantes sindicales, parlamentarios, intelectuales y representantes de los gobiernos que aceptaban los objetivos propuestos, se creó la Asociación internacional para la protección legal de los trabajadores (AIPLT). Esta O I N G constituyó el antecedente inmediato de la O I T (creada en 1919 y asociada a las Naciones Unidas en 1946 como organismo especializado). La O I T es, por otra parte, la única organización de las Naciones Unidas que ha oficializado la participación de las O I N G en su administración, ya que su Secretaría (la
Oficina Internacional del Trabajo) es tripartita, estando representados por parte iguales los gobiernos, las patronales y los sindicatos (OIT, 1990).
El caso de la U N E S C O , menos espectacular, si embargo es un buen ejemplo del desarrollo de una corriente de opinión internacional, a partir de iniciativas tomadas antes de la segunda guerra mundial por algunas O I N G c o m o la Unión de Asociaciones Internacionales (UAI), el Comité de Entendimiento de las Grandes Asociaciones Internacionales y algunas más .
La A C N U R , creada como órgano subsidiario de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 1949, es un caso distinto. Su origen es en cierto m o d o parecido al de la O I T , debido al papel decisivo desempeñado por las O I N G . N o hay que olvidar que el problema de los refugiados (que, en aquella época, eran sobre todo rusos) fue sometido a la atención de la S d N por una conferencia de O N G directamente interesadas, reunidas a iniciativa del Comité Internacional de la Cruz Roja y de la Liga de Sociedades de la Cruz Roja. Respondiendo a una invitación de esta conferencia en 1921, el Consejo creó una Oficina del Alto Comisionado para los Refugiados. La A C N U R es por consiguiente la heredera en línea directa de la acción asociativa.
En el ámbito europeo, es de todos conocido el papel desempeñado por las iniciativas privadas en la creación del Consejo de Europa. En los años que siguieron al fin de la segunda guerra mundial, las asociaciones de fomento de la idea europea se multiplicaron. Las más importantes crearon en 1947 un Comité internacional de coordinación para la Europa unificada, cuyo Congreso de La Haya, en 1948, pidió en su resolución final la constitución de una «Asamblea parlamentaria europea», propuesta presentada en agosto de 1948 ante los Estados miembros de la Unión Occidental. Así pues, la Convención internacional que recogió en 1949 los principios de la Resolución de La Haya representó con la creación del Consejo de Europa, la realización de los objetivos de un movimiento de origen no gubernamental.
El tipo de intervención más radical de las O I N G es sin duda el que está encaminado a negar la legitimidad del poder estatal e interestatal. Y a hemos señalado, al respecto, la aparición de un «derecho de los pueblos», que re-
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presenta para algunos juristas la posibilidad de la formación de un derecho no estatal. Sin embargo, nos encontramos hoy en día con otra, una categoría de fuerzas transnacionales m u c h o más poderosas, la de los movimientos religiosos, fuerzas institucionalizadas en m a yor o menor grado, y que son casi siempre no estatales, aunque no estén por ello desprovistas de objetivos políticos. H a y también una convergencia, en determinadas circunstancias, entre los movimientos religiosos y el fenómeno étnico nacional que hemos mencionado anteriormente; baste señalar aquí la superdeter-minación religiosa de la oposición entre nacionalidades serbia y croata, el papel de la «alternativa católica» (Luxmoore y Babiuch, 1990) en la vida polaca a partir de 1978, o la dinámica de la reacción chiíta en Irán. La organización de algunos Estados nunca tuvo un fundamento laico: el Pakistán nació a partir de un conflicto de índole religiosa, produciéndose después una escisión en dos entidades ético-religiosas, en 1974. E n el Estado de Israel quedan pocos rastros del patrimonio laico que aportaron algunos de sus fundadores y, en un período más reciente, una parte de la clase política ha puesto en tela de juicio el fundamento laico de la India. En el propio Occidente, en algunos Estados hay restos de teocracia: el Estado británico y la Iglesia anglicana están íntimamente unidos en diversos planos, y la referencia suprema del Estado laico y d e m o crático japonés es el Emperador, que sigue siendo considerado descendiente de las divinidades fundadoras.
El fenómeno m á s significtivo, en el marco de este estudio, es sin embargo el de las grandes organizaciones religiosas, sea cual fuere su estructura o su grado de jerarquización. Clandestinas o reconocidas por los Estados, las instituciones religiosas se ajustan por muchos conceptos a la definición clásica de las O I N G . Poseen sus redes internacionales e intervienen de diversos modos en las relaciones internacionales. A diferencia de los Estados, y pese al ámbito geográfico que pueden ocupar, las comunidades religiosas con pretensiones universalistas se niegan a aceptar ese carácter territorial y se distinguen así de los Estados, aunque pueda plasmarse en formas geopolíticas (Hero-doto, 1/1990). Las organizaciones religiosas puede tener relaciones con los Estados que se integran en un espacio jurídico estatal, o pue
de impugnar abiertamente la autoridad de dichos Estados, pero los objetivos espirituales -y los objetivos políticos derivados- que esas organizaciones se dan, hacen que se encuentren en una situación de antagonismo actual o potencial con los Estados, y fundan al mismo tiempo su anterioridad histórica con respecto a ellos.
La competencia entre estos dos tipos de instituciones, en la búsqueda de una legitimación de los poderes de que disponen, puede variar desde luego en función de las situaciones culturales y sociales. En el ámbito cultural europeo, por ejemplo, la estructuración de la sociedad civil se ha efectuado de m o d o diferente en las regiones de cultura católica, protestante u ortodoxa. Bernard Badie (1986) ha mostrado m u y claramente -resumimos aquí de m o d o algo simplista su argumentación-que la tradición católica, desde la Edad Media, considera que a los campos espiritual y temporal no pueden corresponder las mismas jurisdicciones, y que ha de existir una esfera estatal autónoma, en la que el príncipe debe su legitimidad al respeto de una ley natural de índole estrictamente temporal. La Iglesia salvó así su propia autonomía, en el seno de una sociedad civil cuyo proceso de secularización progresiva iba a permitir el nacimiento de movimientos no estatales extremadamete diversos.
El m u n d o político inglés se ha construido de m o d o distinto. Ante todo, es un centro de coordinación y no un espacio propio definido por oposición al poder religioso o a otras fuerzas. L o político es aquí el punto de articulación de la sociedad civil, y no un contrapeso frente a ésta; lo político y lo religioso están en interacción y no son el resultado de una ruptura; en esto consiste la especificidad del m u n d o político británico contemporáneo con respecto al m u n d o político de origen cristiano romano.
En Europa oriental nos encontramos con otro modelo: las relaciones entre lo religioso y lo político se han establecido sobre la base ambigua de dos poderes que pretendían ejercer las mismas funciones, aunque ninguno consiguiera la supremacía. Esta forma de teocracia representó un obstáculo para la construcción de una sociedad civil, un tradición jurídica autónoma y un sistema de contrapoderes. La ausencia de distinción clara entre lo público y lo privado que esto trajo consigo obstaculizó -al contrario de lo que ocurrió en
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Occidente- la creación de ese espacio extrapo-lítico que se ha afirmado, y que ha constituido una de las bases de la sociedad civil en la región de cultura cristiana romana. D e ahí la existencia de esa «alternativa católica» de Europa del este, cuya fuerza se basa precisamente en una separación clara entre lo público y lo civil.
E n el m u n d o judío, la afirmación de un marco político claramente separado de la ortodoxia religiosa sólo se produjo a fines del siglo X I X , desarrollándose plenamente en el sionism o político y en la creación del Estado de Israel contemporáneo. Si ese carácter central de la institución estatal en la construcción política es el fundamento de la nación judía m o derna, la alianza entre la religión y el sionismo laico es problemática. La autonomía de lo político sigue siendo frágil en la medida en que, por un lado, el sionismo religioso no le reconoce m á s que una legitimidad teológica, y en que, por otra parte, el sionismo lleva ya en sí el riesgo de una afirmación del carácter absoluto del elemento laico, o sea de una reducción exclusiva de la identidad judía a los polos que son el Estado, el territorio y la lengua.
Por contra, el poder doble, público y religioso (o civil) es inconcebible en el Islam: la legitimidad de la comunidad de los creyentes (umma) viene de Dios, mientras que el poder político es sólo algo necesario. C o m o es simplemente humano (o civil), el poder temporal no puede ser legítimo, y sigue estando someti
do a los ulemas (los que saben). Al ser de índole universal y no territorial, la umma tampoco puede aceptar plenamente la idea de nación, aunque la práctica política del m u n d o musulmán acepte de algún m o d o tanto una cierta forma de Estado como una cierta idea de la nación. «Los militantes islamistas no sueñan con volver a la Edad Media, sino más bien con someter a la modernidad -que perciben c o m o un conjunto de technai cuyo vínculo con el orden traducido sería puramente contingente- al orden trascendental» (Kepel, 1985, pág. 440).
Estas observaciones, que son sin duda alguna demasiado sucintas, pueden dar una idea del alcance del debate sobre la universalidad del Estado y, por lo tanto, de la sociedad civil y de los movimientos asocitivos que la estructuran. La universalidad de las prácticas asociativas, que están hoy en día en vías de transnacionalización, tal vez la encontremos sobre todo en determinadas respuestas solidarias, más allá de las divergencia culturales, ante problemas semejantes, que suscitan reacciones semejantes de los ciudadanos. Ahora que se ha dejado de creer en el carácter sagrado de la nación o del Estado, la sociedad civil y sus redes asociativas transnacionales va a permitir tal vez dar forma concreta, c o m o lo apunta Jean-Yves Guiomar (1989), a ese Universum que las naciones en competencia no consiguieron nunca fundar.
Traducido del francés
Notas
1. Para entrar en vigor, el Convenio tenía que ser ratificado por tres países por lo menos. Tras la firma del Reino Unido y de Grecia, Bélgica ratificó el Convenio el 4 de septiembre de 1990 (seguida poco tiempo después, por Suiza, el 24 de
septiembre), lo cual permitió su entrada en vigor el 1 de enero de 1991.
2. H e m o s adoptado aquí, por su simplicidad, la idea de esta distribución en tres funciones de
Antonio Cassese (1986). Ni que decir tiene que un estudio más pormenorizado exigiría una tipología más fina, c o m o las que esbozaron Marcel Merle (1986 y 1988) y Peter Willetts, cuyo interés ya hemos señalado en otro lugar (Ghils, 1985).
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China en un período de transformación social*
Li Peilin
Desde Durkheim a Weber, Parsons y Wallerstein y desde Rostow a Chenery, Lewis y K u z -nets, los sociólogos y los economistas han formulado toda clase de teorías sobre la transformación social, tales como la de la transición de la sociedad tradicional a la moderna, de la sociedad preindustrial a la industrial, de los países periféricos y semiperiféricos al centro, de los países pobres (con bajos ingresos) a los países ricos o con ingresos medianos, de los países menos desarrollados a los desarrollados, y así sucesivamente.
Sin embargo, la reform a china durante los diez años últimos ha ido en cierto m o d o mucho más allá de esas teorías. El proceso de transformación de China comparte ciertos rasgos con el de otros países, pero presenta una característica única: la transformación de las estructuras sociales se ha llevado a cabo con la transformación del sistema económico, mientras que el proceso entero de transformación social m o s traba una tendencia a extenderse de las zonas rurales a las urbanas. La gente acabó por abandonar el inmovilismo de las ideas en favor de la ruptura económica y modificó sus perspectivas sobre el desarrollo social general. Al fin, China comenzó a cambiar pasando de una economía de producción basada en la autosuficiencia y en la semiautosuficiencia a una economía mercantil o de mercancías planificada, de una sociedad agrícola a otra industrial, de
una sociedad rural a otra urbana, de una sociedad cerrada y semicerrada a una sociedad abierta, de una sociedad homogénea y unitaria a otra heterogénea y diversificada y de una sociedad moral a otra legal. La nueva experiencia que representa la transformación social de China ha suscitado el interés de los estudiosos de diversas disciplinas en todo el m u n d o , especialmente los sociólogos y los economistas.
Li Peilin es investigador y director de la Sección de Sociología industrial en el Instituto de Sociología de la Academia china de ciencias sociales, 5 rue Jiangnomennei, Beijing, China. Sus investigaciones se centran en la organización industrial, problemas del desarrollo y cambios sociales. Entre sus publicaciones se pueden citar (en chino) Cambios en los distritos chinos en los últimos diez años (1988), Teorías fundamentales de la sociología (1990), Informe sobre el desarrollo social en China (1991).
El paso de una economía de producción autosuficiente y poco eficaz a una economía mercantil planificada
Antes de la reforma, el desarrollo de la economía mercantil en China era m á s bien escaso. La economía china, altamente con
centrada y planificada, era en gran parte una economía de producción asociada a un bajo nivel de productividad. E n lo esencial, era todavía una economía natural o una economía natural deformada. La economía urbana y la rural se regían no por los mecanismos del mercado, sino por los planes administrativos en todas las cuestiones desde el abastecimiento de materias primas hasta la circulación de los productos. En las zonas rurales, el carácter de la economía natural resultaba más manifiesto. Si se exceptúan los suburbios de algunas zonas
RICS 133/Septiembre 1992
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metropolitanas y unas cuantas regiones costeras desarrolladas, la mayoría de las zonas rurales eran autosuficientes o semiautosufícientes, con una producción de mercancías m u y escasa, y la economía rural constituía un sistema económico cerrado en el que la producción se orientaba esencialmente hacia la autosuficiencia. Tras las reformas, se adoptó la economía mercantil como nuevo factor social, lo que originó enormes cambios en la estructura económica tradicional. Esos cambios tenían un carácter revolucionario, gracias a lo cual se fueron transformando también los otros aspectos de la sociedad.
Las características más notables de la transformación económica en las zonas rurales son: 1) el sistema de responsabilidad familiar hizo que gradualmente los agricultores se con-viertieran en productores de mercancías relativamente independientes con autonomía de producción, intercambio, consumo y gestión, lo que les motivó grandemente para intensificar sus actividades económicas; 2) la antigua estructura económica de un solo sector desapareció como resultado del desarrollo de sectores no agrícolas y las industrias no agrícolas (por ejemplo, manufacturas, construcción, transportes, comercio e industrias de servicios) experimentaron un rápido crecimiento. La parte de la producción no agrícola en la producción rural total pasó del 31,4 %, en 1978, al 54,9%, en 1989; 3) sobre la base del rápido desarrollo agrícola, el gobierno reformó el sistema de monopolio estatal de la compra y comercialización de los productos agrícolas y derivados, que existía desde 1953, y adoptó un nuevo sistema de compra por contrato y libre comercialización para la producción exceden-taria más allá de los pedidos del Estado. En la comercialización, el gobierno dejó que los precios de la inmensa mayoría de los productos agrícolas y derivados (excepto los granos, el algodón y los aceites comestibles) flotaran libremente de acuerdo con la demanda del mercado y multiplicó por varios dígitos los precios de compra por el Estado de esos productos; 4) se abrieron plenamente los mercados rurales y hoy prospera la circulación de mercancías en las zonas rurales. El número de mercados rurales pasó de 33.302 en 1978, a 59.019 en 1989, y el valor de los productos comercializados aumentó de 12.500 millones de yuanes, en 1978, a 125.000 millones, en 1989; 5) la eco
nomía rural y el consumo de los habitantes de las zonas rurales rompieron el círculo cerrado de la autosuficiencia y de la semiautosuficien-cia. La producción de artículos agrícolas y derivados comercializables aumentó del 45,3 % en 1978, al 5 2 % en 1989; la de bienes de consumo, del 50 ,4% en 1980, al 68,6% en 1989, y la de bienes de consumo agrícolas, del 31,1 % en 1980, al 52,3% en 1989. H o y los habitantes de las zonas rurales producen sobre todo para la sociedad en su conjunto más bien que para su propio consumo.
La transformación de la estructura económica en las zonas urbanas presenta dos aspectos; uno de ellos es la reforma del sistema de planificación sumamente concentrado, y el otro, la introducción de mecanismos de c o m petición, uno y otro aspectos íntimamente relacionados entre sí. En las zonas urbanas, la reforma empezó con la delegación de poderes y la transferencia de beneficios a las empresas por el Estado. Tras la adopción de un sistema de impuestos y de varios tipos de sistemas contractuales de gestión, las empresas ya no se limitan «a comer de la gran marmita de arroz», sino que, por el contrario, se han convertido en agentes económicos dotados de m a yor autonomía de gestión, mientras el Estado rebaja los planes de pedidos para ellas. Si se exceptúan los pocos productos y servicios laborales esenciales para el desarrollo nacional y para la vida de la población, que siguen todavía sometidos a los planes estatales obligatorios, el resto de la producción se regula por los planes directivos del Estado y por la demanda del mercado: de 1979 a 1989 el número de productos sometidos a los planes estatales administrados por la Comisión de Planificación del Estado disminuyó de unos 120 a unos 60, y los materiales distribuidos por el Estado disminuyeron de 256 a 26. El porcentaje de la producción industrial controlada por el Estado y por los planes obligatorios provinciales ha disminuido del 80 %, en 1984, al 16 % actualmente, el de los productos sometidos a los planes directivos del Estado ha aumentado hasta el 43 %, y el de los que se rigen por la demanda del mercado se ha incrementado hasta el 41 %.
Mediante la reforma del sistema de planificación altamente concentrado, se creó un sistema mercantil socialista. Y con el establecimiento de este mercado para los bienes de
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Miembros de la minoría M e a u se desplazan a pie por la provincia de Koué-chéau, en dirección a Koangsi. Imaprcss.
consumo, se puso también en marcha un mercado para los medios de producción (por ejemplo, capital, materias primas, tecnología, información y trabajo). En algunas regiones y ciudades se crearon también mercados para las propiedades inmobiliarias y bolsas de valores. En 1989, el porcentaje de los materiales de producción concebidos por los planes estatales disminuyó hasta menos del 20 % (menos del 5 % en Shenzhen); el porcentaje de productos vendidos a precios públicos fijos era del 56 % y el de materiales comprados a precios públicos también fijos del 65 % aproximadamente.
La transición de una sociedad agrícola a otra industrial
La industrialización es una condición necesaria de la modernización. En este sentido, la transformación de una sociedad tradicional en otra moderna consiste esencialmente en la transformación de una sociedad agrícola en otra industrial.
D e acuerdo con la ley general del desarrollo económico en los países en desarrollo, la transformación de la estructura económica suele presentar tres factores decisivos. Por orden cronológico son: primero, el factor de la estructura del valor de la producción, es decir, que la proporción del valor de la producción agrícola en el producto nacional bruto disminuye hasta menos del 50 %; segundo, el factor
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de la estructura de la población urbana y rural, es decir, que la proporción de la población urbana aumenta hasta representar más del 50 % de la población total; tercero, el factor de la estructura del empleo, es decir, que la proporción de la fuerza de trabajo empleada en las industrias no agrícolas aumenta hasta más del 50 %. En China, la transformación de la estructura del valor de la producción se produjo en 1956, cuando la parte del valor neto de la producción agrícola en la renta nacional disminuyó hasta el 49,8 %. Durante todo el período de 1953 a 1986, el índice de crecimiento anual del valor neto de la producción agrícola fue del 2,9 % y el del valor neto de la producción industrial del 11,1 %. En 1989, el valor neto de la producción industrial alcanzó la cifra de 624.100 millones de yuanes, lo que representaba el 47,6 % de la renta nacional, y la parte del valor neto de la producción agrícola en la renta nacional disminuyó de nuevo hasta el 32 %. Por su lado, la estructura de la población urbana y rural se está aproximando también al punto decisivo. Después de tener en cuenta los cambios organizativos de la administración rural y los cambios laborales en la población rural, resulta que el número efectivo de habitantes de las ciudades ha experimentado todavía un aumento sustancial, de m o d o que esa población representa aproximadamente el 30 % del total de la población. La transformación de la estructura del empleo ha experimentado también un progreso importante. La proporción de la fuerza de trabajo empleada en las industrias primarias disminuyó del 70,7 % en 1978, al 60,2 % en 1989. Sin embargo, desde 1985 la proporción de la fuerza de trabajo agrícola se ha mantenido estable en torno al 60 %.
Las empresas de las zonas rurales y urbanas han contribuido en gran medida a este proceso de transformación de una sociedad agrícola en otra industrial, que ha tenido lugar en los últimos diez años. En 1978, la parte del valor de la producción agrícola en el valor total de la producción en las zonas rurales era del 68,6 %. Tras el inicio de la reforma, las empresas rurales y urbanas pasaron a ser la fuerza principal del desarrollo de las zonas rurales, convirtiéndose en la columna vertebral de su economía. En 1987, el valor de la producción total de esas empresas era de 459.200 millones de yuanes, superando el va
lor de la producción agrícola y representando el 50,8 % del valor de la producción rural total. En 1989, el valor de la producción total de las mencionadas empresas era de 842.280 mi llones de yuanes, lo que representaba una cuarta parte del producto nacional bruto y el 58 % del valor de la producción rural total, mientras que el número de empleados de las empresas a que nos referimos era de 93.668, es decir, el 22,9 % del total de la fuerza de trabajo rural. Así pues, es evidente que se ha iniciado la industrialización de una sociedad tradicio-nalmente agrícola.
Otro indicio importante de esta transición de una sociedad agrícola a otra industrial es el desarrollo de las industrias terciarias. Según las normas adoptadas por el Banco Mundial, en una sociedad moderna la parte de las industrias terciarias en el producto nacional bruto debe ser superior al 45 %. En los países desarrollados, esa proporción alcanza hoy cifras superiores al 60 %, en los países con ingresos medios aproximadamente el 50 % y en los países con bajos ingresos un promedio aproximado del 40 %. En los últimos decenios las industrias terciarias de China se han mantenido estables. En realidad, China ni siquiera adoptó hasta 1985 la clasificación de los tres sectores industriales en las estadísticas sobre el valor de la producción. En el decenio de los ochenta, las industrias terciarias del país se desarrollaron rápidamente tendiendo por primera vez a superar a las industrias secundarias en cuanto al índice de crecimiento. La parte del valor de la producción de las industrias terciarias en el producto nacional bruto aumentó del 23 % en 1978, al 26,5 % en 1989; el número de emple-dos en esas industrias era en esta última fecha de 99.290.000, y la proporción de esos e m pleados en el total nacional aumentó del 11,7% en 1978, al 17,9% en 1989. Quiere decirse que los empleados de las industrias terciarias representaban sólo el 18 % del total nacional; pero, en cambio, producían el 26,5 % del producto nacional bruto. Si incluim o s los órganos del gobierno, las organizaciones de masa, las fuerzas armadas, los tribunales, la policía, las prisiones y otras instituciones semejantes entre las industrias terciarias, c o m o hacen muchos países occidentales en sus estadísticas, el porcentaje de las industrias terciarias chinas en el producto nacional bruto es m u y superior al que aparece en lo que atañe al
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valor de la producción y al número de empleados. A ú n así, sigue siendo inferior al nivel medio de los países con bajos ingresos. La experiencia mundial en materia de desarrollo muestra que la industrialización y la urbanización van estrechamente unidas al desarrollo de las industrias terciarias. El potencial de las zonas urbanas y rurales chinas para el desarrollo de las industrias terciarias es m u y alto y el futuro se presenta brillante.
La transformación de una sociedad rural en otra urbana
La urbanización es un compañero inseparable de la industrialización. A medida que aumentan los niveles de división del trabajo y de cooperación, que las relaciones económicas se estrechan y que se generalizan los intercambios de mercancías, el mercado, los transportes, la comunicación y otros servicios necesarios para la producción y para la vida de la población experimentan un rápido desarrollo. La migración de la población hacia las zonas urbanas y el aumento de la población urbana se convierten en una tendencia natural. La urbanización es también un indicio importante de modernización no sólo porque las zonas urbanas gozan de la ventaja de la escala en las actividades económicas, sino también porque son los centros de la vida moderna.
Desde el comienzo de los años ochenta, el proceso de urbanización en China ha sido rápido. D e 1952 a 1979, el índice medio de crecimiento de la población urbana fue del 3,4 %. En 1952, la proporción de la población urbana en el total nacional era del 12,5% y hasta 1980 hubo sólo un aumento marginal hasta el 19,4 %. E n cambio, en el período de 1980 a 1989 ese porcentaje saltó, según las estadísticas, del 19,4% al 51,7 %. Si bien esta cifra no representa la proporción efectiva de la población urbana en el total nacional, a causa de los cambios que se han producido en la base, es evidente que se ha producido un rápido ascenso en el nivel organizativo. D e acuerdo con los métodos estadísticos utilizados en el cuarto censo nacional, por población urbana se entiende los residentes en los distritos y subdistritos y por población ciudadana los residentes en las ciudades. Así, tomando en consideración los cambios en las definiciones ad
ministrativas, los resultados del censo muestran que la parte de la población urbana en el total nacional era del 26,23% en 1990. Sin embargo, si se tiene en cuenta a los habitantes de las zonas rurales que trabajan en ocupaciones no agrícolas y a los habitantes de las regiones en rápido desarrollo del sur de China, la población urbana efectiva alcanza hoy m u y probablemente la cifra aproximada del 30 %. Dicho de otro m o d o , la sociedad urbana en su conjunto ha sufrido un cambio sustancial.
El rápido crecimiento de la población urbana es en gran parte resultado de la expansión de las ciudades. Entre las cinco categorías de zonas urbanas (es decir, zonas metropolitanas, grandes ciudades, ciudades medias, pequeñas ciudades y villas), el aumento m á s rápido de la población corresponde a estas últimas.
La acelerada expansión de las ciudades es ante todo resultado del desarrollo de la economía mercantil. Desde la antigüedad no ha existido ni una sola ciudad en la que no se ejercieran actividades de intercambio de mercancías. Desde su comienzo, la ciudad fue un centro de distribución de mercancías y de productos agrícolas o derivados. Desde finales del decenio de los setenta, la reforma iniciada con la introducción del sistema de responsabilidad familiar impulsó el desarrollo de industrias no agrícolas y, a su vez, la especialización, socialización y concentración de esas industrias no agrícolas fomentó la prosperidad y el desarrollo de las villas. En las vastas zonas rurales, la villa se está convirtiendo en centro para la instalación de las empresas, la circulación de mercancías, las actividades financieras, los transportes, la comunicación y la información, desempeñando c o m o tal un papel clave. Por otra parte, en contraste con el desarrollo de las ciudades, siguen existiendo todavía barreras entre las zonas urbanas y las rurales (por ejemplo, el registro de la población que limita la movilidad geográfica, el sistema de aprovisionamiento en granos y productos alimenticios no esenciales, la vivienda, el sistema educativo, la asistencia médica, el empleo, la seguridad social, la protección del trabajo, etc.), y en ciertos casos las barreras son mayores. La reforma ha acabado hasta cierto punto con las limitaciones que la anterior estructura económica imponía a la circulación de elementos de producción, la prosperidad misma de la vida urbana exige la circulación de la fuerza de
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trabajo entre las zonas urbanas y las rurales y, especialmente, la transferencia de trabajadores rurales se está convirtiendo en una tendencia irresistible. Además, el desarrollo del comercio libre de los productos agrícolas y derivados crea los medios de subsistencia y las condiciones mercantiles propicias para que los agricultores trabajen y vivan en las zonas urbanas. D e acuerdo con las estadísticas, la transferencia de la m a n o de obra rural alcanzó su ritmo más rápido durante el período d 1981 a 1987 (9,9 millones de personas transferidas anualmente). Sin embargo, después de 1984, el ritm o de esa transferencia ha disminuido. Desde 1988 se observa una nueva tendencia consistente en el abandono de las ciudades por los trabajadores rurales y su vuelta al campo.
La capacidad de acogida de nueva población por las ciudades sigue siendo aún considerable. Actualmente, la densidad de población de las ocho principales ciudades de China es aproximadamente de 1.700 habitantes por kilómetro cuadrado, mientras que en las treinta mayores ciudades del planeta con una población de dos millones de habitantes o más , la densidad media de población es de unas 3.300 personas por kilómetro cuadrado, es decir, aproximadamente el doble que en China. Dicho de otro m o d o , a medida que mejoran las infraestructuras y los servicios sociales en la ciudad, crece la capacidad de las grandes ciudades para acoger y concentrar a los nuevos habitantes. N o obstante, si tenemos presente que las grandes ciudades chinas soportan una pesada carga de población y que la tierra cultivable es relativamente escasa, la urbanización en China debería consistir en desarrollar intensamente las ciudades medianas y pequeñas.
La transformación de una sociedad cerrada y semicerrada en otra abierta
El carácter cerrado o semicerrado de la sociedad china en el pasado tiene diversas causas. La economía de los pequeños campesinos, caracterizada por la autosuficiencia y la semiau-tosuficiencia, determinaba la naturaleza cerrada de la sociedad tradicional china. Después de la dinastía Song, el gobierno adoptó una política de puertas cerrada para mantener el declinante poder real. Y desde la prohibición
del comercio marítimo con el extranjero, bajo la dinastía Ming, hasta el sistema de comercio con el extranjero a través de un solo puerto (el de Cantón) bajo la dinastía Qing, esta política de puertas cerradas siguió siendo el principio básico de la nación. Por otro lado, gracias a sus vastos y ricos recursos naturales, China podía mantener un sistema de autosuficiencia moderada. El enfrentamiento con Occidente tras la guerra del opio fortaleció aún m á s la inclinación de la sociedad china a una política de puertas cerradas. Tras la fundación de la República popular, el gobierno hizo un gran esfuerzo por desarrollar el comercio internacional, pero durante un período bastante largo China estuvo aislada de Occidente, lo que la obligó con carácter sustitutivo a desarrollar sus relaciones económicas con otros países socialistas. Por desgracia, China y la Unión Soviética rompieron sus relaciones amistosas a comienzo de los años sesenta y China se vio forzada, una vez más , a elegir la senda de la autarquía y de la autosuficiencia en su desarrollo nacional.
La decisión de abrir el país al m u n d o exterior, adoptada por la tercera reunión plenaria del undécimo Congreso Nacional, en 1978, representó un cambio decisivo en la historia de China. Diez años después se adoptó un sistema de apertura general, a todos los niveles y con múltiples canales. 1) La llamada apertura «general» consiste en abrirse no sólo a los países desarrollados del oeste, sino también a los países socialistas, del Asia sudoriental y del Tercer M u n d o , y no sólo en las zonas costeras, sino también en las regiones del interior. 2) La apertura «a todos los niveles» consiste en abrir el país al m u n d o exterior en cuatro planos o niveles y por orden temporal del sur al norte, del este al oeste y de las zonas costeras al interior. El primer nivel de apertura lo formaron Shenzhen, Zhuhal, Shantou y Hainan; el segundo nivel las catorce ciudades costeras; el delta del río de las Perlas, el triángulo de Fu-jian meridional, la península de Liaoning, la península de Shandong y las trece zonas económicas y tecnológicas abiertas constituyeron el tercer nivel; y el cuarto nivel se formó con las regiones del interior. Hasta ahora se han incluido en los tres primeros niveles las dos ciudades con administración estatal (Shanghai y Tianjin), veinticinco ciudades provinciales y 67 distritos con un total de 150 millones de
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Barrio nuevo en Beijing, China. Ph. Lafoni/s>gma
habitantes. 3) La apertura «por múltiples canales» significa que China está desarrollando su comercio internacional, absorbiendo capitales extranjeros, introduciendo técnicas y m é todos de gestión avanzados, desarrollando los servicios y la cooperación en materia de trabajo internacional y fomentando el turismo internacional y las comunicaciones en todas sus formas y por todos los canales de relación exterior. Desde el comienzo de la reforma, China ha recibido 18.980 millones de dólares en inversiones extranjeras directas, ha creado m á s de 20.000 empresas extranjeras, ha contraído créditos en el exterior por un valor de 45.820 millones de dólares y ha realizado inversiones en 550 proyectos de construcción (entre ellos aeropuertos civiles, ferrocarriles, carreteras, puertos, campos petrolíferos, redes eléctricas y factorías químicas). E n 1989 el número de turistas extranjeros que visitaron China alcanzó la cifra de 24.501.400, es decir,
que se multiplicó aproximadamente por 13 respecto de 1978 (1.809.200).
La apertura al m u n d o exterior estimuló en gran medida el desarrollo del comercio con el extranjero. Durante los tres decenios que van de 1950 a 1979 el valor del comercio exterior representó sólo el 1 0 % de la renta nacional. En cambio, en 1989, la cifra había aumentado al 31,7%. En el decenio de 1978 a 1988, la renta nacional de China se multiplicó por 2,9, mientras que el valor total del comercio exterior se multiplicaba por 9,8, pasando de 38.100 millones de dólares en 1980, a 115.400 millones de dólares en 1990, mientras el valor de las exportaciones aumentaba de 18.100 millones de dólares a 62.100 millones de dólares. Por su parte, la composición de las exportaciones experimentó también un enorme cambio, pasando la proporción de los productos m a n u facturados en el valor total de las exportaciones del 49,7 % en 1980 al 74,5 % en 1990.
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La transformación de una sociedad cerrada o semicerrada en una sociedad abierta no se caracteriza solamente por la apertura al m u n do exterior, sino también por la apertura a la realidad interna, que se manifiesta en una m a yor movilidad social. El nivel de movilidad social es un rasgo importante que distingue a una sociedad cerrada de otra abierta y a una sociedad tradicional de otra moderna. Hasta ahora, la ideología china consideraba la movilidad social y la estabilidad como ideas contradictorias, tendía a hacer hincapié en la importancia de la estabilidad estructural en la organización y la gestión de la sociedad y se esforzaba por limitar la movilidad social. C o m o resultado de ello, el lugar de nacimiento, el origen familiar y el desempeño de un puesto determinaban frecuentemente la situación profesional de toda una vida. El aflojamiento de la política gubernamental y la reform a del sistema de educación, de empleo y de distribución de la renta han hecho m á s racional la movilidad de la m a n o de obra. Actualmente existe una población flotante de 20 millones de personas aproximadamente. Sólo en Beijing, esa población alcanza la cifra de un millón. Resulta inadecuado llamar a los campesinos de las ciudades «trabajadores flotantes invisibles» porque, con el desarrollo de la sociedad humana, es un rasgo natural de la m o vilidad social y de la transferencia de la m a n o de obra el hecho de que los campesinos se trasladen a las ciudades en busca de un e m pleo. N o sirve de nada tratar de impedirles que se instalen en las ciudades. El gobierno debería más bien sacar el mejor partido de la situación y tratar de resolver el problema m e diante la reforma organizativa, especialmente fomentando el crecimiento de las ciudades y atenuando las diferencias de estructura organizativa entre la ciudad y el campo.
La apertura a la realidad interna depende de dos importantes canales de información y comunicación: la circulación de mercancías y los medios de información de masas. En 1989, el valor total del comercio al por menor del país alcanzó la cifra de 810.140 millones de yuanes, cifra más de cuatro veces superior a la de 1978 (155.860 millones de yuanes), siendo aún mayor el aumento del valor del comercio al por menor rural (cifra 4,6 veces superior a la de 1978). El aumento del volumen de la circulación de mercancías no es simplemente un
fenómeno económico; dado que las mercancías son portadoras de tecnología y de información, ese incremento contribuye a extender la tecnología moderna, los estilos de vida y los valores sociales.
El desarrollo de los grandes medios de información ha desempeñado también un papel importante en la apertura de la sociedad china. Gracias a ese desarrollo se han abierto al m u n d o exterior las zonas rurales y las ciudades que antes vivían de espaldas a él. D e acuerdo con las estadísticas, en 1978 los propietarios de aparatos de radio y de televisión representaban sólo el 7,8 % y el 0,3 % respectivamente, de las familias; diez años después eran el 23,9 y el 13,2 respectivamente. En 1989, las radios nacionales cubrían el 70,6% de la población y la televisión el 75,4 %. D e 1978 a 1988, el número de estaciones de televisión aumentó de 32 a 422 en toda la nación y el de estaciones de radio, de 93 a 461. Gracias a la radio y a la televisión, las vasta zonas rurales antes aisladas han quedado conectadas con todo el mundo . Ello ha originado grandes cambios en la estructura de los conocimientos y en las expectativas sociales de los agricultores, mostrándose los jóvenes cada vez m á s descontentos con las limitaciones que padecían las zonas rurales.
La transformación de una sociedad homogénea y unitaria en otra heterogénea y diversificada
Este tipo de transformación no es un fenómeno temporal y transitorio, sino una tendencia natural del desarrollo social y un proceso gradual de cambio en la estructura social. Ese proceso debe ir acompañado de un aumento del grado de integración social (en lo esencial, se trata del aumento de la capacidad de asimilación social). Desde la reforma, la aceleración de la diferenciación social ha revestido nuevas formas con el desarrollo de la economía nacional.
En relación con la propiedad de los medios de producción, se ha abandonado la vieja idea de que, cuanto más «pura» sea la propiedad pública tanto mejor, y se ha creado una nueva estructura en la que coexisten múltiples tipos de propiedad, siendo la propiedad pública el factor principal. En general, antes de la refor-
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m a existían sólo dos formas de propiedad pública: la propiedad estatal y la colectiva. La reforma acabó con la estructura económica de la propiedad c o m o monopolio público. C o m o resultado de ello se desarrolló rápidamente la propiedad individual y, posteriormente, se admitió la propiedad privada de unidades de producción con m á s de siete empleados. Tras la creación de las zonas económicas especiales y la apertura de las regiones costeras, se crearon empresas mixtas y empresas extranjeras independientes. Mientras tanto, la misma propiedad pública adoptaba también diversas form a s y surgían una serie de organizaciones económicas en las que se entrecruzaban lo rural y lo urbano, los diversos tipos de propiedad y las distintas regiones y sectores económicos. A c tualmente, el nuevo sistema económico está formado por múltiples elementos económicos de propiedad estatal, propiedad colectiva, propiedad individual, propiedad privada y propiedad conjunta (incluida la propiedad conjunta del Estado y las colectividades del Estado y los individuos, de las colectividades y los individuos, de China y de los países extranjeros, de los chinos de ultramar y los hombres de negocios de H o n g Kong y Macao , y de varias compañías extranjeras). Los cambio en la estructura de la propiedad y una mejor división del trabajo han originado cambios en la estructura del empleo, reflejados no sólo en las clasificaciones profesionales, sino también en las formas de vida, la renta, el nivel de educación, los modos de consumo, los contactos interpersonales y otros aspectos de los distintos grupos profesionales. Se ha modificado la gran h o m o geneidad de la estructura profesional anterior a la reforma, orientándose hacia una mayor diversificación. Hasta ahora han surgido las grandes agrupaciones profesionales de obreros, cuadros, campesinos, intelectuales, m i e m bros de las profesiones liberales, gestores de empresa, agricultores individuales y propietarios privados de empresa. Dentro de estos sub-grupos pueden distinguirse, por ejemplo, los que trabajan en empresas estatales, empresas colectivas urbanas, empresas rurales y urbanas y empresas privadas. La diversificación de la estructura del empleo ha traído consigo la di-versificación de las demandas y los intereses de la población. C o m o resultado de ello, son cada vez más abiertos los conflictos de intereses entre lo distintos grupos profesionales.
Desde los comienzos de la reforma, los «agricultores» según la definición tradicional han experimentado los cambios m á s notorios. N o cabe duda de que China es una nación agrícola. Pero durante un largo período solíam o s afirmar que el 80 % de los chinos eran agricultores. Ésta es una afirmación que hay que examinar particularmente. Tal c o m o se utilizaba hasta ahora, la palabra «agricultores» quiere decir «habitantes de las zonas rurales» que no viven del grano facilitado por el Estado. Pero, en realidad, los «agricultores» según la definición tradicinal han sufrido un cambio profundo en lo que atañe a la diferenciación profesional. En gran medida, la expresión «habitantes de las zonas rurales» sirve sólo para indicar el registro de la residencia familiar; esos habitantes se clasifican hoy en ocho capas profesionales con intereses diferentes: trabajadores agrícolas, obreros rurales (que trabajan en las empresas rurales o villas urbanas), e m pleados privados, intelectuales rurales, h o m bres de negocios rurales, propietarios de e m presas privadas rurales, gestores de empresas rurales y urbanas, y administradores rurales. Actualmente, la distribución de la población activa rural es la siguiente: los agricultores representan aproximadamente el 55-57% del total, los trabajadores de empresas rurales y urbanas aproximadamente el 24 %, los e m pleados privados rurales aproximadamente el
4 %, los intelectuales rurales m á s o menos el 1,5-2%, los hombres de negocios rurales un 5 %, los propietarios de empresas privadas rurales un 0,1-0,2%, los gestores de empresas rurales y urbanas el 3 %, y los administradores rurales aproximadamente el 6 %.
Paralelamente a la diferenciación estructural de los grupos profesionales, ha cambiado también la estructura organizativa. Antes de la reforma, la estructura organizativa dominante en China se caracterizaba por una gran concentración de poder en la que se combinaban la dirección del partido y la administración, por un lado, y la administración y la gestión, por otro. D e acuerdo con ese sistema, el Estado recurría a los medios administrativos para organizar la producción industrial y agrícola. Después de la reforma, el poder se repartió entre la dirección del partido y la administración y entre la administración y la gestión, y se delegaron a las empresas m á s poderes que antes, creándose así un nuevo sistema organizati-
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vo con formas diversificadas y funciones especializadas. El cambio m á s destacado es el que ha sufrido la organización de la empresa, según muestran en las tres características de los siguientes apartados.
1. Transformación estructural de la organización de las empresas
Las empresas estatales pasaron a ser de productoras de productos a productoras de mercancías, de ejecutoras de las órdenes estatales sin autonomía financiera a agentes económicos independientes con todos los derechos y responsabilidades correspondientes a sus actividades económicas. C o n la separación entre la propiedad y organización de la producción, se adoptaron varios nuevos sistemas de gestión. U n o de ellos es el sistema de contratos, en virtud del cual la masa salarial total fluctúa de acuerdo con el éxito económico de la e m presa si paga impuestos públicos y lleva a cabo las transformaciones tecnológicas que se le señalen. El segundo es el sistema de arriendo, todavía a prueba, destinado principalmente a las empresas modestas que realizan beneficios. Actualmente existen todavía una serie de dificultades para evaluar las empresas de propiedad privada. El tercer nuevo sistema de gestión es el de la sociedad anónima, todavía en fase de estudio. L o que se intenta prácticamente con este sistema no es simplemente colectar el dinero improductivo del público y de los trabajadores, sino sobre todo hacer que la empresa sea el propietario legal de sus bienes, siendo el Estado el propietario último. Actualmente, dado que la mayoría de las empresas gozan de autonomía de funcionamiento, plena responsabilidad por los beneficios y las pérdidas, posibilidad de acumular capital y posibilidad de autorregularse en diversos grados, la estructura interna de las empresas chinas ha sufrido un cambio profundo.
2. Gran expansión de las organizaciones empresariales
a) Los bancos, las organizaciones de ventas a plazos, las compañías de seguros, las asociaciones de abastecimiento y ventas, y los servicios postales y de telecomunicaciones han abandonado sus antiguos métodos administrativos y adoptado los sistemas de
gestión empresarial y, por tanto, se están convirtiendo en medios económicos importantes de macrogestion y de regulación.
b) Existen varios tipos de grupos empresariales interregionales e interindustriales que participan activamente en las actividades organizativas de la vida económica c o m o agentes de la economía.
c) Algunos periódicos, revistas, editoriales, estaciones de radio y de televisión, y otras organizaciones con fines no lucrativos, han adoptado también sistemas de gestión e m presarial.
3. Expansión de la organización empresarial en las zonas rurales
Esta expansión se manifiesta no sólo en el desarrollo de las empresas de aldea y de villa, sino también en el hecho de que numerosas organizaciones de servicios relacionadas con la producción han adoptado los métodos y los sistemas de gestión empresariales. E n algunas de las regiones sudorientales con un alto nivel de desarrollo económico, la agricultura se ha convertido en una rama de la producción con métodos de organización empresarial.
Los tipos de comunidades están m á s diversificados que antes. Junto a los tres sistemas regionales primitivos que existen en las regiones orientales, centrales y occidentales de China, las comunidades se han diferenciado en su estructura interna, las diferencias entre ellas en cuanto a nivel de desarrollo se están agrandando y los conflictos de intereses que las separan son ahora m á s evidentes. Por lo que se refiere a los modelos de desarrollo, las c o m u nidades siguen hoy distintos caminos para desarrollar las empresas rurales y urbanas, el comercio, el turismo, el comercio exterior, los puertos, las empresas mixtas, etc.
Transformación de una sociedad moral en otra legal
La moralidad y la legalidad son dos aspectos de la m i s m a cosa: la primera consiste en la autorregulación interna y la segunda en la coerción externa. Pero durante largo tiempo la moralidad fue la característica de la sociedad china. L a gente tendía a juzgar la racionalidad de las acciones por la moralidad de la coopera-
China en un período de transformación social 469
ción humana y consideraba que la función de la ley era simplemente castigar. N o se distinguían las normas morales de las leyes privadas o los asuntos públicos de las acciones individuales. Junto a la ley y al contrato, los sentimientos individuales y el status social desempeñaban también un papel importante en la asociación de las personas con vistas a la acción pública. La entera estructura social era c o m o un red formada por sentimientos individuales en la que los parientes, los amigos, los compatriotas y los colegas formaban una serie de pequeños círculos de interés mutuo. Este rasgo sigue teniendo una influencia importante en la sociedad china. Todavía siguen estando m u y generalizados fenómenos anormales c o m o la recomendación, la solicitación, el soborno y las comisiones. En numerosos distritos los gastos por alimentación y alojamiento de los invitados alcanzaban la cifra de casi un millón de yuanes anuales y en gran número de empresas los «gastos para relaciones públicas» solían oscilar entre decenas y centenas de mi les de yuanes. Las relaciones interindividuales basadas en los sentimientos personales y en la posición social han originado numerosas contradicciones entre la política y la ley y entre la racionalidad y la legalidad.
Sin embargo, esta situación está cambiando gradualmente. La sociedad china se halla en vías de transformarse de una sociedad m o ral en otra legal, lo que en esencia equivale a pasar del imperio personal al imperio de la ley. Desde que se inició la reforma, el gobierno chino ha promulgado un código penal, un código de procedimiento criminal, un código civil, un código de procedimiento civil, una ley de organización del Estado, una ley del contrato de negocios, una ley de la empresa, una ley de marcas comerciales, una ley de patentes, una ley de empresas mixtas entre China y los países extranjeros, una ley de empresas de exportación, una ley de contratos para negocios con extranjeros, una ley del impuesto sobre la renta, una ley de quiebra, una ley de protección del medio ambiente, una ley de bosques, una ley del matrimonio, una ley del servicio militar, una ley de la herencia, una ley de autonomía regional de las nacionalidades mi noritarias, una ley de nacionalidad, una ley de educación obligatoria, una ley de procedimiento administrativo y otras varias leyes importantes. D e 1978 a 1990, el Congreso Nacio
nal y su Comité Permanente aprobaron más de 70 leyes. Durante el mi smo período, el Consejo de Estado promulgó más de 700 leyes y reglamentos administrativos. Además , las provincias, las regiones autónomas y las ciudades de administración estatal promulgaron más de 1.000 leyes locales. La ley se ha convertido en el criterio al que la gente debe atenerse para juzgar las cuestiones, y se ha modificado de arriba abajo el antiguo sistema de administración sin leyes. Sin embargo, la existencia de leyes no quiere decir que todas las cuestiones se resuelvan legalmente. D e acuerdo con los estudios y estimaciones realizados, sólo el 50 % aproximadamente de las leyes y reglamentos promulgados hasta ahora desempeñan un papel en la vida social y sólo un 5 % de las leyes son conocidas de la gente.
En las zonas rurales donde las relaciones de parentesco y geográficas funcionan como vínculos dentro de la red de relaciones sociales, las relaciones laborales y profesionales se están volviendo cada vez más importantes con el desarrollo de la economía y la apertura de la sociedad. Gran número de campesinos han abandonado sus aldeas y casas para trabajar en las empresas del campo o de las ciudades, o para dedicarse a los negocios o a las industrias del servicio; estas relaciones de trabajo les han puesto en contacto con el m u n d o exterior. Los campesinos han aprendido a realizar negocios mediante contratos, acuerdos, certificados de crédito, letras y otros documentos legales. Según las estadísticas, el número de contratos de negocios protocolizados ante notario alcanzó, después de 1985, la cifra de dos millones anuales, una gran parte de ellos firmados por habitantes de las zonas rurales. En 1987 se protocolizaron 1.896.752 contratos de negocios, el 30 % aproximadamente de los cuales eran contratos de carácter agrícola (relativos al cultivo, la silvicultura, la ganadería, la pesca y otras actividades de producción semejantes).
La popularización de las leyes y los reglamentos económicos es un indicio esencial de que una sociedad se rige por la ley. Con el desarrollo de la economía de mercado, China ha implantado un orden legal general, regulando por medio de varias leyes las responsabilidades, los derechos y los beneficios de los distintos agentes económicos. Esas leyes son las que regula el crédito mercantil, el crédito ban-cario, el crédito estatal, las acciones de socie-
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dades, los arrendamientos y los contratos, los convenios laborales, etc. A medida que la economía se socializa cada vez más bajo el imperio de la circulación monetaria y del crédito, las leyes se vuelven m á s imperativas. Actualmente, las leyes desempeñan un papel importante en las esferas de la macrogestion, de la organización de empresas, de la ordenación del mercado, de los contratos, de los títulos y valores, de los impuestos, de las quiebras y de la protección de los consumidores. Desde que la reforma se inició, las normas y reglamentos económicos representan más del 50 % de las leyes nacionales y locales y de los reglamentos administrativos.
E n este proceso de transformación social han cambiado también los valores aceptados por la gente. La concepción tradicional del
gobierno personal, el sentido de separación entre el derecho y la responsabilidad y la desconfianza en los procedimientos judiciales se han debilitado. La gente se ha liberado de las creencias tradicionales, las normas morales, las órdenes administrativas, los deseos de las autoridades y otras formas de «orden casi legal» y empiezan a recurrir a las leyes c o m o medios racionales para determinar los derechos y las responsabilidades y para mantener el orden social. A medida que avance la m o dernización, las leyes acabarán con las ideas tradicionales de «castigar el crimen» y « m a n tener el orden» y se convertirán en los principios rectores de la creación y la organización de una nueva sociedad.
Traducido del inglés
*Este texto es parte del Informe sobre el desarrollo social preparado por el Grupo de Investigaciones sobre el Desarrollo Social de la Academia de Ciencias Sociales de China.
Servicios profesionales y documentales
Calendario de reuniones internacionales La redacción de la Revista no puede ofrecer ninguna información complementaria sobre estas reuniones.
1992
30 agosto-3 sept. Bombay (India)
International Federation on Ageing: 1 .a Conferencia Global Conference Secretariat «Kesari», 568 Narayan Peth, Pune 411 030 (Inde)
30 agosto-5 sept Nueva Delhi Federación Internacional de Asociaciones de Bibliotecarios y de Bibliotecas: 58.a Conferencia general (Tema: La biblioteca y las perspectivas de la política informativa) ¡FLA, P . O . Box 95312, 2509 C H La Haye (Pays-Bas)
31 agosto-4 sept Lovaina (Bélgica)
Universidad de Lovaina; Facultad de Letras: 2 . a Conferencia internacional sobre la conservación y la pérdida de las lenguas minoritarias. Steunpunt Nederlands ais Tweede Taal, Faculté des lettres. Université de Louvain, Blijde ¡nkomststraat 7, 3000 Louvain (Belgique)
Septiembre París Association française de science politique: Congreso. AFSP, 224 Bid Saint-Germain, 75007 Paris (France)
2-5 sept Pisa (Italia)
G r u p o europeo de administración pública: Conferencia. GEAP c/o USA, rue Defacqs 1, BP 11, 1050, Bruxelles (Belgique)
13-20 sept Jerusalén Fédération international pour l'habitat, l'urbaisme et l 'aménagement des territoires: 4 2 . a Congreso mundial. FIHUAT, 43 Wassenaarseweg, 2596 C G La Haye (Pays-Bas)
16-20 sept Heidelberg Universidad de Heidelberg: 1.a Conferencia internacional de estudios (Alemania) europeos. Prof. A.J.R. Rurheford College, University of Kent, Canter
bury, CT2 7NX (Great Britain)
14-16 oct Paris European Business Ethics Network; Centre d'éthique de l'entreprise; Asociación profesional de sociólogos: Coloquio internacional (Tema: Las responsabilidades de los agentes económicos en la configuración de las ciudades) Colloque EBEN, Londez Conseil, 116 Av. Gabriel Péri, 93400 Saint-Ouen (France)
R I C S 133/Septiembre 1992
472 Servicios profesionales y documentales
17-21 oct Toronto (Canadá)
Asociación norteamericana de educación ecológica: Congreso mundial sobre educación v comunicación en medio ambiente sobre el desarrollo. ECO-ED 191 rue Niagara, Toronto M5V 1C9 (Canada)
15-20 nov Nueva York Association for the Advancement of Policy, Research and Development ( E E . U U . ) in the Third World: Conferencia 1992 sobre el nuevo orden mundial.
U n desafío para la dirección internacional. Mekki Mtewa, Assoc, for the Advancement of Pollex, Research and Development in the Third World, P.O. Box 70257. Washington. DC 20024-0257 (USA)
23-27 nov Niamey Programa internacional Geosfera-Biosfera: Conferencia regional de África. IGBP Secretariat, The Roval Swedish Academy of Sciences. P.O. Box 50005. 104 05 Stockholm (Sweden)
1993
Trier (Alemania)
Centro de Estudios Europeos: 2.a Conferencia europea de Ciencias Sociales. Centre d'études européenes. Prof. Bernd Hamm. Universidad de Trier. BP. 3825. D-5000 Trier (Alemania)
Abril Aberdeen Grupo de Estudios Africanos de la Universidad de Aberdeen: Coloquio (Gran Bretaña) sobre los mapas y África. J. Stone, Director, Aberdeen Univ. African
Studies Group. G10 Old Brewery, King's College, Aberdeen, AB9 2UF (Gret Britain)
27 junio-3 julio Okinawa (Japón)
Asociación Científica del Pacífico: 7.° Congreso (Tema: El Pacífico. Encrucijada de cultura y naturaleza). PSA, P.O. Box 17801, Honolulu, HI 96817-0801 (USA)
22-27 agosto Budapest Neue Kriminologische Gesellschaft: 11,° Congreso internacional de criminología HJ. Kerner, NKG-Bureau, Corrensstr. 34, D-7400 Tübingen (Alemania)
23-27 agosto Chiba (Japón)
Federación mundial de salud mental: Congreso mundial (Tema: La salud mental en el siglo X X I : tecnología, cultura y calidad de vida) WFMH'93 Japan, c/o Ínter Group Corp., Akasaka Yamajatsu Bldg, 8-5-32, Akasaka, Minato-ku, Tokyo 107 (Japan)
28 agosto-3 sept México 12.° Congreso internacional de ciencias antropológicas y etnológicas: Las dimensiones culturales y biológicas del cambio global Dr. L. Manzanilla, UNAM, Ciudad Universitaria, 04510 México DF (México)
1994
Cuba Federación Internacional de Asociaciones de Bibliotecarios y de Bibliotecas: Conferencia general IFLA, P.O. Box 95312, 2509 CH La Haye (Pays-Bas)
20-26 agosto Manchester (Gran Bretaña)
6 Congreso internacional de ecología The Secretary, 6th Internat. Congress of Ecology, Dept. of Environmental Biology, The University, Manchester, MI4 9PL (Great Britain)
Servicios profesionales y documentales 473
22-26 agosto Praga Unión Geográfica Internacional: Conferencia regional sobre el entorno y la calidad de vida en Europa central Dr. T. Kucera, Seer, of the Organizing Committee, IGC, Albertov 6, 128 43 Praga (Checoslovaquia)
Libros recibidos
Generalidad, documentación, ciencia y conocimiento
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Carlsson, Bo; Henriksson, Rolf G . H . (eds). Development Blocks and Industrial Transformation: The Dahménian Approach to Economic Development. Stockholm, Almqvist and Wiksell International /for/ The Industrial Institute for Economic and Social Research, 1991. 154 p.bil. 230 S E K .
Eberts, Randall W . ; Groshen, Erica L . (eds.). Stuctural Changes in U.S. Labour Markets: Causes and Consequences. London; Armonk , M . E . Sharpe, 1991. 234p.fig.tabl.bibl.in-dex $39.95.
RICS 133/Septiembre 1992
476 Libros recibidos
Gibbon, Peter; Bangura, Yusuf; Ofs-tad, Arve (eds.). Authoritarianism, Democracy and Adjustment: The Politics of Economic Reform in Africa. Uppsala, Nordiska Afrikainsti-tutet, 1992. 236 p.tabl. (Seminar Proceedings, 26).
Heuzé, Gérard (études réunies par). Travailler en Inde / The Context of Work in India. Paris, Editions de l'Ecole des hautes études en sciences sociales, 1992. 361p.ill./carta (Coll. Purusartha, 14). 190 F .
International Labour Office. Teachers in Developing Countries: A Survey of Employment Conditions. Geneva ILO, 1991. 167 p.ill.tabl. 22.50 Sw.Fr .
- . - . Workers' Education in Action: Selected Articles from Labour Education - A Workers' Educational Manual. Geneva, ILO, 1991. 249 p.ill.tabl. 20 Sw.Fr.
Kolberg, Jon Eivind (ed.). Between Work and Social Citizenship. Ar-m o n k : London, M . E . Sharpe, Inc., 1991. 199 p.fig.tabl.index.
Le Grande, Julian; Propper, Carol; Robinson, Ray. The Economics of Social Problems, 3rd ed. London, Macmillan, 1992. 262 p.fig.bibl. index.
Pyke, F.; Sengenberger, W . (eds.). Industrial Districts and Local Economic Regeneration. Geneva, International Institute for Labour Studies, 1992. 294 p. 35 Sw.Fr.
United Kingdom. Department of Employment. Institute for Employment Research. The Development of Local Labour Market Typologies: Classifications of Travel-to-Work Areas, by Anne Green, David O w e n and Chris Hasluck. London, D e partment of Employment , 1991. 106 p.fig. (Research Paper, 84).
United Nations Cetre on Transnational Corporations. The Determinants of Foreign Direct Investment: A Survey of the Evidence. N e w York, United Nations, 1992. 82 p.
United Nations Economic and Social Commission for Asia and the Pacific. Socio-Economic Aspects of
Youth Unemployment in Asia and the Pacific. N e w York, United N a tions, 1991. 60 p.tabl.
United Nations Economic and Social Commission for Asia and the Pacific; United Nations Development Programme. Inter-Organizational Coordination for Human Resources Development Policy-Marking, Planning and Programming. N e w York, United Nations, 1991. 87 p.fig.tabl.
Derecho
Amnesty International. Inde: Torture, viols et morts en détention. Paris, Les Editions francophones d ' A m -nesty International, mars 1992. 127 p.ill. 35 F.
Kutukdjian, Georges B . ; Papisca, Antonio (eds.). Rights of Peoples/ Diritti dei Popoli/Droits des peuples. Padova, Centro di studi e di formazioni sui diritti dell'uomo e dei popoli dell'Universita di Padova, 1991. 217p. 29.000 L .
Le Vatican. Conseil pontifical «Justice et Paix». Le droit au développement: Textes conciliaires et pontificaux (1960-1990). Cité du Vatican, Conseil pontifical «Justice et Paix», 1991. 117p.
United States Institute of Peace. Biennial Report. 1991. Washington, United States Institute of Peace, 1992, 177 p.ill.
Previsión y acción social
United Nations Economic and Social Commission for Asia and the Pacific. Asian and Pacific Ministerial Conference on Social Welfare and Social Development, 4th. Manila 7-11 octu. 1991.: Proceedings. N e w York, United Nations, 1991. 323p.
- . - . Promotion of Community Awareness for the Prevention of Prostitution. N e w York, United Nations, 1991. 102 p.tabl.
- . - . Self-help Organizations of Disabled Persons. N e w York, United Nations, 1991. 277 p.ill.tabl.
Educación
Escotet, Miguel; Albornoz, Orlando. Educación y desarrollo desde la perspectiva sociológica. Salamanca, Universidad iberoamericana de postgrado, 1989. 412 p.fig.bibl.
Etnología
Scantamburlo, Luigi. Etnología dos Bijagós da Ilha de Bubaque. Lisboa, Instituto de investigaçao científica tropical; Bissau, Instituto nacional de estudos e pesquisa, 1991. 109 p.ill./car.bibl.
Salud
World Health Organization. Regional Office for Europe. Food and Health Data: Their Use in Nutrition Policy-Making. C o p e n h a g e n , W H O , 1991. 171 p.fig.tabl. ( W H O Regional Publications European Series, 34). 26 Sw.Fr .
- . - . Health Promotion Research: Towards a New Social Epidemiology, ed. by B . Badura and Ilona Kickbusch. Copenhagen, W H O , 1991. 496 p.fig.tabl. (European Series, 37). 78 Sw.Fr.
Historia
Ayala, José Antonio. La masonería de obedencia española e Puerto Rico en el siglo XIX. Murcia, Universidad de Murcia, 1991. 368 p.index.-bibl.
Guerra Martínez, A n a María. Guerre e indefensión: Realidad y utopía en la Antigua Provincia de la Mancha Alta durante la primera guerra civil española. Murcia, Universidad de Murcia, 1991. 96p.bibl.
Veas Arteseros, María del Carmen. Fiscalidad concejil en la Murcia de fines del medievo. Murcia, Universidad de Murcia, 1991. 227p.
Publicaciones recientes de la U N E S C O (incluidas las auspiciadas por la U N E S C O * )
Anuario estadístico de la UNESCO 1991. París, U N E S C O , 1991. 1092 p. 375 F.
Bibliographie internationale des sciences sociales: Anthropologie / International Bibliography of the Social Sciences: Anthropology, vol. 34, 1988. London; N e w York, R o u -tledge /for/ The British Library of Political and Economic Science; The Internat. Committee for Social Science Inform, and D o c , 1992. 242p. (Diffusion: Offilib, Paris). 1120F.
Bibliographie internationale des sciences sociales: Sciences économiques / International Bibliography of the Social Sciences: Economics, vol. 37, 1988. London; N e w York, Rou-tledge /for/ The British Library of Political and Economic Science; The Internat. Committee for Social Science Inform, and D o c , 1992. 520 p. (Diffusion: Offilib, Paris). 1120 F.
Bibliographie internationale des sciences sociales: Science politique / International Bibliography of the Social Sciences: Political Science, vol. 37, 1988. London; N e w York, Routledge /for/ The British Library of Political and Economic Science; The Internat. Committee for Social Science Inform, and D o c , 1992. 322p. (Diffusion: Offilib, Paris). 1120F.
Bibliographie internationale des sciences sociales: Sociologie / International Bibliography of the Social Sciences: Sociology, vol. 38, 1988. London; N e w York, Routledge /for/ The British Library of Political and Economic Science; The Internat. Committee for Social Science In
form, and D o c , 1992. 318p. (Diffusion: Offilib, Paris). 1120 F .
Comunicación, tecnología y desarrollo, por Hamid Mowlana y Laurie J. Wilson. París, U N E S C O 1991. 60p. 55 F.
Directory of Social Science Information Courses, 1st ed. / Répertoire des cours d'information dans les sciences sociales / Repertorio de cursos en información en ciencias sociales. Paris, U N E S C O ; Oxford, Berg Publishers Ltd, 1988. 167p. (World Social Science Information Directories / Répertoires mondiaux d'information en sciences sociales / Repertorios mundiales de información sobre las ciencias sociales). Encuadernado 100 F .
Educación y desarrollo: Estrategias y decisiones en América Central, por Sylvain Lourié. Paris U N E S C O ; Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1991. 247 p.fig.-cuadros. 120 F.
La enseñanza, la reflexión y la investigación filosófica en América Latina y el Caribe. París, U N E S C O , Madrid, Tecnos, 1991. 247p. 110F.
Estudios en el extranjero / Study Abroad / Etudes à l'étranger, vol. 27. Paris, U N E S C O , 1991. 1278 p. 92 F.
Index translationum, vol. 38, 1985. Paris, U N E S C O , 1991. 1207p. 350
Informe de la comunicación en el mundo. Paris, U N E S C O , 1990. 54p.bibl.indices. 348 F.
Noves tecnologies i desafiament socio-economic / Nuevas tecnologías y desafio socioeconómico / New Technologies and Socioeconomic Challenge / Technologies nouvelles et enjeux socioeconomiques / Nuove tecnología e sfida socioeconómica, ed. por Maria Angels Roque. Barcelona, Generalität de Catalunya; Institut Cátala d'Estudis Mediterranis, 1991. 525p.fig. (Col. de estudios y simposios).
Políticas sociales integradas: Elementos para un marco conceptual interagencial. Caracas, Unidad Regional de Ciencias Humanas y Sociales para América Latina y el Caribe, 1991, 37p. (Serie estudios y documentos U R S H S L A C , 10).
Qué empleo para los jóvenes? Hacia estrategias innovadoras, por A . Touraine, J. Hartman, F. Hakiki-Talabite, Le Than-Khôi, B . Ly y C . Braslavsky. Paris. U N E S C O ; M a drid, Tecnos, 1991. 219p.cuadros 100 F.
Repertorio internacional de organismos de juventud, 1990 /Répertoire international des organismes de jeunesse / International Directory of Youth Bodies, Paris, U N E S C O , 1990. 477p. index. 140 F .
Selective Inventory of Social Science Information and Documentation Services, 1988, 3rd ed. / Inventaire sélectif des services d'information et de documentation en sciences sociales / Inventario de servicios de información y documentación en ciencias sociales. Paris, U N E S C O ; O x ford, Berg, 1988. 680p. (World Social Science Information Directories / Répertoires mondiaux d'information en sciences sociales /Re-
Cómo obtener estas publicaciones: a) Las publicaciones de la U N E S C O que lleven precio pueden obtenerse en la Editorial de la U N E S C O , Servicio de Ventas, 7 Place de Fontenoy, 75700 Paris o en los distribuidores nacionales; b) las co-publicaciones de la U N E S C O puede obtenerse en todas aquellas librerías de alguna importacia o en la Editorial de la U N E S C O .
R I C S 133/Septiembre 1992
478 Publicaciones recientes de la UNESCO
pertorios mundiales de información sobre las ciencias sociales). Encuadernado 150 F.
UNESCO Yearbook on Peace and Conflict Studies, 1988. Paris, U N E S C O ; N e w York, Greenwood Press, 1990. 241p.index. 300 F.
World Directory of Human Rights Teaching and Research Institutions, 1st ed. / Repertoire mondial des institutions de recherche et de formation sur les droits de l'homme / Repertorio mundial de instituciones de investigación y de formación en materia de derechos humanos. Paris, U N E S C O ; Oxford, Berg Publishers Ltd, 1988. 216p. (World Social Science Information Directories / Répertoires mondiaux d'information en sciences sociales / Repertorios mundiales de información sobre las ciencias sociales). Encuadernado 125 F.
World Directory of Peace Research and Training Institutions, 7th ed. / Répertoire mondial des institutions de recherche et de formation sur la paix / Repertorio mundial de insti
tuciones de investigación y de formación sobre la paz. Paris, U N E S C O , 1991. 354p. World Social Science Information Directories / Répertoires mondiaux d'information en sciences sociales / Repertorios mundiales de información sobre las ciencias sociales). 120 F.
World Directory of Social Science Institutions, 1990, 5th ed. / Répertoire mondial des institutions de sciences sociales / Repertorio mundial de instituciones de ciencias sociales. Paris, U N E S C O , 1990. 1211p. (World Social Science Information Directories / Répertoires mondiaux d'information en sciences sociales /Repertorios mundiales de información sobre las ciencias sociales). 225 F.
World Directory of Teaching and Research Institutions in International Law, 2nd ed., 1990 / Répertoire mondial des institutions de formation et de recherche en droit international /Repertorio mundial de instituciones de formación y de investigación en derecho internacional. Paris, U N E S C O , 1990. 387 p.
(World Social Science Information Directories / Répertoires mondiaux d'information en sciences sociales / Repertorios mundiales de información sobre las ciencias sociales). 90 F.
World List of Social Science Periodicals, 1991, 8th ed. / Liste Mondiale des périodiques spécialisés dans les sciences sociales /Lista mundial de revistas especializadas en ciencias sociales. Paris, U N E S C O , 1991. 1264p. index. (World Social Science Information Services / Services mondiaux d'information en sciences sociales / Servicios m u n diales de información sobre las ciencias sociales). 150 F.
Como obtener estas publicaciones: a) Las publicaciones de la U N E S C O que lleven precio pueden obtenerse en la Editorial de la U N E S C O , Servicio de Ventas, 7 Place de Fontenoy, 75700 París o en los distribuidores nacionales; b) las co-publicaciones de la U N E S C O pueden obtenerse en todas aquellas librerías de alguna importancia o en la Editorial de la U N E S C O .
Números aparecidos
Desde 1949 hasta 1958, esta Revista se publicó con el título de International Social Science Bulletin/Bulletin international des sciences sociales. Desde 1978 hasta 1984, la RICS se ha publicado regularmente en español y, en 1987, ha reiniciado su edición española con el número 114. Todos los números de la Revista están publicados en francés y en inglés. Los ejemplares anteriores pueden comprarse en la U N E S C O . División de publicaciones periódicas, 7, Place de Fontenoy, 75700 París (Francia). Los microfilms y microfichas pueden adquirirse a través de la University Microfilms Inc., 300 N Zeeb Road, Ann Arbor, M I 48106 (USA), y las reimpresiones en Kraus Reprint Corporation, 16 East 46th Street, Nueva York, N Y 10017 (USA). Las microfichas también están disponibles en la U N E S C O , Division de publicaciones periódicas.
Vol. XI, 1959
N u m . 1 Social aspects of mental health* N u m . 2 Teaching of the social sciences in the U S S R * N u m . 3 The study and practice of planning* N u m . 4 N o m a d s and nomadism in the arid zone*
Vol. XII, 1960
N u m . 1 Citizen participation in political life* N u m . 2 The social sciences and peaceful
co-operation* N u m . 3 Technical change and political decision* N u m . 4 Sociological aspects of leisure*
Vol. XIII, 1961
N u m . 1 Post-war democratization in Japan* N u m . 2 Recent research on racial relations* N u m . 3 The Yugoslav c o m m u n e * N u m . 4 The parliamentary profession*
Vol. XIV, 1962
N u m . 1 Images of w o m e n in society* N u m . 2 Communication and information* N u m . 3 Changes in the family* N u m . 4 Economics of education*
Vol. XV, 1963
N u m . 1 Opinion surveys in developing countries* N u m . 2 Compromise and conflict resolution* N u m . 3 Old age* N u m . 4 Sociology of development in Latin America*
Vol. XVI, 1964
N u m . 1 Data in comparative research* N u m . 2 Leadership and economic growth* N u m . 3 Social aspects of African resource
development* N u m . 4 Problems of surveying the social science
and humanities*
Vol. XVII, 1965
N u m . 1 M a x Weber today/Biological aspects of race* N u m . 2 Population studies* N u m . 3 Peace research* N u m . 4 History and social science*
Vol. XVIII, 1966
Núm Núm Núm
1 H u m a n rights in perspective* 2 M o d e r n methods in criminology* 3 Science and technology as development
factors* N u m . 4 Social science in physical planning*
Vol. XIX, 1967
N u m . 1 Linguistics and communication* N u m . 2 The social science press* N u m . 3 Social functions of education* N u m . 4 Sociology of literary creativity
Vol. XX, 1968
N u m . 1 Theory, training and practice in management*
N u m . 2 Multi-disciplinary problem-focused research* N u m . 3 Motivational patterns for modernization* N u m . 4 The arts in society*
Vol. XXI, 1969
N u m . 1 Innovation in public administration N u m . 2 Approaches to rural problems* N u m . 3 Social science in the Third World* N u m . 4 Futurology*
Vol. XXII, 1970
N u m . 1 Sociology of science* N u m . 2 Towards a policy for social research* N u m . 3 Trends in legal learning* N u m . 4 Controlling the h u m a n environment*
Vol. XXIII, 1971
N u m . 1 Understanding aggression N u m . 2 Computers and documentation in the social
sciences* N u m . 3 Regional variations in nation-building* N u m . 4 Dimensions of the racial situation*
Vol. XXIV, 1972
N u m . 1 Development studies* N u m . 2 Youth: a social force?* N u m . 3 The protection of privacy* N u m . 4 Ethics and institutionalization in social
science*
480 Números aparecidos
Vol. XXV, 1973
N ú m . 1/2 Autobiographical portraits* N ú m . 3 The social assessment of technology* N u m . 4 Psychology and psychiatry at the crossroads
Vol. XXVI, 1974
N u m . 1 Challenged paradigms in international relations*
N u m . 2 Contributions to population policy* N u m . 3 Communicating and diffusing social science* N u m . 4 The sciences of life and of society*
Vol. XXVII, 1975
N u m . 1 Socio-economic indicators: theories and applications*
N u m . 2 The uses of geography N u m . 3 Quantified analyses of social phenomena N u m . 4 Professionalism in flux
Vol. XXVIII, 1976
N u m . 1 Science in policy and policy for science* N u m . 2 The infernal cycle of armament* N u m . 3 Economics of information and information
for economists* N u m . 4 Towards a new international economic
and social order*
Vol. XXIX, 1977
N u m . 1 Approaches to the study of international organizations
N u m . 2 Social dimensions of religion N u m . 3 The health of nations N u m . 4 Facets of interdisciplinarity
Vol. XXX, 1978
N ú m . I La territorialidad: parámetro político N u m . 2 Percepciones de la interdependencia mundial N ú m . 3 Viviendas humanas: de la tradición
al modernismo N ú m . 4 La violencia
Vol. XXXI, 1979
N ú m . 1 La pedagogía de las ciencias sociales: algunas experiencias
N ú m . 2 Articulaciones entre zonas urbanas y rurales N ú m . 3 Modos de socialización del niño N ú m . 4 En busca de una organización racional
Vol. XXXII, 1980
N ú m . 1 Anatomía del turismo N ú m . 2 Dilemas de la comunicación: ¿tecnología
contra comunidades? N ú m . 3 El trabajo N ú m . 4 Acerca del Estado
Vol. XXXIII, 1981
N ú m . 1 La información socioeconómica: sistemas, usos y necesidades
N ú m . 2 En las fronteras de la sociología N ú m . 3 La tecnología y los valores culturales N ú m . 4 La historiografía moderna
Vol. XXXIV, 1982
N ú m . 91 Imágenes de la sociedad mundial N ú m . 92 El deporte N ú m . 93 El hombre en los ecosistemas N ú m . 94 Los componentes de la música
Vol. XXXV, 1983
N ú m . 95 El peso de la militarización N ú m . 96 Dimensiones políticas de la psicología N ú m . 97 La economía mundial: teoría y realidad N ú m . 98 La mujer y las esferas de poder
Vol. XXXVI, ¡984
N ú m . 99 La interacción por medio del lenguaje N ú m . 100 La democracia en el trabajo N ú m . 101 Las migraciones N ú m . 102 Epistemología de las ciencias sociales
Vol. XXXVII, 1985
N ú m . 103 International comparisons N ú m . 104 Social sciences of education N ú m . 105 Food systems N ú m . 106 Youth
Vol. XXXVIII, 1986
N ú m . 107 Time and society N u m . 108 The study of public policy N u m . 109 Environmental awareness N u m . 110 Collective violence and security
Vol. XXXIX, 1987
Num. 111 Ethnic phenomena Num. 112 Regional science N u m . 113 Economic analysis and interdisciplinary N u m . 114 Los procesos de transición
Vol. XL, 1988
N ú m . 115 Las ciencias cognoscitivas N ú m . 116 Tendencias de la antropología N ú m . 117 Las relaciones locales-mundiales N ú m . 118 Modernidad e identidad: un simposio
Vol. XLI, 1989
N ú m . 119 El impacto mundial de la Revolución francesa
N ú m . 120 Políticas de crecimiento económico N ú m . 121 Reconciliar la biosfera y la sociosfera N ú m . 122 El conocimiento y el Estado
Vol. XLII, 1990
N ú m . 123 Actores de las políticas públicas N ú m . 124 El campesinado N ú m . 125 Historias de ciudades N ú m . 126 Evoluciones de la familia
Vol. XLIII, 1991
N ú m . 127 Estudio de los conflictos internacionales N ú m . 128 La hora de la democracia N ú m . 129 Repensar la democracia N ú m . 130 Cambios en el medio ambiente planetario
Vol. XL1V, 1992
N ú m . 131 La integración europea N ú m . 132 Pensar la violencia
•Números agotados
Reis CIS Centro de Investigaciones Sociológicas
Revista Española de Investigaciones Sociológicas
56 Octubre -D ic iembre 1991
Director Joaquín Arango
Secretaria Mercedes Contreras Porta
Cornejo de Redacción Manuel Castells, Ramón Cotarelo, Juan Diez Nicolás, Jesús M. de Miguel, Angeles Valero, Ludolfo Paramio, Alfonso Pérez-Agote, José F. Tezanos
Redacción y suscripciones Centro de Investigaciones Sociológicas Montalbán, a 28014 Madrid (España) Tels. 580 70 00 / 580 76 07
Distribución Siglo XXI de España Editores, S. A. Plaza, 5. 28043 Madrid Apdo. postal 48023 Tels. 759 48 09 / 759 45 57
Precios de suscripción Anual (4 números): 4.000 ptas. (45 $ USA) Número suelto del último ano: 1.200 ptas. (12 $ USA)
José Cazorla y Juan Montabes Resultados electorales y actitudes políticas en Andalucía (1990-1991)
Ander Gurrutxaga El redescubrimiento de la comunidad
Helena Bajar La sociología de Norbert Elias: Las cadenas del miedo
Juan Jose Caballero Romero Etnometodotogla: una explicación de la construcción social de la realidad
Juan José Castillo, Victoria Jiménez y Maximiano Santos Nuevas formas de organización del trabajo y de implicación directa en España
Jordi Capó Elecciones municipales, pero no locales
Jesús de Miguel La investigación en sociología hoy
Manuel García Ferrando y Eduardo López-Aranguren Experiencia de Investigación social en la Universidad española
Josep A. Rodríguez Nuevas tendencias en la investigación sociológica
Joan Bellavista, Carlos Vlladiu, Elena Guardlola, Luis Escribano, Margarita Grabulós y Carlos Iglesias Evaluación de la investigación social
Luis Saavedra Presentación de Gumersindo de Azcárate
Gumersindo de Azcárate Discursos leídos ante la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas el día 7 de mayo de 1891
Miguel Bertrán In Memoriam Alberto Spreafico
Alberto Spreafico Partidos, elecciones y sistemas de partidos en Italia y en España
Crítica de libros
Datos de opinión
EL TRIMESTRE E C O N Ó M I C O C O M I T E O I C T A M I N A D O R : Carlos Bazdresch P., Jorge Cambiaso, Carlos Márquez, José Romero, Lucia Segovia, Rodolfo de la Torre, Martin Werner. C O N S E J O EDITORIAL: E d m a r L. Bacha, José Blanco, Gerardo Bueno, Enrique Cárdenas, Arturo Fernández, Ricardo Ffrench-Davis, Enrique Florescano, Roberto Frenkel, Ricardo Hausmann, Albert O . Hirschman, David Ibarra, Francisco Lopes, Guillermo Maldonado, José A. O c a m p o , Luis Ángel Rojo Duque, Gert Rosenthal, Fernando Rosenzweig (t), Francisco Sagasti, Jaime José Serra, Jesús Silva Herzog Flores, Osvaldo Sunkel, Carlos Tello, Ernesto Zedillo.
Director: Carlos Bazdresch P. Subdirector Rodolfo de la Torre Secretario de Redacción: Guillermo Escalante A .
Vol. LIX (2) México, Abril-Junio de 1992 N ú m . 234
A R T Í C U L O S
Domenlco Mario Nuti
Lester R. Brown, Sandra Postel y Christopher Flavin
Fernando Dall'Acqua
Luis René Cáceres y Óscar A . Núñez-Sandoval
Samuel Alfaro Desentis
Jorge Mejia Montoya, Ménica Grados Agullar y Nelli Meunier González
Socialismo de mercado: El modelo que pudo ser pero no fue
Del crecimiento al desarrollo sostenible
Ajuste estructural y política agrícola en el Brasil: Experiencias de los ochenta y perspectivas para los noventa
Influencias internas y externas en la determinación del tipo de cambio en el mercado negro de Guatemala
Efectos reales del endeudamiento público interno: Evidencia empírica para México
La eficiencia del mercado accionario en México
NOTAS Y COMENTARIOS:
El convenio trilateral de libre comercio entre México, los Estados Unidos y el Canadá, Víctor L Urquidi. La economía y la política económica: Algunas tendencias recientes, Eric Roll
DOCUMENTOS:
Informe acerca del desarrollo mundial 1991: Evaluación crítica, José María Fanelli, Roberto Frenkel y Lance Taylor
Personal Universidades, bibliotecas e instituciones
Precio de suscripción por un año, 1991 La suscripción en México cuesta $75,000.00
España, Centro y Sudamérica
(dólares) $25.00
$35.00
Resto del m u n d o (dólares) $35.00
$100.00
Fondo de Cultura Económica - Av. de la Universidad 975 Apartado Postal 44975, México, D . F.
oo estudios sociales
N ° 72 / trimestre 2 / 1992
PRESENTACIÓN Pág. 5
ARTÍCULOS
CONDICIONES DE LA EFICIENCIA DEL
ESTADO DE D E R E C H O ESPECIALMEN
TE EN LOS PAÍSES EN DESARROLLO
Y E N DESPEGUE. Ulrich Karpen Pag. 9
ECONOMÍA DE M E R C A D O Y D E M O C R A
CIA LIBERAL: A PROPOSITO OEL FIN
DE LA HISTORIA. Sergio Micco A. Pág. 29
LA GESTION DE LAS REGIONES EN
EL N U E V O O R D E N INTERNACIONAL:
CUASI-ESTADOS Y CUASI-EMPRESAS.
Sergio Boisier Pág. 47
CRISIS E C O N Ó M I C A Y EXPANSION
TERRITORIAL: LA OCUPACIÓN DE LA
ARAUCAN1A EN LA S E G U N D A MITAD
DEL SIGLO XIX. Jorge Pinto R. Pág. 85
LOS EFECTOS DE LOS MEDIOS DE
COMUNICACIÓN DE MASAS: PER
FIL DE UN MITO. Edison Otero. Pág. 127
LA EDUCACIÓN SUPERIOR EN
CHILE. Iván Lavados M. Pág 137
LA PRENSA EN LA TRANSICIÓN
CHILENA. GuillermoSunkei Pág 155
PARTICIPACIÓN SOCIAL EN LA ES
CUELA: REFLEXIONES SOCIOLÓ
GICAS PARA LA FORMACIÓN DE
MAESTROS. Rodrigo Larraín Pág. 173
RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
"GESTION ORGANIZACIONAL"
(Darío Rodríguez). Patricio Dooner Pág. 185
D O C U M E N T O S
LA FUNCIÓN DE INTELIGENCIA Y
LOS VALORES DE LA DEMOCRACIA.
Patricio Dooner Pág. 189
SOBRE EL FINANCIAMIENTO DE
ESTUDIOS EN LAS UNIVERSIDADES
CHILENAS: PRE Y POSTGRADO.
Arturo Troncoso U. Pág. 193
EL PENSAMIENTO SOCIAL Y POLI
TICO DE ORTEGA Y GASSET EN
"ESPAÑA INVERTEBRADA".
Santiago Quer A. Pág. 199
corporación de promoción universitaria
Los artículos publicados en esta revista expresan los puntos de vista de sus autores y no necesariamente representan la posición de la Corporación
Revista de la C E P A L
Santiago de Chile Agosto de 1992 Número 47
Educación y transformación productiva con equidad. Femando Fajnzylber 7
El síndrome del "casillero vacío". Pitou van Dijck 21 La consolidación de la democracia y del desarrollo en Chile.
Osvaldo Sunkel 39 Patrón de desarrollo y medio ambiente en Brasil.
Roberto Guimarâes 49 Fundamentos y opciones para la integración de hoy.
Eugenio Lanera 67 Globalización y convergencia: América Latina frente
a un m u n d o en cambio. Jose Miguel Benavente y Peter J. West 81
El escenario agrícola mundial en los arios noventa. Giovanni Di Girolamo 101
La trayectoria rural de América Latina y el Caribe. Emiliano Ortega 125
Potencialidades y opciones de la agricultura mexicana. Julio López 149
La privatización de la telefonía argentina. Alejandra Herrera 163
Racionalizando la política social: evaluación y viabilidad. Ernesto Cohen y Rolando Franco 177
Economía política del Estado desarrollista en Brasil. José Luis Fiori 187
Orientaciones para los colaboradores de la Revista de la CEPAL 202
Publicaciones recientes de la C E P A L 203
La Revista de la C E P A L se publica en español e inglés, tres veces por año, y cada ejemplar tiene un valor de USS10 (diez dólares o su equivalente en moneda nacional). El valor de la suscripción anual es de US$16 (en español) y de USS18 (en inglés). C o m o todas las publicaciones de la C E P A L y del 1LPES, esta Revista se puede adquirir a través de la Unidad de Distribución de la C E P A L , Casilla 179-D, Santiago de Chile, o de Publicaciones de las Naciones Unidas, Sección Ventas: DC-2-866, Nueva York, 10017, Estados Unidos de América, o Palais des Nations, 1211 Ginebra 10, Suiza.
Estudios interdiscipltnarios sobre Desarrollo y Cooperación Internacional Editor Konrad-Adenaucr-Stlftung Asociación Civil
Centro lnterdisdpllnarlo de Estudios sobre el Desarrollo latinoamericano
Director Hermann Schneider
Colaboradores Judith Bojman, Carlota Jackisch, Carlos Merle, Ornar Ponce, Laura Vlllarruel
Administración y Documentación Carlos Merle, O m a r Ponce
Consejo de Redacción Judith Bojman, Carlota . Jacklscli, Hermann Schneider, Laura Vlllarruel
Secretarla de Redacción Laura Vlllarruel
• Artículos Javier Vlllanueva Ixt experiencia de la Comunidad Europea: posibles lecciones para el MBKCOSUS Ignacio Itaombrto Las relaciones de América latina y la Comunidad EurapeoMna renovada visión en el umbral del siglo XXI
Jose Canas Cambio estructural y costo social- algunas reflexiones Julio H. Cole
Ui falsa ¡maneta del proteccionismo para América Umita II11IJJ. Wclfciu ProMemas económicos y /terspectlvas de la unificación alemana Alejandro Indacochca, Nancy ftulctlc IM privatización en el contexto actual experiencias Internacionales
• Entrevista« Entrevista al Dr. Marcos Agulnls
• Temas Ricardo Combellas Concepto Jurídico y bases teórUxxonstltuclonales del Estado de Derecho. La pers/xctlva latinoamericana Félix K. Loft Estado de Derecho y corrupción Horst Schönbohm Estado de Dereclio, orden Jurídico y desarrollo David Ostcrfcld Corru/tclón y desarrollo
Ulcardo M . Rojal Orden Institucional, derecho de propiedad y corrupción Raúl Granillo Ocampo IM corrupción en el sistema político
• Notas Rudolf Ucrct, Klaus Wcigell Planteamientos de ética política en la doctrina social del Pa/ta Juan Pablo II Anton Rauscher Europa del Este: su reestructuración como desafio a las enseñanzas sociales de la Iglesia
Carlos Forlenza, Claudio Glacomlno Ciencia en América Latina
• Documentos y hechos Comunicado de la reunión de cancilleres de la Comunidad Buropea y el MERCOSUR
Comunicado de la Segunda Reunión Ministerial Institucionalizada entre la Comunidad Europea y el Grupo de Rio
Michel Albert 'Treinta años perdidos... "
• Comentarlos de libros N . Guillermo Mollnclli Presidentes y congresos en Argentina: mitos y realidades, por Alejandra Salinas
Publicación trimestral de la Konrad-Adenaucr-Stlftung A . C . - Centro Interdlsclpllnario de Estudios sobre el Desarrollo Latinoamericano CIEDLA
A ñ o DI - N» 2 (34) Abril-Junio, 1992
Redacción Administración: CIEDLA, Leandro N.AIem 690-20» Piso 1001 Buenos Aires, República Argentina, Teléfonos (00541) 313-3522/3531/3539 • 312-6918 FAX (00541)311-2902 Derechos idquirídos por K O N R A D -A D E N A U E R - S T I F T U N G A . C . Reg. de h Propiedad Intelectual N> 266.319 Hecho el depósito que marca la ley 11.723
REVISTA MEXICANA DE SOCIOLOGÍA Director: Ricardo Pozas Horcasitas Editora: Sara Gordon Rapoport
Órgano oficial del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, Torre 11 de Humanidades, 7o. piso, Cd.
Universitaria, C.P . 04510
N Ú M . 4 / O C T U B R E - DICIEMBRE / 91
I. I.A C O N S T I T U C I Ó N lili \A M O D E R N I D A D
Las raíces de la modernidad en la Edad Media
H E R B E R T FREY
Ideas de modernidad en la historia de México: democracia e igualdad BEATRIZ URÍAS
Aquella modernidad: sociedad y arte en el siglo xvm novohispano G U I L L E R M O BOILS
MBmasEMMBsm Epistemología y educación: el espacio educativo
HUGO ZEMELMAN
Racionalidad, conciencia y educación MARÍA TERESA Y U R É N
La educación: una problematizaáón epistemológica EMMA LEÓN
Didáctica y formación científica RAMILIO TAMBUTTI Y VÍCTOR CABELLO
La conciencia teórica en el campo curricular B E R T H A O R O Z C O
Saber cotidiano, educación y transformación social M A . EUGENIA T O L E D O
La transmisión del conocimiento y la heterogeneidad cultural GRACIELA HERRERA
ENSEÑANZA SUPERIOR Y SOCIEDAD
El mercado académico de la UNAM G O N Z A L O VÁRELA
IV. S E C C I Ó N 111151.IOC U A N C A
J O R G E A L O N S O a SERGIO SARMIENTO
mmmt Informes y suscripciones: Departamento de Ventas
Teléfono: 623-02-08
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La Revista internacional de ciencias sociales se publica en marzo, junio, septiembre y diciembre.
Precio y condiciones de subscripción en 1992 Países industrializados: 5.000 ptas. o 45 $. Países en desarrollo: 3.000 ptas. o 21 $. Precio del número: 1.500 ptas. o 15 $.
Se ruega dirigir los pedidos de subscripción, compra de un número, así como los pagos y reclamaciones al Centre U N E S C O de Catalunya: Mallorca, 285. 08037 Barcelona
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Los autores son responsables de la elección y presentación de los hechos que figuran en esta revista, del mismo m o d o las opiniones que expresan no son necesariamente las de la U N E S C O y no comprometen a la Organización.
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