El hombre que plantaba árboles

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Versión de la novela de Jean Giono "El hombre que plantaba árboles". realizada por el alumnado del colegio de Educación Especial "Gloria Fuertes" de Andorra (Teruel).

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Alumnos, alumnas y profesorado del Colegio Público “Gloria Fuertes” de Andorra (Teruel), después de leer la preciosa narración de “El

hombre que plantaba árboles” de Jean Giono, creamos las ilustraciones que vais a ver y

adaptamos el texto.

Esperamos que os guste tanto como a nosotros.

“El objetivo de esta historia es hacer amar a los árboles, o con más precisión, hacer amar

la plantación de nuevos árboles”.

Jean Giono

Hace unos cuarenta años me encontraba yo en larga excursión a pie por lugares desconocidos para los turistas, en una viejísima zona de los Alpes

que pertenece a la Provenza, cerca de los llanos de Aviñón.

En aquellas tierras sin abrigo, el viento soplaba con brutalidad. Después de andar cinco horas seguí sin encontrar agua y no había nadie que me diera esperanza.

Por todas las partes la misma sequedad, las mismas hierbas, solamente, algunas plantas de espliego y un aire muy fuerte.

Me encontraba en un paraje desolador. Unas casas destruidas y agrupadas daban prueba de haber existido un pueblo hace años.

En aquellos parajes las antiguas fuentes se habían secado. Al lado de las fuentes había crecido el espliego, pero allí no quedaba rastro de vida.

Después de cinco horas de marcha me pareció ver a lo lejos una silueta oscura. Era la figura de un pastor y, junto a él, su perro.

Cerca descansaba una treintena de ovejas tendidas sobre aquella tierra ardiente. El pastor me dio de beber de su cantimplora y poco

después me llevó al corral donde guardaba su ganado.

No vivía en una cabaña, sino en una verdadera casa de piedra que él había reparado. Tenía el techo firme y bien cubierto. La casa se

encontraba ordenada, el suelo barrido y las cosas recogidas.

Sacaba el agua, que era excelente, de un pozo natural muy profundo, encima del cual había instalado un torno rudimentario.

Su perro era tan silencioso como él. Era cariñoso pero sin empacho.

Me hizo compartir su cena con él. Después de cenar, el pastor fue a buscar un saquito y echó sobre la mesa un montón de bellotas de encina. Se puso a examinarlas una

tras otra con mucha atención, separando las buenas de las malas.

El pastor hacía filas de diez bellotas y cuando tenía diez filas, las agrupaba y metía en un saquito de cien bellotas.

A la mañana siguiente, antes de irse a sacar el ganado, mojó en un cubo de agua el saquito en que había metido las bellotas escogidas y

contadas con tanto esmero.

Mientras las ovejas estaban pastando, las dejó al cuidado del perro y se dirigió a un otero. Llevaba una vara de hierro, a modo de bastón.

El pastor llegó al lugar donde quería ir y se puso a hincar su vara de hierro en la tierra. Hizo un hoyo al que echó suavemente dos o tres bellotas, las regó con un poco de agua y después lo rellenó de nuevo.

Hacía ya tres años que plantaba árboles en aquella soledad. Había plantado cien mil. De los cien mil, habían brotado veinte mil y

contaba que la mitad no crecerían. Quedarían diez mil encinas que iban a crecer en aquellos parajes donde no había nada.

El pastor tenía cincuenta y cinco años. Se llamaba Elzeard Bouffier. Antes de llegar a aquel lugar vivió en los llanos, donde trabajaba en una finca. Allí perdió a su hijo único y poco tiempo después a su mujer. Su dolor le llevó a retirarse a la soledad con sus ovejas y su perro. Al contemplar el paisaje, pensó que aquella comarca moría por falta de árboles y decidió poner remedio a esa situación.

Además de las encinas, Elzear Bouffier pensaba plantar abedules y estaba estudiando la reproducción de hayas y cerca de su casa tenía un plantero de

ellas. También pensaba plantar abedules en terrenos con cierta humedad.

En 1914 empezó la Primera Guerra Mundial y durante cinco años estuve alistado como soldado de infantería. Durante esos años había visto morir a demasiada gente y mucha destrucción por todas partes.

Pensaba que, posiblemente, el pastor también habría muerto.

Al terminar la guerra volví a recorrer aquellos parajes y me encontré de nuevo con el pastor. No se enteró de la guerra, ni le

prestó atención. Lo único que requería su atención eran los árboles y su rebaño. Él seguía plantando árboles.

Aquellas diez mil encinas, verdaderamente, ocupaban mucha extensión.

El pastor había cambiado de oficio. Ya no tenía más que cuatro ovejas, porque las ovejas ponían en peligro sus plantaciones de árboles. Tenía

más de cien colmenas.

Las encinas de 1910 tenían ya diez años y eran más altas que nosotros. Todo aquello era muy bello.

Daba gusto pasear por su bosque. Todo se debía al constante trabajo de aquel hombre. En algunos lugares vi correr agua por arroyos siempre

secos desde hacía muchas épocas. El viento se encargaba de dispersar las semillas, resurgiendo sauces, mimbres, prados y flores.

Pero no siempre tuvo suerte en todos sus esfuerzos. Una vez, durante un año, plantó más de diez mil arces. Todos murieron.

Pero no se rindió y siguió plantando árboles.

En 1933 recibió la visita de un guarda forestal. Le vino a

comunicar la prohibición de

encender hogueras que podrían poner en peligro aquel bosque

“natural”.

En aquella época Elzeard Bouffier, que tenía setenta y cinco años, iba a plantar hayas a doce kilómetros de su casa. Para evitar el trayecto diario, empezó a construir una pequeña casa de piedra sobre el mismo terreno.

En 1935 llegó una delegación para examinar aquel “bosque natural”. Venían técnicos y un diputado. Soltaron muchas palabras inútiles y decidieron poner

protección al bosque prohibiendo cortar leña.

Cerca de allí encontraron al anciano que estaba plantando árboles.

Los técnicos intentaron darle algunas sugerencias de los árboles más adecuados para ese terreno, hasta que uno de ellos dijo:

- Sabe mucho más de árboles que nosotros. ¡Ha encontrado un medio magnífico de ser feliz!

En 1939 empezó la Segunda Guerra Mundial.

Mientras los hombres se destruían

entre ellos, el pastor seguía

plantando árboles.

Durante la Segunda Guerra Mundial los automóviles funcionaban con gasógeno y necesitaban mucha madera. Comenzaron a cortar las encinas de 1910, pero el trabajo resultaba poco rentable y abandonaron la idea.

Elzeard se encontraba a treinta kilómetros de la tala de encinas, sin enterarse de lo que estaba sucediendo.

Volví a ver a Elzeard Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía entonces ochenta y siete años. Gracias a la labor de ese hombre aquella comarca empezó a tener nueva vida. Vino gente

de otros lugares a habitar aquellos pueblos en ruinas.

Vergons que en 1913 tenía tres habitantes huraños y unas casas casi en ruinas, su única esperanza era la muerte.

En cambio, en 1945, Vergons empezaba a mostrar señales de vida. Todo había cambiado. Hasta el aire. De los oteros venía una

agradable brisa con olor a bosque.

La aldea contaba ya veintiocho habitantes, con cuatro parejas jóvenes. Las casas nuevas recién enfoscadas, estaban rodeadas de huertos donde crecían flores y hortalizas, coles, puerros y rosales. Era un sitio donde daba gusto vivir.

Vi que habían hecho una fuente en la plaza del pueblo, que el agua fluía abundante y, lo que más me impresionó fue que habían plantado cerca un tilo que podía tener ya cuatro años.

En las faldas de la montaña veía nacer pequeños campos de cebada y de centeno. Los manantiales antiguos volvían a fluir. Se ven por el

camino personas bien alimentadas, chicos y chicas alegres. Cientos de personas deben su dicha al trabajo silencioso de Elzeard Bouffier.

Cuando pienso que ha bastado un hombre solo para convertir aquel desierto…

… en una comarca próspera, me parece que, a pesar de todo, la humanidad es admirable.

Elzeard Bouffier murió apaciblemente en 1947 en el hospicio de Banón, a la edad de 88 años.

Colegio Público “Gloria Fuertes” ANDORRA (Teruel)

2011, Año Internacional de los Bosques

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