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Joaquín Perea
OTRA IGLESIA ES POSIBLE
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JOAQUÍN PEREA
OTRA IGLESIA ES POSIBLE
Eclesiología práctica para cristianos laicos
& EDICIONES HOAC
1.a edición: septiembre 2010
Diseño de cubierta: Paolo Guidotti
© Ediciones HOAC Alfonso XI, 4, 4.° Teléf. 91 701 40 83 28014 Madrid
ISBN: 978-84-92787-06-7 Depósito Legal: M. 30.724-2010
Imprime: Gráficas Arias Montano, S. A. 28935 MÓSTOLES (Madrid)
A mi Iglesia de Vizcaya, en cuyo hogar aprendí a conocer y querer a Jesús, a cuyo servicio me ofrecí hace muchos años, en la que sigo colaborando con buen ánimo
y que en la oscuridad del presente «grita mendigando algún consuelo».
ÍNDICE
Páginas
INTRODUCCIÓN 11
CAPÍTULO 1
«El tiempo que perdí para mi rosa...» 15
CAPÍTULO 2
¿Quiso Jesús una Iglesia? La Iglesia que Jesús quería 27
CAPÍTULO 3
La imagen de Iglesia del Concilio Vaticano II 55
CAPÍTULO 4
La Iglesia en el mundo actual. Presencia y tareas 77
CAPÍTULO 5
«Evangelizar, la dicha y vocación propia de la Iglesia» (Pablo VI) 103
CAPÍTULO 6
I ,¿i Iglesia local, Iglesia católica 127
CAPÍTULO 7
I ,a misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo 147
CAPÍTULO 8
l,n difícil pero necesaria comunión eclesial 177
CAPÍTULO 9
l.n autoridad en la comunión eclesial 207
9
Páginas
CAPÍTULO 10 Corresponsabilidad, participación, sinodalidad, democratización en la Iglesia 233
CAPÍTULO 11
Parroquia, comunidad misionera: ¿una utopía? 261
CAPÍTULO 12
La renovación pendiente de la Iglesia. Una agenda de transformación evangélica para el siglo xxi 295
EPÍLOGO 321
ÍNDICE TEMÁTICO DE LOS CAPÍTULOS 3 2 5
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Introducción
Dos palabras nada más para explicarte, amable lector, el porqué del libro que tienes entre tus manos. Es el hijo inesperado de la ancianidad, como en la historia de Abrahán (Gn 21, 1-5), aunque todavía me falten bastantes años para llegar a los cien del patriarca. A lo largo del tiempo que he dedicado a la docencia de la ecle-siología, dirigida en muchas ocasiones a laicos y responsables de grupos y movimientos de Iglesia, nunca me pasó por la cabeza publicar un texto para mis alumnos. Tampoco podía yo suponer en aquel lejano verano de 1953 en que, al inicio de mis estudios de Teología, tuve la gracia de conocer a Tomás Malagón, Guillermo Rovirosa, Manuel Castañón y demás compañeros mártires en la Asamblea de la HOAC en Deusto-Bilbao que sus hijos en espíritu me iban a pedir esta colaboración. Porque efectivamente no otra cosa que la insistencia de los amigos actuales de la HOAC y la muy especial de Rafael Díaz-Salazar ha sido lo que impulsó su gestación y la ha llevado a un parto con bastante dolor.
El dolor ha sido producido sobre todo por la necesidad de comprimir en pocas páginas lo mucho que habría que decir acerca de la querida anciana madre Iglesia, cuya belleza me enamora y cuyos defectos y fallos me entristecen y me hacen sufrir al verla expuesta a la dura crítica de la plaza pública, tantas veces con razón. El dolor lo ha causado también la necesidad de ser sincero y de contar cosas de ella que todo hijo preferiría silenciar. Y, si no lo he hecho, ha sido con la esperanza de que estas páginas sirvan algo para embellecer su rostro y hacerla atrayente a quienes buscan un camino, un sentido en la noche de esta historia nuestra.
Me corresponde ahora razonar el significado del título que he escogido para la obra. Desde el punto de partida que acabo de indicar, varios títulos se mostraban como apropiados para el libro. Tras una criba previa quedaron seleccionados tres, que respondían a las inquietudes y al espíritu que subyace en todos sus capítulos.
Al primero de ellos le encontraba un significado muy hermoso, aunque difícil de entender a primera vista en nuestra época. Era: El misterio cristiano de la luna. ¿Por qué me atraía esa metáfora? No se trataba en mi caso de un arrebato lírico o de las ganas de deslumhrar al lector desprevenido para que picara el anzuelo y comprara el libro. La expresión es muy antigua en la tradición cristiana, tan
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antigua que ya se ha olvidado y resulta exótica en el lenguaje de los creyentes de hoy En la reflexión de los antiguos Santos Padres el misterio de las relaciones de Cristo con su Iglesia se representaba por medio del simbolismo de la luna espiritual: ella, bañada en la luz solar de Pascua, en el resplandor espiritual del plenilunio, ilumina la oscuridad de este mundo. La Iglesia primitiva rezaba de cara al oriente, del cual esperaba «la luz del sol sin crepúsculo», que es Cristo. Pero todavía es de noche mientras sea peregrina en la tierra y la luz del sol del lejano Señor se refleje en el semblante de la luna que se yergue en esta noche. Su destino en la historia es comparable a las fases lunares, a sus menguas y desapariciones, en el rojo reflejo de la sangre de las persecuciones. Y se vuelve a regenerar siempre en su girar alrededor del Sol Cristo. Y en cada plenilunio de la fiesta de la Pascua ella se hace consciente una vez más de que se dirige al encuentro de un eterno resplandor. Este es el misterio cristiano de la luna. Hermoso, pero difícil de hacerlo entender a nuestra mentalidad científica y técnica.
El segundo posible título al que renuncié por parecidas razones fue: La nave guiada por el mástil de la Cruz. Para los Santos Padres la Iglesia es la gran nave que atraviesa el mar de esta tierra corriendo tremendos peligros y aun así acompañada de una seguridad triunfante. No podía existir un símbolo más adecuado para expresar de manera sencilla y penetrante la verdad de que la Iglesia en medio del mar demoníaco del mundo en que se encuentra es la única tabla cobijadora de la certeza de la salvación y promete una bendita llegada al puerto de la eterna plenitud. A la vez todavía corre un riesgo: aún no ha llegado, está lanzada al arrojo y su temblorosa y esperanzada expectativa aún se encuentra allende el mar, allí donde en la orilla del cielo se extienden los muelles a modo de brazos protectores.
Quien se suba al barco de la Iglesia dará un nuevo rumbo a su vida, dejará atrás en el momento de iniciar el viaje todas las cosas y costumbres paganas, los hábitos queridos y las vanas afirmaciones. Precisamente aquí reside la obstinada valentía del Ulises cristiano que desea alcanzar la nueva vida renunciando a la vieja. El viaje no será fácil, deberá remar para superar las corrientes peligrosas y las aguas tormentosas, para superar los posibles naufragios. Con todo, no debe sentir miedo. Las velas van hinchadas por el potente soplo del Espíritu. Los cristianos de los primeros siglos veían en el mástil, con la antena o verga transversal, el símbolo de la cruz, plantado firmemente en medio de la nave, que da la seguridad del triunfo sobre las tormentas. En la fuerza de ese mástil se
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manifiesta la certeza de la salvación para los que surcan el piélago en la nave.
Por fin, con el titubeo que siempre se le plantea a uno ante cualquier opción, preferí el título definitivo: Otra Iglesia es posible. Quiero decir de entrada con toda claridad que la afirmación expresada en el título no debe dar lugar a equívocos. No pretendo inventar ahora una Iglesia que no sea la de Jesús; no conozco ninguna otra. Desde el comienzo del libro queda claro que Jesús quiso una Iglesia y qué Iglesia quiso Jesús. También queda claro que esa Iglesia no es un fósil conservado en una vitrina de cristal, ni un contenedor lleno de libros de doctrina, normas de comportamiento y ritos prefijados, que se desliza, idéntico a sí mismo, por los raíles de la historia. La Iglesia es un ser viviente y, como todo auténtico ser viviente, es igual a sí misma precisamente en su constante renovación. Ella asume en su sustancia más de veinte siglos de tradición. Pero la auténtica tradición sólo se perpetúa renovándose. En cada época de la historia nuestra Iglesia ha de vivir reactualizando su identidad sobre la memoria de su tradición, esforzándose en responder a los imperativos del momento a la luz de esa tradición viva. Esta es la verdadera fidelidad al proyecto original y originario de Jesús. Por ello se trata de bajar a los estratos más profundos hasta alcanzar el manantial y las fuentes inspiradoras de nuestro origen para beber en ellas el rico patrimonio que nos alimenta. Reencontrar nuevamente cada día la corriente de ese gran río conlleva la valoración simultánea de las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo moderno.
He aquí la gran tarea que nos ha tocado a nosotros. Por desgracia, son muy grandes las dificultades que hoy se nos plantean para hacer realidad el proyecto. Las iremos viendo a lo largo de los capítulos. Por eso afirmamos que otra Iglesia es posible, distinta de la que se nos presenta públicamente a través de órganos institucionales que asumen una autoría, una autoridad y un protagonismo de sujetos que sólo pertenece a la totalidad del pueblo de Dios.
Hasta aquí lo que se refiere al título. El subtítulo indica de manera sencilla y clara las pretensiones de la obra. Debo advertir de entrada de que no se trata de un tratado de eclesiología en el sentido solemne de una obra de investigación, de alta divulgación o de consulta. Es nada más que un pequeño libro en que se pretende compendiar lo sustancial de esa materia para cristianos laicos. Y aquí viene la pregunta clave: ¿qué es lo sustancial en eclesiología? No resulta nada fácil responder a esa pregunta y mucho menos si se quiere tener en cuenta a los potenciales lectores. Para salir
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del atasco, llegué rápidamente a un acuerdo con los amigos de la HOAC acerca del índice de temas eclesiológicos que más podían interesar no sólo a los militantes, sino en general a los cristianos laicos, aunque no fueran todos los temas que cupiera incluir en un tratado de eclesiología con vitola de completo. No era esa su pretensión. Además, hay que señalar que las exigencias editoriales han limitado el número de capítulos y también su extensión. Esta es la razón de que no se encuentren aquí determinados temas que son habituales en una eclesiología académica, por ejemplo el primado papal, las notas de la Iglesia tratadas de forma sistemática u otras cuestiones. Había que centrarse en las preocupaciones más inmediatas de los militantes. He renunciado a las notas a pie de página, que dan mucho lustre al autor y demuestran todo lo que sabe, pero dificultan una lectura seguida y sin saltos. Con todo, al final de cada capítulo se propone una brevísima bibliografía para quien desee ampliar sus conocimientos.
Por otra parte, he de confesar sin circunloquios que casi nada de lo que contiene este libro es inédito o novedoso. Casi me atrevería a decir que se trata de una recopilación, reordenación y síntesis de escritos anteriores desperdigados en varias publicaciones y revistas. Si algún mérito tiene este libro es el de haberme obligado a hacer tal tarea.
Antes de terminar esta breve introducción, quiero agradecer a Mabel Martínez, miembro de la Delegación Diocesana de Catcquesis de Bilbao, el trabajo que se ha tomado de leer los originales con mirada laical, pedagógica y catequética al objeto de reducirlos en extensión, pulirlos en el estilo y hacerlos más comprensibles y ajustados a las necesidades de los lectores. Con seguridad, este libro no sería el mismo sin su ayuda.
Bilbao, Pascua de 2010
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Capítulo 1
«El tiempo que perdí para mi rosa...»
«... —dijo el principito para acordarse». «El tiempo que perdiste para tu rosa —le respondió el pe
queño zorro— es lo que hace que tu rosa sea tan importante. Eres responsable de tu rosa».
(A. DE SAINT-EXUPÉRY, El principito, XXI).
REPENSAR LA IGLESIA DESDE LA EXPERIENCIA CRISTIANA
El texto citado del famoso cuento del escritor francés me sirve como introducción a este primer capítulo y expresa lo que pretendo en él: mostrar a sus lectores ía matriz experiencial, más que intelectual, de la que ha nacido, así como la razón de la elección de unos determinados temas y de una metodología. Su matriz experiencial está en el tiempo de mi vida que he dedicado a mi rosa; el temario escogido muestra en qué está la importancia de mi rosa; el método por el que he optado manifiesta cómo me siento responsable para con ella.
1. CONFESIÓN GENERAL
La mejor manera de hacer lo propuesto es explicar en un breve recorrido el humus donde se enraizan mis reflexiones, la tierra vital que a lo largo de cincuenta años ha alimentado una experiencia de Iglesia en la que ha madurado y tomado cuerpo una eclesiología que ahora, ya en los años tardíos de mi vida, quiero compartir con mis hermanas y hermanos laicos comprometidos en el anuncio del evangelio. Aunque la experiencia personal siempre es intransferible, quizá muchos de ellos hayan vivido o sentido algo parecido a lo que aquí expreso. Personalmente, soy contrario a la confesión general, en primer lugar porque sólo sirve para revolver cachivaches inútiles del pasado y en segundo lugar porque no se puede hacer propósito de la enmienda respecto de tantas cosas acumuladas. Pero como no veo otra forma
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de tratar de lo que deseo sin hablar en primera persona, me contradigo a mí mismo y voy a recorrer someramente mis años de senderismo en la eclesiología, destacando algunos accidentes orográficos de mayor relieve. Como en toda confesión general, pido el perdón y la absolución.
Mis estudios de Teología en la Universidad Gregoriana de Roma fueron los de una eclesiología apologética, polemista, arma intelectual en el combate contra las Iglesias protestantes y contra la modernidad. Los teólogos estaban al servicio de la institución o de la jerarquía para defenderla de las herejías o de los enemigos de la Iglesia. Allí escuché al famoso P. Tromp, que fue redactor del esquema previo del Vaticano II, rechazado en su primera sesión. Pero también tuve la suerte de escuchar a otros profesores que nos abrieron alguna rendija de la ventana que daba a otra manera de hacer teología, como la nouvelle théologie, algunos autores alemanes, los lovanienses.
Mis primeras armas como docente tuvieron lugar en el seminario de Bilbao el año 1960 en una situación de conflicto violento en la diócesis y en el propio seminario. Primera dura experiencia, primera cuestión planteada: ¿cómo conjugar las orientaciones eclesio-lógicas renovadoras europeas, propuestas en las clases a aquella joven generación llena de legítimos deseos renovadores, con la imagen real de una Iglesia autocrática, verticalista, inmutable, clerical, ciega ante los cambios sociales?
Pronto comenzó el Concilio Vaticano II, seguido con un interés, ilusión y expectativas gigantescas en el seminario. Mi colaboración con el propio Concilio se verificó a través de algunos informes pedidos por el obispo sobre varios de los esquemas previos; informes que fueron echados a la papelera sin explicaciones ni petición de aclaraciones. Fue una etapa compleja: las tensiones vividas en el seno de la Iglesia local son crecientes. Hay que ser fieles a la enseñanza conciliar y al mismo tiempo hay que intentar salvar la comunión. El dolor de una Iglesia lacerada sella mi experiencia ecle-sial de aquellos años. Múltiples charlas a lo ancho de la diócesis y también fuera de ella explicando la imagen de Iglesia hermosa y juvenil, expuesta por el Concilio, me hacen vivir la necesidad de comprender mejor, penetrar a fondo y difundir aprisa la buena noticia de aquel gran regalo del Espíritu a su Iglesia.
Mi docencia en la Facultad de Teología de Deusto, que había comenzado con las mismas características, hubo de compartirse primero e interrumpirse después ante la llamada del nuevo obispo, monseñor Cirarda, a colaborar con él en responsabilidades dio-
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cesanas, colaboración que se prolongó con monseñor Añoveros en años bien difíciles y conflictivos, tanto en el seno de la propia Iglesia como en las relaciones con la sociedad y la política. Una nueva experiencia eclesial grabada a fuego: ayudar a sanar las heridas de una diócesis enferma, iniciar nuevas instituciones evangelizadoras, dar los primeros pasos en la corresponsabilidad, animar a mirar el futuro con esperanza, salir con firmeza y serenidad de la cautividad babilónica de la connivencia con el poder político.
Y luego, en el contexto de la democratización incipiente, pensar, debatir, programar un plan diocesano de evangelización. Era otra fase de experiencia eclesial verdaderamente inédita, la entrada en un terreno desconocido: anunciar el evangelio de Jesús a una sociedad que se descristianizaba a gran velocidad. ¿Qué imagen de Iglesia había que proponer, qué anuncio, qué celebración, qué praxis sacramental, qué forma de presencia pública? Se trataba de un pugilato agotador: ¿cómo abandonar las antiguas rutinas pastorales y reencontrar el manantial del Espíritu para renovar nuestra Iglesia y hacerla cercana, amable, transmisora fiel del amor de Jesús?
No puedo olvidar que a lo largo de este camino agotador tuve el honor de trabajar codo a codo con grandes amigos en la creación y difusión de la revista Iglesia Viva. En los largos debates de preparación de los números, en el trabajo de publicación, en los encuentros con los lectores, recibí una ayuda formidable en la tarea de acercar a nuestra realidad el pensamiento conciliar y de ir respondiendo a los nuevos desafíos que presentaba la sociedad española. Es un apoyo que, como gracia de Dios, sigue todavía hoy fecundando mi trabajo de reflexión.
Terminada mi etapa de responsabilidad diocesana, la incorporación al Instituto Diocesano de Teología y Pastoral me ofreció una oportunidad única, una experiencia de Iglesia original y distinta de la tenida hasta entonces: la formación teológica del laicado. No sólo del nutrido grupo del laicado liberado para tareas diocesanas, sino del laicado sin aditamentos. Aquí está el futuro de la Iglesia. El desafío es enorme, aunque los responsables de la comunidad cristiana parecen no darse cuenta o mirar hacia otro lado. Se trata del fenómeno irreversible de la crisis numérica de vocaciones consagradas (al menos en el mundo occidental) que va a repercutir en plazo breve en la organización eclesiástica y pastoral. Por ello es preciso prever ya la inserción de figuras de laicos y laicas como responsables de amplios ámbitos eclesiales. Lo cual significa que ellos deben formarse porque, mientras los clérigos sigan monopo-
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lizando el saber teológico, será difícil el empoderamiento de «simples bautizados».
Lamentablemente, esta aleccionadora experiencia eclesial que se vive en muchos lugares de nuestro país y de la Iglesia universal se enmarca hoy en una situación oficial de creciente distanciamien-to del proyecto conciliar. Tras un primer esplendor en el inmediato posconcilio, que quizá nos engañó a muchos, desde hace algunos años la minoría conciliar que no logró sacar adelante sus propuestas, las fuerzas conservadoras en la Iglesia han ido apoderándose paulatinamente de los resortes del poder eclesiástico hasta en sus máximos niveles, han ido adulterando el pensamiento del Vaticano II «reconduciéndolo» hacia posiciones preconciliares maquilladas de modernidad en las palabras y están deshaciendo el sueño de una radical adecuación al proyecto de Jesús. Para ellos el Concilio es un acontecimiento que ha confirmado la antigua concepción de la Iglesia, la antigua estructura eclesial, el antiguo orden organizativo, en todo caso puesto al día, revisado y corregido en algunos aspectos, para hacerse compatible con los cambios de la sociedad.
No hay duda de que vivimos tiempos invernales en la Iglesia, donde el espíritu del Concilio se ve amenazado por el rodillo aplastante de la triunfante restauración romana. Sin embargo, en todas partes se hacen sentir innumerables resistencias; son expresiones vivas del hecho de que es muy difícil cerrar la irreversibili-dad del camino del diálogo que se inició hace más de cuarenta años. No son pocos los que se han manifestado lamentando que, cuando desde todos los meridianos se grita porque los graves problemas de nuestro mundo amenazan la supervivencia del planeta, cuando todos deberíamos estar unidos para salvar nuestra casa común, el movimiento restauracionista eclesial plantee cuestiones irrelevantes.
Contemplamos a veces doloridos, a veces estupefactos, a veces llenos de esperanza la realidad de una Iglesia que intenta encontrar su lugar en una sociedad nueva a la que se quiere anunciar el evangelio de Jesús con fidelidad y credibilidad. Pensamos que la conflictividad desatada a lo largo del posconcilio no sólo es expresión de la dificultad para asumir las propuestas del Concilio, sino también el resurgir de una problemática pendiente: cuál es el lugar de la Iglesia en la sociedad española, que, soltando amarras de su tradicional cosmovisión religiosa unitaria, se moderniza a pasos de gigante, se hace ideológicamente pluralista y separa los componentes religiosos de su conciencia social, cultural y política.
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Pues bien, ésta ha sido la pasión histórica de mi Iglesia local de Bilbao, en la que he participado durante más de cincuenta años y en la cual se ha incubado el desarrollo del presente libro. Esta ha sido la rosa por la que perdí tanto tiempo y de la que soy responsable. De ese conjunto de vivencias eclesiales, y no sólo de la investigación teórica y del estudio o, por mejor decir, de su mutua fecundación, han nacido las reflexiones eclesiológicas fundamentales y prácticas que aquí presento.
El recorrido, rápida y esquemáticamente contado, me lleva directamente a dos consideraciones, una de carácter más teórico-teo-lógica, la otra más espiritual.
En cuanto a la primera, la Iglesia de este tiempo hasta que llegue la plenitud escatológica se despliega y desarrolla en un proceso histórico, vive lo definitivo en lo contingente. El difícil equilibrio de la vida eclesial consiste precisamente en la coexistencia de ambas dimensiones, lo eterno y lo temporal. Por eso tenemos que conjurar la tentación tan común de «idealismo ecle-siológico», es decir, de encasquetar a la Iglesia de nuestra experiencia una imagen de Iglesia ideal que resulta sospechosa para todos aquellos que contemplan críticamente la Iglesia que ven. Es verdad que la Iglesia de Cristo no es pura figura humana, como tantas veces nos recuerdan algunas voces, pero su profundidad de misterio y presencia de Cristo y del Espíritu se encarna en la realidad muchas veces decepcionante y desfiguradora de las comunidades presentes.
En cuanto a la segunda bajo la humillación de las formas concretas se esconde la única Iglesia de Jesús que, a lo largo del espacio y del tiempo, va buscando la manera más adecuada de anunciar y realizar anticipadamente el reino de Dios. En definitiva, aceptamos hasta las últimas consecuencias la dimensión encarna-toria de la Iglesia, su abajamiento como el siervo. A esa Iglesia real, a esa rosa con espinas amamos, con ella nos comprometemos hasta el final.
2. UNA ECLESIOLOGÍA INDUCTIVA
Quiero justificar ahora teóricamente una forma de elaborar la eclesiología en este libro, que parte de la realidad presente y no de los principios dogmáticos, como ha solido ser habitual cuando se presentan estos temas en muchos tratados.
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La eclesiología, como toda ciencia teológica, se realiza en un proceso circular y, por así decirlo, de retroalimentación: proceso que va desde la experiencia individual y comunitaria del acontecimiento salvador vivido en una Iglesia concreta hasta su formulación en las categorías propias de la ciencia; proceso que retorna nuevamente a la experiencia histórica para que ésta quede transformada por los criterios nacidos de la reflexión operativa.
Por tanto, la reflexión no se hace abstrayéndose de los problemas de actualidad; es precisamente el interés por el presente y sus preguntas, el amor a la Iglesia de hoy en su crisis y en su búsqueda, lo que despierta y mantiene vivo el estudio de los temas ecle-siológicos. Así pues, la eclesiología actual quiere ser la ciencia que explica la praxis y la experiencia de las comunidades cristianas. De ahí que no debe ser algo abstracto, sino brotar de la praxis eclesial, estar situada, avanzar a partir de los problemas de los cristianos de cada tiempo.
La orientación predominante al hacer teología desde la Edad Media hasta el Concilio Vaticano II fue de carácter analítico, principalmente especulativa, objetivizada. La «sacra doctrina», por sagrada, era intangible en su sustancia. La eclesiología estaba apresada en las tesis hierocráticas y en el centralismo romano, que mantenía la concepción jurídica de la sociedad perfecta, con sus correspondientes exigencias políticas.
Por el contrario, la forma de hacer eclesiología que proponemos quiere ser reflexión sobre una historia que ni repite el pasado, ni tampoco rompe con él. En lugar de partir sólo del dato de la revelación y de la tradición, como hizo la teología clásica, se parte también de los datos recibidos de nuestra historia, de los sujetos ecle-siales y de su praxis. Es que, si las vicisitudes humanas son el lugar de la acción salvadora divina y los acontecimientos históricos entran en el plan salvador, entonces hay una dimensión eclesiológica en los acontecimientos. Y la razón última de ello está en que la experiencia es el medio a través del cual la revelación nos habla y nosotros podemos recibirla existencialmente.
Queremos decir que las experiencias vividas por los creyentes y las comunidades en un momento dado de su historia son el ámbito privilegiado para lograr que el discurso teológico sea elaborado no de forma dogmática deductiva, sino a partir de las situaciones, los verdaderos problemas del tiempo y los compromisos concretos por medio de un proceso inductivo. La eclesiología está dispuesta a dejarse interpelar por la práctica en una tensión o confrontación entre ambas. Esta interdependencia se ha llama-
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do «método de correlación» (Tillich) y puede plasmarse imaginativamente como una elipse cuyos polos, la experiencia histórica y la respuesta eclesiológica, independientes y distintos entre sí, se hallan ambos situados en el interior de la esfera del compromiso cristiano.
En definitiva, sólo desde la praxis es posible elaborar un discurso eclesiológico genuino. Porque la reflexión sobre la Palabra de Dios se halla ligada al modo como ella es vivida y anunciada en la comunidad cristiana. Del modo concreto como el pueblo de Dios realiza la historia, sostenido por el Espíritu, deriva el modo de la elaboración eclesiológica como un saber interpretativo de ese mismo hacer historia.
Además, una eclesiología que reflexiona sobre la praxis ayuda a que la Iglesia sea signo de salvación para los hombres y mujeres de hoy y a que sus enunciados teóricos y decisiones programáticas estén más cerca del proyecto de Jesús. Así, se prepara un futuro distinto para la Iglesia que amamos. En esta concepción, la práctica social de la fe forma parte del tejido teológico y ejerce sobre éste una cierta directividad.
La eclesiología, si no quiere convertirse en un lenguaje propio de una secta, ha de acompañar el esfuerzo colectivo de las comunidades cristianas, aunque manteniéndose en su propio estatuto de ciencia que reflexiona sobre la experiencia religiosa de aquella parte del pueblo que se identifica como pueblo de Dios.
3. EL HILO QUE DESENREDA EL OVILLO
El lector se merece también unas líneas que expliquen el entramado de los capítulos que siguen. Me permito recomendarte que, antes de arremeter valientemente con ellos, leas con detención el amplio índice final con objeto de lograr una visión panorámica del conjunto, cuyo hilo se desglosa a continuación.
No se puede empezar una reflexión global sobre la Iglesia sin plantearse la pregunta clave, aquella que está en la boca de muchos, especialmente en la presente época de crisis. ¿Por qué hay que ser seguidor de Jesús dentro de una comunidad? Si la respuesta a esta cuestión es positiva, ¿qué modelo de comunidad nos propuso Jesús?
Clarificado este punto de referencia en el origen de la aventura cristiana, surge la mirada dirigida al presente: ¿tiene la Iglesia del siglo xxi un proyecto que quiera ser fiel a los orígenes? La respues-
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ta no puede ser otra que tal proyecto se encuentra en la enseñanza del Concilio Vaticano II, profecía para nuestro siglo.
Y ello de manera especial en aquella dimensión que más interesa a los laicos: la relación con el mundo. Ya no puede ser una relación de enfrentamiento, enemistad o simple desconocimiento; la Iglesia y el mundo deben dialogar y enriquecerse mutuamente al servicio conjunto de la persona humana.
Este planteamiento lleva de la mano a la gran cuestión del anuncio del evangelio en el mundo de hoy. El término es ya un tópico, pero ¿en qué consiste realmente? ¿Qué exigencias conlleva? ¿Qué reformas exige en la cabeza y en los miembros de la Iglesia?
Un nuevo capítulo engarza con lo anterior. ¿A quién corresponde en primera instancia la evangelización? Su primer responsable es la Iglesia local. Novedad y clave en el pensamiento conciliar fue la opción de construir la eclesiología desde la localización de la Iglesia. Es la trama necesaria de la colegialidad, un antídoto al centralismo, el único fundamento sólido para entender el sentido de la parroquia y de las comunidades cristianas.
La lógica de los capítulos anteriores conduce de la mano al tratamiento específico de la posición de los laicos en el proyecto del que hablamos. Ellos son el sujeto eclesial primordial; ellos, los marginados durante siglos, toman la palabra y el mando de la nave de la Iglesia. Desde luego, con grandes dificultades y frenos provenientes de la vieja eclesiología jerárquica y del nuevo clericalismo que quiere mantener el poder (¡espiritual, claro!).
Ahora se suscita una cuestión delicada: la comunión eclesial. También esta palabra llena la boca de muchos, pero ¿qué se quiere decir con ella? Para evitar engaños, es preciso clarificar los criterios eclesiológicos con objeto de aplicarlos luego a nuestra realidad espiritual y pastoral.
La auténtica comunión eclesial, ¿rechaza o exige, conlleva o aconseja una estructura institucional y una autoridad? Si la respuesta es afirmativa, ¿cuál es su sentido en la Iglesia de Jesús? He aquí un problema que está causando serias tensiones y conflictos en las comunidades cristianas y que exige serena reflexión y profundos cambios en las estructuras.
Por eso no hay que extrañarse de que ese capítulo vaya seguido del que trata de la corresponsabilidad y la democratización en la Iglesia. Tema tan candente no podía ser marginado en una eclesiología para laicos. Los modos de participación, las estructuras de corresponsabilidad, la opinión pública en la Iglesia son algunos de los puntos abordados.
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Todo lo dicho desemboca en el penúltimo capítulo, dedicado a la parroquia y a las pequeñas comunidades, una y otras calificadas de misioneras. ¿Es de verdad así? ¿Qué se exige para serlo? ¿Cómo pueden engarzarse los grupos cristianos, los movimientos de laicos, las comunidades de base en un proyecto común evange-lizador?
El libro termina con un sueño. Siguiendo la estela de Martin Luther King y del cardenal Martini en el Sínodo de los Obispos de Europa en 1999, también yo he tenido un sueño que quiero compartir con mis lectores. Lo intento contar en el último capítulo, que pretende ser una llamada para nuestra transformación evangélica en el umbral de una nueva época desafiante pero es-per anzadora.
4. UNA SENCILLA APLICACIÓN DE LA ENCUESTA DE REVISIÓN DE VIDA
Indicado el desarrollo de los diversos capítulos y su nexo lógico, parece conveniente explicar el porqué del método empleado. Los militantes de los movimientos apostólicos llevan lustros aplicando el método popularizado por la JOC y la HOAC desde los tiempos de J. Cardijn, Rovirosa y Malagón. Ver, juzgar y actuar son los tres pasos clave de la encuesta, que tienen un desarrollo de todos conocido. ¿Es aceptable aplicar ese método a un libro de eclesiología para laicos o se trata de un brindis al sol, una forma de captar la benevolencia de unas personas concretas? Quiero explicar brevemente por qué me parece un camino apropiado, no sólo para enfocar las cuestiones teóricas, sino también para implicar activamente a los lectores en un compromiso en relación con la comunidad cristiana en la que viven. En realidad, el método aplicado es plenamente coherente con lo indicado antes acerca de la necesidad de elaborar una teología inductiva.
Efectivamente, lo dicho significa que la metodología de la reflexión teológica ha de ser inductiva, atenta a la vida y sustentadora de la acción transformadora. Cuando escogemos un método determinado, estamos haciendo implícitamente una declaración de principios que tiene que ver con los contenidos. De forma que no es solamente una pura cuestión de distinto orden para el aprovechamiento de los lectores, sino una elección que es en sí misma el marco dentro del cual cobran sentido los mismos temas, es el continente dentro del cual se articulan los diversos contenidos.
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El recorrido teológico debe tener presente desde el comienzo el aquí y el hoy del mundo en que vivimos y de la Iglesia que somos. Con este enfoque se sostiene un principio teológico por el que se da preferencia siempre, como punto de partida, a la realidad que se desea transformar desde los valores del Reino. Se trata de un modelo de reflexión teológica en el que la primacía la tiene la praxis transformadora.
Ello no significa que se separa en bloques distintos el análisis de la realidad social y los contenidos del mensaje. Más bien deben unificarse, estudiando cada gran tema eclesiológico en el contexto social y eclesial correspondiente. Por eso, el desarrollo de los capítulos sigue el paradigma consagrado en la formación de militantes: ver, juzgar y actuar.
Ver la realidad, o sea, partir de los datos que los sujetos han captado y tal como los han captado, recoger los datos que vienen de fuera.
Juzgar lo visto, o sea, confrontar la realidad vista con los datos de lo manifestado en la Revelación, fundamentalmente en Jesús de Nazaret. Datos que deben estar contrastados con los acuerdos exe-géticos conseguidos hoy en día.
Actuar en consonancia con lo visto y juzgado, o sea, verificar la realidad vista y juzgada con la praxis transformadora como criterio validador de la reflexión. La praxis es un momento interno esencial del conocimiento.
La elección del método inductivo quiere decir que se parte de la experiencia de fe que tiene cada persona y de su compromiso en la acción temporal, donde precisamente tiene esa experiencia de fe porque Dios nos habla en los acontecimientos históricos. En ellos hemos de aprender a discernir su palabra, teniendo en cuenta fundamentalmente lo sucedido en Jesús, actualizado hoy por el Espíritu en lo que llamamos los signos de los tiempos.
El análisis situacional que se ofrece como «toma de tierra» o punto de partida de la reflexión no debe presentarse por sí mismo, sino precisamente como el ámbito en el que se ilumina el mismo hecho de la revelación, la palabra de Dios transmitida en la tradición viva de la Iglesia. Tan importante como la toma de tierra «situacional» es la toma de tierra comunitaria: la experiencia de fe de la comunidad eclesial es el fundamento, la base sobre la que se ha de realizar la reflexión teológica.
Nada de todo lo anterior tendría mucho interés si no llevara al compromiso transformador. No se trata de hacer eclesiología aséptica y sin incidencia en la praxis eclesial. Nuestra reflexión tiene una finalidad operativa. Al explicar la experiencia eclesial, formu-
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larla temáticamente e interpretarla en relación con el contexto social, quiere hacer posible una nueva experiencia del acontecimiento salvador. Así se preparan las bases de una nueva forma de presencia de la Iglesia en el mundo de hoy.
* * *
Desde estos presupuestos, querido lector, te invito a la aventura de conocer mejor y amar con mayor hondura a la comunidad del profeta nazareno.
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Capítulo 2 ¿Quiso Jesús una Iglesia?
La Iglesia que Jesús quería
Ver EL DEBATE SOBRE LA INTENCIÓN DE JESÚS DE FUNDAR UNA IGLESIA
1. JESÚS SÍ, IGLESIA NO
Es un hecho llamativo e inquietante el que, junto a una notable aceptación en la cultura actual de la persona y el mensaje de Jesús, haya un acuerdo aún mayor negando a la Iglesia. El sí a Jesús se une al no a la Iglesia.
Para algunos, que se apoyan en una interpretación histórica de los evangelios, Jesús tenía otra cosa que hacer, más importante que fundar la Iglesia: tenía que anunciar el reino de Dios. La Iglesia propiamente nació después de la muerte de Jesús como una confederación posterior de comunidades locales y sólo desde ahí es comprensible. Lo que a Jesús le movió tan profundamente no fue asumido por sus partidarios tras el terrible suceso de la cruz. Del grupo de discípulos que reunió durante su vida surgió tras su muerte algo totalmente distinto de lo que Él intentó: primero una secta judía, luego una comunidad de culto helenista, finalmente una nueva comunidad religiosa frente al judaismo y el paganismo que se impuso victoriosamente. Del movimiento abierto que Jesús lanzó, se desarrolló después de Pablo una Iglesia establecida e institucio-nalmente fijada, centrada en la autoridad de los ministros ordenados, que apela a Jesús pero que se ha separado de su espíritu.
Otros, desde fuera de la Iglesia, plantean la pregunta de para qué sirve la Iglesia. Es una institución o superflua o trasnochada. A pesar de lo que ella dice de que representa a Jesús, de que es su «encarnación continuada» en la historia, sin embargo Jesús no se hace transparente en el ser y la actuación de la Iglesia. La historia humana, especialmente desde la modernidad, muestra que la Iglesia es una realidad que impide el progreso, intenta someter la libertad y esclavizar a la persona, produce continuamente una mala conciencia, obsesiva, escrupulosa. De esa identificación desmedida
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entre la Iglesia y Jesús nace la legitimación de todo lo existente en ella y el freno a cualquier revisión autocrítica y a toda renovación bajo la instancia normativa del evangelio. Demasiada defensa de sus posiciones, demasiada preocupación por sí misma, demasiada institución y reglamento, todo ello atribuido a fundación divina.
2. POSICIONES EXTREMAS EN EL INTERIOR DE LA PROPIA IGLESIA
También en el ámbito interno de la Iglesia se plantea algo análogo. Hay quien se pregunta si no puede uno ser cristiano sin necesidad de todo lo que llamamos Iglesia: la organización, las estructuras, el aparato montado y defendido por la jerarquía. Es decir, si no puede darse el cristianismo en un seguimiento directo de Jesús, sin instancias intermedias, no regulado por nada salvo por el evangelio sin glosa.
En el polo opuesto existe una concepción excesivamente simpli-ficadora según la cual la Iglesia existiría ya en forma de proyecto inmediato en vida de Jesús, proyecto en el que estaban prefijadas las instituciones, estructuras, ministerios, formas de autoridad, sacramentos, etc. De esta supuesta voluntad fundacional de Jesús se deduciría la constitución jerárquica de la Iglesia y sus estructuras, que, siendo «de derecho divino», son inmutables. Por tanto, una comunidad que pretende mantenerse en el seguimiento de Jesús debe saberse obligada hasta en sus formas de organización por el programa de este Jesús; en caso contrario, pierde su credibilidad. Esta visión responde a una tendencia excesivamente apologética, polémica y antimodernista, sin fundamento histórico.
3. ¿POR QUÉ SER DISCÍPULO DE JESÚS EN IGLESIA?
En definitiva, la pregunta que se deduce del debate que presentamos es la siguiente: ¿cómo se vinculan los comienzos de la Iglesia a la historia de Jesús? ¿Existen en el proceder del Jesús histórico huellas de un pensamiento sobre la Iglesia? ¿Se muestran en la comunidad de después de la Pascua elementos de una «Iglesia pre-pascual» a la que Jesús en su predicación y en su actuación invitó a entrar?
Esta utilización de Jesús no corresponde a la realidad histórica. Ya la multiplicidad de formas de comunidad que se formaron en el
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cristianismo primitivo prueba —para algunos quizá sorprendentemente— la variabilidad fundamental de la realización histórica de la Iglesia, que precisamente en eso se muestra dependiente de factores sociales e históricos.
De ahí que la pregunta acerca de si la realidad de la Iglesia en sus rasgos esenciales tiene relación o se enraiza en la intención y en la voluntad de Jesús de Nazaret se transforma en esta otra: ¿en qué medida el impulso del profeta galileo fue asumido con autenticidad y desarrollado coherentemente por la comunidad primitiva y por todas las generaciones posteriores hasta hoy?
Tal enfoque plantea un proceso permanente de confrontación en el que se coteje el resultado en cada caso con su origen en Jesús de Nazaret. Nosotros, que ya nos hemos establecido como comunidades locales o como Iglesia universal, ¿hacemos justicia todavía a lo que fue la intención del mensaje y de la actuación de Jesús? La pregunta no pretende hacer una llamada nostálgica a un retorno romántico a los orígenes del cristianismo. La discontinuidad social y cultural entre entonces y ahora no puede negarse. La pregunta nos la planteamos como hombres y mujeres del siglo xxi, no de la Edad Media o de la Ilustración. Se trata de la relevancia del mensaje y de la actuación del Jesús histórico frente a los desafíos específicos de nuestra época y de nuestra cultura; por ello, se trata también de una configuración de la Iglesia adecuada a esa situación. La mirada hacia atrás a la fase de nacimiento de «la Iglesia» en la época neo-testamentaria puede agudizar nuestra mirada para con los problemas que se vinculaban desde el comienzo a la configuración histórica de la Iglesia y que tampoco nos los ahorramos nosotros. Y quizá pueda también permitirnos conocer mejor el potencial de historia universal que se dio con la irrupción carismática de Jesús.
Juzgar LOS DATOS DEL NUEVO TESTAMENTO EXPLICAN EL PROYECTO DE JESÚS
La pregunta popular acerca de si Jesús quiso la Iglesia y cómo la quiso es una pregunta planteada erróneamente y por eso sólo se puede responder negativamente. La idea de que Jesús tenía la intención clara de organizar y fundar la Iglesia no tiene apoyo en los textos del Nuevo Testamento. Jesús no realizó un acto jurídico formal de institución, no firmó un protocolo notarial ni tuvo un discurso fundacional. Propiamente hablando, sólo se puede hablar de Iglesia después de la Resurrección y Pentecostés.
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Pero hay que añadir inmediatamente de forma clara que la aparición de la Iglesia después de la Pascua está en continuidad con el Jesús prepascual, con obras y palabras suyas que tienen carácter fundacional. El origen de la Iglesia consiste en un devenir, un proceso que se compone de muchos actos concretos en vida de Jesús, cuya única interpretación posible, tomados en conjunto, es la preparación de la Iglesia que será definitivamente constituida en Pascua y Pentecostés. Es decir, se verifica en una paulatina gradación. Y es también el resultado de un acto de libertad humana: el fracaso que la predicación de Jesús sobre la llegada del reino de Dios encontró en el incrédulo Israel y su muerte ofrecida «en rescate por muchos», aceptada por el Padre, que lo exaltó a Señor triunfante para que pudiera enviar el Espíritu. Vamos a considerar alguno de sus momentos, pero tengamos en cuenta que ninguno de ellos, tomados en singular, constituye una respuesta exhaustiva; es en su conjunto como muestran el proceso del devenir de la Iglesia en el interior de la historia de la salvación.
1. LOS COMIENZOS DEL MOVIMIENTO DE JESÚS
Jesús no estaba interesado en constituir un grupo aparte en Israel, en fundar una nueva religión formalmente diferente del judaismo. Renuncia a cualquier tipo de organización de una comunidad más o menos estructurada, a una vinculación social externa entre sus seguidores. Su mensaje se dirige a todo el pueblo, no a un «resto santo de Israel». Jesús no quiso una comunidad separada como supuesto pueblo elegido, sino que manifiesta claramente su pretensión de que todo Israel sea el pueblo de la salvación de los últimos tiempos, incluso después de que el pueblo en cuanto tal le rechazara.
La peculiaridad del movimiento de convocación de Jesús se muestra muy claramente cuando se considera el círculo de aquellos a quienes Jesús invita al Reino de manera especial. Nadie quedaba excluido de la llamada: dichosos vosotros, los pobres, los sencillos, los pecadores. Precisamente resulta chocante porque acepta a quienes eran rechazados por los grupos religiosos de su tiempo. Se solidariza con los desclasados y marginados, «es amigo de pecadores y publícanos».
Como el Bautista, también Jesús desde el punto de vista de la sociología religiosa ha de agregarse al tipo del profeta carismático, autónomo y libre respecto de los canales tradicionales de la reli-
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gión, comparable a los profetas del Antiguo Testamento. La actuación de ambos no puede entenderse desvinculada de la situación social en la Palestina del siglo i. La dominación romana y herodia-na no sólo había conducido a la caída en la miseria económica de la clase baja, sino también a una crisis de la identidad judía. Una y otra vez se producían movimientos de protesta y de resistencia en los que se hacía propaganda de mundos contrarios al mundo de los dominantes y se acababa también intentando conseguirlos con el poder de las armas, sublevándose contra el poder de Roma.
También el mensaje de Jesús sobre el reino de Dios que ya está presente en la vida cotidiana y que se vincula a su venida en plenitud en un futuro cercano es el proyecto de un mundo contrario. Sin embargo, de manera distinta que los sublevados, Él no apuesta por la resistencia violenta, que las más de las veces fracasaba muy rápidamente ante la fuerza superior del Estado romano. El señorío de Dios en la visión de Jesús es apolítico, no violento, pacificador, abierto al mundo. Pero su estrategia es «más subversiva». Inspirado por su mentor el Bautista, apuesta por la conversión del individuo. Es una revolución, o mejor, una revuelta desde abajo, de «los corazones», que a partir de la base ha de conducir a una renovación de la convivencia social: en el perdón mutuo, en el amor al enemigo, en la superación del pensamiento de clan, en la solidaridad sin reserva con aquellos que tienen todavía menos de lo que uno tiene, etc.
El mensaje y la actuación de Jesús son la realización más densa de la tradición profética, que prometía la reordenación de la figura de este mundo de acuerdo con la justicia y la ley de Dios. En Jesús ha irrumpido la actuación salvadora definitiva de Dios, la gracia para los malos, la alegría para los tristes. No es sorprendente que en este programa de renovación de la sociedad se convierta en tema central la cuestión del poder y el dominio. Jesús pensó, como muchos de su tiempo, que la instauración al final de los tiempos del señorío de Dios traería la inversión de las relaciones de dominio de este mundo: «Los primeros serán últimos y los últimos primeros» (Mt 20, 16). Sin embargo, no se queda en esta visión del futuro. Según el sentido de su mensaje acerca del comienzo del señorío de Dios en el presente, debe comenzar ya ahora la inversión escatológica de las relaciones de dominio que definen la sociedad. Esto lo muestra una expresión, transmitida por los evangelios en diversas variantes, que quien desee ser el primero debe ser el servidor y que entre los discípulos nadie debe ejercer el poder (Me 9, 35; 10, 42-45; Mt 18, 4; 20, 25-28; 23, 8-12; Le 9, 48; 22, 25-27). La
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autoridad en las comunidades de discípulos corresponde sólo a Dios y al único maestro, que es Jesús. No se trata de que nuevos señores releven a los antiguos. Jesús ataca en sus raíces el pensamiento humano de mantener la posición, la ambición de preferencias, grandezas o dominio sobre los demás. Ya no deben ser los intereses de poder los que determinen las relaciones mutuas, sino el honrado servicio mutuo sin reserva. La múltiple recepción de esta sentencia en los evangelios sinópticos muestra la relevancia que se atribuyó a esta exigencia de Jesús en la configuración de la vida de las comunidades que nacían.
2. LOS QUE SIGUEN A JESÚS
Entre los judíos que mantuvieron relaciones con Jesús y que de alguna manera le siguieron, hay que considerar a tres categorías: la muchedumbre, los discípulos y los Doce; aunque las fronteras entre esos diferentes grupos son relativamente movedizas.
La muchedumbre
Es el círculo más exterior, paulatinamente creciente, aunque con variaciones en el número desde «la primavera galilea» hasta la subida a Jerusalén. Es imposible un estudio preciso de su configuración, aunque ciertamente no fue monocolor: si Jesús trató sobre todo con los pobres, también trató con gente acomodada. Aunque las muchedumbres que seguían a Jesús pudieron ser a veces entusiastas, esta admiración no se tradujo en compromiso profundo y estable.
Muchos escucharon el mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios, inminente en su llegada, y lo aceptaron. Esta aceptación es una señal de la presencia del Reino y una prueba de la actuación esca-tológica de Dios, como lo son su palabra, sus milagros. Jesús les asegura que el Padre ha tenido a bien darles el Reino (Le 22,29-32). La historia de Dios con su pueblo prosigue con la actuación de Jesús. Para pertenecer a ese grupo ya no tiene validez alguna la raza, el nacimiento, la familia, sino únicamente la fe en el evangelio de Jesús. La antigua promesa sigue siendo válida, pero se concentra en la novedad de la persona de Jesús. Aquellos fueron discípulos en sentido amplio, sin cambios visibles en la vida cotidiana, prestando apoyo al mismo Jesús, sin comprometerse en el discipulado estricto siguiendo a Jesús en sus desplazamientos.
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Los discípulos
Algunos escucharon su llamada al seguimiento en el sentido literal de acompañarle en sus rondas por Palestina. La entrada en el discipulado no se realiza por propia iniciativa; depende únicamente de Jesús y es respuesta a la llamada: «sigúeme». Tal respuesta implicaba que abandonaran sus casas, familias y su vida ordinaria de relaciones para ir con El, recibir su enseñanza de manera más detallada y compartir su ministerio de anunciar la llegada del Reino de Dios (Me 1, 16-20 y par.; 2, 14; Mt 9, 18-22, 37 ss y par.; Jn 1, 43). El Maestro, al llamar a los suyos, no lo hace para que participen en una determinada escuela doctrinal (como ocurría con los discípulos de los rabinos), sino que les vincula permanentemente con su persona, lo cual no tiene paralelos en el judaismo de la época. Era sencillamente la renuncia a sí mismos, ruptura con todo lo que había dado sentido a la vida anterior y, por el hecho mismo de la aceptación, entrada en las condiciones de vida y destino del que llama a seguirle, participación en su misión, disponibilidad para arriesgar la propia vida. Y todo ello en el sentido de una decisión que lleva el sello de lo incondicional; no se pueden mantener reservas o mirar atrás. Un seguimiento tal es un sí absoluto y signo de la aceptación de la autoridad divina de Jesús. Su motivación se encuentra, primero, en la conciencia mesiánica absolutamente singular de Jesús, que llama con la misma autoridad con que Dios llamó a los profetas del Antiguo Testamento y, segundo, en su predicación sobre la apremiante cercanía del Reino, por la que el llamado se encuentra ante una decisión inaplazable que no permite ningún pacto con el tiempo de este mundo.
Jesús busca colaboradores para el anuncio del Reino. Los llamados discursos de envío o de misión (Mt 9,37 ss; 10, 7-16; Me 6, 7-13; Le 9, 1-6; 10, 2-16) nos dan una idea del proceder de Jesús, como también del posterior movimiento galileo cristiano. No deben llevar consigo equipo para el viaje, demostrando así, con una especie de acción significativa profética, que se presentan en nombre de un Dios que está del lado de los pobres y de los no violentos. Recorren Palestina, entran en las casas al azar. En la hospitalidad que algunos ofrecen a esos mensajeros de la paz, es decir, en la solidaridad que practican en el mutuo dar y acoger, se hace ya realidad el contramundo del señorío de Dios. Es un comienzo pequeño; en la visión de Jesús es como un grano de mostaza, como un poco de levadura. Aquí no pone Jesús la mirada en la fundación de una Iglesia (aunque esos textos se leerán más tarde como instrucciones para la
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misión); se trata de simpatizantes a favor del Reino de Dios, el cual precisamente así ha de hacerse presente en medio de los hombres (Le 17, 21 ss). Sin embargo, queda bien claro algo de aquello que siempre debería ser propio de la Iglesia: el servicio al señorío de Dios en medio de los avatares de este mundo.
Ahora bien, comparado con otros grupos de la época, de exigencias también radicales, es sorprendente que el grupo de seguidores de Jesús sea al mismo tiempo abierto a gentes del exterior, incluso a los de mala reputación. En este orden resulta muy llamativa, porque era contraria a las costumbres de los rabinos, la relación normal de Jesús con algunas mujeres a las que aceptó en su compañía durante sus recorridos apostólicos, enseñándolas (Le 8, 1-3; 10, 38-42; Jn 4, 7-42; 11, 1-44; Me 15, 40-41 y par.), y que le siguieron hasta debajo de la cruz, mientras los otros discípulos le abandonaron.
Una cosa importante conviene señalar. La explicación de los evangelistas acerca de la significación del grupo de discípulos reunido por Jesús presupone la experiencia que la comunidad pospascual ha hecho ya en el seguimiento de Jesús en su propio tiempo. Hay en los evangelios una visión retrospectiva por la que ven la relación de los discípulos con el Jesús terrestre en analogía con la relación que la comunidad pospascual está teniendo con el Resucitado.
Los Doce
Los historiadores hoy no ponen en duda, como sucedía hace algunos años, que, de entre estos discípulos en sentido estricto, Jesús constituyó un grupo íntimo, llamado «los Doce», como sus colaboradores más estrechos. Sí es cierto que el nombre de apóstoles añadido al de los Doce es posterior y probablemente no procede de boca de Jesús. Su elección pretendía simbolizar de manera ale-górico-profética la misión de reconstituir o restaurar las doce tribus de Jacob en el tiempo final que ya se iniciaba con la llegada inminente del Reino, cumpliendo de este modo las esperanzas de los profetas (Le 22, 29-30 y par.). El grupo representaba a los doce patriarcas de los comienzos de Israel y su función era escatológi-ca: «juzgar a las doce tribus» (Mt 19, 28; Le 22, 30). La intención de Jesús era hacer de aquel círculo el modelo y el núcleo de aquello a lo que Él llamaba: ser el pueblo de Dios restaurado de los últimos días.
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En la creación de este grupo Jesús da a entender la continuidad de la historia de Dios con su pueblo elegido. Ellos garantizan la prosecución de la testificación y del testimonio. Por la participación en la misión de Jesús se constituyeron en comunidad de seguimiento, que, más allá de la muerte de su Maestro, verificará su obra de predicación del Reino.
Cuando Jesús envía a los Doce, no lo hace como simples mensajeros, ni como predicadores ambulantes, ni como los misioneros que se daban en el judaismo tardío, sino como sus representantes personales. Con su palabra y su acción tenían que representar a jesús donde, no estando Él presente, quería que «su causa» estuviera viva. Queda patente así que la idea de mediación y representación de sí mismo en el futuro mientras dure su causa se encuentra entre las intenciones originarias de Jesús.
3. LA CONCIENCIA DE JESÚS
Las declaraciones de Jesús sobre su conciencia personal, los títulos que se da, las pretensiones acerca de sí mismo, tal como lo recogen las fuentes de los Sinópticos históricamente más fiables, nos indican que se entiende vinculado a una comunidad, prescindiendo del modo concreto en que esta pudiera realizarse según la respuesta del pueblo judío a su predicación. La perspectiva de una comunidad debía ser parte integrante de la obra salvadora de Jesús, tal como Él la comprendía al presentarse como Mesías. Aunque Él no se llame a sí mismo Mesías para evitar el malentendido político, sin embargo, es designado como tal por otros y Jesús no lo rechaza (Me 8, 29; 14, 61; Mt 11, 2). Ahora bien, en el Antiguo Testamento el Mesías no es una persona privada; por la naturaleza misma de las cosas va siempre con la comunidad mesiánica. Y Jesús en su conciencia mesiánica se pone a sí mismo en el centro de la historia de Dios con su pueblo, se sitúa en el contexto de la alianza de Dios con Israel, que en El ha de llegar a la meta prometida de antiguo.
Realmente, la conciencia mesiánica de Jesús no puede comprenderse al margen de la alianza y la alianza significa comunión de una comunidad humana con Dios. La alianza se concentra en el Yo de Jesús, quien se sabe su realización personal: Él es la persona en la que se puede dar el encuentro con el Tú de Dios. Además, el pensamiento mesiánico-escatológico de Israel jamás separaba la salvación escatológica de la comunidad: el pueblo sería el receptor de la acción salvífica divina. La culminación de todos los actos de
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Dios en la historia de la salvación se realizaría en una comunidad de salvación.
4. EL BANQUETE FINAL DE JESÚS CON LOS SUYOS
La Última Cena (Mt 26, 26-28 = Me 14, 22.24; Le 22,15-20 = ICor 11, 23-25) es el foco donde cristaliza toda la obra de Jesús, todas sus intenciones. La comunidad de mesa con los pecadores y los marginados sociales, de la que los textos evangélicos nos ofrecen varios ejemplos, alcanzó un momento culminante en el cenáculo. Las comidas de Jesús con los pobres eran signo de la bondad salvadora sin fronteras de un Dios que se sienta a la mesa con los hombres, y una anticipación del banquete escatológico.
El último banquete con los suyos ha de interpretarse como un acontecimiento simbólico-significativo que da sentido a toda su vida. Entonces se verifica la comunidad de vida y destino con aquel que va a la muerte y es Señor que supera a la muerte. Se realiza al mismo tiempo la unión entre sí de los que se unen a Jesús. Se construye una fraternidad, al participar de la misma fuente de vida. Jesús, en cuya persona está presente el Reino, se da a sí mismo como pan partido y queda como posesión de su comunidad. En el acontecimiento de la Última Cena no sólo se anticipa la muerte de Jesús por los hombres, sino también se afirma la continuación del ofrecimiento de salvación en la Nueva Alianza que tomará nueva figura en la futura comunidad de discípulos.
En adelante, al reunirse los suyos en torno a la mesa común, se hará presente Él, y con Él las fuerzas del Reino de Dios. Así la Cena es la más intensa fusión de los discípulos en el Señor y entre sí. El banquete pascual constituirá en adelante un recuerdo objetivo, una actualización de la entrega redentora pascual de Jesús «hasta que vuelva». Jesús quiso celebrar un banquete destinado a sustituir la pascua judía, transformando así el núcleo de la religión judía, y ha mandado que sea conmemorado en adelante.
Resumiendo ahora lo dicho acerca de la actividad del Jesús histórico, no puede concluirse que se descubra en esos datos un pensamiento plenamente definido sobre la Iglesia. Sin embargo, existen huellas suficientes de su intencionalidad en su predicación sobre el Reino y en su actuación. También queda muy claro que en esa mezcla de continuidad y ruptura se capta una continuación de la historia de la salvación de Dios en una forma cambiada y nuevamente determinada en cuanto a su contenido.
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5. LA MUERTE DE JESÚS, PRESUPUESTO DE LA EXISTENCIA DE LA IGLESIA
El pueblo le dio la espalda y le rechazó; desde un determinado momento se hace clara para Jesús la inminencia de su muerte. Y puede asegurarse como históricamente fiable que, al menos al final de su vida, Jesús contempla la posibilidad de que sus discípulos subsistan como grupo después de su muerte.
Los judíos como pueblo elegido no respondieron a la llamada de Jesús a la conversión y en un conflicto político-religioso lo crucificaron; fracasaron en la historia de la salvación. El Profeta no se refugió en una secta, siguió predicando el Reino para todo el pueblo, asumió su muerte, la ofreció a favor de todos y se entregó confiado en manos del Padre. Ya que no podía ganar a los hombres con su mensaje y sus obras, los ganó tomando sobre sí los pecados del mundo. Sin la derrota de Jesús la Iglesia no hubiera tenido lugar; ésta presupone la muerte como condición de posibilidad.
Por eso, el cuerpo crucificado es la dimensión originaria permanente de la Iglesia. En ese cuerpo se consumó su entrega «por nosotros y por todos» y esta actitud se hace por la fuerza de la resurrección la dimensión personal permanente de poder que subyace a la Iglesia para que también ella se entregue «por nosotros y por todos».
6. LAS EXPERIENCIAS FUNDANTES DE PASCUA Y PENTECOSTÉS
Al poco tiempo del fracaso de la crucifixión de Jesús, sus discípulos más cercanos proclaman públicamente que el Maestro vive, que ha sido resucitado de la muerte por el Padre. La reunión de los discípulos en Jerusalén después de la Pascua es un hecho histórico comprobado. Su vinculación es producida por la fe en la resurrección de Cristo; se reúnen como la comunidad del Señor triunfante porque tuvieron la experiencia del Resucitado como viviente. Esta experiencia del grupo testifica que el Padre ha legitimado el anuncio y la promesa de Jesús y revelado su señorío universal. Dios ha intervenido decisivamente en la exaltación del crucificado, probando que la actuación pública de Jesús en vida es efectivamente la acción última salvadora de Dios. Aquellos discípulos, que habían conocido a Jesús en un orden meramente histórico, ahora lo descubren como viviente eterno, centro y Señor del universo. Por ello los discípulos se deciden de nuevo por Cristo. La experiencia pascual, la certeza de los discípulos de que Jesús vivía porque le habían
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visto y tocado, es la única explicación de la existencia de la comunidad primitiva.
Por tanto, la Iglesia como tal en sentido estricto existe, por tanto, desde que existe la fe en la resurrección, no antes. Sin la experiencia de la resurrección que tuvieron los discípulos no hubiera surgido la primera comunidad de Jerusalén ni se hubiera puesto en marcha la obra misionera.
Más aún. Para los primeros discípulos la adhesión a Jesús como Señor resucitado es constitutivamente comunitaria, esencialmente eclesial. No existió —como opinaban algunos críticos— un tiempo inicial entusiasta de individuos eufóricos, pero vacío de eclesiali-dad, al que sólo más tarde siguió el tiempo de la Iglesia que se organizó y estructuró. La existencia cristiana se realizó desde el principio como existencia esencialmente comunitaria.
La experiencia pascual se complementa con la pentecostal (Hch 2, 33; Le 24, 49; cf. Jn 16, 7,13; 20, 22-23). Pentecostés es el acontecimiento claramente reconocido desde el principio como algo esencial para el origen de la comunidad primitiva. Es la irrupción por la cual la comunidad de discípulos reunida participa del Espíritu de Jesús resucitado. Con este fenómeno acontece algo cualitativamente nuevo, una experiencia distinta de realidad: la experiencia de unos discípulos que se profesan públicamente como comunidad del Resucitado. El Espíritu es el Espíritu de Jesús, el que está presente para la continuación de su obra, para que se transmitan con fidelidad la Palabra del Señor y los recuerdos de sus obras. En la comunidad, conducida por el Espíritu, en sus signos y milagros, en los testimonios de fe y en las conversiones se actualiza la experiencia de las formas de vida y las acciones típicas de Jesús (las comidas, la ayuda a los débiles, las curaciones, el perdón de los pecados). Ahora brilla con toda su novedad la gloria del reino de Dios que en vida de Jesús sólo podía ser intuida. El Espíritu es el don de Dios anunciado por los profetas (Hch 2, 17-21, cf. Jl 3, 1-5; Ex 36, 25-27). Por el Espíritu queda garantizada la presencia permanente del Resucitado.
7. EL PRIMER PERÍODO APOSTÓLICO. LOS PRIMEROS CRISTIANOS INTERPRETAN LA VOLUNTAD DE JESÚS BAJO EL IMPULSO DEL ESPÍRITU
El período apostólico constituye para todos los tiempos una referencia histórica única que no puede repetirse ni superarse. Es el fundamento permanente y la norma de todo el discurrir histórico de la Iglesia.
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A partir de las experiencias de la resurrección los seguidores de Jesús volvieron a encontrarse con asiduidad. Sentían vivamente que tenían mucho en común, que formaban una comunidad que prolongaba en forma nueva sus antecedentes prepascuales. La continuidad externa o sociológica es la base de la continuidad interior vital. Varios rasgos caracterizaban a esta comunidad primera, tal como se observa en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Veámoslos brevemente.
a) El centro de su predicación ya no era directamente el Reino de Dios, sino Jesús resucitado como «el Señor».
b) Desde los comienzos el bautismo en nombre de Jesús se convirtió en rito de entrada y aceptación en la nueva comunidad. Era signo de conversión interior y de fe personal que da participación en la salvación conseguida por la Pascua de Cristo y que incorpora a la comunidad del fin de los tiempos (v. gr., Hch 2, 38-41; 3, 19; 8, 31-38).
c) La oración en la que se usaban las plegarias del judaismo, así como otras originales, entre ellas la que nos enseñó Jesús. Los cristianos iban frecuentemente al templo, a rezar a las horas señaladas (Hch 2, 46; 3, 1; 5, 12, 21).
d) La fracción del pan se añadía a los actos de culto judíos, pero no los sustituía. Se trataba de la degustación de un banquete comunitario «en júbilo y simplicidad de corazón» (Hch 2, 42, 46; 20, 7, 11), que se convirtió en el centro de las comunidades, lo que las unía interna y profundamente. El nombre paulino será «la cena del Señor», el recuerdo de su muerte, la re-presentación del acto salvífico de la Pascua (ICor 11, 23-26, que cita un importante fragmento de la tradición anterior a Pablo). Era un «recuerdo» de las comidas en las que Jesús resucitado se mostró presente, en las que le reconocieron al partir el pan (Me 16, 14; Le 24, 30, 35, 41; Jn 21, 9-13). Esta comida anclaba profundamente a la comunidad en la misma vida del Señor presente en ella.
e) La doctrina de los apóstoles. Los primeros seguidores de Jesús mantenían como normativas las escrituras del Antiguo Testamento. Pero los puntos en los que Jesús modificaba la ley o se apartaba de la interpretación común se recordaban de manera expresa y se fueron convirtiendo en el núcleo de una doctrina propia.
f) La comunidad de bienes voluntaria entre los miembros de la comunión eclesial (Hch 2, 44-45; 5,1-6). Este ideal de los bie-
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nes en común impulsaba la solidaridad entre los miembros de cada comunidad, unía a las diversas comunidades entre sí y desarrollaba la ética cristiana en relación con la entrega de bienes a los pobres y con la riqueza como obstáculo para el seguimiento de Jesús (2Cor 8-9; Sant 5,1). Sin embargo, la administración de los bienes comunes fue la ocasión de la primera discusión entre judeocristianos y helenistas (Hch 6, 1-6). Al final de la disputa se aceptó el pluralismo, puesto que los helenistas no fueron obligados a la uniformidad ni tampoco fueron expulsados de la comunidad y tuvieron su propio sistema administrativo. Las diferencias culturales y teológicas existentes realmente entre ellos se consideraron menos importantes que la fe en Jesús.
8. LOS COMIENZOS DE LA MISIÓN
La decisión de conservar el pluralismo en el interior de la comunidad cristiana tuvo gran repercusión en el empuje misionero del grupo. La persecución que estalló hacia el año 36 a propósito de Esteban, quien iniciaba una ruptura con las instituciones del judaismo (Hch 7, 54-8,1), hizo que los cristianos helenistas abandonaran Jerusalén huyendo a Samaría, donde convirtieron a muchos samaritanos (Hch 8, 4-5) y a Antioquía, donde sucedió lo mismo con los paganos (Hch 11,19-20). Se ve, pues, que la misión al mundo fue el resultado de circunstancias imprevistas más que de un plan elaborado por los dirigentes.
A partir de este momento el cristianismo se hizo misionero, «apostólico». El término apóstol es más amplio que el de los Doce, cuya función distinta hemos señalado antes. Tanto el libro de los Hechos como Pablo señalan la importancia de los apóstoles como grupo o individualmente en este período inicial del año 50 al 65. Disponemos de pocos datos sobre la totalidad de la misión cristiana, salvo las misiones que partieron de la Iglesia de Antioquía, que conocemos por Hch 13 y ss, pero sí sabemos que hubo grupos de predicadores itinerantes que anunciaban a Jesús (Hch 9,1-3). Cuanto más se centra esa reunión de los discípulos en derredor de la confesión del Resucitado, tanto más choca con la negativa de Israel y tanto más intensa se hace la corriente de paganos que entran en la comunidad, la cual acrecienta su conciencia de ser el pueblo «nuevo» de Dios.
La entrada amplia de no judíos en la comunidad cristiana causó preocupación, tensiones y hasta fuertes discusiones en Jerusalén.
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Se planteó de frente el debate acerca de la entrada de grupos enteros de gentiles en la comunidad sin circuncisión, ni aceptación de la Ley y el culto judíos. Fue un momento crucial para la incipiente religión cristiana. Se celebró una asamblea en Jerusalén el año 49 con los representantes de ambas posiciones. Pablo se opuso a exigir la observancia de la ley a los cristianos de origen pagano por ser contraria a la libertad del evangelio (Ga 2, 14-21; ICor 8, 1-13; Rm 3, 28). Pedro y Santiago, los llamados pilares (Ga 2, 6, 9), estuvieron de acuerdo en que los gentiles podían convertirse sin circuncidarse y le dieron la mano, a él y a Bernabé, como señal de comunión. La solución encontrada: comunión en el mutuo reconocimiento y respeto de la diversidad, es un modelo no mejorado hasta hoy de superación de las tensiones eclesiales.
En todo este desarrollo la figura de Pedro alcanza un carácter relevante. Es el más importante de los apóstoles, una figura puente entre las concepciones de Santiago y Pablo, el garante de la genui-nidad de la tradición que viene de Jesús, testigo primordial de la experiencia de la resurrección, dotado de la máxima autoridad para mantener la comunión.
9. PABLO COMO ORGANIZADOR DE LAS COMUNIDADES
Lo característico de los predicadores itinerantes del evangelio era la conciencia de sí mismos con sello carismático: se sabían legitimados en su misión a causa de su llamada personal por el Resucitado, no por la institución eclesial que de hecho no existía. Pablo marca un cambio de rumbo en el desarrollo de este tipo de misionero del primitivo cristianismo. Se convierte en organizador inicial de las comunidades. Los grupos locales adquieren peso propio, deben conseguir estabilidad aunque el apóstol no esté en cada sitio, lo cual conduce al desarrollo de las primeras formas locales de organización en las comunidades domésticas, las cuales constituirán el centro de la vida eclesial hasta el edicto de tolerancia del emperador Constantino (a. 313).
Paulatinamente, el proceso fue evolucionando con el fortalecimiento de ciertas estructuras comunitarias. En el documento cristiano más antiguo conservado, Pablo, junto con exhortaciones para la vida común, pide respetar a los que presiden (ITes 5, 12-15). Ante los conflictos entre grupos en Corinto apoya a la autoridad (ICor 16,15-16). En las comunidades existía diversidad de funciones y servicios (Flp 1, 1; ICor 12, 18) y no hacía cualquiera cualquier papel o todos los miembros todas las funciones.
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Resumiendo los datos: el ministerio de dirección comunitaria que se dibuja en sus primeros rasgos se desarrolla desde la base de las comunidades, en razón de las dotes específicas de algunos individuos que las ponen al servicio de la comunidad. Lo decisivo es su disponibilidad para el servicio. No son nombrados por Pablo. Pero es muy comprensible que él, frente a posibles tendencias dis-gregadoras en la comunidad, esté interesado en fortalecer precisamente aquellas fuerzas que actúan de forma integradora y así contribuyen a la «estabilidad» de la comunidad, es decir, a una convivencia ordenada. A lo cual pertenece ciertamente el que todo ministerio tiene necesidad de la aceptación por parte de la comunidad; y de eso se preocupa también Pablo.
En algunas comunidades paulinas se dieron rupturas y tensiones; es prototípico el caso de Corinto, que le da a Pablo ocasión para tratar del sentido de los carismas o los «dones del Espíritu» en la comunidad (ICor 12; lo que después generaliza en Rm 12) y mostrarse así como organizador de las comunidades. La causa de la división estaba en que un grupo de personas favorecidas por «dones del Espíritu» pretendía un estatus especial, considerando a los demás cristianos de segunda clase. Pablo afirma que la posesión del Espíritu no es privilegio de unos pocos, sino que corresponde a todo cristiano. En la comunidad hay diferentes dones, pero detrás de ellos está el mismo Señor, el mismo Espíritu, el mismo Dios que «obra todo en todos». Cada uno tiene en la comunidad un don y una tarea específicos, en correspondencia con las dotes y la capacidad individual. La monopolización de los dones del Espíritu contradice a la voluntad de Dios. El Espíritu está detrás de todas las expresiones de vida de la comunidad, todas son de la misma manera queridas por el Espíritu.
Para mostrar a los corintios que la pluralidad de los dones del Espíritu es necesaria para la comunidad, Pablo toma la comparación difundida en la antigüedad del cuerpo y sus miembros. En este cuerpo uno en el que todos fueron bautizados, la comunidad se constituye como «cuerpo de Cristo» (ICor 12,12 ss, 27). Las diferencias étnicas, sociales y de género, que son determinantes en la sociedad civil, y las jerarquizaciones que se derivan de ahí, están superadas en la comunidad por el ser-uno en Cristo.
Ello significa la negativa a toda forma de patriarcalismo y an-drocentrismo en la Iglesia. Esto lo muestra también el papel activo que asumieron las mujeres en la comunidad; puede verse como ejemplo el grupo de mujeres citadas en Rm 16,1-12.
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En definitiva, el modelo va evolucionando hacia una organización de las comunidades con diversos servicios. Pablo habla en plural de tales servicios; están todos en un grupo, coordinados unos con otros. En ningún lugar se percibe que Pablo delegue en ellos su autoridad apostólica o que sean representantes o continuadores del apóstol. Al impulsar las fuerzas estabilizadoras de la comunidad, Pablo evita una solución autoritaria, por ejemplo, mediante la instauración de un único ministerio de dirección en el que estuvieran todas las competencias. Y no precisamente por un cálculo político, por temor a no conseguir prácticamente lo pretendido, sino por respeto a la dignidad carísmática de todo cristiano y por la idea de que la comunidad, para poder funcionar, necesita de multiplicidad de dotes y aptitudes. Por eso busca desarrollar un modelo de comunidad que salvaguarde la equivalencia y la igualdad de derechos de todos. Sólo sometidos a un único criterio, a saber, todos tienen que servir a la utilidad común, a la «edificación» de la comunidad. En el único cuerpo de Cristo las diferencias, oposiciones y jerarquías que acuñaban la sociedad antigua han sido superadas por la unidad en Cristo.
10. LA TRANSICIÓN AL PERÍODO POSTAPOSTÓLICO
En el último tercio del siglo i, a partir aproximadamente del año 65, se produce una notable transformación en la anterior realidad de la Iglesia. Los apóstoles van muriendo, ciertamente los tres más conocidos y emblemáticos, antes nombrados, y se produce una tendencia a redactar escritos apropiándose del nombre de algunos apóstoles desaparecidos (Pablo, Pedro, Juan, Santiago, Judas) y apelando a lo que ellos hubieran dicho a una nueva generación. Esos textos de diversa clase y origen conservan la tradición apostólica. En todos ellos existe un convencimiento básico: que las múltiples comunidades tienen su raíz y su fuerza viviente y activa en Jesús de Nazaret, presente por el Espíritu en una nueva forma de existencia consecuente a la resurrección.
La separación del judaismo se está consumando (Hch 28, 25-28); las autoridades de la sinagoga expulsan a los creyentes (Jn 9, 22, 34; 12, 42) que confiesan a Jesús como Señor y Dios (Jn 20, 28), contra la exigencia del credo de Israel (Dt 6, 4); Jerusalén ya no es el centro, sino Roma (IPe 1, 1); crece la polémica contra «la sinagoga de Satanás» (Ap 2, 9; 3, 9). A fines del primer siglo la eucaristía reemplaza al culto judío. El cristianismo aparece cada vez más cla-
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ramente como una religión nueva. Visto históricamente, el origen de la Iglesia compuesta de judíos y paganos es el resultado del rechazo que encontró el movimiento de reforma de Jesús en sus compañeros de fe judía.
Señalamos dos rasgos característicos, entre otros, de la concepción eclesiológica de este momento.
La Iglesia ideal
Así como durante la primera época el uso más frecuente del término Iglesia designaba a la comunidad doméstica, a la Iglesia de una comarca o a la Iglesia local (como veremos en su momento), en este período su uso se unlversaliza e idealiza. Ello se percibe de forma peculiar en las cartas pospaulinas llamadas cartas de la cautividad. La Iglesia total se identifica con el cuerpo del que Cristo es cabeza (Col 1,18, 24; Ef 4,15-16), con la esposa inmaculada a la que Cristo amó y por la cual se entregó (Ef 5, 23-27), con el reino del Hijo amado de Dios, libre del dominio de las tinieblas (Col 1, 12-13), el edificio construido sobre el cimiento de los apóstoles y la piedra angular que es Cristo (Ef 2, 9-10).
Asentamiento de las estructuras
En las comunidades de Asia Menor se constituyen colegios de ancianos que conforman la instancia de dirección de la comunidad. Con ello se da la recepción de una forma de autoridad que era tradicional en la sinagoga judía. Pero también se muestra una adaptación a la escala de valores de la sociedad antigua en la que se reconocía una autoridad particular a los ancianos. Un ejemplo de esta evolución lo encontramos en IPe 4, 11-12; 5, 1-5; también aparecen en esta carta exhortaciones a comportarse según los patrones de la sociedad circundante (2, 13 ss, 18; 3, 1, 5). De tal colegio de ancianos da testimonio igualmente Sant 5, 14.
Las cartas pastorales pospaulinas tienen como uno de sus ejes la preocupación por normalizar las incipientes estructuras comunitarias. El contexto es el de la desaparición de los apóstoles y al mismo tiempo el de la aparición de falsos maestros (ITim 4, 4-6; Tit 1, 10-13; 2Tim 3, 1-9; 4, 3-4), unido a las dificultades que plantean los misioneros y profetas itinerantes (Didaché 11, 1-12, fines
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del siglo i). La solución es una estructura más regularizada, un ordenamiento eclesial normalizado.
El procedimiento es nombrar en todas las ciudades ancianos y supervisores (traducimos así los títulos de presbíteros y obispos, porque esos nombres no corresponden al contenido que hoy conocemos) (Tit 1, 5). Sus funciones son, en primer lugar, asegurar la autenticidad de la doctrina mediante una cadena de líderes que conserven la enseñanza y la autoridad apostólica frente a las herejías nacientes; en segundo lugar, vigilar la conducta religiosa y ética de los miembros de la comunidad y, finalmente, cuidar de los necesitados con los bienes comunitarios. En el relieve otorgado a las figuras de Timoteo y Tito se percibe la evolución hacia una concepción de la dirección de las comunidades más individual en la que el papel central va a corresponder al epíscopo, que guiará la comunidad como un padre de familia. La evolución se consumará en el siglo n. Resumiendo: a lo largo de este período se verifica un proceso de institucionalización que tiende a estabilizar de manera paulatina las comunidades según el modelo familiar.
En definitiva, el camino del primitivo movimiento carismático de Jesús hacia la formación de una institución eclesial fue sin duda un camino inevitable. Pues el carisma, entendido como un fenómeno de épocas y personas extraordinarias, necesita hacerse cotidiano, es decir, ha de transformarse en una figura institucional si quiere sobrevivir a los tiempos. Pero la mirada a la fase de comienzo de este proceso nos permite divisar los rasgos comunitarios en los que se nos muestra la idea fundamental de Jesús que nos permite evitar los peligros a los que el cristianismo posterior, y el de siempre, está expuesto. Esos rasgos contienen un potencial que también hoy debe redescubrirse y seguir desarrollándose en una situación cambiada, incluso si la historia de la Iglesia parece ir por otros caminos.
Actuar CÓMO EL ORIGEN ORIENTA EL PROCEDER EN EL PRESENTE
I. IMPORTANCIA DE HACER BIEN LAS PREGUNTAS
El cuestionamiento de la Iglesia que veíamos en la primera parte no procede sólo de ceguera o de mala voluntad, ni de negación patológica de cuanto significa autoridad o institución, ni de falta de conocimiento. Existe en los hombres y mujeres de hoy un deseo
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de encontrar en la Iglesia algo que no encuentran; su distancia-miento y su crítica nos muestran que no es suficientemente creíble para ellos nuestra afirmación de que la luz de Jesús se refleja en el rostro de la Iglesia. He aquí un gran desafío para los creyentes y las comunidades cristianas.
Por otra parte, la pregunta que se hacía la teología crítica de fines del siglo xix y comienzos del xx acerca de si el Jesús histórico fundó formalmente una Iglesia es una pregunta mal planteada. En realidad, Jesús no podía haber fundado una Iglesia porque, por así decir, ya existía una desde hacía mucho: el pueblo de Dios de Israel. Pero la respuesta es distinta cuando pensamos en la Iglesia como la comunidad que surgió de la vida, muerte y resurrección de Jesús, y en su constitución como un proceso en varias fases que se remonta a todo el «acontecimiento-Cristo», donde se incluyen obviamente actos de carácter fundacional en la vida terrena de Jesús. Entonces la respuesta es claramente positiva.
De todas formas, hay que reconocer los numerosos elementos de discontinuidad entre la preocupación del Nazareno por reunir a todo Israel en la comunidad del tiempo final, condición previa para la entrada de «las gentes de las naciones» en el Reino, y el nacimiento de la Iglesia. No fue el ministerio de Jesús como tal el que creó la Iglesia. Esta nació de la crucifixión de Jesús, de la afirmación de algunos seguidores suyos de que se les había aparecido como resucitado y de la efusión del Espíritu, que está en el origen de la misión en dirección a los pueblos paganos.
2. QUÉ SIGNIFICA REALMENTE LA REFERENCIA A LOS ORÍGENES
La referencia a los orígenes a la luz de la exégesis moderna nos obliga a reajustar la imagen de la Iglesia, partiendo de una convicción: que el origen es normativo, establece los parámetros respecto de las determinaciones históricas posteriores. Por tanto, cualquier realidad o forma existente de Iglesia carece de valor si no va sustentada en los orígenes.
Al llegar a este punto, conviene recordar que no hay interpretación —por más fiel que se proclame a los orígenes— que opere con independencia del presente. La comprensión de los hechos históricos sólo se logra en la «fusión de los dos horizontes» (Gadamer), aquel que se intenta entender y aquel desde el que se entiende.
La búsqueda del origen es búsqueda de Jesús, personaje histórico que establece los caminos del seguimiento y los modelos de
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comportamiento para la comunidad de discípulos. Pero esa búsqueda se realiza integrando la Cruz y la Pascua, que constituyen al Señor resucitado como clave de lectura de toda la vida terrestre de Jesús y de cualquier recuperación de sus palabras. Jesús el Cristo es la norma que determina, guía y juzga lo que la Iglesia cree y obra: el Jesús de la historia terrestre le marca un camino concreto con un modelo humano bien definido; el Cristo resucitado le da la dimensión de totalidad universal y el horizonte del Reino futuro hacia el que se encamina.
La referencia a Jesús terrestre ayuda a distinguir lo que es origen que funda el sentido y crea la misión de lo que es revestimiento histórico que tuvo lugar en aquel momento y, por tanto, es mudable o caduco. Por ello, cuando se habla de institución divina de la Iglesia o de derecho divino de sus estructuras hay que distinguir las pautas normativas de fidelidad a la palabra y voluntad de Cristo y a las mediaciones de gracia que El escogió, del sucesivo revestimiento cultural o sociológico y de la permanente reinterpretación teológica que la Iglesia debe ir dando desde la conciencia sucesiva que la humanidad tiene de sí misma.
En resumen, es pensable y legítima una reconstrucción histórica siempre nueva en el sentido de que sus elementos originantes y constituyentes permiten distintas formas de corporeización en el tiempo; y de que tal encarnación histórica distinta tiene lugar por integración de las diversas culturas y de la creatividad histórica, permitiendo que cada generación acceda al misterio de Cristo desde su verdad propia.
3. CÓMO SE VINCULA LA IGLESIA CON SU FUNDADOR
La relación de la Iglesia con Jesucristo no es solamente de índole histórica o sociológica, no se verifica meramente como cualquier fenómeno asociativo se relaciona con la persona del fundador. Un fundador proclama su enseñanza o lanza un proyecto (religioso, filosófico, social, político), en torno al cual se reúne un grupo que participa en los ideales y programas operativos del fundador. La vinculación de la Iglesia con su fundador tvs mucho más, supera tales límites, es de índole místico-expe-riencial. La relación no se refiere sólo a determinados contenidos programáticos o valores objetivos, sino que se sustenta en una experiencia, la experiencia del encuentro con Jesucristo y de In asimilación interior a él. Se basa sobre todo en la convicción
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de que Jesús ha resucitado, es el Señor viviente, centro de la creación y término de la historia. Esto es lo que se transmite desde los apóstoles hasta nuestros días. Si la comunidad cristiana no se alimenta así de Jesucristo, no cumplirá su objetivo que es la realización del Reino.
Cuando el Nuevo Testamento nos habla de la Iglesia de Jesucristo, este genitivo nos lleva a la conclusión de que ella no es una realidad meramente horizontal, creada por hombres, comunidad de los que se reúnen en torno al evangelio, sino que pertenece a Jesús de una manera especial y muy personal: los miembros de la Iglesia son los suyos, sus amigos, sus hermanos. Lo esencial y decisivo es la convicción de las comunidades primitivas, convicción que traspasa todo el Nuevo Testamento, de que están construidas sobre el cimiento del mensaje de Jesús y de la acción salvadora de Dios en Jesús. Esto es lo más importante y lo más convincente.
Por tanto, afirmar que el origen de la Iglesia se encuentra en la persona y en la actuación de Jesús el Cristo significa que ella tiene en el Señor su punto de referencia en el espacio y el tiempo; para la comunidad de los creyentes la vinculación a Jesús y la orientación hacia Él es algo constitutivo. La persona de Jesús es su punto céntrico. En consecuencia, la Iglesia tiene que intentar llevar siempre a la práctica las intenciones por las que Jesús vivió y murió. Estas deben ser traducidas a la realidad presente en todas las actuaciones de la Iglesia, primero en su propio interior, luego en el impulso a la causa de Jesús en el mundo.
Por ello el retorno a los orígenes no es para nosotros un restau-racionismo solapado, la justificación del statu quo, del orden establecido. La Iglesia no quiere convertirse en objeto de museo. Se comprende a sí misma como el grupo humano afectado por «la causa de Jesús que sigue adelante» (W. Marxsen). En Él buscamos un modelo radical de Iglesia para el presente y el futuro. Ante la diversidad de realizaciones eclesiales, ante el pluralismo y las tensiones actuales, ante el hecho de que la Iglesia de hoy se manifiesta más que nunca como un complejo de oposiciones, es preciso buscar su realidad esencial, su fuerza fundamental, su verdad viviente más interior, la imagen originaria según la cual han de guiarse todas las configuraciones históricas y las diversas formas de manifestación actual de la misma. Eso se realiza en el seguimiento de Jesús, en la asunción responsable de su obra, en la mostración permanente a los hombres de la experiencia de la salvación.
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4. EL ORIGEN COMO IMPULSO PARA LA PRAXIS ECLESIAL
El acercamiento que hemos hecho a los orígenes de la Iglesia es una fuerza para relanzar nuestra propia creatividad apostólica en el momento actual. Si se toma en serio esa forma de vinculación de la Iglesia al Jesús terrestre y la presencia en ella del Resucitado, no puede exigirse una mera continuidad con la comunidad primitiva, un cumplimiento esclavo de sus palabras. Ni puede esperarse la verificación de un «programa de acción» porque Jesús no planteó tal cosa en absoluto. El no desarrolló ningún sistema doctrinal que nos ofreciera respuestas claras y siempre disponibles para todas las situaciones históricas y casos singulares. Actuó como un guía carismático-profético. Su mensaje fue para las comunidades primitivas ciertamente enseñanza, pero ofrecida de forma que debían traducir sus palabras a cada situación y aplicarlas a la vida. De esta forma, las comunidades no sólo transmitieron las palabras y las acciones de Jesús, sino que nos dieron una lección viviente acerca de cómo aplicar el mensaje a la realidad. Lo cual no fue un falseamiento de lo que Él quiso, sino una reacción original a la predicación de Jesús en circunstancias cambiadas. Con ello no ofrecieron respuestas últimas e inmutables, sino que nos señalaron que el anuncio del evangelio consiste en un proceso permanente de modo que cada tiempo asuma y realice la voluntad de Jesús.
En consecuencia, la Iglesia ofrece en su historia la vinculación con aquel origen que se manifestó en la vida, palabra y actuación de Jesús y quedó definitivamente expresado en el testimonio de HUS seguidores decantado en el Nuevo Testamento. Dicho origen configura dentro de ella una fuerza comprometedora que ha de verificarse como impulso transformador. Esta presencia del origen normativo se realiza por medio del seguimiento de los discípulos: en el anuncio y en servicio fiel a la Palabra, en la confesión de fe, en la vida que hace actual y efectiva la verdad de esa Palabra, en la responsabilidad concreta en la historia y el mundo cambiante. Todo ello hace presente aquí y ahora al Señor resucitado como orientación y empuje hacia el futuro. Cuando la Iglesia, como sucede en los momentos actuales, se ve confrontada a una crisis sin precedentes, ha de volver a sus raíces, debe orientarse más que nunca en Jesucristo. Su consistencia está en Él, no en otras seguridades que pueda ofrecerle la sociedad. Sólo cuando Jesucristo ejerce su señorío y la Iglesia escucha su voz, se hace libre, fuerza liberadora para el mundo y capaz de construir futuro.
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La asunción de la hora presente, aventurándose en ella pero manteniendo la conexión con el origen, es una tensión nada fácil entre lo constante y lo variable, entre lo permanente y lo condicionado. Bajo la luz del comienzo, la comunidad cristiana puede cuestionar críticamente los abusos del presente y liberarse de ellos.
En definitiva, a la Iglesia le corresponde desarrollar las perspectivas y posibilidades dadas en el origen como promesa, las cuales no se han desplegado en el tiempo, no han sido históricamente alcanzadas, pero pueden y deben ser efectivas, actuantes. Tal maduración no significa que siempre haya crecimiento o progreso reconocible hacia una plenitud cada día mayor. Porque el proceso incluye el hecho de una confrontación continua de la fe con la llamada de la hora y tal confrontación da resultados a menudo insuficientes, tímidos, cobardes o verificados sin la suficiente distinción entre el trigo y la cizaña.
5. FE EN LA IGLESIA
La consecuencia que se saca de lo dicho es que no puede haber cristianismo sin Iglesia y no puede haber fe cristiana sin fe en la Iglesia. Porque la Iglesia es fruto de la acción de Jesús. Quien acepta en la fe la persona y el acontecimiento de Jesús el Cristo, acepta también con ello y en ello el don de Cristo que es la Iglesia. La acepta como la manera según la cual Jesucristo tiene comunidad con la humanidad y la humanidad con Él, según la cual El se hace presente en todos los tiempos como Palabra viva, verdad actual, sentido permanente.
Ciertamente, la Iglesia comparte las leyes sociológicas de los demás grupos humanos. Pero si se la reduce exclusivamente a eso, se pierde de vista lo específico suyo, a saber, que es obra del Espíritu de Jesús resucitado, fruto de una fuerza salvadora que no se confunde con poder humano alguno. La realidad humana de la Iglesia siempre ha producido escándalo. Pero ese escándalo es análogo al causado por Jesús, porque también ella sustenta una pretensión de salvación y ese lenguaje es siempre «muy duro» (cf. Jn 6, 60).
Ahora bien, hablar de fe en la Iglesia significa que ella debe ser concebida no solamente como un objeto de la fe entre otros, sino como el ámbito comunitario donde la fe cristiana se profesa, se celebra y se transmite. Creer «en la Iglesia» es creer eclesialmente. Según una antiquísima expresión de la tradición cristiana, la Iglesia es la madre de los creyentes. El seno materno donde se gesta la
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fe en Jesús es la Iglesia que está a su servicio como su sacramento o su comunidad sacramental de salvación.
Lo dicho significa que la Iglesia es el ámbito de realización que ubre a la fe, media la fe, garantiza la fe, conserva, custodia, desarrolla la fe para cada creyente individual. Es eso lo que queremos decir en el diálogo prebautismal: «¿Qué pides a la Iglesia de Dios?». «La fe». Cuando el individuo llegado a la fe quiere ser un creyente en sentido pleno, debe «adherirse» a la comunidad de los que creen, ser recibido en ella. Para el individuo «llegar a la fe» significa «ser añadido» a la Iglesia (Hch 2, 41), ser aceptado en la fe de la Iglesia. Cada uno cree individualmente, desde luego, pero en cuanto miembro de la comunidad de creyentes; él se compromete con la fe común. La maternidad de la comunidad en el orden de la fe se verifica por la vía del testimonio comunitario. Por eso, la fe no le es dada a cada individuo para su salvación puramente privada, sino para que participe en la tarea histórica de salvación de la Iglesia en el mundo.
Quien quiera vivir la fe cristiana con autenticidad no puede emanciparse de esta conexión con la Iglesia en beneficio de otro tipo de vida religiosa supuestamente más puro. La Iglesia es «el nosotros» de la fe, el sujeto trascendente de la fe. Esta estructura comunitaria de la fe es necesaria, no optativa. La razón última está en que la fe viene determinada por la prioridad de la Palabra anunciada que viene al encuentro de la persona sobre lo elucubrado por el individuo, de la comunidad sobre cada creyente.
6. LA IGLESIA Y EL REINO DE DIOS
«Jesús predicó el Reino y fue la Iglesia lo que vino»; esta frase escrita por el modernista Loisy con radical espíritu crítico, puede tener sentido si se lee desde otra perspectiva. La Iglesia no se identifica con el Reino ni se identificará nunca. Con todo, a pesar de que no son idénticos, están mutua y esencialmente ordenados.
En primer lugar, ella es signo de que el Reino ha comenzado aunque aún ha de venir. En segundo lugar y para ser ese signo, es la comunidad de aquellos en quienes están vivientes y actuantes las fuerzas del Reino: la apertura radical y confiada al Dios Padre de bondad para con todos; la conversión y la fe; la praxis nueva del amor sin límites al hermano; el perdón al enemigo, actitud que se deriva de lo anterior; la fuerza de la resurrección como victoria sobre el mal, el poder del Espíritu y de sus dones. Esos rasgos esenciales del Reino,
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que está presente en el mundo y hay que saber descubrirlo en sus señales, deben marcar siempre la orientación de la Iglesia. Ella es la comunidad de los que se preparan para el futuro del Reino y reconocen en él su aliento, su esperanza para el presente y la responsabilidad para las tareas en el mundo y en la historia. Es la que acoge a los elegidos que se preparan para aquel futuro por su compromiso en las tareas en el mundo, es la que vive en la presencia y el apoyo del Señor triunfante hasta el fin de los tiempos. Por eso pedimos con oración comprometida: «venga a nosotros tu Reino» (Mt 6,10).
Cuando la parusía del Señor haga irrumpir el Reino en su plenitud del final de los tiempos, el final de la Iglesia habrá llegado. Porque la última meta, la figura consumada de la acción salvífica divina para el mundo no es la Iglesia, fenómeno ligado al tiempo y al lugar, sino que es el reino absoluto y universal de Dios en la tierra, la suma y plenitud de todos los bienes.
7. LA REFORMA DE LA IGLESIA
La referencia de la Iglesia a las proféticas palabras de Jesús sobre el Reino, a la totalidad de su mensaje, de su misión y su figura, debe ser el acicate de una revisión y reforma continuada para que se cumpla la afirmación del Concilio de que ella es el sacramento de la salvación en Cristo (LG 1).
Si la Iglesia apela a su origen en Jesús y se llama con su nombre, entonces Él es la crítica de la Iglesia desde dentro, la crítica de su falta de verdad. Aunque la crítica que proviene de la sociedad tenga importancia, es inofensiva en comparación con la crítica que nace de su cotejo con el profeta de Nazaret al que ella apela. Jesús es el verdadero desafío de la Iglesia, mucho más que los desafíos que le vienen del mundo. Por eso, las preguntas clave son: ¿quién es Jesús para ella, un extraño o el Señor que determina su existencia? ¿Qué quiere Jesús de ella, cómo puede corresponderle?
De lo dicho se deduce que la reforma permanente es consustancial a la Iglesia. Dicha reforma ha de conducirla a ser cada vez más la Iglesia de Jesús, a predicar con sus hechos al Señor, a relativizar-se ante Jesús, a ponerse en cuestión continuamente, a no concederse nunca a sí misma importancia, a renunciar a todo poder.
Porque la consciencia de la distancia que existe entre el proyecto del origen y la realidad histórica presente lleva a la convicción de la relatividad de lo existente y es la fuente de todo movimiento de renovación y de reforma eclesial. Sólo a través de una conver-
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Kión continua de las personas y de la transformación de las estructuras permanece en ella la sustancia del movimiento de Jesús.
8. LA COMUNIDAD DE MESA CON EL SEÑOR
La comunidad que se configura cuando nos agrupamos en derredor de la mesa eucarística es en sí misma una experiencia de la salvación que Jesús quiere transmitir a la humanidad. En la cena del Señor el anfitrión nos ofrece comunidad con El y funda por ello la comunidad de los invitados entre sí. Por esa razón, la estructura fundamental de la Iglesia es la de la comunidad eucarística que vive de la presencia permanente de su Señor. El compromiso de las comunidades primitivas se fundaba precisamente en la autodona-ción de Jesús en la Última Cena y en su intención de dejar con ella a los discípulos un signo de su presencia permanente. Por tanto, lo específico y propiamente cristiano de la comunidad está en la experiencia de salvación que se transmite en la eucaristía. Aquí se enraiza también la tarea permanente de búsqueda de identidad comunitaria. Porque la Iglesia como proceso, del que hemos hablado n ntes, es un acontecimiento dinámico y quienes participan en la eucaristía van aprendiendo qué es la Iglesia.
La eucaristía es la configuración fundamental en la que la Iglesia debe mantenerse y a cuya medida debe realizarse para ser lo que Jesús quiso de ella. Porque ella no es otra cosa que la comunidad de mesa con Aquel que sigue sentándose con los suyos como resucitado invisible y que sigue partiendo el pan para construir el nuevo pueblo de Dios de toda la humanidad.
Pero no olvidemos que Él sigue estando entre los suyos en la forma del «por vosotros y por todos», lo que significa que la comunidad de Jesús está esencialmente llamada a entregarse por todos. Use es el sentido interno de la Iglesia en la historia: el servicio a lodos. En consecuencia, la comunidad eclesial debe ejercitar la función reconciliadora y de entrega tal como lo hizo Jesús. Sus discípulos debemos entender la propia existencia como un «ser-para-los-otros», tal como fue la de Jesús.
I'ARA PROFUNDIZAR
K. AGUIRRE, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Desclée de Brouwer, Bilbao 1987.
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R. E. BROWN, Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron, Desclée de Brouwer, Bilbao 1986.
H. HAAG, ¿Qué Iglesia quería Jesús?, Herder, Barcelona 1998. G. LOHFINK, La Iglesia que Jesús quería: dimensión comunitaria de la fe cristia
na, Desclée de Brouwer, Bilbao 1998. S. PIÉ-NINOT, «Jesús y la Iglesia», en: R. LATOURELLE y R. FISICHELLA
(eds.), Diccionario de Teología fundamental, Ed. Paulinas, Madrid 1992, pp. 629-640.
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Capítulo 3 La imagen de Iglesia
del Concilio Vaticano II
Veinte siglos después de que el profeta nazareno lanzara aquel movimiento que se constituyó en Iglesia, ésta se reunió en Roma pora reflexionar sobre sí misma, con objeto de reajustar su fidelidad al proyecto del fundador. El Concilio Vaticano II puso en marcha nuevos impulsos y produjo efectos transformadores, unos deseados y planificados, otros imprevistos, impredecibles en su día. Desató un proceso que ha sacudido profundamente la identidad eclesial, causando gran conmoción, no sólo pastoral, sino también eclesiológica. En el pueblo cristiano existe hoy la conciencia de una ruptura con líneas concretas de un pasado eclesial todavía reciente. Se han interpuesto dificultades y resistencias en la verificación de la eclesiología del Concilio, resurgen tensiones análogas a las que existieron durante su desarrollo.
Ver UNA MIRADA A LA SITUACIÓN
A algunos decenios de la conclusión del Concilio han cristalizado ciertas líneas de lectura de su significado, que muestran inspiraciones muy diversas, algunas esencialmente ideológicas, más que fundamentadas histórica y teológicamente, otras llenas de desencanto y frustración, otras realistas y esperanzadas.
I. SÍNTOMAS DE LA PROBLEMÁTICA POSCONCILIAR
La lectura más radical ha sido la que podíamos llamar integrista (por ejemplo, la patrocinada por el obispo Lefebvre y sus seguidores), que leía el Concilio Vaticano II como ruptura de la tradición católica. Según este punto de vista, el Concilio fue un error; su re-Htiltado sólo puede considerarse negativo.
Según otros, este Concilio ha sido un concilio menor, dada su condición pastoral, con la renuncia a aprobar definiciones dogmá-
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ticas y a emitir condenas y anatemas. Bajo esta clave, la pastorali-dad es entendida como nivel inferior de calificación teológica, sobre todo respecto de los dos Concilios precedentes, el de Trento y el Vaticano I. El desarrollo titubeante del Vaticano II es la causa de las dificultades del posconcilio. Esta situación hace necesaria una guía romana de la recepción del Concilio —es decir, el Papa— que filtre los impulsos supuestamente provenientes del mismo.
En el otro extremo, algunos proponen leer el Concilio como refrendo de posiciones contrarias a las orientaciones del magisterio anteriores a 1960. El Concilio adquiere así el significado de un cambio radical respecto de la tradición previa. A pesar de ser todavía eurocéntrico y dogmatizante, cerró una época. Ahora bien, esa época ya ha sido superada por los hechos históricos posteriores. Los sucesos de 1968 sancionaron definitivamente la superación del Concilio. Por tanto, el Vaticano II es un concilio de transición (como Juan XXIII fue un «papa de transición»). Concilio de transición en sentido fuerte, o sea, para la salida de la Iglesia de la época triden-tina —incluso de la constantiniana— y el comienzo de una nueva época.
En zona intermedia entre los extremos, existe en muchos la convicción de que el Concilio Vaticano II se ha explotado sólo en una parte reducida, quedando la mayoría de su enseñanza por desarrollar. Frente a una primera fase de recepción del Concilio y de su voluntad de reformas fundamentalmente positiva, las siguientes fases, que deberían ser más creadoras y de avance hacia adelante, manifiestan muchos frenos debidos a la preponderancia de aquellos círculos que o bien minimizan teológicamente y prácticamente los planteamientos de reforma verdaderamente profundos que propuso el Concilio, o bien todavía no los han aceptado totalmente. Se une a ello la sensación de que los esfuerzos de recepción han producido escaso fruto, las necesarias reformas no se han llevado adelante de manera consecuente o se han quedado a mitad de camino y con ello se han agudizado los problemas. De esa impresión se deriva un efecto negativo: la inseguridad observada en el presente, el desánimo, la sensación de impotencia, la actitud de pesimismo resignado de aquellos cristianos comprometidos que se entusiasmaron por los resultados del Concilio.
Además, se da la certeza de que la situación social y eclesial (¡han pasado casi cincuenta años!) es nueva y exige aplicaciones adaptadas a la misma. O sea, una recepción viva. Pero aquí surge el convencimiento creciente de que Roma, realizando una recepción según la letra, frena la renovación eclesial y no quiere abordar
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las asignaturas pendientes. La consecuencia es doble: por una parte, crece el llamado «afecto antirromano» (H. U. von Balthasar); por otra, existe un desasosiego y preocupación acerca de cómo lograr la respuesta a los desafíos actuales.
Entretanto, las nuevas generaciones de creyentes, las que no vivieron la experiencia del Concilio, se caracterizan por ciertos rasgos distintivos en su apreciación del mismo. Algunos lo valoran como una historia pasada: son las guerras del abuelo que no interesan a los nietos. Otros consideran que la recepción del Concilio, tal como de hecho ha sucedido, es causa de la secularización general que padecemos en la Iglesia. La difícil situación de la Iglesia posconciliar les lleva a atribuir la culpa de tal situación a los efectos del Concilio. En verdad, dicen, la crisis actual no ha de atribuirse directamente al Concilio, sino a quienes, apelando a un etéreo «espíritu del Concilio», han querido legitimar experimentos cuyos resultados no pueden vincularse a él. Hay algunos que reaccionan contra el Concilio y vuelven a una eclesiología más conservadora, quizá porque da seguridades.
2. LA INTERPRETACIÓN DEL CONCILIO COMO PUNTO DECISIVO
En el fondo de todo lo anterior subyace una cuestión clave: la contraposición que divide a la Iglesia en su interior se centra sobre todo en la interpretación del «acontecimiento» conciliar en cuanto tal. El juicio histórico y teológico sobre el acontecimiento en sí mismo y su interpretación es el terreno real de confrontación de dos modos contrapuestos de entender la identidad de la Iglesia y su modo de situarse ante el mundo. Se está dando desde hace algún tiempo un acercamiento al Concilio a través de fragmentos, casi siempre de pocas palabras, de documentos individuales. Así es como queda mixtificado en su naturaleza más auténtica.
Una sana interpretación exige, por el contrario, la consideración global de la enseñanza conciliar, que tenga en cuenta todos los tesoros que se han desvelado a la Iglesia en aquella ocasión de gracia y que esté atenta a las indicaciones ricas y complejas que el Espíritu Santo ha dado a la Iglesia a través del acontecimiento conciliar.
Los intentos de frenado del Concilio que existen por todas partes no deben sorprendernos. Después de todos los grandes concilios ha solido desarrollarse una lucha larga y dura en torno a su valor. Problemas de «recepción» se han dado en los concilios más significativos de la historia de la Iglesia. «Es raro que un Concilio
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no haya sido seguido de una gran confusión». La frase la redactaba un profeta de nuestro tiempo, el cardenal Newman, un mes después del final del Concilio Vaticano I (1870). La realista afirmación de Newman es también aplicable al Concilio Vaticano II, tanto en lo que se refiere a su herencia estrictamente doctrinal, centrada en la eclesiología, como respecto a la reforma práctica de la Iglesia.
En definitiva, no se puede dar por hecho una especie de valor automático, cuasisacramental de los actos solemnes conciliares, sin sopesar la relación de los mismos con su recepción en la vida eclesial. Este principio ha de orientar nuestra reflexión acerca de la relación entre las formulaciones de la fe propuestas por el Concilio y su asunción y circulación en el pueblo creyente y en su praxis de fe.
3. UNA PRIMERA CONSIDERACIÓN SOBRE EL PANORAMA DESCRITO
La confusión, incluso la crisis que ha condicionado el desarrollo de la eclesiología posconciliar, se debe a dos cosas: a las ambigüedades y lagunas de los textos conciliares que han dado lugar a posiciones enfrentadas en cuanto a la interpretación; y a una serie de nuevos fenómenos mundiales, exteriores a la propia doctrina conciliar y a sus expectativas, que han impulsado la voluntad de actualizar la Iglesia y la eclesiología.
La convicción generalizada entre los padres conciliares de que se debía buscar, según una venerable tradición conciliar, la unanimidad moral o al menos un consenso muy próximo a ella, llevó a proposiciones de compromiso que permitían una interpretación amplia y daban cabida a muchos deseos de los grupos afectados. Los textos consensuados fueron deliberadamente genéricos para no provocar reacciones adversas de la otra parte, se introdujeron cuñas que no siempre están en línea con la eclesiología básica del Concilio y amortiguan su coherencia teológica global y su impacto pastoral. El resultado es que la eclesiología del Vaticano II tiene formulaciones ambiguas e incluso algunas contradicciones internas, aunque la orientación global es muy clara y definida.
Por tanto, las conocidas «ambigüedades» del Vaticano II no deben entenderse como oscuras componendas entre partidos rivales, sino que en su mayor parte son decisiones adoptadas para proteger la libertad del pensamiento creyente y de la teología en su la-
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bor de profundizar en materias aún necesitadas de clarificación. El doble enfoque eclesiológico será la causa de divisiones que se manifiestan ya en el mismo Concilio y que no cesará de agrandarse posteriormente. Con el Concilio se inaugura una nueva época de inseguridad y vacilaciones, que contrasta con la aparente calma de la eclesiología en decenios anteriores.
También hay que hablar de la falta de desarrollo de los últimos documentos conciliares, aquellos en los que la Iglesia verdaderamente asume la modernidad: la Declaración sobre la Libertad Religiosa y la constitución Gaudium et spes. Ello ha producido posteriormente tensiones y polarizaciones, a veces muy profundas.
Otro aspecto a considerar: los dinamismos puestos en marcha por el Concilio no han dado siempre resultados coherentes con el Vaticano II y algunos merecen serias críticas. También es verdad que a menudo nos hemos contentado con «reformas» prácticas y hemos ignorado la reflexión acerca de la amplitud y los motivos de fondo de «la reforma» pendiente.
Para resumir: el conflicto actual acerca de la interpretación del Vaticano II, más que el propio Concilio, lo plantea fundamentalmente la recepción de su enseñanza y ello desde tres claves: desde la confrontación teórica de las eclesiologías, desde el contexto eclesial en que cada uno vive, porque la experiencia de Iglesia condiciona radicalmente la reflexión, y desde la traducción del Concilio en las instituciones y en las formulaciones jurídicas.
Así se explica que después de estos años se observe como un movimiento de péndulo: la decepción trae consigo la vuelta a lo anterior. La misma teología no ha sido totalmente libre para reasumir el movimiento global e interpretar los acontecimientos de estos años a la luz de las categorías del Concilio. Hay que añadir que precisamente la intensidad de las tentativas de contener la renovación conciliar demuestra la fuerza del impulso de aggiornamento que el Concilio Vaticano II ha metido en la Iglesia. Resulta evidente que la apuesta que está en juego en torno a su memoria y a su significado es excepcionalmente alta.
]UZgar ALGUNOS NÚCLEOS CLAVE DE LA IMAGEN CONCILIAR
El Concilio Vaticano II significó un punto de partida realmente nuevo en la historia de la Iglesia. Quedó superada la visión unilateral de la eclesiología del Vaticano I, característica del siglo xix y
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de la primera mitad del xx. El contexto mundial y cultural en el que se inscribía la vida de la Iglesia era radicalmente nuevo y los padres conciliares lo percibieron claramente. El desarrollo económico, las mayores oportunidades educativas, los medios de comunicación y la creciente movilidad, la entrada de los católicos en la política democrática eran inéditos. El «ambiente católico», que había retardado la modernización cultural, desapareció; la unidad en bloque del catolicismo organizado había quebrado.
Por otra parte, en el interior de la Iglesia, la evolución de la teología, las ciencias bíblicas, la investigación histórica arrancaron las murallas apologéticas y el confesionalismo y nos hicieron conscientes de la riqueza y del pluralismo de la tradición católica. Las ideas eclesiológicas que afloraron en el Concilio no surgieron de la nada. Prácticamente en su totalidad habían sido ya discutidas en la teología de décadas anteriores. El redescubrimiento del pueblo de Dios, la idea de comunión sobrenatural de los creyentes, en cuyo seno tienen su lugar correspondiente los carismas y los ministerios, la reforma de la Iglesia, la colegialidad del episcopado, la tarea del laicado, la libertad religiosa, la misión de la Iglesia en las realidades temporales y otros muchos temas habían sido materia de reflexión teológica que posibilitó alcanzar las metas a las que llegó el Vaticano II. Además, aquel proceso intelectual no había quedado encerrado en el ámbito académico, sino que había sido asumido por diversos movimientos de base: el movimiento litúrgico, la renovación parroquial, el ecumenismo, los movimientos especializados de apostolado seglar, etc., haciendo saltar el corsé del antimodernismo neoescolástico prescrito por la autoridad eclesiástica.
El Concilio dio su respaldo a lo que hasta entonces habían sido trabajos de la vanguardia de los teólogos europeos que en algunos casos fueron considerados sospechosos; muchas de aquellas ideas alcanzaron el rango de doctrina católica establecida.
Como es evidente, resulta imposible abordar, ni siquiera superficialmente, todos los temas que se detectan en lo dicho. Tampoco pretendemos desarrollar a fondo alguno de sus temas centrales. Lo que haremos será señalar un par de núcleos eclesiológicos especialmente importantes para lograr el renacimiento del espíritu conciliar. Son núcleos en cuyo derredor se anudan otros muchos elementos. Los siguientes capítulos de este manual se desarrollarán a la luz de la enseñanza del Concilio y con referencias expresas a sus documentos. Con todo, hay una cuestión decisiva, de tanta importancia para el laicado que merece tratamiento aparte, cosa que ha-
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remos en el capítulo siguiente: la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo.
1. MISTERIO DE SALVACIÓN Y SACRAMENTO DEL MUNDO
La constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, manifiesta desde su mismo comienzo las líneas de fuerza de una eclesio-logía renovada. Comienza con dos capítulos en los que se habla de la Iglesia como misterio y sacramento y como pueblo de Dios. Antes de hablar de la sociedad perfecta, de la jerarquía, de los estados de vida, de las tareas a cumplir, etc., se habla de algo más grande y abarcante: la Iglesia es misterio y sacramento y pueblo de Dios.
El misterio de la Iglesia
La afirmación de que la Iglesia es un misterio (título del capítulo I de LG) no significa para el Concilio que sea algo enigmático, incomprensible, que flota en el aire sobre nuestra realidad cotidiana como magnitud inasequible.
Frente a esta consideración, el Concilio declara que la Iglesia no es en primera línea una institución con un ordenamiento determinado. También lo es, ciertamente, pero ante todo es misterio. Este término está tomado del vocabulario paulino de las cartas de la cautividad. Con él se quiere afirmar que la Iglesia es la realidad en la que se hace presente de una manera concreta la acción salvadora de Dios en Jesús para el mundo por la fuerza del Espíritu.
Explicitando el sentido bíblico y conciliar del término misterio aplicado a la Iglesia, podemos decir que incluye tres aspectos. En primer lugar, en su sentido primario, se trata de un acontecimiento que hace presente el poder de Dios que nos alcanza, implica y solicita nuestra cooperación en una historia que conduce a la salvación. En segundo lugar, es también misterio el efecto producido por esa irrupción del Dios trascendente en la ambigüedad de nuestra historia inmanente. Finalmente, lo llamamos misterio porque no hubiéramos descubierto su verdad sin la revelación divina e incluso después de ella permanece oscura y sólo se la encuentra en la fe.
Al aplicar el contenido del término misterio a la Iglesia, estamos afirmando que la concreta comunidad de creyentes en Jesús es el signo universal de la intervención salvadora de Dios en el mundo.
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Sacramento del mundo
La propuesta programática central del Concilio, que refleja la nueva conciencia de identidad histórica de la Iglesia, no se formula en ningún lugar más claramente que en su definición al comienzo de la constitución Lumen gentium. Ella se designa a sí misma como «un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1; cf. LG 48; GS 42; 45; AG 5; SC 5; 26). La condición sacramental es constitutiva para la Iglesia. Aquí el Concilio dice adiós a una concepción de la Iglesia unidimensionalmente jurídico-jerárquica y eclesiocéntrica, que fue decisiva desde el Concilio de Trento hasta el Vaticano I.
Esta visión transformada de la Iglesia es el fundamento de toda la eclesiología conciliar: de la comprensión de la Iglesia como pueblo de Dios y comunión, del sacerdocio universal de los bautizados, de la teología del laicado, del futuro escatológico de la Iglesia. Tal autodefinición determina igualmente el programa correspondiente a la idea que tenía Juan XXIII acerca del Concilio, la idea de una renovación eclesial para que «el signo de Cristo brille con más claridad en el rostro de la Iglesia» (LG 15). Pertenece a esa designación de manera absolutamente fundamental la apertura de la Iglesia y de sus instituciones al servicio de la humanidad única y de su camino futuro; el Concilio muestra ahí la dimensión al mismo tiempo religiosa y humana del servicio de la Iglesia. La urgencia de este servicio la ve fundada en la necesidad de que «todos los seres humanos, que hoy están unidos estrechamente unos con otros por múltiples vínculos sociales, técnicos y culturales, alcancen también la plena unidad en Cristo» (LG 1).
El fundamento teológico de la relación de la Iglesia y la humanidad es la vocación de todos los seres humanos a la salvación, a la comunión con Dios (LG 3; 9; 16). Toda la humanidad con sus instituciones y esfuerzos seculares y religiosos está referida al reino de Dios, cuyo núcleo, comienzo y sacramento es la Iglesia.
Cada ser humano percibe su vocación por medio de su creador y redentor, pero no únicamente por el hecho de que entren en la Iglesia; más bien en todo lo que sirve al desarrollo de las relaciones humanas, a la justicia, a la paz y a la solidaridad. La Iglesia es sacramento para el mundo en cuanto atestigua como voluntad de Dios esos esfuerzos, los anima y los promueve de acuerdo con el modo que le es propio.
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2. PUEBLO DE DIOS (LG II)
Un pueblo convocado de todos los pueblos
Con el término pueblo de Dios se subraya que la Iglesia es aquella porción de la humanidad que se ha sentido llamada por Dios, ha respondido a esa vocación, ha reconocido en Cristo la presencia y la acción del Padre, accede a dejarse configurar por el Espíritu para ser enviada a todos los pueblos como signo eficaz de la salvación.
El pueblo de Dios existe para estar entre los hombres, acompañándoles y significándoles a Jesucristo. Es enviado a todos, luego rechaza cualquier particularismo; pero es enviado muy especialmente, como Jesús, al «pueblo de la Tierra», es decir, a los pobres, a los pecadores, a los marginados; luego rechaza todos los privilegios y características de élite y se solidariza con los oprimidos, de los cuales se convierte en voz expresiva y conciencia interpretativa. La misión de la Iglesia es, por tanto, concebida como el dar a conocer la llamada universal de Dios a la filiación y a la fraternidad y como el hacer de ese «pueblo de la Tierra» un pueblo que sea «de Dios». En ese pueblo, la universal paternidad de Dios y la común filiación en Jesús fundan la radical igualdad de todos sus miembros.
Como el pueblo es de Dios, no puede identificarse con ningún otro cuya constitución derive de su raza, de su cultura, de su situación social. Los criterios de identificación de sus miembros son la escucha del evangelio y la respuesta de conversión y fe, la celebración de la fe y el compromiso en el amor eficaz.
Un pueblo sacerdotal
Tras la reflexión anterior hay que destacar como elementos de importancia central del capítulo sobre el pueblo de Dios los párrafos diez y once del mismo, dedicados al sacerdocio universal de los creyentes. La Iglesia siempre tuvo conocimiento de que el pueblo de Dios es un pueblo sacerdotal: es un hecho testificado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, en los escritos de los padres orientales y latinos, así como en los doctores medievales, incluso en el Catecismo del Concilio de Trento. Sin embargo, debe subrayarse que este párrafo es el primer documento conciliar en que el Magisterio se pronuncia explícitamente sobre el sacerdocio común que corresponde a todos los creyentes en igual medida. Este sacerdocio común se define como una cierta manera de participación en el
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sacerdocio de Cristo, el Señor, sumo sacerdote elegido de entre los hombres y en unión con el Padre. La acción sacerdotal se dirige de hecho al Padre por mediación de Cristo. El sacerdocio común de los fieles significa que ellos son llamados a participar en la peculiar mediación de Cristo para la salvación de toda la humanidad.
La Iglesia como sujeto histórico
Hablar de pueblo de Dios equivale a hablar de la Iglesia como sujeto histórico. Esta fue una gran innovación del Vaticano II: establecer la condición de sujeto de la Iglesia en su totalidad, como pueblo de Dios que es signo de salvación para el mundo. La Iglesia se hace consciente de su realidad de sujeto histórico en singular, con toda su complejidad, que actúa a través de realidades plurales (no sólo los miembros individuales, sino también los elementos institucionales) que obran en y por la Iglesia con un papel activo.
Es ésta una consideración importantísima, porque significa que todo lo que se diga de la Iglesia se ha de atribuir al pueblo de Dios como a su sujeto histórico. Con otras palabras: el pueblo de Dios es un sujeto histórico que hunde sus raíces en el misterio, pero que se realiza como pueblo visible y concreto que lo manifiesta ante los hombres. Así se supera una visión atemporal de la Iglesia y se destaca su inserción en la trama de la historia del mundo, conociendo un desarrollo ligado al del mundo en que está inmersa.
Un pueblo peregrinante
Por tanto, se trata de una Iglesia en marcha, sellada por las leyes de la contingencia, de la provisionalidad, de la renovación permanente. El pueblo de Dios está siempre en camino a través del tiempo; la imagen refleja la historicidad de la Iglesia y su cambio constante, al que la Iglesia, como la sociedad, está sometida y que se experimenta en las transformaciones presentes.
Por esta razón, el nuevo pueblo de Dios permanece aquí abajo en situación de inacabamiento. N o puede adoptar actitudes de arrogancia o sentimientos de superioridad, sino que debe entregarse humildemente a la conversión. En cuanto que la realidad espiritual y la social de la Iglesia se distinguen pero no se separan, mientras la realidad social es modificable, se hace posible la reforma de las estructuras (cf. GS 44). Al peregrinaje de la Iglesia pertenece su
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necesidad de permanente renovación y reforma para ser cada día más fiel y obediente.
Un pueblo enviado al mundo
El carácter de la Iglesia como pueblo de Dios tiene también una significación para la misión universal. Pues la Iglesia no es un pueblo ni en sentido étnico, ni en sentido estatal o nacional, que existe en una unidad estatal por medio de una voluntad política declarada. La Iglesia es un pueblo sui géneris. Es un pueblo mesiánico que abraza a hombres y mujeres de diferentes pueblos, culturas y naciones; tiene a Cristo como su cabeza; y, en cuanto comunidad de vida, de amor y de verdad que existe a partir de Él, es enviada con objeto de ser para todo el género humano el núcleo indestructible de la unidad, de la esperanza y de la salvación. Ello se verifica incluso cuando ese pueblo, como dice el Concilio, «aparece a menudo como pequeño rebaño» (LG 9).
En resumen, la enseñanza conciliar sobre el pueblo de Dios muestra, como ningún otro lugar, una conciencia de Iglesia en la que se hace clara la convicción de que nos encontramos en una sociedad mundializada. Los hombres y mujeres de los pueblos, culturas y religiones de la tierra habitada, así como las Iglesias y comunidades de toda ella, están vinculados a la Iglesia de Cristo.
3. LA IGLESIA NACE DE LA EUCARISTÍA
No son pocos los comentaristas del Concilio que consideran que la Constitución sobre la Liturgia constituye uno de los ejes interpretativos de la eclesiología del Concilio, en especial lo que se refiere a su teología eucarística. En efecto, la eclesiología eucarística es un elemento verdaderamente central del pensamiento del Vaticano II.
Una acción del pueblo de Dios
Ya mostramos en el capítulo anterior que el auténtico acto fundacional de la Iglesia es la Última Cena. En aquella liturgia de muerte y resurrección Jesús entrega a los suyos la comunión de vida entre Dios y la persona humana. Desde entonces, Cristo sacerdote no actúa solo en el desempeño de su ministerio sacerdotal
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en la liturgia, sino como cabeza junto con su cuerpo, la Iglesia, que se asocia a su obrar. Él está presente en su Iglesia en toda acción litúrgica. Por eso, la cuestión de la naturaleza esencial de la liturgia está estrechamente vinculada a la de la Iglesia, pues la liturgia expresa y manifiesta en su punto más alto la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia (SC 2). Es obvio que no se agota la acción de la Iglesia en la celebración (SC 9), pero ella es su culmen y su fuente (SC 10). Por eso en la celebración y en todo lo que a ella conduce y de ella brota debe manifestarse y nacerse experimentable la Iglesia.
La liturgia es acción del pueblo de Dios reunido y organizado (SC 26); pertenece, por tanto, al cuerpo entero de la Iglesia en la diversidad de funciones (ibíd.). Porque la Iglesia es según su esencia ekklesía, es decir, asamblea. Vive en y de sus asambleas celebra ti vas (LG 26). La idea de un pueblo santo, llamado todo él a alabar a Dios, tiene un fundamento doctrinal y éste no es otro que una idea clave del Nuevo Testamento, que sólo las estériles controversias postridentinas han dejado en la sombra, a saber, el sacerdocio universal de los bautizados (IPe 2, 9-10; Apoc 5, 10).
La eucaristía vincula a los discípulos entre sí y con Cristo y de ese modo los hace Iglesia. La constitución fundamental de la Iglesia se da en las comunidades eucarísticas en las que ella vive porque, como hemos dicho, en toda celebración eucarística está el Señor realmente presente. En ella la Iglesia vive en su esencia de servicio de Dios y, por ello mismo, servicio a la humanidad, servicio que transforma el mundo.
La comunidad es el sujeto de la celebración
Entre las reglas señaladas por el Concilio, que emanan de «la naturaleza de la liturgia como una acción jerárquica y comunitaria» (SC 26), está en primer lugar aquella que establece a la comunidad reunida en su derecho primigenio para celebrar, en cuanto manifiesta a la Iglesia en un lugar (SC 42). Con otras palabras, a la comunidad le asigna la misión de ser sujeto de la celebración litúrgica. Todos son el auténtico sujeto de la liturgia y, en el sentido originario de la antigua Iglesia, los concelebrantes propiamente dichos.
Con ello se da un rechazo neto a una liturgia de clérigos tal como se desarrolló desde la Edad Media. Lo que acontece en la eucaristía no es que sólo el presbítero ordenado sea quien cele-
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bra mientras los fieles son su clientela, sino que toda la comunidad reunida para la celebración tiene «derecho y oficio» (ministerio) de celebrar la liturgia mediante una «participación plena, consciente y activa» (SC 14). La acción litúrgica es una celebración de la ekklesía, de la asamblea reunida. Todos sus miembros deben estar comprometidos, implicados en la acción celebrativa, que tiene como sujeto y como protagonista a todo el cuerpo eclesial, es decir, a los reunidos en cuanto conjunto de personas unidas entre sí por los vínculos de la fe y del sacramento. La unidad de la asamblea se manifiesta por la actividad de todos en la celebración, que a la vez la expresa y realiza (nn. 47-48).
Unidad en la multiplicidad
Otro aspecto de la eclesiología eucarística consiste en que expresa la relación original existente entre multiplicidad y unidad. Cada eucaristía asume la realidad local, se celebra aquí y ahora, es variada y múltiple. Pero el Señor resucitado, presente en todas ellas, es siempre y en todas partes uno y el mismo. Por eso, cada uno sólo puede tener al único Señor en la unidad que Él mismo es, o sea, en unión con los otros que se hacen cuerpo suyo en la eucaristía.
Por esta razón, la unidad recíproca de las comunidades que celebran la eucaristía no es un añadido exterior, sino una dimensión interna de la misma celebración. El Concilio propone una eclesiología para la cual la unión de los creyentes de todo lugar no es un elemento externo de tipo organizativo, sino una gracia que proviene del interior, un signo visible de la presencia activa del Señor en todas las comunidades.
De la afirmación de la eclesiología eucarística se desprende la teología de las Iglesias locales, tema que trataremos en otro capítulo.
Actuar PARA PONER EN PRÁCTICA EL PROYECTO CONCILIAR
La imagen de Iglesia dibujada por el Vaticano II constituye un proyecto aun actual para la Iglesia, a condición de que sea valorada en sus elementos esenciales y con una perspectiva de desarrollo evolutivo, superando cualquier arqueologismo. Es preciso hacer un esfuerzo de memoria creadora: ayudar a revivir la propia expe-
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riencia conciliar como manantial de Espíritu que fecunde nuestra vida de hoy La eclesiología posconciliar deberá ser el fruto de una búsqueda y un diálogo sistemáticos y coherentes entre los tres ángulos del triángulo: reflexión teórica, asentamiento institucional y experiencia de vida de fe eclesial.
1. PROGRAMA ANTE UN CAMBIO DE ÉPOCA
Lo primero que tenemos que hacer para actuar con acierto es intentar captar la originalidad propia del Vaticano II comparando su proyecto con los anteriores concilios ecuménicos, saliendo así al paso de ciertos debates sobre su interpretación, centrados en las categorías abstractas de «espíritu y letra».
Los concilios ecuménicos en general han pretendido dar respuestas eclesiales globales a situaciones problemáticas centrales de la fe. Pero en el último Concilio no se trataba de un peligro para la fe, real o sólo supuesto, que hubiera exigido un acuerdo sobre la doctrina, incluso con la ayuda de definiciones. El desafío era más bien un cambio histórico de dimensiones mundiales, una transformación que afectaba a todos los pueblos y culturas. Es el desafío en el que nosotros nos encontramos inmersos.
La respuesta del Concilio a ese desafío, su gran tema, fue la nueva identidad histórica de la Iglesia. En eso se distingue de los concilios anteriores. En esa nueva configuración de la identidad histórica de la Iglesia es significativo, por una parte, la conciencia de la naciente sociedad mundial y, por otra parte, el compromiso de un diálogo con el mundo, cuyo comienzo representa el propio Concilio. El programa apuntado por los padres conciliares corresponde al cambio de época al que tenemos que dar respuesta; está determinado por la apertura de la Iglesia al mundo moderno.
Esa nueva identidad histórica de la Iglesia no puede lograrse sin cambiar la comprensión de la enseñanza cristiana. Pues un auténtico diálogo no se compagina con las explicaciones propias de un sistema doctrinario. El diálogo de la Iglesia con el mundo de hoy exige un hablar en el que se manifieste claramente al hombre moderno el potencial orientador de la fe.
El Concilio Vaticano II puede conceptuarse como el proceso en cuyo trascurso la Iglesia católica ha reflexionado de nuevo de una forma significativa sobre la sociedad y la cultura modernas, así como sobre las propias orientaciones y estrategias desarrolladas frente a ellas en el siglo y medio precedente. El Concilio resultó ser
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una confrontación dramática frente a esa visión apocalíptica del mundo moderno que había fundamentado la contracultura católica antimodernista. Rechazando la imagen idealizada de la cristiandad medieval, que a algunos les servía como criterio para condenar la época moderna, se trataba de asumir una doble tarea: la actualización de la herencia de la rica tradición eclesial y la valoración simultánea de las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo moderno. Esa es la tarea que nos toca a nosotros.
2. LA DIFICULTAD RADICAL PARA VIVIR Y PRACTICAR UN CONCILIO DE NUEVO ESTILO
Tres niveles de desarrollo del Concilio
Los dinamismos puestos en marcha por el Concilio no son todos absolutamente coherentes con él y merecen una seria reflexión de quienes buscan ponerlo en práctica. A casi cincuenta años del Concilio se percibe que queda aún mucho para llevar a cumplimiento sus intuiciones fundamentales. La cuestión se plantea en tres niveles: en el nivel de la reflexión teórica, es decir, el esfuerzo por rehacer los contenidos de la eclesiología; en el nivel de las instituciones, es decir, en la adaptación del derecho y las estructuras a los postulados conciliares; y en el nivel de la praxis operativa, o sea, el de hacer que el Concilio pase a la vida eclesial, reformando actitudes y programas de acción.
En esos tres niveles las resistencias, las inercias, las reacciones pusilánimes han sido y siguen siendo muy grandes. Para mantener el empuje de las avanzadas ha habido que sostener continuamente el ritmo que suponían las reformas y mantenerlo durante mucho tiempo. En estos momentos la Iglesia parece estar un poco agotada.
No hay duda de que un resultado del Concilio ha sido la pérdida de aquel «orden eclesial fijo» que había definido la forma que la Iglesia tenía de desarrollarse desde la Contrarreforma. El movimiento renovador nacido del Vaticano II, el paso de una eclesiología de cristiandad a otra de misión, ha contribuido a crear un clima de inseguridad y de falta de identidad. La crisis resulta especialmente dura para quienes más identificados estaban con el estatus nnterior: ellos tienen enormes dificultades para adaptarse a la nueva situación en medio de una sociedad en cambio acelerado, como OH la nuestra hoy.
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Cuando los cambios alcanzan a la profundidad del alma religiosa de la colectividad, la adhesión de todos se consigue lentamente; exige precauciones mayores que las que uno se había imaginado; exige la virtud de la paciencia activa y el coraje de estar explicando siempre. Como las reformas afectan a estructuras complejas y a métodos practicados durante mucho tiempo, necesariamente tienen que ser lentas y progresivas. Pero, por desgracia, la historia tiene prisa.
Integración de nuestra praxis histórica
La eclesiología de estos últimos años postula integrar en la conciencia creyente y en la reflexión eclesiológica elementos de la praxis histórica que el Concilio no pudo suponer que surgirían, o no sintió la necesidad de integrarlos, porque brotaban precisamente cuando el Concilio terminaba.
Podemos afirmar que dicha integración es legítima apoyándonos en el mismo pensamiento conciliar, porque éste inició una forma de relacionarse la Iglesia con el mundo que asume con toda seriedad el principio de que el Espíritu lleva hoy a plenitud la acción de Jesús en la historia, donde la libertad humana tiene una parte sustancial.
El Vaticano II fue un concilio intencionadamente pastoral y fue confiado a la Iglesia toda para que ésta reaccionase viviéndolo. Por ello su recepción nos compromete no sólo a tener en cuenta lo que exige obediencia a su dictado explícito, sino también lo que se desarrolla más allá del área prevista.
Dar razón de la recepción del Vaticano II durante estos años exige comprender que la historia no es un mero receptáculo que recoge unas doctrinas y las pautas de su aplicación. Es preciso descubrir todos los fermentos que van a dibujar rasgos nuevos de la Iglesia posconciliar y poner en primer plano no sólo la simple coherencia de los textos como se firmaron, sino además su coherencia global con la vida de la Iglesia actual, que se desarrolla en el escenario del mundo y de la historia.
Una nueva situación eclesial y eclesiológica
En los últimos tiempos han surgido una serie de movimientos teológicos y de convicciones diluidas que han generado, más que
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una nueva eclesiología o sistema completo, una nueva «situación eclesiológica», entendida como una nueva manera de sentir, de proyectar, de realizar y, por tanto, de pensar la Iglesia.
Afirmar que la eclesiología se encuentra actualmente en una fase de transición no tiene nada de nuevo. En muchos momentos de su historia, la teología ha intentado encontrar soluciones nuevas a los problemas teóricos y prácticos que se le planteaban. En cada época de su historia la Iglesia vive su misterio esforzándose en responder a los imperativos del momento a la luz de su tradición viva y mirando al futuro del Reino. No sería reaccionar como creyentes buscar refugio en un pasado supuestamente mejor, ni extraviarnos en una febril utopía de futuro. La fe nos dice que cada época es para la Iglesia un don de Dios. Corresponde a la comunidad cristiana aceptar y administrar aquel don de manera responsable.
Por otra parte, la experiencia ha confirmado que la renovación del lenguaje de los documentos es más fácil que la conversión del corazón y de la mente. Persisten prácticas preconciliares, incluso apoyadas en una reflexión que dice inspirarse en el Concilio. Esas prácticas son algo más que un anacronismo, constituyen un riesgo de incoherencia, es decir, de infidelidad a la dinámica del Concilio.
Entre algunos de sus protagonistas se difundió pronto un cierto sentido de turbación: asistían a la explosión de consecuencias no previstas, quizá incluso contrarias a intenciones explícitas iniciales. Sin embargo, no hay por qué turbarse: el Concilio significó luz verde a dinamismos presentes anteriormente, aunque quizá sofocados. Libertad engendra libertad. El contagio de la creatividad conciliar ha multiplicado los sujetos creativos, dando a luz nuevos dinamismos eclesiales.
Los creyentes no aceptamos el papel de espectadores dóciles o de gentes marginadas que sonríen. Somos ciudadanos del mundo y de la Iglesia con plenitud de derechos. Debemos estar presentes en ellos pese a las tempestades. Más aún, precisamente a causa de las tempestades, porque tenemos la misión recibida de Dios de servir a la persona humana.
3. U N CONCILIO MISIONERO
El Concilio, antes que un concilio de reformas, fue un concilio misionero. El hilo conductor, el eje fundamental que une sus textos es la escucha del mandato y la llamada del Señor para ir al mundo a anunciar el evangelio. Basta releer sus grandes documentos para
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descubrir que todos ellos expresan esa prioridad, dan al traste con las inercias y los temores, exigen la acción misionera. La Iglesia del Concilio Vaticano II es una Iglesia que lleva un mensaje. A veces no se comprende ese significado o se rechaza. Pero «no podemos dejar de hablar», porque el evangelio es vital para el futuro de la humanidad de la que formamos parte.
He aquí, por tanto, la verdadera llave del Concilio: la urgencia de la misión. Este es el impulso que mueve la vida de la Iglesia. Ella se construye y se afirma con el anuncio del evangelio. La vocación universal del cristianismo conlleva el que no podamos quedarnos satisfechos con ser una parte ideológica del universo. La obligación de misionar se nos impone hoy igual que ayer.
Esta afirmación adquiere gravedad suma en el momento en que, al mirar el mapa del mundo, descubrimos la magnitud del fenómeno de la increencia, del ateísmo, del agnosticismo. Es una tarea de dimensiones universales. El Concilio es una conversión del espíritu que llama al compromiso evangelizador.
4. PRESENCIA DE LA IGLESIA EN LA HISTORIA DEL MUNDO
Debe quedar claro que la condición de sujeto de la Iglesia significa la renuncia propia cada vez más decidida en favor de Jesucristo: la conversión a El frente a cualquier triunfalismo, la escucha común de su palabra frente a todo autoritarismo, el servicio recíproco frente a toda pretensión de dominio. El pueblo de Dios tiene una realidad completamente «relativa», está en total dependencia de Jesucristo.
Por ello la identidad propia de dicho sujeto histórico, lo distintivo suyo es ejercitar simultáneamente la memoria y la espera de Jesucristo. La tensión entre memoria y espera le dan una identidad que le preserva del anonimato en su dispersión en el mundo. Precisamente la misión del pueblo de Dios en el mundo se fundamenta intrínsecamente en la memoria y la espera de Jesús. Si el pueblo de Dios no anuncia como buena noticia esa experiencia a la humanidad, ésta permanecerá en las tinieblas. Tal misión puede desencadenar una acción a la vez estimulante y crítica del modo de vivir de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Los miembros de este pueblo no constituyen un grupo particular que se diferencia de otros grupos humanos en el plano de las actividades cotidianas para la humanización del mundo. Para nosotros no hay más que las condiciones ordinarias y comunes de la
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vida humana que todos estamos llamados a compartir en solidaridad. No tenemos proyectos humanos específicos que sustituyan a los presentes. Sin embargo, el hecho de ser miembros del pueblo de Dios nos presenta una responsabilidad específica respecto al mundo: lo que el alma es en el cuerpo, lo son los cristianos en el mundo (cf. LG 38, que cita la Carta a Diogneto, n. 6 [siglo n]).
En ese marco se produce la confrontación de la propia fe con las realidades mayores de nuestro mundo, a las que se consideran signos de una revelación implícita de Dios, que ha de ser referida al hecho único de Cristo donde se da la plenitud de la revelación.
Los esfuerzos para hacer presente a la Iglesia en la historia del mundo son todavía embrionarios. La razón es doble. Por una parte, si la praxis es el lugar de verificación de la fe, aún no ha existido una praxis posconciliar suficientemente amplia y coherente en sus diversas formas como para permitir una reflexión que alcance un cierto valor de universalidad. Además, un elemento propio de la nueva situación es la afirmación de que la teología debe dejar de tener por sujeto al teólogo individual para convertirse en tarea de la comunidad eclesial inserta en la acción histórica, confrontando su lectura creyente de la realidad con los análisis de la misma realidad que hacen otros grupos, religiones o ciencias. Ahora bien, para este trabajo ni ha habido tiempo suficiente todavía, ni las comunidades han madurado para la intercomunicación y la confrontación con otras lecturas de la realidad. Es una tarea que se abre ante nosotros.
5. RECUPERAR EL SENTIDO DEL MISTERIO DE LA IGLESIA
No podemos terminar esta parte dedicada al compromiso sin recordar lo dicho al comienzo de la segunda parte: la Iglesia es el misterio de la salvación de Dios en Jesucristo actuante entre nosotros. Y si tenemos que hablar hoy del misterio de la Iglesia, hemos de precisar la forma como entendemos su carácter mistérico y cómo podemos vivir el equilibrio de su complejidad sin caer en polarizaciones que romperían el delicado equilibrio buscado por el Concilio.
No se ha de echar el velo del misterio como escapatoria para sustraer a la crítica las culpas y fallos humanos; ni se ha de postergar la planificación racional de nuestra praxis a la búsqueda de una vaga utopía. Si la designación de la Iglesia como misterio se convierte en un paraíso de evasión al que uno se retira ante las preocupaciones, los problemas y las tareas apremiantes y que se
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rodea con el aura de lo incomprensible donde los interrogantes encallan y los esfuerzos por lograr respuestas son superfluos, entonces el concepto no sólo es malentendido, sino que se hace peligroso y funesto. Como hemos visto, el Concilio no lo entendió así.
Recuperar el sentido del misterio de la Iglesia significa reconsiderarla desde su referencia a Dios: ella es la epifanía de Dios, su manifestación en la humanidad, presencia en la ausencia, palabra en el silencio, gracia en nuestro pecado. Esta actitud exige fe, apertura al misterio, capacidad referencial respecto a Dios, a lo santo como dimensión de lo real. Así, vivir el misterio de la Iglesia conlleva construir el reino de Dios en la historia como resultado de la gracia y del libre esfuerzo humano, manteniendo la armonía de ambas dimensiones sin aislarlas ni destruir la una por la otra.
Hay que tomar en serio la consistencia de lo creado, donde no hay unos espacios profanos y otros sagrados y donde todo se orienta al reino de Dios. La trascendencia de Dios está inmanente a la historia, por lo que no hay ni absorción, ni separación entre lo natural y lo sobrenatural; hay continuidad y distinción a un tiempo. Esta situación implica el esfuerzo de la «lectura creyente de la realidad» para descubrir los signos de Dios en la historia, vivir la existencia como se presenta ante nosotros desde la fe e intentar transformarla según Jesucristo.
No sirve, por tanto, evadirse del compromiso temporal buscando un refugio supuestamente «religioso». Hay que reconocer, respetar y asumir el carácter profano de la realidad, buscando orientarla en su dimensión trascendente. En esto consiste el misterio de la Iglesia: es un programa, una respuesta de sentido para un mundo que tiende a cerrarse en sí mismo.
La concepción de la Iglesia como misterio y sacramento supera la perspectiva eclesiocéntrica y muestra una Iglesia solidaria del presente movimiento histórico que empuja al reconocimiento de la dignidad de toda persona humana y a la plenitud de su autorrea-lización. El Concilio vio en ese movimiento histórico un fruto de la dinámica de la autocomunicación de Dios en Jesucristo. Y comprendió que en un mundo de esferas de vida autónomas, en una sociedad fundada sobre el principio de autodeterminación, ya no se puede transmitir el evangelio sólo por medio de las formas institucionales tradicionales, sino sobre todo por medio de cristianos que viven en aquellas esferas y son conscientes de su responsabilidad activa y de su misión.
Una última reflexión. La irrupción de Dios en la historia humana por medio de la Iglesia es, usando la expresión de Pablo, un
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abajamiento, una humillación; fue la condición querida libremente en el plan divino para llegar a la resurrección (cf. Flp 2, 7-9). En consecuencia, la Iglesia debe ser siempre la comunidad de los pobres y pecadores. La Iglesia se hace terrestre para salvar lo terrestre mediante su integración en Cristo. Sólo así se asegura la presencia de la salvación de Dios en medio del mundo.
* * *
¿Ha resistido el Concilio el desgaste de los acontecimientos? ¿Ha sido un hecho histórico o una victoria del Espíritu? Todavía hoy resulta difícil responder a esa pregunta. Los años transcurridos han sido vividos bajo el signo de los contrastes entre renovación y crisis, entre libertad y pruebas. Los resultados positivos son muchos y profundos; pero muchas veces pasan a segundo plano porque el ruido de los movimientos tectónicos que se han producido impresiona nuestros oídos. La Iglesia ha sufrido la crisis de civilización que sacude a nuestra sociedad y que la hace saltar en pedazos. El Concilio sigue siendo una tarea; el Señor nos invita a continuar su aplicación o, mejor, a vivir la conversión que nos exige.
PARA PROFUNDIZAR
N. GREINACHER, «La identidad católica en la tercera época de la historia de la Iglesia. El Concilio Vaticano II y sus consecuencias para la teoría y la práctica en la Iglesia católica», Concüium 30, n.° 255,1994, pp. 757-772.
R. LATOURELLE (dir.), Vaticano II. Balance y perspectivas veinticinco años después (1962-1987), Sigúeme, Salamanca 1988.
R. LAURENTJN, Balance general del Concilio, Taurus, Madrid 1967. H. RONDET, Vaticano II. El Concilio de la nueva era, Desclée Br., Bilbao 1970.
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Capítulo 4 La Iglesia en el mundo actual.
Presencia y tareas
El presente capítulo es de alguna manera continuación del anterior. Basándose fundamentalmente en la constitución conciliar sobre la Iglesia, Gaudium et spes (GS), trata de mostrar cómo ha de situarse y actuar la comunidad cristiana en la sociedad actual, en el mundo de hoy. Frente a las tendencias extremas del espiritualis-mo desencarnado y del secularismo sin visión trascendente, se intenta señalar el punto exacto de equilibrio en el que la Iglesia se hace presente y actúa en el mundo.
Ver PUNTOS DE PARTIDA EN LA PROPIA EXPERIENCIA
1. RUPTURA ENTRE LA IGLESIA Y EL MUNDO
La historia moderna y contemporánea nos enseña que el nacimiento del mundo moderno se ha realizado como una reivindicación de autonomía frente a la Iglesia. Porque ésta, en lugar de reconocer los valores auténticos del mundo que surgía, los condenó a causa de que la libertad, el pluralismo y la laicidad rompían la antigua visión de una «sociedad cristiana».
En la sociedad de nuestros padres la fe y la Iglesia daban un sentido fundamental a la vida humana común. Los distintos ámbitos de la existencia (familia, diversión, economía, cultura, política...) eran determinados por una interpretación religiosa global de la realidad. Hoy, por el contrario, esos ámbitos se desarrollan autónomamente. Lo religioso ya no acuña el sentido global de la existencia humana. Ha desaparecido la antigua unidad ingenua entre mundo e Iglesia. A la fe y a la Iglesia no se les concede ninguna función específica central de influencia en el mundo en general.
Sin embargo, muchos creyentes sienten hoy la necesidad de tener la experiencia de Dios en el mundo; pero la brutal secularización presente parece hacer de «Dios» un pensamiento sin sentido. Desde el comienzo de la Edad Moderna se separan cada vez más
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la experiencia de Dios y la experiencia del mundo. Este es un dominio autónomo en el que Dios no entra, no tiene que entrar, se afirma.
2. LA SITUACIÓN DEL MUNDO INTERPELA A LA IGLESIA
Por otra parte, la situación de la sociedad y del mundo actuales, montados sobre la injusticia y la opresión, interpelan de forma abrupta a la comunidad cristiana. A pesar de las inmensas posibilidades que hoy tenemos para organizar el mundo, cada día es más sangrante la incapacidad que demostramos para establecer la igualdad entre personas, clases sociales y pueblos, promover la paz y el pleno desarrollo para todos, lograr la libertad.
Y lo que es peor: no sólo falta justicia, paz, libertad, sino que falta sentido para la existencia. Se han oscurecido los porqués últimos, las motivaciones fundamentales para la aventura humana.
Entretanto, crece vivamente la conciencia de los derechos de la persona individual, de los grupos intermedios, de las minorías, etc. Hombres y mujeres quieren liberarse de toda forma de alienación y servidumbre, pero muchas veces sus esfuerzos les llevan a recaer bajo el dominio de otros poderes alienantes.
Pues bien, la Iglesia, es decir, la comunidad de los que viven la referencia al Jesús del evangelio, quiere ofrecer a todos una visión de sentido y ayudarles a realizarlo. La actuación de la comunidad eclesial busca responder al dinamismo del mundo hacia una mayor plenitud y pretende influir en la historia humana. Pero de hecho su influencia real sobre la mentalidad de la sociedad actual, sobre el proceso cultural es poca, por no decir nula. ¿Cómo no perder la esperanza?
3. CUESTIÓNAMIENTOS DE LOS PROPIOS CREYENTES
La actual sociedad laica tolera el servicio de la Iglesia en la medida en que lo considera eficaz, pero se desinteresa de la motivación de dicho servicio en la fe en Jesús. Muchos militantes también piensan que lo importante es la solidaridad humana con los necesitados; viven más esta experiencia que la comunidad de fe. Lo que les preocupa son los temas referidos al desarrollo del mundo en todas sus facetas y a la responsabilidad en
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él. Se sienten más cercanos a quienes comparten sus luchas, aunque no sean creyentes, que a quienes son creyentes pero no participan en su servicio en favor de la justicia. En esta línea no son pocos los que cuestionan la necesidad de una pertenencia visible a la Iglesia para hacerse presente en las tareas temporales. Lo que está en el campo de mira es el mundo y sus valores, sin más.
Los temas dominantes de la conciencia de muchos creyentes no son específicamente eclesiales: su interés primero no es el mantenimiento de la identidad cristiana. Ellos se ven de forma creciente como parte de un gran proceso de salvación de la humanidad que temática e institucionalmente supera las fronteras de la Iglesia establecida. La praxis acompaña y mueve aquella conciencia de tal forma que su compromiso en la construcción del mundo es una presión muy fuerte en orden a una nueva interpretación de la misión y de la esencia de la Iglesia. Con otras palabras: la cooperación con fuerzas sociales no religiosas que participan en la construcción de un mundo más humano produce fuertes transformaciones en la conciencia eclesial.
Hay también voces que se oponen a la presencia activa de la Iglesia en el mundo. Quizá esas voces procedan de posiciones demasiado interesadas, aunque su fundamentación teórica se apoya en una supuesta visión evangélica: a la Iglesia —afirman— sólo le corresponde proclamar la conversión a Jesucristo y anunciar el Reino; y ese anuncio es una acción sobrenatural, irreductible a compromisos temporales. A la Iglesia le corresponde llevar el evangelio al corazón de las personas, anunciando su poder transformador. Ciertamente existirá como consecuencia una repercusión en el orden secular; pero tal repercusión, aunque necesaria, no es tarea directa de la Iglesia.
¿Cuál es concretamente la misión de nuestra Iglesia frente a este conjunto de fenómenos?
Juzgar PRESENCIA Y ACTUACIÓN DE LA IGLESIA EN EL MUNDO COMO SIGNO DE SALVACIÓN
1. BREVE ACLARACIÓN DE CONCEPTOS
La falta de claridad respecto al sentido que damos a los términos utilizados de Iglesia y mundo es una de las causas de los malentendidos e incomprensiones que arrastra esta cuestión.
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Qué entendemos por mundo
Este término es utilizado en varios sentidos bastante diferentes, que pueden determinar distintas formas de concebir las relaciones entre el mundo y la Iglesia. Puede significar simplemente la creación preexistente al ser humano, la naturaleza, la realidad no hecha por él, sino que le viene dada previamente. Tomado en este sentido, la cuestión tiene una respuesta clara. A partir de la fe en la creación, el creyente comprende la realidad del mundo como su tarea, de acuerdo con la palabra de la Biblia (Gn 1, 28). El mundo es asignado al ser humano no sólo como lugar de admiración, sino para configurarlo y transformarlo. Se trata, pues, de las realidades terrestres y las tareas temporales que la persona humana está llamada a cumplir en el curso de su existencia sobre la Tierra.
Mundo puede significar también la realidad que el hombre ya ha configurado previamente y ante la que se encuentra. Es un concepto más realista que el anterior. Eí juicio de la Biblia sobre este mundo acuñado por el hombre es más matizado y ambivalente. Por una parte, la cultura, la civilización, las cosas del mundo amasadas por las fuerzas humanas pueden ser camino de la plenitud hacia la que la humanidad y el mundo van a desembocar. Pero también pueden convertirse en pedestal que la soberbia del ser humano levanta para enfrentarse a Dios. La realidad del mundo es, por tanto, promesa y riesgo.
Ahora bien, el mundo elaborado por la cultura y la civilización no existe en sí mismo, sino en íntima unidad con los hombres y mujeres que lo configuran y donde desarrollan su historia; de ellos unos son buenos, otros no lo son; unos son creyentes, otros ateos o agnósticos. Mundo significa aquí todo el complejo de las relaciones humanas en su conexión con la realidad no humana subordinada a la persona humana. Es la humanidad en todas las dimensiones en las que se configura su existencia terrestre: relaciones con la naturaleza, responsabilidades históricas, reflexión sobre sí misma, vocación trascendente.
Por fin, mundo puede tener también un sentido antidivino. Es un concepto restringido: el conjunto de formas humanas de proceder contrarias a Dios o la totalidad de las fuerzas del mal y los poderes antidivinos. Considera, por tanto, aquella forma de existencia terrena en la que el ser humano se decide sólo en favor de lo intramundano y contra lo divino. Es un sentido usual en el evangelio de san Juan, cuando habla enfáticamente de «este mundo» (v. gr., 14,17, 27, 30; 15,18-19; 16, 20, 33; 17, 9). El sentido es peyora-
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tivo: se trata de la humanidad pecadora que rehusa salir del pecado, sobre todo el de la incredulidad. El que esa tendencia antidivina que nos empuja a oponernos a Dios sea llamada en la Biblia con el nombre de mundo expresa precisamente su universalidad: es una parte sustancial de la condición humana.
Nosotros utilizamos aquí el término fundamentalmente en su tercer sentido, aunque sin olvidar los otros, que de algún modo están asumidos en él. Designamos el conjunto de las realidades existenciales humanas, incluyendo el mundo físico, como es obvio, en virtud de su referencia esencial a la persona humana, cuyo destino comparte y donde aquel despliega su vida y actividad. Es el sentido que utiliza el Vaticano II: «... el mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias...» (GS 2, 2).
Qué entendemos por acción de la Iglesia
Según lo que explicamos en el capítulo anterior, la Iglesia es el sacramento de la salvación del mundo; allí se hace presente con una posición propia. No se encuentra fuera, en el exterior del mundo. La Iglesia es aquella parte de la humanidad que, por su fe en Jesucristo, conoce el sentido último del mundo y se esfuerza en realizarlo.
Cuando hablamos de acción de la Iglesia en el mundo, esa denominación en sentido estricto habría que reservarla para los actos oficiales, públicos de la Iglesia: la predicación de la palabra de Dios, la administración de los sacramentos, las decisiones operativas que se realizan por razón del poder de autoridad y jurisdicción.
Sin embargo, hay otros muchos actos que no corresponden a ese sentido estricto y «oficial», pero son actos que proceden de la vida de fe, de la gracia, de la actividad sobrenatural de los miembros de la Iglesia sacramento de salvación para el mundo. Este sentido es más amplio e incluye todo aquello que, de una forma u otra, es manifestación concreta, visible e histórica de la salvación que Cristo consiguió para el mundo y que ahora se nos ofrece a través de la comunidad de vida que es la Iglesia.
No todas las acciones de los miembros de la comunidad ecle-sial, hechas así, comprometen oficial y públicamente a la sociedad visible que es la Iglesia. Pero pueden llamarse acciones de la Igle-
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sia porque pertenecen a su autorrealización y tienen una función salvadora. A este sentido amplio nos referimos cuando hablamos de la acción de la Iglesia en el mundo.
2. LA ENSEÑANZA DEL CONCILIO VATICANO II
El Vaticano II ha dado fin al período de enemistad entre la Iglesia y el mundo moderno. Los cristianos se encuentran ahora ante la tarea de mostrar que la venida salvadora del Reino colma el anhelo más profundo de la historia humana. Por ello parece oportuno que, al tratar de la presencia específica y de las tareas propias de la Iglesia en el mundo, profundicemos en la enseñanza del Concilio, comentando varios números de la Gaudium et spes dedicados a este asunto.
Lo verdaderamente novedoso de la constitución Gaudium et spes (GS) consiste en que no trata del tema general «Iglesia y mundo», sino de la Iglesia en el mundo de hoy, en el mundo moderno.
Autonomía de lo temporal (cf. GS 36)
El ser humano posee las capacidades necesarias para dominar el mundo, organizar la sociedad y perfeccionar las formas de existencia humana. En todas las actividades propiamente terrestres compete al ser humano suficiencia y autonomía; no tiene por qué recurrir a ningún principio exterior que suplante a la persona humana en su papel de señor de la creación y liberador de sí propio.
Cuando hablamos de autonomía nos referimos a la existencia de leyes específicas y de un valor propio de las realidades terrestres. La creación divina constituye las cosas en su naturaleza propia. Las estructuras, reglas, normas propias de la realidad pueden ser conocidas y definidas por la persona humana, apoyándose en los recursos de su racionalidad. Todo desconocimiento de este principio atenta al ser de las cosas y afrenta al proyecto de Dios sobre la persona humana.
Por tanto, la Iglesia no se ha de ingerir indebidamente en campos que no son de su incumbencia. No debe acercarse al mundo con intención de asumir una autoridad en las cosas de la Tierra que no corresponde a su competencia, sino reconocer la legítima libertad de todas las actividades humanas: ciencia, técnica, economía, política, cultura. La Iglesia no sólo no debe estar, sino ni si-
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quiera parecer hambrienta de poder y dominio. Ella no necesita en el siglo xxi tener una acción directa en el ordenamiento y dirección de la sociedad temporal. Ha de respetar los modos de ser del mundo e incluso aprender de los mismos. Estableciendo el principio de la distinción entre la Iglesia y la sociedad humana, GS ha afirmado la autonomía relativa del orden temporal.
Lo cual no implica negar la condición creada de lo terrestre; también sería atentar contra su ser. Autonomía no significa independencia absoluta de las cosas creadas respecto del Creador, ausencia sistemática de referencia al fin último. La subordinación del orden terrestre al plan creador divino no suprime su justa autonomía, porque coincide con el profundo sentido de todas las cosas, con su aspiración más honda. Todas las obras humanas, si se orientan al bien integral de la persona y de la sociedad, cooperan en el plan de Dios.
La distinción entre Iglesia y sociedad tampoco significa que se trate de dos dominios separados e impermeables, de dos ámbitos que excluyen todo intercambio y toda influencia recíproca; es decir, que la Iglesia se mantiene a distancia y descomprometida frente a los problemas humanos. Nada de eso; junto con el reconocimiento de la autonomía, se propone como principio básico el compromiso de la Iglesia a favor de la persona humana.
Verdadera autonomía es la que salva la dignidad y el valor de todas las obras humanas, la que está ordenada al bien integral de la persona, a la promoción universal de todos los seres humanos. Sólo así se cumple el plan de Dios. Pero su papel tiene que cambiar si pretende cumplir con eficacia su misión de anunciar el evangelio de la salvación en el interior del mundo. Debe ponerse al servicio de la humanidad que se construye, no «construir un mundo cristiano». El compromiso de la Iglesia ha de cumplirse como levadura en el interior del mundo, estando presente para descubrir los gérmenes que contienen la promesa de una vida plena para la humanidad.
Y viceversa, la autonomía de lo temporal no justifica actuaciones en contra de los valores religiosos, so pretexto de que pueden ir vinculados a actuaciones sociales o políticas. No se puede recurrir a la autonomía de la política, por ejemplo, para hacer callar la voz de quien, en nombre de Dios o de Jesús, denuncia los atentados que se cometen contra su ley o contra la persona humana.
Por consiguiente, la justa autonomía de lo temporal, que es un límite a la intervención de la Iglesia, no excluye toda presencia en el orden temporal. Ella no toma partido por lo discutible, pero
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anuncia lo necesario para defender a la persona, que es un contenido fundamental del anuncio evangélico.
Compenetración de la Iglesia y el mundo (cf. GS 41)
El mundo y la Iglesia no son dos realidades con fronteras separadas, la Iglesia no está «fuera» o «por encima» del mundo. Si el mundo no puede separarse de los seres humanos, tampoco puede separarse de los cristianos: el mundo existe en ellos, los cristianos son una parte del mundo.
En consecuencia, hay una compenetración mutua, un entrelazamiento de la historia de la humanidad y la historia de la salvación que culmina en el reino de Dios, cuyo instrumento es la Iglesia. Sólo hay una historia, la de la salvación, y el mundo y la Iglesia son dos dimensiones diversas de esa historia única. Ahí se expresa la convicción de que para la Iglesia es esencial estar en el mundo. Ella se experimenta estrechamente vinculada con la humanidad donde su historia se injerta.
Por eso, el mundo es uno de los polos de la existencia cristiana porque lo cristiano no puede nunca existir separado del mundo. Cuando nos preguntamos acerca de las tareas de la Iglesia en el mundo, nos estamos preguntando cómo la existencia cristiana puede sostener la interna tensión entre dos polos: la configuración de las realidades terrestres y el centramiento en lo eterno, y cómo ambos polos han de implicarse en la vida concreta del creyente.
De ahí que sea un lenguaje poco preciso hablar de unas tareas de la Iglesia «hacia dentro» y otras «hacia fuera». Los problemas del mundo no han de entenderse como algo que le viene a la Iglesia desde fuera y que producen una reacción cristiana, la cual se aplica a continuación nuevamente al mundo. Así parece que la Iglesia tiene soluciones para todo y se mantiene siempre idéntica a sí misma. No es así la realidad. La comunidad cristiana ha de sentirse parte, porque lo es, de un gigantesco proceso que supera sus propias fronteras. Los problemas del mundo son genuinamente problemas cristianos, religiosos.
Por su parte, la sociedad humana no está cerrada en sí misma, negada a cualquier destino trascendente de la historia. La vocación eterna del ser humano se despierta en lo más íntimo de su vocación terrestre. Mundo e Iglesia, independientes dentro de su propio orden, se compenetran para lograr una única historia universal de salvación. A ambos compete promover las dos dimensiones
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fundamentales de la persona y de la existencia humana en cooperación armónica, pero sin intrusiones.
Por eso, la misión de la Iglesia extiende su servicio necesariamente a todas las cosas y a todos los problemas humanos. Los miembros de las comunidades cristianas sin excepción están llamados al conocimiento, comprensión y juicio de los valores de este mundo. La teología acerca de «los signos de los tiempos» está aquí incluida.
A pesar de lo dicho hasta aquí, no debe olvidarse otro importante aspecto de esta cuestión. El sentido del término mundo en la cuarta acepción que hemos señalado arriba (las fuerzas antidivinas) también entra en la realidad eclesial. Aunque el mundo así entendido es la oposición de aquello que la Iglesia debe y quiere ser según su esencia, sin embargo no hay una frontera totalmente separatoria. La voluntad de poder, la tendencia a dejar a Dios de lado, etc., existen también dentro de la Iglesia, dentro de cada uno.
Diálogo de la Iglesia con el mundo (cf. GS 3)
Un pensamiento central para captar la imagen de Iglesia y comprender el programa del último Concilio es su propuesta de diálogo con el mundo moderno. El hecho es significativo y nuevo. El Concilio afirma su disponibilidad para comprender la sociedad humana en sus estructuras mundanas. Por medio del diálogo «con toda la familia humana» y buscando la meta de una verdadera «sociedad humana» el Concilio quiere explicar el significado de la aportación cristiana a los esfuerzos para superar los diferentes problemas de la humanidad.
Desde ahí se entiende la metodología, que está en su base, de «investigar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del evangelio» (GS 4). El método del Concilio tiene, por tanto, un momento de simple observación y descripción, el intento de determinar lo que distingue la experiencia moderna de la de épocas anteriores. El Concilio desarrolló una comprensión de los factores impulsores de la modernidad notablemente mayor de lo que antes había sucedido. En ello no se abstiene el Concilio de juzgar y valorar críticamente los problemas originados por la evolución moderna, pero la actitud de simpatía solidaria y respetuosa y la intención de dialogar con el mundo moderno requieren un esfuerzo previo para comprender y valorar sus características distintivas.
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Detrás de esta propuesta de diálogo con el mundo está una imagen de la Iglesia completamente distinta de la del Concilio Vaticano I, lo que se ha resumido en la fórmula «una Iglesia abierta al mundo». La relación de la Iglesia con el mundo ya no se determina por la oposición, sino por la apertura y la comunicación. Pero Iglesia abierta al mundo no significa una Iglesia mundanizada, adaptada acríticamente al espíritu de la época. En el diálogo con el mundo la Iglesia más bien quiere tener un lugar propio. Ella está abierta al mundo —y no sólo adaptada en el mal sentido— cuando, a partir de una identidad propia, claramente definida, y del conocimiento de no ser simplemente idéntica al mundo, busca el diálogo con él.
Lo que la Iglesia ha de ofrecer al mundo (cf. GS 43)
Una inmensa y comprometedora tarea corresponde a la Iglesia para con el mundo: ha de ofrecerle todo lo que sea preciso para que el mundo encuentre el último sentido de sus tareas y oriente sus esfuerzos continuamente hacia la plenitud. Tiene que asociarse honradamente a todas las actividades humanas, descubriendo en ellas las últimas exigencias de su vocación eterna y proporcionando medios para alcanzarla.
¿Cuál es el lugar de encuentro con el mundo para que la Iglesia realice esa tarea? El bien de la persona humana y el esfuerzo sincero para conseguir su perfecto acabamiento. Lo que la Iglesia se siente llamada a ofrecer al mundo es una profunda estima de la persona humana sin acepción de raza, clase o condición. Nuestra fe en la universal paternidad de Dios, que hace a todos los hombres y mujeres iguales como hermanos de la gran familia divina, exige el reconocimiento de la grandeza de toda persona humana por su valor trascendente, superior a todos los demás bienes de la tierra y ha de conllevar una profunda transformación de las relaciones humanas.
Ello significa acoger todo lo que aporta enriquecimiento a la vida humana y ponerlo en relación inmediata con las realidades últimas, con el marco completo del destino humano. Para lograrlo la Iglesia debe ser capaz de acoger humildemente las realizaciones y los valores humanos y establecer un diálogo con objeto de proponer las metas supremas que la Iglesia conoce por la revelación.
Así desea purificarlas de sus eventuales desviaciones y enriquecerlas al máximo en cuanto a sus posibilidades terrestres. A las realidades nacidas de la misma naturaleza humana (la familia, la economía, el derecho, la ciencia, la cultura, la política) quiere favore-
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cerlas y consolidarlas en sus valores más elevados y más acomodados a la perfección humana, proponiendo a creyentes y no creyentes las exigencias de la íntegra vocación humana y estimulando a todos a alcanzarla.
En definitiva, con esa acción ella busca, muchas veces a tientas, que los rasgos del rostro de Cristo vayan apareciendo cada día más fielmente en su imagen, que es la persona humana. Porque en Jesús, prototipo del «hombre nuevo» se nos revela la significación última de la existencia humana. La actividad religiosa de la Iglesia, cuando se ajusta a este ideal, puede tener una repercusión profunda y radical en toda la obra terrestre. Al proseguir su fin propio, la divinización del ser humano, la Iglesia desea expandir sobre el mundo la luz que irradia dicha vida divina y anima con su sentido más profundo a toda la actividad terrestre.
Si la actuación de la Iglesia se atiene a estos criterios, no se alteran las estructuras ni las leyes internas de las realidades del mundo. Subsiste la autonomía de lo terrestre a la que antes nos hemos referido. Al actuar de esa manera, la Iglesia no pretende tener una especial autoridad en el desenvolvimiento de dichas tareas ni considera de su propiedad las realidades humanas. Simplemente desea ofrecer fraternalmente a la humanidad la posibilidad de perfeccionar su propia obra, acomodándola al bien integral y supremo, cuya clave es Jesucristo.
Esto no significa que el Concilio no encuentra ninguna ocasión para la crítica. Ni todas las acciones humanas, ni todos los pasos de la historia son verdaderamente positivos desde la perspectiva del plan de Dios. Son también crecientes las posibilidades de autosuficiencia del ser humano y su voluntad de autosalvación. La constitución GS destaca de hecho en varios lugares los desequilibrios e injusticias que han suscitado los procesos modernos. El humanismo cristiano puede respetar el impulso actual en la dirección de la autorresponsabilidad y la autorrealización, mientras al mismo tiempo pone nombre a los males que acompañan a ese impulso y les sale al encuentro con el anuncio del mensaje acerca de Cristo, el pecado y la redención.
Lo que el mundo da a la Iglesia (cf. GS 44)
Por su parte, la actuación humana terrena ayuda a la realización de la salvación. La historia humana es el entramado donde la Iglesia se enraiza y se difunde. En efecto, las realidades divinas que
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constituyen la Iglesia son pensadas con nociones humanas adquiridas en la convivencia social, son vividas y ejercitadas en coyunturas humanas, son difundidas por medio de instrumentos humanos. Quienes reciben el mensaje del evangelio y tratan de vivirlo están integrados en el mundo y comparten con los demás unas formas de vida y tareas comunes. A partir de esa realidad piensan y expresan el contenido de su fe, en ella encarnan su vida cristiana, a ella transmiten su testimonio. Esta es una primera aportación.
Más aún. El desarrollo humano coopera en la plenitud de la salvación. Los avances modernos no son un estado presente desgraciado, como han pretendido algunos profetas de desdichas, sino que pueden ser reconocidos como caminos por los que la humanidad ha comenzado de manera más eficaz a asumir la responsabilidad que le ha otorgado Dios. La evolución del mundo proporciona a la Iglesia medios para conocer más profunda y ampliamente el misterio de Cristo y su mensaje de salvación. Si la Iglesia ha de estar siempre dispuesta a defender los valores constitutivos de la persona humana, como hemos dicho, la naturaleza concreta de esos valores no se deduce de la revelación, sino que se desprende progresivamente de las diversas situaciones históricas. Cada nueva coyuntura histórica es una posibilidad y una urgencia para que los cristianos descubran nuevas dimensiones del ser humano y vivan, por consiguiente, nuevos aspectos del amor de Dios. En el descubrimiento de lo que es la humanidad a partir de nuevas experiencias históricas, el creyente no es más que el no creyente.
En consecuencia, toda contribución al perfeccionamiento terrestre coopera en la tarea de la Iglesia, desarrollando las aptitudes humanas para vivir mejor los bienes eternos. La ordenación profunda del mundo a la consumación final se descubre paulatinamente. De ahí que sea imprescindible para la Iglesia estar a la escucha de la acción de Dios en el mundo, sensibilizarse para seguir el dinamismo fundamental de la historia, detectar las necesidades esenciales y los anhelos concretos de los hombres y mujeres de cada tiempo y, por tanto, evitar el repliegue sobre sí misma.
3. EL MODO DE REALIZAR LA MISIÓN DE LA IGLESIA EN EL MUNDO
En su condición de signo de la salvación del mundo
En este epígrafe proseguimos la reflexión de lo explicado en el capítulo anterior acerca de la Iglesia como sacramento. Ella no es
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una institución celeste que se acerca periféricamente al mundo, ni un grupo de segregados que se salvan mientras anatematizan al mundo. Hemos dicho que la Iglesia es una parte del mundo, puesto que quienes la componen participan plenamente de su movimiento de desarrollo, de sus luchas y dificultades. Pero es aquella parte del mundo que ha sido salvada en Jesucristo y que por su fe en Él se ha convertido en signo de la salvación que se otorga al mundo, es decir, le muestra su verdadera condición de mundo. A ella le corresponde hacer presente en la historia humana la sa-cramentalidad salvífica originaria que posee Cristo.
Por tanto, aunque está íntimamente ligada al mundo y es una parte de él, sin embargo tiene identidad propia: es signo trascendente, fuerza transformadora, encarnación de la gracia presente y operante en el mundo. Es el Cristo oculto que ejerce su fuerza en el mundo a través de la debilidad de los creyentes. En consecuencia, corresponde a la Iglesia explicar en su vida y en su predicación lo que fuera de sus fronteras institucionales es buscado de forma inexpresada y no consciente.
Lo dicho implica que rechazamos las posiciones siguientes:
• La identificación pura y simple entre historia de la sociedad humana (o de una parte de ella) y la salvación o el reino de Dios. Es esta la ideología de «cristiandad».
• El espiritualismo radical y dualista para el cual la historia de la salvación sobrenatural permanece ajena a la historia humana, el dinamismo del mundo no pertenece al Reino que es trascendente.
• El secularismo: la civilización secular, construida con criterios humanos correctos, es en sí misma cristiana; al cristianismo no le compete intervenir en la acción, sino que su función consiste sólo en explicar el significado oculto de la realidad.
En consecuencia, la Iglesia se desarrolla en coexistencia con los acontecimientos de la historia humana, en estrecha relación con las esperanzas humanas y ahí es donde da testimonio de aquella vida que Cristo trajo al mundo, vida por la que los seres humanos son hijos del mismo Padre y hermanos entre sí.
Con el compromiso en las tareas terrestres
La Iglesia tiene una promesa propia que aportar al mundo: entre la multitud de voces del presente, ella descubre al mundo su
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última posibilidad de sentido en Jesucristo, Dios y hombre a la vez.
Por ello, la misión de la Iglesia no se puede limitar, como quieren algunos «espiritualistas», a la transmisión de la vida divina a los seres humanos mediante la Palabra y los sacramentos. El proyecto de Jesucristo en relación con la presencia de su Iglesia en el mundo incluye también el compromiso en las tareas propias de la ciudad terrestre como exigencia esencial de su condición de institución de salvación. El anuncio del evangelio no puede ser sólo verbal, sino que debe verificarse a través de los signos del mundo nuevo que ella erige en el ámbito social, tanto en las relaciones interpersonales como en las estructuras sociales. Porque la salvación de Dios, fruto exclusivo de la iniciativa divina absolutamente gratuita, se manifiesta y realiza en la historia, en la construcción del mundo. Por ello, la Iglesia tiene una misión que se vincula esencialmente a la aventura humana. Haciéndose solidaria de todos los seres humanos, participa en la elaboración de las grandes opciones, en la definición de las prioridades, en la determinación de los medios o caminos mejores para alcanzar los fines.
Ella ha de tener valentía para defender públicamente el conjunto de principios éticos que forman parte del mensaje evangélico, que es un mensaje de liberación que señala el camino de la verdadera libertad y que salva de la alienación. Asumiendo la historicidad del desarrollo de la conciencia moral, ha de contribuir eficazmente a configurarla mediante una actuación y un compromiso que incida realmente en la situación histórica.
Por consiguiente, si la Iglesia realiza la misión que le es propia, hace obra de humanización del mundo: se afirma, restaura y exalta la dignidad de la persona, se estrechan los lazos que unen la comunidad humana y toda la actividad terrestre es animada de un sentido más profundo.
La tarea del amor cristiano no puede limitarse a la relación privada de los individuos entre sí, sino que adquiere también un carácter social y político y aboca al cambio de instituciones y estructuras. Ciertamente, la conversión y la fe captan a la persona en su núcleo interior más profundo. Pero lo personal está estructurado socialmente y tiene una proyección sociopolítica. Por eso, la fe es una fuerza de actuación que configura todas las realidades de la vida.
De ahí que la participación de los creyentes en la tarea terrestre se realiza también construyendo auténticas comunidades cristianas porque así pueden ofrecer modelos de vida social verdadera-
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mente humana. A menudo ha sucedido en la historia al revés: que la Iglesia se ha inspirado en los modelos del ambiente y los ha hecho suyos. Pero la acción puede realizarse en sentido contrario: el estilo de vida de la comunidad cristiana puede ejercer influjo en la ciudad temporal. Por ejemplo, la manera como se ejerce la autoridad, la forma de resolver los conflictos, la búsqueda del mantenimiento de la unidad en el pluralismo, la capacidad de autocrítica, la reforma de estructuras internas son otros tantos ámbitos de vida eclesial en los que el modelo puesto en práctica puede tener un impacto directo en la sociedad circundante. Desgraciadamente no es así el ejemplo que hoy damos los creyentes.
Siendo conciencia crítica del mundo
Desde los primeros tiempos del cristianismo, tal como nos lo muestra el Nuevo Testamento, la actuación de los testigos de Jesús fue un proceso sobre la verdad frente al mundo. Igual que lo fue la propia vida y muerte de Jesús: la teología joánica lo manifiesta con claridad. Jesús entró en el mundo y sufrió el golpe del poder del mal; su muerte es el rechazo supremo de «este mundo» (en el sentido joánico) en nombre de la nueva creación que brota de su sacrificio (cf. Jn 12, 24 ss).
La posición de Jesús frente al mundo continúa en la Iglesia (cf. Jn 15,18 ss), que se enfrenta con el sistema de vida organizado por el mundo pecador. El creyente no olvida que el mundo y el progreso están sometidos a «la servidumbre de la corrupción» (Rm 8, 21); por eso se pueden oponer y se oponen de hecho a la manifestación del reino de Dios. En todo momento actúan las fuerzas y potencias de alejamiento de Dios. El ser humano está inclinado a buscar su autorrealización inmediata por el camino más corto, fuera de la aceptación del plan de Dios.
Hay que añadir además que el pecado del mundo, lo que san Pablo llama «el misterio de la iniquidad» (2Ts 2, 7) marca las estructuras e instituciones sociales. La situación pecadora, interna al ser humano, produce una situación de desorden social. Bajo la capa de progreso pueden imponerse nuevas dominaciones. De hecho, las actuaciones históricas en pro de la liberación humana han sido ambivalentes: como subproducto se han producido nuevas servidumbres.
De ahí la importancia de que la presencia de los cristianos en el mundo tenga en cuenta la dimensión de liberación del pecado
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como condición para alcanzar el destino trascendente de la persona, que va más allá de lo creado.
Tomar conciencia de la realidad indicada conduce a los creyentes a denunciar todo lo que desfigura al ser humano y le impide asumir su vocación. Tanto frente a las ideologías que sacrifican el individuo a la colectividad o la actual generación a la sociedad futura, como frente a las que funcionalizan a la persona y la reducen a «lo factible», a objeto del proceso económico, la Iglesia ha de protestar con firmeza en virtud de la dignidad inalienable de toda persona. Y ha de apremiar a que los esfuerzos de la sociedad se orienten hacia los valores superiores.
Desde el horizonte de la esperanza escatológica
La salvación escatológica ya ha entrado irreversiblemente en el mundo y en la historia por Jesucristo. Si la comunidad cristiana ha de dar testimonio ante el mundo de su fe en el Resucitado y de la vida nueva que Él aporta, eso significa que defiende la verdad de Jesucristo iluminando la realidad histórica e interpretando la existencia humana desde el horizonte de la espera del tiempo final que ella anuncia.
La nueva creación que esperamos estará en continuidad con esta tierra y esta historia. Es justamente en la Iglesia donde se realiza, de manera anticipada y en el misterio, la restauración de todas las cosas y la plenitud definitiva (cf. LG 48, 1-3). Por tanto, la Iglesia, signo profético de esa plenitud, anticipadora del futuro del Reino al que camina la humanidad en esperanza, ha de confirmar lo humano, precisamente en cuanto humano.
La Iglesia peregrina hacia la plenitud del Cristo total, lo que significa que camina hacia su perfección asumiendo y restaurando todo lo creado. Pertenece a la esencia de la Iglesia reflejar en su vida histórica la realidad de la futura consumación que ella anticipa. Lo hace ofreciendo perspectivas de futuro, horizontes siempre nuevos, ideas directrices y motrices.
Una comunidad eclesial así comprometida incita a interrogarse sobre el sentido total de la existencia humana, no simplemente sobre el sentido de las relaciones funcionales e inmediatas. A partir de la realidad histórica funda la necesidad de tender en la libertad de la vida personal a un fin superior, a un destino último. Y muestra cómo el mensaje cristiano interpela aquella existencia y la con-
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voca a una promesa infinitamente más grandiosa que todas las promesas del tiempo en que vive.
Es así como el deseo del Reino purifica y acrecienta el deseo de hacer la vida terrestre más digna del ser humano. La esperanza nos recuerda que Dios prepara una ciudad nueva donde habita la justicia y donde todos los anhelos de paz encuentran su cumplimiento trascendente. La visión cristiana del futuro y la esperanza que de ella nace estimula el compromiso terrestre para edificar aquí abajo una morada donde la familia humana pueda crecer en fraternidad, trazando así la imagen anticipada del Reino final.
Pero, por otra parte, por su misión de mantener la trascendencia en el mundo, le corresponde a la Iglesia evitar el centramiento exclusivista de la persona humana sobre el propio horizonte, mostrando cuál es la finalidad del dinamismo de la sociedad humana. Situando así los problemas en su verdadero nivel, ayuda a la colectividad humana a guardar el sentido de su vocación a la trascendencia.
La condición de testigo de la resurrección conlleva el compromiso por plasmar la primacía del futuro sobre esta historia. La esperanza escatológica en la resurrección da a la Iglesia una visión del futuro que trasciende a la historia y que, por eso mismo, salva a la historia de ser esclavizada por «las potencias» intramundanas (cf. Col 2, 6-15), abriéndola en la libertad al futuro absoluto. De ahí que la Iglesia, a pesar de contemplar positivamente el desarrollo del mundo, sin embargo no ignora el esencial desajuste que existe en sus relaciones con él.
Así es como la Iglesia cuestiona otras concepciones de la realidad. Abriendo un horizonte que supera la realidad social concreta y proponiendo la meta de la historia, todas las realizaciones humanas aparecen relativizadas, pasajeras, cuestionables y necesitadas de cambio para su superación. De tal cuestionamiento nace un proceso antagónico acerca de la verdad de la existencia humana.
Actuar ALGUNOS CRITERIOS DE ORIENTACIÓN
Queda ahora por comprobar en qué medida la Iglesia de hoy está dispuesta no sólo a hablar este lenguaje en su relación con el mundo, sino a llevar a efecto la tarea que le pide el Espíritu del Señor resucitado.
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1. UNA VISIÓN POSITIVA DEL MUNDO MODERNO
El Concilio Vaticano II no sólo ha reflexionado sobre el cambio permanente como una característica de la sociedad moderna, sino que ha revelado en su juicio acerca del mundo moderno un cambio asombroso frente a la situación precedente. Ha subrayado que la Iglesia, como una parte de la sociedad, está sometida a los mismos desarrollos y debe situarse ante ese desafío junto con toda la humanidad.
El desarrollo de la modernidad no se dibuja como una historia de caída y de perdición, que nos empuja a defendernos y a protegernos, sino como un desafío de futuro con posibilidades y riesgos, ante los que tienen que colocarse la humanidad y los miembros de la comunidad cristiana. En ese marco se produce la confrontación de la propia fe con las realidades mayores de nuestro mundo, que son signos de una revelación implícita de Dios («signos de los tiempos»), que ha de ser referida al hecho único de Cristo, donde se da la plenitud de la revelación. Tal lectura creyente de la realidad ha de confrontarse con los análisis de la misma realidad que hacen otros grupos, religiones o ciencias.
La inspiración renovadora del Concilio no sólo supone una auténtica conversión respecto a la anterior actitud frente al mundo, sino que nos pide algo bien difícil: discernir el fondo bueno de lo malo que brota del mismo mundo. Lo cual ni estará nunca hecho del todo, ni será considerado de la misma forma por unos y por otros. Es decir, la raíz de lo que hoy plantea tantos problemas está en la misma naturaleza de la tarea a realizar.
Por otra parte, el diálogo no ha sido llevado de forma sistemática en los diversos ámbitos en los que hubiera sido deseable, ni los católicos nos hemos hecho notar por realizaciones convincentes en los diversos terrenos en los que el Concilio pedía compromisos.
El diálogo está resultando difícil también porque ciertas actitudes históricas de la Iglesia frente a las tendencias progresistas se mantienen en la memoria de muchos observadores, que siguen ajusfándole las cuentas de forma rigurosa y no creen en el cambio sincero de la Iglesia. Han vuelto los recelos y el clima de distancia-miento. La ola neoconservadora se enquista en la Iglesia porque piensa que ella puede legitimar sus tendencias regresivas.
2. EN FAVOR DE LA CONSTRUCCIÓN DE UN MUNDO MÁS HUMANO
El diálogo con el mundo comprende la búsqueda en común de soluciones a los graves problemas que angustian al hombre de hoy,
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así como la discusión sobre los medios más eficaces para resolverlos. Y también exige a la Iglesia el reconocimiento y la defensa de los valores auténticamente humanos y la colaboración con todas las personas de buena voluntad para construir un mundo mejor.
La afirmación de la unidad fundamental entre el orden de la creación y el de la redención implica que los cristianos reconocen plenamente la dignidad de la persona humana y todos sus derechos, reforzándolos con su compromiso. Si se quisiera caracterizar brevemente lo esencial de la nueva actitud, la palabra mejor sería: revalorización de la persona humana. La Iglesia había acentuado de tal forma el pecado y la necesidad de redención que dejaba en la penumbra la valoración positiva de la vida humana. Hoy la comunidad cristiana se experimenta «íntimamente solidaria» (GS 1) de esa humanidad, llamada y enviada en su favor. Resuena en nosotros una especie de «Himno del universo» (Teilhard de Chardin): el valor de la creación, del progreso, las metas históricas de la esperanza. En resumen, nos hemos reconciliado con el humanismo de la modernidad.
La diferencia con la eclesiología neoultramontana salta a la vista. Hoy entendemos la misión de la Iglesia como específicamente religiosa y «precisamente por ello altamente humana» (GS 11). Así la competencia que veía la eclesiología preconciliar entre la Iglesia y el mundo se ha convertido en un trabajo de cooperación.
3. VIVIR EN EL MUNDO ACOGIENDO EL REINO DE DIOS
El que la Iglesia haya tenido que recordarse a sí misma que está «en el mundo actual» (título de la GS) parece una ingenuidad que hace sonreír al espectador neutral. Ello no es más que una prueba de que la Iglesia, como tantos otros grupos religiosos, ha vivido segregada y formando un gueto. Evidentemente, es inadecuado mirar al mundo desde la Iglesia. Porque la Iglesia es parte del mundo, pequeña parte de la totalidad de las sociedades históricas que han existido sobre la tierra, uno entre los grupos religiosos que se han desarrollado en esta ingente aventura humana que dura miles de años. Sus miembros son seres humanos como los demás y sus vidas y actividades forman parte de la urdimbre de la historia humana.
Gracias a Dios, ha cambiado el escenario: ya no estamos en una Iglesia que va al mundo, sino en un mundo en el cual emerge la Iglesia. No es el mundo quien pertenece a la Iglesia, sino ambos a una historia previa de Dios que nos salva.
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El proyecto que el Concilio nos ofrece está presidido por la intención de acoger el Reino de Dios que emerge en la historia de la humanidad. Esta aparece repleta de mensajes, de signos salvíficos, de presencia actuante de Dios que cotidianamente ama y libera. La historia es ocasión para el discernimiento, reclamo para la acción, motivo para la oración. La presencia de Dios rompe todos los vínculos convencionales, su contemporaneidad hace saltar los cotos vedados. De ahí que un vector esencial de la nueva espiritualidad cristiana sea la experiencia de la contemporaneidad de Dios en nuestro mundo.
Así, diferenciar la Iglesia del mundo no consiste en el rechazo o la indiferencia, sino en vivir en él de tal manera que en lo profundo de su mundanidad emerja la trascendencia. Esto significa que se prosigue la orientación conciliar en la medida en que se es capaz de recuperar el sentido profundo de la laicidad o secularidad, respetando la autonomía de la ciencia, de la historia, de la filosofía, de la ética (¡gran asignatura pendiente!). La laicidad ha generado un humanismo portador de determinados valores que deben ser asumidos por la Iglesia: el diálogo como vehículo para alcanzar la verdad, la inviolabilidad de la conciencia personal, la pasión por la libertad.
De ahí que bastantes corrientes eclesiales actuales están determinadas por un marco general que es el conjunto de intentos de hacer a la Iglesia realmente presente en el mundo: la evangelización misionera, la presencia pública, las organizaciones populares, las comunidades de base son algunos vectores del citado esfuerzo.
4. CRÍTICA MUTUA ENTRE IGLESIA Y MUNDO
La comunidad eclesial, en seguimiento de Jesús, se opone a todos los poderes del mundo que se erigen en absolutos (ideologías, movimientos, grupos, instituciones...), denunciando la pretensión de aquellos proyectos sociales que presumen de perfectos.
El rechazo de las múltiples divinidades que el mundo adora no es tolerado. La Iglesia es marginada, incluso puede llegar a ser perseguida. Lo cual es señal de autenticidad: una Iglesia totalmente adaptada al mundo, que no proclama valores distintos de los que el mundo ya proclama, sería una Iglesia que habría abandonado a Cristo y a su evangelio.
De lo dicho se deduce que las relaciones entre la Iglesia y el mundo son difíciles. La revelación de la salvación de Dios en la encarnación, cruz y resurrección de Cristo conduce a una presencia en el mundo y simultáneamente a una ruptura profética. La Igle-
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sia, por ello, afirma y niega el mundo: porque la resurrección de Cristo ha otorgado un nuevo nacimiento al mundo; y porque subsiste la contradicción entre Dios y el mundo. En el mismo interior de la Iglesia provoca tensiones. La ambigüedad del mundo, explicada teóricamente antes, conduce necesariamente a una dialéctica en el interior de la Iglesia en torno a los aspectos positivos o negativos de aquella relación.
La crítica a la sociedad recae sobre la propia Iglesia, puesto que ella es una parte de la sociedad y, de hecho, ha jugado el papel de factor de poder. Tiene una dimensión social, tiene estructuras y funciones sociales que están expuestas a la crítica. Más aún, la necesitan porque no siempre sus realizaciones históricas están de acuerdo con el proyecto de Jesús para con ella.
Los puntos fundamentales de dicha crítica, donde los demás se resumen, son: la contradicción patente entre el decir y el hacer; la falta de adaptación a los tiempos; el mantenimiento de un estatuto social privilegiado.
El hecho de ser criticada no debe llevar a la Iglesia a posiciones defensivas. Ciertamente, la Iglesia es alérgica ante la crítica para con ella misma. Probablemente, tal reacción depende de que tiene conciencia de ser portadora de un mensaje que pretende una exigencia universal de verdad. Pero el mensaje no es la Iglesia, aunque ella tienda a identificarse con el propio mensaje. Precisamente por ello, la Iglesia debe estar abierta para aceptar la crítica en un esfuerzo de verdad y de fidelidad al evangelio. Es un test de autenticidad: la fuerza del evangelio que ella proclama suscita la crítica para con ella misma.
5. U N TEMA DEBATIDO: RELACIÓN ENTRE DESARROLLO DEL MUNDO Y OBRA DE LA IGLESIA
El enunciado equivale a la pregunta: qué continuidad material existe entre el progreso de la humanidad en el que los cristianos se comprometen como ciudadanos y el reino de Dios que anuncian y hacen presente como miembros de la Iglesia.
La venida del Reino no se identifica con el progreso humano
La salvación no es resultado de nuestra acción humana, sino don de Dios, iniciativa amorosa del Padre manifestada en el don
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de su Hijo como Salvador. El Reino no se genera a partir de energías humanas, las trasciende absolutamente; no coincide con la autorrealización de la humanidad en la historia.
Los valores de este mundo tienen una provisionalidad radical respecto a los valores del tiempo futuro (la llamada «escatología»). Dios es la instancia suprema que responde a los interrogantes acerca del futuro de la humanidad y lo hace ofreciendo una salvación que está más allá de la historia.
El progreso humano tiene sentido en la perspectiva del Reino
Podemos dar tres razones, vinculadas entre sí, que justifican la afirmación anterior.
En primer lugar, el progreso humano es una colaboración con Dios en el desarrollo de las energías de la creación (cf. Gn 1, 28). El universo alcanza su fin a través del ser humano. «El fenómeno humano» (en expresión de Teilhard) es el lugar donde el universo material adquiere su sentido. Hay una plena solidaridad de destino entre el mundo y el ser humano.
En segundo lugar, la creación confluye hacia y está vinculada al misterio de Cristo. En El se sustentan todas las cosas desde el comienzo de la creación. La plenitud de aquello que Dios se propone comunicar desde el comienzo de la aventura creadora es Cristo. Así ha de entenderse la enseñanza de las cartas paulinas de la cautividad acerca de Cristo como cabeza no sólo de la Iglesia, sino también del cosmos. La historia humana es un movimiento de polarización de la realidad entera hacia Cristo, quien atrae todas las cosas hacia sí. Así pues, propiamente hablando, la función creadora se integra en la redentora. Desde este punto de vista, el progreso humano se relaciona con el Reino en la medida en que Cristo es el alfa y el omega de la historia humana, punto de convergencia hacia el que tiende la historia (cf. GS 45).
En tercer lugar, la creación espera su consumación final: el universo será renovado para servir de escenario a una vida humana nueva. Ahora bien, la restauración de todas las cosas ya ha comenzado en la resurrección de Cristo. En ella la reconciliación del mundo y de la humanidad con Dios es una realidad actual, no sólo futura. La redención no se remite al lejano más allá, sino que proyecta su luz y su fuerza sobre nuestra existencia en el tiempo. La vida terrena se continúa en el cielo. Por eso, el progreso humano se relaciona con el Reino también en cuanto a su finalización última. El
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dinamismo del desarrollo de este mundo se orienta a «los nuevos cielos y la nueva tierra» (2Pe 3,13; cf. 2Cor 5, 2; Ap 21; 21).
¿Tiene también eficacia positiva el progreso humano en orden a la realización del Reino de Dios?
Queda aún una pregunta capital, una cuestión teológica no sólo de interés teórico, sino que además suscita gran preocupación en la práctica de muchos militantes de movimientos laicales: ¿qué recibe la consumación final (o sea, el Reino) de la aportación propia del ser humano? ¿Cómo contribuye a dicha consumación la acción humana profana, el compromiso temporal, en el supuesto de que contribuya de algún modo? ¿No existe discontinuidad entre todo aquello que el ser humano realiza en el curso de la historia y el universo nuevo que se instaurará al final de los tiempos? Algunos textos de la Escritura parecen afirmar que la escatología es una ruptura que nos sustrae a la historia, ruptura que para cada uno de nosotros se opera con la muerte y para el mundo entero con la destrucción final.
El Concilio Vaticano II no se pronunció explícitamente sobre la cuestión. Se contentó con afirmar que el Reino no es de este mundo, cuya figura pasa; que la caridad permanecerá, así como también otros valores purificados y transfigurados; que el progreso, en el sentido más completo de promoción humana, es un valor por el cual el cristiano debe comprometerse. Los textos fundamentales son LG 48 y GS 39.
Los teólogos actuales proponen superar la imagen espacial «continuidad-discontinuidad» y sostienen la unidad del proceso histórico y la inmanencia del Reino. El reino de Dios, como hemos dicho, resulta una novedad absoluta en relación con el progreso humano. Pero ya está actuando inmanente a él por la resurrección de Cristo y la acción del Espír i tur—
La realidad escatológica no será otra cosa que el cumplimiento de la historia, del desarrollo y del progreso humano en el punto omega que es Cristo. La salvación se cumple en la trama misma del mundo, en la línea del progreso cultural, científico, económico. No hay solución de continuidad entre naturaleza y gracia. Lo sobrenatural no ha de considerarse como un «valor agregado» a lo natural, como si este no tuviera ningún valor en sí mismo. Existe una estrecha coherencia entre el progreso temporal y la plenitud o cumplimiento final.
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La acción oculta e interior de construcción del Reino ha de repercutir necesariamente en el progreso exterior del mundo y en la historia humana. Si tenemos fe en que la gracia de Dios en Cristo es más abundante y poderosa que el mal, hemos de pensar que el bien realizado en el mundo por obra del Espíritu tiene peso y arrastra a los seres humanos hacia una justicia mayor, una libertad más amplia, una paz más auténtica, cada mejora de las estructuras tiene en sí misma un valor espiritual, es una aproximación al reino de Dios.
Ahora bien, no hay que olvidar que el advenimiento del Reino pasa (como en su germen, la resurrección de Jesús) a través del misterio de la muerte, consecuencia del pecado. Bien a menudo el Reino se prepara y se realiza cuando se constata el fracaso exterior del cristiano y su quebranto en términos de historia mundana. Así sucedió en Cristo, así sucede en cada uno de sus seguidores y así ha sucedido y sucederá en muchos momentos de la historia humana. Es éste un aspecto importante de la teología de la cruz que no se debe soslayar.
En esta perspectiva no se puede afirmar que crecerá de manera continua la moralidad o que progresarán de forma inintermitente los valores espirituales; puede suceder que, en paralelo al crecimiento del poder humano, aumenten también las posibilidades del mal y de la autodestrucción. La humanidad proseguirá su marcha siguiendo las líneas cíclicas registradas hasta ahora de crecimiento y declive de las civilizaciones, de esplendor y decadencia.
Como conclusión: la historia se desarrolla bajo el signo de la ambigüedad: cada acontecimiento, cada fase, cada supuesto progreso lleva en sí la presencia del Espíritu y la posibilidad de su rechazo por las fuerzas del misterio de la iniquidad. Por tanto, la cuestión es discernir en cada acontecer qué tipo de intervención deben realizar los creyentes para liberar el progreso humano de la ambigüedad y llevarlo a su autenticidad. Esa praxis de intervención define el sentido, la función y el papel del compromiso del pueblo de Dios en el mundo.
PARA PROFUNDIZAR
Y. CONGAR y M. PEUCHMAURD (eds.), La Iglesia en el mundo de hoy, Taurus, Madrid 1970.
GONZÁLEZ CARVAJAL, L., Iglesia en el corazón del mundo, Ediciones HOAC, Madrid 2005.
L. LADARIA, «El hombre a la luz de Cristo en el Concilio Vaticano II», en:
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R. LATOURELLE (ed.), Vaticano II. Balance y perspectivas, Sigúeme, Salamanca 1989, pp. 705-714.
S. MADRIGAL, «Las relaciones Iglesia-mundo según el concilio Vaticano II», en: G. URÍBARRI (ed.), Teología y nueva evangelización, Comillas, Madrid 2005, pp. 13-95.
H. SCHÜRMANN, «Salvación escatológica de Dios y responsabilidad profana del hombre», en: COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Teología de la liberación, BAC, Madrid 1978, pp. 43-80.
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Capítulo 5 «Evangelizar, la dicha y vocación propia
de la Iglesia» (Pablo VI)
El sujeto adecuado de la evangelización misionera es la Iglesia como tal, en toda su riqueza y complejidad. La exhortación apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI lo dejó suficientemente sentado (nn. 13-16). La Iglesia nace de la acción evangelizadora de Jesús y de los apóstoles. Es enviada por Él a evangelizar.
La Iglesia se realiza como tal en el proceso de anunciar la Buena Noticia y realizarla con hechos y palabras. Aquí se encuentra la identidad de la Iglesia: en evangelizar. La Iglesia en toda su complejidad, hemos dicho; es decir, el conjunto de la realidad eclesial, tanto en sus instituciones como en sus comunidades, lo mismo en sus libres agrupaciones sociales que en sus movimientos, organizaciones, estructuras confesionales. A todo ese conjunto corresponde la tarea y misión, la dicha y vocación de evangelizar.
Es enorme la amplitud y dificultad de semejante tarea. Nosotros nos centraremos en indicar algunas orientaciones de fondo que sean expresión de un talante y puedan alimentar la mística propia de la evangelización misionera que corresponde a nuestros militantes cristianos. Con tal espíritu ha de emprenderse desde la base una profunda reforma que abandone viejas estructuras anquilosadas, heredadas de otras épocas, que dificultan la evangelización misionera. Sin dicha reforma nuestro mensaje no será oído, no tendrá credibilidad.
Ver LA CREDIBILIDAD DEL SUJETO ECLESIAL, CUESTIONADA
No se puede hablar hoy de evangelización sin preguntarse por la legitimidad o la credibilidad del anunciador ante los hipotéticos oyentes del mensaje. Este es un punto muy grave que parecen olvidar no pocos de los que escriben sobre el tema que nos ocupa.
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1. DESAFÍOS QUE PLANTEA LA SITUACIÓN ACTUAL AL «SUJETO EVANGELIZADOR»
La situación de la sociedad presente plantea a la evangelización un conjunto de desafíos como no los ha habido en la historia del cristianismo. Los incuestionables valores de la modernidad acarrean no sólo un conjunto de problemas en su propio ámbito, sino una profunda crisis religiosa, especialmente en los países de vieja cristiandad como el nuestro.
Se mantiene quizá una religiosidad que podríamos llamar «his-tórico-cultural», que reduce lo cristiano a fenómeno histórico pasado que ilustra las raíces de nuestra cultura; pero desaparece el contenido genuino del mensaje evangélico.
Por otra parte, los sociólogos de la religión nos hablan de la funcionalización creciente de la Iglesia dentro de la funcionaliza-ción general de la sociedad: aquella se acepta sólo en cuanto institución competente para asuntos religiosos (bodas, funerales...), en la que se delega la satisfacción de las necesidades religiosas del individuo o de los grupos sociales.
Nos hablan también de la identificación parcial de muchos cristianos con la Iglesia, como un reflejo del pluralismo en las interpretaciones personales de la fe al margen de la ortodoxia; fenómeno que va unido a un cristianismo de rebajas, a un cristianismo light.
Está además el éxodo callado de la Iglesia, la creciente indiferencia de la clientela, la resignación y la amargura de los cristianos comprometidos, las ofertas de solución de corto aliento, etc.
Más aún. La Iglesia manifiesta ser, al menos de hecho, un factor de poder social. Son muchos los que así la consideran y piensan que con ayuda de sus estructuras organizativas consigue imponer enérgicamente sus convicciones. Se la ve como una sociedad dentro de la sociedad, o dentro del Estado, que por medio de pactos logra determinados privilegios que le permiten ejercer un influjo que no se puede ignorar. Dado que, en cuanto poder, conlleva siempre el peligro del abuso, como lo demuestra la historia propia, esta importante sociedad-Iglesia provoca resistencia en no pocos de sus miembros. Sea justo o no lo sea, en todo caso no puede ignorarse que la Iglesia hoy a muchos más repele que atrae y provoca un sentimiento complejo y difícil de desenmarañar, de deseo y huida, esperanza y desesperación, impotencia y rebelión orgullosa.
Todas estas reducciones de la fe y de la eclesialidad arrancan las raíces de la evangelización. El evangelio pierde su condición de sal de la tierra y se convierte en una mezcla insípida de usos popula-
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res, seguridades culturales y representaciones del mundo social-mente útiles. El sujeto colectivo que lo anuncia está en trance de perder su identidad de testigo de una noticia gozosa y atrayente.
Resumiendo. En muchos potenciales oyentes del anuncio existe una actitud de falta de atención, un déficit de disponibilidad para escuchar. La pregunta por el motivo de tal actitud la solventan algunos rápidamente achacándola a los propios oyentes. Con tal disposición, afirman, es imposible entablar el diálogo de la salvación. Pero puede suceder que la falta de atención de los oyentes sea consecuencia de la falta de relevancia por parte de quien anuncia el mensaje. GS 19 nos advierte de la responsabilidad de los creyentes en relación con el fenómeno global del ateísmo. Interroguémonos sobre tal posibilidad.
2. VERIFICACIÓN DE LA LEGITIMIDAD DEL SUJETO EVANGELIZADOR
La sociedad y la cultura presentes cuestionan la legitimidad de la Iglesia actual para anunciar a Jesucristo. No basta con afirmar de palabra que ésta es la Iglesia de Jesús y que por ello lo anuncia al mundo; hay que legitimar esa afirmación. En tal búsqueda de legitimidad de la Iglesia como sujeto de la evangelización se plantea la cuestión acerca de la relación entre ella y el fundamento que le da sentido, el Señor resucitado. Sólo por medio de la mostración de la conformidad con el fundamento de su existencia puede legitimarse la praxis de la Iglesia actual.
Cuando se cuestiona la legitimidad de la actuación evangelizad o s de la Iglesia, por lo que se pregunta es por su pretensión de estar en continuidad histórica y estructural con Jesucristo y con la historia de fe que partió de Él. ¿Se puede descubrir tal conexión entre la historia de Jesucristo y las realizaciones de la Iglesia actual, conexión que acredita a la Iglesia como la legítima consecuencia de la historia de Jesús en medio de las cambiantes condiciones históricas del presente? ¿Acredita hoy la Iglesia su permanente fundamento de existencia, Jesucristo y el reino de Dios, de tal modo que brota de ella la eficacia liberadora del anuncio evangélico como sucedió en el tiempo de Jesús?
Las dificultades de credibilidad que plantea el sujeto eclesial se complejizan porque la actual situación se caracteriza por una creciente polarización de los diversos grupos eclesiales con respecto a la comprensión de la Iglesia, que conlleva formas distintas de entender y practicar la evangelización. Es obvio: si el sujeto propio
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de la evangelización es la Iglesia en cuanto tal, se comprende que los problemas de identidad del sujeto comunitario afectarán al compromiso evangelizador. Lo que agudiza esta situación es la actitud de quienes prescinden de otros grupos que legítimamente toman diversas opciones en lo opinable y no admiten más proyecto de actuación de la Iglesia en el mundo que el suyo, negándose a admitir el pluralismo en la evangelización.
Espiritualistas
Hay quienes viven su identidad eclesial contemplando a la Iglesia como una realidad cuyo núcleo consiste en la personal identificación con Cristo.
Una visión mística y simbólica de la Iglesia, adecuada a nuestra situación cultural, puede enriquecer la espiritualidad eclesial, pues puede llevar a los creyentes a romper la visión superficial de la Iglesia como organización y a verificar con los ojos de la fe y del amor su más profunda sustancia, a pesar de sus debilidades y errores.
Pero el peligro de esta visión de Iglesia es pasar de manera demasiado espiritualista por encima de la realidad concreta y experi-mentable de la Iglesia, devaluándola como de segundo rango en favor del «misterio». Tal espiritualismo rechaza muchas veces como exteriorizante y poco filial la exigencia de transformaciones de las estructuras eclesiales y de los modos de actuación impropiados para la evangelización.
Visión institucional de la Iglesia
El espíritu de la Contrarreforma subrayó el lado institucional de la Iglesia. Esa visión iba unida a una actitud a la defensiva respecto de la historia moderna y de las sociedades democráticas, así como también de las demás confesiones cristianas, consideradas formas deficientes del ser cristiano. Sólo la Iglesia católica, fundada por Cristo, firmemente estructurada, transmite a sus miembros por mediación de la jerarquía la salvación sobrenatural.
A pesar de que el Concilio Vaticano II relativizó profundamente muchas unilateralidades de aquella imagen de Iglesia, las controversias posconciliares han mostrado de manera clara que sigue manteniendo su influjo sobre el pensamiento y la actuación eclesial.
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El especial interés que tienen algunos en defenderla está, dicen, en su fuerza para la integración: la Iglesia ha de ofrecer ante todo seguridad. En medio de las confusiones propias del pluralismo, que causa tantas inseguridades en la sociedad moderna, la Iglesia es buscada como una firme fortaleza. Ella tiene estructuras y normas jurídicas firmes, un ordenamiento riguroso, claras relaciones de obediencia y uniformidad considerable en la vida eclesial.
El punto débil de esta concepción para la evangelización se muestra hoy día claramente: en el marco de la modernidad cultural y social lleva cada vez más a una ruptura del diálogo verdadero —es decir, capaz de aprender del otro y de cambiar lo propio— con diversas cosmovisiones, con otras religiones, con las Iglesias cristianas. Contribuye a encerrarse en un gueto social, y a distanciarse cada vez más de la evolución del espíritu moderno, al que juzga casi exclusivamente de manera negativa. Y sin diálogo no hay anuncio de salvación.
En esta línea resulta muy problemático para la evangelización la potencia social de determinadas instituciones de Iglesia que plantea a muchos la pregunta de si somos de verdad una «Iglesia de los pobres», sin poder terreno, al servicio eficaz de los más pobres de la sociedad.
Fundamentalistas, tradicionalistas, integristas
La absolutización religiosa de lo relativo es una forma característica de esta visión de Iglesia. Determinadas cuestiones doctrinales discutibles se afirman con la exigencia absoluta de verdad que sólo corresponde propiamente a las afirmaciones de fe. Se realiza así una extrapolación del centro de la fe teologal y de su certeza sustentada en Dios a determinadas explicitaciones secundarias de la misma. Además se exige una actitud de obediencia formal para con determinadas posiciones que corresponden a su propia teología. Y se pide a veces incluso negándose a plantear el examen de la verdad de su contenido.
Otro rasgo de la mentalidad a la que nos referimos, unido al anterior, es el rechazo de los resultados de la modernidad: la secularización, el pluralismo de valores, la libertad religiosa, la interpretación histórico-crítica de los textos bíblicos, etc. Se rechaza por principio todo diálogo productivo entre la fe y la cultura moderna. En su lugar se construye una imagen dogmática de la fe a partir de elementos premodernos, bien que maquillados de lenguaje moderno.
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Junto con lo anterior se hace presente a menudo un espíritu proselitista que quisiera remodelar todos los dominios sociales de acuerdo con las ideas católicas. Tal tendencia integrista corresponde a movimientos que buscan alcanzar un influjo estructural en la sociedad, de tal forma que sus asociados o sus simpatizantes ocupen lugares decisivos de la vida social y política, para de esta guisa ensanchar la fe católica según su concepción tradicionalista y con ello poder acuñar «integralmente» todos los dominios eclesiales y sociales.
Las consecuencias de esta ideología son disolventes para la evangelización. Cuando la exigencia de aceptar la doctrina por obediencia se prefiere a la recepción por la explicación razonada del contenido del mensaje, entonces la evangelización peligra: ya no es la transmisión de la afirmación de que Dios salva a la persona entera, a quien pertenece el examen razonado de los contenidos de verdad que libremente acepta. Así no se hace significativo el contenido de una evangelización correctamente entendida en el presente histórico; porque para ello el acontecimiento salvífico ha de hacerse comprensible hasta un cierto grado en la fe. De lo contrarío, no se cumple aquello de que la fe busca entender, de lo cual habló el Concilio Vaticano I.
Por otra parte, la actitud a que nos referimos conlleva el peligro de paralizar al evangelio como proceso de interpretación siempre continuado, abierto a nuevos exámenes y formas de expresión.
Hay que conceder, sin embargo, que no es solamente el temor ante el fenómeno de la modernidad lo que atrae a muchas personas hacia tales movimientos; también las adaptaciones superficiales de la fe al espíritu de la modernidad en los últimos decenios han hecho a muchos sensibles a la tentación integrista; ante todo, aquellos que por su estructura anímica tienen necesidad de mayor seguridad que el que ofrece la Iglesia actual en su relativo pluralismo. En los grupos tradicionalistas encuentran tales personas un contraproyecto claro frente a las concepciones de la modernidad, donde brilla por su ausencia el consenso respecto a cualquier fundamento estable cultural o religioso.
Presentes en el mundo en camino hacia el Reino
Aquí nos encontramos con una imagen de Iglesia que quiere hacer justicia a su presencia en nuestro mundo secular. Se vincula a una experiencia de Iglesia que se está formando en muchos ám-
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bitos de nuestros movimientos y comunidades eclesiales. En estos grupos crece la conciencia de pueblo de Dios peregrino como comunidad de hermanos y hermanas que están en el camino de la esperanza junto con la gran familia de la humanidad hacia el reino de Dios. La Iglesia es experimentada como la comunidad de la que habla LG 8, que con sus debilidades y pecados sella la imagen visible de la Iglesia, contrastando fuertemente con la santidad actuada por el Espíritu y dificultando seriamente la credibilidad de la evangelización. Donde esta experiencia de Iglesia se vive en la humildad y la autocrítica puede ser un fuerte dique contra cualquier conciencia triunfalista y exagerada de la Iglesia y un apremio para poner en práctica los planteamientos conciliares de reforma.
No olvidemos que los problemas más profundos en relación con la evangelización están en aspectos que requieren una profunda reforma de la Iglesia. Por ejemplo, en el lenguaje del anuncio, muchas veces incomprensible y ajeno a la vida; en la falta de verdad de las celebraciones sacramentales, que no celebran no digamos la fe, sino absolutamente nada; en el anonimato de las grandes parroquias que nada se parecen a comunidades de vida en el mundo; en la imposibilidad de encontrar un acceso verdaderamente experiencial a Dios en la oración y en la liturgia; en la incapacidad de unificar la fe en un Dios bueno con la experiencia del mucho dolor sin sentido que surge de la creación; en la indiferencia y falta de compromiso de tantas comunidades en relación con los apremiantes problemas económicos, sociales, políticos, ecológicos de su entorno, etc. Estos son algunos de los problemas del sujeto comunitario evangeliza-dor; resolverlos exige planteamientos de reforma eclesial.
El compromiso de los laicos de los movimientos apostólicos de ambiente en las actividades temporales de transformación social, unido a la formación adecuada para asumirlo con lucidez y fortaleza, es sin duda un aspecto muy positivo de la situación actual, así como la plantación de la Iglesia en ambientes nuevos, en zonas culturales nuevas. Esta visión de Iglesia asume también netamente su peculiar vocación a solidarizarse con los pobres. Grupos variados comparten vitalmente, no ya verbalmente, y cada vez con más frecuencia el destino de las víctimas de nuestras presentes injusticias. La Iglesia crece así en muchos lugares no sólo entre y con los pobres, sino como una «Iglesia de los pobres», donde los propios pobres se convierten en el sujeto destacado de la acción eclesial evangelizadora. Cuanto más se extiende umversalmente esta manera y forma de vivir la fe, tanto más se convierte la Iglesia en «una parábola del compartir» dentro de una humanidad rota.
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Con todo, a pesar de que los grupos que acabamos de describir tienen hoy vigencia en la Iglesia, no podemos desconocer que la remora principal para la misión evangelizadora la constituyen no sólo los pecados y deficiencias de la Iglesia, sino la despreocupación total por el testimonio personal y comunitario de tantos y tantos de sus miembros. La pasividad consciente respecto a la evangelización explícita, pretextando a veces un respeto mal entendido a la conciencia personal, es una grave enfermedad de la comunidad cristiana.
Juzgar AFIRMACIONES ACERCA DE LA EVANGELIZACIÓN
Dado que hoy en día nadie se priva de hablar de evangelización, aunque sea de forma bastante imprecisa, es preciso devolver a esa palabra su significado exacto. La cuestión no está en dar una definición, cosa tal vez imposible, sino en constatar un conjunto de aspectos que describen y delimitan este hecho central de la vida de la Iglesia. Porque la pregunta «qué es evangelizar» engloba en sí misma numerosas cuestiones y puntos de referencia. Todos esos aspectos aparecen implicados entre sí. La descripción o constatación siempre supone unos elementos fundamentales, sin los cuales no es posible hablar de evangelización auténtica.
1. EL DATO BÍBLICO
En realidad, es Jesucristo quien nos dice lo que es evangelizar. Porque Él es el primer evangelizados en un sentido fundamental y fundacional. El origen sella todo el proceso.
No hay evangelización sin evangelio. La palabra evangelizar viene de evangelio. Los primeros cristianos, buscando expresar la novedad de que eran portadores, y de la que se convertían en testigos, han encontrado en Isaías una expresión ad hoc: «la buena noticia», «el anuncio de la salvación» (Is 52, 7, leído en todo su contexto de los capítulos 40-66); en la versión griega que los primeros cristianos usaban: eu-aggelion. Designaban con dicha palabra aquello de lo que surge el hecho cristiano. Nos preguntamos: ¿y qué es el evangelio?, ¿en qué sentido hablamos de evangelio?
Partamos de un texto del Nuevo Testamento: «No me avergüenzo del evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1, 16). Para Pablo, pues, el evangelio ante todo es una fuerza, una acción, un dinamismo. También en Isaías tiene ese
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sentido. Por ello, preguntarse por el significado de «evangelización» es preguntarse por el sentido de una acción.
El libro de los Hechos de los Apóstoles insiste constantemente en que la comunidad de los creyentes anunciaba el acontecimiento de la resurrección de Jesús según tenía oportunidad y con el ejemplo de su vida maravillaba a todos. En este punto concuerda san Pablo. El apóstol pide sin cesar que todos se asocien a la obra común de la misión. La evangelización es tarea esencial de la Iglesia y deber de todos sus miembros. Esta unión en la misión es un rasgo característico de la Iglesia naciente. La obra misionera no está reservada a nadie; todos los creyentes son responsables de la tarea de predicar el evangelio por el hecho mismo de haber sido bautizados (ICor 9, 8-14; Ga 6, 6; Flp 1, 5, 7; 4, 15-16). Existe una unión estrecha de los misioneros entre sí (2Cor 2,13; 7, 6-7,13-15; 8, 23; 12,18; Flp 2, 22). La proclamación del mensaje de la salvación se propone a todos, incluyendo en tal mensaje la mediación de la Iglesia.
El testimonio de la comunidad primitiva se refería a Jesús como Salvador, Señor y Mesías. Salvador: el misterio pascual es la causa de la liberación total e integral, restablece y enaltece todos los valores de la persona y de la creación entera. Señor: el Resucitado subyuga y reordena toda la creación y la recapitula en El, valor supremo y valorizador universal. Mesías: el Cristo es factor de cambio para la realización de un orden nuevo, que va instaurándose hasta la Parusía, en que llegará a plenitud.
El testimonio se realiza primero de palabra, mediante el anuncio del acontecimiento de la resurrección con las explicaciones consiguientes. El testimonio se realiza también con la vida, pues el acontecimiento anunciado, al ser aceptado por el testigo, tiene su propia verificación en el interior del creyente, le impone un determinado tenor de vida y deriva a una realización comunitaria. El testimonio es así inseparable de la acción por el Reino
2. BREVE SÍNTESIS TEOLÓGICA
Evangelizar es la acción y el acontecimiento de anunciar un mensaje nuevo, una buena noticia que trae la persona de Jesús: el reino de Dios. Se trata de un mensaje profético que interpreta la historia humana e interpela radicalmente a la persona pidiéndole conversión y seguimiento. Este anuncio realiza la salvación y busca transformar la realidad. El anuncio se actualiza en la comunidad mediante el testimonio.
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Por tanto, la evangelización es una «acción total» de la Iglesia, un proceso amplio y coherente que implica una dialéctica con varios polos situados en el presente, en el pasado y en el futuro; en la confesión de fe, en la celebración y en el compromiso; en la palabra y en el testimonio individual y comunitario como medios; y en la praxis militante de liberación como efecto. Consideremos más detenidamente algunos elementos esenciales de este anuncio que hacen referencia a su naturaleza y características.
El anuncio no es una descripción objetiva, una crónica histórica neutral, un informe, una constatación ortodoxa. Es la transmisión de una experiencia de salvación, de un acontecimiento que implica a los que anuncian, que incide en los destinatarios en referencia a su situación de perdición, con la promesa de cambiarla en situación de salvación, que tiene operatividad (es «fuerza» de salvación) como mediación entre la situación de miseria y la realidad salvadora.
¿Qué es lo nuevo de la Buena Nueva? Que propone una dimensión radicalmente distinta de la existencia cuyo efecto es la alegría y el asombro. ¿Cómo es posible la novedad? Solamente cuando el anuncio parte de las necesidades presentes y ofrece la liberación. Por tanto, no cumple esa condición una noticia «vieja», un concepto prefabricado, una propuesta que no parte de las necesidades vitales.
Más aún. Se trata de un anuncio para el hoy. «Las situaciones históricas (...) forman parte del contenido de la evangelización» (Asamblea de Medellín, Catequesis, 6). Pero no se trata de la historia sin más, sino de la historia salvífica. No se narra la pura objetividad histórica, sino «las maravillas de Dios».
Finalmente se trata de un anuncio decisivo y decisorio. No sólo asombra y produce alegría, sino que decide un cambio radical de la existencia. De toda la existencia: no un sector de la misma, no lo puramente racional, sino el fondo del ser humano. En la Sagrada Escritura este aspecto tiene un nombre: conversión y fe.
3. FASES DE LA EVANGELIZACIÓN
Siguiendo la descripción que hace Pablo VI (EN 17-24), concretamos ahora las fases de toda evangelización.
a) Anuncio explícito del evangelio. O sea, propuesta pública de adhesión al don salvador de Dios entregado por Jesucristo y que denominamos «reino de Dios». El anuncio ha de estar «situado»,
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encardinado en la situación humana concreta de aquellos a quienes se anuncia la Buena Noticia de la salvación, en su mundo y su cultura. Tal anuncio contiene también una dimensión de denuncia de todo aquello que se opone a la plenitud de la realización de la persona: el misterio de la iniquidad en sus encarnaciones individuales y colectivas, institucionales y estructurales.
b) Testimonio comunitario. La Iglesia es signo e instrumento de la salvación anunciada; se entrega al mundo para colaborar en su humanización. El testimonio comunitario es expresivo de una forma de vida coherente con el mensaje que se anuncia y es la única verificación plausible del anuncio. Sólo a través de ese testimonio se hace aceptable el mensaje para el mundo y la sociedad donde se anuncia. Tal testimonio muestra la vitalidad interna producida por el Espíritu de Jesús. Por eso ha de revisarse permanentemente para adecuarse a las llamadas del Espíritu.
c) Iniciación a la vida cristiana. El anuncio acompañado del testimonio normalmente suscita la conversión. Quienes se convierten han de ser iniciados a la vida cristiana. De ahí que el proceso catecumenal se entienda como parte esencial de la evangelización. No se trata de mera preparación a la recepción de los sacramentos, ni de un aprendizaje de verdades y de normas de comportamiento, sino de una iniciación profunda en el seguimiento de Jesús. Incluirá un conocimiento íntimo del misterio de la salvación, un cambio paulatino de comportamientos, tanto en el orden individual como social, la iniciación en la celebración y el aprendizaje para cooperar a su vez en la evangelización en el seno de la Iglesia.
d) Celebración. El proceso catecumenal desemboca en la celebración de la presencia del Señor en su comunidad. La eucaristía es la raíz y la plenitud permanente de la evangelización; es el momento de recepción de sus frutos y de relanzamiento de la misión.
e) Transformación de la sociedad. La transformación del orden temporal, la renovación de todo lo humano, transformar el mundo en Reino es la meta a la que se encamina el proceso evangelizados Ello se realiza mediante la aceptación libre, sin imponer nada a nadie, por parte de los hombres y mujeres de cada tiempo del mensaje de Jesús.
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4. U N ANUNCIO TRANSFORMADOR
La evangelización no es otra cosa que presentación del núcleo del anuncio y de la fe: la persona de Jesús de Nazaret y su predicación sobre el Reino. Ambas cosas van unidas: la persona y toda la proclamación de Jesús se resumen en el anuncio de la cercanía del reino de Dios; esta es la buena noticia o el evangelio.
Como explicamos en el capítulo 1, la predicación de Jesús de que el Reino es posible y que ya viene causa una inmensa alegría. La produce porque habla de la irrupción de una sociedad nueva donde la justicia lo impregnará todo, habla de vida abundante para quienes padecen carencias de todo tipo, habla de paz verdadera que sustituirá a los conflictos y enfrentamientos. Anuncia una situación nueva en la que hay una decisión de Dios que nos afecta. Se han cumplido los tiempos: «hoy», «ahora», son expresiones repetidas que aluden al presente, a la situación actual. En consecuencia, la evangelización tiene que dejarse de intemporalidades y referirse al hoy de Dios, al presente.
El carácter de buena nueva se manifiesta en la capacidad que tiene el mensaje de transformar la realidad inhumana y opresora en realidad liberada y humana. Cuando eso ocurre, entonces existe evangelización y el mensaje de Jesús está vivo en la práctica de las personas.
Por consiguiente, el anuncio de Jesús no es una forma de alienación de la historia; nos conduce a realizar una vida de fe auténtica, encarnada en la lucha por la transformación de esta historia de humillados y ofendidos.
5. ACTUALIZACIÓN DE LA OBRA SALVADORA Y ANTICIPACIÓN DE LA PLENITUD
El pensamiento específico paulino sobre el contenido del «evangelio» lo considera al mismo tiempo como mensaje y como acontecimiento eficaz de la nueva creación. «Evangelio» no sólo es mensaje acerca del acontecimiento salvífico, sino que es en sí mismo un suceso eficaz de salvación en el que la potencia creadora de Dios produce la nueva creación, hasta que sea un día consumado en plenitud lo que en Cristo ya está nuclearmente.
En consecuencia, predicar el evangelio no es en primer lugar un asunto de indoctrinación, o sea, de transmisión de una enseñanza. Por más que las tradiciones doctrinales deban ser transmitidas, y también son transmitidas por Pablo (cf. ICor 15, 3-5), el evangelio
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no debe ser cosificado. En la evangelización se trata de actualizar un acontecimiento en el que la justicia de Dios se afirma y se impone sobre este mundo. Una transmisión de conservación, de protección de un depósito doctrinal objetivo, contradice a la esencia del evangelio, que, como hemos dicho desde el principio, es una fuerza dinámica.
Evangelizar tampoco significa proclamar los hechos de un pasado ejemplar de veinte siglos. Es mostrar el signo de la acción de Dios en cada tiempo. Alcanza a las personas en el aquí y ahora con la fuerza de la promesa de la plenitud que viene. El evangelio no sólo actualiza retrospectivamente la obra salvadora de Cristo, sino que es anticipación y preludio en la historia de la nueva creación y plenitud escatológicas y, por lo tanto, manifestación creadora de este acontecimiento escatológico en el presente.
El anuncio cristiano interpela al mundo cambiante en su proceso hacia el futuro. Con su promesa pendiente de realización cuestiona la evidencia de lo actual, lo muestra como inconcluso, provisional, abriéndolo así a un futuro que se sustrae y se aplaza.
Precisamente porque la actuación escatológica de Dios es un acontecimiento interpretado en el espacio y el tiempo de la historia en un mundo que va hacia su consumación en Dios, la fidelidad exigida a la persona humana no consiste ante todo en la repetición de lo pasado, sino en la apertura para con el presente, en cuyas experiencias el hombre debe aprender la manifestación de Dios que anticipa el futuro.
6. DIÁLOGO Y EVANGELIZACIÓN
La bipolaridad entre evangelio y situación histórica se anuda e*1
un sujeto colectivo, la Iglesia. La evangelización es siempre un diá' logo entre Dios y la persona humana por la mediación de la corru1" nidad cristiana. Se lleva a cabo en un proceso de encuentro entre l 3
realidad histórica y social, la historia de un pueblo, con sus contra' dicciones y potencialidades, y la propuesta de Jesús. Por una razó*1
bien sencilla: si la evangelización es el anuncio de la salvación, es& tiene una eficacia intrahistórica. La liberación humana forma paíte
de la historia de la salvación, historia basada en la acción liberad0 ' ra de Cristo que comprende a todo el ser humano. Aunque es cié*" to que tendrá su pleno cumplimiento al final de los tiempos, no e
menos cierto que la liberación humana mediante la t r ans formad^ de la realidad es ya construcción del Reino.
**
Podemos imaginar la mutua dependencia de las cuestiones exis-tenciales y del anuncio evangélico como una elipse cuyos focos, la experiencia humana y el anuncio evangélico, son independientes entre sí pero necesarios para que aquella funcione. Como es evidente la sustancia del mensaje revelado no se induce de las preguntas que hace el tiempo, pero la forma que adopta el anuncio evangelizador depende del sesgo que revista la cuestión existen-cial. Hay una tensión creadora entre ambas realidades.
Aunque consideremos el anuncio como palabra de Dios, ésta no nos alcanza inmediatamente en cuanto palabra de Dios, sino en palabras humanas y, como tales, palabras humanas de la Iglesia. La Iglesia que anuncia el evangelio se encuentra en medio de los hombres, vinculada a ellos por el lenguaje. En la medida en que anunciamos algo, se produce una comunicación: compartimos algo con otros. La comunicación, más que un mero intercambio hablado de pensamientos o notificación verbal, intenta una real participación en lo que uno es mediante la autodona-ción mutua. Sólo entonces existe diálogo, comunicación, inter-subjetividad.
Cuando el punto de vista ajeno no se mide según el propio punto de vista y consecuentemente lo extraño no se minusvalora, entonces el pensamiento ajeno se convierte en un referente serio para la configuración del mismo mensaje. Entonces no se considera el propio punto de vista eclesial como el único centro de orientación.
La falta de atención para con los interlocutores por parte de los evangelizadores es síntoma del olvido del otro como verdadero sujeto. Y donde en el anuncio de la fe (que es acontecimiento comunicativo) no se atiende a la condición de sujeto del interlocutor, entonces se quiebra todo el proceso de comunicación. Lo que padece es el ofrecimiento de salvación del mensaje cristiano, la fuerza de convicción del cristianismo. Pues el cristianismo sólo puede llegar a ser convincente cuando el sujeto que anuncia encuentra otros sujetos que escuchan, logra interesar a los potenciales oyentes del mensaje y provocarles a decidirse con libertad en favor del camino de Jesús.
En consecuencia: evangelización misionera sin actitud fundamental de diálogo no corresponde a la concepción cristiana. La actitud de diálogo no es un puro medio psicológico o técnico que se aplica a la acción evangelizadora. Es un elemento esencial que mantiene a los cristianos abiertos ante el otro como tal otro, respetando su identidad, sin por ello traicionar la propia. El olvido de
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esta condición ha llevado y puede seguir llevando a la acción evangelizadora de la Iglesia a la crisis y al rechazo del anuncio.
7. INCULTURACIÓN DEL EVANGELIO
La Iglesia todavía es en nuestro espacio un factor cultural permanente y socialmente significativo. No es posible dar razón suficiente del desarrollo histórico y del presente de nuestro país sin contar con el cuño espiritual del cristianismo. Ahora bien: la pátina de la historia presta rasgos de museo a muchas cosas de la Iglesia. Y las piezas muertas del recuerdo de un Dios vivo no salvan a nadie. Cuando hoy ciertos contemporáneos nuestros desean volver a una Iglesia con la respetable figura tridentina, uno se pregunta si lo que les interesa es el mensaje vivo de Jesucristo o la conservación de aquellos rasgos museales que dan un cierto brillo cultural.
Por el contrario, la cultura moderna no ha de considerarse como un peligro para la fe del que deberíamos distanciarnos netamente sino como interpelación y oportunidad para la evangelización. Los cristianos somos hijos de nuestra época y participamos en la conciencia común universal, en la concepción de los valores y en las crisis de la cultura moderna. La convicción de estar en una comunidad de destino con la modernidad puede preservarnos de la tentación ridicula de rescatar altivamente la oveja perdida de la cultura moderna o, en el caso de que no nos escuche, dejarla que se pierda. También la cultura de la modernidad está incluida en la obra salvífica de Dios también a ella se le ha de anunciar el evangelio del Reino.
Aquí entramos en el tema de la inculturación, tema del que hablaremos también luego desde la perspectiva de la Iglesia local. La inculturación del evangelio, tema planteado de forma aguda en las Iglesias del Tercer Mundo como reacción ante la colonización y la exportación desde Europa de un cristianismo occidental, ha tenido su repercusión también en el Primer Mundo. La cuestión de fondo ya se suscitó entre los teólogos asiáticos y africanos: ¿dónde debe encarnarse el evangelio de Jesús, en las antiguas culturas que sellaron la identidad de aquellos países o en las nuevas sociedades que se están formando ahora mismo a través de un proceso lleno de tensiones, donde las corrientes modernas rompen los antiguos esquemas?
La pregunta se ha trasladado a muchos países de vieja cristiandad en los que la figura de la fe, desarrollada y transmitida desde
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épocas antiguas y empastada con sus culturas, se ve confrontada de manera radical con las nuevas corrientes culturales. La configuración objetiva de la fe «recibida» en Occidente durante veinte siglos es una clara expresión de la historicidad de la fe cristiana, historicidad que siempre está sellada por la limitación humana. Por ello es preciso realizar el tránsito hacia una legítima variedad de formas culturales de la fe, lo que exige un enorme proceso de cambio en nuestra forma de pensar.
La fe siempre aparece en una mediación cultural determinada, en una figura sellada históricamente; no existe un evangelio «puro», libre de cultura. Por ello no puede reducirse a un supuesto «núcleo verdadero» mediante el desmontaje de todas las capas añadidas a dicho núcleo. Lo que se ha reconocido y recibido como necesario para la identidad de la fe en una época determinada puede en otra época y en otro lugar ser relativizado en su significación, reinter-pretado en su sentido, formulado más ampliamente y completado en una nueva forma de expresión.
La significación válida del cristianismo hoy ha de estar en el diálogo intercultural para descubrir, bajo el recubrimiento de formas culturales independientes de la fe, las cuestiones de fondo acerca de la verdadera identidad universal de la fe en el cambio social que vivimos. Esto sólo podrá verificarse convincentemente si, de forma paciente y fraterna, aprendemos a asumir sin temor el proceso de la inculturación.
La relación directa entre el anuncio del evangelio —que llega siempre encarnado en una cultura concreta— y la cultura de aquellos que reciben tal anuncio ha pertenecido siempre a la historia de la misión evangelizadora de la Iglesia. Pero hoy alcanza especial problematicidad, pues se trata de purificar la fe cristiana de elementos culturales que la han invadido en Occidente en los últimos siglos y que a menudo han impedido que el evangelio pueda echar raíces en la nueva cultura.
La inculturación auténtica es más que la «adaptación» o «acomodación» del evangelio a los datos culturales de un pueblo. Indica una profunda encarnación de la fe en cada cultura: el hacerse presente el mensaje cristiano en disposición de captar lo más íntimo de cada cultura con objeto de contribuir a llevar a perfección las posibilidades que le son propias.
Lo dicho tiene aplicación directa a lo que nos toca hacer con la cultura moderna. Para que la fe pueda inculturarse en ella, el anuncio del evangelio debe recorrer un proceso complejo, en realidad nunca concluido, que puede designarse como recíproca «transfor-
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mación» y «regeneración», tanto de la cultura como del ser cristiano. Con otras palabras, en un encuentro verdaderamente comunicativo entre la cultura actual y la fe cristiana se establece un proceso de cambio y de renovación que afecta a ambas partes.
8. UNA DIALÉCTICA CRÍTICA Y PROFÉTICA
En ese proceso de circularidad se produce para el anuncio cristiano una relación dialéctica. Por una parte, se recoge todo lo que en la cultura es compatible con la experiencia cristiana de la fe en un Dios umversalmente salvador, todo aquello que ayuda a superar de manera digna de la persona humana las situaciones existen-ciales más fundamentales. En cuanto estos aspectos son asumidos e integrados por la fe cristiana, son elevados a escala superior, son transformados y regenerados. Precisamente así encuentran su sentido más profundo y propio como cultura, que no es otro que servir a la plena humanización. Pues esto sólo se logra allí donde los hombres se dejan acoger en la comunidad salvadora de los seguidores de Jesús.
Por otra parte, el evangelio critica y relativiza esa cultura, en cuanto contiene aspectos incompatibles con la fe cristiana (v. gr., la opresión de genuinos valores humanos, el afán por lograr la salvación con las propias fuerzas, la manipulación mágica de Dios, etc.). Para que la evangelización sea lograda, las comunidades eclesiales han de ser lugares en los que resalte el potencial de crítica profética de la fe para con la cultura moderna. No hablamos de una crítica social meramente verbal, cosa que pertenece al estilo burgués, sino de que la manera de vivir de tales comunidades aliente una existencia en claro contraste con determinados modelos de comportamiento que se han convertido en incuestionables. La ruptura de la normalidad social por formas de vida contrastantes es un servicio que la comunidad cristiana debe procurar precisamente a una modernidad que sufre sus propias contradicciones. Un estilo de vida que intenta ponerlo todo bajo el «distanciamiento escatológico» y que por ello actúa no huyendo del mundo, pero sí relativizando la cultura, puede proteger a la larga de manera muy eficaz contra falsas absolutizaciones e idolatrías de determinados valores intramundanos. Una sociedad como la actual, referida exclusivamente a sí misma, y sus procedimientos para lograr «mayor nivel de vida» necesita la apertura hacia la trascendencia de Dios para no perderse en el propio enamoramiento narcisista.
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Actuar PROPUESTAS PARA RENOVAR NUESTRA ACCIÓN EVANGELIZADORA
1. PUNTO DE PARTIDA: LA REVISIÓN INDIVIDUAL Y COMUNITARIA
El testimonio de la palabra y de la vida es urgido hoy a todos en la Iglesia para que ésta cumpla la misión recibida. La comunidad de evangelizados y evangelizadores deberá ser ella misma siempre evangelizada, escuchando siempre lo que debe creer, cómo debe vivir en el amor y cuáles son sus razones para esperar en el futuro escatológico (cf. EN 15).
Es cierto que la Iglesia, como comunidad pecadora y limitada, sólo podrá corresponder de modo siempre incompleto a la medida de Jesucristo. Pero ¿sigue al menos en su camino? ¿Se esfuerza en teoría y en la práctica por un auténtico seguimiento de Jesús, apropiado al presente? En la respuesta a esta pregunta se juega la legitimidad del sujeto evangelizados Tal respuesta no puede ofrecerse mediante enunciados dogmáticos explicados y profundizados de manera sistemática y coherente, sino que debe percibirse en la realidad vivida de la Iglesia actual. En efecto, el presente es el lugar en que el don salvífico divino se encuentra con los nuevos desafíos propuestos como tarea a través de los signos de los tiempos. Ambas dimensiones del misterio salvador se confrontan y entablan continuamente un proceso inacabable de verificación mutua.
¿Está la Iglesia abierta a las nuevas experiencias históricas que pueden destrenzar aspectos aún desconocidos del evangelio, por cuyo medio el Espíritu introduce a la Iglesia siempre más profundamente en la verdad de Cristo (cf. Jn 16,13)?
¿Está la Iglesia, como sujeto comunitario de la evangelización, dispuesta a realizar la encarnación del misterio recibido en las formas de expresión requeridas por el presente histórico?
Como sujeto comunitario decimos, o sea, por medio de sus diversas instancias: cuando a través del sentido de la fe de todo el pueblo de Dios, de las formas sinodales de búsqueda de la verdad, del servicio del ministerio doctrinal, del compromiso de los militantes, de la reflexión de los teólogos, etc., injerta las antiguas en las nuevas formas. La viviente identidad de la fe en la historia solamente puede encontrarse a través de un proceso laborioso de reflexión y recepción; todo lo demás conduce en definitiva o a la fosilización tradicionalista o al progresismo que olvida la historia.
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Sobre estos puntos es preciso realizar personal y comunitariamente una sincera revisión de vida.
2. DESPERTAR LAS PREGUNTAS SOBRE LA EXISTENCIA HUMANA
El anuncio evangélico sólo podrá recibirse cuando la pregunta que se hace la persona sea una pregunta por el sentido, por el triunfo del bien sobre el mal del mundo, por la superación y la trascendencia de sí mismo...
Precisamente éste es el gran desafío evangelizador para la Iglesia actual. Efectivamente, en una cultura como la de la sociedad presente, cada vez más secularizada e inmanentista, que se interpreta a sí misma de manera no teísta, para la cual Dios es una hipótesis inútil, la gran cuestión que se le plantea a la Iglesia es la de llegar al correcto horizonte de interrogación donde cabe anunciar el mensaje del Dios salvador. Con otras palabras, captar cuál es el contexto humano del que surgen las cuestiones exis-tenciales en que pueda proponerse al Dios de Jesús en un lenguaje con sentido. No puede darse una respuesta salvífica a una pregunta puramente secular. Mientras no se dé en la persona la disponibilidad para cuestionarse a sí misma, para no buscar sólo en sí mismo la orientación global de su existencia, no tiene ninguna posibilidad de éxito la llamada a una visión de la vida a la luz del evangelio.
La correlación entre el análisis de la situación humana y los símbolos del mensaje cristiano como respuesta a dichas cuestiones recibe un acento distinto según las condiciones sociales, culturales, económicas y políticas de una determinada situación histórica. Pero siempre se trata esencialmente de la correspondencia de contraposición entre pregunta (cada situación aquí y ahora) y respuesta (el mensaje cristiano).
El hecho de que exista la correlación a que nos referimos no significa que esté siempre asegurado el resultado positivo de la confrontación. Aun en la hipótesis previa de una disposición abierta en el sujeto histórico, la luz del evangelio puede no ser percibida o aceptada como respuesta a los interrogantes; o puede ser percibida, pero no reconocida como la luz definitiva. La luz del evangelio tiene fuertes competidores en otras luces, como la luz de la razón o la luz de otras ofertas de sentido, sean de índole religiosa o no religiosa.
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3. U N ANUNCIO PARA EL HOY DE LA HISTORIA
Cuando hablamos de anunciar el evangelio para el presente de la historia nos referimos a un trabajo en circularidad que deben realizar los evangelizadores, cuyos referentes son: el análisis de la realidad objetiva mediante los instrumentos científicos correspondientes, el descubrimiento en esa realidad de la praxis de fe existente, la proyección de la luz del «hoy» de Cristo obtenida de la Escritura sobre nuestra historia, la reinterpretación desde ahí de la realidad antes analizada y, finalmente, la propuesta de una praxis transformadora.
Las consecuencias o exigencias de este planteamiento son tres. En primer lugar, es preciso conocer la persona humana actual. Un conocimiento lúcido y crítico, pero solidario y «sim-pático» (que siente con). Un conocimiento íntegro: no sólo sociológico, sino también religioso.
En segundo lugar, hay que esforzarse en descubrir e interpretar la acción de Dios: detectar el sentido último de los acontecimientos, proclamar la presencia de Dios en ellos, denunciar su ausencia.
Y, en tercer lugar, reexpresar incesantemente el evangelio en relación con las nuevas formas de existencia humana.
La actual situación de la Iglesia requiere una opción decisiva por esta forma de experiencia eclesial, porque el camino empezado en el Concilio de una «Iglesia en relación» es la mejor manera de transmitir el evangelio del Reino en la coyuntura histórica y cultural presente. En este programa de mediación consiste precisamente la propuesta fundamental del Vaticano II, obligatoria para nuestra época, lo que podríamos considerar «definitorio» en la acción pastoral.
4. U N MODO DE ACTUACIÓN QUE PRIVILEGIA LOS MEDIOS POBRES
¿Cuál debe ser el estilo de presencia de la Iglesia y de sus miembros, el modo de realizar lo dicho para que no se desvirtúe la evan-gelización? La respuesta es teóricamente sencilla, pero no fácil de realizar en la práctica. Se deduce de su condición de sacramento universal de salvación. Es decir, una actuación motivada e impulsada por la fe en Jesucristo resucitado, Salvador, Señor y Mesías. En la actuación evangelizadora la comunidad cristiana no está para ganarse simpatías, ni por simple compasión, sino como sacramento de Jesucristo, para realizar el plan salvífico según la cooperación que El quiere.
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Este criterio implica que en la manera de actuar tiene que presentar de forma nítida la imagen de Jesús no sólo por sinceridad, sino por eficacia evangelizadora: la fuerza de la Iglesia está en su sinceridad. Por ello tiene que actuar en pobreza, como Jesús. Ha de alinearse con los pobres, ser la Iglesia de los pobres, confiando sólo en el Espíritu, no alineada con los poderosos, los que deciden porque tienen la fuerza en sus manos.
Naturalmente, es legítimo aprovechar para la evangelización los medios humanos de mayor eficacia, en la medida en que ello se realiza de forma coherente con el propio evangelio. Sin embargo, cuando se intenta alcanzar poder para hacer prevalecer socialmen-te determinadas «metas espirituales» (que se identifican muy a la ligera con las metas de la evangelización), entonces aparece una gran distancia en relación con lo que exige el seguimiento de Jesús. Pues lo que importa en el anuncio del evangelio no es la construcción de una institución poderosa e influyente, sino la llegada del reino de Dios entre nosotros. Y para ello son los pobres y los pequeños los mejores «multiplicadores»; pues a los pequeños revela el Padre también hoy los misterios del reino de Dios (cf. Mt 11, 25). Proponerse como programa de un grupo cristiano, de una organización confesional (o de muchos individuos unidos, para el caso es lo mismo, a pesar de las coartadas que a veces se nos quieren vender), producir efectos supuestamente cristianos de manera indirecta a través de posiciones de poder mundano es dar bofetadas al sermón de la montaña.
5. U N CAMINO DE LIBERTAD Y DE SALIDA DEL GUETO
La perspectiva de la esperanza del Reino que nace del compromiso evangelizador ofrece la garantía de evitar el eclesiocen-trismo. Pues la Iglesia sólo encuentra su sentido teológico en la relación al reino de Dios prometido a los pobres y por medio de ellos a toda la creación. La Iglesia institucional no es la meta del anuncio del evangelio; los caminos de Dios con la humanidad no tienen su desembocadura definitiva en ella, sino en el reino de Dios, donde la voluntad divina de justicia, de paz y de vida se impondrá universalmente precisamente en favor de los pobres.
La Iglesia no es un sistema cerrado, sino abierto al «Dios siempre mayor». Un auténtico sentido eclesial es el que puede relati-vizar a la Iglesia en relación con el Dios siempre mayor, que no
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se puede fijar simplemente en ninguna estructura. Esta es una cuestión central en relación con las corrientes integristas, que utilizan formulaciones macizas para demostrar su obediencia a la Iglesia, y que proponen un modelo eclesial que integra todo en un sistema institucional claramente ordenado desde arriba. La reacción de corte tradicionalista e integrista a los desafíos de la modernidad no ofrece ninguna posibilidad de proporcionar a la fe nuevas formas de vida comunitaria que sean el soporte de la evangelización necesaria; sólo conduce irremisiblemente a una formación para la secta y el gueto. Pero la verdadera espiritualidad eclesial se nutre tanto de una vinculación práctica a la Iglesia concreta como también de la anchura de su experiencia de Dios.
La Iglesia es una parte del mundo. Ella no es divina, sino que se encuentra como realidad no divina y criatura libremente asentada por Dios en un relativo frente a frente ante Dios. Pero además vive a partir de Jesucristo en aquella tensión peculiar de la que habla la oración de despedida: ha sido enviada al mundo, aunque no es del mundo (cf. Jn 17, 14, 18), lo cual produce una tensión permanente de concordancia y diferencia, unidad y distancia.
Esta perspectiva escatológica que nace de la experiencia evan-gelizadora es muy descongestionante; relativiza los problemas intraeclesiales, libera del infructuoso aferrarse a ellos, abre a la anchura de las múltiples posibilidades de percibir los signos de Dios en nuestro mundo, hace crecer nueva esperanza incluso en tiempos de gran malestar (¡y malhumor!) eclesial, como son los presentes.
6. EVANGELIZACIÓN Y TRANSFORMACIÓN DE LA REALIDAD
Un rasgo esencial y permanente del anuncio cristiano —y no un apéndice complementario— es la dimensión de transformación de la realidad social. Los creyentes nunca hemos de postergar la tierra por el cielo.
Hoy no podemos plantearnos la evangelización como un anuncio meramente doctrinal de la buena noticia que hubiera de ser aceptada por la sola razón, al margen de la inteligibilidad que proviene de la praxis. El evangelio no es un «saber», sino, como hemos dicho, «una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1,17). El reto principal que tiene hoy la fe cristiana no se encuentra tanto en una interpretación teórica del cristianismo ade-
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cuada a los tiempos nuevos, cuanto en descubrir y aducir una praxis coherente con su teoría, por medio de la cual los cristianos trabajen y ayuden a superar y transformar el cúmulo de los condicionamientos sociales que impiden que todos los hombres y mujeres puedan ser sujetos de su propio destino. Sólo desde los retos que plantea la transformación de la sociedad por medio del compromiso liberador cabe releer y proclamar con sentido los textos bíblicos que pueden despertar la fe.
El gran desafío para la misión evangelizadora de la Iglesia es la credibilidad de la oferta salvífica cristiana, su solvencia evangelizadora en relación con los grandes desafíos de este fin de siglo. Los problemas del presente son tales que la credibilidad del evangelio que anunciamos se ha trasladado del ámbito de los debates teóricos al de las realizaciones prácticas. Lo que está en juego es la existencia de posibilidades reales de construir una historia de justicia y fraternidad, cuando los datos empíricos demuestran el crecimiento exponencial de la injusticia, de la violencia y de la muerte. Esos datos parece que constituyen la negación histórica de la posibilidad del reino de Dios.
Por eso no puede pensarse en el anuncio de la salvación de Dios dando la espalda a las víctimas de la historia. La comunidad cristiana en su relación con la sociedad no puede prescindir de la situación histórica de injusticia e inhumanidad existentes y de las tareas prioritarias para invertirla.
Tal praxis es la oportunidad y la manera de dar razón de la esperanza que portamos (cf. IPe 3,15) como servicio a la humanidad. Es la forma actual de presencia misionera según el Espíritu de Dios en medio del mundo. Y es el auténtico motivo de credibilidad para los hombres de hoy. Para ellos no puede haber apertura a la fe ni actitud de escucha del anuncio que no nazca de la consideración del compromiso de la comunidad cristiana en favor de los oprimidos. Sin ese elemento previo no puede existir una voluntad de creer que sea verdaderamente humana, ética y responsable.
Cuando la praxis real de la comunidad cristiana se verifica en la transformación de la sociedad, la fe no solo se comprueba fecunda, sino que genera relevancia e identidad y produce un potencial inagotable de sentido que actualiza y hace creíble el anuncio evangélico. Es en el terreno complejo pero real e histórico de la praxis donde se verifica la verdad del anuncio.
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PARA PROFUNDIZAR
CONGRESO, Evangelización y hombre de hoy, EDICE, Madrid 1986, pp. 116-128.
J. ESQUERDA, Teología de la evangelización, BAC, Madrid 1995. — Diccionario de evangelización, BAC, Madrid 1998.
C. FLORISTÁN, «Evangelización», en: Conceptos Fundamentales de Pastoral, Cristiandad, Madrid 1983, pp. 339-351.
PABLO VI, Evangelii nuntiandi, 1975.
J. SASTRE, «Evangelización», en: V. M.a PEDROSA, e.a. (dir.), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Monte Carmelo, Burgos 2000, pp. 410-423.
J. SOBRINO, «Reflexiones sobre la evangelización en la actualidad», Revista latinoamericana de Teología 13, 1996, pp. 281-305.
Capítulo 6
La Iglesia local, Iglesia católica
Ver CRISIS DE LA IGLESIA LOCAL
1. DESAFÍOS QUE PLANTEA EL CAMBIO DE MODELO
El tema teológico de las Iglesias locales se encuentra en el centro de la crisis institucional que sufre la Iglesia actual como consecuencia de la reorientación eclesiológica que operó el Concilio Vaticano II. Un siglo después del Concilio Vaticano I, la imagen de Iglesia, uniforme, monolítica, centralista, que concedía legitimidad sólo a las fuerzas centrípetas, ha sido sustituida por las tendencias que van en sentido contrario: las que favorecen una visión de Iglesia más cercana a la base.
Como indicaremos enseguida, el Concilio no elaboró una teología de la Iglesia local. Ha sido por la vía práctica (colegialidad episcopal, sínodos nacionales, asambleas diocesanas, redefinición de los ministerios, etc.) como se ha puesto fin al modelo de «superiglesia», al ideal de una Iglesia calcada uniformemente de la romana.
Al surgir un nuevo modelo de comunión de Iglesias locales, cada una de ellas con su peculiaridad, aunque presididas por otra Iglesia local, la Iglesia de Roma, se ha destapado lo que estaba oculto o disimulado: de un lado, las tendencias centralistas de la Curia que intentan el retorno a una eclesiología vertical; de otro lado, la escasa vitalidad de las Iglesias locales. Así pues, tras el problema de la vinculación de las Iglesias locales y el de la presidencia romana, se descubre una cuestión eclesiológica de primer orden: la cuestión de la comunión, el problema de la unidad en la diversidad.
Por otra parte, hoy se percibe cada vez más claramente que no hay análisis posible de la naturaleza de las Iglesias locales si no se tiene en cuenta el pluralismo de las culturas. Y más aún: el grave asunto de cómo se anuncia el evangelio (único anuncio de Jesús) a las diversas culturas. En el fondo está el problema de la incultura-ción del evangelio.
Con lo cual se plantea una nueva perspectiva: no hay evangelización auténtica mientras no haya Iglesias locales consistentes. En
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efecto, el encuentro del evangelio y el mundo no se realiza en abstracto, sino en concreto, en una determinada particularidad de ambos interlocutores. Por tanto, en el marco de la crisis y de la renovación de la acción evangelizadora misionera tiene decisiva actualidad el tema de la Iglesia local. Todas las urgencias misioneras son flor de un día, si no hay Iglesias locales donde esas urgencias se verifiquen y realicen.
Finalmente, desde la perspectiva de lo que fue para Juan XXIII el objetivo remoto de la renovación conciliar (la unidad de todos los creyentes en Jesús), resulta apremiante la posibilidad de desarrollar formas propias que correspondan a una genuina concepción de Iglesia local. Sólo será posible avanzar en la línea del acercamiento entre las diversas confesiones si en la llamada Iglesia católica hay cabida para formas peculiares de culto, de derecho, de teología. Es decir, si la rica variedad de las Iglesias locales «muestra admirablemente la indivisa catolicidad de la Iglesia» (LG 23).
2. PERDURA LA IMAGEN CENTRALISTA
Sin embargo, a pesar de lo dicho, la Iglesia local no es vivida por muchos cristianos como entidad eclesial real y decisiva para su vida de fe. Esa estructura básica de la Iglesia es desconocida por muchos, para quienes la representación que tienen en su mente de manera espontánea al hablar de Iglesia es la totalidad de la comunidad cristiana extendida por el orbe, una realidad por encima de las Iglesias locales concretas. La Iglesia se les aparece como personificación de un organismo universal; cuando no, como recapitulación de todos los creyentes en su cúspide organizadora que es la jerarquía, donde los obispos son funcionarios del poder universal de jurisdicción que detenta el Papa y las diócesis son una especie de sucursales con delegados puestos para llevar a cabo la planificación que pone en marcha la central. Esta mentalidad está magníficamente expresada en aquella definición del Catecismo del P. As-tete: «La Iglesia es la congregación de los fieles cristianos cuya cabeza visible es el Papa».
La evolución histórica del Occidente cristiano durante el segundo milenio estuvo presidida por una fuerte afirmación del Primado como reacción a diversas fuerzas centrífugas: el conciliarismo, la Reforma protestante, el Estado absolutista moderno, el galica-nismo, etc. Semejante confrontación desembocó en la doctrina del primado de jurisdicción del Papa en el Concilio Vaticano I. Ello
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condujo a una fuerte centralización en derredor de la Iglesia de Roma, frente a la cual las Iglesias locales ya sólo aparecían como establecimientos filiales. La comunión eclesial no consistía en una red de Iglesias locales, sino en una Iglesia mundial que se sintetiza en una sola Iglesia local, la Iglesia de Roma. «Iglesia romana» e «Iglesia católica» se hacen términos sinónimos. La idea de pluralidad de Iglesias locales desaparece.
Y desaparece también la teología de las Iglesias locales. La Iglesia se concibe como una gran pirámide cuya cúspide la ocupa el Papa. Él asume el lugar de Cristo, en él se concentra la Iglesia. Los restantes miembros se conciben como las células de un único gran cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo.
3. CORRIENTES EN EL POSCONCILIO
Hoy día suceden otros fenómenos. A algunos la renovación de su sentido eclesial y el despertar de la responsabilidad cristiana (a través de los grupos, las asociaciones, los movimientos, etc.) les ha llevado a la posición opuesta: a cuestionar la institución de las Iglesias locales tal como existen y a buscar el encuentro con Cristo en una pequeña comunidad concreta, donde se sienten unidos a sus hermanos en la fe. A éstos lo que les interesa —hablando de Iglesia— es la comunidad pequeña, de escala humana (como se suele decir), el grupo comprometido que vive el evangelio y comparte fraternalmente la Palabra y los sacramentos, al margen de todo elemento estructural. La Iglesia local no tiene valor real para ellos.
Otro conjunto lo constituyen los llamados «Nuevos Movimientos Eclesiales». Aunque éstos son muy variopintos y difieren entre sí de muchas maneras, tienen también ciertos rasgos característicos que crean problematicidad para la inserción en la comunión de la Iglesia local. Los frecuentes contactos de personas homogéneas entre sí por los ideales que les unen pueden llevar a la formación de grupos inclinados a identificar la Iglesia con la propia organización o movimiento de contornos bien definidos y con una típica experiencia religiosa; se limitan a hacer circular la comunión entre los adheridos, sin abrirse a la comunión con la Iglesia local. De ahí nace la presunción, muchas veces no consciente, de realizar a través del propio grupo el todo de la Iglesia o, al menos, de representar su parte mejor.
No pueden ocultarse tampoco las corrientes teológicas reduccionistas actuales respecto de la Iglesia local. El proceso de centraliza-
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ción que ha padecido la Iglesia católica durante el pontificado de Juan Pablo II ha sido legitimado por una eclesiología que defiende la precedencia esencial de la Iglesia universal sobre la local. Se argumenta dicha antecedencia en la anterioridad de la intención salvadora de Dios sobre la Iglesia una con respecto a la realización empírica de las Iglesias locales. Es un intento de controlar a quienes defienden la simultaneidad de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares, el «igualitarismo» entre ellas y el reparto de competencias en la Iglesia. De esta posición se deriva el que, en lugar de activar un proceso descentralizador en el gobierno de la Iglesia, colegial y corresponsa-ble, se impulsa la tendencia centralizadora, perdiéndose el equilibrio adecuado entre Iglesia universal e Iglesias locales.
En el fondo de este panorama está un problema fundamental: cómo se define para los creyentes su vida real en Iglesia, porque en última instancia los cristianos se reúnen como pueblo de Dios para formar Iglesia en el nivel local. Del panorama descrito puede concluirse lo siguiente: dado que la salvación sólo puede hacerse presente y visible en un lugar concreto, porque, según la ley de la Encarnación, aquella es mediada en el mundo concreto del hombre concreto, el desvaimiento del sentido de Iglesia local empequeñece gravemente la condición de signo eficaz de salvación (es decir, la eficacia salvífica) de la misma Iglesia.
Juzgar FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS DE LA IGLESIA LOCAL
ELEMENTOS DEL NUEVO TESTAMENTO
Vamos a echar una mirada complexiva a la experiencia primitiva para captar globalmente cómo los primeros autores cristianos entendían la Iglesia en cuanto comunidad vinculada a un lugar, aunque en comunión católica con otras Iglesias locales. A la variedad de tradiciones cristianas de los orígenes corresponden configuraciones distintas de las Iglesias locales, así como características, aspectos positivos y limitaciones de cada una de ellas.
1. USO PREPAULINO DEL TÉRMINO EKKLESÍA
Desde las fuentes más antiguas sobre las que se compuso el libro de los Hechos de los Apóstoles aparece tanto el uso singular
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como plural del término ekklesía. Dicho término tiene un claro sentido de comunidad local, es decir, designa a los hermanos y hermanas de cada ciudad, a la comunidad de los creyentes que está en un determinado lugar (Hch 5,11; 8 ,1, 3; 9, 31; 11, 26; 14, 23; 20, 28, etc.). Si queremos hablar con propiedad, hemos de afirmar que la Iglesia una y universal no tiene existencia concreta más que en las Iglesias locales.
Lo que debemos destacar es que con toda naturalidad se introduce el uso plural del vocablo, conforme las comunidades locales se multiplican (Hch 15, 41; 16, 5). El uso del término en plural (las Iglesias) con absoluta normalidad desde los primeros testimonios del Nuevo Testamento es un hecho significativo teológicamente, aunque la mentalidad eclesiológica de Occidente desde la Edad Media sólo ha entendido el singular (la Iglesia) y durante varios siglos se ha considerado el uso del plural como algo originado en la Reforma protestante.
La clave de aquella situación está en que el movimiento de expansión misionera del cristianismo primitivo se verifica en el encuentro del evangelio con la complejidad de los grupos humanos a los que alcanza. La unidad de los cristianos es indivisible, pero se expresa en pluralidad de formas de las comunidades concretas. Las formas de reunión son variadas, pero no engendran división porque expresan una unidad profunda en Cristo.
¿De dónde nace la pluralidad? Sobre todo de tres elementos:
a) De la originalidad espiritual de los apóstoles fundadores de las comunidades.
b) Del encuentro del evangelio con el pagano que aporta su cultura y sus valores (una apelación nueva al evangelio, una nueva dimensión del misterio de Cristo).
c) De la «pedagogía»: hay valores cristianos cuya práctica absoluta no se puede exigir de inmediato sin aplastar a la persona de buena voluntad.
2. LA ENSEÑANZA PAULINA
Tanto en las primeras cartas de Pablo como en sus llamadas grandes epístolas se descubre una problemática idéntica. Aparece la pluralidad de Iglesias locales (lTs 2, 14); por ejemplo, de Acaya (Rm 16, 16), de Galacia (ICor 16, 1), de Asia proconsular (ICor 16, 19). El apóstol utiliza también el término ekklesía para designar la comunidad que se reúne en una casa cuando había
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varias iglesias domésticas en una comarca (Rm 16, 5, 14, 15). Aunque pasajes como ICor 12, 18 indican que se daba también un uso más universal, no se puede negar que la acepción de «Iglesia vinculada a un lugar» está en el trasfondo de numerosos pasajes. Cada una de ellas es la «Iglesia de Dios» (ICor 10, 32; 11, 22; 15, 9), o sea, es «llamada» por Dios y unida estrechamente en Dios Padre, por lo que representa en cada lugar al pueblo «de Dios», creado por y en Jesucristo, que es «el Señor» (cf. ICor 10, 22).
Es que, para Pablo, la Iglesia consiste en algo más que la mera unión organizativa o una superestructura espiritual. Es el enraiza-miento del don de la salvación de Dios en un ámbito terreno y humano, histórico y social. Por tanto, en Pablo es normal la idea de pluralidad de Iglesias locales.
Se trata de reuniones con un componente esencial, aunque no exclusivo, de carácter cultual. Esto significa que la comunidad «se actualiza» en el culto común, especialmente en la eucaristía (ICor 11, 18 ss; 14, 23, 34). Esta es la principal automanifestación de la Iglesia. Signo y fuerza del amor es la eucaristía local. La «memoria del Señor» manifiesta y realiza la unidad de los fieles en Él.
Como consecuencia de tal celebración, se determinan exigencias muy prácticas que concretan los vínculos de la caridad cristiana. Por ejemplo, quien participa en el banquete común y no se cuida de los pobres, desprecia a «la comunidad de Dios». Es decir, el ámbito donde se realiza el amor cristiano es la comunidad local.
Ahora bien, toda comunidad, al celebrar el culto eucarístico, entra en la unidad del cuerpo del Señor en quien está presente toda la Iglesia: así es como cada comunidad local se inserta en la unidad de la Iglesia del Dios vivo en todo el orbe. Las comunidades, como locales que son, están en un lugar geográfico; pero en su experiencia concreta sacramental, cultual, están «en el Señor», es decir, en «un lugar» donde no se necesita ningún medio de vinculación exterior con las demás (cf. ICor 12, 14-27).
Se ve, pues, que Pablo ha elaborado su eclesiología «desde abajo», aunque también le interesa despertar una conciencia de Iglesia total. Por ello, la edificación de una comunidad local, su construcción espiritual, es un servicio a la Iglesia total, hace que la totalidad eclesial experimente crecimiento (compárese ICor 12 con ICor 14). El que ejerce un ministerio o realiza un servicio en una Iglesia local sirve también con ello a la Iglesia sin más. Porque toda Iglesia local es la imagen real manifestativa de la Iglesia como
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tal. De ahí que el buen sentido de una comunidad consiste en tener presente en su recuerdo a las otras comunidades que bajo la orientación del apóstol se esfuerzan en la realización de la misma existencia cristiana. Incluso se da el hecho de que, cuando una comunidad local no marcha, las otras son punto de referencia eclesial imprescindible.
La reunión comunitaria es expresión del pueblo de Dios de los últimos tiempos, que supera las divisiones terrenas. A la ekklesía pertenecen los hombres y mujeres que tienen a Dios por Padre y por ello constituyen una fraternidad universal. Con otras palabras, aunque en toda comunidad está presente la Iglesia de Dios, sin embargo, cada comunidad local no es ella sola tal Iglesia: ha de vincularse a las otras comunidades que, cada una en su propio lugar, invocan el nombre del Señor Jesús. La participación en el banquete ha de llevar a compartir los bienes con otras comunidades, especialmente las más pobres, como la de Jerusalén (ICor 16, 1; 2Cor 8-9; Rm 15, 26 ss).
3. RESULTADOS
Basándonos en los datos bíblicos, podemos decir que la comunidad de los creyentes se realiza en diversas formas, en distintos planos, en varios grados de densidad. A pesar de sus debilidades y fallos, es la Iglesia «de Dios» que está presente en un lugar; en ella se experimenta en lo concreto que la Iglesia local es «re-presentación», realización de la Iglesia en cuanto tal. Supuesto este elemento esencial, se comprende que cada comunidad local emerge de una realidad concreta; la fe queda sellada por cada pueblo, cada etnia, cada entorno geográfico o cultural. Y viceversa, la fe acuña todos esos elementos locales y particulares y los hace «cris-toconformes» en la celebración cultual.
Pero cada comunidad local es Iglesia en la medida en que esté en comunión con las demás Iglesias locales de la tierra habitada. La Iglesia universal se realiza en las Iglesias locales: estas son Iglesia en tanto en cuanto mantienen entre sí la comunión. Al igual que la comunidad local está llamada a conservar su unidad interna, también las Iglesias locales entre sí han de mantenerse vinculadas por la red de la comunión. La unidad de la Iglesia y su pluralidad al tiempo es la resultante conjunta de la «cristo-conformidad» de cada comunidad local y de su contingencia histórico-cultural. Como ejemplo: la unión a Cristo de la Iglesia
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local de Galacia le hace estar unida a la Iglesia de Corinto porque ésta se encuentra también unida a Cristo y Cristo sólo hay uno, que está en todos aquellos lugares donde se celebra la eucaristía. Pero la historia y la cultura de los creyentes de Galacia y de Corinto son muy diversas, por lo que ambas Iglesias son distintas entre sí y componen, junto con otras, la pluralidad de las Iglesias.
EL CONCILIO VATICANO II
Hacia los años treinta del siglo xx comienzan a surgir nuevas orientaciones que preparan la reflexión eclesiológica sobre la Iglesia local: la misionología, con su interés por la indigenización de la Iglesia; la profundización en el sentido del ministerio episcopal; los debates acerca de la renovación de la parroquia; la reflexión sobre la eucaristía como memorial y celebración de la comunidad local. El Concilio Vaticano II (no de la nada, por lo tanto) ha redescubierto la realidad de las Iglesias locales como principio estructurante de la comunión eclesial católica.
En seis documentos, al menos, se toca el tema, ofreciendo diversos elementos ciertamente valiosos, aunque no se elabora una síntesis teológica suficiente acerca de la Iglesia local y de la comunión de las Iglesias. Los padres conciliares dieron indicaciones de por dónde se decantaban al preferir, por ejemplo, la expresión «porción» y desestimar la de «parte» para referirse a la diócesis (CD 11). Entendían que la Iglesia local diocesana no es «una parte» del pueblo de Dios, sino una «porción» que comprende todas las cualidades y todas las características esenciales del todo, cosa que no se puede decir de la «parte».
Facilitaron también la formulación de un discurso en el que se subrayaba la territorialidad como principio objetivo de agrupa-miento, más allá de los criterios de afinidad, pertenencia social, lingüística o nacional: la Iglesia había de realizarse en un lugar determinado como condición fundamental de su catolicidad.
En varios textos pusieron de relieve que la Iglesia local realiza dos dimensiones fundamentales de la salvación: la encarnación de la vida de Dios en la historia concreta de los seres humanos y la dimensión de comunión universal entre todos los pueblos por su participación en la misma vida divina. En resumen, puede decirse que el Vaticano II reequilibró la concepción eclesiológica preconci-liar, centralista y piramidal.
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REFLEXIÓN SISTEMÁTICA
1. VINCULACIÓN A UN ESPACIO GEOGRÁFICO DETERMINADO
El punto de partida de toda reflexión eclesiológica es que la Iglesia es una realidad sacramental que se debe al don divino de la gracia y a la respuesta humana de la fe. Ciertamente, la gracia y la fe no están atadas a ningún lugar determinado; por ello la Iglesia radicalmente no tiene limitaciones de espacio o de tiempo, es «católica» en su esencia.
Sin embargo, la gracia es don de Dios para personas humanas concretas y la fe es respuesta a Dios de personas humanas concretas. Ahora bien, las personas humanas concretas están vinculadas necesariamente al espacio y al tiempo. Por eso, la Iglesia no puede ser otra cosa que realización del plan salvador de Dios en un lugar concreto y en una situación histórica determinada. Es decir, la Iglesia católica universal es siempre y necesariamente en su realización una Iglesia local. Es verdad que la territorialidad, la localización no entra en la definición esencial de la Iglesia, pero condiciona positivamente su verificación. Es decir, el lugar, el territorio geográfico, tiene sentido eclesiológico. Es el elemento determinante y la expresión más adecuada y significativa de la localización de la «porción del pueblo de Dios» de la que habla el Concilio (ChD 11). En efecto, lo local, con todo lo que lleva consigo de «contextual» (geográfico, histórico, cultural), pertenece a la materia en la que se encarna con su verdad la Iglesia de Dios.
Resulta sorprendente la continuidad que ha mantenido la tradición en lo referente a la estructura institucional de la Iglesia: la unicidad del obispo al frente de cada Iglesia (al menos desde san Ignacio de Antioquía, t a. 117) coincide con la territorialidad de las diócesis (al menos desde el Concilio de Nicea, a. 325). Esta organización pretendía romper divisiones entre grupos humanos, haciendo verificable la unidad en la pluralidad, es decir, la catolicidad. De haberse organizado la Iglesia sobre un principio distinto de la territorialidad, fácilmente se habría caído en el espíritu de gueto, en una concepción de la Iglesia como una especie de club cuyos miembros se eligen mutuamente. No olvidemos que el peligro de concepciones sectarias de la Iglesia subsiste aún hoy.
Sin embargo, para lograr un verdadero sentido de Iglesia, es preciso vivir la experiencia de ser un pueblo que Dios reúne, un pueblo normalmente diverso, con diversidades culturales y de clase, de lengua o raza, con antagonismos y confrontaciones. Esta
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experiencia se realiza cuando en el seno de una Iglesia local se expresan y comunican entre sí las diversas formas de vivir la fe cristiana.
2. ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DE UNA IGLESIA LOCAL
Los indica el Concilio Vaticano II en el Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos (ChD 11). Son los cuatro siguientes:
El Espíritu Santo
El primer signo de eclesialidad de los discípulos de Jesús agrupados en un territorio es el derramamiento del Espíritu Santo. La recepción del Espíritu es parte de la entrada en la comunión de los creyentes (H 2, 38; 8, 15-17; 9, 17; 15, 8; 19, 5-6). Este va guiando a las Iglesias desde su nacimiento, es el verdadero protagonista, por encima de los mismos actores principales. De ahí que todos los pasos importantes que se dan en una comunidad local son dirigidos por esa presencia envolvente del Espíritu. Podría decirse que Dios tiene un plan en el cual la Iglesia camina con seguridad por la guía del Espíritu. El futuro está en sus manos, como lo está el presente.
La conciencia de la prioridad del Espíritu debe llevar a considerar la Iglesia como comunidad de carismas y ministerios, todos ellos fruto del mismo Espíritu, donde todos son corresponsables en la construcción del templo de Dios. Este principio implica que la vida eclesial debe estar guiada por el reconocimiento mutuo de sus miembros.
Si el Espíritu es quien rejuvenece y renueva continuamente a la Iglesia local, ésta debe ser una realidad siempre rehaciéndose desde las experiencias originarias como re-creación del Espíritu Santo. La presencia movilizadora del Espíritu hace que la Iglesia local no puede ser fiel a sí misma sino en renovación constante, en transformación histórica permanente.
El evangelio anunciado
La Palabra se recibe plenamente en cada Iglesia local, se constituye en centro de su vida en el corazón de los creyentes y es anun-
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ciada al mundo. Se trata de la buena noticia de la salvación que ha de ser proclamada hasta los confines de la Tierra, que provoca la conversión individual y comunitaria y se traduce en una praxis que transforma el mundo.
El anuncio del evangelio provoca una confrontación de los discípulos de Jesús con el mundo que perdura hasta su retorno. Tal confrontación y desafío, que muchas veces causa la cruz de los creyentes individuales y de la propia Iglesia local, se realiza en la vida pública, en la esfera social y política; no es sólo un hecho privado. Ahora bien, a pesar de lo que pudiera parecer a primera vista, tal confrontación persigue la reconciliación y la comunión entre los individuos y los grupos, porque busca romper y superar toda forma de discriminación, de opresión o violencia, de racismo e injusticia. Por ello, en definitiva, el anuncio del evangelio es proclamación de la gracia del Señor (cf. Le 4, 16-22) e instaura relaciones de comunión entre los hermanos y de ellos con Dios Padre.
El bautismo y la eucaristía
Como nota inicial y fundamental de identidad y pertenencia a una Iglesia local hay que nombrar en primera línea el bautismo, que es expresión pública de la fe. Fe y bautismo fundamentan la pertenencia a Cristo que realiza la salvación (Me 6,16; cf. Hch 2, 41; Ga 3, 26 ss). Si la fe en Jesucristo es la disposición irrenunciable para tener parte en la salvación, el bautismo es el signo visible de la alianza y la confirmación de esta asunción en el acontecimiento salvífico divino en Cristo y en la comunidad que se constituye con ello.
Ese signo inicial y fundamental de pertenencia a la Iglesia local tiene su plenitud en el banquete del Señor. Como nota constitutiva de pertenencia a la comunidad cristiana se encuentra desde el principio y de manera absolutamente central la participación en la celebración del banquete del Señor. Los creyentes en Jesús, bautizados en su Espíritu, se reúnen en un lugar para celebrar su liberación conmemorando la Pascua del Señor (cf. Hch 2, 42, 46; ICor 11, 17 ss). En la reunión cultual se concentra realmente a modo de punto focal lo que la comunidad significa bajo el consuelo y la exigencia de Jesucristo. Su fuerza fundante de comunidad no sólo impulsa la formación de una identidad de grupo específica en un nivel sociológico, sino que además mantiene en el recuerdo de forma permanente el pensamiento de haber sido fundada por Jesús y el conocimiento de su última referencia a Cristo y a Dios.
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Para el apóstol Pablo, la comunidad cristiana, expresada en la imagen del «cuerpo de Cristo», ensamblado a partir de muchos miembros individuales necesariamente diferentes (ICor 12,12 ss.), se realiza propiamente por su reunión en la celebración del banquete del Señor. La eucaristía unifica a los creyentes de un lugar en su diversidad por la comunión en un solo pan y un solo cáliz, que es comunión del único «cuerpo de Cristo» (cf. ICor 10, 16-17).
La plenitud de los dones de gracia para la edificación mutua (ICor 11-14) se manifiesta como fruto de la celebración del banquete del Señor. La celebración eucarística es la plenitud del don de Dios a su pueblo; por eso manifiesta de la manera más visible la plenitud ecle-sial de la Iglesia local. Ella es la fuente decisiva del cuerpo eclesial.
Por tanto, la Iglesia local, nacida de la eucaristía, es la manifestación en un lugar del cuerpo único e indivisible de Cristo (cf. LG 26,1). Desde esta perspectiva eucarística ha de enfocarse el problema de la unidad eclesial. Cada Iglesia local que celebra la eucaristía vive su realidad de cuerpo de Cristo en comunión con todas las otras Iglesias locales que componen el único cuerpo de Cristo a través del espacio y también a través del tiempo.
El ministerio episcopal
Los tres elementos anteriores se anudan, se unifican y encuentran su criterio de discernimiento en este cuarto elemento. En efecto, la efusión del Espíritu está vinculada a los apóstoles en el libro de los Hechos; la autenticidad de la predicación evangélica, a la autoridad apostólica; la celebración de la eucaristía, a la presidencia del ministerio episcopal. Por tanto, sólo puede darse Iglesia local donde hay un ministerio pastoral legítimo y en comunión.
Pero, como se percibe por lo dicho, el ministerio tiene una función subordinada y «ministerial» en relación con los otros tres elementos esenciales de la Iglesia local: está a su servicio para la construcción de la misma.
El ministerio es el punto de cristalización de cada Iglesia local y, al mismo tiempo, la embocadura hacia la Iglesia católica. El ministerio del obispo, en quien se hace presente simbólicamente el colegio episcopal, tiene en la Iglesia local la misión de integrar en la comunión la red de las diversas comunidades cristianas y, al mismo tiempo, abrirlas a todas las dimensiones de la eclesialidad. El ministerio nace en y pertenece a la Iglesia local, no viene de fuera; pero significa su apertura universal, la comunión con todas las Iglesias.
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Actuar CONSIDERACIONES DE CARÁCTER PASTORAL
1. EL MODELO PECULIAR DE UNIDAD ECLESIAL: TENSIÓN ENTRE DOS POLOS
Una gran lección de la historia de la Iglesia es la del retorno constante de la tensión entre dos fenómenos concomitantes: la diversidad de tipologías eclesiales y la unanimidad de la adhesión. La primera con su tendencia disgregadora; la segunda con su tendencia centralizadora.
Según lo dicho en la segunda parte, la Iglesia local resulta de una concentración de la Iglesia en el «acontecimiento» de la Palabra, de la eucaristía y del Espíritu que suscita el amor entre los hermanos. Por ello, la unidad de la Iglesia debe comprenderse a partir de las Iglesias locales en las que acontece la predicación de la Palabra, la celebración de la pascua salvadora de Jesús y la entrega de servicio al mundo, bajo la presidencia de los sucesores de los apóstoles, por lo que realizan diversamente, pero totalmente en cada lugar, la plenitud de la Iglesia. Se trata, por tanto, de una unidad orgánica y pluralista, realizada por sucesivas concentraciones de misión y de responsabilidades a escala cada vez mayor.
La Iglesia del futuro será inexorablemente más dispersa. Ello conllevará el ser menos monolítica; no se concebirá a sí misma como una monarquía universal, sino como comunión de Iglesias locales. Las Iglesias locales han de tomar mayor importancia y adquirir la autonomía que les corresponde.
Existe una queja generalizada —que incluso se ha manifestado públicamente en alguno de los sínodos episcopales— de que a las Iglesias locales se les restringen innecesariamente sus posibilidades de configurar la pastoral con regulaciones universales; por ejemplo, en lo referente a la celebración litúrgica. Pero si en la Iglesia se tomara más en serio la enseñanza del Concilio, podrían darse efectos considerables para la acción evangelizadora de la Iglesia en cada lugar; siguiendo con el ejemplo: el culto sería más adaptado a la idiosincrasia de cada pueblo y, por tanto, más verdadero.
Este modelo de unidad que proponemos conlleva algunas exigencias prácticas. El problema de la multiplicidad de «sujetos eclesiales» en los que se encarna el único sujeto de la Iglesia sacramento se vincula estrechamente al problema de la eclesiología de la comunión, sobre el que hablaremos más extensamente en otro capítulo. Pero ha de quedar claro desde ahora que es necesario ofrecer condiciones de posibilidad para que la unidad de la
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Iglesia se construya así, como comunicación e intercambio y no exclusivamente como obediencia bajo la autoridad de uno solo. Lo cual requiere mayor descentralización, que las iniciativas locales tengan oportunidad de nacer y desplegarse para luego poder ser asumidas. Es decir, que las Iglesias locales gocen de la autonomía que les corresponde por estar presididas por sucesores de los apóstoles. Esta afirmación no debe entenderse como una invitación a la arbitrariedad. La experiencia de comunión es un proceso producido por el Espíritu, en el que quienes toman parte aprenden a aceptarse como mutuamente responsables de su propia identidad. Y el Espíritu otorga a la Iglesia una vida que asume las diferencias sin negarlas. El Espíritu es siempre principio al mismo tiempo de identidad y de diferencia. La comunión pide que la vida de la Iglesia derive sustancialmente de la mutua entrega, del transmitirse unas a otras las riquezas vividas por cada Iglesia local, sea a través de los siglos, sea a lo ancho de la geografía. De ahí se deriva que los principios y factores de construcción de la Iglesia son dones del Espíritu, tiene carácter preeminentemente carismático, son prioritarios sobre la estructura jurídico-institu-cional.
Cada Iglesia local tiene un papel irreemplazable en la comunión universal. Puede considerarse como signo de la madurez de las Iglesias locales en respuesta a las exigencias de la historia el que sean capaces de ejercer con otras Iglesias locales un verdadero intercambio de comunión.
En la medida en que, rompiendo con la uniformidad centralista, crezcan las singularidades locales y se acepten como legítimas, el reconocimiento eclesial planteará problemas: las adaptaciones culturales, las reflexiones doctrinales llevadas en tal dirección, las opciones pastorales, etc., tallarán la personalidad eclesial de manera que no siempre será fácil el mutuo reconocimiento eclesial. La historia ecuménica es una memoria dolorosa de interrupciones del mutuo reconocimiento, excomuniones recíprocas, etc., muchas veces no comprensibles desde la perspectiva de una correcta pluralidad de Iglesias locales.
Resumiendo, el carácter necesariamente local de la autorreali-zación de la Iglesia en la eucaristía excluye varios modelos de unidad: una imagen de Iglesia como una gran diócesis para todo el mundo; la cuadriculación de la Iglesia universal en territorios particulares por necesidades técnicas de administración; una Iglesia de alianzas entre comunidades autónomas que colaboran según su propia medida y voluntad. Para decirlo con términos
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más cercanos a nuestra mentalidad, tan inaceptable es el modelo de unidad de un Estado unitario dividido en provincias como el de una suma de Iglesias locales que constituyeran una especie de federación ecuménica, como el de una gran multinacional con amplia red de sucursales. La Iglesia tiene su modelo propio de unidad, que es el que parte del centro de la celebración eucarís-tica y de la presidencia episcopal de la misma. La Iglesia católica resulta por un crecimiento en convergencia por comunión de las Iglesias locales.
2. LA IGLESIA SIEMPRE ES UNA REALIDAD «LOCALIZADA»
La afirmación de que la Iglesia se historiza en el lugar y el tiempo donde se proclama la palabra del Señor y se celebra la eucaristía es de importancia decisiva.
La referencia necesaria al «aquí y ahora» en que la Iglesia «acontece», asumiendo sus valores y sus problemas de forma que esa realidad concreta se convierte no ya en mera circunstancia, sino en parte constituyente de la Iglesia como signo eficaz de salvación para el mundo, ha hecho que de pronto los problemas locales se conviertan en problemas eclesiales. De ahora en adelante la conciencia de la Iglesia se vivirá, y la ciencia de esa conciencia (es decir, la eclesiología) se elaborará en referencia constante e insoslayable a tales problemas particulares de cada Iglesia. En consecuencia, es necesario tener en cuenta la autonomía de cada Iglesia local, construida sobre una determinada cultura.
Este redescubrimiento no ha terminado aún de desarrollar sus consecuencias; y tampoco resulta fácil, dadas las tendencias centralistas que están en el ambiente. Pero ya se intuye la revolución copernicana que esto puede significar para la eclesiología.
3. IGLESIAS LOCALES Y CULTURA DE LOS PUEBLOS
La teología de la Iglesia local está esencialmente vinculada a la cuestión más amplia de las relaciones entre la fe y la cultura, entre evangelización e inculturación. En efecto, no basta con implantar las estructuras de la Iglesia local para que los medios de salvación (la palabra y los sacramentos) lleguen a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Es preciso que los cre-
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yentes de dicha Iglesia local tomen a su cargo la humanidad y el mundo que les corresponde, asuman las condiciones cambiantes de la historia, los nuevos valores culturales, las comunidades humanas recientes para injertarlo todo en el misterio del Cristo total.
Cada Iglesia local, Iglesia de Cristo encarnada en un pueblo, toma a su cargo la porción de humanidad que le ha sido confiada, con su historia y su cultura, para constituir con ella y de ella un pueblo de Dios. Lo cual significa una Iglesia en diálogo humilde y continuo con la cultura y la tradición viviente del pueblo en cuya tierra ha sembrado la semilla del evangelio y ha hundido sus raíces. Tiene que producirse el encuentro entre la Buena Noticia y la realidad cultural (política, social...). La salvación que cada pueblo ha de confesar se realiza en su ámbito humano y cultural.
A ese proceso se llama inculturación: es la inserción o encarnación de la experiencia cristiana de una Iglesia local en la cultura de su pueblo, de tal manera que dicha experiencia no sólo se expresa en los elementos de tal cultura (es decir, se acomoda, se adapta a ellos, que es el primer paso), sino que se convierte en fuerza que anima, orienta e innova a la cultura autóctona. El evangelio germina en una cultura transformándola.
Y viceversa, la Iglesia local se alimenta de la cultura autóctona, expresa en sus moldes el mensaje evangélico y enriquece así a la tradición viva de la Iglesia católica. Los llamados a la fe en el seno de la cultura en que el evangelio ha sido sembrado le dan una nueva expresión. Se produce una más profunda comprensión y riqueza de la fe poseída y los valores cristianos son actualizados, vividos con mayor riqueza.
Este proceso de encarnación, análogamente a lo que sucedió con la encarnación de Jesús, conduce a la cruz. La Iglesia local no ha de aceptar indiscriminadamente todos los aspectos de la cultura en la que se inserta. La integración en la Iglesia perfecciona, lleva a su mayor plenitud lo ya existente y válido, aunque incompleto y mezclado, purifica lo negativo y potencia lo positivo. Asumiendo la realidad humana desde sus raíces, pretende sanar aquellos mecanismos que cierran a las culturas sobre sí mismas, que les hacen mantener intereses de dominación o que producen efectos destructores de la persona.
Por otra parte, no existe inculturación definitiva, pues el mundo de la cultura es móvil. Incluso allí donde se ha llegado a una armonía estimable entre el evangelio y la cultura de un pueblo, siempre
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hay que reemprender un movimiento de inculturación nueva y más profunda. Nuevos encuentros se producen entre el evangelio inculturado y sectores que hasta entonces nada habían solicitado a la fe cristiana.
Esta cuestión de la relación entre Iglesia local y su mundo concreto es un punto neurálgico en la búsqueda de un pluralismo legítimo en el seno de la unidad. Como las culturas son múltiples, atender seriamente a la inculturación significa reconocer una auténtica pluralidad en la Iglesia.
En el seno de algunas Iglesias locales, especialmente las más receptivas a la inculturación del evangelio en Asia y África, se está llevando adelante una reflexión teológica autóctona que, fiel al Concilio como fuente de inspiración y como punto de referencia, se propone elaborar una nueva teología y un nuevo modelo de eclesiología, más conformes a las legítimas aspiraciones de los creyentes de las Iglesias respectivas. Es preciso abrir caminos nuevos para enriquecer la eclesiología posconciliar con elementos autóctonos que provienen de la experiencia de la fe de las comunidades eclesiales respectivas y de la reflexión estrictamente teológica realizada en esas Iglesias locales a partir de su situación concreta.
4. IGLESIA LOCAL, IGLESIA CATÓLICA
Para bastantes creyentes entre nosotros la apelación «Iglesia católica» indica la extensión universal por todo el orbe terráqueo. La catolicidad de la Iglesia es un sinónimo de universalidad y no se atribuye a las Iglesias locales. Estas se reducen al territorio correspondiente que, por naturaleza, es limitado.
Ahora bien, una concepción eclesiológica según la cual la Iglesia católica resulta de la suma cuantitativa, o de la yuxtaposición, de Iglesias «particulares» es errónea. Catolicidad indica desde la antigüedad la pretensión de universalidad de cada comunidad histórica particular con respecto a la mediación de la salvación y la verdad. Con otras palabras, que cada comunidad cristiana es la mediadora de toda la plenitud de la verdad divina y de la salvación regaladas por Cristo. En la línea de la Iglesia antigua, la catolicidad no es la mera extensión de la Iglesia a todos los rincones del mundo, sino que nace de la relación de hombres y mujeres, razas y naciones, clases y culturas con la vida en Cristo. Sin esta realidad que llamaríamos vertical, no tiene valor la extensión hori-
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zontal. Por ello, la catolicidad no ha de ser vista como la mera universalidad cuantitativa, sino como la presencia de la totalidad de Cristo por el Espíritu en cada lugar, la experiencia del todo hecha en las Iglesias locales.
En consecuencia, la catolicidad no debe confundirse con un humanismo universal, tal como lo pueden entender otras formas de universalismo secular propias de la sociedad internacional en estos comienzos del siglo xxi. La catolicidad consiste en la impregnación del mundo entero del don del Espíritu y de la vida en Cristo, por el cual se realiza la comunión con Dios. La Iglesia necesita cierta audacia para proponer su propio proyecto de unidad católica frente a los medios de unificación universal propuestos por la sociedad profana, que a primera vista parecen mucho más eficaces. Pero tal audacia se justifica desde la fe que nos asegura que, por la Pascua de Cristo y el envío de su Espíritu, la Iglesia impulsa una comunidad de nuevas criaturas que ha de alcanzar dimensiones cósmicas.
La catolicidad no es una dimensión exterior de la Iglesia, sino una cualidad interior poseída tanto por el conjunto como por cada Iglesia local, incluso por cada comunidad cristiana y por cada miembro de la misma en tanto esté inserto realmente en ella, en virtud de la cual el todo está presente en cada una de las partes que tienen relación unas con otras. No es sólo la gran Iglesia la que es católica por ser universal en su extensión, sino que lo es cada Iglesia local. Así pues, la catolicidad es un «devenir» que consiste en la manifestación de los dones de vida y verdad de Cristo a través de más seres humanos, más culturas, más valores.
Cada uno no es el todo, pero tiene en sí al todo y está conforme con él; comulga con el todo y con cada una de sus partes. El espíritu de catolicidad consiste en comportarse como solidario de un todo más pleno, en razón precisamente de que cada Iglesia local, cada comunidad, lleva el todo en sí.
Importa mucho subrayar que la catolicidad es una tarea que no puede realizarse por la Iglesia universal entendida de forma abstracta. Son las Iglesias locales las que en su multiplicidad extendida por el «orbe católico» toman a su cargo de manera multiforme la realidad humana total y, por la comunión entre ellas, alcanzan la auténtica catolicidad. Por eso, la catolicidad sólo se realiza cuando las Iglesias locales asumen con plena responsabilidad las exigencias de su propia historia particular, en intercambio de caridad con las otras Iglesias locales.
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PARA PROFUNDIZAR
J. O. BEOZZO, «El futuro de las Iglesias particulares», Concilium 35, n.° 279, 1999, pp. 171-188.
H. LÉGRAND, «Teología de la Iglesia local», en: B. LAIRET y F. REFOULÉ (dirs.), Iniciación a la práctica de la Teología, III, Cristiandad, Madrid 1985, pp. 138-175.
H. DE LUBAC, Las Iglesias particulares en la Iglesia universal, Sigúeme, Salamanca 1972, pp. 31-71.
J. M. R. TILLARD, Iglesia de Iglesias, Sigúeme, Salamanca 1991. — La Iglesia local: eclesiología de comunión y catolicidad, Sigúeme, Salaman
ca 1999.
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Capítulo 7
La misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo
Ver SITUACIÓN DEL LAICADO DESPUÉS DEL CONCILIO VATICANO II
Como en cualquier análisis de la realidad, el presente de la Iglesia en lo que se refiere al laicado no es blanco o negro, sino gris: en él se alternan aspectos oscuros con otros luminosos. Hagamos una descripción, aunque sea esquemática, de algunos elementos que caracterizan dicha situación.
1. ASPECTOS PROBLEMÁTICOS
La Acción Católica tradicional, así como la de los movimientos especializados, tuvo una profunda crisis al terminar el Concilio, de la que aún no se ha recuperado. Y ello ha sucedido en momentos en los que su presencia y actuación hubiera sido particularmente importante en un mundo político y económico donde se han producido cambios de gran alcance. Con su debilitamiento la sociedad ha perdido uno de los mejores medios de formación de políticos cristianos. Es difícil de comprender las escasas aspiraciones al compromiso y a la acción sociopolítica por parte de los laicos cristianos en su conjunto.
Muchos Movimientos han entrado en crisis, bien por la escasez creciente de miembros, bien porque no se habían preparado con tiempo para formar dirigentes competentes en una nueva situación eclesial y social.
Por su parte, los llamados «Nuevos Movimientos», que han proliferado y son muchos en número, están menos preocupados por la actuación directa en el ámbito temporal que por las necesidades pastorales. Caracterizados por sus actitudes conservadoras, han encontrado un apoyo mayoritario por parte de la Jerarquía. Entidades cohesionadas y con fuerte identidad, muchos de ellos se encuentran aislados en sí mismos y no se han integrado en una
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acción apostólica concertada, incluso provocan tensiones con otros grupos laicales en el interior de las diócesis.
La situación de las parroquias muestra un estado peculiar. En muchas de ellas se ha dado preferencia a ciertos grupos, que no plantean a los curas los problemas de una organización «transversal» como la Acción Católica y son más fácilmente manejables por los curas (por ejemplo, los grupos carismáticos, la Legión de María, etc.). A este respecto, hay que darse cuenta de que el clero ha envejecido muy fuertemente y no tiene ni el tiempo ni la energía para actuar como consiliario e inspirador de los grupos según el estilo hoy necesario. Además, la constitución de consejos parroquiales y comisiones de diversa índole ha privado a muchos movimientos de militantes que ahora se dedican a ese campo de trabajo.
La creciente escasez de presbíteros ha hecho que un número cada vez mayor de laicos se comprometan en el trabajo pastoral intraeclesial, en los llamados «ministerios laicales». Ello resta también fuerzas al apostolado en el ambiente, en las tareas de la ciudad temporal.
Muchos laicos que conocen bien los importantes documentos del Concilio sobre el laicado han esperado en vano las indicaciones, la cercanía y el impulso de la Jerarquía para cumplir su misión en la sociedad. Parece que a ella le interesa prioritariamente la comunidad cristiana, en actitud de defensa de los bastiones frente al enemigo exterior. A este respecto, hay que decir también con franqueza que muchos jóvenes laicos que desean participar en los Movimientos Apostólicos no han vivido el entusiasmo por el Concilio de la generación anterior y no tienen casi ninguna noción de sus orientaciones.
Por fin, existe un malestar generalizado, precisamente entre los laicos comprometidos, frente a viejas y nuevas formas de manifestación de clericalismo, que muestra que, a pesar de las enseñanzas conciliares, se sigue manifestando la tutela paternalista de los clérigos sobre los seglares. La línea vertical que se quiere imponer y que exige obediencia como criterio básico de eclesialidad prueba que el discurso del Vaticano II sobre el pueblo de Dios, único e igual, todavía no ha sido suficientemente asumido y aceptado, para perjuicio de la Iglesia y de su misión.
2. DATOS POSITIVOS
En términos generales hay que afirmar sin lugar a dudas que la experiencia y la enseñanza del Concilio han modificado profunda-
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mente la presencia y la acción de los laicos tanto en la Iglesia como en el mundo. Ellos son conscientes del momento crucial que viven y de las oportunidades y posibilidades que tienen.
Se sienten movidos a comprometerse más conscientemente en el mundo con objeto de llevar la inspiración cristiana a todos los ámbitos de las estructuras temporales, incluso mediante acciones concretas.
Se ha impulsado el acceso de los laicos y laicas a los estudios y la especialización teológica; no son pocos los que ya ejercen como profesores de facultades eclesiásticas.
Se han promovido los consejos pastorales con mayoritaria participación de laicos y se han suscitado nuevas formas de colaboración entre laicos y ministros ordenados. Se han instaurado los «ministerios encomendados a laicos», que han sustituido muy favorablemente a los presbíteros en las actividades pastorales que no exigen la presidencia del sacramento de la eucaristía.
En las llamadas Iglesias jóvenes (Asia, África, América Latina) los laicos son testigos y anunciadores eficaces del mensaje de Jesús. La difusión del evangelio y las conversiones se deben a laicos y, sobre todo, a laicas, catequistas, esposas y madres.
3. LA TRADUCCIÓN CONCRETA DE LAS AFIRMACIONES FUNDAMENTALES DEL CONCILIO
La enseñanza conciliar acerca del pueblo de Dios, de la verdadera igualdad de todos los bautizados con las diferencias específicas según la misión y del papel activo de todos los creyentes en las configuración de los servicios y ministerios en la Iglesia se refleja de forma insatisfactoria en la normativa eclesial presente.
En primer lugar, las instituciones de corresponsabilidad del pueblo de Dios, como los diversos consejos de nivel parroquial o diocesano, han sido concebidas de forma jurídicamente insuficiente. Fueron creados en conexión con el Concilio como espacio institucional en el que puede y debe articularse la participación de todo el pueblo de Dios en la misión. El sentido y la meta propuestos para estos organismos es el de velar por la representatividad y la contribución de todos. Sin embargo, en la configuración jurídica de esas instituciones representativas del pueblo de Dios en el derecho posconciliar está prevista exclusivamente una colaboración en forma de consejo; de ninguna manera se ha consagrado la competencia para la deliberación y la codecisión. Por tanto, hay que decir
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que no está garantizado jurídicamente lo que exige la enseñanza conciliar sobre la verdadera igualdad de todos los creyentes a causa del bautismo. La disposición para el diálogo de los ministros de la Iglesia, por una parte, y la participación de los demás creyentes en las decisiones, por otra, no están fundamentadas estructural y jurídicamente de forma que puedan ser reclamadas judicialmente. Sólo dependen de la buena voluntad del obispo o del párroco correspondiente. En la Iglesia católica sigue sin existir un marco jurídico en el que pueda articularse de manera vinculante la verdadera igualdad de todo el pueblo de Dios.
En segundo lugar, tampoco la configuración jurídica de los servicios y ministerios eclesiales refleja la enseñanza acerca de la verdadera igualdad de todos los bautizados. Pues tanto antes como ahora se atribuye a los clérigos en casi todos los asuntos eclesiales un papel insustituible, de forma que la participación propia de los laicos se tambalea. Sólo en casos de excepción, sobre todo en razón de la falta de presbíteros, los ministerios están abiertos a los demás creyentes; por ejemplo, las celebraciones dominicales sin presbítero, la predicación (y ello con muchas cautelas), el enterramiento, la administración de la comunión a los enfermos, la preparación a la recepción de los sacramentos, la actuación como juez eclesiástico, la enseñanza de la teología.
Tercero, asimismo la verdadera igualdad de todo el pueblo de Dios es casi en absoluto inexistente en la provisión de ministerios importantes en la Iglesia. En la decisión acerca de la provisión de un párroco, un obispo, el papa, todo sucede en la soledad de los ministros ordenados y no se concede a los laicos ni siquiera un papel de consejo. Precisamente en tales posiciones claves la verdadera igualdad de todos los bautizados debería exigir que participaran en el proceso de elección muchos creyentes, lo más representativos que fuera posible.
4. ALGUNOS DESAFÍOS DEL MOMENTO HISTÓRICO PRESENTE A LOS LAICOS CRISTIANOS
El proceso de secularización ha hecho perder todo apoyo social a las opciones religiosas. El cristianismo sociológico retrocede a toda marcha y grandes sectores de la población rompen o se distancian de cualquier fe; aumenta el agnosticismo y el ateísmo práctico. Esta situación deja mucho espacio para la actuación de los laicos, pero el desafío consiste en que deben actuar en la vida pú-
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blica como ciudadanos, argumentando con criterios racionales y culturales, éticos y no teológicos, que sean plausibles para todos los demás ciudadanos.
La tendencia en nuestra sociedad a buscar la comodidad se va acentuando. La sociedad de consumo y la industria del tiempo libre que la acompaña (el deporte, las vacaciones, etc.) compiten y causan graves problemas a la Iglesia. En el pasado la miseria enseñaba a orar, hoy el bienestar vacía los templos. Muchos laicos (y muchos curas, desde luego) no saben afrontar la sociedad de consumo; con su crítica permanente y sin alternativa parece que quieren ahogar la alegría de vivir, provocando el alejamiento de la Iglesia. Este es un gran desafío: ¿se puede contribuir a responder a las necesidades de las personas, ayudarles a que sean felices, aprender a valorar el éxito, y al mismo tiempo recordar siempre el deber de compartir lo que se posee y prevenir contra la sumisión a los bienes de este mundo?
Nuestra sociedad se encuentra cada vez más marcada por la influencia de los medios de comunicación, la radio, la televisión, la prensa, los juegos electrónicos... Esos instrumentos han entrado en competencia con los esfuerzos de la Iglesia para anunciar el evangelio. Nuevo desafío para los laicos: ¿es posible aportar al sistema actual una ética mediante la cual se pueda dominar la adicción a los medios, mantener el espíritu crítico frente a la dominante economía que gobierna sus contenidos y utilizarlos positivamente para el anuncio de la Palabra?
En los debates sociales del presente crece día a día la preocupación por la naturaleza y el medio ambiente. El desafío aquí está en colaborar con personas de todos los credos a la creación de las condiciones básicas que permitan el logro de esos objetivos: «la justicia, la paz y la protección de la creación».
El papel de la mujer ha tenido cambios fundamentales en todos los campos de la vida y sigue evolucionando a pesar de los contratiempos que ocasionan las políticas fundamentalistas. Afrontando grandes dificultades, las mujeres conquistan un lugar en amplios campos de la cultura, la ciencia, la empresa, la economía, la política. El desafío de los laicos cristianos consiste en contribuir a que se elimine toda discriminación de la mujer en cualquier ámbito: laboral, jurídico, social. Por desgracia, muchas veces los varones católicos son los que dificultan la aceptación de la nueva función de la mujer y se resisten a considerarla igual en todo y no sometida, como ha sido tradición. Las mujeres, esa mayoría marginada del cristianismo, reclaman el pleno reconocimiento eclesial similar al que se está dando en la sociedad. Es un enorme desafío al cristia-
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nismo patriarcal, la teología machista y la manera de entender la autoridad totalmente masculina. La alabanza puramente retórica de la doctrina oficial respecto del papel de la mujer en la Iglesia contrasta con la realidad eclesial, donde en todos sus ámbitos se da la subordinación de la mujer al varón.
El desarrollo de la democracia en nuestro país, aún endeble, exige estar presente para que los principios democráticos estructuren toda clase de organizaciones y todos los campos de la vida. De una manera especial se plantea el problema del control del poder y del ejercicio del poder.
En la vida social y política de la mayoría de los países desarrollados, donde el pluralismo social es un hecho indiscutido, se han llegado a «depurar» los principios básicos sociopolíticos de la dimensión de los valores religiosos e incluso éticos. Muchos laicos han luchado en este terreno con tenacidad y valor, pero en vano. La economía mundial, caracterizada por una competencia permanente que arrumba a los más débiles, se construye sobre el aumento de producción, el atractivo del beneficio, el progreso meramente técnico. Los desafíos que se plantean a los laicos cristianos son evidentes. El mundo hoy exige una rápida aplicación del progreso para el bien de la humanidad.
En la misma línea, los avances técnicos se apresuran exponencial-mente y nadie sabe dónde llegarán. La aplicación práctica de las tecnologías clave (por ejemplo, la biotecnología) están produciendo una reestructuración vertiginosa de la vida personal, tanto individual como social. Los laicos que trabajan en los campos de la ciencia y de la técnica se encuentran ante el ímprobo trabajo de, por una parte, colaborar en su aplicación positiva y, por otra, señalar los peligros y abusos posibles. Una exigencia extraordinariamente compleja.
Esa competencia tecnológica, aunque también otras causas, aumenta el desequilibrio entre países ricos y países pobres, agudizando el conflicto Norte-Sur en el que todos somos partícipes y responsables. Los países pobres no pueden asumir, desarrollar, ni siquiera imitar la tecnología de los ricos. Se anuncia un porvenir muy oscuro para ciertos países e incluso para ciertos continentes. El aumento de la deuda internacional demuestra que las estrategias del pasado no han sido eficaces. El desafío para los laicos cristianos en este campo se conoce desde hace tiempo, pero aún no se ha llegado a dar una respuesta eficaz. La ayuda al desarrollo muchas veces no pasa de ser una limosna para casos urgentes.
La explosión demográfica no parece detenerse, sobre todo en los países pobres. Cada día se hace más urgente la necesidad de
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encontrar medios contra el hambre y el desempleo de millones de jóvenes. Por desgracia, el panorama no parece prever que se produzca una tendencia en sentido inverso.
En todos estos campos los desafíos son enormes. Muchos se preguntan si es posible y cómo responder a todos ellos.
Juzgar REFLEXIÓN TEOLÓGICA
La reflexión teológica de este capítulo no puede ser otra cosa que un comentario a la enseñanza del Concilio Vaticano II y a su desarrollo posterior. En efecto, se ha dicho, no sin razón, que el Concilio Vaticano II ha sido un concilio del laicado. De hecho, por primera vez en la historia de los concilios, este ha hecho objeto de una atención particular al lugar y al papel de los laicos. Sobre todo, ha sido el primer concilio que ha planteado el problema como un capítulo dogmático y pastoral irreemplazable en la autorreflexión y autocom-prensión de la propia Iglesia, que hace resurgir de manera positiva toda la dignidad potencial del laicado contenida en la revelación.
Ha sido punto de llegada de años de lenta preparación y punto de partida de un desarrollo que ahora está en marcha. El Concilio no puede ser comprendido sino en la prolongación de una larga historia que lo precedió, durante la cual el laico estaba desvalorizado, apenas contaba en la Iglesia. La novedad que se impuso en el Concilio fue el resultado de diversos movimientos que entonces salieron a la superficie, no sólo los que reflejan el despertar del laicado, sino los más generales de renovación de la teología y de la vida de la Iglesia: el movimiento litúrgico, la renovación bíblica, el ecumenismo, el impulso misionero. La revalorización de la dignidad del laico en la Iglesia y de su función en el mundo ha sido uno de los ejes centrales del conjunto de la obra conciliar.
Vamos a dividir nuestra reflexión en dos partes: la primera se atendrá a valorar e interpretar la enseñanza del propio Concilio, la segunda tratará de ver su desarrollo posterior.
LA ENSEÑANZA CONCILIAR
1. UNA VISIÓN GLOBAL POSITIVA DEL LAICADO
Los textos conciliares sobre el laicado son todos claramente positivos. Evitan las expresiones de oposición que aparecen a veces
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en la historia de la Iglesia, sean de tipo social, cultural o religioso, no emplean jamás el término de categoría (de cristianos), hablan con bastante sobriedad de los «estados» de vida. Todas las indicaciones dadas por el texto conciliar en sí mismo van en el sentido de una identidad entre «laico», «cristiano», «bautizado». Esto significa que la tarea propia conferida al laico equivale a la de toda la Iglesia. Es un paso muy considerable en la comprensión eclesial del laico, especialmente si se considera sobre el telón de fondo del desarrollo histórico. La dignidad del laico alcanza la altura de los primeros siglos.
El Vaticano II significó una ruptura en relación con la época anterior, como pudo ser —en otros ámbitos— la Declaración de la Libertad Religiosa o la cuestión de la relación entre la Iglesia y el mundo. La ruptura se logró por la aparición de una idea eclesioló-gica conductora: la igualdad fundamental de todos los miembros del pueblo de Dios antes de cualquier diferencia por razón de ministerios, carismas, estados o formas de vida. Dicha igualdad está fundamentada sacramentalmente en el bautismo.
De ahí se deriva un segundo principio: la vocación común en la Iglesia para el cumplimiento de su misión. La misión de la Iglesia ante la secularidad moderna no es retirarse a un esplritualismo reaccionario, sino invitar al mundo actual al encuentro salvífico con Cristo. Es claro que en tal tarea corresponde al laico la parte fundamental.
2. ¿QUIÉN ES EL LAICO?
La descripción del laico que da el Concilio en LG 31 tiene tres elementos fundamentales: es un miembro del pueblo de Dios, se distingue de los ordenados y de los religiosos, le corresponde un deber peculiar en el ámbito intramundano. Tal descripción le cualifica en un doble nivel: un nivel común a todo el pueblo de Dios y un nivel propio. En el primer nivel es como todos los demás: «constituidos en pueblo de Dios»; en el segundo nivel se caracteriza por una particular («en su medida») participación en el oficio sacerdotal, profético y regio de Jesucristo y por un modo propio («por su parte») de desarrollar la misión cristiana en la Iglesia y en el mundo.
El Concilio pretende conjugar el lugar de los laicos en la Iglesia y su tarea cristiana en el mundo. La identidad cristiana de los laicos mantiene esa tensión: la condición secular no debe hacer olvidar la misión cristiana, ni viceversa. Es una bipolaridad paradójica:
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mantener la condición secular, pero vivirla cristianamente. El hecho de que los laicos sean miembros de la Iglesia no les ha de obligar a ninguna condición especial de existencia en el mundo. El ser cristiano penetra su situación humana espiritualmente pero sin modificarla sociológicamente.
Así la señal distintiva del laico cristiano no es tanto la función humanizadora en cuanto tal, que ésta la tiene por su condición de persona humana, sino la orientación de aquella hacia la salvación. Toda persona humana, aunque no esté bautizada, tiene la misión de llevar a su término el orden temporal. Al bautizado la gracia le da un nuevo modo de ser en Cristo que le permite transfigurar esa misión humanizadora del mundo. Por el bautismo recibe la misión de integrar el proceso de humanización en la comunión de gracia con Dios. El laico cristiano, totalmente envuelto en las realidades de este mundo, las dirige desde dentro hacia la salvación.
Por consiguiente, de un lado, si los laicos no buscan el Reino, no son verdaderamente cristianos y no hay ninguna razón para llamarlos laicos. De otro lado, si tratan de escapar a las exigencias de lo temporal, manifiestan falta de autenticidad y no cumplen su deber con la sociedad y con la Iglesia.
Hasta aquí el Concilio. Aunque estamos lejos de una definición negativa del laico, como sucedía antes de él («el que no es clérigo ni religioso»), hay que confesar que no resulta fácil definirlo positivamente. El intento del Concilio no tuvo un resultado del todo feliz: no le quedó otro remedio que sustraerse a dar una definición y utilizar expresiones vagas para determinar la posición del laica-do, lo cual ha traído como consecuencia un largo debate en el posconcilio.
3. EL CARÁCTER SECULAR, PROPIEDAD ESPECÍFICA DEL LAICO
El punto de partida de la reflexión teológica sobre esta cuestión sigue siendo el texto clave de LG 31, antes citado, que afirma que el carácter secular es «propio y peculiar» del laico, su característica decisiva y positiva. LG 31 formula así: «A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando según Dios los asuntos temporales». El texto, hábilmente redactado, afirma que el sacerdocio bautismal puede vivirse en todas las cosas, comprendidas las realidades más prosaicas, aquellas que en otra época fueron consideradas como menospreciables o exteriores en relación con el Reino. Se recuerda, por tanto, que nada humano
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es extraño al designio divino de salvación. Lo que no dice el texto es que tal característica sea «exclusiva» del laico, ni tampoco que, para serlo verdaderamente, deba hacer consistir toda la especificidad de su condición de bautizado no ordenado en la gestión de las cosas de este mundo.
El objetivo de tal actuación se indica más adelante: que «el mundo se impregne del Espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz» (LG 36).
El Concilio no profundiza aquí en el concepto de secularidad; habla más bien de la «vida en el siglo (saeculum)» como de un elemento calificativo de la vocación del laico, que le diferencia de otras vocaciones.
Esta sencilla afirmación merece un comentario. Según lo dicho en el número anterior, la vida en el mundo, la relación con el mundo, es para los seglares el modo propio de vivir la existencia cristiana, por tanto, su relación con Cristo. Por ellos, es decir, a través de los laicos inmersos en el mundo, este resurge con un valor cristiano: se convierte en el lugar del crecimiento de la persona humana hacia la salvación. El Concilio, al modificar así la situación de los laicos, ha producido un cambio copernicano: ha modificado la frontera de la secularidad.
En efecto, durante siglos la Iglesia buscó construir una sociedad cristiana, haciéndolo sobre la armonía entre Sacerdocio e Imperio. Lo espiritual y lo secular se regulaban sobre esa relación. El «siglo» se hacía presente en el interior de la Iglesia: de ahí tantas mezclas que hoy nos parecen profanaciones. La reacción se produjo con la modernidad, cuando la sociedad reivindicó su libertad en relación con una Iglesia considerada oscurantista y totalitaria. La Iglesia y el Estado se separaron bruscamente y a la religión no se le concedió derecho de ciudadanía. Lo secular aparece como exterior a la Iglesia y la Iglesia como exterior al mundo. En el siglo xix y en buena parte del XX la Iglesia buscó la afirmación de su independencia frente a la autoridad civil, edificando una sociedad eclesiástica libre de toda impronta «laica» (en el sentido anticristiano de la palabra).
El Concilio abandona el sistema defensivo e invita a los laicos a realizar la misión de Cristo recibida en el bautismo. El siglo ya no es algo de lo que hay que huir, no es el lugar en el que vive el cristiano esperando el siglo futuro, es el lugar de la misión.
La consecuencia es que el bautizado aparece como perteneciente a dos sociedades, la civil y la religiosa, y que, desde la perspectiva de la misión de la Iglesia en el mundo, la relación de los bau-
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tizados con la realidad secular es un dato no meramente sociológico, sino teológico. Dicho con otras palabras: la secularidad alcanza sentido teológico porque el bautizado no sólo está en el mundo, sino que es enviado al mundo para anunciar el evangelio de la salvación y transformar la realidad. En resumen, como decimos, aquí se define una nueva frontera entre lo espiritual y lo secular.
Es importante subrayar este carácter secular del laico precisamente en la situación actual de la Iglesia, en la que se detecta una nueva forma de huida del mundo y en la que se quiere a veces absorber la misión de los laicos en los ámbitos intraeclesiales, de tal forma que apenas les queda tiempo y energía para realizar su misión en las realidades temporales.
4. PARTICIPACIÓN EN LA FUNCIÓN PROFÉTICA, SACERDOTAL Y REGIA DE CRISTO (LG 34-36)
En lo que se refiere a la participación de los laicos en el triple oficio de Cristo, el Concilio recogió la doctrina sobre los tres «oficios» o «funciones», que se había preparado ya antes de él en los trabajos de los teólogos, y la introdujo en su teología del laicado. Los textos de LG 34-36 fundamentan la triple función y tarea de los laicos en la recepción del bautismo.
Ahí está el avance auténtico que ha traído el Vaticano II en esta cuestión: se ha clarificado de manera definitiva que el triple ministerio de los laicos no se deriva del de los ordenados (como proponían ciertos teólogos antes del Concilio), sino que en el bautismo se otorga directamente a todo creyente la participación en los tres oficios de Cristo; éstos no son concedidos por un acto de la Jerarquía, sino que son dados por el Espíritu en el bautismo. La idea preconciliar de que la triple función de Cristo era proseguida en la Jerarquía sólo concedía a los laicos una participación en las funciones de Cristo por medio de la participación en las de la Jerarquía. Los laicos permanecían dependientes de la Jerarquía y apenas podían desarrollar ninguna función propia de las tres señaladas. La nueva concepción ofrece el fundamento para el desarrollo de funciones proféticas, sacerdotales y regias propias de los laicos en la Iglesia.
Las tres funciones, además de encontrarse en los textos indicados acerca de los laicos, se encuentran también en las afirmaciones cristológicas y eclesiológicas de otros documentos del Vaticano II, por lo que la terna cristológica (Jesucristo sacerdote, profeta y rey)
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se convierte en el punto de partida o la fuente de todas las otras ternas. Con ello, el Concilio ha propuesto una concepción global de la Iglesia fundamentada cristológicamente, en la que corresponden a la Jerarquía y a los laicos un lugar propio y funciones específicas que no son intercambiables o transmisibles. Las participaciones específicas en la triple función de Cristo que son dadas a la Iglesia y para la Iglesia deben ser acogidas y ejercidas en una in-terrelación comprometida y respetuosa de unos con otros con iguales derechos, con el mismo valor. Así se verifica la comunión que capacita para realizar cumplidamente la misión de la Iglesia.
5. VACÍOS QUE DEJÓ EL CONCILIO
A pesar de tantos elementos positivos, los textos conciliares han dejado varias cosas sin aclarar. Es que rara vez en la historia de los concilios un tema introducido por primera vez en uno de ellos ha encontrado una respuesta exhaustiva. Ha sido preciso que nuevas reflexiones teológicas y a veces nuevos concilios intervengan para elaborar una doctrina más completa y más satisfactoria. Por tanto, no debemos extrañarnos de que algo análogo haya ocurrido con la introducción del tema del laicado en el Vaticano II.
a) Respecto del carácter secular como propio y peculiar del laico. Se dice que el carácter secular es propio y particular de los laicos. Pero también se afirma que no es exclusivo suyo. ¿Cómo pueden compaginarse ambas afirmaciones? La afirmación de que es «secular» quien no es religioso queda invalidada por la existencia de los Institutos Seculares que viven la consagración secular. Es decir, puede haber una vida secular y al mismo tiempo consagrada. Más aún. Entre los religiosos hay hermanos y hermanas que son laicos, no han recibido la ordenación. Además, el religioso, aunque separado del mundo, no es extranjero en él: es un apóstol cuya presencia en el mundo es un testimonio visible que recuerda el sentido último que tiene la consagración del mundo, que se atribuye al laico. Si el carácter secular consiste sobre todo en ejercer una profesión secular y comprometerse en las cosas temporales, ¿qué decir de los diáconos permanentes que reciben el Sacramento del Orden pero pueden ser casados y padres de familia, ejercer una profesión civil, intervenir en política, etc.?
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b) Servicio al mundo frente a tarea eclesial. La actividad del laico se sitúa en la Iglesia y en el mundo y su misión es la de toda la Iglesia. Aunque queda claro el servicio al mundo del laico, sin embargo se explica de forma breve y sin profundizar. Lumen gentium pasa demasiado rápidamente a la tarea del laico en la Iglesia, a la que se concede mayor interés. Pero el laico no es miembro de pleno derecho porque participe activamente, por ejemplo, en los ministerios, sino porque es persona eclesial en el mundo. Probablemente no se profundizó en la temática del servicio al mundo como lo propio y originario del seglar a causa de la preocupación de los padres conciliares por la pérdida de las grandes masas, lo que les llevó a querer activar la intervención pastoral de los laicos en aquellos ámbitos en los que su propia voz no tiene peso. Con lo cual es inevitable que se saque la impresión de que la Iglesia reacciona más vivamente por el interés de su propia expansión que por la preocupación del destino del mundo.
c) Apostolado seglar y Acción Católica. No se llegó tampoco a una clarificación de los conceptos discutidos «apostolado seglar» y «Acción Católica». Según la definición tradicional de Acción Católica («participación/colaboración en el apostolado jerárquico»), se trataría en este caso del servicio no propio o subsidiario del seglar, que en lo sustancial le es otorgado por la jerarquía en razón de determinadas necesidades de la situación concreta para apoyo del apostolado jerárquico. Mientras que apostolado seglar sería la tarea eclesial que se realizaría en el lugar propio del seglar, es decir, en el mundo. Como se ve, el Concilio no logró una determinación clara de ambos conceptos. Quedaron para un posterior desarrollo, teniendo en cuenta que ninguno de los dos tiene por sí mismo fuerza para aclarar plenamente la cuestión y necesita ser delimitado frente al otro. Quizá esta indeterminación podrá ayudar a que con el tiempo ambos conceptos sean sustituidos por otros mejores.
d) Participación en el triple oficio de Cristo. También aquí la aportación del Concilio fue positiva, pero incompleta. Su insuficiencia está en que las funciones de los laicos se fundamentan a partir del sacramento que reciben todos los cristianos. En consecuencia, los conceptos «fiel cristiano» y «laico» son usados como sinónimos, lo cual muestra que todavía no se
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ve del todo claramente la peculiaridad de los laicos. Ha resultado difícil a los propios padres conciliares deducir de aquella afirmación fundamental tareas concretas específicamente laicales de carácter profético, sacerdotal o regio. Por esta razón, el Concilio ha originado otro problema: el de la diferenciación y delimitación de las tres funciones entre la Jerarquía y los laicos. Como no concretó apenas nada acerca de la participación de los laicos en la triple función, no fue consciente de este problema.
Los carismas. Es una lástima que no se haya tratado expresamente de los carismas en LG IV, el capítulo dedicado a los laicos. Ya lo hace LG 11, al hablar del pueblo de Dios en general, pero si hubiera aparecido también en el citado capítulo, habría ayudado mucho a la valoración del estado seglar y a una recta comprensión de la estructura carismática de la Iglesia. Así como la primitiva Iglesia necesitó los caris-mas que conocemos para guiar la mirada de los hombres a la realidad presente y tangible de la salvación aparecida en Cristo, así hoy se necesitan laicos carismáticos en el ámbito de la ciencia, del arte, de la técnica, de la educación, de la publicística, de la economía, de la política, para que la existencia cristiana en medio del mundo sea reavivada con ejemplaridad visible y eficaz; para hacer patente lo que la realidad de la salvación significa en orden a una verdadera configuración de la comunidad humana.
Relación del Meado con la Jerarquía. Al Concilio le costó reconocer al laico un lugar en cierto modo genuino en la Iglesia. Este hecho muestra el deslizamiento de perspectivas en la historia de la Iglesia. La ruptura conciliar fue sólo a medias, pues la idea de igualdad de los miembros del pueblo de Dios surgió en clara concurrencia no sólo con otra corriente ecle-siológica de carácter jerárquico que se mantuvo en el interior del Concilio, sino, sobre todo, en concurrencia con la estructura eclesial fáctica, acuñada unilateralmente en función del ministerio jerárquico. Así, en cuanto a los resultados, se llegó sólo a un paralelismo sin auténtica integración de ambas ecle-siologías. El laico quedó en una posición híbrida singular, sobre todo donde se trata de la descripción de sus tareas. Son confusiones propias de una reflexión teológica en transición, en la que se ha descubierto a los laicos como plenos ciudadanos eclesiales, pero al mismo tiempo no se quiere
revisar a fondo ni cuestionar las costumbres institucionales y los modelos tradicionales de comportamiento y actuación. La problemática señalada procede del sobredimensiona-miento de la Jerarquía en el catolicismo y explica un buen número de patologías específicamente católicas en la relación de los creyentes con su Iglesia. En consecuencia y recapitulando lo dicho en este epígrafe, el Concilio resolvió varios problemas, pero ha suscitado otros, quizá más que los que resolvió. Lo que había que hacer era reelaborar a fondo toda la temática ahí subyacente.
DESARROLLO DEL PENSAMIENTO CONCILIAR EN EL POS-CONCILIO
Las afirmaciones del Concilio Vaticano II acerca del papel del laicado en la Iglesia, que acabamos de resumir, hacen su lento camino para incorporarse plenamente a la vida ecelsial. Siempre ha sido así y es normal que lo sea. En el inmediato posconcilio hubo una auténtica explosión de publicaciones sobre la teología del laicado que desarrollaban sus varios aspectos. Ahora nos encontramos en una fase de asimilación lenta de los principios, mientras que al mismo tiempo el interés teológico se ha ido especializando, por así decirlo, en aspectos determinados de la eclesiología que tienen incidencia en las cuestiones referentes al laicado.
1. SOBRE LA DEFINICIÓN DEL LAICO
El debate posconciliar ha abordado la cuestión clave que dejó pendiente el Vaticano II y de la que se derivan otros aspectos. ¿Ofrece la enseñanza del Concilio una base para poder definir teológicamente al laico?
En los años del posconcilio se han hecho grandes esfuerzos para definir al laico en la Iglesia de forma que su misión fuera perfilada con justeza, pero no fuera descrita en relación con las tareas del clero. Tales intentos no han dado resultados definitivos, al menos hasta ahora. El propio Sínodo de los Obispos de 1987 tampoco lo logró. La adscripción de los laicos al servicio al mundo, idea que jugó un papel notable en ese Sínodo, tropezaba con las muchas expresiones conciliares según las cuales el laico ejerce su responsabilidad en el mundo y en la Iglesia. La misma llamada de atención
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del Sínodo en relación con la posible «clericalización de los laicos y laicización del clero» está cautiva de la mutua exclusión precon-ciliar, que ya se había superado en el Concilio.
En el momento presente de la vida eclesial y de la reflexión teológica posconciliar quizá no se debería dedicar demasiado tiempo a la cuestión acerca de lo que es o no es propiamente un laico. Está sobrecargada históricamente y amenaza siempre con ser considerada desde la contraposición con los clérigos. La insatisfacción llega incluso en algunos a poner bajo sospecha al mismo término laico, en virtud de la ambigüedad y contradictoriedad de sus diversos significados. Aunque se mantenga el lenguaje convencional, porque guarda cierta funcionalidad, hay que hacerlo siendo conscientes de que es inadecuado. La mirada debería dirigirse ante todo a aquella dimensión de la Iglesia que es decisiva para su existencia: la Iglesia no es para sí misma, sino que tiene una misión que se extiende al mundo y a la historia. Sólo después habrá que preguntarse qué tareas tienen en ella sus miembros y sus grupos para dar razón de tal misión y aparecerá más claramente lo que es cada uno en el seno de una Iglesia misionera.
Entonces los laicos serán resituados en el conjunto eclesial, donde normalmente tienen su lugar, su acción propia, su participación específica en la misión. Ha llegado el momento de hacer una opción que permita vivir en Iglesia la acción personal en el esfuerzo común o, para decirlo en el lenguaje de la antigua tradición, favorecer la comunión eclesial. El retorno a la vivencia de la comunión en la Iglesia reforzará su presencia y su acción en el mundo gracias a una concordia profunda y a una colaboración ordenada de todos sus miembros.
Por otra parte, la propuesta de prescindir del término laico significa, aunque parezca paradójico, que hay que volver a tomar en serio el concepto de laós (en griego, «pueblo») en el sentido que tuvo desde el principio, a saber, como designación del pueblo de Dios como totalidad. Si tenemos una auténtica «Teología del pueblo de Dios», entonces no necesitamos ninguna «Teología del laica-do». La reflexión acerca de los laicos se convertiría en una reflexión sobre el pueblo de Dios, su figura y sus estructuras. En ellas, como es obvio, está plenamente incluido el laico; más aún, él es el primer afectado, de tal modo que no debe mencionarse expresamente. De él se trata, cuando se trata del pueblo de Dios. Con una correcta teología del pueblo de Dios adecuadamente estructurada no se necesita una teología del laicado.
La subdivisión del conjunto de la Iglesia en estados con su anteposición y subordinación debe superarse para que surja una fi-
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gura de Iglesia en cuyo interior sea absolutamente natural la plena igualdad. Los laicos se sentirán entonces en su casa dentro de la Iglesia y no se creerán extraños o mano de obra contratada en razón de un trabajo sobreañadido y a quienes se les confía una tarea que, en definitiva, es un «asunto de curas». La Iglesia no es más asunto de curas que de laicos; el cura y el laico tienen en su asunto propio —que es el asunto del mundo entero— sólo servicios diferentes, «dones espirituales» diversos, cuya complementariedad edifica poco a poco en este mundo a la Iglesia como comunidad de fe, de caridad y de esperanza escatológica hasta el día en que la comunidad humana se haya convertido definitivamente en la «comunión de los santos».
2. SOBRE LA INTERPRETACIÓN DEL «CARÁCTER SECULAR»
El término secular se aplica a la historia terrestre que transcurre desde la creación hasta la parusía y se contrapone a aquella que será definitiva y feliz cerca de Dios. Pero las realidades terrestres poseen su valor, su consistencia y su finalidad propia y, aunque son pasajeras, no pierden su importancia. Fueron creadas por Dios y confiadas al ser humano por un tiempo reducido que este debe en cierto sentido eternizar. El futuro despunta ya en el presente. En la realidad histórica hay algo que supera la historia. De ahí que todo creyente, laico y no laico, debe vivir según la consabida frase: «ya sí, pero todavía no». En la historia de la salvación la realidad secular, que se mueve según sus propias leyes, es el lugar donde se verifica la misión salvífica de la Iglesia de instaurar el Reino.
Esto supuesto, ¿qué significa el término secularidad como constitutivo teológico específico del laico? Es algo más que un rasgo meramente descriptivo; es el profundo componente teológico que lo distingue de los titulares del ministerio ordenado: el laico es el cristiano que vive en la dimensión de la secularidad. Y aquí se abre una perspectiva eclesiológica verdaderamente nueva: desde esa perspectiva se evita la clericalización del laicado al estilo de la antigua Acción Católica, se sale al paso de la reducción del laico al campo de lo intraeclesial, se abre un mayor ámbito y justificación para la autonomía y libertad del laico y se rehabilita el mundo como su vocación y su lugar de santificación.
Ahora bien, no se puede olvidar que el laico es miembro del pueblo de Dios, con todas las consecuencias que de ahí se derivan.
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Sólo así se consigue superar el dualismo de la clásica teología del laicado y destacar la eclesialidad de lo que el laico realiza en el mundo y se evita la contraposición temporal/espiritual o profano/ sagrado, que es inaceptable. El testimonio secular del laico es un testimonio evangelizador. El laico vive las exigencias y la energía que derivan de su condición de bautizado en el corazón mismo de las realidades temporales con el fin de ordenarlas al reino de Dios.
Con otras palabras, el laico está llamado a construir el reino de Dios en pleno mundo respetando las leyes internas y la consistencia propia de las realidades terrestres, es decir, por los medios naturales de la ciencia y de la técnica. Sin ningún tipo de dualismo, el laico realiza en el mundo un servicio salvífico que es un servicio ecle-sial.
Esta orientación, que subraya la vocación y competencia específicas de los laicos en los asuntos seculares, ha replanteado a la reflexión teológica todo el valor y la importancia de la historia del mundo y de la sociedad secular en su realidad concreta como lugar de la salvación de la humanidad. Con ello se supera la actitud de distanciamiento y el papel de juez que la Iglesia había asumido cada vez más rígidamente a partir del siglo xvn.
La secularidad se ha de comprender como el espacio y el tiempo que el Creador da a la humanidad para realizarse mediante la más profunda unidad entre lo temporal y lo espiritual. La historia de la salvación de punta a cabo proclama que Dios quiere ser «todo en todos» (ICor 15, 28). Este ideal de profunda unidad se va gestando mediante la inserción del evangelio en las culturas diversas, buscando transformarlas según su espíritu.
En consecuencia, el diálogo teológico posconciliar en derredor del significado de la «índole secular del laicado» ha mostrado la necesidad de ampliar el sentido del término, aplicándolo a la misma Iglesia en razón de su relación constitutiva con el mundo.
3. SOBRE LA RELACIÓN ENTRE LOS LAICOS Y LOS MINISTROS ORDENADOS
El Concilio manifestó claramente que antes de cualquier diferencia la Iglesia se construye comunitariamente en cuanto cuerpo reunido por la misma fe y enviado para la misma misión (LG 30). En consecuencia, puso fin al monopolio secular de un único grupo de profesionales para actuar y hablar en nombre de la Iglesia. Las categorías de superioridad e inferioridad han perdido su sentido;
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cada uno está al servicio de los hermanos. En la Iglesia la dialéctica del patrón y el siervo ha sido destruida. La diferencia entre los ordenados y los bautizados, la que produce el sacramento del orden (cf. LG 10), no trae aparejada ninguna desigualdad, sino una correlación en equilibrio. En la Iglesia todo debe realizarse en la fraternidad.
En el posconcilio la eclesiología se ha vuelto más atenta a la diversificación, complementariedad y articulación necesarias de los carismas, funciones, servicios y ministerios en un contexto de corresponsabilidad del pueblo de Dios en su conjunto, en el que todos los bautizados «ejercen por su parte en la Iglesia y en el mundo la misión que es propia de todo el pueblo cristiano» (LG 31). Son dones múltiples del Espíritu «con vistas al bien de todos» (ICor 12, 6). Cada uno es activo según su propio carisma, aunque ordenadamente (14, 33), es decir, ni en el mismo lugar, ni de la misma manera, ni con el mismo título. Todos esos dones existen para que la comunidad sea digna del nombre de Iglesia de Jesús, que despliega todas sus dimensiones atestiguando la fuerza del Espíritu y del evangelio en medio del mundo. En ese conjunto, al carisma del ministerio ordenado le corresponde por esencia garantizar la permanencia en la fidelidad a la Palabra y en la unidad de la fe, mientras los otros carismas dan a la Iglesia la capacidad de realizar su misión en la enorme diversidad de las situaciones humanas y de las experiencias personales.
En definitiva, el pueblo de Dios como un todo realiza la misión de Cristo; es así sujeto de la acción eclesial y por ello sujeto de la pastoral. Cada comunidad eclesial es llamada a configurar su vida mediante el servicio común de todos y la responsabilidad propia intransferible de cada uno. Ningún servicio, ninguna tarea, ningún carisma hace a nadie más importante en algo o le separa de la común existencia de los cristianos o privilegia a quien ha sido dotado con tal característica.
Esta visión supera el binomio dualista clérigos/laicos y mucho más la distinción tripartita: clérigos/religiosos/laicos. En la medida en que significan la tradicional división de los fieles cristianos en segmentos, son inaceptables porque falsean la realidad: en la Iglesia de Cristo no hay una clase que produce los bienes religiosos y otra que los consume; no hay una mediación de la salvación en la que Dios revela su verdad sólo a los sujetos del ministerio ordenado y les confía los sacramentos como un tesoro propio para que ellos sean luego activos con vistas al restante pueblo de Dios. Sucede más bien lo contrario: todos son llamados y enviados para
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actuar como comunidad en el mundo. Esta comunidad está luego estructurada, pero todos los ministerios pertenecen a la Iglesia y no están por encima del pueblo de Dios. Diríamos que en la Iglesia todos son laicos en cuanto todos pertenecen al pueblo de Dios.
No puede haber ministros encargados de «la vida interna» de las comunidades, por una parte, y laicos encargados de la presencia en el mundo, por otra; representantes de la institución, extraños a la vida de la sociedad y testigos del evangelio en medio de la realidad humana. La participación cada vez mayor de los laicos en todas las responsabilidades de la vida eclesial y la dinámica de la comunión ha quebrado radicalmente el esquema dualista.
Ministerio ordenado y pueblo de Dios son complementarios, no se recortan mutuamente en su dignidad, autonomía y condición de sujeto. Los laicos y los sujetos del ministerio se necesitan mutuamente; sólo en ese común frente a frente pueden hacer visible y realizar la esencia sacramental de la Iglesia.
Por desgracia, todavía muchas veces, debido a una concepción reductiva de la ministerialidad de la Iglesia, algunos cristianos tienden a limitar el servicio de la comunión y de la misión a los ministerios ordenados. Es la herencia de una evolución histórica a lo largo de la cual la preocupación por la unidad se ha convertido en factor de uniformidad, dando origen a una centralización exagerada.
4. ¿TEOLOGÍA DEL LAICADO O ECLESIOLOGÍA INTEGRAL?
La reflexión posconciliar acerca de la eclesiología de la comunión ha suscitado la pregunta acerca de la supervivencia de la teología del laicado. ¿Ha de mantenerse una reflexión específica sobre el laico o hay que caminar, como muchos piensan, en la línea de una «eclesiología integral» basada en los grandes ejes de la eclesiología del Concilio Vaticano II?
La expresión «eclesiología integral» quiere ser aquella en la que el laicado aparece armónicamente en el interior de todos los elementos centrales de la visión de la Iglesia: pueblo de Dios, sacramento para el mundo, comunión de comunidades, ámbito de los carismas del Espíritu. Si se elabora una auténtica teología del pueblo de Dios, no se necesita una teología del laicado. Se trata de una eclesiología trinitaria, fundada en la comunión del Espíritu Santo, cuyo imaginario no es ya vertical o piramidal, sino multidimensional: todos los
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bautizados son solidariamente responsables y copartícipes en la construcción de la Iglesia por la Palabra y los sacramentos. En tal eclesiología el laicado no debe seguir siendo un capítulo separado porque ese planteamiento lleva a un callejón sin salida.
El presupuesto central que hace comprensible esta línea de reflexión es la opción por una imagen de Iglesia que tiene como base la primacía del bautismo y que se fundamenta sobre la riqueza carismática. Los valores de la existencia cristiana son prioritarios sobre los que conlleva la estructura o la institución. Hay un abismo entre la concepción de los laicos heredada de la Edad Media y de la Contrarreforma y la visión nacida del Concilio Vaticano II. Los laicos son la Iglesia, forman parte del único «pueblo unido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu» (LG 4, citando a san Cipriano).
La reflexión sobre el laicado tiene razón de ser sólo como parte integrante de tal eclesiología. En efecto, la Iglesia forma una unidad compacta y la diversidad de sus miembros se entiende sólo sobre la base de lo que es común. La diferencia de oficios y caris-mas se inserta en la unidad de la Iglesia (cf. LG 30; 32). La edificación del cuerpo de Cristo es una acción única y común a todos los creyentes. La misión de los laicos es la misión propia de todo el pueblo cristiano.
Como queda dicho en el epígrafe anterior, las diversas vocaciones y carismas son expresión de las aptitudes propias y responden a una tarea a cumplir en la Iglesia. Compete a los ministerios ordenados velar por la animación del conjunto, por el respeto a la diversidad de los carismas, su coordinación y su impulso. La ordenación sacramental no separa del pueblo de Dios, sino que introduce más profundamente en él. Cualquier distinción, incluso de derecho divino, en el interior del pueblo de Dios es secundaria respecto a la igualdad y unidad fundamental de los bautizados.
La reflexión doctrinal sobre la comunión eclesial, de la que hablaremos en otro capítulo, abre grandes horizontes para el futuro de la teología del laicado. La comunión eclesial, fundada sobre la igualdad sustancial de todos los miembros del pueblo de Dios, se articula en una relación a un tiempo fraternal y jerárquica, que orienta a todos a la misma misión liberadora y redentora de Cristo. Así se construye una Iglesia misionera, hecha de pastores y laicos, toda ella en tensión hacia la edificación del Reino y hacia el bien común de la humanidad, en cuya tarea se integran profundamente la autonomía y la libertad de todos los creyentes.
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Actuar PARA RECUPERAR LA CONDICIÓN DE SUJETO
La presencia de los laicos cristianos como fermento del evangelio en el mundo abarca hoy un abanico muy amplio que va desde la animación de la comunidad eclesial hasta el compromiso en todos los sectores de la vida de la sociedad. Esta doble presencia es vital para la Iglesia, so pena de verla de nuevo reducida a un asunto de curas o de restringir a los laicos a la gestión para la supervivencia de la institución eclesial.
Todo laico que quiera realizar su vocación en el mundo actual goza de innumerables oportunidades para ser testigo del evangelio. Tiene más contactos con alejados y no creyentes que los que nunca hubo en nuestra Iglesia. A él le corresponde anunciar el evangelio en esta sociedad cada vez más alejada de todo lo que sea religioso, católico o no. Y ello con arrojo y valentía, sin ocultar nada, precisamente en un tiempo en que estar a la moda es más importante que identificarse como persona o como creyente. En un mundo dominado por la inconsistencia, los laicos deben anunciar de modo creíble el mensaje del amor de Dios y de Cristo. A pesar de los previsibles fracasos, hay que luchar decididamente contra la indolencia y la falta de coraje porque en el mundo actual se presentan a los laicos posibilidades fascinantes de anunciar el evangelio. Vamos a destacar sólo algunos aspectos centrales de esta actuación laical en el presente.
1. IMPULSO A UNA COMUNIDAD ECLESIAL VIVIENTE Y ACTIVA EN EL MUNDO
La vida de la Iglesia en nuestros días está ya alumbrando poco a poco la experiencia, al mismo tiempo profundamente comunitaria y comprometida en el mundo, de todos los bautizados. Este proceso inexorable no es el fruto de una teoría teológica, sino de una nueva vivencia de Iglesia.
Aquel binomio jerarquía/laicado que implicaba una concepción pasiva de la mayoría del pueblo de Dios y desconocía la riqueza ministerial de la Iglesia cede el paso a la realidad de un sujeto colectivo, todo él pueblo de Dios, que vive las cosas de Dios y las transmite al mundo. Lo primario es la comunidad bautismal y euca-rística vivificada por el Espíritu en el discipulado de la Palabra.
La alternativa posconciliar al binomio señalado (que viene expresada en el título del presente capítulo) ha de impulsar a trabajar para situar al laico más ampliamente que en el único horizonte de
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la secularidad, sustituyendo el modelo de una Iglesia piramidal por el de una Iglesia comunión en trance de misión. Con ello se sale al paso del peligro de que el laico quede al margen de la comunión eclesial en su trabajo en el mundo, mostrando que él es también constructor de la Iglesia precisamente por su trabajo en la realidad temporal.
El servicio al mundo es inseparable del servicio a la comunidad. Con lo cual no se pretende identificar servicio a la comunidad y servicio al mundo, sino mostrar claramente la contribución que los laicos por su compromiso en el mundo prestan a la construcción de la comunidad. Expliquemos algo más este punto.
2. SERVICIO SALVÍFICO AL MUNDO
La Iglesia es una realidad dinámica en marcha hacia una mayor plenitud de su realidad comunitaria. Si se tiene en cuenta este dinamismo esencial puede comprenderse por qué necesita que sus miembros la empujen hacia delante en su ser Iglesia: lo regalado debe desarrollarse; dado que a la Iglesia se le ha confiado un tesoro, ella debe moverse para transmitirlo. En la búsqueda de la realización más consecuente de lo que le ha sido regalado, se descubre la Iglesia como una comunidad que nunca puede bastarse a sí misma.
Pues bien, la dinámica del «siempre más» pide a los laicos unificar su fe con las cambiantes experiencias en el mundo vital moderno para poder así hacer justicia mejor a su misión secular. Todos los que se sienten responsables de que la Iglesia verifique su ser de Iglesia están obligados a hacer perceptible el dinamismo en favor de una comunidad de Iglesia cada vez mayor. Esta es su tarea misionera.
Ahora bien, las fronteras de la Iglesia son hoy enormemente fluidas. Visto sociológicamente, hay márgenes de la Iglesia en los que no siempre se sitúan los no creyentes, sino sencillamente personas que no acaban de encontrar su entrada a la vida comunitaria. En este caso se trata de colaborar en la integración de aquellos que están en el margen. Porque la tendencia natural de toda comunidad a cerrarse en sí misma no excluye a la Iglesia, lo cual se hace hoy muy perceptible en la autolimitación de las comunidades a determinados estratos y ambientes.
Pero el dinamismo eclesial no debe ceñirse a querer aumentar las propias filas. Importa que los laicos que asumen compromisos
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evangelizadores no sólo se esfuercen en la edificación de la comunidad de fe, sino que apuesten además por construir una vida pública social y política digna de la persona humana. Por desgracia, a los cristianos que se comprometen en esas tareas fuera del ámbito eclesial, se les manifiesta muy escasamente el reconocimiento de que realizan un servicio específicamente cristiano y eclesial. En ellos debería verse el cumplimiento de lo que nos pide un gran sociólogo actual (Peter L. Berger): los cristianos no sólo han de intentar leer los signos de los tiempos, sino también escribirlos de vez en cuando.
En ningún caso debe caer en el olvido que el servicio al mundo es servicio salvífico. Se trata de prestar más atención a la misión cristiana en el mundo y acompañar competentemente a quienes conscientemente se comprometen como cristianos en el dominio de la vida pública, en la sociedad, la economía, la política. Se trata de motivar y de capacitar a los individuos para vivir de la identidad cristiana en los diversos contextos seculares y de impulsar el intercambio entre cristianos, incluso de diversas opciones políticas, acerca de los cuestionamientos correspondientes.
Por fin, en la medida en que el diálogo entre la Iglesia y las instituciones sociales ya no es evidente, los laicos han de tener una preocupación apremiante por ese ámbito y en muchos casos debería ser no sólo significativo, sino necesario activarlo por medio de personas específicamente preparadas para ello.
La traducción de todo esto en la vida humana del laico sucede de muchas maneras. En las situaciones concretas de cada día, desde las más sencillas hasta las crisis más profundas de la existencia, les corresponde ofrecer la nueva luz de la fe cristiana con todas sus consecuencias, de modo que todos los ámbitos de la vida queden sellados cada vez más por el evangelio. En este ministerio laical tiene su lugar natural el diálogo entre la fe y el mundo: los candentes problemas políticos, económicos y sociales, así como las cuestiones de la vida en familia y de la educación han de ponerse en diálogo con el concepto cristiano de los valores. Los laicos han de luchar a favor de un sistema global de democracia política que es el que corresponde a la dignidad de la persona. A ellos se les presenta la urgencia de comprometerse en partidos que intenten aplicar los valores del humanismo cristiano y que luchen decididamente contra las desigualdades, la xenofobia, la carrera armamentista, la ayuda insuficiente al desarrollo, el respeto al medio ambiente, etc.
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3. CARISMAS PARA LA EVANGELIZACIÓN
Es necesario vivir la realidad total de la Iglesia como comunidad de servicios, carismas y ministerios en la dimensión global de evangelización misionera. El punto de apoyo ha de ser una nueva apreciación del papel de los carismas que renuevan la Iglesia desde su interior para afinar y enriquecer su capacidad anunciadora. Este enfoque ha de conducir a reformar la Iglesia en clave de servicio y de servicios, según la figura del Jesús Siervo que entrega su vida por el mundo. Es evidente que, para que sea auténtica vida eclesial, cada carisma debe integrarse y ejercerse en plena comunión con los otros miembros del pueblo de Dios. Se trata de presentar la Iglesia como pueblo de Dios floreciente de gracias, caris-mas, dones y ministerios, que vive la solidaridad cristiana, la corresponsabilidad, la sinodalidad, como expresión de su vocación global.
Las consideraciones anteriores dan pie a los criterios operativos para la «reestructuración» del pueblo de Dios. El nuevo modelo de Iglesia ha de facilitar la relación de interlocutores y compañeros de tarea común entre los distintos sujetos responsables de la misión, con flexibilidad, alternancia, autorregulación y limitación temporal. En el fondo, esto significa la creación de nuevas estructuras eclesiales sobre una base sinodal.
Conviene hacer una advertencia en relación con estas reflexiones sobre los carismas: hay que evitar entenderlos como introversión eclesial o eclesiocentrismo, como olvido de la dimensión de evangelización misionera o de la presencia transformadora en el mundo.
La vía así esbozada es el camino para que los laicos «se apropien» de la Iglesia que, en realidad, ellos componen, asumiendo funciones y cargos eclesiales y participando en los diversos organismos y estructuras de responsabilidad. La investidura de los laicos en diversas responsabilidades de animación pastoral es tarea irreversible e irreemplazable; ello no es una huida del mundo, repetimos, sino animación de la evangelización, pues las responsabilidades en la Iglesia siempre deben entenderse desde la llamada misionera.
Sólo con esa perspectiva y esas realizaciones se puede abordar la reforma de la Iglesia. La configuración sacramental vendrá luego a eclesializar los diversos servicios, carismas y ministerios; y la estructura jurídica, a regular su armonización concreta e histórica en la vida eclesial.
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4. PLENO PROTAGONISMO DE LOS LAICOS
Como hemos señalado en el «Ver», los laicos hasta ahora sólo han sido considerados protagonistas activos en la teoría del Concilio, pero en las realizaciones concretas vitales de la Iglesia siguen estando reducidos casi a la condición de meros figurantes. Para que la teoría conciliar y la práctica eclesial vayan de acuerdo, es preciso que en el futuro les corresponda a los laicos más participación en todas las realizaciones, procesos de organización y de decisión, y ello no como concesión de la autoridad eclesial, sino con la correspondiente protección jurídica, porque les corresponde ese derecho en razón de la dignidad, autoridad y participación en la triple función eclesial de enseñar, santificar y dirigir, que Dios les ha otorgado en el bautismo. Para que ello no se quede en un piadoso deseo, sino que se haga realidad, son necesarios tres cambios decisivos.
El primer paso ha de consistir en que más servicios y ministerios eclesiales que hasta ahora estén abiertos a los laicos. No debe suceder que los laicos asuman determinados ministerios en la Iglesia sólo en situación de necesidad, como tapaagujeros en caso de falta de clero o con un permiso excepcional, sino en principio e independientemente de la situación del personal clerical.
El segundo paso debe ser la implantación del derecho de intervención de los laicos en todos los niveles eclesiales y en todos los ámbitos jurídicos. Los laicos deben tener siempre voz en las cuestiones de personal, así como en las cuestiones centrales sobre presupuestos, transformación de las estructuras eclesiales, configuración y organización de la vida litúrgica y determinación de los objetivos pastorales. Este derecho de intervención debe ser utilizado sobre todo para la colaboración de laicos y presbíteros.
El tercer paso estriba en la participación de los bautizados en las reuniones eclesiales que dentro del llamado proceso sinodal configuran la realidad pastoral. Y ello en una triple dirección. Por una parte, ha de elevarse el número de los representantes de los laicos en las diversas asambleas de Iglesia. Por otra parte, hay que dotar a dichos representantes no sólo del derecho a hablar, sino del derecho a votar y no únicamente con voto consultivo, sino deliberativo, suprimiendo la diferencia que existe actualmente. Finalmente, la competencia para decidir de la comunidad reunida debe fortalecerse de tal manera que se limite al mínimo necesario el derecho de veto de la autoridad eclesial competente.
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Según eso, la autoridad eclesial nunca debería poder modificar o derogar de acuerdo con su propio criterio las decisiones tomadas por la asamblea, como sucede ahora en muchos casos. La autoridad debería estar siempre vinculada a la realización de las decisiones, a no ser que puedan provocar una adulteración del contenido de la fe o una contravención grave de los criterios de la moral o del derecho.
5. ARMONÍA DE LOS LAICOS Y LOS MINISTROS ORDENADOS
Si los laicos han de vivir la fe realizando la inmersión en la se-cularidad y la dispersión en la enorme variedad de situaciones humanas, los ministros ordenados, por su parte, han de cuidar de que tal secularidad y dispersión conserven el absoluto de la fe y mantengan la comunión.
Ambos grupos de creyentes no se colocan uno al lado del otro o por encima del otro: son correlativos. La Iglesia no cumpliría su misión tanto si perdiera la pureza de la Palabra que la fundamenta en la unidad como si mantuviera la Palabra fuera de las vicisitudes humanas de la historia. Lo absoluto y la contingencia son rasgos esenciales de la misión y, por ello, todo cristiano, sea laico o ministro ordenado, los lleva dentro de cualquier acción suya. Sin embargo, desde la perspectiva de la peculiaridad de cada carisma, el pastor está al servicio de la comunidad para que permanezca fiel al absoluto de la Palabra, los laicos están al servicio de la comunidad para que permanezca fiel a la contingencia de su actuación en la historia.
Ahora bien, la tentación en la que no hay que caer es la de distinguir en el pueblo de Dios de manera tajante dos grupos contrapuestos, el de los ministros ordenados con la prerrogativa del absoluto de la Palabra y el de los laicos, destinados a la contingencia. Pues es evidente que los pastores de la Iglesia pronuncian su palabra dentro de los condicionamientos de la historia y de su misma subjetividad. Y viceversa, no se puede decir que a los laicos no les interesa la fidelidad al absoluto de la Palabra. Siempre será verdad que la secularidad no es característica exclusiva de ninguno en la Iglesia, puesto que es lo propio del sacerdocio común de los bautizados, al cual nadie puede sustraerse.
Los unos no pueden sustituir o hacer superfluos a los otros. Por el contrario, lo decisivo es que como pueblo de Dios salvaguarden la misión de la Iglesia en el mundo y no den en una
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yuxtaposición o contraposición o incluso en actitudes de anteposición y subordinación. La mutua relación debe estar acuñada por un favorecimiento de los unos para con los otros. Laicos y ministros ordenados ponen en juego sus respectivas capacidades para la construcción de la comunidad. Misión y vocación de los ministros ordenados es ejercer el servicio a los servicios de la comunidad de fe, es decir, dejar crecer los carismas de los laicos, hombres y mujeres, y al mismo tiempo alinearlos hacia el ordenamiento liberador y salvífico del evangelio de Jesucristo. Misión y vocación de los laicos es constituirse en sujetos del envío eclesial, es decir, comprometerse con sus propias dotes y perfiles personales en pro de la vitalidad de la comunidad eclesial que anuncia el evangelio al mundo.
Tomar en serio este principio crea un equilibrio nuevo en la vida de la comunidad eclesial. En efecto, los carismas laicales más característicos proponen la autoridad de sus propias competencias. Existen circunstancias en las cuales los laicos poseen legítimamente autoridad y los pastores tienen el deber de escucharlos y seguirlos. Su competencia no es algo meramente profano que nada tiene que decir a la Iglesia, sino que es don del Espíritu en virtud del cual se realiza el sacerdocio de Cristo entre los hombres y se cumple la misión de la Iglesia en el mundo. La Jerarquía tiene que reconocer el valor de las actividades seculares de los cristianos para la misma estructuración y para la realización de la misión de la Iglesia. Ella no puede cumplir su misión en el mundo al servicio de la persona humana sin una explícita referencia a la autoridad de las competencias que cada uno de los cristianos realiza en virtud de su carisma específico.
Pero si en un determinado momento en la misión de la Iglesia está en juego la autenticidad del evangelio, entonces se requiere el ejercicio del ministerio ordenado. Si en una circunstancia histórica las diversas experiencias de fe no logran componerse en la unidad, son los pastores de la Iglesia los que con su carisma de autoridad han de conducir a los creyentes a la comunión.
De todas formas, la armonía de roles no es fruto de reflexiones teóricas o de normativas canónicas, sino de un aprendizaje y una experiencia vivida. Los ministros ordenados han de reconocer los carismas propios de los laicos y darles espacios de libertad en el ejercicio de su vocación específica, aceptar sus opiniones, reconocerles responsabilidades decisorias. Los laicos han de saber colaborar lealmente con quienes, bautizados como ellos, han recibido del Señor el ministerio de pastores del pueblo de Dios.
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6. EN SÍNTESIS: VIVIR LA FE EN SU INTEGRIDAD Y EN TODAS SUS DIMENSIONES
Digamos, como síntesis final, que se impone profundizar en la vinculación entre salvación del mundo y autonomía de lo temporal. Hay que superar todavía un cierto extrinsecismo en este tema. El proyecto de Iglesia testimonial y fermento del mundo exige que, mediante la praxis militante, se ahonde en el vínculo existente entre fe cristiana y construcción de un mundo más humano en el que todos los hombres y mujeres puedan vivir en la dignidad y libertad de los hijos de Dios.
Esta reflexión tiene importantes repercusiones prácticas para la creación de actitudes propias del laico cristiano. La laicidad será la nueva actitud del que se sabe peregrino en una ciudad que no es cristiana y en la que debe realizar su vida de testigo del Reino. Cuando la laicidad del mundo es respetada sinceramente por la Iglesia, ella se muestra pobre y servidora, anunciando con alegría y coraje el evangelio, con preocupación y amistad para con toda persona, valorando lo que es auténticamente humano según el plan de Dios.
Aquí percibimos la diferencia entre el proyecto pastoral que dominaba en el llamado «régimen de cristiandad» y el modelo de evangelización donde la fe ha de dar testimonio en la sociedad y la historia tal como ellas surgen de la libertad humana. Es éste un gran desafío para la Iglesia de hoy: que todos los bautizados, en la variedad de sus dones, gracias, carismas y ministerios, sean adultos en el Espíritu para dar testimonio y servir a la causa del Reino en la causa de la justicia y la paz para todo ser humano.
Ello requiere categorías mentales nuevas y un discurso evangélico accesible a nuestro tiempo. Es necesario prestar atención a las esperanzas del mundo, que aguardan del evangelio que anunciamos una respuesta de salvación. Aquí ha de aparecer la perspectiva escatológica del cristianismo como «religión del futuro absoluto», como historia de un pueblo que tiende hacia un futuro siempre mayor, como religión no de los saciados y satisfechos, sino de quienes tienen hambre y sed de la justicia.
Si estas actitudes de fondo se imponen, sólo queda por decir a los laicos que se abran con coraje al mundo para «poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes y activas en las cosas del mundo», confiados en que, «sin perder o sacrificar nada de su coeficiente humano, al contrario, manifestando una dimensión trascendente frecuente-
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mente desconocida, estarán al servicio de la edificación del reino de Dios y por consiguiente de la salvación en Cristo Jesús» (Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, n. 7).
PARA PROFUNDIZAR
G. ALBERIGO, «El pueblo de Dios en la experiencia de la fe», en: Concilim 20, n.° 196,1984, pp. 353-370.
A. M. CALERO, El laico en la Iglesia, Edit CCS, Madrid 1997. S. DIANICH, «Laicos y laicidad en la Iglesia», en: Vaginas, n.os 89-90, abril
1988, pp. 91-122. C. GARCÍA DE ANDOIN, «Laicos cristianos», Iglesia en el mundo, Ediciones
Hoac, Madrid 2006. G. MAGNANI, «La llamada teología del laicado ¿tiene un estatuto teológi
co?», en: R. LATOURELLE (dir.), Vaticano II. Balance y perspectivas, Sigúeme, Salamanca 1989, pp. 373-410.
A. MORAN, «Sacerdocio común de los fieles y sacerdocio ministerial», en: Estudios Eclesiásticos 52, 1997, pp. 332-353.
J. PEREA, El laicado: un género de vida eclesial sin nombre, Desclée Br., Bilbao 2001.
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Capítulo 8
La difícil pero necesaria comunión eclesial
En el n.° 36 de la encíclica Tertio millenio adveniente Juan Pablo II proponía a la Iglesia un serio examen de conciencia como preparación para la celebración del Jubileo del año 2000. Entre otros puntos, el Papa pedía que miremos a la recepción del Concilio, ese gran don del Espíritu a la Iglesia. Y ahí preguntaba textualmente:
«¿Se consolida en la Iglesia universal y en las Iglesias particulares la eclesiología de la comunión de la Lumen gentium, dando espacio a los carismas, los ministerios, las varias formas de participación del pueblo de Dios...?».
Escuchando esta llamada a revisar nuestra vivencia de la comunión eclesial, dedicaremos el presente capítulo a un esfuerzo de reflexión que nos permita clarificar algunos criterios teológicos acerca de la comunión eclesial y, sobre todo, aplicarlos a nuestra experiencia espiritual y pastoral.
La comunión es una realidad cristiana central que necesita ser penetrada, reflexionada y responsablemente asumida. Su noción y su contenido pertenecen al bien más antiguo y tradicional de la Iglesia.
Ver PROBLEMÁTICA EN TORNO A LA COMUNIÓN
1. EL ANHELO DE COMUNIÓN EN LA SOCIEDAD ACTUAL
La comunión es una realidad y un anhelo originales del ser humano. La persona es un ser social que necesita de los demás en el plano material-físico y en el espiritual-cultural y que sólo puede alcanzar su realización plena en la comunión con otros.
Gracias a las posibilidades que ofrece la técnica moderna y a los medios de comunicación, la proximidad externa entre las personas es incomparablemente mayor que en cualquier otra época, pero en ninguna ocasión como en nuestra actual sociedad masificada han sido tan grandes el peligro del aislamiento y el riesgo de soledad. Esta sociedad es una acumulación gigantesca de individuos concretos, pero no un conjunto que haya crecido de forma orgánica.
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Individualismo y colectivismo son dos fenómenos modernos contrapuestos; ambos coinciden en que no aportan una solución a los problemas del individuo. Ambos yerran al señalar la esencia de la persona humana, que sólo encuentra su plenitud en el contacto personal, en valores y objetivos comunes, en el recíproco dar y recibir una participación en las riquezas personales.
Es comprensible que, tras el derrumbamiento del mundo burgués y de su individualismo, las ideas de participación, solidaridad, grupo de base, ejerzan una atracción casi mágica. En cambio, todas las grandes instituciones sociales, supuesta o realmente anquilosadas, también la Iglesia, padecen un considerable déficit de credibilidad, porque aparecen como formas externas tendenciosas que impiden el ideal de la comunión personal.
Como es natural, en este movimiento hay elementos no maduros; es inevitable que tales anhelos se presten a la ideologización y al abuso. Pero tendríamos que ser ciegos y sordos para no darnos cuenta de que el interrogante que inquieta a muchos es, en el fondo, si cabe lograr la comunicación y la comunión entre los hombres y mujeres del mundo, si las ideas de solidaridad y participación frente a las grandes instituciones sociales, acusadas de esclerosis, son verificables o sólo son una ilusión.
Hay que reconocer que detrás de algunas críticas desabridas a la Iglesia se esconde el anhelo secreto de un ideal al que ella, como comunidad de pecadores, no puede responder con plenitud, pero al que, sin embargo, está obligada permanentemente. No hay duda de que la fe tiene su lugar y su gran oportunidad en la propuesta de la comunión como forma de comunidad cristiana y también humana.
Por tanto, la problemática acerca de la comunión eclesial que se manifiesta en formas múltiples, hay que situarla en un horizonte de cambio social generalizado: derrumbamiento de una civilización, afán de libertad individual, confrontación de ideologías (neo-liberalismo y mundialización frente a socialismo democrático), diversos movimientos de liberación, etc.
Tal situación social influye en la vida eclesial porque la Iglesia se encuentra en este mundo, como ya explicamos. El amplio horizonte señalado nos da la medida de la importancia y de la extensión del impacto en la realidad eclesial: todos estamos involucrados en él; a todos nos afecta, derecha, izquierda y centro, base y estructura, Jerarquía y pueblo llano. El fenómeno de la prueba de la comunión se manifiesta en formas múltiples que afectan tanto a lo que se refiere a la formulación de la fe, como a las formas del culto cristiano, como al compromiso de vida.
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2. EN LA ESTELA DEL CONCILIO VATICANO II
El catolicismo, en los cuatro siglos de enfrentamiento al protestantismo y a la Ilustración, abandonó el modelo de comunión de la Iglesia antigua. El Concilio Vaticano II quiso potenciar nuevamente el modelo clásico, reequilibrando la eclesiología católica a través del principio de comunión, una de sus ideas eclesiológicas directrices, aplicable a todos los niveles de la vida comunitaria eclesial. Consiguió escuchar uno de los latidos más profundos de nuestro tiempo, purificarlo a la luz del evangelio y responder a él de una forma que sobrepuja el buscar puramente humano. Por eso se recibió con el corazón abierto la eclesiología de la comunión del Vaticano II.
Entretanto, nuevas formas de responsabilidad compartida han nacido en todos los ámbitos de la vida eclesial. La idea de la «participación activa» (Pío X) no ha quedado reducida al ámbito de la liturgia, como propugnaba aquel papa. Es posible experimentar de nuevo a la Iglesia como comunión. Ha crecido una conciencia profunda de que todos somos Iglesia.
Por desgracia, hoy, cuando han transcurrido casi cincuenta años desde la finalización del Vaticano II, el entusiasmo de entonces ha perdido calor. Y se perciben signos de desengaño. Piensan unos que el Concilio fue demasiado lejos, mientras que otros opinan que se quedó muy corto. Unos temen la restauración en marcha, otros la esperan y desean. Sin embargo, el futuro de la Iglesia sólo tiene un camino: el que esbozó el Concilio Vaticano II, la realización plena de su eclesiología de la comunión. Ese es el camino que nos ha mostrado el Espíritu de Dios.
Hay que afirmar con firmeza que los textos conciliares y su eclesiología de la comunión no han quedado desfasados, ni mucho menos. Al contrario, la verdadera recepción del Vaticano II debe comenzar a hacerse realidad en nuestros días. Es necesario reflexionar sobre el Concilio Vaticano II desde la vertiente de la comunión, como vamos a hacer a continuación. Tal reflexión puede ampliar las perspectivas e insuflar mayor confianza en la vida de la Iglesia.
3. EN EL CONTEXTO DEL PLURALISMO INTRACATÓLICO POSCONCILIAR
La acentuación del pluralismo es quizá el síntoma más claro de los problemas que hoy se plantean a la comunión. Sin embargo, puede afirmarse que la pluralidad en la Iglesia no es un fenómeno
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presente, sino una constante histórica, al menos hasta la época de la Ilustración. Y ello por razones teológicas, que fundamentalmente se resumen en tres: la infinita creatividad, libertad y potencia del Espíritu, la personalidad y los dones de los creyentes y los condicionantes históricos, culturales y sociales que necesariamente han afectado a la vida eclesial.
En el momento presente la pluralidad se acentúa de manera particular porque a partir del Concilio hay tres vectores, nacidos del propio Concilio, que la impulsan:
• La presencia de la Iglesia en el mundo, siendo su compañera de camino y buscando discernir los signos de los tiempos (resultado de la GS).
• La participación de todos los bautizados en la misión de la Iglesia, con lo que ello significa de asunción de responsabilidades y ejercicio de la libertad (fruto de LG y AA).
• El respeto a la conciencia personal, tanto en la relación con los otros grupos religiosos y humanos como en el interior de la propia Iglesia (consecuencia de la Declaración sobre la Libertad Religiosa, DH).
Ante el pluralismo actual, muchas gentes de buena voluntad se sienten desconcertadas, quizá por el recuerdo de los años inmediatamente anteriores al Concilio, cuando la uniformidad era ley y otorgaba segura confianza. Creen que se desfigura la imagen de la Iglesia y se sienten alarmados por temer que se oscurece el testimonio de la Iglesia en el mundo, que se debilita su acción al quebrarse la comunión.
Otros, influidos sin duda por el ambiente actual, sostienen una pluralidad sin límites, que les sirve como argumento o como pretexto para eludir toda normativa de fe, de culto, de compromiso.
Frente a ambos extremos y a los hechos antes apuntados se trata de adoptar una actitud de fe en la Iglesia, aceptando el hecho histórico de la conmoción intraeclesial consiguiente a una crisis muy profunda de la humanidad dentro de la cual está y actúa el pueblo de Dios, y confiando en la fuerza del Espíritu y en el valor perenne de la obra de Jesucristo.
Juzgar REFLEXIÓN TEOLÓGICA SOBRE LA COMUNIÓN
En la tradición antigua, el pensamiento de la comunión estaba tan fuertemente grabado en la conciencia eclesial que el término se
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usaba como sinónimo de Iglesia. Iglesia es el hecho de estar en comunión con los otros creyentes, que en todas las comunidades dispersas por el mundo no forman más que una comunidad, con todo lo que ha sido dado a todos. Se trata, por tanto, de un nuevo modo de ser; pertenece al dominio del régimen de vida.
1. FUNDAMENTO TRINITARIO DE LA COMUNIÓN
Con el concepto de comunión no se apunta en primer lugar a cuestiones relacionadas con las estructuras de la Iglesia, sino a su naturaleza o, como dice el Concilio, a su misterio. El término se refiere más bien al auténtico contenido que construye y llena interiormente a la Iglesia y para el que ella vive.
No se trata de un mero afecto que contribuye al mayor bienestar de la Iglesia. Ni de un sentimiento de simpatía que nos une a aquellos que piensan, sienten y se comprometen con nuestros mismos ideales y tareas.
Comunión es un nuevo nivel de realidad revelada por Cristo y ofrecida por Él a los seres humanos, sólo asequible, por consiguiente, desde la fe y en la fe. Realidad hecha posible por la encarnación y la resurrección del Señor y por la comunicación de su Espíritu. Una nueva creación, un nuevo ser, el mismo ser de Dios participado gratuita y misteriosamente por los que creen en Cristo.
En efecto, el Padre eterno nos creó según su beneplácito eterno y nos llamó a participar de la vida divina, que es vida en común de las tres personas. Esta vida en comunión, meta de toda la historia de la salvación, se realiza históricamente y de una manera única en Jesucristo.
Él es el mediador a través del cual Dios aceptó la naturaleza humana para que nosotros participáramos de la naturaleza divina. De ese modo, el Hijo de Dios se unió en cierto sentido con cada persona humana en su encarnación. Por fin, lo que acaeció de una vez por todas en Jesucristo es continuado por el Espíritu Santo que habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles; es decir, que el Espíritu Santo realizará desde dentro ese evento y lo difundirá por todo el universo. La comunión eclesial esencialmente consiste en la participación común del Espíritu vivificante. Ahí se fundamentan las otras participaciones o comuniones eclesiales. Como dice el Concilio Vaticano II, es concretamente el Espíritu el que une a la Iglesia en comunión y en ministerio (LG 4; cf. AG 4). Hay que recordar una vez más que el Espíritu obra no destruyendo las carac-
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terísticas personales o sociales, sino purificando y sublimando la vida concreta. Además distribuye sus dones como quiere, sorprendentemente, obrando libremente en todos los niveles de la comunidad. De ahí nace la pluralidad de la Iglesia, las formas distintas de vivir la fe, sus diversas expresiones, las múltiples maneras de secundar la acción del Espíritu; todo ello manifiesta la comunión.
2. DOBLE DIMENSIÓN, «VERTICAL» Y «HORIZONTAL», DE LA COMUNIÓN
Como ya explicamos, la Iglesia es sacramento de la comunión de los seres humanos con Dios y de estos entre sí (LG 1). Es significativa y efectiva de comunión. Por su medio Dios llama y realiza la comunión última del Reino en que desemboca la historia de la salvación. No tiene otra razón de ser la Iglesia.
Ya etimológicamente, la palabra comunión en el mundo grecola-tino significaba la unidad que se originaba por la participación de un bien existente previamente. Incluía dos elementos: el de tener parte en algo y el de la relación interpersonal, originada tanto con el que comunica algo, como entre los que comparten lo comunicado. Este rico sentido del término llevó a los primeros cristianos a elegirlo para expresar su propia experiencia.
La dimensión «vertical»
Según el nuevo sentido, la comunión se realiza primariamente con Dios. Es «vertical», interior e invisible; sólo la acción del Espíritu Santo puede actuar dentro de la persona. La comunión no es una realidad disponible por el ser humano, sino regalada por Dios, hecha posible por su autocomunicación, lo que incluye que sólo se puede pertenecer a ella voluntariamente, en la respuesta de libertad a la llamada.
En Jesucristo, por la acción salvífica de Dios Trino, somos constituidos como comunión, somos el pueblo de Dios, elegido y llamado. Los bienes divinos participados son los que Jesús anunció en su mensaje del Reino: la justicia, la verdad, la paz, el amor, etc.
Como continuación de la presencia de Cristo en la historia, la comunión es una realidad divino-humana, compuesta de debilidad y grandeza, de cruz y de gloria, de realidad pecaminosa necesitada de reforma y de misterio de santidad. No puede olvidarse ninguno de los dos aspectos; ambos son propios de la comunión y
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se encuentran en tensión. No pueden separarse ni yuxtaponerse como cosas distintas: «forman una realidad compleja, que vincula el elemento divino y el humano» (LG 8,1). Olvidar el aspecto humano y visible conduce al maniqueísmo, al espiritualismo. Olvidar el aspecto divino conduce al pelagianismo, al naturalismo.
La dimensión «horizontal»
La vinculación a la realidad divina produce entre los miembros de la Iglesia la íntima vinculación entre sí. Los bienes que Cristo comunica a sus miembros por el Espíritu se traducen en todo tipo de relaciones espirituales. La vida de Cristo es la de todo el cuerpo; vinculados a Él, sus miembros están vinculados unos a otros.
En consecuencia, la comunión adquiere un sentido netamente rela-cional: las relaciones de creyente a creyente y las relaciones de comunidad a comunidad. Es, por tanto, una red de intercambios, el conjunto de conexiones, el resultado de relaciones recíprocas múltiples.
Esta es la dimensión horizontal de la comunión, visible, realizada entre personas, construida a través de los instrumentos de la experiencia humana histórica. Se trata de una realidad personal y social, psicológica y objetiva al mismo tiempo. Una comunión global debe ser lugar donde se transmite de uno a otro una experiencia de vida, no sólo en la esfera afectiva del sujeto, sino en los hechos, en sus dinamismos, en las orientaciones reales de toda la persona. La dimensión horizontal de la comunión se cumple cuando sucede realmente tal transferencia.
De ahí que comunión recibe también el significado de pertenencia a una confesión de fe (como ejemplo bien conocido: la Comunión Anglicana). Por eso, herejes eran ante todo aquellos que sólo «comunicaban» entre sí, pero no con la gran Iglesia. Este uso llevará más tarde a aplicar el término comunión a la pertenencia o exclusión de la Iglesia desde una perspectiva jurídica (excomunión).
Es así como la eclesiología de la comunión supera la idea de la Iglesia como «sociedad desigual». Afirma que la común pertenencia al pueblo de Dios precede a toda distinción de ministerios, ca-rismas y servicios.
Relación entre ambas dimensiones
Es importante señalar la conexión entre ambas dimensiones: la comunión con Dios se realiza en la Iglesia por la fuerza de la co-
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municación de la experiencia de Cristo que se realiza entre personas, es decir, a través de instrumentos históricos y visibles: signos, palabras, gestos, hechos externos. Dios Trinidad nos regala su propia vida de comunión: esto es hacer partícipes; por su don nosotros nos hacemos una comunión: esto es tener parte; así se suscita una comunidad en la que todos comparten la misión. La frase anterior no es un juego de palabras, sino la expresión lingüística de la coherencia que lleva consigo la comunión.
Dicho con palabras quizá más sencillas: la comunión horizontal, interpersonal, es signo y manifestación por medio de la cual se realiza y trasparenta la superior unión con Dios. La Iglesia no se ofrece al mundo como una interesante experiencia humana, sino como una propuesta de espacio para el encuentro pleno de la persona humana con Dios.
De ahí se saca una conclusión: la Iglesia debe ser ante todo una red de verdaderas relaciones interpersonales. No basta apelar a las realidades objetivas (la doctrina, los sacramentos, las instituciones,...), las cuales, si bien son necesarias, no sustituyen a la comunión de vida que se establece en la comunicación interpersonal de la experiencia de Cristo.
Bajo la moción del Espíritu cada miembro actúa para el bien del todo. Los dones son múltiples en la Iglesia (cf. ICor 12, 28) y dicha multiplicidad sirve al buen funcionamiento del conjunto. En consecuencia, nadie debe adoptar actitudes exclusivistas, como si lo propio le perteneciera como propio o fuera lo único válido. Quiere esto decir en concreto que la comunión obliga a salir de sí mismo, de las propias comunidades restringidas, de los bienes particulares. Ella empuja al bien total y da participación en el bien de todos.
En la instrumentación histórica y visible por medio de la cual se realiza la comunión, consiste la dimensión de la Iglesia que llamamos «sacramental». La comunión «exterior» (en los medios de la gracia) y la comunión «interior» (en la vida de la gracia) no están yuxtapuestas. Su conjunto ensamblado constituye la Iglesia sacramento. La Iglesia se realiza como sacramento por medio del conjunto de elementos concretos, históricos, visibles que verifican (= hacen verdadera) la comunión, realidad invisible y trascendente.
En resumen, la comunión no es mero afecto, sentimiento o actitud interior, porque hay que expresar y realizar la unión con Dios y entre sí de forma que no quede escondida en lo íntimo de las conciencias. Se trata de una comunión visible e histórica entre personas que se comunican la experiencia de Cristo de la que participan.
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3. LA COMUNIÓN SE REALIZA POR MEDIO DE LAS VIRTUDES
TEOLOGALES...
El primer instrumento de comunión es la fe o, mejor dicho, la confesión de fe. Según Pablo, el primer hecho en que los cristianos experimentan su unión fraterna es su fe; es lo que les distingue e identifica frente al mundo circundante y lo que les une en una comunidad original. La Iglesia se sostiene sólo en el hecho de que hay hombres y mujeres que tienen comunión con Cristo por la fe y así participan de su salvación. Por eso, la comunión eclesial, que es una realidad interpersonal, sólo se da cuando la fe es comunicada, cuando la experiencia de Cristo se cuenta, la adhesión al Señor se proclama. Ante el mundo el grupo de los creyentes se autoidentifi-ca, se propone como ofrecimiento de comunión nueva y universal en cuanto proclama su fe con una sola voz.
El segundo instrumento de comunión es la esperanza: en su manifestación exterior ante el progreso humano, con su capacidad de discernimiento crítico respecto del mismo. La esperanza escato-lógica debe demostrarse en la crítica de otros dioses y señores que hoy se ofrecen como respuesta a los anhelos humanos, en especial el dinero y el afán de poder.
El tercer instrumento concreto y visible de comunión es la caridad, las obras de amor. La comunión con Cristo se reconoce en las relaciones fraternas que corren entre los discípulos (cf. Jn 13, 35; Hch 2, 44), las cuales buscan la superación de todo lo que aisla, en un género de vida social completamente nuevo. No basta la profesión de fe común, ni basta la esperanza escatológica conjunta; san Pablo no cesa de exhortar a sus interlocutores a la operatividad de la caridad, a la colaboración de todos en la vida eclesial (ICo 12, 12-30; Rm 12, 4-7; Ef 4, 7-16). En nuestro lenguaje actual traduciríamos el pensamiento de Pablo diciendo que la llamada del Señor nos hace «comunicar» con todos en el cumplimiento de su obra.
4. . . . Y POR LA EUCARISTÍA
Como hemos explicado, el ser trinitario de Dios que es en sí mismo absoluta comunión se abre al ser humano en la autodona-ción de Jesús en su acto redentor. Este acto tiene su actualización y su paradigma más denso en la entrega de la eucaristía. Como consecuencia de la participación en la vida de Dios por la comida común de la víctima del sacrificio único, se establece la unión singu-
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lar entre los participantes, que son llevados así a una superior unidad de índole sobrenatural o divina.
En la Iglesia antigua existía la clara conciencia de que la participación en los sacramentos era equivalente a la acogida en la comunión eclesial. Este criterio se aplicaba particularmente a la participación en la eucaristía. «La Iglesia hace la eucaristía, la eucaristía hace la Iglesia», era un antiguo dicho de los Santos Padres. La comunión en la eucaristía lleva a la comunión mística con el misterio de la Iglesia de Dios y la comunión interpersonal es consecuencia y exigencia de la comunión eucarística (cf. ICor 10,16 ss.). Por eso, la concordia entre los cristianos y la concordia entre las comunidades comporta una referencia última: la eucaristía.
La autenticidad de la celebración eucarística está esencialmente vinculada a la autenticidad de la comunión eclesial, porque la Iglesia se congrega peculiarmente en este su acto principal con la más densa presencia de Jesús (cf. ChD 14).
En la visión simbólica propia de los Santos Padres, mucho más rica que el posterior empobrecimiento de la teología escolástica, el signo no puede disociarse de la realidad a la que hace presente. Los fieles que reciben la eucaristía devienen lo que ya son y son ya lo que devienen: comunión en el cuerpo de Cristo que reciben como alimento.
Podríamos interpretar el pensamiento de los Padres diciendo que el plan salvador de Dios consiste, en primer lugar, en una comunión «descendente»: desde la Trinidad por Cristo y la eucaristía hasta los hombres y las cosas. De ahí nace, en consecuencia, una comunión «ascendente»: de la realidad del mundo (pan y vino), por medio de la humanidad, hacia Cristo y Dios trino.
De esa reflexión nace el uso eucarístico del término comunión: es la expresión más usual para referirse a la recepción de la eucaristía. Advirtamos que esa expresión no se refiere sólo a la mera recepción del pan y del vino eucarísticos, sino también a la «unión común» de los que participan en la celebración que es fuente de dicha comunión. Esta idea se expresa en una frase en el lenguaje de los teólogos: la realidad sustancial y última del sacramento es la unidad de la Iglesia.
Durante mucho tiempo no hubo necesidad de recordar explícitamente que la comunión eclesial dependía de la realidad de comunión por excelencia que es la eucaristía. Nadie ponía en duda su importancia para la vida comunitaria. Pero esta visión sintética, global y dinámica se perdió en el Occidente cristiano (no así en Oriente, donde ha perdurado muy viva). Como consecuencia de
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las disputas sobre la eucaristía en el siglo xi y de la confrontación con la Reforma en el siglo xvi, la eclesiología eucarística cayó en el olvido, para desembocar en el empobrecimiento según el cual «la comunión» era comer la hostia. Se oscureció en muchos espíritus aquella verdad fundamental y se fue imponiendo una imagen de Iglesia principalmente como entramado social jerárquico. Hasta que la renovación bíblica y litúrgica de la primera mitad del siglo pasado hizo que se recuperara la conciencia clara sobre la fuente de la que vive la Iglesia: la comunión de la palabra y del sacramento, especialmente de la eucaristía.
Recapitulando. Podemos afirmar que la eucaristía es la actualización simbólica y sacramental de todo el misterio de la salvación. Como comunión eucarística, la Iglesia es no sólo copia de la comunión trinitaria, sino también su actualización. No es sólo signo e instrumento de salvación, sino también fruto de salvación. Como comunión eucarística, la Iglesia es la respuesta rebosante al primigenio deseo humano de comunión.
5. UNA NUEVA CONCEPCIÓN DEL SUJETO ECLESIAL
En la imagen clásica postridentina la Iglesia parecía identificarse con la institución: esta se consideraba el sujeto inmediato de todos los dones de Dios a su Iglesia y el sujeto activo de la puesta en práctica de dichos dones. Los fieles se concebían vinculados pasivamente a la institución y bajo sus poderes propios. Daba la impresión de que la Iglesia podía actuar sin que ellos actuasen.
La eclesiología conciliar de la comunión, junto con la de pueblo de Dios, como ya explicamos, significa el abandono de la centrada sobre la institución, ha favorecido la conciencia de que toda la comunidad eclesial es sujeto y ha hecho desaparecer definitivamente la «eclesiología de la pirámide». No que se hayan diluido las diferentes tareas y funciones, sino que ahora son interpretadas de forma nueva.
La nueva visión se caracteriza por destacar que el sujeto inmediato y real de los dones de Dios es la comunidad de los fieles en cuanto tal. La institución es un don entre ellos, regalado por Dios a la comunidad de los creyentes para configurarla, dándole una estructura social particular que ejerza una función de coordinación y regulación y asegure el crecimiento de todos y el servicio recíproco.
El concepto de sujeto aplicado a la Iglesia no es un término que se encuentre en los tratados convencionales de eclesiología o en las
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declaraciones eclesiásticas doctrinales. En vano se le busca también en los documentos del Vaticano II. Y, sin embargo, el discurso acerca de la condición de sujeto de la Iglesia se está generalizando en la teología actual. Dicho discurso está en estrecha relación con el desarrollo en la conciencia moderna de la dignidad de la persona humana, de su evolución hasta la autodeterminación, capacidad de decisión, uso responsable de su libertad y de su poder de juicio.
Cuando la idea de ser sujeto se aplica a la Iglesia, significa ante todo que el pueblo de Dios no es sólo receptor pasivo de los dones de la salvación y de la palabra de Dios, sino que le corresponde una actividad propia en el acontecimiento de la salvación. Por eso, la afirmación de que la Iglesia es sujeto, en definitiva no es otra cosa que la interpretación de la comunión eclesial en el contexto de los problemas modernos.
Lo cierto es que la Iglesia actuó desde el principio como sujeto, cuando introdujo múltiples innovaciones en su constitución sin tener para ello una encomienda específica de Jesucristo, aunque siendo consciente de que correspondía a su propio poder y misión, para lo que estaba autorizada en la fuerza del Espíritu Santo. En este proceso de autorrealización la Iglesia se descubría a sí misma como sujeto que se autoconfiguraba históricamente para realizar mejor la mediación humana de la salvación. Tras la época apostólica y postapostólica, la jerarquía asumió y prácticamente acaparó esa conciencia de sujeto. El Vaticano II trajo un cambio decisivo al articular el ser de la Iglesia como totalidad en el ámbito público en cuanto comunidad. El pueblo de Dios, que detenta el sentido sobrenatural de la fe (LG 12), se comprende a sí mismo en medida creciente como sujeto de la reflexión, de la actuación y de la decisión en la Iglesia.
La comprensión de su condición de sujeto por parte de la Iglesia ha sido influida en forma particular por el movimiento histórico, tanto social como político que presiona para que todos los seres humanos sean sujeto de desarrollo de su dignidad personal. El movimiento laical, en esta línea, tiene sus fuentes en las experiencias que ellos mismos hacen en el contexto de su propio desarrollo de sujetos en la sociedad: son experiencias cotidianas que se quieren traducir luego eclesialmente en las correspondientes formas de expresión de la fe, en la acción, en la oración y celebración litúrgica, en la reflexión teológica. Es evidente la existencia de una conexión entre la reflexión acerca de la Iglesia como sujeto y la apertura de la conciencia eclesial al espíritu de la modernidad y al contexto de experiencias y de praxis originadas por ella.
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6. DIMENSIÓN INSTITUCIONAL DE LA COMUNIÓN
La comunión, aunque se enraiza en la esfera interna de la gracia y se celebra y expresa en la eucaristía, se verifica y realiza en el orden visible y jurídico. «Su sentido no es un vago afecto, sino una realidad orgánica, que exige forma jurídica y al mismo tiempo está animada por la caridad» (LG, Nota explicativa previa al capítulo III, § 2). La razón de ello se encuentra precisamente en que la comunión eclesial recibe de la eucaristía su estructura específica de comunión presidida. La configuración institucional de la Iglesia no proviene de una especie de necesidad natural de que exista un ordenamiento social, sino que se apoya en el fundamento de la misión que le corresponde al obispo (y en dependencia de él, a los presbíteros) de representar al Señor invisible de manera visible en la celebración eucarística presidiendo una porción del pueblo de Dios.
Pasar por alto esta estructura de la comunión significaría hacer saltar la conexión indisoluble entre eucaristía e Iglesia, entre cuerpo de Cristo sacramental y su cuerpo eclesial. En efecto, la eucaristía tiene siempre una presidencia, la del obispo. El obispo realiza la comunión en su Iglesia porque preside la eucaristía. Es «persona institucional», representa a su Iglesia local ante la comunión de la Iglesia católica. Por eso, quien mantiene la comunión con él la mantiene con la Iglesia, con todos los hermanos que celebran la eucaristía en el mundo. La comunión católica se manifiesta en la comunión de los obispos. Lo que el Concilio llama colegialidad es la expresión moderna de lo que la tradición llama comunión.
En síntesis, la comunión de gracia en el cuerpo y la sangre de Cristo se manifiesta en las relaciones externas, jurídicamente reguladas de las Iglesias locales.
Por eso era coherente el pensamiento de la Iglesia antigua que, manteniendo el sentido de la comunión como acontecimiento sal-vífico activo con carácter dinámico, la comprendía también como designación corporativa de la que pueden deducirse consecuencias jurídicas, como el derecho de todos a participar en los medios sociales para alcanzar el fin.
En consecuencia, la comunión significa también identificación afectiva y efectiva con la vida social de la Iglesia. Y tiene una dimensión de exigencia social en el sentido de obligar a una revisión siempre renovada de las estructuras y formas de organización de la Iglesia. Desde la comunión hay que revisar nuestras estructuras.
Porque el derecho puede distorsionar la comunión. Según muchos comentaristas del Vaticano II, fue un fallo funesto de los Padres
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conciliares el haber pensado demasiado poco en lo jurídico. Con ello, al final, el derecho ha deglutido la eclesiología del Concilio.
Son bastantes los que piensan que el fallo no está en que en la Iglesia predomina el derecho, sino en que el derecho en la Iglesia no está a la altura de la moderna cultura jurídica. Es prácticamente la autoridad la que utiliza en exclusiva el derecho para sus objetivos; la otra parte apenas tiene apoyos jurídicos.
No es casual que los grupos tradicionalistas que quieren minimizar hasta la irrelevancia los planteamientos nuevos de la eclesiología conciliar se concentren con toda fuerza en el Derecho Canónico para configurar jurídicamente según su parecer la vida concreta de la Iglesia. Porque saben muy bien que una bella teología de la comunión, orientada en la Biblia, la Patrística y los actuales «signos de los tiempos», resulta inocua si no repercute en lo estructural.
7. DERECHO Y LIBERTAD
El ordenamiento jurídico pertenece a la institución eclesial como uno de sus aspectos esenciales. En su multiplicidad de reglas y prescripciones canónicas es considerado muchas veces como contradictorio a la libertad. Sólo se evitará esa subestimación errónea del derecho en la Iglesia si se contempla como ordenamiento de la comunión que vive y crece a partir de la eucaristía.
Este concepto clave de comunión es el que debe fundamentar la peculiaridad del derecho eclesial, que lo diferencia esencialmente de otros ordenamientos jurídicos. Tal diferencia consiste en que las relaciones jurídicas entre los creyentes de la comunidad eclesial —responsabilidades, derechos, deberes, autoridad, obediencia— nunca pueden ser separadas de la vinculación de todos en el Señor y por el Señor.
Si el pensamiento de la comunión dominara realmente el pensamiento jurídico de la Iglesia, entonces quedarían superados los antagonismos entre Iglesia del derecho e Iglesia del amor, ley y espíritu, obligación y libertad. Si, a pesar de todo, llegan a surgir tales antagonismos, el ordenamiento eclesiástico tiene precisamente la misión de eliminarlos.
En consecuencia, el derecho ha de mantenerse siempre al servicio de la libertad de la acción divina del Espíritu y de la respuesta humana correspondiente. Así como es descabellado reclamar la supresión del ordenamiento jurídico en la Iglesia, lo mismo hay que impedir que la institución y la norma se establezcan de manera tan absoluta
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que anulen o coarten la libertad para obedecer al Espíritu. La finalidad exclusiva de la norma es precisamente proteger y fomentar la libertad. Por tanto, el derecho no es nunca la regla última y absoluta de conducta. Lo primero es la vinculación personal y colectiva al Señor, vinculación que no puede sacrificarse jamás al llamado «interés general». El mismo ordenamiento jurídico debe estar abierto a la posibilidad de que tal vinculación exija que la persona, en determinadas circunstancias, se sitúe fuera de la norma positiva. El Espíritu del Señor no interviene de cuando en cuando y a título excepcional, sino que es siempre la última instancia crítica del derecho eclesiástico.
Justamente por lo dicho, la praxis de los procedimientos y comportamientos jurídicos de la Iglesia son un campo predilecto para la crítica. La acomodación de la Iglesia actual a la figura pública de las grandes organizaciones, con desarrollo de procedimientos burocráticos, anónimos y no trasparentes, con fuertes tendencias de centralización produce miedos defensivos, sensación de incapaci-tación, de privación de libertad; y al final el distanciamiento del creyente de su Iglesia.
Para el futuro de la evangelización será decisivo cómo se comporte la Iglesia como institución de libertad crítica ante la sociedad y como refugio de libertad en su interior. Su credibilidad en la apuesta a favor de los derechos humanos en el mundo depende esencialmente de cómo ellos y la libertad se cultivan en la propia Iglesia. Con otras palabras, aquí se plantea la cuestión de la libertad de los sujetos en el ordenamiento eclesial; más precisamente: por los espacios y posibilidades que ofrece el derecho eclesial al proceso para que todos en la Iglesia sean verdaderos sujetos. Sólo donde la Iglesia se experimenta internamente como espacio de libertad vivida, se convierte en oferta convincente de verdad y puede exigir con credibilidad espacios sociales de libertad para sí misma y para los demás.
En un tiempo de temores y angustias experimentadas umversalmente, una de las tareas más apremiantes de la Iglesia para que su anuncio evangélico sea creíble es la transmisión y mediación de la experiencia de que «donde actúa el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2Cor 3,17).
8. LA COMUNIÓN DE LA IGLESIA COMO SACRAMENTO PARA EL MUNDO
A la Iglesia comunión, sujeto de la acción de Dios en el mundo, le compete hacer visible de forma simbólico-sacramental la volun-
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tad salvífica universal de Dios. La realidad que se crea en la Iglesia como fruto de la comunión con Dios debe manifestarse en la apertura universal a toda la humanidad. Cualquier realización de Iglesia debe ser punto de referencia de una fraternidad sin barreras. Así se ha de entender la conexión de los tres grandes ejes eclesio-lógicos del Concilio Vaticano II: misterio-sacramento, pueblo de Dios, comunión.
Como queda dicho, la Iglesia no existe para ella misma. Por eso tenemos que hablar, aunque sea brevemente, de una última dimensión del término comunión. Retornamos así a lo que dijimos al principio acerca de la pregunta y anhelo primigenios del ser humano respecto de la comunión.
A primera vista, parece que las afirmaciones fundamentales del Concilio Vaticano II tienen poco que ver con los interrogantes humanos acerca de la comunión, que han sido nuestro punto de partida. Es sólo una apariencia, porque en el fondo el Concilio dice que la Iglesia no es la mera respuesta al ansia de comunión que sienten los seres humanos. El deseo humano de comunión tiende realmente hacia algo que sobrepasa todo lo humano y que sólo puede encontrar su satisfacción plena en la autocomunicación de Dios, en la comunión y amistad con Él. El anhelo del corazón de la persona humana es tan grande y tan profundo que sólo Dios es lo suficientemente grande como para llenarlo. Como dice el Concilio, sólo Dios es la respuesta última a la pregunta qué es el hombre mismo (GS 21).
La cuestión sobre la comunión eclesial está, pues, subordinada a la pregunta acerca de Dios. La Iglesia se ve confrontada así con el problema tal vez más serio de nuestro mundo occidental: el ateísmo de las masas, el intento de fundamentar la dicha y la comunión humanas sin contar con Dios para nada (GS 19). Toda ecle-siología que pretenda estar a la altura de los tiempos tendrá que plantearse ese desafío: cómo la comunión eclesial ha de responder a aquella pregunta del ser humano.
Se sigue de ahí que la comunión que la Iglesia debe ser se convierte en prototipo, modelo y ejemplo de la comunión de los pueblos, entre hombres y mujeres, entre pobres y ricos (GS 29; AG 11, 23; NAE 1). Su acción ha de proceder en el sentido de la creciente fraternidad y unidad de la familia humana. Se sigue también de ahí que las propuestas de reforma, los insistentes esfuerzos de mejora intraeclesial no tienen una finalidad en sí mismos. Son únicamente medios hacia un fin: servir para que la Iglesia pueda ser más claramente sacramento, es decir, signo e instrumento más
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auténtico de la comunión con Dios y de los hombres entre sí (LG 1, etc.), precisamente en estos momentos históricos.
Así, la Iglesia debe ser signo e instrumento para la unidad y la paz en el mundo, pues no podemos partir el pan eucarístico si no partimos también el pan de cada día. La lucha por la justicia, la paz y la libertad de las personas y de los pueblos, así como por una nueva civilización del amor es, en consecuencia, una perspectiva básica para la Iglesia de nuestros días. Precisamente como unidad en la diversidad reconciliada es ella pueblo mesiánico, signo universal de la salvación (LG 9).
Para concluir. La comunión que ofrece la Iglesia y que ella misma es sobrepuja lo que puede ser una comunión puramente humana. Esta tiene un límite insalvable en la muerte. Por elevadas que sean las utopías humanas acerca de la comunión universal, un reino de libertad, de justicia y de paz, no pueden reparar las injusticias cometidas con los ya difuntos, con las víctimas, con los atormentados y asesinados de los tiempos pasados. De ahí que tales utopías no puedan ser cimiento de una esperanza en verdad plena. La comunión eclesial, en cambio, continúa siendo comunión más allá de la frontera de la muerte. Sólo ella puede satisfacer el anhelo del corazón humano. Por eso, la comunión de los santos, la comunión entre la Iglesia terrena y la celeste (LG 50 ss) es la única respuesta última a la pregunta acerca de la vida imperecedera.
Actuar ORIENTACIONES PRÁCTICAS PARA VIVIR LA COMUNIÓN EN LA IGLESIA
1. EL ESPÍRITU DE COMUNIÓN Y EL PROCEDER CONSIGUIENTE
El espíritu de comunión es fruto del Espíritu de Jesús, que produce las actitudes básicas y absolutamente necesarias para el obrar del conjunto eclesial. Ellas establecen el clima adecuado a las relaciones interpersonales en la comunidad. En su conjunto marcan el estilo de vivir y misionar de la Iglesia. Son significantes de comunión, en cuanto deben aparecer en el propósito, en el quehacer eclesial y en la acción de los cristianos y de la Iglesia en el mundo. Es verdad que en la práctica todo creyente tiene fallos a causa de su debilidad. Sin embargo, hay que decir claramente que su carencia o la negación esencial del valor de esas actitudes, en cuanto es una oposición a la obra del Espíritu en la construcción de la comunidad y en la misión evangelizadora, pone en entredicho cualquier
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vivencia de comunión, es signo de apartamiento objetivo de la comunión eclesial.
¿Cuáles son esas actitudes? Según la Sagrada Escritura son los frutos de la acción del Espíritu, en cuanto actitudes y obras consiguientes, visibles y sociales, los que manifiestan la pertenencia a la comunidad animada por el Espíritu. Aquí hay que recurrir a los textos fundamentales paulinos: Ga 5, 22-23; ICor 13,1-7; 2Cor 6, 6; Ef 4, 2-3; 5, 9; Col 3, 12-17. Ellos nos hablan de afabilidad y bondad, paciencia y mansedumbre, humildad, gozo y paz, verdad y justicia. La difusión de los frutos del Espíritu no sólo redunda en el embellecimiento de la Iglesia (cf. LG 4), sino que son una aportación notable de la Iglesia al mundo (cf. LG 38).
De lo dicho se deducen algunas consecuencias en cuanto al comportamiento de fondo. El espíritu de comunión conlleva un proceder que consiste en varias cosas. En primer lugar, comportarse como solidario de un todo más pleno, dado que cada individuo y cada grupo lleva el todo en sí. «Actuar como parte» (Cayetano). En cada uno de nuestros actos actuar en, para, según la Iglesia.
Consiste, en segundo lugar, en cultivar la concordia (del latín cor: «corazón»), es decir, la disposición según la cual cada uno lleva a los otros en su corazón y existe él mismo en el corazón de todos. No se trata tanto de un sentimiento como de una presencia en el espíritu y un comportamiento práctico. Para mantener la comunión hay que aprender la ciencia de la armonía, ejercitarse en la «disciplina de la consonancia» (Orígenes). Ello ha de expresarse en gestos de solidaridad entre los creyentes y entre las Iglesias.
En tercer lugar, el espíritu de comunión pide regular la fe propia con la de la Iglesia católica por medio de la colegialidad episcopal. Cada comunidad, que realiza localmente el misterio de la Iglesia, debe sentir, vivir y traducir concretamente la verdad de la unidad de vida divina en todos.
Como fundamento de estas formas de comportamiento hay que cultivar determinadas actitudes concretas, algunas de las cuales señalamos a continuación.
Prestar atención al Espíritu, presente como vivificador y unifi-cador tanto en los corazones de las personas individuales como en la propia comunidad, con objeto de superar una visión demasiado terrena y sociológica de la misma (por ejemplo, el modelo de la «sociedad perfecta»).
Comprometerse con el recto conocimiento y sincero reconocimiento del pluralismo intraeclesial por la diversidad combinada de dones, circunstancias y opciones legítimas de los miembros de
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la Iglesia, evitando la intolerancia que ve rupturas de comunión en las expresiones plurales legítimas de la fe o en las tensiones que se originan en el interior de la Iglesia. A este tema le dedicamos luego los puntos 3 y 4.
Evitar el otro extremo, el abuso del principio de pluralidad, que lleva a desatender a lo que se tiene en común, a lo que fomenta la unidad de los creyentes o a justificar criterios, actitudes o actuaciones reñidas con el «sentir con la Iglesia» (san Ignacio) o con las normas de vida eclesial.
Rehuir la transferencia aerifica a la planificación pastoral de la frialdad de la cultura tecnocrática actual, con olvido del Espíritu, en el cual se debe principalmente confiar y cuya acción libérrima hay que respetar.
2. LOS ORGANISMOS DE COMUNIÓN Y EL NECESARIO JUICIO DE COMUNIÓN
La recuperación de la condición de sujeto por parte de la totalidad de la comunión eclesial se viene verificando de maneras muy diferenciadas. Los diversos fenómenos actuales de este proceso plantean problemas importantes a la vida de la Iglesia en cuanto a la necesidad de establecer estructuras de comunión y de elaborar juicios de comunión.
Problemas derivados del acceso a la condición de sujeto del pueblo de Dios
La lucha por ser sujeto se observa actualmente en diversas manifestaciones dentro de la Iglesia. Por ejemplo: la exigencia de muchos laicos individuales o agrupados en favor de más derechos de intervención y posibilidades de influencia; las comunidades que quieren ser no sólo objeto de pastoral eclesial, sino sujetos de la misma; la demanda de las Iglesias locales de poder responder de la forma más autónoma posible a sus intereses, sobre todo al nombramiento de sus obispos; la voz de aquellos que se niegan a obedecer a ciegas ciertas determinaciones morales propuestas por el Magisterio; la conciencia de que los diferentes espacios culturales suscitan pluralidad de teologías, etc.
Son ejemplos que muestran que no existe el hacerse sujeto simplemente o por antonomasia, sino que se realiza en contextos diferentes y de maneras múltiples y diferenciadas en cuanto al conte-
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nido. La realidad manifiesta que no todos los miembros y grupos del pueblo de Dios han progresado de la misma manera en hacerse sujeto, sino que lo han hecho sobre diferentes fundamentos de experiencia según la cultura, la realidad social circundante y las situaciones pastorales o evangelizadoras.
Al mismo tiempo, los fenómenos esbozados ponen ante la mirada que los procesos de hacerse sujeto no transcurren sin tensiones y discusiones, pues el sujeto Iglesia no es algo homogéneo, sino que se constituye como comunión a partir de una multiplicidad de sujetos individuales y grupales. «Sujeto» y «comunión» se encuentran así en una cierta relación de tensión mutua. Porque comunión implica no sólo armonía, sino forzosamente pluralidad, multiplicidad de opiniones y, por ello, también tensiones.
La lucha para llegar a ser sujeto no resulta fácil para el laicado porque la participación en los procesos de consejo y decisión en el interior de la Iglesia apenas existía. Hoy tenemos que decir con firmeza que cuando los laicos buscan determinar por sí mismos su situación en la Iglesia como lo hacen en la sociedad, cuando no quieren ser por más tiempo objeto de procesos de decisión eclesia-les, sino implicarse en ellos personalmente, cuando pretenden una más fuerte representación en la gestión y dirección, cuando buscan otro lenguaje y distintas formas de expresión de sus experiencias de fe, cuando exponen sus demandas a través de una opinión pública cada vez más firme, todos estos fenómenos son la articulación del sentido de la fe de una parte muy considerable de los creyentes.
Estructuras de comunión
Todos los niveles de la Iglesia necesitan organismos nuevos que plasmen con eficacia real las exigencias de la comunión. En ningún otro campo se ha notado tanto movimiento después del Concilio Vaticano II como en éste. Estimulados por él, han nacido en todos los niveles de la vida eclesial grupos de responsabilidad común: comisiones pastorales, consejos parroquiales, consejos diocesanos, sínodos diocesanos, sínodos de obispos.
Sin embargo, está resultando muy costosa la instauración eficaz de dichos organismos debido a las corrientes restauracionistas del posconcilio. Precisamente por eso peligra en gran medida la credibilidad de la Iglesia. Para cada vez más creyentes resulta poco razonable que se impida o dificulte prácticamente la asunción (con la
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debida analogía) de las formas estructurales que hoy acuñan la conciencia jurídica, social y política de los ciudadanos, argumentando desde la esencia de comunión de la Iglesia.
¡Como si la comunión eclesial no quedara herida mucho más gravemente por la asunción a menudo unívoca de elementos institucionales absolutistas! Con un comportamiento defensivo y miedoso, muchos responsables eclesiásticos colaboran en que la distancia entre la esencia comunional de la Iglesia y su figura empírica crezca lamentablemente cada vez más en los creyentes y en que aumente la sospecha de que el recurso a la peculiaridad eclesial se utiliza como ideología para inmunizarse frente a las reformas necesarias.
La teología de la comunión del Concilio Vaticano II debe asumirse a fondo y trasladarse del texto conciliar a las estructuras y a las consecuencias del derecho eclesial. De lo contrario, a falta de estructuras apropiadas, la consecuencia será o una sobrecarga de voluntarismo pastoral, o la pasividad de la mayoría o la violencia de los disidentes.
Frente a la polarización de quienes interpretan la teología de la comunión como asentimiento obediente a las decisiones de la autoridad y la de quienes la entienden como derecho a sus propios caminos particulares, hemos de afirmar: un ministro ordenado (sea papa, obispo o presbítero) que no toma en consideración en su pensamiento y actuación la dignidad, los derechos, las exigencias de participación de los creyentes ofende a la comunión tanto como una comunidad que, sabiéndose distante y alejada de su ministro, se mantiene así y cultiva su existencia particular de forma despreocupada e indiferente. Las nuevas estructuras sinodales de la Iglesia local no deben ser concebidas o instrumentalizadas en función de la lógica mundana del poder. Ni para conservar el statu quo, por un lado, ni para la escalada del poder, por otro. En la puesta en marcha de la comunión por medio de las instituciones no puede hablarse en términos de repartición de poder, ni de equilibrio de fuerzas, ni mucho menos de lucha de clases.
La correcta repartición de competencias, que en la Iglesia debe existir, ha de servir para regular eficazmente la intervención operativa de todas las personas, todos los grupos, todos los organismos teniendo en cuenta sus carismas y sus funciones. Ninguno debe ser excluido de la responsabilidad efectiva en la preparación del juicio de comunión, del cual debe nacer genéticamente la intervención de la autoridad. Sobre esta cuestión de las estructuras de participación hablaremos en un capítulo posterior.
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El juicio de comunión
El juicio de comunión es un aspecto preeminente de la toma de decisiones eclesiales. Su valor deriva de la importancia que el juicio tiene en la vida humana: anima, engendra y controla su desarrollo. Análogamente, la conciencia de comunión debe engendrar en el cristiano un criterio nuevo para afrontar la realidad. El juicio de comunión produce un impulso constante a leer la realidad cotidianamente compartida bajo la luz del Espíritu.
Cuando la Iglesia tiene que tomar una decisión en relación con cualquier asunto, sea en el orden estrictamente doctrinal, en el ámbito moral, en el ordenamiento jurídico interno de la propia comunidad, en cuanto a la celebración litúrgica o de los sacramentos, como realidad antecedente existe un juicio previo. No se llega a las decisiones sin juicios previos, explícitos o implícitos. Eso sucede en toda vida social y también en la Iglesia. Pero no debería haber una decisión en la Iglesia, en ninguno de sus ámbitos de vida, que no naciera de un juicio previo explícito no solamente de los que deciden, sino de comunión. Evidentemente, cuando hablamos de la comunidad cristiana, estamos hablando de un raciocinio de creyentes, raciocinio cuyos componentes son justamente los de la fe en Jesús.
Aquí subyace una cuestión importante, que es precisamente la de cómo se llega al juicio de comunión, qué medios suficientes se necesitan para ello. Es imposible llegar al juicio de comunión si no existen previamente las condiciones para que la comunidad cristiana reflexione y debata sobre los datos que van a desembocar en aquel juicio. La argumentación es uno de los elementos imprescindibles del proceso, puesto que entre personas racionales nunca se alcanza el juicio compartido si no se incorpora el raciocinio como ingrediente esencial del proceso. Por tanto, se interrumpe el flujo de la comunión, se contradice su significado último si no se da tal proceso. El déficit actual en ese ámbito es ciertamente grave tanto en el orden diocesano o supradiocesano como también en el orden parroquial, donde muchas veces el dirigente y unos pocos en derredor suyo toman las decisiones. No es fácil el establecimiento de cauces para llegar a esos juicios de comunión, pero hay que planteárselo como meta a conseguir en la Iglesia.
La realidad del juicio de comunión no es mensurable de forma definitiva con ningún criterio racional. Los instrumentos inventados por la ciencia jurídica (los votos, consultivo o deliberativo, el quorum de asistencia, etc.) son importantes, pero no controlan ple-
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ñámente las dimensiones del misterio de comunión. Los problemas del juicio de comunión no se resuelven por el criterio de la mayoría. Evidentemente, existen mayorías y minorías. Pero cualquier fórmula de constatación siempre queda corta. Lo importante es llegar a la comunión plena.
Por eso, la eclesiología tradicional, al analizar las decisiones de los concilios —¡acto máximo de comunión eclesial!—, afirma que la ley para llegar a una decisión no es la de la mayoría, sino la de la unanimidad (ciertamente moral, porque la unanimidad física es imposible).
3. LA COMUNIÓN EN UNA SITUACIÓN DE CAMBIO Y DE PLURALISMO
La comunión de la Iglesia que vive en la historia es un signo sacramental de la futura comunión perfecta del Reino. Consiguientemente, es en sí misma histórica, o sea, sometida a las leyes de la evolución cambiante de la historia. Es precisamente en el cambio y sólo en el cambio donde se encuentra la posibilidad de su expresión y acción sacramental en relación con la marcha progresiva del mundo hacia la unidad.
Este principio nos debe llevar a no interpretar negativamente cualquier novedad, por sorprendente que parezca, pues ni la quietud en la Iglesia durante los lustros pasados era signo de comunión, ni toda nueva inquietud es malsana, sino que muchas veces es búsqueda de nuevas formas renovadoras de vida eclesial. Los cambios intraeclesiales que pueden explicar esas tensiones son la consecuencia de una época de crisis en la que estamos inmersos desde hace lustros en la conciencia occidental.
La comunión en el cambio ha de vivirse necesariamente asumiendo y haciendo propios los polos extremos producidos por el cambio, sin excluir ninguno. Ello se hace particularmente difícil en el cambio acelerado de nuestro tiempo, en el que las distancias entre esos polos se agrandan hasta límites difícilmente sostenibles. Es justamente esa circunstancia la que hace más urgente la acción sacramental de una Iglesia que vive en comunión.
El fenómeno presente del cambio acelerado va acompañado del pluralismo. Este se extiende a todos los ámbitos de la vida de la Iglesia: la teología y la catequesis, la espiritualidad, las plasmacio-nes rituales de la fe en la celebración, la actuación evangelizadora, las realizaciones de la presencia de los creyentes en el mundo. El pluralismo no es contrario a la comunión, antes bien la enriquece,
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si es realizada debidamente, aunque muchas veces sea causa de problemas.
No viene mal al respecto recordar que se da una multiplicidad que nace del pecado y que no se compagina con la comunión: es la multiplicidad producto del egoísmo y del aislamiento, de la falta de amor. Por eso es necesario señalar los límites de un pluralismo que no sea dispersión y ruptura de la unidad de la Iglesia.
Esto supuesto, hay que afirmar antes que nada el carácter absoluto de la comunión para la vida eclesial. Comunión con el todo, con el pasado, con el presente, con el futuro. Sólo así puede alcanzarse la verdad completa. El espíritu de comunión es el que puede conducir a la unidad en Cristo los polos extremos de las tensiones humanas (cf. Ga 3, 27-28).
Pero, por otra parte, no se puede olvidar lo ya dicho: que la pluralidad dentro de la Iglesia tiene su origen en el Espíritu (cf. ICor 12, 4 ss). Es la posibilidad de que sea Él, de que sea su voz que nos habla en la multiplicidad, lo que debe imponer respeto y cautela ante los nuevos movimientos y tendencias en la Iglesia.
Lo cual significa que resulta imprescindible hacer el discernimiento de tal origen. La función discernidora compete de modo oficial y público, aunque no único, al ministerio ordenado. De un modo visible e inmediato es él quien tiene la responsabilidad de señalar en cada momento los límites del pluralismo. Pero también el pueblo de Dios que ha recibido la unción del Santo, que no puede fallar en su creencia y que posee el sentido de la fe (cf. LG 12, que cita ljn 2, 20.27) es sujeto de ese discernimiento.
En todo caso, no puede discutirse en modo alguno el derecho a la existencia dentro de la comunión a aquellas opciones cristianas fundamentales hechas por los creyentes o los grupos de creyentes ante las exigencias misioneras del mundo de hoy. Hay que recordar la necesidad de mantener una actitud de tolerancia evangélica frente al celo inquieto de los que sueñan con un campo en el que crezca solamente el trigo. Jesús nos enseñó que sólo en el fin será posible el perfecto discernimiento del trigo y la cizaña.
4. LA COMUNIÓN EN MEDIO DE TENSIONES Y CONFLICTOS
El pluralismo actual puede llegar a causar tensiones y conflictos en el interior de la comunidad cristiana. Ahora bien, el ideal de la comunión no es la desaparición de las tensiones. Toda vida se mueve en tensiones. Donde las tensiones desaparecen, allí reina la
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muerte. Y los verdaderos discípulos de Jesús no quieren una Iglesia muerta, sino plenamente viva. Hay que distinguir entre tensiones auténticas, donde los polos tienen o buscan una referencia recíproca de complementariedad, y las contraposiciones insuperables que se aislan unas de otras y se excluyen tanto lógica como psicológicamente.
Más aún, conviene recordar que el conflicto es inherente a la condición humana, pero ha de saber gestionarse constructivamente, no destructivamente. Algunos conflictos son más difíciles de soportar que otros. Por ejemplo, la situación de la mujer en la Iglesia, que corresponde a una concepción antropológica muy arraigada en nuestra cultura, también eclesial.
Hay que decir claramente que no existe verdadera comunión sin disenso, sin conflicto, a no ser que pretendamos que la comunidad sea absolutamente uniforme, pero eso no sería el reflejo de lo que ha sido y de lo que es la comunidad cristiana actual. En la Iglesia de hoy se da de hecho bastante autonomía personal de sus miembros, ya no sólo porque han aprendido que son pueblo de Dios, sino sencillamente porque también han aprendido que son ciudadanos con autonomía para tomar decisiones.
Desgraciadamente, las tensiones y conflictos normales pueden degenerar en divisiones: son una quiebra de la comunión. Quienes las fomentan y aun quienes no ayudan eficazmente a superarlas no cooperan en la autenticidad eclesial, antes bien deforman la Iglesia. Este fenómeno provoca una grave repercusión en la evangeli-zación misionera: sin testimonio de concordia eclesial, el mundo no escucha el mensaje de Jesús y no cree (cf. Jn 17, 21).
Por ello hay que saber educar para la complejidad y la diferencia, para la tolerancia, para soportar el conflicto, para buscar el consenso, para hacer propuestas transaccionales. En la medida en que la Iglesia eduque en la adultez, tendrá que educar para la comunión en el disenso porque, si hay creyentes adultos, van a existir discrepancias. Son problemas de vida, son conflictos de vida; es cierto que hacen compleja la comunión, pero esa es la realidad eclesial que existe, no la que nos inventamos a veces. Es necesario que todos los miembros de la comunidad sepan controlar los conflictos inducidos por la evangelización misionera, los cuales han de resolverse interpretando correctamente la acción del Espíritu, que es vivificador, pluralizante y unificador al mismo tiempo.
Para lograrlo, hay que proponer y vivir una espiritualidad para el conflicto, una espiritualidad recia, porque sin ella la situación es
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insostenible. Hay que acostumbrarse a vivir de otra manera, con un estilo más plural, más diferente.
Urge un esfuerzo para establecer el diálogo fraterno auténtico y la comprensión mutua; la comunión sólo puede ser el fruto de la comunicación, el diálogo y la información intraeclesial, a los que hay que abrir cauces permanentes. Se precisa un programa de reeducación para la búsqueda paciente del bien común eclesial, la conciencia de complementariedad entre todos, aun manteniendo opiniones divergentes, la acción conjunta dando testimonio ante el mundo del evangelio de Jesús. Todo lo cual no se logrará sin una profunda conversión personal, colectiva e institucional y sin una espiritualidad apropiada.
5. LA COMUNIÓN POR LA EUCARISTÍA
En coherencia con lo dicho en el epígrafe 4 de la segunda parte, es preciso que la eucaristía sea un acto esencialmente de fe y de Iglesia, un acto realizado con participación «consciente, piadosa y activa» (SC 48), un acto exigente de respuesta a Cristo en la vida de los participantes, un acto de fraternidad y de aceptación del compromiso de misión.
Lo cual plantea una serie de problemas pastorales relacionados con la participación en la misma: nadie controla quién y cómo asiste a la eucaristía, por ejemplo, en celebraciones con ocasión de acontecimientos sociales, familiares, patrióticos, políticos; y lo que es aún más grave, más allá del desfase de asistencia, muchas veces las celebraciones se instrumentalizan para la ocasión o incorporan gran confusión de motivos (algunos de orden muy temporal y aun político-partidista) con una evidente corrupción de su contenido. La presencia en la celebración de personas que apenas nunca participan en la eucaristía y sólo vienen en tal circunstancia por motivos muy particulares y la de otros que ciertamente no forman parte de la Iglesia plantea la pregunta: ¿en qué grado y hasta qué punto aceptamos y colaboramos en que se oscurezca la identidad eclesial? Más: las divisiones previas entre grupos de fieles (y también de clero) son una ruptura de hecho de la comunión. Y, sin embargo, se sigue yendo a celebrar como si tal cosa... Todo ello corrompe la motivación esencial y única de fe: ésta ya no aparece como determinante indiscutible. La eucaristía no puede ser así un sacramento de comunión.
Por otra parte, el descubrimiento de la dimensión comunitaria y fraterna de la eucaristía lleva a muchos a buscar el pequeño grupo
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para celebrarla. Se percibe una intensificación de la participación plena, en la máxima comunión con el sentido de la celebración. Cada vez se conoce y se vive con más sinceridad la exigencia de fraternidad de corazón y de obras de quienes se reúnen en la celebración eucarística. Son muchos los que quieren vivir el sentido totalizante de la eucaristía, entendiéndolo como compromiso con la Iglesia y con la misión.
Hay que reconocer también, por desgracia, que existen acentuaciones parcializantes en ciertas celebraciones que rompen la condición de totalidad del misterio eucarístico. A veces se entiende la liturgia como reunión de la comunidad que se da expresión a sí misma, en lugar de considerarse como un «ser congregados» mediante la participación común en el único cuerpo de Cristo; más como comida de cristianos que como la cena del Señor. Parece tratarse de una autocelebración del hombre, no de un don dado «de arriba».
6. LA COMUNICACIÓN DE BIENES, PRUEBA DE LA SINCERIDAD DE LA COMUNIÓN
La comunicación cristiana de bienes tiene de algún modo su fundamento en la comunión trinitaria. En efecto, se apoya primero en la visión global del plan de un Padre que lo da todo a sus hijos, integrando espíritu y materia (contra toda visión maniquea) y lo da a todos, proponiéndoles compartir lo espiritual y lo material. Los hijos han de imitar al Padre. «Si en común se posee el bien inmortal, con mayor razón se han de compartir los bienes materiales» (Didaché, IV, 8; año 90/100).
En segundo lugar, la fe en Cristo Jesús exige servicio generoso y efectivo. La comunicación de bienes es fruto de la conciencia de fraternidad y de la vivencia de unidad en Cristo, con convergencia de pensamientos y sentimientos.
En tercer lugar, es obra también del Espíritu según el efecto de fruto social del Espíritu en cada uno. No hay comunicación de bienes auténticamente cristiana que no nazca de la comunión espiritual, es decir, en el Espíritu. El más alto de los dones comunicados por el Espíritu, el absoluto entre los dones, es el amor cristiano, que es un amor eficaz (cf. ICor 13,1 ss). Hay vida en comunión si hay amor de obras; si no se ama, se está en la muerte (cf. ljn 3,14).
La comunión acredita su sinceridad al realizarse con actos que requieren abnegación. Con ello la comunicación material, al ser
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expresión de la comunión espiritual, más plena y elevada, proclama y confirma el valor positivo de lo material. Así se produce una especie de circularidad, pues la comunión espiritual lleva a la comunicación de bienes materiales y ésta mantiene despierta la comunión en el espíritu.
En el tiempo apostólico los modos de realizar la fraternidad eran muy sencillos: venta y reparto. Obedecen a una época muy distinta de la nuestra. Lo que entonces se lograba con simplicidad, generosidad y radicalismo, hoy ha de buscarse de otros modos, puesto que no nos encontramos en el grupo pequeño de la comunidad primitiva. En nuestros días tenemos una visión distinta respecto de la acumulación de riqueza para la mayor producción de bienes y una nueva concepción social de la política general de distribución para el bien común.
Por otra parte, los cristianos comunicamos los bienes no sólo mirando al interior de la comunidad cristiana, sino contemplando la totalidad de la sociedad y a toda la humanidad, según la parábola del buen samaritano, que impide restringir el campo. Ello se realiza según distintos aspectos: no se reduce sólo a la beneficencia o asistencia inmediata, sino que toma formas de promoción cultural y desarrollo colectivo para habilitar y potenciar al prójimo, y formas políticas, buscando la corrección de las estructuras sociales para un ordenamiento general más justo que consiga el mejor reparto de los bienes de todos. La exigencia bíblica de comunicación de bienes se realiza hoy también a través de renuncias a bienes en la sociedad de bienestar, a través de la búsqueda activa de una política de bien común, por la aportación debida a un régimen fiscal justo, etc.
Subrayamos brevemente, para terminar, la idea de He 2, 47; 4, 33 de que la comunicación de bienes admiraba al pueblo. La concordia eclesial, manifestada visiblemente y eficazmente en la comunicación de bienes, es elemento esencial para la misión. La acción misionera conjunta no es posible, al menos con eficacia, sin concordia manifestada de manera realista en compartir los bienes. Este es el testimonio que más necesita el mundo, siempre, tanto entonces como ahora.
7. LA COMUNIÓN ECLESIAL COMO SERVICIO AL MUNDO DIVIDIDO
La comunidad cristiana, como signo que debe ser de la unidad humana querida por Dios, encuentra su ámbito de acción apropia-
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do allí donde la familia humana se rompe en enfrentamientos; donde los factores de unidad de la sociedad han perdido su eficacia. La actual situación está exigiendo una acción urgente de la Iglesia. Y esa acción sólo es posible si realmente, es decir, no de palabra, sino de verdad, la Iglesia encuentra toda su capacidad sacramental significativa y efectiva de unidad en el mundo de hoy. Es decir, si en el ámbito desgarrado de nuestra sociedad somos una comunidad en la que las divisiones no se resuelven en enfrentamientos, sino en comunión.
A este respecto hay que decir que un punto clave en la situación actual del mundo es la injusticia flagrante sobre la que se construye nuestra vida social, rompiendo su tejido más profundo. La Iglesia, como signo de comunión, necesita expresarse en la comunión con los empobrecidos, los marginados, los desamparados del mundo, de modo semejante a Cristo. Sólo así será enteramente fiel a su Señor, sólo así será sacramento de unidad. Sólo así ayudará a reconstruir el amor en un mundo y una sociedad rotos por la violencia, los egoísmos y los odios.
Por consiguiente, entender de nuevo la Iglesia como comunión, vivirla mejor y realizarla profundamente es mucho más que un programa intraeclesial de reforma. La Iglesia como comunión es un mensaje y una promesa para la humanidad y para el mundo de hoy.
PARA PROFUNDIZAR
J. A. ESTRADA, «Comunión y colegialidad en la Iglesia en una época de tensiones y globalización», Proyección 49, 2002, pp. 135-154.
B. FORTE, La Iglesia de la Trinidad: ensayo sobre el misterio de la Iglesia comunión y misión, Secretariado Trinitario, Salamanca 1996.
W. KASPER, «Iglesia como communio. Consideraciones sobre la idea ecle-. siológica directriz del Concilio Vaticano II», en: Teología e Iglesia, Her-
der, Barcelona 1989, pp. 376-400. M. KEHL, La Iglesia: eclesiología católica, Sigúeme, Salamanca 1996, pp. 295-
372. J. M. R. TILLARD, Iglesia de Iglesias. Eclesiología de comunión, Sigúeme, Sala
manca 1991.
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Capítulo 9
La autoridad en la comunión eclesial
Ver AVANCES Y DISFUNCIONES ACTUALES
DE LA AUTORIDAD Y DE LA INSTITUCIÓN
1. ASPECTOS POSITIVOS
Hoy es comúnmente aceptado en todos los niveles de la Iglesia el ideal de servicio, misión y testimonio propio del ministerio. En la práctica existe un deseo indiscutible y realidades tangibles en cuanto a la realización de nuevas formas de presidencia de las comunidades, más allá de la hipertrofia institucional y también del rechazo enfermizo de toda estructura. Por todas partes se manifiesta una nueva concepción de la actuación pastoral y nuevas formas de ejercicio de la misma que constituyen un gran avance.
Hay que añadir también que existen magníficos progresos en cuanto a la fraternidad entre presbíteros, religiosos y laicos.
2. Dos TIPOS DE CORRIENTES CRÍTICAS
Constituyen un problema para la comunión los que de forma sistemática rechazan la autoridad eclesial en cualquiera de sus actuaciones. Atacan por principio «la institución» o socavan su posición con la crítica negativa constante y parece que pretenden suplantar el papel de la Jerarquía en juicios y decisiones sobre hechos eclesiales. Pero hay que reconocer que siguen existiendo ministros eclesiales que ejercen de forma autoritaria e indebida la potestad pastoral.
El problema más serio lo plantean quienes en el interior del pueblo de Dios no solamente cuestionan la autoridad de la presidencia desde el punto de vista de su ejercicio concreto, sino desde el punto de vista teórico. Y no ya con fundamentación sociológica —pues, para cualquier persona que conoce el funcionamiento de un colectivo, es obvia la necesidad de autoridad—, sino apoyados en una concepción eclesiológica, a saber, la que considera que quien preside está dentro de la comunidad y no puede estar al
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mismo tiempo frente a la comunidad. Los hay que cuestionan el hecho mismo de que exista una autoridad que no sea una delegación del colectivo pueblo de Dios.
Es verdad que hoy existe una gran dificultad por parte de los dirigentes eclesiásticos para aceptar cualquier autoridad que provenga del propio pueblo por designación. Es decir, el elemento ca-rismático (en el sentido no sociológico, sino teológico de la expresión, o sea que proviene del Espíritu) resulta difícil de aceptar por la Jerarquía. Los ministros ordenados siguen teniendo un peso decisivo, casi absoluto, y ello en buena parte porque durante muchos años se ha imbuido la idea de que son mediadores entre Dios y el pueblo, sus representantes. Ese es el imaginario que subsiste. Toda la teología del pueblo de Dios del Vaticano II, la confluencia de los carismas, la consideración de que todos somos iguales en rango aunque haya funciones distintas, no se ha recibido en la Iglesia.
Pero hay que advertir que no es cierto, como algunos afirman, que todas las corrientes críticas con esta situación pretendan desarrollar una eclesiología de lo carismático que no tiene en cuenta lo institucional. Al contrario, el problema es que quienes pretenden mantener el paradigma del segundo milenio de la historia de la Iglesia, hablan de conversión y quieren un cambio espiritual y moral, pero sin abordar el problema de las instituciones. Es decir, paradójicamente, entienden la Iglesia desde una visión espiritualista, mística e invisible (que es lo típico de las eclesiologías protestantes), sin querer abordar la necesaria transformación institucional. Olvidan así que «la gracia presupone la naturaleza» y que una cosa es el primado, el episcopado o el ministerio presbiteral como instituciones irrenunciables de la Iglesia, y otra muy distinta la configuración organizativa que han adoptado en el segundo milenio y no tiene necesariamente que mantenerse en el tercero.
3. EL ESTILO DE AUTORIDAD, CAUSA DEL DISTANCIAMIENTO
Es un hecho constatable que hoy día existe gran distancia entre la institución y muchos buenos católicos. Mientras la colaboración responsable de los laicos es solicitada como nunca lo ha sido, no son pocos los que se sienten perplejos porque tienen la impresión de que sus peticiones y propuestas no son tomadas en serio por la Jerarquía; o se aceptan de palabra, pero no se ponen en práctica.
Tal distanciamiento muestra que un determinado estilo de autoridad resulta extraño hoy y no es aceptado, un estilo de autoridad
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en el que —como muchos opinan— los sujetos de la autoridad o bien proceden de manera autocrática, o bien están atados «desde arriba» de tal forma que existe un freno para con los movimientos de la base.
Muchas veces el debate respecto de la autoridad en la Iglesia no se da en abstracto, sino en concreto. Queremos decir: tal debate no se plantearía si a la presidencia de la comunidad se llegara coherentemente mediante una elección y ordenación ministerial que provinieran de abajo. Sin embargo, en la Iglesia hoy se procede al revés: se eligen y nombran curas y obispos de cuya capacidad directiva nada conoce la comunidad; y a continuación se argumenta: es así que han recibido el poder del Espíritu, por tanto van a dirigir la comunidad. Tal proceder práctico es lo que distorsiona una argumentación que formalmente puede parecer correcta. Pero esa lógica no está nada clara para la comunidad cristiana. El ministerio ordenado se percibe como algo que cae de arriba y que se justifica porque así se ha estado poniendo en práctica a lo largo de muchos siglos.
4. SE BLOQUEAN LAS PROPUESTAS DEL CONCILIO
La sensación cada vez más extendida entre una mayoría de miembros del pueblo de Dios es que los planteamientos de reforma de la institución eclesial que nacieron del Concilio están siendo deliberadamente bloqueados por la Jerarquía, lo cual limita muchas aportaciones y novedades posconciliares. El Concilio buscaba incentivar la diversidad, pero lo que ha sucedido desde entonces ha ido en el sentido de una mayor uniformidad. El Código de Derecho Canónico de 1983 repite la sustancia del de 1917, enriqueciéndolo sólo con algunas frases piadosas que no tienen repercusión sobre la definición de las leyes; consagra la estructura antigua, precisamente la que el Concilio Vaticano II quería cambiar. El «Catecismo de la Iglesia católica» de 1992 tiende a imponer la misma formulación para todos. En materia de moral, de sacramentos, de nominaciones episcopales, en todo prácticamente se ha operado una restricción, sustrayendo a las Iglesias locales cualquier iniciativa cada vez con mayor determinación. Sería interminable la lista de disposiciones que han significado un retorno al pasado precon-ciliar, a través de una interpretación restrictiva del Vaticano II que corta cualquier novedad. En la dinámica actual de la Iglesia y en las estructuras jerárquicas actuales no queda mucho sitio para pen-
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sar en un proceso de cambio. El castillo está bien defendido. Ningún fermento de transformación puede penetrar en la fortaleza dirigida con mano firme.
Ciñéndonos al ámbito de la autoridad, podemos poner algunos ejemplos: los intentos posconciliares de instituir consejos diocesanos o parroquiales con carácter deliberativo o de potenciar al presbiterio como colegio que gobierna la Iglesia local bajo la autoridad episcopal; o de promover consejos de laicos que colaboren y asesoren en el gobierno de las diócesis; los intentos de favorecer la multiplicación de ministerios laicales, después de siglos de clericaliza-ción del ministerio, que han tenido resultados muy modestos; la demanda de posibilitar varios tipos de ministerio presbiteral, a tiempo completo y parcial, con celibato o no; la de replantear el papel de la mujer en la Iglesia, sin excluir pero sin concentrarse sólo en su posible acceso al ministerio ordenado; la posibilidad de laicos que accedan a cargos eclesiásticos con poder de jurisdicción; el mayor control de las comunidades sobre la formación y promoción de los candidatos al presbiterio, para que estos no se eduquen al margen de la Iglesia real y con pocos contactos con las comunidades a las que tienen que servir, etc.
5. EL LASTRE INSTITUCIONAL
Hoy el catolicismo está lastrado por una institucionalización que ya no corresponde ni a las necesidades actuales, ni a la sensibilidad de los fieles, ni a las exigencias ecuménicas. Tampoco cuenta con el consenso global de la teología, ya que cada vez abundan más las corrientes y escuelas que impugnan el modelo vigente y proponen cambios desde un conocimiento renovado de la Escritura y de la Tradición. Por ejemplo, se considera que el modelo del primado tiene que replantearse en el contexto de la sinodalidad eclesial y la colegialidad episcopal. Lo mismo ocurre con la figura del obispo, que repite en su Iglesia local el modelo monárquico (sólo sometido a la autoridad superior del gobierno central de la Iglesia) y que acapara todas las decisiones y potestades. El contrapeso de los consejos diocesanos, que intentó promover el Concilio, apenas ha tenido repercusiones prácticas. La misma duración de los cargos eclesiásticos es objeto hoy de interrogantes, ya que fácticamente la Iglesia es gobernada por una gerontocracia, que por edad y mentalidad tiene una tendencia al conservadurismo, a pesar de que los cambios socioculturales son hoy muy rápidos e intensos.
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En resumen, la eclesiología de la comunión está siendo anulada por la supervivencia de instituciones concebidas verticalmente. Por ello muchos se plantean la tarea de reflexionar de manera creativa y valiente sobre esas instituciones eclesiales, selladas por su origen entre los siglos xvn y xix, para transformarlas desde sus raíces.
Pero, por otra parte, hay que reconocer que, cuando se han querido poner en marcha los criterios del Concilio, los nuevos planteamientos padecen de inmadurez en la propia base eclesial. Falta experiencia de debate y de cooperación. Aparece la poca eficacia de los colectivos de participación, a menudo frustrante. No existe clara distribución de competencias, etc.
Los datos anteriores producen una desmotivación de muchos, especialmente entre aquellos que trabajan en tareas de mayor responsabilidad. Muchas decisiones desafortunadas, signo del freno oficial a la reforma, refuerzan el desaliento, la desilusión, la inseguridad y la crítica a la Iglesia. Esta situación es enormemente peligrosa, porque en la sociedad actual sólo cristianos convencidos y altamente motivados pueden configurar la Iglesia de tal forma que puedan asumir los nuevos retos de la evangelización.
Juzgar REFLEXIÓN ECLESIOLÓGICA SOBRE LA AUTORIDAD ECLESIAL Y SUS PROBLEMAS
1. FUNDAMENTO BÍBLICO-TEOLÓGICO
El ejercicio de la autoridad en la Iglesia tiene su regla fundamental en Jesús mismo, que expresa esa autoridad desde su primera aparición pública en la sinagoga de Cafarnaúm, donde enseña su doctrina y cura a un endemoniado (Me 1, 21-28; cf. Mt 9, 8). En este texto, «autoridad» es ante todo una fuerza que nace de la palabra dicha con lucidez, competencia, convicción y pertinencia. Después del exorcismo de Jesús, su palabra adquiere un significado nuevo de fuerza que libra del mal. La palabra autoritativa de Jesús ilumina, aclara, exhorta y hace lo que dice. El significado de su autoridad se irá aclarando gradualmente en los evangelios hasta que después de la resurrección se revela en su plenitud: «Se me ha dado toda potestad...» (Mt 28,18).
En consecuencia, toda autoridad en la Iglesia es participación en el poder liberador e iluminador de Jesús. En efecto, la fe cristiana se funda esencialmente sobre el anuncio de la muerte y resu-
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rrección de Jesús. Este Señor resucitado ha prometido a la Iglesia su presencia hasta la consumación del mundo. Por ello, el fundamento, el punto de partida, el contenido y la meta de toda autoridad que subyace a la fe no es un hombre, sino sólo Cristo resucitado. El sujeto propio de la autoridad de la Iglesia no es el papa, ni el obispo, ni el cura, sino sólo y únicamente Jesucristo. Toda autoridad en la Iglesia proviene y está bajo la autoridad de Cristo. Por ello es siempre una autoridad relativa.
La Iglesia primitiva siguió aquella lección. De esta cuestión hablamos en el capítulo primero; ahora ampliamos brevemente lo dicho allí. El carácter orgánico (no así jerárquico, nombre que no se encuentra en el Nuevo Testamento) de la Iglesia aparece ya en los Hechos de los Apóstoles, donde los apóstoles están al servicio de la comunidad, pero se destacan del grupo en relación con la donación del Espíritu, la oración, la predicación, la celebración de la eucaristía, la distribución de los bienes comunes, la conexión de los nuevos convertidos a la comunidad primigenia, la misión de la comunidad.
Esta organización no es meramente fruto de los hechos. La comunidad primitiva interpreta el dato atribuyéndolo a voluntad de Cristo. Es su voluntad que haya al frente de la comunidad unos testigos auténticos de la resurrección con autoridad recibida de Él mismo. Aparece esta idea en múltiples textos del libro de los Hechos (p. ej., 2, 32; 3, 15; 5, 32; 10, 39): «no a todo el pueblo, sino a testigos predeterminados». Este es un elemento clave de carácter histórico: la intención de Cristo interpretada por la comunidad primitiva.
La estructura orgánica es clara también en las iglesias paulinas, donde se establecen «ancianos» (presbíteros) o «supervisores» (epíscopos, que no se identifican con los actuales obispos), los cuales gobiernan las comunidades bajo el apóstol o su delegado. Los apóstoles y sus delegados son una referencia necesaria y, por consiguiente, significante de comunión. Cada comunidad, en los diversos niveles, tiene ese punto de referencia. Con verdadera potestad social para dirigir, examinar y decidir respecto a la vida de la comunidad, según el estilo evangélico de probarlo todo y retener lo bueno (cf. ITes 5, 21), rehuyendo toda forma autoritaria, procurando el ejercicio de la corresponsabilidad según niveles.
Es en el desarrollo inmediatamente postapostólico de la Iglesia cuando aparecen verdaderos pastores de las comunidades locales, miembros distintos y destacados que forman grupo propio dentro de la Iglesia local, con potestades de enseñanza, de gobierno y de
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administración, que son respetados y obedecidos por su potestad y amados por su servicio.
Como bien se percibe en el Nuevo Testamento, la autoridad y lo carismático derivan conjuntamente del Espíritu, aunque la autoridad tiene parte decisiva en la configuración unitaria de la Iglesia como realidad visible en el mundo. Aquella, que es un don del Espíritu a su Iglesia, no monopoliza su acción.
Hay un momento en la vida de la Iglesia primitiva, el tránsito del siglo i al siglo n, en el que se da un cambio fundamental de situación. En primer lugar, quienes habían sido hasta entonces testigos oculares de la resurrección de Jesús, directamente autorizados por el Resucitado, empiezan a morir sin que el Señor vuelva como inicialmente esperaban. En segundo lugar, las comunidades cristianas empiezan a crecer, a establecerse y hay que sedimentar de alguna manera la forma de designación de sus dirigentes. Los apóstoles, que en un momento dado vieron que tenían que nombrar sucesores, llegaron a su decisión no por argumentos teóricos, sino por razones experimentales, es decir, porque necesitaban dejar representantes suyos en la comunidad, puesto que ellos iban a morir y las comunidades se estaban constituyendo de manera estable. Entonces se elegía a quien tenía capacidades reconocidas por la comunidad como provenientes del Espíritu y se le instituía sacra-mentalmente.
Se trata de un proceso en el que van implícitas dos cosas. En primer lugar, se incorpora a la designación de los ministros una dimensión de abajo hacia arriba, cuando hasta entonces era sólo de arriba hacia abajo (por hablar de manera imaginaria): es decir, al comienzo se daba la elección de Cristo a los apóstoles y de éstos a sus delegados, ahora es la comunidad la que designa. En segundo lugar, se acepta que algo de lo que los primeros testigos dieron a la comunidad cristiana se puede transmitir: la adhesión a Cristo resucitado por la fe; ahí radica justamente su autoridad.
La evolución prosiguió y hemos de decir que gran parte de la forma concreta de la Jerarquía actual es fruto de la inculturación en el mundo grecorromano. La inculturación fue un bien inmenso para entonces porque las comunidades se encontraban dispersas y con dificultades para lograr la comunión. Ahora bien, la manera de entender la llamada «jerarquía» es el fruto posterior de una sacra-lización presentada como voluntad de Cristo resucitado, sobre todo en cuanto a las formas concretas. Esto no es cierto. La comunidad cristiana aceptó el criterio del ordo romano (la palabra latina significaba una clase o condición de personas, un gremio, un cuer-
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po) como algo que podía valer históricamente para la comunidad cristiana. Pero lo que fue bueno en un momento no debe presentarse como voluntad de Dios, como algo querido por Dios desde el comienzo y que, por eso mismo, nunca puede cambiar.
En este contexto conviene al menos nombrar un daño grave en el edificio de la Iglesia: la omisión de construirla también sobre el fundamento de los profetas, como pide Ef 2,20, es decir, sobre todo lo que significan los carismas. Durante muchos siglos de la historia de la Iglesia, ésta se ha construido jurídica y estructuralmente sólo sobre el fundamento del ministerio ordenado, no sobre el carismá-tico-profético. La consecuencia es que las fuerzas proféticas en la Iglesia están subordinadas de múltiples maneras al ministerio, pero faltan regulaciones que del mismo modo obliguen al ministerio a escuchar a las fuerzas proféticas y carismáticas en la Iglesia, acudir a su escuela para aprender de ellas.
2. EL SENTIDO DE LA AUTORIDAD EN LA IGLESIA DE JESÚS
En la última cena Jesús ha explicado de manera particular cómo concibe el ejercicio de la autoridad. Los textos de Le 22, 26-27 y Jn 13, 14-16 indican que tiene una idea muy precisa de la autoridad como servicio y del modo de expresarla: lavando los pies a los hermanos. Pero no quiere imponer ese modo, sino que desea que se siga su ejemplo.
Otro pasaje altamente significativo es IPe 5,1-4. Se deduce de él que todo lo que se refiere a la autoridad está reconducido primariamente al Pastor supremo, cuyos colaboradores son los responsables de la comunidad. Respecto a su modo de actuar, las virtudes indicadas son la disponibilidad, el desinterés, la humildad, el hacerse modelo del rebaño.
La autoridad en la Iglesia recibida, según hemos dicho, como una participación de la plena potestad de Cristo resucitado (Mt 28, 18), está llamada a ser ejercida a la manera de éste, es decir, como servicio. Sólo puede ejercerse de manera evangélica si no olvida que su poder únicamente tiene fuerza normativa porque está «normada»: su «norma normante» es la Palabra de Dios que es el mismo Cristo, tal como se ha revelado en la Sagrada Escritura, a la cual debe permanecer sometida en una actitud de «obediencia», es decir, de «escucha dócil» (etimología latina de obediencia: ob audiré). La afirmación del Concilio Vaticano II es bastante clara: «El magisterio no está por encima de la palabra de Dios; la sirve» (DV 10).
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Las recomendaciones a la obediencia del Nuevo Testamento son exhortaciones donde se proponen las motivaciones y los estímulos para actuar. Según la concepción cristiana, la obediencia de fe (cf. Rm 1, 5; 16, 26; 2Cor 10, 5-6) no se entiende a sí misma como «obediencia ciega», sino como diálogo, como respuesta libre del ser humano a la actuación salvadora de Dios, que siempre va por delante. Por ello, la concepción de la autoridad tiene también carácter dialogal desde un principio. Sólo puede dirigirse al centro personal del ser humano, a la respuesta responsablemente libre y adulta de la persona, la cual incluye la inteligencia de lo mandado y el asentimiento interior. Una autoridad así no oprime las conciencias, sino que favorece su crecimiento.
De ahí emana como respuesta una obediencia en la Iglesia que también parece más consonante con la persona adulta: se verifica cuando el que manda da los motivos para obedecer, inspira el amor del Espíritu para cumplir la voluntad de Dios, propone las motivaciones y el impulso de la valentía y del ejemplo. Es una obediencia propia de personas libres que son capaces de dejarse mover por el amor.
3. MINISTERIO ORDENADO Y CARISMAS EN LA COMUNIDAD ECLESIAL
Completamos ahora brevemente lo dicho en el capítulo sobre el laicado.
Frente a la caracterización cúltico-sacerdotal de la jerarquía, so-breacentuada hasta ahora («sacerdote para el sacrificio»), hoy se destaca la primacía de la tarea de presidencia en el conjunto de las funciones del ministerio eclesial. De lo cual se deriva que quien preside la comunidad preside también la realización de los sacramentos. Esta consideración corresponde, por una parte, a los datos históricos sobre el origen del ministerio de presidencia y, por otra, a los acentos puestos por el Vaticano II. Por tanto, el lugar eclesio-lógico del ministerio se determina a partir de su función en el interior de la comunidad eclesial y no como una característica exclu-yente.
Con ello salta el esquema unidireccional de gobernantes-gobernados. El presidente no reúne en sí en ningún caso todos los carii» mas, sino que necesita la complementación y el correctivo por t) Espíritu, actuante también en los otros miembros. Pues tambiétoft los otros carismas corresponde de forma análoga la autoridad tflgfe pectiva propia de sus dones. Por eso el centro de unidad diftJÜJ
Iglesia no es el ministerio de presidencia, sino Cristo en el Espíritu como fundamento de la Iglesia viviente en muchos.
No afirmamos con esto que la dirección de la comunidad sea un mero servicio de coordinación de carismas en el sentido de una configuración horizontal de la comunidad: esa concepción no describe teológicamente de forma suficiente lo específico del ministerio en la Iglesia. El ministerio de los obispos es el «ministerio de la comunidad» (LG 20). Es el «principio y fundamento visible de la unidad de fe y comunión en la Iglesia» (LG 18; 23). Por ello, la abdicación en el ejercicio del ministerio repercute inevitablemente de forma negativa en la unidad de la comunidad. Hay que recordar que el ejercicio del ministerio de la comunidad ha de hacerse siempre dentro de la comunión jerárquica de los obispos entre sí y con su cabeza, el papa. Y hay que pensar igualmente que en el debilitamiento de la comunión jerárquica puede encontrarse una de las causas de la fragilidad de la comunión.
Por tanto, la comunidad cristiana no es un magma, una comunidad indiscriminada, sino estructurada; es una comunidad a cuya cabeza están aquellos que recibieron de Cristo la tarea de testificar pública y oficialmente su resurrección y los que colaboran o suceden a esos primeros. Ellos son los que presiden la comunidad; y tienen una función de autentificar que esta comunidad que confiesa la fe, que celebra y que actúa en el mundo es la comunidad de Jesús. Es efectivamente un sujeto colectivo, pero tiene en el interior del grupo un carisma que garantiza que lo que allí se realiza es la presencia de Cristo resucitado. De ahí viene su autoridad.
4. LA COMUNIDAD Y EL MINISTERIO ORDENADO COMO INTERLOCUTORES
Un motivo decisivo del disgusto del laicado para con el ministerio ordenado por el cual su servicio tiene a menudo tan poca aceptación y su autoridad es tan cuestionada se encuentra en que no es capaz de tolerar la existencia de un interlocutor responsable y crítico en la comunidad con el cual confrontarse. Es el resultado de una larga evolución histórica en la que la comunidad perdió su carácter de sujeto, quedando en suspenso un elemento originario y esencial de la Iglesia.
Si se quiere avanzar en un proyecto de vida comunitaria será decisivo que el ministerio aproveche la oportunidad de superar la comunicación de dirección única y ganar un interlocutor que lo sostenga y complete. Porque para que la tarea del ministerio ecle-
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sial se realice con éxito, necesita un frente a frente real, no sólo pasivo, en la comunidad, un interlocutor capaz y autorizado para la crítica constructiva.
Los titulares del ministerio necesitan de ese servicio crítico que los libere como individuos y como grupo de toda cerrazón en sí mismos y los abra a las exigencias de Jesucristo para el anuncio del evangelio. Ellos precisan de las otras capacidades existentes en la comunidad para librarse de los propios condicionamientos al buscar la verdad, en los procesos de decisión y para que su dirección sea la adecuada. Justamente a causa de su función específica, los miembros del ministerio se inclinan más hacia la vida comunitaria intraeclesial. Los laicos, situados ante las demandas del mundo actual, tienen que confrontar a los ministros de continuo con los problemas que allí se plantean, para preservar al anuncio del evangelio de la falta de eficacia en el mundo. La experiencia de los laicos en razón de su trabajo en el mundo ayuda a la encarnación del mensaje en palabras y acciones adecuadas a cada situación. La experiencia del mundo de los titulares del ministerio es limitada y el Espíritu Santo no anula las limitaciones humanas con intervenciones extraordinarias.
En este contexto hay que plantear la cuestión de si los dirigentes de la Iglesia pueden presentarse en toda ocasión como portavoces del pueblo de Dios ante la sociedad. Esta cuestión de la representación del pueblo de Dios por parte de la autoridad ha sido hasta ahora poco estudiada. Tradicionalmente, los ministros ordenados no sólo han efectuado y efectúan la representación de Cristo frente a la comunidad, sino que también representan a la comunidad ante la sociedad.
Con tal visión indiferenciada se manifiesta una confusión de las dos dimensiones de la Iglesia: como comunidad salvífica y como corporación humana. Ahora bien, la representación del pueblo de Dios ante la sociedad pertenece al plano del ser sociológico de la Iglesia. Los titulares del ministerio están, sin duda, legitimados para representarla en los dominios en los que la Iglesia ha de salvaguardar su identidad irrenunciable en continuidad con su fundamento de unidad, Cristo. Pero en otros asuntos el ministerio es sólo una voz entre otras: significativa, pero no obligatoria. Dado que en ese nivel de representatividad ante la sociedad no es fácil defender la fe unitaria de todos, sólo se realiza la auténtica representación del pueblo de Dios por medio de los sujetos del ministerio —sin merma de su responsabilidad de dirección— cuando expresa la voluntad adulta de todos los miembros. Y esto sólo es posible cuando
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existe la mediación de un debate amplio y profundo, sincero y libre entre auténticos interlocutores.
Aquí se encuentra otra responsabilidad intraeclesial muy propia de los laicos. Por ello es necesario que sean voz y sujeto en la Iglesia y que su aportación crítica sea valorada como elemento constructivo y no como rebelión desobediente. Sólo cuando el ministerio a través de una sincera relación dialogal se convierte en servicio a un interlocutor situado en su derecho y su responsabilidad, la misión de la Iglesia de hoy se convertirá en la misión de todos.
5. EL LÍMITE DE LA AUTORIDAD ECLESIAL: EL SENTIDO DE LA FE DE LOS CREYENTES
Ha quedado claro que la autoridad eclesial está al servicio del evangelio, que ha de actualizarse por encargo de Jesucristo. Sólo el evangelio y su respuesta concreta en la fe de la Iglesia (la confesión de fe) constituyen el verdadero contenido de la autoridad eclesial. Por ello, es de la firme adhesión a esa confesión de fe de donde nace la libertad de los fieles y su seguridad ante cualquier arbitrariedad de un dirigente eclesial.
Tomar en serio la enseñanza conciliar acerca del sentido de la fe y de la infalibilidad del pueblo cristiano en su totalidad (LG 12) conduce a una gran anchura de ánimo en el orden de los límites de la autoridad. Las cosas de la Iglesia sólo pueden ser decididas partiendo de la fe del pueblo cristiano y ante el sentido de la fe de los creyentes públicamente propuesto.
Es verdad que se trata de un factor difícil de valorar en lo concreto, pero debe atribuírsele el peso decisivo que le corresponde. Cosa que olvidan muchos que hablan alto de participación, pero muestran muy poco respeto por la fe común de las comunidades.
El llamado «derecho divino» que compete al ministerio jerárquico en cuanto al poder de decisión no excluye, sino que incluye la intervención de los demás miembros de la comunidad de creyentes en el proceso de reflexión y en la toma de decisión.
El servicio del ministerio ordenado presupone una sana relación de confianza para con los representantes eclesiales y una estructura umversalmente aceptada de búsqueda y constatación del consenso. La posición manifestada por el ministerio y su resonancia en el sentido de la fe de todos los bautizados dependen absolutamente la una de la otra.
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Para que lo dicho sea viable, están las instituciones de participación de las que hablamos en otro lugar. En todas ellas debe llevarse a efecto el criterio de participación razonada y de desarrollo de la opinión pública.
La responsabilidad propia de la autoridad eclesial guiada por el Espíritu no dispensa de los procedimientos de la búsqueda humana de la verdad y de la decisión. Los sujetos del ministerio ciertamente tienen una particular responsabilidad para con la comunidad que les ha sido encomendada, pero no cuentan con experiencias y capacidades para acertar en todas las decisiones concretas que han de tomar. Para una gestión prudente de su ministerio necesitan del complemento y de la corrección que provienen de las demás capacidades existentes en la Iglesia.
6. LAS MUTUAS OBLIGACIONES
La comunidad y los pastores desde su esencia más íntima están referidos mutuamente en sus decisiones. En razón de la particular misión con la que se presenta ante su comunidad, el pastor ordenado tiene una autoridad dada con anterioridad. Él está legitimado desde el principio como quien ha sido autorizado en el Espíritu de manera especial en favor de la vida pública de la comunidad.
Si la peculiar misión del pastor es acogida en la fe, profundizada en diaria fidelidad y ejercida en el amor, entonces se le puede conceder la certeza de ser enviado verdaderamente con autoridad; la confianza de poder corresponder a la vocación a pesar de todas las debilidades personales; el valor de abordar siempre de nuevo su tarea y de anunciar la palabra de Dios a tiempo y a destiempo; el consuelo de perseverar a pesar de todas las tentaciones, necesidades y ataques (cf. 2Tm 1, 6-8).
Así, el pastor y la comunidad tienen mutuas obligaciones: el pastor, anunciar siempre de nuevo el mensaje cristiano a la comunidad, aunque le resulte a esta incómodo; la comunidad, comprobar si el pastor permanece fiel a su tarea, si actúa según el evangelio. Para los presidentes y para las comunidades vale el texto de lTs 5,19-22, que ya hemos citado varias veces.
De este modo sirve a todos la mutua comprobación en el respe -
to, la corrección fraterna en la modestia, la crítica en el dejar hacer. Ello es presupuesto para la actuación común. Si se entiende así la común responsabilidad, entonces se concederá a cada miembro de la comunidad lo que le pertenece, sin que nadie pretenda imponer-
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se a otro. Y como criterio esencial, todos obedecerán al Señor y al Espíritu. Si estos principios se mantienen, no hay nada que temer del ordenamiento eclesial.
7. PROBLEMAS PLANTEADOS POR LA EXISTENCIA DE LA AUTORIDAD EN LA IGLESIA
La cuestión del poder
Comenzamos planteando la cuestión de la relación entre autoridad y poder: no es lo mismo una cosa que otra. La autoridad es fruto normalmente de un carisma y el poder es la jurisdicción entregada, la de quien realiza alguna cosa en razón de su cargo («anejo al oficio»). La palabra castellana de origen latino potestad, poder, traduce un vocablo griego del Nuevo Testamento (Mt 28, 18), usado como expresión de la autoridad soberana de Jesús, que radica en su servicio a los otros, en su diakonía, en su proexistencia, según ya hemos explicado. Muchos exegetas consideran que con esa palabra Jesús expresa su participación única y exclusiva en la autoridad del mismo Dios. Una buena forma de traducirla en lenguaje actual sería liderazgo, que describe mejor que poder o potestad la visión neotestamentaria; el uso de la expresión poder está acuñada no según el sentido de la potestad bíblica, sino según el modelo jurídico moderno.
Un elemento fundamental diferencia la autoridad del poder: los criterios de legitimación de la primera. Pues bien, si algo falla en los procesos eclesiales del presente es la legitimación de la autoridad. Muchas personas erigidas en autoridad no gozan de hecho de legitimidad ante la comunidad cristiana. Y viceversa: hay personas en el pueblo de Dios a las que se reconoce autoridad porque tienen un carisma que mueve, pero, en cambio, no tienen poder, no detentan una jurisdicción entregada públicamente. El pueblo cristiano percibe que en la presidencia de sus comunidades hay potestad jurídica, sí, pero bastantes veces no hay dotes o capacitación para asumir la presidencia. Se afirma teórica y teológicamente que quien preside no está por encima de la comunidad, sino un servidor; pero para el pueblo cristiano sigue siendo una persona que tiene poder. Quien encarna la presidencia en la Iglesia concentra el poder en sus manos.
El problema actual del poder en la Iglesia es un problema serio. Progresivamente se ha ido concentrando el poder en los distintos
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niveles de gobierno, olvidando el principio de subsidiariedad. Es una situación conocida por los expertos en filosofía social y política: no hay ninguna institución que luche para disminuir su poder. La centralización y concentración del poder está basada en el miedo. Miedo a no se sabe qué desviaciones posibles.
Muchos católicos no quieren reconocer que existe este problema del poder en la Iglesia. La espiritualizan tanto, la divinizan de tal manera que suponen que en ella todo es dirigido por el Espíritu Santo y no logran descubrir su realidad humana. Pero la Iglesia está constituida por seres humanos. Y donde existen colectividades humanas, hay relaciones de poder.
Jesús entró directamente en el problema porque sabía que su Iglesia sería humana. El Maestro es radical: en la Iglesia la relación no puede imitar a la que existe en las sociedades históricas; en ella el mayor es el que sirve. El superior es el subordinado.
No se puede decir que este proyecto se cumpla en la administración eclesiástica, donde se protege cuidadosamente a los subordinados de toda tentación posible. Para defender al católico de sí mismo, la administración impone su propia voluntad: siempre para el bien del inferior, pero se trata del bien definido por ella.
El fondo de este problema se encuentra en la relación entre el clero y los laicos. El clero se ha constituido en una barrera que se opone a cualquier iniciativa de fondo por parte de los laicos, del pueblo cristiano. Existe una desconfianza grande para con el pueblo, siempre sospechoso de todos los males. El pueblo queda fuera de las decisiones, en completo desacuerdo con la praxis de los primeros siglos y en total contradicción con la actual evolución social. Pero hoy no estamos en los tiempos de un clero que monopolizaba todo el saber, casi toda la propiedad y casi todo el poder político. Hoy no tiene ninguna justificación esta concentración en las manos del clero.
Así como en la cristología ha sido difícil aceptar la realidad humana de Jesús, en la eclesiología está resultando difícil aceptar la humanidad de la Iglesia. Perdura el monofisismo eclesial como subsiste el monofisismo cristológico. Tal monofisismo es espontáneo en el pueblo sencillo: expresa un sentimiento religioso natural que tiende a sacralizar todos los objetos de su religión. La religiosidad popular se presta a la manipulación por parte del clero, muchas veces sin mala voluntad, y a la consolidación del poder clerical.
Los padres conciliares no pudieron sentir todo el peso de esta cuestión porque no había aún suficientes estudios sobre la misma. La gran novedad de los últimos años ha sido precisamente el despertar
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de la conciencia de la cuestión del poder como problema central de la sociedad. Los miembros de la Iglesia de este tiempo no deberían evitarlo, sino reflexionar sobre él y abordarlo con seriedad.
Dificultades para la reforma de la institución
En toda realidad social humana consistente, la institución es una mediación necesaria para subsistir. Es la forma social que permite a los individuos introducir una realidad objetiva en la coexistencia personal evitando la pura subjetividad. No cabe un grupo humano con intención de pervivencia que de alguna manera no se institucionalice y acepte una autoridad; si no hay una institución así que dé cuerpo a un determinado grupo ideológico, social, político, cultural, es imposible que ese grupo perdure. Pero, por su objetividad misma, la institución abre el camino a excesos potenciales o reales. Cuando la institución pretende imponer la verdad y regular las costumbres, entonces ejerce la violencia.
Pues bien, es un hecho innegable que hoy existe una coacción institucional en la Iglesia. Sería injusto afirmar que todos los problemas que hoy existen con la institución eclesial dependen de faltas personales o debilidades pecaminosas de los responsables de la misma. Las disfunciones señaladas en la primera parte de este capítulo nacen porque los dirigentes, desatendiendo la precariedad teológica de la institución, mantienen consciente o inconscientemente la quimera de que ella coincide con el Reino. Pero la institución sólo es signo de lo que no es ni puede ser en este mundo. A pesar de lo cual no cesa de ser tentada de ir más allá del signo y afirmarse como Reino. De ahí la necesidad de que la institución recuerde permanentemente que es imperfecta aunque abierta al avance hacia el Reino, y cuestione su forma visible desde la meta que quiere conseguir: la comunidad fraterna edificada por los dones del Espíritu.
La institución en la Iglesia tiene siempre una función de servicio y debe hacerse siempre transparente en la prosecución de aquella meta. Por eso, lo mismo que sucede en el orden político, según señalábamos antes, todas las formas institucionales y jerárquicas en la Iglesia deben legitimarse continuamente y en concreto. Esta permanente exigencia de legitimación es un argumento esencial para la reforma institucional en la Iglesia.
En efecto, el hecho de que los elementos estructurales externos de la Iglesia a menudo se imponen inconvenientemente y el Espí-
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ritu, el amor,, la comunión quedan ocultados, exige reformar la institución eclesial para que se ajuste al proyecto de Jesús y —en este momento histórico— a las orientaciones del Concilio.
Los previsibles conflictos
Como aún nos encontramos lejos de una recepción madura de la enseñanza conciliar, no debe extrañarnos que se planteen conflictos cuando se intentan aplicar sus criterios sobre la relación entre el laicado y el ministerio ordenado, de lo que hemos hablado en el epígrafe tercero de este capítulo.
Sucede que, hoy por hoy, los laicos que participan en las responsabilidades eclesiales muchas veces han de situarse y «jugar en campo contrario». Se parte de una situación en la que todo el terreno de decisión en la Iglesia es terreno jerárquico. Las determinaciones de la comunidad cristiana desde hace muchos siglos las ha tomado el ministerio ordenado. Inevitablemente, las actuaciones de los laicos se perciben por no pocos de los ministros ordenados como una invasión del propio ámbito de responsabilidad. Al no estar delimitadas las fronteras de actuación de unos y otros, surgen, pese a todas las buenas voluntades, los roces y conflictos.
El contexto histórico en que vivimos, con el espíritu democrático propio de nuestra cultura, produce un fuerte cuestionamiento de la autoridad eclesial tal como es ejercida tradicionalmente. Hoy la decisión se concibe como el resultado de un proceso de discernimiento realizado por la comunidad a través de los nuevos organismos de participación nacidos del Concilio.
Por otra parte, aún no está suficientemente clarificado el ámbito de la autonomía de los laicos. En una estructura jerárquica fuertemente centralizada en todos los niveles de la comunidad, se tiende a identificar unidad con uniformidad y se exige muchas veces a los laicos la integración en esa estructura centralista por subordinación y dependencia. La recuperación del concepto de comunión operada por el Concilio implica la pluralidad, lo que desencadena múltiples tensiones. El conflicto surge desde el momento en que se quiere imponer a todos una forma de actuar en la Iglesia o en el mundo que es propia de los clérigos y con la que el laicado no se identifica.
Se comprende, pues, que la nueva conciencia nacida del Concilio reclama un cambio de mentalidad, tanto en los clérigos como en los seglares. La tendencia de unos y otros es la de proyectar
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sobre la Iglesia los esquemas funcionales que rigen en la sociedad. Así se antepone la eficacia a la comunión, el número al signo, los resultados a la participación.
Los abusos de la autoridad
La autoridad humana en la Iglesia sigue siendo autoridad falible que está necesitada no sólo del consenso y de la colaboración positiva de los creyentes, sino también de su reacción y de su crítica. Una autoridad falible es una autoridad auténtica; conserva su prestigio cuando no disimula sus fallos, sino que los reconoce abiertamente. Por el contrario, los estudios psicosociológicos muestran que la autoridad pierde legitimidad cuando niega o disimula las faltas cometidas.
La Iglesia es siempre en sus miembros y en los sujetos del ministerio una Iglesia de pecadores, o sea, de personas que se equivocan, que pueden sucumbir a la tentación del abuso de poder. El abuso de autoridad existe cuando la obediencia exigida, por ejemplo, en lo jurídico-canónico se equipara a la obediencia de fe o cuando las indicaciones para la vida comunitaria van acompañadas de exhortaciones a asumirlas «con obediencia sumisa» y sin discusiones.
En lo institucional de la Iglesia puede haber algo así como una manipulación que, más allá de las intenciones de los sujetos, es objetivamente pecaminosa. Existe la impresión de que no pocas veces en las actuaciones de la Jerarquía se observa más una insistencia en su autoridad formal (que en última instancia resulta totalmente ineficaz) que un testimonio viviente y convencido en favor de la propuesta evangélica. Subsiste una falsa concepción de la autoridad en sentido paternalista, según un modelo de representación feudal ya insostenible.
K. Rahner proponía hace años que el propio ministerio eclesial crease institucionalismos que fueran de sentido contrario para consigo mismo y su dinámica y que en cierta manera representaran instancias de control. Ello correspondería a un sistema de retroali-mentación o capacidad de reacción (feedback), parecido a lo que sucede en el cuerpo humano y que también parece requerido para el éxito de la vida comunitaria. Al igual que el cuerpo humano reacciona como un termostato ante la necesidad de alimentación por el hambre y la sed, o al igual que reacciona ante la perturbación de la salud con fiebre, infección o dolores —y ello para el
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bien del todo—, así debería también existir el correspondiente intercambio recíproco en la relación de los miembros de una comunidad y de la autoridad que les guía. Si esto no tiene lugar, la vida de la comunidad es a la larga insostenible. En el dominio de la vida eclesial, los creyentes poseen un derecho de intervención; el ministerio eclesial no puede desatender sencillamente el consenso de estos grupos. Cuando el carisma del profetismo no es atendido o es reprimido, ello repercute funestamente para el conjunto de la confianza comunitaria.
¿Y qué hacer en caso de conflicto, cuando un superior incurre en abuso de su ministerio? Desde hace tiempo, aunque desgraciadamente en vano, se llevan haciendo propuestas en relación con el establecimiento de tribunales de arbitraje, lo que en términos civiles se llama de contencioso-administrativo, es decir, de amparo eclesial de los derechos de la persona. Si el derecho, como se afirma a boca llena, se apreciara en la Iglesia en su función originaria de salvaguarda de la comunión, la demanda de garantía de los derechos y la apelación a ellos no aparecerían como medios de fuerza, que «propiamente no deberían darse en la Iglesia». Porque las estructuras eclesiales deberían establecerse de tal forma que en su sabiduría dieran testimonio del evangelio de la libertad del que nos habla el apóstol (cf. Ga 5, 1).
Una cosa es cierta: la Iglesia sólo puede cumplir su tarea salvífi-ca con credibilidad si en ella existe un ordenamiento de la libertad y si el derecho eclesial y los ministerios eclesiales no son un instrumento de soberanía, sino ante todo una salvaguarda institucional al servicio de la libertad.
Actuar PARA UN ADECUADO EJERCICIO DE LA AUTORIDAD EN LA IGLESIA
1. LA PRESIDENCIA EN NOMBRE DE CRISTO Y LA AUTORIDAD DEL ESPÍRITU
La tarea más importante a realizar por el ministerio ordenado es la articulación correcta de lo que se llama el principio cristológico y el pneumatológico, es decir, del principio de autoridad y del principio de corresponsabilidad. No podemos olvidar que no sólo Cristo está representado sacramentalmente en el ministerio ordenado, sino que el Espíritu está presente con sus carismas en cada persona del pueblo de Dios. La conjunción de ambos principios
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teóricamente está bastante clara, porque ser presidente de una comunidad no se puede hacer más que también desde el carisma, es decir, desde el don del Espíritu; ya lo hemos explicado en la segunda parte.
Pues bien, si en la Iglesia tiene que haber, además del ministerio ordenado, el carisma del profetismo y otros carismas, estos tienen una palabra que decir. Sin embargo, resulta que esa palabra profé-tica y carismática brilla por su ausencia en la práctica de las decisiones. Son dos elementos que se deberían vivir en tensión dialéctica y que en el momento presente cuesta mucho casar: el principio de autoridad absorbe al otro polo. Sucede que precisamente las personas encargadas de coordinar y presidir los carismas (obispos y presbíteros) por su formación, por sus herramientas, por su metodología no están en muchos casos preparadas para crear el equilibrio y la articulación correcta entre ambos polos.
Lo fundamental de la autoridad es, como hemos dicho, la capacidad para fomentar la comunión y contrarrestar aquello que divide la comunidad. Podría suceder que si solamente nos dejáramos llevar por la voz de los carismáticos, se llegara a dividir la comunidad. Desgraciadamente, lo que ocurre es lo contrario: una de las más graves deficiencias que ha sufrido la Iglesia en los últimos tiempos y que ha tenido un impacto radical en la gestión del ministerio de presidencia ha sido la desaparición del elemento profé-tico en la Iglesia. Así pues, viniendo como venimos de una Iglesia que está muy lejos de lo que pretendemos, hay que intentar corregir con paciencia las cosas que están mal en el cuerpo social.
Ponemos un ejemplo sencillo y al alcance de la mano. Existen personas, laicos y laicas, protagonistas de verdaderas responsabilidades eclesiales, a las que institucionalmente se les debería dar autoridad, porque la tienen de hecho. Pero resulta que nunca se les reconoce públicamente en la Iglesia, aunque lo sean en su grupo, en su movimiento, en su pequeña comunidad. Tal reconocimiento sería algo que permitiría caminar de otra manera.
2. LA PRESIDENCIA DESDE LA CLAVE DE LA ESPIRITUALIDAD
El ministerio ordenado tiene la misión de conducir a la identificación cristiana del creyente: es así como podemos expresar aquello que corresponde a la presidencia de una comunidad de fe. Porque, efectivamente, si una comunidad de fe es una comunidad de personas que se adhieren a Jesús y quieren seguirle (esa es su iden-
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tidad), el que asume la responsabilidad de la comunidad, el que la preside, tiene que trabajar para que sus miembros se identifiquen como tales seguidores de Jesús. Esa es la identidad propia del creyente, la de quien se adhiere a Cristo resucitado; y tal es la tarea fundamental que corresponde al ministerio ordenado, la de quien ayuda a que se logre dicha identidad. Otras funciones no le corresponden de suyo; por ejemplo, las decisiones en el orden administrativo o económico.
Esta reflexión nos lleva a dirigir una mirada a la presidencia desde la clave de la espiritualidad. En la práctica es imposible plantear esta cuestión desconociendo la hipoteca del poder y de la mera competencia jurídica que históricamente desde muy atrás se viene vinculando de manera directa a la autoridad.
Cuando hablamos de clave espiritual (o sea, proveniente del Espíritu) para legitimar al ministerio, nos referimos a lo siguiente. En la sociedad moderna la autoridad se le concede al que es experto en su campo. Por eso, análogamente, es imprescindible, para poder entender y legitimar la autoridad en la Iglesia, mostrar su competencia religiosa (J. B. Metz) y no hacer consistir su modernización, como se ha hecho muchas veces, en aplicar el modelo de la burocra-tización. Debería quedar claro para todos que una persona no preside en nombre de Cristo simplemente porque le han impuesto las manos, sino porque su modo de vivir recuerda a la comunidad la persona de Cristo. Sólo cuando eso se ha constatado previamente, se le pueden imponer las manos. Entonces lo que recuerda a Cristo en esa comunidad es la figura de alguien que por su existencia entregada a favor de todos, por su fidelidad al evangelio del crucificado, por su capacidad de contrarrestar lo diabólico en la comunidad (lo dia-bólico etimológicamente es lo que divide la comunidad) actualiza de una manera simbólico-real la presencia del Espíritu del Resucitado. Quien tiene ese carisma se constituye en sacramento personal porque en la experiencia de relación con él uno se encuentra con Cristo. Este es el núcleo de la cuestión, ahí es donde se juega la clave del sentido de la autoridad en la Iglesia. Y esa es, por tanto, la pregunta clave: ¿con quién se encuentra la comunidad cuando se relaciona con el ministro ordenado?
3. PRESIDENCIA Y BÚSQUEDA DEL CONSENSO ECLESIAL
Por tanto, una de las cosas que le corresponde al que preside —por esa capacidad que se acaba de recordar de contrarrestar lo
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diabólico, o sea, las divisiones— es llegar a consensos en la comunidad cristiana. Este es uno de los problemas más serios del presente eclesial: no estamos preparados para lograr consensos. El proceso requerido es mucho más lento que la imposición autorita-tiva; dialogar es siempre más difícil, porque significa entrar en las razones del otro y dejarse penetrar por ellas.
Lo específico del consenso eclesial, a diferencia del consenso en el ámbito social o político, se encuentra en que no nace de la configuración general de la opinión mayoritaria producida por el libre juego de las argumentaciones, sino como asentimiento común al don previo del anuncio evangélico. No consiste en un acuerdo de arbitraje entre muchos creyentes, sino en un acuerdo que se vincula inequívocamente a la verdad de Dios anunciada en Jesucristo. Sólo cuando se da un acuerdo de ese estilo se manifiesta la fuerza unificante del Espíritu, que hace participar a todo el pueblo de Dios en el ministerio profético de Jesucristo y que le preserva como un todo de caer en errores fundamentales que amenacen su identidad.
Contradice la afirmación anterior el hecho de que determinados grupos en la Iglesia o determinadas jerarquías (en todos los niveles) pretendan conducir unilateralmente el proceso de búsqueda y fijación del consenso de una manera que es opuesta a su esencia de consentimiento libremente otorgado al anuncio de la fe. Esto sucede cuando los creyentes individuales y las diversas comunidades no son integradas de forma estructural en el proceso, aplicando con toda honradez el principio sinodal, sino que el consenso se pretende alcanzar por la imposición puramente formal de los poderes jerárquicos contra la convicción bien fundamentada de una parte de la Iglesia.
Conflictos siempre puede haber en la comunidad cristiana, incluso en cuestiones centrales de la interpretación de la fe (recuérdense los clásicos concilios de la antigüedad), de la vida moral, de la orientación fundamental pastoral, de la constitución jurídica y también de los planteamientos de la evangelización. Pero ni la polarización agresiva, ni la represión violenta, ni una armonización fruto del miedo pueden conducir al consenso. Por eso es preciso que todos impulsemos una «cultura de la búsqueda del consenso». Tal cultura vive de la disposición honrada para la escucha recíproca y del movimiento de acercamiento mutuo.
Naturalmente, aun en la mejor cultura del consenso no siempre se logra alcanzar la unanimidad moral. Siempre podrán darse litigios en los que la Jerarquía debe intervenir en última instancia con su pleno poder espiritual, bien porque están en juego cuestiones
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fundamentales de fe, bien porque la Iglesia no puede persistir e^ una discusión permanente que paraliza su capacidad de evangelio zar. La competencia decisoria última de la Jerarquía es en tales ceu sos un apoyo saludable para la unidad en la fe. No se destruye ej carácter comunional de la Iglesia cuando —en el marco de una es. tructura previa umversalmente aceptada de búsqueda y determina, ción del consenso— la Jerarquía manifiesta de forma clara su decj. sión como la única salida después de diálogos y esfuerzos infruc. tuosos para lograr el encuentro mutuo y alcanzar la unanimidad.
Sin embargo, cuando las reglas de juego del consenso ya no so^ reconocibles para gran parte de los creyentes, cuando incluso las
estructuras sinodales (consejos parroquiales o diocesanos, sínodos y hasta asambleas del episcopado) ya no son aceptadas porque s^ consideran desvirtuadas y no corresponden a las exigencias de búsqueda del consenso en la comunión, entonces queda profundamente comprometida la unidad de la Iglesia. Según el punto de vista de muchos cristianos, ésta es la situación presente.
4. UNA NUEVA FORMA DE EJERCER LA AUTORIDAD
La disposición para mejorar permanentemente las estructuras de búsqueda del consenso ofrece un buen criterio para distinguir el auténtico «ministerio de presidencia espiritual» de lo que es la mera conservación de lo existente, residuo sin espíritu. Pues la fuerza del Espíritu se manifiesta en las instituciones eclesiales en el hecho de que, puestas al servicio del evangelio, se enfrentan sin temor a las nuevas situaciones históricas y encuentran en dichas situaciones la identidad evangelizadora que corresponde a cada caso.
Por otra parte, una obediencia entendida y realizada no legalis-tamente, sino bajo la ética de la responsabilidad, obliga a desarrollar también un nuevo estilo de gobierno abierto que posibilita la participación. El modo de realización de su función por parte de la autoridad debería llevarse a cabo en la línea de la responsabilidad personal y la corresponsabilidad y con la meta de conducir a la identidad cristiana del sujeto.
El diálogo, un trenzado de relaciones plurales, la supresión de un estilo de ejercicio de la autoridad que dirige desde fuera y el impulso de la responsabilidad propia determinan el proceder colaborador y fraterno. Donde la Iglesia se entiende así, donde ella no sucumbe a la tentación particularmente fuerte en el momento pre-
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senté de las posiciones fundamentalistas, volverá a ganar confianza y será capaz de abrir el camino hacia Dios a las personas que lo buscan.
Esto supuesto, conviene mencionar brevemente tres características del uso de la autoridad en la Iglesia que son particularmente importantes para nuestro tiempo.
1. El respeto de la persona, de su autonomía y de su inteligencia. Aunque es cierto que no faltan brotes de funda-mentalismo fanático, cada vez son menos los que aceptan dejarse guiar ciegamente por la pura autoridad; cada vez más personas desean comprender las razones de lo que pide la autoridad.
2. La atención a la singularidad de cada uno, a su irrepetibili-dad y también a su debilidad. Muchos tienen necesidad de ser entendidos antes de ser guiados con preceptos, incluso si hay al mismo tiempo necesidad de seguridad, de apoyo y de fuerza inspiradora. Por tal motivo la Palabra de Dios inspirada e inspirante ha de tener un gran relieve en el ejercicio actual de la autoridad en la Iglesia.
3. La atención a la diversidad de las situaciones. Las antiguas situaciones simples podían permitir estructuras de autoridad directas e inmediatas. Las actuales, tan complejas, exigen colaboración, capacidad de delegar, formas de sinodali-dad bien construidas, donde una relación leal entre los responsables en el nivel horizontal y una fácil comunicación vertical hagan más suelto y eficaz un organismo que por su naturaleza es un poco lento y pesado.
5. U N VOTO DE CONFIANZA PREVIO
Pertenece a la antigua tradición eclesial la certeza de que, por la asistencia del Espíritu Santo que les ha sido prometida (cf. Le 10, 16; Hch 1, 8; 2, 1 ss; 9, 15), los sucesores de los apóstoles merecen un anticipo de confianza en que por regla general exponen la fe y el modo de vivir cristiano auténticamente, con una orientación justa.
Un médico o un maestro, por poner un ejemplo, tampoco podrían ejercer razonablemente su profesión si sus pacientes o alumnos ante la eventualidad de un fallo posible estuviesen prevenidos contra él con una desconfianza de principio en lugar de con un anticipo de confianza.
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Ahora bien, esta confianza no puede fundarse sólo en una argumentación teórica teológica, sino también en una gestión dotada de credibilidad. La apelación meramente formal a un título jurídico no es suficiente, sobre todo en nuestros tiempos. El ministerio eclesial y todas las formas institucionales en la Iglesia deben por ello legitimarse y mostrarse como creíbles continuamente de manera concreta, nunca sólo de manera abstracta y por sí mismas. Esta exigencia de legitimación permanente va paralela a la existencia de la opinión pública y de un control democrático en la Iglesia.
Por el contrario, cuando el ministerio jerárquico se independiza de la comunidad eclesial, desdeña la actividad del Espíritu Santo en el pueblo. El mantenimiento de la tensión entre los dos polos de la elipse significa, por tanto, no un consentimiento aerifico del entendimiento y de la voluntad ante todas las indicaciones y enseñanzas de la legítima autoridad eclesial, sino la entrega valiente y humilde como persona a la Iglesia que existe realmente, a pesar de sus notorios fallos y debilidades.
6. REFORMA DE LAS ESTRUCTURAS ECLESIALES
La gran tarea del catolicismo en el tercer milenio es la de llevar adelante la actualización o aggiornamento que buscaba el Concilio y abordar la reforma institucional, insistentemente pedida por él. Dicha reforma contó y cuenta con la oposición global de los grupos más tradicionalistas del catolicismo. Sin embargo, el contexto de globalización exige a la Iglesia el juego de contrapesos de una pluralidad de centros y de una autonomía en el nivel local y regional, como ocurre en el ámbito político con las comunidades autónomas y la coordinación de países dentro de una unión supranacional. En ambos casos es necesario un poder central que tiene la función de actuar como juez, interlocutor y vigilante de la unidad. Éste era el papel del primado en el primer milenio, en el que actuaba como primero entre pares, en el contexto de una Iglesia sinodal y patriarcal. Por eso, el modelo de comunión tiene una amplia tradición en la Iglesia y es el que mejor se adapta a las necesidades del tercer milenio.
El cambio copernicano que tuvo lugar con la eclesiología del Vaticano II está siendo difícil de traducir a la práctica. Era ingenuo creer que aquellos principios y orientaciones se podían verter de forma inmediata y pacífica en instituciones adecuadas. Ha sucedido lo contrario: la tensión entre las líneas orientativas del Vaticano II
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y la organización estructural de la Iglesia, que sigue basándose todavía en la orientación preconciliar, no ha sido resuelta y subsiste una praxis que mantiene la orientación antigua.
Ahora bien, una Iglesia que vive guiada pasivamente por la autoridad, ni es fiel a su naturaleza, ni está a la altura de la presente situación de la cultura moderna, ni tiene capacidad real para la evangelización misionera.
Por ello no hay otro camino más que desarrollar decididamente los planteamientos de reforma estructural a pesar de todas las decepciones y todas las objeciones, tanto de arriba como de abajo, si la Iglesia no quiere ser infiel a sus orígenes y a las orientaciones fundamentales del Concilio. Y si no quiere —como consecuencia de ello— perder la conexión con la presente historia cultural, jurídica y social. Y si no quiere frustrar totalmente la evangelización.
De la reflexión anterior se deduce la necesidad apremiante de participación de los creyentes en todas las realizaciones vitales de la Iglesia, incluidas las decisiones importantes de la vida eclesial. A medida que esta posibilidad se desarrolle, los creyentes verán la Iglesia institucional como una comunidad libre, fundada en la libertad de Cristo, y aceptarán gustosamente el ejercicio de la autoridad en nombre de Jesús.
Aunque la autoridad en la Iglesia no es el resultado de un simple proceso democrático, sin embargo está llamada a ejercerse en las condiciones sociales y culturales actuales de forma más democrática que en el pasado. Ello pertenece no sólo a la más antigua tradición de la Iglesia, sino a la credibilidad del evangelio en el mundo de hoy. Estos puntos los desarrollamos en el próximo capítulo.
PARA PROFUNDIZAR
Y. CONGAR, «Autoridad, iniciativa, corresponsabilidad», en: Entre borrascas, Verbo Divino, Estella 1972, pp. 65-101.
— «La Iglesia es apostólica», en: J. FEINER y M. LÓHRER (eds.), Mysterium Salutis, Guadarrama, Madrid IV-1 1973, pp. 555-575.
JUAN A. ESTRADA, La Iglesia ¿institución o carisma?, Sigúeme, Salamanca 1984.
M. KEHL, La Iglesia, Sigúeme, Salamanca 1996, pp. 359-372. W. LÓSER, «Sucesión apostólica», en: W. BEINERT (ed.), Diccionario de Teolo
gía dogmática, Herder, Barcelona 1990, pp. 668-669.
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Capítulo 10 Corresponsabilidad, participación,
sinodalidad, democratización en la Iglesia
Ver UNA PROBLEMÁTICA CANDENTE Y COMPLEJA
1. EN LA COMUNIDAD CRISTIANA LA PARTICIPACIÓN NO RESULTA NADA FÁCIL
El contexto social ha cambiado radicalmente y en consecuencia está influyendo en la realidad histórica de la comunidad cristiana. Pero en la Iglesia el modelo medieval y postridentino de ejercicio de la autoridad ha mantenido su influjo hasta hace bien poco. A diferencia del «régimen de cristiandad», en el que todas las relaciones eclesiales venían guiadas por el binomio autoridad-obediencia, la mentalidad actual exige a la Iglesia una modificación de las estructuras e instituciones en un sentido de mayor democratización.
La Iglesia católica en los últimos cuatrocientos años a causa de su actitud antiprotestante se alejó del modelo clásico de la Iglesia antigua. El Vaticano II lo quiso potenciar nuevamente; sin embargo, la dirección eclesial desde hace algún tiempo se ha alejado de nuevo de forma clara de aquel modelo.
Los desafíos a la misión salvadora de la Iglesia en un mundo tan complejo (diversidad de grupos humanos, servicio a la paz y a la justicia universales, ayuda al desarrollo de los pueblos, etc.) necesitan una reflexión sobre sus imperativos concretos y una evaluación de los nuevos intentos pastorales que necesitan perfilarse y concretarse según las diversas situaciones de las Iglesias locales. Es lógico que se eleven por todas partes voces que piden mayor participación y corresponsabilidad para, entre todos, comprender la novedad de cada situación y buscar la forma de ejercer ahí los nuevos roles.
Sin embargo, se elevan quejas desde muchos lugares y desde muchas perspectivas acerca de la falta de posibilidades para una activa colaboración en las decisiones eclesiales importantes. La conciencia general del pueblo de Dios considera que la colaboración por medio sólo de consultas (en consejos meramente consultivos, por ejemplo) es insuficiente. Muchos militantes laicos no en-
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y la organización estructural de la Iglesia, que sigue basándose todavía en la orientación preconciliar, no ha sido resuelta y subsiste una praxis que mantiene la orientación antigua.
Ahora bien, una Iglesia que vive guiada pasivamente por la autoridad, ni es fiel a su naturaleza, ni está a la altura de la presente situación de la cultura moderna, ni tiene capacidad real para la evangelización misionera.
Por ello no hay otro camino más que desarrollar decididamente los planteamientos de reforma estructural a pesar de todas las decepciones y todas las objeciones, tanto de arriba como de abajo, si la Iglesia no quiere ser infiel a sus orígenes y a las orientaciones fundamentales del Concilio. Y si no quiere —como consecuencia de ello— perder la conexión con la presente historia cultural, jurídica y social. Y si no quiere frustrar totalmente la evangelización.
De la reflexión anterior se deduce la necesidad apremiante de participación de los creyentes en todas las realizaciones vitales de la Iglesia, incluidas las decisiones importantes de la vida eclesial. A medida que esta posibilidad se desarrolle, los creyentes verán la Iglesia institucional como una comunidad libre, fundada en la libertad de Cristo, y aceptarán gustosamente el ejercicio de la autoridad en nombre de Jesús.
Aunque la autoridad en la Iglesia no es el resultado de un simple proceso democrático, sin embargo está llamada a ejercerse en las condiciones sociales y culturales actuales de forma más democrática que en el pasado. Ello pertenece no sólo a la más antigua tradición de la Iglesia, sino a la credibilidad del evangelio en el mundo de hoy. Estos puntos los desarrollamos en el próximo capítulo.
PARA PROFUNDIZAR
Y. CONGAR, «Autoridad, iniciativa, corresponsabilidad», en: Entre borrascas, Verbo Divino, Estella 1972, pp. 65-101.
— «La Iglesia es apostólica», en: J. FEINER y M. LÓHRER (eds.), Mysterium Salutis, Guadarrama, Madrid IV-1 1973, pp. 555-575.
JUAN A. ESTRADA, La Iglesia ¿institución o carisma?, Sigúeme, Salamanca 1984.
M. KEHL, La Iglesia, Sigúeme, Salamanca 1996, pp. 359-372. W. LOSER, «Sucesión apostólica», en: W. BEINERT (ed.), Diccionario de Teolo
gía dogmática, Herder, Barcelona 1990, pp. 668-669.
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Capítulo 10 Corresponsabilidad, participación,
sinodalidad, democratización en la Iglesia
Ver UNA PROBLEMÁTICA CANDENTE Y COMPLEJA
1. EN LA COMUNIDAD CRISTIANA LA PARTICIPACIÓN NO RESULTA NADA FÁCIL
El contexto social ha cambiado radicalmente y en consecuencia está influyendo en la realidad histórica de la comunidad cristiana. Pero en la Iglesia el modelo medieval y postridentino de ejercicio de la autoridad ha mantenido su influjo hasta hace bien poco. A diferencia del «régimen de cristiandad», en el que todas las relaciones eclesiales venían guiadas por el binomio autoridad-obediencia, la mentalidad actual exige a la Iglesia una modificación de las estructuras e instituciones en un sentido de mayor democratización.
La Iglesia católica en los últimos cuatrocientos años a causa de su actitud antiprotestante se alejó del modelo clásico de la Iglesia antigua. El Vaticano II lo quiso potenciar nuevamente; sin embargo, la dirección eclesial desde hace algún tiempo se ha alejado de nuevo de forma clara de aquel modelo.
Los desafíos a la misión salvadora de la Iglesia en un mundo tan complejo (diversidad de grupos humanos, servicio a la paz y a la justicia universales, ayuda al desarrollo de los pueblos, etc.) necesitan una reflexión sobre sus imperativos concretos y una evaluación de los nuevos intentos pastorales que necesitan perfilarse y concretarse según las diversas situaciones de las Iglesias locales. Es lógico que se eleven por todas partes voces que piden mayor participación y corresponsabilidad para, entre todos, comprender la novedad de cada situación y buscar la forma de ejercer ahí los nuevos roles.
Sin embargo, se elevan quejas desde muchos lugares y desde muchas perspectivas acerca de la falta de posibilidades para una activa colaboración en las decisiones eclesiales importantes. La conciencia general del pueblo de Dios considera que la colaboración por medio sólo de consultas (en consejos meramente consultivos, por ejemplo) es insuficiente. Muchos militantes laicos no en-
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tienden las dificultades que plantean los obispos y los curas para poner en práctica, por ejemplo, el principio de subsidiaridad, o para una forma correspondiente de «reparto de poderes», o para la posibilidad de una participación adecuada y razonable de todos los que quieran y sean capaces de ello en procesos de consejo y de decisión, o para la trasparencia pública de estos procesos. Ven que les cuesta mucho todavía a los jerarcas y a otros miembros de la comunidad desvincular la «potestad espiritual» del ministerio de unas estructuras sociales que fueron tomadas en gran parte de la monarquía, de la aristocracia, del feudalismo y del absolutismo de épocas pasadas, y vincularla con otras estructuras, las que se sustentan en las experiencias positivas de las democracias modernas.
Algunos se ponen nerviosos cuando se habla de este asunto y tildan a sus defensores de «modernistas». Pero la participación en el ámbito eclesial no tiene nada que ver con el denostado «modernismo» y no se debe descalificar con semejante etiqueta las justas exigencias que provienen tanto de los signos de los tiempos como de la propia esencia de la Iglesia.
Por otra parte y llamativamente, existe una notable pérdida de fuerza en el ejercicio de la corresponsabilidad en los diversos espacios eclesiales, cierta atomización de los agentes de pastoral, en-frentamientos entre distintos grupos, un tipo de práctica eclesial que no favorece el diálogo. Muchos se quejan de que no hay manera de trabajar en equipo porque hay que dedicar tiempo a elaborar proyectos participados por todos, se requiere poner más medios, tener más paciencia, a veces incluso darse algunos golpes. Se llega a pensar: es preferible hacer otro tipo de procesos que son más rápidos y más eficaces.
Además, la organización actual parece diseñada para que la realidad eclesial sea absolutamente homogénea. Es muy difícil modificar tal situación porque ya se ha hecho de carácter estructural, preorganizativo, propio de la vieja cultura eclesial. Son las condiciones de la estructura institucional de la Iglesia, que está montada así y que lamentablemente choca de manera frontal con las tendencias actuales, socialmente irrefrenables, que van en la línea de un incremento de la diversidad y de la autonomía de las personas.
2. NUEVAMENTE: EL ATASCO EN LA RENOVACIÓN CONCILIAR
La clave de los problemas descritos es la misma que hemos descubierto en otros capítulos. El cambio copernicano que tuvo lugar
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en la eclesiología del Vaticano II está siendo difícil de traducir a las instituciones. Fue una ingenuidad creer que aquellos principios y orientaciones iban a plasmarse de forma rápida y pacífica en instituciones adecuadas. Ha sucedido lo contrario: la tensión entre las líneas orientativas del Vaticano II y la organización estructural que existía en la Iglesia preconciliar no ha sido resuelta y subsiste una praxis que bascula entre lo antiguo y lo nuevo y que cada vez más está quedando cautiva de las costumbres postridentinas.
Las tensiones no deberían sorprendernos si pensamos que el Concilio quiso cambiar una situación fijada durante siglos y que a muchos parecía definitiva. Durante los años setenta y ochenta del pasado siglo el entusiasmo inicial del posconcilio fue sustituido por la inseguridad, los fallos y el cansancio desilusionado. Parecía como si el cambio de dirección impulsado por el Vaticano II hubiera sido demasiado impetuoso; los obstáculos producidos por las costumbres entumecidas y por las instituciones atascadas parecían insuperables. Los mismos órganos responsables del aggiornamento actuaban sin convicción y sin capacidad creativa. Algunos comentaristas interesados daban a entender que todo ello era una consecuencia del Concilio o, al menos, de la impaciencia provocada por el Concilio.
Como consecuencia, se está extendiendo la idea de que la eclesiología de la comunión no puede por sí sola crear un marco institucional adecuado; y puede ser anulada por la supervivencia de instituciones concebidas jerárquicamente. Por ello se plantea la tarea de transformar desde sus raíces las instituciones eclesiásticas selladas por su origen entre los siglos xvn y xix y reflexionar sobre ellas de manera creativa y valiente.
La restitución actualizada de la llamada sinodalidad, elemento característico de la Iglesia antigua, se propone como clave de bóveda de la renovación. Pero la cuestión no es nada sencilla. El Vaticano II no produjo prescripciones normativas que hubieran permitido una ejecución posterior clara. Por eso, en relación con la tradición sinodal se plantea la pregunta de si sólo se va a limitar a aspectos meramente externos, incluso sólo al nombre, o si se quiere ir al fondo de su significado.
3. FUERTES TENSIONES EN TORNO A LA CUESTIÓN DE LA DEMOCRATIZACIÓN
Al movimiento de reforma impulsado por el Vaticano II pronto se le superpuso el cambio radical de la sociedad en 1968. La revo-
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lución estudiantil inscribió en su estandarte la democratización de todas las organizaciones sociales. Algunos teólogos usaron ingenuamente un discurso radical pero teológicamente cuestionable en favor de la democratización de la Iglesia.
La reacción conservadora eclesial fue también radical contra dicha democratización y produjo una especial crispación en la jerarquía. Aunque han pasado más de cuarenta años y a pesar de la criba del trigo y de la paja, las posiciones siguen manteniéndose por parte de minorías influyentes. Todavía se descubren las llagas del choque, sobre todo en los dirigentes de la Iglesia. La falta de argumentación teológica suficientemente elaborada por parte de unos y otros fue entonces —y quizá lo sea todavía hoy— la causa de la tensión existente.
Parece que son tres los obstáculos que detienen o retardan el avance del proceso de renovación y son el origen de las varias patologías que se dan en relación con el proceso de democratización de la Iglesia: una insuficiente aclaración teológica de las responsabilidades que corresponden a los sujetos del ministerio y de las que corresponden a los demás cristianos; la falta de una cultura democrática en la Iglesia; y el vacío del derecho eclesial en las cuestiones de estructuras y procedimientos democráticos.
La exigencia surgida especialmente durante el posconcilio en favor de la democratización de la Iglesia manifiesta un problema grave del ordenamiento intraeclesial. Durante los últimos años se ha vuelto a formular lo mismo que en el inmediato posconcilio, aunque con resonancia más amplia y de forma más enérgica. Y es que las peticiones justificadas de una apropiación de elementos de la democracia para la reforma de la institución eclesial han quedado en nada. Aunque se nos llena la boca diciendo que la Iglesia no es una monarquía y que es más que una democracia, sin embargo no es necesario mucho esfuerzo para admitir que de hecho el modelo monárquico es lo que regula su convivencia interna.
Las tensiones que hoy nos sacuden al respecto pueden atribuirse a un problema fundamental: la configuración histórica de la Iglesia no es contemporánea de la conciencia personal de los hombres y mujeres de hoy, a quienes caracteriza la voluntad de participación corresponsable en las agrupaciones de las que forma parte. En la vida social el individuo moderno se entiende a sí mismo como adulto, mientras que en la Iglesia todavía se siente objeto de una dirección y orientación sobre la que no tiene ninguna influencia.
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Juzgar REFLEXIÓN ECLESIOLÓGICA
Comenzaremos por aclarar los términos que están en el centro del debate. A continuación señalaremos los fundamentos teológicos de la corresponsabilidad y la tarea que le corresponde al ministerio, para tratar luego con cierta amplitud de la democratización de la Iglesia.
1. LA SINODALIDAD, CARACTERÍSTICA ESENCIAL DE LA IGLESIA
Normalmente estamos habituados al uso de dos términos que suelen utilizarse como sinónimos: corresponsabüidad y participación. Sin embargo, existe un tercero, menos usual pero más teológico: sinodalidad.
Entendemos por corresponsabüidad que todos los miembros del pueblo de Dios, aunque con funciones diversas, tienen competencia en el cumplimiento de la misión de la Iglesia. Significa colaboración en el debate y decisión en todos los niveles de la Iglesia. Sustituye la palabra solos por la palabra juntos. Juntos puede verificarse en distinto grado e intensidad: desde el mero consejo o consulta hasta la codecisión.
El segundo término, participación, se aplica a la Iglesia por analogía con un fenómeno social variado que, según los diferentes ángulos desde los que se mire (jurídico, sociológico, económico, político), muestra diferentes dimensiones y significaciones. En términos generales significa pensar juntos, codecidir, actuar en común, en lugar de dejar que otros piensen, decidan, actúen por uno. La evolución de la sociedad, al menos en los pueblos más desarrollados, ha llevado a que la persona se haga capaz de participar activamente en la conformación de la voluntad social y de asumir responsabilidades. La cuestión de la participación es un problema típicamente moderno que surgió de la diferenciación entre Estado y sociedad y de la introducción del concepto de «ciudadano» como distinto del de persona humana. Esta evolución ha empujado a la Iglesia a integrar en su propia realidad de cuerpo social el concepto de participación para explicar las consecuencias institucionales que resultan del derecho y la obligación de todo creyente de fomentar el crecimiento de la Iglesia.
Sinodalidad, en tercer lugar, es un término teológico poco usual, pero el más adecuado para determinar la manera de ejercer el poder espiritual sin caer en la Iglesia —y con graves consecuencias para su
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actuación pastoral— en el dilema o la antinomia inconciliable entre autoritarismo y funcionamiento asambleario. Sinodalidad es el término abstracto derivado de sínodo. La palabra sínodo viene del griego: syn-odos, «camino-juntos». Expresa teológicamente de forma acertada lo que conviene a la común responsabilidad —es decir, a la corresponsabilidad— del pueblo de Dios. Este pueblo se pone en camino, todos juntos en la fe, esperanza y caridad para responder a su ser de llamados, a la exigencia de Dios que se ha revelado en Jesucristo y dar testimonio conjunto del Espíritu de Jesús.
Las instituciones de carácter sinodal (como, por ejemplo, un consejo pastoral) intentan realizar un modelo fundamental para cumplir la misión de la Iglesia que se caracteriza por lo siguiente: la consulta mutua, la reflexión común, la búsqueda de una decisión por medio de la participación de todos los miembros, manteniendo siempre el reconocimiento pleno del servicio específico del ministerio eclesial para con la identidad en la fe y la unidad de la comunión.
Todo eso compone o refleja un modelo cuya aplicación en diversas escalas se verifica no sólo en situaciones singulares o extraordinarias (el Sínodo de los Obispos), sino en la vida ordinaria de las comunidades cristianas. A eso llamamos sinodalidad.
Por tanto, este término no puede entenderse adecuadamente desde una constelación de conceptos de carácter sociopolítico, sino que es ante todo una realidad «espiritual», es decir, fruto del Espíritu de Jesús que habita en su Iglesia y conduce a sus miembros. En la experiencia sinodal se verifica y hace visible la dimensión fraternal de la Iglesia y su misión; la cual incluye la responsabilidad inalienable de los sucesores de los apóstoles.
De ahí que, correctamente entendida, la sinodalidad nunca está en oposición con la estructura jerárquica de la Iglesia. Tal oposición existiría si el término jerárquico se entendiera como absolutista y el de sinodal hubiera de equipararse al moderno concepto de sistema parlamentario representativo. Pero si el ministerio ordenado, por una parte, ha de asegurar significativa y sacramentalmente la vinculación de la Iglesia a su origen en Cristo y el elemento sinodal, por otra, la interna solidaridad de todas las Iglesias y de todos los miembros de la Iglesia en la construcción del Reino, entonces ambos elementos estructurales son necesarios en la Iglesia para la complementación recíproca.
De acuerdo con esta concepción, es fácil comprender que, al utilizar el término sinodalidad, no se habla de algo que afecta solamente a los portadores del ministerio eclesial, sino de la solidaridad de
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todos los que pertenecen a la Iglesia como pueblo de Dios peregrinante.
2. FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS DE LA CORRESPONSABILIDAD
En capítulos anteriores hemos explicado una serie de elementos eclesiales que vamos a recordar brevemente, los cuales manifiestan una clara exigencia de corresponsabilidad, de participación, de sinodalidad.
a) Pertenencia por el bautismo al pueblo de Dios. Un único bautismo sitúa a los cristianos en un mismo nivel común a todos por encima de distinciones según los diversos carismas, vocaciones y funciones. Todos los miembros del pueblo de Dios tienen idéntica responsabilidad en el cumplimiento de la misión de la Iglesia; cada uno debe insertar la suya personal en y con la de todos los demás creyentes en Jesús.
De ahí procede la exigencia de participación consciente y de organización corresponsable en torno a un proyecto común. Toda responsabilidad en la Iglesia es corresponsabilidad, porque todos los creyentes son igualmente miembros del pueblo de Dios y asumen cada uno a su modo junto con los demás su responsabilidad. Nadie pretenderá imponerse a otro, se actuará unidos y en favor unos de otros y del todo.
La toma de conciencia de que todos los bautizados son miembros de pleno derecho de la Iglesia debe extenderse y ahondarse mucho más porque todavía un elevado porcentaje de bautizados la ven como una gran organización burocrática o como una empresa de servicios religiosos y se entienden a sí mismos como consumidores; y hay jerarcas que parecen dar a entender que la Iglesia es posesión propia.
b) La común donación del Espíritu. El Espíritu Santo, que es el mismo en todos los bautizados, configura la Iglesia como una comunidad en la que, como hermanos y hermanas en Jesucristo, se participa conjuntamente de la misión proféti-ca, sacerdotal y regia de Cristo (cf. LG 9-13; 32). Esta igualdad operada por el Espíritu constituye el fundamento de toda estructura y de toda organización de la vida eclesial. Cualquier posible diferenciación posterior ha de determinarse dentro de esta realidad común.
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Por esa razón, la libertad y la participación deben ser características propias de los miembros de la Iglesia. Pues el don del Espíritu de Jesucristo tiene que ver esencialmente con la libertad (2Cor 3, 17; cf. Ga 4, 6; Rm 8, 15). Ello significa que ningún cristiano debe quedarse impotente, marginado como inferior o pasivamente como espectador.
c) La fraternidad cristiana. La filiación adoptiva del bautizado no sólo describe la cualificación fundamental de su existencia en la fe, sino que conlleva un imperativo decisivo para todas las realizaciones institucionales de la Iglesia. El mensaje neotestamentario de Dios como Padre, lejos de sancionar un orden de dominación patriarcal, recuerda la experiencia de libertad histórica que Jesús vivió como Hijo y que ahora se pide revalidar a la Iglesia. En consecuencia, el concepto de autoridad se transforma en la autoridad del testimonio de quienes rehacen aquella experiencia de Jesús.
Consecuencia de la estructura radical de fraternidad en la Iglesia y de su consideración como «espacio de libertad» en medio de las relaciones de dominio de la sociedad, es la configuración de una comunidad constituida por múltiples servicios donde nadie puede arrogarse una dignidad discri-minadora.
Aunque obviamente la responsabilidad de todos no sea la misma, pues responde a la naturaleza de la gracia recibida y de la tarea encomendada, la responsabilidad que corresponde a los laicos no es de segunda clase. Se trata siempre de una responsabilidad que se abre y extiende al todo por la comunión orgánica que es la Iglesia.
Por tanto, en la Iglesia no deben existir estructuras que parecen implicar una sociedad de desiguales, con dos clases de miembros. La ineludible exigencia de autoridad debe completarse con una estructura participativa que encauce la responsabilidad de todos los miembros de la comunidad.
d) El anuncio del evangelio. Hay que añadir que la tarea de testificar el evangelio está encomendada a toda la Iglesia conjuntamente. Importa mucho subrayar que el problema de la corresponsabilidad no es una cuestión de organización, sino que debe situarse en un contexto eclesial más amplio: el de la evangelización. Ante los desafíos del mundo actual las opciones concretas que muestren el ejercicio de la corresponsabilidad en la Iglesia entera permitirán mostrar al mun-
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do lo que significa hoy ser la Iglesia que anuncia a Jesús. Cuando los creyentes todos, como miembros del pueblo de Dios, intentan realizar la corresponsabilidad y desarrollan modelos para ello, entonces la Iglesia no vive del funcionamiento del aparato o de la organización, sino de la fe y del amor de todos y así demuestra que no se ha apagado el Espíritu (cf. ITes 5, 19) y que se está construyendo el futuro.
3. DISTRIBUCIÓN DE RESPONSABILIDADES ENTRE LAICOS Y MINISTROS ORDENADOS
Hacemos también aquí una breve aplicación al presente tema de lo dicho en los capítulos sobre el laicado y la comunión.
Función central del responsable eclesial es la de hacer posible la responsabilización de todos. Su papel no es tomar una decisión personal después de escuchar a los demás, sino hacer posible la decisión común y solidaria que comprometa a todos aquellos que conjuntamente han decidido.
Si la función propia del ministerio ordenado dentro de la Iglesia es la representación sacramental de Cristo Cabeza que hace crecer a su cuerpo para que llegue a la edad adulta, ello implica al menos estos ámbitos concretos que hacen referencia a la corresponsabilidad: ayudar a que todos los miembros de la comunidad descubran su vocación integral, haciéndoles tomar conciencia de su participación en la misión evangelizadora y coordinar los esfuerzos de todos los creyentes en esa línea, poniendo al máximo rendimiento los recursos comunes y ayudando a descubrir nuevos campos de acción.
En efecto, la integración de los creyentes en una auténtica comunidad, su identificación con ella, exige connaturalmente que todos los miembros tengan el derecho y la posibilidad real de participar en las decisiones.
Sin cuestionar la competencia decisoria última del ministerio de presidencia, la responsabilidad misionera común entre las comunidades locales y sus dirigentes debe expresarse mucho más claramente. Cuando esto sucede, la decisión última que corresponde a los dirigentes en determinadas cuestiones dogmáticas, éticas o pastorales no cae sobre los creyentes de manera brusca y poco inteligible. Al contrario, no sólo hace disminuir las hasta ahora habituales irritaciones y distanciamientos, sino que afecta decisivamente al signo eclesial de la evangelización.
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4. LA CORRESPONSABILIDAD INCLUYE LA CODECISIÓN
Hoy día se elevan muchas quejas desde muchos lugares y desde muchas perspectivas acerca de la falta de posibilidades de una activa colaboración en la elaboración de las decisiones eclesiales importantes, lo que significa la negación de hecho de la corresponsabilidad.
Porque la corresponsabilidad implica que, desterrando toda forma autoritativa y unipersonal de dirigir la comunidad, se verifique una auténtica codecisión por medio de órganos representativos. Lo contrario es mera apariencia. Los cristianos adultos piden que se reconozca ese derecho: quieren colaborar desde el principio en la búsqueda de la decisión y no sólo otorgar su aceptación a posterio-ri. Con términos tomados de la organización empresarial: no sólo al elaborar la decisión, sino al tomar la decisión.
Afirmar que la constitución jerárquica de la Iglesia es «de derecho divino» no significa que la participación del pueblo de Dios siempre haya de tener carácter sólo informativo y consultivo, no deliberativo. El «derecho divino» que compete al ministerio jerárquico en cuanto al poder de decisión no excluye, sino que incluye la intervención de los demás miembros de la comunidad en el proceso de reflexión y en la toma de decisión. Hay materias en las que la colaboración del pueblo adecuadamente en forma deliberativa es posible y sería deseable. Si este criterio se impulsara e institucionalizara, se habría hecho algo contra la indiferencia de tantos creyentes en relación con la vida del pueblo de Dios.
Mientras los laicos solamente puedan aconsejar y colaborar, pero no codecidir, por muchas cosas hermosas que se digan acerca de su dignidad, siguen siendo miembros de segundo rango de esa comunidad: objeto de cuidado pastoral (la cura pastoralis del antiguo Código, que era competencia precisamente del «cura»), más que sujeto que detenta una responsabilidad activa. Esto contradice la comprensión global del laico propuesta en el Vaticano II.
La moderna evolución del pensamiento ha ayudado a la Iglesia a romper la costra clerical tradicional y a reflexionar sobre su estructura esencial, comprendiendo que la codecisión de los laicos no es una concesión a la mentalidad de la época, sino un elemento fundamentado plenamente en la esencia originaria de la Iglesia, tal como cristalizó en los textos del Nuevo Testamento (cf. IPe 2, 9; Ap 5,10, donde se otorga la misma dignidad a todo el pueblo creyente).
No existen objeciones teológicas para la indicada codecisión de los laicos, como no sea el antiguo clericalismo. El modelo de Iglesia
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acuñado por ese clericalismo ha mantenido la ideología de las dos clases aplicada con diversas expresiones: el señor y los subditos, el que manda y los que obedecen, el padre y los hijos, los adultos y los menores de edad; los maestros y los discípulos u oyentes.
La Iglesia no es así. Si los ministros ordenados no son los propietarios o señores de la comunidad, sino, como dice el Concilio, sus servidores (cf. LG 18), ¿por qué habría de excluirse una codecisión propiamente dicha de la comunidad? Todos los miembros son la Iglesia, con responsabilidad permanente insustituible en relación con ella, enseñados internamente por el Espíritu (cf. ljn 2, 20, 27). Enseñar y aprender, al igual que escuchar y obedecer, se verifican mutua y recíprocamente, pues todos están llenos del Espíritu. Por tanto, la Iglesia no es una sociedad de dos clases, poseedores y desposeídos, adultos y menores de edad, sabios e ignorantes, sino una comunidad del Espíritu, en la que sólo servir más obtiene más autoridad.
Aunque no es fácil avanzar en la línea de la codecisión, especialmente en lo que se refiere a una adecuada regulación de competencias, sin embargo deben buscarse determinaciones estatutarias para lograrla. Fórmulas que no lleven a una mera apariencia de corresponsabilidad para disimular el absolutismo jerárquico, sino que desarrollen sinceramente los criterios indicados.
5. LA DEMOCRATIZACIÓN DE UNA IGLESIA QUE NO ES UNA DEMOCRACIA
Una reflexión teológica sobre la misión de la Iglesia en nuestro tiempo ha de plantear necesariamente la cuestión de su democratización. Pero sería un malentendido de entrada interpretar esa necesidad como la exigencia de modernizar la Iglesia para adaptarse funcionalmente y configurarse efectivamente «según los gustos de la época». No es así; la reflexión sobre esta cuestión recurre a las propias fuentes de la conciencia eclesial y es la forma de expresar en la cultura actual la participación de todos los miembros del pueblo de Dios tanto en la edificación del Cuerpo de Cristo como en su misión en el mundo.
Distancia y proximidad entre la constitución democrática y la realidad eclesial visible
¿Es la palabra democratización el título apropiado para hacer un paquete con todos los deseos en favor de una reforma estructural de la Iglesia? Conviene aclarar el contenido del término.
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A diferencia del Estado democrático de derecho, en la Iglesia no se determina por el pueblo en elecciones libres y para un tiempo limitado al papa y a los obispos; pero éste no es un procedimiento exigido por derecho divino. En las épocas en que el ambiente social estaba acuñado por estructuras monárquicas y absolutistas, la gran mayoría de los cristianos no veía gran problema en aplicar a la Iglesia formas jurídicas análogas. Cuando después de la Revolución francesa la moderna conciencia jurídica y constitucional se alejó cada vez de forma más rotunda de la monarquía y del absolutismo, la jerarquía subrayó claramente el contraste de la Iglesia respecto del Estado. Y entendiendo jerarquía en el sentido de «soberanía sagrada» de los portadores del ministerio que gobiernan en nombre del Espíritu, dejaba claro que la democratización es incompatible con la Iglesia.
Es obvio que la comunidad eclesial no puede ser asimilada a una sociedad política. Ella se autocomprende como comunidad de fe y de gracia salvadora. Por tanto, se presenta a sí misma y quiere mantenerse en un plano diverso del sociopolítico. Desde este punto de vista, la democracia como estructura y como regulación legal no es aplicable a la Iglesia. Pero tampoco le es aplicable la monarquía, o la aristocracia, o la oligarquía, conceptos y estatutos extraños a la realidad institucional única que es la Iglesia «pueblo de Dios», comunidad de los creyentes en Cristo. Por eso ningún régimen político puede ser históricamente adecuado para definirla porque ninguno puede expresar de forma adecuada su estructura sacramental.
Una mirada a las constituciones de los países democráticos muestra que no es posible la trasposición de forma directa y unívoca del concepto de democracia tomado de la ciencia política a la construcción de la Iglesia. La idea fundamental del parlamentarismo es la de la representación. El poder estatal proviene del pueblo y es transmitido a personas que lo representan. En la comunidad de fe el concepto de representación es radicalmente distinto por dos razones:
• Las personas que guían al pueblo de Dios pueden ser elegidas en determinadas circunstancias también según criterios «democráticos». Pero el poder con que ejercen su servicio no lo reciben de los hombres, sino en última instancia del Espíritu Santo transmitido por los seguidores de los apóstoles.
• La fe no puede ser representada por nadie; sólo se puede testificar personalmente y no puede ser transmitida por un mero
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acto jurídico. En la prosecución de la salvación nadie puede ser representado por otro, mientras que en el dominio político, jurídico y económico es posible tal representación.
Por consiguiente, cuando hablamos de democratización de la Iglesia, naturalmente no discutimos con ello su origen divino (tal como interpretamos en el capítulo primero la expresión «origen divino»). La Iglesia está fundada en la voluntad salvadora del Padre, en la entrega obediente del Hijo por amor a nosotros hasta la muerte y en la actuación del Espíritu. La Iglesia es un acontecimiento espiritual y precisamente ahí radica el fundamento de la sinodalidad, la participación y la corresponsabilidad. La soberanía en la Iglesia no radica en el pueblo ni tampoco en la jerarquía, sino en Cristo que llama a los suyos en libre elección. Con la vocación y el envío de los apóstoles echó los cimientos de la estructura del ministerio de la Iglesia, sin perjuicio de su desarrollo histórico posterior, como también explicamos. La constitución eclesial ha sido sustraída a la disponibilidad de la Iglesia, no puede modificarse por procedimientos legítimos y mediante decisión de determinadas mayorías. Por tanto, hay que excluir radicalmente una comprensión de la democratización de la Iglesia según el modelo político.
Ahora bien, a pesar de lo que parece una contradicción insuperable, si la cuestión se mira más de cerca, se descubren aproximaciones significativas. En su figura social visible la Iglesia ha tomado sin duda (como lo muestra la historia) muchos elementos de aquella organización de la sociedad que configuraba el ambiente cultural normal de sus miembros. Así, entender la jerarquía como «soberanía sagrada» representa una concepción no cristiana, influida ampliamente por el pensamiento griego y que debe ser superada. Hoy en día se percibe que la moderna organización de la sociedad puede servir de referencia para mejorar las estructuras de la Iglesia. De esta cuestión vamos a tratar más adelante.
El ejercicio del poder en la Iglesia
Para enfocar adecuadamente esta cuestión es importante tener en cuenta la distinción fundamental entre la soberanía y el ejercicio racional del poder, distinción aplicable también a la Iglesia como sociedad visible que es. Dado que la Iglesia es no sólo misterio, sino también institución, debe existir en ella el poder y el ejercicio
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del poder; lo contrario sería romanticismo social. Pero ello no puede significar ejercicio de soberanía sobre personas y, menos aún, actuaciones opresivas. En la Iglesia hay que rechazar el autoritarismo y el dominio de unos sobre otros. Porque el único Señor que confiesa la Iglesia es Jesucristo en persona. En el reconocimiento de su autoridad, a la que ha de subordinarse cualquier otra autoridad en la Iglesia, se rechaza toda «soberanía sagrada» de los llamados «mandatarios de Dios», puesto que precisamente Jesús concibe su misión como un servicio a las personas. Todos los miembros de la Iglesia, ministros y laicos, deben comprometerse a conseguir una forma de vida social o institucional que responda a la voluntad y al proyecto de Jesús (el servicio a los hermanos como medida de la vida comunitaria). En una Iglesia que se entiende como signo sacramental y comienzo del Reino, la soberanía se encuentra sólo en Dios.
Por tanto, la cuestión de la que se trata al hablar de democratización no es quién constituye la instancia legitimadora de la autoridad en la Iglesia, sino cómo debe ser realizado, determinado y limitado el poder delegado por Jesucristo a los hombres en la comunidad eclesial. En este sentido, democratización de la Iglesia significa la existencia de una constitución, de un ordenamiento jurídico comparable con el de los Estados de derecho, de un sistema plenamente participativo para determinar los sujetos del ministerio, opinión pública eclesial, crítica adulta y los demás elementos de la conciencia, del ordenamiento y del comportamiento que se llaman democráticos.
La existencia democrática de la Iglesia, tal como la acabamos de exponer, no significa una estructuración jurídica determinada, un modelo institucional concreto. Es más bien una forma existen-cial de vida, un sustrato, una pauta de comportamiento anterior a toda concreción jurídica. Pero ese talante o infraestructura mental y psicosocial no admite reduccionismos espiritualistas. La comunidad cristiana no se realizará según el proyecto de Jesús si tal forma existencial de vida no se plasma en un ordenamiento y unas estructuras sociales donde se verifiquen las exigencias antes reseñadas.
Aquí es preciso añadir una advertencia importante. La cuestión acerca de cómo se verifica ese ordenamiento concreto no se puede resolver mediante una reflexión puramente teológica. Sólo puede decidirse históricamente en el encuentro concreto con las corrientes intelectuales y sociales de una época y a través del planteamiento para responder a los desafíos que dichas corrientes plan-
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tean. La verificación de dicho ordenamiento será distinta según las diversas épocas y los diversos lugares; una trasposición es necesaria en todo caso. Lejos de nosotros emitir un juicio ahistórico acerca de épocas en las que el ordenamiento eclesial se verificó de manera muy deficiente. Pero también lejos de nosotros dar recetas umversalmente válidas para el presente en los diversos dominios de la Iglesia en orden a lograr una mejor verificación del ordenamiento eclesial verdaderamente cristiano. Es evidente que han de respetarse los elementos fundamentales de la constitución eclesial, pero, por lo demás, las formas de corresponsabilidad sinodal han de configurarse de acuerdo con la cultura de cada época. En consecuencia: los datos esenciales de la corresponsabilidad o sinodali-dad eclesial deben articularse en las formas racionales y en las instituciones democráticas del mundo actual.
Como condición para el anuncio del evangelio
Sobre este asunto se podría escribir mucho desde la perspectiva jurídica, que no es nuestro campo. Desde el punto de vista teológico, una cosa es cierta: la Iglesia sólo puede cumplir su tarea salví-fica con credibilidad si el derecho eclesial y los ministros ordenados no son un instrumento de soberanía, sino ante todo una salvaguarda institucional al servicio de la libertad. En todo caso, es seguro que, al menos bajo las actuales condiciones históricas y sociales, las formas democráticas en la Iglesia pueden reivindicar para sí un derecho mucho mayor que las formas feudales, monárquicas, aristocráticas y absolutistas. Es en la democracia en su expresión más presentable y adecuada donde mayores cotas de salubridad relacional y convivencial se han alcanzado. El cambio estructural en la Iglesia tiene que ir en esa dirección. Se puede entender que en una coyuntura histórica como fue la de los primeros siglos las referencias que la Iglesia tenía ante sí al construirse como institución eran unas determinadas, pero no es comprensible que esa estructura haya quedado congelada en el tiempo. Aunque, como decimos, el misterio de la Iglesia no se agota en una estructuración democrática, sin embargo ésta es la que menos se aleja del ideal de convivencia entre humanos.
Las estructuras eclesiales deberían establecerse de tal forma que en su sabiduría dieran testimonio del evangelio. La apertura práctica a formas democráticas en su constitución haría mucho más creíbles las repetidas proclamaciones del Magisterio acerca
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de los derechos humanos y de los derechos de los pueblos contra el absolutismo político y económico. Mientras que, dejando pudrirse una situación estructural interna que ya se ha vuelto crítica por la involución eclesiológica y por la asfixia de las comunicaciones horizontales, la Iglesia ofrece un flanco fácil a la crítica de que fomenta la mentalidad de masa, el gregarismo y se inclina hacia las dictaduras. La defensa de la democracia es indivisible. La Iglesia, con su resistencia, tuvo un papel activo en el desmoronamiento de los regímenes comunistas en Europa oriental. Ahora la eficacia de la acción educativa de la Iglesia no sería menor para poner diques a la expansión de procesos más sutiles de colonización de los espíritus y de homologación totalitaria en torno al absolutismo del mercado, que van expandiéndose potentemente en las sociedades modernas de la globalización. Ella tendría todo que ganar sí el conjunto del pueblo cristiano acompañase su actuación al servicio de una auténtica democracia y de sus indispensables referencias al orden ético, con una coherencia práctica partícipativa en los lugares decisorios internos a la comunidad eclesial.
Actuar PARA ESTIMULAR LAS INSTITUCIONES DE CORRESPONSABILIDAD
Hemos de reconocer que es realmente funesto para la evangeli-zación el que en nuestra sociedad haya quienes, apoyándose razonablemente en argumentos que hemos analizado en las páginas anteriores, vean a la Iglesia como un sistema autoritario. Tal tergiversación del proyecto de comunidad eclesial, en la medida en que es una realidad objetiva, contradice al núcleo auténtico del mensaje cristiano de la excelencia de la libertad de los hijos de Dios.
Para avanzar en el cumplimiento del objetivo conciliar de que todos los bautizados colaboren corresponsablemente en la realización de la misión de la Iglesia y así sea ésta percibida por creyentes y no creyentes como comunidad de la libertad de Cristo y del Espíritu, es preciso que los criterios indicados en la segunda parte se desarrollen sólidamente en lo que hoy se llaman «estructuras sinodales». La corresponsabilidad exige abordar las cuestiones de fondo en todos los dominios de manera «sinodal». Es preciso impregnar todas las instituciones y estructuras de la Iglesia de ese espíritu de corresponsabilidad. ¿Cómo hacerlo? Proponemos algunas orientaciones de carácter pastoral.
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1. PRESUPUESTOS EN ORDEN A UNA PARTICIPACIÓN CORRESPONSABLE
La auténtica participación tiene muchos presupuestos. La clarificación de los criterios dogmáticos y jurídicos, aunque sea importante, no es ciertamente lo único decisivo, ni quizá lo más decisivo, al menos en el momento presente. Hoy todos deben preguntarse más bien por las actitudes sinceras de cada uno para lograr la corresponsabilidad. Son de importancia los presupuestos personales en aquellos que han de ser socios de la decisión. Por parte de los sujetos del ministerio ordenado, se requiere convicción de que el ministerio ha de realizarse de forma dialogal, en la escucha y la argumentación; lo que conlleva la voluntad de dejarse auténticamente aconsejar, de atender de la forma más amplia la opinión de los colaboradores, de aceptar las decisiones de los grupos de consulta, de liberarse de toda idea de prestigio. Por parte de los no ordenados, es imprescindible la voluntad de una efectiva corresponsabilidad, conciencia de solidaridad y sentimientos limpios, disponibilidad para el servicio, paciencia.
Esto supuesto, en cualquier nivel en que propongamos la cuestión de la participación y de la corresponsabilidad, conviene considerar tres condiciones previas, elementales pero esenciales, que afectan a todos, laicado y ministros ordenados: poder participar, querer participar y saber participar.
La condición de poder participar está relacionada con que haya espacios reales para ello, instituciones, estructuras de participación; no espacios nominales que no dan juego a ninguna participación auténtica. La experiencia dice que en muchos casos, cuando llegan cuestiones candentes, especialmente las que tienen que ver con lo sacramental, se topa siempre con la misma pared: surge el recurso a la autoridad, lo que torpedea los espacios de participación.
En el querer participar, hay que subrayar la cuestión del interés sincero y eficaz. No son pocos los ministros ordenados (obispos y presbíteros) que quieren una participación a su medida. Y no son pocos los casos de laicos que no quieren participar en los procesos de constitución de unidades pastorales, equipos ministeriales, consejos parroquiales, comisiones, etc.; o porque no tienen voluntad de llevar de manera compartida un proyecto pastoral o porque están cansados de soportar el verticalismo de los ordenados.
Por fin, la condición de saber participar es decisiva. No basta con que haya espacios reales y voluntad de participar, porque según el aprendizaje que se ha tenido, las destrezas del conjunto
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(cuando hay personas diversas en el grupo), las teologías implícitas o las experiencias personales que se han vivido, se dan muchos casos en los que no se sabe generar corresponsabilidad, participación de los distintos ministerios, coordinación de los distintos servicios, etc.
Aceptadas de entrada estas condiciones, hay que ponerlas en marcha, ejercitarlas. Es claro que no todo el mundo es co-rresponsable «genéticamente»; por tanto, hace falta un entrenamiento. En la Iglesia no se alcanzarán niveles altos de corresponsabilidad mientras no se haya podido realizar un ejercicio real de la misma. La mayoría de edad en este ámbito sólo se alcanza con el ejercicio. Por tanto, mientras haya frenos muy recios para que una parte importante de la Iglesia actúe como mayor de edad, seguirán teniéndose tics de menores de edad. Evidentemente, el aprendizaje conlleva problemas, porque en él uno se puede equivocar, pero es irrenunciable para adquirir cualquier destreza.
2. TRES CRITERIOS PARA AVANZAR
El espíritu es más importante que las estructuras
Todavía estamos muy alejados del modelo de democratización eclesial trazado. Tal carencia no se puede paliar sólo con normas jurídicas y con estructuras, aunque ciertamente tampoco sin ellas. Es preciso partir de la fuerza espiritual de la Iglesia. Cuanto más expande la Iglesia las posibilidades inherentes a su ser, tanto más se muestra como un espacio vital en el que las personas pueden participar creativamente como en ningún otro lugar. Seamos conscientes de qué calidad de vida en común es posible en la Iglesia si asumimos esta perspectiva y nos fiamos de la fuerza del Espíritu Santo.
Por el contrario, si el Espíritu se enfría en la Iglesia, surge la desconfianza, la desconfianza produce miedo, en las situaciones de miedo se recurre a las leyes «para salvar al Espíritu»; pero en vano. Es esta una espiral de muerte, con sus malas consecuencias de las tensiones y rupturas que todos conocemos.
Pero la rueda también puede hacerse girar al revés: si el Espíritu y el amor son fuertes, se puede aguantar mucho y resolver las cuestiones abiertas. El Espíritu hace que algunas normas y leyes aparezcan como renunciables. El amor y sus consecuencias, la sinceridad y
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la transigencia, son virtudes y formas de actuación de una demodiH cia eclesial a las que debemos convertirnos de nuevo. V
La existencia cristiana en la fe y en el amor es la forma fundameiw| tal de la participación activa en la acción salvadora de Dios en ll Iglesia y en el mundo. Los creyentes hemos de confiar en estas incon» ? trolables corrientes vitales que produce el Espíritu en la Iglesia. De lo contrario, las discusiones acerca de competencias y poderes en el interior de la Iglesia nos conducen a una desorientación total.
Una cultura democrática
La característica fundamental de una cultura democrática en la Iglesia se llama diálogo institucionalizado que conlleva la obligación de escuchar por parte de los dirigentes y el derecho y el deber de aconsejar por parte del laicado.
El consejo que se toma en serio, aunque sea crítico si resulta necesario, es un medio extremadamente eficaz de la colaboración de todos en la misión de la Iglesia. Resulta esencialmente frustrante cualquier supuesto diálogo con los jerarcas cuando los participantes no pueden quitarse de encima la impresión de que tras una amabilidad aparente, se oculta al fin y al cabo la indiferencia para con los argumentos y la crítica es interpretada como una agresión inconveniente, no cristiana. Así se muere poco a poco todo consejo serio. Esa situación no es un mal necesario, sino algo indigno de la Iglesia.
Si en la Iglesia posconciliar se configura de nuevo una cultura democrática del diálogo institucional, lo que incluye los correspondientes esfuerzos educativos para todos, serán superfluas tanto la repetición apremiante de órdenes como las quejas acerca de la negación del diálogo, como decisiones que causan escándalo, como la frustración frecuente en los consejos y comisiones eclesiales.
Otro medio de cultura democrática que va contra el estilo de dirección autoritaria o centralista es la aplicación del principio de subsidiaridad, que ya según Pío XII «es válido para la vida de la Iglesia, sin detrimento de su estructura jerárquica». Este axioma de la doctrina social católica, que la Iglesia ha formulado reiteradamente frente a las tendencias de centralización y las reclamaciones de competencias del Estado moderno, significa también para la vida eclesial que una instancia superior nunca debe asumir para sí, sin razones bien fundadas, competencias que incumban a un plano inferior.
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Estructuras democráticas
El llamamiento a las virtudes del espíritu y a la cultura democrática no es serio sin el valor de sacar las consecuencias jurídicas en el ámbito de las estructuras. Es necesario crear estructuras para que la corresponsabilidad sea posible, aunque no siempre sea fácil. Sin estructuras el diálogo y la corresponsabilidad son letra muerta. Es cierto que el peligro de institucionalizarlo todo es una tentación a la que sucumbimos fácilmente. No basta con erigir instituciones: hay que llenarlas de espíritu con respeto tanto a la dignidad de todo bautizado como al ministerio fundado por Cristo. Pero también es verdad que el espíritu sin instituciones no resuelve los problemas de la vida social de la Iglesia. Los ensayos a este respecto han de saber aceptar los inconvenientes de la organización con la misma serenidad que nos hacen estimar sus ventajas.
Ahora bien, precisamente ante las reformas estructurales se observa en la Iglesia desde hace años un curioso miedo. Se insiste en que la conversión de las personas es incomparablemente más importante que la reforma de las estructuras. Es cierto; pero recordar lo prioritario no es una disculpa para dejar como están las cosas no prioritarias. Por eso peligra en gran medida la credibilidad de la Iglesia.
Sin entrar en concreciones que corresponden a los juristas, desde nuestro punto de vista eclesiológico hay que insistir en la necesidad de establecer e impulsar cauces estructurales que permitan por derecho participar a todos los miembros del pueblo de Dios en las decisiones que configuran la misión y la actuación de la comunidad cristiana en los diversos niveles. Esta participación constituye la garantía de que la igualdad de los bautizados y la libertad de los hijos e hijas de Dios se toman realmente en serio.
En todo caso, es seguro que, al menos bajo las actuales condiciones históricas y sociales, las formas democráticas en la Iglesia pueden reivindicar para sí un derecho mucho mayor que las formas más bien feudales, monárquicas, aristocráticas y absolutistas.
3. LA TRADUCCIÓN JURÍDICA EN UN MODELO ADECUADO
La verdadera corresponsabilidad exige estructuras colegiadas. Si no se llega a una integración colegiada, sólo se alcanzan los umbrales de la corresponsabilidad y quizá se susciten conflictos y malestar. En coherencia con su participación bautismal en la misión de
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Cristo, los laicos deben tomar parte con voz y voto en los consejos, comisiones y demás instituciones de decisión en todos los niveles de la vida eclesial. La antigua praxis sinodal se ha buscado traducir a nuevas formas en los consejos nacidos en el posconcilio, ampliados a todas las comunidades, parroquias, zonas pastorales, etc.
De lo dicho en la segunda parte se deduce que la naturaleza, el objetivo y la función de los diversos consejos eclesiales no tienen el mismo sentido que las instituciones representativas que los modernos sistemas democráticos se dan para su funcionamiento: parlamentos y estructuras análogas. Ciertamente, la historia de la Iglesia muestra que las realidades seculares han aportado elementos para la renovación de la vida eclesial, pero para poder asumirlos sin introducir cuerpos extraños en el misterio de la Iglesia, hay que someterlos a refundación y reestructuración. En la medida en que esto se olvidó, se produjeron procesos de mundanización en la Iglesia.
Las propuestas que se hacen en este orden intentan lograr una vía media entre un parlamentarismo eclesial que fuera totalmente democrático y la limitación a un mero derecho de consejo o recomendación (por ejemplo, el voto meramente consultivo de los consejos diocesanos, del que habla de forma insatisfactoria el Código de Derecho Canónico, en. 500, § 2; 514, § 1). La insistencia por parte de la normativa canónica en el carácter consultivo de dichos organismos conduce inevitablemente a una sensación de fracaso y de frustración: se considera que esas estructuras están condenadas a una eficacia mínima, que contrasta con su entidad representativa.
¿Es posible encontrar un modelo adecuado? Se trataría de un modelo de colaboración que, por una parte, exprese la representación del pueblo de Dios mediante las decisiones comunes y, por otra parte, no difumine ni limite la responsabilidad directiva insustituible que corresponde a los sucesores de los apóstoles y sus colaboradores presbíteros en su caso. No es fácil encontrar las fórmulas concretas que resuelvan el problema. Es siempre más fácil reflexionar sobre los fundamentos teológicos que traducir a una fórmula jurídica tanto la estructuración concreta como los procedimientos prácticos de la relación mutua entre ministerio de dirección y participación de los miembros del pueblo de Dios. En el mismo Concilio Vaticano II, junto a afirmaciones teológicas netas (v. gr., LG 31), las determinaciones en relación con los diversos consejos dejan muchas cuestiones abiertas. Y en el posconcilio están faltando las experiencias que serían necesarias para elaborar formas válidas y maduradas de decisión común y actuación común.
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Como criterios que guiaran cualquier modelo podríamos indi, car los siguientes:
a) Ha de tomarse en serio el derecho y el deber de todos lo s
creyentes a la corresponsabilidad activa en la vida de ^ Iglesia y, en consecuencia, ha de buscarse eficazmente J verificación de aquel derecho.
b) Ha de quedar salvaguardada de forma clara la autoridad del ministerio ordenado en el ámbito de sus competencia^ Toda estructura que debilite la autoridad real del ministe.i rio porque la hace incapaz de funcionar o incluso la sup r ^ me no corresponde al principio sinodal.
c) El estatuto jurídico debe ofrecer el marco para resolver e~ deliberación conjunta las tensiones que se originen en 1 asamblea misma y antes de la toma de decisión; no después de ella y en acciones separadas de los varios grupo s
Por tanto, hay que proporcionar el presupuesto para que s© logre entablar en la asamblea un diálogo con la máxima posibilidad de llegar a acuerdos y que no se trate sólo de «conversaciones no vinculantes»; para que la discusión suceda in Synodo y puedan alcanzarse decisiones que sean mantenidas por todos. Han de agotarse las virtualidades de articulación de las diferentes opiniones y ha de llevarse hasta el límite la disponibilidad para la cooperación.
Con estas disposiciones, la historia demuestra que, incluso en los casos límite, el trabajo sinodal, a pesar de confrontaciones dramáticas, lleva a la convergencia.
4. SENTIDO DEL VOTO EN UN ORGANISMO DE CORRESPONSABILIDAD ECLESIAL
Las cuestiones debatidas se tienen que solventar en algún momento por la vía de los votos, pues parece no haber otra forma más razonable. Pero sería muy importante que en este punto se llegara a algunas pragmáticas por las cuales se pueda lograr el consenso y no que se decida el debate por el mero cómputo de mayorías y minorías. Porque en los órganos de corresponsabilidad eclesial ha de manifestarse no «la voluntad mayoritaria del pueblo», sino la unanimidad de la fe. Aunque nadie contempla románticamente la unidad de fe y todo el mundo sabe que en las sesiones de los consejos se intenta alcanzar la mayoría, sin embargo esas reuniones
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nunca deben perder de vista que, tanto por su constitución como por su organización, son de otro estilo. Existen, y deben existir, diferentes grupos de opinión, pero todos tienen que buscar el fundamento común, Jesucristo y su evangelio, y esforzarse por alcanzar honradamente la unidad en Él. La cuestión clave está en poner siempre en los debates como primer punto de mira la responsabilidad común para con el mensaje del evangelio. Lo decisivo para la vida eclesial no es si las instituciones de corresponsabilidad se reúnen en brillantes asambleas y producen primorosos textos conclusivos, sino si el espíritu sinodal despierta la fe en Jesucristo.
Según lo dicho, los miembros provenientes de los diversos grupos eclesiales, aunque sean elegidos, no son «representantes» de tipo parlamentario, sino creyentes que han sido designados para testificar su fe y colaborar en la misión de la Iglesia. El término de representación en el dominio eclesial debe traducirse por testimonio de la fe.
Este enfoque tiene una consecuencia importante. El voto en el interior de un organismo eclesial de corresponsabilidad no tiene el mismo significado que en el dominio secular. En la estructura sinodal de la Iglesia, en la que el problema de la unidad nunca puede resolverse por la afirmación absoluta del principio de mayoría, el voto no sólo consultivo, sino incluso deliberativo tiene otro sentido. La votación no se puede entender como victoria del punto de vista de la mayoría, ni es un compromiso o componenda entre una praxis autoritaria y una democrática (es decir, un instrumento para excluir el poder absoluto del obispo o del párroco). La votación es un acto jurídico formal, sí, pero sirve sobre todo para fijar la opinión de los creyentes que dan testimonio de la fe. Ese voto no es un acto de búsqueda de la voluntad política, sino el reconocimiento de una realidad. Expresa un componente constitutivo del proceso de configuración comunitaria de lo que hemos llamado el juicio eclesial de comunión. Por eso le corresponde una específica fuerza vinculante que expresa la unidad en la fe de la Iglesia.
De ahí que, como ya antes hicimos referencia, el gran principio del desarrollo de los Sínodos desde la antigüedad fue la búsqueda de la unanimidad moral. Pero como de hecho las minorías pueden bloquear (y atemorizar) a las mayorías, hay que buscar algún procedimiento jurídico para llegar a conclusiones. En general, suele pedirse la mayoría cualificada. Según eso, ofrecemos una fórmula concreta que proponen algunos expertos y que es una aplicación del Reglamento seguido en el Sínodo de las Iglesias de Alemania (Würzburg 1971-1975):
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• Todos los miembros de la asamblea han de poseer voto decisorio. En este primer punto se expresa la igualdad de los creyentes, su común dignidad y responsabilidad en la construcción del cuerpo de Cristo (aunque, como ya hemos señalado, la posición del Código de Derecho Canónico es contraria a este criterio).
• Sin el voto positivo de los responsables eclesiales últimos no se llega a decisiones válidas. En este segundo punto se asegura la especial responsabilidad del ministerio ordenado en relación con la fe, el ordenamiento eclesial y la comunión con las otras comunidades de la Iglesia. Es el modo de respetar su compromiso de conciencia en el cumplimiento de sus obligaciones ministeriales.
• Las decisiones de la asamblea han de requerir los dos tercios de los votos; entonces son jurídicamente vinculantes. Aquí se manifiesta la obligatoriedad de las deliberaciones comunes. Esa mayoría cualificada se propone para exigir el esfuerzo del mayor consenso posible en cuestiones que luego hayan de ser aceptadas por los miembros de la asamblea y por los creyentes.
La propuesta anterior significa que todos los miembros del consejo, asamblea u organismo de corresponsabilidad han de «conllevar» la plena responsabilidad de la decisión, lo cual es muy distinto de si únicamente se ofrecen consejos o recomendaciones a quien luego va a decidir. Aquellas resoluciones vinculantes que a menudo tienen serias consecuencias para la vida común de la Iglesia han de ser profundamente elaboradas por todos. Sólo con esa garantía se da la certeza de que se mantienen debates comprometedores y crece la conciencia de que el compromiso logrado en las deliberaciones y decisiones de la asamblea alcanza obligatoriedad última.
Puede suceder que el primer resultado del debate no alcance el consenso. En tal caso quizá es mejor posponer la oportunidad, antes que buscar con un compromiso de poca claridad y sinceridad recíproca declaraciones aguadas que, en definitiva, no suponen ningún resultado. Las fórmulas de compromiso, que parecen una salida en determinados momentos, plantearán inexorablemente un difícil trabajo subsiguiente de interpretación y de realización de las decisiones. En efecto, esas fórmulas incluyen siempre la posibilidad de tendencias posteriores dispares, enfrentadas como alternativas, que se presentan como la auténtica encarnación de las deci-
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siones tomadas; así se puede llegar a nuevos enfrentamientos. Por eso, si se quiere lograr el máximo de convergencia, algunas cuestiones quizá deban ser retiradas del proceso de decisión para tratarlas en una ocasión posterior o para que sean asumidas por otros órganos eclesiales.
Un aspecto importante es dónde y cómo se recoge y se hace presente en los debates el parecer de la minoría, si realmente se desea que la Iglesia funcione a partir de decisiones consensuadas. Hay minorías cuyas voces paulatinamente o son silenciadas, o, si gritan mucho, son colocadas en un lugar donde no tienen auditorio, fuera de los organismos e instituciones de corresponsabilidad. Esa situación es problemática; porque las mayorías, aunque sean cualificadas, no garantizan sin más que se ha encontrado la voluntad de Dios. Las instituciones de corresponsabilidad o sinodales deberían dar más audiencia al diálogo real con las minorías, de manera que se exponga lo que piensan quienes discrepan porque quizá tengan razón en algún punto.
Una última consideración. Como es obvio, esta cultura de diálogo institucionalizado no se logra de la noche a la mañana. No hay que admirarse de que, después de tantos siglos de procesos verticales de decisión, los nuevos planteamientos resulten todavía poco maduros. Falta a todos en la Iglesia experiencia de debate, de discusión, de cooperación. Aparece la poca eficacia de los organismos de participación (consejos, comisiones, etc.), que a menudo resulta frustrante. No existe clara distribución de competencias, etc. De todos modos, en la línea de las fórmulas concretas de carácter jurídico hay que reflexionar mucho más y recopilar las mejores experiencias.
5. LA PRÁCTICA DE LA OPINIÓN PÚBLICA EN LA IGLESIA
La opinión pública es el principio del control que el sujeto pueblo de Dios puede contraponer al principio de dominación absoluta. Surge cuando la colectividad eclesial se hace públicamente razonante y crea una esfera social por medio de la cual se enfrenta al poder monárquico absoluto de los jerarcas. Es el resultado ilustrado de la reflexión común y pública sobre los fundamentos del orden social en la Iglesia y sobre el ejercicio del poder.
En una eclesiología de participación es preciso que el sujeto eclesial colectivo —con cierto grado de conocimientos previos y capacidad de juicio— participe en debates públicos, para que,
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racionalmente guiado por el interés general, colabore en el establecimiento de lo más correcto como criterio de actuación.
La opinión pública se forma en la disputa argumental pública en torno a un asunto, después de que el sujeto colectivo se haya puesto en condiciones de formarse una opinión fundada por medio de la información. Queremos subrayar este aspecto. El desarrollo de la opinión pública en la Iglesia exige una corriente habitual de información por los medios correspondientes entre las autoridades eclesiásticas en todos sus ámbitos y niveles, las organizaciones, las instituciones y los creyentes en ambos sentidos y en todo el mundo. La democratización conlleva la información pública: para interesar al conjunto y para evitar abusos de poder. Si en la Iglesia todos son responsables, todos deben estar informados lo más posible. La autoridad debe mantener a todos los miembros de la comunidad al corriente de su actividad; en el otro sentido, los ministros ordenados deben estar bien informados acerca de las ideas y proyectos de los fieles. El reconocimiento teórico de este principio debe plasmarse también en instituciones sociales.
Por consiguiente, la opinión pública no sólo es una característica propia de la sociedad moderna, sino que también se ha de aplicar a la vida de los cristianos en la Iglesia. Ello significa que ningún cristiano debe quedarse marginado del proceso, porque la opinión pública se rige por el principio de acceso general. Una opinión pública de la que estuvieran excluidos de entrada determinados grupos de la Iglesia no sería opinión pública. Lo público exige la pertenencia de todos como sujeto colectivo.
En paralelo a lo sucedido en Occidente en el orden político, aunque con retraso de casi un par de siglos, el avance en el orden de la cultura religiosa, unido al desarrollo de los conocimientos acerca de cuestiones de carácter teológico, ha producido un proceso de creación de conciencia de lo público eclesial que es imparable. La reflexión y las plataformas de discusión (encuentros, congresos, jornadas, redes, etc.) se convierten habitualmente en crítica del poder. La colectividad del pueblo de Dios raciocina y se va articulando de tal modo que pronto desempeña una función de crítica pública que quiere convertirse en interlocutor de los dirigentes. No es de extrañar por ello que la opinión pública en la Iglesia tenga siempre un carácter polémico, porque cuando existe información pública, existe también crítica. Ahora bien, si la Iglesia quiere ser un sistema abierto y no absolutista, ha de admitir que individuos y grupos en su propio interior juzguen con sentido crítico
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determinadas realizaciones de la cúspide o de la base y se esfuercen por la reforma eclesial.
Advirtamos que la opinión pública eclesial la constituyen no sólo los criterios o razones de carácter teórico expresados, sino también todos los modos de conducta de los grupos que buscan modificar las estructuras o las prácticas de dominación en la Iglesia (por ejemplo, esto sucede con la intervención práctica de las mujeres en muchos ámbitos).
El principio de la opinión pública se opone a la práctica del secreto, medio por el cual todo gobernante, y muy especialmente el eclesiástico, busca afirmar su soberanía y garantizar el mantenimiento del dominio sobre el pueblo «menor de edad». Frente a las prácticas secretas de la autoridad soberana se desarrolla la exigencia de racionalidad que nace de la opinión pública. El arcano sirve al mantenimiento de una dominación basada en la voluntad absoluta de los gobernantes. Por el contrario, la opinión pública sirve a la propuesta de un ordenamiento basado en la razón, el cual se elabora en la concurrencia pública de argumentos para alcanzar consenso acerca de lo prácticamente necesario en el interés universal.
La opinión pública ha de situarse en el contexto de la intercomunicación en la vida eclesial: es necesaria para que el vínculo comunitario entre los creyentes crezca y se perfeccione. Como cuerpo vivo que es, la Iglesia necesita de la opinión pública para mantener el diálogo entre sus propios miembros. Sólo así prosperará su pensamiento y actividad. «Le faltaría algo a su vida si la opinión pública le faltase; falta cuya censura recaería sobre los pastores y sobre los fieles» (Pío XII, Discurso de 17 de 2 de 1950, citado también por Pablo VI, Instrucción pastoral Communio et progres-sio de 23-5-1971).
La libertad de expresión y de debate en la Iglesia puede servir a mejorar la evangelización en una sociedad pluralista; lejos de dañar su unidad, puede favorecer su concordia por el libre intercambio de la opinión pública. Aunque es condición absolutamente necesaria estar todos decididos a robustecer la concordia y la colaboración y a mantener la voluntad de construir.
PARA PROFUNDIZAR
E. CORECCO, «Sinodalidad», en G. BARBAGLIO y S. DIANICH (dirs.), Nuevo diccionario de teología, Cristiandad, Madrid, II, 1982, pp. 1644-1673.
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H. HEINZ, «Democracia en la Iglesia. Corresponsabilidad y participación de todos los bautizados», Selecciones de Teología 35, n.° 139, 1996, pp. 163-172.
J. LOSADA, «La corresponsabilidad en la Iglesia: importancia doctrinal, resistencias, prácticas», Sal Terrae 71,1983, pp. 279-290.
K. RAHNER, Cambio estructural en la Iglesia, Cristiandad, Madrid 1974, pp. 71-77, 146-151.
REVISTA CONCILIUM, dos números monográficos dedicados al tema de la democratización en la Iglesia, n.° 63 (1971) y n.° 243 (1992).
J. RATZINGER y H. MAIER, ¿Democracia en la Iglesia?, s. 1., Paulinas, 1971.
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Capítulo 11 Parroquia, comunidad misionera:
¿una utopía?
Durante los años del inmediato posconcilio se repetía bastante en congresos, semanas o jornadas pastorales el título del presente capítulo en su parte afirmativa. Poco tiempo después el desarrollo de las cosas suscitó una llamada al realismo, que se expresaba en la segunda parte del mismo título. En las páginas que siguen nos preguntamos si es posible, y bajo qué condiciones, la conexión armónica de esas tres realidades: la parroquia, la comunidad cristiana y la evangelización misionera.
Ver DESCRIPCIÓN DE LA SITUACIÓN
1. VENIMOS DE UNA HISTORIA QUE NOS PESA
La realidad eclesial hasta el Concilio Vaticano II era escasamente comunitaria. A lo largo de los capítulos anteriores hemos señalado múltiples síntomas de aquella situación. La fe se vivía de manera individualista, sin relaciones interpersonales estables entre los creyentes como tales. El único punto de referencia de los cristianos normales era la parroquia, que funcionaba casi siempre como institución de servicios religiosos, sin vida comunitaria alguna. Algunos movimientos especializados de Acción Católica (y otros, nacidos en la matriz de órdenes religiosas) intentaban dinamizar la Iglesia subrayando la importancia del compromiso temporal, de la revisión de vida, de la presencia encarnada en la realidad que intentaban evangelizar. Frente a la pastoral de cristiandad y a la presencia de la Iglesia como poder en la sociedad, esos movimientos quisieron contribuir a la renovación eclesial mediante una pastoral evangelizadora de los ambientes. Ellos dieron estatuto de madurez al laicado.
Pero la crisis de la Acción Católica (que puede colocarse entre los años 1965 y 1968) produjo en muchos militantes desconfianza hacia la institución eclesiástica en general y en concreto hacia la
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parroquia. Algunos de entre ellos, que querían editar una vivencia de fe más auténtica y más comprometida en el mundo, decidieron organizarse junto con otros creyentes en pequeñas comunidades. El descrédito producido por la masificación y pasividad existente en las parroquias predispuso a la búsqueda de nuevas expresiones de la experiencia de la fe y de la celebración cristiana en grupos reducidos y en formas más expresivas y más propias de hoy.
A sus impulsores les movía, por una parte, el deseo de superar la despersonalización y la burocracia características de la convencional pertenencia a la Iglesia, encontrando un clima de relaciones personales, de intercambio y expresión libres. Y, por otra parte, la voluntad de vivir la fraternidad cristiana y de celebrar la fe en un ambiente de espontaneidad como expresión de comunión en la vida y de ayuda en el compromiso de creyentes en el mundo. Con otras palabras: sentirse miembros vivos y activos del pueblo de Dios.
2. UNA CIERTA RESACA DE EXPERIENCIAS COMUNITARIAS
El movimiento de las pequeñas comunidades, algunas de las cuales se dieron a sí mismas el discutido nombre de comunidades de base, se extendió bastante en el posconcilio. Hoy día parece haber disminuido bastante el número y el vigor de tales comunidades. Con todo, su realidad es plural y en ocasiones de significado ambiguo. El fenómeno es aún joven y no se puede hacer un balance exhaustivo y una evaluación definitiva. Hagamos una breve descripción de prototipos.
Existen comunidades que se centran en los elementos catecu-menales y celebrativos de la vida cristiana. El catecumenado se entiende como un largo proceso de años cuyo objetivo es la conversión personal y el reconocimiento de la fe. Se recuperan símbolos litúrgicos de forma un tanto arqueológica. La palabra de Dios es a veces absolutizada; su escucha se realiza de modo directo y personal, cayendo en un cierto subjetivismo. La comunidad es el ámbito normal de oración y expresión de la fe. No se alude al compromiso sociopolítico; todo reside en el cambio interior, cada uno se compromete según su conciencia. El único compromiso comunitario es el de la proclamación del kerygma (la sustancia del anuncio evangélico).
Hay comunidades de tipo carismático que se consideran a sí mismas como grupos de vida a partir de la experiencia de la veni-
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da del Espíritu. No tienen apenas estructuras organizativas, ni normativa jurídica. Sin embargo, buscan renovar y profundizar el sentido comunitario cristiano, pues entienden que la vida en Cristo por el Espíritu no es privada sino comunitaria. Su objetivo es la transformación interior del individuo por medio de la experiencia del Espíritu. Centran su principal interés en la vivencia de la oración común, pública y espontánea. Tienen especial sensibilidad para lo trascendente, predomina en ellos la emotividad religiosa y adoptan actitudes entusiastas, contagiosas y alegres. Afirman su plena comunión con la institución eclesial. Los servicios o ministerios desplegados en estos grupos se apoyan en los carismas. Hay que añadir que, en general, no se despierta el compromiso de carácter social y político. El cambio de las estructuras sociales no interesa directamente. De ahí que la actuación hacia fuera, cuando existe, se centra en el testimonio y el proselitismo.
A otras comunidades se les llama a veces de forma caricaturesca «grupo estufa» o «comunidad de mesa camilla». Suelen estar constituidas por creyentes de clase burguesa que se consideran progresistas y que convierten a la comunidad en simple grupo de discusión ideológica sobre las corrientes o los acontecimientos de última hora. Son poco operativas respecto a la praxis evangelizadora y al compromiso en el mundo. Existe el riesgo evidente de que se encojan en una actitud de introversión inclinada sólo hacia los problemas internos comunitarios y religiosos, con un alejamiento fatal de las tareas de evangelización y transformación de la sociedad.
Han existido también, y existen aunque en menor número, comunidades contestatarias y contrainstitucionales que se atribuyen una «identificación parcial» con la Iglesia oficial. El enfrentamiento con la institución surge muchas veces porque se le achaca el deseo de utilizar un poder que poco tiene que ver con el evangelio. Se critica su incapacidad para el diálogo o no tomar partido por el pueblo, no comprometerse con los pobres. La posición crítica se mantiene a veces dentro de la comunión, pero otras veces deriva a situaciones de marginación eclesial. Llegan casi inadvertidamente a la constitución de comunidades-gueto, o sea, entes por así decir autosuficientes, con celebraciones separadas de la eucaristía, con su propia catequesis, sus propias iniciativas educativas y asisten-ciales, en general con un vínculo asociativo exhaustivo y, por tanto, necesariamente alternativo a la pertenencia a una parroquia y, más aún, a la Iglesia local. La fractura no siempre es culpa de las mismas comunidades. Por otra parte, es un hecho que la exigencia radical de compromiso para quienes desean ser miembros de di-
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chas comunidades hace que se reduzca su número. De ahí que tengan el peligro de cerrarse y de adquirir tintes sectarios, considerándose como grupo elegido y excomulgando a los incapaces de integrarse en una comunidad «auténtica». La actitud elitista lleva a separarse de las masas cristianas, aduciendo como justificación el falseamiento de la institución y la imposibilidad de transformar la Iglesia desde dentro. La consecuencia es la pérdida de incidencia evangelizadora: a pesar de las pretensiones, su distanciamiento se torna en falta de operatividad.
Por fin, hay que hablar de lo que podría llamarse el movimiento comunitario parroquial. En el seno de algunas parroquias ha surgido el fenómeno de grupos reducidos o pequeñas comunidades que responden a determinadas situaciones de vida. Las pequeñas comunidades insertadas en el ámbito parroquial se caracterizan por cierta homogeneidad en su composición social, mayoritariamente de clase media o media baja. Se mueven en el ámbito de las relaciones interpersonales, la participación eclesial, la responsabilidad en la educación de la fe, la escucha de la Palabra, la vivencia y expresión de la fe y el amor mutuo en la comunidad, sobre todo eucarística. Intentan guardar un cierto equilibrio entre las dimensiones intraeclesiales y el compromiso en el mundo. Pero éste, hablando en términos generales, no se concreta mucho, es difuso y genérico, la dimensión sociopolítica de la fe queda un tanto oscurecida, el testimonio es de carácter individual. Quieren comprometerse en la evangelización de la Iglesia con un cierto grado de conciencia crítica. Su acción no es directamente institucional, pero tampoco entran en conflicto con la institución.
Sin embargo, hay que reconocer que existen otras muchas comunidades en el interior de las parroquias que subrayan la necesidad de dar testimonio de la fe en el compromiso político, incluso colectivo. Según ellas, la Iglesia debe ser una fuerza de liberación dentro de la historia, a la que se le exige una opción real, no teórica, por el pueblo, admitiendo cualquier opción que combata las opresiones. Intentan un diálogo crítico entre la fe y la política, entre la fe y la cultura moderna, de manera que ambas sean enriquecidas. Las comunidades analizan las situaciones de injusticia y dependencia y las contrastan con las exigencias del evangelio del Reino. Para ello acuden a la lectura de la Sagrada Escritura desde los pobres e intentan descubrir la interpelación de Dios en la actualidad de la historia, en cada situación concreta conflictiva. Sin embargo, se quieren evitar las traducciones directas del evangelio a la acción política, respetando la necesidad de las mediaciones.
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Ante esta amplia paleta de experiencias comunitarias realizadas después del Concilio, se observan en pastores y fieles apreciaciones contradictorias. Ha habido muchos que sospechan de desórdenes litúrgicos, disciplinares y hasta doctrinales. Aunque quizá no se opongan abiertamente a las experiencias comunitarias, ofrecen resistencia pasiva o ponen frenos solapadamente. También hay quienes iniciaron el camino comunitario de alguna forma, pero se han desanimado o cansado. Algunos aspectos de su experiencia no han sido positivos y han provocado una reacción de rechazo. Hay que reconocer que existe poca vinculación con el clero parroquial y con las estructuras parroquiales. Muchas veces la culpa no es de las comunidades, sino del propio clero que alberga suspicacias o reticencias, que no da a las comunidades los apoyos y medios que da a otras actividades menos importantes. Este fallo puede ser serio en orden a la vivencia y el mantenimiento de la comunión eclesial.
Digamos para terminar este epígrafe y como marco general del movimiento comunitario que el fenómeno no es exclusivamente eclesial, sino el reflejo de un movimiento social de características análogas. El contexto en el que hay que colocar las experiencias comunitarias actuales es el de la crisis social presente. La gran evolución de la sociedad industrial y postindustrial ha erosionado las estructuras sociales anteriores. Como un reflejo de defensa frente a la masificación, el anonimato, la incomunicación y las diversas neurosis, han surgido los grupos básicos o «primarios» que expresan la voluntad de supervivencia del individuo en el desierto de la gran urbe. El deseo comunitario procede del dinamismo humano, que toma conciencia de su responsabilidad en la construcción de este mundo, al que los mecanismos de la sociedad actual amenazan con aniquilar como persona libre.
3. LA DENOSTADA REALIDAD PARROQUIAL
La parroquia ha vivido durante siglos como una institución que sancionaba el asentamiento estable de una «Iglesia constituida» dentro de la sociedad. Es triste reconocer que la mayoría de nuestras parroquias son todavía hoy un conjunto de cristianos que se consideran destinatarios de servicios religiosos, pero no pertenecientes y responsables de una comunidad propia. La participación en la eucaristía dominical sigue descendiendo en número, incluso con muchos casos de creyentes convencidos que buscan y no en-
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cuentran un culto cristiano «en espíritu y en verdad». La falta de conciencia de comunidad, la carencia de responsabilidad comunitaria, explica que los elementos propios de una conciencia eclesial sean vividos y expresados de forma muy esporádica y marginal. La parroquia concretamente existente aparece desfasada; hay una gran distancia entre el ideal de Iglesia propuesto por el Concilio y la realidad de una institución aplastada por el peso de la inercia. La vieja parroquia estaba concebida para cuidar pastoralmente de un pueblo uniformemente cristiano y sociológicamente estable, pero esa realidad ya no existe. Predomina la masificación, el atavismo, la preocupación por el mantenimiento de la institución y por la defensa de lo sagrado. La parroquia actual está muy lejos de abrirse a la evangelización y de ofrecer una sincera corresponsabilidad laical.
Por otra parte, la tradicional fidelidad a la propia parroquia prácticamente ha desaparecido. Dada la actual movilidad social, y a veces también por desacuerdo con un determinado estilo de parroquia, es normal que una buena parte de los cristianos escojan su lugar de culto, sobre todo en la ciudad. En este punto, como en otros, la libertad forma parte de la vida eclesial. Ahora bien, el fenómeno de la parroquia por elección dificulta el funcionamiento normal de muchas de ellas ante la incertidumbre de los posibles recursos. Además, hay que tener en cuenta que múltiples facetas humanas y sociales que se han autonomizado, escapan al cuidado pastoral de la parroquia. En definitiva, la territorialidad de la parroquia se ve radicalmente cuestionada.
Los diferentes movimientos de carácter misionero predominantemente laical han nacido y se han desarrollado fuera de la parroquia. Salvo honrosas excepciones, la parroquia no ha sido ni es misionera; su atmósfera de vieja cristiandad asfixia a los militantes, que no encuentran en ella ámbitos de formación en la fe y en el compromiso ni una liturgia viva para el presente. Los grupos sociales más dinámicos, los Movimientos de Acción Católica y similares florecen y permanecen al margen de lo parroquial. Incluso puede decirse que los grupos o movimientos que han intentado insuflar espíritu misionero en las parroquias han sido parroquializados con evidente esterilización de los mismos.
También es verdad, y hay que reconocerlo, que los esfuerzos para renovar la parroquia han sido y son extraordinarios. Párrocos esforzados, teólogos y pastoralistas han trabajado denodadamente durante los últimos años para iluminar el gran problema pastoral de la parroquia. Hay parroquias con feligreses que se comprome-
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ten de manera permanente y como grupo a llevar a cabo tareas en servicio a la totalidad. Su estructura es variada, aunque normalmente cada grupo está dirigido por un laico; la responsabilidad última corresponde al párroco. En algunos casos estos grupos parroquiales buscan una profundización en los contenidos de la fe mediante procesos formativos y practican la oración en común. Esto da una garantía de permanencia. Para mayor servicio al conjunto se busca la coordinación con los otros grupos y comunidades sin que nadie acapare a nadie.
Pero la cuestión clave en relación con el sentido de la parroquia en el presente y en el futuro va más allá y tiene que ver con la evangelización. Si la Iglesia existe sólo en razón de la comunicación de la fe, de modo que cuando se interrumpe la comunicación de la fe, cesa de existir la Iglesia, entonces este criterio plantea un problema muy serio a la parroquia. Ella no realizaba tal función, no la incluía en sus planes o proyectos pastorales; el acontecimiento más decisivo de la Iglesia tenía lugar por medio del laicado, los padres, los abuelos, la familia. En el interior de la existencia cotidiana normal del pueblo cristiano se ha ido realizando el hecho más decisivo de la vida de la Iglesia: la comunicación de la fe. Durante casi dos milenios en Europa ha sido así. La estructura parroquial ha acogido a cristianos a quienes la fe ya se les había comunicado y a los cuales ella debía garantizar la catequesis y los sacramentos. Es algo paradójico, pero difícil de desmentir con hechos: a lo largo de su historia la parroquia nunca ha asumido en serio el problema del acceso a la re de los no creyentes. Este es un punto decisivo a la hora de analizar el tema que tenemos entre manos.
Juzgar REFLEXIÓN TEOLÓGICA SOBRE LA PARROQUIA Y LA COMUNIDAD ECLESIAL
Antes de pasar a las reflexiones escriturísticas y teológicas propiamente dichas, conviene clarificar el sentido de los dos términos clave utilizados en este capítulo: comunidad y parroquia.
1. AMBIGÜEDAD DEL TÉRMINO COMUNIDAD
El término y el concepto de comunidad es uno de los puntos de encuentro y de roce entre sociología y eclesiología. En los últimos cincuenta años ha entrado progresivamente dicha palabra en el
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lenguaje eclesiológico y pastoral, utilizándose muchas veces o sin exactitud o con un sentido no consciente, lo cual envuelve aún mayores riesgos. De ahí la queja de los sociólogos a la teología: se hacen afirmaciones teológicas que envuelven una sociología inaceptable.
Efectivamente, cuando se habla de comunidad cristiana, se utiliza un lenguaje de gran equivocidad porque no se sabe muy bien en cada caso qué se entiende por ese término. Hay que tener en cuenta que la realización histórica concreta de la Iglesia ha sido múltiple y que hoy se usa el término comunidad con un imaginario muchas veces no reflexionado ni criticado suficientemente. El nombre se aplica a realidades de Iglesia bastante diversas y a veces divergentes. Surge inmediatamente la cuestión: ¿en qué consiste la identidad comunitaria eclesial, cuando grupos tan distintos reivindican para sí el título de comunidad cristiana? ¿Dónde y cómo se realiza la auténtica comunidad de Jesús?
Por su parte, las diversas escuelas sociológicas utilizan terminologías heterogéneas para referirse a las varias formas de realización de la estructura social de la persona: agrupación, asociación, grupo primario o secundario, comunidad. Nosotros no podemos entrar en el debate técnico. Para evitar el confusionismo indicado, intentaremos decantar los datos teológicos con la mayor precisión posible para intentar conocer lo que entendemos por comunidad cuando aplicamos ese término a la Iglesia y a sus verificaciones.
Y aquí es preciso hacer una advertencia importante. Al hablar de comunidad eclesial en sentido teológico estricto no nos referimos a ninguna realización concreta de las comunidades que existen o han existido, sino que indicamos un contenido que puede tomar cuerpo en formas diversas, bajo rostros sociales multiformes. Lo que entendemos por comunidad está detrás y es independiente de las formas históricas de manifestación, es lo que debe permanecer en todo cambio, lo que debe confrontarse críticamente con cualquier forma concreta. Mostraremos las características esenciales que Cristo quiso para su Iglesia y que nos permiten aplicarle con justicia el nombre de comunidad.
2. DESCRIPCIÓN DE UNA ANTIGUA REALIDAD ECLESIAL: LA PARROQUIA
La parroquia surge en la época de la evangelización de las zonas rurales o de «los paganos» (pagus en latín significa «aldea»)
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durante el Bajo Imperio romano como una adaptación de la misión de la Iglesia episcopal de las ciudades a las condiciones sociales que impone la nueva organización del espacio. Se asume una concepción territorial de Iglesia: el obispo mantiene su jurisdicción sobre un determinado territorio al que divide en diversas «iglesias titulares», cada una de las cuales encomienda a un presbítero para que realice la «cura de las almas». Así nace la parroquia territorial, cuya sustancia ha cambiado muy poco a lo largo de los siglos. El nombre de parroquia está tomado del griego antiguo, par-oikía, y puede traducirse «en medio de las casas»; pero el vocablo también expresaba la conciencia que tenían los primeros cristianos de hallarse en el mundo como exiliados. Es hacia el siglo xn, con el florecimiento de los municipios en Europa, cuando el nombre de parroquia se impuso en su sentido actual, como un territorio preciso, una subdivisión en el interior de la diócesis. Se trata de una adaptación a la nueva situación social y religiosa. Una primera lección se deduce de este desarrollo: la puesta al día de las concreciones del pasado es siempre necesaria para continuar la acción pastoral en situaciones cambiadas.
Según el vigente Código de Derecho Canónico de 1983 (c. 515, § 1), la parroquia supone normalmente (porque puede darse el caso peculiar de parroquias personales) una comunidad estable de fieles en un territorio determinado, que participa en la realización de la misión de Cristo y cuya cura pastoral ha sido encomendada a un párroco, aunque en caso de necesidad la presidencia de la comunidad local se puede ejercer de otra manera, por ejemplo mediante la encomienda directa a un equipo de laicos bajo la responsabilidad última de un presbítero (c. 517, § 2). Por eso, la parroquia es el lugar concreto donde todo cristiano verifica la pertenencia eclesial, pertenencia siempre referida a la Iglesia local. En ese lugar cualquier creyente puede encontrar en teoría todo lo que le es necesario para que su vida de fe pueda desplegarse continua y completamente. Ella ofrece y garantiza el derecho a formar parte de la Iglesia sobre la base de la fe compartida, el bautismo recibido y la simple residencia en un territorio.
3. ALGUNOS DATOS ESCRITURÍSTICOS ACERCA DE LA COMUNIDAD
CRISTIANA
Ante la imposibilidad de tratar a fondo un tema inmenso, proponemos solamente tres pistas de mayor interés.
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La experiencia primitiva cristiana
Desde los comienzos de la revelación en el Antiguo Testamento se constata que la historia de la salvación se desarrolla por cauces comunitarios. En el pueblo de Dios es extraordinariamente fuerte el sentimiento colectivo, la conciencia de «personalidad corporativa».
Esa conciencia es asumida por Jesús y llevada a su plenitud en la fundación de su Iglesia. Como ya vimos en el primer capítulo, durante su vida pública Jesús configura un grupo de discípulos como anticipo del nuevo Israel y al final de su vida instituye como su testamento el ritual que será garantía de su permanente reunión. En torno a la Eucaristía quedan citados permanentemente sus discípulos para constituirse en su presencia como fraternidad inquebrantable.
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos muestra más con la historia de la Iglesia primitiva que con reflexiones teóricas cuál era su estilo de vida, su talante, su espíritu. Él ha de servir como punto de referencia para todos los tiempos, al objeto de garantizar la autenticidad cristiana de las adaptaciones necesarias a las circunstancias cambiantes. El citado libro y las cartas de san Pablo nos descubren cómo los discípulos se reúnen en pequeños grupos por las casas para escuchar la Palabra, celebrar la Fracción del Pan, compartir sus bienes, recibir el Espíritu, consolarse y ayudarse mutuamente, darse fortaleza en las dificultades y en la persecución. De esas agrupaciones salen los misioneros al mundo predicando la Buena Noticia con gran alegría.
Resulta interesante señalar que el Nuevo Testamento presenta un modelo de Iglesia doméstica cuyo ámbito social de formación, de crecimiento, de celebración y de vida era la familia. Ciertas expresiones o fórmulas utilizadas, según el sentido que les atribuyen los exegetas, así lo demuestran (He 16, 15.33; 18, 8; ICor 1, 16; 12, 13; Ga 3, 28; Col 3, 11). La familia fue el lugar de origen de una estructura grupal que determinó el desarrollo eclesial de los primeros tiempos.
La confesión de fe en Jesucristo
El primer fundamento sobre el que se edifica la agrupación inicial de los cristianos es el hecho de la reunión en nombre de Cristo. La fe en el Maestro caracteriza claramente al grupo de discípulos
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que vive de la propia vida del Resucitado, en fe y obediencia a Él. Los primeros creyentes poseen un origen y un horizonte que les trasciende y que promueve su interacción. Tienen un punto de referencia distinto y superior que la relación recíproca entre ellos. Ese punto de referencia es una persona viva, no un conjunto de valores o una propuesta ética o un programa social. Jesús, que permanece vivo entre los suyos, configura la corporación cristiana y es la meta a la que tiende: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,17).
Más aún. La teología paulina suministra elementos que muestran la identificación con Cristo no sólo de los cristianos individuales, sino también agrupados (cf. Hech 9, 5; Ga 3, 28; ICor 12, 4). El vivir en Cristo es un vivir común. Cristo se ha hecho personalidad corporativa; su dimensión individual se actualiza en el grupo y el grupo es recapitulado por su personalidad individual. El «nosotros» cristiano queda determinado por la común referencia de todos los miembros al Señor Jesús. Esta es la sustancia propia de la comunidad.
La fraternidad
Aunque prácticamente todos los símbolos e imágenes de la Iglesia del Nuevo Testamento (pueblo, cuerpo, templo, esposa, viña, casa, ciudad, etc.) son ininteligibles si no se interpretan desde la perspectiva comunitaria, no vamos a detenernos ahora en cada uno de ellos. Sólo nos referimos por su interés a un atributo dado a los creyentes en Jesús: los hermanos.
Los primeros cristianos se daban entre sí el nombre de hermanos, aludiendo claramente a una forma peculiar de relación entre ellos. En el libro de los Hechos de los Apóstoles, los hermanos se prestan multitud de servicios recíprocos: salvan del peligro (9, 30), acompañan (10, 23), reciben enseñanza y se alegran (15, 1.3), reciben ánimo (15, 40) y lo dan (18, 27), acogen con alegría a los predicadores (21,17), etc. En las cartas paulinas hermanos es el término técnico que designa a quienes profesan la fe cristiana. El amor fraternal es un elemento constitutivo de los miembros del grupo cristiano, exigencia primordial de su vocación (por ejemplo, ICor 5, 58; Flp 4, 1). Lo mismo sucede en el lenguaje del evangelista Juan, donde hermanos se refiere de manera específica a los cristianos (cf. Jn 2, 12; 20, 17; 21, 23, l jn 2, 9-11; 3, 11-18.23; 4, 7. 11 ss 20 ss; 5, 1 ss). Juan pretende condenar las doctrinas destructoras del mandato del amor y educar a los cre-
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yentes para que manifiesten un signo distintivo y sin retóricas de su estrecha unión.
Ahora bien, la fraternidad no se entiende en el Nuevo Testamento como mera relación horizontal. Ella nace en el amor regalado por Dios por mediación de la resurrección de Cristo; se trata, por tanto, de una nueva realidad que Dios crea en el ser humano mediante el «nuevo nacimiento» que nos configura con Cristo (cf. Me 3, 33 ss; Mt 18, 5; 25, 31-46; 28,10; Jn 14, 21.23; 16, 27; Rm 8, 29). De ese nuevo ser nacen actuaciones fraternales: la fraternidad cristiana no es sólo una actitud o un sentimiento, es un deber práctico a cumplir (véase la regla de comunidad en Mt 23, 8-10; cf. 2Ts 3, 6.15). Las diferencias sociales quedan superadas por la ordenación fraternal «en el Señor» (Ga 3, 28; Flm 16). La fraternidad lleva a cuidar de los más débiles del grupo cristiano, sacrificando incluso la propia libertad (ICor 8, 10-13; cf. Rm 14,13-22).
Resumiendo los datos de la Sagrada Escritura, debe decirse que en la Iglesia de Cristo hay un misterio profundo y permanente de solidaridad, del cual el grupo visible es un signo débil. La sustancia comunitaria se encuentra en el misterio, en lo significado. Pero esa sustancia debe manifestarse también en el signo exterior. La nueva realidad exige la correspondiente actuación comunitaria.
Sin embargo, de ese principio no se deduce la existencia de ninguna determinada estructuración comunitaria eclesial. La sustancia puede fundirse en diversos moldes según las circunstancias históricas.
4. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA SOBRE LA COMUNIDAD
El redescubrimiento de la comunidad es el de la esencia del ser cristiano y .del ser eclesial. El bautizado nace para Cristo y para la salvación en la comunidad y a ella se agrega de modo activo. Esta no es una añadidura para el cristiano, sino la forma y la condición de posibilidad del ser creyente cristiano. Se pertenece a Cristo perteneciendo a una comunidad eclesial de manera afectiva y efectiva. No hay cristianismo individualista ni por libre. Perfilemos algunos aspectos de estas afirmaciones.
La comunidad cristiana asume la realidad humana comunitaria
«La gracia asume la naturaleza y la transforma» es una afirmación de la teología católica. En este caso, la comunidad cristiana
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asume radicalmente y plenifica aquella característica según la cual la relación con los otros es un elemento constitutivo de la personalidad humana y condición de posibilidad de la identidad personal y de la realización propia. Los creyentes consideramos esta dimensión esencial del ser humano como un reflejo en la criatura de la bondad comunicativa del Creador. La persona humana es imagen de Dios; por ello se realiza naturalmente en la participación de la vida y los valores de los otros.
Pues bien, Cristo, al redimir a la persona en su totalidad, ha depositado en el núcleo de la comunidad humana el germen de unas relaciones nuevas, formando un «nosotros» de orden absolutamente original. Ese nosotros nuevo es suscitado por Cristo al transmitir a los suyos el Espíritu. La vida divina participada es el principio de unidad más íntimo y profundo de los seres humanos entre sí, al ser el principio de nuestra unidad con Dios.
De la reflexión anterior se deduce que la comunidad cristiana no nace desde abajo, por decisión libre de quienes deciden unirse a causa de una afinidad humana o para realizar un objetivo pretendido o porque se comparten criterios comunes. En cada comunidad concreta, cualquiera que sea el modelo como ella se realice, se hace presente y se despliega el misterio de la Iglesia, nacido del don de Dios.
En consecuencia, la salvación individual adviene sólo a través de la comunidad eclesial, que es mediación representativa y condición de posibilidad de la misma. Los actos cristianos individuales sólo pueden consumarse en el seno materno de la comunidad cristiana y sólo tienen eficacia externa a través de ella.
La plena realidad humana de aquel grupo ha de afirmarse claramente, pero en ella se realiza el misterio de la salvación en toda su profundidad para los hombres y mujeres que lo componen. Por eso, cada comunidad concreta está llamada a realizar en sí misma la totalidad de la misión que la Iglesia ha recibido de Cristo, a saber, la continuación de la obra salvífica, la colaboración en la venida del Reino. Sin asumir esos elementos no hay verdadera comunidad cristiana porque falta la sustancia de la eclesialidad.
Una comunidad específica con características distintivas
Si, como acabamos de explicar, la comunidad cristiana asume la realidad humana comunitaria, pero no se reduce a ella, sino que rompe el cuadro de interpretación puramente humano, es lógico
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que tenga unas características específicas. En una sociedad como la presente, altamente especializada y religiosamente secularizada, la comunidad cristiana debe mostrarse como radicalmente diferente de las agrupaciones sociológicas naturales. Debe encontrarse identificada consigo misma como comunidad de fe, librándose de ataduras que falsean su identidad. Señalamos ahora brevemente unas características distintivas, concretando y aplicando a este tema lo que decimos en otros lugares.
La fe en Jesucristo. Ante todo, la profesión de fe común en Jesús como único Señor. Desarrollando brevemente lo dicho anteriormente, esta condición básica de la vida comunitaria significa adherirse al Señor como acontecimiento total que da sentido definitivo a la vida y éxito pleno a la humanidad, aceptarle como Aquel en quien está toda la verdad de Dios y de la persona humana y acoger el contenido fundamental en el que se expresa el misterio de la salvación que el Señor aporta, o sea, «la confesión de fe». Sin esta identificación por su relación a Cristo, la comunidad pierde su carácter específico y busca objetivos que no son los propios (la intimidad entre los miembros, el compromiso social, etc.). Lo peculiar de la comunidad cristiana es que no se identifica con ninguna agrupación natural (pueblo, nación, clase social, ideología...), sino que sus miembros pertenecen al Señor, procedan de donde procedan.
La experiencia del Espíritu. No hay genuina fe en Jesús como Señor que no sea vida en el Espíritu. El Señor envía su Espíritu, que desde Pentecostés es el principio creador de la comunidad cristiana. Un grupo de cristianos que no mantiene una vivencia ardiente en el Espíritu, pierde su alma y su fuerza, se aleja de la fidelidad primera, se encierra en el gueto. La vida en el Espíritu es garantía de fidelidad, vincula a los miembros en la unidad, produce el enriquecimiento en dones, carismas y servicios, impulsa a la misión y el testimonio. Por eso, la comunidad eclesial se manifiesta en el más elevado de los dones del Espíritu, el amor (cf. ICor 13, 1-13).
Fidelidad al evangelio y compromiso en su anuncio. La comunidad cristiana vive y se edifica por el evangelio. Su palabra se escucha, se acoge, se interpreta y se vive. El evangelio, la Palabra en su conjunto, es el punto de referencia normativo al que hay que mantenerse siempre fieles y que juzga la vida comunitaria. La fidelidad al evangelio exige ser su testigo público, proclamarlo con fidelidad, a él y a la tradición recibida
Celebración de la fe y oración. La celebración del culto y la expresión de la fe a través de la liturgia son elementos constitutivos verdaderamente sustanciales de toda comunidad cristiana. Humana-
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mente hablando, toda comunidad digna de tal nombre necesita tiempos fuertes para manifestarse y vivificar sus ideales. Cristo asumió para su Iglesia esa ley hondamente humana: la comunidad eclesial no puede existir sin asamblea cultual convocada y presidida por el propio Cristo, Palabra que convoca y vida que se entrega a los suyos. En dicha asamblea cultual los creyentes individuales se hacen comunidad en el sentido más fuerte; entonces se realiza la condición «sacerdotal» que corresponde a la comunidad como tal (cf. IPe 2, 5; Ap 5,10). Especialmente, la eucaristía, culmen y fuente de su vida (cf. SC 10), es el signo identificador más específico de su verdad comunitaria. Por eso, las celebraciones comunitarias de la eucaristía «significan» que el grupo actualiza la Iglesia universal, porque actualizan el más profundo ser eclesial de los miembros.
En comunión con las demás comunidades cristianas. En capítulos anteriores subrayamos el criterio siguiente: toda comunidad posee identidad y consistencia propia según los dones recibidos, pero ninguna agota por sí misma el misterio de la Iglesia. La Iglesia de Cristo es orgánica y plural; se difunde, se comunica, establece vínculos múltiples. Puede decirse que una comunidad es auténtica Iglesia cuando mantiene la comunión con todas las comunidades del orbe católico bajo la forma del servicio mutuo y recíproco. Conviene subrayar esta idea porque a veces un efecto secundario del descubrimiento del pequeño grupo es una autonomía tal que descuida la vinculación a la realidad total de la Iglesia. En ese caso, la particularidad no abre a la riqueza de interacción de las comunidades entre sí, sino que lleva al aislacionismo; se produce una pérdida en la comunión de las Iglesias.
Presidida por el ministerio ordenado. La eucaristía es siempre una celebración presidida por el ministerio ordenado. Por ello, elemento esencial de la comunidad cristiana es la vinculación al colegio de los sucesores de los apóstoles y sus colaboradores; se trata de la vinculación al signo personal visible de Cristo. Es decir, las comunidades están referidas a Cristo y a la Iglesia por la mediación visible del obispo y de los presbíteros que con él colaboran como colegio en cada Iglesia local. La vinculación de la comunidad con su presbítero, y a través de él con su obispo, es signo eficaz de la coordinación de tareas, ministerios y servicios, de la armonización de los grupos cristianos, de comunión eclesial universal. Recordemos aquí lo dicho en el capítulo sobre la autoridad jerárquica en la Iglesia.
Corresponsable. Es evidente que la necesidad de presidencia y dirección de los ministros ordenados no impide, sino que requiere,
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la colaboración de otros responsables de los grupos. La comunidad cristiana sólo realiza su misión cuando acoge en ella de forma normal diversos dones y carismas, diversos servicios y ministerios. Es decir, cuando los miembros participan de manera corresponsable en todas las tareas eclesiales. También aquí nos referimos al capítulo sobre la corresponsabilidad.
Católica. La comunidad cristiana es esencialmente católica, de horizontes universales y de actitudes y realizaciones misioneras. El dinamismo producido por el Espíritu le hace abrirse dinámicamente al mundo entero. La eucaristía es fuente de misión. Por tanto, la comunidad local debe realizarse como enviada al universo (cf. Mt 28, 18-20), como misionera. Toda comunidad cristiana demuestra su autenticidad en el impulso misionero y los medios con que lo cultiva (desde la aportación de vocaciones y el envío de misioneros seglares o presbíteros, hasta las expresiones de solidaridad económica, pasando por la oración continua, la preocupación permanente, el intercambio epistolar, etc.).
Comprometida en el mundo. La comunidad cristiana ha de asumir sus responsabilidades sociales y comprometerse en la transformación de la realidad en la que está inmersa. Sin compromiso transformador en el mundo no existe verdadera comunidad cristiana. Ella debe manifestar de modo visible la voluntad radical de servicio especialmente a los más pobres y necesitados, debe solidarizarse con los últimos de la Tierra. Es la opción por la construcción del Reino; es decir, la opción propia de la sensibilidad y el estilo de Jesús.
Esta dimensión de servicio (diakonía) ha de realizarse en todos los ámbitos en que la persona se construye o se destruye; por tanto, promoviendo los valores humanos, la justicia, la solidaridad; encarnando lo que suele llamarse «caridad política». Pero en la concreción de dicha opción y en la elección de programas y estrategias políticas, debe existir un espacio de libertad que depende de los análisis positivos y las elecciones preferidas.
Aquí conviene hacer una advertencia acerca de algunas actitudes que se plantean en pequeñas comunidades. El compromiso social, defendido con radicalidad, puede llevar a análisis de la realidad global que, siendo legítimos, no son indiscutibles, como a veces se presentan. Las posiciones políticas de izquierda y la solidaridad global con los movimientos populares pueden conducir a actitudes fanáticas. Una forma concreta de este peligro consistiría en hacer de la pequeña comunidad un grupo político paralelo o alternativo, a cuyo servicio se pone la interpretación del evangelio,
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la celebración y la praxis evangelizadora. En el extremo límite de esta posición desaparecería lo específicamente cristiano: el Reino se identificaría con lo político, el evangelio, leído de forma simplificada, se reduce a fuerza de liberación humana. Se llega así a la ideologización de la fe. Posiciones de este tipo no son frecuentes, pero conviene advertirlas.
En resumen
No son pocos los creyentes verdaderamente responsables que se sienten dispersos en una sociedad secularizada y profana, cuyos puntos de apoyo no están en la fe. Cuando se percibe que caen los bastiones del «cristianismo sociológico» que hasta ahora ofrecía cierto amparo, se suscita inmediatamente la pregunta: dónde puede vivirse la fe cuando uno quiere dar testimonio de la presencia del Señor en medio de la aventura humana. Precisamente para poder sostener el diálogo entre las realidades de la experiencia y la fe en Jesús, necesita el creyente una comunidad que le ayude a leer su existencia a la luz del plan de Dios, a rectificarla dándole sentido último, a vivificarla con la Palabra y la celebración. Por eso, la pequeña comunidad es un espacio privilegiado para la maduración de la vida cristiana: la experiencia comunitaria hace que se viva de manera nueva lo que ya «se sabía» de memoria.
La fe en Jesús y la presencia viva del Espíritu constituyen ahora un eje que cohesiona a los creyentes y produce en ellos una nueva conciencia de pertenencia. Dicho con un término más técnico, la pequeña comunidad realiza una función de integración del individuo en la Iglesia. Este no se siente aislado o incógnito, sino perteneciente, incorporado, protagonista. Aparece una nueva forma de «existir-con» los otros que nace de la vida de gracia que participamos en el bautismo. Las relaciones interpersonales son de cierta intimidad, de contactos directos y recíprocos, de prestaciones de ayuda mutua. Florece la apertura a los demás, la participación respetuosa y profunda en la vida creyente de los otros cristianos y en sus valores espirituales propios. Se busca experimentarse como grupo fraterno. Todo el mundo se conoce y se anima mutuamente. Así se robustece el sentido de pertenencia a la Iglesia.
Más aún. La pequeña comunidad cristiana es el ámbito idóneo para la participación y la corresponsabilidad: todos se saben miembros del pueblo de Dios, fraternidad de iguales por el bautismo,
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corresponsables de la misión de la Iglesia. Donde se hace algo con la aportación de todos, la participación es más viva.
Es ella también el espacio adecuado para descubrir y desarrollar los propios carismas: cada uno aporta lo que puede a la vida y acción común. En un ámbito de comprensión y cercanía se descubren las cualidades humanas y cristianas de cada uno y se estimula su crecimiento. Las personas hablan en nombre propio y no repiten maquinalmente lo que se les ha indoctrinado. La comunidad se dota de cuadros directivos salidos de ella misma y se convierte en un ejercicio de democracia práctica. El responsable de la comunidad no se presenta como alguien revestido de autoridad, sino como un «primero entre iguales». El concepto de dirección es un concepto de servicio: la única razón para el liderazgo es el servicio a los miembros de la comunidad.
En definitiva, la pregunta por la comunidad cristiana es la pregunta por la Iglesia sin más. Todos los fenómenos y realidades eclesiales convergen en la comunidad, de manera que ésta es el lugar de verificación concreta de la condición cristiana y eclesial. El misterio total de la Iglesia se encuentra en cada una de las comunidades eclesiales; ellas son la reproducción a escala y en un lugar concreto de lo que la Iglesia es en su totalidad. Por ello cada una de las comunidades está llamada a realizar lo que se afirma de la totalidad de los creyentes; ellas ofrecen la única posibilidad de que la Iglesia universal se realice en concreto. No es, pues, extraño que por la misma dinámica de las cosas, todas las cuestiones que han ido apareciendo a lo largo de este libro vengan a concentrarse en este vértice: la existencia y la renovación de la comunidad cristiana.
5. REFLEXIÓN ECLESIOLOGICA SOBRE LA PARROQUIA
Cinco documentos del Concilio Vaticano II contienen textos que describen la parroquia a partir de la conciencia de la Iglesia, aunque sin precisar el sentido teológico que entraña el vocablo: LG 28; SC 42; CD 30-32; PO 5; 6 y 8; AA 10. Como ejemplo citamos el Decreto sobre la actividad de los laicos, que subraya la idea de que la parroquia es una comunidad específica con rasgos propios: «La parroquia presenta el modelo clarísimo de apostolado comunitario, conduciendo a la unidad todas las diversidades humanas que en ella se encuentran e insertándolas en la Iglesia universal» (AA 10). Resumamos lo que afirman los textos citados:
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la parroquia es la realidad espiritual y social que Cristo opera por su presencia sacramental y apostólica en una comunidad local observable, con sus miembros, sus funciones, sus actividades, sus relaciones, que es mediación representativa de la obra salvadora de Cristo. Esta descripción es análoga a la que el Vaticano II propone de la Iglesia local, pero con una diferencia clave: la parroquia realiza parcialmente y en dependencia lo que realiza la Iglesia local diocesana.
Por consiguiente, la institución parroquial no puede minusva-lorarse o reducirse a una consideración meramente jurídico-ad-ministrativa; ha de entenderse en su sustancia desde una perspectiva eclesiologica. Ella se caracteriza por la globalidad de su misión, «realiza una función en cierto modo integral de la Iglesia, ya que acompaña a las personas y familias a lo largo de su existencia en la educación y crecimiento de su fe. Es el centro de coordinación y animación de comunidades, de grupos y movimientos» (III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla: La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, n.° 644).
Por consiguiente, la parroquia realiza los elementos esenciales del misterio eclesial cuando se articula sobre las dimensiones de la misión recibida de Cristo por la Iglesia para continuar la obra sal-vífica y la realización del Reino. Las dimensiones a las que nos referimos son, según lo explicado en varias ocasiones: la proclamación y extensión del evangelio con fidelidad a la tradición recibida, la celebración de la fe con un culto «en Espíritu y en verdad» y el compromiso de la fe en la justicia y la caridad mediante el servicio a todos los hombres, en especial a los más pobres y necesitados. En torno a esas tres dimensiones se engloban todos los servicios y ministerios que las verifican. Sin ellas, que son constitutivas de la misión de la Iglesia, no puede haber verdadera comunidad parroquial. Y viceversa, su manifestación en la parroquia concreta será signo y prueba de su verdad, es decir, de su eclesialidad, de su fidelidad a la misión.
Sentido de la territorialidad
La parroquia está enraizada en un lugar; la territorialidad es la característica normal de la institución parroquial, por lo que la manera de vivir el evangelio que ella realiza tiene una base objetiva. En efecto, el territorio permite experimentar lo que hoy se
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llama una comunicación de proximidad, compuesta de relaciones humanas inmediatas. Obviamente, este modo de comunicación varía según las dimensiones del territorio y el volumen de población.
Más aún. La base territorial de la parroquia permite una visibilidad y publicidad que está relacionada con la vida civil. Como dice de ellas el Concilio: «En cierta manera representan a la Iglesia visible» (SC 42). La importancia de la parroquia arranca de la necesidad de que allí donde la Iglesia quiere hacerse presente en un lugar dado, allí se haga visible la asamblea de forma pública y lo más patente posible. Esta visibilidad es hoy importante en principio, cuando muchos no tienen conocimiento de la existencia de la Iglesia. La parroquia es, incluso para los no creyentes, signo y garantía de que se tiene ante sí de manera patente la manifestación de la totalidad de la Iglesia, cosa que no ofrecen las restantes comunidades cristianas. Aunque ella sea una parte en sentido cuantitativo, es global por su cualidad pública y oficial. Así, la parroquia responde a una necesidad general de la vida social de la gente que necesita tener presentes ciertos puntos de encuentro o de referencia. Las ubicaciones visibles ayudan a organizar la vida.
Pero esta antigua opción de la Iglesia tiene más profundidad. La adaptación de la parroquia al territorio implica una determinada concepción teológica. La implantación de la Iglesia «en medio de las casas» de los hombres significa que vive y actúa insertándose en la configuración de la sociedad humana, solidaria de sus aspiraciones y preocupaciones. La Iglesia acepta las estructuras de la comunidad humana del lugar y del tiempo, se modula sobre las instituciones humanas allí presentes, entra en la realidad social: por esta vía de encarnación la Iglesia de Cristo se hace Iglesia local, se adapta a una zona determinada, se estructura como pueblo de Dios en ese territorio. Penetra en un ámbito humano y busca remodelarlo, dejándose a su vez remodelar. La parroquia no sólo está en un territorio, sino que está dinámicamente como oferta del evangelio y aportación de su servicio. La territorialidad es un fenómeno de fidelidad al pueblo en el que se vive, de fidelidad a los destinatarios para quienes la Iglesia existe. Es verdad que, al constituirse la parroquia a partir del mapa que le propone la sociedad, puede dar la impresión de ser un elemento más del sistema social civil. Pero la relación entre lo parroquial y lo territorial muestra claramente la encarnación de la Iglesia: ella no es «extraterritorial».
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Prioridad de las personas sobre el territorio
Lo que da su verdadero rostro a la realidad parroquial es el tipo de población, los factores humanos, la herencia del pasado, los cambios que se han dado. La relación con el suelo va unida a una relación con las personas que tienen en él sus raíces. Hay un fundamento de comunidad humana: la convivencia. El ser humano es espíritu encarnado; por eso injerta su vida en unas coordenadas espacio-temporales. Se entra en una parroquia que existe antes de cada uno, que acoge al que llega, que le vincula a los que estaban antes, a los mayores, también a los difuntos. Esa base espacial quiere decir que la territorialidad de la parroquia no es simplemente un hecho geográfico convencional, un medio que se adopta para promover las relaciones de vecindad, sino que la Iglesia está al servicio de las personas tal y como viven en un lugar. La misión de la parroquia consistirá en asumir lo que vive una población para presentarlo ante Dios y anunciar a todos el evangelio del Reino.
Uno de los valores de la parroquia será siempre el de ser lo bastante flexible como para admitir diversos tipos de pertenencia, activa o pasiva, habitual u ocasional. Cualquier creyente, sin más calificativos, ha de poder tener una comunidad cristiana de referencia en la que profundice en la Palabra, celebre la fe y se comprometa en la vida. Es algo que responde al hecho actual de que la identificación con la Iglesia pasa por diversos grados y de que la evolución religiosa de las personas cada vez es menos lineal. De ahí que la parroquia, más que como un espacio de «cristiandad», ha de concebirse como un polo visible de comunidad relacionado con un territorio, que se ofrece a todos en cuanto reúne a hombres y mujeres en razón de su fe en Jesucristo sin apelar a ninguna otra particularidad de opción o de situación. Ella tiene capacidad para responder a la necesidad que siente toda persona de ser acogida; es una casa para todos, para quienes acuden a ella sin más, para los anónimos. Por eso, como explicaremos enseguida, no es acertado que una parroquia que quiera renovarse rompa sin más con los que tienen mentalidad de «consumidores de servicios religiosos», en lugar de acogerlos y de intentar evangelizarlos.
Se comprende así que la parroquia sea una institución internamente heterogénea y más «lenta», porque lleva sobre sí la carga de cristianos no practicantes, de alejados, de quienes se profesan no creyentes pero no rompen definitivamente su vinculación eclesial, etc.
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El anuncio del evangelio en un territorio
La pertenencia objetiva, el mero hecho residencial, ha de ser transformada en una adhesión libre de las personas que viven en la parroquia. Esta debe procurar que quienes viven en aquel territorio pero no creen, no son cristianos o no practican, al entrar en relación con ella, encuentren un signo evangélico. Por tanto, cuando consideramos la esencia eclesiológica de la parroquia y su vocación evangelizadora, hemos de afirmar que no debe quedar atada a su definición jurídica, sino que debe tener presente la atención que ocupan en su experiencia cotidiana quienes viven en el territorio, incluso aquellos que en sentido estricto no son sus miembros.
Esto quiere decir que la parroquia no es misionera por añadidura, sino por esencia; es un foco de evangelización básico y global. Lo cual implica una realización de la misma abierta y dinámica, que plasme los criterios enunciados en nuestro capítulo sobre la evangelización. En efecto, si la Iglesia entera es por esencia misionera, ya que tiene por función ser sacramento de salvación para todos los pueblos (LG 48, AG 2, etc.), esa misión afecta y compromete a todas las comunidades concretas que son su realización. En la iniciación cristiana que se recibe en la parroquia se da el tránsito de quien recibe el evangelio al agente activo del mismo. Una comunidad evangelizadora es matriz de personas evangelizadoras. En consecuencia, las fronteras de la parroquia no pueden ser las del territorio que tiene canónicamente asignado, sino la sociedad toda, el mundo entero.
La opción histórica de la Iglesia por la parroquia territorial no es sólo una cuestión de hecho, la necesidad de atender pas-toralmente a un espacio. La razón por la que la parroquia optó por la territorialidad desde los primeros tiempos del cristianismo en Europa fue la de encarnar en un suelo determinado una concreta figura de la fe, dar un rostro al evangelio a través del factor local.
La parroquia no puede ser un simple reflejo religioso de las realidades de un lugar; necesita ser signo y realización del evangelio, manifestación de la distancia que crea el mensaje de Jesús respecto de los criterios humanos y los valores comunes, instancia crítica respecto de las injusticias, causa de reconciliación en los conflictos y signo de esperanza para todos. Y eso en el interior del territorio de la circunscripción parroquial.
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Actuar PARA CONSTRUIR LA PARROQUIA COMUNITARIA Y MISIONERA
1. REESTRUCTURACIÓN DE LA VIDA ECLESIAL
SEGÚN EL PRINCIPIO COMUNITARIO
La orientación ofrecida en las páginas anteriores corresponde plenamente al proyecto de renovación pastoral del Concilio Vaticano II. Sin embargo, todo lo dicho encalla en la flagrante realidad, la cual está muy distante del ideal dibujado. El problema no es la determinación teológica de los elementos de identidad eclesial de la comunidad —tal como lo hemos intentado arriba—, sino su realización práctica en las diversas situaciones de la Iglesia.
La Iglesia de nuestro tiempo ha de buscar organizarse comunitariamente de forma que los cristianos individuales puedan encontrar expresiones concretas y adaptadas de la Iglesia de Jesús; que no se sientan en ella como una masa anónima, sino como en familia de hermanos; que puedan, de manera normal y habitual, desarrollar y madurar su vida cristiana; que los creyentes se realicen plenamente, desplegando todas sus capacidades, su responsabilidad, su vocación propia, ocupando el lugar que mejor les corresponde para lograr el objetivo de la presencia del reino de Dios en el mundo.
Si la Iglesia no se reestructura de esa forma viviente, corre el riesgo de no ofrecer fórmulas válidas para los hombres y mujeres de nuestro tiempo y del mañana, de degradarse a organización administrativa y funcionarial o a mera abstracción.
Lo dicho exige revisar y reajustar aquellos aspectos que hacen relación a la dignidad e igualdad fundamental de todos los bautizados por la cualidad sacerdotal de todo el pueblo de Dios; a la responsabilidad de todos los creyentes en la misión común; a su participación en las cuestiones que conciernen a la comunidad; al respeto del principio de subsidiariedad, dejando espacio libre para que cada uno realice con libertad la tarea encomendada en la medida de sus posibilidades.
Cuando esto se da, los creyentes comprenden que la comunidad cristiana, donde ciertamente se saben reconocidos y ayudados, no es un grupo cerrado en sí mismo y autocomplaciente, sino que tiene un objetivo común a todos, un ideal que a todos subyuga: el anuncio del evangelio y la implantación del Reino.
Con todo lo explicado hasta aquí no proponemos ninguna forma concreta en la que deba realizarse o estructurarse la comuni-
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dad. A la eclesiología no se le puede pedir más que lo dicho: definir los elementos objetivos que los cristianos han de vivir en común. Cualquier grupo de creyentes en Jesús que pretenda darse el nombre de comunidad habrá de encarnar los elementos señalados. Las formas evolucionan condicionadas por las circunstancias históricas. Pero siempre han de ser formas en las que los creyentes puedan afirmarse y promoverse en las dimensiones, tareas y responsabilidades que se han indicado.
2. PARROQUIA EVANGELIZADORA
Habida cuenta del análisis de situación que hemos hecho en el «Ver», es importante ahora subrayar que el compromiso primario de la parroquia actual debe ser la actividad misionera: a saber, el encuentro de la comunidad de creyentes con los no creyentes para hablar del Dios de Jesucristo, es decir, para comunicar la fe. La tarea de comunicar la fe no puede quedar reservada a ninguna categoría particular; es una función o carisma que compete a todos los creyentes.
Hoy la parroquia, al plantearse su condición de sujeto evangeli-zador en un territorio, registra de forma cada vez más evidente la presencia de cuatro categorías de personas: personas de otras religiones, personas de ninguna religión, bautizados que han abandonado la fe y no se consideran creyentes, y bautizados que no han abandonado la fe y se declaran creyentes, pero son creyentes débiles, apenas practican y no transmiten la fe a sus hijos, aunque piden para ellos el bautismo. Esas cuatro categorías pueden dibujar grosso modo el panorama de cualquier parroquia actual.
Pues bien, el centro de la actividad de la parroquia ha de ser la comunicación de la fe en Jesús a esas cuatro categorías de personas. Es obvio que puede realizar otras iniciativas espléndidas para el bien de la sociedad, pero el núcleo en torno al cual se organiza y anuda toda su acción ha de ser aquél. La parroquia lo hace construyendo vínculos personales de naturaleza diversa con gentes en situación espiritual diversa. Pero la obra de evangelización no requiere estructuras particulares, no las ha requerido hasta hoy y no parece que las deba requerir en el futuro. El sujeto de la evangelización en la parroquia es el pueblo cristiano en su sencilla naturaleza de pueblo creyente.
Ahora bien, lo que los individuos tienen que tener a sus espaldas es una comunidad acogedora, capaz de entender pluralidad de
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lenguajes. Para ello debe ser capaz de no presentarse con certezas absolutas, sino dejar aperturas a través de las cuales cualquier persona que llega de nuevo pueda entrar con su sensibilidad, con sus problemas, con su lenguaje, con su cultura. Es preciso crear espacios de acogida para todos, sin discriminación alguna entre los que estén interesados en acoger la fe y los que no lo estén, en un auténtico testimonio de amor. Porque la evangelización es un acto de amor para con la persona; no puede transformarse en vulgar pro-selitismo. Esta afirmación parece evidente, pero no es tan obvia mirando a nuestro derredor.
Un proyecto de parroquia evangelizadora como el indicado la cambia profundamente. Ya no se puede plantear ningún programa de actuación olvidando que existen los no creyentes. Hay que hacer reajustes importantes del estilo pastoral, porque no hay actividad que no tenga incidencia en la relación de la Iglesia con los no creyentes. Todo lo que sucede «dentro» tiene repercusión «fuera». Es preciso preguntarse siempre qué efecto puede tener lo que se realiza en la Iglesia en quienes viven su relación con ella de manera dramática, alejada, crítica. La actividad pastoral nunca debe mirar sólo a los creyentes, como si no estuviesen estrechamente relacionados con tantos no creyentes, porque los creyentes son miembros de esta sociedad civil.
Cada vez es más claro que la parroquia puede encontrar una dimensión de evangelización en la mayoría de sus actividades. En ninguna de ellas deben faltar las acciones que hemos señalado como propias de toda comunidad cristiana en lo referente al anuncio de la fe, la celebración de la fe y el compromiso de la fe. Las concreciones podrían multiplicarse: la pastoral de las familias, la catequesis de los niños, las celebraciones de la vida y de la muerte, las relaciones con la sociedad civil, etc. Esto conlleva la neta renuncia a esa especie de hegemonía sobre el territorio que ha caracterizado la parroquia en su larga tradición, pero que hoy es anacrónica. El evangelio puede ser anunciado a partir de la atención a la existencia de las personas en su acepción más sencilla y profunda, en las actividades que no son extrañas a la realidad humana a través de los encuentros que se dan en la vida parroquial más ordinaria. Es entonces cuando la parroquia puede ofrecer un lenguaje simbólico y un aliento espiritual que no es capaz de ofrecer el lenguaje hoy dominante de la racionalidad.
La primera exigencia de una parroquia así entendida es su apertura al mundo, una profunda toma de conciencia de la realidad en todas sus perspectivas. A la luz de esa toma de conciencia, la pa-
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rroquia ha de analizar su actuación pastoral y sentirse llamada a la conversión propia y a realizar la misión salvadora. La parroquia deviene así comunidad activa de salvación. Percibe que ha de salir al encuentro de los hombres y mujeres de su territorio, buscarlos allí donde se encuentren para ofrecerles lo que Dios nos ha ofrecido por Jesucristo: la salvación.
El sustantivo parroquia en este contexto ya no es un término abstracto de carácter administrativo, porque el sujeto agente de la acción misionera es la comunidad parroquial; ella ha de saberse enviada y, por ende, enviar a cada uno de sus miembros. Estos actúan en nombre de la comunidad, no en nombre propio. Obviamente, ello requiere que los seglares sean asociados en serio a la corresponsabilidad pastoral, de forma que la parroquia sea un cuerpo articulado.
3. NECESIDAD DE UN CAMBIO RADICAL EN LA ESTRUCTURA
DE PARROQUIA
Lo dicho en el epígrafe anterior nos lleva de la mano a una revisión y transformación profunda de la estructuración territorial de las parroquias. Se impone un nuevo dibujo de la parroquia que, manteniendo los elementos eclesiológicos que le pertenecen por su esencia, se ajuste a las necesidades de nuestra sociedad. La división territorial que conocemos ha sido un modo de racionalizar la atención pastoral, delimitando la responsabilidad de los presbíteros. La estructuración de la pastoral, concebida casi únicamente desde el punto de vista territorial, se adaptaba a una sociedad estática, en la que prácticamente toda la vida social (familia, profesión, tiempo libre, cultura, vida religiosa, etc.) se desarrollaba en el marco de un mismo ambiente y, como es natural, daba una cierta homogeneidad a la comunidad parroquial. Tal tipo de parroquia territorial se muestra como una estructura insuficiente para dar respuesta a las necesidades y demandas del presente.
En primer lugar, las nacidas del Concilio en relación con la participación, la corresponsabilidad, la multiplicidad de carismas y el compromiso de la evangelización misionera. La parroquia autosu-ficiente, inflexiblemente delimitada responde más a una pastoral de conservación en régimen de cristiandad que a un estilo misionero. En la medida en que el Vaticano II ha renovado el modelo de Iglesia, en esa medida se da una exigencia ineludible de renovación de la parroquia.
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En segundo lugar, las surgidas en una sociedad que ha cambiado radicalmente en los últimos años. La movilidad social de la población es cada día más intensa. Los centros de influencia social, cultural, política van más allá del estrecho límite del barrio o del municipio. La gente está abierta a la comparación con otros ambientes y escenarios y ello permite juzgar diferencias sociales y religiosas. Existe una continua interacción entre el mundo urbano y el mundo rural, por lo que hoy se habla de espacio urbanizado. Debido a las muchas posibilidades creadas por la sociedad industrial, las personas tienden a reagruparse por intereses y a participar al mismo tiempo en varios grupos o formas asociativas. El habitante de la gran ciudad ya no tiene un espacio «objetivo» en el que se desarrolla; todo espacio es para él subjetivo, funcional. Su vida se organiza alrededor de tiempos específicos que seccionan su existencia «en rodajas»: trabajo, residencia, familia, descanso, tiempo libre, diversión... Crece la especialización social y las diversas funciones sociales ya no se realizan en el mismo territorio. Muchos problemas superan ampliamente las comunidades locales, en su origen, en su desarrollo, en las necesidades humanas que generan.
Los problemas insinuados no son más que la fachada de un fenómeno mucho más amplio y profundo: el pluralismo cultural, con su correspondiente principio de libertad interior para toda persona. Por ello desaparecen muchos aspectos de la vida de la comunidad humana tal como era entendida tradicionalmente y sobre la que estaba modelada la vida de las parroquias.
Las nuevas estructuras sociales demandan nuevas presencias. La Iglesia busca una pastoral adecuada para dar respuesta a esta revolución urbana, busca nuevas formas de presencia en el territorio con un modo más funcional. La parroquia debe convertirse en una institución viva en el contexto sociocultural de hoy, caracterizado por un vertiginoso dinamismo y un acentuado pluralismo. Ha de ser cada vez menos el fruto de una división geográfica y cada vez más una asamblea de voluntarios. En una sociedad móvil como la actual, uno de cuyos rasgos más característicos es la libre elección, en una época de pertenencias múltiples y de enraizamien-to en varios lugares (trabajo, habitación, ocio...), el aspecto de participación voluntaria deberá acentuarse.
La crisis de la parroquia se manifiesta de manera especial conforme se hace más convincente la impresión de que en la práctica la intensidad del compromiso y del auténtico testimonio cristiano es más elevada en agrupaciones de creyentes no ligadas al territo-
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rio, como son los movimientos de apostolado de ambiente, las comunidades de base y otras experiencias de vida cristiana más funcionales. Si la persona humana se asocia hoy no sólo por la vecindad local, sino en razón de otras categorías, esas relaciones comunitarias pueden constituir un presupuesto válido para la creación de grupos que se desarrollen como foco que impulse el sentido de responsabilidad evangelizadora de cada cristiano. Realmente, en la sociedad de nuestros días una pastoral basada única y exclusivamente en el principio de territorialidad constituiría un serio peligro para el anuncio y la credibilidad del mensaje.
Sin embargo, esto no significa minusvalorar la comunidad humana territorial. La sociología actual, corrigiendo opiniones anteriores, subraya las grandes posibilidades del «lugar donde se vive» en orden a determinadas funciones y tareas; en ese ámbito tiene su base y ha de actuar la comunidad cristiana. El espacio y el territorio conservan un valor y una pertinencia al servicio de la vocación propia de la parroquia.
Por otra parte, cuanto más se diversifiquen las comunidades cristianas en grupos variados, tanto más serán necesarias asambleas globales y numerosas, que expresen toda la vida de una Iglesia radicada en el territorio. Serán una representación universal de las formas diversas de vivir la fe, una manera de luchar contra el espíritu particularista.
4. LAS NUEVAS UNIDADES PASTORALES, RESPUESTA A LOS DESAFÍOS DE LA EVANGELIZACIÓN A LAS PARROQUIAS
Como consecuencia de los fenómenos descritos, desde hace algún tiempo se han ido organizando en las diócesis estructuras interparroquiales o supraparroquiales a las que se ha designado de distintas maneras, bien con el nombre de los antiguos arciprestaz-gos, bien con el de las actuales unidades pastorales. Tres motivos fundamentales han influido en la creación de las unidades pastorales. En primer lugar, no pocas parroquias se han vuelto demasiado pequeñas para seguir siendo viables, bien por disminución de la población, bien por descenso de la práctica religiosa; ya no cuentan con los elementos necesarios para atender a las necesidades de la evangelización, ni para la organización de las celebraciones sacramentales, ni para todos los servicios que ellas mismas necesitan. Este hecho ha suscitado el convencimiento de la limitación esencial de las actuales parroquias; es preciso conexionarse con otros terri-
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torios vecinos donde la Iglesia también vive dificultosamente. En segundo lugar, razón más apremiante en este momento, aunque menos importante en sí misma, el número de presbíteros disminuye muy rápidamente, lo que obliga a redefinir su papel. En tercer lugar, razón más importante, aunque muy poco explicitada en el razonamiento de los impulsores de la reforma, las nuevas estructuras quieren empalmar con realidades humanas que superan el territorio de una parroquia, realidades sociales de talla media, lo suficientemente amplias y complejas como para condicionar la vida de los individuos desde un punto de vista humano y cristiano. Se trata, pues, de conectar la dinámica de la vida eclesial y la de la vida civil; las personas a evangelizar ya no se realizan sólo en el ámbito de lo estrictamente territorial. Los problemas y situaciones actuales superan las posibilidades de las parroquias y exigen respuestas desde los mismos ámbitos desde los que se plantean.
La agrupación de parroquias situadas en un mismo ámbito territorial no es ninguna novedad en la Iglesia; recordemos nada más la existencia de los arciprestazgos. Pero estos cumplían funciones administrativas o jurídicas, estaban constituidos en razón de criterios geográficos o sociológicos del pasado, que hoy son inadecuados a las exigencias evangelizadoras. Lo que es relativamente nuevo es la importancia creciente de la coordinación o unificación para dar respuesta adecuada a una problemática tan compleja y a los desafíos que la evangelización plantea. El Concilio, sin descender, como es obvio, a cuestiones eminentemente prácticas, ha insistido en varios lugares en la necesidad de colaboración entre todos los agentes de pastoral (véase, por ejemplo, LG 28; CD 17; 35; PO 8, 14). La responsabilidad colegial de la fe y de la evangelización exige un servicio común a las parroquias colindantes, situadas en un mismo ámbito humano (comarca o zona urbana). La unidad pastoral que representa una cierta homogeneidad sociocul-tural congrega los esfuerzos de las diversas parroquias y se hace cargo de aspectos pastorales no asumibles adecuadamente por cada parroquia.
Además, estas unidades intermedias se constituyen en el eslabón que engarza y articula las parroquias con la diócesis, hace sentir la pertenencia a la vida de la Iglesia local, favorece la superación de concepciones cerradas de Iglesia, facilita una verdadera pastoral de conjunto y una actuación evangelizadora que alcance las diversas vertientes de la vida humana. Esa cohesión manifiesta ante el mundo una verdadera comunión expresiva del servicio a todos los residentes en un territorio.
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Así pues, no se trata tanto de una estructura nueva, cuanto de una pastoral de los tiempos nuevos, del futuro. Aparece como una nueva dimensión de la Iglesia que pretende aumentar su estabilidad, hacer orgánica la comunión eclesial, cualificar y coordinar el servicio pastoral y, finalmente, intensificar la evangelización misionera.
De todas formas, la nueva organización de unidades pastorales quiere evitar la destrucción de las pequeñas parroquias existentes, porque constituyen un capital de memoria y unos lugares muy queridos para una buena parte de la población. Hay que reconocer que estas estructuras supraparroquiales llaman poco la atención a la mayoría de los feligreses de base; interesan sobre todo a los responsables y a las personas más comprometidas con la Iglesia. La lógica de los responsables no es la de todos. También hay que reconocer el peligro de la creación de nuevas estructuras burocráticas y anónimas y de que los presbíteros se conviertan en funcionarios que corren de un lado para otro.
5. FUNCIÓN INTEGRADORA ECLESIAL DE LA PARROQUIA EN RELACIÓN CON LAS COMUNIDADES Y FUNCIÓN RENOVADORA DE LAS COMUNIDADES EN RELACIÓN CON LA PARROQUIA
Expliquemos la primera parte del enunciado. Suele decirse que la parroquia ha de ser una comunidad de comunidades. Ellas han de ser fermento y elemento de renovación, medio para superar el institucionalismo. Las comunidades son autónomas y pretenden mantener su propia creatividad y decidir en el interior de la parroquia y de la Iglesia local de acuerdo con su capacidad, según el principio de subsidiariedad.
El desarrollo de su autonomía plantea el modo de su vinculación con otras comunidades y el mantenimiento de la comunión con la Iglesia local. Por muy importantes y valiosas que sean, han de vincularse necesariamente a la experiencia del pueblo, de todo el pueblo que Dios congrega con sus diversidades y con sus antagonismos culturales, económicos, políticos y sociales. Y eso sólo lo podrán hacer entrando en un trasvase con la parroquia. Es preciso conjuntar los dos componentes de la acción evangelizadora, los espacios humanos y los espacios territoriales. Más aún. Si el territorio parroquial hoy es excesivamente pequeño para circunscribir y centrar ahí toda la acción misionera, ello implica la coordinación de todos los movimientos
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misioneros no sólo en el ámbito diocesano, sino en el de la realidad parroquial y de base.
Pasemos ahora a la segunda parte. Los cambios que las comunidades han introducido en su forma de vivir la Iglesia interpelan a las estructuras eclesiásticas, que son muchas veces rígidas y funcionan como una sociedad estancada. Se necesita un nuevo tipo de organización que se adapte al proceso de renovación comunitaria e incluso lo estimule, que no masifique, que ayude a la descentralización y a la subsidiariedad. Las pequeñas comunidades pueden ayudar con su crítica a que la institución eclesial no se fosilice y absolutice. Así, flexibilizando las estructuras gracias al dinamismo introducido por las pequeñas comunidades, se logrará que la Iglesia toda participe en el cambio social.
De la renovación señalada se sigue también un modelo nuevo de relación intraeclesial, que rompe con el monopolio de los clérigos. La pequeña comunidad puede ser campo de formación de personas responsables; al acrecentarse la participación, van desapareciendo los privilegios clericales. Es un hecho de experiencia: los curas que tienen contacto con las comunidades se vuelven más dialogantes y entienden que las estructuras eclesiásticas han de adaptarse a la fe viva y a las actividades de los grupos. Surge un nuevo estilo de dirección en la Iglesia.
Más en concreto: las pequeñas comunidades son un buen cauce para renovar la parroquia, superar la masificación, ayudar al avance de la corresponsabilidad. Si la parroquia ha de ser algo más que un centro administrativo, tiene que encontrar su propia imagen constituyéndose en comunidad de comunidades. Es verdad que las pequeñas comunidades han surgido en la periferia de la vida parroquial, a la que se considera deficiente; a veces, incluso como protesta formal frente a su anquilosamiento. Pero una reflexión posterior ha llevado a muchos a considerar que las comunidades han de ser el camino de la renovación de la institución parroquial. Por eso, las pequeñas comunidades han de tener cauces de repre-sentatividad y corresponsabilidad eclesial en todos los ámbitos de la acción pastoral a través de los consejos parroquiales y demás instituciones de programación y revisión pastoral. Es el modo mejor de que ellas ejerzan su papel evangelizador y misionero, en lugar de recluirse en el narcisismo, de cuyo peligro antes advertíamos.
Además, la existencia de variedad de prototipos de comunidades en un determinado territorio puede ayudar a analizar mejor la realidad y a encontrar caminos más acertados para evangelizar en
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aquel ambiente concreto. Por eso es preciso y urgente impulsar los contactos entre las comunidades, así como entre éstas y el clero, para conocerse y coordinarse en la actuación misionera. Hay que llegar cuanto antes a la visibilización de la Iglesia como comunión de comunidades evangelizadoras en el territorio parroquial, en la unidad pastoral, en la zona, en la Iglesia local. La capacidad de comunión decidirá el futuro eclesial de la evangelización y de la propia subsistencia de los grupos.
6. APRENDIZAJE DE UN MODO DE VIVIR LA IGLESIA
En esta experiencia comunitaria se abandona un modo «asocia-cionístico» de entender la Iglesia para pasar a ser Iglesia como «modo de vida». No se trata de una teoría, sino de un modo de vivir todas las relaciones. Los cambios introducidos por las pequeñas comunidades en su forma de vivir la Iglesia se sitúan en los tres planos correspondientes a los tres grandes ámbitos de acción eclesial.
En cuanto a la dimensión profética. El evangelio es leído en la comunidad, los discípulos escuchan al Señor, cada uno profundiza en el silencio de su corazón, se comparten las luces recibidas. «Todos son discípulos» en el Espíritu. Los laicos «toman la palabra» en nombre de la Iglesia. La Palabra única de Dios a su comunidad se entrevera con los acontecimientos de la historia presente. En la comunidad se lee la Biblia a la luz de la vida y se lee la vida a la luz de la Biblia. Se busca un acercamiento mayor al evangelio y a la realidad del mundo, sintetizando ambas vertientes.
En cuanto a la celebración de la fe. La liturgia se celebra con espontaneidad y adaptación a la vida del grupo; las pequeñas dimensiones, la cercanía física facilitan la acomodación y la participación directa de todos. Se vive más claramente la conciencia del sacerdocio regio de todos los bautizados. Se integra con normalidad la vida concreta de cada uno y los acontecimientos en la Pascua de Jesús para que cada individuo sea afectado por ella, cosa que no se puede lograr en las misas parroquiales.
En cuanto al compromiso de la fe. La Palabra escuchada, la oración común y la celebración en la pequeña comunidad impulsan al compromiso con las personas y con la sociedad. Se pretende superar toda dicotomía entre el culto y la vida. La comunidad quiere vivir su fe en la praxis. La vida entera intenta convertirse en testimonio crítico frente a las estructuras que despersonalizan, que cen-
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tran el quehacer social en la lucha por el dinero, que fomentan el egoísmo y el individualismo en la sociedad. Estas comunidades se proponen como tarea una irradiación inconformista. No se trata de mera ruptura, es decir, algo negativo, sino que se pretende un compromiso constructivo con la sociedad del futuro. Ello implica vivir una praxis comunitaria de solidaridad con los más pobres y desfavorecidos, que, a partir de una visión renovada del mundo, traiga aparejados nuevos estilos de vida y de conducta social. Por tanto, los miembros de la comunidad se comprometen seriamente a trabajar por el cambio de las estructuras sociopolíticas. Su praxis busca la creación de una cultura popular basada en nuevos valores sociales que sustituyan a los individualistas de la sociedad burguesa. Para ello los miembros de las comunidades desean liberarse de intereses y prejuicios de clase, realizar un esfuerzo autocrítico, renunciar voluntariamente a los bienes superfluos. Así se harán más capaces de comprometerse con autenticidad en la causa de la liberación integral y podrán constituirse en fermento de conciencia-ción y en motor de transformación de la sociedad.
7. CONCLUSIÓN. U N PROCESO LENTO Y DIFÍCIL
La realización del proyecto que esbozamos tendrá un comienzo exigente, a partir de grupos minoritarios en una sociedad secularizada. Las comunidades parroquiales del futuro serán pequeñas, como oasis en un mundo no cristiano, tendrán problemas de escasez de presbíteros ordenados, los laicos habrán de responsabilizarse de las tareas de la misión... Pero, precisamente por eso, serán comunidades abiertas, atractivas por la fuerza de la fe en Jesús.
El futuro está no en el mantenimiento de la estructura y organización de los servicios administrativos de la parroquia actual, sino en una apertura a la misión mediante la corresponsabilidad de todos en la respuesta a sus desafíos y la participación de los múltiples carismas de la comunidad. Es previsible que durante un cierto tiempo subsista la clientela de los ritos, que acude a una organización cualificada en ese mercado. Pero también es previsible que, como consecuencia del actual proceso secularizados no tarden mucho en desaparecer esos demandantes de servicios pseudorreli-giosos. De todas formas, la comunidad parroquial vivirá de los miembros verdaderamente convertidos, que descubrirán su cohesión y escucharán la llamada a anunciar la presencia dinámica del Reino.
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PARA PROFUNDIZAR
M. AZEVEDO, «Comunidades eclesiales de base», en: I. ELLACURÍA y J. SOBRINO, Mysterium liberationis, II, Trotta, Madrid 1994, pp. 245-265.
V. Bo, La parroquia, pasado y futuro, Paulinas, Madrid 1978. COMISIÓN EPISCOPAL DE PASTORAL, Parroquia evangelizadora, Edice, Madrid
1989. C. FLORISTÁN, Para comprender la parroquia, Verbo Divino, Estella 1994. J. J. TAMAYO ACOSTA, Hacia la comunidad (2 vol), Trotta, Madrid 1994. P. THOMAS (collect.), ¿Qué va a ser de la parroquia? ¿Muerte anunciada o nue
vo rostro?, Mensajero, Bilbao 1997.
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Capítulo 12 La renovación pendiente de la Iglesia.
Una agenda de transformación evangélica para el siglo xxi
Recién comenzado el tercer milenio de su historia, la Iglesia se encuentra en el umbral de una época nueva y desconocida que le produce incertidumbre y temor. Ante el futuro que se abre ante nosotros, muchos cristianos preguntan con preocupación: Iglesia, ¿a dónde vas? Evidentemente, el futuro de la Iglesia del que hablamos no es su futuro absoluto. Este es Jesucristo, el que era, el que es y el que viene; hacia Él converge la historia humana y la historia de la salvación. Hablamos del futuro histórico de la Iglesia, que conoce aquí abajo períodos de esplendor y de declive. No es posible siquiera asomarse al campo inmenso de aspectos que conlleva el enunciado del presente capítulo. La consideración de realidades tan diversas como las que se refieren a la Iglesia de los cuatro vientos, los dispares problemas que afectan a las Iglesias del sur y a las del Occidente euroamericano, los desafíos de la globalización, de la interculturalidad, del pensamiento posmoderno, etc., son de tal calibre que desaniman al más ingenuo o al más osado. Sólo tenemos que pensar en que, como algunos han afirmado, el cambio de figura de la Iglesia de nuestro tiempo puede compararse y aun superar a los cambios radicales que se dieron en los siglos v, xi y xvi. Por ello, nuestra pretensión es mucho más modesta: trataremos sólo algunas cuestiones que afectan de manera más cercana a la Iglesia de nuestro país.
Una respuesta a aquella pregunta no se puede dar sin preguntarse primero por las raíces más profundas de la actual situación crítica y sin reflexionar sobre ella a la luz de la teología.
Ver PARA UN DIAGNÓSTICO GLOBAL ACERCA DEL PRESENTE
Hace casi cincuenta años el Concilio Vaticano II afirmaba: «La humanidad se halla hoy en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados que progresivamente
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se extienden al universo entero» (GS 4). Desde entonces, efectivamente, los cambios se han acelerado mucho. Pero a diferencia de lo que sucedía en aquellos años sesenta, hoy el cambio no suscita expectativas utópicas, sino más bien inseguridad y miedo al futuro; faltan perspectivas de futuro y falta valor para abordar los problemas. Surge la pregunta: ¿cómo es el habitat sociocultural en el que la Iglesia está situada hoy y qué sucede en su interior?
1. ALGUNOS RASGOS DEL INHÓSPITO CONTEXTO SOCIOCULTURAL
La Iglesia del siglo xxi se encuentra inserta en un contexto cultural bastante distinto del siglo xx. Ya los últimos decenios del pasado siglo han visto afirmarse una posmodernidad caracterizada por algunos desplazamientos respecto a la modernidad, que han producido fuerte impacto en el cristianismo. La visible pérdida de significatividad de la Iglesia no depende primariamente de su propia actuación, de que la propia Iglesia se haya diluido, sino de las tendencias sociales como el pluralismo, el individualismo, la elevación del nivel de vida, la ampliación cultural del horizonte, tendencias a las que la Iglesia está expuesta sin que pueda controlar sus consecuencias. Ella no es dueña de la situación, sino que está sujeta a influjos sociales y políticos externos que no puede gobernar. No podrá mediante algunas correcciones controlar o dar la vuelta al proceso de des-eclesialización.
En el contexto de la cultura secularizada que se ha desarrollado en Occidente, la comunidad cristiana se encuentra con algunas dificultades de orden antropológico que esa cultura opone a la evan-gelización, algunos elementos de sordera para con «el sentido», que hacen peculiarmente difícil el anuncio de Jesús. Aun con la certeza de ser incompletos, señalemos ahora algunos rasgos importantes de esta situación.
La globalización. Cuando uno se interroga sobre el impacto de la mundialización en el campo de lo religioso, se constata a la vez el fin de un cierto eurocentrismo y la extensión a escala planetaria de un modelo estereotipado de persona vehiculado por los medios de comunicación, modelo que está en ruptura con los antiguos de Occidente y también con los valores tradicionales de las grandes civilizaciones no occidentales. Para la conciencia de la Iglesia: después de haber sufrido los procesos de secularización, ahora, en esta cultura de la contingencia y del instante que huye, se encuentra frente a los desafíos que provienen de la pérdida de la memoria cultural.
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Es un problema serio para una institución como la Iglesia que funda su identidad doctrinal e histórica sobre la memoria siempre reactualizada de su tradición.
El subjetivismo y el individualismo. El individuo se ha convertido en la instancia suprema de elección; la responsabilidad es siempre la individual y la prioridad absoluta es para el desarrollo personal. La institución es sólo un recurso para encontrar el sentido, pero no es una autoridad. En concreto, las instituciones religiosas tienen muy débil legitimidad social. Por ello, la práctica es siempre personal y, en todo caso, en la comunidad libremente elegida.
El pluralismo garantizado por el Estado democrático, en nuestra sociedad culturalmente fragmentada y educada en el hipersubjeti-vismo, puede comprometer la conciencia de un patrimonio de valores éticos y religiosos del cual los cristianos somos portadores y testigos. La modernidad ha hecho pasar la fe cristiana del estado de referencia englobante de la comunidad civil al de opción particular del ciudadano.
El ciberespacio. La red ofrece al supermercado de las creencias un espacio virtual de gran interés donde de partida todos son iguales. Gracias a los recursos prodigiosos de la comunicación audiovisual se asiste a la aparición del supermercado de lo religioso, un bazar espiritual de alta velocidad, que propone a consumidores cada vez más numerosos los productos múltiples de las religiones vivas y de las diversas tradiciones esotéricas en materia de mitos, de creencias, de prácticas, de secretos iniciáticos, de curaciones del alma y del cuerpo. Esta atracción por lo religioso en todos sus estadios coincide con el descrédito de las ideologías y de las utopías; y la profunda incultura religiosa de nuestros contemporáneos, empezando por los mismos cristianos, favorece un bricolaje a menudo sorprendente entre creencias y prácticas desgajadas de sus lugares de origen. Las creencias son flotantes y sus fronteras tan fluidas que pueden coexistir o incluso fusionarse sin consideración para con su incompatibilidad. En el mundo posmoderno todo es cuestión de preferencias individuales, que no están ya determinadas por un modelo fundador, ni por un proyecto de futuro, sino por una voluntad de afirmación inmediata.
El problema de la legitimidad como problema general de la época moderna. El sentido no se concede a priori, por naturaleza o por función: todas las instancias portadoras de cualquier sentido deben de algún modo merecerlo, deben ser reconocidas como tales: el Estado, las diversas autoridades, como la magistratura, el ejército, el enseñante en la escuela, los padres en familia, deben
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conquistar continuamente una legitimidad propia. La Iglesia precisará mucho tiempo y mucho empeño para reconquistar la legitimidad que pretende como portadora de sentido.
La fascinación de lo útil. Muchos análisis sociológicos denuncian una deriva ligada a un estrechamiento de la concepción de la razón: se piensa o se actúa como si el sentido estuviera ligado únicamente a lo que es útil para la vida aquí y ahora. La sociedad occidental está siendo arrastrada hacia el servicio de una racionalidad demasiado exclusivamente instrumental. Se percibe una inclinación a situar todo del lado del objeto a dominar y consumir. La necesidad de utopía queda absolutamente gangrenada. Los individuos quedan alienados en la uniformidad y la unidimensionalidad del deseo.
2. UNA IGLESIA ASEDIADA POR LA CRÍTICA
Cada vez más el cristianismo está aquejado de descrédito en diversos planos. Las encuestas europeas sobre valores nos han descubierto la profundidad del descrédito que golpea a las grandes Iglesias. A la Iglesia católica en particular se le echa en cara continuamente su pasado: se le lanzan al rostro las violaciones de los derechos de la persona que la Iglesia ha tolerado o cometido, sobre todo en el segundo milenio de su existencia. Los arrepentimientos de la Iglesia, los del Papa y los de los obispos no sirven de gran cosa, puesto que muchos piensan que no son sinceros, que son debidos a las presiones del ambiente y que una institución que se ha comportado de tal modo ayer no es creíble hoy.
En lo que se refiere al presente, la expresión del cristianismo suscita más bien indiferencia. Aparece a los de fuera como una sociedad cerrada, anticuada e inadaptada, instalada en sus dogmas y sus prácticas, crispada en el mantenimiento de sus poderes. Las palabras cristianas (la forma de celebrar la fe, los rituales, las plegarias) se muestran a menudo petrificadas en la lógica surgida del modelo del cristianismo imperial: un Dios trascendente que por el don de su ley sostiene la figura del poder y un espacio de dominación. Todo lo contrario de una institución portadora de la alegre noticia, capaz de aportar luz, libertad, felicidad a nuestros contemporáneos.
Se achaca a la Jerarquía que está paralizada en la impotencia para tomar las grandes decisiones que anticipen el futuro. Las llamadas al orden y a la tradición, las prácticas jerárquicas, tan verti-
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cales y masculinizadas, tienen enormes dificultades para ser entendidas y aceptadas en un mundo atravesado por el espíritu democrático y la presencia de la mujer en los puestos directivos.
En el plano político: en muchos países asistimos a una revancha de la sociedad contra la influencia de la moral católica. Esto conduce al montaje de una ética legislativa que se presenta al contrario que la católica, como, por ejemplo, en las cuestiones de la familia, de la homosexualidad, de la bioética.
La base de estas actitudes parece ser el convencimiento de que la Iglesia, a pesar de haber teorizado sobre el diálogo, no está en situación de llevarlo a cabo ni con la cultura moderna ni con las religiones a causa del carácter firme y decidido, «dogmático», de su doctrina. La adhesión a una visión del mundo bien definida, de la cual se derivan coherentes comportamientos morales, se juzga como incomponible con un diálogo sereno con otras y diversas concepciones. Esta actitud de no soportar a la Iglesia lleva a algunos a negarle el libre espacio o a discutir su responsabilidad en relación con la sociedad civil y la colaboración en la construcción de la vida social.
Esta imagen externa resulta un gran obstáculo para el anuncio del evangelio.
3. FOTOGRAFÍA EN NEGATIVO DE LA SITUACIÓN INTRAECLESIAL
La práctica religiosa en la Iglesia de Occidente está en declive continuo. La moral, tanto privada como pública, se ha desvinculado ampliamente de la enseñanza de la Iglesia. Las zonas antes más católicas han dado un giro de ciento ochenta grados hacia el anticlericalismo, la indiferencia, el agnosticismo. Parece como si los pueblos que en el pasado eran más católicos desarrollaran ahora con mayor fuerza una reacción contra la Iglesia.
Los noviciados y los seminarios se vacían y las vocaciones van en caída libre, mientras muchos presbíteros abandonan el ministerio o superan la edad de la jubilación.
El lenguaje eclesiástico resulta anacrónico, repetitivo, moralizante, inadaptado a nuestra época. Insiste hasta la saciedad en las cuestiones morales referidas a la vida sexual y ya no produce más que indiferencia, cuando no laxismo; parece no darse cuenta de que sus interlocutores ya no son menores de edad. Lo que se dice no es capaz de contar de nuevo la fe cristiana de manera significativa para los creyentes de hoy.
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La fe cristiana, que en otros tiempos daba sentido a la vida de la gente, ya no lo da; se ha convertido en un enigma, la supervivencia de un pasado ya superado. De ahí que muchos cristianos se marchen a las sectas, a otras religiones o pseudorreligiones, a supersticiones, ocultismo, etc. Van a buscar en otro lugar lo que no encuentran en la Iglesia.
Más aún. Esa fe ya no es transmitida y recibida como antes, de forma sencillamente tradicional o incluso automática. Los lugares y caminos de transmisión de la fe que resultaban habituales, la familia, la catequesis, las clases de religión en los centros docentes, se han debilitado o están desembocando en un rotundo fracaso. Y si las mediaciones para la transmisión de la fe se hacen tan precarias, el peligro es que la propia fe cristiana en la sociedad actual se evapore en medida creciente.
Por otra parte y curiosamente, muchos, si no la mayoría, de los católicos nominales no tienen grandes problemas con la Iglesia porque se han acostumbrado en estos años a regular su relación con el patrimonio católico de la fe, con las exigencias éticas y con los ofrecimientos religiosos de la Iglesia según sus propias decisiones o según los condicionamientos de su entorno social en cada caso. Otros cuidan su pequeño jardín espiritual especial, su variante de piedad católica, sin que con ello tengan por qué sentirse en conflicto con las autoridades o con las estructuras oficiales eclesiales.
La conclusión general en relación con la situación de la Iglesia hoy es pesimista: la decadencia resulta evidente, la identidad cristiana se ha precipitado en el vacío. Occidente es tierra de misión. No pocos pastores y laicos comprometidos se encuentran totalmente desalentados y se preguntan cómo continuar.
4. LA GRAN REVOLUCIÓN CULTURAL DE LOS AÑOS SETENTA
La pregunta acerca de la supervivencia de la Iglesia está en estrecha conexión con toda la cultura moderna o posmoderna y sus preguntas por la supervivencia. Ella se encuentra inmersa en los mismos fenómenos de crisis de la sociedad y participa de su problemática.
Da la impresión de que los miembros de la Iglesia, especialmente los responsables, no se dan cuenta o no quieren aceptar la gran revolución que en los años setenta del siglo pasado se manifestó en la sociedad occidental y cuyos efectos se están extendiendo rápida-
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mente al mundo entero. Está siendo tan radical como la Revolución francesa: en la ciencia, en la economía, en la política, en la cultura. Ha golpeado todas las instituciones, la familia, la empresa, la escuela, la universidad. Y es tan profunda que conlleva una revolución en la ética y en la religión; sus sacudidas, como un movimiento tectónico, cuartean también a la Iglesia.
Un elemento importante de esta revolución ha sido y continúa siendo la crítica de todas las instituciones, denunciadas como máquinas de poder y de represión de la libertad y de la personalidad individual. No podía escapar a tal crítica la institución eclesial. Como ya expusimos en el capítulo octavo, la historia y las ciencias humanas, especialmente la sociología, muestran que el aparato institucional de la Iglesia es una construcción histórica, que ha cambiado con el paso del tiempo y que ha sido definida a base de préstamos de otras instituciones de la cultura en la que el cristianismo se había encarnado. De ahí se concluye: lo mismo que la institución ha cambiado en el pasado, así debe también cambiar ahora, porque ya no constituye una ayuda para la evangelización, sino a menudo un obstáculo. Está burocratizada, se ha convertido en fin en sí misma, mantiene estructuras obsoletas que llevan al pueblo cristiano a la pasividad, defiende un sistema de poder clerical absolutamente ineficaz. Lo más grave es que parece que nadie es consciente de que ha terminado definitivamente la llamada cristiandad. Se continúa funcionando como si nada hubiera cambiado y como si la Iglesia tuviera el mismo poder social de siempre. Incluso hay movimientos potentes convencidos de que se puede poner en pie una neo-cristiandad. Pura ilusión.
Pues bien, el aparato institucional de la Iglesia ha reaccionado con una actitud negativa ante esta revolución cultural. Es obvio que existen aspectos negativos en la nueva cultura, que destruyen valores que eran parte del patrimonio válido del pasado. Pero hay también valores positivos, algunos de los cuales son definitivos y contra los cuales es inútil luchar: el despertar de la libertad personal, la denuncia y el rechazo de toda forma de represión, la decisión en favor de autonomía de la propia conciencia, la voluntad de vivir plenamente la vida, al compromiso por la igualdad en todos los ámbitos.
La respuesta de la Jerarquía ha sido el rigor en lo doctrinal, el retorno a la gran disciplina, la restauración de usos, costumbres, devociones anteriores al Concilio Vaticano II, la organización institucional, el final de cualquier experimentación. Pero la modernidad es inamovible y ha sido precisamente por su voluntad de ig-
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norarla por lo que la Iglesia se encuentra en medio de la crisis. El Concilio Vaticano II intentó ganar siglos de retraso. Pero la línea restauracionista actual quiere cerrar las puertas entonces abiertas volviendo a la época de cristiandad.
5. AMBIVALENCIA DEL RETORNO DE LA RELIGIÓN
Hoy está vigente un consenso cada vez más extendido por parte de los sociólogos de la religión, según el cual la secularización como caracterización de lo moderno no es capaz de explicar un factor nuevo y decisivo respecto a las previsiones comunes de hace unos años: la actual relevancia social de lo religioso, la renovada centralidad pública y las renovadas funciones sociales de las religiones, incluso una cierta admiración excesiva por las formas más diversas del fenómeno religioso. Se preveía que a fines del siglo xx se encontraría uno frente a una sociedad de personas no creyentes y secularizadas. Pues bien, contrariamente a las expectativas, aquello a lo que se asiste ahora es a un gigantesco proceso de reformulación y de adaptación de lo religioso como dimensión privada e individual y de la religión como factor institucional, a las transformaciones de la sociedad de la tarda modernidad. Se puede interpretar este retorno como la reacción a una modernidad que por exceso de racionalización y de planificación ha conducido a un cierto desencantamiento del mundo y del hombre mismo.
Ahora bien, es preciso ser prudentes ante el fenómeno del llamado retorno de la religión. No acompaña sin más a la fe cristiana en Dios y no llena automáticamente los bancos vacíos de las Iglesias. Frecuentemente, lleva a una religiosidad vaga, difusa, que flota libremente, una religiosidad individualista a discreción, sincre-tista de bricolaje, una religiosidad caótica que se inclina en parte al mito, al espiritismo, al ocultismo. Puede uno preguntarse: ¿es verdaderamente Dios el que regresa o se trata más bien del retorno de los dioses o de los ídolos? ¿Se trata quizá solamente de un autoe-namoramiento narcisista que busca lo divino en nosotros pero no a Dios sobre nosotros?
Los sentimientos religiosos pueden engancharse a los más diferentes ámbitos y conducir a la divinización de valores intramunda-nos. Por ejemplo, todos somos testigos de cómo la religión puede instrumentalizarse hasta convertirse en un manto que cubre el terrorismo. Por otra parte, existe la tentación de una religión civil neoconservadora, cuyo origen se encuentra en ciertas corrientes
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norteamericanas, que sanciona la situación socioeconómica existente o incluso justifica su prevalencia y hasta su implantación bélica.
Así, nos encontramos en el presente, por una parte, ante un mundo ampliamente secularizado y altamente desarrollado desde el punto de vista técnico, que está orientado por el beneficio y los intereses económicos y políticos y, por otra parte, con una religiosidad más bien difusa, acuñada emocionalmente, para uso del tiempo libre y como hobby. A las patologías de la razón corresponde una religiosidad patológica.
6. Dos ENFOQUES CONTRAPUESTOS DE LA CRISIS Y DOS TIPOS DE RESPUESTA A LA CUESTIÓN DE LA CONFIGURACIÓN DE LA IGLESIA PARA ABORDAR EL FUTURO
Parece ser que dos percepciones distintas y contrapuestas de la presente situación eclesial de crisis se enfrentan entre sí.
La primera se encuentra en los grupos y personas que defienden la idea de una Iglesia perfecta en la que todo marcha de forma redonda, no hay controversias y los conflictos están ausentes. Los defensores de tal concepción de Iglesia triunfalista se cuidan poco de la amenaza de que una Iglesia perfecta sería también una Iglesia cruelmente intolerante e inhumana. Porque ¿quién de nosotros con sus debilidades humanas encontraría su sitio en una Iglesia perfecta y, sobre todo, un ámbito vital para respirar? El gran peligro de esta concepción de Iglesia consiste en que se espera de ella lo que sólo Dios puede cumplir. Pero la Iglesia de Jesús es siempre la Iglesia imperfecta e insignificante de los pecadores.
La segunda actitud tiene una concepción más bien pesimista de la Iglesia actual. De hecho está ampliamente extendido entre nosotros un malhumor doloroso o incluso el duelo sobre la Iglesia, que se expresa en un encogerse de hombros resignado o desencantado. Muchos católicos se declaran cansados de ella y están en peligro de dimitir. Sufren porque la Iglesia aparece como demasiado humana y ya no pueden soportar la tensión entre el ideal al que la Iglesia es llamada y sus limitaciones presentes.
Como consecuencia del doble enfoque y mirando a la cuestión de las estrategias para abordar el futuro, se dibujan en el actual paisaje eclesial dos tipos de respuesta correlativos.
El primero opta por una Iglesia que pone a la ofensiva sus fuerzas y efectivos —desde las claras estructuras jerárquicas de direc-
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ción, pasando por la piedad popular, hasta las decisiones en materia de moral individual y comunitaria—, para así consolidar las propias filas y granjearse respeto en un mundo como el actual que busca orientación. Se considera que precisamente una Iglesia apiñada que, consciente de sí misma, defiende su identidad heredada, conseguirá nuevas fuerzas tanto en el inevitable debate con otras religiones como en la confrontación con la sociedad tecnológica, que amenaza a ojos vista a la humanidad de la persona. Sólo así podrá despertar atractivo hacia la fe cristiana.
El otro tipo de respuesta se inclina más hacia la revisión autocrítica y la modestia en relación con las posibilidades de un testimonio cristiano en el contexto de la modernidad avanzada con sus muchas contradicciones y ritmos distintos. Cree que conviene tener un proceder prudente en relación con las afirmaciones de identidad y continuidad de la doctrina y de la praxis de la Iglesia y ve al Espíritu de Dios actuando precisamente allí donde lo cristiano está presente más indirectamente en la sociedad y la cultura. No es que predique sin más la comprensión para con todas y cada una de las cosas que existen en las otras religiones y en el mundo actual, pero quiere fijarse con atención y discernir cuidadosamente los espíritus en cada caso. La fuerza profética del evangelio debe transmitirse con la conciencia de que los cristianos llevan este tesoro en vasos frágiles (cf. 2Cor 4, 7).
Sería falso calificar o incluso desvalorizar el primer planteamiento como exclusivamente «dogmático» y el segundo como «pastoral». En ambos intentos de respuesta se trata sin duda del núcleo irrenunciable de la fe católica, pero también del diálogo con los contemporáneos no creyentes o creyentes de otra fe, así como de los caminos actuales del anuncio de la fe.
Hay que añadir que los planteamientos esbozados aquí de forma esquemática no existen puros en ninguna parte, sino siempre en diversas variantes y mezclas, inteligentes y menos inteligentes, reducidas a eslóganes o cuidadosamente matizadas. Apenas puede conocerse fiablemente cómo se muestran las proporciones entre ambas formas de ver la Iglesia en el catolicismo actual a lo ancho del mundo.
Precisamente por eso la Iglesia debería hoy ofrecer un ámbito para que las diferentes ideas acerca del camino que hay recorrer en el siglo xxi pudiesen competir unas con otras, en el buen sentido de la palabra, cuestionarse y desafiarse mutuamente con honradez. Este criterio debería valer tanto en el ámbito de la Iglesia universal como en el de las Iglesias locales individuales con su sello
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propio. De ahí podrían luego nacer y desarrollarse pequeños o grandes pasos de reforma que prosigan la estela de los textos cruciales del Vaticano II en las condiciones transformadas del siglo xxi y den al pueblo de Dios peregrinante nuevo aliento para el testimonio, el servicio y la comunión. Por desgracia, este camino se encuentra hoy completamente cegado.
7. ¿DÓNDE ESTÁ LA VERDADERA CRISIS?
Es obvio que los problemas a los que nos hemos referido dibujan una aguda crisis de Iglesia, que, como decíamos en el capítulo primero, se sustancia en la frase: «Jesús sí, Iglesia no». Pero se abordarían de forma muy miope si se quisieran localizar los auténticos desafíos sólo en las dificultades intraeclesiales de fabricación casera. Porque la verdadera crisis no se vincula sólo al estado de la Iglesia, sino que se ha convertido en una crisis de Dios.
En relación con esta crisis de Dios, la crisis de Iglesia, sobre la que hoy se discute tanto, se muestra como un fenómeno de superficie cuyo fundamento profundo hay que examinar. Las verdaderas raíces de la presente crisis de supervivencia de la fe cristiana y de la Iglesia yacen en estratos de gran hondura y la renovación de la Iglesia no se ha de obtener sin la renovación radical de la fe en el Dios de Jesús. La crisis de Dios no es fácil de diagnosticar, cuanto más que, como hemos señalado, se encuentra en una atmósfera externamente amable para con la religión. Este problema clave podría resumirse en la expresión: «Religión sí, pero un Dios personal presente y actuante en la historia, no». Lo cual no significa precisamente que los hombres y mujeres de hoy ya no creerían más en Dios; pero parece tratarse de un Dios que no se acepta como presente en la historia de los hombres y mujeres de hoy. No es la imagen de un Dios que se preocupa de la persona humana individual y que actúa en el mundo. Ahora bien, a un Dios entendido de esta manera ni se le teme ni se le ama. Falta la más elemental pasión para con Dios, y aquí se encuentra la más profunda necesidad de Dios en la época actual.
Juzgar HACIA QUÉ FUTURO PODEMOS Y DEBEMOS CAMINAR
En situaciones de crisis y de cambio radical es necesario ante todo tener una visión. Cada individuo, cada comunidad, cada pue-
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blo sólo serán capaces de sobrevivir si están inspirados por una visión y sostienen en su interior un sueño. Esto vale también para la Iglesia. La Iglesia no necesita descubrir una visión nueva; ya se le ha dado en el evangelio de Jesús de la venida del Reino (cf. Me 1,14 ss). La esperanza pertenece a la historia de la fundación de la Iglesia; está inscrita en su corazón desde los primeros vagidos. Lo que hace falta es, cosa que en el presente apenas se logra, traducir esa esperanza en un plan ambicioso y en una perspectiva pastoral concreta.
A lo largo de los capítulos precedentes hemos recogido elementos fundamentales de la visión de Iglesia que buscamos para caminar hacia el futuro con esperanza y fortaleza de ánimo. Por tal razón en el «Juzgar» de este último capítulo no vamos a reiterar lo que hemos desarrollado hasta aquí. Solamente sugerimos que se repasen sobre todo los capítulos primero (acerca de la voluntad de Jesús sobre su Iglesia), tercero (sobre la presencia de la Iglesia en el mundo actual), cuarto (sobre la evangelización) y sexto (sobre la misión de los laicos en el mundo). Ellos constituyen el telón de fondo de lo que proponemos para la actuación.
Actuar CÓMO NOS COMPROMETEMOS PARA ALCANZAR EL FUTURO DESEADO
El Concilio Vaticano II hace casi cincuenta años lanzaba un desafío en la constitución pastoral Gaudium et spes: «Se puede pensar con toda razón que el futuro de la humanidad está en las manos de aquellos que sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar» (n. 31). La pregunta nace de inmediato: ¿cómo vivir y transmitir esas razones?
Realmente no se percibe con claridad lo que sustituirá en el futuro a lo que existe en el presente. Es el umbral de una época que va a ofrecer una configuración nueva de la Iglesia. Más que contornos ciertamente no pueden distinguirse, mientras las formas que se mueren de la vida eclesial causan un luto insoportable pero necesario y obligan a caminar en una especie de vacío de fe. Aquí se encuentra la razón más profunda de la perplejidad pastoral que hoy está tan extendida. A pesar de ello, vamos a intentar ofrecer unas sencillas propuestas para impulsar nuestro compromiso en la edificación de la comunidad de Jesús en los próximos años.
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1. ACEPTACIÓN DE LA GRAN DIFICULTAD DEL ANUNCIO
El Concilio Vaticano II ha proclamado que la Iglesia no es fin en sí misma, sino que su finalidad es la salvación de todos los pueblos. Al mismo tiempo reconoce, como ya vimos, la autonomía del mundo y acepta teóricamente que la Iglesia ya no lo dirige como en los tiempos de la cristiandad (otra cosa es cómo se actúa en la práctica).
En todo caso, las dificultades actuales para la evangelización se encuentran en el hecho de que los poderes del mundo ignoran completamente a la Iglesia. Sus criterios y proyectos son radicalmente diferentes. El anuncio del evangelio es irrelevante, es como si no existiese. Nos encontramos en una situación verdaderamente nueva: una Iglesia del silencio en medio de una sociedad guiada por el valor supremo del dinero y cuyas normas son la competiti-vidad y el aumento de poder. El desafío para los cristianos es hoy más difícil que nunca porque el sistema socioeconómico y político es muy fuerte, hasta el punto de que la mayor parte de las personas cede y pierde las propias convicciones.
Por eso, la Iglesia tiene que expresar su testimonio de otra manera. Hoy hacer discursos, publicar documentos, firmar declaraciones es intrascendente porque nadie los escucha o lee. El mundo actual necesita mensajes de mayor impacto, que consigan movilizar a las personas de buena voluntad. Lo que hoy tiene valor de testimonio no son las palabras, sino los gestos, las acciones proféticas claramente perceptibles, que manifiesten la palabra de Dios en medio de la humanidad de tal modo que de hecho pueda alcanzar a las multitudes. Por desgracia, las instituciones, asociaciones y organizaciones católicas no son señales fuertes en el mundo de hoy, sino islas, refugios, entidades desconocidas para el resto del mundo.
En esta difícil situación es preciso aprender literalmente a hacer la experiencia de Israel y de la primitiva Iglesia de que como pueblo de Dios somos peregrinos en el mundo. Es preciso llevar a cabo esta experiencia que hoy se nos exige culturalmente. Lo cual presupone reavivar aquella espiritualidad del desierto que es fundamental en el mensaje bíblico y que no ha perdido actualidad en la actual situación de la Iglesia.
2. PACIENCIA HISTÓRICA CONFIADA EN EL PODER TRANSFORMADOR DE LA FE
Ante la compleja y difícil situación descrita en la primera parte, no se puede pensar en un programa a corto plazo que se despache
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con un par de actuaciones de estrategia calculada o con la ayuda de algunas ideas para un maquillaje según la moda. Se trata de una tarea ingente y a largo plazo.
Primero deben disolverse trabajosamente los endurecimientos y obstinaciones y curarse las heridas que han surgido tanto del lado de la Iglesia como del lado del mundo moderno. Del lado de la Iglesia se trata de superar una actitud unilateralmente defensiva frente al mundo, liberarse del aislamiento causado en buena parte por culpa propia, renovar la alegría de la fe y recuperar el impulso misionero. Del lado del mundo moderno se trata de desintoxicar lo que de reservas, prejuicios y enemistad ha ido montando contra el cristianismo.
No hay que abandonarse a la ilusión de que podría darse en el futuro próximo una relación y una síntesis armónicas de Iglesia y mundo, fe y cultura. Esto no se ha dado en el pasado y fundamentalmente no puede darse. Las fuerzas adversarias del evangelio se harán presentes en el futuro y se opondrán enérgicamente a él. La evangelización está siempre bajo el signo de la cruz y no puede tener lugar sin conflictos. Sin embargo, ella quiere mostrar a los hombres y mujeres de buena voluntad una salida de la situación extraviada y un camino hacia delante. Quiere mostrar la ruta hacia un nuevo humanismo y una nueva civilización de la vida y del amor. Desde esta perspectiva global han de nacer las prioridades pastorales para la época.
Sería también ingenuo invocar sin más la confianza en el Señor y en el Espíritu, pensando que nos sacarán de la crisis de una forma milagrera. Pero sí hemos de afirmar que la fe guarda en su interior sorpresas no cuantificables en relación con los juicios puramente históricos o las evaluaciones meramente culturales que podemos hacer de la Iglesia.
No es difícil observar que a lo largo de los siglos, también en tiempos recientes, ha sido precisamente la fe cristiana la que ha dado origen a algunos de los procesos más radicales de contestación y de reserva crítica para con las ideologías y los totalitarismos que han querido subyugar el mundo. Lo que aquel profeta mártir del nazismo, Dietrich Bonhoeffer, llamaba «la diferencia cristiana» sigue siendo capaz de constituirse en alternativa del vacío de espíritu, la desconfianza en la verdad, los sofismas de la propaganda, la desmotivación social, la falta de responsabilidad para con los otros, la ausencia de compromiso por la justicia y el bien, la violencia, la voluntad de poder, la codicia del dinero de la sociedad actual.
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El mensaje de la fe se presenta como llamada frente a los ídolos de la cultura débil de la posmodernidad presente. La prioridad dada al Dios vivo, personal y trascendente que se entrega a la persona humana en Jesús contradice la atracción de todos los otros dioses o supuestos absolutos. A Él se le puede prestar confianza y entrega en la vida como en la muerte. Él nos puede llevar más allá de nuestras soledades y nuestras dimisiones. Un encuentro expe-riencial con Él y la adhesión a su persona es la fuente de vida para nuestra existencia.
Este es el mensaje profético que la Iglesia ha de anunciar, regenerándose en su naturaleza evangélica, centrada en la buena noticia del Dios crucificado y resucitado por nosotros. Este es su deber y el de todos sus miembros. Sobre él se juega el futuro del cristianismo y de la propia Iglesia.
3. ORIENTACIÓN SEGÚN LA VERDAD DEL MENSAJE DE LA CRUZ
Como terapia para con la enfermedad de una Iglesia que vive al margen de los hombres y mujeres de hoy, proponen algunos que atienda más a las necesidades humanas urgentes y se comporte en su actividad pastoral con el estilo de organización de la empresa moderna al proponer su oferta a la posible clientela.
Sin duda alguna, detrás de esos afanes de organización pastoral se encuentran preocupaciones más que justificadas. Pero deben confrontarse con la pregunta últimamente decisiva de todo, a saber, por qué la vida de Jesús ha conducido inevitablemente a su muerte en la cruz. Si Jesús hubiera pensado sólo de acuerdo con sus clientes y si hubiera actuado sólo orientado por sus necesidades, entonces al final de su vida posiblemente hubría obtenido un doctorado honoris causa y no la violenta muerte de los criminales en la cruz. Como dice lapidariamente Leonardo Boff: «Ningún profeta de ayer o de hoy murió de muerte natural». La cruz es lo que desbarata nuestras ideas hoy tan queridas de un Jesús light. Jesús ha llegado hasta la cruz porque no se ha dirigido sencillamente por las necesidades y plausibilidades de las personas que se encontraban con Él, sino porque ha estado al servicio de un mensaje que ha pregonado oportuna o importunamente, y de ningún modo sólo de forma casual. Jesús tuvo en cuenta a su «clientela», ciertamente, en el modo en el que intentó llevar el mensaje a los hombres y mujeres de su tiempo. Para la Iglesia de hoy el primer criterio de su actuación debe estar en el seguimiento de Jesús según la orienta-
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ción que nace de la verdad del evangelio. Si esto se mantiene, entonces las planificaciones, las decisiones, las consideraciones acerca de los clientes no sólo son oportunas, sino indispensables. Porque el evangelio interesa a toda persona y es público. Por eso debe anunciarse también en la actual plaza pública, como lo hizo Pablo. Pero en la plaza del mercado actual sólo puede ser fructífero cuando no se somete a las duras leyes del mercado, sino cuando las cuestiona. Pues el cristianismo es mucho más que una religión que satisface necesidades; y la Iglesia es mucho más que una institución religiosa que responde a expectativas. Porque la Iglesia no satisface simplemente necesidades y expectativas, sino que celebra misterios y ante todo el misterio público de la cruz. En consecuencia, lo que necesitamos hoy y para el futuro en la Iglesia es una nueva orientación hacia la verdad del evangelio, con la convicción de que ella es incorruptible y a menudo bastante incómoda.
4. NECESIDAD DE UNA MÍSTICA
Es de sobra conocida la frase del teólogo K. Rahner, traída de André Malraux, de que el creyente de mañana o será un místico, es decir, uno que ha «experimentado» algo, o ya no lo será. Sin una permanente presencia y experiencia de Dios, ninguno conseguirá ser auténtico creyente en el mundo actual.
La mística no es algo propio de una vocación excepcional (aunque haya casos excepcionales a los que calificamos de místicos), ni necesita de un refugio lejano del mundo para existir. Debe vivirse en la sociedad, en una sociedad contraria al evangelio, ajena a los valores morales, en una sociedad sin amor, donde todos son rivales y todos pueden ser machacados, abandonados, tirados a la puerta como la basura.
Cuando los apoyos sociales de la vida eclesial se vuelven cada vez más débiles, el ser cristiano del futuro sólo podrá mantenerse por medio de una relación personal con Dios. En la actual situación en la que nuestra sociedad está afectada por la crisis radical de Dios, en la que la pregunta por El golpea de forma imperiosa a nuestras puertas y con una seriedad inequívoca, es absolutamente necesario que haya hombres y mujeres que den testimonio de su experiencia de Dios.
Por desgracia, nuestra fe es demasiado cerebral, demasiado racional; se ha divorciado de la espiritualidad. De ahí que nuestro discurso sobre Dios es árido e intelectualista. Pues bien, es necesa-
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rio recuperar un estilo de fe que consista en la posibilidad de experimentar una relación personal con el Dios vivo, nutrida por la escucha de su palabra y por el diálogo filial con Él.
Que quede claro: la dimensión contemplativa de la vida y la experiencia espiritual no son una huida del mundo, sino una reserva de humanidad y de auténtica sociabilidad. Desde esa experiencia los creyentes estamos llamados a contar a través de nuestras vidas que hay razones para vivir, y para vivir juntos en Iglesia, y que esas razones nos han sido dadas por Jesucristo. Se trata de volver a la primacía del Dios de Jesús, al que hemos reconocido en la vida y en la oración y hemos celebrado en la liturgia. Hay necesidad de cristianos adultos en la fe, expertos en la vida según el Espíritu, prestos a dar razones de su esperanza.
Por consiguiente, el criterio decisivo de toda acción pastoral debe consistir en posibilitar o profundizar tal relación personal con Dios. Aquí está la auténtica palanca de la renovación de la Iglesia. Una reforma verdadera no podrá darse sin un profundo enraiza-miento de sus miembros en el misterio de Dios y sin la correspondiente espiritualidad mística. Por ello, todos los esfuerzos de reforma de la Iglesia han de realizarse no «desde arriba» ni tampoco «desde abajo», sino «desde dentro».
5. OPCIÓN POR LOS POBRES
La demanda de una Iglesia pobre era creciente en los años inmediatamente anteriores al Concilio debido a varias causas: la conciencia de que el mundo obrero había abandonado la Iglesia, la reviviscencia de una espiritualidad centrada en la pobreza de Jesús, la Misión de Francia promovida por el cardenal Suhard, la experiencia de los sacerdotes obreros, la provocación de la pobreza del Tercer Mundo. En el Concilio no pocos Padres conciliares quisieron que el tema «Iglesia de los pobres», indisolublemente ligado al de la «Iglesia pobre», fuese considerado tema central del Vaticano II. Pero los resultados no fueron a la par con las expectativas. Quizá era demasiado pronto. El Concilio tenía otra preocupación clave: la apertura al mundo y el diálogo con la sociedad moderna. La situación de los pueblos, razas y clases sociales marginadas, explotadas y empobrecidas por los que dominan la sociedad moderna no estaba en el centro de la atención del Vaticano II.
Sin embargo, el Concilio redactó dos textos importantísimos: LG 8, referido directamente a la Iglesia, y GS 76, que habla de la
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relación de la Iglesia con la comunidad política. Hay que volver a leer y meditar esos textos. De acuerdo con ellos, el camino de la pobreza como estilo de presencia y de actuación de la Iglesia en el mundo significa una cosa muy sencilla. En su misión en medio de los hombres, la Iglesia debe usar los mismos medios que ha usado Jesús, a saber, sólo la fuerza del evangelio. La Iglesia de los pobres es ante todo una Iglesia pobre. No se trata de una exaltación de la pobreza como condición material, la cual por el contrario ha de ser combatida. Se trata más bien de que el misterio de Cristo se haga presente en la Iglesia: ella no puede hacer otra cosa que seguir a Cristo por el mismo camino que Él ha seguido. El evangelio, para ser comunicado, no tiene necesidad más que de sí mismo. Los privilegios sociales, políticos, jurídicos y económicos que la Iglesia ha acumulado a lo largo de los siglos deben ser abandonados para que su uso no haga dudar de la sinceridad del testimonio evangélico.
Lamentablemente, el destino de esta exigencia evangélica como estilo de la misión de la Iglesia, después del Concilio y hasta nuestros días, ha sido triste y penoso. Con la excepción de los obispos de América Latina, que en las Asambleas de Medellín (1968) y Puebla (1992) propusieron como eje de la evangelización la opción preferencial por los pobres y su liberación, podríamos decir que los textos antes citados han sido censurados por el propio Magisterio eclesiástico. De LG 8, 3 se cita todo lo más la última parte, la de la necesaria penitencia de la Iglesia, sin ningún nexo con la exigencia de pobreza evangélica. El recurso por parte de la Jerarquía en la actualidad a instrumentos jurídicos y políticos para la defensa de los valores considerados esenciales es el reflejo evidente de esa censura. Y cuando se habla de pobreza, se habla en sentido individual, no como estilo objetivo y obligatorio de la Iglesia misma en el anuncio y en el testimonio del evangelio.
Pero no se puede ignorar que la evangelización misionera sucede hoy en el contexto de un mundo injusto, sellado por la fuerza y la violencia que aplasta a los débiles. La Iglesia, en cuanto comunidad del Siervo de Yavé, es invitada hoy más que nunca a redescubrir su misión como servicio al Reino de la justicia. Esto implica la conversión colectiva para adoptar una opción evangélica a favor de los empobrecidos.
El Dios de la Biblia es el que toma la iniciativa de ponerse al servicio de la vida, particularmente de la vida herida, para su pueblo y para todos los pueblos. Jesús inaugura el Reino haciéndose pobre y siervo y entregando su vida. El evangelio, tal como lo pro-
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puso en la sinagoga de Nazaret (cf. Le 4,18-21), habla del Dios que quiere la vida para los pobres y la liberación para los oprimidos.
Por consiguiente, en el contexto actual del mundo globalizado en el que hay tantos perdedores, el anuncio de la fe se ha de entender primariamente como testimonio del Dios de la «vida en plenitud» (cf. Jn 1, 16), la cual ha sido prometida «a todos». Este testimonio tiene que ir acompañado del servicio a los empobrecidos. Porque el mensaje sólo se encarna verdaderamente en lugares precisos y en acciones singulares donde la dignidad humana está en juego. Así, el servicio de la Iglesia, coherente con el anuncio, debe traducirse necesariamente en defensa de la participación de todos los hombres y mujeres en los bienes de la creación, con todas las tareas que implica tal compromiso.
No podemos infravalorar el precio a pagar por esta opción. Favorecer la comunidad humana no es solamente vivir la fraternidad con los excluidos, es luchar contra la exclusión. Es un combate que expone al martirio y el número de los mártires no ha disminuido en nuestro tiempo.
6. SERVICIO ÉTICO A LA COMUNIDAD HUMANA MEDIANTE EL DIÁLOGO Y LA PROPUESTA
Los grandes pensadores de nuestros días, los líderes mundiales, las personas más nobles de nuestra cultura afirman de manera categórica que la sociedad debe ser humanizada y moralizada: es preciso reencontrar una conciencia y un proyecto que no sea solamente material, sino sobre todo espiritual.
En ese proyecto los cristianos deben participar, como ciudadanos en todo caso, y, si es posible, como militantes y políticos. Para la comunidad eclesial ha llegado un tiempo en el que debe hablar del sentido sin intentar imponer normas, una época en la que puede significar a Dios y la exigencia ética inscribiéndose en una sociedad de debate, deseosa de ajusfar constantemente sus normas a las evoluciones de la vida.
La presencia de la Iglesia en ese debate colectivo no puede ya caracterizarse por la reivindicación de un magisterio ético que le viene de una competencia superior, sobrevenida de lo alto, que se presenta como aportando la solución a los males del planeta. La Iglesia está invitada a participar en la búsqueda de todos aportando lo que las religiones tienen de más propio: mantener abierta la cuestión de las finalidades últimas y de los desafíos éticos, soste-
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ner la esperanza histórica, promover una concepción del ser humano como abierto a la trascendencia.
Desafío y oportunidad a un tiempo para la Iglesia es mostrarse como quien toma a su cargo la exigencia ética. No todas las religiones tienen una dimensión ética y hoy proliferan tipos de religiosidad que no tienen forzosamente tal dimensión.
¿Qué puede aportar la ética propia de la tradición cristiana en este contexto crucial? La tradición cristiana nos responde: responsabilidad histórica y política de gestionar el mundo para humanizarlo; atención a la fragilidad de la naturaleza; conciencia de la distorsión de las relaciones sociales; edificación de una institución social y política que sea apta para asegurar un mínimo de equidad y de dignidad para todos; denuncia de la idolatría en la línea de la lógica profética; combate contra la injusticia y la violencia de los poderosos para salvar la dignidad inscrita en el corazón del hombre; cese de la explotación y del desprecio del pobre; anuncio del Reino con la elección prioritaria de los pobres. Es cierto que Jesús no tiene proyecto político, pero su mensaje no deja de tener impacto sobre la sociedad y su necesaria transformación. El profeta gali-leo encausa el poder que abusa de su posición y el dinero que vuelve ciego a lo que sufre el otro. Por eso, el evangelio conmina a hacer sitio a los más débiles no sólo en las relaciones cotidianas, sino también en los procesos económicos y sociales.
El cristianismo en su dimensión ética encarna el ideal y la propuesta del universalismo, es una religión universal que potencial-mente relativiza todas las pertenencias étnicas, culturales, lingüísticas. La dimensión universalista actúa constantemente en el interior del cristianismo. En esta hora de repliegues identitarios y de avances del racismo, no es indiferente que voces cristianas recuerden que todos somos hermanos y que no tenemos más que un solo Padre, relativizando así los poderes de este mundo.
Por otra parte, el agnosticismo, el positivismo o el ateísmo se encuentran impotentes para dar una respuesta plena y satisfactoria tanto a los problemas éticos como al inevitable problema del sentido último de la vida. Se trata de los interrogantes que surgen en el contexto del sufrimiento, de la muerte y de las experiencias de contingencia; los interrogantes que brotan tras la constatación de que el bienestar material no es garantía de felicidad; los que nacen en el marco de los múltiples conflictos que caracterizan la convivencia humana, tanto en el nivel interpersonal como en el social: racismo, guerra, Tercer Mundo, terrorismo; los interrogantes que se refieren a las raíces de los valores y de las normas en una espe-
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cífica imagen complexiva de la persona; los referidos a los límites de la tecnología y de la ideología de lo tecnológico, etc.
A la Iglesia se le presenta aquí un espacio de diálogo. Hoy más que nunca es necesario dialogar sobre aquellos valores fundamentales de la persona humana que necesitan un fundamento. No pueden ser dejados al arbitrio individual, a mayorías políticas casuales o a la ilusión del momento presente, porque son ya «preestablecidos», es decir, han sido dados al ser humano para su existencia y para la convivencia con los demás.
En ese diálogo la Iglesia debe mostrar con el máximo respeto cómo los inevitables interrogantes acerca de los problemas más urgentes y apremiantes, las cuestiones acerca del fin y del porqué provocan la pregunta última acerca del sentido de la vida humana. Ese interrogante se impone con particular insistencia cuando esa vida sufre violencia a causa del mal que acontece al ser humano, como la enfermedad, el sufrimiento, la muerte, o también a causa del mal que nos procuramos recíprocamente, como la opresión, la explotación, la violencia, la guerra. Precisamente a causa de las certezas perdidas, el interrogante acerca del sentido de la vida se hace más urgente en la sociedad occidental. La persona individual, demasiado concentrada en sí misma, cuando obra de buena voluntad, hace la experiencia de que el poseer, el placer y el poder no aportan aquella plenitud hacia la cual anhela su deseo íntimo. Es en ese nivel donde la Iglesia puede invitar a una reflexión más profunda, indicar el evangelio de Jesús y la perspectiva de su Reino de paz y de justicia, que no es de este mundo, pero que contribuir a realizarlo constituye un desafío para todos.
7. LUCHA POR LA JUSTICIA, LA PAZ Y LA SALVAGUARDA DE LA CREACIÓN
Este enunciado, nacido en el seno del movimiento ecuménico, es hoy propuesta imprescindible de todo movimiento o grupo de creyentes en Jesús que quiera hacerse presente en la construcción del futuro. Ante el cariz que toma la globalización, los desafíos a la justicia social están claramente vinculados con las relaciones de dependencia y con la cuestión ecológica. Los cristianos han de saberse llamados a mantener despierta una conciencia crítica en defensa de la calidad de la vida para todos, a hacerse voz de los que no tienen voz para afrontar la lógica egoísta de los intereses económicos y políticos, tanto en el ámbito de nuestro país como en el plano mundial.
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A la crisis de Dios de la que hemos hablado le sigue una crisis de la persona humana, tan peligrosa como aquella. En efecto, según la convicción de la fe cristiana, la persona humana es la imagen inviolable de Dios, a la que Él cuida como a la niña de sus ojos. Por ello, los derechos humanos de validez universal han crecido históricamente en el suelo de dicha convicción de fe. Por eso, el evaporarse de la conciencia de Dios en la vida pública de la sociedad actual corroe también de manera peligrosa la dignidad de la persona humana. Y surge la pregunta preocupada de si y de cómo pueden seguir permaneciendo eficaces aquellos derechos cuando se los desarraiga de ese suelo cristiano. Los síntomas de tal peligro se tocan con las manos.
Si queremos responder con honradez a esa pregunta, entonces la vida de la Iglesia y la acción pastoral deben ponerse ante la cuestión de Dios con una pasión nueva y concederle la máxima prioridad en las preocupaciones cotidianas. Por desgracia, en lugar de tomar en serio esta llamada, hoy en día a menudo y precipitadamente nos enredamos en polémicas sobre la estructura eclesial, que se convierten en maniobras de distracción.
Y, sin embargo, un enorme desafío que la época actual lanza a la Iglesia consiste en explicar el contenido de la fe cristiana en su significado para los problemas de orientación del presente. Dicho de otra forma: la competencia religiosa específica que la Iglesia ha de hacer valer está en la vinculación entre el conocimiento del Dios de Jesús y la justicia. A este desafío de la sociedad debe responder la Iglesia. En una adecuada respuesta al mismo están escondidas las fuerzas elementales y el jugo vital de una sociedad capaz de futuro. Sólo cuando la Iglesia tiene ante su mirada el gran valor de la Verdad que le ha sido confiada, puede ponerse a un tiempo serena y decididamente ante los desafíos sociales de hoy.
Según la convicción cristiana, el mensaje del amor de Dios revelado en Jesucristo para con todos los seres humanos sin excepción está esencial y necesariamente vinculado con la apuesta a favor de la justicia social y de la paz. Las palabras de los profetas y el evangelio son en esto totalmente inequívocas. Por esta razón, los bienes de la Tierra pertenecen a todos. Luego los cristianos deben abogar umversalmente por una cultura de la participación y de la solidaridad, configurando la globalización de tal manera que lleve un rostro humano. No pueden conformarse con la crasa desigualdad injusta en la distribución de los bienes y de las oportunidades para la vida. La apuesta por la dignidad humana, universal y absolutamente vinculante, que corresponde a todo hombre y a toda mujer,
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ha de ser la aportación más importante de la Iglesia a la paz del mundo.
Ciertamente, no podremos cambiar todo el mundo y suprimir para siempre la pobreza y la miseria. El evangelio es en esto realista: «Pobres tendréis siempre entre vosotros» (Me 14, 7). Pero ser realista no significa quedarse quieto. Al contrario: debemos hacer todo lo posible para, allí donde podamos y tanto cuanto podamos, dominar la injusticia y promover el bien. Quizá se trate normalmente de proyectos pequeños, aunque significativos y modélicos; pero pueden ser para muchos un vislumbre de esperanza y un estímulo para ser imitados.
Por las mismas razones los cristianos deben apostar por la conservación del medio ambiente como creación de Dios y como espacio vital del ser humano. Con ello nos jugamos no sólo las condiciones de vida dignas de la persona humana de los hoy vivientes, sino también una justicia que trasciende los años para las generaciones futuras.
La propuesta que se deriva de todo ello significa hacerse cada vez más servidores por amor, viviendo el despojo de sí mismos en el seguimiento del Abandonado, solidarios con los más débiles y los más pobres, construyendo un camino de comunión humana universal. Sin duda, ese estilo de solidaridad conlleva la necesidad de tomar postura denunciando la injusticia y el pecado. Se trata de poner en primer rango no el interés mundano o el cálculo político, sino el compromiso exclusivo por la verdad de Cristo y su justicia. Se trata de poner en juego la propia vida dando testimonio en su nombre, cargando con la cruz si es necesario. La fe vivida de los miembros de la Iglesia debe tener la audacia de los gestos significativos y no equívocos, vividos en el seguimiento del Abandonado en la Cruz.
El futuro de la Iglesia estará marcado por la primacía del amor y por tanto, del compromiso por la justicia y la paz, o no será creíble, no hablará al corazón de quienes buscan un sentido para su vida y su historia.
8. CONCLUSIÓN
La pregunta que hay que hacerse al final de este rápido recorrido es clara. ¿Hasta cuándo rehusará la Iglesia mirar la realidad de frente? ¿Hasta cuándo continuará irritándose por cualquier crítica, en lugar de reconocer en ella una llamada a la renovación? ¿Hasta
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cuándo seguirá retrasando una reforma que se impone imperativamente? El tiempo se agota y hay que movilizar todas las fuerzas vivas eclesiales para una renovación radical.
A los creyentes corresponde aceptar a la luz de la fe la situación actual de la Iglesia y de la sociedad, con sus arriesgados desafíos e ilusionantes promesas. No han escogido ellos el momento histórico en que viven: el Señor les ha colocado ahí. En cada época de su historia la Iglesia vive su misterio esforzándose en responder a los imperativos del momento con la luz de su tradición viva y mirando al futuro del Reino. Ella debe volverse valiente, aunque modestamente, hacia los tiempos nuevos, que son, sin duda alguna, los tiempos de la expectación. No sería reaccionar como creyentes buscar refugio en un pasado supuestamente mejor ni extraviarse en la febril utopía. La fe confiesa que cada época es para la Iglesia un don de Dios. Corresponde a la comunidad cristiana aceptar y administrar este don de manera responsable.
Frente a los grandes desafíos señalados, hay que conservar la verdadera fe y la auténtica esperanza. La verdadera fe: ¿por qué no podemos leer estas transformaciones como providenciales, como una oportunidad a captar, como la ocasión ofrecida de descubrir dimensiones nuevas de la acción salvadora divina? La auténtica esperanza: esperanza de que se ha llegado una vez más, y quizá más que nunca, a uno de aquellos recodos de la historia en los que, si la Providencia quiere socorrer a su Iglesia, lo hará sólo suscitando en ella personas dotadas de una lucidez a la altura de las circunstancias y de un coraje para la perspicacia. Para afirmar esto los creyentes se apoyan en la esperanza en el Señor, que «cuanto promete, puede realizarlo» (Rm 4, 21 ss). Por eso, la esperanza para el futuro es muy superior a la realidad que se encuentra ante los ojos.
La Iglesia católica como tal, sustentada en el Espíritu, no puede fracasar definitivamente. Pero la pregunta es si en el futuro subsistirá la Iglesia aquí, en este país, en el caso de que los seguidores de Jesús no seamos fieles a la llamada. La Iglesia en la figura que tiene en cada momento es una realidad elementarmente histórica; de ahí que no sólo pasa por fases de fuerte vitalidad y de enfermiza debilidad, sino que también hay que aceptar de manera realista que en ella muchas cosas deben morir una y otra vez para hacer sitio a nuevas figuras de vida. Aunque este proceso de muerte puede sufrirse como doloroso, hay que asumirlo y experimentarlo de forma intensa para renovarse profundamente.
Y hay que pasar individual y eclesialmente del sentimiento de crisis a la esperanza. La esperanza es una manera de vivir la crisis.
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El cristiano debe reconocer en la crisis una dimensión en la que habitar y no solamente algo que atravesar. No se trata simplemente de apretar los dientes aguantando hasta que esto pase. La esperanza teologal no es sencillamente optimismo, es una obediencia donada cuando los signos se borran.
PARA PROFUNDIZAR
W. BÜHLMANN, La tercera Iglesia a las puertas. Un análisis del presente y del futuro eclesiales, Ed. Paulinas, Madrid 1977.
C. DUQUOC, Cristianismo. Memoria para el futuro, Sal Terrae, Santander 2003.
G. MATAGRIN, Preparar hoy la Iglesia de mañana, Desclée de Br., Bilbao 1982.
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Epílogo
La reflexión que aquí concluimos se ha alimentado de una experiencia espiritual de Iglesia que ha buscado descubrir en su realidad empírica la profundidad del misterio salvador. Con las raíces humanas y cristianas hundidas en una Iglesia local determinada, hemos intentado lograr una visión interior de su ser que nos ayude en los debates acerca de la estrategia pastoral a seguir en el presente para preparar el futuro.
No hemos querido minimizar o encubrir piadosamente la realidad eclesial que a veces tanto nos disgusta y nos hace sufrir, pero tampoco mantener una mirada obsesiva sobre los deterioros de la misma, cayendo en lamentos estériles sobre sus defecciones del ideal. Nuestro intento ha sido aproximarnos honrada y sobriamente a la Iglesia como de hecho es: acosada en el contexto de la modernidad, con dificultades para hacerse verdaderamente católica, tentada de retroceder a posiciones preconciliares...
Contemplamos esa realidad con los ojos de la fe y del amor: en ella percibimos la fidelidad irrevocable que Cristo le prometió, la apertura de caminos insospechados de resurrección, que quizá son distintos de nuestros propios sueños, la presencia del Espíritu que la hace salir al encuentro de los desafíos de nuestra actual situación histórica.
Tal experiencia eclesial en tensión la viven muchos hermanos y hermanas nuestros. En no pocos de ellos surge regularmente la demanda de una ruptura decidida y sin contemplaciones con la religiosidad sociológica de tantos bautizados mediante la exigencia radical de condiciones de autenticidad en la vida de fe. Por muy comprensibles que parezcan a primera vista dichas exigencias, creemos que será difícil que logren a largo plazo resolver el problema que plantea hoy la confrontación entre las necesidades de la evangelización y el hecho penoso de la religiosidad sociológica de tantos bautizados. La cuestión hay que plantearla en un nivel más profundo y abarcante que el de las exigencias, a saber, el de la remodelación paulatina de toda la vida eclesial en una verdadera comunidad de fe capaz de anunciar creíblemente el evangelio de Jesús. Sólo en un contexto en el que se experimenta realmente la alegría de vivir en común la fe, sólo si podemos mostrar nuestra vida diciendo, como Jesús, «venid y ved» (Jn 1, 39), tiene sentido la evangelización misionera.
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Si la Iglesia quiere dar razón del evangelio que anuncia a la sociedad moderna, si no quiere retirarse a castillos de evasión, cada vez más reducidos y más fortificados, sólo le queda el camino de realizarse en formas de comunidad que organicen su vida propia y su relación con el ambiente de modo comunicativo. Con otras palabras, debe conseguir, apoyada en la fuerza del Espíritu, crear paulatinamente una figura empírica de comunión de los creyentes que sea en sí misma para el mundo medio social comunicativo de la salvación que proclama. Ello significa integrar la fe en un mundo vital concreto, cotidiano, de tal forma que muestre ahí su plau-sibilidad sin llevar una vida separada de la sociedad real.
El Concilio Vaticano II nos propuso esa tarea como necesaria para estos tiempos. El papa Juan XXIII quiso que el Concilio fuera como un salto hacia delante, pero sus deseos se han cumplido todavía en muy escasa medida. Aún queda mucho por hacer, tal vez lo más importante, para conseguir una renovación que arranque de lo profundo y de las fuentes, que sea simultáneamente respuesta a los signos de los tiempos y anuncio del Reino futuro.
Ya hemos explicado que la dimensión escatológica de la Iglesia permite iluminar el ideal de comunión de una sociedad verdaderamente humana. Ello quiere decir que la comunidad de los creyentes se constituye en indicativo permanente que remite al reino de Dios, pero sólo en la medida en que la comunicación interpersonal plena logra realizarse en ella anticipadamente de modo simbólico pero real. Aun en medio de su fragilidad, la Iglesia tiene conciencia de que, como agrupación de los seguidores y seguidoras de Jesús y en sus experiencias de comunión, actualiza sacramentalmente dentro de la historia, no en su figura consumada pero sí en su contenido real, aquella comunidad ideal que es el reino de Dios.
Al comienzo del tercer milenio el gran problema de la Iglesia consiste en que la fe cristiana, tal como se está presentando, no es capaz de impregnar no ya la totalidad, sino ni siquiera ámbitos parciales muchas veces externamente pequeños de la vida personal y social. Por ello la existencia cristiana en el tercer milenio se mantendrá en pie sin derrumbarse sólo mediante el intento creíble de una nueva síntesis de fe y vida, para la cual las pequeñas comunidades han de aportar un impulso relevante. Porque la fe cristiana necesita y quiere corporeizarse y por ello tiende a vincular entre sí a los creyentes en una unión reconciliada y por su medio pretende englobar todo el ámbito de vida en el mundo en la nueva creación de Dios.
Si con un apasionamiento sereno entramos en esa empresa de la fe, se abre un buen futuro para nuestra Iglesia. Con seguridad en
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la actuación del Espíritu Santo podemos también hoy distinguir a través de la situación ciertamente no fácil de nuestra Iglesia los dolorosos gemidos de parto de su nueva figura (cf. Rm 8, 22).
En este nuevo nacimiento de la Iglesia todos tenemos que proporcionar ayuda para el alumbramiento, aunque en última instancia la obra corresponde a la fuerza del Espíritu. Desde los primeros días de la historia del pueblo de Dios ha sido siempre el Espíritu el que ha realizado nuevos comienzos, porque los planes de Dios no se ajustan a nuestros planes. Seguir el plan de Dios significa fiarse de sus promesas y en el interior de lo humanamente imprevisible seguir adelante, ser sostenidos y guiados con conocimiento y certeza. Así pues, fiarse del Espíritu de Dios y creerle capaz de dar un nuevo rostro y figura a la Iglesia es el mandamiento decisivo de la hora eclesial presente. Porque «Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por Nuestro Señor» (2Tim 1, 7-8).
Quiero terminar con uno de los Himnos a la Iglesia que escribió la poetisa Gertrud von Le Fort (1876-1971) poco antes de su conversión al catolicismo. Creo que reflejan el estado de espíritu que ha presidido la redacción de este pequeño libro sobre nuestra Madre Iglesia.
«Y sin embargo todavía brota fuerza de tus espinas Y de tus abismos suena el canto. Tus sombras se abaten sobre mi corazón como rosas, Y tus noches son como vino recio. Yo todavía quiero amarte allí donde termina mi amor para contigo. Yo todavía quiero quererte allí donde ya no te quiero. Donde yo mismo empiezo, allí quiero dejar de hacerlo, Y donde lo dejo de hacer, allí quiero quedarme para siempre. Donde mis pies se niegan a marchar conmigo, Allí quiero doblar mis rodillas, Y donde mis manos rehusan, allí quiero juntarlas. Quiero hacerme soplo al otoñar del orgullo Y nieve en el invernar de la duda. Sí, como en fosas de nieve ha de dormir en mí todo temor. Quiero hacerme polvo ante la roca de tu ejemplo Y ceniza ante la llama de tu mandato. Quiero quebrar mis brazos Por si te abrazo con sus sombras.»
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ÍNDICE TEMÁTICO DE LOS CAPÍTULOS
Páginas
INTRODUCCIÓN 11
CAPÍTULO 1
«El tiempo que perdí para mi rosa...» 15
Repensar la Iglesia desde la experiencia cristiana 15
1. Confesión general 15 2. Una eclesiología inductiva 19 3. El hilo que desenreda el ovillo 21 4. Una sencilla aplicación de la encuesta de revisión
de vida 23
CAPÍTULO 2
¿Quiso Jesús una Iglesia? La Iglesia que Jesús quería 27
Ver El debate sobre la intención de Jesús de fundar una Iglesia 27
1. Jesús sí, Iglesia no 27 2. Posiciones extremas en el interior de la propia
Iglesia 28 3. ¿Por qué ser discípulo de Jesús en Iglesia? 28
Juzgar Los datos del Nuevo Testamento explican el proyecto de Jesús 29
1. Los comienzos del movimiento de Jesús 30 2. Los que siguen a Jesús 32 3. La conciencia de Jesús 35 4. El banquete final de Jesús con los suyos 36
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Páginas
5. La muerte de Jesús, presupuesto de la existencia de la Iglesia 37
6. Las experiencias fundantes de Pascua y Pentecostés 37
7. El primer período apostólico. Los primeros cristianos interpretan la voluntad de Jesús bajo el impulso del Espíritu 38
8. Los comienzos de la misión 40 9. Pablo como organizador de las comunidades 41
10. La transición al período postapostólico 43
Actuar Cómo el origen orienta el proceder en el presente 45
1. Importancia de hacer bien las preguntas 45 2. Qué significa realmente la referencia a los orígenes 46 3. Cómo se vincula la Iglesia con su fundador 47 4. El origen como impulso para la praxis eclesial 49 5. Fe en la Iglesia 50 6. La Iglesia y el Reino de Dios 51 7. La reforma de la Iglesia 52 8. La comunidad de mesa con el Señor 53
CAPÍTULO 3
La imagen de Iglesia del Concilio Vaticano II 55
Ver Una mirada a la situación 55
1. Síntomas de la problemática posconciliar 55 2. La interpretación del Concilio como punto decisivo 57 3. Una primera consideración sobre el panorama
descrito 58
Juzgar Algunos núcleos clave de la imagen conciliar 59
1. Misterio de salvación y sacramento del mundo 61
2. Pueblo de Dios (LG II) 63
3. La Iglesia nace de la eucaristía 65
Actuar Para poner en práctica el proyecto conciliar 67
1. Programa ante un cambio de época 68
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2. La dificultad radical para vivir y practicar un Concilio de nuevo estilo 69
3. Un Concilio misionero 71 4. Presencia de la Iglesia en la historia del mundo 72 5. Recuperar el sentido del misterio de la Iglesia 73
CAPÍTULO 4
La Iglesia en el mundo actual. Presencia y tareas 77
Ver Puntos de partida en la propia experiencia eclesial 77
1. Ruptura entre la Iglesia y el mundo 77 2. La situación del mundo interpela a la Iglesia 78 3. Cuestionamientos de los propios creyentes 78
Juzgar Presencia y actuación de la Iglesia en el mundo como signo de salvación 79
1. Breve aclaración de conceptos 79 2. La enseñanza del Concilio Vaticano II 82 3. El modo de realizar la misión de la Iglesia en el
mundo 88
Actuar Algunos criterios de orientación 93
1. Una visión positiva del mundo moderno 94 2. En favor de la construcción de un mundo más
humano 94 3. Vivir en el mundo acogiendo el Reino de Dios 95 4. Crítica mutua entre Iglesia y mundo 96 5. Un tema debatido: relación entre desarrollo del
mundo y obra de la Iglesia 97
CAPÍTULO 5
«Evangelizar, la dicha y vocación propia de la Iglesia» (Pablo VI) 103
Ver La credibilidad del sujeto eclesial, cuestionada 103
1. Desafíos que le plantea la situación actual al «sujeto evangelizador» 104
2. Verificación de la legitimidad del sujeto evangelizador 105
Juzgar Afirmaciones acerca de la evangelización 110
1. El dato bíblico 110
2. Breve síntesis teológica 111 3. Fases de la evangelización 112 4. Un anuncio transformador 113 5. Actualización de la obra salvadora y anticipación
de la plenitud 114 6. Diálogo y evangelización 115 7. Inculturación del evangelio 116 8. Una dialéctica crítica y profética 118
Actuar Propuestas para renovar nuestra acción evan-gelizadora 119
1. Punto de partida: la revisión individual y comunitaria 119
2. Despertar las preguntas sobre la existencia humana.. 120 3. Un anuncio para el hoy de la historia 121 4. Un modo de actuación que privilegia los medios
pobres 122 5. Un camino de libertad y de salida del gueto 123 6. Evangelización y transformación de la realidad 124
CAPÍTULO 6 La Iglesia local, Iglesia católica 127
Ver Crisis de la Iglesia local 127
1. Desafíos que plantea el cambio de modelo 127
2. Perdura la imagen centralista 128
3. Corrientes en el posconcilio 129
Juzgar Fundamentos teológicos de la Iglesia local 130
ELEMENTOS DEL NUEVO TESTAMENTO 130
1. Uso prepaulino del término ekklesía 130 2. La enseñanza paulina 131 3. Resultados 133
EL CONCILIO VATICANO II 134
328
REFLEXIÓN SISTEMÁTICA 135
1. Vinculación a un espacio geográfico determinado, 135 2. Elementos constitutivos de una Iglesia local 136
Actuar Consideraciones de carácter pastoral 139
1. El modelo peculiar de unidad eclesial: tensión entre dos polos 139
2. La Iglesia siempre es una realidad «localizada» 141 3. Iglesias locales y cultura de los pueblos 141 4. Iglesia local, Iglesia católica 143
CAPÍTULO 7
La misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo 147
Ver Situación del laicado después del Concilio Vaticano II 147
1. Aspectos problemáticos 147 2. Datos positivos 148 3. La traducción concreta de las afirmaciones
fundamentales del Concilio 149 4. Algunos desafíos del momento histórico presente
a los laicos cristianos 150
Juzgar Reflexión teológica 153
LA ENSEÑANZA CONCILIAR 153
1. Una visión global positiva del laicado 153 2. ¿Quién es el laico? 154 3. El carácter secular, propiedad específica del laico 155 4. Participación en la función profética, sacerdotal y
regia de Cristo (LG 34-36) 157 5. Vacíos que dejó el Concilio 158
DESARROLLO DEL PENSAMIENTO CONCILIAR EN EL POSCON-
CILIO 161
1. Sobre la definición del laico 161 2. Sobre la interpretación del «carácter secular» 163 3. Sobre la relación entre los laicos y los ministros
ordenados 164
4. ¿Teología del laicado o eclesiología integral? 166
Actuar Para recuperar la condición de sujeto 168
1. Impulso a una comunidad eclesial viviente y activa en el mundo 168
2. Servicio salvífico al mundo 169 3. Carismas para la evangelización 171 4. Pleno protagonismo de los laicos 172 5. Armonía de los laicos y los ministros ordenados 173 6. En síntesis: vivir la fe en su integridad y en todas
sus dimensiones 175
CAPÍTULO 8 La difícil pero necesaria comunión eclesial 177
Ver Problemática en torno a la comunión 177
1. El anhelo de comunión en la sociedad actual 177 2. En la estela del Concilio Vaticano II 179 3. En el contexto del pluralismo intracatólico pos
conciliar 179
Juzgar Reflexión teológica sobre la comunión 180
1. Fundamento trinitario de la comunión 181 2. Doble dimensión, «vertical» y «horizontal», de la
comunión 182 3. La comunión se realiza por medio de las virtudes
teologales 185 4. ... y por la eucaristía 185 5. Una nueva concepción del sujeto eclesial 188 6. Dimensión institucional de la comunión 189 7. Derecho y libertad 190 8. La comunión de la Iglesia como sacramento para
el mundo 191
Actuar Orientaciones prácticas para vivir la comunión en la Iglesia 193
1. El espíritu de comunión y el proceder consiguiente 193 2. Los organismos de comunión y el necesario juicio
de comunión 195
330
3. La comunión en una situación de cambio y de pluralismo 199
4. La comunión en medio de tensiones y conflictos 200 5. La comunión por la eucaristía 202 6. La comunicación de bienes, prueba de la sinceridad
de la comunión 203 7. La comunión eclesial como servicio al mundo divi
dido 204
CAPÍTULO 9 La autoridad en la comunión eclesial 207
Ver Avances y disfunciones actuales de la autoridad y de la institución 207
1. Aspectos positivos 207 2. Dos tipos de corrientes críticas 207 3. El estilo de autoridad, causa del distanciamiento 208 4. Se bloquean las propuestas del Concilio 209 5. El lastre institucional 210
Juzgar Reflexión eclesiológica sobre la autoridad eclesial y sus problemas 211
1. Fundamento bíblico-teológico 211 2. El sentido de la autoridad en la Iglesia de Jesús... 214 3. Ministerio ordenado y carismas en la comunidad
eclesial 215 4. La comunidad y el ministerio ordenado como in
terlocutores 216 5. El límite de la autoridad eclesial: el sentido de la
fe de los creyentes 218 6. Las mutuas obligaciones 219 7. Problemas planteados por la existencia de la auto
ridad en la Iglesia 220
Actuar Para un adecuado ejercicio de la autoridad en la Iglesia 225
1. La presidencia en nombre de Cristo y la autoridad del Espíritu 225
2. La presidencia desde la clave de la espiritualidad. 226 3. Presidencia y búsqueda del consenso eclesial 227 4. Una nueva forma de ejercer la autoridad 229 5. Un voto de confianza previo 230 6. Reforma de las estructuras eclesiales 231
CAPÍTULO 10 Corresponsabilidad, participación, sinodalidad, democratización en la Iglesia 233
Ver Una problemática candente y compleja 233
1. En la comunidad cristiana la participación no resulta nada fácil 233
2. Nuevamente: el atasco en la renovación conciliar 234 3. Fuertes tensiones en torno a la cuestión de la de
mocratización 235
Juzgar Reflexión eclesiológica 237
1. La sinodalidad, característica esencial de la Iglesia.. 237 2. Fundamentos teológicos de la corresponsabilidad. 239 3. Distribución de responsabilidades entre laicos y
ministros ordenados 241 4. La corresponsabilidad incluye la codecisión 242 5. La democratización de una Iglesia que no es una
democracia 243
Actuar Para estimular las instituciones de corresponsabilidad 248
1. Presupuestos en orden a una participación co-rresponsable 249
2. Tres criterios para avanzar 250
3. La traducción jurídica en un modelo adecuado 252 4. Sentido del voto en un organismo de correspon
sabilidad eclesial 254 5. La práctica de la opinión pública en la Iglesia 257
CAPÍTULO 11
Parroquia, comunidad misionera: ¿una utopía? 261
332
Ver Descripción de la situación 261
1. Venimos de una historia que nos pesa 261
2. Una cierta resaca de experiencias comunitarias 262
3. La denostada realidad parroquial 265
Juzgar Reflexión teológica sobre la parroquia y la comunidad eclesial 267
1. Ambigüedad del término comunidad 267 2. Descripción de una antigua realidad eclesial: la
parroquia 268 3. Algunos datos escriturísticos acerca de la comu
nidad cristiana 269
4. Reflexión sistemática sobre la comunidad 272
5. Reflexión eclesiológica sobre la parroquia 278
Actuar Para construir la parroquia comunitaria y misionera 283
1. Reestructuración de la vida eclesial según el principio comunitario 283
2. Parroquia evangelizadora 284 3. Necesidad de un cambio radical en la estructura
de parroquia 286 4. Las nuevas unidades pastorales, respuesta a los
desafíos de la evangelización a las parroquias 288 5. Función integradora eclesial de la parroquia en
relación con las comunidades y función renovadora de las comunidades en relación con la parroquia 290
6. Aprendizaje de un modo de vivir la Iglesia 292 7. Conclusión. Un proceso lento y difícil 293
CAPÍTULO 12
La renovación pendiente de la Iglesia. Una agenda de transformación evangélica para el siglo xxi 295
Ver Para un diagnóstico global acerca del presente 295
1. Algunos rasgos del inhóspito contexto sociocultural 296 2. Una Iglesia asediada por la crítica 298
3. Fotografía en negativo de la situación intraecle-sial 299
4. La gran revolución cultural de los años setenta 300 5. Ambivalencia del retorno de la religión 302 6. Dos enfoques contrapuestos de la crisis y dos ti
pos de respuesta a la cuestión de la configuración de la Iglesia para abordar el futuro 303
7. ¿Dónde está la verdadera crisis? 305
Juzgar Hacia qué futuro podemos y debemos caminar. 305
Actuar Cómo nos comprometemos para alcanzar el futuro deseado 306
1. Aceptación de la gran dificultad del anuncio 307 2. Paciencia histórica confiada en el poder transfor
mador de la fe 307 3. Orientación según la verdad del mensaje de la
cruz 309 4. Necesidad de una mística 310 5. Opción por los pobres 311 6. Servicio ético a la comunidad humana mediante
el diálogo y la propuesta 313 7. Lucha por la justicia, la paz y la salvaguarda de
la creación 315 8. Conclusión 317
EPÍLOGO 321
334
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