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EN LA LUNA (NOTA HALLADA EN UNA BOTELLA) RUEGO A QUIEN RECIBA ESTA nota que, al menos por piedad a este hombre abandonado en la más absoluta de las soledades, la haga conocer al mundo. La historia que aquí cuento es enteramente cierta y, como espero que así lo crean, detallaré todos los pormenores de mi curioso caso. Fui el primer astronauta de mi país, y probablemente el único, porque en mi país las hazañas son casi siempre obra del azar, y ésta fue sin duda una de aquéllas. Mi país es muy pequeño (o era, pero supongo que todavía es). No sólo pequeño, sino insignificante. Tan insignificante que en algunos mapas ni aparece. Y si aparece es apenas un ínfimo puntito y tal vez su nombre en una letra tan chiquita que resulta ilegible. Sin embargo, así como es de pequeño mi país, son de grandes las ambiciones de sus habitantes. Así es que un buen día mi país decidió construir un cohete propio. Y esto a pesar de la inexistencia absoluta de industria aeronáutica en el país (de hecho la industria en sí es casi inexistente). Pero tuvimos cohete, y tuvimos astronauta, que fui yo. Una mañana de marzo comenzó mi entrenamiento, que fue duro y exigente. Y comenzaron también los debates a cerca de adónde debería viajar mi cohete. Las propuestas fueron muchas. Algunos, los más tímidos, opinaron que para dar un primer paso en la carrera espacial del país debía realizarse un prudente viaje de ida y vuelta a la estratosfera; otros propusieron ir hasta tal o cual base satelital rusa o estadounidense; otros sugirieron un viaje a la Luna, y muchos una misión a Marte. Los debates fueron multiplicándose y haciéndose cada vez más fervorosos, tanto que empezaron a ocupar la primera plana de todos los periódicos, que no eran más que dos o tres. Se generaron también por esto muchas peleas políticas y hasta divisiones de partidos. Era un asunto de Estado, y mayúsculo. Mientras se sucedían estos debates, la construcción del cohete y mi entrenamiento proseguían. El tiempo planificado para la construcción del cohete fue inicialmente de tres meses, ya que se había contratado a la mejor empresa del mundo para construirlo (como dije, somos ambiciosos y buscamos siempre lo mejor), pero finalmente se demoró dos años, ya que la empresa resultó no ser la mejor y, millonarios gastos e indemnizaciones de por medio, fue separada del proyecto y el cohete debió construirse con un ingeniero y mecánicos locales. La construcción finalmente concluyó. Luego de dos años de exigentes ejercicios, yo me encontraba entrenado como jamás pude haberlo estado. Sin embargo, no se había logrado aún acuerdo sobre adónde viajaría. En esto se perdió un año más. Para concluir el encarnizado debate se decidió hacer una votación popular sobre el destino del viaje. Las posibilidades a elección eran; boleta 234, la estratosfera; boleta 105, una base rusa; boleta 540, la Luna y boleta 1 (lista oficialista), Marte. El resultado fue obvio, ya dije que somos ambiciosos; se eligió viajar a Marte, boleta número 1. Sin embargo, lo que se dio a conocer públicamente fue diferente, porque resultó que, luego de tres años de iniciado el proyecto y luego de la costosa campaña para la consulta popular, los recursos económicos estaban casi agotados (se

En la luna

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EN LA LUNA

(NOTA HALLADA EN UNA BOTELLA)

RUEGO A QUIEN RECIBA ESTA nota que, al menos por piedad a este hombre abandonado en la

más absoluta de las soledades, la haga conocer al mundo. La historia que aquí cuento es

enteramente cierta y, como espero que así lo crean, detallaré todos los pormenores de mi

curioso caso.

Fui el primer astronauta de mi país, y probablemente el único, porque en mi país las

hazañas son casi siempre obra del azar, y ésta fue sin duda una de aquéllas. Mi país es muy

pequeño (o era, pero supongo que todavía es). No sólo pequeño, sino insignificante. Tan

insignificante que en algunos mapas ni aparece. Y si aparece es apenas un ínfimo puntito y

tal vez su nombre en una letra tan chiquita que resulta ilegible.

Sin embargo, así como es de pequeño mi país, son de grandes las ambiciones de sus

habitantes. Así es que un buen día mi país decidió construir un cohete propio. Y esto a pesar

de la inexistencia absoluta de industria aeronáutica en el país (de hecho la industria en sí es

casi inexistente). Pero tuvimos cohete, y tuvimos astronauta, que fui yo.

Una mañana de marzo comenzó mi entrenamiento, que fue duro y exigente. Y

comenzaron también los debates a cerca de adónde debería viajar mi cohete. Las propuestas

fueron muchas. Algunos, los más tímidos, opinaron que para dar un primer paso en la carrera

espacial del país debía realizarse un prudente viaje de ida y vuelta a la estratosfera; otros

propusieron ir hasta tal o cual base satelital rusa o estadounidense; otros sugirieron un viaje

a la Luna, y muchos una misión a Marte. Los debates fueron multiplicándose y haciéndose

cada vez más fervorosos, tanto que empezaron a ocupar la primera plana de todos los

periódicos, que no eran más que dos o tres. Se generaron también por esto muchas peleas

políticas y hasta divisiones de partidos. Era un asunto de Estado, y mayúsculo. Mientras se

sucedían estos debates, la construcción del cohete y mi entrenamiento proseguían. El tiempo

planificado para la construcción del cohete fue inicialmente de tres meses, ya que se había

contratado a la mejor empresa del mundo para construirlo (como dije, somos ambiciosos y

buscamos siempre lo mejor), pero finalmente se demoró dos años, ya que la empresa resultó

no ser la mejor y, millonarios gastos e indemnizaciones de por medio, fue separada del

proyecto y el cohete debió construirse con un ingeniero y mecánicos locales.

La construcción finalmente concluyó. Luego de dos años de exigentes ejercicios, yo me

encontraba entrenado como jamás pude haberlo estado. Sin embargo, no se había logrado

aún acuerdo sobre adónde viajaría. En esto se perdió un año más. Para concluir el encarnizado

debate se decidió hacer una votación popular sobre el destino del viaje. Las posibilidades a

elección eran; boleta 234, la estratosfera; boleta 105, una base rusa; boleta 540, la Luna y

boleta 1 (lista oficialista), Marte. El resultado fue obvio, ya dije que somos ambiciosos; se

eligió viajar a Marte, boleta número 1. Sin embargo, lo que se dio a conocer públicamente

fue diferente, porque resultó que, luego de tres años de iniciado el proyecto y luego de la

costosa campaña para la consulta popular, los recursos económicos estaban casi agotados (se

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habían gastado tres veces el presupuesto inicial planificado) y sólo había dinero para comprar

combustible para llegar, a lo sumo, hasta la Luna. Fue así como se anunció que se viajaría,

“como la voz del pueblo había clamado a través de las urnas”, a la Luna. Esto originó grandes

festejos y alboroto en forma inmediata en todo el país, y se vieron las plazas inundadas de

banderas que clamaban por el viaje a la Luna, y la gente se convenció de que eso era lo que

habían votado por enorme mayoría. Se anunció también que yo sería quien comandaría la

nave; me transformé automáticamente en héroe nacional y ya no pude caminar por las calles;

de modo que me asignaron un lujoso coche importado para transportarme, con chofer y todo,

y dos autos más como custodia personal. Se programó el viaje para el mes siguiente del

anuncio. Ése fue el mes más itinerante de mi vida, porque me llevaron a recorrer todas las

aldeas y pueblitos del país, que, aunque están muy cerquita unos de otros, son muchos. Y al

final no fue sólo un mes, porque resultó que mis viajes habían disparado por las nubes la

imagen positiva del gobierno y entonces se decidió prolongar las giras dos meses más. De

modo que recorrí varias veces cada pueblo y aldea de mi país, lo que llevó la imagen del

gobierno justamente hasta la luna. Claro que estos tres meses de paseo en mi coche importado

y con chofer me hicieron perder un poco de estado y engordé bastante. Pero finalmente se

fijó el día para el viaje, haciéndolo coincidir con un importante feriado patrio.

Una semana antes de partir me llevaron a conocer el cohete, porque hasta entonces el

entrenamiento había sido estrictamente físico. El hecho de que no me instruyeran con más

tiempo sobre cómo comandar el cohete me había llamado la atención desde el comienzo de

la misión, pero creí que sería parte de la estrategia o bien que el cohete se manejaría desde la

Tierra y yo sería meramente un pasajero. Pero no, había sido simplemente un descuido del

jefe de la misión, que en realidad era un exdeportista que había sido colocado de jefe porque

su imagen popular era muy buena. Durante esa semana tuve entonces una instrucción

sumamente intensiva sobre la conducción del cohete. Yo era piloto, de modo que no me fue

demasiado difícil aprender. Por otra parte, el cohete era mucho más sencillo de lo que hubiera

podido imaginar. El tablero no era mucho más complejo que el de una simple avioneta, y

debían usarse solamente seis o siete botones y un par de palancas para conducirlo.

El muy ansiado día del despegue finalmente llegó. Se había montado un gigantesco

escenario y se había congregado una enorme multitud en el lugar; tan numerosa que parecían

estar allí realmente todos los pobladores del país. Se había dispuesto una tarima sobre el

escenario desde la cual se brindarían los discursos. El plan era que al finalizar el discurso del

presidente, yo caminaría desde el escenario por una pasarela que atravesaba la multitud hasta

la base de despegue que se encontraba en el otro extremo.

Los discursos comenzaron; primero habló el jefe de la misión, luego algunos intendentes

y dirigentes menores, luego el gobernador y finalmente el presidente que, enfervorizado,

habló durante casi dos horas seguidas, siendo interrumpido infinidad de veces por aplausos

y hurras. Yo había permanecido con el pesado traje puesto durante toda la ceremonia. Gracias

al buen estado que aún mantenía pude permanecer de pie, pero ciertamente ya me encontraba

algo agotado y el calor era sofocante. El discurso terminó al fin. El presidente me brindó un

efusivo abrazo y comencé la caminata por la pasarela, entre los sonidos atronadores de los

parlantes que repetían el himno nacional y el griterío de la gente que arrojaba flores y

banderines a mi paso. Yo a mi vez hacía flamear una bandera que, calculadamente, me había

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dado el presidente de su propia mano. Mi único deseo era llegar pronto al cohete, refugiarme

en mi cabina y escapar lo antes posible de aquel griterío ensordecedor, proyectándome al

espacio.

Al llegar al cohete me recibió el ingeniero que me dio algunas recomendaciones técnicas.

Al parecer los meteorólogos le habían indicado la presencia de un fuerte viento a los quince

mil metros y habían recomendado posponer unas horas el despegue, pero eso no podía

hacerse con toda esa gente allí; con un poco de pericia podría sortear los vientos sin

problemas.

Subí a mi cabina, me ajustaron los cinturones, se repasaron por última vez las condiciones

de seguridad y comenzó el conteo, que fue iniciado por el presidente en persona a través del

altoparlante. Diez segundos más tarde las turbinas escupían ferozmente todo su poder y el

cohete ganaba altura, dejando allí abajo a la multitud azorada y exultante. A los pocos

minutos debí lidiar con los ventarrones, pero con fortuna y un poco de pericia, pude sortearlos

sin incidentes. La Tierra se alejaba majestuosa, hermosamente verde y azul. ¡A la Luna!

Esa noche (lo que sería la noche en mi país), a ya más de doscientos kilómetros de altura,

me comunicaron desde tierra que en el país se estaba festejando como si hubiésemos ganado

la copa del mundo de fútbol. La gente había inundado las plazas, las calles y los bares,

tapizando todo de los colores patrios. Los políticos ya saboreaban satisfechos la segura

reelección de sus puestos en las próximas elecciones. Tuve mi momento de relajación, pues

ya me encontraba en órbita y debía esperar algunas cuantas horas a que desde la base me

dieran orden para enfilar hacia la Luna. Me quedaban por delante unos trescientos ochenta

mil kilómetros; vaya viaje.

Luego de unas horas de descanso la orden llegó; corregí la dirección del cohete, toqué el

botón verde, subí una palanca y salí disparado hacia el gran satélite a una velocidad que no

hubiera creído posible.

A medida que transcurrían las horas de viaje se iban sucediendo, uno tras otro, diferentes

incidentes que no habían sido previstos por el equipo de la misión, y mucho menos por el

inútil deportista que la comandaba. Esto me hizo dudar seriamente de mis chances de finalizar

con éxito la misión, por lo que no me sorprendí mucho cuando ocurrió lo que ocurrió.

Por alguna especie de milagro, gracias a esa suerte fortuita que acompaña a algunos de

los gobiernos de mi país que se embarcan en proyectos descabellados, a los cuatro días y

moneditas de viaje entré en órbita lunar. Al tener que comenzar las tareas de aterrizaje perdí

contacto con tierra, de modo que hube de valérmelas en soledad para la tarea más difícil,

aunque mi respetable experiencia en aterrizajes forzosos me hacía tener confianza (olvidé

decir que la aerolínea estatal, para la cual trabajaba, no poseía precisamente los equipos más

modernos). El aterrizaje no fue muy delicado, pero fue relativamente exitoso y, desde el

punto de vista del gobierno, fue magnífico, porque la suerte, nuevamente, había hecho que la

comunicación se recuperara justo antes de aterrizar y habían podido transmitir en vivo y en

directo el aterrizaje por cadena nacional a todo el país. En pocos minutos me encontraba

saludando a través de la cámara a mis compatriotas, que estarían todos apelotonados frente a

los televisores, del primero al último, y luego, filmaba mi primer paso sobre la Luna, diciendo

una estudiada frase que me había indicado el gobierno, que era muy parecida a aquella famosa

de Armstrong, pero que decía trabajador en lugar de hombre y pueblo en lugar de

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humanidad.

No puedo negar que en ese momento mi emoción era verdadera, y muy grande. Me

imaginé a todos allí en mi país; a mis amigos, a mis padres, a mis vecinos gritando,

abrazándose, saltando y alzando copas en mi nombre. Imaginé que una vez más las calles se

poblarían en monumentales festejos, que la gente reiría, cantaría y bebería alegremente toda

la noche, y me sentí enormemente feliz al saberme causa de esa felicidad popular. Y con ese

sentimiento, me fui a dormir la primera de mis muchas, muchas, muchísimas noches en la

Luna.

Mi popularidad en los medios de comunicación de mi país duró una semana. Lo que dura

en promedio cualquier noticia, por más grandiosa que sea, cuando no hay ninguna novedad

que la nutra o la transforme. El hecho de que a la semana siguiente fueran las elecciones

presidenciales colaboró mucho con este olvido. El equipo en tierra me comunicó que ahora,

el país entero hablaba solamente de una pelea interna que había estallado inesperadamente

en el partido gobernante.

Mientras tanto yo seguí con las tareas científicas que habían sido planificadas. Realicé

muchas mediciones que me habían encargado los señores del instituto de astronomía y tomé

unas cuantas muestras. También me ocupé de comenzar a reparar los desperfectos que habían

ocurrido en la nave por el duro aterrizaje, aunque para arreglar los más graves necesitaba

instrucciones del equipo de la misión, que había sido asignado esa semana a las tareas

proselitistas y no podía ayudarme hasta después de las elecciones.

Los comicios se sucedieron y el partido gobernante fue nuevamente reelecto con holgura,

a pesar de sus delicadas peleas intestinas. Y resultó que en su primer discurso al pueblo el

presidente anunció que la crisis económica se erguía como una horrible sombra sobre el país

y había que ajustarse los cinturones. Ese mismo día el equipo me comunicó que por un recorte

de presupuesto mi misión se abortaba. El equipo sería asignado a otra tarea y yo debía

arreglarme solo para regresar. Vaya broma, me reí. Pero no, sólo tres horas después de esto

escuchaba estupefacto cómo el equipo y el estúpido deportista-jefe se despedían de mí y, acto

seguido, cortaban la comunicación desde tierra. Me quedé allí sentado, en medio del desierto

lunar que me oprimía con su desolación devoradora, en la más perfecta y terrible de las

soledades.

Los días que siguieron intenté infructuosamente arreglar la nave. Pueden imaginarse que

no sabía realmente muy bien para qué servía aquel resorte, este eje, aquella chapa y ese otro

pedazo de malla metálica. Comencé a preocuparme también por el oxígeno; me quedaban

solamente dos tanques y no tenía ni la más remota idea para cuánto tiempo alcanzarían, pero

sin duda sería un tiempo limitado y debía buscar una solución, si la había.

El tiempo fue pasando y mi preocupación fue en aumento. No hacía avances importantes

con las reparaciones (realmente siempre fui malo arreglando cosas) y en mi mente

sobrevolaba la idea de que no podría regresar jamás. Por las noches miraba hacia el cielo

buscando alguna lucecita perdida que viniera tal vez para estos lugares. Quién sabe alguna

otra misión lunar, de Estados Unidos, de Rusia o del Congo Belga. Tenía listo para activar

un casero sistema de luces y explosiones para llamar la atención de cualquier nave que se

acercara. No pude evitar sentirme como un náufrago en esa tan trillada imagen en que prende

un fuego y salta tratando de llamar la atención del buque enorme y lejano que se pierde

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irremediablemente en el horizonte. El final es siempre el mismo: el náufrago se lanza a la

mar buscando salvarse por su cuenta. Pero mi máquina no parecía preparada para lanzarse a

volar al océano estelar.

Hice luego un primer gran hallazgo, y si llego a regresar o si alguien lee esta nota (y la

cree) será realmente una revolución para nuestro planeta. El oxígeno se estaba ya acabando;

sentía que los tanques estaban livianitos y tenía que respirar muy seguido para no marearme.

En poco tiempo comencé a ahogarme. Los ojos me empezaron a lagrimear, de miedo

supongo, y sabía que me moría. El ahogo era total, no respiraba, mi corazón comenzó a

acelerarse y tomé una decisión, que fue más un impulso que algo premeditado; me quité la

cápsula espacial de la cabeza. Y ahí fue la gran novedad; resulta que podía respirar. No sé

cómo ni por qué, pero al parecer en esta parte de la Luna hay oxígeno, o algo que a uno le

permite seguir respirando. De todos modos, mi euforia se acabó en poco tiempo, porque al

caer la noche abrí el baúl de los víveres y me di cuenta de que lo que comenzaría a faltar

ahora era el alimento.

Comencé a racionar cada vez más la poca comida que quedaba. Decidí comer cada día la

mitad de lo que había comido el día anterior. Según me habían enseñado de pequeño en mi

país, eso me permitiría tener comida infinitamente; la mitad, menos la mitad, menos la mitad,

nunca de los nuncas da cero. Pero descubrí que, aunque no da cero, no alcanza. Fue así como

fui poniéndome cada vez más débil. Perdí ánimos y me volví triste. Me pasaba horas inmóvil

mirando hacia la Luna (que era la Tierra) pensando en mis amigos, en mi familia, en mi

hermoso país, que ya me había olvidado. Una tarde decidí alejarme de la nave, estaba tan

débil que casi no podía caminar, y eso que uno en la Luna es livianito como una pluma. Creo

que salí a morir, a recostarme a la orillita de alguna gran roca para finalmente irme a alguna

otra parte. Caminé algunos cientos de metros; la nave se veía diminuta e insignificante en el

desierto blanco; finalmente llegué a un pedregullo y me recosté mirando el suelo. Cerré los

ojos. Creo que me dormí, o no, no lo sé, pero de pronto abrí los ojos y me pareció sentir entre

las piedras algo que se movía. Me despabilé un poco y vi a pocos centímetros de mi rostro

una especie de molusco que se arrastraba bastante torpemente sobre el polvo. Me levanté de

un salto. ¡Comida!, pensé. Segundo gran descubrimiento.

Resultó que los moluscos eran en extremo fáciles de cazar. Era sólo cuestión de extender

la mano y tomarlos. Es posible que su indefensión respondiera a la ausencia de predadores.

Se los encontraba cerca de las grandes rocas, y no era difícil hallarlos en cantidad. Descubrí

que se alimentaban de una especie de roca liviana, similar al carbón mineral; maná lunar.

Resultó además que eran sumamente sabrosos. Los comía a la sartén, salteados en su propio

jugo.

En muy poco tiempo recuperé mi fortaleza física y recompuse el espíritu.

Con el tiempo la nave se fue corroyendo y cayendo a pedazos. Decidí desguazarla y armar

con los pedazos un hogar más amplio y confortable. Me armé una casilla semienterrada

bastante sólida y hasta bonita. El material que comían los moluscos fue también mi fuente de

energía. La similitud con el carbón me llevó a probar si no sería un material combustible y

efectivamente lo era. De modo que logré tener calefacción, fuego para cocinar y luz. Me

dispuse así a pasar el resto de mis días en estas soledades, alejado miles de kilómetros de mi

añorado y diminuto país.

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Un día me puse a leer las cartas que me habían dado los niños de mi país para que dejara

aquí en la Luna. Leí algunas cosas hermosas y otras predeciblemente desopilantes. Dígale a

la Luna que quiero ser astronauta como usted, dígale a la Luna que salga siempre llena, dígale

a la Luna que me guiñe un ojo de noche, dígale que venga a visitarme un día, mándele un

saludo a los marcianos de la Luna y cosas por el estilo. Y me puse a pensar que esas cartas

habían atravesado el universo desde mi país hasta la Luna, en mi cohete, y entonces

reflexioné que si había logrado esa hazaña, cosa que al principio me había parecido

imposible, podría tal vez lograr mandar una carta desde aquí hasta la Tierra.

Es así como he decidido escribir esta carta que enrollaré dentro de la botella de vidrio

grueso que era del aceite, llenaré la botella de arena para que no explote con los cambios de

presión y le pondré un buen tapón. Me inventé una especie de gomera gigantesca con los

elásticos que formaban los burletes de las ventanas. Lanzaré la botella con este aparato hacia

la Tierra (en mi país aprendí que tales proezas pueden lograrse). Sin embargo, guardo pocas

esperanzas, ya que por más que la nota llegue a destino, difícilmente obtenga algún resultado.

Posiblemente algún periódico anuncie la noticia que en ningún lugar del mundo creerán,

excepto en mi país, donde el pueblo entero se henchirá de orgullo, y saldrá a festejar como

en un mundial con banderas a las calles, y llenarán las plazas, y beberán toda la noche en

honor al compatriota que descubrió moluscos en la Luna, y el presidente (posiblemente el

mismo de siempre) anunciará una misión de rescate, y descubrirá que esto dispara su imagen

positiva a las nubes, y ganará así una nueva elección con amplia ventaja, y luego suspenderá

la misión por recorte de presupuesto, y el pueblo, preocupado en los asuntos de su bolsillo,

me echará, una vez más, al olvido.