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Prof. José Antonio García Fernández DPTO. LENGUA Y LITERATURA- IES Avempace jagarcia@avempace.com C/ Islas Canarias, 5 - 50015 ZARAGOZA - Telf.: 976 5186 66 - Fax: 976 73 01 69
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Marcel Proust (1871-1922), precursor de la novela moderna
“El único viaje auténtico, el único baño de juventud, no consiste en ir hacia nuevos paisajes, sino en
tener otros ojos, ver el mundo con los ojos de otro, de cien otros, ver los cien mundos que cada uno de ellos
ve”
Marcel Proust, En busca del tiempo perdido.
Biografía de Marcel Proust
Nació en París en una familia de la alta burguesía, lo que le permitió
una esmerada educación. Era un snob frecuentador de salones aristocráticos,
con entreveladas inclinaciones homosexuales, lo cual en su tiempo era difícil
de confesar. Le ocurría como a otros escritores (André Gide, Jean Cocteau,
Tennessee Williams), cuya orientación sexual dejó huella en su vocación
creativa y en su obra literaria.
Tras la muerte de su madre en 1905, que fue realmente el gran amor de su vida, tuvo una
crisis depresiva que le llevó a aislarse en una habitación y refugiarse en la literatura.
Marcel Proust fue el hijo mayor de Adrien Proust, un famoso epidemiólogo francés,
y Jeanne Clemence Weil, judía alsaciana, nieta de un antiguo ministro de Justicia. Es decir, que
su padre era un médico eminente, como el de Gustave Flaubert, y su madre era de clase alta y
origen semita (como en el caso de Irène Némirovsky, cuyo padre, León Némirovsky, era un
judío casado con una aristócrata rusa que lo despreciaba). Los tres escritores citados escribieron
en francés, los tres pertenecieron a las clases altas o acomodadas y entre los tres hay grandes
diferencias, además de algunas similitudes. Con Arthur Miller, Kafka y Némirovsky, comparte
el ser judío o medio judío. Su libro de poemas preferido era Las flores del mal, de Baudelaire.
Con Kafka también tiene en común su constitución física enfermiza: Proust era flaco y tenía
asma, Kafka pronto enfermaría de tisis, enfermedad que finalmente lo llevó a la tumba.
Volviendo a Marcel, la familia de Proust acostumbraba ir a la casa de sus tíos Amiot y
Elisabeth Proust, ésta última hermana del padre, en Pascua, cuya casa se encontraba en Illiers (el
pueblo de su padre), a unos 25 km de Chartres. Los dos hogares, Auteuil (donde vivían Marcel y
los suyos) e Illiers (actualmente, Illiers-Combray, lugar al cual van los turistas a comprar una taza
de té y una magdalena, para recordar el famoso pasaje de Por el camino de Swann), serán
constantemente comparados con Balbec y Combray, que aparecen en la novela más famosa de
Proust, À la recherche du temps perdu (En busca del tiempo perdido). Auteuil está cerca del
Bois de Boulogne. Combray es hoy Illiers-Combray, cerca de París. Y en cuanto a Balbec, se
inspira en lugares de la costa normanda, como Cabourg y Trouville, donde Proust pasó varios
veranos desde 1907 hasta 1914. Allí se enamoraría, primero, del joven Agostinelli y, después, de
Georges de Lauris, a quien le escribió:
“Me parece que hasta el momento he amado exclusivamente tu mente y tu corazón y que ahora
experimentaré una alegría pura y exultante, como el cristiano que come el pan y bebe el vino y canta “Venite
adoremus”, al recitar ante ti la letanía de tus tobillos y las alabanzas de tus muñecas”.
Hacia 1880, cuando tenía nueve años, Proust sufre su primera crisis asmática, razón por la
cual las visitas a Illiers se suspenden. Esta situación ocasionaría que Proust siempre viera Illiers
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como un paraíso perdido. En la escuela, Proust fue un niño débil y
enfermizo, motivo por el que su asistencia al colegio resultó irregular.
En el liceo Condorcet, donde estudió entre 1882 y 1889, tampoco
fue considerado un estudiante de mucho provecho. Sus compañeros se
burlaban de él y de su afeminamiento, lo consideraban un mimado niño
de mamá, un pusilánime afectado y poco varonil. Sin embargo, en su
círculo íntimo de amistades encontró a Daniel Halévy (biógrafo de
Nietzsche, Michelet y Vauban), Louis de La Salle (poeta y novelista
que murió joven), Robert Dreyfus (historiador), Fernand Gregh (poeta
y académico), Robert de Flers (dramaturgo y académico), Jacques Bizet
(hijo del compositor Georges Bizet). Halévy nos cuenta la manera
“brutal” en que trataban los demás estudiantes al joven Proust:
“Él parecía entre nosotros una especie de arcángel, inquieto e inquietante (…) con sus grandes ojos
orientales, su gran cuello de camisa blanco, su fular que ondeaba al viento (…) Su amabilidad, sus delicadas
atenciones, sus caricias (…) con frecuencia considerábamos todo eso como manierismos, poses, y no
desaprovechábamos la oportunidad de decírselo a la cara (…) Éramos duros con él. ¡Pobre desgraciado!”
(Marcel Proust: Correspondance avec Daniel Halévy, ed. Anne Borrel y Jean Pierre Halévy,
Paris, Éditions de Fallois, 1992, pp. 42-44).
Es evidente que en su adolescencia se manifestaron sus pulsiones homosexuales que él
mismo intentaba negar, por la presión del entorno social de su época, marcademente homófobo. En
su tiempo, no era tan fácil “salir del armario”, y menos aún para un medio judío, dado el feroz
antisemitismo que iba creciendo en Europa, en la Francia del “affaire Dreyfus” (1894-1906).
No hay que olvidar que en 1895 se vivió en Inglaterra el proceso y condena por sodomía contra
Oscar Wilde (1895) y que en Francia eran frecuentes las redadas policiales en los locales de
flirteo homosexual.
A pesar de la beligerancia homofóbica en que vive, Proust es capaz de escribir en su
diario:
“Mis cualidades favoritas en un hombre: Encanto femenino. Mis cualidades favoritas en una mujer:
Virtud masculina y generosidad en la amistad” (“Marcel Proust par lui-même”, Contra Sainte-Beuve.
Recuerdos de una mañana, Barcelona, Tusquets, 2005).
Para el año de 1888, a la edad de diecisiete años, Proust empezó a frecuentar salones
donde conoció a una serie de damas de la alta burguesía. Uno de estos salones sería el que
regentaba Madame de Caillavet, hija de unos banqueros judíos, que vivía separada de su marido,
conocida por ser la amante de Anatole France. A través de ella, Marcel conoció a Anatole, a
Dumas hijo, al filósofo Víctor Brochard… Fue una época que marcó a Proust y a su obra, años
de formación y aprendizaje, con personajes y ambientes refinados y de tono aristocrático de la vida
parisina.
Este estilo de vida selecto fue breve sin embargo, ya que, en 1889, Proust decidió ingresar
como voluntario en el servicio militar. Respecto a este periodo, Marcel declaró que fue uno de los
más gratos de su vida, lo definió como un verdadero “paraíso”.
En 1893 conoce a un aristócrata, el conde Robert de Montesquiou, que tendrá una
influencia decisiva en su vida y obra. Montesquiou era un poeta homosexual, autor de Les
hortensias bleues (Las hortensias azules) entre otras obras, altanero, caprichoso y afectado, al
cual Marcel adularía sin medida. Debido a esta amistad, Proust logra introducirse en el faubourg
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Saint-Germain, el más selecto y artístico de París. La lista de las amistades influyentes y
artísticas de Proust es muy extensa. Ese frecuentar salones y círculos aristocráticos le sirvió para
acopiar materiales que, después, utilizaría en su gran obra: En busca del tiempo perdido. La figura
del barón de Charlus, homosexual al que le gustan los compañeros de aspecto duro, marineros o
aprendices de carnicero procedentes de las clases bajas, está inspirada en Montesquiou.
Durante el verano de 1895, emprendió la redacción de su primera novela, la cual relata la
vida de un joven, apasionado por la literatura en el París mundano de finales del siglo XIX. La
novela sólo se publicó póstumamente, en 1952, por Bernard de Fallois, bajo el título Jean
Santeuil, organizando y compilando múltiples fragmentos, pero no constituye un conjunto
acabado, pues Proust decidió abandonar su proyecto narrativo cuando ya llevaba escritas unas mil
páginas. Allí evocaba especialmente el «Caso Dreyfus», del que fue actor apasionado; él era
favorable al capitán judío francés Dreyfus, acusado de traición por
sus compañeros de promoción, oficiales como él, y condenado en juicio
de guerra, víctima del antisemitismo. El capitán estuvo preso doce
años, en durísimas condiciones, sufriendo torturas y vejaciones casi a
diario, desde 1894 hasta 1906, cuando se proclamó su inocencia y se
decretó su liberación. Proust hizo circular una petición de libertad para
Dreyfus y consiguió que la firmaran personalidades relevantes de la
cultura francesa, como Anatole France. Hacia 1900, tras cinco años de
trabajo, abandonó la redacción de esa primera novela, que en vida del
escritor no vio la luz.
En 1896, autopublicó Los placeres y los días, una recopilación
de poemas en prosa, retratos y relatos largos en un estilo decadente.
Ilustrado por Madeleine Lemaire, dueña del salón que Proust frecuentaba con asiduidad, junto
con su amante francovenezolano de entonces, Reynaldo Hahn, un músico talentoso que
contribuyó al libro con sus partituras. El libro le trajo a Proust una reputación de diletante
mundano que no se disiparía hasta la publicación de los primeros tomos de En busca del tiempo
perdido. El volumen, magníficamente editado, auténtico capricho de bibliófilo de precio
exorbitante, apenas se vendió. Eso sí, produjo que Proust se batiera en duelo con el periodista
Jean Lorrain, que se rio en Le Journal de las tendencias andróginas del escritor. También hizo lo
mismo con el crítico Paul Souday, años más tarde, en 1920, porque utilizó la palabra “femenino”
para referirse a su estilo. No toleraba bromas en este aspecto. Aunque no podía evitar escribir
cartas a su amante Hahn, donde le decía, por ejemplo, “Mi corazón late solamente por ti”.
La relación con Reynaldo Hahn tuvo momentos tormentosos. Proust hizo sentir al músico
francovenezolano el veneno de los celos y pudo sentirlos él mismo. Finalmente, el escritor se había
enamorado de otro joven, Lucien Daudet, hijo del escritor Alphonse Daudet, con el que también
tuvo relaciones apasionadas y tormentosas. Según William C. Carter y otros biógrafos y
estudiosos, Proust es, en À la recherche du temps perdu, un magistral descriptor de la celotipia.
Harold Bloom, en El canon occidental, asegura que es similar o incluso superior al Otello de
Shakespeare y que supera a Freud en su percepción de la obsesión erótica.
Por ejemplo, describe el amor de Swann por Odette de Crécy, como una patología:
“Y aquella dolencia que era el amor de Swann se había multiplicado de tal modo, iba tan estrechamente
unida a todos los hábitos de Swann —a todos sus actos, a su pensamiento, a su salud, a su sueño, a su vida,
incluso a lo que deseaba para después de la muerte—, formaba ya tal parte de él, que no habría podido
arrancársela sin destruirlo casi por entero: como se dice en cirugía, su amor ya no era operable” (Por la parte
de Swann).
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Por los celos, por “la divinidad perversa de los celos”,
Swann entrará
“en aquel nuevo círculo del infierno (dantesco) del que
no veía cómo salir jamás”.
Como dice el narrador de Por la parte de Swann,
“Los celos son también un demonio que no podemos
exorcizar y siempre reaparecen con una forma nueva” (Por la
parte de Swann).
[Por celos] “pueden los cuerpos humanos causar tanto
daño a quienes los aman, porque guardan tantos recuerdos de
alegrías y de deseos ya borrados para ellos, pero tan crueles para el que contempla y prolonga en el orden del
tiempo el cuerpo querido del que está celoso, celos hasta desear su destrucción” (Por la parte de Swann).
“Solo amamos aquello en lo que perseguimos algo inaccesible, amamos sólo lo que no poseemos” (La
prisionera).
Louis de Robert, que leyó Por la parte de Swann en manuscrito, le dijo a Proust que la
sección titulada “Un amor de Swann” presentaba ante el lector
“un estudio de los celos sin igual en nuestra literatura”.
Tras las aventuras amorosas con Reynaldo Hahn y Lucien Daudet, Proust nunca volvió a
tener amistad con hombres de su misma clase social. Siempre elegiría a criados o jóvenes de la
clase trabajadora y relaciones en las que mediaba el dinero.
Con el paso del tiempo, además de la vida social agitada que lleva y del “problema” de su
latente homosexualidad, de la que va tomando consciencia, Proust se va interesando por la
literatura. Se encuentra con la obra del esteta inglés John Ruskin que, a la larga, cambiaría la
orientación de su vida y obra. Ruskin prohibió que se tradujera su obra mientras viviera, Proust lo
descubrió leyendo artículos y obras críticas sobre él como Ruskin et la religion de la beauté.
Cuando muere Ruskin en 1900, Marcel decide iniciar la traducción de su obra. Para este fin,
emprendió varios peregrinajes ruskinianos al norte de Francia, a Amiens (pues Ruskin había
escrito La Biblia de Amiens) y sobre todo a Venecia, en donde residió una temporada con su
madre. El hecho está registrado en Albertina desaparecida, una de las partes de En busca del
tiempo perdido.
Los padres de Marcel Proust jugaron un papel determinante en el trabajo de traducción:
el padre lo aceptó como un medio de poner a hacer algo útil a un hijo perezoso que acababa de
abandonar un trabajo no remunerado en la biblioteca Mazarine. La madre influyó más aún, pues
Marcel no dominaba el inglés, así que ella realizó una primera traducción literal del texto. A partir
de allí, Proust pudo «escribir en excelente francés ruskiniano», como anota un crítico ante la
aparición de la primera traducción. Las traducciones proustianas de Ruskin, entre ellas Sésame et
les lys, Sésamo y lirios, de 1906, fueron alabadas por críticos como el filósofo y premio Nobel
Henri Bergson, pero resultaron un fracaso editorial en cuanto a ventas y éxito de público.
Sin embargo, esta etapa afirmó la personalidad literaria del escritor galo, quien acompañó
sus traducciones de un abundante aparato crítico y múltiples notas. A medida que traducía a
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Ruskin, Proust tomaba distancia con las posiciones estéticas del esteta
inglés, lo que se evidencia en sus largos prefacios, casi tan extensos
como el texto traducido.
Tras la muerte de sus padres, sobre todo la de su madre (en
1905), su frágil salud se deterioró a causa del asma y la depresión.
Permaneció recluido en el 102 del Boulevard Haussmann en París,
donde hizo cubrir las paredes de corcho para aislarse de ruidos y
dedicarse a su trabajo. Vivía exclusivamente de noche tomando café
en grandes cantidades y casi sin comer, según cuenta Céleste Albaret,
su criada en esos años, en su libro de memorias: Monsieur Proust.
Hacía 1909, después de haber leído mucho, Proust se entrega a
su obra maestra, En busca del tiempo perdido. Sigue sin salir de casa,
trabajando durante la noche y durmiendo de día. Para sus necesidades cotidianas, tiene a su servicio
a un joven matrimonio de criados, Nicolas y Céline Cottin.
En 1912, aparecieron varios fragmentos de su novela en Le Figaro. Por esta época, según
sus propios cálculos, el libro daría para dos volúmenes de setecientas páginas cada uno. Proust no
había pensado en las consecuencias editoriales de la gran extensión de En busca del tiempo
perdido. El primero de los volúmenes, Por el camino de Swann, se publicó en noviembre de
1913, en la editorial Grasset, pagado con dinero del escritor, a quien le habría gustado publicar de
golpe todo el texto. Pero no quedó más remedio que fragmentarlo.
En 1914, estalla la primera guerra mundial (1914-1918). Proust siente ganas de ir al
campo de batalla, pero su salud no se lo permite y es declarado inútil para el servicio. Mientras, su
hermano Robert es ascendido a capitán y varios de sus amigos mueren en batalla. Proust, desde
casa, presta ayuda en todo lo que se le solicita y se dedica por completo a rehacer su novela. En
estos años, le llaman “Proust el del Ritz”, por la frecuencia con que es visto en ese hotel donde
conoce a jóvenes escritores, entre ellos Jean Cocteau o François Mauriac, y consigue los
amoríos de los apuestos camareros del hotel.
Apenas terminada la guerra, se publica el segundo volumen de En busca del tiempo
perdido: A la sombra de las muchachas en flor, en 1919, en la editorial Gallimard, casa editora a
la que también había enviado el primer tomo, pero lo había rechazado por decisión de André Gide,
un escritor con gran peso en la editora, al que Proust admiraba y con quien se carteó comentando
ampliamente el asunto de la homosexualidad, pero que apenas había leído el principio de su
novela. Ahora, la editorial reconsideraba su negativa y aceptaba la edición del segundo volumen
que, al año siguiente, obtendría el premio Goncourt, con cierta controversia pública por la
decisión del jurado, puesto que Proust movilizó para ganarlo a sus muchas influencias literarias, y
consiguió ganarlo finalmente, pese a no ser ya el “joven escritor” que pedían las bases del
galardón.
Trabajó sin descanso en los libros siguientes de En busca del tiempo perdido, hasta su
muerte en 1922, víctima de una bronquitis mal tratada, degenerada en neumonía. En el mes de
septiembre de 1922, sufría las primeras crisis asmáticas. El 10 de octubre, salía por última vez a
la calle y, una semana después, el 18 de noviembre de 1922, moría. Fue enterrado, junto a su padre
y su hermano, Robert Proust, en el cementerio parisino de Père-Lachaise.
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Póstumamente, se publicaron las partes restantes de su novela: La prisionera (1923); La
fugitiva (1925) y El tiempo recobrado (1927).
Proust fue un niño mimado y difícil. Débil y enfermizo, talentoso, elegante, recluido en
una sexualidad especial, a contrapié del tiempo en que le tocó vivir, siempre sintió una gran
necesidad de cariño:
“El principal rasgo de mi carácter: La necesidad de ser amado y, para ser más preciso, la necesidad de
ser acariciado y mimado todavía más que la necesidad de ser admirado” (“Marcel Proust par lui-même”,
Contra Sainte-Beuve. Recuerdos de una mañana, Barcelona, Tusquets, 2005).
Su sensibilidad, su sexualidad prohibida, su diletantismo, su modo de vida burgués, le
hicieron decantarse por una fina ironía, un estilo elegante y una preferencia eterna por lo
complejo en lugar de lo simple. Proust prefería ver muchas cosas en una, buscaba la armonía
secreta que las unía todas.
La obra de Marcel Proust
Su gran obra, À la recherche du temps perdu, En busca
del tiempo perdido, fue publicada entre 1913 y 1927. La
homosexualidad, inconfesable en la sociedad de la época, está
latente en toda ella, sobre todo en el tomo de Sodoma y
Gomorra, donde analiza tanto el homoerotismo masculino
como el femenino. Allí, el narrador quiere explicar
“por qué razones un griego de la época de Sócrates, un romano de la de Augusto, podían ser lo que
sabemos sin dejar de ser hombres absolutamente normales y no hombres-mujer, como vemos hoy”.
Esta idea ya la había expuesto en una carta anterior, dirigida a su asesor financiero, Lionel
Hauser, con el que frecuentemente conversaba de filosofía y ética:
“Ha habido épocas en las que el bienestar físico y moral era la fuente misma de la preeminencia en
todas las cosas, y del genio. Los jóvenes discípulos de Platón (que diferían de los tuyos en amar a hombres
jóvenes en lugar de mujeres, pero eso era lo habitual en la época) eran sin duda seres en los que el cuerpo, la
mente y una idea de la justicia se desarrollaban en armonía por medio de ejercicios físicos, intelectuales y
morales. Y no puede decirse que esa salud soberana, esa perfección moral, no puedan algún día regresar.
Mientras tanto, lo que más me sorprende del mundo moderno es lo contrario, lamentablemente”.
Y para justificar la homosexualidad habla de “desajustes nerviosos”, de “naturalezas
artísticas” y de “contemplación de la belleza”, cosas que hacen que la pulsión gay no sea
repudiable ni enfermiza y no pueda juzgarse con criterios morales.
Proust considera, de acuerdo a lo que se creía en la época, que los gays son más creativos y
artísticos que los heteros:
“Gracias a su homosexualidad, Monsieur Charlus comprende cosas que son un libro cerrado para su
hermano [el duque de Guermantes], es mucho más sutil y sensible”.
Y anhela el retorno de los tiempos antiguos, cuando había mayor tolerancia social para la
personal manera de entender la vida sexual. Para él, la experiencia amorosa es la misma,
igualmente subjetiva, alocada, sublime o trágica, sea su destinatario homosexual o heterosexual.
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En busca del tiempo perdido está dividida en siete libros:
Por el camino de Swann, 1913;
A la sombra de las muchachas en flor, 1919;
El mundo de Guermantes (también traducida como La parte
de Guermantes)
Sodoma y Gomorra, 1922;
La prisionera,1923, póstuma;
La fugitiva, 1925, póstuma, y
El tiempo recobrado, póstuma, 1927.
En Sodoma y Gomorra encontramos la que pasa por ser la
frase más larga de la literatura, con más de 70 renglones, insertada en un sermón sobre la
homosexualidad, donde late de trasfondo el terrible proceso a Oscar Wilde, a quien Proust
conoció personalmente:
“Sin honra, como no sea en precario, sin libertad no siendo provisional, hasta el descubrimiento del
crimen; sin una posición que no sea inestable, como el poeta agasajado la víspera en todos los salones,
aplaudido en todos los teatros de Londres, expulsado a la mañana siguiente de todos los hoteleros sin poder
encontrar una almohada en donde descansar la cabeza, dando vueltas a la piedra de molino como Sansón y
diciendo como él: “Los dos sexos morirán cada uno por su lado”; excluidos, inclusive, salvo en los días de
gran infortunio, en que la mayoría se apiña en torno a la víctima, como los judíos en torno a Dreyfus, de la
simpatía a veces de la sociedad de sus semejantes, a quienes dan la repugnancia de ver lo que son, pintado en
un espejo que, al no adularles ya, acusa todas las lacras que no habían querido observar en sí mismos y les
hace comprender que lo que llamaban su amor (y a lo que, jugando con el vocablo, hablan anexionado, por
sentido social, cuanto la poesía, la pintura, la música, la caballería, el ascetismo, han podido añadir al amor)
dimana, no de un ideal de belleza que hayan elegido ellos, sino de una enfermedad incurable; como los judíos,
también (salvo algunos que no quieren tratar sino a los de su misma casta, tienen siempre en los labios las
palabras rituales y las bromas consagradas), huyendo unos de otros, buscando a los que son más opuestos a
ellos, que no quieren nada con ellos, perdonando sus Sofiones, embriagándose con sus complacencias, pero
unidos asimismo a sus semejantes por el ostracismo que les hiere, por el oprobio en que han caído, habiendo
acabado por adquirir, por obra de una persecución semejante a la de Israel, los caracteres físicos y morales de
una raza, a veces hermosos, espantosos a menudo, encontrando (a pesar de las burlas con que el que, más
mezclado, mejor asimilado a la raza adversa es relativamente, en apariencia, el menos invertido, abruma al
que ha seguido siéndolo más) un descanso en el trato de sus semejantes, y hasta un apoyo en su existencia,
hasta el punto de que, aun negando que sean una raza (cuyo nombre es la mayor injuria), los que consiguen
ocultar que pertenecen a ella los desenmascararán gustosos, no tanto por hacerles daño, cosa que no detestan,
como por excusarse, y yendo a buscar, como un médico busca la apendicitis la inversión hasta en la Historia,
hallando un placer en recordar que Sócrates era uno de ellos, como dicen de Jesús los israelitas, sin pensar que
no había anormales cuando la homosexualidad era la norma, ni anticristianos antes de Cristo, que sólo el
oprobio hace el crimen, puesto que no ha dejado subsistir sino a aquellos que eran refractarios a toda
predicación, a todo ejemplo, a todo castigo, en virtud de una disposición innata hasta tal punto especifica que
repugna a los otros hombres más (aun cuando pueda ir acompañada de altas cualidades morales) que ciertos
vicios que se contradicen, como el robo, la crueldad, la mala fe, mejor comprendidos y por ende más
disculpados por el común de los hombres, formando una francmasonería mucho más extensa, más eficaz y
menos sospechada que la de las logias, ya que descansa en una identidad de gustos, de necesidades, de
hábitos, de peligros, de aprendizaje, de saber, de tráfico, de glosario, y en la que los mismos miembros, que no
desean conocerse, se reconocen inmediatamente por signos naturales o de convención, involuntarios o
deliberados, que indican al mendigo uno de sus semejantes en el gran señor a quien cierra la portezuela del
coche, al padre en el novio de su hija, al que había querido curarse, confesarse, al que tenía que defenderse, en
el médico, en el sacerdote, en el abogado que ha requerido; todos ellos obligados a proteger su secreto, pero
teniendo su parte en un secreto de los demás que el resto de la Humanidad no sospecha y que hace que las
novelas de aventuras más inverosímiles les parezcan verdaderas ya que en esa vida novelesca, anacrónica, el
embajador es amigo del presidiario, el príncipe, con cierta libertad de modales que da la educación
aristocrática y que un pequeño burgués tembloroso no tendría al salir de casa de la duquesa, se va a tratar con
el apache; parte condenada de la colectividad humana, pero parte importante, de que se sospecha allí donde no
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está, manifiesta, insolente, impune, donde no se la adivina; que cuenta con adeptos en todas partes, entre el
pueblo, en el ejército, en el templo, en el presidio, en el trono; que vive, en fin, a lo menos un gran número de
ella, en intimidad acariciadora y peligrosa con los hombres de la otra raza, provocándolos, jugando con ellos a
hablar de su vicio como si no fuera suyo, juego que hace fácil la ceguera o la falsedad de los otros, juego que
puede prolongarse durante años hasta el día del escándalo en que esos domadores son devorados; obligados
hasta entonces a ocultar su vida, a apartar sus miradas de donde quisieran detenerse, a clavarlas en aquellos de
que quisieran desviarse, a cambiar el género de muchos adjetivos en su vocabulario, traba social ligera en
comparación de la traba interior que su vicio, o lo que se llama impropiamente así, les impone no ya respecto
de los demás, sino de sí mismos, y de suerte que a ellos mismos no les parezca un vicio. Pero algunos, más
prácticos, más apresurados, que no tienen tiempo de regatear y de renunciar a la simplificación de la vida y a
ése ganar tiempo que puede resultar de la cooperación, se han formado dos sociedades, la segunda de las
cuales se compone exclusivamente de seres análogos a ellos.”
(“Capítulo I-Primera aparición de los hombres-mujeres, descendientes de aquellos habitantes de
Sodoma que fueron perdonados por el fuego del cielo”, en Proust, Marcel: Sodoma y Gomorra.)
En ese volumen, Sodoma y Gomorra, Proust llegó a afirmar
que los homosexuales pertenecían, como los judíos, a una “raza sobre
la que pesa una maldición” y habla de la persecución que ambas
“razas” han sufrido a lo largo de la historia.
En busca del tiempo perdido es uno de los monumentos de la
literatura moderna. Es, en cierto modo, una novela circular: narra la
infancia, la adolescencia, juventud y madurez de un hombre que
quiere escribir una novela, pero no se considera capaz, o siente pereza
y lo va dejando para más tarde. Al final del último libro, comprenderá
que ha llegado el momento de ponerse a escribir. De él, nunca
llegamos a saber su nombre, solo lo llamamos “el narrador”.
Tras múltiples desilusiones y decepciones, el protagonista-narrador se dedicará a la
única actividad que no puede decepcionarlo: la literatura y el arte. Considera la creación literaria
como la actividad más sublime del espíritu, puesto que ordena el pasado y saca a la luz la esencia
y la verdad del mundo.
Toda la obra gira en torno a la cuestión de la sexualidad: homo-, hetero-, bi-sexualidad,
hasta el punto de que algún comentarista de Proust (por ejemplo, Jean Cocteau) ha dicho que A la
sombra de las muchachas en flor es en realidad un libro sobre los muchachos adolescentes cuyos
cuerpos elásticos, jóvenes y vigorosos, fascinaban al escritor. El tema clave es el amor y sus
desilusiones, la posesión y los celos, el egoísmo y la entrega, todo ello contado en un estilo
refinado y con sobrentendidos para lectores inteligentes, a causa del conservadurismo de la
época.
Uno de los grandes méritos de Proust es la creación de numerosos personajes, a veces
secundarios y episódicos, pero perfectamente caracterizados. Crea hablas individuales
características de cada persona, mediante las cuales consigue plasmar una dicción particular de
cada persona. Como la acción de la novela tiene lugar a lo largo de muchos años, se ve cómo
cambian de aspecto físico, de forma de hablar y de pensar.
La novela, salvo raras excepciones, está escrita en primera persona, pero la voz del
narrador no debe ser identificada con el autor. Proust pretendía que su obra no fuera entendida
como autobiografía. El narrador se parece mucho a él, pero no todo lo que cuenta tiene por qué
tener su correlato de verdad con su personal biografía. Parece más bien que Proust aprovechó
todo lo vivido para reelaborarlo literariamente, presentando sus propios sentimientos hacia sus
amantes como sensaciones de sus personajes.
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Del narrador-personaje sabemos que no tiene ocupación alguna, que
lleva una vida mundana asistiendo a los salones aristocráticos de la época,
que intenta escribir una novela, que tiene un aspecto pálido y una salud débil.
A lo largo del relato, el narrador muestra cómo cambia su visión del mundo
desde la niñez hasta la madurez. Acaba decepcionándose del amor y de la
sociedad aristocrática, a pesar de que Proust había dicho:
“Sólo el amor es divino”.
“Mi ocupación preferida: Amar”.
El tiempo constituye uno de los elementos principales de la obra.
Proust, guiado por la filosofía de Henri Bergson, se dedicó a conquistar el tiempo pasado. En el
recuerdo, en la contemplación y el arte, Proust encontró la única manera de poseer la vida.
Distingue entre memoria voluntaria, mediante la que reclamamos a nuestra inteligencia elementos
del pasado, pero que sólo proporciona imágenes aisladas, y la memoria involuntaria, que brota
espontáneamente por una sensación, vivida anteriormente, que actúa como estímulo. Esta
memoria tiene mucho que ver con las teorías psicoanalíticas de Sigmund Freud acerca del
inconsciente y el subconsciente. El narrador llega a descubrir que todo nuestro pasado permanece
vivo, oculto dentro de nosotros, y puede ser rescatado mediante percepciones sensoriales (la
famosa escena de la magdalena) o por la intervención del arte.
“Al igual que cuando poseemos una canción, grabada de por vida, no necesitamos que una mujer nos
diga el principio para recordar el resto. Y si comienza a la mitad, estamos tan acostumbrados a esta música
que somos capaces de encontrar nuestra compañera en el pasaje fugaz donde ella nos espera”.
“No vale la pena que intentemos evocar nuestro pasado. Todos los esfuerzos de nuestra inteligencia
resultan inútiles. Nuestro pasado se oculta, lejos de su dominio y de su alcance, en cualquier objeto material,
insospechable para nosotros. Que antes de morir encontremos ese objeto o no, depende del azar”.
Además de la crónica de una vocación literaria, la obra es una comedia social en la que la
aristocracia decadente termina por rendirse ante la clase media, y donde los vicios y falsedades
de uno y otro grupo aparecen revelados implacablemente. El amor, heterosexual y homosexual,
es analizado con crueldad en varias ocasiones y también acaba decepcionando al narrador. Su
único refugio, al final, es la literatura.
En la novela aparecen parejas heterosexuales como Swann y Odette de Crécy, el joven
narrador y Gilberte, el narrador maduro y Albertine, el marqués Robert de Saint-Loup y la
actriz Rachel; también relaciones homosexuales, como Mademoiselle Vinteuil y su amiga sin
nombre, el barón de Charlus y Charlie Morel. (Charlus es, seguramente, el personaje
homosexual más famoso de la literatura universal, un icono del gay power). Hay personajes como
Saint-Loup y Morel que son bisexuales. Proust tiene un ingenio cáustico, una ironía fina, un
travieso sentido del humor y nos presenta escenas de celos y decepciones, nos hace sentir con qué
frecuencia el amor nos vuelve a todos locos.
Proust lleva al extremo la introspección y el autoanálisis, a la vez que aplica una inusitada
capacidad de observación en unas descripciones magistrales. Además opera una transfiguración
poética de la realidad, gracias a la hondura lírica de sus imágenes.
Ortega y Gasset, al referirse a Proust, hablaba de la “novela paralítica”, pues en ella hay
más reflexión que acción novelesca, la trama desaparece y quedan solo las introspecciones del
narrador, una obra en la que no pasa nada o casi nada.
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Por otro lado, Proust desborda lo puramente narrativo para incluir reflexiones
psicológicas y morales que dan aire de ensayo a muchas de sus páginas. Por ello, con Proust la
novela rompe sus fronteras tradicionales para incorporar elementos de otros géneros.
Otra novedad de la estructura de En busca del tiempo perdido es la libertad con que se
suceden las evocaciones, ajenas al orden cronológico, simulando los saltos adelante
(flashforward) y atrás (flashback) que se producen en la conciencia y la memoria humanas.
Por último, es inconfundible su estilo, basado en la frase larga y sinuosa, elegante,
finísimo.
Hay que decir que de la obra de Proust existe una magnífica adaptación en cómic, obra de
Stéphane Heuet, publicada también en español por Sexto Piso, en varios volúmenes. Muy
recomendable y de gran calidad visual. (Ver “Clásicos en cómic: En busca del tiempo perdido, de
Marcel Proust”, https://insulazagalia.blogspot.com.es/2017/07/clasicos-en-comic-en-busca-del-
tiempo.html).
Terminamos con esta valoración de la novela de William C. Carter, biógrafo de Proust:
“En busca del tiempo perdido es una novela circular construida sobre el modelo del universo. La
visión de Proust es ciertamente cósmica en el sentido de que trata de crear un universo de ficción que, como el
real, está en constante expansión, “en perpetuo devenir”. Esta naturaleza expansiva, envolvente, de la novela
constituye uno de sus aspectos más modernos. Edmund Wilson elogió el libro de Proust por ser nada menos
que el equivalente literario de la teoría de la relatividad de Albert Einstein: “Ha recreado el mundo de la
novela desde el punto de vista de la relatividad: ha aportado por primera vez en la literatura un equivalente a
gran escala de la nueva teoría de la física”.
(William C. Carter, Proust enamorado, trad. Ramón González Férriz, Barcelona, Belacqua, 2007,
pp. 251-252).
La magdalena de Proust
A partir del sabor de una magdalena mojada en té
(o tila, según otras traducciones), el narrador de Por el
camino de Swann, primer libro de En busca del tiempo
perdido, evoca su infancia y toda su vida. Uno de los
pasajes más importantes de la literatura universal, sin duda.
« […] En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena
mojado en tila que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto
y tardaría mucho en averiguar el porqué ese recuerdo me daba tanta
dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto,
vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del
jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis
padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo
únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo,
desde la hora matinal hasta la vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y
las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo. Y como ese
entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer,
informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse,
convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de
nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus
Dos grandes renovadores de la novela: Joyce comiéndose la magdalena de Proust
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viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va
tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té […]»
(Marcel Proust, En busca del tiempo perdido: Por el camino de Swann)
La recreación de Stéphane Heuet en su adaptación en cómic de la obra de Proust es
especialmente acertada:
Proust y el arte
“La ley cruel del arte es que los seres mueran y que nosotros mismos muramos agotando todos los
sufrimientos, para que nazca la hierba, no del olvido, sino de la vida eterna, la hierba firme de las obras
fecundas, sobre la cual vendrán las generaciones a hacer sin preocuparse de los que duermen debajo, su
“almuerzo en la hierba”
(Marcel Proust, En busca del tiempo perdido: El tiempo recobrado, trad. de Consuelo Berges,
Madrid, Alianza Editorial, 2006, p. 409).
Más información Wikipedia, voz “Marcel Proust”. William C. Carter, Proust enamorado, trad. Ramón González Férriz, Barcelona, Belacqua, 2007.
Gran retrato de Proust y sus amantes y del París gay en que vivió, y de cómo sus experiencias desilusionadas se convierten en materia novelesca en À la recherche du temps perdu. Carter analiza las experiencias sexuales del Proust adolescente, su visita a un burdel (para “curarle” de su homosexualidad), sus primeros amores, el duelo con el periodista Jean Lorrain que lo llamó homosexual, sus flirteos con damas respetables y prostitutas de clase alta, sus relaciones con jóvenes criados…
Javlangar, “La revolución novelística del siglo XX”, disponible en http://www.avempace.com/file_download/2992/Literatura-Universal-Tema-7-La-revolucion-novelistica-del-siglo-XX-javlangar.doc .
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Letr@herida, entradas sobre Proust y En busca del tiempo perdido: http://lenguavempace.blogspot.com.es/search/label/Marcel%20Proust
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