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¿Por qué el populismo destruye el Estado de Derecho?
I. Introducción
El título de nuestro ensayo plantea el sentido de una disyunción; esto es, la
incompatibilidad de una cosa con la otra; el carácter excluyente de la opción
que se escoja de la díada frente al término descartado. Y es que la tesis
fundamental de este trabajo puede sintetizarse en el silogismo que sigue:
Estado de Derecho ha sido el nombre que se ha dado a un complejo ideal
político cultivado al calor de la historia, en cuyo núcleo se encuentra la
intención generalmente expresa de limitar el poder político en beneficio de la
libertad; el populismo por su lado, lejos de ser un “sistema de ideas”, una
“receta macroeconómica” o un “vicio demagógico”, es una lógica política
compleja que tiende a la hipertrofia del poder político; en consecuencia –y en
virtud del regreso del populismo al primer plano de la política latinoamericana
con arreglo al proyecto ideológico del “socialismo del siglo XXI”–, puede
concluirse que el populismo aparece hoy como la antítesis del Estado de
Derecho.
¿Estado de Derecho o populismo? De eso se trata la pregunta fundamental a
responder por nuestras sociedades. De eso se trata el dilema que vivimos en
estos momentos. Y es precisamente el sentido de esta disyuntiva el que
pretendemos clarificar en este ensayo.
Así pues, para cumplir con nuestro objetivo, resultará ineludible, en primer
término, efectuar un veloz repaso en el proceso de ideación del Estado de
Derecho. En concreto, nos embarcaremos en un viaje a través de la historia de
las ideas políticas que, desde la antigüedad hasta la contemporaneidad, nos
permitirá advertir los orígenes remotos de la idea de someter el poder político a
la Ley, y lo complejo de su configuración. Aunque la expresión “Estado de
Derecho” es la traducción de la palabra alemana Rechtsstaat, utilizada por
primera vez por Robert von Mohl en el siglo XIX, estamos convencidos de que
la concepción del Estado de Derecho corresponde a un proceso histórico-
político cuyos orígenes, idas y vueltas, pueden rastrearse hasta la antigüedad.
2
Dados los límites de extensión que todo ensayo supone, un recorte de gruesa
magnitud será inevitable en nuestro recorrido. Si bien no podremos abordar la
producción intelectual de muchos pensadores de gran relevancia para la idea
del Estado de Derecho, e incluso es probable que recortemos
considerablemente la producción de los pensadores efectivamente abordados,
nuestro objetivo no es presentar aquí una historia de las ideas políticas de
manera acabada y omnicomprensiva, sino apenas dar un rápido vistazo que
nos permita entender que la noción de Estado de Derecho está atravesada por
una intención bien concreta: limitar el poder político en beneficio de la libertad.
Mostrado esto, el segundo paso que se dará en nuestro ensayo es el opuesto:
analizar al populismo como “lógica política” –en términos de la teoría de
Ernesto Laclau– que conduce a la destrucción de los límites al poder político
que los cultores de la sociedad abierta consideran deseables. Así, nuestro
trabajo pretenderá ser más un ejercicio analítico que un despliegue
fenomenológico. La casuística quedará reducida al mínimo posible y, cuando
sea necesaria, será remitida al pie de página, pues lo que esperamos es que
las ideas aquí vertidas puedan ser aplicables para entender muchos
fenómenos, en muchos contextos, y no uno en particular, históricamente
situado.
II. La libertad como fin del Estado de Derecho
El Estado de Derecho no es tanto fin como medio. En otras palabras: el largo
camino que, desde la antigüedad hasta la modernidad, ha recorrido la idea de
someter el gobierno a la Ley, ha tenido tras de sí una intencionalidad tan
concreta como constante, a saber, la de fijar límites al soberano.
Si bien no constituye la intención de este ensayo llevar adelante una fina
genealogía del Estado de Derecho, no por ello nos vemos eximidos de
efectuar, al menos, una pincelada que ilustre el referido proceso que ha tenido
en su núcleo el fin de limitar el poder y que ha encontrado en la ley un medio, si
lo que pretendemos es mostrar su íntima vinculación con la idea de libertad. Tal
proceso no ha sido unidireccional y, al contrario, ha estado caracterizado por
marchas y contramarchas, avances y retrocesos, idas y vueltas, que aquí no
pretendemos exponer de manera acabada sino apenas aproximada.
3
Comoquiera que sea, siempre que de pensamiento político occidental se trata,
parece ineludible, en el intento por hallar los gérmenes de nuestras teorías
políticas, arrancar en la Grecia clásica1 y, fundamentalmente, en Platón y
Aristóteles, quienes enfrentaron muchos problemas que aparecen ante
nosotros ciertamente como intemporales.
Tanto el uno como el otro, en efecto, vivieron en una época de decadencia para
la democracia ateniense, tras haber perdido la guerra del Peloponeso contra
Esparta a finales del siglo V a.C. Si bien en esta instancia se apaga lo que
Sabine denomina “la gran época de la vida pública ateniense”, inicia lo que el
mismo autor llama “la gran época de la filosofía política”2 ateniense. Y es en
ellos dos donde, por primera vez y con semejante ímpetu, aparece
sistematizado el problema de la sujeción del gobierno al derecho.
La República de Platón, como idealización utópica de un Estado perfecto, no se
preocupó tanto por el derecho cuanto por el conocimiento. Los justos títulos
para gobernar del filósofo-rey, después de todo, no derivaban de la norma sino
de la sapiencia, que bien podía entrar en colisión con la primera y frente a la
cual tenía superioridad por aquella idea socrática de que “conocimiento es
virtud”.
Su última obra –más realista que la República, pero sin dudas menos conocida
por el gran público–, Las Leyes, como su título lo indica, es el intento de Platón
por regresar al primer plano aquello que estaba en la estima moral de los
atenienses y que él había intentado desplazar anteriormente: la ley como
soberana y fuente de libertad.3 En efecto, si en la República se exige “el
gobierno de los instruidos –la sofocracia”4 como dice Karl Popper–, en Las
Leyes la ley es suprema, y tanto el gobernante como el gobernado están
regidos por ella en razón de la imposibilidad de hallar una inteligencia humana
omnisciente como para entronar al filósofo-rey. En su Epístola VII, aconsejando
a los partidarios de Dión, Platón afirma: “Que ni Sicilia, ni ninguna otra ciudad, 1 Esto no es mera casualidad, toda vez que fue precisamente en la Grecia clásica donde empezó a diferenciarse la política de la religión, y la ciencia del mito. 2 George, Sabine. Historia de la teoría política. México, Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 44. 3 Eurípides ya decía: “No tiene la polis peor enemigo que el déspota, bajo quien, en primer lugar, no puede haber leyes comunes, sino que uno gobierna teniendo en sus manos la Ley”. Por su parte, Protágoras adjudicaba a las leyes una inspiración divina. 4 Popper, Karl. La sociedad abierta y sus enemigos. México, Paidós, 2010, p. 146.
4
esté sometida –tal es mi doctrina– a señores humanos, sino a las leyes”. Tal
cambio no era una rectificación del ideal primigenio, sino apenas una visión
más realista de la política.5 La ley reaparecía, paradójicamente, para poner un
freno al despotismo ilustrado tan característico del pensamiento político
platónico.
El compromiso de Aristóteles con la idea de someter al soberano a la ley fue,
sin dudas, mucho mayor que el de Platón, para quien tal idea era algo así como
una amarga concesión a las ineludibles condiciones de la realidad humana. En
efecto, la ley en Aristóteles es el eco de la razón, y por tanto “es imperdonable
falta, substituir a la soberanía de la ley la soberanía de un individuo sujeto
siempre a mil pasiones que agitan toda alma humana”.6 En sentido inverso,
agrega el Estagirita, “la verdadera garantía de un buen gobierno es el
cumplimiento de las leyes”.7 El Estado ideal de Aristóteles en la Política es
aquel que está sometido a las normas jurídicas que, en Platón, aparece
segundo en orden de bondad. El avance es evidente.
La Ley, pues, es un freno al poder desmedido del hombre; a sus incontenibles
pasiones que, libradas de toda sujeción, sólo pueden devenir en despotismo:
“El despotismo político, siga o quebrante las reglas de la justicia, es el trastorno
de toda Ley”.8 Y si el poder arbitrario del soberano tenía por contrapartida el
despotismo, el poder de la ley tenía por consecuencia la libertad.
Es sabido, a partir de Benjamin Cosntant, que la noción de libertad de los
antiguos no es idéntica a la de los modernos.9 No obstante, ya encontramos en
Aristóteles algunos pasajes que empiezan a reconocer que la libertad implica
una esfera de autonomía individual: “[un] carácter de la libertad es el derecho
de vivir cada cual como mejor le parece: el hombre libre, se dice, debe hacer su
voluntad, así como el esclavo debe someterse a la ajena”.10 Y la libertad sólo
podía encontrarse allí donde la ley –y no el hombre– fuese la soberana.
5 El cambio de esquema no supone un abandono del ideal de la República. En efecto, Platón presenta su propuesta en las Leyes como un estado segundo en orden de preferencia. 6 Aristóteles. La política. Buenos Aires, Centro Editor de Cultura, 2007, p. 84. 7 Ibíd., p. 214. 8 Ibíd., p. 108. 9 Constant, Benjamin. “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos” (1988). En Del Águila, Vallespín y otros, La democracia en sus textos. Alianza Editorial, 2003. 10 Aristóteles. Op. cit., p. 184.
5
***
Por su parte, la contribución romana a la idea de un Estado sometido al
derecho vino, primordialmente, de la mano de Cicerón, en el siglo I a.C.
Apoyado en la noción estoica de la existencia de un derecho natural, él sujetó a
todos los hombres a una ley que ninguno podía soslayar: “Existe, pues, una
verdadera Ley, la recta razón congruente con la naturaleza, que se extiende a
todos los hombres y es constante y eterna. […] Ni el senado ni el pueblo
pueden absolvernos del cumplimiento de esta Ley”.11 Ante la ley natural, todos
los hombres son iguales, tanto gobernantes como gobernados, y el soberano,
por lo tanto, debe estar también necesariamente regido por ella.
El Estado es, para Cicerón, una comunidad que comparte el mismo derecho, y
de ahí que el pensador romano lo haya designado como res publica, esto es,
“la cosa pública”: “la república es la cosa del pueblo –sentencia Cicerón–; y el
pueblo no es el conjunto de todos los hombres reunidos de cualquier modo,
sino reunidos por un acuerdo común respecto al derecho y asociados por
causa de utilidad”.12
Así, Cicerón nos dirá que el rey que no respeta el derecho es un déspota, “la
criatura más apestosa y más repelente imaginable”.13 No podía ser de otra
manera, pues violar el derecho natural que se encuentra por sobre todos es lo
mismo que negar la naturaleza humana; es faltar a la propia condición de
hombre: “El derecho es entonces la distinción de las cosas justas e injustas,
expresada con arreglo a la naturaleza, la más antigua y más importante de
todas las cosas”.14
La idea de derecho natural es digna de ser especialmente subrayada, puesto
que da un paso más allá en los límites que se pretenden para el poder: si el
Estado debe estar limitado por la Ley, la ley positiva, para ser justa a su vez,
debe estar en concordancia con el derecho natural. La deducción lógica de ello
es que no toda norma es necesariamente justa, noción que enriquecerá en
mucho una visión sustantiva del Estado de Derecho. Probablemente aquí
veamos aparecer con fuerza la tensión que, acompañándonos hasta nuestros 11 Cicerón. República, Libro III. 12 Ibíd., Libro I. 13 Ibíd., Libro II. 14 Ibíd., Libro II.
6
días, existe entre el derecho como límite al poder y el derecho como producto
del poder, visión esta última que dominará a Roma algunos siglos después de
Cicerón, de la mano de Justiniano I y su Código que prescribía que “lo que
place al príncipe tiene fuerza de ley”.
Al igual que sus predecesores griegos, Cicerón hizo explícito el hilo conductor
de la libertad que atravesaba la idea de estar regidos por leyes y no por
hombres, cuando contrastó una sociedad sujeta a un rey arbitrario con la vida
conforme a “leyes para pueblos libres”;15 para el pensador romano, una
sociedad regida por una ley que estaba en concordancia con el derecho natural
era fuente de libertad.
Acaso la originalidad de su teoría política no sea tanto la nota distintiva de
Cicerón como el hecho de que sirvió, con su prosa, para traducir y difundir
hasta la modernidad los principios griegos sobre los que su propio pensamiento
descansaba. Los pensadores medievales se empaparán de sus obras,
reproduciendo los pasajes más importantes de ellas en sus propios textos.16
***
Siguiendo a Brian Tamanaha, “la tradición del Estado de Derecho se estancó
en forma lenta y no planeada a comienzos de la Edad Media, sin ningún origen
o punto de partida”.17 No obstante, igualmente cierto es que el aporte de la
doctrina cristiana fue al mismo tiempo esencial para constituir una esfera social
fuerte, distinta de la estrictamente estatal. Como dice el propio Sabine, “es
difícil imaginar que la libertad hubiera podido desempeñar el papel que llegó a
tener en el pensamiento político europeo, si no se hubiese concebido que las
instituciones éticas y religiosas eran independientes del Estado y de la
coacción jurídica, y superiores en importancia a ellos”.18 Heller coincide con
15 Ibíd., Libro III. 16 La concepción estatal de san Agustín es deudora del pensamiento ciceroniano. Ver al respecto Rossi, Miguel Angel. “El estado y su condición de posibilidad en el pensamiento agustiniano”. En Borón, Atilio (compilador). Teoría y filosofía política. La tradición clásica y las nuevas fronteras. Buenos Aires, CLACSO, 2001. 17 Tamanaha, Brian. En torno al Estado de Derecho. Historia, política y teoría. Bogotá, Universidad Externado de Colombia, Edición E-Book, pos 396 de 5832. 18 Sabine, George. Op. cit., p. 161.
7
esta visión: “La idea de la libertad igual de todo lo que tiene rostro humano es
una idea de origen específicamente cristiano”.19
La distinción entre una dimensión terrenal y una dimensión celestial fue
pronunciada por el propio Jesús cuando, ante la tramposa pregunta de si era
lícito pagar impuestos al César, respondió: “Dar al César lo que es del César y
a Dios lo que es de Dios”.20 Así, la dualidad política y religiosa se encuentra ya
en el Nuevo Testamento; dualidad que caracterizará varios siglos de
controversias entre los poderes terrenos y espirituales.
El profesor Jorge Barbará ha apuntado que
la noción de persona del cristianismo conlleva, de modo concordante, la idea del valor absoluto del alma individual, precisamente por su vocación de trascendencia eterna y por su naturaleza divina; supone fijar límites al poder político, al cual no le pertenece el gobierno de la persona íntima, porque este es propio de la ligazón del hombre no con el reino del César, sino con el reino de Dios.21
Prelot agrega que, toda vez que la primacía de la persona humana “hace que
no pueda aceptar cualquier acto que le proponga o le imponga el Estado […] la
determinación de los límites de los derechos del Estado es cosa esencial para
el cristianismo”.22
He aquí el aporte fundamental del cristianismo a la tradición del Estado de
Derecho que estamos examinando sucintamente: su noción de persona
conlleva una esfera de autonomía individual en la que el Estado no puede
intervenir –algo inconcebible para el mundo antiguo donde el todo era antes
que la parte–, y con arreglo a la cual aparece como necesario, por nuevas
razones, poner límites al poder político. Entre los antiguos y los modernos, la
libertad del cristianismo era ciertamente más próxima a la concebida por los
segundos que por los primeros.
El pensamiento de la Edad Media, empero, no rompe por completo con el
pensamiento antiguo, sino que en gran parte es deudor de aquel, con especial
19 Heller, Hermann. Teoría del Estado. México, Fondo de Cultura Económica, 1942, p. 134. 20 Evangelios según san Marcos: 12, 13-17; según san Lucas: 20-25; según san Mateo: 22, 15-21. 21 Barbará, Jorge Edmundo. Estado de Derecho y autonomía de la voluntad. Córdoba, Advocatus, 2008, p. 32. 22 Prelot, Marcel. Historia de las ideas políticas. Buenos Aires, La Ley, 1986, p. 95.
8
impulso a partir del descubrimiento de las perdidas obras de Aristóteles, a
comienzos del siglo XIII.23 Es ineludible recordar al respecto que la obra
maestra de Benozzo Gozzoli, expuesta en el Louvre, ilustra precisamente a
santo Tomás de Aquino junto a Aristóteles y Platón.
Pero no nos adelantemos abruptamente en el tiempo sin antes mencionar a
san Agustín, portador de una de las mentes más importantes de la época en
los límites que separan al mundo antiguo del medioevo. Su maestro, san
Ambrosio, ya había marcado el camino que llevaba a la autonomía de la
Iglesia, cuando pronunció, entre otras cosas, que “los palacios pertenecen al
emperador, las iglesias al sacerdote”.24
Lo relevante del pensamiento agustiniano, para el estudio que aquí nos ocupa,
está dado por el hecho de que a partir de él se apuntaló una concepción de la
Iglesia como institución organizada que debía estar naturalmente diferenciada
del poder político. La ciudad de Dios, publicada a comienzos del siglo V, es la
materialización de este esfuerzo por construir una filosofía de la historia que
nos presenta al hombre como ciudadano de dos ciudades diferentes: la terrenal
y la espiritual, es decir la regida por la política y la regida por Dios. A todas
luces, el quiebre del poder que propugna su pensamiento es evidente. Y tanto
es así, que la llamada “doctrina de las dos espadas” impulsada por el papa
Gelasio I, según la cual, en resumidas cuentas, en asuntos religiosos el
emperador debe subordinar su voluntad al clero, tiene base en la filosofía del
Hiponense. “Los emperadores cristianos –decía Gelasio I en su Tractatus–
necesitan de los pontífices para la vida eterna, y los pontífices emplean las
disposiciones imperiales para ordenar el curso de los asuntos temporales”.
Basado en la idea ciceroniana según la cual la república es el pueblo
organizado por el derecho tal como vimos, san Agustín negará que alguna vez
Roma haya constituido un Estado como república, dado que allí jamás ha
reinado un derecho basado en la justicia. Agustín entiende que “Sin Dios no
hay justicia; sin justicia no hay derecho; sin derecho no hay pueblo, sin pueblo
no hay Estado”.25 Siguiendo este razonamiento, “desde que Rómulo asesinó a
23 La traducción directa del griego que hiciera Guillermo de Moerbeke hacia 1260, guarda gran relevancia para el pensamiento político de aquellos tiempos. 24 Citado en Sabine, George. Op. cit., p. 163. 25 Citado en Prelot, Marcel. Op. cit., p. 111.
9
su hermano Remo, el Estado romano se fundó en el afán de mando, el poder, y
la injusticia”.26 Tal conclusión no reviste menor importancia que las anteriores.
Y ello así, porque trae a primer plano la idea de que la política de un Estado
debe estar articulada por un derecho basado en la justicia y no en las
exigencias del poder.
El otro gran pensador más estrictamente medieval que no podríamos eludir en
este rápido vistazo de la evolución de la idea de Estado de Derecho, es santo
Tomás de Aquino. En efecto, un rasgo fundamental de su teoría política estuvo
dado por el hecho de que “la finalidad moral para la que existe el gobierno
político implica que la autoridad debe estar limitada y que debe ejercerse sólo
de acuerdo con la ley”.27 La ley –al igual que para Aristóteles– es un producto
de la razón en la concepción tomista y, por lo tanto, una ley injusta “no es un
derecho”.28 Asimismo, “el que establece una ley para otros debe él mismo
someterse a ella”.29
Santo Tomás estaba especialmente interesado en fijar una relación estrecha
entre la ley divina y la ley de los hombres, en la que esta representa la justicia
por cuanto se constituye como reflejo de los preceptos de aquella. Así, quien
violara la ley humana –incluido el soberano– no violaba simplemente las reglas
por las cuales los hombres se rigen, sino que ofende directamente el orden
cósmico establecido por dios. Las consecuencias ideológicas de tal
concepción, en orden a limitar el poder político arbitrario, en un marco como el
medieval, son difíciles de exagerar.
Así, santo Tomás pensó un sistema normativo que contemplaba cuatro tipos de
leyes, a saber: ley eterna, ley natural, ley divina y ley humana. En extremada
síntesis, la primera era casi el equivalente a la razón de dios; la segunda era la
materialización de la primera en las cosas creadas; la tercera era,
fundamentalmente, la revelación (la Escritura por ejemplo); y la última era la
que debía ser descubierta, con arreglo a la razón, para regir la vida humana
tendiente al “bien común”. El Aquinita definía este último tipo de ley como
26 Rossi, Miguel Angel. “El estado y su condición de posibilidad en el pensamiento agustiniano”. En Borón, Atilio (compilador). Op. cit., p. 75. 27 Sabine, George. Op. cit., p. 206. 28 Summa Theologiae. Citado en Tamanaha, Brian. Op. cit., pos 490 de 5832. 29 Ídem.
10
sigue: “una ordenación de la razón para el bien común, hecha por quien tiene a
su cargo el cuidado de la comunidad y promulgada solemnemente”.30
Es dable destacar que la idea de “bien común” fue, en esos tiempos,
importante para limitar al poder, toda vez que sujetaba la ley ya no al bien
personal de quien la establecía o de sus aliados, sino al presunto bien de todos
los destinatarios de la norma, que venía dado por las exigencias de la “ley
natural”. La noción de bien común más tarde será utilizada, inversamente, para
bendecir o encubrir leyes que benefician a determinados individuos o grupos de
individuos, bajo el maquillaje de una universalidad de intereses y concepciones
de lo bueno que realmente no existe en una sociedad plural.31 No obstante, y
aunque ahora nos parezca contraintuitivo, en aquel tiempo la idea de “bien
común” ponía freno al poder político arbitrario.
Los efectos de la doctrina tomista trascenderán el marco de la Edad Media y se
desbordarán hacia los albores de los tiempos modernos. Tan así es, que
Sabine concluye que “el hecho de que John Locke, que escribe cuatro siglos
más tarde, no pueda encontrar argumento más convincente que esta
concepción moral del derecho y el gobierno para defender el derecho
fundamental de un pueblo a deponer a un gobernante tiránico, dice mucho más
de lo que podría expresarse en muchos volúmenes acerca de la persistencia y
la penetración que tiene tal doctrina”.32
***
Antes de hacer pie sobre la modernidad, y más precisamente sobre el
pensamiento de John Locke, permítasenos efectuar la siguiente digresión, por
si fuera necesaria.
Que hayamos conducido al lector en un rápido sobrevuelo por el mundo
antiguo y el medioevo en nuestra descripción del proceso de ideación del
Estado de Derecho, no debiera interpretarse en el sentido de que en sendas
épocas el hombre hubiese efectivamente institucionalizado tal tipo de arreglo 30 Sabine, George. Op. cit., p. 209. 31 Tal como dijo Joseph Schumpeter, la imposibilidad de un “bien común” unívocamente determinado “no se debe primordialmente al hecho de que algunos puedan querer cosas distintas del bien común, sino al hecho mucho más fundamental de que, para los distintos individuos y grupos, el bien común ha de significar necesariamente cosas diferentes”. Capitalismo, socialismo y democracia. Buenos Aires, Aguilar, 1952, p. 337. 32 Sabine, George. Op. cit., p. 210.
11
político. El “viaje” propuesto sólo debe interpretarse en el sentido de que el
Estado de Derecho ha venido dado por un proceso más complejo del que suele
admitirse, y que sus raíces pueden ser rastreadas hasta tiempos remotos. Así,
Lucas Verdú entiende –al igual que nosotros– que “la Antigüedad griega
mantuvo el ideal del dominio de la ley frente al capricho despótico”.33 Por su
parte, Legaz y Lacambra asevera respecto de la Edad Media que
la doctrina escolástica sobre la justicia de la ley y la obligatoriedad en conciencia de las leyes injustas, y sobre todo la doctrina sobre la vinculación del príncipe por sus propias leyes, deben considerarse como jalones importantes en la etapa que ha conducido a la juridización racional del Estado y a la eliminación de la arbitrariedad.34
Del mismo modo, este breve repaso no debe ser entendido en forma lineal e
ininterrumpida de la historia. Al contrario, el ideal del Estado de Derecho ha
tenido, como ya dijimos, marchas y contramarchas –considérese, por ejemplo,
la doctrina del derecho divino de los reyes a gobernar– que no podemos aquí
exponer, no sólo en el contexto de una misma época histórica, sino incluso en
la producción intelectual de muchos de los pensadores que aquí hemos citado.
Salvo algunas excepciones –como la Carta Magna del rey Juan II de Inglaterra
de 1215–, el Estado de Derecho aparece en estos momentos históricos más
como idea que como realidad; más como deber ser que como ser; más como
horizonte a alcanzar que como institucionalización efectiva. En rigor, los límites
y los controles religiosos y filosóficos de estos periodos no cristalizan a menudo
en límites y controles materiales, institucionalizados, sino que –como dice Elías
Díaz– “se trata siempre de limitaciones y controles de carácter más bien ético-
religioso e iusnaturalista que no autorizan en modo alguno a hablar todavía de
Estado de Derecho”.35
***
El gran salto hacia el Estado de Derecho como realidad se logrará en tiempos
modernos; más precisamente, a partir de las llamadas “revoluciones
33 Verdú, Lucas Pablo. Estado liberal de Derecho y Estado social de Derecho. Salamanca, Acta Salmanticensia, 1955, pp. 8 y 9. 34 Legaz y Lagambra, Luis. “Estado de Derecho e idea de la legalidad”, en Revista de Administración Pública, I.E.P., Madrid, núm. 6 (septiembre-diciembre 1951). Citado en Díaz, Elías. Estado de Derecho y sociedad democrática. Madrid, Taurus, 1998, pp. 35-36. 35 Díaz, Elías. Op. cit., p. 36
12
burguesas”. El Bill of Rights inglés de 1689, la Declaration of Rights del estado
de Virginia, Estados Unidos, de 1776, y la Déclaration des droits de l’homme ey
du citoyen de 1789, en Francia, constituyen el corolario material de estas
revoluciones que contribuyeron a apuntalar institucionalmente al Estado de
Derecho como nunca antes en la historia política del hombre.
John Locke es, probablemente, el pensador más importante del momento
histórico al que nos estamos refiriendo.36 Su tono secular era, sin dudas, toda
una novedad en el pensamiento político de la época. Concretamente, dio a
conocer su teoría política en dos ensayos publicados en 1690, con el objeto
manifiesto de defender la Revolución Gloriosa. El reto no era menor: debía
desplazar el absolutismo hobbesiano –hegemónico hasta ese entonces– por el
constitucionalismo que su doctrina postulaba.
No es este el lugar para explorar con la profundidad que merecen los
fundamentos de la filosofía de Locke. Pero diremos, al menos, que la
concepción lockeana de un estado de naturaleza de “paz, buena voluntad,
asistencia mutua y conservación” legitima un Estado muy diferente de aquel al
cual había arribado Hobbes partiendo de una situación inicial de “guerra de
todos contra todos”. Para Locke, en rigor, el estado de naturaleza es un estado
social regido por la ley de la naturaleza, y el inconveniente, acaso, es que
[…] no es razonable que los hombres sean jueces de su propia causa; que el amor propio los hará juzgar en favor de sí mismos y de sus amigos, y que, por otra parte, sus defectos naturales, su pasión y su deseo de venganza los llevarán demasiado lejos al castigar a otros […]. Concedo sin reservas que el gobierno civil ha de ser el remedio contra las inconveniencias que lleva consigo el estado de naturaleza, las cuales deben ser, ciertamente, muchas cuando a los hombres se les deja ser jueces de su propia causa.37
John Locke es entonces quien propone, con gran vehemencia y sagacidad, que
la sociedad debe estar organizada a partir de principios y normas claramente
consignadas e institucionalizadas. Pero las leyes “sólo resultan justas cuando
se basan en la ley de la naturaleza mediante la cual deben ser reguladas e
36 Carlos Alberto Montaner ha propuesto considerarlo como “el hombre del milenio”. Ver Las columnas de la libertad, Buenos Aires, Edhasa, 2007, pp. 18-20. 37 Locke, John. Segundo tratado sobre el gobierno civil. Madrid, Alianza Editorial, 2002, p. 43.
13
interpretadas”.38 Como la vida, la libertad y la propiedad son leyes naturales,
toda ley positiva que atente contra estos derechos es lógicamente injusta. Para
Locke, el gobierno existe para resguardar los derechos individuales de los
ciudadanos, y son ellos, por tanto, los que constituyen el límite del gobierno.
Naturalmente, un gobierno que viola los derechos individuales está yendo a
contramarcha de su función esencial y, dado que con ello se niega a sí mismo,
existen argumentos para su disolución. He aquí una de las conclusiones más
novedosas del pensamiento lockeano: el derecho a resistir la tiranía.
Locke entiende –es preciso subrayar– que el gobierno ha de estar al servicio
de la protección de los individuos, y el derecho es el vehículo para efectivizar
tal protección. Pero “el poder legislativo actúa en contra de esa misión que se
le ha encomendado, cuando trata de invadir la propiedad del súbdito y de
hacerse a sí mismo, o a cualquier otro grupo de la comunidad, amo y señor de
las vidas, libertades y fortunas del pueblo”;39 lo mismo concluye respecto del
poder ejecutivo. Y cuando esto ocurre, los gobernantes “están poniéndose a sí
mismos en un estado de guerra con el pueblo, el cual, por eso mismo, queda
absuelto de prestar obediencia”.40
Un gobierno tiránico es un gobierno que niega la razón de ser de todo gobierno
establecido en virtud de la justicia. Locke define que “la tiranía es un poder que
viola lo que es de derecho; y un poder así nadie puede tenerlo legalmente”.41
En consecuencia, “cualquiera que, en una posición de autoridad, excede el
poder que le ha dado la ley y hace uso de la fuerza que tiene bajo su mando
para imponer sobre los súbditos cosas que la ley no permita cesa en ese
momento de ser un magistrado, y, al estar actuando sin autoridad, puede
hacérsele frente igual que a cualquier hombre que por la fuerza invade los
derechos de otro”.42
En Locke, también puede hallarse un compromiso con la idea de que la
soberanía parte del pueblo y que debe existir una separación de poderes en
orden a su limitación, idea esta última que será desarrollada y apuntalada in
38 Ibíd., p. 43. 39 Ibíd., p. 212. 40 Ibíd., p. 213. 41 Ibíd., p. 196. 42 Ibíd., pp. 198-199.
14
extenso pocos años después por Montesquieu. No es ocioso recordar, acaso,
que la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano –deudora del
pensamiento de estos y otros hombres– estableció entre otras cosas que: “La
finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos
naturales e imprescriptibles del hombre” (artículo 2); “Lo que no está prohibido
por la ley no puede ser impedido. Nadie puede verse obligado a aquello que la
ley no ordena” (artículo 5); “Una sociedad en la que la garantía de los derechos
no está asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene
Constitución” (artículo 16).
***
Permítasenos dar un salto hacia tiempos más cercanos a los nuestros, para
terminar con esta pincelada sobre ideas que contribuyeron a dar forma a la
noción de Estado de Derecho. Y es que, a estas alturas, la evolución de la
conciencia humana sobre la importancia de sujetar el gobierno a la ley
continuaba resultando insuficiente para cumplir con su objetivo fundamental:
limitar el poder. De otra manera no puede interpretarse el esfuerzo de Friedrich
Hayek –ya en el siglo XX– por traer nuevamente a la superficie la importancia
de la libertad individual frente a, por un lado, el “Estado socialista” y, por el otro,
el “Estado de bienestar”, que representaban, cada uno a su manera,
precisamente la hipertrofia del poder estatal frente a la debilitada sociedad
civil.43
Hayek advirtió, en concreto, que “el concepto de Estado de Derecho se
confunde a veces con el requisito de la mera legalidad en todos los actos de
gobierno. El imperio de la ley presupone, desde luego, completa legalidad, pero
sin que ello sea suficiente. Si una ley concede al gobierno poder ilimitado para
actuar a su gusto y capricho, todas sus acciones serán legales, pero no
encajarán ciertamente dentro del Estado de Derecho. El Estado de Derecho,
43 “Se podría escribir una historia del ocaso de la supremacía de la Ley, de la desaparición del Rechtsstaat, siguiendo la introducción progresiva de aquellas vagas fórmulas en la legislación y la jurisprudencia y la creciente arbitrariedad e incertidumbre de las leyes y la judicatura, con su consiguiente degradación, que en estas circunstancias no pueden menos de ser un instrumento de la política”. Hayek, Friedrich. Camino de servidumbre. Madrid, Alianza Editorial, 2011, p. 140.
15
por tanto, es también más que el constitucionalismo y requiere que todas las
leyes se conformen con ciertos principios”.44
El avance de Hayek es significativo: el Estado de Derecho ya no tiene que ver
simplemente con el requisito formal del imperio de la ley, sino
fundamentalmente con reglas referidas a lo que las leyes deben ser. El Estado
de Derecho es reconocido ya no como meta jurídica formal, sino como ideal
político sustantivo. Ciertamente que los gérmenes de esta conclusión ya
estaban en los pensadores que le antecedieron, pero Hayek concentrará su
investigación especialmente en descubrir cuáles son esas reglas, para
exponerlas de una manera mucho más clara que la establecida por la doctrina
del derecho natural.
De manera sintética, es dable decir que la ley para Hayek debe tener carácter
general y abstracto;45 debe ser conocida y cierta;46 debe estar revestida de
igualdad formal,47 y debe siempre contemplar “el reconocimiento del derecho
inalienable del individuo, de los derechos inviolables del hombre”48. Y dado que
“sería humanamente imposible separar de modo efectivo la promulgación de
nuevas normas generales y su aplicación a casos particulares, a menos que
dichas funciones fueran realizadas por cuerpos o personas distintas”49, un
esquema de separación de poderes resulta intrínseco al ideal del Estado de
Derecho.
Sólo bajo el cumplimiento de estos requisitos, un sistema normativo puede
cumplir con el objetivo central que se halla en el corazón del ideal político del
Estado de Derecho: la limitación del poder político con miras a reforzar la
libertad individual. En efecto, allí donde la ley no se piensa como instrumento
44 Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad. Madrid, Unión Editorial, 2008, p. 282. 45 “Las normas generales y abstractas que constituyen las leyes en sentido sustantivo son, esencialmente, como hemos visto, medidas a largo plazo referentes a casos todavía desconocidos y carentes de referencia a personas, lugares u objetos particulares”. Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad, p. 287. 46 “El punto esencial es la posibilidad de predecir las decisiones de los tribunales”. Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad, p. 288. 47 “El Estado de Derecho requiere no solamente que el gobernante haga cumplir la ley a los otros y que tal función constituya auténtico monopolio, sino que actúe de acuerdo con la misma ley y, por lo tanto, esté limitado de la misma manera que una persona privada. El hecho de que las leyes se apliquen igualmente a todos, gobernantes incluidos, es lo que hace improbable la adopción de reglas opresivas”. Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad, p. 290. 48 Hayek, Friedrich. Camino de servidumbre, p. 148. 49 Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad, p. 291.
16
para la consecución de objetivos políticos particulares, sino como norma que
define los límites de acción de los individuos (“reglas de juego”) de manera lo
suficientemente abstracta y general como para que resulte imposible prever las
consecuencias particulares de su aplicación; allí donde los individuos tienen
conocimiento no sólo sobre lo que les es permitido y lo que no, sino también
sobre las consecuencias de infligir aquello que no se permite y, en función de
este conocimiento, trazar sus planes privados; allí donde los individuos son
tratados frente a la ley con igualdad, de modo que la lege –tal su denominación
en latín– no devenga en privi-lege – “privilegio” en latín– y por tanto, la
legislación no se constituya en un instrumento para beneficiar a unos y
perjudicar a otros; y allí, finalmente, donde distintos poderes tienen
separadamente la facultad de elaborar la ley, ejecutarla y llevar adelante
procesos de revisión judicial, puede concluirse que allí y sólo allí, el imperio de
la ley está al servicio de poner límites al poder político y no al servicio de
hipertrofiarlo bajo un maquillaje formalmente legalista.
La libertad era, para Hayek, una resultante del Estado de Derecho así
comprendido. La vieja disyunción libertad vs. ley no tiene sentido siempre que
esta última responda a los requisitos planteados. Montesquieu había concluido
algo parecido cuando sostuvo, con arreglo a su visión típicamente jurídica, que
“la libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten”.50 Hayek da
un paso más allá al aseverar:
la afirmación de que la ley nos hace libres tan sólo es cierta si por ley se entiende la norma general abstracta o bien cuando se habla de la ‘Ley en sentido material’, lo que difiere de la ley en el mero sentido formal por el carácter de las reglas y no por su origen. Una ‘Ley’ que contenga mandatos específicos, una orden denominada ‘Ley’ meramente porque emana de la autoridad legislativa, es el principal instrumento de opresión”.51
***
Hasta aquí este breve recorrido –recortado e incompleto sin lugar a dudas– por
la historia de las ideas políticas que dieron lugar al Estado de Derecho como
50 Montesquieu. El espíritu de las leyes. Libro XI. 51 Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad, p. 204.
17
ideal político. Ahora intentemos, a la luz de lo anterior, sintetizar en qué
consiste el Estado de Derecho.
Lo primero a concluir es que no todo Estado puede ser llamado Estado de
Derecho por el simple hecho de poseer un orden normativo positivo, como
pensaba Kelsen. Desde Cicerón a esta parte, sbemos que todo Estado (o res
publica) presupone a un pueblo enraizado en el derecho, y hoy sería imposible
encontrar un Estado carente de un orden jurídico dispuesto para articular la
vida social. Es por ello que deducir que todo Estado que gobierna a la sociedad
con arreglo al derecho es, por este simple motivo, un Estado de Derecho, sólo
puede conducirnos a perder el sentido profundo de tal categoría estatal. Más
razón tendríamos al decir, en cambio, que todo Estado de Derecho supone un
ordenamiento jurídico concreto, pero no todo Estado que mantenga un
ordenamiento jurídico concreto deviene sin más en Estado de Derecho.
En rigor, el Estado de Derecho no es tanto un entramado institucional, cuanto
un ideal político alimentado al calor de la historia, según hemos visto; en todo
caso, el entramado institucional es la forma de hacer efectivo el ideal; la
manera de ponerlo en práctica. Pero allí donde un Estado ordenado por el
derecho pierde de vista la idea nuclear del Estado de Derecho, sólo puede
degenerar su entramado institucional conduciendo a la hipertrofia del poder
estatal que es, precisamente, lo que el Estado de Derecho procura evitar.
Y aquí debemos ser bien claros: el valor último que subyace al ideal del Estado
de Derecho es el de la libertad individual que resulta de fijar límites estrictos al
poder político. Si el Estado fuese la fuente de toda la felicidad y el bien para la
humanidad, entonces la idea de limitar al Estado por medio del derecho no
tendría razón de ser. ¿Para qué querrían los hombres limitar, pues, semejante
instrumento concedido a su entero servicio? Es evidente que ni el Estado es la
fuente de toda la felicidad y el bien de la humanidad, ni ha sido siempre un
instrumento puesto al servicio del hombre. Al contrario, si los hombres han
pensado durante tantos siglos sobre la necesidad de poner frenos al Estado,
ello fue así precisamente por la opresión que a menudo este ejercía sobre
ellos. De ahí que sea lógico deducir que, en rigor, el hecho de poner límites al
Estado en virtud de la libertad es el sentido último del Estado de Derecho,
como ha quedado registrado en las ideas de los hombres que desde la
18
antigüedad hasta nuestros días –aun sin saberlo– han pensado el Estado de
Derecho, algunas de las cuales hemos mostrado en estas páginas.
En síntesis, podemos aseverar que al hablar de Estado de Derecho estamos
hablando más del derecho como límite del poder, que del derecho como
producto del poder. La verdad es que todo Estado, en virtud de su poder, es
capaz de establecer un orden jurídico, pero no todo Estado, en virtud del
respeto a la sociedad civil y su autonomía, es capaz de utilizar el derecho para
autoimponerse límites. En efecto, el poder que concibe a la ley como producto
de sí mismo y no como límite de su autoridad, tiene en sus manos la posibilidad
de formalizar legalmente cualquier atrocidad si así lo necesitara.52 No es lo
mismo, pues, Estado de Derecho que el derecho del Estado.
El problema fundamental que aparece ante nosotros consiste en saber cómo
limitar al Estado con arreglo al derecho, cuando el derecho es, al mismo
tiempo, un producto del Estado. En otras palabras: el Estado de Derecho está
resumido en la idea de configurar un orden gobernado por el derecho y no por
los hombres. El problema es que al derecho lo hacen, en puridad, los hombres,
con lo cual se hace necesaria una distinción entre un derecho legítimo de uno
ilegítimo, si en última instancia lo que queremos es seguir insistiendo en la
posibilidad de gobernarnos por principios que estén más allá del mero
decisionismo de los políticamente poderosos.
El tiempo y la experiencia han mostrado a los hombres que la ley positiva, por
sí misma, no es garantía de libertad y, al contrario, puede constituirse en un
instrumento opresivo más o menos disimulado y legitimado. Decir que un
ciudadano es libre dentro del espacio contemplado por el derecho, nada nos
dice sobre las dimensiones concretas de ese espacio y, por tanto, nada nos
dice sobre la libertad en sí. Benjamín Constant respondía a la visión jurídica de
la libertad que mantenía Montesquieu, esgrimiendo que “no hay duda de que
no existe libertad cuando las personas no pueden hacer todo lo que las leyes
les permiten hacer, pero las leyes pueden prohibir muchas cosas hasta abolir
52 Ejemplos históricos al respecto sobran, y quizás el más elocuente y conocido por todos sea el del régimen nacional-socialista que, en función de una visión estrictamente positivista, cabría concluir que llevó adelante su genocidio de “forma legal” porque dispuso las leyes para que permitieran sus matanzas.
19
totalmente la libertad”.53 ¿Cuál fue la función del derecho divino y del derecho
natural, si no la de poner límites a la ley humana? ¿Cuál es en nuestros
tiempos la función del constitucionalismo, si no la de sujetar los poderes
constituidos y las normas jurídicas que de ellos emanan a un conjunto de
principios inalienables? Va de suyo que la mejor forma para defender las
libertades individuales es, en efecto, incluyéndolas en una Constitución de la
cual dependa el resto del ordenamiento jurídico. Y al respecto no hay que
soslayar que fue precisamente la Constitución la que sustituyó la función de
limitar la ley humana que tomaron principalmente las ideas del derecho divino,
el derecho natural y el consuetudinario durante los periodos de la Grecia
clásica, la República romana y la Edad Media.
Si el sentido último del Estado de Derecho –como hemos visto– estriba en la
libertad frente al poder político, y la ley puede ser ciertamente dañosa para la
libertad, parece lógico concluir que ningún Estado que se base en una
legislación contraria a las libertades fundamentales pueda ser reconocido como
“Estado de Derecho”. ¿Cómo protegerse entonces de la posibilidad de caer
bajo el imperio de una ley que atente contra la libertad de los hombres? La
respuesta a esta pregunta debería llevarnos a entrever los elementos
necesarios para contemplar una ley que, sometiendo bajo su imperio a todos
los hombres en un marco social, sea propia de un verdadero Estado de
Derecho.
Lo primero a destacar es la importancia vital de un sistema constitucional capaz
de conservar las libertades fundamentales y protegerlas de la actividad
legisladora del Estado. Con libertades fundamentales queremos significar
libertades de carácter negativo, esto es libertades cuya realización no implica la
violación de los derechos de los demás, sino que, al contrario, son aquellas que
establecen una dimensión de autonomía individual que protege al hombre de la
coacción externa arbitraria. Nos referimos a las “libertades de los modernos”,
así llamadas por Constant.54 Guillermo Lousteau ha anotado precisamente que
53 Citado en Tamanaha, Brian. Op. cit., pos. 962. 54 Ver Constant, Benjamin. Op. cit.
20
“la idea sustantiva de la supremacía de la Constitución es la limitación de las
facultades del Estado, que representa a mayorías circunstanciales”.55
La protección de las libertades fundamentales nos conduce rápidamente al
segundo requisito, la noción de “igualdad ante la Ley”, pues aquellas sólo
pueden ser efectivas cuando todos los hombres son tratados como iguales ante
el ordenamiento jurídico estatal, haciendo de la ley una lege y no privi-lege. A
este tipo de igualdad, llamada comúnmente igualdad formal, se contrapone otro
tipo de igualdad mucho más atractiva pero peligrosa para el Estado de
Derecho, que ha sido característica principalmente de las corrientes marxistas
y las variopintas izquierdas: la igualdad material. Y aquí el razonamiento es
otro: los hombres son iguales en los aspectos más generales que dan lugar a
una visión formal de la igualdad, pero deben ser iguales también en los
aspectos más particulares, lo que conduce al igualitarismo material. Tal
supuesto transforma la igualdad ante la ley en una “igualdad a través de la
Ley”, lo cual constituye un principio diametralmente opuesto al primero. En
efecto, para hacer iguales a los distintos hay que tratarlos de manera
necesariamente desigual. Y dado que las necesidades bajo las cuales cabe
advertir la desigualdad resultan ilimitadas, el poder que ha de intentar la
igualación ha de ser igualmente ilimitado, destruyendo a la postre el Estado de
Derecho. El resultado esperable es una creciente centralización de los asuntos
sociales por parte del Estado como organismo coactivo que buscará dirigir la
infinidad de particularidades en orden a igualarlas, en desmedro de la
autonomía de la sociedad civil.
Esto último nos da pie para establecer nuestro tercer requisito, subrayando que
las leyes del ordenamiento jurídico deben ser de carácter general, abstracto y
cierto, haciendo de aquel un simple marco de “reglas de juego” que de ninguna
manera puede pensarse para dirigir objetivos o intereses particulares sino que,
en virtud precisamente de su abstracción y generalidad, resulte imposible
determinar a quién beneficiará concretamente la legislación al modo,
insistimos, de cualquier juego que se precie de imparcial. No nos explayaremos
55 Lousteau, Guillermo. Democracia y control de constitucionalidad. Los fundamentos filosóficos de la Judicial Review. Miami, InterAmerican Institute for Democracy, 2009, p. 39.
21
más al respecto, puesto que ya lo hemos hecho antes al revisar el pensamiento
de Hayek.
Finalmente, un cuarto requisito para la existencia de un Estado de Derecho
estriba en la separación de poderes. Ello así no solamente porque la misma
división del poder conlleva una reducción de su magnitud y un límite a todas
luces evidente, sino también porque se hace necesario contar con un poder
que, siendo independiente de aquel que crea la ley y aquel que ejecuta la
administración del gobierno, controle la propia legalidad tanto del uno como del
otro, constituyéndose así en el guardián de la Constitución, es decir de las
libertades fundamentales que se establecieron para proteger a los individuos
del poder del Estado. En efecto, la revisión constitucional de las acciones del
Estado sería imposible de no estar asegurada una independencia efectiva entre
los poderes.56
Llegados a esta instancia, intentemos un listado de requisitos mínimos: a)
libertades fundamentales reconocidas por una constitución que sujete la futura
producción legislativa en lugar de una voluntad legisladora ilimitada; b) igualdad
ante la ley en lugar de “igualdad a través de la ley”; c) leyes abstractas,
generales y ciertas, en lugar de mandatos particulares con vistas a perjudicar o
beneficiar a distintas categorías de ciudadanos en desmedro de otros; d)
división de poderes en lugar de una concentración del poder.
Bajo estos cuatro requisitos, el derecho pasa a funcionar como una guía que
colma las expectativas sociales del individuo, haciéndolo capaz de prever qué
podrá hacer no sólo él con respecto de los demás, sino los demás con respecto
de él y, a la postre, facilitar sus planes de vida con el indispensable elemento
de la previsión de sus acciones.57 Pero, además de este aspecto más o menos
utilitario, es dable remarcar que, bajo un ordenamiento jurídico que contemple
tales requisitos, el individuo podrá mantener una considerable esfera de
autonomía y la sociedad civil podrá florecer, frente a un Estado que será
56 Debemos aclarar que la revisión de constitucionalidad no es función exclusiva del Poder Judicial. En el “sistema continental” típicamente francés, el control de constitucionalidad se ha estructurado de otra manera. Al respecto, una buena comparación entre Estados Unidos y Francia en esta materia, lo ofrece Guillermo Lousteau en op. cit. 57 “Las leyes sirven o deberían servir para ayudar a los individuos a formar planes de acción cuya ejecución tenga probabilidades de éxito”. Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad, p. 207.
22
reconocido más como un garante de la libertad que como un instrumento de
opresión: tal Estado será denominado, con toda razón, “Estado de Derecho”.
III. El populismo al asalto del Estado de Derecho
Si algo ha demostrado la vuelta del populismo a América Latina, eso es que las
tesis optimistas –primero con Daniel Bell y su “fin de las ideologías”58, y luego
con Francis Fukuyama y su “fin de la historia”59– han sido muy poco acertadas,
al menos en lo que respecta a la realidad de nuestra región.
En efecto, lo cierto es que tras la caída del Muro de Berlín y el derrumbe del
comunismo a finales del siglo XX, los enemigos de la libertad en América
Latina, lejos de hundirse junto a este fracaso de dimensiones globales, lograron
reestructurarse en derredor de renovadas concepciones ideológicas y
aggiornados lineamientos estratégicos. A tal maniobra se la bautizó como
“socialismo del siglo XXI”, que sería, estrictamente hablando, un socialismo de
raigambre populista. El propio Ernesto Laclau –a quien en breve nos
referiremos con mayor detenimiento– ha admitido que “el marxismo moderno,
en su giro hacia el ‘joven Marx’, ha pasado a ser populista”.60
Así pues, el populismo se impone en nuestra región como la forma de
construcción política que eligen hoy los totalitarios de ayer. No son mera
casualidad el renovado interés académico en torno al populismo y el frecuente
uso del vocablo en cuestión en el discurso periodístico. El retorno del
populismo –históricamente asociado a gobiernos de mitad del siglo pasado y,
en el caso de los Estados Unidos y Rusia, vinculado al siglo XIX– aunque suene
desconcertante, es un signo del nuevo milenio para América Latina. En esta
parte nos dedicaremos a desentrañar la lógica populista y contrastarla con el
ideal del Estado de Derecho explorado en el apartado anterior.
58 “[…] la ideología, que antes fue el camino de la acción, ha venido a ser un término muerto […] la era de las ideologías ha concluido”. Bell, Daniel. El fin de las ideologías. Madrid, Editorial Tecnos, 1964, pp. 542-547. 59 Francis Fukuyama, con su best-seller El fin de la historia y el hombre nuevo, ilustró el sentimiento compartido por los sectores liberales tras la derrota del comunismo: el mundo había arribado al fin de la historia, “la última y definitiva forma de gobierno humano”, en palabras de Fukuyama. Una buena crítica liberal a esta tesis puede encontrarse en Novillo Corvalán, Sofanor. “El liberalismo” en Juárez Centeno, Carlos Alfredo; Bonetto de Scandogliero, María Susana (comps.). La ideología contemporánea. Córdoba, Advocatus, 1992. 60 Laclau, Ernesto. La razón populista. Buenos Aires, FCE, 2013, p. 22.
23
***
El populismo es una categoría política que no ha sido fácil de conceptualizar ni
antes ni ahora. Los esfuerzos por determinar su sentido, a partir de estudios
históricos y empíricos, han sido tan numerosos como tan poco satisfactorias
sus conclusiones.61 La avalancha de excepciones, particularidades y
contrasentidos que surgen del análisis de los casos de populismo que,
iniciando generalmente con las experiencias de los Estados Unidos y Rusia de
la segunda mitad del siglo XIX, pasando por los casos de populismo
latinoamericano de mediados del siglo XX, hasta llegar a los actuales
populismos de principios del siglo XXI, ponen de manifiesto que los intentos por
establecer aquello que resulta definitorio del populismo no es lo que, a menudo,
de manera reduccionista, pretendemos presentar como lo esencial del
populismo. Iniciemos nuestro análisis preguntándonos, pues, qué no es el
populismo, para luego dar un paso hacia lo que es el populismo.
El populismo no constituye, como a menudo el periodismo político confunde, un
sistema de ideas como lo son el marxismo, el liberalismo, el socialismo o el
anarquismo. En los primeros estudios sobre el fenómeno, ya puede advertirse
una conciencia sobre la falta de sistematicidad y coherencia que afecta a los
populismos. “Su ideología es imprecisa, y toda tentativa por definirla suscita
escarnio y hostilidad”62 advertía Wiles en los años sesenta. En Bobbio y
Matteucci, encontramos una noción similar, con el mismo grado de vaguedad:
“El populismo no es una doctrina precisa sino un ‘síndrome’. En efecto, al
populismo no corresponde una elaboración teórica orgánica y sistemática”.63
Más preciso sería decir que el populismo constituye una categoría ontológica y
no óntica: una manera de articular contenidos políticos al margen de su
naturaleza.
61 En la década de 1960, Andrzej Walicki, experto en el populismo ruso, confesaba: “No me siento competente para afirmar si es posible o no elaborar una definición del populismo que abarque todas las ideologías y movimientos, de distintos lugares del mundo, que por algún motivo han sido designados con ese nombre”. “Rusia”. En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest. Populismo. Sus significados y características nacionales. Buenos Aires, Amorrortu, 1970, p. 120. 62 Wiles, Peter. “Un síndrome, no una doctrina: algunas tesis elementales sobre el populismo”. En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest. Op. cit., p. 204. 63 Bobbio, Norberto. Matteucci, Nicola. Diccionario de política. L-Z. México, Siglo XXI, 1986, p. 1281.
24
Otra gran confusión respecto del populismo deviene de una caracterización
economicista que promueve su interpretación en términos de un programa
económico específico, signado por una intromisión exacerbada del Estado en el
mercado, como algunos autores han entendido.64 Pero describir al populismo
en estos términos no nos permite diferenciarlo, por ejemplo, del llamado Estado
de bienestar, que no necesariamente es populista. El hecho de que, en
general, los populismos hayan sido dirigistas, no parece por sí solo suficiente
como para configurar una definición de populismo lo acabadamente sólida
como para resultar diferente de otras categorías políticas.
En tercer término, el populismo tampoco es un fenómeno político anclado
históricamente en una determinada época –la del paso de la sociedad
preindustrial a la industrial– como lo entendieron, entre otros, Gino Germani y
Torcuato Di Tella, y la mejor prueba de ello es que nos sirve –y de hecho la
utilizamos– como categoría útil para describir fenómenos políticos actuales en
tiempos que algunos han bautizado como los de la era postindustrial. Ello así,
vale aclarar, no sólo en el marco Latinoamericano, sino en los más variados
rincones del mundo.65
Si el populismo no es un sistema de ideas, ni un plan económico ni un
momento histórico, ¿entonces qué es? La mejor respuesta ha provenido de la
“teoría del discurso” y, más concretamente, del pensamiento de Ernesto
Laclau, un postmarxista encantado con el populismo, quien ha desechado
todos los intentos por hallar el “contenido” populista para explorar, en cambio,
la “lógica populista”:66
Podríamos decir que un movimiento no es populista porque en su política o ideología presenta contenidos reales identificables como
64 Puede verse un ejemplo en Szewach, Enrique. La trampa populista. Riesgos de una economía a corto plazo. Buenos Aires, Ediciones B, 2011. Véase también Dornusch, Radiger; Edwards, Sebastián. Macroeconomía del populismo en América Latina. Buenos Aires, FCE, 1992. 65 Chantal Mouffe ha investigado recientemente sobre el “populismo de derecha” europeo; Glenn Bowman lo ha hecho respecto de Palestina y la “ex Yugoslavia”; David Laycock ha aplicado la categoría al caso de Canadá; David Howart ha realizado lo propio con Sudáfrica, etcétera. 66 Angus Stewart ya había avanzado bastante en esta dirección cuando anotó que “La unidad del populismo no reside en la unidad de contenido de los «programas» de los diversos movimientos que llevan ese nombre […]. La unidad que el populismo es se encuentra […] no en los pormenores de una serie de situaciones específicas, sino en la pauta recurrente de un tipo ideal de relación social”. “Las raíces sociales”. En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest. Op. cit., p. 221.
25
populistas, sino porque muestra una determinada lógica de articulación de esos contenidos –cualesquiera sean estos últimos–.67
Así pues, concluye Laclau que “el populismo es, simplemente, un modo de
construir lo político”.68
El punto de partida de la teoría laclauniana, esto es, su unidad de análisis
fundamental, es la noción de demanda. En efecto, las demandas pueden ser
subsumidas institucionalmente por la administración gubernamental o no: en el
primer caso, tendremos una satisfacción puntual de la demanda que supone
una lógica de la diferencia, pues las demandas son tratadas aisladamente las
unas respecto de las otras; en el segundo caso, cuando tenemos un conjunto
de demandas que no pueden ser absorbidas por el Estado, ellas pueden
comenzar a reagruparse sobre una base negativa, es decir sobre su
denominador común que no está dado por una coincidencia de contenidos sino
por una coincidencia de situación: la insatisfacción institucional. En esta
instancia opera una lógica de la equivalencia, toda vez que las demandas
particulares comienzan a identificarse entre sí a partir de lo que les falta.
El populismo comienza a gestarse, por lo tanto, cuando grupos con demandas
de hecho diferentes e insatisfechas empiezan a articularse de modo tal que
configuran entre sí una dimensión equivalente que les otorga una subjetividad
social más amplia. En palabras de Laclau:
Tenemos dos formas de construcción de lo social: o bien mediante la afirmación de la particularidad […], cuyos únicos lazos con otras particularidades son de una naturaleza diferencial, o bien mediante una claudicación parcial de la particularidad, destacando lo que todas las particularidades tienen, equivalentemente, en común. La segunda manera de construcción de lo social implica el trazado de una frontera antagónica; la primera, no.69
Arribamos así a un punto clave: la articulación populista supone una lógica
dicotomizante: la constitución del sujeto ‘pueblo’ como depositario de todas las
virtudes cívicas sólo es posible a partir de la constitución del ‘antipueblo’,
67 Laclau, Ernesto. “Populismo: ¿Qué nos dice el nombre?”. En Panizza, Francisco (comp.). El populismo como espejo de la democracia. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009, p. 52. 68 Laclau, Ernesto. La razón populista, p. 11. 69 Ídem., pp. 103-104.
26
trazando con ello la frontera antagónica que postula Laclau como precondición
del populismo.
Un denominador común que, por lo general, aparece en los primeros estudios
sobre el populismo basados en casos históricos, es precisamente el de la
formación de la propia identidad como negación de un otro. A Hofstadter,
estudioso del caso norteamericano, le llamaba la atención por ejemplo “la
división de la sociedad en dos partes: por un lado ‘el pueblo’ que trabajaba para
vivir, por el otro los intereses creados, que no lo hacían”.70 Minogue, sobre el
populismo ruso, destacaba que este hizo “gran hincapié sobre el ‘pueblo’ como
el conjunto de oprimidos agentes de los futuros cambios”.71 Hennessy, sobre el
caso latinoamericano, aseveraba que el populismo “postula un ‘pueblo’
unificado […] contra los imperialistas de afuera y los lacayos de adentro –los
‘vendepatrias’–“.72 La pregunta ineludible es: ¿a qué llama ‘pueblo’ entonces el
populismo?
Digamos que hay, al menos, dos maneras de conceptualizar al pueblo: el
pueblo como “los de abajo” (plebs) y el pueblo como el conjunto de la
ciudadanía (populus); mientras esta última acepción procura ser inclusiva,
aquella se caracteriza por ser exclusiva. Los procesos de democratización, que
supusieron un traslado de la soberanía al ‘pueblo’, configuraron una
concepción amplia de ‘pueblo’ que daba un nuevo sentido a la pregunta sobre
el origen del poder que nos rige. El pueblo no era algo distinto de la sociedad
civil y política de un país: el pueblo bajo la democracia somos todos.
Al populismo no le corresponde una visión democrática del pueblo; al contrario,
lo que construye es un ‘pueblo’ excluyente e ilusoriamente homogéneo,
respondiendo a una pulsión tribal de sociedades cerradas en sí mismas. En
efecto, es condición del populismo –siguiendo la teoría laclauniana– el hecho
de “la dicotomización del espacio social mediante la creación de una frontera
interna” que sólo puede lograrse mediante la identificación de aquello que se
encuentra por fuera de los márgenes del pueblo: “no hay populismo sin una
70 Hofstadter, Richard. “Estados Unidos”. En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest. Op. cit., p. 26. 71 Minogue, Kenneth. “El populismo como movimiento político”. En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest. Op. cit., p. 241. 72 Hennessy, Alistair. “América Latina”. En Ionescu, Ghita; Gellner, Ernest. Op. cit., p. 42.
27
construcción discursiva del enemigo”,73 concluye Laclau, apoyándose en la
concepción de la política como una dicotomía amigo/enemigo teorizada por el
jurista nacional-socialista Carl Schmitt.74
Así, el populismo niega la pluralidad que caracteriza a las sociedades
modernas, y la disidencia y la oposición que presupone la democracia liberal.
En palabras de Juan José Sebreli:
El populismo no es políticamente neutro ni flota en el aire, rechaza a la democracia como una idea extranjerizante y cosmopolita ajena a la idiosincrasia nacional, y también al liberalismo pluralista porque disgregaría la unidad de la nación y del pueblo.75
Laclau admite que el ‘pueblo’ del populismo “es algo menos que la totalidad de
los miembros de la comunidad: es un componente parcial que aspira, sin
embargo, a ser concebido como la única totalidad legítima”.76 El pueblo, que
pretende ser algo compacto y homogéneo, para erigir su identidad precisa de
una enemistad con una fracción que permanezca fuera de la presunta unidad,77
condenada a la ilegitimidad y el ostracismo.78 De ahí que la igualdad ante la
ley, constitutiva todo Estado de Derecho como hemos visto, resulte siempre
amenazada bajo experimentos populistas. Pues lo cierto es que, para
resguardar la libertad –tal el fin del Estado de Derecho–, no ha de reconocerse
la unidad, sino la pluralidad; no ha de promoverse la enemistad, sino la
tolerancia; no ha de pregonarse una imposible homogeneidad absoluta, sino
que ha de admitirse la heterogeneidad que caracteriza a las sociedades
abiertas.
73 Laclau, Ernesto. “Populismo: ¿Qué nos dice el nombre?”. Op. cit., p. 52. 74 “La específica distinción política a la cual es posible referir las acciones y los motivos políticos es la distinción de amigo [Freund] y enemigo [Freind]”. Schmitt, Carl. El concepto de lo “político”. México, Folio Ediciones, 1985, p. 23. La izquierda populista ha encontrado en Schmitt un enemigo de la democracia liberal, del sistema republicano y del parlamentarismo. Schmitt fue, además, el gran teórico del decisionismo, concepción completamente opuesta al ideal del Estado de Derecho. 75 Sebreli, Juan José. El malestar de la política. Buenos Aires, Sudamericana, 2011, pp. 360-361. 76 Laclau, Ernesto. La razón populista, pp. 107-108. 77 Como enseña Hans Kelsen: “Sólo puede considerársele como unidad en sentido normativo, pues la unidad del pueblo como coincidencia de los pensamientos, sentimientos y voluntades y como solidaridad de intereses, es un postulado ético-político afirmado por la ideología nacional o estatal mediante una ficción […] la unidad del pueblo es sólo una realidad jurídica”. Esencia y valor de la democracia. México, Ediciones Coyoacán, 2005, p. 30 78 Agrega Laclau: “[…] es mediante la demonización de un sector de la población que una sociedad alcanza un sentido de su propia cohesión”. La razón populista, p. 94.
28
El populismo construye al pueblo sobre la base de premisas organicistas que
subordinan al individuo a aquella entidad mítica superior. El pueblo sería, como
en las concepciones románticas e irracionalistas,79 comparable a un organismo
corporal y psíquico concreto del cual los individuos –no todos, sino
simplemente algunos– serían sus partes; quienes se encuentran por fuera de
los márgenes populares aparecen, al contrario, como una infección que impide
la plenitud del cuerpo populista. De tal suerte que la interpelación al ‘pueblo’
como un todo sin discontinuidades (la infección es externa a él) sea un rasgo
característico del discurso populista. Pero, como dice Sebreli, la verdad es que
el pueblo “no tiene las características de una persona, carece de órganos de
los sentidos, de mente; no puede, por lo tanto, emitir sentimientos,
pensamientos, ni voliciones; estas son propiedades del individuo”.80 En
consecuencia, la reificación del pueblo pone en jaque la libertad del individuo,
ya sea que esté dentro o fuera, pues desvanece su autonomía en favor de un
inexistente “organismo colectivo” que pasa a identificarse, más pronto que
tarde, con su “espíritu”: el Estado.
El populismo va borrando, así, con distintos grados de velocidad, los contornos
de la sociedad civil que ha sido, como ya hemos visto, rasgo distintivo del ideal
del Estado de Derecho como configuración política que despolitiza un conjunto
sustantivo de relaciones sociales. No es ocioso recordar que para Bobbio “se
entiende por ‘sociedad civil’ la esfera de las relaciones sociales que no está
regulada por el Estado”81, y para Barbará el precepto de la autonomía de la
voluntad sobre el cual se ha edificado el Estado de Derecho constituye “el
fundamento de la diferenciación entre el Estado y la sociedad”.82
***
79 Herder, uno de los precursores del romanticismo alemán, hablaba de Volkgeist (espíritu del pueblo) y entendía en clave organicista que el volk (pueblo) es una “planta de la Naturaleza”. 80 Sebreli, Juan José. El asedio a la modernidad. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1995, p. 170. 81 Bobbio, Norberto. Estado, gobierno y sociedad. México, Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 39. 82 Barbará, Jorge. Op. cit., p. 148.
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La otra cara del culto al pueblo es el culto al líder que lo encarna e interpreta.83
Aleardo Laría sostiene que “esta visión del pueblo como un cuerpo unido puede
explicar el apoyo a un liderazgo fuerte en una persona carismática que esté
disponible para personificar los intereses de la nación”.84 Es paradójico que,
aunque niega la centralidad de los individuos, el populismo acabe por identificar
al pueblo con una única individualidad: el líder. En efecto, no hay populismo sin
aquello que Max Weber denominó mistagogos: personas a las que se les
atribuyen poderes mágicos; en este caso, el poder de interpretar y conducir al
pueblo. Lo curioso es que, en la sociedad postindustrial, de increíbles avances
tecnológicos y comunicacionales, de una laicización creciente de la vida, los
artilugios mágicos retornan en el discurso político del populismo en boca de
líderes mesiánicos –cuyo estilo retórico se asemeja al de los predicadores
religiosos85– que apelan a hacer de la política una maniquea cruzada entre el
bien y el mal, encarnados por el ‘pueblo’ y el ‘antipueblo’ respectivamente. El
populismo, después de todo, parece ser una forma de religiosidad profana que
contradice el “desencantamiento del mundo” weberiano.
Los primeros estudios sobre populismo identificaron como rasgo estable la
formación discursiva de un pueblo excluyente, y también llamaron la atención
sobre el papel ineludible del liderazgo carismático bajo todo fenómeno
populista. “El populismo tiende a arrojar a los grandes líderes a un contacto
místico con las masas”86 determinaba Wiles a mediados del siglo pasado. Más
acá en el tiempo, Panizza ha anotado que “es principalmente la relación entre
el líder y sus seguidores lo que otorga a la política populista su modo distintivo
de identificación”.87 Pero la pregunta inevitable es: ¿Por qué? Volvamos
rápidamente a Laclau para proponer una respuesta.
83 Perón sentenciaba: “Para conducir un pueblo la primera condición es que uno haya salido del pueblo, que sienta y piense como el pueblo”. Hugo Chávez aseveraba: “Soy un poco de todos ustedes”. 84 Laría, Aleardo. La religión populista. Una crítica al populismo posmarxista. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 2011, p. 394. 85 Eva Perón, en su libro La razón de mi vida, anotó: “Muchos hombres reunidos, en vez de ser millares de almas separadas, son más bien una sola alma. Para que esa alma se manifieste es necesario que el conductor tenga la sensibilidad suficiente como para poder oír las voces del alma gigantesca de la multitud. Es necesario para eso poseer un alma extraordinaria para ser conductor”. Se refería, claro, a su esposo. 86 Wiles, Peter. Op. cit., p. 204. 87 Panizza, Francisco. Op. cit., p. 33.
30
Como ya vimos, el populismo depende de un proceso de constitución
discursiva de una cadena equivalencial que gradualmente anida demandas
particulares que, en el marco de este proceso, pasan a representar algo más
que ellas mismas. Dicha cadena es consolidada a partir de un elemento que le
otorga coherencia y la significa como totalidad; tal elemento es denominado por
Laclau como “significante vacío”; esto, para ponerlo en forma por demás
resumida, consiste en un significante que condensa la identidad popular,
representando en él la totalidad de la cadena equivalencial. El discurso
populista no implica, pues, la expresión de un pueblo sino su construcción.88 Y
la construcción del pueblo populista –es decir la fijación de la cadena
equivalencial edificada a partir de una enemistad y condensada a través de
significantes que representan la cadena como totalidad– no puede darse como
un proceso espontáneo, sino a cargo de alguien bien concreto: el líder
populista. Laclau admite que “este proceso llega a un punto en que la función
homogeneizante es llevada a cabo por un nombre propio: el nombre del
líder”.89
En consecuencia, el líder populista instituye un marco simbólico que representa
la unidad de demandas y consolida la nueva subjetividad bajo su propia figura.
Y es que su misión se supone por demás “trascendental”: consiste en hacer del
plebs un populus o, lo que es lo mismo, consiste en totalizar como pueblo a lo
que, realmente, constituye una parcialidad dentro de un espacio comunal
‘infectado’ por el ‘antipueblo’. Esta presunta trascendencia hace de las
instituciones un incómodo límite a remover, y es así que el líder populista se
adjudica una libertad de acción en su cargo que colisiona con la necesidad de
limitar el poder, propia de todo Estado de Derecho. En efecto, bajo el dominio
del populismo, la que se impone es la soberanía del líder90 y no la del derecho,
con arreglo a un poder legislativo que se torna sumiso y hace las veces de una
insulsa escribanía del poder ejecutivo. Y tanto es así, que cuando el poder
legislativo no responde como el líder quisiera, este termina legislando a través
88 Minogue se extrañaba respecto del populismo norteamericano del siglo XIX diciendo que este “no poseía ideología en ninguno de los sentidos válidos del término, sino una retórica”. Op. cit., p. 255. 89 Laclau, Ernesto. “Populismo: ¿Qué nos dice el nombre?”. Op. cit., p. 60. 90 Puede pensarse como ejemplo contemporáneo al líder populista Hugo Chávez expropiando indiscriminada y sistemáticamente ante las cámaras de televisión.
31
de decretos de necesidad y urgencia.91 Los checks and balances propios del
sistema republicano que robustecen al Estado de Derecho quedan, por cierto,
desmantelados en el camino.
Al identificarse radicalmente con el pueblo, el líder populista se dispone a
conducirlo a través de un Estado en constante expansión que poco a poco
borra –como en el totalitarismo, aunque no necesariamente en el mismo
grado– las fronteras que lo separan de la sociedad civil, invadiendo
permanentemente esferas privadas. Es por ello que el populismo
necesariamente es estatista, aunque no todo estatismo es necesariamente
populista. Si en la época del absolutismo Luis XIV podía aseverar “el Estado
soy yo”, el líder populista hoy podría proclamar “el pueblo soy yo, y el Estado
es mío”, noción que ubicaríamos sin mucho esfuerzo en las antípodas del ideal
del Estado de Derecho.
El populismo hace de la política, como vimos, una cruzada del bien que
representa el pueblo contra el mal que representan quienes quedan excluidos
de la frontera popular. No debe extrañar, entonces, que el populismo termine
por afectar las libertades políticas. Sebreli ha anotado al respecto que
la relación amigo-enemigo es antidemocrática y aun apolítica porque impide los consensos, las alianzas o las coaliciones, esenciales a toda política; no existen adversarios con lo que se debe debatir y aun negociar, sino enemigos a los que hay que derrotar y, si es necesario, aniquilar.92
La célebre frase “Al enemigo, ni justicia” de Perón es ilustrativa de ello. El
enemigo –ubicado dentro del mismo espacio comunal que el pueblo,
impidiendo así la plenitud popular,93 al mismo tiempo que, paradójicamente, le
otorga sentido– no es merecedor de nada; ni siquiera de un igual trato frente a
la ley respecto de aquellos que se encuentran dentro del campo popular. Más
aún: la ley debe convertirse en un dispositivo a favor del ‘pueblo’ y contrario al
91 Un ejemplo ilustrativo lo brindó Néstor Kirchner, inequívocamente populista, que firmó durante su presidencia (2003-2007) un total de 270 decretos de presunta urgencia, es decir, un promedio de cinco por mes. Recordemos al respecto lo que decía Aristóteles: “La demagogia, en que todo se decide por decretos, no es una verdadera democracia, porque el decreto no puede estatuir sino en los casos particulares”. Op. cit., p. 160. 92 Sebreli, Juan José. El malestar de la política, p. 219. 93 “Aprista por siempre adelante, aprista debemos luchar. La oligarquía finalmente será derrotada, y habrá felicidad en nuestra patria”, reza una canción popular del APRA de Perú.
32
‘antipueblo’ que, en consecuencia, deja de ser general y abstracta, tal los
requisitos de la normativa inherente al Estado de Derecho que ya hemos visto.
Bajo el populismo, opera una lógica que identifica al pueblo con el líder y al
líder con el Estado; este último se transforma así en posesión del líder
populista y los recursos públicos devienen en recursos personales. De tal
suerte que el clientelismo sea una derivación del populismo pero no, como se
ha confundido en análisis reduccionistas, su esencia misma. Hay clientelismo
cuando la asistencia estatal es presentada como el fruto de una decisión
personal del líder populista: es él quien gentilmente ofrece sus bienes a los
necesitados, a cambio de apoyo político, por supuesto.94 Y dado que el líder
populista está llamado a llevar adelante una misión de proporciones
monumentales que requiere de plazos indefinidos –pues la misma misión es
indefinible en términos concretos–, los populismos suelen promover la
perpetuación del líder en el poder y evitan la alternancia republicana. De ahí
que las relaciones clientelares constituyan un rasgo tan resaltable del
populismo, y que las caprichosas reformas constitucionales en orden a
posibilitar reelecciones indefinidas hayan sido características en los gobiernos
populistas regionales contemporáneos. El resultado es bien claro: la
Constitución, como instrumento elemental de un Estado de Derecho que
procure consagrar principios fundamentales que limiten la legislación ordinaria,
deviene en un material desechable y reconfigurable en virtud de los intereses
de la persona del líder y su perpetuación en el poder.
Finalmente, dado que nadie debe rendir cuentas de lo que es de su
pertenencia, el líder populista se pone al margen de los controles que dan
eficacia al Estado de Derecho. La exacerbación de la corrupción que suele
darse en gobiernos populistas obedece precisamente al debilitamiento de las
instituciones del Estado de Derecho: el líder populista no sólo está por encima
de la Ley, sino que pretender ser la Ley. Sucede que, para el populismo, las
instituciones sólo estropean la relación pretendidamente directa que es capaz
94 Un ejemplo arquetípico de esto lo constituyó la Fundación de Ayuda Social María Eva Duarte de Perón cuyo origen privado se contradecía con el origen de sus fondos. Los formularios de petición de ayuda social consistían en cartas personales dirigidas a la propia Eva Perón, como si los recursos salieran de sus propios bolsillos.
33
de establecer el líder con el pueblo.95 Pero dado que el pueblo no es nunca una
entidad homogénea –como pretende el populismo– sino profundamente
compleja, discontinua y altamente volátil, un hombre o incluso un conjunto de
hombres jamás podrían establecer una relación directa con el pueblo, ni mucho
menos conocerlo, como el líder carismático pretende que conoce. Y como
pretende que conoce, también pretende que es capaz de pergeñar un orden
deliberado, más o menos centralizado, al modo de la ingeniería social que
caracterizó al racionalismo francés, aunque esta vez no basado en la
entronización de la razón humana, sino más bien en un componente afectivo
que habitaría en el líder y lo haría capaz de conducir, casi instintivamente, al
pueblo en la senda de un “bien común” nunca definido ni definible.
IV. Conclusión
Este ensayo ha pretendido mostrar, en primer término, que la búsqueda de
libertad ha estado en el núcleo del proceso histórico bajo el cual se configuró
gradualmente el ideal del Estado de Derecho; precisamente por ello, hemos
afirmado que la libertad es el fin privilegiado del Estado de Derecho.
Dicha conclusión nos llevó a comprender que el Estado de Derecho precisa de
una serie de requisitos mínimos para ponerse a disposición efectiva del fin al
cual sirve. Tales requisitos son: a) libertades fundamentales reconocidas por
una constitución que sujete la futura producción legislativa en lugar de una
voluntad legisladora ilimitada; b) igualdad ante la ley en lugar de “igualdad a
través de la ley”; c) leyes abstractas, generales y ciertas, en lugar de mandatos
particulares con vistas a beneficiar o perjudicar a distintas categorías de
ciudadanos en desmedro de otros; d) división de poderes en lugar de una
concentración del poder.
En un segundo momento, nuestros esfuerzos se concentraron en desentrañar
aquello que caracteriza a la “lógica populista”, explorando los avances que ha
hecho sobre el populismo la llamada “teoría del discurso” y, fundamentalmente,
el filósofo postmarxista Ernesto Laclau, líder de una sustantiva corriente
académica defensora del populismo. Es así como, con arreglo a la propia teoría
laclauniana, hemos podido concluir que el populismo constituye hoy el más 95 En este sentido, y como lo han reconocido varios académicos, el nacional-socialismo y el fascismo tenían elementos populistas claros.
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feroz peligro para el Estado de Derecho, dado que barre con todos sus
requisitos fundamentales, ordenadamente, de la siguiente manera:
A. En el populismo, las instituciones sólo pueden constituir un estorbo en la
lucha por lograr la “plenitud popular”. La Constitución deja de operar, pues,
como un límite a la legislación ordinaria en virtud de principios fundamentales
de libertad y resguardo del individuo, sino que pasa a hacer las veces de un
instrumento intercambiable y modificable al antojo del líder populista. Una
misión tan “trascendente” como indeterminable, tal la que se ha adjudicado el
líder, requiere de instrumentos y plazos igualmente indeterminados.
B. La igualdad ante la ley no puede operar en un espacio comunal radicalmente
dividido por un ‘pueblo’ en contradicción con un ‘antipueblo’. Al contrario, el
populismo maquina una “igualdad a través de la Ley” en beneficio de aquellos
que están incluidos por la dimensión popular cuya contracara es la desigualdad
ante la ley bajo la cual se pone a los excluidos del sujeto popular: los
‘enemigos’ que, paradójicamente, al mismo tiempo que impiden la plenitud del
‘pueblo’, sirven a su constitución discursiva.
C) El concepto de ley abstracta, general y cierta es desconocido para la lógica
populista. La lege en el populismo deviene en privi-lege. Y es que el populismo
no establece el imperio del derecho, sino el imperio del líder; la soberanía no se
halla en la Ley, sino en la voluntad carismática. Bajo esta lógica, las leyes no
pueden ser sino específicas en lugar de abstractas, particulares en lugar de
generales, y orientadas, a la postre, a objetivos políticos bien precisos, en
beneficio de unos y en perjuicio de otros. Vale recordar las palabras de
Aristóteles: “los demagogos no se muestran sino allí donde la ley ha perdido su
soberanía”.96
D. La división de poderes, cuyo sentido es aportar a la limitación del poder en
favor de la autonomía individual y habilitar los controles de legalidad, supone
una traba que el líder populista debe desmantelar con rapidez. El populismo es
una senda que lleva al Estado total, entendido precisamente como total en
cuanto a que no deja margen a la esfera específicamente privada. Supone, en
otras palabras, un constante avance de la sociedad política por sobre la
96 Aristóteles. Op. cit., p. 59.
35
sociedad civil, conjunto de relaciones estas últimas que el Estado de Derecho
busca proteger. Así, el pluralismo que está en el núcleo del Estado de Derecho
se ve amenazado cuando el Estado empieza a borrar los límites que lo separan
de la sociedad civil, siendo esta, precisamente, el marco donde la pluralidad
aparece como posibilidad.
La disyuntiva a la que nuestras sociedades se enfrentan es clara, y una
respuesta contundente se hace más necesaria que nunca: ¿Estado de Derecho
o populismo?
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